Guerras civiles: un enfoque para entender la política en Iberoamérica (1830-1935)
 9783954879427

Table of contents :
ÍNDICE
Las guerras civiles en el palimpsesto de los conflictos políticos iberoamericanos (1830-1935)
Identidades políticas, representaciones y prácticas: los batallones entrerrianos en la Guerra de la Triple Alianza, crónicas y cartas desde el frente de batalla
Artesanos en armas y “policía a la francesa”: el motín de Bogotá del 15 y 16 de enero de 1893
Formas de ser guarda nacional e o exercício da cidadania no Brasil Imperial em tempos de paz
“Visto y oído”. El testimonio de los prisioneros de guerra: de la experiencia del combate a la propaganda bélica (Río de la Plata, 1839-1845)
Milicianos, facciosos y ciudadanos: las formas del compromiso y de la movilización. Venezuela, siglo xix
Violencia y orden político en la Argentina en la formación del “régimen oligárquico”
Caudillismo y resistencia popular a la expansión del Estado nacional en el interior argentino a comienzos de la década de 1860
El eco de la patria indignada. Protesta política, crisis del federalismo y construcción del orden nacional en Entre Ríos
La historia del Sargento Tarija o la Guerra del Chaco al revés
La historia de la guerra patagónica hecha de “partes”: revisitando la Expedición al Gran Lago Nahuel Huapi, 1881
Sobre los autores

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Ariadna Islas / María Laura Reali (eds.) Guerras civiles Un enfoque para entender la política en Iberoamérica (1830-1935)

Estudios AHILA de Historia Latinoamericana N.º 15

Editor General de AHILA: Manuel Chust (Universitat Jaume I, Castellón) Consejo Editorial: Ivana Frasquet (Universitat de València) Pilar González Bernaldo de Quirós (Université Paris 7, Denis Diderot) Luigi Guarnieri Calò Carducci (Università degli Studi di Roma III) Allan J. Kuethe (Texas Tech University, Lubbock) Stefan Rinke (Freie Universität Berlin) Natalia Sobrevilla (University of Kent, Canterbury)

Estudios AHILA de Historia Latinoamericana es la continuación de Cuadernos de Historia Latinoamericana

Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos

GUERRAS CIVILES UN ENFOQUE PARA ENTENDER LA POLÍTICA EN IBEROAMÉRICA (1830-1935)

Ariadna Islas María Laura Reali (eds.)

AHILA - IBEROAMERICANA - VERVUERT 2018

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ÍNDICE

Las guerras civiles en el palimpsesto de los conflictos políticos iberoamericanos (1830-1935) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Ariadna Islas y María Laura Reali Identidades políticas, representaciones y prácticas: los batallones entrerrianos en la Guerra de la Triple Alianza, crónicas y cartas desde el frente de batalla. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 Mónica Alabart Artesanos en armas y “policía a la francesa”: el motín de Bogotá del 15 y 16 de enero de 1893 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 Juliana Álvarez Olivares Formas de ser guarda nacional e o exercício da cidadania no Brasil Imperial em tempos de paz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 Edilson Pereira Brito “Visto y oído”. El testimonio de los prisioneros de guerra: de la experiencia del combate a la propaganda bélica (Río de la Plata, 1839-1845) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 Mario Etchechury Barrera Milicianos, facciosos y ciudadanos: las formas del compromiso y de la movilización. Venezuela, siglo xix. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Véronique Hébrard

Violencia y orden político en la Argentina en la formación del “régimen oligárquico”. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 Eduardo José Míguez Caudillismo y resistencia popular a la expansión del Estado nacional en el interior argentino a comienzos de la década de 1860. 143 Gustavo L. Paz El eco de la patria indignada. Protesta política, crisis del federalismo y construcción del orden nacional en Entre Ríos. . . . . . . . . . . . 161 Mariana A. Pérez La historia del Sargento Tarija o la Guerra del Chaco al revés. . . 179 Nicolas Richard La historia de la guerra patagónica hecha de “partes”: revisitando la Expedición al Gran Lago Nahuel Huapi, 1881. . . . . . . . . . . . . . 197 Julio E.Vezub Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

LAS GUERRAS CIVILES EN EL PALIMPSESTO DE LOS CONFLICTOS POLÍTICOS IBEROAMERICANOS (1830-1935)

Ariadna Islas Universidad de la República, Uruguay María Laura Reali Université Paris 7/EILA-ICT El estudio de las guerras civiles a lo largo del proceso de la formación de los Estados en el espacio iberoamericano luego de las independencias es un campo en crecimiento. Se trata de uno de los nudos temáticos de la historia política del siglo xix y es objeto de una significativa renovación, tanto desde el punto de vista de la discusión teórica como de la originalidad de los abordajes en los diversos estudios de caso, a uno y otro lado del Atlántico. La eclosión del estudio crítico del surgimiento, construcción o “invención” de las nacionalidades y, más aún, al momento de realizarse un balance con motivo de la celebración de los múltiples bicentenarios de las independencias, generó una renovación profunda y de gran amplitud en las líneas de investigación sobre la revolución y las guerras que transformaron los antiguos imperios español y portugués en un conjunto de Estados en las primeras décadas del siglo xix. La consideración de estos conflictos como “guerras nacionales” ya no puede ser de recibo a la luz de estos trabajos: la discusión a propósito de su carácter revolucionario o de su caracterización como guerras civiles ha sido planteada en numerosas ocasiones en los últimos años (Guerra 1992; Guerra/Annino 2003; Lempérière 2004; Altez/Chust 2015; González Bernaldo de Quirós 2015, por citar algunas obras paradigmáticas).

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El fenómeno de las guerras civiles en los procesos de formación de los Estados en la región y su relación con la formación del orden republicano es una preocupación que interpela a numerosos historiadores y ha dado lugar a estudios en diferentes escalas, de los que en gran medida los trabajos presentados aquí son tributarios. El enfoque que comparten es el del estudio de casos, que sin embargo pueden reflejar elementos comunes que avanzan en la posibilidad de trabajar los temas a una escala mayor. Las historias de montoneras que enfocan la acción política autónoma de los sectores populares tanto como la impregnación de conceptos políticos en su motivación conforman una de las escalas posibles de estudio del problema (Frega 2002; Fradkin 2006).Asimismo, otros casos a partir de los que el tema se ha abordado se centraron en rebeliones que movilizaron a miles de participantes, ya fuera en el medio rural como en el urbano (Sabato 1998; De la Fuente 2007; Di Meglio 2007; Sabato 2008). Al mirar estos ejemplos, puede preguntarse a propósito de la especificidad del fenómeno. Tanto Fradkin (2013) como Rabinovich (2015a y 2015b) ya han avanzado reflexiones a propósito, tanto en el sentido de cómo aplicar la clasificación de “guerra civil” a distintas guerras en el marco platense, como a la relación entre el recurso a la violencia y la formación de identidades políticas. Otro punto de interés se ha despertado en torno a los conflictos que involucraron a distintos Estados en conflagraciones que pueden revestir la denominación de internacionales, entre ellos notablemente las así llamadas “Guerra del Pacífico”; del “Paraguay” o de la “Triple Alianza” y “Guerra del Chaco”, esta última ya entrado el siglo xx, por citar algunos ejemplos paradigmáticos (Garavaglia/Fradkin 2017; Capdevila 2010; Boidin/Capdevila/ Richard 2007; Whigham 2010-2013). A partir de estos trabajos, cabe preguntarse si estos conflictos no fueron también expresión, junto a otros de menor envergadura, de confrontaciones políticas, ideológicas, sociales y/o étnicas en una competencia por el poder –o una parte de él– mientras se formaba una variedad de Estados con fronteras y jurisdicciones cambiantes o bien alianzas de Estados más o menos inestables, a lo largo y ancho del territorio iberoamericano. Un siglo medido a partir de los treinta del ochocientos y hasta las primeras décadas del novecientos que enfrentó proyectos de futuros posibles –y algunos decisivamente perdidos– que se confrontaron en luchas civiles de singular intensidad y violencia al involucrar a distintos grupos sociales y étnicos, ideológicos y religiosos, a migrantes y nativos partidarios de distintos regímenes políticos que en el restablecimiento del orden, regularan la distribución, la participación, la inclusión en el poder

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o la exclusión del cuerpo de la soberanía o de los espacios de decisión (Chiaramonte 1986; 1997a y 1997b; Míguez 2003; Paz 2007; Fradkin/Di Meglio 2013; Schmit 2015). En el trabajo que Eduardo Míguez propone en este conjunto de artículos, se aborda la violencia como forma de lucha política en las provincias argentinas durante el período que media entre 1852, con la derrota del gobierno de Rosas en el marco de la Confederación, y la reforma electoral en la República Argentina en 1912, que en la historiografía de ese país suele llamarse el “régimen oligárquico”. En su estudio, Míguez analiza el recurso a la violencia como una forma de llegar al poder como complemento de las formas republicanas en un ejercicio de competencia política, al efecto de contrarrestar –o forzar– los regímenes de exclusión. El trabajo pues, aborda el problema de la distribución del poder político entre aquellos grupos –que Míguez describe como “élites urbanas”– que no cuestionaban el orden político vigente en las distintas constituciones nacionales y algunas de las provinciales. Según el autor, estas élites lograron un dominio que ya no daría lugar a una participación autónoma o semiautónoma de los sectores subalternos, en una creciente exclusión de esa acción “autónoma” a partir del “republicanismo democrático” que parecería haberse consolidado en los dieciséis años subsiguientes a la revolución de 1810. Míguez enfoca su interés en los juegos internos de las clases dirigentes en sus luchas por el poder y, con su estudio, coloca en sus términos y límites una interpretación de las guerras civiles que parecía englobarlas a todas en la historiografía tradicional. En este sentido, matiza y pone en cuestión la percepción de las guerras civiles en clave totalizadora y distingue diversos tipos de contienda civil en el período que analiza. El trabajo problematiza la interpretación de que las guerras civiles pudieron estar en la base de la formación y ampliación de la ciudadanía o en la conformación del sistema democrático republicano con representación de las minorías (Pivel 1942; Caetano 2013). Elecciones y violencia parecen ser caminos alternativos –y aún más, eventualmente complementarios– en la imposición del régimen oligárquico, en un sistema que no puede obtener todavía “sometimientos consistentes”, según la expresión de Bernardo de Irigoyen, que el propio Míguez cita. Es decir, un sistema en el que las facciones no podían admitir la derrota como parte de la competencia política al interior de las clases dirigentes y su conformación como tales. Cabría preguntarse si es posible también pensar que esta imposibilidad de “sometimientos consistentes” pudiera darse como efecto de un orden social que aún no estaba consolidado efectivamente.

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Esto parece poder pensarse, puesto que, al realizar el estudio de este tipo de conflictos, Míguez no deja de advertir otros, que parecen ser los que enfocan los trabajos de Paz, por un lado y Alabart y Pérez, por otro. En efecto, Míguez sostiene que en “algunas provincias existieron manifestaciones de las viejas irrupciones populares, expresiones de rasgos sociales locales o de mecanismos políticos en retirada, pero fueron manifestaciones extemporáneas, con escaso peso en el sistema político”. Quizás ejemplos de estos conflictos sean los que analizan Alabart y Pérez en sus estudios de caso en la provincia de Entre Ríos. Uno y otro artículo abordan la presencia de identidades subalternas a las dominantes en el marco de la Guerra de la Triple Alianza, expresadas a través de manifestaciones populares. Mariana Pérez estudia el fenómeno de las “serenatas” en Entre Ríos, que adquirieron el carácter de movilizaciones de índole política que pusieron en cuestión la conducción y la pertinencia del conflicto al tiempo que afirmaban la identidad entrerriana en oposición al régimen político que llevaba adelante una guerra que consideraban injusta. El trabajo de Mónica Alabart enfoca las celebraciones patrióticas al interior del ejército, en los escuadrones movilizados desde Entre Ríos, fiestas en las que la identidad de cuerpo como expresión de la identidad provincial –y federal– parece prevalecer sobre la nacional aún no constituida en común, sino ideológica o partidariamente, como expresión de uno de los proyectos de Estado nación posibles. El trabajo de Gustavo Paz se centra en otra medida de los conflictos usualmente conocidos como “guerras civiles”. Al enfocarse en la rebelión de los ‘gauchos’ del Chacho Peñaloza, se instala en el estudio de lo que Míguez distingue en el suyo –en contraposición a los casos en que él se detiene– como “un fenómeno totalmente diferente: una resistencia a la formación misma de un Estado con monopolio de la coerción, en la tradición del bandolerismo social hobsbawniano”. Paz advierte que, al procurar identificar los orígenes de las guerras civiles argentinas, observadores “perspicaces” como José María Paz y Domingo Faustino Sarmiento, “encontraron en las tendencias democráticas e igualitarias […] canalizadas en una amplia militarización, el factor principal que explicaba el ciclo de las guerras civiles y la aparición de jefes militares provinciales a quienes ellos denominaron caudillos”. Este signo de “barbarie”, de “anarquía”, una “rémora” frente al progreso del “orden nacional” en sus propias expresiones, parecía contener, en cuanto una guerra que movilizaba un conjunto heterogéneo de sectores sociales, un factor de peligro para consolidar el orden social. Al ver en estas guerras civiles una confrontación entre

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la parte más ignorante contra la más ilustrada de la sociedad, de la gente de campo contra la de las ciudades, de la plebe contra la gente principal, advirtieron el riesgo que significaba la participación política de los sectores populares en esos conflictos, siempre que sus conductores (los “caudillos”) no pudieran ser cooptados. El recurso al pacto, a la negociación o al exterminio –y con ello, el escarmiento– parece haber estado en la base de esta diferenciación entre los caudillos como mediadores del orden o de la anarquía. Lejos de pensarse como una rémora que dificultaba la unidad –como proponía una visión unívoca y preexistente de la nación en la historiografía nacional– el trabajo de Paz pone de manifiesto la posibilidad de analizar las guerras civiles como el enfrentamiento de proyectos alternativos en pugna por capitalizar la organización de un Estado-nación con una distribución federal del poder político. Sobre la base de un conjunto de estudios ya clásicos y renovadores sobre el tema de los caudillos como mediadores y apoderados políticos (Goldman/ Salvatore 1998; De la Fuente 2007; Fradkin/Gelman/Santilli 2012; Fradkin/ Di Meglio 2013; Fradkin/Gelman 2015), Gustavo Paz analiza el caso de la represión de la guerra civil en clave de resistencia al orden político y social que procuraba imponerse desde el gobierno de Buenos Aires. La cuestión de la significación de estos conflictos en el marco del proceso de construcción de los Estados en la región platense se pone de manifiesto de múltiples maneras. Entre otras, la actuación de los oficiales orientales, que Paz califica entre paréntesis como uruguayos, pone en cuestión el uso de estos apelativos nacionales y de las propias identidades, cuando todavía parecía posible que haber nacido en el Estado Oriental del Uruguay podía perfectamente convivir con una identidad argentina y americana, pertenecer como funcionario a las instituciones políticas y administrativas de uno u otro Estado y participar de la lucha por los distintos proyectos políticos de Estado nación aún en lucha. El estudio de Paz pone así de manifiesto la presencia de proyectos políticos distintos en un horizonte de futuros pasados aún entonces posibles, tanto como un proceso de formación –o eventualmente de invención– de tradiciones políticas y culturales en la concepción de la nación. Una cuestión latente en el estudio de Paz es el problema de la acción autónoma o semiautónoma de los sectores populares y los límites que esta acción podía poner a la mediación de los caudillos. En el marco de la jerarquía de la “montonera” Paz traza algunas líneas para explicar el origen de la motivación para la participación política de los “gauchos”, entre los que la experiencia o la tradición de la experiencia del ejercicio de ciertas libertades políticas y personales a partir de la

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revolución iniciada en 1810 parece haber estado tan presente como la posibilidad de garantizar cierta distribución de bienes y compensaciones materiales, junto a otros clivajes sociales, políticos e ideológicos de diversa naturaleza. Es así que estas peyorativamente llamadas “pequeñas guerras”, “guerras intestinas” o “conflictos de facciones” comienzan a cobrar interés en distintas líneas de trabajo en los talleres de la Historia. La conformación de los ejércitos y otras fuerzas de guerra en la formación de los Estados, las formas de participación política de los sectores populares a través del estudio de rebeliones y montoneras, la formación de las élites gobernantes desde un punto de vista relacional en el marco de estos procesos es una cantera abierta para la investigación y el debate sobre la historia política en clave social y cultural para abordar el siglo xix iberoamericano. Comprender las guerras civiles trascendiendo el contexto de la nación, de las fronteras de los Estados, y tanto más aun al dejar de lado la omnipresencia del ordenamiento estatal actualmente existente –muy presente todavía en buena parte de la historiografía de que disponemos sobre el tema–, forma parte del ambicioso objetivo de entender Iberoamérica en el siglo xix y, posiblemente, esbozar algunas líneas para incursionar en la comprensión de parte del siglo xx. La publicación de una serie de estudios reunidos por Jordi Canal y Eduardo González Calleja en torno a este tema en el contexto europeo puede señalar un camino en este sentido para recorrer las guerras civiles en Europa y eventualmente pensarlas como la guerra civil europea, que en sus procesos ha formado el espacio que hoy conocemos como tal (Canal/González Calleja 2012; Ranzato 1994). Los distintos estudios, en los que se discuten tanto casos como aspectos teóricos, pueden echar luz sobre los posibles enfoques con que puede abordarse el tema de las guerras civiles en otros espacios, en particular el iberoamericano, tal como se ha enfocado en distintos debates (Hispania Nova 2015). También queda abierto el problema de las escalas: el fenómeno de las guerras civiles se ha vuelto un motivo para rediscutir la pertinencia de estudios en longue durée, como tema recurrente en el marco de la historia política mundial, pero también de la historia intelectual, conceptual y cultural de lo político, por ejemplo, en lo que ha dado en llamarse historia transtemporal (Armitage 2012 y 2017). Las características de muchos de los conflictos que se desarrollaron en este ámbito hacen del mismo un terreno especialmente propicio para poner a prueba una lectura renovada de la guerra civil, y la discusión del concepto

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en sí mismo, tanto como su aplicación en los distintos contextos. En un trabajo reciente, Luc Capdevila y Nathalie Dessens elaboran una tipología que incluye, además de los casos que se inscriben más fácilmente en el paradigma clásico, los enfrentamientos irregulares y asimétricos representados por las insurrecciones rurales o guerrilleras contra el gobierno central, así como los producidos dentro de un marco no convencional pero simétrico correspondiente a momentos de anomia o de implosión del Estado. Según estos autores, las motivaciones de los actores, vinculadas a elementos de carácter doctrinario, étnico, religioso o identitario –entre otros–, constituyen otra guía de lectura posible para abordar el fenómeno de las guerras civiles en América Latina (Capdevila/Dessens 2016). Dentro de esta última perspectiva de análisis, algunos estudios recientes que abordan, entre otros aspectos, el de la violencia política, han acordado un lugar relevante a la cuestión de las emociones y de los regímenes emocionales (Capdevila/Langue 2014). Por otra parte, considerar la perspectiva de los actores implica interrogarse sobre la forma en que fueron percibidos estos enfrentamientos armados por sus contemporáneos y por una historiografía posterior que fue marcada, por lo general, por la mirada de los vencedores. En este sentido, la forma misma de nombrar al conflicto y a sus protagonistas –el hecho, por ejemplo, de descalificar al adversario tratándolo de bárbaro, salvaje, bandido, de enemigo del orden o atribuyendo a sus acciones una motivación egoísta como el apetito de poder o la búsqueda del beneficio individual– comporta ya una toma de posición en relación con el hecho histórico considerado. En definitiva, cabría preguntarse hasta qué punto calificar un acontecimiento como guerra civil – en la mirada de sus contemporáneos o desde la perspectiva actual– no implica reconocer a ambos campos el derecho a la beligerancia y, en definitiva, considerar al adversario como un contrincante legítimo. ¿La forma de calificar estos fenómenos –atribuyéndoles o negándoles el carácter de guerra civil– no estaría dando cuenta, en cierta medida de una relación de fuerzas? El estudio de este problema roza diferentes aspectos, en particular el uso de la violencia en el marco del conflicto político y, con ello, la consideración del “otro” como adversario o enemigo. El problema del “otro” se plantea en varios de los estudios que se incluyen en esta compilación. En el caso que presenta el trabajo de Juliana Álvarez, la identificación de una parte de los sectores populares en el marco urbano como un “otro” potencialmente peligroso políticamente para la imposición del orden legal y republicano pone el acento sobre los aspectos disciplinarios

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que estuvieron en la base de su instalación. La difícil diferenciación entre ciudadanos de bien, pobres honrados y clases peligrosas en ese conjunto heterogéneo de sectores populares englobados bajo el nombre de “artesanos” en los que Álvarez se enfoca, pone en cuestión los límites del ejercicio de los derechos, en particular el de la libertad y, sobre todo, el de la igualdad como bases del sistema republicano y representativo. Es de particular interés el estudio de este tipo de problemas en los medios urbanos, poniendo a prueba la oposición tradicional entre ciudad y campo como representantes opuestos de civilización y barbarie. El estudio de estas rebeliones entre los sectores populares urbanos se pregunta una vez más sobre los alcances de la acción autónoma de estos sectores en la lucha política (Di Meglio 2007; Sabato 1998 y 2008). En el caso del trabajo de Véronique Hébrard, el encuadramiento de los ciudadanos en la milicia urbana activa y de reserva abre el asunto del papel del reclutamiento y del servicio militar en la propia formación del cuerpo de la soberanía, mientras que el proceso excluye, por la violencia de la represión, la representación de aquellos llamados “facciosos”, en general identificados con las rebeliones en el medio rural. Sin embargo, en las sucesivas legislaciones sobre el reclutamiento de los distintos cuerpos, y la jerarquización interna entre los vecinos que conlleva, Hébrard plantea los nudos del conflicto: la resistencia al reclutamiento y la similitud social entre los miembros de las milicias y los rebeldes reprimidos. El modelo republicano de Cincinatto, no parece estar a la orden del día en la Venezuela que enfoca Hébrard y el problema de los “iguales” en uno y otro de los bandos en lucha es rozado en varios de los trabajos que conforman este volumen, en particular el de Vezub, pero también el de Paz. El trabajo de Edilson Brito enfoca el problema del reclutamiento de los ciudadanos en la milicia como una forma de aglutinar y generar alianzas políticas en una sociedad de desigualdades, encuadrando a los sectores populares en una institución jerárquica, como una de las formas de construcción de la soberanía de la nación. Al mismo tiempo, la integración en la milicia se convertía para sus miembros -según estudia Brito- en un camino para eludir el servicio en el ejército nacional y, con ello, en una paradoja del modelo republicano del ciudadano en armas. Si los estudios que preceden abordan la relación entre negociación, encuadramiento institucional y disciplinamiento de los sectores populares en la dialéctica de rebelión/represión, los trabajos de Julio Vezub y Nicolas Richard se enfocan –a través del análisis del enfrentamiento con las poblaciones indígenas en la Pampa y Patagonia por parte del ejército nacional (Vezub) o en el

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reclutamiento de miembros secuestrados de comunidades étnicas (Richard)– en las limitaciones a la “nacionalización“ y a la incorporación forzada a la ciudadanía de estas poblaciones. La composición irregular de los ejércitos, la yuxtaposición de estrategias/ tácticas que incorporaban elementos de las guerras civiles y coloniales, ilustran sobre ese aspecto multidimensional de un conflicto que no puede reducirse al enfrentamiento de fuerzas nacionales en el marco de una guerra interestatal convencional. Esta perspectiva pone en evidencia, igualmente, que la violencia no es un fenómeno reductible a los grupos subalternos, a las montoneras o a las comunidades indígenas, aunque los códigos culturales de estos grupos hayan tenido una incidencia en el desarrollo de ciertas prácticas calificadas como salvajes por los observadores contemporáneos que se sentían depositarios de la modernidad o la civilización, y que los ejércitos nacionales utilizaron métodos similares al actuar bajo sus órdenes, como se detalla también en los casos analizados los trabajos de Paz o Míguez. También en este caso la representación de estos grupos étnicos y culturales estuvo sujeta a factores coyunturales. En efecto, si ampliamos el horizonte a otras experiencias continentales, podemos apreciar que la violencia ejercida por los indígenas pudo ser percibida desde un ángulo diverso. Así, según sostiene Marta Irurozqui, la participación de estos como ejército auxiliar en la revolución boliviana de 1870 fue considerada “sangrienta y bestial” por la historiografía de ese país (Irurozqui 2004: 147). Esto no impidió, sin embargo, la legitimación contemporánea de esta violencia desde el campo revolucionario, en la medida en que se sostenía que la misma servía a un fin patriótico y se inscribía, en último término, en un proyecto que haría posible integrar a estos actores a la comunidad nacional, transformándolos en ciudadanos. El papel de las diversas “fuerzas de guerra” en la formación de los Estados puede ser uno de los factores a tener en cuenta en este asunto (Garavaglia/Pro/Zimmermann 2012). Al instalarse en el contexto de la llamada “campaña del desierto”, el trabajo de Julio Vezub enfoca a los ‘indios’ como víctimas y agentes –por fuerza o cooptación– de la violencia estatal durante las denominadas “campañas” de expansión nacional de fines del siglo xix en la Pampa y la Patagonia argentinas.  A través de una mirada renovada sobre fuentes tales como los partes de campaña o la cartografía de uso militar,Vezub pone el acento en las fisuras, el ocultamiento y las trazas indirectas e involuntarias, que dejan entrever los distintos textos analizados. Así puede apreciarse la complejidad de las estrategias de supervivencia de individuos y comunidades en el marco de una

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experiencia a la que el autor restituye su carácter de guerra civil, cuestionando “la tradicional terminología eufemística de las ‘campañas’ y las ‘expediciones’”. Una acción presentada por las fuentes oficiales como una progresión lineal por tierras “desiertas” implica, en los hechos, la captura de una población “a la que se internaliza como enemigo”, el despojo de sus recursos y el control de sus medios de reproducción y de circulación. Confrontación asimétrica entre los indígenas resistentes y las fuerzas del gobierno compuestas por veteranos del Paraguay y de la represión de las revoluciones provinciales, pero nutridas igualmente por “baqueanos” –“operadores tácticos, combatientes y técnicos calificados”– que desarrollaron un papel frecuentemente omitido o negado por la documentación oficial, pero cuyo carácter central, sostiene Vezub, resulta innegable. En un amplio abanico de posibilidades entre las que puede mencionarse la resistencia, la incorporación forzada o la cooptación, la situación creada por la conquista produce nuevos clivajes sociales y culturales que se yuxtaponen y combinan con los anteriormente existentes entre las poblaciones nativas (Escolar/Vezub 2013). El trabajo de Nicolas Richard1,  al mirar la guerra al revés,  propone un análisis de las escalas de violencia que supuso esta frágil –si no engañosa o meramente falsa– transformación de los ‘indios’ en ‘indios bolivianos’ o ‘indios argentinos’ o ‘indios paraguayos’, como lo destaca en su texto.  En un contexto en el que una guerra internacional y el avance colonial sobre territorios indígenas aparecen fuertemente entrelazados, este artículo reconstruye una dinámica en la que los códigos y estrategias de los ejércitos convencionales pueden ser desviados y puestos al servicio de una venganza por quien ha sido víctima de sus violencias y, posteriormente, cooptado e integrado a las fuerzas regulares bolivianas. El papel de los “mediadores” del mundo indígena resulta igualmente fundamental en el texto de Richard, quien apunta a reconstruir la historia del “Sargento Tarija”, capturado traumáticamente durante su infancia y trasladado al fortín boliviano de Esteros, donde se crio hasta hacerse soldado. El autor recurre para ello a las pocas trazas conservadas en notas de prensa, publicaciones del período y documentos oficiales, pero se basa, más que nada, 1   El autor entregó este manuscrito en diciembre de 2017 para ser incluido en este número monográfico de Estudios AHILA. Durante el proceso de edición de este dossier, una versión ligeramente ampliada del texto fue publicada como Richard, Nicolas (2018): “La otra guerra del Sargento Tarija”. En M. Giordano, Mariana (ed.): De lo visual a lo afectivo. Prácticas artísticas y científicas en torno a visualidades, desplazamientos y artefactos. Buenos Aires: Biblos, pp. 227-253.

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en 14 entrevistas realizadas en comunidades nivaclé del Chaco paraguayo. En un contexto de avance colonial sobre territorios indígenas, al que vino a yuxtaponerse una guerra internacional, desdibujando y perturbando la configuración inicial, aparece presentada bajo una nueva faceta la trayectoria de un individuo que, por su experiencia de vida, se inscribe dentro de diversos colectivos de identificación. Más allá del caso particular de Tarija, esta condición singular que pone a ciertos integrantes del mundo indígena chaqueño en situación de mediación, pudo ser pensada por Richard en trabajos anteriores en términos de capitalización –la guerra habría impulsado a estos individuos a situaciones de prestigio y autoridad de las que no gozaban en el período previo (Richard 2008 y 2010)– o en términos de una “tragedia”, de un desgarro irresoluble producido, en la historia concreta de Tarija, por el “tormento interior de sus dos lealtades contradictorias” (Richard 2011: 71). El texto que presenta en esta ocasión aparece, más que como una rectificación de propuestas anteriores, como una nueva vía, al poner el acento, más que en el resultado, en la estrategia desarrollada por este soldado boliviano de origen nivaclé frente a coyunturas concretas en las que su condición de doble pertenencia aflora como una llaga en carne viva, en la que la emoción del manejo consciente de la traición ajena, entrevera la lucha nacional con la lucha política de una guerra de otros con la violencia sufrida como una guerra personal y cultural desde un punto de vista nivaclé. El autor enfoca en un nuevo caso el rol del mediador como expresión de la “densidad, la variedad y la ambigüedad” de las relaciones entre el mundo indígena y los ejércitos nacionales (Richard 2011). Aunque las diferentes dimensiones de la violencia –de la física a la simbólica– constituyen un componente ineludible de la guerra, los parámetros para medirla no son unívocos y dependen del contexto social en la que esta se inscribe, de las prácticas imperantes en el terreno civil y el militar, de quiénes la despliegan y sobre quiénes se ejerce, de los códigos que establecen lo aceptable diferenciándolo del ejercicio ilegítimo de la misma. En relación con este último punto cabe señalar que la primera convención sobre el tratamiento de heridos de guerra fue firmada en Ginebra en 1864 y ratificada en las décadas siguientes por Argentina (1879), Uruguay (1900), Brasil (1906) y Paraguay (1907). Por su parte, las primeras limitaciones formales al tratamiento dado a los prisioneros de guerra fueron establecidas en la primera Convención de La Haya de 1899 (Fonseca de Castro 2013: 157). En el período previo no existía todavía una normativa internacional de este tipo que pudiera ser evocada por los contrincantes, pero antes de

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la constitución del derecho público moderno circulaban prescripciones asociadas al derecho natural y de gentes que, reuniendo tradiciones diversas, servían de referencia general en contextos donde eran interpretadas según las prácticas sociales vigentes. En este sentido, una interesante vertiente de estudios del fenómeno se ha centrado en la militarización de la sociedad y las prácticas de la guerra (Rabinovich 2013; Lorenz 2015). Dentro de esta problemática se inscribe el trabajo de Mario Etchechury, que aborda la cuestión de las “atrocidades” cometidas sobre prisioneros de guerra durante la coyuntura bélica 1839-1845, período particularmente cruento dentro del ciclo de las guerras civiles rioplatenses. En este contexto, el autor analiza la suerte de los combatientes heridos y capturados, mostrando que el rango de los derrotados no constituía garantía alguna, ya que la suerte de los oficiales se encontraba en estos casos más comprometida que la de los individuos de tropa. Al mismo tiempo, prácticas como la mutilación y exposición pública de los cadáveres o la circulación de trofeos humanos parecen inscribirse en múltiples registros, involucrando tanto a las llamadas “guerras de pacificación” –definidas por Etchechury como “operaciones de castigo y disciplinamiento que apelaban al uso del terror”– como a la toma de “represalias” –es decir, el intento de justificar las propias prácticas violentas como una respuesta a la violación de los usos de la guerra por parte del enemigo–. De igual modo, estas formas de violencia sirvieron a la construcción de representaciones negativas del adversario, en el marco de campañas de opinión en las que la denuncia de las “atrocidades” apuntaba a deslegitimarlo por sus acciones de “barbarie” y “salvajismo” como forma de propaganda política y de construcción de identidades partidarias en espejo. Aunque algunos de los conflictos armados rioplatenses de 1830 a 1850 tienen una dimensión internacional, las prácticas de guerra que se implementan en ese contexto suelen ser pensadas, generalmente, en términos de enfrentamiento civil. En ese sentido, cabría preguntarse cuál es la especificidad de este tipo de conflictos percibidos como esencialmente intestinos en relación a otros que fueron analizados durante mucho tiempo como conflagraciones internacionales. Es el caso de la Guerra de Paraguay, que solo recientemente ha sido repensada en clave de regionalización de guerras civiles rioplatenses (Kraay/Whigham 2004; Capdevila 2016). Como lo ha señalado Luc Capdevila, durante el conflicto de 1864/1865-1870, los oficiales disponían de un sistema de referencias en materia de derechos de guerra, desplegado en tratados, códigos y manuales impregnados de la cultura marcial europea

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que circulaban por entonces en el continente americano. A esas referencias se yuxtaponía un corpus colonial vinculado a la guerra de fronteras, a las campañas contra los indígenas, a la guerra de pillaje practicada por ejércitos de composición heterogénea (Capdevila 2016: 4). Adler Homero Fonseca de Castro sostiene, por su parte, que existían en ese período ciertas normas de conducta a las que solía referirse como “costumbres de la guerra” (2013: 158). Estos códigos disponían que los oficiales podían ser dejados en libertad e incluso repatriados y que la población civil no debía sufrir las consecuencias de las operaciones de guerra (Fonseca de Castro 2013: 159). Sin embargo, el tratamiento de los heridos y prisioneros durante el conflicto –incluido el que se dio a los oficiales– no se ajustó a parámetros más o menos estables, sino que se caracterizó por una importante variabilidad en diversas coyunturas y contextos. Como lo explica Luc Capdevila, si bien los jefes de Estado involucrados en el conflicto multiplicaron declaraciones y protestas en nombre del respeto de las normas de la guerra, estas se cumplieron solo en contadas ocasiones. Así, fueron prácticas corrientes las ejecuciones de civiles y de prisioneros, los castigos, suplicios y prácticas degradantes, así como los enrolamientos forzosos en las fuerzas enemigas. Frecuentemente tolerados e incluso dispuestos por la oficialidad y los altos mandos, los actos de violencia denunciados como ilegítimos/incompatibles con los usos y costumbres de la guerra se explicaban igualmente por la coexistencia de diversos códigos culturales entre los combatientes. Para dar cuenta de esta diversidad puede mencionarse, a modo de ejemplo, a los veteranos de las guerras civiles rioplatenses incorporados a las filas del ejército, a los niños soldados del ejército paraguayo, así como grupos de indígenas aliados a uno de los campos en pugna. En relación con estos últimos actores, Capdevila evoca enfrentamientos con los hombres “blancos” que “desembocan en masacres, torturas, mutilaciones y la matanza sistemática de caballos” (Capdevila 2016: 12). En este sentido, la forma misma de nombrar al conflicto y a sus protagonistas –el hecho, por ejemplo, de descalificar al adversario privándolo de su carácter de contrincante legítimo– comporta ya una toma de posición en relación con el acontecimiento. Puede ser cierto que calificar un acontecimiento como guerra civil implica, en buena medida, reconocer el derecho a la beligerancia de parte de los contrincantes enfrentados, y esto puede ser una percepción del historiador y no de los contemporáneos. Sin embargo, al mismo tiempo, en su representación de los motivos, estrategias y tácticas, en procesos de enfrentamientos de extrema violencia, un bando excluyó al otro de la dignidad y, frecuentemente de la

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condición humana. Los trabajos aquí reunidos también enfrentan este problema, a saber, el de la legitimidad del adversario, de la coexistencia de la guerra civil con la percepción de otras guerras como las que podrían calificarse como “guerras coloniales” en la expansión de las fronteras o guerras “nacionales” cuando al interior de los presupuestos Estados nacionales se operaban guerras civiles que disputaban la propia participación en el conflicto: la llamada Guerra del Paraguay es un caso paradigmático sobre este punto, en particular en las repúblicas de Argentina y Uruguay. Repensar las guerras civiles desde la perspectiva de los actores implica igualmente interrogarse sobre los vínculos interpersonales de los combatientes, las formas de reclutamiento y la construcción de los liderazgos. Supone también romper con una representación del conflicto armado en la cual los diversos campos aparecen claramente delimitados, en particular si tenemos en cuenta la heterogeneidad social, étnica y en cuanto a la formación de combate y las prácticas de guerra que caracterizaron frecuentemente a los bandos en pugna en el ámbito latinoamericano. La gran diversidad presente en las fuerzas enfrentadas permite también pensar las guerras acaecidas en este espacio como una especie de palimpsesto en el que se superponen diversas lógicas, motivaciones, intereses individuales y colectivos. Un mismo proceso histórico puede contener, además, variadas tipologías de conflicto que incluyen la conflagración internacional, la guerra civil y una guerra de colonización. Frecuentemente, la primera de estas dimensiones ha atraído en forma prioritaria la atención de los investigadores, quedando la segunda y la tercera relegadas u ocultas detrás del conflicto que resultaba más visible o era considerado como el acontecimiento relevante. Un conjunto de investigaciones recientes ha puesto de manifiesto esta diversidad de conflictos dentro del conflicto, dedicando estudios específicos al aspecto colonial y a la dimensión de guerra civil que comportan ciertas conflagraciones internacionales (“Debates…” 2015). Finalmente, una nueva mirada sobre la problemática de las guerras civiles no puede dejar de integrar los aportes de una historiografía renovada que busca ampliar sus horizontes más allá de los límites estrechos –y no siempre pertinentes– impuestos por el marco nacional. La circulación de actores entre espacios, la discusión de regímenes políticos a construir en las patrias de origen y en las de adopción, la apropiación de símbolos y emblemas a ambos lados del Atlántico hace de estas historias de guerras civiles un campo apasionante para la comprensión de las formas de participación política y de

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apropiación, circulación y transformación de conceptos y prácticas políticas en clave social, cultural y, eventualmente, transnacional. Repensar el concepto de guerra civil constituye el hilo conductor del conjunto de trabajos presentados en este número monográfico. Los estudios de caso aquí propuestos nos conducen a una pregunta mayor, a la que hemos tratado de aportar algunos elementos de respuesta, sin agotar evidentemente la cuestión. ¿Cómo salir del estrecho marco en el que fue pensada la noción de guerra civil sin ampliar este fenómeno hasta el punto de desdibujar completamente su especificidad tanto así como para poner en cuestión su propia denominación? El conjunto de trabajos que aquí se presenta también enfoca la forma en que fueron percibidos estos conflictos por los propios contemporáneos y cómo fueron catalogados posteriormente al transformarse en objeto de estudio para las historias nacionales o actualmente, al renovarse las preguntas de investigación. De este modo, al abocarse a recoger las voces del conjunto de los actores, la caracterización de los conflictos puede variar sensiblemente de acuerdo a los puntos de vista y las expectativas de los distintos contrincantes, lo que resulta un desafío teórico de singular interés que, como se ve, permanece abierto. Bibliografía Armitage, David (2012): “Historia intelectual y longue durée: ‘guerra civil’ en perspectiva histórica”. En: Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, 1 (2012), , pp. 15-39. Armitage, David (2017): Civil Wars: A History in Ideas. New York: Alfred A. Knopf. Altez, Rogelio/Chust, Manuel (coord.) (2015): Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert (Estudios AHILA de Historia Contemporánea, 12). Boidin, Capucine/Capdevila, Luc/Richard, Nicolas (dir.) (2007): Les guerres du Paraguay aux xixe et xxe siècles. Paris: CoLibris. Caetano, Gerardo (2013): “Partidos. La cuestión del origen de los partidos: el pleito entre distintas maneras de concebir la asociación política”. En: Caetano, Gerardo (coord.): Historia conceptual. Voces y conceptos de la política oriental (1750-1870). Montevideo: Banda Oriental, pp. 197-213. Canal, Jordi/González Calleja, Eduardo (coords.) (2012): Guerras civiles. Una clave para entender la Europa de los siglos xix y xx. Madrid: Casa de Velázquez. Capdevila, Luc (2010): Una guerra total: Paraguay 1864-1870. Ensayo de Historia del

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IDENTIDADES POLÍTICAS, REPRESENTACIONES Y PRÁCTICAS: LOS BATALLONES ENTRERRIANOS EN LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA, CRÓNICAS Y CARTAS DESDE EL FRENTE DE BATALLA

Mónica Alabart Universidad Nacional de General Sarmiento-Universidad de Buenos Aires “Los dos batallones formaron en batalla frente al embarcadero, y al acercarse a la costa los botes de los vapores, el general se aproximó al jefe superior y le dijo en voz bien alta: –Coronel Caraza, haga embarcar por compañías. Los soldados que tenían la vista fija en el suelo, se estremecieron, y cuando el oficial de la 1ra. compañía repitió la orden, quedaron inmóviles como vacilando en obedecer. El general Urquiza que los observaba, gritó entonces: –¡Coronel Caraza! Hágale volar la cabeza al que se resista. No se necesitó más todos se embarcaron en silencio”1.

De esta forma Julio Victorica, testigo presencial del hecho, relataba el momento en el que fueron embarcados los dos batallones de infantería con los cuales contribuía la provincia de Entre Ríos en la Guerra de la Triple Alianza. Dos días después, el general Justo José de Urquiza, informaba al vicepresidente   Julio Victorica fue secretario privado del general Urquiza durante la década del sesenta, relató el hecho en Victorica ([1906] 1986: 249). Hemos conservado la sintaxis y la ortografía original en la transcripción de las citas. 1

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Marcos Paz que el embarque de las tropas se había realizado “en el mejor orden”2. Sin embargo, fue muy difícil movilizar las tropas entrerrianas que esa mañana del sábado veinte de enero partieron forzosamente para combatir contra los paraguayos. La Guerra de la Triple Alianza, 1864-1870, en la que Argentina, Brasil y Uruguay se enfrentaron contra Paraguay,  fue el conflicto bélico más sangriento que sufrió Sudamérica durante el siglo xix, provocando la destrucción de la sociedad y la economía paraguayas. Por la magnitud de su impacto, la contienda constituye una cuestión de gran relevancia para la historia latinoamericana, ya que significó un episodio crucial en la consolidación de los Estados y las nacionalidades de los países en conflicto. Durante más de cinco años, millares de soldados fueron alistados por su voluntad o por la fuerza para combatir en la guerra interfiriendo profundamente en la vida de las poblaciones de los cuatro países beligerantes. Si bien existe una extensa bibliografía sobre el conflicto3, un aspecto que aún ha sido escasamente abordado es la repercusión que la guerra tuvo sobre las tropas argentinas que combatieron contra Paraguay4.  Es sabido que la guerra fue altamente impopular en el país y que esa oposición se manifestó en la resistencia al reclutamiento por parte de los soldados convocados para luchar contra los paraguayos5. Esta cuestión, así como la experiencia de las tropas que finalmente conformaron los batallones que combatieron en la Guerra de la Triple Alianza, ofrecen un interesante campo de exploración desde una nueva perspectiva de trabajo que se aleje de una historia estrictamente nacional, política y militar. En este artículo, a partir del caso entrerriano, indagamos acerca de las identidades políticas, representaciones y prácticas de las tropas que conformaron

  Carta de Justo J. de Urquiza a Marcos Paz, 22/1/1866, Archivo Mitre (AM), Guerra del Paraguay, Tomo IV, pp. 39-40. 3   Entre la bibliografía reciente producida fuera de Argentina, véanse Capdevila (2010) Doratioto (2002); Guinot (2005); Whigham (2010; 2011 y 2012). 4   Si bien los estudios sobre la Guerra de la Triple Alianza no formaron parte de la renovación historiográfica que se produjo con el retorno de la democracia en Argentina, recientemente un conjunto de trabajos denotan un renovado interés en el conflicto. Entre ellos podemos mencionar: Baratta (2013 y 2014); Braschi (2014 y 2016); Garavaglia (2016a y 2016b); Brezzo (2015a; 2015b y 2016). 5   El tema de la oposición a la guerra fue abordado desde la perspectiva del revisionismo histórico por Rosa (1964); Chávez (1957); Pomer (1985); y más recientemente, desde otra perspectiva, De la Fuente (2007). 2

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los batallones de la provincia. Más allá de los relatos históricos patrióticos nos interesa aproximarnos al sentido de las propias prácticas de apropiación y resistencia de los soldados (De Certeau 1999). En el trabajo realizamos un acercamiento a la problemática a partir del análisis de dos tipos de correspondencia:  las crónicas de los militares corresponsales de guerra que desde el frente de batalla informaban sobre el batallón entrerriano y eran publicadas en dos de los periódicos de la provincia, El Uruguay y El Paraná, y la correspondencia privada que oficiales y soldados mantuvieron a lo largo del conflicto con el general Urquiza. En Entre Ríos solo El Uruguay, periódico “oficial” de la provincia, y El Paraná, de tendencia federal6, tenían corresponsales propios en el frente7. Sus cartas estaban explícitamente dirigidas a múltiples lectores con un discurso muy crítico respecto a la guerra, a las políticas del presidente Mitre y al Imperio de Brasil. Por eso, las notas o los artículos publicados aparecían firmados con seudónimos; “Mistol” y “Chañar” eran los empleados por los corresponsales de El Paraná. A diferencia de los cronistas de guerra, los oficiales y soldados que enviaban cartas al general Urquiza firmaban con sus nombres sin ocultar su identidad. Si bien la identificación restringía las posibilidades de expresar sus opiniones libremente, estas cartas resultan indispensables para recuperar miradas y subjetividades de estos actores inmersos en la guerra. De ese conjunto de correspondencia, las cartas del comandante Manuel Caraza constituyen un corpus inédito singular para nuestro trabajo, ya que escribió regularmente al general Urquiza informando lo que acontecía con los batallones entrerrianos en el frente de batalla8.   El Paraná se publicó entre 1864 y 1867. El periódico se reconocía defensor del federalismo y compartía un discurso de oposición a la guerra con el Paraguay junto a otros periódicos federales de la provincia. Sobre la prensa entrerriana y la posición de los diarios federales durante la guerra: Alabart/Pérez (2016). 7   Durante el conflicto, el trabajo de los militares corresponsales de prensa que escribían desde el frente de batalla fue constante. Los corresponsales militares más conocidos que publicaron en periódicos de los distintos países, fueron: Lucio V. Mansilla en Argentina, quien firmaba con los apodos Falstaff y Orión, en Uruguay el coronel León Palleja y el poeta paraguayo Natalicio Talavera. Véanse De Marco (2003b); Palleja (1960); Talavera (1958). Sobre los corresponsales y la relación con los gobiernos de los países en conflicto, véase Johansson (2017). 8   Desde su llegada al primer campamento donde las fuerzas entrerrianas se incorporaron al Ejército Argentino en febrero de 1866 y hasta fines de diciembre de 1867, cada veinte días, Manuel Caraza le escribió a Urquiza en forma regular, relatando las acciones de los batallones de la provincia. Lamentablemente no se conservan las cartas que Urquiza enviaba como respuesta y tampoco encontramos cartas del comandante Caraza a Urquiza posteriores al 6

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Tres momentos marcados por las diferentes acciones de las tropas entrerrianas nos permiten una aproximación a sus identidades, representaciones y prácticas en el desarrollo de la guerra. El primer momento, que llamamos “combatir”, se despliega a partir de la llegada de las tropas entrerrianas a los campos de batalla y concluye en septiembre de 1866, luego de la derrota de Curupaytí. El segundo, “celebrar”, se desarrolla durante la larga etapa de reorganización del ejército aliado en territorio paraguayo sin enfrentamientos bélicos; y el tercero, “desertar”, durante el año 1867, cuando las enfermedades y la revolución de los federales en las provincias de Cuyo motivaron el retiro de gran parte de las tropas argentinas del frente de guerra. Combatir: “Defender el honor de la provincia y conservar la fama de valientes entrerrianos” Sin lugar a dudas, Entre Ríos fue una de las provincias donde la guerra fue más impopular. El alineamiento de Justo José de Urquiza con el presidente Bartolomé Mitre para prestar su apoyo en la guerra generó una fuerte crisis política al interior del federalismo provincial que erosionó fuertemente el poder del caudillo entrerriano. Precisamente, una de las máximas expresiones de esa crisis fue la deserción masiva de las tropas convocadas para combatir contra Paraguay: en junio de 1865, tres mil soldados bajo el mando de Urquiza se desbandaron en Basualdo, y meses más tarde volvieron a dispersarse en los campos de Toledo. Después de esa crisis, Urquiza ordenó ejecutar y perseguir a los desertores y en los meses siguientes fueron remitidos al campamento de San José, base militar y lugar de residencia del general entrerriano, individuos capturados por las autoridades militares y civiles9. 13 de diciembre de 1867. Sabemos que estuvo de licencia y regresó a Entre Ríos entre los meses de junio y diciembre de 1868, y luego volvió al frente comandando el 2º batallón entrerriano hasta agosto de 1869. El comandante Caraza era oriental, formó parte de la Legión Argentina desde 1843 y de las fuerzas que combatieron en el sitio de Montevideo, asistiendo a todos los combates librados “en defensa de las libertades públicas y contra la dictadura de Rosas”, participando en la batalla de Caseros bajo las órdenes de Urquiza el 3 de febrero de 1852. La trayectoria de Manuel Caraza en el ejército puede consultarse en: Legajo 2579, Ministerio de Guerra, Segunda División, Sección H, Archivo General del Ejército (AGE). 9   Sobre los desbandes de las tropas entrerrianas y las resistencias a la guerra en Entre Ríos, véase Alabart (2015).

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Los dos batallones de infantería que finalmente se formaron para integrar las fuerzas aliadas estuvieron formados preferentemente con los desertores recapturados que habían tenido mayor participación en esas sublevaciones. En el campamento de San José, el general Urquiza supervisó personalmente la instrucción y la remonta de los infantes y artilleros que debían incorporarse al Ejército Argentino en campaña. Frente a la resistencia de los soldados para participar en la guerra y sin suficientes tropas regulares para contenerlos, los entrenaron sin armas (Victorica 1986: 22). Con estos soldados, en su mayoría reclutados forzosamente luego del desbande de Toledo, se formaron dos batallones de infantería de cuatrocientas plazas cada uno. El denominado 2º batallón estuvo al mando del comandante Manuel Caraza, ahijado y fiel subalterno de Urquiza, y el 3º, a las órdenes de Pedro García, un oficial nacido en Buenos Aires, enviado por el ministro de Guerra y Marina a Entre Ríos10. Finalmente, en enero de 1866, los dos batallones fueron embarcados por la fuerza para integrar el Ejército Aliado. A menos de un mes de la partida de las tropas entrerrianas, el comandante Manuel Caraza inició una comunicación epistolar con el general Urquiza con la intención de informar sobre lo que acontecía con sus hombres en el frente de batalla11. De acuerdo con su relato, los “intrépidos entrerrianos” llegaron al campamento de Ensenada, donde se encontraba asentado el Ejército Argentino, ostentando el pabellón nacional y las banderolas entrerrianas “llamando la atención de todos por su vizarría y porte marcial…”12. La portación de la bandera nacional y las banderolas entrerrianas aludían a una doble 10   Por disposición del general Juan Andrés Gelly y Obes, ministro de Guerra y Marina, el sargento mayor Pedro García fue destinado al servicio del ejército de Entre Ríos el 9 de mayo de 1865, en cuyo Estado Mayor fue dado de alta por el general Urquiza el 17 de aquel mismo mes. Se le encomendó la organización del batallón de Concordia, pero luego de las sublevaciones de Basualdo y Toledo, debió regresar al cuartel general de San José (Yaben 1938: 727-729). 11   El comandante comenzaba su primera carta con las siguientes palabras: “Mi distinguido gral y padrino, paso a hacerle una reseña de nuestro viaje desde que tuve el pesar de separarme de SE.”. Su referencia a Urquiza como general y padrino es una constante en su correspondencia, se reconocía como su fiel subalterno en una jerarquía militar, al mismo tiempo que aludía al vínculo afectivo que los unía. Manuel Caraza al general Urquiza, Campamento General de Ensenada, 13/2/1866, Legajo 1742, Fondo Urquiza (FU), Sala VII, Archivo General de la Nación (AGN). 12   Manuel Caraza al general Urquiza, Campamento General de Ensenada, 13/2/1866, Legajo 1742, FU, Sala VII, AGN.

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pertenencia identitaria. Como guardias nacionales constituían una fuerza de ciudadanos armados en defensa de la nación, una “patria mayor” que fundamentalmente ligaban con los ideales de la república y la Constitución13. Asimismo, llevaban las banderolas representando a la provincia de Entre Ríos14. Ese símbolo expresaba un profundo marcador identitario formado a partir de las experiencias colectivas que resultaron del enrolamiento y de la participación en las guerras civiles en defensa de la provincia. A través de ellas, las tropas desarrollaron lazos de solidaridad, prácticas, y un conjunto de valores comunes que fueron conformando un sentido de pertenencia a la “familia entrerriana”15. Esa pertenencia estaba ligada a la identidad política federal. De este modo, las rojas insignias que portaban con orgullo los identificaban con el glorioso “ejército federal entrerriano” tal como expresaba la propia insignia. Al mismo tiempo, si bien Caraza señalaba que en su llegada al campamento los batallones entrerrianos fueron “admirados por todos”, creía que el presidente estaba mal predispuesto con ellos por los chismes que le habían llegado sobre Toledo. Más allá de la actitud de Mitre16, este comentario denotaba una preocupación, que suponemos debía ser compartida por otros oficiales y soldados entrerrianos, acerca de la desconfianza que existía en el ejército sobre cuál sería el comportamiento de los batallones de la provincia luego de los desbandes. Esta inquietud era expresión de la existencia de rivalidades políticas previas entre federales y liberales, y entre porteños y provincianos que no se disiparon en el campamento. De hecho, estas tensiones e inquietudes se habían reavivado con la noticia sobre las deserciones y los porteños se habían manifestado explícitamente al respecto17. Frente a estas 13   Sobre la vinculación entre Guardia Nacional y ciudadanía, véanse los trabajos de Hilda Sabato y Flavia Macías, entre otros: Sabato (2010a y 2010b); Macías (2014). 14   Si bien la Guardia Nacional dependía de las autoridades nacionales, en la práctica, su organización y funcionamiento quedaron en manos de los gobiernos provinciales, que sostuvieron su autonomía y defendieron una concepción descentralizada del poder armado por lo que constituyeron fuerzas con un profundo arraigo local (Sabato 2010a: 129). 15   Sobre el sentido de pertenencia a la “familia entrerriana”, véase Schmit (2004: 181-188). 16  El presidente Mitre conocía muy bien los hechos protagonizados por las tropas entrerrianas. No obstante, consideraba que Entre Ríos debía contribuir aportando sus contingentes al Ejército Argentino, ya que el crédito de la República se vería dañado si una de las provincias más importantes se rebelaba contra la autoridad nacional (Alabart 2015: 106-114). 17  Varias cartas de oficiales y corresponsales porteños desde el campamento aliado ponen en evidencia las opiniones que circulaban entre los integrantes del ejército de

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rivalidades, el comandante destacaba el valor de los entrerrianos que estaban muy animados esperando enfrentarse con el enemigo18. Transcurrieron más de cinco meses entrenándose dando servicios de avanzada hasta que el 17 y 18 de julio de 1866, el 2º de Entre Ríos entró en combate en la batalla de Boquerón. Caraza destacaba que su batallón había tenido un bautismo de fuego que le hacía honor: era el cuerpo que más se había expuesto y el que más pérdidas había tenido. Por ese motivo le pedía al general Urquiza que le mandara algún contingente para recuperar las bajas que habían sufrido. También le solicitaba tres banderolas entrerrianas porque las que tenían se habían destruido y terminaba su carta expresando el gran orgullo que sentía de mandar a este batallón que había tenido tan excelente comportamiento de oficiales y tropa. La noticia fue difundida en los principales periódicos de la provincia. El Uruguay celebraba: El 2do batallón entrerriano fue el primero que clavó la bandera nacional sobre la trinchera enemiga. Esos son los soldados de Caseros y de tantos combates. Esos son los soldados favoritos de la victoria, que saben hacer desalojar reductos a bayoneta calada. Esos soldados no tiemblan ante la metralla; esos soldados están familiarizados con el horrendo flagor de las batallas. ¡Honor a nuestros compatriotas, a nuestros antiguos compañeros de sacrificios y de glorias! Felicitaciones al jefe del batallón, Teniente coronel D Manuel Caraza19.

Buenos Aires con respecto a los entrerrianos y a Urquiza. Por ejemplo, Benjamín Canard, un porteño integrante del cuerpo de sanidad que había combatido en Pavón, después del desbande de Basualdo se refería a Urquiza con los epítetos de “canalla”, “bandido”, “gauchón”, “vándalo traidor”. El día que llegaron los batallones entrerrianos, Canard escribió: “Hoy llegaron los bravos entrerrianos. […] Podemos decir 740 con algunos enfermos que venían en las carretas. Esto es lo que ha quedado después de tanto botaratear. ¡Qué vergüenza para esa provincia que pudo haber mandado veinte mil hombres y que sin embargo trae 700 soldados viejos y defectuosos en su mayor parte!” (Benjamín Canard a Antonio Ballesteros, Ensenaditas, 8/2/1866, en Canard 1972: 61). 18  “[…] pues están entusiasmados y orgullosos por conservar ileso el nombre y fama de valientes que han adquirido en tantos combates y victorias conducidas por SE y a quien claman por verlo al frente de sus bravos entrerrianos” (Manuel Caraza al general Urquiza, Campamento General de Ensenada, 13/2/1866, Legajo 1742, Fondo Urquiza, Sala VII, AGN). 19   El Uruguay, 8/8/1866, Hemeroteca de la Universidad Nacional de La Plata (HUNLP).

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Los corresponsales de guerra de los diarios entrerrianos hicieron sus primeras crónicas a partir del bautismo de fuego del 2º batallón provincial. Mistol, el corresponsal de El Paraná, celebraba el heroísmo que habían mostrado en la batalla, al mismo tiempo que lamentaba que el comandante Caraza no figuraba en la lista de los ascensos: […] un jefe de línea que ha formado un cuerpo que hoy es uno de los más disciplinados, él avanzó a la par de sus soldados, saltó al foso primero mandó la carga a un punto que nueve mil hombres nada hicieron en treinta y dos horas de pelea […] los entrerrianos son tan bravos infantes como bravos caballeros20.

Nos detuvimos en el bautismo de fuego del 2º batallón por la propia trascendencia que tuvo para sus protagonistas y por la que le dieron sus comprovincianos a través de la prensa. De acuerdo con las fuentes, los soldados entrerrianos sostuvieron un enfrentamiento a lo largo de toda una noche con los paraguayos y a la mañana siguiente, luego de recibir constantemente una lluvia de proyectiles, que iba dejando heridos y muertos a su paso, lograron tomar una trinchera y plantar el pabellón nacional. ¿Qué motivación tuvieron los soldados para combatir? Si bien no tenemos registro de sus propias voces, sabemos que desde que llegaron al campamento aliado, Caraza les habló constantemente de sus pasadas glorias como soldados de Urquiza, de la necesidad de defender el honor de la provincia y conservar su fama de valientes. Si bien es cierto que en la batalla el punto de vista de los soldados se centra fundamentalmente en su supervivencia personal, en la mayor parte de las ocasiones, esa posibilidad está ligada a la conservación del grupo21. Así, en este episodio de la batalla que protagonizaron los soldados del 2º de Entre Ríos es probable que muchos se sintieran interpelados por la arenga del comandante Caraza a quién reconocían como su líder22 y, que  “Mistol”, Campamento de Itapirú, 20 de julio, publicada en El Paraná 30/7/1866, HUNLP. 21   Habitualmente es difícil reconstruir lo que realmente ocurre en una batalla, ya que los partes oficiales tienden a simplificar el comportamiento humano, los sucesos y protagonistas suelen quedar subordinados al resultado de la batalla y la experiencia de quienes participan en ella tiene una importancia marginal. Sin embargo: “Lo que el soldado común entiende por ‘batalla’ es algo a muy pequeña escala, que produce sus propios líderes y que se realiza según sus propias reglas y a menudo según su propia ética” (Keegan 2013: 198). 22   En sus cartas, Caraza transmite la preocupación por sus soldados, le manda saludos de ellos a Urquiza, le cuenta sobre el estado de ánimo de la tropa, el entusiasmo y el orgullo que sienten por conservar su fama, pide por el ascenso a oficiales de los soldados 20

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la lealtad y el orgullo de pertenecer al batallón entrerriano haya sido una motivación para enfrentar el combate23. Luego del bautismo de fuego del 2º batallón las dudas sobre cómo se comportarían los entrerrianos quedaron disipadas. Caraza le señalaba a Urquiza que el propio presidente Mitre había dicho “que en América no hay bisoños que hayan tenido el arrojo y el atrevimiento de asaltar una fortaleza atrincherada”24. Asimismo, los corresponsales en el frente destacaban que la bravura y caballerosidad de los entrerrianos habían quedado demostradas. Resulta interesante señalar que las crónicas de los periódicos de Entre Ríos no se detuvieron en el resultado de la batalla, ni en el hecho de que finalmente la posición ganada en la trinchera enemiga se había perdido, tampoco repararon en la cantidad de bajas que habían sufrido, lo realmente importante para los entrerrianos era la actuación de su batallón, que había probado su valentía en el combate defendiendo el honor de la provincia. Al igual que sus comprovincianos del 2º batallón, los del 3º también mostraron su valentía en el campo de batalla. Tanto fue así que luego de la batalla de Curupaytí 25, el 3er batallón de Guardias Nacionales de Entre Ríos, empezó a ser conocido como el “3 de fierro”, por la disciplina de hierro y el espíritu del deber que demostraron en combate26. Como planteamos con el bautismo de fuego del

que se destacan, especialmente si son entrerrianos, “ya que él no ha querido aceptar oficiales de otras provincias o Repúblicas” (Caraza a Urquiza, Campamento de Ensenaditas, 13/2/1866, Legajo 1742, FU, AGN). Así mismo, reclama por los sueldos impagos de los soldados de su cuerpo Manuel Caraza a Cesáreo Domínguez, Campamento de Tuyutí, 27/11/1866, Caja; Guerra del Paraguay, Servicio Histórico del Ejército (SHE). 23   Sobre el entusiasmo de las tropas frente a la batalla y la importancia de la gloria como un elemento simbólico fundamental de la cultura de guerra dominante en el Río de la Plata, véase Rabinovich (2009). 24  Manuel Caraza al general Urquiza, Campamento de Tuyutí, 18/7/1866, Legajo 1745, FU, Sala VII, AGN. 25  En su larga y detallada crónica del revés sufrido por el Ejército Aliado en Curupaytí, el corresponsal de El Paraná señalaba que las pérdidas sufridas por el 3er batallón –153 bajas– dejaban en evidencia que habían soportado el fuego en primera línea y con el “valor nunca desmentido por el soldado entrerriano en todos los combates que ha tenido” (Corresponsal Chañar, Campamento de Curuzú, septiembre de 1866, El Paraná, 1/10/1866, HNPL). 26   Al decir de Julio Victorica, “los dos batallones se batieron como buenos en los campos de Paraguay. Uno de ellos, el ‘3 de fierro’, conquistó renombre y fama imperecedera” (Victorica 1986: 249).

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2º, consideramos que en la motivación de las tropas para combatir tuvo un rol clave el honor y orgullo de pertenecer al batallón entrerriano, un identitario que se remontaba a pasadas glorias en los campos de batalla que les tocaba defender en esta guerra. Al mismo tiempo, los comandantes Caraza y Pedro García fueron ganando el apoyo y el respeto de sus tropas, desplegando gestos de valor y hombría que cimentaron su autoridad y liderazgo27. Pensamos que los vínculos con sus comandantes reforzaban las instancias de pertenencia y afirmaban la lealtad de la tropa hacia los otros soldados y oficiales que pertenecían a su propio batallón. Celebrar: el banquete del “3 de fierro” y la representación de los aliados Desde la derrota de Curupaytí, las operaciones de las fuerzas aliadas se paralizaron durante más de diez meses, en los cuales permanecieron encerradas en un cuadrilátero sin poder avanzar sobre el desconocido territorio paraguayo. Durante este período, en correspondencia con la línea editorial del periódico, los corresponsales de guerra de El Paraná expresaron un tono crítico sobre el rumbo del conflicto y se extendieron en detalladas y minuciosas crónicas sobre la vida en el campamento, informando a los lectores sobre lo que acontecía con los batallones entrerrianos. Las críticas giraban en torno a la ineficiente conducción del Ejército Aliado por parte de Mitre, la rivalidad entre brasileños y argentinos que la alianza no resolvía, y fundamentalmente cuestionaban la continuidad de una guerra que solo beneficiaba al Imperio de Brasil.  Al mismo tiempo, los corresponsales se quejaban de que, a pesar de la valentía que habían demostrado las tropas y los oficiales de las provincias en los campos de batalla, los ascensos solo beneficiaban a los hombres de Buenos Aires, postergando a los jefes como Manuel Caraza28 y a los soldados entrerrianos. Mistol afirmaba que ya que había 27  Tanto Manuel Caraza como Pedro García fueron reconocidos por sus actos heroicos en la Guerra de la Triple Alianza. Caraza fue promovido a coronel graduado el 15/9/1868 y Pedro García fue recomendado en el parte de Emilio Mitre por su comportamiento en Curupaytí, por lo que recibió el escudo de oro y fue ascendido a coronel graduado el 1/11/1868 (Manuel Caraza Legajo 2579, Ministerio de Guerra, AGE y Pedro García, en Yaben 1938: 722-724). 28   Corresponsal KX desde el campamento en Tuyutí, El Paraná, 12/11/1866; Mistol desde Tuyutí, El Paraná 26/11/1866, HUNLP.

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como mil soldados de la provincia en el frente de batalla se podría formar con ellos una división como la que tenían los porteños, con el comandante Caraza como jefe. Según su apreciación, el 2º batallón de Entre Ríos era uno de los más disciplinados y el “más hermoso” del ejército29. A partir de diciembre, los corresponsales en el frente comenzaron a señalar que no había movimientos bélicos y que el ejército seguía en statu quo. En esos días en que poco ocurría en el campo de batalla para contar, Mistol se propuso entretener a los lectores del periódico con una minuciosa crónica sobre el banquete que ofreció el “3 de Fierro” a los oficiales y generales del Ejército. Es sabido que los bailes organizados por los diferentes batallones era una de las principales formas de diversión en el campamento y que las distintas divisiones rivalizaban en la organización de las fiestas (De Marco 2003a: 273-274). La “importante soirée” ocurrió la noche del 15 de diciembre de 1866 en el local del 3º de Entre Ríos en el campamento de Yataity30. El baile fue ofrecido por la 4ª división del 2º cuerpo a los oficiales del Ejército Aliado. De acuerdo con el cronista, concurrieron más de trescientas personas al banquete31 y evidentemente los arreglos del local y la realización de la fiesta requirieron mucho tiempo de preparación por parte de los soldados que la organizaron. Como en las celebraciones cívicas que se desarrollaron después de la Revolución de Mayo, en el campamento aliado y en plena guerra, los soldados   Mistol desde el campamento en Tuyutí, El Paraná, 26/11/1866, HUNLP. No sabemos con exactitud cuántos soldados entrerrianos había en el frente en ese momento. Luego de las bajas sufridas en Boquerón, Urquiza había ordenado la remonta de nuevos contingentes y sabemos que llegaron al frente 103 hombres el 6/9/1866, y 118 el 30/12/1866 (Caraza a Urquiza, 24/9/1866 Legajo 1747, FU, Sala VII, AGN y 30/12/1866, Legajo 1750, FU, Sala VII, AGN). 30   El local donde se alojaba el 3er batallón de Entre Ríos consistía en un cuadrado, con cuartos para los oficiales en el centro y las esquinas rodeados por una plaza de cien varas, en ese espacio se realizó la fiesta (Mistol, campamento en Yataity, 16/12/1866, El Paraná, 24/12/1866, HUNLP). 31   Entre los principales asistentes estaban los oficiales de la plana mayor del Ejército Aliado, los generales Andrés Gelly y Obes y Emilio Mitre, los coroneles Díaz, Bustillos, Caraza, los comandantes Olmedo, Boer, y otros. Según relata el cronista, después de haber empezado el baile llegó el mariscal Polidoro con todo su Estado Mayor. El marqués de Caixas envió un mensaje al comandante García ofreciendo sus disculpas por no haber asistido a la fiesta (Mistol, campamento en Yataity, 16/12/1866, El Paraná, 24/12/1866, HUNLP). 29

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de la 4ª división recurrieron a elementos característicos de la iconografía del arte “efímero” republicano para ornamentar el lugar de la fiesta32. Construyeron arcos y columnas, iluminaron la plaza con más de treinta faroles que forraron de papel con pinturas alegóricas, pintaron estrellas, erigieron una pirámide en el centro con las banderas de sus respectivos batallones y eligieron la inscripción que portaría: una pintura de un soldado beodo que representaba a su propia división. Más allá del evidente tiempo libre para pintar, armar arcos con hojas y flores silvestres que muestra las ganas de divertirse y la aparente tranquilidad para hacerlo en el frente de guerra, resulta sumamente interesante pensar estas manifestaciones de “arte efímero” como parte de las propias “tácticas productoras de sentido”33 de los soldados que las realizaron. La pirámide en el centro del salón tenía un claro referente simbólico, ya que remitía a la Pirámide de Mayo34; sin embargo, con mucho sentido del humor e irreverencia, se representaron a sí mismos en ella –la inscripción era explicita: “4ta División y basta”– con el dibujo de un soldado alcoholizado que tenía una botella en la mano35. No dibujaron un soldado en actitud guerrera, ni portando un arma, su valentía había quedado demostrada en la batalla de Curupaytí36 y la fiesta daba lugar al humor y la transgresión. 32   Un enfoque novedoso sobre el arte “efímero” y el lugar de las fiestas en la construcción de un imaginario revolucionario y cívico, y luego nacional, en Argentina puede apreciarse en el trabajo de Munilla La Casa (2013). 33   De Certeau caracteriza las tácticas como unas prácticas de desvío producidas por los débiles que no poseen lugar propio, sino que deben actuar en los escenarios del otro; son prácticas fugaces que aprovechan el tiempo; dependen de la astucia; no anticipan; usan las fallas y fisuras del sistema; no capitalizan lo que ganan. (De Certeau 1999: 48-55). 34  La Pirámide de Mayo fue el primer monumento conmemorativo erigido en el centro de la plaza de la Victoria en la ciudad de Buenos Aires para recordar la gesta revolucionaria. Su decoración inicial se limitó a la inscripción “25 de Mayo 1810” en letras de oro. En 1856 se la coronó con la imagen de la estatua de la Libertad, representando en adelante la República Argentina (Munilla La Casa 1999: 108). 35   Si bien la bebida alcohólica formaba parte de los “vicios” suministrados a la tropa como parte de la ración que correspondía a los soldados, la embriaguez estaba penada por el reglamento militar. 36   La 4ª división del 2º cuerpo del ejército, al mando de Emilio Mitre, tuvo un papel destacado en la batalla de Curupaytí, el 3º entrerriano junto al 2º, el 9º y el 12º de línea marcharon a vanguardia en primera línea y soportaron el fuego enemigo durante varias horas. Tuvieron muchos oficiales heridos y bajas de tropa.Véase una descripción de la batalla en: Chañar, Campamento de Curuzú, septiembre de 1866, en El Paraná, 1/10/1866, HUNLP.

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En el salón habían colgado unas pinturas realizadas por un soldado del 3º de Entre Ríos37: En un cuadro estaba representada una escuadra encorazada que la formaban diez patos que nadaban en bonanza con el cuello estirado, el pico para arriba arrojando humo, y a su frente, madama Lynch, arrojaba bombas con sus brazos de cañón para detenerlos en su carrera de corriente abajo. La libertad del Paraguay estaba representada en un cuadro por un hombre ahorcado: “La representación de los ejércitos aliados” era un cuadro en que se veía un gaucho pobre, de tipo correntino, pie desnudo y poncho roto, con una lanza en la mano al oriental, un chino de aspecto grave, de larga y despeinada melena con una cinta punzó puesta de vincha, y al Brasilero un negro raquítico y escuálido cargado de un has de rajas de leña. El retrato de comandante García, bastante exacto, colocado sobre un tambor en un pabellón de banderas argentinas, era el último cuadro que se veía, pintado en un hermoso farol38.

Alejados de la representación elitista de la guerra, donde cuenta el valor de los oficiales y la abnegación de la tropa39, los soldados que pintaron estos cuadros manifestaron un profundo sentido del humor y una visión con sus propios matices acerca de quienes se estaban enfrentando en esta contienda. A unos meses de la batalla de Curupaytí que había empezado con el fallido

37   Mistol contó a los lectores de El Paraná que en el 3º entrerriano había un soldado pintor. En esa ocasión, se detuvo en describir el cuarto de su comandante: “El cuarto del comandante Pedro García es a la vista un rancho bastante rústico y sin gracia, pero… al entrar en dicho cuarto, queda uno admirado de ver tanta obra que la hermosea, ha sabido el que pintó y adornó el cuarto reunir una colección completa de pájaros, formados de papel en un lado, y allí se ve al gaucho de nuestra campaña corriendo el avestruz, las pruebas de Mayo en la plaza de Buenos Aires, el fuerte Argentino con su bandera enarbolada, San José-con la bandera Entre Riana al tope de su asta bandera, batallones de guerreros, el cielo y los ángeles, y todo esto, hecho de papel de colores, con grandísima perfección, por un soldado de su cuerpo” (Mistol, Campamento de Tuyutí 13/12/1866, El Paraná, 19/12/1866, HUNLP). 38   Mistol, campamento en Yataity, 16/12/1866, El Paraná, 24/12/1866, HUNLP. 39   Sobre los diversos estilos y técnicas de la iconografía de la Guerra del Paraguay, la diversidad visual en la representación del conflicto y su relación con la construcción del estado moderno, véase Amigo (2009).

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bombardeo de la escuadra brasileña sobre las baterías paraguayas40, representaron de un modo satírico a la moderna flota traída por el Imperio. La escuadra acorazada aparecía distraída, inofensiva e impotente frente al enemigo paraguayo personificado en una mujer con brazos de cañón, la aguerrida compañera del mariscal López41. Por su parte, el cuadro “La representación del ejército aliado”, con la imagen de dos gauchos pobres descalzos, con la vincha “punzó”, y armados con una lanza, junto a un negro raquítico cargando leña, distaba mucho de reflejar un ejército profesional y “moderno”. Sin uniformes, sin calzado y apenas armados, los soldados se habían representado a sí mismos de una manera que más bien remitía a las milicias de campaña que protagonizaron las guerras civiles, en las que gauchos federales, blancos y colorados orientales se reconocían. Tanto en este cuadro como en el anterior, Brasil aparecía satirizado como un aliado débil, con un ejército de negros “escuálidos” y una armada ineficiente. Con estas imágenes los soldados se burlaban del enemigo de otros tiempos, que en este conflicto aparecía como un aliado incapaz. Sin duda, estas representaciones no debieron ser bien recibidas por los oficiales brasileños. Sin embargo, es muy probable que no fueran cuestionadas abiertamente por la oficialidad argentina ya que en el campamento existía un consenso acerca de la responsabilidad de la armada y el ejército imperial en los reveses militares sufridos. Finalmente, la única imagen que parecía ser una concesión al discurso oficial de los gobiernos aliados sobre el conflicto era “La libertad del Paraguay” expresada con un hombre ahorcado; en ella, los soldados parecían identificarse con la razón de la guerra: liberar al país hermano del tirano. La crónica concluía con la descripción de la fiesta. El banquete se había servido a altas horas de la noche. La mesa fue presidida por el general Emilio Mitre, acompañado por otros oficiales y por las “señoritas del ejército”42, tres   La batalla de Curupaytí fue la mayor derrota de los aliados en la guerra. Frente a la muerte de más de 4.000 combatientes, el general Mitre responsabilizó al comandante de la escuadra brasileña, el marqués de Tamandaré porque no había cumplido con su misión de destruir las baterías paraguayas. Una descripción de la batalla en Whigham (2012: 137-148). 41   Existía una batería paraguaya denominada Madame Lynch, un corresponsal de guerra del diario La Tribuna de Buenos Aires señalaba que seguramente su nombre iba a despertar la sorpresa de los lectores (Varita, campamento de Tuyutí, 24/8/1866, en La Tribuna, 30/8/1866; en De Marco 2003b: 258). 42   Si bien es sabido que las mujeres acompañaron al Ejército Aliado en los diferentes campamentos en su marcha hacia el norte, son escasas las referencias a ellas en los documentos. 40

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bandas de música y una orquesta ambientaron la velada, y muchos de los asistentes se quedaron gustando los manjares y brindando a salud de la 4ª división y del comandante Pedro García hasta altas horas de la madrugada. De esta manera, el corresponsal de El Paraná dejaba entrever qué poco ocupados en los asuntos bélicos estaban los oficiales del Ejército Aliado, al mismo tiempo que ponía en evidencia el bienestar y el buen comportamiento de los soldados entrerrianos capaces de organizar tan “inolvidable fiesta” para sus oficiales. Desertar: “El que consigue irse de aquí no lo traen ni con palanca” Como hemos señalado, el reclutamiento y la formación de los batallones entrerrianos dejó en evidencia que no todos los soldados estaban dispuestos a combatir, matar y morir en esta guerra.Ya en su primera carta, Caraza le informaba a Urquiza que habían desertado veintitrés hombres del cuerpo, pero le aclaraba que la mayoría eran correntinos y provincianos, que solo había tres entrerrianos entre ellos y le indicaba que la situación estaba bajo control43. En sus siguientes correspondencias tanto Caraza como Pedro García, le informaban a Urquiza que las deserciones habían cesado. García expresaba que el batallón bajo su mando se encontraba en el mejor estado de disciplina, fogueado ya y con continuos ejercicios, “reinando en la mayor moralidad y deseo respecto al servicio y cumplimiento de sus obligaciones, pudiendo asegurar a V.E que en adelante ni tendrá más deserciones”44. Asimismo, Caraza planteaba que había cesado completamente la deserción “a fuerza de tanto aconsejarlos” y de hacerles comprender el deber que tenían como verdaderos Por lo general, los corresponsales omitían hablar de las “seguidoras” del ejército porque esto podía influir en la percepción pública de lo que estaban haciendo los aliados en el Paraguay. Con esta referencia, la intención del cronista de El Paraná era dejar en evidencia que los oficiales no estaban solos y, especialmente, señalar que el general Emilio Mitre estaba muy bien acompañado por Josefa “la cordobesa” y “la China catorce” tal como expresaba en su crónica (Mistol, campamento en Yataity, 16/12/1866, El Paraná, 24/12/1866, HUNLP). 43   Los soldados que integraban los batallones eran mayoritariamente nacidos en Entre Ríos, pero también integraban el cuerpo soldados nacidos en otras provincias pero que vivían en Entre Ríos, de allí esa consideración de Caraza señalando que la mayoría de los desertores del cuerpo no eran entrerrianos (Manuel Caraza al general Urquiza, Ensenada-Ensenaditas, 13/2/1866, Legajo 1742, FU, Sala VII, AGN). 44   Pedro García al general Urquiza, Campamento General de Ensenada, 16/3/1866, Legajo 1743, FU, Sala VII, AGN.

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patriotas y “bravos soldados de la Heroica Entre Ríos”45. La disciplina que imponía García y los consejos y prédica de Caraza parecían suficientes para detener las deserciones, pero ante el pedido de explicaciones de Urquiza, el comandante del 2º batallón mostraba su impotencia: […] con respecto a las deserciones no ha sido por falta de vigilancia, pues me desvelo y tomo las medidas más adecuadas, pero esto no basta para contener a estos hombres, pues van a la leña con un Oficial, Sargentos y Cabos, armados y así mismo se han disparado, pues es el cuerpo que hay menos deserciones, pues otros se van con los Oficiales y Sargentos46.

En los meses siguientes –junio a septiembre– cuando los batallones entrerrianos entraron en combate no hubo mención a las deserciones, pero a partir de la derrota de Curupaytí la fuga de los soldados del teatro de la guerra se fue volviendo un problema crítico. Desde ese momento la referencia a la deserción fue continua en las cartas del comandante Caraza y también mencionada por los corresponsales de guerra de El Paraná. En este periódico, Mistol mencionaba que mientras el ejército seguía en statu quo el 3er batallón de García sufría –“no sabían porque”– constante deserción; entre el 15 y el 17 de noviembre se habían ido veintidós hombres, algunos con sus armas47. Entre febrero y septiembre de 1867 Caraza mencionaba en todas sus cartas que desertaban soldados de su cuerpo y le reclamaba a Urquiza que tomara medidas debido a que muchos de los desertores volvían a Entre Ríos y allí no recibían ningún castigo48.

45   En la misma carta le informaba que en su anterior le adjuntaba una relación nominal de los desertores que había tenido el cuerpo hasta la fecha y que había enviado a un oficial para que le explicara sobre lo ocurrido (Manuel Caraza al general Urquiza, Campamento General de Ensenada, 16/3/1866, Legajo 1743, FU, Sala VII, AGN). 46   Manuel Caraza al general Urquiza, Ensenada Paso de la Patria, 25/3/1866, Legajo 1753, FU, Sala VII, AGN. 47   Mistol, campamento de Tuyutí, 26/11/1866, El Paraná, HUNLP. 48  “[…] los que se van les escriben a estos, que allí no les siguen por juicio ninguno, que se andan paseando, que la autoridad no les incomoda en nada, mas bien los apoya diciendo que le escriban a estos llamándolos, pues se me han ido del Paraná siendo el principal que se me ha llevado a los demás Ignacio Camargo que ya tiene dos deserciones aquí, de Nogoyá el tambor Juan Molina que desertó en el Uruguay y fue remitido a su cuerpo con los músicos que se fueron y están en Nogoyá, de Gualeguaychú se han ido varios entre ellos Ilario Gutiérrez que lo han tratado con tantas consideraciones como a todos,

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Solos, en pequeños grupos, bajo la iniciativa de alguno, los soldados del batallón entrerriano desertaban del ejército y volvían a sus hogares. Del relato de Caraza es posible inferir que desde el campamento aliado no salían en su búsqueda, probablemente porque no contaban con recursos para hacerlo, y que a pesar de las dificultades para regresar desde los remotos campamentos establecidos en territorio paraguayo49, los soldados desertores lograban llegar a Entre Ríos. Sin duda, el retiro de tropas del Ejército Argentino, la salida de Mitre50 y el traspaso de la conducción del ejército aliado al marqués de Caxias, así como las noticias que llegaban sobre las sublevaciones federales en el interior que invocaban a Urquiza como líder, generaron un clima favorable para la deserción de los entrerrianos en el campamento51. Hacia el mes de junio de 1867 el batallón había quedado reducido a 200 plazas contando a soldados que estaban fuera con licencia, en comisión o enfermos. Caraza “sentía pena” al salir formando con solo 150 hombres, ya que antes, cuando el cuerpo había tenido más de 400 plazas, “imponía y lucía”. Le imploraba a Urquiza que tomara medidas sobre la deserción y le suplicaba que promoviera a algunos oficiales porque él tenía que encargarse de todo haciendo de oficial subalterno y jefe. Concluía su carta señalando que, además de los desertores, varios hombres del cuerpo habían salido de licencia y no regresaban “pues el que consigue irse de aquí no lo traen ni con palanca como se dice vulgarmente”52. en fin se van de todos los pueblos, asi que le pido VE que tome medidas para cortar este abuso, de lo contrario nos quedamos sin batallones entrerrianos […]” (Caraza al general Urquiza, campamento de Tuyutí, 7/3/1867, Legajo 1753, FU, Sala VII, AGN). 49   Desde la derrota de Curupaytí, los aliados permanecieron en el campamento de Tuyutí, en una prolongada estadía que duró desde octubre de 1866 a julio de 1867 en que se trasladaron a Tuyu Cué para tomar la fortaleza de Humaitá. 50  Desde enero de 1867 mil combatientes del Paraguay fueron retirados del frente para reprimir a los federales sublevados. El 9 de febrero Mitre dejó el mando del ejército aliado con dos mil quinientos soldados más para integrar la ofensiva contra la rebelión federal. La mayor parte de las fuerzas retiradas correspondían al ejército de línea (Sabato 2012: 165-168). 51   Si bien Urquiza se mantuvo al margen de las rebeliones federales que levantaron su nombre, los federales disidentes entrerrianos las apoyaron estableciendo contactos con los colorados para prestarles ayuda o a través de su prédica en los periódicos federales contrarios al oficialismo contribuyendo a fomentar la insurrección, hostilizando a los aliados y elogiando a los rebeldes. Sobre el federalismo disidente entrerriano, véase Duarte (1974). 52   Caraza al general Urquiza, campamento de Tuyutí: 20/6/1867, Legajo 1755, FU, Sala VII, AGN.

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Más allá de las duras condiciones de vida en el frente, los estragos del cólera, la inacción plagada de incertidumbres, los soldados que desertaban no buscaban abandonar el país, sino volver a sus hogares, donde encontraron la protección de las autoridades locales de la provincia, que simpatizaban con la causa antibélica y antiporteña53. De esta manera, la desafección de los soldados implicó fundamentalmente un desafío a las autoridades militares y a la política del gobierno nacional. Mientras Mitre retiraba tropas del Paraguay para reprimir la sublevación en las provincias del interior, los soldados entrerrianos en el frente desertaban de la guerra poniéndose al amparo de las autoridades federales de Entre Ríos. A partir de 1868 es difícil reconstruir la experiencia de las tropas entrerrianas en la guerra. Sabemos que los dos batallones permanecieron en el frente hasta el final de la contienda, pero no hemos encontrado fuentes directas que nos permitan un acercamiento a sus vivencias en esta última etapa del conflicto. En diciembre de 1869 se procedió al licenciamiento del Ejército Argentino en campaña y se anunció el regreso de la Guardia Nacional. En Entre Ríos comenzaron los preparativos para la bienvenida, se abrieron suscripciones para armar arcos de triunfo, fuegos artificiales y otros “objetos dignos” para homenajear a los “bravos soldados que regresan al hogar a descansar de sus fatigas”54. Pero los guardias nacionales arribaron al puerto de Concepción del Uruguay antes de lo esperado, por lo que “ninguna demostración se ha hecho a esos valientes a su llegada”55. Debido a un incidente ocurrido a bordo del buque que conducía la fuerza, los batallones entrerrianos fueron bajados en el puerto sin armas y sin aviso56. La guerra había terminado para ellos, los habían entrenado 53   El jefe político de Nogoyá, Manuel Navarro, le advertía a Urquiza que se estaba queriendo formar una camarilla de “explotadores” en el Paraná y Gualeguaychú para dominar y oponerse a la voluntad de Urquiza, que andaban diciendo en público “que los jefes de Entre Ríos de cobardes y miserables no sacudíamos el yugo de VE, habiéndonos convertidos en instrumentos ciegos de VE y el general Mitre a quien le remitíamos los hombres atados por miedo y cobardía” (Manuel Navarro a Urquiza, Nogoyá, 20/12/1866, Legajo 1750, FU, Sala VII, AGN). 54   El Uruguay, 7/1/1870, HUNLP. 55   El Uruguay, 29/1/1870, HUNLP. 56   Esta información apareció en un decreto del gobierno provincial del 1/2/1870 que fue publicado en El Uruguay. Debido a ese inconveniente por el cual los guardias nacionales llegaron sin aviso y fueron bajados sin armas, había quedado sin efecto una disposición anterior que sancionaba como feriado del día de la llegada de los guardias nacionales a Entre Ríos. En consecuencia, el decreto declaraba feriado el 3 de febrero, aniversario de la

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sin armas y llegaron sin ellas, no tuvieron un “recibimiento triunfal”, no hubo nadie esperándolos a su regreso, no había gloria en el “exterminio del pueblo hermano, sólo sacrificio”57. Conclusiones Las tropas que integraron los batallones de infantería con los que contribuyó la provincia de Entre Ríos a la formación del Ejército Aliado manifestaron su oposición y resistencia a la Guerra de la Triple Alianza desde que fueron movilizadas para combatir contra Paraguay.  A partir de la aproximación a sus experiencias durante la guerra podemos plantear que si bien existe una percepción compartida en torno a que este conflicto tuvo un rol significativo en la construcción de un identitario nacional sus incidencias y manifestaciones en las tropas que combatieron debería ser complejizada. Desde la llegada al frente los batallones entrerrianos manifestaron diferentes marcadores identitarios –provinciano, entrerriano, federal– que no eran excluyentes entre sí, sino que fueron apareciendo y superponiéndose de acuerdo con las diferentes circunstancias que atravesaron durante la guerra. La presencia de las tropas entrerrianas en el campamento aliado estuvo marcada por su integración tardía al Ejército Argentino luego de las deserciones de Basualdo y Toledo. Si bien el conflicto fue planteado por las élites dirigentes como “causa nacional”, la guerra contra Paraguay se produjo al final de un ciclo de guerras civiles en el Río de la Plata que tuvo una dinámica regional que fue generando tramas de vinculación y pertenencias que no desaparecieron en el campamento aliado. Las rivalidades entre porteños y provincianos, entre unitarios y federales persistían como marcadores identitarios. Por esa razón, las motivaciones de las tropas entrerrianas para combatir parecen estar batalla de Caseros, día de la llegada del presidente Sarmiento en el que se haría el desfile y formalmente se procedería al licenciamiento de las tropas. Publicado en El Uruguay, 1/2/1870, HUNLP. 57   Un editorial titulado “Gloria y Sacrificio” fue publicado en El Uruguay meses antes del regreso de las tropas del Paraguay. El redactor criticaba la propuesta del Club Libertad de Buenos Aires de construir una columna para conmemorar la guerra nacional que terminaba, ya que no había gloria en una guerra ente pueblos hermanos que debían vivir unidos. El monumento solo serviría para avergonzar a las generaciones venideras al conmemorar un crimen. No había gloria, solo sacrificio. El Uruguay, 30/9/1869, HUNLP.

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ligadas a su pertenencia provincial, a la defensa de su “fama de valientes” y del honor de Entre Ríos frente a las sospechas acerca de su lealtad a la “causa nacional” que circulaban en el ejército. La persistencia de la identidad provincial está ligada también a la particular composición del Ejército Argentino durante el conflicto58. Los dos batallones de infantería de Entre Ríos fueron integrados en un mando unificado al 2º cuerpo del ejército comandado por el general Emilio Mitre, pero conservaron a lo largo de toda la guerra sus comandantes y su formación como unidades diferenciadas que representaban a la provincia. Hemos señalado que los comandantes Caraza y García fueron ganando el apoyo y el respeto de sus subalternos logrando reforzar las instancias de filiación de las tropas a sus respectivos batallones, reafirmando así la lealtad hacia los otros soldados y oficiales que pertenecían a su propio grupo. Por último, consideramos que la preeminencia de la identidad provincial no debería interpretarse como opuesta a una identidad nacional. En las prácticas aquí analizadas las tropas entrerrianas sabían que estaban participando en una guerra planteada como “causa nacional” y las arengas de sus comandantes también buscaban interpelar a los soldados en ese sentido. El honor de la provincia quedó salvado cuando el 2º entrerriano demostró su valentía en los campos de batalla y clavó en la trinchera enemiga la bandera nacional. Ese símbolo, así como las representaciones que aparecen en el banquete ofrecido a los oficiales por el “3 de fierro” aludían a una iconografía republicana que se remontaba a la Revolución de Mayo y daban cuenta de una identidad más amplia que la provincial. Ahora bien, esa identidad aparecía asociada a la república, una patria mayor, que en los entrerrianos se vinculaba también con las luchas en defensa del federalismo. Por ese motivo, las deserciones que se producen en el año 1867, más allá de las razones personales de los soldados para abandonar la guerra, estuvieron vinculadas a las sublevaciones federales del interior y a las perspectivas que estas habilitaron para recibir el amparo de las autoridades locales entrerrianas y volver a sus hogares.

  Raúl Fradkin señala que el Ejército Argentino, compuesto por las unidades provinciales, seguía siendo todavía una agregación de unidades según su procedencia territorial. Si bien la Guerra de la Triple Alianza fue decisiva en la creación de un nuevo tipo de ejército en el que la Guardia Nacional se iría subordinando al gobierno nacional y al ejército de línea, esa tarea no se completaría hasta 1880 (Fradkin 2016: 162-183). 58

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ARTESANOS EN ARMAS Y “POLICÍA A LA FRANCESA”: EL MOTÍN DE BOGOTÁ DEL 15  Y 16 DE ENERO DE 1893

Juliana Álvarez Olivares1 Université Paris Diderot Paris 7/Universidad Nacional de Colombia/ Université de Rouen

Introducción En enero de 1893, se produjo en Bogotá uno de los motines urbanos más importantes de las últimas décadas del siglo xix en Colombia, con una duración de dos días. A pesar de que para algunos historiadores esta última característica lo definió como un movimiento de menor importancia y sin sentido político, en este artículo pretendemos mostrar que no se trató de una revuelta sin fundamento y sin relevancia, sino de una respuesta significativa a los cambios políticos de la época. Para demostrarlo utilizaremos dos vías: la primera se centrará en el análisis de la causa, el desarrollo y las consecuencias del motín, para evidenciar cómo este movimiento incitó a la exhibición de una cultura política que había sido forjada por el sector artesanal colombiano durante el siglo xix. La segunda analizará cómo la implementación de la estrategia policial “a la francesa” liderada por la Regeneración fue una   Este artículo forma parte de mi investigación doctoral titulada: El mundo artesanal en transformación, educación técnica y circulación de saberes en Colombia. 1880-1930. Agradecemos el apoyo financiero de esta investigación a Colciencias, al Institut des Amériques y al IFEA. 1

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de las principales motivaciones del amotinamiento2. Si bien la historiografía ha relacionado esta política con el motín, no la sitúa como una de las razones principales del movimiento. En este artículo mostraremos entonces cómo la recepción de un modelo policial que hizo parte de un proyecto político mayor, se convirtió en una de las razones que incitó a la “pueblada” a manifestarse. Además, esta interpretación del motín nos permitirá poner en evidencia, al contrario de lo que algunos historiadores han considerado, que la actividad política del artesanado seguía vigente a finales del siglo xix, así como cuestionar la efectividad de algunos de los mecanismos y dispositivos de la “nueva autoridad” y de las “nuevas instituciones” que se pretendían consolidar a finales del siglo xix en Colombia. Artesanos y otros más en armas… Veinte años después de la publicación del libro titulado Insurgencia urbana en Bogotá. Motín, conspiración y guerra civil, 1893-1895 de Mario Aguilera Peña (Aguilera 1996), el balance del estado de la cuestión en relación con el análisis de los motines y movimientos urbanos, especialmente el ocurrido en 1893, es un poco desalentador. Si bien la corriente de la “Nueva historia de Colombia”3 desde finales de la década de los 80 hizo un llamado a una   La Regeneración alude a un período de la historia colombiana entre 1886 y 1930 bajo la hegemonía conservadora, en el cual los conservadores, liderados por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, cuestionaron los postulados sobre los que reposó la doctrina liberal. Ellos consideraron que la mejor forma de darle unidad al conjunto de la nación era la religión católica. En esta etapa se establecieron bases para el proteccionismo de la industria y, al mismo tiempo, la Iglesia recuperó poder y privilegios que había perdido después de las revoluciones liberales de mediados del siglo xix en Colombia (Arias 2003). El historiador Marco Palacios, en el prólogo del libro El nacionalismo cosmopolita, cuestionó la periodización que la historiografía tradicional estableció para esta época. Él coincide con Frederick Martínez al considerar que la Regeneración comienza en 1888 y termina en 1900, no en 1886 como lo había estipulado la historiografía (Martínez 2001). En este artículo consideramos la implementación de las ideas de la Regeneración a partir de 1886 con la nueva Constitución. 3   La “Nueva historia de Colombia” fue una denominación que agrupó a los historiadores que trataban de practicar una historia metodológicamente disciplinada: en la práctica, era un nombre para cobijar todo lo que parecía distinto a la historia académica 2

Artesanos en armas y “policía a la francesa”: el motín de Bogotá

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renovación de la mirada y de la escritura de la historia en el país, donde sujetos diferentes de las élites serían el centro de los análisis de los procesos históricos, no parece haber tenido la suficiente atención de los estudiosos de la transición del siglo xix al xx. A pesar de lo anterior, sería injusto no reconocer que en las últimas décadas algunos historiadores se interesaron por indagar los movimientos, rebeliones y motines de finales del siglo xix desde adentro, sus causas, consecuencias y especialmente en darle “agencia” a los sectores populares en estos sucesos4. Esto muestra que, al finalizar el siglo xx, se abrió para la historiografía colombiana una nueva tendencia que se interesó en analizar los movimientos sociales desde una perspectiva diferente. Las últimas décadas decimonónicas representaron para Colombia una época de gran movimiento político. Ocurrieron cuatro acontecimientos representativos: un motín urbano en Bogotá en 1893, una conspiración contra el gobierno de la época en 1894, una guerra civil en 1895 y la Guerra de los Mil Días a finales del siglo, en 18995. Así pues, parece que la transición de Colombia al siglo xx estuvo liderada por los motines y las guerras, donde los artesanos cumplieron un papel importante6. Estamos de acuerdo entonces con David Sowell cuando afirma que los motines fueron una de las formas más comunes de expresión de las inconformidades frente a los cambios de finales del siglo xix (Sowell 1992). A partir del mes de diciembre de 1892 el escritor José Ignacio Gutiérrez publicó en el periódico Colombia Cristiana el artículo “Mendicidad”, dividido en cinco partes, siendo la cuarta y la quinta publicadas en un mismo número. En su divulgación en cuatro entregas –14, 21 y 28 de diciembre de 1892 y 4 de o a la historia de los aficionados a las genealogías, los héroes patrios, las monografías y las fundaciones de pueblo (Melo 1996). Dos de sus representantes son Jaime Jaramillo Uribe y Álvaro Tirado Mejía. 4   Como Mauricio Archila, Renán Vega Cantor, David Sowell y David Bushnell. 5   David Bushnell se ha referido a este movimiento como el “Bogotacito”, al ser un antecedente de lo que ocurrió en 1948 en Bogotá (Sowell 2006). 6   Los editores del periódico Colombia Cristiana, en el que se publicó el artículo “Mendicidad”, que fue una de las causas de los disturbios, y al que nos referiremos más adelante, definen el término artesano como: “individuos que viven del trabajo manual” (“Nota Editorial”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 13, 4/1/1893, p. 111). Consideramos que la categoría es mucho más compleja y problemática. Los artesanos colombianos del siglo xix fueron un conglomerado con amplia politización, participación ciudadana y diferenciaciones internas. Esta última característica los definió como un sector muy heterogéneo (Sowell 1992).

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enero de 1893– criticó los hábitos de los sectores trabajadores de la capital colombiana. En la primera parte describió la sociedad dividida en dos clases de individuos: “unos que disponen de medios para poder atender á [sic] las necesidades de la vida, y los otros, los pobres” quienes, según él, formaban la mayoría de la población colombiana de la época7. Para él, el principal enemigo de este sector de la sociedad era la miseria, como lo indicó en el siguiente apartado: “a quien consuela el trabajo que lo alimenta y lo sostiene, tiene un enemigo mortal, que lo sigue como su sombra, acechando el momento de arrojarse sobre él y hacerlo su presa. Este enemigo es la miseria”. Para ilustrar este problema el autor tomó como ejemplo los lugares de habitación de los artesanos de Bogotá, los cuales le permitieron argumentar las condiciones en las que vivían. Estos departamentos, como él los llamó, estaban compuestos por habitaciones conocidas con el nombre de ‘tiendas’, donde los moradores eran mujeres públicas, obreros de los diferentes gremios de artesanos, costureras y aplanchadoras8. A pesar de que Gutiérrez parecía consciente de la diversa composición de “los pobres”, como él los llamaba, su interés se concentró especialmente en una parte de “ellos”, y este segmento fue el artesanal. En sus entregas lanzó fuertes críticas contra los artesanos con relación a su composición familiar, sus valores, su economía y la manera de educar a sus hijos. La honestidad y el manejo del dinero estuvieron en el centro de la crítica de Gutiérrez. En el primer caso se refirió a la honestidad de los artesanos como inexistente: “La honradez les es desconocida; son embusteros, incumplidos en los contratos, cínicos en sus raterías: para ellos no existe el sétimo [sic] mandamiento, que han robado del Decálogo. El juramento no tiene valor entre ellos”9. En el caso del manejo del dinero, presentó un análisis de los jornales que ganaban algunos trabajadores por día y por mes, y realizó la comparación con los gastos de una familia de cuatro personas “con la alimentación que acostumbra la clase obrera: maíz para mazamorra, recado para la misma, sal, panela y chicha, pan, carne y carbón”10.Todo lo anterior para llegar a la conclusión de que hasta el trabajador que tiene menos jornal, como lo era el peón y la mujer jornalera,“podían hacer sus gastos y tener 7  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad I”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 10, 14/12/1892, p. 84. 8   Aplanchadora es la persona que tiene por oficio planchar. 9  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad I”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 10, 14/12/1892, p. 85. 10  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad II”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 11, 21/12/1892, p. 92.

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un ahorro”. Para el autor, los artesanos no cumplían con esta premisa: ellos “se daban gustos” y cuando no tenían con qué comer empeñaban las herramientas de trabajo o recurrían a los préstamos y después, a la caridad pública. “El gusto” en la bebida, especialmente la chicha, era para el autor la fuente de donde surgía la mayoría de los problemas de los artesanos: “se apela a los préstamos y después á [sic] la caridad pública, porque lo que se debía haber guardado ha sido consumido en la taberna, y es allí á [sic] donde hay que ir á [sic] buscar el sudor del pobre y los goces del hogar”11. Con estas declaraciones, el autor pretendió entonces dar “un grito de alerta á [sic] la sociedad en general” de lo que para él era uno de los mayores problemas del sector trabajador colombiano concentrado en los artesanos. Este radicaba en que la “clase obrera” era la culpable del estado de “indigencia” en el que se encontraba12. Así pues, en su tercera y cuarta entrega, del 28 de diciembre de 1892 y del 4 de enero de 1893, agudizó sus críticas para llegar a la conclusión de que se debían implementar varias soluciones. En un primer caso, se debía “principiar por la organización de una junta de hombres prudentes que dirijan los trabajos que han de llevarse á [sic] cabo”, para evitar la miseria y la mendicidad. Con el nombre de “Junta Protectora de la clase obrera”, Gutiérrez propuso entonces la creación de un organismo que cumpliera con la “reglamentación de los diferentes gremios de artesanos y la regularización del servicio doméstico”. Recomendó nombrar juntas auxiliares en cada barrio de la ciudad, compuestas del “Cura, el Inspector del barrio y una persona influyente y de espíritu público”. Estas juntas serían entonces las encargadas de juzgar si las personas se encontraban habilitadas para el trabajo y en el caso de que no lo fueran, deberían ser enviadas a un asilo de indigentes13. Además de la creación de estas juntas, propuso soluciones para el problema del consumo de la chicha y el juego, las cuales consistían en incluir un gravamen a la bebida; así, el obrero elegiría una bebida menos nociva y más alimenticia. En el caso del juego habría que perseguirlo. Finalmente, planteó el fortalecimiento de los principios tradicionales y de la división del trabajo en el hogar.

11  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad I”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 10, 14/12/1892, p. 85. 12  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad II”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 11, 21/12/1892, p. 92. 13  José Ignacio Gutiérrez, “Mendicidad III”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 12, 28/12/1892, p. 102.

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En el contexto de una Colombia que pretendía recuperar la alianza entre la Iglesia y el Estado y fortalecer principios que, según algunos gobernantes, se habían perdido con las reformas liberales de mediados del siglo xix, no nos sorprende entonces el contenido del artículo “Mendicidad”. El énfasis en términos como ahorro y honradez, y la insistencia en controlar la bebida, iban en consonancia con algunas premisas que defendieron los iniciales principios de la Regeneración liderada por los conservadores. Lo que sí nos sorprende es que parece ser que el escritor no conocía o no reconocía la heterogeneidad del sector artesanal colombiano durante el siglo xix –su fuerte actividad política que los hacía identificarse como tales–, y los consideraba incapaces de solucionar sus problemas por sus propios medios14. Este desconocimiento fue percibido y expresado por los editores del periódico en la última entrega, en el comienzo del año de 1893: Nota Editorial. Aguardábamos á [sic] que terminara la publicación de estos artículos, para hacer una explicación. El Director, que no leyó detenidamente el manuscrito, los aceptó, porque comprendió que la censura que se hace del despilfarro y la conducta de los obreros de esta ciudad, no se refería sino á [sic] la parte dañada del gremio de artesanos, que por fortuna no es la mayoría. Creemos que el autor de estos artículos, –persona que no es extraña al honroso ejercicio del arte,– no tuvo otra intención al escribirlos. Cumplimos con un deber de justicia en reconocer que el gremio de artesanos no merece, en su mayoría, las censuras en referencia. Hay multitud de artesanos (es decir, de individuos que viven del trabajo manual) dignos de respeto por su honorabilidad, su amor al trabajo y su conducta moral. Hay igualmente multitud de familias cuyos jefes pertenecen á [sic] este gremio, que pudieran presentarse como modelos de honradez y virtud. Claro es que tales censuras no se dirigen á [sic] esta útil clase social, que siempre hemos mirado con acatamiento, porque el trabajo nos ha merecido respeto, admiración y aplausos… El gremio de artesanos de Bogotá ha exhibido muchas veces, en momentos de suprema angustia para la sociedad, tal espíritu de patriotismo, religiosidad y abnegación, que sería una negra injusticia pretender denigrarlo. Fresca está la historia de los sacrificios de este gremio por la causa de la verdad y el orden. Hay que reconocer la justicia en todo caso; hay que acatar el mérito y rendirle debido homenaje de respeto y mérito15.

 Varios estudios han demostrado la actividad política del sector artesanal en Colombia, especialmente durante y después de las reformas liberales del siglo xix. Dos de los estudios más importantes son los de David Sowell (2006) y Gilberto Loaiza (2011). 15   “Nota Editorial”, Colombia Cristiana, vol. 1, nº 13, 4/1/1893, p. 111. 14

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Parecía entonces que la dirección del periódico sospechaba que el sector artesanal respondería a estos escritos e intentó justificarlos con esta nota editorial, la cual resaltó del sector artesanal “su honorabilidad, amor al trabajo y su conducta moral”. Este escrito no pudo detener la reacción. Los artesanos colombianos, acostumbrados a defenderse y con una cultura política consolidada desde mediados del siglo xix, no tardaron en responder a las acusaciones que les recordaban el menosprecio con el que habían sido tratados en épocas anteriores. Así, la reacción a estos escritos tuvo dos momentos. Los primeros artesanos que reaccionaron formaban parte del rango del sector artesanal socio-económico más elevado y eran fundadores de varias publicaciones periódicas. Los primeros en protestar fueron José Leocadio Camacho y Félix Valois Madero, reconocidos artesanos en la vida política de mediados del siglo xix, defensores de la Regeneración y fundadores de periódicos como El Obrero, El Taller y El Artesano16. Camacho escribió una respuesta que se fijó en las esquinas de la capital.Valois Madero lideró una manifestación pacífica al frente de la casa del ministro de Gobierno; además, creó en abril de 1893 el periódico El Artesano. En su primer número expresó: nuestro objeto es sincero, es hacer conocer á [sic] los cuatro vientos el puesto que tenemos derecho á [sic] ocupar en toda la nación civilizada. Trabajar por todos los medios en nuestro mejoramiento; defendernos de todo ataque injusto, con moderación y que, esta hoja que vamos á [sic] aprender [á] escribir, venga á [sic] ocupar su verdadero puesto en el magisterio de la prensa17.

Madero, al mencionar “todo ataque injusto”, se refería al realizado por Gutiérrez en su escrito “Mendicidad”. Así, el objetivo principal del periódico –la exaltación de biografías de artesanos– fue una respuesta directa a los argumentos del artículo que describían a los artesanos como borrachos y culpables de su pobreza. Camacho y Madero rechazaron los escritos de Gutiérrez por calumniosos y por violar la ley de libertad de prensa establecida en el decreto número 151 de 1888, el cual establecía en su artículo 1: “Son publicaciones subversivas las que dañan ó [sic] alarman a la sociedad, y publicaciones ofensivas las que vulneran derechos individuales”. Al mismo tiempo defendieron lo que decretó el mismo apartado, “concitar unas clases sociales contra otras, ó [sic] concretar  Existen varias descripciones de estos artesanos en la historiografía colombiana. Sowell (2006); Mayor Mora (1996). 17   El Artesano, nº 1, 8/4/1893, p. 2. 16

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coaliciones con el mismo objeto”18. Esta parte del sector artesanal no aceptó las declaraciones de Gutiérrez ni las soluciones que proponía, como fue la caridad. Estamos de acuerdo entonces con Mario Aguilera cuando afirmó que los artesanos no pedían la caridad como una fórmula para resolver sus problemas, ellos “no se doblegaban ante la política de la caridad como fórmula política y privada de resolver la llamada ‘cuestión social’” (Aguilera 1996: 198). Valois y Camacho insistieron entonces en la orientación pacifista del movimiento y no pretendieron incitar a la toma de las armas ni a un desorden público. Sin embargo, algunos artesanos y trabajadores de la ciudad se alzaron en armas. El 15 de enero de 1893 se desarrollaron varios disturbios en la ciudad de Bogotá. Así lo describió el informe de la comisaría 1ª de la policía de Bogotá: A las 3 p.m., poco más ó [sic] menos un gran tumulto de artesanos se presentó en la esquina que forman las cuadras 4 y 5 de la Carrera 15, pretendiendo avanzar hacia la casa delos [sic] Señor Gutiérrez. Con toda prudencia empecé á [sic] calmarlos y disuadirlos de sus pretensiones pero no valieron los esfuerzos que se hacían para procurar disolver aquel gentío. Ultimamente [sic] comenzaron á [sic] arrojar piedras y á [sic] desarmar un carro que se hallaba inmediato arrojándonos tablas y cuanto podían, ordené hacer fuego a lo alto, pero el tumulto era mas crecido y nos hacían retroceder a fuerza de las piedras que arrojaban, entonses [sic] se hizo fuego al centro del motín de donde resultó un muerto y dos heridos de los revoltosos19.

Así pues, el primer objetivo de los revoltosos fue la casa de Gutiérrez. Inmediatamente, las comisarías de policía, formadas por el nuevo cuerpo policial, del que hablaremos más adelante, reaccionaron. El director de la comisaría 2ª se presentó en el lugar con 18 agentes armados con Remingtons. Según su informe, encontró en las calles más de 400 a 500 personas, la mayoría de ellas artesanos, lanzando gritos de “muera al Señor Ignacio Gutiérrez” y “abajo al Gobierno y el partido liberal”20. Las confrontaciones se extendieron por toda la ciudad. Algunos de los principales objetivos fueron las comisarías de policía y las casas de algunos   Diario Oficial, 17/2/1888, p. 3.   Archivo General de la Nación de Colombia, en adelante AGN, sección República, fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, f. 466v, 21/1/1893. 20  AGN, sección República, fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, f. 470, 22/1/1893. 18 19

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funcionarios gubernamentales, como la del alcalde Higinio Cualla, el ministro de Gobierno y el inspector nacional. Según las descripciones, en estos recorridos iban por las calles con banderas y armados de garrotes, peinillas, cuchillos, piedras e instrumentos de varias clases, y lanzando gritos de “abajo el Gobierno”, “abajo la Policía”, “viva el pueblo” y “vivan los artesanos”. En su recorrido atacaron edificios y bienes públicos como los establecimientos de los salesianos y los jesuitas, los primeros por representar una competencia con sus talleres artesanales y los segundos por estar ligados al periódico Colombia Cristiana. Otro de los lugares atacados fue la Casa de Corrección de San José de Tres Esquinas, dirigida por las Hermanas del Buen Pastor, donde liberaron a 200 mujeres que se encontraban presas por varios delitos, entre ellos la prostitución; así lo indicó el director de la comisaría, Wenceslao Jiménez, en su detallado informe enviado al director de la policía: Abrieron de par las puertas y pusieron en libertad mas de 200 mujeres que estaban detenidas bajo la sanción de la Ley por el ministerio de las autoridades: un número crecido de mujeres criminales salieron á formar parte de la infernal asonada constituyendo de esa manera un vandalaje completo, la viva representación del vicio y la [tachado] elevados a una potencia de alta magnitud21.

Las prostitutas que fueron liberadas también se unieron al motín. Lo anterior nos demuestra que lo que al inicio fue una manifestación de los artesanos de la ciudad de Bogotá se convirtió en un motín donde participaron varios sectores de la población. Según las fuentes encontradas, como los informes de policía y las descripciones en los periódicos, personas como los trabajadores del mercado, de la construcción y algunas personas de la calle se vieron involucradas en el movimiento. Observamos entonces cómo las reacciones ante los escritos de José Ignacio Gutiérrez tuvieron diferentes respuestas por parte del sector artesanal. Por un lado encontramos aquellos artesanos más letrados que se manifestaron por medio de periódicos y panfletos y, por el otro, encontramos aquellos que se amotinaron y lideraron las expresiones violentas en las calles como las descritas en los últimos apartados. Lo anterior nos confirma entonces una vez más la heterogeneidad del sector artesanal.

 AGN, sección República, fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, f. 494v, 22/1/1893. 21

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Aunque las autoridades intentaron restar importancia al motín y reducirlo a un movimiento sin móviles políticos22, las diferentes respuestas al escrito “Mendicidad” de José Ignacio Gutiérrez tenían como trasfondo la inconformidad de los artesanos, y otros sectores sociales, a las diversas reformas que implementó la Regeneración, como lo veremos a continuación. Entre desorden y control: la policía colombiana “a la francesa” Las dimensiones del motín que se produjo en Bogotá entre el 15 y 16 de enero de 1893, tanto en términos de lugares afectados como de personas involucradas, nos demuestran que aunque existió “una buena razón” como fueron las ofensas al sector artesanal, esta no pareció ser la única23. En las últimas décadas del siglo xix Colombia vivió un cambio hacia un régimen principalmente conservador que recrudeció algunas políticas represivas, además de aumentar los impuestos y el monopolio. En la Regeneración, como fue llamado este periodo, la oposición conservadora intentó recuperar el terreno que había perdido con las reformas liberales de mediados de la época decimonónica. La nueva constitución promovida por Rafael Núñez y redactada por Miguel Antonio Caro en 1886 fue una de las principales representaciones de este cambio. Como bien lo ha explicado la historiografía colombiana, esta Carta Magna buscó fortalecer la autoridad convirtiendo los estados soberanos en departamentos con gobernadores designados por el presidente de la República y creando un Estado centralista. Entre muchas reformas, el país entró en una fase liderada por un pensamiento con líneas en su mayoría conservadoras. En el plano político se pretendía controlar el orden social como forma de evitar que las nuevas ideologías que se estaban fraguando en Europa, como el socialismo o el anarquismo, entraran en el país. En cuanto a lo económico, los artesanos se encontraban en un contexto que les producía malestar, el cual se constituía de las emisiones monetarias clandestinas, el sistema de contribuciones fiscales, el despilfarro de fondos públicos y la ausencia de una necesaria limitación a las libertades de comercio e industria. Finalmente, en el aspecto

  Para el historiador James Henderson el motín de 1893 en Bogotá no fue un movimiento político de conciencia de clase, sino “el clamor de hombres honorables de la clase baja en defensa de su honor” (Henderson 2006: 30). 23   Un objetivo común es una buena razón para realizar una revuelta (Tarrow 1997: 23). 22

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social cabe notar los recortes a las garantías y derechos individuales, las restricciones a los derechos a la oposición, el restablecimiento de la pena de muerte, la homogeneización cultural bajo la égida de la Iglesia, que los obligaron a cambiar sus formas de trabajar y su estatus (Aguilera 1997). En este afán del gobierno por recuperar el control de la población y del país en general y consolidar su autonomía, la seguridad nacional se convirtió en una prioridad24. El 23 de octubre de 1890, el Congreso de Colombia, con la ley 23, decretó: Art. 4.° El Gobierno podrá contratar en los Estados Unidos de América, ó [sic] en Europa, por conducto de un Empleado Diplomático ó [sic] Consular de la República, una ó [sic] más personas competentes que bajo su dirección organicen el referido cuerpo de Policía y acciones convenientemente á [sic] sus miembros25.

Con un contrato de un año renovable, 1.000 francos de salario, 1.500 francos de viáticos y con las exigencias de haber tenido experiencia, honorabilidad y conocimiento de la lengua española, se realizaron ofertas en Francia para ocupar el puesto (Martínez 2001). De esta manera, el ministro de Gobierno delegado en París fue el encargado de elegir a la persona que se ocuparía de organizar el nuevo cuerpo de policía de Colombia. Esta importación del modelo de la policía francesa no fue exclusiva del Estado colombiano: un país como México fue otro de los ejemplos de la aplicación de este modelo en el siglo xix26. Jean Marcelin Gilibert, nacido en Fustignac, Francia, en 1839 y fallecido en Bogotá en 1923, experimentado y reconocido militar francés, quien estuvo en campaña en África y atravesó el desierto del Sahara, debido a sus “capacidades” fue elegido por el ministro del Interior francés para organizar el cuerpo de policía de Bogotá. Gilibert se convirtió entonces en el encargado de integrar nuevas tácticas y disciplina social en la Colombia de finales del   Como lo afirman los nuevos estudios sobre la historia de la gendarmería, “au cours de la seconde moitié du xix siècle, la création d’une gendarmerie, c’est-à-dire d’une force militaire et policière autochtone au service d’une autorité nationale, permet, une fois encore, à certains pays d’affirmer ou de consolider leur autonomie” (Houte/Luc 2016: 22). 25   Diario Oficial, 28/10/1890, p. 1. 26   Los estudios actuales sobre la historia de la gendarmería en Francia se han preocupado por estudiar la circulación internacional del modelo francés en varios países del mundo; ofrecen entonces un aporte a la historia comparada del orden público. En este estudio comparativo Colombia se ubica como uno de los primeros países que toma el modelo francés (además del español para sus fuerzas militares) para formar su cuerpo de policía en 1890 (Houte/Luc 2016). 24

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siglo xix. A partir del decreto número 1000 de 1891, “Por el cual se organiza un Cuerpo de Policía Nacional”, se le otorgaron a Gilibert 300.000 pesos para la creación de un cuerpo de policía con una administración dependiente del gobierno27. El oficial francés llegó entonces a Colombia en septiembre de 1891 y, con el apoyo de Pedro Corena como subdirector, creó seis divisiones o comisarías de policía en Bogotá. Comenzaron con el reclutamiento de 400 policías y 48 oficiales, implementó la buena formación impartida a los policías, el sistema riguroso de ascensos sobre la base exclusiva del mérito, la buena conducta y la implementación de un examen “como se practica en Francia” (Martínez 2001). La contratación de Jean Marcelin Gilibert significó la adaptación del derecho administrativo francés, en el cual la policía debía “asegurar la tranquilidad, la seguridad y la salubridad” (Lleras 2009). Lo anterior explica por qué se intensificaron medidas como la prohibición de formar corrillos en el centro de las calzadas, el cierre de las chicherías a la hora indicada, la obligación de los peatones de transitar por la acera derecha y la persecución a las prostitutas en las calles de las ciudades de Colombia a finales del siglo xix. Se dio entonces una súper vigilancia en el país que ayudó a crear una impopularidad de la policía que se fue convirtiendo en rechazo. Este rechazo tuvo sus mayores expresiones en el motín de 1893. No es extraño que en los acontecimientos del 15 y 16 de enero de este mismo año en Bogotá las consignas “Abajo la policía” y “Muerte a la policía”28 fueran las que lideraron a los amotinados en los recorridos por la ciudad. Lo anterior podría ser entonces la explicación de la participación masiva en el motín no solo de artesanos, quienes fueron los directamente afectados por las injurias de Gutiérrez, sino de otro tipo de población colombiana de la época.Así pues, lo que en un comienzo parecía ser la defensa de los intereses de un sector, como fue el artesanal, se convirtió en una fuerte crítica a una de las políticas represivas de la Regeneración. Esta represión fue entonces representada por Jean Marcelin Gilibert y su “policía a la francesa”, quienes se convirtieron en uno de los protagonistas de los eventos de enero de 1893 en Bogotá.   Diario Oficial, 6/11/1891, p. 1.   O como lo describe el director de la policía François Gilibert: “Partout des bandes de bêtes fauves criant: à bas le Gouvernement, à bas la police, mort au Français Gilibert”. Ministère des Affaires Étrangères. Archives Diplomatiques, France [en adelante AMAE]. Fond Administration centrale, série Affaires diverses politiques/Colombie, 20ADP/3/ f. 196v, 25/1/1893. 27 28

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Sydney Tarrow establece que “el poder popular surge con rapidez, alcanza su clímax y no tarda en desvanecerse o dar paso a la represión y la rutina” (Tarrow 1994: 18); así ocurrió en el motín de 1893. Las fuerzas armadas, tanto la policía como el ejército, reaccionaron rápidamente impidiendo que la “pueblada” destruyera las casas de las autoridades. Se dieron arrestos masivos; detuvieron a unas 500 personas y, según los registros, entre 40 y 45 personas resultaron muertas. Después del motín, el gobierno del presidente Miguel Antonio Caro, con el decreto nº 389 del 16 de enero de 1893, implementó medidas como el estado de sitio. Para él, el orden de la ciudad se debía conservar militarmente, Artículo. 1. El orden de la ciudad se conservará militarmente. Artículo. 2. Prohíbese la reunión pública de cinco o más ciudadanos, así como la circulación de publicaciones de todo género, sin el previo pase del Ministerio de Gobierno. Artículo. 3. Las contravenciones a este Decreto y los ataques a domicilios de particulares, de empleados y a los edificios públicos serán juzgados y castigados militarmente. Artículo 4. Las autoridades ejecutivas y militares quedan encargadas del puntual cumplimiento de este Decreto29.

Al mismo tiempo se implementaron otras medidas. Se elevó el número de policías en la ciudad, como indicó Gilibert en su informe: “se me comunica que por Decreto de esta misma fecha fue elevado a mil hombres el personal del cuerpo de Policía Nacional. Celebro esta medida que efectivamente dará respetabilidad al Cuerpo y se evitará que se repitan hechos como los que contemplamos en estos días”30. El 20 de enero se decretaron los castigos por sedición a los excitadores del motín y a los amotinados. Los primeros fueron condenados “con la pena de confinamiento á [sic] la Isla de San Andrés en el territorio de Colombia, hasta nueva orden del Gobierno, y los segundos a permanecer en los lugares que les señale el Poder Ejecutivo por el tiempo que se juzgue necesario”31. Según el Código Penal establecido en 1890, el delito de sedición con armas para el jefe era castigado con una pena de siete   Diario Oficial, 17/1/1893, p. 1.  AGN, sección República, fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, f. 461, 21/1/1893. 31   Diario Oficial, 4/2/1893, p. 1. 29 30

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a nueve años de presidio, y una multa igual a la decimoquinta parte del valor de sus bienes, y para los demás con la de cinco a siete años de presidio.Vemos entonces que, en este caso, los participantes en el motín de Bogotá de 1893 tuvieron penas especiales y más severas que lo regular (Rodríguez 1890). Estas medidas implantadas representaron para Jean Marcelin Gilibert el éxito de su misión, que es comunicado en los informes enviados al director de la Seguridad Nacional Francesa tres días después del motín: Par suite de la publication d’un rapport adressé à la Société de Charité de St Vincent de Paul, dans lequel la classe ouvrière de Bogota était assez malmenée, et où on attaquait surtout sa moralité, un grand nombre d’artisans ont voulu témoigner de leur mécontentement, en attaquant dans la soirée du 15 de ce mois, la maison de l’auteur du rapport en question, un Sr Gutiérrez32.

En su correspondencia, en la que reduce todo el descontento a los artesanos, informa que ellos estuvieron reunidos en varios puntos de la ciudad con intenciones de vengarse de la policía, quien intervino para defender la casa de Gutiérrez, haciendo énfasis en el número de mujeres armadas con cuchillos. Es sus descripciones es claro que el objetivo principal era resaltar el papel que la institución bajo su dirección tuvo en este motín, En un mot, les choses prenaient des proportions alarmantes; heureusement que le personnel de la police, habillé en civil, put en major partie rejoindre la Direction et opposer une vive résistance, ce qui mit ensuite fin à tous les désordres. Aujourd’hui tout est rentré dans le calme le plus parfait et la tranquillité régne [sic] partout. Pour combien de temps, je ne puis le dire. La police organisée à la Française a rendu dans cette pénible circonstance d’éminents services. Le Gouvernement m’a adressé les plus chaleureuses félicitations et a porté par un décret du 18 de ce mois l’effectif du corps de la police de Bogota de 500 agents à 100033.

La insistencia en los arrestos, en los elogios y en el accionar del cuerpo de policía fueron temas frecuentes en la correspondencia enviada al director de la Seguridad Nacional Francesa. Su “rendición de cuentas” y su efectividad como director de la policía de Colombia le sirvieron para demostrar que la “policía  AMAE, fond Administration centrale, série Affaires diverses politiques/Colombie, 20ADP/3/f. 79, 20/1/1893. 33  AMAE, fond Administration centrale, série Affaires diverses politiques/Colombie, 20ADP/3/f. 196v, 25/1/1893. 32

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a la francesa” estaba funcionando en Colombia. Sin embargo, parece que esta no pudo controlar a la población como pretendía. En un informe presentado el 8 de febrero de 1893, el comisario Wenceslao Jiménez informó al director Gilibert que cuatro de sus agentes que vigilaban el barrio de Belén y de Egipto vieron en una chichería personas reunidas, notaron voces de una reunión de más de 40 personas, que trataban con interés y agitación de políticas, insinuando algunos que el partido gobernante carecía en absoluto de jefes y que el radical contaba con buenos directores; que el Gobierno caería muy pronto y que la situación se presentaba halagüeña para el radicalismo34.

Lo que no sabía Gilibert era que los artesanos estaban conspirando contra el gobierno y preparando un ataque para el 23 de mayo de ese mismo año. Aunque esta conspiración, que se extendió a 1894 y que tenía como lema “Viva el trabajo. Abajo las contribuciones”, no pudo llegar a realizarse, sus intenciones demuestran el interés de los artesanos colombianos en responder a los acontecimientos políticos de la época en Colombia. Conclusiones A pesar de que las autoridades intentaron aminorar el conflicto, como se observa en los informes de los comisarios, los directores y los políticos, este motín muestra grosso modo tres elementos importantes de la época en Colombia. En un primer caso, contrario a lo que algunos historiadores colombianos han afirmado, los artesanos, a finales del siglo xix, seguían contando con capacidad de reacción, tanto por medios pacíficos, como lo hicieron Leocadio Camacho y Valois Madero, como por medios armados, como se observó en el motín del 15 y 16 de enero de 1893. En una segunda instancia, nos muestra un rechazo popular a los dispositivos que la Regeneración puso en marcha como el estricto control social implementado por la policía.Y, en tercera instancia, podemos reafirmar lo que el historiador Frederick Martínez estableció a propósito de los modelos franceses importados a Colombia a finales del siglo xix. La apropiación de la “policía a la francesa” tuvo un efecto inverso al que se esperaba y lo anterior se materializó en un rechazo directo expresado en el motín del 15 y 16 de enero de 1893.  AGN, sección República, fondo Policía Nacional, legajo 4, carpeta 2, f. 544v, 8/2/1893. 34

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Fuentes primarias Archivo General de la Nación, Colombia (AGN), fondos República, Policía Nacional e Instrucción Pública. Archives Diplomatiques de France, Ministère des Affaires Étrangères, France (AMAE), fond Administration centrale, série Affaires diverses politiques/Colombie. Decreto número 151 de 1888 (17 de febrero) “Sobre la prensa”. En: Diario Oficial, año XXIV, nº 7299, 17/2/1888, p. 3. Decreto número 389 de 1893 (16 de enero) “Por el cual se declara transitoriamente la capital de la República en estado de sitio”. En: Diario Oficial, año XXIX, nº 9047, 17/1/1892, p. 1. Decreto número 416 de 1893 (20 de enero) “Por el cual se dispone el confinamiento de varios sediciosos”. En: Diario Oficial, año XXIX, nº 9065, 4/2/1893, p. 1. Decreto número 1000 de 1891 (5 de noviembre) “Por el cual se organiza un Cuerpo de Policía Nacional”. En: Diario Oficial, año XXVII, nº 8609, 6/11/1891. Ley 23 de 1890 (23 de octubre) “Por la cual se conceden varias autorizaciones al Gobierno y se fija la cuantía de un sueldo”. En: Diario Oficial, año XXVI, nº 8221, 28/10/1890. Periódico Colombia Cristiana, diciembre de 1892 y enero de 1893. Periódico El Artesano, 1892 y 1893. Periódico El Taller. Rodríguez Piñeres, Eduardo (1890): Código penal colombiano. Bogotá: Librería americana Concha y Michelsen y Librería colombiana Camacho Roldán y CIA. S.A. (6ª edición).

Bibliografía Acevedo Carmona, Darío (1990-1991): “Consideraciones críticas sobre la historiografía de los artesanos del siglo xix”. En: Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, 18-19, Bogotá, pp. 125-143. Aguilera Peña, Mario (1997): Insurgencia urbana en Bogotá. Motín, conspiración y guerra civil, 1893-1895. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura. Aguilera Peña, Darío (s. f.): “Gilibert, Juan María Marcelino”. En: Biografías Biblioteca Virtual del Banco de la República. Bogotá: Banco de la República. Andrade Álvarez, Norby Margot (2012): La Colombie et la France: relations culturelles xixème-xxème siècles. Paris: L’Harmattan. Arias, Ricardo (2003): El episcopado colombiano, intransigencia y laicidad, 1850-2000. Bogotá: UNIANDES/ICANH. Becerra, Dayana (2010): “Historia de la policía y del ejercicio del control social en

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FORMAS DE SER GUARDA NACIONAL E O EXERCÍCIO DA CIDADANIA NO BRASIL IMPERIAL EM TEMPOS DE PAZ

Edilson Pereira Brito Universidade Estadual de Campinas/ Instituto Federal Catarinense-campus Brusque

Introdução A Guarda Nacional brasileira foi criada pela lei de 18 de agosto de 1831, esta legislação também foi a responsável por extinguir as antigas forças do período colonial: as Companhias de Auxiliares e de Ordenanças. A partir dessa data, todos os homens livres ou libertos, votantes nas eleições primárias, com idade entre 21 e 60 anos, vindos de famílias com renda anual líquida variando entre 100 e 200 mil réis anuais (valor baixo para a época), passavam a ter a obrigação de servir na Guarda Nacional.1 O alistamento de civis para lutar pela nação não era incomum nas monarquias e repúblicas ocidentais desse período. Tal expediente era amplamente difundido (Hippler 2006: 89; Herrera 2015: 136-162).

  Lei de 18 de agosto de 1831. Cria a Guarda Nacional e extingue os corpos de milícias, guardas municipais e ordenanças. Coleção das Leis do Império do Brasil (de agora em diante CLIP) de 1831, Tomo II. Rio de Janeiro: Typographia Nacional, 1875, pp. 49-75. 1

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A Constituição do Império do Brasil de 1824, por exemplo, enunciava em seu artigo de número 145 que “todos os Brasileiros são obrigados a pegar em armas, para sustentar a Independência e integridade do Império, e defendê-lo dos seus inimigos externos ou internos”.2 No entanto, a sistematização desses preceitos aconteceu somente quase uma década depois, com a criação da Guarda Nacional. Dessa forma o país passou a depender menos do Exército de linha, visto com desconfiança pelos legisladores à época, por conta do papel desempenhado durante a independência e pelo o grande número de portugueses compondo os quadros do alto oficialato (Kraay 1999). Desse modo, o efetivo do Exército diminuiu significativamente após a independência brasileira, ao passo que a Guarda cresceu, tornando-se a maior força da ordem do novo país.3 As vantagens decorrentes de sua criação foram inegáveis. A nova força possuía grande efetivo, capaz de ser rapidamente organizado. A concentração dos batalhões nos municípios facilitava o controle, treinamento e a mobilização das tropas. Servir ao lado de um vizinho poderia diminuir o tempo de treinamento específico numa determina arma e, por vezes, afastava um terrível inimigo dos comandantes: a deserção. O esvaziamento do Exército denotava as diretrizes gerais da política de defesa adotada no governo regencial (1831-1840). A criação dessa força também representava um esforço de caráter pedagógico: servir na Guarda educava o bom cidadão, treinando-o para o exercício da cidadania, como demonstrado pelos inúmeros exemplos de projetos políticos americanos (Ratto 2011; Sabato 2008; Flores Bolívar/Solano 2010). Os valores e os símbolos da monarquia constitucional eram reiterados, haja vista o primeiro artigo da lei

 “Capítulo VIII. Da força militar, Art. 145”. Constituição política do Império do Brazil (de 25 de março de 1824), p. 19. Disponível em: , acesso em 29 de setembro de 2015. 3   Conforme relatório do ministro da Justiça, no ano de 1831: “A tropa de 1ª Linha na Capital desapareceu: as guarnições de terra, as rondas policiais, o auxílio à Justiça, são prestados pelos Guardas Nacionais. Esse ônus é insuportável. Há mais de 06 meses estes Cidadãos estão distraídos de suas ocupações diárias. Serviços ordinários, e extraordinários alteram à cada momento os seus cômodos; e muito deve a Patria à fidelidade, ao patriotismo, e intrepidez dos Guardas Nacionais da Capital do Império”. Relatório do anno de 1831 apresentado à Assembléa Geral Legislativa na sessão ordinária de 1832, p. 05. 2

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que regulamentou a Guarda, que dizia ser ela a responsável por “defender a Constituição, a Liberdade, Independência, e Integridade do Império”.4 A forma de escolha dos oficiais seguia bem de perto os procedimentos empregados nas eleições gerais, lembrando que inicialmente o Império do Brasil adotou um sistema de monarquia constitucional. Da mesma maneira que os eleitores de primeiro e de segundo grau compareciam às urnas, os praças da Guarda Nacional também adotavam essa prática. Os eleitos, por maioria simples, após escrutínio secreto e individual, compunham o oficialato. O mandato durava quatro anos e poderia ser renovado por igual período. Uma segunda rodada de eleições era feita para escolher os oficiais comandantes de cada Batalhão. Esta, por sua vez, era mais restrita. Apenas os oficiais, sargentos e furriéis eleitos pelas companhias do batalhão, tomavam parte. Esse agrupamento era denominado “Assembleia”. Neste segundo turno de votação o formato era semelhante ao das eleições gerais de segundo grau, na qual os eleitores mais votados sufragavam os candidatos aos cargos provinciais e nacionais. Havia, porém, algumas nomeações exclusivas do governo. O provincial, por exemplo, nomeava o coronel-chefe da legião e o major, enquanto o geral nomeava o quartel-mestre e o cirurgião-mor.5 Como se pode imaginar, a realização de consultas diretas para a escolha de oficiais da Guarda Nacional provocou intensas e acaloradas discussões, dentro e fora do parlamento. O que estava em pauta naquele momento – a verdadeira discussão – era o modelo esperado de cidadão. Qual seria o tipo ideal de homem capaz de cumprir bem os seus objetivos para com o nascente Estado nacional? Nesse contexto, o praça da Guarda aparecia como paradigma do tipo ideal. No fim da década de 1830 os ventos políticos começaram a soprar em outras direções. Os liberais perderam o poder, dando lugar a seus rivais: os conservadores. As diretrizes adotadas por esse grupo político a respeito da organização e do funcionamento da Guarda Nacional foram bem diferentes. De acordo com os saquaremas (como eram conhecidos os conservadores), a Guarda Nacional precisava ser reformada. Rapidamente a mudança entrou na agenda de discussões do parlamento, embora os liberais – agora na oposição –, se esforçassem para retardá-la. A reforma concretizou-se em 1850. A nova Guarda era uma das inúmeras vitórias do novo grupo dominante (Mattos 1990).   Lei de 18 de agosto de 1831, artigo 1ª, CLIP de 1872, p. 49.  “Capítulo IV. Nomeação dos postos”. Lei de 18 de agosto de 1831, CLIP de 1872, pp. 59-62. 4 5

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O ano de 1850 foi talvez o mais emblemático no longo século xix brasileiro, recheado de mudanças, das quais a maioria alterava profundamente a vida da maior parte da população: rica ou pobre, livre ou escrava, nacional ou estrangeira, de homens ou de mulheres. Data desse período, por exemplo, a promulgação da lei que punha um fim definitivo ao tráfico transatlântico de escravos, a lei de terras e a lei de reforma do Exército (Carvalho 2010: 256-257). A centralização conservadora retirou parte da autonomia da Guarda Nacional. As eleições para o oficialato foram abolidas. A partir de 1850, o ministério da Justiça e a presidência da província passaram a serem os responsáveis por todas as nomeações. A liberdade local, vigente até então, fora derrotada, consequentemente a importância do contingente para resolver os assuntos internos, particularmente em definir os comandantes, findava destroçada. Os postos tornaram-se vitalícios. De acordo com a nova lei: uma vez oficial, cumprindo suas obrigações, sempre oficial.6 Eliminar as eleições, deixando as indicações sobre responsabilidade do governo e transformar os cargos em postos duradouros foram medidas que acabaram por beneficiar os grandes proprietários locais, hierarquizando as relações sociais e solapando qualquer possibilidade, por menor que fosse, de um grande proprietário servir debaixo das ordens de um funcionário de sua fazenda. Durante boa parte da segunda metade do século xix a Guarda atuou debaixo dessa lei. Nesse período a antiga milícia cidadã viveu seu apogeu, participando decisivamente de todos os conflitos internos e externos do país, ora defendendo os interesses do governo geral, ora lutando contra esse mesmo governo. Portanto, o presente trabalho incidirá sobre a participação desses cidadãos honrados na força, num momento em que a reforma de 1850 alcançava o seu auge. Para melhor compreensão de seus efeitos, o local escolhido foi a província do Paraná, uma das últimas a se emancipar no Império brasileiro, deste modo será possível perceber os efeitos dessa mudança em uma localidade em plena transfiguração. Ademais, será possível ainda perceber como essa temática estava relacionada com o exercício da cidadania no Brasil do século xix.   “Lei nª 602 – de 19 de Setembro de 1850. Dá nova organização á Guarda Nacional do Imperio”. CLIP de 1850, pp. 314-318. 6

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Formação do Paraná provincial A antiga Capitania de São Paulo era formada por três grandes Comarcas, às vésperas da independência política do Brasil, eram elas: São Paulo, Itu, Paranaguá e Curitiba. A última fora criada pelo alvará de 19 de fevereiro de 1812, englobando várias vilas e freguesias.7 Mais da metade do seu território localizava-se no litoral: Paranaguá, Guaratuba, Antonina, Cananéia e Iguape. A outra parte era conhecida por seus habitantes como serra acima: Curitiba, Castro, Príncipe e Lages. A Comarca de Paranaguá e Curitiba, transformada na 5ª Comarca da província de São Paulo no ano de 1851, ocasião em que perdeu algumas vilas e freguesias que faziam parte da composição anterior, era conhecida pela população unicamente como Comarca de Curitiba. Segundo alguns autores a localidade desejava emancipar-se desde o século xviii. Apesar de tentativas anteriores, a separação ocorreu somente na segunda metade do século xix (Belotto 1990; Wachowicz 2001: 112-113). Durante a maior parte dos Oitocentos as principais atividades econômicas giravam ao redor da exploração de erva-mate, madeira, farinha de mandioca, arroz, e da criação de gado-vacum e muar. Dois locais destacavam-se nestas produções: o litoral e os Campos Gerais. Nas vilas litorâneas estavam os engenhos de processo e beneficiamento da erva-mate, assim como o Porto de Paranaguá, responsável por escoar a produção do chamado “ouro verde”, principalmente para os países localizados na bacia do Rio da Prata. Nos Campos Gerais, localizavam-se as fazendas de criação e paragem, onde tropas saídas do município de Viamão, localizada na província do Rio Grande do Sul, descansavam e engordavam o rebanho, para entregá-los no destino final: habitualmente a feira de Sorocaba, no interior da província paulista. A maior parte dos habitantes estava envolvida, direta ou indiretamente, em alguma atividade ligada a esses setores, que serão detalhados nos capítulos subsequentes.

  Este documento alterou o nome da Comarca, e transformou Curitiba em “cabeça de comarca e residência dos Ouvidores das Comarcas de Paranaguá e Curitiba”, o que de fato dava à vila de serra acima maior predominância sobre as demais por albergar um representante do poder judiciário português. Alvará de 19 de fevereiro de 1812. CLIP de 1812, 1, p. 4. Para a atuação destes ouvidores na Comarca, ver Borges (2009). 7

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Antes da emancipação, a população da 5ª Comarca era vista como diversificada, composta por uma ampla parcela de mestiços, isto é, não brancos (Lima 2002: 327). Apesar dessa característica, o número de escravos africanos ou afrodescendentes não era grande, principalmente quando comparado com outras cidades brasileiras como Rio de Janeiro, Salvador e Recife, por exemplo. Segundo os estudos de Gutierrez, de cada cinco habitantes, no período de 1798 até 1830, uma era escrava (Gutierrez 1988: 163). Segundo a clássica tipologia de Ira Berlin, a melhor definição para o caso do Paraná seria a de uma sociedade com escravos, e não uma sociedade escravista (Berlin 2006). A então 5ª Comarca era local estratégico para os interesses brasileiros, principalmente pelas fronteiras que possuía com as repúblicas da Argentina e do Paraguai. Tais bordas eram de ocupadas por grupos indígenas, portanto o governo geral não possuía grande ingerência ou jurisdição sobre elas, o que frequentemente causava preocupação. Para maior conhecimento e como forma de ocupação, foram enviadas diversas expedições no começo do século xix, a fim de mapeá-la e, por fim, implementar uma efetiva política de dominação, garantindo a legitimidade da posse e a expulsão das comunidades autóctones (Leite 2011). A presença de forças da ordem era recurso importante para o logro de tais políticas. No ano de 1840 o número de guardas nacionais da 5ª Comarca era um dos maiores da província de São Paulo. Artilharia e Infantaria somavam 1.381 praças, fixados nos municípios litorâneos. O restante totalizava 2.109 homens, estacionados nas demais cidades, vilas e freguesias, divididos entre Artilharia e Cavalaria.8 Como se tratava de região fronteiriça, os praças precisavam estar prontos para a defesa de eventuais ataques estrangeiros, assim como para conter os frequentes ataques das comunidades indígenas, fixadas na região há longo tempo. Provavelmente tais fatores levaram à formação de grande efetivo (Mota 1994). A emancipação ocorreu em 1853, quando lideranças políticas, dente elas membros da Guarda Nacional, alcançaram o feito junto ao governo geral, em troca de uma vitória contra revoltosos, ocorrida anos antes.

  Discurso recitado pelo Ex. Presidente Raphael Tobias de Aguiar no dia 07 de janeiro de 1841 por ocasião da abertura da Assembléia Legislativa da província de São Paulo. São Paulo: Typographia de Costa Silveira, 1842, anexo 7. 8

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Sendo praça da Guarda Nacional A emancipação do Paraná provocou uma reviravolta na antiga oficialidade local, sobretudo pela proximidade temporal com a reforma (três anos). A assimilação da lei de 19 de setembro de 1850 não foi instantânea, o presidente Francisco Liberato Mattos, escreveu em 1857: “A reorganização da guarda nacional ainda não está concluída, ou antes está apenas começada”.9 O perfil dos homens que nela serviam era heterogêneo, tal como o da província do Paraná. O índice reduzido de escravos, quando comparado a outras regiões escravistas no Brasil e nas Américas não significava a ausência de negros e seus descendentes. Na nova província os não brancos eram maioria. O viajante alemão Robert Avé-Lallement comentou as características fenotípicas dos moradores quando passou pela capital, no ano de 1858: “quanto ao que se vê da população, parece ser bastante mestiçada e em toda parte aparecem linhas nítidas da genealogia indígena e africana na multidão, se se pode chamar de multidão os poucos milhares de habitantes de Curitiba” (Avé-Lallement [1858], 1980: 274). Anos depois, o recenseamento de 1872, o mais completo realizado no período imperial, corroborava a assertiva. Segundo o documento, aproximadamente 39% da população compunha-se de brancos, ao passo que o restante, cerca de 61%, eram pardos, pretos ou caboclos.10 O que demonstra que boa parte dos praças, provavelmente a maioria deles, não fossem brancos. Na Guarda Nacional estavam reunidos os cidadãos distintos, homens que cuidavam de suas lavouras, possuíam ocupação, eram em sua maioria casados, enfim, pessoas que cumpriam o que era aguardado – sobretudo pelos legisladores. Por tratar-se basicamente de homens sem recursos financeiros, podem ser definidas como “pobres honrados”, de acordo com a excelente categorização da historiadora Joan Meznar (Meznar 1999). As obrigações desses “pobres honrados” era a de votar nas eleições de 9   Relatório do Presidente da Província do Paraná Francisco Liberato de Matos na abertura da Assembléia Legislativa do Paraná em 07 de janeiro de 1859. Curityba: Typ. Paranaense de Cândido Martins Lopes, 1858, p. 14. 10   De um total de 172.522 habitantes, a maior parte estava classificada como parda: 84.207. Brancos eram o segundo maior grupo: 67.288, em seguida vinha os pretos, com 12.698 pessoas e, por fim, os cablocos, em menor número: 12.698. Cf. Recenseamento Geral do Império do Brazil, Instituto Brasileiro de Geografia e Estatística (de agora em diante IBGE).

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eleitores de primeiro grau, tanto para o governo geral quanto provincial, participar como membros do Júri e, claro, atuar no baixo oficialato e nas fileiras de praças da Guarda. Para todos esses encargos, que na verdade compunham o rol dos direitos do cidadão, o mecanismo de escolha empregado chamava-se qualificação. Eleitores, jurados e guardas nacionais: todos eram qualificados. Tratavam-se de papéis reservados aos homens livres, deve ficar bem entendido que os libertos juntavam-se a esse grupo de maneira extremamente parcial. Embora realizassem funções semelhantes, o soldado do Exército e o praça da Guarda Nacional não recebiam o mesmo tratamento. O primeiro estava propenso a deslocamentos territoriais, o segundo atuava na localidade. O soldado tinha o tempo de engajamento pré-determinado, enquanto o do praça era praticamente vitalício. Caso as duas forças atuassem de forma conjunta, a Guarda sempre ocuparia o posto mais elevado.11 O próprio termo empregado para definir as formas de ingresso: recrutamento e qualificação, mostravam bem as diferenças. A primeira era uma espécie de punição, desqualificação, a segunda, relacionada à Guarda, significava o contrário, era considerada uma espécie de distinção. Por maior que pudesse ser a exigência e a frequência dos serviços exigidos na Guarda Nacional, o fato de ter o nome arrolado nas listas de qualificação tirava os praças da sujeição à disciplina militar, praticada contra os soldados do Exército e da Armada. Os guardas nacionais, na maior parte do tempo, estavam isentos. A historiografia sobre o recrutamento no Brasil tem demonstrado o quão fatigante era servir nas forças armadas brasileiras durante o Oitocentos. Punições frequentes, soldos pagos com grande atraso e insuficientes para a sobrevivência, deslocamentos constantes, armamento obsoleto, além da má qualidade na alimentação ofertada, consistiam parte da dura rotina na caserna.12 Daí a importância da Guarda Nacional, por constituir-se numa proteção contra os agentes recrutadores. Ademais, prestar serviços frequentes,

  “Art. 76. Sempre que a Guarda Nacional concorrer com tropas de Linha tomará o lugar mais distinto”. Lei de 19 de setembro de 1850, p. 329. 12   Para uma boa coletânea sobre o tema, contendo um resumo das principais pesquisas sobre o tema, ver: Comissoli/Mugge (2013). 11

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mas não regulares, e realizar deslocamentos dentro dos limites provinciais era mais aceitável do que vagar pelos distantes rincões do Império. Serviços da Guarda Nacional Dentre as atividades exercidas pelos guardas, uma das mais costumeiras era combater as comunidades indígenas que habitavam os “sertões” da nova província. Grandes deslocamentos davam a tônica nesse tipo de serviço. Em 1859 alguns indígenas do grupo Kaingang formaram um malone, situado a meia légua de importante aldeamento, que passou a preocupar as autoridades. Na iminência de um ataque, os moradores do local foram removidos para a colônia militar, o governo, por seu turno, valeu-se das forças que tinha à disposição, e enviou uma escolta de guardas nacionais da vila de Castro, para ajudar num eventual confronto. O esquema de segurança montado não precisou entrar em ação, mas permaneceu por longos meses, retornando para a capital da Comarca só após a desmobilização. Tratava-se de um grupo numeroso de praças, muito maior do que os geralmente encontrados na documentação, na qual os destacamentos reuniam no máximo 20 homens. A viagem demorou cerca de seis dias, ida e volta, e envolveu metade das forças que lá estavam: 64 homens. Esse rápido episódio marca a maneira pela qual as forças da ordem, de forma geral, trabalhavam no combate aos chamados “índios selvagens”. Deveriam estar disponíveis rapidamente, por tempo indeterminado, a fim de encontrar todo o tipo de incerteza, desde permanecer aninhado no aldeamento, até marchar para lugares incertos, tal qual o exemplo relatado. Outra atividade condizente com o serviço na Guarda Nacional era a atuação nas eleições de primeiro grau, quando eles: homens comuns e não brancos, transformavam-se em verdadeiros fiadores do processo de cidadania política. No Brasil, é sabido que o gabinete em exercício nunca perdeu uma eleição, conseguindo contar sempre com uma maioria parlamentar na Câmara dos Deputados. A chave para esse virtual sucesso estava na estrutura montada, a partir do controle da máquina governamental, especialmente nas províncias. O organograma consistia em uma refinada hierarquia, a unir as forças da ordem, párocos, magistrados e membros das elites regionais. Todos dispostos a servir aos interesses dos burocratas da Corte, dos proprietários rurais e aos seus, num nível mais individual.

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A periodicidade de comparecimento às urnas era quase anual.Votava-se a cada quatro anos para escolher a vereança e os juízes de Paz. Tempo igual era guardado para a escolha dos deputados que atuavam no Rio de Janeiro, em caso de dissolução da Câmara (algo bastante comum), havendo então novas eleições. A cada dois anos, escolhiam-se os representantes da província, que ocupariam postos nas Assembleias Legislativas Provinciais. A presidência da junta eleitoral era dada ao juiz de Paz mais bem votado da paróquia, juntamente com outros quatro Eleitores, escolhidos entre os pares. Como parte do cenário, despontavam figuras de proa: o chefe de Polícia, o presidente da província, o Comandante Superior da Guarda Nacional. Os oficiais e a Guarda Nacional exerciam papel importante nas eleições, eram eles que transportavam urnas, organizavam as filas e enfrentavam os embusteiros, que frequentemente tencionavam escrachar o processo, por meio de pequenos tumultos ou do depósito de cédulas falsas, chamadas à época de duplicatas.13 No polo oposto, a mesma Guarda era acusada de fraudar as eleições, prender desafetos sem motivo algum e de promover arruaças para favorecer o partido que gozava da simpatia de praças e oficiais. Aqueles guardas que militavam em outros partidos eram postos para marchar na data do pleito. Há consenso na historiografia de que um rosário de infrações era praticado pela situação e pela oposição, ao longo do período eleitoral.14 Acontece que o funcionamento ora apresentado não diferia sobremaneira do mais geral, quando comparado com outras democracias nas Américas e na Europa ocidental e até com uma sólida monarquia constitucional, como a Inglaterra, por exemplo. Um dos mais notáveis estudos sobre o tema, de autoria do historiador italiano Antonio Annino, oferece algumas pistas para a compreensão do sufrágio no longo século xix. De acordo com o autor, o ato de votar estava eivado de símbolos, porque expressava publicamente a condição de homem livre do cidadão; o comparecimento às urnas “reificavam” o compromisso em conservar a paz na comunidade. Acerca das contumazes fraudes, o pesquisador afirma que as regras eram confusas o suficiente a ponto de fazer com que nem mesmo os contemporâneos dessem conta de acompanhar as mudanças. Ademais, segue o autor, o momento eleitoral não envolvia apenas o governo. O rito principal residia no âmbito paroquial, envolvendo toda a  As duplicatas foram cédulas falsas, inseridas propositalmente nas urnas por fraudadores. Sobre a violência nas eleições brasileiras, ver: Saba (2011). 14   Para um balanço, ver: Dolhnikoff (2009: 51). 13

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comunidade, daí derivava a sua legitimidade, tão cara às pessoas que dele participavam (Annino 2004). Um destes exemplos comunitários pode ser notado numa pequena localidade da província do Paraná. Corria o ano de 1854 e governava o primeiro presidente do Paraná. Mais de uma dezena de praças da ativa, qualificados na freguesia de Campo Largo, reclamavam de que no dia 24 de fevereiro haviam sido enviados para um lugar chamado Serrinha, distante uma légua e meia. A marcha fora ordenada pelo subdelegado. Chegando ao local perceberam que o destino era um lugar deserto, por dois dias lá ficaram, 13 homens, sem saber exatamente quando regressariam e sem receber nenhum tipo de suprimento. Por conta e risco, os homens retornaram à freguesia, sendo novamente remetidos para o mesmo destino. Pela segunda vez voltaram, sob a compreensível justificativa de que precisavam votar. Foram presos. Três guardas e dois policiais foram destacados para a missão, substituindo os companheiros encarcerados. Juntamente com os outros 13, mais três guardas foram obstados de expressar o direito à cidadania política. Informado do incidente, o chefe de Polícia da província repreendeu o subdelegado, dizendo que este não teria cumprido à risca o despacho que lhe fora endereçado no dia 26 de fevereiro, “em que lhe recomendava cumprisse as ordens do Governo, e que dignasse correr livremente a eleição sem empregar esses tristes manejos de prisões e destacamentos”.15 Nesse caso, a atitude do chefe de Polícia parece ter ido no sentido de relembrar um pacto, um compromisso de honra, tecido com os subdelegados. Comparado os acordos feitos com oficiais da Guarda, escreveu: “não envolver o destacamento na eleição, e quando é certo que o sargento comandante da Guarda Nacional se apressou a observá-lo não tendo a obrigação de honra como cabia a V.S de dar-se pressa a cumpri-lo”.16 Assim, mesmo sem a circular, o comportamento das lideranças da força parece ter sido exemplar, o oposto da autoridade policial. Sobrou para o chefe, que precisou dar esclarecimentos detalhados para o outro chefe: o presidente da província. O autor do descalabro, o subdelegado, respondeu as acusações que estavam sendo feitas contra ele, após a solicitação. Disse que o bacharel em Direito

  Oficio do Delegado de Polícia da Villa do Principe para o Presidente da Província do Paraná. Curitiba, 03/01/1854. Secretaria de Polícia do Paraná (de agora em diante SPP) 005. 16   Ofício do Delegado, Ibid, fl. 02. 15

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– pré-condição para ser chefe de Polícia – “aceitou uma queixa imediata”, sugerindo que faltou vontade para averiguar a veracidade dos fatos; em seguida, negou ter mandado destacamento para o local. Segundo ele, houve uma “diligência prestada na Serrinha, de guardas nacionais e policiais a requisição do cadete Manoel José Fonseca” para reforçar as praças de Linha que estavam atrás de cinco desertores armados. Disse ainda que não prendera ninguém durante as votações, só um oficial de Justiça, ainda assim: “teve lugar depois de concluídos os trabalhos eleitorais”. No final seguiu protestando contra o crédito dado a “informações tão malévolas quanto inexatas”.17 A continuidade desse caso e seus desdobramentos não foram encontrados na documentação consultada, lamentavelmente. No entanto, ela possibilita maior entendimento sobre como funcionavam as eleições no Império brasileiro, particularmente numa província periférica como a do Paraná. As vantagens de ser um “cidadão honrado” No natal de 1857, um praça da Guarda Nacional foi preso pelo delegado de Polícia da vila de Paranaguá para servir como recruta na Marinha. Informado, o comandante do 4ª batalhão de Infantaria da cidade, tenente Ricardo José da Costa Guimarães, saiu em defesa do subordinado. O oficial escreveu ao tenente coronel, oficial detentor da mais alta patente na Comarca, relatando o incidente e pedindo que houvesse intervenção junto ao governo provincial: A vista disto venho pedir a V. Ex. que se sirva de reclamar contra esse procedimento perante o Ex. Governo da Província, pois o dito Guarda não está em circunstância de ser recrutado porque além de ser lavrador estabelecido tem uns irmãos menores órfãos que lhes serve de arrimo os quais ficarão certamente ao desamparado, faltando-lhes os socorros que lhes prodigalizava este irmão que é de conduta boa.18

  Ofício do Delegado, fl. 05.   Ofício do tenente comandante da 4ª companhia de Infantaria da Guarda Nacional ao coronel comandante superior da Guarda Nacional. Paranaguá, 25/12/1857. Departamento do Arquivo Público do Paraná, Série Guarda Nacional da Província (de agora em diante DEAP-PR, GNP), GNP235.28, fl. 20. 17 18

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As justificativas, apresentadas ao tenente coronel incluíam fatos capazes de isentar o homem: a sua profissão de lavrador e arrimo de família, por exemplo, estavam previstas na legislação que normatiza o assunto: as instruções de julho de 1822. Pouco depois da prisão, a intercessão do tenente Guimarães passou pelas mãos do delegado, para azar de Chico, o recrutador em questão, não acatou o rogo, que para ele não formavam elementos substanciais para a soltura. O praça, agora recruta, partiu imediatamente para a Capital, conforme previa a lei, passando a data comemorativa do natal em trânsito para Curitiba, ao lado dos componentes da escolta que o conduzia. Porém, acabou sendo solto alguns dias depois. No segundo semestre de 1857, pelo visto, delegados e subdelegados de Paranaguá estavam empenhados em mandar guardas nacionais para o Exército. No mês anterior, em novembro, três praças foram presos, dois da 1ª Companhia e um da 3ª, todos liderados pelo mesmo tenente Ricardo José Guimarães, comandante do 4ª Batalhão. Naquela oportunidade o oficial também atuou fortemente, no sentido de livrar os subordinados. Primeiro, escreveu tratar-se de atitude descabida, configurando-se numa afronta à oficialidade que não havia sido sequer consultada. Novamente o intermédio do tenente coronel, Modesto Gonçalves Cordeiro, acabou solicitado. Ainda sobre a prisão de componentes da força, Caetano José, José Mendes, e Antonio Cardoso, guardas da 1ª Companhia, foram detidos trajando farda, portanto, estavam realizando alguma tarefa. O primeiro deles teve a profissão mencionada: oficial de carpinteiro. O segundo era filho único, e servia de amparo para os pais, que contavam com idade avançada. O último, José Mendes, era casado e pai de quatro filhos pequenos, uma grande família para sustentar. A vida e o comportamento dos presos era “por todos mui sabidos”, segundo relatou o tenente.19 Os oficiais logo saíram em defesa dos seus, o coronel fez questão de exaltar a ilegalidade das prisões, pedindo a liberação imediata dos guardas. Aproveitou para acusar o delegado, afirmando que tais prisões desmoralizavam a força, prendendo homens que “se fardavam e serviram (sic) com gosto, por verem que não eram incomodados com o recrutamento”.20 Esse trecho destaca a

  Ofício do tenente comandante da 4ª companhia de Infantaria da Guarda Nacional, DEAP-PR, GNP 235, fl. 415. 20   Ofício enviado pelo Comandante da Guarda Nacional da Marinha em Morretes enviado ao Presidente da Província do Paraná. Morretes, 25/12/1857. GNP235.28, fl. 20. 19

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relação causal direta entre o bem servir de um lado e a convicção do não recrutamento do outro. Segundo o mais alto oficial da Comarca, o serviço tornava-se mais aprazível quando esse tipo de ameaça não atingia os membros. Os exemplos elencados mostram de forma explicita as vantagens de estar qualificado na Guarda Nacional. Oficiais interferiam para salvar comandados do recrutamento, fazendo o que lhes cabia nessa relação de interdependência. Para os praças, contar com o apoio dos superiores em tais circunstancias era fundamental. Possivelmente o socorro não se dava apenas por simpatia ou por rivalidades com os delegados, na verdade, angariar o prestígio dos comandados era importante, afinal não se pode esquecer que na guarda estavam servindo os cidadãos do Império, eleitores em primeiro grau. Em 1873, vários moradores da maior vila fronteiriça da província depuseram para salvar um guarda nacional do serviço ativo do recrutamento. Entre eles, o tenente coronel interino, Idelfonso José de Andrade. Ao contrário do que foi visto até agora, neste caso, os apelos não tiveram o representante do governo geral como foco. Na década de 1870 os trâmites haviam mudado. Agora o praça, transformado em soldado, e suas testemunhas, utilizaram outro expediente: apelar à justiça. A reclamação contra a prisão foi arbitrada por meio de um processo de Habeas Corpus. Todo cidadão brasileiro, constrangido no seu direito à liberdade poderia utilizar desse recurso, apelando pela soltura. Esse mecanismo, previsto desde a promulgação do Código Criminal de 1832, passou por alterações, principalmente durante a reforma do Código do Processo Criminal em 1841 e do decreto de número 10.233, responsável por ampliar o benefício, estendendo-o também aos estrangeiros (Ovinski 2004). O membro da Guarda chamava-se José Felix da Silva, 22 anos de idade, praça da 3ª Companhia do 7ª Corpo de Cavalaria, recrutado no dia 28 de janeiro de 1873. A prisão deu-se em momento inoportuno para defesa: quando os comandantes dos corpos e da companhia estavam longe da cidade, impossibilitando assim a apresentação das isenções legais para o delegado, antes da transferência até a capital. O chefe imediato de Félix, o tenente do Corpo de Cavalaria, José Nunes da Rocha Dias, foi um dos primeiros a prestar depoimento. O oficial evidenciava o bom desempenho que sempre tivera na labuta cotidiana da Guarda, afirmando que ele cumpria os deveres com prontidão exemplar, respeitava os superiores e obedecia à hierarquia. Endossando tais alegações, estava outro oficial da companhia: o capitão José Tavares de Miranda Lacerda.

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Num momento determinante como este, relações familiares eram cruciais, como vem sendo vastamente demonstrado. A constituição de matrimônio era uma espécie de salvo-conduto contra o recrutamento, já que os solteiros eram os alvos preferidos. Homens casados eram poupados e José Félix da Silva o era, fazia quatro anos, desde o dia 28 de abril de 1869. A mulher, Maria Joaquina, era natural de Campo Largo, filha de pai incógnito e de mãe solteira. No decorrer do processo foi chamada a depor, tornando-se uma testemunha favorável, a esposa confirmou as alegações do guarda. Tal como o casamento, a ocupação era importante. Félix disse que trabalhava como sapateiro, e desse ofício retirava o sustento do qual “amparava a mulher”.21 Guarda nacional exemplar, bom marido, cumpridor dos deveres, elogiado pela esposa e pelo oficialato, desenhado pelos depoentes como um homem de conduta ilibada, vestal. A partir dessas premissas, o praça jamais poderia ter caído nas garras do recrutamento militar, pois cumpria todos os requisitos escritos e não escritos para obter não uma, mas várias isenções. No entanto, a opinião do delegado Antonio José da Piedade, ordenador da prisão, divergia profundamente desse quadro. Piedade não teve piedade alguma de José Felix, fazendo todos os esforços para assentá-lo no Exército. Disse ao juiz que não havia razão alguma para livrá-lo –entre as previstas nas instruções de julho de 1822– mesmo considerando o casamento: “pois sendo ele casado há alguns anos se acha separado de sua mulher, tendo ela procurado outros recursos por falta de proteção de seu marido”. Por conseguinte, afirmava que “era igualmente sabido” ser o suplicante conhecido como “turbulento e vadio, não só nesse Termo como no da Ponta Grossa, aonde tem ele praticado atos reprovados”.22 Os inspetores de quarteirão desempenharam função prioritária no processo. Cada um deveria entregar um recruta, utilizando para isso “o meio mais eficaz, pronto a efetuar o recrutamento sem terror, vexame ou atropelo da população”. A circular precavia as autoridades policiais acerca das pessoas casadas, afirmando que na realização das ordens não poderiam provocar “desrespeito às famílias”.23 O número a ser preenchido era de 15 homens. 21   Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva. Guarapuava, 28/01/1873. 873.2.107, Caixa 04, fl. 06. Arquivo História da Unicentro (de agora em diante AHUN). 22   Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva, fl. 10. AHUN. 23   Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva, fl. 11. AHUN.

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O inspetor da localidade onde residia o praça chamava-se José Ricardo Vieira, segundo ele o guarda estava em condições de ser recrutado porque era tido como “vadio, turbulento, de maus costumes, que é casado, mas que há anos vivia separado da mulher”. Recebendo essas descrições, o delegado rapidamente autorizou a prisão. O agora soldado, José Félix, ficou detido por sete dias, conforme exigência legal, enquanto aguardava o deslocamento e os exames que seriam realizados em Curitiba. As acusações que pesavam contra José Félix puderam ser conhecidas em profundidade, a partir do relato do mandante. O delegado Piedade engrossou a lista das desordens, atribuídas ao recruta. Os crimes denunciados eram diversos: incluía a agressão de mulheres, “em horas que a Polícia não pode atender”, ao lado da propensão à vagabundagem, manifesta pela sua rotineira participação em fandangos – bailes típicos da população humilde paranaense nos Oitocentos.24 Quando não estava batendo em mulheres ou se divertindo, José Félix tinha outra ocupação, conforme apontado pelo delegado, o roubo de animais. Por isso, após narrar os fatos, Piedade explicou que o bom esposo, não fora o alvo, mas sim para o desocupado e baderneiro: Não foi posto para recruta José Félix da Silva como guarda nacional, mas sim como vadio e turbulento, mais contudo provarei se for preciso, que sendo ele guarda nacional, digo, guarda da cavalaria, como apresenta documento, não possui sequer um cavalo e nem se acha uniformizado, julgo por isso achar-se ele nas condições exigidas pelo artigo primeiro do Decreto 73 de 06 de abril de 1841.25

O artigo mencionado, explicava em quais situações os guardas nacionais poderiam ser recrutados, tratava-se de uma atualização das instruções de julho, quando referiam-se aos milicianos, e do decreto de 1839, que chamou os guardas nacionais ao Exército para completar as forças de terra. Acontece que no exemplo em questão os oficiais evidenciaram o bom comportamento do recrutado, além disso, como era casado, José Félix estava protegido, pois a mesma legislação dizia que o guarda não poderia contar “a seu favor algumas das exceções designadas nas Intruções de 10 de julho de 1822”.26 Ora, não 24   Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva, AHUN, fl. 13.  A melhor análise histórica sobre esse patrimônio é a de Leandro (2007). 25   Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva, AHUN, fl. 14. 26   “Decreto nª 73 de 06 de abril de 1841 – Encarregando do recrutamento a Officiaes do Exercito, e aos Comandantes da Guarda Nacional, debaixo da direção dos Juizes de Di-

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era incumbência do membro da força policial o julgamento sobre a atuação do praça, tampouco da validade de suas isenções. Mas ele estava fazendo exatamente isso, agregando questões inusitadas, como o fato de o cavalariano não ter sequer cavalo. A inexistência do animal continha uma crítica, mesmo que indireta, contra os oficiais, apontando uma inverdade nos depoimentos, pois seria impossível para um guarda nacional que cumpria bem os deveres, estar em falta com um acessório indispensável para a arma na qual atuava. De todo modo, tais esforços não foram suficientes para sensibilizar o juiz de Direito que examinou o caso, Eugênio dos Santos Maria. O pedido de Habeas Corpus acabou deferido e o soldado transformou-se novamente em praça. No despacho o fato de o jovem estar qualificado na Guarda mostrou-se preponderante. A fidelidade ao serviço público e o devotado cumprimento dos deveres foram lembrados, servindo como base para a fundamentação. A secção feita por Piedade, separando o cidadão do criminoso, o guarda nacional do vadio e turbulento, não enterneceu o magistrado. Ao contrário. Essa visão maniqueísta recebeu severas críticas, sobretudo por referendar a ideia de que o Exército era o lugar privilegiado de bandidos e vadios. Segundo a sentença, esta ilação não deveria continuar: Considerando que José Felix da Silva fora preso para recruta não como guarda nacional, segundo declarou o Delegado de Policia, e sim como turbulento, vadio e habituado a praticar furtos de animais, atendendo que o quadro do exército não deve ser organizado de indivíduos criminosos, pois é a classe militar tão nobre que não pode ser composta de cidadãos, digo, composta, senão de cidadãos morigerados e de bons costumes. Disse ainda que ele estava sob as leis públicas e não sob as leis militares, antes de jurar a bandeira.27

Municiado pelas instruções de julho e pelas legislações atuais, determinou-se a volta de José Félix para sua comunidade.28 Percebe-se a notável importância simbólica da Guarda, mesmo após a Guerra do Paraguai, período no qual a historiografia atribui o seu ocaso. Ao menos do ponto de vista reito Chefes de Polícia, e aprovando as Instruções da mesma data”. CLIP de 1841. Tomo IV, parte II. Rio de Janeiro: Na Typographia Nacional, 1842, p. 30. 27  Processo de Habeas Corpus do praça do serviço ativo da Guarda Nacional José Félix da Silva, fl. 16. Grifos meus. 28   “Decreto nº 2.171 de 01 de maio de 1858 – Estabelece regras sobre o recrutamento e modo pratico de distribuição dos recrutas pela Corte e Províncias”. CLIP de 1858. Tomo XIX parte II. Rio de Janeiro: Na Typographia Nacional, 1858, pp. 298-307.

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honorifico, os valores estavam mantidos, quando observado por esse prisma. O que se depreende na década de 1870 é a maior organização do Estado, desembocando no aumento da burocracia. Assim, a simples e corriqueira prisão de um praça pelos recrutadores da Província, algo resolvido por simples trocas de ofícios em décadas anteriores, vai parar nas barras dos tribunais.29 O acionamento dos aparelhos judiciários, por seu turno, mostra que homens pobres e livres – como era o caso da imensa maioria dos guardas nacionais – acessava os recursos disponíveis, nesse caso a justiça, com objetivo de resolver querelas. Por isso, a possibilidade de um jovem de 22 anos, mestiço (de acordo com o processo sua mãe era uma índia), abrir um processo.30 Não saberemos jamais se o que foi dito pelo delegado era verdade, mas independentemente do histórico do cavalariano, constata-se a importância da qualificação para que o resultado lhe fosse propicio. A farda da Guarda tornou-se um abrigo contra o recrutamento. Esse exemplo situa-se após o Brasil ter participado da maior e mais sangrenta batalha externa de história. A categoria de cidadãos honrados prestou muitos serviços dentro da Guarda, no entanto, membros dessa mesma denominação foram vítimas da própria força em tantas outras oportunidades. Os vários grupos, pertencentes ao rol de potenciais inimigos do Estado, sofreram com suas investidas: indígenas, escravos, livres e libertos, todos sentiram o gosto amargo da pólvora e da lamina dos guardas nacionais. Na esfera internacional ela também combateu, com igual vigor, os soldados do Exército Paraguaio, quando deflagrada a Guerra, em 1864. O esforço em manter lealdades fazia parte dessa ampla negociação, urdida entre oficiais e praças. Uma característica que não tem sido levada adiante nas análises sobre a Guarda no Império. Analisar o papel dos praças no jogo político proporciona ângulos de observação mais sólidos, que vão além daquelas cuja chave interpretativa é marcada pelas relações de clientela, marcadas por certa rigidez nas posições.31 A guarda assegurava aos praças o direito de exercer a cidadania, tal como o voto nas eleições primárias, a participação no 29   Para um acurado estudo acerca das ações políticas e das ideias em voga nesse período, ver: Alonso (2002), especialmente o capítulo 2. Sobre os efeitos da Guerra do Paraguai na formação desse pensamento modernizador, ver: Costa (1996). 30   A população livre e pobre do Império utilizava a justiça para expressar seus anseios desde o Primeiro Reinado. Sobre isso, ver:  Vellasco (2004). 31   Uma análise a partir dessa perspectiva pode ser encontrada no trabalho já citado (Meznar 1999).

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júri e a eleição em primeiro grau. Para eleger um candidato, o apoio desses homens era fundamental, por isso acrescentava-se o empenho em seduzi-los de alguma forma, no caso protegendo-os do temido “tributo de sangue”.32 Bibliografia Alonso, Angela Maria (2002): Ideias em movimento: a geração de 1870 na crise do Brasil Império. Rio de Janeiro: Paz e Terra. Annino, Antonio (2004): “El voto y el desconocido siglo xix”. Em: Revista Istor, V, 17, pp. 43-59. Avé-Lallement, Robert (1980): Viagens pelas províncias de Santa Catarina, Paraná e São Paulo (1858). Trad. Teodoro Cabral. São Paulo: Editora da USP. Beatie, Peter (2001): The Tribute of Blood: Army, Honor, Race, and Nation in Brazil, 18641945. Durham: Duke University Press. Belotto, Divonzir (1990): A criação da província do Paraná: a emancipação conservadora. São Paulo: Pontifícia Universidade Católica de São Paulo (Dissertação de mestrado em Economia). Berlin, Ira (2006): Gerações de cativeiro: uma história da escravidão nos Estados Unidos. Tradução de Julio Castañón. Rio de Janeiro: Record. Bolívar, Roicer Flórez/Solano, Sérgio Paolo (2010): “Educando al bueno ciudadano. Las Guardias Nacionales en la Província de Cartagena, Colombia, 18321857”. Em: Anuário de Estudios Americanos, 67, pp. 605-633. Carvalho, José Murilo de (2010): A construção da ordem: a elite política imperial. Teatro das sombras: a política imperial. 5ª edição. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira. Comissoli, Adriano/Mugge, Miquéias H. (2013): Homens e Armas: recrutamento militar no Brasil, século xix. São Leopoldo: Oikos. Costa, Wilma Peres (1996): A espada de Dâmocles: o Exército, a Guerra do Paraguai e a crise do Império. São Paulo: Hucitec. Dolhnikoff, Miriam (2009): “Representação da monarquia brasileira”. Em: Almanack, 09, pp. 41-53. Gutiérrez, Dario Horácio (1988): “Crioulos e africanos no Paraná, 1798-1830”. Em: Revista Brasileira de História, 8, 16, pp. 161-188. Herrera, Ricardo A. (2015): For Liberty and the Republic: The American Citizen as Soldier, 1775-186. New York: New York University Press, 2015. Hippler, Thomas (2006): Soldats et citoyens: naissance du service militaire en France et en Prusse. Paris: Presses Universitaires de France.   Para compreender o significado do recrutamento militar para a sociedade brasileira, desde o período pós - independência até o século xx, ver Beatie (2001). 32

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“VISTO Y OÍDO”. EL TESTIMONIO DE LOS PRISIONEROS DE GUERRA: DE LA EXPERIENCIA DEL COMBATE A LA PROPAGANDA BÉLICA (RÍO DE LA PLATA, 1839-1845)1

Mario Etchechury Barrera Investigaciones Socio-Históricas Regionales (ISHIR-Conicet) Rosario De acuerdo a un extendido consenso historiográfico, las llamadas “guerras civiles” rioplatenses de mediados del siglo xix implicaron un notable despliegue de actos de violencia extrema en los campos de batalla y poblaciones ocupadas. Los fusilamientos y degüellos masivos, la mutilación y degradación de los cadáveres, el incumplimiento de capitulaciones y el maltrato sistemático de los retenidos en los “depósitos” y cárceles improvisadas, marcaron a fuego a esa generación de combatientes y civiles. Partiendo de esta premisa, aquí sostenemos que ese crescendo en el ejercicio de la violencia posibilitó la progresiva “politización” de la figura del prisionero de guerra2, convertido en materia   Este trabajo forma parte del proyecto “Pacificación y guerra justa: prácticas y representaciones de la violencia extrema en el Río de la Plata posrevolucionario”, que llevo adelante en el ISHIR, bajo la dirección del Dr. Darío G. Barriera. Por razones de espacio hemos reducido al máximo la bibliografía y obviado una discusión pormenorizada sobre conceptos centrales como “violencia extrema”, “crueldad” y “masacre”. La ortografía y sintaxis de las fuentes citadas es la original. 2   El término “politización” ha sido empleado por Scheipers (2011) para remarcar la relevancia que el tratamiento dado a los prisioneros adquirió en el derecho y en la opinión pública occidental, proceso que se aceleró, sobre todo, a partir del siglo xx. 1

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fundamental de una propaganda que buscó incidir sobre las emociones de los ciudadanos de los territorios en conflicto, e incitar a la intervención de los agentes diplomáticos extranjeros en las contiendas locales. Las narraciones de testigos oculares de esos hechos de sangre cobraron un nuevo protagonismo como prueba viviente de la “atrocidad”, construcción cultural que impactó fuertemente en la opinión pública. Para realizar un primer abordaje de estas problemáticas, aquí nos focalizaremos en algunos eventos de la coyuntura bélica situada, de modo aproximado, entre 1839 y 1845, cuando tuvieron lugar algunas de las batallas más sangrientas del período entre las fuerzas del “Ejército Unido de Vanguardia de la Confederación Argentina”, que respondía al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, y diversas alianzas de opositores regionales. Luego de tratar las prácticas seguidas por los mandos militares respecto a los combatientes desarmados, analizaremos el funcionamiento de una comisión encargada de examinar los “crímenes y atrocidades” atribuidos a los ejércitos rosistas. Esta entidad, creada en Montevideo en junio de 1843, marcó un punto de inflexión en el montaje de una esfera propagandística centrada en el testimonio público y juramentado de prisioneros de guerra. A lo largo de los meses, declararon allí decenas de soldados desertores de las filas federales, quienes relataron en detalle supuestos actos de barbarie que decían haber “visto u oído” mientras revistaban en el “Ejército Unido”. La devastación, el asesinato de civiles y las ejecuciones arbitrarias no eran, obviamente, fenómenos nuevos en las guerras rioplatenses abiertas a partir de la década de 1810. Quizás uno de los aspectos distintivos del período aquí analizado fue la circulación y empleo político de un gran número de testimonios oculares de combatientes que decían haber presenciado esas masacres y el modo en que ello permitió configurar una maquinaria propagandística donde nociones como “atrocidad” y “crueldad” desempeñaron un rol capital. Como apunta Alan Kramer, el término atrocidad describe “an act of violence condemned by contemporaries as a breach of morality or the laws and customs of war; the victims are usually defenceless persons (non-combatants or disarmed combatants)” (Kramer 2017: 2). En ese sentido, lo que constituye en cada caso una “atrocidad” está definido por la confluencia de varios lenguajes jurídicos y prácticas sociales, donde intervienen las cláusulas del derecho natural y de gentes y las ordenanzas militares, pero también las formas de violencia preexistentes en cada comunidad, las modalidades de los castigos imperantes y las consignas políticas en circulación sobre el grado de legitimidad del enemigo.

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El prisionero de guerra, entre la ambigüedad jurídica y la violencia radical El ciclo más intenso de las “guerras civiles” rioplatenses que nos interesa abordar había comenzado en marzo de 1839, con el triunfo de las fuerzas federales al mando de Pascual Echagüe sobre las anti-rosistas encabezadas por Berón de Astrada, en Pago Largo (Corrientes), y se prolongó, por lo menos, hasta la batalla de India Muerta, nueva victoria de los ejércitos rosistas, en el territorio del Estado Oriental del Uruguay, en marzo de 1845. En este marco temporal, la extensa campaña desarrollada entre 1840 y 1843 por el “Ejército Unido” al mando del general Manuel Oribe se ubica como una de las coyunturas más violentas desde el punto de vista bélico. A través de sangrientas batallas y persecuciones las divisiones federales derrotaron a varias coaliciones anti-rosistas y reprimieron duramente a los opositores políticos3. Pese a su relevancia, el tratamiento dado a los prisioneros en esas campañas constituye un tópico relegado por la historiografía rioplatense, al punto que ni siquiera se ha configurado plenamente como problema específico, a diferencia de lo que ocurre con conflagraciones previas, como las guerras revolucionarias, para las que existe una literatura más vasta4. Entre las excepciones más notables, para el período inmediatamente anterior, cabe destacar el trabajo de Ricardo Salvatore acerca de la ejecución de cautivos indígenas en Buenos Aires, en 1836, un evento que desempeñó un papel central en el montaje de la idea de “tiranía rosista” tal como fue desarrollada por la literatura del período5. En buena parte de los conflictos occidentales a lo largo de la historia la calidad de ‘prisionero de guerra’ equivalía, más que a un estatuto preciso, a un ‘momento’ de tránsito entre la captura y la ejecución, el alta forzosa, el canje o la liberación bajo juramento de no volver a tomar armas. En Europa, a través de un proceso muy lento y sinuoso, este régimen comenzó a erosionarse a partir de la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas (1792-1815). La “nacionalización” de las guerras y el recurso a los modelos de conscripción universal volvieron obsoletas muchas de las prácticas previas, imponiéndose el cautiverio prolongado de los prisioneros durante el desarrollo de las

  Cfr. entre otros: Beverina (1929); Gelman (2009) y Halperin Donghi (2010: 339-363).  A título indicativo: Martínez (1970); Rodríguez Fariña (1972); Galmarini (1991); Machón (2009); Fradkin/Ratto (2010); Colimodio (2014). 5   Abeledo (1911); Magariños de Mello (1961); Salvatore (2014). 3 4

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contiendas6. Sin embargo, esta realidad estuvo llena de excepciones, lo que valía sobre todo para los combatientes de las denominadas “guerras civiles” o “fratricidas”, que no necesariamente quedaron amparados bajo las convenciones que reglaban los conflictos interestatales. Con frecuencia, uno de los bandos no reconocía la calidad de beligerante de su adversario, considerándolo como “anarquista”, “bandido” o “traidor”, con las consecuencias que ello aparejaba para los cautivos. Si bien aquí no nos detendremos en las posibles motivaciones políticas y sociales que impulsaron ciertas modalidades de violencia entendidas como “excesivas” o “radicales” por los propios contemporáneos –ello forma parte de otro estudio–, es necesario remarcar que se trató de un fenómeno poliédrico, configurado por varias prácticas y discursos que no tenían una única fuente, aunque terminaran retroalimentándose7. Por una parte, es posible identificar una violencia políticamente direccionada, que se expresó en operaciones de castigo y disciplinamiento, o apelando al uso del terror. En ese contexto, los mandos militares solían poner en práctica una suerte de “justicia inmediata”, con visos de Antiguo Régimen, en el marco de la cual se ejecutaba in situ y de modo sumario a prisioneros, se decapitaban y exponían en picas las cabezas de los principales opositores y se llegaban a tolerar actos contrarios a los usos y costumbres, como la privación de los “últimos auxilios”, la mutilación de los cadáveres o la prohibición de los enterramientos. No es extraña, entonces, la centralidad que adquirieron los suplicios de los cuerpos en esta suerte de justicia in extremis. Muchos secretarios y consejeros políticos de ambos bandos coadyuvaron a generar este clima de “guerra de exterminio”, azuzando a los mandos militares para que tomaran toda clase de medidas drásticas. A ello se sumaba otra violencia, casi intrínseca y propia de la evolución de los ejércitos sobre el territorio. Casi todas las fuerzas del período depredaron las zonas por donde transitaban, saqueando, violando y asesinando, valiéndose de la excesiva tolerancia de unos comandantes militares que permitían estos desmanes para evitar que sus ejércitos, faltos de recursos y disciplina, se disolvieran completamente. Por más que solo nos circunscribamos a las bajas ocurridas en los campos de batalla y al tratamiento otorgado a los prisioneros por parte de los comandantes federales, es muy difícil establecer parámetros específicos sobre el   En este punto seguimos a Scheipers (2011).   Hemos avanzado algunas premisas en Etchechury Barrera (2015).

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impacto de la violencia en las guerras rioplatenses de mediados del siglo xix8. Los partes militares –documentos más políticos que técnicos– no siempre son una fuente confiable, con su tendencia a exagerar las pérdidas ajenas y disminuir las propias, aunque pueden ser tomados para una primera aproximación. Según los datos existentes para las batallas de Pago Largo (31/3/1839)9, Quebracho Herrado (28/11/1840), San Calá (8/1/1841), Famaillá (19/9/1841) y Arroyo Grande (6/12/1842), los jefes de la Confederación Argentina afirmaron haber muerto en combate alrededor de 6.300 enemigos y tomado entre 3.300 y 3.800 prisioneros10. En términos comparativos, la peor parte de cada rendición, tras las batallas, recayó sobre los militares de mayor grado, considerados de facto como traidores y/o criminales. Si nos detenemos en algunos listados nominales existentes para el bienio de 1841-1842, el período más álgido de la guerra en el territorio de la Confederación Argentina, podemos calcular con relativa exactitud que los comandantes del “Ejército Unido” eliminaron, sin juicio previo, alrededor de 140 prisioneros, casi todos ellos jefes y oficiales, aunque también se encontraban algunos gobernadores, ministros y ciudadanos calificados como criminales por sus acciones políticas11. Este listado, sumamente provisorio, no incluye aquellos fusilamientos que solo son aludidos sin precisar el número de muertos, ni asesinatos cometidos por “partidas” autónomas en cada provincia. Una parte de los oficiales que lograron superar este trance sin ser eliminados fueron remitidos a Buenos Aires, aspecto sobre el que desconocemos casi todos los detalles. Fuentes parciales indican que unos 200 prisioneros de Quebracho Herrado fueron encarcelados en presidios porteños, así como alrededor de 50 oficiales rendidos en Rodeo del Medio y un número indeterminado de apresados en la batalla de San Calá. De acuerdo a los testimonios conservados, la vida en esos centros de retención estuvo marcada por los abusos, la escasez de alimentos, las torturas físicas y, en última instancia, el fusilamiento, del que fueron víctimas varios oficiales12.   Sobre la experiencia del combate: Audoin Rouzeau (1998). Para el Río de la Plata: Rabinovich (2013). 9   En esta batalla las fuerzas del gobernador de Corrientes, Berón de Astrada, fueron derrotadas por las tropas federales de Echagüe, cuando todavía no se había creado el “Ejército Unido”. 10   Benencia (1976: 454 y 644; y 1977: 33, 130 y 295); Magariños de Mello (1961: 868). 11   Benencia (1977: 39-40, 75, 118-119, 168, 185-186, 221, 230 y 243). 12   Cfr. la declaración del coronel Pedro J. Díaz, comandante de la infantería rendida en Quebracho Herrado, en Reyes (1883: 165-167). 8

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Por su parte, el destino de la tropa prisionera –y dependiendo del momento, de algunos suboficiales– fue en buena medida diferente, aunque no siempre se les preservó la vida. Sin embargo, dejando de lado ejecuciones de heridos y matanzas puntuales, como las de Pago Largo en 1839 o Catamarca en 1841, el destino más frecuente para los combatientes de tropa fue el alta obligada en filas vencedoras, modalidad que perduraría a lo largo del siglo xix, incluso hasta la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay (1865-1870)13. El listado más exacto del que disponemos es el confeccionado tras la “sorpresa” de San Calá (Córdoba, 8/1/1841). Allí, las fuerzas federales del general Ángel Pacheco derrotaron completamente a la división del coronel unitario José M. Vilela, causándole más de 400 bajas y 462 prisioneros, de los cuales 132 fueron “entregados a varios cuerpos” del ejército vencedor14. De la experiencia del combate a la propaganda: ¿los prisioneros cuentan historias? La derrota total sufrida por las fuerzas aliadas anti-rosistas en diciembre de 1842 posibilitó la invasión del “Ejército Unido” al Estado Oriental del Uruguay y el establecimiento del sitio a Montevideo (1843-1851), trayendo los relatos sobre las atrocidades a las puertas mismas de la ciudad15. La publicación de declaraciones de supuestos testigos oculares de Arroyo Grande se dio a conocer rápidamente, conteniendo detalles lúgubres sobre los tormentos corporales y principales ejecuciones ocurridas después de la batalla16. Esto no era un aspecto completamente nuevo en la guerra que se venía librando, claro está. El Nacional, dirigido por el polémico emigrado porteño José Rivera Indarte, había publicado a lo largo de 1842 una serie de “Fastos rosines” donde se relataban los principales hechos de sangre atribuidos a los ejércitos federales, así como algunas descripciones de asesinatos y vejámenes ocurridos en las provincias. En diciembre, el mismo periódico dio a conocer una extensa crónica sobre “Los prisioneros de Rosas, ó sea relación de la suerte que cupo   Capdevila (2016).   Lista firmada por Marcos Rincón, 20/1/1841, en Biblioteca y Archivo Julio Marc, Rosario, Archivo Documental, Documentos Clasificados por legajos personales: Oribe, Manuel, vol. 3. 15   Díaz (1968: 73-76). 16   Declaración de Pedro Toses, 25/2/1843, en Wright (1845: 102-103). 13 14

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á los patriotas que capitularon con los caudillos de este tirano en el campo de la desgraciada batalla de Quebracho Herrado”, escrita por un prisionero17. En este texto, uno de los primeros del período estudiado que describía la rigurosa vida cotidiana de los combatientes desarmados, se relataba la expedición de los cautivos, realizada a pie, desde Córdoba hasta Buenos Aires, así como el maltrato sistemático y las torturas sufridas en las cárceles de Santos Lugares y Retiro, donde varios oficiales fueron luego fusilados18. Tal como sugerimos aquí, la decisión política de emplear estas narraciones a través de procedimientos estandarizados marcó un punto de quiebre en la construcción de una nueva propaganda de guerra, centrada en la voz de los prisioneros y su experiencia en los campos de batalla. Con ese cometido, el 29 de junio de 1843, el general José María Paz, jefe de Armas de Montevideo, instituyó una comisión destinada a “patentizar la atroz conducta del enemigo en la presente guerra”, designando para integrarla a Manuel José Báez, Alejo Villegas y Francisco Elías19. De acuerdo a los avisos aparecidos en la prensa, las reuniones del nuevo órgano tendrían un carácter público, por lo que se invitaba a los ciudadanos nacionales y extranjeros para que presenciaran las sesiones, que se realizarían en el domicilio particular de Villegas. Una vez ante la comisión, el declarante, bajo juramento, respondía a dos grandes preguntas ya formalizadas y que se repetían en cada situación: el tiempo de servicio en la fuerza enemiga y los motivos que lo habían conducido a desertar y, sobre todo, si en ese lapso “ha visto u oído decir que en el ejército enemigo se cometan algunas atrocidades con los prisioneros de guerra, ó contra algunas personas pacíficas desafectas a su causa”, interrogante este último que, con pequeñas variantes, conformaba la médula de cada narración. Podemos afirmar entonces que, en primera instancia, la comisión buscaba relevar un testimonio ocular, es decir “un récit autobiographiquement certifié d’un événement passé” realizado “dans des circonstances informelles ou formelles”, tal como lo definió R. Dulong (1998: 43), más allá de que también se apuntaba a recuperar versiones indirectas, oídas a terceros.

  El Nacional, nº 1206, 20/12/1842.   Este documento fue editado como folleto en 1842 y luego en 1854, bajo el título Rasgos de la política de Rosas o escenas de barbarie seguidas á la batalla del Quebracho por un testigo presencial y paciente. 19   El Constitucional, nº 1340, 15/7/1843. Eduardo Acevedo (1919: 244-245) refirió la existencia de esta comisión, aunque sin entrar en su estudio. 17 18

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¿Quiénes fueron los presentados a la comisión y cuáles habían sido sus trayectorias previas?20 Aunque no poseemos el total del corpus, si partimos de una muestra de 48 declarantes, casi todos afirmaron tener por “patria” las provincias de la Confederación Argentina –predominando los correntinos y cordobeses–, con pocas excepciones ser de estado civil soltero, de profesión militar (sobre todo efectivos de tropa), edades que iban desde los 17 a los 46 años y, en su mayor parte, analfabetos. Un buen número declaró haber combatido con anterioridad en contingentes anti-rosistas de Juan Lavalle, Gregorio Aráoz de La Madrid y Fructuoso Rivera, hasta ser capturados y dados de alta por la fuerza en el “Ejército Unido”, después de batallas como San Calá, Rodeo del Medio, Quebracho Herrado y Arroyo Grande. Otro grupo, más reducido, se integraba con orientales y europeos, que dijeron haber sido reclutados en el Estado Oriental, cuando Oribe puso sitio a Montevideo, así como también algunas mujeres, cuya movilidad entre ambos campos las volvía informantes valiosas. Teniendo en cuenta estos periplos, casi todos alegaron haber desertado por ser “desafectos” a la causa de Rosas, a la que sirvieron obligados, aunque no faltaron casos de efectivos que habían revistado desde el inicio de la campaña en filas federales y que las abandonaron por “aburrimiento y desgano en que vivía, mal pagado, mal tratado y sin esperanzas de ver un término feliz a sus fatigas”, como sostuvo el santafesino Dionisio Navas, justificación muy similar a la dada por el brasileño Manuel Acosta, o bien para evitar castigos y maltratos de sus superiores, como el salteño Vicente Reales o el oriental Atanasio Campos, entre otros21. Es difícil resumir un perfil de los eventos narrados, dado el amplio arco regional que recorrió el Ejército Unido y la variedad de atentados que se le imputaron, aunque a la postre los relatos giraron de modo casi excluyente en torno al asesinato de prisioneros y en las modalidades de ejecución y degradación de los cadáveres, pudiéndose identificar un “aire de familia” con aquellos  Nos basamos en los testimonios publicados por El Nacional y El Constitucional, ambos de Montevideo. En el fondo Andrés Lamas se conservan dos declaraciones correspondientes a los soldados correntinos Escolástico Jiménez y Marcelino Ballejos, ambos declarantes ante la comisión, con fecha del 2/4/1844: Archivo General de la Nación (Buenos Aires), Sala VII, Legajo 2648. No sabemos si existe un archivo o libro de actas, ni hasta cuándo sesionó la comisión. 21   Declaraciones de Dionisio Navas (20/11/1843), Manuel Acosta (27/5/1844), Atanasio Campos (26/12/1843) y Vicente Reales (9/1/1844), en El Nacional, números: 1490, 1/12/1843; 1654, 19/6/1844; 1528, 26/12/1843 y 1541, 5/2/1844. 20

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que ya circulaban sobre los atentados atribuidos a la “Mazorca” porteña en 1840 y 1842. Numerosas versiones señalaron que, después de batallas como la de Arroyo Grande, se procedió al degüello de la tropa cautiva, de cabo en adelante, así como de todos los heridos que no podían ser enrolados22. Esas matanzas habrían continuado en el campamento sitiador del Cerrito; testigos como el correntino Escolástico Jiménez aseveraron que allí el número de víctimas no “bajará de mil y quinientos”, depositadas en zanjas abiertas para tal efecto23. En la misma dirección, casi todos mencionan la presencia de soldados especializados en las ejecuciones con arma blanca, que basaban su prestigio dentro del “Ejército Unido” en esa sangrienta labor. El santafesino Dionisio Navas declaró que “ha oído decir con mucha generalidad a sus compañeros que en todos los cuerpos hay un degollador de profesión, y que hasta Oribe tiene el suyo á quien distingue mucho y lo trata como á oficial”24. El oriental Pedro Allán afirmaba que “tiene entendido que los hombres destinados para los degüellos son todos venidos del otro lado [del Plata], acostumbrados á estas matanzas”25. Entre ellos eran sistemáticamente mencionados el “pardo” Rojas, del batallón de Marcos Rincón y “el Paraguay” Martínez, dedicado a la misma tarea en el cuerpo comandado por Mariano Maza26. El tópico de las mutilaciones y trofeos de guerra obtenidos del cuerpo del enemigo muerto es uno de los temas más consignados por los declarantes, al igual que lo era por la literatura propagandística de la época. Los maneadores y correas obtenidas de piel humana, las cabezas y orejas cortadas –y en ocasión conservadas en sal, preparadas para ser colocadas en lugares públicos o enviadas como “obsequio” de fidelidad política– remiten a un mundo cercano a la antropofagia, algo que fue retomado por autores como Rivera Indarte27. Según el testimonio de Bernardo Frete, por

  Declaraciones de Atanasio Campos, cit., Cornelio García, 26/2/1844, en El Nacional, nº 1576, 16/3/1844 y Escolástico Jiménez y Manuel Ballejos, cit. 23   Declaración de Escolástico Jiménez, cit. 24   Entre otras, véanse las declaraciones de Dionisio Navas (20/11/1843), Antonio Pérez (15/11/1843), Manuel Arrascaeta (20/12/1843), Pedro Vera (15/4/1844) y Guillermo Caneda (9/1/1844), en El Nacional, números: 1490, 1/12/1843, 1499, 13/12/1843; 1532, 24/1/1843; 1619, 7/5/1844 y 1538, 31/1/1844. 25   Declaración de Pedro Allán (10/7/1843), en El Constitucional, nº 1343, 20/7/1843. 26  Declaración de Antonio Orellano (12/12/1843), en El Nacional, nº 1501, 15/12/1843. 27   Area (2006). 22

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razones políticas, los cadáveres de los extranjeros solían sufrir las peores humillaciones, efectuándose sobre ellos “tanta befa y heregias que repugna el poderlas referir”28. Si la colocación de cabezas cortadas para ser exhibidas en plazas públicas, como un acto aleccionador, es un aspecto corroborado por diferentes documentos –entre ellos declaraciones y partes firmados por los propios perpetradores– el macabro “tráfico” de fragmentos humanos permanece en un cono de sombras, siendo por lo común aludido de forma genérica. Esto explica el interés demostrado por la comisión en interrogar al entrerriano Agustín Calventos, quien era sindicado como autor material de algunos de estos episodios. Confirmando los rumores previos, el testigo expuso que, luego de la batalla de Pago Largo, en marzo de 1839, cuando se desempeñaba como sargento de la división de Justo José de Urquiza, este mandó traer a su presencia al cadáver de un capitán apellidado Navarro, al que le cortaron las orejas, así como el cuerpo del gobernador correntino Genaro Berón de Astrada, muerto en el combate. En ese momento Urquiza “le ordenó al declarante que lo desollase, y le sacase la piel de la espalda para remitírsela de regalo al Gobernador de Bs As D Juan Manuel Rosas”, lo que Calventos dijo realizar “con suma repugnancia y solo de miedo”29.Varios relatos escritos del período vuelven sobre este tema, que dejó profunda huella en la literatura panfletaria. Entre otros, Ramón Gil Navarro recuerda haber presenciado en la plaza de Catamarca a un individuo cortando una tira de piel del cuerpo de Cubas “para hacer una Manea”30, mientras que un oficial del “Ejército Unido” atribuyó al capitán Bernardino Olid, calificado como “uno de los hombres mas feroces y carniceros”, el haber realizado la misma operación con el cadáver de Marco de Avellaneda, apuntando además que varios soldados jugaban con partes de su cuerpo y hasta llegaron a emplear grasa humana para cocinar maíz31. Esta banalización de la violencia corporal, asociada a prácticas caníbales, aparece también en declaraciones que aluden a ciertos degolladores que bebían sangre –o al menos lamían la hoja de sus cuchillos– tras ultimar a sus víctimas, gesto de múltiples significados que el declarante Pedro Allán asegura haber presenciado directamente32.

  Declaración de Bernardo Frete, 25/2/1844, en El Nacional, nº 1578, 19/3/1844.   Declaración de Agustín Calventos, 29/5/1844, en El Nacional, nº 1643, 5/6/1844. 30   Ferreyra/Reher (2005: 168). 31   Caillet Bois (1958). 32   Declaración de Pedro Allán, cit. 28 29

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Con estos elementos no es raro que el campamento sitiador haya sido recreado en los testimonios como un sitio de horrores sin fin, que poco tenía que envidiar a la estética gótica que circulaba en los folletines del período33. Son numerosas las versiones que hablan de excavaciones improvisadas donde se apilaban como animales los cadáveres de los ejecutados, privados de “sepultura cristiana”. El correntino Agustín Mangú, por ejemplo, sostuvo que “es tan crecido el numero de víctimas que ha hecho sacrificar Oribe de este modo [degollados] que para poder darles alguna sepultura se ha visto en la necesidad de hacer abrir algunas zanjas o pozos donde se arrojan los cadáveres de estas víctimas”34. Estos lugares tétricos fueron traídos a colación también por declarantes que, si bien dicen no haberlos visto, confirmaban su existencia por ser una “generalidad” dentro del ejército enemigo, subrayando así cómo se difundían y estandarizaban algunas narrativas maestras dentro de esa cultura oral. No es fortuito, por otra parte, que en 1844 un autor anónimo –presumiblemente el presbítero catalán José Ildefonso Vernet– decidiera editar un folleto de denuncia bajo el expresivo título de Catorce meses en la Fosa de los antropófagos del Cerrito de Montevideo, en el que sostiene que el propio Oribe “decretó que se abriese una profunda Fosa, que debía servir de reparo a sus ridículas fortificaciones, de Oratorio de los sentenciados, de lugar de las ejecuciones, y de cementerio de los sentenciados, todo al mismo tiempo”35. Ahora bien ¿cuál es el valor heurístico de estas declaraciones?, ¿consistían realmente en la voz de “testigos oculares”?, ¿qué nos pueden referir sobre la experiencia de la guerra en el período? Ricardo Salvatore ha propuesto un excelente análisis sobre el modo en que algunos hechos de violencia, como la referida masacre de cautivos indígenas de 1836, dieron pie a la composición de textos de “ficción verdadera” sobre las atrocidades que, a la postre, se volvieron casi imposibles de asir en términos historiográficos36. En el caso que abordamos también se suscita esa ambigüedad constitutiva, aunque aquí el problema tiene que ver, primeramente, con el rango del testigo ocular. Por un lado podemos tomar el primer atajo y suponer que todo era una farsa planeada de un extremo a otro por las autoridades de Montevideo con la colaboración de falsos testigos que se limitaron a repetir lo que inventaron o les ordenaron,

  Amante (2010).   Declaración de Agustín Mangú (30/4/1844), en El Nacional, nº 1620, 8/5/1844. 35   Anónimo (1845: 10). 36   Salvatore (2014).

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con lo cual estaríamos ante un conjunto de textos verosímiles pero ficcionales, propaganda en estado puro. Sin embargo, también es posible sugerir, a manera de hipótesis, que la violencia radical ejercida por los ejércitos en campaña había ido generando una densa “cultura oral” formada por rumores, relatos y testimonios oculares sobre degüellos, cadáveres desmembrados y trofeos de guerra, historias que circularon –y se redimensionaron– en los campamentos militares. Parte de este corpus se habría desvanecido o quedado parcialmente integrado a “tradiciones”, de no ser por el interés que suscitó en los círculos anti-rosistas de Montevideo, que tomaron estas voces –mediatizadas por la pluma de los comisionados encargados de recabarlas– como arma para señalar los crímenes cometidos por el adversario37. Se trataría, entonces, de tomar una perspectiva complementaria y al mismo tiempo diversa a la privilegiada hasta el momento por la historiografía rioplatense, que se ha focalizado en la construcción y genealogía de la noción de “barbarie” en los círculos letrados, mediante investigaciones que giran, básicamente, en torno a las fuentes escritas, proceso de elaboración y difusión de obras como el Facundo de Domingo F. Sarmiento o las Tablas de sangre de Rivera Indarte38. Esto no presupone establecer barreras entre esa cultura oral y las versiones letradas que circularon sobre los mismos eventos, sino por el contrario, establecer posibles conexiones y retroalimentaciones que partan de la base de una cierta “autonomía” entre ambos registros39. El hecho de que los trabajos de la comisión tuviesen carácter público, que se labraran actas y que se invitara mediante llamados en la prensa a los ciudadanos para que concurrieran a los interrogatorios, sitúa el problema en otra dimensión, dado que se estaría buscando poner en juego –aunque fuere con fines propagandísticos– los criterios de verdad imperantes en el momento. El valor del juramento de los declarantes y la presencia de ciudadanos que corroboraran el correcto trabajo de la comisión y la ausencia de presiones o amenazas sobre los convocados buscaban recrear una instancia judicial40. Por razones obvias,   En ese sentido, el lenguaje y la forma de redacción de cada acta no recoge las expresiones ni modos del habla “populares” propios de un soldado-campesino. 38   De La Fuente (2016). Este mismo autor ha problematizado los nexos entre literatura, historia y tradiciones orales: De La Fuente (2011). 39   Rivera Indarte intercaló al menos 10 testimonios vertidos en la comisión en su listado biográfico de las víctimas atribuidas a Rosas: Rivera Indarte (1843: 318-319, 322, 323, 324, 326-327, 330-331, 332, 349-350, 353 y 360). 40   En general, los relatos publicados por El Nacional y El Constitucional no incluían la firma de las personas que acudían a presenciar las sesiones. Cuando se tomó declaración 37

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aun si nos mantuviéramos dentro de esta segunda hipótesis, es muy probable que los declarantes, teniendo en cuenta su situación precaria como prisioneros recién arribados, repitieran a veces fórmulas estereotipadas acerca del elevado número de degüellos y de las crueldades cometidas. Después de todo, ellos eran ‘pasados’ que debían insertarse –y legitimarse– ante el ejército montevideano, por lo que lo natural era repetir aquello que los comisionados deseaban escuchar, elaborando una suerte de autobiografía testimonial en consecuencia. Sin embargo, aun cuando esta condescendencia con los comisionados debió de existir, la mayor parte de los soldados se preocupó por separar con cuidado lo que había visto de aquellos relatos indirectos, escuchados a sus camaradas o a personas que juzgaban de buena fe. Enunciados tales como “que no lo ha visto pero que algunos han asegurado”, “que es público y notorio en todo el ejército” o “que el no lo ha visto pero ha oído decir á varios de sus compañeros” se repiten hasta la saciedad en las declaraciones. El oriental Timoteo Ballesteros, por ejemplo, afirmó que las crueldades eran “voz pública” pero que “de presenciarlas ha huido cuidadosamente”41. El brasileño Manuel Acosta y el santafecino Ramón Roquelmo manifestaron que no habían observado directamente ningún fusilamiento, degüello o atrocidad. El primero argumentó que, tras la batalla de Arroyo Grande, no vio las supuestas matanzas de prisioneros por encontrarse distante, restringiéndose a relatar lo que sabía por “voz pública” y “por personas fidedignas”. Una vez en el campamento del Cerrito tampoco había logrado “presenciar los degüellos y atrocidades de que tanto ha oído hablar ni aun visto el pozo que se dice con generalidad haberse abierto cerca del Estado Mayor para arrojar los cadáveres de las víctimas que han sido sacrificadas”42. En una línea similar, Roquelmo afirmó “Que ha tenido la fortuna de no hallarse presente en ninguno de los degüellos, que sabe por notoriedad haberse cometido, por orden de Oribe”, por lo que solo podía dejar constancia de lo revelado por sus compañeros de armas y por “muchas personas fidedignas”43. En todo caso, estos relatos calaron profundamente en la opinión pública del período, como lo demuestran los intentos de mediación encaminados por a Agustín Calventos, teniendo en cuenta la relevancia de la información que brindó, los comisionados creyeron oportuno consignarlas. Cfr. la nota de los comisionados al general José M. Paz, 1/6/1844, en El Nacional, nº 1643, 5/6/1844. 41  Declaración de Timoteo Ballesteros, 4/7/1843, en El Constitucional, nº 1341, 17/7/1843. 42   Declaración de Manuel Acosta, 27/5/1844, en El Nacional, nº 1654, 19/6/1844. 43   Declaración de Ramón Roquelmo, 3/5/1844, en El Nacional, nº 1613, 22/5/1844.

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los diplomáticos extranjeros para “humanizar” o “regularizar” una guerra que, según las citadas declaraciones, poseía rasgos de salvajismo. Aunque no existía la noción jurídica de “crímenes de guerra”, al menos tal como fue moldeada desde fines del siglo xix en adelante, ideas como “atrocidad” y “crueldad” resumían a los ojos de los contemporáneos la transgresión de todas las normas del derecho natural y de gentes, y la ruptura de las convenciones sociales más básicas. Como consecuencia de ese proceso, el tratamiento dado a los prisioneros de guerra atravesó por una creciente “politización”, tal como sugerimos arriba, siendo instalado en el centro de disputas públicas y propagandísticas sobre la legitimidad, barbarie o civilización de los contendientes y sus prácticas. Por lo que sabemos, gracias a la minuciosa investigación de Magariños de Mello, existieron varias tratativas para atenuar los procedimientos excesivamente violentos que, reales o imaginados, se achacaban los dos ejércitos. Por diversos conductos el gobierno montevideano propuso canjes de prisioneros en septiembre de 1844, julio de 1846 y febrero de 1847, sin obtener resultados positivos en ninguno de los casos. Asimismo, en julio de 1843, los agentes navales de Inglaterra y Francia, Purvis y Massieu de Clerval, realizaron una primera gestión ante Oribe para que la guerra adquiriera un carácter más regular y humanitario en el trato dado a los prisioneros. Estas negociaciones fueron seguidas de otras similares, a cargo del cónsul inglés Adolphus Turner, en 1844 y 1845, ninguna de las cuales tuvo éxito. El fracaso global se debía, entre otros motivos circunstanciales, a la negativa de Oribe a reconocer a las autoridades montevideanas como un poder legítimo, lo que impedía establecer cualquier tipo de acuerdo formal, así como a las acusaciones recíprocas sobre atrocidades y fusilamientos sumarios que ambos bandos renovaban cotidianamente desde la prensa44. Este recurso a la intermediación de los agentes diplomáticos fue nuevamente puesto en práctica por el gobierno de Buenos Aires cuando comenzaron a difundirse relatos sobre matanzas de prisioneros perpetradas por Urquiza, luego de su victoria en India Muerta, en marzo de 1845. En julio de ese año La Gaceta Mercantil, órgano del rosismo, publicó listas con más de 500 jefes, oficiales y combatientes prisioneros en la batalla y que se conservaban con vida. Para reforzar este hecho, las autoridades porteñas solicitaron a los enviados diplomáticos de Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Portugal y Bolivia que certificaran si habían recibido denuncias sobre esas supuestas ejecuciones masivas, lo que varios de ellos hicieron45.   Magariños de Mello (1961: 870-876).   Abeledo (1911: 14-16).

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A modo de conclusión. Los desencuentros entre la historia y el testigo La naturaleza extrema, radical, inenarrable, atribuida por muchos contemporáneos de las guerras civiles rioplatenses de mediados del siglo xix a cierto tipo de prácticas bélicas y usos de combate creó, desde el inicio, un discurso de estatuto ambiguo, donde la diferenciación entre los hechos representados y la supuesta “realidad” a la que aludían no podía ser fácilmente establecida. No es extraño que obras como las Tablas de sangre de Rivera Indarte hayan sido tachadas de inmediato como fraudulentas o totalmente ajenas a la “verdad”, no solo por su intencionalidad política, sino porque apelaban a unos eventos considerados, por su número y calidad, como imposible de ser “probados” con fuentes “fidedignas”. Ello conllevó a la instauración de una dicotomía (literatura versus historia, prácticas sociales versus representación) que ha desplazado casi completamente de la historiografía a un tercer discurso, el testimonio ocular, con sus propias reglas, y a su agente privilegiado, el prisionero-testigo. Las campañas del “Ejército Unido”, desarrolladas entre 1840 y 1842, marcaron un punto de quiebre en la construcción de una esfera de propaganda bélica, por el status público que adquirió la figura del prisionero, como testigo y como víctima, y por el modo en que sus padecimientos y maltratos, reales o imaginados, fueron instrumentalizados con fines políticos. La construcción de la idea de “atrocidad” constituye un buen observatorio para acceder a los dos registros, el testimonial y el de las prácticas sociales propias de la “violencia de guerra”, sin trazar fronteras demasiado tajantes entre ambos registros. A priori, estos relatos no serían ni “tradiciones orales” recogidas décadas después, en otro contexto de producción, ni versiones de publicistas letrados, que en el caso de la comisión establecida en Montevideo habrían oficiado de “traductores” más que de autores, y en ello estriba su interés como fuente y su complejidad metodológica. Es obvio que, una vez desatada la guerra publicitaria alrededor de los contenidos y alcances de la violencia militar, cualquier señalamiento acerca de “crueldades”, “brutalidades” o “excesos” corría el riesgo de ser reputado como una exageración o invención, y ello sigue pesando hoy día en nuestra valoración de las declaraciones de los prisioneros-testigos. Cabe suponer, sin descartar en lo más mínimo las cautelas metodológicas antedichas, que las historias narradas por testigos oculares, aun cuando fueron colectadas y recreadas con fines propagandísticos, al mismo tiempo pueden ayudar a restituir la “experiencia del combate” en su más básica y sanguínea

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MILICIANOS, FACCIOSOS Y CIUDADANOS: LAS FORMAS DEL COMPROMISO Y DE LA MOVILIZACIÓN.VENEZUELA, SIGLO XIX

Véronique Hébrard Université Lille 3/EA 4074 Cecille Entre 1830 y 1858, inicio de la Guerra Federal, y a pesar de un contexto político tenso –sobre todo a partir de 1846– numerosas reformas fueron organizadas por los sucesivos gobiernos venezolanos para reorganizar y modernizar las fuerzas armadas del país con el fin de que se convirtieran en agentes eficaces al servicio de la paz interior y en las fronteras. Al centro de este dispositivo, las milicias desempeñaron un papel determinante que no deja de interpelar al historiador, en la medida en que la centralidad de estos cuerpos fue reiteradamente cuestionada desde la época imperial y, más todavía, en el momento de las guerras de independencia. Estructura central de la organización armada, numerosos trabajos se han dedicado al estudio de sus funciones específicas en las sociedades de castas de la época colonial y de las mutaciones que conocieron en el marco de las reformas borbónicas de finales del siglo xviii, cuando se transformaron, insidiosamente, en fuerzas de conservación del orden social en manos de las élites criollas. En el marco de la crisis imperial y tras las primeras declaraciones de independencia, fueron privilegiadas por los patriotas que las consideraron más fiables y leales que los ejércitos profesionales. Un cambio importante se produjo durante las guerras de independencia, en la medida en que fueron consideradas como responsables de los fracasos patriotas frente a los ejércitos de pacificación1.   Sobre estos antecedentes para Venezuela, se puede consultar Thibaud (2007) y, para una síntesis, Hébrard (2003: 41-58). 1

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Después de la guerra, en el marco de la República de Colombia a partir de 1821 y, luego, de la crisis que provocó la separación de los departamentos venezolanos de esta República en 1829, se planteó de nuevo el problema de escoger entre milicias arregladas2 o milicias patrióticas, con el argumento de que la fidelidad de la primeras estaría más asegurada, pero también del costo financiero que suponía el mantenimiento de unas milicias “disciplinadas” a la par de la necesaria constitución de un ejército profesional3. Tomando en cuenta estas tensiones me propongo analizar la “eficacia” de la legislación vigente en relación con la voluntad de las autoridades de reorganizar estos cuerpos de ciudadanos armados, así como repensar su “lugar” y papel en el seno de una República representativa. Me baso para ello en las fuentes legislativas sobre las milicias, así como en los informes anuales de la Secretaría de Guerra y Marina dirigidos a los diputados. Para que el análisis de esta dinámica sea más “concreto”, articulé dos aspectos: por una parte hago un balance de la legislación sobre las milicias entre 1830 y mediados de siglo, insistiendo sobre las finalidades de las modificaciones introducidas por las diferentes medidas adoptadas o proyectadas y las tensiones que estas propuestas generaron entre los agentes del Estado encargados de ponerlas en ejecución. Por otra parte, observaremos cuáles son los desafíos a los que se enfrentaron estos mismos agentes en el marco de las sublevaciones rurales de 1846 –debidas al encarcelamiento del candidato liberal a la presidencia (Antonio Leocadio Guzmán)– y luego, durante la crisis política de marzo de 1858, cuando la movilización de una oposición ecléctica a la cabeza de la cual se encuentra el general Castro amenazó al gobierno y, movilizando 5.000 hombres, entró en Caracas, y provocó la renuncia del presidente de la República, José Tadeo Monagas. Esta renuncia condujo a la movilización casi inmediata, debida en parte a la represión padecida por la oposición (liberal en su mayoría), de una facción armada: la Facción de la Sierra, dirigida por tres hombres conocidos por su participación en las revueltas campesinas de 1846 y sus compromisos políticos y militares: Zoilo Medrano; José de Jesús González, alias el Agachado; y Donato Rodríguez Silva. Su campo de acción se extendió sobre las provincias situadas al oeste y al sur-oeste de la capital, Caracas, es decir, la provincia de Aragua, de El Guárico, de Carabobo de Cojedes y, de manera más marginal, de Apure y Barinas. Ahora   Milicias regidas por un reglamento y ordenanzas.Véase Rabinovich (2013).   Sobre este debate, véase Hébrard (2012: capítulo 3, 511-541).

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bien, este territorio remite también al que fuera sacudido por las revueltas campesinas de 1846 y la memoria de este “acontecimiento” rodea los de 1858, en particular en la gestión de la represión de este importante movimiento armado (más de mil hombres repartidos en varias partidas), sobre todo después de dos decenas de debates en torno a la organización de las fuerzas armadas del país. Tres leyes de milicias fueron promulgadas durante el período examinado (1830, 1836 y 1854), así como numerosos reglamentos y proyectos de ley destinados a reorganizar y repensar su lugar en una república que se quería “moderna” y “democrática”, en la medida en que las milicias cuestionaban la tensión entre ciudadanía y patriotismo armado. La ley de octubre de 1830, organizando la primera milicia nacional4 Esta primera ley toma en consideración la situación de las fuerzas armadas en el momento de la ruptura de los departamentos de Venezuela con Bogotá. El nuevo secretario de Guerra y Marina lo recuerda en su discurso de investidura: “El estado ventajoso de fuerza es debido a la buena organización de la milicia auxiliar que, sin gravar al Estado le ha proporcionado un inmenso Ejército de ciudadanos laboriosos, que al menor peligro de la patria, abandonan familia y hogar, y sueltan el arado para empuñar la espada sin más interés que salvarla”5. Estas palabras contienen todos los ingredientes que guiaron la elaboración de la legislación sobre las milicias, así como los debates que suscitó: su organización (una sola, o varias); los criterios para la pertenencia a los diferentes cuerpos que la componen; el problema crucial del patriotismo de este ejército de ciudadanos. Pero también la carencia de recursos financieros, la cual, efectivamente, impedía la organización de un ejército permanente efectivo, así como la organización y encuadramiento de los cuerpos de milicia. Es por este motivo, así como por razones históricas, que durante los debates para la redacción de la Constitución de 1830, los diputados se declararon a favor de la abolición de los privilegios militares, símbolo del periodo colonial. En este sentido, un artículo publicado en agosto de 1830

 “Ley que establece y organiza la milicia nacional, 2 de octubre de 1830”, en Velásquez (1963-1971: vol.VI, pp. 61-84). En adelante FAV con el número de volumen. 5   “Exposición del Secretario de Guerra y Marina sobre los asuntos de su despacho, 29 abril 1830”, FAV, vol.VI, p. 14. 4

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se refiere al otorgamiento abusivo de privilegios a las milicias, considerando implícitamente que todos los que participaron en los combates eran igualmente dignos de reconocimiento: “¿Para qué más militares? ¿Para qué milicias con distinciones? ¿Para qué fueros y preeminencias? ¿Para qué, por fin, tantos obstáculos a la libertad de la nación? ¿No tenemos entre nosotros los valientes que destrozaron las legiones de Yberia [sic]? ¿Qué queremos más?”6. Partiendo de una reflexión similar, ya en 1826 unos partidarios de la abolición de los privilegios militares pedían la formación de milicias cívicas y patrióticas, mucho más interesadas que las milicias regulares en el interés público. Efectivamente, estas eran sospechosas de actuar con mentalidad de partido y de cuerpo, lo cual resultaba una triste reminiscencia del dominio español: “La milicia reglada es un recuerdo de la dominación monárquica, y de todas las injusticias que se cometían […]. Es una milicia que está sujeta desde luego al poder militar: no es la milicia con que la patria deba contrarrestar mañana al usurpador que intente esclavizarla”7. Retomando esta crítica, un texto de 1830 describía con mayor precisión esas milicias de línea, proponiendo una reforma radical que condujera a su supresión: [Las milicias de línea] están sometidas ciegamente a la voluntad caprichosa de sus jefes, y dispuestas a ser los instrumentos con que un déspota injusto huelle los derechos sagrados de la sociedad y subyugue la patria. Que se disminuya, pues, el ejército permanente hasta el mínimo posible según lo permitan las circunstancias, a reserva de que desaparezca totalmente cuando ya no haya necesidad de él.8

Finalmente, la ley de octubre de 1830 optó por una división entre milicia activa y milicia local. Formaban parte de la primera los venezolanos entre 18 y 40 años (art. 2) y de la segunda, los de 40 a 60 años. El reclutamiento se hacía a nivel del cantón (activa) y de la parroquia (local). Existían numerosas exenciones, lo que plantea problemas importantes como lo veremos luego. Cabe mencionar que la nominación de los oficiales, sargentos y cabos se hacía por el voto de los miembros de cada compañía (mayoría absoluta de los votos para los primeros, mayoría relativa para los otros dos cuerpos).   “Gobierno de Venezuela”, El Canario, n.° 3, Caracas, 19 de agosto de 1830, Fundación Boulton Caracas, en adelante FBC, Archivos de Gran Colombia. 7   Acta de la Municipalidad de Caracas. Caracas: 2 de octubre de 1826, pp. 10-11, Academia Nacional de la Historia, en adelante ANH, Folletos (1826). 8   Un general, varios jefes, muchos subalternos y una porción de paisanos, 1830, p. 18. 6

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Otro punto importante, que nos aporta un dato sobre el financiamiento de estos cuerpos de milicias, es que se precisa la “obligación de todo miliciano [de] costear su uniforme” (art. 133). En cuanto a los oficiales debían, además, financiar su insignia, la misma que en el ejército permanente. En su Memoria de 1831, el secretario de Guerra y Marina hizo un balance a la vez negativo y desilusionado de la aplicación de la ley, en la medida en que, según él, “ni la belleza de los artículos […], ni la brillante estructura de la organización que presenta [esta ley], han podido libertar al Ejecutivo de los grandes sinsabores que ha experimentado, al momento de reunir la milicia: en casi todos los pueblos que componen el Estado ha encontrado inconvenientes y tropiezos que vencer […]”9. Pero, ¿cuáles fueron las razones de esta dificultad de las autoridades locales para hacer aplicar la ley? Por un lado no conseguían hacerse obedecer, pero también faltaban recursos y energía para convencer a los hombres a incorporarse. Tal como lo deploran los gobernadores de varias provincias, muchos milicianos, “los mismos que antes habían engrosado sus batallones, han desaparecido de sus hogares, huido a los montes y burlado la vigilancia de las autoridades”, sin que ninguna medida (“halago”, “persuasión”, “amenaza”), haya logrado “reunir el completo de sus batallones”. El secretario denunciaba, en este sentido, “la relajación del espíritu público”. Pero acusaba también de debilidad a las autoridades locales, señalando su “falta de energía” y, más aún, la “indiferencia de muchos jueces, que, sabiendo la pública murmuración de algunas personas notables contra el sistema que hemos jurado, no han tenido valor para reprimirlos, para hacerles respetar las leyes […]”. Finalmente, según el secretario, esta ley era una “abstracción” que no tomó en cuenta la realidad del país: “ella sólo alcanza a los artesanos de los pueblos, y aparece nula para los vecinos y habitantes de las campiñas; arranca a los primeros a sus talleres, y deja tranquilos a los segundos en los bosques sombríos de nuestro suelo”. En una palabra, concluye, esta ley sería más conveniente para aquellos pueblos donde “se dejan ver muy a menudo los rasgos del espíritu nacional”. Un año después de su promulgación se consideraba que era una ley “ilusoria” que no “llena[ba] los grandiosos objetos que se propusieron los dignos diputados”, “inaplicable”; él mismo consideraba que una reforma era imperativa.

  “Memoria del Secretario de Guerra y Marina al Congreso de Venezuela de 1831, 25 de marzo de 1831”, FAV, vol.VI, pp. 111-113. 9

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Durante los años siguientes, en sus “Memorias anuales”, tanto los gobernadores como el secretario se quejaron frecuentemente de las dificultades para el reclutamiento y la organización práctica de las milicias. Es así que en la Memoria de 1832 el secretario, aunque fuera muy crítico, quería sin embargo felicitar a los gobernadores “que han manifestado el mayor interés en [la] completa ejecución” de la ley10. De hecho, no se nota ningún resultado en los informes de los gobernadores que en su mayoría se lamentaban, como el de Cumaná, de “los inconvenientes que a cada paso encuentran” para los alistamientos. El de Trujillo es aún más lúcido, pues conocía “por sus propias observaciones que no le sería fácil el arreglo de la milicia, […] primero por la desconfianza que reinaba entre aquellos ciudadanos a causa del desorden con que en tiempos pasados se enrolaba a los milicianos en las filas veteranas, sin los requisitos, ni las formalidades prescritas por las leyes y segundo por las conmociones que en los últimos días agitaron aquella provincia”. De allí la necesidad de “inspirar una cabal confianza a los pueblos en la observancia exacta de las leyes” y “conciliar los ánimos”, para “que el Gobierno no juzgara que por falta de patriotismo, de actividad o de interés era que la milicia nacional de Trujillo no quedaba organizada con la brevedad que se había recomendado”. En otras provincias (Barinas), no habiendo recibido el modelo, no pudieron devolver el estado de las fuerzas, mientras que el secretario afirmaba que había sido enviado a todas las provincias; o bien fueron las elecciones que no pudieron ser realizadas porque al no encontrarse presente el conjunto de los milicianos (Barinas, Coro), no pudo considerarse que la milicia estuviera organizada. Por consiguiente, los diputados debieron pensar en una reforma de la ley que tomara en cuenta estas dificultades encontradas por los agentes locales, así como también las reticencias de la población. Para que dispusieran de elementos concretos, el secretario se comprometía, de manera innovadora, a poner a su disposición los “archivos” relativos a los informes de los gobernadores que indicaran “la reformas que les hubiera aconsejado la experiencia”11. El objetivo era que el Congreso pudiera reformar la ley de milicia “adoptando las reglas que se juzguen más adecuadas por su sencillez y facilidad para conseguir el fin que se ha propuesto el legislador”, es decir, “que todos los   “Exposición que presenta al Congreso de Venezuela de 1832 el Secretario de Guerra y Marina, 20 de enero de 1832”, FAV, vol.VI, pp. 171-176. 11   “Exposición […], 20 de enero de 1833”, ibíd., p. 253. 10

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hombres en estado de tomar las armas estén alistados, organizados y disciplinados, sin trabas para el ejercicio de su industria y dispuestos a mantener el orden” interior y exterior, constituyendo de este modo “la fuerza más eficaz y más incorruptible en que puede una nación libre afianzar la guarda de sus derechos y la defensa de su independencia”12. Leyendo las Memorias de los años 1833, 1834 y 1835, se puede constatar que los diputados no tomaron en consideración este imperativo y ni siquiera consultaron los informes de los gobernadores, a pesar de lo cual en mayo de 1836 fue proclamada una nueva ley, la Ley orgánica de la Milicia Nacional, que tenía por objetivo remediar los defectos de la primera, ya fuera para el alistamiento de los hombres, ya para la toma en consideración de las consecuencias de este sobre la economía. La misma se completaba con un Reglamento y Disposiciones para que fuera efectiva.

La ley de 183613: ¿una milicia à

deux vitesses?

En un esfuerzo por tomar en cuenta las críticas emitidas por los gobernadores en su informe anual y las del secretario de Guerra y Marina, se intentó, en esta nueva ley, una simplificación de la legislación, al tiempo que la milicia permanecía dividida en dos cuerpos: activa y de reserva.Todos los hombres de 18 a 45 años (en lugar de 40) debían integrar la milicia activa desde que estuvieran en capacidad de financiar su armamento, uniforme y municiones… Los otros debían integrar la milicia de reserva. Con estas disposiciones se introduce una distinción manifiesta basada en la fortuna, que se amolda casi perfectamente a las reglas que rigen el acceso a la ciudadanía y que se puede observar en otros países en esa misma época en las Guardias Nacionales14. Otras disposiciones también van en el sentido  Ibíd.   “Ley orgánica de la milicia nacional, 14 de mayo de 1836”, FAV, vol. 7, pp. 67-74. 14   Una ley que preveía la creación de una Guardia Nacional había sido dictada en mayo de 1841, controlada por el gobernador de cada provincia: “Creación de la guardia nacional. Caracas, 4 de mayo de 1841”, FAV, vol. 7, pp. 421-427, pero por falta de dinero fue abrogada en 1847 y las funciones de la Guardia Nacional atribuidas al ejército y la milicia: “Es derogada la ley que estableció la guardia nacional de policía, Caracas 12 de mayo de 1847” y “Normas para el cumplimiento por el Ejército y la milicia de las funciones que estaban encomendadas a la extinguida Guardia Nacional de Policía, Caracas 17 de mayo de 1847”, FAV, vol. 11, pp. 38-40. 12 13

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de un mayor rigor en el funcionamiento interno y en el reclutamiento de los milicianos, en ambos cuerpos. En agosto del mismo año se publicó el reglamento de la ley orgánica de la milicia nacional, muy detallado y muy complejo; y luego, dos disposiciones, la primera para la distribución y recuperación de armas y municiones para los ciudadanos deseosos de ayudar a la conservación del orden y la segunda a propósito de cómo hacer efectiva la nueva organización de la milicia. El objetivo de este último dispositivo era hacer a esta nueva legislación la mayor publicidad posible. De hecho, el texto dice que además de los primeros ejemplares del reglamento, otros serían enviados para ser distribuidos por los gobernadores con prodigalidad en la provincia, pues desea el Gobierno que ninguna autoridad por subalterna que sea, carezca de este documento y que todos los ciudadanos tomen conocimiento de las disposiciones que contiene. La ley y reglamento de la milicia nacional, no debe ser ignorada por ningún ciudadano, a todos concierne: en una y otro hay preceptos que obligan a todos y todos van a formar y constituir la gran fuerza pública que garantiza los derechos del pueblo: LA MILICIA NACIONAL15.

Ahora bien, visto la extensión y complejidad de este reglamento, podemos preguntarnos quién estaba verdaderamente en capacidad de apropiarse de su contenido, entre otras cosas debido a la débil tasa de alfabetización, incluso entre el personal local. Al año siguiente se insistía nuevamente en el imperativo de una larga difusión del texto y se informaba que era también exigido a los gobernadores “que informasen con detención y puntualidad acerca de los defectos que la ley y su reglamento descubriesen en la práctica”16. Esta indicación me parece muy interesante, pues crea las condiciones de una interacción deseada por las autoridades centrales para que la experiencia de campo permitiera, de manera dinámica, una mejora concreta de la legislación relativa a las milicias. Sin embargo, una vez más observamos una gran dificultad para la aplicación de esta ley y la constitución de los nuevos cuerpos de milicias, debido en particular al hecho de la propia composición de la milicia activa que, además   “Disposiciones para hacer efectiva la organización de la milicia nacional, Caracas, 14 de septiembre de 1836”, FAV, vol. 7, pp. 165-166. En mayúsculas en el original. 16   “Exposición […], 20 de enero de 1837”, FAV, vol. 7, p. 196. 15

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de los empleados, está casi exclusivamente compuesta, por “todos los ciudadanos pudientes, los comerciantes, los agricultores, todos los que componen la primera sociedad”, los cuales “un día de peligro acudirían gustosos a salvar la patria, [pero] se resistían a prestar el servicio municipal”, lo que resultaba incompatible con su actividad y estatuto. Sería conveniente pues “disminuir las obligaciones de la milicia activa, reduciendo sus servicios a los solos casos de seguridad publica en que ejercería las funciones de cuerpo auxiliar de las autoridades locales”17. Ahora bien, paralelamente se plantea el problema de las numerosas exenciones en la milicia activa a favor del personal de la administración local (de defensa, en los hospitales, aduanas…), para que pudieran cumplir su servicio público18, exenciones que en varias ocasiones son criticadas por el secretario en la medida en que fragilizaban la composición de la milicia activa (como es el caso en las grandes ciudades como Caracas, Carabobo y Maracaibo). De modo que lo esencial del peso de la defensa del país se concentraba finalmente en la milicia de reserva, situación considerada por el secretario como anormal. Del mismo modo, si los efectivos crecían –66.993 milicianos en 1837 (6.533 en la milicia activa y 60.460 en la milicia de reserva); 70.413 en 1838 (64.298 en la milicia de reserva y 6.115 en la milicia activa); 71.486 hombres en 1852–, la repartición entre ambos cuerpos confirmaba el desequilibrio numérico.  Además, en la Exposición de 1841, se indicaba la falta de armas en la milicia nacional cuando en ella estaba “la fuerza de las Repúblicas, y en su existencia está vinculada la paz y el orden del Estado”. Se concluye, sin embargo, en la necesidad de que fuera dotada de una organización que correspondiera a la realidad del país y en que fuera capaz de “reemplazar y aumentar brevemente el ejército permanente si fuere necesario…”19. Esta fuerza armada miliciana desequilibrada, a la que faltaba armamento y cuyo funcionamiento era cuestionado, constituía al mismo tiempo la única fuerza disponible en caso de disturbios, tal como ocurrió en 1846, cuando el gobierno debió hacer frente a las revueltas campesinas que se produjeron en los valles del centro oeste del país20.

  “Exposición […], 20 de enero de 1839”, FAV, vol. 7, p. 286.   “Exposición […], 20 de enero de 1838”, FAV, vol. 7, p. 246. 19   “Exposición […], 20 de enero de 1841”, FAV, vol. 6, p. 407. 20  Véanse en particular los estudios de Matthews (1977 y 1975: 36-59). 17 18

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La primera puesta a prueba de las milicias: 1846 La Exposición del año 1847, que da cuenta de lo que ocurrió frente a estas revueltas de 1846, confirma que fueron principalmente las milicias de reserva las que constituyeron el ejército permanente movilizado a partir de 1° de septiembre. Además, algunos días después, se aumentaron estas fuerzas, autorizando el general en jefe a llamar a servicio hasta 6.000 hombres de la milicia de reserva; y el general adjunto hasta 3.000 hombres de esta misma milicia, lo que fue calurosamente agradecido por las autoridades. Además, esta experiencia de movilización de la milicia a gran escala puso en evidencia otra brecha en su organización: la falta en las fuerzas de una plana mayor vinculada a un regimiento, cuando su aumento sería “la medida eficaz y perentoria, en concepto del Gobierno, para la organización y disciplina de la milicia nacional”21. Tomando al mismo tiempo en cuenta las críticas emitidas por los diferentes agentes locales después de 1846, un nuevo proyecto de ley de milicia fue sujeto a discusión en marzo de 1847. Ahora bien, este proyecto fue sometido a una evaluación por parte de una comisión de guerra, la cual hizo críticas importantes al proyecto, sobre todo en relación con la imperiosa necesidad de prever el establecimiento de una “inspección general y sub-inspecciones”, en la medida en que, según sus miembros, “los terribles golpes que el orden y la riqueza pública acaban de sufrir y están sufriendo” habrían debido dar a entender al Senado “las graves y fatales consecuencias de la desorganización de la milicia, base de nuestra fuerza y pública defensa”. Considera en este sentido que por un lado el Ministerio de la Guerra “por toda la República” y, por otro, las gobernaciones en sus provincias respectivas no eran suficientes “para ejercer cumplidamente las atribuciones de inspección”, pues “tienen otros mil ramos a su cuidado que embarazan su atención”, “mientras que la organización e inspección de los cuerpos de milicias requieren una atención constante, una consagración asidua y laboriosa”22. Según los miembros de la comisión, la prueba de esta situación surgió durante los acontecimientos de 1846, cuando los pocos resultados conseguidos no fueron proporcionales a este “esfuerzo tan unánime y costoso”, aunque se hubiera gastado el dinero del Tesoro y los particulares hubieran sacrificado su   “Exposición […], 20 de enero de 1847”, FAV, vol. 10, p. 539.   “Proyecto de Ley de Milicias, 20 de marzo de 1847”, FAV, vol. 11, pp. 15-37.

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fortuna y vida. “Si hubiera habido una autoridad encargada exclusivamente de la organización de la milicia, ésta habría existido a pesar de los graves inconvenientes” de la ley y “entonces el orden público no habría reclamado sino una pequeña porción suficiente a restablecerlo, en lugar de esos montones de hombres que ha sido necesario buscar en todas partes, y arrancarlos atropelladamente a sus familias y a la industria, reproduciendo de otra manera los tormentos de la sociedad”23. Son críticas muy duras, cuyos argumentos se apoyan en la experiencia de estos militares profesionales. Además, insisten sobre un punto financiero de importancia, señalando que se podría hacer economías sustanciales adoptando estas medidas, incluso tomando en cuenta el costo del reclutamiento de estas inspecciones. Argumentan que es mejor tener una fuerza de milicia más pequeña, pero organizada de manera adecuada y lista para ser movilizada en tanto estaría disciplinada e instruida. “Todo no es poner a un hombre el fusil al hombro, someterlo a las órdenes de otro a quien se llame oficial y hacerlo marchar en busca de enemigos”. Eso no hacía una milicia. Para eso “es necesario que la sociedad le garantice en este caso su vida de la única manera posible, cual es no escaseándole los medios de instruirlo y de instruir a los oficiales que deberán mandarlo”.Y para tener buenos oficiales y jefes, era preciso disponer de inspecciones de milicia. Sin embargo, y a pesar de estas recomendaciones, este inicio de profesionalización no se tradujo en actos concretos, en la medida en que este proyecto no fue adoptado. Del mismo modo, los saberes prácticos para mejorar su funcionamiento, fruto de la experiencia de campo de los agentes locales, no se tradujeron en ninguna disposición legislativa. Durante la década siguiente, los diferentes movimientos revolucionarios y facciosos, aumentaron la presión ya existente en relación con el poder legislativo, como podemos constatar en las exposiciones del secretario de Guerra y Marina, quien recordaba sin cesar que “son fecundas en observaciones útiles para una reforma las memorias presentadas por este ministerio desde 1837”24. Por fin, como resultado de lo observado durante las operaciones de conservación del orden de 1846, y que, aunque ya había sido discutido, adquirió aquí una dimensión aún más política, se recomendaba en la Memoria de 1851 la supresión de la milicia activa en la medida en que prestó “poco servicio”   Ibíd., p. 18.   “Exposición […], 20 de enero de 1850”, FAV, vol. 11, p. 268.

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durante estos acontecimientos a favor del establecimiento de una sola milicia “en la que, haciéndose las excepciones convenientes, todos los venezolanos sean milicianos”25. Esta recomendación se concretó en la tercera ley de milicia de 1854, que inauguró un cambio de importancia en la concepción de esta, cuya índole es más democrática, por lo menos a nivel teórico. Eficacia e igualdad: ¿una milicia republicana? (1851-1858) Para que esta reforma fuese posible, uno de los imperativos era la confianza en una milicia compuesta por “todos los venezolanos”, razón por la cual se insistió en la necesidad de aumentar el número de inspectores o planas mayores (13 establecidos en 1852, para las 16 provincias). Dicha reforma era esencial para que se instaurara la confianza en una milicia hasta ahora indisciplinada y cuyo patriotismo había sido frecuentemente cuestionado. Notamos en este sentido que, a pesar de palabras positivas en cuanto al patriotismo de las milicias en 1846, en particular las de reserva, se publicó en agosto de 1853 un decreto destinado, de manera significativa, a conceder una “amplia amnistía a los milicianos que hayan desertado”26. Ahora bien, ¿cuáles fueron las razones de este decreto? Primero se invocaban las dificultades prácticas para gestionar a estas personas (juicios, encarcelamiento…) pero, sobre todo –y eso nos informa sobre la relación que mantenían estos hombres con la milicia–, estos individuos desertores no fueron suficientemente “impuesto[s] de las obligaciones del soldado”, “no se les han leído las leyes penales”27. En segundo lugar, según los gobernadores y comandantes de armas de las provincias que pidieron esta “medida de clemencia” en favor de los milicianos desertores, estas deserciones serían debidas al hecho de que “ignoran su deberes” y “han sido engañados con noticias falsas y alarmantes por individuos desafectos al sistema de Gobierno republicano, y en que la mayor parte de

  “Exposición […], 20 de enero de 1851”, FAV, vol. 11, p. 340.   “Se concede amplia amnistía a los milicianos que hayan desertado, 29 de agosto de 1853”, FAV, vol. 12, pp. 182-184. 27   Ibíd., p. 183. 25 26

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aquéllos son padres de familia, pobres y sin otros recursos que los que pueden proporcionarse con su trabajo personal” (art. 4)28. En su Exposición de 1854, la Secretaría recuerda la inadaptación del funcionamiento de la milicia a la realidad socio-económica de los milicianos más humildes, al manifestar explícitamente sus críticas a los legisladores que desde 1837 no fueron capaces de reformar de manera satisfactoria las milicias. Su discurso se vuelve muy político al afirmar estar convencido cada vez más de que la milicia dividida en activa y de reserva no está muy de acuerdo con las instituciones republicanas que nos rigen, pues cuando la de reserva, en la contienda por que ha atravesado la República ha obrado con una actividad y entusiasmo inimitables, defendiendo el orden constitucional y estableciendo en todo el territorio la paz que constantes enemigos del reposo público trataron de alterar, la activa no ha prestado ningún servicio útil que recomiende su conservación […].

Esta observación se acompaña de una recomendación muy clara: la nueva ley promulgada deberá estar fundada sobre el principio de una sola milicia “que constituya a cada ciudadano de Venezuela un miliciano”29. La nueva ley fue promulgada en abril de 1854, bajo la presidencia de José Gregorio Monagas, y abolía toda distinción, proclamando claramente el principio de igualdad en su preámbulo: “[…] gozando los venezolanos de unos mismos derechos para con la patria, es odiosa y repugnante a la razón y a la justicia toda desigualdad que no se funde en el mérito cívico”30. Desde entonces,“todos los venezolanos desde la edad de 18 a 50 años” (art. 1) componen la milicia nacional encargada de prestar “toda clase de servicio dentro y fuera de su provincia por el tiempo que lo exijan las circunstancias” (art. 2). Sin embargo, ya en su organización interna, este principio de igualdad que ha guiado la reforma fue mermado a causa del sistema ya evocado de exenciones, que perdura bajo otras formas31. Además, una vez más, la realidad del terreno (es decir, los “movimientos revolucionarios” del año siguiente),

 Ibídem.   “Exposición […], 2 de enero de 1854”, FAV, vol. 12, p. 205. 30   “Nueva Ley de Milicia Nacional, 24 de Abril de 1854. Firm. José Gregorio Monagas”, FAV, vol. 12, p. 226. 31   De hecho, la ley añade a las exenciones ya existentes en la ley de 1830, otras más. Véase Fortoul (1967: 51). 28 29

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hacen vacilar los principios teóricos de la ley que, de acuerdo con las instituciones republicanas, privilegiaba una milicia más democrática. En este sentido, el secretario redacta para los diputados, en marzo de 1855, un comunicado que toma nota de este “fracaso”, reafirmando sin embargo su convicción de que una milicia verdaderamente “nacional” “es la fuerza de las Repúblicas y en su existencia está vinculada la paz y el orden del Estado”32. Esta nueva ley debía, por consiguiente, ser modificada lo más rápidamente posible para que fuera “de un todo arreglada una institución altamente favorable a la conservación del orden y de las libertades públicas”33. En consecuencia se promulgó un nuevo proyecto de ley en 1857, justificado por el secretario de esta manera: para llegar al objeto de que la milicia nacional reciba provechoso adelantamiento en su organización, instrucción y disciplina, con la menor molestia posible de los ciudadanos, tengo el honor de presentaros el proyecto de ley que, elaborado por este Ministerio con la cooperación de la Junta de Guerra que al efecto estableció, someto a vuestra ilustrada deliberación.34

La mención de la “molestia” que podía suponer el reclutamiento y la movilización de los ciudadanos representa muy significativamente el problema central planteado por la existencia de una fuerza armada constituida en su mayoría por civiles. En este sentido, la nueva ley preveía en primer lugar una nueva división de la milicia en diferentes cuerpos: “milicia viva o auxiliar al Ejército, en sedentaria o local y en marinera”; la primera y tercera compuesta por los venezolanos de 18 a 40 años y la milicia sedentaria, por los “que pasen de 40 años hasta 60, y los que tengan una propiedad raíz que reditúe 200 pesos libres al año, o una profesión, industria o sueldo que produzca 300 pesos, aunque sean menores de 40 años” (art. 1), lo que contradice el principio de igualdad. La mayor parte del texto del proyecto estaba consagrada, sobre todo, a la imperiosa instrucción y formación de esta nueva milicia cuya “militarización” se planteaba nuevamente. La misma aparece visible en particular con la adopción  “Comunicación del Secretario de Guerra y Marina al Secretario de la Cámara de Diputados sobre reforma de la Ley de Milicia Nacional, 27 de Marzo de 1855”, FAV, vol. 12, p. 317. 33   “Exposición […], 20 de enero de 1856”, ibíd., p. 351. 34   “Exposición […], 20 de enero de 1857”, ibíd., pp. 464-465. 32

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del “juramento”, un uniforme semejante al del ejército, la divisa y el estandarte de que deberán ser provistos todos los batallones de milicia. Igualmente se dibujaba la voluntad por parte del poder ejecutivo de retomar el control. Este se encargaría, en adelante, de la nominación de la oficialidad cuya probidad y un cierto estatus social deberían ser garantidos35. Aunque nunca haya sido promulgado, este proyecto de ley nos informa de manera significativa en cuanto al deseo, ya emitido por la Comisión de Guerra, de formar una milicia más profesional, aunque menos ciudadana, pero cuya eficacia puede ser cuestionada en la medida en que no resuelve el problema de la capacidad de movilización efectiva de un cuerpo de civiles un poco desincorporados36, es decir, frecuentemente próximos de aquellos a los que deben perseguir, cuando no son cómplices de ellos, tal como se produjo poco más de un año después. Marzo 1858-diciembre 1859: la lucha contra la Facción de la Sierra Volvemos por segunda vez a la puesta a prueba de esta milicia durante los acontecimientos de 1858 frente a la Facción de la Sierra; confrontación que plantea los siguientes cuestionamientos: ¿era esta la profesionalización tan deseada que hacía falta?; para una gran parte de estos hombres reclutados ¿el compromiso patriota y ciudadano no tenía sentido? Lo que sí se observa es la gran dificultad de organizar una ofensiva eficaz, pues durante más de un año y medio el ejército venezolano, compuesto en su mayoría por cuerpos de milicia de reserva cuya organización aparece muy débil, intentó, con mucha dificultad e ineficacia, hacer frente a una facción de casi mil hombres. La exposición de la Secretaria de Guerra y Marina de 1858, dando cuenta de la fuerza del ejército permanente, permite evaluar el desequilibrio entre este y las milicias. Este año tenía 3.000 hombres organizados de la manera   “Proyecto de ley de milicias, diciembre de 1856”, FAV, vol. 12, pp. 438-446.   Retomo esta noción de los trabajos de Clément Thibaud sobre los ejércitos bolivarianos durante las guerras de independencia. En este contexto la desincorporación significo que “no es la milicia de tal o cual pueblo, no el ejército de tal o cual provincia; se convierte en una máquina de guerra desterritorializada, desinstitucionalizada, y por consiguiente en un cuerpo cuya única identidad es defender las vidas y también las ideas” de los republicanos (Thibaud 2003: 286-287). 35

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siguiente: “Tres batallones de infantería ligera de a quinientas plazas, de fusil cada uno, 1500; cuatro compañías sueltas de a cien plazas, 400; un batallón de artillería, 450; un batallón de zapadores, 450; un escuadrón de caballería, 200”37. Además del desequilibrio con los 71.486 milicianos que podían ser movilizados en 1852, se debía tomar en cuenta la realidad del funcionamiento de este ejército. A este propósito, el viajero húngaro P. Rosti, pocos meses antes de la caída del presidente Monagas, evocando la triste situación del país que, “tarde o temprano”, cree, caería en manos de los “yanquis” si la situación interior no cambiaba, afirma: […] sa conquête ne sera pas si facile que ne le croient les voisins du Nord, non pas tant en raison de l’opposition de l’armée régulière – qui comme je l’ai déjà dit compte 2.000 hommes, et quels hommes!, au point que c’est comme si elle n’existait pas – mais en raison de la résistance qui pourrait se développer dans la guerre de guérillas.38

Para hacer frente a la Facción de la Sierra, las milicias de reserva fueron movilizadas y constituyeron lo esencial de las fuerzas armadas, tal como lo recordaba un decreto de 1857 afirmando que “mientras se lleva a cabo el completo y organización de la fuerza permanente aquí decretada, se llamará al servicio la parte de la milicia nacional que fuere necesaria, de conformidad con la ley orgánica de ella”39. Ahora bien, estos milicianos, en su mayoría de reserva, cuyo anclaje territorial era el mismo que el de los facciosos, frecuentemente desertaban durante los meses de persecución de la facción, para integrar una guerrilla facciosa. Esto es en particular lo que ocurrió en julio de 1858 cuando los facciosos intentaron asaltar una de las principales ciudades de la región en la cual se encontraban, San Francisco de Tiznados. La comandancia militar se quejó de la dificultad de movilizar a las milicias municipales, en la medida en que, según ella, “los milicianos de este canton todos son facciosos”40, 37   “Organización de la fuerza armada permanente durante el año 1857-1858, Caracas, 1° de agosto de 1857”, FAV, vol. 12, p. 493. 38   Rosti (1968: 189). 39   “Organización de la fuerza armada permanente durante el año 1857-1858, Caracas, 1° de agosto de 1857”, FAV, vol. 12, capítulo segundo, art. 6°, p. 495. 40   “Comandancia militar del Cantón Ortiz. Al Sr Coronel Jefe de EM del Ejercito Libertador, Ortiz, 9 de julio de 1858”, AGN/Caracas-Interior y Justicia, tomo DCXXXIII, fol. 389v.

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pues decía “no tener confianza de la gente que cargo pues ya se me han desertado tres con las armas y municiones y en las voces que se hecho Medrano conmigo, me dijo que fuera por mis desertores que allá los tenia”. Enseguida el comandante señalaba que carecía “de armas y hombres que sean fieles al Gobierno pues éste no puede contar con los milicianos de este Canton porque en generalidad son enemigos y darles las armas es mandarlos a engrosar las filas de los asesinos de la patria”41. Además, esta confrontación con la Facción de la Sierra puso de relieve la falta de recursos materiales y financieros para equipar a estas fuerzas de milicias: al punto que “civilizando” aún más a las fuerzas armadas, utilizaban fusiles que pertenecían a particulares y recurrían al empréstito, como lo ordenaba el gobernador de la provincia del Guárico, reconociendo que “no habiendo fondos en la Administración General, ni en las subalternas de Rentas Interiores de la Provincia, he solicitado de los ciudadanos que auxilien al Tesoro Nacional con un empréstito voluntario”42. Y, en diciembre, el jefe político del cantón de Cura señalaba que los “vecinos soportaron hasta hoy el costo” de la movilización de los milicianos al mismo tiempo que “ofrecieron su servicio personal”43. Para concluir Fuerzas indispensables para suplir la casi ausencia de ejército profesional, estas milicias demuestran, en su funcionamiento concreto, la fragilidad de la institución armada, así como su propia ineficacia, tanto por razones ligadas a su organización como, también, porque movilizando civiles que deben dejar sus actividades económicas son poco fiables, al tiempo que fragilizan aún más la economía.  “Comandancia militar. Canton Ortiz. Al Sr Coronel Jefe de EM del Ejercito Libertador, Ortiz, 6 de julio de 1858”, AGN/Caracas-Interior y Justicia, tomo DCXXXIII, fol. 381v. Conservé la ortografía original. 42   “Gobierno Superior Político de la provincia del Guarico al Señor Secretario de E en los DD del Interior y Justicia, Calabozo, 8 de julio de 1858”, AGN/Caracas-Interior y Justicia, Tomo DCVII, fol. 370v. Conservé la ortografía original. 43   “Gobierno Superior Político de la provincia de Aragua. Al Señor Secretario de E en los DD del Interior y Justicia, La Victoria, 26 de diciembre de 1858”, AGN/Caracas-Interior y Justicia, Tomo DCXXXIII, fol. 603-603v. 41

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Retomando los tres términos del título de este trabajo, “milicianos”, “ciudadanos”, “facciosos”, se puede decir que el examen de la legislación y su difícil aplicación permite percibir cómo, debido a la movilización de una fuerza armada en su gran mayoría civil, se aumenta una porosidad ya existente entre los tres “estatutos”, reforzada por una evidente reincorporación territorial de estos cuerpos de milicia, a diferencia de los que se iniciaron en la segunda fase de la guerra de independencia. Sin embargo, estos disfuncionamientos, así como la distancia que por estas razones pudimos poner de relieve entre la ley y su aplicación, nos entregan elementos importantes para entender cómo los poderes, ejecutivos y legislativos, conciben y proyectan el funcionamiento “ideal” de una institución como la milicia. En este sentido, explorar lo que llamo la “fábrica de la ley” permite esclarecer el sentido de la ley, su valor heurístico, en este caso la tensión entre la necesidad de hacer de estos cuerpos una institución central del dispositivo de defensa del país y la voluntad de conformarlos según los principios republicanos y democráticos. La leyes y los proyectos de leyes de milicias constituyen en este sentido un “horizonte de las posibilidades” para retomar una noción propuesta por Andréa Slemian (2016: 151) para caracterizar precisamente la invención constitucional liberal cuyos textos y disposiciones normativas contendrían una parte de utopía que los contemporáneos (en esto ya muy “modernos”), esperaban que un día llegaría a cumplirse. Marta Lorente subraya también la dimensión prospectiva de estos textos que nos permiten observar el universo de los posibles que se abren en estos momentos para los actores (véase Lorente Sariñena 2013: 67-80). Tomar en cuenta esta dimensión nos permite al mismo tiempo salir del callejón sin salida teórico que conlleva el debate sobre el “éxito” o “fracaso” de las reformas propuestas. Que fueran o no aplicadas forma parte de la invención política característica de una época y de los actores que las conciben. Fuentes “Acta de la Municipalidad de Caracas” (1826): Caracas, 2 de octubre de 1826, pp. 1011, Academia Nacional de Historia, Folletos. Archivo General de la Nación (Caracas), Fondo República. Sec. Interior y Justicia, 1857-1859, tomos DCXVII y DCXXXIII. El Canario (1830). Fundación Boulton Caracas, Archivos de Gran Colombia.

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Rosti, Pal (1968): Memorias de un viaje por América. Caracas: Universidad Central de Venezuela. Un general, varios jefes, muchos subalternos y una porción de paisanos. Caracas: Reimpr. T. Antero, 1830. Academia Nacional de Historia, Foll 1830 (1131). Velásquez, Ramón J. (ed.) (1963-1971): Las Fuerzas armadas de Venezuela en el siglo xix (textos para su estudio). Caracas: Presidencia de la República, 12 vols. Abreviado como FAV seguido del número de volumen.

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VIOLENCIA Y ORDEN POLÍTICO EN LA ARGENTINA EN LA FORMACIÓN DEL “RÉGIMEN OLIGÁRQUICO”

Eduardo José Míguez Instituto de Estudios Histórico-Sociales, Prof. Juan Carlos Grosso Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires / Universidad Nacional de Mar del Plata Este trabajo se propone discutir el papel de la violencia durante la gestación de lo que suele llamarse en la historiografía argentina el “régimen oligárquico”1. Se diferencian dos formas de rebelión armada; la que promueve un cambio del orden político, y la que tiene lugar dentro del marco del mismo, sin intentar alterar sus bases. Argumenta que en la etapa que va desde Caseros (1852) a la elección de Sarmiento a la presidencia (1868) fue cambiando la definición del conflicto violento, y se fueron estableciendo pautas que continuarían a lo largo de la etapa que se extiende hasta la reforma electoral de 1912. La contraposición entre formas políticas excluyentes características de la etapa rosista dio lugar a la interacción dentro de una clase política hegemónica que aceptaba los lineamientos del orden sociopolítico vigente. Sin embargo, en la medida en que este carecía de mecanismos eficaces para asegurar la legitimidad de origen, no era posible excluir el recurso a la fuerza como una forma de acceso al poder. A pesar de ello, dada la legitimidad del   Véase la descripción más clásica de ese sistema político en Botana (1977); sobre las discusiones más recientes, Míguez (2012b), Sabato (2014). Para el marco latinoamericano, véase, por ejemplo, Dardé Morales/Malamud Rikles (2004) dentro de una amplia bibliografía. 1

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sistema político como tal, y el papel que las elecciones tenían dentro de él, la apelación a la violencia debía complementarse con las formas republicanas para legitimar el resultado de los movimientos de fuerza. Rasgos básicos del régimen político Si bien la Constitución nacional de 1853 y la provincial de Buenos Aires de 1854 establecieron formalmente las bases del régimen político, en realidad sus disposiciones no alteraban los fundamentos del republicanismo democrático que se consolidara en los 16 años subsiguientes a la revolución de 1810 (Botana 2016). La ley electoral de Buenos Aires de 1821, que establecía el voto universal masculino, sin exclusión por instrucción ni por patrimonio o ingresos, se había arraigado también en las otras provincias, y sería reafirmada en esta etapa2. En los años que van de mediados de la década de 1820 a comienzos de la de 1840, sin embargo, en tanto las instituciones republicanas dominaban las formas, incluso en los casos en que limitaban el ejercicio democrático3, en el proceso de dirimir la lucha por el poder en el seno de las élites, la apelación a la movilización popular desempeñó un rol decisivo (Míguez 2003, Ayrolo/Míguez 2012). Caseros marcó el punto de quiebre de esta forma política, que parece haber estado ya en retirada desde los años previos. En la mayor parte de las provincias las élites urbanas lograron establecer un dominio que ya no abrió lugar a una participación autónoma o semiautónoma de los sectores subalternos. En algunas provincias existieron manifestaciones de las viejas irrupciones populares, expresiones de rasgos sociales locales o de mecanismos políticos en retirada, pero fueron manifestaciones extemporáneas, con escaso peso en el sistema político. Las disputas por el poder se dirimían en los juegos internos de las clases dirigentes. Las elecciones eran la forma de definir el acceso a los cargos políticos. Pero esto planteaba una enorme paradoja. Las normas electorales habilitaban a las mayorías sociales. Pero la dinámica política las excluía 2   Sobre la conformación del voto como base del sistema político y la ley de 1821, véase Ternavasio (2002); un ejemplo del fracaso de los intentos de alterar ese régimen, en Bragoni (2010). 3   Sin duda es justa la insistencia de Chiaramonte (2010 entre otros) en el sentido de que aun la concesión de facultades extraordinarias se basaba en principios de la tradición de la república romana.

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de una participación autónoma. De hecho, el porcentaje de participación electoral efectiva respecto del potencial padrón era extremadamente bajo; en general, inferior al 20%. Más aún, solía ser algo más alto en los ámbitos rurales, evidenciando la movilización de clientelas. La forma de emisión del voto, oral y público, condicionaba la participación4. En muchas localidades rurales, e incluso ocasionalmente en las parroquias urbanas, los resultados eran totalmente sesgados: un partido podía obtener la totalidad o casi totalidad de los votos; el resultado podría ser casi exactamente inverso en una circunscripción no tan distante, poniendo de manifiesto el control de las mesas electorales (ejemplos en Míguez 2011). Tanto en la época como en la bibliografía se suele hablar de fraude electoral. Sin duda, la caracterización es adecuada si se la entiende en relación a la distancia existente entre la práctica y la teoría del sufragio en la propia sociedad. Sin embargo, el verdadero problema era de una naturaleza diferente. Con independencia del discurso dominante, que rendía pleitesía a las bases democrático-republicanas del régimen político, los sectores dirigentes no asumían en los hechos que las mayorías sociales debían ser árbitro en la lucha por el poder, ni estas demandaban ejercer tal función a través del voto. Así, el concepto de fraude no es totalmente satisfactorio, porque presupone la posibilidad de un resultado legítimo, alterado por una práctica que no lo es. En realidad, en general en esta etapa los únicos resultados electorales posibles eran los producidos por los mecanismos que en efecto se implementaban. No existían otra alternativa, ya que la mayoría de los ciudadanos no aspiraba a definir el poder por el voto, ni las dirigencias deseaban que lo hicieran. En el plano discursivo, esto se revela en el concepto de “pueblo”. En una democracia republicana, naturalmente, el pueblo es reconocido como el soberano, y se lo invoca como fuente de legitimidad. ¿Pero cómo se define ese pueblo? ¿Quiénes lo integran? Legalmente, la amplia definición de ciudadanía resolvía la cuestión (Sabato 2010). Pero, en la práctica, la mayoría no tenía papel activo en la lucha política y, por lo tanto, ese “pueblo” era una expresión simbólica, que podía ser manipulada por todos los sectores: los triunfantes en 4   La bibliografía que describe los mecanismos electorales es muy amplia y, en general, coincidente sobre sus rasgos básicos. Armesto (1914) es una conocida fuente de época; Ortega (1963) y Chiaramonte ([1975] 2012), referencias clásicas. Algunos de los muchos trabajos recientes sobre el tema, Palti/Sabato (1990), Sabato (1996), Cantón/Jorrat (2005); para ejemplos fuera de Buenos Aires, Tjarks (1963), Navajas (2003), Bragoni (2003). Una mirada de largo plazo, en Míguez (2012a).

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una elección dirían que él los había consagrado, los derrotados, que el “verdadero pueblo” no se había podido pronunciar por haber sido conculcados sus derechos por el fraude. En consecuencia, las elecciones no resultaban un mecanismo suficiente para crear legitimidad de origen. Cuando este régimen político estaba ya en los albores de un proceso de cambio, y las elecciones, sobre todo en Buenos Aires, comenzaban a convocar mayor participación y limitar algo su vulnerabilidad (Hirsch 2016), uno de los más destacados actores políticos, Bernardo de Irigoyen, marcó claramente el problema en una carta al ex presidente Bartolomé Mitre: Las elecciones tranquilas requeridas para la formación del gobierno y para nuestro crédito institucional, lejos de encubrir peligros públicos, producen expansiones legítimas y sometimientos consistentes y pienso que si el acuerdo se promoviera para garantizar los derechos que la constitución confiere a los ciudadanos y preparar una elección presidencial verdaderamente legal y libre tendrá el asentimiento del país.

La clave de la cita está en la expresión “sometimientos consistentes”, vale decir, que los derrotados reconocieran el derecho de los triunfantes a gobernar. “Elecciones tranquilas”, sin embargo, eran aún una imposibilidad; de hecho, Irigoyen reconocía que en “[…] la mayoría de las provincias […] el derecho de votar, las libertades políticas, […]” no existían. Su interlocutor compartía la opinión con un sesgo particular: sería necesario que la república se encuentre en condiciones electorales, y bien sabe todo el mundo que hace por lo menos tres períodos presidenciales que ella se encuentra fuera de esas condiciones5.

Y aquí llegamos al centro del problema. Si diferentes sectores de las élites gobernantes pujaban por el poder sin que existiera un árbitro capaz de dirimir esas luchas, la única alternativa era hacerlo a través de negociaciones y acuerdos, o mediante el uso de la fuerza. Ambos mecanismos estaban a la orden del día. Un núcleo reducido de actores disputaba el poder; se buscaban permanentemente consensos negociados, pero el fracaso de los acuerdos, o   Irigoyen a Mitre, 5/6/1891, y Mitre a Irigoyen, 6/6/1891, en Archivo Mitre, docs. nº 12018 y 12028. La referencia a tres períodos electorales buscaba excluir al del propio Mitre. 5

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las situaciones de monopolio excluyente del poder, llevaban a que grupos alternativos movilizaran los recursos que tuvieran a su alcance para intentar desplazar a quienes habían logrado controlar la administración. Es fundamental destacar que no existía en estas luchas un cuestionamiento al sistema político en sí más allá de la denuncia del fraude. No existían programas de transformación del orden social o político, ni explícitos, ni implícitos. No se buscaban cambios de sistema: tan solo cambios de personal dentro del sistema. El espacio natural de estas luchas fueron las capitales provinciales, involucrando a actores de la campaña y de las provincias vecinas. La intensidad de la confrontación en el seno de las élites locales requiere aún una explicación, pero seguramente influían en ella varios factores; desde la defensa de la preeminencia social, cuya tradición podemos remontar a las contiendas en los cabildos coloniales, hasta el control de recursos económicos a través del gobierno provincial. En todo caso, la apelación recurrente a la violencia dentro del sistema debe ser comprendida en este marco. Por sobre él, existía el plano “nacional”, en su lento y largo proceso de construcción. La disputa por el gobierno central tenía como actores privilegiados a los gobiernos provinciales, en tanto a medida que se consolidaba el gobierno nacional, su interacción en las luchas provinciales fue acrecentándose. La debilidad del mecanismo sucesorio llevó a que en el plano nacional las confrontaciones tendieran a concentrase en torno a las elecciones presidenciales. Ciclos de la violencia La etapa rosista dejó como herencia un discurso y una práctica excluyentes. La vida política había sido concebida como la confrontación de partidos irreconciliables, que representaban la lucha del orden contra la anarquía. La violencia era el inevitable recurso para salvar a la patria de sus enemigos irredimibles. Tras su triunfo en Caseros, Urquiza apeló a la “fusión de partidos” para eliminar la confrontación. Buenos Aires, sin embargo, se separó de la naciente “Confederación Argentina” constituida en 1853, y volvió a apelar al discurso excluyente para dar cuenta de su rebelión. Los conflictos en las élites por el control de las provincias continuaron siendo frecuentes, pero el marco constitucional y de los poderes nacionales favoreció que fueran cambiando lentamente de tono. Durante el rosismo, el discurso confrontativo contenía elementos vinculados a ideas y sistemas políticos

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alternativos. En los dos años posteriores a Caseros, y muy especialmente, en los meses inmediatos a esa batalla, esta confrontación se expresó en varias provincias donde élites urbanas se enfrentaron a caudillos del viejo estilo. Para 1854, sin embargo, estas confrontaciones tendieron a perder vigencia. En el centro y norte del país, los viejos caudillos Federales6 José Mariano Iturbe de Jujuy, Manuel “Quebracho” López de Córdoba, Celedonio “El Peludo” Gutiérrez de Tucumán y José Manuel Saravia de Salta, fueron desplazados por las élites urbanas. En San Juan, en cambio, estas fracasaron en su intento contra Nazario Benavídez, que mantendría su control por unos años buscando una convivencia con sus rivales, hasta ser derrotado y asesinado en 1858. En San Luis, Pablo Lucero fue convencido de ceder su lugar a las élites urbanas sin confrontar. Así, para 1860, viejos jefes provinciales de la era rosista solo sobrevivían en Entre Ríos, donde sin embargo, Urquiza era el principal actor de un programa de reformas, y, curiosamente, en Santiago del Estero, donde el gobierno caudillesco iba a contramano de la alineación política cercana a Buenos Aires de la familia dominante, los Taboada7. Si Buenos Aires seguía batiendo el parche de la vigencia del caudillismo en la Confederación, esto guardaba poca relación con procesos concretos en la mayoría de las provincias. Aun así, la existencia del poder porteño al margen del sistema de la Confederación, y su discurso confrontativo y revolucionario daban a las luchas provinciales un carácter disruptivo del orden político. Si bien en los hechos, muchos de los conflictos eran meras confrontaciones facciosas entre sectores de las élites urbanas, el alineamiento de algunos de ellos con Buenos Aires (en ciertas ocasiones, los propios gobiernos; en otras, la oposición) llevó a que la confrontación apareciera como una lucha por las bases del orden político mismo.Y, en parte, este carácter se prolongó cuando luego de Pavón, ahora con la hegemonía porteña, las provincias se fueron alineando a comienzos de 1862 con el nuevo poder. Las luchas entre dos partidos, el Liberal (a quien algunos de sus enemigos llamaban Unitario, identificándolo 6   Dado que el término “federal” refiere tanto a un arreglo institucional como a una agrupación política, lo utilizaré con mayúscula en el segundo sentido, para evitar confusiones. Lo mismo haré con el término Liberal, para distinguir el partido de la filosofía política, ya que esta última era en buena medida compartida por los Federales, en tanto en general los Liberales propiciaban el arreglo institucional federal. 7   Los Taboada, que llegaron al poder en el año final del rosismo, eran sobrinos del caudillo dominante entre 1821 y su muerte, 30 años después, Juan Felipe Ibarra, y gobernaron en combinación con un hijo de este, Absalón.

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con esa tradición) y el Federal (que, aunque ya no contenía mayormente los rasgos sociopolíticos de la época de Rosas, seguía siendo anatematizado por sus enemigos, identificándolo con aquella tradición) eran aún percibidos como disputas por un orden político general. La hegemonía de Buenos Aires arrastró las situaciones provinciales con pocas irrupciones de violencia (hubo un efímero conflicto armado entre diferentes bandos en Córdoba, y una lucha más sustantiva que involucró a Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca). Las famosas rebeliones del Oeste, comandadas por Peñaloza, expresaban un fenómeno totalmente diferente: una resistencia a la formación misma de un Estado con monopolio de la coerción, en la tradición del bandolerismo social hobsbawniano. Una vez asentado el poder de Buenos Aires, la tendencia que se venía gestando desde la Constitución de 1853, y seguramente desde antes, a aceptar un programa de orden social modernizador de claro contenido liberal, y las normas de un sistema político acorde, tal como se expresaba en la carta orgánica, tendió a hacerse dominante en todos lados. Esto, sin embargo, no eliminó en absoluto las confrontaciones. Cuando se observa la evolución de los gobiernos, en muchas provincias la conflictividad creció o se mantuvo incólume al tiempo que el régimen político se iba consolidando. Lo que cambió fue la forma. En esta etapa se fue haciendo más difícil encuadrar los conflictos en la antinomia de los viejos partidos, preanunciando la necesidad de buscar otros argumentos para justificar las rebeliones. En general, el lugar fue ocupado por el fraude electoral y el exclusivismo en el poder, que impedían la auténtica expresión popular. La elección presidencial de 1868 marcó el final del giro. La guerra externa había reavivado la disidencia interna8, y un intento de rebelión Federal en Cuyo a fines de 1866 contribuyó a fomentar el bandolerismo rebelde de Los Llanos de La Rioja hasta recuperar la dimensión de una insurrección. Estas expresiones no contaron con adhesiones en las dirigencias políticas, incluyendo a las que provenían de la herencia Federal de la Confederación. Así, fueron dominadas sin llegar a poner en peligro el nuevo orden político. Sin embargo, al dar lugar a la operación de contingentes militares importantes en provincias débiles, abrieron la puerta a la acción de fuerzas extra-provinciales en la definición de los poderes locales, con miras a su alineamiento en las   Entre 1865 y 1870 Argentina participó en la guerra contra Paraguay. El reclutamiento de fuerzas para enviar al frente paraguayo dio lugar a resistencias, rebeliones y alzamientos. 8

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elecciones nacionales (Míguez 2012c, 2015). La mayoría de las provincias se vieron involucradas en luchas que guardaban relación con su alineación en la contienda presidencial, y que a su vez expresaban las luchas de las élites urbanas locales por el control de sus provincias. Se preanunciaba así una práctica política que se mantendría con fuerza en los ciclos posteriores. Por un lado, en las sucesiones presidenciales de 1874 y 1880, que dieron lugar a sendos conflictos armados (Míguez 2011, Sabato 2008, Halperin 2009). Pero, sobre todo, en los recurrentes conflictos provinciales por el poder. En la próxima sección de este trabajo analizaremos brevemente algunos de los hechos de violencia en las provincias en la etapa que va de 1862 a 1868, para ilustrar cómo se fue diluyendo la disputa sobre el orden político como tal, siendo reemplazada por una lucha que se fundamentaba en la defensa de las instituciones vigentes. No seguiremos un orden cronológico estricto ya que, en el conflicto en Salta, que analizaremos en primer lugar, aún resonaron voces que intentaron encuadrarlo en la confrontación agónica entre los viejos partidos, pero ya en él, y en los otros dos casos estudiados, se perfilan los nuevos rasgos que adquirirá la apelación a la violencia. Formas de la violencia en la gestación del régimen oligárquico A comienzos de 1864 las provincias del extremo norte fueron conmovidas por un hecho que no parece haber tenido en su origen contenido político. Una rebelión que comenzó como una simple protesta de milicianos por salarios impagados, fue politizándose principalmente por la intención de los sublevados de aprovechar la coyuntura para llevar a cabo desmanes y depredaciones. El gobierno de Juan Uriburu, ya al fin de su mandato y fuertemente desprestigiado, intentó sin embargo mostrar el movimiento como una montonera Federal a fin de buscar respaldo externo a su provincia para perpetuar el poder familiar. En un primer momento fue innecesario, ya que con la asistencia de sus familiares José y Napoleón Uriburu, el gobernador sofocó el movimiento sin grandes dificultades y logró instalar un comandante afín en el regimiento nacional local. Sin embargo, las elecciones para la sala de representantes, que elegirían a su sucesor (el gobernador pretendía que fuera su sobrino José) no le habían sido favorables: un integrante de su partido explicaba por qué. El exclusivismo de la familia Uriburu había generado resistencias en la élite salteña:

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La familia de Uriburu, que Vd. conoce, odiada y con razón, por todo el pueblo de Salta, logró apoderarse ahora dos años del gobierno de esta provincia. Desde entonces desapareció para Salta la Justicia, la paz, la armonía de las familias. Los atentados se sucedían unos a otros con lujosa rapidez, y la corrupción minó los resortes de la administración pública9.

El candidato que reunía apoyos, gracias a la alianza de sectores Liberales y Federales en contra de los Uriburu, era el joven médico Cleto Aguirre, por entonces diputado nacional, y que había desarrollado su breve carrera política entre los Liberales. Los Uriburu intentaban mostrar la oposición en la legislatura como una escalada “del viejo partido personalista”, y buscaban apoyo en el orden nacional y en las provincias vecinas. Los gobernadores de Tucumán y Santiago del Estero se mostraban dispuestos a no dejar pasar la oportunidad de injerirse en los asuntos salteños. Finalmente, el 8 de mayo, la víspera del día en que debía reunirse la legislatura, José Uriburu, con el apoyo de la Guardia Nacional que comandaba, y sin oposición de las tropas nacionales, cuyo mando era ahora afín, desplazó del poder a su tío, se hizo investir como gobernador, cerró el diario de la oposición, tomó prisioneros a los legisladores y obligó a su presidente, el Liberal Segundo Díaz de Bedoya, a redactar una carta reconociendo su poder10. Uriburu se dirigió al gobierno nacional argumentando que el golpe era contra “los hombres de Urquiza y Derqui” y, en base a la carta que le había obligado a firmar, informaba que el presidente de la legislatura aprobaba lo actuado. Pero Bedoya logró huir de su cautiverio, y desde la vecina localidad de La Caldera encabezó un gobierno legalista opuesto a la revolución. Se dirigió al gobierno nacional informando sobre la situación. En Buenos Aires, la prensa Liberal apoyaba el movimiento de Uriburu11. El presidente Mitre informó al Congreso de lo ocurrido, rechazando la revolución, y solicitó la intervención federal de la provincia12. A su vez, daba enfáticas indicaciones a los gobernadores de Tucumán y Santiago del Estero para que se abstuvieran de intervenir. Acordes a sus antecedentes, estos se mostraban susceptibles al 9   Pedro José Frías a Marcos Paz, 7/6/1864, en Paz (1959: T. II, 201-203). Es posible que también haya influido el hecho de que el anterior comandante militar nacional no era afecto a los Uriburu. 10   La Nación Argentina, 3/7/1864. 11   La Tribuna, 10/7/64. 12   La Nación Argentina, 3/7/1864.

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argumento de que se trataba de una reacción Federal, pero, con prudencia, prefirieron no obrar sin la aprobación del gobierno nacional13. Mientras el Congreso Nacional en Buenos Aires debatía la intervención, la situación ya había cambiado. El interior de Salta, y en especial los jefes Federales de la frontera, apoyaron el gobierno de Bedoya y sitiaron la ciudad. José Uriburu y las fuerzas nacionales resistieron por un tiempo, pero finalmente dispersaron sus tropas e intentaron huir. La prensa de Santiago y Tucumán atacaba a la nueva situación, pero los gobiernos se abstuvieron de tomar parte en los acontecimientos. Bedoya gobernó interinamente la provincia y se aprestó a que se efectuaran las postergadas elecciones de nuevo gobernador. Finalmente, la legislatura eligió a Aguirre. La nueva situación no tardó en manifestar su adhesión al gobierno nacional. Un amigo del vicepresidente Marcos Paz, José Frías, que declaraba haberse sumado a la resistencia al golpe uriburista por su ilegalidad y por los abusos de la familia, declaraba que “en Salta no tenemos otra bandera que la Nacionalidad Argentina, más deseo que la paz, y el respeto al Gobierno Nacional de la República”14. No solo Cleto Aguirre restableció su contacto con el presidente, sino incluso integrantes de la legislatura considerados Federales, como Isidoro López y el sacerdote Emilio Castro Boedo, escribieron al presidente manifestando sus profundas convicciones liberales: “Liberal por convicción y por principios”, decía López, “[…] sin haber pertenecido un momento al partido de la ferocidad y las violencias”; “como el más firme y franco liberal entre los salteños liberales”, afirmaba Castro Boedo, “ningún caudillo urquicista, derquista o chachista que figuraron hasta Pavón, [...], ha figurado en nuestras filas”, y sostenía que su pasado (en que había defendido la Confederación contra Buenos Aires) se debía a su respeto a la autoridad15. Terminado el incidente, en carta a Bedoya, Mitre reafirmaba su reprobación pública y privada de la revolución uriburista y en especial la participación de las fuerzas nacionales, a la vez que solicitaba moderación y cumplimiento de la ley a las nuevas autoridades. En diciembre, el presidente envió un nuevo comandante a Salta, con estrictas órdenes de no inmiscuirse en los

  José Posse a Marcos Paz, 30/5/1864, en Paz (1959: T. II, 198-200).   Frías a Paz, cit.: 203. 15   Castro Boedo a Mitre, 13/6/1864, y López a Mitre, 11/10/1864, en Mitre (1911: T. XXVI, 303-311). La fecha de la segunda es dudosa, ya que Mitre agregó: “contestada el 25 de agosto”). 13 14

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asuntos provinciales sin expresas indicaciones del gobierno nacional. Por unos meses hubo cierta revancha política contra los derrotados –uno de los problemas consistía en definir si eran patrimonialmente responsables por los gastos en que el erario público había incurrido–, pero las cosas se calmarían con el tiempo. Como puede verse, más allá de la intención de encuadrar el conflicto en una lucha entre los viejos partidos, de hecho, fue una refriega entre sectores de la élite salteña que se disputaban el poder, sin poner en duda el orden nacional.16 El segundo incidente que analizaremos tuvo lugar en la provincia de Córdoba e involucró solo fuerzas autodefinidas como Liberales. Tras el triunfo de Mitre en Pavón, un movimiento revolucionario desplazó al gobernador Fernando Allende, que había sido impuesto por el presidente de la Confederación, Santiago Derqui17, antes del triunfo porteño y tras deponer al gobernador electo Félix de la Peña. Córdoba era una caldera de confrontaciones políticas: en el Liberalismo podrían identificarse dos facciones principales; una “moderada”, a la que pertenecía De la Peña, y una ultra liberal, cuya figura más notoria era Justiniano Posse. Hablando de los segundos, diría Wenceslao Paunero (delegado militar de Mitre) al ministro de Guerra,“se titulan liberales con exclusión de todo el mundo, aún del mismo Garibaldi ó Bartolomé Mitre si se presentase aquí”18. Mitre observaría: “Puede dejar de lado a los liberales y el liberalismo sui generis de Córdoba y teniendo más fe en las cosas que en los hombres de la nueva situación, espero que todo ha de ir lo mejor posible”19. Desde luego, más allá de su caracterización, no se trataba de una diferenciación doctrinaria, si no de la lucha por el poder. El grupo que se apoderó de la situación respondía a los ultras y no estaba dispuesto a reinstaurar el gobierno de De la Peña. Tanto De la Peña como Justiniano Posse tenían sus apoyos militares, y en algún momento Paunero incluso temió “que se fueran a las manos”. Tras negociaciones y presiones, De la Peña debió renunciar a su aspiración a gobernar, y Posse quedó en una situación de fuerza, que le permitió hacerse elegir mandatario provincial meses después. Se desarrolló entonces una sorda lucha entre los moderados, que contaban con el apoyo

  Coinciden en esta visión Quintian (2012) y Navajas (2012).   Derqui sucedió a Urquiza y atravesó varias etapas de afinidad y confrontación con Buenos Aires, hasta el conflicto final en la batalla de Pavón, a fines de 1861. 18   15/1/62, en Mitre (1911: XI, 13). 19   Museo Mitre. Archivo Paunero. Mitre a Paunero, 27/1/1862. 16 17

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de las fuerzas nacionales, y los ultras, que lograron imponer sus candidatos para diputados al nuevo congreso nacional que se reuniría meses después, en elecciones fuertemente controvertidas. Resuelto este nuevo conflicto tras repetidas negociaciones, la situación parecía estabilizarse, pero la fugaz ocupación de la capital provincial por rebeldes Federales en junio de 1863 cambió la situación. Al mando de fuerzas nacionales, Paunero los derrotó fácilmente en el combate de Las Playas. Ante su fracaso en contener a El Chacho, la rebelión en su contra de comandantes rurales afines a los moderados, y la presión de Paunero, Posse se vio obligado a renunciar y los moderados recuperaron el poder. Antes de dos años, sin embargo, en marzo de 1865, una fracasada revolución dio lugar al asesinato de Justiniano Posse, a quien se responsabilizaba del intento. El gobernador Roque Ferreyra pidió la injerencia federal para demostrar su inocencia. La misión fue llevada a cabo por el propio ministro del Interior, que no logró, pese a intensas presiones, que el gobernador Liberal, supuestamente cercano al mitrismo, renunciara. El inicio de la guerra del Paraguay obligó a Guillermo Rawson a regresar a Buenos Aires sin completar su misión. Nuevamente, vemos un conflicto entre sectores de las élites locales, fuerzas nacionales que se involucran, y una participación más bien marginal de comandantes de campaña. La irrupción de los Federales riojanos fue, en este caso, solo un catalizador de situaciones internas que involucraban a las facciones Liberales. El siguiente caso que traeremos a colación involucró a los lejanos parientes de Posse del Norte. José Posse, hombre clave del poder en Tucumán, apoyaba la candidatura presidencial de Sarmiento. Pero la situación en la provincia era compleja. Desde comienzos de 1867 el gobernador (Wenceslao Posse) intercambiaba cartas con el vicepresidente Marcos Paz sobre el conflicto entre los Liberales locales, afirmando que, pese a sus esfuerzos, no lograba unirlos. No es evidente, sin embargo, que esos esfuerzos fueran muy genuinos, y pareciera que el clan Posse de Tucumán manejaba los asuntos de la provincia a su antojo. Para fines de junio la situación estalló en una revolución que extrajo por la fuerza la renuncia de Wenceslao Posse y expulsó a sus acólitos de la legislatura o los obligó a aceptar la renuncia. Un año más tarde, en carta a Sarmiento, José Posse atribuiría la caída de su facción a su compromiso con la candidatura de su interlocutor20. Según él, sectores del gobierno nacional y sus   Museo Mitre (1911: 172/3).

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vecinos de Santiago del Estero estimularon y apoyaron a la oposición para que perpetrara el movimiento que los desplazó. Que Posse atribuyera su caída en carta al presidente electo al respaldo a su candidatura puede explicarse como el intento de comprometer el apoyo de su amigo para su reposicionamiento en el poder. Los historiadores de Tucumán (Bravo 1999/2000, Macías 2007, Navajas 2012) han destacado en cambio la persistencia y exclusivismo de la familia Posse, y la impopular figura de su aliado el Cura (José María) Campo, como la causa de la revolución. Las circunstancias hacen improbable que el gobierno nacional estuviera implicado en la revolución, y en tanto es posible que algunos sectores la vieran con simpatía, otros seguramente no. La acusación al gobernador Taboada de Santiago del Estero tiene más sustancia. Es reveladora la carta de David Zavalía (uno de los dirigentes de la revolución): Hemos tomado todas las precauciones necesarias para hacer más difícil un golpe de mano, y se han apresado a los individuos más capaces para ello, y los más sospechosos de adictos al Cura […] No hay división entre los hombres que sostienen la actualidad de la provincia como creen los caídos de la revolución de Junio, y si bien no todos están conformes en la cuestión candidaturas para la presidencia, no creo que esto nos pueda traer división que nos sea fatal y que ponga en peligro la situación21.

El texto deja en claro que la cuestión presidencial no era el factor aglutinante de la oposición a los Posse, si no la lucha por el poder local. En los meses siguientes, sin embargo, la situación política en numerosas provincias se vería afectada por la cuestión electoral nacional, con intervención de fuerzas externas. Las provincias afectadas fueron Córdoba, Catamarca, La Rioja, Santa Fe, y Corrientes. También Mendoza sufrió alteraciones políticas en 1867, aunque con menor injerencia externa22.Vale decir, en la mitad de las 14 provincias hubo confrontaciones en las élites locales en vísperas de las elecciones nacionales de 1868 que incidieron sobre su resultado. En la mayoría, como en Tucumán, fueron condiciones locales las que dispararon los conflictos, y cuando no, (sobre todo, en La Rioja y Catamarca) las fuerzas externas buscaron con éxito facciones locales a las que aliarse.

  Zavalía a M. Taboada, 6/1/1868, Taboada (1929: T.V, 242).   Míguez (2015), Ruiz Moreno (1963), Buchbinder (2004: 154-159), Bragoni (2010).

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Conclusiones Si bien cada revolución provincial tiene su propia historia, sus causas, sus particulares desenlaces, en los tres casos que hemos considerado se trató de conflictos por el poder dentro de las élites provinciales. Un incidente de rebeldía de sectores subalternos contribuyó a sazonar el caso de Salta, y allí la intervención de los comandantes de frontera, suerte de caudillos locales, tuvo un peso significativo. En esencia, sin embargo, fue un conflicto entre sectores de la dirigencia urbana en torno a una elección de gobernador, que involucró a actores regionales y nacionales, y cuyo resultado reafirmó el orden político. En Córdoba, la lucha involucró solo a sectores Liberales, más allá de que la breve invasión de la montonera Federal creara una ocasión favorable a una presión política. La intervención de los comandantes rurales fue solo en apoyo de facciones de las élites urbanas. El incidente de Tucumán tuvo características similares. También allí la fuerte concentración de poder por parte de una facción Liberal dio lugar a una reacción dentro del mismo partido. El apoyo a la revolución provino de milicias urbanas, desafectas al gobierno. En ninguno de los tres casos la apelación a las armas puso en duda el orden institucional general. Dos de ellos fueron rebeliones fracasadas en contra del orden local. En Salta, donde las elecciones habían sido dominadas por la oposición, la revolución fue un intento de continuidad del gobierno, que buscó infructuosamente apoyos externos ante su gran impopularidad. En Córdoba, al perder Justiniano Posse el poder, perdió la capacidad que había mostrado de controlar elecciones. Su intento revolucionario le costó la vida. En Tucumán la oposición no participó en las elecciones por considerarlas manipuladas por el poder, y su posterior revolución contra un orden desprestigiado fue exitosa. Logró luego legitimarse forzando la renuncia de las autoridades depuestas, y el poder nacional aceptó la situación, en parte por conveniencia política, en parte por incapacidad para intervenir eficazmente. Estas formas de acción armada dejaban atrás la disputa por el orden político general, preanunciando una nueva etapa. La ausencia de mecanismos de legitimación de los poderes, y en consonancia, de formas de sucesión que abrieran la perspectiva de una alternancia en el poder, crearon las condiciones para la pervivencia de expresiones violentas de lucha política. Y la interacción de los gobiernos provinciales en la competencia presidencial, impulsó la intervención del poder central en las provincias, que se hizo creciente en las etapas posteriores a la aquí analizada. Así, la consolidación

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de un orden político general que llegaría a durar exactamente medio siglo, mantuvo una recurrente cuota de violencia cuyos rasgos básicos eran ya visibles en los conflictos de la etapa inicial. Bibliografía Armesto, Félix (1914): Mitristas y alsinistas, (1874). Buenos Aires: Alsina Editor. Ayrolo, Valentina/Míguez, Eduardo (2012): “Reconstruction of the Socio-Political Order after Independence in Latin America. A Reconsideration of Caudillo Politics in the River Plate”. En: Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, 2012, pp. 107-131. Botana, Natalio (1977): El orden conservador. Buenos Aires: Sudamericana. Botana, Natalio (2016): Repúblicas y monarquías. Buenos Aires: Edhasa. Bragoni, Beatriz (2003): “Gobierno elector, mercado de influencias y dinámicas políticas provinciales en la crisis argentina del ’90 (Mendoza 1888-1892). En: Entrepasados 24/5, pp. 66-99. Bragoni, Beatriz (2010): “Cuyo después de Pavón. Consenso, rebelión y orden político, 1861-1874”. En: Bragoni, Beatriz/Míguez, Eduardo (eds.): Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880. Buenos Aires: Biblos. Bravo, María Celia (1999/2000): “Poder provincial, dinámica regional y Estado nacional. El norte argentino 1852-1880”. En: Travesía, 3 y 4, pp. 57-89. Buchbinder, Pablo (2004), Caudillos de pluma y hombres de acción. Buenos Aires: Prometeo. Canton, Darío/Jorrat, Raúl (2005): Elecciones en la ciudad. 1864 2003.Tomo I (18641910). Buenos Aires: Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. Chiaramonte, José Carlos (2010): “The ‘Ancient Constitution’ after the Independences (1808-1852)”. En: Hispanic American Historical Review, 90, 3, pp. 455-488. Chiaramonte, José Carlos ([1975] 2012): Nacionalismo y liberalismo económicos. Buenos Aires: Edhasa. Dardé Morales, Carlos/Malamud Rikles, Carlos Daniel (coords.) (2004): Violencia y legitimidad. Política y revoluciones en España y América Latina, 1840-1910. Santander: Universidad de Cantabria. Halperin Donghi,Tulio (2009): “Buenos Aires en Armas”, Entrepasados, 35, pp. 168-175. Hirsch, Leonardo (2016): “La República Proporcional de Buenos Aires (1890-1898). La consagración de los partidos políticos en la Argentina”, tesis de doctorado, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Macías, Flavia (2007): “Violencia y política facciosa en el norte argentino. Tucumán en la década de 1860”. En: Boletín Americanista, LVII, 57, pp. 15-34. Míguez, Eduardo José (2003): “Guerra y orden social en los orígenes de la Nación Argentina, 1810–1880”. En: Anuario IEHS, 18, pp. 17-38. Míguez, Eduardo José (2011): Mitre montonero. La revolución de 1874 y el sistema político en la organización nacional. Buenos Aires: Sudamericana.

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CAUDILLISMO Y RESISTENCIA POPULAR A LA EXPANSIÓN DEL ESTADO NACIONAL EN EL INTERIOR ARGENTINO A COMIENZOS DE LA DÉCADA DE 1860

Gustavo L. Paz Universidad Nacional de Tres de Febrero y Conicet/ Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani-Universidad de Buenos Aires

Violencia y orden político en la Argentina del siglo xix La violencia fue parte integral de la vida política argentina en las décadas que sucedieron a su independencia. Un cálculo aproximado muestra que en los 70 años que median entre 1810 y 1880 las provincias argentinas experimentaron 50 de guerra y solo 20 de paz. En 1820 la doble disolución del Congreso Constituyente y del gobierno central abrió un periodo de enfrentamientos que la historiografía argentina denominó “guerras civiles”. Hasta 1852 ese enfrentamiento se delineó en torno a las luchas por la organización política entre dos “partidos” con propuestas antagónicas: unitarios (centralistas) y federales (confederacionistas). Luego de ese año –abierto por la batalla de Caseros, que precipitó la caída del gobernador de Buenos Aires y hombre fuerte de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas– los “treinta años de discordia” que le siguieron estuvieron signados por los conflictos

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derivados de los intentos por parte del Estado central de nacionalizar sus instituciones y de someter a las situaciones provinciales a su autoridad1. Desde sus inicios, observadores y estudiosos de las guerras civiles argentinas han intentado dilucidar sus orígenes. Los más perspicaces de ellos –José María Paz y Domingo Faustino Sarmiento– encontraron en las tendencias democráticas e igualitarias de la sociedad argentina, canalizadas en una amplia militarización, el factor principal que explicaba el ciclo de guerras civiles y la aparición de jefes militares provinciales, a quienes ellos denominaron caudillos. El general José María Paz, activo partícipe de las guerras civiles de la primera mitad del siglo xix, esbozó una lúcida explicación del origen de esos conflictos políticos en sus Memorias póstumas (1854). Para Paz, el surgimiento de las luchas civiles hacia 1820 se debía a la lucha de la parte más ilustrada contra la porción más ignorante; en segundo lugar, la gente de campo se oponía a la de las ciudades; en tercer lugar, la plebe se quería sobreponer a la gente principal; en cuarto, las provincias, celosas de la preponderancia de la capital, querían nivelarla; en quinto lugar, las tendencias democráticas se oponían a las miras aristocratizantes y aun monárquicas... Todas estas pasiones, todos estos elementos de disolución y anarquía se agitaban con una terrible violencia y preparaban el incendio que no tardó en estallar2.

Militar formado en las guerras por la independencia, Paz descubría en la movilización bélica de las poblaciones rurales la manifestación de las tendencias democráticas que marcaron los conflictos políticos en el Río de la Plata. Y situaba el inicio de estas tendencias hacia 1815 cuando, por influjo del “archicaudillo” oriental José Gervasio Artigas, habían comenzado a aflorar entre los “pueblos” –aun en Buenos Aires– las ideas federales (“anarquistas” era el término que empleaba) que llevaron al derrumbe de las autoridades centrales en 1820. El otro gran observador de las guerras civiles, Domingo Faustino Sarmiento, apuntaba que las luchas políticas de las que fue partícipe desde su juventud eran producto del enfrentamiento entre dos ámbitos físicos y culturales

 La bibliografía sobre las guerras civiles argentinas es vastísima. Una introducción general y guía bibliográfica puede encontrarse en Gustavo L. Paz (2007). La expresión “treinta años de discordia” para caracterizar al periodo que se abre en 1852 y cierra en 1880 es de Tulio Halperin Donghi (1980). 2   Paz ([1854] 2000: I, 295-296). 1

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radicalmente diversos, la ciudad y la campaña. En su Facundo. O civilización y barbarie (1845), Sarmiento esbozó una explicación de los orígenes profundos de esas luchas cuyas raíces creía identificar en los elementos contrarios, invencibles, que se chocan; hubiéranse asignado su parte a la configuración del terreno y de los hábitos que ella engendra; su parte a las tradiciones españolas y a la conciencia nacional, inicua, plebeya, que han dejado la Inquisición y el absolutismo hispano; su parte a la influencia de las ideas opuestas que han trastornado el mundo político; su parte a la barbarie indígena; su parte a la civilización europea; su parte, en fin, a la democracia consagrada por la Revolución de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad3.

Para Sarmiento y Paz esas tendencias igualitarias abiertas por la revolución fueron dirigidas por poderes militares provinciales que se apoyaban en el control que ejercían sobre poblaciones rurales ya movilizadas. Estos caudillos, cuyas tropas –observaba el general Paz– oponían a los ejércitos regulares una “guerra de entusiasmo” que él encontraba deplorable pero muy efectiva, fueron personajes centrales en la política argentina hasta bien entrado el siglo xix, cuando, desde Buenos Aires y con el apoyo de las pequeñas oligarquías liberales provinciales, el gobierno central logró someterlos a su autoridad. Como observara oportunamente Tulio Halperin Donghi, las élites urbanas tardo-coloniales del Río de la Plata (a las que pertenecían por cuna Paz y Sarmiento) vieron drásticamente disminuidos su poder y fortuna desde la revolución. El vacío dejado por estas élites –cuyo lugar privilegiado se puso en cuestión sobre todo en las provincias– fue cubierto por nuevos actores, los caudillos, quienes, a caballo de la movilización por la guerra, cimentaban su recientemente adquirido poder en el reclutamiento y manejo de milicias rurales que respondían a su mando4. La activa participación popular en la política posrevolucionaria continuó hasta la década de 1870, en particular en el interior argentino. Según un acertado análisis, la profunda movilización popular de la primera mitad del siglo xix respondía a la apelación de las élites a los sectores populares para dirimir sus conflictos de facción. La ausencia de un consenso dentro de las élites rioplatenses que les permitiera resolver sus enfrentamientos condujo a choques 3 4

  Sarmiento ([1845] 1977: 10).   Halperin Donghi (1972).Véase en particular la conclusión, 380-404.

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violentos en los que involucraron a los sectores populares ya movilizados desde la guerra de la independencia. El reclutamiento forzoso de tropas y las acciones de los cuerpos milicianos en las luchas políticas de las élites se transformaron en disruptores del precario orden establecido desde 18105. La forma que tomó la movilización miliciana en las guerras civiles argentinas del siglo xix fue la montonera. Heredera de las milicias rurales movilizadas a partir de las guerras de la independencia, las montoneras estaban compuestas por “gauchos”, pobladores de las campañas rioplatenses devenidos en soldados, que tenían diversas inserciones en las estructuras productivas rurales, desde pequeños propietarios hasta arrendatarios y peones. Prestaban lealtad a un jefe militar a quien los unía una proximidad física o simbólica, pero también la certeza de que podían requerirle protección en caso de necesidad o dificultades, y de quien esperaban una modesta recompensa por su participación en la guerra. Además de la indiscutible capacidad de movilización miliciana, estos personajes compartían con sus seguidores un estilo de vida que los acercaba –real o simbólicamente– a sus gauchos6. En este trabajo me propongo analizar las formas de acción popular colectiva y su liderazgo en una provincia del interior argentino, La Rioja, a comienzos de la década de 1860, cuando las milicias provinciales a las órdenes de Ángel Vicente Peñaloza (el Chacho) se levantaron contra la intromisión de las tropas enviadas por el gobierno nacional para someter la situación política provincial. Este ejercicio de análisis implica, en primer lugar, una descripción de los acontecimientos para luego ensayar una interpretación de los mismos en torno de los siguientes aspectos: contexto político, organización, liderazgo, motivación e ideología. Buenos Aires a la conquista del interior: La Rioja, 1861-1863 En septiembre de 1861, después de casi diez años de separación del resto de las provincias argentinas organizadas en república federal por la Constitución de 1853, el triunfo de Buenos Aires sobre la Confederación en la batalla de Pavón le abrió la posibilidad a la provincia porteña de reunificar políticamente   Míguez (2003: 17-38).   Halperin Donghi (2000: 19-48). Puede encontrarse una aproximación innovadora sobre el caudillismo en las provincias rioplatenses en Goldman/Salvatore (1998). 5 6

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el país. Desde Buenos Aires y con el apoyo de las pequeñas oligarquías liberales provinciales, el gobernador y encargado del poder ejecutivo nacional, Bartolomé Mitre, acometió el sometimiento al Estado nacional de los poderes militares locales que defendían las autonomías federales en el interior. Inmediatamente después de Pavón, Mitre se lanzó a la conquista del interior. El primer problema que debió enfrentar su administración fue vencer las resistencias provinciales al nuevo orden. Esas resistencias provinieron de dos frentes: la provincia de Buenos Aires, cuya clase política veía con malestar que su ciudad capital pasara al ámbito federal (conflicto que solo se resolvería en 1880), y los jefes federales de las provincias del interior que desconfiaban de los planes políticos de los liberales de Buenos Aires y veían en el orden inaugurado en Pavón un nuevo intento porteño de avasallar sus autonomías. En las provincias, el plan de Mitre fue aceptado solo por una pequeña minoría. En varias de ellas se impusieron por la fuerza gobiernos liberales que desplazaron a los federales después del triunfo de Buenos Aires. Los integrantes de estos elencos políticos eran miembros conspicuos de las élites “letradas” provinciales, que contaban con fortuna, educación y experiencia política que los convertía en intermediarios privilegiados entre sus provincias y el nuevo orden nacional basado en Buenos Aires7. Su situación política era precaria:

  La relación entre Buenos Aires y el resto de las provincias y el lugar de la primera en la política argentina han sido tratados con profusión por la historiografía. Buenos Aires encabezó en repetidas oportunidades la organización de las provincias rioplatenses en las décadas de 1810 y 1820, intentos que terminaron en fracaso por la resistencia de las mismas provincias. En ausencia de un gobierno central, entre 1827 y 1852 las provincias se gobernaron de manera independiente en un sistema confederal. En 1852 la derrota del gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, a manos de una coalición de provincias liderada por el gobernador federal de una de ellas, Justo José de Urquiza, habilitó la convocatoria a un congreso constituyente que sancionó la primera Constitución aceptada por casi todas las provincias en 1853. La única que la rechazó fue Buenos Aires, que se resistió a la pérdida de su capital, la ciudad homónima, sede propuesta de los poderes nacionales y a la distribución de las cuantiosas rentas de su próspera aduana. Esto condujo a un cisma a lo largo de casi una década entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires. La batalla de Pavón inauguró un nuevo intento de organización encabezado por Buenos Aires, liderado por su gobernador y luego presidente, Bartolomé Mitre. Sin embargo, la provincia díscola de Buenos Aires no cedió su capital a la nación sino hasta 1880 y solo luego de la derrota de las fuerzas provinciales porteñas a manos de los ejércitos nacionales. Sobre estos temas clásicos de la historia argentina puede consultarse Chiaramonte (1993: 81-127) y Botana (1993: 224-255). 7

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aislados en las ciudades capitales, no controlaban las áreas rurales ni movilizaban (salvo excepciones) a las milicias provinciales en favor de la causa liberal. En consecuencia, dependían de la crecientemente activa intervención de las tropas nacionales para sostenerse en el poder8. En el interior, el federalismo era aún la opción política de la mayoría. En las provincias todavía existían caudillos federales de gran popularidad entre la población rural que seguían el distante pero siempre presente liderazgo del antiguo presidente federal de la Confederación, Justo José de Urquiza. Para ellos, el triunfo de Buenos Aires, de la que habían aprendido a desconfiar desde la independencia, solo podía significar una mayor ruina para las provincias del interior. Este sentimiento de desconfianza era más fuerte en las provincias del oeste del país, que resistieron más vigorosamente la reorganización política liderada por Buenos Aires. Entre ellas, La Rioja se destacó a lo largo de la década de 1860 por la fiereza de su resistencia a la expansión del dominio de Buenos Aires y por la lealtad al federalismo y a la figura de Urquiza, de quien esperaban una reacción. Según observaba un corresponsal del presidente Mitre en viaje por la región, el federalismo era muy popular en La Rioja, donde había notado que allí reinaba la mazorca en todo el furor, pues que los militares vestían de chiripá, sabanilla y gorra, todo colorado, y que esta última llevaba una cinta de divisa del mismo color, y que á cara descubierta gritaban en las jaranas ¡Viva Urquiza! ¡Muera Mitre!9.

Entre 1862 y 1863 la acción del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza (el “Chacho”) en defensa de la autonomía provincial fue decisiva. Liderando vastas montoneras de gauchos, campesinos oriundos de los llanos de La Rioja y de las provincias vecinas, empobrecidos por la guerra civil y hambrientos de tierra y agua, y desplazado él mismo de la preeminencia política en su   Para una caracterización del periodo puede consultarse Halperin Donghi (1980). Se avanzan nuevos enfoques sobre la formación del orden político argentino entre 1850 y 1880 en Bragoni/Míguez (2010). 9   Carta de Juan Francisco Orihuela a Ricardo Vera, Jachal, 14 de septiembre de 1862, en Archivo del General Mitre (AGM), tomo XI, p. 258. Las citas de fuentes mantienen la ortografía y sintaxis presentes en el original. El rojo o colorado (conocido también en el Río de la Plata como “punzó”) era el color de la divisa federal. A él se contraponía el azul (o azul celeste) de los unitarios y luego, los liberales. La “mazorca” hace referencia a una organización que perseguía a los opositores políticos al federalismo en algunos momentos del gobierno de Juan Manuel de Rosas. 8

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provincia por los gobiernos liberales apoyados por Buenos Aires, Peñaloza se rebeló contra el gobierno nacional en dos oportunidades. El gobierno nacional enfrentó la rebelión del federalismo del interior con violencia. Las autoridades identificaron de “montoneras” a estas movilizaciones y calificaron de “montoneros” a los sectores rurales que las integraban, criminalizando de esta manera a la movilización rural. La “guerra de policía”, como se llamó a la represión de los levantamientos acaudillados por el Chacho, estuvo a cargo de las tropas porteñas comandadas por oficiales orientales (uruguayos) veteranos de las guerras contra el rosismo, general Wenceslao Paunero y coroneles José Miguel Arredondo e Ignacio Rivas, en quienes Mitre había confiado esas tareas. Las operaciones fueron supervisadas por el comisionado de guerra y gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento, acérrimo opositor del Chacho y las montoneras. En 1862 el Chacho movilizó sus tropas en apoyo del gobernador federal de Tucumán Celedonio Gutiérrez, quien era amenazado por los hombres fuertes del norte, los hermanos Taboada, que gobernaban en la vecina provincia de Santiago del Estero, a quienes Mitre había incorporado a su órbita desde fines de la década anterior. Después de haber sido derrotado en Tucumán, el Chacho retornó a La Rioja y desde allí puso sitio y ocupó la ciudad de San Luis. Mitre autorizó al general Paunero a llegar a un arreglo de paz con Peñaloza prometiéndole una amnistía a cambio de la deposición de las armas mediante un tratado (el de la Banderita) firmado en mayo de 1862. Peñaloza y los federales del interior esperaban ansiosamente que su líder político, el general Urquiza, se pusiera a la cabeza de un amplio movimiento que restaurara el predominio federal sobre el país, que derrocara a Mitre y a la orgullosa Buenos Aires. La paz con las fuerzas nacionales les permitía ganar tiempo y recuperar las fuerzas de sus empobrecidos seguidores. El Chacho y Urquiza intercambiaron correspondencia en ese momento, pero su apoyo a los federales riojanos nunca se hizo efectivo. En 1863 el Chacho movilizó a su montonera una vez más. En carta al presidente Mitre explicaba las razones de su rebelión: los abusos cometidos por las tropas nacionales contra él y sus gauchos no le dejaban opción. Luego de haber apoyado una rebelión federal en Córdoba en mayo, fue completamente derrotado en la batalla de Las Playas en junio de 1863. Peñaloza retornó a La Rioja donde a fines de ese año fue muerto a lanzazos frente a su familia por un destacamento del ejército nacional. En un acto que recordaba las atrocidades cometidas por las tropas rosistas en los primeros años de la década de

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1840, la cabeza cercenada del Chacho fue puesta en una pica y exhibida públicamente como símbolo de castigo ejemplar para sus seguidores. Esta cruel acción mereció la condena de federales como José Hernández (el autor de Martín Fierro), quien en su Rasgos biográficos del General Ángel Vicente Peñaloza denunciaba a los liberales por el violento asesinato: [E]l partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso, acaba con sus enemigos cosiéndolos a puñaladas, mientras que los liberales porteños y provincianos (como Sarmiento) justificaban que ese castigo era el apropiado para un salteador que obstaculizaba la organización del país10.

Federalismo, caudillo y montoneras ¿Por qué el federalismo era tan popular en La Rioja? La pregunta sobre la lealtad de la población rural al federalismo ya se la había hecho Sarmiento al reflexionar poco después de esos hechos, en los que había tomado parte como gobernador de San Juan y director de la guerra. Sarmiento encuentra en el árido paisaje de los Llanos riojanos (la “Travesía”) las claves para entender este interrogante. En este páramo de pastos ralos y de escasa agua, la pobreza de las poblaciones de raíz indígena (a las que califica de semi bárbaras) reducidas a una vida poco menos que miserable explica su participación en los alzamientos encabezados por el Chacho: Los indígenas vivían a la margen de las escasas corrientes, y fueron reducidos en lo que hoy se llaman los “Pueblos”, villorios sobre terreno estéril, cuyos habitantes se mantienen escasamente del producto de algunas cabras que pacen ramas espinosas; y están dispuestos siempre a levantarse para suplir con el saqueo y el robo a sus necesidades… A estas causas de tan lejano origen se deben el eterno alzamiento de La Rioja y el último del Chacho11.

Estas poblaciones reducidas a la pobreza por siglos de dominación colonial libraban una guerra de recursos con las familias propietarias. La “venganza india”, al decir de Sarmiento, reconocía un origen de despojo: el arrebato de

  Hernández ([1863] 1968: 131).   Sarmiento, ([1868]: 1968: 80-81).

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sus tierras y agua por las familias principales. Para ilustrar ese conflicto de larga data, Sarmiento echa mano de la saga de la familia Del Moral, una de las más antiguas y ricas de La Rioja: La familia de los Del Moral hace medio siglo que viene condenada a perecer, víctima del sordo resentimiento de los despojados. Para irrigar unos terrenos los abuelos desviaron un arroyo, y dejaron en seco a los indios ya de antiguo sometidos. En tiempo de Quiroga fue esta familia, como la de los Campos y los Doria, blanco de las persecuciones de la montonera. Cinco de sus hijos han sido degollados en el último levantamiento, habiendo escapado a los bosques la señora con una niña y caminando a pie dos días para salvarse de estas venganzas indias12.

Si bien las observaciones de Sarmiento identifican con perspicacia el núcleo del conflicto, investigaciones recientes colocan esta tensión social en su precisa dimensión provincial y local. En su libro sobre los levantamientos federales de base agraria en La Rioja de la década de 1860, Ariel de la Fuente estudia las variaciones de la tenencia de la tierra en los distritos rurales rebeldes de Famatina y los Llanos. En Famatina, un distrito serrano que combinaba explotaciones agrícolas y mineras, el monopolio del control de las mejores tierras y del agua para la irrigación por una pequeña élite imponía una relación muy tensa entre ella y los campesinos pequeños propietarios y sin tierras que constituían la amplia mayoría. Allí los campesinos rebeldes organizaron una matanza de terratenientes locales (quienes además apoyaban a los gobiernos liberales) en medio del alzamiento federal cuyas raíces se hundían en las tensiones sociales por la distribución de la tierra y el agua. En los Llanos, por el contrario, estancias agrícola-pastoriles convivían con antiguos pueblos indígenas con tenencia comunal de la tierra, con agricultores y pastores pequeños propietarios, y con ocupantes de tierras baldías. Este patrón más diverso y laxo de tenencia de tierras y la inexistencia de un abismo social entre los grandes propietarios (entre los cuales se contaba Peñaloza) y los otros sectores rurales, permitió a los primeros reclutar un número importante de seguidores para organizar los alzamientos federales a comienzos de la década de 186013. La distribución de la tierra y sus conflictos explican solo en parte la movilización popular. Una prolija investigación basada en censos y documentos judiciales locales aporta detalles sobre la composición, organización y motivaciones   Sarmiento (1968: 81).   De la Fuente (2000a: capítulos 2 y 3).

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de las montoneras riojanas. Los “montoneros” que se sumaron a las movilizaciones lideradas por el Chacho provenían en su mayoría de la provincia de La Rioja y en menor medida de las limítrofes San Juan y Catamarca. De entre los riojanos, la composición entre llanistas y de los departamentos de los valles se daba en igual proporción, destacándose entre los últimos los del departamento de Famatina. La mitad de los que declararon ocupación ante los jueces manifestaron ser “labradores”, una categoría muy amplia que englobaba a campesinos propietarios de tierras, arrendatarios, agregados, pero no a peones y jornaleros, que junto a artesanos y arrieros constituían un 40% del total de ocupados. De los 66 que declararon sus edades, 46 tenían entre 21 y 40 años, y de los 64 que manifestaron su estado civil, 36 eran casados. Una abrumadora mayoría no sabía leer ni escribir. En suma, la tropa chachista reflejaba la estructura demográfica y social del ámbito rural donde era reclutada14. La organización de las montoneras seguía un ordenamiento jerárquico inspirado en el de las milicias provinciales. La adhesión podía ser individual y espontánea, pero una vez incorporados a sus filas se establecía una jerarquía de mandos basada en la posición que los individuos tenían en la sociedad o en su experiencia militar previas. Esta jerarquía se evidenciaba en las órdenes escritas dictadas por los oficiales y exigidas por los subalternos en casos de decomisos de hacienda o mercaderías y de ejecuciones de enemigos políticos, y en los consejos de guerra que se formaban para sancionar indisciplinas. Las motivaciones de los gauchos riojanos para incorporarse a las montoneras levantadas por el Chacho eran varias. En primer lugar, las había de orden material. Los montoneros eran movilizados con promesas de compensación material tanto en dinero como en la distribución de bienes de acceso restringido como carne, calzado y ropa. Los jefes montoneros eran los encargados del reparto de estos bienes entre sus seguidores; su incumplimiento podía acarrear la deserción de las tropas. El mismo Peñaloza da cuenta de la necesidad de distribuir bienes entre sus tropas para evitar el desbande. En carta al general Paunero, el Chacho solicitaba del presidente Mitre una subvención nacional para reparaciones de guerra en La Rioja. En ella afirmaba que Se encuentran innumerables familias no solamente privadas de todo recurso con que antes pudieran contar, sino reducidas también a la más completa orfandad, por haber perecido en la guerra las personas que pudieran proporcionarles la

  De la Fuente (1998: 267-291).

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subsistencia. Todos los días estoy recibiendo en mi casa estos infelices, y por más que yo desee remediar siquiera sus más vitales necesidades, no puedo hacerlo después de haber sufrido yo el mismo contraste; mis tropas impagas y desnudas, y sin hallar recurso para tocar para el remedio de estas necesidades15.

A pesar de esta escasez de recursos el Chacho logró levantar nuevamente una montonera en 1863. Su ascendiente sobre la población rural de La Rioja y sus provincias vecinas iba más allá de las dificultades materiales. En carta al coronel Marcos Paz, comisionado de guerra en Córdoba y futuro vicepresidente, el Chacho reflexionaba sobre las bases de su popularidad entre sus seguidores: ¿[P]orque tengo algún prestigio y simpatía entre mis conciudadanos? Esa influencia, ese prestigio lo tengo porque como soldado e conbatido al lado dellos por espacio de cuarenta y tres años compartiendo con ellos los asares de la guerra los sufrimientos de la campaña las amarguras del destierro y e sido con ellos mas que Gefe un padre que mendigando el pan del estranjero prefiriendo sus necesidades a las mias propias.Y por fin porque como Argentino y como Riojano e sido siempre el protector de los desgraciados sacrificando lo ultimo que e tenido para llenar sus necesidades, constituyendome responsable de todo y con mi influencia como Gefe asciendo que el Gobierno Nacional buelba sus ojos a este pueblo miiserable bigtima de las intrigas de sus propios hijos obteniendo hasta bajo mi responsavilida particular, cantidades que llenen las necesidades de la Provincia. Acies Sor. Como tengo influencia y mal que pese la tendré16.

Los gauchos buscaban en el caudillo un protector contra las autoridades locales y provinciales y los grandes terratenientes en esa lucha desigual bien descrita por Sarmiento. Esta relación entre caudillo y seguidores se plasmó en la literatura popular de fines del siglo xix. Los textos de Eduardo Gutiérrez, un prolífico escritor de folletines que se publicaban por entregas en los periódicos de Buenos Aires y que luego fueron reunidos como libros, presentan un retrato del Chacho Peñaloza que resalta los rasgos redistributivos del caudillismo. De regreso de un viaje a La Rioja en busca de material para sus escritos, Gutiérrez presenta al Chacho como una suerte de “padre” de los pobres lo que, según el escritor, cimentaba su prestigio como caudillo. Gutiérrez recogió dos relatos que presentaban los rasgos de protección y munificencia del   La Rioja, 21/7/1862, en (AGM), tomo XI, pp. 186-188.   Carta de Peñaloza a Marcos Paz, 29 de marzo de 1862, en Luna (1971: 210).

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Chacho Peñaloza. Según refiere Gutiérrez, cuando uno de sus seguidores se encontraba en deuda con algún poderoso local (un terrateniente, un comerciante) y acudía a Peñaloza por ayuda, este en el momento sacaba su puñal y lo entregaba para remediar el mal. –Si la necesidad es grande [...] vaya, empeñe esta prenda por cincuenta o cien pesos que ya habrá tiempo para sacarla. El feliz poseedor de la prenda acudía con ella a la casa del negociante más fuerte y solicitaba los cincuenta o cien pesos que necesitaba sobre el puñal del Chacho que todos conocían. ¿Quién iba a negar el dinero, cuando era Peñaloza el que lo pedía sobre su puñal? El comerciante entregaba su dinero y la alhaja, que volvía a poder de su dueño17.

El puñal del Chacho (una pieza de plata que le había sido presentada por el líder del federalismo, general Urquiza) garantizaba a su portador la obtención de un préstamo o la condonación de una deuda por el respeto y temor que causaba la posible intervención del caudillo en defensa de su seguidor. Desde joven, Peñaloza se había labrado fama de fiero defensor de los pobladores de los Llanos, donde desde la década de 1820 era jefe de las milicias locales a las órdenes de Facundo Quiroga18. Gutiérrez relata de manera novelada varios episodios de la juventud del Chacho en los que con un despliegue de coraje, capacidad organizativa y destreza física se enfrentó a las autoridades locales. En una oportunidad, el alcalde de Huaja, pequeña población de los Llanos riojanos donde había nacido y residía el Chacho, engrilló a uno de sus habitantes y lo sometió al cepo por un delito menor (Gutiérrez menciona “un asunto de mujeres”). Los amigos y parientes del preso recurrieron a Peñaloza, quien decidió interceder ante el alcalde para lograr liberarlo. Indignado por la negativa del alcalde y ante la desmesura del castigo, el Chacho terminó sometiendo por la fuerza al alcalde y a los dos policías del pueblo y puso en libertad al preso por su propia mano. Poco después intervino el juez de Paz del Departamento acompañado de un destacamento de policía. El Chacho organizó una improvisada tropa de jóvenes quienes armados de garrotes pusieron en fuga a las autoridades19. Es posible que estos hechos no hayan ocurrido pero su presencia en la literatura de corte popular refleja creencias arraigadas sobre   Gutiérrez, ([1886] 1960: 70).  Véanse los datos biográficos sobre Peñaloza en Fermín Chávez (1974) y Newton (1973). 19   Gutiérrez ([1886] 1960: 77-95). 17 18

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la relación de los caudillos y sus seguidores. Gutiérrez refleja esto cuando afirma que “el Chacho se había hecho de un gran prestigio entre la gente del pueblo, que lo miraba como un protector celeste contra todos los desmanes de aquellas autoridades miserables”20. La influencia y el prestigio del Chacho se fundaban asimismo en la identificación entre él y sus gauchos basada en una matriz cultural común y una distancia social que, si bien existente (él era uno de los principales propietarios de los Llanos) no era insalvable. Benjamín Villafañe nos recuerda en un pasaje de sus Reminiscencias históricas de un patriota la relación llana que el Chacho establecía con sus gauchos, las complicidades en el juego, pero a la vez la disciplina y el respeto que este les imponía: Es en Peñaloza ó Chacho, que he podido sorprender uno de los secretos de aquella extraña popularidad. Este hombre, sobresalía en las cualidades de fuerza y valor; pero he aquí algo mas que lo realzaba en el concepto de sus iguales. Una, dos veces lo he visto rodeado de los suyos: tendia su poncho en la llanura y sentabase en una de sus extremidades con un naipe en la mano y un puñado de monedas á su frente. Lo he visto llamar á los gauchos que lo rodeaban, y ellos acudir á la carpeta donde figuraban primero dos cartas, y en seguida otras dos, sobre las cuales cada concurrente depositaba su parada. Allí, sin espacio suficiente para asistir cómodamente á la fiesta, muchos de ellos agobiaban sin piedad sus espaldas. En tales momentos, nada habia que lo distinguiese de los otros: jugaba, disputaba, apostrofaba, y sufria cuanta revancha y contradicciones le iban encima á consecuencia de sus trampas ó no trampas. Fatigado al fin, por lo que Darwin llamára la lucha por la vida, lo he visto ponerse de pié, la frente severa y altiva y decir á la turba –¡Ea! Muchachos, cada uno á su puesto. Y entónces obedecer todos, sin chistar palabra como movidos por un resorte21.

Como ejemplo de esta identificación personal con el líder valga el caso de un gaucho que gritaba en una pulpería de Caucete, San Juan, en junio de 1862, Me cago en los salvajes [unitarios/liberales], soi hijo de Peñaloza y por él muero, si hai alguien que me contradiga salga a la calle; por los salvajes ando jodido… y no me he de desdecir de lo que digo aunque me metan cuatro balas22.

  Gutiérrez ([1886] 1960: 81).  Villafañe (1977: 60-61). 22   Citado por Ariel de la Fuente en Lafforgue (2000: 325). 20 21

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Esta relación entre seguidores y líder, que Max Weber ha identificado como una de las manifestaciones del “carisma”, se complementaba con una ideología que daba sentido al movimiento montonero del Chacho. Era ella la defensa del federalismo frente al gobierno de Buenos Aires, tradición en parte heredada de las experiencias políticas provinciales de la primera mitad del siglo xix y en parte reforzada por la violencia de la represión ejercida por los ejércitos porteños. El enviado del gobernador Mitre, Régulo Martínez, le refería el terror que causaban las tropas del coronel Arredondo en su avance sobre las poblaciones rurales de La Rioja: Pude convencerme á las muy pocas leguas de la villa de Famatina, del terror que inspiran los soldados del comandante Arredondo, puesto que la gente del campo confundía á los cuatro gendarmes de la policía de San Juan que me acompañan con soldados del ejército de Buenos Aires. Se veía a mi llegada á cada pequeño pueblo, huir los hombres á los cerros… Probablemente se figuraban que mi gente era vanguardia del terrible comandante Arredondo, verdadera pesadilla de las chusmas de estos lugares23.

La característica ideológica definitoria de las montoneras del Chacho era su adhesión incondicional al federalismo. Según De la Fuente, el federalismo aparecía ante los gauchos como la opción política que prevenía que la provincia fuera conquistada por las fuerzas de Buenos Aires. El corazón de esta adhesión residía en lo que el autor denomina “identidad federal”, anclada en los clivajes sociales de la campaña riojana que hacía del federalismo el campeón de los pobres rurales contra los más ricos propietarios y comerciantes identificados como “unitarios” o liberales, de la religión católica contra la impiedad de sus enemigos “masones”, y de los “negros” contra los “blancos”, variable étnica presente en una sociedad donde la mayoría descendía de indígenas o africanos24. Que el federalismo constituía la ideología unificadora de estos movimientos queda revelado por la continuidad de los alzamientos a lo largo de la década de 1860. En los años 1866 y 1867 se sucedieron dos oleadas de alzamientos federales en Mendoza, San Juan, San Luis, La Rioja y Catamarca. En Mendoza la “Rebelión de los Colorados” llegó a tomar el poder  Carta de Régulo Martínez al General Mitre, La Rioja, 14/1/1863, en (AGM), tomo XI, pp. 265-266. 24   De la Fuente (2000a: caps. 7 y 8). 23

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brevemente, desplazando temporariamente a las atemorizadas élites liberales y amenazando a las provincias vecinas. En esos mismos años el caudillo catamarqueño Felipe Varela se levantó contra el gobierno nacional al grito de “Federación o muerte” y “Viva la Unidad Americana”. Varela luchaba a favor de las autonomías provinciales y en contra de la política exterior del gobierno nacional que estaba en guerra con Paraguay, conflicto muy impopular en el interior a causa de los reclutamientos forzosos de gauchos para las tropas nacionales que eran enviados semidesnudos y engrillados para el frente. Las montoneras de Varela también fueron desbandadas por las tropas nacionales, y el caudillo y sus seguidores debieron huir hacia el norte perseguidos por el ejército. Poco a poco las autoridades nacionales extendieron su control efectivo en el oeste del país apoyadas en la fuerza que les daba el manejo del ejército nacional. Comentarios finales El fenómeno del caudillismo y la resistencia popular a la expansión del Estado nacional en el interior argentino (en particular en La Rioja) se analiza en este trabajo en torno de los siguientes aspectos: contexto político, organización, liderazgo, motivaciones e ideología. En cuanto al contexto político, la reacción riojana al avance del Estado nacional tenía como referente político a una fuerza opositora que estaba en franca declinación. El federalismo liderado por el ex presidente Urquiza era para la década de 1860 una fuerza política muy debilitada y en retirada que había perdido muchos apoyos en las provincias y la iniciativa política en el ámbito nacional. Pero si los federales de La Rioja, como posteriormente los “colorados” mendocinos y Felipe Varela pudieron resistir, se debió en gran medida a que a comienzos de la década de 1860 la expansión de las instituciones nacionales estaba en su fase inicial. Solo la decidida y violenta acción del ejército nacional posibilitó la derrota de esas resistencias. A fines de esa década la situación había cambiado: algunas de las instituciones nacionales contaban ya con una fuerte presencia en las provincias y colaboraban activamente a poner término a los conflictos locales y sus potenciales proyecciones nacionales. Entre ellas se destacaba el ejército nacional (pero también los juzgados federales) que se constituyó crecientemente en árbitro de las situaciones políticas provinciales.

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Un segundo aspecto lo constituye la organización de los levantamientos. Las montoneras riojanas del Chacho podían enorgullecerse de ser herederas de una tradición miliciana que se remontaba por lo menos a la década de 1820 y cuyo poderío había dado a Facundo Quiroga el predominio político sobre las provincias del interior entre 1825 y 1835. La existencia de jerarquías militares en el seno de las milicias chachistas, la circulación de órdenes escritas, y en general el mantenimiento de una disciplina de corte militar formaban parte de esa herencia25. En la década siguiente las milicias provinciales fueron incorporadas a la Guardia Nacional, cuyo comandante era el presidente de la República; después de 1880 su importancia fue subsidiaria y quedó por completo opacada por el ejército nacional26. Los levantamientos de La Rioja presentaban un tipo de liderazgo que podemos considerar carismático basado en una familiaridad cultural y una proximidad social entre líder y seguidores. Como líder o caudillo, Peñaloza era percibido por sus gauchos como uno de ellos, pero de calidad superior, que concitaba simpatía y admiración, pero a la vez respeto y obediencia. Los montoneros seguían a Peñaloza porque se identificaban con él27. Sin duda la vinculación simbólica con el líder era un factor importante para explicar las motivaciones y lealtad de los seguidores, pero su movilización presentaba también aspectos materiales. En La Rioja la compensación material, el pago de una suma de dinero y la provisión de alimentos, y vituallas (ropa, bebida y tabaco) era esperada por los montoneros. Peñaloza se desesperaba cuando no podía proveer a sus gauchos de dinero y bienes materiales porque sabía que a pesar de su influencia y prestigio no podría conservarlos movilizados. Es más, parte de su influencia estaba basada en esa capacidad de distribución de bienes materiales. En el alzamiento riojano puede reconocerse un mundo de ideas que lo sustentaban y proveían a sus participantes una causa por la cual pelear. En la rebelión riojana el federalismo ofrecía al Chacho y sus montoneros una ideología de oposición convocante y aglutinante que apelaba a tradiciones provinciales de movilización desde la primera mitad del siglo xix. El

 Véase Gómez/Macchi (2013: 179-204).   Sobre las milicias y la Guardia Nacional en el interior argentino en el siglo xix, véase Macías (2014). 27   Para una lúcida caracterización del caudillismo en América hispana que incorpora el “carisma”, véase Chasteen (1995). 25 26

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federalismo proveía a los rebeldes de un entramado ideológico centrado en la defensa de la autonomía provincial contra el avasallamiento porteño, del catolicismo contra los masones y de los pobres contra las familias poderosas en la guerra social por recursos que libraban desde antaño. A su vez, esta ideología trascendía la realidad provincial y los vinculaba a otras luchas (reales o posibles) y a líderes indiscutidos con proyección nacional como el general y ex presidente Urquiza. Con sus profundos clivajes sociales, políticos e ideológicos, el alzamiento riojano de comienzos de la década de 1860 constituye una de las últimas instancias de resistencia a los ajustes que experimentaron las sociedades locales del interior argentino desde 1860, cuando la expansión de las agencias estatales nacionales englobó a poblaciones hasta entonces afectadas primordialmente por las acciones políticas de las élites provinciales. Desde mediados de la década de 1870 la consolidación del Estado nacional en el interior puso un punto final a las resistencias populares28. La era de las montoneras llegó a su fin. Bibliografía Archivo del General Bartolomé Mitre (1911): Buenos Aires: La Nación. Botana, Natalio (1993): “El federalismo liberal en Argentina: 1852-1930”. En: Carmagnani, Marcello (coord.): Federalismos latinoamericanos: México/Brasil/Argentina. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, pp. 224-255. Bragoni, Beatriz/Míguez, Eduardo (coords.) (2010): Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional 1852-1880. Buenos Aires: Biblos. Chasteen, John Charles (1995): Heroes on Horseback. A Life and Times of the Last Gaucho Caudillos. Albuquerque: University of New Mexico Press. Chávez, Fermín (1974): Vida del Chacho. Buenos Aires: Theoría. Chiaramonte, José Carlos (1993): “El federalismo argentino en la primera mitad del siglo xix”. En: Carmagnani, Marcello (coord.): Federalismos latinoamericanos: México/Brasil/Argentina. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, pp. 81-127. De la fuente, Ariel (1998): “‘Gauchos’, ‘montoneros’ y ‘montoneras’”. En: Goldman, Noemí/Salvatore, Ricardo (comps.): Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, pp. 267-291. De la fuente, Ariel (2000a): Children of Facundo. Caudillo and Gaucho Insurgency During the Argentine State Formation Process (La Rioja, 1853-1870). Durham: Duke University Press.   Acerca de estos cambios políticos puede consultarse Míguez (2011).

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EL ECO DE LA PATRIA INDIGNADA. PROTESTA POLÍTICA, CRISIS DEL FEDERALISMO Y CONSTRUCCIÓN DEL ORDEN NACIONAL EN ENTRE RÍOS

Mariana A. Pérez Conicet/Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani-Universidad de Buenos Aires En septiembre de 1861, la derrota de la Confederación Argentina liderada por Urquiza frente al ejército de Buenos Aires dio inicio a la hegemonía porteña y del partido liberal (unitario) sobre las provincias1. La excepción fue Entre Ríos, donde ni la hegemonía del federalismo ni el poder de Urquiza como caudillo pudieron ser disputados. Sin embargo, la derrota de la Confederación y la del ejército entrerriano supuso el inicio de la crisis del partido federal y del liderazgo de Urquiza, que culminaría en 1870 con su asesinato y el levantamiento de López Jordán contra el gobierno nacional. En los meses posteriores a la batalla de Pavón, el descontento en las filas del federalismo con el nuevo orden político fue cobrando intensidad en Entre Ríos y rumores de un pronto levantamiento de Urquiza circulaban con profusión. Sin embargo, este optó por proseguir con su política de subordinación

 Aquí los términos “partido liberal” y “partido unitario” son equivalentes. Si bien el partido liberal no se concebía como “unitario” (aunque se declaraba heredero de esa corriente política), en el campo del federalismo los integrantes del partido liberal eran identificados como “unitarios”. 1

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al gobierno nacional, lo cual generó gran decepción en parte significativa del aparato político militar entrerriano (Duarte 1974; Chávez 1957). Por otro lado, existía en la provincia una abundante y variada prensa periódica que se hizo rápidamente eco de las tensiones políticas que el acatamiento al orden nacional bajo hegemonía del partido liberal estaba generando en la zona. En el año 1863, además del periódico oficial, El Uruguay, se editaban cinco periódicos de tendencia federal que sostenían una radical prédica antiunitaria y antiporteña: El Pueblo Entrerriano, El Gualeguay, El Litoral, El Argentino y El Soldado Entrerriano. Asimismo, se publicaba La Democracia, favorable al presidente Mitre y acérrima opositora a Urquiza. También podían leerse periódicos porteños (en especial La Tribuna y La Nación Argentina), y era común que la prensa federal ocupase gran espacio de sus columnas en polémicas con esos medios (Pérez 2015a y 2015b). En 1863, el creciente descontento político se manifestó en la proliferación en el espacio público de pueblos y ciudades de la provincia de protestas contra el gobierno de Mitre y los funcionarios nacionales. Como se analiza en las páginas siguientes, estas involucraron a un significativo número de referentes del federalismo entrerriano, entre los cuales sobresalía un nutrido grupo de funcionarios y jefes del ejército, y contaron con el apoyo decisivo de la prensa. Serenatas populares: “El eco de la patria indignada”2 El ciclo de protestas se inició con una “serenata” en Concordia, el martes de Carnaval. En esa ocasión “varios grupos de personas” recorrieron las calles “al son del clarín” encabezados por el hijo del gobernador, Waldino Urquiza, y otros notables de la localidad. La comitiva siguió un recorrido trazado por el paso frente a casas de particulares, un hotel y la jefatura de policía. Durante el trayecto, algunos funcionarios del Estado nacional (empleados de la aduana y de la capitanía del puerto), “los porteños” y “otros enemigos” de Urquiza fueron objeto de gritos de “mueras”, los que fueron seguidos por “vivas” al gobernador y a otras figuras políticas locales adherentes al federalismo. El gobierno nacional, temeroso del inicio de una revuelta en Entre Ríos (y acicateado por la prensa porteña), envió una comisión presidida por el   M. Navarro a J. J. Urquiza, Archivo General de la Nación Argentina [AGN], Fondo Urquiza [FU], 1721, Nogoyá, 21/10/1863. 2

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auditor de Guerra y Marina a investigar los hechos. Urquiza, por su parte, se apresuró a ordenar a los funcionarios provinciales colaborar con su esclarecimiento, al tiempo que en cartas a Mitre le quitaba toda trascendencia a la protesta3. La comisión llegó a la conclusión de que los hechos sucedidos en Concordia “carecían de gravedad”, pero le indicó al gobierno de la provincia que procediese a investigar a las autoridades locales, las cuales no habían cumplido con su deber de impedirlos4. Sin embargo, episodios similares (pero de menor envergadura) se habían producido también en Paraná, La Paz y Gualeguaychú5.Y más tarde, a principios de marzo, en Nogoyá el secretario del inspector de Aduanas (que anteriormente había sido empleado provincial y “federal”) fue durante una noche “saludado por una música estrepitosa de tachos, calderas y otros instrumentos infernales” por un nutrido grupo de personas6. Según El Pueblo Entrerriano, se lo merecía por ser “un entrerriano renegado” y “traidor” que había ido a “mendigar entre los enemigos irreconciliables de su patria”7. El gobierno provincial, a través del periódico oficial El Uruguay, hizo lo posible para quitar importancia a las manifestaciones y las definió como “hechos aislados”, pero admitía que “en todos lados hay protestas, sobre todo cuando se han removido empleados públicos”8. En efecto, desde finales de 1862 el ejecutivo nacional estaba reemplazando a los antiguos empleados “urquicistas” de las oficinas de la administración nacional en la provincia9. En su lugar, muchos nombramientos recaían sobre figuras reconocidas como “unitarios” que intervenían en la vida política de la provincia participando en la prensa unitaria, haciendo circular rumores, manifestando desprecio en público por el partido federal, procurando –según se lamentaba Urquiza– “la desavenencia y el conflicto”10. Cada destitución y nuevo nombramiento

  Cuestión que no le resultó sencilla, puesto que el envío de la comisión fue interpretado con gran alarma como una injerencia ilegítima del gobierno nacional en los asuntos provinciales. 4   Memoria Ministerio de Guerra y Marina (1863: 62-67). 5   “La Federación en Entre Ríos”, La Tribuna, 24/2/1863. 6  “Cencerrada”, La Democracia, 4/3/1863. 7   El Pueblo Entrerriano, 4/3/1863. 8   “Asuntos de Concordia”, El Uruguay, 27/2/1863. 9  AGN, FU, 1715, O. Andrade a J. J. Urquiza, Gualeguaychú, 2/3/1863. “Siguen las destituciones”, El Argentino, 12/2/1863. 10   AGN, Fondo Victorica [FV], 3136, Urquiza a B.Victorica, Santa Cándida 2/9/1863. 3

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era denunciado por la prensa federal, que así alimentaba la indignación de los federales en la provincia. Por otro lado, se insistía en que era una gran injusticia el traspaso de las aduanas de la provincia al Estado nacional, puesto que este no había retribuido ese esfuerzo con un subsidio que paliase a las necesidades del fisco entrerriano. En este contexto, los empleados nacionales eran presentados como expoliadores de las riquezas de la provincia al servicio del gobierno nacional. Por otro lado, el año se había iniciado con el desmonte y entrega de la batería de artillería de Paraná a las fuerzas nacionales. El descontento que generó la medida fue expresado a través de la prensa de la provincia, que interpretaba el hecho como una ofensa a los entrerrianos y como una amenaza a su autonomía11. Asimismo, en marzo, Urquiza optó por la prescindencia frente al levantamiento federal del Chacho Peñaloza en las provincias del interior y en abril eligió la neutralidad frente a la invasión de Venancio Flores al Uruguay. Cuestiones que contrariaban la tradición de defensa de la autonomía provincial y el fuerte sentimiento antiunitario y antiporteño del federalismo entrerriano, bases principales de su identidad política. En los cinco meses siguientes no se reiteraron las protestas. Sin embargo, la situación política de la provincia era tensa. La prensa federal continuaba con la prédica exaltada contra el gobierno de Mitre y corrían rumores de una pronta revolución liderada por Ricardo López Jordán12. Otros rumores indicaban que se preparaba una rebelión con el objeto de separar Corrientes y Entre Ríos del resto de la Argentina o que se estaba gestando una “coalición entre la Banda Oriental, Brasil, Paraguay, Corrientes y Entre Ríos contra Buenos Aires o los Porteños”13. La esperanza de reeditar el triunfo de Caseros contra los porteños, contaba con gran simpatía. Los rumores preocupaban a Urquiza y a su círculo político. Incluso ese dudaba de que el apoyo de los “paisanos” al rumbo político que había elegido de subordinación al gobierno nacional estuviese asegurado. Por tal motivo, a principios de septiembre, recomendaba a los jefes políticos reforzar la “persuasión

  “El Parque de Entre Ríos”, El Pueblo Entrerriano, 28/12/1862.   Museo Mitre [MM], Archivo General Mitre [AGM], J. M. Ortiz a P. Cullen, Paraná, 23/6/1863. MM, AGM, B. Mitre a N. Cáceres, Buenos Aires, 3/8/1863. 13   MM, AGM, N. Cáceres a B. Mitre, Curuzú Cuatiá 14/9/1863; MM, AGM, J. Ramiro a B. Mitre, Paraná, 19/10/1863. 11 12

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sobre los paisanos” para “hacerles comprender la justicia de la causa nacional que defendemos”14. En septiembre volvieron las protestas, alentadas por el resurgimiento de las rebeliones federales en el interior y por el inicio de la guerra entre blancos y colorados en el Uruguay. El 23 se produjo una “serenata popular” en Paraná, con motivo de la noticia de un reciente triunfo de los blancos contra el general Flores. El “estruendo de los cohetes” y “las sonatas de la banda militar” acompañaron los “mueras” al presidente Mitre y a los colorados y los “vivas” al Chacho Peñaloza, a Urquiza y a su hijo Waldino (que se había trasladado al Uruguay al frente de tropas de entrerrianos para luchar contra Flores). Asimismo, en cada casa en donde la comitiva se detuvo se brindó por el reciente triunfo y por la próxima emancipación de la Argentina. Festejos similares se sucedieron en otras ciudades. Según El Litoral, “En Nogoyá, en Gualeguay, en Gualeguaychú, en Villaguay, en todas las ciudades de Entre Ríos en fin se han repetido los gritos de ‘abajo Mitre, mueran los salvajes unitarios’ y &&”15. En Victoria, un grupo de individuos se dirigió a la capitanía del puerto e hizo “pedazos los varios objetos que la amueblaban”16. Amedrentado, el capitán del puerto decidió abandonar el pueblo y mudarse con su familia a Buenos Aires17. Dos semanas más tarde, una “serenata” en Paraná se desarrolló de manera similar: después de una reunión en la policía, el grupo (que incluía al menos una docena de empleados de la policía y al comisario) recorrió las calles “quemando cohetes y dando gritos de vivas y mueras” hasta la casa del cónsul paraguayo, donde se brindó “por la independencia de Entre Ríos y Corrientes, y por la unión con la grande y feliz República del Paraguay”18. Exacerbados los ánimos, un grupo de “muchachos” profiriendo gritos de “mueras”

  AGN, FV, 3136, B. Victorica a J. J. Urquiza, Buenos Aires, 6/8/1863; AGN, FV, J. J. Urquiza a B.Victorica, Santa Cándida, 2/9/1863; AGN, FU, 1799, J. J. Urquiza a M. Navarro, San José, 14/9/1863. 15  “Pronunciamientos”, El Litoral, 1/10/1863. 16   F. Salari a J. J. Urquiza, Victoria, 2/10/1863, en Memoria del Ministerio del Interior (1863: 63-64). 17   El gobierno provincial formó una comisión para investigar los hechos. J. J. Urquiza a B. Mitre, San José, 10/10/1863, en Memoria del Ministerio del Interior (1863: 65-66). 18   Las referencias a este episodio son numerosas. Las citas textuales corresponden a: MM, AGM, Circular a los Jefes Políticos de Entre Ríos, 16/10/1864 y a “Sucesos de Paraná”, La Nación Argentina, 15/10/1863 (Citado por Duarte 1974: 56). 14

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al presidente y a los empleados nacionales intentaron “atropellar” las oficinas de la administración de correos. El jefe político, alertado de lo que estaba sucediendo, ordenó cesar con la música y disolver la “reunión”, por lo que solo fueron rotos los vidrios19. Pero, en esta ocasión, había otro motivo que “exaltaba los ánimos”. Desde el día anterior circulaba en la ciudad un manifiesto de los jefes militares que sería publicado al día siguiente y alimentaría aún más el clima de insurrección. La prensa, la “Manifestación de los jefes y oficiales del ejército”, y los festejos de Cepeda20 Hasta octubre de 1863 no hemos encontrado indicios de que los periódicos hayan organizado ni alentado directamente ninguna de las protestas. Aunque es de suponer que sus discursos, contrarios al gobierno nacional y a los “unitarios”, las incitaban y brindaban argumentos a quienes las organizaban y/o participaban21. Pero, a principios de octubre, la prensa comenzó a incidir más directamente. En el contexto de la nueva sucesión de “serenatas populares”, El Litoral publicó una “Manifestación” contra el gobierno de Mitre. La misma estaba firmada por cinco comandantes del ejército entrerriano y era encabezada por el coronel Manuel Navarro (jefe político de Nogoyá y “de la división General Urquiza”). La “Manifestación” era el fruto de la indignación que una nota de La Nación Argentina había provocado entre los jefes militares entrerrianos. La nota había sido publicada el 16 de septiembre, con motivo de una proclama de Waldino Urquiza llamando al pueblo de Entre Ríos y al general Urquiza a sumarse a la lucha armada contra Flores en el Uruguay. En el artículo publicado en La Nación el ejército entrerriano era calificado como inútil para acudir al llamado puesto que 19   AGN, FU, 1721, Los jefes de las oficinas Nacionales de Paraná a D. Comas, Paraná, 8/10/1863; AGN, FU, 1721, D. Comas a J. J .Urquiza, Paraná, 10/10/1863. MM, AGM, J. Ramiro a B. Mitre, Paraná 12/10/1863. 20   AGN, FU, 1721, Los jefes de las oficinas Nacionales de Paraná a D. Comas, Paraná, 8/10/1863; AGN, FU, 1721, D. Comas a J. J .Urquiza, Paraná, 10/10/1863. MM, AGM, J. Ramiro a B. Mitre, Paraná 12/10/1863. 21   Es más, testimonios indican que los redactores de los periódicos eran partícipes de las serenatas. “Sucesos de Paraná”, La Nación Argentina, 15/10/1863.

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Sólo le queda [a Entre Ríos] unos pocos cañones sin un artillero, unos pocos jefes y oficiales inválidos, y los habitantes guardias nacionales jóvenes que no son soldados, siendo los viejos casi todos inválidos. No tiene soldados, no tiene jefes, no tiene parque, no tiene recursos; y tiene Urquiza en contra de si los inconvenientes de una larga familia, y un poder inmenso nacional que lo anonadaría. El poder del general Urquiza está en la imaginación de los que recuerdan lo que fue y que no se detienen a ver las cosas con calma22.

El 27 de septiembre, Evaristo Carriego (editor y redactor principal de El Litoral) publicó una fuerte nota en respuesta a los dichos de La Nación. En ella llamaba a los jefes entrerrianos a protestar contra lo que era calificado como “una afrenta”: “Es preciso que prueben que no son inválidos como se cree, es preciso que ellos se levanten y protesten contra ese calificativo […]”23. Pero la intervención de Carriego fue más allá. Al día siguiente le escribió una carta al coronel Navarro en la que lo instaba a redactar una “Manifestación” y le ofrecía todo su apoyo para su publicidad: Vea en el ‘Litoral’ lo que les dice el periódico de Mitre a los Jefes Entrerrianos. ¿Tolerarán VV esa afrenta? No lo creo. Es preciso que digan algo. Es preciso que B. tome la iniciativa y conteste. Diríjame algunas líneas que yo publicaré con mucho gusto. Que lo mismo haga Ereñú. Que lo mismo haga Evaristo. Que lo mismo hagan todos. Yo agregaré a cada manifestación las palabras que lo merezcan24.

Finalmente, el 8 de octubre, El Litoral publicó la “Manifestación”. Era un largo texto de llamado a la insurrección contra el gobierno de Mitre, aunque no se especificaba cuándo ni cómo se llevaría a la práctica: No teman nuestros hermanos del interior, que pronto montaremos a caballo y al empuje de nuestras lanzas, sucumbirán los salvajes unitarios y ellos serán libres y volverán a entrar en la vía del progreso en que antes se hallaban […] los “inválidos” del Ejército Entrerriano sabrán cumplir con su deber, como lo hicieron en Cepeda y Pavón con los anarquistas, y en Caseros con el tirano. ¡Ingratos! Después que por nosotros les abrimos el seno de la patria, después   Citado en Escudé/Cisneros (1998).  “Cobardía disfrazada”, El Litoral, 26/9/1863. Es muy posible que otros periódicos de la provincia hayan publicado notas similares, pero los números correspondientes a estas fechas se han extraviado. 24   AGN, FU, 1721, E. Carriego a M. Navarro, Paraná, 27/9/1863. 22 23

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que nosotros les hemos dado honores a costa de nuestros sacrificios, todavía nos insultan. Esta vez no habrá consideración y diez mil lanceros les enseñarán como no se les insulta impunemente25.

El día anterior, el texto había llegado a Paraná, en donde había recibido la adhesión de un primer grupo de jefes militares (en coincidencia con la “serenata” descrita más arriba). Días más tarde, fue publicada también en El Pueblo Entrerriano, ganando aún más notoriedad. En las semanas siguientes, se generalizaron las adhesiones. A los apoyos recibidos en Paraná, se sumaron otros de Gualeguaychú, Rosario del Tala, San José de Feliciano y hacia mediados de noviembre la adhesión del “benemérito coronel Plácido López, Comandante General de la Frontera y jefe de una división de 706 hombres”26. Los textos que acompañaban las adhesiones al manifiesto redactado en Nogoyá reafirmaban su carácter sedicioso. En términos de los jefes de Paraná: Nos adherimos a ella [la Manifestación] declarando solemnemente y a la faz de la República entera que no reconocemos en el General Mitre al representante legal de ella y por consiguiente le negamos, desde hoy para adelante, nuestra obediencia como Jefes de la Nación27.

Diversos testimonios indican que el acto de firma de las adhesiones era público y se concretaba en el transcurso de “serenatas” que acentuaban el carácter colectivo de las ideas sostenidas en la “Manifestación”. Así había sido en Paraná: según se lamentaba el jefe político, “la manifestación de los jefes militares” había exaltado en demasía el “espíritu público” y esa era la razón por la cual la “serenata” que se había organizado había terminado con la rotura de vidrios en las oficinas de la Administración de Correos28. En Rosario del Tala, la adhesión a la manifestación también se produjo en medio de una “serenata” (o “especie de pronunciamiento”, según la clasificación elegida por otro testigo) en la que no faltaron la música y los “vivas” y “mueras” de rigor29. De esta forma, en las fuentes el término   El Litoral, 8/10/1863.  “Y van siete”, El Litoral, 19/11/1863. Los firmantes a las distintas “adhesiones” señalaban su rango militar y cuántos hombres tenían a su cargo. 27   El Litoral, 8/10/1863. 28   AGN, FU, 1721, D. Comas a J. J. Urquiza, Paraná, 10/10/1863. 29   AGN, FU, 1721 El jefe político de Rosario del Tala a J. J. Urquiza, Rosario del Tala, 23/10/1863 y A. Martínez a J. J. Urquiza, Rosario del Tala, 24/10/1863. 25 26

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“pronunciamiento” aparece junto al de “serenata”: “he sido invitado a una especie de serenata o pronunciamiento por algunos amigos”30, se le informaba en una carta a Urquiza (en referencia posiblemente a la adhesión que firmaron los jefes de la División Gualeguaychú). La analogía entre “serenata” y “pronunciamiento” no se debía únicamente al carácter festivo que rodeaba la firma de la “manifestación de los jefes entrerrianos”. Se debía también, sobre todo, al carácter subversivo que estaban adquiriendo las primeras. Así lo entendía El Litoral: “Pronunciamientos: tal pueden llamarse las manifestaciones populares que han tenido lugar en Entre Ríos”31, afirmaba a principios de octubre. De modo similar lo interpretaron el presidente Mitre y el gobernador Urquiza. Particularmente grave era la participación de los jefes del ejército entrerriano. Esta daba a las protestas más fuerza y otorgaba mayor fundamento a los rumores que desde hacía meses indicaban un próximo levantamiento de Entre Ríos contra el gobierno nacional. No obstante, más inquietante era la incapacidad (o falta de voluntad) de Urquiza para impedir la participación de sus subalternos en la “Manifestación” y protestas públicas. En una dura carta, Mitre le hizo conocer su desagrado y desconfianza hacia su accionar: [...] me llama la atención que jefes militares que se hallan bajo su inmediata dependencia, asuman una actitud casi oficial en manifestaciones subversivas de tono y de palabra, cosa que yo nunca he permitido ni permitiré a mis subordinados militares [...]32.

Con rapidez Urquiza respondió al presidente que su compromiso con el orden nacional era total y que, si bien sentía gran desagrado por los “alborotos”, estos carecían de importancia política33. Pero es evidente que consideraba estas prácticas potencialmente subversivas. Mediante cartas privadas les hizo conocer a los jefes militares involucrados su descontento y en una circular a los jefes políticos los reprendió por su inacción para impedir “las reuniones” que habían causado alboroto y taxativamente les ordenaba que ese   AGN, FU, 1721, M. Galeano a J. J. Urquiza, Isleta, 23/10/1863.  “Pronunciamientos”, El Litoral, 1/10/1863. 32   MM, AGM, B. Mitre a J. J. Urquiza, Buenos Aires, 14/10/1863. 33   MM, AGM, J. J.de Urquiza a B. Mitre, San José, 19/10/1863. Es interesante señalar que la carta culmina con un agradecimiento a Mitre por sus gestiones para el envío de fondos al fisco provincial y con el pedido de que su buena voluntad se repita en el futuro. 30 31

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tipo de “desórdenes” debían ser “reprimidos” y que “todo empleado público que tomase parte en ellos será destituido”34. Sin embargo, sus indicaciones llegaron tarde o no fueron del todo atendidas, puesto que las “serenatas populares” con un fuerte contenido antiporteño y antimitrista se repitieron otra vez con motivo de los festejos de un nuevo aniversario de la batalla de Cepeda del 23 de octubre de 1859. Los festejos se sucedieron en toda la provincia y fueron abiertamente promovidos por El Litoral, El Pueblo Entrerriano y El Argentino con la evidente intención (y esperanza) de que se transformasen en “una gran demostración popular” contra el gobierno nacional35. Si bien no hubo hechos de violencia contra empleados nacionales o sus oficinas, en los festejos fueron centrales las demostraciones de repudio al gobierno nacional y de reafirmación de la autonomía de la provincia. En las ciudades y pueblos fueron organizados bailes, carreras de sortijas y “serenatas” en donde otra vez los vivas al general Urquiza se alternaban con “mueras” a Mitre y a los “salvajes unitarios”36. En Nogoyá, la “serenata” culminó con un juramento que remitía al espíritu de la “Manifestación” publicada dos semanas antes: La serenata encabezada por el Sargento Mayor D. Cruz Romero se dirigió a la casa del valiente Coronel Navarro, quien le obsequió con la hidalga generosidad que le es peculiar. Allí reunidos todos los principales jefes de la División Urquiza y gran número de ciudadanos juraron ante el retrato del General Urquiza, no permitir jamás que impunemente se mancillara el suelo de Entre Ríos por la asquerosa planta de los cobardes de Buenos Aires37.

  MM, AGM, Circular a los jefes políticos, Concepción de Uruguay, 16/10/1863.   Corría el rumor de que Urquiza había prohibido los festejos, pero aparentemente esto no sucedió. 36   “Festejos públicos”, El Litoral, 27/10/1863; AGN, FU, 1721, El jefe político de Rosario del Tala a J. J. de Urquiza, Rosario del Tala, 23/10/1863; A. Martínez a J. J. Urquiza, Rosario del Tala, 24/10/1863. 37  “Festejos públicos”, El Litoral, 27/10/1863. En esta ocasión parece que no se expresó formalmente el desconocimiento a la autoridad de Mitre como presidente. Tal vez se deba a la reprimenda que Navarro había recibido de Urquiza y a la promesa que el primero le hiciese de que acataría la autoridad nacional y que la fiesta que organizaría para la conmemoración de Cepeda no pondría en riesgo las relaciones con Buenos Aires. AGN, FU, 1721, M. Navarro a J. J. Urquiza, Nogoyá, 21/10/1863. 34 35

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En Diamante, “el pueblo en masa tumultaba por las calles llevando en Alto la bandera Entrerriana”, y en Paraná la bandera nacional fue retirada de la casa de gobierno y en su lugar colocada la de Entre Ríos38. Los festejos por el aniversario de Cepeda fueron el fin del ciclo de “serenatas sediciosas” iniciado en febrero, aunque las adhesiones a la “Manifestación” de los jefes del ejército continuaron publicándose hasta mediados de noviembre. Como vimos, Urquiza envió a los jefes políticos la indicación de impedir “diversiones con algún fin político”39 al tiempo que hacía llegar reprimendas informales a los jefes que habían redactado la “Manifestación” contra Mitre40. Sin embargo, no hizo ninguna declaración pública de repudio, a pesar de la solicitud del presidente en tal sentido41. Tampoco hubo castigos por los hechos (aunque se los creía posibles, a juzgar por los rumores que circulaban sobre el inminente encarcelamiento de los responsables de la “manifestación” y del editor de El Litoral). Urquiza se encontraba en una situación delicada, su poder en la provincia se basaba en gran medida en el prestigio que tenía entre los comandantes y oficiales, y en la identificación de su figura como el paladín de la lucha contra Buenos Aires y el partido unitario. Tal vez evaluó que un público repudio a la opinión de un gran número de jefes del ejército ponía en riesgo su capital político. Sin embargo, el mensaje de Urquiza a sus subordinados fue claro en el sentido de que dichas prácticas no podrían ser toleradas y no se repitieron en los meses siguientes. Por otro lado, Urquiza y su círculo más cercano continuaron la tarea de convencer a la opinión pública de Entre Ríos, a la de Buenos Aires y al gabinete nacional de que el gobierno de la provincia era ajeno a las protestas y que estas no representaban ningún peligro real a la paz de la provincia y sus relaciones con el gobierno nacional. Desde Buenos Aires, cada noticia de una nueva “serenata” había sido interpretada como la llegada inminente de una rebelión y los principales diarios porteños exigían la invasión a la provincia. El Uruguay procuraba neutralizar las acusaciones de la prensa porteña minimizando el alcance de las protestas al tiempo que exigía moderación a

  “Festejos públicos”, El Litoral, 27/10/1863.   AGN, FU, 1722, Retamal a J. J. Urquiza, 7/12/1863. 40   AGN, FU, 1721, C. Campos y J. Espíndola a J. J. Urquiza, Nogoyá, 20/10/1863; A. Navarro a J. J. Urquiza, Nogoyá, 21/10/1863. 41   AGN, FU, 1721, G. Lezama a B.Victorica, Buenos Aires, 30/11/1863. 38 39

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El Litoral y a El Pueblo Entrerriano que mantenían los discursos antiporteños más encendidos42. En Buenos Aires, Gregorio Lezama y Jorge Fernau, representantes políticos (y comerciales) de Urquiza, procuraban convencer a Mitre y sus ministros de que la situación de la provincia estaba bajo control. Finalmente, las políticas seguidas por Urquiza de contener las protestas y de repudiar (a través del periódico oficial) el discurso exaltado de la prensa federal, causaron buena impresión en el gabinete. A fines de noviembre, Lezama informaba que tras varias reuniones “hemos conseguido que se suspenda toda medida hostil inmediata”43. Días más tarde, con alivio daba cuenta de que “Mitre está complacido con como el gobierno de Entre Ríos pacificó los ánimos”44. La amenaza de un conflicto bélico quedaba atrás. Los motivos de las protestas La organización de “serenatas” para la conmemoración de hechos destacados en la historia de la provincia o para el festejo de triunfos militares o electorales (junto a las carreras de sortijas y los bailes) era una práctica conocida: la novedad en 1863 es que se habían transformado en un modo de protesta política. Lejos de tener un carácter espontáneo, las “serenatas” estaban bien organizadas. Para asegurar el éxito se debía contratar a los músicos y comprar la pirotecnia; establecer un recorrido, las casas en donde los participantes debían detenerse, qué consignas gritar y procurar la bebida para los sucesivos brindis. Como las “serenatas” solían concluir en bailes, también cabía a los organizadores la tarea de disponer lo necesario para su realización. Por supuesto, había “serenatas” con un menor grado de planificación y con alguna cuota de espontaneidad en su desarrollo, como, por ejemplo, la realizada en Concordia en la noche de Carnaval. Pero aun así, el recorrido, los puntos de la ciudad donde se hicieron las pausas, las consignas y el orden en que los participantes marchaban muestran que la espontaneidad de la protesta era acotada. 42  “La moderación”, El Uruguay, 5/11/1863; “Moderación del Uruguay”, El Litoral, 10/11/1863; “Asuntos del Paraná”, El Uruguay, 22/10/1863. 43   AGN, FU, 1721, G. Lezama a B.Victorica, Buenos Aires, 30/11/1863. 44  AGN, FU, 1721 G. Lezama a B. Victorica, Buenos Aires, 5/12/1863. En la carta también se informa que Mitre está dispuesto a interceder ante Juan María Gutiérrez para que modere el discurso de La Nación contra Urquiza.

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Asimismo, en las “serenatas” estaban bien diferenciados los roles y los espacios asignados a los miembros de la élite y a los de las clases populares. Una “serenata” siempre era encabezada por notables de la localidad, los cuales eran seguidos por “la chusma” o “gente del pueblo” (como se las denominaba). Los que encabezaban la movilización ingresaban a los hogares que los “recibían” para brindar, mientras la “chusma” permanecía en la calle en donde se les convidaba bebida (y a veces también comida). Las jerarquías sociales estaban claramente reproducidas en las movilizaciones. En este punto, cabe señalar que los protagonistas del ciclo de “serenatas” de protesta en 1863 eran miembros del poder político y administrativo local: oficiales del ejército, jefes políticos, secretarios de la jefatura y demás empleados de menor jerarquía. Varios de ellos (y también firmantes de la “Manifestación”) formaban parte del entramado de poder de Urquiza desde la década de 1840 y mantenían una estrecha relación personal con el caudillo, al que incluso le garantizaban su obediencia personal. Como tales, eran piezas centrales en el mando político provincial y parte activa de sus comunidades. Es muy probable que parte del éxito de las “serenatas” y la gran cantidad de firmas de adhesión a la “manifestación” se haya debido al apoyo que recibió la protesta de parte de estos personajes. Su prestigio legitimó las protestas al tiempo que se activaron las redes interpersonales de mando político y las jerarquías de obediencia militar45. ¿Cuáles eran los motivos del descontento? En la prensa y en la correspondencia aparece consignada una razón: el nuevo orden político nacional en el que dominaba el partido unitario. Este era difícil de aceptar para gran parte de la sociedad entrerriana, en la que predominaba un fuerte sentimiento antiunitario y antiporteño y que se identificaba plenamente con el federalismo. Además, a partir de la década de 1850, el federalismo entrerriano comenzó a identificarse como el paladín de la organización nacional, al tiempo que valores constitutivos del liberalismo eran incorporados al ideario federal por los

45   Los testimonios sobre cómo se lograban las adhesiones son escasos. Empero, una carta del jefe político de Rosario del Tala es muy sugestiva al respecto. En ella se describe cómo, en el transcurso de una serenata, se levantó “una manifestación promovida en Casa del Secretario de esta jefatura por su padre y entre ambos y secundada por el Mayor Menza, encabezando estos las firmas y esparciendo la voz de que el que no firmase sería considerado como Salvaje Unitario o Enemigo de la Causa...” (AGN, FU, 1721, Castro a J. J. Urquiza, Rosario del Tala, 23/10/1863).

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publicistas de Urquiza. La noción de que “la familia entrerriana”46 y el ejército de Entre Ríos habían sido actores centrales en el proceso de unificación nacional era una verdad indiscutible para los federales entrerrianos. Sin embargo, Pavón había significado no solo una derrota militar y política, sino también el no reconocimiento a los entrerrianos de su rol destacado en el proceso de unificación y en la construcción de las bases del tan ansiado progreso. La expectativa de obtener distinciones, cargos políticos y beneficios materiales como recompensa por la tarea de luchar por la “paz y el progreso” en la nación, se vieron absolutamente frustradas a partir de 1862. En una carta que dos comandantes le enviaron a Urquiza explicando los motivos de su participación en una “serenata” en Victoria contra los empleados nacionales, la irritación por expectativas de reconocimiento fallidas se aprecia con claridad. Allí argumentan que, [Hemos] querido vengar los desprecios que se hacen a los hijos beneméritos de la Provincia colocando en todos los empleos nacionales a ruines oficiales cuyos galones hemos revolcado en todos los campos de batalla. Como soldados defensores de la Paz y del progreso hemos militado al lado de VE y si es que se la ha Conquistado debemos contarnos acreedores a participar de sus beneficios; entretanto, lejos de eso somos despreciados por el Gobierno Nacional e insultados groseramente por el diario oficial y los demás papeluchos indecentes que se publican en la ingrata Buenos Aires47.

La fórmula tradicional de ejercicio del poder gestada en la provincia a partir de la década de 1820 está aquí presente. En efecto, en la provincia la construcción y el ejercicio de la autoridad política y militar se habían cimentado en torno al intercambio de “servicios a la patria” (fundamentalmente, en el campo de batalla) por derechos políticos y el derecho al usufructo de tierras para el pastoreo. Una práctica aceptada era que el gobernador y los comandantes militares recompensaran a sus oficiales otorgándoles, además, cargos políticos. Por otro lado, por los “servicios a la patria” se obtenían distinciones simbólicas que establecían claras diferencias de prestigio entre los hombres recién llegados y carentes de un historial de servicios, y aquellos “beneméritos”,   Componían “la familia entrerriana” todos aquellos sujetos activos de la comunidad que defendían los intereses de la provincia. 47   AGN, FU, 1721. C. Campos y J. I. Espínola a J. J. Urquiza, Nogoyá, 21/10/1863. El subrayado es mío. 46

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arraigados y con probada actuación en defensa de la patria y la causa federal (Schmit 2015: 64-65). Como se vio, ninguna (o pocas) de las retribuciones esperadas por los “servicios” prestados se estaban cumpliendo. La prensa liberal porteña se dedicaba sistemáticamente a quitar a los federales, a Urquiza y a Entre Ríos cualquier protagonismo y mérito en el proceso de unificación nacional y los asociaba –en un juego retórico típico de la época– al atraso y la barbarie. Los puestos en las oficinas de la administración nacional estaban vedados para los federales entrerrianos, muchos de los cuales habían sido despedidos. En términos de El Pueblo Entrerriano: “el honor de los empleos se lo guardan a los de afuera”48. Si bien carecemos de estudios que nos permitan conocer cómo el gobierno nacional decidió los nombramientos, es evidente que los nuevos funcionarios no formaban parte de la estructura tradicional del poder provincial y que la capacidad de Urquiza para influir en la elección de estos fue casi nula. Gran parte de los nombramientos recayeron sobre personas que carecían de las virtudes de los “hijos beneméritos”: algunos eran recién llegados a la provincia, otros habían sido expulsados previamente de la administración provincial por el propio gobernador y otros, además, trabajaban activamente para conformar un “partido liberal” de oposición a Urquiza y al federalismo. Sin duda, este criterio de selección de empleados generó gran irritación entre quienes se creían con derechos a gozar del prestigio de ocupar esos puestos y tal vez haya frustrado también alguna expectativa sobre la aptitud de Urquiza para favorecer a sus fieles seguidores. La falta de apoyo de Urquiza a las “serenatas populares” y al manifiesto de los jefes del ejército impidió la continuidad de las protestas y que estas se convirtieran en insurrección. El caudillo era aún reconocido como el jefe del partido federal y líder indiscutido de los entrerrianos. Sin su concurso, cualquier intento de rebelión carecía de la legitimidad necesaria para desarrollarse. El prestigio de Urquiza, sumado a la inexistencia de liderazgos alternativos, hacía muy difícil la generación de una revuelta armada contra el gobierno nacional. Sin embargo, las protestas públicas del año 1863 ponen al descubierto las enormes dificultades de Urquiza para generar consenso sobre su política de subordinación al gobierno nacional entre sus propias bases de poder político-militar: los proyectos para generar alianzas regionales para derrotar al partido liberal subsistían con fuerza y pugnaban por imponerse frente a la   “Así paga el diablo a quién le sirve”, El Pueblo Entrerriano, 11/12/1862.

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postura sostenida por Urquiza. En tal sentido, este ciclo de protestas puede ser inscripto en una serie de acciones políticas de disconformidad con el gobierno de Mitre y de cuestionamiento al liderazgo de Urquiza que se irán agudizando en los años siguientes. En noviembre, por primera vez en la historia de la provincia, se presentaron candidatos no oficiales (es decir, que no habían sido propuestos por Urquiza) en las elecciones, cuestión que sería repetida en abril de 1864. Contra lo esperado, en la ciudad de Paraná resultó electo el candidato “no oficial” Evaristo Carriego, editor de El Litoral y uno de los propiciadores de las “serenatas” en la ciudad y en otros pueblos de la provincia. Su triunfo en las elecciones a diputados provinciales puede ser leído como consecuencia de su activa participación en las manifestaciones contra Mitre y su apoyo a los “jefes y soldados” entrerrianos, lo que le permitió conseguir el favor de oficiales del ejército, quienes movilizaron votantes a su favor49. En tal sentido, la dinámica de las protestas pone de relieve la gran importancia de la prensa entrerriana en la arena política y en el desarrollo del debate público, los que iban cobrando marcada autonomía en relación al poder de Urquiza. La prensa circulaba profusamente en todo el espacio provincial y su discurso reforzaba las identidades políticas: era fuente de información, guía de acción para la notabilidad local y podía volverse un elemento articulador de las disidencias (como sucedió en la coyuntura de 1863). La disconformidad del ejército de Entre Ríos con la política del caudillo y con el gobierno nacional se manifestó abiertamente otra vez en julio de 1865, cuando las tropas reclutadas para el frente paraguayo desertaron en masa al grito de “muera Mitre” y “viva el general Urquiza” (con consecuencias ruinosas para el liderazgo de este último) (Alabart 2015: 102). Las divisiones que protagonizaron los desbandes fueron aquellas cuyos comandantes y oficiales habían firmado la “Manifestación” de octubre de 1863. De manera similar a lo ocurrido dos años antes, los “insultos” de la prensa porteña hacia el ejército de Entre Ríos y la prédica de la prensa federal entre los “paisanos” que insistía sobre la ilegitimidad del gobierno de Mitre y las glorias que se les habían arrebatado a los entrerrianos en Pavón, fueron invocados por los protagonistas como uno de los motivos que incitaron a la deserción. En palabras de un

  AGN, FU, M. Navarro a Urquiza, Nogoyá, 15/2/1864.

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testigo de los hechos, todo había sido consecuencia de “Caseros, Cepeda, Pavón y diez años de publicación de diarios como El Soldado Entrerriano”50. Bibliografía Alabart, Mónica (2015): “Los desbandes de Basualdo y Toledo. Hacia la fractura del Federalismo”. En: Schmit, Roberto (comp.): Caudillos, política e instituciones en los orígenes de la Nación Argentina. Buenos Aires: UNGS, pp. 101-132. Alabart, Mónica/Pérez, Mariana (2016): “¿Aparaguayados? La prensa federal entrerriana contra la Guerra de la Triple Alianza (1864-1867)”. Ponencia presentada en: V Jornadas Internacionales de Historia del Paraguay. Montevideo: Universidad de Montevideo/The University of Georgia/Université Rennes. Cisneros, Andrés/Escudé, Carlos (1998): Historia de las Relaciones Exteriores de la República Argentina, Tomo VI. Buenos Aires: Nuevohacer. Chávez, Fermín (1957): Vida y muerte de López Jordán. Buenos Aires: Theoría. Duarte, Amalia (1974): Urquiza y López Jordán. Buenos Aires: Platero. Pérez, Mariana (2015a): “Un baluarte liberal en Entre Ríos. El periódico La Democracia de Gualeguaychú (1863-1867)”. En: Schmit, Roberto (comp.): Caudillos, política e instituciones en los orígenes de la Nación Argentina. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento, pp. 133-159. Pérez, Mariana (2015b). “Poder político provincial y prensa federal en Entre Ríos: entre la subordinación y la autonomía”. En: Folia Histórica del Nordeste, 24, pp. 35-58. Schmit, Roberto (2015). “Derechos y obligaciones: del consenso al disenso” En: Schmit, Roberto (comp.): Caudillos, política e instituciones en los orígenes de la Nación Argentina. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento, pp. 61-81. Schmit, Roberto (2010): “El poder político entrerriano en la encrucijada de cambio (1861-1870)” En: Bragoni, Beatriz/Míguez, Eduardo (coords.): Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional 1852-1880. Buenos Aires: Biblos, pp. 121-145.

50   AGN, FU, 1737, H. Poucel a J. J. Urquiza, Estancia, 20/8/1865. El Soldado Entrerriano fue un periódico federal muy crítico con Mitre y el partido liberal editado en Paraná por Francisco F. Fernández (un conocido jordanista) en los meses posteriores a Pavón. Las referencias a la influencia de la prensa federal en los desbandes son numerosas en las fuentes. Las dificultades para sostener el apoyo a la guerra contra Paraguay en Entre Ríos obligó a Urquiza a prohibir las opiniones disidentes de la prensa federal en 1865 (Alabart/ Pérez 2016).

LA HISTORIA DEL SARGENTO TARIJA O LA GUERRA DEL CHACO AL REVÉS

Nicolas Richard CNRS/Centre de Recherche et Documentation sur les Amériques IHEAL-CREDA UMR 7227 Al amanecer del 14 de junio de 1933, cuando la guerra entre Bolivia y Paraguay pasaba de su primer año y el Chaco, hasta entonces ajeno, colapsaba frente al despliegue desproporcionado de los ejércitos, los pocos vecinos del ínfimo poblado de Sombrero Negro, sobre la banda argentina del curso medio del río Pilcomayo, observaron perplejos y pavoridos esta escena inesperada: un tercer ejército, salido de ninguna parte, avanza silencioso hacia el sur por entre los campos y los bosques, una enorme transmigración de gentes variopintas –“dos mil indios chulupíes armados de metralletas”, “una montonera de tres mil indios”, según la prensa de la época–, pertrechados con fusiles, metralletas, uniformes viejos y zapatones recogidos en los campos de batalla. Pero no solamente, porque en la montonera vienen también muchos “de raza blanca” y viene también un ingeniero y vienen ‘indios argentinos’ que se entreveraron con los ‘indios bolivianos’ y vienen mujeres y niños. Vienen, según los testigos de la época, escapando de la guerra por ese único punto en el que río Pilcomayo se vuelve más fácil de cruzar y se han enfrentado hace pocos días al ejército boliviano, al que hasta entonces servían. Y ese ejército inesperado viene capitaneado por un tal “Sargento Tarija”: “Sábese que la indiada, cuyo número se hace ascender a 2.000, viene mandada por el sargento Tarija, indio veterano incorporado hace muchos años a las filas de las fuerzas regulares bolivianas […]” (El Liberal, 21/06/1933).

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Nunca antes ni después el nombre del Sargento Tarija volvió a tocar la superficie escrita de este conflicto. Una segunda nota de prensa lo menciona (“vienen mandados por el Sargento Tarija”, ver infra), el resto de la prensa se refiere anónimamente a este malón o montonera, que tampoco ocupa un lugar señalado en la literatura histórica sobre la guerra. Así que solo tenemos esas dos notas que mencionan el nombre de Tarija. Esa sola aparición espectacular y fulminante: de repente, de ninguna parte, en medio de esta guerra total y binaria que libran los ejércitos, este personaje disruptivo, oblicuo e ininteligible, el “Sargento Tarija”, que es pues un ‘indio veterano’ y que viene capitaneando un ejército formidable, pero igualmente inentendible e improbable. Llegados a Argentina, la montonera se disuelve y el sargento chulupí se entrega, sin ofrecer resistencia, él y sus indios veteranos y sus armas del primer mundo recogidas en la selva. Y luego, el Sargento Tarija desaparece otra vez, enteramente, sin que se tenga más rastro de él. Esa sola aparición, un solo hombre, dos menciones minúsculas en la prensa de la época: y de pronto la guerra entera puede verse al revés. La Guerra del Chaco (1932-1935) opuso a Bolivia y Paraguay por la posesión del Chaco boreal, un vasto territorio que se había mantenido hasta entonces al margen de las soberanías colonial y luego estatal boliviana o paraguaya, en el que es considerado el principal enfrentamiento armado en América del Sur durante el siglo xx. La historiografía se ha ocupado convencionalmente de estudiar la guerra desde su ángulo militar y nacional, desatendiendo la perspectiva de las poblaciones indígenas que habitan dicho territorio (Richard/Capdevila/Boidin 2007; Richard 2008; Capdevila/ Combès/Richard/Barbosa 2010; Richard/Rabinovich/Capdevila/Nielsen/ Villar 2015; Richard/Capdevila/Combès 2018). La biografía del Sargento Tarija que intentaremos recomponer aquí1 permite un abordaje intersticial al acontecimiento e ilumina todo un conjunto de lógicas y mecanismos de mediación que organizaron localmente la relación entre los ejércitos y las comunidades locales. Aparecen así retratadas, por cierto, la violencia de la ocupación militar de los territorios indígenas, pero también formas

 Trabajamos sobre la biografía del Sargento Tarija a partir de 14 entrevistas videofilmadas en nivaclé y subtituladas al castellano. Las entrevistas fueron realizadas en el Chaco paraguayo entre 2008 y 2012 por Nicolas Richard y Pedro Rojas y forman parte del fondo Otra guerra del Chaco. Un archivo oral sobre la ocupación del Chaco boreal consultable en .] 1

La historia del Sargento Tarija o la Guerra del Chaco al revés

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más inesperadas de porosidad y colaboración que vuelven borrosas todas las categorías comúnmente esperadas: ¿qué es, aquí, “población civil”?, ¿cómo funciona, aquí, “una guerra nacional”? Origen y captura del Sargento Tarija La historia empieza en la aldea de Ftsuuc (actual Estancia Campo Azul), en las cercanías del fortín boliviano Esteros, 100 kilómetros al este del último vecino de aquel poblado de Sombrero Negro sobre el que volveremos al final. El incidente decisivo, inicial, traumático, es la captura del niño Tarija, cuando no pasaba los diez años de edad, a manos de una patrulla de soldados bolivianos.Tres relatos describen este desgarro inicial que es sobre el que se teje todo el resto de la historia: Era muy niño cuando se fue con los tucús [soldados]. Con los bolivianos se fue cuando jovencito. Yo le he visto cuando era joven. Él se crió donde estaban los soldados. De niño se lo llevaron los bolivianos. Los bolivianos, al Tarija, que era nivaclé. Pero sus padres se quedaron acá. Se quedaron en su aldea, cerca de Esteros (Leguán 2009b).

Las dos otras versiones marcan con mayor énfasis la violencia que acompaña el rapto inicial. En la primera, “Le dispararon a su padre y se llevaron al niño Tarija a caballo. Los bolivianos mataron a su padre, eso fue al principio” (Ceballos 2008a) y en la segunda, “Se lo arrancaron de las manos a nuestros abuelos. (...) Se llevaron aquel niño esos tucús. (...) Se lo llevaron. Esa gente murió toda” (Ríos 2008). En cualquier caso, las tres versiones concuerdan en este hecho esencial: Tarija era un niño nivaclé al que capturan trágicamente unos soldados para luego llevárselo al fortín. El primer relato da también otras señas de la identidad de Tarija: su madre vivió hasta anciana, su padre murió temprano de sarampión y tuvo dos hermanos, uno al que se identifica como “el suegro de Tam’asei” y otro, el más pequeño, Âshâshâ, sobre el que volveremos en otros dos relatos hacia el final de esta historia y que según muchos distintos testigos vivió hasta tarde en la actual comunidad nivaclé de Fischat (Leguán 2009b). Los hechos transcurren en la proximidad del fortín boliviano Esteros, que había sido fundado en 1912 sobre la costa norte del río Pilcomayo y que constituyó hasta entrada la década de 1920 el más avanzado de los fortines bolivianos

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sobre el Chaco. En los relatos, se le llama comúnmente “la casa grande” o “dos pisos” y, en efecto, el fortín se distinguía por esta anomalía manifiesta frente a cualquier otra construcción a cientos de kilómetros a la redonda. .

Misa en el fortín Esteros, 1928. Das erste feierliche Meßopfer in Fortin Esteros vor versammelter Mannschaft und Eingeborenen (en: Breuer 1928: 83).

No obstante, el fortín estaba muy aislado. La línea de comunicación directa a Villamontes por la costa norte del río pasando por los fortines Linares y Guachalla era larguísima, difícil y desolada, de modo que el fortín dependía en todo para abastecerse de la ruta que iba por Argentina, al sur del Pilcomayo, donde un incipiente frente de criollos, comerciantes y pequeños ganaderos tejían la inmensidad del monte hasta el piemonte salteño. Pero, sobre todo, Esteros estaba ubicado en la zona más densamente poblada de todo el territorio nivaclé, que se extendía por otros trescientos o cuatrocientos kilómetros al norte y noroeste, pero cuyas aldeas más importantes se situaban en la proximidad del río. El diario del doctor Arturo Hoyos, que acompañaba la fundación de los fortines bolivianos en el Pilcomayo en la década de 1920, describe con crudeza la tensión existente entre el fortín y las principales aldeas nivaclé circundantes:

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La posición de fortín Esteros era mala, pues estaba en constante peligro de inundaciones y además estaba, puede decirse, rodeado de tribus salvajes a las que los soldados provocaban por cualquier cosa, apeligrando la vida de todos los que adentro se hallaban. Esto sucedió también a la raíz de la mala táctica de uno de los jefes, lo que motivó que los indios mataran algunos soldados quedando mal con nosotros. En ese tiempo también, con motivo de ciertas BARBARIDADES [sic], fue asesinado un soldado correo y un Mayor de apellido Guzmán. En Mayo de 1923 el Tte. Coronel M.A. ordenó que se trasladara la Comandancia de la Gobernación del Sud Este a Fortín Esteros. Antes de eso, en 1921, el 1° de Setiembre, el Delegado Coronel Mariaca Pando con una gran comitiva llegó a Esteros y allí pasó unas ocho leguas hacia abajo y encontramos un gran rancho, los indios huyeron quedando tan solo los viejos, quienes estaban esquivos y huraños (Hoyos 1932).

Es en este contexto de violencia como debe entenderse la captura inicial del niño Tarija. Vida en el fortín Sin embargo, una vez en el fortín, la infancia de Tarija fue, a decir de la gente, una infancia feliz. El niño es adoptado, querido y criado hasta “ser como un boliviano”. Los distintos narradores insisten en el rol de una mujer que protegió al niño Tarija, que lo alimentó “con leche de vaca” y lo crió hasta que “lo llevaron para que fuera boliviano. Ya no fue nivaclé, lo dejaron como boliviano y le enseñaron a leer y escribir” (Leguán 2009b): Lo llevaron cuando pequeñito donde una boliviana que se llamaba Jilera [?]. Ella vivía con uno que se llamaba “Patrón”. Él le daba leche de vaca. Ahí creció, ya aprendió a tomar su leche solo. Era un niño muy inteligente, ya sabía hacer las cosas solo. Cuando el niño se sentaba solo, la boliviana se ponía contenta: ¡Qué bien que mi hijo ya sea grande!, decía la boliviana, ¡qué bueno! De niño ya hablaba como los samtó [criollos] (Gutiérrez 2009b).

Tarija es un adolescente, aún no se integra en el ejército, pero colabora en distintas actividades –trompeta, teléfono, mandados…– que le valen el cariño de sus jefes y compañeros. En esta versión, Tarija aprende idiomas porque queda a cargo del teléfono del fortín:

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Él iba al fortín, ahí tenía su escuela y los bolivianos decían que era parte de su personal. Era un niño grande ya. Lo tenían para ir a buscar cualquier cosa que necesitaban, hasta que un samtó, un tucús, dijo: ¡Aquí no hay nadie que cuide el teléfono, no hay nadie para atender! ¡Llamen a Tarija!, dijo. Tarija estaba jugando con otros jovencitos.Y lo dejaron a cargo del teléfono. Ahí fue aprendiendo más el idioma de los samtó. Esto se lo escuché a mi amigo Chivaf ’é. Él le solía encontrar en ese lugar. Entonces, cuando sonaba el teléfono atendía Tarija y contestaba. Un capitán le había dicho que contestara el teléfono. Así cuentan. Al principio hablaba poco ese idioma, pero después de un mes, ya sabía hablar mucho. También hablaba el otro idioma de los tucús [otro que castellano], porque le llevaron desde pequeño (Saravia 2009a).

En otra versión, Tarija “tocaba la trompeta en el pueblo boliviano [fortín], cuando llegaba la hora de comer. […] Desde chico que estaba con ellos el Tarija. Una señora boliviana le había criado” (Leguán 2009b). De modo que cuando tuvo la edad suficiente, Tarija ‘entró al cuartel’. “No hay otro nivaclé que haya alcanzado el nivel de Tarija”, dice un narrador.Tarija desapareció por un tiempo –se fue al ‘territorio de los bolivianos’– y reapareció un año más tarde convertido en sargento, el Sargento Tarija. Esa desaparición y retorno es también una transformación, porque el Tarija que vuelve es ahora “como un boliviano”. “Cuando salió del fortín Esteros, entonces ya era como un boliviano; ya no era más nivaclé” (Rosa 2009). La segunda versión es coincidente (“Cuando creció y ya era jovencito, entró en el cuartel como soldado. Los bolivianos se lo llevaron y ahí le enseñaron”; Ceballos 2008a) y la tercera lo hace ascender a Sargento: “Hasta que entró al cuartel, porque ya era grande. Entró al cuartel militar. Así contaba mi amigo Yiyâ’âj [Tigre]. […] Y se hizo Sargento” (Saravia 2009a). El conflicto Hasta entonces la vida de Tarija había transcurrido en torno al fortín, bajo el cuidado de su madre adoptiva en la casa de “Patrón”, y por tanto no en contacto directo con las aldeas nivaclé sino a resguardo; en adelante, ahora como soldado, Tarija participa de las patrullas militares que recorren el territorio y entra con los soldados en las aldeas. Va con botas, gorra y uniforme, soberbio, bajo la mirada admirativa pero cada vez más desconfiada de los otros nivaclé: “¡Yo no le tengo miedo a nadie! decía el Tarija ¡Ahora soy un militar boliviano!” (Leguán 2009b). Pero en la medida que avanza la década de 1920, el dispositivo militar se va haciendo cada vez más masivo. Más allá de Esteros,

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adentro hacia el Chaco, el ejército abre rutas y funda fortines por todo el territorio nivaclé, movilizando una masa mucho más importante de soldados que se enfrentaban también mucho más súbitamente al Chaco. Esos fortines no se construyeron en el “desierto”, como comúnmente se dice, sino sobre las aldeas indígenas, confiscando cultivos y ganados, ocupando los pozos, desplazando, asesinando y violando gente. El objeto principal de los asaltos militares era la obtención de mujeres para llevarlas hasta los fortines. El diario de Arturo Hoyos describe nuevamente con crudeza la situación: La indiada era cada vez más perseguida, NUESTROS OFICIALES LES ASESINABAN A MANSALVA [en mayúsculas en el original] y ultrajaban a LAS POBRES CHINAS QUE ERAN PASTO DE LA LUJURIA […] las CHINAS ERAN ARRASTRADAS a voluntad, llevadas a los fortines y hasta Villa Montes, obligadas a la VIDA LIGERA HACIENDO QUE PERDIERAN PUDOR Y DIGNIDAD, lo que antes no se conocía siquiera en esas tribus. […] De esta forma permanecimos entre los salvajes unos días. No hacíamos caso de los hombres y solo acariciábamos a las chinas. […] Los caciques y compañeros, cada vez que llegaba la época del algarrobo, recordaban en sus cantares nuestras tropelías y el ultraje a sus mujeres y nos querían fastidiar nuevamente; pero como sabían lo que los aguardaba si es que se levantaban, volvían a dominarse y permanecían sumisos! […] Pasábamos así la vida, embriagando chicas y aprovechándolas (Hoyos 1932).

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1927, Mujeres nivaclé en el fortín Esteros (Gumucio 2002: 74).

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Pero otras veces, según los relatos, esa violencia ni siquiera tenía objeto, era pura maldad, soldados que se divierten disparando sobre la gente o, como en esta versión, por la espalda a un par de ancianos que se iban de pesca al río: “Les dispararon de cerca y por la espalda, los mataron a todos, ahí en donde estaban pescando. Les dispararon por la espalda, murieron mientras pescaban. Tarija se puso furioso...” (Leguán 2009b). La posición del Sargento Tarija se hacía pues insostenible. Él mismo debía conducir las patrullas militares hacia las aldeas nivaclé acosadas y asistir impotente a la muerte de sus parientes. La gente no podía entenderlo y la relación se volvía sumamente complicada. En esta otra versión, igualmente “los soldados mataban a los nivaclé cuando se iban a pescar […]; se fueron los nivaclé a pescar y los mataron. Les dispararon bien”, pero se agrega este otro elemento esencial: “él llevaba a esos soldados, porque era como un sargento, era su jefe” (Saravia 2009b). El encono de la gente iba en aumento. En cierta ocasión, acompañando a unos soldados que iban a una aldea nivaclé con “tabaco y yerba, [pues] así tentaban a los nivaclé”, estos hablaron fuerte: “¡Qué terrible este Tarija, siempre con los soldados! Los nivaclé decían ‘¡Agarremos a este Tarija antes que nos maten a todos!’”. Esa fue la “última vez”, agrega el narrador, los nivaclé le gritaron: “¡No vuelvas más si quieres seguir vivo!” y Tarija (hay que conmensurar el dolor y la impotencia que ese hombre acumulaba dentro), les respondió: “¡Hermanos! ¡No se enojen tanto conmigo! ¡No volveré más por aquí, me iré hacia Paraguay, me iré por la costa del Bañado!” (Saravia 2009b). El tercer relato también insiste en esta dimensión dramática del momento, una herida que carcome al personaje y amenaza con dislocarlo. Al sargento chulupí lo asalta una profunda melancolía: Un día lloró. Lloraba por su padre. Un boliviano le preguntó ¿Por qué lloras? ¡No estés triste! El lloraba porque se acordaba de su padre. Él tenía siempre eso adentro. Aun cuando grande. Y pensaba: “ya me voy a vengar de los tucús… Cuando sea un jefe, los llevaré hacia Paraguay para que los maten […]” (Ceballos 2008a).

La venganza del Sargento Tarija Entonces, el Sargento Tarija decidió desarmarlo todo. Él, que era el pivote de una tesitura que no podía sostenerse más, decide sustraerse y zafarse. Tarija sabe que el despliegue militar es creciente e imparable y

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que el extenso territorio nivaclé está condenado por entero. Sabe también que mientras la soldadesca no tenga otra cosa que hacer, animará sus tardes violando mujeres, robando ganado o incendiando aldeas. Sabe, por último, que el frente paraguayo ha avanzado mucho por el Pilcomayo, tocando territorio nivaclé en torno a la actual comunidad de Novoctas, cerca de los fortines bolivianos Cuatro Vientos y Sorpresa, sobre la banda norte de los Esteros de Patiño. El sargento chulupí concluye que el modo más simple de distender la relación con la aldeas nivaclé es precipitar el conflicto entre bolivianos y paraguayos para sacarlas de en medio del juego. La guerra entera, desde esta perspectiva, es “la venganza del sargento Tarija”. La forma general de esta acción aparece retratada con más o menos detalles en distintos relatos (Ceballos 2008b; Gutiérrez 2009a; Ceballos 2008a; Saravia 2009b; Leguán 2008; Leguán 2009b, Mendoza 2008). Tarija aprovecha la confianza que le tienen sus jefes y guía una patrulla boliviana aguas abajo por el Pilcomayo hasta dar con unos soldados paraguayos a los que da muerte. Entonces, guía nuevamente su patrulla hasta un punto determinado en el que la abandona, a merced de la revancha paraguaya, muriendo todos. Tarija vuelve una y otra vez al fortín Muñoz para salir una y otra vez con nuevos soldados que serán abandonados a una muerte segura: “Él fue el responsable de la guerra. Lo hizo porque habían matado a sus padres. Él siempre llevaba ese dolor adentro. Por eso decía: ‘Yo llevé a los bolivianos donde los paraguayos, para que empezara esa guerra, esa fue mi venganza’” (Ceballos 2008b). Otras dos versiones cuentan con mucho detalle y un gran arte narrativo el modo en el que ocurrieron los hechos, la expedición de Tarija, la emboscada y muerte de los soldados paraguayos que estaban pescando, el descubrimiento de los hechos por los otros soldados del fortín (por los buitres que alertaron de sus cadáveres, por la canoa que flotó vacía río abajo...), la represalia de los paraguayos (que venían con una suerte de “luna” que iluminaba todo por las noches) y la muerte de los soldados bolivianos, el retorno de Tarija hasta Muñoz, etc. (Leguán 2008; 2009b). Muchos casos que aparecen mencionados en la documentación escrita de la época tienen esta misma forma. Por ejemplo, el bien conocido “incidente Rojas Silva” que en 1927 casi adelantó la guerra cinco años. Tiene esta misma forma, aunque aparece invertida: aquí, una patrulla de soldados paraguayos capitaneada por el teniente Rojas Silva es traicionada por el cacique que los guiaba (en las fuentes militares, el “cacique Ramón”) y dejada a merced de un fortín boliviano, en el que son apresados

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y donde termina muriendo Rojas Silva, primer mártir paraguayo de la guerra (Rojas Silva es un héroe nacional, hay en Paraguay canciones, plazas, escuelas y fortines que llevan su nombre). La estructura de la acción es la misma (un cacique guía mañosamente una patrulla militar hasta un fortín enemigo para luego desaparecer y dejar morir a sus integrantes), ambas escenas ocurren en el mismo lugar (aguas abajo por el río saliendo desde el fortín Muñoz) y, por último, en ambas la comandancia paraguaya demora tiempo en saber (pero ¿lo llegó a saber alguna vez?) si el mártir ha sido muerto en acción de guerra por fuerzas regulares o por la traición del cacique Ramón, o por un asalto de la “indiada”, que iba, no hay que olvidarlo, “con uniformes viejos y escopetas”. Aquí lo determinante no es saber cuál de estos incidentes (el asalto al fortín Falcón, la quema del fortín Ayala, la muerte de Rojas Silva, etc.) es el que mejor corresponde a la secuencia relatada: podría ser alguno o todos a la vez; lo importante es que todos tienen esta misma forma, que es la que conviene identificar. Así, una aparente acción de guerra entre ejércitos binarios termina abriendo un haz muchísimo más sutil, confuso y subterráneo de razones, pero ninguna de las cuales lleva a Asunción o La Paz. En el terreno, los militares apenas entienden lo que ocurre, desconfían de sus guías, avanzan a ciegas, reciben informaciones contradictorias y son presa de rumores que, tal y como los contagios que la sanidad militar intenta controlar, no respetan ni nación, ni etnia, ni condición social. Pasan mucho tiempo desmintiendo o aclarando cosas. Por ejemplo, este memorándum enviado desde el fortín Muñoz en 1931, en el que se debe despejar que el ataque al fortín Falcón de agosto 1930 no ha sido obra del ejército regular, sino de “indios vestidos con uniformes viejos con que les obsequian los soldados bolivianos, por servicios diarios, y armados de escopetas” (Estado Mayor General 29/10/1931). Asimismo, en 1931, “indios chulupíes dirigiéndose a Presidente Ayala para rescatar algunas de sus chinas que eran retenidas por soldados paraguayos, recibidos a balazos por éstos, atacan y toman el fortín y lo incendian después” (ibíd.). De modo que la comandancia del ejército entendió que la situación estaba saliéndose de control y que a su guerra de dos la empezaba a desbordar esta otra, de muchos más. Así, un telegrama daba orden que “Todo indio que se encuentre debe ser capturado y enviado a Magariños. Hay informe de que éstos están sirviendo de guías al enemigo” (Despachos enemigos captados y descifrados... 1934), y otro pedía desesperadamente que se les inculcara algún sentimiento nacional:

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Experiencias represalias nativos contra fortines paraguayos aconsejan inconveniencia entregar armas indios lenguas. Inconsciencia estos nómadas peligrosa. Conviene inculcarles intensa y diariamente mediante adecuado sistema educación cívica enérgica idea ser bolivianos. A fin deben sostener y declarar ante cualquier comisión su nacionalidad boliviana (Rodríguez 1932).

La deserción de los chulupíes .

El Diario: “Dos mil chulupíes armados cruzan el río Pilcomayo” (La Paz, 15 de junio de 1933).

En la prensa, la alarma se enciende con un telegrama enviado desde el regimiento de gendarmería argentina de Las Lomitas, el 13 de junio de 1933: Formosa, junio 13.- el Ministerio de Guerra ha sido informado por el jefe del regimiento de gendarmería, cuyo comando está en Las Lomitas, sobre la entrada, por la frontera del río Pilcomayo, a la población argentina Sombrero Negro, de dos mil indios churpies [sic por chulupíes] armados. Sombrero Negro se encuentra frente al fortín boliviano Margariños [sic por Magariños].

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El telegrama es reproducido en La Prensa, de Buenos Aires, dos días más tarde (La Prensa, 15/6/1933), donde se agrega que, según fuentes de gendarmería, “se trata de un grupo numeroso de indios bolivianos, provistos de armas de guerra que, perseguidos por tropas del Altiplano, habían cruzado hacia nuestro territorio, por el Pilcomayo, en las cercanías de Puerto Irigoyen”. El mismo telegrama es publicado en El Diario (La Paz), a través de una nota de la United Press (Buenos Aires) “anunciando que dos mil indios chulupis armados, procedentes del Chaco Boliviano, cruzaron el río Pilcomayo incursionando en territorio argentino” (El Diario, 21/6/1933). El Liberal de Asunción retoma la misma noticia, pero ampliándola a partir de “fuentes autorizadas” de Formosa y Asunción. En particular, el artículo aporta esta valiosísima indicación: MANDA A LOS INDÍGENAS EL SARGENTO TARIJA.— Formosa, junio 14.- Informaciones oficiales llegadas hoy a ésta […] Sábese que la indiada, cuyo número se hace ascender a 2.000, viene mandada por el sargento Tarija, indio veterano incorporado hace muchos años a las filas de las fuerzas regulares bolivianas, entre las cuales está conceptuado como un elemento disciplinado y de gran utilidad, por su conocimiento del medio (El Liberal, 21/6/1933).

Así pues, el Sargento Tarija, “indio veterano incorporado hace muchos años a las filas de las fuerzas regulares bolivianas” está al mando de una montonera de “dos mil indios armados” que acaban de cruzar el Pilcomayo. Al día siguiente, El Orden de Asunción (22/6/1933) aporta el antecedente de que en las cercanías del fortín Esteros “tropas regulares bolivianas mantuvieran un recio combate con tribus indias chulupies. Estos habían matado dos horas antes a dos centinelas bolivianos”. La nota llama la atención sobre la gran cantidad de armamento del que dispondrían –“cuentan hasta con ametralladoras que habían obtenido en un malón sobre el fortín boliviano del Kilómetro 4, de donde se incautaron de gran cantidad de fusiles, proyectiles y ametralladoras depositadas”, y sobre la presencia de “algunos ingenieros” y “militares que les dirigen”: “El número de insurrectos se eleva a tres mil”, concluye la nota (ibíd.). En cualquier caso, la montonera de Tarija no tenía otra intención que la de cruzar la frontera y sustraerse a la guerra. Ni asaltó, ni robó, ni atropelló a los colonos argentinos entre los que cundía la alharaca. Al contrario, una vez llegados a Argentina, Tarija y sus dos mil hombres, la metralleta, los fusiles, los ingenieros y los indios chulupíes, se entregaron a la gendarmería argentina. La Tribuna de Asunción señalaba que entregaron las armas sin resistencia y que fue detenido el “Sargento Tarija, que venía capitaneándolos” (La Tribuna,

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22/6/1933). Al día siguiente completa la información señalando que entre los tres mil “indios armados” hay muchísima población de “raza blanca” y que es tal la cantidad de gente “que han llegado a esta localidad que todos los ranchos se encuentran llenos de refugiados y constituyen un verdadero problema para las autoridades” (La Tribuna, 24/6/1933). En las semanas siguientes, El Diario de La Paz publicará tres notas intentando revertir la imagen que este incidente estaba causando. En la primera, “Las empresas azucareras son responsables de que los indígenas del Chaco tengan armas” (El Diario, 2/7/1933) señala que los chulupíes no habían sido armados por el ejército boliviano, sino en los ingenios azucareros del noroeste argentino donde acudían anualmente a trabajar y conseguían armamento. La segunda nota, “Los chulupis son indígenas pacíficos de quienes no se puede temer actitud hostil” (El Diario, 1/7/1933) argumenta que los indios chulupíes, que son “sucios, flojos y despreocupados cual ninguno”, suelen acercarse a los fortines “esperanzados en las sobras del rancho, que devoran con avidez”. De modo que si bien apenas comprenden el castellano, “tienen una rara habilidad para conocer desde lejos cuando la corneta del fortín o regimiento toca a rancho” (pero la corneta, recordémoslo, según uno de los ancianos, la toca el mismísimo Tarija). De modo que cuando se fundó el fortín Muñoz, “una gran colonia de estos indios invadió el fortín haciendo campamentos en sus alrededores. Pero en la medida en que el regimiento ha dejado recientemente de repartir las sobras del rancho y los ha expulsado del lugar, éstos se han alborotado y han atropellado hacia Argentina, en dirección de Sombrero Negro” (El Diario, 1/7/1933). El final del Sargento Tarija Pero sin duda es la tercera nota publicada por El Diario de La Paz (El Diario, 2/7/1933) la que debe llamar más poderosamente nuestra atención. Ante las noticias de prensa que señalan que los “dos mil indios armados” van capitaneados por un tal “Sargento Tarija”, el periódico transmite un comunicado del ejército en el que se desmiente que el “Sargento Tejerina” haya podido estar implicado en estos sucesos, puesto que se encuentra en el frente de batalla cumpliendo con su deber. Pero entonces, ¿por qué aclarar dónde está Tejerina cuando al que se está buscando es a Tarija? El sargento Tejerina fue el soldado boliviano que dio muerte al teniente paraguayo Rojas Silva en el ya mencionado “incidente Roja Silva”, cuando el cacique Ramón

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traiciona a una patrulla paraguaya, abandonándola a merced de los soldados del fortín Sorpresa. Por dicha acción, Tejerina fue declarado héroe nacional en Bolivia (hay, en Bolivia, simétricamente a Rojas Silva en Paraguay, canciones, plazas y escuelas que llevan su nombre). En la única biografía disponible sobre el soldado Froilán Tejerina (Mendieta Pacheco 1993), se afirma con apoyo documental que Tejerina nació en Padcaya, cerca de Tarija, que quedó tempranamente huérfano y fue criado por una tía, que se enroló en el ejército y fue destinado a los fortines Esteros, Muñoz y Sorpresa. El caso de Tejerina sirvió también como propaganda a las campañas de alfabetización del ejército boliviano; un manual de 1929 destinado a promover un método de alfabetización en aymara y no en español lleva este evocador título: El alfabetizador del indio. En este libro el sargento Froilán Tejerina, aprendió a leer y escribir en un mes (Pizarro 1929). Respecto de su muerte, en cambio, no se conoce más que fue “en combate”, certificada por sus compañeros, pero sin que se encontrara nunca el cuerpo ni explicitaran las circunstancias. ¿Son acaso la misma persona? ¿Es Tarija un eco o una interpretación indígena de Tejerina? ¿O Tejerina una versión ideológica y nacionalista de Tarija? ¿Cómo pensar que ambos hayan podido encontrarse en un mismo momento, lugar y acción, sin que al menos, de algún modo, el uno explique o implique al otro? En las aldeas no se supo mucho más de él. En un relato (Ríos 2009) tiempo después de la guerra, Âshâshâ, el hermano menor de Tarija, buscó infructuosamente al sargento chulupí en cada uno de sus viajes anuales a los ingenios azucareros. Âshâshâ no hablaba bien el castellano y, para hacerse entender mejor, decide llamarse él mismo Tarija. Este segundo Tarija (hermano menor del original y que vivió hasta tarde en la misión de San Leonardo Escalante), termina encontrando “a unos hijos de Tarija”, que tampoco supieron decirle nada, excepto esto: “que Tarija ya era boliviano y no más nivaclé”. Un último relato completa esta idea. El Sargento Tarija, según dicen, cruzó el Pilcomayo hacia Argentina y se fue a Tartagal (Salta), “donde lo hicieron general”. Un día, un nivaclé lo reconoce y le habla. Pero Tarija envía a sus hombres para apresarlo, a él y su grupo. Por la noche, solo y en silencio, Tarija los visita en el calabozo y tienen un último diálogo, íntimo y determinante, que es la postrera noticia que se tiene del sargento chulupí –“sí, soy nivaclé, los dejaré salir del calabozo...”–, pero que es también un adiós o una despedida –“no nos volveremos a ver, ahora ustedes deben irse de la ciudad y volver al monte...” (Saravia 2009b)–, en todo caso, una distancia que ya no hubo más cómo acortar.

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Bibliografía Breuer, Heinrich P. (1928): “Das erste feierliche Meßopfer in Fortin Esteros vor versammelter Mannschaft und Eingeborenen” (Misa en el fortín Esteros). En: Monatsblätter der Oblaten der Unbefleckten Jungfrau Maria. Capdevila, Luc/Combès, Isabelle/Richard, Nicolas/Barbosa, Pablo (2010): Les hommes transparents. Rennes: Presses Universitaires de Rennes. “Choques en 1930-1931 entre militares e indígenas. Memorándum. Copia para S. E. el señor Presidente de la República. Estado Mayor General. La Paz, 29 de octubre de 1931”. En: Arze Quiroga, Eduardo (1951): Archivo de Daniel Salamanca. Documentos para una historia de la Guerra del Chaco. La Paz: Don Bosco, pp. 57-65. “Despachos enemigos captados y descifrados”, Archivo del Ministerio de Defensa Nacional (Asunción, Paraguay). En: Ch@co, (última consulta 29/10/2017). Ceballos, Ciriaco (2008a): “Historia del Sargento Tarija”. En: Richard, Nicolas/ Capdevila, Luc/Combès, Isabelle (dirs.): Otra guerra del Chaco, (última consulta 07/11/2017). Ceballos, Ciriaco (2008b): “Sargento Tarija y los otros nivaclé del fortín Esteros”. En: Richard, Nicolas/Capdevila, Luc/Combès, Isabelle (dirs.): Otra guerra del Chaco, (última consulta 07/11/2017). El Diario (1933):“Dos mil chulupis armados cruzan el río Pilcomayo”, (La Paz, 15 de junio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017). El Diario (1933):“Los chulupis son indígenas pacíficos de quienes no se puede temer actitud hostil”, (La Paz, 1° de julio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017). El Diario (1933): “Las empresas azucareras son responsables de que los indígenas del Chaco tengan armas”, (La Paz, 2 de julio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017). El Diario (1933): “Se atribuye al Sargento Tejerina el haber encabezado las hordas de indios chulupis”, (La Paz, 2 de julio). En: Ch@co, (5/11/2017). El Liberal (1933): “Los chulupies huían de la conscripción a que se les quería someter en Bolivia”, (Asunción, 21 de junio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017). El Liberal (1933): “Los indios chulupies eran carne de cañón y por eso desertaron”, (Asunción, 23 de junio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017). El Orden (1933): “Los indios chulupies combaten contra las tropas bolivianas”, (Asunción, 22 de junio). En: Ch@co, (última consulta 5/11/2017).

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LA HISTORIA DE LA GUERRA PATAGÓNICA HECHA DE “PARTES”: REVISITANDO LA EXPEDICIÓN AL GRAN LAGO NAHUEL HUAPI, 1881

Julio E.Vezub Instituto Patagónico de Ciencias Sociales y Humanas, CONICET/ Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

La “Conquista del Desierto” y las formas de la guerra El análisis de fuentes que se desarrolla a continuación forma parte de los esfuerzos que se han dado durante los últimos años por resituar la comprensión de las campañas militares, o los episodios que han sido englobados con el muy discutido rótulo de la “Conquista del Desierto” en el marco de la historia de las guerras de expansión nacionales que libró la Argentina en el último cuarto del siglo xix. Las narrativas de la epopeya son reactivas a la visión de la guerra civil. Y los planteos focalizados en el genocidio lo mismo. Al objetar que las guerras de expansión y producción de los Estados nacionales sudamericanos fueron el marco de asesinatos masivos, deportaciones campesinas y civiles, campos de concentración y exterminio de grupos que eran identificados étnicamente como indígenas bárbaros y salvajes, se parte de una valoración moral dispar de los fenómenos bélicos. Se concibe la guerra como si fuera menos drástica, criminal y deplorable al reconocer contendientes por fuera del binarismo

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de las víctimas y los victimarios. Se pasa por alto que el enfrentamiento o la resistencia asumen un carácter defensivo para los perseguidos como resultado de relaciones de fuerzas dispares y heterogéneas. “Conquista del Desierto” es un rótulo inapropiado que requiere aclaraciones. Que no se trató de un desierto ni de un vacío social son las primordiales. Dos cuestiones permiten caracterizar como una guerra la suma de eventos militares que se dieron sistemáticamente en Pampa y Patagonia entre 1878 y 1885: primero, jamás la Argentina, ni las provincias que la conformaron, habían logrado armar ejércitos de tamaña naturaleza y cuantía para invadir territorios del sur, cuyas poblaciones fueron definidas como enemigas en rompimiento de los tratados, pactos y arreglos que les habían reconocido diversos estatus de autonomía. Segundo, los agredidos también vivenciaron las acciones como ataques, invasiones, malones y hechos de naturaleza bélica, si nos guiamos por las expresiones volcadas en la correspondencia y las memorias de los jefes indígenas (Vezub 2009). Después que el Estado argentino aplastara las autonomías provinciales, incluida la de Buenos Aires, y fortaleciera la concentración de poder durante la Guerra del Paraguay, llegaría el turno de las fronteras sureñas, que eran consideradas como interiores. Las expediciones y columnas punitivas de corta duración, generalmente estivales, consagraron el ciclo 1878-1885 de la conquista de Pampa y Patagonia, y se dieron de manera escalonada y regionalizada, a la vez que coordinada con el Estado chileno, con el que también se competía por los territorios. Comenzaron con la campaña para ocupar la línea del río Negro, encabezada por Julio Argentino Roca en su condición de ministro de Guerra y Marina en 1879, y continuaron con la expedición al Nahuel Huapi, a la que nos dedicaremos en este trabajo, aunque las acciones entre una y otras fueron constantes tanto en materia de razias como en el plano del sometimiento por la búsqueda de negociaciones políticas. Esta segunda campaña se dio durante 1881, ya en la presidencia de Roca, igual que la “Campaña a los Andes al sur de la Patagonia” de 1882 y 1883, que batió los actuales territorios de Río Negro y Neuquén, especialmente los contrafuertes andinos, y la expedición al interior de la Patagonia conducida por Lino de Roa que persiguió a los referentes mapuches y tehuelches hasta el sudoeste de Chubut en 1883 y 1884. La denuncia del genocidio, importante por el reclamo de verdad histórica y la reivindicación política, social y territorial que activa, se torna reduccionista al plantearse por fuera del estudio de las guerras. La tipificación étnica

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de las víctimas, que se plantea excluyente, pasa generalmente por alto que las campañas militares también se libraron contra la población campesina subalterna que fluctuaba entre identificaciones indígenas, gauchas y criollas que eran imprecisas, superpuestas y cambiantes, según quien las definiera. Estas caracterizaciones ambiguas también alcanzaban a las fuerzas regulares del Estado, que incluyeron contingentes mapuches, y a la totalidad de la tropa que se movilizaba conforme a la lógica de la hueste, y la promesa del reparto de tierras y ganado que fueron características de las guerras civiles del siglo xix. Los gobiernos nacionales y provinciales también concibieron el ciclo 1878-1885 en términos bélicos. Armaron el ejército y la marina, y los engrosaron con el reclutamiento de las guardias nacionales provincianas. Documentaron los sucesos en las “Memorias del Ministerio de Guerra y Marina”, en realidad una suma de informes y rendiciones de cuenta que el ministro del poder ejecutivo nacional elevaba al Congreso tras cada ejercicio anual desde la unificación del Estado argentino en 1862. Precisamente, las páginas que siguen tratarán de uno de estos informes, la Expedición al gran lago Nahuel Huapi, como intento de dilucidar si los episodios y acciones que se relatan pueden ser interpretados como parte de las guerras civiles, y no limitadamente como expediciones de conquista y cacería humana. Tal como se plantea en la convocatoria de este número monográfico, un mismo proceso histórico puede contener “…variadas tipologías de conflicto que incluyen la conflagración internacional, la guerra civil y una guerra de colonización”. Podríamos precisar en este caso una guerra de expansión nacional sobre regiones autónomas del Estado.Y un genocidio coexistiendo con las formas siempre impuras de la guerra como fenómeno sociocultural (Keegan 1995). La historiografía no registra, desde la publicación de La Conquista del Desierto de Juan Carlos Walther (1947), ningún otro esfuerzo global en esta dirección. ¿Será posible expresar una visión integral de las guerras de expansión nacional en Pampa y Patagonia de fines del siglo xix que desmonte la historia monolítica que trazó Walther sin incurrir en otra totalización? La Expedición al gran lago Nahuel Huapi como crónica de guerra Para responder la pregunta anterior se ensaya aquí una relectura de la Expedición al gran lago Nahuel Huapi. Partes y documentos relativos, por ser el documento oficial de la primera campaña, ya durante la presidencia de Roca, que tuvo

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fines netamente operativos y de ganancia territorial. La publicación, realizada por la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) en 1974, cuya autoría se atribuyó al general Conrado Villegas por haber sido el comandante de la expedición, repitió el contenido del informe que había sido incluido en la Memoria del Ministerio de Guerra de 1881. Esta, y otras fuentes de características similares, dieron urdimbre a la trama histórica que Walther sintetizó a mediados del siglo xx como el tramo final de una conquista de tres siglos de duración. Revisitaré estas versiones o “partes” de la historia maestra militar con la hipótesis de que es posible encontrar claves de interpretación diferentes y en distintas escalas sobre la dinámica social de la guerra indígena criolla que quedan disimuladas en el fárrago de datos reiterativos, el recuento incompleto de bajas, las descripciones exageradas sobre las “acciones destacadas”, la apología ideológica, el seguimiento de itinerarios, logísticas y rutinas de las brigadas, y otros detalles anodinos que se registraron sobre las campañas. Se trata de alguna manera de un ensayo novedoso, y en el caso de mis propios estudios he recorrido el camino inverso, yendo desde las fuentes a primera vista más atractivas u originales como la “correspondencia indígena”, pero también menos evidentes, hacia estas otras “memorias oficiales”. Las preguntas metodológicas del inicio fueron, por supuesto, cómo abordar una suma de repeticiones, extraer datos positivos, sin desorientarse por los espejismos discursivos, los actos de propaganda, la retórica, el escaso contenido crítico y las omisiones. Una estrategia formalista que apenas bordearé es la practicada por Torre y su interesante Literatura en tránsito (2010), una perspectiva que ya había sido anticipada por Andermann (2000) en la senda de White (1992), donde el foco para analizar esta clase de fuentes está en la narración como género más que en los hechos que estas relatan. Si bien repasaré aspectos distintos de la estructura y la forma de los partes expedicionarios, el ejercicio se mantendrá dentro de un canon empirista, que busca discernir qué grado de adecuación tuvo su escritura con lo que efectivamente sucedió en el terreno. Propongo leer estos documentos militares con la misma dosis de fascinación y sospecha con que leo libretas de campo de antropólogos, indagando con qué otra tipología de fuentes es posible confrontarlas y complementarlas en la convicción de que toda gran mentira se amasa con pequeñas verdades. Torre plantea que los partes son un género aparte, donde el “yo experiencial” (2010) lleva la voz cantante. Ha estudiado la “narrativa expedicionaria” como un corpus o género literario atendiendo al carácter colectivo, institucional y autobiográfico que lo compone. Por tratarse de un estudio sobre

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libros, su clave estuvo en las narraciones antes que en los acontecimientos. Trataré en cambio de leer estas piezas como pistas sobre la materialidad de las prácticas que sustentan el género bélico ministerial, ya que la condición colectiva, institucional y por mandato de las fuentes militares no significa que las mismas sean unidireccionales, unívocas ni exentas de fisuras. La edición de Eudeba de 1974 integra la colección “Lucha de fronteras con el indio” que dirigió Walther. Repite con omisiones mínimas el contenido de los partes y documentos relativos de la “Espedicion [sic] al Gran Lago Nahuel-Huapí” que habían sido anexados a la Memoria de Guerra de 1881. Salvo un par de planillas que detallan el ganado secuestrado y el racionamiento de la 3ª Brigada, incluidos los 24 indios y los 26 de “chusma” capturados, el resto del contenido se mantuvo sin cambios en la edición de los años setenta1. El arte de tapa es por lo menos extraño para una colección laudatoria, con cierta reminiscencia al Guernica de Picasso, y la secuela de muerte y destrucción que representa. Ello no deja de ser congruente con las críticas al exterminio indígena y al latifundio que se esbozan en el prólogo de Liborio Justo, antiguo militante e intelectual de izquierdas que era nieto de Liborio Bernal, el jefe de la 3ª Brigada, cuyas perspectivas críticas y motivos indigenistas reflejaban un clima de época, y convivían ambiguamente con la celebración de las conquistas en el imaginario de los editores y lectores, muchos de ellos militares o militaristas, en los años inmediatamente previos al golpe de Estado de 19762. Volvamos al análisis de los datos duros de los partes y documentos de la EGLNH que el ministro de Guerra, Joaquín Viejobueno, agregó a la memoria de 1881. La División del Río Negro y Neuquén, al comando de Villegas, estuvo integrada por tres brigadas que tuvieron por jefes a Rufino Ortega, Lorenzo Vintter y Liborio Bernal, además de la “Comisión Exploradora del Limay y Lago Nahuel-Huapi” que se embarcó en el Río Neuquén, un vapor pequeño que no logró remontar el río Limay por falta de calado, y que llevaba como pasajero al teniente coronel e ingeniero Jorge Rodhe, agregado a la Comisión Exploradora que tenía por misión levantar el plano topográfico.

1   En adelante me referiré a los partes de la Espedicion [sic] al Gran Lago Nahuel-Huapí por su abreviatura, EGLNH, y a Villegas (1974) cuando se referencien páginas de la publicación. Para facilitar la consulta utilizo esta edición de Eudeba para las citaciones. 2   Liborio Justo se respalda en la decepción que manifiesta Francisco P. Moreno en sus escritos finiseculares con la estructura de propiedad y explotación agraria resultante de la expansión territorial, y esta será a su vez la limitación de su perspectiva crítica.

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La 1ª Brigada partió del Fuerte 4ª División, emplazado sobre el río Neuquén en la línea de frontera mendocina desde 1879; la 2ª Brigada lo hizo desde el comando general de Fuerte Roca; y la 3ª Brigada, desde Fuerte Castre, ambos sobre el río Negro. Todas iniciaron la marcha a mediados de marzo de 1881 con la misión de reunirse en el lago Nahuel Huapi, que jamás había sido alcanzado ni reconocido por las tropas argentinas, salvo la misión solitaria de diplomacia y espionaje de Francisco P. Moreno en 1875. Lo lograron con pocos días de diferencia a principios de abril, la 1ª y 2ª Brigadas desde el norte y el este, y la 2ª desde el sur, después de pasar por Valcheta y recorrer la meseta rionegrina. Las dos primeras brigadas encontraron un mayor nivel de resistencia por parte de los guerreros indígenas, mientras que la 3ª tuvo por desafío principal el desconocimiento relativo de la región, los accidentes del terreno, la travesía sin agua hasta Valcheta y las consecuentes dificultades logísticas. Se desprende del resumen de Villegas que, en el caso de la fuerza que recorrió el interior patagónico de Río Negro, el verdadero desafío no lo habría impuesto la resistencia de la población, sino el territorio. Ello debió ser así por la muy menor densidad demográfica, pero también por los acuerdos de las autoridades argentinas con las jefaturas indígenas con territorialidad en esta región, como lo muestra el trato preferencial hacia Inacayal y su gente que se consigna en el documento, privilegio que perderá con la campaña de 18821883 cuando será visto como “traidor” por el propio Villegas. El desconocimiento del territorio era relativo, tanto por la disponibilidad de baqueanos que se mencionan en la EGLNH como por los antecedentes proporcionados por Francisco P. Moreno a partir de su exploración anterior (Moreno 1979)3. Para facilitar estas observaciones elaboré un mapa con Sistemas de Información Geográfica, interviniendo la cartografía que estaba anexa al libro de Walther de 1947. Se convirtió a imagen vectorial el mapa que representa el avance de las columnas expedicionarias de las tres campañas principales (la de 1881 que nos ocupa, la del verano de 1882-1883 que también condujo Villegas, y la de 1883-1884 al mando de Lino de Roa por el interior de la Patagonia), estableciendo sus coordenadas. Se destacaron con colores los itinerarios

  Informa Villegas sobre la 3ª Brigada: “Esta brigada tenía en el plan de campaña la parte más difícil no porque ella fuera a encontrar en su tránsito tribus guerreras con quienes combatir, sino que iba a recorrer un camino por lo que realmente se llama Patagonia y cuyos misterios estaban aún sepultados en lo hondo de las quebradas” (Villegas 1974: 20). 3

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que habían sido dibujados a partir de la información que proporcionaban los partes, y se lo superpuso con la capa de los principales cursos de agua. Se mantuvo la base cartográfica original para valorarla como contribución documental, pero también para advertir que como todo mapa es una representación

Columnas expedicionarias de las campañas a la Patagonia (1881-1884). Elaborado por Santiago Peralta y Julio E.Vezub a partir del mapa de Walther (1947).

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social y espacial. En el mismo, las campañas de 1881-1884 aparecen como las columnas de una guerra moderna avanzando en el desierto, como secuencias programadas con principio y final, y que guardan adecuación plena con las instrucciones previas a los jefes subordinados, y que habrían resuelto para siempre la anexión territorial. Una lectura más fina de esta cartografía histórica que ha sido intervenida para esta ocasión –otra representación en sí misma o una nueva disposición de los datos–, pone de relieve detalles, desvíos, tareas estratégicas que quedaron sin concreción inmediata, misiones punitivas menores o de más largo aliento que no fueron dibujadas en la primera versión. Más importante aún, el ejercicio atisba una idea de la dinámica con que se desarrollaron las campañas. Esto se logra revisando nuevamente los partes y confrontándolos con otras fuentes, incluidas las fotografías que tomaron los técnicos que acompañaron a los soldados, revisando otra cartografía histórica, siguiendo los caminos y observando los paisajes actuales que están profundamente alterados4. Surge una primera constatación al superponer la cartografía histórica de los itinerarios con la capa hídrica de la Patagonia septentrional. Y esta es que los expedicionarios siguieron el curso de los principales ríos y arroyos, que no se aventuraron por travesías ni territorios desconocidos, y que buscaban disponer de recursos, agua y pastos principalmente, que permitieran la progresión de los soldados y la remonta. Que estos recursos, y los ríos y arroyos por donde avanzaban las tropas coincidían con los caminos o rastrilladas indígenas, y que estos unían los parajes donde se concentraba la población, es una segunda constatación. La imagen de los ejércitos napoleónicos avanzando en el vacío de la estepa rusa cede el paso a la comprensión del carácter social de la guerra patagónica, entendida en lo fundamental como una guerra civil por la captura de una población enemiga a la que se internaliza (la expresión tierra adentro es elocuente de esta concepción) apropiándose de sus recursos (ganado, especies salvajes, agua, pastos, madera, minerales, etc.), y el control de los medios de reproducción y circulación (campos, caminos, vados, pasos de montaña, etc.). Corresponde señalar la tercera constatación sobre la variable espacial y la cronología de los itinerarios de las tres campañas principales que se realizaron entre 1881 y 1884: se trataron de expediciones de estación que se extendieron   Para una comparación de las fotografías históricas que documentan el avance de las tropas, la destrucción de ranchos y toldos, captura de prisioneros, etc., con los parajes actuales en las regiones donde aconteció la guerra, véase Vezub (2017). 4

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a lo sumo durante un verano u otoño, incursiones punitivas, casos de blitzkrieg que no alcanzaron para instituir el control del territorio ni las poblaciones, y que a lo sumo generaron las precondiciones para la acción soberana de mayor duración. En promedio, las brigadas de la EGLNH ocuparon tres semanas de marzo y abril para alcanzar el Nahuel Huapi, y un total de 70 días para regresar por idéntico camino a los puntos de partida. Al estilo de la protagonizada por Roca cuando redobló la marcha para jurar la bandera a orillas del río Negro el 25 de mayo de 1879, la EGLNH tuvo objetivos propagandísticos. El expediente sobre las vicisitudes para trasladar la artillería de montaña es elocuente, los cañones y shrapnels fueron llevados al solo fin de hacerlos tronar en el gran lago, adonde los proyectiles de estos obuses llegaron inutilizables5. Entretanto, la división de ejército encabezada por Villegas aprovechó la expedición para hacerse fuerte en cabeceras como Ñorquín, en el norte de Neuquén, desde donde partían las expediciones más breves y probablemente más efectivas. Quedará toda una tarea de policía (los partes usan esta terminología) para perseguir población por los valles y boquetes cordilleranos. En general, las maniobras persecutorias para cortar la circulación de contingentes familiares y el uso de los recursos, incendio de tolderías y destrucción de infraestructura productiva, impedir el escape u obligar el retorno por los pasos trasandinos en colaboración con el ejército chileno, las capturas y deportaciones, se prolongaron después del fin formal de la guerra que el relato canónico instituye el 1 de enero de 1885 con el acto de rendición de Saygüeque. Pero será la documentación y su traslado a la cartografía la que produce la impresión del mayor espesor cronológico y la masividad de cada uno de estos eventos acotados en el tiempo, presentándolos como campañas prolijas de una guerra convencional que se desarrolla conforme a una planificación racional, cuando en verdad hubo muchas acciones persecutorias sin que se conozca registro oficial porque directamente no se elaboró, se eliminó, ocultó o perdió. Como hipótesis, se trataría de las campañas muchos más acotadas pero

5  “La artillería saludó nuestra presencia haciendo 6 tiros con espoletas de percusión sobre un cerro cercano. Los shrapnells no pudieron emplearse por el deterioro sufrido en el trayecto” (Villegas 1974: 141). El shrapnell es un obús que era utilizado para apoyar el ataque de la infantería, ya que sus proyectiles transportan una gran cantidad de esquirlas. Además de su efecto aterrorizador, impresiona que los comandos argentinos quisieran hacer uso de todos los dispositivos tecnológicos de avanzada que estuvieran a su alcance.

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permanentes, sin columnas ni divisiones, probablemente las más mortíferas como insinúan otros documentos y memorias dispersas. Reconocer el carácter civil de la guerra patagónica en su asimetría de fuerzas, entendida como una guerra que libra el Estado nacional en formación contra las sociedades pastoras y campesinas, y la captura de contingentes de población, significa también resaltar la captación combinada de operadores tácticos, combatientes y técnicos cualificados.Vale decir, el universo de individuos capacitados para la exploración y la pelea que se engloban o se encubren bajo la categoría eufemística de los “baqueanos”. He aquí una cuarta constatación: esta guerra no progresa sin las instancias de mediación política, práctica, cognitiva y cultural que se obtuvo de baqueanos e “indios amigos”. Los partes atenúan el impacto de estos actores protagónicos y no en vano los denominan indios “auxiliares”, lo minimizan o desdibujan pero no alcanzan a silenciarlo, ya que tanto la EGLNH como los documentos de la Campaña a los Andes al sur de la Patagonia de 1883 (Ministerio de Guerra y Marina 1978) fueron elocuentes sobre su rol: por más incómodos, duales, sospechosos e impresentables que fueran estos “baqueanos” (además de ser la mejor fuente de inteligencia e información), como soldados étnicos estuvieron en la primera línea de los enfrentamientos más encarnizados, ya fueran prisioneros recientes, “presentados”, o con trayectoria como tropa colonial como fue el caso de los “Indios mansos de Linares”, o el menos conocido de José Torres. Según la EGLNH, los indios auxiliares no superaron el 5% de la dotación (solamente se los cuantifica en la planilla de racionamiento que se mencionó). Probablemente hubo otros que quedaron encubiertos entre los apellidos cristianos del resto de la tropa, o que no estuvieron encuadrados en tanto “indios”. Veamos la distribución formal de los efectivos según los partes de la expedición. Cada brigada se integró, sin contar los hombres que quedaron acantonados en las fortificaciones de partida, conforme al siguiente detalle:

1ª Brigada 2ª Brigada 3ª Brigada Totales

Jefes 6 6 10 22

Oficiales 16 22 36 74

Cadetes s/d 5 9 14

Tropa 474 557 525 1.556

Indios s/d s/d 24 24

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Al contrastar estas cifras con la enormidad del teatro de operaciones resulta una fuerza punitiva acotada. Los partes son opacos respecto de la composición cualitativa, pero hay datos llamativos sobre el bajo nivel de preparación, la escasa disciplina y la falta de encuadramiento. Los partes enfatizan los buenos rendimientos y minimizan los conflictos internos y las porosidades con las poblaciones indígenas. Las críticas se limitan al estado insatisfactorio del vestuario y la manutención, el desabastecimiento de ganado, y a proponer soluciones técnicas a distintos problemas (recomendaciones sobre mulas y aparejos para el traslado de piezas artillería, propuesta de trasladar la línea de frontera del río Neuquén al Agrio por la disponibilidad de pasturas y la mejor comunicación, etc.). También, se vislumbra una caracterización cualitativa de la tropa y sus oficiales, conducida por veteranos fogueados en la Guerra del Paraguay, el aplastamiento de caudillos y las revoluciones provinciales. Estaban secundados por grupos de tareas integrados por baqueanos, comandos u operadores tácticos mortíferos (Escolar/Vezub 2013), y seguidos por una masa descalificada que todavía resta estudiar con qué mecanismos se la reclutaba.

Interior del cuartel del Regimiento N° 3 de Caballería. Ranchos de las familias (Encina, Moreno y Cía.Vistas fotográficas del Territorio Nacional del Limay y Neuquén, tomo II, 1883, Museo Roca, Instituto de Investigaciones Históricas).

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Además de los expertos, cuadros e ingenieros militares europeos, entre los primeros se destacaban los oficiales originarios del Estado Oriental. Estos eran especialmente eficaces por dos motivos, su experticia combatiente, y su desaprensión al carecer de todo lazo con la población local, indígena o criolla. Conrado Villegas fue el exponente más elevado de este grupo al que se podría caracterizar como mercenario, si se acepta la descripción de la “conquista” como una guerra civil irregular o asimétrica en los bordes de un Estado que se estaba configurando en el mismo acto (Richard 2015). Los partes aportan indicios de que por fuera de los regimientos de caballería y los batallones de infantería quedarían fuerzas informales al margen de la tabla de revista, partidas sueltas, población cuartelera que se desplaza con las tropas, arrieros y proveedores de ganado, etc. Las fotografías que realizaron los topógrafos que acompañaron la campaña posterior de 1882 y 1883 muestran mujeres, niñas y niños en los ranchos de los fortines. Ello ilustra un panorama de continuidad de las prácticas sociales con las que caracterizaron a las movilizaciones de las guerras civiles del siglo xix sudamericano (Rabinovich 2015). Quinta constatación, complementaria de la anterior: las guerras del desierto se libran con esta combinación de veteranos, comandos y tropas de élite foráneas entrenadas durante el proceso de construcción del ejército de línea y las guardias nacionales provinciales, que se nutre de la misma masa social a la que combate, y que negocia o busca instancias de mediación con sus jefes tradicionales, caciques y capitanejos, etc. Sexta constatación a partir de los partes y documentos de la EGLNH: se trata de una guerra donde las grandes batallas brillan por su ausencia. Así lo plantea Liborio Justo en su prólogo a la edición de Eudeba: “los indios continuaron su resistencia, sin abandonar las hostilidades cuando la ocasión se presentaba, estas hostilidades al paso de las brigadas, no pasaron de algunas ligeras escaramuzas” (Justo 1974: 12). Sin que pueda caracterizarse esta guerra asimétrica como mera cacería de hombres y mujeres, tal como sucederá con que la prolongación de las acciones en el extremo sur patagónico y en la isla de Tierra del Fuego, la misma asumió en lo fundamental la doble condición de persecución y guerra de guerrillas durante las campañas de 1881-1884. Hubo demostraciones de fuerza a la distancia desde la altura de los cerros, cargas rituales de caballería intimidatorias, tal como las que habían presenciado distintos viajeros en las décadas previas al momento de parlamentar, maniobras para agotar la caballada de las tropas nacionales, señales de humo informando la presencia de los atacantes, etc.Y también embos-

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cadas sobre partidas de vanguardia o retaguardia de las brigadas que quedaban aisladas. Esto es lo que se deplora en los partes cada vez que se consigna que el enemigo no plantea un ataque frontal ni una carga de caballería en regla. No exenta de temor, en la EGLNH se detalla el “servicio de seguridad” de la 2ª Brigada, y el modo en que avanza la vanguardia estableciendo campamentos con 75 hombres al mando del mayor Miguel Vidal: “se opera en un terreno desconocido y sobre un enemigo a más de estar poseído de la topografía de él, tienen un método especial de combatir” (Villegas 1974: 73). Las acciones de los guerreros indígenas consistieron principalmente en la organización defensiva del repliegue territorial, protegiendo el traslado de familias, ganado y bienes, ya sea en dirección a los pasos de cordillera o hacia el sur del Limay. Los partes aportan indicios para sugerir que los mapuches y tehuelches resistentes fueron muy eficientes para librar una guerra defensiva cuyos resultados en términos de mortandad podrían haber sido aún peores. Grande es el desaliento que se trasluce en el texto de la EGLNH cuando las partidas encuentran toldos y ranchos abandonados, lo que sucede en repetidas ocasiones. Tal es así que Villegas solo puede consignar dos páginas de “acciones distinguidas” para destacar los comportamientos meritorios en los campos de batalla (1974: 29-31).Y que solo tendrá que lamentar un total de siete soldados muertos y tres heridos, uno de ellos un oficial. Las “acciones distinguidas” se limitan a tres episodios: 1) el combate con armas blancas y pie a tierra del 30 de marzo de 1881, donde el alférez Ferreyra y ocho soldados de la 1ª Brigada son cercados por “un grupo de 40 indios en retirada”, dejando “9 muertos de los salvajes, yendo muchos heridos”, entre ellos el hijo de Saygüeque, Tacoman; 2) la carga que protagonizan 60 lanceros de Ñancucheo y Guircaleufo cerca de la confluencia del Malleo con el Aluminé sobre otra fracción menor de la 1ª Brigada (Villegas 1974: 57), y que deja cuatro muertos de las fuerzas nacionales, el sargento Romero, el cabo Cortez y dos soldados del batallón de infantería, un baqueano y un soldado del Regimiento 12 de caballería heridos; y por último 3) el 24 de abril, otro hecho distinguido de la 3ª Brigada en el destacamento de Limene-Eieu próximo a Valcheta, cuando dos soldados que buscan leña son muertos por 40 indios, siempre según los números de los partes que a todas luces exageran la fuerza enemiga en estos ataques. El ejército expedicionario encuentra una notable capacidad de resistencia por parte de algunos jefes indígenas. La 3ª Brigada no pudo cumplir la misión de cortar la huida de su gente al sur del Limay, limitándose a ver

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en todas direcciones pequeños grupos que anunciaban su fuga por el polvo que levantaban sin que a su vista se presentara un solo enemigo; lo que daba a entender que el pavor era grande y que solo se trataba de salvar sus familias y haciendas, lo que no han conseguido, pues la mayor parte de estas últimas han caído en poder de nuestras fuerzas (Villegas 1974: 21).

Respecto de la capacidad de resistencia indígena, la crónica es bastante elusiva. También en función del homenaje vindicatorio,Villegas refiere la meta de iniciar la marcha el 1º de marzo, “pues las víctimas de Guañacos nos pedían el escarmiento de sus verdugos y estaba dispuesto, a pesar de todo, a dárselo” (1974: 17). Probablemente se trate del mayor desastre de las tropas argentinas frente a las fuerzas indígenas del ciclo de campañas que comienzan a fines de la década de 1870, y del que hasta donde se pudo explorar habría escaso registro en las memorias y partes. Culminó con la destrucción de un fortín en Malbarco en el norte del Neuquén, el paraje donde el cacique Purrán arrendaba tierra a ganaderos trasandinos, y donde los pobladores de ese origen fueron movilizados en la Guardia Nacional para suplementar la defensa a partir de la llegada del ejército en 1879. El ataque de la gente de Queupo habría dejado 50 muertos por lado, incluidos 13 hombres del ejército, 15 guardias nacionales de origen “chileno” y 3 peones de la proveeduría. Los partes tampoco son demasiado explícitos respecto de la persecución, masacre y captura de población, aunque sí son detallistas para referirse a los recursos que requisan, los botines que saquean y la destrucción que siembran a su paso. Anota Rufino Ortega cuando se encuentra en el corazón del País de Las Manzanas: De Huichachoé a Chimehuin hay tres leguas. En este último paraje ha estado situado hasta hace dos días el cacique Huincaleo. Hay varios toldos recientemente abandonados y sembrados de trigo y cebada. En la orilla del río, se encuentra una gran piara de cerdos, de los que los soldados se apoderan previo permiso. Una partida de indios aparece en la cumbre de la loma que acabamos de bajar para llegar al río. Indignados quizá por este acto de destrucción, como del fuego que consume sus viviendas, disparan más de una docena de tiros sobre nuestra retaguardia, que no les hace el honor de contestarles. Después de un breve descanso en este punto continúo marchando (…) Legua y media más al Sud encontramos la desembocadura del río “Luliche” (…) A sus márgenes hay también algunos toldos recientemente abandonados. Pero aquí parece que la fuga ha sido más precipitada, pues en ella, se encuentra con abundancia (acopios de) manzanas y piñones. Uno de los toldos contenía como cien cueros de guanaco, recientemente arreglados. Estos toldos como los anteriores son destruidos por el fuego (Villegas 1974: 59).

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Si se observa la estadística de las bajas y prisioneros indígenas provocados por cada una de las brigadas que se registran en la EGLNH de 1881 los números son modestos: muertos

prisioneros lanza

chusma

1ª Brigada

23

4

2ª Brigada

17

3

23

3ª Brigada

4

41

70

Totales

44

48

93

Respecto de los heridos indígenas, los partes son especialmente imprecisos: “gran número” en el caso de la 1ª Brigada, “veinte” en el caso de la 2ª y “un número considerable” en lo que hace a la 3ª. El registro es parcial, pero no se puede asegurar que las cifras hayan sido mayores, por lo menos en esta campaña. El ocultamiento que se atribuye a esta clase de documentos no sería precisamente la lógica que habría animado a sus autores6, quienes estaban más interesados en rendir un balance con buenos rendimientos antes que minimizar víctimas enemigas que casi nadie cuestionaba. En síntesis, no fue la campaña de 1881 la que aportó la gran masa de las capturas y deportaciones que poblaron los campos de concentración de Chichinales sobre el río Negro, ni la isla Martín García en el río de la Plata7. Quizá, la retirada muy organizada de las familias haya obrado como paliativo.

6   La perspectiva sobre el ocultamiento, la invisibilidad documental deliberada, o el silenciamiento por parte de los archivos y sus operadores reúne consensos amplios entre quienes estudian esta temática en la Argentina, por ejemplo, el libro reciente de Pérez (2016). Aunque las bases epistémicas y metodológicas con las cuales se argumenta el secreto represivo se contradicen con lo que los mismos archivos oficiales revelan de la violencia y el genocidio de Estado cuando se los interpela. 7   Antes que el modelo de los campos de exterminio de mediados del siglo xx, y pese a los elevados índices de mortandad que provocaron, los casos argentinos del siglo xix configuraron antecedentes de aquellos con variedad funcional y diversidad de objetivos como la desterritorialización, la concentración de población en parajes para su distribución y reparto, el desmembramiento familiar, el cautiverio de niñas y niños, la reducción a servidumbre, el presidio, el entrenamiento, y la disciplina social. El tratamiento pionero en la materia corresponde a Mases (2002). Sobre el campo de concentración y cuartel que funcionó en la isla Martín García, véase Nagy/Papazian (2011); sobre Valcheta, Pérez (2016).

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Comparativamente, la campaña siguiente resultará mucho más mortífera, y solamente la 3ª Brigada declarará la matanza de 3 capitanejos y 140 lanceros (Ministerio de Guerra y Marina 1978: 15). Más persistente fue la labor persecutoria continua por fuera de las expediciones consagradas desde 1879, la tarea que se hacía desde los fortines que a su vez funcionaron como campos de concentración y distribución de población. Así lo muestran las fotografías obtenidas por los ingenieros topógrafos en Ñorquín en 1883, o el propio informe de la EGLNH (Villegas 1974: 51), donde se anota que el 18 de marzo de 1881 se recibe un “chasque con la noticia de la evasión de varios indios que existían presos en el fuerte 4ª División”. Sobre el final de la documentación agregada, el teniente coronel Rodhe es muy preciso sobre las deplorables condiciones de vida de los “colonos” de Gral. Conesa, donde el término “Colonia” es un evidente eufemismo de campo de concentración. En lo que hace al ganado, a menudo se le otorga más importancia que a la población humana en la descripción de los partes. Sin embargo, los conductores de la EGLNH se jactan de lo económica que resultó la expedición gracias a las requisas. Escribe Rufino Ortega: Y lo esencial, –un hecho que no debo dejar de recordar– es que esta espedicion [sic] ha sido practicada sin causar ningún gasto extraordinario, nada más que con los recursos asignados para su sostenimiento, en la línea militar que cubre, a las fuerzas que la han llevado a cabo (Villegas 1974: 64).

Y más adelante: “Toda esta operación ha costado a la Nación la pérdida de 187 caballos y 183 mulas, un total de 4.890 pesos fuertes”. El siguiente es el resumen del ganado capturado conforme a la información que brinda la EGLNH, que supera en mucho los gastos: caballar

vacuno

lanar

1ª Brigada

25

187

1.100

2ª Brigada

800

800

4.000

3ª Brigada

1.500

730

1.476

Totales

2.325

1.717

6.576

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Como planteábamos en un trabajo anterior (Escolar/Salomón Tarquini/ Vezub 2015), después de saldar la cuenta de ganado con los proveedores de las campañas, los animales capturados se distribuían entre la tropa conforme al grado, siguiendo una lógica de hueste para integrar, sustentar y recompensar a los movilizados, que a su vez se involucraron en una guerra de recursos donde la ley de premios militares prometía la tierra, y las acciones directas sobre el terreno el acceso al ganado y otros bienes, cuyas prácticas de uso, reproducción y circulación no se diferenciaban de las de los enemigos indígenas que eran expropiados. Conclusiones Durante los últimos años, distintas contribuciones han enfatizado que las distancias sociales entre la tropa movilizada por el ejército de línea, las guardias nacionales y las fuerzas indígenas que resistieron el avance del Estado argentino en Pampa y Patagonia han sido menores que las consagradas por las visiones tradicionales, ya fueran condenatorias o épicas. Muy al contrario, es posible identificar en el registro histórico toda clase de préstamos, relaciones, mutaciones e hibridaciones en la composición de unas y otras. La estructura militar argentina que se forjó a partir de la Guerra del Paraguay, y que intervino en la “Conquista del Desierto”, incluyó el componente gaucho que había sido entrenado en las montoneras y los conflictos que jalonaron la construcción del orden nacional, aquello que Domingo Faustino Sarmiento (2000: 94) llamó los “ejércitos de colonos militares”8, aportados por la misma base social a la que se combatía: las poblaciones mapuches, ranqueles, pampas y tehuelches del sur de las provincias argentinas, y el campesinado de éstas, los “gauchos” o “criollos”, es decir, los indígenas que habían sido más tempranamente incorporados al sistema de hegemonía estatal. Asimismo, la labor de los mediadores y operadores tácticos de origen pampeano y patagónico fue decisiva para el resultado exitoso de la anexión territorial. ¿Qué dicen los partes de los niveles de violencia y negociación? Su relación con la cartografía resulta primordial y, como observa Richard (2011: 197) para   Sobre las “formas de la guerra” en los ensayos de Sarmiento y cómo las proyectaba a las fronteras pampeano-patagónicas, véase el notable ensayo de Dardo Scavino (1993), escasamente consultado por quienes estudian estas temáticas. 8

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la Guerra del Chaco de la década de 1930, también en el caso de la expansión estatal en Patagonia el mapa de las fundaciones militares se superpone con el de los principales asentamientos indígenas. Este encastre de los dispositivos militares con la morfología sociopolítica preexistente muestra hasta qué punto la avanzada nacional es dependiente de las alianzas y las connivencias que los ejércitos establecen con el mundo civil circundante. Se advierte entonces que la población era indispensable para explotar y poner en circulación los recursos. Aunque los partes parezcan negarlo la avanzada militar trabajó con la misma argamasa que le proporcionan las redes sociales y la información previa. Por más desconocimiento que pudieran aducir los conductores de la 3ª Brigada, sin datos ni baqueanos adecuados era imposible que una columna de más de 500 hombres que acarreaba prisioneros y familias llegase en solamente 18 días de Castre a Nahuel Huapi por la travesía de Valcheta. Si la terminología eufemística de las “campañas” y las “expediciones” parece retirar la experiencia histórica de la expansión nacional del terreno de la “guerra”, la lectura a contrapelo de la EGLNH no hace sino devolverla, aunque sea como una versión parcial que oblitera la acción terrorista del estado, que se insinúa e irrumpe en muchas partes de su letra. Bibliografía Andermann, Jens (2000): “Entre la topografía y la iconografía: mapas y nación, 1880”. En: Monserrat, Marcelo (comp.): La ciencia en la Argentina entre siglos.Textos, contextos, e instituciones. Buenos Aires: Manantial. Escolar, Diego/Vezub, Julio E. (2013): “¿Quién mató a Millaman? Venganzas y guerra de ocupación nacional del Neuquén, 1882-3”. En: Nuevo Mundo Mundos Nuevos, . Escolar, Diego/Salomón Tarquini, Claudia/Vezub, Julio E. (2015): “La Campaña del Desierto (1870-1890): notas para una crítica historiográfica”. En: Lorenz, Federico (ed.): Guerras de la historia argentina. Buenos Aires: Ariel, pp. 223-247. Justo, Liborio (1974): “Prólogo”. En:Villegas, Conrado: Expedición al gran lago Nahuel Huapi. Partes y documentos relativos. Buenos Aires: Eudeba. Keegan, John (1995): Historia de la guerra. Barcelona: Planeta. Mases, Enrique (2002): Estado y cuestión indígena en la Argentina. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1910). Buenos Aires: Prometeo/ Entrepasados. Ministerio de Guerra y Marina (1881): Espedicion […] al gran lago Nahuel Huapí. Partes y documentos relativos. Anexo a la Memoria de Guerra 1881. Buenos Aires.

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Ministerio de Guerra y Marina ([1883] 1978): Campaña a los Andes al sur de la Patagonia. Año 1883. Partes detallados y diario de la expedición. Buenos Aires: Eudeba. Moreno, Eduardo (1979): Reminiscencias de Francisco P. Moreno. Buenos Aires: Eudeba. Nagy, Mariano/Papazian, Alexis (2011): “El campo de concentración de Martín García. Entre el control estatal dentro de la isla y las prácticas de distribución de indígenas (1871-1886)”. En: Corpus, 1, 2, . Pérez, Pilar (2016): Archivos del silencio. Estado, indígenas y violencia en Patagonia central, 1878-1941. Buenos Aires: Prometeo Libros. Rabinovich, Alejandro (2015): “Las guerras civiles rioplatenses: violencia armada y configuraciones identitarias (1814-1852)”. En: Lorenz, Federico (ed.), Guerras de la historia argentina. Buenos Aires: Ariel, pp. 137-158. Richard, Nicolas (2011): “El malestar del mediador salvaje: a propósito de tres biografías indígenas de la guerra del Chaco”. En: Paz Obregón Iturra, Jimena/Capdevila, Luc, Richard, Nicolas (comps.): Les indiens des frontières coloniales. Amérique australe, xvie siècle/temps présent. Rennes: Presses Universitaires de Rennes. Richard, Nicolas (2015): “Presentación: La guerra en los márgenes del Estado, simetría, asimetría y enunciación histórica”. En: Corpus, 5, 1, . Sarmiento, Domingo F. ([1850] 2000): Argirópolis. Buenos Aires: elaleph.com. Scavino, Dardo (1993): Barcos sobre la pampa. Las formas de la guerra en Sarmiento. Buenos Aires: El Cielo por Asalto. Torre, Claudia (2010): Literatura en tránsito. La narrativa expedicionaria de la Conquista del Desierto. Buenos Aires: Prometeo. Vezub, Julio E. (2017): “El álbum de Encina y Moreno como libreta de viaje: antes, durante y después de los campos de batalla del Neuquén, 1883-2015”. En: Rodríguez Aguilar, María Inés/Vezub, Julio E. (coords.): Patrimonios visuales patagónicos: territorios y sociedades. Buenos Aires: Ministerio de Cultura de la Nación, pp. 125-146. Vezub, Julio E. (2009): Valentín Saygüeque y la “Gobernación Indígena de las Manzanas”. Poder y etnicidad en la Patagonia Septentrional (1860-1881). Buenos Aires: Prometeo Libros. Villegas, Conrado (1974): Expedición al gran lago Nahuel Huapi. Partes y documentos relativos. Buenos Aires: Eudeba. Walther, Juan Carlos (1947): La Conquista del Desierto. Buenos Aires: Biblioteca del Oficial. White, Hyden (1992): El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica. Paidós: Buenos Aires.

SOBRE LOS AUTORES

Mónica Alabart es investigadora-docente del área de Historia del Instituto de Ciencias de la Universidad Nacional de General Sarmiento y profesora de Historia Social Latinoamericana en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Sus principales áreas de interés son la historia social y política rioplatense del siglo xix. Publicó, entre otros, “Los desbandes de Basualdo y Toledo: hacia la fractura del federalismo entrerriano”, en Roberto Schmit (ed.): Caudillos, política e instituciones en los orígenes de la Nación Argentina (2015). Juliana Álvarez Olivares es doctora en Historia y civilización de la Université Paris Diderot-Paris 7 y doctora en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín (2018). Sus principales áreas de interés incluyen la historia social, la historia política y la circulación de saberes entre Europa y América Latina en los siglos xix y xx. Es profesora temporal en el Departamento de Letras y Ciencias Humanas de la Université de Rouen. Edilson Pereira Brito é professor de História do Instituto Federal Catarinense, doutor em História Social da Cultura pela Universidade Estadual de Campinas, com estágio no exterior realizado na Université Paris I-Panthéon Sorbonne. Estuda temas ligados ao universo militar do Brasil na segunda metade do século xix, com especial destaque para a Guarda Nacional. Mario Etchechury Barrera es doctor en Historia por la Universitat Pompeu Fabra (Barcelona). Sus principales líneas de investigación giran en torno a las redes transnacionales de circulación de mercenarios, aventureros y emigrados a lo largo del siglo xix y la violencia guerrera en el Río de la Plata

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Sobre los autores

posrevolucionario. Entre sus publicaciones destacan Hijos de Mercurio, esclavos de Marte. Mercaderes y servidores del estado en el Río de la Plata (Montevideo, 18061860) (2015) y “La región ubicua. Emigrados, redes militares y conspiraciones en Rio Grande do Sul (1845-1852)”, en Miradas regionales. Las regiones y la idea de nación en América Latina, siglos xix y xx (2014). Véronique Hébrard, historiadora, es profesora en la Universidad de Lille. Sus principales áreas de investigación son la historia política de Venezuela (siglo xix), más específicamente las dinámicas de compromiso y movilización en contexto de guerra y conflicto armado, así como las recomposiciones socio-políticas de la posguerra. Publicó entre otros, “Dinámicas de movilización y lógicas de socialización de lo político en el mundo rural venezolano (18581859)”, en Illes i imperis, n° 17 (2015) y La Venezuela independiente. Una nación de discurso (1808-1830) (2012). Ariadna Islas es profesora en el Departamento de Historia del Uruguay, en la Facultad de Humanidades, Universidad de la República, y fue directora del Museo Histórico Nacional, Uruguay. Sus trabajos de investigación abordan la historia cultural de la política en el Uruguay del siglo xix. Ha publicado La Liga Patriótica de Enseñanza. Una historia sobre ciudadanía, orden social y educación en el Uruguay (2009); Un simple ciudadano: José Artigas (como coordinadora, 2014) y la edición comentada del Diario de Historia Natural de Dámaso Antonio Larrañaga (en dos tomos, 2015-2017). Ha colaborado en el Diccionario político y social del mundo iberoamericano II, dirigido por Javier Fernández Sebastián (2014). Eduardo José Míguez, graduado de la Universidad de Buenos Aires y doctorado en la de Oxford, es profesor de historia argentina y autor de libros y artículos sobre historia económica, social y política de la Argentina, los que siguen siendo sus temas de trabajo. Enseñó en universidades argentinas y extranjeras, y ha realizado tareas de conducción universitaria en su país. Gustavo L. Paz es profesor de Historia Americana en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y en la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina en el Instituto Ravignani. Ha publicado numerosos artículos sobre historia social y política argentina del siglo xix y los libros Las

Sobre los autores

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guerras civiles (1820-1870) (2007) y Desde este día Adelante Revolución. Voces del 25 de Mayo de 1810 (2010). Mariana A. Pérez es doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires e investigadora la Universidad de Buenos Aires y en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Argentina). Se interesa en la historia política y social rioplatense del siglo xix. Publicó, entre otros, En busca de mejor fortuna. Inmigrantes españoles en Buenos Aires desde el Virreinato a la Revolución de Mayo (2010), e Inmigración y colonización. Los debates parlamentarios en el siglo xix (2014). María Laura Reali es doctora en Historia. Profesora-investigadora en la Universidad París 7. Sus trabajos abordan la producción de representaciones del pasado y de discursos y prácticas políticos en contextos de conflicto armado, de mediados del siglo xix a la primera mitad del xx, en perspectiva transnacional (Uruguay, Argentina, Paraguay). Es autora de Herrera. La revolución del orden. Discursos y prácticas políticas (1897-1929) (2016) y, con Liliana Brezzo, de Combatir con la pluma en la mano. Dos intelectuales en la Guerra del Chaco: Juan E. O’Leary y Luis Alberto de Herrera (2017). Nicolas Richard es investigador del Centre National de la Recherche Scientifique CNRS (Francia) en el CREDA IHEAL CNRS-Université Sorbonne Nouvelle. Se ha especializado en antropología e historia contemporánea del Gran Chaco y del desierto de Atacama y dirige actualmente el proyecto “Mécaniques sauvages, le savoir mécanique dans les sociétés amérindiennes du Chaco et de l’Atacama”. Julio Esteban Vezub es doctor en Historia, investigador del CONICET, y vicedirector del Instituto Patagónico de Ciencias Sociales y Humanas en el Centro Nacional Patagónico de Puerto Madryn. Es profesor titular de Historia Argentina II (1852-1930) en la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco. La historia indígena y regional, las guerras de expansión y el proceso de colonización y formación de los Estados nacionales en el sur de Argentina y Chile durante los siglos xix y xx son su campo de investigación principal. Participa en iniciativas museográficas y de valorización de colecciones junto con universidades, archivos y museos argentinos, latinoamericanos y europeos.