Hispanismo y cine
 9783954870349

Table of contents :
CONTENIDO
Introducción
Agradecimientos
1. CINE Y NACIÓN
Negociando la modernidad a través del pasado: el cine de época del primer franquismo
Radio Libre Folclóricas: jerarquías culturales, geográficas y de género en Torbellino (1941)
Las lágrimas petrificadas del general Franco: fascismo y kitsch en Raza de José Luis Sáenz de Heredia
Enamorada (Fernández, 1946) en Madrid: la recepción de una película mexicana en la España franquista
La censura cinematográfica en el territorio nacional durante la Guerra Civil y la consolidación del «Nuevo Estado»
2. CINE DE AUTOR: DE BUÑUEL AALMODÓVAR
BUÑUEL
El reparto de La edad de oro de Luis Buñuel: una forma original de intermedialidad
La Habana de Buñuel
Del estrabismo y la ceguera en el arte español: de Picasso a Buñuel
ALMODÓVAR
Las citas fílmicas en las películas de Almodóvar
El extraño viaje alrededor del cine de Almodóvar
La verdadera «voz humana»: revolución sexual en el cine de Pedro Almodóvar: La ley del deseo (1987)
Las canciones de Almodóvar
BARDEM, BERLANGA, SAURA
Sonatas (1959) de J. A. Bardem o la literatura como pretexto
Familia, turismo y garrote vil: El verdugo de Luis García Berlanga (1963)
Luis Buñuel, Carlos Saura y la creación de La caza
3. ESTUDIOS DE GÉNERO
Estrategias de elisión, inscripción y desexuación en la representación cinematográfica de la violencia contra la mujer
Las alas cortadas: el género y el espacio en las adaptaciones al cine y a la televisión de Fortunata y Jacinta de Galdós
Ciudadana Dolorosa: aproximaciones teóricas a la violencia contra la mujer
Mujer y nación en el cine español de posguerra: los años 40
Te doy mis ojos: la pintura como subtexto
Cine, historia, homosexualidad: Lejos del cielo de Todd Haynes (2002) y La mala educación de Almodóvar (2004)
4. CINE Y PLURALIDAD
ETA y el nacionalismo vasco en el cine
De Cristo negro a Cristo hueco: Formulaciones de raza y religión en la Guinea española
Inmigración, «raza» y género en el cine español actual
Cataluña y/en la pantalla poliglósica
Pablito Calvo/Marcelino, el niño y lo fílmico en las películas de Ladislao Vajda
Nota sobre los autores del volumen

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la península ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo XX y principios del XXI. La colección «La casa de la riqueza. Estudios de Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

CONSEJO EDITORIAL: Óscar Cornago Bernal (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid) Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) Chris Perriam (University of Manchester) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover, NH) Joan Ramon Resina (Stanford University, CA) Lia Schwartz (City University of New York) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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Javier Herrera Cristina Martínez-Carazo (eds.)

IBEROAMERICANA



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Bibliographic information published by Die Deutsche Nationalbibliothek. Die Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

© Iberoamericana, 2007 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2007 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-342-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-363-5 (Vervuert)

Foto de la cubierta: El cine Doré, uno de los cines más antiguos de España. Cortesía Filmoteca Española. Archivo Gráfico (Miguel Soria Tosantos) Diseño de la cubierta: Michael Ackermann The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en España

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CONTENIDO

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1. CINE Y NACIÓN

Jo Labanyi: Negociando la modernidad a través del pasado: el cine de época del primer franquismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

21

Eva Woods: Radio Libre Folclóricas: jerarquías culturales, geográficas y de género en Torbellino (1941) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

45

Alejandro Yarza: Las lágrimas petrificadas del general Franco: fascismo y kitsch en Raza de José Luis Sáenz de Heredia . . . . . . . . . . . . . . . . . .

65

Julia Tuñón: Enamorada (Fernández, 1946) en Madrid: la recepción de una película mexicana en la España franquista . . . . . . . . . . . .

89

Eugenia Afinoguénova: La censura cinematográfica en el territorio nacional durante la Guerra Civil y la consolidación del «Nuevo Estado» . . . . . .

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2. CINE DE AUTOR: DE BUÑUEL A ALMODÓVAR BUÑUEL

Nancy Berthier El reparto de La edad de oro de Luis Buñuel: una forma original de intermedialidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

145

Luciano Castillo La Habana de Buñuel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

159

Javier Herrera Del estrabismo y la ceguera en el arte español: de Picasso a Buñuel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

169

ALMODÓVAR

Peter William Evans Las citas fílmicas en las películas de Almodóvar. . . . . . . . . . . . . .

193

Marvin D’Lugo El extraño viaje alrededor del cine de Almodóvar . . . . . . . . . . . . .

199

Brígida M. Pastor La verdadera «voz humana»: revolución sexual en el cine de Pedro Almodóvar: La ley del deseo (1987) . . . . . . . . . . . . .

219

Kathleen M. Vernon Las canciones de Almodóvar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

241

BARDEM, BERLANGA, SAURA

Emmanuel Larraz Sonatas (1959) de J. A. Bardem o la literatura como pretexto . . . .

257

Annabel Martin Familia, turismo y garrote vil: El verdugo de Luis García Berlanga (1963) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Guy H. Wood Luis Buñuel, Carlos Saura y la creación de La caza . . . . . . . . . . .

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3. ESTUDIOS DE GÉNERO

Barbara Zecchi: Estrategias de elisión, inscripción y desexuación en la representación cinematográfica de la violencia contra la mujer . . . . . . . . . . .

311

Sally Faulkner: Las alas cortadas: el género y el espacio en las adaptaciones al cine y a la televisión de Fortunata y Jacinta de Galdós . . . .

337

María Donapetry: Ciudadana Dolorosa: aproximaciones teóricas a la violencia contra la mujer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

347

Isolina Ballesteros: Mujer y nación en el cine español de posguerra: los años 40 . . . .

365

Cristina Martínez-Carazo: Te doy mis ojos: la pintura como subtexto . . . . . . . . . . . . . . . . . .

393

Paul-Julian Smith: Cine, historia, homosexualidad: Lejos del cielo de Todd Haynes (2002) y La mala educación de Almodóvar (2004) . . . . . . . . . .

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4. CINE Y PLURALIDAD

Jean-Claude Seguin: ETA y el nacionalismo vasco en el cine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

421

Susan Martin-Márquez: De Cristo negro a Cristo hueco: Formulaciones de raza y religión en la Guinea española . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

437

Isabel Santaolalla: Inmigración, «raza» y género en el cine español actual . . . . . . . .

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Jaume Martí-Olivella: Cataluña y/en la pantalla poliglósica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Anne-Marie Jolivet: Pablito Calvo/Marcelino, el niño y lo fílmico en las películas de Ladislao Vajda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Nota sobre los autores del volumen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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INTRODUCCIÓN

Si la modernidad otorga a la literatura un protagonismo indiscutible a la hora de acotar el ámbito de la cultura y de perfilar la identidad nacional en la medida en que sus iconos culturales y sus héroes están claramente vinculados a la palabra escrita, la postmodernidad privilegia la cultura visual, que sumada a la revolución tecnológica y al enorme desarrollo en los medios de comunicación, contribuye a diluir las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas. En este marco el cine adquiere un protagonismo inusitado en base a su poder como aparato cultural capaz de reflejar y construir identidades nacionales y de difundirlas e internacionalizarlas con una eficacia que supera a la de la palabra escrita. Este desplazamiento de la cultura logocéntrica por la cultura visual, sumada a la vinculación del cine al ámbito de la alta cultura, legitima su relevancia como eje del patrimonio cultural de una nación. En este contexto el cine se revela como una de las disciplinas de mayor impacto dentro del hispanismo. Durante los años noventa del pasado siglo se registra en el ámbito del hispanismo una apertura hacia otras disciplinas no estrictamente filológicas y literarias, en concreto hacia la hermenéutica, el psicoanálisis, el feminismo, la deconstrucción, los estudios gay, lésbicos y de género, la historia cultural, la filosofía de la alteridad, la etnografía, la antropología o el cine, apertura propiciada por la visión multidisciplinar que introducen en el terreno académico los estudios culturales anglosajones con su secuela de planteamientos multiculturalistas, transnacionales e intertextuales. Dentro de esas disciplinas conexas que el hispanismo asimila es la del cine, tanto en su vertiente histórica como estética y formal, la que adquiere una categoría singular y un cierto grado de autonomía al propiciar análisis comparativos, híbridos y transversales con la fuente matriz del hispanismo, es decir con la literatura. Es en el campo de las relaciones cine-literatura en el que la investigación avanza con

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paso firme debido en parte a la conexión entre ambas disciplinas a partir de un factor común, la narratividad, con la consiguiente concepción del filme como un relato o texto análogo al literario. Ya a comienzos de los 80 se registran los primeros acercamientos al cine español desde la óptica del hispanismo por parte de críticos como Cyril B. Morris, Víctor Fuentes, Jorge Urrutia, Rafael Utrera, Pere Gimferrer, de la Mata Moncho Aguirre, Franz-Josef Albersmeier, HansJörg Neuschäfer o Gustav Siebenmann cuyos trabajos abren paso al estudio de las relaciones entre cine y literatura o historiadores como Emmanuel Larraz, Jean-Claude Seguin, Marvin D’Lugo o Peter Evans que profundizan en un terreno más estrictamente cinematográfico en la obra de cineastas como Buñuel, Bardem, Saura, Berlanga, Erice o el primer Almodóvar. Ese tipo de estudios, centrados en el establecimiento de las correspondencias entre el discurso audio-visual y los diversos componentes del imaginario colectivo español, se inscriben dentro de la «tradición autorial» que es aún hoy día la parcela de interés más socorrida y por ello la de mayor representación en nuestra recopilación. Así, respecto al director de Viridiana hemos seleccionado tres trabajos: el de Nancy Berthier «El reparto de La edad de oro de Luis Buñuel: una forma original de intermedialidad» estudia la perfecta simbiosis que lleva a cabo Buñuel en su mítica película con los actores, pintores y poetas que intervienen en ella desde la óptica precursora de la combinación de profesionales de diferentes medios artísticos en el logro de la nueva expresividad surrealista; el de Luciano Castillo «La Habana de Buñuel» se centra, amén de las vinculaciones «cubanas» del padre de Buñuel en las conexiones que son perceptibles entre el novelista Alejo Carpentier y el proyecto no realizado por el cineasta de llevar a la pantalla su novela El acoso y, finalmente, el de Javier Herrera, «Del estrabismo y la ceguera en el arte español contemporáneo: de Picasso a Buñuel» incide, a partir de sus mutuas coincidencias dentro del surrealismo a partir de 1925, en las conexiones entre el pintor y el cineasta en torno al vaciamiento de los ojos —y a la consiguiente invidencia— que ambos llevan a cabo en sus obras iniciáticas Las señoritas de Avignon y Un perro andaluz. Otro trabajo, el de Guy H. Wood, «Luis Buñuel, Carlos Saura y la creación de La caza», aún tiene que ver con el cineasta calandino al desvelar con todo lujo de detalles la participación, colaboración e influencia directa de Buñuel en La caza, la película más emblemática del nuevo cine español y de su autor, Carlos Saura.

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Pero, con mucho, es Almodóvar el cineasta que atrae el mayor interés del hispanismo. Sobre él tenemos tres importantes estudios procedentes del congreso internacional que sobre su figura tuvo lugar en Cuenca: en el primero, «Las citas fílmicas de Almodóvar» de Peter Evans se señalan las deudas almodovarianas que en forma de citas y homenajes se encuentran en su filmografía; en el segundo, «El extraño viaje alrededor del cine de Almodóvar» de Marvin D’Lugo, se indaga en la perceptible influencia del film El extraño viaje de Fernando FernánGómez en su obra y en el tercero, Kathleen M. Vernon con «Las canciones de Almodóvar» explora el terreno poco atendido de la presencia en su cine de la canción popular —sobre todo del «bolero»— y el papel que desempeña en el seno del argumento. Por su parte, Brígida Pastor en «La verdadera “voz humana”: revolución sexual en el cine de Pedro Almodóvar: La ley del deseo (1987)» ahonda, a través del análisis pormenorizado de la citada película, en la representación de la «alteridad sexual y genérica» de su cine así como —teniendo en cuenta la identidad sexual del propio Almodóvar— en la proyección de sexualidades e identidades genéricas «diferentes» a la “norma”». Otros grandes cineastas tratados por el hispanismo han sido Berlanga de cuya obra maestra El verdugo, Annabel Martin en «Familia, turismo y garrote vil: El verdugo de Luis García Berlanga» realiza una certera aproximación teniendo en cuenta sus vinculaciones y referencias al contexto social español de la época; y Bardem del que Emmanuel Larraz en «Sonatas (1959) de J. A. Bardem o la literatura como pretexto» estudia la peculiar adaptación que realiza de las citadas obras valle-inclanescas en un momento en el que resultaba muy difícil trasladar, por las dependencias de la censura, la atmósfera erótica y decadente del escritor gallego. A esta nómina se suman otros cineastas que concitan la atención no tanto por sus valores «autoriales» cuanto por haber sido capaces, a través de algunas de sus producciones, de ahondar en determinados temas concretos, muy significativos a la hora de conocer una etapa histórica, unos modos de ser y de pensar así como algunos aspectos sociales, políticos o culturales típicamente españoles y por ello más propensos a la hora de utilizar otras perspectivas metodológicas diferentes al análisis autorial. Es el caso, por ejemplo, del húngaro emigrado Ladislao Vajda que con un puñado de películas, entre las que se cuentan Marcelino pan y vino, Mi tío Jacinto o Un ángel pasó por Brooklyn, todas ellas protagonizadas por su actor fetiche, el niño Pablito Calvo, supo retratar en un

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interesante mosaico la vida española de los años 50 y ahondar en una serie de atavismos ideológicos nuestros muy acertadamente estudiados por Anne-Marie Jolivet, una experta conocedora de su producción. Ese interés por cineastas más ligados a los valores industriales que a los artísticos se extiende sobre todo a los representativos de la época franquista, una etapa, junto a la Guerra Civil, que ahora mismo es la más revisada por lo que atañe a las cuestiones de identidad nacionalista y a su concreta territorialización tanto ideológica como geográfica, abanico temático que es el objeto de nuestra primera selección titulada «Cine y nación». En ella se analizan a fondo películas y directores de ese momento como Torbellino (1941) de Luis Marquina que dan pie a Eva Woods en «Radio Libre Folklóricas: Jerarquías culturales, genéricas y espaciales en Torbellino (1941)» para señalar cómo las comedias musicales andaluzas privilegiaron unos personajes femeninos independientes y triunfadores, siempre dentro de los parámetros del franquismo, que permitían a la audiencia imaginar identidades alternativas, especialmente gratificantes para las espectadoras de la época. Por su parte Jo Labanyi en su artículo «Negociando la modernidad a través del pasado: El cine de época del primer franquismo» a través de cuatro películas (La duquesa de Benamejí (1949), Estrella de Sierra Morena (1952), Pequeñeces (1952) y De mujer a mujer (1950) muestra cómo el cine del primer franquismo, lejos de suponer una regresión al pasado, abre paso a una modernidad conservadora, en tanto que Alejandro Yarza, tomando como objeto de análisis la película Raza, cuyo guión fue escrito por el propio dictador, examina en «Las lágrimas petrificadas del general Franco: fascismo y kitsch en Raza de José Luis Sáenz de Heredia» el modo en que los ideólogos y artistas afectos al Régimen manipularon la iconografía histórica y religiosa española, creando con ello un repertorio kitsch susceptible de articular una imagen falsa de España al servicio del poder. Esa dimensión se enriquece con otras dos perspectivas: la de las relaciones cinematográficas con México y el papel que desempeña la censura. Respecto al primero Julia Tuñón analiza en «Enamorada (Fernández, 1946) en Madrid: la recepción de una película mexicana en la España franquista» los motivos que llevaron a declarar esta película de interés nacional a pesar de las enormes diferencias ideológicas entre el gobierno mexicano y el español. Aduce para ello razones económicas, entre ellas la necesidad por parte de las cinematografías mexicana y española de contrarrestar el monopolio de Hollywood, y razones históri-

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cas, basadas en la existencia de una historia y una cultura comunes. En cuanto al segundo, Eugenia Afinoguénova en «La censura cinematográfica en el territorio nacional durante la Guerra Civil y la consolidación del “Nuevo Estado”» aporta, apoyándose en Giddens y en una rigurosa documentación de archivo, unas interesantes apreciaciones sobre la función «estructurante» de la censura erigida en la institución encargada por el Régimen franquista de controlar el discurso visual público así como las expresiones más sutiles y ocultas de la autocensura. Por otro lado es interesante subrayar aquí la doble orientación que desde el punto de vista cultural y geográfico —y su concreción metodológica e ideológica— se manifiesta en el hispanismo en relación con el cine y que obtiene su puntual reflejo en nuestra compilación. Por una parte, el hispanismo estadounidense, debido a su tradición en los Film Studies, atiende más al análisis del filme como vehículo transmisor de ideologías y comportamientos de la sociedad española en un determinado momento. Es decir obedece a una concepción del cine decididamente idiomático-lingüística más centrada en los aspectos imaginarios detectados que en los propiamente «fílmicos». Por otro lado, la tradición europea, concibe más al cine en sus aspectos específicos histórica y lingüísticamente hablando y no tanto en sus intersecciones o contaminaciones con otros géneros e intertextualidades, es decir se inscribe dentro de una perspectiva más «cinematográfica» entendida ésta en sentido amplio. Ello no quiere decir que en ambas áreas no se exploren aspectos transversales y de mutua influencia, pues si hay algo que en el momento presente caracterice al hispanismo en relación con el cine es la continua expansión, indeterminación y apertura de unas perspectivas ya no circunscritas a una determinada «geografía» y en consecuencia delimitadas por un mayor y continuo trasvase e intercambio de ideas y métodos, propiciados por el auge de las nuevas tecnologías, la rapidez de los medios de transporte y la necesidad de intercomunicación humana que unos y otros estimulan. El debate sobre el hispanismo actual da buena prueba del auge del impacto del cine y de su amplia difusión y valoración en este campo de estudio. A ello contribuye la amplia difusión del idioma español dentro de los programas de estudio y con él de todos los productos culturales vinculados al aprendizaje de la lengua y a la voluntad de subsanar el desencuentro entre las preferencias culturales y estéticas de los estudiantes y la materia presentada en las aulas. La literatura ha pasado así de monopoli-

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zar el espacio académico del hispanismo a compartirlo con el cine —arte del siglo XX y del XXI por excelencia, e impulsor del desarrollo de esta disciplina en nuestro presente—. A la luz de esta realidad se ha concebido este volumen como una colección de ensayos sobre cine español elaborados por un grupo de especialistas, en su mayoría vinculados a instituciones universitarias de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, con el fin de subrayar el impacto del cine en el hispanismo del tercer milenio. En esta dirección apunta Gonzalo Navajas, en un debate sobre el hispanismo abierto en la revista Lateral en el año 2002 al afirmar que «con frecuencia ha sido la actividad investigadora externa la que ha hecho avanzar el análisis crítico. En realidad una buena parte de la crítica literaria e histórica de la segunda mitad del siglo XX se ha desarrollado en las universidades de Estados Unidos y Europa. Esa tarea del hispanismo internacional cubrió el vacío intelectual que las diversas situaciones locales desde el franquismo hasta los regímenes autoritarios de Latinoamérica produjeron». Pretende además esta publicación por una parte subrayar el diálogo que mantiene el cine español con otras disciplinas y por otra facilitar el acceso a estudiosos del tema a trabajos aparecidos en gran parte fuera de España, en revistas académicas, estudios monográficos, actas de congresos y publicaciones especializadas de limitada circulación y difícil acceso. Esta edición consta —además de los ya comentados— de otras vertientes de investigación. Una de ellas es, sin duda, la que ha alcanzado en los últimos años un mayor auge, nos referimos a los «estudios de género». En ese apartado incluimos los siguientes trabajos: Barbara Zecchi en «Estrategias de elisión, inscripción y desexuación en la representación cinematográfica de la violencia contra la mujer» explora desde varios flancos la violencia de género, analizando una serie de textos fílmicos dispares, unos centrados en la ocultación de la violencia en el cine y otros en su representación explícita, al tiempo que disecciona una serie de filmes que invierten el patrón tradicional presentando a la mujer como sujeto del acto violento, junto a otros que eluden la plasmación de la violencia en la pantalla para centrarse solo en sus efectos; Sally Faulkner examina en «Las alas cortadas: el género y el espacio en las adaptaciones al cine y a la televisión de Fortunata y Jacinta de Galdós» las diferencias en el tratamiento de las cuestiones de género entre la adaptación de Fortunata y Jacinta para el cine dirigida por

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Angelino Fons (1970) y la de Mario Camus (1979-80) para televisión, centrándose en la imagen decimonónica de la mujer como ángel del hogar, en su adscripción al espacio privado y en las metáforas articuladas en torno a estos temas; por su parte, María Donapetry analiza en «Ciudadana Dolorosa: aproximaciones teóricas a la violencia contra la mujer», partiendo de la película Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, la cuestión de la violencia de género en España en el marco del contexto ideológico y cultural perfilado por la Iglesia y por el Estado, película y directora que también atrae la atención de Cristina Martínez-Carazo, quien en «Te doy mis ojos: la pintura como subtexto» parte del repertorio pictórico que introduce Icíar Bollaín en su película, para explorar el tratamiento de la violencia de género y mostrar cómo el contenido estético e ideológico de los cuadros elegidos ilumina la disección de los efectos de la violencia perpetrada contra las mujeres y subraya el peso de la herencia cultural como factor clave para entender la dinámica en la que se engendra dicha violencia. Otra importante aportación en este campo es la de Isolina Ballesteros quien en su artículo «Mujer y nación en el cine español de la posguerra en los años 40» analiza la construcción de personajes femeninos en el cine del primer franquismo producido por CIFESA y su misión como portadores de valores eternos al tiempo que, partiendo de los presupuestos ideológicos de esta productora, muestra cómo el discurso nacional encontró en el cine un instrumento fundamental para consolidar y difundir unos roles femeninos perfilados en base a los valores religiosos y políticos reforzados por el nacional sindicalismo; en tanto que Paul-Julian Smith en «Cine, historia, homosexualidad: Lejos del cielo de Todd Haynes (2002) y La mala educación de Almodóvar (2004)» toma como referencia estos dos textos fílmicos para explicar el presente de la homosexualidad a partir del pasado, aludiendo a tres clases de historia: una historia social —la de la representación de la homosexualidad—, una historia discursiva —la de la elusión del tema— y una historia estética —centrada en la relación del público gay con el cine mismo—, acercamiento que le permite calibrar el impacto de la invisibilización y silenciamiento del tema de la homosexualidad en su percepción actual. Por último, en el cuarto titulado «Cine y pluralidad» atendemos a una serie de variadas perspectivas que comprenden —además del artículo ya citado de Anne-Marie Jolivet sobre Pablito Calvo—, los trabajos de JeanClaude Seguin y Jaume Martí-Olivella sobre los nuevos referentes terri-

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toriales del nacionalismo en España: el primero con «ETA y el nacionalismo vasco en el cine» se aproxima con la rigurosidad y agudeza necesarias al tratamiento que el cine vasco y español ha tenido respecto al espinoso tema del terrorismo etarra y al trasfondo nacionalista en el que surge, en tanto que el segundo con «Cataluña y/en la pantalla poliglósica» trata el tema de la identidad y de la construcción de la nación catalana partiendo de las múltiples posiciones del sujeto híbrido y plural propio de nuestro presente, opuesto al sujeto «monoglósico» franquista, tomando como referencia la película Souvernir (Rosa Vergés, 1994), centrada en la amnesia y la memoria histórica y en la movilidad del sujeto turístico, y subrayando el impacto de la hibridez como generadora simultánea de riqueza cultural y de tensiones. Por otro lado Susan Martin-Márquez con «De Cristo negro a Cristo hueco: Formulaciones de raza y religión en la Guinea española», realiza una original aportación al conocimiento de una película de temática religiosa típica del franquismo y de los tópicos étnicos del colonialismo español en sus posesiones africanas mientras que Isabel Santaolalla con «Inmigración, “raza” y género en el cine español actual», acierta a ofrecernos una visión general de algunos de los temas más socorridos en el cine español más reciente: el de las implicaciones de raza y sexo en los problemas de la inmigración. Cristina Martínez-Carazo Javier Herrera

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AGRADECIMENTOS

A las siguientes personas, revistas y entidades por permitirnos la reproducción de muchos de los textos incluidos en este volumen: Carmen Vázquez Varela y Fran Zurian, del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha; Arturo Lozano, de la revista Archivos de la Filmoteca; Antonio Pérez Lasheras, de Prensas Universitarias de Zaragoza; José Luis Ponce, de Edicions Bellaterra, y Josefina Cornejo, traductora; Servicio de Publicaciones de la Universidad de Huelva; Ángel Miquel, Jesús Nieto Sotelo, Tomás Pérez Vejo, editores de Imágenes cruzadas. México y España, siglos XIX y XX; Steven Marsh y Parvati Nair, editores de Gender and Spanish Cinema; Journal of Spanish Cultural Studies; Letras Peninsulares; Journal Studies in European Cinema; Libertarias/Prodhufi; Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies y a Jacqueline Cruz, editora de Género y violencia en la cultura hispánica contemporánea. Asimismo, a Klaus Vervuert y con él a todo su equipo de Iberoamericana por la excelente acogida que desde el primer momento tuvo con este proyecto y, finalmente, a Carmen y Jean-Xavier porque una vez más han demostrado su paciencia y cariño con los compiladores.

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NEGOCIANDO LA MODERNIDAD A TRAVÉS DEL PASADO: EL CINE DE ÉPOCA DEL PRIMER FRANQUISMO1 Jo Labanyi New York State University

Este ensayo parte de la premisa de que el primer franquismo representa no un intento de regresar al pasado, sino una modernidad conservadora. A este respecto, me baso en dos fuentes: el libro de Ruth Ben-Ghiat Fascist Modernities (2001), que considera que el fascismo italiano fue un proyecto modernizador que quiso aprovechar las tecnologías modernas para producir una regeneración nacional autoritaria y el estudio histórico de Michael Richards Un tiempo de silencio (1999), que propone que el proyecto autárquico del primer franquismo fue un intento de acelerar el desarrollo capitalista mediante la supresión de los derechos civiles. Quisiera relacionar esta visión del primer franquismo con la percepción de la historiadora de cine Pam Cook de que el cine histórico tampoco representa el retorno al pasado, sino más bien un intento de negociar la relación del pasado con la modernidad (Cook 1996). Analizaremos cuatro películas producidas durante el primer franquismo, que abordan la relación del pasado con el presente de diversas maneras: La duquesa de Benamejí (1949) de Luis Lucía; Estrella de Sierra Morena (1952) de Ramón Torrado (la única de las cuatro películas que fue filmada en color); Pequeñeces (1952) de Juan de Orduña y De mujer a mujer (1950) tam1 Una versión anterior de este ensayo aparecerá en inglés en el número monográfico «Recalcitrant Modernities», coordinado por Elena Delgado, Jordana Mendelson y Oscar Vázquez, de la revista Journal of Iberian and Latin American Studies (2007, en prensa).

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bién de Lucía. Las comentaré en este orden, por motivos temáticos, como se explicará más adelante. Como sabemos, el Estado franquista —que en sus inicios cedió el control de la ideología y propaganda a Falange Española— quiso crear una nueva España que rompiera con el pasado democrático liberal. Para alcanzar este objetivo, al igual que en otros estados fascistas, creó una serie de organizaciones juveniles destinadas a forjar el «hombre nuevo» y la «mujer nueva», puesto que, según he sugerido en un ensayo anterior (Labanyi 2002: 81), la subordinación de la maternidad al servicio del Estado difería radicalmente de la inclusión liberal de la mujer de la esfera pública. Un aspecto del proyecto modernizador del Estado franquista fue la introducción de incentivos destinados a promover el cine, considerado como un instrumento moderno apropiado para inculcar los nuevos valores del «amanecer» fascista. Pero, como también sabemos, este panorama se complica debido a que el franquismo, lejos de ser un bloque unitario, era una alianza precaria de grupos políticos diversos, entre ellos los monárquicos, los carlistas y la Iglesia —por contraste con la Falange— cada uno de ellos empeñado en restaurar un modelo diverso del pasado. Las películas analizadas en este ensayo se realizaron entre 1949 y 1952, cuando la Falange había perdido su posición hegemónica. Con la derrota del fascismo internacional en la Segunda Guerra Mundial, la Dictadura intentó distanciarse de sus orígenes fascistas, y en 1945 el control de los medios de comunicación pasó al Ministerio de Educación Nacional, bajo un ministro portavoz del nacionalcatolicismo, José Ibáñez Martín. El cine del primer franquismo no se puede considerar como un simple reflejo transparente del ideario político del Régimen —por muy contradictorio que éste haya sido— por varias razones. Al comentar la exaltación del cine como instrumento ideológico por parte del Estado fascista italiano, Ruth Ben-Ghiat observa que tanto los políticos fascistas italianos, como los productores y directores adeptos al Régimen, se dieron cuenta de que la mejor manera de atraer a un público masivo no era la propaganda explícita, que fácilmente puede generar resistencia, sino la producción de películas aparentemente escapistas, cuyo mensaje se asimilaría de manera subliminal. Por consiguiente, al igual que en la Alemania nazi (Ben-Ghiat 2001: 73), la creación de un cine nacional se basó en la imitación de modelos norteamericanos, sobre todo en lo que atañe al look cinematográfico, definido por el vestuario y la esce-

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nografía. Este look moderno, no derivaba exclusivamente de los lujosos escenarios urbanos,(aunque en ocasiones éste fuera el caso) sino sobre todo del glamour de las estrellas, que, a su vez, fomentaban deseos de ascenso social y placer contrarios al ideal fascista de la subordinación del individuo al servicio del Estado. El análisis que hace Ben-Ghiat de la Italia de Mussolini es más aplicable al primer franquismo, puesto que en España el control de la industria cinematográfica fue menos rígido que en la Italia fascista —Franco escribió el guión para Raza en 1941 pero, a diferencia de Mussolini, no creó una Cinecittá española—. Las productoras españolas quedaron en manos privadas; por tanto, eran empresas comerciales dispuestas a satisfacer las demandas del público. Por consiguiente, tuvieron que competir con las películas de Hollywood que el público español consumía masivamente, sobre todo después de la Ley de Defensa del Lenguaje de 1941 (basada en la ley homónima de Mussolini), que hizo obligatorio el doblaje al castellano de todas las películas extranjeras, facilitando con ello el acceso a las producciones norteamericanas.2 Existe otra razón para no considerar el cine del primer franquismo como un mero reflejo de la ideología imperante (que ya de por sí era una amalgama contradictoria de proyectos políticos pertenecientes a los varios grupos que conformaban el Régimen): el hecho de que una película sea el producto de una labor colectiva, en la cual participan un gran número de personas —no sólo el director y productor, sino también los actores, decoradores, diseñador de vestuario, director de fotografía, operadores, etc.— los cuales pueden no compartir las mismas ideas. De hecho, el cine constituía uno de los pocos sectores culturales que ofrecía 2

Este amor al cine de Hollywood se evidencia en las entrevistas, llevadas a cabo en Madrid y Valencia entre 1999 y 2004, para el proyecto de investigación Una historia oral del público cinematográfico en la España de los 40 y 50 (subvencionado por el Arts and Humanities Research Board), que actualmente dirijo. Incluso los antifranquistas militantes entrevistados, que tienden a rechazar el cine español por cuestión de principios (aunque es evidente que lo vieron y gozaron), expresan un entusiasmo sin límites por el cine norteamericano. Las entrevistas sugieren que, bajo las condiciones represivas y de escasez material de la posguerra española, el escapismo facilitado por el cine podía desempeñar un papel político activo. Éste parece haber sido el caso no sólo con las películas extranjeras sino también con las españolas, puesto que su falta de realismo ofrecía la visión de un mundo donde las cosas podían ser de otra manera. Esta visión de un mundo alternativo la proporcionó sobre todo el cine ambientado en el pasado, por razones obvias.

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una continuidad entre la República y la posguerra, puesto que los géneros cinematográficos —y, en gran medida, los directores y actores— siguieron siendo los mismos. Algunos directores, actores y técnicos tuvieron una formación política contraria a los valores del Régimen. Además, varios directores artísticos y operadores —los máximos responsables del look de una película— eran extranjeros, la mayoría refugiados del nazismo. Aquí mencionaremos sólo los que formaron parte del equipo técnico de las películas analizadas en este ensayo. El decorador de Pequeñeces, responsable del look de las películas históricas de Cifesa, fue el alemán Sigfrido Burmann, que había modernizado la escenografía teatral en España en los años 20 y bajo la República (GilFombellida 2003).3 El decorador de La duquesa de Benamejí y De mujer a mujer fue el ruso Pierre Schild, que trabajó en Napoleón de Abel Gance, y Un chien andalou y L’Âge d’or de Buñuel, había pasado de Francia a España en 1940, cuando los nazis ocuparon aquel país (Gorostiza 1997: 315-16). El principal operador de Pequeñeces y La duquesa de Benamejí fue el alemán Ted Pahle, que había trabajado para Paramount a finales de los años 20, y en Inglaterra, Francia y Alemania en los años 30; llegó a España en 1940 también como un refugiado del nazismo (Llinás 1989: 544). Las tres películas en las cuales colaboraron estos técnicos extranjeros fueron producidas por Cifesa, la productora más cercana al régimen franquista, por tener amistad su propietario Vicente Casanova con el almirante Carrero Blanco, íntimo amigo de Franco. El hecho de que Cifesa haya sido la productora que más recurriera a técnicos extranjeros —para trabajar en las películas históricas sugiere que quizá sea un error suponer que sus producciones cinematográficas imponen una visión nacionalcatólica monolítica, sin fisuras, de la historia nacional—. También hay que recordar que el cine histórico estuvo en boga en los años 40 no sólo en España, sino también en Hollywood e Inglaterra. Si el cine histórico llegó a ser fundamental en la producción cinematográfica alemana e italiana bajo el fascismo, fue —al igual que en España— no sólo para crear un cine nacional, sino también por imitar las nuevas tendencias del cine extranjero, tan popular con el público. Sue Harper (1994: 186-7) observa que la moda del cine histórico tuvo un auge en 3 Los decorados teatrales de Burmann incluyen los realizados para Bodas de Sangre y Doña Rosita la soltera, de García Lorca, representadas las dos obras por la Compañía Dramática de Margarita Xirgu en Madrid en 1935 (Gil-Fombellida 2003: 305-7).

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Inglaterra entre 1942 y 1949 (el auge correspondiente en España es de 1944 a 1950), y que el cine histórico inglés de este período exalta el mismo tipo de alianza aristocrático-popular que se celebra en el cine histórico del primer franquismo, por lo que éste no se puede explicar sólo como reflejo de la ideología del Régimen. Cook (1996: 98-104) analiza la exaltación de la cultura gitana en el cine de época inglés, como expresión de un espíritu rebelde normalmente encarnado en la protagonista femenina. Hay que tener en cuenta esta tendencia trasnacional al evalurar el cine folklórico del primer franquismo. Tanto Harper como Cook destacan que el cine de época inglés pone en tela de juicio la visión hegemónica del pasado nacional, al centrarse en el deseo femenino. Espero demostrar que este es también el caso en el cine del primer franquismo, a pesar del puritanismo y misoginia del Régimen. Se suele suponer que el cine del primer franquismo fue dominado por las superproducciones épicas, sobre temas históricos nacionales. En realidad, Cifesa produjo sólo cuatro películas de este tipo: Locura de amor (1948), cuya dramatización excesiva de las emociones la convierte más bien en melodrama; Agustina de Aragón (1950), La leona de Castilla (1951) y Alba de América (también de 1951). El número de películas basadas en temas históricos nacionales aumenta si tenemos en cuenta las que fueron realizadas por otras productoras. Sin embargo, sólo podemos apreciar la importancia del cine histórico en la posguerra española si consideramos la enorme cantidad de películas de época, de argumento ficticio (aunque a veces con personajes históricos), que fueron realizadas por diversas productoras, incluyendo Cifesa. En este ensayo, utilizaré la denominación «película de época» para referirme a este tipo de cine histórico de ficción.4 Según observa Harper, el cine de época nos ayuda a entender la relación que el imaginario popular tiene con el pasado, precisamente porque, al ser cine de ficción, puede jugar con éste. Cook hace notar que la teatralidad autorreflexiva del vestuario en el cine histórico se traduce con frecuencia en una visión subversiva de la historia como mascarada. Según observa Cook (1996: 1-7, 64-79), la importancia otorgada al vestuario en el cine histórico, que se presta a la dramatización de los disfraces y las identidades falsas, facilita una visión de la identidad como algo equívoco e inestable.

4 En la posguerra, el cine de época se llamba con frecuencia «cine de levita», por ambientarse mayormente —aunque no de forma exlusiva— en el siglo XIX.

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A este respecto, debemos recordar la incorporación del traje, en la modernidad, dentro del sistema de la moda. Es decir, el traje ya no indica un estatus social fijo, sino la posibilidad del ascenso social, a través de la imitación del vestuario de las clases más privilegiadas. Si la modernidad requiere la ruptura con el pasado, el moderno sistema de la moda nos obliga a poner al día constantemente la vestimenta. Nuestra modernidad (o falta de modernidad) se comunica mediante nuestro vestuario. Por ser un medio moderno de reproducción tecnológica, el cine ha estado involucrado, desde sus inicios, en el sistema de la moda, incitando al espectador —y especialmente a la espectadora— a imitar el look de sus estrellas favoritas (Stacey 1994; Kuhn 2002). Las entrevistas llevadas a cabo para el proyecto colectivo Una historia oral del público cinematográfico en la España de los 40 y 50, que actualmente dirijo, han demostrado que esto también ocurrió en el caso de España, no sólo para las mujeres sino también para los hombres. Desde luego, los espectadores no imitaban los trajes de los personajes del cine histórico, puesto que el objetivo de la imitación era mostrarse al corriente de la moda actual —sobre todo en la España de la posguerra, cuando el público era consciente de estar aislado del mundo exterior— salvo, precisamente, por el consumo de películas extranjeras. Sin embargo en España, como en otras partes, los espectadores proyectaban sobre el cine histórico la idea moderna de la importancia de lo nuevo en el sistema de la moda, ansiando quedar deslumbrados por los constantes cambios de vestuario de los protagonistas, incluso cuando la película estaba ambientada en una época anterior a la modernidad (por ejemplo, en la Edad Media o en el Siglo de Oro), en que el concepto de la moda es, estrictamente hablando, anacrónico. El deleite proporcionado por los constantes cambios de vestido, fomentados por los estudios cinematográficos, ayudó a conseguir la lealtad del público. Un instrumento importante para crear esta lealtad era la difusión en la prensa, por parte de las respectivas productoras, de fotografías de las estrellas contratadas, vestidas con un sinfin de trajes seductores. Incluso cuando eran trajes de época, el moderno mensaje consumista era el mismo. Este tipo de publicidad gráfica contradecía frecuentemente la retórica verbal de los pressbooks, que subrayaba —por razones estratégicas— la adhesión a los valores de la nueva España. Si tres de las cuatro películas comentadas en este ensayo fueron producidas por Cifesa, esto no refleja la proporción de películas históricas realizadas por

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esta productora, sino el hecho de que Cifesa fue la productora que más hizo para crear y promover un look histórico particular. Esto requería un presupuesto suficientemente generoso para contratar a una plantilla de estrellas en exclusiva y para encargar decorados y vestuario suntuosos; sólo Cifesa tenía un ritmo de producción suficientemente sólido para permitirse este lujo (Fanés 1989). Después del triunfo de Aurora Bautista en 1948 con la superproducción histórica Locura de amor, Cifesa le ofreció un contrato de tres años en exclusiva, para hacer tres películas, con el pago espectacular de 500.000 pesetas por película. Sus diecinueve trajes para Pequeñeces, encargados (incluyendo la ropa interior) al modisto español más famoso del día, Pedro Rodríguez, utilizando sólo telas propias de la época, costaron más de 400.000 pesetas —una cifra fabulosa citada por Cifesa en su campaña publicitaria para la película (Pérez Perucha 1997: 262; Castillejo 1998: 24-5, 91). La estrella masculina mejor pagada de Cifesa era Jorge Mistral, quien en 1948 —y después del éxito de Locura de amor— firmó un contrato para hacer tres películas, a 260.000 pesetas cada una (la única que se realizó fue La duquesa de Benamejí, dando lugar a una demanda legal contra Mistral de parte de Cifesa cuando, después de triunfar en México, se negó a volver a España para cumplir con el contrato) (Fanés 1989: 258). A pesar del prestigio otorgado por su protagonismo en 1941 de Raza (basada en un guión escrito por el general Franco bajo seudónimo), Ana Mariscal ocupaba un puesto inferior en el escalafón de Cifesa, con un sueldo de 70.000 pesetas por película (Fanés 1989: 259). A mediados de los años 40, Amparito Rivelles fue objeto de una disputa entre Cifesa y Cesáreo González, propietario de Suevia Films, que compitieron por contratarla con ofertas cada vez más atractivas; en 1948, Cifesa consiguió que volviera a su plantilla para realizar (entre otras películas) La duquesa de Benamejí y De mujer a mujer (Fanés 1989: 259). Lola Flores fue lanzada a la fama por Cesáreo González, el principal rival de Cifesa en la construcción de un sistema de estrellas, que en 1952 le ofreció un contrato por dos años, con el sueldo récord de unos 6.000.000 de pesetas —la primera película realizada bajo este contrato fue Estrella de Sierra Morena (García Garzón 2002: 1257). Los reportajes en la prensa sobre estos contratos cada vez más sensacionales prepararon el terreno para los valores consumistas —que por algo denominamos el «sueño americano»— que se propagarían abiertamente en España a partir de 1959, con el auge político de los tecnócratas de Opus Dei.

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Los argumentos de las cuatro películas que he elegido analizar se desarrollan entre 1824 y 1902: el período en que la modernidad se impuso mediante la progresiva centralización del Estado y la separación de las esferas pública y privada —separación que, a su vez, introdujo un nuevo concepto de la radical diferencia entre los sexos—.5 Esta insistencia en la diferencia sexual fue reforzada por la imposición de nuevos códigos para regir la indumentaria, creando una distinción entre el vestuario masculino y femenino, al adoptar los hombres los colores sobrios, quedando reservada la ropa vistosa a las mujeres. Comentaré las películas según el orden cronólogico de la época histórica representada, para poder situarlas con respecto a las diversas etapas de este proceso de diferenciación sexual. La duquesa de Benamejí está ambientada en 1824 (según el drama en verso de Antonio y Manuel Machado, sobre el cual se basa), y Estrella de Sierra Morena en 1839. Esto significa que las dos películas representan unas fechas inmediatamente anteriores y posteriores a la división del país, en 1833, en 49 provincias bajo el control de unos gobernadores civiles nombrados por el Estado central —una reorganización del territorio nacional que tuvo consecuencias enormes para la centralización del poder. (En Estrella de Sierra Morena, el padre de la protagonista Estrella se describe erróneamente como «corregidor», un puesto que quedó eliminado con las reformas de 1833.) Las dos películas se sitúan justo antes de la creación, en 1844, de la Guardia Civil, un cuerpo paramilitar controlado por el Estado central, cuya función era la supresión del bandolerismo (término que incluía a los gitanos), es decir: la reclusión de la población en asentamientos fijos, que quedaban claramente bajo la jurisdicción del Estado. La época representada en las dos películas es la del romanticismo: período que, además de permitir unos argumentos amorosos extravagantes, se corresponde con el momento en que un nuevo vestuario sexualmente diferenciador ya había sido adoptado por la burguesía pero no por las clases bajas. Pequeñeces, basada en la conocida novela del Padre Coloma, de 1890 (jesuita),6 trata el pe-

5 Este ensayo es la continuación de un artículo anterior (Labanyi 2004), que analiza el vestuario en el cine de época español de 1942 a 1950, centrándose en películas ambientadas en el siglo dieciocho y la Guerra de la Independencia (1808-14), un período que permite el uso del vestuario para tratar el tema de la influencia francesa en España, un tema con una fuerte carga política bajo el primer franquismo. 6 El uso del texto de un autor jesuita en esta película es una estrategia brillante para legitimar la representación de una conducta femenina abiertamente escandalosa. Otras

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ríodo turbulento de 1872 a 1875, pasando por la dimisión del rey liberal Amadeo de Saboya y la declaración de la primera República hasta la Restauración borbónica. La acción de la última película que comentaremos, De mujer a mujer, es contemporánea de la obra teatral de Benavente, Alma triunfante (1902), en la que se basa. Estas dos películas representan un período (las tres últimas décadas del siglo diecinueve y los primeros años del siglo veinte) en el contexto de la preocupación en España y Europa por la decadencia, en que el papel de la mujer como esposa y madre llegó a ser un tema candente —como lo sería bajo el primer franquismo—. Las cuatro películas analizadas en este ensayo pertenecen al género melodramático, aunque las dos primeras, al ser folklóricas, combinan el melodrama con la comedia musical. Las cuatro terminan con el abandono del pasado por los protagonistas, simbolizando, así, la necesidad —tanto para el público como para los protagonistas— de mirar hacia el futuro. Aunque el pasado suele ser abandonado con pena, es totalmente moderna la sugerencia de que la historia requiere la ruptura con el pasado. En las páginas siguientes, analizaré las actitudes hacia el pasado creadas por el vestuario en estas cuatro películas —actitudes que no siempre coinciden con las creadas por el argumento y los diálogos. El hecho de que La duquesa de Benamejíi se base en el drama en verso de Antonio y Manuel Machado, escrito bajo la República en 1931 (la última obra que escribirían juntos) ya indica su ambigüedad política, dada la bifurcación de sus respectivas trayectorias políticas con la sublevación nacional de 1936. Este drama en verso, traza la creación del

dos películas de época —El escándalo (1943), de José Luis Sáenz de Heredia, y La fe (1947), de Rafael Gil— lograron evadir la censura al basarse en novelas de escritores decimonónicos no suspceptibles de acusaciones de inmoralidad: en el primer caso, el escritor conservador, Alarcón; en el segundo, el autor liberal de novelas moralmente inocuas, Palacio Valdés. Increíblemente, a pesar de tratar el adulterio femenino, El escándalo fue declarada «de interés nacional» por el Sindicato del Espectáculo, controlado —como todos los sindicatos de la Dictadura— por la Falange. El análisis de las revistas cinematográficas de los 40 y 50 llevado a cabo para el proyecto Una historia oral del público cinematográfico de la España de los años 40 y 50 demuestra que el puritanismo moral que llegó a caracterizar el franquismo se impuso con todo su rigor sólo después de 1945, cuando la Falange fue remplazada como poder hegemónico por la Iglesia. En 1947 La fe —a diferencia de El escandalo, estrenada cuatro años antes— fue duramente criticada por la Iglesia, que sin embargo no consiguió que la película fuera prohibida, ni que dejara de ser calificada como «de interés nacional».

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género cinematográfico folklórico, como proyecto político nacional-popular, bajo el gobierno de la República. Despúes de la Guerra Civil, la folklórica sería más bien un proyecto político populista. En realidad, la frontera entre lo nacional-popular y lo populista siempre fue porosa, tanto antes como después de la guerra. Es probable que la popularidad del género folklórico con el público popular del primer franquismo se haya debido a esta ambivalencia, que permitió que el género conservara ciertos ecos de sus orígenes republicanos. Incluso, la versión cinematográfica de La duquesa de Benamejí hace más explícita la crítica social sugerida por la obra de los hermanos Machado, al hacer interpretar a Amparito Rivelles los dos papeles, socialmente antagónicos, de la duquesa y de la gitana Rocío, las dos enamoradas del bandido «bueno», Lorenzo Gallardo (interpretado por Jorge Mistral). Cuando la compañía dramática de Margarita Xirgu estrenó la obra de los hermanos Machado en 1932, los dos papeles femeninos fueron interpretados por actrices distintas (Gil-Fombellida 2003: 188). La única diferencia entre los dos personajes interpretados por Amparito Rivelles en la película, cuando se enfrentan por primera vez (mediante un trucaje técnico), es que la una lleva el pelo largo suelto y despeinado, con un clavel detrás de una oreja, y una blusa campesina escotada, con faja y falda amplia; mientras que la otra lleva un vestido elegante de tela escocesa, cortado al sesgo y con mangas abombadas por encima del codo, el cuello alto adornado con una cinta y camafeo, y el pelo sujetado en tirabuzones encima de la cabeza. Cuando Rocío insiste que «aunque por fuera parezcamos iguales, por dentro somos muy diferentes», aclara que se refiere a las circunstancias bajo las cuales fueron criadas, y no a una identidad esencial. Si la duquesa ha tenido la vida fácil, ella ha sido obligada a ocupar una posición marginal, al borde de la prostitución, hasta que Lorenzo la salvara. La película destaca la crueldad de los bandidos al burlarse de las pretensiones de Rocío de ser amada por Lorenzo, llamándola «la reina de la cocina». Tanto Rocío como la duquesa son figuras altamente seductoras, pero lo que nos atrae de Rocío es su aire desamparado, mientras que admiramos a la duquesa porque nunca pierde el control y es capaz de arriesgarse a viajar sola a caballo, vestida de bandida y látigo en mano, al campamento de Lorenzo en la Sierra Morena, para salvarle de la patrulla militar. Si la duquesa se disfraza de bandida, el interior de la cueva de los bandidos imita un palacio aristocrático con sus enormes espejos y sillas estilo Luis XVI. Rocío apenas cambia de traje (para una

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mujer del pueblo, la moda es irrelevante), pero los cambios de vestido de la duquesa son frecuentes y espectaculares. El público goza al ver a Amparito Rivelles alternar los papeles de gitana y duquesa, además de interpretar a una duquesa que se viste de bandida (este disfraz, aunque transgrede las barreras sociales, no subvierte la diferencia sexual, puesto que ella monta a caballo a mujeriegas, con una falda larga). El vestido de raso rayado que Amparito Rivelles lleva, en su papel de duquesa, cuando Lorenzo se introduce en su palacio, es de una elegancia digna de Hollywood, con los hombros al descubierto y un collar realzando el escote bastante atrevido. (No es cierto que los escotes hayan sido prohibidos en el cine del primer franquismo, pero parecen haberse limitado al cine de época, lo cual indica los placeres permitidos por este género cinematográfico.) Cuando la duquesa va a Córdoba a solicitar el perdón de Lorenzo, lleva un sombrero modesto, con ala de encaje blanco, y un vestido elegante con lunares; una vez llegada a Córdoba, se pone un sombrero negro sofisticado con plumas de avestruz blancas, para impresionar al gobernador civil; ya de vuelta, vuelve a disfrazarse de bandida para ir a caballo, de noche, al campamento de Lorenzo en la sierra. Jorge Mistral es igualmente seductor y andrógino, con la camisa con volantes abierta (la cámara insiste en su pecho velludo), bolero adornado, y manta de Béjar sobre el hombro. A diferencia de los demás bandidos, no lleva sombrero, enfatizando su perfil guapo de superestrella y pelo corto, peinado a lo moderno. En las escenas en que Mistral es filmado en primer plano o plano medio, sin bolero, el peinado y la camisa abierta le dan una apariencia totalmente moderna. Esto quiere decir que Lorenzo, el estereotipo del bandolero bueno, es el personaje de aspecto más contemporáneo, lo cual facilita su identificación al público. La gitana Rocío, con su pelo suelto, también tiene un aspecto relativamente moderno cuando se la filma en primer plano. Según observa Luis Fernández Colorado (Pérez Perucha 1997: 254), la representación positiva de los bandoleros en esta película es extraordinaria, si recordamos que se estrenó en un momento histórico (1949) en el que se había recrudecido la represión, por parte del ejército, de la guerrilla antifranquista —a los que el Régimen denominaba como «bandoleros»—. Más extraordinaria aún es la representación negativa, en la película, de los militares encargados de la captura de Lorenzo y sus compañeros, bajo el mando del primo aristocrático de la duquesa que, al no ser correspondido en su amor por ella, adopta el papel de traidor. Los uniformes de hú-

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sar les da a los militares un aspecto de dandy afeminado, en comparación con el aspecto viril de los bandoleros. El amor de Lorenzo a la duquesa tiene su origen en la infancia, cuando él la había amado al trabajar de niño como pastor en la finca del padre de ella, que le había despedido injustamente cuando él le salvó la vida. Además de introducir una nota explícita de protesta social, el flashback a este pasado infantil recrea un mundo utópico de armonía entre las clases sociales, posteriormente perdido. Al enamorarse en el tiempo presente de la película, Lorenzo y la duquesa tratan de recuperar este momento utópico, en vano. La película soslaya las explicaciones sociales de este fracaso, al hacer que la duquesa sea asesinada por una Rocío celosa (que queda castigada por la muerta violenta, cuando los militares dinamitan el campamento de los bandoleros). Estas peripecias melodramáticas producen un final aceptable para la censura, evitando la unión amorosa de la duquesa con un bandido y sugiriendo que las dos mujeres interpretadas por Amparito Rivelles se distinguen, no sólo por el traje, sino —a pesar de su aparente semejanza— por su identidad de clase, siendo noble la duquesa y traidora la gitana. Las dos tienen que morir puesto que, en la época en la cual la película fue estrenada (1949), era impensable la idea de que una duquesa y una gitana pudieran ser iguales. Esto puede haber salvado la película para los censores, pero los espectadores se quedan con la impresión de que un mundo mejor —basado en la igualdad de clases— se ha perdido, y que esta pérdida es trágica. La película termina —al bajar Lorenzo del monte a recibir su perdón— con una voz masculina en off que anuncia el fin del bandolerismo en Sierra Morena, pero las identificaciones permitidas por la película impiden que el público interprete esto como un final feliz. En la escena final, la voz en off recita un romance popular que cuenta la historia de los protagonistas de la película. En toda ella, los protagonistas son conscientes de su papel como figuras legendarias del imaginario popular. Esto convierte la interpretación autorreflexiva de roles estereotípicos, por parte de Amparito Rivelles y Jorge Mistral, en una exaltación de la cultura popular. Lorenzo expresa su amor a la duquesa al cantarle la serrana que él le había cantado cuando eran niños. Ella merece ser «la reina de la Sierra Morena» porque sabe responder a su homenaje popular, cantando las últimas estrofas. El romance recitado al final por la voz en off masculina —que expresa el sueño de Lorenzo, forjado en la infancia, de convertir a la duquesa en «reina de Sierra Morena»— se narra en primera perso-

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na, invitando al espectador a identificarse con este sueño utópico. El último verso del romance —«Déjame llorar por ti»— capta el tono elegíaco de la película, al devolvernos a un pasado que consiste en el sueño hermoso de una socieded sin divisiones de clase, que hay que olvidar puesto que, en el tiempo presente, tal sueño ya no es posible. Las resonancias para los espectadores españoles de 1949 que habían apoyado el proyecto político de la Segunda República tienen que haber sido elocuentes. Podemos observar que ese pasado que el final de la película nos obliga a abandonar consiste en un mundo en el cual las mujeres podían disfrazarse para vivir identidades múltiples. La eliminación del bandolerismo —y de la gitana Rocío— produce una sociedad estable, en la que cada persona debe ocupar un solo lugar, eliminando el nomadismo tanto psicológico como físico. El tema de Estrella de Sierra Morena, ambientada en 1839, es nuevamente la eliminación del bandolerismo —la Sierra Morena fue el último reducto de los bandoleros andaluces en el siglo XIX, y también cobijó a una importante agrupación guerrillera antifranquista en la posguerra, cuyas acciones armadas cesaron sólo en 1951, un año antes del estreno de la película de Torrado.7 Aunque la película es una comedia musical con un final aparentemente feliz, el vestuario y los decorados generan un sentido contrario al de la felicidad. El público sabe desde el principio lo que los personajes no saben: que Estrella (interpretada por Lola Flores) es la hija del corregidor (estrictamente hablando, gobernador civil), quien en los primeros momentos de la película es adoptada por unos bandoleros «buenos», que la encuentran, recién nacida, entre los cadáveres (incluyendo a su madre) de los pasajeros de una diligencia asaltada por unos bandoleros «malos». El uso del color —introducido en el cine español cuatro años antes, en 1948— realza los significados comunicados por el vestuario.8 Los vestidos de los bandoleros

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Fernández Colorado (ver Pérez Perucha 1997: 253) nos informa que Cifesa contrató a José María Pemán —miembro de la Real Academia de la Lengua y, en la inmediata posguerra, presidente del Comité de Depuración que purgó a los intelectuales, profesores y maestros que habían apoyado a la República— para revisar el guión original, que los censores habían declarado inaceptable porque la representación positiva de los bandoleros podía ser interpretada como una alusión a los guerrilleros antifranquistas. La historia de la Agrupación Guerrillera de Sierra Morena se cuenta en el documental La guerrilla de la memoria (2002), de Javier Corcuera, que incluye entrevistas con su comandante, José Murillo.

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son de colores vivos diversos; al aparecer juntos en escena, forman un conjunto multicolor sutilmente orquestado. El jefe de los bandoleros, Juan María (padre adoptivo de Estrella), se destaca por sus trajes de rojo o azul monocromático. Los boleros, pantalones y fajas de los demás bandoleros mezclan varios colores. Las chaquetas y a veces pantalones de todos los bandoleros están, en general, ricamente bordados, y llevan mantas de Béjar, con rayas coloreadas, sobre el hombro. Los bandidos cambian de vestido con una frecuencia impresionante; lo que más se cambian son los pañuelos que llevan en la cabeza, de colores diversos o de diseño multicolor. Si los personajes burgueses civiles visten colores sobrios (marrón o negro),lo que les hace casi intercambiables, los bandoleros se individualizan a causa de los colores variados de su indumentaria. También la cueva que habitan los bandoleros está adornada con mantas rayadas y colgaduras étnicas, contrastando con los muebles oscuros del palacio del . Hay algunas excepciones al vestuario generalmente sobrio de los personajes burgueses. La primera la constituyen los militares, bajo el mando del oficial Carlos (intepretado por el actor español, Rubén Rojo, que había triunfado como galán en el cine mexicano, de 1944 a 1951) del cual Estrella se enamora. Curiosamente, el uniforme militar, de húsar, combina los mismos colores (rojo y azul) que predominan en el vestuario de los bandidos, destacándose los pantalones azul claro. Es importante que veamos a Carlos por primera vez vestido de civil, con sombrero de copa, levita gris, y fular azul, puesto que esta indumentaria más sobria le establece como un personaje serio, lo que nos impide ver a los militares como dandys afeminados (un riesgo mayor en esta película que en La duquesa de Benamejí, por ser de color). La segunda excepción a la sobriedad masculina burguesa es don Periquito, el estúpido novio de la sobrina del corregidor (raptada por Estrella, que se hace pasar por ella para poder introducirse en el palacio del corregidor y sacar de la cárcel a su padre adoptivo, Juan María). Don Periquito es un personaje ridículo, con su traje azul claro que realza su gordura (en realidad, los pantalones del uniforme militar de Carlos son casi del mismo color). Las escenas callejeras incluyen una mezcla de tipos populares con trajes de colores diversos, y damas y caballeros bur-

8 La película se rodó en Cinefotocolor, un sistema inventado en 1947 por Daniel Aragonés, en sus estudios Cinefoto de Barcelona, que fue usado en España y que se exportó a Francia, hasta 1954. Ver Del Amo (2003).

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gueses vestidos sobriamente —ésta es una sociedad híbrida donde la modernidad todavía no ha llegado al pueblo. En una escena de gran belleza, una muchedumbre —de tipos populares y burgueses— se detiene para escuchar a una gitana cantar un romance narrando la detención de Juan María, delante de una aleluya que narra la misma historia, cuyos episodios ella va señalando con el dedo.9 Al igual que en La duquesa de Benamejí, la película recurre a la cultura popular para hacer un comentario autorreflexivo sobre la representación, en la película, de personajes estereotípicos del imaginario popular. Aquí también, la película nos invita a disfrutar del pasado como una performance o mascarada, que nos atrae por los trajes variados. Podemos observar que lo que hace tan atractiva la representación de las clases populares premodernas en esta película es la moderna tecnología cinematográfica del color. En el transcurso de la película, Lola Flores cambia de vestido con una frecuencia espectacular; sus vestidos —todos sensacionales— fueron diseñados por la modista Rosina. Incluso en el campamento de los bandoleros en la sierra, Estrella parece tener un surtido inagotable de faldas coloreadas, con volantes y adornos complicados de colores diversos; blusas campesinas muy escotadas, a veces con los hombros al descubierto o sin mangas; y fajas de color vivo enfatizando sus pechos. Pero el placer principal ofrecido por la película es el espectáculo de su suplantación de la identidad de la sobrina del corregidor, Rocío, en el baile que celebra su compromiso matrimonial con don Periquito. El espectador es consciente en todo momento de que la mascarada funciona en dos niveles, al ver a Lola Flores interpretar a Estrella, quien a su vez se hace pasar por Rocío. Puesto que el espectador disfruta con los malentendidos y equívocos producidos por la mascarada, no tiene importancia la falta de verosimilitud de la performance de Estrella, al hacerse pasar por una señorita burguesa; el placer se deriva de la disparidad entre las diferentes identidades de clase. Esta falta de verosimilitud se ve especialmente en el caso del bandolero cómico, el Ladeado (es cojo), interpretado por el maravilloso actor secundario, Manolo Morán, que se 9 La aleluya popular fue un producto de la modernidad, puesto que se reproducía mecánicamente, pero cumplía la función de mediar entre lo moderno y lo premoderno al facilitar la comprensión para el público analfabeto, que podía entender las imágenes, aunque no podía leer las leyendas. Desde luego, el cine cumplía una función parecida en países —como España a principios de los 50— que todavía tenían una tasa alta de analfabetismo, como nos recuerda esta escena autorreflexiva.

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hace pasar por el tutor de Rocío, para poder acompañar a Estrella al infiltrarse en el palacio del corregidor. A lo largo de la película, el Ladeado asume una serie de disfraces, al hacerse pasar por monje, mendigo ciego, etc. Todos sus disfraces son absurdos, lo cual sugiere que todas las identidades son fraudulentas, incluyendo su identidad «original» de bandido estereotípico, que interpreta de manera paródica. La idea de que todas las identidades son fingidas se refuerza a través de una ironía fundamental en la película: al suplantar Estrella la identidad de una señorita burguesa en el palacio del corregidor —que se revelará como su padre, algo que el espectador sabe desde el principio— está imitando mal lo que es su identidad verdadera. Al basarse en los múltiples equívocos generados por los orígenes desconocidos de Estrella (desconocidos para los personajes, pero no para el espectador), la película nos invita a reflexionar sobre si la identidad se define por el nacimiento, la educación, o el vestuario. Al final de la película, Estrella es reconocida por su padre, el corregidor, lo cual permite la resolución feliz de sus amores con Carlos, puesto que sería imposible que la hija de un bandido se casara con un militar, dedicado precisamente a la eliminación del bandolerismo. Pero el montaje, vestuario y estilo de actuación contradicen esta lectura feliz del final de la película. Pasamos de un plano largo de la Sierra Morena, con sus picos salvajes simbolizando la libertad de movimiento, a la panorámica de una sala oscura, con muebles pesados, en el palacio del corregidor, al desplazarse la cámara desde la ventana cerrada hacia Estrella, que se apoya contra el respaldo de una silla, la cabeza oculta en una mano, ya no vestida como la hija de un bandido imitando a una señorita burguesa, sino como una señorita burguesa «de verdad». La anterior dimensión paródica de su vestuario y estilo de actuación han desaparecido. Cuando se levanta para ser abrazada por Rubén Rojo en el beso final, vemos su vestido marrón y negro, de cuello alto; la cabellera ahora recogida modestamente, sus movimientos rígidos y formales. Por supuesto, está de luto por la muerte de su padre adoptivo, fusilado por los militares (con uno de los cuales se va a casar) en nombre de la ley simbolizada en el padre que acaba de conocer. A pesar del beso final, la puesta en escena no sugiere un final feliz. El espectador se queda con el recuerdo de su bailar desenvuelto y apasionado en el campamento de los bandidos en la Sierra Morena; o de su iniciativa cuando se burla de los bandidos «malos», que la han encarcelado, retándoles a bailar con ella para que

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depongan sus pistolas, agarrándose a ellas y esgrimiéndolas al nivel de sus pechos, hasta que la suelten (esta imagen agresiva se reprodujo en el cartel publicitario). Cook (1996: 73) observa que las heroínas de las películas de época suelen ser escapistas expertas, que saben liberarse de los apuros y de los vestidos apretados. Estrella se libera de una serie de apuros, pero el vestido apretado la vence al final. Al igual que en La duquesa de Benamejí, la eliminación del bandolerismo, requerido por la modernidad, resulta en la pérdida de las identidades nómadas, que se expresan a través del movimiento libre y de los disfraces. Por contraste, las dos películas ambientadas a finales del siglo diecinueve y principios del siglo viente se desenvuelven en la ciudad moderna. Pequeñeces es una denuncia, de inspiración jesuita, de la inmoralidad de la aristocracia madrileña, encarnada en Curra, condesa de Albornoz —interpretada por Aurora Bautista con una energía que subvierte la aparente condena de su conducta realmente escandalosa—. Sus diecinueve cambios de vestido hacen eco de su inconstancia amorosa y política: además de deshacerse caprichosamente de los hombres (manda cínicamente a la muerte a su primer amante), está involucrada en la conspiración aristocrática contra el rey liberal Amadeo de Saboya. Después de la resignación de Amadeo y la declaracion de la Primera República se exilia en París, donde participa en la intriga que conducirá a la Restauración de la monarquía borbónica en 1875. Su segundo amante Jacobo (interpretado por Jorge Mistral), un diplomático aristocrático envuelto en una turbia conspiración carlista, es asesinado por sus amos políticos en una escena de carnaval técnicamente brillante, que termina con la imagen de la estola de piel de Curra enganchada en unas rejas —una imagen que implica a Curra sin necesidad de las palabras—. El carnaval es la nota dominante de esta película, en la cual casi todos los personajes adoptan roles fingidos para satisfacer sus deseos. Pero consiguen satisfacer sus deseos, y no podemos sino gozar con sus vestidos glamorosos. En toda la película, Aurora Bautista interpreta su papel como si estuviera actuando para la galería, manejando sus vestidos como armas estratégicas. En numerosas escenas vemos a Curra vistiéndose (evidentemente, se desviste bastante también, aunque esto no lo vemos). Sus amigas comentan repetidamente que sus trajes —sedas y satenes suntuosos, vestidos escotados con los hombros al descubierto, sombreros extragavantes— representan la moda más reciente. También es impresionante la atención concedida a los trajes de los personajes se-

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cundarios, especialmente los de la cortesana francesa Monique, interpretada por Sarita Montiel. Los trajes de Curra y sus amigas aristocráticas tienen un look histórico más o menos auténtico; pero los trajes de Monique, representando la modernidad parisina, parecen salidos de una película clásica de Hollywood, sobre todo la bata llena de cintas y encajes que lleva cuando Curra le hace una visita —escena en la que humilla totalmente a ésta—. Aunque los personajes masculinos visten ropa de colores sobrios, los dos amantes de Curra —el primero, Juanito, está interpretado por Armando Calvo, conocido por sus papeles de galán en las películas de época— están feminizados por sus vestidos elegantes. Esto se nota especialmente con Jacobo, cuyos cambios de vestuario —abrigo largo con bufanda escocesa, levita con chistera, capa forrada de satén blanco, etc.— son casi tan frecuentes como los de Curra. Si los trajes de ella fueron encargados a Pedro Rodríguez, los de él fueron diseñados por el modisto Rafael: esta información se comunica al espectador al principio de la película. La insistencia de la cámara en el vestuario sofisticado de Jorge Mistral invita al espectador a sucumbir a su atractivo, al igual que ocurre con Curra. El final moralizante de la película no es asimilado por el espectador, puesto que reniega de los vestidos lujosos que son su razón de ser. La película termina con un primer plano de Curra, que ha sido castigada por la muerte de su hijo único, por quien apenas se ha interesado durante la película. Su cara, rodeada de un velo negro, llena la pantalla, convirtiéndola en una Magdalena, mientras que la voz en off atiplada de su hijo muerto anuncia, desde el más allá, que en el cielo están celebrando su salvación. Esta vez, la película no nos deja con la sensación de que se ha perdido un mundo mejor; pero sentimos que el futuro que le espera a Curra, bajo el control de los jesuitas, le privará de la agencia femenina que anteriormente había ejercido con resultados tan devastadores, mediante el manejo estratégico de sus numerosos vestidos. De mujer a mujer, ambientado en los primeros años del siglo veinte, es un melodrama clásico. En esta película, el vestuario sirve no para representar el pasado bajo la forma de una mascarada, sino para reforzar el realismo de la película. Los vestidos complementan el argumento, en vez de subvertirlo, subrayando la complejidad de los dilemas morales que plantea. La película tiene relativamente pocos diálogos, y depende del vestuario —y del uso de la luz para llamar la atención sobre ciertos

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detalles— para orientar al espectador. Peter Brooks (1976) ha observado que el melodrama nos enfrenta con lo reprimido; es decir, con lo que no se puede expresar con las palabras. En este caso, lo que no se puede mencionar es el «hogar» establecido por el industrial Luis (interpretado por Eduardo Fajardo) con la enfermera Emilia (Ana Mariscal) que cuida a su mujer Isabel (Amparito Rivelles) en el sanatorio donde ésta ha sido recluída al enloquecer después de la muerte de su única hija en un accidente provocado indirectamente por Luis. La película trata de una manera extraordinariamente moderna la cuestión de cuál de las dos mujeres es la esposa perfecta, puesto que lo son las dos. Esto es especialmente sorprendente puesto que —a pesar de los intentos por parte de la Dictadura franquista de confinar a las mujeres al hogar— Emilia es una mujer que trabaja, y se niega a que Luis la mantenga, insistiendo en que quiere seguir trabajando de enfermera incluso después de tener una niña. Pero, cuando Isabel recobra la razón inesperadamente y sale del sanatorio, Emilia se siente abrumada por su mala conciencia y se suicida, abriendo la llave del gas, legando la hija que tuvo con Luis a Isabel, que no puede tener más hijos. El argumento recuerda la novela de Galdós, Fortunata y Jacinta (1886-7), por centrarse en la relación entre la esposa y la amante —la última escena encuadra las cabezas de las dos mujeres en primer plano, al inclinarse Isabel sobre la Emilia agonizante—, soslayando al marido (al que, en este caso, se representa como débil aunque bien intencionado). Pero hay una diferencia importante, puesto que, en la película, las dos mujeres son igualmente elegantes, inteligentes y bondadosas. (A pesar de que Emilia trabaja, la película no insiste en la diferencia de clase entre las dos mujeres.) Incluso, la actuación de Ana Mariscal en el papel de la amante es mucho más rígida y severa que la de Amparito Rivelles, en el papel de la esposa. Ana Mariscal había alcanzado la fama al interpretar el papel de la protagonista de la película histórica patriótica Raza, cuyo guión fue escrito por el general Franco; mientras que Amparito Rivelles era conocida por su papel de heroína seductora pero trágica en los melodramas de época. El diferente estilo performativo de las dos actrices se ve en el cartel de la película: sin haber visto la película, uno supondría, al ver los vestidos y gestos, que Ana Mariscal era la esposa y Amparito Rivelles la amante. Los trajes de Luis son sobrios y sorprendentemente modernos; por consiguiente, el espectador se identifica con su dilema. El hecho de que apenas cambia de vestido le da la apariencia de una persona grave y fir-

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me, impidiendo que lo censuremos por establecer un segundo «hogar». En su nuevo «hogar» con Emilia, lo vemos con la misma bata que llevaba en la escena inicial de la película, que representa la felicidad doméstica en una mañana típica de su vida conyugal con Isabel. Por tanto, en el segundo «hogar» nos parece tan feliz como en el primero. En esta escena inicial, vemos a Isabel vestida con una bata de volantes muy de Hollywood, seductora con su pelo largo suelto. En el transcurso de la película, Isabel alterna los vestidos con cuello alto, de estilo eduardiano, con vestidos muy escotados, dando una imagen de mujer decente a la vez que sensual. Curiosamente, el vestido más escotado lo lleva cuando mece la muñeca de su hija muerta, insistiendo en que ésta sigue viva. Proponer en la España de 1950 que una mujer pueda llevar un escote y ser una madre sacrificada es realmente insólito. En el sanatorio, Isabel alterna un camisón blanco sencillo con trajes elegantes y sofisticados. Cada vez que la vemos casi lleva un vestido diferente, incluso en el sanatario, lo cual demuestra que los cambios frecuentes de vestuario no producen necesariamente la imagen de una mujer inconstante. Esta representación positiva queda explicada en la escena en la que su médico intenta ayudarle a recobrar una feminidad «normal» al estimular su coquetería, que se representa como saludable. Cuando recobra la razón, la vemos con un vestido que representa fielmente el estereotipo femenino, estampado de flores pequeñas y cubierto de lazos. Tanto ella como Emilia son presentadas como mujeres capaces de actuar por iniciativa propia —una independencia sugerida por las hombreras anchas de sus vestidos eduardianos— aunque en ambos casos utilizan esta iniciativa para sacrificarse la una por la otra (hay que señalar que no se trata de sacrificarse por Luis). Como ha notado Nuria Triana-Toribio (2000: 193), cuando vemos por primera vez a Emilia en el sanatorio, la luz ilumina su uniforme blanco de enfermera. Esta luminosidad se repite en escenas posteriores y convierte, así, a Emilia en «ángel de la guarda» al cuidar a Isabel, pero también en futuro «ángel de la casa» para Luis. Cuando la vemos por primera vez, su toca de enfermera parece un velo de novia. Al intimar cada vez más con Luis, sus vestidos se erotizan progresivamente, pero sólo en una ocasión —cuando Luis la lleva al teatro— la vemos con un vestido escotado. La película se esfuerza por representar a Emilia como una mujer decente, especialmente después de nacer su hija ilegítima con Luis. Cuando Isabel la visita en su «hogar» con Luis, poco antes de que

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se suicide, Emilia viste un traje especialmente elegante, con chaqueta corta ajustada, con solapas en zig-zag, sobre una blusa con cuello de camisa de frac. En esta escena, el sombrero lujoso de Isabel, con su drapeado largo de tul blanco, hace contraste con la sencillez de la cabeza descubierta de Emilia, de manera que Isabel parece ser la amante, y Emilia la esposa. Al marcharse Isabel, la luz ilumina el drapeado blanco de su sombrero, tal como había iluminado la toca de enfermera de Emilia cuando la vimos por vez primera. En la escena final de la agonía de Emilia, ella se viste de blanco e Isabel de negro, pero el primer plano de sus dos caras elimina los vestidos de época y las construye a las dos como mujeres modernas, de modo que nos identifiquemos igualmente con las dos. Esta escena final termina con una secuencia que incialmente parece representar un día feliz típico en la vida futura de Isabel con Luis, evocada por la Emilia moribunda. En esta secuencia, Isabel se despide de Luis al salir éste para su trabajo, vestida ella de la misma manera que cuando se despidieron anteriormente, después de salir ella del sanatorio, al prometer Luis que volverían a reanudar su felicidad matrimonial original. La repetición exacta de la escena anterior introduce la duda de si esto es un futuro imaginado por Emilia (que nunca ha visto a Isabel vestida de esta manera), o si el director está anticipando un futuro «real» que repite el pasado. El vestuario introduce una nota de incertidumbre ontológica al final de la película. Lo que sí está claro es que cualquier futuro feliz para Isabel y Luis requiere el olvido de Emilia. El sacrificio de Emilia puede interpretarse como un ejemplo de la ética sacrificial nacionalcatólica (aunque representada, de manera heterodoxa, por el suicidio),10 pero en realidad el final de la película hacer suponer que su sacrificio tendrá que ser olvidado. Por tanto, el final de la película encarna la necesidad moderna de romper con el pasado, para avanzar hacia el futuro. La futura felicidad de Isabel con Luis promete repetir su felicidad matrimonial original, pero esta felicidad se le ofrece sólo después de recuperar la razón, al reconocer que su hija con Luis ha muerto. Es decir, la locura de Isabel, al negar la muerte de su hija con Luis, consistió precisamente en aferrarse al pasado. Esta película es especialmente compleja en cuanto a su trata10 La representación positiva del suicidio de Emilia, incluyendo su absolución por el cura, es extraordinaria, si tenemos en cuenta lo que el acto suicida representa para la fe católica y si recordamos el hecho de que la Iglesia mantenía el control ideológico en la España en la que se estrenó la película.

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miento del tiempo, puesto que sugiere que la recuperación de la felicidad perdida se consigue sólo al reconocer que el pasado ha pasado. En las cuatro películas de época que hemos analizado, a pesar de sus diferencias, el mensaje final incita al espectador a aceptar que el pasado, como la película, terminó. Pero, en los cuatro casos, la necesidad de reconocer que el pasado ha terminado se acepta con pesar. Se podría decir que estas películas dramatizan el duelo por un pasado mejor que se ha perdido, un pasado anterior a la modernidad, o situado en una etapa de la modernidad anterior al tiempo presente de la Dictadura franquista. En las tres primeras películas analizadas, este pasado mejor permitía a la mujer una iniciativa y libertad de movimiento que pierde al final. En De mujer a mujer, hay dos pasados perdidos: el que se produce al principio de la película con la muerte de la hija de Isabel con Luis, compensada posteriormente por el regalo de la hija de Emilia; y el sugerido por el título, que consiste en la relación intensa entre dos mujeres, que al final de la película, con la muerte de Emilia, se pierde definitivamente. En ambos casos, la pérdida la sufre la mujer. Para el público femenino, estas películas de época pueden haber servido no tanto para cerrar el proceso de duelo, como para reafirmar la identificación melancólica con un pasado al cual las mujeres se resistían a renunciar.

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RADIO LIBRE FOLCLÓRICAS: JERARQUÍAS CULTURALES, GEOGRÁFICAS Y DE GÉNERO EN TORBELLINO (1941)1 Eva Woods Vassar College, USA

Investigaciones recientes sobre el cine popular español anterior a 1950 coinciden con Stallybrass y White al considerar la oposición entre lo alto y lo bajo como una base fundamental para ordenar y dar sentido a las culturas europeas (1986: 3). Tales estudios, que se enfocan en la ruptura de las dicotomías oficiales y en el proceso de la fabricación del consentimiento (Labanyi 2001: 85 y 2002: 209; Marsh 1999; Vernon 1999; Woods 2000), explican la incapacidad del fascismo para imponer una cultura oficial a raíz de su fracasado intento de controlar la elaboración o recepción de significados. Mi argumento en este capítulo es que, aún dentro de los confines de la cultura franquista, las comedias musicales andaluzas lograron privilegiar un personaje femenino, independiente, protagónico y ambicioso que logró triunfar en el ambiguo mundo del espectáculo. Torbellino es un ejemplo típico de este género fílmico porque pone de relieve lo que Stuart Hall señala como la tendencia de la cultura popular a negociar entre las construcciones alto/bajo, y entre los elementos de adaptación y contienda (1965: X). En esta película, la cultura flamenca, masificada y feminizada con el personaje de la cantante sevillana, Carmen, triunfa ante el arte elevado y refinado, mientras que el norte (simbolizado por el personaje masculino del dueño de la estación radial, un vasco aficionado a la música clásica), sucumbe al flamenco por vía del muy disputado medio de la radio. 1 Publicado originalmente bajo el título «Radio Free Folkloricas: Cultural, Gender and Spatial Hierarchies in Torbellino (1941)». En: Marsh, Steven and Parvati Nair (eds.): Gender and Spanish Cinema. Oxford/New York: Berg, 2004, pp. 201-218.

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Bajo el franquismo, los discursos populares de oposición contendían con la política cultural franquista, basada en los valores y costumbres «genuinos» que reflejaban «un orden jerárquico y reaccionario y un Estado unitario... (Boyd 1997: 235) y que pretendían representar el acervo cultural del país. En las comedias musicales andaluzas, por ejemplo, las narrativas sobre el ascenso al estrellato se presentaban como retórica de oposición (Woods 2000): el estrellato era mostrado consistentemente como un poderoso vehículo de cambio (un torbellino), que altera las estructuras estáticas de clase e identidad. Ciertamente, Torbellino desmitifica lo que Graham llama «el material de la “alta” cultura nacional patriótica» (1995: 238) con su peculiar construcción del estrellato femenino en la «folclórica». Sin embargo, la representación fílmica de la radio en Torbellino no celebra la «folclórica» como una expresión del campesinado y las clases trabajadoras. En lugar de ello, la «folclórica» representa la música comercial flamenca, una construcción híbrida conocida como la canción española. La preponderancia gradual de este estilo artístico «inferior», que proviene de una región devaluada, constituye un proceso hegemónico complejo. Los discursos capitalistas de la película, disfrazados de discursos populares, efectúan el consentimiento entre intereses de clase opuestos, en última instancia habilitando la versión supuestamente autóctona de la cultura capitalista. Si la dominación cultural en España dependía de quién controlaba la transmisión y difusión del canto (Salaün 1990: 155), entonces Torbellino nos habla de la lucha entre los intereses de clase que buscaban definir el gusto nacional imponiendo los estilos de sus propias músicas regionales a través de la radio y el cine.

LA NARRACIÓN DE LO NACIONAL Los debates en torno al arte alto y bajo, a las nociones del gusto y lo popular, y al papel que éstos debían desempeñar en el cine nacional, constituían el contexto ideológico en el que las películas musicales de comedias andaluzas eran producidas y recibidas. Entre los años de 1920 y 1940, revistas sobre el cine, tales como Cinegramas, Nuestro Cinema y, más tarde, Primer Plano, publicaron innumerables artículos sobre lo que debería constituir un cine nacional español. Surgieron dos posiciones: una formada por directores tales como Florián Rey, que argumentaban que la «españolada» (películas dirigidas a retratar la españolidad)

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podría representar fielmente una diversidad española auténtica. La otra posición, que incluía a las elites intelectuales, tanto las que estaban a favor de la Dictadura como las liberales, veía a la «españolada» como la decadencia de la industria cinematográfica, argumentando que promovía una visión estereotipada y falsa de la realidad española, al privilegiar las características de los escenarios y el folclore andaluz en detrimento de otras regiones. En una entrevista radiofónica de 1946, el escritor y director de Torbellino, Luis Marquina, sostiene que: Debido a que la españolada es nada más que una deformación, un exceso de lo que es lo español, es que nosotros, naturalmente, la rechazamos... Estas películas nos despojan a todos nosotros de la riqueza artística, de la diversidad de ambientes, de la profusión de tópicos, y hasta de la variedad de motivos sentimentales que las diferentes regiones españolas nos presentan (Pérez Perucha 1983: 144).

Lo que constituía «la desconocida auténtica España» era, pues, un asunto fervientemente debatido. Marquina, al igual que los hermanos Álvarez y Quintero, pensaba que, usados correctamente, los temas andaluces podían elevar el nivel cultural del público en general por medio de la radio y el cine. a través. Tanto Marquina como los hermanos Álvarez y Quintero estuvieron involucrados en el radioteatro, y numerosas películas entre los años 30 y 50 eran adaptaciones de las obras teatrales de éstos últimos (Torbellino ha sido descrita como «casi un programa popular quinteriano») (Anónimo 1943). Antonio Quintero, Rafael de León y Manuel Quiroga, autores y compositores por excelencia del teatro musical de folclor, fueron en gran medida responsables de lo que Álvaro Retana llama «la dictadura del escenario andaluz», y muchas de las obras de la autoría de ese trío ocupan un espacio «liminal» entre la alta y baja cultura. Las canciones de de León, por ejemplo, han sido comparadas a la poesía de Federico García Lorca; sin embargo, el trío de autores sostiene que fue necesario elevar el nivel intelectual al mismo tiempo que se complacía al público: por un lado, «reformista y consciente», y por el otro, acomodándose a los gustos populares (Romero Ferrer 1996: 50). Pero los críticos de la españolada rehusaron aceptar que el estancamiento y escaso éxito de la industria del cine español se debió en gran medida a este vergonzoso «cine de pandereta». De acuerdo a un crítico fascista, este cine glorificó

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EVA WOODS [...] esa España de «bandidos generosos» en lucha constante contra la ley y todo aquello que signifique autoridad y disciplina [...], un famoso torero, enamorado indefectiblemente de una mujer morena y robusta [...] para retratar el mal vivir de esas gentes, al borde de la miseria, para entretenimiento de plácidos burgueses y fomento del resentimiento de aquellos para quienes la vida no es otra cosa que una lucha constante contra la adversidad [...] (Anónimo 1940).

No obstante, aunque repletas de elementos inconsistentes con la mitología oficial o intelectual de la españolidad, estas películas, continuaron produciéndose, e incluso se incrementaron durante los años de 1940. Asistido por la Iglesia, el Régimen de Franco sabía perfectamente que la narrativa de lo nacional —y aun la creación de identidad personal y regional— en parte dependía del control que podían ejercer los medios de comunicación sobre la producción y la distribución del conocimiento para el consumo de masas. El sonido cinematográfico le permitía al Régimen resaltar cierto tipo de identidad nacional: las películas podían ser dobladas al castellano, y la música regional se podía usar para reforzar un sentido de pertenencia. Sin embargo, es claro que, a pesar de la censura omnipresente, el Régimen no había logrado controlar el discurso popular debido a que, el cine y la radio estaban en manos privadas o eran empresas colectivas. Por lo tanto, bajo Franco el cine no era, ni podía ser, producto de una maquinaria política homogénea. Como sostiene Besas, la política de Franco respecto al cine «no era de interferir en el funcionamiento de la industria, sino asegurar el orden establecido. El cine fue arrendado a quienes vencieron en la guerra. La Iglesia se encargó de su moralidad; los sindicatos estatales, de su administración; los raqueteros de la oportunidad de hacer dinero» (1985: 37). El discurso sobre el cine nacional, e inevitablemente las propias películas, llevaban el sello de una compleja mezcla de empresarios capitalistas (supervisores, estrellas, compañías teatrales, la industria del cuplé, empleados de bajo nivel), inversionistas e intelectuales, algunos favorables al Régimen, otros, no. Diversos intereses competían por implantar sus propias versiones de nación e identidad, mientras que al mismo tiempo buscaban aplacar la censura estatal. Por lo tanto, no debe sorprender que Torbellino cuente una historia ambigua, multifacética, que incluye no sólo la lucha por una cultura popular feminizada frente a una alta cultura masculina, sino también muestra como ese mismo conflicto se convirtió en un tema clave, tipificando la industria de entretenimiento de masas dominada por la radio, y permitiendo en gran medida su éxito.

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LO ALTO Y LO BAJO: JERARQUÍAS CULTURALES Y DE GÉNERO Las primeras escenas de Torbellino envuelven inmediatamente al espectador en el debate sobre el arte elevado y el arte bajo. La cámara se abre al decorado de un estudio de grabación radiofónico en donde la voz chillona de una cantante de ópera se introduce de forma paródica. Su canto se convierte en tema de discusión sobre los méritos de la música popular frente a la clásica, entre el manager y el dueño de «Radio Ibérica» (éste también era el nombre de la primera estación de radio en España). El dueño de Radio Ibérica es Don Segundo Izquierdo, cuyo nombre ridiculiza a los intelectuales liberales de izquierda como los guardianes de la alta cultura. Don Segundo simboliza el deseo del arte elevado de separarse de la cultura de masas: Mánager: ¿Pero Ud. cree, en serio, que se puede anunciar «La Alegría de la vida» que es el título de nuestra casa, con esa tragedia de programa que invita a la muerte por asfixia? Don Segundo: Llaman ustedes tragedia, en sentido burlesco, a lo que es arte, puro arte; la verdadera tragedia es tener que mezclar, en absurdo maridaje, lo artístico con la avaricia del dinero.

Don Segundo sólo desdeña el arte que muestra lo híbrido, en oposición a una forma «pura», o que revela el deseo de ganancia (dos cualidades inherentes a las películas musicales y comedias andaluzas). Contrario a su socio sevillano, Don Segundo vive la vida del arte puro, se burla del gusto de clase baja del mánager por el entretenimiento del flamenco barato de taberna y por su afición a la bebida, ambas cosas asociadas por él con una identidad esencial andaluza: «Tú eres sevillano y con eso vale. Tus palmitas, tus chatitos. Yo mantengo una vida de arte puro, de altura». Pero el mánager argumenta que al promocionar sólo la música clásica, Don Segundo se ha distanciado demasiado de las «necesidades» del público, haciéndose insensible a las mismas. Su socio trata de convencerlo de mezclar con algo de cultura popular —«pero mezcla, hombre, mezcla... baja los escalones»— y le sugiere que «la rutina», el tipo de música que la gente acostumbra a escuchar diariamente, debe ser la principal programación de Radio Ibérica. La «mezcla» implica pasión e identificación en lugar de una observación objetiva y distante. Irónicamente, sin embargo, presentar la canción popular en estos términos también tiende a ocultar su condición de mercancía inteligentemente comercializada.

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Resulta interesante la gran similitud que existe entre la caracterización que de la radio se hace en Torbellino y las anécdotas históricas sobre «Unión Radio», una de las primeras estaciones de radio españolas (constituida en 1924, inaugurada en 1925, y tras 1939, denominada La Ser, o Sociedad Española de Radiodifusión), que se mantuvo rentable, amena y distanciada considerablemente del rol de portavoz cultural de Primo de Rivera o de Franco. Considerado como parangón de la modernidad, el director de Unión Radio, Ricardo de Urgoiti, era ingeniero e importante hombre de negocios, adalid de grandes corporaciones. Al mismo tiempo, Urgoiti era criticado por ser «liberal, masónico y rojo» (Díaz 1997: 131). Entre 1926 y 1929, era conocido como el hombre que monopolizaba las ondas radiofónicas. Como sostiene Armand Balsebre, la modernidad de Urgoiti residía en su capacidad para entender que la radio necesitaba atraer oyentes y clientes en condiciones de financiar publicidad (Balsebre 1992: 48). Para Urgoiti, la programación que buscaba el equilibrio entre los géneros elitistas y populares era importante para romper con la falta de profesionalismo de las primeras transmisiones en España (Diaz 1997:150). Torbellino se hacía eco de los cambios que tenían lugar en Unión Radio en la década de los veinte al mostrar la competencia entre las estaciones de radio (Radio Ibérica, Unión Radio y Radio Castilla compitieron fuertemente por el mercado de Madrid a mediados de los veinte [Diaz 145]), y al enfatizar la mezcla de lo elevado y lo bajo. La estrategia de Urgoiti de integrar el gusto musical elevado (la música clásica y la opera) con la música popular (Zarzuela, «música española», flamenco), el jazz y el fox-trot (152), había alcanzado una gran audiencia, en parte porque la radio era inherentemente un género interclasista (Díaz 1997: 34; Balsebre 1992: 142). El rey Alfonso XIII subrayó, según Balsebre, la vocación interclasista de la radio en la inauguración de Unión Radio, dirigiéndose «a los de más alta y elevada jerarquía social y a los más humildes» (142). Por medio de la radio, los súbditos del rey podrían tener contacto directo con los jefes de estado, anticipando así descripciones que más tarde se harían de la radio como un aparato mágico capaz de transmitir voces de fantasmas (Taylor 2002: 432). A pesar de que la radio es un poderoso medio de difusión de la información, era para el público principalmente una caja musical. Desde el principio, su identidad musical fue mixta: la música clásica y la ópera eran difundidas regularmente junto al flamenco y la música españo-

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la. En 1924, Radio Ibérica transmitió en vivo «El Niño de las Marismas», del grupo flamenco de Rita y Pepe Ortega, seguido por un grupo de Baturro (Díaz 1997: 52, 98). Una fuerte competencia capitalista, intercalada con discursos sobre el arte y la estética modernista, se presta como trasfondo a la narrativa de Torbellino, complicando la estructura ideológica de la película. Como los escritos de Ortega y Gasset, la película evoca los intentos de los intelectuales para inventar la nación. Tales esfuerzos subyacen en la caracterización de Don Segundo, un elitista intransigente que se niega a ceder su gusto musical (evitando así correr el peligro de perder su negocio). Ortega y Gasset defendió el arte modernista, puro y objetivo, frente a la toma del arte por parte de una masa anónima, caótica e indiferenciada que imponían «las pasiones» en la producción artística. Por el contrario, el realismo y romanticismo burgués, en lugar de concentrarse en la forma, enfatizaban las relaciones humanas y el poder de lo trágico, reduciendo la distancia entre la obra y las emociones, y estimulando la identificación con la obra artística que pasó a llamarse «contaminación psíquica». Andrea Huyssen denomina este discurso como «La Gran División», subrayando que el arte elevado modernista va alejándose progresivamente de la cultura comercializada asociada con el arte bajo (Huyseen 1986: 17). La comercialización del arte despertaba el miedo de clase alta a la movilidad social que crecía producto de la modernización. Entre finales del siglo diecinueve y el primer tercio del veinte, el debate sobre la alta y baja cultura estuvo centrado en las transformaciones de la vida privada. El rol cambiante de las mujeres generaba temores a la anarquía (es decir, al movimiento pro derechos de la mujer y al socialismo), que sólo podían ser suprimidos con acusaciones de inmoralidad, satirizando y devaluando su producción como cultura de las masas (Sieburth 1994: 7). Llegó un momento en el que la proliferación de una cultura femenina de masas fue difamada como un signo de decadencia cultural, y la pérdida del «aura» benjaminiana. Por otra parte, lo auténticamente popular y la alta cultura connotaban masculinidad. El privilegiar el «canto profundo», o «cante jondo», por ejemplo, mostraba cómo «el interés de clase alta por los estilos expresivos» (Mitchell 1994: 99) proporcionaba a los ricos «una manera más franca de tratar con el sexo opuesto», y les permitía «arrabalizarse», pasar una noche de desenfreno, y luego regresar a sus casas (108).

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La actuación de flamenco ha sido tradicionalmente un asunto cerrado, por lo general circunscrito a una audiencia masculina acaudalada que contrata a un grupo de flamenco para entretener una tertulia por una noche. Sin embargo, una vez institucionalizado en los teatros públicos concurridos por las masas, el espectáculo de flamenco colmaba coliseos y escenarios antes reservados a las varietés. Los músicos de flamenco comenzaron a tocar con orquesta, aunando la «canción andaluza» y el «cante jondo», y provocando la crítica sarcástica de las elites culturales. Torbellino celebra la comercialización de la música aflamencada, minando así las críticas de los flamencólogos «no calé», quienes intentaban preservar las relaciones laborales de explotación que oprimían a los artistas de flamenco a finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Álvarez Caballero, por ejemplo, lamenta como cantaores como Pepe Marchena frivolizaron y adocenaron la ópera flamenca, añadiendo orquesta, falsettos, creatividad personal, y más importante, la seducción explícita de una audiencia de masa, todo lo cual degradó la «seriedad» de la canción profunda a una «canción bonita», en lugar de una «canción verdadera» (Álvarez Caballero 1994: 230-1). Tales cambios redujeron los aspectos «místicos» del flamenco, pero aceleraron el desarrollo de la canción española en la radio y en las películas musicales y comedias, donde era cantada por «folclóricas» y «cupletistas» tales como Concha Piquer, Estrellita Castro e Imperio Argentina. Un incremento correspondiente en el profesionalismo, que se manifestaba con los contratos, los salarios y administradores, la personalidad del intérprete y los espectáculos de masas que se llevaban a cabo en plazas y corridas de toros, contribuyó a la percepción de que la canción auténtica profunda iba en declive (230-1). Ante la amenaza que representaba la cultura de masas, consituída por las españoladas y las folclóricas, los intelectuales quisieron fosilizar el flamenco como una forma cultural étnicamente pura (forma particularmente apta para los iniciados masculinos). Y al igual que los debates sobre el cine nacional, el debate sobre el sentido del flamenco tuvo lugar entre una amalgama de aristócratas, nacionalistas andaluces y poetas (Mitchell 1994: 3). Nietzsche ha dicho que Wagner y el teatro —mero espectáculo e ilusión— ejemplifican el gusto de las masas y la feminización de la cultura. El teatro popular era emocional, afectivo (Nietzsche fue abrumado por Carmen); el arte elevado mantenía a la audiencia distanciada, evitando que se rindiera ante la obra. Las mujeres desempeñaban un rol sig-

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nificativo en el teatro porque su actuación era imitativa, no era original, y por lo tanto, no constituía peligro alguno para el arte elevado. La insistencia en feminizar la cultura de las masas trae a la memoria la «mística masculina» de pensadores modernistas como Marx, Nietzsche y Freud. La noción freudiana de fronteras estables entre el ego y el ello es análoga a la elevación que hace Marx de la producción sobre el consumo, donde el ello y el consumo constituyen la contraparte femenina del ego y la produccion (Hyussen 1986: 37). Lo que es más, el privilegiar la producción sobre el consumo, así como el «efecto de la comercializacion del material musical» (37) y las connotaciones de género que se adhieren al consumo y a la comercialización, son ideas que aparecen en los últimos escritos de Adorno, cuyos ensayos influyeron significativamente la crítica española a las españoladas de mediados del siglo veinte. Torbellino convierte a Don Segundo en un emblema del pensamiento modernista ortegueano, sólo para desbaratar esta imagen a favor de un Don Segundo transformado, quien finalmente, en virtud de la lógica capitalista, es capaz de reconocer el potencial explotable de la cultura de masa «andaluza».

JERARQUÍAS ESPACIALES Como en todas las comedias musicales andaluzas, la representación de lo alto y lo bajo en Torbellino se alterna entre un registro de clase/gusto y un registro de espacio (el sur es la contraparte femenina de un norte masculinizado). Reflexionando sobre la historia de las relaciones de poder entre el norte y el sur de España, Ortega y Gasset argumenta que durante finales de los años veinte Andalucía gozaba de superioridad intelectual mientras que otras regiones estaban aparentemente en declive. Trayendo a colación una situación análoga a la del siglo diecinueve, cuando Andalucía era un centro importante donde se desarrollaban las nuevas ciencias sociales, el krausismo y la reforma universitaria, Ortega y Gasset escribió «Teoría de Andalucía», una explicación racista y degradante de la psicología andaluza, que quizás es también una parodia de los escritos intelectuales de la época, cuando estaba de moda tomar regiones geográficas como unidades de análisis. Caracterizando a Andalucía como el otro feminizado y racializado, cuya manera afectada denota una pasividad similar a la mostrada por los chinos, Ortega y Gasset escribió:

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EVA WOODS Cuando veáis el gesto frívolo, casi femenil, del andaluz, tened en cuenta que repercute casi idéntico en muchos miles de años; por tanto, que esa tenue gracilidad ha sido invulnerable al embate terrible de las centurias y a la convulsión de las catástrofes. Mirado así, el gestecito del sevillano se convierte en un signo misterioso y tremendo, que pone escalofríos en la medula. Una impresión parecida a la que produce la sonrisa enigmática del chino —¡rara coincidencia! —el otro pueblo vetustísimo apostado desde siempre en el opuesto extremo del macizo eurasiático (1927, 1983: 113).

Mientras en el norte de España la figura del soldado-guerrero era admirada, en Andalucía los héroes eran, paradójicamente, el villano y el señorito ocioso. El rol histórico de Andalucía era rendirse a los conquistadores para preservar de esta manera su existencia vegetativa y también paradisíaca. El argumento romántico de Torbellino, donde se entrecruzan discursos residuales (el Romanticismo del siglo diecinueve) y otros más recientes (el tipo de nacionalismo centralista de Ortega), es análogo a la disputa en torno a la música popular que se estaba dando en las radios del país. Don Segundo jura lealtad al arte, la ciencia y el deporte, mientras que, como resultado de su sangre andaluza, la ineptitud atlética de Carmen (quien pierde en el tenis) la confina a participar sólo en actividades «femeninas». Pero al contrario que la rubia secretaria de Don Segundo, una mujer de dudosa reputación que conspira furtivamente con los enemigos de Don Segundo para arruinarlo, Carmen se mantiene leal, tomando en sus manos los problemas de la estación y salvaguardando el negocio de Don Segundo. Como en la novela de Prosper Mérimée, Carmen (1845), la ficción fundacional de estereotipos andaluces posteriores, el protagonista masculino de Torbellino es vasco y está cautivado irremediablemente por Carmen, la personificación de Andalucía. Pero Torbellino no tiene implicaciones violentas; tiene un final feliz (Carmen no muere, y su amante se queda con ella), y Carmen no es una gitana de piel oscura y exótica, sino una feliz mujer de piel blanca, ajena a la naturaleza destructiva de la original. La Carmen de Mérimée era una asalariada, cigarrera de clase trabajadora que apreciaba más su libertad que el amor romántico burgués. Pero su versión más reciente encubre tanto las connotaciones revolucionarias como los débiles aspectos fetichistas bohemios, convirtiendo a Carmen en una imagen más aceptable de la patria amorosa o de víctima sufriente (por ejemplo, Carmen, la de Triana [Florián Rey, 1938]). La Carmen de Torbellino acentúa la naturaleza de las relaciones

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consensuales: el mito de Carmen es rentable para los productores culturales, pero las representaciones de la mujer y de la nación tienen que ser aceptables para el Régimen. La folclórica de Torbellino promueve el negocio y es una trabajadora sumisa, mientras que las tensiones étnicas y nacionales, antes evidentes en el film, se disuelven en una unión armoniosa entre el héroe norteño y la heroína del sur. Con el crecimiento de la demanda de canciones folclóricas, especialmente de la canción andaluza, casi todas las estrellas cupletistas se apresuraron a incluirlas en sus repertorios. Muchas cupletistas se amoldaron principalmente a las canciones folclóricas andaluzas, promoviendo sus carreras vía radio, grabaciones, y eventualmente, a través de la industria del cine folclórico que personificaba una cultura de masas feminizada. Producidos por hombres, estos filmes se concentraban en las aventuras amorosas de las mujeres y sus ascensos hacia el éxito profesional. Efectivamente, eran elegías a la vitalidad y el ingenio de mujeres reales que habían «triunfado» tanto romántica como financieramente. En las películas, las protagonistas no sólo son elocuentes sino que se burlan de los personajes secundarios masculinos con un lenguaje rico en doble sentidos, juegos de palabras, y giros de significados. El humor irónico que ridiculiza al norteño o al español afrancesado era también explotado. Un ejemplo de ello lo encontramos en Morena Clara y La Lola se va a los puertos, donde la protagonista gitana andaluza se enamora de un norteño, personaje que asume valores europeos, en lugar de los valores del «sur español». En Torbellino, la caricaturización de la rigidez y brusquedad del portero vasco de Don Segundo contrasta con el humor y el acento andaluz de Carmen. Debido a que sólo la audiencia es partícipe de su simulación, su conversación con el portero, que no es parte de la broma, acentúa su ingenio. Efectivamente, las comedias musicales andaluzas del cine respondían con frecuencia a la crítica cultural elitista presentando un mundo en donde la cultura de las masas y las «folclóricas» andaluzas ridiculizaban a los personajes que representaban a la alta cultura.2 Torbellino cierra con la transformación de Don Segundo en un «andaluz», una metáfora de la unidad de la nación española y la superación de la diferencia. Parado frente a la reja de hierro afiligranada de la ventana de Carmen en Sevilla,

2 Ver también: Canelita en rama (Eduardo García Maroto 1942) y Serenata española (Juan de Orduña 1947), como Jo Labanyi señala (2002).

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Don Segundo recibe instrucciones de ella sobre cómo seducirla al estilo andaluz. Con sombrero flamenco de ala ancha y copa llana, él adopta la postura correcta (una mano en el bolsillo del abrigo, apoyado a la ventana con las piernas casualmente cruzadas) y la corteja con soleares, un ritmo flamenco clásico. Esta transformación superficial recuerda a lo que Jo Labanyi acertadamente calificó como una parodia de los códigos culturales por parte de personajes que representan a las clases subalternas y a miembros de las clases dominantes (2002: 97). Sin embargo, la mayor parte del film trata sobre la búsqueda de una carrera poco tradicional por parte de Carmen y la relación interdependiente entre el estrellato, la tecnología y la cultura de masas. La película llega al clímax con la unión de Don Segundo y Carmen, y el triunfo de la estrategia de ésta para salvar a la Radio Ibérica de la ruina. En una competencia nacional entre las emisoras de radio por el mejor programa musical, Carmen cambia la música clásica por la de flamenco, dando lugar al programa ganador (la última canción de Castro), lo que también le iba a dar un mayor empuje a su carrera. En cierto sentido, pues, la película es un homenaje a la habilidad femenina y a las mujeres que superan sus condiciones económicas, desafiando así las nociones tradicionales sobre la mujer. Pero, claro está, es también como muchos otros musicales backstag, que representan a la «artista neófita en vías de convertirse en profesional, en estrella en proceso de nacer» (Feuer 1993: 15). Torbellino celebra tanto la producción de la música popular como el proceso mediante el cual las actuaciones «espontáneas» y «naturales» de Carmen la llevan al triunfo en la competencia radial. De hecho, las competencias radiofónicas, tales como «En busca de una estrella», «Suba al Escenario» o «Artistas Misteriosos», ganaron el apoyo y las donaciones del público, a la vez que promocionaban los demás productos de la estación. Las competencias, como la radio en general, transformaron la esfera de lo doméstico en un teatro, creando la ilusión de una comunidad de oyentes que a pesar de la distancia geográfica estaban conectados de manera íntima por voces que penetraban en el hogar.

LA RADIO: UNA LIBERTAD AMBIVALENTE La radio, que se desarrolló con rapidez después de 1923 (Salaün 1996a: 93), influyó significativamente en la manera en que los españoles consumían el folclore y el canto. Una de las formas más baratas de

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entretenimiento, y la más accesible a todas las clases (al no estar condicionada por el problema del analfabetismo), la radio transmitía programación sobre casi todo, desde varietés, competencias, radioteatro, y las novelas radiofónicas, al canto (Abella 1996: 156). Durante la década de 1940, la radio se convertiría en «un medio omnipresente en los hogares de clase trabajadora y de baja clase media» (Graham 1995: 238). En 1933, había 153.662 transmisores de radio (6,4 por cada 1000 habitantes); en 1936 había más de 300.000, y en 1943 más de un millón (Díaz 1997: 134). La gente escuchaba la radio en tabernas, casinos, sindicatos, los patios de los barrios, y en sus hogares. La introducción de Luis Marquina en la transmisión del drama histórico El monje Blanco durante el programa de Radio Nacional España «Teatro Breve» reconoce, aunque de forma ambigua, la significación de la radio en relación a las jerarquías culturales: «...la radio recuerda; vive de lo que es y vive también de lo que ha sido. Para ella tiene importancia lo actual, es reseña del suceso que está ocurriendo, pero no olvida lo que ocurrió, lo que fue vibración de la vida patria, lo que es historia y por serlo explicación como ninguna de nuestra manera de ser. Y así hace revivir ante nosotros hechos que no deben olvidarse o repite oportunas palabras que enlazaron en otros tiempos quienes con su ingenio y sabiduría supieron sembrar en sus escritos la semilla que dio forma y figura universales a la literatura española» (Pérez Perucha 1983: 147).

Aunque las declaraciones de Marquina invocan explícitamente el sentimiento nacionalista, su afirmación sobre la «memoria» de la radio y su capacidad de ayudarnos a revivir eventos históricos podría ser aplicada con la misma validez a la historia del lado opuesto de la lucha, a la España republicana. Esto denota el trasfondo ideologico ambigüo de Torbellino: por un lado, reconoce la capacidad politica radical de la radio (los oyentes pueden imaginarse realidades alternativas, por ejemplo, o recordarlas a través de canciones republicanas que siguieron escuchándose hasta principios del franquismo), y por otro, sirve a los intereses de grupos que buscan fortalecerse a traves de su contenido. Intelectuales como Marquina o los hermanos Quintero entendían que la radio podía darle a sus producciones musicales y artísticas una ventaja sobre los demás géneros por su capacidad para llegar a un público más amplio. Mientras que los puristas culturales representaban una clase en declive, Marquina y sus asociados formaban parte de una clase

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emergente en los primeros años del Régimen franquista que era similar a la de los líderes negociantes que hicieron su fortuna durante esa época. Torbellino representa una clase emergente de empresarios que encarnan la «folclórica» y el administrador de la radio. El astuto reconocimiento del potencial explotable de la folclórica de parte del administrador, contribuye a la ambigüedad de Torbellino, y nos recuerda la estrategia comercial de Ricardo de Urgoiti de suturar la identificación de los oyentes haciéndolos partícipes en lugar de consumidores.

CONSUMO Y FOLKLORE La producción, empaque y distribución que opacan el trabajo que conlleva realizar un producto musical convierten a la música en mercancía. La alienación es parte integral de las películas musicales; aun así, Jane Feuer sostiene que este género en particular, el cual manifiesta conscientemente la enajenación, pretende crear «relaciones folclóricas [folk relations] entre la gente» y suscitar sentimientos comunitarios inherentes a las presentaciones en vivo en un esfuerzo por anular la alienación que el filme pudiera causar: «Esta relaciones entre la gente... cancelan los valores y las relaciones económicas que son asociadas con la producción artística masificada. Este tipo de intercambio retórico permite crear relaciones folclóricas, cancelando el contenido que pudiera ser caracterizado como el de entretenimiento para las masas» (Feuer 1993: 3). Torbellino, como los musicales de Hollywood, se convierte en un arte de masas que aspira a ser un arte folclórico, producido y consumido por los personajes folclóricos del film. Torbellino crea relaciones «folk» al representar a la estrella «folclórica» como una joven ordinaria que se convierte en una cantante famosa a través de la radio. La secuencia que nos introduce a Carmen comienza en su casa, donde la cámara se desplaza a partir de un micrófono improvisado hacia el rostro de Carmen mientras el espectador escucha la voz de la tía, quien está fuera de cámara, pretendiendo ser la maestra de ceremonias. La tía, en su rol de maestra de ceremonias, le presenta a Carmen, la «estrella», a un público imaginario, el cual por implicación es en realidad el público extra-fílmico. La escena es, por lo tanto, un comentario reflexivo sobre la relación que se forma cuando el espectador/aficionado se sitúa en esta situación, identificándose con la persona de la estrella. Escenas como ésta incitan la identificación de la audien-

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cia al interpelar a los miembros del público extra-cinematográfico que ha tenido la misma fantasía de ser una estrella, o que ha «practicado» en sus casas frente al espejo. En una secuencia posterior, de nuevo Carmen se imagina que está actuando frente al público. Curioseando por el estudio de grabación, ve que está totalmente equipado para una actuación y, dejándose llevar por la imaginación, aparece un pianista y en seguida, toda una orquesta. Dando vuelo a su imaginación, un director de orquesta la presenta, y se pone a actuar, cantando «canción andaluza». Significativamente, la vemos mirarse a sí misma desde la casilla de grabación, consumiendo su propia imagen de estrella al mismo tiempo que la proyecta. La escena, pues, presenta la imagen visual de la idea de escapar hacia la propia fantasía. Pero el espectador externo sabe ya que Castro ha alcanzado el triunfo y el estrellato en su vida «real», haciendo de esta fantasía algo más que una imaginación, una profecía de lo inevitable. La escena se entiende tanto desde el punto de vista del personaje del film como del de Estrellita Castro, quien consume el fetiche de su propia imagen, presentándonos una metáfora compleja de la ontología del estrellato. Al mismo tiempo, a través de la imagen mágica del cine, se une un espacio utópico con un espacio doméstico. La creación de una utopía humana en la primera canción de Castro constituye un espacio en el cual las retóricas sobre la jerarquía cultural, la comercialización, y el rol de la radio se yuxtaponen con el inventario discursivo sobre género y nación. Mientras Carmen/Castro canta «La Giralda es una torre con 25 campanas», la cámara la sigue hasta la ventana, y la imagen se disuelve en una toma escénica de Sevilla, un elemento indefectible de las comedias del cine andaluz. Recorriendo la ciudad, desde la Giralda hasta la catedral, la cámara funciona como guía turística que añade un nivel de significado al consumo. Aquí, los esfuerzos de Marquina para catalogar la España auténtica dan lugar a una serie de vistas que suturan la mirada turística imaginaria, resultando en un comentario sobre el consumo. Al hacer referencia al «romance fronterizo» medieval, o la balada fronteriza de «Abenámar», que relata la toma de Granada por los cristianos, la letra de la canción de Carmen, «Sevilla es una mocita que está siempre prisionera», fetichiza el pasado español. Y puesto que vemos la toma panorámica desde el punto de vista de Carmen erguida en la ventana, la alusión a Sevilla como damisela apresada, se fusiona con la imagen de la «folclórica», implicando aun más la jerarquía espacial entre el norte y el sur. Entonces la cámara hace

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dos tomas diferentes desde ángulos medio-bajos a cruces de tamaño monumental, a las que les sigue una toma de un gentío entrando y saliendo de la catedral, reafirmando el dominio norteño y cristiano sobre una Andalucía árabe y afeminada. Pero en este momento, la canción se extiende a un cuadro de relaciones «folk» cuando se mezcla con las canciones de los pregoneros que abajo en la calle, venden botellas, jarrones, ropa, dulces y otras mercancías. Este dueto tiene un significado especial en el contexto específico de la radio; ésta requería de estrategias comerciales innovadoras que pudieran servir sus propias necesidades como las de las grandes empresas españolas que exploraban las ondas radiofónicas en busca de mercado. Las canciones pasan a ser un intercambio romantizado, tal como en la poesía de tradición oral del medioevo. La colocación en escena de la presencia subjetiva de los vendedores buscando su clientela, restituye el vínculo entre Carmen y la vida popular de Andalucía, creando una especie de anuncio popular. De hecho como nos recuerda Díaz, «la SER proporcionaba cobertura nacional a las grandes compañías surtidoras de medicinas, cosméticos y licores, que deseaban un spot publicitario» (1997: 38). De hecho, los anuncios de radio de los años 40 y 50 imitaban a propósito las llamadas «pregoneras», en un intento de explotar la nostalgia por una era pre-tecnológica y precapitalista de anuncios y marketing: sus balbuceos conmocionan aquella idílica sociedad «folk», agropecuaria de los años 20, cuando las calles de las grandes ciudades estaban repletas de mulas tordas, tartanas meloneras y [...] gañanes y vendedores de granos que llegaban a las grandes urbes a colocar sus cebollas, miel, grano, y vinos preciosos (1997: 38).

El resultado fue una combinación ambigua de un marketing inteligente y la hábil manipulación de un sentimiento republicano. Ademas, la música pegajosa era ideal para recordarse de los productos: muy pronto la radio se convertiría en albacea del grito del pregonero, del anuncio comercial cantado, como en los siglos pretéritos hacían nuestros entrañables juglares de lo cotidiano que adobaban en sustanciosos coplillas la llegada de pescado fresco o buenas gallinas «bermejas» y «ponedoras» (1997: 211).

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Los anuncios de radio eran repetidos por los oyentes, y eran considerados como canciones en sí mismas. Las múltiples tomas desde el punto de vista de los vendedores anónimos y las tomas instantáneas de varios pueblerinos anónimos que van repitiendo las canciones del pregonero, se convierten en expresiones metonímicas para designar al «pueblo», un término usado en los escritos vanguardistas de los años veinte y treinta, cuyo significado variaba de acuerdo con los objetivos que se buscaban. Para los intelectuales podía significar «un depósito de cosas de valor cultural» (Sinclair 1998: 227-8). Para Lorca, el pueblo era «una fuente de inmenso valor: las niñeras y sirvientes hace mucho que han estado cumpliendo con la tarea invaluable de «llevar la balada, el canto y el cuento a las casas de la aristocracia» (227-8). El significado de «pueblo» en Torbellino es obviamente menos radical y más cercano a la forma en que Lorca lo visualizaba: un grupo idealizado de españoles de clase obrera y campesinos, responsables de salvaguardar y transmitir oralmente un corpus de canciones que pueda luego ser confiscado y clasificado por escritores y poetas burgueses. Pueblo, como se usa en este film, sugiere una unidad social. En efecto, sirve a los intereses de las clases altas porque representa a las clases bajas como uniformes y homogéneas con la excepción de la estrella extraordinaria. Torbellino, por lo tanto, presenta la música como si fuera por y para el pueblo. Carmen no sólo canta «cante andaluz», sino que también participa con el «pueblo» en sus actividades diarias. Esta última secuencia folclórica, cuidadosamente teatralizada, implica que la tradición oral y las costumbres populares, aunque más auténticas y preferibles a la cultura de masas, necesitan la tecnología de la modernidad, como la radio y el cine, para convertirse en discurso cultural dominante. De manera igualmente firme, implica la necesidad de los intereses comerciantes burgueses de incorporar el fuerte atractivo de la tradición y el folclore oral para crear un discurso cultural dominante para ser usado por los consumidores de la cultura de masa. El montaje, las tomas, los ángulos y la interrelación entre Carmen y el «pueblo» crean la ilusión de que el mito de la comunidad se mantiene unido por el canto, aun cuando es interpretado solamente dentro los confines de la película. Al terminar Carmen su canto con el comerciante callejero, la cámara transporta al espectador de regreso a su piso donde sus amigos le aplauden, pretendiendo ser oyentes de la imaginaria transmisión de radio.

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CONCLUSIÓN En los discursos de Torbellino sobre liberalismo individual, movilidad social y ascenso al estrellato, las audiencias pueden imaginar identidades alternativas y nuevas formas de gratificación. Don Segundo y Carmen eran como los empresarios que se enriquecieron durante la República (como Ricardo de Urgoiti) o en la temprana postguerra (de nuevo, Urgoiti o las «folclóricas» y cineastas que fueron capaces de moldear sus carreras de acuerdo a las exigencias de la censura y de la ideología nacional-católica). Y está claro que la estación de radio y sus sesiones de transmisión reflejan el estatus semi-autónomo de este medio de comunicación bajo el franquismo como un espacio donde se cruzaban discursos políticos y culturales ambiguos. Así, Torbellino nos proporciona evidencia de que en la España de la década de 1940 se ensayaban proyectos más grandes y abarcadores que la autarquía y la sexualidad autoritaria, a saber, el de una modernidad capitalista que necesitaba que sus consumidores-ciudadanos se identificaran con los productos musicales producidos en la radio y las películas. En Torbellino, como en la radio, los productos de los medios de masas homogenizan las audiencias e hibridizan las formas musicales, a pesar de los esfuerzos de parte del Estado, las elites o los intelectuales como Marquina.

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LAS LÁGRIMAS PETRIFICADAS DEL GENERAL FRANCO: FASCISMO Y KITSCH EN RAZA DE JOSÉ LUIS SÁENZ DE HEREDIA1 Alejandro Yarza Georgetown University

Durante la transición política española, un numeroso grupo de artistas —marginales en su momento— re-trabajaron el legado iconográfico español heredado del discurso ideológico franquista, con el propósito de liberarlo de un discurso fascista que se había apropiado de la imaginería española tradicional para su propia agenda política.2 Para estos artistas, la estrategia clave en este proceso de revisión cultural fue el cultivo de una sensibilidad camp3. Como artistas camp dotaron este legado estético tradicional de un nuevo significado, volviendo la mirada a la historia de la iconografía española para reciclar paródicamente el repertorio kitsch franquista, de acuerdo a un conjunto de códigos estéticos más afines al gusto y a las demandas sociales de la transición a la democracia durante los años sesenta y principios de los ochenta. El franquismo —como el nazismo alemán y el fascismo italiano— produjo un tipo particular de arte kitsch con el propósito de alcanzar la hegemonía cultural e ideológica sobre la España de la posguerra. Los 1 Publicado en Journal of Spanish Cultural Studies, Vol. 5, No. 1 (February 2004), pp. 41-55. 2 Entre los más importantes se encuentran cineastas como Pedro Almodóvar, Bigas Luna, Ventura Pons, y Jaime Chavarri y artistas plásticos como Ocaña, Pérez Villalta, Ceesepe, Nazario, Mariscal, y Costus. 3 Ver la introducción de Yarza 1999.

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ideólogos franquistas utilizaron la iconografía histórica y religiosa (particularmente aquella derivada del proceso de reconquista contra el Islam) como elemento principal en la creación de un escenario kitsch que sustituyera explicaciones más complejas del pasado histórico español. El franquismo y la estética kitsch unieron fuerzas para constituir y proyectar una imagen falsa y pintoresca de España. En este ensayo me propongo describir y analizar esta estética kitsch franquista contra la cual la sensibilidad camp de los años de la transición sirvió de poderoso antídoto. La estética kitsch franquista y su cercanía a las esferas políticas del poder queda perfectamente ejemplificada en la película Raza (1941) de José Luis Sáenz de Heredia basada en un guión escrito por el propio general Franco. En su novela, La insoportable levedad del ser Milan Kundera escribe: «El kitsch derrama dos lágrimas en rápida sucesión. La primera lágrima dice: ¡qué bonito ver a los niños correr por la hierba! La segunda lágrima dice: ¡qué bonito sentirse conmovido junto con el resto de la humanidad al ver a los niños correr por la hierba! Es esta segunda lágrima que hace que el kitsch sea kitsch» (1987: 251). Será esta segunda lágrima del kitsch, la llorada más a menudo por Franco, la que nos concierna en este ensayo. Esta segunda lágrima, producida por el hecho de sentirse conmovidos con toda la humanidad, implica necesariamente tanto una alienación inicial de ésta como el deseo de volver a ser acogido en su seno. Este deseo de recobrar el estado de gracia original, de curar la herida abierta por la propia subjetividad humana —representada simbólicamente por la expulsión del paraíso— es el subtexto psicológico del kitsch. Es por ello que Kundera define el kitsch, entre otras cosas, como «el acuerdo categórico con el ser». (1987: 251) Dado que este deseo emerge de la propia naturaleza de la subjetividad humana, Kundera concluye que el sentimiento «inducido» por el kitsch no puede depender de experiencias únicas o inusuales, sino que tiene que basarse en un tipo de experiencias que «las multitudes puedan compartir» (1987: 251). Por consiguiente, el kitsch «debe derivarse de las imágenes básicas grabadas en la memoria humana: la hija desagradecida, el padre abandonado, los niños corriendo por la hierba, la patria traicionada, el primer amor» (1987: 251). En resumen, el kitsch tiene que derivarse de imágenes prefabricadas, de clichés. Cuando este deseo de recobrar el estado mítico de gracia transciende el nivel de la fantasía para ser llevado al terreno de la política, nace

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el fascismo.4 En las páginas siguientes examinaré los lazos entre fascismo y kitsch mediante el análisis de Raza. El texto sobre el que se basa la película de Sáenz de Heredia —parte guión, parte obra de teatro, parte novela— fue escrito por Franco bajo el seudónimo de Jaime de Andrade a finales de 1940 y principios de 1941, y publicado en el año 1942 con el título de Raza: anecdotario para el guión de una película. El texto de Franco ha sido caracterizado como poco más que un panfleto político melodramático carente del «más mínimo revestimiento estético o psicológico» (Prado 1995: 104). Sin embargo, considero que el texto de Franco no es simplemente un vulgar panfleto político escrito en un estilo más o menos melodramático sino que, como la película, ejemplifica el tipo de estética kitsch totalitaria que se ajustaba a la perfección al intento franquista de reescribir la historia de España a su medida. Aunque el film pretendió ser el modelo inaugural de una estética cinematográfica franquista que aspiraba a los estándares artísticos más elevados, Raza se convirtió, de hecho, en el modelo inaugural de la estética kitsch totalitaria del primer franquismo.5 Por estética kitsch totalitaria, entiendo una estética que, en palabras de Kundera, elimina «cualquier muestra de individualismo...; cualquier duda...; toda ironía» (1987: 252). Como veremos, para granjearse la admiración y el respeto del espectador, Raza recurre a la utilización fragmentaria de elementos visuales provenientes del repertorio cinematográfico del prestigioso cine soviético y del expresionismo alemán, entre otros; elementos que al ser extraídos de su contexto estético original y, por tanto, carecer de unidad interna sólo contribuyen en el nuevo contexto cinematográfico a la creación de un efecto pseudo-poético, que por su predecible banalidad podríamos calificar de kitsch. En el nuevo contexto estético del kitsch totalitario, estos elementos cinematográficos aislados del contexto original contribuyen a la restricción del significado visual. Este efecto de clausura de la significación tiene su causa, precisamente, en la inserción extemporánea de fragmentos tomados de con4 En «Nazi Myth» Phillip Lacoue-Labarth y Jean Luc Nancy ven como el rasgo definitorio del fascismo, su habilidad para usar el poder movilizador del mito para transformar la fantasía en realidad política: «[el nazismo]... propone su propio movimiento, y su propio estado, como la realización efectiva de un mito, como un mito viviente» (1990: 304). 5 La versión original de Raza estuvo perdida hasta mediados de 1990, en que una copia fue hallada en los laboratorios de la UFA en el Berlín oriental.

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textos artísticos prestigiosos en un contexto nuevo que carece de la solidez artística de aquéllos. Como veremos, Raza mezcla también categorías éticas y estéticas, mezcla que para Herman Broch es, precisamente, la esencia del kitsch y que culmina en la glorificación del sufrimiento y de la muerte. Como escribe Broch, «un trabajo hermoso y no bueno es el objetivo» (1975: 71). Como proyecto cinematográfico, Raza fue concebido en el palacio de El Pardo por el propio Franco y fue la producción cinematográfica más ambiciosa de su tiempo, contando con un presupuesto más elevado que cualquier otro film de la época; a diferencia de la mayoría de los otros filmes del momento, el film de Sáenz de Heredia fue producido bajo el amparo del recién creado Consejo de la Hispanidad, institución encargada de la propagación de la cultura española en el extranjero, cuyo director Manuel Halcón también participó activamente en el proyecto como asesor histórico (Alberich 1997: 55). Raza fue rodada en 109 días (del 5 de agosto al 22 de noviembre de 1941) en tres diferentes localizaciones: Villagarcía, Barcelona y Madrid. Para el rodaje de interiores se construyeron cincuenta decorados, confeccionándose quinientos vestidos para las escenas de época, y cien más para los personajes femeninos contemporáneos (Crussells 2000: 207). En total, en el film participaron 35 actores principales, 50 secundarios, y 1.500 extras, y se emplearon 45.000 metros de celuloide para rodar «el Potemkin del Franquismo», como lo ha calificado Román Gubern (1986: 98). Una vez obtenida la luz verde al proyecto, su director se eligió mediante concurso. Los aspirantes seleccionados para el puesto de director recibieron el encargo de escribir los primeros cien planos de la película. Finalmente, el propio Franco eligió a José Luis Sáenz de Heredia, antiguo combatiente durante la Guerra Civil española y primo carnal de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Sáenz de Heredia recibió un salario de 79.000 pesetas, el doble de lo que había percibido por sus proyectos anteriores (Crusells 2000: 207).6 El guión, 6 Como escribe Gubern: «Sáenz de Heredia ofrecía la garantía política de ser primo hermano de José Antonio Primo de Rivera y ex-combatiente en el bando franquista como alférez de artillería. Pero además, la garantía profesional de haberse formado en la anteguerra en la productora Filmófono, a las órdenes de Luis Buñuel, el más prestigioso director del cine republicano (quién además le liberó en 1936 del cautiverio en unos locales de la UGT madrileña, lo que le permitió alcanzar el bando franquista)» (1986: 97).

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una adaptación rigurosa del texto de Franco, fue escrito por el propio director junto con Antonio Román. Por tanto, desde el principio hasta el final, Raza fue una empresa directa del estado franquista. Como afirma Prado, sólo otros dos filmes, Franco, ese hombre (1964), un documental sobre Franco también dirigido por Sáenz de Heredia, y Alba de América (1951), un film épico sobre la conquista de América dirigido por Juan de Orduña, serían producidos por el estado franquista (1995: 103). Dada la autoría de Franco del texto original y su producción estatal, el film puede considerarse un intento oficial del Régimen de legitimar la Guerra Civil española como una cruzada religiosa de liberación nacional.7 El franquismo entendió a la perfección la naturaleza fetichista del aparato cinematográfico que intentó utilizar a su favor en la producción de un sujeto sumiso que al identificarse con el punto de vista de la cámara, se identificara también con la ideología del Estado.8 Al mismo tiempo que pretendía fijar el récord histórico de la Guerra Civil española de acuerdo a su propia noción de dicho récord, Raza se propuso a su vez enderezar el propio género cinematográfico al que pertenecía— el

7 En enero de 1942, Manuel Aznar, a la sazón secretario de Prensa de Franco y también asesor histórico y literario del proyecto, declaró que esperaba que la película Raza cumpliera los objetivos siguientes: «Tengo la esperanza cierta de que con la película Raza el cine iniciará victoriosamente una tarea gigantesca: la de expresar ante el mundo las razones históricas, religiosas, morales y sociales de la Gran Cruzada libertadora que se inició entre vítores el 18 de Julio de 1936 y terminó entre laureles y clamores el primero de abril de 1939» (Ferran Alberich 1997: 55). 8 Para conseguir esto, durante la década de los cuarenta, como observa Gubern, se produjeron en España dos tipos distintos de cine bélico. Un tipo que Gubern llama «cine de cruzada» consistente en una serie de películas que se refieren directamente a la Guerra Civil española; el otro tipo compuesto por una serie de películas que aunque de temas de exaltación del espíritu militar no se enfocan directamente en la Guerra Civil. El cine de cruzada constituye, por tanto, su propio género. Entre los otros filmes que Gubern agrupa con Raza se encuentran: Frente de Madrid/Carmen fra i rossi (Edgard Neville, 1939), El crucero Baleares (Enrique del Campo, 1940), Escuadrilla (Antonio Román, 1941), Porque te vi llorar (Juan de Orduña, 1941), Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942) y Boda en el infierno (Antonio Román, 1942). Gubern también incluye en la serie L’Assedio dell’Alcazar/Sin novedad en el Alcázar (Augusto Gennina, 1940), un film italiano resultado de los acuerdos de cooperación entre la Italia de Mussolini y la España de Franco (1986: 82-83). El «cine de cruzada» terminó abruptamente a finales de 1942 debido a los cambios ocurridos en el contexto político internacional (Gubern 1986: 83).

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«cine de cruzada»— arrojando por la borda los excesos de otros filmes kitsch melodramáticos que durante ese tiempo amenazaban con hundir dicho género en las aguas del olvido.9 Raza describe la evolución histórica de la familia Churruca —formada por el comandante Pedro Churruca, su esposa Isabel y sus cuatro hijos: José, Pedro, Jaime e Isabelita— desde fines del siglo XIX hasta el final de la Guerra Civil en 1939. La primera parte del film se centra en la muerte heroica del comandante Churruca en la guerra de Cuba. La segunda parte, sigue las heroicas hazañas de su hijo José en la Guerra Civil española, pero también la «traición» política de su hermano Pedro —convertido en parlamentario republicano— y el martirio de Jaime, el hermano menor, que es ejecutado por milicianos republicanos junto con el resto de los monjes de su convento. De manera consistente con la estética kitsch, Raza incorpora, como vimos, distintos estilos visuales extraídos de otros contextos cinematográficos, incluyendo el estilo visual y las estrategias narrativas del cine soviético y del cine clásico americano así como del cine expresionista alemán, especialmente de géneros tales como el melodrama y el cine bélico.10 Estas referencias visuales son extraídas de su contexto original e intercaladas en un nuevo contexto donde, como observa Gubern, preva-

9 El cine de cruzada parece haber tenido graves problemas para mantener su objetivo político de producir una serie de filmes afines ideológicamente a los nuevos valores de la España de Franco. Uno de los problemas fue, como señala Gubern, que estos filmes tomaron prestado tanto a nivel narrativo como visual convenciones derivadas del melodrama y de la comedia romántica (1986: 89). Aparentemente, ésta fue la razón por la cual se decidió retirar El crucero Baleares de la circulación comercial. Esta película se consideraba demasiado frívola para retratar la tragedia épica del crucero franquista hundido en 1938 por un torpedo enemigo. De hecho, Fernández Cuenca la describe como una «vulgar comedieta de amores con inadecuadas situaciones sainetescas» (en Gubern 1986: 89). Gubern también observa que dos de los otros estrenos de 1941 pertenecientes a esa serie, Escuadrilla y Porque te vi llorar sufren inmensamente de baja calidad cinematográfica y de un excesivo bagaje melodramático. 10 Como apunta Gubern, Raza está sin duda influenciada por el estilo compositivo del cine soviético, particularmente en las escenas del puerto y en las escenas a bordo del buque de la armada, y también en la secuencia de la ejecución de Jaime en la playa (1977: 99). Esto no debe sorprendernos ya que en España el cine soviético era bien conocido y ampliamente exhibido durante los años treinta. Además, como observa Gubern, tanto los directores de izquierda como de derecha lo tenían en gran consideración. De hecho, era considerado por todos como el mejor modelo sobre el que forjar un cine nacional.

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lece un amanerado academicismo franquista. En palabras de Gubern: «[n]o obstante el estilo del film aparece dominado por el academicismo iconográfico propio de la estética del franquismo, es decir, la estética contemporánea de las ilustraciones triunfalistas de Carlos Sáenz de Tejada, del Valle de los caídos y de las esculturas oficialistas de Juan de Ávalos» (1986: 99). Los insertos kitsch que en su contexto original tenían una función estructural específica, en Raza tienen la mera función ornamental de intentar crear un efecto artístico genuino, supuestamente generado por su previa asociación con los prestigiosos contextos originales.11 Es, precisamente, esta inserción parásita de fragmentos estéticos tomados de contextos artísticos genuinos lo que para Umberto Eco define a la estética kitsch.12 A continuación, me enfocaré en el análisis de dos secuencias del film, a mi juicio, cruciales para entender el funcionamiento de la estética kitsch franquista, pero sin olvidar tampoco el análisis de algunos pasajes importantes del texto de Franco que quedaron excluidos de la versión final de la película. En la primera secuencia, el comandante Churruca les enseña a sus hijos una lección de historia en el jardín familiar. En la segunda, Jaime es ejecutado en la playa. Ambas secuencias son ejemplos perfectos de la mezcla del plano estético con el ético que realiza el kitsch y de la confusión de niveles entre experiencias reales e imaginarias. La secuencia de la ejecución de Jaime supone la culminación de la estetización de la muerte y la violencia característica del kitsch totalitario y, como veremos, supone un buen ejemplo de la tensión narrativa entre movimiento y calma que estructura el film e informa su

11 Marsha Kinder, por ejemplo, apunta como el pensamiento dialéctico que está detrás del montaje soviético se pierde completamente en Raza: «...en contraste con la interrogación dialéctica en el montaje de Eisenstein, aquí [en Raza] las fundidos y encadenados sirven para construir un espacio monolítico en el que las imágenes del pasado, presente, futuro, así como el material proveniente tanto de documentales como de películas de ficción y el destino colectivo e individual queda todo amalgamado en un único espacio diegético, creando una narrativa histórica idealizada que supuestamente cuenta la verdad universal de cualquier persona que se niega a perecer... provocada por el comunismo» (1993: 457). 12 Eco escribe: «Esto es por lo que me gustaría definir el kitsch en términos estructurales, como un estilema que ha sido abstraído de su contexto original e insertado dentro de un contexto cuya estructura general no tiene el mismo carácter de homogeneidad y necesidad que el original, mientras que el resultado se propone como una obra recién creada capaz de inducir nuevas experiencias» (1989: 201).

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estética kitsch. También examinaré lo que considero la característica visual más sobresaliente de Raza: el uso de sombras no diegéticas, que, como veremos, resulta en el congelamiento del flujo narrativo cinematográfico. Los temas principales de Raza —la culpa, la redención y la glorificación estética de la muerte— son introducidos en la narrativa casi desde el principio. Aparecen por primera vez en la escena en la que el comandante Churruca camina con José, su hijo predilecto, a su derecha y Pedro a su izquierda, como ocurrirá en casi todas las escenas en las que los tres aparecen juntos. En esta escena, el padre contesta la pregunta que le hace su hijo Pedro sobre el marinero que murió a bordo del buque de su padre durante una tormenta. Pedro le pregunta a su padre si la razón por la cual eligió a ese marinero en particular para subir al mástil durante la peligrosa tormenta fue porque éste era moralmente reprobable. El comandante Churruca le contesta que «todos los marineros son buenos. El que comete una falta y tiene por ella su correctivo, lo cumple y ya está purificado». Este universo moral de pecado, castigo y redención, típico del cristianismo pero en su exceso franquista semejante a la paranoica visión del mundo de Joseph De Maistre —para Isaiah Berlin el antecesor decimonónico del fascismo— planea constantemente sobre Raza y constituye precisamente el legado que el comandante Churruca quiere dejar a sus hijos.13 En su forma más extrema, este legado requiere la activación de un feroz proceso de limpieza mental como única salvaguarda efectiva contra una serie de contenidos mentales que se consideran contaminados. Para el psicoanalista Christopher Bollas es precisamente la idealización de este «proceso de auto-purga constante» de los contenidos de la mente lo que, en última instancia, caracteriza a la «mente fascista» (1992: 203). Sólo mediante la purga constante del yo puede nacer el nuevo yo del fascismo, vaciado ahora de todo contenido mental. Este nuevo yo será un yo «...sin contacto con los otros, sin pasado (el cual se cercena), y con un futuro enteramente resultado de su propia creación» (1992: 203). Esta noción del yo fascista como una máquina de auto-limpieza «sin contacto con los otros, sin pasado» nacido de su purga constante lleva paradójicamente a la muerte inevitable del yo. Políticamente, el resultado lógico de esta concepción del yo es, como veremos en el análisis de la secuencia de la muerte de

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Ver Berlin 1990: 91-174.

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Jaime, su sacrificio último a la maquinaria redentora del estado totalitario. Sólo a través de una muerte políticamente bella puede el yo purgar todos sus pecados y alcanzar la redención. En palabras del propio Franco: «necesitamos sacrificar el “yo” a una unidad que es el cimiento de nuestra fortaleza» (1947: 109). Esta glorificación de la muerte queda también sugerida en la respuesta que el comandante Churruca da una pregunta de su hijo José: «¿Oye papá, es verdad... que los marinos y los militares cuando van a morir se ponen el traje de gala?». A lo que su padre responde: «Así es, si se ponen de gala para sus grandes actos cómo no lo van a hacer el día más solemne de su muerte gloriosa. Cuando le toca a uno morir se muere con toda la arrogancia, con toda la despreocupación y con toda la grandeza». Conviene traer aquí a colación el comentario de Saul Friedlander de que la estética kitsch embellece la muerte precisamente para neutralizar el terror que provoca, presentándola como una experiencia idílica y, por tanto, deseable (1982: 2).14 Los temas del pecado, el castigo, la redención y la muerte sacrificial que permean el universo moral de Raza convergen durante la secuencia climática del jardín. En esta secuencia, toda la familia se reúne en el jardín de su casa para la merienda. Un fundido de apertura sirve de transición del plano anterior, en el que la familia le reza a la «Virgen de la Barca» al plano de un seto florido que rodea el jardín de la casa de los Churruca connotando un espacio familiar idílico; la naturaleza y el ser humano armoniosamente entrelazados. Mientras oímos la voz del comandante Churruca que le cuenta a su familia la historia del glorioso pasado de la armada española, la cámara comienza un barrido hacia la derecha dejando que la escena se despliegue lentamente ante nuestros ojos. Primero vemos la cuna de Jaime, que hecha de madera oscura y rematada por una cruz, preconiza su muerte inocente años más tarde, ejecutado por un pelotón de milicianos. A continuación, la cámara sigue su lento barrido hacia Isabel, que teje con calma separada por una mesa del resto de su familia mientras escucha atentamente la narración de su marido. Después de una breve pausa sobre Isabel, la cámara continúa ha14

La belleza de la muerte como algo por lo que merece la pena morir. Esta noción queda perfectamente expresada en el eslogan «Viva la muerte» popularizado por los legionarios españoles que se autodenominaban los «novios de la muerte». En este contexto fascista de embellecimiento de la muerte, la famosa frase de Franco, «qué duro es morir» emitida en su lecho de muerte, no deja de resultar irónica.

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cia la derecha para finalmente posarse sobre el grupo formado por el comandante Churruca, vestido con su uniforme de la marina y rodeado amorosamente de sus tres hijos —una vez más, José a su derecha y Pedro a su izquierda mientras que Isabelita se sienta a su lado—.15 José le pregunta a su padre el significado de la palabra «Almogávar» que éste acaba de mencionar. El padre le explica que los «Almogávares eran guerreros elegidos. Los más representativos de la raza española». El film nos muestra un primer plano de un José un poco perplejo, que, a su vez responde a su padre: «¿Cómo, no hay ahora Almogávares?». A lo que éste contesta con gran solemnidad: «Cuando llega la ocasión no faltan. Sólo ser perdió tan bonito nombre, pero Almogávar será siempre el soldado elegido». Como el plano de la cuna de Jaime, el primer plano de José también se cargará retroactivamente de significado, como todo en esta secuencia. José, el nuevo Santiago, se convertirá más tarde durante la Guerra Civil en «Almogávar» el «soldado elegido» de España. José se transformará a su vez en «caudillo» —jefe de partida medieval y título que se arroga Francisco Franco, cuyas letras José había intentando grabar inútilmente en los muros del Alcázar en el texto original en el que se basa la película—.16 En resumen, José será el soldado elegido para instalar en España ese reaccionario paraíso perdido por el cual, como veremos, Pedro Churruca y su mujer Isabel derramaron la segunda lágrima kitsch. El padre termina su lección de historia mencionando a su ancestro Cosme Damián Churruca, el almirante español que murió heroicamente en la batalla de Trafalgar. La cámara nos ofrece un primer plano de un retrato oval de Cosme Damián Churruca. Contemplando el retrato, Isabelita exclama con admiración: «¡Qué joven!», mientras su padre informa a sus hijos que éste murió a la edad de 44 años.

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Le agradezco a Javier Herrera, de la Filmoteca Española de Madrid, por haberme cedido el material visual reproducido en este ensayo. 16 Como José confiesa con orgullo, un día casi lo arrestaron porque fue visto intentado grabar en los muros de piedra del Alcázar el nombre de su primer héroe que no fue el rey Alfonso VI sino, como explica a su primo Luis, el Cid Campeador. Esta acción también parece sugerir una justificación histórica de Franco por haber usurpado para sí, como nuevo Caudillo de España, los derechos del rey: «Yo quise grabarlo allí [en el Alcázar] pero salió el capitán de servicio y casi me echó. A poco me arresta. ¡No supo comprenderme!» (1947: 73).

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Un largo flash-back nos lleva ahora a Trafalgar, donde Churruca muere dando una última orden, «clavar la bandera, clavar la bandera». Del rostro agonizante de Cosme Churruca el film pasa a un primer plano de la bandera española, que a su vez se encadena a otro primer plano del rostro del comandante Churruca que parece contemplarla. No sólo el distinto espacio histórico que ocupan los dos Churruca queda mediado por la bandera española, sino que la muerte de Cosme Damián Churruca en Trafalgar será fielmente reproducida por el comandante Churruca durante la guerra de Cuba, donde como su antecesor también muere heroicamente en la batalla a bordo de su navío. Merece la pena detenerse brevemente aquí para examinar el modo en que el narrador describe el hundimiento del barco del comandante Churruca en el texto de Franco, ya que, a mi juicio, éste es el momento climático en el que el estilo literario kitsch del texto original provoca una clausura casi total del significado. El texto de Franco dice: «El barco se sumerge rápidamente y en el inmenso remolino que se forma, en el pico del palo mayor, todavía se mantiene enhiesta, como un símbolo, la bandera que Churruca ordenó clavar (1947: 62, cursiva nuestra). Esta descripción llama poderosamente la atención del lector. Churruca ordena que se fije la bandera en el punto más alto del mástil. El narrador, preocupado de que incluso el símbolo obvio y convencional de la bandera llegue a perderse, intenta asegurarse de que el lector lo lea como un símbolo: «todavía se mantiene enhiesta, como un símbolo, la bandera que Churruca mandó clavar». La muerte de Churruca es, entonces, el momento en que el texto de Franco llega a su parálisis semántica. Como explica Umberto Eco, la redundancia es una de las consecuencias lógicas de la estética kitsch ya que el significado de los símbolos que ya han sido vaciados de significado por su repetición excesiva necesita ser constantemente reiterado.17 Por consiguiente, podríamos decir que el estilo literario kitsch del texto de Franco rompe la normal relación sintagmática entre los significantes, mientras que el eje paradigmático haciéndose cargo casi exclusivo de la significación gira sobre sí mismo fuera de control. El resultado final de este colapso del eje sintagmático es, como si dijéramos, la atropellada

17 Como escribe Eco: «un estímulo apoya a otro por medio de la acumulación y la repetición, ya que cada estímulo individual ya erosionado por su uso lírico, necesitaría de ayuda extra para alcanzar el efecto deseado» (1989: 182).

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yuxtaposición de significantes en el estrecho espacio lingüístico del eje paradigmático. De ahí, que los términos «bandera» y «símbolo» aparezcan en la misma frase. La fluidez del significado irreparablemente petrificada. Volviendo a la película, la misma petrificación ocurre a nivel visual en la secuencia del jardín, que termina con el padre diciéndole a sus hijos mientras mira fijamente a José: «[a]sí fue la muerte hermosa de nuestro antepasado». De forma predecible, su hijo Pedro replica: «no comprendo que morir pueda ser hermoso». A lo que su padre responde ceremonioso: «el deber es tanto más hermoso cuanto más sacrificios entraña». La secuencia del jardín deviene, así, una suerte de tableau vivant, en el cual los personajes principales del film se representan ya «congelados» como tipos que se graban sobre la plana superficie del celuloide: el pequeño Jaime, la víctima sacrificial pura e inocente dentro de su negra cuna; Isabel, la Penélope solitaria que tejiendo separada del resto de su familia escucha atentamente la voz de su marido; José, el futuro «Almogávar» sentado a la diestra de su padre, su importancia narrativa visualmente subrayada por un primer plano, y su glorioso futuro asociado con la palabra mágica «Almogávar» que pone punto final al texto de Franco; Pedro, a la izquierda de su padre, el ángel políticamente caído durante la mayor parte de la película hasta que la muerte lo redima al final; Isabelita, la pequeña hija obediente; finalmente, el propio comandante Churruca, el héroe militar cuya conexión a la tradición heroica española se subraya visualmente mediante tres planos entrelazados. La secuencia del jardín se puede leer, entonces, como un paraíso kitsch que opera como respuesta estética al terror del cambio histórico producido por el advenimiento de la Segunda República en 1931 y, en general, por el proceso de modernización en España durante la década de los treinta. Cuando este tipo de paraíso kitsch entra a formar parte de la esfera de la política convirtiéndose en una fantasía política que busca materializarse en la sociedad, se transforma en el kitsch totalitario que debe borrar —mediante un acto especial de sujeción— en palabras de Kundera, «cualquier cosa de su perímetro visual esencialmente inaceptable para la existencia humana». Resulta iluminador referirse ahora a otra parte del texto de Franco no incluida en la versión cinematográfica de Raza, en el cual toda la familia Churruca asiste a una romería gallega tradicional donde al atardecer

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«un horizonte limpio permite contemplar el maravilloso espectáculo de un disco de fuego sumergiéndose en la mar» (1947: 47). Aquí nos adentramos ya de lleno en el terreno kitsch descrito por Kundera. Hombres y mujeres con atavíos tradicionales forman círculos cantando y bailando al son de las gaitas. De pronto, el narrador nos dice que diferentes personas «hombre unas veces y mujer otras, levanta su voz sobre el conjunto; le acompaña el coro de los demás» (1947: 48). En este lugar idílico y armonioso, iluminado por un gran disco solar rojo —con un coro perfectamente afinado y bajo el manto protector de la «Virgen de la Barca»— la humanidad recupera su estado de gracia fundiéndose en armonía con la naturaleza. El comandante Churruca y su esposa Isabel están ya muy próximos a derramar su segunda lágrima kitsch. Profundamente emocionada, Isabel exclama «...esas canciones con este lenguaje tan dulce se meten en el alma...» (1947: 48), y con nostalgia le confiesa a su marido, «...Pedro, qué pocas veces he sabido encontrar esta belleza...» (1947: 48). El capítulo se cierra con la letra de una melancólica canción gallega: «¡Ou meu corazón ferido! [...] ¡Ou meu corazón ferido!» (1947: 48). En este momento idílico fugaz, el corazón herido de la canción, al igual que el de Pedro e Isabel, puede sanar temporalmente suturado por la comunión perfecta entre sociedad y naturaleza. En este paraíso gallego decimonónico todo el mundo es sumiso y acepta con alegría su rol social. Indudablemente, éste es un paraíso kitsch que ofrece una vía de escape al terror del cambio histórico; terror que, precisamente, como observa Matei Calinescu, «el kitsch intenta aplacar» (1987: 251). Para ello, el kitsch «alucina espacios vacíos» que a su vez llena de «una gran variedad de apariencias hermosas» (1987: 251). En Raza, ese «espacio vacío» abierto en el texto de Franco por el deseo nostálgico de Pedro e Isabel se llena metafóricamente de contenido político y moral: de irracionalidad y fe ciega, de arrepentimiento, de castigo y de la hermosa apariencia de la muerte; y será construido, como veremos, sobre la roca fundacional del apóstol Santiago, opaca e ideológicamente impenetrable a la corrosión de significantes subversivos —roca similar a la que con una monumental cruz encima, como el mástil de un barco, servirá de lugar de eterno descanso al general Franco—. En la secuencia del jardín convergen los temas principales de Raza, pero es en el primer plano del retrato oval de Cosme Damián Churruca donde, a mi juicio, se condensa visualmente el tono de toda la secuen-

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cia. En este primer plano, el reflejo de las flores del jardín se proyecta sobre el retrato en forma de sombras oscuras, dotando al perfil estático de Churruca de un delicado movimiento de fondo, que como metáfora visual sugiere la conocida expresión «morir en la flor de la juventud». El contexto idílico del jardín familiar queda así reflejado en el fondo del retrato de Churruca y viceversa. La sombra de las flores que rodean al retrato, que sugieren la muerte gloriosa del joven Churruca, satura ahora la escena con el perfume de la muerte fresca del héroe de Trafalgar, evocando inevitablemente las propias palabras del comandante Churruca en el texto de Franco: «ahora es el mar el que parece perfumar el aire» —que, como la cuna de Jaime, también connotan la pureza inocente de la muerte—. En su icónica superficialidad, el retrato de Churruca tiene la misma espectacularidad visual que para Laura Mulvey caracteriza a la imagen femenina en el cine clásico de Hollywood. Como argumenta Mulvey, al entregarse visualmente como fetiche, la imagen femenina cobra un halo de espectacularidad que va a contra corriente del flujo cinematográfico, llevándolo a una parálisis momentánea (1986: 203). En Raza, sin embargo, el flujo diegético no se paraliza por la fetichización del cuerpo femenino, como en el cine clásico, sino, como sugiere visualmente el primer plano del retrato oval de Churruca, por la fetichización de la muerte. Este primer plano es también un ejemplo paradigmático del amplio uso que el film hace de las sombras, uso que, a mi juicio, define en última instancia el estilo cinematográfico de Raza. Como veremos, este uso particular de la iluminación en momentos claves del film es el equivalente visual del estilo literario kitsch del texto de Franco, y, como éste también paraliza el flujo narrativo del Raza, clausurando su significación visual. Raza revela el proceso que, según Bollas, caracteriza a los estados mentales del fascismo: su característico acto de sujeción que purgando la mente de toda contradicción quiebra irremediablemente la conexión entre los significantes rellenando el vacío previamente ocupado por la infinita diversidad del orden simbólico con «iconos materiales». Como veremos, en Raza el equivalente del fetiche de Mulvey y del «icono material» de Bollas es el símbolo cristiano de la cruz, que disfrazado de sombra se introduce subrepticiamente en el plano fílmico en numerosas ocasiones.

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El texto de Franco nos ayudará a entender mejor este proceso y el importante papel que el «icono material» de la cruz tiene en la película. En el texto, este proceso se inicia casi desde el principio y alcanza su clímax en el episodio en que la familia Churruca visita a la «Virgen de la Barca». A los pocos días del regreso del comandante Churruca de las Filipinas, toda su familia va al pueblo de Muxía a ofrecerle una plegaria a la «Virgen de la Barca». Todos los miembros de la familia visten de blanco y dan dinero a los pobres, distinguiéndose claramente del resto de la multitud ataviada con atuendos gallegos tradicionales. De la ermita, los Churruca bajan a la costa para ver la famosa «piedra de la barca» una gran piedra que asemeja una barca al revés. Esta piedra que podemos decir ocupa el espacio vaciado por la narración no es un objeto ordinario, sino, precisamente, como la cruz del film, el «icono material» descrito por Bollas. La piedra está particularmente cargada de significado ideológico porque según la leyenda es la barca utilizada por el apóstol Santiago para arribar a la Península Ibérica y convertir a sus habitantes a la cristiandad. Como es bien sabido, el apóstol Santiago es conocido en España como Santiago «Matamoros», porque según el mito ayudó durante el proceso de Reconquista a matar moros espada en mano, galopando en su caballo blanco. Como tal, se le invoca en la famosa expresión «Santiago y cierra España», apropiada por el franquismo. La barca de piedra de Santiago Matamoros, el núcleo irreducible de la ideología franquista, simboliza por tanto la fe ciega, y es por ello monolíticamente impenetrable a la corrosión de los significantes subversivos. La piedra se puede leer, entonces como metáfora del congelamiento del orden simbólico requerido por la estética franquista. Esta piedra que simboliza el núcleo opaco e impenetrable de la ideología franquista es también metafóricamente el residuo dejado por el acto integrador que purgando la mente de visiones contradictorias, congela el orden simbólico. Para alcanzar semejante totalidad, afirma Bollas, la mente realiza «un acto especial de sujeción» —evocado por la propia etimología de la palabra fascismo, podríamos añadir— mediante la cual se purga a sí misma de visiones contradictorias y divergentes. Una vez realizado este proceso, «la mente deja de ser compleja, alcanzando una simplicidad inicialmente apuntalada por el acoplamiento de los signos de la ideología» (1992: 205). El estilo kitsch de Raza detiene el movimiento y su naturaleza ideológica claramente propagandística frena, en última instancia, el libre deslizamiento de los significantes. Es, precisamente, esta

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certidumbre ideológica alcanzada dentro de la mente fascista mediante la ruptura de la conexión entre significantes lo que el personaje de José Churruca, alter-ego de Franco, pretende significar.18 En la película, la cruz omnipresente es, como la piedra del texto de Franco, la imagen monolíticamente impenetrable a la corrosión de los significantes subversivos. Unas veces, la cruz aparece simplemente sugerida por la forma de una ventana, el marco de una puerta, como la que aparece visible detrás de Isabel la primera vez que ésta aparece en escena. Otras, aparece dentro de una habitación en forma de sombras oscuras proyectadas —de modo poco convincente podríamos añadir— por la luz del sol sobre los marcos de las ventanas. Este tipo de cruz aparece, por ejemplo, a la derecha de José cuando, en una escena llena de connotaciones bíblicas, anuncia a su madre la llegada inminente de su padre de las Filipinas. Otra cruz, proyectada nítidamente contra el muro de la celda de José y sobre la cual se enfoca la cámara en un traveling, subraya el martirio de éste la noche anterior a su ejecución por los republicanos. El mismo tipo de cruz, un reflejo proyectado por las barras de su celda, aparece también en el plano en que José se confiesa antes de su ejecución. Otra cruz se dibuja en diagonal a la izquierda del teléfono en el preciso momento del arresto de Jaime por los milicianos. Otra cruz, de tamaño más grande, aparece en la oficina de Pedro cuando después de ya haber recobrado la fe, éste se convierte a la causa «justa». Por último, la sombra de una cruz cuelga sobre los hombros de José y Marisol cuando al final de la guerra éstos se funden en un gran abrazo. Al menos en dos ocasiones diferentes, cuando Isabel habla con su hijo José en la escena ya mencionada, y cuando Pedro finalmente se convierte a la causa franquista, la cruz deja de ser meramente una sombra que connota los valores redentores de la cristiandad que pernean todo el film para, como si dijéramos, añadir al plano otra dimensión espacial. En ambas escenas, tanto Pedro como Isabel, percatándose de su existencia, miran directamente a esa cruz virtual del mismo modo en que el comandante Churruca contemplaba la bandera española en la secuencia del jardín. Durante estos momentos fascistas cegadores, todo diálogo se detiene, y los personajes abandonan brevemente el espacio diegético del film para dirigirse a la cruz frente a ellos. La cruz, el «ico-

18 Para una lectura de Raza: anecdotario del guión de una película, como sublimación personal del propio Franco, ver Gubern 1977 y Herralde 1977.

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no material» de Raza está también ideológicamente cargada, como la piedra de Santiago. El momento culmen en que la cruz aparece para subrayar la fetichización de la muerte típica del kitsch totalitario es la secuencia de la ejecución de Jaime en la playa; para muchos críticos, la más hermosa de toda la película. Esta secuencia es también el momento en que la «confusión de las categorías éticas y estética» que como vimos es para Broch la esencia del kitsch, deviene más transparente (1975: 63). Es precisamente la naturaleza engañosa del kitsch, que al sustituir lo ético por lo estético, permite la mezcla y confusión de niveles de experiencia reales e imaginarios, y que, por tanto, como apunta Friedlander, facilita la glorificación de la muerte típica del kitsch totalitario, su ofrecimiento de una muerte políticamente hermosa pero éticamente falsa. La secuencia de la muerte de Jaime es además un ejemplo perfecto de la intersección de catolicismo, kitsch melodramático y discurso fascista que para Marsha Kinder caracteriza al cine franquista.19 En esta secuencia, el convento de Jaime es asaltado salvajemente por un grupo de milicianos que arrestan a los monjes cometiendo todo tipo de actos sacrílegos: beben alcohol de cálices, saquean altares, destruyen reliquias y estatuas religiosas. Un Jaime desesperado llama a su hermano Pedro por teléfono implorándole que use su influencia política para conseguir la protección de los huérfanos del convento. En medio de la conversación telefónica un miliciano se lleva a Jaime por la fuerza con los otros monjes. Cayéndosele de las manos, el teléfono queda oscilando a derecha e izquierda contra la pared. Un primer plano muestra a la izquierda del teléfono una cruz negra en diagonal proyectada contra el blanco de la pared. La cruz, símbolo de la fe ciega que transcendiendo la subjetividad humana unifica a los hombres en una comunidad de creyentes, contrasta con el teléfono inútil, símbolo moderno de un lenguaje alienante que a diferencia de la fe mantiene a los hombres separados entre sí. Significativamente, la secuencia entera transcurre casi en silencio con la excepción de un breve diálogo entre los milicianos republicanos y la aún 19 En Blood Cinema, Marsha Kinder escribe: «Sólo en España la ideología fascista se subordinó y reescribió de acuerdo a la doctrina católica tradicional. Por consiguiente, España ofrecía el contexto perfecto para sacar ventaja del impulso del melodrama de reinstaurar el mundo secular de la familia con lo que (Brooks llama) «lo moral oculto» —para crear un «dominio operativo de valores espirituales» que reemplazara a lo «tradicional sagrado» que se había perdido durante la Ilustración» (1993: 72)—.

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más breve absolución del padre prior. La voz humana, alienada y solitaria es reemplazada en la banda sonora por el canto unitario de un coro masculino. La secuencia está compuesta por una serie de planos largos cuidadosamente fotografiados de la columna de monjes, que escoltados por los milicianos marchan a través de un bosque cercano a la playa. Al llegar a ésta, los milicianos montan una ametralladora, cuya naturaleza mecánica contrasta con la espiritualidad sugerida por la columna de monjes marchando en silencio, la música coral de la banda sonora y el plano de la orilla del mar en el cual el agua y la arena se mezclan armoniosamente. A continuación se nos muestra un plano de las sandalias de los monjes que dejan unas huellas tenues en la arena húmeda para ser inmediatamente borradas por el agua, metáfora visual de la inmaterialidad de sus cuerpos y la pureza de sus almas; su paso ligero, ingrávido, marcadamente contrastado con la dureza de rasgos de los rostros de los milicianos y sus rudos ademanes. Las huellas de las sandalias de los monjes se funden además unas con otras y a su vez, con la arena y el agua, su entorno idílico. Después de la bendición del padre prior, subrayada por el escupitajo de un miliciano, la ametralladora empieza a disparar ejecutando a todos los monjes. La cámara muestra ahora un plano medio de la orilla y seguidamente un plano medio corto de Jaime agonizando boca arriba, al borde de la orilla, con su brazo derecho ligeramente extendido más arriba de su cabeza. La secuencia termina con un plano de la orilla acompañado en la banda sonora por un coro de niños entonando el Hosanna, seguido por un fundido de cierre. Formalmente, esta secuencia ejemplifica mejor que ninguna otra del film la estética kitsch fascista caracterizada por la blandura visual y el falso stimmung que Lotte Eisner encuentra en las películas de época del cine nazi (1975: 202).20 La secuencia de los monjes muriendo pacíficamente al lado del mar es también una perfecta postal de la estética kitsch totalitaria descrita por Kundera, de la cual todo lo feo y vulgar queda automáticamente excluido; o más precisamente, fealdad y vulgaridad han sido transferidas a las milicias republicanas, compuestas exclusivamente de criminales sacrílegos y sanguinarios. 20 Para Eisner, este falso stimmung se convierte en el estilo típico de los filmes de época del nazismo (1975: 202). Eisner lo describe como un «chiaroscuro exageradamente sofisticado» un «afectado sfumato que difumina los contornos, característico de lo que se conoce como el “Ufastil” reaccionario de finales de la década de los años veinte».

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Esta secuencia se podría caracterizar, entonces, como un buen ejemplo del «momento fascista» descrito por Alan Tansman en su libro sobre modernidad y estética fascista en Japón. Para Tansman, estos momentos fascistas son epifanías estéticas susceptibles de ser políticamente canalizadas para crear una atmósfera políticamente fascista.21 A nivel formal, la glorificación de la muerte que, en última instancia, caracteriza esta secuencia se consigue representando la ejecución de los monjes de una manera altamente estilizada: planos cinematográficos bellamente compuestos, música sacra, escenarios naturales cuidadosamente elegidos tales como el bosque y la playa. Tanto narrativa como visualmente, la secuencia se construye para glorificar el martirio de Jaime, su muerte inocente y heroica. La muerte de Jaime sirve además como metáfora visual de la disolución del yo burgués, como se sugiere a través del plano medio corto de un Jaime agonizante a orillas del mar; su «yo» disolviéndose gloriosamente como una gota en el océano dentro de la totalidad purificadora del estado. Jaime es sacralizado en el mismo momento de su muerte. Como escribe George Bataille, «después de una muerte violenta, lo que permanece... es la continuidad de toda la existencia con la cual la víctima es ahora uno» (1986: 22). En la representación que Raza hace del paraíso kitsch totalitario, esta continuidad de la existencia es preservada por la muerte de Jaime, el mártir necesario para la causa franquista. No es mera coincidencia, entonces, que sea Jaime quien les cuente a los huérfanos del convento la historia del nacimiento de Cristo, en una escena que sigue inmediatamente a la «resurrección» simbólica de su hermano José, después de que éste se salve «milagrosamente» de su fusilamiento. En esta escena, José es descrito narrativamente como el Mesías salvador que viene a España para redimirla del mal y que al final conseguirá vengar la muerte de su hermano. Pero como para que José pueda vengar a su hermano Jaime éste tiene primero que morir, la «resurrección» de José necesariamente implica la muerte de Jaime, que se transforma así en el martirio kitsch de la escena de la playa en la cual 21 Los ideales estéticos del fascismo japonés se destilaron en lo que Tansman denomina «momentos fascistas» que, como escribe Tansman, son: «momentos de disolución del yo evocados mediante la belleza de la violencia en nombre de un Japón idealizado, anclado en mitos ancestrales que trascienden toda restricción temporal. Durante estos momentos, la totalidad se evoca mediante las imágenes percibidas donde el individuo se funde con una totalidad más elevada» (2003: 16).

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el yo de Jaime se derrama despacio en la arena, en un plano bellamente compuesto y apropiadamente subrayado por el Hosanna de la banda sonora. Dentro de las categorías de Broch, esta secuencia funcionaría a nivel estético pero no ético. El film es, por ello, doblemente engañoso en la sustitución de las dos categorías ya que al retratar a monjes pacíficos como víctimas inocentes manipula al espectador intentando causarle un revulsivo choque moral. De este modo, la complejidad histórica que está detrás de las atrocidades cometidas en ambos bandos durante la Guerra Civil española y la universalidad del sufrimiento que cualquier «buena» obra de arte debe explorar —como el Guernica de Picasso o Los desastres de la guerra de Goya, por ejemplo— son reemplazados aquí por el cliché histórico de anarquistas y comunistas malvados, bestias diabólicas y sanguinarias que disfrutan cometiendo crímenes atroces —clichés usados para justificar el golpe de estado militar franquista en primer lugar. Sin embargo, es en el efecto supuestamente sublime de las huellas de las sandalias de los monjes marcadas tenuemente en la arena húmeda a orillas del mar Mediterráneo donde la secuencia destila la quintaesencia del kitsch. Eco cita una imagen similar de una novela de Ray Bradbury como ejemplo ideal de kitsch. El narrador de esta novela se encuentra con un Picasso ya mayor que dibuja en la arena a orillas del Mediterráneo e intenta rápidamente descifrar la obra maestra del genio antes de que ésta se pierda definitivamente: «Y la arena, en la luz agonizante, era del color del cobre derretido en la cual estaba trazado un mensaje en el que cualquier hombre de cualquier época podría deleitarse a lo largo de los años. Todo daba vueltas a la vez que se posaba en su propia gravedad» (1989: 212). El mensaje universal kitsch de Bradbury se parece al mensaje político totalitario de Raza: es dibujado precariamente en la arena por el genio artístico del siglo veinte «en el que cualquier hombre de cualquier época podría deleitarse a lo largo de los años». Al contemplarlo, los límites corporales del propio narrador se difuminan sugiriendo la intoxicadora disolución del yo. Para ser efectivo, el mensaje de Raza debería también difuminar el yo del espectador que al contemplar la muerte sacrificial de Jaime terminaría identificándose con él. Así, anticipando la celebrada metáfora de Michel Foucault al final de Las palabras y las cosas, Raza intenta colaborar con la causa política totalitaria borrando el concepto burgués moderno del hombre «como una cara dibujada en la arena a orillas

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del mar» (1973: 387) —como el plano de un Jaime agonizante junto al mar con el brazo derecho estirado por encima de su cabeza evocadoramente sugiere—. Esta secuencia se podría describir entonces como una metáfora visual de la ideología fascista, la cual, a pesar de su insistente retórica que profetiza un cambio histórico radical, en última instancia, lleva a la sociedad a una parálisis estética, y en el peor de los casos a su aniquilación total. Franco, el artista-kitsch, imaginó Raza como el vehículo perfecto para satisfacer a Franco el hombre-kitsch, que terminó creyéndose su propia mentira. Como escribe Paul Preston, «en el primer visionado privado del film, Franco lloró profusamente. Durante los 30 años siguientes, vio Raza muchas veces» (1994: 418).

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Fig. 1 El comandante Churruca en el jardín rodeado de sus hijos en la película Raza (Sáenz de Heredia, 1941)

Fig. 2 Retrato de Cosme Damián Churruca en Raza (Sáenz de Heredia, 1941)

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Fig. 3 Plano del auricular del teléfono colgando junto a la sombra en forma de cruz en Raza (Sáenz de Heredia, 1941)

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ENAMORADA (FERNÁNDEZ, 1946) EN MADRID: LA RECEPCIÓN DE UNA PELÍCULA MEXICANA EN LA ESPAÑA FRANQUISTA1 Julia Tuñón Universidad Nacional Autónoma de México

Todo mexicano que haya visitado España, aun cuando sea muy joven, sabe del conocimiento que tienen los peninsulares del cine clásico mexicano.2 La referencia a Cantinflas y su manera de hablar o a Jorge Negrete y sus canciones son precisas. Incluso en 1986 Manuel Summers filmó una película que se llamó Me hace falta un bigote y en 1998 Fernando Colomo Los años bárbaros, que refiere tangencialmente al gran auge de las películas mexicanas durante los años cuarenta. Un año especialmente fértil en este sentido fue 1948, cuando se dieron una serie de sucesos que ligaron la industria fílmica mexicana con la española a pesar de la ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países, pues en los hechos existían negocios, especialmente en el ámbito del espectáculo. En abril de 1948 la película Enamorada, dirigida en 1946 por Emilio Fernández, apodado El Indio, fue declarada en España película de interés nacional. El mismo mes se exhibió en función de gala en Madrid y los beneficios se dedicaron a los huérfanos de la Armada. Este hecho es 1 Publicado originalmente en Ángel Miquel, Jesús Nieto Sotelo, Tomás Pérez Vejo (eds.): Imágenes cruzadas. México y España, siglos XIX y XX. Cuernavaca: Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2005, pp. 115-144. 2 Me refiero al que se desarrolla entre los años 1930 y 1950 y tiene características comerciales, finalidad de entretenimiento, se organiza en géneros, mediante estereotipos y tiene en el sistema de estrellas uno de sus puntales.

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significativo de los acuerdos que existían entre las dos cinematografías y un antecedente para la celebración, entre el 24 de junio y el 4 de julio del mismo año, del Primer Certamen Cinematográfico Hispanoamericano, sin lugar a dudas el suceso más notable al respecto (Tuñón 2001). En 1948 eran evidentes las diferencias entre los sistemas políticos de España y México y los discursos oficiales dan cuenta de eso, pero es claro que ambas industrias cinematográficas enfrentaban la creciente influencia de Hollywood, con la subsecuente merma de sus mercados naturales. Después de la Segunda Guerra Mundial la industria fílmica estadounidense recuperó las audiencias con un incremento de sus productos, el desarrollo de algunos géneros, como el musical y avances tecnológicos como el cine a color. Los cineastas españoles, avalados por la intensa y estrecha historia de vínculos de todo orden entre su país y las ex colonias americanas, intentaron hacer realidad el sueño de una comunidad cinematográfica hispanoamericana: existía el móvil del negocio y el argumento de la cultura compartida. Es en este contexto que Enamorada es distinguida en España como película de interés nacional. El propósito de este trabajo es dar cuenta de las circunstancias que dan sentido al hecho.

LA PELÍCULA Enamorada fue dirigida por Emilio Fernández cuando estaba en el clímax de su carrera. La película se realizó con buena parte del equipo que dio a su cine un lustre peculiar: en la fotografía contó con Gabriel Figueroa y en la edición con Gloria Schoemann, aunque el guión, en cambio, fue realizado por el propio Indio con Íñigo de Martino y Benito Alazraki. El actor principal fue Pedro Armendáriz y la estrella femenina fue la figura más importante en esos años, María Félix, quien trabajó por primera vez con el director. En pantalla se muestran los créditos al tiempo de dar inicio a su historia, cuando las tropas revolucionarias toman el pueblo de Cholula (Puebla), filmado con un alarde técnico mayúsculo para su época, pues la secuencia es captada en un dolly que por momentos adquiere una velocidad de 60 kilómetros por hora. El general revolucionario, José Juan Reyes (Pedro Armendáriz), gana la plaza y convoca a la gente rica del lugar para pedirles que contribuyan económicamente a su causa. Su lí-

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der es el hacendado más acaudalado del pueblo, don Carlos Peñafiel, que se niega a dar dinero, por lo que es puesto en prisión. En esta larga secuencia inicial advertimos el temperamento y la ideología del general: el respeto que le merece Peñafiel por la dignidad de que hace gala en contraste con la irritación que le provoca Bernal, que regatea sus bienes y ofrece a su mujer para salvarse, por lo que es fusilado, sus opiniones acerca de la necesidad de fomentar la educación y su compromiso por la lucha social que, declara enfáticamente, la Revolución permite y propicia, su crítica a la Iglesia por haber perdido su espíritu original y el valor que otorga al Estado laico. Incluso sabemos que nunca se ha enamorado. De todo esto es testigo Sierrita, el sacerdote del pueblo que había sido amigo de José Juan y se convertirá en su confidente, lo que da cauce para mostrar las bellezas de la iglesia de San Francisco y permite al general algunos de sus discursos más contundentes. Ciertamente es un filme que muestra las obsesiones más queridas por Emilio Fernández. El general Reyes participa de las minucias habituales de la ocupación militar del pueblo cuando tiene a bien piropear vulgarmente las piernas de una mujer, sin saber que ahí labra su destino amoroso: ella lo abofetea con furia y él queda prendado del carácter de Beatriz Peñafiel (María Félix), al grado de perseguirla con insistencia, aunque sólo recibe sus agresiones físicas y verbales. Vemos los golpes y bofetones que ambos se propinan, el arrepentimiento de José Juan en la cantina, una hermosa serenata cantada por el Trío Calaveras, la envidia del general ante el vestido de novia que Mr. Roberts, el prometido estadounidense de la muchacha, había ido a comprar a la ciudad de México y para lo que el propio general había dado el salvoconducto y, finalmente, cuando se retira militarmente de la plaza para no ser víctima de una derrota similar a la que cree haber sufrido sentimentalmente, vemos que Beatriz, en plena boda decide romper su compromiso para seguir a José Juan como una soldadera más, en una escena muy similar a la que realiza Josef Von Sternberg en Morocco (1930), protagonizada por Marlene Dietrich y Gary Cooper. Enamorada es una de las pocas comedias que dirigió Fernández. Emilio García Riera la califica como «un buen melodrama de pasiones fuertes, pero también una suerte de comedia grave» (1993: 61). La historia muestra la conflictiva relación entre hombres y mujeres que, en el cine del Indio hace a las segundas supeditarse siempre al poder de los

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primeros (Tuñón 2000) y la anécdota surge del tradicional asunto de la mujer brava domada por el varón, y que Shakespeare narró en La fierecilla domada y El Conde Lucanor en De lo que aconteció a un mancebo que casó con una mujer muy brava. En 1949 Fernández filmó una versión en inglés: The Torch o Beloved, con el mismo Armendáriz y con Paulette Goddard en el estelar femenino. La película se realiza en el momento de esplendor del director, una vez ha ganado premios internacionales importantes y tiene más recursos que la mayor parte de sus colegas, entre otros la posibilidad de emplear a la actriz María Félix, a la sazón figura de primera línea en el cine nacional. Tanto el director como la estrella tienen fama de violentos y dominantes y durante todo el tiempo de filmación hubo en la prensa la pregunta acerca de cuál triunfaría sobre el otro. Ambos se comportaron con una corrección notable pero, como ha hecho notar Paco Ignacio Taibo, el Indio no desaprovechó su poder de argumentista y director y la Doña fue golpeada por el galán, como le sucedió también en El rapto (1953) (1986: 110). Emilio García Riera destaca el torneo de bofetadas, el recurso del slapstick que encuentra «expresivo de una suerte de tierna violencia, aún de una delicadeza amorosa» y también le parece bello el muy discutido final, porque lo interpreta como el triunfo del amor. García Riera destaca la sinceridad con que el Indio expresa el dolor del enamorado, «desvalido ante el rechazo de la hembra» y desde ahí valora la escena de la cantina en que un soldado raso (Nanche Arozamena) le hace notar que el dolor por la pérdida amorosa no se salva con el orgullo, y la serenata que marca el sentido profundo de este ritual romántico, como «el reconocimiento de la distancia que separa al hombre de la mujer amada, la sublimación de la inaccesibilidad» (1993: 61). García Riera interpreta este film, entonces, a partir de la importancia que su director da al sentimiento amoroso, aunque también hace notar elementos estilísticos importantes, al observar que esta cinta es menos hierática que otras suyas y destacar las influencias del teatro, la pintura y otras películas extranjeras, la exaltación de la belleza de Cholula destacada por el lente de Figueroa, aspecto que sugiere un afán de promoción turística en las películas de Fernández. También hace notar sus alardes técnicos que permiten movimientos espectaculares. La película se estrenó en México en diciembre de 1946 en el cine Alameda y duró siete semanas en cartelera (Ayala 1982: 256), prueba

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fehaciente de su éxito. Ganó ocho arieles y en el extranjero recibió premios por dirección y fotografía en el Festival de Bruselas en 1947.3 Ciertamente el tema del amor y la atracción sexual es medular en este film, la belleza de las tomas, notable y los alardes técnicos sorprendentes para su momento. Estos fueron los aspectos más destacados por la crítica mexicana de entonces (García Riera 1987: 92-104), pero ¿qué valores le encontraron en España para declararla película de interés nacional?

CINE, ESTADO E IDEOLOGÍA En España se vivía una etapa de aislamiento, porque el gobierno de Francisco Franco no era reconocido por la mayor parte de los países democráticos, lo que limitaba su desarrollo material. El Caudillo («de España por la gracia de Dios») dominaba con mano firme un régimen dictatorial, resultante de la Guerra Civil de 1936-1939 pero, como suele suceder, a pesar de su dureza el Estado no era un bloque homogéneo y campeaban en su interior grupos y posturas que no siempre hermanaban a militares, religiosos y/o falangistas. A pesar de las diferencias, puede decirse que la ideología dominante era el hispanismo y se apoyaba en la tradición, el respeto al linaje, a las jerarquías sociales y a la religión. En México, mientras tanto, gobernaba un régimen emanado de la Revolución de 1910, con un sistema de partidos políticos que servían de válvula de escape a los intereses particulares, aunque el PRI siempre resultó vencedor. El discurso era de modernidad, se hacía alarde de un Estado laico, con un interés explícito por la justicia social y por brindar apoyo al exilio español. Como todo territorio político esa armonía ficticia escondía un campo de tensión. El de 1948 es todavía uno de los años duros del franquismo, en que la nación se quería «Una, Sola y Grande». El hispanismo, de añejas raíces, adquirió un auge evidente y conformaba un sustento ideológico para la unidad de España, pautando también la relación de la ex metrópoli con sus ex colonias. Consistía «en un principio que plantea la existencia de 3 Los Arieles otorgados fueron para mejor película, mejor dirección, mejor fotografía, mejor actuación femenina (Félix), mejor papel incidental masculino (Arozamena), mejor edición (Schoemann), mejor sonido (Carles), mejor laboratorio. Véase Fernández 1986.

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una “gran familia” o “comunidad” o “raza” trasatlántica que distingue a todos los pueblos que en un momento de su historia pertenecieron a la Corona Española» (Pérez Montfort 1992: 15). La lengua castellana, la tradición y la religión católica se convirtieron en baluartes de esa similitud cultural que se pretendía regida por la Península: La Madre Patria. Las diferencias se querían mínimas, como requisito de un idilio que otorgara a España la autoridad y el prestigio. En México, en sentido inverso, se ensayaba un sistema político que se vanagloriaba de usos democráticos y republicanos, se valoraba el mérito personal frente al linaje y se presumía de modernidad, aunque ciertamente entre dichos y hechos no siempre existía correspondencia, podemos decir que éste era el discurso dominante. Era claro, por otro lado, que la historia compartida a lo largo de tres siglos generaba similitudes culturales tanto en los discursos como en las prácticas, pero la coyuntura política en ese momento marcaba las diferencias de manera explícita. Para el discurso oficial mexicano la España de Franco gravitaba al oscurantismo y era preciso distinguirse de esos rasgos que recordaban peligrosamente al pasado porfirista y colonial. Tratando de conciliar algunos propusieron el término «hispanidad» frente al «hispanismo». En ambos países se exaltó el nacionalismo y se hizo alarde del folklore, pero en México, desde la Revolución de 1910, se excluyeron oficialmente los rituales religiosos y en los hechos la Iglesia mantuvo conflictos con el Estado, mientras que en España el nacionalismo tuvo en la religión y en sus instituciones uno de sus puntos medulares. En España, en 1948 el cine era protegido y existía una censura muy estricta. La industria fílmica sufrió con la Guerra Civil un evidente deterioro y durante la Segunda Guerra Mundial no recibió de Estados Unidos ningún apoyo. Lo había tenido de Alemania, pero la derrota del Eje dejó a la Península con pocos medios para desarrollar la cinematografía. Ante el rezago, la industria cinematográfica española quedó acogida a la Ley sobre Ordenación y Defensa de la Industria Nacional (1939) y desde 1941 el Estado español le brindó protección oficial a través de subvenciones dadas al Sindicato Nacional del Espectáculo (Anuario.1950: cap. VI) afiliado a la Falange, con carácter único y vertical y de filiación obligatoria, pues quien quisiera laborar en el medio debía inscribirse para obtener su carné. El sindicato tenía cinco secciones: música, toros, deportes, teatro y cinematografía. Algunos miembros

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de la Falange intentaron hacer una industria potente y un cine de calidad y a su sombra la empresa adquirió carácter de cruzada, pues se consideraba que las películas cumplían un papel de adoctrinamiento ideológico. El mismo Francisco Franco incursionó como autor del guión de Raza, dirigida por Sáenz de Heredia en 1941. La postura conservadora del cine español era muy evidente y en las películas se identificaban nación y cultura con catolicismo, linaje y tradición. Se las consideraba un instrumento ideológico de gran importancia y se trataba de que transmitieran los valores propugnados por el régimen, como la unidad de la familia, la religión, el honor y el nacionalismo, siendo el Estado y la Iglesia sus más acendrados vigilantes. La censura cinematográfica, establecida en 1937 en el campo franquista actuó siempre con celo. En junio de 1946 se creó la Junta Superior de Orientación Cinematográfica para censurar los contenidos de índole política, religiosa, moral y sexual. Las películas extranjeras se vigilaban especialmente, pues amenazaban los valores propugnados, al grado de establecer la llamada «censura idiomática», que implicaba cambiar los diálogos y prohibir la exhibición de noticieros extranjeros (Gubern 1981: 81 y 98). Lo anterior explica la preocupación de Gabriel Figueroa al ser informado de que Enamorada había recibido la distinción de «película de interés nacional». El fotógrafo pregunta a Raúl Merseguer, que lo entrevista: «¿tú crees que la verán muchos cientos de miles de personas? ¿Sabes si la mutiló mucho la censura? ¿Habrán respetado las escenas del cura y el guerrillero?», a lo cual el entrevistador le da «[...] seguridades de que la censura española no ha cortado la más leve secuencia» (1948). La asistencia a las salas españolas era práctica común, sobre todo entre los jóvenes, pero a pesar de las intenciones oficiales la fuerza del cine de Hollywood se incrementaba día con día. Había entonces un conflicto entre los requisitos del negocio y el mundo de las ideas, porque las cintas españolas exaltaban ciertos valores morales mientras que las de Hollywood fomentaban la avidez por el dinero. Se temía su influencia, porque Estados Unidos «ejerce, a través de su cinematógrafo, el más poderoso imperio mental que haya tenido el mundo» (Martín Gaite 1987: 30), pero el atractivo de sus películas no se podía soslayar. Por otro lado, una situación peculiar propiciaba la importación fílmica: el apoyo económico a los productores se realizaba mediante el Fondo para el Fomento de la Cinematografía, que les otorgaba présta-

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mos y permisos de importación de películas extranjeras para ser aprovechados por ellos mismos o vendidos a los distribuidores. En 1947 un permiso de importación podía costar 250 000 pesetas. La importación de filmes era necesaria para abastecer al amplio mercado español y las cintas estadounidenses pagaban las cuotas más altas, mientras que las mexicanas y argentinas se beneficiaban con las más bajas, de manera que por una de aquellas se podían recibir cuatro o cinco latinoamericanas, lo que incrementó su difusión en la Península (Olallo Rubio 1947: 474-478; Pérez Díaz 1947). Así las cosas, los aranceles que se pagaban para la exhibición eran una necesidad para los productores españoles y un ahorro para el Estado, que fomentaba la industria sin erogar un presupuesto propio. El Estado también concedió en exclusiva a los productores el doblaje de cintas extranjeras, establecido desde 1941, que se convirtió en un jugoso negocio. Para proteger a la industria nacional se estableció un sistema de cuotas que obligaba a los dueños de las salas a exhibir películas españolas y, además, se otorgaban premios a los filmes y guionistas que exaltaran los valores adecuados al Régimen. Cuando una película recibía la calificación de «interés nacional» se le daría preferencia en las salas y sería obligatorio exhibirla si el aforo se llenaba en un 50 por ciento en la primera semana, ya que: Importaría muy poco elevar el contenido técnico y artístico de nuestras producciones cinematográficas e imprimir en ellas un sello inconfundible de personalidad española, si no se lograra simultáneamente amparar, con visión amplia y equitativa, las aportaciones materiales puestas al servicio de tan noble finalidad.4

El título se había establecido el 15 de junio de 1944 y sería concedido a películas nacionales o extranjeras «principalmente a aquellas que sean motivo de exaltación de valores raciales o enseñanzas de nuestros principios morales y políticos, al tiempo que alcancen una riqueza técnica y artística evidentes» (Anuario... 1950: 710). La distinción se decidía en la vicesecretaría de Educación Popular a propuesta de la Delegación Nacional de Propaganda y previos los informes de la Sección de Cinematografía y Teatro y de la Comisión Nacional de 4 Orden del 15 de junio de 1944 estableciendo el título de películas de interés nacional, en «Legislación Cinematográfica». Anuario... 1950: 710.

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Censura Cinematográfica. Es decir, pasaría por varios y estrictos filtros. Paco Ignacio Taibo I dice, sin embargo, que «El Pardo era, ciertamente, el único espectador nacional al que había que atender y sus decisiones eran tan temidas como desconcertantes» (2000: 53). Parece evidente que el Caudillo no podía quedar excluido de la decisión, máxime cuando éste mostraba un gusto notable por el cine. En general, las películas que obtenían esa distinción eran españolas, del tipo de Eugenia de Montijo (Rubio, 1944), Locura de amor (Orduña, 1948), Reina Santa (Gil, 1947). Sin embargo se consideraba que «son muchas las películas extranjeras que, sin la intervención de ningún elemento español, responden exactamente a las exigencias morales, sociales y políticas de nuestro estado» (Taibo 2000: 53). En 1948 sólo dos estadounidenses la habían obtenido: La canción de Bernardette (King, 1943) y ¡Qué bello es vivir! (Capra, 1946) y la única mexicana fue Enamorada. ¿Qué le hizo merecer ese honor? ¿Tenía Enamorada los méritos necesarios? Ciertamente contaba con «riqueza artística y técnica» pero ¿valores raciales, principios morales y políticos del franquismo? Del otro lado del océano, de los años treinta a mediados de los cincuenta, la industria fílmica mexicana vivió su llamada «edad de oro», considerada así por la amplitud de su producción, por los beneficios económicos que obtuvo, por la resonancia nacional e internacional de los filmes, por los modelos culturales que éstos proponían y por el arraigo en el gusto popular. La importancia económica de la cinematografía era enorme: durante el cardenismo (1934-1940) llegó a ser segunda industria en producir divisas al país, tan sólo después del petróleo y para 1947 ocupaba el tercer lugar. El Estado apoyó a la industria fílmica a través de la exención de impuestos y algunos decretos presidenciales que permitieron su desarrollo, aunque se mantuvo su carácter de empresa privada. Lázaro Cárdenas favoreció la tendencia a no doblar las películas extranjeras al español, prefiriendo el subtitulado, lo que en un país con alta tasa de analfabetismo representó un estímulo importante al cine nacional. Con Manuel Ávila Camacho (1940-1946) el Banco Cinematográfico otorgó financiamiento a la producción y bajo la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952) éste se convirtió en Banco Nacional Cinematográfico, instancia oficial de apoyo a la industria. En los tempranos años cuarenta, México era el principal productor mundial de películas en habla hispana, gracias también al apoyo de los

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Estados Unidos con inversiones directas, celuloide y recursos técnicos (Taibo 2000). La Segunda Guerra Mundial había reducido temporalmente la producción fílmica de Hollywood, y México se consideró su aliado natural para producir y distribuir películas en España, el sur de los Estados Unidos de América y toda América Latina. Era un lugar común considerar a México la meca del cine hablado en español. Sin embargo, pese al éxito, el cine mexicano sufría una serie de problemas que nos permiten hablar de una crisis endémica, que atravesaba todas sus áreas y que se agudizó en la segunda mitad de los años cuarenta, al reanudar Hollywood su producción y suspender los apoyos. Por un lado se redujeron drásticamente los mercados extranjeros y, por el otro se hizo más que evidente la dependencia técnica. Uno de los problemas fue la gran cantidad de película enlatada que se requería exportar para recuperar gastos, mantener los niveles de filmación e ingresar divisas. El Estado otorgó medidas de apoyo para salvar a la industria del naufragio, pero ninguna fue suficiente. Los hombres del medio buscaron incrementar los mercados que perdían ante el embate de Hollywood y lo intentaron en España y en Latinoamérica. El productor Olallo Rubio Jr. calculaba que para las películas habladas en castellano, su exhibición en la Península significaba el 40 por ciento de sus rendimientos totales, y consideraba necesario abaratar su producción para recuperar gastos, aunque, como apunta el periodista Ramón Pérez Díaz, con la baja de calidad existía el riesgo de perder una audiencia «que puede ser nuestra áncora de salvación» (1947). De esta manera se buscó llevar a cabo una serie de medidas para abrir opciones de mercado. Pocos directores mexicanos eran valorados en el extranjero. Emilio Fernández era uno de ellos a partir del premio concedido en el Festival de Cannes a María Candelaria en 1946. El Indio se había convertido en una figura emblemática del cine mexicano. La prensa de España dio cuenta oportunamente del éxito de María Candelaria en Madrid (El Cine Gráfico, 24 de marzo de 1946) y a algunos les representó una toma de conciencia. Román Gubern narra que en esos años: [...] empecé a entender que el cine podía ser una forma de arte. Me proporcionó esta revelación la primera película que vi de Emilio Fernández, que fue La perla [...] me deslumbró su fascinante calidad plástica, los dramáticos nubarrones de sus cielos asociados al encanto de su primitivismo indigenista (1997: 63).

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RELACIONES CINEMATOGRÁFICAS ENTRE MÉXICO Y ESPAÑA Alberto Elena hace notar que de la exhibición latinoamericana en España, las películas mexicanas ocupaban el 66.7 por ciento frente al 26.2 de las argentinas (1998). Así las cosas, eran evidentes «los grandes deseos que existían en España, desde hace tiempo, por estrechar los lazos comunes que a todos nos beneficiarán» [«Puntos de vista» (1948)] y el hecho más contundente fue, sin lugar a dudas, el Primer Certamen Cinematográfico Hispanoamericano, organizado por la Falange a través del Sindicato Nacional del Espectáculo de España, que buscaba institucionalizar los vínculos fílmicos entre los dos países para construir una industria fuerte que compitiera con Hollywood y al que asistieron delegados de México, España, Argentina y Cuba y, en forma no oficial, un cineasta colombiano de visita en la ciudad (Anuario...1950: 23). En 1946 la exhibición estadounidense acaparaba el 80 por ciento de la exhibición. La popularidad del cine mexicano era también enorme y hay quien considera que las películas mexicanas «eran más conocidas que las de Hollywood, su competidor principal» (Fein 1995: 153) ocupando un segundo lugar, por debajo de las estadounidenses (Elena 1998: 224), aunque a menudo duraban sólo dos o tres días en cartelera. Olallo Rubio Jr. calculaba que el mercado de habla hispana era aproximadamente de 125 millones de almas y para abastecer a estas audiencias sólo seis países tenían una industria, destacando Argentina, México y España, que contaban con una producción anual, en promedio, de ciento cincuenta cintas al año, o sea un 40 por ciento de la estadounidense o un 60 por ciento de la europea (Anuario...1950: 12) que, no obstante, era insuficiente para abastecer un mercado que se cubría con cine estadounidense. Las relaciones fílmicas entre México y España tenían que ver con la distribución, la exhibición y la producción de películas, e incluían el intercambio de actores y actrices. Ricardo Amann considera que estas relaciones eran un medio para tratos de orden político y financiero de mayor envergadura, que incluían a los españoles de antigua residencia en México y al llamado Grupo Puebla (1989: 21). El periódico España Popular, publicado por el Partido Comunista Español en México insistía en el carácter político de los tratos culturales, marcando que los «agentes del franquismo llegaban camuflados por contratos de teatro, cine o cuestiones culturales» («Franco se preocupa...» 1947) y que el

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Instituto Hispanomexicano de Investigaciones Científicas tenía la intención de «exportar fascismo y fascistas a México» («Franco crea...» 1947). Los vínculos en el terreno de la exhibición existían desde 1896 (Reyes 1996: 41) y habrían de mantenerse a pesar de los avatares políticos. La exhibición abonaba en la idea de que el intercambio fílmico fortalecía el afecto y la comprensión entre las dos naciones. En España a lo largo de los años cuarenta se consideraba que «el cine mejicano ha tenido (...) una favorable acogida por parte de nuestro público, que lo comprende y asimila como suyo» («Cine hispano-argentino», 1946), y grosso modo era así, a pesar de las formas diferentes de tratar algunos temas. En España se censuraban a menudo escenas de las películas mexicanas, por lo general más libres en temas de la vida amorosa y sexual, y se vetaban otras por completo, como las de rumberas (Elena 1999). Con todo, existía en España la idea generalizada de que el cine mexicano exaltaba los valores de la hispanidad. Se decía, por ejemplo: «Méjico es España en línea recta, Méjico, dentro de una variante occidental nativa ha incorporado a su psicología la psicología de España, por eso sabe hacer películas con temas españoles y los españoles sabemos comprender y sentir las películas mejicanas» (García Figar 1946). Este ambiente propicia las coproducciones. La primera de ellas fue Jalisco canta en Sevilla, también de 1948. («Esto en el Congreso Cinematográfico» 1948)5 Con esta película se fortaleció un género fílmico particular, que es una mezcla entre la llamada «españolada» y la comedia ranchera y en la que se destacan los elementos culturales supuestamente comunes entre mexicanos y españoles, como son el gusto por la música, los caballos, los trajes típicos, la religiosidad y el sentido del honor (Tuñón 1999). Durante estos años existía en la Península bastante conocimiento de los astros y estrellas de México y algunas revistas tenían incluso corresponsales en la ciudad de México.6 En cambio, las referencias al cine español eran escasas en la prensa mexicana, probablemente debido al clima manifiestamente antifranquista en la industria mexicana, en mu5

Véase también Díaz López 1998: 141-165. Por ejemplo, Enrique Riera Vázquez trabajó en varias revistas extranjeras para España, Antonio Serrano Pareja fue corresponsal de revistas mexicanas y tuvo un programa de radio entre 1947 y 1948, en Radio-Madrid, que se llamaba «Al habla el cine mexicano». 6

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cho debido a la abundante presencia de refugiados españoles (Gubern 1976). También había intercambio de artistas. En 1946 Armando Calvo viajó a México para filmar La mujer de todos (Bracho) y el hecho se destacó mucho en la prensa, pero en 1948 se incrementaron este tipo de relaciones: Charito Granados protagonizó en España Las aguas bajan negras (Sáenz de Heredia); Juan José Martínez Casado, La esfinge maragata (Antonio Obregón). Los casos más notables fueron el de María Félix con Mare Nostrum (Rafael Gil) y Jorge Negrete con la primera coproducción que ya mencionamos. Ambas figuras, todavía no vinculadas sentimentalmente, compartían con Cantinflas una popularidad enorme. Ambos llegaron a Madrid en abril de 1948. Félix tenía con Suevia Films, la productora de Cesáreo González un contrato para protagonizar diez películas más, por las que «recibirá la fantástica suma de cuatro millones de pesos mexicanos» (Sanz Elorz, 1948). En México las opiniones al respecto fueron diversas. Mónico Neck comenta que la diva «ha llegado a España como conquistadora. Y que sea también el símbolo de una injusticia» y agrega «Hemos enviado belleza y a cambio de ella recibiremos pesetas. Es justo, y digamos que es como discreto negocio de venganza» (1948: 3). Eran insistentes los rumores de un romance entre el productor español y la diva mexicana, era evidente el poder de González en España, llamado Don Necesario (Taibo 2000). ¿Habrá influido esto en la decisión de nombrar a Enamorada película de interés nacional? Las primeras notas que dan cuenta de esa intención son de marzo de 1948 y aparecen en la sección de Enrique Riera, el corresponsal de Cinema Reporter en Madrid, pero el 3 de abril encontramos ya la nota de que Enamorada fue declarada «película de interés nacional» y será presentada en un local de la Gran Vía bajo el patrocinio del Ministerio de Asuntos Exteriores: Con Enamorada se conseguirá nuevamente en este país una nueva etapa de actividad que sin duda alguna será correspondida, como entonces, no sólo por el público, sino por los propios cinematografistas que muestran especial interés por el cine mexicano en la Madre Patria (Riera 1948a).

Con la concesión a la película de este título «se eleva a la máxima categoría española para cintas extranjeras, ya que es la tercera película que alcanza ese galardón» («España no quiere... 1948) y significa ven-

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tajas comerciales evidentes, pues cerca de tres mil cines de la Península tendrán que exhibirla (Doris 1948). La nota da cuenta de que la designación la hace la Junta de Censura y ésta le propone al subsecretario de Educación Popular que la concrete. Según la prensa mexicana en España se dijo que «ya era hora de que el cine azteca nos enviase material excelso, pues estamos hartos de soportar realizaciones añejas, de escasos méritos y nula comercialidad», («España no quiere...») como Morenita clara y Lo que va de ayer a hoy, que habían sido recientemente fracasos de taquilla, y se solicita que vayan La perla y Río Escondido, ambas de Emilio Fernández, y otras películas consideradas de calidad para la cinefilia española. El estreno de Enamorada, bajo el patrocinio del Ministerio de Asuntos Exteriores y del Instituto de Cultura Hispánica fue de gran gala. Se realizó el 12 de abril en el cine Avenida de la Gran Vía madrileña en donde se mantuvo hasta el 25 de abril, un día antes de la llegada de la diva a España. El 9 de abril se había celebrado el aniversario de la victoria contra los leales a la República y las noticias acerca del Congreso se apuntaban en todas las publicaciones cinematográficas. Al estreno asistió el ministro de Asuntos Exteriores Alberto Martín Artajo y el director de Cultura Hispánica Joaquín Ruiz Jiménez que fueron recibidos por Cesáreo González como anfitrión. La Doña estaba todavía en México. El local estuvo adornado con banderas mexicanas y españolas alternadas, en un claro desafío a la ruptura diplomática y parece transitarse del folklorismo a la elegancia cosmopolita: David Negrete y Raúl de Anda se presentan vestidos de charros, con grandes sombreros, mientras que David Jato Miranda, jefe del Sindicato Nacional del Espectáculo, aparece en las fotos de esmoquin, peinado con vaselina y corbata de pajarita (Primer Plano, 18 de abril de 1948). La prensa española cubrió abundantemente el hecho y aparentemente hubo cuestiones confusas. En el periódico Pueblo, de Madrid, Tomás García de la Puerta publicó «En torno al estreno de Enamorada en Madrid», dando cuenta de las posturas ambiguas en México, pues Carlos Pérez Merino, periodista de Novedades, marcó que la película tenía cosas que ofendían a los mexicanos, pero García dice que nadie lo había secundado y acusó al reportero de «que hoy se aprovecha de la Justicia Magnánima de la España de Franco» (Cinema Reporter, 12 de junio de 1948).

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En México, Efraín Huerta soslaya el asunto en su columna cotidiana de El Nacional, órgano oficial del gobierno de México. El 5 de mayo consideró que Si Adelita se fuera con otro (Chano Urueta, 1948) tenía mayores méritos que Enamorada (Huerta 1948a) y el 7 de mayo, en su columna de cine se refiere a las guerrillas españolas en Levante, España (Huerta 1948b), que ocupaban un importante espacio de la prensa. El 15 de mayo se pregunta, cambiando con sarcasmo los términos: «¿Qué declaran de utilidad nacional (las utilidades se quedan allí, nacional y naturalmente) la película Enamorada? La declaran, porque socialmente el tema no es ni chicha ni limonada» (Huerta 1948c). Huerta funge como portavoz de la postura oficial respecto al premio y oscila entre el ninguneo y el desprecio. El escritor comenta críticamente los negocios fílmicos entre México y España y rescata una declaración de Emilio Fernández: «Yo sé que si voy a España me ahorcan» (Huerta 1948d). Ciertamente el ambiente en los foros fílmicos mexicanos era antifranquista. Ya no en el mundo de la diplomacia, sino en los hechos, parece claro que el premio a Enamorada debía preparar un ambiente propicio, que limara las asperezas. En México algunos quisieron conciliar y con motivo de la reorganización de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas se dice: No hace mucho, España, por méritos de la cinta nuestra Enamorada o por gestiones hechas a través de su distribuidor Cesáreo González, fue considerada por el gobierno de España como una cinta de interés nacional, concediéndole a la película una serie de prerrogativas y distinciones que en verdad hacen historia y obligan de hecho a la cinematografía mexicana a corresponder la forma, si no igual, por lo menos a que se le abran las puertas en forma más personal y se creen lazos más estrechos, esperando confiadamente a que el próximo congreso cinematográfico dé por tierra con todas las barreras y obstáculos con que hasta nuestros días se vienen contando (RCR 1948).

Así, se sugiere, para corresponder a la cortesía, se podría dar un Ariel a alguna película española. Estos intentos conciliadores se suspendieron ante el fracaso del Congreso. Mientras tanto, también en abril de 1948 se prepara la premiere de Enamorada en Nueva York (Cinema Reporter, 10 de abril de 1948) y María Félix filma Maclovia, asimismo dirigida por Fernández, aunque

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la estrella, enferma, no ha podido asistir a los estudios. La diva se había divorciado recientemente de Agustín Lara de quien la prensa difunde sus constantes enredos amorosos y había tenido un tórrido romance con el industrial Jorge Pasquel. Por esos días comienzan los rumores de que La Doña iría a España contratada por Cesáreo González para filmar Mare Nostrum. El día 25 sale rumbo a la península, adonde ya había salido el día 18 quien años más tarde sería su marido: Jorge Negrete. Parece claro que la visita de María Félix era importante para el Régimen español: a despedirla asisten, además de amigos y público en general, José Gallostra, a la sazón ministro de España en Bolivia, pero que habría de tener un papel importante como agente del franquismo en México y moriría asesinado en circunstancias nunca esclarecidas poco tiempo después, y el encargado de negocios de España en México, Augusto Ibáñez Serrano. La Doña sale acompañada por su modisto, su maquillador y su peinadora («Despidieron a María Félix centenares de personas» 1948). La llegada a Madrid también fue muy festejada y a las comidas y celebraciones asistieron los productores Raúl de Anda, José Calderón, Francisco Hormaechea y Ramón Pereda, así como David Negrete, hermano del actor y encargado de sus asuntos. En una de esas comidas se hacen repetidos brindis por el cine de la hispanidad pero también por la Virgen de Guadalupe y de la Macarena (Riera 1948b). La atmósfera parece ser de regocijo y esperanza. Desde esta perspectiva, el título de película de interés nacional a Enamorada adquiere un carácter político. Como vimos, las características necesarias para obtener esa calificación eran la exaltación de los valores raciales, de los principios morales y políticos propugnados en la España franquista, y la riqueza técnica y artística. ¿Respondía acaso Enamorada a estos contenidos?

LA CRÍTICA DE GIMÉNEZ CABALLERO COMO CANON Las críticas publicadas en España sobre Enamorada giran en torno a la mirada de Ernesto Giménez Caballero, que establece un canon. El autor publicó en Madrid, en 1948 un libro titulado Amor a Méjico (a través de su cine), en el que expone las razones de su gusto por la filmografía mexicana, con argumentos cargados de hispanismo. Giménez Caballero era un connotado falangista y en su libro Enamorada ocupa un lugar muy especial.

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La crítica construye siempre en el seno de una cultura dada: sólo vemos lo que previamente miramos y, como dice John Berger, «lo que sabemos o lo que creemos afecta el modo en que vemos las cosas» (2000: 13). Desde esta perspectiva la crítica que recibe un film es fundamental. Para Michel Foucault cada sociedad tiene un marco limitado para mirar, nombrar y entender su entorno y desde ahí construye los límites de lo mostrable y lo visible, lo nombrable y lo escuchable, los filtros de la mirada y de la palabra, creando así el mundo de lo obvio pero también de lo secreto, lo reprimido y lo prohibido, produciendo los códigos de la sensibilidad y de la mentalidad, la organización del conocimiento, que implica esquemas perceptivos, valores, jerarquía de prácticas sociales o, para decirlo con él, «el orden de las cosas» en que cada ser humano se reconoce como ente social (1975: 5). Berger dice que cuando una imagen se presenta como obra de arte, la gente la mira de una forma peculiar, condicionada por una serie de hipótesis: «belleza», «verdad», «genio», «civilización»... (2000: 17). Lo mismo sucede cuando se observa como ciencia o como folklore. Las imágenes fílmicas expresan formas de mirar, pero también las construyen y el análisis de la crítica actúa, entonces, sobre un material ya previamente depurado pero que, en la interpretación pone el acento en determinado aspecto, lo destaca o aún lo construye en un sentido particular. La crítica de Giménez Caballero sobre el cine mexicano construyó en España un canon, un código de comprensión desde el que era justificado que se otorgara a Enamorada el título de película de interés nacional. El autor expresó sus ideas en textos previos, pero en su prólogo declara que escribe éste en 1939 y el resto del libro hasta 1948, en que se publica. Es claro que pudo culminar su proyecto gracias a un apoyo preciso para cubrir una necesidad urgente, como era la de construir un idilio fílmico entre México y España. Ciertamente las ideas que publica este autor eran generalizadas, se decían por él y por otros desde tiempo atrás, pero eran difusas. Giménez Caballero las sistematiza e incorpora en un discurso doctrinario, sin fisuras y con contundencia. Las primeras noticias que tenemos de Giménez Caballero son en el estimulante ambiente de la Residencia de Estudiantes en Madrid, como parte de la que será llamada Generación del 27. Ahí editó La Gaceta Literaria y durante un tiempo estuvo a cargo de su sección de cine, además de fundar el primer cine-club de España (Gubern 1999: 202).

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Giménez filmó dos cortometrajes en 1930: Noticiario del Cine-Club y Esencia de verbena, (Gubern 1999: 430-444) en la que expresa en imágenes muchas de las ideas que escribirá en sus textos posteriores, en que destaca su gusto por lo popular entendido como estandarte de lo nacional. A finales de los años veinte se convierte en un admirador del fascismo italiano y será un prolífico escritor a favor de la Falange. En 1945 Giménez Caballero publicó Cine y política (1945: 171-211) en donde argumenta que el término «cultura» es sinónimo de «imperio», «combate y conquista» y que más que ser un concepto agrario es «militar y guerrero» Agrega: «La Cultura sólo ha sido Cultura (dominio: posesión humana) cuando ha empuñado como armas técnicas y artes [...] El cine es una de esas armas en el plan de la humana Cultura» (1945: 171). Considera este autor que la cinematografía se ha desviado de su función fundamental, que es construir una cultura en términos de la religión y se pregunta: «¿Será esa la misión espiritual de España en el cine?» (1945: 192) para responderse afirmativamente. Tenemos noticia de que Giménez Caballero publicó un artículo en un matutino mexicano en marzo de 1942, pues mereció la crítica de un refugiado español llamado Elfidio Alonso (Alonso 1942), pero el texto en el que sistematiza su pensamiento respecto al cine mexicano es Amor a México (a través de su cine) publicado en 1948 y cuyo prólogo («Mensaje del cine mejicano») fue escrito recién terminada la Guerra Civil, en la embriaguez de la victoria franquista. En 1948 retoma el texto y escribe la segunda parte, que estructura en tres capítulos: 1) «El genio de México» formado por «El “manito” San Francisco» y «María Candelaria, mártir», en el que analiza aspectos religiosos a través de San Francisco de Asís, película producida por Guillermo Calderón y filmada en España y María Candelaria (Fernández, 1943). 2) «El genio caballeresco de Méjico» con «Las películas de Jorge Negrete» y «Romance de la “Enamorada” » (Fernández, 1946), y 3) «El genio popular de Méjico. Las películas de Cantinflas», en el que trata de discernir las razones del éxito del cómico mexicano en España. Cierra el libro un «Epílogo. A la memoria de un mejicano –autor y actor de cine– que murió en la España nuestra» en el que hace consideraciones generales. Se trata de un libro delirante, de ideas enardecidas que se ligan con entusiasmo unas a las otras, para construir un texto sin resquicio alguno, donde la duda o el cuestionamiento no son bienvenidos. Es una reiteración sucesiva y sin respiro de argumentos exaltados que da por vá-

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lidos de entrada, sin demostración suficiente. No es un libro de reflexión sino de propaganda, y como tal su entusiasmo es explícito. Este autor considera que un país puede conocerse por su arte y su literatura, pero «Méjico ha sabido encontrar en su Cine una expresión que ningún otro pueblo hispanida ha conseguido hasta ahora» (1948: 7). Sus percepciones surgen de las cintas que se exhibían en aquellos años: melodramas, comedias de Cantinflas y comedias rancheras. Giménez Caballero considera que las películas mexicanas muestran las formas medulares de ser del español: «en la pantalla vemos no la “nueva” sino la “mejor” imagen de la España antigua: la España imperial y raceadora que creíamos para siempre perdida». Argumenta que en las películas mexicanas se expresa el genio religioso, el genio caballeresco y el popular que para este autor caracterizan al país, expresando al mismo tiempo el catolicismo, la virilidad y la honra también tradicionales en la Península. El autor analiza el «lenguaje dialectal, añejo y de casta», la moral y el sentido del honor y las costumbres locales como las canciones, las serenatas y el gusto al caballo: «Méjico: tierra de la gasolina yanki, se venga del petróleo maldito con el culto noble al caballo» (1948: 14-15, 17). Según Giménez Caballero, el cine mexicano expresa el espíritu religioso franciscano y representa el mensaje de la hispanidad al mundo. Desde su mirada México y España son parte de lo mismo, son idénticas y las diferencias vana apariencia circunstancial. En 1942 Elfidio Alonso respondió a un artículo publicado en un matutino mexicano por Giménez Caballero, calificándolo de adalid del hispanismo, «colonizador (...) cosmógrafo del falangismo español [que] ha metido también en el portulano de su malabarismo, al cine mexicano (...) con gran profundidad no exenta de pedantería» y lo califica de heredero de los conquistadores españoles (Alonso 1942). Giménez Caballero, nos dice Alonso, pone énfasis en el tema de la honra, de la cruz y del caballo (y agrega, con sarcasmo, «como lo hizo galopar su amigo García Lorca, al que asesinaron») y hace notar que forma una trilogía como las que tanto le gustan a este autor, para quien las castañuelas, los toros y la Virgen eran los puntos medulares del espíritu español. Alonso argumenta contra cada una de las propuestas del falangista y las podemos aplicar, como réplica, al texto del 1948. En Amor a México (A través de su cine), Giménez Caballero aborda el cine mexicano con la pregunta por las razones de su éxito en España y si bien recoge una serie de lugares comunes en esos años, no se que-

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da en el recuento de los síntomas, trata de entender a fondo y sesga su argumentación, que dialoga más con sus obsesiones y las necesidades de su momento que con las películas que analiza. Encuentra que: Parece como si no fuese Méjico lo que viéramos en esos films. Lo que nos parece –y ahí está el misterio– es recobrar aquella España olvidada: verla de pronto reaparecer: cercana, tangible, impulsivamente; echándonos al cuello sus brazos, a los ojos sus miradas, al oído sus guitarras y cantares, al corazón sus pesares y agonías. Y sobre todo al corazón: echándonos su grito de hijo pródigo que vuelve cuando ya casi no lo esperábamos, y nos hace enloquecer de júbilo, de cariño y de fiesta. Sentado en el viejo hogar, junto a nosotros (Alonso 1942: 3).

Deduce Giménez Caballero que los espectadores españoles, que temieron perdido o amenazado un pasado de tradiciones, se reconocen en estas películas por 1) El lenguaje, 2) «La moral de la honra», 3) Costumbres locales: bailes, atuendos, cantos, tipos y paisajes y 4) La religión. Ya en 1942, Elfidio Alonso nos hace notar que Giménez Caballero, había escrito acerca del «genial mensaje de la hispanidad!» (Alonso 1942: 3) y replica diciendo que el éxito del cine mexicano en España es anterior y que ya filmes como Allá en el Rancho Grande, Ora Ponciano, La tía de las muchachas, en los años treinta, provocaron tal entusiasmo en las salas populares que adquiría «carácter de escándalo»: En realidad, es cierto que el público español aclama estas películas por una intuición netamente política. Si los fascistas teorizantes necesitan explicar por qué nuestro pueblo aclama lo mexicano, bien está que acudan al malabarismo de su hispanidad, retrotrayendo la cultura y la vida actual de los pueblos de América al espejismo del Siglo de Oro, en cuyo estúpido plagio han sumido a España. Pero ni México (...) ni el pueblo español, ahora mudo e inerme, es una masa obscura y desaprovecha la ocasión de manifestarse (Alonso 1942: 3).

La razón que encuentra Alonso para ese gusto ciertamente sorprendente es: [...] porque los españoles admiraban al México viril, revolucionario y petrolero. (...) Ahora los motivos de admiración se han incrementado por el agradecimiento ante la solidaridad mexicana con los millares de españoles proscritos, que gozamos aquí de una libertad ansiada por el resto de nues-

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tros compatriotas que habitan en el inmenso presidio que es actualmente España (cuando) gritan ¡Viva México! se oye la voz de los combatientes del Manzanares, encerrados en su Madrid, ansiando la huida (Alonso 1942: 3).

Alonso argumenta, para desmentir la identificación que hace el hispanismo entre la ex metrópoli y la ex colonia la falta de reciprocidad, ya que en México, país de «sensibilidad moderna» no gustan ni se reciben de manera similar las películas españolas. También Mónico Neck da una interpretación similar al éxito del cine mexicano en España, al referirse al viaje de María Félix, contratada por Cesáreo González para ir a la «España de pandereta», a esa «madrastra insufrible» que se quiere Madre Patria (Neck 1948) considera que en las muchas manifestaciones de cariño que ella ha recibido: [...] se adivina la profunda simpatía para México, para el México que envió armas al Gobierno republicano de España. Sí, en las españolas plazas de toros se gritan con frecuencia vítores dedicados a nuestra patria y en tales gritos no hay solamente simpatía para México: hay también odio para el franquismo (Neck 1948).

Giménez Caballero ve Enamorada desde la España franquista y construye un instrumento ideológico idóneo al Régimen de su país y a las necesidades de su momento. La elección y la mirada de los filmes es muy sesgada, pero su interpretación establece un canon y es significativa para los espectadores españoles. El periodista mexicano Fernando Morales Ortiz, agudo observador que fue delegado en el Primer Certamen Cinematográfico Hispanoamericano, constata esta apreciación, pues dice que: «...a los españoles les entusiasma el coraje de nuestros “machos”, su forma de actuar frente a la vida, su amor propio, y esa sencillez y valentía con que desafían a la muerte». Prefieren las cintas que tienen que ver con el campo, «un “modo de ser” que a ellos les encanta, acaso porque ven aun vivos en nosotros, impulsos y gestos que ellos se han obligado a “adormecer” temporalmente» (Ballano Bueno). En su crítica, Giménez Caballero analiza la figura de Jorge Negrete como la encarnación del caballero andante, entre el amor y el combate y en eterna lucha por la justicia. Pero si considera a este actor el símbolo del genio caballeresco de España, «no es el más profundo y sustantivo» (1948: 59) que aprecia, en cambio, en Enamorada. Describe la trama como el conflicto amoroso entre un general revolucionario que

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encarna el espíritu machista oriental pero es vencido por el amor y entonces se asimila a las ideas de caballerosidad españolas, de cuidado y respeto a la dama, provocando que la aristócrata mexicana que es la protagonista se convierta en una hembra que sigue a su macho: Su asunto –al modo romanceril– es sencillo, dramático y breve: la guerra amorosa de un feroz Macho y de una Dama desdeñosa sobre un fondo de guerra civil. Un Macho que, sublimado por el Amor, se eleva a Caballero. Y una Dama que, por Amor también, desciende a Hembra poblana, a sumisa Enamorada (1948: 60).

Interpreta el film, entonces, como la victoria del espíritu español de cortesía ante la dama, a pesar de los golpes que le ha propinado el «feroz Macho», antes de convertirla en «Hembra poblana», los que benevolentemente disculpa nuestro crítico. Para él, Beatriz Peñafiel representa a la mujer tal y como aparece en la literatura y las tradiciones americanas y asiáticas, porque en esos países «La Hembra sólo se salva cuando sigue a su Macho más allá de la Muerte», pero en Occidente, por el contrario, la mujer es la que transforma al guerrero y lo convierte en su servidor y en un caballero. Giménez solicita: «además, creedme, toda la clave de la existencia mexicana y de su lucha en la Historia Moderna revélase ahí: en el Romance de Amor de esta película, porque registra un tránsito de lo animal y telúrico de la vida primitiva, «asiática» a la humanidad, representada por el «genio caballeresco» donado al nuevo mundo por España. Así, en referencia al final, en el que la protagonista sigue sumisa al general, agarrada de su caballo, opina que en Enamorada se simboliza «una España bravía y señorial que un día se marchó con el Méjico indio a la grupa de un caballo» (1948: 68-69, 75). Los vínculos fluidos entre México y España son una constante de su pensamiento. Además, de esta manera se justifica el hispanismo en cuanto a que España aparece como agente civilizatorio en América. Parece claro que su mirada ha inscrito a la película en un episodio mucho mayor que la propia anécdota fílmica. Giménez Caballero la ha convertido en una metáfora de la propia conquista, con la que España incorporó a las tierras americanas al dominio político y a los valores de Occidente. Este argumento convierte al film en un instrumento del hispanismo. Las críticas que recibe Enamorada en España abonan en este principio.

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La película recibió reseñas básicamente positivas en las revistas de cine español de Madrid, Barcelona y Valencia, todas ellas estrechamente vigiladas por la censura. Una reseña fundamental es la que publica en Primer Plano, que era el órgano oficial sobre cine, Carlos Fernández Cuenca, en que imagina una lección de la película «para servir a algo tan noble y tan entrañable como es el alma de un pueblo», destaca que Cholula está llena de «monumentos arquitectónicos de los tiempos españoles» y que en el filme se destaca el ambiente de «uno de esos pueblos que conservan vivas las tradiciones señoriales» (Fernández Cuenca 1948), sin dar cuenta de que la trama las rompe una a una: el peso del linaje, el prestigio de la Iglesia, el valor dado a la familia para destacar la modernidad laica y republicana y fincarla en el amor transgresor. El contundente final muestra a la rica heredera renunciando a su jerarquía social y al matrimonio estable para seguir su impulso amoroso y llevar una vida desordenada. Aderezado de un lenguaje que no escatima adjetivos referidos a la belleza del film, Fernández Cuenca considera la cinta de Fernández como la culminación de su obra y del cine mexicano hasta ese momento. Resulta curioso el contraste de su opinión cuando se refiere a los antecedentes fílmicos del Indio, pues considera a Soy puro mexicano (1942) «sólo a medias lograda» y que sólo se salva por el rescate del paisaje (Fernández Cuenca 1948). Hay que hacer notar que en este filme se narra un complot de espías del Eje en México y la delirante defensa de los aliados por el protagonista, Lupe Padilla, un bandido nacionalista, prófugo de la justicia local. En la película aparece un contra-espía antifranquista, nombrado X-32 que antes de morir asesinado por los villanos da un enfático discurso en el que se declara por su «honor de español» contra el fascismo, a favor de la democracia y el progreso y culpa a los propósitos imperialistas del Eje de la Guerra Civil española. En su crítica al filme en Primer Plano, Gómez Tello considera que Emilio Fernández alcanza con Enamorada la culminación de su carrera, porque muestra el «alma mejicana» y María Félix encarna a «esa altiva y enamorada figura de mujer mexicana», o sea, respeta el canon pero agrega que «La trama, simplificada y desnuda es un choque de pasiones» (Gómez Tello 1948) y aquí alude sin querer a esa contradicción que mencionamos.

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Efectivamente: los valores raciales, ¿en dónde aparecían en Enamorada, una película que se centra en el amor sexual de dos jóvenes fuertes y temperamentales? Algunos críticos empatan sus argumentos para intentar conciliar, como la que la explica como un romance «de pasiones violentas y románticas reacciones, una página de las revoluciones raciales que otrora hicieron de Méjico un especial universo turbulento» («El estreno del cine Rex: Enamorada», 1948). También puede suponerse un énfasis en la cuestión racial en la constante denominación de «azteca» para todo lo que tenga que ver con el cine, las estrellas, las tramas y la estética que viene de México. ¿Dónde encontraron los principios morales del Régimen franquista? La cinta socava el sistema de linaje para privilegiar la atracción física de dos personas de diferente raza y clase social, y se sugiere que ese principio es fundador de la nación posrevolucionaria, muestra de su modernidad. ¿Dónde encuentran los valores religiosos, si el revolucionario fusilador y bebedor de tequila tiene más sensibilidad social y estética que el alambicado sacerdote? El genio religioso será quizás explícito en la larga secuencia que con el fondo musical del Ave María de Schubert ilustra pausadamente las bellezas barrocas de la iglesia de San Francisco, que tanto destaca Fernández Cuenca y los otros críticos, pero a lo largo del film la crítica de José Juan Reyes y sus propósitos revolucionarios, la censura a la Iglesia por su abandono de la lucha social resultan más efectivos y contundentes que la sumisa asociación del cura con los ricos del lugar. La escena de José Juan Reyes golpeando a Sierrita, que se le enfrenta como hombre y no como sacerdote es significativa de un orden de valores, a pesar de los remordimientos de sus protagonistas. La crítica española, sin embargo, aduce otras cosas respecto al cura: «hermoso y sentimental papel de carácter altamente simbólico», y abunda: «es el bien luchando por encontrar el equilibrio ideal en medio del torbellino pasional que envuelve a los personajes centrales de la dramática relación» («El estreno del cine Rex: Enamorada», 1948). Un punto central de la película es la conquista de la mujer como trofeo, objeto deseado tanto por los estadounidenses, los ricos hacendados y la plebe revolucionaria. Se da en un complicado mosaico de lucha de clases y en el marco de una guerra civil, como la que acababan de sufrir en España, se presenta en forma de lucha amorosa y se resuelve con el triunfo de los grupos populares que al final se llevan a la rica y orgullosa hacendada como una dócil soldadera. Iñaki Díaz Balerdi propone que

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esta escena del triunfo del militar duro sobre la refinada aristócrata debe haberle fascinado al Caudillo. Este tema amoroso y de lucha social se interpretó en la España franquista como el triunfo de los valores esenciales de la hispanidad, poco asociada a la reflexión, y que muestra, por ejemplo: «Amor y religión, paisaje y pasión se conjuntan en la película más grandiosa» (El cuate madrileño 1948) o la que se congratula porque «Amamos sobre todo (...) su reciedumbre, su vigor, hasta su tosquedad: lo que tiene de directo y viril, de sincero y de ingenuo; por ello lo que ‘no tiene’ de literario, de cerebralismo ni de pedantería» (Morales 1948). Las críticas son escasas, por ejemplo, se habla de «endeblez argumental derivada de excesiva atención al diálogo ingenuo» («Hablemos...1948), pero lo que se destaca hasta el exceso son la belleza de la fotografía, el alarde técnico y «la hondura» de las escenas religiosas, la presencia de la arquitectura eclesiástica, los paisajes, las tradiciones y la serenata como ritual caballeresco, el fondo revolucionario y el espíritu «azteca». Se construyó así una mirada extrafílmica y se buscó su ilustración en un filme, en Enamorada.

PARADOJAS FINALES El de 1948 fue un año rico en acontecimientos y conflictos, en el que las industrias fílmicas mexicana y española intentaron institucionalizar una serie de vínculos establecidos años atrás. Para esto se realizaron eventos, se invitó a estrellas y astros, se filmaron conjuntamente películas y se hicieron concesiones para halagar a la rejega hija de allende los mares que se sentía superior en el ámbito cinematográfico. Personajes bien relacionados y con poder económico y político como Cesáreo González fueron muy importantes en este proceso, que se negoció, en gran medida, de manera velada. El hispanismo requería de un aparato fílmico aceitado y fluido y lograrlo podía implicar concesiones de dudosa legitimidad y una interpretación de la crítica acorde a las necesidades políticas del momento. Este episodio obliga a preguntarse cómo se construye el fenómeno cinematográfico. Resulta evidente que no sólo depende de la película y de sus méritos fílmicos, sino que éste se construye como una tela de tramas y urdimbres complejas, en que participan factores económicos, políticos y aún personales, como podrían ser aquí los sentimientos amoro-

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sos de Cesáreo González. En un régimen político que se quería sin fisuras se acepta «de interés nacional» una película que transgrede el orden debido, en la que los valores del catolicismo, la virilidad y la honra son muy relativos y en que la lengua y las costumbres, que según Giménez Caballero dan cuenta de la España eterna, aparecen como en la mayor parte de las cintas mexicanas, pero no en forma particularmente destacada. Es claro que la crítica ha establecido una forma de ver y ésta tiene tal contundencia que se ha separado del objeto que analiza para girar en torno a su propio eje. Indudablemente la crítica se puso al servicio de las relaciones cinematográficas entre ambos países y es notable que se le inventaran premios, pues la propaganda se refiere al film como ganador de los primeros premios en los festivales de Bruselas, Venecia, México, Cannes y, por supuesto destaca que en España se declaró «película de interés nacional». El periódico madrileño Pueblo declara que ganó el máximo galardón en Burdeos y también que María Félix fue declarada en Hollywood la actriz más bella del mundo (10 y 12 de abril de 1948: 10). El episodio aquí tratado implica una contradicción entre discursos y prácticas, muestra a la crítica como constructora de sentido dirigida a intereses extrafílmicos, la compleja trama del fenómeno cinematográfico en que intervienen intereses políticos, comerciales y personales. Las hipótesis del por qué Enamorada fue declarada película de interés nacional pueden ser muchas, porque estamos en el terreno de las incongruencias entre lo dicho y lo hecho, sin embargo, quiero terminar recomendando a los lectores que vean Enamorada. Es una película disfrutable. Tiene en su contra haber sido declarada de «interés nacional», pero tiene a su favor que no lo merecía.

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LA CENSURA CINEMATOGRÁFICA EN EL TERRITORIO NACIONAL DURANTE LA GUERRA CIVIL Y LA CONSOLIDACIÓN DEL «NUEVO ESTADO»1 Eugenia Afinoguénova Marquette University

En el régimen socio-político del Estado franquista, la censura presenta un caso particularmente llamativo de una institución encargada de asegurar lo que el sociólogo Anthony Giddens denomina la compenetración de las «dimensiones estructurales de los sistemas sociales: significación, dominación y legitimación».2 Según nos recuerda Giddens siguiendo a Foucault, dominación y poder (las estructuras de la legitimación incluidas) son «inherentes en cualquier interacción social» y no se asocian con un régimen político específico (1984: 32, trad. nuestra). Sin embargo, las peculiaridades en la organización de la censura franquista, diseñada para actuar simultáneamente en cuatro órdenes —el discursivo, el legal, el económico y el político—, la convierten en una 1 Agradezco a la Universidad Marquette y el Programa de Cooperación entre el Ministerio de Cultura de España y las universidades norteamericanas su generosa ayuda que me permitió llevar a cabo la investigación en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares en el verano de 2000. 2 Giddens (1984: 31-33). El poder que tiene la censura de no sólo condicionar, mediar y canalizar el discurso público, sino también de predeterminar el horizonte de lo que se puede decir o ha dado pie al influyente concepto de la teoría social como el habitus de Pierre Bourdieu —la censura interiorizada que domina el comportamiento del ser humano y que se manifiesta en la capacidad humana que distinguir entre las expresiones, ideas y actos «correctos» e «incorrectos» (1977: 169-170) —y también a una interpretación del poder de la censura como institución sin organización, arraigada en los propios mecanismos del habla, que formula Judith Butler (1995).

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institución «estructurante» de la sociedad de ese período, cuya función Giddens describe como la de «dirigir los recursos y los reglamentos necesarios para la producción de la acción social» (1984: 19, trad. nuestra), los cuales, a su vez, son los productos de esta misma acción. Desde los orígenes del Nuevo Estado franquista durante la Guerra Civil, la censura cumplía la tarea de mantener el incierto equilibrio del propio poder, vigilando por los privilegios de diferentes grupos de presión. Además, la censura estructuraba, en mayor o menor medida, todas las formas del discurso público y expresión visual o performativa (desde los telones teatrales hasta las etiquetas del vino) (VV.AA. 2007) mediante las pautas oficiales de expresión permitida, la distribución de recursos económicos y materiales de acuerdo al veredicto de la censura previa, la confiscación de productos reconocidos como dañinos, o bien, mediante la persecución legal, a los autores. Finalmente, la amplia difusión pública del conocimiento sobre el control censor —que puede llamarse el «discurso oficial de la censura»— combinada con la falta de información sobre los criterios que la censura utilizaba en su operación, aseguraban el enlace entre la censura institucionalizada y el dominio privado de la autocensura. Los estudios existentes nos proveen de amplia información sobre el funcionamiento de la censura institucionalizada en distintas etapas del Régimen. Los ya clásicos de Román Gubern, Manuel Abellán y Justino Sinova, así como los numerosos libros más recientes, explican la estructura, las tareas y el impacto social de la censura del cine y de la literatura así como de la prensa (Gubern 1981; Abellán 1980 y 1987).3 Combinados con los análisis de los expedientes y otros documentos producidos por la censura, estos trabajos permiten percibir el impacto de la censura en los distintos ámbitos de la cultura franquista. (Muñoz Cáliz 2006; Añover Díaz 2002. También Bayo 1998, Ruiz Bautista 2005, O’Leary 2005 y Neuschäfer 1994). Por otro lado, los testimonios de los escritores, realizadores y periodistas que han experimentado el efecto de la censura ayudan a comprender sus consecuencias (Bardem 2002; Goytisolo 2005). En este sentido, es revelador el libro Carta abierta a la censura (1974) del viñetista Máximo, quien intenta establecer comunicación entre la institución y el individuo creador haciendo visible la

3 Sinova (1989) explica la organización, los objetivos y el funcionamiento de la censura de la prensa franquista. Véase también Díez Puertas (1997) y González Ballesteros (1981).

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inocua presencia de la censura como mediadora de cualquier producto cultural del Régimen. Existe, sin embargo, un campo todavía sin explorar que tiene que ver con la interacción entre la censura y diferentes grupos sociales, desde los integrantes del poder gubernamental hasta las distintas capas de la ciudadanía, pasando por los técnicos y los oficiales del gobierno. Justino Sinova distingue dos grupos entre los destinatarios de la censura: «los ciudadanos, a quienes se les protegía de la comunicación, y los propios gobernantes, que encontraron en la censura un pedestal para su trabajo y sus proyectos» (1989: 34). Eduardo Ruiz Bautista adopta un acercamiento más matizado al análisis, trazando una serie de distinciones generacionales, sociales y educativas que la censura franquista hacía para enfocar más su operación en distintos grupos sociales. Así, como afirma Ruiz Bautista, la censura literaria se distribuía de una forma desigual en dos ejes principales: la literatura para niños vs. las obras para los mayores, por un lado, y la literatura culta vs. la lectura popular, por el otro, de modo que fue la literatura para jóvenes y la lectura popular la que sufrió más del control de la censura (2004). Ahora bien: analizando el enlace entre lo institucional y lo individual en el funcionamiento de la censura, cabe preguntarse, parafraseando a Michel Leiris, ¿dónde está el campo de la censura y dónde el de los actores sociales?4 Es decir, ¿cómo se estructuran, mediante la censura, las relaciones sociales del franquismo? El objetivo de este artículo es acercarse a una respuesta, prestando especial atención a la función de la censura en la articulación del así llamado Nuevo Estado durante la Guerra Civil. La censura cinematográfica del primer franquismo provee unos materiales de análisis de especial importancia para estudiar la función de la censura como estructura que mediatiza tanto la operación del propio poder como las relaciones entre el poder y los actores sociales. Como se sabe, la naturaleza colectiva del consumo del cine y la tendencia inherente del medio cinematográfico de promover la identificación del espectador con el punto de vista autoritativo de la cámara determinaron el lugar privilegiado del cine en la jerarquía de los géneros y formas artísticas de los regimenes autoritarios.5 El evidente impacto de los produc-

4 «¿Dónde está el campo de ésta [la censura] y dónde el de los escritores?», escribe Goytisolo (2005: 44). 5 Véase el artículo de Alejandro Yarza en este mismo volumen.

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tos de la industria cinematográfica en el imaginario colectivo predispone a los gobiernos a involucrarse en el funcionamiento de esta «fábrica de sueños» para controlar el discurso público, dándole al cine igual importancia que por otras razones se concede a la prensa. De ahí que, para el Estado franquista, la regulación de la producción y distribución cinematográficas adquiriera la importancia primordial. Como pretendo demostrar en este artículo, el papel privilegiado del que gozaba el cine como arte de las masas, sobre todo durante la etapa filo-fascista del Régimen a finales de los años 30, por un lado, y la forma que podría llamarse «comunitaria» en la que fue organizada la primera censura franquista cuya base constituían los ciudadanos reclutados de la comunidad, proporcionaban a la censura cinematográfica un carácter de un proyecto social de gran envergadura para la construcción del la Nuevo Estado franquista. Basándome en el análisis del discurso de los censores profesionales y no profesionales de los inicios del control cinematográfico franquista durante la Guerra Civil, me propongo estudiar la función estructural de la censura en la configuración del discurso del poder, el imaginario, y la ciudadanía del Nuevo Estado. La dificultad de encontrar respuestas de la población subalterna a la censura hace que este proyecto inevitablemente se limite a las manifestaciones del discurso hegemónico. Sin embargo, los apuntes de los censores integrantes de la Junta Superior de Censura Cinematográfica durante la Guerra Civil que voy a analizar permiten distinguir, por encima del discurso del poder aparentemente unificado, los conflictos internos entre diferentes fracciones dentro del aparato de la propaganda franquista, la ansiedad que los censores experimentaban a la hora de interiorizar los reglamentos de la censura, y la reacción frente a la censura por parte de la población.

1. UNA INSTITUCIONALIZACIÓN INCOMPLETA Dado el complejo carácter del primer gobierno franquista que pretendía barajar los intereses de los falangistas (continuamente menguados desde la Unificación de FET y de las JONS y la fundación del Movimiento en abril de 1937) (Preston 1993: 270-71, Tusell y García Queipo 1997: 32-36), el grupo clerical y los militares, y dadas también las resultantes crisis del gobierno (Tusell y García Queipo 1997: 50-8), no es de extrañar que los distintos grupos de presión hayan utilizado la

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censura para canalizar sus intereses. De este modo, la primera función de la censura franquista consistía en negociar el consenso del propio poder, fabricando un discurso coherente para el uso de los ciudadanos. Mientras que el marco institucional de la censura del Nuevo Estado se iba acercando paulatinamente al modelo de la Alemania nazi, la práctica de su funcionamiento reflejaba una lucha de los intereses dentro del gobierno y su modo de interactuar con ciertos grupos dentro de la población. Los primeros momentos en la organización de la censura franquista, durante las que la censura todavía no se elevara en un ramo de poder o una institución separada de otras asociaciones sociales, no han recibido mucha atención crítica, sin duda debido al carácter confuso de la organización en aquella época.6 Sin embargo, la multiplicad de voces, actores sociales e intereses que disputaron la supremacía de su criterio en la censura del Nuevo Estado, convierte esa primera época en la historia de la censura franquista en un objeto de análisis de especial interés para los estudiosos del franquismo. Según la orden del 21 de marzo de 1937, en La Coruña y en Sevilla se creaban las Juntas de Censura para asegurar que el cinematógrafo se desenvolviera «dentro de las normas patrióticas, de cultura y de moralidad que en el mismo deben imperar».7 A falta de la producción nacional del cine de diversión, las dos Juntas procedieron a revisar las películas que habían sido proyectadas en los años de la República, para aprobar o denegar su proyección en territorio llamado «liberado». Más tarde el mismo año, un Gabinete de Censura Cinematográfica fue creado en Bilbao, provocando múltiples problemas en comunicación entre diferentes centros. Así, Francisco S. Apellaniz, presidente de la Asociación de Padres de Familia de Sevilla, dudaba del trabajo del Gabinete de La Coruña: Después de la toma de Bilbao y dado el gran número de películas que allí había, una gran parte de las cuales eran copias de películas ya autorizadas y censuradas por las Juntas Ia y IIa, se convino en que un marchamador de Coruña y otro de Sevilla fueran a Bilbao para marchamar de acuerdo con las hojas de autorización o censura ya existentes. Pero es el caso que sólo fue un marchamador de Coruña y en un espacio de tiempo demasiado corto, dice que realizó el trabajo. 6 La excepción que conozco es el estudio de Francisco Sevillano Calero, «Propaganda y dirigismo cultural en los orígenes del Nuevo Estado». Pasado y memoria 1 (2002), pp. 5-77. 7 BOE, 27 de marzo de 1937.

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Tenemos motivos para dudar de la escrupulosidad con que ha sido realizado dicho trabajo.8

En esta primera época de la censura cinematográfica franquista, las películas se censuraban «atendiéndose a los títulos y a los testimonio verbales que daban las mismas casas productoras, debido a la escasez de tiempo y a la cantidad de películas a censurar».9 Pero más tarde el mismo año, una Orden Circular de 10 de diciembre de 1937 disolvía la Junta de la Coruña y sometía la Junta de Sevilla (que recibiría el nombre Gabinete) a un nuevo organismo llamado Junta Superior de Censura Cinematográfica (JSCC) con Sede en Salamanca.10 El Apartado 1º de la Orden Circular de 10 de diciembre de 1937 disponía que el Gabinete de Censura Cinematográfica funcionara «bajo el control» de la JSCC, aunque, siguiendo el modelo alemán, los dos organismos fueron sometidos a las instrucciones de la Delegación del Estado para Prensa y Propaganda el Ministerio del Interior. Con la creación de la JSCC se procedió a hacer revisión total de las películas incluyendo las que ya habían pasado por el control censor en La Coruña y Bilbao. A partir de este momento, y hasta finales de la guerra, la censura se involucraba tanto en el visionado de la película como en la lectura del guión. Los múltiples focos de la censura, que reflejaban las luchas por le hegemonía en la jerarquía franquista, y los conflictos entre sus distintas ramas debían que causar suficientes problemas como para hacer necesaria la publicación de una «Aclaración de algunas disposiciones contenidas en la orden circular de la secretaria de S.E. El Jefe del Estado, de fecha 10 de diciembre de 1937, publicada en el B.O. del día 12 del mismo mes y año», que explicaba: Las revisiones son de la exclusiva competencia de la JSCC Sólo hay una revisión y apelación, ante la JSCC

8 Francisco S. Apellaniz, Notas sobre la organización de censura cinematográfica en Sevilla, 22 de enero de 1938. Archivo General de la Administración (en adelante A.G.A). Cultura 21/719. 9 Memoria de las actividades de la Junta de Censura de Sevilla, 15 de diciembre de 1937, sobre sus actividades a partir del Movimiento, firmada por Sr. Ostiz Muños, redactor Jefe de día del periódico Falange Española de Sevilla, vocal suplente de los Padres de Familia, A.G.A. Cultura, 21/719. 10 BOE 12 de diciembre de 1937.

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La nueva censura de las películas prohibidas corresponde al Gabinete de Sevilla Opción que se concede a los propietarios de las películas totalmente prohibidas 1. revisión o apelación [...] sin introducir modificaciones, ante la JSCC 2. Modificar la película y someterla de nuevo a censura ante el Gabinete de Sevilla.11

Cuando el 1 de febrero de 1938 fue presentado el primer gobierno de Franco, la JSCC quedó bajo control del Departamento Nacional de Cinematografía (creado el 1 de abril de 1938), integrante a su vez de la Delegación de Prensa y Propaganda que respondía a Serrano Suñer, ministro del Interior (Gubern 1986: 27; Labanyi 1995: 208). En la práctica esta estructura jerárquica producía frecuentes conflictos tanto dentro del Gabinete de Censura, como entre el Gabinete de Censura y la Junta Superior. En una carta fechada el 7 de octubre de 1938, Francisco Ortiz, presidente del Gabinete de Censura Cinematográfica, protestaba contra de diferencia del criterio ante José Moreno Torres, presidente de la JSCC: Lamento que una disparidad de criterio en ambos organismos haya hecho posible la proyección de la citada película (Las vírgenes de WimpoleE.A.) en su forma actual. [...] Solamente quiero hacerlo constar como exponente del criterio contrario que noto en general en las películas prohibidas por el Gabinete y aprobadas luego por la Junta Superior. [...] Todo ello viene a crear, como de hecho existe, un ambiente de desprestigio del Gabinete cerca de las casas distribuidoras que van adquiriendo la experiencia de que el certificado que expide este Gabinete tiene poco valor. Significa asimismo una falta absoluta de normas que unifiquen en lo posible el criterio de los dos organismos censores y que por consiguiente robustezcan la mermada autoridad del Gabinete que si antes en su primitiva forma de Junta oficiosa aprobó mas de mil películas con un criterio sin fijeza alguna y de una laxitud amplísima en su aspecto moral, ahora procura adaptar su actuación a la norma fundamental de que el cine ha de constituir un medio de educación nacional, de exaltación de los valores espirituales y de esparcimiento honesto y nunca un motivo de excitación sexual sensual o de formación nociva de inteligencias, y voluntades en principios y normas de vida contrarios a los postulados que encarna nuestro Movimiento.12

11 12

Ministerio del Interior, 18 de febrero de 1938. A.G.A. Cultura 21/719. A.G.A. Cultura 21/719, corregido a mano en el original.

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En esta primera etapa, no sólo los oficiales de propaganda nombrados para ejercer de censores, sino también una parte de los ciudadanos de los territorios ocupados (como miembros de las Asociaciones de los padres de familia y los integrantes de la Falange), además de los profesionales de la industria cinematográfica, estaban involucrados en el proceso de la censura, todavía no completamente institucionalizada y no separada de otros ámbitos de la vida pública. La necesidad de someter a censura un gran número de películas que durante la República se habían proyectado en los territorios conquistados para cumplir con el objetivo de erradicar las huellas de las formas de vida y los artefactos relacionados con este orden político, creó la escasez de censores, que sólo pudo resolverse involucrando a los propios ciudadanos en la práctica censora.13 Así, Francisco S. Apellaniz afirma en sus «Notas sobre la organización de censura cinematográfica en Sevilla»: Dada la cantidad de estas películas la IIa Junta tuvo que organizar cinco turnos diarios de censura de 2 a 3 horas cada uno, y utilizar dos locales. Es decir, censurar de 8 a 10 películas diarias y esto durante varios meses consecutivos. Esta labor no la pueden realizar los Vocales solos, no aún ayudados por sus suplentes, pues, antes del mes, todos estarían para reducirlos en una casa de locos. El único medio de realizar esa labor creo que es el ya empleado: utilizar Censores-Delegados de los Vocales y que, cuando estos CensoresDelegados no están de acuerdo, la película sea vista en apelación por la Junta en pleno.14 13

Se trataba de las películas extranjeras que, en un principio, no tenían ningún propósito propagandístico, ya que no trataban ni de España ni de su guerra. Estas películas, además, eran productos de las industrias basadas en la censura: el control de las artes ejercido por el Estado nazi, por el estado de Mussolini, o por la autorregulación Hollywoodiense, the Hollywood Production Code Administration and Hays Office (PCA and MPPDA). Sin embargo, estas películas despertaron incertidumbre sobre el mensaje que podía deducirse de ellas en situación de una Guerra Civil. Emeterio Díez provee una excelente definición de «películas ofensiva», según la que su ofensa nunca reside en la propia película, sino en el conjunto de las prácticas sociales que la rodean (1997: 97). Nota Labanyi: «the practical work of censorship was mostly farmed out to freelancers [...] Censors’ names were confidential; they comprised religious, military, and civilian personnel, including writers» [el trabajo práctico de la censura fue entregado, en su mayoría, a los francotiradores. Los nombres de los censores fueron confidenciales; los censores procedían del personal religioso, militar y civil, incluyendo a escritores] (1995: 208). 14 «Memoria de las actividades de la Junta de Censura de Sevilla, 15 de diciembre de 1937, sobre sus actividades a partir del Movimiento», firmada por Sr. Ostiz Muños,

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Según consta en este documento, el proceso de revisión fue desde un principio acompañado por lo que Ostiz Muñoz denomina «el continuo forcejeo entre las dos tendencias en que estaba dividida la Junta de Censura». Como afirma el mismo autor, la primera tendencia fue característica para un grupo integrado «por la representación de los Padres de familia, de la Universidad y de la Sociedad de Autores», y era ese el grupo de «criterio sano y deseando purificar el cine para convertirlo en un elemento útil y moral». Quiénes componían el segundo grupo, no se dice abiertamente, pero se entiende que se trata de empresas distribuidoras. Este grupo, según Ostiz Muños, exhibía un «criterio muy amplio».15 Del texto de Ostiz Muños se deduce la composición de los grupos de censores delegados que llevaban a cabo el grueso de la censura durante la Guerra Civil. Por una parte, estaban los representantes de las empresas, continuamente arrinconados. Por la otra, estaban los censores delegados nombrados por la Asociación de Padres de Familia. Estos representaban las clases altas y las capas más educadas de la comunidad: Los Delegados nombrados por esta Asociación Católica de Padres de Familia son: Ingenieros, Arquitectos, Abogados, Licenciados en Ciencias, Médicos, etc., es decir, todos ellos personas con estudios superiores, lo que daba al conjunto un nivel intelectual muy elevado. El Vocal representante de la universidad, también nombró censores-delegados todos los cuales eran universitarios.16

A estos ciudadanos «con estudios superiores» se les confiaba llevar a cabo la censura comunitaria en aras de la consolidación de la sociedad del Nuevo Estado. Ostiz Muños explica cómo se organizaba la censura en caso de que los censores delegados no pudieran llegar a un acuerdo: «se convino que cuando no estuvieran de acuerdo, no discutieran entre sí y que las películas pasaran en apelación a la Junta para ser censuradas por ésta en pleno». El pleno se componía por un presidente (y su suplente), y tres vocales: eclesiástico, militar, y de la FET con sus respectivos suplentes. Mientras los censores delegados trabajaban gratis, los oficiales que in-

redactor Jefe de día del periódico Falange Española de Sevilla, vocal suplente de los Padres de Familia, A.G.A. Cultura, 21/719, página 5. 15 Ibíd. 16 Ibíd.

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tegraban la JSCC recibían la paga por hora. Los libros de caja de la JSCC demuestran que hacia 1838 la caída del prestigio de la Falange en el gobierno de Franco se traducía en horas de trabajo y sueldos mucho más bajos para los representantes de la FET, comparando con el presidente y los vocales militares y Eclesiásticos. Para 1938, los sueldos de los vocales de la JSCC se calcularon de la siguiente manera17: Explicación:

4 marzo a 9 julio 10 julio a 31 de julio

Presidente

Suplente

Militar

FET

Suplente

Eclesiástico

Moreno Torres

Torres Lopes

Sanz y Díaz

Blanco

Goyanes

Alonso

900,25

32,30

433,90

14,55

144,05

535,55

5,80

64,85

60,90

44,50

Agosto

116,15

223,80

152,55

Septiembre

104,10

152,85

104,90

Octubre

111,30

210,65

Noviembre

258, 65

241,10

289,45

Diciembre

140, 80

323,05

395,35

7,05

197,50

Como hemos podido observar, los orígenes de la censura cinematográfica franquista fueron marcados por la pluralidad de focos, por conflictos de competencias y diferencias de criterio. La paulatina institucionalización de la censura franquista en esta época pasó por dos fases sucesivas más. En la primera fase, que tenía que ver con la centralización de la censura cinematográfica del Nuevo Estado bajo el poder del Servicio Nacional de Prensa y Propaganda del Ministerio del Interior, así como su separación de la producción y la circulación (Gubern 1981: 30), fue el resultado de la Orden del 2 de noviembre de 1938. La Orden creaba la Comisión de Censura Cinematográfica (a la que le correspondía la primera revisión de todo cine no documental), sometida al control de la Junta de Censura Cinematográfica, encargada de supervisar las decisiones de la Comisión y llevar a cabo la censura de noticiarios y do17 Fuente: A.G.A. Cultura 21/719, Libro de caja. Para comparación, el ayudante del operador de las proyecciones y la persona que limpiaba la oficina que alojaba la JSCC cobraban 50 pesetas al mes; en el verano de 1938, una barra de jabón le costó a la JSCC 7, 40 pesetas.

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cumentales.18 En esta doble estructura, los grupos interesados (los productores y los distribuidores de las películas) ya no podían intervenir en el proceso censor, excepto como solicitantes. Finalmente, y a raíz de la victoria en la Guerra Civil, la censura franquista quedó definitivamente institucionalizada, profesionalizada y separada del resto de la población. Esto ocurrió el 15 de julio de 1939, cuando toda la actividad censora del Nuevo Estado se hizo competencia del único servicio, Sección de Censura del Servicio Nacional de Propaganda del Ministerio del Interior.19

2. LAS NORMAS DE LA CENSURA Y LA CONFIGURACIÓN DE UN DISCURSO UNÍVOCO PARA EL PODER

En este complejo entramado de competencias, la parte menos estudiada y, desde mi punto de vista, más sugerente para explicar la consolidación de la censura en el elemento estructurante de la sociedad franquista, pertenece a la corta época antes de julio de 1939, cuando la censura contaba con la colaboración no remunerada de ciertas clases de la sociedad. Los documentos que pertenecen a esta fase ilustran los procesos de la negociación que acompañaban el nacimiento del Nuevo estado y el incierto equilibrio de su discurso hegemónico. En el documento ya citado, Ostiz Muños concluye que «la labor de los Censores-delegados representantes de los Vocales [...] fue saludable y de conformidad con las normas que ya habían sido aprobadas».20 Las normas, que dejaban un amplio margen para la percepción individual de cada censor, fueron aprobadas el 4 de mayo de 1937 por la Junta de Censura para el uso interno por los censores delegados procedentes de las altas clases de la sociedad Sevillana.21 Como vamos a observar, este

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BOE, 5 de noviembre de 1938. BOE, 30 de julio de 1939. 20 «Memoria de las actividades de la Junta de Censura de Sevilla, 15 de diciembre de 1937, sobre sus actividades a partir del Movimiento» firmada por Sr. Ostiz Muños, redactor Jefe de día del periódico Falange Española de Sevilla, vocal suplente de los Padres de Familia, A.G.A. Cultura, 21/719. 21 «Sobre estas cuestiones de fondo que puedan presentarse, es casi imposible dar instrucciones concretas, debiendo quedar al buen criterio y excelente formación de los censores la apreciación y examen de cada caso, limitándonos a indicar lo ya expresado 19

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documento presenta un caso llamativo de un consenso pactado por los distintos grupos que respaldaron el Alzamiento: la Falange, los carlistas, la Iglesia, y el Ejército. Además, estas normas constituyen un testimonio elocuente sobre el proyecto social franquista en su primera fase, ya que explican ex contrario los fundamentos del Nuevo Estado y su base social que más tarde se va a promover en la producción gráfica, cinematográfica, periodística y literaria oficiales del Régimen. La naturaleza autoritaria de la propuesta franquista queda reflejada en el mandamiento para los censores de extirpar el material nocivo para el principio de la autoridad: «Se recomienda el máximo rigor y especial cuidado en todas las películas de gángsteres que vayan en detrimento de la Autoridad, directa o indirectamente, o sean escuelas de criminalidad». Por otro lado, los intereses de la Iglesia y de la casta militar se protegían mediante la extirpación minuciosa de todo que desafiaba los fundamentos de la religión, la moral promovida por la Iglesia, o lo que presentaba imágenes negativas del personal uniformado. Así, la relación entre el cine y la Iglesia era la primera materia contemplada en las normas: En este orden deberá procederse por los censores con extremo rigor no autorizando aquellas producciones en las que de forma más o menos encubierta se haga menosprecio, o se combatan los principios religiosos y fundamentos morales de los distintos pueblos.[...] TEMAS O INCIDENCIAS DE CARÁCTER RELIGIOSO Libertad de costumbres Desnudos Danzas (sobre todo orientales, con «las contorsiones de las bailarinas») Efusiones amorosas Escenas de cabaret Adulterios, suicidios y divorcios Producciones truculentas Amores o vicios contra natura, ni aun en su iniciación Hombres invertidos, salvo situaciones cómicas.

de que en estos particulares no son posibles criterios de tolerancia ni benignidad». Instrucciones o normas aprobadas por la Junta de Censura en sesión celebrada el día 4 de mayo de 1937 a que han de sujetarse los señores censores nombrados por la misma, A.G.A. Cultura 21/719.

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De similar modo, el documento protege la posición privilegiada de los militares, la estructura jerárquica del Ejército, los pactos militares y el proyecto imperial que el Ejército ideó para España: ASUNTOS DE GUERRA En las películas de asuntos de guerra, se recomienda un especial cuidado en aquellas que (sic) exista algo contrario a ideas imperiales. Quedan prohibidas las películas de insubordinación de clases militares, las enemigas de la guerra y todas aquellas excesivamente deprimentes en asuntos de guerra. Todas las películas que vayan en contra del espíritu y honor del Ejército, en una palabra, todas las películas antimilitaristas; recomendando a los señores censores que, cuando tengan alguna dificultad respecto a éstas, deben siempre comunicarlo al Comandante militar, Sr. Guillén, teniendo siempre especial cuidado en aquellas películas que puedan rozar a naciones que se consideran amigas de España.

A la par con los privilegios de la Iglesia y del Ejército, la censura estaba llamada a proteger la amplia base burguesa del Régimen. Así, entre los temas excluidos quedaban las alusiones a la ideología marxista, la lucha de clases (y, sobre todo a sus razones) y las vejaciones de la guerra, suprimiendo, de esta forma, las reivindicaciones de las clases trabajadoras: TEMAS POLÍTICOS Y SOCIALES: Quedan prohibidos todos los temas que se refieran a asuntos sociales de orden comunista, o de tendencia marxista, como huelgas, boicots, manifestaciones, etc. y que puedan rozar en cualquier forma nuestro glorioso Movimiento y su ideología. Queda prohibido todo lo relativo a lucha de clases, exaltación del pueblo oprimido, ni argumentos que se refieran a vejaciones a las clases obreras o referentes a excesos de tristezas en las clases humildes motivados por falta de medios económicos, por no hallar trabajo, por exceso de familia en obreros que no pueden sostener porque el jornal no cubra sus necesidades, casos de enfermedades, etc.

Las normas prescribían la construcción de una comunidad cohesionada por encima de los conflictos ideológicos que, por lo tanto, no podían abarcarse en el discurso público sino que se neutralizaban mediante su exclusión. Dado el carácter falsamente normalizador del proyecto

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social del primer franquismo, en el engranaje del Nuevo Estado la censura, debido a su capacidad de neutralizar las diferencias mediante la supresión de la expresión disolvente, cumplía la función propagandística primordial. La mediación de la censura dejó su impacto en el estilo Biedermeier pequeño-burgués en la construcción del imaginario franquista, que, lejos de emitir mensajes de contra-propaganda, se retiraba al ámbito privado, a las imágenes de la vida presuntamente normal y de la cotidianeidad aparentemente armoniosa, reificada para el uso de la temprana ideología fascista. Ésta perseguía el objetivo de crear, en los territorios ocupados, una imagen de un socium normalizado a base de la supresión de cualquier referencia a toda una serie de conflictos. El primer y el más grande conflicto que la censura fue encargada de suprimir fue, naturalmente, la guerra misma. Incluso los propios censores en sus apuntes autocensuraban este término, usando invariablemente el eufemismo de «actuales circunstancias por las que atraviesa España». De igual manera, se erradicaban imágenes que podían «deprimir el ánimo de los mutilados de guerra» (i. e. planos de cuerpos lesionados o deformes) y «aterrorizar por medios absurdos el ánimo de los espectadores» (como escribía el 9 de agosto de 1938, José Moreno Torres, presidente de la JSSS reseñando la película El cuervo (Universal Pictures).22 El proyecto franquista que pretendía promover la armonía social mediante la suspensión de referencias al conflicto de clases pero sin indagar en sus razones resonaba en el aire elitista y paternalista de los juicios escritos de los censores, quienes trazaban un límite muy claro entre la información que podía ser aceptable para las clases ilustradas y lo que el vulgo podía digerir. De los apuntes de los censores se reconstruye el retrato colectivo del ciudadano del Nuevo Estado, tal como se lo imaginaban sus oficiales: falto de cultura, fácil de manipular, ávido y pecador. Así, al reseñar la película Los dioses se divierten producida por UFA, productora favorecida por el gobierno nazi, el vocal militar José Sanz y Díaz trazaba una clara distinción: «Este juego burlesco e iconoclasta que para personas cultas es inocente, y hasta divertido con un poco de buena voluntad, para el público en general es nocivo».23 Para José Moreno Torres, presidente de la JSCC, la falta de cultura del público, el

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A.G.A. Cultura 36/03127, Expediente 230. A.G.A. Cultura, 36/03124, Expediente 58.

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cual, según el censor, iba a ser incapaz de entender la crítica de la institución monárquica, fue razón suficiente para prohibir la película británica La vida privada de Enrique VIII» (Private Life of Henry VIII, London Film): «Prohibida porque en ella se ponen de manifiesto los vicios y defectos de un rey que por extensión y generalizándolos pueden ceder en desprestigio de la institución monárquica, dada la poca cultura de la mayor parte del público».24 En términos similares, el censor delegado de la Falange, Manuel Goyanes prohibió la película de MetroGoldwyn-Meyer Código Secreto al encontrar en ella el material «que fomentaría el despiste del público en asuntos tan serios como el que trata».25 La película La indómita (Reckless), de Metro-Goldwyn-Meyer, quedó prohibida a instancias del vocal eclesiástico el Sr. Mingo, por razones que merecen ser citadas verbatim: El ambiente completamente materialista en que se desarrolla la acción, cuantos personajes en ella intervienen, gentes descreídas y entregadas en cuerpo y alma a los placeres de la carne, sin honor, sin delicados sentimientos y sin virtud alguna aun puramente natural, aunque en su mayoría pertenezcan a las clases elevadas de la plutocracia y de los criminales elegantes, no pueden menos de despertar en el público el deseo de los placeres sensuales, y la envidia rencorosa de los que no pueden participar en ese festín de la vida de crápula y de la fastuosidad voluptuosa.26

El proyecto clasista del Nuevo Estado, complementado por la reificación de la ciudadanía como público incapaz de afrontar la información directamente, garantizaba el papel estructurante de la censura desde los comienzos del Régimen. Ahora bien, el imperativo de armonizar las relaciones sociales a todos los niveles de expresión hacía inaceptable cualquier mención de la censura. En otras palabras, la censura tenía que ser ubicua a la vez que invisible, lo cual dictaba el reglamento según el cual los censores debían eliminar las menciones de la censura de la esfera de representación. Ni siquiera cuando se trataba de la censura de otras épocas y otros países se podía dejar que se la mencionara. Así, cuando los distribuidores de la película Mata Hari (Metro-GoldwynMeyer) practicaron cortes voluntarios, los censores mandaron suprimir

24

A.G.A. Cultura, 36/03124, Expediente 118. A.G. A. Cultura, 36/03123, Expediente 7. 26 A.G.A. Cultura, 36/03127, Expediente 228. 25

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en las portadas el título «Pasada por la censura»27. Más tarde en la historia del Régimen sus oficiales se dieron cuenta del potencial represivo de la táctica opuesta: la de diseminar la información sobre la existencia de la censura sin revelar sus normas, que invariablemente culminaba en la autocensura, a veces más radical que cualquier norma publicada.28 En la época que nos concierne, sin embargo, no fue todavía la autocensura, sino la normativización del imaginario en lo que los ideólogos del Régimen veían su tarea primordial.

3. PROPAGANDA SIN CONTRAPROPAGANDA Dado el carácter supresor de diferencias que se prescribía para el imaginario del Nuevo Estado, los problemas reales del frente de guerra, contienda ideológica, disidencia y represión que desgarraban el país en el momento quedaban excluidos del campo de la expresión. Según las mencionadas Normas de la censura, la versión de la historia apropiada por los nacionales recibía el estatus de la Verdad histórica, por lo cual otras versiones del desarrollo político tenían que ser abolidas: «Quedan terminantemente prohibidas todas las películas de argumentos históricos que no reflejen la verdad de la Historia, teniendo especial cuidado con lo que se refiere, principalmente, a la Historia de España». De ahí que, al contrario de lo que se pudiera suponer, las tareas de la contrapropaganda, guerra ideológica o incluso la configuración de la imagen del enemigo quedaran relegadas al segundo plano, encontrando considerables obstáculos por parte de la primera censura franquista. El cierre del horizonte del discurso, del que quedaban extirpadas las expresiones de otras ideas, servía los objetivos de «vencer y convencer» de la guerra ideológica de Franco. Más adelante en la historia del Régimen, esta tendencia de la propaganda franquista determinará su actitud ambivalente hacia el programa artístico de la Falange que sí pretendía abarcar las diferencias ideológicas, como sucedió en el caso de la película Rojo y Negro de Carlos 27

A.G.A. Cultura, 36/03130, Expediente 382. Según Añover Díaz, en 1949 entre los cineastas y distribuidores españoles nace el movimiento para hacer público el código de la censura (2002: 27). Juan Antonio Bardem, cuya lucha con la censura iba a hacer época en el cine español, formaba entonces parte de este grupo. 28

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Arévalo (1942), retirada del cartel después del estreno (Gubern 1986: 100; Fernández Cuenca 1972: 168-69) En la época de la Guerra Civil, mientras la España nacional carecía de medios para crear su propio cine, el imperativo de construir un imaginario sin conflictos dio origen a múltiples desacuerdos con la industria cinematográfica alemana. Según Eric Rentschler, el cine proto-nazi, al igual que el primer cine nazi, buscaba el equilibrio entre la propaganda del cine político y la indirecta, canalizada a través de las imágenes cotidianas, los retratos de comunidades folclóricas y los géneros convencionales del drama y comedia. Ahora bien: mientras las distribuidoras alemanas consideraban más oportuno exportar, a través de la Embajada Alemana, las películas de la propaganda, creyéndolas aptas para los tiempos de guerra, los censores españoles encontraban obstáculos para su distribución, siguiendo las instrucciones de extirpar las referencias ideológicas del cine. De esta manera, las dos películas en las que se fundamentaba la estética del cine propagandístico nazi —El Flecha Quex de Hans Steinhoff (Hitlerjunge Quex, 1933) y El acorazado Sebastopol de Karl Anton (Weisse Sklaven (Panzerkreuzer Sewastopol, 1936)—, sólo se distribuyeron después de someterse a considerable censura, tarde y sin durar mucho en pantalla, a pesar de la insistencia con la que la Embajada Alemana promovía su proyección.29 Las supresiones hechas en ambas películas y la historia de su exhibición ilustran las diferencias entre la propaganda nazi, que reificaba los conflictos sociales para demostrar que éstos sólo podían recibir una solución desde el proyecto Nacional-Socialista, y la primera propaganda franquista, que suprimía la alusión al conflicto para presentar una imagen utópica de una armonía social inquebrantable. Así, la película El Flecha Quex narra la trágica historia de un niño, Heini, hijo de un padre comunista abusivo y una madre rendida (que acaba por suicidarse), cuya vida queda profundamente cambiada gracias a un encuentro fortuito con un grupo de Juventudes Hitlerianas (Hitlerjugend), que lo acepta como uno se sus miembros (flechas). Paralelamente a esta principal línea de la trama, se desarrolla la historia del padre de Heini, Herr Völker, quien eventualmente reniega de su pasado comunista. Para documentar el 29 Hitlejunge Quex fue la primera película reconocida por Goebbels como cine de propaganda nazi. La importancia de El Acorazado Sebastopol para la propaganda nazi residía en su carácter de respuesta al Acorazado Potemkin, el clásico de la propaganda soviética.

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cambio interior de este personaje enemigo, los guionistas de la película insertaron un diálogo de éste con Bannführer Kass, el instructor del campo de Juventudes Hitlerianas. El tema central de la conversación rodea la pregunta: ¿a quién debe pertenecer un niño en Alemania? La puesta de escena, la luz y el diálogo convierten esta secuencia en una sesión de adoctrinamiento catequístico, en el resultado del cual Herr Völker, reconocerá el derecho de Juventudes Hitlerianas a su hijo. Para provocar esta reacción del padre, Bannführer Kass le hace una pregunta sobre el Movimiento: «Ha oído del Movimiento, ¿verdad?» Pero Herr Völker sólo puede asociar la palabra «Movimiento» con su experiencia negativa de la guerra: («Estuvo Ud. en la guerra».) Más de lo que hubiera querido «Como movimiento recuerdo las marchas de la guerra hasta que caí herido». «Después tuve que hacer movimiento para volver a acostumbrarme a andar» «Y ahora estoy gordo no por sobra de comida, sino por falta de trabajo y de Movimiento». 30

Mientras esta sarcástica aunque bien dirigida respuesta contribuía claramente a la campaña propagandística en contra de la República de Weimar, el hecho de que fue un oponente y no simpatizante nazi el que la pronunciaba la hacía particularmente atractiva para todos los que recordaban la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. «La película se dirige a un espectador que siente, y no el que piense», afirma Rentschler (1998: 64, trad. nuestra). De ahí que la paulatina conversión del Herr Völker constituya uno de los puntos más decisivos a favor de la causa nazi en la película. Para provocar la identificación de diferentes grupos sociales, incluyendo a los desafectos del proyecto nazi, al personaje de Herr Völker le estaba permitido emitir réplicas que, en otro contexto, hubieran quedado prohibidas. Pero no ocurría así en España, donde toda esta se-

30 A.G.A. Cultura 36/03128, Expediente 266. La versión competa de la réplica del Herr Völker es: «¡Movimiento! Un, dos, un, dos, este es el movimiento que conocí. Hasta que me dio una bala, y entonces el movimiento paró. Desde entonces he tenido que saltar en la bolsa de trabajo. Una semana si, otra no, año tras año. Me traía loco. ¿Ud. Cree que estoy tan gordo por comer demasiado? Claro que no, fue porque no tenía trabajo. Me hice gordo por estar sentado» (Welch 1983: 69, trad. nuestra).

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cuencia desapareció siguiendo las órdenes del vocal militar Sanz y Díaz. Las normas de la censura prohibían cualquier referencia a la guerra, la lucha de clases, el hambre y las vejaciones sufridas por la clase obrera, y de ahí a los oficiales de la propaganda franquista no les fue dado concebir una imagen convincente de un enemigo político que se convierta (o no se convierta).31 El miedo que impregna las normas de la censura franquista, el de ver representado al enemigo ideológico, víctima de la injusticia social, y de escuchar articuladas sus razones dificultó la entrada en el territorio nacional de una de las películas más ambiciosas de la temprana propaganda nazi, El acorazado Sebastopol. Concebida como respuesta al Alcorazado Potemkin, la película narra una historia opuesta a la trama de Serguey Eisenstein: la de una revolución cruenta cuyas víctimas (entre las que destacan la protagonista Manja y su anciano padre) serán rescatadas en un acorazado que el conde Wolgoff logra secuestrar a pesar de la conspiración de los marinos revolucionarios. La película fue autorizada en agosto de 1938 con cortes que suprimían las referencias a los «sótanos del [Ministerio de] Gobernación».32 Sin embargo, en octubre del mismo año su proyección fue suspendida en todo territorio Nacional. En una carta fechada el 22 de noviembre de 1938, José Moreno Torres, presidente de la Junta JSCC, explicaba su prohibición por el miedo de deprimir al público por sus escenas de la revolución demasiado realistas: El motivo de la prohibición de esta película es que su asunto se desarrolla en plena revolución rusa cuyas terribles escenas se han llevado a la pantalla con todo realismo. La semejanza, y en algunos puntos la identidad de gran parte de lo que sucede en la película con lo ocurrido en la zona roja —asesinato de los oficiales de un buque de guerra, incendio de una iglesia y caza de los presos, entre otras escenas que pudieran citarse— hacen que esta película, admirablemente realizada, por cierto, no se considere apta para ser proyectada en las circunstancias actuales, ya que el realismo de sus escenas deprimiría excesivamente el ánimo del público, especialmente el de 31 Por ejemplo, quedan oscuras las razones por las que se convierte Pedro, el enemigo paradigmático de la causa Nacional en Raza, la película-tarjera de visita del Régimen. Para más información sobre la construcción de una comunidad neutralizadora de diferencias en el primer cine propagandístico franquista, véase Afinoguénova (2006). 32 A.G.A. Cultura, 36/03126, Expediente 168.

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aquellos espectadores que tengan sus familias en la zona roja o hayan vivido las escenas revolucionarias que aparecen en la pantalla.33

Una vez declarada la victoria, la poderosa distribuidora Hispania Tobis S.A. pidió una reconsideración. Fue entonces cuando salieron a relucir el miedo real de los oficiales de la censura, que antes encontraban una explicación fácil en «las circunstancias» de la guerra: el miedo de que el enemigo, una vez representado, podía materializarse en la realidad. Para determinar si era permisible proyectar la película, la JSCC adoptó un paso improcedente: estudiar las reacciones del público proyectando la película simultáneamente en Madrid (Cines Callao) y en Cartagena a lo largo del mes de julio. El los dos casos, los informantes desplazados a las salas de cine destacaron el silencio en la sala y la aparente falta de reacción emocionada del público. Sin embargo, la interpretación de este silencio de los ciudadanos en las salas de cine en las dos ciudades fue diametralmente opuesta. Según el informe del Gobernador Civil de Madrid del 20 de julio de 1939, la reacción de los madrileños a la película fue «normal no exteriorizándose gran entusiasmo». El informe de Cartagena, firmado el 9 de agosto de 1939 por el Contralmirante Ramón Agacino, pinta un cuadro bien diferente de la reacción de la población de Cartagena. Según los informantes del Contralmirante, el silencio que acompañó el visionado de la película sólo podía ser una señal peligrosa debido al pasado terror que había acompañado la caída de Cartagena a manos de los Nacionales: Las reacciones del público son difíciles de ponderar en una ciudad como Cartagena, en la que tanto se ensañó la revolución roja y foco principal de su Marina. Mucha gente del público quizá haya pasado una intoxicación malsana o tengan vínculos de parentesco o amistad con personas sometidas a nuestra justicia; en suma el ambiente de la población no permite una esponteanidad (sic) capaz de ser captada como expresión sincera. El público se mantenía en silencio en la casi totalidad de la cinta, con gran interés por su desarrollo, aplaudiendo muy débilmente o con vehemencia excesiva por pequeños grupos algunas acciones gallardas o emotivas de los contrarrevolucionarios.34

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Ibíd. Informe de 9 de agosto de 1939, Ibíd.

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La historia de la proyección de El acorazado Sebastopol provee información necesaria para comprender el efecto de la censura en los ciudadanos sometidos a la censura franquista. Lo que se puede observar de los informes recogidos en Madrid y en Cartagena, una consecuencia de la imagen de una comunidad sin conflictos ni contradicciones que confeccionaban las autoridades para un país desgarrado por la guerra fue que el público suprimía cualquier reacción al ver las secuencias que recordaban el horror pasado real. Cada uno de los informantes dio una interpretación distinta del silencio del público: el informante del Madrid lo tomó por una señal positiva, de que la película no representaba ningún peligro, mientras que el informante de Cartagena discernió en el silencio una amenaza escondida. La actuación de las autoridades frente a la película nos ayuda a completar la lista de prácticas culturales unidas bajo el denominador común de la censura, que cumplían la función estructurante para la sociedad franquista. Por esto, y a modo de conclusión, voy a resumir estas prácticas que hemos observando en el análisis de la censura. En primer lugar, frente a una imagen tradicional del proceso de la censura como interacción entre un profesional (el censor, siempre un hombre) y un artefacto (texto, película, dibujo, obra teatral, etc.), en los orígenes del Nuevo Estado franquista se distingue una organización de la censura no institucionalizada y unida a las industrias interesadas (los productores y las distribuidoras) y a las clases altas y educadas de la comunidad. En segundo lugar, frente a la interpretación tradicional de la censura como discurso coherente codificado en una serie de normas escritas o un Reglamento, en la España franquista encontramos un discurso de la censura que se resiste a ser codificado y que postula su confianza en el criterio interiorizado por el censor. Es, además, un discurso que, lejos de estar unido y coherente, revela múltiples tensiones que apuntan a un pacto de intereses que estaban detrás del poder. En tercer lugar, se trata de una censura que privilegia su función neutralizadora de diferencias por encima de su papel propagandístico, impidiendo el desarrollo de una imagen del enemigo para fines de propaganda. Finalmente, hemos observado que el campo de la censura trascendía considerablemente el binomio «censor/artefacto», incluyendo toda una serie de prácticas culturales que ya no tenían que ver con el control de la palabra o imagen, sino con la dirección de comportamiento social. Así, la censura podía iniciar el proceso de la observación de la reacción de los ciudadanos frente a

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una obra censurada, inferir las ideas políticas y modelar la actuación de los ciudadanos. Aunque quedan por buscar más fuentes sobre la reacción de los subalternos frente a este sistema, ya se puede afirmar que en la sociedad franquista la censura penetraba no sólo el orden discursivo, sino también el legal, el económico y el político.

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EL REPARTO DE LA EDAD DE ORO DE LUIS BUÑUEL: UNA FORMA ORIGINAL DE INTERMEDIALIDAD1 Nancy Berthier Universidad de París-IV-Sorbona

Dentro del marco de las vanguardias, el cine ha ocupado un lugar destacado, no solamente como fuente de inspiración o como modelo, sino también por su condición de nuevo medio artístico propicio para todo tipo de experimentos, que permitía ampliar los horizontes de la creación gracias a las múltiples posibilidades ofrecidas por la imagen en movimiento. El cine interesó a escritores y a otros actores de los movimientos de vanguardia, pintores, músicos o fotógrafos: «más todavía que la escritura, más aún que el teatro, el filme, para mí, confería al hombre un poder superior», expresó por ejemplo Philippe Soupault (1965: 29). El cine de vanguardia fue por consiguiente un espacio de intercambios artísticos, un punto de encuentro. De hecho, su propia naturaleza que asociaba lo visual, lo narrativo y lo sonoro —a partir de 1927—, lo convertía en un lugar idóneo para que se entrecruzaran en él formas artísticas aparentemente heterogéneas, literatura, teatro, pintura, música, en resumidas cuentas un auténtico lugar de «intermedialidad» para utilizar el concepto que este congreso propone. Una «intermedialidad» que si, a veces, adopta la forma clásica de la «intertextualidad», la desborda también ampliamente. La segunda película de Luis Buñuel, La edad de oro, realizada en 1930, ocupa, a este respecto, un lugar aparte. Ideada junto con el pintor Salvador Dalí, se presenta como una auténtico crisol en el que 1 Publicado originalmente en Mechtild Albert (ed.): Vanguardia española e intermedialidad. Artes escénicas, cine y radio. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/ Vervuert, 2005, pp. 371-384.

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influencias y referencias literarias, plásticas, musicales, cinematográficas y teatrales se mezclan armónicamente en un conjunto cinematográfico explícitamente reivindicado por el grupo surrealista mediante un texto elaborado para el programa difundido en su estreno en el Studio 28 y firmado colectivamente por uno de los máximos exponentes de la elite artística de París. Entre las variadas formas de «intermedialidad» que se encuentran en la película, he decidido atenerme a una en particular, muy específica y sobre todo específicamente cinematográfica: el modo en que la película se convirtió en una cita artística que reunía a numerosos representantes de las artes contemporáneas y que le dio a La edad de oro un valor simbólico muy peculiar. Desde el inicio de su elaboración hasta el momento de su estreno, pasando por el rodaje, La edad de oro se presenta como una película-acontecimiento, a la que se asocian no solamente los surrealistas sino numerosos miembros de la gran familia artística de finales de los años veinte, sobre todo parisiense. La película-acontecimiento se transformó en película-culto con el chispazo de su prohibición por la censura francesa en diciembre de 1930. Entre los factores que hicieron de La edad de oro una película-acontecimiento, destaca el uso que en ella hace Luis Buñuel de la categoría cinematográfica del actor. ***

Antes de entrar en el análisis del reparto de La edad de oro, me detendré previamente en un texto de Buñuel publicado en 1927, es decir dos años antes de que realizara su primera película, Variaciones sobre el bigote de Menjou,2 en el que el futuro director de cine subraya la importancia del papel del actor en la estética cinematográfica que, según él, diferencia al séptimo arte de los demás géneros artísticos y permite afirmar que «las verdades cinematográficas no forman denominador común con las de la literatura y del teatro» (1982b: 170). Para el entonces joven español, el cine es fundamentalmente un arte de la encarnación, sumido en la inmanencia. En éste, el actor de cine es una pieza clave, y

2 El texto, ampliado luego para la Gaceta Literaria (número 35 del 01/06/28), queda reproducido en Buñuel 1982b: 168-170. Las citas que incluimos pertenecen a dicha versión.

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Buñuel lo presenta con una bella expresión en forma de oxímoron: un «fantasma de carne y hueso de la pantalla». De hecho, el actor de cine se sitúa en un cruce entre la vida, habiendo su cuerpo dejado su huella impresa en el celuloide en el momento del rodaje («carne y hueso»), y la ficción en la que cobra sentido como personaje («fantasma»). El espectáculo cinematográfico realiza de modo único la fusión entre los dos, entre el «actor-de-carne-y-hueso» y el «personaje-fantasma». El texto de Buñuel revela, en un momento en que precisamente está germinando su vocación de cineasta, una sensibilidad intuitiva respecto con lo que constituye la especificidad ontológica del cine. Si el principio de la encarnación está también presente en el teatro, arte multisecular, por el hecho de que en él, un personaje de papel tome cuerpo en el momento de la representación pública a partir del cuerpo de un actor, en un filme, dicha articulación es ontológicamente distinta dado el carácter «indicial» del cine, vinculado con lo que Roland Barthes sintetizó acerca del arte fotográfico con la fórmula siguiente: «ça-a-été» («ha sido»/«ha tenido lugar»).3 Cuando queda terminada la película, el encuentro entre un actor de carne y hueso y un personaje-fantasma, fusión milagrosa, es en adelante irrepetible. El cine se puede definir como un arte del collage por haberse fundamentado en el montaje, pero también se puede vislumbrar en él una forma más sutil de collage en torno a la figura del actor, fragmento importado de la vida real e incorporado en la ficción cinematográfica. Dentro de la filmografía de Buñuel, el reparto de La edad de oro representa un caso único de declinación de figuras actoriales que, al margen de los imperativos tradicionales del cine comercial,4 obedece a una doble lógica: por una parte, recurre de manera clásica a unos actores profesionales para interpretar ciertos papeles. Pero paralelamente, el director integra en el reparto a unos no-profesionales que se relacionan personalmente con el ámbito artístico de entonces, sean artistas o amigos o

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Barthes (1980: 120): «Le nom du noème de la photographie sera donc: «Ça-a-été». Luis Buñuel ha insistido varias veces en la libertad que le concedió su mecenas, Charles de Noailles, tanto a nivel económico como estético para la realización de su película. Por lo tanto, la elección de los actores corre plenamente a su cargo y es el resultado de unas opciones estéticas plenamente asumidas. Libertad reflejada en la correspondencia que se establece entre los dos, día tras día, y que se publicó en un número especial de Les Cahiers du Musée national d’art moderne titulado L’Age d’or. Correspondance Luis Buñuel-Charles de Noailles, Paris, 1993. 4

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esposas de artistas y que le confieren a la película un aspecto muy original de, casi podríamos decir, película de familia. En efecto, el hecho de que un intérprete sea una persona conocida fuera del marco de la película (famosa o no) introduce en el juego dialéctico actor-personaje una dimensión nueva, que lo cortocircuita parcialmente al interponer, a nivel de la recepción del espectáculo cinematográfico, un tercer ingrediente: el reconocimiento del artista conocido o simplemente del amigo, con un valor casi documental. Aspecto que sin lugar a dudas pasa algo desapercibido hoy en día para el espectador medio que, fuera de Max Ernst —tal vez— no puede identificar a unos contemporáneos de Buñuel que no pasaron a la posteridad. En cambio, para el público a quien, al fin y al cabo se destinaba la película en 1930, las apariciones, aunque fugaces, de personas conocidas cobraban un sentido determinado. ***

Para el papel del protagonista masculino de La edad de oro, confluyen las dos lógicas. En efecto, Gaston Modot, además de ser un verdadero profesional ya asentado en su carrera en 1930, presenta también la característica de formar parte del ámbito artístico de la época, incluso como creador. Modot es entonces un actor conocido del cine francés mudo. Este hijo de un arquitecto, nacido en el año 1887, había actuado ya en lo mejor del cine francés, en unas treinta películas, de Raymond Bernard (Le miracle des loups), de Jacques Feyder (Carmen), de Jean de Baroncelli (Néné), o de Maurice Tourneur (Le navire des hommes perdus).5 Luis Buñuel lo elige antes de todo por la admiración que tiene hacia él como intérprete: «Me había llamado la atención porque era un actor, y además, un actor muy bueno» (1993: 41). No ha de extrañar el hecho de que la lógica de la profesionalidad fuera determinante a la hora de elegir al intérprete sobre el que iba a descansar gran parte de la película. Pero este criterio es compatible con la segunda lógica y Buñuel subraya también como factor determinante de su elección la pertenencia de Modot a un círculo cultural común. De hecho, Modot se había interesado tempranamente por la pintura y las artes en general, gracias a lo 5 En adelante, seguirá trabajando en lo mejor del cine francés, en películas de Jean Renoir, Jean Duvivier, René Clair, Jacques Becker, Pabst y Carné (Les enfants du Paradis).

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cual formaba parte del grupo de intelectuales y artistas que frecuentaban Montmartre, era amigo de Modigliani o de Braque y luego se trasladó a la vanguardia cultural que tenía como epicentro Montparnasse, donde Buñuel le había conocido personalmente: «Le conocía de nuestro grupo de Montparnasse. Modot había sido pintor y compañero de Picasso en 1912» (1993: 41). Hasta había realizado una película en el año 1929, adaptando uno de los «cuentos crueles» de Villiers de l’Isle Adam, La torture par l’espérance. En otras palabras, Modot no era un actor cualquiera. Un artículo de 1959 lo define como «inclasificable», a pesar de su participación en numerosas películas importantes, porque «en él existe un no sé qué muy peculiar que prohíbe clasificarlo como profesional».6 El hecho de moverse intelectualmente en el mismo ámbito que Buñuel facilitaría la dirección de actores ya que el realizador necesitaba a una persona que le entendiera y aceptara la identificación con un personaje atípico, capaz de transgredir los valores sociales, de revolcarse gozosamente en el lodo, o de dar una patada a un perro aunque, eso sí, a regañadientes.7 Por lo demás, Modot conocía y amaba España8 y si esta película es indudablemente francesa en su producción, sin embargo, se puede plenamente hablar de co-producción cultural, empezando por el reparto que le dará un matiz muy específico dentro del conjunto de las películas de vanguardia de la época. Por fin, por amistad, Modot acepta trabajar en la película por 5.000 francos a la semana, es decir, la mitad del sueldo que debería haber cobrado, lo cual le permite a Buñuel realizar unos ahorros importantes en el presupuesto general. En efecto, la preocupación de Buñuel por hacer una película que no exceda la cantidad acordada con Charles de Noailles es constante y el director intentará conciliar sus obligaciones económicas con sus intenciones estéticas. Si la figura de Modot, el actor-artista, se impuso de modo bastante rápido, en cambio, la elección de una actriz, de la «vedette», como escribía Buñuel, no fue fácil, según lo documenta su correspondencia con su mecenas, Charles de Noailles. Parece ser que en ningún momento

6 Cfr. «quelque chose empêche de dire qu’il est un acteur. En lui existe je ne sais quoi de très à part qui interdit de l’appeler un professionnel». En La Foi et les Montagnes ou le septième art au passé. Paris, Paul Montel, 1959. 7 Cuenta Buñuel que le había pedido a Modot que aplastara la cabeza del perro y que éste se opuso a ello, así como el equipo técnico: «a fin de cuentas, sólo pude obtener que Modot le diera una patada al perro» (1993: 98). 8 «Era un enamorado de España y tocaba la guitarra» (1982a: 132).

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pensó en una actriz conocida y que el primer criterio para elegir a la protagonista fue el de su belleza física. Por ello, Buñuel se orientó hacia la posibilidad de seleccionar a una intérprete que perteneciera a su ámbito cultural. En una carta de febrero de 1930, evoca la posibilidad de contratar a la mujer de Max Ernst, Marie-Berthe Aurenche, que no era actriz: «si su mujer (que es muy guapa e interesante) sale bien tal vez la contrataré como vedette», le escribe a Charles de Noailles. (L’Age d’or 1993: 56). Sin embargo, tiene que descartar tal posibilidad después de haber realizado una serie de ensayos: «Entre las ocho mujeres ensayadas, Marie Bert[h]e Ernst es la mejor pero, a causa de su nerviosismo, es imposible contratarla» (L’Age d’or 1993: 57) y concluye: «Sigo investigando para encontrar a la vedette» (Ibíd.). En sus memorias, el director confiesa que no recuerda por qué contrató finalmente a la joven rusa Natalia Lyech, nacida en Berlín, conocida como Lya Lys: «me fue enviada por un agente, al mismo tiempo que Elsa Kuprine, la hija del escritor ruso. No recuerdo por qué elegí a Lya Lys» (1982a: 132). Aparte del requisito fundamental de la belleza física,9 parece ser que obedeció su elección al criterio de la profesionalidad después de las pruebas fracasadas de Marie-Berthe Aurenche. Una gran parte de la película se relaciona con la historia de la pareja central y el director declaró posteriormente que el cincuenta por ciento del filme descansaba en la figura femenina.10 Cuando, en el segundo día de rodaje, el director se percata precisamente de la falta de profesionalidad de la actriz, del hecho de que le había «engañado diciendo que ya había hecho varias películas» y de que «ni siquiera sabe maquillarse. Y todavía menos actuar» (L’Age d’or 1993: 60), piensa en despedirla pero no lo hace por motivos económicos y porque, avanzando el rodaje, mediante una dirección de actores muy exigente, no desprovista de violencia, Buñuel logra obtener un resultado que estima satisfactorio: «me costó muchísimo trabajo pero gustó mucho y Hollywood la contrató para hacer de ella una starlette» (1993: 41). *** 9

En una carta del 7 de marzo, recién iniciado el rodaje, reconoce que es «bastante bonita» (L’Age d’or 1993: 60). 10 «Usted entenderá sin duda la gran responsabilidad que tiene ella y el hecho de que, si no queda como ha de ser, la película perdería el 50%», le escribe al mecenas (L’Age d’or 1993: 60).

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En torno a la pareja central11, Luis Buñuel incluye a una serie de actores secundarios, que designa como petits rôles («pequeños papeles»), así como una importante galería de «extras». Aparte de la historia de amor, el espectador queda marcado por la presencia de unos personajes secundarios que cobrarán gran vida en la película. En los títulos de crédito, sólo aparecen siete nombres —excluyendo a los dos protagonistas—, presentados en el siguiente orden y del siguiente modo: Caridad de Laberdesque Max Ernst Llorens Artigas Lionel Salem Madame Noizet Duchange Ibanez

Hay que añadir a esta lista poco exhaustiva otros nombres, numerosos, que, a pesar de que sus apariciones puedan ser muy fugaces, son relevantes para dibujar el sistema de actores de la película. Lo que llama la atención en el reparto, tal como señalé anteriormente, es la imponente presencia en él, al lado de unos auténticos actores (de teatro como Germaine Noizet, o de cine como Lionel Salem, por ejemplo), de unos cuantos no-profesionales, más precisamente de amigos procedentes del ámbito cultural en el que evoluciona Buñuel: — artistas españoles, que pertenecían al entorno artístico de Luis Buñuel cuyo ambiente de camaradería describe en el capítulo «París» de sus memorias (1982a: 89-104), hombres atraídos como él, por la «capital indiscutible del mundo artístico»12, y que el joven aragonés designa de forma colectiva, en un subcapítulo, como «Nosotros los metecos» (1982a: 90): el ceramista Josep Llorens Artigas, los pintores Pedro Flores, Joaquín Roca, Juan Esplandiu, Francisco G. Cossío, Domingo 11 Que le costará a Buñuel aproximadamente un cinco por ciento del presupuesto general de su película (26.728 francos para Modot, y 10.009,60 para Lya Lys, o sea un total de 36.737,60 francos. Ascendiendo el coste general de la película a 576.000 francos (película muda). Las cifras completas se encuentran en los Archivos Buñuel-de-Noailles depositados en la documentación del Centro Pompidou en París. 12 «Se decía entonces que en París, capital indiscutible del mundo artístico, había cuarenta y cinco mil pintores —cifra prodigiosa—muchos de los cuales frecuentaban Montparnasse» (1982a: 91).

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Pruna o Manuel Ángeles Ortiz, en cuyo taller Buñuel conoció a Picasso.13 — artistas extranjeros instalados en París: Roland Penrose, Max Ernst. — escritores: Jacques Prévert,14 Paul Eluard. — personas relacionadas con el cine: Pierre Prévert, Jacques Bernard Brunius (asistente de Buñuel en L’Age d’or), Jean Aurenche, Claude Heymann (asistente de Buñuel en L’Age d’or), Marval (productor ejecutivo de L’Age d’or). — mujeres relacionadas con amigos: Marie-Berthe Aurenche-esposa de Ernst, Simone Cottance-esposa de Brunius, Valentine Penrose-esposa de Roland Penrose. — En cuanto a Caridad de Laberdesque (asistenta), cuyo nombre destaca en los títulos de crédito, no era la esposa de ningún amigo pero su presencia se relacionaba sin lugar a dudas con los mismos circuitos culturales: Paul Hammond la presenta como «a Montparnasse barfly and heroinomane who’d recentley distinguished herself in a surrealist raid on the Maldoror nightclub» (1997: 41). No obstante la heterogeneidad de las figuras actoriales —actores profesionales con gran experiencia, profesionales con escasa experiencia, principiantes, extras, amigos —, Buñuel logra una gran fluidez estética debida a la coherencia de su dirección de actores. Los papeles segundarios y la figuración, de manera general, funcionan colectivamente como un marco humano sobre el cual destacan los dos protagonistas. Estos, en efecto, a pesar de su anonimato fundamental (no tienen nombre), quedan individualizados por el mero hecho de ser la pareja protagonista en torno a la cual se articula la narración. Los demás, en cambio, casi no se individualizan y se caracterizan, como personajes, dentro de grupos socialmente definidos, desde el más pequeño (el de los bandidos) hasta el más importante (la muchedumbre de la inauguración) pasando por el intermedio formado por el de los invitados (fiesta). Dentro de estos grupos, actúan unilateralmente, conforme con la imagen estereotipada que se relaciona con su categoría social: los invitados actúan naturalmente como 13

«En el estudio del pintor Manolo Ángeles Ortiz de la rue Vercingétorix conocí, poco después de mi llegada, a Picasso que era ya célebre y discutido» (1982a: 93). 14 Jacques Prévert cobró un sueldo de cincuenta francos como extra el 28 de marzo de 1930 (Archivos del Centro Pompidou). Dice Buñuel: «Añado que se vislumbra a Prévert, que hace de transeúnte en una calle» (1982a: 133).

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invitados a una reunión de aristócratas, los bandidos como bandidos, o los asistentes a la inauguración como cualquier público. En el guión técnico, Buñuel pensaba ya en la dirección de actores, por ejemplo, cuando, en la escena de la fiesta, insistía en la naturalidad de los gestos de los invitados. De hecho, dicha naturalidad era necesaria para conseguir el más amplio desfase respecto con las situaciones con sus consecuencias subversivas: entre la mundanal conversación de los invitados y el padre que asesina a su hijo, por ejemplo. Desfase con efecto cómico, a veces: la naturalidad del marqués hablando con sus invitados contrasta con las moscas pegadas en su cara, provocando la risa (del espectador, claro está, porque sus interlocutores no parecen percatarse de nada). Dentro del conjunto de los papeles segundarios y de la figuración, dos casos merecen un enfoque aparte: el de Max Ernst, jefe de los bandidos, y el de Artigas, gobernador. En efecto, habiendo sido elegidos los dos según la lógica de la camaradería, sus respectivas actuaciones tienen un peso mayor que el de los demás extras, con unos auténticos rôles dentro del conjunto fílmico. Buñuel eligió a Ernst por ser un amigo pero también por unas características físicas que le parecían adecuadas para uno de los papeles. El 8 de febrero de 1930, cuando está ya elaborando el reparto de su película, le escribe a Noailles: «Max Ernst me hará seguramente el papel del capitán de los bandidos. Tiene una cara magnífica» (L’Age d’or 1993: 47). En su autobiografía, recordará luego su «extraño semblante de ave con ojos claros» (Buñuel, 1982a). Y la verdad es que Max Ernst tiene, en la secuencia de los bandidos, una presencia muy relevante en la pantalla. Desde luego, en esta secuencia inaugural, todavía no ha aparecido la pareja Modot-Lys y el espectador, en busca de protagonistas, fija su atención momentáneamente en lo que parece ser el principio de una película de bandidos y más específicamente en el que sobresale como jefe: Max Ernst. El papel de capitán de los bandidos figuraba ya en el guión técnico en una forma muy parecida a la secuencia rodada antes de que Ernst fuera elegido para interpretarlo. Sin embargo, según las notas manuscritas que figuran en el guión y que se escribieron durante el rodaje, se puede deducir que, sobre la marcha, Buñuel le dio mayor consistencia al papel, añadiendo cuatro planos protagonizados por Ernst (integrados entre los planos 31 y 33).15 De este modo, la figura de Ernst desta-

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Guión técnico, conservado en los Archivos del Centro Pompidou.

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ca netamente en el grupo de los bandidos, sobre todo por un gran plano que pone de relieve de hecho la peculiaridad física de una cara en la que lucen dos ojazos de una claridad extraña, aumentada por una iluminación específica, anti-natural. Es decir que Buñuel saca plenamente partido de la potencialidad estética de esta verdadera tête en la pantalla, jugando con la escala de planos, la iluminación y el vestuario. Por consiguiente, el amigo Max Ernst no está solamente en L’Age d’or como una presencia simbólica, sino que encarna también plenamente su papel de bandido. De la misma manera, el personaje del gobernador en L’Age d’or cobra un relieve específico gracias a la interpretación de Josep Llorens Artigas, el famoso ceramista catalán, galardonado con la Medalla de oro en la Exposición Internacional de Artes Decorativos en 1925, y amigo de Buñuel. La elección de Artigas para el papel es el resultado de un feliz azar. Éste cuenta que, habiéndose enterado de que el director aragonés iba a hacer una película, le pregunta si puede verle trabajar, lo cual Buñuel acepta con la condición de que haga un papel de extra para no molestar. Cuando Artigas saca su cartera, Buñuel de repente ve la foto de su carné de identidad, con cabeza rapada y bigote: «si te vuelves a rapar la cabeza, te pondremos unos bigotazos y tendrás un papel en la película» (Permanyer 1975: 46), le dice. Por añadidura, según le comenta a Charles de Noailles, trabaja gratis, «en amigo» (L’Age d’or 1993: 59). Pero, claro está, mediante una dirección precisa. Primero pasando por una transformación física del actor que va acentuando ciertos rasgos suyos hasta unos límites caricaturescos: el aspecto oviforme de su cara es subrayado por el corte de pelo rapado (en la secuencia de la fiesta) o cortada por un ridículo sombrero de alta copa cuya verticalidad queda como contrariada por unos monumentales bigotes tiesos que forman una oscura línea horizontal en el rostro, encima de la boca. Bigotes que cobran movimiento, casi vida, durante el discurso filmado en plano corto, para mejor ponerlos en evidencia. Recordemos que Buñuel sabía mucho de utilización plástica de bigotes, si nos referimos al artículo arriba mencionado sobre los del actor Menjou. Además, Buñuel se vale de la pequeña estatura de Artigas para subrayar el carácter ridículo de un personaje que encarna la máxima autoridad en la película, colocándole, por ejemplo, al lado de una mujer verdaderamente alta en la escena del salón de fiestas. Como en el caso de Max Ernst, Artigas le da al personaje que interpreta, además del valor añadido de ser un amigo, una indu-

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dable credibilidad: «para mí, sin lugar a dudas su figura es la figura más interesante de toda la película» (Ibíd.), comenta Buñuel. ***

La presencia de los amigos, no se puede negar, le permite a Buñuel ahorrar dinero, sobre todo a nivel de «figuración». De hecho, si comparamos el presupuesto previo presentado a Charles de Noailles (573.109 francos, excluyendo la sonorización) con el coste real de la película (576.000 francos), nos damos cuenta de que en la figuración es únicamente donde el sueldo es negativo, con un ahorro de 6.187,80 francos.16 Por ejemplo, en la secuencia de la fiesta, Buñuel les «propone a sus amigos o conocidos que actúen, gratis, como invitados» (Hammond 1997: 41), con la única condición de que se presenten debidamente vestidos. Sin embargo, fuera del motivo económico, la presencia en el reparto de los amigos es también el resultado de un planteamiento artístico. Integrado a la ficción como personaje, el actor-artista o, más generalmente, el actor-amigo, sigue siendo reconocible como persona, o personalidad. Como en la estética del collage, introduce una relación conflictiva entre parte y todo: se integra plenamente en una totalidad ficticia del que es un elemento entre otros (un bandido, un invitado en la fiesta), pero también su presencia vale por sí misma, como elemento insólito que llama la atención. La persona borra parcialmente al personaje, induciendo para el espectador de entonces un tipo de percepción específica, que se hace en el sentido o de un reconocimiento o de una participación al producto artístico en un acto colectivo. La presencia puede ser meramente simbólica: por ejemplo, Jacques Prévert, aparece tan fugazmente que su figura pasa desapercibida. En cuanto al poeta Paul Eluard, su participación se limita a su voz que dobla a Gaston Modot en apenas unas frases. Pero el collage de la voz de este representante del surrealismo tiene una densidad estética insustituible. Sea lo que sea, no importa la importancia cuantitativa de los papeles desempeñados, sino el mero hecho de estar allí, de participar. A este respecto, es de señalar que el propio Eisenstein,

16 Se preveía un presupuesto de 44.900 francos y se gastaron 38.712,20 francos. También se debió al hecho de que Buñuel renunció al rodaje de ciertas escenas que habrían costado mucho en términos de figuración. Archivos del Centro Pompidou.

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de paso por París, estuvo a punto de actuar en la película como bandido, noticia publicada por el periódico L’intransigeant, pero parece ser que Buñuel se negó a incluir en su reparto al autor de la malísima Romance (sentimentale).17 La presencia de actores-artistas-amigos en L’Age d’or remite a la dimensión colectiva de esta película manifiesto del surrealismo. Los surrealistas adoptan literalmente la película de Buñuel, hasta tal punto que elaboran el programa que se vendió con motivo de su estreno en el Studio 28, un folleto de unas veinte páginas, que es como una prolongación literaria y gráfica de la película, con un texto de presentación de la misma firmado colectivamente por la flor y nata artística de la época, Maxime Alexandre, Louis Aragon, André Breton, René Char, René Crevel, Salvador Dalí, Paul Eluard, Benjamin Péret, Georges Sadoul, André Thirion, Tristan Tzara, Pierre Unik, Albert Valentin,18 e ilustrado con dibujos de Salvador Dalí, Max Ernst, Hans Arp, Yves Tanguy, Man Ray y Joan Miró. A modo de prolongación plástica de L’Age d’or, se exponen en el Studio 28 obras de estos mismos artistas. En cuanto a las presentaciones públicas de la película, reúnen a lo mejor de las vanguardias artísticas parisienses del momento. En el plano de la sala donde tiene lugar la primera sesión privada organizada por los Noailles en el cine Le Panthéon, el 22 de octubre de 1930, figuraban, aparte de los nombres mentados arriba, Duchamp, Giacometti, Brancusi, Léger, Desnos, Miró, Braque, Bataille, Leiris, Malraux, Cocteau, Gide, Drieu la Rochelle, entre muchos otros.19 La película no sólo funciona como manifiesto sino también como película «de familia» (que provocó, pero es otra problemática, el divorcio entre los Noailles y su propia «familia» social, sus amigos «poniéndoles en el índice purgatorio por haber extremado su generosidad hacia los artistas hasta el punto de apoyar una obra que pasaba por repudiar su propio medio social»).20

17 Hasta el periódico L’intransigeant publica la noticia de que Eisenstein interpreta un bandido en L’Age d’or (10/03/1930). 18 Facsímil del programa en L’Age d’or, 1993. 19 Documento reproducido en Bouhours 2000: 70 20 Cfr. Bouhours, 2000: 71. También cuenta Buñuel al respecto una anécdota incierta pero divertida: «Al día siguiente, Charles de Noailles fue expulsado del Jockey-Club. Su madre tuvo que hacer un viaje a Roma para parlamentar con el Papa, ya que incluso se hablaba de excomunión» (1982a: 133).

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La presencia en la pantalla de numerosos miembros de esta familia artística induce un tipo de relación con ella que es similar a la foto de familia. Pero si, en el presente inmediato de su estreno, los espectadores pudieron reconocer o reconocerse en La edad de oro, en una relación identitaria, a la inversa, los enemigos estéticos e ideológicos pudieron ver en la película también un compendio, un símbolo de lo que rechazaban, lo cual permite entender entre otros motivos por qué la película desencadenó tanta violencia después de haber sido tratada por la censura en un primer momento con bastante benignidad. Por otra parte, con el tiempo, y fuera de su contexto, L’Age d’or queda, no sólo en la historia del cine sino en la historia de las artes del siglo veinte, además de sus cualidades estéticas, como una inolvidable página del pasado, la encarnación simbólica de un momento de intensa fecundidad artística, fundamentada en la camaradería y los intercambios, de una mítica «edad de oro»… ***

En sus memorias, Luis Buñuel cuenta que, en París, la esposa del pintor Hernando Viñes, Loulou (hija del escritor Francis Jourdain), le había regalado un «objeto extraordinario» heredado de su abuela que mantenía a finales del siglo pasado un salón literario: «un abanico en el que la mayoría de los grandes escritores de fin de siglo, y también algunos músicos (Massenet, Gounot) escribieron unas palabras, unas notas de musicales, unos versos o, sencillamente, pusieron su firma. Mistral, Alphonse Daudet, Heredia, Banville, Mallarmé, Zola, Octave Mirbeau, Pierre Loti, Huysmans y otros, como el escultor Rodin, se hallan reunidos en este abanico, objeto trivial, compendio de un mundo» (1982a: 92). La fascinación del director por este abanico, que, según cuenta, lo miraba «con frecuencia», se debe sin lugar a dudas a su condición de extraño y sutil collage en un soporte único, en un lugar común, de las huellas gráficas de unos actores de la historia artística finisecular en París. La película La edad de oro funciona, en cierta manera, como este abanico, las huellas luminosas de los contemporáneos de Buñuel quedan depositadas en el celuloide, reunidas como un testimonio común acerca de una época, auténtico «compendio». Al hacerlo, Luis Buñuel entronca sin lugar a dudas con una práctica corriente en el

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cine experimental, independiente o de vanguardia. Dos años antes de La edad de oro, en Entr’acte, de René Clair (con guión de Picabia y música de Satie), aparecen entre otros Marcel Achard, Marcel Duchamp, Man Ray o el mismo Picabia). Un ejemplo extremo sería la película de Man Ray Les Mystères du château du dé, financiada por el mismo Charles de Noailles en 1929, y rodada en la casa-castillo de los mecenas en Hyères, uno de los lugares de cita de muchos artistas de la época, con sus invitados. Pero fuera de un círculo de aficionados, esta película no ha marcado la historia del séptimo arte. La especificidad de La edad de oro, respecto con la práctica de incluir a conocidos en el reparto, radica en el hecho de que su condición de película de familia no limitó su alcance a un grupo reducido de aficionados ni se hizo en detrimento de su valor propiamente cinematográfico. Buñuel no excluyó del todo la lógica profesional sino que intentó combinar las dos lógicas.

BIBLIOGRAFÍA L’Age d’or. Correspondance Luis Buñuel-Charles de Noailles. (1993). Les Cahiers du Musée National d’Aart Moderne. Paris, Numéro HorsSérie/Archives. BARTHES, Roland (1980): La chambre claire (Note sur la photographie). Paris: Seuil. BERTHIER, Nancy (2000): «Fantasmas de carne y hueso: los actores de L’Age d’or». En: Emmanuel Guigon (ed.): Luis Buñuel y el surrealismo. Teruel: Museo de Teruel. BOUHOURS, Jean-Michel (2000): «Nunca más la edad de oro». En: Emmanuel Guigon (ed.): Luis Buñuel y el surrealismo. Teruel: Museo de Teruel. BUÑUEL, Luis (1982a): Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés Editores. — (1982b): Obra literaria. Zaragoza: Editorial Heraldo de Aragón. — (1993): Pérez Turrent, Tomás y José de la Colina, Conversations avec Luis Buñuel. Paris: Cahiers du Cinéma. HAMMOND, Paul (1997): L’Age d’or. London: British Film Institute. «La Foi et les Montagnes ou le septième art au passé» (1959). Paris, Paul Montel. MABILE, Jean-Marie; Philippe Soupault (1965): «Entretiens». En: «Surréalisme et Cinéma», Etudes cinématographiques, n° 38-39. PERMANYER, Lluís (1975): Los años difíciles de Miró, Llorens Artigas, Fenosa, Dalí, Clavé, Tapies. Barcelona: Lumen.

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Luis Buñuel nunca estuvo en La Habana, pero sin la existencia de esta ciudad quizás nunca una navaja habría cercenado un ojo; el Jaibo no habría irrumpido para reclamar la atención sobre los olvidados; un celoso compulsivo no hubiera asediado a su esposa en un campanario; la partitura wagneriana no acompañaría la muerte de Catalina y Alejandro arrastrados a esos abismos de pasión en cumbres nada borrascosas; unos mendigos no hubieran podido poner en solfa la inutilidad de la caridad, al ser reunidos alrededor de una mesa para una grotesca reproducción de la última cena según Da Vinci; el ángel exterminador no revolotearía para impedir que un grupo de personas después de otra cena, por una razón inexplicada, pudieran salir de un salón; unos peregrinos contemporáneos no recorrerían el camino de Santiago, mientras en el París de mayo del 68 se levantaban barricadas; la glacial belleza de Catherine Deneuve no hubiera reinado de día en aquel burdel ni se habría desquitado del hidalgo toledano al provocarle una muerte que Galdós, en manos de un magistral adaptador, no habría imaginado; sin La Habana, quizás ninguno de los sueños de aquellos burgueses de «discreto encanto», como tantos otros que pueblan el universo onírico de uno de los más geniales creadores en la historia del séptimo arte, jamás habrían sido soñados o filmados. Tampoco el pequeño Luis habría podido dar sus primeros pasos por las calles de su adormilada Calanda natal, en la que el tañido de las campanas marcaba el curso de la vida de unos 5.000 habitantes. Fascinado también por los horrores del inconsciente, Goya, otro sordo genial, había nacido en aquellos lares. En una casa de la calle Mayor, frente a la

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placeta de Manero ese pueblo, situado a unos 100 kilómetros al sur de Zaragoza, nació Luis con el siglo XX, el 22 de febrero de 1900. Y es que fue precisamente en La Habana donde su padre, Leonardo Manuel Buñuel González, había amasado la fortuna que le permitió contraer matrimonio con la hermosa María Portolés Cerezuela. Los Buñuel, aunque pertenecientes a una arraigada familia local, no contaban con ninguna riqueza de la que pudieran enorgullecerse en aquel villorrio con casas de tejados rojos y paredes estucadas de blanco o marrón. Emprendedor por naturaleza, y negado a continuar la tradición farmacéutica de su hermano, el inquieto Leonardo optó por probar suerte al otro lado del mundo. A los catorce años escapó de la casa para unirse al ejército español en calidad de corneta. En la biografía de Luis Buñuel, el australiano John Baxter afirma que tres años después, aburrido de esta labor, Leonardo se alistó junto a otros nueve amigos del pueblo en el ejército destacado en Cuba. Un formulario que rellenó con la magnífica caligrafía que le caracterizara le facilitó un trabajo de oficinista en La Habana. «La cosa es que al escribir su solicitud dijo alguien: Este chico tiene buena letra. Que se quede aquí en la plaza. Los otros nueve del pueblo se fueron al interior, a pelear con los mambises, y los nueve murieron de fiebre amarilla», evocaba Luis (Aub 1984: 37). La fortuna le sonreía por primera vez en su nuevo destino. De acuerdo a lo relatado por Luis Buñuel en alguna entrevista, su padre permaneció en la isla treinta años, desde 1868 con el inicio de la lucha independentista de los cubanos hasta 1898 en que, con cuarenta y dos años, decidió regresar a España. Allí se casó y, dos años más tarde, nació Luis Buñuel.1 Al licenciarse, Leonardo Buñuel abrió una ferretería y armería ubicada en la confluencia de las calles Lamparilla, Oficios y Baratillo, especializada en la importación al por mayor hacia el Caribe de productos procedentes de Inglaterra, España, Francia, Alemania e Italia y ulteriormente de Estados Unidos. En sus intentos por describir el floreciente negocio paterno, el cineasta recuerda que era «una ferretería grande donde había un poco de todo». Vendía lo mismo variados efectos navales, instrumentos agrícolas, y un amplio surtido de armas de diversas marcas, entre ellas las afamadas firmas Smith y Remington, a juzgar por un revólver Smith con 1 Por supuesto que existen imprecisiones en los testimonios de Buñuel, pues en unos afirma que su padre llegó a Cuba con diecisiete años y permaneció treinta, por lo que debió haber regresado a España con cuarenta y siete años, pero otras veces afirma que se casó a los cuarenta y dos con María Portolés, que tenía diecisiete.

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sus iniciales que conservaba junto a un rifle Winchester. La casa fue fundada en 1878 con el nombre inicial de Cajigal y Marina; más tarde asumió el de Cajigal y Cía. para luego adoptar el de Cajigal y Buñuel. Bastaba asomarse a la calle, llena de toldos levantados, para introducirse en cualquiera de las estampas costumbristas recreadas por Landaluze. El estruendo de los bailes de negros en el Día de Reyes evocaría en Leonardo a los tradicionales tambores de Calanda, así como las campanadas de la Basílica de San Francisco, a las dos escasas iglesias de su pueblo natal. La cercanía al puerto donde atracaban los barcos que proveían sus mercancías, la bulliciosa Plaza de San Francisco, llena de calesas y coches que añadían el sonido de las ruedas sobre los adoquines, y la algarabía de vendedores callejeros y transeúntes, convertían la ferretería en un lugar estratégico en el que no escaseaban los clientes. El primogénito Luis Alberto Buñuel Portolés nunca olvidó que en su niñez, transcurrida en un piso del nº 29 del Paseo de la Independencia, en Zaragoza, entre las anécdotas recurrentes que su padre, por demás silencioso, acostumbraba a contarles en los largos paseos por la finca de su propiedad a él y sus seis hermanos: María, Alicia, Conchita, Leonardo, Margarita y Alfonso; no podía faltar lo acontecido la noche del 15 de febrero de 1898: aún permanecía revisando los libros de cuentas en el despacho de su tienda –aunque a veces cambiaba el lugar y afirmaba que se encontraba sentado en una mecedora en el balcón de su casa– cuando un estruendo estremeció las edificaciones e hizo añicos no pocos vitrales. A los pocos minutos, los comentarios de la gente que corría, entre asustada y curiosa, revelaron el origen. El crucero norteamericano Maine, anclado en la bahía desde el 25 de enero, se había hundido a consecuencia de una terrible explosión, arrastrando consigo a más de doscientos tripulantes. Esta catástrofe, esgrimida como pretexto por el gobierno de Estados Unidos para declararle la guerra a España un mes después, fue tal vez el detonante que le faltaba a Leonardo Buñuel para adoptar una importante decisión. Consciente de que había acumulado bastante dinero en La Habana colonial, pensó que ya estaba listo para regresar a España y traspasó la administración del próspero negocio a dos de sus empleados de confianza, el gallego Segundo Casteleiro Pedrera y el asturiano Gaspar Vizoso Cartelle, con los que estaba asociado.2 Ellos estaban al servicio

2 En 1901 adoptó la razón social de «Casteleiro y Vizoso», que pasó de padres a hijos, fue famosa luego como la casa «Sucesores de Casteleiro y Vizoso, Importadores de

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de la firma desde 1892 y 1888 respectivamente, Buñuel los designó como sus apoderados hasta que en 1901 constituyeron la sociedad «Casteleiro y Vizoso S en C». Luis Buñuel bromeaba con frecuencia acerca de que, «según la potencia de su padre en España, debía de tener un montón de hermanos bastardos corriendo por La Habana» (Baxter 1996: 25), si bien no creía que fuera de los que, como sus paisanos, se acostaran con negras o mulatas. Baxter (1996: 25) describe en estos términos al progenitor de Luis Buñuel, un hombre culto, de vivaz inteligencia e insaciable sed de conocimientos: Cuando Leonardo era joven, pese a ser bajo de estatura, había sido poseedor de una espectacular belleza: el pelo oscuro le caía sobre la frente despejada, llevaba un espeso bigote y sus ojos gris-verdosos tenían una mirada inquisitiva; sin embargo, los trópicos lo habían envejecido. Cuando Luis lo conoció estaba regordete, casi calvo, y su bigote era blanco. No obstante, seguía adepto al panamá, el bastón y los fuertes cigarros de sus tiempos de Cuba, y conservaba también la seguridad de los que están acostumbrados a que los obedezcan.

Como muchos coterráneos que retornaban con alardes de sus conquistas de ultramar, al llegar a aquella silenciosa localidad turolense de Calanda que parecía detenida en el tiempo hasta que los ensordecedores tambores de la noche del Viernes Santo hasta el amanecer del Sábado de Gloria sacudían la monotonía del lugar, Leonardo Buñuel anunció a sus amigos, con la presunción típica de un señorito, «su intención de casarse con la mujer más bonita y sana del pueblo». Al igual que se desconocen muchos pormenores acerca de su estancia en Cuba, también se ignoran las circunstancias en que conoció a la muy joven y hermosísima María Portolés (1882-1969), de una familia proveniente del Alto Aragón. Tal vez fue en la Semana Santa, mientras ella observaba a aquel apuesto recién llegado, a quien jocosamente llamaban «Weyler», con las manos ensangrentadas de marcar el ritmo incesante de los tambores. Más de un biógrafo de Buñuel se refiere al acontecimiento social que significó en la región aquella boda. Durante mucho tiempo, incluso, motivó una frase lugareña de connotaciones refranescas: «Ésta se casará Ferretería, S. A». El magnífico edificio que ocupara fue construido especialmente para domicilio de la firma y era de su propiedad.

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cuando Buñuel venga de Cuba», a propósito de cualquier muchacha que por tener demasiadas aspiraciones rechazaba un pretendiente tras otro. Luego de casarse en 1899, Leonardo compró a la noble familia de los Ram de Viu una casa ubicada en los confines del pueblo. Pese a la diferencia de edades, la felicidad y el bienestar marcaron aquella unión modélica entre una mujer joven y un hombre maduro, algo que también se señala como una de las recurrencias en la filmografía buñueliana, que culminara precisamente con Ese oscuro objeto del deseo (1976). El padrino de Luis Buñuel, bautizado el 9 de marzo de 1900, fue Gaspar Homs, un mallorquín vendedor de esponjas, que también volvía de La Habana, donde fuera amigo y compañero de negocios de su padre. Repollés, un coterráneo de Buñuel, rememoró para Max Aub al Don Leonardo que conoció: «Sentado en la puerta, en unos sillones de mimbre, vestido siempre de blanco, con esos trajes cubanos, su jipi, y fumando unos habanos... Impresionante. Era el clásico indiano, exactamente, pero es que, además, era como un prócer». (1984: 211) De acuerdo a su testimonio, don Leonardo llegó a Calanda «rodeado de toda la opulencia que usted quiera, porque había ganado millones a espuertas. [...] Don Leonardo se limitó, pues, a traficar única y exclusivamente con hierros. Detalles no sé. [...] Trajo tanto dinero, que en aquellos tiempos era ya una fortuna de fábula» (Aub 1984: 212). Pepín Bello, que entablara una estrecha amistad con Buñuel, Dalí y Lorca durante su estancia en la Residencia de Estudiantes, que les convirtiera en precursores del surrealismo en España, ha relatado las estrictas costumbres familiares impuestas por don Leonardo Buñuel. Luis no ocultaba su admiración y, con una mezcla de humor y orgullo, practicaría luego esos comportamientos misóginos en el seno de su propia familia: En la mesa, su padre se sentaba en una cabecera, en la otra María, su madre, a la derecha él y sus dos hermanos, Leonardo y Alfonso, y a la izquierda sus cuatro hijas. Durante la comida, no hablaba más que don Leonardo, el padre, que dirigía la palabra nada más que a los varones. A la mujer y a las hijas ni les preguntaba, no hablaban nunca en la mesa (2000: 98).

El director de Viridiana desmintió a Ado Kyrou3, quien en su aproximación biográfica asegura que su madre fue a La Habana, y que re3 Ado Kyrou (1923-1985). Cineasta francés de origen griego. Autor de dos ensayos: Surrealismo au cinèma (1952) y Amour, erotisme et cinèma (1957). Pasó a la realización

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gresaron definitivamente a Calanda en 1914 (1963: 13). No ha sido Kyrou el único en atribuir un supuesto regreso de la familia Buñuel a la isla; Juan Francisco Aranda especula que Leonardo «una vez casado volvió a Cuba con su esposa, pero en 1904 regresaron definitivamente a Calanda, compraron tierras y las administraron» (1969: 16).4 Luis Buñuel insistió en que ni él ni su madre, María Portolés, estuvieron en Cuba. Lo cierto es que fue Leonardo Buñuel quien retornó a La Habana en 1912, según narra Luis: «Olía que iba a pasar algo en Europa, seguramente la guerra, y quería dejar su dinero fuera. Pero volvió a los tres meses, desencantado y furioso porque sus ex empleados no quisieron admitirle. Nunca le vi más desengañado» (Aub 1984: 37). Preocupado por la suerte de su esposa y de los cinco hijos que tenían hasta entonces, Leonardo Buñuel se animó a tomar otro barco rumbo a Cuba. Para entonces, la firma «Casteleiro y Vizoso» se había extendido por casi todas las ciudades y pueblos de la isla. Los dos socios gerentes habían orientado su gran constancia y una capacidad técnica nada común, por cuanto la casa gozaba de gran prosperidad. El surtido de los artículos se había ampliado considerablemente y eran entonces los únicos agentes en Cuba de la Mosler Safe Co., una de las fábricas más importantes de cajas de seguridad, además de tener la exclusividad en las ventas de las básculas y balanzas Standard. Dueños de un poderío inimaginable cuando se iniciaron en el ramo, dieron la espalda a su antiguo socio comanditario, quien se vio forzado a regresar a España al cabo de unos pocos meses, más cariacontecido que de costumbre. Ese 1912 coincide con ser el mismo año que Alejo Carpentier (1904-1980) cobró conciencia de lo que era La Habana de intramuros, al cumplir siete años. El singular cronista rememoraba que La Habana de entonces, circundada de potreros, era «muy semejante en costumbres, maneras de ver, el ritmo general de la vida, a lo que siguen siendo hoy ciertas ciudades de provincia españolas».5 El asfalto era casi un ilustre desconociy rodó numerosos cortometrajes y dos largometrajes: Bloko (1965) y El monje (1972), sobre un guión de Buñuel y Jean-Claude Carrière; este último fue una coproducción franco-italo-alemana con fotografía de Sacha Vierny y música de Ennio Morricone. El reparto lo integraron: Franco Nero, Nathalie Delon, Nicol Williamson, Elisabeth Wiener y Nadja Tiller. 4 El autor afirma, además, que Leonardo «participó en la guerra de Cuba contra los Estados Unidos de América, alcanzando el grado de capitán». 5 Transcripción del documental-conferencia Habla Carpentier... sobre La Habana (1912-1930), realizado por Héctor Veitía en 1974, incluido en Carpentier 1987: 61.

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do en la mayoría de aquellas calles de piedra o de tierra apisonada, llenas de peligrosos baches, quizás mucho más animadas que las de Calanda, y hasta Zaragoza, donde Leonardo dejara a su familia, y que recordaba a cada paso con las melodías de zarzuelas o pasodobles que tocaban los organilleros españoles en la capital cubana y se sumaban al concierto de pregones, cencerros y el sonido de los rebaños de vacas suministradoras de leche fresca y las mulas y caballos que tiraban de los carretones. Fue justamente la prosa de Carpentier –con quien coincidiera por primera vez en París, en pleno apogeo del surrealismo y consagrados ya como novelista y cineasta, respectivamente–, la que condujo a Luis Buñuel a valorar la posibilidad de filmar la novela El acoso. Exaltaba su delirante imaginación el reto de traducir en imágenes ese sugerente texto para lograr una proeza análoga a la del autor: encerrar la acción en el tiempo exacto que dura la ejecución –de acuerdo a las indicaciones metronómicas– la tercera sinfonía de Beethoven. El director de Ensayo de un crimen primero había pretendido rodar una versión de Los pasos perdidos, antes que el actor Tyrone Power (1913-1958) se adelantara en adquirir los derechos de realización. Luis Buñuel anunció a principios de 1959 su intención de filmar El acoso con el financiamiento del productor mexicano Manuel Barbachano Ponce (1925-1994), con quien colaborara en Nazarín (1958). Ambos mantuvieron con Carpentier una estrecha comunicación por medio de cartas y llamadas telefónicas entre México y Caracas. Barbachano esperaba la conclusión por Buñuel del rodaje en la capital azteca y Acapulco de Los ambiciosos (La fièvre monte à El Pao), para firmar el contrato formal. Secretamente, Buñuel halló en las páginas de El acoso un pretexto para recorrer «la ciudad de las columnas» que habitara su padre, sobre la cual le hablaran con contagioso entusiasmo tanto Barbachano, que produjera allí Cinerevista, como el actor español Francisco Rabal (1925-2001). En tránsito hacia México para protagonizar Nazarín, Paco Rabal y Barbachano habían pasado fugazmente por la capital cubana, con las calles llenas de policías que, en alguna de esas tres calurosas noches de juerga por los lugares donde se tocaba música popular y conocieran músicos como El Chori, les hicieron pasar un mal rato al obligarlos a bajar de un automóvil y encañonarlos con sus armas. El actor visitó entonces Tropicana, «el Vaticano de La Habana», como lo describiera su amigo diplomático Agustín de Foxá.

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Rabal cuenta que en los momentos de descanso durante la filmación en Cuautla de Nazarín, don Luis y él bebían y reían muchísimo gracias al agudo sentido del humor del aragonés, que bromeaba sobre todo a costa de los actores, pero también del equipo técnico, en el que Alfredo Guevara figuraba como asistente no acreditado.6 A propósito, recuerda el actor: «A los cubanos que había por allí, que estaban todos con Fidel, les decía cosas terribles para cabrearles. Les decía que su padre había vivido en Cuba, que era un riquísimo hacendado y que se había cargado a un líder revolucionario. “Sí, mi padre mandaba el pelotón de fusilamiento”. “Apunten”, dijo mi padre. Y entonces llegó un jinete al galope con el indulto. Mi padre leyó el indulto y dijo: “¡Fuego!”. Y se lo cargó. Los cubanos le miraban indignados, y era todo mentira» (Hidalgo 1985: 57). Buñuel pensó que Rabal era ideal para el personaje del Acosado, abatido por sus perseguidores al resonar el último acorde del concierto en la sala del teatro Auditórium, donde se refugiara luego de su huida por las calles habaneras en los turbulentos años que siguieran a la caída de Machado. Carpentier manifestó su deseo de examinar cuidadosamente la adaptación, en la cual Buñuel avanzara bastante, a fin de que correspondiera en su totalidad a la época en que situaba la acción de su noveleta. En una entrevista Barbachano Ponce revelaría el verdadero móvil que animaba al cineasta, más que la propia acción y personajes antiheroicos de El acoso:7 Creo que no era un tema de él, era un tema de Alejo. ¿Sabes qué le interesaba? El padre de Buñuel trabajó en Cuba muchos años y aquí hizo su fortuna, sí, y eso es algo no muy conocido y Luis amaba a Cuba por esa razón, porque lo oyó tanto desde su infancia, que, en fin, vivía ese ambiente, el ambiente paterno. Eso le gustaba a Luis: volver a la tierra que había visto su padre. Buñuel veía en El acoso un poco La Habana en que vivió su padre. Creo que esa era su única motivación.8

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Según entrevista concedida por Paco Rabal, Guevara «estuvo con nosotros en Nazarín como ayudante de dirección ficticio, porque lo que hacía era mandar desde México armas a Fidel a la Sierra» (2000: 429). 7 En la preparación del guión de El acoso intervino Eduardo Ugarte, viejo amigo y colaborador de Buñuel en los filmes que supervisara y produjera en su primera etapa española en Filmófono (1935-37): la primera versión de Don Quintín, el amargao, ¡Centinela, alerta! y ¿Quién me quiere a mí?; participó, además, en la adaptación de Ensayo de un crimen. 8 Manuel Barbachano Ponce. Entrevista personal. La Habana, diciembre de 1986.

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Pero como casi una veintena de obras literarias convertidas en «proyectos muertos», El acoso fue a parar a su «sepulcro privado», como le llamaba el propio Buñuel. Aunque la historia le resultaba muy atrayente, varios factores incidieron en la indefinida posposición del proyecto. Su gran amigo Luis Alcoriza (1920-1992), colaborador en el argumento y el guión de casi una decena de obras, explica que Luis comentó con él ciertas objeciones que tenía en cuanto a filmarla, ante todo porque El acoso aborda el destino de un delator político que por momentos resulta un personaje demasiado tierno, y pensaba que era peligroso hacer que la gente le tuviera simpatía a un delator. «Siempre tuvo ese prejuicio, y le oí decir algo así: “Si algún día lo hago, voy a tratar de quitarle simpatía, o quizás que la delación sea por otro motivo, que no sea tan vil como la delación de un camarada”, precisa Alcoriza».9 Leonardo Buñuel González falleció el 3 de mayo de 1923; su hijo Luis sesenta años más tarde, tras legar una filmografía que, curiosamente, se abrió con la imagen de la mano que escinde un ojo y se cerró brillantemente con otra mano que zurcía un encaje ensangrentado. Max Aub (1903-1972), afirmó que lo único cubano que existió en la vida de don Luis Buñuel, además de esos proyectos frustrados sobre la literatura carpenteriana, fue el dinero aportado por su madre, doña María, para que pudiera rodar Un perro andaluz, aunque luego no se atreviera a ver ninguna de sus películas. De todos modos, resulta muy interesante el comentario que el propio Aub hiciera a un Buñuel obsesionado por una Habana que sólo pudo transitar a través de los fabulosos relatos de su padre, severo y bondadoso a la vez: «Lo curioso es que posiblemente el dinero que aportó (Francis) Picabia para todas sus fantasías dadaístas, y aún anteriores, también fuera cubano. Con lo que resulta que, en el fondo, sin Cuba –y sin España, claro –, ni el dadaísmo ni el surrealismo hubiesen sido lo que fueron» (1984: 37).

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Luis Alcoriza. Entrevista personal. La Habana, diciembre de 1986. Colaboró con Buñuel en el argumento y guión de sus filmes: El gran calavera (1949), Los olvidados (1950), Don Quintín, el amargao (1951), El bruto (1952), La ilusión viaja en tranvía (1953), El río y la muerte (1954), La muerte en este jardín (1956), Los ambiciosos (1959) y El Ángel Exterminador (1962).

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BIBLIOGRAFÍA ARANDA, Juan Francisco (1969): Luis Buñuel, biografía crítica. Barcelona: Lumen. AUB, Max (1984): Conversaciones con Buñuel, seguidas de 45 entrevistas con familiares, amigos y colaboradores del cineasta aragonés. Madrid: Aguilar. BAXTER, John (1996): Luis Buñuel, una biografía. Barcelona: Paidós. BELLO, José (2000): «En torno a Buñuel». En: Marisol Carnicero y Daniel Sánchez Salas (coords.): Cuadernos de la Academia, no. 7-8. Madrid: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, pp. 95106. CARPENTIER, Alejo (1987): Conferencias. La Habana: Letras Cubanas. HIDALGO, Manuel (1985): Francisco Rabal... un caso bastante excepcional. Valladolid: 30ª Semana de Cine. KYROU, Ado (1963): Luis Buñuel. New York: Simon and Schuster. RABAL, Francisco (2000): «En torno a Buñuel», En: Marisol Carnicero y Daniel Sánchez Salas (coords.): Cuadernos de la Academia, no. 7-8. Madrid: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, pp. 427438.

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DEL ESTRABISMO Y LA CEGUERA EN EL ARTE ESPAÑOL: DE PICASSO A BUÑUEL1 Javier Herrera Filmoteca Española, Madrid

Picasso nace en Málaga en 1881 y Buñuel en la localidad turolense de Calanda en 1900, es decir diecinueve años más tarde, justamente cuando el primero se encuentra en Madrid (Herrera 1997) editando la revista Arte Joven —su conexión con la generación del 98— y pintando Mujer en azul —cuando empieza a dejar de ser «Ruiz Picasso» para irse convirtiendo poco a poco, en busca de su auténtica y definitiva personalidad, en «Picasso». Se trata en este artículo tan sólo de apuntar los contactos, los paralelismos y las coincidencias habidas entre ambos como punto de partida de un trabajo más ambicioso tendente a conocer sus conexiones más profundas a partir de su condición de españoles exiliados, creadores de mundos propios y personales, intérpretes únicos de dos estilos—lenguajes, el cubismo y el surrealismo, en dos medios de expresión diferentes, el arte plástico y el cine, y que, curiosa y casualmente, tras una primera atenta observación, parten en sus respectivas trayectorias de unos hechos o experiencias artísticas muy similares: la ruptura con los modos habituales de ver la realidad a través de «intervenciones» sobre el órgano fisiológico —el ojo— productor de la visión.

1 Este artículo es una reelaboración con aportaciones nuevas de otros trabajos del autor, concretamente Herrera (2003 y 2006), además de otros no reseñados aquí.

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UN ARTÍCULO PIONERO No ha sido habitual, en efecto, relacionar a esos dos grandes artistas españoles, fundamentales para el conocimiento del siglo XX, acaso porque hasta fechas muy recientes no se ha empezado a valorar en condiciones de igualdad al cine como al resto de las artes y no se han tenido en cuenta los aspectos que los unen como conformadores de los hábitos visivos del hombre contemporáneo. Sin embargo a finales de 1934 en una de las revistas españolas de cine más importantes —la barcelonesa Popular Film— aparece un artículo (Serrano 1934; Pérez Bowie 1996) relacionando ya a los dos creadores, muy significativo, a pesar de lo farragoso y, en ocasiones, confuso que resulta su lectura. Su autor, Luis M. Serrano (del que, por cierto, nada más hemos sabido después), comienza con el tan traído y llevado tópico de que han empezado a ser conocidos en España gracias a que han triunfado en París, para pasar después a hablar de que se trata de artistas semejantes y complementarios, siendo el uno representante de la «pintura móvil» y el otro de la «estela de la luz», y seguidamente comparar las posibilidades expresivas del cuadro y del fotograma así como a definir al cinema como el «arte del futuro» por su condición de síntesis del resto de las artes. Pero es en la segunda mitad del artículo donde explicita la relación entre el pintor y el cineasta partiendo de la hipótesis de la influencia «quizá sin saberlo» de Picasso, por su condición de guía y punto de referencia de la vanguardia, en el artista cinematográfico; así, cita la perceptible presencia de la segunda etapa de su arte, es decir del cubismo en El gabinete del Dr. Caligari; la tercera, su etapa clasicista, la vemos también en algunos filmes alemanes, en tanto que la última, la que define, siguiendo a Franz Roh, como «oscilación entre forma abstracta y objetiva» surgiría la escuela cinematográfica realista que ejemplificaría (y no le falta razón) Buñuel. Y concluye: «Picasso espiritualiza... sus figuras. Buñuel las materializa al darlas vida real... Picasso pinta el alma. Buñuel retrata el cuerpo. Pero los dos —por caminos tan separados— van a una idea común: objetivar el arte» (Pérez Bowie 1997: 44). Y como colofón, la guinda, el punto de contacto entre ambos: su condición de «poetas del color y de la luz, de la realidad y de la ilusión» (Pérez Bowie 1997: 44), pero poetas al fin y a la postre. Es la primera vez que desde una tribuna cinematográfica española se apela a la común condición poética entre pintura y cinema a través de los modelos

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que representan Picasso y Buñuel prescindiendo del lenguaje utilizado por cada uno. Esta forma de conectar a ambas figuras del arte y del cine español es ciertamente insólita para la época y más si se tiene en cuenta que desde entonces —prácticamente hasta los primeros años de la década de los ochenta en que se comenzó a estudiar el surrealismo español desde una visión de conjunto y no exclusivamente con planteamientos disciplinares— nadie se había percatado de que ambos creadores pudieran tener algo en común; es más, que se hiciera depender del pintor —a través de la escenografía cubista del Dr. Caligari— ese primer cine de Buñuel no deja de tener su interés pues ciertamente Picasso era entonces el punto de referencia más válido en todo lo que se refiriera a creación artística y era lógico que se pensara que esa forma nueva de ver y de representar la realidad podía incidir en los medios expresivos del resto de las artes. De ahí que Serrano perciba, aunque no acierte muy bien a explicarlo, esa común tarea de «objetivar el arte» y su condición de «poetas del color y de la luz, de la realidad y de la ilusión», si bien con los matices propios de cada medio: la espiritualización que conlleva la pintura y el realismo propio del cine. De igual modo es patente la consciencia de la ruptura que en los dos medios de expresión habían ocasionado esos dos creadores españoles partiendo de una raíz étnica y cultural común y que ambos desde ese localismo hubieran triunfado universalmente en París, la capital del arte y de la cultura modernas. El artículo de Serrano (se le nota familiarizado con la crítica de arte contemporáneo, pues cita a Roh y Woermann, además de con el cine) se publica aún con los ecos de los recientes viajes de Picasso por España —los dos con estancias en Barcelona— en una época trascendental de su trayectoria, la que precede a su divorcio de la bailarina rusa Olga Khoklova, y que será según sus propias palabras «el peor tiempo de su vida» (Rubin 1980: 307), en el que incluso llegó a dejar de pintar durante más de un año. También Buñuel se encuentra por esas mismas fechas en un período crítico: a caballo entre París y Madrid, acaba de terminar Las Hurdes/Tierra sin pan, se casa y nace su primer hijo, y está convencido de que ya nunca más va a realizar una película, aunque trabaja como director de doblaje de las películas de la Warner Bros en España, hasta que conoce a Ricardo Urgoiti y se dedica, en Filmófono, a la producción de películas populares basadas en los sainetes de Carlos Arniches y en el gancho del cantante Angelillo, una dedicación cierta-

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mente exitosa que se verá truncada por la Guerra Civil.2 Los dos, curiosamente, coinciden en el mismo tiempo aunque por razones diferentes en una profunda crisis de creatividad que les llevará a pasar sendos rubicones y que superarán también más o menos por la misma época, tras el término de la Segunda Guerra Mundial; en efecto, será en 1946 cuando Buñuel, tras sus años de ostracismo en Estados Unidos (Martín 1995; Herrera 2002a), verá la luz rehaciendo su carrera en México al igual que Picasso, tras la liberación de París, acudirá a la Costa Azul, concretamente a Antibes, ya con Françoise Gilot, para recuperarse de la tristeza y las incomodidades de la guerra. Ésa será una más de una serie de coincidencias que remiten a una formación cultural y artística que tiene algunos pilares idénticos: Goya, el Museo del Prado, el 98, Galdós así como Ramón Gómez de la Serna, y las mismas ciudades: Madrid, Toledo y París.

PICASSO SEGÚN BUÑUEL: INTERPRETACIONES Y COINCIDENCIAS Pero el primer contacto habido entre ambos se remonta a diez años antes, en 1925, cuando Buñuel llega por primera vez a París. Así lo recuerda en sus memorias: «En el estudio del pintor Manolo Ángeles Ortiz de la rue Vercingétorix —refiere el cineasta— conocí, poco después de mi llegada, a Picasso que ya era célebre y discutido. A pesar de su llaneza y jovialidad, me pareció frío y egocéntrico —no se humanizó hasta la época de la Guerra Civil, cuando tomó partido— no obstante lo cual, nos veíamos a menudo. Me regaló un cuadrito —una mujer en la playa— que se perdió durante la guerra» (1982: 82). Acto seguido refiere de manera impersonal (con un elocuente «se decía») dos episodios de la vida de Picasso no directamente vividos por él pero que resultan, como veremos, muy significativos de la cercanía en la que se movía dentro de su círculo de amistades. Así, en relación con su «amigo» Apollinaire, refiere que el pintor «renegó del poeta como San Pedro negara a Cristo» (1982: 82) con motivo del famoso robo de La Gioconda, hecho que si bien, sustancialmente, es cierto, se debió a una suerte de pequeña justificada venganza por no haberle dicho en su mo-

2 Véanse las referencias a esta época en Buñuel (1982), Aub (1985) y Herrera (20012002; 2002b y 2005) con abundante documentación inédita.

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mento el poeta que las estatuillas ibéricas que le compró Picasso (1907) habían sido sustraídas por su secretario, Géry-Piéret, del Louvre para demostrar la inseguridad del museo; sería, con ocasión del robo de la obra de Leonardo (21 de agosto de 1911) que salió ese tema a la luz, arrestado el poeta e interrogado Picasso con el resultado conocido.3 Más adelante cuenta que en 1934 el ceramista Llorens Artigas, «amigo íntimo» de Picasso, efectuó junto a un marchante (se refería a Miguel Calvet) una visita a la madre del pintor en Barcelona, quien, sin su conocimiento, compró gran cantidad de dibujos realizados durante su infancia y su adolescencia; pero algún tiempo después el marchante organizó una exposición en una galería, a la que es invitado Picasso, reconociendo y emocionándose con los dibujos, lo cual no fue óbice —según Buñuel— para que fuera a «denunciar a la policía al marchante y al ceramista» publicándose la fotografía de este último «como si se tratara de un estafador internacional» (1982: 82). En relación con este episodio, acaecido el 2 de marzo de 1930, pero resuelto cuatro años después, efectivamente hubo denuncia pero lo fue por abuso de confianza de Calvet respecto a Picasso pues le compró los dibujos a la madre del pintor por 1.500 pesetas para luego revenderlos en París por una cantidad muy superior (pero sin exposición en una galería de Saint Germain-des-Prés como aseguraba Buñuel)4. Destaquemos que ambos episodios tienen como común denominador la asociación entre la amistad —que como sabemos era para Buñuel una de las cosas más sagradas— y los problemas judiciales que pueden influir en su deterioro; sin embargo, en ambos casos, parece que se esfuerza por subrayar los elementos más negativos de los hechos, como si a través de ellos quisiera dar a entender que hay cosas —como la frialdad y el egocentrismo aplicados al pintor— que pueden contaminarla y quisiera desprestigiar su mitificación en vida precisamente por el lado humano, aquél en el que los grandes genios suelen flaquear; pero, al mismo tiempo, ¿cómo no ver en dichas apelaciones, por vía indirecta, una suerte de exorcismo respecto a sus propios fantasmas y problemas con Dalí y Lorca?

3 El episodio está muy bien trabajado en Richardson (1997: 199-205). Muy agradecido por las pistas y aclaraciones a mi gran amigo Rafael Inglada de la Fundación Picasso de Málaga. 4 Para mayor información véase Palau (1966).

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Y concluye sus recuerdos y su valoración del pintor de la siguiente manera: «Había momentos en los que su legendaria facilidad me hartaba. Lo único que puedo decir es que el Guernica no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura. Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco. A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas» (1982: 83). Sólo hacer constar a este respecto que el MOMA de Nueva York, a través de su conservadora Iris Barry, acogerá a Buñuel a raíz de su llegada a los Estados Unidos y que dicho museo cumplirá respecto a su documental Las Hurdes/Tierra sin pan parecida función a la recibida por el Guernica: otro paralelismo, sin duda, interesante.5 Todo ello no es óbice para que en 1951, a propósito de la promoción de Los olvidados en París y en cuyo éxito de una manera u otra intervino el pintor gracias al entusiasmo de Octavio Paz (Herrera 2000a), apareciera en algunos medios de México, Francia e incluso en España una fotografía de los dos en el estudio de Picasso. Junto a estos recuerdos explícitos las demás referencias al pintor en las memorias de Buñuel también se refieren a amigos comunes6. Así sucede con el «célebre ceramista español Artigas, amigo de Picasso» (1982: 114) y con José Bergamín (1982: 61, 71) al que se le añade en otro lugar su condición de malagueño, paisanaje que igualmente le sirve para situar a Moreno Villa (1982: 61); por otro lado para centrar la figura de Castanyer, uno de los pintores españoles de París, afirma que «puso el restaurante Le Catalan frente al estudio de Picasso» (1982: 81). La razón de esta «dependencia» picassiana no era otra que por aquel entonces toda la actividad artística e intelectual de París (y más para los españoles que acudían allí en busca de fortuna) giraba en torno al pintor malagueño, incluso para un hombre como Buñuel, nada proclive al culto a la personalidad y al que, significativamente, reconoce «verlo frecuentemente». 5 Véase sobre el tema el epígrafe titulado «Las Hurdes en el Museo: el papel del MOMA» en Sánchez Vidal (1999: 49-53). 6 La simple nómina de los «amigos» (o contactos intelectuales) comunes entre ambos ya justificaría un estudio comparativo de gran interés; recordemos: Gómez de la Serna, Aub, Cocteau, Breton, Larrea, Bergamín, Jacques Prévert, Eluard, Alberti, Sadoul, Penrose, Man Ray, etc.

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En efecto, no hay que olvidar que la llegada de Buñuel a París coincide con el inicio de la etapa surrealista de Picasso (Jackson 2004) y que en torno a él se mueven una serie de jóvenes pintores y escultores —que darán lugar a la llamada «Escuela Española de París»— entre los que se encuentran Joaquín Peinado (Aub 1985: 345-360) y Hernando Viñes, que serán para el aragonés, según sus propias palabras (1982: 81), sus mejores amigos; pero también están Manuel Ángeles Ortiz (Aub 1985: 337-344), Pancho Cossío, Pedro Flores y Juan Esplandiu que intervendrán de una forma u otra primero en la escenificación en 1926 de El Retablo de Maese Pedro de Falla en Amsterdam, en cuyo programa, con portada de Hernando Viñes, figura por cierto el famoso dibujo que le hiciera el maestro malagueño, y después (1930) haciendo de bandidos en el rodaje de La Edad de Oro (Berthier 2005: 371-384). Hay, pues, en Buñuel una inicial experiencia humana y profesional cercana a los planteamientos pictóricos (Grisolía 2002) y dentro de ella a la vida y a los contactos que giran en torno a la autoridad picassiana, dependencia que, no obstante, enseguida se verá enriquecida con las enseñanzas ya específicamente cinematográficas del director francés Jean Epstein y con la frecuentación de los círculos surrealistas. Fruto de ese primer cruce de la pintura, el cine y el surrealismo es su primer proyecto cinematográfico (entre 1926 y 1927) sobre la figura de Goya (Buñuel 1992)7, un pintor con el que frecuentemente ha sido asociado su cine —al igual que ha sucedido con Picasso, en cuyo proceso formativo, como es sabido, tuvo una decisiva influencia (Herrera 1997: 171-178, 214-219)— y que nos sirve de punto de apoyo (nos referimos fundamentalmente al Goya de los Caprichos, Disparates y pinturas negras) para conectar la deformación «caprichosa», «disparatada» y «negra» de la realidad —que podría resumirse en «el sueño de la razón produce monstruos»— con ese recurso desesperado y criminal a la ceguera como medio paradójico de visión y simbolización.

7 Goya estará conectado en Buñuel a la iconografía de la ceguera. Véase Sánchez Vidal (1993: 203).

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«LOS MUROS MÁS FUERTES SE ABREN A MI PASO» (PICASSO) La primera fase, tras la raíz goyesca, de dicha cadena de afinidades la tendríamos en los primeros movimientos interdisciplinarmente modernos (simbolismo, modernismo) de fines del siglo XIX en los que el tema del ciego y de la ceguera es casi un lugar común en la literatura pero que obtiene un correlato importante en el período azul de Picasso; en efecto su mecanismo de identificación con el miserabilismo y el sentimiento de compasión hacia los mendigos —entre los cuales el ciego ocupa un lugar destacado (recordemos tan sólo dos óleos significativos como El guitarrista ciego (1903) del Art Institute de Chicago o La comida del ciego (1903) del Metropolitan Museum de Nueva York) — se corresponden con los cuentos, relatos y poemas que desde Galdós hasta los modernistas catalanes pasando por los Baroja, Azorín, etc. (Herrera 1997: 135-137) han tenido al ciego como protagonista real y representativo a un tiempo de una determinada forma de mirar y acercarse a la realidad. Un tratamiento que curiosamente coincide con la época de los primeros espectáculos cinematográficos a los que Picasso no fue en absoluto ajeno pues ya en La vida (1903, Cleveland Museum of Art), ha señalado Palau —su principal biógrafo español—, puede percibirse una asimilación de la proyección de imágenes sobre una pantalla en una de las escenas-cuadros que se encuentran en segundo plano (Revenga 1981) tras la pareja desnuda y la mujer con el niño.8 A partir de ese momento azul y rosa y hasta el período de Gósol y Las señoritas de Avignon, en paralelo al desarrollo del cinematógrafo como espectáculo popular y a sus experimentos con la escultura negra africana, Picasso comienza a alejarse de la realidad entendida en su acepción naturalista, distorsionando paulatinamente la figura y, sobre todo, desfigurando los rostros en base a irles socavando los atributos del sentido de la vista y adoptando simultáneamente una perspectiva errónea y desencajada en la representación de los ojos como si realmente viera dos imágenes divergentes tal y como ven los bizcos (lo que conocemos por «estrabismo» en la jerga médica); de esa guisa la cara se tor-

8 Impresión que se ve corroborada porque en el primer boceto del cuadro (Picasso 1966: 94, fig. 89A) una de las escenas es otro cuadro colocado sobre un caballete, mientras que en la versión definitiva se elimina dicho soporte y el mismo cuadro aparece como proyectado sobre la pared.

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na máscara, pero mortuoria, puesto que ya a través del hueco de las órbitas de los ojos, como si se tratara de esculturas en bronce (Díez del Corral 1955: 114), o de su colocación asimétrica, la figura representada no podrá ya «figurar» que ve —e incluso dentro de poco tiempo ni tan siquiera ser vista ni distinguida— pues lo que el espectador percibirá será una acumulación simultánea de líneas y colores irregularmente dispuestos y desfigurados (cubismo): obsérvese que hasta el «retorno al orden» (1917), es decir en toda la época cubista, las figuras de Picasso se encuentran incapacitadas para ver (y en consecuencia para mirar y ser miradas) por lo que han perdido esa facultad humana de posar, de «estar» simplemente allí y sentirse descubiertas por un observador ajeno. En efecto: a partir del cubismo, en el cuadro no se desarrolla ninguna acción interna de comunicación a través del sentido de la vista ni ninguna figura establece un diálogo con el exterior pues todo ha llegado a ser «naturaleza muerta» o «vacío interior» (Díez del Corral 1955: 115): es como si el pintor quisiera obligar al contemplador a ver la forma como un espectáculo en sí misma —no por lo que representa sino por lo que «es»— pretensión que fue la misma en los primitivos operadores de los Lumiére: transmitir a los espectadores las formas del movimiento puro desprovisto de anécdota, de contenidos literarios y de escenografía, es decir hacerles partícipes del registro estrictamente documental de lo visible, simples luces y sombras móviles, puras fantasmadas surgidas en la niebla del sueño donde la magia y la ilusión se dan la mano, transportarles al terreno de la pura visualidad y visibilidad, al territorio homérico de la iluminación interior, al reino de la ceguera absoluta y de la omnipresente poesía, al terreno de lo irreconocible y lo desfigurado. Notemos también que la operación de «vaciado» realizada por Picasso (consistente en introducir un proceso escultórico en la actividad pictórica, es decir invadir con un planteamiento intelectual distinto las actividades habituales de la otra técnica, la considerada ortodoxa), es igualmente paradójica, pues vaciar las cosas es quitarles la sustancia, la profundidad y el relieve, devolverlas a los atributos de la simple y llana superficie, congelarlas en imagen, dotarle de los atributos de lo que no vive, de la muerte, en suma. Y la muerte es el logro, el tema principal de la fotografía, según Barthes: detener el tiempo, expresar el «aquí y ahora» de lo que siempre camina hacia adelante, punctun de lo que se mueve y de lo que ya nunca será —existirá— así, en esa misma forma. No es casual que Picasso ya en fecha tan temprana como 1901 experi-

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mentara con la fotografía y que las primeras obras con ese medio (casi todas autorretratos y retratos de amigos) tuvieran una condición espectral y fantasmagórica, sobre todo ese Autorretrato en el taller en el que las imágenes de los cuadros llegan a confundirse con su propia imagen reflejada en el espejo y que al dorso lleva la siguiente inscripción manuscrita del propio artista: «Esta fotografía puede titularse: “Los muros más fuertes se abren a mi paso. [¡]Mira!”» (Baldassari 1994: 43-48). Hay, pues, ya en este Picasso juvenil una enorme voluntad (aunque sea a golpe de boutade) de romper cualquier barrera, de transgredir cualquier límite, de traspasar por arte de birlibirloque, como un mago o un prestidigitador, las dimensiones habituales e instalarse en esa cuarta dimensión de que hablaba Apollinaire.9 Nada más elocuente a este respecto que la manera de mirar que tiene Picasso a la cámara ya desde bien pequeño —un retrato con su hermana Lola cuando tenía siete años ya es una mirada interrogadora respecto del misterio que tiene enfrente, pero profundamente tensa (Baldassari 1994: 59, fig. 35)— hasta que evoluciona hacia esa forma valiente, retadora, casi prepotente, viril e igualmente profunda, capaz de atravesar como un rayo láser el cristal esmerilado del objetivo de la cámara que tiene enfrente, y que es propia de las miradas de los años de su plena juventud: la «mirada fuerte andaluza» en el decir de Richardson (1997: 9).10 Diríase que interrogando al objetivo de la cámara, retándolo a una lucha sin cuartel, alberga la secreta intención de romper de cuajo las convenciones de la perspectiva centralizada imperante desde Masaccio y los flamencos, desequilibrar las fuerzas que pueblan ambos lados del eje de simetría, desencajar y fracturar la frontalidad hasta desfigurarla, convertir la superficie en un muro profundo, pues la profundidad siempre dependerá del punto de vista del observador, de su forma de mirar, ya que si hay una imposibi-

9 «Los pintores —dice— han llegado con naturalidad y por intuición a preocuparse por las nuevas medidas posibles del espacio que, en el lenguaje de los talleres modernos, se designan brevemente y en conjunto con el nombre de ‘cuarta dimensión...’, que no ha sido más que la manifestación de las aspiraciones, de las inquietudes de gran número de jóvenes artistas al contemplar las esculturas egipcias, negras y de Oceanía, al meditar sobre las obras de la ciencia... de tal manera que, con esa expresión utópica, también se relacionó una suerte de interés histórico» (Apollinaire [1913] en Hess 1967: 83). 10 Son los autorretratos realizados en el taller de la calle Schoelcher durante los años 1915-1916. Véase Baldassari (1994: 74-77, figs.48-51)

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lidad de mirarse unos a otros en la ficción del cuadro es porque también el artista tiene que mirar de otro modo y obligar a los demás —como un nuevo Mesías— a ver de esa otra forma: «¡Mira! —es la orden— ¡Compruébalo por ti mismo! Y verás». Es entonces cuando crea su lenguaje paradójico: «al profundizar en la superficie —al atravesar realmente el muro— «llega a superficializar la profundidad», logrando plasmar, en nuestra opinión, la teoría de la relatividad —la cuarta dimensión— en pintura. Ese movimiento de sinuoso internamiento por los pliegues de la superficie del cuadro, como un fantasma que va proyectando su transparente silueta por los muros que atraviesa, tiene su cumplida materialización en la figura desnuda y sentada de Las señoritas de Avignon, quintaesencia de todo el cubismo, al ser simultáneamente análisis y síntesis, expresión de su propio «tiempo» de realización y de su visualización intelectiva, figura en la que se perciben y se captan en su integridad las distintas fases de las sucesivas vistas de la figura en su movimiento interno, en un giro de ciento ochenta grados, que va desde la escena del burdel —donde el desnudo se encuentra en la ficción— hacia el espacio del espectador (es acaso la última vez que en pintura un personaje figurado mira al espectador, mas no para comunicarse con él, como sucedía en Velázquez o en Vermeer, sino para perturbarle, intrigarle o simplemente atemorizarle con su infinito descaro, con el mismo descaro y actitud retadora —también con el mismo miedo— con que Picasso miraba a la cámara), en una suerte de forzado masoquismo que hubiera sido captado al ralentí por un pantógrafo capacitado para anudar en una vista única las «animaciones» previas de ese giro panorámico figurado pero también simbólico que enlaza a la escena ficticia con el mundo real, incitando a la confusión en su ataque agudo de estrabismo.11 Ya se ha dado aquí un paso decisivo de superación de la fotografía a partir de la apropiación de los principios cinematográficos. El proceso es como sigue: primero hay que vaciar los ojos, luego fracturar la frontalidad como si se utilizara un serrucho o un cuchillo de carnicero y desfigurar los contornos de la nariz para que ésta deje 11 No es casual que se hable de «animación» a propósito de Picasso: su técnica es producto de la animación mental del cuadro de una forma similar a la técnica de los dibujos animados y consecuencia de las distintas vistas obtenidas por la foto-escultura. La animación cinematográfica en Picasso puede apreciarse en los retratos de Clovis Sagot (Baldassari 1994: 100-101, figs. 74-75) y en la serie de fotos con su perro (Baldassari 1994: 63, figs. 38-40).

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de ser el eje de la cara, es decir de la identidad; después, romper la tendencia a la verticalidad y disponer en dos zonas, ya por fuerza asimétricas e irregulares, el espacio vital de dominio de cada ojo como si se tratara de un par estereoscópico poliédrico, llegando así al disloque absoluto de la nueva visión distorsionadora: la superficie se ha dinamizado y el tiempo se ha introducido definitivamente en el espacio.12 Sin embargo al mismo tiempo otra influencia del cinematógrafo va a resultar igualmente decisiva en la dirección opuesta, es decir en la fijación de su mirada y en su capacidad para atrapar la nuestra: nos referimos a la manera de representar sus propios ojos en los autorretratos de la misma época pero particularmente el de la Národní Galerie de Praga —coetáneo a Las señoritas...— en el que se ha visto la influencia directa de los primeros planos de las películas de la época, a las que era muy aficionado, que solían intensificarse gráficamente en negro para sustituir la mudez de la boca (Richardson 1997: 9) y dotar así de mayor elocuencia y expresividad —también de énfasis dramático— a la mirada.

LA CONEXIÓN SURREALISTA Como es sabido Picasso entre 1917 y 1925 aproximadamente tiene su período más clásico hasta que logra fundir los elementos cubistas y 12 «Dinamización del espacio» y «espacialización del tiempo» (Panofsky [1936] 2000: 118) son conceptos en relación paradójica y sin sentido aparente, que tienen al menos la virtud de modificar el aparato conceptual que la historia del arte aplicaba hasta entonces al arte moderno. De ahí a las apreciaciones de Hauser, que coloca a todo el arte del siglo XX (hasta 1951) «bajo el signo del cine» (1969), Francastel o Gömbrich (por citar los casos de historiadores del arte más conocidos y emblemáticos), que utilizan los mismos o similares términos para referirse a Cézanne y al cubismo, sólo hay un paso y es el que convierte al análisis puntual de una paradoja observable en un sistema de referencias válido para la interpretación de «lo móvil» en base a unas pautas extáticas, sistema que confirmará el «futurismo», escuela en la que teoría y práctica tanto cinematográfica como pictórica obtendrán sus correspondientes formulaciones programáticas —vale decir racionales y razonables— por lo que ya no será posible la ambigüedad y mucho menos el juego ilusionista de contar mentiras: la representación del movimiento de una forma inmóvil, literalmente hablando, hará retroceder a la pintura, y con ella a la especulación visual, al terreno científico-experimental donde la dejó la fotografía de fases sucesivas o estroboscópica, es decir a la realidad-tal-cual-se-ve y lejos en consecuencia de los componentes expresivos del imaginario múltiple que da lugar al cruce de caminos benjaminiano propio del cinematógrafo.

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figurativos en un lenguaje totalmente propio que lleva la impronta de las poéticas surrealistas, como tan acertadamente ha estudiado Rafael Jackson. No es el momento ahora de profundizar en este tema sino sólo de señalar la coincidencia entre la llegada de Buñuel a París y el inicio de esa etapa surrealista de Picasso, propiciada por André Breton —que desde 1921 había estado entusiasmado con Las señoritas... y por cuya mediación fue vendido al modisto-mecenas Jacques Doucet— en sus artículos de La Révolution Surréaliste, en cuyo número 4 se reproduce por primera vez en Francia el cuadro al tiempo que reivindica la época de «ruptura» que tiene lugar entre Horta de Ebro y el Retrato de Kahnweiler, cuyo epicentro es precisamente la obra maestra del MOMA neoyorquino. Se constatan, pues, como punto de partida una serie de hechos que tienen lugar a partir de 1925, que tienen como elemento formativo común a Picasso y la amistad con los pintores españoles de su círculo, a través de los cuales, como ya indicamos, llega a conocerlo y visitar con frecuencia su taller de la rue de la Boetie donde es lógico pensar que conocería «directamente» (por muy poco no pudo llegar a ver in situ a Las señoritas de Avignon) sus obras, tanto las cubistas que conservaba como las nuevas que estaba ya realizando y que todos sus estudiosos suelen iniciar con La danza (1925. Londres: Tate Gallery); efectivamente, cuadros como El abrazo (1925. París: Musée Picasso) de su museo parisino o las diversas variantes del tema Mujer sentada (1926. Nueva York: MOMA y Toronto: Art Gallery) testimonian un retorno violento a los principios destructivos de la forma de la época cubista intentando un difícil maridaje con la permanencia, muy simplificada, de la figura. Igualmente significativo resulta la asistencia en lugar de privilegio del malagueño a las primeras proyecciones de las dos primeras películas de Buñuel, Un perro andaluz y La edad de oro13. «Es indudable —afirma José Pierre, uno de los mejores estudiosos del surrealismo— que la violenta rebelión contra el convencionalismo figurativo que representaron Las señoritas de Avignon pudo servir de modelo a los surrealistas... [pues] nunca se ha manifestado mejor que en este cuadro el temperamento esencialmente anarquista de Picasso» 13

Dice Buñuel: «Aquella primera proyección pública de Un chien andalou fue organizada con invitaciones de pago en las «Ursulines» y reunió a la flor y nata de París, es decir, aristócratas, escritores y pintores célebres (Picasso, Le Corbusier, Cocteau, Christian Bérard, el músico Georges Auric) y, por supuesto, el grupo surrealista al completo» (1982: 104).

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(Pierre 1995: 50). He aquí la palabra clave —anarquismo— que unirá los dos temperamentos en su ansia depredatoria y destructiva: del «desencajamiento» del rostro a partir del vaciado escultórico de los ojos y de su colocación asimétrica —estrabismo—, es decir, desde un modelo de representación no dominado ya por las apariencias sino por una sucesión de miradas interiores consecutivas y móviles que distorsionan todos los hábitos visivos hasta entonces dominantes, pasamos a una concentración en el ojo-luna como objeto productor de visión y a su «seccionamiento» violento por una navaja-nube que penetra hasta el fondo de los abismos del espectador, una invitación, como querían sus autores, al asesinato de la mirada, a «quedarse sumisamente ciego» como primera —nueva en tanto que primitiva— forma de acercamiento al reino de las sombras donde anida la poesía. En consecuencia, comprobamos que la posibilidad de conectar fundadamente a Picasso con Buñuel viene dada en principio por la común vivencia y adopción de los postulados surrealistas, si bien es cierto que uno en calidad de guía y referencia y el otro como un simple seguidor, pero a partir de una coincidente apelación a la invidencia en dos medios expresivos visuales por antonomasia; una invidencia que cada cual se encarga de canalizar por vías diferentes tomando como base el aragonés la incuestionable ruptura que supuso el «burdel filosófico» y los posteriores ejercicios cubistas así como las obras que podríamos denominar «cubo-surrealistas» del malagueño. Y es aquí, llegados a este punto, donde Picasso enlaza definitivamente con Buñuel, donde lo que el cubismo picassiano insinúa (Pierre 1995: 50) lo lleva a cabo hasta sus últimas consecuencias el surrealismo buñueliano. En efecto, si Picasso consigue la ruptura con la tradición pictórica, como hemos visto, a través de la contaminación escultórica y cinematográfica que le lleva a la invidencia para partir de cero, en el mismo umbral de la mirada primitiva, Buñuel, como veremos, hará otro tanto a través de procedimientos plástico-pictóricos derivados del cubismo, literarios y propiamente cinematográficos, retornando igualmente al origen de su propio medio expresivo.

«UN APASIONADO LLAMAMIENTO AL CRIMEN» (BUÑUEL) Sin embargo Buñuel, además del contagio picassiano, lleva también su propia impronta, de raigambre poética y literaria, en relación con el ciego y la ceguera. En algunos de sus primeros relatos hay diversas ape-

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laciones crueles y salvajes a los ojos que prefiguran de una forma bastante diáfana el seccionamiento del prólogo de Un perro andaluz; así, por ejemplo, en este fragmento de Palacio de hielo, perteneciente al libro del mismo título que no llegó a publicarse como tal y que en principio recibió el nombre de Polismos (Buñuel 2006): Cerca de la ventana pende un ahorcado que se balancea sobre el abismo cercado de eternidad, aullado de espacio. SOY YO. Es mi esqueleto del que ya no quedan sino los ojos. Tan pronto me sonríen, tan pronto me bizquean, tan pronto se me van a comer una miga de pan en el interior del cerebro. (Cursiva en el original) La ventana se abre y aparece una dama que se da polisoir en las uñas. Cuando las considera suficientemente afiladas me saca los ojos y los arroja a la calle. Quedan mis órbitas solas sin mirada, sin deseos, sin mar, sin polluelos, sin nada. Una enfermera viene a sentarse a mi lado en la mesa del café. Despliega un periódico de 1856 y lee con voz emocionada: «Cuando los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza, en la VIL ZARAGOZA, no encontraron más que viento por las desiertas calles. Sólo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos (Buñuel 2000: 148).

Pero para el tema que nos ocupa resulta más pertinente referirnos a otro relato titulado El ciego de las tortugas, publicado además en una revista tyflófila, en torno a 1927, y que plantea el problema de la asombrosa percepción, en base a asociaciones entre los objetos y su color natural, que tiene un ciego que vende tortugas en la plaza pública y que prefigura también al don Carmelo de Los olvidados: Me recordaba su presencia a algún resurrecto personaje de nuestra novela picaresca... Aquel personaje que todas las tardes pasaba debajo de mi balcón, llevando en la diestra un garrote y colgada del brazo una misteriosa cesta, era un ciego goyesco... Aquella testa plebeya me era muy familiar. La había contemplado mil veces en algunos lienzos de Brueghel o de Goya. La protuberada y rugosa frente cobijaba dos ojuelos sin brillo, de los que partían como radios, pequeños y hondos surcos. Aprisionada entre ellos, rampaba una chata nariz suspendida sobre la desdentada boca, temible pozo por el que cuando sudaba caía a raudales el sudor, que afluían allí mil arrugas y arruguillas (Buñuel 2000: 89).

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Hay, pues, un temprano interés en Buñuel por el tema de la ceguera, de los ciegos y en última instancia de la visión que, si bien en un caso tiene un indudable sello de conmiseración modernista/noventayochista y de enlace con la tradición típicamente española (picaresca, Goya), no deja de conectar con el tratamiento moderno que le dan los surrealistas franceses (Desnos, Eluard y Péret sobre todo, en la senda marcada por Lautréamont) y algunos de los poetas de la generación del 27 (Lorca, Espinosa, Larrea e Hinojosa) como si el ojo cortado no le debiera nada al rostro (Morris 2000: 207-211) y se comportara, tras el desgajamiento de su lugar natural, como un simple apéndice anatómico con vida propia, un comportamiento de los ojos que también coincide con el que, por ejemplo, observó Díez del Corral respecto a Picasso: «Pero la revolución picassiana —dice— no quedará en la mera invidencia. Exagerando la reducción a meros valores clásicos externos de la mirada operada por el cubismo de Cézanne, no se satisfará con menos que con cortar en secciones diversas el sagrado órgano de la visión y extraerlo de su órbita para ponerlo, entre experimental e irónicamente, como mero órgano anatómico sobre una mesa de operaciones» (1955: 138-9). Pero Buñuel utiliza el cine por ser el medio expresivo de su tiempo más rompedor y vanguardista y porque en última instancia capta en él lo mismo que había pensado Bergson durante la misma época de elaboración de las «señoritas» picassianas: que nuestro pensamiento es de naturaleza cinematográfica14 y por ello es el mejor medio de penetrar en nuestro cerebro asimilándolo al proceso del sueño «para expresar la vida subconsciente, [por donde] tan profundamente penetra por sus raíces la poesía» (Buñuel 1958: 66); es por eso mismo un «instrumento de poesía», lo que significaba su conversión en «un arma maravillosa y peligrosa» (1958: 67). En efecto, el arte de Buñuel consiste también en obligarnos a mirar 14 En 1907, el mismo año que Las señoritas... picassianas, escribe lo siguiente: «En lugar de atenernos al devenir interior de las cosas, nos situamos fuera de ellas, para reconstruir su devenir artificialmente. Tomamos vistas casi instantáneas de la realidad que pasa, y como son características de esa realidad, nos basta con ensartarlas a lo largo de un devenir abstracto, uniforme e invisible, situado en el fondo del aparato del conocimiento, para imitar lo característico del devenir mismo. En general, percepción, intelección y lenguaje proceden así. Tanto si se trata de pensar el devenir, como de expresarlo o, incluso, de percibirlo, no hacemos más que accionar una especie de cinematógrafo interior. Todo lo que precede podría resumirse diciendo que el “mecanismo de nuestro conocimiento usual es de naturaleza cinematográfica”» (Bergson 1973: 267; énfasis nuestro).

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como él quiere: la diferencia reside en que el vaciado escultórico del malagueño, tras producir una momentánea ceguera, nos lleva, cuando se regresa a la luz, al desencajamiento del rostro, a una poética del estrabismo, en tanto que el vaciamiento del cristalino operado por el aragonés (evidentemente en Un perro andaluz) nos lleva a la mutilación total de la mirada, a la ceguera absoluta a partir de la cual sólo es posible una mirada hacia el interior del ser, hacia uno mismo. Hay, pues, distintas dosis en los dos a la hora de administrar la ceguera —que es lo mismo que decir de la lucidez y de la poesía— pero ambos dentro de un poso común que ahonda en el sentido del vacío a través del hueco que producen en los dos casos sus respectivas acciones sobre el globo ocular, ese quitar sustancia material a las cosas tal y como se ven y son vistas por ellos; se navega, pues, por terrenos ya decididamente antinaturalistas, de orden más instintivo que racional, en los que la imaginación gana enteros a la visión y la dialéctica analítico-sintética del cubismo anticipa los mecanismos de inmersión en los diferentes niveles de realidad profunda que van a ser objeto de la concepción surrealista del mundo. Valgan parecidos matices en lo que respecta a su común espíritu destructivo: de Picasso siempre se ha dicho —y está certificado por él mismo— que su pintura, sobre todo el cubismo, era «una suma de destrucciones» (Picasso 1990: 33; Herrera 1997: 85) y sabemos de esa orden, «¡Mira!», que nos impone tras romper «los muros más fuertes» a su paso; de Buñuel —igualmente por él mismo— tenemos la certeza que se decidió su vocación cinematográfica al ver en Las tres luces de Fritz Lang «la escena de la procesión funeraria que penetra en un muro» (Buñuel 2000: 35) y que se confiesa «por naturaleza un espíritu destructor» (Buñuel 2000: 37), si bien los matices de su actitud, a pesar de la coincidencia en el muro (lo que demuestra su común interés por lo fantasmagórico y espectral, su capacidad para el misterio y el alumbramiento de dimensiones desconocidas), divergen un tanto: taurina en Picasso, al no importarle la inmolación y al que, como al toro, le gusta el juego de la violencia por sí misma (se sabe parte esencial de un sacrificio); criminal, brutal y salvaje en Buñuel, al que no le importa sacrificar un ser vivo con tal de participar en un ritual en honor del dios sadiano-jesuítico al que sirve. De Picasso a Buñuel hemos pasado de un yo que continuamente necesita autoafirmarse en la batalla, a otro yo que necesita autocontemplarse en su ansia depredatoria, en su vampirismo, para seguir viendo y mirando —pero sobre todo imaginando— siempre

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con absoluta libertad; es la diferencia que puede atisbarse entre la destrucción y el aniquilamiento total de cualquier tipo de identidad por medio del valor propiciatorio de la imagen.

LA MIRADA PRIMITIVA Sin embargo lo que se esconde paradójicamente tras esa apelación radical a la destrucción y al crimen, a la «mutilación implacable de la mirada» (Díez del Corral 1955: 115), no es en el fondo sino la consecuencia de asumir en toda su crudeza una actitud vanguardista en estado puro de carácter esencialmente poético, que ya había sido formulada por Baudelaire y Rimbaud, y que expresa con rotundidad un rechazo de los valores vigentes en la sociedad burguesa y de sus manifestaciones artísticas —lo que podríamos llamar su «modo de representación institucional»— tan repleto de contaminaciones e impurezas que resulta muy difícil saber cuál es la expresión genuina del artista o del poeta (todo artista tiende a serlo) al asumir la búsqueda del principal valor de su existencia. Es en esa actitud, sin duda, donde se encuentra el tan predicado retorno al «paraíso de la infancia», una poética de la evasión decididamente decimonónica, donde se encuentra el sentido de la transgresión que predican los movimientos de vanguardia y el rescate que realizan de los valores de pureza, espontaneidad y sinceridad, y que lleva a mirar desde una óptica nueva todos los medios de expresividad innatos e instintivos de los niños, de los enfermos mentales, de las civilizaciones alejadas en el espacio y en el tiempo, de los simples aficionados o autodidactas. Esa es una de las razones por las cuales el mal (pero significativamente) llamado «aduanero» Rousseau fue «descubierto» por los cubistas, y que a partir de ahí la pintura ingenua haya cobrado cierta pujanza en el mundillo artístico, ya que a través de su lenguaje y de su técnica «primitivas» se transparentaba una expresión químicamente pura, llena de la magia y el misterio propios de mundos que no han sido invadidos por las normas y las reglas de la educación social o cualquier clase de cultura, aquello que Kandinsky llamaría «gran realismo» y que buscaría llegar al «sonido interior de las cosas» (Hess 1967: 128). Y es por eso que el debate sobre la «pureza» en el arte se convierte en uno de los temas centrales de las vanguardias artísticas pero siempre asociado a su espíritu incendiario, destructor e iconoclasta: así como el niño destripa sus juguetes para ver lo

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que hay dentro, y no ceja hasta destrozarlos por completo —debido a su tendencia innata a la investigación a través de la cual va apropiándose del mundo, sin tener, por supuesto, conciencia del carácter negativo de dicho acto—, en el adulto ese querer retornar a la primitiva pureza es un acto igualmente destructivo —y subversivo— por naturaleza porque en ese viaje de regreso —en ese rebobinado— hay que destruir conscientemente todas las impurezas que se han ido adquiriendo por una educación castradora e intentar «volver a ser» lo que en origen se fue —por eso tales procesos «históricos» en el terreno del sujeto no pueden disociarse del paralelo desarrollo de las ciencias psicológicas y pedagógicas. Esa es la actitud que el cinema de vanguardia —representado por Un perro andaluz y La edad de oro de Buñuel— tiene respecto del cine primitivo: un querer igualmente retornar a su infancia, cuando todo era espectáculo puro y la técnica llevaba consigo una variable intensamente mágica, provocadora de una mirada limpia, donde los sueños, las pesadillas, los delirios, la locura, la nocturnidad eran convocadas a la fiesta del terror, del miedo, de los misterios inexplicables, de los fantasmas y los espíritus que rivalizaban por la posesión de las almas. Esa es la intención —además de la estrictamente poética y lorquiana— de la famosa secuencia-prólogo15 de Un perro andaluz: volver al cinema puro en su aspecto más genuinamente documental, al engranaje y a la maquinaria que produce el propio acto creativo, pues cuando hay necesidad de revivir algo es que hay crisis de creatividad (en este caso la provocada por la introducción del sonido) y se sospecha un alejamiento de las auténticas raíces; pero también es —y en el caso de Buñuel y Dalí está plenamente justificado— porque las experiencias habidas en los demás terrenos alternativos —el llamado cinema experimental que por aquellos mismos años, en 1929, tiene su primera reunión internacional— no han dado un buen resultado porque han caído en el mismo esteticismo al que supuestamente querían superar; es como si a unos —el cine comercial— y a otros —el cine de vanguardia— no hubiera más remedio que asestar el golpe definitivo rompiéndole —sajándole con la navaja barbera— los hábitos visuales y, por supuesto, mentales a través de la inoculación 15

Jesús González Requena ha demostrado el seguimiento literal de la secuencia-prólogo respecto al poema lorquiano Nocturnos de la ventana (1923) escrito en la Residencia de Estudiantes y perteneciente al libro Canciones (1921-1924) y en el que se juega con el doble sentido de la palabra «niña». Véase el poema íntegro en García Lorca (1987: 289-294).

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de los principios de la poesía en estado bárbaro; es decir puro y llano surrealismo en la acepción más ortodoxamente bretoniana: el ojo en estado salvaje. El mismo Buñuel años después, en un documento muy poco conocido sobre la realización de Un perro andaluz (Buñuel 1946), insiste en que «históricamente este film representa una reacción violenta contra el entonces llamado “cine de vanguardia” que se dirigía exclusivamente a la sensibilidad artística o a la razón del espectador...», y un poco más adelante, hablando del proceso de realización del guión, indica que sus autores «partieron ambos de una imagen onírica, que a su vez provocó otras por el procedimiento ya dicho, hasta que el total tomó la forma de una continuidad. Es de advertir que al aparecer una imagen o una idea los colaboradores la desechaban inmediatamente si aquella provenía del recuerdo, o de su formación cultural o si, simplemente, era una asociación consciente con otra idea anterior. Se aceptaban como válidas únicamente aquellas representaciones que, conmoviéndoles profundamente [subrayado a mano por Buñuel], no tenían explicación racional posible. La motivación de las imágenes fue o se pretendió que lo fuera, puramente irracional: son tan misteriosas e inexplicables para el autor como para el espectador. NADA, en el film, SIMBOLIZA NADA» (sic, en mayúsculas en el original); un procedimiento, si reparamos, arquetípicamente pueril, infantiloide en esencia, y de marcado sentido lúdico. Corrobora esta impresión el hecho de que los más destacados representantes del círculo intelectual en el que se movían tanto Buñuel como Dalí (escogemos como sintomática la opinión de Giménez Caballero) la consideraran desde una perspectiva poco seria, marcadamente infantil, más exactamente «colegial»; así —apunta certeramente el legendario G. C.— se trata del «colegio dentro del colegial, el colegio hecho recuerdo humano, subconsciente infantil. Las escenas del Perro andaluz —prosigue— son todas de adolescente de colegio: lujuria, maristas, cuadernos de geografía, pianos, bicicletas, cajitas de sorpresas, playa y crueldad, navaja de afeitar. Los actores son todos de colegio, amigos de colegio, de un colegio ideal» (Giménez Caballero 1931). Es por ello que hablar del primer cine de Buñuel suponga hablar de la pureza de la mirada, es decir de la mirada primitiva donde todos y cada uno de los componentes que luego van a lograr una sofisticada conjunción se nos presentan en estado igualmente puro: así la cámara, derivación de la fotográfica, revierte a su condición depredatoria, en

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arma capaz de matar y fosilizar el tiempo (su evolución es paralela al paso del mosquetón de pólvora a la ametralladora o al fusil automático de repetición), en el sentido querido por la «santa objetividad» daliniana, es decir casi sin intervención humana donde el operador sería como una especie de médium y la cámara un simple juguete dotado al mismo tiempo de dosis parejas de inocencia y crueldad; la película es —nunca mejor dicho pues el nitrato prende fácilmente— la mecha, la pura incandescencia, que ha de ser alumbrada y que puede llevar al infierno a todo lo visible; la sala, donde reina la más absoluta oscuridad, es la nada absoluta, la cámara oscura ampliada a dimensiones gigantescas donde se produce la conversión alquímica, la metamorfosis de la revelación de la luz en su negación pero que utiliza seres vivos en sus crueles experimentos, que según salgan podrán ser simulacro del cielo o del infierno; el proyector es el obrante del milagro pues lo anteriormente asesinado es devuelto a la vida a través de la luz (aquí pasamos de la vela a la lámpara eléctrica) pero en forma espectral, en sombras, mediante los espíritus y fantasmas que deambulan en la caverna, por supuesto, más plutónica que platónica.

BIBLIOGRAFÍA APOLLINAIRE, Guillaume (1913): «Les peintres cubistes». En: Hess (1967), pp. 81-83. AUB, Max (1985): Conversaciones con Buñuel. Madrid: Aguilar. BALDASSARI, Anne (1994): Picasso photographe, 1901-1916. Paris: Reunion des Musées Nationaux. BERGSON, Henri (1973): La evolución creadora. Madrid, Espasa-Calpe. BERTHIER, Nancy (1993): «El ojo mutilado de Un perro andaluz: acto de nacimiento del cine como instrumento de poesía». En: Emmanuel Guigon (dir.): Los paréntesis de la mirada. Un homenaje a Luis Buñuel. Teruel: Museo de Teruel, pp. 39-46. — (2005): «El reparto de La Edad de oro de Luis Buñuel: una forma original de intermedialidad». En: Mechthild Albert (ed.): Vanguardia española e intermedialidad. Artes escénicas, cine y radio. Madrid/Frankfurt am Main: Iberoamericana/Vervuert, pp. 371-384. BROWN, Jonathan (ed.) (1996): Picasso and the Spanish Tradition. New Haven/London: Yale University Press. BUÑUEL, Luis (1927): «El ciego de las tortugas». En: Buñuel (2000), pp. 89-93.

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LAS CITAS FÍLMICAS EN LAS PELÍCULAS DE ALMODÓVAR Peter William Evans Queen Mary-University of London

Como varios estudiosos han señalado, las citas fílmicas en las películas de Almodóvar forman parte de una estética posmodernista cuyos referentes intertextuales incluyen no solamente el cine sino también la música (clásica, pop, boleros, etc.), la pintura (comercial y de autor), la literatura (los dramaturgos cómicos españoles como Mihura y Jardiel Poncela, o extranjeros como Mishima), los tebeos y la prensa de moda. En su forma más desarrollada, la intertextualidad, concepto heredado de la teoría literaria, es, según Julia Kristeva, un mosaico de citas en el que cada texto es la asimilación y transformación de otros textos. Para esta autora y otros teóricos de la intertextualidad una obra de arte sólo puede ser leída a través de otros textos. La obra de Almodóvar también parece reconocer que lleva la huella de otros textos y que su significado y la recepción por parte de sus espectadores se define mediante lo que Harold Bloom ha denominado «la ansiedad de la influencia», es decir el recurso, por parte del artista, a textos previos, en una dinámica que revela su apego a los mismos a la vez que su necesidad de superarlos, como si de una especie de trayectoria edípica se tratara. En cuanto al cine de Almodóvar en particular, por un lado las citas fílmicas son una forma de integrar sus películas en tradiciones fílmicas internacionales (sobre todo el cine popular de Hollywood, o el cine de autor europeo) pero, por otro lado, son una forma de rebelarse contra el poder de éstas —sobre todo el de Hollywood—. Es decir, le permiten integrar a la vez que enfrentarse a sus antecedentes.

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Según el trabajo de Michael Evans sobre la intertextualidad literaria, las relaciones intertextuales pueden ser de tres tipos: temático, ideológico y formal. Me limito en este estudio a tratar la tercera. Un texto puede verse infiltrado inconscientemente por elementos ajenos o puede referirse a ellos conscientemente. En las películas de Almodóvar se encuentran las dos tendencias. Uno de los efectos más significativos del proceso intertextual es el de «abrir una brecha entre un texto y el mundo externo al que, en última instancia, se refiere» (1988: 71). En el espacio disponible me gustaría centrarme en la escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios en que se cita la gran película de Nicholas Ray, Johnny Guitar (1954), con objeto de subrayar no solamente el modo en que la intertextualidad intensifica la estética posmodernista de Almodóvar, sino también la manera en la que pone evidencia la complejidad de la relación entre Iván y Pepa. Como argumenta Bakhtin en su análisis de los textos literarios, hoy en día la parodia ha entrado en decadencia: La parodia ha enfermado, su posición en la literatura moderna es insignificante. Hoy en día vivimos, escribimos y hablamos en un mundo de un lenguaje libre y democrático; la compleja jerarquía de discursos, formas imágenes y estilos que solían impregnar la totalidad del sistema del lenguaje oficial y de la conciencia lingüística fue desbancada por las revoluciones lingüísticas del Renacimiento (Bakhtin 1993: 147).

Efectivamente, la referencia a Johnny Guitar en Mujeres al borde de un ataque de nervios ni es paródica ni es un pastiche. Más bien es un homenaje: la recuperación de la estética del cine comercial —en este caso, sobre todo, los colores primarios, los excesos marcados por la «performatividad» de Joan Crawford, la música plañidera que anticipa el uso de los boleros como contrapunto narrativo por parte de Almodóvar— y el elogio de su capacidad para tratar temas profundos de una forma compleja y seria. Pero la cita también desempeña, por lo menos, otras dos funciones: primero, dramatiza los procesos de recepción, complicando la relación entre el arte y la realidad, subrayando el hecho de que la construcción de la realidad, y de la subjetividad, se basa en gran parte en la intertextualidad; segundo, es uno de los resortes mediante los que se revelan los deseos reprimidos de un personaje ya que, según Barthes, la intertextualidad problematiza el concepto de la subje-

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tividad: «Este yo que aborda el texto ya es él mismo una pluralidad de otros textos...» (1970: 139). En Mujeres... la cita a Johnny Guitar, al igual que el sueño de Pepa, expresa el inconsciente de ésta; en lo que concierne a Iván revela la renegación de sus deseos o ansiedades. La cita está dividida en dos partes: la primera cuando Iván está doblando el papel de Johnny; la segunda cuando Pepa está doblando el papel de Vienna. Hay una distancia temporal de pocos minutos entre ambos, pero las dos están totalmente integradas en la estructura narrativa. Como opina Paul Julian Smith, esta división indica una falta de reciprocidad entre los amantes, al mismo tiempo que ofrece un comentario irónico sobre la película de Almodóvar (1994: 95). La primera parte de la cita aparece inmediatamente después del sueño de Pepa —secuencia en blanco y negro, inspirada en cierto modo en las películas de Fellini, en el que Iván parece pasar revista a una serie de mujeres extranjeras. El galán, risueño y cínico, trata a estas mujeres de forma despectiva, reduciendo la individualidad de cada una de ellas a un estereotipo que, dado que es un sueño de Pepa, representa la rabia causada por la forma en la que, sospechamos, la soñadora es tratada por Iván. La proximidad espacial y temporal entre la escena del doblaje y el sueño sugiere que aquélla es imprescindible no solamente para el desarrollo de la narrativa, presentándonos a Iván en el contexto de su trabajo, sino también para dejar que el inconsciente de Pepa se exprese. La cita funciona aquí, de forma similar a la canción o el baile en los musicales, para reformular o cristalizar los temas desarrollados en la película hasta ese momento. Dicho de otro modo, es aquí la puntuación de los deseos o ansiedades de Pepa, o de las renegaciones de Iván, el obstinado Don Juan madrileño. La cita es, además, apropiada desde el punto de vista de Pepa, ya que la historia de Vienna en Johnny Guitar es, en parte, similar a la suya. Como Vienna, Pepa está tratando de competir con los hombres: Vienna se viste como un hombre, y Pepa señala con sus trajes su determinación por sobrevivir en el mundo patriarcal del trabajo. En la primera sección del doblaje, la escena original de Johnny Guitar no solamente es distorsionada sino censurada, dos procesos que revelan la mentalidad, inconsciente además de consciente, de los ex amantes. La distorsión —dándonos las caras de Joan Crawford y de Sterling Hayden en primer plano, en vez del plano americano de la película— refuerza la identificación entre Johnny/Vienna e Iván/Pepa.

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Nos hace pensar no solamente en la tristeza del fracaso de la relación Iván/Pepa, sino quizás, desde la perspectiva de Pepa en la autorreflexión o interioridad de este personaje —sobre todo por la ampliación de la cara de Vienna/Joan Crawford de forma que su presencia ya no es una mera cita sino un recurso transformado e integrado por Almodóvar en su creación. Por otro lado, y ahora desde la perspectiva de Iván, la ampliación de la cara de Joan Crawford/Vienna/Pepa sugiere la imagen de la mujer fuerte, un tipo de mujer por la que quizás a lo largo de su vida ha sentido al mismo tiempo atracción y repulsión (tanto Lucía como la abogada feminista y Pepa son mujeres fuertes o dominantes o, en términos psicoanalíticos, figuras maternales perseguidas y rechazadas por el amante regresivo, el clásico Don Juan, Iván). François Truffaut, en un ensayo elogioso de Johnny Guitar, subraya la metamorfosis de Joan Crawford, una de las mujeres más bellas del cine americano, en un monstruo de fuerza y determinación: «se ha hecho irreal, un fantasma de sí misma. Le ha invadido la blancura en los ojos; los músculos le han colonizado la cara; una voluntad de hierro detrás de una cara de acero. Es un fenómeno. Se la ve cada vez más masculina» (Truffaut 1982: 143). La fuerza de Joan Crawford, a la que Terenci Moix en El peso de la paja se refería como «la mujer vestida de traje», es lo que busca Pepa en Mujeres al borde..., y que al principio de la película todavía no ha logrado encontrar. Significativamente, además, Iván y Johnny tienen poca presencia visual y verbal en los planos en los que se ve a Vienna, quien, por su parte, mueve los labios sin que se oigan las palabras que éstos emiten. El silencio de Pepa/Vienna aquí es el equivalente de la estereotipificación de las mujeres en el sueño de Iván, que ha aparecido como preludio a esta secuencia, y en el que todas, menos dos, permanecen silenciosas. Pepa/Vienna sólo recupera la voz en la segunda parte de la cita, cuando después de ser informada en la consulta del médico de que está embarazada, y después de haber doblado lo que parece ser un anuncio de un anticonceptivo, se acerca al estudio para doblar su parte en la escena. La historia de Mujeres al borde de un ataque de nervios es, entre otras cosas, la recuperación de la voz de la mujer pública y social en el posfranquismo. Pepa/Vienna recupera la voz de la mujer silenciada por el hombre conformista, una de cuyas ex-amantes, Lucía, indica con su obsesión por los años sesenta que Iván es un hombre anticuado. El simbolismo de los relojes que despiertan a Pepa, y de los que se usan en el

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estudio de doblaje está claro: anticipan el comentario de la madre de Lucía cuando a la afirmación por parte de ésta última de que «no ha pasado el tiempo» ella le contesta: «Siento decirte que sí ha pasado». Mientras que el padre de Lucía consiente los caprichos de su hija, la madre, Carmen, víctima de la estereotipación de la mujer en el franquismo, responde que este consentimiento es una forma de perpetuar la enfermedad de la hija, algo que tenemos que interpretar de una forma no solamente literal sino ideológica. La relación fracasada entre Iván y Lucía nos revela algunos aspectos de las dificultades de la relación entre Iván y Pepa: aquél es un hombre que no se ha mantenido al día; ésta intenta salir de su crisálida ideológica para encontrarse a sí misma y no quedar detenida en una construcción estereotípica de su subjetividad, encerrada en una cápsula del tiempo, inmovilizada como las mariposas muertas con las que ha decorado su habitación Lucía. Igual que Paul Julian Smith, Gwynne Edwards opina que la cita de Johnny Guitar comenta irónicamente las relaciones entre Pepa e Iván. Para él, esta ironía consiste en el hecho de que «el amante doblado por Iván es rechazado por la mujer, la desdeñosa y dura Joan Crawford. He aquí una ironía en el cambio de papeles, además de la sugerencia, quizás, de que Joan Crawford trata a Sterling Hayden de una forma que le gustaría a Pepa tratar a Iván» (Edwards 2001: 94). Pero Vienna rechaza a Johnny sólo después de haber sido abandonada por él cinco años atrás. ¿No sería más bien la referencia a Johnny Guitar una forma de subrayar en Mujeres... el tema del miedo del hombre contemporáneo al compromiso, la ansiedad causada por la fidelidad, por tener que conformarse con sólo una mujer y echar raíces? Pero, aparte de señalar el contexto socio-histórico de la película, la cita a Johnny Guitar aborda el tema de la identificación. Como comenta Edgar Morin, por un lado los actores son objetos de deseo, por otro, objetos de identificación, es decir pantallas sobre las que proyectamos las fantasías de nuestra propia identidad. En cuanto a la identificación, tanto Iván como Pepa son, además, los reflejos de los espectadores en la pantalla, que quedan implicados en el mundo ficticio de la película, en un proceso bisexual que no hace caso del género del personaje, para destacar, mediante la intertextualidad, cómo se construyen las relaciones entre los sexos, los papeles de género y la subjetividad misma. La escena del doblaje de Pepa empieza con unos primeros planos del proyector, del rollo de película, y de la luz que lleva las imágenes de Johnny Guitar

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a la pantalla, como subrayando el hecho de que el concepto de nuestra propia subjetividad está inexorablemente arraigado, como dice Barthes, en la intertextualidad. Somos todos, mujeres y hombres, versiones de Pepa, reviviendo a través de ella nuestras propias decepciones y renacimientos. Pero además somos todos, hombres y mujeres, Iván, metidos como él en la imagen de Johnny Guitar —situado a la derecha del marco dentro del marco justo antes de que Vienna tire el vaso de whisky— la persona que ha abandonado a su amante pero que es todavía víctima de las vicisitudes del deseo.

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EL EXTRAÑO VIAJE ALREDEDOR DEL CINE DE ALMODÓVAR1 Marvin D’Lugo Clark University

EL MAPA DEL DESENCANTO La flor de mi secreto (1995) es una obra clave en la filmografía almodovariana. Su importancia estriba no sólo en su valor intrínseco, la primera película suya en recibir una homogénea acogida positiva de la prensa española, sino también en su revisión de varios elementos que, a lo largo de los años, han formado la rúbrica esencial del cine de Almodóvar. Comenzamos a vislumbrar la importancia estratégica del film en una serie de comentarios del director referentes a temas o elementos formales de La flor que luego tendrán su impacto en su producción subsecuente. Uno de estos elementos —el tratamiento de los espacios culturales— se subraya en una nota sobre una pequeña toma en La flor que aparece en la edición ampliada de Patty Diphusa (1998). La toma en cuestión es una imagen en picado de la protagonista, Leo Macías (Marisa Paredes), tumbada en su cama después de haber tragado una sobredosis de somníferos para suicidarse. En la pared sobre la cama se ve colgado un mapa de España. Explicando la elección del mapa como decorado, Almodóvar comenta: «La imagen que se sitúa encima del cabacero domina la habitación, vigila nuestros sueños, hace guardia en las puertas de nuestra intimidad, simboliza algo en lo que uno

1 Este texto fue publicado previamente en Journal of Spanish Cultural Studies 5.3 (October, 2004): 287-300.

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cree, algo que nos infunde confianza, nos cobija y nos protege. Es un lugar sagrado. Como mis personajes no son creyentes resultaba muy delicado elegir esta imagen. Por fin se me ocurrió poner un gran mapa de España, enmarcado con dorado esmero» (1998: 177). La atención que presta Almodóvar al mapa y su ubicación en la escena sugiere su importancia como dispositivo de significaciones que alcanzan mucho más allá de su mera función decorativa. Como señala el director, en el contexto melodramático del film, la imagen es un «testigo estuporado» (1998: 175) de la infelicidad y soledad de la heroína. Pero también sirve otros propósitos, entre ellos, el de sensibilizar al espectador al proceso de deconstrucción de las puestas en escena de la comunidad tradicional, en particular, ese espacio emblemático del Madrid comúnmente asociado con el cine de Almodóvar (D’Lugo 1991). En efecto, en La flor, Almodóvar nos ofrece un tejido de varios espacios simbólicos y reales que se entretejen para sugerirnos la inestabilidad de la orientación espacial-territorial de la protagonista. Desde el momento en que se nos presenta Leo, es evidente que ha perdido el norte en su vida. Las primeras escenas, las que muestran sus dificultades en ponerse y quitarse sus botines, subrayan su crisis como viajera, metafórica y real. En esta manera, la trama de La flor enfatiza la serie de espacios fragmentados que se entrelazan a través del movimiento de la protagonista. El más prominente de estos espacios es el locus cosmopolita de Madrid, aquel mundillo de editoriales y periódicos en el cual Leo, la niña de provincia, se ha hecho una exitosa novelista del género rosa bajo el pseudónimo de Amanda Gris. Aunque ha alcanzado cierta fama, Leo todavía se siente atrapada en este ámbito artificial. En un momento al principio del film, la vemos salir de este espacio emocionalmente cerrado y pasar en su coche a otro espacio urbano que es el contrapeso del Madrid cosmopolita. Se trata del barrio periférico de Parla donde vive su hermana (Rossy de Palma) con su marido en paro y su madre amargada (Chus Lampreave). La breve secuencia con su familia en Parla es un gesto narrativo importante en el sentido de que nos hacer entender a la protagonista como un personaje complejo con un pasado determinado, es decir, con «historia». Si esta invocación a la tradicional dicotomía ciudad/campo parece algo familiar para los espectadores del cine de Almodóvar, vislumbramos a continuación una serie de nuevas evocaciones territoriales inusitadas en su cine. La primera de éstas es la que Almodóvar mismo co-

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menta en relación al mapa sobre la cama matrimonial. Paco, el marido de Leo, acaba de llegar de viaje (es un estratega profesional, en la Misión de Paz en Bosnia); su presencia establece la idea de una España moderna, comprometida con la ilusión de una amplia unidad europea en la cual las nacionalidades no son más que meras patrias chicas. Esta idea de España en Europa choca inmediatamente con los designios intimistas de la heroína. En vez de la noche de amor que había tramado, Leo tiene que enfrentarse con el anuncio que Paco sólo le puede proporcionar una visita de dos horas. Le regaña a su marido por haber mostrado más fidelidad a sus compromisos militares que a sus deberes matrimoniales. Sirviéndose de la metáfora de aquella guerra lejana, ella traduce su propia circunstancia en una pugna entre el hogar y el extranjero: «Te fuiste a solucionar una guerra huyendo de la que tenías aquí, en tu casa, y de esta guerra la única víctima soy yo» (Almodóvar 1998: 176). En este ambiente hostil, Paco revela su intención de abandonarla, lo cual provoca en Leo un intento de suicidio. Pero dicho intento se frustra por la voz de su madre en el teléfono anunciando su vuelta al pueblo después de una bronca con su hermana. De esta manera, la frágil unidad geográfica de la España inscrita en la pared sobre la cama se hace trizas con la erupción de dos itinerarios que indican la descomposición de la familia (Madrid-pueblo) y del matrimonio (Madrid-Europa). A estas coordenadas geográficas simbólicas de pueblo-MadridEuropa, que comenzamos a entender como la cartografía de la vida de Leo, hace falta agregar una más: una directriz latinoamericana. Resucitada de su sueño suicida, Leo va a un bar del barrio para tomar un café. Es allí donde ve en el televisor del mostrador la imagen de Chavela Vargas, y le oye cantar «En el último trago» canción cuya letra parece coincidir con su propia situación.2 La coincidencia del lamento de la cantante con su propia circunstancia la hace llorar. Al recomponerse, sale a la calle donde se encuentra en medio de una muchedumbre de manifestantes que protestan contra el gobierno de Felipe González. La manifestación, como la canción de Chavela Vargas, recalca otra sintonía, esta vez entre el desencanto sentimental de la protagonista y el de 2

La letra de la canción parece coincidir con las circunstancias de Leo y ofrecer una actitud irónica y distanciada frente a la indiferencia de su marido. Se lee así: «Esta noche no voy a rogarte. | Esta noche te vas de veras. | Qué difícil tratar de olvidarte, aunque sepa que ya no me quieras. | Nada me han enseñado los años. | Siempre caigo en los mismos errores. | Otra vez a brindar con extraños y a llorar por los mismos dolores».

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una comunidad supuestamente «nacional».3 En medio del tumulto, Leo está «salvada por su ángel» el director de la página cultural de El País, Ángel, quien la abraza y la lleva a su piso cercano. La puesta en escena del encuentro es una cita intertextual del final del film de Rossellini, Viaggio en Italia (1948) que termina con la reunión amorosa de una pareja al abrazarse en medio de una feria religiosa. Funciona aquí para recalcar la idea del viaje como motivo estructural que rige el orden narrativo del film. En efecto, desde el momento en que se salva del suicidio, Leo se encuentra metida involuntariamente en un viaje cuyo sentido es tanto alegórico como emocional. Su ruta es atravesada a cada paso por varios cruces que la sacan de la monovisión que había definido hasta esta secuencia su pequeño mundillo sentimental. El simbolismo del viaje se subraya cuando, en plena calle, se desmaya en los brazos de su «ángel» providencial, quien la lleva a su piso. Leo se levanta en la cama de Ángel, escuchando en off la voz de Bola de Nieve cantando «Ay, amor» cuya letra «dolor y vida» también externaliza las turbulentas emociones de la heroína. Mientras que las canciones de los dos artistas latinoamericanos evocan cierta dimensión melodramática, también convierten los terrenos fragmentados de la vida emocional de Leo en un unificado paisaje melódico. Desafiando la geografía y el tiempo, Chavela Vargas y Bola de Nieve son figuras emblemáticas de marginación cultural desde diversas perspectivas. Representantes de un pasado lejano en cuanto a los estilos musicales, en su evocación de sentimientos melodramáticos, unen a la heroína con gente marginada —gente de color, mujeres, homosexuales—, figuras, en efecto, que sugieren otra revisión de la antigua cartografía española enmarcada en la pared sobre la cama matrimonial. Así comenzamos a entender el mapa del principio de esta secuencia como motor temático que mueve la estructura de la secuencia entre dos espacios: la cama matrimonial y la cama de Ángel. El viaje simbólico que hace Leo entre estos dos polos señala su movimiento por el paisaje cultural de la sociedad española que en una generación se ha transfor3

Almodóvar explica el significado de la manifestación en el contexto de la estructura del film con estas palabras: «La manifestación de estudiantes sitúa la película en un contexto histórico en un momento concreto de la realidad española, y todos los eslóganes tan agresivos contra Felipe González reflejan muy bien la insatisfacción de los españoles frente al gobierno de la época» (Strauss 2001: 137).

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mado de una cultura rural en una intensamente urbana, de un país rápidamente modernizado en una comunidad nacional con su papel determinado entre los polos transnacionales de Europa y Latinoamérica. Desde otra perspectiva más estrechamente relacionada con la carrera creativa de Almodóvar, la serie de directrices geográficas que se entrecruzan en esta secuencia de La flor coincide con una compleja transformación conceptual que comienza a cobrar cada vez más protagonismo en su cine hacia fines de la década de los ochenta. Aquel espacio de regocijo sexual y creatividad que fue la puesta en escena de Madrid elaborada a lo largo de sus películas de los años ochenta, va metamorfoseándose en los noventa en un espacio que Almodóvar mismo caracteriza como «un infierno». 4 En el proceso de esta transformación presenciamos la deconstrucción de Madrid como imán de la nueva cultura de la transición posfranquista y su refiguración como un espacio más complejo, la encrucijada de varios discursos de identidad en competencia. De esta manera, La flor se convierte en un sitio privilegiado que nos ofrece una vista simbólica de los múltiples itinerarios que han desplazado el antiguo mapa político de España memorializado en la pared sobre la cama de Leo.

NUEVAS NOSTALGIAS DEL AUTOR El origen del cambio en el tratamiento del espacio urbano en el cine de Almodóvar parece remontarse irónicamente a su primer súper éxito internacional, Mujeres al borde de un ataque de nervios, en la cual se nota la construcción idealizada de un Madrid imaginado con poca rela4 Hablando con el crítico francés Frédéric Strauss en una entrevista en 1995 sobre su décima película, Kika (1993), Almodóvar compara la situación dramática del film y su protagonista con las de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? La base de la comparación es el aparente realismo de éste y la falta de realismo en aquel. Explica el director: «Ambas mujeres viven dentro de un infierno, únicamente que en Kika ese infierno es más abstracto, con lo cual es más pesado. Resulta más agresor porque no se ve. En ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ese infierno está detallado: los problemas con los niños, con el marido, con la suegra. En Kika la agresión es atmosférica y eso hace también que sea más pesada, porque es una película menos realista, que representa más ideas que personajes y situaciones. Hay un mayor distanciamiento. Kika cuenta el desasosiego de la vida en las grandes ciudades, y eso quería darlo como algo que está en la atmósfera, por eso en Kika casi no vemos la ciudad» (Strauss 1995: 52).

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ción física con la ciudad y su desarrollo urbano. Con ese simulacro del mundo cinematográfico creado al estilo del cine cómico de Hollywood, Almodóvar logró un éxito internacional que según el propio director fue imposible mantener (Vidal 1993: 45). Esta nueva puesta en escena cinematográfica pronto se vuelve un peso negativo según Paul Julian Smith, quien percibe en los filmes que siguen a Mujeres una «desterritorialización» de Madrid en la cual el espíritu colectivo tanto psíquico como social se ha perdido (1996: 44).5 En efecto, en cada una de las tres obras que sigue a Mujeres se ve una insistente discontinuidad narrativa que refleja las crisis de los personajes. La fragmentación de la experiencia urbana, encarnada en la decadencia de los actos creativos —meros reflejos y simulacros de creatividad— ordena la acción y la personalidad de los protagonistas. Max Espejo en ¡Átame! recicla películas porno, Femme Lethal en Tacones lejanos imita tanto la apariencia física como las canciones antiguas de Becky del Páramo; y el novelista, Nicolás Pierce, en Kika, un asesino en serie, transforma sus asesinatos en tramas de sus best-sellers. Almodóvar parece haber experimentado una brecha semejante entre su inspiración artística y su medioambiente. En una entrevista de 1993 comenta: «Vivo en una contradicción. Madrid no me estimula mucho. La vida que hago aquí, no la ciudad, que sigue siendo explosiva. Pero mi vida se ha reducido mucho y ha llegado un momento en que necesito cambiar. Me gustaría vivir en otro lugar, en otra cultura donde pudiera descubrir cosas. Siento que he agotado el cupo que me correspondía» (Vidal 1993: 45). En otras entrevistas, él nota, por ejemplo, las progresivas dificultades para filmar en las calles madrileñas, lo cual le lleva a rodar interiores con más frecuencia y filmar en los estudios (Strauss 2001: 110). Obviamente relacionado con esta brecha entre los personajes y su circunstancia actual está el fuerte elemento nostálgico que forma un rasgo esencial de la identidad de sus protagonistas. En sus películas anteriores, salvo las escenas de la amnesia del director de cine, Pablo 5 García Canclini define la desterritorialización como «la pérdida de la relación “natural” de la cultura con los territorios geográficos y sociales, y, al mismo tiempo, ciertas relocalizaciones territoriales relativas, parciales, de las viejas y nuevas producciones simbólicas» (1989: 288). La realización de esta nueva puesta en escena de Madrid sin profundas señas locales parece haber contribuido negativamente a la formación de personajes desarraigos en las películas después de Mujeres.

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Quintero, apenas existió referencia alguna al pasado. En cambio, las nostalgias por un pasado real o imaginado comienzan a cobrar protagonismo en las tramas: En ¡Átame! Ricky sueña con volver a su pueblo natal en Extremadura; para la Rebecca de Tacones lejanos, el pasado se entiende primero a través de flash-backs de su niñez como hija abandonada; luego, en el presente, intenta vivir su vida como nostálgica imitación de su madre; y en Kika, los personajes principales —Kika y Ramón— definen su identidad en torno a series de flash-backs; y el escenario principal de esas memorias es la casa campestre llamada Yukalli, una evocación ambigua de un país idílico que sólo parece existir en las canciones de Kurt Weil (Strauss 2001: 103). Curiosamente, corre una vena paralela de nostalgia por parte de Almodóvar mismo en este período, con comentarios que evocan una «nostalgia cinematográfica» en el director manchego. En una serie de comentarios parece intentar «reconstruirse» dentro de las tradiciones cinematográficas de la comedia española de los años cincuenta. Aunque su cine ha traspasado las fronteras de lo local para entrar en el ámbito internacional como ningún otro cineasta español, él evoca cada vez con más insistencia el arraigo que siente hacia las tradiciones españolas del pasado, sobre todo la comedia española de los años cincuenta y sesenta. En el mismo texto sobre «el mapa» en La flor, por ejemplo, Almodóvar observa: «Nací en una mala época para España, pero muy buena para el cine» (1998: 173). Allí y en sus diversas entrevistas, caracteriza ciertas películas claves de los años 50 y 60 como hitos importantes en su propia formación como cineasta. Los directores insistentemente citados como fuentes de inspiración son Luis García Berlanga, Marco Ferreri, ambos trabajando con Rafael Azcona, y Fernando Fernán Gómez. Las películas que más estima y con las cuales se identifica incluyen Bienvenido Mister Marshall (1953), Plácido (1961) y El verdugo (1962), de Berlanga, El pisito (1959) y El cochecito (1960) de Ferreri y las primeras películas de Fernán Gómez como director, La vida por delante (1958) y El extraño viaje (1964). En un texto preparado para presentar El extraño viaje en el Festival de París, «Una sórdida comedia neosurrealista» (Strauss 2001: 55).6

6 Traducción de un texto que apareció originalmente en francés en Cahiers du Cinéma, 523 (Avril 1998), pp. 50-51. Tanto en esta versión en francés, como en la ver-

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Almodóvar hace una lista de las películas de aquella época que tanto estima, terminando su elogio de esta manera: «Todas ellas absolutas obras maestras. Éstos son los orígenes donde yo me reconozco como director y guionista» (Strauss 2001: 55). En aquella nota Almodóvar hace hincapié en la importancia de estos filmes para formar una visión resistente a la ideología dominante del Régimen de Franco. De esta manera el cineasta manchego construye su propia posición como director cómico involucrado en una tradición de cultura política del cine español. Y es, efectivamente, el binomio comedia-política que intenta recalcar como una de las bases de su obra precisamente a la hora en que parece que su cine se va alejando de su base popular en los noventa. Es fácil leer el distanciamiento afectivo de los protagonistas almodovarianos de su medio ambiente como señal de que el director, como sus protagonistas «ha[n] perdido el timón y el control de su creación» (Colmeiro 1997: 126). Está muy claro que una de las esencias de la celebridad de Almodóvar es su gesto de borrar la línea divisoria entre los filmes y su autor, tentándonos a leer huellas autobiográficas en sus películas, pero evitando la ecuación absoluta del film con la vida de su autor. Sin embargo, es posible entender estos cambios no como reflejo de una crisis de creatividad, sino, al revés. Es decir, a la hora de construir su propia genealogía como cineasta Almodóvar está participando en un acto creativo, alejándose espiritualmente de su entorno inmediato e intentando recuperar precisamente ese anclaje histórico que por diversas razones se borró al alcanzar su éxito desterritorializado con Mujeres. Aquí vale la pena contrastar el concepto de la genealogía a la cual se adscribe Almodóvar con el de la simple historia del cine. Es decir, Almodóvar inventa a sus precursores con todas las implicaciones de tal acto, como nos sugiere la observación de Borges cuando dice a propósito de Franz Kafka que «cada escritor ‘crea’ a sus propios precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro» (1966: 148).7

sión supuestamente «original» publicada en el libro de Strauss en España, aparece una equivocación en cuanto a los títulos de filmes. No hay obra en la filmografía de Fernán Gómez con el título La vida ante sí. Probablemente se refiere a La vida por delante (1958). 7 Describiendo la genealogía de sus propios actos creativos, por ejemplo, él dice: «Bueno, tú inventas aunque no seas original, sobre todo un autodidacta como yo, que no estudié demasiado, sólo hasta el bachillerato y, de cine, nada. Así que cuando me en-

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Es verdad que en los acercamientos críticos al cine de Almodóvar en España ha habido cierto reconocimiento parcial de su «deuda» a la tradición de la comedia popular, sobre todo las estructuras «corales» berlanguianas de ciertas películas (Albaladejo 1988: 51). Pero, en su reencuentro con los maestros de los cincuenta y los sesenta, Almodóvar extiende uno de los rasgos fundamentales de su estilo anterior, su promoción de una estética del mimetismo, «plagio» o reciclaje de material de otros directores (Yarza 1999). Éste es, en principio, un aporte especial de la influencia de Warhol (la originalidad artística como el arte del reciclaje). En esto se nota su propio credo: «Convierto el cine que he visto en mi propia experiencia, que es al mismo tiempo, la experiencia de mis personajes» (Strauss 2001: 52). Conviene notar la distinción que hace Almodóvar entre las «citas» intertextuales de otras películas inscritas en sus filmes, generalmente clasificadas como «homenajes», lo que considera una postura pasiva, y el robo, que él califica como «una presencia activa» (Strauss 2001: 52). Así, caracterizando el espíritu de su obra durante la primera década de su carrera, él dice, en parte en broma, en un texto de Patty Diphusa, «Cuanto más plagiábamos, más auténticos éramos» (Almodóvar 1998: 8). Pero, como ha observado Francisco Umbral en relación a la originalidad de Almodóvar, «Lo diabólico del plagio con talento es que siempre le sale otra cosa» (2000).

LA GENEALOGÍA POLÍTICA DE EL EXTRAÑO VIAJE Esa nostalgia cinematográfica con que Almodóvar se conecta con una postura política se concreta en las palabras de presentación en el Festival de París de El extraño viaje de Fernando Fernán Gómez, película hecha en 1964 pero no estrenada hasta 1971 cuando Almodóvar la vio como complemento en un programa doble de un cine madrileño. En su comentario, escrito en 1998, a poco de estrenar su propio film, Carne trémula, caracteriza cariñosamente El extraño viaje como una «sórdida comedia neosurrealista». Acaso el aspecto más notable de su razonafrento a la resolución de una secuencia, estoy creando, porque lo hago por primera vez, aunque mucha gente antes que yo haya resuelto ese problema. Pero es cierto, uno no nace desnudo de influencias. Yo no he pensado en Mihura cuando me he puesto a trabajar, pero al leer un texto suyo me he visto ahí» (Lindo 1992: 7).

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miento sobre el film de Fernán Gómez es el acoplamiento que hace Almodóvar entre el género de la comedia y la política. Comienza su elogio del film, leyendo en los detalles de la trama una truculenta disidencia frente al discurso oficial del gobierno que intentó remodelar la imagen de España para los extranjeros en aquellos «felices 60»: Era el inicio del boom económico español, propiciado por el turismo. Fraga Iribarne, en esos años ministro del Ramo (curiosamente es su voz la que en Carne trémula lee en nombre del Gobierno la declaración del estado de excepción en enero del 70), como decía, el entonces Ministerio de Información y Turismo planeaba promocionar las playas españolas (...) y se enfadó mucho con El extraño viaje, donde la única playa que aparece exhibe en sus arenas los cadáveres de dos hermanos gordos, feos y borrachos [Rafaela Aparicio y Jesús Franco]. Esa simple imagen condenaba la película de Fernán Gómez al ostracismo (Strauss 2001: 55).

Escribiendo en 1998 sobre lo que parece, tanto para españoles como para el público parisino, el lejano pasado franquista, Almodóvar hizo hincapié en la relación fundamental entre la tradición cómica con que se identificaba (las comedias que rechazan las falsas imágenes del bienestar social y económico) y la política del entorno, encarnado en la figura de Manuel Fraga Iribarne, el cerebro de la transición de los años sesenta y fundador del actual Partido Popular. Más que arqueología del cine español, como veremos a continuación, la recuperación histórica que caracteriza la presentación de El extraño viaje para el Almodóvar de los fines de los años noventa, coincide con ciertas directrices de su propio cine en esta época.8 En su valoración del film de Fernán Gómez, enfatiza la mezcla de géneros que abundan en el film, un hibridismo esencial que transforma los estilos internacionales en expresiones locales. En sus comentarios sobre El extraño viaje, Santos Zunzunegui muestra que las inspiraciones intertextuales van desde los esperpentos de Valle-Inclán hasta Alfred Hitchcock, en las que el travestismo de Carlos Larrañaga, el músico de la historia, recuerda algo de la trama de Psicosis (Angulo 1993: 56).

8 En sus comentarios sobre Carne trémula, Paul Julian Smith observa cómo Almodóvar usa la figura de Fraga Iribarne como un puente entre el pasado franquista y el derechista gobierno actual, irónicamente representado por el mismo Fraga, ahora metamorfoseado en uno de los presidentes autonómicos. Véase Smith 2000: 185.

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Almodóvar habla de este mestizaje de fuentes: «[además de neorrealismo, contiene] elementos del cine de terror rural, del sainete de costumbres, e incluso de zarzuela cruel. De todos los filmes que he mencionado, éste es el más atípico, una sórdida comedia neosurrealista» (Strauss 2001: 55). Esta etiqueta de «sórdida comedia neosurrealista» comienza a sugerirnos, que implícita en la antihegemónica mezcla de géneros, queda una postura política en contra del establishment político y social de la época. Aquí interpretamos «sórdida» como elogio al film por ser la oposición a la visión oficial en que entran pequeños detalles cuya presencia estropea la impresión idealizada del edén turístico; «comedia» en su acepción valleinclanesca de «comedia bárbara, «esperpéntica, por su deformación artística de una pésima realidad social; «neosurrealista» es un híbrido del neorrealismo español, que según Almodóvar mismo une el melodrama con la «conciencia social» (1995: 176) y surrealista, posible alusión nostálgica al estilo visceral de Buñuel, cuya imagen de otra realidad social extremeña en Tierra sin pan no queda muy lejos del mundo evocado por Fernán Gómez.9 No es casual que el comentario de Almodóvar termine poniendo un énfasis especial en el pueblo como locus de la absorción híbrida y hasta inverosímil de las influencias cosmopolitas y extranjeras que se colocan en el film bajo la etiqueta de lo moderno. Dentro del contexto histórico-cultural hablar del pueblo en el cine español es hablar de un rango diverso de espacios tanto provincianos como campestres, unificados por su oposición conceptual a la cultura urbana. Como afirma Jesús González Requena en sus apuntes sobre la representación de lo rural en el cine español, «...el universo provinciano en la óptica de los sesenta, se convertirá en la expresión misma de lo urbano deficitario, ámbito donde se traducen las tensiones de un campo orientado hacia los modos de la ciudad» (1988: 23). De esta misma manera, el pueblo se interpreta como el eje de otros espacios culturales que Almodóvar intenta deslindar en El extraño viaje: un primer espacio urbano, Madrid, al que aluden insistentemente los 9 Sobre la coincidencia de la deformada geografía humana de Las Hurdes y la del Extraño viaje, Almodóvar escribe: «Fernán Gómez me comentaba que para el rodaje utilizaron la figuración de un pueblo donde rodaban, pero que desgraciadamente la guerra española había llenado al país de cojos y mancos» (Strauss 2001: 55). Santos Zunzunegui subraya «la galería de freaks encarnados por dos de los tres hermanos quienes protagonizan la enredada historia» (Angulo 1993: 52).

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personajes. Es el lugar de donde vienen los músicos que tocan para los bailes aldeanos cada sábado; es el mismo Madrid de donde los músicos traen sus modas exóticas como el twist. Un segundo espacio es el extranjero, París, por excelencia, adonde los tres hermanos sueñan con escaparse y que se ve conmemorado, como dice Almodóvar, en el nombre de la tienda de lencería «La Parisién», el lugar que incita los deseos libidinosos de los hombres del pueblo. Finalmente, hay un tercer espacio, el pueblo mismo, escenario único de toda la acción y que forma y deforma la conducta de sus habitantes a través del peso de las represiones sociales y sexuales. El pueblo como puesta en escena es un espacio complejo y contradictorio precisamente porque lleva la carga de lo que es (cuna de la cultura atávica) y lo que recibe del más allá. Parece ser, en principio, un espacio genérico adonde van todos los modelos de modernidad que sirven para nutrir las ilusiones y fomentar el mimetismo de una comunidad culturalmente restringida. Así, el pueblo declara las asimetrías globales que han puesto a la España franquista en la posición del consumidor no sólo de los productos sino de las ilusiones de modernidad que no pueden realizar. Hay una separación temporal de más de una década entre Bienvenido, Mister Marshall y el film de Fernán Gómez pero el pueblo de El extraño viaje no difiere mucho del de Villar del Río, de Berlanga, en el cual también convergen lo nacional y lo transnacional en un espacio marcado por los deseos frustrados de los aldeanos. Sin embargo, en la película de Fernán Gómez sí hay una distinción clave, la cual es especialmente significativa para Almodóvar: Se trata de la metáfora central, la del «extraño viaje». Este título parece aludir a la misteriosa fuga del pueblo de los dos hermanos con el músico, Fernando (Carlos Larrañaga). Pero mucho antes que este enredo argumental, el film documenta el continuo ir y venir de otros habitantes entre el pueblo y Madrid. Es decir, es un constante entrar y salir de la modernidad para volver al pueblo. En esto reside la problemática social que subraya el film. En esta situación narrativa encontramos una concretización de lo que Néstor García Canclini denomina el rasgo definitivo de las culturas híbridas... esas migraciones internas entre el campo y la ciudad que expresan en actos y movimientos las contradicciones económicas y políticas formadas por la desigualdad política que explota las nuevas formulaciones del capitalismo; es decir, la globalización (1989: 332-33).

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Para Fernán Gómez, igual que para los directores de aquella edad dorada de los 50 y los 60 que tanto estima Almodóvar, el campo nunca era simplemente el campo; era un espacio de complejidad política y social (González Requena 1988: 23). La enredada trama de El extraño viaje es efectivamente la historia del pueblo español de aquellos años que soñaba con hacer su propio extraño viaje a Pasapoga en Madrid o a París para bailar tangos. En cierto sentido, este tercer espacio, el pueblo, se trata con un grotesco humor negro. Es el blanco de las comedias que Almodóvar aprecia: Plácido, Mister Marshall, La ciudad no es para mí de Pedro Lazaga, (película que, debemos reconocer, traduce Surcos de Nieves Conde en clave cómica). Reconociendo cierto vínculo entre El extraño viaje y su propio cine, Almodóvar observa: «además de su extraordinario interés objetivo, [el film] sirve de plataforma para muchos temas cercanos a mi cine, al cine español y a nuestra historia reciente...» (Strauss 2001: 55).10 Aunque aquel tercer espacio del pueblo surge concretamente en el cine de Almodóvar una sola vez, en La flor de mi secreto, Almodóvar lo pone en tela de juicio en dos de sus películas anteriores, que también pueden considerarse «sórdidas comedias neosurrealistas», ¿Qué he hecho yo? y ¡Átame! En una descripción de su propio proyecto en ¿Qué he hecho yo...? Almodóvar describe la nostalgia del campo en la representación de la ciudad: El lagarto significa esa añoranza del campo, de los árboles que no existen en el barrio de la Concepción, de las gallinas y de los gatos sentados junto a la mesa camilla. Para la abuela los amigos quinquis de su ¡nieto pasan a ocupar el puesto de las vecinas, esas personas que siempre están dispuestas a charlar de cualquier cosa. El personaje de Cristal es un tipo clásico de la cultura rural. La chica que llega a la ciudad con la ambición de convertirse en artista y acaba siendo prostituta (Cañeque y Grau 1993: 161).

De esta manera, las muestras textuales de añoranza del campo se convierten en un comentario sobre la cultura urbana y el concepto de la

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En una entrevista con Nuria Vidal realizada para el estreno de Kika, toca su propia concepción del espacio provinciano: «En un pueblo encuentras todos estos elementos. Se mezcla lo urbano y el desarrollo con las costumbres ancestrales. Es una mezcla muy rica dramáticamente. Un pueblo me sugiere dos géneros que me son muy queridos y que no he hecho nunca, el thriller y el western» (Vidal 1993: 45).

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modernidad. En ¡Átame!, Ricki vuelve a su pueblo natal al final, sólo para encontrarlo deshabitado y en ruinas. Efectivamente, el pueblo sólo existe como idea hasta que Almodóvar lo evoca concretamente por primera vez como espacio vital en 1995 en La flor de mi secreto, donde comenzamos a entender que uno de los cimientos del tratamiento almodovariano de lo rural es el matiz político fundido en las evocaciones del pasado.

LA FLOR DE MI SECRETO Como ya hemos notado en cuanto a la construcción narrativa de La flor, la crisis personal y la de la comunidad a nivel político se unen en la escena en la cual Leo topa con los manifestantes anti-gubernamentales en una calle madrileña. La crisis personal de Leo sólo puede resolverse, nos muestra la historia, con una vuelta a los orígenes en su pueblo natal como un acto terapéutico a través de lo que es, en el contexto de su cine, un «extraño viaje». Para entender este viaje y su envergadura en contextos políticos y culturales, propongo tres breves notas de acercamiento al proceso de aquel viaje cuyo efecto estructural en La flor es sensibilizar al espectador a las tensiones entre distintos territorios geográficos y culturales y la dimensión temporal e histórica de la experiencia de la modernidad problemática inscrita en estos espacios. El pueblo: íntertexto cinematográfico En La flor la actriz que hace el papel esencial de la madre que precipita la vuelta de Leocadia al pueblo manchego es Chus Lampreave, la misma actriz que diez años antes había hecho el papel de la suegra en ¿Qué he hecho yo...? La presencia fortuita de Chus en las películas de Almodóvar conmemora la relación especial entre el director y las tradiciones de las comedias disidentes de los 50. Es allí, en las películas de Ferreri-Azcona y Berlanga-Azcona donde el joven Almodóvar descubrió a Chus como un personaje menor. Aunque ella había hecho otros papeles distintos en las películas de Almodóvar, (la pensaba integrar en el elenco de Pepi, Luci Bom, por ejemplo, y apareció como Sor Rata en Entre tinieblas) en ¿Qué he hecho yo...? y La flor ha cumplido esa tarea especial de vincular la narración con la tradición anterior y sobre todo

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con la representación del espíritu del pueblo tradicional que surge en medio del Madrid moderno. En efecto, en La flor Chus sigue la pauta de su papel en ¿Qué he hecho yo...?, evocando el arraigo del pueblo en la conciencia de la protagonista. En medio de su sueño suicida, Leo oye la voz de su madre en el contestador del teléfono. La ha llamado para decirle que ha discutido con su hermana y ahora vuelve al pueblo. Esta voz la recoge de la inconsciencia, y Leo vuelve en sí. De esta manera, pone en marcha la recuperación física y el renacimiento espiritual de su hija, iniciando la serie de resoluciones a los enredos del culebrón de su vida. Chus es también el catalizador para vincular el espacio rural con la creatividad de la protagonista. Esto ocurre en la escena en la casa materna cuando describe a su hija como «una vaca sin cencerro» frase enraizada en el habla regional que sirve para motivar los siguientes movimientos narrativos. De máxima importancia en esta escena de evocación del habla rural es el reconocimiento por parte de la madre que el campo no es para Leo; es sólo para las viejas que vuelven allí para morir: («Yo también estoy como vaca sin cencerro, pero a mi edad es más normal» (1995: 132). De esta manera el campo manchego incita el espíritu de la protagonista a volver a la vida que había abandonado en la ciudad, en efecto, reconciliarse con sus orígenes, para poder seguir evolucionando como persona y escritora (Colmeiro 1997: 126). Este segundo despertar de Leo por su madre le permite reconocer una intrincada «sórdida comedia neosurrealista» de reciclajes de su propia identidad que constituye una liberación creativa: Primero, reconoce a su «negro» en Ángel, el editor de El País quien la reemplazó en su función de la autora Amanda Gris para escribir dos nuevas novelas con su pseudónimo. Luego, reconoce su propia participación inconsciente en el reciclaje de su novela negra, La cámara frigorífica, robada de su cubo de basura por el hijo de su criada y transformada en el guión de un film de Bigas Luna; y por fin, con la ganancia de la venta del guión, ella, indirectamente, ha sido el ángel inversor del ballet de fusión de Antonio (Joaquín Cortés), el hijo de la criada, Blanca (Manuela Vargas). Es en el campo donde se puso en marcha este mecanismo a través del cual Leo llegó a reconocer las huellas de su co-participación en la autoría de estos actos creativos.

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La flor, su versión del neorrealismo Comentando el rodaje del film, Almodóvar dice: «La flor de mi secreto es una película neorrealista, en el modo en que yo veo el neorrealismo» (Strauss 1995: 174). Puede ser por haber rodado gran parte del film enfáticamente en las calles de Madrid con pocas escenas interiores. Puede ser también la sintonía que él mismo percibe con aquella tradición fecunda del neorrealismo español, lo cual le lleva a construir una versión contemporánea del extraño viaje al estilo de Fernán Gómez. Vemos el ir y venir de Leo de su elegante casa al piso de su hermana Rosa en el barrio periférico de Parla. La vida de Rosa es precisamente un melodrama del estilo e inspiración de ¿Qué he hecho yo...? Es decir, «neorrealista» en el sentido almodovariano, con conciencia social. En este extraño viaje de la vida de Leo en Madrid, Almodóvar parece seguir la línea conceptual de lo que ya hemos visto en la elaboración de los espacios culturales de la película de Fernán Gómez. En La flor estructura los movimientos de su heroína en una serie de viajes de lo cosmopolita internacional (la oficina de El País), al sofisticado rumbo urbano (la casa de Ángel), al barrio de emigrantes marginados recién llegados del campo (Parla), y por fin, al campo mismo. El movimiento de Leo entre estos espacios actualiza una trayectoria ficticia que recicla la historia de las versiones del neorrealismo español que se remonta a Surcos con un paso obvio a otro film de Fernán Gómez, La vida sigue (1962). La importancia de este movimiento queda, como nos señala García Canclini, en la manera en que nos permite vislumbrar el fenómeno de la desterritorialización no sólo de la protagonista sino de una sociedad que ha perdido la relación «natural» de la cultura con los territorios geográficos que forman su identidad social (1989: 288). Al viajar por los distintos espacios cargados de simbólico valor social, está cifrando una historia colectiva de la política cultural del último medio siglo. Lo que eran, en principio, los hitos de su propia vida, se han convertido en una alegoría dirigida al espectador español que marca las trayectorias que lo han llevado a lo que Almodóvar percibe como la crisis política de la España actual.

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La sordidez y la política Almodóvar ilumina su tema al enfocarnos en la crisis de la vida de Leo que tiene mucho que ver con la pugna entre dos géneros aparentemente literarios. Ella vive una tensión entre aquel género artificial construido «por contrato» que se llama la novela rosa de Amanda Gris, y otra, que ella llama la negra, concretamente La cámara frigorífica. Tenemos que entender los dos géneros como simulacros de situaciones sociales y políticas. Así escuchamos la reacción de Alicia, la gerente en la editorial que comenta la novela negra de Leo: Cuando alguien compra una novela nuestra quiere olvidarse de la sordidez en la que vive... soñar con un mundo mejor aunque sea mentira... ¡La realidad! ¡ Bastante realidad tenemos cada una en nuestra casa! La realidad es para los periódicos y la televisión... Y mira el resultado. Por culpa de ver y leer tanta realidad el país está a punto de explotar. ¡La realidad debería estar prohibida! (1995: 72).

No es casual que la crisis profesional en que se encuentra Leo coincida históricamente con la circunstancia de Fernán Gómez como director marginado por la autocensura de una industria cinematográfica cómplice del Régimen. Las palabras de Alicia mezclan aquella auto-censura de los productores de cine contemporáneo con el compromiso económico, lo cual, como indica Almodóvar en su comentario sobre El extraño viaje, fue el nudo gordiano que produjo la falsa imagen cinematográfica de España en los 60. Su editor le recuerda que la novela negra que le sale, es decir, la novela que expresa sus verdaderos sentimientos, es una violación del contrato de Amanda Gris porque rompe con el código de censura que el editor le lee a Leo: «sol radiante, urbanizaciones, subsecretarios, ministros, yuppies... Nada de política... Ausencia de conciencia social... Hijos ilegítimos, los que quieras, eso sí... Final feliz» (1995: 75). La lista de inclusiones y exclusiones nos recuerda de aquellas normas de censura confeccionadas para el «Nuevo Cine Español». El mundo en que se encuentra Leo no es muy diferente en su espíritu de ése construido por García Escudero bajo la tutela de Fraga Iribarne para su «Nuevo Cine Español» de los 60. Así, la inmovilización de Leo en la cárcel de restricciones contractuales que paralizan su creatividad artística se transforma en una metáfora tanto política como personal del artista en la España contemporánea.

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LA FLOR DE SU SECRETO La verdadera crisis de la vida de Leo, como ella misma llega a entender, no es tanto la de su matrimonio, ni la de su creatividad. Éstos son meros síntomas y Almodóvar hace que su heroína descubra su origen. A través de su extraño viaje ella entiende que ha elegido vivir en su propia novela rosa hasta no poder más. Su despertar a la realidad que la rodea comienza con la voz de su madre en el teléfono. Luego es reiterada en la voz de Chavela Vargas que ironiza con su canción las pequeñas crisis sentimentales. Luego la realidad de la comunidad se echa encima de ella en el momento en que Leo cae en medio de la manifestación política. Por fin, logra alcanzar esta conciencia de sí misma y su entorno sólo con un distanciamiento que le proporciona la vista de la soledad de su madre y de las mujeres de su pueblo natal. En esas imágenes del pueblo y la soledad de las mujeres, parece ver en un instante su propio pasado y su futuro. A partir de ese instante de auto-reconocimiento, comienza a tomar las riendas de su propio destino, permitiéndole volver a Madrid para reanudar su vida. Desde una perspectiva autorial, La flor de mi secreto es un hito importante en la filmografía del director manchego porque colma un proceso de distanciamiento afectivo para Almodóvar de Madrid como locus exclusivo de su mundo cinematográfico. A la vez, concretiza su nuevo acercamiento a los procesos culturales que influyen en la formación de los que protagonizan la cultura contemporánea de los noventa. A diferencia de todas sus películas anteriores, La flor está íntimamente ligada a una conciencia histórica que pronto se transforma en una postura política. Debemos recordar que a lo largo de los años ochenta hizo películas, como solía decir, como si Franco no hubiese existido. Aunque el gesto parecía una excelente coartada creativa para el cine español de la Transición, con los años, como han notado varios comentadores, la aparente falta de arraigo político de su cine parecía señalar sintomáticamente una obvia represión de la problemática social de España. Pero aquel arraigo político no es el simple tópico de la manifestación antifelipista. Como su alter-ego, Leo, Almodóvar parece buscar las raíces de una postura política más honda que coincida con la concepción histórica de sus personajes (Colmeiro 1997: 119). Desde esta perspectiva, leemos el comentario de Almodóvar sobre la película de Fernán Gómez como un diálogo con las raíces del cine po-

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pular en España, pero también como un instrumento de diagnóstico. Al fijarnos en el acto creativo de forjar su propia genealogía, Almodóvar nos muestra la profundidad, tanto conceptual como cultural y política, de su evolución con autor cinematográfico. En un momento clave en La flor, cuando Alicia le pregunta a qué se debe el cambio tan radical en su estilo de escribir, Leo, como alter-ego del mismo Almodóvar, le contesta: «Supongo que estoy evolucionando». Al revisar la metahistoria del cine español que nos proporciona Almodóvar en sus entrevistas y comentarios, igual que la meta-autobiografía que leemos entre líneas en esos y otros textos, podemos decir lo mismo de su propio cine.

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LA VERDADERA «VOZ HUMANA» REVOLUCIÓN SEXUAL EN EL CINE DE PEDRO ALMODÓVAR: LA LEY DEL DESEO (1987)1 Brígida M. Pastor2 University of Glasgow

Almodóvar no ha quitado el velo al rostro; pero ha demostrado que [...] el deseo ya no tiene límites, ni internos, ni externos... (Smith 1999-2000: 21)

Este trabajo pretende explorar la representación de la «alteridad sexual y genérica» en el cine de Pedro Almodóvar. Asimismo, intenta demostrar las motivaciones del cineasta español en la proyección de sexualidades e identidades genéricas «diferentes» de la «norma». Además, consideraré hasta qué punto la identidad sexual de Almodóvar se entrelaza con las representaciones de identidades homosexuales, bisexuales, transexuales, transgenéricas y otras identidades sexuales alternativas. Como el mismo Almodóvar admite, es de vital importancia que todo individuo de sexualidad o género alternativos se sienta cómodo con su propia identidad: «If you take sexuality, or homosexuality [for example], you don’t have an obligation to talk about this, but you have an 1 Publicado originalmente con el título «Screening Sexual and Gendered Otherness in Almodóvar’s Law of Desire-The Real ‘Sexual Revolution’». En: Journal Studies in European Cinema, 3.1 (2006), pp. 7-23. 2 Mi más sincero agradecimiento a The British Academy, The Arts and Humanities Research Council, The John Robertson Beques-University of Glasgow y The Humanities Research Centre, Australian National University por las becas de investigación que me han concedido durante el desarrollo de este proyecto sobre cine cubano.

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obligation to face it yourself, otherwise you are condemned to a very painful life. That is something people should know». [En cuanto a la sexualidad u homosexualidad, uno no tiene la obligación de hablar sobre ello, pero sí tiene la obligación de reconocer su identidad sexual, de lo contrario se está condenado a una vida muy dolorosa] (All about my Father 2003: 18). La última frase de esta cita parece desvelar la postura de Almodóvar y, por consiguiente, la propuesta de su cine: la legitimidad de la fluidez genérico-sexual en nuestra cultura debe empezar por el reconocimiento del individuo en cuestión. Mi análisis se centrará en la construcción y desconstrucción de la alteridad genérico-sexual en la película La ley del deseo (1987).

SEXUALIDAD Y GÉNERO SEXUAL La sexualidad —como el género sexual— no es una esencia perenne, inmutable, transcultural o a-histórica, por el contrario, es variable y mutable y producto manufacturado de nuestra cultura. De este modo, se presta a diferentes interpretaciones y valoraciones por parte de un variado número de discursos culturales. En primer lugar, quisiera establecer que las categorías de sexo, género y sexualidad no son equivalentes; cada una de ellas establece una dicotomía irreducible a las otras: el sexo discrimina entre macho y hembra, el género entre lo masculino y lo femenino y la sexualidad entre lo heterosexual y lo homosexual. La aportación de Foucault sobre el carácter histórico de la sexualidad devino en un nuevo discurso sexológico que propone que la sexualidad está, como constructo cultural, sujeta a cambio (Foucault 1976). Por ello, todo constructo alternativo al oficial (u heterosexual) se define como una inversión de ese modelo arraigado profundamente en nuestra sociedad (Stanton 1992). La imagen del cuerpo «invertido» es un recurso visual usado en el cine de temática de género y, la difícilmente traducible, queer, siendo el cine de Almodóvar un ejemplo elocuente. La idea de «alteridad sexual o genérica»3 se corresponde con la imagen de «cuerpo invertido» (Stockinger 1978).

3 El género, según Foucault, no es una categoría estable que mantiene unos roles fosilizados para lo masculino y lo femenino.

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La inversión implica una transgresión de un modelo de conducta que es heterosexual y, por tanto, implica una negación total de ese modelo o norma. Con la frase «alteridades sexuales y genéricas» me referiré a los diferentes tipos de sexualidad (atracción sexual) y de género sexual (identificación de un individuo con un sexo biológico en particular) respectivamente. Almodóvar propone en sus películas varias posibilidades de expresión sexual y genérica, que son diferentes y alternativos a la sexualidad normativa, tales como la homosexualidad, la transexualidad y la transgeneridad. Todas estas imágenes «invertidas» van más allá de ser consideradas «raras» o extravagantes: se convierten culturalmente en la «otredad» radical, opuesta por antonomasia a la normalidad. Y, por ello, estas «otredades» se erigen como alternativas marcadas con una autenticidad, difícil de cuestionar. En el cine de Almodóvar, los personajes que representan estas «sexualidades alternativas» o «anormales» pueden resultar aparentemente kitsch, melodramáticos y variopintos —incluso amanerados o camp— pero nunca se descubren como personajes meramente gratuitos; por el contrario, Almodóvar construye personajes con sexualidad y género diferentes para ilustrar aspectos culturales que necesitan reevaluarse, para hacer visible lo que en nuestra cultura se pretende hacer invisible: la marginalidad de individuos «invertidos» (sexual y genéricamente) y, asimismo, para destacar que la sexualidad y el género son conceptos flexibles y, por tanto, sujetos a cambio. Por ello, los personajes almodovarianos son capaces de fluctuar entre una variada gama de sexualidades e identidades genéricas, e incluso de crear su propia identidad genéricosexual. De hecho, en muchas de sus películas, los límites de la sexualidad y el género no aparecen claramente delimitados; estos límites se exponen únicamente como constructos culturales idealizados, que pueden transgredirse en la pantalla fílmica, y sirven a Almodóvar para desestabilizar las estructuras culturales fosilizadas de la tradición (Bem 1993: 152) «cuyo flujo de prejuicios y falsas interrogativas ponen en evidencia las consecuencias del “machismo” social y de un catolicismo conservador» (Ingenschay 1999-2000: 52). De este modo, se vislumbra el cuestionamiento de las identidades fijas y la propuesta de la fluidez en la construcción y expresión de la identidad sexual/genérica del individuo. Almodóvar parece coincidir con la idea propuesta por Sandra Lipsitz Bem, que «la diversidad de género sexual es natural» (1993: 168). En

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cuanto a la construcción y expresión de su identidad, los personajes de Almodóvar son capaces de relacionarse (sexualmente) con quienes desean. Sus películas presentan «diferentes» tipos de sexualidad y género sexual; de hecho, se cuestiona la concepción de heterosexualidad como norma para todo individuo. Estas identidades alternativas a la heterosexualidad son legibles, interpretables, porque se sitúan como diferencia respecto al discurso establecido, y esa diferencia exige ser medida y reevaluada. Los personajes almodovarianos que transgreden la noción de sexualidad/género afloran liberados en la elección de su sexo y en la atracción que sienten por su mismo sexo. Incluso, se podría argumentar que una «subversión genérica» o una «alteridad sexual» es un requisito previo para muchos de los personajes que aparecen en el amplio abanico de las películas del cineasta español hasta el momento. Como John Waters afirma, los filmes de Almodóvar «...are gay films that are heterosexually friendly and straight films that are homosexually-friendly» [son filmes gay que conectan con el público heterosexual y filmes heterosexuales que conectan con un público no heterosexual] (2001). De las palabras de Waters se desprende que lo queer (raro/invertido/no-heterosexual) se amalgama con lo no-queer (norma/heterosexual), lo que conlleva una transgresión de las fronteras tradicionales sobre la sexualidad. Es evidente que la «otredad» transgresora que representan los personajes almodovarianos proponen una inversión de un modelo previo e incontestado, que es el deseo y la práctica sexual entre individuos de sexo opuesto (Stanton 1992).

«ALTERIDADES SEXUALES Y GENÉRICAS»: LA LEY DEL DESEO (1987) El cine de Almodóvar ha creado «alteridades sexuales y genéricas» desde su primera película Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1982) hasta La mala educación (2004) y, sobre todo, parece ser un tema recurrente en sus primeras películas. Entre tinieblas (1983), por ejemplo, contiene, en opinión de Paul Julian Smith, «challenging images of lesbianism» [desafiantes imágenes de lesbianismo] (1997: 184) y se trata de una «lesbian love story» [historia de amor lesbiana] (1997: 166). Los textos fílmicos de Almodóvar dejan constancia de que lo convencionalmente «anormal» es «normalizado» y La ley del deseo (1987) es un ejemplo elocuente en la plasmación de alteridades sexuales y ge-

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néricas «normalizadas». El hecho de que sea el único filme que se centra en la articulación homosexual masculina (Pablo [Eusebio Poncela]/Juan [Miguel Molina]; Pablo/Antonio [Antonio Banderas]) hasta La mala educación es significativo. Además de la articulación del tema de la homosexualidad, también sobresale el abordaje del tema de la transexualidad, a través del personaje de Tina, la hermana de Pablo (Carmen Maura). Tina decide cambiar su sexo (de hombre a mujer), pues su identidad genuina se encuentra atrapada en un cuerpo masculino, y se somete a una operación quirúrgica que la define de forma femenina en su anatomía (Rosenhan, Seligman & Walker 2001: 535). El hecho de que haya escogido libremente su propio sexo es de gran trascendencia: en el cine de Almodóvar, el deseo de ciertos personajes por cambiar su sexo biológico o revelar socialmente sus cuerpos «invertidos» siempre aparece legitimado y nunca como negativo de la norma. Es decir, Almodóvar aboga por una tradición directa de la diferencia sexual en el discurso fílmico, creando un homotexto, cuya misión principal es la búsqueda de una nueva concepción histórica de la sexualidad: poder expresar y vivir el deseo genérico-sexual con absoluta libertad y acabar con la homofobia represiva de la tradición. En la España de la modernidad, el deseo de Tina debe comprenderse como una necesaria y legítima oscilación en el proceso de identificación genérico-sexual, y de ahí que Tina exprese dicha oscilación a través de su imagen corporal (con la intervención quirúrgica) y a través de su conducta sexual (su deseo oscilante por ambos sexos). Tina no es únicamente transexual, sino que también es implícitamente homosexual, a pesar de que confiese no estar interesada en ninguno de los sexos en un momento de la narrativa fílmica. De este modo, Tina representa el vehículo eficiente del que se sirve Almodóvar para plasmar dos temas íntimamente ligados: La «diferencia» sexual y genérica y la naturaleza flexible y mutable de la sexualidad y el género. La caracterización de Tina hace que el espectador cuestione la teoría de Kosofsky Sedgwick que propone que existe una oposición binaria: heterosexualidad/homosexualidad, ya que Tina parece estar vinculada con ambas sexualidades. Es obvio que el personaje de Tina es una subversión cultural, dentro del contexto del patriarcado, pues está atentando contra su propia identidad masculina por cambiar de sexo, y está relativizando su presunta heterosexualidad por revelar su bisexualidad; con lo cual su comportamiento sería censurable dentro de la semiótica patriarcal. Pero es obvio que

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Almodóvar es muy consciente del contexto cultural en que se encuentran inmersos sus personajes, y así sus filmes se prestan a una lectura irónica, pues como P. J. Smith observa: «si el cuerpo sexualizado es desmontable, la distinción entre interior y exterior (rostro y velo) ya no sirve: la identidad, como el vestuario, es de quita y pon» (1999-2000: 20). La ley del deseo plantea una reevaluación de las sexualidades que la tradición se ha encargado de hacer invisibles. La visibilidad y autenticidad que Almodóvar otorga a sus personajes «desviados» hace cuestionar los rígidos y autoritarios modelos socio-culturales que tradicionalmente negaban la aceptación e integración de hombres y mujeres que mostraban alguna alteridad sexual o genérica. Asimismo, estos personajes «torcidos» ayudan a comprender la proliferación de identidades que no necesitan de un modelo positivo binario. Es evidente que el principal objetivo del cineasta español es despertar la conciencia del espectador ante la «otredad» sexual y genérica como algo natural —«otredad» que fue incuestionablemente reprimida y condenada, especialmente, durante el período franquista (1936-1975)4— e implícitamente cuestionar un legado histórico y cultural que injustamente ha estigmatizado a todo individuo que se revela «diferente» al modelo sexual heterocéntrico. En su estudio sobre el cine de Almodóvar, A Spanish Labyrinth, Mark Allinson sugiere que los personajes travestidos y transexuales (por ejemplo, individuos, cuya psique no se corresponde con su sexo físico y han recurrido a la cirugía para transformar su anatomía) (2001: 170), le sirven al cineasta español para parodiar la noción de sexualidad y de género (2001: 90). Esta idea parece concordar con lo que podría denominarse la sensibilidad queer (o también llamada camp) de Almodóvar como cineasta gay, porque lo camp, en general, recurre a la apropiación y al uso subversivo de la parodia, el humor, el melodrama y la exageración. Esta técnica la utilizan principalmente, aunque no exclusivamente, los homosexuales para expresar su sentimiento de marginación y subrayar su «subcultura» (Medhurst 1997: 274). No sería descabellado argüir que al mismo tiempo que parodia y cuestiona la concepción tradicional de género y sexualidad a través de la alteridad identitaria de sus 4

Giles Temlett, «Gays persecuted by Franco lose criminal status at last» (The Guardian, 13 diciembre 2001), en . La persecución de homosexuales se declaró abiertamente. En palabras del general Queipo de Llano: «Any effeminate or introvert who insults the movement will be killed like a dog» [Cualquier afeminado o invertido que insulte al Movimiento será aniquilado como un perro].

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personajes, Almodóvar crea una nueva formulación sexo-cultural. Por ejemplo, el personaje de Tina en La ley del deseo es complejamente plural dentro de la cinematografía almodovariana, no sólo porque ha cambiado su sexo a través de una operación quirúrgica, sino también porque se sugiere que ha tenido tanto relaciones homosexuales como heterosexuales en varios momentos de su vida. Tina encapsula tanto la alteridad sexual como la genérica y es capaz de alejarse del centro como norma, pero a su vez, se erige como sujeto de su alteridad, con autonomía propia, distinta, plural e identificable. Tina desafía los modelos tradicionales de sexualidad (heterosexualidad), de género (hombre y mujer) y de los roles tradicionales de lo femenino y lo masculino. La pluralidad y fluidez de la identidad sexual de Tina se pone de relieve en su reacción al comentario de Pablo de que debe buscarse compañía (masculina): «deberías buscarte un tío»; a lo que ella contesta: «ni un tío, ni una tía. Eso se acabó». De las palabras de Tina se desprende que ahora no tiene el deseo de ejercitar su sexualidad, pero implícitamente, ella siente atracción por ambos sexos. Su sexualidad se revela ambiguamente definida. De hecho, se descubre que fue la relación incestuosa que mantuvo con su padre lo que le llevó a cambiar su sexo porque «él así lo deseaba». A través de la caracterización de Tina, Almodóvar pone en escena una progresiva crisis de categorías: hombre/mujer, heterosexualidad/homosexualidad, masculino/femenino, mito/realidad. Esta fluidez y movilidad de la noción de sexualidad y de género se refleja en las marcas lingüísticas del discurso de los personajes. En una escena inicial, cuando Tina y su hermano Pablo se encuentran en un bar después del estreno de un film de éste, un joven fotógrafo le pregunta a Tina: «¿son ciertos los rumores de que te has vuelto lesbiana?». Esta idea de «volverse» [becoming] una lesbiana sugiere la posibilidad de oscilación entre una identidad genérico-sexual y otra. El planteamiento de Almodóvar aquí es que un mismo individuo puede comportarse e identificarse de maneras diferentes, tanto en su género como en su sexualidad, en momentos diferentes de su vida y contextos socio-culturales diversos. Indirectamente, así se cuestiona la política sexual, definida por el heterosexismo machista del patriarcado, con respecto al que se clasifican todas las demás posiciones. Asimismo, esta modificación de la sexualidad y el género, como proceso y no como esencia, permite explicar no sólo el hecho de que todo individuo participa de forma distinta de los diferentes arquetipos culturales de identidad femenina y masculina;

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también saca a la luz el espacio tradicionalmente excluido, de las relaciones genérico-sexuales en la biografía del individuo. La teórica Judith Butler, por ejemplo, al referirse a la afirmación de Simone de Beauvoir, que «one is not born a woman, but rather becomes a woman» [una no nace mujer, sino que llega a ser mujer], comenta: «If there is something right in Beauvoir’s claim that one is not born, but rather [sic] becomes a woman, it follows that woman is itself... a becoming, a constructing that cannot rightfully be said to originate or to end». [Si es verdadera la afirmación de Beauvoir de que uno no nace mujer, sino que más bien se convierte en o llega a ser mujer, se deduce que la mujer es en esencia un «llegar a ser» —un proceso de construcción que no está delimitado por un principio o un fin] (1992: 33). El contenido de esta cita parece ser una clara referencia al personaje de Tina, que siendo biológicamente hombre, ahora está en proceso de construir su identidad femenina. Al mismo tiempo que es un transexual (cambiando su sexo), también revela una identidad transgenérica (ella se siente y piensa como mujer cuando en realidad su sexo biológico es masculino). Los personajes de alteridad genérico-sexual como Tina son ejemplo elocuente de que en ese final de siglo XX, el sistema patriarcal no es el único sistema genéricosexual, y que nuestra sociedad está suplantando cada vez más estos criterios y valores de la tradición por otros que son ajenos al inflexible y desnaturalizado binarismo machista y heterosexista. Así lo corrobora Jay Prosser en su estudio sobre identidad transgenérica, en el que reúne los más recientes hallazgos de la teoría queer: «In Queer Theory... all gender is constructed, a fact that transgendered subjects merely make manifest» [En teoría queer... el género es construido, tal y como lo evidencian los individuos de identidad transgenérica] (1997: 314). La fluidez genérica representada en La ley del deseo vuelve a ponerse de relieve a través de la homosexualidad lingüística que se trasluce en el comentario sarcástico que Pablo lanza al joven fotógrafo cuando éste alude al lesbianismo de Tina: «Si todos lo hombres fueran como tú, hasta yo me haría lesbiana». Este comentario podría, tal vez, contener motivaciones autobiográficas; de hecho, dichas palabras podrían incluso transmitir indirectamente una respuesta crítica al maltrato y a la exclusión que socialmente sufren los homosexuales (u otras «alteridades» genéricas y sexuales); así a través del personaje de Tina (y en este caso, Pablo), el cineasta reivindica una voz legitimada para las identidades alternativas a la heterosexualidad. Gwynne Edwards, de hecho, destaca la

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presencia del elemento autobiográfico en el cine de Almodóvar: «Almodóvar has acknowledged... that in all his films, from the first to the last, there is a strong autobiographical element in terms of the feelings expressed and that in Law of Desire in particular, there are incidents which are “more recognizable” in that sense» [Almodóvar reconoce que en todos sus filmes, desde el primero hasta el ultimo, hay un fuerte contenido autobiográfico en los sentimientos expresados y en La ley del deseo en particular hay incidentes que son mas reconocibles en ese sentido] (Edwards 2001: 83). La marcada «feminidad» de Tina en su papel maternal con Ada (la hija biológica de una ex-amante [Bibí Andersen]), es subversiva en sí; de hecho, su papel va más allá de una clara semejanza con el rol tradicional de «madre», dentro de la dicotomía cultural femenina «madre/femme fatale», dicotomía recurrente en el cine español del pasado, y en particular durante el cine post-franquista. Almodóvar, de este modo, expone su actitud reaccionaria, parodiando el rígido y estricto código cultural, tal y como lo sugiere la casi constante histeria de Tina en la narrativa fílmica; como ella misma confiesa: «Me encanta hacer drama... y llorar... y hablar por teléfono». Asimismo, las palabras de Tina nos remiten a la concepción butleriana de «performatividad», y pone de relieve un aspecto clave en el análisis de los textos fílmicos de Almodóvar: la configuración de Tina (y otros personajes) como parte de una «actuación», una teatralidad o performance (Butler 1992), en el hecho de que los personajes de sus filmes son entidades plurales en lo que a su carácter genérico-sexual se refiere, y ofrecen actitudes y características de actantes que desempeñan roles diferentes e identidades variadas. De esta manera, las categorías genérico-sexuales (masculinidad/feminidad; heterosexualidad/homosexualidad) se presentan como categorías discursivas, que se definen a través de determinados tipos de actos, pero nunca permanecen estables ni para el individuo ni para la sociedad en la que está inmerso. Esta insistencia almodovariana en adoptar roles o actitudes establecidas culturalmente para teatralizarlos a través de la parodia y la exageración estereotípica, genera un distanciamiento con respecto a la realidad social que los circunda. Por otro lado, también podría considerarse que Almodóvar está proponiendo que los individuos con diferente identidad sexual/genérica —excluidos de la normalidad y estigmatizados culturalmente— ofrecen un nuevo modelo (positivo) de maternidad, y que el núcleo de la familia tradicional no es esencialmente el modelo ideal. En una escena doméstica y familiar en que

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Ada y Tina dialogan juguetonamente, disfrutando del tiempo compartido, Ada le pregunta a Tina: «¿Tú crees que de mayor tendré unas tetas como las tuyas?». A lo que Tina, cariñosa y relajadamente, le contesta: «Yo a tu edad era lisa como una tabla». La respuesta de Tina resulta al espectador cómica y confortante pero, a la vez, perturbadora, pues sabemos que el sexo de Tina, a la edad de Ada, era masculino y por tanto no podría haber tenido pecho. Esta narrativa, desligada del discurso normalizado, define los aspectos retóricos del discurso de la alteridad sexual/genérica, y la imagen invertida del cuerpo se convierte en un recurso visual que inscribe el discurso de la homotextualidad. La autenticidad del nuevo género/sexo de Tina se reafirma a través del proceso de la construcción de su propia identidad genérica y, a su vez, se destacan sus destrezas modélicas en su papel de madre. Esta misma idea asoma en otra escena a través de los recursos visuales del homotexto: Tina lleva puesto un suéter naranja con dos parches negros sobre sus pechos, que atraen la atención del espectador sobre los mismos —una estrategia visual que aparentemente tiene como objetivo resaltar su nueva identidad sexual (femenina)—. Por ello, la nueva identidad genérico-sexual de Tina se proyecta en constante proceso de construcción, no exento de limitaciones y contradicciones. Es interesante destacar la decisión de Almodóvar de dar a una actriz como Carmen Maura —cuyo sexo biológico es femenino y heterosexual— el papel de Tina. De esta forma, las categorías de sexualidad y género se presentan ante el espectador, a su vez, como algo oscilante y mutable. Peter Evans en su excelente estudio sobre el cine contemporáneo español, sugiere que el estatus de estrellas de actrices como Carmen Maura y la tendencia del espectador a identificarse con ellas, ha hecho que la exploración de aspectos de género y sexualidad en el cine español haya sido «thoughtful... realistic and provocative» [más elaborada, realista y provocadora] (Evans 1999: 274). La crítica cinematográfica ha destacado que las verdaderas estrellas desempeñan su papel sin el debido brío, sólo se «comportan» de forma natural; y hasta cierto punto este es el caso de Carmen Maura: su imagen de diva se armoniza con los personajes absurdos, raros y «desviados» que interpreta generalmente. Todo parece indicar que Almodóvar invierte las expectativas de sus espectadores y cuestiona sus preconcepciones, al presentar una confusión absoluta de géneros, sexos y sexualidades diferentes, proponiendo una actitud inclusiva con respecto a la sexualidad y el género y su deseo de proveer «...some sort of antidote to the rigid [...] stereotyping which is

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still so much a part of [Spanish] culture» [...algún tipo de antídoto a los rígidos estereotipos que todavía forman una parte integrante de la cultura española]5 (Hooper 1985: 163). Asimismo, John Waters comenta con respecto a Todo sobre mi madre, que es un film en el que «all sexual persuasions hang out together» [todas las persuasiones sexuales conviven] (2001), una afirmación que nos remite a muchos de los films de Almodóvar, y en particular a La ley del deseo.6 Tal vez, la frase «hang out together» [conviven juntas] proyecta la posibilidad plausible de una sociedad alternativa en la que alteridades identitarias sean igualmente aceptadas e integradas en nuestra sociedad —una clara indicación de la motivación político-ideológica del director—. Por otra parte, y a la inversa, Almodóvar con frecuencia da papeles disonantes a verdaderos transexuales y travestís, con el objeto de hacer más visible su «diferencia» sexual y genérica, y La ley del deseo no es una excepción. Por ejemplo, la actriz Bibí Andersen, un transexual (de hombre a mujer) interpreta el papel de la ex amante de Tina y madre biológica de Ada. Considerando que Bibí Andersen es ahora biológicamente mujer, el espectador no hubiera percibido el cambio de su sexo en la pantalla, de no haber hecho Ada un comentario inocente a su verdadera madre sobre Tina: «A ella no le gustan los chicos tanto como a ti». Por todo ello, la definición tradicional de sexualidad queda ambiguamente definida —provocando confusión en el espectador— y el canon hispánico heterosexual queda, por tanto, sujeto a una relectura diferente. A su vez, esta nueva lectura, «torcida» desde la mirada cultural, explica que la madre biológica de Ada, que en un momento del pasado tuvo una relación con una mujer, se interesa ahora por los hombres, y Tina, que tuvo en otro momento sexo masculino, carece de todo interés en el sexo. No hay que olvidar que Almodóvar recurre conscientemente a estos conciliadores y, a la vez, subversivos recursos narrativos, que van más allá del contenido diegético del film, en la tentativa de definir la pluralidad identitaria del individuo. Asimismo, Almodóvar utiliza el personaje de Tina para resaltar el hecho de que aunque existen individuos que se identifican con una sexualidad o género «diferente(s)» al suyo propio o revelan oscilaciones entre 5 Hooper alude a la ley de peligrosidad social, que castigaba toda expresión de alteridad sexual y genérica, y en particular la homosexualidad. 6 Entrevistado por Nick Cory-Wright, director de All About Desire, Channel Four, Televisión Británica, 22 de diciembre 2001.

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diferentes identidades sexuales o genéricas, la esencia de su identidad permanece inmutable. Cuando Tina se encuentra con el Padre Constantino —un sacerdote que abusó sexualmente de él cuando era un niño, y dirigía el coro en el que él cantaba—, éste no la reconoce («—me recuerdas mucho a un antiguo alumno que cantaba en el coro»). Tina le confiesa que es ella, y aunque haya cambiado físicamente —es decir, haya «invertido» su cuerpo— «en lo esencial sigue siendo la misma». La elección del género femenino en «misma» aquí sugiere que Tina siempre se ha sentido mujer, a pesar de haber tenido un cuerpo masculino, y de ahí que describa la esencia de su identidad transgenérica y transexual. Similarmente, en la impactante y melodramática escena del hospital, Tina intenta hacerle recordar a su hermano, Pablo —quien ha perdido la memoria a raíz del accidente de coche que sufre bajo el impacto de la muerte de su ex amante Juan— que es su hermana; Tina muestra a Pablo una fotografía de los dos cuando eran pequeños (y el sexo de Tina era masculino) con la esperanza de hacerle recobrar la memoria. Pablo, entonces, parece recordar, de modo súbito, el cambio de sexo/género de su hermana —esta exageración estratégica utilizada por Almodóvar pone de relieve el mutuo reconocimiento y así la aceptación de la «diferencia» sexual y genérica por la que el film aboga—. El deseo de Almodóvar de «normalizar» y otorgar visibilidad a la diferencia sexual se hace patente en el mero hecho de haber realizado un film con una temática homosexual. La relación autodestructiva entre Pablo (Eusebio Poncela) y Antonio (Antonio Banderas) y la relación romántica y positiva de Pablo con Juan (Miguel Molina) son las representaciones extremas de alteridad sexual. La representación explícita de estos personajes «invertidos» y las relaciones «torcidas» que mantienen en la gran pantalla hizo visible el tema de la homosexualidad por primera en el cine español. Esta nueva narrativa y su temática desligada de la «norma» fílmica tradicional exigen una contextualización histórica, en que el «invertido» —u homosexual, en este caso— ha estado tradicionalmente desplazado, excluido de la normalidad, en el contexto de nuestra cultura y, por consiguiente, excluido de la narrativa fílmica clásica. Por ello, la escena inicial en que los cuerpos desnudos de Pablo y Juan aparecen entrelazados de un modo sugerentemente romántico invita al espectador a reflexionar sobre el amor que los une, en lugar de definir dicha unión como un vínculo de mero deseo carnal. Esta apropiación estratégica de una pose convencionalmente heterosexual parece

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resaltar el objetivo de Almodóvar: validar y «normalizar» la alteridad sexual como la misma esencia de la heterosexualidad, siendo el amor por encima del deseo carnal lo que genuinamente une a los individuos en las relaciones homosexuales masculinas. Almodóvar es consciente de la rigidez del heterocentrismo de la tradición española, cuya semiótica de la sexualidad juzga y discrimina a los individuos según su sexo, su género y su sexualidad. El clímax trágico de La ley del deseo hace que el espectador se plantee hasta qué punto es un filme gay optimista. Sin embargo, sería erróneo tal vez asumir que el filme no tiene repercusiones positivas y renovadoras para la comunidad homosexual dentro y fuera del contexto español. La representación de sexualidades desviadas que propone Almodóvar en su film crea un espacio para la expresión de la alteridad sexual de individuos que están marginados o parcialmente excluidos de la normalidad y, al crear este espacio, normaliza sus experiencias a través del más poderoso medio de comunicación de masas, el cine. Además, no hay que olvidar el contexto histórico-cultural en el que se forma Almodóvar, y las implicaciones que un film de esta naturaleza puede tener en una sociedad que, en realidad, acaba de liberarse de unos largos y represivos cuarenta años de dictadura. Así en La ley del deseo, los personajes «desviados» representan una parte visible e integrante de la sociedad, pero inevitablemente experimentan dilemas y miedos porque su percepción cultural está sujeta a una fuerte estigmatización. Por ejemplo, Antonio, oculta su relación con Pablo a su madre —ridiculizándose en su justificación, pues según él: «mi madre es alemana y le gusta espiar»—. De ahí que Antonio convenza a Pablo para que firme las cartas que escriba con el nombre de Laura P. («—no quiero que nadie se entere de esto, lo mejor es que me escribas con nombre de chica, así mi madre no se entera»). La actitud de Antonio demuestra la sedimentación de prejuicios reguladores y punitivos en la nueva y joven generación española y los conflictos que existen todavía en autoconciencia homosexual, y confirma cómo el imperativo heterosexual simbólico puede excluir la «otredad identitaria». Además, la exigencia de Antonio de que Pablo firme las cartas que le dirija con un nombre femenino es casi como una presentación teatral de sí mismo. El medio discursivo de la carta, «autorizada» con un nombre femenino (Laura P.) dentro del entorno convencional represivo, la carta se convierte en un recurso estratégico eficaz para destacar una similaridad entre lo que constituye la

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identidad genérico-sexual y la actuación o performatividad de la misma en un espacio ficticio o teatral de la epístola falsamente «autorizada». Este espacio epistolar permite una proyección identitaria (sexual) distinta a la del verdadero autor y receptor de la epístola ante un otro posible interlocutor (cultural) —la madre de Antonio—. De esta manera, se produce una desestabilización de un sistema binario que condena y excluye, y a través del cual se produce una crítica de carácter socio-sexual. Asimismo, la mutua controladora relación entre Antonio y su madre refleja el fuerte legado represor de la tradición, tal y como queda plasmado en la imagen de la casa de estilo colonial donde Antonio vive con su madre y el ausente padre político, tal y como la misma madre lo declara: «tal como si estuviera viuda». En su recorrido por este significativo contexto de la casa colonial, la cámara nos ofrece un primer plano de Antonio y su madre tras el enrejado de hierro de las puertas y ventanas que caracteriza esta imagen arquitectónica colonial. Las barras rígidas de hierro ilustran el encarcelamiento espacio-cultural al que están sometidos tanto Antonio como su propia madre. Este espacio de rodaje expone visualmente el estancamiento espacial y cultural, protegido por los muros fronterizos de los espacios de flujo y modernidad. Incluso, el recinto cerrado que representa el patio interior de la casa constituye una imagen simbólica de las actitudes anquilosadas y represoras de madre e hijo. Los personajes de Almodóvar sacan a la luz los problemas a los que se enfrenta todo individuo con identificación genérico-sexual diferente frente al legado histórico y cultural de la España post-franquista.7 Por ello, la versatilidad «teatral» de Antonio conlleva un significado didáctico que subraya el proceso de auto-conocimiento de su identidad homosexual y su aceptación final. Siguiendo este proceso, Antonio contrasta su inicial y ambigua identificación sexual —siente una fuerte presión social por adherirse al estereotipo heterosexual machista de la tradición, y le confiesa a Pablo, cuando éste le propone acompañarle a su casa: «No suelo acostarme con chicos» (además, la elección de la forma verbal, «no suelo» en boca de Antonio, encapsula y reafirma ese sentido de movilidad, de metamorfosis, de oscilación (de no-fijación) que

7 Bem destaca las dificultades que se encuentran en la construcción de una identidad homosexual en una sociedad que deslegitima y desnaturaliza la sexualidad no patriarcal (1993: 167).

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Almodóvar quiere destacar con respecto a la noción de la sexualidad)— con el reconocimiento eventual de su alteridad sexual, hasta el punto de sacrificar su propia vida, tal y como se desvela al final del filme: Antonio revela al mundo, el amor y el deseo (sexual) vital que lo une a Pablo; así lo revelan las confesiones que le hace a Pablo, al compás de la lírica de la canción extradiegética que acompaña esta escena final («—lo dudo... que halles un amor tan puro como el que tienes en mí»; «—Quererte de este modo es un delito y estoy dispuesto a pagar por ello; [...] Imaginaba que sería un precio muy alto, pero no me arrepiento»). Estas palabras revelan la «verdadera voz humana» de Antonio, quien no puede conciliar su verdadera identidad con la represión cultural que le espera fuera del limitado espacio del apartamento, en la esfera pública. La cámara inmediatamente se detiene sobre la luz intermitente de los coches de la policía con un primer plano, poniendo un final a la escena romántica y erótica que comparten los amantes. La luz azul intermitente podría interpretarse como un ejemplo básico de cómo la semiótica funciona en el lenguaje fílmico: la alteridad sexual que comparten Pablo y Antonio es una «amenaza» para el orden simbólico dominante y, por tanto, Antonio debe pagar un precio muy alto, el de su vida: Antonio acaba con su vida ante la mirada acusadora de «los representantes del orden y la ley» (una alusión al imaginario represivo y aniquilante de la cultura patriarcal). Con arreglo al discurso que establece el film, la moral y valores socio-culturales que ha internalizado el mismo Antonio hacen que se auto-castigue por atreverse a la transgresión, es decir, a ser y declararse abiertamente dueño de su propia sexualidad e intentar ser él mismo. Con todo, la escena de su muerte es precedida por el triunfo fallido de los dos amantes de superar estas represivas barreras culturales, tal y como lo sugiere la impactante narrativa visual y casi surrealista de las últimas escenas: La identificación simétrica entre los cuerpos desnudos de Pablo y Antonio se desvela a través de un una sábana (o velo) transparente —un reflejo de la autenticidad desnuda de su deseo (de su [homo]sexualidad)—. Sin embargo, la sábana transparente presenta, de inmediato, una distorsión de la imagen de Pablo y, casi como una repentina metamorfosis, se ve sustituida por una sábana opaca que cubre completamente el cuerpo de Pablo: la simétrica identificación sexual entre los protagonistas ha llegado a su fin con su condena (cultural). Antonio se encuentra entre la espada y la pared: su trasgresión sexual,

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la ilimitada expresión de su deseo frente a su propia negación cultural de su verdadera identidad sexual, lo llevan a suicidarse. La culpabilidad internalizada de aceptar, finalmente, su auténtica identidad sexual lo convierten en un «monstruo» que debe ser castigado. Tal como Segismundo en La vida es sueño de Calderón de la Barca, Antonio oscila entre ser reconocido como benéfico o maléfico. Culturalmente él es visto y se ve como un trasgresor de la ley; de ahí la fuerza destructora que ejerce sobre sí mismo. Con todo, el filme termina con una imagen reminiscente de la imagen sacra de la Virgen María acogiendo en sus brazos a su hijo Jesús en la Piedad después de la crucifixión. Esta alegoría sirve como estrategia estética, permitiendo al espectador esta identificación de Antonio en brazos de Pablo con la imagen de Jesús en brazos de su madre, que viene a redimir a Antonio del «pecado» cultural que se le atribuye, invistiéndolo de un aura de santidad y martirio. Su victimización cultural se proyecta a través de una estética del sufrimiento. Esta redención de Antonio aparece ensalzada por el segundo plano sobre el que los dos protagonistas se proyectan: un altar que contiene todo tipo de iconos religiosos y que arde en llamas a modo de purificación. Inmediatamente y mientras aparecen los créditos finales del filme, la cámara se detiene en los espectadores diegéticos que miran, sin visualizar la trágica escena interior, hacia el apartamento donde se encuentran los protagonistas —casi como una angustia premonitoria de los acontecimientos—. Adoptando las observaciones de María Donaperty sobre el destino patético y trágico de los personajes almodovarianos: «...the human condition and nature which appear in his films have transcendental overtones that point towards the existent of a common belief in what is good and morally acceptable and what is evil and unacceptable. And the cinematic language in which these abstractions are articulated has its most visible roots in the Catholic religion» [La condición y naturaleza humana que se revela en sus filmes tiene matices que apuntan a la existencia de un creencia común de lo que es bueno y moralmente aceptable y lo que es pernicioso e inaceptable. Y el lenguaje fílmico a través del que estas abstracciones son articuladas tiene sus raíces más visibles en la religión católica] (1999: 75). La propuesta de Almodóvar parece partir de la premisa de que las categorías genérico-sexuales no son naturales, sino culturales, y por consiguiente, no hay impedimento ontológico para que dichas categorías se transformen en el mismo proceso de cambio que experimentan las es-

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tructuras sociales. El cineasta español deja clara evidencia de que la política sexual de nuestro siglo está todavía fuertemente influenciada por el heterosexismo machista de la tradición patriarcal, que define la homosexualidad como una categoría sexual desviada, torcida o perversa. Un ejemplo revelador lo encontramos en la escena que proyecta el enfrentamiento entre Tina y un joven agente de policía cuando éste y su compañero registran el apartamento de Pablo, sospechoso del asesinato de Juan. Tina es golpeada por el joven policía; el acto violento de este supuesto representante de la ley y el orden social —y ciudadano modélico— queda justificado según los criterios discriminatorios sociales porque Tina es «un maricón» —es decir, un elemento anti-social, un transgresor de la «norma». Esta escena es reveladora de las preocupaciones que el mismo Almodóvar pueda tener con respecto a la comunidad homosexual dentro y fuera del contexto español. Los personajes de los dos policías, aunque son secundarios en el desarrollo de la narrativa fílmica, desempeñan un papel significativo por la forma en que Almodóvar los proyecta, con el propósito de subvertir los principios de autoridad y la actitud represiva que la policía española ha desempeñado en la España de la dictadura. Así, la subversión de las percepciones tradicionales de moralidad y justicia social cuestiona las percepciones y las preconcepciones que el espectador pueda tener de la alteridad sexual. La violencia física de esta escena se acentúa con la violencia verbal del mismo policía, que nos remite a los alarmantes y arraigados residuos discriminatorios que perduran todavía en nuestra sociedad («—la gente como tú [Tina] no merece vivir»).

CONCLUSIÓN En La ley del deseo, Pedro Almodóvar pone en un primer plano identidades genérico-sexuales que son diferentes de la norma machista y heterosexual de la tradición. Con estas representaciones, el cineasta manchego exige la necesidad de construir un espacio para la expresión de las alteridades sexuales y genéricas en nuestra cultura —la búsqueda de nuevos horizontes expresivos. Asimismo, estas oposiciones a la «norma» son implícitamente normalizadas y legitimadas, al menos, hasta cierto punto, vislumbrándose así las motivaciones ideológicas que encierra el film: un director heterosexual probablemente hubiera optado por no hacer un film sobre la temática homosexual en el momento en

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que se realizó La ley del deseo (1986-1987) por miedo a que fuera un fracaso comercial. Aunque Almodóvar, a menudo, se mofa de sí mismo y no habla mucho de él, me atrevería a decir que, al menos, en España, como gay, en su cine se descubre un tipo de política queer —un planteamiento que explora conceptos centrales de nuestra cultura, como la homosexualidad, el deseo, la identidad y la discriminación, por mencionar algunos—. Las proyecciones de alteridades sexuales en el cine de Almodóvar han evolucionado notablemente en las dos últimas décadas. En sus filmes más tempranos se utilizan alteridades genérico-sexuales principalmente para generar una «subcultura» visible, y empezar a construir un proyecto de integración y aceptación. En filmes más recientes, como Todo sobre mi madre y La mala educación, las entidades pertenecientes al mundo de la alteridad se muestran con una ego-identidad más sólida, reconociendo y admitiendo el orgullo por su identidad no-heterosexual; asimismo, su integración social aparece más normalizada y menos estigmatizada. Es probable que Almodóvar se resista a admitir que su cine tiene una misión pedagógica. De hecho, su actitud parece, a veces, quedarse a niveles superficiales y frívolos, como lo hacen aparentemente muchos de sus filmes. Sin embargo, su cine se edifica sobre los sólidos cimientos de una extremada sofisticación fílmica, que sabe «conjugar la modernidad con la tradición sin desvincularse de la cultura netamente española» (Holguín 1994: 24). Además, el cine almodovariano está íntimamente vinculado a la experiencia biográfica del director como gay y a sus sentimientos de empatía por sectores, cada vez más amplios, de nuestra sociedad que son víctimas de marginación y exclusión. Es evidente que Almodóvar crea «un género fílmico que define el cine español de una nueva generación y un nuevo estilo artístico lleno de tintes universales» (Pastor 2002: 19). Aún más, adoptando las palabras de Peter Evans, Almodóvar’s «films [have] a freshness and vitality that dramatize[s] the needs and desires of newer generations» [Los filmes de Almodóvar tienen una frescura y vitalidad que dramatizan las necesidades y deseos de las nuevas generaciones] (Evans 1999: 279), tanto en España como en cualquier otra parte, son más diversos que los de sus predecesores y que las opciones de sexualidad y género sexual son más variadas de lo que se reconoce y se legitima, por lo general, en una sociedad regida por una semiótica patriarcal. Las exploraciones fílmicas de Almodóvar proponen una inversión de los valores y criterios tradi-

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cionales, que definen las relaciones de género y sexo dentro de un sistema binario limitado en sus pluralidades combinatorias.8 Por ello, en su cine las alteridades sexuales y genéricas: gays, bisexuales, transexuales, travestís y todas aquellas identidades que se diferencian de los modelos identitarios de la ortodoxia heterosexual, se inscriben en el discurso dominante, validando y «normalizando» su existencia (Jagose 1996). De ahí que los conceptos de identidad y «performatividad» (teatralidad) se transformen en términos transmutables para las alteridades identitarias, ya sea dentro del contexto de la teatralidad o como sujetos de una escenificación exagerada o paródica. En conclusión, La ley del deseo explora la liberación de la subjetividad genérico-sexual y propone deseables alternativas a los arquetipos tradicionales de sexualidad y género a través de lo que podríamos denominar: el nuevo discurso almodovariano —un discurso que legitima la democracia del «deseo como ley»: la única ley por excelencia; o, en otras palabras, la verdadera «voz humana» —esa voz «invisible» que Jean Cocteau dejó como legado visible al mundo de la cinematografía mundial— y que, desde el punto de vista simbólico y semiótico, da título al embrionario y próximo film de Pablo dentro de la narrativa fílmica de La ley del deseo. No cabe la menor duda de que dentro del contexto cinematográfico español, Pedro Almodóvar es pionero en lo que podríamos denominar el género fílmico queer y, por tanto, en su propuesta de un sistema alternativo que permite una combinatoria genérico-sexual diferente, una alternativa plural, que replantea y redefine el legado histórico y cultural de la tradición, y que sólo puede definirse ya en este nuevo milenio como la verdadera «revolución sexual».

8 «El mundo de los filmes de Almodóvar constituye una imagen estilizada de la modernidad, que engloba una mezcla de ironía, comedia, farsa y tragedia —contextualizada dentro de una tradición de valores y convencionalismos sociales en proceso de desintegración» (Pastor 2002: 1).

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«Adoro toda la música que habla de los sentimientos: boleros, tangos, merengue, salsa, ranchera». La madre superiora, Entre tinieblas

Comencemos con el final melodramático de La ley del deseo. Allí se orquesta la resolución de las complicaciones narrativas de la trama con un «melos» que aparece en forma de una canción de Los Panchos que sirve para garantizar la identificación e inversión emocional de los espectadores con los destinos de los protagonistas. A lo largo de las últimas escenas del film los protagonistas recobran sus identidades olvidadas y los amantes se reúnen, hasta que la muerte los separe. El director de cine, Pablo, víctima de un accidente de coche que le deja amnésico, aprende que su hermana Tina es en realidad su hermano y que Juan, su amante, está muerto. Pablo tiene un encuentro final con Antonio, el asesino de Juan. Y los personajes restantes de la película, desde los actores principales y secundarios hasta los figurantes, reaparecen para presenciar el clímax final que se desarrolla delante de ellos. Tanto Marsha Kinder como Marvin D’Lugo han comentado acerca del impacto afectivo de esta escena, señalando lo que D’Lugo ha descrito como «un momento fundamental en el cine de Almodóvar» (1995: 127). Se refiere a la función de los personajes reunidos debajo de la ventana del piso de Tina, espectadores internos a la película, que están llamados a asumir el papel de testigo, y que por medio de su reacción parecen ratificar la unión homosexual que tiene lugar fuera de su campo de visión. D’Lugo cita la entrevista que Kinder le hizo al director en

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1987 donde hablan de esta escena: «Sus caras están llenas de reverencia y envidia. Hasta los policías se muestran suavizados y erotizados por la pasión que imaginan que se está expresando en el cuarto. Se convierten en espectadores almodovarianos por antonomasia» (1987: 40). Aunque D’Lugo nota de pasada el papel temático de la canción de Los Panchos «Lo dudo» en la ambientación de la escena, ni él ni Kinder exploran el papel fundamental de la música en evocar un momento de semejante poder de encantamiento colectivo para los espectadores tanto dentro como fuera de la película. En este encuentro final los papeles anteriores de los amantes se invierten. Antonio le quita las riendas de director a Pablo y controla la temporalidad, planificación y la orquestación musical de la escena. Cierra la puerta con llave, consigue de la policía una hora para «negociar» con Pablo y pone el disco de Los Panchos en el tocadiscos. Abrazado a Pablo, Antonio le canta directamente a su amado mientras la cámara se enfoca sobre los rostros de los dos. La canción y su letra comparten el primer plano con los personajes. La canción «Lo dudo», tal como otros ejemplos del mismo género, encarna una paradoja fundamental. Aunque el mensaje convencional de la canción romántica es en muchos sentidos siempre el mismo, el amor expresado es único: «Lo dudo, lo dudo, lo dudo/ que tú llegues a quererme/ como yo te quiero a ti». La letra se inclina con el contexto para evocar significados privados y asociaciones personales: la idea del amor puro en una película que se nota por su representación sin tapujos del amor físico entre hombres, o una posible referencia a la fama que tiene Pablo de promiscuo («Hallarás mil aventuras sin amor»). Con el verso siguiente, «pero al final de todas/ sólo tendrás dolor», la escena pasa a un plano exterior, un primer plano de Tina que se enjuga una lágrima. Aunque Tina se encuentra violentamente excluida de la relación entre su hermano y Antonio, quien la había utilizado para recuperar a Pablo, la canción en cambio le muestra mayor generosidad, prestándose para que ella exprese su dolor al unísono con el de ellos. Luego vemos una panorámica que abarca el grupo entero de los personajes reunidos delante del piso: Ada, la ahijada de Tina, el par de policías, padre e hijo que investigan la muerte de Juan, los médicos de Pablo y hasta unos vecinos curiosos de saber la causa de la agrupación callejera. Todos se ven con los ojos entornados, como hipnotizados, sus miradas fijas en la fachada del edificio.

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Cuando la cámara vuelve a los amantes, se ve a Antonio desvestir con gran ternura a su amante herido. Mientras se sigue escuchando la canción al fondo, el diálogo hablado de Antonio se parece a una letra de bolero con su expresión de amor transgresor. «Amarte es un delito pero estoy dispuesto a pagar por ello. Sabía que tendría que pagar un precio muy alto pero no me arrepiento. No me importa lo que ocurra dentro de una hora». La canción desempeña un papel esencial en la creación de una pausa en el desenlace de la acción. Suspende el flujo temporal y narrativo durante un precioso paréntesis antes de que la película se precipite a su conclusión. La presencia de «Lo dudo» en esta escena marca la tercera vez que se escucha el bolero en la película. La canción acompaña el primer encuentro sexual entre Pablo y Antonio y más tarde anticipa la vuelta inesperada de éste en una escena que abre con un plano de Pablo que escribe a máquina, el ritmo del tecleo ajustado al compás de la música. De este modo la canción se identifica como «su» canción; tal como nos descubre el propio Almodóvar en una conversación con Nuria Vidal, las dos baladas románticas, «Lo dudo» y «Ne me quittes pas» son «personajes de la película» que corresponden a los dos rivales por el amor de Pablo, Antonio y Juan (1988: 241). La canción romántica se contrasta con la otra música diegética (campo sonoro-in) de la película, la música pop y punk que se oye en las primeras escenas y que sirve para enmarcar el espacio público del Madrid nocturno. En cambio, el bolero se usa para caracterizar la esfera íntima del amor. En vista de estas codificaciones iniciales es especialmente notable ver cómo en su tercera audición la canción de amor íntimo «Lo dudo» es actualizada para producir una ampliación del espacio y del momento privados para incluir, si no del todo, constituir una colectividad. En este aspecto, la escena comentada parece proponer una demostración de lo que Theodore Adorno y Hanns Eisler han caracterizado como la capacidad de la música de «gluing societies together», o sea que la música actúa como una especie de engrudo social. Por su parte Paul Julian Smith ha explicado la fuerza del bolero en su análisis del uso de la canción «Encadenados» cantada por Lucho Gatica en Entre tinieblas como «un ejemplo de la manera en que la música y la puesta en escena sirven como un medio extásico para expresar pulsaciones poderosas... que amenazan con desbordar el marco fijo de la diégesis» (1994: 43). Carlos Monsiváis subraya la vertiente utópica de la invocación que el bolero se dirige a sus oyentes:

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«Inspírense, extásiense, conmuévanse, dejen que corran las lágrimas» (1997: 177) al mismo tiempo que les ofrece una «irrealidad cotidiana» por medio de la cual podrían encontrar la satisfacción emocional y el espíritu igualitario que «el desarrollo social no ha podido distribuir» (1997: 177). El tema de la música en el cine de Almodóvar ya ha atraído cierta atención crítica y comercial. Se comenta en las entrevistas del director con Nuria Vidal y Frederic Strauss. Monsiváis abre su ensayo Historia del bolero con un «prólogo posmoderno» donde habla del uso del bolero en cuatro películas del director, Entre tinieblas, La ley del deseo, Mujeres al borde y Tacones lejanos. El CD Las canciones de Almodóvar distribuida en España, EE.UU, Gran Bretaña e Italia contiene una antología de 23 canciones de sus películas, desde Pepi, Luci, Bom hasta La flor de mi secreto. La discografía almodovariana completa propone una selección ecléctica en términos estilísticos, geográficos y cronológicos, desde el rock punk y glam de Pepi, Luci, Bom y Laberinto de pasiones hasta Jacques Brel, Caetano Veloso, Kurt Weill, Zarah Leander, Miles Davis, Pérez Prado, Miguel de Molina, La niña de Antequera, el Dúo Dinámico e Ismael Lo, entre otros. Sin embargo, en medio de toda esta cosecha musical tan variada se reserva un papel privilegiado para la música latinoamericana, y para el bolero en particular, y para una serie de artistas favoritos: el trío Los Panchos y los cantantes Chavela Vargas, La Lupe, Bola de Nieve, Lola Beltrán y Lucho Gatica. La prueba del estatus especial del bolero se encuentra en el hecho de que con frecuencia se le da la primera o la última palabra en sus películas: «Espérame en el cielo» cantada por la cantante pop española Mina cierra de forma memorable Matador, «Soy infeliz» en versión de Lola Beltrán y «Puro teatro» por La Lupe proporcionan el prólogo y el epílogo musicales de Mujeres..., mientras que se escucha «Déjame recordar» de Bola de Nieve durante los títulos de crédito finales de La ley del deseo. Antes de pasar al análisis de algunos textos y contextos de las canciones de Almodóvar sería útil establecer algunos puntos de referencia para el estudio de la música en el cine en general. Desde los primeros estudios y, hasta ahora, la mayoría se han ocupado de la banda sonora «sinfónica» del cine clásico hollywoodiano. En el contexto del cine clásico la música se concibe como soporte de la imagen y de la trama y su función se limita a la de proporcionar ambientación y de condicionar la respuesta de los espectadores. En su libro Composing for the Films, pu-

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blicado en 1945, Adorno y Eisler critican duramente la práctica ya altamente codificada por aquel entonces de la banda sonora. Al emplear un lenguaje musical harto conocido y previsible que se basa en un insistente paralelismo entre sonido e imagen, la partitura cinematográfica convencional facilita la identificación y la proximidad emocional del espectador con los personajes y eventos en la pantalla, un proceso que, según ellos, tiene el efecto de suavizar las contradicciones y proyectar una impresión de una totalidad sin fisuras. Adorno y Eisler concluyen que los usos cinematográficos de la música fomentan la comercialización y la banalización del arte musical, lo que lleva a la destrucción de los elementos comunitarios, hedonistas y utópicos de la música, elementos que estos autores parecen temer tanto como los añoran. Esta visión de la música cinematográfica y de su función refleja la concepción de la música instrumental occidental en general como una forma abstracta y no figurativa, capaz de suscitar una reacción afectiva pero sin contenido referencial. Sin embargo a lo largo de los últimos 40 o 50 años ha surgido un nuevo tipo de banda sonora, basada no en la música sinfónica sino en el uso de varias o muchas canciones populares como suplemento o sustituto a la partitura cinematográfica original. La crítica Anahid Kassabian destaca la importancia de esta bifurcación en la distinción entre lo que ella llama música compuesta (es decir compuesta para una película concreta) frente a la música recopilada (de fuentes anteriores y exteriores a la película en cuestión). Según ella, la música compuesta asociada con las prácticas del cine clásico «se estructura para guiar a los espectadores... hacia posiciones desconocidas» según las exigencias de la trama y la ideología de la película en cuestión. La música recopilada, en cambio, con su apropiación de «canciones completas tal como se escuchan en la radio» trae «la amenaza inmediata de la historia» tanto personal como colectiva (2001: 2). La música cinematográfica tiene como finalidad asegurar la identificación del espectador con lo que se ve en la pantalla, concluye ella, pero el tipo y el enfoque de la identificación varían mucho según la composición de la banda sonora. Es a partir de la tercera película de Almodóvar que el bolero y la balada romántica toman el relevo del punk, pop y glam característicos de la generación de la Movida dominantes en su primer cine. Varios críticos han señalado este cambio como indicio de una mayor madurez artística y emocional en la obra almodovariana. El papel del bolero se afir-

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ma como fundamental al establecer, según Alejandro Yarza, «las verdaderas señas de identidad del cine de Almodóvar» (1999: 54). Tanto Yarza como Alejandro Varderi en su estudio sobre Almodóvar y el escritor cubano Severo Sarduy conectan el uso almodovariano del bolero con su práctica de una estética kitsch o camp. Según Yarza el bolero constituye un elemento cultural completamente desvinculado de su momento y lugar de origen, otro de «los desechos de la historia» susceptible del reciclaje camp. Lejos de ser meramente accesorio o ilustrativo, el objeto camp, una vez incorporado a su nuevo contexto, asume una función dramática intrínseca. Esta forma de recontextualización o resignificación, afirma Yarza, es propia de la estética camp: «Esta es, precisamente, la economía del camp: la libertad que uno tiene para imponer sobre un objeto su propio capital libidinal, más allá de la intención original de sus creadores» (1999: 69, énfasis en el original). El crítico, novelista y poeta venezolano Varderi, en cambio, se muestra más atento a los orígenes culturales e históricos del bolero y a la dinámica geopolítica que subyace en la circulación de la música y la cultura popular latinoamericanas como productos de exportación «que proyectan hacia los centros imágenes de un kitsch manufacturado o de segundo grado, desde el cual las sociedades industrializadas nos contemplan» (1996: 92). Su lectura del papel del bolero en La ley del deseo subraya los efectos potencialmente críticos del género en el sentido que «recontextualiza el ardor tropical al insertarlo dentro del Madrid posmoderno y en boca de la nueva generación representada por Antonio... Con ello Almodóvar no sólo unifica, a través del kitsch de primer grado, lo hispánico a ambos lados del Atlántico, sino que desconstruye el machismo existente en los dos continentes» (1996: 161). Una consecuencia tangible de la recuperación del bolero por Almodóvar ha sido el boom discográfico experimentado por los artistas escuchados en sus películas. Dos recopilaciones de canciones de La Lupe, tituladas La Lupe al borde de un ataque de nervios y Laberinto de pasiones salieron a la venta en España después de Mujeres... Varias antologías de Los Panchos se asomaron a la lista de best-sellers. Chavela Vargas volvió a los escenarios y en Octubre de 2000 fue reconocida en Madrid con la Gran Cruz de Isabel la Católica. Almodóvar le habla a Frederic Strauss del orgullo que siente al re-presentar a estos artistas al público español, no sin reconocer que:

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Es un poco injusto porque todos, desde Los Panchos... Lucho Gatica...Los Hermanos Rosario... o Chavela Vargas... son autores de nuestra misma lengua y, aunque son de Hispanoamérica, deberían ser más conocidos aquí. Hay una especie de prejuicio contra ese tipo de música, que ha sido considerada durante mucho tiempo como antigua y demasiado sentimental. A mí es una música que me apasiona y estoy muy contento, además, de haber ayudado a que todos estos artistas hayan sido editados con bastante éxito. Ahora, en España, el bolero se mira de otro modo, incluso se ha puesto un poco de moda. España es muy injusta con los países de habla hispana. Siente una especie de superioridad poco solidaria... Las cosas las descubro de un modo sentimental y es muy agradable ver después que eso funciona en el mercado, porque me parece que restablece la justicia (1995: 126).

Considerando esto podemos preguntarnos, ¿qué le ofrece al director, por lo tanto, el bolero como canción en virtud de la historia y los orígenes del género? Se han investigado mucho por ejemplo las influencias y fuentes norteamericanas del cine de Almodóvar pero, ¿qué se puede decir de los intertextos latinoamericanos de su obra? Las palabras del propio Almodóvar insinúan la complicada dinámica histórica, cultural y económica que informa las relaciones entre España e Hispanoamérica, un tema al que propongo volver en mi conclusión. Por ahora esbocemos una breve historiografía del bolero. Hay un consenso general en situar el lugar de nacimiento del bolero en Cuba hacia comienzos del siglo XX. Néstor Leal lo caracteriza como una forma sintética, el producto de «un cruce de influencias: habanera, romanza operística, canción vals, son, clave, danzón, fox-trot e incluso blues» (1992: 13). Sus creadores asimismo provienen de varios campos musicales, desde el conservatorio, la opereta o la zarzuela hasta el teatro de variedades. Si el bolero nació en Cuba, los compositores, arreglistas y artistas de Puerto Rico y México contribuyeron lo suyo en la realización de su forma definitiva. Y estos tres países sirvieron como plataforma de lanzamiento para su difusión a través de la radio, el cine, los discos y las actuaciones en vivo a lo largo del hemisferio. Para los años 40 el bolero se había extendido más allá del mar Caribe hasta los Andes, el Río de la Plata y las comunidades hispano parlantes estadounidenses, además de España. Más allá de su carácter puramente musical y melódico, lo que explica el atractivo y el enganche del bolero es su contenido. Para Rafael

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Aviña «la clave del bolero está en sus temas, las pasiones amorosas, los amores imposibles o realizables, los dramas cotidianos, las despedidas amargas, las traiciones románticas y el deseo contenido; en una palabra, el melodrama» (2000: 42). Monsiváis también entiende el bolero dentro del contexto de una forma específicamente latina del melodrama. Al rastrear la historia del bolero en México, analiza sus funciones simultáneamente sociales, políticas y afectivas. Desde sus orígenes el género recién nacido ofrece «un placer doble, el que se encuentra en el arte y en la transgresión moral» (1997: 168). A lo largo de los años anteriores a la revolución mexicana e incluso durante la Revolución, el lenguaje romántico de la poesía y la canción popular proporcionan «una forma de expresión que une al compositor con el líder sindical, la ama de casa con el presidente de la República. Y la etapa armada de la Revolución no interrumpe este flujo: hasta los radicales más violentos envían mensajes de todo corazón en vez de saludos de camarada» (1997: 173). El arte del bolero es el de dar amparo: «En medio de la miseria y la pobreza, la subyugación de la mujer y el desprecio hacia la diferencia, surgen géneros de música popular que describen formas de cuidado, ternura y languidez que existen —por lo general— sólo en el universo de la canción» (1997: 177). Su impulso por lo tanto es menos escapista que utópico, consistente con los términos empleados por Richard Dyer para caracterizar la función social de toda forma de entretenimiento: «Presenta cómo se sentiría la utopía más que cómo se organizaría. Funciona a nivel de la sensibilidad, por lo que quiero decir un código afectivo que le es propio y específico a un determinado modo de producción cultural» (1992: 18).

LA VOZ DE SU MADRE Ahora me propongo examinar las dos películas almodovarianas en las que el papel del bolero es más central a la trama y al desarrollo de los personajes y donde la identidad discursiva y el entorno cultural del bolero se exploran de forma más programática. En Tacones lejanos Becky del Páramo regresa a Madrid desde México cantando un bolero de Agustín Lara que constituye, al mismo tiempo, un mapa de su trayectoria artística y, como nota Monsiváis, «la esencia del pasado» (1997: 167). Para Leo, la escritora emocionalmente atormentada de La

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flor de mi secreto, el bolero y sus equivalentes representan una forma de comunicación empática que le pone en contacto con la fuente primordial de la vida. En ambas películas el bolero se enlaza con una relación madre-hija y con la experiencia originaria de la voz materna. La interpretación de Becky de «Piensa en mí», canción escrita por Lara, tiene lugar en el contexto de un concierto de gala organizado para celebrar el regreso de la artista a su ciudad natal. Con su vestido ceñido de tono olivo, sus guantes rojos subidos hasta el codo y largos pendientes cristalinos, Becky encarna de pies a cabeza la imagen misma de la diva estelar, que canta canciones cuyo contenido altamente emocional sólo sirve para reforzar, y es, por su parte, reforzado por el melodrama real de su biografía personal. Besa el suelo del escenario como el Papa en uno de sus peregrinajes globales y luego dedica su primera canción a su única hija Rebeca, ausente del concierto, porque «esta noche, duerme en la cárcel». El espectador sabe que Rebeca ha sido encarcelada por el asesinato de su esposo, antiguo amante de su madre. Mientras Becky canta, la escena se alterna entre planos de la cantante cada vez más emocionada y las dos audiencias internas de su canción, una dentro del teatro y la otra, su hija en el dormitorio de la prisión de mujeres. A pesar de los cambios de lugar, la música y la letra de la canción fluyen sin interrupción. La voz de Becky parece perseguir a Rebeca dentro de la cárcel, a primera vista por acto de magia cinematográfica, aunque pronto se revelará el origen del sonido en la radio portátil compartida por una pareja lesbiana, una joven morena y una rubia más madura encarnada por la actriz transexual Bibí Andersen. Con visible angustia Rebeca les ruega que apaguen el aparato y cuando se niegan les propone comprarlo. La canción se escucha entera por las dos audiencias. Marsha Kinder ha analizado Tacones lejanos como un filme que «proclama tajantemente que el amor materno/el amor para la madre están en el centro de todo melodrama y sus excesos eróticos por tratarse de una pasión que les habla al corazón de los espectadores de todos los géneros y orientaciones sexuales» (1995: 147). ¿Y qué instrumento más apto para expresar ese mensaje polivalente que el versátil bolero? Marjorie Garber describe la ambigüedad estructural, el travestismo, podríamos decir, de la canción estándar pop, inscritos y reinscritos en el juego lingüístico de clíticos, pronombres y posesivos, tú/yo, él/ella, de él/de ella, según se canta en diferentes contextos y momentos (1996: 148-149). De modo semejante Iris Zavala celebra la naturaleza funda-

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mentalmente andrógina del bolero, «ambiguo, andrógino y bisexual» lo llama, junta con la multiposicionalidad de la relación emisor-receptor: «Los textos no siempre se hacen desde la posición masculina; los boleros juegan a la ambigüedad sexual pero al mismo tiempo —hombre/mujer, mujer/mujer, hombre/hombre, que éstas son las variaciones— dicen el goce» (2000: 15-16). Al dedicarle «Piensa en mí» a su hija, la versión de Becky transforma el sentido original de la canción, la invitación a un masoquismo heterosexual compartido ahora trastocada en una expresión de pasión maternal. La Rebeca vista en esta escena tiene poco que ver con la elegante profesional vestida de Chanel de la primera parte de la película; aquí el jersey voluminoso y su cara limpia de maquillaje refuerzan la movilidad de posiciones e identidades. Y la presencia de otros destinatarios de la canción, la pareja lesbiana, lleva más lejos los significados y los usos proteicos. Paul Smith ha explorado un fenómeno semejante en la escenificación del bolero «Encadenados» en Entre tinieblas donde el bolero expresa la pasión no correspondida de la madre superiora para la cantante Yolanda al mismo tiempo que implica a los espectadores como testigos y participantes en una seducción lesbiana (1992: 184). A lo largo de Tacones lejanos se presentan una serie de actuaciones musicales que subrayan los complejos significados e identidades expresados y expresables por medio del bolero. Las escenas del playback en el club de noche Villarrosa son claves para entender lo que Kinder destaca como «una cadena interminable de imitaciones y suplantaciones» en la película. Me pararé aquí solamente para comentar uno de los eslabones de esta cadena. A instancias del juez de instrucción del caso de su marido Rebeca ha comparecido en el Villarosa donde sigue actuando Femme Letal, una cantante travestida que se especializa en imitar a su madre. Allí escucha una repetición de «Piensa en mí». Letal dirige su canción directamente a Rebeca y los versos preciosistas tan típicos de Lara aquí adquieren nuevos significados: «tu párvula boca/que siendo tan niña/me enseñó a pecar». La evocación transgresora del texto original, de la amante en tanto niña, actualizada en forma literal en la actuación previa de Becky (y Rebeca) aquí reconfigura a su destinatario en la persona de la viuda culpable. La canción de Letal cargada con las huellas de identidades y significados pasados, se convierte en preludio para la propuesta de matrimonio que Letal, ahora descubierto como el juez Eduardo Domínguez, le hace a Rebeca en su camerino después del

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show. Más tarde Rebeca y Eduardo ven una retransmisión del concierto de Becky en la televisión que de repente anuncia la noticia del infarto sufrido por ella mientras actuaba. De esta manera se muestra cómo la representación del sufrimiento en la canción se transmuta en dolor físico tangible. Estas máscaras apuntan hacia otras formas sumergidas de simulación. La canciones de Becky escuchadas en la película están cantadas por la cantante de rock Luz Casal, que, por su parte, asumió un estilo de torch singer para su actuación. Almodóvar cuenta que hizo «un casting de voces»: «Necesitaba una voz para Marisa [Paredes]», y de la misma manera que «le probaba vestidos, probé voces de cantantes para ver cuál le iba bien al cuerpo» (1995: 125). Y al preparar la actuación de Casal/Paredes, el director explica que les pidió que modelaran el bolero de Lara sobre la versión hecha por Chavela Vargas que «la rebajó totalmente, le quitó toda la alegría y toda la celebración que había en la canción, y la convirtió en un fado, en un auténtico lamento» (1995: 125). La flor de mi secreto abre con una especie de prólogo, la escenificación de una conversación entre dos médicos y la madre de una víctima de accidente a quién le piden permiso para donar los órganos de su hijo para un transplante. Cuando los «actores» vuelven para discutir la reacción de su público, un grupo de profesionales médicos, Betty, la líder de la sesión y amiga de la protagonista Leo, está situada al lado de un cartel que propone una lista de «sentimientos» susceptibles de expresarse en el contexto de tan dramática situación. «Pena, rabia, dolor, impotencia, alivio, soledad, vacío, frustración, injusticia» reza la lista, sin duda un reflejo y una anticipación de la tormenta emocional que asediará a la protagonista en el curso de la película, pero también ofrece un índice de materias de la música boleril que constituye un elemento central de su filosofía vital. Leo, como saben, es una antigua escritora de novelas sentimentales que ha llegado a despreciar el género porque, como le dice a Ángel, el editor literario de El País: «no se ocupa en lo más mínimo de los sentimientos. No hay dolor ni desgarro, sólo rutina, complacencia o sensiblería». Ahora ella se encuentra buscando inspiración en textos que reflejan su experiencia de la vida real con sus estados de emoción extrema; copia citas significativas de Djuna Barnes y escribe una novela más negra que rosa. Un visión que se resume en un ensayo que Ángel decide publicar en El País, «Dolor y vida», el título basado en una canción de Bola de Nieve. Resulta que Ángel también es un fan del bolero

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y de ese bolero, cuyos primeros versos le recita a Leo, antes de expresar su admiración por su artículo: «A nadie se le hubiera ocurrido relacionar el ‘filin’ cubano con Djuna Barnes pero sin embargo tienen mucho en común». La filosofía boleril de Leo y de la película se plasma de forma más sugestiva en una serie de tres escenas acústicamente cargadas. En la primera, después de enfrentarse con el derrumbamiento definitivo de su matrimonio, Leo intenta suicidarse tomando una sobredosis de pastillas. Acostada en la profunda oscuridad de su dormitorio, es despertada por la voz de su madre. Vuelta a la vida, se ducha, se viste y baja a un bar vecino donde escucha y ve a Chavela Vargas cantar la canción «El último trago» en la televisión. Saliendo del bar, se pierde dentro de una manifestación de estudiantes de medicina, en medio de la cual, a punto de desmayarse, su amigo Ángel acude justo a tiempo para socorrerla. Luego, se despierta de nuevo, esta vez en el nuevo piso de Ángel, al sonido de los acordes de la canción de Bola de Nieve, «Dolor y vida». Esta triple secuencia establece sugestivos paralelismos y equivalencias entre la voz de la madre y las canciones de Chavela Vargas y Bola de Nieve. En su estudio de la representación de la voz femenina en el cine, The Acoustic mirror/El espejo acústico, Kaja Silverman explora el desarrollo en la teoría psicoanalítica, de lo que ella llama «fantasías» de la voz materna. En los escritos analizados por Silverman, la voz materna se reconoce como la experiencia humana más primordial, como algo escuchado y sentido dentro del vientre «como un manto de sonido, extendido por todos lados del bebé» (1988: 72) y por lo tanto identificada por el niño «bien antes que el cuerpo de la madre» (1988: 76). Concebida de tal forma, la voz materna llega a representar una experiencia originaria de plenitud y dicha, un emblema de la unidad idílica de madre e hijo/a. Aunque esta experiencia es irrecuperable, su recuerdo sensorial forma la base para percepciones y emociones subsiguientes. Silverman cita a Guy Rosalato que identifica esta experiencia originaria de escucha como «el prototipo de todo placer auditivo posterior, en especial el que se deriva de la música» (1988: 84). Es notable que Adorno y Eisler, aunque parten de una base conceptual totalmente distinta, hayan reconocido una dimensión similar en la música, que se debe al «carácter arcaico de la percepción acústica» y a su capacidad de preservar «rasgos del pasado lejano, de colectividades pre-individualistas, con mayor eficacia que la percepción óptica» (1994: 20-21).

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El film de Almodóvar parece proponer una mitología semejante que une el amor materno, la música y la voz humana. En la escena citada, la voz de la madre de Leo emerge de la nada, de una oscuridad que simula el vientre materno (más tarde reconoce su punto de origen en un contestador automático) y esta voz parece tener el poder de devolverle a la vida, de resucitarla en un segundo, doloroso nacimiento. La cadena de voces prosigue en las escenas sucesivas. Leo pide un coñac en el bar de al lado y el dueño cambia el canal de la televisión, de un concurso de gritos a la actuación de Chavela Vargas. A través de la canción «El último trago», Vargas, figura maternal o fraternal, parece estar cantándole directamente a Leo, instándole a un pacto compartido de dejar la bebida y un amor destructivo que ya no debe tener el poder de hacerle daño a ninguna de las dos. El físico y la actuación de Vargas evocan una especie de sacerdocio de la voz, tal como le cuenta Almodóvar a Strauss: «el poncho que viste se parece a la casulla que lleva el cura para la misa, y hay algo en Chavela que hace muy bien: es la artista que mejor abre los brazos, como en un ademán de crucifixión. Chavela... tiene un rostro como de dios primitivo esculpido» (1995: 178). La última etapa de la cuasi-resurección de Leo tiene lugar en el piso de su nuevo amigo con acompañamiento de la canción de Bola de Nieve en la banda sonora, y suponemos en el estéreo, mientras que Ángel, el ángel de bondad, le sirve el desayuno en la cama. Monsiváis describe el «filin» como una variante del bolero que aparece primero en La Habana y que se asocia usualmente con las cantantes femeninas, Olga Guillot, Elena Burke y La Lupe: «El filín emplea elementos de jazz mientras esencializa el sentimentalismo, y extiende la melodía del bolero, reforzando su condición de himno» (189). Por su parte, Leal señala sus «ritmos de ascendencia africana» en el estilo de cante de Bola de Nieve y otros, con sus «voces mulatas, cálidas, nasales, roncas, pastosas» (1992: 24). Zavala nota la cualidad vocal andrógina de los boleristas más conocidos: «Machín, Bola de Nieve, Los Panchos... las grandes constelaciones» cuyas voces casi se parecen a la de los castrati (2000: 23). En Tacones lejanos el papel del bolero se presenta inicialmente como ambivalente cuando Rebeca oye el sonido de la voz de su madre. Paradójicamente, en La flor la capacidad del bolero de expresar el sentimiento trágico de la vida se vincula con su poder regenerativo. En la segunda película, el bolero se libera de los lazos del romance familiar, por heterodoxo que sea, para abrirse a los amplios horizontes musicales

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y culturales de esta forma racial y sexualmente híbrida. Sublimando dolor y sufrimiento en el arte de escribir y de cantar, el bolero propone un ritual de solidaridad que cruza fronteras geográficas, temporales y culturales. El tiempo es corto para intentar ofrecer algunas conclusiones. Anahid Kassabian, hablando de la incorporación de la canción popular al cine, observó que estas canciones traen «la amenaza de la historia». Como hemos podido ver, los boleros que atraviesan los films de Almodóvar arrastran vestigios de significados personales y colectivos pero también de historias y geografías extrínsecas. Hay otras problemáticas que surgen de la producción, difusión y recepción de culturas musicales alejadas de su contexto de origen, cuestiones de formaciones de identidad, nacionalismo y colonialismo económico. En el reciente pasado los teóricos de la cultura nacional se sentían obligados a defender las tradiciones musicales indígenas de la invasión del rock anglo-americano; la preocupación actual, en cambio, es de evaluar los efectos de lo que Paul Gilroy ha caracterizado como «la globalización de las culturas vernaculares» (1993: 110). En el lenguaje del marketing el éxito de las películas de Almodóvar ha ocasionado un fenómeno de re-branding por medio del cual los artistas y la música de Latinoamérica y el Caribe se re-clasifican y se venden como «las canciones de Almodóvar». George Lipsitz ofrece otra perspectiva sobre estos fenómenos. Para él: «El tiempo, la historia, y la memoria se transforman sustancialmente en un mundo en el cual la comunicación electrónica de masas es posible. En vez de relacionarse con el pasado a través de un sentido compartido de lugar y linaje, los consumidores de los media electrónicos masificados pueden experimentar una herencia común con gente que nunca han visto; pueden adquirir recuerdos de un pasado con el cual no tienen ninguna conexión geográfica o biológica. La capacidad de los medios electrónicos de comunicación de trascender los límites del tiempo y espacio crea inestabilidad al desconectar a la gente de las tradiciones anteriores pero también libera a la gente del papel determinante del pasado sobre las experiencias en el presente» (1990: 5). Monsiváis destaca una dimensión semejante en los intertextos musicales de Almodóvar, al encontrar en Tacones lejanos, la evidencia de que «el bolero se ha convertido en la esencia del pasado —no del pasado real, ni siquiera del pasado idealizado sino de todo lo que había antes de que el Progreso destruyera al Sentimentalismo» (1997: 167). Es ese pasado imaginario y utópico y

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hasta liberador lo que las canciones de Almodóvar brindan a sus personajes y espectadores. Es un pasado y un espacio común construido, hasta cierto punto, en contra de las estrategias de marketing de la industria cultural contemporánea, con sus segmentos y nichos: generación X versus generación progre, hetero versus homosexual, inglés versus español. Es un espacio que también pretende recuperar el poder comunitario y hedonista de la música, según Adorno y Eisler, destruido por el capitalismo industrial. Es un lugar donde —de una forma temporal, que dura lo que una canción— también se niegan los efectos nocivos de la enajenación comercial y la reproducción mecánica. Mientras que en La ley del deseo y Mujeres al borde de un ataque de nervios la tecnología se ve como un obstáculo a la comunicación —el portador de malas noticias, fuente de malentendidos, llamadas equivocadas, mensajes que llegan demasiado tarde— en Tacones y La flor el mensaje del bolero y la voz materna transciende el medio sin borrar del todo su rastro. Tacones recapitula la historia material de la transmisión del bolero a través de la radio y en La flor, el teléfono, la televisión y el disco compacto prestan su servicio para hacer llegar la voz a su destinatario.

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SONATAS (1959) DE J. A. BARDEM O LA LITERATURA COMO PRETEXTO1 Emmanuel Larraz Université de Bourgogne·Dijon

Juan Antonio Bardem tiene el mérito de haber sido el primer director que se atrevió a adaptar al cine una obra de Valle-Inclán, un escritor mal visto en la España de Franco. El cineasta ha declarado que, si se decantó por la adaptación de las Sonatas, fue porque no pudo en aquella época llevar a la pantalla Tirano Banderas, la novela que de verdad le atraía. En este caso se impusieron los criterios comerciales. El productor mexicano Manuel Barbachano Ponce, que aceptó coproducir la película con UNINCI (Unión Industrial Cinematográfica), la productora que dirigía Bardem, impuso Sonatas, y concretamente la Sonata de otoño y la Sonata de estío, porque permitían una coproducción al cincuenta por ciento, al desarrollarse sucesivamente en España y en México, mientras que Tirano Banderas hubiese debido rodarse enteramente en América. Así se logró una película espectacular con hermosos paisajes filmados en eastmancolor por los mejores fotógrafos de entonces, el español Cecilio Paniagua y el mexicano Gabriel Figueroa, y con un prestigioso elenco de artistas de los dos países: Maria Félix, Aurora Bautista, Francisco Rabal, Fernando Rey, entre otros. Entre los actores secundarios destacan Ignacio López Tarso (jefe de la guerrilla) por la parte mexicana, y por la parte española, los padres del director, Rafael Bardem,

1 Publicado anteriormente en Studi Ispanici. Pisa/Roma: Instituti Editoriali e Poligrafici Internazionali, 2003, pp. 113-140

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en el papel del hidalgo don Juan Manuel Montenegro, y Matilde Muñoz Sampedro, en el de Candelaria, la criada de Concha. Sin embargo, Sonatas decepcionó en el Festival de Venecia y la crítica se ensañó con el director acusándole sobre todo de haber traicionado a Valle-Inclán, sin valorar los excelentes momentos que había logrado Bardem, quien, por primera vez, dispuso de medios aceptables. No interesa entrar aquí en el estéril debate sobre la «fidelidad» a la obra de Valle-Inclán, en la que, como muy bien indicaban los títulos de crédito, Bardem no hizo más que «inspirarse». Vamos a tratar de ver cómo en esta película, cuya originalidad reivindica Bardem al presentarla como una obra «escrita y dirigida» por él, se valió este militante del Partido Comunista Español, de las «memorias» del marqués de Bradomín que él transformó en «aventuras», para dar su interpretación de la historia del siglo XIX, una «interpretación de un mundo histórico visto con un prisma de hoy» (1964).

LAS AVENTURAS DEL MARQUÉS DE BRADOMÍN Bardem se inspiró en el fino erotismo de la obra de Valle-Inclán para hacer una película en la que las aventuras del seductor marqués mantuviesen en vilo el interés de los espectadores. Como su sensibilidad estaba aparentemente bastante alejada del gusto del novelista por los personajes aristocráticos, su mundo decadente y sus valores anacrónicos, parece que no le fue fácil construir la figura del protagonista. Otro motivo estructural de la dificultad para dibujar a este personaje fue su oposición al capitán Casares ideado por Bardem. Así, a lo largo de toda la película, el marqués de Bradomín aparece como un ser contradictorio. Por una parte ha conservado rasgos admirables del personaje de la obra literaria, su valor extraordinario, su encanto con las mujeres, su elegancia..., y por otra parte, en contraste con el capitán Casares, aparece como un hombre más bien frívolo, egoísta y altanero. La falta de coherencia de este personaje es, sin duda, uno de los grandes fallos de la película ya que es difícil que el espectador se identifique con él, al contrario del lector, fascinado por sus hazañas. La revista madrileña Cinema Universitario ya había señalado, en cuanto se estrenó la película, «la incongruencia entre los dos personajes que viven en el interior del personaje de Bradomín» (Cerón 1998: 168).

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Esta «incongruencia» ya aparecía en el guión donde se ve claramente que, antes de empezar a filmar, el director no había logrado construir un personaje coherente. Por ejemplo, en las primeras escenas, cuando cae Bradomín en manos de los liberales de la partida de Casares, no se sabe si es verdaderamente valeroso, si se le puede admirar o despreciar: «No habló, no se humilló pidiendo clemencia, tan desmedido era su orgullo. O su miedo...»2 La seducción es uno de sus rasgos constantes y, desde la primera secuencia, se presenta, con humor, como «un don Juan, feo, católico y sentimental» cuyas aventuras son gran parte del encanto de la película, en la que encontramos algunas escenas que podían parecer relativamente atrevidas. Por ejemplo, el escote de Concha (Aurora Bautista), que lo espera acostada en su alcoba del palacio de Brandeso porque se siente muy enferma, es, para la época, más bien generoso y sugestivo. Como en la novela, uno de los primeros gestos del galán es arrodillarse para besar con voluptuosidad los pies de la amada antes de ponerle unas medias negras. El rostro de Concha aparece entonces en plano cercano, expresando el placer que deben producirle las caricias de Javier. Como contaría Juan Luis Buñuel, que asistió a parte del rodaje en México, Bardem se inspiró para rodar estas escenas sugestivas en la película de Louis Malle, Les Amants (1956), con Jeanne Moreau y José Luis de Villalonga, que había tenido un éxito clamoroso. Recordemos que la relación entre el marqués y Concha es ligeramente incestuosa, ya que son primos; y adultera, ya que ella está casada con el conde de Brandeso, quien aparece en la película como un personaje odioso. El cineasta recoge una de las frases de la novela donde se indica que Concha, a pesar de estar casada, sólo había conocido el amor con el marqués, porque «hay tálamos fríos como los sepulcros y maridos que duermen como las estatuas yacentes». Hay que reconocer que el encanto de las secuencias eróticas de la primera parte de la película queda algo deslucido por la interpretación de Aurora Bautista, que no logra identificarse con el personaje de Concha ni parecerse nunca a una amante pálida y demacrada que siente que se le escapa la vida y goza con una exaltación extraordinaria de los últimos momentos de pasión. Bardem ha declarado que, como en el caso de María Félix, que tampoco correspondía a la Niña Chole, se trataba de

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Sonatas. Biblioteca Nacional de Madrid, Signatura: T/36.122.

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errores de casting, relacionados, como pasa muchas veces, con imperativos comerciales: Cuando estuvimos en México, no sabíamos quién iba a hacer la Niña Chole y me dicen que si no lo hace María Félix no hay dinero para financiar la película. Yo tengo que conformarme y asentir de nuevo. Y he aquí otra idea equivocada, porque la Niña Chole no era una niña joven como tenía que ser, y, además, por otra parte, ya empezaba la decadencia de María Félix. Nos había fallado Lucía Bosé, porque Lucía Bosé estaba de acuerdo en hacerlo en un principio, pero luego el marido, Luis Miguel Dominguín, a pesar de que el hermano pertenecía a UNINCI, se negó a que hiciese películas. Y había que poner a toda costa a una estrella en la película. Y la única estrella que teníamos era Aurora Bautista. Yo pienso que es un error mío haberle dado ese papel para el que no estaba destinada, personaje que no era idóneo para ella (Abajo 1996: 68-9).

De la Sonata de estío, Bardem ha conservado la situación picante que se produce cuando el marqués de Bradomín y la Niña Chole a la que la Madre Abadesa toma por la «marquesa», tienen su primera noche de amores fogosos en el convento en el que se hospedan. Como en la obra literaria, el amor se mezcla con la presencia de la muerte ya que, mientras se abrazan apasionadamente, en la banda de sonido se oye doblar una campana por la muerte de una monja. La muerte también está presente en la banda de imágenes con varios efectos de montaje. Alternan, al principio, planos de la alcoba con planos del entierro, y al final de la secuencia, un primer plano del rostro de María Félix que está gozando, es seguido, después de un corte en seco, por un plano muy impresionante de la monja que yace amortajada. El cineasta ha recogido de nuevo el fetichismo del pie, que aparece a menudo en la obra literaria. Ya hablamos de la emoción que sentía el marqués en cuanto llegaba a la alcoba de Concha al besar los pies de la amada, descritos en la Sonata de otoño coma «blancos, infantiles, casi frágiles donde las venas azules trazaban ideales caminos a los besos». En la Sonata de estío, el aventurero marqués se arrodilla para besar «el lindo pie prisionero en chapín de seda» de la Niña Chole a la que le calzaba luego «con manos trémulas» un espolín de plata. Esta escena ha pasado a la película, donde el don Juan tahúr que acaba de llegar a América se ha quedado ya prendado de la bella mestiza, se arrodilla para besarle el pie murmurando que «el camino que siga este hermoso pie será el que siga vuestro siervo».

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Está claro que no podemos encontrar en la película muchos aspectos de las aventuras amorosas del marqués, imposibles de trasladar a la pantalla en la España de los años cincuenta. Ya se sabe que «aunque lo justificase el guión», como solía decirse, no se autorizó el desnudo hasta después de la muerte del Caudillo, con la excepción del desnudo dorsal, filmado desde lejos, de Alicia Sánchez en Furtivos (1975). No podía pues Bardem mostrar las dos apariciones de Concha completamente desnuda que encontramos en la Sonata de otoño cuando desabrocha su «túnica blanca y monacal» que se desliza «a lo largo del cuerpo pálido y estremecido». La censura tampoco hubiese tolerado, por supuesto, la evocación de los amores incestuosos de la Niña Chole y el general Bermúdez, al que sólo se alude como amante y protector. Otra imagen que habría resultado imposible mostrar entonces aunque hubiese podido dar mucho juego en la pantalla, era la evocación irónica y picante de la Niña Chole «aplicando los labios al santo surtidor» de la fuente del convento en la que un angelote desnudo vertía agua «en el tazón de alabastro por su menuda y cándida virilidad». Ni hablar tampoco de representar en el cine la tentación que sintió el marqués, seducido por la belleza de la Madre Abadesa, «con su hábito blanco», de pedirle que le acogiese en su celda, o la pena que también sentía al darse cuenta de que jamás conocería «el amor a los efebos». El visionado de la película permite constatar que los censores, si bien cortaron algunos planos que les parecieron demasiado escandalosos, fueron relativamente tolerantes: «Se suprimieron dos besos de Bradomín y Concha, unos planos de Concha arrodillada en oración antes de huir con Bradomín, el plano del Cristo al pasar con ella en brazos y la declaración de Bradomín a la Niña Chole mientras pasa el Viático» (Cerón 1998: 165). No deja de ser irónico que esta película, finalmente autorizada en la España de Franco después de los últimos cortes de la censura, no pudiera, según declaraciones del mismo Bardem, ser vendida entonces a la URSS a pesar de los esfuerzos del propio Jorge Semprún, por considerarse «naturalista y obscena» (Heredero 1993: 345).

LA INFLUENCIA DEL NEORREALISMO Bardem se distanció claramente de la estética modernista del modelo literario y, en lo esencial, se mantuvo fiel a la estética neorrealista, que le permitía hacer una obra testimonial. Influido, como él mismo re-

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conocía, por la película Senso (1954) de Visconti, Bardem quiso dar su interpretación de la historia de España y México en la primera mitad del siglo XIX, defendiendo la idea que el deseo de justicia y libertad de los oprimidos es algo invencible. Recordemos que la primera película neorrealista «a la española», Esa pareja feliz (1951), de Bardem y Berlanga, ya se burlaba de las superproducciones históricas de la productora CIFESA que se habían impuesto en la década de los cuarenta y cuyo máximo exponente fue Juan de Orduña. En reacción contra ese cine de cartón piedra, Bardem rueda Sonatas en exteriores, y la localización de los paisajes y lugares de rodaje fue un elemento fundamental en la preparación de la película. Ha contado que en México le fue difícil encontrar paisajes equivalentes a los que había evocado Valle y que eran totalmente imaginarios. Por eso la valleinclanesca «ruina maya» de la Sonata de estío tuvo que rodarse «en la pirámide tolteca de Tajín, muy cerca de Papantla, en el golfo de Veracruz» (Bardem 1986: 30). Las secuencias con la cuerda de presos del principio del episodio mexicano y la batalla final fueron rodadas en el altiplano, en el que Gabriel Figueroa supo captar la belleza de la tierra seca y del típico cielo azul con nubecillas blancas. Para encontrar un decorado digno del palacio de Brandeso se escogió el Pazo de Oca después de haber pensado también en el Pazo de la Breixoera, al otro lado de la raya de Portugal. Atento a la realidad de la gente y de las tierras en las que filmaba, Bardem recogió tradiciones folklóricas y dio testimonio, por ejemplo, de la variedad lingüística que encontró tanto en Galicia como en México, donde no todos hablaban castellano. Valle-Inclán ya había aludido a las lenguas indígenas en la Sonata de estío y la Niña Chole hablaba «en lengua yucateca, esa vieja lengua que tiene la dulzura del italiano y la ingenuidad pintoresca de los idiomas primitivos». También en la película vemos como los indios hablan con la Niña Chole en una lengua indígena, y en una breve secuencia que representa uno de los momentos de felicidad de los enamorados que han huido a la selva, vemos como la bella mestiza le habla al marqués en su lengua materna para decirle, de otra manera, cuanto le ama. Bardem, por otra parte, recurrió a dos colaboradores mexicanos, Juan de la Cebada y José Revueltas para que dieran un toque mexicano a los diálogos introduciendo giros y palabras típicas tales como: «ni modo, no me gustan los lambiscones, los van a tronar...».

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En la Sonata de otoño Valle señalaba que los campesinos y algunos criados hablaban «en dialecto», aspecto que recoge el cineasta haciendo que algunos personajes mezclen expresiones gallegas con el castellano. Otro aspecto tradicional de la cultura popular gallega es la importancia atribuida a las supersticiones, a las que también apunta ValleInclán cuando, por ejemplo, la hija de los molineros da al marqués de Bradomín unas yerbas para que las ponga debajo de la almohada de Concha con la esperanza de que así se cure. El cineasta ha recogido este episodio, pero ha evocado también la creencia popular de la Santa Compaña, en la que al anochecer las almas del Purgatorio vagan en la niebla, y la tradición consistente en salir a la procesión del Santo Patrón quienes estuvieron en peligro de muerte y se salvaron, llevando a cuestas el ataúd que no necesitaron. La superstición de «las endemoniadas», que muestra a un grupo de mujeres reunidas en un refugio junto al mar para curar, en una ceremonia impresionante de histeria colectiva, a aquéllas que creen llevar el diablo metido en el cuerpo, le permitió a Bardem rodar una secuencia brillante y muy sugestiva mediante el uso de primerísimos planos sobre los rostros de aquellas mujeres enajenadas. Hacer que el maléfico conde de Brandeso al acercarse a esa reunión sea tomado por el mismo diablo y muera a manos de esas mujeres que se abalanzan sobre él, es uno de los grandes hallazgos del guión.

LA PARÁBOLA POLÍTICA El personaje del conde de Brandeso, magníficamente interpretado por el actor argentino Carlos Casaravilla, que tenía una mirada implacable y un semblante inquietante, es una creación del cineasta ya que en la obra literaria apenas si se menciona. Aquí representa propiamente el «malo» de la película. Es el presidente de la Junta de Purificación de los fanáticos Apostólicos y le vemos perseguir y matar a los españoles liberales, acusados por él, sin motivo, de ser unos malos católicos. Bardem ha situado la primera parte de la película durante el reinado de Fernando VII, exactamente en «Galicia, en el otoño de 1824», como reza un subtítulo. Esta fecha es una licencia poética ya que la obra literaria se sitúa unos años más tarde, después del final de la Primera Guerra Carlista y la firma de la Paz de Vergara en 1839. La elección de esta fecha de 1824, que es cuando Fernando VII, después del Trienio

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Liberal (1820-1823), restablece el absolutismo en España con la ayuda de las tropas extranjeras de la Santa Alianza, le permite a Bardem rodar una parábola política que sugiere numerosas coincidencias con la Guerra Civil de 1936-1939. La durísima represión de los Apostólicos en nombre de la religión y la lucha desesperada de los soldados de la partida del capitán Casares podían sin duda hacer pensar en la represión franquista y en la tragedia de los últimos combatientes republicanos, los maquis, que se habían refugiado en los bosques en 1939. Recordemos que en el cine «histórico» de la dictadura también se habían rodado películas que evocaban el reinado de Fernando VII y concretamente la Guerra de la Independencia (1808-1814), presentándola como un precedente de la Guerra Civil de 1936-1939. Películas como El abanderado (1943) de Eusebio Fernández-Ardavín, El verdugo (1947) de Enrique Gómez, El tambor del Bruch (1948) de Ignacio Farrés Iquino y Agustina de Aragón (1950) de Juan de Orduña, sugerían que, ya en el siglo XIX, España había sido la nación elegida por Dios para acabar con Napoleón Bonaparte y la propagación de las ideas impías de la Revolución francesa. Estas películas negaban sin embargo que la Guerra de la Independencia fuese ya una primera guerra civil entre los «liberales« y los «serviles». Sin tener en cuenta la realidad histórica, se presentaba a los patriotas españoles unidos contra los infames «gabachos». La tesis que defiende Bardem es diferente y recuerda que, ya en el reinado de Fernando VII, que fue un tirano, hubo, en efecto, una guerra entre «liberales» y «serviles» y que los españoles estaban divididos en dos bandos enemigos. Como se trataba de una película popular que se dirigía a un amplio público, español primero e internacional después, el cineasta creyó necesario dar mucha información sobre el contexto histórico en los primeros diálogos: —Somos unos desesperados, parte de la guarnición de La Coruña, soldados del general Quiroga. Cuatro meses hemos resistido a los bastardos de la Santa Alianza... —Nosotros hemos resistido, soldados y oficiales del ejército del Rey, gente de la Milicia Nacional, campesinos, estudiantes, profesores... —Han matado al mejor guerrillero de la Independencia... Los estudiantes de Compostela lucharon con él, han ahorcado a Juan Martín el Empecinado.

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Los liberales, cuyo jefe es el capitán Casares (Fernando Rey), un héroe ejemplar, un personaje sin fisuras, aparecen como seres idealizados, muy superiores moralmente a los defensores del absolutismo que los están persiguiendo. Desde su primera aparición para salvar la vida del marqués de Bradomín, el capitán Casares afirma esta superioridad moral: «¡Teniente Andrade! ¡Teniente Andrade! Los Cien mil Hijos de San Luis y todos los traidores vendidos a la Santa Alianza ahorcan españoles, nosotros, no. Luchamos por una Patria donde uno pueda sentirse libre. (¿Habéis oído?)». Llama la atención la insistencia de Bardem en presentar a los liberales como muy cristianos, sugiriendo incluso que son sin duda mucho más cristianos que los fanáticos de la Junta de Purificación presidida por el conde de Brandeso. Es posible que esta actitud correspondiese a la voluntad del Partido Comunista Español de acercarse a los medios católicos después del Cuarto Congreso celebrado en 1954 y la publicación, en 1956, del folleto titulado Por la reconciliación nacional. El conde de Brandeso es presentado como un ser cruel, capaz de torturar a los liberales presos para tratar de obtener información antes de ahorcarlos sin piedad alguna. No sorprende demasiado que también mate a Concha cuando la encuentra en la playa de La Lanzada. El conde de Brandeso es capaz de aprovecharse de la profunda religiosidad de los liberales para tenderles una trampa. Así se lo comunica a Bradomín, en su palacio, con una sonrisa sardónica, anunciándole que piensa ir a la tradicional Procesión de los Prometidos de Nuestro Padre Jesús Nazareno con la esperanza de que acuda algún liberal para cumplir su promesa. El enfrentamiento entre el teniente Andrade (Manuel Alexandre), hombre profundamente religioso y que efectivamente ha sido detenido en la procesión, y el fanático conde de Brandeso simboliza el enfrentamiento entre las dos Españas. El teniente dice que no teme la muerte porque «cree en Dios y lucha por algo justo» mientras que el conde intenta justificar su lucha diciendo que defiende la tradición, el orden establecido, aunque sea injusto, porque se trata, según él, de «derechos de siglos, establecidos por Dios». Queda sin respuesta la pregunta que le hace el teniente Andrade antes de ser ejecutado: «¿Dios ha establecido la injusticia?». Frente a estos hombres ejemplares, capaces de morir por sus ideales, el marqués de Bradomín aparece, casi hasta el final, como un ser frívolo, egoísta e insolidario que no quiere tomar partido ni cree en la lucha

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por la libertad. La finalidad didáctica de la película hace que todo concurra a demostrar lo absurdo del concepto de la vida que tiene Bradomín, quien por fin va a tener que reconocer que estaba completamente equivocado. Cuando llega a México, intenta mantener la misma actitud frívola y se presenta como un jugador que con mucho gusto «apostaría a los dos bandos». La realidad, sin embargo, se le impone cuando oye lo que le dice uno de sus compañeros de la cárcel: «En esta guerra no hay neutrales y también a ellos se les fusila». El personaje de Bradomín empieza a cambiar de actitud cuando presencia la brutal matanza en la cárcel de la que se salvó por casualidad. Al mismo tiempo, el que siempre fue un don Juan empedernido, empieza a enamorarse de verdad de la Niña Chole. Herido de amor, siente el vacío de su vida y lamenta no poder ofrecerle nada a la amada, «porque nunca ha creído en nada». El reencuentro con el viejo compañero de fatigas, el capitán Casares, que ahora lucha con los revolucionarios mexicanos, le permite ver que hay otra manera de entender la vida. El viejo luchador internacionalista, admirado por los mexicanos que lo comparan con el famoso general Javier Mina, otro español que había luchado con ellos por la independencia de su patria, le recuerda que «la bandera importa menos que el corazón del que la lleva». Es probable que los españoles refugiados en México, en los que también pensaba Bardem, se sintieran conmovidos por otra frase del capitán Casares que decía amar profundamente a su tierra pero estar convencido de que «su lucha aquí valdrá allí también». La gran batalla del final entre revolucionarios y soldados del gobierno demostró que Bardem también sabía dirigir las escenas de masas. Un plano muy logrado muestra al marqués de Bradomín, que todavía se niega a tomar partido, andando simbólicamente a contracorriente de todos los mexicanos que van a luchar. La victoria del capitán Casares es póstuma ya que Bradomín sólo se transforma definitivamente cuando se inclina sobre el cadáver del compañero, declarando «que le hubiera gustado decirle que tenía razón». La película tiene pues un final abierto y esperanzador ya que el amor empuja a Bradomín a cambiar de actitud uniéndose, montado a caballo, a los que luchan por la libertad, declarando que «siempre se puede empezar a vivir». Este personaje, cuya transformación quizás sea demasiado repentina para ser totalmente verosímil, ya no tiene nada que ver con

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el modelo en el que se inspiró el cineasta. Queda demostrad266o que Bardem sólo se escudó en el prestigio de Valle-Inclán para hacer una película con momentos de gran brillantez, pero cuya finalidad era fundamentalmente didáctica. Así logró expresar su interpretación de la historia reciente de España y criticar, indirectamente, a los que estaban en el poder, a los herederos de los «Apostólicos», que una vez más habían vencido pero no habían convencido.

BIBLIOGRAFÍA ABAJO DE PABLOS, Juan Eugenio Julio de (1996): Mis charlas con Juan Antonio Bardem. Valladolid: Quirón Ediciones. BARDEM, Juan Antonio (1986): «Meigallo». En: Valle-lnclán y el cine. Madrid: Ministerio de Cultura. — (1964): [Declaración acerca de Sonatas]. En: Nuestro Cine, 29 (mayo). CERÓN GÓMEZ, Juan Francisco (1998): El cine de Juan Antonio Bardem. Murcia: Universidad de Murcia. HEREDERO, Carlos F. (1993): Las huellas del tiempo. Cine español: 1951-1961. Valencia/Madrid: Ediciones de la Filmoteca de la Generalitat Valenciana/ Filmoteca Española.

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FAMILIA, TURISMO Y GARROTE VIL: EL VERDUGO DE LUIS GARCÍA BERLANGA (1963)1 Annabel Martin Dartmouth College

Verdugo era, si va a decir verdad, pero un águila en el oficio; vérsela hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Francisco de Quevedo, El buscón

Resulta productivo pensar el cine de la posguerra, tanto el más próximo al Régimen como el crítico de sus prácticas políticas y culturales, en términos de la epistemología melodramática que impregna el cine nacional y los modelos hollywoodienses y neorrealistas dominantes en aquel entonces. Para el franquismo no fue difícil adoptar esta estética hiperbólica puesto que encontró un alma gemela en el maniqueísmo moral, integrismo religioso y riguroso clasismo de este género cinematográfico, tan esquemático en su entendimiento del mundo. Esta coincidencia natural hizo que el mundo cultural más crítico rechazara de lleno esta estética cinematográfica. Difícilmente encontraban en él un lenguaje legítimo para un cine comprometido y político, verosímil con la realidad sociopolítica del momento. En el célebre congreso de Salamanca de 1955 se debatieron y perfilaron las directrices de un cine nacional que supuestamente ayudaría a reflejar mejor el país y contribuir a su renovación y desarrollo. La queja ideológica de aquellos cineastas se dirigía contra la versión franquista de la fábrica de sueños y el cine made in USA. En aquel en-

1 Reelaboración y actualización de un capítulo incluido en La gramática de la felicidad. Relecturas franquistas y posmodernas del melodrama. Madrid: Libertarias/ Prodhufi, 2005, pp. 139-157.

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tonces, el arte comprometido debía subordinar el mérito artístico a la tarea deconstructora de la realidad social, algo muy justificable dada la situación sociopolítica del momento, pero la conceptualización de las posibilidades estéticas que podían cumplir con esa «misión» rechazó el melodrama por no entender bien sus posibilidades críticas.2 La función simbólica del arte, como apuntó durante el congreso de Salamanca Ricardo Muñoz Suay, era la de ser el instrumento para desenmascarar la hiperrealidad que el franquismo fomentaba en el cine con lenguajes propios o importados de Hollywood. El rechazo de los géneros folclóricos e históricos del cine nacional justificó el reclamo de un cine «popular» en el sentido marxista, un cine que ejerciera de testimonio fotográfico y moral de la problemática vital de la sociedad española de posguerra. Sin embargo, pocos estudiosos en por entonces supieron entender el bilingüismo ideológico —la ambigüedad semiótica del exceso del lenguaje melodramático— aunque todo parece indicar que los cineastas sí navegaron esas aguas con mucha maestría en sus filmes conjugando la línea ortodoxa del nacional-catolicismo con vías, personajes y fugas narrativas sorprendentemente ambiguas.3 El melodrama genera una «plusvalía», por así decir, un exceso semiótico, que impide que la coincidencia entre política y mensaje sea plena y unidimensional.

2 Y así sigue siendo, en términos generales, la opinión de la mayoría de la crítica con respecto al melodrama. Este hecho ha sido señalado por la hispanista anglosajona Jo Labanyi en su «Musical Battles: Populism and Hegemony in the Early Francoist Folkloric Film Musical» (2002) donde defiende lecturas algo más desestabilizadoras de esos mismos textos. Labanyi se fija en categorías críticas desestimadas por los estudios más tradicionales, como es el caso de las economías políticas que encierra el tratamiento de la sexualidad en ese cine. En este sentido, véase también su capítulo en la antología Heroines without Heroes (2000), «Feminizing the Nation: Women, Subordination, and Subversion in Post-Civil War Spanish Cinema» y el estudio lúcido e innovador de la crítica española Isolina Ballesteros, «Mujer y nación en el cine español de posguerra: los años 40» (1999) sobre el cine épico-histórico. 3 A esta relectura del melodrama como estética narrativa y mundo epistemológico de la cultura de masas me dedico de lleno en mi Gramática de la felicidad: Relecturas franquistas y posmodernas del melodrama (2005). En este libro estudio el papel que juega el melodrama en la producción cultural española contemporánea desde los primeros años del franquismo hasta mediados de los años 90 e interrogo la falta de atención crítica que este género ha recibido, un desinterés atribuible, en parte, por presentar una visión excesivamente normativa y esquemática de los agentes sociales representados en él: Mujer, Madre, y Héroe de la patria nacional-católica.

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En este espacio voy a estudiar una de las películas más críticas con el desarrollismo, El verdugo de Luis García Berlanga (1963) —icono de nuestro cine por su humor crítico y brillantez narrativa— desde la óptica del melodrama doméstico. Recibe el nombre de melodrama doméstico el cine que presenta cuadros costumbristas sobre la familia burguesa acosada por una exterioridad social «molesta» y subproducto del capitalismo: es decir, incomodada por la pobreza, los efectos de la industrialización, el mundo urbano, la modernidad y el cambio social. El melodrama doméstico es un cine de mirada intimista donde la vida de familia se lleva a cabo en un mundo atemporal y estable, en orden y en paz. El hogar es el refugio contra las inclemencias exteriores, su parapeto emocional y físico. En este cine, el argumento se centra en la supuesta amenaza a tanta paz y dicha familiar —realidades siempre pendientes de un hilo— ya sea por causa de fuerzas internas y rebeldes (normalmente femeninas) a las que hay que domesticar y castigar —de aquí su afán pedagógico— o por causa de agentes externos eliminables, agentes que amenazan el paradigma edénico de felicidad doméstica. Se aboga por una domesticidad y cotidianidad almibaradas donde triunfa el sacrificio, la abnegación y la entrega más absoluta a la idea de patria/familia. Se está ante un cine dirigista, de estricto contenido sexual para la mujer, un cine que reclama la mediocridad sentimental, libre de sobresaltos para los hombres y mujeres de posguerra. Son películas con finales predecibles, filmes supuestamente despolitizados y paternalistas, pero no debe caerse en el error de ignorar la estructura operativa conducente a estos finales «felices» porque este supuesto desinterés por lo político también parece politizarlo todo. El melodrama franquista, a pesar de su didactismo y férreo retrato de una sobreentendida homogeneidad social, también deshace (quizás a su pesar) el nudo ideológico que pretende atar. El orden impuesto por el final narrativo sencillo tampoco deja de desvelar las tremendas violencias impuestas por esta «normalización» del mundo. Son violencias que, por su parte, pueden despertar un subtexto crítico en espectadores atentos a la operación en juego al provocar en ellos un rechazo visceral de la solución impuesta por el desenlace fílmico. En el melodrama crítico, estas imposiciones y frustraciones se convierten muchas veces en el tema central del filme, circunstancias que los directores aprenden a suavizar y a disfrazar con elementos cómicos o con una figura femenina ambiguamente transgresora. Así estudiaremos El verdugo en este capítulo.

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FELICIDAD Y ESTADO Si el cine del franquismo enseña que la felicidad conyugal y familiar equivalen a la paz social, El verdugo de Luis García Berlanga participa de los mismos valores de este melodrama de Estado pero con una finalidad opuesta.4 En este caso, no estamos ante cine inmerso en la pedagogía nacional-católica, sino ante una filmografía directamente crítica que plantea una equivalencia letal entre la reproducción de la familia peque-

4 De familia republicana, Luis García-Berlanga Martí (Valencia, 1921) empieza su carrera artística como pintor después de acudir con la División Azul a luchar al frente soviético. Según Augusto M. Torres, el futuro director abandonó sus estudios de Filosofía y Letras y de Derecho para enrolarse en este cuerpo y salvar así la vida de su padre, condenado a muerte por las fuerzas de Franco (1999: 111). En 1947, Berlanga forma parte de la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, donde se diploma en realización cinematográfica con la práctica El circo (1949). Su primer largometraje, Esa pareja feliz (1951), lo codirige con Juan Antonio Bardem, siendo su primera película en solitario ¡Bienvenido!, Míster Marshall (1952). Según el Diccionario del cine español, aquí ya se perfila el doble juego de Berlanga con la forma y el contenido estético, lo que denomina «una feliz confluencia de tradición y modernidad como vehículo para ofrecer un conjunto de reflexiones progresistas sobre el momento en que la película se produce» (1998: 135). Su colaboración con Miguel Mihura busca dar forma a ese tono popular de ¡Bienvenido! y en su siguiente película, Novio a la vista (1953), adapta un guión de Edgar Neville con el mismo propósito. Tras Calabuch (1956) y Los jueves, milagro (1957), ésta duramente manipulada por la censura, pasa varios años sin rodar hasta el estreno de Plácido (1961). En 1959 intenta realizar un serial para la televisión, Los pícaros, cuyo programa piloto, Se vende un tranvía, «atragantó a los entonces responsables de nuestra TVE» (Diccionario 1998: 135). El verdugo (1963), considerada su obra maestra por muchos críticos, fue duramente censurada por rayar los límites de lo permitido. Sin embargo, logra «unos apasionantes y complejos frescos tanto sobre la base social del franquismo como sobre las clases populares que deben padecer su acción cotidiana» (1998: 135). La censura le prohíbe varios guiones, pero consigue rodar con dificultades en Argentina La boutique (1967), su primera película sobre el tema de la relaciones hombre-mujer; la segunda sería Tamaño natural (1973), película que la censura obligó a situar en París y no estrenada en España hasta 1978. Ésta es una dura lectura de los «límites del deseo masculino y la indiferente mirada femenina» (135). Tras su gran película sobre el desarrollismo turístico, ¡Vivan los novios! (1969), y ya instalada la democracia, dirige con Rafael Azcona como guionista la trilogía formada por La escopeta nacional (1978), Patrimonio nacional (1980), y Nacional III (1982) que narran la transición de la sociedad española desde el franquismo al gobierno socialista. Sus últimos filmes son La vaquilla (1985), Moros y cristianos (1987), Todos a la cárcel (1993) y París-Tombuctú (1999). Su único trabajo para la televisión es la serie Blasco Ibáñez (1997).

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ño-burguesa y la irreversibilidad de la esfera política del franquismo. El filme une de manera implacable la felicidad individual con la reproducción del Estado y su sostenimiento, a través de la pena de muerte. El verdugo es la historia de Amadeo-padre (José Isbert), Carmen-hija (Emma Panella), y José Luis-yerno (Nino Manfredi), de sus sueños de bienestar económico, de felicidad y de futuro —resumidos en el deseo «natural» de obtener un trabajo fijo, una vivienda digna, una familia y tiempo para el ocio— y de la participación en las estructuras del Estado más terribles para culminarlos. El cabeza de familia, José Luis, sólo puede asegurar el futuro de los suyos si acepta la herencia de su suegro, es decir, si desea acceder a un puesto de funcionario y ejercer como maestro del garrote vil. Es la vinculación entre pena de muerte y familia, entre el mundo socio-afectivo y la política social subyacente al mismo, lo que convierte a este melodrama crítico en un magnífico ejemplo de la sociedad civil impedida por el franquismo. El filme comparte con el melodrama doméstico tradicional su materia prima, el mundo familiar y las resonancias emotivas de los problemas ahí afincados, pero denuncia inequívocamente esa lógica coyuntural cuya renuncia a los principios éticos se justifica de manera macabra estas aspiraciones legítimas de «felicidad» y bienestar. La crítica de Berlanga a la pena de muerte se construye en torno a dos ejes.5 Por un lado, teje una comedia negra neorrealista, o melodrama de crisis,6 al objeto de revelar la cara oculta de los valores de la familia patriarcal;7 por otro, enlaza la reproducción anacrónica de dichos

5 La película causó problemas políticos en España y durante su presentación en el festival de cine de Venecia, festival donde el filme Nunca pasa nada de Juan Antonio Bardem era la representación oficial española en el certamen. Para conocer los avatares de la película, refiero a los lectores al capítulo dedicado a la misma en Berlanga: Contra el poder y la gloria (1997) de Antonio Gómez Rufo. En el libro, se documentan los hechos con el testimonio, entre otros, de Ricardo Muñoz Suay, ayudante de dirección del filme (1997: 320-337). 6 En La gramática de la felicidad distingo entre el melodrama compensatorio (directamente ligado a la política más oficialista del estado) y el melodrama de crisis (su versión crítica) más conocido como neorrealista. Prefiero el término de «crisis» para este tipo de filmografía por enfatizar no tanto la verosimilitud de lo fotografiado (su realismo) sino como por subrayar su aspecto hermenéutico, su interpretación de un modelo social en crisis. 7 La familia patriarcal es consustancial con el dominio económico del padre y su capacidad para vigilar la sexualidad femenina del hogar. No obstante, en el largometraje

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valores con el nuevo momento económico del desarrollismo, que sí parece ofrecer una esperanza de bienestar económica al sector del lumpenproletariado al que pertenecen Amadeo (verdugo), Carmen (ama de casa) y José Luis (empleado de una funeraria). Berlanga liga indisolublemente la esperanza en el desarrollo del sistema capitalista en España, el consumo, el turismo, la emigración europea (recuérdese el sueño irrealizable de José Luis de emigrar a Alemania y aprender mecánica), con la vertiente más negra de la represión franquista. Con ello hace explícita la red de complicidades entre el consumo civil y la represión de estado. El crítico Vicente Benet lo explica así también: El carácter subversivo del film radica, desde nuestro punto de vista, en observar el modo en que la muerte se instala en la atmósfera cotidiana y se convierte en la contrapartida del continuo ensalzamiento de las fantasmagorías económicas y sociales comunes del franquismo [...] El trayecto del verdugo joven, lo sabemos, es un trayecto ya recorrido por el anciano Amadeo. Pero la motivación que conduce a José Luis a convertirse en verdugo surge de las necesidades y la atmósfera concreta del franquismo desarrollista, y ese ambiente cotidiano es el que se explora con detalle para ir desvelando su cara siniestra8 (1997: 44).

El sometimiento de José Luis a la realidad imperante se sitúa en un momento de la historia española donde el franquismo se presenta como una virtualidad política dominada por los nuevos valores de consumo y donde la felicidad personal equivale a bienestar económico. Estamos en el mejor momento desarrollista, aquel período de la Dictadura que magistralmente ligó las nuevas ofertas de consumo con su propia legitimidad política, una operación ideológica que, como bien explica Raymond Williams, lleva al sujeto político a vivir como suyas las propuestas oficialistas. Lo hegemónico así entendido no es una estructura ideológica impuesta desde arriba, sino que es más bien un paradigma explicativo los valores patriarcales se tambalean. El honor familiar no se puede fundamentar en la «limpieza» de la hija. Esta ejercita su libertad sexual y su sexualidad no queda reducida a la función reproductora ni antes ni después de ser madre. 8 Léase su artículo «La última voluntad del verdugo» (Benet 1997). Sobre la vida de tres verdugos españoles de los años sesenta, Basilio Martín Patino compuso el documental, Queridísimos verdugos (1973). Aquí se exploran las complicidades de los verdugos con los valores de orden y paz franquistas, la máxima pobreza de sus orígenes humildes y el ostracismo en el que viven.

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(racional y emotivo) que auto-constituye el mundo de posibilidad (lo real) para el sujeto, reduciéndolo casi a un circuito tautológico que se siente y se vive cerrado. Según Williams: «[Hegemony] is a lived system of meanings and values —constitutive and constituting—which as they are experienced as practices appear as reciprocally confirming. It thus constitutes a sense of reality for most people in the society, a sense of absolute because experienced reality beyond which it is very difficult for most members of the society to move, in most areas of their lives. It is, that is to say, in the strongest sense a “culture”, but a culture which is also to be seen as the lived dominance and subordination of particular classes» [La hegemonía] trata de todo un cuerpo de prácticas y expectativas que abarcan la totalidad de lo vital: nuestros sentidos y energía, el cómo nos percibimos a nosotros mismos y al mundo. Es un sistema de significaciones y de valores vivos —constitutivos y constituyentes— que al ser experimentados como prácticas se reconfirman recíprocamente los unos a los otros. Otorga una concepción de la realidad a los miembros de una sociedad, una concepción de lo absoluto, dado lo difícil que resulta ir más allá de esa realidad para la mayoría de las personas, salvo en contadas ocasiones. Es, por así decirlo, una ‘cultura’ en el sentido más fuerte de la palabra, pero una cultura que también hay que entender como el dominio y la subordinación ejercidos por ciertas clases] (1977: 109-110. Traducción nuestra).

El verdugo aborda con rigor ese concepto de cultura naturalizada por parte del Régimen. En este caso se muestra una cultura vacía de contenido político para con ello justificar el tipo de «inversión» emotiva que rodea el modelo de bienestar ofrecido por el franquismo, un modelo que liga consumo (lógica económica) con placer (lógica psicológica) y represión (lógica política). En Marxism and Literature, Williams denomina este enredo múltiple del sentimiento con la realidad social una «estructura del sentir» (1977: 132), es decir, entiende el sentir como una realidad-efecto no como una realidad-natura, unida al funcionamiento de las instituciones y formaciones sociales tangibles de un momento histórico concreto. Para Williams, las complicidades entre lo público y lo privado no son meros ejercicios de poder sobre el individuo, sino relaciones dialógicas (constitutivas y constituyentes) con el poder mismo. Para el teórico marxista, el paradigma ideológico y operativo de un momento histórico sólo se entiende cabalmente si se estudia el nudo temporal en toda su complejidad, es decir, si se contemplan las imbricaciones entre poder, pensar y sentir. Según Williams se trataría de conjugar:

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...thought as felt and feeling as thought: practical consciousness of a present kind, in a living and interrelating continuity. We are then defining these elements as a ‘structure’, as a set, with specific internal relations, at once interlocking and in tension. Yet we are also defining a social experience which is still in process, often indeed not yet recognized as social but taken to be private, idiosyncratic, and even isolating, but which in analysis [...] has its emergent, connecting, and dominant characteristics, indeed its specific hierarchies. […el pensamiento como sentir y el sentimiento como pensar: una conciencia práctica del presente, en una continuidad viva e interrelacionada. Estamos definiendo, por consiguiente, estos elementos como una «estructura», como un conjunto, con relaciones internas específicas, entrelazadas y en tensión. Sin embargo, se está definiendo una experiencia social en proceso, muchas veces ni siquiera reconocida como social sino privada, idiosincrásica, e incluso aislada, pero que una vez analizada [...] se descubren sus características nacientes, definitorias y dominantes, es decir, sus propias jerarquías] (1977: 132).

El elemento inconsciente o en «estado práctico» (Williams 1997: 131) que me interesa destacar de la película es la correspondencia fatídica entre la promesa desarrollista de felicidad y el anacronismo político de la Dictadura. Si la estructura del sentir es una manera de hacer depender el aparato simbólico-práctico de las instituciones y de la experiencia social con el quehacer cotidiano y la vivencia del poder, El verdugo sería entonces un ejemplo estético de cómo esas estructuras ideológicas en estado práctico quedan inscritas colectivamente como el terreno «natural» de la felicidad. En el caso del verdugo mismo, la crítica Carmen Peña Ardid señala certeramente que «el personaje acaba matando porque se ha integrado antes en otras estructuras. ¿En qué consisten a la postre esas “trampas invisibles” que se tienden al protagonista del filme?» (1997: 24). Para contestar a esta pregunta, la crítica trenza el sentir práctico y las estructuras del Estado con la formación de una narrativa fantasmática, de tono misógino, imperante en el filme. Según Peña, este tono desestabiliza la crítica de la película porque se recurre al miedo hacia lo femenino, hacia la mujer castradora, para justificar los fracasos vitales de José Luis (el aprendiz en ciernes). Él debe renunciar a su sueño de hacerse mecánico en Alemania, y superar con ello sus condicionantes sociales, para que ella, en cambio, sí pueda ser madre, ocupar su puesto en el hogar y disfrutar del pequeño «exceso» económico de la paga extra acarreada por una ejecución. Si bien es cierto que el enredo emoti-

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vo del miedo, o la desconfianza hacia lo femenino, es parte del entramado estructural del filme, prefiero en mi caso explicar esa carga misógina no tanto como una torpeza del director sino y más como un retrato ajustado del franquismo en sus prácticas cotidianas. Al anteponer las trampas de la felicidad doméstica a las aspiraciones individuales, la misoginia incorporada al filme se contempla como un factor característico del momento socio-histórico. Es una muestra más de cómo la felicidad dentro del nacional-catolicismo se apoya, incluso (o sobre todo) en su variante desarrollista, en los roles tradicionales de los géneros. La felicidad ejerce de pieza micro-política clave para las estructuras imperantes del Estado.9 Aterra la complicidad de José Luis con esas «trampas invisibles» con esas promesas de felicidad a las que se alía. Cumple con sus obligaciones como cabeza de familia, aunque el filme deje claro que no existe nada natural ni espontáneo en ese papel. Para cumplir con las exigencias públicas del padre-marido, el estado franquista le obliga a dar prioridad a la estabilidad económica del núcleo familiar en contra de su propia libertad individual y sentido ético. El tener que matar para ganarse el pan de los suyos, atisbando con ello la promesa de prosperidad del desarrollismo, atempera la renuncia moral con la recompensa material del Estado a los sujetos del lumpen como él. En el filme, el bienestar no es más que un piso de protección oficial por el que el verdugo-suegro lleva años en la lista de espera inmobiliaria del ministerio. Para hacer fren-

9 La política sexual del filme destapa la complicidad entre la lógica del Estado y la estructura familiar. El consumo, además, posee una cara social que afianza todavía más su poder sobre el mundo de la marginalidad al presentarse como garante de mejora de la vida de los más pobres. Sin embargo, en el cine más afín al Régimen de este momento, el cine de promoción de la España «diferente», tiene lugar un travestismo simbólico sugerente cuando la nación varonil franquista se pone la falda del desarrollismo y se disfraza, al menos en términos visuales, dejándose seducir por las divisas del turismo. Un ejemplo fascinante de dicho proceso es la figura de Manolo Escobar, rey de la canción española e icono de una masculinidad ibérica domesticada y light. Protagonista de películas del género turístico que manipulan magistralmente el canon melodramático, este «don Juan Turístico», apelativo usado por Vázquez Montalbán en Crónica sentimental de España (1971: 188) no duda en cambiar los papeles y hacer de mujer nacional en la que seguramente es la película más emblemática del género turístico, Un beso en el puerto (Ramón Torrado, 1966). Aquí se deja seducir por una turista norteamericana de medios económicos superiores y a la búsqueda de algo «diferente». El estudioso Justin Crumbaugh analiza de manera perspicaz la película en (2002).

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te a las reglas absurdas de la concesión del piso —Amadeo ya no tiene derecho a él por no estar en activo al haberse jubilado de la profesión de verdugo— José Luis cede ante las trampas morales de la familia, el embarazo de Carmen principalmente, en una aceptación de las reglas que también compromete a ésta en las mismas aspiraciones de bienestar, en la misma lógica del sentir del nacionalismo familiar franquista. José Luis elige mujer, niño y piso, y cumplir con las exigencias de muerte del Estado. Finalmente transige, explica el filme, porque uno forma la segunda piel del otro: el Estado siempre tiende las trampas necesarias para asegurar su propia supervivencia. De igual modo, Carmen lidia con otra narrativa fantasmática: el rol social que le atribuye el estado católico dentro del nuevo marco desarrollista. Si para José Luis la recompensa es más poder económico, para ella, la prosperidad la enmaraña aún más en las arquitecturas del sentir domésticas. La mejora económica de él le permite a ella cumplir mejor con las redes emotivas de la felicidad conyugal y familiar, reproducir en mayor medida el modelo social de la normalidad franquista. La misoginia, a la que aludía más arriba, implica ligar falsamente la libertad sexual de Carmen con la frustración de los deseos de José Luis por llegar a ser «alguien». La moralidad imperante del momento obligará a que sea ella quien exija a José Luis una solución convencional a la pequeña tragedia doméstica creada por el ejercicio de su libertad sexual. Como mujer embarazada, sin recursos económicos e incasable por ser hija de verdugo, espera que José Luis repare y compense esta situación de «mujer deshonrada» de manera melodramática, es decir, otorgando a su decisión de casarse con Carmen el peso del orden social. Sin embargo, para él, el matrimonio y sus trampas son lacras atribuibles directamente a la manipulación emocional de Carmen, a su saber movilizar las claves morales del nacional-catolicismo como cuando apela al futuro del hijo que espera: «No lo hagas por mí; hazlo por el niño». Así comienza la andadura vital de esta familia maniatada en las trampas del sentir del Estado. El cine de García Berlanga es un cine híbrido, político y con grandes dosis de humor negro. Desde un punto de vista estético es un cine oscilante entre el melodrama de corte hollywoodiense y la estética neorrealista. Al igual que en otros largometrajes del director, El verdugo conjuga estas dos estéticas, sus universos epistemológicos tan distintos, y consigue con ello «incomodar» el universo moral del cine edulcorado

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del Régimen porque señala el tipo de violencia social que aquel mundo anestesiado enmascara.10 En lo que se refiere a la temática del melodrama (al universo doméstico y del sentimiento), el filme apunta directamente al tipo de contradicciones en que se incurre si se quieren hacer compatibles (al menos en teoría) los deseos familiares de mejora con las exigencias políticas de la aplicación de la pena de muerte. Del mundo del melodrama proceden la protección y reproducción de la unidad familiar (sus bienes y descendencia) y especialmente la centralidad del sujeto masculino como heredero y defensor de una fórmula vital unida directamente al estado. Pero El verdugo no es un filme celebratorio de dicho estado de cosas; al contrario: el marido-verdugo es víctima, no avanzadilla, de ese modelo social porque se le exige claudicar moralmente para integrarse en el núcleo familiar tradicional. El apuntalamiento del Estado-familia queda mejor representado, si cabe, por la línea más femenina (o feminizada) de la película: por el verdugo jubilado y la hija embarazada. Es a través de ellos como mejor entendemos por qué las microestructuras afectivas —el mundo familiar en su complejidad sociopolítica— son la vía de legitimación de la peculiar idiosincrasia nacional que funde la dictadura política con la nueva «dictadura» del consumo.11 La defensa de las prioridades personales en torno a la familia quedan reescritas y enmarañadas con deseos consumistas que, en el caso de España, tienen la particularidad de venir de la mano de una dictadura modernizante que encuentra su particular legitimación enmascarada con el despegue económico e integración capitalista del país. Berlanga equipara sin equívocos los dos regímenes totalitarios, el del

10 Para un análisis menos dicotómico del melodrama del Régimen remito a los lectores al estudio de filmes como De mujer a mujer de Luis Lucia (1950), Audiencia pública de Florián Rey (1946) o del western franquista Orgullo de Manuel Mur Oti (1955) en mi Gramática de la felicidad. 11 En palabras de Berlanga, «La película no sólo es un alegato contra la pena de muerte, que lo es, sino que también quiere explicar las trampas invisibles que nos tiende la sociedad para reducir nuestra libertad [...]. En algunas ocasiones, una decisión puede condicionar el resto de nuestra vida» (Cañeque y Grau 1993: 60). José Luis toma decisiones en contra de su voluntad, si bien Berlanga deja claro que no quiere hacer responsables ni al suegro ni a la hija de sus penas. Igualmente, Carmen no trata de cazar un marido cuando se acuesta con José Luis porque «esa opción la hubiera hecho culpable y a mí no me gusta culpar tan claramente a nadie. En mis películas nadie es culpable. Sólo el grupo, insisto, y de una forma inconsciente, es el gran colectivo devorador» (1993: 61).

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consumo y el del Estado, al hacer que la felicidad personal dependa, en esta coyuntura histórica, de la entrega del individuo a un estado «caníbal». La recompensa de bienestar, a cambio de la renuncia a la libertad personal y al sentido moral, no es más que un paso natural y coherente con el estado de cosas. Desde un punto de vista formal, los elementos neorrealistas del filme acercan al espectador a la cara menos radiante de la modernización del Estado y de la industrialización de sus ciudades al querernos pasear por sus cloacas. La película hace desfilar a toda una serie de personajes marginales dentro del Estado: funcionarios de prisiones, empleados de funeraria, verdugos y la mujer lumpen; retrata su situación de pobreza y la picaresca empleada para mantener sus vidas a flote; y expone la burocratización (modernización) de la muerte cuando hace de la figura del verdugo un funcionario público casi opositor. En la España desarrollista y moderna, todo funcionario es ahora el producto de un cuidadoso proceso de selección profesional donde, además de competir con otros aspirantes en el caso de los verdugos, explica el filme, éstos deben venir avalados con un certificado de buena conducta, garantía de su seriedad y «fiabilidad» para el cargo. Tal es la ironía de las trabas que debe superar este José Luis aspirante a verdugo-funcionario para disfrutar de un puesto fijo y de la mejora salarial garantizada por el cargo. Si el melodrama no suele ocuparse del cuerpo contaminado del Estado —o mejor dicho, lo esconde debajo del mundo fantasioso y virtual en que opera— Berlanga trastoca los presupuestos del género haciendo de ese «cuerpo» el protagonista. Siempre en clave de humor negro, la película caracteriza al hombre de la España en desarrollo (tanto al reo como al nuevo verdugo) como un sujeto masculino en crisis, un sujeto débil, arrastrado y dominado por sus circunstancias: un antihéroe. Una tarde, al regresar de la prisión en el coche funerario de su futuro yerno, Amadeo contrasta el carácter y el sentido del honor de sus primeras víctimas con los de hoy en día. Recuerda cómo aquellos presos se disculpaban camino a la sala de ejecuciones diciéndole, «Maestro, perdone que le haya tenido que molestar a estas horas», para después regalarle antes de morir su reloj de pulsera como recuerdo. Los reos de hoy son distintos y lo lamenta: «la raza degenera». Son otros momentos históricos, de progresiva infantilización, feminización e inmersión del sujeto nacional en fantasiosas redes de consumo y bienestar capitalista. El presente del filme es muy distinto al vivido por Amadeo veinte años

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antes en la inmediata posguerra. Aquella sociedad del hambre y del motocarro, de la represión política y conservadurismo integrista en materia sexual, se conformaba con patrones culturales y de consumo incompatibles con los que Carmen y José Luis aspiran a poseer. El mundo representado en aquellos filmes del Régimen de los años cuarenta ha quedado desfasado y sus modelos elitistas y clasistas en contradicción con la retórica del progreso. La nueva familia se funda a la par que las políticas económicas liberalizadoras del Régimen, políticas que supieron calmar la anacronía de la falta de libertades con la facilidad de acceso a una cultura del ocio y del consumo. Carmen y José Luis aspiran a formar parte de una clase social que, por primera vez, disfruta de unas vacaciones pagadas en uno de los muchos puntos de la España «diferente», viajando a uno de los destinos de monopoly rent (renta monopolista) (Harvey 2001: 394) tan bien explotados por el franquismo con sus planes inmobiliarios y de especulación del suelo, y con su política de atracción de divisas extranjeras. El geógrafo inglés, David Harvey utiliza el término monopoly rent para referirse a la plusvalía que genera y sustenta el imaginario turístico y su gestión económica. Lo define así: «La renta monopolista surge cuando los actores sociales ejercen un control especial sobre algún producto comerciable directa o indirectamente y que en alguno de sus aspectos fundamentales es único e irrepetible» (2001: 395).12 En el ahora de la película, la expansión económica genera la cosificación de la España «diferente» y convierte las playas, la comida, el arte y a los españoles mismos en lo que Harvey denomina spaces of capital (espacios del capital).13 Tal proceso exige, evidentemente, una borradura de lo que por otra parte es una realidad intrincada e inaprensible en su totalidad como mercancía. El turismo reclama para sí la creación de un buen mercado

12 «Monopoly rent arises because social actors can realize an enhanced control over some directly or indirectly tradeable item which is in some crucial respects unique and non-replicable» (2001: 395). 13 La España diferente expone su valor en la letra de una canción de esta misma época: «España tiene salero / España tiene alegría / y si no fuera español / para España me vendría. / Españolear, españolear / es lo que hacen los turistas / cuando vienen por “acá.” / Españolear, españolear / ellos saben que lo nuestro les da la felicidad. / Todas las naciones tienen algo /que las diferencia de las demás / pero nuestra España tiene un verbo / que todas quisieran imitar. / Españolear» (Cancionero general del franquismo; Vázquez Montalbán 2000: 158).

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y un escaparate para promocionar el surtido de unas rarezas locales plenamente rentables por su carácter único. Sin embargo, cuanto más se reduce la complejidad real a idiosincrasia mercantil, más complicado es, paradójicamente, mantener la especificidad local (ese capital simbólico) según las pautas de consumo ofrecidas. Nunca deja de ser una mitificación de la realidad patria, y en este caso una mitificación que propone a los turistas extranjeros una España arcaica, un subdesarrollo de cinco estrellas.14 El europeo o norteamericano medio, con el español aspirante a «moderno», forman juntos una especie de «Internacional del Ocio» despolitizada y recordada irónicamente por Max Aub en La gallina ciega con la frase «¡Vacacionistas de todos los países, uníos!» (1971: 292).15 Si los veraneantes extranjeros disfrutan del subdesarrollo, de sus carencias sociales y de sus roles naturales, como mercancía explotable, los excursionistas españoles, conscientes de su papel subalterno en este juego, transforman la industria turística en su propia escapatoria de las restricciones imperantes en el franquismo. Manuel Vázquez Montalbán diagnostica el fenómeno con estas palabras: El turismo masivo creó inmediatamente su mitología. Las suecas al alcance del español medio, por ejemplo. Las alemanas. En algún reportaje de revista ilustrada se había insinuado la liberalidad de las costumbres nórdi-

14 Me acerco a esta problemática en mi artículo, «Miniskirts, Polka Dots, and Real Estate: What Lies Under the Sun?» incluido en la antología editada por Eugenia Afinoguénova y Jaume Martí-Olivella Spain is (Still) Different: Tourist Locations, Attractions, and Discourses in Modern Spanish Culture (en prensa). 15 El autor describe su visión de España y de la nueva coyuntura internacional a su regreso del exilio: «Soy un hombre viejo y enfermo que por eso, pertenece a lo que el año pasado, en México, se denominaba, con gracia, “la momiza” [...]. Y España pertenece, en el desconcierto actual de las naciones, precisamente a esa misma clase, la más anquilosada que haber pueda, con Portugal del brazo [...]. Los más avanzados, lo que no quiere decir gran cosa, son los Estados Unidos donde los hippies ya pasaron de moda, e Inglaterra, por los Beatles y la influencia del idioma (del “idioma” norteamericano en el inglés). Lo que no quita naturalmente que el estado esté dominado por los militares, como el de una Grecia o un Brasil cualquiera. Mas no importa: la juventud es capaz de dejarse matar, de fumar mariguana si es su gusto, de desnudarse y de hacer el amor de la forma que mejor le plazca [...].En este desconcierto, España es un remanso: auténticamente, la paz de los cementerios; no los de Franco (¿quién se acuerda ya de eso?) sino los de las playas donde yacen, quemados por el sol millares de cadáveres de todas especies y edades» (1971: 291-292).

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cas y centroeuropeas. A partir de esta base, los españoles se atribuyeron un safari de hembras veraniegas lleno de complacencias. De hecho, en las costas se creó una vida portátil, portátil como el verano. Una moralidad portátil que al llegar el otoño se sustituía otra vez por los calzoncillos de felpa y la contención. Allí era posible contemplar al peón albañil bajito en compañía de una dama holandesa zanquilarga y pechicaída, o al oficinista bonito con la teenager inglesa (1971:188).

En El verdugo, a Carmen y José Luis se les presentará, como a los turistas aludidos en esta cita, su primera oportunidad de escapar de la cotidianeidad tan limitada y de sus facturas morales. Tras meses de espera, José Luis ya se encuentra familiarizado lo suficientemente bien con el Código Penal como para saber tipificar el castigo correspondiente a los crímenes de la página de sucesos del periódico, que rastrea con esmero todos los días. Una mañana, aliviado de leer que el asesinato conyugal no se castiga con la pena máxima como él temía, se propone disfrutar de un nuevo objeto de consumo personal: el primer colchón de gomaespuma para la cama de la pareja. Queriendo poner un breve paréntesis a las quejas de salud de Amadeo y a los lloros del niño, pasa al dormitorio con la intención de mostrarse cariñoso con Carmen, pero alguien llama a la puerta, asusta al niño, y ante el griterío de Amadeo, José Luis sale en calzoncillos exasperado.16 Tras firmar el acuse de recibo y comprobar el remitente, José Luis sufre una crisis nerviosa. Una vez más emerge a la superficie la base real de la felicidad doméstica: el cartero ha traído el temido telegrama convocándole a la cárcel para ejecutar su primera condena. Pero la cárcel, de todos los posibles lugares de la oscura geografía carcelaria peninsular, está ni más ni menos que en Palma de Mallorca. Nada le importa en un primer momento. Asustado y angustiado, se pone a redactar su carta de dimisión, consciente de que con ello pierde el piso y empeora sustancialmente las condiciones de vida de su familia. Su suegro, mejor conocedor de las prácticas del Estado, le insiste repetidamente en que siempre queda tiempo para presentar la dimisión, aludiendo a la posibilidad de un indulto o a la flexibilización de la aplicación del garrote vil: con la expansión económica del país y su visibi16 Otro de los subtextos del filme es la constante frustración de una sexualidad más abierta, disfrutada placenteramente, menos reprimida que la puesta en práctica en el apartamento oscuro y desvencijado de Amadeo al comienzo de la película.

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lidad en el extranjero, corren otros tiempos. Carmen misma aporta su granito de arena al humor negro de sus circunstancias vitales cuando se lamenta: «¡Ahora que éramos tan felices tenía que pasar esta desgracia!» Nadie repara en el estado de ánimo de José Luis, en su lucha patética (en calzoncillos) y en su derrota, en su rendición a los enredos emocionales, a las ofertas de consumo, a las exigencias de su profesión y a un paradigma de felicidad aceptado por todos ellos. Resignados a la eventualidad de la dimisión de José Luis, Amadeo le pregunta dónde le ha tocado «actuar» por primera vez (eufemismo y argot del oficio). Al constatar que es en Palma de Mallorca, en el destino turístico por excelencia del desarrollismo, José Luis vacila. El Estado le brinda la oportunidad de disfrutar de sus primeras vacaciones al lado del mar y la ocasión de saborear en carne y hueso el placer de liberarse de las estrecheces del día a día: le pagan el viaje, las dietas y un extra si «actúa». Mallorca se le brinda metafóricamente como un espacio de libertad, pero del más profundo absurdo, puesto que llega a él para estrenarse como verdugo. Carmen, sabia estratega y psicóloga doméstica, rápidamente convierte este viaje, y la claudicación final de José Luis, en un asunto doméstico «normal», justificando el postergar la dimisión porque el mar le sentará muy bien al niño. Neutraliza así la huella negra del Estado, del precio a pagar por sus recompensas, apaciguando el ánimo de José Luis en el terreno del consumo (la normalidad cotidiana) y desplazando la decisión más acuciante sobre el ser o no ser verdugo a la elección del traje de baño adecuado para el viaje. Pero estas vacaciones negras, esta huida del franquismo, pasarán factura.

LAS VACACIONES DEL VERDUGO El viaje a Palma de Mallorca escenifica la participación de la familia de verdugos en la fábrica de sueños del proyecto nacional de modernización. Para entender cómo Berlanga consigue reflejar esta complicidad, debemos fijarnos en el contraste que establece entre la imagen de esta familia «típica» y el mundo (también estereotipado) de lo extranjero, es decir, de todo lo que viene de más allá y no participa de las características de un simulacro tan desgastado como el propio. Como rareza local, esta familia es identificada como española frente a los visitantes extranjeros (principalmente femeninos) de la isla por su total

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desconocimiento de las claves culturales (identitarias y sexuales) del mundo extranjerizante y por su limitado poder adquisitivo manifiesto en las dificultades para «consumir» Palma y adaptar su indumentaria «española» a la moda ye-yé. En el barco que los traslada a la isla, viaja además una comitiva internacional de misses, concursantes en un certamen de belleza a celebrar en Palma. Si el desfile de bellezas propone un espacio de evasión y transformación temporal para un José Luis que se imagina como un «don Juan Turístico» (Vázquez Montalbán 1971: 188), Berlanga, al igual que en las escenas de Madrid, saca a relucir implacable los fangos de la dictadura sobre los que se apoya la España de sol y playa y sus promesas de escape. El monstruo del Estado tiene sus exigencias. Recibidos a pie de barco por una pareja de la Benemérita de caras poco «turísticas», la primera reacción de José Luis es la de huir, regresar y no identificarse a las autoridades. Rodeados de periodistas y fotógrafos internacionales, Amadeo sospecha que dado el eco negativo de una ejecución en estas circunstancias, José Luis cuenta con las probabilidades idóneas para que la ejecución sea retrasada (prolongando así las vacaciones familiares) o que el preso sea indultado. Dejándose convencer de nuevo por Amadeo, se presenta a los guardias. Mientras es conducido a la prisión, Carmen, Amadeo y Luisito se dirigen hacia su pensión en un carro «típico» tirado por un caballo, el taxi turístico de Palma. En la carretera se cruzan los dos viajes y se entrecruzan una vez más los dos proyectos nacionales (el consumo del turismo con el de la muerte y la represión): José Luis viaja en un jeep militar hacia su lugar de trabajo, el cadalso, y Carmen, alegre y veraneante, cierra rápidamente sin transición la herida política y moral gritando y pidiendo con entusiasmo al niño: «¡Dile adiós a Papá!». Pero la sutura de esta actitud no es posible ni a nivel ideológico ni a nivel formal en el filme. Berlanga rueda la escena con un plano largo y con una cámara fija, mostrando desde la óptica de Carmen el progresivo alejamiento, empequeñecimiento y claudicación de un José Luis perdido en la distancia y flanqueado por guardias civiles de aspecto hosco camino de la cárcel. Al mismo tiempo que padre, hija y nieto se instalan en la pensión, disfrutando de la comida, de las vistas del mar, de los yates y de la compañía extranjera, regresa José Luis entusiasmado de la cárcel: el reo está enfermo y queda aplazada la ejecución. Se le pide que esté localizable en la isla en todo momento y se le pagan las dietas por desplazamiento.

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Carmen y José Luis aprovechan esta «oportunidad» para disfrutar del viaje de novios que nunca tuvieron. Al día siguiente se los ve acaramelados en un mercadillo al aire libre, participando en la economía del souvenir, buscando, al igual que los demás turistas, un trocito de Mallorca para llevar de regreso en sus maletas. Cuando un grupo de extranjeras jóvenes y modernas le pide a José Luis que les saque una foto, automáticamente se despliega el mecanismo de extranjerización de las personas locales, es decir, se produce una inversión de la identidad basada en el binomio de oferta y consumo. Ahora, el monopoly rent movilizado no es la Mallorca cosificada, la de tarjeta postal con lugareños estereotipados consumibles tanto para extranjeros como para otros españoles, sino una particularidad poco rentable para el Régimen e incómoda y dolorosa para el local: la condición de dictadura que impregna la vida social, el mundo familiar y el estado psicológico de sus gentes. La verdadera diferencia entre esta España fotografiada en blanco y negro y el mundo exterior que veranea en sus playas y calles, es el Régimen mismo y sus múltiples manifestaciones del subdesarrollo que abarcan desde la falta de libertades políticas hasta la timidez sexual de Carmen y José Luis. Con sólo tocarle el hombro, la extranjera marca a José Luis de exótico (a lo español). Sin embargo, para los espectadores que están padeciendo las crisis y contradicciones de este hombre, más exasperante se hace reconocer que lo que marca la diferencia con el mundo exterior es el método franquista de conversión de la vida en escuela de verdugos. El alemán frustrado dentro de José Luis reconoce rápidamente el valor de la cámara de fotos de la turista y lo que ella proyecta en términos de la libertad real o soñada por él. Su sentimiento de inferioridad cara a las extranjeras, su diferencia, le vuelve a abrir la herida de su claudicación frente a las exigencias de su familia y del Estado y siente que esto es lo que marca su verdadera idiosincrasia frente al otro extranjero. El consumo a pequeña escala, gracias a los enormes esfuerzos del ahorro, es un consuelo momentáneo que iguala aparentemente a la familia de verdugos con la realidad exterior que les visita, aunque el filme nunca llegará a equiparar totalmente ambos los dos mundos ni los hará homologables. La situación, como bien sabemos, es otra muy distinta. La españolidad de la familia, su característica identitaria más sobresaliente, reside en ese veto de mejora, en esa promesa fallida de felicidad, en el anquilosamiento dentro de las estrechas pautas culturales que los definen. El consumo, cuando se ejerce entre desiguales, no hace más que

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ahondar las diferencias insuperables, diferencias que en este marco tienen el añadido de ser heridas nacionales, resultado de la particularidad española de la Dictadura, su represión de todo tipo de libertades, incluidas las sexuales, y la ñoñería oficialista de sus códigos morales. La nación franquista curiosamente no se define por lo que se posee en común sino más bien por lo que falta, es decir, por las lacras que algunos quieren perpetuar para siempre como esencia española. Ninguna identidad podrá sostenerse durante mucho tiempo con imaginarios tan escasos como éstos. Frente a las turistas extranjeras, rubias de pelo largo y suelto, y consumidoras frívolas del exotismo mallorquín, Carmen (de España, por supuesto) se cubre la cabeza con un pañuelo, siempre contenida y ponderada, preocupada por no mostrar una imagen de sí misma en exceso desenvuelta, obsesionada por el qué dirán de los demás. Siente celos del coqueteo inocente de José Luis con «esas sucias» (apelativo insultante para encubrir su sentimiento de inferioridad), cuando escribe la dirección de su casa de Madrid apoyado sobre la espalda «moderna» de una turista, y huele por primera vez una piel libre de las inscripciones de la moralina franquista. La misma temática de esta escena se prolongará en las Cuevas de Drac. Carmen elige para ver el espectáculo de agua y fuego el asiento más alejado de las turistas de la mañana, unas chicas que reconocen y saludan emocionadas a José Luis. Alejados de todos, éste alardea de conocer bien la mentalidad de las extranjeras y le explica a Carmen con cierta condescendencia que para ellas un beso no significa un contrato conyugal, relación causal imbuida y naturalizada por el franquismo en las costumbres ibéricas. Mejor lectora de la situación que él, Carmen le reta a que pida un beso a la turista extranjera sentada delante de ellos. Un avergonzado José Luis es incapaz de hacer poco más que preguntarle si es extranjera. Ante las risas por no entenderse y tomando ejemplo de los arrumacos de la pareja de al lado en la oscuridad de las cuevas, Carmen y José Luis viven un momento feliz: se besan y gozan de un breve momento de tranquilidad en igualdad y en coincidencia afectiva. Tanto Carmen como José Luis expresan por primera vez sus deseos con libertad y ante los ojos de todos, algo que solamente la «extranjería» de una Mallorca turística les podía facilitar. Pero… todo tiene un límite. La dicha ha de ser fugaz, y el placer bajo el franquismo una vez más es efímero, interrumpido por su retórica del sacrificio al trabajo y, cómo no, de la muerte administrada por el verdugo.

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Comenzado el espectáculo, la aparición de un guardia civil en barca, surgido de la nada, susurra el nombre de José Luis con un megáfono. El decorado de felicidad era ilusorio y Caronte viene a la búsqueda de su reo. El Estado le reclama para ejercer de verdugo, para prestar los servicios que se le han pagado como anticipo en términos de consumo. El preso se ha recuperado de su gripe. Transportado en la barca como si de su propia muerte (al menos moral) se tratara, un José Luis derrumbado no hace más que pedir desconsoladamente la presencia de su suegro, el auténtico verdugo. Éste se presenta en la cárcel, pero las leyes impiden la entrada del jubilado y no podrá ayudar a José Luis en su primera actuación. Le recuerda, con normalidad truculenta, que tenga cuidado con las palomillas del lado izquierdo, que andan algo flojas, añadiendo mayor angustia a la situación de su yerno, a pesar de la sonrisa amarga que provoca en los espectadores. Las siguientes escenas de la cárcel son, a mi juicio, un alegato ejemplar en contra de la pena capital, tanto por su violencia implícita y real como por la necesidad de violentar las palabras de la compasión, y sus significados convencionales, para revestirlas con la lógica de aceptación del asesinato de Estado. En la cárcel se hace patente la lucha entre la racionalidad emocional de José Luis, que piensa que cada uno debe morir tranquilo en su cama, y la hipocresía del Estado, que desatiende su apelación de compasión hacia el reo (y a sí mismo) y le condena a la tarea de matar. Para los burócratas, lo compasivo es la aplicación rápida de la muerte en lugar de la eliminación de su necesidad. Conscientes del poder de José Luis para paralizar la aplicación del proceso, los carceleros, y en particular su director, quieren persuadirle con buenas palabras del atropello que cometería si no acepta cumplir con su trabajo tal y como está programado. Por un lado, existen razones técnicas insuperables: no hay tiempo suficiente para procesar su dimisión; por otro, apelan a su sentido de compasión: ¿no sería una falta más grave aún no ajusticiar a un reo que ya tiene encomendada su alma a Dios? Lo más solidario y humano es ejecutarlo y librarle de la espera angustiosa, del final y el sufrimiento prolongado innecesariamente porque José Luis se niega a cumplir con su cometido, a comprometerse, a aportar su granito de arena al engranaje de la muerte que le ha correspondido por voluntad propia. José Luis, sin embargo, no se deja engañar. «¡Un indulto!» grita desesperadamente, pero su ruego llega a oídos sordos.

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Los funcionarios agravan la angustia de José Luis cuando lo desprecian por su profesión. Lo perciben como un cuerpo contaminado, uno donde se recogen todas las excrecencias sociales, que aún siendo resultado consustancial a la aplicación de la ley franquista, es necesario marginalizar por ser el cuerpo «maldito» de un otro estigmatizado. Con la tranquilidad de los que han aceptado sin remilgos sus propias hipocresías morales, los policías de prisiones humillan sin reparos al verdugo, negándose a tocarle o a mostrar compasión hacia la tarea inhumana que le ha correspondido. José Luis representa para el escalafón más proletario y marginal de la cárcel el poder desnudo del Régimen. Como apestado, su persona es identificada miméticamente con el Estado y con sus mecanismos de control por la vía de lo abyecto, de lo despreciable sin remisión, de lo que está más allá de lo humano pero formando parte indiscutible de él. La situación de opresión psicológica, política y moral afecta al mismo José Luis, dado que él también siente repugnancia hacia ese exceso de materialidad de la muerte, expresado en sus instrumentos y en los efectos previsibles de sus violencias sobre los cuerpos de los condenados. La silla de la ejecución se retrata de manera documentalista: los hierros que sujetarán la cabeza, los que sesgaran la médula en las vértebras del cuello, las palomillas sueltas esperando a ser apretadas sobre una carne. José Luis no puede vivir con la idea de ser verdugo y desfallece al constatar cómo el reo, acompañado de toda la jerarquía carcelaria y eclesiástica, pierde la compostura al salir de su celda. Reaniman a José Luis y le visten para la ocasión poniéndole una corbata. Ahí comienza su propio ahorcamiento, su principio de agarrotamiento, la confirmación lúcida y la aceptación forzada, y sin marcha atrás, del trueque de unos días de turismo por la ejecución de las leyes de muerte más oscuras del franquismo. Berlanga continúa equiparando lo exigido por parte del Estado a los dos «presos» en la siguiente escena donde claramente se posiciona el filme en contra de las ejecuciones. Con una cámara fija en un plano grúa, dos grupos de personas arrastran simultáneamente a los dos «condenados», al preso y a José Luis, hacia la sala de ejecuciones. La situación de los dos hombres se equipara visualmente: ambos quedan reducidos paulatinamente a la nada según se alejan de la cámara y son tragados en la insignificancia de sus personas por la enormidad gélida de la arquitectura carcelaria. No se escucha nada; no se oyen ni sus gritos ni sus súplicas. Solamente se contempla la derrota en sus cuer-

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pos y en el sonido de sus zapatos arrastrándose sin voluntad hacia el cadalso.17 José Luis regresa enfadado al embarcadero donde le esperan Carmen, Amadeo y el niño para regresar a Madrid. Se sienta al lado de Carmen sin dirigirle la palabra y, una vez más, ésta hace de mediadora entre los dos mundos apaciguando las conciencias de todos al volcarse sobre lo cotidiano, al transformarlo en la única realidad posible o, al menos, la única digna de tenerse en cuenta y ser vivida. Al sentarse José Luis, se escucha por primera vez el sonido de los hierros mortales en su bolsa —Berlanga les da sonido diegético, contenido narrativo, con la truculencia de su entrechocar en el interior del maletín del verdugo— y se sabe entonces que, otra vez más, las verdades del Estado franquista se han cobrado dos nuevas víctimas: una real, el reo, y la otra moral, el verdugo. Preguntándole si ha comido, Carmen sabe muy bien que su pregunta no va dirigida a su hambre. Con ella busca normalizar el atropello cometido en su marido ahora ya verdugo, y cerrar, como buena esposa y con un pacto de silencio, las violencias de los hechos ya acaecidos. Un colérico José Luis se sigue resistiendo. Grita a su suegro, «¡No lo haré más!», pero por si hubiera alguna duda sobre sus futuras intenciones, Berlanga contrasta este arrepentimiento a voces con sus actos: entrega la paga extra a una Carmen inquieta pero también complacida. Ya sabemos que José Luis ha claudicado y aceptado la terrible cara de la España en la que viven: uno más a integrar el redil de los que miran para otro lado. Amadeo, resuelve la escena y calma el ánimo de José Luis haciendo un comentario burlón cuando ve el dinero, «Hombre, si ha habido aumento». Ante la negativa de su yerno a continuar en el oficio le grita un inolvidable y escalofriante, «¡Eso mismo dije yo la primera vez!». La 17 En ¡Bienvenido, Míster Berlanga! (1993), el director recuerda su inspiración: «Es la única película mía que nace de una imagen. Un amigo abogado me contó en Valencia la ejecución de una mujer, una envenenadora. Fue la última ejecución de una mujer en España. Me dijo lo mal que lo había pasado porque al verdugo le había dado un ataque de nervios y no quería llevar a cabo la ejecución; estuvo toda la noche dando gritos, intentó dimitir, se negaba a ejecutar la condena. Tuvieron que inyectarle grandes dosis de calmantes puesto que mostraba tanta resistencia como la condenada, y finalmente, tanto el verdugo como el reo fueron conducidos a rastras para que cumplieran su cometido. Cuando me contaron esa historia me imaginé rápidamente una inmensa sala blanca absolutamente vacía donde se veían dos grupos atravesándola, uno que arrastraba el reo y otro al verdugo» (1993: 52).

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frase resume la entrega de estos dos hombres a los deberes contractuales adquiridos. Termina el filme con Amadeo y el niño despidiendo desde la cubierta del ferry a la pudiente juventud extranjera que celebra una fiesta en un yate, ajenos a todo y a todos. A esta familia no le queda más que envidiar esa normalidad inconsciente y dejarse llevar por el vaivén de la música de felicidad de la que sí gozan esos turistas consumidores de la diferencia española. Quienes viven en su propia piel enredados con las alcantarillas del Estado, nunca podrán liberarse de su complicidad y responsabilidad. A ellos les está vetada la hipocresía de sus vecinos, compatriotas y amigos turistas. Si debajo del acto de consumo se esconden plusvalías no recompensadas, la familia del verdugo aprende que, además de excedentes, el modelo consumista exige una colaboración directa con la violencia y represión de las instituciones del poder. A cambio de la claudicación moral, el Estado les recompensa con un piso, un sueldo fijo y sus primeras vacaciones pagadas en viaje de luna de miel a Palma de Mallorca.

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LUIS BUÑUEL, CARLOS SAURA Y LA CREACIÓN DE LA CAZA Guy H. Wood Oregon State University En aquella época La caza... dio la vuelta al cine español ...para mí hay un cine español antes de La caza y otro después. (M. Gutiérrez Aragón) No se trata de pedirle cuentas a nadie, sino sólo de tratar de entender. (Javier Cercas)

Hasta la aparición de Armendáriz, Almodóvar y Amenábar en los foros y festivales de cine internacionales, cabe afirmar que sólo Luis Buñuel y Carlos Saura habían acaparado el interés del espectador y de la crítica en el extranjero. En 2005 se celebró el cuadringentésimo aniversario de la publicación de la primera parte del Quijote, más pocos recordarán que es también el cuadragésimo aniversario de la realización de La caza de Saura. Quisiera, pues, rendir homenaje a estas dos estrellas globales del cine español rastreando y precisando el papel que Buñuel pudiese haber desempeñado en la creación, el éxito y la duradera importancia de La caza.1 Para demostrar la presencia de Buñuel en el tercer largometraje de su paisano aragonés, enfocaré tres aspectos de la

1

En una entrevista con Augusto M. Torres, Saura relató la génesis de La caza así: «Entonces se me ocurrió hacer todo lo contrario: hacer algo muy básico... Creí que podía rodar un tipo de cacería allí entre hombres que habían salido a cazar conejos. En aquel momento tenía más paralelismos con la Guerra Civil, incluso un cisma entre los que habían ido a la cacería: dos en un campo y tres en el otro. Muy básico. Hablé con

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película: 1) sus imágenes e imaginería buñuelianas; 2) lo cinegético en Buñuel y su uso en La caza; y 3) el personaje más buñueliano de la cinta sauriana: Luis.

IMÁGENES E IMAGINERÍA BUÑUELIANAS EN LA CAZA No cabe duda de que hay múltiples estrategias narrativas e imágenes en La caza cuya procedencia debería de levantar las sospechas del conocedor de Buñuel.2 Además de contener una galería de figuras buñuelianas y ser un compendio de la ideología del realizador exiliado, el tercer largometraje de Saura puede verse como una subrepticia reelaboración del bestiario y de la estética surrealista y freudiana del egregio director.3 Para señalar la presencia de Buñuel en La caza y establecer una base que permita profundizar en su intervención en la cinta, pasemos a equiparar cinco de sus imágenes con otras tres procedentes de films de Buñuel, amén de una última de la mano de Salvador

Angelino Fons y él empezó a pensar en la posibilidad de hacer La caza, una película no muy cara con pocos personajes. Empezamos a escribir el guión, nos pusimos en contacto con Elías Querejeta, e hicimos La caza...» (Saura 1968: 57). 2 En 1965-1966, los críticos españoles sí atisbaron la presencia de Buñuel en La caza. César Santos Fontenla escribió en la revista, Nuestro cine: «Saura, por su parte, crea, basándose en un guión original suyo y de Angelino Fons, un film insólito, duro y cruel, en el que las referencias a Buñuel están asimiladas con enorme talento y que constituye sin lugar a dudas una de las obras más serias, modernas y maduras del cine español de los últimos años» (1966a). Y un mes más tarde, en la misma revista en una entrevista titulada «Conversación con Carlos Saura, en busca de una realidad total» cuando los autores le preguntan al director sobre la presencia de Buñuel en La caza, éste afirma: «Lo que pasa es que yo admiro a Buñuel. Conozco muy bien mis limitaciones y conozco muy bien a Buñuel y yo sé que no tengo absolutamente nada que ver con Buñuel; lo que pasa es que a cualquier película que me planteo, me encuentro con Buñuel delante. Es un drama para mí tremendo; tampoco me preocupa demasiado, hago la película y se acabó, pero tengo a Buñuel siempre en frente» (1966b). 3 Es más, Buñuel llevaba años deseando mejorar la calidad del cine español. De hecho, según Víctor Fuentes, Buñuel: «...fue la gran figura inspiradora de la joven generación de cineastas que, tanto en España como en México, intentaba crear un nuevo cine en la década de los 60» (1993: 13). Es muy probable, pues, que la colaboración de Buñuel en La caza fuese un secreto a voces entre los cineastas y críticos de la época, algo que se habría ocultado para no comprometer ni al veterano realizador ni a su protegido.

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Dalí.4 Cuando los escopeteros de La caza se lanzan al monte por primera vez —y antes de que peguen tiro alguno contra sus presas— su perra, Cuca, descubre un conejo muerto por la mixomatosis. En ese momento, y aparentemente para que el público espectador se asuste y se dé cuenta de la virulencia de la enfermedad, la cámara encuadra un plano detalle de la horripilante cabeza del animal apestado. Esta toma —la primera de muchas de esta naturaleza en La caza— trae a la memoria las cabezas de los burros muertos en La edad de oro y, muy en particular, la del burro muerto con la cabeza cubierta de abejas en Tierra sin pan. Debe notarse que las intenciones de los dos cineastas —originar la revulsión o una reacción visceral en el espectador— corren sospechosa y surrealmente parejas, ya que las hormigas que atacan al conejo muerto en La caza evocan tanto a las que aparecen en Un perro andaluz como a las que pululan por los lienzos creados en la misma época en el arte del coguionista de este film: Salvador Dalí. La segunda «coincidencia» entre las imágenes de La caza y las del cine de Buñuel es incluso más notable (¡sino descarada!) que las de animales muertos. Al final de Abismos de pasión, el envidioso Ricardo (Luis Aceves Castañeda) persigue y hiere con un tiro de escopeta al despechado Alejandro (Jorge Mistral). Éste logra descender a la cripta donde está enterrada su gran amor, Catarina (Irasema Dilián). En este abismo de pasión necrofílica, Ricardo remata a Alejandro con otro disparo, esta vez en plena cara. El primer plano de los «impactos» de los perdigones en la cara del protagonista subraya la bestialidad humana que apuntala y pone fin a esta historia de amor, si bien este desenlace terrorífico se suaviza cuando Alejandro cae melodramáticamente muerto sobre la tumba de Catarina. Al final de La caza, José (Ismael Merlo) mata a Paco (Alfredo Mayo) con otro disparo de escopeta en plena cara. Y Saura vuelve a mostrar los efectos del disparo utilizando un primer plano de la cara ensangrentada de Paco antes de caer melodramáticamente muerto en el riachuelo que cruza la hondonada donde la cuadrilla ha pasado la jornada. Curiosamente, Saura duplica este efecto haciendo que José descerraje otro escopetazo en plena cara de Luis (José María 4

Debe recalcarse que la intención del presente estudio no es sacar trapos sucios ni zaherir ni menospreciar la capacidad artística y directiva de Carlos Saura (de sobra comprobadas), sino ahondar en la génesis y la realización de La caza utilizando a Buñuel, sus películas y lo dicho y escrito por los dos directores, junto con los juicios de los estudiosos sobre ambos cineastas, como apoyos de la investigación.

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Prada), y cuyos horrorosos efectos también se muestran en primer plano. Que se sepa, antes de 1965 Saura no había visto Abismos de pasión; por tanto, los asesinos desquiciados y las espeluznantes imágenes de caras tiroteadas en los dos films resultan ser tan semejantes que uno diría que en La caza hay gato encerrado, que Saura podría haber tenido un ayudante de dirección llamado Luis Buñuel. Hay otras dos imágenes en La caza que evocan los primeros pasos cinematográficos de Luis Buñuel y su relación con Salvador Dalí y el surrealismo. Puede tratarse de una coincidencia verdaderamente casual, pero arrojan luz sobre una vertiente bromista en La caza que ha pasado desapercibida por la crítica, y que corre pareja con la ya legendaria socarronería fílmica de Buñuel. De ahí su interés. En la secuencia 41, después de apagar el incendio que provocan Enrique y Luis, José se enfurece y golpea a Luis, lo que causa que éste caiga al suelo. La toma de la cabeza de Luis trae a la memoria las cabezas autorretratadas de Salvador Dalí en sus pinturas surrealistas, sobre todo, su «semejanza» en su cuadro de relojes blandos, La persistencia de la memoria (1930). Estas imágenes vuelven a levantar sospechas, ya que parece haber una inspiración o explotación de recursos buñuelianos y dalinianos en La caza. Es más, esta intertextualidad imaginaria lleva a uno a plantearse muchas preguntas: ¿No estarían Saura y Buñuel desafiando la memoria del público espectador, o apostándose muy fuerte a que tanto éste como la censura no se dieran cuenta de la gran broma (o venganza fina) que estaban llevando a cabo con el Régimen del general Franco, con Dalí, su arte y su apoyo de la dictadura?5 El hecho de que Buñuel fuera un hombre «maldito sino inexistente para muchos españoles de entonces» (Brasó 1974: 40) no sólo ayudaría a los cineastas a camuflar su intervención o presencia en La caza, sino que los instaría a atreverse a fundir talentos y a refocilarse un poco a costa de esta ignorancia.6 Es este 5 En su libro, Retrato de Carlos Saura, Agustín Sánchez Vidal analiza algunas fotografías que expuso Saura en 1953 y su «inicial arrimo al surrealismo» (1998: 52). Por lo tanto, Carlos Saura fotógrafo también conocía y se inspiraba en la obra de Dalí. Por otra parte, el apoyo de Dalí al general Franco y su Régimen es indudable. Un ejemplo: «Antes de Franco, muchos políticos y nuevos gobiernos no tenían otras razones que las de venir a aumentar la confusión, la mentira y el desorden en España. Franco ha roto categóricamente con esa tradición, instaurando la claridad, la verdad y el orden en el país en uno de los momentos más anárquicos del mundo» (Herrera 2004). 6 No cabe duda de que Buñuel estaba muy familiarizado con la película y la seriedad de su director, ya que llegó a aseverar lo siguiente: «Quiero mucho y creo en Carlos

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juego entre guasa, memoria y recursos llamativamente coincidentes tramado por los creadores de La caza lo que se pretende dilucidar en lo que sigue.

BUÑUEL: CAZADOR Y DIRECTOR CINEGÉTICO Otros dos factores a tener en cuenta para establecer la presencia de Buñuel en La caza son su larga experiencia venatoria y el uso de la misma en sus propios films. Esta doble pericia estrecha la conexión entre Buñuel y Saura, puesto que éste ha confesado que no sabía nada sobre el deporte, y que incluso le desagradaba sobremanera.7 Luis Buñuel era muy aficionado a la caza y no dejaba de jactarse de sus proezas cinegéticas. Un ejemplo del libro Conversaciones con Luis Buñuel: «He sido bastante buen cazador. Siempre con remordimientos, pero bastante buen cazador» (Aub 1985: 100). También era un apasionado coleccionista de armas de fuego, «oscuros objetos de su deseo», cuyos efectos especiales y simbología fue incorporando en su obra desde su primer film, Un perro andaluz, hasta el último, El fantasma de la libertad. Es más, en los años cincuenta y sesenta había rodado varios films —Susana, Abismos de pasión, El río y la muerte y La joven— en cuyas tramas la caza, los cazadores, las armas y las presas forman trasfondos, motivos y recursos simbólicos claves. En El río y la muerte y La joven, incluso hay escenas de cacerías de conejos; y La joven, como

Saura, aunque es un poco alemán. A veces le digo que no tiene sentido del humor...» (Sánchez Vidal 1988: 20). Y en una carta que mandó a Ricardo Muñoz Suay en 1966, Buñuel también reveló su familiaridad con La caza escribiendo lo siguiente: «Me encantó lo que me dices sobre el film de Saura... Yo estoy seguro que es bueno bajo todos sus aspectos» (Sánchez Vidal 1988: 39). Es más, para Víctor Fuentes: «...a Buñuel... le gustaba repetir que en el arte todo lo que no es tradición es plagio» (1993: 139). Por su parte, y haciendo eco de su compatriota, Saura afirma: «Si hay una cosa que me gusta, yo me lo apropio y es mía, y no tengo por qué dar explicaciones a nadie» (Martinez Torres-Molina Foix 2003: 57). 7 En un escrito titulado «Notas sobre La caza» publicado en la revista Griffith, Saura afirma: «Para mí, la caza no tiene apenas justificación (sobre todo, ninguna desde el punto de vista de la víctima). Yo he intentado en mi película mostrar, por una parte, que la caza, aunque sea la caza del conejo, es una crueldad, y, por otra, que el hombre es un ser tan indefenso como el conejo cuando es sañudamente perseguido por el hurón» (s.f.: 37).

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La caza, tiene lugar en un coto en el que vive una chica inocente.8 Debe notarse que la creación de escenas venatorias con conejos y el filmar en un coto facilitaban los rodajes, además de disminuir los gastos de los mismos. Es decir, de estar Buñuel entre bastidores en la creación de La caza, la combinación de experiencia venatoria, armamentística y fílmica que él atesoraba no sólo le habrían hecho un asesor idóneo, sino un aval inapreciable con el que Saura podría haber calmado los nervios que pudiese padecer su productor, Elías Querejeta. Por ende, desde una perspectiva venatoria y fílmica, también es plausible conjeturar que Buñuel podría haber constituido otro de los puntales de La caza. Aun más, únicamente a través de una dilucidación de lo cinegético y del «arsenal de recursos y procedimientos» (Fuentes 1993: 76) buñuelianos y su reaparición y explotación en La caza, se comprenderá la graciosa doble censura del Régimen franquista que los dos cineastas aragoneses llevan a cabo en La caza. Conviene recordar que de los cuatro cazadores de la película, Luis es el primero, el último y el que más y mejor tira. Este obsesivo y paranoico fusilero evoca la vitalicia obsesión de Buñuel con las armas y la buena puntería, como se verá a continuación.

LUIS: UN PERSONAJE DOBLEMENTE BUÑUELIANO Aunque Saura mantiene el interés del espectador proporcionándole información sobre los tres ex combatientes con cuentagotas, Luis es el que da menos señas de identidad. Es, sin duda, el cazador más extraño y, por tanto, psicológicamente hablando, el más intrigante del film.9 8 Hay otras semejanzas notables entre La caza y La joven. Ante todo, Carmen (Violeta García), la ingenua y salvaje sobrina del guarda Juan, evoca la figura de Evvie (Kay Meersman), la joven protagonista que pierde su inocencia en el filme de Buñuel. Asimismo, en La joven, Travers (Bernie Hamilton) queda atrapado en un cepo colocado para pillar a los furtivos, trampas que reaparecen en La caza y que José hará saltar para no caer víctima. Debe recordarse que Saura vio La joven en Cannes en 1960. Este hecho vuelve a señalar a una posible inspiración buñueliana, sino la colaboración de Buñuel en La caza. 9 Anotan Jesús Angulo et. al.: «Saura había escrito el guión de La caza con Angelino Fons, y la intervención de Querejeta en este terreno consistió en aconsejarle un cierto despojamiento, que suponía la eliminación de las referencias a la familia de Luis (José María Prada), con la consiguiente supresión de algún personaje secundario, algo que, vistos los

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Empero, los antecedentes turbios de Luis han de poner sobre aviso al conocedor del veterano director. Por un lado, ha afirmado: «A mí me atrae la oscuridad en un personaje» (Buñuel 1986: 110). Pero por otro, parte de la conducta y algunos de los rasgos característicos de este cazador sauriano no sólo parecen basarse en los del propio Buñuel, sino que también parecen inspirarse en los de varios trastornados personajes masculinos buñuelianos. A fin de esclarecer esta doble raigambre y la impronta buñueliana que Luis deja en La caza, interesa dar un indicio de la conexión entre este personaje sauriano y el célebre director. Es sabido que Buñuel era un estudioso de la entomología, una disciplina que explotaría desde sus primeros pasos cinematográficos: los planos detallados de la polilla en Un perro andaluz o el escarabajo en La edad de oro, por ejemplo.10 Y en Susana y Abismos de pasión, tanto los insectos como los entomólogos le sirvieron de agentes tan llamativos y bufos como simbólicos. Al principio Abismos de pasión, Eduardo (Ernesto Alonso) mata a una polilla enorme «con un alfiler». El primer plano de los estertores de esta polilla espetada por otro entomólogo constituye otra premonición de mal agüero que marca el tono fatídico de la película. En La caza, Luis también clavará un alfiler en un escarabajo. Es decir, al igual que Buñuel en Susana y Abismos, en La caza, Saura crea un personaje «insecticida» y utiliza primeros planos de los bichos que captura para generar una comicidad tan perversa como terrorífica. En suma, el Luis sauriano encarna fílmicamente la afición de Luis Buñuel por la entomología; ciencia que los dos directores explotan para crear accesorios, acciones, o gags polivalentes. De hecho, no debe extrañar que el personaje sauriano y el veterano director sean tocayos. resultados, parece a todas luces pertinente» (Angulo, Heredero y Rebordinos 1996: 90). He aquí una prueba fehaciente de otro colaborador en el guión de La caza. Según Saura, Luis es: «...el personaje más destruido de todos... ha llegado a una especie de fatiga, de escepticismo, ya todo le ha dejado de interesar. Es un ser enormemente débil... que necesita a alguien fuerte a su lado. Pero también es un personaje más sensible que los otros, le hieren más las cosas que van pasando» (Brasó 1974: 135 énfasis mío). 10 Apunta Francisco Aranda sobre la casa de Buñuel en México: «En su biblioteca hay tres secciones principales: Galdós, algunos surrealistas y precursores y los Souvenirs Entomologiques de Fabre» (1969: 251). Anota Víctor Fuentes: «Buñuel ve en los insectos el instinto... en estado puro. De aquí que uno de sus proyectos que no llegó a hacer fuese un filme sobre el instinto, en el cual, inspirándose en la obra de Fabre, había personajes realistas, pero poseyendo las características de ciertos insectos: la heroína se comportaría como una abeja, el héroe como un escarabajo...» (1993: 73).

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Los giros inesperados que da Luis, junto con sus problemas sociales, sexuales y sicológicos, lo hermanan con varios personajes buñuelianos igualmente perversos, paranoicos y risibles.11 Luis resume sus obsesiones y recalca su paranoia para el espectador regañándose a sí mismo en off así: «¿Qué hará Lucía...[?] Estará con cualquiera... Olvídala... Te has portado como un imbécil en eso y en todo» (17-A). En efecto, ha dado pruebas de cierto grado de imbecilidad. No obstante, el abandono de Lucía y los trastornos que ella parece haber originado en él, hacen que Luis acuse profundas raíces buñuelianas.12 De hecho, Luis recuerda a múltiples personajes buñuelianos carcomidos por los celos o las frustraciones sexuales: Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) en Ensayo de un crimen, don Guadalupe en Susana, Alejandro en Abismos de pasión o don Mateo (Fernando Rey) en El oscuro objeto del deseo.13 Pero esta similitud entre personajes masculinos obsesionados por las mujeres se torna verdaderamente notable al equiparar las «vidas secretas» del Luis sauriano y de Archibaldo de la Cruz. Debe recordarse que Saura visionó La vida secreta de Archibaldo de la Cruz o Ensayo de un crimen en 1957; por tanto, el parecido entre estos dos personajes podría ser otro guiño por parte de Saura a su maestro. Sin embargo, los comportamientos de Archibaldo y Luis se asemejan enormemente cuando se compara la manera en que ambos personajes fetichizan y acaban quemando sendos maniquíes. La conducta de los dos corre tan pareja que constituye 11 Afirma Víctor Fuentes: «...el cine de Buñuel comparte con el melodrama los giros inesperados, los encuentros fortuitos, los cambios polares dentro de un mismo personaje, las abruptas inversiones de la línea argumental y, sobre todo, el papel central de la sorpresa y del azar como elementos cohesivos en el desarrollo argumental» (1993: 45). En todos estos sentidos, Luis es muy melodramático y muy buñueliano. 12 Relata Jeanne Rucar de Buñuel: «Si salía, tenía que regresar a casa a las cinco en punto. Él, invariablemente, me esperaba en la puerta. Si me pasaba unos minutos de las cinco me reclamaba... Todas mis amigas me decían: “Sólo tú puedes vivir con él.”... En Él, Luis trata el tema de los celos llevados al extremo» (1990: 115). 13 Escribe Buñuel en Mi último suspiro sobre Él y su celoso protagonista: «Me fue ofrecido un consuelo en París por Jacques Lacan, que vio la película en el transcurso de una proyección organizada por 52 psiquiatras en la Cinemateca. Me habló largamente de la película, en la que reconocía el acento de la verdad, y la presentó a sus alumnos en varias ocasiones» (1982: 199). El propio Buñuel era, psicológicamente hablando, muy parecido a Luis. Escribe Jeanne Rucar de Buñuel en su autobiografía, Memorias de una mujer sin piano: «Luis fue un macho celoso. Su mujer debía ser una especie de niñamujer sin madurar. Nunca me habló de sus proyectos, sueños o guiones, de cómo manejar el dinero, de política, de religión» (1990: 120).

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una prueba fehaciente de que Luis Buñuel tuvo una influencia decisiva sino directa en La caza. El conocedor de Buñuel no sólo emparenta el maniquí que Luis quema en La caza con el que Archibaldo inmola en Ensayo de un crimen, sino que lo conecta con la proclividad buñueliana por el fetichismo y la socarronería.14 El maniquí de Archibaldo es una copia exacta y entera de una de sus presas, Lavinia (Miroslava Stein), quien, a diferencia de sus otras víctimas, no sólo evita ser asesinada por él, sino que evita morir o matarse por otras causas.15 Sin embargo, gracias a este doble de cera, el aprendiz de asesino logra llevar a cabo su «crimen» despedazando y quemando a su víctima en efigie en su horno de ceramista. Los primeros planos del maniquí derritiéndose entre las llamas del horno ponen en evidencia la psicosis de Archibaldo, además de crear una de las secuencias más espeluznantes e hilarantes del cine buñueliano. En La caza, Saura duplica literalmente este tipo de incineración en efigie, lo que genera otra burla y parodia tremendas, como se detallará a continuación. Cuando Luis y Enrique regresan del pueblo de buscar pan, vuelven triunfalmente, ya que traen un maniquí en el Land Rover. Enrique explica la aparición de esta «mujer» a Paco parafraseando a Luis así: «Mira lo que ha comprado Luis. Para tirar al blanco. Dice que los conejos le aburren...» (29). Tal vez sea la verdad, puesto que Luis ya había alegado que para él: «La caza del conejo no tiene interés» (9). Pero, el vincular el maniquí con los conejos y un cazador cuarentón cornudo, carga a la modelo de visos tan eróticos como graciosos. Obviamente, este «blanco» no tiene miembros y está clavado en un pedestal. Y en vez

14 Un indicio del vínculo entre los dos realizadores es lo que escribe Román Gubern sobre Buñuel, Saura y La caza: «En La caza, Saura asume ser el hijo predilecto de Buñuel, incluyendo referencias como el maniquí que también aparece en Ensayo de un crimen» (Cañeque y Grau 1993: 243). Y acerca del afecto entre Buñuel y Saura, Fernando Trueba afirma en el mismo libro: «Bueno, a Buñuel le dio por apadrinar a Saura e ignorar a Berlanga y yo creo que eso nos ha dolido a muchos» (Cañeque y Grau 1993: 320). 15 Es más, al final de Ensayo de un crimen, Archibaldo va al parque de Chapultepec y allí, después de tirar la caja de música en un lago y no aplastar una mantis religiosa (¡más entomología!) con su bastón, reencuentra a Lavinia. Afirma Buñuel: «El espectador puede preguntarse qué va a suceder con Lavinia. Posiblemente, Arichbaldo la mate una hora después. Porque en realidad nada indica que él haya cambiado» (1986: 112). En otro pasaje Buñuel afirma sobre Él que es: «...el film donde he puesto más de mí. Hay algo de mí en el protagonista» (1986: 89).

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de una cabeza tiene un asa de perfil fálico, o sea, tiene madera de membrum virile. Puede percibirse, pues, como una mujer objeto o fálica cuya presencia —no obstante— sexualiza el cazadero y parodia las frustraciones sexuales de todos los venadores en el secarral. Enrique, un cazador novato y primerizo sexual, inicia esta erotización fetichista manoseando a esta «diana» desnuda delante de la cámara. Se convierte así en un tocón fílmico con quien los cineastas intentaron burlarse de la censura franquista y dar un aire pornográfico a La caza.16 Sin embargo, los censores se dieron perfecta cuenta de esta esencia erótica. Basta esta muestra de lo que escribieron en su informe para evidenciar su perspicacia: «...es evidente el carácter sexual y sádico que presentan la mayor parte de las imágenes, única manera, por otra parte... de dar interés a la agotadora y aburrida historia de estos cuatro cazadores desembocados en una tragedia gratuita y con mucha sangre» (Sánchez Vidal 1998: 43). Tuvieron razón, ya que la carga sexual de La caza salpimienta la trama. Pero habría sido muy difícil que los censores captaran la broma que Buñuel y Saura habían encerrado en este accesorio femenino. En tanto que Paco y José duermen la siesta y tienen sendos sueños extraños, Luis y Enrique se alejan del campamento, donde, en el seno de la Madre Naturaleza, disfrutarán de sendas experiencias cuasi-sexuales y risibles. Ahí el joven, yendo por un lado, se transforma en un voyeur, puesto que se pone a observar el paisaje desnudo con sus prismáticos. Por otro lado y al mismo tiempo, Luis se lleva el maniquí al monte. Es decir, se va literalmente de picos pardos con su «mujer comprada». El escarceo de Luis con el maniquí se inicia con primeros planos del actor dando vueltas alrededor del descabezado modelo y farfullando frases en alemán, lo que imposibilita saber si está alucinando, filosofando o mofándose del espectador. Eso sí, con estas tomas y palabras, Saura, como Buñuel, anda confundiendo o despistando al público, y con gran regodeo.17 Esta vena socarrona se manifiesta y se aprecia

16 La subrepticia pero descarada vertiente erótica que el maniquí manoseado proporciona a La caza puede considerarse otro eslabón entre Ensayo de un crimen/Luis Buñuel y La caza/Carlos Saura. En 1972, el crítico Antonio Castro calificó Ensayo como la película más pornográfica que hubiera visto. Buñuel se quedó encantado con este comentario, y más tarde afirmaría: «Todas mis películas son pornográficas» (Aranda 1969: 169). 17 Escribe Jo Labanyi: «Buñuel who so perversely delights in misleading the spectator» (1999) [Buñuel que tan perversamente se recrea confundiendo al espectador].

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porque la conducta incomprensible pero fetichista de Luis también evoca la del clásico hechicero fílmico o novelesco a punto de inmolar a una víctima en un rito sacrificial. En efecto, pronto Luis arrojará a su «cautiva» a las llamas. La «naturaleza» jocosa de este cautiverio fílmico se subraya también con el canto de cigarras y otro primer plano extraño, esta vez de una oruga que trepa por un palillo. Esta toma entomológica tan indicativa de una excitación erótica (¿oruga = membrum virile?), se enfatiza mediante un corte y planos largos de lo que Enrique ve con sus prismáticos. La vista panorámica del paisaje desnudo termina con una toma voyeurística: Carmen, la sobrina del guarda, bañándose en una tina y encuadrada entre las piernas de un burro. ¡Más desnudez, si bien de otro tipo! En estas secuencias surrealmente sexuales, los cineastas hacen burradas, pero logran emular (¡si no estimular!) la misma gratificación imaginaria en el espectador que Enrique «caza» y cobra con sus prismáticos. Después del vistazo de la joven desnuda, la cámara vuelve a examinar a Luis y refuerza su perversidad fetichista y su relación chamanística con el maniquí mediante otros cuatro primeros planos que se describen a continuación: 1) un escarabajo que Luis observa; 2) un alfiler que Luis saca del cuello de su camisa; 3) el escarabajo clavado en el alfiler y; 4) Luis espetando el insecto en el pecho del maniquí.18 Después de estos actos tan perversos como elípticos y sádicos, Luis coge su rifle y dispara contra su «diana» (el escarabajo) haciéndola saltar al cuarto tiro y dejando al «blanco» (el maniquí) agujereado: más fetichismo, sadismo y penetración cuasi-sexual. ¡O vudú!

Afirma Fuentes: «De los grandes directores cinematográficos, Buñuel es quizás el que más extremó el sentido de agredir, perturbar o desorientar al público» (1993: 17). El comportamiento de Archibaldo tiene una explicación, ya que al principio de Ensayo: «...una bala perdida, que mata a la institutriz del niño Archibaldo, despierta en él la asociación de violencia, sangre y sexualidad» (1993: 56). Esta misma asociación se repite en Luis, pero sus orígenes nunca se revelan, lo cual potencia su complejidad y misterio. Con Luis, Saura parece hacer exactamente lo mismo que hizo su maestro en Ensayo de un crimen. 18 En su libro Retrato de Carlos Saura, Agustín Sánchez Vidal relaciona este acto con una foto que Saura expuso en 1953. Escribe: «En otra de las fotografías, el maniquí con pezones-insectos será recuperado en una secuencia de su película La caza.» (1988: 52). No obstante, el vínculo entre los insectos utilizados por Buñuel en Susana y Abismos de pasión y el escarabajo de La caza es obvio.

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Cuando Luis declaró en off que Lucía le engañaba y que se había comportado «como un imbécil» constató que estaba a la deriva, que había perdido el control sobre su mujer y su vida. Es, sin duda, el cazador más acomplejado de la cuadrilla. Incluso revela su impotencia inquiriendo a Enrique: «Dime. ¿Con cuántas mujeres has estado en tu vida?» (26). Por tanto, el tiroteo y asesinato figurado de esta «mujer» truncada pueden percibirse como su deseo de recuperar una hombría igualmente truncada, es decir, de volver a ejercer cierto control sobre su vida. Desde una perspectiva freudiana, sus frustraciones sexuales y existenciales se manifiestan claramente en la fetichización de su rifle y el maniquí. De hecho, para Laura Mulvey, el objetivo del fetichismo masculino es crear imágenes del bello sexo rígidas y fálicas que a su vez las inmovilizan, ya que sólo así los hombres pueden protegerse de ellas y asegurarse de que no amenazarán su virilidad (Labanyi 1999). En las películas en cuestión, Buñuel (ávido lector de Freud) y Saura crean figuraciones de mujeres tan fálicas como estáticas mediante sendos maniquíes. Y freudiana y significativamente, Archibaldo y Luis (ambos en busca de un triunfo) destruyen a estas «mujeres», conducta paralela con que se escudan o se deshacen simbólicamente de sus mujeres reales. Es decir, los trastornos que el sexo débil parece ocasionar en Archibaldo (y a muchos personajes masculinos de Buñuel) vuelven a manifestarse sin tapujos en Luis, sobre todo durante su escarceo con el maniquí. Cabe afirmar, pues, que en estas secuencias Luis se caracteriza por un fetichismo y un falocentrismo francamente buñuelianos. Entonces, suponiendo que hubiera una influencia de Buñuel en estas secuencias y que este acoso por parte de Luis tuviera que ver con los cuernos que le ha puesto Lucía, cabe aventurar que el cazador acusa este abandono y se venga de esta posible emasculación tiroteando al maniquí. Signifiquen lo que signifiquen estas tomas y conducta, no cabe duda de que recuerdan a lo dicho por Xavier Villarrutia acerca de Un perro andaluz: «...una serie de imágenes cargadas de un erotismo y una crueldad inusitadas, dentro de una densa atmósfera de angustia» (Fuentes 2000: 64). Buñuel respalda esta apreciación con esta sentencia sobre La caza: «Es la película más cruel que conozco» (Aub 1985: 424). Estas nociones aclaran las intenciones de Saura en estas secuencias y, aun más importante, revelan la gran burla que los cineastas lograron llevar a cabo en La caza. ¡Mediante este Luis sauriano, Luis Buñuel no sólo figuraba «en nombre y en efigie» en una película rodada en una

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España dictatorial que apenas toleraba su presencia, sino que en La caza Buñuel también «actuó» como cineasta en una patria en la que prácticamente le estaba vedado hacer films! De ser así, al realizar La caza, Saura y Buñuel se hicieron los mayores furtivos fílmicos que jamás faenaran en el acotadísimo mundo cinematográfico del franquismo. He aquí la subversiva burla que llevan a cabo los creadores de La caza.

CONCLUSIONES Las afirmaciones de Luis Buñuel en torno a La caza citadas en este estudio muestran a las claras que en 1964-65 él estaba al cabo de la calle con la tercera película de su entonces joven amigo y paisano, Carlos Saura. Y atando cabos sueltos —la amistad entre los directores, la larga experiencia cinegética de Buñuel y el aprovechamiento de la misma en sus propias películas, los múltiples recursos fílmicos y narrativos buñuelianos utilizados en La caza, etc.— queda claro que hay una marcada presencia del maestro en la película. Sobre el período 1963-65, Saura confesó lo siguiente: «...[yo] pensaba que no hacía más cine en mi vida» (Sánchez Vidal 1998: 41). Seguramente, Buñuel se identificaba con esta desesperación, ya que entre 1933 y 1946 él tampoco dirigió ninguna película. Sería, pues, lógico y natural que echara una mano a su compañero de armas fílmicas, a la vez que intentara realizar su sueño de resucitar el moribundo cine de su patria. Y ningún realizador novel en sus cabales habría rechazado la mediación de otro director tan avezado. No obstante, la intervención de Buñuel en La caza no debe escandalizar a nadie. Como él afirmaba, en las artes todo lo que no es tradición es plagio. Es más, el séptimo arte, «como la venación», se fundamenta en la cooperación, en el trabajo en equipo. Por ende, la realización de La caza pone de manifiesto, como Luis le dijo a Enrique en el pueblo: «Todos dependemos de alguien». He aquí la gran lección humanitaria que encarnan e imparten los cineastas de La caza. El «arsenal de recursos y procedimientos» fílmicos que Buñuel venía perfeccionando a lo largo de siete lustros de labores cinematográficas reaparecen y se aprovechan de forma notable en La caza. El bestiario buñueliano —sobre todo la entomología— vuelve a hacer acto de presencia, y a fin de hacer hincapié en lo carnal: la muerte y el sexo. Las tomas de estos bichos generan imágenes calculadas para originar —surreal-

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mente— reacciones viscerales en el espectador, además de subrayar la depravación de los veteranos. Asimismo, un realismo agresivo y documental —suscitado por «los olvidados» de esta «tierra sin pan» cinegética— se suple con la relevación de la conciencia (voces en off) y el subconsciente (lo onírico) de los urbanitas que la invaden. Muy buñuelianamente, La caza confunde, pero nunca aburre al espectador. La confrontación entre Eros y Tánatos, tan presente en Buñuel desde Un perro andaluz, fundamenta La caza también, y todo ello a fin de generar una violencia ibérica que perméa «a lo Buñuel» toda la trama. Al igual que muchas de las películas buñuelianas de los cincuenta, el entramado de La caza se fundamenta en un rosario de muertos y unos personajes destinados a matarse. En el cine, definitivamente, la mejor caza es la caza del hombre. El final abierto de La caza (¿Qué va a ser de Enrique?) evoca los de Ensayo de un crimen, Nazarín y Viridiana. Pero encerrada en este desenlace hay una pregunta inquietante: ¿Escarmentará el joven, o sea, aprenderá la juventud española y, por extensión, la humanidad? Los horizontes temáticos de La caza se extienden, pues, mucho más allá de la Guerra Civil y la burguesía española del franquismo. No obstante, un sentido del humor socarrón mina la seriedad de La caza. Los cineastas se mofan de todo: de Salvador Dalí y del surrealismo, de Freud y su psicoanálisis, de la brutalidad del régimen dictatorial y la ignominia de su censura, de la bestialidad de la burguesía española y sus frustraciones sexuales, de la ingenuidad del espectador y de la ignorancia de la crítica. Irónicamente, Saura y Buñuel vuelven a elevar la caza a rango de arte recreando una «edad de las cavernas« cinematográfica que parodia el retraso sociopolítico de España durante los sesenta. Pero la mayor subversión de todas es la figura de Luis, graciosísimo trasunto biográfico de Buñuel e hilarante compendio fílmico de Francisco (de Él), Archibaldo de la Cruz, y otros celosos personajes masculinos buñuelianos. Pero es la enorme semejanza entre la conducta y manera de ser de Archibaldo de la Cruz y Luis —sus obsesiones sexuales, su fetichización de sendos maniquíes y su supuesta criminalidad— la que establece, sin lugar a dudas, la intervención y explotación de Buñuel en La caza. Como su precursor buñueliano, Luis aturde y reta al espectador, además de comprobar que La caza —como todo el cine de Buñuel— lleva dentro otra película. Pero en este caso, es una película hecha para y, en parte, por un realizador maldito: Luis Buñuel. He aquí la subversiva burla que llevan a cabo los creadores de La caza.

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3. ESTUDIOS DE GÉNERO

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ESTRATEGIAS DE ELISIÓN, INSCRIPCIÓN Y DESEXUACIÓN1 EN LA REPRESENTACIÓN CINEMATOGRÁFICA DE LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER2 Barbara Zecchi University of Massachusetts at Amherst

En un texto publicado por el colectivo Change en 1977, La folie encerclée, Michel Foucault propone que el sistema penal no trate la violación como una agresión específicamente sexual, sino como un acto de violencia como cualquier otro, pretendiendo así, con ello, que no haya ninguna censura ni ningún control del sexo. La idea de Foucault parece no tomar en consideración el hecho de que la violencia sexual no ocurre en un lugar abstracto, sino en una sociedad donde la división de géneros (y la discriminación de la mujer) está estrictamente vinculada tanto al sexo como a la violencia. De hecho, con este propósito, Susan Brownmiller llega a afirmar que la capacidad que tiene el hombre de penetrar el cuerpo de una mujer sin su consentimiento ha sido y sigue sien1 Publicado anteriormente en García Selgas, Fernando y Carmen Romero Bachiller (eds.): El doble filo de la navaja: violencia y representación. Madrid: Trotta, 2006, pp. 107-128. 2 Quiero dar las gracias a los organizadores del seminario «Cultura, representaciones y violencia» por su generosa invitación y su cálida hospitalidad; a Carmen Romero Bachiller, a Rosalinda Fregoso, a Lourdes Méndez y a Cristina Peña-Marín, por sus comentarios y por las fértiles discusiones que me obligaron a replantearme mi charla original; a José Antonio Nieto, por ofrecerse generosamente a pulir de la versión final de este artículo mis inevitables italianismos; a Fernando García Selgas, por su paciencia e insistencia «con miedo a resultar inoportuno»; y a José B. Monleón, inagotable e imprescindible interlocutor, por no dejar de serlo ni en estos momentos.

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do el origen principal de la opresión del género femenino: para Brownmiller, la violación es el agente fundamental del control del hombre y de la subordinación de la mujer. No es un simple acto de violencia, sino una institución social que permite la perpetuación del dominio patriarcal (Brownmiller 1975: 14). Para Teresa de Lauretis, desexualizar la violencia sexual y hablar en contra de la penalización y de la represión sexuales a lo Foucault equivaldría a apoyar la opresión de las mujeres, o, mejor dicho, implicaría respaldar las prácticas y las instituciones que producen «la mujer» en términos sexuales y que, a la vez, fomentan su opresión por razones de género (1990: 245). En la medida en que la violación se materializa dentro de unas estructuras sociales de desigualdad entre el hombre y la mujer, se trata de un acto que debe entenderse fundamentalmente en términos sexuales y, como precisa Monique Plaza por medio de una afirmación que demuestra que la distinción entre género y sexo sigue siendo válida, cuando un hombre es violado, es violado «en cuanto mujer» (Plaza 1980: 31). Desexualizar la violencia significa desexuarla, o, mejor dicho, «degenerizarla» haciendo invisible la diferencia —y la discriminación— entre géneros.3 Con ocasión de la nueva ley para la violencia doméstica, España ha sido testigo de una encendida controversia que en cierta medida tiene implicaciones análogas a las del debate sobre la propuesta de Foucault. Entre otras cuestiones4, se discutió si la violencia que ocurre en el ám-

3 Teresa de Lauretis en Sexual Difference (1990) traduce al inglés el verbo italiano sessuare, [«sexuar»] como to engender y el sustantivo sessuazione [«sexuación»] como gender marking. Si en castellano, a pesar de las recomendaciones de la Real Academia de la Lengua Española, las connotaciones anglosajonas del término «género» ya tienen amplia difusión, la distinción entre los conceptos de «sexo» y de «género» no ha ido más allá de los sustantivos. A lo largo de este trabajo intentaré distinguir entre el verbo «sexuar», y lo que en inglés se define como engender (que traduzco literalmente como «engendrar» y menos literalmente como «generizar»). [A pesar de lo forzado que resulta en castellano distinguir entre «sexuar» y «sexualizar», se ha manteniendo siguiendo la tradición que domina en el feminismo italiano. Nota de los editores.] 4 La controversia se entabló sobre enfoques y sobre definiciones. Algunas propuestas se centraban sobre el motivo de la agresión (y sugerían llamar el acto «violencia machista»); otras se enfocaban en la relación que une al agresor con su víctima, su convivencia actual o pretérita (al definir la violencia como «doméstica»); y finalmente otras pretendían concentrarse en el hecho que se trataba de una violencia dirigida a la mujer, llamándola así «violencia de género». Este último enfoque fue el que prevaleció.

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bito doméstico se debe desvincular del sexo de la víctima. El consenso final, rematado por la nueva Ley Orgánica de Medida de Protección Integral contra la Violencia de Género, aprobada por unanimidad por el Congreso de los Diputados el 7 de octubre de 2004, determinó sexuar la violencia doméstica en términos opuestos a los que habría postulado Foucault, poniendo en evidencia el hecho (hasta ahora invisible en el derecho penal español) de que la mayoría de las víctimas de la violencia doméstica son mujeres. Queda claro pues que así como no se debe, en nuestro contexto social, por razones éticas y políticas, desexualizar la violación, por el mismo motivo tampoco se puede desvincular la violencia doméstica de cuestiones de género (y con «género», me refiero a «todos» los géneros y no solamente al femenino).5 Ahora bien, al llamarla violencia de «género» se ha caído sin embargo paradójicamente en el error de perpetuar una de las bases que sustentan el sistema epistemológico patriarcal, por el cual lo masculino corresponde a lo universal y lo femenino a la desviación de la universalidad, haciendo de la mujer la única depositaria de la diferencia, la única, en otras palabras con género y sexo.6 Pues la agresión contra la mujer en su propio hogar por su pareja se tendría que definir precisamente como violencia doméstica contra el género «femenino» o contra la mujer. Más aún, si se llamara «doméstica» se estaría aludiendo a una implícita contraposición de dos formas, o loci, de agresión: una violencia que ocurre en la esfera privada y que no es necesariamente de naturaleza sexual, sino fundamentalmente sexuada, y la violación, un delito que pertenece tanto a lo público como a lo privado7, un delito (malgré Foucault) sexual y a la vez sexuado. 5

La Real Academia se opuso al uso del término «violencia de género», por no aceptar las connotaciones anglosajonas del término «género» y recomendó definir este tipo de violencia como «doméstica». Para la RAE «género... se refiere a un conjunto de seres establecido en función de características comunes» y a «clase o tipo» (Drago 2004: 7). 6 Para Adriana Cavarero todo el pensamiento filosófico occidental se funda en asumir un «monstruo inimaginable... el masculino-neutro» en su base epistemológica (1991: 46). De ahí que el hombre sea lo universal y la mujer sea lo particular; y el hombre sea el uno y la mujer sea el otro: «el “hombre” sexuado como masculino se encuentra de frente con el hombre sexuado como femenino, y lo nombra inmediatamente otro a partir de sí mismo» (1991: 44). Sin embargo, según lo que Cavarero llama un pensamiento «sexuado», el hombre es tan depositario del «género» y del «sexo» como la mujer. 7 Para Andrea Dworkin (1987) la violación es un delito contra la persona, la propiedad y, a la vez, es un delito político.

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En este contexto, sin pretender agotar la posibilidad de cubrir exhaustivamente una teorización del problema, me propongo explorar unas de las tipologías más evidentes de representación de violencia (sexual y doméstica) contra la mujer en el cine contemporáneo, para estudiar qué estrategias cinematográficas la denuncian y cuáles la legitiman, cuáles la sexúan y cuáles la desexúan, con el fin de señalar que dichas estrategias (y su interpretación) no pueden prescindir de consideraciones de género. Lo que me propongo por lo tanto no es una lectura literal —o «superficial» según el sentido que le da a este término Annette Kuhn— de la representación fílmica de la violencia contra la mujer, sino un estudio de cómo funciona lo «específicamente cinematográfico» (Kuhn 1991) en relación con la mirada espectatorial forjada (y engendrada) por el discurso fílmico y por su contexto. En primer lugar, me centraré en los discursos que eliden la violencia del texto fílmico. La brutalidad se hace invisible por medio de su naturalización, al ser disfrazada de erotismo o al ser escondida por medio del humor. Estaríamos por lo tanto delante de casos de representación sui generis, puesto que la violencia no se posiciona dentro del texto cinematográfico sino que reside en su interpretación (según una lectura feminista). Este caso de naturalización corresponde a los parámetros del cine hegemónico postulados por Laura Mulvey, por los cuales la mujer es construida tradicionalmente como objeto de la «trinidad» voyeurista (y sádica) del director, del protagonista y del espectador —los tres, según Mulvey, eminentemente masculinos—. En segundo lugar, me referiré a una modalidad opuesta de representación de la violencia: su inscripción explícita, gráficamente registrada por la cámara. Dicha inscripción puede tener objetivos opuestos: o bien excitar el sadismo de la mirada voyeurista del espectador (por ejemplo en el cine porno violento) o bien provocar al público y producir rechazo. En este último caso, como ilustraré en breve, la mirada espectatorial no es necesariamente «masculina». El personaje femenino no es objeto de la mirada sado-voyeurista del hombre, como diría Mulvey, ni objeto de identificación masoquista de la espectadora, como dirían Doane o Kaplan, sino víctima del sadismo de su violador con el cual el/la espectador/a no necesariamente se identifica. En otras palabras, la sexuación de la mirada espectatorial no es predeterminada por las reglas freudianas o lacanianas de la formación del sujeto, sino, como demostraré, es establecida por el discurso fílmico —por su construcción ideológica— y, de ahí, es vinculada más bien a la teoría del sujeto según Althusser.

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En tercer lugar, me aproximaré a ejemplos de una inversión de papeles que posiciona a la mujer como sujeto del acto brutal, evocando así en gran medida el miedo ancestral del hombre hacia la mujer. Bastante recurrentes son las expresiones de violencia que llamaría medéica: la mujer toma la venganza en sus manos y de víctima se transforma en verdugo, adquiriendo, de esta manera, una posición masculina. Estos ejemplos corresponden, como veremos, a una visión que pretende desexuar la violencia, haciendo invisible la diferencia de género. Y finalmente estudiaré unas modalidades de representación que, dialogando directa o indirectamente con las tres estrategias anteriores, deserotizan a la mujer victimizada y eliden la representación de la violencia física, concentrándose en sus consecuencias. En este caso, la omisión del acto violento tiene una función opuesta a la que he señalado en el primer caso. La traza, en términos lacanianos, de la brutalidad física, articulada a través de una constante amenaza, desarrolla una denuncia más poderosa que su inscripción misma. Y el voyeurismo y el narcisismo no son ya experiencias escopofílicas de derivación pre-edípica, sino prácticas estrictamente determinadas por las relaciones sociales de poder entre sexos. Centraré mi atención en estas películas, no sólo como relatos fílmicos sobre la representación de la violencia, sino también como textos sobre la violencia de la representación. Teniendo en cuenta el poder del lenguaje cinematográfico —lo que Giulia Colaizzi define como una fuerza «de persuasión no suficientemente cuestionada» que tiene «efectos extremadamente poderosos (y virtualmente perniciosos)» (2001: v)— estudiaré cómo estos textos desafían las representaciones hegemónicas de la violencia para ofrecer alternativas.

NATURALIZANDO LA VIOLENCIA Uno de los éxitos comerciales del cine español de los años noventa, la comedia Salsa rosa (1991), dirigida por Manuel Gómez Pereira, condensa en gran medida, en su secuencia inicial, los «los mortales mitos de la violación», según Susan Brownmiller (1975, 311): 1) todas las mujeres quieren ser violadas; 2) ninguna mujer puede ser violada en contra de su voluntad; 3) la mujer se lo busca; 4) mejor que la mujer no oponga resistencia, sino que lo disfrute. El personaje femenino interpretado por Maribel Verdú provoca a un hombre con todo lo tópico: minifalda,

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escote y movimientos del cuerpo; al primer pellizco en la pierna no opone ninguna resistencia, sino sonríe coqueta, y una vez asaltada consigue salvarse sin mucha dificultad gracias a la intervención de una vecina que desanima al violador atacándole con el contenido de las bolsas de la compra. Después del intento de violación las dos mujeres se abrazan sonriendo: no ha pasado nada serio y el violador, ridiculizado por los acontecimientos, queda como un personaje caricaturesco.8 Si Salsa rosa es un ejemplo bastante obvio de trivialización de la violencia sexual, hay muchos otros casos insidiosamente más sutiles. Hable con ella (2002) de Pedro Almodóvar es uno de ellos. La penetración del cuerpo de Alicia —penetración presentada por el discurso de la película como un gesto romántico de amor abnegado— se lleva a cabo sin el consentimiento de la mujer, ya que ella se encuentra en coma. Dicha violación no sólo no se condena (a pesar de que el benigno agresor termine en la cárcel y se suicide) sino que, al contrario, se proyecta como un acto supremo de amor que le otorga vida a la mujer. De ahí que la víctima de la película no sea la mujer, sino Benigno, el mismo violador, que por culpa de unas leyes tildadas de crueles, que no comprenden la bondad de su gesto, sacrifica su vida salvando así a la amada. Sin querer entrar en una discusión sobre la intencionalidad del director, hay que señalar que la diégesis fílmica, leída desde un punto de vista feminista, desvela unas estructuras ideológicas que desafían la lectura generalizada de que el cine de Almodóvar tiene sensibilidad hacia la situación de la mujer. De hecho, al disfrazar la violación y al ocultar la naturaleza sexual del acto, su discurso naturaliza la subordinación femenina y trivializa la violencia en contra de la mujer. Más allá de obvias consideraciones sobre la pasividad absoluta de los personajes femeninos en esta película, hay que recurrir a lo específicamente cinematográfico por un lado y a la recepción de la película por el otro, para ver el poder de naturalización del estatus quo patriarcal del cine de Almodóvar.

8 Pilar Aguilar, al estudiar esta secuencia, incluye un punzante comentario sobre el violador: «Es delgadito y poca cosa. Va peinado con medio flequillo y vestido de manera correcta y anodina. Usa gafas que le confieren un toque de indefensión, un aire de tímido intelectual y le quitan cualquier tinte de brutalidad. No lleva corbata sino pajarita (ésta es menos fálica y más folclórica). Explica, para colmo que es su novia quien la ha elegido (se va a casar, no puede ser malo y además, su novia lo domina)... Después de esta presentación, ¿quién puede temerlo?, ¿quién puede sentirse atacado/a por un tipo así, haga lo que haga?» (1998: 94-95).

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En Hable con ella el espectador tiene sólo un punto de vista: el de Benigno. El espectador nunca puede tomar el lugar de «ella», porque el contraplano no asume nunca la subjetividad de la mujer en coma. De ahí que una identificación con el personaje femenino, una sutura (como la llamaría Oudart) que permita tomar su lugar cuando se encuentra fuera del cuadro, es virtualmente imposible. La película apela a una mirada espectatorial masculina: la ambigüedad sexual que caracteriza la visión del cine almodovariano, queda suspendida cuando el espectador ve a través de los ojos del protagonista el cuerpo deseado e impotente de la joven. La mirada de Benigno —y la del amigo periodista— fuerzan al espectador a adquirir la misma posición de dominio visual falocéntrico, dominio que erotiza al objeto de su acto voyeurista.9 ¿Por qué la penetración del cuerpo de Alicia en Hable con ella no se lee como un acto de violencia? ¿Por qué esta agresión se percibe de manera tan diferente a la de otra mujer en coma, la Novia en Kill Bill de Tarantino? El punto de partida en ambas películas es el mismo: ni Alicia ni la Novia manifiestan querer mantener relaciones sexuales con sus respectivos violadores, pero mientras en la película de Tarantino el rechazo de ella queda claramente expresado (y su punto de vista es articulado en el plano subjetivo), en la de Almodóvar la subjetividad femenina es simplemente inexistente. ¿Nos tenemos, pues, que quedar con las buenas intenciones matrimoniales de Benigno para juzgar la naturaleza de la relación entre estos dos personajes? A diferencia de la Novia, la inerte y muda Alicia —así como las mujeres mudas y con los ojos vendados de la obra teatral con la cual empieza Hable con ella—, es «protegida» por la mano del hombre atento. Su opinión al respecto, su deseo de no tener que depender de sus cuidados es inexistente por ser irrelevante. En Hable con ella, la violación contra el cuerpo inerte de la mujer no se ve. Su representación se desplaza a un corto en blanco y negro —una película que Benigno cuenta a Alicia antes de penetrarla— con el título «El amante menguante»: un hombre, reducido de tamaño por una po9 Cabría aquí hacer referencia a las reflexiones de Jane Gaines (1990) sobre los estudios fílmicos lesbianos que han demostrado cómo la mirada femenina homosexual puede cancelar y sobreimponerse a la mirada masculina, encontrando placer escopofílico en un objeto de deseo originariamente construido para el hombre. Sin embargo, en este caso específico, por las razones que acabo de exponer, dudo que la mirada lesbiana pueda identificarse con la mirada fálica.

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ción, entra en la vagina de su compañera que está durmiendo, para así suicidarse. En ambos casos, en el corto y en la película, la mujer es la bella durmiente que no puede reaccionar, aceptando o rechazando el metafórico beso del príncipe azul y en ambos casos el gesto del príncipe, que se pierde en ella (penetrándola) equivale a un sacrificio (redentor). En la película la violación se sublima en un gesto romántico, y en el corto se convierte en un chiste y queda, más que ironizada, humorizada. Esta total pasividad, este absoluto silencio y falta de subjetividad a la cual la protagonista de Almodóvar está condenada, no es una novedad en su cine. A una parecida situación de docilidad había llegado Marina en ¡Átame! (1990) más de diez años antes. Eso sí, Marina había puesto resistencia al deseo del hombre y por eso había sido pegada y maltratada hasta ser doblegada a la más absoluta mansedumbre. Los «mitos mortales» de la violación según Brownmiller encajan perfectamente con su personaje. ¡Átame! había dividido a la crítica de ambos lados del océano dando origen a interpretaciones contrapuestas.10 Sin embargo, desde un punto de vista feminista, la posibilidad de una ambivalencia interpretativa es una falacia, pues como indica claramente el lema de una de las campañas en contra de los malos tratos domésticos acuñado por el Instituto de la Mujer, la violencia tiene solamente una interpretación: «Si te pega, no te quiere». Su trivialización a través de la parodia no puede más que contribuir a la perpetuación de su invisibilidad. El hecho que esta película se haya podido leer como desafiante y hasta feminista me parece revelador del poder del discurso de Almodóvar que, avalado por un éxito internacional seguro, y por medio de una «aparente» trasgresión, termina por ensalzar comportamientos patriarcales y modelos femeninos tradicionales. Aun más reveladora por otra parte resulta ser la casi total ausencia de debate sobre Hable con ella. Por lo general se ha visto a Benigno como a un salvador bueno (como su nombre indicaría) y no como el responsable de una persecu10 Como ya expliqué en otro lugar, unos críticos justificaron la violencia como manera de enamorar a la mujer, borrando así los márgenes y las fronteras entre amor pasional y violencia sexual y leyendo la película como obra antipatriarcal. Por otro lado, otros (en particular la crítica feminista de EE UU) atacaron a Almodóvar por representar escenas de violencia contra la mujer, de manera ofensiva, disfrazándolas de amor (Zecchi 2001).

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ción y de un acto de violencia sexual contra una mujer. El discurso paródico de ¡Átame! ha desaparecido para dejar paso a lo literal: en Hable con ella la mujer es la mujer pretérita, literalmente ausente y literalmente sin voz. Sin embargo —o tal vez precisamente por ello— la crítica ha definido esta película como la más delicada, y la más sensible de Almodóvar. Roberto Nepoti en una reseña en La Repubblica (30 marzo 2002) declara: «Almodóvar se ha vuelto bueno». Y en El País, Gabriel Cabrera Infante comenta muy poco sutilmente que: «Hay una forma clara de voyeurismo al tener frente al ojo ávido de la cámara... los senos turgentes de Leonor Watling y así sentir como necesaria la reacción de amante tierno y eterno de Benigno, porque Hable con ella es el antídoto fabricado por él... Ésta es la película más delicada de Almodóvar» (El País, “Espectáculos”, 06-11-2004, énfasis mío). Un relato tan aparentemente inocente —por su delicadeza tan unánimemente aclamada— es así ideológicamente mucho menos inocente que una película (como por ejemplo Irréversible de Gaspar Noé, de la cual hablaré en breve) cuya explicita crudeza articula un claro rechazo a la barbarie de la violación. En el cine de Almodóvar la violación no es un acto clara y unívocamente brutal. El «hable con ella» del título es un ejercicio en un solo sentido puesto que la mujer no puede contestar. El mito de la bella durmiente queda sin cuestionar y la violación se transforma en el beso del príncipe azul que otorga vida.

EXHIBIENDO LA VIOLENCIA Hasta hace relativamente poco la teoría fílmica feminista estaba casi enteramente influida por el discurso psicoanalítico a la Laura Mulvey quien, con su «Visual Pleasure and Narrative Cinema» (1975), había creado un sistema de dicotomías basado en una concepción de género binaria. Para Mulvey la mujer era construida como pasividad, ausencia de acción, interrupción de la narratividad, espectáculo para el placer del hombre, y objeto del voyeurismo y del sadismo masculinos; por su parte, el hombre representaba el motor de la acción y de la narratividad y era sujeto del placer visual y de su violencia. Según estos parámetros, la mirada espectatorial se definía siempre como masculina, aún cuando el espectador era espectadora, porque, como infería Ann Kaplan (1983) siguiendo las premisas de Mulvey, la mujer situada en la posición de su-

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jeto de la mirada dejaba de ser mujer. El placer y la narratividad se definían como construcciones que reificaban a la mujer y, por lo tanto, un cine feminista tenía que ser necesariamente no placentero y no narrativo. Al trabajo de Mulvey se puede asociar la labor de Catherine MacKinnon (1993) y de Andrea Dworkin (1987, 1988), quienes en su lucha antiporno —que se extendía a una crítica en contra de cualquier representación de escenas explícitamente sexuales en la pantalla—, afirmaban la identidad entre imagen y acción y entre representación de la violencia hacia la mujer y violencia misma. Según el slogan de Robin Morgan: «la pornografía es la teoría y la violación es la práctica» (1980, 134). Estas dos aproximaciones —la antiplacer y la antiporno— a pesar de sus obvias diferencias «censuraban» de una manera parecida cualquier imagen sexualmente explícita.11 A estas teorías se han ido sumando y contraponiendo otros numerosos discursos en los años ochenta y noventa, entre los cuales figuran los provocadores Pleasure and Danger (1984), de Carol Vance y Hard Core (1999) de Linda Williams12, que criticaban la retórica antipornográfica por afirmar que toda expresión sexual es masculina, e inherentemente sádica, y por reprimir cualquier forma de deseo escopofílico de la mujer (tanto lesbiano como heterosexual). Más aún, al descartar cualquier muestra de sexo y de violencia —por identificar la violencia con su representación—, las aproximaciones antiplacer y antiporno anulaban la

11

Dworkin y MacKinnon llegaron a proponer que el estado de Minnesota hiciera una ordenanza por la cual la pornografía se considerara una forma de discriminación contra la mujer, permitiendo así que las mujeres víctimas de abusos sexuales pudieran demandar a la industria pornográfica. No debe asombrar que la propuesta no prosperó. Una versión abreviada de la transcripción de los Public Hearings se encuentra incluida en el libro de Russell (1993). Para una mordaz crítica a la postura de DworkinMacKinnon, en particular y, más en general, de los grupos WAVPM (Women Against Violence in Pornography and Media) y WAP (Women Against Pornography) véase Ruby Rich (1990), quien comenta sobre el daño que el movimiento antiporno (en cuanto policía del sexo) ha hecho al feminismo. Para Sara Diamond (1985) el problema fundamental de los grupos antiporno es el no saber distinguir entre la representación de una acción y una acción misma. 12 «If unwanted pregnancy, street harassment, stigma, unemployment, queerbashing, rape, and arrest are... arrayed on the side of caution and inaction, ... passion does not have a chance» (Vance 1984: 75) [Si los embarazos indeseados, los abusos, el desempleo, la denigración de los gays, la violación y el arresto son relegados a la precaución y a la inacción, no va a haber lugar para la pasión.]

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posibilidad de una denuncia de la violencia a través de su reproducción en la pantalla. Según lo que propone Diana Russell, hay que distinguir entre «las representaciones realistas de violación que tienen la aparente intención de ayudar a que los espectadores entiendan la naturaleza de la violación y la agonía vivida por sus víctimas, [de las representaciones que] apoyan, aprueban y animan dichos deseos y dichos comportamientos» (1993: 4). A pesar de que la posibilidad de determinar las «intenciones» del director (que además no es el único autor de una película, como fue ya ampliamente contestado por Johnston y Walsh en los años setenta) sea un ejercicio un tanto insostenible, dicha apertura hacia lo sexualmente explícito tiene por otra parte (más allá de las intenciones de sus creadores) su clara validez, puesto que lo menos explícito y la omisión de la representación de la violencia puede llegar a ser más abusivo y más degradante que su gráfica representación. La película francesa Irréversible (2002) dirigida por Gaspar Noé constituye un ejemplo muy útil a la hora de hablar de estrategias que denuncian la violencia por medio de su inscripción. Su diégesis rueda alrededor de la cruenta violación de una mujer embarazada, eje narrativo situado simbólicamente en el centro del texto fílmico. La película pertenecería al género de violencia-y-venganza (el marido se venga de la violencia de la cual su mujer ha sido víctima) si no fuera por el montaje: el filme empieza desde el final de la historia (o sea desde la venganza) y termina por el principio (cuando la mujer descubre estar embarazada). La inversión en la representación del orden de los acontecimientos produce un efecto extrañante (cfr. Brecht) y opuesto al resultado alcanzado por las películas tradicionales de este género. El espectador no se encuentra sometido al deseo mimético de represalia del protagonista, porque cuando se lleva a cabo, la venganza es inexplicable para el espectador, que todavía no ha visto la violación. Aun más extrañante es el hecho de que la venganza resulte no tener sentido, porque quien muere no es el violador sino un hombre que no tiene nada que ver con el delito. La película condena tanto la violación como la violencia de la venganza. Gaspar Noé sexúa el objeto de la violencia y el sujeto que la observa. La víctima es representada según las condiciones de desventaja y vulnerabilidad que caracterizan la experiencia femenina. La violación se lleva a cabo porque, a pesar de ser mujer, la protagonista sale de una

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fiesta sola, por la noche, sin la compañía del marido; porque, por cómo está vestida, es tomada por una prostituta; porque entra en un pasaje subterráneo sin iluminación; y porque a pesar de intentar defenderse, no puede salvarse de la violación por la superioridad física del agresor. De la misma forma el espectador (que hasta ahora he definido según la forma masculina en consonancia con las teorías fílmicas dominantes sobre este tema)13 se engendra como femenino, por encontrarse forzado por las estrategias cinematográficas a vivir la experiencia de la víctima. La larga secuencia de la violación, de la cual ya se ha visto —por el montaje inverso— el espeluznante resultado, pone literalmente a prueba la capacidad de aguantar la mirada. Toda la escena es un plano fijo en el interior de un túnel oscuro que causa un efecto claustrofóbico.14 La cadencia de la secuencia, sin pausas ni cortes, es marcada por el aullar angustioso de la víctima y por los movimientos rítmicos del violador encima de su cuerpo. La cámara fija a ras del suelo, a la altura de la cara de la mujer, produce una sensación de inmovilidad que encauza la mirada del público forzándole a la misma posición de subordinación. Más aún, cuando el agresor, al concluir el acto sexual, se ensaña brutalmente contra la cara de la víctima, destrozándola a puñetazos y a patadas, la cámara se levanta del suelo —acompañando el intento de incorporarse de la mujer— y capta esta segunda etapa de agresión desde un plano filmado con cámara al hombro (que registra las lógicas vibraciones y movimientos del operador). No se trata de un plano sujetivo, puesto que la cámara nunca nos ofrece el punto de vista de la violada, pero tampoco objetivo, por tratarse de un plano que imita de cerca los movimientos de víctima, una cámara humanizada, un vehículo a través del cual el público ve lo sucedido y se hace parte integral de la escena. La reflexión sobre la mirada espectatorial se reitera por la breve aparición de una figura humana casi imperceptible en el fondo del túnel, mientras la escena de la violación ocupa el primer plano: un peatón, voyeur accidental, que baja al pasaje subterráneo, se queda mirando por unos breves instantes, para decidir enseguida volver atrás sobre sus pa13 Me estoy refiriendo a las discusiones contenidas en el texto que ofrece el estudio más completo sobre el argumento, el número especial dedicado a la mirada espectatorial de Caméra Obscura, a cargo de Janet Bergstrom y Mary Ann Doane con el título de The Spectatrix (1989). 14 Los focos y micrófonos en la parte de arriba de la imagen han sido borrados digitalmente.

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sos. Si Noé comenta con esta breve aparición sobre el miedo —y la pasividad— de la sociedad frente a la violencia, también subraya el hecho de que esta secuencia de violación no apela al placer escopofílico ni al deseo de espiar. La violencia evoca unívocamente —tanto para el peatón en el túnel, como para el espectador en la sala— miedo, horror y rechazo. De ahí que, más que por una situación predeterminada en el inconsciente (e inevitablemente masculina), la experiencia del espectador está vinculada y establecida por el hecho fílmico puntual.15 Como comenta Ann Kibbey, la aproximación de Mulvey ha añadido una justificación más a las racionalizaciones culturales de la violencia de los hombres contra las mujeres (2005: 43). La propuesta teórica de derivación psicoanalítica hace que la identificación del público con la mirada patriarcal sea inevitable, por el mero hecho de ser sujeto del placer escopofílico, sin tomar en consideración que, en primer lugar, si el espectador en la sala se puede adherir a la mirada que le ofrece el director, también hay espacio para que la cuestione. En segundo lugar, si asume la mirada de la víctima, no tiene que ser necesariamente por placer masoquista (Kaplan 1983; Doane 1990), ni por una fuerza de atracción hacia la imagen materna pre-edípica evocada en la pantalla (Melchiori 1988), ni por un contradictorio «doble deseo» (De Lauretis 1984; Williams 1984) sino también (o más bien) por una identificación con su situación y con su historia así como la narra y la presenta la diégesis fílmica. Y finalmente, como he intentado demostrar con el análisis de esta secuencia, el espectador asume una particular postura, no tanto —o no sólo— por los mecanismos comunes a toda película (la sala oscura, el aislamiento entre los espectadores, el sentido de separación entre el público y la imagen en la pantalla, elementos que reconstruirían, según Mulvey, una vuelta a una situación pre-edípica,), sino también —y sobre todo— por las técnicas discursivas, por la sintaxis fílmica, y por la fuerza ideológica de una específica película, elementos que no necesariamente canalizan la identificación (o complicidad) del público hacia el personaje masculino.

15 Entre los defensores de Mulvey, quería señalar la postura de Jane Gaines (2000) que a pesar de distanciarse del planteamiento psicoanalítico, reconoce que Mulvey ha sido leída demasiado literalmente en los Estados Unidos. Según Gaines, Mulvey habla de inconsciente en términos althusserianos.

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TRAVISTIENDO LA VIOLENCIA Numerosos relatos cinematográficos desarrollan con reiteración el caso improbable (como nos indican las estadísticas) de la mujer que, para salir de una situación de violencia, se transforma en victimizadora, consiguiendo —como en Kill Bill (2003) de Quentin Tarantino o en Death and the Maiden (1994) de Roman Polanski— ganar «físicamente» al hombre y transformarse en sujeto de la persecución. En otras instancias —entre las cuales la película Thelma & Louise (Ridley Scott 1991) constituye tal vez el ejemplo más logrado—, la mujer que intenta vengarse —o simplemente salvarse— termina por sucumbir. En el primer caso el discurso fílmico lleva a cabo una inversión de papeles (la mujer adquiere una posición masculina, y el hombre femenina); en el segundo la inversión —el desorden— es sólo temporal y la película termina con el reestablecimiento final del orden (patriarcal). Entre las primeras, Sólo mía (2001), opera prima de Javier Balaguer, desarrolla una historia de malos tratos con final feliz: la protagonista toma su venganza, consigue atar y amordazar a su ex marido, y termina disparándole, dejándolo condenado, en silla de ruedas, a la más completa subordinación. La película representa un almibarado estudio de violencia doméstica, puesto que la víctima termina victoriosa: no sólo se libera de la persecución, sino también se queda en una situación económica muy privilegiada.16 De una manera análoga, en La promesa (2004) de Héctor Carré, la violencia doméstica transforma a la mujer en una serial killer que mata, sin querer, a todos los que se interponen a su huida. El director declara en una entrevista que sus intenciones con esta película consisten en mostrar «cómo la violencia, la falta de comunicación y la falta de amor pueden provocar distorsiones en la percepción de tal nivel, que se pueden convertir en lo que llamamos locura» (, consultado el 12 de abril de 2005). Sin embargo, lo que consigue esta película no es tanto un análisis de las posibles consecuencias de los malos tratos, sino más bien el retrato siniestro y aterrador de una mujer enloquecida. A pesar de querer indudablemente solidarizarse con la mujer victimizada, estos directores terminan de hecho por hablar de la mujer como amenaza, representando así, más que el abuso a la mujer, el miedo ancestral del hombre hacia el continente negro (un ser desconocido y temido, según la conocida metáfora de Irigaray).17 Este tipo de «imágenes femeninas fuertes», según Claire Johnston y Pam Cook (1990), no son necesariamente agentes independientes, sino meros significantes codificados por la cultura patriarcal. Cuando la mujer toma en sus manos su propia venganza y se transforma en sujeto de la violencia, propone Teresa de Lauretis, se sexúa —o mejor dicho se «engendra» y «generiza» (para mantener el doble sentido del verbo to engender en inglés)— como hombre. De Lauretis distingue entre dos tipos de violencia y en ambos casos, por definición, el sujeto es «masculino “el hombre” es por definición el sujeto de la cultura y de cualquier acto social» (1990. 250). El primer tipo es un intercambio violento entre iguales, y por lo tanto el objeto de esta rivalidad es masculino como el sujeto; el segundo tipo es entre desiguales, un acto violento de un hombre hacia un objeto que se engendra como femenino por encontrarse en una situación de inferioridad (sea ése mujer u hombre). De ahí que, por ejemplo, la Novia de Kill Bill deje de ser mujer en el momento en que deja de ser víctima. Esta desexuación tras una inversión de papeles, se consigue en el cine o bien saliendo del discurso realista (como en el caso de Kill Bill) o por medio de otros recursos que, al contrario, pretenden mantener la coherencia realista. En Death and the Maiden, por ejemplo, la elección de los actores —una altísima y masculina Sigourney Weaver cuya fuerza y coraje ya se habían apreciado en la trilogía Alien y un menudo Ben Kingsley cuya docilidad había caracterizado su representación en Ghandi— no pone en duda la superioridad física de ella cuando la vemos atar y amordazar a su presunto torturador. No es así en Sólo mía, donde, para lograr la misma situación (él amordazado y atado a una si-

17 La película francesa «noeiana» de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi, con el desafiante título de Fóllame, explota precisamente este miedo por medio de un relato extremo.

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lla), el director tiene que recurrir a una pausa (unos fotogramas oscuros) y a una elipsis, omitiendo un detalle fundamental: cómo la delgadísima Paz Vega ha conseguido reducir físicamente a Sergi López. Dicha omisión delata la improbabilidad de este acontecimiento. Al posicionar a la mujer como sujeto de la venganza, estas películas defamiliarizan la iconografía tradicional femenina por medio de lo que Mary Ann Doane (1990), elaborando el concepto de fetichismo femenino estudiado por Mulvey y por Johnston, ha llamado mascarade [«mascarada»] o female transvestism [«travestismo femenino»]: o sea la construcción de modelos cinematográficos femeninos por medio de la adopción —fetichista— de la apariencia de un hombre, para exorcizar el miedo a la castración.18 Sin lugar a dudas, o bien por encarnar la castradora del discurso psicoanalítico, o bien por evocar la Eva bíblica o la Medea mitológica, estos personajes femeninos encarnan una obvia amenaza al sistema patriarcal, pero, sobre todo, dichas inversiones de papeles contribuyen a otro intento de enmascaramiento: la desexuación de la violencia y la falacia de que el hombre sea tan víctima de los malos tratos como la mujer. En otras palabras estos relatos disfrazan no tanto, o no sólo, a la mujer, sino a la violencia misma.19 Dicho disfraz es cuestionado en otro grupo de películas, en las cuales, por el contrario, la mujer que se rebela termina por volver a su posición inicial de víctima. En estos textos fílmicos, la superioridad de la protagonista —lograda a menudo gracias a su capacidad de usar un arma, según la fórmula desarrollada en Thelma y Louise— no es suficiente para que prevalezca. Así ocurre por ejemplo en ¡Dispara! (1993), dirigida por Carlos Saura. Para este relato sobre la violación y sus consecuencias, Saura elige dos actores símbolos sexuales (Antonio Banderas y Francesca Neri), los desexualiza y los desexúa. Antonio Banderas no encarna el mito del macho hispano acuñado por Hollywood, sino encarna un personaje inseguro y femenino. Al enamorarse, piensa significativamente dejar su trabajo de periodista para se18 Antes de Doane y de Mulvey, Claire Johnson (2000), siguiendo la teoría freudiana del desplazamiento simbólico y del narcisismo, afirma que el fetichismo femenino funciona en el cine como un substituto de la sexualidad fálica. 19 Un lema contra los malos tratos acuñado por el Instituto de la Mujer en 1999 animaba a las mujeres a denunciar los abusos diciendo: «Ya no tendrás que seguir maquillando la verdad».

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guir a la mujer que quiere. Y Francesca Neri no es la frágil seductora de Las edades de Lulú, sino una mujer independiente, fuerte y masculina, cuya peculiaridad es una asombrosa destreza con las armas. Violada salvajemente por tres jóvenes, usa su fusil para responder a la sangre con la sangre: mata a los tres violadores y dispara a todos los que se interponen en su huida. Sin embargo, a diferencia de las heroínas del primer grupo de películas, en ésta la venganza y la huida de la mujer no tendrán éxito. La protagonista de ¡Dispara! terminará muriendo en una cabaña, rodeada por coches de policía, cuerpos militares y fuerzas antiterroristas. Si por un lado (en el contexto de violencia social y política de finales de los ochenta, marcado por la presencia de ETA) el propósito de Saura parece apuntar a un comentario sobre el hecho que la violencia produce irremediablemente violencia, por otro lado, con este largometraje, se establece también un sentido de solidaridad con respecto a la situación femenina: ni la mujer fálica consigue salvarse de la desigualdad del sistema patriarcal que, castigándola en su amago de dominio, la devuelve —por medio de sus instituciones y de su violencia— a su posición subalterna.

DECONSTRUYENDO LA VIOLENCIA (DE LA REPRESENTACIÓN) Para Marsha Kinder (1993), en el cine de la posguerra, la representación gráfica de la violencia se asocia primariamente con una perspectiva antifranquista, hecho sorprendente para los espectadores extranjeros, en particular para los norteamericanos, que están acostumbrados a relacionar la brutalidad con el cine de derechas.20 Este fenómeno es muy evidente 20 Es el caso de las películas de superhéroes como Silvester Stallone, Charles Bronson o Clint Eastwood: «During the Francoist era, the depiction of violence was repressed, as was the depiction of sex, sacrilege, and politics; this repression helps explain why eroticized violence could be used so effectively by the anti-Francoist opposition to speak a political discourse, that is, to expose the legacy of brutality and torture that lay behind the surface beauty of the Fascist and neo-Catholic aesthetics» [Durante el franquismo se reprimió la representación de la violencia, el sexo, el sacrilegio y la política; esta represión ayuda a explicar por qué la erotización de la violencia se pudo usar de modo tan eficaz por la oposición franquista para construir un discurso político, es decir, para poner de manifiesto el legado de la brutalidad y la tortura que subyacen bajo la belleza superficial de la estética fascista y neocatólica] (1993:138).

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también en la Transición. Las primeras películas de Pilar Miró, por ejemplo, son un claro ejemplo de esta necesidad de liberación tremendista. Sin embargo, en la democracia, la violencia en general, y en particular contra la mujer, ha ido desapareciendo del cuerpo fílmico femenino español21 hasta ahora, en que, en un contexto en que este tema tiene un claro protagonismo socio-político, han salido dos películas muy impactantes sobre los malos tratos domésticos: Te doy mis ojos (2003) de Icíar Bollaín y Palabras encadenadas (2003) de Laura Mañá. En Los lunes al sol (2002) de Fernando León de Aranoa, una mujer que por fin tiene la fuerza de dejar al marido alcohólico, cambia de opinión a última hora, cuando él le cuenta que un amigo suyo, abandonado por su mujer por ser un fracasado y un borracho, acaba de suicidarse. Es a esta mujer pretérita, añorada y ensalzada también en el cine más progresista, a la que Icíar Bollaín contesta con Te doy mis ojos. Bollaín empieza donde León de Aranoa termina. Recupera al mismo actor, Luis Tosar, para un papel parecido: un marido frustrado y explotado que, a pesar de estar enamorado de su mujer, abusa de ella. La película de autoría masculina idealiza el sacrificio femenino. El chantaje moral de Lunes al sol, que glorifica a la mujer mártir salvadora, se deconstruye en la película de Icíar Bollaín, en la que el mito de la mujer abnegada pertenece a otra generación, a la de la madre de la protagonista. Con esta diferenciación generacional Bollaín establece una nueva conciencia histórica en la que se ofrecen salidas a la violencia y al abuso.22 Bollaín elige no incluir ninguna escena de violencia física y de hecho decide quitar de la versión final de la película —de manera programática y explícita— todas las escenas de malos tratos que había filmado anteriormente, para concentrarse fundamentalmente en el miedo y en la confusión de la víctima. Otro tanto ocurre en el relato de Laura Mañá, Palabras encadenadas, donde a pesar de que la amenaza de violencia

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En los años 90, concretamente, en el corpus cinematográfico dirigido por mujeres, aparecen una violación, en El pájaro de la felicidad (1993) de Miró; dos intentos de violación, en Me llamo Sara (1998) de Dolores Payás y en Yerma de Távora (1998); el asesinato de Yoyes en la película de Helena Taberna (1999); y los abusos del marido violento en Nosotras (2000) de Judith Colell, y poco más. 22 Las numerosas referencias a lo largo de la película al hecho de que a la protagonista se le han olvidado los zapatos corresponden a la deconstrucción de la representación de la situación femenina en los cuentos de hadas. Ella no es Cenicienta ni su marido el Príncipe Azul.

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plasme toda la película y el espectador viva y comparta el terror de la mujer, la única violencia concretamente física es el asesinato final, cuando el hombre clava la navaja en el pecho de su ex mujer. Sin embargo, significativamente, también este último gesto de agresión es de cierta forma omitido, pues el objetivo de la directora se enfoca en un primer plano de la cara de la víctima y la violencia la hemos de deducir por su mirada de horror y de dolor. Es el mismo asesino quien —en un ejercicio metacinematográfico— nos la enseña a través de su propia cámara. A la mujer de Almodóvar en coma, que no puede ni ver ni hablar, las dos directoras oponen mujeres metafóricamente ciegas y mudas, ancladas a tropos femeninos de mutilación y de sumisión eterna: los ojos entregados y las palabras encadenadas. En el caso de Bollaín, es la mujer quien se entrega y quien ofrece, en un juego erótico a petición de su marido, sus partes del cuerpo (dame tu espalda, te doy mi espalda; dame tus piernas, te doy mis piernas etc.) y que termina por ofrecerle —sin que él se los pida— sus ojos y su boca.23 Con la entrega de su posibilidad de hablar (la boca) y de ver (los ojos) la subordinación de su subjetividad —la mutilación— es completa. En la película de Mañá es el hombre quien amenaza a su ex mujer, «la chica del cuerpo perfecto», con mutilarla, empezando, en un juego macabro, por sacarle un ojo con una cuchara. La atmósfera de horror es reforzada por la presencia siniestra, en la sala donde la protagonista se encuentra prisionera, de muñecas amputadas, de fotos de cadáveres desmembrados y de vídeos donde el asesino ha grabado sus crímenes. Sin embargo, la amenaza concreta de mutilación nunca llega a cumplirse, porque el verdadero objetivo de la violencia son las palabras de la mujer. Cuando se le quita la mordaza, la protagonista pronuncia unas frases que el verdugo graba y que, una vez manipuladas, terminan por denunciarla. Si el «te doy mis ojos» de Bollaín apunta a la incapacidad de ver —y de verse— de la mujer abusada, como la misma protagonista afirmará en el desenlace, las «palabras encadenadas» del título de Mañá se refieren al silencio femenino. Las dos directoras reflexionando sobre estas simbólicas —e históricas— mutilaciones femeninas, dialogan explícitamente sobre la representación de la violencia. De hecho, en cierta medida, estas dos películas deconstruyen las tipologías representativas que he estado analizando en este trabajo. 23 Icíar Bollaín nos cuenta a este propósito que sacó el título de un poema de una mujer afgana que hablaba de sus ojos debajo del burka.

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En primer lugar, la ausencia de la inscripción de la violencia no corresponde a un intento de naturalización, como había indicado a propósito del cine de Almodóvar, sino, al contrario, a una afirmación de que los malos tratos existen sin que haya violencia física. Las amenazas y el miedo son de por sí una forma muy obvia de abuso, aunque a menudo invisible. Estos relatos demuestran que se puede conseguir una impresionante representación de la violencia sin que se vea. Si en Sólo mía de Javier Balaguer las palizas van aumentando a lo largo de la cinta, nunca logran producir en el espectador la tensión que se alcanza a través de la representación del miedo de las protagonistas en las películas de autoría femenina. Los moratones de Paz Vega (en Sólo mía) no son tan impactantes como el temblar de Laia Marull por el miedo a ser pegada (en Te doy mis ojos). En segundo lugar, estas películas dialogan con la representación de la inversión de papeles sexuales. Si en Te doy mis ojos hay un comentario irónico sobre el significado simbólico de llevar faldas o pantalones, cuando la hermana se casa con un escocés feminista, Palabras encadenadas subvierte la transformación de la mujer de víctima en verdugo. En el comienzo de la historia, la mujer, amordazada y atada a una silla —en una secuencia que recuerda la de las películas de Polanski y de Balaguer— es torturada por su ex marido que la amenaza de muerte. Pero luego la mujer cree descubrir —junto a los espectadores— que se trata de una broma de mal gusto, una venganza del hombre que no le perdona que ella quisiera separarse de él. Una vez desaparecido el miedo de la escena, la mujer se convierte en la verdadera responsable de la tensión entre ambos, en términos, además, que parecen apuntar a una falsa explotación, por parte de ella, de la violencia doméstica. Hasta aquí el relato seguiría el modelo tradicional de la mujer que se convierte en la verdadera culpable. Al final, sin embargo, descubrimos que ella es efectivamente la víctima y que su ex marido ha estado utilizando los discursos que neutralizan la violencia doméstica (es decir: que la mujer miente, inventa los abusos o los provoca) y termina por asesinarla. Y, finalmente, para terminar, estas películas aluden a la representación de la imagen femenina de por sí «como» forma de violencia (Armstrong y Tennenhouse 1989).24 Si los textos que he estudiado en las

24 Armstrong y Tennenhouse comentan que «this idea of violence as representation is not an easy one for most academics to accept. It implies that whenever we speak for someone else we are inscribing her with our own (implicitly masculine) idea of order...

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secciones anteriores establecen una cartografía de diferentes configuraciones de la representación de la violencia, estas dos últimas películas abordan el tema de la violencia de la representación. De ahí que, por un lado, como ya había adelantado, traten la mutilación de la imagen femenina. Mientras la cámara del cine tradicional despedaza y fragmenta simbólicamente el cuerpo de la mujer en sus closeups (así satisfaciendo la escopofilia fetichista del espectador, diría Mulvey), aquí dicha mutilación es articulada claramente como un ejercicio de violencia. Ya he comentado anteriormente sobre el juego de auto-inmolación de la protagonista de Te doy mis ojos, que evoca el tradicional sacrificio femenino, un acto metafórico de masoquismo del cual conseguirá, al final, salir.25 Sin embargo, el ojo de la cámara de Bollaín, incluso en la secuencia de sexo, no despedaza los cuerpos que filma. Esencialmente Bollaín se mueve entre el plano medio y el plano americano. No hay primeros planos de partes del cuerpo que no sean la cara, con las únicas excepciones de un plano detalle de las piernas de la protagonista, regadas de orina y de un primerísimo plano de sus ojos cuando él le pone las manos en la cara: en ambos casos el fin de estos close-ups es enseñarnos de cerca las consecuencias del miedo en el cuerpo de la mujer.

As the recent critique of acedemic feminism has revealed, furthermore, in presuming to speak for “woman,” feminist theory sometimes resembles the very thing it hates and suppresses differences of class, age, and ethnicity, among others» [la idea de la violencia como representación no se acepta fácilmente en el medio académico. Implica que cada vez que hablamos por alguien lo inscribimos dentro de nuestra propia idea del orden, implícitamente masculina… Como ha mostrado la crítica feminista reciente incluso cuando se asume que se habla a favor de la mujer la propia teoría feminista se asemeja a lo que odia y suprime las diferencias de clase, edad y raza entre otras] (25). He incluido esta cita como corolario de mi toma de conciencia de las limitaciones —y exclusiones— de mi trabajo; en otras palabras, de la violencia de mi retórica. 25 «The masochistic component of viewing pleasure for women has been the most problematic term of perversion for feminist critics... Masochistic pleasure for women has paradoxically seemed either too normal—too much the normal yet intolerable condition of women—or too perverse to be taken seriously as pleasure» [El componente masoquista del placer visual en las mujeres ha sido el término más problemático para la crítica feminista… El placer masoquista para las mujeres paradójicamente parece demasiado normal —demasiado normal y sin embargo intolerable también la condición de las mujeres— o demasiado perversa para ser considerada seriamente como placer] (Williams 1999b: 273).

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El despedazamiento de la imagen femenina llega a ser literal en Palabras encadenadas, donde la amenaza de mutilación del cuerpo perfecto de la protagonista tiene un referente directo en los vídeos y en las fotos, preparados por el asesino con la concreta finalidad de enseñarnos por medio de la imagen su dominio de la violencia. Como un director, el ex marido tiene poder de cómo la mujer se represente: manipula su imagen (frente a la policía), orquestra sus palabras, establece el montaje de la historia que maquina, y controla lo que nosotros podemos ver: después de grabar con su cámara de vídeo el homicidio de su ex esposa, decide apagarla cuando procede a la violación de su cadáver, por considerar que lo que hace con su mujer es un asunto privado. Por otro lado, la erotización. Para Mulvey «in their traditional exhibitionist role women are simultaneously looked at and displayed, with their appearance coded for strong visual and erotic impact, so that they can be said to connote to-be-looked-at-ness. Women displayed as sexual object is the leitmotif of erotic spectacle» (2000, 40). [en su papel tradicionalmente exhibicionista las mujeres son a la vez miradas y mostradas, su aspecto es codificado para causar un fuerte impacto visual y erótico, de modo que se puede decir que connotan el acto de ser miradas. El leitmotiv del espectáculo erótico radica en mostrar a las mujeres como objetos sexuales]. Queda evidente, en Mañá y Bollaín, el intento de deserotizar la exhibición del cuerpo desnudo femenino.26 En Te doy mis ojos, en un arrebato de celos, el marido que la acusa de narcisismo la desnuda y la encierra fuera del balcón: dicha exposición, que no conlleva la complicidad del espectador, no tiene la intención de agradar o excitar al público en la sala, sino de provocarlo, y de producir conmoción por este acto de violencia (figura 9). En Palabras encadenadas, la protagonista deserotiza su desnudez, desafiando al marido que iba a violarla, al punto que el hombre no consigue alcanzar una erección. Al deserotizar la mujer, y al presentar desnudos (o semidesnudos) nada glamourosos, ni atractivos, las directoras afirman que desde su subjetividad, la mujer no es espectáculo. 26

Y no sólo femenino. Piénsese en el desnudo de Luis Tosar, una imagen deserotizada completamente inusual en el cine hegemónico, en el cual, para mantener el misticismo del falo, el pene tiene que quedarse oculto. En el caso de Te doy mis ojos no sólo se ve el pene, sino que también se trata de un pene no erecto: una doble infracción al sistema visual falocéntrico.

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El último informe sobre España de Amnistía Internacional, Más allá del papel (2005), advierte, entre sus recomendaciones conclusivas que para que la política sobre la violencia doméstica no se limite a la teoría sino que pase a la práctica, se sostengan «acciones de sensibilización con un mensaje inequívoco de rechazo a la violencia contra las mujeres, que llegue al público masculino de todas las edades, asegurando promover un cambio de actitud a favor de la igualdad entre hombres y mujeres» (2005, 93). En este contexto, por medio del poder de la imagen, estas películas contribuyen a esta sensibilización, con algo más que el papel. Te doy mis ojos, en particular, adquiere el cariz de un lema. La directora ofrece al público (¿masculino?) sus ojos como instrumentos para poder ver una experiencia de la violencia firmemente anclada en el punto de vista de la mujer.

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LAS ALAS CORTADAS: EL GÉNERO Y EL ESPACIO EN LAS ADAPTACIONES AL CINE Y A LA TELEVISIÓN DE FORTUNATA Y JACINTA DE GALDÓS Sally Faulkner University of Exeter

La visión decimonónica de la mujer como «ángel del hogar» pone de relieve el papel que desempeña el espacio en la construcción del género. En contraste con la representación del ángel con alas, ese ángel está enjaulado en el hogar. Esta visión ideológica del ángel pertenece a un discurso patriarcal de la domesticidad, que pretende encerrar a la mujer en la esfera privada —o femenina— de la casa, a diferencia de la esfera pública —o masculina— de la calle. Ese ideal burgués de la feminidad coexiste con su homólogo proletario. Del mismo modo que el ángel es una criatura alada, su equivalente de clase obrera es configurado como «pájara». Por una parte se suelta a esa pájara de la jaula doméstica; pero por otra al salir de la esfera privada se le califica de prostituta o mujer pública. La novela Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós (1886-1887) examina tanto el tema del ángel del hogar, como el de la pájara de la calle. Este estudio parte de la crítica literaria feminista de la novela y plantea hasta qué punto sus adaptaciones a la pantalla —la película realizada por Angelino Fons de 1970, y la serie televisiva de Mario Camus de 1979-1980— abordan la cuestión de las ideologías del género. Los críticos de la novela Fortunata y Jacinta resaltan el papel que desempeña la ideología del ángel del hogar en la construcción de los caracteres femeninos galdosianos (Jagoe 1994; Aldaraca 1991). Hay dos aspectos de esta ideología que son de especial interés en nuestro análi-

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sis de las adaptaciones. Primero, la cuestión del espacio. La división entre el espacio público y el espacio privado, y la asignación de un género a cada uno, es un fenómeno propio del siglo diecinueve. Bridget Aldaraca señala que el concepto contemporáneo del ángel del hogar es ante todo espacial: «The ideal woman is ultimately defined not ontologically, nor functionally but territorially, by the space which she occupies» [En el fondo, la mujer ideal no está definida ni ontológica, ni funcional, sino territorialmente, por el espacio que ocupa] (1991: 27). Según apunta Catherine Jagoe (cuarto capítulo), las dos protagonistas que dan título a Fortunata y Jacinta —Fortunata la pájara de la calle y Jacinta el ángel del hogar— simbolizan la división entre espacios públicos y privados. Un segundo aspecto de la ideología del género que nos interesa es el de las imágenes metafóricas asociadas tanto con el ángel burgués como con la pájara obrera. Los críticos literarios feministas como Aldaraca y Jagoe consideran muy sugerente la posible coincidencia entre las alas celestiales del ángel y las alas ornitológicas de la pájara. Esa iconografía tiene también una dimensión espacial: las alas simbolizan libertad, pero las alas cortadas representan el encierro. Además de examinar estas cuestiones del espacio y de la iconografía en las adaptaciones de Fortunata y Jacinta, tenemos la intención de abordar la recepción de la película y de la serie televisiva desde el punto de vista del género. En este sentido, Lou Charnon-Deutsch (1990) ha sugerido que las novelas decimonónicas que ella denomina «feminocéntricas» como Fortunata y Jacinta presuponen un lector masculino. En esta dirección, analizaremos hasta qué punto se configura un equivalente espectador o televidente masculino.

ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA, ANGELINO FONS, 1970 En nuestra opinión, la adaptación cinematográfica de Fortunata y Jacinta presenta una lectura patriarcal del texto de Galdós. En su mayor parte Angelino Fons pasa por alto el cuestionamiento de la división espacial entre la casa del ángel y la calle de la prostituta que encontramos en la novela galdosiana. El carácter de Jacinta representada por la actriz italiana Liana Orfei es apenas esbozado; Fons se apoya simplemente en el estereotipo de la esposa pasiva, encerrada en la casa, a diferencia de

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las andanzas de su marido tenorio Juan Santa Cruz fuera de ella. El carácter de Fortunata, representada por la madrileña Emma Penella, es mucho más desarrollado. Sin embargo, al colocarla repetidas veces en el encuadre de las calles de Madrid, Fons recurre al estereotipo de la prostituta como mujer de la calle. El código iconográfico del film refuerza esta división. Fons hace hincapié en la dimensión ornitológica del carácter de Fortunata. Por ejemplo, el cineasta repite la famosísima presentación de Fortunata en la tienda de aves de la novela de Galdós, y establece una equivalencia entre la protagonista obrera y una pájara. En nuestra introducción a Fortunata en el palomar encima de la tienda de aves encontramos la traducción visual de estas palabras de Galdós: en el momento de ver al Delfín, [Fortunata] se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural (1: 182).

Esta caracterización de Fortunata como ave es reiterada a lo largo de la película, por ejemplo cuando Fortunata y Juan hacen el amor en el suelo cubierto de plumas de un puesto de mercado, con un ave muerta colgada a su lado. Fons subraya también la polisemia de pájara (que significa no sólo ave sino también prostituta). Así, tanto en la película como en la novela, cuando el personaje de Estupiñá se refiere a Fortunata, la llama «res brava». Fons añade además una secuencia en el mercado donde desarrolla la metáfora de que Fortunata es una «res» de «carne» para comprar. Quizá a consecuencia de las restricciones temporales (la película dura tan sólo noventa minutos), Fons no desarrolla un contraste entre esta metáfora de la pájara relacionada con Fortunata y la del ángel, que hubiera podido relacionar con Jacinta. Sin embargo, sí que dibuja una oposición entre las dos mediante la iconografía espiritual (un vocabulario visual apropiado para el medio cinematográfico). Mientras que Jacinta y la burguesa familia Santa Cruz son retratadas con imágenes cristianas (repárese en que el convento las Micaelas es subvencionado por la familia), el carácter de Fortunata es configurado con imágenes paganas. Al principio del film, por ejemplo, mediante el montaje alternado, el director establece un paralelismo revelador entre el nacimiento de

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Juan y lo que Galdós denomina la llegada del «Mesías» (1: 142). En contraste con ello, desde el principio hasta el fin de la película, la cámara de Fons yuxtapone la protagonista obrera con pinturas de escenas clásicas del mundo antiguo y por lo tanto pagano. Así el personaje de Fortunata es retratado como un animal descreído —una pájara de la calle— y a pesar de que la narrativa se centra en ella, no hay desarrollo en su caracterización. Fons nos presenta a Fortunata en la tienda de aves (el mismo lugar donde acabará muriendo). De esta forma, el subtexto de un Bildungsroman feminista que los críticos perciben en la novela galdosiana queda borrado (Jagoe 1994: cuarto capítulo). Ya que la visión de la mujer según el estereotipo del ángel o de la pájara proviene de la ideología patriarcal decimonónica, consideramos esta adaptación de Fons como una lectura patriarcal del texto. Un análisis del punto de vista narrativo implícito confirma esa interpretación. Si aplicamos la metodología propuesta por Laura Mulvey de la «mirada masculina» implícita en el cine narrativo, la susodicha introducción de Fortunata en el palomar encima de la tienda de aves resulta especialmente significativa. En efecto, a partir de la teoría freudiana de la escopofilia y el concepto lacaniano de la «fase del espejo», Mulvey sugiere que el cine narrativo clásico presupone un espectador masculino, que mira —es el sujeto de la mirada— frente a un espectáculo femenino, que es mirado (es el objeto de la mirada). En sus propias palabras: «In their traditional exhibitionist role women are simultaneously looked at and displayed, with their appearance coded for strong visual and erotic impact so that they can be said to connote to-be-looked-at-ness» [En su tradicional papel exhibicionista, se mira y se expone simultáneamente a las mujeres con un físico dotado de un fuerte impacto visual y erótico, de modo que se puede decir que en ellas existe la connotación de ser algo para ser mirado (cosificado)] (1999: 837). En la secuencia de la introducción en el palomar, Juan es activo: controla el desarrollo de la narrativa —abre la puerta y «descubre» a Fortunata, que da origen a la trama— y es el portador de la mirada, mientras que Fortunata, según el modelo de Mulvey, es el objeto pasivo de su mirada. La observación de Pilar Aguilar en su comentario sobre Mulvey, es muy apropiada, «la mujer aparece cosificada, reducida y resumida a su bello cascarón» (1999: 114). Por eso, la película propicia una identificación entre el protagonista masculino, Juan, y un espectador masculino implícito.

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Por lo tanto, a pesar de centrar su film en una protagonista femenina —representada además por la entonces estrella española Emma Penella— la manipulación del espacio y de la iconografía, así como la construcción de ese espectador masculino en la adaptación indican una interpretación reaccionaria del texto de Galdós.

ADAPTACIÓN TELEVISIVA, MARIO CAMUS, 1979-1980 Por otro lado, pensamos que la serie televisiva de 1979-1980 realizada por Mario Camus manifiesta por el contrario una lectura feminista del texto. En su retrato de Fortunata, Camus sigue a Galdós y realiza una deconstrucción de la división espacial decimonónica esbozada en nuestra introducción. A nivel narrativo, Fortunata es una prostituta de clase obrera que intenta ser un ángel burgués: es decir, se encuentra en un terreno intermedio entre los dos. Camus maneja el espacio para poner el énfasis en el carácter de Fortunata como una figura intermediaria. Así, en contraste con el afán de separación que caracteriza la ideología del ángel del hogar —separar la casa de la calle, separar el ángel de la pájara— Camus se centra en los límites entre dos realidades, lo que puede denominarse «lo liminar». En consecuencia, el carácter de Fortunata según Camus sería una figura liminar que resiste la división espacial establecida por el patriarcado burgués decimonónico. A diferencia de la presentación de Fortunata en el palomar que nos proporciona Fons, Camus nos la presenta en un hueco de escalera —a saber, un espacio liminar por antonomasia— y su protagonista obrera ocupa espacios intermediarios simbólicos a lo largo de la serie. Por ejemplo, Maximiliano conoce a Fortunata en otro limen, el umbral de la casa de Feliciana (aquí Camus sigue al texto galdosiano), y se declara a ella en un hueco de escalera también (un detalle que no se encuentra en la novela). A la inversa, nuestra introducción a Jacinta en la serie es la visión de un alegre ángel doméstico, y su colocación espacial se inserta dentro de una sala de la casa familiar. En la interesante secuencia en la que Barbarita propone a Jacinta su matrimonio con Juan, la futura suegra cierra las puertas de esta sala. A nivel literal Barbarita encierra a Jacinta en la sala, pero a nivel figurativo la encasilla como la esposa de Juan, su ángel del hogar.

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Si Jacinta ocupa este espacio inequívoco, Camus resalta, en cambio, la índole liminar de Fortunata. Otro ejemplo es la secuencia que dibuja la tentación adúltera de Fortunata en la noche de bodas. Su marido Maximiliano se acuesta con jaqueca, y Fortunata sabe que su amante Juan le espera en el piso vecino. En esta secuencia Fortunata vacila en el umbral del dormitorio matrimonial, y entra y sale de él tres veces. Así su tentación es representada en términos espaciales: Camus explota la metonimia del dormitorio matrimonial por el matrimonio, y alude al encierro espacial del ángel del hogar. La inspiración de la secuencia proviene del texto de Galdós, que también expresa la tentación de Fortunata a través de la transgresión espacial en su sueño: [A Fortunata] se le armó en el cerebro un penoso tumulto de cerrojos que se descorrían, de puertas que se franqueaban, de tabiques transparentes y de hombres que se colaban en su casa filtrándose por las paredes (1: 681).

De este modo, el manejo del micro-espacio (el espacio doméstico) en la serie parece indicar una lectura feminista del texto. Sin embargo, el tratamiento del macro-espacio (el espacio urbano) parece recurrir al estereotipo de la mujer en la calle como prostituta —«callejera»— a diferencia del ángel doméstico. Tal como ocurre en el filme de Fons, en esta serie televisiva relacionamos el carácter de Fortunata con las calles de Madrid. De esta forma, Camus hace hincapié en su asociación con la calle al interpolar viñetas no narrativas de escenas urbanas tras las varias secuencias narrativas que se centran en Fortunata. Por ejemplo, tales viñetas urbanas siguen a la secuencia en la cual Fortunata nos es presentada y a la secuencia de su muerte. Asimismo, en la banda sonora, el organillo de la calle es el motivo musical del personaje de Fortunata. Esta asociación entre Fortunata y la música de la calle es muy importante en el retrato de sus relaciones con Feijoo: recordemos en este sentido que esta pareja se conoce en una calle. Es significativo también que tras el fallecimiento de la protagonista, el organillo de la calle se apague. Puede que de este modo Camus repita el estereotipo de la callejera. Sin embargo, pensamos que el director televisivo pretende desmantelar la oposición entre los estereotipos de la pájara callejera y el ángel del hogar. Aparte de la introducción a Jacinta que comentamos anteriormente, es a Fortunata a quien vemos ocuparse de la faena doméstica; y a través de su matrimonio con Maximiliano y su búsqueda de la «decencia» Fortunata perturba la división entre ángel y pájara. En la nove-

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la este proceso culmina en la declaración de Fortunata en su lecho de muerte de que es un ángel (Pérez Galdós 2: 527) (desgraciadamente Camus quita esta secuencia en su adaptación); y Catherine Jagoe sostiene que esa declaración «radically redefines the ideal of the ángel del hogar» [redefine radicalmente el ideal del ángel del hogar] (1994: 119). Además, el tratamiento de Jacinta en la serie lleva a una revisión de la ideología doméstica del ángel del hogar. A diferencia de la Jacinta de Fons, Camus no encierra a su ángel en la casa: la vemos tanto en el espacio urbano como en el espacio doméstico (por ejemplo cuando va en busca del primer hijo de su marido en los barrios bajos de Madrid). Así, Camus pone en duda la definición espacial del ángel esbozada por Aldaraca. Tras su inteligente lectura de la novela de Galdós, el director explora también la sexualidad de Jacinta, y así cuestiona la ideología decimonónica que declara que el ángel está desprovisto de deseo carnal. En su comentario sobre la serie, Mercedes López-Baralt observa que Camus era un precursor de la crítica literaria en este sentido. Camus «percibe con singular tino, y antes de que lo hiciera la crítica [...] la sensualidad reprimida de Jacinta» (López-Baralt 1992-93: 99). En resumen, la división espacial entre el ángel y la pájara está presente en la novela de Galdós, pero también hay puntos de resistencia. En el contexto de una interpretación del género, estos puntos de resistencia llevan a una lectura feminista ya que rechazan la caracterización estereotipada de los personajes femeninos y revelan la construcción ideológica de tales estereotipos. Camus sagazmente percibe y desarrolla estos puntos de resistencia. Se ve un parecido desmantelamiento de estereotipos en el manejo de Camus de las imágenes metafóricas relacionadas con el ángel y la pájara. Después de la introducción de Juan a Jacinta —a su futuro ángel— sigue un irónico corte a la imagen de un carro de pájaros enjaulados; y después conocemos a Fortunata que se come un huevo crudo. Esta secuencia se diferencia mucho del uso de la metáfora del ave de Fons que subraya la caracterización de Fortunata como pájara/prostituta. La imagen de los pájaros enjaulados sugiere que ser ángel burgués es sinónimo de tener las alas cortadas, y en esta secuencia la libertad de la pájara Fortunata se compara favorablemente con la posición de Jacinta. La asociación feminista del ángel del hogar y del pájaro enjaulado se repite tras la reconciliación entre Fortunata y Maximiliano en el octavo capítulo de la serie televisiva. El director añade una secuencia de la zar-

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zuela El barberillo de Lavapiés de Francisco Asenjo Barbieri que no se encuentra en la novela. Además de contribuir a la reconstrucción costumbrista de la época, esta zarzuela es sumamente simbólica. La canción «Coser y cantar» es muy pertinente para Fortunata, quien acaba de resignarse a ser el ángel del hogar de su marido. Es más, hay un pájaro enjaulado en el centro del escenario de la zarzuela: la homología entre ser ángel y estar encerrado resulta evidente. Si en términos espaciales e iconográficos Camus adopta una visión feminista de la novela, el punto de vista narrativo implícito también se resiste a la tradicional mirada masculina. Por una parte, en cuanto al punto de vista óptico, la versión de Camus sigue el modelo trazado por Laura Mulvey de la actividad masculina contra la pasividad femenina. Por ejemplo, cuando Juan conoce a las dos protagonistas, el espectador comparte su punto de vista, y una identificación con él es fomentada. No obstante, por otra parte, hay aspectos de la narración que no llevan a esa identificación entre personaje masculino e implícito televidente masculino. El punto de vista auditivo, por ejemplo, es compartido en su mayor parte con Fortunata (ya hemos mencionado la música del organillo). También hay dos ilustraciones de sueños en la serie —que fomentan una identificación entre el espectador y el soñador— y son sueños de los personajes femeninos. Es interesante que en estas secuencias soñadas no adoptemos el punto de vista óptico del carácter femenino, sino que les veamos reaccionar a los acontecimientos soñados. En general no compartimos el punto de vista femenino óptico, sino que vemos reaccionar a los personajes femeninos. Este acceso visual a las reacciones de los caracteres se ha calificado como un «plano de reacción». Como sostiene John Caughie, «if the point-of-view shot... is a fundamental figure for cinematic identification... the reaction shot forms an equivalent figure for the ironic suspensiveness of television» [si el plano subjetivo... supone un concepto fundamental que conduce a la identificación cinematográfica... el plano de reacción constituye el equivalente al suspense irónico empleado en la televisión] (1990: 54). Es exactamente de esta forma como Camus propicia nuestra identificación con los personajes femeninos. Tal enfoque en la subjetividad de los caracteres femeninos erosiona la hegemonía de la mirada masculina y señala una equivalencia entre la lectura de la novela propia de la crítica feminista, y la lectura de Camus. En definitiva, estas comparaciones revelan que la adaptación fílmica firmada por Fons explota las ambiguas imágenes ornitológicas relacio-

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nadas con el ángel del hogar, y se aprovecha de la supuesta índole falocéntrica del aparato cinematográfico para manifestar una lectura patriarcal de la novela galdosiana. En cambio, la serie televisiva de Camus hace hincapié en las contradicciones espaciales e iconográficas de la ideología decimonónica del género, subvirtiendo la mirada masculina del cine mediante las características formales específicas de la televisión para presentar una interpretación feminista de la novela.

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CIUDADANA DOLOROSA: APROXIMACIONES TEÓRICAS A LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER1 María Donapetry Pomona College

«Lo que no se puede evitar debe sobrellevarse» es la frase que la mujer del héroe legendario escocés Rob Roy le dice a un compañero de su marido después de que un capitán inglés la ha violado. No quiere que su marido se entere de que la han violado porque esa noticia le provocaría, curiosamente, más allá de lo que el propio Rob Roy podría sobrellevar y se expondría a que lo matasen. Ella sabe que la violación es un «capital simbólico»,2 además de un ataque violento contra su persona, que el ultraje tiene la doble intención de dañarla a ella y repercutir en Rob Roy, y como tal decide devaluarlo completamente a través de su silencio. No es que acepte el acto violento o que no lo considere importante en comparación con los trabajos y esfuerzos de su marido, lo que hace es reducir o restringir su impacto para que no le alcance a él. Se trata de una decisión razonada sobre la intención del agresor, una intención que va más allá de la violación: controlar y ejercer el poder sobre un tercero. Tanto el violador como la esposa quieren controlar la reacción de Rob Roy: el violador contando con que la mujer le va a decir a su marido lo que le ha ocurrido; la mujer, por su parte, silenciándolo. Por desgracia para las 1

Artículo previamente publicado en Género y violencia en la cultura hispánica contemporánea, volumen monográfico coordinado por Jacqueline Cruz en La nueva literatura hispánica 8-9 (2004-2005). Valladolid: Universitas Castellae y The Manchester Metropolitan University, pp. 247-266. 2 Sobre el concepto de «capital simbólico» véase Pierre Bordieu (1977).

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mujeres, la frase que cito arriba se ha usado en otros contextos antes y después de que apareciera la novela de Sir Walter Scott (y la película que se basó en su novela) para identificar a la mujer virtuosa y valerosa como esencialmente capacitada para la resignación y el silencio ante cualquier mal que le pueda sobrevenir. La sociedad secular ha considerado hasta hace bien poco que el honor, la dignidad de la mujer, no es cosa suya sino de su marido o de los miembros varones de su familia. En estas circunstancias, cuando quien ofende o agrede a la mujer es el propio marido (compañero, amante, padre, novio, etc.), la mujer se queda sin su «defensor natural» doméstico y tiene que acudir al poder público para que la defienda. Históricamente la mujer ha sido el elemento doméstico incapacitado para controlar nada en la esfera pública. Ha sido el hombre quien se ha movido entre el ambiente familiar o doméstico y la sociedad externa, de ahí que la mujer no tenga control sobre lo que ocurre fuera de la casa o sobre lo que ocurre en la casa pero está relacionado con el orden público. Me explico: la mujer no ha sido, y en muchos casos aún no es, ciudadana con plenos derechos. Sigue siendo «propiedad» de su marido, por mucho que las leyes le otorguen en papel absoluta libertad de movimiento entre la esfera pública y la privada. Uno de los síntomas de esta falta de ciudadanía plena se manifiesta en la violencia doméstica o de «género»,3 y una de las consecuencias es que la mujer se queda sin dignidad propia ni manera de defenderla. En España los partidos políticos post-franquistas han tomado medidas seleccionadas para mejorar la situación de la mujer sin dejar de colaborar con diferentes sectores del patriarcado. Se han apuntado ciertos «tantos» por su progresismo mientras que han dejado de lado situaciones aberrantes porque no les conviene políticamente. Las partes que han ignorado o relegado a situación de poca importancia tienen que ver con la esfera privada. El ejemplo más obvio de ignorancia voluntaria del Estado es precisamente el de la violencia doméstica. Un país con mujeres políticas y con leyes que favorezcan a la mujer laboral y socialmente es un país avanzado, de ahí la carrera de los partidos por ganarse una selección de mujeres y leyes vistosas. Lo que no han tocado todavía los

3 Hablar de «violencia de género», cuando más de un 85% de las víctimas de este tipo de violencia son mujeres, es una manera de diluir el problema y de ocupar una pretendida neutralidad que en nada favorece ni la resolución del problema ni a las mujeres.

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políticos, tanto hombres como mujeres, son los esencialismos4 en los que se ha envuelto a la mujer moral y físicamente. Además, estos políticos se han visto apoyados por un aparato eclesiástico en el que no hay elecciones ni intenciones de cambiar radicalmente el papel de la mujer en la sociedad. La mujer ha participado con entusiasmo en todos los cambios políticos y sociales. Estos cambios, sin embargo, han venido casi siempre arropados por un grupo, sea éste un partido, una ideología o una revolución, acaudillado por hombres. La lealtad al grupo, sea éste político o religioso, social o laboral, siempre se ha impuesto a las necesidades y derechos que tienen en cuenta la especificidad de las mujeres. En cualquier lucha, recordémoslo, las mujeres que no se adhieren a «la causa» (normalmente bien definida por los más recalcitrantes tipos de patriarcado), bien se callan obedeciendo la máxima de San Pablo con respecto a lo que las mujeres deben hacer en la iglesia (callarse), bien se ven obligadas a abandonar «la causa» o, aún peor, se las abandona o rechaza de muchas maneras. El hecho de que el Estado, la forma de concebir el Estado, haya dado acceso a la mujer a la vida pública no significa necesariamente que la mujer se haya convertido en ciudadana. La norma del Estado sigue siendo patriarcal: defiende y acepta a la mujer desde su propio panopticismo patriarcal.5 Esto es, sólo las mujeres que actúan y desarrollan su labor siguiendo la norma de los hombres en realidad se consideran «ciudadanas».6 En este sentido las cosas no han cambiado mucho desde que se defendía la honra de la mujer con un duelo entre hombres. Todavía hoy se nos percibe políticamente como miembros de grupos sexuales o sexualizados: madres, amas de casa, prostitutas, asistentas, etc. Se nos considera como «intermediarias indispensables entre hombres» (1991: 48), al decir de Tania Modleski, y no como grupos con fuerza social o política como, por ejemplo, ejecutivas, cabezas de sindicatos obreros, camarillas políticas, etc. No quiero decir con esto que no haya mujeres desempeñando labores de estos tipos y en estos grupos (cada vez hay más) sino que el Estado, y la Iglesia aún más, no nos per4 El esencialismo que ha prevalecido por encima de otros es el de considerar el cuerpo específico de la mujer como determinante de su destino social y político. 5 Sobre la idea del «panoptikon», véase Foucault (1970) y (1980: 78-108). 6 No me refiero aquí a una forma de vestir o de hablar, sino a las mujeres que, por ejemplo, posponen o renuncian a la maternidad porque saben que la discriminación laboral hacia las mujeres en edad de procrear es rampante.

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cibe así. En consecuencia, las leyes vigentes sobre la mujer siguen siendo un desiderátum parcial e ineficaz, en el mejor de los casos, y papel mojado en el caso de la violencia doméstica. Si no hay autonomía económica, social y subjetiva (que considere tan normal a la mujer en todas sus funciones y capacidades como al hombre), no hay igualdad en ciudadanía. La iniquidad y la desigualdad históricas no se pueden resolver de un plumazo político pero podrían empezar a equilibrarse, si los poderes fácticos se molestaran en reflexionar sobre lo que proclaman y declaran como leyes. La farsa política más cruel es precisamente la de decir que los hombres y las mujeres tenemos los mismos derechos y responsabilidades mientras a las mujeres se nos mantiene en la ignorancia, los sueldos mínimos y la discriminación social abierta. Si no tenemos las mismas libertades que los hombres, no tenemos la misma ciudadanía. Los romanos lo entendían así con respecto a los pueblos que conquistaban. Por desgracia, nosotros no. Hablar del ciudadano en abstracto supone representar las cualidades abstractas de la ciudadanía liberal tales como la razón, la libertad de elección, la autonomía individual o la libertad. Estas cualidades también, y no por casualidad, se identifican como atributos masculinos. El Estado no sólo favorece relaciones determinadas entre las clases económicas, hombres y mujeres, sino que las constituye y las «naturaliza».7 El cuidado de los niños, de los viejos o de los minusválidos, por ejemplo, ha sido y continúa siendo tarea social de la mujer. Cuando las mujeres españolas no se ocupan de estas labores, lo hace el siguiente estamento o estrato social hacia abajo: los inmigrantes quienes, a su vez, también perciben a sus mujeres como el último eslabón. El peligro de la abstracción de la ciudadanía es que se asocia con el hombre y no con el sujeto que puede ser hombre o mujer. Dadas estas circunstancias, la defensa de los derechos de la mujer en cuanto ciudadana adolece de enormes limitaciones. Las medidas disuasorias que las leyes imponen ante el ataque a cualquier derecho de los ciudadanos no funcionan cuando se trata de un derecho tan básico como es el de no ser agredida o vejada física o psicológicamente en el ámbito doméstico; y no funcionan porque no contemplan a la mujer y sus circunstancias como ciudadana.

7 Sobre el tema de la ciudadanía y la mujer, véase Rajeswari Sunder Rajan (2003: IX-XII, 1-37). Aunque la autora se refiere concretamente a las mujeres en la India, sus aproximaciones teóricas pueden fácilmente extrapolarse a sociedades occidentales.

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En el caso de la violencia doméstica, el agresor no reconoce o no quiere reconocer la realidad de la situación: está haciendo daño a quien supuestamente quiere y él, sólo él, es el responsable de ese comportamiento y de cambiarlo. El Estado, las instituciones y la sociedad en general ponen el peso de la victimización sobre la propia víctima, como si fuera ella quien tuviera que asumir la responsabilidad del problema y resolverlo. La canción popular «Malo» de la cantante extremeña Bebe, que estuvo en los primeros puestos en todas las cadenas de radio españolas durante 2004, glosa precisamente cómo la mujer toma la decisión y asume la responsabilidad de resolver su problema de violencia doméstica ella sola.8 Es obvio que la Ley Integral contra la Violencia de Género votada el 22 de diciembre de 2004 tendrá algún impacto en el sistema y que, a la larga, la educación mejorará la situación. Sin embargo, hay aspectos de esta ley que corroboran lo antes dicho. En lo que toca a aspectos laborales y económicos, por ejemplo, «las mujeres con empleo que padezcan la violencia de su pareja o ex pareja tendrán derecho a cambiar de centro de trabajo e incluso a desempeñar su tarea en otra ciudad cuando fuera posible».9 ¿Por qué es la víctima quien tiene que cambiar de trabajo o de vivienda? La Iglesia católica, mucho más avezada que cualquier Estado en cuestiones de control de hombres y de mujeres en la esfera pública y en la privada, nos dice que se levantó sobre la piedra que fue el apóstol San Pedro. Lo que no nos dice, aunque resulte obvio, es que esa roca se apoya a su vez en el silencio y la resignación de la mujer. Desde sus principios, la Iglesia precisamente no ha hecho otra cosa que establecer y promover la imagen de la mujer resignada al dolor, al sufrimiento, a llevar su «cruz» en silencio y, cuanto más agudo sea ese dolor, más mérito se le atribuye; y, cuanto mayor sea el silencio, más virtud se le adjudica. La suma de esta esencia femenina silenciosa se expresa en la iconografía de la Virgen María, y muy especialmente en la advocación de la Dolorosa. La imagen de la madre virginal con el corazón espinado o atravesado con puñales y la cara bañada en lágrimas no sólo exal8

Parte de la letra de esta canción reza como sigue: «Voy a volverme como el fuego/ Voy a quemar tu puño de acero/ Y del morao de mis mejillas/ saldrá el valor pa cobrarme las heridas/ Malo, malo, malo eres/ No se daña a quien se quiere/ Tonto, tonto, tonto eres/ No te pienses mejor que las mujeres». 9 El País (23 de diciembre de 2004: 32).

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ta la virtud de sobrellevar lo que no se puede evitar (lo que la Virgen misma no pudo evitar), virtud razonable, sino que construye un modelo insidioso y poco razonable de sobrellevar lo que sí se puede y se debe evitar. Las declaraciones públicas de los obispos españoles a mediados del 2004 no dejan lugar a dudas sobre la postura de la Iglesia. Ignorar o, aún peor, culpar a la víctima es la mejor manera de perpetuar la victimización. La Carta a los Obispos de la Iglesia Católica publicada en Roma el 31 de julio de 2004,10 recrimina a las mujeres sus reivindicaciones: «A los abusos de poder [la mujer] responde con una estrategia de búsqueda del poder». Parece ser que el autor de esta carta no encuentra aceptable que la mujer quiera «poder». ¿Qué será lo que entiende este obispo por «poder» que tanto espanto le causa que la mujer lo busque (y, por cierto, todavía no lo encuentre)? La declaración de esta carta pide a gritos la pregunta: «¿Cómo debe responder la mujer a los abusos de poder?», «¿callándose más?». Sigue la misiva episcopal de nuevo proponiendo como modelo de mujer a la Virgen y cita textualmente la expresión que define a María: «Hágase en mí según tu palabra». Esta pasividad ante la palabra divina puede resultar aceptable, incluso imprescindible, cuando una cree en Dios y en que Dios le está hablando. Cuando no se trata de la voz divina, sino la de cualquier hombre, el «hágase en mí según tu palabra» sólo se puede entender como una sumisión que anula la voluntad y el criterio propio, que expone a quien la articula expresa o tácitamente a cualquier abuso e, incluso, que acepta esa sumisión bajo la rúbrica de «quien calla, otorga». Dado que hablamos de mujeres de este reino terrenal, sin voz ni voto en asuntos de moral humana ni divina que la Iglesia vaya a tener en cuenta, la propia Iglesia se encarga de apremiar a las mujeres a resolver sus asuntos con más silencio o con discretas lágrimas. La sección de la carta a la que me refiero dedicada a «La Actualidad de los Valores Femeninos en la Vida de la Sociedad» es directamente explícita en cuanto a cuáles son esos «valores femeninos»: En fin, es ella [la mujer] la que, aún en las situaciones más desesperadas [...] posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un te-

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naz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana.

Sin duda, esta carta ignora o pretende ignorar que hay adversidades y situaciones desesperadas para la mujer que no deberían existir y que, en cualquier caso, no se pueden combatir con la resignación, con la tenacidad y mucho menos con las lágrimas, aunque sean una consecuencia inevitable de las situaciones extremas a las que se ve expuesta. Para atajar la violencia doméstica, monseñor Antonio María Rouco Varela hace un llamado a los hombres a la reflexión. Y digo «a los hombres» porque se dirige a ellos literalmente. Pide, pues, una reflexión y una concienciación del individuo y, al final de su alocución, invoca a la Virgen, «la que no vivió de otra cosa que de cumplir la voluntad amorosa del Padre» para que «nos conduzca y sostenga en este camino de esperanza [...]».11 ¿Qué esperanza nos queda a las mujeres?, ¿la de esperar a que el violento reflexione? Creo que queda claro que para la Iglesia la mujer, siguiendo el modelo de la Virgen, también es intermediaria entre los hombres, también imprescindible pero de ninguna manera un ser que da o que recibe por sí mismo. Se comprende que Rouco Varela sostenga la esperanza de que la humanidad, hombres y mujeres, entienda que la violencia no es un camino viable; lo que no es tan comprensible es que realmente crea que una llamada a la conciencia del violento es la mejor manera de acabar con los malos tratos. A esta situación debemos añadir que las propias mujeres llevamos tantos siglos y siglos de educación dentro de las normas y la moral de la Iglesia, que, querámoslo o no, hemos internalizado los conceptos de la «virtud» y el «mérito» que nos han propuesto como única manera de vivir y han llegado a convertirse en algo a lo que la mujer misma aspira o sobrelleva en silencio sin que se necesiten vigilantes para que siga ese camino de perfección femenina. Dicho esto, aclaro aquí que no creo que la violencia de género en España sea una situación provocada por el Estado y la Iglesia, sino que en España se da con la colaboración tácita (consciente o inconscientemente) tanto de la Iglesia como del Estado. Mientras la mayoría de los

11 Mons. Antonio María Rouco Varela, «Recuperar la conciencia moral ante las actuaciones de violencia y malos tratos». Madrid, 19 de septiembre de 2002. Recuperado de .

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españoles sean católicos, nominal o activamente, le incumbe a la Iglesia influir sobre la sociedad de manera positiva y efectiva (y no lo ha hecho), y al Estado le toca identificar y circunscribir las causas que promueven un modelo de ciudadanía que ignora y perjudica a más de la mitad de sus ciudadanos. Parto de las posturas arriba explicadas para acercarme a la representación de la violencia doméstica o de «género» en el cine español. Concretamente me interesa la representación que hace de esta situación la película de Icíar Bollaín Te doy mis ojos. El cine de Hollywood ha tendido a articular este tipo de violencia dentro del género de suspense o thriller. Tal es el caso de Sleeping with the Enemy (Joseph Ruben, 1991) en la que la mujer maltratada (Julia Roberts) escapa de un marido paranoico y criminal que la ha maltratado sin motivo alguno (nunca lo hay) y logra deshacerse de este horror con la ayuda de otro hombre; o el caso de Enough (Michael Apted, 2002), que le añade al thriller dosis de triunfo individual femenino cuando la maltratada (Jennifer López) aprende a defenderse por sí misma a base de aprender boxeo y defensa personal. En ambos casos la maltratada mata al maltratador; en ninguno de ellos se trata de averiguar de dónde o cómo surge el maltrato en sus respectivas sociedades. Ha habido otras películas, como The Color Purple (Steven Spielberg, 1985) y Fried Green Tomatoes (Jon Avnet, 1991), en las que la violencia doméstica no es el tema principal pero sí un componente importante; en estas dos películas es otra mujer la que libera a la maltratada.12 Icíar Bollaín, por su parte, explora el maltrato de la mujer, la violencia doméstica, precisamente teniendo muy en cuenta el concepto de ciudadanía y la moral social que afectan específicamente a la mujer en España hoy día. El guión de Te doy mis ojos está escrito por la propia Icíar Bollaín y Alicia Luna, dos mujeres que en su labor creativa no han dejado nunca de acercarse a las situaciones más críticas de las mujeres en España. Te doy mis ojos es la tercera película de Bollaín y no tiene visos de ser el cierre a una trilogía sino una manifestación de su compromiso con lo que les ocurre a las mujeres aquí y ahora. Bollaín ha declarado que no existe ninguna diferencia entre el cine realizado por hombres y el reali-

12 Para obtener una lista relativamente completa de películas sobre violencia doméstica en la televisión norteamericana, véase .

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zado por mujeres, que «la diferencia entre los hombres y las mujeres es que ellos son hombres y nosotras mujeres, básicamente. Ellos tienen cola, nosotras no. Nosotras tenemos tetas, y ellos no» (1998: 51-52). Esta declaración, anterior a Te doy mis ojos, sin embargo parece poco sincera o demasiado ingenua. Una de las grandes diferencias entre el cine hecho por mujeres, como el de la propia Bollaín, y el cine hecho por hombres es precisamente que tiene diferentes perspectivas sobre la mujer. La diferencia no reside necesariamente en proponer un punto de vista feminista, ya que hay directores que, siendo hombres, adoptan un punto de vista feminista y hay directoras que no lo adoptan.13 Con todo, a Julio Llamazares, co-guionista con Bollaín de Flores de otro mundo (1999) y refiriéndose precisamente a esta película, no se le escapa que ella (Bollaín) es quien determina la mirada, el punto de vista: «Partiendo de que para mí tan víctimas eran los hombres como las mujeres, me parecía que estábamos [Icíar y yo] dando una visión demasiado feminista de la historia, en el peor de los sentidos de la palabra» (2000: 39). Más adelante en este mismo texto, Llamazares explica: «La mirada [en esta película] es el punto de vista de ellas. La mirada es la mirada de Icíar Bollaín» (2000: 51). No creo que nunca lleguemos a averiguar cuál es el «exceso feminista» de Flores de otro mundo o cuál es «el peor de los sentidos» de la palabra «feminista», pero sí nos damos cuenta de que a Llamazares la manera de ver de Bollaín le resulta obviamente feminista. Intuyo que en el caso de Te doy mis ojos el punto de vista debe de haberle resultado a Llamazares no ya excesivamente feminista sino repulsivamente feminista. Y definitivamente lo es, pero no excesivamente ni repulsivamente (adverbios que sólo demuestran bien ignorancia, bien alienación ante la mujer) sino comprensivamente y acertadamente. La reflexión sobre la violencia doméstica, habida cuenta que la sufren mayoritariamente las mujeres, es asunto del feminismo. La buena noticia es que Bollaín se acerca a este tema con los ojos bien abiertos, no lo ignora por muy repulsivo y excesivo que sea en sí mismo, ni lo presenta como si se tratara de algo que ocurre entre monstruos de otros mundos. Alicia Luna, en una entrevista sobre su colaboración con Bollaín, explica precisamente que Bollaín «quiso hacer una película investigando por qué una mujer

13 Pienso aquí en directores como Ken Loach y sus películas Ladybird Ladybird (1994) y Bread and Roses (2000), o en Roger Michel y su película The Mother (2003).

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aguanta [los maltratos]. Ella me propuso continuar el tema desde el punto de vista de las mujeres».14 Creo, entonces, que Bollaín desarrolla la historia de su película basándose instintiva y conscientemente en los factores que han facilitado y continúan facilitando esta violencia contra las mujeres. Dos de estos factores, quizás los más importantes y menos reconocidos hasta el momento, son precisamente los de la falta de ciudadanía plena de la mujer y la moral prevaleciente que propone el modelo de comportamiento de la mujer siguiendo las pautas establecidas y perpetuadas por la Iglesia católica. El argumento de Te doy mis ojos gira en torno a Pilar (Laia Marull), una mujer joven cuyo marido, Antonio (Luis Tosar), la maltrata. La primera escena abre con Pilar haciendo a toda prisa su maleta en plena noche. Despierta a su hijo Juan apresurándole para irse de casa cuanto antes. Por las prisas y la cara de pánico es obvio que huye de algo o de alguien pero aún no sabemos a qué o a quién le tiene tanto miedo. Tras un recorrido en autobús, en el que Pilar se da cuenta de que se ha ido de casa en zapatillas, llegan a casa de su hermana Ana (Candela Peña) quien la acoge «para lo que quiera y para lo que necesite». Poco a poco llegaremos a entender que su fuga es la de una mujer arquetipo de la víctima de los malos tratos y que esta situación se repite merced a la colaboración de una resistencia social de la que ella misma participa y que todavía está muy arraigada en la cultura española. Lo realmente extraordinario de esta película es que ninguno de los personajes es excepcional y exclusivamente bueno, malo, razonable, paranoico, subjetivo o cualquier extremo al que otras películas nos hayan podido acostumbrar, sino que nos enfrentamos a personajes reconocibles como hombres y mujeres de la calle, con relaciones muy similares a las que nosotros mismos tenemos en nuestra sociedad y con ambivalencias que sólo se resuelven al pasar por una crisis, si es que llegan a resolverse en algún momento. El estilo de vida que Ana lleva contrasta de varias maneras con el de su hermana Pilar. Aquélla se va a casar pero ya vive con su novio, John. Éste, además, no es español aunque está adaptado a su país de adopción:

14 Mar Molina, «Entrevista a Alicia Luna, coguionista de Te doy mis ojos». Recuperado de (26 de noviembre de 2003: 4)

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habla español con fluidez y convive fácilmente con Ana, su familia y su ambiente. Cuando Ana está ocupada, John cocina, limpia, friega o atiende a los quehaceres de la casa con total naturalidad. Creo que Bollaín escoge a un extranjero para enfatizar no tanto la diferencia entre el legendario machismo nacional y el mítico liberalismo transpirenaico,15 como la diferencia entre el hombre cuya masculinidad sufre de una fragilidad endémica y el hombre de educación liberal e igualitaria que no teme la «feminización» que sus labores domésticas o su trato sensible a las mujeres puedan adjudicarle. En otras palabras: el contraste entre Antonio y John es el del hombre que se cree en la necesidad de afirmar su masculinidad a través de la violencia verbal, física o psicológica contra la mujer frente al hombre cuya masculinidad no depende para nada de una individuación violenta o patológica. John aparece pocas veces en escena y, sin embargo, sabemos el efecto que tiene tanto en la mujer con quien vive y le conoce bien como en Antonio, que ni le conoce ni quiere parecerse a él. Hay un momento en el que Antonio le pregunta retóricamente a Pilar si lo que le gustaría es que él se comportara como un cocinilla, un raro, un faldero como John. Lo que Antonio obviamente quiere decir es que su masculinidad no se va a poner en duda ni en público ni en privado como le ha pasado a John que, entre otras cosas, lleva «falda» escocesa en su ceremonia de boda. Lo que deducimos es que Antonio cree que su masculinidad va de la mano con su agresividad, que los hombres «de verdad» no son como John, que John es un afeminado. Curiosamente, las amigas de Pilar y de Ana, refiriéndose a John, lo definen así: «No es una joya, es un extra-terrestre». Una vez Pilar ha huido del hogar conyugal, Antonio reconoce su comportamiento violento como la causa de la ruptura entre ellos. Para solucionar el problema Antonio, además de repetirle a Pilar «voy a cambiar, te voy a sorprender, canija», acude a sesiones de terapia de grupo. Estas escenas son las que ejemplifican de manera magistral los patrones de comportamiento violento de los hombres. La mayoría de ellos justifican su comportamiento acusando a la víctima. Esto es, no explican que tienen un problema ellos mismos, sino que se justifican diciendo que han sido provocados por sus respectivas mujeres: «mi mujer está histé15 Joaquín Prieto en «Francia: Un fenómeno mal conocido y poco debatido», El País (24 de marzo de 2004: 28) aclara que, según un informe comparativo sobre agresiones a las mujeres en le Unión Europea en el 2000, el índice de mujeres asesinadas por cada millón de mujeres fue de 3,27 en España, 9,80 en Finlandia y 5,98 en el Reino Unido.

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rica», «me rehuye y yo la meto», «me provoca». El factor común a todos es su incapacidad de comunicarse de manera articulada. Antonio apenas habla en estas reuniones pero aprende a llevar un diario en el que apunta sus pensamientos. Llega a aprender estrategias para evitar la confrontación violenta, pero no llega nunca a identificar y aislar su ira, como tampoco identifica las verdaderas causas de la misma. No consigue paliar su propio malestar consigo mismo más que humillando o atacando a Pilar en parte porque es la persona que tiene más a mano, pero sobre todo porque es además la más vulnerable. A pesar de la irritación que le produce su hermano, por ejemplo, Antonio no se enfrenta con él. De hecho, ninguno de los hombres maltratadores que aparecen en la película se enfrenta a ningún otro hombre. Si ése fuera el caso, lo más probable es que ambos salieran mal parados, que miembros de la sociedad intervinieran inmediatamente, que acabara uno o los dos en una comisaría o en un juzgado e incluso que un juez determinara una pena específica para uno u otro. Todos ellos dan por sentado que lo que ocurre en sus respectivas casas no le concierne a nadie más que a ellos mismos. Por lo tanto, saben que la ley y la sociedad en general no van a intervenir para poner coto a su violencia. Antonio está lejos de ser un depravado en todos y cada uno de sus movimientos y pensamientos, reconoce y admira las virtudes de Pilar y, sin embargo, las percibe como una amenaza. Como él mismo le confiesa al terapeuta, si Pilar trabaja fuera de la casa, a lo mejor encuentra a alguien mejor que él. Su imagen de sí mismo y su miedo a perder a Pilar son los síntomas de un obvio complejo de inferioridad; y su inseguridad crece en proporción directa a lo que Pilar va logrando hacer con su vida fuera del ámbito doméstico. Lo que la película no explora explícitamente y no deja de sorprender es ver que un grupo de hombres que maltratan a sus respectivas esposas van voluntariamente a sesiones de terapia que no parecen organizadas por el sistema judicial o policial de su ciudad. Quiero decir que, a diferencia del violento que le ha dado una paliza a un vecino, pongamos por caso, quien le da una paliza (o varias) a su mujer, no va a la cárcel sino a sesiones de terapia, si quiere y le viene bien. El terapeuta, por su parte, intenta contra viento y marea concienciar a los violentos pero carece de los medios persuasivos más allá de la voluntad propia de los maltratadotes. Esto es, se trata de resolver todo en privado. La pregunta que surge inmediatamente después de identificar al maltratador es por qué su mujer aguanta. Y las respuestas, porque hay mu-

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chas, giran en torno a la sociedad en la que tanto el maltratador como la maltratada viven. En Te doy mis ojos aparecen varios elementos y personajes que ejemplifican distintos sectores de la sociedad que influyen en la percepción que la maltratada tiene de sí misma y de su situación. La madre de Pilar, Aurora (interpretada por Rosa María Sardá), es un personaje particularmente relevante porque es quien ha establecido el patrón de comportamiento de «la esposa». Aunque está viuda y nunca llegamos a conocer a su marido, sabemos que su matrimonio se caracterizó por la violencia verbal, psicológica o física del marido. Esta madre ha internalizado de tal modo su papel de mártir que ha aguantado lo inaguantable, que no concibe que el resto de las mujeres, mucho menos sus propias hijas, aspiren a otra cosa o rechacen lo que tienen (como es el caso de Pilar) simplemente por haber recibido una o continuadas palizas. Aurora cumple con los mandatos sociales y morales que su generación y su religión han establecido sin rebelarse contra ellos, sin siquiera cuestionarlos. Rebelarse o cuestionar estos mandatos habría supuesto para ella la imposibilidad de tener una pareja,16 el rechazo de la Iglesia y el ostracismo social. Según esta lógica no es de extrañar que Aurora le aconseje a Pilar que sea paciente con Antonio porque «una mujer nunca está mejor sola», y que, ante la inminente boda de Ana con John, sugiera primero y luego insista en que se casen por la Iglesia «como Dios manda» y no simplemente por lo civil. Es obvio que Aurora cree de buena fe que lo que desea para sus hijas es lo mejor para ellas, pero ese «lo mejor» viene sesgado por su propia experiencia y por el convencimiento de que salirse de las convenciones puede ser peligroso. Lo que no acaba de comprender Aurora es que su propia manera de aceptar las convenciones sociales y morales de su momento es efectivamente peligrosa. Se ha convertido en la mujer-víctima y no ve las posibles alternativas ni para ella misma ni para sus hijas. Su satisfacción, si se puede llamar así, es haber vivido «como Dios manda». Ana se opone frontalmente al papel que la madre propone como modelo de comportamiento para la mujer en general, para ella misma y muy en especial para Pilar. No sólo es Ana, y no la madre, quien acoge 16

Recordemos que la generación de la madre de Pilar vivió su juventud, la mayor parte de su matrimonio y la crianza de sus hijos durante la Dictadura franquista, época en la que no existía el divorcio entre un hombre y una mujer casados ni la separación entre Iglesia y Estado, y en la que la autonomía de la mujer casada era poco menos que inexistente.

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a Pilar la noche de la huída, sino también quien empieza a abrir un poco el mundo de su hermana. Hay una escena de especial relevancia para comprender cómo ve Ana la situación de Pilar. Las dos coinciden en la catedral de Toledo, donde Ana trabaja de restauradora, y se pasean por los laterales del templo. La cámara acompaña las miradas de las hermanas y, como ellas, vamos viendo cuadro tras cuadro, toda una serie de retratos de personajes masculinos (obispos, cardenales, santos) ilustres y sombríos, de expresión dura, que inspirarían más temor que devoción en cualquier observador, hasta que llegan a una imagen de la Dolorosa. Pilar se queda absorta mirándola y Ana rompe su concentración con una frase irreverente y llena de humor pero no carente de enjundia: «[La Dolorosa tiene la cara así de triste porque] acaba de darse cuenta de que ha salido a la calle en zapatillas». Por un lado, parece trivializar tanto los dolores de la Dolorosa como los de su hermana identificando a la una con la otra, pero yo creo que esta broma irreverente es una contestación más o menos consciente al modelo de mujer que la Iglesia ha propuesto. Esto es, Ana no considera particularmente admirable como esencia de lo femenino ni a la Virgen ni su resignación al sufrimiento. Dada esta actitud psicológica y vital de Ana, es difícil que perciba las dificultades de Pilar para abandonar completamente a un marido que la maltrata. No se le ocurre que la dependencia que Pilar tiene de su marido no es meramente pecuniaria. De ahí que, una vez resuelto el problema de que Pilar encuentre un trabajo decente, Ana no conciba que Pilar le dé a Antonio una segunda oportunidad y vuelva a vivir con él. Como dice la propia Bollaín de Ana: «Con toda su buena fe, Ana no consigue ayudar a su hermana porque no la entiende, porque trata de simplificar algo muy complejo. Candela [Ana] somos un poco todos».17 Por otro lado, la expectativa de que alguien que no esté entrenado específicamente para entender la violencia doméstica reaccione de la manera más apropiada y terapéutica sería poco menos que imposible. Ana ofrece lo que tiene «para lo que Pilar quiera y lo que necesite». Esta generosidad ciega, creo yo, compensa con creces su incapacidad de entender el problema de Pilar en toda su profundidad. Por mucho que Ana quiera ayudar a su hermana, no le concierne a ella resolver el problema, sino a quien debería ocuparse de los comportamientos sociales patológicos (el Estado) o a quien se encarga de inculcar una salud moral a una sociedad (la

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, p. 3.

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Iglesia). Con esto quiero decir que Ana, como individuo, puede arrogarse y ejercer los derechos de ciudadana que le corresponden, incluso puede intentar que las mujeres que la rodean hagan lo mismo. Sin embargo, en cualquier país democrático estos derechos se dan por sentados y le corresponde al Estado garantizarlos a todos, mujeres y hombres. Quizás pudiera Ana persuadir a Pilar de que la violencia doméstica no es tolerable en ningún caso, pero qué puede hacer Ana para persuadir a Antonio. Por desgracia, al final es Pilar quien tiene que resolver el problema, no sólo porque es la víctima y quiere dejar de serlo, sino porque tanto Ana como la mayoría de la sociedad creemos que el problema es de Pilar y no de Antonio. El Estado y la Iglesia no van a intervenir porque no saben o no quieren prevenir el maltrato ni paliar sus consecuencias de manera efectiva. Sugiere Bollaín en el artículo ya citado que Pilar no se conoce a sí misma y que por eso «aguanta» el maltrato de su marido: «[Pilar] es un personaje que tiene la enorme dificultad de que no sabe quién es, Pilar no dice lo que piensa ni lo que siente, porque no lo sabe, es una mujer que no es ella misma».18 Es cierto que este personaje concreto se desarrolla a lo largo de la película como alguien que va transformándose de sumisa y temerosa en una mujer más expresiva y segura de sí misma; y esto se destaca de manera obvia con el contraste entre Pilar y Ana dentro del entorno familiar, y entre Pilar y sus compañeras de trabajo en el ámbito público. Sin embargo, no sólo las mujeres calladas y de aspecto sumiso son susceptibles del maltrato. Por la misma razón que no debería tocarle a Ana entender y solucionar el problema de Pilar, tampoco le toca a Pilar ser diferente a como es. No existe nadie que no sea en gran medida producto de su sociedad y de su educación, además de su composición genética. Creer que la mujer articulada y expresiva, que se conoce a sí misma, está exenta de la posibilidad del maltrato es peligrosamente inexacto. En la propia película vemos cómo la vigilante del museo donde trabaja Pilar, una mujer grande y de aspecto decidido, primero comparte con sus compañeras su firme decisión de dejar al novio que ha abusado de ella (él ha estado «ligando» con otras mujeres delante de ella). Cuando el novio aparece a la puerta de la cafetería donde están las mujeres reunidas, la vigilante sale a la calle, discute a medias con el novio y acaban dándose un beso y yéndose juntos. Entendemos, pues,

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que la víctima de malos tratos, aunque la vigilante concretamente no lo sea, puede ser cualquiera y por cualquier motivo, que ser de carácter tímido o de carácter abierto y expresivo no garantiza nada en particular. Lo que sí garantiza la continuación de los malos tratos es la actitud social hacia los mismos. Cuando Pilar decide ir a la comisaría a denunciar a su marido, el policía que la atiende no sabe cómo interpretar lo que Pilar le está diciendo. Pilar no tiene señales en la cara o en el cuerpo porque Antonio, esta vez, no le ha dado un puñetazo, la ha humillado hasta la deshumanización. Pilar quiere que se acabe la actitud de su marido y la policía no puede hacer nada. Acaba teniendo que ser la propia Pilar la que se defiende yéndose de su casa. Antonio mismo cree que la decisión y responsabilidad total del problema es de Pilar. Cuando ya ha decidido dejarle, Antonio la amenaza con que se va a suicidar y, de hecho, se hace unos cortes en los brazos. Esta amenaza, además de no ser cierta, pone la situación en términos de una co-dependencia que ha funcionado hasta ese momento. Cuando Pilar vuelve a convivir con su marido, en parte lo hace porque él teóricamente no puede vivir sin ella y esta creencia le da, teóricamente también, un valor excepcional a ella misma. Sólo cuando Pilar se da cuenta de que su valor como persona y como mujer no depende de lo que Antonio necesite, sobre todo cuando la necesidad se trata de descargar violentamente sobre ella sus frustraciones, puede romper esa co-dependencia y dejar definitivamente la relación. La película termina con un grupo de mujeres yendo a recoger las pertenencias de Pilar de la casa conyugal y marchándose definitivamente. Este final es optimista en tanto en cuanto nos presenta a una Pilar decidida a no seguir aguantando y apoyada por las mujeres que la conocen y aprecian (con la notable ausencia de su madre). Pero este optimismo relativo reitera una vez más que la mujer maltratada sólo tiene el apoyo de otras mujeres, si tiene suerte, y que las instituciones no intervienen efectivamente para solucionar el problema. Bollaín, entonces, no es que haga en Te doy mis ojos un ataque frontal a la Iglesia o al Estado, sino que nos deja observar un caso de violencia doméstica dentro de los contextos sociales y morales que prevalecen como «lo normal» en la sociedad contemporánea española. Nuestro cometido, como público, es razonar por inducción y comprender que el caso concreto de Pilar es uno de los muchos ejemplos posibles que produce la «normalidad» de su sociedad, de nuestra sociedad, y reaccionar precisamente contra la misma.

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La película ofrece al público varias posibilidades de identificación; para las mujeres religiosas, agnósticas, jóvenes, mayores, de edad mediana, solteras, casadas, profesionales, amas de casa, etc.; para los hombres violentos, no violentos, mayores, jóvenes, brutos, sensibles, profesionales, obreros, jubilados, etc. Sea con quien sea que una espectadora o un espectador se identifique, tiene la oportunidad de cuestionar su sitio y su actitud en la sociedad al enfrentarse con la violencia doméstica.

BIBLIOGRAFÍA BOLLAÍN, Icíar (1998): «Cine con tetas». En: Carlos Heredero (ed): La mitad del cielo. Directoras españolas de los años 90. Málaga: Festival del Cine Español de Málaga. BORDIEU, Pierre (1977): Outline of a Theory of Practice. Cambridge: Cambridge University Press. FOUCAULT, Michel (1970): The Order of Things (Les mots et les choses). London: Tavistock. — (1980): Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings 19721977. Ed. Colin Gordon. Hemel Hempstead: Harvester-Wheatsheaf. HEREDERO, Carlos (1998): La mitad del cielo. Directoras españolas de los años 90. Málaga: Festival del Cine Español de Málaga. MODLESKI, Tania (1991): Feminism Without Women. New York/London: Routledge. RAJAN, Rajeswari Sunder (2003): The Scandal of the State. Women, Law, and Citizenship in Postcolonial India. Durham/London: Duke University Press.

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La feminización de los valores eternos y su consiguiente visualización es de central importancia en la construcción de cualquier ideario nacionalista. El paralelismo entre nacionalismo y feminidad se funda en el establecimiento de símbolos estáticos y en la creación de estereotipos inamovibles. El rol de la mujer en el nacionalismo es metafórico o simbólico; la omnipresencia simbólica de la Madre Patria en todos los niveles de la cultura quiere hacer olvidar la ausencia de la mujer real en la reconstrucción social y política de la nación donde ésta es prácticamente invisible. Como han establecido teóricos como George Mosse o Benedict Anderson, la representación simbólica de la nación europea moderna se deposita en una figura femenina idealizada, cruce de virgen y madre, ejemplo de belleza y virtud, salvaguarda de la raza, la moral y el orden tradicional, protectora de la continuidad y la inmutabilidad de la nación, transmisora de la conciencia nacional (Mosse 1985: 17-18). En la España que surge del «glorioso Movimiento Nacional», un ideario político se va creando falto de coherencia ideológica otra que la unidad y el engrandecimiento de la patria. Siguiendo el ejemplo de los idearios fascistas europeos, la propuesta ideológica, que sustituye a un verdadero programa político inexistente, se basa en la redefinición de la españolidad, en la exaltación y falsificación del pasado imperial y en la degradación de

1 Publicado con el mismo título en Arizona Journal of Hispanic Cultural Studies 3 (1999), pp. 51-70.

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todo lo que se considere ofensivo al sentimiento nacionalista (Laclau 1977: 139). La «construcción imaginada» de la nación (en términos de Anderson) se traduce en el caso español en un «ultra-casticismo» de exaltación patriótica, transportado a un tiempo y espacio anacrónicos, que busca ser «unidad de destino en lo universal». Tres órdenes constituyen el esquema social nacional-sindicalista: el orden natural compuesto por familia, municipio y sindicato; el orden histórico, cuya fuerza motriz es la Patria; y el orden sobrenatural representado por la Iglesia. Dentro de este esquema, la (re)creación de la empresa histórica es consustancial a una idea de Patria entendida como «el quehacer colectivo histórico de un pueblo en el tiempo y el espacio». Así lo define el manual de Formación político-social de la Sección Femenina: «El orgullo de España y de ser español se siente al comprender totalmente la misión realizada por nuestro pueblo en el pasado, y al adivinar lo que le queda por cumplir en el futuro» (Sánchez López 1990: 65). Paralelamente al fundamento histórico, la Patria se presenta como resultado de la incuestionable «unidad» de los pueblos de España en un sentido a-histórico e intemporal y se refuerza en la homogeneización de las referencias culturales y de las contradicciones del pasado (Sánchez López 1990: 66-67). Para la difusión del discurso nacional, programado para justificar el levantamiento militar, afirmar la voluntad de imperio y depositar los valores eternos en la figura femenina, no hay otro medio más popular y pedagógico que el cine. La producción cinematográfica de la inmediata posguerra, dirigida desde el patrocinio del Estado por CIFESA, tiene una clara función propagandística que no es nueva ni exclusiva del período franquista. La Compañía Industrial Film Española S.A. se había fundado en Valencia en 1932 con el propósito de «españolizar» el cine nacional de los años 30 y fomentar la ejemplaridad racial y el patriotismo. Los estudios de Román Gubern (1986a) y Félix Fanés (1989), sobre el cine de la II República y CIFESA respectivamente, son fundamentales para comprender el vínculo político e ideológico que existe entre el cine republicano y el de la primera posguerra.2 CIFESA, primer esfuerzo capitalista por estructurar la industria del cine sonoro siguiendo el modelo de Hollywood, representaba el ala conservadora y de la derecha política frente a Filmófono, fundado en 1931, que respondía a la

2 Me baso para la siguiente contextualización histórica en las obras de Román Gubern (1986a) y Félix Fanés (1989).

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iniciativa cultural del sector liberal y laico de la burguesía progresista. La ofensiva propagandística de la derecha se vio facilitada por la falta de medios de la izquierda para desarrollar una política de producción estatal o por el absentismo político y el conformismo de las instituciones republicanas ante el cine. Aunque la izquierda republicana se ocupó de otros sectores de la cultura popular, «el cine fue abandonado al control del capital privado y entregado a los intereses ideológicos de la derecha conservadora y clerical» (Gubern 1986a: 224). CIFESA convirtió «la españolada», de origen francés y variante del musical, en un género autónomo y la defendió por sus valores raciales, su costumbrismo nacional y su folclorismo; en otras palabras, por ser testimonio de la singularidad étnica y los valores eternos de la vida rural española (Gubern 1986a: 125-26). La producción cinematográfica de CIFESA en los años de la República se circunscribe casi exclusivamente a la comedia y el drama rural que comparten casi sin excepción los siguientes elementos: una visión regionalista preautonómica, una ambientación pre-capitalista y a-histórica idílica donde se plantea el interclasismo social, la apología de principios morales arcaicos como el honor, tradicionalmente atribuidos a la mujer, y la intervención mediadora de la institución eclesiástica (Fanés 1989: 66). El proyecto de «españolizar» el cine tiene su más ejemplar consecución en el cine de Florián Rey, principalmente en las dos películas clave del período republicano: Nobleza baturra (1935) y Morena Clara (1936). Éstas alcanzaron una tremenda popularidad antes y después de la Guerra Civil gracias al estrellato de su esposa Imperio Argentina, y funcionan como epítomes de la ejemplaridad racial y el casticismo costumbrista buscados por CIFESA, que pronto ocuparían un lugar de privilegio en el ideario franquista. En las dos películas, la mitificación de lo regional en un contexto pre-capitalista arcaico, aún sirviendo de marco a los amores interclasistas e interraciales, no deja de ser una manipulación y una falsificación de la realidad social, y resulta, como ha dicho Gubern, en el «culto a la España del subdesarrollo: la de los baturros sobre el borrico y la de los gitanos» (1986a: 163). Al mismo tiempo, y más pertinente al objeto de mi análisis, la ejemplaridad racial, se sitúa en las dos películas en la figura femenina, sea baturra o gitana. La castidad de la aragonesa y la honradez social de la gitana son cuestionadas colectivamente para ser después públicamente redimidas gracias a la intervención de la Iglesia.

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Importa establecer esta contextualización histórica de los presupuestos ideológicos de CIFESA y reflexionar sobre la centralidad de estas dos películas de Florián Rey para entender el cine de la primera posguerra, es decir, el comprendido entre los años 1939 y 1951, período en el que el cine español era exclusivamente CIFESA y sus representantes estaban ligados de una forma u otra al sistema de poder que surgió del levantamiento. Más concretamente, en los primeros 4 años, de 1939 a 1943, la voluntad de crear un cine nacional que sirva de instrumento político no ha cambiado mucho con respecto a la II República: las facciones más conservadoras de la burguesía y la burocracia de la República recicladas al franquismo son las encargadas de dar cuerpo al nuevo proyecto nacional, que irá tomando forma conforme avance la década; y los temas y el planteamiento estético de la producción cinematográfica son una continuación, aunque extremada, de los de sus antecesoras. Hacia mitad de la década, cuando el ideario franquista se configura esencialmente en base a la reinvención del pasado histórico imperial, una estética grandilocuente y de cartón-piedra acomoda para el cine la hueca retórica del discurso nacional. CIFESA inventa el género histórico que, junto al folclórico, constituyen la esencia de un cine nacional empeñado en encubrir la realidad presente y resolverla idealmente: «La construcción ideal de un mundo de armónica irrealidad quiere presentarse como toda la verdad, pero tal armonía no se ve como una aspiración resultante de la superación de los múltiples conflictos que traspasan la sociedad, sino como teatral y artificiosa suspensión de los mismos» (Sánchez López 1990: 64). El género folclórico traslada al cine la recuperación folclórica llevada a cabo por la Sección Femenina en sus Coros y Danzas, así como el propósito que secunda la iniciativa: unificar la diversidad de las tradiciones populares de España. El género histórico, por su parte, asume la tarea de propagar la empresa histórica en la que se basa la concepción de Patria. Dada la misión propagandística que CIFESA asumió desde sus comienzos y durante la primera década del franquismo, me voy a remitir en este ensayo al trabajo de dos directores directamente aliados a la ideología del nuevo Régimen y al patrocinio de la productora: los dramas rurales y folclóricos de Florián Rey: La Dolores (1940), La aldea maldita (1942) y Orosia (1943); los dramas históricos de Juan de Orduña: Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950), La leona de Castilla (1951) y Alba de América (1951).

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La galería de símbolos y estereotipos patrios asignados a la mujer tiene su máxima representabilidad y visualidad en la producción cinematográfica de esos años. Nunca ha sido la mujer tan omnipresente y visible en las pantallas de cine ni tan ausente e invisible en la reconstrucción política y social del país. El protagonismo femenino se reduce a una serie de roles y comportamientos fijos creados para anular la amenaza de una sexualidad femenina independiente del control masculino y de las instituciones que lo garantizan y asegurar el mantenimiento de la jerarquía patriarcal/nacional. Pero, al mismo tiempo, esta feminización simbólica y alegórica rígida, generalmente inserta en escenarios suntuarios y fetichizados, que pretende representar unidad, coherencia y trascendencia, denuncia el carácter retórico, contradictorio y anacrónico del discurso franquista. El cine de posguerra se asienta sobre una paradoja: a pesar de estar sujetas a una iconografía espectacular que provee la dimensión histórica y el escenario teatral necesarios para la invención nacional, las protagonistas de estas películas gozan de omnipresencia narrativa y visual y de una movilidad y un dinamismo político excepcionales en el contexto histórico del momento. Asimismo, y más concretamente en el caso del drama histórico, la alegorización de sus gestas heroicas como una forma de justificar el levantamiento militar ante el acoso extranjero, se presenta a veces contradictoria e incluso puede leerse invertida. No obstante, la disensión contra los patrones rígidos y la ambigüedad de sus comportamientos es limitada y la contradicción y la resistencia son generalmente anuladas por un final de redención, locura o muerte que deshace los postulados transgresores que se habían colado a lo largo de la representación narrativa y visual del personaje. El protagonismo femenino político y visual, que coexiste con el encasillamiento moral y estético y con la utilización simbólica de la mujer en el ideario patriótico, es lo que me interesa señalar en películas paradigmáticas de, por un lado, la continuidad del régimen de ciertos presupuestos ideológicos y estéticos cultivados ya durante la República y, por otro, del exceso de simbologías nacionalistas nuevas asignadas a la mujer. En otras palabras, pretendo con este trabajo llamar la atención sobre las grietas, surcos y ruidos que, por mediación del protagonismo femenino, se filtran en el «cuerpo deshabitado» de un cine de «muñecas pintadas» que se pretende homogéneo e inamovible.3 3 Repito los términos que los firmantes del llamamiento a las Primeras Conversaciones Cinematográficas Nacionales celebradas en Salamanca en 1955 utiliza-

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En el primer período al que me estoy refiriendo: 1939-1943, la fusión de lo nacional y lo folclórico, presente ya en las «españoladas» costumbristas y musicales que se hacían en la República, fue inmediatamente rescatada y dignificada por el cine franquista, por el potencial que este género ofrecía a la hora de representar la España eterna y desviar la atención del realismo social hacia el puro entretenimiento. La falta de «realismo» en el género regional-musical no impidió, sino más bien favoreció, que estas películas fueran consideradas como modelos de españolidad (Camporesi 1993: 45-46). En 1947 Antonio del Amo recomendaba: Debemos abordar como tarea primordial la recreación cinematográfica de la «españolada»..., debemos realizar en nuestros estudios, con valentía la «contraespañolada». Elegir el tópico más desacreditado, y ennoblecerlo haciéndolo arte (...) Tamizar con cernedor estrechísimo todo lo que se da por caduco y por falso: la corrida de toros y todo su mundo, el bandolerismo, el cante flamenco (...) Todo lo que apesta, de puro desacreditado, pero que en su esencia es más español que la propia España» (Camporesi 45).

La «contraespañolada» que propone Antonio del Amo, y que sería parodiada en 1951 por Berlanga en Bienvenido Mr. Marshall, gozó de gran apoyo institucional y éxito de público en los 40, e incluso el propio Berlanga años más tarde lamentaría que su generación (Nuevo Cine Español), inclinada hacia el neorrealismo, no hubiera sabido ver el potencial que aquel cine sainetero y populista encerraba en su carácter aglutinador de público (Sánchez Vidal 1991: 244-245). Desde las posiciones más conservadoras, la españolidad se define en términos de «mujeres, vino y música» (Vázquez Montalbán 1980: 4849). Las mujeres de España son elevadas a la categoría de patrimonio nacional: «España es conocida en el mundo entero por la belleza de sus ron para definir el cine español de la posguerra: «El cine español vive aislado. Aislado no sólo del mundo sino de nuestra propia realidad. Cuando el cine de todos los países concentra su interés en los problemas que la realidad plantea cada día, sirviendo así a una esencial misión de testimonio, el cinema español continúa cultivando tópicos conocidos y que en nada responden a nuestra personalidad nacional. El cine español sigue siendo un cine de muñecas pintadas. El problema del cine español es que no tiene problemas, que no es testigo de nuestro tiempo... El cine sin ideas es un cine informe... Dotar de contenido a este cuerpo deshabitado del cine español tiene que ser nuestro propósito» (García Escudero et al. 1995: 78). Ver también Heredero (1995).

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mujeres, orgullo y blasón, justificado compendio histórico de nuestra raza y pensamiento» (Sopeña Monsalve 1996: 25). La españolidad toma cuerpo en la mujer, se anuncia en su rostro. Así lo declara la copla de una zarzuela: «De España vengo/ soy española/ y mi cara serrana lo va diciendo/ que he nacido en España/ de donde vengo» (Vázquez Montalbán 1980: 199). Como cualquier otro concepto racial o esencial de ideología fascista, la españolidad no sólo está centrada en lo visual sino además construida a base de estereotipos que reafirman la pureza racial y niegan cualquier signo de hibridismo o mestizaje; por ello, hace suya una belleza que niega la influencia de sangre árabe o gitana. Así lo dice la copla: «Y dicen que eres así porque eres de raza mora/ y yo digo que eres bonita/ por ser mujer española» (Sopeña Monsalve 1996: 30). En el cine de la primera posguerra, esta construcción folclórica va acompañada de la apología de los ambientes pastoriles y rurales y del desprecio de los ambientes urbanos como germen de vicio. Se instala a la mujer en ese ambiente rural y se la hace símbolo de la nación aún no corrompida por la edad moderna, por mediación del traje regional folclórico. Como ha expuesto Anne McClintock, la ideología nacionalista se construye en base a un orden fetichizado de símbolos y objetos: banderas, uniformes, arquitectura, himnos patrióticos y folclóricos, trajes arcaicos y coreografías de grupo espectaculares. La nación se expone como espectáculo de consumo y la mujer representa en él la marca geográfica que ostenta los signos fetichistas y personifica visualmente la pureza, la tradición y la unidad racial (McClintock 1995: 374-376). En este primer cine franquista, la nación es un cuerpo femenino vestido de baturra, de ansotana, de castellana o andaluza, marca visible de la homogeneidad nacional pero que quiere exhibir «unidad en la variedad» (Evans 1996: 216). El despliegue de lujosos y abigarrados trajes regionales en un ambiente rural a-histórico y «universal» produce una estética que hoy día resulta kitsch, y que historiadores y críticos han descrito en términos de cartón-piedra, perteneciente a los Coros y Danzas de la Sección Femenina, o de costumbrismo almidonado, apergaminado y envarado (González Requena 1990; Heredero 1995). La referencia a los Coros y Danzas en este primer cine de posguerra es explícita en estética e ideología. Como ha expuesto Rosario Sánchez López, la Sección Femenina potencia en su iniciativa una cultura popular selectiva:

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Para ello, se eliminaron de la «recuperación folclórica» las gesticulaciones y expresiones que ellas consideraban de mal gusto, «ordinarias», «groseras»; las letras picantes o irreverentes, las sátiras y las coplas de carnaval, que con ácidas chirigotas denunciaban problemas sociales o aireaban chapuzas y trapisondas políticas y económicas. Eliminaron lo más cáustico, que suele ser, generalmente, expresión de la genuina sabiduría popular, teñida de amargura y escepticismo en el fondo. Y la fiesta a veces tiene una cara amenazante y peligrosa... Así pues, su concepto de cultura, aplicado al rescate folclórico, supuso un ataque profundo y serio a los elementos consustanciales a las manifestaciones populares: la participación y la espontaneidad... Sección Femenina recogió el folclore como símbolo «oficial» de las diversas regiones y comunidades del Estado, guiándose únicamente por la estética pero ignorando el sentido y sabiduría popular: intencionalidad doble, picardía, valor antropológico, raíces históricas, etc. Se hizo una lectura superficial de las manifestaciones folclóricas y se potenció sólo el aspecto visual, la cáscara de las mismas... El Vitalismo de Sección Femenina estaba anémico, encorsetado y no tenía nada en común con el vitalismo de las fiestas populares (1990: 78-79).

El cine sigue el modelo de los Coros y Danzas y efectúa una «idealización regionalista de carácter ornamental» (Heredero 1995: 42) de carácter no contestatario y de la cual están sospechosamente ausentes aquellos regionalismos (Cataluña y Vascongadas) que en la II República habían ya declarado legalmente su autonomía. El cine se construye como un «cuerpo habitado» exclusivamente por trajes, decorados y canciones folclóricas que anulan el paso del tiempo, enmascaran la modernidad inaugurada por la II República y borran la huella de la Guerra Civil; sustituyen el pasado real e inmediato por una galería de prototipos que dan forma estética a la España eterna y funcionan como entretenimiento popular, escapista y pacificador (Graham 1996: 238). Veamos cómo La Dolores, La aldea maldita y Orosia, de Florián Rey se pueden leer como variantes de un mismo patrón regionalista/nacionalista y en línea directa con Nobleza baturra (1935). La Dolores es la obra de enlace, la prolongación, una reescritura de Nobleza baturra, donde el aragonesismo servía de decorado para exaltar, por un proceso metonímico, la ejemplaridad racial: la nobleza aragonesa es significativa de la nobleza de toda España, en la honradez femenina reside el honor de la nación. Regresada al Aragón de principios de siglo, su heredera, la Dolores (interpretada por Concha Piquer), no tiene dueño, ni casa, ni familia; se desplaza libremente, es independiente y se reserva el de-

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recho a elegir a sus pretendientes. De la primera mitad de la película se puede extraer una interpretación reivindicativa de la autonomía femenina. La restauración privada de su honor, que ha sido puesto en entredicho en una copla por un novio despechado —«Si vas a Calatayud/ pregunta por la Dolores/ que es una chica muy buena/ y amiga de hacer favores»— es iniciativa personal, y su astucia y decisión la llevan a averiguar, por medio de una trampa, quién ha sido el responsable de la copla difamadora. La restitución pública de su honor es iniciativa individual y popular y se lleva a cabo en forma de carnaval, sin la intervención explícita del estamento eclesiástico ni el valor coercitivo de la religión, fundamentales en su antecesora (Nobleza baturra) y que veremos de forma extremada en La aldea maldita (Sánchez Vidal 1991: 260-261). Ahora bien, la iniciativa femenina termina ahí y el valor supuestamente vindicador del discurso popular es dudoso: se enfatiza su carácter claramente patriarcal y misógino a base de refranes y dichos populares, que anulan la aparente independencia de la protagonista y cumplen prácticamente la misma función que el estamento religioso. Parte integrante de este discurso masculino es el privilegio de usar el lenguaje y la canción popular como elementos enjuiciadores, difamadores o restauradores de la virtud femenina en dichos como: «la mujer y el vino sacan al hombre de tino», «hay dos tipos de mujeres: las malas y las peores, lo mismo las casadas que las solteras, la mejor colgá», «los hombres calumnian a las mujeres que quieren», etc. Por ello, la versatilidad vocal y coplera de la Dolores, aunque progresivamente incorpora la plegaria religiosa («A nadie quiero/ ni sé lo que son amores» y «Ayúdame tú Madre del Pilar»), no es suficiente para emitir una defensa de su honradez ante el pueblo, la cual debe ser públicamente restaurada por el discurso masculino, a través de la copla y la farsa de Carnaval. La visibilidad y movilidad de la Dolores están asimismo encorsetadas, como ya ocurría en Nobleza baturra, dentro de un regionalismo estereotipado por medio del exceso en los trajes, los localismos idiomáticos y las jotas, y descontextualizadas en un historicismo de principios de siglo, en un ambiente rural que se enmarca en un bucolismo de retablos campesinos. Como ocurrirá después en Agustina de Aragón de Juan de Orduña, en La Dolores la jota representa la esencia patria. Como dice la letra de una jota en la película: «Cuando en Aragón se canta la jota/ la jota no dice jota/ dice madre y dice patria». Y en la reputación de la Dolores, ligada también a la letra de otra jota, reside el honor de la patria aragonesa y

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por extensión la de toda España: «es de Aragón privilegio la virtud de sus mujeres y el honor de todo el pueblo». La jota y la farsa restauran el honor de la Dolores y premian la castidad y la fidelidad femeninas, y sólo al final denuncian y castigan el carácter calumniador del discurso masculino. Se puede aplicar a La Dolores la misma crítica que Gubern le hace a su antecesora Nobleza baturra: «el puritanismo y el retrogradismo sexual son asumidos como realidades de las que la película se hace cómplice y admite como normales y hasta ejemplares» (1986a: 163). En 1943, Florián Rey vuelve a repetir en Orosia algunos de los patrones argumentales y folclóricos que veíamos en La Dolores. En su propuesta narrativa y en la construcción del personaje femenino (inspirados en la obra teatral, María Rosa (1894), de Ángel Guimerá y la zarzuela, La última ronda (1939), de Soriano y Bolaños), Orosia se estructura en base a una fluctuación entre transgresión y sumisión al discurso patriarcal. Orosia comparte la iniciativa y autonomía de las protagonistas de Nobleza baturra y La Dolores para resolver sus asuntos, al tiempo que representa la inmovilidad, la virtuosidad y la sencillez atribuidas a la mujer aldeana. La composición estética de retablos estáticos, de arcaísmo y regionalismo estereotipados enmarcan una vez más la percepción visual de Orosia como cruce entre heroína trágica y mártir cristiana. Por medio de Orosia se exalta la pureza de costumbres de lo rural que en este caso es el Alto Aragón y los Pirineos: la frontera geográfica y simbólica que demarca la españolidad y la separa y protege de la amenaza extranjera.4 En una entrevista, Florián Rey explicaba la elección del enclave geográfico: «El Alto Aragón... es un mundo aparte, ajeno e impenetrable a influencias. La vida parece detenida, sujeta a moldes ancestrales. Vida patriarcal y sencilla, centrada en las labores del ganado...» (Sánchez Vidal 1991: 293). Y en el número monográfico de la revista Primer Plano (órgano de expresión de la Falange) del año 44, dedicado por entero al estreno de Orosia, un crítico explicaba el significado simbólico del paisaje en la película:

4 Es interesante notar que el símbolo pirenaico (aunque sea caricaturizado) sigue funcionando 30 años más tarde para proteger la moral y la sexualidad de los españoles y españolas en Lo verde empieza en los Pirineos (1973) de Vicente Escrivá.

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Orosia es el viejo grito racial de «¡Aún hay Pirineos!» hecho imagen en el cine español. Nos hemos dado cuenta de que los Pirineos existen, y no sólo como una vertebración erosionada gigantesca del terciario geológico, sino como un terciario heroico, amoroso y cristiano de toda la raza española... Y Orosia, pues, es en primer término una película racial porque es una película pirenaica. Y España, digámoslo de una vez, empieza en los Pirineos... Orosia es la frontera del cine español... ¡Aún hay Pirineos! Lo he repetido con unción religiosa. Porque religiosamente, equivale a decir: ¡Aún hay altar de la raza! (Sánchez Vidal 1991: 297).

Orosia, que lleva el nombre de la patrona de la comarca, se funde con el entorno pirenaico, y su cuerpo asexuado, adornado con el traje regional ansotano, es una vez más el símbolo del folclore y las tradiciones del Alto Aragón y «personificación de las virtudes de la mujer aragonesa, que son, al fin y al cabo, las de todas las mujeres de España» (Sánchez Vidal 1991: 293). Dentro del inevitable encuadre regionalista, Orosia es independiente del control masculino: es huérfana, soltera, sostiene sola un matriarcado como propietaria de tierras y ganado y ama de pastores y criadas, y está por encima de las rencillas y maledicencia de la aldea. La originalidad de Orosia reside en convertir la venganza femenina (en lugar de la resignación cristiana) en motor argumental. Por iniciativa personal y enfrentándose a todo el pueblo, la protagonistas seduce y se casa con el presunto asesino de su prometido Eloy, hasta que consigue arrancarle su declaración de culpabilidad en la noche de bodas, haciéndolo arrestar por los pastores de su casa, que habían asistido al banquete nupcial. Sin embargo, la declaración de independencia y la vindicación matriarcal de la protagonista se deshacen con su muerte final. Las últimas secuencias nos presentan a una Orosia, ya vengada, que se dirige, en medio de una composición estética gótica, al cementerio donde yace enterrado su novio. Sobre la tumba de su prometido Eloy, Orosia deja caer su cuerpo aún virginal, significado por el ramo de flores, el traje blanco y el velo de novia. A un primer plano de Orosia inerte sobre la tumba se superpone un plano congelado de una nueva lápida en la que el nombre de Orosia aparece grabado junto al de Eloy. Esta última escena provoca sobre todo sorpresa y ambigüedad en los espectadores y espectadoras por la súbita muerte de tan decidida protagonista y por la elipsis de 6 años que marca la fecha de fallecimiento de Orosia. Seis años le ha tomado a Orosia llevar a cabo su venganza. A pesar de que no hay señales visuales explícitas que indiquen

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el paso del tiempo, la verosimilitud del guión lo requiere para justificar «la traición» de la protagonista a la memoria de su prometido y la credulidad del asesino ante la seducción de Orosia. Sin embargo, el plano de Orosia inerte sobre la tumba y la fecha de su muerte en la lápida junto a la de Eloy implican suicidio o muerte accidental que la convierten en heroína trágica o romántica, víctima sacrificial de un destino que no puede controlar. Ante este final, sólo queda entender la venganza de Orosia como sacrificio pues ella es la representante del honor del pueblo y en ella recae la responsabilidad de hacer justicia. Su sacrificio recuerda las grandilocuentes palabras de los representantes del Régimen: «La mujer española, casta, cristiana y buena, selecta por instinto y dotada de una ingente capacidad de sacrificio, es el reservorio providencial de las mejores tradiciones de nuestra patria» (Adolfo Maíllo, en Sopeña Monsalve 1996: 177). Su venganza ha sido puesta al servicio de la Patria, y su muerte la eleva a la categoría de mártir cuyo último designio sólo puede ser reunirse con su amado muerto. En la historia de los nacionalismos europeos, la Patria es Madre que asegure la estabilidad espacial de la nación y asegure la reproducción biológica e ideológica (Mosse 1985: 17-18). En su poder reside el transmitir la herencia y los símbolos patrios (Yuval-Davies y Anthias 1989: 315). Así lo afirmaba el manual de la Sección Femenina: «cuando la vida te lleve a cumplir tu misión de madre, el trabajo será únicamente el de tu hogar, harto difícil y trascendente porque tú formarás espiritualmente a tus hijos, que vale tanto como formar espiritualmente a la nación» (Rafael Abella 1984: 221). Las mujeres españolas son politizadas exclusivamente a través de su capacidad reproductora. La maternidad es idealizada y considerada un deber a la Patria, ya que en las mujeres y en su máximo desarrollo de las capacidades reproductoras reside la llave para reparar la degeneración racial (Nash 1991: 160). Igualmente, la sumisión de la mujer y de los hijos a la figura del padre «es un reflejo del principio de estructura social propugnado por el franquismo, que culminará lógicamente en la figura del Caudillo... Franco será a la Patria lo que el Padre es a la familia: la autoridad incuestionada, el benefactor, la mano firme que a veces ha de tomar mediadas severas por el bien de sus hijos aunque éstos no comprendan sus razones» (Sánchez López 1990: 80). El orden social franquista propugna lo que Sánchez López llama «familiarismo frenético», que se basa en «la pertenencia de la mujer al Estado (madre/familia/nación)» y en la creación de «un estatuto de co-

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munidad pública femenina... que no puede ser rechazado, sólo aceptado o sufrido» (1990: 81). La madre asexuada y transmisora de la conciencia nacional es la protagonista que el Régimen privilegia y su falta a la hora de cumplir con su obligación de guardiana de la moralidad y la respetabilidad acarreará la decadencia de la Patria. Este mensaje tiene su representación más hermética en la versión sonora de La aldea maldita (1942). En ella se concentran y extreman el anacronismo histórico, la estereotipación de personajes, roles e iconografía espectacular, y la significación simbólica y alegórica de la mujer, que aparecen en mayor o menor medida en La Dolores y Orosia, pero esta vez guiados por un programa político y religioso concreto: evitar el éxodo rural y restaurar los valores de la España nacional-católica. A modo de drama calderoniano, La aldea maldita retoma el tema tradicional del honor castellano para presentar una «parábola de la historia de la España a la luz de los más recientes acontecimientos» (Sánchez Vidal 1991: 278). Ante el inevitable éxodo a la ciudad, la madre debe quedar en la aldea como marca de pertenencia geográfica y como símbolo de la perpetuación de la especie en el espacio rural y doméstico. La iniciativa y movilidad de algunas de sus contemporáneas cinematográficas le están vedadas. Ante su declaración de principios: «yo también tengo derecho a trabajar para los míos», sólo recibe el tajante, «¡Cállate!» del patriarca, que le/nos recuerda su condición de marca simbólica sin voz. Influida por las malas compañías y desoyendo la imposición del esposo, se desvía del camino que le corresponde y abandona la aldea, el hogar familiar y a su hijo (continuador de la línea patriarcal), para acabar en un burdel de la ciudad. La transgresión del orden establecido y la deshonra de la Patria requieren el castigo ejemplar del patriarca y la expiación religiosa. Acacia, la protagonista descarriada y mala madre, es culpable de la maldición que pesa sobre la aldea y, simbólicamente, de la decadencia que puede sobrevenir a la Patria.5 El castigo ejemplar consiste en la reclusión y aislamiento en la casa familiar (Patria), la prohibición de articular la voz en presencia del hijo, y el exilio (de la Patria) a la muerte del pater familias. La expiación religiosa requiere el calvario cristiano tras el cual se concede el perdón. Las

5 «...la crisis de locura y satanismo que ha humillado el espíritu e hidalguía de España, reconoce como causa muy principal la crisis de madres cabales y educadoras que la ha precedido» (Jiménez 1938: 12, citado en Sopeña Monsalve 1996).

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«viseras de iluminación» (foco que ilumina exclusivamente la cara y exagera el efecto de claroscuro sobre el fondo negro) que se proyectan sobre el rostro de la protagonista en ciertos planos, y que aparecen también en Orosia, reproducen visualmente el aura mística y resaltan su condición de mártir. Las últimas secuencias de la película favorecen una composición visual de la protagonista como un cruce entre Jesucristo en el calvario, la Virgen Dolorosa y María Magdalena. A la imagen de la madre peregrina y descalza se superponen, en flash back, las imágenes del pasado que señalan la conciencia del pecado, el arrepentimiento y la penitencia. La escena final reproduce la iconografía cristiana que ha sustituido por completo a la regional folclórica: la hija pródiga vuelve al pueblo a solicitar el perdón del patriarca quien lo concede al readmitir a Acacia en el templo y en el recinto familiar y, sobre todo, en el gesto de lavar sus pies llagados, como Cristo lo había hecho con la Magdalena; escena que queda grabada en piedra en el fotograma final. La aldea maldita de 1942 es un ejemplo literal de cómo Florián Rey reescribe y adapta su conservadurismo republicano a los preceptos nacional-católicos. Lo que en la versión muda de 1930 eran sentimientos y pasiones individuales, en la versión sonora son arquetipos y valores absolutos y ejemplares. En la primera, el adulterio de la mujer es producto de la locura y la reacción del esposo deshonrado es de odio. En la segunda, la demencia femenina se sustituye por culpabilidad y arrepentimiento cristiano y el odio masculino por compasión y perdón (González Requena 1990: 23). El drama rural se cruza con el cine religioso; el bajorrelieve que imprime la imagen emblemática del perdón resume en el fotograma final la cualidad de retablo de toda la puesta en escena anterior, donde las coreografías de grupo, puestas ahí para presenciar los momentos más espectaculares: el arrepentimiento y el perdón, reafirman la cualidad de representación ejemplar de cada escena (González Requena 1990: 24). El «significado nacional» de La aldea maldita fue inmediatamente reconocido por la crítica de la época, que inmediatamente la clasificó de película más representativa y significativa del franquismo y le asignó la primera lectura alegórica referida al golpe militar: La redención de la aldea... sólo fue posible —como un milagro— desde que la adúltera dejó de serlo; arrepentida, castigada heroicamente y ejemplarmente disciplinada por su marido, dictador implacable... Cuando la adúltera —como la desviada España de la decadencia— purgó sus culpas, entonces terminó la negra noche del éxodo y empezó sobre la aldea (sobre

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Castilla, sobre España) a amanecer. Y los haces de espigas a fajarse por falanges de segadores entre coplas de triunfo e himnos de victoria (Giménez Caballero 1943).6

Como contrapunto a la nitidez de la ideología de Florián Rey y dentro del mismo género folclórico-musical, me interesa detenerme brevemente en una película de la misma época: Goyescas (1942) de Benito Perojo. Goyescas refuerza la idea de que el primer cine franquista mantiene el vínculo con el cine republicano y que su mensaje propagandístico se perfila o acomoda a las circunstancias del nuevo Régimen en mayor o menor medida, dependiendo de la posición ideológica del director. A diferencia de Rey, la aportación de Perojo al cine republicano tuvo resonancia internacional y se caracterizó por su cosmopolitismo, liberalismo y »por estar en un estadio muy superior a los modelos agrario-caciquiles de Florián Rey», gracias a una formación a base de fuentes extranjeras (Gubern 1986a: 160-61). Perojo, que en la República había sido el máximo representante de Filmófono, en la primera posguerra mantiene su independencia de CIFESA y su línea cosmopolita y liberal. Goyescas cuenta con el apoyo del mismo star-system que las películas de Florián Rey. Imperio Argentina, recién separada emocional y profesionalmente de Florián Rey, interpreta el papel de la protagonista, que es desdoblada en la pobre cómica Petrilla y la condesa de Gualda (de Alba), y transportada una vez más al pasado: el Madrid de principios del XIX. Estetizadas en una composición visual que recrea el Madrid pintoresco de fiestas populares e imita el pictorialismo de los cuadros de Goya (la maja vestida y desnuda, la gallina ciega, el pelele, etc.), estas mujeres tonadilleras no encajan en el ámbito de la familia ni en el espacio doméstico, son móviles e intercambiables en belleza, gracia, arte popular y clase social. La estructura de doble confunde la identidad de las protagonistas, da pie al enredo, a la rivalidad coplera y amorosa entre las protagonistas y a una defensa de la clase popular frente a la aristocracia, más propia del «sainete progresista republicano», que mostraba «cierta dosis de crítica social», que del incipiente programa ideológico franquista (García Seguí, en Sánchez Vidal 1991: 245).7 La película hereda el aperturismo republicano de su director, no sólo en su desprecio del or6

Citado en Sánchez Vidal (1991: 278). Félix Fanés ha señalado que el equívoco de la personalidad y el ascenso en la escala social son dos motivos recurrentes en muchas de las primeras películas de la pos7

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den jerárquico sino también en la ausencia de enjuiciamiento a la honradez y reputación de las protagonistas femeninas, en un universo popular y mítico donde los amantes, como las clases sociales, son intercambiables y el honor y la rivalidad se ventilan por medio de la copla. La identidad femenina (y española) y todo lo que se vincula a ella (virtud, honor patrio, etc.) no reside exclusivamente en la facialidad o en el vestido, ni es dictada por el discurso ajeno y masculino. La subjetividad de las protagonistas se define en términos de su voz y su capacidad de improvisación oral y artística de la copla; y el vestido regional, en lugar de encasillar, favorece la movilidad de éstas: es el disfraz que facilita el intercambio de roles y clases sociales y posibilita la iniciativa de las protagonistas. Al final el orden jerárquico no es alterado: la condesa recupera a su general aristocrático y Petrilla a su amante, el duque de Nuévalos, rebajado en la escala social a bandolero para resolver la desigualdad social. El presente histórico queda también aquí enmascarado tras una recreación pictórica goyesca en un universo a-histórico inmortalizado por una de las figuras esenciales de la tradición española (irónicamente perseguido en su época por afrancesado). Sin embargo, el enredo narrativo y los juegos visuales que enfatizan la confusión entre las dos protagonistas son prueba de una mayor movilidad femenina, no sólo individual sino también moral y social. La iconografía y coreografía espectacular y coral guarda más relación con el populismo y «liberalismo cosmopolita» del producto anterior, resueltos en la película en la fusión de las tradiciones y artistas populares, que con la invención de una dimensión histórica para la exaltación nacional. En la segunda mitad de la década, una amplia colección de heroínas reales o inventadas puebla el cine histórico, cuya propuesta es recrear un imperialismo interno e imaginado que compense por el imperio geográfico externo y real definitivamente perdido (Graham 1996: 238). El discurso ampuloso de éstas, siempre acompañado de una estética acartonada, emula la retórica del Régimen sobre el proyecto imperial recuperado o sobre la defensa de la patria ante el ataque extranjero. Isabel la Católica, epítome del binomio imperial: Cruzada y Conquista, queda inmortalizada en Alba de América (1951) de Juan de Orduña, que cierra,

guerra, como reflejo de un yo social escindido o de una actitud ambivalente y equívoca ante la situación social y política de la posguerra (1989: 218-219).

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con gran fracaso de público, la serie histórica de Juan de Orduña y marca el principio de la crisis y decadencia de CIFESA. La reina de Castilla es un icono que aúna raza, fe y futuro imperial: «valedora de la estirpe española, la raza noble para transplantar al nuevo mundo y liberar a la estirpe del peso moro», «ángel que vela por todos los soldados de Castilla». Su discurso ante Colón a su vuelta de las Indias es probablemente la mejor plasmación de la noción de «unidad de destino en lo universal»: «Llevaremos sangre generosa para alumbrar la noble familia de las Españas y por encima del mar y del tiempo nos atará siempre una sola fe en una sola lengua. Será el milagro más hermoso de todos los siglos». Para posibilitar la empresa de Colón, es necesario, no sólo el apoyo institucional y económico de la reina, sino también el amor incondicional de la plebeya Beatriz, que espera pacientemente para ser: «la sombra menuda de una vida grande, la sombra que no molesta y acompaña». Gracias a la prudencia y abnegación femeninas puede el héroe llevar a cabo su empresa. Como ha señalado Frank Fanon en el contexto argelino, la mujer es la mediadora simbólica de una hazaña nacional protagonizada por el hombre, y que hace posible que la autoridad patriarcal en la familia se reproduzca en la militarización y centralización de la autoridad en la nación (1986: 141-42). En 1942 Raza de José Luis Sáenz de Heredia, cuyo guión fue escrito por el propio Franco bajo el seudónimo de Jaime de Andrade y que constituye el máximo ejemplo del «cine cruzada», proponía la familia como metáfora de la nación franquista y el sacrificio y entrega maternos como soportes imprescindibles para la empresa militar del padre y pilares fundamentales de la familia a la muerte de éste. Es la madre de la raza, la madre-Patria alegórica escindida entre los dos hijos, Juan y José Churruca, representantes de las dos Españas que luchan a muerte; es otra vez la madre equiparada a la Virgen María, así como su hijo, el héroe José Churruca, es mártir de la barbarie roja, resucitado como Jesucristo.8 A la muerte de la madre, el papel activo de dos defensoras de la patria, la novia de José Churruca y la viuda de un mártir de la causa nacional harán posible la resurrección de José y la redención política de su hermano Juan, respectivamente. La estructura hermética de estas dos películas no permite una salida del estereotipo femenino: madre-reina-santa-virgen. Raza y

8 Raza es una de las películas más estudiadas del período. Ver estudios de Román Gubern (1986b), Kathleen Vernon (1986) y Geoffrey Pingree (1995).

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Alba de América son probablemente los dos ejemplos más emblemáticos y ejemplares de la reescritura histórica franquista. Locura de amor (1948), Agustina de Aragón (1950) y La leona de Castilla (1951) siguen la misma línea histórica que Alba de América. El traje regional ha dado paso a la túnica de reina o al atuendo guerrero, el ambiente rural se ha sustituido por castillos y palacios, el momento histórico se restringe a la época imperial o la resistencia contra la invasión napoleónica. El patriotismo de sus protagonistas antecede o trasciende las pantallas de cine y forma parte del imaginario popular. Vázquez Montalbán documenta en su Crónica sentimental de España que la gesta épica franquista y su rescate de las heroínas nacionales impregnó rápidamente la cultura popular y afectó «incluso a los letristas de las canciones, que se inventaban una ideología devaluada, de consumo, pero directamente inspirada en Don Ramiro de Maeztu y en Giménez Caballero y en todos los exégetas del pasodoble filosófico» (1980: 49). Vázquez Montalbán nos recuerda algunos ejemplos de coplas que acompañaron o se inspiraron directamente en el cine y que formaron parte del cancionero popular de los años 40 y 50: «Recordando a España», que canta la gesta de Agustina de Aragón: «...España, donde Agustina/ dio su vida en su cañón/ por defender la nación/ de cien manos asesinas» (1980: 50); el romance derivado de la película La leona de Castilla (1951) de Juan de Orduña: «Como genio la leona de Castilla/ puso temple a su orgullo de mujer/ y siguiendo los ejemplos de Padilla/ a Toledo juró siempre defender» (1980: 52-53); y la copla-homenaje a Isabel la Católica que interpretaba Antonio Molina, «implícito y explícito colaborador de la gran causa de la Hispanidad»: «Rompe el silencio de Castilla/ los pasos de un caminante/ peregrino de cien millas/ genovés y navegante/ Doña Isabel lo recibe/ y escucha con atención/ y la corona que ciñe/ para su gloria empeñó» (1980: 54-55). Los dramas históricos de Orduña comparten un esquema común: la defensa de España ante el ataque extranjero, la legitimidad de las jerarquías, una iconografía grandilocuente fundada en lo pictórico, el registro melodramático, la misma operación metonímica de representar a España por medio de una de las regiones imperiales: Castilla y Aragón, y la grandeza de la nación por medio de una figura femenina individual (Fanés 1989: 253-254).9 El que la peripecia política esté en manos de

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Sobre el cine de Orduña y su relación con CIFESA, véase Llinás (1998).

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una protagonista fuerte, autónoma, y a veces tiránica y vengadora, frente a unos protagonistas masculinos complementarios y que actúan a su sombra, se justifica por la situación excepcional de amenaza en la que se encuentra la Patria y refuerza la feminización simbólica de ésta, pero al mismo tiempo expone la contradicción y la paradoja en las que se funda la ideología que estas películas sustentan10. En Locura de amor el casticismo y la sobriedad de la reina castellana, Juana (la Loca), heredados de su madre la Reina Católica, y los de los caballeros castellanos que la defienden de las acusaciones de locura, se contrasta narrativa y visualmente con la corrupción política y sexual de la corte de Flandes y de su líder el archiduque de Austria, convertido por su matrimonio con la reina Juana en Felipe I de Castilla (el Hermoso), y responsable de la acusación de locura y destitución de ésta. El rey es presentado desde las primeras escenas como libidinoso, pendenciero, y responsable de la «locura» de la reina, pero sobre todo como peligroso, porque sirve a los intereses extranjeros y «amenaza el honor del pueblo de Castilla». La alianza de los enemigos de la patria se establece entre Flandes y Granada en las figuras del rey flamenco y la mora Aldara, contraparte de la reina no sólo en casticismo sino también en castidad. La austeridad de trajes y actitudes de la reina Juana (Aurora Bautista) se opone a la exhuberancia y exotismo de la mora Aldara (Sara Montiel); la bondad y generosidad de la primera frente a la belleza y maldad de la segunda. La legitimidad de Juana como reina y esposa se contrapone a la doble impostura de nacionalidad y rango de Aldara, princesa mora, que primero se hace pasar por dama de un mesón castellano y después por dama de alta alcurnia para acceder a la cámara de la reina, y es además el objeto del deseo del rey. La nacionalidad y religión de la amante del rey es un agravante a la ofensa de adulterio pues la reina de Castilla lleva en su persona el honor de Castilla: «ha sido con una enemiga de mi Dios con quien el rey me engañaba, no pudo ser más ofendida la reina católica de España»; y la confrontación directa de las dos protagonistas se establece en términos de estirpe y religión: «yo te odio mucho más», dirá Aldara, «porque crees en Jesús y yo en el Profeta, porque eres hija de Isabel y yo del rey Zagal».

10 Paradoja que se evidencia en la discrepancia entre el ideal de maternidad propagado por la Sección Femenina y el requisito de soltería exigido de sus líderes.

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Sorprende, sin embargo, que sin abandonar nunca el contexto patriótico, las dos protagonistas intercambian sus papeles asignados en la dicotomía patriarcal y defienden en ciertos momentos su subjetividad femenina. La reina va progresivamente asumiendo el discurso masculino que diagnostica «enfermedad», histeria, perturbación mental y finalmente locura. Dicha evolución se refleja en el vestido: cambia los trajes escotados y enjoyados de la alegre corte de Flandes por las tocas negras y la cruz al cuello en la sobria y austera corte de Castilla. Con la autoaceptación definitiva de su locura viste los hábitos de monja y se recluye en el Castillo de la Mota. De esta manera se establece el paralelismo visual y simbólico entre la reina Juana, su madre Isabel y Santa Teresa (moradoras del mismo castillo y patronas ejemplares de la Sección Femenina). A lo largo de este proceso, sin embargo, la reina da muestras de movilidad e iniciativa que significan la reivindicación de sus derechos de mujer y de reina. Movilidad que es desacreditada por el discurso masculino como rasgo de la sintomatología de la histeria. Juana abandona el castillo, espacio a un tiempo de protección y reclusión, y cabalga sola al mesón para descubrir por sí misma la infidelidad de su esposo, reivindica su apasionado y violento deseo por el rey, que contradice sus orígenes castellanos y su educación austera, establece el vínculo femenino con sus camareras nada más instalarse en la corte de Castilla, se enfrenta a su rival extranjera y finalmente a las cortes de Castilla para defenderse de la acusación de locura y evitar su reclusión. En última instancia, la venganza contra la infidelidad del rey es el motor para abandonar la clausura y la resignación cristianas, y reivindicar su derecho a la corona. Esta actitud contradice abiertamente los principios religiosos de abnegación, resignación y sumisión al marido que el Régimen franquista y la Iglesia católica aconsejan para la mujer.11 La carta que da prueba de la infidelidad del rey ha sido robada (como la carta de Poe) y cambiada a traición por una carta vacía, sin texto, simbólica de la desaparición del discurso femenino ante la institución pa-

11 El canónigo Padre Enciso aconsejaba así a las jóvenes casadas: «...cuando estés casada, jamás te enfrentarás con él, ni opondrás a su genio tu genio y a su intransigencia la tuya. Cuando se enfade, callarás; cuando grite, bajarás la cabeza sin replicar; cuando exija, cederás, a no ser que tu conciencia cristiana te lo impida. En este caso no cederás, pero tampoco te opondrás directamente, esquivarás el golpe, te harás a un lado y dejarás que pase el tiempo. Soportar, ésa es la fórmula. Amar es soportar» (Enciso 1967, citado en Abella 1984: 226).

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triarcal y de la ratificación de la interpretación y diagnóstico médicos. La inexistencia de un texto que pruebe su cordura desencadena en las escenas finales toda la sintomatología histérica, representada lo largo del proceso por medio de la interpretación histriónica y delirante de Aurora Bautista, hecha a base de gestos excesivos, mirada desorbitada y pérdida del control físico, y que está siendo simultáneamente minada por un lenguaje articulado que incluye una cierta mirada irónica y lúcida sobre la locura que se le impone: «creía que era desgraciada, pero era que estaba loca», «defendía mis derechos de mujer y me han llamado loca», «las locas no saben lo que dicen». La película consiste por un lado en la manipulación melodramática de la «locura» de la reina, que se lleva a cabo por medio de primeros planos y miradas que marcan hasta el exceso la perturbación de Juana o la maldad de Aldara; por el uso de planos largos que aíslan a la reina en el enfoque para reforzar la idea de alejamiento de la cordura; y con la ayuda del acompañamiento recurrente de los motivos musicales asociados con el rey y la corte de Flandes o con su amante Aldara y su origen árabe, que señalan los celos de una y la venganza de la otra. Pero al mismo tiempo, hay una denuncia de la injusticia que el sistema patriarcal (pendenciero, vicioso, corrupto, ambicioso, mentiroso y sobre todo extranjero) ejerce contra la mujer (enamorada, digna, fiel y leal a su Patria). Pese a esta tensión entre sumisión y reivindicación, el final nos deja a una reina que renuncia definitivamente a su discurso y su visión y adopta la posición masoquista de admisión del sufrimiento y de la culpabilidad por la muerte del rey. Histeria, masoquismo y santidad se funden en la persona de la reina, anulando definitivamente su autonomía y haciendo prevalecer las virtudes «femeninas»: amor, lealtad y castidad. La grieta ideológica más evidente se produce en el personaje de la mora Aldara y en su venganza contra la reina Isabel y todos sus descendientes por vencer y matar a su padre, el rey Zagal. Mientras que a la reina nada le importa tanto como el amor de su esposo, ni siquiera la salvación del reino, la princesa Aldara ha basado toda su estrategia en la defensa de su raza, nación y fe árabes. La mujer que se había presentado al principio como impura, malvada, infiel y extranjera, al final se redime al salvar la vida de un caballero castellano y renunciar a la venganza por ser contraria a los principios de su Raza. «La más hermosa hija del Islam» (interpretada por una jovencísima Sara Montiel) y «el mejor capitán de la Cristiandad» cierran la película en un extraño acto

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de reconciliación de las dos «razas»: «Qué tu Dios y el mío velen por nosotros», que contradice todo el discurso religioso y patriótico franquista y el papel que en él se asigna a la mujer. La venganza de Aldara (que lleva consigo la locura de la reina) se justifica por el principio patriótico que la secunda. Su declaración de principios final se acompaña de una puesta en escena romántica en la que Aldara por primera vez en la película luce el atuendo árabe. Su discurso es paralelo al discurso de la reina ante las cortes. La primera, con chilaba y el pelo suelto, y la segunda, con el hábito religioso y el crucifijo al cuello, son en última instancia defensoras del honor de su nación, aunque ninguna de las dos consiga la realización personal o sexual: el amor y fidelidad del rey, en el caso de la reina, o el amor del caballero castellano, en el caso de Aldara. Su misión patriótica prevalece por encima de todo. El mensaje propagandístico es aplastante pero la complejidad del discurso narrativo y el intercambio de los roles femeninos deshacen en cierta medida una puesta en escena homogénea, encasilladora y basada en la clásica técnica de contrastes, y dejan escapar cierta «contradicción y resistencia» (Evans 1996: 222). El prototipo de mujer guerrera encuentra su máxima representante en la protagonista de Agustina de Aragón. La mítica Agustina, heroína de la guerra de la independencia contra la invasión napoleónica, se inspira paradójicamente en dos iconos del patriotismo francés: su misión de líder de la resistencia zaragozana ante el ataque napoleónico guarda no poca relación con la mística empresa de Jeanne d’Arc, defensora de la independencia de Francia contra la invasión inglesa; su composición estética recuerda a la Marianne de la Revolución Francesa, inmortalizada en el cuadro de Delacroix (y que ya había sido recreado en la iconografía de la II República). Es el prototipo de mujer «masculina», líder de hombres, símbolo de la libertad, que lucha en las guerras de liberación nacional y está dispuesta a dar la vida por la patria (Mosse 1985: 101). Es un modelo excepcional en la iconografía del nacional-catolicismo (aunque frecuente en la iconografía republicana de la Guerra Civil) y en la filmografía histórica franquista, donde el modelo preferido es, aparte del de reina, el de madre, protectora de la familia desde el espacio doméstico y rural. El epígrafe histórico que abre la película, para ratificar la «veracidad» de la historia, erige la figura de Agustina en «símbolo de la raza y del espíritu insobornable de la independencia de todos los españoles».

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El heroísmo de la protagonista (la «nobleza aragonesa» que representa) se construye por medio del contraste con la maldad y la cobardía extranjeras que, como las de Flandes en Locura de amor, son extremadas hasta la caricatura.12 Frente al patriotismo verdadero del pueblo, representado por Agustina y la partida de Juan el Bravo, compuesta por una tropa mixta de aragoneses y catalanes (eternos rivales en la leyenda popular, pero unidos en la defensa de la Patria), se opone el falso patriotismo de los aristócratas afrancesados. Agustina de Aragón es un ejemplo de cómo el cine histórico-imperial y el folclórico se fusionan a veces para realzar el concepto de nación con una iconografía puramente ornamental. En ella, la heroína patriota tiene añadida la marca regionalista folclórica: la jota aragonesa en este caso funciona a modo de símbolo folclórico de la nación en peligro. La banda sonora del Maestro Quintero —cuyo motivo central es la variación de la popular jota: «La virgen del Pilar dice/ que no quiere ser francesa/ que quiere ser capitana/de la tropa aragonesa»— funciona como símbolo de resistencia al asedio francés. La jota sirve además de acompañamiento diegético de las acciones de los personajes enfatizando la gesta independentista: «Nosotros tenemos dos, por cada cañón francés, nosotros tenemos dos, vaya la artillería maña/allá donde haga falta» y el espíritu de unidad nacional que reina en ella: «Aragón es Aragón/Cataluña es Cataluña/pero en cuanto llega el caso/son un mismo corazón». Agustina es la mediadora simbólica en las relaciones entre géneros sexuales y clases sociales: entre los hombres que luchan en el frente y las mujeres que defienden la ciudad de Zaragoza, entre la institución militar y el pueblo llano. Su rol simbólico es múltiple pero, al mismo tiempo, permite al personaje una movilidad discursiva y de acción que inicialmente escapa a la ventriloquia ideológica nacionalista y a la escenografía «de cartón-piedra». Su discurso aglutina el de «todas las mujeres», las conduce de la plegaria a la acción, exige y recibe el reconocimiento masculino de la función de éstas en la defensa de la independencia y sirve de modelo para los hombres cobardes que se quieren rendir. La escenas que abren y cierran la película, con Agustina a cargo del cañón, enfatizan la masculinización del personaje que ha usurpado 12 Peter Evans considera que esta demonización de lo extranjero puede interpretarse a la luz del proceso descrito por Roland Barthes en Mythologies: construir el mito a base de trivializar la otredad, y «convertir al “extranjero” en un “puro objeto, un espectáculo, un payaso”, confinado a los márgenes de la humanidad» (1996: 217).

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las armas del hombre en la defensa de la ciudad de Zaragoza la cual, a su vez, se ha feminizado ante el ataque francés. La lectura alegórica que CIFESA se propone al desempolvar y engrandecer el sitio de Zaragoza y a su heroína Agustina de Aragón —justificar y defender el glorioso Movimiento Nacional frente a la conspiración comunista y judeo-masónica—, se puede fácilmente invertir y poner al servicio de la resistencia republicana ante el avance militar franquista. El grito de Agustina junto al cañón: «asesinos, cobardes, nunca entrareis en Zaragoza» cobra más sentido en su analogía con el «¡No pasarán!» republicano de la defensa de Madrid. Tras la patina retórica y acartonada del discurso patriótico y religioso, enfatizado visualmente en las imágenes del interior de la Basílica del Pilar, «templo nacional y santuario de la raza», Agustina de Aragón se presta a una interpretación liberadora del rol de la mujer en la sociedad en crisis y a cierta ambigüedad en la lectura simbólica de su ideología. En un sentido, Agustina se ajusta al modelo barthesisano sugerido por Peter Evans. Su figura es un mito, un icono; su heroísmo reside en haber renunciado a todo por la Patria; su función es exclusivamente la de mediadora de la empresa militar masculina y por ello será condecorada por el rey; en los diálogos de Agustina resuena el ideario nacional-católico para la defensa de la Patria. Pero por otra parte, el registro melodramático y la hiperbólica interpretación de Aurora Bautista (similares a las de Locura de amor) pueden entenderse simultáneamente como modelo de la mitologización barthesiana y como escape de la misma. La misma contradicción ideológica se puede aplicar a la La leona de Castilla, que relata la rebelión de los Comuneros de Castilla contra Carlos I y el protagonismo de Doña María de Padilla en la revuelta y en la resistencia de la ciudad de Toledo ante el acoso imperial. Doña María es un cruce entre Juana la loca y Agustina de Aragón. Su insistencia en defender la causa de los rebeldes es entendida por algunos como locura, por todos como patriotismo. La película es una defensa ambigua, por un lado, de la rebelión de los Comuneros que, evidentemente, alude a la rebelión franquista y la justifica porque defiende la esencia de lo nacional y, por otro, de la jerarquía de Carlos I en el momento culminante de su empresa imperial. El Toledo sitiado ante el ataque imperial, o la Zaragoza por el ataque francés, permiten pensar una vez más en el Madrid sitiado por el ataque franquista; pero al mismo tiempo, la rebelión que encarna la protagonista, y su obsesión por mantener «el crite-

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rio cerrado de los Comuneros» frente a la modernidad representada por Carlos I, resitúa en otro contexto histórico el proyecto nacional franquista de exaltación de los valores patrios y su obsesión por frenar la modernidad que había penetrado en España con la República. En su personaje se aúnan todos los valores morales y políticos que veíamos en todas las demás protagonistas. Ante la acusación popular de impureza, infidelidad y demencia, prevalecen el casticismo, la castidad y la lealtad a la patria; pero al mismo tiempo, su fidelidad a los Comuneros y su búsqueda de un matriarcado, basado en la generosidad y el perdón, la enfrentan a todo el sistema patriarcal. Por encarnar «el espíritu de la rebeldía española» y declarar su derecho a ejercer un matriarcado, muere castigada, al contrario que Agustina, que será galardonada con una medalla al mérito militar por el propio rey. Agustina nunca reivindica su labor política y militar como un logro «femenino» en su propio beneficio. Ella es sólo mediadora y su labor reinstaura la jerarquía patriarcal al rey. Una vez cumplida su misión permanece soltera/viuda (de luto) leal a la memoria de su novio muerto (simbólico de todos los muertos por la resistencia a la invasión extranjera). La Leona de Castilla, a cambio, propone una inversión del orden tradicional y se erige en líder de los Comuneros, rol que es contestado tanto por los propios Comuneros como por los defensores del rey. La locura, la rebeldía y el heroísmo femeninos son permitidos y reivindicados siempre que sean puestos al servicio de la nación. La mujer heroica podrá serlo siempre que se mantenga en su rol de mediadora, acompañante y facilitadora de la empresa militar masculina, siempre que siga siendo una «sombra de destino en lo universal» (Sánchez López 1990), delegando en última instancia su efímero protagonismo para recuperar el rol doméstico y maternal que le ha sido asignado o mantenerlo a través de la mitificación, la locura o la muerte. A partir de 1951, el franquismo entra en una nueva etapa; a la escena cinematográfica llegan directores independientes como Berlanga y Bardem, o incluso partidarios del Régimen como José Antonio Nieves Conde, con la propuesta de adaptar al cine español el modelo neorrealista italiano, mientras CIFESA y los directores afiliados a ella siguen insistiendo en cultivar el género folclórico y religioso. La feminización de la nación en escenarios imaginarios y estáticos, construidos a base de la acumulación y el disfraz para camuflar lo esencial, no encontrará ya un paralelo en toda la historia del cine español. La voluntad realista, defendida incluso

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por los sectores oficiales, contaminará inevitablemente la artificialidad del cine de posguerra. El cine musical folclórico se mantendrá aún en la década de los 50, siendo uno de sus productos más ejemplares El último cuplé de Juan de Orduña (1957) pero el drama histórico se dará por concluido tras el fracaso de Alba de América en 1951.

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TE DOY MIS OJOS: LA PINTURA COMO SUBTEXTO1 Cristina Martínez-Carazo University of California, Davis

El cine de Icíar Bollaín entabla un diálogo con la realidad en el que lo personal y lo público se entretejen para crear un texto comprometido con la problemática social de nuestro tiempo. Sus tres largometrajes (Hola, ¿estás sola?, Flores de otro mundo y Te doy mis ojos) centrados en la desorientación de la juventud actual, el fenómeno de la inmigración y la violencia doméstica respectivamente, trascienden la situación puntual de los entes de ficción para insertarse en el mapa de la existencia del tercer milenio. Te doy mis ojos, la película que aquí analizo, nace como indican la directora y su coguionista, Alicia Luna, de la voluntad de plasmar en imágenes los estadios de la violencia de género que quedan fuera de la mirada desatenta de la sociedad actual, lo que sucede entre los puntuales incidentes privados y los dramáticos finales que divulgan los medios de comunicación (suicidios, asesinatos, lesiones...). La plasmación de un fenómeno hasta ahora apenas representado en el cine español como es el caso de la violencia doméstica, responde, en opinión de Susan Martin Márquez a la intención de Bollaín de «represent women —as well as men— not as a largely homogeneous group with similar experiences and interests, but as tremendously diverse individuals, who are constantly engaged in the struggle to harmonize their own particular needs with the peculiarities of their local contexts» [representar a las mujeres —y a los hombres— no como un grupo homogéneo con experiencias e intereses

1 Texto inédito. Presentado en la sesión 41 del viernes 23 de febrero de 2007 en el marco de Cine-Lit VI en la Portland State University.

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similares, sino como individuos enormemente diversos, en constante lucha para armonizar sus necesidades personales con las peculiaridades de sus contextos locales] (2002: 269). La historia en este film gira en torno a la imposible relación de amorviolencia- dependencia entre Pilar, su esposo, Antonio y su hijo. La protagonista, víctima de las violentas reacciones de su marido, vive paralizada por el miedo, un miedo que anula su capacidad de reacción, un miedo que la mantiene atada a su infierno cotidiano. Por un lado carece de modelos con los que identificarse, ya que su madre, víctima también de una relación abusiva, defiende incondicionalmente la institución matrimonial y el orden patriarcal y la empuja a mantener su estatus de mujer casada. Por otro su hermana Ana, inmersa en una relación satisfactoria con un hombre que es la imagen invertida de Antonio, no logra entender la dinámica en la que Pilar vive inmersa y no sabe cómo sacarla de ella. A pesar de su incomprensión será ella quien indirectamente posibilite la desvinculación de Pilar del espacio doméstico facilitándole un trabajo como guía de arte. Será el contacto con el arte derivado de su trabajo el que le servirá a Pilar como instrumento para romper con su abusivo matrimonio y para reconfigurar su trayectoria vital. Uno de los grandes aciertos de Te doy mis ojos es recurrir al arte, a la pintura en concreto, para dar cuerpo al marasmo de sensaciones que experimenta Pilar, creando con ello un subtexto tejido de mitos, leyendas y abstracciones que se contrapone al texto matriz, anclado en la sórdida realidad de los personajes. Otro acierto es la elección de un modo de filmar no intrusivo que «nos deja observar un caso de violencia doméstica dentro de los contextos sociales y morales que prevalecen como lo normal en la sociedad contemporánea española» (Donapetry 2004: 265). Partiendo del cruce de estos dos textos visuales, el cinematográfico y el pictórico, pretendo explorar el paradójico efecto liberador de una serie de obras de arte que reflejan el círculo de opresión que la historia y la cultura han trazado alrededor de la figura femenina, la función que desempeña la pintura como catalizador de los sentimientos de la protagonista y la eficacia ética y estética de esta estrategia cinematográfica a la hora de acercarse al fenómeno de la violencia de género.2 El dolor, la exclusión, el control

2 Hasta 2004 no se perfiló legalmente la cuestión de la violencia contra las mujeres. El 7 de octubre de ese año se aprobó la Ley Orgánica de Medida de Protección Integral contra la Violencia de Género.

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masculino, la tiranía y el poder plasmados en estos cuadros proporcionan a la protagonista un punto de referencia para redirigir su existencia. El arte impregna la película tanto en lo que se refiere a las localizaciones como a la articulación del discurso, trascendiendo el aspecto meramente decorativo o anecdótico y convirtiéndose en eje argumental. Toledo, ciudad museo, adquiere un protagonismo inusitado como marco espacial y como referente cultural.3 Su estructura laberíntica y opresiva, el hermetismo asociado a sus murallas, el trazado angosto de sus juderías, el límite impuesto por el río Tajo y la falta de luz asociada a su abigarrado urbanismo constituyen el soporte perfecto para la historia. A su vez, el peso de las tres culturas que lastran la ciudad, la cristiana, judía y musulmana, funciona como telón de fondo de esta historia de opresión patriarcal. En estos términos explica la directora la cuestión: «Cómo mencionar si no es con una imagen a tantos hombres poderosos, reyes, nobles, obispos y papas que desde los cuadros que cuelgan en la sala Capitular de la Catedral nos recuerdan quién ha tenido el poder durante siglos, quién ha decidido cómo se tenía que vivir. Y cómo se tenía que sufrir, como la Dolorosa, cabeza baja, lágrimas contenidas» (Bollaín, 16). Serán así estas imágenes pictóricas y otras muchas (El entierro del Conde Orgaz, de El Greco, Orfeo y Eurídice y Las Tres Gracias de Rubens, Dánae de Tiziano, y una composición de Kandinsky) las que nos permitan vertebrar la evolución interior de los personajes, sus deseos, sus sueños y sus fobias dando cuerpo a la amplia gama de contradicciones asociada a la violencia. Situar la pintura en primer plano dentro del texto fílmico abre una reflexión sobre la compleja serie de miradas que atraviesan la diégesis. Por un lado la narración está focalizada a través de los ojos de la protagonista, por otro las múltiples miradas de los personajes funcionan como engarces de la sintaxis fílmica. Junto a esto los modos de ver y sublimar la pintura (como aliada por parte de la protagonista femenina y como rival por parte de su pareja) hacen de ella la clave de la historia. La mirada espectatorial se articula así en base a la empatía con la protagonista; la cá3 Isabel del Río, gran conocedora de Toledo y de su arte, abre su estudio sobre la Catedral de la ciudad con esta elocuente introducción: «Levantada como la más grande, entre siete colinas, y magistralmente inmortalizada por las pinturas del Greco (1541-1614). Su perímetro en forma de herradura lo demarcan el río y las murallas; del conjunto urbano destacan la silueta del Alcázar, a la derecha, la Catedral, en el centro, y los Jesuitas, a la izquierda; los tres poderes emblemáticos de esta ciudad y de otras tierras» (2001: 7).

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mara arrastra al espectador a mirar a través de sus ojos de modo que tanto el pavor asociado a los malos tratos como el placer derivado de la contemplación de la pintura se deslizan de la pantalla al público. Ya en una de las primeras secuencias de la película y de las más intensas se ven en un plano corto los ojos aterrados de Pilar a través de la ventanilla del portal de su hermana. Su marido le sujeta la cara entre las manos y le grita: «¡Mírame Pilar! ¡Mírame!». Esta mirada de espanto cambiará como un tornasol a lo largo de la película y en especial al dirigirse al arte funcionando en última instancia como instrumento susceptible de romper el círculo de terror que cierra la existencia de la protagonista. Una de las funciones clave que desempeña este repertorio pictórico es tender un puente entre la esfera pública y la esfera privada. El temor/amor que sujeta a Pilar al ámbito doméstico deja ver su primera fisura en el momento en el que decide entrevistarse para un trabajo como celadora en la iglesia de Santo Tomé. De paso hacia el despacho de su nueva jefa se detiene en la Sala Capitular de la Catedral cuyas paredes aparecen cubiertas, como antes se señaló, por retratos de personajes masculinos mal encarados. Acto seguido los ojos de Pilar se detienen ante la imagen de La Dolorosa de Luis Morales, cuya expresión funciona como prolongación metonímica de su propio estado de ánimo. Este primer contacto con la pintura determina por un lado el punto de partida de su trayectoria emocional y por otro el poder de la pintura como réplica de su estado de ánimo. La aceptación de este empleo supone un primer paso hacia la independencia emocional, una primera incursión en la esfera pública, hasta ahora monopolio de su marido. La mirada sufriente que exhibe la protagonista ante la imagen de la Dolorosa se transforma en fascinación frente a El entierro del Conde Orgaz. Atraída por la explicación que una guía de la iglesia da de este cuadro de El Greco, Pilar se detiene ante él y escucha entusiasmada sus comentarios. El dramatismo de la pintura y la superposición de un plano terrenal, monopolizado también por personajes masculinos agrupados en torno al entierro del señor de Orgaz, y de otro celestial, la subida de su alma al cielo, funcionan ahora como réplica de la escisión del personaje. Vida y muerte convergen en este lienzo que plasma simultáneamente lo terrenal y lo celestial.4 La muerte se muestra aquí como transición hacia una

4 Destaca Juan José Martín González en su análisis de El entierro del Conde Orgaz «la naturalidad ante el milagro» (1974: 14) como esencia del lienzo. Estos espectadores

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nueva vida, un renacimiento plasmado en la imagen del alma-crisálidaniño que, transportada por un ángel, llega al cielo para iniciar una nueva andadura preludiando la capacidad de Pilar para imaginar otra vida. La alusión de la guía a las actitudes violentas, a la tristeza y al realismo que El Greco aprende de su contacto con la cultura española sumada al mensaje de esperanza que encierra la obra, abre una vía de convergencia emocional entre el lienzo y su observadora que, como el espectador percibe, se siente transportada por la pintura de El Greco. La inmersión del personaje en el mundo del arte es inmediata, de modo que decide asistir a unos cursos de formación para guías de arte, un paso más en esta paulatina conquista del espacio público. El «viaje por el arte» que inicia Pilar abre paso al placer para ella y a la tensión para su marido. Al llegar a casa y comprobar que su mujer ha comido fuera con sus compañeras de trabajo se siente suplantado y traduce su frustración en amenazas, ofensas y zarandeos que desencadenan el terror de Pilar. Agazapada contra la pared respira entrecortadamente, paralizada por el miedo. «No sabes nada Pilar, no sabes hacer dos cosas a la vez, se te va la cabeza en tonterías» grita Antonio mientras sale de casa para dirigirse a la consulta de terapeuta. Su miedo a que Pilar conozca a otro hombre en el trabajo y se enamore de él desencadena esta vez los abusos físicos y verbales. Esta pervivencia de la retórica machista, anclada en la pasividad —inutilidad— que el sistema patriarcal atribuye a la condición femenina, emerge en la España del siglo XXI y desvela ante el espectador con toda su crudeza la pervivencia de modelos heredados. El verdadero riesgo de Antonio no radica en ser suplantado por otro hombre sino en serlo por el arte. Incapaz de captar el estado emocional de su mujer y sobrepasado por sus ataques de cólera no percibe que el arte y por extensión su asociación a la esfera pública, al espacio masculino y a la autonomía económica y afectiva suponen una amenaza mucho mayor que el riesgo de que Pilar encuentre un amante. Dada la conflictiva naturaleza de su matrimonio, su inseguridad, su educación convencional y su apocado carácter es poco probable que ella inicie una relación afectiva. Por el contrario el contacto con el arte, que no conlleva ningún tipo de trasgresión, proporciona una vía de escape legítima para la protagonista.

que no parecen maravillarse frente a lo sobrenatural dan coherencia a la fusión entre lo celestial y lo terrenal.

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En la secuencia siguiente vemos a Pilar con un libro de arte en las manos explicándole a su hijo un cuadro de Rubens, Orfeo y Eurídice. Su lectura del lienzo gira en torno a dos ejes: el amor de Orfeo hacia su esposa, asociado a la tristeza que le produce su muerte y la visión del infierno habitado por Plutón y Proserpina.5 De nuevo esta confluencia del amor y lo infernal no dista mucho de la relación de la protagonista con su marido. Como bien ha podido comprobar el espectador, Antonio es un ser poliédrico que alterna gestos de amor/deseo con reacciones violentas arrastrando a Pilar en este vaivén de sentimientos contradictorios.6 La obra de Rubens introduce así un subtexto mítico, basado en la asociación entre el placer y el sufrimiento, el amor y el dolor, que en gran medida reproduce los avatares de la relación entre Antonio y Pilar. El descenso de Orfeo a los infiernos para rescatar a su mujer y el hecho de perderla una vez que la recupera duplica las oscilaciones psíquicas de Pilar y Antonio. Antonio, como Orfeo, pierde, recupera y vuelve a perder definitivamente a Pilar, que después de haber abandonado su «infierno doméstico» accede a volver arrastrada por el juego de seducción que despliega su marido. La protagonista, llevada por su ingenuidad, no ha perdido la esperanza de regresar al «mundo de los vivos». Tendrá que pasar por un nuevo ciclo de abusos hasta ser capaz de romper definitivamente su relación matrimonial. En la misma dirección apunta el tema del cuadro que Pilar ha elegido para su debut profesional, Dánae de Tiziano. En él vemos a Dánae desnuda, de una palidez nacarada, tumbada en la cama, con la mirada vuelta hacia el cielo y con la boca ligeramente entreabierta, en una clara actitud de placer y abandono. El motivo de su goce es la presencia de Júpiter, que transformado en lluvia de oro acaba de poseerla. Este encuentro sexual entre ambos que rebosa erotismo se superpone a la situación de cautiverio que vive la princesa. Su padre, Acrisio, informado por un oráculo de que su nieto ha de matarle, decide encerrar a su hija

5 El mito de Orfeo es uno de los más ricos y complejos de la mitología griega. La ambigüedad que siempre ha envuelto la figura de Orfeo se hace patente en las múltiples identidades que se le han atribuido: músico, mago, poeta, héroe, etc... Por encima de esto flota su carácter trágico, especialmente afín a los personajes de Bollaín. 6 Como bien señala Icíar Bollaín en la introducción al guión, uno de los aspectos que querían plasmar en la película era que «los maltratadotes no lo son veinticuatro horas al día» y que la mujeres no son tontas como para estar con una persona que «sólo da leña» (2003: 15).

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en una torre de por vida para que nunca pueda concebir un hijo. Pero Júpiter, enamorado de ella, entra en la torre transformado en polvo de oro para consumar su encuentro sexual.7 Esta escena idealizada de la relación amorosa entre Dánae y Júpiter se proyecta en Pilar, que contagiada por el éxtasis erótico de Dánae, parece alejarse de la realidad y compartir el placer con la princesa. La transformación que se opera en ella por medio de la pintura es contemplada por su marido que, oculto en el museo, observa la presentación de su mujer. Antonio, inseguro fuera de los espacios que domina, la tienda y la casa, contempla atónito la transformación operada en su esposa al explicar el cuadro de Tiziano. Iluminada y embellecida por la luz que irradian el cuadro y el proyector, con los ojos brillantes y moviéndose graciosamente junto a la imagen de Dánae desnuda, emana una sensación de placer y serenidad similar a la del cuadro. La luz, «verdadero motor del arte moderno» (Borau 2003), como bien dice Calvo Serraller, inunda aquí la secuencia y envuelve al personaje, exponiéndolo a los ojos de los oyentes. Es aquí cuando Antonio confunde el lienzo, eje de la mirada de los visitantes del museo, con el cuerpo de su mujer que al lado del cuadro es para él un objeto de deseo, un cuerpo también para ser visto. El hecho de que Pilar encuentre satisfacción fuera de él y del espacio doméstico, le lleva a sentirse desplazado y a captar la pérdida de poder. La articulación del personaje femenino como objeto de la mirada y del masculino como sujeto, propuesta por Laura Mulvey se concreta en esta secuencia, en especial a los ojos del inseguro marido, que abrumado por el encanto que emana su mujer, transfiere imaginariamente su deseo al resto de los observadores y vive el momento como una usurpación de su esposa. Nada más lejos de la intención de la protagonista que utilizar su protagonismo visual como arma de seducción. Ni ella explota su magnetismo ni el público da muestras de registrarlo; es sólo la mirada del marido la que acota un espacio de seducción ajeno a la voluntad de su esposa y de sus oyentes. Pilar, en uno de sus encuentros sexuales con Antonio, le dio sus ojos, pero no los del público espectador, que con la mirada le arrebata su objeto de deseo y le obliga a compartirlo. El complejo entramado de 7

Se ha destacado en este cuadro el dualismo de la existencia reflejado en la presencia de dos personajes en apariencia opuestos. Dánae, luminosa, de cara al espectador, seductora y seducida, femenina y la sirvienta, oscura, de espaldas, rodeada de nubes tenebrosas, avara, masculina. Para un análisis detallado del lienzo ver Zuffi 1996 y Panofsky 1989.

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miradas que aquí se activa (Pilar mira al cuadro, los oyentes miran a Pilar y a la obra de Tiziano, Antonio mira a su mujer y fantasea sobre la mirada que los espectadores proyectan en ella) obliga al espectador a centrarse en el protagonismo de los ojos. Pilar, «metafóricamente ciega[s] y anclada en el tropos de femenino de la mutilación y de la sumisión eterna» (Zecchi 2006: 123), indefensa a causa de su ceguera real y simbólica, va recuperando su capacidad de ver y de ser vista a partir del contacto con la pintura. La exteriorización del placer/felicidad por parte de Pilar reactiva los celos, la cólera y la ansiedad de Antonio que atrapado en su propia infelicidad no soporta la idea de ver a su mujer simultáneamente como objeto y como sujeto de la mirada. Ella se muestra ahora a los ojos de los visitantes como una mujer feliz, segura de sí misma, entusiasmada con su trabajo, desinhibida, capaz de hacer bromas «eróticas» (comenta que Dánae parece encantada con el polvo de oro) amenazando con ello la precaria estabilidad de Antonio. Esta reflexión sobre la mirada espectatorial —la mirada de los visitantes del museo, la de Antonio sobre Pilar, la de ella sobre el cuadro y la de los espectadores cinematográficos— proyecta al infinito el protagonismo del acto de mirar. En la mirada convergen dos sustratos emocionales contradictorios, uno asociado al control, placer y seducción, correspondiente a Pilar y otro a la exclusión, desplazamiento y suplantación, correspondiente a su marido. Incapaz de aceptar la presencia de su mujer en la esfera pública, fuera del círculo restrictivo que él ha dibujado, Antonio sale encolerizado del museo, intenta localizarla sin éxito y se dirige enajenado al despacho del terapeuta para comunicarle que su mujer le engaña. Al preguntarle el terapeuta el motivo de dicha acusación responde: «Porque lo sé coño, porque se lo veo en la cara, en los ojos, porque está distinta. Mira, si no me engaña ahora me va a engañar...». El miedo, paralización, inseguridad que con tanto ahínco ha sembrado en Pilar se desvanecen ante el cuadro de Tiziano, que le devuelve al marido una imagen opuesta a la que él con tanto empeño construyó. A pesar de su absoluta ignorancia en materia de arte, Antonio intuye la amenaza que supone para él la pintura. «Su sentimiento de exclusión —y de inferioridad— ante el contacto de ella con la alta cultura, representada por la pintura y la mitología» (Cruz s.f.: 6) intensifica su miedo a perderla. Desbordado por la situación verbaliza el problema ante su terapeuta en estos términos: «Cualquier día se encuentra con uno de esos

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soplapollas que van a los museos, se ponen a hablar de sus chorradas... Y si Pilar se enamora de otro y se va... ¿Qué me queda a mí? ¿Eh? ¿Qué me queda?». Pilar se va fundiendo paulatinamente con la pintura, deslizándose emocionalmente del mundo de lo concreto al mundo del mito. Un mito que lejos de suplantar a la realidad la autentifica en la medida en que da relieve a una nueva mujer, susceptible de romper su dependencia afectiva y de deslizarse del ámbito de lo privado al de lo público. Ahora es capaz de fijar la mirada en un objeto/espacio ajeno al de la domesticidad, de dejar de mirar el mundo a través de los ojos de su marido, de distanciarse de él atraída por algo que él no percibe. Como apunta Linda Gould Levine «By personalizing the mith and implictly adding her own subjectivity to Titian’s painting, Pilar avails herself of conflicting aspects of her identity that had previously remained separate: the victim of domestic violence and the authorized tour guide» [al personalizar el mito y añadir su propia subjetividad al cuadro de Tiziano, Pilar reconcilia aspectos conflictivos de su identidad que habían permanecido separados hasta ese momento: el de víctima de la violencia domestica y el de experta guía de arte] (2007: 10. Traducción mía). Esta fusión de la violencia con su nuevo papel de guía converge en una composición de Kandinsky. En esta secuencia Bollaín maneja magistralmente el juego de colores y sentimientos al encadenar el color rojo del cuaderno en el que Antonio vuelca sus sentimientos negativos con el rojo del cuadro de Kandinsky. Pilar aparece ahora describiendo dicha pintura a partir de la asociación entre los colores y la música. «Los colores suenan como las notas, y se repiten como en una melodía, tres amarillos, dos azules y otra vez amarillo y un silencio, blanco... el blanco no suena, no duele... Si podemos escucharlos también los sentiremos... El verde es equilibrio, el azul profundidad, el violeta, miedo...» Y este violeta asociado al miedo se encadena con el agua del Tajo y con el encuentro de Pilar con Antonio a la orilla del río. Los sentimientos que rigen su vida familiar, el miedo y el dolor, se funden/confunden con los colores del cuadro y con el placer que para ella supone el encuentro con la pintura. Acto seguido Pilar le comunica a su esposo su decisión de ir a Madrid por motivos de trabajo. La reacción colérica de Antonio no se hace esperar. A gritos, pregunta: «¿Qué es lo que quieres, Pilar, marcharte? Pues vete, coño, vete de una puta vez, no me comas la cabeza y ¡¡lárgate!!». A partir de ahora Pilar va distanciándose emocionalmente

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de su marido. El punto de inflexión en este cambio coincide con una conversación con su madre en la que le reprocha el haber soportado ella también los abusos de su marido. Más que una conversación se diría que mantiene un monólogo consigo misma; al verbalizar el problema toma conciencia de su propia realidad. A continuación se muestra en la pantalla la única escena de violencia visible en el film. Pilar se arregla con especial esmero para ir a guiar la exposición de Madrid mientras Antonio, encolerizado, interpreta este gesto como un deseo de ser mirada: «Mentirosa... ¿No es eso lo que haces [exhibirte] cuando enseñas tus cuadros? Pasearte por allí, caminar arriba y abajo mientras que te siguen, eso es lo que te enrolla ¿no? que vean lo guapa que eres, que te miren las piernas y el culo». Acto seguido, ya fuera de sí, emite una serie de comentarios sobre la pintura, fuera de tono, que subrayan el absoluto desencuentro entre él y su mujer. La dimensión mítica y estética que Pilar subraya en la Dánae de Tiziano se reduce para Antonio a «la historia esa del dios que echa un polvo» y de la empatía de las Tres gracias de Rubens, cuya imagen arranca bruscamente de un libro de arte, sólo quedan unas «gordas en pelotas, diosas de la menopausia, celulíticas etc.»... A la luz de este discurso pedestre y de la cólera acumulada no sorprende que se desencadene este ataque de violencia. Antonio desnuda bruscamente a Pilar, la arrastra a la terraza, la golpea contra el cristal y por fin la suelta. La lógica en la que se engendra esta agresión se explica a la luz de la siguiente afirmación de Laura Mulvey: «The woman as icon, displayed for the gaze and enjoyment of men, the active controlers of the look, always threatens the evoke the anxiety it originally signified» [la mujer como icono, mostrada para ser mirada y disfrutada por los hombres, controladores activos de la Mirada, siempre amenaza con evocar la ansiedad que originalmente significa] (1989: 21). El modo de paliar esta ansiedad por parte del hombre es «the devaluation, punishment or saving of the guilty object» [denigrar, castigar o salvar al objeto de culpa] (1989: 21), tres reacciones que le permiten al hombre recuperar el control. A raíz del incidente ella va a denunciarlo a la policía donde un personaje poco empático, extrañado de no ver marcas de daño físico, le pregunta dónde le agredió su marido. Desarmada por la situación y por el absurdo diálogo responde: «No tengo nada...por fuera...es por dentro...Lo ha roto todo... Todo.... Lo ha roto todo, todo, todo...». Lo único que ha roto físicamente es un libro de arte y con él como bien indica Pilar, destruye

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simbólicamente todo: sus sueños, sus proyectos, su entusiasmo profesional, su proceso de independencia y su entrada en el espacio público.8 Pero de esta destrucción brota la reconstrucción ya que esta última agresión la distancia definitivamente de su esposo. Ni la promesa de cambio ni el pseudo-intento de suicidio de Antonio frenan la determinación de Pilar de abandonarlo. Acompañada por sus compañeras de trabajo, vuelve a casa, recoge sus limitadas pertenencias y tras mirar a su marido por última vez, deja el apartamento. Desde arriba él observa cómo las tres mujeres, réplica metafórica de Las tres gracias de Rubens antes mostradas, (solidarias y compenetradas), se alejan y cierran el film. El guión incluye una última secuencia en la que Pilar aparece en el Museo de América de Madrid describiendo un cuadro de la expulsión de Adán y Eva del paraíso. Esta clara alusión a su experiencia matrimonial resulta en cierto sentido redundante, de modo que su eliminación no resta nada al filme. La fuerza ideológica de la película y su valor como ejemplo paradigmático del compromiso entre la ética y la estética, deriva en gran medida de las técnicas discursivas que pone en juego la directora y en especial de su uso de la pintura para armar esta historia. Como bien indica Giulia Colaizzi: «La atención teórica al cine como práctica significante, como lenguaje, como espejo que en vez de reflejar simplemente, refracta luces o imágenes de mujeres, abre un campo de intervención y de cambio» (1995: 11). La pintura cala en el texto fílmico y lo impregna, estrechando en el proceso la relación entre los personajes y el arte, entre el texto base y el subtexto pictórico y abriendo un espacio social/público para la mujer fuera del control patriarcal. La protagonista anuda ambas construcciones visuales, la que pertenece al ámbito de lo real dentro del filme y la que pertenece al mundo del arte y minimiza en el proceso la distancia entre la realidad y el deseo. Por medio de la pintura el personaje rompe el muro de la domesticidad para instalarse en el espacio público, un espacio que en principio le estaba vetado. Un espacio que se ha ido haciendo reconocible a partir del contacto con la pintura. Mirar la pintura le ha dado otros ojos, unos ojos que le permiten 8

Sarah Projansky alude a un documental Update Brazil: Women’s Police Stations que subraya la necesidad de crear servicios policiales dirigidos por mujeres para tratar asuntos como la violación y la violencia de género. El extrañamiento y la falta de empatía que experimenta Pilar al denunciar los abusos de su marido a un policía plasman claramente el distanciamiento entre la víctima y el representante de la ley (2001: 201).

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ver, unos ojos que no miran a través de los de su marido, unos ojos que en definitiva le llevan a verse a sí misma. En este contexto y en este circuito de miradas adquiere todo su sentido el comentario final de Pilar: «Tengo que verme... no sé... no sé quién soy Ana... Llevo mucho tiempo sin verme... Es como que... cuanto menos te miras tú, más te ves en él... No te lo puedo explicar...». Verse implica reconstruirse a sí misma, recuperar sus ojos, esos ojos que como bien indica el título le dio a su marido en señal de entrega. La eficacia del texto radica en el uso de unas formas de interpelación que, tomando la pintura como hilo conductor, inscriben al espectador en la historia y le obligan a reflexionar sobre un problema constante en la sociedad actual. Más allá del protagonismo que ha cobrado la violencia de género en lo medios de comunicación el texto de Bollaín contribuye a subrayar uno de los objetivos clave del cine femenino: hacer visible lo invisible. Si como bien señala Annette Kuhn es fundamental «reiterar el carácter central del momento de la recepción en la construcción de significados» (1991: 30) podemos concluir que Te doy mis ojos llega al espectador en un momento en que la violencia doméstica ocupa una posición central en los discursos políticos y sociales de la España del siglo XXI.

BIBLIOGRAFÍA BORAU, José Luis (2003): La pintura en el cine. El cine en la pintura. Madrid: Ocho y Medio. BOLLAÍN, Icíar; Alicia LUNA (2003): Te doy mis ojos. Guión cinematográfico. Madrid: Ocho y Medio. CRUZ, Jacqueline (s. f.): «Amores que matan: Dulce Chacón, Icíar Bollaín y violencia de género». En: . COLAIZZI, Giulia (1995): Feminismo y teoría fílmica. Valencia: Ediciones Episteme. DONAPETRY, María (2004): «Ciudadana Dolorosa: Aproximaciones teóricas a la violencia contra la mujer». En: Género y violencia en la cultura hispana contemporánea. La nueva literatura hispánica, 8-9. Valladolid: Universitas Castellae/The Manchester Metropolitan University, pp. 247-266. GOULD Levine, Linda (2007): «Saved by Art: Entrapment and Freedom in Icíar Bollaín’s Te doy mis ojos». En: Christina Henseler; Randolph Pope (eds.): Generation X Rocks: Contemporary Peninsular Fiction, Films, and Rock Culture. Hispanic Issues. .New York/London: Routledge.

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CINE, HISTORIA, HOMOSEXUALIDAD: LEJOS DEL CIELO DE TODD HAYNES (2002) Y LA MALA EDUCACIÓN DE ALMODÓVAR (2004)1 Paul Julian Smith University of Cambridge

En su excelente libro de 2003 Redada de violetas: La represión de los homosexuales durante el franquismo, Arturo Arnalte narra la historia de Emilio y Antonio, dos malagueños de 18 años, que habían huido a Barcelona y fueron encarcelados por homosexualidad en 1970: [...] los presos tenían dos momentos de convivencia sin distinción de especialidad: la misa y el cine. Eran las dos ocasiones más solemnes de la vida tras las rejas, pues eran los momentos en que se juntaban todos, las dos únicas ocasiones semanales para socializar, entablar alianzas y por supuesto ligar a base de miradas y trasvase de notas escritas. En la cárcel Antonio se enamoró de un joven gallego que había visto antes en libertad y al que volvió a encontrar entre barrotes. Para llamar su atención se maquillaba de forma rudimentaria con los medios a su alcance. El colorete de las mejillas salía de la pasta de dientes marca El Torero, cuyo rojo cereza se esparcía por las mejillas con los dedos. El contorno de ojos se realzaba con un sucedáneo del rímel, que se fabricaba quemando con un mechero el plato de aluminio de la comida... A una sesión de cine [Antonio] trató de acudir maquillado y con una camisa entallada transparente, con cuello de puntas largas... Cuando el funcionario le vio presentarse de esa guisa, le arrastró a las duchas y le hizo lavarse y cambiarse a bofetadas (11-12).

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Publicado anteriormente en Archivos de la Filmoteca, 54 (octubre 2006), pp. 98-

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En la introducción a su libro Arnalte escribe con admirable reticencia: «La homosexualidad no es una situación cómoda bajo una dictadura» (XXIII) Cito esta historia no sólo porque muestra la valentía de un hombre gay bajo circunstancias muy duras, sino porque sugiere la íntima relación entre homosexualidad y cine: con la misa, el cine es la ocasión más solemne de la vida del preso, dadas las posibilidades que ofrecía para la convivencia, la sociabilidad e incluso el amor. Unos 35 años más tarde, el cine homosexual (el cine hecho por y para las lesbianas y los gays) parece estar plenamente establecido. El último festival de cine queer en San Francisco (el vigésimo octavo) exhibió no menos de 260 películas, originarias de veinte países. El festival de Barcelona acaba de celebrar sus diez años. A pesar de todo, parece que hay poca tradición y continuidad en la producción. En San Francisco hubo una sesión especial acerca de la película lésbica Go Fish, valiente filme de bajo presupuesto realizado hace diez años por Rose Troche. Pero la celebración sirvió más bien para subrayar la poca influencia que había ejercido esa película y el eclipse definitivo del llamado new queer cinema estadounidense de los 90. En España también las comedias post-almodovarianas algo chillonas de una época (Más que amor frenesí; Perdona, bonita, pero Lucas me quería a mí) no han llegado a producir ninguna tradición duradera de cine gay. Si pensamos en el ámbito universitario e intelectual vemos una semejante situación de empate. En EE. UU., sobre todo, la llamada queer theory se ha establecido de forma definitiva. Aunque son pocos los programas de estudios queer formalmente constituidos, apenas si hay universidad prestigiosa que no ofrezca algún curso en esta área. Las aportaciones de los estudios queer se han difundido hasta la saciedad: que la homosexualidad no es naturaleza sino invención de la sociedad burguesa del siglo XIX; que, por consiguiente es necesario, emprender una rigurosa crítica o subversión de la identidad, tanto hetero como homosexual; y que el género y la sexualidad son performances, actuaciones lingüísticas o interpretaciones teatrales de papeles que no son causas sino efectos del comportamiento social y sexual. El género, nos dicen, no es ontológico sino discursivo, no es esencia sino construcción. Este catequismo queer, iniciado en 1991 con el libro de Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversión of Identity, ha llegado a España. Hace cinco años en unas jornadas en Alcalá de Henares llamé la atención hacia tres ausencias en los estudios lésbicos

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y gays en España, comparados con la misma disciplina en Gran Bretaña y en EE. UU.: la ausencia de teóricas mujeres que ejercen la teoría queer, la falta de autorización de la nueva disciplina y la falta de estudios sobre cultura española (catalana, vasca, gallega). Ha sido un gran placer observar cómo estas ausencias han ido llenándose: ahora existen investigadoras con contribuciones importantes a los estudios queer (entre ellas la Dra. Beatriz Suárez Briones). Aunque queda todavía lo que se denomina un «techo de cristal» para los que se dedican al tema en las universidades españolas, siguen aumentando los cursos y jornadas en instituciones tan distintas como lo son las universidades de Vigo, Sevilla, Alcalá, León, la Autónoma de Madrid y la UNED. Y aunque especialistas queer en España tienden a dedicarse a la filología inglesa, cada vez son más numerosos los estudios dedicados a la cultura y a la historia gay española. Sin embargo existe una corazonada: que la teoría queer en EE. UU. ha perdido ímpetu intelectual y se ha distanciado demasiado de la vida cotidiana. Es notable que la teoría queer no haya anticipado el debate sobre el matrimonio homosexual, que rápida e inesperadamente se ha hecho central para la política gay. Judith Butler, por ejemplo, sigue descalificando el tema, tachándolo de asimilacionista o integracionista y equiparándolo a la lucha por la integración de los gays en las fuerzas armadas (contingency). Los teóricos se han visto marginados del problema más urgente de la vida cotidiana. Tales preocupaciones surgen igualmente en España. En una entrevista en Zero, Beatriz Gimeno, presidenta de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales, ella misma profesora en el curso de estudios queer de la UNED, dice: La teoría queer como teoría y campo de estudios me parece muy valiosa; sus aportaciones teóricas son imprescindibles, pero a veces parte de esa teoría, sus críticas a la identidad por ejemplo, parece ir en contra del activismo tal como lo entendemos. Y eso puede desmovilizar.

La tensión entre teoría y práctica, sempiterna y raramente productiva, se ha intensificado en los últimos años. En cuanto al cine, es importante notar que, a diferencia del feminismo, la teoría queer no ha hecho una contribución decisiva a los estudios fílmicos (Hanson). Se ha hablado mucho de las deficiencias del modelo feminista, que insiste en la diferencia sexual como fundación del apara-

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to cinematográfico sin considerar la posibilidad de una mirada gay o lesbiana; pero los trabajos teóricos gays han tenido poca influencia. Y en su diccionario de cultura gay Para entendernos, libro fundamental para la síntesis de estudios gays anglosajones y cultura española, Alberto Mira llega a proponer que el vínculo socio-histórico entre homosexualidad y cine ya se está disolviendo: La mirada del hombre o la mujer homosexuales podía deleitarse impunemente en los rostros y los cuerpos de los actores, estableciéndose una especie de comunicación secreta entre imagen y mirada. El cine ofrecía una posición privilegiada para el voyeurista así como modelos de identificación para otros individuos. También respondía a la mirada camp: la adoración de las estrellas se tiñe de ironía cuando somos conscientes de la distancia entre la imagen que se proyecta y la persona, cuando abandonamos la identificación incondicional y empezamos a valorar el exceso de sentimientos, maquillaje, trama y guardarropa... En algunos casos estas imágenes chillonas y delirantes llegaron a sustituir en el imaginario de individuos que se sentían oprimidos (tanto mujeres heterosexuales como hombres y mujeres homosexuales) una realidad que no les aceptaba y que siempre parecía pobre en comparación. Hoy la relación entre cine y homosexualidad es menos necesaria: el cine no es más que uno de los posibles campos de batalla donde se produce la representación homosexual. Desde una perspectiva política, importa cómo se nos representa en el cine, que todavía constituye una arcadia del deseo, pero una situación social más tolerante hace que no se trate de un lugar privilegiado. (182-183)

Mira bosqueja las líneas de una historia del espectador o público gay que queda por hacer. Y quisiera proponer en este trabajo que es por medio del análisis e investigación histórica que podríamos salir del callejón sin salida en el que tanto la teoría como el cine queer parecen haber entrado. De hecho, los estudios históricos, algunos recientes, matizan o incluso contradicen los presupuestos teóricos establecidos. El descubrimiento del diario íntimo de una lesbiana inglesa del siglo XVIII, publicado bajo el título significativo I Know My Own Heart, sugiere que el o la homosexual no fue invención del siglo XIX. La minuciosa historia de Gay New York de George Chauncey revela que entre 1880 y 1920 los homosexuales neoyorquinos también gozaban de una identidad no sólo experimentada subjetivamente sino reconocida objetivamente en la prensa y la sociedad general. Por consiguiente, la vida gay como fenó-

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meno abierto y visible no empezó como se suele decir con la rebelión de Stonewall en 1969. En último lugar, un estudio de Billy Haines, estrella injustamente olvidada del cine mudo hollywoodiano, da muestras de las posibilidades de expresión homosexual en el cine de los 20. De hecho, Billy Haynes, el llamado wisecracker o bromista, se negó definitivamente a presentarse como heterosexual a lo largo de su carrera. Ya he citado algunos estudios españoles de la historia homosexual: la emocionante Redada de violetas, que recupera la historia penosa pero valiente de los gays bajo la Dictadura, y las obras de Alberto Mira, especialmente De Sodoma a Chueca: Una historia cultural de la homosexualidad de España en el siglo 20. Mira identifica y estudia críticamente unas estrategias de la crítica homófoba que se han utilizado para marginar tanto el tema de la homosexualidad en la literatura española como el estudio del mismo. Son tendencias de rancio abolengo, pero, desgraciadamente, de sorprendente actualidad. La primera es la invisibilización: el crítico simplemente se niega a mencionar el contenido gay de una obra (como lo hace la editora de El público de García Lorca). La segunda es la universalización: el crítico propone que la poesía de Cernuda, por ejemplo, no habla del homoerotismo, sino del «amor en general» (252). La tercera, y más reciente, es una caricaturización de los oponentes: el crítico proclama que, a diferencia de los estudiosos queer, él no es reduccionista, ni cree que la homosexualidad en sí tiene valor estético. Esta última es la estrategia de Miguel García Posada, crítico literario de El País. Claro está que ningún especialista en estudios queer ha dicho tal cosa. La estrategia sirve, como las otras, para descalificar a los estudios queer. Como veremos más abajo, estas técnicas, muy usadas en el contexto poético de la generación del 27, siguen estando vigentes para el cine actual, tanto entre cineastas como críticos. En este artículo trataré a continuación dos recientes películas de temática gay, Lejos del cielo (Far from Heaven) del norteamericano Todd Haynes y La mala educación de Pedro Almodóvar. Lo que me llama la atención es que los dos filmes recurren al pasado y a la memoria histórica para explicar o explorar el presente. Son casos únicos en el cine actual, ya que en el ámbito anglosajón el regreso al pasado normalmente se da en el contexto del llamado heritage cinema (cine de patrimonio), que suele echar un vistazo nostálgico a las grandezas históricas (Higson); y en España el tema de la homosexualidad se ha identificado

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fuertemente con la modernidad, en las comedias urbanas pre y pos almodovarianas. Voy a sugerir que las películas de Haynes y Almodóvar implican tres clases de historia: una historia social, que es la de la representación de la homosexualidad, una historia discursiva, que es la del silencio obligatorio y una historia estética, que es la de la relación del público gay con el cine mismo. Todd Haynes es un conocido cineasta independiente originalmente identificado con el new queer cinema. Su primer largometraje fue Poison de 1991, trilogía de temática gay masculina. Se estableció con Safe (1995), inquietante drama acerca de una mujer (Julianne Moore) asediada por una enfermedad misteriosa. A continuación realizó Velvet Goldmine (1998), ambientada en el Londres del glam rock y enfocada en un cantante bisexual tipo David Bowie. Como Almodóvar, entonces, Haynes es un director identificado tanto con los temas gays como con el tema de la mujer, elementos que se funden en el interés común de los dos por un género ya histórico: el melodrama. Con Lejos del cielo, la película que le ha conseguido el máximo interés de la crítica y del público, Haynes ha querido reproducir minuciosamente un melodrama de los cincuenta al estilo de Douglas Sirk, introduciéndole un tema silenciado en esa época, la homosexualidad. Al parecer ha logrado algún interés por parte del público gay español, ya que Julianne Moore fue premiada como mejor actriz principal en los premios concedidos por la hoja de Internet, gente.chueca.com). La sinopsis oficial española de la película reza así: Es el invierno de 1957. Los Whitakers (sic), el típico retrato de una familia de los barrios residenciales, viven en Hartford, Connecticut. Su vida cotidiana está caracterizada por la etiqueta, los eventos sociales, el deseo de seguir el ritmo de los que les rodean y a los cuales observan cuidadosamente. Cathy Whitaker es ama de casa, esposa y madre. Frank Whitaker es el cabeza de familia, esposo y padre. Tienen dos hijos... Según se nos va presentando la historia, el mundo original de Cathy se va transformando. Sus relaciones con el jardinero, su mejor amiga, y su criada reflejan los trastornos en su vida. Cathy se encuentra ante diferentes situaciones que esparcen los cotilleos por su comunidad y cambian varias vidas para siempre (La butaca).

Es llamativo el silenciamiento del tema gay en esta sinopsis, ya que la trama principal del filme es la de la salida del armario del marido de

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Kathy, la cual no provoca trastornos universales sino muy específicos. Y la crítica española ha enfatizado esta invisibilización. El recién desaparecido Ángel Fernández Santos describió Lejos del cielo como «una bonita metáfora preciosista del racismo». Es cierto que ese tema es evidente en la película (la protagonista experimenta una pasión imposible por el jardinero negro). Pero Fernández Santos no sólo oculta el tema gay, sino que critica duramente a la película por mencionar algo que él ni se atreve a nombrar: «todo lo que en el cine de Sirk era ocultado y sugerido delicadamente mediante magistrales elipsis, ahora es explicitado y atrapado en la evidencia de la imagen». Sin embargo la verdad es que Haynes no es nada explícito. Conforme con los límites del género y de la época, fielmente recreados por Haynes, apenas sí vislumbramos unos breves besos entre hombres. De hecho Haynes recurre a la elipsis en muchos momentos dramáticos, tales como el primer encuentro entre el marido y el chico que será su novio en una habitación de hotel. En cambio, lo que sí nos ofrece Haynes son dos aportaciones muy valiosas: un repertorio de imágenes históricas de la homosexualidad y una representación del silencio, no como coartada de los que intentan todavía ningunear a los gays, sino como necesidad y obligación en un momento histórico. Por consiguiente Lejos del cielo nos da acceso al sórdido bar de homosexuales al que acude el marido; y también a la internalización del discurso médico de la época por parte del mismo personaje: «Estoy seguro de que esto es una enfermedad porque me hace sentir despreciable». Son imágenes ya clásicas de la marginación y el auto-odio. En segundo lugar Haynes tematiza el silencio de forma consciente. Como dice él mismo: «En el melodrama clásico los personajes se quedan extrañamente callados, no articulan lo que ven ni lo que aprenden. Sólo queda un espacio a llenar con música, color, o movimientos de cámara» (Farrée). De ahí que la recreación minuciosa de una cinematografía de otra época no es «preciosista», sino más bien sugiere la relación implícita y cómplice de un público gay y tal vez femenino con una práctica histórica del cine, el melodrama de los 50. Y al introducir pequeñas fisuras anacrónicas en su simulacro cinematográfico (el tema de la homosexualidad, por discretamente que se trate; una palabrota indecible en la época) Haynes nos invita a contemplar la relación del pasado y el presente, a la vez tan lejana y tan cercana. La supuesta inocencia de aquel momento histórico es nada más que aparente: «Imponer ante la aparen-

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te inocencia de los años 50 temas tan volátiles como el racismo y la sexualidad es como revelar lo volátiles que esos temas siguen siendo hoy en día, y lo que tiene en común nuestro clima actual de complaciente estabilidad con esa era del pasado». El caso de Almodóvar es tal vez más complejo, como lo es formalmente su película. Como ya es sabido, La mala educación es la primera película histórica de Almodóvar y la primera después de La ley del deseo en centrarse en amores masculinos. Sin embargo no es nada sorprendente ver el uso de las coartadas de invisibilidad y universalidad en los discursos que engloban la película. De ahí la sinopsis corta oficial: Dos niños, Ignacio y Enrique, conocen el amor, el cine y el miedo en un colegio religioso a principio de los años 60. El Padre Manolo, director del colegio y su profesor de literatura es testigo y parte de estos descubrimientos. Los tres personajes vuelven a encontrarse dos veces más a final de los años 70 y en el 80. El reencuentro marcará la vida y la muerte de alguno de ellos (Clubcultura).

Nótese que los protagonistas «conocen el amor» en general, y no el amor muy específico, y sobre todo en ese sitio y en esa época, de un chico por otro. La sinopsis larga, autorizada por el mismo Almodóvar, también peca de reticente: al falso Ignacio adulto (Gael García Bernal) se le llama «el compañero de colegio» de Enrique. En cuanto a éste, el personaje principal y homosexual, su sexualidad tampoco se especifica. Y como en el caso de La ley del deseo, Almodóvar recurre al argumento que su filme no es una película de homosexuales sino de hermanos y del «sentimiento de la fraternidad» (clubcultura). Esta universalización llega a su cumbre en la crítica del ya mencionado Ángel Fernández Santos, en la que es imposible ni adivinar el tema de la película: «Hay que ir directamente al grano. Y en cine, el gran cine, el grano es el hombre». Incluso alaba las «imágenes-iceberg» de Almodóvar («una zona oscura no visible») y su «juego de elipsis» y «territorio poético del enigma» («La perversidad»). Jordi Costa en Fotogramas también comenta y elogia la maestría de Almodóvar que, en esta caso, «ha logrado trascender sus referentes». Costa cita una frase del diálogo: «Parece que todas las películas hablen de nosotros», juzgando que La mala educación ciertamente «es una de esas películas que hablan de nosotros. De cualquiera de nosotros» (Clubcultura: Críticas).

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Lo que calla el crítico es que esta frase la dice un ex-sacerdote pedófilo a su joven amante al salir de un festival de cine negro. Por consiguiente se trata de un contexto muy especial que muy pocos de «nosotros» habrán experimentado. La mala educación, como Lejos del cielo, nos incita a meditar sobre el silencio como fenómeno histórico (en este caso el silencio violento dictado por el cura abusivo) y sobre las relaciones de identificación y de deseo de un público no heterosexual a la tradición cinematográfica. De hecho, según el director mismo, hay un paralelismo explícito entre estas dos vertientes: El relato [de Ignacio] se inspira en la infancia de ambos en el colegio, sus problemas con los curas... la represión, el fútbol, la hipocresía, la deformación del espíritu, los acosos, las misas en latín... etc. Paralelamente también narra un descubrimiento esencial para los dos niños, el cine: Sara Montiel, Hércules, Desayuno con diamantes, ‘Moon River’, Johnny Guitar, etc. (La higuera)

Conforme a los estudios históricos de Alberto Mira, entre cine y homosexualidad existe (o tal vez ha existido) un vínculo privilegiado. También nos presenta Almodóvar un repertorio de imágenes históricas de la homosexualidad: de la Dictadura, de la Transición, y de la democracia. La figura de Enrique-adulto, algo serio cuando no frío, evoca el impulso normalizador de los 80, combinado con algo del hedonismo de la «movida». Para Mira la transición fue «la era del travesti», y esta figura algo problemática para la cultura gay es evidente tanto en el Zahara de García Bernal como en la Paca de Javier Cámara. Lo más inquietante de La mala educación es la presencia del cura pedófilo, aparente imagen de la homofobia de antaño. Y es notable que la película no insiste en la diferencia entre pedófilo y homosexual. En La visita, Ignacio-Zahara riñe al padre Manolo, diciéndole que a un niño de diez años no se le ama, se le acosa o abusa. Pero el Sr. Berenguer (el mismo personaje que el padre Manolo en otro momento de la película) se enamora de Juan, hermano de Ignacio, un adolescente nada efébico, e incluso fornido. El ambicioso Ignacio por su parte no tiene orientación sexual. Según el propio Almodóvar puede «seducir y acostarse con hombres y mujeres según su conveniencia». Como tantas veces en el cine de Almodóvar el deseo no tiene límites, y se trata más bien de tránsitos utópicos entre una condición y otra: niño y adulto, hombre y mujer, hetero y homosexual.

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No es casual que en EE. UU. e Inglaterra Almodóvar haya tenido tanto protagonismo dentro de los estudios queer. Porque, como ya hemos visto, la teoría queer de la construcción de la homosexualidad, de la subversión de la identidad, y de la performance está caracterizada también por el tránsito: el movimiento de las personas entre diferentes opciones y orientaciones. Es probable que sea una tendencia que, como ya advirtió Beatriz Gimeno, no ayude mucho en las batallas cotidianas y luchas colectivas. Sin embargo la investigación teórica no puede reducirse a los objetivos políticos del momento, por transcendentes que sean; y tampoco el cine puede limitarse a la transmisión de imágenes positivas en las que nos vemos reflejados tal y como quisiéramos ser. El cine se compone más bien de un complejo entramado de identificación y deseo, de música, color y movimientos de cámara que nos hablan de representación, de silencio e (implícitamente) del público mismo. Si conseguimos eludir las trampas de la invisibilización y universalización, podremos explorar el cine como arcadia del deseo: social, discursivo y estético. Es una invitación que nos ofrecen, de forma algo parecida, las dos películas de Haynes y Almodóvar tratadas en este trabajo.

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CINE, HISTORIA, HOMOSEXUALIDAD

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ETA Y EL NACIONALISMO VASCO EN EL CINE1 Jean-Claude Seguin Université Lumière-Lyon 2

La emergencia del nacionalismo vasco, a finales del siglo XIX, con la figura carismática de Sabino Arana, coincidió con el nacimiento del séptimo arte. Esta contemporaneidad no llegaría sin embargo a expresarse con plenitud hasta el año 1968, cuando se realiza Ama Lur, ese mismo año en que por otra parte marcó el inicio significativo de las acciones terroristas de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) con el asesinato de Melitón Manzanas. Desde la obra fundadora de Fernando Larruquert y Néstor Basterrechea hasta La pelota vasca (2003) de Julio Médem, el cine español y la producción vasca no han dejado de considerar la cuestión del nacionalismo y la del terrorismo de ETA. Tras proponer algunos momentos claves de la producción vasca entre el nacimiento del cine y Ama Lur, analizaré de manera más detallada la evolución de la representación de ETA en la pantalla, pero sin atenerme a una visión cronológica de la producción sino más bien a una lectura diacrónica de la historia vasca contemporánea.

LOS BALBUCEOS DE LA REPRESENTACIÓN DEL NACIONALISMO VASCO EN EL (1896-1968)

CINE

Las primeras producciones vascas fueron cortometrajes documentales, en la pura tradición iniciada por los hermanos Lumière, donde se

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Trabajo presentado en el Congreso Internacional de la AIH, ver Seguin (2007).

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ofrecían algunos aspectos de la vida vasca y de sus tradiciones. Esta atención por Euskal Herria, presente en algunos cortos del catalán Fructuoso Gelabert,2 la encontramos en el documental Irún (1912) que recoge las fiestas tradicionales de San Marcial con su indudable sabor nacionalista.3 Sin embargo, el interés por una conservación etnográfica de las tradiciones euskaldunas sólo se concretó a partir de 1923, por iniciativa de la Sociedad de Estudios Vascos con la realización de Euzko Ikusgayak, una serie de cortometrajes de indudable valor documental. Durante la dictadura de Primo de Rivera, en el campo de la ficción, Edurne, modista bilbaína (1924) de Telesforo Gil, primer largometraje del cine vasco, por una parte, y El mayorazgo de Basterexte (1928) por otra se podrían considerar como un díptico fundacional con la doble faceta de lo urbano y lo rural en relatos de corte claramente melodramático. Aunque no tenían estas películas un contenido explícitamente nacionalista, en la segunda por lo menos se pueden encontrar resurgencias del pensamiento araniano. La llegada del sonoro poco representó para la producción endémica vasca, aunque resulte significativo que Teodoro Ernandorena, dirigente del PNV, pretendiera realizar una película documental de título inequívoco: Euzkadi (1933), obra singular y primer largometraje realizado por un partido político en España. En los tristes años de la Guerra Civil, la única figura importante fue la de Nemesio Sobrevila quien realizó dos cortometrajes: Gernika y Elai Alai (Alegres golondrinas). Con el franquismo, las expresiones nacionalistas que no fueran las del poder tuvieron que callar durante largos años. Este esbozo de la producción anterior a Ama Lur (1968) de una filmografía realmente limitada, sí permite sin embargo poner de manifiesto algo que se irá confirmando con la producción posterior, la atención a la realidad vasca tanto desde el punto de la ficción como del documental. En un panorama tan poco alentador, el surgimiento de la película Ama Lur se puede considerar no sólo como una excepción sino además como la obra fundacional del cine vasco contemporáneo, realizada por Fernando Larruquert, conocido por su faceta musical y por el escultor 2 Fiestas y cabalgatas de la ría de San Sebastián (Pasajes) (1906) y Bilbao, Portugalete y los altos hornos (1906). 3 Las fiestas de San Marcial (30 de junio) celebran una victoria vasca sobre tropas franco-alemanas en el siglo XVI.

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Néstor Basterrechea. La inspiración nacionalista está ya presente en el origen del proyecto: Queremos decir —señalan los autores— que tratamos de hacer de AMA LUR un friso variado, un gran mural, en el que se pueda adivinar algo de lo que es este Pueblo, merced a una sinfonía de formas, color y música en un determinado orden (Jauregui 1993: 241).

Llevada a cabo gracias a una suscripción popular, Amar Lur pretende ser un himno a la tierra vasca: geografía, costumbres, fiestas, juegos populares, creencias, folclore, lengua, tipos, Arte, Prehistoria... Lo que se elabora es una visión elementalista de lo vasco. Tierra, mar, viento, fuego y madera como quinto elemento constituyen la base sobre la cual se elabora la cinta. La utilización de las Diez melodías vascas de Jesús Guridi y la voz del escultor Jorge Oteiza (1908-2003) —autor de Quousque tandem... (1963), obra fundamental del nacionalismo vasco y «ensayo de interpretación estética del alma vasca»— participa de esta voluntad de proponer un documental profundamente arraigado en Euskal Herria. Una obra tan singular en el panorama de la producción española de la época no dejó de molestar a la censura franquista que impuso la repetición de la palabra «España» en la banda sonora, la supresión de varias tomas del Guernica de Picasso y la eliminación de algunas imágenes simbólicas, como la del árbol de Guernica nevado. Lo que no deja de sorprender es que, con todo, la dictadura dejara que Amar Lur desarrollara una clara defensa del nacionalismo vasco y la evocación del País Vasco como de un pueblo soberano, una especie de resistencia cultural y en cierto modo política al franquismo.

TESTIMONIO Y CAUTELA (1970-1975) Dejando de lado la estricta cronología de la producción analizada, me atendré desde ahora a considerar de qué manera el cine ha plasmado la cuestión vasca y en particular la representación de ETA en el cine, siguiendo el orden de los acontecimientos históricos, lo cual permitirá ver de qué manera las películas también son el producto de una época. La reconsideración de los últimos años del franquismo va a ocupar los primeros años de la democracia (De Pablo 1998; Carmona 2004). Concretamente entre 1977 y 1981 se realizaron una serie de películas

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que se atenían a un análisis de los últimos estertores del Régimen dictatorial. Cuatro son los acontecimientos que dieron lugar a plasmaciones cinematográficas: el Proceso de Burgos (1970), el atentado contra Carrero Blanco (20 de diciembre de 1973), las últimas ejecuciones del franquismo (27 de septiembre de 1975) y la fuga de un grupo de etarras (abril de 1976). En los tres primeros casos, se trata de momentos clave del final del franquismo, en el último caso, estamos ya frente a un acontecimiento bastante secundario. Lo que indudablemente marca la orientación de este conjunto de películas es la cautela con la cual se están tratando los eventos. No olvidemos que el conjunto de esta producción se realiza durante la transición política antes del 23-F de 1981. El Proceso de Burgos (1979) de Imanol Uribe es un documental basado en entrevistas de los etarras condenados en el famoso juicio de 1970, recién salidos de la cárcel como consecuencia de la amnistía. Éste su primer largometraje4 remite, en efecto, al proceso que tuvo lugar en Burgos en diciembre de aquel año, contra 16 miembros de la ETA (entre ellos dos sacerdotes y tres mujeres), para los que se pedía un total de seis penas de muerte y más de setecientos años de cárcel. Se trataba de responder altamente a la lucha armada decretada por ETA tras el asesinato de Melitón Manzanas (agosto 1968). El ala más dura y derechista del franquismo pretendía con el proceso responder brutalmente a la agitación creciente en el País Vasco. Sin embargo, la violencia y las condenas del Proceso de Burgos tuvieron un efecto contraproducente ya que el juicio provocó una reacción de reprobación tanto nacional como internacional. Las protestas se generalizaron, hubo huelgas y manifestaciones en el País Vasco y la propia ETA reaccionó con el secuestro del embajador alemán en San Sebastián Eugen Weill. Así fue como el proceso se convirtió en un enfrentamiento entre los procesados y el Régimen, lo cual condujo al estado de excepción.5 Las reacciones internacionales fueron enormes (entre otras, las del Vaticano) y Franco tuvo que renunciar a las condenas a muerte. El Proceso de Burgos representó el primer fracaso para la dictadura en sus últimos años.

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En 1977, Imanol Uribe había realizado cortometraje Ez sobre la lucha ecologista vasca contra la construcción de la central nuclear de Lemóniz. 5 Primero en el País Vasco (4 de diciembre de 1970) y luego en toda España (14 de diciembre de 1970). Recordemos que Pedro Almodóvar en Carne trémula evoca indirectamente el Estado de Excepción de las Navidades de 1970.

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El proyecto inicial de la película consistía en una recopilación de documentación sobre una serie de individuos que vivieron un hecho histórico determinado como lo señaló Imanol Uribe. El director no tenía posición política ni cinematográfica previa y «quizás sea mi alejamiento de la política quien me haya impulsado a la realización de una película así» (Angulo 1994: 36). La larga introducción de Francisco Letamendía, en aquel momento una de las personas más en vista de HB, orientó la lectura de El Proceso de Burgos en contra de lo que deseaba el propio Uribe. El film se organiza de manera estrictamente cronológica6 y lo relevante es que el discurso ideológico nunca pone en tela de juicio la cuestión esencial del terrorismo. En cierto modo, estamos frente a «puros testimonios» como lo ha mostrado perfectamente Santos Zunzunegui (1999), que eluden cualquier justificación o explicación, evitando por lo tanto cualquier condena posible. Además la película, con mucha prudencia, hace caso omiso de las discrepancias profundas existentes entre las diferentes ramas de la ETA. La película elige hacer tabula rasa del momento de producción y el no quererle dar un sentido al proceso en el contexto de la España de la transición se puede leer como un renuncia a cualquier compromiso ideológico. La prudencia a veces excesiva de Imanol Uribe —una constante en las películas que dedica a la cuestión vasca— se vuelve a notar en las dos películas realizadas sobre el atentado contra Carrero Blanco (20 de diciembre de 1973). Comando Txikia (La muerte de un presidente, 1977), de José Luis Madrid, fue la primera película dedicada a ETA que ni siquiera fue una obra vasca. A pesar de un principio claramente hagiográfico de la figura del presidente del gobierno español, el relato es antes que nada un alegato contra la violencia —«la violencia engendra a la violencia»— y curiosamente los mismos etarras parecen rechazarla aunque sigan utilizándola a falta de otra solución. Lo más significativo de Comando Txikia es que si bien adopta una posición globalmente favorable a la dictadura y a Carrero Blanco, evacua, en lo esencial, cualquier tipo de dimensión política, convirtiendo la obra en una intriga que más tiene que ver con el género policiaco que con una película política.

6 El documental se estructura en cinco tiempos: los orígenes de la militancia de los entrevistados, la entrada en ETA, la 5ª Asamblea de ETA y la muerte de Tkabi Echevarrieta (abertxale y socialista), el Proceso de Burgos, el Estado de Excepción.

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Basada en el mismo atentado, pero con una posición ideológica abiertamente favorable a ETA, el director italiano Gillo Pontecorvo rueda Operación Ogro (1979), cinematográficamente algo más lograda que la anterior, aunque sin llegar ni muchísimo menos al nivel de La batalla de Argel (1966), acercamiento del director a la independencia de Argelia. Si bien la película detalla la preparación del atentado, lo que resulta más significativo —la obra se construye como un flash back— es que los hechos se analizan a partir de la coyuntura del 1978, en un momento esencial para el País Vasco. La cuestión es el problema de la prosecución de la lucha y de las distintas opciones que, en aquel año, barajan las diferentes ramas de ETA. Operación Ogro no plantea tanto un apoyo directo a HB o a ETA militar como más bien a la vía negociadora entonces representada por Euskadiko Ezkerra, lo cual se ve bien en las secuencias situadas en 1978. De allí que la película parezca distinguir la ETA «buena», la que luchó contra el franquismo de la ETA «mala», la que pretende seguir la lucha después de la dictadura. De hecho tanto Comando Txikia como Operación Ogro, a pesar de sus fuertes divergencias, desarrollan el discurso de la reconciliación, rechazando la violencia y abogando por un diálogo político. Las últimas ejecuciones del franquismo, el 27 de septiembre de 1975, dieron lugar a protestas importantes en el mundo entero, pero poca repercusión tuvieron en la cinematografía española. De hecho, una única película, de difusión bastante limitada, evoca el postrer coletazo de la dictadura, se trata de Toque de queda (1978) de Iñaki Núñez que aborda el tema en clave de documental. Este film, de apenas una hora de duración, está narrado desde el punto de vista de la esposa de uno de los etarras que está a punto de ser ejecutado. Con una lógica bastante próxima a la de Operación Ogro, más que un análisis de la situación referida, la película es la traducción de las inquietudes del momento de la realización: la fragilidad de la transición, la violencia asumida como respuesta a la opresión y a la dictadura... Con el segundo largometraje de Imanol Uribe, La fuga de Segovia (1981), nos encontramos frente a una obra que asume claramente su pertenencia al género de las películas de fuga como Le Trou (Jacques Becker), La gran evasión (John Sturges) o La fuga de Alcatraz (Don Siegel, 1979). La trama de la obra remite a la fuga efectiva de un grupo de prisioneros políticos vascos de ETA político-militar. A pesar de su trasfondo claramente político, el tratamiento narrativo de la historia eli-

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mina prácticamente cualquier tipo de reflexión ideológica. En esta segunda cinta, el director renueva su posición neutral ya adoptada en El Proceso de Burgos. Lo que se pretende, pues, con este conjunto de películas sobre el protagonismo de ETA en los últimos años del franquismo, es plasmar en ellas la ideología dominante, la de la reconciliación nacional, lo cual explica por una parte la justificación y en cierto modo la benevolencia hacia la ETA del tardofranquismo —caso de Operación Ogro—, el rechazo de la violencia, el necesario restablecimiento del orden democrático, la evolución «sensata» de la política española. Al fin y al cabo, lo que se pretende en el discurso implícito de estas películas es reintegrar a los terroristas dentro del proceso de transición, hacerles partícipes en algún modo de la democratización española.

EL INDIVIDUO Y EL GRUPO (1976-1981) Con relación a otros períodos de la historia española contemporánea, se puede considerar que la transición ha sido un momento poco representado. Apenas tres películas tienen como trasfondo el período si dejamos de lado El Caso Almería que no evoca más que de manera muy tangencial a ETA. Lo que sin embargo parece marcar a estas tres películas es la valoración del individuo frente al grupo, lo cual no estaba todavía claramente presente en las películas anteriores. Prácticamente contemporánea de los hechos que relata, La muerte de Mikel (Imanol Uribe, 1983) viene a ser la tercera parte de la trilogía que el director le ha dedicado al nacionalismo vasco. A diferencia de las dos primeras películas que abordaban la cuestión vasca y de ETA a partir del grupo, en La muerte de Mikel lo que domina es el destino individual del protagonista, un homosexual abertzale7 interpretado por Imanol Arias. El relato adquiere por supuesto una dimensión política a partir del momento en que lo colectivo tiende a sobreponerse al doble aspecto de su personalidad: la homosexualidad de Mikel lo aparta tanto del partido abertzale (probablemente Herri Batasuna) como de su propia familia tradicionalis-

7 Sería interesante comparar esta película con la de Eloy de la Iglesia, El diputado (1978) cuyo protagonista era homosexual y comunista.

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ta y afín al Opus Dei.8 Por supuesto la película es una denuncia de la intolerancia, venga de donde venga —curiosamente, la Iglesia y la figura del cura se representan de manera bastante favorable—. Sin embargo, y a pesar de su aparente audacia, la película evita claramente plantear los problemas de fondo relacionados con el nacionalismo vasco. Así como ocurre con el conjunto de las películas de corte histórico, las otras dos películas que evocan el período de la transición colocan en el trasfondo la cuestión vasca. Así La voz de su amo (2001) de Lázaro Martínez, es una mirada «desde fuera» de la cuestión del terrorismo en Euskal Herria. La percepción exterior de los terroristas hace que en pocos momentos se comprenda la motivación de los personajes en un relato que se podría considerar incluso como una especie de film noir. Además el final, con una música de tipo napolitano podría asemejar la película a las sagas sobre la mafia como El Padrino (1972-1990). Otro tanto ocurre con La rusa (1987) de Mario Camus que, sobre un trasfondo de tipo político, cuenta una historia de amor. Lo más relevante de la película es el planteamiento de algunos temas como el de la tensión vivida durante la transición. Además como en La voz de su amo, si bien existe una clara condena de la violencia, las figuras de los terroristas no aparecen de manera claramente negativa y por el contrario son los autores de la «guerra sucia», militares y policías franquistas, los que no se han adaptado a la democracia. Parece delicado hacer un balance con sólo tres películas rodadas sobre la cuestión del nacionalismo durante la transición; sin embargo lo que sigue predominando en el análisis es no sólo la prudencia sino incluso una mirada relativamente moderada de los nacionalistas y de ETA. Resulta sin embargo, significativo que tanto las últimas ejecuciones como la muerte del dictador no hayan interesado a los directores. En cierto modo estos dos acontecimientos podían en cierto modo entorpecer una lectura «transicional» de la historia de España. Más valía probablemente borrar cualquier elemento de ruptura en el lento proceso de vuelta a la democracia. Este desinterés parece tanto más curioso cuanto que los años de la movida dieron lugar a una producción muy densa y original con la figura central de Pedro Almodóvar.

8 Curiosamente el papel de la madre de Mikel es bastante parecido al de madre de Antonio Banderas en La ley del deseo (1987) película que también evoca la cuestión de la homosexualidad.

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EL REINSERTADO Y LA DOBLE VIOLENCIA (AÑOS DE SOCIALISMO) A la diferencia de los períodos anteriores, los años del socialismo en España han sido ampliamente representados en el cine y la cuestión vasca ha dado lugar a una docena de películas. La razón de este interés reside probablemente en la estabilización de la democracia en España después de la alternancia política y la intentona del 23-F, pero también en la propia evolución de la situación en Euskal Herria con el desarrollo de los grupos antiterroristas como el GAL. La complejidad de la situación se va a plasmar en las obras rodadas sobre el período. Tal vez haya que considerar un poco aparte el díptico documental que le dedicó Arthur Mac Caig9 al País vasco: Euskadi, hors d’État (1983) y Terreur d’État au Pays Basque (2000). En la primera película se hace un balance de la cuestión vasca y del problema de ETA en el momento de la llegada de los socialistas. La segunda, Terreur d’État au Pays basque, está dedicada esencialmente a la cuestión de los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación). A diferencia de la mayoría de las películas dedicadas a la banda armada, el díptico adopta una posición más bien benévola hacia los terroristas y la cuestión nacionalista. Incluso en la segunda, la encuesta llevada a cabo es una condena muy dura de las dos grandes potencias democráticas, las cuales bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo vasco han utilizado métodos dignos de dictaduras. Dejando de lado estas dos obras singulares, las ficciones realizadas sobre el período socialista tienden a proponer una lectura predominantemente consensual, como si se quisiera de nuevo evitar plantear los problemas políticos que conoce Euskal Herria. De ello que se le conceda tanta importancia a la figura del «reinsertado», militante etarra que vuelve a la vida «normal». Recordemos que el gobierno socialista, en los primeros años de su mandato, respondió en efecto a la situación política por la reinserción social de los antiguos miembros de la ETA y eso hasta la muerte, en 1986, de «Yoyes», antigua dirigente de ETA. La producción cinematográfica, en obras a veces bastante secundarias, tiende a sobrevalorar la figura del reinsertado como en Goma 2 (José Antonio de la Loma, 1984), El amor de ahora (Ernesto del Río, 1987) y Proceso

9 Arthur Mac Caig también es el autor de un documental: Irish Ways: la guerre oubliée que analiza en profundidad los conflictos de Irlanda del Norte.

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a ETA (Manuel Maciá, 1988). La valoración de esta figura aboga por una resolución del conflicto vasco apoyándose en un personaje que se le puede considerar como más «razonable» y por supuesto más apto para comprender que «la guerre est finie» como lo dijo en su momento Alain Resnais a propósito de la Guerra Civil española. La visión consensual es la que sigue prevaleciendo acompañada por supuesto de la condena del radicalismo etarra. Sin embargo, hay que esperar el año 2000 para que alguien se atreva a realizar una película sobre la figura más emblemática de los arrepentidos de la ETA, la ya citada dirigente Yoyes ejecutada por la organización. Recordemos brevemente que María Dolores González Catarain se había incorporado a ETA en los primeros años de la década de los 70; su ascensión dentro de la organización fue importante para la banda por su propia capacidad y porque permitía la promoción de una mujer en un entorno más bien masculino. A partir del asesinato en 1978 del dirigente de ETA José Miguel Beñaran Ordeñana «Argala», comienza una etapa de discrepancia con la línea dura de la dirección. Fue separada de la organización de ETA en 1980. Ese mismo año se exilia en México, estudia una carrera universitaria y comienza a trabajar para las Naciones Unidas. Tras largas gestiones, y no haber contra ella problemas importantes pendientes, el Ministerio del Interior la autoriza a regresar a España acogiéndose al Programa de Reinserción Social vigente. Entra en España el 11 de noviembre de 1985, y con su regreso se tiene que enfrentar con una triple dificultad: — Para el Gobierno español, supone la potenciación de la vía de reinserción social que estaba propugnando; — Para el mundo abertzale, es una traidora a la causa; — Para ETA significa un peligro, ya que no sólo es una traidora sino que además la reinserción puede representar una vía de abandono de otros miembros tras una persona tan significativa. No sirvió de nada el que familiares de Yoyes fuesen militantes de Herri Batasuna, ni que su propio hermano fuese concejal: la ex militante fue ejecutada. La representación que ofrece Elena Taberna de la realidad históricopolítica abarca principalmente el período 1973-1978 y los años 19851987, dejando de lado la estancia de la militante en México. Fundamentalmente se ponen de manifiesto dos aspectos esenciales: las discusiones y discrepancias en el seno de la organización y las activida-

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des antiterroristas de grupos para-militares, en particular los GAL. A eso se añade, de manera más discreta, un alegado feminista. Si nos atenemos al discurso desarrollado por la película, la figura de Yoyes es globalmente la más positiva. Por otra parte, el franquismo, los grupos antiterroristas y el gobierno y, por otra parte, el mundo de los periodistas constituyen el polo negativo. El discurso de la película se vuelve más ambiguo cuando se trata de evocar a la banda terrorista; en efecto, las discrepancias que nacen aparecen más como el fruto de individuos aislados que de una conducta general, de una orientación política. Con lo cual, mientras el terrorismo de estado representado por los grupos antiterroristas y en particular los GAL cumple una función narrativa claramente negativa, la organización ETA y sobre todo sus finalidades políticas nunca son evocadas. Incluso la violencia casi tiende a veces a justificarse por la actitud de los GAL. Pero me parece esencial por otra parte analizar el contenido político de la película en función de su época de producción. La obra fue realizada en 199910 y se estrenó en Madrid en marzo de 2000. Es importante recordar que la tregua fue decretada en septiembre de 1998 y se acabó a finales del año 1999, lo cual significa que corresponde al período de elaboración y realización de Yoyes. No cabe duda que la situación política excepcional que vivía en aquellos años Euskal Herria con la esperanza, por cierto frustrada, de llegar a una paz definitiva fue un factor determinante a la hora de adoptar posiciones. Al fin y al cabo, la actitud «moderada» de Yoyes convenía perfectamente en un momento histórico en el cual se pretendía alcanzar cierto consenso. Bastante anterior a Yoyes y con unas cualidades artísticas e ideológicas bien superiores a la película de Elena Taberna, Marios Camus realiza Sombras en una batalla (1993) que solapadamente remite a la militante. La obra huye de cualquier maniqueísmo y va presentando a los personajes de los ex-terroristas de manera bastante matizada. Tal vez lo más señalado de la película sea su capacidad a plantearse las relaciones que se establecen entre lo individual y lo colectivo, la violencia y el miedo que se encuentran en cualquier bando. Carmen Maura logra una de sus mejores interpretaciones asumiendo la figura individual frente al miedo anónimo.

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El rodaje comenzó el 30 de mayo de 1999 y se acabó el 27 de junio de 1999.

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Si bien la figura del reinserto constituye un personaje al que se acude frecuentemente, la violencia aparece a su vez como una especie de segundo personaje en las producciones realizadas durante el socialismo. Varias obras posteriores a la de Mario Camus, en efecto, van a integrar en cierto modo la violencia a sus relatos. Se trata a menudo de mostrar de qué manera la violencia penetra el tejido social y se convierte en uno de sus componentes ineludibles. Recordemos que la muerte de Yoyes (1986), el atentado de Hipercor (1987) y el fracaso de las negociaciones secretas con ETA (marzo 1989) desembocaron en una condena cada vez más declarada de la violencia y en la firma del pacto de Ajuria Enea (1988) que pretendía reunir a todos los que condenaban la violencia y a ETA por consiguiente. Cuatro son las películas que van a plasmar esta presencia de la violencia en la sociedad vasca. Así pues La Blanca Paloma (1989) de Juan Miñón hace de la coexistencia delicada de la comunidad vasca y de la de los inmigrantes andaluces el trasfondo del relato. Sin embargo, el discurso se hace rápidamente maniqueo y la condena de la violencia pierde su fuerza. Amor en off (1991) de Koldo Izagirre aborda el problema de las familias de los presos de ETA, las presiones de los radicales dentro de sus propias filas y la intolerancia de su entorno familiar y social. Como ocurre a menudo con las películas que tocan el tema de la violencia en Euskal Herria, la prudencia hace que los temas esenciales se dejen en superficie sin ningún análisis coherente de la situación vasca. Del mismo año es Cómo levantar mil kilos de Antonio Hernández que tiene el mérito de ser una comedia sobre ETA que más que una «astracanada a la vasca» (De Pablo 1998: nota 38) es un estudio fino de la cuestión de la violencia en Euskadi con una crítica a ETA y a ciertos sectores del nacionalismo vasco moderado. Dentro de estas obras que plantean la cuestión de la violencia en la sociedad vasca, dos obras amplían en cierto modo la propuesta e integran el mundo de la droga como otro factor de violencia. La opera prima de Ana Díez, Ander eta Yul (1988) pretende, con cierta frialdad adentrarse en la cuestión de la violencia aunque igualar al «camello» y al terrorista permite de hecho evacuar cualquier análisis de la situación a favor de la búsqueda del desapasionamiento político. Adaptación discutida de la novela de Juan Madrid, Días contados es la última contribución, hasta el momento, de Imanol Uribe a la temática vasca, aunque en este caso la figura del etarra es más bien anecdótica en un relato en el cual el director, como en sus anteriores películas, parece huir de cual-

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quier análisis de la realidad vasca cuando declara que no quería llevar a cabo «ninguna reflexión política sobre el tema» de ETA. Como se ha podido ver, el conjunto de las películas que tienen como trasfondo histórico, los años del socialismo, se articulan a partir de dos temas recurrentes: la necesaria «reintegración» de los que pretenden integrar la sociedad democrática española y la reflexión sobre el estado de violencia creado por el terrorismo. Lo que se desprende de este conjunto de películas es la posición globalmente bienpensante de unos directores que parecen abogar por la necesaria unión sagrada de los partidos y de las fuerzas políticas en Euskal Herria, reproduciendo así la posición dominante del poder central. En este sentido Yoyes es probablemente la película más emblemática de una clara ausencia de compromiso político.

LA RADICALIZACIÓN DE LA CONDENA (1996-2004) La caída del gobierno socialista, entre otras causas por motivos de corrupción e indirectamente por cuestiones políticas como la de los GAL, dejó el poder al Partido Popular de José María Aznar.11 Sin embargo, el cambio político no quitó que el terrorismo siguiera siendo uno de los temas fundamentales de la vida política española. El secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco (julio de 1997), diez años después del «error» del Hipercor de Barcelona, representaba un nuevo fallo de la organización terrorismo y un punto de inflexión en la historia de la ETA. La tregua (septiembre 1998-noviembre 1999) marcó un cambio transitorio de estrategia, pero los últimos años y la política gubernamental ha diezmado progresivamente a la banda terrorista. Desde un punto de vista cinematográfico, los años del Partido Popular se van a caracterizar por una especie de radicalización ideológica contra la violencia y sus promotores. Así pues, A ciegas (1997) de Daniel Calparsoro es una ficción y una historia de amor que resulta especialmente significativa en la medida en que se realizó precisamente cuando se asesinó al concejal de Ermua. Son de interés las declaraciones del propio director que pretendía reflejar la «confusión de Euskadi», antes de afirmar, tras la ejecución de Miguel Ángel Blanco, que la pelí-

11 Como por ironía del destino, el que llegó al poder a causa principalmente del terrorismo también se fue sobre la misma cuestión.

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cula era un «basta ya al terrorismo». Este oportunismo muestra claramente de qué manera una película es el producto de una época tanto o más que el del tiempo del relato. Con Asesinato en febrero (2001), el productor Elías Querejeta ofrece a Eterio Ortega la realización de un documental sui generis que se centra en el asesinato por ETA del dirigente socialista Fernando Buesa y del ertzainza Jorge Díaz Elorza, que tuvo lugar en Vitoria en febrero de 2000. A partir de testimonios de familiares y amigos de las víctimas y de la voz de un experto —al parecer un etarra interpretado por un actor— que narra cómo se comete un atentado, el documental plasma por una parte la humanidad de las víctimas y por otra la inhumanidad anónima de los verdugos de ETA, nunca nombrada pero evidentemente reconocible. El distanciamiento con el cual se van describiendo las diferentes etapas de una «acción» realizada por la organización hace más violenta todavía la denuncia y la condena de la película. Aunque obra de pura ficción, El viaje de Arián (2001) del debutante catalán Eduard Bosch reincide en la condena implacable del terrorismo y de ETA cuyos mecanismos se intentan estudiar. Si bien la violencia y la kale borroka son denunciadas, como en las demás películas, se dejan de lado las cuestiones fundamentales —las razones por las cuales luchan los terroristas— para desarrollar un discurso globalmente humanista, bien intencionado, pero decididamente superficial. En este repaso de las obras inspiradas en la situación vasca de los años de Partido Popular, no podía faltar la última película de Julio Médem, La pelota vasca (2003) que, en cierto modo, riza el rizo, si entendemos que Amar Lur fue la primera película moderna en analizar la cuestión vasca. Por supuesto, en 1968, la violencia no podía constituir un componente, mientras que en 2003, es un elemento esencial de La pelota vasca. Dejando la polémica que se desarrolló a raíz de su presentación en el festival de San Sebastián y que la ha convertido en un taquillazo, el documental ofrece un balance de la situación vasca y por ello pretende dar la palabra a todos cuantos aceptan tomarla. Esta propuesta sin bien tiene un indiscutible interés con la expresión de sentimientos y análisis divergentes, también se caracteriza por una voluntad de no tomar partido en el prisma vasco tanto en la versión de dos horas como en la versión de siete horas comercializada en vídeo. Curiosamente, lo que sorprende es que al fin y al cabo, las diferentes posturas políticas de los entrevistados vienen a anularse progresivamente y hacen que desaparezca cualquier posible toma de posición del

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director, tanto más cuanto que las mismas preguntas desaparecen totalmente de un documental casi institucional. La polémica de La pelota vasca, orquestada por los sectores más conservadores de la sociedad española, es tanto más inexplicable cuanto que el discurso de la película es, al fin y al cabo, bastante consensual.12

BALANCE Lo que quisiera finalmente destacar en este repaso de la presentación de la violencia y de ETA en particular es por una parte la profunda vinculación entre una película y su momento de producción: valga como ejemplo la figura del «reinsertado» del período socialista o los ataques determinados de la violencia etarra durante los años del Partido Popular.13 Pero tal vez lo que más cobra importancia en estas películas es la falta de compromiso político de los autores, siendo el ejemplo más significativo el de Imanol Uribe cuya prudencia es constante pero que sigue siendo la tónica en las últimas producciones que han tocado el tema como se puede notar en las declaraciones de Miguel Courtois, director de Lobo: No sé como va a reaccionar la gente en su estreno. A lo mejor me tiran piedras o les encanta. A los nacionalistas les va a parecer que Lobo era un traidor y un sinvergüenza y tendrán razón. Por otra parte, los españoles opinarán que fue un héroe nacional, y desde ese punto de vista también lo pueden decir. Yo voy a contar la historia de este hombre, ¡que opinen los demás!

Esta distancia que se adopta de manera bastante constante hace que la cuestión vasca nunca se llegue a abordar de manera frontal. ¿Cuáles

12 Resulta significativo que tanto Fernando Savater como Cristina Cuesta, presidenta del Colectivo de Víctimas del Terrorismo rechazaran participar en el documental de Julio Médem. 13 La última película dedicada al tema etarra es la producción de Miguel Courtois, Lobo (2004) que rescata a la figura del célebre infiltrado en ETA (entre 1972 y 1975), protagonizado por Eduardo Noriega. Este rescate en tiempos del gobierno del PP no parece del todo inocente.

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son las realidades vascas? ¿En qué medida Euskal Herria se puede constituir en un territorio autónomo? ¿Cuáles son las motivaciones profundas de los terroristas de la ETA? ¿Qué compromiso existe entre la sociedad vasca y el nacionalismo? Éstas son unas pocas preguntas que la producción cinematográfica estudiada deja sin respuesta. De Ama Lur a La pelota vasca, y pasando por las numerosas ficciones, la producción sobre ETA parece haber seguido al fin y al cabo el propio recorrido de la organización terrorista que conduce desde un análisis político e ideológico de la situación vasca (principalmente antes de la VII asamblea de ETA, y la cisión entre militares y político-militares) hasta una forma de ritualización de la violencia vaciada de cualquier contenido, considerada como un simple fin, un simple efectismo. Las películas han ido evacuando las cuestiones esenciales transformando a ETA en un pretexto para relatos bien intencionados pero políticamente vacíos e ideológicamente poco comprometidos: a la violencia ritual de ETA corresponde la denuncia ritualizada de la misma violencia. Una cobardía frente a otra cobardía.

BIBLIOGRAFÍA ANGULO, Jesús et alii (1994): Entre el documental y la ficción. El cine de Imanol Uribe. San Sebastián: Filmoteca Vasca. CARMONA, Luis Miguel (2004): El Terrorismo y ETA en el cine. Madrid: Capitel. JAUREGUI, Gurutz; Félix MARAÑA; Juan Miguel GUTIÉRREZ; José María UNSAIN (1993): Ama Lur y el País vasco de los años 60. San Sebastián: Filmoteca Vasca. PABLO, Santiago de (1998): «El Terrorismo a través del cine: un análisis de las relaciones entre cine, historia y sociedad en el País Vasco». En: Comunicación y sociedad, Revista de la facultad de comunicación, XI, 2, pp. 177-200. SEGUIN, Jean-Claude (2007): «ETA y el nacionalismo vasco en el cine». En: Actas del XV Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas «Las dos orillas», Monterrey, México, 19-24.7.2004. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 715-729. ZUNZUNEGUI, Santos (1994): «El Largo viaje hacia la ficción». En: Angulo, pp. 53-68.

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DE CRISTO NEGRO A CRISTO HUECO1: FORMULACIONES DE RAZA Y RELIGIÓN EN LA GUINEA ESPAÑOLA2 Susan Martin-Márquez Rutgers University

La pasmosa hipocresía de la retórica neo-imperial de España sobre la «hermandad» de los españoles y los africanos que colonizaron se hace patente gracias al reciente descubrimiento de la ultra secreta política segregacionista del Régimen de Franco para con el protectorado marroquí: con el objetivo de proteger «la Raza», se destruyeron, de forma sistemática, las relaciones amorosas entre mujeres españolas y hombres marroquíes. Durante los años cuarenta y cincuenta, tanto los administradores coloniales como los burócratas metropolitanos espiaron a parejas, escucharon sus conversaciones telefónicas e interceptaron cualquier carta o telegrama de amor que pudieran intercambiar. Si se consideraba necesario, los funcionarios del gobierno contactaban, con discreción, a los miembros varones de la familia de la mujer, instándoles a que prohibieran el contacto; aquéllas sin vínculos familiares podían ser acusadas y juzgadas como prostitutas. Si dichas medidas fallaban, se separaba a la pareja por la fuerza mediante la deportación de una de las partes (si tanto la mujer como el hombre vivían en España o en el Protectorado) o la denegación de los papeles obligatorios para entrar (si ya se encontraban geográficamente alejados el uno del otro). Se rompían los legítimos matrimonios musulmanes 1 Publicado con el mismo título en Rosalía Cornejo Parriego (ed.): Memoria colonial e inmigración: la negritud en la España postfranquista. Barcelona: Edicions Bellaterra, 2007, pp. 53-78. 2 Traducción de Josefina Cornejo.

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y la presencia de hijos no constituía necesariamente un impedimento para la implementación de esta política; sólo si el hombre se había convertido al catolicismo y la Iglesia había santificado la unión, se respetaba la relación, eso sí, con reticencia.3 Por el contrario, esta política secreta no fue necesaria en la Guinea española, el tema central de este artículo. La legislación consideraba simplemente impensables las relaciones sexuales y/o amorosas entre españoles y guineanos; incluso así, estrictas leyes y normas sociales conspiraban para regular cualquier relación que pudiera surgir. Ya había pasado la época en que un español podía proponer la mezcla racial como el camino más seguro para civilizar a los habitantes nativos sin destruir, así, su cultura, como había hecho el explorador del siglo XIX Amado Osorio (citado en F.-Fígares 2003: 143). Durante la era de Franco, las mujeres solteras tenían vetada la entrada a la colonia a menos que tuvieran familiares residiendo allí que se hicieran responsables de su comportamiento (Fleitas 1989: 61). En un principio, las compañías agrícolas establecidas en el país (dedicadas a las plantaciones forestales, de café y cacao) se abstuvieron de contratar a europeos casados para cubrir los puestos administrativos y evitar, por tanto, la carga de proporcionar acomodación adecuada a sus esposas e hijos (Fleitas 1989: 72-73; García Gimeno 1999: 46). No es de extrañar, entonces, que durante muchos años sólo el diez por ciento de los españoles en Guinea fueran mujeres (Nerin 1998: 1998: 108). Según el discurso oficial, tanto los civiles varones españoles (por lo general con contratos laborales de dos años) como los soldados debían mantenerse célibes durante su estancia. A los hombres jóvenes que se dirigían a la colonia se les advertía: «Comer mucho. Quinina a diario. ¡Cuidado con el sol! Un poco de ejercicio. Dormir con mosquitero. Evitar el relente. El amor, proscrito.

3 Las relaciones homosexuales también fueron objeto de vigilancia y control. Los archivos que documentan esta política, incluidos los registros sobre parejas bajo investigación (muy a menudo repletos de cartas de amor confiscadas), se encuentran en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares. Fernando Rodríguez Mediano ha publicado un excelente análisis preliminar de este material. En mi manuscrito «Disorientations: Spanish Colonialism in Africa and the Cultural Mapping of Identity», que escudriña la retórica «fraternal» que durante dos siglos ha modulado la formulación de la política colonial en África y la construcción de la identidad nacional en España, realizo un estudio más amplio de dichos archivos. Este ensayo es un extracto de ese manuscrito.

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(¡Países sin amor!)» (en Nerin 1998: 1998: 121). En teoría, el amor estaba proscrito, ya que el conocido mandato del «Artículo cinco» permitía al gobernador de la Guinea española expulsar a todo aquél cuyo comportamiento se considerara impropio para España; mientras que, sólo en ocasiones, se enviaba a los borrachos y vagos a casa, eran los españoles implicados en relaciones extramaritales y/o relaciones homo- o heterosexuales con guineanos los que se devolvían a la metrópolis (Fleitas 1989: 111-114). Pero en la práctica, los encuentros sexuales entre españoles y mujeres nativas —a menudo coaccionadas física o económicamente— no eran inusuales; el «doble estándar» genérico que se aplicaba a las relaciones mixtas en el norte de África (donde las uniones entre los españoles y las marroquíes no se reprimían) también predominaba en el territorio subsahariano. Los soldados destinados en la colonia cantaban sobre las dificultades de sus puestos, incluyendo la convivencia con mosquitos y monos y la necesidad de recurrir a mujeres guineanas, llamadas «miningas»: «Aquellas chicas de España, ya no las podré contemplar/Y a cambio de una mininga me tendré que conformar» (en García Gimeno 1999: 72). Las compañías establecidas en Guinea advertían a sus empleados de que evitaran las relaciones con mujeres blancas, casadas o solteras, pero el sexo con nativas, siempre que se llevara a cabo con discreción, no se desaprobaba (Fleitas 1989: 63, 73). Incluso así, como la discreción algunas veces daba pie a licencias, y la amenaza de la expulsión era importante, algunas empresas comenzaron a reconsiderar los beneficios de contratar a hombres casados. Como resultado, la proporción de mujeres españolas en Guinea comenzó a crecer, y para 1962, constituían más o menos la tercera parte de los colonos (García Gimeno 1999: 46; Nerin 1998: 109). La política sexual se moduló de forma diferente en la Guinea española que en el Norte de África, no sólo por la conceptualización más comúnmente aceptada de la inconmensurabilidad racial de españoles (blancos) y guineanos (negros), sino también por el radicalmente divergente estatus religioso de la colonia. El Régimen de Franco había reconocido la imprudencia del proselitismo en el Protectorado marroquí y el Sáhara español, instituyendo una estricta política de respeto para con el Islam. La presencia de sacerdotes y otros representantes de la Iglesia sólo servía para atender a los católicos españoles, no para convertir a la población musulmana (o la minoría judía). Sin embargo, las creencias religiosas autóctonas del África subsahariana nunca se consideraron merecedoras de

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atención, y convertir a la población nativa fue siempre uno de los principales objetivos establecidos por la colonización española de Guinea, que seguía de forma explícita el modelo de la conquista de las Américas (Negrín Fajardo 1993: 18, 144-45; Mateo Dieste 1996: 85-86). Además, al igual que con la participación de España en el comercio de esclavos, la explotación de africanos se consideraba justificada siempre que estuviera acompañada de esfuerzos para concederles el bien mayor de la salvación de Dios. A partir de la década de 1880, las misioneras claretianas y las monjas concepcionistas entablaron una feroz competición con sus homólogos protestantes en el Golfo de Guinea para conquistar las almas de los nativos y guiarles hacia matrimonios patriarcales y monógamos y, así, hacer de ellos trabajadores más productivos y dóciles para los intereses coloniales de la metrópoli (Negrín Fajardo 1993: 35, 78, 83). Bajo el franquismo, se obligaba a todos los hombres nativos a trabajar, aunque muchos preferían la agricultura de subsistencia familiar a servir de contratistas en plantaciones coloniales (donde trabajaban miles de nigerianos); asimismo se les exigía contribuir a los proyectos de infraestructura gubernamentales a través de un programa denominado «Prestaciones Personales», eufemismo bajo el que se escondía un régimen de trabajos forzados. La educación primaria obligatoria preparaba a los niños para estas tareas, y a las niñas, para los trabajos domésticos, mientras que se enfatizaba la alfabetización española y la formación religiosa. El Estatuto de Educación de 1943 declaraba que «los conceptos de cristiano y español coinciden en nuestra escuela colonial de tal modo que por ellos se comprende la misión ideal de esta institución social» (citado en Negrín Fajardo 1993: 227). Demostrar su ortodoxia se convirtió en esencial para aquellos guineanos que aspiraran a avanzar dentro del sistema colonial. Hasta 1958, cuando los dos mayores territorios geográficos de la colonia fueron declarados provincias y, por tanto, todos los residentes nacidos nativos se convirtieron en ciudadanos españoles, el Patronato de Indígenas «protegía» a la amplia mayoría de los guineanos. Formulado por primera vez en 1904, y revisado en numerosas ocasiones en décadas sucesivas, el Patronato caracterizaba a los nativos como menores legales; incluso los venerados ancianos tribales se contemplaban como niños grandes, incapaces de comprar o vender tierras, testificar en juicios, comprar alcohol o poseer armas. Sin embargo, una ley de propiedad de 1944 permitía a los granjeros expertos que se hubieran casado por la Iglesia y fueran

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buenos cristianos adquirir terrenos un poco mayores, siempre que cultivaran aquello que se necesitaba en la Península (Ndongo 1998: 115-30). Asimismo, unos pocos guineanos elegidos podían declararse «emancipados» y disfrutar de una serie de derechos legales y responsabilidades equivalentes a los de los blancos. En un principio, sólo los acaudalados fernandinos (descendientes de los negros libres de habla inglesa que alcanzaron gran importancia en la isla de Fernando Poo a finales del siglo XIX) se consideraban emancipados. Con posterioridad, otros guineanos que demostraron las cualidades religiosas y morales esenciales para una «misión» más elevada, y que obtuvieron la formación avanzada y los diplomas necesarios para ocupar puestos administrativos, médicos y educativos, pasaron a engrosar sus filas (Negrín Fajardo 1993: 106-07, 233; Ndongo 1998: 120). Por lo tanto, adoptando los valores católicos, convirtiéndose en «hermanos en Cristo» (una opción que, por lo general, no estaba disponible para la población local en las coloniales españolas en el norte de África), algunos guineanos podían alcanzar un status más similar, pero nunca igual al de los colonizadores blancos —con tal de que aceptaran, o simularan aceptar, la difamación por parte de los españoles de sus tradicionales prácticas religiosas y culturales. Incluso así, había pocos emancipados, y hasta finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la colonia parecía una sociedad marcada por la segregación racial, con escuelas primarias separadas, salas de lectura en bibliotecas separadas, salas separadas en hospitales, asientos en autobuses, acontecimientos deportivos, cines e incluso iglesias separadas, y clubes sociales separados para las elites blanca y negra (García Gimeno 1999: 123; Ndongo 1998: 118, 200; Negrín Fajardo 1993: 147; Nerin 1998: 48-49). Como se detallará en las páginas que siguen, las tremendas contradicciones de la política española en la colonia guineana, en especial la relacionada con la formulación de la identidad racial y religiosa, se filtran a través de las fisuras y grietas de las películas «africanistas» de la era de Franco, como Misión blanca (1946), dirigida por Juan de Orduña, y Cristo negro (1963), dirigida por Ramón Torrado. Dichas contradicciones también se ponen de manifiesto mediante la brillante e irónica deconstrucción del escritor guineano Donato Ndongo-Bidyogo en sus dos novelas del período post-franquista (y post-independentista), Las tinieblas de tu memoria negra (1987) y Los poderes de la tempestad (1997). Las dos películas más populares ubicadas en la Guinea española y producidas durante el Régimen de Franco, Misión blanca y Cristo ne-

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gro, destacan la misión cristianizadora de España y exponen cuestiones de contacto y conflicto raciales, enfoque que ya se hace patente en sus títulos. Misión blanca está dedicada a los misioneros en Guinea, pero como ha observado Jo Labanyi, la conversión de los nativos queda eclipsada por una narrativa centrada en Javier, un joven sacerdote español que llega a la colonia para redimir a su padre, con el que está enemistado, el despiadado colono Brisco, descrito como un hombre blanco con alma negra (Labanyi 2001: 33). Brisco se presenta claramente como abusador y antirreligioso; un flashback de su vida anterior en la Península le muestra abofeteando a su mujer y arrancándole una cruz del cuello antes de abandonarla. Sin embargo, la película vincula de forma explícita la persistente perversión de Brisco a su contacto con mujeres guineanas. Javier debe casar a la atractiva esclava de su padre, Souza, con un hombre nativo, no sólo para proteger a la mujer, sino también para salvar a Brisco, como el narrador principal de la película, el sacerdote Urcola, explica en su relato de la historia a un misionero recién llegado: «uno de los peligros de Guinea que no incluyen los tratadistas es el peligro sexual. La lejanía de los centros de cultura y la escasez de mujeres blancas dan un mayor atractivo a la raza negra. Lentamente, se van borrando los prejuicios del hombre blanco, y cuando cae en manos del ébano, es muy difícil librarle de él […] Cuando lleve algún tiempo en Guinea, se dará cuenta del cambio que se opera en los hombres dominados por el ébano». Misión blanca refleja, por lo tanto, los prejuicios raciales que circularon a lo largo de los años en la prensa guineana controlada por España, donde se podía leer, por ejemplo, que «la fusión entre razas de diferentes colores produce una raza intermediaria que […] hereda las peores condiciones morales, peculiares de cada una de ellas» (en F.-Fígares 2003: 133-34). Aunque cabe suponer que la «amenaza de ébano» continúe en el presente, la película relega a los colonos españoles explotadores a un pasado distante, gracias, en parte, a un estratégico marco narrativo. La historia de Brisco se desarrolla en 1910, y el Padre Urcola narra la historia a su joven protegido en 1935, poco antes de que la colonia pasara a manos del bando nacionalista. El sacerdote insiste en que la explotación pertenece al pasado: «el explotador sin escrúpulos ha desaparecido». Irónicamente, sin embargo, fueron los cambios en política de la era republicana los que habían pretendido mejorar las condiciones de los guineanos, imponiendo, por ejemplo, una jornada laboral de ocho horas y duras multas a los colonos

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que maltrataban físicamente a sus trabajadores. Lo que la película no cuenta —ya que se mantiene convenientemente fuera de su selectivo temporal— es que la explotación floreció de nuevo durante el Régimen de Franco, cuando se redujeron las multas por maltrato a los nativos y sólo los castigos que dejaban marcas se consideraban significativos (F.Fígares 2003: 103-09). Si Misión blanca apareció en una época en que la posesión de colonias todavía podía aumentar el estatus de una nación en el mundo, así como sus fondos, cuando se produjo Cristo negro a comienzos de la década de los sesenta, se esperaba que las modernas naciones occidentales declarasen la «misión civilizadora» finalizada (sino, simplemente, en bancarrota conceptual) y reconocer el derecho de los pueblos colonizados a la auto-determinación (Campos Serrano 2002: 41-43). La entrada, esperada durante largo tiempo, de España en las Naciones Unidas había coincidido con la concesión de la independencia a Marruecos. La insistencia de dicha organización en la completa descolonización de África obligó al régimen franquista a buscar nuevas vías para justificar la presencia continuada de España en Guinea (al igual que en el Sáhara español). En un principio, Franco tomó el ejemplo de Antonio Salazar, su autoritario homólogo en Portugal, y declaró que las colonias africanas eran, de hecho, provincias españolas, iguales a las otras regiones históricas de la nación. En 1958, la Guinea española fue dividida en dos provincias (la isla de Fernando Poo y el territorio continental de Río Muni), y todos los guineanos se convirtieron —sobre el papel— en ciudadanos españoles. La ONU no se dejó impresionar. Al aumentar la presión tanto interna como externa, se organizó un referéndum en diciembre de 1963, en el que los guineanos decidirían si su tierra debería continuar siendo dos provincias españolas o convertirse en una región autónoma y prepararse para una futura independencia. De esta manera, el Régimen intentaba tranquilizar a la ONU, mientras retrasaba lo más posible la pérdida de la colonia (Campos Serrano 2002: 86-92, 111-228). Con este telón de fondo, Cristo negro pretende arrojar dudas sobre la preparación de Guinea para la independencia, destacando su vulnerabilidad en manos de intereses extranjeros y un pequeño grupo de nacionalistas despiadados, al tiempo que subraya la dedicación desinteresada de los españoles a la mejora de sus «hermanos» africanos. La película evita deliberadamente la condena directa del mestizaje que hace Misión blanca, al igual que cualquier reconocimiento de explotación pasada o

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presente por parte de los españoles. Al contrario, intenta desvincular a éstos de la feroz violencia racista que se atribuye en exclusiva a los colonizadores de Europa del Norte. De hecho, la movilización de lo que Gustau Nerin (1998) ha apodado «hispanotropicalismo» es particularmente notable. Mientras que el discurso hispanotropicalista se construye sobre la omnipresente conceptualización del español como un africanista «natural», preparado de forma especial para ocupar territorio africano (debido a la proximidad geográfica del continente y a los muchos siglos de contacto con africanos), también insiste en que los objetivos espirituales y religiosos prevalecían sobre los intereses económicos del proyecto colonial de España. El relativo atraso de las colonias españolas puede convertirse, así, en una peculiar fuente de orgullo, mientras que el supuesto rechazo español de la explotación racista se atribuye a la ferviente devoción católica, que aboga por la hermandad de todas las razas ante Dios. Así, en Cristo negro, los colonos españoles se representan sólo mediante misioneros católicos: varias monjas, incluida la vivaracha Hermana Alicia, y un bondadoso sacerdote, el Padre Braulio (Jesús Tordesillas). Éstos dedican su vida al bienestar físico y espiritual de los africanos a su cargo: una secuencia del montaje muestra cómo a lo largo de los años un pueblo se transforma con la construcción de una iglesia, un hospital y una escuela que se convierten en centros de animada actividad. La explotación económica del territorio, por el contrario, la llevan a cabo sólo los colonos nórdicos, que esclavizan e incluso matan a los nativos que consideran «bestias». El cruel racismo de los blancos no españoles se enfatiza ya en la primera escena, que muestra a un grupo de hombres y niños africanos intentando mover con grandes esfuerzos un enorme tronco de árbol bajo la vigilancia de un capataz con látigo en mano. Cuando se castiga a uno de los trabajadores, sediento y exhausto, por parar a tomar un trago de agua, se desencadena una lucha entre el capataz y otro hombre negro, cuyo resultado es la muerte de este último a tiros. Esta primera escena termina con el hijo del hombre muerto —nuestro héroe Mikoa— llorando sobre el cuerpo de su padre y jurando venganza. Sin embargo, gracias a las enseñanzas de los misioneros españoles que le acogen y educan hasta su madurez, pronto aprenderá que la venganza no es un sentimiento cristiano. En marcado contraste con los nórdicos, aunque en ocasiones llamen «cariñosamente» a los africanos «niños» o «diablillos», los españoles insisten en que, como afirma el

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Padre Braulio, «las almas no tienen raza ni color». Braulio emplea palabras propias del hispanotropicalismo, por lo general atribuidas al fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, y citadas con frecuencia por los africanistas. De hecho, el consejero principal de Franco (y sucesor previsto), Luis Carrero Blanco, apuntó en un discurso pronunciado en la Guinea Española, el mismo año en que Cristo negro se estrenó, que «para nosotros el hombre es, según frase feliz de José Antonio, un portador de valores eternos, y estos valores eternos son el alma, que no tiene ni forma ni color» (en Nerin 1998: 134). El padre Braulio es el responsable de la destacada presencia en la iglesia de la misión de una talla de un santo peruano negro, Martín de Porres, cuyo nombre adopta Mikoa cuando recibe el bautismo. Más tarde, al contemplar la figura de un Cristo que Mikoa ha tallado en madera de ébano, el padre Braulio reitera que no hay nada inusual en imaginar a Cristo como negro. De esta manera, los representantes de la Iglesia católica tratan a los nativos como iguales espirituales (en potencia). Cuando la película termina, se autorizará a Mikoa a ofrecer los últimos ritos al moribundo padre Braulio, y se transformará incluso, literalmente, en el «Cristo negro» del título. Asimismo, se anima a la audiencia a que empatice con Mikoa, personaje interpretado con sensibilidad por el actor cubano negro René Muñoz, que en poco tiempo había adquirido gran popularidad en España de manos del director Ramón Torrado y su anterior película. Cabe la posibilidad de que la presencia de Muñoz en Cristo negro contribuyera al éxito en taquilla de la película (fue la tercera película que más tiempo estuvo en cartel ese año (Camporesi 1993: 124), así como a su aparente tono antirracista. Esto contrasta de nuevo con la anterior Misión blanca, cuyo discurso abiertamente racista no se desestabilizó por la identificación de la audiencia con las estrellas que interpretaron a los personajes de los nativos, ya que esas estrellas eran, de hecho, españoles blancos (Jorge Mistral y Elva de Bethancourt) «disfrazados de negros», con maquillaje oscuro para la cara y el cuerpo. Aunque Cristo negro evita la clara condena del mestizaje presente en Misión blanca, el texto está, sin embargo, impregnado del miedo a los encuentros sexuales «interraciales». Jo Labanyi ha analizado la apropiación pretenciosa del tropo del mestizaje del discurso colonialista español, prestando especial atención al escritor fascista Ernesto GiménezCaballero, quien, en 1932, describió a España como un «país fecundo, genital, genial. Somos raceadores, donjuanes, magníficos garañones va-

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roniles de pueblos» (en Labanyi 1996: 384; Labany 2001: 28-29). «Racear» o «hacer raza» (es decir, el blanqueamiento de las comunidades más oscuras) se caracteriza, por tanto, como una actividad masculina por excelencia, mediante la cual a las pasivas nativas se les «inyectan» a la fuerza las fecundas semillas del hombre español. El mestizaje, cuyos efectos se documentaron con tanta «exactitud científica» en la pintura de castas que proliferó en Hispanoamérica en el siglo XVIII, se convirtió en un principio clave del discurso hispanotropicalista. Aunque otras naciones colonizadoras también habían intentado afirmar que las relaciones «interraciales» confirmaban que sus prácticas coloniales no eran racistas, tenían dificultades para mostrar las exhaustivas pruebas visuales —o la abultada retórica— con las que contaban los españoles. Pero como ha demostrado Labanyi, a finales de los años cuarenta y a comienzos de la década siguiente, las películas misioneras de España comenzaron a suplantar al «raceador» hiperviril por un hombre «feminizado» y maternal, parecido a Cristo, y a representar la incorporación racial en las colonias con medios no sexuales (aunque de obvio carácter genérico) (Labanyi 2001: 29). Esta tendencia todavía se percibe en Cristo negro: a Mikoa se le acoge en una peculiar forma de domesticidad colonial española, ya que está bajo el cuidado y guía del asexual «Padre» Braulio, y recibe los mimos de la casta «Hermana» Alicia. Así, la película consigue mostrar una familia interracial alternativa, no corrompida por la trasgresión sexual y racial. Sin embargo, como el protagonista crece junto a Mary Janson, la hija de colonos nórdicos, la película debe intentar abordar con sutileza la cuestión del mestizaje. Al ser un hombre negro que se enamora de una mujer blanca, Mikoa amenaza el cuidado modelo genérico de mestizaje exaltado en el discurso hispanotropicalista (y regulado a través de normas tanto públicas como encubiertas). Mientras el padre Braulio es incapaz de reconocer que el interés de Mikoa en Mary podría escapar al paradigma de la familia asexual —asume que es natural que los dos se quieran «como hermanos»— el padre de Mary exclama alarmado «que de ese cariño fraternal, puede nacer una pasión». Ya que Walter Janson es del norte de Europa, y no español, su firme oposición a cualquier relación amorosa entre su hija y Mikoa puede atribuirse a un racismo «extranjero», en vez de a la hipocresía de los católicos españoles que predican que «las almas no tienen raza ni color». Más aún, la confabulación tácita del padre Braulio y la hermana Alicia con el deseo de Janson de

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separar a los dos jóvenes se enmascara, de nuevo, a través de su estatus de «familia»: como cualquier padre, Braulio intenta proteger a Mikoa de la ira de Janson mandándole lejos del pueblo, con la excusa de que otro misionero requiere de sus servicios (mientras Mikoa se halla fuera, Mary pasa más tiempo con el médico blanco recién llegado a la misión, con quien acabará comprometiéndose). De igual manera, cuando la hermana Alicia decide no entregar un brazalete a Mary —un regalo de Mikoa— y se lo da en su lugar al padre Braulio, se está comportando como lo haría cualquier hermana preocupada, ahorrándole el dolor a Mikoa del rechazo de Mary —incluso admitiendo asimismo la mayor autoridad del «padre». De hecho, el tratamiento que el padre Braulio y la hermana Alicia dispensan al protagonista está marcado por la condescendencia que se podría esperar dentro del modelo patriarcal de familia postulado por el franquismo, pero también es característico de la relación establecida en la Guinea española entre el colonizador y el nativo. El mismo Mikoa ha internalizado la lógica colonialista que declara a los guineanos menores legales, ya que trata como niños a los nativos varones a los que enseña en la escuela de la misión —muchos de los cuales son ya adultos. A pesar de su posición elitista, sin embargo, el personaje también es infantilizado para desactivar su potencia sexual. El esfuerzo de Cristo negro por establecer el colonialismo español como fundamentalmente distinto enmascara con sutileza un miedo a la diferencia subyacente —o, para ser más precisos, miedo a la peligrosa atracción por la diferencia. A este respecto, cabe destacar tres escenas de especial interés. Mikoa le pregunta a la hermana Alicia si habría considerado casarse con un hombre negro antes de tomar los votos, y ella responde, con una sonrisa, «¿Por qué no?» Aquí se observa con bastante claridad cómo la película intenta denunciar el racismo en la teoría, sin poner en riesgo la hegemonía de las prácticas racistas. La confesión de la hermana Alicia de un posible deseo por un hombre como Mikoa no tiene, en apariencia, consecuencia alguna, ya que sus votos le impiden cualquier tipo de relación sexual. Al mismo tiempo, su confesión revela lo que Robert Young ha denominado «the fobia and fascination that the idea of miscegenation summons forth in the white imagination» (1995: 148) [La fobia y la fascinación que las mezclas raciales evocan en la imaginación de la raza blanca]4. De hecho, dos intensas escenas

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Las traducciones del inglés son de Cristina Martínez-Carazo.

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paralelas anteriores muestran esa «fobia y fascinación» al describir dos intentos de violación transrracial, siendo Alicia una de las víctimas. Los dos crímenes tienen lugar durante una celebración de los nativos, y la atmósfera «salvaje», así como el flujo libre de alcohol, están implicados en la estimulación de perversas inclinaciones. Primero, un guineano borracho se acerca a una ventana del pequeño hospital de la misión y, susurrando «mira, una mujer blanca» a un amigo, espía a la monja, cuyo hábito blanco, junto con la luminosa luz de su antiséptico lugar de trabajo, enfatiza su palidez. Después el hombre se hace un corte para poder entrar en el hospital. Un campo-contracampo revela que mira con lascivia a la monja e intenta abordarla, balbuciendo de nuevo, «eres hermosa, mujer blanca» antes de que un paciente nativo de la sala adjunta se apresure a salvarla. Aunque esta escena pone de manifiesto los peores estereotipos del hombre negro como violador de mujeres blancas, se «compensa» con rapidez por otra en la que el colono Charles, ebrio también, que ya había lanzado miradas lascivas a Dina, persigue a la mujer nativa hasta la jungla para violarla. Es significativo, por supuesto, que el violador blanco en potencia sea un nórdico, no un español. Mikoa, habiendo reconocido a Charles como el asesino de su padre, le persigue para matarle y rescata, así, a Dina. Por una parte, esta secuencia implica que la violación de una mujer negra a manos de un hombre blanco es un acto criminal, al igual que lo es la situación opuesta, que siempre se condena. En conjunto, sin embargo, las dos descripciones de los intentos de violación asocian el deseo por los otros raciales con la depravación. Ambas escenas indican inequívocamente por medio del campo-contracampo que esos «degenerados» deseos se activan primero a través de la mirada. De hecho, en Cristo negro, la mirada adquiere una importancia fundamental: como portadora de impulsos pecaminosos, debe reinvertirse con una pasión exclusivamente cristiana. Así, el padre Braulio apremia a Mikoa a sublimar su deseo sexual por Mary desviando su mirada libidinosa hacia el crucifijo. Los esfuerzos de éste por conseguir esa sublimación se subrayan en una escena en la iglesia de la misión, donde contempla, con un deseo tierno, a Mary rezando, antes de sacudir la cabeza y dirigir su mirada hacia al altar en actitud culpable. Más aún, la peligrosa atracción de Mikoa como el objeto, y no sólo como el sujeto, de una mirada deseosa se elude cuando se convierte, a lo largo de la película, en un fetiche religioso. Conviene valorar la definición

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que hace Anne McClintock de fetiche dentro del contexto colonial como la encarnación de la irresolución de una «crisis in social meaning» [crisis en sentido social] (1995: 184); en teoría, según la doctrina católica y en palabras del padre Braulio «la cruz simboliza el amor entre todos los hombres», pero no se permite que la blanca Mary quiera al negro Mikoa. Esta contradicción es eludida, de manera paradójica quizá, cuando Mikoa se convierte en la imagen de Cristo en la cruz. Esta metamorfosis ya se esboza en las primeras escenas de la película, cuando el niño que acaba de quedarse huérfano es entregado al padre Braulio como si se tratara de un accesorio de devoción. Después de encontrar a Mikoa inconsciente en la jungla, la pequeña Mary y su padre le llevan a la misión, donde ella, encantada, informa al sacerdote que le confían algo para la iglesia que está construyendo. Sólo después de que el padre Braulio pregunta si es una imagen religiosa, sabemos que, además de a Mikoa, Mary y su padre también han traído una campana para la iglesia. La primera de una serie de sustituciones fetichistas se lleva a cabo en este momento, ya que como espectadores, privados de una pieza clave de información, nos vemos forzados a visualizar a Mikoa en el lugar de un objeto sagrado. Por su parte, el padre Braulio y sus seguidores no tardan en animar a Mikoa a identificarse con el icono de San Martín. Esto debió constituir un detalle importante para muchos amantes del cine españoles, porque en la película de Ramón Torrado, la popularísima Fray Escoba (1961), anterior a Cristo negro, René Muñoz también interpretó a Martín de Porres (cuya canonización como el primer santo americano negro se conmemora en la película); de hecho, los críticos Luis Castro de Paz y Jaime Peña Pérez consideran a Cristo negro como una especie de continuación de Fray Escoba. Así, la imagen de estrella del actor en España refuerza la transformación del protagonista en un objeto de veneración. Mientras Mary insiste en llamar a su compañero de juegos infantiles Mikoa, en lugar de Martín, el mismo joven, al ofrecerle el Cristo negro que ha tallado en madera, parece animarla de forma subconsciente a transferir su afecto hacia otro, e incluso más exaltado, fetiche religioso. Esta particular transformación y transferencia culmina en los asombrosos momentos finales de la película, cuando miembros del movimiento de independencia africana capturan y crucifican a Mikoa en la gran cruz misionera que preside el pueblo desde una cumbre cercana. La última escena muestra a Mikoa muerto sobre la cruz, con Dina, la «Dolorosa» africana, sollozando a sus pies. La literal

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conversión del protagonista en un Cristo negro, diseñada de forma perversa para demostrar la supuesta falta de prejuicio racial del colonialismo español (los españoles son tan imparciales que pueden incluso concebir a Cristo como negro), responde, en realidad, a la urgente necesidad de neutralizar la irresistible y amenazadora atracción por el otro racial. Los «estigmas» raciales se «literalizan» de forma chocante, ya que Mikoa es anulado como ser sexual y, finalmente, martirizado. Una vez transformado en un objeto religioso, el protagonista es incapacitado como sujeto que mira. Ya no puede contemplar a Mary con deseo libidinoso, ni lanzar miradas vengativas a Charles, el capataz blanco responsable de la muerte de su padre (y quien, como se desvela, había trabajado para el padre de Mary).5 Charles observa la intensidad amenazadora de la mirada de Mikoa en varias ocasiones. En la celebración durante la que intenta violar a Dina, Charles le dice a Mikoa, riendo con sarcasmo, «qué miedo me das con esa mirada». Finge ofrecerle un cuchillo para matarle, pero tira a Mikoa al suelo, «para que no vuelvas a molestarme con la mirada». No obstante, cuando el protagonista persigue a Charles hasta la jungla, con su propio cuchillo en la mano, el crucifijo de nuevo desvía la mirada pecaminosa del africano: en una dramática escena, justo cuando Mikoa está a punto de matar a Charles, la sombra del crucifijo que lleva al cuello se proyecta sobre su víctima, y retrocede horrorizado ante su propia intención asesina. Sólo el catolicismo es capaz de desviar el «primitivo» impulso a la violencia encarnado en la mirada del hombre negro. Hay muchas escenas en la película que subrayan la importancia de convertir la desafiante mirada de los africanos en una mirada humilde, «cristiana» y sumisa. Después de un levantamiento nacionalista en el que mueren varios colonos, el padre Braulio advierte a sus pupilos, en una reunión al aire libre, que Dios les condenará si tomaron parte en los asesinatos. El elocuente cabecilla de

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Janson recibe a Charles con efusividad cuando este último regresa a la región. En este momento, entendemos la ironía del encuentro de Janson con el padre Braulio al comienzo de la película, cuando entrega al huérfano Mikoa a la misión. Janson le dice al padre Braulio, en evidente desacuerdo, que es probable que Mikoa se haya escapado de una plantación, y Braulio replica que no sería una sorpresa, teniendo en cuenta cómo tratan a los nativos los propietarios de plantaciones. En una escena posterior, descubrimos que la plantación de la que escapó Mikoa era, de hecho, de Janson, aunque el propietario está tan desvinculado de sus empleados que no acierta a reconocer al niño. Los espectadores, no obstante, saben de esta conexión entre Janson y Mikoa.

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los guineanos mira a Braulio a los ojos. Según Bell Hooks, ésta es la mirada que expresa igualdad, pero que los negros, por miedo al castigo, han aprendido a evitar en sus relaciones con los blancos a lo largo de la historia (1992: 168). Y de hecho, cuando el sacerdote resalta su creencia en la justicia divina haciendo gestos hacia el cielo, todos los nativos bajan la mirada, se giran y caminan con pesar cabizbajos. En la segunda reunión con el sacerdote, los guineanos están más envalentonados y uno incluso se atreve a arrojar una piedra al padre Braulio, antes de que Mikoa llegue hasta él para protegerle. Éste, también, es golpeado en la cabeza con una roca, y el cabecilla le llama «traidor a su raza». Pero la apasionada defensa del sacerdote que hace Mikoa, y su expresa disposición a morir por él, de nuevo inspira a la muchedumbre a que bajen los ojos avergonzados, se den la vuelta y se alejen abatidos. Así, Cristo negro demuestra por qué la combinación de catolicismo y colonialismo es, en potencia, tan efectiva: el discurso católico aparta el deseo de venganza que es, quizá, un producto inevitable de la violencia colonial. Mientras las primeras imágenes de la película, en las que Mikoa contempla horrorizado cómo asesinan a su padre, funcionan como una simbólica «escena originaria» de esa violencia colonial, a través del catolicismo, el personaje aprende a exorcizar su ansia de buscar castigo e intenta persuadir a los demás guineanos a que obren igual. Sin embargo, al fracasar la misión del protagonista en último momento, queda claro que la película lucha por contener los excesos de sus propias y complicadas estrategias retóricas hispanotropicalistas. Mikoa resiste el impulso de matar a Charles, pero no logra reprimir una profunda ira cuyo objeto son el padre Braulio y la hermana Alicia, cuando descubre que ambos han conspirado para apartarle de Mary. En su enfrentamiento con la monja, mira con desafío a su «hermana» y, ahora, es la monja quien baja la mirada y se gira avergonzada, mientras él le dice (¿con sarcasmo?), «gracias por creer que los negros también tenemos sentimientos». En otra dramática escena, Dina intenta que Mikoa reconozca y asuma su identidad africana, al insistir éste en que le llame por el nombre con el que fue bautizado, Martín. Acercando su brazo a su cara, Dina dirige la mirada del hombre hacia su negritud compartida, afirmando «tú eres Mikoa aunque ellos te hayan cambiado el nombre. Pero, ¿quién puede cambiarte el color de la piel? Mira, es tan negra como la mía». En una película tan obsesionada con la dinámica de la mirada colonial, esta escena cabría interpretarse como la famosa variación

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de la «escena del espejo» psicoanalítica analizada por Frantz Fanon y ampliada después por Homi Bhabha. Fanon describe cómo su identidad fue «fijada» por la mirada del niño blanco que le apuntaba, gritando: «Mama, see the Negro. I’m frightened!» [Mamá, mira al Negro. ¡Tengo miedo!] (1967: 112, 116). Una vez que es consciente de la supuesta fealdad de su «uniforme» (1967: 114), la respuesta del niño negro es ponerse una máscara blanca. Como explica Bhabha, «the black child turns away from himself, his race, in his total identification with the positivity of whiteness, which is at once colour and no colour» [el niño negro huye de sí mismo, de su raza, en su búsqueda de identificación con las connotaciones positivas de lo blanco, que es a la vez un color y una ausencia de color] (1994: 76). En Cristo negro, sin embargo, Dina desea invertir la incorporación de Mikoa al «ideal de ego» blanco, mostrándole el espejo de su propia carne. Pero Mikoa rechazará por completo adoptar una identidad nativa, aunque reconoce que su «blancura» debe adquirirse a costa de su subjetividad. Para Bhabha, lo «visto» modula la «escena» sobre la que las identidades coloniales son representadas (1994: 76), y el régimen visual colonial siempre conlleva las semillas de su propia alteración. La relación entre un blanco que mira y el negro al que mira y el rechazo de la diferencia presentado por ambos en la «escena del espejo» de Fanon son inherentemente inestables, ya que según Bhabha «there is always the threatened return of the look» [existe siempre el amenazante retorno de la mirada] (1994: 81). Así, Bhabha atenúa la dramática afirmación de Fanon de que los ojos blancos son «los únicos ojos reales» (1994: 116). Y, de hecho, aunque a lo largo de Cristo negro, la mirada de Mikoa es constantemente desviada, nos encontramos con un africano cuya mirada es insensible a tal desviación y que posee «ojos reales»: Bindú, el Delegado del Frente de la Independencia. Al tratarse de un intelectual negro, este personaje inspira, sin duda alguna, miedo en los blancos, que creen que «es mejor que se le vigile», como escribía Fanon (1967: 2021, 35). En la película, sin embargo, la fundamental capacidad de «pasar desapercibido» de Bindú se representa por medio de las gafas de sol que lleva en todo momento, tanto en exteriores como en interiores. Los cristales oscuros le permiten escudriñar a los colonos blancos con impunidad, convirtiéndoles en sus propios «Otros», mientras que ellos no tienen la posibilidad de devolverle la mirada. En su encuentro con Janson, en casa de este último, Bindú emplea un término con gran reso-

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nancia para los africanistas cuando insiste en que «nuestro país atraviesa un grave momento en que va a decidirse si es posible nuestra convivencia» (cursiva nuestra). Pero sólo se quita las gafas para lanzar una mirada firme y fija al hombre blanco y declarar el derecho absoluto de sus compatriotas africanos a la autodeterminación política: «antes de lo que se imagina seremos nosotros quienes dictemos nuestras propias leyes». Asimismo, Bindú convierte a Charles, el antiguo capataz, en su subordinado: cuando los dos viajan en un jeep, el africano, vestido con los atuendos del colono, coge el volante y recomienda al europeo que nunca olvide que «ahora está a nuestro servicio». Fanon insiste, en cambio, en calificar de «psicosis», engendrada por el racismo, el deseo del hombre negro de «make white men adopt a Negro attitude toward him [...] obtaining revenge for the image that had always obsessed him: the frightened, trembling Negro, abased before the white overlord» [hacer que el hombre blanco adopte una actitud de hombre negro hacia él, vengándose así de la imagen que siempre le ha obsesionado: el negro aterrado, temblando, humillado ante el señor todopoderoso] (1967: 60-61). Esta es precisamente la imagen con la que Cristo negro comienza y, aunque muestra cómo el catolicismo ha conseguido doblegar la «psicótica» sed de venganza de Mikoa, demasiados africanos que llevan la misma imagen dentro se han mantenido fuera del amparo de la Iglesia. La película parece presentar como trágicamente inevitable el clímax frenético en el que los africanos, guiados por los nacionalistas, se rebelan contra los blancos, masacrando a todos los misioneros españoles y crucificando a Mikoa, el «traidor de la raza». ¿Qué debían pensar los miembros del público español de este espectacular y violento desenlace? ¿Intentaba la película prepararlos para un sangriento final del proyecto africanista que abarcaba ya un siglo, representado aquí como un prolongado martirio? De hecho, el mismo mes en que se estrenó Cristo negro (marzo de 1963), un grupo de nacionalistas exiliados (la Unión General de Trabajadores de Guinea Ecuatorial) anunció que tomaba las armas contra los colonizadores para alcanzar la independencia, y es probable que los españoles esperaran que la violencia explotara en Guinea, como había sucedido en otras partes del continente. Al mismo tiempo, sin embargo, otros representantes nacionalistas exiliados habían comenzado a plantear su caso en las Naciones Unidas, alcanzando un gran apoyo entre los representantes de países vecinos como Nigeria, Camerún y Gabón (todos lograron la independen-

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cia en 1960) y miembros del Comité Especial para la Descolonización (formado en 1962). Por suerte, también se les escuchó en la delegación española, más pendiente de las oscilaciones de la reputación internacional de España que muchos funcionarios en la Península. Como resultado de las negociaciones, el gobierno se apresuró a preparar un referéndum popular sobre autonomía —aprobado en diciembre de 1963— y, al año siguiente, se eligieron por primera vez alcaldes negros en las dos grandes ciudades de la recién bautizada Guinea Ecuatorial. Aunque hubo incidentes ocasionales protagonizados por diferentes grupos nacionalistas que intentaron convertir su lucha en una guerra, el hecho de que recurrieran al derecho internacional, tanto como su promoción de revolución, fue lo que condujo a los guineanos a la independencia (Ndongo 1998: 200-10; Campos Serrano 2002: 167-206). Quizás por esta razón, el narrador sin nombre de la novela Las tinieblas de tu memoria negra, del escritor ecuatoguineano Donato Ndongo, un joven que ha viajado a la Península para prepararse para el sacerdocio, en los primeros años de la década de 1960, decide abandonar el seminario e ingresar en la facultad de derecho. Como confiesa a su guía espiritual, es igual de vital que los guineanos sean abogados (e ingenieros, y médicos) que sacerdotes: «También eso es primordial, padre, para alcanzar nuestra estabilidad, para nuestro progreso, para construirnos una nación» (1987: 17). Mientras que los textos africanistas españoles se preocupan por movilizar a las colonias y los colonizados en la construcción de una identidad nacional española, Tinieblas enfatiza que ahora es el turno de los guineanos de construir su propia nación —con y en contra de España y los españoles. De hecho, el narrador ofrece un contrapunto fascinante al protagonista de Cristo negro. Comparte varios rasgos con Mikoa. Aunque no es huérfano, crece bajo la «protección» de la Iglesia católica en la región continental de la Guinea española, y demuestra una profunda devoción religiosa desde muy temprano, así como «excepcionales» habilidades intelectuales. Al igual que Mikoa ejerce como el colaborador más cercano del padre Braulio, el narrador, también, acompaña al padre Ortiz en su labor misionera, ayudando incluso a privar a los guineanos de los iconos de sus «salvajes» sistemas de creencias autóctonos (1987: 31). Asimismo, lucha por controlar su deseo por las mujeres, aunque en su caso, el interés por una europea blanca no despertará hasta que viaja a España. Al contrario que muchas obras literarias y cinematográficas producidas por españoles, la novela de Ndongo no se obsesiona con

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las consecuencias de la mezcla de razas a través del sexo —o violación— sino con los efectos de la mezcla cultural a través del contacto —o brutal imposición colonial. En este sentido, el narrador de Tinieblas puede describirse como un «anti-Mikoa» ya que articula una perspectiva profundamente ambivalente del legado del colonialismo español. La novela incluye una condena incisiva de la educación primaria y religiosa en la Guinea española. Mientras Cristo negro procura representar a los españoles como «ciegos ante el color», el narrador de Tinieblas muestra cómo los colonizadores españoles inculcan un racializado sentimiento de aborrecerse a sí mismos en los guineanos, que transmiten a sus compatriotas, como queda claro en la descripción del maestro nativo don Ramón, que propina latigazos a sus pupilos «pues creía, y así lo repetía, que la letra sólo puede entrar con sangre, porque los negros tenemos la cabeza muy dura» (1987: 24). Los polifónicos monólogos interiores de la novela revelan cómo los pensamientos del narrador se impregnan con discursos xenófobos repetidos hasta la saciedad en el mundo colonial español, desde los patrióticos himnos falangistas cantados por los niños cada mañana delante de la bandera en el patio, a los libros de texto de historia imperialista recitados en clase, a las lecciones «de religión» llenas de odio impartidas por don Ramón y el padre Ortiz. Se anima a los guineanos a reconocerse en los nativos americanos a los que los españoles, «una raza superior y elegida» (1987: 32), también ofrecieron la «Única Doctrina Verdadera». Al mismo tiempo, se les alimenta con terribles historias de la era de la Guerra Civil sobre «las hordas de los hombres de piel roja que quemaban iglesias y conventos con monjas dentro y todo, algo que jamás había hecho ningún infiel como nosotros, esos sí que eran salvajes de verdad» (1987: 27). Ya que los españoles izquierdistas son racializados, a los guineanos se les tranquiliza diciendo que, aunque lamenten el color de su complexión, pueden sentirse confortados por el hecho de ser «negros» y no «rojos». En otras palabras, pueden escapar de la verdadera barbarie — con sólo rechazar el camino del materialismo impío. La defensa por parte de los guineanos de sus propios intereses económicos se alinea, por lo tanto, con salvajismo, y para blanquearse (aunque sólo sea interiormente) y conseguir un lugar entre los «civilizados», tienen que aceptar una posición de subordinación económica (incluido, debe asumirse, la expropiación masiva de las tierras más productivas, práctica común bajo el colonialismo español). Los colonizadores tienen experiencia en emplear la retórica antisemítica y anticomunista para esta causa, al advertir a los gui-

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neanos de que eviten la avaricia de los asesinos judíos de Cristo (1987: 33): «flagelábamos al Señor, cuan nuevos judíos, con nuestras costumbres bárbaras, con nuestro deseo de riqueza, con la codicia de los bienes ajenos cuando Cristo había prometido el reino de los cielos a los pobres: la única riqueza agradable a los ojos del Señor es la del alma, un alma blanca y pura» (1987: 65). La perspicaz movilización de Ndongo de una narración retrospectiva en primera y segunda persona y la distancia entre la perspectiva adulta del narrador y la visión de un niño le permiten meditar con ironía sobre este discurso antisemítico. De niño, el narrador experimenta un intenso deseo de conocer el significado de las letras «INRI», que adornan el crucifijo de bronce que preside su clase, pero nunca se atreve a preguntar, ya que intuye que su curiosidad sólo se satisfará con una paliza (1987: 28): la naturaleza judía de Cristo difícilmente armoniza con las crudas expresiones de antisemitismo. Al subrayar su juvenil obsesión con el misterio de «INRI», sin embargo, el narrador adulto moviliza los tópicos antisemitas para ahondar en la situación angustiosa de aquellos guineanos que eligen aliarse con los colonizadores. Así, agudamente reformula su caracterización de la pedagogía de don Ramón, insistiendo en que el maestro «más que explicar, os claveteaba» la versión de la historia del colonizador (1987: 32). Se representa, así, a don Ramón como «crucificando» a sus alumnos guineanos. Al contrario que Cristo negro, que compara a los nacionalistas guineanos con los judíos (ellos, también, matan a un miembro de su propia comunidad), Tinieblas parece localizar la traición «judía» entre aquellos guineanos que se unen, en vez de oponerse, a los colonizadores. Por esta razón, en un principio el narrador demuestra una profunda ambivalencia cuando describe a su propio padre, un modelo cristiano, respetado por las autoridades políticas y religiosas españolas, que disfruta de todas las ventajas de la emancipación, mientras inspira miedo en sus vecinos guineanos (1987: 21-22). Sin embargo, la propia culpa del narrador aumenta cuando reconoce la vil opresión a la que están sometidos sus compatriotas, incluso cuando busca los privilegios que le corresponden según aumentan su devoción religiosa y sus logros académicos (1987: 119-20). El discurso antisemita también figura en la resolución del narrador de otro trauma provocado por el crucifijo de la clase. Cuando el niño descubre que la figura del Cristo modelada con esmero está hueca, intenta convencerse de que los malévolos judíos han desgarrado las tripas

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de Cristo (1987: 28). Pero el profundo simbolismo del Cristo hueco le perseguirá durante su juventud. Los esfuerzos del narrador por reconciliarse con su vocación religiosa están simbolizados significativamente de forma menos sutil en el tragicómico capítulo que describe su primera comunión. Incapaz de cumplir con el mandato de ayunar el día anterior a la celebración, atormentado por retortijones de hambre y el delicioso aroma de cordero asado, pato y pollo en salsa de cacahuete, platos preparados para el banquete, entra a hurtadillas en la cocina en la oscuridad de la noche y se da un festín. Al día siguiente, el niño siente náuseas al escuchar el sermón del padre Ortiz sobre Santiago el asesino de moros y contemplar una imagen del santo patrón de España a horcajadas sobre un caballo cuya pezuña aplasta el estómago de un infiel de tez oscura muerto de miedo (1987: 83). Cuando el niño se aproxima al altar, se orina y, después de recibir la hostia, vomita sobre el traje blanco que representa la pureza de su alma (1987: 85-85). Cuando el narrador medita que «el estigma lo llevaría por siempre jamás» (1987: 87), sugiere que la blancura no puede «ponerse» como un traje, que el estigma del color —simbolizado por la permanente mancha marrón en su traje inmaculado— es ineludible. Esta escena contrasta vivamente con el capítulo anterior en el que se describe la iniciación del narrador a la madurez. Su circuncisión es vigilada por su tío Abeso, un venerado líder tribal que rechaza convertirse al cristianismo y renunciar a la práctica de la poligamia, descrito por el narrador como diametralmente opuesto a su propio padre (1987: 31). Después de cinco semanas de paseos diarios por la jungla (1987: 52), el niño se acerca más a Abeso, llegando a admirar su valiente resistencia, muy evidente en las conversaciones que mantiene con el padre Ortiz, obsesionado por convencer al guineano de que abandone sus costumbres infieles. Con el joven narrador traduciendo entre fang y español, Abeso predica tolerancia religiosa y contrarresta los sermones privados del padre Ortiz con argumentos razonados con maestría, observando, por ejemplo, que la comunión es, ante todo, otra forma de canibalismo, una práctica condenada por los cristianos pero en realidad mucho más extendida entre ellos que entre los guineanos (1987: 93-98).6 El narrador se angustia cada vez más por su posición de

6 Como Frantz Fanon ha reconocido con ironía, se supone que los negros están dotados del gen del canibalismo (1967: 120). En el caso de Guinea Ecuatorial, es probable que los exploradores y misioneros blancos confundieran las calaveras ancestrales ve-

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intermediario, que de nuevo encontrará una manifestación física en otra ronda de náuseas, ya que un brutal sacerdote de su internado le fuerza a comer yuca cocinada con un enorme ciempiés, pegándole sin piedad después (1987: 122-25). Tras la paliza, los hombres de la familia se reúnen para decidir qué acción deben tomar. Aunque Abeso riñe al padre del narrador por defender al sacerdote y negarse a escuchar a su hijo, está de acuerdo en que el niño debe continuar adquiriendo el conocimiento de los colonizadores, aunque pueda ser maltratado. El bisabuelo del narrador se le aparece advirtiéndole: «Haz siempre lo que te digan, hasta que obtengas la fórmula de su poder y la traigas a la tribu, y entonces serán vencidos» (1987: 134). Puede que esté destinado a sufrir, pero como ha observado el crítico Baltasar Fra-Molinero, el narrador ha sido elegido para servir como un «Mesías» para su pueblo (1987: 164).7 Cuando negocia los parámetros de su propio papel, también alcanza un entendimiento más matizado de la importancia de los colaboracionistas como su propio padre, que ahora se caracteriza como «el enlace de la tribu con los ocupantes», que trabaja para cumplir «su misión de espía para la tribu» (1987: 134, 140-41). Aunque elige el sacerdocio, e incluso fantasea con bautizar a su tío Abeso con el nombre de Santiago (1987: 136-37), reconoce que siempre se encontrará en una posición liminar. Después de una ceremonia de despedida antes de marchar al seminario de Fernando Poo, donde abraza la herencia de sus ancestros, el narrador encontrará la fuerza en el poder y la sabiduría de la tribu, incluso cuando busca el poder y la sabiduría de los colonizadores (1987: 159-51). Mientras su familia contempla su asimilación en la sociedad blanca como un medio de conservar la cultura de la tribu, desde la perspectiva española, la promoción del progreso educativo para guineanos «excepcionales» se diseñó para crear una clase de líderes leales a España, que

neradas por los fang (descritas en la representación que hace Tinieblas de las ceremonias de iniciación del narrador) con pruebas de prácticas caníbales. En este pasaje, Abeso hace referencia a los brujos fang (y no al resto de la población) que consumían a los muertos para apropiarse de su sabiduría y fuerza. Como argumenta Max LinigerGoumaz, esta práctica se recibe el nombre más apropiado de «necrofagia» (1988: 28). 7 En la segunda novela de la trilogía de Ndongo, el narrador de forma explícita se compara con Cristo y la tortura a la que es sometido en las prisiones del dictador Macías a sus 33 años, con la crucifixión (1987: 271). Pero en esta entrega, parece haber fracasado de forma miserable en su misión redentora.

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facilitarían el fomento de los intereses peninsulares incluso tras la independencia. Pero los españoles llegaron a esta estrategia —favorecida durante tiempo por sus rivales coloniales, los franceses— demasiado tarde. En 1963, sólo había trece nativos con licenciaturas: cuatro médicos, cuatro abogados y cinco especialistas en agricultura. Los 99 estudiantes enviados a estudiar a España durante los años de autonomía, a cuyas filas se uniría el narrador ficticio de Tinieblas, representaban un escaso 04% de la población nativa. Irónicamente, la inversión mayor en la sanidad, vivienda, infraestructura e industria durante este período sólo aumentó la dependencia de Guinea Ecuatorial de la potencia colonizadora, ya que la gran mayoría de los guineanos continuó dependiendo de la agricultura de subsistencia, mientras que los españoles todavía controlaban las exportaciones (Abaga Edjang 1997: 56-60).8 Además, la complicada dinámica del período autónomo intensificó las tensiones entre los colaboracionistas guineanos burgueses, nacionalistas comprometidos, y los distintos grupos étnicos que conformaban Guinea Ecuatorial, es decir, los fang (que a lo largo de la historia se habían concentrado en la zona continental de Río Muni) y los bubi (residentes nativos de la mucho más próspera isla de Fernando Poo, que, junto a los fernandinos, apoyaban una agenda separatista). Poco después de llegar al poder como el primer presidente de la nación elegido en unas votaciones, en otoño de 1968, Francisco Macías acusó a España de fomentar un intento de golpe de estado, suspendió la recién aprobada constitución y se declaró líder vitalicio, dando comienzo a un régimen autoritario que sería comparado con el del infame Idi Amín de Uganda. Macías inició una despiadada campaña para purgar todos los vestigios de la presencia española, y 7.000 de los 8.000 españoles residentes fueron obligados a abandonar el país, seguidos de decenas de miles de trabajadores nigerianos que habían contratado; la dramática exacerbación de fuga de capital y la pérdida de conocimiento agrícola e industrial sumergieron a la joven nación en una crisis económica. Los miles de gui-

8 Las estadísticas relativas al aumento espectacular de la economía de Guinea Ecuatorial justo antes de la independencia —empleadas muy a menudo por los españoles deseosos de argumentar que su nación había legado prosperidad a la colonia— son evidentemente engañosas. Si bien es cierto que la renta per capita fue la segunda más alta en África (detrás de Sudáfrica), cuando se distingue la renta per capita de los colonos europeos de la de los guineanos, es evidente que estos últimos no se beneficiaron de la riqueza (Abaga Edjang 1997: 50-54).

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neanos que, como Mikoa en Cristo negro, se consideraron «traidores de su raza» por haber asimilado los valores occidentales, sólo pudieron escapar a la tortura y la muerte exiliándose en España o países vecinos, y únicamente aquellos que pertenecían al clan familiar fang de Macías, del remoto distrito interior de Mongomo, eludieron la persecución. Se calcula que 120.000 guineanos fueron obligados a huir durante estos años (Ndongo 1998: 200-10; Liniger-Goumaz 184-85; Abaga Edjang 59). Aunque Macías afirmaba que los guineanos asimilados eran los enemigos de su régimen, Ndongo sugiere que se trataba precisamente de una forma circunscrita de asimilación lo que había facilitado que el dictador asumiera, y mantuviera, el poder absoluto. En la segunda entrega de la trilogía iniciada con Tinieblas, Los poderes de la tempestad, sabemos que el narrador está terminando su licenciatura en derecho en España cuando Macías llega al poder, pero unos cinco años más tarde, decide arriesgarse y regresar a Guinea Ecuatorial con su mujer española y su hija mulata, donde queda horrorizado por la transformación que observa. Mientras se pregunta si la cosmogonía africana puede culparse parcialmente, el narrador parece encontrar la máxima culpa en la imposición colonial de una forma censurada de catolicismo: El pueblo guineano jamás saldrá de la opresión mientras siga soportándolo todo sin la más mínima protesta, fue lo que pensaste, indignado. ¿Resignación cristiana, cobardía innata? ¿Era culpa del sistema colonial, colonial y fascista, y del catolicismo que os impusieron a machamartillo, sin un resquicio para la reflexión, sin posibilidad de raciocinio? ¿Era porque los misioneros a la usanza antigua habían ocultado arteramente al pueblo al Jesús rebelde e indignado por la injusticia que revelaba tan claramente el Evangelio, como parte de esa protección a la larga tan contraproducente de la superestructura colonial, a la alianza histórica entre la espada, la faltriquera y la cruz? (180).

En este pasaje resuena la poderosa metáfora de Tinieblas: lo que se había impuesto sobre la población guineana era un Cristo hueco, un Cristo vaciado de su mensaje revolucionario. La misma (mala)interpretación del cristianismo se había movilizado a través de la retórica «nacional-católica» para reprimir a los españoles recalcitrantes en la Península durante el Régimen de Franco. De hecho, Jo Labanyi afirma que el dictador buscó implementar una forma de «colonización interna»

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en casa, inspirándose en su misión imperial en África (Labanyi 2001: 26). Más aún, según Ndongo, la imposición del franquismo y colonialismo constituyó una «dictadura doble» para los guineanos, que carecían de modelos democráticos a los que recurrir según se acercaba la descolonización (Ndongo 1998: 198). Dada la naturaleza del tutelaje de España, no sorprende, por tanto, que Macías fallara en su empresa de guiar a Guinea Ecuatorial hacia las libertades democráticas. Más sorprendente aún, quizá, fue la brutalidad de su régimen. Infame por «canibalizar» a sus enemigos políticos, Macías sentía placer en representar el «salvajismo» imputado durante largo tiempo a los guineanos; el narrador de la novela de Ndongo caracteriza su mandato como una «farsa» criminal, que viola la moralidad tradicional personificada por su tío Abeso (Ndongo 1997: 282, 213). Pero en muchos aspectos, a nadie se parecía más Macías que a Franco. Igual que el dictador español, Macías se apresuró a instituir un sistema de un único partido, ilegalizando a cualquier otra afiliación política. Como Franco, promovió la revisión de la historia y la producción de nuevos mitos sobre el origen nacional y el destino, en los que se presentaba como el padre y el salvador divino de su pueblo. Se dedicó especial atención a adoctrinar a los niños; los ciudadanos fueron alejados del mundo exterior y la censura sirvió para reprimir la disidencia. Y, al igual que en el período que siguió a la Guerra Civil en la Península, durante el mandato de Macías, los disidentes fueron aterrorizados, hechos prisioneros, torturados y ejecutados, y decenas de miles emprendieron un exilio forzoso. Irónicamente, entonces, con la descolonización de Guinea Ecuatorial, la retórica africanista neo-colonial de España se había hecho, por fin, realidad: Franco y Macías habían demostrado finalmente ser «hermanos».

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INMIGRACIÓN, «RAZA» Y GÉNERO EN EL CINE ESPAÑOL ACTUAL Isabel Santaolalla Roehampton University, Londres, Gran Bretaña

Partiendo de la consideración del cine como medio de expresión artística y cultural que por un lado refleja actitudes y prácticas sociales pero, por otro, contiene el potencial para generar nuevas dinámicas o transformar las existentes, este trabajo examina la forma en que algunas películas españolas recientes ofrecen, a través de la interacción de la etnia/«raza» y el género, posiciones variadas desde las cuales percibir la inmigración en la España actual. Si nos guiamos por las más recientes encuestas de opinión, la inmigración es, después del terrorismo, el fenómeno que más preocupa a la población española actual. Es éste, sin embargo, un protagonismo que ha surgido de la noche al día, y que en muchos sentidos ha pillado desprevenido a un país que, como a todos consta, había sido tradicionalmente punto de partida, más que punto de destino, de los movimientos migratorios. Su rápido avance explica que, durante algún tiempo, la reacción analítica y crítica hacia este fenómeno quedara rezagada y que, aún cuando se empezó a producir, se viera confinada a un número limitado de cuestiones —entre las cuales no se hallaba su impacto sobre las dinámicas y expresiones culturales— y fuera, salvo excepciones, o bien de corte estadístico y descriptivo, o bien periodístico y divulgativo. Hoy en día son ya más variadas las perspectivas desde las cuales se aborda su estudio. En los últimos diez o doce años, las consecuencias sociales y económicas, así como las humanitarias, del rápido aumento del flujo —regularizado y sin regularizar— de extranjeros al país han sido identificadas, contabilizadas y catalogadas, analizadas e interpretadas en va-

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riedad de libros, reportajes periodísticos y televisivos, congresos, programas de estudios universitarios, y otros circuitos. A menudo, el interés humano y humanitario del asunto ha tendido a permanecer divorciado del científico. Hay excepciones, sin embargo. Cuando el LdEI de la Universidad de Granada, por ejemplo, planteó en su convocatoria al «Tercer Congreso de Inmigración» en el 2002 la necesidad de una práctica académica que intentara «“entender” el fenómeno» de la inmigración, «“influir” en las decisiones públicas» para reivindicar el derecho de libre circulación, y “facilitar” el «encuentro de culturas que favorezca la diversidad», estaba instando a practicar un análisis crítico del tipo que postula Teun van Dijk; es decir, un análisis que «no solamente quiere describir el mundo, sino que desea cambiarlo» (1997: 11-12). Pero, desde esta perspectiva crítica y, considerando que hay múltiples circunstancias materiales que precisan atención (explotación laboral, conflicto social, discriminación educativa, agresiones racistas) ¿cómo se justifica un trabajo que, como a primera vista propone éste, arrincona esta galaxia de “realidades” y en su lugar se interesa por el mundo “ficticio” del cine? Confío en que las páginas que siguen ofrezcan al menos alguna de las posibles respuestas a esta pregunta. En ellas trataré de mostrar que es posible aplicar una metodología al estudio de los textos fílmicos que conduzca más allá de la discusión de los contenidos temáticos o las prácticas estilísticas de ciertas películas, y que, entre otras cosas, ayude a reflexionar sobre la dinámica misma de ver el cine. En otras palabras: aunque es importante debatir, por poner un ejemplo, los efectos de una ley de extranjería que confiere o niega a el/la ciudadano/a un determinado papel en la sociedad española —metafóricamente hablando, además de, como es bien sabido, literalmente también— no será menos útil examinar cómo la industria cinematográfica establece estructuras o posiciones ideológicas a las cuales espectadores/as se adaptan (o no) inconsciente o conscientemente. Estas reflexiones se asemejan a lo que, en un contexto más amplio, van Dijk mantiene acerca de los medios de comunicación, cuando destaca que las «estructuras interpretativas» que éstos crean «no se limitan a transmitir o prescribir «aquello» que la gente debería pensar, sino «cómo» deberían hacerlo; en otras palabras, los medios de comunicación no solamente delimitan las fronteras sino que también aportan el material de construcción para el consenso público, y de este modo, fijan las condiciones de establecimiento y mantenimiento de una hegemonía ideológica» (1997: 15).

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Aunque el cine (en su doble identidad como manifestación artísticocultural, y como industria) no es cien por cien equiparable a los medios de comunicación de masas de los que habla Van Dijk, no cabe duda de que, como éstos, es una pieza más en el engranaje de discursos que producen significados a partir de y para consumo de una(s) sociedad(es). Por ello, los argumentos de Michel Foucault sobre la interrelación de discurso y poder, que tanta influencia han tenido en el campo de la crítica cultural, serán relevantes en este análisis. Según Foucault, el poder no emana de una única fuente situada en un nivel superior e impenetrable; su forma de manifestarse es menos represiva que productiva, ya que el poder se ejerce fundamentalmente mediante la generación de conocimiento a través de toda la serie de discursos que circulan en el micro-nivel de la sociedad. De esta forma, el entorno social se constituye en un «campo de batalla donde un sinfín de prácticas discursivas heterogéneas producen una multiplicidad de cambiantes relaciones de poder» (Sawicki 1991: 21) [mi traducción]. Hay quien ha visto en esta «omnipresencia» del poder un determinismo derrotista, en el sentido de que el individuo —un individuo ideológicamente conquistado y anulado por todas esas ramificaciones imperceptibles del poder— difícilmente puede ejercer su propia voluntad, o identificar siquiera la fuente de su opresión. Sin embargo, el mismo Foucault, en obras posteriores, comenzó a desarrollar una teoría de la «resistencia»: [...] tan pronto como surge una relación de poder surge la posibilidad de resistencia. Nunca estamos totalmente atrapados por el poder: siempre es posible modificar su control, en determinadas condiciones y siguiendo una práctica precisa (1980: 13) [mi traducción].

Para Foucault, la posibilidad de resistencia surge de la ambigüedad inherente al discurso, que permite que los textos puedan re-inscribirse en esquemas no planeados por su emisor, y así convertirse en escenarios de interrogación y conflicto. Esta conceptualización de las dinámicas de poder y resistencia ha sido adoptada y reformulada por una variedad autores/as, y aplicada al estudio de textos culturales y artísticos. Centrándonos ya en nuestro objeto de estudio, se puede decir, pues, que el cine es ciertamente (re)productor de determinadas estructuras y dinámicas de poder, pero es, a la vez, un ámbito del que pueden emanar actitudes y discursos alternativos, que confieran una enriquecedora parcela de poder a sus receptores. Por ello no será suficiente identificar y

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catalogar los tipos de imágenes de inmigración que las pantallas proyectan, no bastará con identificar si en una determinada película aparecen inmigrantes buenos o malos, si están representados de forma positiva o negativa, realista o inverosímil. Se tratará de efectuar un análisis que contribuya a crear una sensibilidad especial capaz de interrogar (cuestionar) tanto las estrategias textuales y discursivas que gobiernan la producción y consumo del texto fílmico (el uso de la cámara, la puesta en escena, el montaje y otros elementos formales que producen imágenes, dinámicas de identificación y desplazamiento, etc.) como el lugar que el cine ocupa dentro de los macro-discursos sociales e ideológicos referentes a la identidad —no exclusivamente étnica, sino también de género, orientación sexual, clase social, o cualquier otro tipo— en la España contemporánea. Así pues se impone adoptar una metodología que, como Stam y Spence (1983) proponen, sea capaz de identificar las prácticas textuales y los contextos inter-textuales que convierten la diferencia étnica en «otredad», y que explotan ésta dentro de unas estructuras de poder. Por tanto, es importante dejar de considerar la etnia y la «raza» como meras unidades de argumento y caracterización para tratarlas como categorías críticas (al igual que, por ejemplo, la crítica feminista no se limita a dar cuenta únicamente de los «tipos» de mujeres que aparecen en las películas). Dentro de estos parámetros son muy variadas las preguntas que nos debemos hacer a la hora de valorar una película, y cada una de ellas genera además numerosas ramificaciones. Entre otras: 1. ¿Qué tipos de imágenes de la inmigración aparecen en —y son ignoradas por— el cine español contemporáneo? ¿Cómo se relacionan éstas con: a) la historia de la representación de la inmigración y lo étnico en el cine español; b) otras formas de representación cultural de la alteridad en España (por ejemplo, publicidad, prensa, televisión); c) el tratamiento de estos aspectos en otras industrias cinematográficas; d) otros factores constituyentes de «diferencia» —género, sexualidad, clase social— con los que interaccionan dentro de la ficción? 2. ¿Cuáles son los discursos culturales e ideológicos de los que emergen y dentro de los cuales circulan esas imágenes? ¿De qué forma puede ayudar la identificación de estos discursos a la interpretación de las imágenes que alcanzan o no los canales de representación? ¿Qué tipo de necesidades y/o deseos satisfacen?

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3. ¿Cómo contribuyen tales imágenes y sus contextos socioculturales e ideológicos a los debates y a las prácticas asociadas con la identidad individual y comunitaria en la España contemporánea —sobre todo teniendo en cuenta las patentes tensiones que existen en el país entre las fidelidades locales y globales (incluyendo aquí la dinámica post-colonial)? Obviamente, es imposible aproximarse siquiera a una respuesta adecuada a todas estas preguntas en el breve espacio de este artículo. Las reflexiones que siguen pretenden mostrar únicamente algunos de los posibles caminos interpretativos que las películas que tratan la temática de la inmigración abren o dejan intuir, con especial atención a la interacción de género y «raza» como mecanismo generador de significados. Antes de hacerlo, sin embargo, convendrá introducir brevemente la, de hecho, corta historia de la representación de la inmigración en el cine de las últimas tres décadas. Si exceptuamos las relativamente numerosas películas que a lo largo de los (pre y post democráticos) años setenta incorporaban personajes de los países occidentales desarrollados —la representación de los cuales, aunque muy interesante, se escapa a los límites de este análisis— hubo que esperar hasta 1990 para que, con el estreno de Las cartas de Alou (Montxo Armendáriz), las pantallas españolas reflejaran por primera vez una realidad social que ya llevaba años siendo visible en las calles. Aún más, la en muchos sentidos excepcional película de Armendáriz, lo fue también por ser la única en tratar el tema de forma prioritaria hasta 1996, año en que se produjo un sorprendente cambio. En este año, además de dos películas dirigidas por dos directores de gran relieve —Bwana, de Imanol Uribe y Taxi, de Carlos Saura— se estrenaron otras cuatro que, aunque de mucho menor impacto por su muy restringida distribución y escaso éxito de taquilla, es importante tener en cuenta: En la puta calle (Enrique Gabriel, 1996), Menos que cero (Ernesto Tellería, 1996), Susanna (Antonio Chavarrías, 1996) y La sal de la vida (Eugenio Martín, 1996). Con la perspectiva que dan los años trascurridos, parece razonable ver esta fecha como un momento de inflexión en que la industria pareció por fin comenzar a asimilar los efectos de las políticas más integradoras (y no únicamente policiales) de 1994 y 1995 sobre el imaginario social y artístico español. A partir de entonces, se produce un goteo casi continuo de películas con la inmigración como motivo principal del argumento (aunque con resultados

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artísticos desiguales y éxito comercial extremadamente dispar): Cosas que dejé en La Habana (Manuel Gutiérrez Aragón, 1997), El sudor de los ruiseñores (Juan Manuel Cotelo, 1998), Flores de otro mundo (Icíar Bollaín, 1999), La fuente amarilla (Miguel Santesmames, 1999), Saïd (Llorenç Soler, 1999), Tomándote (Isabel Gardela, 2000) y Salvajes (Carlos Molinero, 2001). En septiembre de 2002 se estrena Poniente (Chus Gutiérrez), película rodada en «el universo de los plásticos almerienses» y que, según la autora avanza, refleja «[u]n mundo de migraciones, porque todos somos producto de ellas» (Piña 2002: 168). Comenzaré refiriéndome a Las cartas de Alou, por ser ésta una película útil para ilustrar los muchos niveles en los que un texto artístico puede funcionar dentro de la dinámica social y cultural de una sociedad. Su vigorosa y a la vez conmovedora narrativa centrada en el «peregrinaje» de un inmigrante irregular subsahariano por la península en busca de trabajo y amistad fue bien recibida por crítica y público. Pero más allá del mayor o menor impacto que su presencia en las carteleras pudo tener en su momento, Las cartas de Alou ha adquirido una dimensión añadida, convirtiéndose en texto fetiche del discurso antirracista español y de las asociaciones comprometidas con éste. Los derechos de exhibición de la película fueron cedidos por el director a SOS Racismo en exclusividad, con la condición contractual de que miembros de la asociación acompañaran siempre su proyección. Agustín Unzurrunzaga, presidente de SOS Racismo Guipúzcoa, en conversación mantenida en abril de 2002, comentaba las diversas respuestas del público en sendas proyecciones de la película en 1999: la primera a un grupo de 150 mujeres autóctonas, en las que despertó intensos sentimientos de indignación y compasión; la segunda ante un contingente casi exclusivamente masculino de trabajadores del mercadillo local (magrebíes y senegaleses fundamentalmente), los cuales respondieron complacidos ante la visualización en la gran pantalla de experiencias tan cercanas a las suyas (según varios de ellos manifestaron, la película les gustó porque «refleja fielmente [su] realidad»). En este caso, la identificación con las dificultades de Alou pareció contribuir a una alianza grupal no determinada por el origen étnico (ya que el grupo no era homogéneo en este sentido) sino por el condicionante económico-social de ser inmigrante irregular en España. También se produjo, por cierto, el efecto contrario, es decir, una reafirmación de la individualidad respecto al grupo, como ilustra la reacción de uno de los asistentes que, ante los intentos de Alou

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por confraternizar con las mujeres autóctonas, manifestó enérgicamente «yo no soy como ése, yo tengo aquí a mi mujer». Las cartas de Alou ha sido también frecuentemente utilizada —junto con otras películas posteriores— como recurso pedagógico antirracista o formador en interculturalidad en libros de texto o páginas web (sirva como ejemplo la de Pangea [Web 1]). Son éstos usos intencionados y expresos del cine como herramienta de concienciación y cambio social (lo cual no quiere decir, claro está, que los objetivos perseguidos sean siempre alcanzados, ni que la respuesta sea uniformemente la deseada). He querido mencionar estos ejemplos para documentar alguna de las formas más obvias en que el cine participa en los discursos sociales, en este caso a partir de un esfuerzo —abiertamente dirigista— por sacarle partido didáctico e humanitario. Pero no es éste, ni mucho menos, el único —ni, casi con toda seguridad, el más efectivo— método de penetración social e ideológico: hay, como hemos dicho, toda una serie de factores intra, inter y extra textuales que posibilitan la generación de múltiples significados, así como muy diversos efectos sobre la comunidad receptora. Pasaré ahora a ilustrar algunos de éstos, limitándome, por motivos de espacio, a los mecanismos de construcción y representación de los/as protagonistas. El denominador común a las películas que voy a tratar es la representación de éstos/as como individuos esencialmente «raciales», logrando este efecto mediante un uso enfático y fetichista del cuerpo, estrategia que el cine de ficción compartió desde bien temprano con el etnográfico, y que el discurso colonial precinematográfico ya había usado con regularidad. En Las cartas de Alou, el protagonista homónimo aparece claramente retratado como un Otro. Son varios los mecanismos mediante los cuales la película construye esa otredad, comenzando por la proyección del físico del actor, Mulie Jarju —alto, esbelto, de piel intensamente oscura— que adquiere una cualidad icónica. Ya en el minuto once se ofrece un plano en el que Alou, solo, en la orilla del mar, medio sumergido en el agua, enjabona y frota su cuerpo desnudo. La deslumbradora luminosidad del fondo marino y celeste destacan aún más la negritud de Alou, y la cámara se recrea en la contemplación de una figura escultural, dando acceso al torso y las piernas, aunque no a la zona genital (evitando así una excesiva sexualización del personaje). No será ésta la única ocasión en la que su cuerpo funcione como elemento central de una escena: en otras se torna en objeto de deseo para dos mujeres blancas mientras

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baila en la discoteca, o en índice de virilidad arquetípica cuando se enfrenta al mucho menos fornido patrón que le explota en la recogida de la pera. Esta manera de representar a Alou hay que leerla en relación con los discursos que identifican la «raza» negra con el mundo de lo físico, lo corporal, lo precivilizado. Las cartas de Alou reconoce e incorpora en su propio entramado el lastre cultural de esta tradición primitivista, pero a la vez lo contrapesa marcando su carácter nada agresivo, moderando el componente sexual y, sobre todo, dando acceso a su sustancia emocional y psicológica. Más allá de la construcción visual de Alou —que efectivamente lo caracteriza como diferente— la película hace uso de un inteligente montaje, que combina imágenes en el presente con una voz en off —la de Alou, según se descubre en seguida— que en una lengua africana reproduce oralmente las cartas escritas a padres y amigos, provocando así un efecto paradójico que combina acercamiento (a través del contenido confesional e íntimo de las cartas) y distanciamiento (mediante la alienación lingüística del público, sólo superable mediante la lectura de los subtítulos). De esta forma, la película logra un delicado equilibrio que por un lado incita a la empatía y por otro alimenta un cierto sentimiento de extrañeza —una combinación verosímil y apropiada tratándose de una dramatización del encuentro con «la diferencia». Llegado este punto resultará útil establecer una comparación entre el tratamiento de Alou y el del protagonista de la película de Imanol Uribe. Bwana narra la odisea de una típica familia española formada por Antonio (Andrés Pajares), su mujer Dori (María Barranco) y sus dos hijos cuando, durante una excursión a una playa almeriense para pescar coquinas, se topan con un inmigrante subsahariano (Emilio Buale) semi-desnudo y hambriento, recién llegado en una patera, que no habla español, y que, a ojos de la familia, encarna el estereotipo de hombre primitivo e incivilizado. La pérdida de las llaves del coche y de una bujía fuerza a la familia a permanecer toda la noche en la playa, a merced del frío y los ataques de un violento grupo de skins racistas. Sólo la habilidad del «negro» —así es como se refiere a él la familia durante toda la película— logra sacarles de sus apuros. Esta habilidad, sin embargo, no le servirá para salvar su propia piel, pues según se sugiere al final, cuando la familia se escapa en el coche abandonándole en la carretera, aquél será castrado a manos de los fascistas. En Bwana el enigmático hombre negro está dotado de una masculinidad esencial, natural, marcadamente física, que opera como antítesis

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de la de Antonio, quien, pese a su máscara de poderío varonil es en el fondo un incompetente y un cobarde. Este contraste queda sutilmente expresado mediante los objetos y elementos con que cada uno de los hombres se identifica: «el negro» con el fuego y el sol (la energía vital en estado natural), Antonio con el mechero y las bujías (remedos artificiales de aquella). La ironía es doble, puesto que Antonio pierde ambos objetos al comienzo de la película —de hecho dando, sin advertirlo, el mechero al otro, y de este modo simbólicamente cediéndole su masculinidad, como se confirma cuando ya por la noche éste último enciende un fuego con el que calentarse y Dori y los niños, ignorando las órdenes de Antonio, se unen a él, simbólicamente reconociéndole así como su nuevo «patriarca». Cuando ya al amanecer contemplamos, a través de los ojos de Dori, la estilizada y erecta silueta del hombre negro con los brazos extendidos saludando al amanecer (¿o quizá provocando el nacimiento del sol?), esta energía telúrica lo convierte en un objeto de adoración, admiración y deseo, sin duda para Dori, pero también posiblemente para el público. Aquí, como en el resto de la película, un uso extremadamente cuidadoso de la iluminación, la posición y el movimiento de la cámara proyectan al hombre negro como una figura dotada de tremenda belleza, virilidad y dignidad. Y sin embargo, a pesar del indiscutible valor positivo de esta benévola construcción visual (sobre todo cuando se contrasta con las patentes carencias de Antonio), no hay que olvidar que el acto mismo de la mirada está regulado por relaciones de poder y control. La enfática identificación del hombre negro con la naturaleza y los elementos construye para éste una masculinidad asimilada únicamente con lo primitivo, y como tal alejada de la civilización, de las estructuras de poder. Además, el hecho de que las pocas palabras que emite en su propia lengua no sean traducidas —a diferencia de lo que ocurría en Las cartas de Alou— aunque por un lado logra que el público participe de la extrañeza del encuentro, por otra convierte al inmigrante en poco más que una presencia física que se ofrece al examen visual, pero no emocional o psicológico. En última instancia, y a pesar de la actitud indiscutiblemente positiva que la película adopta hacia el personaje del inmigrante, su verdadero papel es el de un catalizador que hace patentes las deficiencias de la familia española, con especial énfasis en los efectos que sobre ésta tiene la tan debatida crisis de la masculinidad de las últimas décadas del siglo veinte.

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Así pues, la trama de Bwana está gobernada por una dinámica psicológica que construye la identidad —la identidad masculina— por medio de un enfrentamiento entre el Yo y el Otro, que en este caso no es tanto el Otro Sexual (Dori cumple este papel) como el Otro Racial. En este aspecto Bwana se asemeja a En la puta calle, pues también ésta usa el motivo del inmigrante extranjero marcado étnicamente —en este caso un caribeño— para poner en evidencia las insuficiencias del tipo de masculinidad encarnado por el protagonista español. La película de Gabriel comienza de forma sombría, cuando Juan (Ramón Barea), un electricista en paro, se ve forzado a abandonar casa y familia en el norte de España y emigrar a Madrid en busca de trabajo. Tras intentarlo inútilmente y agotar todos sus ahorros, se encuentra en la humillante situación de tener que dormir en la calle y —lo que para él es peor, dado su no muy velado racismo— aceptar la ayuda de Andy (Luis Alberto García), un inmigrante caribeño irregular de inagotables recursos y optimismo. Al inicial rechazo y desprecio que el extranjero provoca en Juan seguirá un proceso de acercamiento que será interrumpido por el atropello de Andy a manos de unos mafiosos, su hospitalización, posterior detención y expulsión del país. Como ocurría en Bwana, Andy es todo aquello que Juan no es, y el contacto entre ambos hombres pondrá de manifiesto lo inadecuado del modelo de masculinidad representado por Juan. El contraste es ya evidente desde la primera aparición de Andy, en la que su presencia física —pantalón de peto vaquero, camisa estampada, gorra y bolsa de lana multicolor, pelo trenzado y pendientes— trasmite viveza, exuberancia y eclecticismo, y contrasta con la del español, de aspecto enjuto y convencional. La hibridez de Andy se hace explícita no sólo en su forma de vestir, y en el color de su piel, sino también en su actitud hacia el trabajo y la sexualidad. A lo largo de la historia, cambia de papel tan fácilmente como cambia de ropa: camarero o electricista, pícaro aprovechado o tierno y solidario amigo, compinche de Juan o amante de Sonia (Magalys Gainza). Cuando en un determinado momento Juan le pregunta «Oye, ¿no serás maricón?», Andy le responde con una pregunta intencionadamente ambigua: «Y si lo fuera… ¿te iba a elegir a ti?». La naturaleza de Andy rebosa despreocupación, fluidez y adaptabilidad, una mezcla de ingredientes aparentemente caótica que irrita intensamente a Juan. Sin embargo, como resultado del contacto con el Otro, de compartir con Andy aventuras y desventuras, Juan sufrirá una lenta evo-

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lución, que encuentra expresión cómica en aquella escena en que, engalanado con la gorra multicolor de Andy, imita su acento, baila al ritmo de la música caribeña, e incluso acaba defendiendo lo que anteriormente había despreciado: la importancia de la fantasía y el deseo como antídoto contra la cruda realidad. Esta escena, así como aquella más trágica en la que Andy es atropellado y Juan se lanza a recogerlo, apoyando en su regazo el cuerpo maltrecho de su amigo y llorando desconsoladamente, demuestran que Juan está comenzando a modificar su desfasado modelo de masculinidad, y está dispuesto a abrazar —incluso literalmente— a su Otro. Sin embargo, a pesar del perfil tremendamente positivo que el personaje de Andy posee, no conviene perder de vista el hecho de que el lugar que ocupa —tanto en el Madrid que la película presenta, como en su relación con Juan y, finalmente, en la jerarquía de motivos cuya combinación construye la ficción— es básicamente marginal. Su presencia, como la del inmigrante subsahariano en Bwana, cumple una función reveladora y —en este caso, aunque no en aquél— renovadora, cumplida la cual resulta prescindible. Esta relación asimétrica se manifiesta a menudo a lo largo de la película, unas veces con cierta dosis de humor (como en la ocasión en que Andy responde a Juan «sí, Bwana» cuando éste le pide cinco duros con tono malhumorado y dictatorial), y otras con mayor gravedad (como en los arrebatos de crueldad verbal que Juan tiene con Andy y, sobre todo, cuando éste se convierte en el inocente receptor de la agresión que iba dirigida a Juan). Andy es una fuente inagotable de riqueza para Juan —en un sentido figurado, pero también en el terreno más práctico— pero nunca el receptor da beneficio alguno a cambio (sin duda un reflejo de la histórica explotación del imperio español de ultramar). De esta forma, combinando una mirada afectuosa pero a la vez intensamente irónica, la película convierte a Juan y a Andy en la encarnación del histórico desequilibrio de poder que marca las relaciones entre España e Hispanoamérica, y de este modo ofrece una refrescante lección para una sociedad que necesita reexaminar urgentemente la dinámica postcolonial que rige su relación actual con las antiguas colonias. Al igual que Las cartas de Alou y Bwana, En la puta calle proyecta al inmigrante como un personaje intensamente diferente, como un Otro. Sin embargo, la «otredad» de Andy es de tipo relativo más que absoluto. Para la sociedad española, lo hispanoamericano —incluso cuando

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está marcado, como es el caso aquí, por un componente racial— representa lo familiar y lo diferente a la vez. El idioma, una historia y otros muchos componentes culturales compartidos le permiten al público español lograr un grado de identificación con Andy difícilmente alcanzable con los protagonistas de las otras dos películas (que, por su parte, además, usan deliberadamente una serie de estrategias que intensifican la diferencia, más que suavizarla). Esta paradójica encarnación de lo familiar y lo extraño en lo hispanoamericano se usa con magnífico efecto en Flores de otro mundo. En esta película, el contraste que se plantea entre los adustos habitantes y paisajes de un semi-abandonado pueblo castellano y las exuberantes inmigrantes caribeñas que llegan a él atraídas por la promesa de marido y seguridad económica, acaba invirtiendo las expectativas razonables de lo que es lo familiar y lo que es lo extraño: la alineación de la cámara y la narración con el punto de vista de las mujeres que vienen de fuera facilita la identificación con éstas y, provoca que se contemple con cierta extrañeza e incluso distanciamiento a los habitantes y al paisaje de la España rural. La película dramatiza el choque de culturas, y en ninguna escena de forma más efectiva que en aquella en que Milady (Marilín Torres), la despampanante mulata cubana, llega por primera vez a Santa Eulalia. La actitud segura pero sorprendida de Milady según se encuentra con los «nativos» al llegar al centro espiritual de la comunidad —la plaza presidida por la fuente y el único bar del pueblo— pone en escena, con un matiz intensamente irónico, una versión invertida de la llegada de los conquistadores españoles al «Nuevo Mundo». Más aún, la figura alta y esbelta de Milady funciona aquí como una especie de mástil, en el que —en forma de unos ajustados leggings— se exhiben los colores y símbolos del poder imperial, señalando así el acto de la conquista. La ironía tiene doble filo, pues el cuerpo de Milady está «impreso» no con los colores de la bandera cubana, sino con las barras y estrellas de la bandera de los Estados Unidos de América, una alusión indirecta a la forma en que España perdió Cuba a manos de los Estados Unidos, así como la compleja relación entre ambos países en la actualidad. Aquí, como en las películas anteriormente comentadas, el cuerpo racial se convierte no sólo en objeto de la mirada más o menos sexualizada de personajes y espectadores/as, sino también en un espacio simbólico en el que la distribución desigual de poder deja sus marcas —al igual que las deja la paliza que el celoso Carmelo (Pepe Sancho) propina a Milady.

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Aunque son muchas las formas en que Flores de otro mundo contribuye a reflejar, modificar y generar perspectivas y actitudes acerca de la inmigración, una de las más efectivas es, en mi opinión, el impactante testimonio visual que provoca la suma de la primera y la última aparición de Milady. La tremenda distancia psicológica y emocional, además de geográfica, que el/la inmigrante recorre se plasma en el contraste existente entre el cuerpo erguido, orgulloso y seductor de la Milady que conquista Santa Eulalia a su llegada, y el de la que abandona el pueblo acurrucada y abrazada sobre sí misma, hundiéndose en el asiento de un coche que la llevará a un destino posiblemente similar al que está escapando. El efecto melancólico y deprimente de esta escena es hasta cierto punto suavizado por la esperanza de que, contra todo pronóstico, Milady logre finalmente encontrar su sitio, así como por la relativa felicidad que Patricia (Lissette Mejía), la otra inmigrante dominicana, acaba consiguiendo en Santa Eulalia. Menos generosas son con sus protagonistas masculinos las películas anteriormente examinadas. Aunque en En la puta calle el impacto del trágico accidente y la expulsión de Andy queda también atenuado por el optimismo de otros personajes caribeños y de la eufórica banda sonora, los finales de todas éstas, y de forma más trágica el de Bwana, imponen a los inmigrantes la desaparición como destino narrativo. No se puede negar que en todas las películas aquí analizadas la figura del/de la inmigrante es tratada con benevolencia y simpatía tanto a nivel argumental como formal. Pero, por otra parte, sobre todo en el caso de los inmigrantes masculinos «raciales», éstos se convierten también en protagonistas de una historia de victimización. Hay quien ha interpretado este hecho de forma puramente negativa —Bwana, por ejemplo, ha sido criticada por engrosar la lista de películas que han reproducido la castración literal o metafórica del hombre negro. Sin embargo, se podrá encontrar sin duda un valor positivo en una elección artística que de hecho demuestra el rechazo, por parte de los directores, a dejarse controlar por una industria que impone el final feliz como ingrediente necesario para garantizar el éxito comercial. Independientemente de las alabanzas u objeciones que ciertos aspectos de estas películas pudieran merecer, la presencia en ellas de las sombras, además de las luces, que acompañan la experiencia de la inmigración las dota de una textura especial, entre cuyos repliegues se pueden encontrar, si se buscan, complejidades y matices que un brillo desmesurado —una representación puramente benéfica y optimista— impediría, quizá, apreciar.

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BIBLIOGRAFÍA BURTON, F.; P. Carlen (1979): Official Discourse. On Discourse Analysis, Government Publications, Ideology and the State. London/Boston/Henley: Routledge & Kegan Paul. DELGADO RUIZ, M. (2002): ¿Quién puede ser inmigrante en la ciudad? (Cuaderno de trabajo). San Sebastián: Gipuzkoako SOS Arrazakeria. FOUCAULT, Michel (1980): «The History of Sexuality: An Interview». En: Oxford Literary Review, 4, 2, pp. 57-64. LACAN, Jacques (1977): «Preface». En: Lemaire, A.: Jacques Lacan. London: Routledge & Kegan Paul, pp. vii-xv. PIÑA, B. (2002): «Desarraigados en el mundo de los plásticos». En: Fotogramas (junio), p. 168. SANTAOLALLA, Isabel (1999): «Close Encounters: Racial Otherness in Imanol Uribe’s Bwana».En: Bulletin of Hispanic Studies, LXXVI, pp. 111-122. SAWICKI, J. (1991): Disciplining Foucault. Feminism, Power and the Body. New York/London: Routledge. STAM, R.; L. Spence (1983): «Colonialism, Racism and Representation». En: Screen, 24/2, pp. 2-20. VAN DIJK, T. A. (1997): «Análisis crítico de las noticias». En: Mugak, 2. Racismo y medios de comunicación (mayo-agosto), pp. 11-16. Web 1: (consultada el 2 de septiembre de 2001). Web 2: (consultada el 24 de abril de 2002).

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CASTRO, DERRIDA Y RUBERT DE VENTÓS: LA IDENTIDAD COMO LABERINTO Y/O LA SEDUCCIÓN DEL OTRO Este artículo se ofrece como resumen de un ensayo surgido en el contexto de «La Península Híbrida» el encuentro de hispanistas que se celebró en la New York University el mes de febrero de 2001. El enfoque central de dicho encuentro giraba en tomo al impacto de la obra de Américo Castro en el contexto de los Estudios Culturales hispanos de nuestros días. ¿Cuáles son algunos de los puntos de contacto entre la historiografía «existencialista» de Castro y los estudios culturales con los que intentamos leer hoy los entresijos de la realidad cultural española? y, en lo que se refiere a la especificidad de mi particular campo de estudio, ¿Cómo se pueden relacionar dichos puntos de contacto con la función discursiva y simbólica de los medios de comunicación y, en concreto, del cine? En primer lugar, y de manera general, creo que se puede establecer una relación analógica entre la idea de la «morada vital» y/o la «vividura» que establece Castro en La realidad histórica de España, conceptos considerados como metáforas centrales en su obra por diversos de sus glosadores, con la idea de Benedict Anderson de que una nación es ante todo una «comunidad imaginada». Escribe Anderson que: «Una nación es “imaginada” porque incluso los miembros de la 1 Publicado originalmente en español con el mismo título en «España plurilingüe y plurinacional = Multilingual and Multinational Spain». Víctor Fuentes (ed.). Letras Peninsulares, 15.2 (Fall 2002), pp. 221-231.

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nación más pequeña nunca llegarán a conocer, a encontrar o a oír al resto de sus integrantes y, a pesar de ello, en sus mentes habita la imagen de su comunión» (1983: 15).2 En otras palabras, sin la (auto)conciencia de pertenecer a un pueblo, no puede construirse cultural y discursivamente una historiografía de dicho pueblo. Lo cual me lleva al segundo punto de contacto entre los postulados de Castro y el actual momento sociopolítico español. Me refiero al debate en tomo al tema de los nacionalismos y/o la identidad nacional de España. En otro lugar he analizado dicho debate y su efecto en el imaginario hispano.3 Ahora, me gustaría simplemente destacar cómo el debate entre Alonso de los Ríos y Rubert de Ventós puede entenderse como una repetición o prolongación del que se suscitó en torno a los conceptos básicos de Castro y los de Sánchez Albornoz, sobre todo, en cuanto al papel fundamental de la memoria histórica en la construcción cultural de la nación. Tanto Rubert de Ventós como Alonso de los Ríos, aunque de manera opuesta, aluden al concepto desarrollado por Ernest Renan y su idea de que la nación se constituye en y como un «plebiscito diario».4 Veamos, brevemente, sus posturas básicas. Así, Alonso de los Ríos apunta: «Cuando Renan escribía que la nación se basa en una amnesia, obviamente se refería a los orígenes. En España, sin embargo, este olvido ha actuado en el presente y ha desplazado y herido un legado que estaba probablemente basado en dicha amnesia. Por eso la nación y la idea de nación ha sido herida» (1994: 19). Por su parte, Rubert de Ventós escribe: «El clásico “contrato del olvido” se convierte ahora en el “olvido del contrato original” . Lo que antes era un proceso dinámico y gradual aparece ahora como una realidad binaria: una nación civil y progresista nacida del Contrato Social opuesta a los nacionalismos parroquiales, atávicos y retrógrados. 2 Todas las traducciones son mías a no ser que indique lo contrario, De entre los diversos glosadores de la obra de Américo Castro, quisiera citar el trabajo de José Luis Gómez-Martínez (1975) ya que alude claramente a la centralidad de dicha metáfora vivencial, además de ofrecer un claro perfil de la polémica entre Castro y Sánchez Albornoz, a la cual me refiero también en mi ensayo. 3 Véase mi ensayo (1995) donde analizo el diálogo-polémica entre las posiciones casi opuestas de César Alonso de los Ríos (1994) y la de Xavier Rubert de Ventós (1994). 4 En su famoso discurso académico «Qu’est-ce qu’une nation?» Renan afirma que la base de la idea de la nación como «plebiscito diario» descansa en la idea del «olvido necesario» a la hora de constituir el «contrato social» que da paso a la conciencia de pueblo o nación.

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Esa metamorfosis a través de la cual uno pasa de la sublimación de la memoria a su sustitución se hace obvia en la enseñanza de la Lengua y la Historia en el Estado moderno» (1994: 146-147). Aparte de la vigencia añadida a estas afirmaciones de Rubert de Ventós por la polémica reciente en tomo a la enseñanza «de una misma historia» en nuestro país, la primera conclusión a la que nos invita el debate descrito es la de la necesidad de insistir en la urgencia de la memoria colectiva para intentar construir el «continente de libertad democrática» al que alude el pensador catalán. Y, en ese sentido, es donde resuena el mensaje de Américo Castro y su apelación crítica a revisar nuestra historia y acceder a una conciencia de nuestros auténticos orígenes colectivos. Y, sin embargo, creo que aquí debe introducirse el primer correctivo impuesto por nuestra propia perspectiva desde los estudios culturales, es decir, la imposibilidad teórica de hablar de «orígenes auténticos» sin pecar de esencialistas o, tal como sugiere Jacques Derrida, sin aludir a la noción de su artificialidad y de su carácter prostético (1996). Se trata, en definitiva, de entender que nuestros orígenes, tanto identitarios como lingüísticos, no pueden ser nunca «auténticos» sino, como máximo, compartidos y/o paradójicos. El mismo Derrida nos ofrece un excelente análisis de dicha situación emblemática al hablar de sus propios orígenes: Nuestra pregunta sigue siendo la de la identidad. ¿Qué es la identidad, este concepto cuya propia autotransparencia le es siempre dogmáticamente presupuesta en tantos debates sobre el uni- o multiculturalismo, la nacionalidad, la ciudadanía y, en general, el sentido de pertenencia? Y ante la identidad del sujeto, ¿qué es la «ipseidad»? Esta última no es reducible a una capacidad abstracta de decir «yo», a la cual siempre habrá precedido. Quizás signifique, en primer lugar, el poder de un «yo puedo», lo cual es más originario que el «yo» en una cadena donde el «pse» de «ipse» ya no se permite a sí mismo estar separado por más tiempo del poder, del magisterio y la soberanía del «hospes» (aquí me refiero a la cadena semántica que funciona tanto en el cuerpo de la hospitalidad como en el de la hostilidad). Ser un franco-magrebí, uno «como yo», no es particularmente un aumento o riqueza de identidades, atributos o nombres. En primer lugar, sería más bien como una forma de manifestar un desorden de la identidad [trouble d’identité] (Derrida 1996: 14).

Este análisis de un judío-argelino, de un franco-magrebí como Jacques Derrida, nos permite entrever un posicionamiento identitario más acorde con nuestras propias circunstancias, siempre presididas por

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esta tensión entre hospitalidad y hostilidad inherente a una concepción de la identidad no entendida como una esencia dada sino como una realidad existencial de orden problemático. Es en la difícil «vividura» de una identidad «desordenada», es decir, abierta y polivalente, en donde reside, en mi opinión, la posibilidad de articular discursos sociales, estéticos y políticos donde la otredad no sea sólo un apéndice o una antítesis de la mismidad sino el sustento de un nuevo orden social. Se trata, en definitiva, de seducir y de ser seducidos por la constante novedad del otro en nosotros mismos y en los otros que nos rodean y/o nos visitan. En este sentido es significativo recordar al historiador francés Marcel Bataillon cuando quiso glosar el debatido término de «vividura» de Américo Castro: «Empleando “vividura” para evocar una modalidad definida de la experiencia vivida, Castro ha llamado “demeures vitales” o “moradas vitales”, a esas zonas hospitalarias del pensamiento y del sentimiento que el ser humano hereda y en las que habita como en su lengua materna» (Bataillon en Gómez–Martínez, 115. Énfasis nuestro). Y ese es el quid de la cuestión, ya que para Derrida o para todo sujeto migrante de la globalidad postmoderna del capitalismo tardío, la «casa del padre» y/o la «lengua materna» no se viven sólo ni esencialmente desde el confort de la «hospitalidad» sino desde esa doble articulación de la cadena semántica que liga hospitalidad con hostilidad. Y es en esa imposibilidad de habitar cómodamente los propios orígenes donde coinciden paradójicamente los discursos de Castro, Derrida y Rubert de Ventós. De ahí que Gómez-Martínez nos recuerde que Castro considera a España como «la historia de una inseguridad» (1975: 115). Más adelante, el mismo autor alude al filósofo catalán Josep Ferrater Mora, quien escribe: «El español no cree aleccionadora su historia porque la cree, en su conjunto, un error gigantesco que ha contribuido, no tanto a dar plenitud a su vida, como a disminuirla».5 Las palabras de Ferrater Mora, quien, como el propio Américo Castro, también debió instalarse en la incomodidad de la diáspora para poder pensar y escribir sobre su casa y su país, me llevan de vuelta al tema específico de este ensayo, el cine poliglósico de Cataluña, y también me permiten recordar la centralidad del problema de la lengua y, si se me permite el juego de palabras,

5 Dicho texto pertenece al ensayo «España y Europa» publicado en Santiago de Chile en 1942 por Ferrater Mora y citado por José Luis Gómez Martinez en el volumen anteriormente citado.

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el lugar central que ha ocupado la lengua catalana en la concepción histórica de Cataluña como «problema». Así nos lo recordaba el propio Castro al escribir que: todavía hacia el año 1000 los cristianos del noroeste se hallaban bastante aislados de la cristiandad europea, mientras que al sur y frente a ellos se alzaba la grandiosa civilización musulmana, sin nada análogo en Occidente. Hubo, sin duda, una excepción, la de Cataluña, lo cual obliga a tratar de una de las más punzantes dificultades en la España de todos los tiempos... Las consecuencias de aquella situación [la intervención de Carlomagno y la Marca Hispánica] fueron decisivas para el futuro de la tierra catalana. Ante todo, su lengua no habría sido como es de no haber gravitado hacia Francia las gentes del rincón nordeste de la Península. Recordemos que la antigua poesía de Cataluña se escribió en provenzal. ...El Cantar del Mío Cid (poema castellano del siglo XII) llama «francos», no «catalanes», a los del condado de Barcelona. Se llega así a la raíz del problema catalán: los catalanes han poseído una justificada y peculiar personalidad, y no han sabido o no han podido dotar de dimensión política la conciencia de su valiosa realidad colectiva.6

De nuevo, pues, nos hallamos ante la constatación de la distancia entre el ser y el poder ser (diferente), ante esa precedencia del «yo puedo» en frente del «yo» a secas, al que aludía Derrida en su deconstrucción de la base etimológica de la identidad como «ipseidad». Se trata, en definitiva, de la íntima relación entre lenguaje y poder, es decir, de la diferente relación mantenida con esa «lengua materna» como habitáculo originario y/o como sueño de pertenencia o habitabilidad sociopolítica. ¿Puede un catalán soñar su pertenencia española desde su catalanidad si ésta es concebida como «problema»? ¿Puede un español soñar su españolidad desde una Cataluña poliglósica? ¿Puede, en definitiva, algún ciudadano español decir como Derrida: «sí, yo sólo tengo una lengua, aunque no es la mía»?7 Antes de empezar a responder a estas y otras preguntas posibles a partir de la práctica específica del cine catalán, concebido precisamente de ma-

6 Este texto procede del ensayo «El pueblo español» publicado en 1965 por Américo Castro y recogido por Pedro Corrales Egea en (1973). 7 Cito de la versión inglesa Monolinguism of the Other or the Prosthesis of Origin, donde Derrida desarrolla lo que él llama la «ley doble» o la «duplicidad antinómica» de su identidad lingüística, emblematizadas en las proposiciones siguientes: «Yes, I only have one language, yet it is not mine» o «It is possible to be monolingual (I thoroughly

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nera poliglósica, me gustaría concluir este breve marco teórico sugiriendo, de nuevo desde la óptica crítica de los estudios culturales, tres variaciones sustanciales a la aportación de los tres conceptos fundamentales (autoconciencia, hibridez y tolerancia) sobre los que descansa la llamada a la memoria colectiva de la historiografía de Américo Castro. En cuanto a la autoconciencia del «pueblo español», creo que habría que añadir la idea de las diversas posiciones de sujeto que pueden ocuparse hoy en día en España, posiciones surgidas al desaparecer el lugar único y univalente ocupado por el Estado confesional y monoglósico del franquismo. En cuanto a la hibridez o mestizaje como fuente de riqueza y/o de conflicto en nuestro pasado histórico, creo que habría que insistir en su doble vertiente de realidad socioeconómica y de proceso simbólico. De un lado, nos hallamos ante la acuciante realidad de una inmigración racialmente diferenciada, la cual hace resurgir esos espectros xenófobos tan bien estudiados por Castro y, por otra, estamos inmersos en el proceso global de seducción/absorción de la otredad, que parece ser una de las bases ideológicas fundamentales de la interrelación entre lo local y lo global, propuesta/impuesta por la expansión universal del tardocapitalismo hegemónico. En cuanto al análisis de la intolerancia o «intransigencia social» de Castro habría que añadirle la urgencia de un debate en tomo a las cuestiones del género sexual, debate no sólo ausente entre Castro y Sánchez Albornoz sino también de su eco posterior en la polémica entre Alonso de los Ríos y Rubert de Ventós. Se trata, en definitiva, de analizar la persistencia social y epistemológica del sujeto masculino heterosexual en el contexto hispano o, lo que es lo mismo, de replantear la profunda interrelación entre identidad sexual y/o identidad nacional en España.

CATALUÑA Y/EN LA PANTALLA POLIGLÓSICA: SOUVENIR (1994) DE ROSA VERGÉS Cuando Rosa Vergés definía Souvenir como «la torre de Babel llevada al cine» (Riambau 1994: 48) cometía a la vez un acto de soberbia y uno de modestia; o, en otras palabras, actuaba a partir del sentimiento y del resentimiento o, lo que es lo mismo, ponía en práctica esa conti-

am, aren’t I?) and speak a language that is not one’s own» [Es posible ser monolingüe (¿Yo lo soy realmente, verdad?) y hablar una lengua que no es la propia].

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nuidad semántica entre la hospitalidad y la hostilidad que acabo de describir. En el caso del segundo largometraje de la directora catalana, además, dicha continuidad es todavía más significativa ya que se transforma en el núcleo temático central del filme: la historia de la aceptación hospitalaria o el rechazo hostil de un turista japonés que, debido a un accidente, ha quedado amnésico y ha perdido, pues, su sentido de identidad. Desde el «margen» del cine catalán, así pues, Rosa Vergés nos (re)introduce en ese debate sobre la identidad, la amnesia y la memoria histórica, la migrancia del sujeto turístico y la conformación de la otredad, temas, todos ellos, como ya hemos visto, fundamentales en la construcción cultural de nuestra(s) comunidad(es) imaginada(s). Cuando hablo de la dualidad sentimiento/resentimiento, en este caso, me estoy refiriendo también a un aspecto concreto: la motivación personal de Rosa Vergés quién, en la conversación que mantuvimos en su casa de Barcelona, me decía: «La rabia por el hecho de hacerme estrenar Boom, boom (1990) en catalán está en el origen de mi decisión de hacer una película multilingüe con Souvenir».8 Hay, en mi opinión, otras consideraciones que han contribuido a que tomara tal decisión. El análisis de algunas de esas posibles motivaciones nos puede ayudar a entender el porqué de la notable presencia de películas poliglósicas en el cine reciente de Cataluña, lo cual parece una contradicción si atendemos a la importancia del uso de la lengua propia para dotar de identidad nacional a una película. Sin querer menospreciar el rol crucial de dicha lengua propia, pienso que es más bien la adscripción a un paradigma cultural específico, incluso si dicha adscripción se produce desde el (re) sentimiento crítico, lo que dota a una película de sentido identitario. Si consideramos, desde esta perspectiva, el caso de Souvenir (1994) de Rosa Vergés o el de Costa Brava. Family Album (1995) de Marta BalletbóColl, nos daremos cuenta de cómo su tratamiento estilístico y temático innovador del lesbianismo o de una relación amorosa interracial se integra en un trasfondo de elementos culturales y físicos catalanes de claro carácter identificador y eso a pesar de estar rodadas básicamente en inglés y en japonés. Nadie dudaría, creo, en considerar estos dos filmes como cine catalán y, en cambio, la lengua catalana no constituye su so8 Agradezco a Rosa Vergés su amabilidad de recibirme en su piso del Passeig de Sant Gervasi en Barcelona y de ofrecerme una valiosísima información en cuanto a la génesis de la película y las circunstancias de su rodaje. (La entrevista se celebró el 30 de junio de 2000).

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porte lingüístico fundamental. Existen, como dije, otras consideraciones que condicionan estas opciones lingüísticas y estéticas. Y no es la menor de ellas el hecho que tanto Souvenir como Costa Brava. Family Album se benefician del lugar prominente que Barcelona alcanzó en la escena internacional gracias a su espectacular comodificación vía los Juegos Olímpicos de 1992. La oportunidad de encontrar sistemas de coproducción internacionales fue muy bien aprovechada por Rosa Vergés tanto en Boom, boom como en Souvenir. Lo que me parece más destacable, sin embargo, de la opción estética de Vergés y de Balletbó-Coll es el modo como han sabido usar el más familiar de los géneros cinematográficos catalanes, el de la comedia urbana, para deconstruirlo y transformarlo en un producto global y postnacional sin perder su punto de vista profundamente crítico del mismo proceso de comodificación de Barcelona y de Cataluña, del cual sus películas, paradójicamente o por esa «ley doble» derridiana, acaban formando parte. Para entender mejor dicho gesto, hay que considerar una variante de la definición del postnacionalismo en el contexto de la globalidad postmoderna, tal como ha sido analizado por Fedric Jameson y reelaborado por Joseba Gabilondo, en su lectura «babélica» de otra cultura hispana, en este caso la vasca: «El postnacionalismo es el poder de sobrevivir a la globalización a base de redefinir lo global gracias a la hibridización de lo local. Al mismo tiempo el postnacionalismo representa la habilidad local de recordar y recordar es también un modo de evitar cualquier forma de nostalgia, la cual es propia del postmodernismo hegemónico» (Gabilondo: 15).9 En el contexto del cine catalán y español más reciente, ese gesto de hibridización postnacional debe entenderse además a partir de tres factores determinantes que se corresponden con aquellos correctivos que mencioné al final del apartado anterior: a) la voluntad de representar algunas de esas nuevas posiciones de sujeto (homosexualidad, turismo, migrancia...) antes irrepresentables dado el monologismo ideológico e imaginario del franquismo; b) la redefinición de la mirada más o menos unívoca del cine español llevada a cabo por una nueva generación de cineastas, entre ellos, la de muchas mujeres realizadoras, que se plantean

9 Cito del texto inédito «Before Babel. Global Media, Ethnlc Hybridity and Enjoyment» que va a constituir el séptimo capítulo del volumen After the Nation: Postnationalism and SubJect Fbrmation in Basque, Spanlsh and Global Cultures de Joseba Gabilondo, a quien agradezco la gentileza de darme acceso a su manuscrito.

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la superación de las fijaciones edípico-nacionales endémicas de nuestro cine; c) el diálogo directo con Hollywood, el Otro monoglósico de todo cine minoritario, lo cual sitúa a estos/as directores/as en la posición derrideana de «hablar sólo una lengua que no es la mía». Es este último aspecto, sin duda, el que ayuda a situar la opción estética y lingüística de un grupo de nuevas directoras catalanas, que han sumado su mirada migrante a la de Marta Balletbó-Coll y Rosa Vergés. Me refiero, entre otras, a Isabel Coixet, María Ripoll, Dolors Payás y Laura Mañá. Las dos primeras rodaron directamente en inglés y luego produjeron versiones dobladas de sus cintas Things I Never Told You/Cosas que nunca te dije (1996) y Twice Upon a Yesterday/Lluvia en los zapatos (1999). Dolors Payás hizo una doble versión en catalán y en castellano de su Em die Sara/Me llamo Sara (1998) y Laura Mañá filmó Sexo por compasión (2000) en México y con una actriz francesa doblada al español como protagonista. Serán, sin embargo, la mencionada Souvenir y Said (1999), el valiente docudrama del valenciano Llorenç Soler, producido por Ferrán Llagostera, los filmes que culminarán el mencionado proceso babélico en el cine catalán. Ambas cintas utilizan cuatro idiomas durante su tiempo diegético. En el caso del filme de Vergés estos idiomas son el japonés, el castellano, el catalán y el inglés. En el caso de Said, el árabe, en sus variantes tunecina y marroquí, ocupa casi un sesenta por ciento del tiempo diegético y el resto lo comparten el catalán, el castellano y el francés. El film de Soler ofrece una denuncia clara y rotunda del racismo y la xenofobia, esas lacras históricas que tan bien había documentado Américo Castro, constituyéndose, además, como contrapunto y complemento necesario a ese proceso de comodificación de Barcelona y Cataluña que culminó en el espectáculo de los Juegos Olímpicos al recordarnos la cara hostil de esa ciudad «hospitalaria». Said es, por otra parte, una de las expresiones más claras de ese «sueño de habitabilidad» o «continente democrático» al sugerir la posibilidad y la necesidad de un nuevo marco social, de una nueva comunidad imaginada, donde el otro histórico pudiera volverse a sentir en casa, donde la «casa del padre» no se redujera a unas fronteras geopolíticas específicas. Said es, además y a pesar de sus limitaciones narrativas, el punto culminante hasta ahora del proceso de representación de esa forma extrema del sujeto migrante, la del inmigrante ilegal racialmente diferenciado, en el contexto del cine catalán y español y, en el marco concreto de este ensayo, Said y Souvenir se nos presentan como visualizaciones

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casi complementarias de esa contigüidad semántica entre hospitalidad y hostilidad, y en eso radica, también, su necesidad de articulación poliglósica. Sin espacio para analizar aquí en profundidad estas dos películas, concluiré estas líneas con un par de referencias específicas a Souvenir para remarcar cómo Rosa Vergés consigue reflejar a la vez la anonimidad y la historicidad del sujeto turístico y cómo pone en práctica esa estrategia de la «hibridización local» para crear una comedia postnacional que constantemente nos recuerda su doble alcance crítico, el interno y el externo. Así, en lugar del consabido plano de la Sagrada Familia, la cámara de Vergés nos ofrece una especie de anti-paseo turístico por una Barcelona postolímpica vacía de referentes tradicionales. Y será justo en uno de esos momentos de deambular laberíntico y despersonalizado por la zona de la villa olímpica, cuando Vergés utilizará más hábilmente el contrapunto irónico e intertextua1 para ofrecernos su versión más cómica de esa dualidad hostilidad-hospitalidad que configura todo el relato y lo hará a partir de una eficaz hibridización de lo local. Aludo a la secuencia del segundo choque literal de Yoshio, el turista japonés que había quedado amnésico en el primero de esos choques, el ocurrido cuando intentaba sacarse una foto delante de La Pedrera, en lo que constituye el primer doble guiño intertextual y paródico de Vergés, es decir, su alusión a la pasión turística gaudiniana de los japoneses y al film de Michelangelo Antonioni Professione Reporter (1975), que significó la primera mirada cinematográfica importante puesta sobre Barcelona en el postfranquismo.10 En esta ocasión, Yoshio chocará con Mirita Marcos mientras ésta se halla repartiendo cestas de Navidad repletas con productos catalanes tradicionales. Mirita es la hija del dueño de «Jamones Marcos» lo cual nos ofrece un nuevo guiño intertextual al aludir a Jamón, jamón (1992) de Bigas Luna, sin duda el director catalán que

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La referencia a dicha película y a su alienado protagonista, el personaje interpretado por Jack Nicholson, es muy apropiada ya que Antonioni parece esforzarse de manera consciente en suprimir cualquier elemento de historicidad específica. En la secuencia de la cita en el famoso tejado de La Pedrera entre los personajes de Jack Nicholson y Marta Schneider, Antonioni reduce el visionario espacio de Gaudí a un arabesco incongruente, un laberinto urbano de carácter orientalista en donde los personajes llevan a cabo un juego al escondite emocional e históricamente inane. Pues bien, este gesto de Antonioni de reducir La Pedrera a un mero decorado anónimo será a la vez repetido y parodiado en Souvenir.

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más ha experimentado con la intersección local/global en su comodificación paródica de los estereotipos catalanes y españoles. Pues bien, después de haber ayudado a Mirita en su trabajo de reparto, ésta invita a nuestro protagonista en los siguientes términos: «En mi casa somos muy hospitalarios. Si quieres comer butifarra, «typical» artesanía. You know, by hand?». Enseguida veremos como Mirita se saca su mono de repartidora para enfundarse una falda de «sevillana» y así subir a la celebración de la Nochebuena frente al pesebre familiar. En pocos minutos, y después de aclarada su «identidad», Yoshio pasará a formar parte de esta familia a quien vemos cantando el villancico tradicional catalán «El 25 de Desembre», cuyo estribillo de «fum, fum, fum» debe haber sido particularmente interesante para un público poliglósico, ya que dicho fonema es muy cercano al que significa «mierda» en japonés.11 Con dicha broma escatológico-lingüística y en una breve secuencia, Vergés consigue articular de nuevo su propia distancia crítica ante lo tradicional transformado en producto de consumo inmediato con su gesto de hibridización de lo local en función de lo global y, todo ello, mientras nos ofrece la imagen más divertida de una Barcelona figurada en esta feliz y hospitalaria familia de «Jamones Marcos», la cual, como Mirita, siempre está lista para enfundarse su traje de flamenca y así convertirse de nuevo en esa «gitana hechicera», en esa «Barcelona poderosa y hospitalaria» construida para consumo local y global y emblematizada en la famosa rumba del grupo Los Manolos que se transformó en la «banda sonora» oficiosa de los Juegos Olímpicos. Para concluir, quisiera volver al tema de la lengua y su relación diegética y extradiegética con el proceso de hibridación representado en Souvenir. A nivel diegético, dicha hibridación se nos presenta en la misma familia de Rita, la protagonista femenina, la cual es hija de una catalana empleada de teléfonos y del capitán Andersen, un piloto escandinavo fallecido. De ahí la pertinencia de su trabajo en las líneas aéreas escandinavas SAS. A nivel extradiegético, destaca el «casting» de Enma

11 Agradezco a Rosa Vergés el haberme facilitado este dato, así como el hecho de que había filmado otra secuencia en la que la familia Marcos estaba «cagando el tió», una costumbre navideña de los niños catalanes que dan de comer a un tronco (tizón) para luego hacerle «cagar» dulces y regalos el día de Nochebuena. La hibridez o sincretismo religioso-escatológico de tal costumbre añade densidad a la broma cultural y lingüística de Vergés. Es importante, también, notar la presencia de la cuñada latinoamericana en el seno de esta familia cómico-alegórica de la Barcelona «hospitalaria».

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Suárez para dar vida al personaje de Rita Andersen y, especialmente, el hecho de que fuera ella misma quien se doblara al catalán. A este respecto decía Rosa Vergés: «Además hizo una cosa que es para sacarse el sombrero: se dobló ella misma al catalán en una sesión que comenzó a las nueve de la mañana Y acabó a la una de la madrugada. Ella no conocía el idioma y consiguió provocar las mismas sensaciones que en la versión rodada en castellano con sonido directo» (Riambau 1994: 48). Es decir, Enma Suárez, actriz madrileña y estrella del cine nacional español, podía seducir y ser seducida hablando en catalán. Quizás este detalle aparentemente trivial nos ofrezca un inicio de respuesta a esas preguntas en torno a la posibilidad de imaginarse o soñarse como catalana/española desde esa pantalla poliglósica o quizás se trate de otro ejemplo (irresponsable?) de la «alegría de la sustitución lingüística».12

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12 Aludo al concepto expresado por Joaquim Mallafré en su análisis del «cambio tranquilo» de código lingüístico en muchos medios de comunicación catalanes. Véase Mallafré 2000.

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MLLAFRE, Joaquim (2000): «Fent la viu-viu». En: La Vanguardia (22 diciembre), p. 6 MARTÍ-OLIVELLA, Jaume (1995): «Towards a New Transcultural Dialogue in Spanish Film». En: José Colmeiro; Christina Dupláa; Patriela Greene; Juana Sabadell-Nieto (eds.): Spain Today: Essays on Literature, Culture, Society. Hannover: Dartmouth College, pp. 47-66. RENAN, Ernst (1947): «Qu’est-ce qu’une nation?». En: Discours et Conférences. Paris: Calmann-Levy. RIAMBAU, Esteve (1994): «Rosa Vergés defineix la pel.lícula Souvenir com “la torre de babel” portada al cinema catala». En: Avui (7 de octubre), p. 48. RUBERT DE VENTOS, Xavier (1994): Nacionalismos. El laberinto de la identidad. Madrid: Espasa-Calpe.

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PABLITO CALVO/MARCELINO, EL NIÑO Y LO FÍLMICO EN LAS PELÍCULAS DE LADISLAO VAJDA* Anne-Marie Jolivet Ecole Polytechnique, Francia

Para millones de espectadores españoles, Marcelino Pan y Vino, y su inolvidable intérprete Pablito Calvo vienen a ser un como mito de la lejana infancia, un entrañable o rechazado recuerdo de otra época del mundo. Hoy en día, todos los niños saben por qué «la luna es gorda y luego flaca», sin embargo, los cambios sociológicos y la pluralidad de modelos familiares dejan abiertas para grandes y pequeños, la caja del tesoro de Marcelino y sus preguntas sobre: el origen, la filiación, las figuras reales o simbólicas de los padres. Pero ¿qué sabrán los niños del siglo veintiuno, adictos a la «caja tonta», del mítico Marcelino Pan y Vino? Es probable que sólo conozcan la historia light del héroe de marras en dibujos animados... No importa, queda la palabra para dejar constancia de aquella pequeña obra maestra del cine español que prejuicios ideológicos mantuvieron un tiempo en el purgatorio de las películas con sambenito franquista. El Marcelino Pan y Vino de Vajda y Sánchez Silva fue un enorme éxito y sigue siendo una de las películas españolas que más resonancia internacional obtuvo. Con su primer papel de Marcelino, Pablito Calvo galardonado en los festivales de Cannes y de Berlín saltó al estrellato y su fama se propagó como reguero de pólvora en el escenario internacional de Europa a América y hasta Japón. En realidad, si bien a partir

* Publicado en Archivos de la Filmoteca, 38 (junio 2001), pp. 29-47.

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de Marcelino, nació con exitosa vitalidad en España la moda de las «películas con niño», ni Joselito con su voz de oro, ni Marisol con su salero, lograron alcanzar la fama de Marcelino/PablitoCalvo. El prodigio sólo se repetiría en la década de los setenta con el éxito de la pequeña Ana Torrent en El espíritu de la colmena y sobre todo en Cría Cuervos. Cuando se dan tales prodigios ¿quién ha de llevarse la flor: el niño-actor, su director, o lo fílmico? Hace unos meses, el repentino fallecimiento del ex-actor Pablo Calvo desencadenó en España todo un revuelo mediático y ternurista alrededor de la figura del primer niño fetiche del cine español. En su artículo publicado en El País, Á. Fernández Santos recordó que de lo que se trataba era sobre todo «de un cine inteligentísimo, de grande y refinado vuelo metafórico», donde además de «un asombroso, genial reparto» cabía valorar la técnica del director Ladislao Vajda: «un alarde de precisión en el uso del estilo funcional clásico...». Dediqué años a una tesis sobre Marcelino para tratar de demostrarlo. Cierto es, como decía André Malraux, oímos lo que nos dicen las obras del pasado y no lo que en su tiempo dijeron. El espíritu sutil de la película invita a la hermenéutica y sus imágenes de luz y de sombras revelan hoy su moderna universalidad . Esa primera película de Vajda con Pablito, señala Á. Fernández Santos en el mismo artículo, «conduce a otro filme que sin tanto ruido, fue más lejos en la conquista de una identidad por el cine español». Según él, Mi tío Jacinto es «un inigualado puñetazo de arte ibérico. De ahí que Pablo y Calvo sean palabras mayores ligadas a un instante de genio de nuestro cine, en el que la luz de un niño efímero fue vertebral, más que bonita, que tierna o que ornamental». En efecto, apenas un año después del espléndido recibimiento de Marcelino, Vajda le dio en Mi tío Jacinto, un segundo «primer papel» junto al excelente actor Antonio Vico y casi inmediatamente después un papel más bien «utilitario» con Peter Ustinov y el perro Caligola en Un ángel pasó por Brooklyn (1957). El niño actor prodigio contratado por la productora Chamartín llegó a rodar, en España y fuera de España, ocho películas en nueve años. Pero no cabe duda de que sus mejores actuaciones son las que realizó con Vajda, quien se planteó por primera vez en Marcelino el reto de dirigir a un niño, eso sí cuidadosamente elegido entre unos cientos de su edad. Los que tuvieron la suerte de conocer al director, dan fe de su personalidad abierta y simpática, de su ca-

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risma y de sus disposiciones naturales que lo acercaban espontáneamente a los niños, lo cual no quitaba que exigiera de ellos, con mano férrea, lo que su arte requería.1 Está claro que con un niño de corta edad no funciona el sistema del Actor’s Studio. Lo que puede ofrecer en la pantalla se sitúa fuera de la categoría del trabajo consciente e interiorizado de un actor adulto. Un niño-actor tiene algo que ver con el modelo bressoniano «inventado tal como es» y muchas veces así funciona en Marcelino. Su verdad en la pantalla resulta de una dirección atenta a utilizar su gestualidad infantil y su expresividad natural como pura materia virgen adaptable a las necesidades figurativas de la película. Luego, al reanudar la experiencia, ese niño con el que ya ha trabajado se vuelve materia prima conocida y aprendida. El director sabe lo que puede sacar de él y adapta el guión a las posibilidades expresivas del niño-actor. Por supuesto, cuando ese niño ya es toda una vedette para el público, la tentación es grande de sacarle el mayor provecho comercial. Pero el quehacer cinematográfico de Vajda siempre correspondió a una postura estética y ética, por eso se limitó a esas tres películas con Pablito, ya que en la última, bien se notaba que el niño aprendiz de actor había perdido espontaneidad y frescura ante las cámaras.2 La trilogía de Vajda con el pequeño aprendiz de actor presenta un carácter evolutivo tanto desde el punto de vista temático como estilístico. Del mítico y cándido Marcelino en su convento, se pasa al despabilado Pepote de Mi tío Jacinto, en entornos neorrealistas de suburbios y barrios madrileños, donde los dos protagonistas viven el drama cotidiano de la supervivencia económica y afectiva. En esa película es donde se percibe más la participación consciente del niño en su papel. Luego, en Un ángel pasó por Brooklyn, fábula social con tratamiento coral, la actuación de Pablito Calvo, crecidito y formalito, resulta desangelada al

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La figura del niño y varios planteamientos alrededor del tema de los menores interesaron a Vajda en otras películas, rodadas algunas fuera de España. Todas patentizan su talento para dirigir a jóvenes intérpretes: El Cebo (1958), María matrícula de Bilbao (1960), Cerco de sombras (1960), Der Lügner (1961). 2 Juan Cobos en su reseña de la película escribió: «El argumento en su parte de fábula resulta entretenido y simpático sobre todo por el trabajo de Caligola, un perro tan extraordinario que da los matices que no creemos ha conseguido reflejar Peter Ustinov. Pablito Calvo, de una cursilería espantosa, hace que su papel quede sin fuerza alguna» (1957: ).

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lado del perro Caligola que debió de representar mayor incentivo directorial para Vajda. El papel del niño-actor y su trabajo en esas tres películas está supeditado al proyecto narrativo y fílmico de cada una, pero dependió también de lo imponderable de su naturaleza infantil en constante mutación y crecimiento. Pura materia viva para el primer cometido fílmico, pierde «inocencia» y naturalidad conforme va descubriendo de qué va la cosa. Lo que pueda dar ante la cámara depende de todo un conjunto de datos psicológicos y físicos, de su connivencia o no con el equipo de rodaje, de su aceptación o de su rechazo de las obligaciones y apremios que se le imponen en el plató. Ahora bien, ¿cómo valorar lo auténtico o lo espontáneo del trabajo de un niño? ¿Dónde situar los límites entre lo que es pura naturalidad infantil, procede del trabajo exigido por el director, o bien resulta de las técnicas cinematográficas cuyos encuadres y montajes elaboraron su imagen en la cinta? Del «milagroso» niño-actor, sólo sabemos lo que vemos en la pantalla o sea el milagro de lo fílmico que inmortalizó su figura.

EL «CASO MARCELINO» Esa primera película que lanzó a la gloria nacional e internacional a Pablito Calvo y a su Pigmalión, en realidad no es como se dijo mórbida o masoquista, ni tampoco tiene nada que ver con una película ñoña para aleccionar niños buenos de familias bien pensantes. Sí, en cambio, es una lección poética sobre lo que es un niño cuyas vivencias acercan el espectador al misterio del origen y de la encarnación divina. ¿Qué cuenta Marcelino Pan y Vino? Convoca en la pantalla las alegrías y servidumbres de «doce frailes con un bebé». Representa los juegos y burlas, las inquietudes existenciales y búsqueda de identidad de un niño sin madre en la edad del oedipo. En esa película, el director Vajda y su equipo de colaboradores consiguen dar una respuesta válida al doble reto técnico de hacer vivir en la pantalla lo inefable de la infancia y lo irrepresentable de la figura divina. Pensamos que el trabajo de Ladislao Vajda con el niño Pablito Calvo se sitúa en cierta forma en la misma vena creativa que dos «films con niños» estrenados el mismo año en América : La Noche del Cazador de Charles Laugton y Los contrabandistas del Moonfleet de Fritz Lang. En cada cual, la fuerza visual dada al imaginario infantil sirve el enigma existencial y alcanza lo universal.

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Ese cuento «milagroso» de un niño huérfano que vivió y murió en un convento de franciscanos fue escrito en 1952 por el escritor español José María Sánchez Silva. Fue llevado a la pantalla por un joven director venido de afuera. Ladislao Vajda (Llinás 1997), afincado en España desde 1942 era dueño de una sólida formación artística y técnica, había trabajado en varios ámbitos cinematográficos europeos, poseía una cultura cosmopolita abierta a los recientes descubrimientos freudianos, pero aunque accesible a preocupaciones metafísicas, no compartía las convicciones religiosas del autor del cuento, ferviente católico, escritor y periodista de Arriba. Rodada en 1954, esa película ha de situarse en el contexto histórico y cinematográfico de aquella España de la posguerra donde el cine sometido a rígida censura seguía siendo instrumento de propaganda política o de proselitismo religioso. Por parte del director, la elección del ya famoso cuento de Marcelino Pan y Vino corresponde a un afán de adaptación de su filmografía a la idiosincrasia cultural de su país de adopción, y a su propósito explícito de «no hacer guiones que tropezasen con la censura» (Cobos 1957b) con vistas a cobrar las subvenciones estatales y asegurarse el visto bueno anticipado de los censores. Sánchez Silva y Vajda estuvieron trabajando juntos durante más de un mes y ambos firmaron el esbozo literario del guión que fue presentado al tribunal de censura. El documento es una fuente interesante para comprender la génesis de la película pero en el momento de rodar se cambiaron muchas cosas. Es patente por parte de Vajda la elección de un tratamiento metafórico del trasfondo inconsciente y simbólico de la obra original en la escenificación de los espacios, del decorado y de la luz. Por lo demás la materia fílmica representada por el rostro y el cuerpo de un niño de siete años servían perfectamente el cometido figurativo de Marcelino. La inefable gracia infantil de Pablito Calvo y la extraña ambigüedad de la historia cobraron en la pantalla, el alma y la densidad de lo sagrado. Advino un niño en el cine español y su bautizo fue apadrinado por Ladislao Vajda y las hadas del arte fílmico.

ÉRASE UNA VEZ EL CUENTO DE MARCELINO PAN Y VINO La utilización del niño en la primera película, con la simbólica del cuento plasmado en imágenes permite reanudar con una memoria de la imagen del cuerpo infantil o del cuerpo psíquico eludiendo la negación o la imposibilidad de nombrar lo otro, el cuerpo sexuado diabolizado/sa-

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cralizado de la Mujer y de la Madre como objeto del deseo denegado o reprimido. La película ensalza la figura del Padre haciéndole ocupar el puesto simbólico que permite recrear la relación simétrica perfecta con el primer objeto. El espectador reconoce en el niño Marcelino su propio deseo arcaico de esa relación fusional de la que tuvo o tendrá que desprenderse. A nivel simbólico, la muerte de Marcelino le redime de esa tentación mortífera enseñándole la posibilidad de la palabra y del deseo dentro de los límites marcados por la Ley, capaz de reconocer y unificar las diferencias en el amor. Al principio al director Ladislao Vajda, le preocupaba la reacción del espectador respecto al hecho de que tuviera que morir el niño. Su coguionista logró convencerle de la obligación simbólica de la muerte pero probablemente Vajda encontró cómo dar un rodeo al asunto, esmerándose para que la historia transmitiera esperanza, para que cuajara más que nada el milagro del amor a la vida encarnado en un cuerpo infantil. Veinte minutos tarda el actor novel en aparecer en pantalla, pero esos largos prolegómenos sirven para mentalizar a los espectadores, para despertar en ellos mecanismos inconscientes de identificación o de empatía y una como memoria de la «imagen del cuerpo» infantil. La sonrisa de la niña enferma, con sus paños blancos alrededor del cuello, acogiendo la visita del que sabe romper el encierro familiar, su mirada expectante escuchando la historia de Marcelino olvidada por su padre, sirven a dramatizar la transmisión de esa palabra salvadora y preparan el joven espectador a una recepción empática del cuento del mítico niño sin madre. La inquietud de los padres de la niña y la presencia visible sobre la cama de una muñeca, irrisorio y rígido remedo del cuerpo infantil, aluden al miedo a no ser un cuerpo con vida. Lo que propone la historia de Marcelino es el renacer y la promesa de vida dentro de una simbólica casa de Dios. Con la llegada al convento del bebé Marcelino, vemos representado con gracia y humor, el cuadro de «doce frailes y un bebé». El paquetito hallado a la puerta del convento por Fray Puerta cobra inmediatamente protagonismo de sujeto (véase el plano 56, plano subjetivo en contrapicado atribuible al niño, mirando la corona de rostros que le contemplan asombrados). Si su presencia despierta curiosidad y enternecimiento entre los frailes, varios detalles insisten en la realidad física y psíquica de ese cuerpo advenedizo necesitado de que le atiendan como persona y no como simple objeto recreativo. El afecto, la devoción de todos y en particular del mater-

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nal e ingenioso Fray Papilla para que el niño «por fin sonría» constituyen claves de la adhesión del espectador a un recuerdo real o imaginado del cuerpo originario. Valiéndose de esa representación previa de Marcelino, el director inscribió a su protagonista en una relación humana y afectiva convocando la memoria de la imagen del cuerpo que un día todos hemos sido. De eso trata la lograda transición musical donde por fin aparece Pablito Calvo actuando de Marcelino. Entre dos fundidos en negro, esa secuencia aísla un remanso de poesía y de gozo cinematográfico, celebrando primero en lento travelling la verdad fugitiva y ausente de un cuerpo de niño en los objetos o los juegos que quedaron pequeños o abandonados por él. La cámara va acariciando las cosas que son huellas del que todavía no vemos pero de quien nos habla la voz en off. Luego se ofrece al espectador con acompañamiento musical, ligereza de tomas, humor del montaje y cuidados encuadres todo un muestreo de la gracia infantil encarnada en el pequeño actor. Desde un punto de vista narrativo y fílmico, ese intermedio musical es un hallazgo y puede que lo haya sido también en lo técnico o digamos pragmático de la dirección de actor. No sabemos nada del orden que se siguió en el rodaje pero es posible que estas cortas secuencias fueran las primeras que se rodaron con Pablito, familiarizándolo así con la cámara y los diferentes actores profesionales con quienes habría de intervenir. El ejercicio resultaba fácil puesto que se trataba de representar el día de un niño o sea: despertar y levantarse, vestirse solito, lavarse, comer, dar la lección, jugar, rezar y por fin irse a la cama y hacer el dormido. Cada una de esas situaciones cotidianas está escenificada con gracia, naturalidad y humor. Se suceden con gran fluidez y son como toques impresionistas en los que va revelándose todo el abanico de gestos o de posibilidades expresivas del pequeño Pablito. En cada breve secuencia, la cámara va en busca de la presencia peculiar de un cuerpo de niño y resalta su pequeñez, su movilidad, su levedad, o su inocencia en el sueño. Destacan en planos acercados la expresividad de su rostro, su sonrisa cándida o de pillo, sus ojos vivos, su timidez o su complicidad con el adulto, su gesto inquieto o molesto, su cara de pocos amigos o de aburrimiento. Constituyen un muestrario de lo que se podía esperar del niño en situaciones familiares o lúdicas. Al compartir plano con los demás actores o cuando está recordando a ellos por la mirada, el encuadre y la escala de planos resaltan la proximidad afectiva imponiendo una distancia particular de la cámara, cerca o a nivel del niño, adaptándose a él. La primera

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aparición concertada del niño-actor en ese intermedio viene a ser puro trabajo de representación fílmica del cuerpo infantil celebrado por los objetos, la palabra de la relación al otro, los actos cotidianos, todo una efeméride musical del cuerpo entre sueño y sueño.

CÓMO PABLITO CALVO SE VOLVIÓ MARCELINO Para representar al pequeño héroe del cuento de Sánchez Silva : listo, travieso, sensible, espontáneo y ágil se había elegido entre cientos de niños a Pablito, quien reunía todas esas condiciones además de una carita agraciada, sonrisa con hoyuelos y unos ojos vivaces o bien cándidos. Pero un niño de esa edad es también un ser trabajado por la vida y la fantasía que busca su lugar en el mundo del deseo y de la palabra. Pablito no podía saber lo que él era, pero en cambio a la hora de dirigirle en Marcelino la preocupación de Vajda fue lograr que la verdad del niño-actor y de su personaje se volvieran realidad en la pantalla. Lo consiguió acercándose a la particularidad psíquica de ese niño cuya capacidad de comunicación con las personas y con las cosas depende en gran parte de la afectividad, del imaginario, de la dimensión lúdica y psicomotriz. Saber sacar provecho de esas características infantiles requiere del director cualidades humanas, paciencia, tacto, intuición y probablemente algún que otro truco, trampa o recompensa. Poco se sabe de esos secretos del rodaje, en cambio comprobamos que la mayor espontaneidad del pequeño actor se obtiene en ésta, como en las siguientes películas, con situaciones en las que en realidad el niño no actuaba sino que jugaba. Viveza en los desplazamientos, dimensión kinestésica de su vitalidad infantil, de su modo de relacionarse con lo que le rodea, en realidad, la gestualidad del niño-actor sirve de marcador visual de su naturalidad o de su estado de ánimo. Es así como correr a todo correr en espacios determinados se vuelve motivo cinematográfico recurrente para significar la vitalidad alegre o transgresiva del personaje. Andar de puntillas, subir, bajar las escaleras, esconderse, encaramarse, gastar bromas, tirar piedras, descalzarse, coger con las dos manos el palo del ante desván, tocar esto o lo otro, robar a hurtadillas, encogerse de hombros, rascarse la cabeza, bajar la barbilla cuando le regañan, apuntar con pellas de tierra al enemigo ficticio, o deambular asombrado en el bullicio de un mer-

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cado son gestos, ademanes, actitudes «naturales» en un niño que contribuyeron a dar autenticidad al cuerpo ficcional de Marcelino. Con la creación del amigo invisible Manuel, la dimensión lúdica e imaginaria cobra mayor relevancia a dos niveles: para la dirección de actor y para el ahondamiento psicológico del pequeño personaje. En esta secuencia, por primera vez en la cronología diegética de la película, Pablito Calvo asume solo su papel ante la cámara. Lo vemos al exterior del convento, en contra picado entre hierbas y cardos crecidos. Tirar piedras y decapitar los cardos con un palo corresponde a una actitud natural en un chiquillo del campo que la emprende a sablazos descargando su agresividad o simplemente tomando posesión de un ámbito imaginario de juego. En el mismo espacio de cielo abierto donde se le había aparecido la mujer-madre, el director le mandó acurrucarse en actitud fetal e imitar con hierbas en la boca el grito de ella llamando a su hijo Manuel. Así es como el niño convoca en la pantalla al doble invisible de sí mismo con el que Marcelino/Pablito va a identificarse. Lo necesita como compañero imaginario para jugar (con la cámara), pero también a nivel simbólico como amigo transicional vinculado a ese cuerpo femenino que acaba de revelársele. Sacando los tesoros que tiene escondidos al pie de la tapia, se dirige en voz alta a Manuel y el espectador entra con él en el juego del amigo invisible. Presenta y comenta cada uno de los tesoros escondidos ante la mirada atenta de la cámara-Manuel. Estos objetos y los comentarios de Marcelino tienen valor simbólico y revelan metafóricamente preocupaciones subconscientes contribuyendo así a ahondar en la verdad psíquica del protagonista. Por otra parte, el hallazgo técnico de «jugar a Manuel» con la cámara debe de haber servido a que en otras secuencias en solitario3, Pablito Calvo se sintiera a gusto con ella y actuara con naturalidad como si estuviera de verdad con el hipotético Manuel. En otra secuencia lúdica, la verdad del pequeño personaje, dueño de su reino imaginario, se plasma en esa reacción brusca de abrazarse a su pelota cuando el inquisitivo Fray Puerta sale a preguntarle con quién está hablando y si también juega al balón con el amigo Manuel. Al principio Pablito, tan contento jugando al albañil con su carretilla le contesta con sonrisa abierta y confiada, sabiendo que algunos adultos son ca-

3 El miedo compartido con el amigo invisible permitieron probablemente una escenificación más lúdica de la subida al desván prohibido.

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paces de compartir secretos y juegos imaginarios con los niños. Ese ademán enfurecido de Pablito recogiendo su pelota significa física y visualmente algo que tiene que ver con la imagen del cuerpo y con la importancia de la fantasía lúdica en la estructuración psíquica de los niños. El invisible Manuel, su alter ego, su doble, añade a la presencia del niño en la pantalla una figura de la alteridad narcisista fantaseada, lo cual refuerza la verdad del personaje encarnado por Pablito Calvo.

MARCELINO/PABLITO Y LA DIMENSIÓN PROXÉMICA Muchas veces la calidad de la presencia en la pantalla de Marcelino/Pablito Calvo procede de un conjunto de efectos de proximidad afectiva o emocional que contribuyen a que lo sintamos cercano, transparente, conmovedor, viéndolo participar en varias situaciones o vivencias en las que muchas veces otros actores le involucran a él, incluso los que no se dejan ver, imágenes mentales de su ámbito imaginario más allá de lo visible y de lo racional. Llamamos dimensión proxémica a esa distancia particular que se establece entre los cuerpos de las personas presentes en un mismo espacio, según códigos sociológicos implícitos y variables según las latitudes y culturas. Aplicando el concepto a la realidad fílmica se trata pues por una parte de la distancia física, afectiva emocional existente entre los seres que ocupan el mismo plano, y por otra de la distancia que la cámara y el ojo que los mira establece con ellos, o sea la escala y el encuadre con que a su vez los ve el espectador de la película. Como lo vimos con el amigo Manuel, la distancia puede confundirse con una imagen mental, y la propia cámara asumir el papel del personaje invisible mirando los objetos del tesoro que le enseña Marcelino. En las secuencias del desván, el director matizará con sutileza esa elección proxémica plasmando con efectos de luz y voz en off, la presencia divina. Pero veamos más detenidamente algunas de las actuaciones de Pablito Calvo con los actores confirmados del reparto. Primero con la madre (Isabel de Pomés). Se trataba para el niño de representar la curiosidad de Marcelino por lo que pasaba ahí fuera, un asunto de hombres y de rueda rota, pronto menos interesante que el contenido del carromato donde se agita llorando un bebé. Al principio de la secuencia asomándose a la ventana el gesto del niño con la boca semiabierta, re-

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sulta poco expresivo, así como cuando le está explicando a la bella aparecida que tiene doce padres y ninguna madre. La falta de expresividad de los planos acercados del niño es compensada por la proximidad sonriente y tierna de la actriz que le mira y comparte el plano con él. En cambio al oír la llamada de Fray Papilla y al despedirse de ella, el niño recobra viveza y espontaneidad para lanzarle a la dama un «piropo». Quizás, preparando la secuencia del «encuentro con la dama» y situándose en un plan de complicidad varonil, Vajda haya desafiado al pequeño a atreverse a decirle que era muy guapa. Lo que sí es seguro es que además de inesperada y graciosa esa ocurrencia da vida y frescura al problema del niño de los frailes encarnado por Pablito Calvo. Varias secuencias presentan cuadros muy logrados de la confianza cariñosa y cómplice que se supo crear alrededor del niño-actor. La lección de Fray Malo (Mariano Azaña) sobre la letra «o», redonda como la rueda de un carro, interesa poco al niño embelesado por su descubrimiento de una madre en carne y hueso. Su tímida sonrisa se vuelve radiante al preguntarle el patriarca que si esa madre le ha gustado. Luego, en la cocina con Fray Papilla, la escenificación cuida mucho la ambientación por medio del decorado con juegos matizados de luces y de líneas para enmarcar la confiada intimidad de ambos protagonistas. La actuación del niño resulta algo tímida y modosa pero Juan Calvo hace alarde de su talento de actor profesional, embrollándose en su respuesta sobre «el porqué de la luna gorda y luego flaca». En el último plano de la secuencia, encuadrados los dos en plano medio corto, resalta la tierna mirada del adulto sobre el aprendiz Marcelino/Pablito, enfrascado en la tarea de desgranar habichuelas, satisfecho y feliz de lo que acaba de oír sobre su madre. La peculiar presencia del niño Pablito Calvo en la pantalla procede en gran parte de su natural vinculación con lo entrañable del tema representado o sea el enigma de la procreación y su deseo de saber algo sobre su madre. En estas tres secuencias, como en otras, el niño-actor se beneficia de la dimensión humana y profesional de los actores que comparten plano con él y saben resaltar su candidez: la sensible mirada del cocinero hacia el pequeño preguntón, o su cómica y desbordante solicitud de mamá cuando en los planos finales de la secuencia del delirio, el niño le pregunta que cómo se va al cielo; también está, más adelante, la mueca de dolor de Fray Malo después de haber fingido alivio por el beso que le acaba de darle Marcelino. Muchas veces, las miradas y las atenciones de los actores ponen de realce su pa-

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pel de «niño-rey» de la película, aunque también es sensible cierto recelo que sentía Pablito Calvo por el que actuaba de Fray Papilla. Cuando le regaña por no obedecer su consigna de la escalera o cuando le pide que devuelva la cubierta, la actitud del niño es más bien hosca. Cuenta Sánchez Silva que en una ocasión declaró, que él no quería jugar más con ese señor gordo y que hubo que explicarle que sólo le regañaba de mentirijilla.

EL NIÑO-ACTOR Y LO FÍLMICO Veamos ahora cómo el efecto de proximidad emotiva se consigue prescindiendo de los demás y sin que todo el mérito recaiga tampoco en el propio actor infantil. Es la puesta en imagen la que crea el sentido, por la técnica cinematográfica utilizada en el rodaje, o luego en el montaje, por contaminación de los planos puestos en continuidad. Varios logros de montaje hacen corresponderse planos independientes de «objetos con rostro», haciéndolos recordar con la mirada del niño: la escalera tentadora, la araña en el desván, la faz del crucificado. En la escena de la «tentación», el efecto de interioridad y el ansia experimentada por Marcelino no se consiguen con el trabajo de actor propiamente dicho sino con la conjunción de una serie de elementos que participan en la composición del cuadro y de la imagen, entre ellos el papel relevante del crescendo de la luz y el de la voz o de la música en la banda sonora. El niño está sentado arrimado a la pared con una pierna meneándose en movimiento reflejo. En lento traveling alante, la cámara acaba por un plano acercado del rostro infantil, inmóvil, de ojos extrañamente fijos e inexpresivos. Conforme avanza, en la banda sonora, notas de piano repetidas con regularidad y la voz en off de Fray Papilla regañándole hacen recordar la mirada del niño con el objeto de su deseo en el plano siguiente. Éste, muy trabajado en cuanto a profundidad de campo y encuadre, dramatizando a la manera expresionista líneas opuestas y juegos de luces blancas en crescendo y descrescendo, produce un efecto de desrealización fantástica de la escalera. El mismo plano de rostro, como motivo visual, sirve de paréntesis a la escena que ha figurado así la meditación infantil ante lo prohibido y la tentación. Un fundido encadenado vincula esa representación «fantaseada» con otro plano largo «realista» de esa misma escalera donde se ve al niño

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ejercitándose kinestésicamente en el juego del «subo o no subo». También en otras secuencias la verdad de la presencia infantil frente a la escalera es cuestión del encuadre y del mismo modo es la simbólica del espacio fílmico del ante-desván y su puesta en escena ante la cámara las que dan sentido a la primera transgresión del niño. Su actuación resulta «mecánica», su cara seria sin expresividad alguna cobra sentido por efecto Koulechov al relacionarse con los objetos inquietantes o alegorizados que va descubriendo. Los primerísimos planos del niño son pura materia fílmica trabajada por la luz para crear un choque visual significante con la faz crística a la que se oponen en contraste. La mirada del niño parece empañarse de cierta emoción pero en realidad, sólo cuando vuelve a la dimensión práctica le vemos recobrar autenticidad. El reto de dar respuesta al «hambre» del otro, inspirado al personaje que encarna por la compasión, recrea para el niño-actor una situación del obrar y del juego en la que no le cuesta mucho ser de verdad Marcelino/Pablito Calvo. El juego de engañar a Fray Papilla para poder entrar en la cocina y robarle el trozo de pan, o el juego caritativo de dar sustento al crucificado devuelven la vivacidad natural al niño-actor cuya presencia y desplazamientos rápidos se asemejan a arranques de vida eternizada. Lo más difícil era hacer creer en la presencia sobrenatural del milagroso resucitado alargando la mano para tomar el pan. Eso se consigue mediante todo un trabajo fílmico sobre materia animada o yerta, (rostro/faz), picado y contrapicado (alto/pequeño), efectos de luz y de sombra, composición pictórica del cuadro y acompañamiento musical. El niño sólo participa con el ademán de dar a la improbable mano, prestando la opacidad de su rostro a la luz blanca que le transfigura él y su pan. El verdadero milagro fílmico alcanza toda su dimensión espiritual cuando el rostro y el cuerpo infantil son utilizados como único anclaje visual del efecto de proximidad fílmica. Puede que algunos planos acercados de Pablito Calvo, sublime expresión de cándido embeleso, resulten de un hábil montaje para la representación de los encuentros del desván. Lo cierto es que con esos planos y todo un enfoque sutil del campo y fuera de campo, mediante la palabra y la luz del amigo del desván se logra plasmar en la pantalla la emoción, la vibración de otro ser presente/ausente cuya corporeidad problemática difunde amor y un reconocimiento incondicional de la criatura en búsqueda de identidad. El diálogo y la sencilla actitud del niño en proximidad fílmica, embaucado por

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el que nosotros no podemos ver, expresan la verdad de esa presencia que induce a una actitud de fe y de confianza. La calidad de la presencia infantil ante la cámara viene a ser una ofrenda lírica y poética a esa imagen virtual de Dios, así como el espléndido plano de la manita haciendo girar una ruedecita es visualmente la expresión del amor sensual del niño por el cuerpo añorado y ausente de su madre. Lo fílmico y los secretos de una sutil dirección, encierran en la cinta de Ladislao Vajda, el enigma ontológico de la vida y su eternidad. El pequeño Marcelino/Pablito Calvo sirve como «modelo inventado tal como es» para plasmar la universalidad del sentimiento de amor que puede existir entre un niño y otro ser humano que confía en él, le habla y respeta la libertad de su deseo.

DEL MODELO AL ACTOR Veamos ahora cuáles fueron las modalidades de utilización de Pablito Calvo, en los nuevos contextos estilísticos y diegéticos de Mi tío Jacinto y Un ángel pasó por Brooklyn. Entre la primera y la tercera película se nota el crecimiento del niño-actor. Dada la primera experiencia, cabe añadir cierta pérdida de «inocencia» ante las cámaras, por otra parte su nuevo estatus de estrella infantil adulada por todos le hacía más caprichoso, menos dócil. Una entrevista de la revista Triunfo a Vajda, nos revela a qué estratagema tuvieron que recurrir en el rodaje de Mi tío Jacinto para obtener del niño lo exigido por el guión en la escena con el ropavejero que no quería dejar prestado el traje de luces. La anécdota no carece de interés y revela que dirigir a un niño supone mucha astucia, mucha paciencia y mucho truco. Deben de existir varias falsas situaciones que se inventaron para conseguir del niño tal o cual expresión aprovechable posteriormente en el montaje. ¿Dónde y cómo valorar la actuación de un niño-actor, es lo que vemos en la pantalla o su imagen manipulada por la técnica del montaje o las tretas del director? De nuevo está claro que la dimensión lúdica brindó al director varias oportunidades de dar vida en la pantalla a Pepote y a Tonino. Pero ya no se trata de ahondar el imaginario infantil sino más bien de situarlos social y económicamente como niños pobres de la gran ciudad. (destreza de Pepote jugando a las canicas o poniendo en hora los relojes para ganarse unas perras, o desparpajo de Tonino tocando la armónica ante los

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carniceros). En las primeras secuencias de Mi tío Jacinto el trabajo de Pepote ante la cámara es todo un ejercicio mudo de gestos y ademanes, despertarse, vestirse, buscar dinero y salir a por el desayuno. La calidad estética de la recreación de un ambiente neorrealista se vale de la presencia física del niño en el miserable decorado. Su gestualidad y su tamaño en el cuadro expresan por sí solos el talante animoso pero también infantil del pequeño protagonista. Pepote sabe sacar provecho de la adversidad, aprovecha el aguacero para ejercitar su ingenio construyendo una presa de juguete, o bien se improvisa torero de verdad con el borrico para compensar la humillación de los niños de la barriada que le pagaron para que actuara de toro pero luego no le dejaron torear. En Mi tío Jacinto varias secuencias utilizan la gestualidad espontánea (o dirigida) del niño Pablito Calvo y consiguen perfectamente el objetivo de que su presencia en pantalla resulte auténtica y natural: por ejemplo con la manía de manosear las cosas del mostrador del ropavejero mientras están actuando Antonio Vico y José Marco Davo. El motivo visual de sus carrerillas ya utilizadas en Marcelino, cobran las más veces otro significado que el de su juvenil vitalidad, representan una necesidad económica: precipitarse y ser el primero en abrir la portezuela de un taxi para la propina, acudir a tiempo a casa del relojero para poner en su sitio las manillas de todos los relojes atrasados. Sin embargo en esa secuencia musical y poética a lo Renoir, la agilidad graciosa del cuerpo infantil en contraste con los autómatas y la apatía del corpulento y adormecido propietario, participa de una intención figurativa del director que traduce y demuestra su dominio de lo fílmico. Es notable en esta segunda película, todo un trabajo sobre la imagen del niño en el espacio fílmico de la ciudad : el arrabal, la plataforma del tranvía, la explanada de la plaza de las Ventas, las callejuelas del rastro, el anden del metro, las calles desiertas y mal alumbradas. Con el encuadre, y la escala de los planos se realza el efecto del pequeño actor en la pantalla y se consigue dar autenticidad a la figura del protagonista infantil de una película cuyo guión introdujo a propósito su papel para crear el inolvidable dúo de actor de Antonio Vico y Pablito Calvo. En Mi tío Jacinto es donde se puede valorar mejor al actor en ciernes (Jolivet 1999), bien dirigido por Vajda, quien sabía cómo sacar lo mejor de Pablito en actividades lúdicas o prácticas, y en situaciones de comunicación «natural» con otro actor.

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Pensemos en la escena de la comida en el bar y el enfado con el tío, o en la del encuentro con su amigo el limpiabotas. En cambio no parece que la dirección del niño-actor en la tercera película haya funcionado con el mismo éxito. Quizás a causa de la nueva atención que el director tuvo que dedicar al perro Caligola, o porque había crecido y que ya no le hacía mucha gracia el trabajo del cine, el caso es que, incluso en situaciones de juego o de comunicación, la actuación de Pablito Calvo ya no resulta tan natural ni convincente. Casi nunca se le ve en la mirada esa luz mezclada de ingenuidad, seriedad y travesura que hacían su encanto. En algún que otro plano acercado del final, en escenas con Peter Ustinov, parece más inspirado, pero puede que sólo sean planos «artificiales» de montaje. Ya lo dijimos, en esa película, la participación de Pablito Calvo resulta funcional, por no decir «comercial» y está supeditada a la fábula del problemático cuerpo del Sr. Bossi.

CUANDO SE TRATA DE SER «EL OTRO» Pero en realidad, en muchas secuencias importantes de Mi tío Jacinto, se trataba también para Pablito Calvo de representar y no sólo de «ser» él mismo. A la hora de adaptar el cuento Madrid, de Andrés Lazlo, los coguionistas4, y entre ellos Vajda, decidieron hacer del único protagonista, Jacinto, torero fracasado y alcohólico, el tío del niño Pepote, creando así un papel «a la medida» para Pablito. Todas las escenas en las que aparece son creación original del guión y se puede suponer que fueron concebidas teniendo en cuenta su personalidad y posibilidades actorales reveladas en Marcelino. Es así como la dimensión lúdica abarca la de «representar» y Pablito tenía que jugar a ser el otro sí-mismo, o sea su personaje de niño-actor ensayando su papel con el propio director. Lo vemos ensayando lo de vender una sonrisa para que los espectadores del organillero sean más generosos, o luego aprendiendo «el cuento» para engañar a los eventuales compradores de Paco (Gila), el estafador de relojes. Si nos fijamos bien, en las escenas callejeras con el organillero (Julio Sanjuán), se escenifica la resistencia o la mala voluntad del niño Pablito/Pepote al tener que imitar un modelo de sonrisa hipócrita. La cámara situada a nivel del niño sigue a Pepote (pla-

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Andrés Lazlo, José Santugini, Max Forner y Ladislao Vajda.

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nos acercados) presentando el platillo a los espectadores de los que sólo vemos la mitad inferior del torso. En cambio, la expresividad forzada del organillero expresa en la pantalla, a la vez que su fingido embeleso por la música, su temor de que su ayudante le robe y el ansia de que le imite y sonría a los clientes. Éste, en un breve plano, le devuelve, una sonrisa respondona y sigue con su platillo delante de la hilera de cuerpos anónimos. Se expresa entre ambos en la pantalla una lucha de poder por medio de la mímica. A la insistencia hipócrita de las sonrisas calculadas del actor modelo, el niño-actor contesta con el remedo de una sonrisa forzada. Con ella se subraya irónicamente el límite de su actuación como niño al que se le exige sonrisas para seducir al espectador. Se sugiere también por el ángulo de toma y el encuadre de los cuerpos sin cabezas que la verdadera sonrisa de Pablito Calvo no puede serle impuesta por cualquiera y que necesita de la relación auténtica con otro rostro. El del simpático limpiabotas que le propone enseñarle el oficio y también a silbar, el de la cariñosa vendedora de sellos o el del burlón charlatán que le dan unas perras, o invisible, pero presente fuera de campo, el del director que le dirige. Sin embargo el trabajo de Pablito Calvo en Mi tío Jacinto alcanza madurez y autonomía actoral en algunas secuencias, donde más allá de lo fílmico, se nota en la pantalla que Pablito se confunde con el personaje de Pepote. Por ejemplo en el bar donde el organillero le ofrece una gaseosa, e intenta convencerle para que se vuelva su socio, el niño desempeña su papel con total naturalidad : aspira su bebida con la paja, saca la lengua, (incluso parece que eructa), se menea en su silla, atento a lo que le explica el otro, asintiendo con la cabeza, contestando o preguntando si «¿ también son artistas los toreros?». ¿Corresponde su gesto a su interés propio por lo que le cuenta el otro : ser artista, hacerse rico? ¿Dónde situar la verdad de la escena, en la capacidad del niño a seguir las consignas dadas por el director, o bien en su implicación personal en la situación representada? Un discreto ademán del niño Pablito/Pepote llama la atención: sin dejar de beber, sujetando con la mano la botella la levanta un poco para zafarse del contacto de la mano del «bienintencionado» organillero? ¿Actitud refleja, tal vez fortuita, o bien al contrario ademán interpretado, impuesto por el director a modo de mensaje subliminal? También en la escena del restaurante, después de ser regañado por el tío Jacinto, por andar con el granuja de Paco estafando a la gente, Vajda

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ha conseguido de Pablito un trabajo interesante y con varios matices: enfado, rebeldía, tristeza, aburrimiento, curiosidad, alivio, complicidad, felicidad. En realidad, en todas las secuencias compartidas con el excelente Antonio Vico, ambos logran transmitir la púdica y filial complicidad de los dos personajes que encarnan. El contrato actoral de Pablito consistía según toda probabilidad en: «vas a ayudar al tío a dar la prueba de que es un artista y tenéis poco tiempo para conseguir el dinero para el traje de luces». Un cometido claro con el que su ingenua generosidad de niño y su nuevo estatus de artista infantil podían identificarse. Por eso tal vez, a parte del mérito propio de la puesta en escena y del trabajo fílmico de la imagen, la actuación de Pablito logra ser convincente e incluso conmovedora en muchos momentos de la película. Evoquemos su enfurecimiento contra el tío al encontrarlo tirado en el suelo borracho y su diligencia para lograr despertarle. Encarna la verdad de su pequeño personaje por medio de la gestualidad, desplazamientos rápidos en el campo, muecas expresivas de desengaño y de reproche. Su rostro en plano acercado en contra picado con luz indirecta tenue aparece a la vez infantil y sombrío, con gesto ceñudo y mohín de querer llorar pero recobra su expresividad natural apenas nota una reacción del otro. El detalle de la lata que va a llenar de agua y con la que tímidamente primero y luego de buena gana asperja a su tío exhortándole a despertar añade un toque realista que trasciende la escena melodramática del borracho indigno y del niño ejemplar. Luego también la mirada feliz y cándidamente admirativa de Pablito viendo al otro vestirse de torero le quita a la escena su tópica hispanidad para darle un carácter más entrañable. En la secuencia del juzgado es donde se puede sentir verdaderamente el trabajo aplicado del niño-actor Pablito Calvo. En el despacho del inspector, se le ve actuar con mucha seriedad y su presencia en pantalla no desmerece al lado de sus avezados interlocutores: José Marco Davó y Antonio Vico. Está muy atento a lo que dicen, sigue con la mirada el cambio de réplicas y deja estallar su reacción violenta contra el veredicto. Muestra cierta sensibilidad y parece implicarse personalmente en el drama representado de separar al tío de Pepote. Existe una vibración emocional en los dos planos acercados de uno y de otro y en el último encuadre, en plano americano, se ve al niño-actor como conmovido y fascinado por el trabajo del otro representando el dolor impotente de un padre que separan de su hijo. Puede que todo estuviera preparado antes

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de rodarlo, como por ejemplo el hecho de darse la vuelta, de estarse de espalda a la cámara viendo salir a Jacinto antes de lanzarse tras él. Pero en la pantalla, la tensión y atención del niño es ya la expresión de un verdadero actor consciente del drama que está representando. Su gestualidad cuando forcejea para tratar de huir, su seriedad cuando aclara lo de la carta y el contrato a los policías, su alegría al comprobar que le dejan volver con su tío, todo resulta acertado a pesar de lo convencional de los diálogos de esta escena. Lo fílmico se lleva la palma en la escenificación final del encuentro después de la fracasada corrida del tío Jacinto. La profundidad de campo, el espacio lluvioso y mal alumbrado separan física y visualmente a los dos actores principales del drama. Un lento travelín hacia atrás incluye en el cuadro al niño arrimado a la pared esperando a que salga de la plaza su tío. Esa larga diagonal que ha de recorrer Jacinto para reunirse con Pepote parece reducir la distancia que existía entre el talento comprobado de Antonio Vico y el del niño-actor Pablito Calvo quien recibía en esta segunda película con Vajda su verdadera alternativa. Los dos actores ofrecen su último dúo, el niño finge no haber presenciado la derrota del tío, éste entonces hace que renazca la utopía del mito y de su arte. Improvisa nuevos muletazos ante la cámara y bajo destellos de luz renace la alegría cómplice y la música de un final casi feliz.

BIBLIOGRAFÍA COBOS, Juan (1957a): «Marcelino Pan y Vino». En: Film Ideal, 14 (diciembre). — (1957b): «Entrevista a Ladislao Vajda». En: Film Ideal, 10 (julio-agosto). JOLIVET, Anne-Marie (1999): Marcelino Pan y Vino: l’enfant au cinéma dans l’Espagne franquiste (2 tomes). Paris: Université Paris IV-Sorbonne-U.F.R d’Études Ibériques. LLINAS, Francisco (1997): Ladislao Vajda, el húngaro errante. Valladolid, SEMINCI-SGAE.

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EUGENIA AFINOGUÉNOVA es profesora asistente de Literatura Española en la Universidad Marquette. Entre sus obras destaca: (2003) El idiota superviviente. Artes y letras españolas frente a la «muerte del hombre: 1969-1990». Madrid: Ediciones Libertarias. [email protected] ISOLINA BALLESTEROS es profesora en el Departamento de Lenguas Modernas y Literatura Comparada del Baruch College, CUNY, Nueva York. Es especialista en literatura española contemporánea y en cine. [email protected] NANCY BERTHIER es catedrática de Imagen en el Departamento de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos de la Universidad de Marne-laVallée (Francia). Ha sido miembro de la Escuela Normal Superior (París, Ulm) y de la Escuela de Altos Estudios Hispánicos (Casa de Velázquez, Madrid). Dirige el equipo de investigación EMHIS en la Universidad de Marne-la-Vallée y un seminario sobre «Imagen en el mundo hispánico», con conferencias mensuales en el Colegio de España de París. Entre sus otras destaca: (2007) Le cinéma d’Alejandro Amenábar (dir.). Toulouse: Presses Universitaires du Mirail. [email protected] LUCIANO CASTILLO es crítico e investigador cinematográfico y, actualmente, director de la Mediateca de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños y redactor jefe de la revista Cine Cubano. Colabora periódicamente en revistas especializadas de Cuba, Argentina, Brasil, México, Colombia, Venezuela y España. Ha publicado: (2006) Carpentier en el reino de la imagen. La Habana:

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Editorial UNIÓN. [Edición definitiva. Una edición anterior en Xalapa: Universidad Veracruzana, 2000.] [email protected] MARVIN D’LUGO es jefe del Departamento de Lenguas Extranjeras y profesor de Español y Estudios Cinematográficos en Clark University (Worcester, Massachusetts), donde imparte clases sobre las cinematografías de habla hispana. Sus investigaciones sobre temas cinematográficos se centran en el imaginario transnacional en las cinematografías de lengua española. Actualmente prepara un manuscrito sobre la imaginación auditiva en las películas de habla hispana. Es autor de (2006) Pedro Almodóvar. Urbana/Chicago: University of Illinois Press. [email protected] MARÍA DONAPETRY es profesora del Departamento de Lenguas y Literaturas Románicas en Pomona College (California) desde 1985. Su labor docente y de investigación gira en torno a la literatura contemporánea española y el cine español y latinoamericano, con particular énfasis en aproximaciones de género. Es miembro fundador y colabora habitualmente del Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad de Oviedo. [email protected] PETER WILLIAM EVANS es catedrático en el Departamento de Film Studies y director de la School of Languages, Linguistics and Film en Queen Mary, Universidad de Londres. En 2004 publicó Bigas Luna; Jamón jamón. Barcelona: Paidós. [email protected] SALLY FAULKNER es doctora en Cine y Literatura Española por la Universidad de Cambridge, Reino Unido y, desde 2001, profesora de Filología Española en la Universidad de Exeter. En la actualidad escribe Spanish Cinema (Continuum). Entre sus otras publicaciones, destaca: (2006) A Cinema of Contradiction: Spanish Film in the 1960s. Edinburgh: Edinburgh University Press. [email protected]

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JAVIER HERRERA es funcionario del Cuerpo Facultativo de Archiveros y Bibliotecarios, con destino en la actualidad en la Filmoteca Española, donde ejerce el cargo de director de la Biblioteca. Siempre ha simultaneado su actividad profesional como director de casas de cultura, bibliotecario y bibliógrafo con la investigación y la docencia en historia del arte, historia de la fotografía o historia del cine. Su último libro: (2006) Estudios sobre Las Hurdes de Luis Buñuel. Sevilla: Renacimiento. [email protected] ANNE-MARIE JOLIVET (Belío) es profesora titular de Español del Departamento de Lenguas, Culturas y Comunicación de l’Ecole Polytechnique (París/Palaiseau), donde imparte también clases sobre literatura y cine español o latinoamericano. [email protected] JO LABANYI es catedrática de Español en la Universidad de Nueva York y anteriormente en las universidades de Londres (donde fue directora del Instituto de Estudios Románicos) y de Southampton, RU. Fundó y es miembro del Consejo Editorial de la Journal of Spanish Cultural Studies. Actualmente prepara un estudio sobre el cine español de los años cuarenta y dirige los proyectos de investigación «An Oral History of Cinema-Going in 1940s and 1950s Spain» (subvencionado por el Arts and Humanities Research Board of Great Britain) y «Film Magazines, Fashion and Photography in 1940s and 1950s Spain» (subvencionado por la British Academy). En 2005 fue elegida miembro de la British Academy. [email protected] EMMANUEL LARRAZ (Le Puy en Velay, 1940) es catedrático en el Departamento de Lengua y Comunicación de la Universidad de Borgoña (Dijon, Francia), donde imparte clases sobre literatura y cine español e hispanoamericano. Director del centro de investigación Centre d’Etudes et de Recherches Hispaniques du XXème Siècle y de la revista HISPANÍSTICA XX. Desde 1970 se ha distinguido por haber introducido los estudios sobre cine español en los planes franceses de enseñanza. [email protected]

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JAUME MARTÍ-OLIVELLA es co-fundador de CINE-LIT, primera conferencia internacional sobre cine y literatura hispanos, que se celebra cada tres años en Portland, Oregon. Es, además, co-fundador y presidente de NACS (North America Catalan Society). [email protected] ANNABEL MARTIN lleva a cabo su carrera docente y sus líneas de investigación sobre cultura española contemporánea desde Dartmouth College, en EE. UU., como profesora titular del Departamento de Español y Portugués y de los Programas de Literatura Comparada y Estudios de la Mujer y de Género. Su tarea investigadora forma parte del campo de los estudios culturales dedicados al análisis del nacionalismo. Entre sus obras destaca (2005) La gramática de la felicidad. Relecturas franquistas y posmodernas del melodrama. Madrid: Libertarias-Prodhufi. [email protected] SUSAN MARTÍN-MÁRQUEZ es profesora en el Departamento de Español y Portugués de Rutgers University. Su investigación y su enseñanza se centran en estudios culturales sobre la España contemporánea y el cine español. Es directora del programa de Estudios de Cine en Rutgers University e imparte cursos de cine de diversas áreas del mundo. [email protected] CRISTINA MARTÍNEZ-CARAZO es doctora en Literatura Española por la Universidad de California, Davis, universidad en la que actualmente ejerce como profesora e investigadora. Su investigación se centra en la literatura española contemporánea y el cine español. Es autora, además, de numerosos artículos sobre novela española de los siglos XIX y XX, y cine español, publicados en revistas profesionales. Dirige además programas internacionales entre universidades estadounidenses y españolas. Publicó, entre otras, (2006) De la visualidad literaria a la visualidad fílmica en La Regenta de Clarín. Gijón: Llibros del Pexe. [email protected] BRÍGIDA M. PASTOR es profesora titular e investigadora en el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Glasgow (Gran Bretaña). Es especialista en literatura, cine, historia y cultura española y latinoamericana. Sus investigaciones se enmarcan principalmente en el área de los estudios de género (cine, literatura, historia). En

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la actualidad está terminando varios proyectos sobre cine y literatura en el mundo latinoamericano. [email protected] ISABEL SANTAOLALLA es profesora en Roehampton University, Londres. En estos momentos está trabajando en un libro sobre el cine de Icíar Bollaín. En 2005 escribió Los «Otros». Etnicidad y «raza» en el cine español contemporáneo. Zaragoza/Madrid: Prensas Universitarias de Zaragoza/Ocho y Medio. [email protected] JEAN-CLAUDE SEGUIN es catedrático de la Universidad Lumière-Lyon 2 y, además de un centenar de artículos dedicados al cine español, ha escrito varios libros sobre los orígenes del cine y sobre el cine español. Asimismo es director del Grupo de Investigaciones LCE y presidente del GRIMH. [email protected] PAUL JULIAN SMITH es especialista en estudios cinematográficos y televisivos españoles y latinoamericanos y catedrático de Filología Española en la Universidad de Cambridge desde 1991. Destaca entre sus publicaciones (2006) Television in Spain: Franco to Almodóvar. London: Boydell and Brewer/Tamesis. [email protected] JULIA TUÑÓN PABLOS es doctora en Historia por la UNAM e investigadora de la DEH del INAH. Su área de trabajo es la historia del cine y de las mujeres en México, en América Latina y Europa. [email protected] KATHLEEN M. VERNON es profesora asociada en el Departamento de Hispanic Languages and Literature, SUNY Stony Brook. Estudiosa del cine y la cultura española. [email protected] GUY H. WOOD es profesor de Lengua, Literatura, Cultura y Cinematografía españolas en la Oregon State University. Co-fundador de Cine-Lit. En 2004 publicó Cine-Lit V. Essays on Hispanic Film and

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Fiction. Corvallis: Oregon State University, en co-edición con George Cabello-Castellet y Jaume Martí-Olivella. [email protected] EVA WOODS PEIRÓ es profesora asistente de Estudios Hispánicos en Vassar College, donde también participa en los programas de Estudios de los Medios de Comunicación y Estudios Latinoamericanos. [email protected] ALEJANDRO YARZA es profesor asociado de Cine y Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Georgetown, en Washington D. C. Su proyecto más reciente explora las relaciones entre fascismo y estética kitsch durante el franquismo. [email protected] BARBARA ZECCHI enseña estudios de género y cine en la Universidad de Massachusetts, Amherst. Es autora de numerosos artículos sobre literatura española de los siglos XIX y XX y cine. [email protected]

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