Funus Hispaniense: Espacios, usos y costumbres funerarias en la Hispania Romana 9781407312415, 9781407342108

This volume presents the study of a number of variants of Romano-Hispanic burial rituals. The research was carried out f

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Spanish; Castilian Pages [521] Year 2014

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Funus Hispaniense: Espacios, usos y costumbres funerarias en la Hispania Romana
 9781407312415, 9781407342108

Table of contents :
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Agradecimientos
Summary
TABLE OF CONTENTS
Prólogo
1. Introducción
2. La muerte en el mundo romano
3. Los espacios funerarios y su organización interna
4. El ritual funerario y la tipología de los enterramientos
5. Acondicionamiento interno de las sepulturas
6. El aspecto exterior de las sepulturas
7. El ritual funerario y la sociedad
8. La muerte sufrida
9. Conclusiones
10. Anexos
11. Bibliografía
12. Fuentes citadas en el texto
Índice de ilustraciones

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Funus Hispaniense Espacios, usos y costumbres funerarias en la Hispania Romana

Alberto Sevilla Conde

BAR International Series 2610 2014

ISBN 9781407312415 paperback ISBN 9781407342108 e-format DOI https://doi.org/10.30861/9781407312415 A catalogue record for this book is available from the British Library

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A mis padres, para quienes las palabras no bastan para agradecerles todo lo que me han dado y a Emilia, que, a pesar de sus tres años, siempre escuchó con atención. “Fosca hierba, no cubras para siempre sus blandos huesos. Tierra, no le seas pesada, no lo fue ella para ti”. (Marco Valerio Marcial, Epigrammaton Libri XII, V, 34)

Agradecimientos Al finalizar un trabajo tan árido y lleno de dificultades como es una tesis doctoral, es inevitable recordar a todo aquél que, de manera directa o indirecta, ha colaborado en el resultado final de la misma. Y pese a todas las páginas escritas, no hay duda de que son éstas las más complicadas y, al menos desde un punto de vista personal, las más importantes, al recordar a todas aquellas personas e instituciones que de un modo u otro hicieron posible la culminación de este proyecto. Sería impensable comenzar estas líneas sin dedicar unas palabras a mis directores: por un lado, al Profesor M. MartínBueno, con el que aprendí lo que era la Arqueología al permitirme, hace ya unos cuantos años, formar parte de su equipo de trabajo, y por otro, al Profesor F. Marco Simón, cuya infinita amabilidad, su dedicación y sus consejos han hecho posible la llegada a buen puerto del presente trabajo. A ambos les agradezco el apoyo y el interés mostrado en el desarrollo de esta Tesis Doctoral. No puedo olvidar, en estas líneas, al Ministerio de Educación, que, al concederme durante cuatro años una beca FPU, ha sido quien ha financiado nuestra andadura a lo largo de esta labor investigadora; tampoco a la Universidad de Zaragoza, que me ha cobijado ofreciéndome un lugar donde desarrollar este trabajo; ni al programa de Estancias Breves –inserto en la beca FPU- que me permitió realizar dos estancias en la Universidad de Oxford. Éstas se desarrollaron en el Ioannou Centre for Classical and Byzantine Studies, bajo la supervisión de los Profesores A. Bowman y N. Purcell, a quiénes también quiero expresar mi agradecimiento, tanto por el interés mostrado en este trabajo como por permitirme un acceso sin restricciones a los fondos y actividades del Institute Ioannou Centre. Durante todo este tiempo he contado con la inestimable ayuda del Profesor D. Vaquerizo, a quien debo tantos y buenos consejos. Y qué decir de T. González, con el que he compartido largas conversaciones y muchas horas de trabajo, sin las cuales el resultado final de este proyecto no hubiera sido el mismo. Tampoco puedo dejar de mencionar a los miembros del Departamento de Ciencias de la Antigüedad con quienes he convivido muchos años, primero como alumno y después como becario, y, principalmente, a mis compañeros becarios con los que he compartido, de forma más directa, el día a día. Entre éstos merecen especial mención Ana, Chemi y Lara por los días y las noches bilbilitanas, y también Celia, Laura, María José, Miguel, Paolo y Nobuya que, sin duda, hicieron más llevadera mi primera estancia en Oxford. Debo incluir aquí a mis amigos, que, afortunadamente, son muchos y buenos: a José Ramón, a Toño, a Nacho, a Paco, a Andrés, a Los DelMonte, a los Marihachis y a la familia bilbilitana, siempre ahí, dispuestos a escuchar. Sin duda, sin ellos todo hubiera sido mucho más difícil. Y finalmente a mi familia, principalmente a los que no están –y que, de alguna manera, forman ya parte de esta Historia-, pero sobre todo a mis padres, de los que, aunque no he aprendido arqueología, sí honradez y actitud ante la vida. Sin su apoyo incondicional, nunca hubiera podido realizar este trabajo.

Summary From the outset, when planning this project our objective was to conduct a study of the different behaviours, belief and rituals generated around death are analyzed, in this project, from the standpoint of material culture (with more than 370 necropoles and cemeteries analyzed). I also consider the ancient sources, the iconography, and other auxiliary sciences such as Ancient History, History of Religion and Anthropology. Thus I achieve a full view of Hispano-Roman funerary customs. This study is divided into two parts: the first, at the end of the main text and listed in Annexes-section, is about tables and maps, in which we collect, the most comprehensive as possible, the various findings funeral Hispanic territories and their particularities. For expository convenience, and because of the chronological range covered in this study, we have chosen to keep the administrative division of Augustus and, although we have not reflected the different variations occurred in the Iberian Peninsula during the Roman Period, from the creation of the first two provinces in the Republican Period, the separation of Northwestern peninsular of Tarraconensis in time of Caracalla or the Diocletian’s Reform; however they have been taken into account when carrying out the analysis of the results. Therefore, all information collected had been divided into three parts, whether for tables or maps: one for the Lusitania Province, one for Baetica and finally one for the Tarraconensis. The second part is the rest of this volume in which, by way of summing up, we try to draw a complete worldview of Hispano-Roman funerary. After analyzing the mainstream historiographical which have studied the funerary phenomenon, the definition of the space-time's coordinates in the frame of this project and the analysis of the main expressions of funus in Rome,-and here lies the bulk of the work- , the different data, compiled and systematized in the tables and maps included in the Annexes-section, have been analyzed. From here, we have drawn a picture based on the territorial nature funerary deposits, we have analyzed the different expressions of the funeral ceremony and the different types of burial documented; the localization of the necropolis or the different areas of burials; we evaluate the acculturation process that took place in the three Roman Provinces of Hispania, due to the roman settlement, by the analysis of material evidences in a funerary scope. We also assessed the different behaviour and rituals which were developed in connection with the premature death in the Roman World. How a series of categories were defined by the age of death (stillborns, perinatal death and infants, including youths deceased before marriage and women who died in childbirth) which determine from the burial’s ritual to the mourning. And why, because of their lower status, generated by the immature or violent dead, their funeral followed different guidelines from the rest of the people. We have not overlooked the treatment and disposal of the body in the grave, the appearance and types of grave-goods, the development of magical practices linked to the underworld, etc. Not forgetting other aspects such as the phenomenon of monumentalization, iconography and funerary epigraphy, who have been treated in order to complete the panorama view of funus Hispaniense. We understand, because of the territorial and chronological scope of this work, the inability to include in it all the funerary evidence documented in Hispania, but still, with the data collected, and being aware of their shortcomings or the possibility of new findings, we can draw a fairly complete picture of the evolution, uses and funeral customs of Roman-Hispano society until the establishment of Christianity.

Funus Hispaniense: espacios, usos y costumbres funerarias en la Hispania Romana Prólogo .............................................................................................................................................. 1  1. Introducción ............................................................................................................................... 2  1. 1. Distintas perspectivas en el estudio de la arqueología de la muerte...................................... 2  - 1. 1. a. La Nueva Arqueología y la Arqueología de la Muerte .......................................................................... 2  - 1. 1. b. La Escuela Historiográfico-Social Francesa ........................................................................................... 3  - 1. 1. c. A modo de conclusión ............................................................................................................................... 4  1. 2. Coordenadas espacio temporales.............................................................................................. 5  1. 3. Presupuestos metodológicos ...................................................................................................... 6  - 1. 3. a. El ritual como revelador ideológico ......................................................................................................... 6  - 1. 3. b. La ideología como revelador social: muerte y poder ............................................................................. 6  - 1. 3. c. El objeto funerario romano: el indicio material y sus significantes ...................................................... 7  - 1. 3. d. El entorno material, humano e histórico: el contexto ............................................................................. 8  ○ El contexto arqueológico ........................................................................................................ 8  ○ El contexto histórico ............................................................................................................... 8  ○ El contexto antropológico ....................................................................................................... 9  - 1. 3. e. Ritual funerario y sociedad........................................................................................................................ 9 

2. La muerte en el mundo romano ........................................................................................ 10  2. 1. Creencias en torno a la muerte ............................................................................................... 10  2. 2. Inhumación e incineración ...................................................................................................... 16  2. 3. Los funerales y el luto .............................................................................................................. 24  - 2. 3. a. Los funerales ............................................................................................................................................ 26  - 2. 3. b. El luto ........................................................................................................................................................ 32  2. 4. La domesticación de la muerte ............................................................................................... 32  - 2. 4. a. La muerte impura y sus tabúes................................................................................................................ 33  ○ La domus ............................................................................................................................... 33  ○ Morir por un rayo .................................................................................................................. 34  ○ El suicidio ............................................................................................................................. 34  ○ El Flamen Dialis y la muerte ................................................................................................ 36  - 2. 4. b. Rituales y festividades en torno a la muerte .......................................................................................... 37  ○ Feriae denicales. Familia Funesta ....................................................................................... 37  ○ Parentalia ............................................................................................................................. 37  ○ Los Feralia. Dies Ferales ..................................................................................................... 37  ○ Caristia ................................................................................................................................. 38  ○ Lemuria ................................................................................................................................. 38  ○ Otras fiestas funerarias .......................................................................................................... 38  2. 5. La legislación funeraria ........................................................................................................... 39 

3. Los espacios funerarios y su organización interna ..................................................... 42  3. 1. Muertos, pero no olvidados: la acotación del espacio funerario y la separación de vivos y muertos . 42  3. 2. Morir en la ciudad: el suburbium ........................................................................................... 44  - 3. 2. a. La articulación del espacio funerario del suburbium ............................................................................ 44  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Lusitania ...................................................................... 45  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Baetica ......................................................................... 47  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Tarraconensis .............................................................. 61  -3. 2. b. Los enterramientos de los más desfavorecidos: puticuli y collegia funeraticia ................................. 83  3. 3. Morir en el campo: el ager ...................................................................................................... 85  I

-3. 3. a. Las villas y sus áreas de enterramiento. .................................................................................................. 86  ○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Lusitania ....................................................................................................................... 86  ○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Baetica .......................................................................................................................... 92  ○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Tarraconensis ............................................................................................................... 94  -3. 3. b. Los pequeños asentamientos y sus áreas de enterramiento. ...............................................................103  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania....................... 103  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica ......................... 106  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis............... 114  -3. 3. c. Espacios funerarios comunes a varios asentamientos de pequeña o mediana entidad. ...................120  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Lusitania ........................ 120  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Baetica........................... 121  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Tarraconensis ................ 122  -3. 3. d. Muerte y enterramiento en los asentamientos rurales ........................................................................123  3. 4. Otros espacios funerarios ...................................................................................................... 125  -3. 4. a. La domus ..................................................................................................................................................125  -3. 4. b. Los complejos fabriles, hornos, pozos y silos ......................................................................................128  3. 5. Particularidades geográficas ................................................................................................. 133  -3. 5. a. El área de los castella ..............................................................................................................................133  -3. 5. b. Las llamadas “necrópolis del Duero”....................................................................................................135  3. 6. El cristianismo y la emergencia de un nuevo espacio funerario ........................................ 138  3. 7. Conclusiones ........................................................................................................................... 139 

4. El ritual funerario y la tipología de los enterramientos ......................................... 140  4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria... 140  - 4. 1 .a. Evolución cronológica y espacial del proceso de “romanización” a través del ritual funerario. ...142  ○ Primera Fase: “inicio de la romanización material”. ......................................................... 142  ○ Segunda Fase: la “transformación ritual”. ......................................................................... 147  ○ Tercera Fase: el “triunfo de la inhumación”. ..................................................................... 155  ○ Conclusiones. ...................................................................................................................... 160  4. 2. El ritual de cremación............................................................................................................ 161  - 4. 2. a. Rogus/Pyra..............................................................................................................................................162  - 4. 2. b. Ossilegia depositados en busta .............................................................................................................164  - 4. 2. c. Ossilegia depositados en huecos tallados en la roca o en la tierra.....................................................165  - 4. 2. d. Ossilegia depositados en urnae u ollae................................................................................................165  4. 3. La inhumación ........................................................................................................................ 167  - 4. 3. a. Estructuras de tegulae a doble vertiente...............................................................................................167  - 4. 3. b. Cistas de tegulae.....................................................................................................................................169  - 4. 3. c. Fossae con cubierta horizontal de tegulae ...........................................................................................170  - 4. 3. d. Estructuras de ladrillos...........................................................................................................................172  - 4. 3. e. Inhumaciones en el interior de ánforas................................................................................................173  - 4. 3. f. Tumuli ......................................................................................................................................................175  - 4. 3. g. Sarcófagos monolíticos de piedra.........................................................................................................176  - 4. 3. h. Cistas de losas y lajas de piedra ............................................................................................................178  - 4. 3. i. Muretes cubiertos por losas....................................................................................................................180  - 4. 3. j. Fossae con cubierta de losas o lajas ......................................................................................................182  - 4. 3. k. Lajas dispuestas a doble vertiente........................................................................................................183  - 4. 3. l. Fossae excavadas en tierra .....................................................................................................................184  - 4. 3. m. Fossae excavadas en roca ....................................................................................................................185  - 4. 3. n. Sarcófagos de plomo..............................................................................................................................188  II

4. 4. Los enterramientos infantiles................................................................................................ 188  - 4. 4. a. La edad de la vida y la muerte...............................................................................................................189  - 4. 4. b. Funus acerbum: la amargura de morir antes de tiempo.....................................................................190  - 4. 4. c. La evidencia arqueológica .....................................................................................................................190  ○ La domus ........................................................................................................................... 190  ○ Sacrificios infantiles........................................................................................................... 191  ○ Las necrópolis ................................................................................................................... 192  ○ ’Άωροι, los fallecidos antes de tiempo. ............................................................................ 193  - 4. 4. d. La documentación epigráfica, los ajuares y la expresión de la pena ................................................195  - 4. 4. e. Conclusiones ...........................................................................................................................................197 

5. Acondicionamiento interno de las sepulturas ............................................................ 198  5. 1. La disposición de los restos humanos ................................................................................... 199  - 5. 1. a. La orientación de las inhumaciones......................................................................................................199  - 5. 1. b. La posición del muerto en la sepultura ................................................................................................205  ○ En decúbito supino ............................................................................................................ 205  ○ En decúbito lateral ............................................................................................................ 205  ○ En decúbito prono y otras variaciones .............................................................................. 206  5. 2. La disposición del ajuar......................................................................................................... 214  - 5. 2. a. Su distribución en dos niveles: horizontal y vertical...........................................................................214  -5. 2. b. La naturaleza del ajuar ............................................................................................................................217  ○ Las ofrendas alimenticias ................................................................................................... 218  - Alimentos de origen vegetal................................................................................................. 218  - Libaciones para la sed del muerto ........................................................................................ 219  - Ofrendas de tipo cárnico ...................................................................................................... 220  □ Ovicáprido ............................................................................................................... 220  □ Suidos ................................................................................................................... ..222  □ Aves ......................................................................................................................... 222  □ Pescado y huevos .................................................................................................... 223  □ Conchas de moluscos ............................................................................................ ..224  - Elementos estructurales que denuncian el desarrollo de banquetes funerarios.................... 224  ○ Los objetos propiedad del difunto....................................................................................... 227  - Las armas ............................................................................................................................. 227  - Herramientas de trabajo ....................................................................................................... 229  - Los objetos profilácticos ...................................................................................................... 230  □ Amuletos, colgantes y otros objetos profilácticos ................................................... 231  □ Los amuletos fálicos ............................................................................................... 231  □ Monedas agujereadas usadas como colgante ......................................................... 232  □ Bullae y campanas .................................................................................................. 232  □ Otros objetos .......................................................................................................... 233  - Lucernas ............................................................................................................................... 233  - El óbolo de Caronte .............................................................................................................. 235  - Elementos con un marcado carácter femenino como reflejo social ..................................... 238  - Terracotas funerarias ............................................................................................................ 240  ○ Objetos que implican el desarrollo de rituales mágico/religiosos ...................................... 241  ○ La unctura y sus evidencias materiales .............................................................................. 244  - El ritual de annulos detrahere .............................................................................................. 245  - El lavado y el perfumado del cadáver: los ungüentarios ...................................................... 246  - Evidencias del vestido .......................................................................................................... 248  - Elementos de aderezo personal ............................................................................................ 251  - El transporte del muerto a su última morada: sandapila y lecti funebres ............................ 254  - Ataúd y mortaja, evidencias materiales de su uso ................................................................ 255  III

6. El aspecto exterior de las sepulturas ............................................................................. 258  6. 1. La señalización exterior ......................................................................................................... 259  - 6. 1. a. El fenómeno de la monumentalización................................................................................................259  ○ Monumentos circulares ....................................................................................................... 261  ○ Monumentos de tipo templo ............................................................................................... 263  ○ Monumentos turriformes .................................................................................................... 264  ○ Altares funerarios ................................................................................................................ 266  ○ Monumentos de planta central ............................................................................................ 267  ○ Columnas funerarias ........................................................................................................... 267  ○ Monumentos en forma de arco ........................................................................................... 268  - 6. 1. b. Otros hitos de señalización....................................................................................................................270  6. 2. Los repertorios epigráficos e iconográficos ......................................................................... 273  - 6. 2. a. La pintura funeraria ................................................................................................................................273  - 6. 2. b. La epigrafía funeraria y sus soportes....................................................................................................276  - 6. 2. c. La decoración arquitectónica ................................................................................................................279  - 6. 2. d. La imagen del muerto y la estatuaria ...................................................................................................283 

7. El ritual funerario y la sociedad...................................................................................... 286  7. 1. La República tardía y la expansión Imperial ...................................................................... 286  - 7. 1. a. Una época de grandes cambios .............................................................................................................286  - 7. 1. b. La religión y las creencias del individuo..............................................................................................286  7. 2. La consolidación imperial ..................................................................................................... 288  7. 3. El triunfo del cristianismo y el final de la Antigüedad Clásica.......................................... 289 

8. La muerte sufrida ................................................................................................................. 291  9. Conclusiones ........................................................................................................................... 295  10. Anexos .................................................................................................................................... 302  10. 1. Necrópolis urbanas .............................................................................................................. 303  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 303  ○ Provincia Baetica................................................................................................................ 307  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 312  10. 2. Necrópolis rurales ................................................................................................................ 317  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 317  ○ Provincia Baetica................................................................................................................ 321  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 326  10. 3. Orientación de las inhumaciones ........................................................................................ 332  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 332  ○ Provincia Baetica................................................................................................................ 336  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 342  10. 4. Enterramientos en decúbito prono y otras variaciones .................................................... 348  10. 5. El ajuar ................................................................................................................................. 353  - 10. 5. a. El viático................................................................................................................................................353  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 353  ○ Provincia Baetica................................................................................................................ 356  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 359  - 10. 5. b. Otros elementos de ajuar ....................................................................................................................363  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 363  ○ Provincia Baetica................................................................................................................ 375  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 390  10. 6. El ritual de annulos detrahere ............................................................................................. 408  ○ Provincia Lusitania ............................................................................................................. 408  IV

○ Provincia Baetica................................................................................................................ 409  ○ Provincia Tarraconensis ..................................................................................................... 410  10. 7. Mapas .................................................................................................................................... 412  - 10. 7. 1. a. Los espacios funerarios: necrópolis urbanas .................................................................................412  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Lusitania .................................................................... 412  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Baetica ....................................................................... 413  ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Tarraconensis ............................................................ 414  - 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales...................................................................................415  ○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Lusitania .................................................... 415  ○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Baetica........................................................ 416  ○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Tarraconensis ............................................. 417  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania....................... 418  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica ......................... 419  ○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis............... 420  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania ........................ 421  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica........................... 422  ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis ................ 423  - 10. 7. 2. a. Distribución de los distintos elementos de ajuar: el viático .........................................................424  ○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Lusitania ................................. 424  ○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Baetica.................................... 425  ○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Tarraconensis ......................... 426  - 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto ................427  ○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Lusitania ................................ 427  ○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Baetica ................................... 428  ○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ........................ 429  ○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Lusitania ...................................... 430  ○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Baetica ......................................... 431  ○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Tarraconensis .............................. 432  ○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Lusitania ........................ 433  ○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Baetica........................... 434  ○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ................ 435  ○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Lusitania .............................................................. 436  ○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Baetica ................................................................. 437  ○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ...................................................... 438  ○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Lusitania ............................................ 439  ○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Baetica ............................................... 440  ○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Tarraconensis .................................... 441  ○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Lusitania ..... 442  ○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Baetica........ 443  ○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Tarraconensis... 444  - 10. 7. 2. c. Otros elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales ..............................................445  ○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Lusitania ....................................................... 445  ○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Baetica .......................................................... 446  ○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ............................................... 447  ○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Lusitania .................................... 448  ○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Baetica ....................................... 449  ○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ............................ 450  ○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Lusitania ...................................................... 451  ○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Baetica ......................................................... 452  ○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Tarraconensis .............................................. 453  ○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Lusitania............................................. 454  V

○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Baetica................................................ 455  ○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Tarraconensis..................................... 456  ○ Evidencias de sudario en necrópolis de la Provincia Baetica ............................................ 457  ○ Evidencias de sudario en necrópolis de la Provincia Tarraconensis ................................. 458 

11. Bibliografía ........................................................................................................................... 459  12. Fuentes citadas en el texto............................................................................................... 499  Índice de ilustraciones ............................................................................................................. 501 

VI

estudio de Alberto Sevilla van a ser de gran utilidad para todos quienes se interesan no sólo por la arqueología de la muerte, sino por la historia cultural del Imperio Romano.

Prólogo Pocos horizontes en la investigación sobre las sociedades antiguas y, en concreto, la del mundo romano han experimentado en los tiempos recientes una renovación comparable a la de las ideologías y prácticas funerarias. La vida de los muertos, escribió Cicerón, está inscrita en la memoria de los vivos1. La laudatio funebris es, como elemento clave en ese ritual de transición hacia el establecimiento de la misma, un componente distintivo de la cultura romana en opinión de un observador tan cualificado como Polibio (6, 53-54), quien destacara su importancia en la glorificación de los muertos ejemplares y en la inducción de valor a los jóvenes. Constituye uno de los espacios claves de competición entre las elites por la consecución de la fama y de formalización de la memoria colectiva y gentilicia en un primer momento, progresivamente individual después; ceremonia en todo caso incomparable en la provocación de la emoción de los asistentes.

El estudio de las numerosas variantes observadas en el ritual funerario, de la tipología de las estructuras y de las tumbas en sus contextos respectivos, el análisis de una cantidad enorme de materiales aparecidos en las necrópolis y, lo que es quizás más importante todavía, la valoración de sus asociaciones; la evolución de las prácticas y la especificidad de las diversas soluciones (locales y regionales) adoptadas; todo ello suministra una información ingente y en buena medida novedosa, que servirá sin duda para iluminar futuras investigaciones y estudios al respecto. Es imprescindible resaltar aquí la temprana vocación del autor hacia estos temas, traducida en una dedicación que le ha exigido un estudio y esfuerzo durante varios años para conseguir el objetivo que aquí se expone. Dedicación nacida en las aulas universitarias, pero complementada inmediata y directamente en los trabajos de campo por su vocación arqueológica, que le ha permitido alcanzar esa madurez necesaria que tan solo se obtiene –al menos de manera óptima- conjugando un variado conjunto de especialidades que observan el mismo acontecimiento desde distintos ámbitos y con diferentes objetivos, con el análisis riguroso de las fuentes escritas que dan significado a los objetos y estructuras analizados, incluso a la propia personalidad de aquellos difuntos de los que se conocen detalles más pormenorizados e incluso su nombre y filiación.

En pocos ámbitos se ha producido una más fértil colaboración interdisciplinar entre especialistas diversos (historiadores, arqueólogos, epigrafistas, antropólogos) como en el de la muerte en Roma. De ello pueden dar buena muestra dos coloquios científicos recientes celebrados en Zaragoza y Tudela (Navarra)2. Este libro de Alberto Sevilla, que es la publicación de su tesis doctoral codirigida por los firmantes, constituye un ejemplo excelente de la renovación operada en los últimos años en el terreno de la “arqueología de la muerte” en la cultura romana y está llamado a convertirse en un punto de referencia obligada para todos los especialistas e interesados en estos temas por diversos motivos. No es el menos importante el hecho de que se trata del primer estudio no solo en profundidad sino exhaustivo sobre la totalidad de las necrópolis –ordenadas por conventus iuridici- de las tres provincias hispanas. Ello le ha exigido una tarea descomunal, de la que se han extraído un ingente número de datos que este volumen recoge y que van a tener una gran importancia para estudios posteriores. Las informaciones han sido recogidas en una gran cantidad de mapas que cubren aspectos tan diversos como los cementerios urbanos y rurales, la distribución de elementos de ajuar (desde armas, herramientas de trabajo, amuletos y objetos profilácticos, a lucernas, óbolos de Caronte, joyas e ungüentarios, evidencias de lecti funebres, de sudario o ataúdes). Pero es que además las conclusiones del

El trabajo nace en el seno de unos grupos de investigación, que, en el marco del Departamento de Ciencias de la Antigüedad, fueron pioneros en los estudios del mundo funerario hispano. Ya en los años setenta del pasado siglo G. Fatás y M. Martín-Bueno exploraron el mundo funerario del Valle del Ebro estudiando y publicando monumentos como el de Sofuentes (Zaragoza), y más tarde Mª L. Cancela trató globalmente los monumentos funerarios hispanos en su tesis doctoral. Alberto Sevilla continúa esa tradición con esta magnífica obra llamada a convertirse en referencia obligada en el conocimiento y análisis de la ideología y las prácticas funerarias en el mundo romano.

Francisco Marco Simón, Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza

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Cic., Phil. 9, 4, 10. De ahí la indignación de Plinio el Joven (Ep. 6, 10, 4-6) al constatar que nueve años después de su muerte, el noble Verginius todavía no hubiera recibido una inscripción adecuada en su tumba conteniendo su nombre. 2 Véase, respectivamente: F. Marco Simón – F. Pina Polo – J. Remesal Rodríguez (eds.), Formae Mortis: El tránsito de la vida a la muerte en las sociedades antiguas, IV Coloquio Internacional de Historia Antigua Universidad de Zaragoza. Zaragoza 2007, Barcelona, 2009; J. Andreu – D. Espinosa – S. Pastor (coord.), Mors omnibus instat. Aspectos arqueológicos, epigráficos y rituales de la muerte en el Occidente romano, Madrid 2011.

Manuel Martín-Bueno, Catedrático de Arqueología, Epigrafía y Numismática de la Universidad de Zaragoza.

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Tras la II Guerra Mundial surge en Estados Unidos una corriente antropológica que algunos autores van a denominar neoevolucionista, ya que tomaba parte de los principios anunciados por los evolucionistas del siglo XIX (TRIGGER, 1992, 271-307); mientras que para otros sería considerada como un materialismo cultural formulado en términos de energía (HARRIS, 2008, 551). Para algunos autores, como L. White, las culturas eran como complejos sistemas termodinámicos, aunque sus explicaciones sólo podían ser aplicadas a las líneas generales del desarrollo cultural; para otros, como J. Steward, planteaban un punto de vista multilineal ecológico y mucho más empírico (TRIGGER, 1992, 273). Y aunque estas dos tendencias contemplaban, al igual que los evolucionistas, el uso del método etnológico para comprender la evolución de las culturas, nunca intentaron explicar el cambio cultural basándose en los estadios de complejidad que alcanzaban las sociedades, sino que éstos les servían como descriptores, sin olvidar la difusión como elemento generador de cambio. Estos nuevos enfoques cambiaban la tradicional causalidad simple por una interrelación compleja de causas, lo que dio lugar a la teoría de sistemas que tuvo una importante repercusión en su aplicación a la arqueología y, concretamente, a la “Arqueología de la Muerte”.

1. Introducción 1. 1. Distintas perspectivas en el estudio de la arqueología de la muerte La “Arqueología de la Muerte” no es una noción nueva, pues el interés por las prácticas funerarias de las culturas humanas del pasado ha sido evidente en toda evolución de la arqueología hasta llegar al estado actual de la disciplina. Pero además de la frecuencia global de la muerte, hay que tener en cuenta las distintas formas en las que se produce (la diversidad de la reacción cultural) lo que ha garantizado que determinados aspectos de las prácticas funerarias hayan jugado un papel importante en el estudio de la sociedad y la cultura (O’SHEA, 1984, 122). Los estudios sobre la muerte se han multiplicado en los últimos decenios, tal y como parece indicar el surgimiento de distintos paradigmas científicos. En lo que a la arqueología incumbe hemos asistido al ascenso de la llamada Archaeology of Death inscrita en la New Archaeology; mientras que en las corrientes históricas podríamos hablar del gusto por la muerte y las mentalidades entre los seguidores de la Nouvelle Histoire (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 29). Ambas corrientes, aunque caminan paralelas, pueden enmarcarse en las grandes líneas del pensamiento antropológico y arqueológico occidental y, a su vez, en los grandes ciclos históricos de crisis socio-económica, de valores y presupuestos ideológicos; aspectos que van a influir en los investigadores y en la práctica histórica y arqueológica de los últimos años.

- 1. 1. a. La Nueva Arqueología y la Arqueología de la Muerte En esta nueva visión, el sistema ecológico respondería a la interconexión entre cultura, biología y medioambiente; y si la ley de L. White definía la cultura a partir de una relación aritmética entre energía y tecnología, B. J. Meggers transformaba alguno de los factores de esta ecuación, en la que la Cultura, ahora, era el resultado de la relación medio ambiente y tecnología (TRIGGER, 1992, 274-276). En consecuencia, si a partir del registro arqueológico podemos conocer la tecnología y a partir de un estudio contextual el medio en el que ésta se desarrolló, podemos resolver la ecuación y, con ésta, definir una cultura, al menos, en sus rasgos esenciales. Aunque este enfoque resultó demasiado idealista, por lo que estos planteamientos se adaptaron a la disciplina de la arqueología.

Ya en los años 30, uno de los primeros autores que concedieron valor de instrumento de reproducción social al ritual funerario fue V. Gordon Childe; aunque fue considerado como evolucionista multilineal por unos (HARRIS, 2008, 557) y englobado dentro de un marxismo bastante ortodoxo por otros (TRIGGER, 1992, 243-246). G. Childe creía que las sociedades poco evolucionadas partían de una falsa consciencia ya que tenían su propia realidad social, lo que daba lugar a la magia, la religión, etc.; por el contrario, la consciencia verdadera surge de la coincidencia entre la realidad y la consciencia de esa realidad. En esta diferenciación subyace la oposición entre ideología, como representación legitimadora de la realidad, y la tecnología, como resultado de la racionalización de las necesidades prácticas del hombre. G. Childe creía que la ideología dejaba tantas huellas materiales como pudiera dejar la tecnología, pero la casuística tecnológica, al encontrarse limitada por un número finito de condiciones materiales, podría interpretarse sin ayuda de los textos o las tradiciones orales que son necesarias para la interpretación de las ideologías (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 30); ya que sin contexto arqueológico no hay interpretación posible de la ideología (GALLAY, 1986, 193-200)

Uno de los máximos exponentes de esta adecuación fue L. Binford, alumno de L. White, que definió los preceptos de la llamada Nueva Arqueología identificando los objetivos de ésta con los de la antropología (BINFORD, 1962 y 1965). El objetivo era explicar las múltiples respuestas dadas por el ser humano en función del medio extrasomático que posee de adaptación al medio ambiente, es decir, la cultura; y en este caso era la relación entre tecnología y medio la que determinaba las variantes de los distintos sistemas culturales, lo que supone un rechazo a los principios historicistas. La Nueva Arqueología se rebela en particular contra el principio que ve cada fenómeno cultural como un acontecimiento único e irrepetible y, por tanto, niega todo valor a procedimientos comparativos y analógicos entre contextos históricos y étnicos distintos (TERRENATO, 2001, 257) 2

mecánico pero que se abstrae de las relaciones sociales que se dan en todo sistema de producción. Además, el pilar de su principio metodológico se basa en la supuesta objetividad en la elección de variables que eran las que determinaban los factores que forman un sistema. En su vertiente funeraria, ésta se plantea cuestiones sobre sociedades primitivas que ya se encuentran superadas para el caso concreto de sociedades complejas e históricas como la romana. A esto se añade que un registro arqueológico como el de la civilización romana, siempre es sesgado e, incluso, en el hipotético caso de disponer de todos los datos referentes a la excavación total de una determinada necrópolis, sólo a partir de ésta no podríamos llegar a conocer el carácter del conjunto global de la sociedad objeto de estudio. Un último factor, fundamental sin duda, es el hecho de la heterogeneidad cultural, económica, social y religiosa del Imperio Romano, lo que implica la existencia de unas condiciones desigualitarias ante las prácticas rituales.

La aplicación de los planteamientos neoarqueológicos a la “Arqueología de la Muerte” llegará en los años setenta, momento en el que se plantean como hipótesis de trabajo (SAXE, 1970) que: - las prácticas rituales suponen la expresión de la personalidad social del muerto, - existe correlación entre el desarrollo social y la elaboración de los distintos elementos que se introducen en la sepultura - los espacios diferenciados en los cementerios se relacionan con linajes A su vez, L. Binford (1972) plantea tres hipótesis que es necesario verificar en los estudios funerarios, considerando las formas productivas como elemento de diferenciación en el ritual que: - la sociedad expresa simbólicamente y por medio del ritual las diferencias horizontales de sexo, edad y filiación - las sociedades complejas reflejan en el ritual las diferencias verticales (sociales) de sus muertos, reconociendo esa diferencia de estatus social, simbólica y culturalmente - la ubicación del enterramiento y la atención prestada al mismo depende de la personalidad social que tuvo el personaje fallecido, en vida.

- 1. 1. b. La Escuela Historiográfico-Social Francesa Y aunque el título del epígrafe podría haberse simplificado con el de Escuela de Annales, hay que tener en cuenta que Annales no fue un fenómeno aislado. Por un lado, hunde sus raíces en la antropología social de E. Durkheim, desarrollándose de forma paralela al estructuralismo antropológico con la influencia que esto conllevó en muchos aspectos de Historia de las Mentalidades; por otro, porque existen investigadores que aunque relacionados con Annales, han trascendido la metodología histórica de dicha escuela.

En otras palabras, el ritual es un gasto de energía proporcional al rango social que tuvo el individuo en vida (TAINTER, 1975 y 1978); este “gasto de energía” se cuantifica a partir del grado de elaboración y tratamiento del cuerpo, por la forma y la localización del enterramiento y por las diferentes contribuciones materiales al ritual funerario (HARDESTY, 1979, 45-89).

La sociología de E. Durkheim supuso la separación de la antropología francesa del reduccionismo biológico evolucionista, generando una escuela sociológica que todavía cuenta con numerosos adeptos, sobre todo en Francia (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 33). Para E. Durkheim, la explicación de cualquier manifestación social debía buscarse entre los acontecimientos sociales preferentes; la diferencia de estos planteamientos con el materialismo histórico radicaba en que mientras que para Marx las infraestructuras eran determinantes –que no excluyentes-, para Durkheim era la totalidad de las condiciones sociales lo que explicaba los cambios sociales, rechazando por tanto las razones económicas y la lucha de clases como motor de transformaciones y configurando una ciencia de la cultura que no recurría a la causación tecnoeconómica (HARRIS, 2008, 403 y ss.). Para explicar la aparición de los fundamentos de las religiones, proponía que el hombre recurre a ésta para comprender la fuerza, no visible pero perceptible, de la conciencia colectiva. Concepto que evolucionará al de estructuras mentales, cuando Lévi-Strauss adopte el estructuralismo lingüístico como paradigma de su teoría antropológica. La conciencia colectiva, es decir el hecho social global, también explicaba los fenómenos de solidaridad social –explícitamente enfrentado al de la lucha de clases- y origen de la mayor parte de los preceptos de lo religioso, lo funerario o lo que también se ha definido como mentalidad colectiva.

Paralelamente a la afirmación positivista de la Nueva Arqueología, es necesario mencionar la labor reconstructiva de autores como P. J. Ucko (1969), S. Piggott (1973) y E. Leach (1977) que afirman que la relación entre sociedad y prácticas rituales es metafórica e intangible a través del registro material; lo que ha contribuido, fundamentalmente, a relativizar algunas de las explicaciones más simplistas en los estudios de la Arqueología de la Muerte. Otros autores (LULL y PICAZO, 1989, 17) plantean otras alternativas, aunque desde los mismos puntos metodológicos-cuantitativos de esta tendencia, pero con cierta inclinación al materialismo histórico en el que se retoman, como un factor más de la ecuación, el concepto de las relaciones de producción. Una vez más, se intentaría definir el contexto histórico en el que se producen los depósitos funerarios para cuantificar en términos reales el coste en términos de trabajo como base del valor social de los bienes e independientemente de lo que la conjunción de determinados objetos pueda significar al ámbito de lo simbólico (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 32). En definitiva, las principales acusaciones vertidas sobre la Arqueología de la Muerte parten de su antihistoricismo y están basadas en un materialismo determinista y 3

La metodología practicada por la escuela antropológica francesa parece encontrarse bajo la influencia del racionalismo cartesiano que va a manifestarse del mismo modo en la práctica arqueológica francesa actual; aspecto que contrasta con el empirismo de la escuela anglosajona. Con la aplicación del modelo lingüístico, ya presente en el enfoque etnosemántico de la escuela americana (HARRIS, 2008, 427), el objetivo consistía en formular leyes generales que consideren esas oposiciones válidas, no sólo para una cultura sino para todas las sociedades. Impera, por tanto, una visión antihistoricista y atemporal (DOSSE, 2006, 111), en la que los seres humanos plantean respuestas universales independientemente del decurso temporal y por tanto, los cambios, si existen, son irrelevantes.

Como consecuencia de la II Guerra Mundial, la década de los 60 supondrá, para los historiadores franceses, la transición hacia nuevos temas de atención que cobrarán una gran importancia en las décadas posteriores: los límites de las civilizaciones, las inercias y las perduraciones de los sistemas sociales. A raíz de estas tres influencias principales, la herencia antropológica, social y psicológica, surgirá entre los años 70 y, fundamentalmente, en los 80 la llamada Historia de las Mentalidades. Ph. Ariès (1983) se inclinará por estudiar la muerte entre esas clases sociales populares que permanecen intactas a lo largo de los siglos, identificando cuatro grandes periodos, desde la Antigüedad Tardía hasta nuestros días, en relación con la actitud del hombre ante ésta. P. Ariès no atribuye los cambios en las actitudes a una mutación de la sociedad sino a un fenómeno psicológico que ha transformado al hombre en una determinada época, a modo de transformación del inconsciente colectivo. Y aunque este autor no se encuadra en Annales, su inclinación estructuralista nos permite incluirlo, en cierto modo, en este apartado.

Como influencias más relevantes los fundadores de Annales se encontraron con la psicología, que surge a principios del siglo XX con especial relevancia, y la sociología de Durkheim, aunque ésta en menor medida; en la que la concepción del individuo será determinante para la Historia. Esta individualización del sujeto histórico se produce debido al mayor peso dado a los factores psicológicos en la que L. Febvre planteaba una alternativa al materialismo histórico, que consideraba a las masas como sujetos de la Historia (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 34). Otros autores, como M. Bloch, invirtieron las proporciones de estas influencias desarrollando un estudio histórico más próximo al estructuralismo incipiente, preludiando los métodos de la antropología histórica. Y al igual que esta escuela, en la que se apoya, no aprecia causalidades entre sociedad y actitudes religiosas, sino una interacción sincrónica (DOSSE, 2006, 78 y ss.). Un aspecto que merece una especial atención es el valor concedido a la fuente no escrita, la iconografía, los rituales o los vacíos de la documentación válidos para acceder a lo inconsciente.

En otros casos se ha planteado una perspectiva vertical al estudio de la muerte (VOVELLE, 1983 y 1985): con un nivel de aproximación inferior o muerte sufrida, que serían las cifras demográficas; intermedio o muerte vivida, que sería el ritual en sí, y superior, que sería el discurso consciente sobre la muerte. Este enfoque que se sitúa en el materialismo histórico y su influencia podemos verla reflejada en un congreso sobre la muerte en la Antigüedad Romana celebrado en Francia: La mort, les morts et l’au-delà dans le monde Romain (HINARD, 1987) La clave es la elección de un marco cronológico de larga duración, pues de lo contrario sería imposible comprender la transformación de las ideologías, pero en el marco de una sociedad dinámica llena de cambios, aspecto que supone una crítica a la obra de Ph. Ariés. En esta visión, el conjunto de la sociedad no se comporta de igual manera: el campo y la ciudad, grupos sociales en movimiento, etc. El objetivo de hacer una historia total requiere el análisis de todos los datos disponibles: demografía, textos filosóficos e históricos, con una importancia predominante de la arqueología.

En este sentido se abrirán nuevas líneas en la investigación entre las que nos es obligado citar a F. Cumont que pretendía descubrir en la literatura de los antiguos los principios que habían puesto en práctica los maestros de talla de los sarcófagos, relieves o inscripciones (BOYANCÉ, 1943), ya que las clases que podían costearse estos funerales, por su posición, eran cultivadas. No obstante, aún siendo su aportación muy importante, en muchos casos sus interpretaciones no son más que hipótesis, ya que el significado de las representaciones artísticas no tenía por qué ser unívoco (MARROU, 1944), aunque de esto ya era consciente el propio autor (CUMONT, 1942, 25). Pero lo que más nos interesa es que se conjugase la historia, la arqueología, la etnología y la antropología. Uno de los autores que recogerá de forma más directa la herencia de F. Cumont fue A. V. Van Doorselaer en su estudio Les nécropoles d’époque romaine en Gaule septentrionale; directrices que se mantendrán en estudios posteriores como los de J. M. C. Toynbee (1971), K. Hopkins (1983), J. Prieur (1986), D. Vaquerizo (2002) o V. M. Hope (2009) entre otros.

En todo caso, la aportación más importante de la escuela historiográfica-social francesa consiste en la visión del objeto funerario como un símbolo de prácticas rituales que permite interpretar la ideología que se oculta tras ellas y, por medio de ésta y por extrapolación, conocer las características de la sociedad que lo creó y utilizó. - 1. 1. c. A modo de conclusión Tanto la tercera generación de Annales y la Historia de las Mentalidades como la Arqueología de la Muerte se generan en torno a los años 60, cristalizando en la siguiente década para alcanzar su auge más espectacular entre finales de los 70 y principios del los 80, tras el predominio de la historia social y económica de las 4

décadas anteriores, en la que la economía, el cambio y la tecnología eran valoradas como positivas en sí mismas.

impacto de la “romanización”. El importante proceso de aculturación que se produjo con la llegada de Roma a la Península Ibérica, puede comprobarse en todas las facetas de la vida hispana, aunque ello no impidió que se conservaran, con fuerte arraigo, ciertas manifestaciones culturales indígenas; aspectos en los que Roma no hizo hincapié para imponer sus tendencias. Fue éste un complicado proceso, a través del cual, dos culturas, en clara posición desigual, modificaron recíprocamente sus estructuras. Si bien, la presencia romana llevó a cabo una homogenización de los componentes de la cultura cívica en el Mediterráneo y sus periferias; siendo las vías, la arquitectura monumental, la latinización lingüística y la romanización religiosa o jurídica, alguna de sus expresiones más evidentes (MARCO, 2008, 86-87). No obstante, durante este periodo asistimos a la confrontación de dos culturas, una dominante y otra dominada, con lo que ello conlleva en cuanto a la difusión, rechazo y aceptación mutua de ideas en este proceso de aculturación. A su vez, tampoco podemos olvidar la evolución misma del Imperio romano, que fue transformándose a lo largo de este periodo.

Sin embargo, previamente al surgimiento de la Arqueología de la Muerte anglosajona, irrumpe la Historia de las Mentalidades en un contexto europeo en el que las tendencias hacia lo marginal, la etnología y la antropología surgen por doquier, los temas históricos se desgajan y la muerte se convierte en uno de los principales temas historiográficos. Puede considerarse que la Arqueología de la Muerte es una consecuencia del desarrollo de la Nueva Arqueología bajo los efectos de la crisis de los 70, momento coyuntural propicio para que el historiador, y la sociedad en general, se planteen cuestiones trascendentales sobre el último destino, las religiones y los valores sociales tradicionales (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 38). La práctica sesgada de ambas tendencias conduce a meras descripciones: la historia narrativa por un lado y las descripciones de items, por otro, sin entrar en la problemática social. La reconducción en sus postulados hacia una historia total y explicativa, basada en el materialismo histórico, puede aportar excelentes resultados. No obstante, el carácter de la información manejada en este estudio impide adoptar una metodología sistemática, lo que imposibilita el desarrollo de un correcto análisis; aunque eso no impide una permeabilidad entre éstas. Por tanto, debido a estas deficiencias tendremos que construir, en su ausencia, una semiótica del objeto funerario romano.

Espacialmente, el área de estudio elegida para aproximarnos a la problemática funeraria romana responde a una realidad antigua: Las tres provincias hispanas, la Lusitania, la Baetica y la Tarraconensis y sus divisiones conventuales. Este territorio se nos presenta como un interesante campo de estudio, pues es una de las zonas que más tempranamente entra en contacto con Roma y, al mismo tiempo, una de las últimas en conquistarse. Este hecho nos permite evaluar el progresivo proceso de “romanización” en un amplio intervalo de tiempo, en el que encontramos dispares sustratos ideológicos producto de la heterogeneidad cultural de este territorio. Además, respetar la organización romana de la Península nos permite realizar un análisis espacial más realista, sobre todo en la búsqueda de modelos, influencias y pautas de comportamiento.

1. 2. Coordenadas espacio temporales Analizados los diferentes enfoques con los que se ha estudiado el mundo funerario, se hace necesario establecer las coordenadas espacio-temporales que van a definir nuestro objeto de estudio. No podía ser de otro modo, pues cualquier análisis de las ideologías está determinado por estas dos dimensiones. El tiempo, en su magnitud más extensa, es trascendental como marco de análisis, ya que las transformaciones ideológicas son mucho más lentas que cualquier faceta de la investigación histórica. No en vano, para entender los cambios es necesario comprender las perduraciones y, al contrario, para apreciar las resistencias al cambio es imprescindible plantearse cuáles son las transformaciones de las mentalidades (VOUVELLA, 1985, 236 y 255).

En este proceso, fue la creación de nuevas ciudades y la afluencia de contingentes humanos llegados de Roma o de la Península Itálica, junto con la transformación de localidades y poblados hispanos en ciudades organizadas al modo “romano”, las que dieron lugar a este progresivo e imparable proceso de aculturación. Sin embargo, el objetivo de la metrópoli no era otro que facilitar la explotación de los nuevos recursos que ofrecían los territorios recientemente conquistados y , frente a estos intereses primordiales, el gobierno romano no se planteó sustituir los sistemas políticos indígenas por otros propios (MARCO, 2008, 90).

Nosotros hemos optado por un marco cronológico relativo, es decir, cualquier necrópolis que presente elementos romanos, indicio de una “primera romanización material” y que marquen un tránsito con las formas prehispánicas a las romanas, ha sido tomado como punto de partida de este estudio. El límite final viene establecido por la presencia de elementos cristianos, por lo que, debido a las diferencias espaciales existentes, no puede establecerse una fecha concreta al respecto. Es el paganismo, dentro del marco cultural de la romanidad, el que establece las pautas de nuestra actuación. La homogeneidad existente entre ambos momentos permite desarrollar un estudio coherente propiciado por el

Pretendemos, con este estudio, realizar una puesta al día del estado de la cuestión del mundo funerario en la cultura clásica. Por un lado, tendremos en cuenta las distintas visiones que precedieron e influyeron en Roma, la evolución de sus creencias, el desarrollo de sus ritos y la expresión material de los mismos en el mundo etrusco y griego, así como la transformación acaecida durante el Helenismo; por otro, nos centraremos en los distintos 5

aspectos que regularon este último tránsito en la cultura romana: los rituales de enterramiento, la conjuración del dolor, la legislación funeraria y sus creencias. Para, finalmente, analizar la materialización y evolución de este universo en el marco espacio-temporal ya definido.

que ha sido definido intersubjetivamente tanto por su sociedad como por la tradición (HABERMAS, 1992, 21) Los ritos han sido definidos como “un sistema culturalmente construido de comunicación simbólica” (GARCÍA et alii, 1991, 10); ya que si los ritos tienen una finalidad, los rituales deberían tener un objeto comunicativo (GARCÍA et alii, 1991, 10). Su carácter performativo vendría definido por el hecho de que se dice algo al mismo tiempo que se hace algo, y los participantes, en un mismo nivel comunicativo, interpretan en su desarrollo los significantes que lo conforman; siendo su objetivo, en definitiva, fomentar la cohesión, la solidaridad o la jerarquización del grupo.

Nuestro objetivo es establecer el impacto de la romanización en las diversas poblaciones indígenas, la diferencia de las principales áreas y espacios funerarios, su articulación respecto a los hábitats que las produjeron y su desarrollo y organización interna; así como la materialización del ritual y su evidencia arqueológica. Por tanto, este estudio va a realizarse desde un punto de vista histórico-arqueológico que va más allá del simple análisis artístico y estilístico, aunque por supuesto éste no deba ser desdeñado, y que desentrañe, a través de los restos materiales, el símbolo, su lenguaje iconográfico y las pautas seguidas por la sociedad hispanorromana en un proceso de tanta trascendencia para el individuo como es el último tránsito.

Pero al mismo tiempo, el ritual puede ser visto como un proceso y no como un estado (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 43); a través del cual se puede acceder a la estructura social, a la antiestructura o a lo imaginario de una determinada comunidad (GARCÍA et alii, 1991, 11). Fue el esquema dinámico del ritual el que permitió que sus participantes pudiesen, a un tiempo, fusionar el mundo real e imaginario (TURNER, 2008, 136-141). Este dinamismo implica que el ritual no es estático, sino que evoluciona –si no en su desarrollo, sí en su significado- a la vez que se transforma la sociedad que lo produjo. Y así, aún recubierto por una pátina de ancestralidad, como garante legitimador del mismo y signo de su inmutabilidad, nos encontramos con una ideología en continua transformación y que se adapta a las nuevas situaciones socioeconómicas de esa sociedad. Su eficacia reside en hacer tradición jugando con los cambios periódica e indefinidamente (GARCÍA et alii, 1991, 14).

1. 3. Presupuestos metodológicos Partiendo del hecho de que los restos materiales encontrados en la actividad arqueológica funeraria tienen un contenido simbólico que puede interpretarse como parte integrante del ritual funerario romano; creemos que la identificación y el análisis del ritual nos conducirán al marco social en el que fue creado y utilizado. Así, a través de éste y a partir de los procesos ideológicos que subyacen bajo el mismo, podremos analizar el ritual –con base a la evidencia material, pero no sólo- como uno de los reveladores sociales más indicativos. - 1. 3. a. El ritual como revelador ideológico Ya Fustel de Colanges, en su obra La Ciudad Antigua (1998, ed. 1908), tomó el ritual como uno de los indicadores de la cohesión social; esbozando lo que más tarde serían las funciones sociales de Durkheim y centrándose, fundamentalmente, en los rituales romanos, especialmente en los funerarios. De este modo, los rituales son analizados como un sistema coherente cuya función es la de estrechar los lazos de solidaridad entre los componentes de una determinada sociedad. En el caso concreto que nos ocupa, el culto a los muertos, que era común en el mundo romano, griego e indio, se explicaba por la existencia de un sustrato ideológico indoeuropeo.

Los rituales se celebran en función de un guión que establece cuáles son los límites de la prescripción, al mismo tiempo, que definen los grados de espontaneidad permisibles. Los participantes juegan su papel social en relación con el de otros coparticipantes; siendo el ritual un revelador de la tensión existente entre los elementos prefijados de este guión y los límites de la prescripción (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 44). Además, las manifestaciones de esta tensión variarán según el contexto histórico, social y económico (GARCÍA et alii, 1991, 18 y ss.). Pero son las unidades sociales las intermediarias entre los patrones tecnoambientales, es decir, el medio físico y el modo de distribución del poblamiento, y el mundo de lo imaginario.

No obstante, las tendencias actuales en la investigación tienden a evitar la magnificación del significado del ritual; y si al principio se valoraba el qué hacen los rituales con los hombres, después se pasó a analizar el qué hacen los hombres con los rituales (GARCÍA et alii, 1991, 10). Con todo, el estudio de los rituales ha sido analizado desde distintas perspectivas; bien como pretexto para el estudio general de determinadas culturas o para el análisis de distintos aspectos concretos de éstas; pasando por aproximaciones antropológicas tendentes a la explicación y reconstrucción de las estructuras sociales (TURNER, 2008). Las corrientes actuales buscan una interpretación performativa, ya que en su desarrollo intervienen distintos tipos de protagonistas, activos y pasivos, en distinto grado; pero todos ellos asumen un rol

- 1. 3. b. La ideología como revelador social: muerte y poder Desde el punto de vista del materialismo histórico el rito se interpreta como un elemento más de expresión de una ideología dominante; tomando la ideología como la “forma mental” de los intereses de clase en unas determinadas “relaciones de producción” (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 44). Este paradigma científico defiende una concepción del desarrollo de las fuerzas políticas y sociales en relación al modo de producción de la vida material; que, a su vez, se compone de tres estructuras: una económica, otra jurídico-política y, 6

finalmente, la ideológica. Las formaciones sociales serán, por tanto, la totalidad de una sociedad compleja en un momento histórico determinado, donde estos tres niveles de estructuración se definan de un modo más complejo convergiendo, en ellos, distintos grados de dominación (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 45).

encontrar la plenitud personal en la satisfacción ultraterrenal, al margen de la realidad material, aspecto que también permite desviar las tendencias reformadoras de determinados colectivos. No obstante, el enmascaramiento ideológico no es un engaño deliberado, pues de ser así quedarían arruinados los fundamentos del materialismo histórico en su núcleo básico, que afirma que la conciencia sigue al ser, no ex voluntate, sino ex necesitate (PUENTE OJEA, 1990, 77).

Y aunque en la estructura ideológica predomina una ideología dominante, existen otras –también surgidas de esos distintos modos de producción- que se ven subordinadas a la primera. Al mismo tiempo, es la estructura jurídico-política, fuertemente influenciada por la económica, la que ejerce la coerción suficiente como para dominar al resto de la sociedad. Pero el sistema también fluctúa y la presencia de elementos extraños dentro de las formaciones sociales provoca las denominadas contradicciones sociales, lo que implica el surgimiento de nuevas formas productivas y, con éstas, nuevas relaciones de clase.

En este sentido, la muerte adquiere un considerable valor para el análisis de una sociedad ya que transmite, como ningún otro aspecto ideológico, las relaciones de poder entre dominantes y dominados. No en vano, el poder se ejerce merced al miedo que genera la muerte y, por tanto, gestionarla es dominar la vida. Ello supone un ejercicio de poder en el que se rechaza toda muerte individual que no sea ejemplar, con la pena de muerte como castigo al insocial, por ejemplo, y admite y reconoce en beneficio propio el sacrificio del héroe. Aún así, los posicionamientos del poder ante la muerte pueden ser diversos: ésta puede ser negada, rechazada, banalizada e, incluso, recuperada para la propia retroalimentación del sistema.

Estas formaciones ideológicas se encuentran estructuradas por un horizonte utópico compartido por las clases dominantes y las dominadas; para los primeros sirve de legitimador y garante de sus privilegios; para los segundos, de explicación a su condición subordinada y de expectativa de satisfacción en el otro mundo, completamente ideológico y futuro (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 45). Esta ideología favorece a la clase social que la generó y que pretende, por diversos medios - entre ellos se encuentra este horizonte utópico-, mantener el status quo enmascarando las contradicciones del sistema e impidiendo toda tentativa de cambio. No obstante, en las formaciones sociales no se encuentran las estructuras en estado puro, si no que existen reminiscencias de antiguos modos de producción a la vez que, en estado embrionario, se gestan los futuros movimientos de cambio. Estos factores explican la coexistencia, junto a la ideología dominante, de subideologías y de contraideologías. Las primeras, suponen matices a la ideología dominante; las segundas, intentarán aproximarse al horizonte utópico presentado por la ideología dominante, la cual no la cumple de manera explícita y, finalmente, la ideología revolucionaria que lo es cuando es adoptada por los intereses de una clase social ascendente, aunque cuando ésta triunfa pierde ese carácter para pasar a ser la ideología dominante del nuevo orden social (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 45).

- 1. 3. c. El objeto funerario romano: el indicio material y sus significantes Metodológicamente, el rito se interpreta como un elemento más de expresión de una ideología dominante. Dentro de este enfoque nos encontramos con un subtema de vital importancia para este trabajo: establecer si el resto material hallado –o ausente- en la sepultura, constituye un elemento lo suficiente explícito como para poderlo interpretar como indicio del ritual funerario; para lo que nos valdremos, como marco científico general, de la interpretación semiológica, aplicada al ritual y a la cultura material, de U. Eco (1991). Y aceptado el carácter comunicativo de los rituales funerarios, y todo lo que ello conlleva, se hace más fácil admitir que se trata de un metalenguaje que pretende transmitir una ideología dominante. B. d’Agostino (1982 y 1987) ha insistido en la necesidad de una lectura dialéctica de los textos y la cultura material, frente a las habituales lecturas ilustrativas o confirmativas a las que se habían referido arqueólogos e historiadores durante los últimos decenios. Para este autor, imágenes y discurso son productos solidarios de una misma sociedad y por tanto se hace precisa la identificación de los elementos de un lenguaje social en la cultura material; relacionando los tres tiempos de las prácticas funerarias: tratamiento del cadáver, confección de la tumba y disposición de las ofrendas, con distintas prácticas sociales. La primera evidencia las relaciones horizontales, la segunda el control del espacio y del tiempo y, la tercera, la dialéctica de los objetos y discursos; a lo que R. González Villaescusa (2001, 51) añade el testamento como última y particular ofrenda que el difunto se hace a sí mismo. Para B. d’Agostino las ofrendas son un mensaje, para R. González Villaescusa, éstas, junto con la tumba y el tratamiento en su conjunto, son un texto; para nosotros, no sólo la tumba y lo que ella

Como consecuencia de estas fluctuaciones históricas, las ideologías dominantes están sujetas a un continuo proceso de transformación con el fin de mimetizar o justificar las transformaciones socioeconómicas, sin apariencia de cambios bruscos. Y todo ello sin prejuicio de la existencia de aparentes contradicciones en el sistema ideológico. Por un lado, hay que tener en cuenta la presencia de sectores que, aún sin formar parte de esta clase dominante, participan de su ideología y, por otro, la existencia de clases excluidas de los modos de producción que comparten la misma ideología que esta clase dominante. Estas dos circunstancias prueban la eficacia de los sistemas ideológicos que permiten 7

contiene, sino su ubicación en el espacio en relación, o no, con otras expresiones funerarias a distinta escala, es parte de un gran puzzle, parcialmente incompleto, por lo que la ayuda de los textos, la interpretación de la iconografía y el conocimiento del contexto histórico, social y económico de ese momento nos permitirán realizar una aproximación y un análisis más certero de la realidad que lo creó.

del resto del marco geográfico ya expuesto. En esta visión de conjunto, se constata un hecho reseñable y, hasta cierto punto, contradictorio: no es otro que la diversidad observada en un mismo marco cronológico y en distintos puntos del Imperio, al mismo tiempo que un gran trazo de homogeneización puede apreciarse entre necrópolis separadas entre sí por miles de kilómetros. Este hecho se explica por las características propias de un Imperio en el que a una gran diversidad de substratos indígenas se impuso una única superestructura política, pero que ésta, a su vez, albergaba en su seno distintas procedencias étnicas y sociales. Y por tanto, al acto político colonial debemos sumar el acto ideológico, activo o pasivo según los casos, de las élites dominantes y la asunción de los mismos, también de forma activa y pasiva según los casos, por parte de los indígenas.

El objetivo final radica en la obtención de una visión social de la Antigüedad, considerando que el medio funerario no puede proveer una visión nomotética de la organización social, en clara oposición a los postulados de la Nueva Arqueología, y que por tanto se hace necesaria una aproximación al contexto para poder explicar la polisemia y la diversidad del signo funerario. Y no se trata de una arqueología antropológica porque el arqueólogo, a diferencia del antropólogo, no dispone de todos los elementos susceptibles de ser analizados, ya que hay rasgos del ritual que no se reflejan en el registro arqueológico; aunque la perspectiva antropológica enriquece el trabajo arqueológico prestándole nuevos referentes.

○ El contexto histórico El contexto histórico nos va a permitir ubicar nuestro objeto de estudio en el marco más amplio del sistema económico-social en el que se encontraba inmerso; por lo que deben ser tenidas en cuenta, en su desarrollo, la periodización de las distintas formaciones sociales, los modos de producción imperantes, así como el sistema de creencias explicitado por los propios actores de los rituales.

- 1. 3. d. El entorno material, humano e histórico: el contexto Definidos los límites interpretativos en los que vamos a movernos, conviene delimitar una de las claves de interpretación básica en todo análisis de este tipo: el contexto. Pues la búsqueda de correctas explicaciones de cualquier fenómeno de lo imaginario debe conocer el contexto en el que se llevan a cabo estas prácticas rituales. Sin embargo, el contexto histórico deducido a partir, exclusivamente, de textos escritos para los periodos antiguos es insuficiente, y es en la arqueología, como método de análisis de la cultura material, donde encontraremos los mejores elementos de interpretación para estos periodos y, sobre todo, para el tema que nos ocupa.

La mayor parte de los autores clásicos, aunque sea de manera indirecta, hacen alusión a temas relacionados con la muerte, a los rituales que la acompañan o, por tratarse de obras filosóficas, mantienen un discurso explícito sobre su sentimiento hacia ésta. Éstas últimas, expresión del denominado discurso sobre la muerte, han sido tratadas, entre otros, por autores como Panecio, Séneca, el emperador Marco Aurelio, Lucreio o Plotino que dan buena cuenta de las tendencias doctrinales y de las reflexiones doctrinales que imperaban en su época sobre la muerte, el alma o la inmortalidad. La principal fuente reelaborada de conocimientos sobre la cultura antigua a través de sus textos es el Dictionnaire des Antiquités grecques et romaines d’après les textes et les monuments (DAREMBERG y SAGLIO, 1877-1919) que con artículos como funus (CUQ, 1877-1899, 13861409) o sepulchrum (CAHEN, 1877-1899, 1290-1240) en los que se compendia el conocimiento sobre el mundo funerario de griegos, etruscos y romanos, no sólo a partir de los textos sino que también cuenta con referencias a excavaciones y materiales arqueológicos. Y aunque el propósito de nuestro estudio sea el objeto funerario arqueológico, otros parámetros tenidos en cuenta como las fuentes, la filosofía, la religión, etc. han sido considerados a través de lo que otros autores han dicho sobre ellos. Es decir, hemos recurrido a autores modernos cuyas conclusiones sobre el contexto histórico que vamos a estudiar se verán confirmadas o refutadas a tenor de los procesos apreciados por nosotros a partir de la evolución material del ritual funerario romano. A su vez, la consulta de estos documentos no se ha reducido sólo –aunque sí principalmente- al mundo romano, ya que para comprender las influencias y los cambios que operaron en la sociedad y la ideología romana creímos necesario la

El objeto de nuestra investigación está perfectamente definido en el objeto arqueológico; aunque para una completa comprensión del fenómeno deba “buscarse lo que se hace, lo que se ve y lo que se dice” (VOVELLE, 1985, 134); es decir, analizar la creencia expresada en gestos; la iconografía y la arqueología y, finalmente, los textos clásicos. Así, la interpretación del hecho arqueológico remite a un contexto de referencia exterior (GALLAY, 1986, 200). ○ El contexto arqueológico Independientemente de que el objeto de nuestro estudio sean las necrópolis y las sepulturas de las tres provincias hispanas, las propias características del registro arqueológico, bien por ausencia positiva de la documentación o por deficiencias en el registro, nos obligan a la búsqueda de otros referentes externos a la realidad observada. Por lo que, en este caso, la consideración de la realidad arqueológica, aunque no sólo, del Imperio Romano –fundamentalmente de sus provincias occidentales- va a permitirnos analizar el registro de la zona objeto de estudio frente a la realidad 8

consulta de estudios que hacían referencia a épocas anteriores; así como para la comprensión de determinados fenómenos, constatados en el mundo romano pero con perduración en épocas posteriores, han sido de gran ayuda estudios sobre la muerte circunscritos, fundamentalmente, a la Edad Media y Moderna.

nociones de antepasado y descendiente, va más allá de lo inmediato. Para algunos autores (aunque este planteamiento es discutible), se puede establecer un paralelo entre las etapas del proceso evolutivo de aprendizaje humano y las etapas de la evolución social (HABERMAS, 1992, 159). Siguiendo éste paralelismo, el Imperio Romano, junto con otras civilizaciones desarrolladas y cristalizadas universalmente entre los siglos VIII y III a. C., estaría situado en la Etapa Postconvencional. En este proceso se rompería el pensamiento mítico con la construcción de imágenes racionalistas del mundo, con ideas jurídicas y morales postconvencionales. De aquí arrancaría el Imperio Romano y su noción universalista, que como cualquier otro grupo social pretenderá una conexión entre los distintos órdenes políticos y una forma de vida – ethos- coincidente, legitimando un orden político liderado por él (HABERMAS, 1992, 249). Alguno de estos aspectos creemos poder rastrearlos en el ritual funerario romano, en el que podemos ver -de forma clara- su carácter legitimador de un orden social y político y por su papel de garante de la consecución de un horizonte utópico sólo alcanzable tras la muerte.

○ El contexto antropológico La tendencia actual de la teoría arqueológica considera a la antropología como imprescindible pero en el sentido de que, independientemente de la contingencia de los fenómenos históricos que rechazaría un determinismo a ultranza, existen, al menos, ciertas limitaciones como consecuencia de la naturaleza específica del ser humano. Pero las respuestas humanas a unos mismos problemas técnicos o intelectuales tienen una variabilidad limitada, al menos en el marco de un mismo modelo de producción (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 58). Lo que la interpretación antropológica sobre la muerte va a permitirnos es, ante todo, situar en un contexto humano y social las respuestas dadas por la sociedad hispanorromana a un tema tan amplio como el que nos ocupa. Siguiendo la línea de L. V. Thomas (1975, 1980 y 1985) que al analizar las distintas actitudes ante la muerte en diferentes sociedades, establece una serie de relaciones sociales y ritos frente a la muerte, que no son otra cosa que un sistema de poder y una catarsis para los vivos frente a la angustia que provoca la muerte. - 1. 3. e. Ritual funerario y sociedad Con todo lo expuesto, creemos preciso concluir –a riesgo de ser reiterativos- que la cultura material hallada en el interior de las sepulturas puede ser explicada en términos de ritual, imbuido éste en una serie de procesos sociales, gracias a un ejercicio interpretativo que, pese a la pérdida de información que caracteriza al resto arqueológico, restituye el objeto material en el contexto en que fue usado, aportando respuestas a las preguntas historiográficas que queramos plantear al objeto, siempre dentro de un marco de prudencia (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 60). El análisis deberá enmarcarse, por tanto, en un ejercicio que considere la existencia de una realidad objetiva e independiente de la interpretación subjetiva e incompleta que de ella hagamos, intentando una aproximación a la realidad lo más fiel posible. Podemos concluir que el ritual funerario es una acción comunicativa y su origen se inscribe en el proceso de aparición de la estructura social familiar, que transforma las interacciones simbólicamente transmitidas en un sistema de normas sociales que implican un lenguaje y los gestos coordinados por éste (HABERMAS, 1992, 137). En su desarrollo se crea un sistema social de roles al margen de una concepción del tiempo directa, es decir, los protagonistas sociales disponen de un horizonte temporal más allá de sus consecuencias reales e inmediatas: en el caso de los ritos funerarios, la vida común familiar ha provocado una conciencia temporal ampliada categóricamente y que, abstrayendo las 9

después de Época Arcaica. Pero con ser importante la vinculación entre el alma y el cuerpo, no era la conservación de éste la que aseguraba la memoria del difunto, sino el recuerdo de las acciones llevadas a cabo por éste en vida. De hecho y en origen, la religión romana en torno a los muertos es anterior a toda especie de filosofía (GUILLÉN, 2001, 85).

2. La muerte en el mundo romano 2. 1. Creencias en torno a la muerte El más allá fue, en todo el Mediterráneo, un lugar común en las mentalidades, un destino para el viajero que no por irrenunciable había de ser trágico. Pero por extraño que nos parezca, en el ámbito de la religión y las creencias hay una preocupación curiosamente ausente: el más allá y la inmortalidad del alma. Por norma, el mismo más allá, unos por convicción doctrinal y otros por falta de reflexión, se negaba con frecuencia o se concebía de forma tan vaga que éste no era otra cosa que la tranquilidad del sepulcro, el descanso de la muerte (BOYANCÉ, 1928, 97-105). Pero al mismo tiempo, en Roma, como en muchas otras culturas que le precedieron o que le habían de suceder en el tiempo, anidaron toda serie de posicionamientos filosóficos, o al menos, ante lo que la finitud de la vida representa para el que la pierde (VAQUERIZO, 2001, 44). Muchos de estos planteamientos se caracterizaron por el escepticismo o por el nihilismo y otros, como las religiones mistéricas o como el cristianismo, aportaban una esperanza en el más allá que la religión oficial no había sabido darles (DÍEZ DE VELASCO, 1995, 121 y ss.). Pero en general, y pese a esta diversidad de posicionamientos, los romanos mantuvieron, ante la muerte y sus difuntos, una actitud de respeto, en ocasiones tal vez miedo, tradicionalismo y, al mismo tiempo, ciertos atisbos de esperanza. En todo caso, solía aceptarse una actitud positiva ante la muerte, pues para el romano de cualquier época morir con dignidad siempre fue un hecho importante y socialmente reconocido (VAQUERIZO, 2011, 95). No obstante, las razones por las que un sujeto afrontase así su último tránsito podían ser de diversa naturaleza, lo común era la creencia de algún tipo de inmortalidad, bien terrestre, en su propia tumba; astral, en el cielo, el sol, la luna o las estrellas e, incluso, infernal (VAQUERIZO, 2011, 96). La posibilidad de acceso a una u otra lo trazaban las distintas corrientes filosóficas y religiosas que nacieron, coexistieron y fueron sustituyéndose a lo largo de la dilatada existencia del Imperio Romano. Este plan de salvación requería, en el tránsito de la vida a la muerte, la protección de los dioses o un complejo ritual de purificación que evitara al individuo una existencia angustiosa en el más allá. Ambas soluciones eran válidas y compatibles con cualquier mentalidad precristiana.

En tiempos muy remotos, los habitantes de una casa no salían de ella después de muertos, ya que era allí donde recibían sepultura, con la idea de que sus almas no se alejasen del núcleo familiar, práctica que se perpetuó con los niños lactantes. Por esto, los nuevos moradores de la casa al referirse a ellos lo hacían con todo el respeto y veneración, llamándolos dii parentes y Manes (GUILLÉN, 2001, 85). La palabra Manes no se refiere en concreto a ninguno de los antepasados, sino a los muertos en general, manifestando con ello la perpetuidad de la raza. Servio, en su Comentario sobre la Eneida, presenta diversas ideas sobre los Manes. Según éste, los Manes “son las almas en el tiempo en que saliendo de los cuerpos en los que habían vivido, aún no se han unido a otros cuerpos. Son perjudiciales y se llaman así por antífrasis, porque manu significa bonum, lo mismo que llamamos Euménides a las Parcas. Otros piensan que Manes procede de manere, porque el espacio entre la luna y la tierra está lleno de almas siendo ese el lugar de su procedencia. Otros creen que los Manes son los dioses infernales”3. Todavía en los primeros siglos de la República, para los cuales nuestra principal fuente de información son los Fastos de Ovidio, los difuntos eran considerados una colectividad de seres divinos entre los que no existían individualidades y que podían acudir, si eran convocados y honrados convenientemente, en ayuda de sus descendientes. Por tanto, bien atendidos, estos Manes, los espíritus de los familiares fallecidos, se convertían en aliados y protectores de la familia y de su papel en el mundo, llegando a ser, incluso, intermediaros en el Más Allá. En caso contrario, pasaban a ser espíritus nocivos: Larvae o Lemurae, deseosos de cobrar venganza o provocar determinados males (VAQUERIZO, 2010, 21). Pero no fue hasta el siglo I a. C. cuando se documentan las primeras referencias literarias a los Manes como almas individuales que mantenían su propia identidad corporal4, aspecto producido gracias a la influencia de la filosofía de Pitágoras y de Platón, por la que se concretiza la religión de los Manes, pasando de la consideración de espíritus en general a almas de los difuntos. Es en la época de Augusto, cuando poetas e historiadores difunden la idea de Manes como almas de los antepasados, unas divinidades con un vago carácter personal. La noción romana de la muerte carecía de una definida visión del mundo de ultratumba, un individuo, para pervivir como tal, necesitaba que alguien recordara su existencia, que rindiera culto a su numen y a su nomen. Cuando era olvidado, su individualidad desaparecía y el alma del difunto entraba a formar parte de una masa

Desde la Edad Arcaica, y aun cuando las creencias, la topografía funeraria, el rito, las tumbas o las ceremonias conmemorativas fueron evolucionando al igual que la sociedad o la política; los romanos -cuya concepción del mundo funerario reflejaba fuertes influjos de la cultura griega, recibidos ya de manera directa o a través de los etruscos-, de forma mayoritaria pensaron que sus muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en una lúgubre existencia similar a una sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo habitando en la sepultura para el resto de la eternidad (VAQUERIZO, 2010, 19). De ahí la importancia del ajuar funerario y las ofrendas periódicas hechas al difunto, incluso mucho tiempo

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Servio, Commentarii ad Aeneidam, III, 63. (Ed. G. Thilo y H. Hagen). Virgilio, Aeneida, VI, 743. (Trad. J. Echave-Sustaeta).

indefinida, los dii inferi o los manes. La única manera de pervivir tras la muerte, dentro de la mentalidad romana, era el recuerdo, la memoria aeterna. La única garantía para ello era dejar tras de sí un núcleo de personas que recordasen al individuo, bien a través de la familia, de un determinado colectivo o a través del conjunto de la sociedad, por los hechos realizados en vida.

mitos clásicos de Perséfone, Hades, Plutón, etc. son muy escasas, casi excepcionales, aspecto que se explica a causa de que, en época romana, la concepción arcaica de un infierno subterráneo había perdido todo crédito entre las clases cultivadas. Creencias que fueron sustituidas por otras explicaciones semicientíficas y semirreligiosas. Una de éstas, cuya generalización parece quedar demostrada con las muchas representaciones simbólicas de los vientos, es la que sostiene la importancia del “soplo vital” y atribuye a las almas una naturaleza aérea. Por una especie de “naïve anticipation de la théorie microbienne, on s’imaginait par suite l’atmosphère remplie de germes vivants” (MARROU, 1944, 29), de almas desencarnadas, exhaladas por los moribundos en su último respiro, que se convierten en el juguete de los vientos. Esta doctrina, que es de origen popular, pudo recibir de los sabios una elaboración cosmológica y moralizante, sin mencionar su valor poético tantas veces utilizado. Por lo que pronto fue integrada en la teología de la cosmología astral, donde la atmósfera era un lugar transitorio, de paso, para las almas: si durante su encarnación habían sido buenas se dirigían a las estrellas, sino volvían a la tierra a encarnarse en nuevos cuerpos y purgar sus faltas. En relación con esta concepción astral de la inmortalidad es obligado poner en relieve la gran cantidad de representaciones de los Dioscuros. Ya los mitógrafos, como recoge Filón, habían dividido el cielo en dos hemisferios, uno por encima y otro por debajo de la tierra, y les habían llamado Dioscuros. Pero además, estos dioses gemelos, no son sólo la personificación de los hemisferios terrestres, pues también eran divinidades astrales: las estrellas α y β de la constelación de Géminis (CUMONT, 1942, 116-117). Con frecuencia se representan en sarcófagos orientales como símbolo de la inmortalidad y la unión tras la muerte. Aunque para H. I. Marrou el ritmo cotidiano del movimiento celeste, por su constancia, evoca más la necesidad de un ciclo infinito de reencarnaciones sucesivas que la eternidad; a la vida le sucede la muerte, a la que todo obedece. Pasamos del hemisferio de los vivos al de los muertos, pero tales sentimientos no se oponen y pueden superponerse a la fe de la inmortalidad. Estas teorías constituyeron una síntesis de elementos de toda clase, tanto de origen folklórico, tradiciones literarias, cosmológicas, científicas y morales.

Los Manes suponían, en cierta manera, la divinización del difunto, que tras su muerte y la posterior desaparición del cuerpo, quedaba limitado al alma cuya supervivencia dependía de la mayor o menor bondad practicada en vida. Es por influencia griega que este concepto va tomando, poco a poco, la acepción de daemon o héroe. Manes significa “los buenos, los ilustres” y se les relaciona, habitualmente, con los genios, los lares, los penates, las larvas y los lemures, con los que a veces se confunde. Ya Apuleyo (De Deo Socratis, 15), apoyándose en las doctrinas de Platón, distingue entre los Lares, Larvae y Lemures por la cualidad moral de los espíritus que sobreviven al cuerpo, en relación con ellos están los Manes, pero que ni son malos ni buenos. Para otros, en cambio, los Manes se confunden con los genios, distinguiendo entre buenos y malos, según la condición moral del difunto prolongada tras su muerte. A través de algunos autores como Ovidio, Cicerón o Virgilio observamos una serie de concepciones filosóficas de la muerte, del alma y su destino final de carácter muy diverso. En Virgilio, que es el autor latino que más menciona la palabra Manes, la vemos aplicada con distintos sentidos: unas veces indica la región de los Infiernos, o la residencia de los muertos (Aeneida, III, 365; IV, 387 y XI, 181); en otros casos, son las sombras de los muertos en colectividad; el ser de las divinidades infernales, con frecuencia, las divinidades asociadas a los muertos que ellas guardan (Aeneida, IV, 34 y VI, 896); y excepcionalmente, el alma de un muerto concreto, o el grupo de antepasados de una raza. Pero hay una tendencia general en el cambio de Era, sobre todo entre los contemporáneos a Virgilio y en los escritores del siglo I d. C., que dan un sentido más materialista a la palabra Manes, para definir tanto la región infernal como los restos materiales de los muertos, fuesen cadáveres o cenizas, lo que implica el aura de sacralidad que rodeaba a los sepulcros y en general a la muerte y a los muertos. En estas fechas se hace notar, en un aspecto tan tradicional de la religión romana como es éste, la influencia griega y sus tradiciones del culto heroico y, no en vano, Virgilio aplica también el nombre de los Manes para designar a las sombras de los héroes de epopeyas de otros tiempos.

La actitud romana ante la muerte puede seguirse en las doctrinas de las principales escuelas filosóficas, los epicúreos y los estoicos. Además de sus propios tratados, conocemos ambas doctrinas gracias a los trabajos de Cicerón, principalmente en Sobre la naturaleza de los dioses, donde explicó la filosofía de epicúreos, estoicos y académicos.

Y si difícil es establecer su origen, también lo es situar su morada, pues las opiniones al respecto también son diversas y contradictorias. Unos hablan de las regiones inferiores (inferi), y otros de espacios sublunares y astrales, donde los espíritus vagan asimilados a los héroes griegos. Las doctrinas reconstruidas por F. Cumont (1922, 190 y ss.) atestiguan un esfuerzo persistente por parte del pensamiento antiguo por adaptarse –mejor o peor- al progreso realizado por la ciencia helena y, sobre todo, por la cosmografía. Las representaciones de los

Los primeros no creían en la muerte, pues Epicuro (341270 a. C), en un intento de liberar al hombre de sus supersticiones y del temor a ésta, buscó la felicidad a través de un minucioso examen racional de su entorno y de sus temores para así alcanzar la felicidad, buscando la imperturbabilidad del alma que se disponía a morir con el

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1. Globo astrológico en el que se han representado diversas personificaciones de las constelaciones, entre ellas los Dioscuros. (STEWART, 1969, 113)

cuerpo, no por causa del destino, sino por evolución biológica. Aunque lejana en el tiempo de su formulación, durante los últimos años de la República y los primeros siglos del Principado fueron muchos los filósofos que difundieron su pensamiento, cuyo eco llegará hasta mediados del siglo III d. C. con la obra de Diógenes Laercio: Vidas y doctrinas de los filósofos más ilustres

Los pitagóricos creían en la trasmigración de las almas, o metempsicosis, considerando que éstas forman parte del espacio, al que volverían tras la muerte, alcanzando la luna, el sol o las estrellas, según la virtud alcanzada en vida y reencarnándose periódicamente de nuevo en la tierra. Esta doctrina situaba las Islas Afortunadas en los dos grandes astros: la Luna y el Sol. Pero la creencia de la Luna como morada de los difuntos, recoge tradiciones divergentes (CUMONT, 1942, 177-252): - en ocasiones, al igual que el Sol, es el lugar definitivo para las almas. - en otros casos, es lugar de paso, situado en el límite de la luz pura de los espacios etéreos y las tinieblas terrestres5. La Luna marca la frontera entre la existencia mortal y la vida bienaventurada, pues las almas purificadas, al atravesar la atmósfera, acceden a las esferas astrales. Según los pitagóricos es aquí donde tiene lugar la última purificación; la primera separa violentamente el alma del cuerpo y esta segunda, separa dulcemente del alma, psiqué, la parte más elevada del ser

Los estoicos concebían la existencia de un alma cósmica, que tras la muerte del cuerpo –destinado a desaparecer en la tierra, de la que procede- acabaría desintegrándose como él, pero en el aire o en el fuego cósmico; en un periodo de tiempo dependiente de las virtudes del difunto. El alma sutil, pero no inmaterial, como un fluido aéreo, una vez liberada del cuerpo se elevaba a través de la atmósfera a causa de su propia ligereza y, en lugar de disolverse, se aglomeraba en forma de esfera, divinizada como una estrella y moviéndose en círculos hasta el tiempo de la έκπύρωσις (CUMONT, 1942, 124 y MARROU, 1944, 30).

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Plutarco, Sobre la cara visible de la luna, XXIV y ss. (Trad. V. Ramón y J. Begua).

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humano, el nous o “inteligencia” que nacido del Sol debe de regresar y fundirse con él. - pero la Luna, puede ofrecer un carácter distinto, muestra de su ambigüedad. En lugar de invocar el viaje de los muertos, y su destino, su emblema y su representación podría invocar la protección del dios lunar Men, gran dios anatolio, señor del Cielo y del Infierno, protector de tumbas e invocado con frecuencia por los moribundos. Su culto emigró fuera de Asia y, al mismo tiempo que se extendió el de Cibeles y Atis, se propagó por Grecia, Italia e incluso por las zonas celtas de la mano de viejas creencias indígenas.

después de adormecer a un hombre, confía a sus enviados el transporte al cielo y lo pone en presencia de las Pléyades. En otros casos, y según una creencia de origen oriental, el óbito es un suspiro transitorio que debe ser seguido de un despertar glorioso; sin olvidar, sobre todo para las clases más elevadas, cómo la noción de reposo parece puramente simbólica y expresa el estado de inmutabilidad al que llega el alma que goza, en su estancia divina, de una inmortalidad bienaventurada habiendo escapado de la esfera del cambio y la corrupción. Incluso el banquete funerario se adaptó en las creencias de aquéllos que veían la muerte como un sueño eterno, pasándo a ser la evocación de los placeres infinitos y del bienestar del alma, ahora en compañía de héroes y dioses.

Y pese a esto, el valor simbólico de la iconografía y de los epígrafes, que son una de las principales fuentes de información a la hora de valorar el mundo de las mentalidades, no puede concretar de forma totalmente precisa el significado de estos símbolos funerarios. El valor simbólico no está siempre ligado al monumento en el que se representa, con frecuencia sería distinto no sólo para el creador del tema y sus copistas posteriores, sino para el creador y el comprador que la iba a utilizar. A este propósito este epígrafe funerario podrá ilustrar este sincretismo religioso:

Pero la realidad era mucho más compleja, ya que los habitantes de las ciudades y de los campos tenían sus creencias, con todos los altibajos que lo sobrenatural genera en los mortales (ALVAR, 2005, 18). Por lo que había no pocas especulaciones sobre el destino del alma tras la muerte, aunque no pasaban de ser creencias de determinadas sectas y grupos. Ninguna doctrina de amplia acogida enseñaba que tras la muerte hubiera otra cosa más que el cadáver. No había una doctrina común, no se sabía qué pensar y en consecuencia ni se suponía ni se creía nada en particular. Pero como veremos, los ritos funerarios, el cuidado que se ponía en las ceremonias y en ocasiones la magnífica expresión material que éstas suponían, implicaron sin duda, la necesidad de creer en algo que redujese la angustia que se anticipa al momento de la muerte y paliar el dolor de sus supervivientes haciendo más comprensible, o al menos más asumible, este tránsito fatal. Un ejemplo claro lo encontramos en el sarcófago de Simpelveld, cuyo interior está enteramente esculpido a modo de verdadera maqueta del ámbito doméstico. En su interior también se ha representado al difunto, recostado sobre un lecho. Esto implica que la tumba era concebida como la morada eterna en la que todo se prolongaba, una vez que todo había cesado, y donde la nada adopta las apariencias consoladoras de una remota identidad (ARIÈS y DUBY, 1991, 214).

“Nunc modo ad sedes infernas Acheruntis ad undas, Taetraque Tartarei sidera possideos (I. 13-14) [...] Haec domus aeterna est, hic sum situs, hic ero semper (I. 17)”6 El texto dice: “ahora me dirijo a los dioses infernales del Aqueronte, a las sombras, poseo las estrellas Taetra y el Tártaro [...] Esta es la mansión eterna, aquí estoy asentado, aquí estaré siempre”. Este epitafio, en su brevedad, apenas tres líneas, supone hasta tres o cuatro nociones de ultratumba: el Aqueronte de los Infiernos Clásicos, la inmortalidad astral, la vida subterránea en el interior de la tumba y quizás la evocación de la sombra que la tierra proyecta en el espacio. En muchas ocasiones, los textos son tan complejos que nos preguntamos si sus autores sabían lo que decían y qué era lo que querían decir, en todo caso no podemos ser más precisos de lo que ellos eran. En cuanto a la religión oficial apenas se preocupaba por esta cuestión. Las creencias acerca del más allá constituían un dominio aparte y sin embargo, el complejo ritual que existía en torno a la muerte y la importancia dada a los funerales nos ilustran de la trascendencia dada, en Roma, al último tránsito.

Por tanto, parece claro que las consoladoras ideas sobre el más allá nacían, no de la autoridad de una religión establecida sino del deseo, o tal vez la necesidad, de creer. Por lo que, como muchos otros aspectos de las religiones antiguas, la autoridad dogmática era totalmente ajena a este tipo de expresiones. Aunque numerosos sarcófagos estaban adornados con escenas mitológicas, vinculadas a algún tipo de creencia y esperanza en el más allá, así como multitud de epitafios que tenían el tacto de sugerir ideas, más o menos, consoladoras. Pero la mayoría de estas representaciones no implican la pertenencia del difunto a una u otra secta, aunque tampoco se trata de un adorno puramente decorativo: nadie estaba totalmente seguro de la realidad o falsedad de estas leyendas. De hecho, es posible afirmar que las imágenes funerarias, excedieron con mucho al ámbito del difunto e involucraron profundamente a un conjunto de

Aún así, la noción más extendida, incluso entre las clases más bajas, era que la muerte equivalía a la nada, a un sueño eterno; y se repetía que la idea de una vaga supervivencia en el Reino de las Sombras no pasaba de ser una fábula. Gracias al sueño se escapa de la condición de cadáver, lo que posibilita el vivir como un héroe (BOYANCÈ, 1928, 97-105). Hypnos, divinidad de la inmortalidad, dios salvador y psicopompo, es el encargado de adormecer a los hombres que llegan al final de su vida, vela por ellos, los defiende y acompaña al otro mundo. Según una inscripción de Mileto, Hypnos

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CIL, XI, 6435.

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consideraciones de carácter (SOPEÑA, 2009, 280).

eminentemente

social

donde más pesa la tradición. No olvidemos que la creencia en la inmortalidad del alma, la imagen del más allá, la existencia de un “juicio final”, el vínculo entre la ética y el destino del alma y el papel de determinados seres sobrenaturales en la salvación eran conceptos ya existentes entre diversas escuelas filosóficas y, sobre todo, presentes en los cultos orientales o mistéricos. Sin olvidar que el cristianismo también era de origen oriental. Aunque “no se trata de restar originalidad a nadie. El cristianismo elaboró su propia versión escatológica” (MUÑIZ GRIJALVO, 2005, 143). Para entender la dinámica de la cristianización es necesario tener en cuenta lo expuesto hasta ahora, es decir, el significado de la muerte en el mundo pagano. Como ya hemos explicado, la muerte de un familiar suponía una fuerte tristeza, pero para su comunidad, en cambio, era una amenaza contra el orden establecido. Por ello la configuración de los ritos funerarios ha sido interpretada por los analistas modernos como la necesaria respuesta de la comunidad al pequeño caos originado por la muerte de uno de sus miembros. De ahí que en éstos se insistiese en la purificación del individuo, cuya contaminación era originada por la idea de putrefacción de sus restos mortales y, al mismo tiempo, se buscaba contrarrestar la incontrolable metamorfosis de sus restos identificando al muerto con un objeto material incorruptible: la lápida, una estatua, un monumento, etc. Entre los cristianos, grupos que se situaban voluntariamente al margen del orden social, no existía esa necesidad de preservar un determinado orden preestablecido, pero sí de sentar nuevas bases. Aunque en muchos casos esta nueva religión debió transigir con la costumbre pagana, siendo la actitud más frecuente la de permisividad y limitándose, en la mayor parte de las ocasiones, a elaborar un discurso que confiriese a las tradicionales prácticas una pátina de cristianidad. En otros casos, la reacción cristiana ante la continuidad de prácticas paganas entre sus miembros consistió en explicarlas como propias de la esencia cristiana. Actuación que se llevó a cabo, principalmente, en tres niveles.

2. Lucerna romana con escena del pago a Caronte. (VAQUERIZO, 2001a, 47)

El simbolismo funerario de la época imperial ilustra bien lo que se ha definido como sincretismo, o más correctamente escepticismo filosófico religioso. Pues refleja la confluencia de todas las doctrinas, más o menos diferentes, con un espíritu tolerante, aceptando el vecinaje, o la superposición por falta de rigor lógico o pasión dogmática, por dejadez o por simple fatiga. Pero el paganismo evoluciona en el mundo romano y, grosso modo, puede decirse que el escepticismo dominante en época helenística deja, progresivamente, paso a la creencia de una existencia futura. Las esperanzas en la inmortalidad aunque no muy definidas, al menos para nosotros, sin duda implicaron un hito en el cambio de las mentalidades. Nos referimos a los cultos orientales, que “fueron los adversarios más tenaces y peligrosos” (CUMONT, 1987, 27) de la religión que acabó por imponerse: el cristianismo.

El primero de ellos tiene que ver con el rito de enterrar los cadáveres. Ya hemos mencionado como durante el siglo I d. C. la mayor parte del Mediterráneo incineraba a sus muertos y no es hasta el siglo II d. C. cuando se va generalizando el rito de inhumación. A este respecto los primeros cristianos retomaron las actitudes judías de la inhumación, además del recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús. Pero la trayectoria de los cristianos en Asia Menor, semilla del posterior desarrollo que la secta tendrá en el mundo occidental, les hizo adoptar las ideas en vigor en esta zona y época. No había una actitud concreta, excepto la heredada de sus tradiciones anteriores, fue con el tiempo, cuando se abrió paso la tendencia de presentar el rito inhumador como más acorde con la esencia del cristianismo. Como ya explicó Tertuliano a finales del siglo II, no se rechazaba la incineración porque creyeran que el cuerpo contenía retazos de su alma, pues la muerte para él es la separación

El cristianismo, en un principio, fue contracultural pero, al mismo tiempo, se empeñó activamente en adaptar elementos religiosos de su entorno, principalmente de dos modos: acogiendo en su seno mitos y ritos paganos, pero disfrazándolos de cristianos, o rechazándolos de pleno y sustituyéndolos por nuevas ideas. Como movimiento nuevo era esencial que se definiera frente a la muerte, que es un fenómeno indudablemente individual, pero también un hecho social de gran magnitud. Las propuestas cristianas sobre la muerte y las expectativas que iban a generar estaban obligadas a ser novedosas, pero, al mismo tiempo, se movían dentro de uno de los ámbitos 14

de la carne y del alma7. De esta manera el cristianismo se apropiaba de un rito que no era suyo de forma exclusiva, y lo proponía como seña de identidad entre los suyos.

No obstante, hay un tercer aspecto, o nivel, que marcó claramente la diferencia entre unos y otros: la forma de comportarse ante el cadáver. Frente al horror físico y religioso que provocaba un cadáver entre los paganos, el cristianismo se destacó negando la impureza y la contaminación que se suponía que éste generaba. El cristianismo elaboró una doctrina muy original al contacto de la tradición anticrematoria de los magdeos, las nociones propias de los cultos mistéricos y el sustrato judío, del que provenían los primeros cristianos. De la fusión de este conglomerado nació la idea de la reunión de las almas y de los cuerpos el día de la “Resurrección definitiva”, y la única condición era su salvaguarda tras la muerte. En un principio, el discurso sobre la presencia de la carne en la resurrección no estaba muy elaborado; Pablo se limitó a hablar de la resurrección de un cuerpo espiritual. Es hacia el siglo III d. C. cuando estos esfuerzos se redoblan y se retoman ideas ya esbozadas en el paganismo, pero adaptadas a la nueva concepción del más allá. Para los cristianos el cuerpo y el alma se adormecían en el sepulcro en espera de esta Resurrección, ideas que se acomodan a las ya expuestas y que suponen una relación directa del complejo cuerpo-alma, de ahí las fórmulas empleadas en sus epitafios: in pace bene dormit, quiescit in pace aeterna, requiescit in pace, in pace somnet, dormit in somno pacis... Además, la preferencia cristiana por la inhumación se manifiesta en la práctica contraria de sus adversarios (AUDIN, 1960, 532).

El segundo nivel era aún más decisivo, pues fomentaba el sentimiento de la comunidad tanto en la vida como en la muerte, que en la práctica suponía enterrarse junto a los hermanos de fe. Exceptuando determinados grupos de iniciados en ciertos cultos mistéricos, el resto de los paganos no dieron ninguna importancia a esta práctica. Y al principio los cristianos tampoco, quizás por su reducido número. Pero con el tiempo, y sobre todo a partir del siglo III, comenzó a hablarse de este tema como criterio para calibrar la ortodoxia. “Mediado el siglo IV, el concilio de Laodicea dispuso que “los cristianos no deben reunirse en los cementerios ni visitar los martyria de ningún hereje”; pero hay que esperar hasta el siglo VIII para que, en el Concilio de Paderborn, se prohibiese expresamente el enterramiento junto a los no cristianos” (MUÑIZ GRIJALVO, 2005, 147). Si bien esta época aunque dista mucho del primer cristianismo que estamos analizando, nos permite darnos una idea de la magnitud del esfuerzo. Pero en ninguno de estos niveles anteriores logró establecerse una diferencia entre cristianos y paganos en los que a sus prácticas funerarias se refiere.

3. Sarcófago de Simpelved con relieve en el interior que reproduce el mobiliario de una casa. Siglo II d. C. (TOYNBEE, 1971, fig. 91-92)

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Tertuliano, Sobre el alma, LI, 1. (Trad. J. J. Ramos).

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Gran parte de este discurso no afectó a la mayoría de los fieles, quedando reducido a las enrevesadas disquisiciones de los teóricos. El debate se desarrolló entre los siglos III y IV, pero se abandonó con el triunfo del cristianismo, ya que estos grupos dejaron de necesitar la constante afirmación de su identidad. Todavía a finales de la Antigüedad muchos cristianos continuaban lavándose tras estar en contacto con un cadáver para borrar la contaminación que su contacto producía. Pero el primer paso fue reducir el sentimiento de aversión y de temor atribuyéndolo a causas sólo físicas, es decir al mal olor. Suavizando así un tabú milenario, el cristianismo estaba en disposición de ofrecer una nueva versión de la muerte, en la que era posible sacralizar un cuerpo muerto, incluso venerarlo. En los cinco siglos que transcurrieron entre el reinado de Augusto y el de Justiniano, el mundo mediterráneo atravesó una serie de importantes transformaciones que afectaron al ritmo de vida, a la sensibilidad moral y religiosa, y al sentido de identidad tanto de los habitantes y de las ciudades como de los que poblaban su territorium. El principal cambio observado, por su posterior trascendencia, fue el lento discurrir de una forma de comunidad a otra, es decir, de la ciudad antigua a la Iglesia Cristiana. Con el ascenso del cristianismo, la Iglesia llegó a introducirse, poco a poco, en el individuo, en la familia y en la ciudad; y el clero se presentó como el grupo más capacitado para preservar la memoria de los muertos. Además, frente a la incoherencia con la que el paganismo afrontaba la muerte, el cristianismo se presentó como una doctrina estable y dogmática, que convencía por la mayor seguridad y el concepto de “salvación” que aportaba a la sociedad una religión exclusivista, en un momento de inestabilidad e intranquilidad política y económica (VAQUERIZO, 2001a, 108).

incineraciones hasta el Paleolítico Superior (DE FLEUR, 1993). Aún así, ambos rituales convivieron en distintas sociedades y épocas, alternándose incluso en el seno de una misma formación social hasta los siglos II ó III d. C. –es el caso de la cultura fenicio-púnica, griega o romana(GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 75). La inhumación consiste en depositar un cadáver en la tierra; no obstante, el término se aplica con total libertad a una serie de prácticas que en sentido estricto no corresponden a este significado (URBAIN, 1978), abarcando un amplio repertorio sepulcral que se encuentra debajo de la tierra e incluso en nichos construidos; definiéndose, con frecuencia, en oposición a la cremación. La cremación o incineración consiste en quemar los restos de un difunto a fin de descarnar los restos óseos en mayor o menor medida. El fuego es un elemento simbólico que representa la destrucción y, al mismo tiempo, es un elemento purificador. Tradicionalmente se ha ligado a poblaciones nómadas y guerreras, mientras que la inhumación se desarrolla en civilizaciones agrícolas sedentarias e inseparables de la tierra. Su contenido altamente simbólico radica en la transformación rápida e inmediata a la vista de los asistentes al duelo de los restos del difunto, evitando – acelerando- el proceso de mineralización orgánica y permitiendo, a su vez, la existencia de restos imperecederos. Basándose en el contenido purificador del fuego que se eleva a las alturas junto con los humos originados por la cremación, simboliza la trascendencia del individuo a un mundo invisible y paralelo (THOMAS, 1980, 170 y ss.). A finales del II Milenio, una serie de grupos, asentados en la actual Austria, fueron empujados a la Italia Padana y Umbría donde importaron la cremación; práctica que se mantendrá, incluso en tiempos etruscos, en Arezzo, Chiusi y Perusa. De este empuje participaron los grupos de donde salieron los latinos. La civilización Lacial, que se extendió desde la frontera etrusca hasta Velletri y de los Montes Sabinos hasta el Mediterráneo, se caracterizó por la incineración en urnas de arcilla, en forma de cabaña, del tipo Villanoviano. Un ejemplo de este proceso nos lo aporta el hallazgo de dos tumbas en el Foro de Nerva y otras en la Vía Sacra, que son un ejemplo típico del rito incinerador y que han sido datadas en el siglo IX a. C. También en la mansión de Livia, ubicada en el Palatino, se descubrieron tumbas de cremación del siglo VIII a. C., así como las aparecidas en el Foro, próximas al Arco de Augusto, con una cronología en torno al siglo VII a. C. La cremación, asociada a las urnas bicónicas, canopas y oikomorfas ya mencionadas, se extendió también -aunque con menor densidad- por las regiones de Campania y Calabria en torno a los siglos X y VIII a. C., y por toda la costa mediterránea al sur del Arno (AUDIN, 1960, 518).

En este periodo de tránsito, la diferencia entre las creencias, que a excepción del cristianismo no tenían la cohesión de un sistema metafísico, -y siempre hubo una considerable distancia entre la fe popular y la fe de las mentes cultivadas-, fue todavía más acusada porque, en un imperio aristocrático, las clases sociales estaban claramente separadas y diferenciadas. Los campesinos continuaban, al igual que en el pasado, practicando los ritos piadosos junto a las piedras ungidas, a las fuentes sagradas, a los árboles coronados de flores y celebrando sus rústicas fiestas de la vendimia y la sementera. Se aferraban con una increíble tenacidad a sus usos tradicionales, que degradados y caídos hasta el nivel de la superstición, debían persistir durante siglos bajo la ortodoxia cristiana (CUMONT, 1987, 172), pero sin que nunca supusiesen una amenaza, e incluso en ocasiones, asimiladas bajo una acepción cristiana. 2. 2. Inhumación e incineración Se trata de las dos formas de enterramiento más usuales y utilizadas por casi todas las civilizaciones desde que el hombre empieza a practicar rituales funerarios. La inhumación parece ser anterior a la incineración, ya que los únicos datos funerarios del Paleolítico así podrían confirmarlo, no produciéndose las primeras

No obstante, pese a este gran empuje, la incineración no logró sustituir totalmente al rito de inhumación, pues este 16

rito reapareció, desde el siglo VIII a. C., en la costa occidental de la Toscana materializándose en tumbas de fosa, tholoi de tipo micénicos, sarcófagos de tronco de roble del tipo Pitigliano, etc. Aunque la influencia etrusca, pese a su expansión hacia Umbría y el Valle del Tiber, permaneció limitada y no logró imponer sus tradiciones ni este rito a los itálicos. Tal vez, la causa de que la inhumación fuese retomada en la Roma Arcaica fue la influencia combinada de etruscos occidentales y de sabinos, reacios a la cremación. Un grupo de tumbas localizadas en la Vía Sacra, y que se remontan al siglo VIII a. C., revela inhumaciones en ataúdes rudimentarios en los que, como en el ya mencionado ejemplo de Pitigliano, el óbito era depositado entre dos mitades, preparadas para tal uso, de un tronco de roble. Además, la necrópolis arcaica del Esquilino, siglo VII a. C., revela un gran número de tumbas-fosa de tipo etrusco frente a tres casos de incineración en urna-cabaña, de tipo villanoviano; conocemos otros ejemplos como la tumba de cámara, del tipo etrusco-campano hallada en el Quirinal, los dos sarcófagos de piedra en la iglesia de Santa Catalina de Siena o la tumba-fosa hallada en la villa de Spithoever, que proporcionó dos inhumaciones en dos sarcófagos cilíndricos, cortados en dos partes y que derivan directamente de los fabricados en madera de roble (AUDIN, 1960, 519).

Roma, en esta Época Arcaica, se dedica casi exclusivamente a la inhumación, costumbre recordada por Cicerón y Plinio el Viejo cuando afirmaban que ésta era la vieja usanza de sus padres, entendiendo esta referencia como algo lejano, casi remoto. Fue tras la invasión gala, en el 390 a. C., cuando Roma retomó el rito de incineración, en opinión de A. Audin (1960, 518532), en estrecha relación con las manifestaciones griegas de aquella época, como nos muestra la necrópolis del Cerámico, en Atenas. Aún así, inhumación e incineración tendrán una estrecha convivencia como lo demuestran los hallazgos de la necrópolis del Esquilino. Parece que la inhumación no estaba todavía camino de la desaparición; hecho relacionado con el origen sabino y etrusco del rito, posible causa del especial apego que los patricios mostraron siempre por él. Ya Plutarco (Numa, 22) nos cuenta como Numa rechazó ser incinerado; también en la Ley de las XII Tablas8 (450-451 a. C.) se hace referencia a los dos tipos de ritos al establecer, en la Tabula X, que “Hominem mortuum in Urbe ne sepelito neve urito”, es decir, que no se entierre ni queme cadáver en la Ciudad, y por todos es conocido la persistencia de este rito en la familia Cornelia, siendo Sila el primero entre éstos que fue incinerado, pero en contra de lo estipulado en su testamento y a causa del miedo de sus seguidores a que sus restos fuesen profanados.

4. Urna cineraria villanoviana oikomorfa. Representa una choza de argamasa, de planta circular y cubierta de paja. Siglo VIII a. C. (STIERLIN, 2004, 14)

8 Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, X, 53 y ss. (Trad. E. Carry).

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En esta época, según el testimonio dado por Lucrecio, y recogido por J. M. Tonybee (1973, 41-42), se distinguen en la República Tardía tres tipos de prácticas: - La cremación, que será la práctica más extendida desde el siglo V a. C hasta el I d. C., siendo los columbarios y las urnas cinerarias algo común en el cambio de la Era. - La inhumación, que como veremos más adelante, se irá imponiendo, en detrimento de la incineración, hacia el siglo II d. C., siendo, a mediados del siglo III d. C., el rito más común en provincias. - Y finalmente, el embalsamamiento, cuyos ejemplos son anecdóticos, ya que esta práctica no será muy bien vista entre los romanos por ser considerada extranjera y contraria al mos maiorum, por lo que no tendrá mucho éxito.

llegaban desde esta otra parte del Mediterráneo. La introducción del rito se produjo, en gran medida, a raíz de la llegada a Italia, a partir del siglo II a. C., de los primeros esclavos orientales que trajeron consigo sus viejas costumbres incineradoras, a las que con el tiempo sólo se opusieron los pitagóricos y otros grupos minoritarios como los judíos. De tal manera que, en tiempos de Pompeyo, las inhumaciones llevadas a cabo por los grupos judíos de Roma en el Monte-Verde (Trastevere), eran mal vistas por los romanos. Incluso los ciudadanos romanos iniciados en los cultos orientales de Isis, Cibeles,... que conllevaban por su origen oriental la práctica de la inhumación, prefirieron ser incinerados como nos muestra la necrópolis de Pompeya (AUDIN, 1960, 526). Como último ejemplo, Tácito, cuando nos narra el asesinato de Popea y sus exequias, dice: “el cuerpo no fue incinerado según la costumbre romana, sino que, conforme a la de los reyes extranjeros, es embalsamado y colocado en el túmulo de la Familia Julia”9, lo que demuestra lo lejana que se veía la inhumación en la época del historiador, pues explicaba, a finales del siglo I d. C., el rito de inhumación por la influencia de costumbres extranjeras.

Parece ser que de las dos formas de sepultar, inhumación e incineración, la más antigua fue la primera, ya que quedó como un rito esencial el arrojar un puñado de tierra sobre el cuerpo o, cuando la incineración se fue extendiendo, siempre se separaba una parte del cuerpo, generalmente un dedo, que se enterraba. Es el os resectum (GUILLÉN, 2000, 389). A finales de la República y durante los primeros tiempos del Imperio, la inhumación estaba casi reservada a los pobres que se enterraban en el Esquilino, en sarcófagos de madera, piedra o arcilla, considerándose la incineración un sepelio más solemne. Sin olvidar puntuales excepciones, como es el caso de la familia Cornelia.

El tipo más sencillo de la pira era el bustum. Se cavaba una fosa, más o menos amplia, se llenaba de leña y se colocaba el cadáver. Los restos de la hoguera, carbones y madera, y los del difunto se cubrían con tierra formando un túmulo sobre el que, en algunos casos, se construía un monumentum más o menos ostentoso según las posibilidades del difunto y su familia. Aunque era mucho más común realizar estas operaciones en lugares distintos. En este caso, el lugar donde se prendía la pira y se quemaba el cadáver se denominaba ustrinum, de allí se recogían las cenizas para ser depositadas en el sepulcrum. Los ustrina eran los crematorios más comunes, pues allí quemaban los muertos las gentes sin recursos, retirando luego las cenizas y los huesos calcinados.

En esta época, y quizás por imitación de las capas superiores de la sociedad, la incineración está en camino de ser unánimemente aceptada en Roma. Pero, ¿a qué se debe el triunfo de la incineración sobre la inhumación? El origen de un cambio de estas características no puede ser monocausal, pero sin duda se encuentra en estrecha relación con la propagación de los conceptos filosóficos profesados por los estoicos y los neopitagóricos de la Magna Grecia. Para éstos, el alma era un soplo ardiente, de la misma naturaleza que el éter en el que se bañan los astros, y era retenida como prisionera de la materia durante el curso de la vida hasta que, finalmente, era liberada por la muerte. Entonces, el alma retornaba a espacios sublunares de donde había descendido para ser deificada, para siempre, desde la luminosidad eterna de los cielos. Parece ser que para los primeros estoicos la cremación pudo implicar una purificación a través del fuego y un anticipo, a pequeña escala, de la έκπύρωσις universal. Pues, según sus creencias, el alma, cuando “ha abandonado el cuerpo, subsiste en el aire hasta que eventualmente se disuelve dentro del Gran Espíritu del Universo” (OGILVIE, 1995, 110).

Lo más común era que los herederos intentasen formar una pira, o rogus, lo más espléndida posible. El objeto no era sólo honrar al difunto sino una exaltación de la riqueza y el poder familiar. Sobre la pira, levantada con forma de altar, se arrojaban perfumes costosos, vestidos, joyas, objetos de uso personal, alimentos... además de haber sido adornada previamente con tapices, estatuas e incluso pinturas. A tal punto había llegado el lujo, la ostentación y el derroche, que los decenviros, en las XII Tablas, intentaron limitar la fastuosidad de los funerales. Se prohibió labrar las maderas con las que iban a levantar la pira, también se prohibió rociar el cadáver con perfumes y utilizar ricos aromas, sobre todo los más caros como el incienso y el amomo. Y tampoco podía arrojarse oro a la pira, exceptuando en esto el uso de coronas pues “quien hubiera conseguido por sus hazañas alguna corona, podrá ser quemado o enterrado con ella: Al que la gana por sí mismo o con su patrimonio, o en razón de su cargo, o de su valor se pone junto a su cadáver”

Además, de la misma manera que el Mundo Occidental tras la conquista de Roma torna al agnosticismo y al materialismo perdiendo con relativa rapidez sus ancestrales creencias de ultratumba –enfocando el tema de forma general y sin detenernos en los particularismos regionales del proceso de “romanización”-; los conquistadores, en su contacto con Oriente, tampoco opusieron resistencia a las nuevas concepciones que

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Tácito, Anales, XVI, 6. (Trad. J. L. Moralejo)

(GUILLÉN, 2000, 390). Consumida la hoguera, las teas incandescentes se apagaban con vino. Tras esto, los parientes y los más allegados recogían los huesos calcinados para depositarlos, con ungüentos o con miel, en la urna cineraria. Éstas podían ser de muy distintas clases, no abundan las de oro o de plata, pero sí de distintos tipos de piedra, mármol, vidrio... y las más sencillas de cerámica. La urna se depositaba en un hueco excavado en la tierra, en un columbario o en un verdadero monumento funerario.

En primer lugar, nos detendremos en los funerales del emperador, pues sin duda, una figura de tal importancia debió ser un ejemplo a imitar para sus contemporáneos. En el caso de los funerales de Augusto y Septimio Severo, en ambos se llevó a cabo la ceremonia de la consecratio por la que los emperadores fueron divinizados. Aunque en estas celebraciones encontramos importantes diferencias: En el caso de los funerales de Augusto, narrados por Dión Casio10, la ceremonia no ofrece ninguna dificultad en su interpretación: el cuerpo del emperador, junto a su imagen de cera, es llevado en una kliné al Campo de Marte. Allí, la pira es incendiada por centuriones designados por el Senado y, cinco días después, Livia recoge sus cenizas y las deposita en el mausoleo. La cremación no ofrece aquí ninguna duda.

De nuevo se va a producir un cambio de tendencia en el ritual funerario: el paso de la cremación a la inhumación. Éste aunque total no fue uniforme y se mantuvo tanto en el tiempo como en el espacio en una estrecha convivencia, por lo que no hay un origen único, ni se puede hablar de revolución (TURCAN, 1958, 323). En todo caso, el signo del cambio es claro y parece difundirse por toda la sociedad, siendo su expresión más característica que “no more columbaria were built after the time of Hadrian, and we find inhumation in existing columbaria” (NOCK, 1932, 323). Tal es el caso de un hipogeo en Roma en el que dos esqueletos descansaban acompañados de veintidós urnas cinerarias, en un horizonte cronológico –según el estilo pictórico- que podemos establecer entre la segunda mitad del siglo II d. C y los inicios del siglo III; en Ostia, puede leerse en una tumba: aediculas cum ollis et sarcophagis fecit, construcción que tendría la misma función que la anterior, y otros muchos ejemplos como un hipogeo en el Puerto Romano que atestigua la estrecha convivencia de ambos ritos en un mismo entorno. En todo caso, todo lo que podemos establecer es que las clases altas romanas, desde el círulo imperial hasta los más elevados magistrados, optarán por la inhumación en el transcurso de una generación, entre los años 140-180 d. C.; siendo el cambio, entre las clases más desfavorecidas, tanto en Roma como en provincias, más lento. (MORRIS, 2002, 54).

Bajo Gordiano III, en el 240, Herodiano11 describe los funerales de Septimio Severo. Según el historiador, el cuerpo del emperador fue amortajado conforme a la ley humana; después, la imagen de cera del emperador, en una cuadriga, se expone para ser quemada una semana más tarde en una pira monumental de cinco pisos de altura, como nos muestran las monedas acuñadas en conmemoración de su consecratio. En opinión de R. Turcan (1958, 325-326) “le texte d’Herodien est formel: il emploie l’expression το σωμα καταθάπτειν pour évoquer le premier acte de la cérémonie; or, το σωμα ne saurait être confondu avec τα ’οστα et le verbe καταθάπτειν n’a jamais signifié qu’ “enterrer””. Es decir, Herodiano emplea la expresión το σωμα καταθάπτειν al referirse al primer acto de la ceremonia pero το σωμα, “el cuerpo”, no debe de confundirse con τα ’οστα, “los huesos”, y la expresión καταθάπτειν que no significa otra cosa que “enterrar”. Tenemos un caso de inhumación incuestionable, pues en tiempos de Herodiano, en la pira, lo único que se consume es la imagen en cera del emperador, y la cremación solemne –que marca la apoteosis- pasa de ser efectiva a ser ficticia. Hasta aquí todo parece claro, pero el insigne historiador parece contradecirse cuando, continuando con la narración, escribe que Caracalla y Geta, a su regreso a Roma, vieron desfilar a los cónsules con la urna de cenizas que contenía los restos del emperador, muerto en Britannia 10 meses antes.

Un individuo puede decidir de qué modo desea ser enterrado, incluso rompiendo con sus costumbres, pero no conocemos ningún caso, exceptuando los cristianos, en que conversión implique inhumación. Pero además, en un origen, a los ojos de un pagano recién convertido al cristianismo el cambio de rito no debía implicar una carga escatológica. Por un lado, los primeros cristianos –de origen judío- se enterraban así para continuar su tradición y por otro, ciertos apologistas demostraron la poca importancia que se daba a los despojos mortales (TURCAN, 1958, 323).

El autor de la “vida de Severo”, en la Historia Augusta, tras afirmar que el cuerpo del emperador se llevó a Roma, confiesa que no se vio más que su urna cineraria, ya que el cadáver había sido quemado en el lugar de la muerte. Esta segunda variación se ve apoyada por el testimonio de Dión Casio, contemporáneo a los hechos. Éste declara que, tan pronto como murió el emperador, su cuerpo, vestido con traje militar, fue colocado en una pira y sus restos en una hydria de porfirio, material que bien podría

A la hora de analizar los distintos ritos de enterramiento en el mundo pagano, hay que tener en cuenta, más que las convicciones particulares, la tradición familiar. Y aunque es imposible determinar una única causa del cambio, el resultado es patente: en el siglo IV d. C. ya no se incinera sólo se inhuma. Debido a la dificultad de establecer la causa última del cambio, analicemos los hitos principales del mismo:

10 Dión Casio, Historia Romana, LVI, 34,1. (Trad. de P. Suárez, J. M., Candau y M. L., Puertas). 11 Herodiano, Historia del Imperio desde los tiempos de Marco Aurelio, IV, 2,2. (Trad. J. Torres).

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5. Denario de Septimio Severo. En el reverso aparece representada la pira funeraria y sobre ella el emperador en una cuadriga. (Roman Imperial Coins of Septimius Severus 191F, www.wildwinds.com/coins/ric/septimius_severus/i.html)

confundirse con la urna de oro mencionada en la Historia Augusta12. Pero este dato resulta sospechoso ya que a mediados del siglo IV d. C., momento en que se compuso la obra, en el mundo romano tan sólo se conocía la inhumación. En opinión de Turcan, el autor de la “vida de Severo” pudo proyectar en el pasado, generalizando de manera abusiva, una práctica funeraria normal para sus coetáneos, reproduciendo una fuente reciente pero inexacta, aunque más cercana a su pensamiento. La contradicción de Herodiano se entiende al analizar el objeto de su obra, ésta es un excursus etnográfico para enseñar a los griegos como procedían los romanos a la divinización de un emperador, obviando así particularidades del mismo, en lugar de reproducir al detalle la apoteosis imperial que se aplicaría con dificultad al caso concreto de Septimio Severo.

Los textos no mencionan más que tres casos de cremación, los funerales de Septimio Severo y de sus dos hijos, explicados, tal vez, por el hecho de que el tránsito a favor de la inhumación es en África, de donde es originaria la familia, más lento que en otros lugares (TURCAN, 1958, 330-331). Y pese a la práctica, cada vez más extendida, de la inhumación entre los emperadores, parece que la cremación ficticia de su escultura de cera se seguía practicando. Según la tradición, la consecratio del nuevo dios no se cumpliría sin la cremación de sus despojos mortales, y el retrato de cera sería el que llevaría hasta el final este rito. Parece ser que esta incineración, paso indispensable para la posterior divinización, era un anticipo individual de la έκπύρωσις universal. De acuerdo con las enseñanzas de los estoicos, el incendio cósmico debe fundir todos los elementos del mundo material y permitir a los dioses volver a moldearlos como si fueran de cera. Y esta metáfora debió, sin duda, influenciar la visión de los romanos, formados en su escuela, que veían en el Campo de Marte, al desvanecerse la imagen de cera por la acción del fuego, el último día del ciclo donde se produciría la reabsorción en dios de toda fuerza mortal (TURCAN, 1958, 331).

El caso de Adriano no es claro, pues Dión Casio escribe que fue ’Ετάφη, “enterrado” pero sin más explicaciones. La Historia Augusta menciona que “recibió sepultura en una quinta que tenía Cicerón en Puzzol”13, donde Antonino elevará un templo tras trasladar sus restos a Roma. Parece ser que Aelio César fue amortajado en el Mausoleo de Adriano antes que él. También el cuerpo de A. Pío, y no sus restos, fueron depositados en el ya mencionado Mausoleo, tal y como nos cuenta la Historia Augusta14. Con éstos, podemos concluir que la tradición literaria atestigua, expresamente, la inhumación de cuatro emperadores: Antonio, L. Vero, Cómodo y D. Julio, a los que podríamos añadir a J. Donna. Los datos parecen más ambiguos para Adriano y para Aelio César.

Esta tendencia imperial queda patente para el resto de Roma, pues el arte de los sarcófagos está en pleno apogeo en el siglo II d. C. En cuanto a éstos, no parecen tener una solución de continuidad con los últimos sarcófagos etruscos –si bien el gusto toscano por la temática mitológica griega parece anunciar lo que, más tarde, aparecerá en la Roma de los Antoninos y los Severos-, aunque es en esta época cuando itálicos de Toscana y Umbría han entrado en el Senado, llevando a Roma sus

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Historia Augusta, “Vida de Severo”, XXIV, 1-3. (Trad. V. Picón y A. Cascón). 13 Historia Augusta, “Vida de Adriano”, XXV, 7. (Trad. V. Picón y A. Cascón). 14 Historia Augusta, “Vida de Marco Antonio, el Filósofo”, VII, 10. (Trad. V. Picón y A. Cascón).

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propias costumbres familiares, y por tanto también el rito inhumador. La promoción de esta burguesía, contemporánea a los Flavios, es paralela a la multiplicación de sarcófagos. A esta reacción peninsular se le une el empuje oriental, cuyos efectos serán patentes, sobre todo, con Trajano.

Prometeo!, tú que tienes la antorcha y portas el fuego, qué ultrajes sufre el regalo que nos has hecho: ¡se mezcla con cadáveres insensibles! Ven a socorrer y a robar el fuego, si es posible, también de nuestro mundo15. No obstante, debemos recoger este testimonio con ciertas reservas. Por un lado, el discurso, aunque refleja una preocupación y un sentir latente en el siglo II d. C., debe ser ficticio; y por otro, este clasicismo tardío aparece mezclado con un elemento radicalmente externo y relacionado con la prohibición de los Magi persas de quemar los cadáveres, y éstos siempre fueron considerados como un ejemplo de alteridad. En todo caso, Apolonio, que fue hierofante en Eleusis, parece influenciado tanto por estas doctrinas orientales como por el mitraísmo, algo normal en las élites intelectuales del Mediterráneo Oriental (TURCAN, 1958, 338).

Tradicionalmente, se habían estudiado los sarcófagos de las colonias fabricados en Asia Menor, cuyo origen se establecía en Sidamara. Pero los estudios de Weigand han demostrado, según la forma y el estilo de los capiteles representados, la existencia de un grupo lidio; que parece ser el más antiguo, pudiendo remontarse su fabricación al siglo II d. C. Mientras que los de Sidamara, “par l’usage abusif du trepan qui s’y manifeste et le relief “negatif” qui caractérise les chapiteaux” (TURCAN, 1958, 334), manifiestan una evolución tardía. Los sarcófagos de esta clase aparecen en Roma, al menos, desde finales del siglo II d. C., pero es durante el reinado de Adriano cuando se multiplican, sobre todo los decorados con guirnaldas que derivan del modelo oriental. El primer ejemplar, datado con seguridad y decorado con estos motivos, fue hallado en Asia Menor. Desde el siglo II al siglo III d. C. hay un movimiento ininterrumpido de importación de sarcófagos a Roma. Este hecho ha sido objeto de discusión y se ha puesto en relación con el renacimiento helénico que se produce en época de Trajano y en la prosperidad material del periodo, pero sin prestar demasiada atención a la afluencia de orientales en la Curia Antonina. Paralelo al ascenso -económico, cultural y político- de las provincias, hay una serie de promociones y transformaciones sociales en las mismas –sus élites ocupan ahora importantes cargos en la capital- y el cambio de rito se inserta en esta evolución histórica general.

Este culto al fuego, en el que lo importante no es el tratamiento de los restos mortales sino la pureza del sagrado elemento, aparece expresado también, aunque en términos cosmológicos, en las doctrinas estoicas. Éstos honran en Zeus el πυρ νοερόν, o fuego de la inteligencia, lo que explica que en la literatura órfica, a la que tanto deben los filósofos del Pórtico, su hijo Dionisio es invocado como πυρίσπορος, el engendrado en el fuego. En este contexto órfico-estoico, Apolonio parece dirigirse al alma encarnada que debe de regresar al Fuego Inteligente. En el oriente helenístico y romano, los contactos entre los filósofos y los adoradores del fuego han favorecido la fusión de las doctrinas estoica y mazdeista, aspecto demostrado “à propos de l’hymne des Mages dont s’inspire Dion Chrysostome dan son Borysthénique” (TURCAN, 1958, 339). Para los estoicos, el fuego divino era un “movimiento incesante que recorre un camino hacia arriba y otro hacia abajo: transformándose por medio de variaciones de su tensión en los cuatro elementos (dos activos y dos pasivos), y de éstos volviendo periódicamente a su unidad. Así se tienen alternativamente las formaciones del mundo [...] y sus destrucciones” (MONDOLFO, 2003, 356-357); y aunque en un primer momento la cremación pudo pasar por una purificación de los elementos mortales por el fuego, es posible que, en Asia Menor donde la inhumación era tradicional, la influencia de los Magi y los teóricos del Pórtico se conjugara para proporcionar una justificación religiosa y filosófica a esta costumbre ancestral.

Y aunque la inhumación provenga de la moda oriental, se basa en costumbres itálicas de carácter ancestral. Una prueba de esto es que Antonino, el primer emperador que sin duda sabemos que fue inhumado, era de origen itálico, por lo que no pueden alegarse razones ideológicas a este cambio de costumbre, que aunque lo justifican, no lo originan. En estos momentos, Asia Menor está en auge económico e intelectual, y es consciente de ello. En esta época, los jefes de las oficinas de palacio se reclutaban entre los intelectuales de la zona y, tras la burguesía municipal itálica, son, junto con sus compatriotas senadores, los que descuellan en una sociedad en pleno cambio y evolución (TURCAN, 1958, 336-337). Esta preocupación está reflejada en un texto de Filostrato, en el que Apolonio de Atenas, prestando su voz a Calias, declama, en tiempos de Septimio Severo, un discurso cuyo objeto es disuadir a los atenienses de que quemen a sus muertos:

Son estas restricciones las que aclaran el paradójico origen de la palabra sarcophage, del griego σαρκόφαγος: σάρζ “carne” y φαγεῖν “comer”; pues en un principio, en lugar de ser un contenedor que protegiese los restos mortales allí depositados, designaba “in Asso Troadis sarcophagus lapis fissili vena scinditur: corpora defunctorum condita in eo absumi constat intra XL diem exceptis dentibus”16. Esta piedra de Assos tenía la

Hombre, eleva alto la antorcha, ¿por qué violentar la llama?, ¿por qué bajarla y torturarla?. Pues pertenece al cielo, al éter; ella se dirige hacia aquel con quien está emparentada. ¡Este fuego no hace descender a los muertos, sino que eleva a los dioses! ¡Ay,

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Filostrato, Vida de los Sofistas, II, 20. (Trad. M. C. Giner). Plinio, Naturalis Hiistoria, XXXVI, 40. (Trad. J. Cantó).

medium secuti18, “el hacer la partición de las cosas”. A esta concepción intermedia parece referirse Servio cuando alude a que es intermediaria entre Platón, según el cual el alma no dejaría nunca de animar un cuerpo (aunque esto no es así en el Fedón y la República), y la de Pitágoras, que prevé un tiempo entre una y otra encarnación. Pero la doctrina recogida por Servio no es común a todos los representantes del Pórtico y por tanto el calificativo de herciscundi no puede aplicarse a todos los estoicos en general. Pues, tal es el caso de Panecio de Rodas que, contrariamente a la enseñanza de la Escuela, pensaba que el alma no sobrevivía al cuerpo siendo el primero en insistir en el carácter del complejo almacuerpo, como una totalidad orgánica e indivisible, incapaz de subsistir el uno sin el otro. Rechazando en el alma cualquier caso de inmortalidad, llega a la consecuencia lógica del principio que él ha enunciado: el alma perece con el cuerpo. Solidaridad que puede llevar a otras conclusiones: mientras el cadáver subsiste, el alma permanece unida a éste. Para R. Turcan, tanto el texto de Servio como el de Tertuliano esbozan una serie de ideas de un sistema escatológico en el que un estoico, del que ya nada más conocemos, parece haber fundido postulados de Panecio con otros de los pitagóricos. En un principio, habría adoptado la idea de la solidaridad individual y orgánica del alma y el cuerpo y, en segundo lugar, habría mantenido la supremacía parcial del complejo humano, lo que supondría la práctica de la inhumación, a menos en una serie de círculos intelectuales. Éstos, por su preeminencia social y económica -en algunos casos-, pudieron ser imitados por el resto de la población. No por compartir y comulgar con sus creencias, sino por simple moda.

capacidad de ser, según la noticia de Plinio, tan corrosiva que en menos de cuarenta días el cadáver allí depositado era reducido a la nada, a excepción de sus dientes. Por lo que queda claro que, en su origen, el sarcófago era un medio rápido de hacer desaparecer el cadáver sin mancillar la llama. Es significativo que la piedra origen de esta tradición fuese originaria de Asia Menor, en una provincia donde se había establecido el culto al fuego y donde el arte de los sarcófagos iba a desarrollarse hasta la exportación. De todos modos, Plinio nos habla en una época en la que la zona era ya famosa por éstas creaciones artísticas y exportaba a todas las provincias del Imperio. También en el siglo II Tertuliano, en De anima, expone su concepción de la muerte como la simple separación del alma del cuerpo. Con esta afirmación se dirige, principalmente, a las doctrinas que opinaban que algunas almas permanecían unidas a sus cuerpos tras la muerte – especulaciones basadas, sobre todo, a propósito del crecimiento de las uñas y del cabello en los cadáveres-. El objeto del texto era negar cualquier posibilidad de que el alma, o la más mínima parte de ésta, pudiese subsistir, ni un momento en el cuerpo cuando sea destruido su envoltorio material, pues según nos cuenta: hay gentes que creen que no hay que quemar a los muertos para respetar lo que queda del alma. El testimonio nos ilustra acerca de la creencia, relativamente extendida para que Tertuliano se ocupe de ella, de que la inhumación debía ser practicada porque el alma continuaba su existencia, más o menos oscura, en el cuerpo del difunto hasta la total disolución de éste. Preservando de este modo el cadáver, se prolongaba la existencia del alma (TURCAN, 1958, 341).

Tras analizar la evolución de los rituales de enterramiento en Roma, veamos la trayectoria de cada una de las provincias y distintas zonas del Imperio y su adaptación a la nueva moda. Y pese a que la tendencia general nos permite adelantar que, en las provincias occidentales, el cambio comenzó un poco después que en Roma, éste no está exento de matices.

Pero la preocupación de Tertuliano parece indicar que se dirige contra una doctrina elaborada y bien estructurada. Si esto fue así, ¿a qué escuela o círculo pertenecía ésta? Fuese cual fuese, uno de sus pilares debió de ser la total solidaridad entre el cuerpo y el alma, pues el debilitamiento de uno era directamente proporcional al del otro, quizás hasta el extremo de la desaparición. Servio17 asocia una creencia de estas características a los Stoici herciscundi. Para R. Turcan éstos “loin de penser qu’il s’agit là d’elucubrations d’intellectuels qui n’ont jamais pénétré dans l´âme populaire, je serais plutôt enclin à croire que les Stoïcens, à leur habitude, ont repris à leur compte une idèe courante et naturelle, quoique inexprimée, chez les esprits simples” (TURCAN, 1958, 342).

En la zona del Rhin, la inhumación suplantó a la cremación en el curso del siglo III d. C., aún así se ha encontrado una tumba familiar en Weiden, cerca de Köln, que contenía tanto urnas cinerarias como un sarcófago. La cronología del conjunto ha sido establecida entre los años 260 y 340 d. C. (NOCK, 1932, 325). Tradicionalmente en Germania, la perpetuación de la cremación, como rito colectivo y no como una preferencia de carácter individual, se remonta a la época de Hallstatt. Se designaba con el nombre de Brangrubengräben a aquellas tumbas donde se arrojaba el residuo de los braseros funerarios, este tipo de sepultura fue exportado a la Gallia por los primeros invasores, antes del abandono de la cremación. Pero los germanos acabaron por abandonar este rito arcaico, de manera que en el siglo V d. C., con las grandes invasiones, ya sólo conocían los Reihengräben,

En cuanto a los Stoici herciscundi, los textos ¿se refieren a los filósofos del Pórtico o definen una categoría especial de estoicos? y, ¿con qué sentido se les califica con un término jurídico que se aplica principalmente a asuntos de “código civil”? El Mitógrafo del Vaticano, que recoge el texto de Servio, escribe divisi en lugar de herciscundi, palabra que implica, según la frase id est

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Servio, Commentarii ad Aeneidam, III, 68. (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

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El Mitógrafo del Vaticano, III, 6, 26 (En R. Turcan, 1968).

cementerios de inhumación. Pero de un modo similar que en los funerales de los emperadores, en los que se quemaba una imagen de cera del difunto en sustitución de su cuerpo, el recuerdo de este antiguo rito parece haber sobrevivido en la costumbre de que un brasero permaneciese encendido cerca de la tumba donde se había practicado la inhumación (AUDIN, 1960, 531). El eco de esta tradición parece llegar incluso hasta el legendario entierro de Sigfrido, rey de los Nibelungos.

ritos practicados simultáneamente, con la presencia de huesos calcinados en el interior de sarcófagos. Aún así, la cremación sobrevivió en fanáticos del paganismo, aunque parece extinta a finales del siglo IV d. C. En el Código de Teodosio, 381, se mencionan tumbas de cremación pero como vestigios de carácter excepcional y periférico.

En Iliria se han hallado cremaciones acompañadas de monedas de Claudio el Gótico, cuyo efímero reinado, 268-270, nos sitúa en la segunda mitad del siglo III; y otras del emperador Licinio (308-324) en el primer cuarto del siglo IV d. C. (NOCK, 1932, 325-326).

En general, y sobre todo lo que atañe a la mitad occidental del Imperio aunque sin excluir otras zonas, las inhumaciones precoces y puntuales se dan en lugares diversos entre los siglos I a. C y I d. C. En orden cronológico, las inhumaciones más tempranas se dan en Istria, Moesia Inferior, y, en términos generales, en las ciudades griegas ribereñas del Mar Negro, el Norte de África, en el Valle del Sena, Helvetia, Umbría y Britannia. De todas estas regiones, las únicas que poseen un sustrato inhumador son las del Norte de África, Helvetia y Umbría. De acuerdo con lo expuesto, la primera expansión generalizadora de la inhumación data del siglo II d. C. “localizándose en el centro económico y cultural del momento, las provincias occidentales del Imperio: Italia, Gallia –Narbonensis-, e Hispania – Tarraconensis-; coincidiendo que son las tierras donde el Imperio encontró su primera expansión militar y económica y que, salvo excepciones, la inhumación no formaba parte de los ritos funerarios de los substratos culturales previos” (GONZÁLEZ VILAESCUSA, 2001, 78). Hay que destacar también el rápido abandono de la incineración en otras regiones, de tal manera que en el siglo II d. C. la práctica de la inhumación está totalmente extendida, afectando principalmente al norte de Italia, Umbría y la Tarraconensis.

También la provincia de Africa, tanto aquí como en otros muchos aspectos, sigue las directrices marcadas por las provincias occidentales: inhumación e incineración fueron simultáneas hasta el reinado de Septimio Severo, a partir de entonces, y durante todo el siglo III d. C., la cremación fue algo excepcional y ya en el siglo IV d. C. puede decirse que está totalmente desaparecida (NOCK, 1932, 326).

Todo lo aquí expuesto parece confirmar las tesis de R. Turcan sobre la promoción social de oscos y umbros, con sus propias tradiciones familiares, el componente indígena y el advenimiento de corrientes orientales al oeste del Imperio, así como la de R. F. Jones, que analizaba en el cambio el importante papel del substrato indígena y el nivel de romanización en este momento de tránsito.

En la Dacia la costumbre ancestral había sido la de la cremación, y aunque la llegada de los romanos implicó la práctica de la inhumación atestiguada por el uso de sarcófagos, el rito de incineración se mantuvo incluso tras la llegada del cristianismo en los siglos IV y V d. C. (NOCK, 1932, 326).

Para A. R. Nock (1932, 357) el cambio de rito no se debió a una transformación en la cultura y mentalidades del pueblo romano, pues éste “can not be explained as due to the Eastern mystery religions, nor again to the older Dionysiac rites, nor to Pythagoreanism, and it is almost certain that it is not due to any general alteration in ideas on the afterlife”. Tampoco por la afluencia de los cultos orientales, ni por las tradicionales creencias dionisiacas ni por el pitagorismo, sino por un incremento del precio del combustible, lo que hizo más cara la incineración que la inhumación. En los lugares en los que se mantiene es causa de su riqueza forestal, y por tanto de un precio más económico. En nuestra opinión este juicio es injustificado, pues ¿cuánto más caro es un sarcófago de mármol importado y trabajado por hábiles artesanos que el precio de una incineración?, o ¿qué sentido tiene ahorrarse el combustible de la pira para luego construir

En la Gallia, la cremación era una costumbre indígena y su uso continuó hasta los siglos III y IV d. C. Cronología ratificada por el hallazgo de monedas de Constantino en urnas cinerarias en Metz y Soisons que nos permiten concretar este marco temporal. Aunque puede establecerse que a mediados del siglo III d. C. la inhumación era la práctica habitual (NOCK, 1932, 325). No obstante, algunos autores han diferenciado entre la zona sur y sureste de la provincia, en la que el momento de transición del rito se produciría en el siglo II d. C. (BEL et alii, 1987); el suroeste de la misma y la Belgica, donde se produce entre el siglo II y III d. C., y el oeste, donde se fecha en el siglo IV d. C. (GALLIOU, 1987) En Britannia los entierros llegan a sustituir la cremación hacia mediados del siglo II d. C., apareciendo al principio como una excepción y llegando a ser en el transcurso del siglo III la norma (NOCK, 1932, 325 y REECE, 1987).

En la mitad oriental del Imperio es llamativo “a return to rock-burial has been noted in Phrygia during the Hadrianic period, in Paphlagonia during that of Antonines” (NOCK, 1932, 326-327). Parece pues un cambio de tendencia general en todo mundo romano y con una cronología similar. No obstante, ésta no es una señal de cambio en Grecia y en el Próximo Oriente, pues aquí tanto la inhumación como la incineración tienen una larga tradición. Así, en Myrina se han encontrado ambos

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un magnífico conjunto arquitectónico que albergue los restos mortales del difunto? Además, como ya expuso A. Audin, “en ce IIe siècle [...] le rite de l’inhumation s’impose progressivement dans l’aristocratie. Les maîtres y dédient leurs dépoulles mortelles, tandis que le menu peuple, plus attaché aux usages anciens, conserve sa préférence pour l’antique crémation” (AUDIN, 1960, 529-530), por lo que si los primeros en acoger la inhumación son las clases altas, con más posibilidades económicas, no tiene sentido que el objeto de éste fuesen razones de ahorro, y más aún mientras el resto de la población seguía fiel a sus costumbres tradicionales. Nosotros juzgamos este cambio como una “moda”, que no empezó como tal en determinados círculos con una determinada preeminencia social, política y económica, sino que tenía en principio una justificación ideológica. Pero es a partir de aquí desde donde esta práctica se popularizó, y en este caso sí que cabe la posibilidad de establecer la imitación a las clases sociales más altas. Y aunque para R. Turcan, esta “moda” sólo ha triunfado porque ciertas doctrinas la justifican: “le témoignage de Servius prouve que le stoïcisme a contribué largement à répandre des conceptions qui lui étaient étrangères à l’origine; l’explication de son succès est là: il a su porter, en les annexant et en les revalorisant du même coup, les idées qui répondaient aux besoins du temps” (TURCAN, 1958, 347); para I. Morris (2002, 62), las nuevas corrientes filosóficas y creencias son en realidad los mecanismos de su propagación y no la causa de su amplitud. Pero sin duda, el aspecto clave en este cambio de rito, y al más alto nivel de generalización, es que esta difusión del Oriente Griego al Occidente Latino, se adaptó a los más altos círculos de la sociedad romana, pero sólo cuando sus conotaciones orientales habían pasado a un segundo plano (MORRIS, 2002, 67).

Los documentos conciliares que aluden a las prácticas funerarias suelen censurar el fasto y el lujo desmesurado de los funerales, heredados sin duda directamente del paganismo, pero, desgraciadamente, no describen ni explican el rito. 2. 3. Los funerales y el luto Como ya señaló A. Van Gennep (2008, 12 y ss.), entre el mundo profano y el mundo sagrado hay una incompatibilidad tal que la transición de uno al otro precisa de un periodo intermedio. En las sociedades primitivas y antiguas todo cambio perturba el orden social e individual, siendo el objeto de los ritos de paso aminorar los efectos nocivos de estos trastornos. Los hay para el nacimiento, la adolescencia, el matrimonio... y la muerte, la forma más dramática de éstos. La muerte es siempre un hecho traumático, es el fin ineludible que provoca una drástica ruptura, un desgarramiento familiar y en ocasiones también social, dependiendo de la entidad del difunto en su comunidad. Aunque, según la cultura que la afronte, se le tiene más o menos miedo y se le planta cara con mayor o menor serenidad, confianza y libertad de espíritu. La trascendencia social en vida de un individuo se mide en función del trauma que provoca su fallecimiento, es la muerte la que enfrenta al hombre con toda su vida. Sea la familia, o el mismo difunto, quien elija “aquellas de sus identidades sociales [...] que más convengan a los intereses de su núcleo familiar, fundamentando el ritual de acuerdo con la circunstancia social elegida e incluso buscando la perpetuación de su memoria trasladándola a la tumba, bien mediante el reflejo epigráfico, bien en la morfología del propio monumento; la muerte misma actúa de barómetro indicador del grado de implicación social del finado, en función de la catarsis colectiva que pueda producirse, y, finalmente, todo el ritual que la acompaña se convierte en un medio para mostrar a la comunidad la cohesión, riqueza o poder coyunturales del núcleo familiar” (VAQUERIZO, 2001a, 18).

El triunfo del cristianismo supuso también un importante empuje al cambio de rito. En un principio, los primeros cristianos retomaron las actitudes judías de la inhumación, además del recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús. A la misma evolución de la secta no le fueron ajenas otras nociones de la zona de Asia Menor en esta época, como la tradición anticrematoria de los magdeos, las prácticas propias de los cultos mistéricos y el sustrato judío, del que provenían los primeros cristianos. A partir de aquí se desarrolló la idea de la “Resurrección definitiva” de todas las almas en el día del Juicio Final, con la única condición de la salvaguarda del cuerpo tras la muerte. De este modo, para los cristianos, de forma similar a algunas creencias paganas, el cuerpo y el alma esperaban ésta sumidos en un dulce letargo (AUDIN, 1960, 531-532). En todo caso, la inhumación se impone como forma de enterramiento generalizada a partir del siglo III d. C. y supone el rechazo total a la cremación, tan extendida hasta el siglo II d. C. Ya hemos abordado los mecanismos del cambio, pero entre éstos no debemos pasar por alto la importancia que alcanza el más allá, y la importancia dada al cuerpo para la posterior resurrección del alma.

En Roma, como en otras culturas, el hecho de la muerte se revistió de gran importancia. Las estructuras familiares, sociales y políticas, fundamentadas en el cumplimiento del mos maiorum y en el ideal de la pietas, establecían claramente las obligaciones y deberes del hijo para con el padre. Por esta razón, el ritualismo del pueblo romano creó un complejo entramado en torno a este importante tránsito; “desde el momento en que el hombre agonizaba, la religión romana preveía la realización de una serie de ritos destinados no sólo a procurar al muerto el descanso eterno sino a librar a la familia de la mácula de la muerte” (BLÁZQUEZ et alii, 1993, 519). Analizaremos ahora su desarrollo, sus influencias y su evolución. En su sentido más vulgar, funus designa la ceremonia de los funerales, aunque en un sentido más amplio, designa todas las creencias y ritos que se realizaban desde la

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muerte de un individuo hasta que se le daba sepultura (CUQ, 1877-1899, 1386).

Tras estos ritos iniciales, las mujeres lavaban el cadáver, lo afeitaban y lo ungían con perfumes y los pollinctores, hombres pertenecientes a servicios de pompas fúnebres, lo embalsamaban20. No debemos pensar que este proceso era como el que se practicaba en Oriente o en Egipto, ya que lo que se buscaba era preservar el cadáver de la mejor forma posible el tiempo que éste estuviera expuesto, aunque conocemos algún caso extremo de esta práctica, como el de los funerales de Sabina Popea, fallecida en el año 65 d. C.

Cuando se aproximaba la hora de la muerte, se desencadenaba un complejo ritual que comenzaba con la colocación del enfermo en la tierra desnuda, para que “velut extremum spiritum redderent terrae”19, es decir, rindiese su aliento a la Tierra. En este momento se rogaba a Proserpina, bien para que no se lo llevara a su reino, bien para que lo hiciera sin prolongar los sufrimientos del agonizante. En el último instante de vida, en el último estertor, la persona más allegada cogía al moribundo en sus brazos y unía su boca con la del enfermo para aspirar su último aliento y recoger en él su vida y su alma (CUQ, 1877-1899, 1386). Además, sus últimas palabras, a las que se les daba una gran importancia por ser consideradas de carácter profético, eran esperadas con gran ansiedad (GUILLÉN, 2000, 376).

Acto seguido se sacaba una máscara de cera del difunto que, posteriormente, serviría para fabricar una en bronce, mármol o incluso materiales más caros y preciosos. Si era patricio, estaría siempre presente en estos bustos e imágenes y desde ellos asistiría espiritualmente a todos los acontecimientos trascendentes de la vida familiar (GARCÍA Y BELLIDO, 2004, 90): cuando un descendiente se casara, se abrían los armarios y alacenas donde se guardaban estos retratos, y cuando fallecía un miembro perteneciente a su misma domus, saldría representado en la comitiva del sepelio como veremos más adelante. De este modo, tanto los vivos como los manes de los difuntos formaban parte de la comunidad familiar protagonizando algunos de los principales momentos de la vida. Celebridad, popularidad, notoriedad e inmortalidad eran objetivos individuales de la aristocracia romana, pero no quedaban como hitos aislados en el tiempo, sino que los logros de cada individuo pasaban a formar parte del patrimonio histórico de su familia y se convertían por acumulación en su capital político (PINA POLO, 2004, 149).

En el momento en el que los circunstantes veían que había muerto, le cerraban los ojos, lo depositaban de nuevo sobre la tierra (deponere) y le colocaban una moneda bajo la lengua: era el precio de atravesar el río Leteo. Los asistentes, se colocaban alrededor del fallecido y lo llamaban tres, o más veces, tan fuerte como pudieran, no sucediera que dieran por muerto al que sólo había sufrido un colapso, era la conclamatio. Tras esta llamada sin respuesta, los asistentes hacían todo tipo de ruidos estrepitosos con trompetas, panderetas, címbalos y otros objetos de metal, tal y como se representa en algunos sarcófagos, con el objetivo de alejar a los malos espíritus y, si era posible, llamar al difunto a la vida en caso de una muerte aparente (GUILLÉN, 2000, 376-377).

6. Recreación de un velatorio romano (VAQUERIZO, 2010, fig. 8)

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Servio, Commentarii ad Aeneidam, XII, 395. (Ed. G. Thilo y H. Hagen)

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Marcial, Epigramas, 93, 26. (Trad. J. Guillén).

pocas millas al sur de Roma, y en la actualidad en las colecciones Vaticanas. Toda la casa, y por tanto todos los que habitan y dependen de ella, se ven afectados por la muerte. Algunos de estos aspectos los explicaremos en el apartado correspondiente a la miasma, o contaminación, y al de los tabúes21. En cuanto aquellos ritos que afectaban más directamente al entorno familiar, la casa se adecuaba a esta nueva situación. En la entrada principal se hincaba una rama de ciprés o de sabina para declararla mortuoria y avisar a todos aquéllos que pasaban, sobre todo al Pontífice Máximo, de la contaminación del lugar, para que no entraran y quedaran impuros. El fuego del hogar se apagaba, y se encendían cirios y lámparas de aceite en torno al cadáver, pues el fuego implicaba “la vinculación [...] entre las divinidades y el hogar, entendido éste en su acepción concreta de fuego o cocina, y en la más abstracta de unidad doméstica. El fuego simboliza la vitalidad doméstica” (FERNÁNDEZ VEGA, 1999, 234), de ahí la fuerte carga simbólica del rito. Las mujeres de la casa junto con las esclavas entonaban llantos, lamentos y cantos, incrementados y sobre todo dirigidos por las praeficae, plañideras profesionales. A tal punto llegaron sus expresiones de dolor que se convirtieron más en un espectáculo que en acto de pietas, por lo que fueron reguladas por las XII Tablas (10, 6)22. - 2. 3. a. Los funerales “Dado que los poderes del más allá son malignos por propia naturaleza, los funerales se cuidaban mucho” (OGILVIE, 1995, 130), de ahí la importancia que en Roma se daban al conjunto de ceremonias designadas con el término de funus. En lo esencial, el culto privado reproducía en pequeña escala el culto público, pero en muchos aspectos siguió siendo más sencillo. La magia y la superstición estuvieron siempre muy cerca de la parte superficial de las ceremonias que el cabeza de familia realizaba. Esto se debía, en gran parte, al hecho de que el culto no estaba ligado a la influencia de pontífices ni hombres de Estado instruidos. A lo que hay que añadir la importancia que en Roma se le dio a la sepultura, ya que incluso a los caídos en el mar o en la guerra, cuyos cuerpos perdidos no podían ser enterrados con los honores póstumos merecidos, se les dedicaba un sepulcro imaginario, llamado cenotaphium, uacuum sepulcrum o tumulus inanis. Éstos eran construidos sobre la base de la creencia de que el alma, separada del cuerpo, necesitaba una morada para no vagar como un genio malhechor (GUILLÉN, 2000, 392).

7. Personaje vestido con toga y portando los bustos de sus antepasados. (VAQUERIZO, 2001a, 73).

Una vez amortajado el cadáver con sus mejores vestidos, y los más significativos en la vida del difunto sobre todo en lo que a sus funciones políticas se refiere: toga praetexta, palmata, purpurea... se acostaba en un catafalco, conocido como lectus funebris, y se exponía en el atrio de la casa, con los pies vueltos hacia la puerta de la entrada. El tiempo de exposición, como otros detalles del funeral, variarán de acuerdo con la condición del difunto, los pobres eran sepultados el mismo día de la muerte [...] la capilla ardiente de los emperadores duraba una semana; la de los nobles, dos o tres días, según el número de familiares y clientes dispuestos a velarles (GUILLÉN, 2000, 379). Durante este tiempo, y en los casos en los que la familia pudiera permitírselo, un esclavo abanicaba constantemente el cadáver, y las mujeres, que lo refrescaban con agua, repetían a intervalos la conclamatio. La mejor representación, en todo el arte romano, de esta escena la encontramos en el relieve de los Haterii, recuperado en la tumba familiar de la vía Labicana, a

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Ver: 2. 4. a. La muerte impura y sus tabúes, 33 y ss. Cicerón, De legibus, 2, 59. (Trad. C. T. Pabón).

8. Relieve funerario romano con representación de un velatorio. (VAQUERIZO, 2001a, 61)

Según la tradición, el último hálito del difunto, agere o efflare animam, era recogido por un familiar con un beso, evitando así que el alma, que abandonaba el cuerpo en el momento en que éste exhalaba su postrer suspiro, pudiera caer en manos de espíritus malignos o fuese objeto de maldiciones y conjuros (VAQUERIZO, 2001a, 98). La defunción se comunicaba, rápidamente, a los familiares y amigos del difunto. Si éste era un magistrado se lo hacían saber a los demás magistrados y senadores por medio de lictores o alguaciles públicos. “La fórmula de comunicación, concebida ritualmente en términos arcaicos, nos la han conservado Varrón y Festo: “Ollus N. N. Quiris leto datus est” y se señalaba el día y a hora de los funerales, cuando las participaciones se hacían públicamente, por ser el difunto persona notable” (GUILLÉN, 2000, 381). Desde este momento, y tras cerrar los ojos al cadáver, oculos premere, se activaban toda una serie de protocolos que comenzaban con la conclamatio, reproducida periódicamente hasta el momento mismo de la sepultura. Junto con las lamentaciones, el cuerpo del difunto se disponía sobre la Tierra, como una forma simbólica de devolverlo a la misma, y tras la unctura y su exposición en el atrio de la casa –siempre con los pies apuntando hacia la puerta, adornada ésta con ramas de mirto, laurel o ciprés que indicaban el funesto acontecimiento que se había producido en la vivienda-. A continuación comenzaba el velatorio. Y aunque la duración de los funerales y los detalles del mismo dependían en cada caso del poder adquisitivo de la familia, cuando ésta podía permitírselo, el cadáver, vestido con sus mejores galas, se disponía, collocatio, sobre un lectus funebris que velaban sus deudos más cercanos, mientras plañideras profesionales – praeficae- entonaban sus lamentos con expresiones más o menos ritualizadas, junto con músicos que tocaban distintos instrumentos, tal vez con valor apotropaico (VAQUERIZO, 2001a, 100). Durante este intervalo variable de tiempo, como ya hemos dicho entre uno y siete días, la exposición del cadáver tenía por objeto recibir de los amigos, libertos y de todo aquél que quisiese ofrecer su último homenaje al difunto.

Para llevar el cadáver a la pira o sepulcro se bajaba del catafalco en el que estaba expuesto y se metía en un ataúd de madera, especie de cofre abierto llamado capulus. En caso de muerte violenta, o cuando el cadáver mostraba una avanzada descomposición, se cubría el rostro del difunto con un velo. El ataúd se colocaba en una camilla, feretrum, en forma de litera, lectica. Si el finado era pobre, su cuerpo se colocaba en un cajón adaptado a las parihuelas, el feretrum se denominaba en este caso sandapila, uilis arca u orciniana sponda (CUQ, 18771899, 1390 y ss.) Hasta los tiempos republicanos el cortejo que conducía el cadáver a su lugar de sepultura solía celebrarse de noche, a la luz de las antorchas, con objeto de evitar a los magistrados y sacerdotes la vista del cadáver y por tanto su contaminación. Costumbre que se conservó para los pobres (funus plebeium o tacitum), para los niños (funus acerbum), en particular para los hijos de los magistrados, y en caso de exhumación (translatio cadaueris). Pasando el resto a desarrollarse a plena luz del día aunque manteniendo, en recuerdo de la vieja tradición, la compañía de las antorchas (SEVILLA CONDE, 20102011, 201). Portaban el feretrum familiares cercanos del fallecido, algunos de sus amigos más íntimos, esclavos manumitidos con ocasión de la muerte e incluso aquéllos que habían recibido algún beneficio del finado. Al traslado acudían también numerosos amigos y personas cercanas al fallecido que seguían al féretro, de ahí en nombre de exsequiae. En los entierros menos lujosos la camilla era conducida a hombros, para una lectica se precisaban de seis a ocho hombres, para una sandapila bastaba con cuatro. Los que por su pobreza no podían costearse las ceremonias habituales eran conducidos, en la completa intimidad de la noche, por los uespilliones, “mercenarios [...] dedicados a ese menester” (GUILLÉN, 2000, 383). Por el contrario, los funerales de los adultos pudientes se celebraban con gran pompa y fastuosidad; ya fuesen costeados por ellos mismos, por sus familiares, o por el

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Estado o el municipio si se llevaba a cabo en provincias. Las ceremonias podían tener, atendiendo al nivel social, a la capacidad adquisitiva del finado o a su categoría profesional, diversas modalidades (VAQUERIZO, 2001a, 68-69):

- Funus translaticum: se denominaba así al conjunto de ceremonias que acompañaban a los funerales de los pobres o de ciudadanos privados de medios económicos. Generalmente, los pobres y los esclavos eran inhumados sencillamente en grandes enterramientos colectivos, o arrojados a fosas comunes llamadas puticuli, ubicadas en culinae, áreas de suelo público dispuestas por el Estado para tal efecto. Estos espacios funerarios, existentes en todas las ciudades del Imperio, ni siquiera se consideraban loci religiosi, con todo lo que ello implicaba, principalmente por realizarse los enterramientos sin someterse al ius pontificium.

- Funus acerbum: es el funeral, público o privado, especialmente doloroso por la muerte prematura de un individuo. El caso paradigmático es el celebrado en honor de Germánico23. - Funus censorium: funeral público tributado, por concesión del emperador, a ciertos personajes no pertenecientes a la familia real, pero muy vinculados a ella, hubiesen desempeñado o no el cargo de censores. El término fue utilizado incluso para definir el funeral del emperador Claudio, que había desempeñado dicho cargo24. El funus publicum se llamaba así cuando el Senado lo decretaba en honor de las personas, hombres o mujeres, que lo habían merecido por sus servicios a la patria. En las colonias y municipios lo decretaban los decuriones. - Funus imperatorum o regium: que englobaba el conjunto de ceremonias y ritos desarrollados como consecuencia de la muerte de un emperador, o en algunos casos de la de importantes miembros de la familia imperial, sobre todo las emperatrices. Recibía el nombre a causa de su extraordinaria solemnidad. - Funus indictivum: correspondía a los personajes de mayor importancia social, cuya muerte y sepelio eran anunciados por un pregonero o praeco. Esta circunstancia podía hacerse extensiva a cualquier otra de las modalidades de funera. - Funus militae: comportaba el conjunto de ceremonias y ritos que componían las exequias de los miembros del ejército muertos en acto de servicio, por lo general cremados o inhumados de manera colectiva. Si bien, los funerales podían adoptar expresiones más o menos ceremoniales dependiendo de la categoría militar del difunto, ya que según el caso se realizaban paradas militares o decursiones en homenaje a los caídos. Los gastos se sufragaban con las cuotas periódicas que se detraían de las pagas de los legionarios. - Funus priuatum: eran los funerales de adultos pudientes, en los que ellos mismos, o sus familias, se costeaban los gastos del sepelio. - Funus publicum: son el conjunto de ritos y ceremonias que se llevaban a cabo en honor de determinados difuntos merecedores en vida de tal reconocimiento como benefactores del Estado o de su ciudad correspondiente. Los gastos, ya que en ocasiones las celebraciones eran de una extraordinaria riqueza, eran atendidos por el erario. Estos tipos de funerales fueron característicos en provincias, mientras que en Roma se dieron principalmente en época republicana, quedando en tiempos imperiales reservados para el emperador o algún miembro de su familia.

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En definitiva, el funus dedicado a una persona según las leyes, las costumbres y de acuerdo a su categoría recibía el nombre de funus iustum. El cortejo fúnebre, denominado pompae, era dirigido por un maestro de ceremonias o designator. Una vez colocado el cadáver en un féretro cubierto, y hechas las últimas lamentaciones por las mujeres en casa, comenzaba la marcha hasta el lugar de sepultura. Abría el cortejo un grupo de tocadores de flautas, trompas y tubae siticines, acompañados por coros de bailarines y mimos que ejecutaban todo tipo de escenas y representaban, entre otros, la figura del muerto. “Este grupo, que se burlaba de su propia sombra, hacía mofa de todo y lanzaba endechas en que no respetaba ni al difunto. Si éste había tenido algún defecto físico, el mimo que lo representaba lo exageraba y ridiculizaba sarcásticamente. Si se había hecho notable por algún vicio o defecto moral se le remedaba igualmente para entretener a los curiosos que desde las aceras, balcones o ventanas contemplaban el desfile” (GUILLÉN, 2000, 383). A poca distancia seguían los portadores de antorchas y de hachones, y tras ellos las praeficae, lanzando sus bien ensayadas lamentaciones y muestras de dolor. Pero lejos de parecer un ridículo espectáculo, a los ojos de un romano, un funeral de tales características daba la impresión de una gran solemnidad, grandeza y seriedad. En palabras de Polibio, “no es fácil que un joven que ama la virtud y la gloria, vea un espectáculo más noble”25. Quizás, a esta virtuosa visión del sepelio contribuía el desfile de los antepasados. Si el difunto era patricio, y tenía por tanto el ius imaginarium, delante de su féretro desfilaban sus antepasados más gloriosos e importantes. Para tal efecto se escogían actores que se parecieran, físicamente, lo más posible a cada cual, por complexión y estatura. Se vestían de acuerdo con la dignidad alcanzada por el antepasado, como distintivo de sus cargos e importancia. Además, como última y extrema muestra de realismo, cubrían su rostro con máscaras de cera que configuraban con mayor exactitud la fisonomía del personaje representado (PINA POLO, 2004, 152 y ss.).

Tácito, Anales, III, 5, 2. (Trad. J. L. Moralejo). Tácito, Anales, IV, 15; VI, 27 y XIII, 2. (Trad. J. L. Moralejo).

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Polibio, Historias, VI, 52 y ss. (Trad. M. Balasch).

9. Representación de un cortejo funerario. Relieve de Amiterno, siglo I d. C. (VAQUERIZO, 2001a, 62)

Pero la compleja representación no acababa aquí, pues estos personajes eran acompañados por su cortejo correspondiente de lictores con sus fasces y rodeados de todos los atributos de la magistratura que representaban. En un principio estos antepasados eran conducidos recostados en un alto féretro, con lo que el número de andas y carruajes podía llegar a varios centenares. Más tarde acabaron de pie, sobre un carro. La expresión de lujo, poder y vanidad familiar alcanzaba aquí un grado desmesurado. Parece ser que en los funerales de Marcelo, nieto de Augusto, hubo seiscientos lechos y seis mil en los de Sila. No debemos obviar que Sila fue el primer individuo romano que recibió los honores de tener un funus publicum. La majestuosidad y la elaborada liturgia de sus exequias constituyen un precedente esencial para comprender los funerales imperiales posteriores, ya que su influencia impregnó los de Julio César, y el de éste, los de Augusto y sus sucesores.

La translatio, de Campania hasta Roma, adquirió las características de una procesión triunfal, pues muchos de los veteranos del viejo general, asentados en colonias fundadas por él mismo, fueron añadiéndose espontáneamente al cortejo, que avanzaba hasta Roma, rindiéndole toda clase de honores. Una vez embalsamado el cadáver, se organizó la procesión. Encabezando el cortejo se situaron los portadores de los estandartes y los fasces, que ya le habían servido en vida; tras éstos el cadáver de Sila, en un lecho trabajado en oro y llevado probablemente en un carro. El carro, con los restos del dictador, era seguido por numerosos trompeteros, jinetes y soldados armados, a los que se unieron los veteranos, también armados, que se insertaban ordenadamente en el cortejo. Una masa ingente de personas, de todo tipo, desfilaba detrás, cerrando la marcha. Una vez en Roma, el cortejo se organizó de forma diferente. Desde las puertas de la ciudad se dirigió a la Curia Senatus. Abriendo paso, con melodías tristes y lánguidas, se situaron los trompeteros; tras ellos, el carro fúnebre con el cadáver de Sila, seguido por ofrendas y regalos de todo tipo: 20.000 coronas de oro que representaban dádivas de ciudades, amigos y veteranos, además de tal cantidad de aromas, reunidos por las matronas, como para llenar 260 ferculae. Tras esto, y según Plutarco26, era transportada una estatua del dictador, acompañada de la de un lictor, ambas moldeadas en incienso y cinamomo. Después 6.000 lechos, los sacerdotes y sacerdotisas agrupados por collegia, el Senado en pleno, los distintos magistrados por orden de rango, los equites y el ejército armado con ricas armas de parada. Llegados a la Curia, y colocado el lecho dorado con el cadáver, tuvo lugar la ceremonia de la conclamatio.

Los funerales de L. Cornelio Sila son el resultado de una tradición que deriva en última instancia de los grandes y fastuosos funerales de la nobleza de la época grecohelenística, cuyo boato y esplendor, por otro lado, pareció incluso excesivo al propio dictador que dictó leyes regulando y limitando sus excesos (ARCE, 1988, 17-18). Algunos historiadores piensan que el desarrollo de los mismos estaba ya estipulado en su testamento. Otros, por el contrario, piensan que éstos fueron obra de sus partidarios y seguidores. En todo caso la lex Cornelia sumptuaria, que regulaba el fasto en las exequias, tuvo que abolirse momentáneamente. El hecho de que Sila muriese fuera de Roma nos permite estudiar un funeral dividido en dos partes, como pasará también en el caso de algunos emperadores: la translatio de los restos mortales del difunto a Roma y, luego, las exequias que culminarán con su disposición en la tumba. A su muerte, se declaró iustitum y las matronas romanas llevaron luto durante un año.

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Plutarco, Sylla, 38,3. (Trad. A. Ranz).

10. Reconstrucción de los funerales de Sila. La columna de la izquierda representa la disposición del cortejo antes de llegar a las puertas de Roma, forma que adoptó la translatio cadaveris desde la villa de Campania donde murió el dictador, hasta la ciudad. En la columna de la derecha, se refleja la organización y el orden que adoptó la procesión desde las puertas de Roma hasta el Foro. (ARCE, 1988, 20)

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se quemaron seis kilogramos de incienso; y en el de una dama de la alta aristocracia romana más de dieciséis de la misma sustancia. El precio de estos perfumes, importados de Arabia y la India, suponía en Roma cantidades elevadísimas (GUILLÉN, 2000, 386).

Transportado el cadáver al Foro, y sobre los rostra como marcaba la tradición, se pronunció la laudatio funebris. Los más fuertes y robustos de los senadores transportaron su cadáver al Campo de Marte a la hora nona. Allí fue incinerado y, según la tradición, un viento fuerte insufló el fuego de la pira, lo que favoreció y aceleró la combustión, al que le siguió una fuerte lluvia, que apagó las incandescentes teas y que continuó durante toda la noche. Durante el tiempo de la crematio, los equites y soldados daban vueltas alrededor de la pira, ejecutando una serie de ceremonias denominadas decursio equitum. Finalmente las cenizas fueron depositadas en una tumba ofrecida por el Senado en el Campo de Marte. Ésta debió ser circular, como un tumulus.

La pompa la cerraban unos portadores de carteles que ensalzaban los gloriosos hechos del difunto, y una larga fila de esclavos conduciendo animales dispuestos para el sacrificio. Si el difunto había sido un hombre (excepcionalmente para alguna mujer) de importancia, el cortejo pasaba por el Foro y se detenía en los rostra. Allí se ponía el cadáver frente a la tribuna y los antepasados, que ocupaban sillas curules o se disponían en torno a la tribuna si eran muchos. Con la laudatio funebris el cortejo fúnebre alcanzaba su máximo esplendor. Polibio nos explica el desarrollo y la implicación de esta ceremonia: “cuando entre los romanos muere un hombre ilustre, a la hora de llevarse de su residencia el cadáver, lo conducen al ágora con gran pompa y lo colocan en el llamado foro; casi siempre lo ponen de pie, a la vista de todos, aunque alguna vez lo colocan reclinado. El pueblo entero se aglomera en torno al difunto y, entonces, si a éste le queda algún hijo adulto residente en Roma, éste, o en su defecto, algún otro pariente, sube a la tribuna y diserta acerca de las virtudes del que ha muerto, de las gestas que en vida llevó a cabo. El resultado es que, con la evocación y la memoria de estos hechos, que se ponen a la vista del pueblo –no sólo a la de los que tomaron parte en ellos, sino a los demás-, todo el mundo experimenta una emoción tal, que el duelo deja de parecer limitado a la familia y pasa a ser del pueblo entero”28.

Otro funeral muy elocuente, en este caso el de una mujer, es el de Junia Tértula. En éste podemos percibir cómo la expresión política que suponía un funeral también podía verse mutilada por la censura, lo que nos ilustra acerca de la repercusión de este tipo de acontecimientos. Según Tácito, Junia murió a los sesenta y cuatro años de la batalla de Filipos, era sobrina de Catón, esposa de Gayo Casio y hermana de Marco Bruto. “Su testamento dio lugar a muchos comentarios, porque siendo enormemente rica y tras haber nombrado con honor a casi todos los prohombres de Roma, omitió al César. Tiberio lo tomó liberalmente y no impidió que su funeral se solemnizara con un elogio ante los Rostros y demás ceremonias. Marchaban delante las imágenes de veinte ilustres familias [...] Pero brillaban sobre todos Casio y Bruto precisamente porque sus imágenes no estaban a la vista” 27. Generalmente, tras el cortejo de los antepasados iba la carroza que portaba los restos del difunto, descubierto para que todos lo vieran. Era también normal que el difunto apareciese representado en una estatua de pie, a la que se había aplicado su máscara. A continuación del muerto, su familia enlutada. De esta forma, el mundo de los antepasados quedaba unido al de los vivos, siendo su nexo el recientemente fallecido, que avanzaba tras las huellas, y logros, de sus antepasados. También era frecuente que a todo este despliegue se le unieran otros miembros de la gens, personas relacionadas con la familia e incluso imágenes de ciudades o territorios conquistados por el difunto (GUILLÉN, 2000, 385-386).

También las mujeres fueron objeto de la laudatio funebris, aunque muy tardíamente. Uno de los primeros casos conocidos es el pronunciado por el cónsul Q. Lutacio Catulo en honor de su madre Popilia, en el año 102 a. C. También César lo hizo para su tía Julia y conocemos otros conservados gracias a la epigrafía, tal es el caso del llamado Elogio fúnebre de una matrona romana, datado entre los años 8 y 2 a. C.

A lo largo del trayecto y en torno al cadáver, como una muestra más de lujo y fastuosidad, se quemaban diversas cantidades de resinas olorosas, incienso, canela, cinamomo y azafrán. También se rociaba el cadáver con perfumes líquidos y otras especias olorosas. En el entierro de Sabina Popea, muerta en el 65 d. C., Nerón hizo quemar más sustancias aromáticas de las que producía toda Arabia en un año. Con frecuencia estas lujosas esencias eran enviadas por familiares y amigos en atención al difunto y a su familia. Conocemos el caso del entierro de un joven, perteneciente al orden de los decuriones y organizado por la ciudad de Ostia, en el que

Tras el discurso fúnebre, el cortejo proseguía hasta el lugar el sepelio, que en algunos casos, como el de Sila, César o Augusto, recordaba el cortejo triunfal. En el de este último, el Senado decretó que el cortejo pasara bajo la Puerta Triunfal y que fuera encabezado por la estatua de la Victoria seguida por pancartas con los nombres de las naciones que el príncipe había sometido (ARCE, 1988). No obstante, para la mayoría de la gente, eran los familiares cercanos, alguno de los amigos más íntimos o sus esclavos manumitidos, todos ellos hombres vestidos con un atuendo negro llamado lugubria, que portaban el feretrum. En ocasiones, y dependiendo de su nivel adquisitivo, se sumaban a la pompa un desfile de actores, plañideras, que entonaban un cántico ritual denominado nenia, y músicos que soplaban flautas, tubas y cuernos

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Tácito, Anales, III, 76; 1-2. (Trad. J. L. Moralejo).

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Polibio, Historias, VI, 53, 1-3. (Trad. M. Balasch).

más amplio llamado pulla palla. Los jóvenes se vestían de negro, al menos hasta el Bajo el Imperio, momento en el que el blanco pasó a ser el color expresivo del duelo, al menos entre las mujeres.

(VAQUERIZO, 2001a, 62). Las clases sociales más elevadas confiaban su funeral a libitinarii y pollinctores, empresas profesionales de pompas fúnebres; mientras que los más pobres eran conducidos por los vespilliones en sandapila, féretros de bajo coste.

Pero el luto implicaba algo más que los aspectos formales de la vestimenta y ornamento. Éste consistía en no asistir a los espectáculos públicos, privarse de festines y vestirse de colores, más o menos, oscuros durante un tiempo. La duración del mismo variaba según las circunstancias, duraba diez meses para el marido, para el padre o para un hijo adulto, y ocho meses para los parientes próximos. En cuanto a los infantes, de tres a diez años, éste duraba tantos meses como tuviese el niño al morir, si bien las restricciones eran mucho más ligeras que para los adultos.

Finalmente, se llegaba al lugar donde el cuerpo era cremado o inhumado, pero el complejo ritual, como veremos más adelante29, no terminaba tras la sepultura del cuerpo. La cremación propiamente dicha solía ser efectuada por los ustores, mientras que la excavación de la fosa correspondía a los fossores. Sólo en algunos casos se llegaban a contratar dessignatores, maestros de ceremonias para las exequias de los más pudientes (VAQUERIZO, 2001a, 62). En el lugar de enterramiento se perpetuaba la memoria del muerto, quién allí reposa, al menos durante la descomposición del cuerpo, lo que le da un carácter individual. El difunto, una vez sepultado, rompe con el mundo de los vivos para adentrarse en el de los muertos, donde encuentra un descanso sagrado. Los familiares y allegados, a su vuelta del funeral, debían someterse a una suffitio, rito de purificación mediante fuego y agua (VAQUERIZO, 2001a, 63); finalmente, la celebración se cerraba con un banquete ritual llevado a cabo el noveno día tras el enterramiento (GUILLÉN, 2000, 394).

La viuda no podía casarse hasta diez meses después de la muerte de su marido; aunque este luto podía abreviarse por dos razones: ya fuese por concesión del emperador, ya porque diese a luz antes de este tiempo. En cuanto al viudo puede casarse cuando quiera. Lo que se controlaba era la paternidad de futuros hijos dentro del nuevo matrimonio, ya que el margen de tiempo para contraer nupcias lo marca el periodo de gestación o el nacimiento de un hijo póstumo, cuya paternidad quedaría, por tanto, limpia de toda duda, evitando confusiones de sangre.

- 2. 3. b. El luto El luto se trata de un estado al margen para los supervivientes, en el que se entra mediante ritos de separación y se sale mediante ritos de integración. Así mismo, éste depende de la cercanía familiar, del grado de parentesco y del estatus del fallecido.

Aún así, hay varias causas que determinan el fin del luto antes de tiempo, como el nacimiento de un niño en la familia; el que sobrevenga un nuevo honor a la casa; la vuelta de cautividad de un padre, el marido, un hijo o un hermano; los esponsales de una hija o la participación de los misterios de Ceres.

En lo que se refiere a las manifestaciones externas de luto en el mundo romano, contamos con un texto de Lucio Anneo Séneca30 que señala un año para la mujer, eximiendo del mismo al hombre. No obstante el luto varió en función del momento histórico y la legislación imperante.

Las restricciones aquí mencionadas no se llevarían a cabo, “según Ulpiano [...] por los enemigos del pueblo romano, ni por un ciudadano condenado a un crimen de alta traición, ni por los que se ahorcan, ni por los suicidas que se quitan la vida, no por cansancio o tedio de vivir, sino por mala conciencia” (GUILLÉN, 2000, 401).

La familia del muerto le guardaba luto durante algún tiempo. Ya en el transcurso del cortejo fúnebre mencionado, las mujeres iban con los cabellos sueltos, y en ocasiones ensuciados con ceniza. Además, en los primeros tiempos, se golpeaban hasta hacer brotar sangre, como ofrenda a los dioses infernales, costumbre que prohibieron los decenviros. En cuanto a los hijos, éstos seguían inmediatamente el féretro de sus padres, cubierta la cabeza como si procedieran a la veneración de los dioses; las hijas también se cubrían la cabeza en un principio, aunque luego se la descubrieron. Los hombres, en señal de duelo, sustituían sus anillos de oro por uno de hierro. Si eran magistrados se vestían con la pretexta negra (praetexta pulla); y las mujeres dejaban sus ornamentos de púrpura y oro, y vestían de luto, lugubria. Además, en los funerales las mujeres dejaban el ricinium, especie de toga pretexta de corte cuadrado, por un vestido

En el cristianismo, el luto, por lo común, no constituye más que una obligación moral y su manifestación debía atenerse a un tiempo prudencial y este sólo afectaba a las mujeres, no a los hombres. La ley romana prohíbe vestir luto por los hijos menores de dos años, por encima de esta edad, se cumplirían tantos meses como años hubiera vivido, hasta los diez. Con todo, la observancia del duelo, con las restricciones que éste implicaba, su duración y las causas que acababan con él antes de tiempo no estaban reguladas por las leyes, sino que estaban impuestas por la costumbre. 2. 4. La domesticación de la muerte La muerte es siempre un hecho traumático, afrontado con mayor o menor serenidad por las distintas culturas. Pero en todos los casos, ésta implica un desgarro familiar y social, y por tanto un mecanismo de respuesta y defensa que encauza el dolor y se materializa en distintos rituales y prohibiciones.

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Ver: 2. 4. b. Rituales y festividades en torno a la muerte, 37 y ss. Séneca, Epístolas. Cartas morales a Lucilio, VII, 63,13. (Trad. J. Bofill).

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- 2. 4. a. La muerte impura y sus tabúes Nacimiento, pubertad y muerte constituyen un ciclo indefinido en el que la persona va pasando de un nivel de existencia a otro (JAMES, 1973, 100); pero sin duda, de entre éstos es la muerte la que supone una mayor ruptura con la normalidad e implica un verdadero trauma que tiene como protagonista, pasivo en este caso, al individuo que fallece, pero también a sus allegados más íntimos y, en ocasiones, a su comunidad. La muerte es un hecho irremediable, pero ante todo es un proceso y un verdadero rito de paso. Este tránsito supone un periodo de crisis que requiere una serie de rituales, regulados y normalizados por la tradición y, en ocasiones, incluso sancionados por las leyes; que además de conjurar el dolor y el miedo de los que se quedan, facilitan un feliz tránsito al más allá. El incorrecto desarrollo de estos ritos puede tener consecuencias nefastas, tal y como ocurre con los muertos insepultos, cuyas almas se convertían en fuente permanente de peligros y desazones. Por tanto, el desarrollo del funeral no se improvisaba ni se hacía al azar: la ubicación de las necrópolis, su organización interna, la disposición del cuerpo y las ofrendas se hacían según unas normas reguladas ya por la costumbre ya por la ley (en Roma por el ius pontificium). Estas medidas no eran cuestión baladí, pues las consecuencias de su transgresión podían acarrear efectos terribles tanto para los vivos como para los muertos (SEVILLA CONDE, 2011a).

La muerte es tabú, un concepto amplio y ambiguo cuyo significado general “es “prohibición”, en referencia a aquéllo que no está permitido hacer, aquellos objetos que no se pueden tocar, aquellas palabras que deben ser evitadas o aquellos lugares que no se pueden frecuentar [...]. La trasgresión de tal prohibición hace que quien la comete caiga, él mismo, en el estado de “tabú”, y también respecto de sus congéneres y su entorno.” (MARCO, 1996, 77-78). Este término, de origen polinesio, era extraño para griegos y romanos, lo que no implica que las nociones, que el mismo concepto transmite, no existiesen en el mundo grecorromano. Prueba de ello es la denominación que los propios latinos dieron a aquellas prohibiciones, o reglas rituales de carácter negativo, que reglamentaron su comportamiento en determinados contextos y situaciones, tales como: nefas est, fas non est, religio est, religiosum est, sine religio non, non licet, etc. Los tabúes son de muy diversos tipos: unos afectan a los alimentos, otros al contacto con determinado tipo de personas, a la menstruación, al incesto o al adulterio... Además, el origen de tales prohibiciones y prescripciones no siempre está claro, lo que dificulta, todavía más, su interpretación. En lo que al objeto de este trabajo se refiere, nos centraremos sólo en aquellas prescripciones cuya naturaleza esté relacionada, ya sea directa o indirectamente, con la muerte, la contaminación que ésta producía y los rituales y purificaciones que permitieron la integración del último tránsito en la cultura romana. Desde el momento en el que se producía una muerte, toda la casa y todos los miembros de la familia quedaban impuros; por eso, “para alejar el contagio de la muerte y separar el cadáver de su ambiente anterior es preciso realizar unas minuciosas purificaciones que afectan tanto a los restos mortales del difunto como a sus familiares, a la casa y a todos los objetos con los que estuvo en contacto durante la última lucha” (JAMES, 1973, 100).

Tras la muerte y los funerales, y para separar al cadáver del mundo de los vivos al que ya no pertenece, es preciso realizar determinadas purificaciones. Estas ceremonias de duelo tienen un doble carácter, actúan como medio de defensa pero, al mismo tiempo, son una iniciación. En su desarrollo se manifiesta un elemento catárquico y defensivo, al mismo tiempo que parecen ser garantes de una buenaventura en la otra vida, pues a través del duelo los allegados del finado participan activamente, junto con el muerto, en este drama de tránsito provocado por la muerte, al mismo tiempo que la manifestación del dolor es regulada por este conjunto de normas y comportamientos sociales.

○ La domus La casa, célula básica de la sociedad romana, era una especie de microcosmos, ya que abarcaba un concepto más amplio que el de simple vivienda. Ésta era un compendio de todo un modo de vida, especialmente penetrado por los actos sociales y las prácticas religiosas. El hogar no era un refugio para aislarse y vivir la intimidad sino un marco desde el que se vertebra la integración del tejido social [...] y siempre el referente donde propiciar los encuentros para ceremonias rituales (FERNÁNDEZ VEGA, 2003, 408-409). Un complejo de creencias conformó así el culto doméstico romano, concitando lo divino, lo ancestral, lo político y lo personal, plasmándolo en iconos y dotando a las inquietudes espirituales de una identidad material. Un acontecimiento de tal magnitud como una muerte en el seno familiar, contaminaba la casa y a todos los que en ella habitaban.

En su concepción vulgar, el nombre funus designa las ceremonias que rodean a la muerte (CUQ, 1877-1899, 1386). En el momento mismo de la muerte, la casa y la familia del difunto llegan a ser funestae, pues el contacto, la vista y el vecinaje de un cadáver son una mancha para las personas y las cosas sagradas de los dioses. “La muerte contiene por antonomasia la idea de contagio funesta. Funus encierra un significado originario de “contaminación por muerte”” (MARCO, 1996, 127). En un origen, funus debió de referirse al olor del cadáver cuya contaminación tenía una importancia fundamental, tanto para los romanos como para multitud de pueblos primitivos. La única manera de contrarrestar esta impureza era a través de una serie de ritos y prohibiciones que regulaban y asimilaban la presencia de la muerte, que, sin duda, formaba parte de la vida cotidiana.

Como la casa era funesta, ésta estaba manchada desde el instante de la muerte, sin embargo esta regla no se aplicaba rigurosamente, ya que un ciudadano que ignorase una muerte familiar podía llevar a cabo un 33

sacrificio a los dioses sin haber sido informado debidamente a tiempo. Por eso, la jurisprudencia pontifical subordina la funestatio a una declaración del pater familias que reconocía la existencia del deceso, es el funus agnoscere. En tal caso, si la noticia llegaba en el momento en el que se iba a sacrificar a los dioses, la declaración debía esperar hasta la finalización del rito (GUILLÉN, 2000, 393-394).

Estas ceremonias se prolongaban, al menos, los nueve días siguientes al sepelio. Era el periodo conocido como feriae denicales. Un tiempo de reposo en el que nadie de la casa trabajaba, ni hombres ni animales, fueran cuales fuesen sus obligaciones. ○ Morir por un rayo Por lo general, los golpes recibidos de lo alto eran considerados como castigos misteriosos o maldiciones divinas. Si el rayo caía sobre un árbol se expiaba el maleficio por los strufertarii con dos pasteles, la strues y el ferctum, y con palabras de conjuro; si caía en monumentos o lugares públicos se asimilaba a los prodigios y se creía que eran efecto de faltas cometidas e ignoradas.

Esta declaración formal de la muerte tenía como consecuencia toda una serie de actos purificadores, era preciso purificar la casa y todo lo que en ella habita, a la familia, a los asistentes e incluso al dios Lar. La muerte de un niño impúber es, también en este caso, una excepción, pues al conducirse de noche no impurifica la casa (FERNÁNDEZ VEGA, 2003, 408-409). La primera purificación, la de la casa, se hace cuando se saca el cuerpo del difunto. Ésta la realiza el auerriator con una escoba, como barriendo la casa de toda miasma, la ceremonia se denomina extra uerre, y que implica “barrer fuera” (GUILLÉN, 2000, 394).

Para lo que al mundo funerario se refiere, las víctimas de los rayos, por este mismo principio, eran consideradas seres impuros. Según la Lex Regia de Numa, “si hominem fulmen occissit, ne supra genua tollito. Homo si fulmine occisus est, ei iusta nulla fieri oportet” (GUILLÉN, 2001, 179), es decir, el cuerpo de quien hubiera sido muerto por un rayo, no podía tomarse sobre las rodillas para comprobar la muerte. Pero además, el finado era enterrado en el mismo lugar en donde había sido alcanzado por el rayo, y aunque luego se purificaba aquel trozo de tierra con la sangre de víctimas bidentales, para que nadie pisara ahí, la zona era rodeada por un cerco de mampostería, o puteal, y en ocasiones se marcaba con una especie de horquilla de madera o hierro llamada triste bidental (GUILLÉN, 2000, 393). Según el ritual introducido por los etruscos, se fingía enterrar al mismo rayo, fulgur conditum, fulguritum. Esta norma cayó en desuso a finales de la República.

Los distintos asistentes quedaban también bajo la mancha impura que se propagaba con la muerte. Por eso, al final de la ceremonia del sepelio se purificaban rociándose con agua lustral, era la suffitio, “elle consistait à asperger d’eau les assistants avec une branche de laurier, après quoi on les faisait passer sur le feu” (CUQ, 1877-1899, 1397). La familia, que como es lógico participaba de forma más directa en todos estos rituales, se purificaba celebrando una comida fúnebre, el silicernium, antes de la cual se sacrificaba una cerda a Ceres llamada porca praesentanea, según Veranio porque parte del sacrificio tenía lugar ante la presencia de aquél en cuyo honor se celebraban los funerales. En estas ceremonias, al igual que las demás, prácticamente todo estaba preestablecido, incluso el menú que se componía de huevos, apio, legumbres, habas, lentejas, sal, pan y aves de corral y de caza (GUILLÉN, 2000, 394). Y aunque no había ninguna regla establecida, sí estaba marcada por la fuerza de la costumbre y el uso. Este banquete, consagrado por el uso, no parecía tener el carácter de un rito fúnebre y, en muchas ocasiones, esta celebración era más una ocasión de fiesta que de aflicción. Pero no por esto el muerto era olvidado, pues en su tumba también se depositaban alimentos y vino haciéndolo partícipe del festín. Esto era una tentación para los estratos sociales más bajos, pues los mendigos, empujados por el hambre, no temían tocar y consumir estos alimentos que los mancillaban con su impureza. Plauto se refiere a ellos como bustirrapi y, según se nos informa, éstos no esperaban normalmente hasta que se consumía la pira, pues la rondaban mientras el fuego estaba todavía encendido para recoger los restos de alimentos que podían caer, sin mucho miedo al bastón con que les pegaba el esclavo encargado de mantener el fuego.

○ El suicidio El suicidio era aprobado y recomendado por los estoicos en ciertas circunstancias: como el tedio y fastidio por la vida, por temer alguna desgracia, por librarse de una enfermedad molesta, por sentirse a veces, como ellos decían, llamados por alguna divinidad, por evitar la esclavitud sobrevenida especialmente en el campo de batalla, y por el motivo que al sujeto le pareciera suficiente para salir de esta vida (GUILLÉN, 2000, 408). Filosóficamente se sienten dueños de la vida y por tanto pueden dejarla cuando no la ven orientada como a ellos les gustaría que estuviese. Por el contrario, Cicerón (Senect. 72 y Rep. 6, 15) argumenta que el hombre no es dueño de la vida, ya que nada ha hecho para conseguirla ni merecerla, ésta era un regalo del Summus Imperator Deus, o la Madre Naturaleza. Acabar con ella antes de tiempo es un sacrilegio y un crimen, y aunque excluye el suicidio en general, al igual que Platón (Leg. 97, 3 y Fedón, 62, c), cuando la divinidad determina unas circunstancias especiales, ésta es una salida aceptable.

En el caso del dios Lar, el sacrificio de un carnero, uerrex, era suficiente para limpiarlo de esta impureza causada por la muerte.

En general el suicidio es aceptado, sobre todo si las circunstancias lo hacen la única salida honrosa. En otros casos, como irónicamente escribe el propio Marcial, “En 34

de partida de la explicación. Ya que la muerte por inanición o por la ingesta de un veneno no era vista como una deshonra.

cuanto sigues los principios de la gran Trasea, y del perfecto Catón, de forma que quieres permanecer en la vida y no te echas con el pecho desnudo sobre las enhiestas espadas, haces, mi querido Deciano, lo que deseo que hagas: No apruebo al hombre que busca la fama con una muerte fácil, todas mis simpatías son para aquel que puede ser glorioso sin morir”31; algunos se mataban por temor a que los matasen.

E. Jobbé-Duval (1924, 76-78) reconoce una serie de poderes mágicos y ocultos asociados a los ahorcados, de los que no diferencia de los estrangulados. Pero tanto los unos como los otros, pertenecen a mundos diferentes. Pues los que voluntariamente eran estrangulados preservaban, tras su muerte, a sus hijos de la pobreza, como le ocurrió a Licinio Macer; en otros casos, eran ejemplos de virtud como es el caso de Gordiano. El caso más esperpéntico lo encontramos en Heliogábalo quien llevaba tiras de seda para poder morir estrangulado en caso de que fuese necesario.

Pero hay una clase de muerte, denominada la muerte odiosa, por ser, según Virgilio, la más infamante de las muertes. Es la muerte en la horca. Ya Tarquino el Soberbio mandaba clavar en la cruz a los que habían muerto así y, según Varrón, en todas partes se colgaba los oscilla a favor de aquellos que se habían ahorcado. Además, se les prohibía tener honores fúnebres, medida que pervive hasta el final del Imperio. Y la ausencia de sepultura era, sin duda, un castigo especialmente grave que deshonraba tanto a vivos como a muertos. Además, el árbol elegido por el ahorcado queda contaminado por la impureza que caracteriza a la muerte. Plinio el Viejo dice que están prohibidas, en las libaciones de vino a los dioses, el vino de viña joven, el de aquellas viñas que nunca han sido taladas y el de las cercanas al lugar donde se ha producido un ahorcamiento. Y tras evocar a los árboles infelices, recuerda que el árbol en el que Phyllis se ahorca nunca más floreció, entrando por esto en esta categoría (VOISIN, 1979, 439). También los textos jurídicos han destinado siempre un lugar particular al ahorcamiento, pues tanto en el Digesto como los Libros Pontificales se recoge como el ahorcado crea una serie de dificultades jurídicas, incluso en lo que se refiere al testamento (VOISIN, 1979, 425).

Tampoco A. Bayet hace distinción entre ahorcados, estrangulados y ahogados. Para él el factor común es el impedimento de tomar el soplo vital, y sería el aspecto horrible de los muertos por estrangulación el que hizo nacer la creencia de que el principio de la vida se había esforzado por salir de la apretada garganta del moribundo. Esta creencia parece venir de las teorías pitagóricas en las que el alma es un pájaro que vuela de la boca del difunto, y de que el último aliento se dirige hacia el cielo. Si bien, el marco temporal en el que se extienden las ideas pitagóricas dista mucho del miedo que representan los ahorcados desde los orígenes de Roma (VOISIN, 1979, 430). Para G. Matzneff (1965), el aspecto de un cuerpo fallecido así sería signo de mal augurio para los romanos, de ahí la repugnancia a esta clase de muerte. Y en el caso de Y. Grisé, que ve en el ahorcamiento y la estrangulación la forma más común de suicidio entre las clases más bajas de Roma, establece que la causa de que éste sea un modo de muerte infame subyace en un tabú religioso cuyo origen está “dans le côté efféminé qu’elle lui atribue” (VOISIN, 1979, 432). Pero estas explicaciones no acaban de resolver el problema, pues parece claro que esta prohibición atañe sólo al ahorcamiento y no al resto de muertes por asfixia.

No sabemos por qué tiene este carácter deshonroso y sacrílego, pero entre el año 509 a. C y el 235 d. C, de 410 casos de suicidio contabilizados, sólo seis fueron el resultado del ahorcamiento. Sin duda, estas cifras nos hablan de la importancia que los romanos concedieron a este tabú, desde la República hasta el Imperio (VOISIN, 1979, 426). Pero, ¿qué es lo que significa el ahorcamiento para que sea evitado y castigado de una manera tan clara? Interesado por este problema, A. Bayet (1922, 294-299) ha propuesto varias soluciones. Para este autor el suicidio por ahorcamiento es impuro, a causa de que en su origen era sagrado. Asociándolo con la inmersión y la asfixia, y por tanto como una muerte sin derramamiento de sangre, la muerte de Amata, reina de los Laurentes, sería interpretada como un sacrificio ofrecido a las divinidades; pero si estos tipos de muertes están tan relacionados como piensa A. Bayet (1922, 299), ¿cómo es que la muerte de M. Curtio conllevó honores excepcionales, y en el caso de Amata dio lugar a lamentaciones y lloros? Además, en los casos de muerte por asfixia los ritos funerarios se llevaban a cabo con toda normalidad, no pudiéndolos comparar con los casos de ahorcamiento. La muerte sin derramamiento de sangre no es, por tanto, específica del ahorcamiento y éste no puede ser el punto

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Como ya hemos comentado, cuando un individuo fallecía los circunstantes “le cerraban los ojos, lo depositaban de nuevo sobre la tierra (deponere) y le colocaban una moneda bajo la lengua” (GUILLÉN, 2000, 376). Al respecto, un texto de Servio32 nos informa de cómo era costumbre, en la antigua Roma, depositar a los moribundos delante de su puerta, bien para que devolvieran su último aliento a la tierra, bien para que pudieran ser eventualmente cuidados por los paseantes que algún día podían tener un final parecido. F. Cumont (1949, 121) argumenta que para que el difunto fuese acogido en el seno de la Madre Tierra debía de morir en contacto con ella, y solamente así, podían ser admitidos 32

Servio, Sobre la Eneida, XII, 395: “Ut depositi id est desperati: nam apud ueteres consuetudo era ut desperati ante ianuas suas collocarentur, uel ut extremum spiritum redderent térrea, uel ut possent a transeuntibus forte curari, qui aliquando simili laborauerant morbo”. (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

Marcial, Epigramas, I, 8. (Trad. J. Guillén).

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en el reino subterráneo de las almas. Es aquí donde encontramos la única explicación posible, pues la condición necesaria para cualquier ahorcamiento reside en la ausencia de cualquier contacto con el suelo. Un ahorcado no muere con los pies sobre la tierra y esta falta de contacto hace que su muerte sea sacrílega, por lo que no puede ser enterrado y su alma está condenada a vagar por los alrededores del lugar fatal donde ha muerto, como una sombra que atormenta a vivos y a muertos. Por lo tanto, en Roma, el suicidio no es un agente de temor, constituyendo la única excepción los ahorcados. Y aún así, en este caso parece haber una serie de razones, si bien no totalmente aceptadas, pero que explicarían el motivo que llevó a los romanos a temer a los ahorcados: no el hecho de suicidarse, sino las connotaciones religiosas que tenía esta forma de muerte por la ausencia del contacto con la Tierra.

acabó por trasladarla de lugar ante el temor de que se viera expuesta a la contemplación de las miasmas. Los dioses, y cómo no, Iuppiter Optimus Maximus, son incompatibles con la muerte. Pues “la muerte contiene por antonomasia la idea de contagio funesta. Funus encierra un significado originario de “contaminación por muerte”, de la misma forma que funestus significa “cargado de funus”” (MARCO, 1996, 127). Por tanto, el objeto de las prohibiciones que rodean la figura del Flamen Dialis, representante del dios en la tierra, no es otro que alejarlo de esta contaminación producida por la muerte. Y es esta incompatibilidad la que explica otras interdicciones como las que lo alejan del ejército, la guerra o los cargos oficiales susceptibles de juicio o condena a muerte de un ciudadano. Este sacerdocio representa, asimismo, la permanencia del Estado y es la personificación de su esencia inmutable. Él mantiene esta esencia con su género de vida –una vida regulada por una serie de normas y tabúes bien definidos sobre la pureza tradicional-, con la celebración escrupulosa de un culto inmutable y continuo, con la celebración ritual de las ceremonias purificadoras arcaicas, y quizás simplemente con su presencia en Roma. Una presencia, claro está, limpia de toda pollutio.

○ El Flamen Dialis y la muerte El origen de su nombre no está del todo claro. Para Varrón se llaman flamines porque llevan la cabeza cubierta, ceñida con un hilo, o filo, de donde se ha formado su nombre de f(i)lamines. Y aunque la etimología no es segura, hoy “se tiende a relacionarla con el Skr. brahman “sacerdote”, ambos del indoeuropeo *bhlºhgsmen-*blegh-men” (GUILLÉN, 2001, 309). Son sacerdotes de una divinidad particular, de quien reciben su nombre específico. En Roma existían tres flámines mayores definidos con relación a los tres dioses a quienes sirven: Diuum (Iuppiter), Mars y Quirinus. Aunque se unían en el culto a la Fides, establecido por Numa, en el que los tres sacerdotes le ofrecían un sacrificio.

También es costumbre del Flamen Dialis que ni toque ni nombre la cabra, la carne no cocinada, la hiedra ni las habas. La cabra, la vid y la hiedra se relacionan con lo dionisiaco, y por tanto tienen un carácter ctónico. Además, la cabra es un animal prohibido en el culto a Júpiter, también en el de Minerva, siendo atributo de Veiovis, el Júpiter infernal. En cuanto a la hiedra, la encontramos asociada desde siempre con el culto a los muertos, pues su carácter permanentemente verde se asocia a la inmortalidad. De forma similar a como ocurre con otras plantas como el laurel, la palma, la piña o el pino, aunque sobre éstas no conocemos prohibición alguna. Por lo que no se descarta que el tabú se deba al carácter venenoso de la hiedra, que podía producir la locura y, en ocasiones, la muerte.

El Flamen Dialis era el primero en la institución de Numa y en su dignidad. En un principio, su categoría religiosa fue la suprema después del rey, y ya Tito Livio nos explica al respecto que Numa creó este sacerdocio porque intuyó el carácter belicoso de los posteriores reyes; por tanto, cuando éstos saliesen a la guerra, el culto a Júpiter podía verse desatendido. Este sacerdocio, como nos refieren autores como Plinio o Aulo Gelio, tenía prohibido todo contacto con un cadáver, no podía participar en un cortejo fúnebre, ni tocar a un muerto. A lo que Servio añade “nisi unum [...] sane hoc uidetur secundum caerimonias flaminum subtiliter dixisse flamini enim nisi unum mortuum non licet tangere”33. Quizás haga referencia a su esposa, la flamínica. Pues la muerte de ésta implicaría el abandono del sacerdocio por parte de su marido, aunque en ese caso unum debería sustituirse por unam, por lo que quizás la referencia se refiera al propio cadáver del Flamen Dialis.

La carne roja, sin cocinar, se asocia a la falta de vida por lo que queda claro la repulsión que produce en la figura de este sacerdocio. Asociada por J. Frazer (1999, 213) a aquellos tabúes relativos a la sangre, fuente del espíritu y de la vida, y con abundantes paralelismos en su prohibición en multitud de culturas, como en la India o en Israel. También este autor asocia la vid con la sangre, y por tanto con una contaminación similar a la producida por la carne cruda.

Como ya hemos explicado, nada es más susceptible de pollutio que la muerte. Estaba prohibido enterrar en días festivos, sepultar cadáveres en lugares sagrados, e incluso el contacto de un objeto sagrado con la muerte o con algo que se relacione con ella. Al respecto, Dión Casio nos narra como Claudio hizo ejecutar a tantas personas en un lugar donde se erigía una estatua del divino Augusto, que

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En cuanto al pan con levadura se ha asociado al grano destruido y por tanto muerto, además de a la creencia de un poder misterioso que opera en la levadura, que se considera fatídico y, por tanto, debe ser evitado. Finalmente, se pensaba que las habas pertenecían a los muertos, pues se lanzaban sus semillas en las Lemurales, también en su flor aparecen letras de luto y su forma se asociaba a la de un feto, por lo que se creyó que albergaban las almas de los difuntos, de ahí que

Servio, Commentarii ad Aeneidam, XI, 76 (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

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produjesen flatulencias. También los pitagóricos, por estos motivos, tenían prohibido su consumo.

actos piadosos (GUILLÉN, 2000, 400), y se llevaba a cabo o en el aniversario de la muerte o en la fecha de los funerales, con tal que no fuese día nefasto como nos apunta Macrobio, pues durante la ceremonia había que invocar a Jano y a Júpiter, y en estos días era tabú pronunciar sus nombres. Al finalizar, los miembros de la familia se reunían con los hijos para cenar juntos. Según Plinio34, en el menú del banquete tenían que estar presentes las habas, que Pitágoras prohibía consumir por contener las almas de los difuntos. En todo caso, volvemos a encontrar este alimento relacionado con la muerte.

En todo caso, existen multitud de interdicciones que afectan a la figura del Flamen Dialis. Todas ellas se remontan a tiempos inmemoriales de la cultura romana y, en muchos casos, ni los propios romanos recordaban el objeto de las mismas. De todos modos, aquellas que hemos enunciado tienen un denominador común. Seguramente la razón última de tales prohibiciones se debe al hecho de que los romanos, o sus antepasados, se sintieron enfermos consumiendo tales alimentos y quizás por eso no podían ofrecerse a Júpiter. Además, en todos ellos es clara su relación con las fuerzas ctónicas y del peligro de contacto y contagio provocado, en última instancia, por la muerte. Y ésta es la que, en todo momento, intenta evitarse.

Muy pronto este culto de carácter familiar pasó al culto público con el nombre de parentalia, fiesta instituida por Numa, según Ausonio, o por Eneas, según Ovidio, lo que nos da una idea de la antigüedad de la misma. La fiesta se celebraba del 13 al 21 de febrero. Durante este tiempo se cerraban los templos, los magistrados no llevaban sus insignias, el fuego no ardía en los altares y estaba prohibido celebrar matrimonios. “Dionisio de Halicarnaso dice que comenzaron sobre el sepulcro de Tarpeya a la que iban a obsequiar como heroína sus colegas las Vestales, que convirtieron su sepulcro en templo, en la cuesta sudoeste del Capitolio” (GUILLÉN, 2001, 257). Estas fiestas se cerraban con las Feralia y no tardaron en confundirse.

- 2. 4. b. Rituales y festividades en torno a la muerte ○ Feriae denicales. Familia Funesta Son los nueve días tras el sepelio del difunto. Por norma general, la familia acudía al sepulcro, realizando cremaciones de perfumes y colocando pebeteros en los que ardían aceites, bálsamos e incienso. También se realizaban libaciones, principalmente de vino, tal y como nos informan las XII Tablas. Pero además, durante estos días es frecuente, entre la gente rica, hacer donativos al pueblo o municipio, uniéndolo así a los sentimientos de la familia. Entrega de dinero, banquetes públicos y diversos juegos y espectáculos se convirtieron en prácticas frecuentes a finales de la República. Durante estos días, y como muestra de respeto hacia el finado, los herederos se abstenían de vender los bienes de la herencia y los acreedores de ejercer presión alguna; además de ser una buena excusa, pues era legal, no acudir a un juicio ni a servir en las legiones durante este periodo (GUILLÉN, 2000, 394).

○ Los Feralia. Dies Ferales En estas fiestas se encuentra totalmente confundida y difuminada la distinción entre culto público y privado; ya que era el primero quien establecía la fecha para celebrarlos, pero sus ceremonias se realizaban en el ámbito puramente doméstico: la casa y los sepulcros. Éstas comenzaban el día 13 de febrero y terminaban el 21 del mismo mes, como las Parentalia. En el transcurso de esta novena los magistrados no ostentaban sus insignias, los templos estaban cerrados, no brillaba el fuego en los altares y no se contraían matrimonios. Los ocho primeros días pertenecían, propiamente, al culto privado; solamente el último, el día 21, era fiesta pública. En estos días, las familias acudían a los sepulcros de los suyos para honrar a sus muertos. Se depositaban coronas sobre las tumbas y alimentos sencillos: sal y pan empapado en vino puro, en ocasiones violetas y, otras veces, mayores sacrificios acompañados con preces y palabras expiatorias (GUILLÉN, 2001, 96).

En el día noveno, y último, de éstas feriae, se ofrecía un sacrificio a los numina certa con libaciones de leche y de sangre, pues se creía que con la sangre de determinados animales se podía llegar a divinizar el alma del difunto, consiguiendo una especie de apoteosis, la consecratio mortuorum (GUILLÉN, 2001, 95-96). Con lo que el alma del difunto era considerada, a partir de aquí, una de las divinidades protectoras de la familia. “Según Servio estas almas divinizadas se llamaban dii animales. Se celebraba otro banquete fúnebre (cena nouendialis) y se ordenaban diversas clases de juegos: histriones, saltimbanquis o gladiadores, si no los habían celebrado el mismo día del sepelio, o en los días de la novena” (GUILLÉN, 2001, 96). Vemos aquí una continuación de las creencias de los etruscos, mencionadas en los Libri Acherontici (BLOCH, 1992b, 218).

Durante estos días, los muertos salen a la luz del sol y van de una parte a otra, refocilándose con los manjares que se les ofrecen; pero no molestan a los vivos ni frecuentan sus casas. De los ritos públicos apenas sabemos nada. Pero según recoge Ovidio, el último de estos días una vieja ofrecía un sacrificio un tanto misterioso a una extraña divinidad llamada Tácita, o Dea Muta, que según el autor sería la Mater Larum, por su semejanza con Larua, aunque esto no aclara mucho el ritual que la anciana lleva a cabo:

○ Parentalia La parentatio, palabra que deriva del verbo parentare y éste de parens, indica el acto de ofrecer un sacrificio a los dii parentes. Lo hacían los hijos, acompañados por sus parientes, en el seno de la familia y en honor a sus padres difuntos. La ceremonia, que se realizaba junto a los sepulcros, se componía de sacrificios, ofrendas y demás

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Plinio, Naturalis Historia, XVIII, 40. (Trad. J. Cantó).

“Ahí tenéis, sentada en medio de un corro de muchachas, a esa vieja cargada de años que está realizando un sacrificio en honor a Tácita, mientras ella, en cambio, no guarda silencio. Tomando con tres dedos tres granos de incienso, los coloca bajo el umbral, por donde un minúsculo ratón ha practicado un pasadizo secreto. A continuación ata negruzco plomo con hilos encantados y remueve en su boca siete habas negras. Asa al fuego, después de haberla cosido, una cabeza de anchoa que previamente ha embadurnado de pez y atravesado con una aguja de bronce. Vierte además sobre ella unas gotas de vino se lo bebe ella y sus compañeras (pero ella la que más). “Hemos encadenado las lenguas hostiles y las bocas enemigas” –dice al marcharse. Y la vieja se aleja borracha.”35

○ Caristia Se celebraban al finalizar los Feralia, el 22 de febrero. En este día toda la familia se reunía alrededor de la mesa, donde se dejaban vacíos los sitios de los familiares recientemente fallecidos, hecho que no impedía que se les sirviera comida. Según la tradición, durante este día las almas de los difuntos vagaban libremente por la ciudad y, por tanto, había que aplacarlas. En el antiguo calendario romano, febrero era el último mes del año, “por lo que participaba de la naturaleza fluida, “caótica”, propia de esos intervalos entre dos ciclos temporales” (ELIADE, 1999, 146). En este mes, quedaban en suspenso las normas y los muertos podían retornar a la tierra, de ahí la naturaleza de las parentalia y los caristia.

La diosa Tácita Muta fue castigada por Júpiter, al avisar a la ninfa Yuturna de la violación a la que meditaba someterla. En represalia, Lara sería llevada al lugar del silencio eterno, al reino de los Manes. Guiada a este cruel destino por Mercurio, éste la dejó embarazada de dos gemelos: los Lares. Es en esta Lara, que engendra mientras desciende a los infiernos, donde se encierra la simbología de la vida nacida de la muerte, en asociación con los númenes más próximos y familiares de los mortales. Ovidio, al narrarnos este mito, lo que sugiere es la unión del culto ancestral y el de los Lares del hogar, en la medida que éstos, como los humanos, deben su ser a los que van a ser Manes. En este ritual de magia negra el silencio, la muerte y la vida parecen conciliarse. “El silencio reverencial de las muchachas; el silencio de los muertos en las habas dentro de la boca; y el silencio del pez, animal mudo sobre el que se practica buena parte de la intencionalidad apotropaica de este encantamiento contra las bocas enemigas, figuradamente selladas, cosidas y clavadas, antes de su definitiva destrucción” (FERNÁNDEZ VEGA, 2003, 403). La muerte se comunica con los vivos a través del agujero horadado por el ratón, y está presente en las habas negras, en el plomo negro y en la pez. Pero también la vuelta a la vida, con la libación de vino y su posterior consumo, está presente al final de este extraño ritual. No conocemos la explicación a este comportamiento y ni Ovidio nos lo aclara. Es posible que este ritual fuese habitual en los Feralia, pues el contexto esto parece indicar, además es claro que la intencionalidad del mismo es dirigirse a los difuntos incorpóreos en cuya existencia se cree, pero cuyo silencio excluye la comunicación.

○ Lemuria Los Lemuria tenían lugar durante los días 9, 11 y 13 de mayo, y eran un conjunto de ceremonias expiatorias celebradas para apaciguar la presencia maligna de los espíritus de los muertos. Estos días eran considerados nefastos y, en consecuencia, los templos permanecían cerrados y no era aconsejable casarse. Durante éstos, las almas de los difuntos, lemures y larvae espíritus nocivos en los que se convertían las almas solas o atormentadas, o aquellos difuntos que no habían sido sepultados conforme a las reglas establecidas, entraban en las casas de los vivos dispuestas a causar todo tipo de estragos y molestias. Por lo que había que alejarlos con palabras y ritos amables (GUILLÉN, 2001, 89). Por ello, el pater familias, por la noche, se levantaba de la cama y, descalzo, realizaba un ritual apotropaico con el objetivo de asustar a los malos espíritus, aplacarlos e impedir que arrebataran consigo a algunos de los vivos. Con este objeto castañeteaba sus dedos, lavaba sus manos con agua y, sin girarse, arrojaba habas negras por encima de su hombro mientras repetía nueve veces: “Por estas habas me rescato a mí mismo y a los míos”. Y finalmente, haciendo ruido con un objeto de bronce, para asustar a las sombras, volvía a repetir: “Manes de mis padres, alejaos de aquí”36. Su objeto es la expulsión ritual de los muertos después de sus visitas periódicas a la tierra; siendo una ceremonia abundantemente extendida por todo el mundo (ELIADE, 1999, 147). ○ Otras fiestas funerarias Los Violaria, celebrados el 22 de marzo, tenían como principal ceremonia una ofrenda floral, concretamente de violetas, a los difuntos.

Los Feralia concluían el día 22, y tras nueve días en los que no se había pensado más que en los difuntos, era necesario volver a la realidad reencontrándose con los familiares vivos. Las familias se juntaban para celebrar un banquete, cuyo objetivo era acabar con todas las rencillas que pudiesen existir y estrechar los vínculos de parentesco, de ahí que se denominase a la fiesta Caristia o Cara Cognatio.

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En cuanto a los Rosalia, que tenían lugar el 23 de mayo. Éstas eran fiestas no ligadas exclusivamente al ámbito funerario, pero debían constituir una ocasión especial para cubrir, con coronas de rosas, las tumbas de los difuntos.

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Ovidio, Fastos, II, 571-582. (Trad. B. Segura).

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Ovidio, Fastos V, 429-444. (Trad. B. Segura).

Otras ceremonias funerarias se llevaban a cabo antes de acabar el año. El 23 de diciembre se honraba a los difuntos durante las fiestas de Larentalia. Especialmente delicados eran el 14 de agosto, el 5 de octubre y el 8 de noviembre, dado que en estos días se consideraba que el mundus, el agujero que ponía en comunicación el mundo infernal y el mundo de los vivos, permanecía abierto, con los peligros de “invasión” que eso suponía.

el caso de la Lex Ursonensis- e, incluso, el testamento del propio fallecido. El lugar donde el muerto debía recibir sepultura y sus últimos honores debía estar fuera de la ciudad. La legislación de las XII Tablas así lo estipulaba, pues según éstas “Hominem mortuum in urbe ne sepelito neue urito”37; pero además, ni la pira ni el sepulcro podían levantarse a menos distancia de sesenta pies de un edificio ajeno sin que su dueño diese su consentimiento. Estas disposiciones obedecían a algo más que precaución de evitar un incendio. San Isidoro38 insinúa el deseo de evitar los malos olores, tanto de la incineración como de la putrefacción; por lo que la causa profunda de esta legislación y de esta práctica hay que atribuirla al influjo de la filosofía de Heráclito, que fue recibida por los decenviros por medio de su discípulo y colaborador Hermodoro de Éfeso. Heráclito sostenía que un cadáver es un fardo de podredumbre que hay que alejar de la ciudad, igual que si fuera estiércol. Parece ser que los creadores de la Ley creyeron que la vista, o simplemente la proximidad, de un cadáver contaminaba a las personas y a las cosas con respecto a los dioses superiores, a los Lares y a los Penates.

2. 5. La legislación funeraria Debemos tener presente que las formas jurídicas constituyen la fijación de determinados elementos de la vida social que siempre están en mutación, más o menos rápida. Si el cambio es lento, apenas hay enfrentamiento entre la legalidad y la vida social, pero si éste es rápido, la formulación legal va siempre atrasada en relación con la realidad. Sin embargo, no tiene por qué producirse conflicto alguno, pues la sociedad va encontrando resquicios de adaptación y reinterpreta viejas leyes. Tampoco podemos olvidar que el Imperio Romano abarcó multitud de pueblos en muy diverso estado de evolución social y con creencias muy diversas. Sin embargo, Roma supo crear una serie de elementos de cohesión entre la heterogeneidad del Imperio: la difusión de un derecho privilegiado, el derecho romano y una aculturación religiosa que permitió difundir las ideas de ultratumba romanas. Y tres fueron los elementos que incidieron en este proceso: la diversidad de las culturas integradas en el Imperio, la distinción socio-económica de los diversos sectores poblacionales y, finalmente, el grado de romanización de los pueblos sobre los que se difundió.

Sin embargo, parece que con anterioridad a que fueran promulgadas estas leyes, los romanos se enterraban en el interior de sus propias casas (LÓPEZ MELERO, 1997, 113). El recuerdo de esta vieja costumbre quedaría reflejado en la posibilidad de seguir enterrando intramuros a aquellos adultos que hubieran conseguido tal privilegio antes de la mencionada regulación legal (VAQUERIZO, 2001a, 48), y por supuesto la perduración de enterramientos infantiles, por norma menores de cuarenta días, en el interior de las casas, concretamente en subgrundaria: cavidades situadas en los aleros de los tejados o puertas exteriores, generalmente sin que se produjese un contacto directo con el suelo, pues el lugar podría convertirse en locus religiosus y los infantes no eran considerados individuos de pleno derecho por el ius pontificium (SEVILLA CONDE, 2010-2011, 199).

En la mentalidad romana, el derecho sepulcral está más allá del derecho civil, es un derecho sacro, lo que implicaba que era inviolable y eterno. Por lo que la regulación del ámbito funerario era compleja y asistemática. El ius pontificium se ocupaba de lo relativo a las honras fúnebres y al contacto con los muertos, es decir, todo aquello que se entendía por religio. Éste establecía todo el ritual funerario destinado a borrar los efectos de la muerte sobre personas y cosas desde el punto de vista del restablecimiento de la pax deorum, pero también a conferir al lugar donde se depositaban los restos mortales un determinado estatus y protección, aunque de esto también se ocupará posteriormente el ius civile (LÓPEZ MELERO, 1997, 105).

La ley estableció la disposición funeraria en áreas cementeriales situadas en el exterior del pomerium o recinto sagrado de la ciudad, dando origen a verdaderas “ciudades de los muertos”, similares a los modelos etruscos y helenísticos (PURCELL, 1987, 29-41). Éstas se disponían en las vías principales de acceso a la ciudad, donde el contacto con los vivos no era abandonado totalmente. En otras ocasiones, los muertos eran enterrados en los fundi situados en las inmediaciones de la ciudad, con distancias variables. En todo caso, lo que interesa señalar es el abandono de la costumbre de enterrar en la ciudad, que nunca fue total como nos dejan suponer las reiteradas prohibiciones, y que fue causa de una proscripción oficial, medida hecha desde arriba, pues no siempre fue respetada por la población, y cuyo objeto

La lex XII tabularum, o ley de las XII Tablas, cubría los aspectos del ius sepulcrum más antiguos dentro del derecho romano, aunque en verdad éstos eran muy pocos y se referían principalmente al lugar y al modo de ejercitar ese derecho. Por tanto, el ius honorarium tuvo que aplicarse para complementar este ius sepulcrum con la creación de leges actiones, como la actio de sepulcro violato o la actio funeraria (LÓPEZ MELERO, 1997, 106). A estas restricciones y prohibiciones se suman las disposiciones imperiales, generalmente los rescripta, las penas sepulcrales conocidas por la epigrafía, las leges coloniae, y seguramente también municipales –como es

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Cicerón, De legibus, II, 58. (Trad. C. T. Pabón). San Isidoro, Etimologías, XV, 11. (Trad. traducción de J. Oroz y M. A. Marcos). 38

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desconocemos. Por lo que la costumbre de enterrar en casa parece entroncar con lo más atávico de la cultura romana.

desmontadas para la reutilización de sus materiales, en otros casos, estos espacios sagrados podían ser utilizados por personas ajenas al núcleo familiar o a la relación de herederos fijados por el primer comitente. Por esto existía la legislación que garantizaba el valor sagrado del espacio funerario y el respeto al sepulcro y a los antepasados, además de consignaciones epigráficas destinadas a evitar la venta o una mala utilización de la tumba. Como complemento a esta legislación, lo que implica la frecuencia con la que era desobedecida, fue habitual la institución de multas, en determinados casos establecidas por el propio difunto en su testamento –e incluso en ocasiones grabado en la tumba- y que debían pagarse a la ciudad o para otros fines minuciosamente detallados (TOYNBEE, 1971, 56). “La voluntad del difunto se convierte en una lex sacra, que es una lex privata, sin ninguna validez en el derecho civil, pero situada por encima de él” (REMESAL RODRÍGUEZ, 2002, 370). Además, lo sagrado no podía ser propiedad de un humano y todo lo que lo regulaba estaba sometido al derecho pontifical: la tumba era un locus religiosus.

Pero si en un principio, la propia obra personal, junto con la necesidad de una tumba sencilla, o en todo caso no muy ostentosa, debía bastar para conservar el recuerdo en la memoria colectiva, pronto todo romano que podía permitírselo aspiraba a construir, para sí y para los suyos, un monumento funerario que le sirviese de autorrepresentación social, política o económica. Este hecho, junto a la fastuosidad de los funerales, motivó la promulgación de una serie de leyes que restringieran el lujo en las exequias. De ordinario, los sobrevivientes procuraban formar una pira espléndida, que no sólo buscaba honrar al difunto sino probar el poder adquisitivo y la vanidad familiar en esta muestra de ostentación (GUILLÉN, 2000, 390). También las tumbas, aunque no todas pudieron emular las construcciones imperiales, intentaban por todos los medios adornarlas lo más espléndidamente que pudiesen: jardines, recintos vallados, construcciones monumentales, estatuas, pinturas, etc. Gastos a los que hay que sumar los derivados del funeral, pues sólo en el momento en que se producía la cremación –y si la familia podía permitírselose arrojaban sobre el cadáver vestidos, armas, joyas, carísimas especias, ungüentos y perfumes, alimentos y diversos objetos propiedad del difunto. Pero ya en un momento tan temprano como el siglo V a. C., las XII Tablas prohibían labrar y tornear las maderas con las que se levantaba la pira. Con el objeto de suplir gastos innecesarios, los decenviros prohibieron el uso de estos caros perfumes, el arrojar oro sobre la pira y honrar a un difunto con más de un funeral, excepto si había caído en el campo de batalla o en el extranjero. Si bien, quien hubiera conseguido por sus hazañas alguna corona, podría ser quemado o enterrado con ella ya que “el que la gana por sí mismo o por su patrimonio, o en razón de su cargo, o de su valor se pone junto al cadáver”39. Consumida la hoguera, ésta se apagaba con vino, aspecto sobre el cual también habían legislado antes las XII Tablas, y antes quizás el rey Numa (GUILLÉN, 2000, 391). Con todo, la tumba siguió siendo un elemento de ostentación y autorrepresentación innegable. Prueba de ello fue toda la legislación encauzada a la protección de la misma, de su interior y de sus inmediaciones. La violatio sepulchri o violatio funebris era el tipo de atentado contra una sepultura que más se temía y por tanto el que más se castigaba (TOYNBEE, 1971, 56). Aunque sólo es sacro el lugar exacto donde reposan los restos, lo demás, fuese la tumba grande o pequeña, es sólo un testimonio destinado a conservar la memoria del difunto, lo que posibilitará las transformaciones de las áreas funerarias y dará no pocos problemas.

No es de extrañar que uno de los principales problemas de la vida cotidiana, ante la existencia de un difunto, era encontrar un lugar “legal” donde enterrarlo. Quien poseía tierras podía enterrarse en su propiedad, y de ello son testimonio los monumentos sepulcrales difuminados por los campos. Quienes vivían en una ciudad y querían enterrarse en una de las necrópolis de la ciudad tenían que adquirir un terreno (REMESAL RODRÍGUEZ, 2002, 372). Además, las ciudades concedieron lugares públicos para tributar honores a los ciudadanos distinguidos que habían fallecido. Pero no hay que olvidar que la localización de las zonas de enterramiento inmediatamente extramuros de la ciudad, convertía a las necrópolis en la zona de expansión lógica del conjunto urbano. Y las ciudades se expandieron, pero aún así pusieron especial cuidado en respetar los enterramientos precedentes. Tal es el caso de las necrópolis del Quirinal, del Viminal y del Esquilino que fueron convertidas en jardines en la época de Augusto (AUDIN, 1960, 520), o algunos ejemplos en los que las tumbas se conservan con sumo cuidado bajo los cimientos de otros edificios construidos sobre ellas. Y aunque el derecho pontifical permitía a cualquiera convertir un lugar en sacrum por el simple hecho de enterrar un cadáver, la organización social exigía que el enterramiento se produjese sólo en un lugar autorizado. Incluso un vecino podía denunciar la construcción de una sepultura muy cerca de su casa, pero si la tumba se había acabado de construir ya no podía hacer nada, al menos que la construcción se hubiese hecho de forma violenta40. Si en la tumba ya se había enterrado alguien, sólo los pontífices podían impedir que se continuasen las obras de construcción41. Si alguien era enterrado temporalmente en un lugar, el lugar no se convertía en sacro42, si un cadáver se enterraba en varios lugares, sólo sería sacro el lugar donde se encontraba la

Aún así, este conjunto de sanciones no evitaban que, con cierta frecuencia, las áreas funerarias urbanas sufrieran todo tipo de modificaciones. Algunas tumbas eran

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Digesto 11.8.3.0. (Trad. A. D’ors) Digesto 11.8.5.0. (Trad. A. D’ors). 42 Digesto 11.7.4.0. (Trad. A. D’ors). 41

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Cicerón, De legibus, II, 60. (Trad. C. T. Pabón).

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cabeza43. E incluso, para un romano era tan sagrada la tumba de un ciudadano como la de un esclavo, pero no ocurría lo mismo en el caso de la de un enemigo44.

La construcción de las basílicas no comienza a generalizarse hasta el siglo V, por la existencia todavía de lugares de culto de uso pagano. La basílica, como lugar público-religioso, va adoptando otras funciones, entre ellas las funerarias, pues los enterramientos se disponen tanto en su exterior como en su interior. En cuanto al martyrium o memoria es esencialmente la tumba de un mártir, o de un determinado personaje destacado de la comunidad, que, desde el siglo III d. C., se convierten en lugares de culto y peregrinación, además de ser un lugar disputado para el reposo de los restos mortales de los miembros de la comunidad. El más antiguo, conocido, es el de San Pedro de Roma, que data del siglo II d. C (VAQUERIZO, 2001a, 117).

La importancia dada en Roma a este aspecto fue tal que, la violación de un sepulcro conllevaba, para la gente de condición humilde, la pena de muerte y, a los de mejor condición social, se les condenaba al destierro o a las minas. Los deportados eran enterrados allí, lejos de Roma y de los suyos, y su tumba y sus restos se condenaban así al olvido. En el Bajo Imperio las necrópolis se localizaban, todavía, extramuros de la ciudad; pero el Cristianismo introducirá una serie de cambios fundamentales en lo que a la disposición de las áreas funerarias se refiere. En este momento nuevos centros focalizan la distribución de las necrópolis cristianas, cuyas tumbas se excavan alrededor de basílicas y martiria (VAQUERIZO, 2001a, 117). En las más importantes ciudades romanas, tanto de Oriente como de Occidente, aparece una gran profusión de necrópolis suburbanas tardorromanas, en muchos casos cristianas, establecidas en las inmediaciones de basílicas martiriales, perpetuando recintos funerarios paganos o creando otros nuevos.

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Este movimiento se vio respaldado por la propia Iglesia que impulsó el culto a los mártires y sus reliquias definiendo nuevos lugares y modos de culto que permitieron y facilitaron este cambio que dio un nuevo sentido a la expresión de “suelo santo”. La práctica de la depositio ad sanctos, es decir, el privilegio de ser enterrado cerca de los sepulcros de los mártires garantiza que si la comunidad cristiana exige una jerarquía de estimación entre sus miembros, el clero, que controla el acceso a los sepulcros, se erigirá en árbitro de la jerarquía. Sin duda, el cambio era sustancialmente importante.

Digesto 11.7.4.2. (Trad. A. D’ors). Digesto 47.12.1.11. (Trad. A. D’ors).

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llamado área periurbana, alude a la zona de transición entre el campo y la ciudad, que reúne caracteres de ambos pero que es difícil adscribirla a uno u otro y en el que destaca, además, su versatilidad pues en él encontramos instalaciones industriales o artesanales, infraestructuras viarias, conducciones hidráulicas, equipamientos para el ocio y, cómo no, espacios de carácter funerario (FERNÁNDEZ VEGA, 1994, 143).

3. Los espacios funerarios y su organización interna La tradicional caracterización de la cultura romana como urbana, sólidamente establecida, ha contribuido a afianzar, durante largo tiempo y de un modo exacerbado, la ya clásica dicotomía campo/ciudad. En los últimos años, esta concepción se ha visto revitalizada pero también criticada al ser revisadas las tradicionales teorías formuladas en términos de relación de oposición entre lugar de producción y lugar de consumo (FERNÁNDEZ VEGA, 1994, 141). No obstante, es cierto que la unidad jurídica que supone una colonia o municipio encierra una dualidad real y psicológica: la ciudad y sus tierras, urbs y ager respectivamente. El conjunto de ambas forman el territorium, que se define por sus límites, intra fines, como mencionan las leyes locales hispanas. De hecho, la adscripción oficial del territorio a una colonia o municipio correspondía a los gobernadores provinciales; mientras que determinar el “conjunto de límites” de una colonia o municipio era responsabilidad de los agentes estatales, quedando bajo jurisdicción de los órganos locales de gobierno el espacio comprendido en ellos (ABASCAL y ESPINOSA, 1989, 181); por lo que parece que sí había una separación artificial entre el universo urbano y el rural; sin embargo, ciertas villas y gran parte del territorium mantienen estrechas relaciones con la ciudad; ésta los administra y los regula con sus leyes, y sus notables, que pertenecen a la élite municipal, son los grandes terratenientes rurales. En todo caso, en época romana resultaba difícil discernir cuáles eran, de modo concreto, los límites de la ciudad y donde comenzaba con exactitud el rus (FERNÁNDEZ VEGA, 1994, 142). No hay duda de que la ciudad quedaba enmarcada por el recinto amurallado, criterio que resulta totalmente operativo para lo que es la esfera religiosa y prueba de ello es que las necrópolis se situaban siempre extrapomerium, pero ¿implica ésto que las necrópolis son un elemento más del espacio rural circundante o deben verse como una prolongación de lo urbano?

3. 1. Muertos, pero no olvidados: la acotación del espacio funerario y la separación de vivos y muertos Según una concepción heredada del siglo XVIII, pero enraizada en época medieval, nuestros cementerios actuales son lugares aislados tras un muro, en los que determinados y puntuales accesos permiten flanquearlo para poder penetrar en un mundo ordenado pero distinto. Por el contrario, las necrópolis antiguas no eran un universo cerrado y destinado al recogimiento. Éstas eran, paradójicamente, espacios abiertos y transitables (TRANOY, 2000, 107). Los romanos elegían preferentemente, como lugares para las sepulturas, las cercanías a las puertas de la ciudad, los cruces de las vías más frecuentadas o la proximidad a centros de espectáculos, asegurándose así la accesibilidad de la tumba y la visita continuada de los ciudadanos, lo que implicaba la garantía de supervivencia en la memoria y, quizás también, la satisfacción de su propia vanidad al convertirse, su sepulcro, en uno de los más destacados elementos de representación social (VAQUERIZO 2001a, 85-86 y 90; TOYNBEE, 1971). Toda concepción religiosa del mundo opone al dominio de la vida natural otro dominio, el de lo sagrado, donde reinan el temor y la esperanza. Se trata de dos medios complementarios pero, al mismo tiempo, antagónicos, pues lo sacro sólo existe en la medida que existe lo profano (CAILLOIS, 1996, 11). El objeto sagrado está cargado de prohibición y es peligroso. Pero es en esta ambivalencia de lo sagrado, lo benéfico y lo maléfico a la vez, donde está la fuente de toda eficacia (BLOCH, 1992b, 231); por ésto, el hombre debe dedicar todos sus cuidados a separar lo que es profano de lo que es sagrado, y son los ritos y las prescripciones religiosas las que regulan minuciosamente las relaciones entre ambos dominios; pero tales cambios de estado no ocurren sin que se perturbe la vida social y la vida individual, siendo precisamente el objetivo de un buen número de ritos de paso aminorar los efectos nocivos de esas perturbaciones (VAN GENNEP, 2008, 28).

De este modo, la sociedad urbana no puede desligarse de la rural como tampoco el mundo de los vivos puede separarse del de los muertos. En relación con la segunda disociación, ambas esferas de una sociedad, lo real y lo imaginario, forman un unicum, un sólo cuerpo indivisible para cuya comprensión se hace necesaria la permanente imbricación de uno y otro ámbito. Del mismo modo ocurre con la dualidad mundo urbano/mundo rural, pues lo rural no existe si no es en relación y en oposición a lo urbano y viceversa. La arqueología muestra, más que una separación entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, una delimitación entre un espacio urbano, ceñido o no por murallas, y su periferia o suburbium, definido por un estatuto jurídico y que constituye una verdadera zona de transición entre la ciudad y el territorio rural. De hecho, jurídicamente, se considera como espacio urbano no sólo lo que tiene apariencia urbana, el núcleo, que puede estar o no amurallado, y los arrabales, sino también una serie de áreas formadas por jardines y propiedades con viviendas de gran calidad. Este espacio,

Esta polaridad la encontramos, en el Mundo Antiguo, reflejada en multitud de ámbitos de la vida cotidiana y esta separación se manifiesta en una serie de límites, o limes que en ocasiones, aunque no siempre, tendrán una plasmación material. Se trata de una especie de teoría de los opuestos, cuyos límites permiten la existencia de la civitas y la cultura, pues separan lo civilizado de lo bárbaro, lo urbano de lo rústico y, en definitiva, lo profano de lo sacro. Otra de estas dicotomías que encontramos en la antigüedad romana, tanto pagana como cristiana, es la del mundo de los muertos enfrentado al de 42

los vivos. El contacto con un cadáver generaba impureza y la muerte contiene por antonomasia la idea de contagio funesta. Funus encierra un significado originario de “contaminación por muerte” (MARCO, 1996, 127) y para los romanos el término funestus designaba todo daño a los vivos provocado por un cadáver; la muerte provoca un desorden e introduce una mancha contra la que los rituales actúan como defensa (MAURIN, 1984, 191 y PARKER, 1983, 32-73). Esta repulsión se manifestó muy tempranamente por las medidas jurídicas y religiosas, destinadas a proteger a la colectividad, que se mantuvieron en la época de los primeros cristianos hasta su sustitución por otras prácticas y creencias (TRANOY, 2000, 105). En Roma, las leyes fijan las modalidades de esta separación en el marco urbano y salvo excepciones, como es el caso de las tumbas de los emperadores, no son jamás transgredidas (ARCE, 1988). El lugar de los muertos está fuera del pomerium, fuera del recinto sagrado de la ciudad. De esta manera, tanto por razones higiénicas –lógicas-, como de seguridad –inicialmente a causa de los frecuentes incendios provocados por las piras cinerarias dispuestas intramuros-, legales –derivadas en la Ley de las XII Tablas, en la que se inspiran legislaciones locales como la de Urso (LÓPEZ MELERO, 1997, 105-118)-, religiosas –entendido el espacio religioso como espacio sagrado- y culturales – tendiendo a la ostentación con claros precedentes helenísticos (PURCELL, 1987)- las áreas funerarias urbanas solían ocupar en las ciudades romanas –con independencia de su tamaño y categoría administrativalos suburbios inmediatos a la muralla, a veces compartiendo espacio con otras actividades como alfares, vertederos y todo tipo de instalaciones industriales (VAQUERIZO, 2001a, 85).

todo cambio perturba el orden social e individual, siendo el objeto de los ritos de paso aminorar los efectos nocivos de estos trastornos. Esta racionalidad y funcionalidad imperante en las necrópolis lleva implícito el modus cogitandi –o modo de organizar la realidad para hacerla comprensible- de la cultura latina (ECO, 1989, 21). A su vez, se traduce en una frontera, más o menos precisa, que busca la ordenación de lo abstracto y que implica una serie de limites propios de los esquemas de pensamiento de la antigüedad, en contraposición al caos que supone lo bárbaro y lo no cívico; esta frontera es espacial, pero también un principio de determinación (ECO, 1989, 22). En Roma, aunque la muerte supone un incidente individual, implica una intensa actividad comunitaria y es entre estos dos polos entre los que se sitúan los funerales; ya que el muerto, presente aún en la ciudad, está ausente de su ser social y, bajo la forma de cadáver, perturba la vida habitual de su familia y su comunidad (MAURIN, 1984, 191). Esta racionalización no sólo implicó una separación, más o menos clara, entre el mundo de los vivos y el de los muertos, sino que, además, los cementerios también gozaron de esta racionalización interna (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 120). Parece ser que en esta estructura de pensamiento juegan un papel importante dos factores, hasta cierto punto, independientes: lo abstracto –o lectio- y que viene definido por la noción existente entre los indoeuropeos de espacio sacro donde ocurren Erscheinungen o manifestaciones de carácter sobrenatural (BAUZA, 1979). No en vano, este suelo reviste sacralidad pues, en las primeras concepciones escatológicas romanas, el alma no se transfigura, sino que permanece cercana a los vivos y reside en la tumba; de hecho las creencias funerarias romanas –y la evidencia epigráfica- permiten pensar que son los Manes los que toman posesión del suelo en el que se encuentra el difunto (DUCOS, 1995, 137). Pero, al mismo tiempo, esos límites impuestos y este orden establecido –en términos socio-económicos- deben considerarse como la expresión de la ideología dominante de una sociedad que basa su economía en la agricultura y, por tanto, en la propiedad de la tierra (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 121); ya que la sacralidad del espacio donde se conservan las sepulturas de los ancestros suscita un estrecho lazo entre la propiedad de la tierra, la ubicación y permanencia del cementerio (PHILPOTT y REECE, 1993, 422) y tampoco podemos olvidar que una de las condiciones para que la sepultura pase a ser locus religiosus –hay otras más, siendo indispensable la presencia del cadáver- es que el difunto debe enterrarse in locum suum es decir, debe ser propietario del lugar (DUCOS, 1995, 138-139). Este aspecto es mucho más claro en el caso de las élites terratenientes, para las que la erección de un monumento funerario o la creación de un cementerio familiar in suo fundo parecía una inversión rentable; por el contrario, las clases detentadoras de un dominio útil y sin propiedades raíces tendían a generar cementerios abiertos y reducidos por su relativa corta duración, a consecuencia de sus efímeros derechos sobre la propiedad de la tierra. Del

L. V. Thomas (1980, 200-201) considera que esta presencia o ausencia de límites en los cementerios responde a concepciones que admiten o, por el contrario, niegan la realidad de la muerte. De este modo, las áreas sepulcrales antiguas estaban abiertas, en perfecta comunión con su medio y siendo, hasta cierto punto, frecuentadas por la gente. Por el contrario, las sociedades en las que la muerte se niega utilizan diversas estrategias con este fin: las dotan de altos muros, las conciben como si de ciudades reales se tratase y, en definitiva, buscan la eliminación de todo símbolo que evoque a la muerte (THOMAS, 1985, 86). Pero esta ocultación-negación no es suficiente, pues en último término la muerte siempre existe y la única manera de debilitar su huella y domesticar su impacto es a través del ritual. La muerte produce un desorden, ya que implica la ruptura de la normalidad, y no es otra cosa que la expresión más dramática del Chaos, del infierno virgiliano, que se combate bien a través de la sublimación del mismo, del desorden de superación (THOMAS, 1983, 532 y SCHEID, 1984, 117-141) o bien a través del rito (SCHEID, 1984, 118). No en vano, como ya señaló A. Van Gennep, entre el mundo profano y el mundo sagrado hay una incompatibilidad tal que la transición de uno al otro precisa de un periodo intermedio (VAN GENNEP, 2008, 12 y ss.). En las sociedades primitivas y antiguas 43

mismo modo, la ordenación jerárquica de los enterramientos y las tipologías sepulcrales constatadas: desde los grandes monumentos funerarios hasta las ollae depositadas en los columbarios, sin olvidar las tumbas sencillas e individuales, que parecen reflejar las redes de dependencia personal de sus ocupantes que, de modo similar, regían la vida de las ciudades (PURCELL, 1987, 40); siendo su paralelo en vida las lujosas villas y los grandes y masificados bloques de insulae, sin olvidar las viviendas más modestas, respectivamente (HOPKINS, 1983, 214).

del pomerium no podían alojarse deidades extrañas” (GARCÍA Y BELLIDO, 1985, 168-169). Es éste el trazado simbólico de las futuras murallas. El magistrado encargado de fundar la ciudad, ataviado con unas vestiduras rituales, trazaba la línea que iba a separar el territorium del pomerium con un arado, como símbolo del carácter agrícola del mundo romano. Es un surco ceremonial, una muralla invisible, pero cuya violación trae consecuencias inmediatas y nefastas: la muerte. A partir de entonces, este terreno será sagrado. Y por eso se delimita con la muralla que no tiene que ser únicamente un elemento de defensa, sino una estructura de importante carga ideológica: delimita lo civilizado de lo bárbaro, lo sacro de lo profano; pues si no se reconoce una frontera quem ultra citraque nequit consistere recto, no puede haber civitas ni cultura (ECO, 1989, 22).

Una manera conveniente de abordar el número de necrópolis conocidas es el de agruparlas por categorías según su ubicación en el territorio. Hecho que tiene la ventaja de contextualizar el área sepulcral sin aislarla de otras actividades humanas, lo que resulta imprescindible para una mayor comprensión de las mismas y de las distintas expresiones materiales del fenómeno funerario.

La palabra suburbium, espacio donde se ubican los enterramientos urbanos, es extremadamente rara y lo que los romanos entendían por suburbanitas no era tanto un lugar geográfico como una idea (CHAMPLIN, 1985, 97); espacio en el que la muerte y el mundo de la tumba estaban lejos de ostentar el protagonismo absoluto. De hecho, entre el siglo II a. C., momento en el que comienza a emerger la vida suburbana, y el siglo V d. C., cuando empieza a perturbarse su desarrollo –lo que no implica su destrucción- la idea de suburbio se califica, en la literatura de estos seis siglos, fundamentalmente con tres palabras: salubritas, otium y amoenitas (CHAMPLIN, 1985, 100). Pero a comienzos del siglo III a. C., las posibilidades todavía están muy restringidas: los muros en la ciudad todavía tenían un propósito defensivo y los campos del tan necesario cereal llegaban hasta el mismo recinto amurallado. No obstante, a partir del siglo II a. C., en Roma confluyen una serie de factores que acabarán por configurar el suburbium como el paisaje funerario por excelencia, aunque no sólo, y prueba de ello es su convivencia con otro tipo de estructuras: industriales, domésticas, etc. En este momento, las miras de la Metrópoli se dirigen hacia Alejandría, lo que implicará que la ideología aristocrática sepulcral del suburbio helenístico sea la base de la organización funeraria de los cementerios romanos (PURCELL, 1987, 29-30). Y es a mediados del siglo II a. C. cuando el panorama comienza a cambiar, pues el éxito de Roma – donde la comida llegaba importada desde el extranjero y en la que el peligro de invasión era menor- permitió esta lenta pero inexorable transformación del suburbium.

3. 2. Morir en la ciudad: el suburbium El pomerium, lo que está dentro de los muros de una ciudad, es sagrado. Ya en Roma según la tradición, ya en otras ciudades fundadas ex novo, la elección del emplazamiento tenía que ir precedida por una serie de buenos auspicios, sacrificios y rituales para sacralizar el lugar. Estos rituales de fundación enlazan de manera muy directa con el rito etrusco, tradición que queda perfectamente plasmada en la leyenda de la fundación de Roma, que lo importará. Según Tito Livio escogieron “Rómulo, el Palatino y, Remo, el Aventino como lugares para tomar los augurios. Cuentan que obtuvo augurio, primero, Remo: seis buitres. Nada más anunciar el augurio, se le presentó doble número a Rómulo, y cada uno fue aclamado como rey por sus partidarios. Reclamaban el trono basándose, unos, en la prioridad temporal, y otros en el número de aves. Llegados a manos en el altercado consiguiente, la pasión de la pugna da paso a una lucha de muerte. Según la tradición más difundida, Remo, para burlarse de su hermano, saltó las nuevas murallas y, acto seguido, Rómulo, enfurecido, lo mató a la vez que lo increpaba con estas palabras: “Así muera en adelante cualquier otro que franquee mis murallas””45. Vemos en este antiguo relato, los principales presupuestos rituales para la fundación de una ciudad. “Una vez establecido el lugar, se realizaba el rito de fundación, para el cual, según parece y salvo variantes: el augur consultaba los presagios que iban a presidir la fundación de la nueva ciudad. Conforme a ellos se elegía el lugar y se procedía a señalar en el terreno el sitio preciso en el que había de ser levantada (templum). Para ello se empleaba el arado tirado por una yunta de bueyes. La reja marcaba el surco y con él el perímetro de la ciudad. Esta ceremonia constituía lo que se llama inauguratio. El surco señalaba el perímetro (pomerium) de la ciudad futura, perímetro que era sagrado pues señalaba el lugar habitado por los dioses patrios. Dentro 45

- 3. 2. a. La articulación del espacio funerario del suburbium En todo caso, la geografía social de las tumbas romanas y su organización son producto de los procesos que crearon la Ciudad Imperial y en esta transformación influyeron, al menos de forma muy clara, dos factores principales: el primero el aumento de la población, no sólo atribuible al propio crecimiento demográfico natural sino a otros factores como la inmigración y la importación de esclavos, lo que implicó –lo que a estos efectos tiene una mayor importancia- una desigual distribución regional (PURCELL, 1987, 32). Este incremento de la densidad

Tito Livio, Ab urbe condita, I, 6-7. (Trad. J. A. Villar).

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demográfica conllevó el aumento de la presión sobre el uso de la tierra, sobre todo en las cercanías de las ciudades, tanto para uso agrícola y cívico, como doméstico. Y era esta misma tierra la que se usaba para fines funerarios, lo que aumentó el coste y la dificultad para celebrar las exequias en las zonas cercanas a las comunidades urbanas; fenómeno que influyó de modo mucho más directo sobre la población esclava y los indigentes libres, sin olvidar a los ciudadanos de recursos económicos más modestos; fue para éstos, con pretensiones de estatus dentro de la comunidad y, por tanto, con las esperanzas de una posición funeraria adecuada, un proceso imparable y financieramente casi imposible (VAQUERIZO, 2001a, 100-101). Al mismo tiempo, se desarrollaba otro proceso que intensificaba las dificultades del primero: en los dos últimos siglos de la República, el crecimiento económico de la élite fue espectacular y las aspiraciones de la clase alta romana crecían exponencialmente, por lo que las simples pero decentes tumbas de antaño ya no satisfacían el deseo de ostentación de esta clase dominante. La suntuosidad de unos, la imitación –en la medida de lo posible- de otros y la necesidad de suelo para uso funerario de todos, implicó una jerarquización de los espacios funerarios regida, principalmente, por factores de carácter económico, en los que la importancia de determinados lugares, fundamentalmente los de mayor visibilidad, cerca de las vías y en las zonas de acceso a las ciudades, por las propias pretensiones de estatus, honor, representación y beneficio de las élites (PURCELL, 1987, 33) configurarán un paisaje funerario que acabará exportándose al resto de ciudades del Imperio, aspecto que caracterizará su homogeneidad.

y se prolongaban hacia el interior –in agro- conformando un espacio determinado y variable según la naturaleza de la sepultura y de las posibilidades socioeconómicas de su propietario. Además, y aún cuando existe en todas ellas un trasfondo común que tradicionalmente se ha venido identificando como “romanización”, lo cierto es que las ciudades analizadas, fundamentalmente las de la provincia Baetica con un sustrato púnico muy arraigado, ofrecen bastantes singularidades en cuanto a su forma de abordar el enfrentamiento con la muerte, la planificación y el crecimiento de sus áreas funerarias, el ritual o las formas arquitectónicas elegidas, los ajuares o las ceremonias conmemorativas llevadas a cabo en torno a la sepultura (VAQUERIZO, 2010, 279-280). ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Lusitania En la provincia Lusitania46 desconocemos gran parte de los espacios funerarios urbanos de las principales ciudades, es el caso de la Ciuitas Cobelcorum (Torre de Almofala, Figueira de Castelo Rodrigo), de Bobadela, Sellium (Tomar) o Ebora (Évora). Para Viseu apenas conocemos breves referencias sobre la existencia de una serie de sarcófagos pétreos, de granito y mármol (VAZ, 1997, 355-358); lo mismo sucede con la Ciuitas Aravorum (RODRÍGUES, 1961, 22-25 y CAETANO, 2002a, 315) o en Conimbriga o Aeminium (Coimbra) de las que tan solo podemos estimar la localización de sus necrópolis en torno a las vías de acceso (CAETANO, 2002a, 315). En el caso de Olisipo Felicitas Iulia (ALARÇÃO, 1988, 4/244; CAETANO, 2002a, 316-317; MOITA, 1968 y 1994), pese a la importancia de la ciudad, el panorama es relativamente pobre; sobre todo si tenemos en cuenta otros indicadores indirectos del mundo funerario, tales como la escultura funeraria o la epigrafía. Pero pese a lo limitado de la información, ya que aunque conocemos diversas áreas funerarias nuestros datos al respecto son mínimos, podemos establecer que en las necrópolis conocidas hasta el momento hay un predominio de la cremación como rito de enterramiento -no en vano, la cronología de éstas rara vez sobrepasa el siglo III d. C.-.

A esta disposición y ordenación contribuyeron otros factores mucho más prácticos: la colocación de las tumbas a ambos lados de las vías que entraban y salían de las ciudades, respondía a la necesidad de facilitar el acceso a las mismas sin tener que atravesar por ello propiedades privadas. De hecho, la ley permitía que un individuo, o grupo familiar, empleara un camino de acceso a la tumba a través de una propiedad ajena cuando fuera necesario; más aún, un individuo podía ser sepultado en cualquiera de sus propiedades, lo que podía dar lugar a incómodas negociaciones con los vecinos de la finca o con la venta de la misma. Por esto, resultaba más cómodo situar las sepulturas cerca de las vías de uso público, en torno a las cuales se organizaron verdaderas necrópolis, lo que, a su vez, permitía a la ciudad dar una protección a este espacio funerario (ABASCAL PALAZÓN, 1991, 244).

En Balsa (ALARÇÃO, 1979, ARAGÃO, 1868), las necrópolis conocidas parecen situarse a lo largo de la vía Baesuris-Ossonoba. En la de Torre d’Ares (SANTOS, 1971b, 219-240 y CAETANO, 2002a, 328), Quinta do Arroio (SANTOS, 1972, 319-326) y As Pedras d’El-Rei (VIANA, 1952, 261-285), es bastante desigual. Algo similar ocurre en Mirobriga (CAETANO, 2002a , 317 y SANTOS, 1998, 100-102 y 1999, 44-56) donde, pese a la importancia de la ciudad, pocos son los hallazgos funerarios conocidos; no obstante, éstos nos ilustran la existencia de, al menos, dos áreas cementeriales. La cronología establecida es muy amplia,

Durante el Alto Imperio y debido a las restricciones legales conocidas, los cementerios se hallan extramuros, pero entre estas necrópolis encontramos una serie de matices que deben ser destacados. Las necrópolis romanas más conocidas, y frecuentes, en estas fechas son las del tipo Gräberstraβen es decir, sepulturas de todas clases, dispuestas de forma contigua y a lo largo de los lados de las calzadas que daban acceso a la ciudad. Éstas se encontraban dando la fachada –in fronte- al viandante

46 Ver: 10. 1. Necrópolis urbanas, 303-306 y 10. 7. 1. a. Los espacios funerarios: necrópolis urbanas, 412.

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pues para la primera de estas zonas, sita junto a la aldea de Formiga, se ha establecido una cronología que va desde el siglo I a. C. hasta el I-II d. C. y, parece ser, que se ubicó junto a una de las vías de acceso a la ciudad, la que unía ésta con Cercal y Alvalade do Sado; la segunda tiene una cronología bajoimperial que puede llevarse, tal vez, hasta la tardorromanidad.

Finalmente, la escasa información de la que disponemos para las distintas áreas sepulcrales de la provincia Lusitania contrasta con el volumen de datos arrojado por las distintas áreas funerarias conocidas de la capital provincial: Emerita Augusta (NOGALES y MÁRQUEZ, 2002, 113-144). Sin duda, y a juzgar por este mosaico de hallazgos –cuyo orden espacial y cronológico requiere un gran esfuerzo metodológico- es muy posible que en época imperial multitud de zonas quedasen sin una ocupación de carácter funerario; posteriormente, por respeto a las tumbas de los antepasados y fruto de la expansión horizontal de las áreas cementeriales, los enterramientos bajoimperiales y tardorromanos fueron ocupando los espacios libres –aunque sin olvidar la superposición y el fenómeno de reocupación en determinadas zonas- lo que dio lugar a la idea, ya descartada, del cinturón funerario que rodeaba a la ciudad (BENDALA, 1975, 141-142). No creemos que existiese nunca una planificación tan exhaustiva y completa del suburbium de esta colonia (ni de ninguna otra), y mucho menos que ésta se respetase a través de los siglos.

En Ossonoba (CAETANO, 2002a, 315 y SANTOS, 1971a, 165-195) conocemos también dos necrópolis distintas: en la de Largo Colegio/Barrio Letes (VIANA, 1951b, 144-165) con 45 sepulturas, un predominio, en principio total, de la inhumación y una cronología situada en torno al siglo I d. C. Ésta es bastante heterogénea en cuanto a la tipología sepulcral o naturaleza de los ajuares, aspecto que contrasta con el área cementerial de la C/Alcaçairas (GAMITO, 1992, 99-118) que parece tratarse de un cementerio familiar con una relativa riqueza en los ajuares y una gran homogeneidad cronológica y tipológica de las sepulturas. Se ha relacionado con la burguesía mercantil, muy “romanizada”, que despuntó en esta ciudad a mediados del siglo II d. C.

Siguiendo la tónica general del mundo funerario romano, en lo que a organización y articulación de las necrópolis se refiere, en Emerita –quizás por la gran cantidad de documentación existente-, dos elementos van a definir la posición y ubicación de las necrópolis: la muralla de la colonia, pues por norma los enterramientos se harán extramuros, y las vías como hitos de referencia indiscutibles a partir de las cuales se agrupan las sepulturas (SÁNCHEZ BARRERO y MARÍN GÓMEZNIEVES, 1998, 549-570), llegándose incluso a trazar caminos de carácter secundario para este propósito. Ya desde época altoimperial, quedaría organizada la ocupación funeraria en el noroeste, norte, este y sur de la ciudad, puntos a partir de los que hemos agrupado los distintos hallazgos. La organización de estos espacios, en los que con el tiempo se evidencia el desorden y las superposiciones, parece que, en principio, estuvo marcada por una especie de planificación “urbanística”. Prueba de ello es que las calles de las necrópolis originan una jerarquía, es el caso del edificio adosado a las sepulturas de los Julios que supondría una gestión municipal del área funeraria (BENDALA, 1972, 223-253). Otra evidencia, mucho más clara en este caso, la tenemos en la Necrópolis Oriental: la irregularidad del terreno del denominado Sitio del Disco (MOLANO BRÍAS et alli, 1995, 1183-1197 y BEJARANO OSORIO, 1999, 262268) implicó la creación, con una serie de rellenos compuestos por materiales constructivos de todo tipo y seguramente con los restos de la necrópolis anterior que se ubicó en la zona del anfiteatro, de una superficie regular donde establecer el nuevo espacio funerario. Además de la constatación de pozos y canales de riego, que implicarían la existencia de zonas ajardinadas, lo que también conllevaría la racionalización de los espacios.

Para Pax Iulia (CAETANO, 2002a, 318) las informaciones son mínimas aunque conocemos referencias, poco concretas, que nos hablan de lo que debió ser una importante necrópolis en la zona de la estación dos Caminhos de Ferro (VASCONCELOS y SÁ, 1905 y LOPES, 1966, 65) tanto de inhumación como de incineración; otra en el Convento de S. Francisco (LOPES, 1996, 105) y una tercera junto a la vía que salía de la Porta de Évora (MANTAS, 1990b, 84). Algo similar ocurre en Salacia (CAETANO, 2002a, 318) donde conocemos la existencia de tres áreas cementeriales: la del Olival do Senhol dos Mártires (ALARÇÃO, 1988, 132-133), la de la Freguesia de Santiago (FARIA y FERREIRA, 1986, 41-51) y la de San Francisco dos Frades (MANTAS, 1990a, 179-180), aunque las informaciones disponibles son, de nuevo, desalentadoras ya que casi todas ellas se basan en noticias orales además de que, en la actualidad, ninguna de las necrópolis se conserva. Para la primera de las áreas mencionadas se aprecia una continuidad con respecto a la necrópolis del oppidum prerromano, pero al mismo tiempo, y como demuestra la cronología bajoimperial de la segunda de las áreas sepulcrales, se buscan nuevas zonas, seguramente fruto de la necesidad de espacio. En el caso de Troia la importancia de la ciudad parece atestiguada por el hecho de que conozcamos una serie de superposiciones sepulcrales, de hasta 7 metros de potencia, con una cronología que abarca los siglos I, II, III y IV d. C. y que puede llevarse hasta la Alta Edad Media (SILVA y SOARES, 1986, 166-167). No obstante, ninguno de los trabajos consultados profundiza en el desarrollo, articulación o distribución de las distintas ocupaciones (CAETANO, 2002a, 317-318). El elemento más destacable es la existencia de sepulturas de tipo mensa (ALARÇÃO, 1984, 92-93).

En cuanto a los monumentos funerarios de la ciudad, lo frecuente ha sido hallar sólo sus cimientos, por lo que resulta difícil establecer su tipología. En todo caso, y de forma tradicional, éstos se han etiquetado con el nombre 46

de “columbarios” (MOLANO y ALVARADO, 1997, 330), “bodegones” (BENDALA, 1975, 141-161) y “mausoleos”, nomenclatura que no nos parece del todo acertada –esta última por tener connotaciones de carácter dinástico-. Ya hemos explicado como los denominados columbarios son, en realidad, sepulturas monumentales destinadas a albergar incineraciones. No se busca, en ningún caso, el ahorro espacial y económico pues no se tratan de sepulturas de carácter colectivo. Es el caso de los monumentos del Cerro de San Albín: el monumento de los Julios y de los Voconios (POUS, 1926 y BENDALA, 1972), como ya hemos explicado. Otros monumentos también clasificados como columbarios son los hallados en las proximidades de la estación de ferrocarril o en la zona de Pontezuelas y que para M. Bendala (1975, 146) son de carácter neopúnico, resultado de la huella dejada en las costumbres locales por la dominación cartaginesa. En todo caso, los contactos de la ciudad con el norte de África –cuya influencia se plasma en la epigrafía, en los dispositivos para libaciones o en las cupae-, parecen ser un hecho totalmente documentado (MOLANO y ALVARADO, 1994, 330).

que en su perduración subyazcan, más que unas creencias determinadas, la trasmisión, generación tras generación, de una joya familiar. En Alcolea del Río (SIERRA, 1991, 475-476) o Municipio Flavio Canamense, citado por Plinio como oppidum a orillas del Guadalquivir48, tenía su necrópolis al noroeste de Canama, al otro lado del río, en las inmediaciones de la misma, pero al exterior como viene siendo la costumbre romana. El rito mayoritario empleado en la necrópolis es el de incineración, en la que los enterramientos se realizaban, a menos en parte, en el interior de una serie de recintos funerarios. La cronología de la misma se ha establecido, según los ajuares funerarios, entre los siglos I y II d. C., fechas apoyadas por la casi ausencia de inhumaciones o la diversidad de orientación de los enterramientos. Sin embargo, a la hora de analizar este área cementerial debemos relativizar las conclusiones, pues no pueden hacerse extensibles a la totalidad de la necrópolis que fue, en gran parte, destruida. Además, la cantidad de restos arqueológicos aparecidos en las inmediaciones de Alcolea permiten suponer la existencia de otras áreas de enterramiento. En cuanto a los datos que pueden extraerse de la zona excavada, se plantea la posibilidad de que los ocupantes de las sepulturas perteneciesen a un estrato social humilde: la tipología de los enterramientos, la baja calidad técnica y precariedad de los materiales empleados en la construcción de las sepulturas, los tipos de urnas cinerarias empleadas o la pobreza de los ajuares parecen confirmar esta hipótesis. No obstante, también se tiene noticias e indicios de restos superficiales de grandes construcciones de sillares, presumiblemente monumentos funerarios, que nada tendrían que ver con los hallazgos aquí mencionados. Desgraciadamente, las características de la actuación arqueológica impiden una visión más amplia y general de la necrópolis.

La dinámica observada durante el Altoimperio parece tener continuidad en el siglo III d. C. Pero el paisaje funerario comienza a cambiar – ya claramente- durante el siglo IV, pues los espacios funerarios cristianos irán ganando terreno a las áreas paganas; aunque con una evidencia más o menos clara de la convivencia inicial de ambas creencias (pagana y cristiana) en un mismo espacio funerario, siendo la continuidad y el cambio paulatino de credo lo que acabará, con el tiempo, por definir el ritual empleado en los enterramientos. No hay que olvidar que, en la mayoría de los casos, criterios como la orientación y la ausencia de ajuar no son totalmente definitivos a la hora de diferenciar el uso de uno u otro ritual.

La importancia estratégica de la ciudad de Carmo, su papel desde la llegada de los fenicios al interior de Tartessos o la impronta púnica que mantiene su población hasta tiempos plenamente romanos son claramente identificables en diversos aspectos de su arqueología, siendo el mundo funerario el que ha resultado, de todos ellos, el más explícito (VAQUERIZO, 2010, 238).

○ Necrópolis urbanas de la Provincia Baetica En la Baetica47, las diferencias iniciales vienen dadas por la existencia de una tradición local diferente y, generalmente, bien arraigada; aspecto que debe ser tenido en cuenta en su análisis. A los sustratos indígenas preexistentes –también constatados en el resto de provincias- debemos añadir, en este caso, la tradición púnica (BENDALA, 1982, 1990 y 2001; VAQUERIZO, 2006a) que implicará un hibridismo, fácilmente rastreable en gran parte de estas ciudades hasta bien entrado el Impeiro (VAQUERIZO, 2010, 280). Algunos de estos aspectos pueden observarse en la construcción de cámaras hipogeas, en la utilización de ollae de tradición indígena o púnica o en la escasa representatividad de cerámica campaniense o terra sigillata en los ajuares. En otras ocasiones esta perduración se hace más explícita, es el caso de un amuleto de oro en el que se representa a la diosa fenicia Tanit (MARTÍN y MARTÍNEZ, 1992) y que apareció en una sepultura de Dos Hermanas fechada entre los siglos I y II d. C. Aunque tampoco descartamos

Uno de los sectores con ocupación funeraria más antigua documentado en Carmona fue la parte alta del alcor, donde hoy se encuentra el Alcázar del Rey. No obstante, la más compleja e importante de sus necrópolis sigue siendo la occidental, de monumentalidad poco frecuente favorecida por su carácter hipogéico. Al mismo tiempo, las peculiares características topográficas de Carmona, asentada sobre una meseta que se proyecta sobre el valle del Corbones, obligó a sus habitantes a expansionarse urbanísticamente y a enterrar a sus muertos en la única zona de la que disponían, al oeste de la ciudad, por donde el alcor desciende más suavemente en dirección al valle del Guadalquivir. Las sepulturas se disponen en torno a la

47 Ver: 10. 1. Necrópolis urbanas, 307-311 y 10. 7. 1. a. Los espacios funerarios: necrópolis urbanas, 413.

48

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Plinio, Naturalis Historia, III, 11. (Trad. J. Cantó).

11. Plano general de la necrópolis occidental de Carmo (BENDALA, 1976b, lám. II)

via Augustea y éstas combinan, en todo momento, los usos funerarios con los residenciales, industriales o públicos; causa de que las tumbas se distribuyan de forma irregular y dispersa (VAQUERIZO, 2010, 239). En función de la forma de enterramiento más característica – la cámara hipogea con nichos a la que se accede mediante un pozo escalera-, la necrópolis se configura como la pervivencia, en época romana, de un tipo de enterramiento que, con orígenes remotos en Egipto y, más tarde, en Siria, se extenderá por todo el Mediterráneo. Los antecedentes próximos de la cadena, que en lo geográfico enlaza los extremos del Mare Nostrum y en lo cronológico salva el periodo que separa las antiguas tumbas egipcias y sirias de las romanas, los encontramos en el norte de África donde se hallan los paralelos más cercanos a las tumbas carmonenses.

llegándose, incluso, a abrir dos nichos en una misma fosa de cremación. Las inhumaciones documentadas son muy escasas, algunas corresponden a enterramientos tardíos, como el que se llevó a cabo en la Tumba del Elefante, y otras son antiguas, como la de la Tumba de Postumio. En ciertos casos, muchos de los enterramientos infantiles documentados se llevaron a cabo en grandes recipientes cerámicos en forma de lebrillo o en pequeñas fosas. De todas las tumbas, dos de ellas merecen especial atención por su propia singularidad: la de Servilia, que por su arquitectura y por las esculturas halladas en ella, representa la implantación, en un contexto localista, de las tendencias propias de un arte aristocrático, que se aparta de la tendencia de los ambientes provincianos acogiendo otros patrones de corte helenístico, y la del Elefante.

En lo que atañe a los ritos funerarios, el sistema de enterramiento habitual fue la incineración; en la que las cenizas eran recogidas en urnas de diferentes tipos y depositadas en un nicho, donde quedaban exentas, ésto es, sin ser empotradas en la obra del muro. Siempre que las posibilidades económicas lo permitían, los carmonenses se hicieron construir importantes tumbas familiares de carácter monumental, que a ser posible disponían de su propio ustrinum. En otras ocasiones, las cenizas quedaban depositadas en el mismo foso crematorio, pero en lugar de dejar las cenizas en el foso menor del bustum, éstas eran recogidas en una urna que se depositaba en un nicho abierto dentro del propio foso;

Si las teorías de M. Bendala son ciertas, se trataría de un santuario donde se rendía culto a Cibeles y a Atis, obedeciendo, la propia complejidad de su estructura, a las necesidades del culto. En esta línea, la figura del nicho situada junto al baño, sería un archigallus y la piedra hallada en el pozo sería un betilo que representaba la imagen de la Diosa Madre; finalmente, la orientación de la cámara y el triclinio subterráneo, en coincidencia con la dirección de los rayos solares en el solsticio de invierno y su relación con la figura del elefante, símbolo de este astro, acabaría por avalar esta hipótesis (BENDALA, 1976a, 124). No obstante, no hay que 48

olvidar que los enterramientos que contiene –destinados seguramente a miembros del sacerdocio- son algo secundario en el conjunto.

de un elemento que no encaja en este panorama “romano”, se trata de la pieza de oro de la sepultura 3, en la que se había representado una imagen de Tanit. Esta diosa aparece, en etapas anteriores, asociada al mundo funerario de la costa occidental andaluza. Este hecho podría indicar que bajo una pátina de romanización todavía subsistían reminiscencias y símbolos de una cultura desaparecida siglos atrás. No obstante, tampoco podemos obviar el hecho de que se trata de un simple colgante asociado a una sola sepultura.

En general, llama la atención la homogeneidad en las construcciones de la necrópolis, así como la ausencia de perfección o rigor geométrico en la obra. En cuanto a su cronología, las fechas de casi la totalidad de las piezas recogidas y estudiadas nos transportan al siglo I d. C., si bien algunas pueden llevarse a finales del I a. C. y otras al II d. C., siendo excepcionales las que alcanzan cronologías más tardías. Este hecho, junto con la práctica ausencia de terra sigillata, hace pensar en la posibilidad de que estemos ante una de las partes más antiguas de la necrópolis carmonense.

El paisaje funerario de Hispalis no debió ser demasiado diferente al de otras grandes ciudades de la provincia, aún así nos encontramos con una serie de particularidades que acabaron definiendo sus topografía funeraria: la expansión de sus áreas sepulcrales se vio limitada al oeste por el río y favorecida por el norte, este y sur al ser éstas zonas de inundación y destinadas, en parte, a actividades nocivas y funerarias (RUIZ OSUNA, 2007, 164 y ss.). La importancia de los enterramientos localizados en la Puerta del Osario (HUARTE y TABALES, 1997, 453468; RODRÍGUEZ y RODRÍGUEZ, 1997, 481-491 y 2003, 149-182 y TABALES, 2001, 400-402), además de por su singularidad estructural, estriba en su pertenencia a un espacio funerario de la Hispalis altoimperial. Su distribución estaba organizada y separada por una serie de elementos vegetales, arbolitos y arbustos, a raíz de la documentación de unas franjas de tierra oscura que separaban las sepulturas 2 y 4. La cronología propuesta para este primer momento de utilización del área cementerial es a partir de finales del siglo I d. C. Si bien, entre esta temprana fecha y las inhumaciones constatadas, datadas en el siglo IV d. C., parece haberse producido un periodo de ocupación del sector por las aguas de un arroyo próximo llamado Tagarete. Tiempo después, la zona fue utilizada como necrópolis musulmana, lo que nos ilustra de la continuidad de uso de determinados espacios, principalmente los de carácter sacro y funerario, más allá de los cambios culturales.

En cuanto al solar de la calle Parejo (ANGADA et alii, 1995, 517-521), situado al norte de la ciudad, se encuentra fuera de las murallas pero en un área próxima a las mismas. En esta zona se conoce la instalación de una serie de complejos de carácter industrial datados en época romana. No obstante, en el solar descrito, al menos a partir del Bajo Imperio, la zona se destinará a área cementerial. Hasta el momento conocemos la presencia de cuatro fosas, en tres de ellas se hallaron restos del cadáver: dos niños y un adolescente, mientras que la cuarta no contenía ningún resto óseo aunque, por sus dimensiones, no se descarta que perteneciese a un niño. También al norte de la ciudad, junto a la Puerta de la Sedía, se han localizado algunos recintos funerarios de mampostería que acogen tumbas de cremación. Su cronología tal vez sea algo posterior a la de la zona funeraria occidental, no adosada a ella sino en su origen (VAQUERIZO, 2010, 251). La información disponible para la necrópolis de Dos Hermanas (MARTÍN y MARTÍNEZ, 1992, 685-694) se reduce a una actuación llevada a cabo en un conjunto de parcelas del polígono industrial de la Carretera de la Isla. Se trata de una zona en situación de reserva arqueológica, por ubicarse en las inmediaciones de Orippo, catalogada como B.I.C. En el año 1990, se realizó una prospección arqueológica y una serie de sondeos manuales en una superficie de medio millón de metros cuadrados, que permitió definir una serie de áreas potenciales. Lo que motivó, en el año 1992, la excavación de dos grandes manzanas del polígono llamadas Área 1 y Área 2; en ésta última, entre otros hallazgos, se situaba la necrópolis romana. La presencia de urnas de vidrio y la tipología de las mismas, junto con el anillo de ámbar, localizado en la sepultura 5, permiten establecer la cronología de los enterramientos hacia la segunda mitad del siglo I d. C. Sin embargo, el hecho de utilizar materiales reutilizados en la construcción del recinto funerario, tal vez, podría desplazar esta cronología hasta el siglo II d. C. La necrópolis, por la naturaleza de los hallazgos, podría haber albergado a individuos pertenecientes a una determinada estructura cliental, en la que las incineraciones más ricas serían las de los individuos de la familia dominante y los más humildes enterramientos de gentes de clase más baja. Resulta interesante la presencia

En cuanto a la necrópolis Norte de la ciudad (JUÁREZ, 1991, 527-529 y RODRÍGUEZ y RODRÍGUEZ, 1997,481-491), su emplazamiento favoreció una implantación humana temprana que, lejos de decaer en la Tardoantigüedad, irá adaptándose a los nuevos tiempos, constatándose durante su excavación cómo la transitabilidad de las principales vías y caminos de época romana debió continuar, al menos en esta zona, con la fosilización del eje de comunicación Córdoba-Sevilla en la actual calle de San Luis. Los primeros restos documentados en esta zona pertenecen a una necrópolis de incineración de época romana, que se localiza en la zona más cercana a este antiguo vial. Las tipologías sepulcrales son relativamente variadas, desde estructuras de ladrillos a fosas simples cubiertas con tegulae u otros elementos reutilizados. La cronología establecida para esta área de enterramientos se ha situado entre los siglos I y principios del II d. C., momento en el que, colmatada la necrópolis, asistimos a la urbanización de la zona, aunque parece ser esta una fase efímera, pues de nuevo, entre los siglos III y IV d. C., se volverá a retomar el uso funerario 49

12. Localización de los hallazgos funerarios de Hispalis, con relación al recinto amurallado de la ciudad (VAQUERIZO, 2010, fig. 195)

del suelo. En este caso, los rasgos distintivos de la misma son el uso de la inhumación y la orientación oeste-este de los enterramientos.

necrópolis es amplísima, e incluso va más allá del cambio de creencias religiosas. Este hecho nos ilustra, una vez más, de la continuidad de uso de determinados lugares con carácter sacro, sobre todo en el caso de las necrópolis.

La necrópolis noreste de la ciudad, vinculada al convento de la Trinidad (CARRASCO GÓMEZ y DORESTE FRANCO, 2005, 213-244), su uso como área sepulcral es amplísimo, llegando –tan sólo con pequeñas interrupciones- desde el siglo I d. C. hasta el siglo XVII. A modo de síntesis, pueden establecerse para la necrópolis romana que los enterramientos, sobre todo en las dos primeras fases constatadas, todavía paganas, se ubicaron con relación a una importante vía de comunicación, como viene siendo la norma en este tipo de necrópolis urbanas. Aunque, a pesar de las dimensiones del área excavada, no se han hallado elementos de separación o de delimitación del espacio funerario y probablemente pertenezcan a la misma área funeraria una serie de enterramientos localizados en el número 10 de la misma calle, de los que no hemos podido conseguir más información. Bien es cierto, sobre todo a partir de la segunda fase en la que conocemos una mayor densidad de enterramientos, que hay una mayor concentración de los mismos en la zona este del solar, siendo la parte oeste más dispersa. Y aunque en principio parece que se disponen de manera anárquica, la vía de comunicación trae consigo la concentración de las tumbas en aquellos sectores más cercanos a ésta. Será en el siglo V d. C., con la construcción de un monumento funerario con cripta –de carácter cristiano-, cuando los enterramientos de la tercera fase se aglutinen en torno a él. Como hemos visto, la utilización de este área como

En cuanto al sector funerario ubicado en la zona oeste de la ciudad (TABALES, 1996, 415-430), representado por la excavación de la calle Imperial y por los hallazgos de la plaza de San Leandro y del Palacio del Conde de Ibarra, sólo podemos establecer, por encontrarse tan arrasados, la existencia de un área cementerial en esta zona de la ciudad, en su fase altoimperial, que fue destruida y amortizada durante el Bajoimperio y épocas posteriores. Los testimonios sobre la existencia de una necrópolis en la ciudad de Niebla, antigua Ilipla, son tan reducidos y carentes de una contrastación arqueológica válida, que nos limitaremos a apuntar las informaciones sobre la excavación de una serie de tumbas en el sector de la Puerta del Buey49. Junto a estos datos, parece que hay una serie de noticias orales que hablan de la aparición de una serie de sepulturas en la zona del Arrabal, al otro lado de la carretera N-431, en el actual paseo adyacente al sector de murallas que asoma a la mencionada carretera, entre la Puerta de Sevilla y la actual iglesia de San Martín (VIDAL TERUEL y BERMEJO MELÉNDEZ, 2006, 36 y 38). 49 VIDAL TERUEL y BERMEJO MELÉNDEZ, 2006, 36, nos remiten a la publicación de DAVIES, 1934, 29-36, en la que no encontramos referencia alguna a estos hallazgos de carácter funerario.

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En Italica, a pesar de la importancia de la ciudad y del volumen de datos existentes en otros aspectos de su arqueología, los datos referentes al mundo funerario son bastante escasos. Aún así, aunque con escasa precisión topográfica, en Italica se han localizado varias necrópolis que parece que rodearon todo el perímetro de la ciudad y que tuvieron un crecimiento horizontal especialmente acusado a partir del siglo II d. C. (CABALLOS, 1994, 226-227).

está clara; en el caso de las otras, sobre todo aquéllas en las que el cadáver fue sometido a un trato vejatorio, dudamos de que se trate de sepulturas de mártires como se quiso explicar en un principio, sino que en éstas se desarrolló un complejo ritual, con un fuerte componente mágico, que buscaba sujetar –literalmente- al difunto a su sepultura, como tendremos ocasión de explicar más adelante. Debemos añadir el sector del anfiteatro, al norte de la ciudad, en el que a los hallazgos antiguos y sin metodología alguna hay que añadir una serie de busta bajo cupae con una cronología entre el siglo II y III d. C. Finalmente, en la zona oeste donde se halló un epitafio funerario datado en el siglo I d. C.

Al sur se ubicó la zona funeraria más antigua, en la zona del Arroyo del Cernícalo, conocida fundamentalmente a través de la epigrafía. Al este del conjunto urbano se situaba La Vegueta (FERNÁNDEZ LÓPEZ, 1904; CANTO, 1982, 225-242 y ROMO SALAS, 1995, 576587), en las inmediaciones de la vía que enlazaba Hispalis y Emerita Augusta, donde los enterramientos sobrepasan la centena. A pesar de su número, contamos con una relativa escasez de datos, pero aún así creemos poder negar su adscripción cristiana. Este hecho parece claro en las sepulturas en las que se realizó el ritual de incineración y las dudas vienen a la hora de analizar las inhumaciones. En algunas de ellas, en las que aparecen innegables signos cristianos, la conclusión al respecto

En Onuba, la particular orografía del asentamiento y el escaso interés que los investigadores locales han mostrado por la etapa romana del asentamiento hasta casi nuestros días, ha motivado que la información arqueológica sea dispersa y muy desigual (VAQUERIZO, 2010, 271) Las primeras referencias sobre el mundo funerario onubense de época romana se adscriben a la necrópolis oriental, en la zona del Cerro de la Esperanza

13. Distribución de los hallazgos funerarios altoimperiales de Córdoba (VAQUERIZO, 2002a, fig. 2)

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(DEL AMO, 1976, 83-85), donde se hallaron una serie de enterramientos de incineración con clara tradición púnica. El predominio de la incineración y los elementos materiales encontrados nos llevan a una cronología en torno al siglo I d. C. Aunque, desgraciadamente, los datos disponibles son demasiado parcos y es poco más lo que podemos añadir. Ya desde principios del siglo I d. C., aunque, al menos, tres enterramientos se fechan en el siglo I a. C., entraría en funcionamiento la necrópolis septentrional. Aquí ha aparecido un importante sector funerario de carácter monumental (VAQUERIZO, 2010, 273) así como una serie de enterramientos, con una cronología entre finales del siglo I y durante todo el II d. C., en el que conviven inhumación e incineración. La última fase de ocupación de ésta la constatamos en la necrópolis de la calle Onésimo Redondo (DEL AMO, 1976, 89-98), donde ya hay un predominio total de la inhumación al que hay que añadir la variedad tipológica de los enterramientos y la escasez de objetos de ajuar que nos permite establecer una cronología tardía, entre los siglos III y IV d. C. Esta zona funeraria, la mejor conocida de la ciudad, se articulaba en torno a una de las principales vías de acceso a la ciudad: la que enlazaba con el cardo maximo.

opinión de D. Vaquerizo (2001b, 128 y ss. y 2010, 106) pudieron haber sido amortizadas por la ampliación de la primera fundación romana hacia el río, teoría apoyada por algunos hallazgos realizados en el lienzo al sur de la muralla o en la zona del Alcázar de los Reyes Cristianos. La Necrópolis Septentrional ocupa todo el espacio situado al norte de los ángulos noroccidental y nororiental del lienzo amurallado augusteo, extendiéndose sus límites hasta el Tablero Bajo o la Asomadilla. Su origen se remonta a época republicana, momento en el que tienen lugar los enterramientos de tradición indígena localizados en el Viaducto y en Cercadilla, con una cronología de mediados del siglo I a. C. a la primera mitad del siglo I d. C. Es el Item a Corduba Emeritam, y su espacio más inmediato, el elegido como lugar de representación social de las élites sociales enriquecidas. Destacan aquí una serie de construcciones funerarias monumentales como la de la calle La Bodega (GARCÍA MATAMALA, 202, 275-296), la del Palacio de la Merced (VICENT y SOTOMAYOR, 1965, 209) o la Puerta del Osario, otro de los centros que comienza a cobrar cierta importancia; no obstante, será a partir de mediados del siglo I d. C. cuando este sector de enterramientos alcance su máximo apogeo (MORENO ROMERO, 2006, 225-258). Entre los siglos I y II d. C., con el uso simultáneo de la cremación y la inhumación, el Camino del Pretorio (CÁNOVAS UBERA et alii, 2006, 279-296), junto el sector documentado en la calle Beatriz Enríquez (MORENO ROMERO, 2006, 238) y La Constancia (RUÍZ NIETO, 1995, 131-139; VAQUERIZO, 1996, 182-185 y JIMÉNEZ DÍEZ, 2008, 269-275), se configura como uno de los principales focos de atracción funeraria (MORENO ROMERO, 2006, 225-258). El suburbium septentrional, durante el siglo II d. C., se caracteriza por el uso, más o menos continuado, de aquellos complejos funerarios surgidos en época augustea o julio-claudia; para, entre los siglos III y IV d. C., perpetuar sus usos funerarios al surgir nuevos centros de enterramiento paleocristianos como los localizados en el palacio de Cercadilla o en el convento de la Merced (SÁNCHEZ RAMOS, 2003). Otro aspecto destacable es la existencia de áreas funerarias de uso diferencial, nos referimos aquí al recinto funerario exhumado en la calle El Avellano 1213, que posiblemente fue utilizado por libertos y esclavos de origen griego, tal y como parecen indicar las evidencias epigráficas (VAQUERIZO, 2002a, 163). O del sector cementerial de la calle Beatriz Enríquez que posee la particularidad de acoger un espacio dedicado a individuos inmaduros o neonatos inhumados en el interior de ánforas (MORENO ROMERO, 2006, 238).

Finalmente, conocemos 21 cremaciones primarias en la necrópolis meridional fechadas en época altoimperial, pero cuya cronología podría extenderse hasta la segunda mitad del siglo II e inicios del III d. C. A estos hallazgos habría que añadir la existencia de otra necrópolis de cronología tardorromana ubicada en el territorium de la ciudad y que, tal vez, haya que poner en relación con una posible cetaria y una serie de instalaciones alfareras: la necrópolis de La Orden -actual Doctor Plácido Bañuelos- (DEL AMO, 1976, 99-122). En ésta, la ordenación de las sepulturas, la total ausencia de ajuar (sólo se halló una jarrita en el enterramiento 21 y tres monedas en el relleno de las sepulturas pero sin relación directa con éstas), el predominio de la inhumación y su cronología tardía permiten plantear la posibilidad de su adscripción cristiana. En todo caso, con estos hallazgos parece que tenemos una secuencia completa de la Onoba romana durante toda la Antigüedad (CAMPOS CARRASCO, 2001-2002, 329-340). El caso cordobés contrasta notablemente con el del resto de ciudades mencionadas en esta provincia. La cantidad de trabajos desarrollados en Colonia Patricia Corduba, su publicación, incluso la de materiales y trabajos antiguos, así como la sistematización global en el proyecto funus de todas las manifestaciones funerarias a lo largo de la historia de la ciudad nos aportan una visión muy completa de la capital provincial de la Baetica. Podemos decir que el mundo funerario cordobés tiene pocas particularidades locales y que experimenta, a grandes rasgos, la misma evolución que las grandes ciudades del occidente del Imperio (RUIZ OSUNA, 2010). De forma general, aunque cada vez disponemos de más información, todavía resulta problemático ubicar las zonas sepulcrales de cronología republicana y que, en

Para el caso de la plaza de La Magdalena (GARCÍA y LIÉBANA, 2006, 99-114 y LIÉBANA y RUÍZ, 2006, 297-324), en el sector oriental de la ciudad, y tras una primera ocupación como zona de necrópolis de carácter monumental en época tardorrepublicana; se detecta una nueva fase, también de carácter monumental, con un predominio de la incineración para, tras ser amortizada,

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14. Distribución de los hallazgos funerarios bajoimperiales de Córdoba (VAQUERIZO, 2002a, fig. 4)

el cambio de la Era se formaliza el uso funerario de esta zona con la construcción de tres de los cuatro recintos funerarios. En época julio-claudia se practican nuevas cremaciones e inhumaciones, construyéndose en época de Nerón el cuatro de los recintos funerarios. Poco después, en época flavia, se ocupa un nuevo espacio con fines funerarios, próximo a la actual puerta de Sevilla y tal vez con relación a una de las vías de acceso a la ciudad. A lo largo del siglo II d. C. la necrópolis continúa con la misma actividad funeraria, pero es a comienzos del III cuando la zona empieza a abandonarse y los únicos hallazgos se reducen a algunas inhumaciones. No se descarta su abandono con el triunfo del cristianismo.

que retome su uso como necrópolis caracterizada, ahora ya, por el predominio del ritual de inhumación durante el último cuarto del siglo II d. C., llegando hasta el Tardoimperio. De las sepulturas infantiles documentadas y fechadas en los momentos más tempranos de este área cementerial cabe destacar, a partir de los elementos de ajuar descritos y por la naturaleza de las urnas funerarias, el predominio de los ritos y prácticas romanas, al mismo tiempo que se observa una importante transformación respecto al mundo funerario ibérico (GARCÍA y LIÉBANA, 2006, 112). En cuanto a la necrópolis de la Avenida del Corregidor (CASAL et alii, 2001, 258-274), situada en el sector suroccidental de la ciudad, destaca la presencia de inhumaciones con una cronología muy temprana, siglo I d. C. Una de las características más valorables de este sector de necrópolis es su amplitud cronológica, ya que el uso funerario del área se produjo, de manera ininterrumpida, desde el siglo I hasta el III d. C. Además, su localización junto al Arroyo del Moro favoreció que el terreno sufriera continuas arroyadas e inundaciones, lo que ha permitido diferenciar las distintas fases del área cementerial. De forma general, podemos decir que hacia

En la Via Sepulchralis Occidental, desarrollada en torno al Camino Viejo de Almodóvar (RUIZ OSUNA, 2005, 79-104), parece confirmarse una planificación previa del terreno a través de los recintos funerarios situados alrededor de la vía principal. Estos recintos se componían de muros de grandes sillares dispuestos de forma perpendicular al camino, pero de los que desconocemos su fisonomía general, ya que la mayoría presenta un lamentable estado de conservación; aunque parece que estuvieron pavimentados y lujosamente decorados, tanto con estuco como con mármoles. Su planta es más o menos rectangular, de entre 3’60 por 5’10 metros de 53

fachada, a lo que habría que añadir las grandes dimensiones de los recintos 1 y 3, de 15 y 20 metros de longitud. En este sector de necrópolis existe un claro predominio de las cremaciones frente a las inhumaciones y, de estas últimas, casi la mitad pertenecían a sujetos infantiles. No parece que existiese una distribución especial de los enterramientos, aunque es cierto que las inhumaciones se concentraban en el sector noreste del Haza de la Salud. En general, se trata de enterramientos muy sencillos, con un ámbito cronológico bastante amplio y del que no pueden hacerse más precisiones debido a que la mayoría de los tipos sepulcrales documentados fueron utilizados a lo largo de todo el Imperio.

Solamente en el caso de las sepulturas 1 y 2, urnas de tradición indígena, podrían fecharse entre el último cuarto del siglo I a. C. y la primera mitad del I d. C. La utilización de estos recipientes, puede responder a una reacción de la población indígena ante la llegada de nuevos productos manufacturados de bajo coste, que amenazaba con eliminar el mercado de las producciones tradicionales; por lo que la presencia de estos recipientes se ha asociado más a una cuestión de carácter económico que a la perduración de costumbres tradicionales (GARCÍA MATAMALA, 2002, 291).

15. Plano de Baelo Claudia y distribución de las áreas sepulcrales. (JIMÉNEZ, 2008, fig. 39)

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Otro aspecto a destacar, como ya incidimos anteriormente para la Necrópolis Septentrional, es la existencia de zonas funerarias de uso diferencial. En el entorno del Camino Viejo de Almodóvar se hallaron un conjunto de 16 lápidas gladiatorias, cuya presencia a raíz del hallazgo del anfiteatro parece darles un claro sentido (MORENO ROMERO, 2006, 238).

la que parecen observarse agrupaciones sepulcrales, tal vez de carácter familiar. En total se han excavado más de mil enterramientos, con un predominio de la incineración, aunque con convivencia con el ritual inhumador – relacionado con el sustrato púnico preexistente-, además de numerosas construcciones de carácter monumental y recintos funerarios.

Finalmente, y al igual que en el resto del Imperio, con la cristianización de la sociedad hispanorromana, cordubense en este caso, surgen nuevas formas de entender y organizar los espacios funerarios: éstos se mudan al interior del recinto amurallado y comienza a darse una segregación de los espacios funerarios, pues los cristianos tienen un sentimiento de comunidad mucho más arraigado que la población pagana y, con el tiempo, acaban por desaparecer los ajuares como evolución última del proceso anteriormente anunciado.

En cuanto a la extensa necrópolis Suroriental (FURGUS, 1907, 155; PARIS et alii, 1926; MERGELINA, 1927, 1719 y BOURGEOIS y DEL AMO, 1970, 439-456), su uso se constata durante toda la época imperial. Las sepulturas más antiguas se datan en el reinado de Augusto, debido a la presencia de cerámica itálica; aunque la mayoría de las tumbas son del siglo I y II d. C. En el siglo I se suele sepultar a los difuntos en la tierra, pero también en edificios de dos compartimentos, en los recintos grandes e incluso en los monumentos. En cambio, las cupae no aparecen hasta aproximadamente la época de Domiciano y se multiplican hacia mediados del siglo II d. C. Los enterramientos se siguen haciendo en el mismo lugar durante el siglo III y, seguramente, el siglo IV d. C.

En lo que a los espacios funerarios de Baelo Claudia se refiere, la ciudad contó, al menos, con dos grandes conjuntos situados extramuros de la ciudad que conformaron sendas vías sepulcrales.

Los enterramientos dentro de la ciudad son más tardíos. Cuando la población se hizo cristiana, las sepulturas se agruparon en torno a las iglesias y en los cementerios que las rodeaban. En Baelo han aparecido en las termas del oeste y en el teatro; en éste, los enterramientos datan de los siglos V y VI, según los materiales recogidos.

La necrópolis Occidental (FURGUS, 1907, 149-160; PARIS et alii, 1923, 99-110), cuya superficie ha sido fijada en una hectárea, creció en horizontal pero también documentamos superposiciones, lo que indica el alto valor de este espacio funerario (VAQUERIZO, 2010, 176), con un uso principal centrado en el siglo I d. C. y en

16. Necrópolis Norte de Carissa Aurelia (PERDIGONES MORENO et alii, 1986c, fig. 8)

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crecimiento de la ciudad romana50. Cuando los romanos llegaron a la ciudad, parece que había un predominio absoluto del ritual de inhumación propiciado por el sustrato semita de sus antiguos colonos; coincidiendo la vuelta al ritual de incineración con el periodo imperial romano. El número de hallazgos se multiplica con respecto a otros de fases anteriores, ya que en origen debieron ser más numerosos y, al tratarse de enterramientos más superficiales, han sido descubiertos con más frecuencia. Aún así, su tamaño reducido y la escasez de elementos monumentales o constructivos hacen que su hallazgo ocasional y expolio sea menos frecuente.

Y finalmente, sólo queda por descubrir la necrópolis de época republicana. Durante casi dos siglos antes de la Era vivió gente en Baelo, pero se desconoce el lugar en el que fueron enterrados, tal vez sus sepulturas se sitúen en la necrópolis occidental que apenas se ha excavado (SILLIÈRES, 1997, 201). En Carissa Aurelia nos encontramos ante un yacimiento con una ocupación casi continuada desde el Neolítico Final hasta época medieval. En cuanto a las áreas cementeriales de época romana, la necrópolis Norte (PERDIGONES MORENO et alii, 1985a, 81-89) ocupa un cerro situado extramuros, por cuya ladera se extienden los enterramientos que llegan, incluso, hasta época medieval.

El conjunto de tumbas prerromanas de inhumación de Cádiz se atribuye a unas fechas que, genéricamente, suelen establecerse entre los siglos V y III a. C. Parece evidente, según los datos disponibles, que desde el siglo V a. C. hasta comienzos del Imperio Romano el ritual de incineración no se emplea en esta ciudad y tampoco hay indicios de que la presencia romana influyera en el cambio del ritual funerario durante la época republicana, por lo que nada indica con exactitud las diferencias entre las sepulturas fechadas en los siglos III, II y I a. C., salvo algunos elementos de ajuar que permiten establecer sus cronologías.

La cronología de las sepulturas romanas excavadas, tanto de incineración como de inhumación, podría establecerse entre los siglos I y II d. C. y, a medida que la necrópolis se extiende hacia el noroeste, los enterramientos arrojan cronologías más tardías, entre los siglos II y IV d. C., con un predominio absoluto del ritual de inhumación. En esta zona se excavó el llamado “camino interior de la necrópolis” en relación con este cementerio romano –ya que en esta zona se excavaron 104 enterramientos de cronología medieval-. Este camino se encuentra situado en la caída este, tiene una anchura de 1 metro y dos canales de desagüe laterales. Se supone que rodearía la necrópolis por el este y permitiría el tránsito por el interior del cementerio desde la ciudad, aunque ésto no deja de ser una mera hipótesis (PERDIGONES MORENO et alii, 1986c, 69).

Y aunque tenemos una secuencia bastante completa de la evolución de las áreas funerarias de la ciudad, la escasez de los datos disponibles nos impide afinar más en las conclusiones. Ante estas carencias, resulta imposible cualquier intento de restitución topográfica del paisaje funerario de la ciudad, sobre todo porque no disponemos de las plantas ni de la dispersión sobre el plano de los numerosos enterramientos exhumados; y mucho menos de información suficiente para estudiar su distribución espacial interna, las tipologías sepulcrales o la naturaleza de los ajuares.

En la necrópolis Sur (PERDIGONES MORENO et alii, 1991, 58-64) las tumbas son de tipología completamente distinta, tratándose de grandes hipogeos labrados en la roca arenisca y tumbas trapezoidales de doble fosa fechadas, pese al escaso material encontrado, en una época anterior al siglo I a. C., aunque el uso de la misma se ha llevado hasta el siglo II d. C., según se desprende de los siete enterramientos hallados junto a la puerta de entrada. Ésta se estructura a ambos lados de uno de los caminos que daban acceso a la ciudad con una extensión de más de 3 kilómetros (VAQUERIZO, 2010, 199).

Además, y a diferencia de lo que ocurre en otras ciudades de la Baetica, en las necrópolis gaditanas se da una fuerte impronta púnica (más que propiamente itálica) en ritos, prácticas conmemorativas y ceremoniales, ajuares de todo tipo e incluso tipologías funerarias (VAQUERIZO, 2010, 147). La investigación tradicional ha venido suponiendo que, por las particularidades características topográficas de la ciudad, las disposiciones funerarias de época romana habrían conformado una única necrópolis que, sometida a una cierta planificación, ocuparía los dos márgenes de la via Augusta en sus últimos kilómetros antes de entrar en la ciudad (CORZO, 1992, 269), a lo que habría que añadir la existencia de otras de carácter secundario así como la alternancia, como evidenciamos en otras ciudades, de los enterramientos con otras actividades industriales o agrícolas e, incluso, residenciales.

A modo de conclusión, puede decirse que las áreas funerarias romanas de Carissa Aurelia ofrecen una gran similitud con las de la necrópolis occidental de Carmo e incluso, recuerdan en algunos aspectos a las de Gades y Munigua (VAQUERIZO, 2010, 203). En Gades, a pesar de la gran cantidad de información, tipológica, epigráfica y ritual que poseemos, el conocimiento científico de sus distintas áreas funerarias sigue siendo muy pobre y desproporcionado si tenemos en cuenta la densidad y complejidad de los hallazgos (VAQUERIZO, 2010, 142). En las fases más antiguas de la población, en la ciudad fenicia, los enterramientos se localizarían en lugares posteriormente absorbidos por el

50 CORZO SÁNCHEZ, 1992, 263-292; PERDIGONES MORENO y BALIÑA DÍAZ, 1985, 63-69 y PERDIGONES MORENO y MUÑOZ VICENTE, 1985, 58-61, entre otros.

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17. Plano general de las necrópolis de Gades. (CORZO, 1992, 284)

Para Malaca, en general y a tenor de la escasa información disponible, la fase romana de la ciudad, en lo que al mundo funerario se refiere, destaca por su hibridismo inicial: la coexistencia de la inhumación y la cremación desde un primer momento (algo lógico si tenemos en cuenta el pasado semita de la ciudad), la sorprendente escasez de epigrafía, de monumentos y tumbas de obra (VAQUERIZO, 2007b, 381) que dificultan, enormemente, cualquier intento de estudio global, sociocultural o ideológico. No obstante, los hallazgos efectuados a raíz de las excavaciones realizadas con motivo del crecimiento urbano de la ciudad junto con las noticias antiguas, nos permiten trazar un panorama más o menos coherente de las áreas funerarias de esta ciudad, aunque mucha de esta información tenga que ver con centros urbanos de carácter secundario más que con la propia capital (VAQUERIZO, 2010, 203).

Un simple repaso al mapa arqueológico que hemos esbozado nos permite analizar alguna de las peculiaridades del fenómeno funerario antiguo como es el funcionamiento simultáneo de varios cementerios urbanos. Los de la calle Beatas (DUARTE et alii, 1992, 394-404) y el conocido como el de los Campos Elíseos (PÉREZ-MALUMBRES y RUÍZ, 1997, 209 y MARTÍN y PÉREZ-MALUMBRES, 2001, 299-326), en la ladera meridional del monte Gibralfaro, son un claro ejemplo de ello. Están localizados en puntos extremos de la ciudad y compartiendo, sobre todo el último, una interesante ocupación prerromana. Resulta interesante también el cementerio de la calle Mármoles (MAYORGA y RAMBLA, 1993, 405-415), aunque más que por sus ajuares y su rito funerario, por la disposición de las sepulturas allí localizadas: a modo de calle funeraria, siendo el único caso conocido, hasta ahora, en los territorios malagueños de una ordenación sepulcral de este tipo, tan común en la mayoría de las ciudades romanas.

El mundo funerario de época romana, junto con las peculiaridades derivadas de su pasado fenicio y púnico y los matices que de este hibridismo se desprende, permiten entender determinadas peculiaridades como el trazado de las vías, la ordenación del espacio sepulcral o las razones de la aparente falta de monumentos y recintos funerarios a causa de la perduración de matices locales.

Por otro lado, necrópolis como la de la calle Tiro (FERNÁNDEZ e ÍÑIGUEZ, 1996, 310-316) o la de la zona de Los Tilos (FERNÁNDEZ et alii, 2002, 530-551), confirman, por esta vía, la densa ocupación del litoral malacitano relacionada con la actividad pesquera e 57

parece tener una mayor importancia los de la necrópolis Occidental, me refiero fundamentalmente a las necrópolis de la La Algodonera (TINOCO, 2001, 908-919) y a la de la C/Bellidos (TINOCO, 2002, 470-485 y LÓPEZ y TINOCO, 2007, 609-630). Sorprendentes son los hallazgos de la C/Avedaño (VERA CRUZ et alii, 2002, 495-498), donde documentamos una serie de inhumaciones, datadas en una fecha tan temprana como es el siglo III d. C. para localizarse intra pomerium. Estos enterramientos, en los que no parece haber una planificación ni sistematización, implican una retracción, cuando menos parcial, del ámbito urbano astingitano (VAQUERIZO, 2010, 59) pues conviven con unas viviendas cercanas al decumanus maximus de la ciudad. Esta convivencia de vivos y muertos en fecha tan temprana no deja de extrañarnos pues se aleja de la tradición romana más antigua.

industrial que desde antiguo se desarrollaba en esta zona. A estos hallazgos habría que sumar el descubrimiento de una serie de enterramientos de cronología tardorromana localizados en distintos puntos de la ciudad, es el caso del teatro romano y su entorno. Atendiendo a estas cronologías, pueden distinguirse dos grandes periodos claramente diferenciados por el uso de la cremación o la inhumación como principal rito funerario, como ya hemos descrito al tratar las distintas áreas sepulcrales. Finalmente, a lo largo del Bajo Imperio y la Tardoantigüedad, las tumbas acaban invadiendo el ámbito urbano, ya reutilizado en buena medida para la instalación de pesquerías y factorías de salazón (VAQUERIZO, 2010, 221). En Ocurri (GUERRERO Y RUÍZ, 2001, 145-153) durante una serie de tareas de limpieza y consolidación de la muralla de la ciudad, se hallaron tres enterramientos en posturas extrañamente forzadas y sin relación alguna con un contexto necropolitano. Dos de ellos se dispusieron de forma paralela y con la misma orientación. Del tercero apenas se han conservado algunos huesos. Por sus características singulares y por no situarse en una de las necrópolis de la ciudad, los analizaremos en el apartado correspondiente a la posición del cuerpo en el interior de la sepultura51.

También en el caso de Iliberri (ARRIBAS, 1967, 67-105 y PASTOR y PACHÓN, 1991, 377-399) la información de la que disponemos es muy limitada. Podemos, no obstante, establecer localización de distintas zonas funerarias como la del Mirador de Rolando o en la Cuesta de San Antonio, al occidente de la ciudad; u otros hallazgos ocasionales localizados en la zona de San Juan de los Reyes, la plaza San José, la C/Elvira, etc. (VAQUERIZO, 2010, 87). Este panorama cambia para las sepulturas datadas en los últimos siglos de la dominación romana, momento en el que el triunfo del Cristianismo -no en vano esta ciudad fue sede episcopalimplica un cambio radical en las costumbres y creencias funerarias. Los ejemplos a partir de este momento se multiplican, aunque en la mayoría de los casos se trata de referencias antiguas; no obstante, no entraremos en éstas por rebasar el límite establecido para nuestro trabajo52.

En Sexi (JIMÉNEZ y MOLINA, 1986, 228-231) tan sólo conocemos un columbario de planta prácticamente cuadrada, de 3’80 por 4 metros al exterior y de 2’30 por 2’10 metros al interior, construido con mampostería y sillarejo. No obstante, la ausencia de material no permite establecer una cronología precisa; aún así, este tipo de edificios funerarios suele tener una cronología en torno al siglo I-II d. C. y, aunque las fosas documentadas no han aportado material alguno, podría pensarse que en su día albergaron inhumaciones, dentro y fuera del edificio –las últimas quizás de libertos de la familia que ocupaba el monumento- lo que permitiría, por el uso de la inhumación, llevar esta cronología hacia el siglo II d. C., momento en el que comienzan a aparecer enterramientos de inhumación en determinados columbarios.

En cuanto a las necrópolis de la ciudad de Singilia Barba, conocemos algunas referencias de autores antiguos aunque también de alguna excavación más moderna, que permite hacernos una idea de las distintas áreas sepulcrales de la misma. Son varios los puntos donde se han localizado sepulturas de época romana dentro del cortijo del Castillón y del de Valsequillo (ATENCIA, 1988, 90-103); sin embargo, no hemos tenido acceso al estudio de la totalidad de enterramientos ni a sus ajuares. Se conocen algunos sepulcros de sillares con pequeñas hornacinas interiores y cubiertos por losas planas, tal vez, con carácter colectivo de los que, al menos, han aparecido dos. Uno de ellos se halló en el cortijo de Valsequillo y fue luego desmontado; el otro, apareció en el cortijo del Castillón, en el llano situado al norte del cerro homónimo. Se halló otro sepulcro a espaldas de la casa de labor del cortijo del Castillón, de planta rectangular, paramento de sillares, pequeñas hornacinas interiores y cubierto por una bóveda de cañón, también de sillares, que luego describiremos. Parece que

Nuestro conocimiento de las necrópolis de Astigi, a pesar de que documentamos la existencia de distintas áreas sepulcrales de la ciudad, nos viene dado, fundamentalmente, de noticias historiográficas de carácter local y de excavaciones de urgencia no siempre tan bien publicadas como desearíamos. Uno de los aspectos más significativos del mundo funerario astingitano es la enorme proliferación de epigrafía – particularmente estelas de cabecera circular con indicación de la pedatura- recuperadas, principalmente, en la Necrópolis Oriental y Occidental, por donde entraba y salía, respectivamente, la via Augusta (VAQUERIZO, 2010, 51). Disponemos de información fidedigna – aunque incompleta- sobre la aparición de restos funerarios en todos los suburbia de la ciudad, de los que

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Para una descripción y análisis de las mismas remitimos a ROMÁN PUNZÓN, 2005 y ORFILA, 2006 que revisan la evolución de los modos de enterramiento en la ciudad de Granada desde la Edad del Bronce hasta la cristianización de los mismos, y a VAQUERIZO, 2010, 88-91.

51 Ver: 5. 1. b. La posición del muerto en la sepultura: En decúbito prono y otras variaciones, 205 y ss.

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18. Urso. Planta de la Cueva 2 y vista de la Cueva 5 (VAQUERIZO, 2010, figs. 56 y 57)

existía otro monumento de similares características, en un lugar impreciso y que se derrumbó accidentalmente. De éste sólo se conserva el rico ajuar en manos de un particular. También se conoce la existencia de otros dos, aparecidos en el llano de la zona septentrional del yacimiento, junto al Arroyo de los Castillones. Al parecer, éstos contenían sendos jarros de terra sigillata hispánica, forma 21, fechados en el siglo II d. C. Aunque ésto no es suficiente para establecer la cronología de los mismos. A éstos habría que añadir algunas sepulturas aisladas de distinta tipología: una en un ánfora, otra en una urna de plomo y otra en una fosa delimitada por muretes de ladrillos. No obstante, el conjunto de inhumaciones más importante del que se tiene noticia se sitúa junto a la casa de labor del cortijo del Castillón, en la actual huerta.

leones. Por lo que la necrópolis se ha fechado entre el siglo V y el VI d. C. En esta misma zona, y casi como dato anecdótico, N. Díaz de Escobar –que aporta noticias de más enterramientos similares a los anteriores- nos habla de la figura de un niño de unos seis o siete años, que apareció en el interior de un sarcófago de plomo, conservando la túnica, azul y roja, que lo vestía y una espada en su cintura. Al contacto con el aire, y a excepción de la espada, el cadáver y sus ropas se convirtieron en polvo (ATENCIA, 1988, 92-93 y ATENCIA et alii, 1995, 420). Las informaciones que nos aporta R. Amador de los Ríos (1908, 207 y ATENCIA, 1988, 93-94), nos permiten establecer la naturaleza de los ajuares hallados en estas sepulturas. Según este autor, los trabajadores que hallaban las sepulturas en el transcurso de sus labores agrícolas, encontraban sortijas de cobre, vasijas cerámicas, diversos restos humanos y monedas.

A finales del siglo XVIII, el franciscano Sebastián Sánchez Sobrino transmitió la noticia de que toda el área ocupada por el Cortijo de Castillón es una cadena de sepulcros que se extiende a Poniente y Norte por más de 400 pasos, sin haber apenas palmo de tierra donde no haya sepultura. En el sector occidental del Cerro del Castillón, en cuyas laderas se enclavan los restos monumentales de la ciudad, se han localizado numerosas sepulturas. Unas en la cercanía de la zona en la que también se situaron los alfares de terra sigillata; la otra, aún no excavada, se detectó en la huerta del mismo cortijo del Castillón y, por hallazgos fortuitos y noticias orales, sabemos que se trataba de sepulturas delimitadas y cubiertas por lajas de piedra caliza o por muros de ladrillo, en las que se había introducido una o varias inhumaciones en decúbito supino, en ocasiones con un jarro de cerámica común al lado de la cabeza. En este lugar se halló, como elemento reaprovechado, el fragmento de un sarcófago de mármol paleocristiano en el que se había representado la escena de David con los

Además, apunta que las sepulturas –seguramente no todas- se orientaban de este a oeste, con la cabeza al este. De estas escasas noticias, de la existencia de algunos sarcófagos monolíticos de piedra arenisca y de un columbario construido con bloques de piedra arenisca en el que se hallaron restos de terra sigillata gálica, varios ungüentarios de vidrio, cerámica común, etc. se deduce una cronología de a partir del siglo I d. C. Conocemos otros hallazgos en una zona muy próxima y relacionada, por tanto, con la ciudad de Singilia Barba: en el Cortijo de El Canal (CORRALES, 1996, 305-314), donde los restos se localizaron en dos zonas diferenciadas. Y aunque son escasos son los datos que conocemos de esta necrópolis; la mayor parte de los materiales que hemos reseñado deben situarse cronológicamente en la segunda mitad del siglo I d. C., aunque se extendería también a la centuria siguiente; quizás más, según las tipologías sepulcrales deducidas a 59

partir de los materiales hallados. Además, el hecho de que por esta zona, presumiblemente, discurriese la vía Singilia Barba a Hispalis, u otra vía secundaria de acceso a cualquiera de estas dos ciudades; podría relacionarse con la ubicación de una necrópolis, por lo que los restos aparecidos en el Cortijo El Canal no pertenecerían a una villa sino a monumentos funerarios destruidos, al igual que el columbario mencionado.

dimensiones monumentales en tiempos prerromanos, sufriendo una primera destrucción al levantarse la muralla, aunque con posterioridad retomaría su uso funerario. Estos relieves y esculturas funerarias se interpretan como pertenecientes a las grandes tumbas monumentales, fundamentalmente erigidas en época republicana, de tradición turdetana y destruidas, con motivo de las guerras civiles, antes del año 46 a. C. (VAQUERIZO, 2010, 93).

La importancia de Urso en el ámbito funerario, aunque no sólo, se encuentra en las tablas de bronce recuperadas, de forma casual, en el siglo XIX. Dichas tablas contienen la ley municipal de la Colonia Genetiva Iulia Urbanorum Urso que dedica los capítulos 73 y 74 a la normativa que regula el uso de sus necrópolis así como su lugar de ubicación (LÓPEZ MELERO, 1997).

También al este del conjunto urbano se localiza otro conjunto funerario, la llamada necrópolis de Las Cuevas, situada a los márgenes de la via Hispalis-Iliberris. Este conjunto debió conformar una auténtica via sepulcralis, por lo que no se descarta la existencia de otras vías secundarias, tal y como demuestra la aparición de otras tumbas hipogeas al norte de esta vía principal, además de otras sepulturas más sencillas, excavadas también en la roca.

Conocemos una serie de relieves de muy diverso tipo que permiten establecer la existencia de un sector funerario en uso desde época orientalizante y que habría alcanzado sus

19. Planta de la ciudad de Munigua y localización de sus dos necrópolis (VAQUERIZO, 2010, fig. 235)

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En líneas generales, todos autores que han hablado de la historia de la ciudad de Bracara Augusta (DELGADO, SANDE LEMOS y MARTINS, 1987; MARTINS y DELGADO, 1989-1990 y TRANOY y LE ROUX, 19891990) coinciden en la existencia de cuatro áreas cementeriales localizadas en las cuatro salidas de la ciudad, en relación con la red viaria que unía a ésta con el resto de centros urbanos de la Península. Las áreas funerarias identificadas son: la necrópolis de Maximinos, situada en la vía XVI, que se dirigía de Bracara a Olisipo; otra, en la parte oriental en relación con la vía XVII que se dirigía de Bracara a Astorga, por Chaves; al norte la necrópolis de Rodovia, relacionada con la vía XVIII que también se dirigía a Astorga, pero por Orense en este caso; y la última, la necrópolis de Campo da Vinha situada al sur de la ciudad y relacionada con una vía no citada en el Itinerario de Antonino y que de Bracara se dirigía a Emerita por Viseu.

A pesar de las numerosas inhumaciones constatadas, que sin duda hay que asociar con el substrato preexistente, – también hay numerosas cremaciones- las sepulturas se han fechado entre el siglo I y II d. C. (VAQUERIZO, 2010, 96-100). A estos hallazgos habría que añadir una serie de enterramientos, de los que apenas poseemos información, localizados en las zonas oeste y sur de la ciudad, lo que nos permite, al menos, intuir la existencia de otras áreas sepulcrales en la ciudad. Se conocen en la ciudad de Munigua dos amplios sectores funerarios conocidos, tradicionalmente, como necrópolis Sur y Este, aunque hoy tienden a considerarse como uno solo. Una característica singular de esta necrópolis es su localización intramuros (también extramuros en el caso de la parte sur, atravesada por un tramo meridional de muralla que fue construido entre finales del siglo II y comienzos del III d. C.). Polémica que se ha resuelto –sólo provisionalmente- por la posibilidad de que la línea del pomerium pudo no haber coincidido con la del recinto amurallado (VAQUERIZO, 2010, 263).

Para la necrópolis de Maximinos (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, 49-87), cuya intervención mejor documentada es la localizada en la C/do Caires, pese a que se trata de una actuación de urgencia, podemos concluir que ésta se utilizó durante un periodo muy prolongado. El total de las sepulturas documentadas asciende a 43, si bien muchas de ellas no pudieron ser excavadas y otras sólo lo fueron parcialmente. Su primera fase se encontraría representada por un primer nivel de incineración cuya cronología, debido a la escasez de materiales y a su estado fragmentario, no puede ser establecida más que en términos relativos. Aún así, se propone para ésta la primera mitad del siglo I d. C. Una segunda fase, también de incineración, está asociada a la presencia de ceniceros o bolsadas de cenizas y carbones, cuyos ajuares pueden datarse entre la segunda mitad del siglo I d. C. y la primera mitad del II d. C. Lo que llevaría a pensar que estas grandes acumulaciones de cenizas y carbones serían enterramientos en busta, lo que sería una práctica común en esta necrópolis durante la primera mitad del siglo II d. C., momento a partir del cual se generalizan los enterramientos en fosa, muchos de los cuales invaden y cortan sepulturas de la fase anterior. El tercer momento, todavía con un predominio de la incineración, se dataría a partir de la segunda mitad del siglo II prolongándose hasta finales del III d. C. Lo más frecuente son los enterramientos en fosa, sin olvidar algunas estructuras de ladrillo. Finalmente, una cuarta fase caracterizada por el uso de la inhumación está representada por enterramientos en fosa rectangular. Con frecuencia aparecen clavos en relación con las mismas, lo que permite establecer el uso de ataúdes o parihuelas para la disposición o traslado del cadáver al interior de la sepultura. La única sepultura de este momento que podemos datar con precisión es la número 22, fechada en los primeros años del siglo IV d. C., pero la ausencia de materiales y su relativa cronología impide ser más precisos al respecto. No obstante, el hallazgo en la calle Santos da Cunha de un ajuar funerario en el que aparece, entre otras piezas, un vidrio grabado con un monograma de Cristo permite prolongar el uso de esta área cementerial, al menos hasta la implantación del

En la necrópolis Sur, fechada entre los siglos I y II d. C., se han excavado más de un centenar de enterramientos, todos cremaciones y, a excepción de cuatro busta, todas ellas eran de carácter secundario. Los restos de la cremación eran recogidos con el ajuar en ollae ossuariae cerámicas o cajas de piedra o terracota, que se disponían directamente en el suelo. (VAQUERIZO, 2010, 263) En la necrópolis Este, al contrario que en la anterior, predominan las cremaciones en busta (cinco, fechadas entre el siglo I y III d. C.) y que comparten el espacio con una serie de inhumaciones ya desde fecha temprana. Unas y otras se encuentran integradas en recintos de obra de los que sólo se han conservado los cimientos y aparecen cubiertas por estructuras muy sencillas, así como los restos de un monumento funerario (VAQUERIZO, 2010, 263 y 265). Los enterramientos, orientados en dirección noreste-suroeste, fueron saqueados entre los siglos IV y V d. C. ○ Necrópolis urbanas de la Provincia Tarraconensis Las necrópolis urbanas conocidas y estudiadas en la provincia Tarraconensis53 apenas llegan a veinte; podemos mencionar las de Brigantium, Lucus Augusti, Asturica Augusta, Pallentia, Osca, Caesaraugusta, Ilerda, Emporiae, Barcino, Tarraco, Saguntum, Valentia, Carthago Nova, Lucentum, Segobriga, Castulo o Complutm. Pero además de su reducido número, una vez más, el grado de conocimiento de cada una de ellas es irregular: bien se deba a sus propias condiciones topográficas, por mantenerse la continuidad del hábitat o por la falta de excavaciones –también por la falta de publicaciones de las mismas-, sin descartar el brutal desarrollo urbano que ha acabado por destruir los yacimientos.

53 Ver: 10. 1. Necrópolis urbanas, 312-316 y 10. 7. 1. a. Los espacios funerarios: necrópolis urbanas, 414.

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20. Planta de Bracara Augusta con la localización de las áreas cementeriales e inscripciones funerarias. (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, fig. 1)

cristianismo en la zona. Aunque el dato es demasiado exiguo como para plantear ninguna hipótesis al respecto.

Sin descartar la existencia, dentro de esta misma zona, de sectores más privilegiados que los documentados.

Las sepulturas documentadas en esta necrópolis son bastante pobres, tanto por sus ajuares, como por la escasa epigrafía asociada al conjunto o por las tipologías sepulcrales, más aún si las comparamos con otros hallazgos funerarios de la misma ciudad como los de Largo Carlos Amarante (MARTINS y DELGADO, 19891990, 98-104) o con los enterramientos de inhumación de Cangosta da Palha (MARTINS y DELGADO, 19891990, 104-147), ambos en la necrópolis de Via XVII. Además, la ubicación de esta área cementerial coincide con la instalación de centros de carácter artesanal dedicados, fundamentalmente, a la fabricación de vidrio. Este hecho permite establecer una diferenciación social de las áreas cementeriales, sería aquí donde se sepultasen los elementos sociales menos privilegiados del sustrato indígena de la ciudad (este último dato estaría apoyado por la onomástica de los escasos vestigios epigráficos).

En cuanto a las sepulturas excavadas en la llamada necrópolis de Via XVII (MARTINS y DELGADO, 19891990, 88-147), podemos establecer que a excepción de alguna incineración el predominio del ritual inhumador es casi total. Si bien, la única sepultura segura de incineración es la E39, en cista de ladrillo, que se ha fechado entre los siglos I y II d. C. También los enterramientos E 25, E55 y E56 pudieron haberse tratado de incineraciones, sobre todo atendiendo a sus reducidas dimensiones y a su orientación, norte-sur y noroestesureste, en comparación con el resto de sepulturas de inhumación. Todas las inhumaciones parecen depositadas en fosas de forma rectangular, normalmente delimitadas por distintos materiales como piedras, ladrillos, tegulae o imbrices; siendo estos materiales cerámicos los más representados. Atendiendo al uso de uno u otro material se han catalogado en distintos tipos y subtipos, aunque 62

todos parecen tener unas características comunes que dan a esta necrópolis una gran homogeneidad. La cronología de esta área cementerial parece ser bastante prolongada pues encontramos enterramientos que van desde la segunda mitad del siglo I hasta el IV d. C., e incluso más allá. Parece ser que la zona más antigua de la necrópolis, establecida con base a las sepulturas de inhumación y a la recuperación de algún resto epigráfico, se situaría en torno a la salida de la ciudad, junto a la muralla. Por el contrario, las inhumaciones se encontraban más apartadas del recinto urbano y, posiblemente, también en el propio trazado de la vía u ocupando zonas nuevas. Aún así parece existir, en comparación con la necrópolis de los Maximinos donde el fenómeno de las superposiciones es una constante, una organización mayor. Esta planificación del área cementerial de Via XVIII se ha explicado por el estatuto socio-económico más elevado de los individuos y las familias allí enterradas.

propuso a inicios del siglo XX y con base a referencias poco claras, establecer las zonas intra o extramuros resulta, hoy en día, bastante complicado. En todo caso, la disposición de las necrópolis parece respetar, con bastante precisión, lo que serían los límites de la ciudad flavia/antonina. Además, la existencia de enterramientos en todas las necrópolis fechados a partir del siglo I y hasta el Bajo Imperio parece un argumento, a falta de otros más precisos, para establecer que la superficie de la ciudad no sufrió importantes cambios en época tardía. De hecho, los hallazgos parecen evidenciar que las necrópolis estuvieron en uso hasta la Alta Edad Media, entre los siglos VI y VII d. C. La perduración del ritual de incineración, hasta los siglos III e incluso hasta el IV como ya hemos visto en otras zonas de la Lusitania, se ha visto como la perduración de los usos funerarios prerromanos de la zona, en el que el ritual incinerador era el predominante. Establecer la imposición de la inhumación a partir del triunfo del cristianismo es una propuesta arriesgada, pues la imposición de un rito sobre otro es un proceso que tiene ritmos distintos según los diferentes niveles sociales urbanos. Si bien, en Braga, dada la ausencia sistemática de elementos seguros de datación, se utilizan como elementos de clasificación del ritual (ya que la ausencia de huesos y la presencia de restos de carbones o cenizas en las sepulturas parece una constante), la existencia de vestigios osteológicos no carbonizados, la ausencia de vestigios claros de incineración, la dimensión y forma de las sepulturas, la orientación de las mismas y la presencia de restos del ataúd. De los enterramientos de inhumación constatados, sólo uno (sepultura 22 de la necrópolis de Maximinos) puede ser datado con total seguridad en el siglo IV d. C. Hecho que permite establecer que el predominio y expansión del ritual de inhumación fue anterior a la difusión del cristianismo, cuya cronología se ha establecido a finales del siglo IV d. C., por lo que ambos ritos llegarían –en el marco del paganismo- a convivir en las necrópolis bracaragustanas.

Para la necrópolis de Rodovia, Via XVII (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, 148-155), los datos son poco precisos tanto por las características de los hallazgos como por la parquedad de los materiales recuperados, que fundamentalmente se tratan de restos de cerámica común y de fabricación local, lo que impide establecer una cronología concreta. Pero tanto por los hallazgos, por las noticias de otros enterramientos aparecidos en la zona y por sus materiales asociados –en ocasiones recuperados-, se ha propuesto una cronología que va desde el siglo I d. C. hasta el III d. C. Finalmente, para el caso de la necrópolis del Campo da Vinha (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, 155-158) las informaciones son tan vagas que no permiten establecer ninguna conclusión sobre su cronología y sobre el ritual de enterramiento utilizado. Por el hallazgo –aunque descontextualizado- de inscripciones romanas se ha propuesto una cronología que va del siglo I al III d. C.; incluso se ha propuesto la posibilidad de que alguno de estos no tenga adscripción romana.

La problemática de las excavaciones urbanas en la ciudad de Brigantium (LUENGO, 1955, 415-438) es un hecho palpable, no sólo por las dificultades de la excavación, sino por la superposición de niveles estratigráficos y por la invasión de los mismos que ha destruido gran parte de las estructuras conservadas, lo que no permite una visión panorámica del conjunto. A principios del año 1949, al realizar unas obras de pavimentación en la calle Real, fueron halladas unas urnas cinerarias que fueron destrozadas por los obreros. Ya se tenían noticias de otros hallazgos similares en esta calle de los que poco más se conoce. Pero unos días después del hallazgo de las cremaciones, se desenterraron un conjunto de huesos humanos en relación con una serie de fragmentos de tegulae, procedentes de una sepultura destruida por el antiguo tendido de los cables de alta tensión. En cuanto a su cronología, y a juzgar por las características de las obras y la existencia tanto del rito de cremación como del de inhumación, ésta parece bastante dilatada y puede fijarse entre los siglos I y IV d. C. Sin que pueda precisarse nada más al respecto. En cuanto a las

De forma general podemos establecer que la distribución de los hallazgos de carácter funerario en la ciudad de Bracara Augusta parece respetar, salvo raras excepciones, las normas que establecían la ubicación de los enterramientos extramuros del recinto sagrado de la ciudad. La aparición de algunos epígrafes en el interior de la misma debe asociarse con su reutilización como material de construcción, estando por tanto totalmente descontextualizados. Aún así existen referencias, no muy claras no obstante, de la existencia de algunas sepulturas de incineración documentadas en el interior del recinto urbano. Es el caso de los hallazgos del Seminario de Santiago, si bien la imprecisión de estas referencias nos obliga a ser cautos en cuanto a su interpretación. En la zona de Maximinos y en relación con la extensa necrópolis ya descrita, se conocen referencias poco precisas de algunas incineraciones que, supuestamente, se localizarían intramuros, una de ellas datada por su relación con una fíbula en el siglo III d. C. Si bien, si tenemos en cuenta que el trazado de la muralla se 63

sepulturas de inhumación, que parecen estar unidas y que pertenecen a un varón, un niño y una mujer, se han interpretado como un conjunto familiar. Idea nada descabellada y que se repite con relativa constancia en otras necrópolis estudiadas.

se extendía desde la Plaza de la Constitución hasta unos metros más allá de la capilla, donde es probable que la fuerte pendiente del terreno pusiese límite a la necrópolis. Las cistas de incineración son similares a las de la Necrópolis de la Plaza del Ferrol. Para las tumbas de inhumación, por el contrario, pueden diferenciarse varios tipos de estructuras funerarias. Las encontramos de fosa simple excavada en el suelo arcilloso, que se presentan como las más numerosas; del mismo tipo pero con una pequeña oquedad en la que se depositaban las ofrendas; una fosa excavada, toda ella forrada por tegulae, paredes, solera y lecho; con lajas de piedra; con paredes de ladrillo y con cubierta de lajas, forrada con granito en las paredes y cubierta. La presencia de numerosos clavos en el interior de las sepulturas indica el uso de ataúd, del que no se constatan más evidencias.

Poco hemos podido aportar para el conocimiento del mundo funerario en Lucus Augusti; aunque la evolución funeraria de la ciudad está, al menos a grandes rasgos, bien documentada: desde el inicio con la incineración, el posterior uso del ritual inhumador y, finalmente, la adopción del cristianismo. Lamentablemente, la bibliografía consultada no nos ha detallado todo lo explícitamente que hubiéramos deseado las características propias de cada necrópolis. En el año 1986 se exhumaron, en la Plaza del Ferrol (RAIGOSO, 1995, 121-129), 66 cistas de incineración que parecen representar un pequeño sector de la necrópolis allí ubicada, que debió abarcar una amplia área que se extendía más allá de la plaza y bajo los edificios inmediatos a la misma. Por el noreste, está perfectamente delimitada por una calzada que transcurría a través de la Porta Falsa y separada de ésta por un muro. Cronológicamente, se ha fechado desde mediados del siglo I d. C. hasta el momento de construcción de la muralla romana.

Finalmente, poco podemos decir sobre el sector funerario del Sector Norte del Carril de las Ortigas y Rúa Nova a excepción de que se trata de una serie de cistas pertenecientes a una necrópolis de incineración que quedó, al menos en parte, en el interior del recinto amurallado tras la construcción de éste. Concretamente se localiza en torno a una zona que pudo corresponder con el intervallum de una calzada altoimperial, sobre la que se superpuso la muralla. Así mismo, conocemos otras áreas cementeriales de cronología tardía y de culto cristiano. Una de ellas se sitúa en la Plaza de Santa María, junto a la catedral, y allí se ha exhumado una necrópolis de tumbas rectangulares de lajas de pizarra con una cronología entre los siglos IV-V d. C., asociadas a una piscina paleocristiana y a un sarcófago antropomorfo. En esta misma línea iría la mencionada Necrópolis de San Roque en sus momentos tardíos, pues la mayor parte de

Ese mismo año, en las inmediaciones de la capilla de San Roque (QUIROGA y LOVELLE, 1999, 1395-1410) y fuera del recinto murado, se hallaron 40 sepulturas de inhumación y tres cistas de incineración. Estos enterramientos correspondían a una vasta necrópolis que

21. Asturica Augusta. Vías de posible origen antiguo, áreas con hallazgos de enterramientos y puertas de acceso a la ciudad: A. Puerta Obispo; B. Puerta Romana y Puerta de Hierro; C. Puerta del Rey y D. Postigo de San Julián. El recinto funerario se encuentra entre las áreas de necrópolis 3 y 4 (GONZÁLEZ et alii, 2003, fig. 2).

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las necrópolis suburbanas “entre los siglos V-VII, no son fundaciones nuevas, sino que continúan y prolongan cementerios tardorromanos, lo que es una prueba de la continuidad de la vida urbana” (QUIROGA y LOVELLE, 1999, 1398). Y aunque se sigue la distribución con respecto a las vías, en estas necrópolis serán inhumados los primeros cristianos; origen de lo que P. Perin ha denominado “una primera generación de iglesias suburbanas”.

en uso desde el siglo VI a. C. hasta finales del I a. C. o principios del I d. C. en plena etapa altoimperial, momento en el que comienza su integración en la cultura “romana” y, a partir del cual, comienza a abandonarse. Al final de esta última fase es cuando se registran piezas de cerámica común y engobada, datadas entre los siglos I a. C. y I d. C., de terra sigillata hispánica, con una cronología entre los siglos I y II d. C., y denarios ibéricos, ases republicanos y otros altoimperiales, fechados también desde la primera mitad del siglo I a. C. hasta el primer cuatro del I d. C. Estos materiales aparecen en pequeños hoyos, frecuentemente en el nivel del conglomerado natural del lugar, que contienen huesos cremados y que parecen corresponder a tumbas destrozadas.

La ciudad de Asturica Augusta (GONZÁLEZ et alii, 2003, 297-308), tanto en su recinto amurallado como en su ámbito suburbano, ha proporcionado hasta el presente un total de setenta inscripciones y epígrafes de carácter funerario, siendo uno de los conjuntos más notables del noroeste hispano, destacando entre ellos la existencia de un collegium funerario, además de algún sarcófago. Pero la gran mayoría de estos se hallaron embutidos en las murallas, o desubicados de su lugar original por lo que habían perdido gran parte de su valor simbólico y religioso.

Los enterramientos datables en la etapa más tardía de este cementerio celtibérico se localizan al sureste, próximo a una zona donde se hallaron unos silos de la Edad del Bronce. Aunque sin descartar el hecho de que determinadas sepulturas se ubiquen en zonas ya ocupadas por enterramientos anteriores, lo que puede explicarse por el hecho de que los enterramientos más antiguos han sido fruto del olvido por el paso de varias generaciones. Los conjuntos hallados presentan ciertas diferencias, sobre todo en lo que se refiere a la incorporación de piezas en el ajuar. Como continuación con el horizonte celtíbero, los enterramientos se depositan en estructuras pétreas similares a las de las etapas más antiguas, persisten abundantes objetos de tradición celtíbera y continúa usándose el rito de incineración (que, por otro lado, era el predominante en el mundo romano en estas fechas). Pero también, en estas sepulturas, persisten algunos objetos propios del celtibérico pleno: puñales biglobulares, cerámicas oxidantes con decoración pintada monócroma, fíbulas de La Tène III, etc. Aunque también se incorporan nuevos elementos como monedas, tanto con textos ibéricos como con leyendas latinas, piezas de terra sigillata o de cerámica común –tanto de tradición indígena, como las del Alto Duero o romana-. El hecho de que el número de sepulturas perteneciente a este horizonte (11 ó nueve según distintas publicaciones) parece indicar una fuerte reducción de utilización del cementerio celtibérico de Carratiermes. Esto permite pensar en la existencia de otro lugar sagrado para los muertos, en las proximidades de la ciudad y utilizado durante época romana. Las informaciones que poseemos son algo deficientes, pues no conocemos la relación del ajuar con respecto a las sepulturas descritas, ni tampoco su tipología sepulcral. No obstante, según se nos dice en la bibliografía, y salvo alguna contradicción, los enterramientos descritos pueden situarse en la tercera y última fase de esta necrópolis. Éste parece ser el único cambio traumático de la necrópolis, pues la transición entre la primera y la segunda etapa es gradual, sin embargo, desde el año 180 a. C. se produce un cambio total que se prolonga durante el siglo siguiente y que se

Los hallazgos mejor conocidos se sitúan en la C/Vía Nova. Allí, al abrir la zanja destinada a albergar la tubería de un gaseoducto, se pusieron al descubierto tres inhumaciones en sepulturas construidas con ladrillos, en medio de un muro de mampostería documentado en su lado oriental. Además se encontraron restos de otros enterramientos que denuncian un ritual funerario diferente: la incineración. Conocemos la existencia de otros enterramientos al este de la ciudad. En el actual barrio de San Andrés se halló, en 1888, una sepultura de incineración: una caja de plomo que albergaba una urna de vidrio, todo ello en una estructura de ladrillo. En la zona oriental de la ciudad y al borde de una de las vías de acceso -la que se dirigía hacia Legio, Caesaraugusta, Tarraco y Burdigala- se tiene noticia de la aparición de una serie de sepulturas de incineración e inhumación. Se trataría de otra necrópolis con una cronología en torno al siglo III d. C., por lo que al tránsito de rito funerario se refiere. En todo caso, se desconoce la ubicación exacta de ambas y se ha llegado a pensar que se trata de una misma área funeraria. También se tiene noticias de otra en el barrio de Rectivía, junto a la Puerta del Obispo, por donde debía salir la vía que llevaba a Lucus Augusti y a Bracara Augusta. Allí se descubrieron, sin que se indique cuando, cuatro sepulturas de inhumación. Las excavaciones en el cementerio de Carratiermes han documentado que, aunque la mayor parte de los enterramientos pertenecen a un horizonte celtibérico, más concretamente tardoceltibérico, en 11 sepulturas se ha hallado material de adscripción romana en convivencia con elementos indígenas54. Esta necrópolis parece estar 54

A. Martínez Martín y E. Hernández Urizar (1992, 800-803) dicen que son nueve enterramientos y aunque detallan las piezas de cronología romana halladas, sólo nos dan referencia de tres de estos: 212, 241 y 242. J. L. Argente et alii (2001, 238-239) engloban las sepulturas 9, 11, 64, 203, 212, 227, 241, 252, 358, 366 y 382 en el periodo tardoceltibérico de la necrópolis y, por el contrario, ubican el

enterramiento 242 en la etapa del celtibérico pleno. Tampoco en esta publicación se nos detalla la tipología sepulcral, los ajuares y otras características de cada una de las sepulturas.

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relaciona con los avatares políticos de Roma. No obstante, al desconocer todo lo referente a la necrópolis romana de Tiermes y en base a la fragilidad de los datos expuestos, parece difícil evaluar la aculturación y la absorción del modelo “romano” en esta zona de la Celtiberia Occidental. De todos modos, las características generales del rito funerario se mantienen en líneas generales, aunque la intrusión de objetos romanos en el ajuar sepulcral o la desaparición casi por completo de las armas parecen preludiar el comienzo de un cambio inexorable. Parece que estamos ante una primera fase de la “romanización”, sólo de carácter material, y caracterizada por la introducción de materiales romanos importados en ajuares funerarios que todavía conservaban un ritual básicamente indígena.

como una serie de inscripciones. También en la actual estación, se descubrieron dos inhumaciones y una urna funeraria, de cerámica, de un pie de altura y medio de diámetro, llena de cenizas y huesos calcinados, y cubierta por un plato. La necrópolis de esta zona es, cultural y cronológicamente, distinta a la denominada Eras del Bosque o, en todo caso, una y otra representan dos fases distintas de una sola necrópolis, puesto que pertenecieron a una misma población. En la necrópolis de Eras del Bosque hay enterramientos que responden a un ritual funerario indígena aunque con elementos presentes del ajuar “romano”; por el contrario, en esta zona el ritual y la estructura de las tumbas son “romanos”, aunque con la pervivencia de algunos elementos indígenas. El propio F. Simón y Nieto establece la dificultad de determinar si todos los hallazgos pertenecían a época romana o, si por el contrario, los había también de época prerromana. Estos datos, junto con el metodológico análisis de una tumba hallada en un solar perteneciente a esta zona (en la calle Villa Casares, números 8, 10 y 12), permiten plantear “que la necrópolis correspondiente a la población prerromana estuviera situada en la misma zona de Eras del Bosque” (DEL AMO, 1992, 182). No entraremos en detalles de la misma, pero la presencia de restos animales desprende un fuerte carácter indígena y, aunque encontramos en el ajuar materiales “romanos” -como dos cuencos de vidrio, uno Isings 3c y otro 3b, y una copa de terra sigillata Haltern 14-, también se hallaron dos platos con decoración geométrica pintada y el mango de un recipiente de bronce (simpulum) con aplique terminal de cabeza de toro, que tienen un carácter netamente celtibérico.

El estudio de la necrópolis de Eras del Bosque de Pallantia resulta muy complicado, pues todas las noticias que poseemos se basan en las excavaciones llevadas a cabo por F. Simón y Nieto a finales del siglo XIX. Además, éstas no se publicaron hasta 1945 y, como a su autor había fallecido, hemos de conformarnos con un borrador de los trabajos no preparado para su divulgación. Pese a todo, y gracias a algún hallazgo aislado y fortuito, se han revisado los papeles del citado erudito, matizando sus conclusiones (DEL AMO, 1992, 169-212). En la primera parte del informe de F. Simón y Nieto (1948, 147-152), se describen de manera genérica las características de una necrópolis situada en “la carretera que conduce a Valladolid” y “a muy corta distancia del recinto urbano”, al sur del recinto antiguo, sin que pueda precisarse más sobre su ubicación. En esta necrópolis predominaban los enterramientos de incineración en urnas de cerámica, vidrio y plomo, con diversos objetos a modo de ofrenda funeraria. En cuanto a los enterramientos de inhumación, se habían depositado en sarcófagos de piedra y en cajas rectangulares formadas con tegulae, sin ajuar en el interior, aunque sí se hallaron materiales en torno a ellas. El carácter genérico de la descripción impide hacer cualquier tipo de valoración sobre sus características y cronología, aunque la convivencia de incineración e inhumación en sarcófagos quizás implique una cronología en torno al siglo II d. C., sin que éste sea un dato fiable. En cualquier caso, se trata de una necrópolis que, por ubicarse al sur del casco antiguo, no guarda ninguna relación con las que describiremos seguidamente.

La necrópolis de Septimanca se localiza en las proximidades del Archivo, concretamente en un altozano bordeado por un barranco producido por un arroyo torrencial que desciende de un páramo cercano. Ésta se extiende, aproximadamente, por media hectárea de superficie irregular, lo que hace que las sepulturas aparezcan a diferentes cotas, una diferencia más aparente que real debido a la naturaleza topográfica del lugar. En las proximidades de la ermita de la Virgen del Arrabal, al sureste del núcleo urbano, conocemos un enterramiento de incineración fechado entre mediados del siglo I y durante el II d. C., desconocemos si se trata de una sepultura aislada o ésta debe relacionarse con un área cementerial de mayores dimensiones correspondiente al momento altoimperial de la ciudad (ROMERO y SANZ, 1990, 172 y ss.).

Existió otra necrópolis en la franja ocupada por las actuales instalaciones ferroviarias de Palencia, pues al hacer esas instalaciones, entre 1860 y 1864, se hallaron “numerosas lápidas sepulcrales, cipos y estelas, con muchos objetos que se dispersaron en manos de anticuarios” (SIMÓN y NIETO, 1948, 152). Noticias que se confirman con los datos proporcionados por B. de Bengoa, al describir enterramientos con cubierta a modo de bisel y con seis u ocho vasos lacrimatorios en su interior. Además, añade que con algunos esqueletos se han extraído armas, puñales de hierro, lanzas, etc. así

En cuanto a la necrópolis tardorromana (RIVERA, 19361939, 5-20), ésta se excavó tempranamente, a finales de los años veinte, sin que se tuviera apenas conocimiento de otras áreas cementeriales similares en la zona por lo que, en un principio, la necrópolis se creyó de cronología visigoda. En total, se trata de un conjunto de 145 sepulturas, todas ellas excavadas en el subsuelo constituido por una toba pulverizada de naturaleza 66

calcáreo-arcillosa. La forma general de las fosas es rectangular y, a veces, ligeramente trapezoidal. Se documentan enterramientos múltiples y, en otros casos, reutilizados. En éstos, generalmente, el sujeto más antiguo aparece amontonado a los pies del segundo, aunque no se detalla cuáles son sus características. También se da el caso de superposición de enterramientos, incluso fenómenos de intrusión, apareciendo, algunas sepulturas, cortadas. En cuanto a ajuares funerarios se refiere, la necrópolis es relativamente pobre: no aparece en la mayoría de las sepulturas y, en las que lo hace, es poco abundante. Si bien, el interés de estos objetos es muy importante pues alguno, como es el cuchillo tipo Simancas, se va a convertir en una especie de fósil director para el conjunto de necrópolis tardorromanas de la zona del Duero.

A grandes rasgos y pese a la parquedad de las noticias a las que hemos podido acceder, parece que Caesaraugusta sigue las directrices del Imperio Occidental en cuanto al mundo funerario se refiere. Dos son las formas que adopta el ritual funerario romano: la cremación y la inhumación, ésta especialmente a partir del siglo II d. C., como parece ser la norma en Roma y en el resto del Imperio, sobre todo en Occidente. Además, siguiendo las prescripciones de la ley, las necrópolis estaban situadas en el exterior del pomerium, en las vías de acceso a la ciudad. De tal modo que, “si no tuviéramos la fortuna de haber conservado la ciudad su potente muralla en continuo crecimiento y cuidado a lo largo de la romanidad, podríamos sin duda trazar el perímetro urbano a través de la situación de las distintas necrópolis conocidas o intuidas en nuestro suelo, que nunca rebasaron el límite interior del pomerium o límite religioso de la colonia y que se agrupan claramente extramuros de la ciudad y en algunos casos limitando estrechamente con la muralla” (ADIEGO, 1991, 20).

En la ciudad celtibero-romana de Uxama (ARGENTE y JIMERO, 1977, 29-40) conocemos la existencia de tres enterramientos que, desgraciadamente, no fueron excavados con una metodología arqueológica y que se encuentran prácticamente descontextualizados. Se han datado en la primera mitad del siglo I d. C. Los ossilegia se habían introducido en unos contenedores cinerarios de piedra. Los paralelos más cercanos los tenemos, sin duda, en la necrópolis de Segóbriga, donde los bloques de piedra albergaban urnas cinerarias de vidrio; pero también en la antigua Balsa (Tavira), al sur de la Lusitania. Además, J. L. Argente y A. Jimeno han visto paralelismos de éstos en las sepulturas ampuritanas en forma de dado cúbico, aunque éstas están realizadas en argamasa con piedras irregulares y con las paredes estucadas.

La necrópolis Oriental (ADIEGO, 1991 y AGUAROD y GALVE, 1991) se trata de la necrópolis romana más extensa de las localizadas hasta el momento. Se encuentra en la zona del barrio de las Fuentes, en la calle de Nuestra Señora del Pueyo, y su localización llena el vacío existente en una zona en la que no se habían constatado hasta el momento restos arqueológicos. En la época romana su acceso se efectuaría a través de una vía que, partiendo de la denominada Puerta de Valencia, se dirigía a cruzar el río Huerva por un puente, para continuar hacia Celsa bordeando el río Ebro.

22. Panorama funerario de Caesaraugusta. (GALVE IZQUIERDO, 2008, fig. 1)

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La necrópolis se extendía a ambos lados de la vía ocupando una extensión de alrededor de 30.000 metros cuadrados. La utilización de este lugar como área cementerial se ha efectuado durante un dilatado espacio de tiempo que tiene sus inicios a los pocos años de la fundación de la colonia y que se prolonga hasta el siglo VI d. C. A un primer momento, y según las pautas del ritual funerario romano, corresponden una serie de enterramientos efectuados con el rito de incineración, procediendo a la cremación del cadáver cuyas cenizas se recogían en una urna. A una etapa posterior corresponde un cambio en los ritos funerarios que sustituyen paulatinamente la incineración por la inhumación. Aspecto que se hace presente en esta necrópolis con un variado repertorio de tipos de enterramientos. Estos enterramientos carecen de ajuar y los cuerpos se hallan depositados en decúbito supino con los brazos situados a lo largo del cuerpo. Se constata, al mismo tiempo, una dilatada utilización, que, según los análisis de C14, puede llevarse hasta los siglos IV y VI d. C., por lo que es frecuente el fenómeno del reaprovechamiento, dándose superposiciones en las tumbas.

En la ciudad de Calagurris conocemos, al menos, dos áreas sepulcrales. Para el caso de la necrópolis de Villanueva (PASCUAL y GARCÍA, 2002, 103-120) -al margen de una serie de noticias en ningún caso claras- el hallazgo de sepulturas de adscripción dudosa (pues las inhumaciones se catalogan tanto como bajoimperiales, al asociarse cerámicas romanas tardías –tipológicamente sólo nos mencionan un cuenco Ritterling 8-, como medievales55), nos centraremos en el único resto excavado con metodología arqueológica y del que poseemos datos fiables. No obstante, M. P. Pascual y P. García interpretan los vestigios hallados de forma poco precisa. Para estos autores, el tipo de enterramiento es un modelo sepulcral propio de la Edad del Bronce, debido a su forma de vasija que se relacionaría con la pervivencia de formas sepulcrales utilizadas en momentos anteriores, retrotrayéndola hasta la cultura de los Campos de Urnas y fechando los restos materiales en un momento “posterior al Imperio Romano”. Para ellos, “la particularidad [...] de la necrópolis de Villanueva, comienza en el momento en el que junto a estos ritos prerromanos, aparecen a partir de los niveles estratigráficos más profundos, materiales cerámicos tan concretos y determinantes como la tegula romana. Algo que definitivamente confirma la pervivencia de algunos cultos paganos en el Valle del Ebro hasta época altomedieval” (PASCUAL y GARCÍA, 2002, 117). En nuestra opinión, y a falta de otros datos a excepción de los aportados en la descripción del artículo, la interpretación del enterramiento puede matizarse. En primer lugar, los restos de la cremación junto con los huesos, fragmentos cerámicos (cuya descripción deja mucho que desear) y restos de tegulae implicarían, sin duda, la cronología romana, aunque imprecisa, del enterramiento. Éste sería posterior a la de la Edad del Bronce y anterior a la Alta Edad Media. Más aún, teniendo en cuenta la solución de continuidad que los autores dan a los ritos funerarios desde una época tan temprana como es la Edad del Bronce a otra tan posterior como es la Edad Media. Además, y en segundo lugar, hay que añadir que la práctica del ritual de incineración es el predominante en el Alto Imperio Romano, al menos en la Tarraconensis –cronología que habría que matizar con respecto a la perduración de este rito en la Lusitania-. Por tanto, la aparición de material romano, asociado a una incineración en un contexto cerrado parece implicar la adscripción romana del mismo. Y aunque no podemos afinar su cronología, el uso del ritual de incineración y la aparición de un cuervo asociado al mismo, cuyo paralelo más cercano lo encontramos en un enterramiento fechado en el siglo I a. C. en Bilbilis (MARTÍN-BUENO, 1975, 701-706 y 1982a, 96-105), nos permitiría ubicar el mismo en el Alto Imperio, siendo ésta una cronología relativa. En cuanto al denominado Hoyo I, receptáculo de los restos, parece tratarse de un silo de la Edad del Bronce más que de una fosa para un enterramiento. Su reutilización en época romana, según la cronología que proponemos, tendría sus paralelos en los enterramientos

A raíz del constante crecimiento de la Necrópolis Oriental, fue necesaria la formación de otros recintos funerarios en diversos puntos de la periferia ciudadana. Por esto, en el transcurso del siglo III d. C., se levanta una nueva necrópolis en la zona Norte, localizada en el Paseo Echegaray y Caballero. Pese a lo limitado de la excavación, ésta no impide plantear una idea de la misma a partir de los distintos tipos de tumbas descubiertas, todas ellas de inhumación. Finalmente, la necrópolis de la Puerta Occidental (GALVE, 2008) se trata de la tercera necrópolis de la ciudad y su localización y excavación nos permite completar el panorama funerario de Colonia. Las excavaciones realizadas en la calle Predicadores proporcionaron el hallazgo de un cementerio que comenzó a utilizarse hacia finales del siglo II d. C. y que tuvo un uso dilatado. Perduró durante el Bajo Imperio, en la etapa hispano-visigoda e incluso en época islámica y sólo fue interrumpido tras la conquista cristiana de Zaragoza en el siglo XI. Situada a las puertas de la ciudad y a tan solo 100 metros de las murallas, se supone que los enterramientos se alternaban a ambos lados de la vía, aunque no parece que hubiese demasiada aglomeración – en los 200 metros cuadrados excavados se han hallado 13 inhumaciones y tres incineraciones, una de ellas en un pequeño monumento funerario-. Parece no acabar aquí la relación de las áreas cementeriales de Caesaraugusta, puesto que hay razones para ubicar otra necrópolis en el área de Santa Engracia, de la que sólo se han hallado importantes sarcófagos paleocristianos. También en Miralbueno se localizaron los escasos restos de un posible edificio funerario, de tipología dudosa y perteneciente a una villa suburbana y no a la propia colonia.

55 Según J. L. Cinca (1996, 47), la necrópolis medieval (de sepulturas de inhumación en fosas cubiertas por lajas de piedra) se situaría a 600 metros del hallazgo descrito y sin relación espacial directa con el mismo.

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de Archivel, Caravaca de la Cruz (Murcia). Pero no sólo por la reutilización del silo, sino por el extraordinario ritual llevado a cabo; en ambos casos se trata de un extraño enterramiento que (de inhumación en el caso de Archivel), tiene unas connotaciones rituales muy claras y en el que aparecen, también asociados a los restos mortales del individuo allí sepultado los esqueletos de dos perros. Aspectos que trataremos de explicar más adelante.

ajuar funerario. Aunque el destrozo ocasionado por la máquina que la encontró, impide conocer más de talles que los deducidos por los materiales recuperados. En el Espinal conocemos dos necrópolis, de características sensiblemente distintas pero que debieron pertenecer a una misma población que ha sido asociada con la ciudad de Iturissa que Ptolomeo (II, 6, 67) mencionó entre los vascones y que, posteriormente, aparece en el Itinerario de Antonio como la mansio de Turissa, en la vía XXXIV, de Asturica a Burdigala. A la vista de los materiales recuperados se ha planteado la posibilidad de que éste se tratase de un asentamiento de tipo militar con un marcado carácter estratégico, con una cronología que abarca los dos primeros siglos de la Era. La existencia de un destacamento militar en esta zona del saltus vasconum puede deberse a la necesidad de controlar uno de los pasos por el occidente de los Pirineos. Aspectos que pueden ponerse en relación con las revueltas galas del año 21 d. C.56, coincidiendo con la reconstrucción del fortín de Saint-Jean-le-Vieux, entre los años 20 y 40 d. C. Si bien, en esta zona no conocemos enfrentamientos bélicos y pudiera ser que este destacamento, formado por tropas auxiliares, construyese, vigilase y se ocupase del mantenimiento de la vía romana que desde Pompaelo cruzaba el Ebro. La población autóctona no sería muy numerosa y estaría formada, en gran medida, por pastores que ocuparían los pastos de alta montaña con carácter estacional. Y aunque los datos del poblado excavado son bastante incompletos, parece que pudo ser un asentamiento de importancia. Lo que implicó la necesidad de ampliar la necrópolis, trasladándola a un lugar más alejado: en la zona conocida como Otegui.

Para la segunda necrópolis descrita, la ubicada en la zona del circo, no podemos decir nada excepto que, aunque su cronología se ha establecido en época de Tiberio creemos más acertado ubicarla en época altoimperial sin más exactitud, ya que la aparición de terra sigillata hispánica y el uso de la incineración como ritual de enterramiento parece apuntar hacia esta cronología. Desgraciadamente la necrópolis fue destruida. En Celsa, al margen de una serie de enterramientos infantiles practicados en el subsuelo de determinadas viviendas (MÍNGUEZ, 1989-1990, 105-122) y que analizaremos en el apartado correspondiente, pocos son los datos que poseemos de esta área cementerial, a pesar de que se han hallado numerosos epígrafes pertenecientes a la misma necrópolis situada al oeste de la ciudad. Según G. Fatás (1968, 260-261), en un campo aparecieron una serie de sepulturas sencillas, rectangulares, de 175 por 50 centímetros aproximadamente, hechas con tegulae, sin ningún tipo de ajuar ni otros materiales que las acompañasen, y de aspecto tardorromano. En el caso de Complutum, y según las noticias que nos da F. Fita (1893, 491-525), en el lugar llamado Santas Gracias, que en la fecha en la que él escribe era un despoblado, se han hallado dos sepulcros de una sola pieza y sin ningún rasgo artístico o de fábrica que permita establecer una cronología, aunque según este autor parecen romanas.

La necrópolis de Ateabalsa (PEREX y UNZU, 1987, 5859; 1997-1998, 75-156 y 2007, 150-160) ha proporcionado 48 tumbas de incineración en urna, principalmente de cerámica pero también de vidrio, colocadas casi en superficie y, sólo en escasas ocasiones, acompañadas por ajuar. Éstas aparecen agrupadas en pequeños conjuntos, tal vez asociaciones de carácter familiar.

A estos hallazgos habría que añadir los llevados a cabo en el lugar llamado Del Monte, donde P. Madoz (1848, reed. 1989, 368-376) apunta que, al extraer materiales para la construcción de un molino, se encontraron suntuosos sepulcros de piedra y, dentro de ellos, huesos, anillos de oro y otros metales. Si a esto sumamos la proximidad de la vía romana y que, en torno a esta zona, F. Fita encontró una serie de epitafios romanos, tal vez podamos establecer la existencia de una necrópolis romana en este lugar. También se han hallado abundantes fragmentos de tegulae, presumiblemente de la estructura de algunos enterramientos, y otros materiales cerámicos de adscripción romana como páteras, terra sigillata, cerámica común y quizás de paredes finas. Lamentablemente, nada más podemos añadir a estas escasas informaciones.

Para el caso de Otegui (PEREX y UNZU, 1991-1992, 446-447; 1997-1998, 75-156 y 2007, 156-160), sólo han aparecido completas cinco urnas cerámicas y una de vidrio, con una cronología entre el siglo I y II d. C. En todo caso, la necrópolis presenta las mismas características y cronología que la de Ateabalsa, por lo que parece una expansión de la misma o una segunda fase. Se ha especulado sobre la posibilidad de que una perteneciese a la población civil y la otra a la militar, pero los ajuares son idénticos, en el caso de que los haya, y la única diferencia es que ésta última es mucho mayor que la anterior. Este hecho permite mayor espacio para extenderse y la construcción de, al menos, dos recintos funerarios lo que parece ser el único hito de diferenciación social entre una y otra.

Finalmente, en la zona oeste de la ciudad, por unos campos contiguos a la misma (con seguridad hoy en día desaparecidos), entre el camino de la Dehesa y el del Juncal, se halló un sarcófago de plomo con restos de su

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Tácito, Anales, III, 40-47. (Trad. J. L. Moralejo).

En Ilerda, al margen de los enterramientos infantiles del Portal de la Magdalena (LORIENTE y OLIVER, 1992), conocemos la existencia de una necrópolis en la zona de la Estación del Ferrocarril (PÉREZ, 1992, 199-215). Desgraciadamente, las excavaciones, o quizás sea mejor hablar de salvamentos, se hicieron con escaso rigor científico y sólo la aparición de mosaicos y sarcófagos hizo que los enterramientos se fechasen como romanos, aunque sin más detalles sobre su cronología. Las noticias nos hablan de que todos los enterramientos eran inhumaciones; si bien, el hallazgo en la misma zona de cinco inscripciones funerarias del Alto Imperio hace pensar en la existencia de incineraciones, tan características en esta época; también se custodian en el Museo Arqueològic del Istitut d’Estudis Ilerdencs dos lucernas altoimperiales procedentes de esta zona, aunque desconocemos si se hallaron en el interior de alguna de las sepulturas. Una de ellas, se fecha en el siglo I d. C., y la otra desde Augusto hasta el siglo II d. C, pero con su auge en la primera mitad del siglo I. Por otro lado, todas ellas aparecieron junto a un viejo camino, cercanas al núcleo urbano antiguo, lo que parece corresponderse con la costumbre romana de enterrar fuera del pomerium y en las zonas cercanas a las vías de acceso de la ciudad. Con todo, desconocemos el lugar exacto donde ubicar los hallazgos. La creencia más generalizada es que se situaban en la zona donde hoy está el edificio principal del complejo ferroviario, en la actual plaza de Berenguer IV y sus inmediaciones. Para R. Pita la necrópolis se desarrollaría entre la zona mencionada y el Segre, situado al sur; información que no puede ser corroborada. Su situación más al norte viene sugerida por las noticias de los testigos presenciales, aunque con dudas debido a los años transcurridos, e I. Villalonga los emplaza entre la estación y por la actual calle dels Comtes d’Urgell, por donde antes discurría el río Noguerola. Ignoramos si todos los enterramientos estaban a la misma profundidad y por tanto eran coetáneos. Enterramientos de tegulae, ánforas, sarcófagos, mosaicos y restos de construcciones aparecen mezclados en la documentación, dificultando así la interpretación de los hallazgos. También se ha sugerido la relación de alguno de estos con la existencia de una iglesia, dedicada a Sant Pau del Mercadal a comienzos del siglo XII, pues en la zona se encontró una moneda medieval de plata y una lápida funeraria “en lletra gótica i escrita en català” (PÉREZ, 1992, 201). Hecho que variaría la cronología de los hallazgos. En cuanto a los mosaicos, se duda de si estos fueron de tipo sepulcral y se les ha relacionados con unos restos constructivos, pertenecientes a un martyrium, del que nada se sabe; también se especula si pertenecieron a un recinto funerario, pero las noticias son demasiado imprecisas.

hombre de buenas proporciones. La hoya de este cuerpo estaba perfectamente abierta en la tierra conglomerada, modelado el sitio para colocar la cabeza, y un descanso en todo lo largo para sentar las losas que cubrían la fosa sepulcral; otras estaban bien formadas con baldosas verticales y las tapas horizontales en dos o tres pedazos” (MORO, 1893, 528). Éstas se encontraban orientadas al este. Además de hallarse, en este mismo lugar, diversos fragmentos de tegulae, cerámica y otros vestigios de época romana. En opinión de R. Moro, quizás en su porción menos removida, todavía se conserven estelas, cipos u otras sepulturas. El conjunto funerario de Oiasso (BARANDIARÁN et alii, 1999) se inscribe bien dentro de las corrientes generales del panorama peninsular en época del Imperio Romano. Por un lado, se trata de una necrópolis de incineración que se ajusta a las directrices de Roma en cuanto al ritual de enterramiento de esta época; por otro, la presencia de los monumentos funerarios dedicados a gentes de cierta importancia en provincias: ya militares, funcionarios, terratenientes u otros grupos sociales con medios y muy “romanizados”, implican la existencia de una población que asumió un ritual y una tipología constructiva funeraria de carácter itálico y que por su capacidad económica, y seguramente política y social, ejercieron cierta influencia en su entorno, al que trasmitieron las modas y el gusto por la “romanidad”. El ritual constatado es únicamente el de incineración, donde la variedad tipológica de urnas cinerarias es abundantísima, aunque en su mayoría comunes. En cuanto a lo apretado de su disposición y al aparente descuido de su depósito, con pocas tapaderas y sin fosa acondicionada, parecen implicar un uso corto e intenso. Para los monumentos funerarios se han dado varias interpretaciones. El número 1 fue un monumento independiente construido para albergar el enterramiento número 25, acompañado con un lacrimatorio de vidrio. Parece tratarse de una pequeña torre, dedicada a acoger las cenizas de un individuo con mayores posibilidades económicas que el resto. Quizás sea un bustum, en el que la pira se elevó en el centro del mismo, hecha ya su cimentación y colocadas las primeras hiladas de sus paredes, pues en el centro se ubicó una gran mancha de ceniza y carbones. Posteriormente, se terminó la construcción de proporciones modestas. El monumento 2, de planta rectangular y con una división interna, se ha relacionado con las plantas de algunos templos de pequeño tamaño dedicados a divinidades indígenas y que se sitúan en Britannia, Germania y las Gallias. Y aunque no muestran estrictamente los modelos clásicos, reflejan sus directrices al estar divididos en un porche y una cella. Parece ser que, en el caso de los santuarios aquitanos, debían ser lugares de culto relacionados con una necrópolis, lo que puede corresponder con el de Santa Elena. Éste se construyó cuando la necrópolis estaba en funcionamiento y en su interior se encontraron una serie de enterramientos de las etapas iniciales (los números 23, 28, 39, 43, 44 y 65), además en una zanja de cimentación

Las referencias sobre las áreas sepulcrales de Nertobriga (MORO, 1893, 526-533) son muy escasas. En una serie de prospecciones y excavaciones (sin metodología ni criterio por la fecha en las que estas se llevaron a cabo); se descubrieron 14 sepulturas, “entre las cuales, merced a la profundidad de 1’40 m. en que estaban guardadas, y la clase de capas diluviales que hacían impermeable el suelo, se pudo encontrar completa el armazón de un 70

23. Oiasso. Situación de las urnas localizadas, con el número de referencia del inventario general, y planta de los monumentos funerarios. (BARANDIARÁN et alii, 1999, fig. 31)

se halló un plato de sigillata y otros enterramientos (20, 21, 22 y 94). Por tanto, se fecha en la segunda mitad del siglo I d. C. o en los primeros decenios del siglo II d. C. Finalmente, el monumento número 3 fue edificado para recoger los restos de algún personaje destacado, cuyas cenizas se conservan en el interior de la urna 73 que se trata de un ánfora de tipo singular. Sus características similares al número 1 permiten fecharlo en el mismo momento.

En la primera etapa, los enterramientos se encuadran en el contexto de los Campos de Urnas y en la siguiente, en torno al siglo I a. C., en el periodo iberorromano. El sistema de enterramiento consistía en la incineración en pequeñas urnas funerarias de tipología peculiar, enterradas en un simple hoyo y cubiertas por una piedra. Se situaban muy próximas las unas a las otras y, al mismo tiempo, se separaban de los lugares de cremación; al localizarse varios ustrina a modo de grandes túmulos, cubiertos por cenizas, con restos de ajuares y huesos, además de un exvoto. Es evidente que entre estas dos etapas hay un dilatado espacio cronológico de casi cuatro siglos de los que poco se sabe.

La necrópolis de Osca (JUSTE y PALACÍN, 1985, 185187 y 1989, 123-129 y JUSTE, 1988-1989, 365-396; 1990, 265-269; 1991, 129-133 y 1993, 187-222) se sitúa en el casco urbano de la ciudad de Hueca, en el cuadrante suroeste dentro del Barrio de la Encarnación, en los jardines públicos ubicados a la altura de la vivienda número 30 de la Avenida Martínez de Velasco. Nos encontramos ante una necrópolis con un amplio periodo de utilización. La fase más antigua correspondería a los enterramientos tumulares, con una cronología de una etapa avanzada de la I Edad del Hierro; a la que se superpone una ocupación iberorromana que se extiende hasta los primeros siglos de la Era. Con relación a ésta hay que poner el tramo VI de la vía romana Caesaraugusta-Osca, que pasaría por las inmediaciones de la misma. Uno de los aspectos más problemáticos del yacimiento ha sido la aparición de dos inhumaciones, pertenecientes a un niño y, tal vez, a un adulto. El problema es que aparecen en diferentes zonas estratigráficas: una sobre los túmulos y otra en estratos inferiores, lo que plantea no pocos problemas de interpretación.

En Santa Criz (ARMENDÁRIZ et alii, 1995-1996, 322326 y 2007, 149-155) documentamos una necrópolis de incineración, tal vez de cierta entidad a juzgar por los monumentos encontrados. A falta de otros materiales de ajuar que acompañen a los enterramientos y a falta de más detalles sobre la tipología de las urnas, podemos establecer que la misma se situaría en torno a los siglos I y II d. C. Otro de los aspectos que parece importante es la aparición de un lienzo de muralla, lo que implica la existencia de un núcleo de población desconocido y con cierta entidad; sin olvidar el gran número de inscripciones funerarias halladas en la zona, aunque descontextualizadas, pues Santa Criz es uno de los lugares de la actual Navarra donde más hallazgos epigráficos se han localizado. Las tres campañas de excavación sistemática llevadas a cabo en la necrópolis, los sondeos realizados para identificar los límites del yacimiento y las numerosas 71

prospecciones efectuadas en la zona muestran que el llamado Camino Viejo de Gallipienza, que parece tratarse de un antiguo eje viario romano, podría albergar en sus lindes, además de una necrópolis de incineración propiamente dicha, los restos de un recinto funerario y otras evidencias arqueológicas también de carácter funerario. A la espera de nuevos trabajos, puede afirmarse que la ordenación interna de este espacio se articula en torno a una calle pavimentada que funciona como eje principal y, a cuyos lados, se ubicaron numerosos recintos funerarios. Junto a éstos, que albergan enterramientos colectivos, se han hallado otros de carácter individual, un total de 28, a cielo abierto y sobre el pavimento.

fechas: de tegulae, en ataúd y en ánforas; con una orientación predominante de noroeste-sureste. Tan solo en una de las sepulturas se hallaron elementos de ajuar. En la número 27, se localizó una lucerna de tipo pagano y de tipología más antigua que el conjunto de la necrópolis, por lo que se cree que fue transportada en tierras de relleno y no tiene relación alguna con la misma. En la necrópolis de la Plaza del Rey (DURÁN Y SAMPERE, 1964, 61-103), los restos se descubrieron durante unas obras en la capilla de Santa Águeda, entre 1934 y 1935. Tras la excavación de unos niveles de época moderna y medieval, se halló material romano, principalmente restos de tegulae. Asociados al mismo un total de 16 sepulturas fechadas entre los siglos V y VII d. C., la ausencia de ajuares, su cronología tardía y la proximidad a la catedral actual, ya existente en el siglo IV, parece indicar que se trata de una necrópolis cristiana.

Las continuas reformas que viene sufriendo el llano barcelonés, para el acondicionamiento y ampliación del área urbana, han dado a conocer, desde hace tiempo, algunos restos de distintos núcleos rurales que ocupaban el territorio de la colonia Barcino en época romana. Éste estaba bien delimitado por los ríos Llobregat, al suroeste y Besós, al nordeste, la Sierra de Collcerola, al noroeste, y la línea de la costa por el sureste.

Finalmente, en el territorium de Barcino, cocemos dos importantes necrópolis asociadas a villas o asentamientos de carácter rural: la de la Travesera de Les Corts (GRANADOS y TRAVESSET, 1979, 1003-1018) y la de Sant Pau del Camp (BACARIA et alii, 1989-1990, 149151).

En la zona de la Plaza de Villa Madrid (DURÁN Y SAMPERE, 1943, 53-77) se han hallado más de 100 enterramientos de lo que parece una de las necrópolis, del tipo Gräberstraßen, en la que modestos monumentos funerarios: como cupae, túmulos de distinto tipo y estelas, junto a enterramientos más sencillos, se ordenaron a partir de un camino. La cronología de la necrópolis parece ir desde el siglo I hasta el III d. C., tal y como avala el estudio epigráfico, los hallazgos numismáticos –con monedas de Claudio, Domiciano, Trajano, Antonio Pío y Filipo-, junto con los demás materiales encontrados, principalmente lucernas Loeschcke VII.

La escasez de datos sobre el trazado de la ciudad romana de Edeta (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 195197) se ha visto compensada, en los últimos años, con dos importantes descubrimientos, uno de ellos de carácter funerario. Se trata de una serie de tres monumentos, dos de ellos bien conservados en planta, que se alineaban a lo largo de una vía antigua que comunicaba Edeta con Valentia. El dato más relevante lo proporciona la vía de 4’50 metros de anchura sobre la que se alineaban los monumentos funerarios, así como los muros que, paralelos a la fachada principal de los edificios, servían para delimitar las áreas funerarias. Ambos fueron elevados entre la segunda mitad del siglo I d. C. y la primera del siglo II d. C. A éstos hay que añadir los de la C/Sant Vicent, a escasa distancia de los dos monumentos funerarios, donde se hallaron los restos de un recinto funerario asociado a un monumento turriforme. Éste se encuentra muy destruido aunque conserva restos de un potente núcleo de opus caementicium. De este monumento funerario arranca un muro que define un área rectangular en cuyo interior se han documentado diversos enterramientos. Estos hallazgos nos permiten establecer, al menos, la existencia de una necrópolis de cierta importancia en la ciudad de Edeta. Ésta parece ser de tipo Gräberstraβen, hecho común en la mayor parte de los núcleos de población de cierta importancia en los que las vías de acceso a las ciudades ejercen un papel fundamental en la distribución y ubicación de las sepulturas.

Pero la cronología de las necrópolis de Barcino en la Antigüedad es bastante dilatada llegando incluso hasta época visigoda. No trataremos todas ellas, por no ser éste nuestro objetivo, no obstante debemos dedicar unas líneas a la necrópolis de la Basílica de Santa María del Mar y a la de la Plaza del Rey. En el caso de la primera, la de la Basílica de Santa María del Mar (RIBAS, 1967, 195-226), su fecha más antigua se establece en torno al siglo IV o V d. C, perdurando hasta mediados del siglo VI; y parece tener carácter cristiano. Se trata de un conjunto de 106 sepulturas que aparecieron a 100 centímetros bajo el suelo de dicha iglesia. Área cementerial que parece estar relacionada con otros hallazgos funerarios llevados a cabo en la calle Montcada y la esquina de las calles de Santa María y Espaderia, por lo que su extensión debió ser considerable. En cuanto a las tumbas halladas en la basílica, se observa un extremo cuidado que evita la destrucción y la intrusión entre las sepulturas. Todas son de inhumación y, a excepción de la 46 y 66 en las que aparecieron dos mujeres con dos niños, todas son individuales. Los tipos de sepultura documentados son los frecuentes en estas

Con la llegada de los romanos a la ciudad de Emporiae (ALMAGRO, 1953 y 1955; ALMAGRO, 1962; LÓPEZ, 1975, 1998a y 1998b; VOLLMER y LÓPEZ, 1997 y SANMARTÍ, E., NOLLA, J y AQUILUÉ; X., 19831984), parece que comienza a usarse la necrópolis de Les 72

Corts (ALMAGRO, 1953 y VOLLMER y LÓPEZ, 1997), localizada en un cerro, enfrente de lo que después sería la ciudad romana. Una nueva cultura funeraria romperá el espacio tradicional greco-indígena, pudiéndose distinguir dos grupos: el de los antiguos inhumadores-incineradores que continúan usando, primordialmente, las necrópolis de tradición griega: Bonjoan, Mateu y Granada (ALMAGRO, 1953 y 1955), y que debían ser los descendientes de la tradición helénica; y la cultura incineradora por excelencia que es la que se desarrollará en Les Corts, lejos de los espacios funerarios de tradición griega, habituales hasta entonces.

orden existió, pero al estar mezcladas las tumbas en un margen de 200 años y al no existir un estricto rigor en las excavaciones, muchos de los datos pueden haberse perdido y confundido. Las sepulturas se alojaron, como norma general, en el interior de urnas cinerarias cerámicas, de tipo ibérico, y en pequeñas cajas de madera, pues la presencia de clavos es muy abundante, protegidas, en determinadas ocasiones, con restos anfóricos. En cuanto a los ajuares, llama la atención la pobreza de los mismos condicionada, tal vez, por las sistemáticas expoliaciones. Los posibles restos ibéricos hallados podrían pertenecer a auxiliarii convertidos en ciudadanos romanos tras su licenciamiento, y que podrían compartir cementerio con los mismos legionarios o con los ciudadanos romanos o itálicos. El uso de cementerios conjuntos durante el imperio está constatado en multitud de necrópolis enclavadas en las inmediaciones de campamentos militares. Parece clara la vinculación de la necrópolis con la Ampurias “romana”, dada su situación frente a una puerta y el hecho de que la misma dejase de funcionar al iniciarse el uso de las necrópolis de la ciudad romana imperial, que se sitúa circundando la muralla. Si no eran romanos los incinerados en Les Corts, estos estaban muy “romanizados”. Acercarnos más al origen exacto de las gentes allí enterradas es muy difícil, dadas las mismas peculiaridades del ejército romano republicano. Pues aunque ciudadanos romanos al final de sus vidas, su origen pudo ser variado: griego, ibérico o latino. No parecen existir enterramientos desde la segunda mitad del siglo I a. C. hasta la época de Augusto en ninguna parte de los alrededores de la ciudad. A partir de entonces, observamos una serie de variaciones: tras la reorganización cesariana comienzan a generalizarse los enterramientos extramuros, como es habitual en el mundo romano. Dichos enterramientos se sitúan en las laderas de la colina sobre la que se asienta la necrópolis “romana”, tras el lento declinar de Les Corts.

En cuanto a las necrópolis indígenas de época tardorrepublicana, poco o nada tenían que ver con los indígenas que se estaban incinerando junto con los griegos en sus necrópolis, “con cuya costumbre de coexistencia post-mortem con inhumados en aquella zona cortan, incluyendo sus ajuares, además, armamento usado por los soldados republicanos romanos [...] y con unas tipologías de monumentos funerarios, hasta este momento desconocidas en Ampurias, algunos de cuyos tipos característicos recuerdan a las tumbas de empedrado tumular ibéricas” (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998a, 277). Sanmartí, asocia esta necrópolis con un posible praesidium o campamento romano ubicado, tras Catón, en la parte alta de la colina que dominaba la Neápolis. La variación de los tipos de enterramiento se explicaría con la posible diversidad de procedencia de los efectivos, que no sólo serían legionarios romanos, sino socii y auxiliarii de procedencia diversa. A esta población inicial se le unirían civiles y familiares de las tropas que acabarían fundando la ciudad romana de Ampurias poco antes del año 100 a. C. Fecha tras la cual la necrópolis se va abandonando, fechándose los ajuares más tardíos en el cambio de la Era. Según M. Almagro (1953, 255), parece que en esta área cementerial llegaron a excavarse más de 500 tumbas, en diversas fases. Aunque él tan sólo pudo ubicar 158, sin que pudieran ser situadas correctamente en el mapa. Sanmartí añadió una incineración más. Es dudoso, también, el momento de inicio de uso de la necrópolis, en cualquier caso, y pese a haber una tumba (la número 56) con una cerámica protocampaniense que puede fecharse en el siglo III a. C., el momento de uso seguro de la misma estaría en el último cuarto del siglo III a. C. A parir de esta fecha, y hasta mediados del siglo siguiente, se constatan numerosas incineraciones situándose el momento de apogeo ente el 150-125 y el 50 a. C. Se supone que, tras nacer en el siglo III a. C. y tener un máximo de ocupación a fines del siglo II y durante la primera mitad del I a. C. (fecha marcada por el inicio de la vida en la ciudad romana), ésta decae lentamente, hasta abandonarse por completo poco antes del cambio de Era. Sin duda, esto se debe al inicio del funcionamiento, en época de Augusto o quizás antes, del “cinturón” de necrópolis que rodean la ciudad romana de Ampurias, llegando a haber unos 30 años de simultaneidad entre éstas y la de Les Corts. Sobre su organización interna puede contraponerse el aparente desorden de las estructuras, lo que parece oponerse al espacio planificado y urbanizado del asentamiento romano. Seguramente el

A la pervivencia de necrópolis como Bonjoan o Granada (ALMAGRO, 1955, 257-286), se le unen las de Ballesta, Rubert (ALMAGRO, 1955, 17-116), Pi, Viñals o el Anfiteatro (ALMAGRO, 1955, 213-256). Encontramos un predominio de la incineración, al menos hasta mediados del siglo II d. C. A finales del siglo II d. C. se introduce la inhumación, sin transición o coexistencia visible con la incineración. Puede decirse que la mayoría de las necrópolis de esta fase comienzan en época augustea; siendo su periodo de apogeo el periodo de la dinastía Julio-Claudia, entre el cambio de Era y Nerón. En época flavia, los enterramientos representan poco más del cinco por ciento (frente al 92 por ciento de la dinastía anterior), cifras que todavía descienden más con los Antoninos. Las siguientes tumbas son ya inhumaciones de los siglos II y III d. C. Esta decadencia no sólo se manifiesta en el descenso del número de enterramientos, sino en la pobreza de sus ajuares y en la escasez de materiales importados. Además, algunas de las inhumaciones más tempranas parecen resquicios de la anterior tradición helénica.

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Finalmente, a la hora de estudiar las necrópolis bajoimperiales, datadas entre los siglos III y IV d. C., tenemos la problemática de la falta de ajuares con las dificultades cronológicas que ello implica. Más aún, si tenemos en cuenta la relación de esta serie de inhumaciones con la moribunda ciudad de Ampurias, su declive en época severiana y su total abandono a finales del siglo III d. C. En el Alto Imperio se han documentado escasas inhumaciones, concretamente tres y dudosas, en 150 años de incineraciones ininterrumpidas. Con la adopción del rito inhumador, estos tipos de enterramiento se repartieron por todos los alrededores de la ciudad romana; incluyendo la reutilización de la antigua necrópolis de Martí, en la Neápolis, en Les Corts y en el Castellet. Áreas cementeriales a las que debemos añadir los enterramientos visigóticos relacionados con la ermita de Sant Vicenç. Estas sepulturas se llevan a cabo cuando la ciudad está ya abandonada, entre los siglos III y IV d. C. y se sitúan alrededor de las murallas, aunque ninguno en el interior de éstas. Las inhumaciones comienzan a darse a mediados y a finales del siglo II d. C., en Bonjoan y en la Ballesta, cerca de las murallas. En el siglo III d. C. comienzan a usarse con finalidad mortuoria las áreas antes mencionadas, prolongándose, en algunos casos, un siglo más. Además, tras el abandono definitivo del Castellet, se comienza a enterrar en Estruch y Nofre. Se trata de inhumaciones sin ajuar, sólo datadas por las ánforas utilizadas como contenedor funerario. También se documentan estructuras de tegulae a doble vertiente, sin ajuar, y sarcófagos en la basílica paleocristiana. Las dataciones son complicadas pero, sin duda, tardías. Por las características de estos enterramientos, por su tipología, por la ausencia de ajuar y por la situación de la ciudad de Ampurias, en la costa y tan permeable a nuevas ideas y prácticas, parece que nos encontramos, en estas fechas, con necrópolis cristianas. Además, no hay que olvidar que, a partir del siglo III d. C., la ciudad está ya abandonada. Por tanto, en estas nuevas áreas cementeriales debieron enterrarse los habitantes de una serie de villae suburbanas del territorium de la ciudad (ALMAGRO, 1955, 287-332). Sin que estos cementerios ampuritanos tuviesen relación con la ciudad de Ampurias propiamente dicha.

una de sus paredes. La primitiva construcción debió ser demolida ya en el siglo IV, fecha a la que deben pertenecer los enterramientos. Además de estos hallazgos, J. F. Clariana i Roig (1996, 30-31) nos da noticias de la existencia de algunos monumentos funerarios: el de P. Sicini, en la actual calle Quintana, un ara monumental localizada en el Vallés Oriental, una serie de estatuas –también con carácter funerariohalladas en la Baixada de Sant Simó, un columbario localizado en la casa Jofre –con una cronología que va del siglo I al III d. C.-, y una necrópolis paleocristiana datada en el Bajoimperio. Aunque las necrópolis urbanas de Saguntum son conocidas desde antiguo por los trabajos de A. Chabret (1888), no disponemos de una síntesis reciente sobre el tema. No obstante, conocemos una serie de áreas sepulcrales que fueron “instalándose” en torno a la ciudad, rodeándola por completo (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 167-191). La necrópolis romana más extensa de la ciudad está situada en la parte oriental de la misma, entre la salida a Valencia y la estación de ferrocarril. La publicación de la epigrafía latina saguntina (BELTRÁN LLORIS, 1980), con la indicación del lugar donde éstas aparecieron, permite plantear un estudio de la distribución de las lápidas funerarias de la ciudad que, junto con las agrupaciones de los restos funerarios en otros lugares y los monumentos funerarios conservados, permite establecer la situación de los principales conjuntos funerarios de esta importante ciudad. El cementerio oriental, definido por el Camí dels Rolls y la Avenida del País Valencià/Estación del Norte (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 168), debía ser una necrópolis del tipo Gräberstraβen, ya que este camino, fosilizado en la época de A. Chabret, debía responder a una antigua vía de salida, por el este, hacia el mar y debió estar rodeada de tumbas. La segunda zona, excavada por A. Chabret en unos campos, parece vinculada a la Vía Augusta en su paso por la ciudad. En este lugar, se hallaron los restos del monumento de friso dórico, que atestigua el uso funerario de la zona. Esta circunstancia, y la temprana cronología del monumento (datado en el tercer cuarto del siglo I a. C.), muestra cómo este importante camino se encontraba perfectamente establecido en estas fechas y cómo la posterior implantación de monumentos y sepulturas daría lugar a esta necrópolis.

En Iluro conocemos una serie de enterramientos de incineración, depositados en el interior de urnas y datados en el siglo I d. C., hallados en la C/Riera (CLARIANA I ROIG, 1996, 27); así como los restos de algunos monumentos funerarios datados en época de Augusto y que aparecieron en 1814, “en el almacén del señor Lesus, que está en la calle de la Riera frente a la casa Común” (ANÓNIMO, 1860, 151-152). Concretamente se hallaron inscripciones, dos estatuas sin cabeza y otros restos constructivos. Conocemos también cuatro sepulturas más, sin duda, pertenecientes a una extensa necrópolis que abarcaba el área comprendida entre la plaza de Fossar Xic y la calle de Santa María. Las sepulturas fueron descubiertas en un nivel superior al de los restos de una construcción de dimensiones considerables y de relativa importancia; de hecho, para dar cabida a tres de ellas fue necesario destruir parte de

Los hallazgos del Camí Real hay que relacionarlos con un sector de necrópolis que se encontraría en la entrada de la ciudad por el norte. En este lugar, se localizan el famoso monumento funerario de los Sergii (JIMÉNEZ SALVADOR, 1989, 209-220 y OLCINA DOMENECH, 1987, 109-112) y el del Centro Escolar José Romeu (JIMÉNEZ SALVADOR, 1992, 539-544). Otro sector, peor definido pero significativo por su ubicación en otra vía de acceso a la ciudad, es el situado junto al Camí de Llíria. Este viejo camino une las poblaciones de Sagunto y Liria y, bordeándolo, se 74

encontraron numerosas tumbas de incineración e inhumación, que también se adscribirían a un cementerio del tipo Gräberstraβen, de características similares al anteriormente citado. También se conoce un área cementerial oriental, situada en un cruce de caminos formado por la Vía Augusta, norte-sur; el Camí Vell de Llíria, suroeste-noreste; el Camí Vell del Mar, surestenoreste, que une Sagunto con el puerto antiguo, y, finalmente, el Camí dels Rolls con una orientación similar al anterior y que se dirigía a la costa. Este sector funerario podría definirse por los sepulcros y sepulturas halladas en el Camí Real, o límite viario de la ciudad por el norte, más pobre en hallazgos pero más moderno en orígenes. Finalmente, en el Camí Vell de la Mar, y a raíz de la excavación de una zanja para la instalación del alcantarillado, se puso en evidencia la existencia de una sepultura de inhumación de estructura de tegulae. Es en esta zona donde se tienen noticias de numerosos hallazgos de este tipo, a ambos lados de un camino que, posiblemente, corresponde a un antiguo eje viario fosilizado y todavía vigente en la actualidad. A escasos metros de la sepultura se localizó un muro de mampostería y, aunque los trabajos de excavación no permitieron abrir más área de la establecida por las obras, parecen pertenecer a un recinto funerario, bien de carácter privado, bien de un área funeraria mayor. Por el material encontrado se data en torno al siglo II d. C.

unía la zona con la Vía Hercúlea (GURT y MACÍAS, 2002, 108). Suponemos, a partir de los escasos datos documentados, el uso predominante de la incineración. En época Imperial, las reformas de los accesos a la ciudad acaecidos en el reinado de Augusto, como parte de la misma Vía Augusta, corresponden a la importante transformación de la periferia urbana que vertebrará la disposición de las áreas funerarias desde este momento hasta periodos posteriores. A partir de esta época, los hallazgos funerarios son más abundantes, hecho que debe relacionarse con el auge urbano y demográfico de la ciudad. La construcción de la vía que, paralela al río Francolí, uniría la zona portuaria y los barrios de poniente con el puente que salvaba el río para conectar con la Vía Augusta. Otros viales se dirigirían desde ésta hacia la puerta de la ciudad que conduciría al recinto forense, definiendo una red viaria convergente en un punto próximo a la puerta de la muralla que daba acceso al nuevo foro de la ciudad. De estas ramificaciones secundarias destaca la, posteriormente, continuada por el Camí de la Fonteta (TEd’A, 1987), alrededor de la cual se han localizado diversos edificios funerarios de carácter monumental, estableciendo una clara y conocida relación vía-área cementerial contigua. Tenemos algunas noticias acerca de una serie de enterramientos en los que han aparecido, sin que podamos establecer su hallazgo in situ con certeza, elementos de ajuar claramente altoimperiales, principalmente monedas y lucernas.

La información compilada para los enterramientos documentados en la ciudad de Tarraco y su territorium, nos muestra un desequilibrio entre los datos disponibles tanto en épocas como en espacios, sobre todo en lo que al territorium se refiere. En el periodo tardorrepublicano estamos muy limitados ante la escasez de evidencias. No obstante, podemos deducir que la actividad funeraria debió concentrarse en el sureste, en torno a la antigua ciudad ibérica y el puerto, donde debía haber un vial que

También se han hallado incineraciones, con una cronología imprecisa, en la Necrópolis Paleocristiana, sita en la vía de Francoli (AMO, 1979, 15 y ss. y TEd’A, 1987, 184). En esta zona, situada al oeste de la ciudad, únicamente tenemos noticias de la aparición de cinco recipientes de arcilla común con forma de olla, de borde vuelto hacia fuera, o de cuenco. Cuatro de éstas contienen

24. Situación de los principales hallazgos tardorrepublicanos y altoimperiales de Tarraco. (GURT y MACIAS, 2002, fig. 2)

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cenizas y fragmentos de huesos, y se hallaron en una habitación estucada y pintada, con señales de humo en las paredes. También se halló una urna con tapadera protegida por otro recipiente y un ánfora, cortada por ambos extremos, datada en época julio-claudia.

También la zona ocupada por el anfiteatro romano (TEd’A, 1990) había formado parte, anteriormente, de una amplia necrópolis que se extendía a ambos lados de la vía romana que entraba en la ciudad y que se prolongaba más allá de la anterior zona descrita. En esta necrópolis han podido localizarse cinco inhumaciones y una posible incineración, bajo la arena del anfiteatro, otra inhumación sobre el terreno natural, en el sector ocupado actualmente por el altar de la iglesia románica, y una última inhumación, o incineración, en el sector de la cavea retallada en la roca. Es evidente que estas sepulturas no eran las únicas que hubo en el área del anfiteatro, ya que, según unas notas de las excavaciones realizadas en los años cincuenta, puede deducirse la existencia de otras inhumaciones. El inicio de la necrópolis se ha fechado a finales de la época de Augusto y hacia la primera mitad del siglo I d. C.; será la edificación del anfiteatro la que supondrá su desaparición.

Es la documentación planimétrica, antigua y actual, la que permite apreciar claramente la continuidad entre el Camí de la Platja dels Cossis y la calle Robert d’Aguiló (MACÍAS I SOLÉ y MENCHON, 1998-1999, 273-257), antiguamente denominada como Camí dels Fortins; vinculados al acceso septentrional de la ciudad: la vía Augusta procedente de Barcino. La actual urbanización de la calle Robert d’Aguiló ha dejado al descubierto numerosos restos arqueológicos. Entre los años 1931 y 1946, en una finca que ocupa los números 43 a 51 de esta calle, se documentaron una serie de enterramientos y unas estructuras arquitectónicas de difícil interpretación, entre ellas una incineración en una urna de vidrio. Más adelante, entre los años 1978 y 1979 y en los números 32 y 36 de dicha calle, se descubrieron nueve enterramientos más, de incineración e inhumación. Posteriormente, en los números 43 y 44, otras inhumaciones, algunas estructuras arquitectónicas y sarcófagos; enterramientos a los que se sumarán otros en tegulae hallados en esa misma la calle, así como otras estructuras de cronología romana. Las primeras campañas arqueológicas, con metodología científica, se desarrollarán entre 1982 y 1984. En éstas se descubrirán los restos de una villa suburbana, datada entre el cambio de la Era y la época de Tiberio, con una segunda fase constructiva de entre finales del siglo I y principios del II d. C. Asociados a ésta se hallaron una serie de enterramientos de incineración e inhumación de época altoimperial. Posteriormente, en 1997, se llevó a cabo otra excavación en los números 32 y 34. En el transcurso de ésta, se hallaron nuevos enterramientos de inhumación en fosa, con ataúd de madera, datados entre el siglo II y III d. C., y una incineración del siglo II d. C. Otros enterramientos documentados en esta zona, cubiertos por ánforas (Keay 3) y tegulae, pueden situarse entre los siglos III y IV d. C.

La segunda gran área se sitúa al este de la vía del Francolí y al norte de la vía del Camí de la Fonteta (TEd’A, 1987, 187 y ss.). Esta zona debe calificarse de área funeraria, más que de necrópolis, debido a su gran extensión, heterogeneidad y ausencia de elementos de delimitación que, al menos hasta el momento, nos impiden definirla y establecer si estaba conformada por más de una necrópolis. Hay que tener en cuenta que al norte de la vía se extiende parte de la periferia urbana de la ciudad abandonada a partir del siglo III d. C. y, también aquí, se han localizado evidencias funerarias aisladas. Más al norte, alejándonos de los suburbios y acercándonos a una posible vía fosilizada en el Camí de la Paret Alta (TEd’A, 1987, 187 y ss.), se esparcen una serie de construcciones periféricas. Desde el punto de vista funerario, se localizan áreas cementeriales a cielo abierto y recintos con una clara relación geográfica de proximidad, aunque sin que se pueda establecer si pertenecen, o no, a una sola necrópolis. En el Parc de la Ciutat se localizó parte de una necrópolis a cielo abierto, delimitada por un muro y fechada entre finales del siglo III y el V d. C. En la misma, pueden distinguirse tres espacios diferenciados: por un lado, la necrópolis propiamente dicha, por otro, una serie de enterramientos en relación directa, por su proximidad, con una villa suburbana y, finalmente, los restos de tres sepulcros de cámara. Todos los enterramientos parecen coexistir entre los años 300 y 450 d. C. Para el análisis de los enterramientos del primer sector, resulta difícil establecer criterios de diferenciación estrictos o extraer determinadas consecuencias de un sistema de enterramientos distinguido por su carácter personal, en el que se introducen numerosas variantes. A pesar de todo, es evidente que los enterramientos responden a una serie de tipos bien definidos de manera global, además de otras características como la orientación y el rito que responden a un propósito determinado. Desgraciadamente, a causa de la falta de inscripciones y por la escasez de ajuares, no podemos establecer una secuencia cronológica más que a partir de las ánforas

Siguiendo el trazado de la vía Augusta, en su extremo superior, se documentaron una serie de sepulturas de inhumación situadas en una zona que parece la prolongación “natural” de la calle Robert d’Aguiló que parece situarse con relación a una de las vías de acceso a la ciudad: la del Camí de la Platja. La vía romana está documentada en tres puntos distintos, que definen un tramo lineal de unos 95 metros. Desgraciadamente, no ha podido trabajarse en extensión, ni se ha efectuado un corte transversal completo de la vía, pero la presencia de dos monumentos funerarios, en los dos costados de la misma, permiten definir una anchura máxima de 6 metros. La vía presenta un tramo orientado en dirección oeste-este, que gira suavemente enfilando con la actual calle de Robert d’Aguiló. A ambos lados de la vía se han documentado una serie de enterramientos a los que hay que añadir los hallados, al norte de la misma donde destaca la presencia de un monumento funerario adosado a la orilla de la vía. 76

utilizadas como receptáculos funerarios, con todo lo que ello implica.

Valencia con una cronología que va desde el siglo II a. C. hasta el III d. C. Se trata de una necrópolis en la que ha podido documentarse una fase republicana seguida de otra imperial con predominio, en ambas, del rito de inhumación. La campaña de 1992-1993, realizada en la calle Virgen de la Misericordia, permitió recuperar un total de 108 tumbas, de las que sólo cinco eran incineraciones fechadas en el siglo I d. C. El resto de inhumaciones, datadas desde mediados del siglo I d. C. hasta el III o principios del IV, pueden justificarse por el origen centro-itálico de las gentes allí enterradas, quizás por el componente osco-umbro de los mismos que hizo que se aferrasen a su tradición, familiar y regional, dentro de un ambiente dominado por la incineración. En total, se han diferenciado tres periodos de enterramiento a lo largo de la dilatada cronología de la misma: una primera fase republicana antigua, datada en el último tercio del siglo II a. C.; una fase tardorrepublicana, siglo I a. C., en la que se dieron episodios alternos de enterramiento y de circulación, materializados por la construcción de calzadas secundarias asociadas al servicio de la necrópolis; y la fase de época imperial, desde el siglo I hasta el III d. C., en la que se produce una remodelación del espacio funerario debido a la presencia de calzadas del periodo anterior aunque con dimensiones y materiales diferentes. En estos momentos el rito de inhumación adquiere un mayor protagonismo, hasta tal punto que apenas se documentan cremaciones más allá del siglo III d. C. Los enterramientos pertenecientes a esta época se ubican en el sector sur, junto al decumanus maximus. Estas tumbas, que pertenecen tanto al rito de inhumación como de incineración, están superpuestas en cuatro capas de arcillas aportadas allí donde la topografía describe una fuerte depresión. El volumen global de los enterramientos asciende a 352, de los cuales 283 son inhumaciones y 69 cremaciones.

Para finalizar, señalaremos los enterramientos enmarcados en época tardorromana, sin olvidar que la mayor parte de éstos muestran claros indicadores del uso del ritual cristiano y por lo tanto no han sido analizados con detenimiento. En otros casos éste no es tan claro, pues se ha hallado ajuar en el interior de las sepulturas, monedas como pago a Caronte, etc. Aunque no descartamos la posibilidad de que se trate de una perduración de los ritos de una etapa anterior dentro de un marco de enterramientos cristianos o de elementos paganos que comparten el espacio sepulcral con otros claramente cristianos. A partir del Bajo Imperio y durante la Antigüedad Tardía, desde el siglo III hasta el VIII, aunque a nosotros sólo nos interese, a efectos del presente trabajo, las manifestaciones paganas-, el número de datos aumenta considerablemente; no en vano, este es el periodo de mayor desarrollo demográfico y urbano de la ciudad. En este momento, las vías dejan de ser focos de atracción para los enterramientos y los edificios religiosos, generalmente de devoción martirial, iglesias y monasterios pasan a ser uno de los principales factores aglutinantes. Así, a partir de la segunda mitad del siglo III d. C. surgieron las grandes áreas funerarias de Tarraco, pero no será hasta el siglo siguiente cuando éstas alcancen la plenitud de su desarrollo. Se trata de necrópolis de inhumación a cielo abierto, en principio, todavía situadas cerca de los ejes viarios y, en gran parte, caracterizadas por la ausencia de ajuares y por una orientación predominante en dirección oeste-este, con la cabeza a poniente. Al menos esto ocurre en aquellos espacios donde no se han detectado condicionantes físicos o una clara voluntad de proximidad a centros de culto determinados. En la vertiente suroeste se formaron dos amplias zonas funerarias: la Necrópolis Paleocristiana del Francolí; una extensa área de difícil comprensión y delimitación identificada a partir de una serie de excavaciones arqueológicas parciales y una tercera situada en el noroeste de la ciudad. En el caso de la Necrópolis Paleocristiana, es innegable el uso del rito cristiano, aunque no podemos asegurarlo, pese a su fecha tardía, en las otras dos áreas.

La necrópolis de la Boatella es el cementerio más importante del la Comunidad Valenciana (GARCÍA, 2001, 75-84; GARCÍA y SÁEZ, 1999, 306-313; JIMÉNEZ, 2002, 181-292 y SORIANO, 1989, 393-412). Los primeros indicios de sepulturas en la zona se remontan al año 1944, en el solar del Mercado Central. Al año siguiente, en las calles Carabasses y La Mola se recuperaron hasta un total de 115 enterramientos. Nuevas excavaciones, realizadas entre los años 1956 y 1957, documentaron 20 inhumaciones más; al año siguiente volvieron a aparecer restos humanos en la Avenida del Oeste y, en 1962, en la calle Carabasses, Mallorquíns y Popul aparecieron otros 60 enterramientos más. Según su localización, al sur de la ciudad y cerca de la actual calle de San Vicente Mártir, relacionada tradicionalmente con la Vía Augusta, se trata de la necrópolis más meridional de la ciudad de Valentia. El cementerio de La Boatella proporcionó una variedad no muy amplia de tipos de enterramientos y de cubiertas de los mismos, dado el gran número de sepulturas documentadas. Aunque la información que disponemos es sesgada, la mayor parte de las sepulturas parece que estaban orientadas con respecto al eje norte-sur, si bien existen algunas variaciones de grados. Tampoco poseemos demasiados

En cuanto al mundo funerario de Valentia, las informaciones de época republicana y altoimperial son relativamente modestas. Por el contrario, en periodos posteriores, la Valentia bajoimperial y visigoda ha desvelado mucha más información sobre el mundo de los muertos. A continuación veremos los cementerios de la calle Quart, La Boatella, y el Portal de Russafa de adscripción pagana; y aunque no los tratemos con detenimiento, no debemos olvidar otras áreas fechadas a partir del siglo III y IV, como la de la Plaza de la Almonia, La Roqueta o el de la calle del Mar de evidente adscripción cristiana. La C/Quart (GARCÍA, 2001, 75-84; GARCÍA y GUÉRIN, 2002, 203-216 y JIMÉNEZ, 2002, 181-292) es, con seguridad, es la necrópolis más antigua de 77

datos en lo que a la disposición de los cuerpos se refiere aunque podemos precisar que se encontraban, en ocasiones, con la cabeza girada hacia el oeste, documentándose, en algunas sepulturas, enterramientos dobles. El desconocimiento de los ajuares funerarios puede deberse a la falta de publicaciones sobre la necrópolis, además de la circunstancia de que no se disponen los diarios de excavación. Las sigillatae africanas proporcionan las dataciones más antiguas del conjunto, que lo sitúan a finales del siglo I y a principios del II d. C., con la forma Hayes 121 por ejemplo. Los ejemplos de vajilla africana A tardía tienen una cronología de finales del siglo II hasta mediados del siglo III d. C. Además, tanto la cerámica como en el vidrio parecen evidenciar un vacío en los dos últimos tercios del siglo III. En el caso de los vidrios parecen adentrarse más en el siglo IV que en el III. Sin embargo, la cuarta centuria, bien constatada por este material, encuentra un vacío significativo por la vajilla de mesa típica del momento: la africana del tipo D. Quizás se trate solamente de problemas de registro, a causa de la antigüedad de la excavación y la parcialidad de la documentación. En todo caso las ánforas aportan una cronología en torno al siglo II y principios del IV d. C. Por lo que se establece el inicio de los enterramientos en esta área cementerial en los momentos finales del siglo II.

Otros elementos más tardíos son las laudas sepulcrales. Éstas tienen un origen pagano aunque posteriormente fueron adoptadas por el cristianismo, siendo su área primigenia incierta, aunque muchos autores la sitúan en Siria. Se encuentran en el norte de África, en Yugoslavia, el sur de Italia y la Península Ibérica. En esta última zona su dispersión coincide con las basílicas de planta africana en cuyos alrededores se sitúan cementerios cristianos, por tanto fuera ya de nuestro ámbito de estudio. En todo caso, la presencia de una de éstas en la necrópolis de La Boatella, puede implicar la existencia de enterramientos cristianos, además de ampliar la cronología de la misma hasta el siglo IV, e incluso hasta el V d. C. Finalmente, para la zona funeraria del Portal de Russafa (RIVERA y SORIANO, 1987, 139-164 y JIMÉNEZ, 2002, 181-292) se ha planteado su pertenencia a la ciudad, al relacionarla con la expansión que sufrió ésta en época flavia; sin embargo, los hallazgos más meridionales de época romana permiten considerar el actual paseo de Russafa como próximo al núcleo urbano de la Valentia imperial. Además, la aparición de una sepultura colectiva, aspecto poco frecuente en el mundo rural, plantea no pocas dudas. Por tanto, una adscripción urbana o rural parece poco satisfactoria, por lo que se ha hablado de esta área cementerial en términos de área

25. Esquema urbano y dispersión de los sectores funerarios localizados en Valentia. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, fig. 43)

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periurbana o suburbana. En cuanto a la tipología de las sepulturas, en este pequeño cementerio encontramos una gran variedad de las mismas: cubiertas de tegulae a doble vertiente, con elementos constructivos, o decorativos, como los pavimentos y los enlucidos, inhumaciones en ánfora y, por último, el enterramiento colectivo. Y aunque los ajuares no son muy numerosos, el material hallado fuera de contexto proporciona una cronología entre los siglos I y II d. C. Si bien, la aparición de una lucerna con una cronología definida nos da unas fechas en torno al siglo III d. C. y el hallazgo de vajilla africana tipo D, prolonga la misma hasta el siglo IV.

arqueológicos por haberse dado, en la zona, numerosos descubrimientos relacionados con el monumento funerario que da nombre al lugar. Según las noticias disponibles, habían aparecido una serie de cimentaciones que parecían pertenecer a otro monumento funerario similar al que ya se conocía por mantenerse en un relativo buen estado de conservación; además, se hallaron una serie de urnas cinerarias romanas de plomo, vidrio y cerámica ibérica decoradas con dibujos rojos -una con una moneda de Augusto en su interior-. Las excavaciones se realizaron abriendo profundas zanjas en extensas zonas y en diferentes direcciones, en todas ellas se documentó la existencia de enterramientos, aunque la mayor parte profanados o removidos. Estos se han fechado en el siglo I d. C.

Desgraciadamente, las noticias que tenemos de la necrópolis de Carthago Nova son demasiado antiguas; además, la mayor parte de los hallazgos fueron casuales o producto de saqueo; a lo que hay que añadir que las excavaciones planteadas científicamente, además de llevarse a cabo en una época en la que la arqueología todavía no utilizaba una rigurosa metodología, hallaron la mayor parte de los enterramientos profanados. Aún así son numerosas son las noticias que hacen referencia a hallazgos de tipo funerario en la ciudad; aunque como no existen estudios recientes y concretos del tema, referiremos aquéllas que hemos considerado de una importancia especial.

Otras noticias de esta necrópolis las da el periódico La Verdad57. Según esta publicación, en la zona se encontraron dos sepulturas compuestas de un sillar cúbico, de unos 45 centímetros de lado, donde se había empotrado una urna de plomo con tapadera que contenía otra de vidrio y, en cuyo interior, estaban los huesos y cenizas. El conjunto estaba protegido por una tapa de piedra y, junto a ellas, aparecieron innumerables fragmentos de terra sigillata y de vidrio. Con todo, la información de las distintas áreas cementeriales de la ciudad es demasiado escueta y carece de todo rigor científico, por lo que apenas nos permite trazar la topografía funeraria, de un modo aproximado, de la ciudad.

Cuando se abrieron las zanjas para los cimientos de la muralla de Carlos III, se hallaron “ruinas de antiguos edificios y “muchos entierros y piedras con epitafios y títulos, que se ve son romanos”” (GONZÁLEZ SIMANCAS, 1929, 12) aunque, en opinión de G. Simancas, esta conclusión debe ser errónea por encontrarse la necrópolis romana en el llano donde se sitúa la Torre Ciega. La verdad es que nada más podemos precisar sobre esta noticia, pero no es extraña la existencia de más de un área cementerial en determinadas ciudades, más aún en aquéllas con cierta entidad como es el caso de Cartagena.

De forma general, y mediante el estudio de la fotografía aérea y los mapas de la ciudad de Castulo, puede establecerse que las necrópolis iberas de la ciudad tienden a situarse hacia el sur del recinto amurallado, cerca del río, por tanto en zonas llanas por debajo de la curva de nivel de los 300 metros y al otro lado de los dos arroyos que corren paralelos a los muros de la ciudad, al este y al oeste. En cambio, las necrópolis ibero-romanas se sitúan justo al lado de las puertas o las calzadas, todas al norte y por encima de los 300 metros. Concretamente, Puerta Norte y Cerrillo de los Gordos se sitúan cerca de la calzada que sale de la ciudad por el norte y de allí se dirige hacia las minas. A su vez, dos de ellas se encontraban a las puertas de la ciudad: Estacar de Luciano al lado de la llamada Puerta de Oriente y Puerta del Norte al lado de la puerta de la que toma el nombre. Este hecho nos hace apreciar un sustancial cambio en el sistema económico y en las vías de comunicación: mientras en épocas anteriores la ciudad vivía volcada hacia el río, ahora, éste perderá importancia a favor de las vías romanas que comunican Cástulo con el resto de la Península. Aspecto que podría explicar por qué las necrópolis ibero-romanas no se superponen a las iberas, y por qué tampoco se aprecia una continuidad de las mismas, sino que se establecen espacios nuevos.

También, en el barrio de Santa Lucía, han aparecido numerosos restos de todas las clases. Entre estos destacan, especialmente, las lápidas -al menos se tiene noticias de 12- además de las que, no sabiendo el lugar exacto de su procedencia, pueden ser de este sitio y haber sido trasladadas a otros lugares, como el Castillo de la Concepción, la Casa de los Santos, etc. Pero también conocemos otros restos: en el año 1872, se realizó una excavación en la calle del Sepulcro donde se hallaron distintos restos arquitectónicos y una serie de epígrafes de la familia Labicia, otra a unos 2 kilómetros de aquí y una más en la torre de la iglesia parroquial. En 1893, J. de Cisneros dejó constancia de otro hallazgo: una tumba, sin lápida, pero cuyos restos óseos y los fragmentos de ampulla y lucerna datan de la época de Claudio, éstos fueron llevados a Inglaterra por D. Dikson, dueño de la fábrica de esparto en cuya construcción se halló el enterramiento.

Para la necrópolis de la Puerta Norte no es poca la controversia que ha suscitado su filiación cronológica. Al

En cuanto a las noticias de la necrópolis de la Torre Ciega, G. Simancas realizó allí una serie de trabajos 57

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La Verdad, 168. Noticia recogida por A. Beltrán (1952, 77).

respecto, encontramos dos posibilidades totalmente enfrentadas entre sí y cuya complicación principal viene dada porque en ambos casos se esgrimen argumentos de peso. Para A. M. Canto (1979, 9-87), la datación de la necrópolis debería hacerse en torno al cambio de Era o, en todo caso, en la primera mitad del siglo I d. C. Las cerámicas descritas, su tipología y decoración, además del rito predominante son los que permiten establecer esta cronología. La pervivencia de la cerámica de tipo ibérico, fechada entre el siglo II a. C. y el cambio de la Era (periodo que se ha dado en llamar ibero-romano), se ha demostrado en diversas excavaciones. Se trata de un primer momento en el que la “romanización” no incide, todavía con profundidad, en las fabricaciones locales. Otros elementos, como el hallazgo de 136 monedas tardías, de Constantino y sus sucesores, se explican porque su hallazgo se produjo en las zonas donde no se localizaron enterramientos y, quizás, pertenecieron a un tesorillo desparramado por los posteriores usos agrícolas de la zona. Con relación a éstas, lo que implica otro problema para esta cronología, es la aparición de una serie de muros compuestos por una pobre cimentación en piedra y una posible alzada de tapial de la que nada se ha conservado. En opinión de A. M. Canto, la utilización de este material tan pobre es frecuente en fechas tardías, que correspondería con la datación de las monedas, sin que los enterramientos guarden relación alguna con esta ocupación posterior. La gran cantidad de tegulae, fragmentos de ladrillos y otros materiales de construcción pudieron pertenecer a estas edificaciones, cuyo paralelo más elocuente serían las casas tardías que se excavaron junto a la necrópolis de Tarraco. Por el contrario, en opinión de J. M. Blázquez la cronología de la necrópolis de la Puerta Norte debería establecerse a finales del Imperio y, en este caso, los argumentos también son muchos y variados: la disposición de las urnas en el interior de ánforas puestas en pie encuentra sus paralelos más antiguos en la necrópolis de Ostia, datada a mediados del siglo II d. C. En cuanto a las numerosas monedas de cronología bajoimperial, J. M. Blázquez desecha su pertenencia a un tesorillo asociándolas al momento de uso de la necrópolis, cronología avalada por el hallazgo de una lucerna del Bajo Imperio junto al pie de una urna cineraria. Para este autor (BLÁZQUEZ, 1979, 88-89), los muros son totalmente irregulares y no tienen nada que ver con el plano de las casas, además de ser muy estrechos y de mala factura, por lo que, posiblemente, delimitasen el área de enterramientos, a lo que hay que añadir la aparición de dos sepulturas con tejado a doble vertiente, ambas inhumaciones, cuya tipología es claramente tardía. Como éstas se dispusieron respetando los enterramientos anejos a las mismas, parece ser éste un indicio de su contemporaneidad. Además del hallazgo de un enterramiento en sarcófago de plomo, al otro lado de la carretera pero cercano a la necrópolis, fechado a partir del siglo III d. C. y que parece tener relación con el área cementerial, apoyaría aún más este planteamiento. Finalmente, la pobreza de los ajuares encaja más con la pobreza de Cástulo en el Bajo Imperio que con la riqueza de la ciudad, producto de sus minas, a comienzos del Imperio y descrita por el mismo Estrabón.

Además de la ausencia de terra sigillata o cerámica campaniense, fósiles directores de esta época de temprana romanidad. Por tanto, J. M. Blázquez propone la teoría de que en Hispania, al disminuir la presión cultural, económica, política, etc. de Roma a causa de la crisis del siglo III d. C. rebrotaron, como está documentado en Galicia, Germania y el Norte de África58, formas y tradiciones indígenas caídas en desuso. Esto explicaría la tipología cerámica, aspecto observado en las producciones de Clunia, y la vuelta al rito incinerador en fechas tan tardías. Finalmente, M. C. Ortega (2005, 63), y según la documentación de la excavación de 1970 en la que se nos dice que aparecieron dos tipos de enterramientos -y a pesar de la carencia metodológica de la misma-, deduce que, como mínimo, tenemos dentro de esta necrópolis tres fases de ocupación: una primera fase de incineraciones; una segunda fase, donde además de incineraciones en urna aparecen algunas sepulturas de inhumación, y una tercera que amortiza los enterramientos anteriores. Y aunque ante las carencias de la información disponible es difícil ubicar todos enterramientos en una u otra fase, sí podemos establecer la utilización continuada del área cementerial en un intervalo relativamente largo de tiempo. Finalmente, a una cuarta fase corresponderían los pavimentos de las viviendas tardías datadas hacia el año 354. En cuanto a la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, los materiales hallados y las características de los mismos permiten establecer una cronología en torno al siglo I d. C., pudiendo haber comenzado su utilización unos años antes. Incluso la sepultura 1, a pesar de ser de inhumación, parece ser de la misma cronología que el resto. La tumba de cámara y la enorme pira encuentran sus paralelos más cercanos en la Bética, en los hipogeos de Carmona. Las características monumentales de la misma y los materiales recuperados en el resto de la necrópolis indican que los ocupantes de los enterramientos pertenecían a una “clase” acomodada. La presencia de urnas y vasijas de tradición ibérica nos lleva a pensar en miembros “romanizados” de la alta sociedad indígena. En todo caso, esta necrópolis, siguiendo las teorías de A. M. Canto, sería coetánea a la de la Puerta Norte. Coetáneas pero separadas, lo que introduciría un comportamiento sociológico interesante por el que las clases más acomodadas eligieron un lugar distinto para ser sepultadas, aspecto que explicaría las diferencias en cuanto a la riqueza de los materiales encontrados. Según J. M. Blázquez, estaríamos, en este caso, ante una necrópolis propia de los primeros siglos de la Era, caracterizada por su mayor riqueza; frente a la de la Puerta Norte, de un segundo periodo de utilización y separadas entre sí por uno o dos siglos. No obstante, recientes revisiones de estos trabajos establecen la existencia de dos momentos de uso de la necrópolis. Para M. C. Ortega, el primero se situaría entre finales del siglo II y principios del I a. C. y a éste pertenecería la sepultura de carácter monumental denominada “tumba de cámara” 58 Este aspecto, que trataremos con más profundidad –en lo que al mundo funerario se refiere- en las conclusiones generales, ha sido ya objeto de estudio por: MACMULLEN, 1965, 93-104.

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además de todas las demás sepulturas de incineración (3, 4, 5, 6, y 7) y los ustrina. El segundo momento, no muy posterior, sería al que pertenece la sepultura 1 que se trata de una inhumación doble. Y aunque no se halló ajuar alguno en ésta, la datación de las tres estelas estaría en el cambio de la Era, por lo que al ser reutilizadas el enterramiento debería fecharse a partir del siglo I d. C. siendo, por tanto, posterior al resto de las sepulturas.

flexionados sobre el pubis. La única excepción es el esqueleto de la tumba número 20, en la que se encontró de costado y con las piernas encogidas. También se han encontrado una serie de sepulturas excavadas directamente en la roca caliza, como es el caso de la tumba hallada en can Baltasar, la número 24. En cuanto a las incineraciones, las tumbas consistían en hoyos practicados en la tierra, en la que se colocaban las cenizas y los huesos carbonizados. El fondo de las fosas, presentaba vestigios de haber estado en contacto con el fuego, lo que apunta a que la incineración debió realizarse in situ, siendo por tanto enterramientos de tipo bustum.

Para finalizar, hay que apuntar que en el siglo II a. C. (que ya es “época romana”), se puede observar la continuidad de una serie de grupos o linajes ya constatados en las etapas anteriores de la ciudad. Éstos se entierran en zonas separadas del resto y establecen, en una misma necrópolis, diferencias jerárquicas. Además, al igual que en otras etapas anteriores de la ciudad, en estos siglos funcionan tres necrópolis a la vez en las que, pese a sus semejanzas, se puede intuir un comportamiento sociológico interesante en cuanto a enterramientos diferenciados. Destaca el caso de la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, donde a partir de una sepultura principal de carácter monumental se sitúan varios enterramientos de incineración en torno a ella. Tal vez se trate –aunque no hay datos al respecto- de un importante personaje castulonense que mantiene aún su clientela y se entierra con ésta (ORTEGA, 2005, 70). Lo que es claro, en todo caso, es la pervivencia, en Cástulo, de la cultura indígena tiempo después de la conquista romana. El cambio definitivo y la total asimilación –aunque según la hipótesis planteada por J. M. Blázquez ésta nunca sería definitiva-, se produciría en época imperial, con su ascenso a la categoría de municipio de derecho latino.

La antigua ciudad romana de Segobriga, al igual que el resto de ciudades del Imperio, contó con varias necrópolis a lo largo de su historia, alguna de ellas situada en las vías de acceso (ALMAGRO-GORBEA y ABASCAL, 1999, 115-120). Se conocen un total de cuatro áreas funerarias: una de época altoimperial, otra tardorromana, otra visigoda, que se fecha entre los siglos VI y VII d. C., y, la última, de época musulmana. Conocemos además varios hallazgos casuales de tumbas. Restos de una tumba monumental decorada con pilastras estriadas y capiteles corintios, fechada entre los siglos I y II d. C., y que puede verse cerca del arroyo del Yuncal, que baja de Saelices al Cigüela, a unos 200 metros al noroeste de la ciudad. Está construida con grandes sillares y debió ser una tumba ciertamente de importancia en época romana y, por referencias orales, sabemos que tenía un rico ajuar. A su alrededor es de suponer que existan otras tumbas e incluso pudiera extenderse una necrópolis pagana por los campos de cultivo del entorno, seguramente alineada a lo largo de la vía romana que se dirige a Uclés. Disposición que explicaría el hallazgo, hace unos años, al otro lado de la carretera a Quintanar de la Orden, de un recinto funerario cuadrado que proporcionó una serie de inscripciones que permite considerar dicho recinto como un panteón familiar de la familia Porcia, bien documentada en la ciudad. Pero muchos enterramientos no han sido hallados y quizás hayan sido destruidos por las faenas agrícolas.

En Pollentia (ALMAGRO y AMORÓS, 1953-1954, 237278), en la finca de can Fanals, a 1 kilómetro al este de la ciudad, desde siempre se ha tenido noticia de hallazgos casuales realizados por los campesinos de la Alcudia. Se conocían tumbas cerca del Matadero, a la entrada de la ciudad, y en las fincas de La Solada y can Jacques, lindantes con el teatro romano. También en este edificio de espectáculos se conocían una serie de tumbas excavadas en el marés, o roca blanda de la zona, sobre la que también se sitúa la cavea del teatro. Si bien, nada hacía sospechar de la existencia de un buen numero de tumbas pertenecientes a la necrópolis de la antigua Pollentia. Una serie de excavaciones llevadas a cabo en la finca, en 1930, exhumaron un número importante de enterramientos; años más tarde, en 1949, con motivo de un hallazgo casual en una de las fincas vecinas se planteó una excavación con el fin de determinar si éste se trataba de un enterramiento aislado o estaba en relación con la necrópolis de can Fanals. Los resultados de estas campañas permiten establecer la existencia de una serie de tumbas de inhumación que coexisten con otras de incineración en una misma necrópolis. Este hecho, junto con los materiales aparecidos, nos permite establecer la cronología de la necrópolis entre el cambio de la Era y el siglo II d. C. La mayor parte de las tumbas de inhumación son de fosa simple. En éstas los esqueletos se hallan en decúbito supino, generalmente con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y, en algunas ocasiones, con estos

En la parte este de Segobriga, al pie de un largo tramo descubierto de la muralla, se hallaron varias tumbas infantiles de inicios del Imperio, como evidenció una de ellas que contenía una moneda de Segobriga de época de Augusto. Todas ellas eran de niños inhumados entre tegulae, aunque, en algunos casos, los huesos se habían colocado dentro de urnas de dos asas, de gran tamaño y fabricación local (ABASCAL et alii, 415-433). Otra necrópolis de época imperial, de hacia mitad del siglo I d. C., apareció muy destruida en la zona nordeste, por donde la vía que salía de Segobriga se dirigía a Ercavica. Se trata de un extenso cementerio romano, en el que las incineraciones, en urnas de vidrio, se han conservado protegidas dentro de unos bloques cúbicos de piedra caliza en los que aparecen como incrustadas, pues estos ofrecen una oquedad ovoide en la que se colocaba 81

la urna tapándola, luego, con una losa cuadrada que coronaba el cubo del sillar de caliza que contenía el enterramiento. La densidad de las tumbas no es muy grande debido a su parcial destrucción por las tareas agrícolas (ALMAGRO BASCH, 1979, 211-246). La necrópolis, excavada en los años 1975 y 1976, se muestra como una típica necrópolis de incineración y nos ofrece varios ejemplos de ustrina, donde los cadáveres eran quemados, así como un abundante ajuar y los cajones de disposición de los mismos. La incineración del muerto debía hacerse sobre la pira, sobre la que se colocaría al cadáver en un sarcófago o en una plataforma de madera, a juzgar por los numerosos clavos aparecidos. En cuanto a los materiales encontrados: el fragmento de lucerna de los sepulcros 5 y 6, pertenece a la forma Dressel 10, lo que nos sitúa en el segundo cuarto del siglo I d. C.; los ungüentarios de vidrio también ajustan a estas fechas su cronología, pues ésta se estima en torno a la época de Claudio y Nerón, dos ungüentarios de la tumba 5 y 6, tipos 37-38 de Morin-Jean, llegando incluso a la de Vespasiano e, incluso, hasta Tito y Domiciano con la aparición de una forma Isings 28b en la sepultura 10. Materiales contemporáneos a las piezas de cerámica indígena que se seguirían fabricando en la zona.

urnas cinerarias entre el número 6 de la calle Ciutat de Castelló y la confluencia con la calle Pianista Gonzalo Soriano. Los materiales, custodiados en el Museo local, se fechan entre la segunda mitad del siglo I a. C. y la primera del siguiente. A éstos habría que añadir un epígrafe funerario fechado en el siglo III d. C. Interesantes resultan también las referencias al descubrimiento de antiguos enterramientos en las proximidades de una gran encina que existe en el huerto de la finca La Barbera. Es muy posible que se trate de otra necrópolis romana, atendiendo al contexto arqueológico de la zona, aunque carecemos de datos que puedan precisar más estas informaciones. A la existencia de esta necrópolis sumaríamos la de un monumento funerario conocido como la Torre de San José o Torre de Hércules, que se encuentra a escasa distancia del actual casco urbano de Villajoyosa. Se trata de una estructura edificada sobre una base formada por cuatro escalones. Sobre ésta, se encuentra el cuerpo central del edificio, algo más reducido que la última grada, lo que permite una diferenciación de las pilastras de las esquinas cumpliendo la función de soportes del cuerpo central. Todo ello coronado por una cyma recta. Cronológicamente, podemos situarlo en el segundo tercio del siglo II d. C., fecha próxima a la construcción del de Daimús, lo que permite hablar de escuelas próximas puestas en contacto y que erigieron dos monumentos similares y cercanos en el tiempo y el espacio.

Finalmente, la necrópolis tardorromana (PIDAL PÉREZ, 2004, 159-172) se extiende por un área de 200 metros al noroeste de la ciudad, ocupando gran parte de la antigua área de enterramiento altoimperial, su disposición no parece presentar ningún orden y, por el momento, no se ha determinado la existencia de caminos de circulación interna. Además, las inhumaciones están situadas, por norma general, con la cabeza orientada al oeste, en el interior de ataúdes de madera y fueron sepultados en fosas simples o con lajas en los laterales y en ocasiones cubiertos con piedras planas. Parece ser que tuvo diferentes fases de uso, siendo las sepulturas más antiguas las más septentrionales, mientras que en la zona más meridional los enterramientos llegan ya a época visigoda. Si bien, atendiendo al material numismático recuperado y sin tener en cuenta el hallazgo de un semis altoimperial residual, las monedas arrojan una cronología entre mediados del siglo IV y los primeros años del V d. C., sin olvidar que en los ajuares todavía faltan elementos claramente visigodos, como los broches de placa rígida, e incluyen un gran número de elementos de filiación tardorromana aunque con una larga presencia hasta época altomedieval.

Desgraciadamente, y como es frecuente, en muchas de las ciudades antiguas de importancia, la misma evolución urbana ha ido absorbiendo sus propios elementos, en este caso las necrópolis que han sufrido con ello y perdido irreparablemente posibles monumentos y áreas de enterramiento hoy desaparecidos (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 1993, 84). A este hecho hay que añadir que, con relativa frecuencia, los espacios suburbanos alternaron, sin un criterio espacial fijo, las sepulturas con actividades nocivas de todo tipo, industriales o productivas del más variado tipo, y que por ésto se ubicaban extramuros de la ciudad (VAQUERIZO, 2010). Si contamos con que alguna de éstas, al menos las más monumentales, tenían zonas ajardinadas, vallados construidos con materiales perecederos o estaban delimitadas por vegetación u otros materiales perecederos y que, por tanto, no se han conservado, la solución de continuidad de este paisaje funerario no siempre puede ser precisada por la arqueología como nos gustaría. Pero tampoco debemos pensar en la existencia de verdaderos cinturones funerarios en torno a las ciudades, como el pretendido para Emerita Augusta (BENDALA GALÁN, 1975, 141-142), y si éstos existieron fueron producto de la propia expansión –horizontal- de las áreas funerarias de la ciudad, en la que se iban ocupando los lugares libres de construcciones sin un criterio determinado, a excepción de las vías o de otros elementos articuladores del paisaje. Tanto las tumbas monumentales como las más modestas se aglutinaban a lo largo de las vías que conducían a la ciudad. Pero lo que más sorprende en estos

En Villajoyosa (ESPINOSA RUIZ, 1997, 187-193 y GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 359) que parece corresponderse con la antigua Alonis, los restos conocidos son bastante escasos, si bien, la existencia de una importante torre funeraria, de un conjunto epigráfico de gran riqueza y su adscripción a la categoría de municipio en el siglo I d. C. nos hace pensar en la existencia de un importante núcleo poblacional que, sin duda, originó, al menos, dos necrópolis. La primera se localizaría en el barrio de Les Casetes, donde se descubrieron una serie de restos humanos y de 82

barrios suburbiales es el vecinaje y, a veces, la imbricación de espacios funerarios con otras zonas de actividad; siendo la noción de “mundo de los muertos” relativa, ya que las tumbas bordean, sin delimitación estricta, todas las actividades que engendra la vida urbana y que se encuentran más allá de los límites del pomerium (TRANOY, 2000, 107). Si en ciertos casos las tumbas se sitúan en las ruinas de una vivienda o un taller, en otros, las relaciones cronológicas de los enterramientos son coetáneas a estas instalaciones. Además, al otro lado de éstas primeras ordenaciones sepulcrales en torno a las vías principales, se formaban núcleos, más o menos densos, que se desplegaban de manera discontinua en los suburbios e incluso entremezclándose con viviendas y talleres, como ocurre en la necrópolis de la calle Era, en Puerto de Mazarrón. Pero las vías de salida no eran las únicas que condicionaban la disposición de los enterramientos, pues con frecuencia se construían otras vías secundarias, de trazado paralelo, cuya única finalidad era facilitar el acceso a estos espacios funerarios. Por tanto, a la hora de estudiar las necrópolis en el mundo romano, debemos desechar la idea de espacios concretos y determinados en los que se realizaban los enterramientos. Finalmente, en lo que a la convivencia de inhumación e incineración en fechas tempranas se refiere, fundamentalmente entre los siglos II y I a. C., ésta ha sido interpretada a causa de la llegada de colonos de origen itálico que trajeron consigo sus propias tradiciones inhumatorias (GARCÍA PROSPER, 2001 y VAQUERIZO, 2010), lo que se aclimató bien teniendo en cuenta el sustrato indígena y semítico ya mencionado.

fenómeno que no se da con la misma intensidad en las ciudades hispanas, con un fuerte carácter provincial, o en Roma u otras ciudades de la zona oriental del Imperio, mucho más ricas, de mayor tamaño y con muchísima más población. Por tanto es difícil que encontremos hacinamientos de cadáveres como los del Esquilino (AUDIN, 1960, 520), no obstante sí que tenemos algunos ejemplos, aunque más modestos, de lo que supone este fenómeno, fundamentalmente urbano, con la constatación de fosas comunes o puticuli en las tres provincias hispanas En la Lusitania lo documentamos en la necrópolis de As Pedras d’El-Rei, en Balsa (VIANA, 1952, 261-285) y en la zona funeraria del Sitio del Disco, en Emerita Augusta (MOLANO BRÍAS et alii, 1995, 1183-1197). También en la provincia Baetica, en la ciudad de Corduba, en la Avenida del Corregidor (CANTOS y GUITIÉRREZ DEZA, 2006, 263), en Baesippo, donde aparecen dos posibles fosas comunes (SÁEZ ESPLIGARES, 1979-1980, 45); también en Malaca, en el Paseo de los Tilios, zona que parece que perteneció al territorium de la ciudad (FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002, 530-551), en Torrox (GIMÉNEZ REYNA, 1946a, 83-88) y en la necrópolis de El Ruedo, en Almedinilla (CARMONA BEREMNGUER, 317-394). Finalmente, constatamos la existencia de puticuli en alguna de las necrópolis de la provincia Tarraconensis, como es el caso de El Campus de Vegazana (LIZ GUIRAL y AMARÉ TAFALLA, 1993); en Rubí de Bracamonte, en el enterramiento 2, (WATTENBERG GARCÍA, 1990, 307-332); en Santa María del Mirallés (SALES I CARBONELL et alii, 1996, 419-433); Tarraco, en la zona funeraria situada en el Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal (TEd’A, 1987) o en El Monastil (SEGURA y TORDERA, 1997, 379388).

A partir del Bajo Imperio, desde el reinado de Constantino, y en lo sucesivo hasta el siglo XVIII se produce el fenómeno de incorporación de los cementerios al interior de las ciudades (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 129). En un momento previo, como ocurre en la zona funeraria de Santa Eulalia en Emerita Augusta, los primeros mártires cristianos fueron enterrados en las antiguas necrópolis periféricas donde se generaron los primeros lugares de culto que, más tarde, se convertirían en basílicas, foco de atracción de enterramientos de carácter cristiano. En fechas posteriores, fundamentalmente a partir de los siglos V y VI d. C., los santos serán enterrados en el interior de las sedes episcopales (ARIÈS, 1983, 36-42). A partir de entonces cada iglesia estará provista de su propio cementerio o mejor aún, cada iglesia será un cementerio (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 129)

Así mismo, es en estos ambientes urbanos donde se generan y desarrollan los collegia funeraticia, última oportunidad de los indigentes y de las clases inferiores para acceder a la sepultura. Las exequias fúnebres y el posterior enterramiento eran ceremonias sumamente costosas que quedaban muy lejos del alcance de los bolsillos de gran parte de la población. Por tal motivo, a finales de la etapa republicana y, sobre todo, desde mediados del siglo I d. C., momento en el que son legalmente autorizados por el emperador Claudio a través de la lex Iulia (SANTERO, 1978, 63) -que, posteriormente, será parcialmente derogada por un salvoconducto que permitía a los tenuiores (expresión equivalente a humiliores y, por tanto, opuesta a honestiores o potentiores) asociarse con unos fines totalmente ajenos a la política (SANTERO, 1978, 64) -; surgen así, por todo el Imperio, multitud de asociaciones privadas encargadas de proporcionar a sus miembros – individuos, por lo general, con escasos recursos económicos- exequias adecuadas y sepulturas decentes (VAQUERIZO, 2001a, 64). Sus miembros, collegae o

-3. 2. b. Los enterramientos de los más desfavorecidos: puticuli y collegia funeraticia Las ciudades romanas, por su composición social, están formadas habitualmente por clases dinámicas abiertas a las influencias externas. Aquí las modas se adoptan rápidamente y, dependiendo de la época, es donde viven las clases más acomodadas. Pero, al mismo tiempo, también albergan a un proletariado urbano con derecho a sepultura pero sin medios para costeársela (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 128). Este sector de la sociedad es más numeroso cuanto mayor sea la ciudad y éste es un 83

(SANTERO, 1978, n. 27) que nos da los nombres de los magistri del mismo; en Ossigi (SANTERO, 1978, n. 28), en la Bética, en la que se pide, de forma explícita, que los miembros del colegio atiendan las obligaciones del culto del difunto; en Alconectar (SANTERO, 1978, n. 29), Cáceres; en Toletum (SANTERO, 1978, n. 30), donde los collegae desarrollan un funus imaginarium por el difunto, fallecido lejos de la ciudad; en Palma (SANTERO, 1978, n. 31); en Tarraco (SANTERO, 1978, n. 32), que tal vez se trata de un collegium de esclavos y Conimbriga (SANTERO, 1978, n. 33), quizás en relación con el collegium salutare de tenuiores antes mencionado. En otros casos, y con relativa frecuencia, la epigrafía funeraria no hace mención directa al collegium o a los collegae, sino que en las lápidas aparecen otros términos que permiten deducir la existencia de asociaciones de este tipo. En Turgalium (SANTERO, 1978, n. 35), Trujillo, aparecen unos conlatores aunque, tal vez, no se trate de un colegio funerario sino de una sociedad del tipo de los socii columbariorum de las que luego mencionaremos. Sí que ha de considerarse como colegio funerario la asociación formada, al final del siglo I d. C., por los amici et conuictores ciues, términos usuales entre los miembros de estas corporaciones, de Calecula (SANTERO, 1978, n. 36). El término amici aparece también en una inscripción hallada en Ébora (SANTERO, 1978, n. 37), que aunque quizás se trate de un collegium iuuenum, la mencionamos por tratarse de una dedicación funeraria a uno de sus miembros. No obstante, el término que con más frecuencia aparece en la epigrafía hispana, también en otras provincias, es el de sodales (SANTERO, 1978, 76), que se refiere a los miembros de un colegio funerario, con la diferencia de que este término es más “familiar”. Un sodalicium funerario aparece en Salpensa (SANTERO, 1978, n. 34); el ya mencionado de Dertosa; los diversos testimonios localizados en Cabeza de Griego por los sodales Claudiani (SANTERO, 1978, nn. 38-41), en Bracara Augusta conocemos unos sodales Faui (SANTERO, 1978, n. 42), cuyo nombre tal vez haga referencia al patrón de una serie de libertos del que recibe el nombre; también en Segovia (SANTERO, 1978, nn. 43 y 44), donde conocemos dos inscripciones tan similares que, tal vez, pertenezcan al mismo collegium; en Tucci (SANTERO, 1978, n. 45), (Martos, Jaén); en Lascuta (SANTERO, 1978, nn. 46-48), con tres ejemplares muy similares por lo que, de nuevo, no se descarta su pertenencia al mismo collegium, y, finalmente, en Carmo (SANTERO, 1978, n. 49). Y aunque se conocen menciones del término Sodal[…] o Sodalis, éstas no son claras y no se descarta la posibilidad de que se traten de cognomina (SANTERO, 1978, 81 y 82).

sodales, debían abonar una cuota al inscribirse y hacer después pequeños pagos mensuales, con el fin de que el colegio dispusiese de un fondo común. De este arca communis se obtenían los fondos para costear, entre otras cosas, las exequias funerarias de sus miembros denominadas funeraticium (MOMMSEN, 1843, 89-90 y WALTZING, 1970, 143 y 146), pero también otras celebraciones como banquetes, el culto a los Manes de sus miembros e incluso el desarrollo de un funus imaginarium, con la construcción de un cenotafio, en el caso de que uno de sus miembros hubiese fallecido lejos de la ciudad donde estaba la sede del mismo (VAQUERIZO, 2001a, 64). Su tamaño era variado y podían tener desde unas decenas hasta varias centenas de asociados que, generalmente, se trataba de individuos libres de baja extracción social, libertos y esclavos. Estaban presididos por un magistri, aunque generalmente eran dos, que eran elegidos cada cinco años; existían otros cargos, tanto administrativos como religiosos, a los que podían aspirar todos sus miembros. En Hispania, la epigrafía ha permitido la documentación de un importante número de colegios funerarios fechados, fundamentalmente, entre mediados del siglo I d. C. y el siglo III. Conocemos, así mismo, varias asociaciones que se denominan cultores de divinidades, como los cultores Dianae de Sagunto (SANTERO, 1978, n. 16-18), los cultores Minervae de Tarraco (SANTERO, 1978, n. 19) y de Leiva, Logroño (SANTERO, 1978, n. 20). Probablemente, éstas sean del mismo tipo que la de los cultores Dianae et Antinoi de Lanuvium y tengan, también, una finalidad funeraria, aunque la epigrafía sólo nos señala su carácter religioso. En todo caso, la única asociación de este tipo conocida en Hispania con claro objetivo funerario es la de los sodales Herculani de Dertosa (SANTERO, 1978, n. 6). Otra cuestión es la de las asociaciones denominadas collegium salutare, que, como ocurre con el ya mencionado y bien conocido caso de Lanuvium, son siempre asociaciones funerarias bien representadas por todo el Imperio59; existiendo, en Hispania, al menos dos: el collegium salutare de Conimbriga (SANTERO, 1978, n. 24) y el collegium salutarem (sic) de Riotinto (SANTERO, 1978, n. 25), esta última fechada en la segunda mitad del siglo I d. C., justo después del senadoconsulto que los autorizaba, lo que implica la necesidad de estas asociaciones y su pronta aplicación en provincias. Conocemos en Hispania otras lápidas funerarias que, sin expresar el epíteto de salutare ni denominarse cultores deorum, nos dan constancia de la existencia de otros colegios funerarios de tenuiores y que, con seguridad, debieron tener un funcionamiento similar a los que se denominan como tal; de hecho, en algunos se hace mención directa del collegium o bien se alude a sus miembros o collegae. Es el caso de una inscripción hallada en Malaca (SANTERO, 1978, n. 26) y datada a comienzos del siglo III d. C.; otra en Asturica Augusta

También era frecuente que los esclavos y libertos, que poseían en abundancia las familias ricas, formasen sus propios colegios funerarios con el fin de asegurarse una sepultura en un lugar común. A estas asociaciones se les ha denominado collegia domesticum (WALZING, 1970a, 264), tienen un fuerte carácter religioso y cuando suelen ocuparse del culto a los Lares de una familia o, si son familias públicas de esclavos o libertos, de los Lares públicos. En Hispania conocemos testimonios en Olisipo

59 J. P. Waltzing (1970, lista L, 202-203) recoge 19 colegios funerarios con esta denominación.

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(SANTERO, 1978, n. 11), Emporiae (SANTERO, 1978, n. 14), Capera (SANTERO, 1978, nn. 12-13) y Balsa (SANTERO, 1978, n. 57). Estos colegios podían ser mixtos, de esclavos y libertos, como el de Segisamo (SANTERO, 1978, n. 56), Tavira (SANTERO, 1978, n. 57) (Balsa, Lusitania) y Emerita Augusta (SANTERO, 1978, n. 58); formados exclusivamente por libertos como el de Sabora (SANTERO, 1978, n. 59), Marchena (SANTERO, 1978, n. 60), Emerita Augusta (SANTERO, 1978, n. 61), Sagunto (SANTERO, 1978, n. 62), Corduba (SANTERO, 1978, nn. 64, 69 y 70), Astigi (SANTERO, 1978, n. 65), Hispalis (SANTERO, 1978, n. 66) y Mejíbar (SANTERO, 1978, n. 67); o sólo por esclavos, como constatamos en Lucus Augusti (SANTERO, 1978, n. 71), Corduba (SANTERO, 1978, n. 72) y Caldas de Reyes (SANTERO, 1978, n. 73).

Quintero, se trataba del apodyterium de las termas. Estos casos deben tomarse con ciertas dudas, pues en opinión de J. M. Santero, estas sociedades sólo existieron en Roma y, además, duraron muy poco, pues acabaron relegados, a partir del reinado de Claudio, con el senadoconsulto que autorizaba la creación de los collegia funeraticia (SANTERO, 1978, 68) y que fueron los protagonistas absolutos de este tipo de organizaciones. Podemos concluir que los colegios funerarios hispanos, en líneas generales, no difieren de los del resto del mundo romano en su organización y funcionamiento. Son también abundantes las asociaciones funerarias formadas por familias de esclavos y libertos, lo que significa que, en Hispania, este tipo de agrupaciones con una finalidad exclusivamente funeraria se extendieron mucho entre los tenuiores, lo que tal vez explique que las agrupaciones de cultores deorum sean menos abundantes. Finalmente, el reparto geográfico de éstos indica una mayor concentración de éstos en la Baetica –con un total de 16-, seguido por la Tarraconensis –que cuenta, al menos, con 15- y por la Lusitania –con ocho constatados-. En las tres provincias, los colegios se encuentran generalmente en ciudades de cierta relevancia; jalonan toda la costa de levante y se concentran en la zona meridional de la Península, siendo su aparición más dispersa en el oeste y norte peninsular, y muy escasos en el centro. Hecho que parece implicar que el fenómeno asociativo entre las clases bajas se extendió en Hispania con similares características que los demás aspectos de la “romanización”.

A todos estos casos constatados, con un objetivo exclusivamente funerario, habría que añadir otros colegios con una finalidad distinta, como la profesional, pero que en ocasiones cubrían también las necesidades funerarias de sus miembros. A parte de la epigrafía, cuyos restos nos dan una información inequívoca sobre el objeto de estas agrupaciones, arqueológicamente parece que se ha documentado uno en la necrópolis de Can Trullàs, en Granollers, en el que las sepulturas aparecen en pequeñas agrupaciones de tres o cuatro tumbas –lo que evidencia relaciones de parentesco o de otro tipo-. Además, junto a los enterramientos se han localizado una serie de estructuras –un dispositivo hidráulico, un horno y una plataforma de construcción- quizás relacionadas con los rituales de ultratumba y los banquetes fúnebres llevados a cabo por los miembros de la asociación, con claros paralelismos en necrópolis galas. En el caso de la Necrópolis 1 de El Albir, la existencia de una serie de tumbas bien delimitadas y separadas del resto por una línea de tegulae y losas de piedra, parecen definir un espacio concreto, aunque sin que pueda establecerse su pertenencia a una asociación de este tipo o a un grupo familiar.

3. 3. Morir en el campo: el ager En lo que al mundo rural se refiere, los cementerios, monumentos y sepulturas están ligados a hábitats como villae y vici, y éstos, a su vez, a las ciudades, capitales administrativas, económicas, políticas y religiosas de ese territorium en el que se emplazan estos asentamientos. Si bien, la ausencia de trabajos específicos sobre los territoria de las distintas ciudades de Hispania nos impide establecer unas concretas relaciones entre unos y otros.

En relación con lo anterior surgieron, a comienzos del Imperio, los llamados socii columbariorum, que no hay que considerar como colegios propiamente dichos ya que, en realidad, eran “sociedades por acciones” que se limitaban a tener un fondo formado por las cotizaciones de los socios, con el que cubrían los gastos ocasionados con la muerte de uno de ellos. En realidad, en este caso y como contraposición a los collegia, los socios no tenían más vínculo que el fondo económico de la agrupación (SANTERO, 1978, 68). Quizás algunos de los columbarios conocidos respondan también al enterramiento de miembros de estas asociaciones. Conocemos el de Vila-Rodona, en Tarragona; y por referencias indirectas, y por tanto con dudas, el de Vaciamadrid o el de Zuera “con unas viejas noticias de Lastanosa referentes a “estatuas en nichos”, quizás un mausoleo o un columbario” (MARTÍN-BUENO, 1982b, 85). En todo caso, el publicado en Segobriga por P.

Como ya hemos explicado, el territorium de una ciudad o municipio estaba compuesto por la ciudad y sus tierras, urbs y ager respectivamente. Aunque ambas pertenecían a un mismo conjunto, las diferencias entre ellas eran tan notables que implicaban una dualidad real y palpable. En el ager de una ciudad se distinguían tanto las villas como diversos términos o pagi, y podían albergarse asentamientos dispersos o entidades menores de población. Veamos alguno de los más importantes. Las villae fueron, en origen, moradas rurales, cuyas edificaciones formaban el centro de una propiedad agrícola. Estas propiedades podían consistir en pequeñas haciendas dependientes del trabajo familiar o por el contrario en grandes propiedades, con trabajadores esclavos y siervos. A partir del siglo II a. C. comenzaron a ser cada vez más sofisticadas y elegantes, convirtiéndose en casas de campo para las clases 85

adineradas, cultivadas por arrendatarios y supervisadas por un administrador.

vertebradores del territorio y que abarataban considerablemente los precios del transporte por tierra.

El vicus era una unidad independiente del centro urbano, ya que también podía aludir a un barrio de la ciudad. Esta forma de asentamiento se testimonia sobre todo en Lusitania y en el tercio norte peninsular. Se trata de un enclave pequeño, sin rango urbano y dependiente mediante adtributio de un núcleo mayor. Puede ser, en algunos casos, un antiguo poblado indígena hegemonizado por una entidad urbana de las cercanías. Los vici se definen con un adjetivo, que alude a su emplazamiento o a un grupo étnico; e incluso si alguno llega a ganar cierta independencia, pueden aparecer magistrados propios que gestionan el territorio y las relaciones con otros enclaves de rango superior. Aunque administrativamente siempre dependan de la colonia o municipio de la que forman parte (ABASCAL y ESPINOSA, 1989, 182).

○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Lusitania Para el caso de la Lusitania61, las necrópolis de ambiente rural son las mejores conocidas y sobre las que disponemos de más información, además de que son las más numerosas pese a que la mayor parte de las mismas no están publicadas (CAETANO, 2002, 314); aspectos que pueden ser extrapolables al resto de provincias hispanas: la Baetica y la Tarraconensis. Si bien, sólo en unos pocos casos es posible asociar un área de enterramiento al hábitat concreto que la originó, sea éste una villa, un pequeño asentamiento rural o varios núcleos de reducido tamaño que comparten una misma necrópolis, comportamiento que apenas hemos constatado en esta provincia. Observamos en esta provincia, cómo la distribución de los cementerios rurales pertenecientes a villas, o a asentamientos de cierta entidad fechados en el Alto Imperio, aparecen –casi siempre- asociados bien a las principales vías de comunicación bien a los ríos; contrariamente a lo que documentamos durante el Bajo Imperio.

En cuanto a los pagi, “los testimonios en Hispania sobre éstos se encuentran en las regiones más fértiles de Andalucía y Extremadura, excepto uno en el sur de Cataluña” (ABASCAL y ESPINOSA, 1989, 182). Son unidades territoriales de menor población, cuya actividad puede abarcar desde el cultivo de los campos hasta la explotación de los recursos mineros. Ésta es una unidad espacial sin independencia jurídica, en la que se ubican granjas y pequeñas comunidades. Sus habitantes pueden ser, al mismo tiempo, ciudadanos o incolae de un municipio o colonia.

Las informaciones que poseemos de la necrópolis de Caparide se remontan a una breve noticia recogida por J. L. Vasconcelos (1895, 248-249). En una de las zonas agrarias de la zona, y durante el desarrollo de unas labores agrícolas, los lugareños hallaron las coberturas de dos sepulturas romanas, talladas en piedra caliza, con forma de cupa, una con un epígrafe y otra anepígrafa. Por encontrarse en un contexto rural, tal vez deban asociarse a los enterramientos de una villa de relativa importancia, ya que por la naturaleza del hallazgo no descartamos su pertenencia a esclavos, si no libertos –ya que éste es un tipo sepulcral asociado, con frecuencia a éstos- que estarían bien situados en lo que a las labores administrativas de la misma se refiere, aunque, sin duda, esto sea especular demasiado. Los enterramientos podrían datarse en el siglo I d. C.; no obstante, las fórmulas epigráficas utilizadas en la primera cupa y el tipo de letra quizás nos permitiesen adelantar la fecha al siglo II o incluso al III d. C.

En las fundaciones ex novo, cuyo territorio se veía delimitado a costa de sus vecinos, las tierras no entregadas a los fundadores, en el caso de colonias, o las no sancionadas como propiedad privada, en los municipios, constituían la propiedad comunal denominada ager publicus, que generalmente se arrendaba o explotaba en comunidad (ABASCAL y ESPINOSA, 1989, 182). -3. 3. a. Las villas y sus áreas de enterramiento. Otra apreciación importante es la situación de yacimientos, sobre todo de carácter rural, y las áreas de enterramiento en relación con éstos cuya ubicación parece responder a diversos factores. No parece necesario destacar la importancia que tiene la proximidad de los establecimientos rurales a una vía de comunicación, al objeto de dar salida a sus productos. Columella60 aconsejaba que, además de la salubridad del clima y la fertilidad de la tierra, el propietario tenía que considerar tres factores más: el camino, el agua y los vecinos. No podía ser de otro modo, pues la proximidad a una vía estaba justificada no sólo para facilitar la presencia del dueño absentista, sino por el fácil aprovisionamiento de artículos no producidos por la misma y para la exportación de sus excedentes (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 124 y REINERT, 1993, 178). Tampoco debemos olvidar los cauces fluviales, auténticos

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En Lameira Larga (ROCHA, 1909, 44-50 y CAETANO, 2002, 328), durante el desarrollo de unas labores agrícolas llevadas a cabo en 1907, se halló un ataúd de plomo depositado en una fosa excavada en la roca y cubierta por ladrillos y tejas que se apoyaban en tres varas de hierro dispuestas sobre la oquedad. El enterramiento, que en principio apareció aislado pues desconocemos si se desarrollaron otros trabajos en la zona, parece tratarse de una incineración, pues no encontramos referencia alguna en la bibliografía a la conservación de huesos en el interior de la caja de plomo. A su vez, le acompañaba un rico ajuar compuesto por un cubilete de lata batida y torneado, una pátera de plata que presenta una escena mitológica de origen griego, dos 61 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 317-320 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 415.

Columella, De re rustica, 1, 4. (Trad. H. B., Ash).

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cuencos, una lucerna con una representación de una Fortuna sobre el Orbe, una pequeña copa de vidrio solapado, un jarrito del mismo material y un ungüentario en forma de ampolla (BARATA, 1996, 26-35). De la riqueza y elaboración de los materiales puede deducirse la pertenencia de este individuo a la alta sociedad. No sólo por la capacidad económica que ello implica sino por que debió conocer bastante bien la tradición helenística y así el mito que representa. Por lo que no descartamos, por su ubicación en el territorium, que pertenezca al dueño de una importante villa.

y otras piezas de cronología más moderna que las del primer campo de urnas. Este hecho parece avalar la idea de que el uso de la necrópolis se prolongó hasta bien entrado el dominio romano. A la última ocupación pertenecen 25 inhumaciones62 de cronología tardía, dispuestas en fosas trapezoidales, con paredes forradas por lajas, de granito y pizarra, y piedras sobrepuestas. Orientadas en sentido norte-sur, muchas de ellas contenían restos óseos, en ocasiones de más de un individuo, acompañados de cerámica a modo de ajuar y, en dos, se hallaron monedas romanas del Bajo Imperio. Los restos de esta necrópolis de inhumación se hallaron a unos 40 metros de los restos de una edificación, también de cronología romana, posiblemente una villa del bajo Imperio, hábitat de referencia de esta área cementerial.

Cerro da Villa (MATOS, 1984-1988, 119-122; 1997 387-393) es una villa romana situada junto a la costa del Algarbe, en el territorio de la civitas de Ossonoba de la que dista tan solo unos kilómetros. La villa vivía de los fértiles campos de la zona y fue edificada en el siglo I d. C., para sufrir una importante reforma en el III. Al norte del complejo, se localiza una vasta necrópolis utilizada, al menos, hasta el siglo IV d. C. de la que se conservan los cimientos de dos monumentos funerarios. Uno de ellos era un columbario, con espacio para 10 pequeños nichos y el otro era un monumento turriforme, de planta cuadrada. Este tipo de construcciones no son frecuentes en el territorio portugués, aunque conocemos la existencia de edificaciones similares tales como los dos columbarios de Guilhabreu, en Vila do Conde, o el de Tróia, en Setúbal. Sin olvidarnos el excavado en Milreu con unas características muy similares al de Cerro da Vila. Sin duda, nos encontramos ante el monumento funerario del dueño de la villa, acompañado de los enterramientos, en el columbario, de su familia, entendida ésta en el amplio sentido que los romanos daban al término.

En la necrópolis de Heredade do Padrão (VIANA, 1951a, 89-105; 1953, 235-258; VIANA y DEUS, 1950, 229-254 y 1958, 1-61) fueron excavadas 20 sepulturas de incineración. Los enterramientos más simples fueron hechos en fosas de forma aproximadamente circular, de tamaño pequeño y cubiertas con lajas o piedras; a excepción de una mayor que fue cubierta con tegulae. Para el caso de las sepulturas más elaboradas, se utilizaron lajas y tegulae que conformaban cistas tanto de forma rectangular como cuadrangular. Por su sencillez tipológica, tal vez deba asociarse con el área cementerial de los trabajadores de una villa o de un asentamiento rural de cierta entidad. En cuanto a la cronología de la necrópolis, la documentación consultada apenas especifica la tipología de los distintos materiales dispuestos como ajuar; no obstante, se ha propuesto para las cerámicas comunes una cronología entre los siglos I y II d. C., aspecto confirmado por la aparición de cerámica de paredes finas.

La necrópolis de Heredade de Chaminé (VIANA, 1950, 289-322; 1951, 89-105; VIANA y DEUS, 1950, 229-254 y 1958, 1-61) tiene su origen en un campo de urnas que ocupa una superficie plana de un terreno relativamente árido. Las sepulturas de esta primera fase están formadas por vasijas enterradas en una especie de cista toscamente construida con piedras pequeñas y medianas. Dentro de esta grosera protección aparecen las urnas, en ocasiones aisladas y, en otros casos, en agrupaciones de dos, tres e incluso cuatro incineraciones. En uno de los límites de la necrópolis se localizó un pequeño espacio delimitado por lajas, cubierto y cercado por un depósito de tierra negra y cenizas que parece tratarse de un ustrinum. Junto a éste, se halló una sepultura más moderna que el resto de las descritas. En su interior albergaba siete vasijas de cerámica: tres de cerámica negra, una de cerámica amarilla muy fina, tres de cerámica roja que imitaba a la sigillata, una pequeña taza de terra sigillata, un ungüentario de vidrio y una moneda de bronce del siglo I d. C. Parece tratarse de un sepulcro bastante posterior a la época de la parte restante de la necrópolis, que al menos prolongaría su uso hasta principios del periodo imperial. La época en la que se debió construir el citado ustrinum fue relativamente tardía, ya que debajo de las piedras que conformaban su suelo se hallaron fragmentos de sigillata

La necrópolis de Horta das Pinas (VIANA, 1950, 289322; 1951, 89-105; 1953, 235-258; VIANA y DEUS, 1950, 229-254 y 1958, 1-61) ocupa una ladera de pequeña pendiente, que cubre una superficie de unas 4 hectáreas de las que tan sólo se ha explorado una octava parte y en la que se han encontrado más de 60 incineraciones y varios ustrina. Las sepulturas son prácticamente contiguas, habiendo una gran densidad. Basándonos en la cerámica sigillata, de paredes finas y en determinados objetos de vidrio, la cronología de esta área sepulcral puede establecerse durante el siglo I d. C. hasta finales del II. Tal vez el área funeraria deba asociarse a un poblado rural de cierta entidad. Quizás, por la homogeneidad de los ajuares y por la existencia de piezas importadas como terra sigillata, aunque con evidentes huellas de uso, nos hablan de una población relativamente acomodada pero que vive sin grandes lujos. Lage du Ouro (FRADE y CAETANO, 1985, 133-143; 1991, 39-57 y 1993, 847-772) se sitúa en la Parroquia de Aldeia da Mata, en el Concejo de Crato, y los hallazgos 62 A. Viana (1950) nos dice que las inhumaciones descubiertas son 25; H. Frade y J. C. Caetano (1993), citando a este autor y a este artículo (306-307), nos hablan de 75, parece tratarse de una referencia errónea.

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26. Esquema de la necrópolis de Horta das Pinas. (VIANA y DEUS, 1958, fig. 2.)

se dividen en dos zonas diferenciadas: la necrópolis objeto de estudio y una villa, posible hábitat de referencia, ubicada en una finca contigua al oeste del área cementerial. La necrópolis se sitúa en una zona elevada, en un terreno de granito calco-alcalino y en una explanada rectangular de unos 250 metros por 60, bien delimitada por unos muros de piedra. En total se hallaron 97 sepulturas, de las que 43 son de incineración. En las otras 54 el rito de enterramiento parece ser indeterminado al no haberse encontrado restos en su interior, aunque por la aparición de clavos de ataúd parece que se trataron de inhumaciones. El cementerio parece que empezó a utilizarse a comienzos del siglo I d. C., si bien el rito de incineración se prolonga en el tiempo hasta finales del siglo III e incluso hasta el IV. Para las sepulturas que aparecieron sin restos en su interior –quizás inhumaciones desparecidas por las características ácidas del suelo- la presencia de algunas piezas de terra sigillata clara D e hispánica tardía podría prolongar su uso un siglo más, hasta el V d. C.

documentado en la Lusitania, conocemos otra edificación similar, también asociada directamente a una villa en Vila Moura, a 30 kilómetros de Milreu, aunque ninguna información más hemos podido conseguir. En todo caso, las características similares entre ambos ejemplos hacen pensar en un mismo arquitecto, o por lo menos en un taller que se dedicaba a la construcción de edificios de este tipo. De la segunda necrópolis, ubicada en el Cerro de Guelhim, por la naturaleza de las noticias, que son demasiado antiguas e imprecisas, sólo podemos concretar la existencia de un área cementerial en esta zona. Se ha datado a partir de mediados del siglo I d. C., aunque no se descarta su perduración, según los restos epigráficos encontrados, hasta el siglo III d. C. En O Padrãozinho (VIANA y DEUS, 1955a, 33-68; FRADE y CAETANO, 1993, 853 y CAETANO, 2002, 314) se excavaron un total de 189 enterramientos, de éstos 135 eran incineraciones y 54 inhumaciones. Las sepulturas estaban distribuidas en tres núcleos, de los cuatro identificados, que fueron clasificados numéricamente. Éstos estaban muy próximos los unos de los otros, junto a las actuales casas del monte de Padrãozinho, pero quizás deban considerarse zonas distintas dentro de una misma necrópolis intensamente utilizada, en lugar de cuatro necrópolis diferentes (FRADE y CAETANO, 1993, 853). Si analizamos las cuatro zonas establecidas como partes de una misma necrópolis, la utilización de esta área sepulcral podría ampliarse considerablemente, comenzando su uso a mediados del siglo I d. C. y llegando a la Tardorromanidad e incluso al periodo visigodo. Es el caso de las zonas de inhumación en las que tan apenas se han hallado materiales, o los encontrados son propios de

Milreu (ESTÁCIO DA VEIGA y DOS SANTOS, 1972, 239-248 y HAUSCHILD, 1984, 94-104) se encuentra entre la planicie y la sierra, en un suave declive en la margen de un pequeño río. Asociada a los hallazgos funerarios conocemos los restos de una suntuosa villa con peristilo central, unas termas y una zona dedicada a las labores agrícolas. Parece ser que la villa tenía dos zonas diferenciadas de enterramiento: al este del complejo se localizaban dos monumentos funerarios de tipo templo que hay que entenderlos como tumbas familiares, con seguridad las sepulturas de los domine. Y aunque no es un tipo muy 88

27. Necrópolis de Santo André. (NOLEN y DIAS, 1981, lám. LXIV)

la Tardoantigüedad, idea apoyada por las tipologías sepulcrales. Observamos, una vez más, una larga perduración de los usos del suelo, sobre todo aquellos con connotaciones religiosas y sacras.

piezas de vidrio y alguna moneda, permite fechar la necrópolis entre los años 50 y 120 d. C. La necrópolis de Serrones ocupa una suave ladera orientada al norte, a la izquierda del camino, que parte de Vila Fernando y se dirige al “monte” de la finca, 300 metros antes de llegar a ésta. Se han hallado, al menos en el área excavada, 92 sepulturas: 29 de incineración, 18 de inhumación y 45 de rito indeterminado. La mayoría son fosas rectangulares sin revestimiento interior alguno. Aunque, en ocasiones, las paredes son revestidas de lajas a modo de cista y la cubierta bien por este material, bien por amontonamientos de piedras, o empleando ambos métodos. Sólo en dos enterramientos se utilizaron tegulae. Su cronología se sitúa entre los siglos I y II d. C. y, quizás, ajustando más las fechas, desde Claudio hasta el fin de la primera mitad del siglo II.

La necrópolis de Santo André (NOLEN y DIAS, 1981, 32-180 y VIEGAS, 1981, 5-31) se sitúa a unos 200 metros al sureste de la zona urbana del Monte de Heredade de Santo André, a menos de 100 metros al sur de la ermita del mismo nombre. Y aunque la zona es de carácter montañoso, sobre todo por el norte y el este, la necrópolis se sitúa en una plataforma relativamente llana frente a los desniveles del terreno, entre dos importantes cursos de agua. Resulta complicado analizar los diversos aspectos de esta necrópolis. En cuanto a los enterramientos, parece que sólo en raras ocasiones hubo una preocupación por delimitarlos y protegerlos, hecho que contrasta con las tipologías documentadas en otras necrópolis vecinas y de cronología similar, como en Serrones, Padrão u Horta das Pinas. Tampoco se documentó en toda el área excavada vestigios de ningún ustrinum, y aunque parece ser que todavía quedan restos por exhumar, el área excavada es lo bastante amplia como para haber hallado alguno. Tal vez, los grandes ceniceros asociados a determinados enterramientos, los catalogados y descritos como tipo 1, sean locales de incineración usados como ustrina; pero, en su gran mayoría, el volumen de cenizas hallado en su interior es demasiado pequeño. Por lo que quizás la zona destinada a la cremación de los cadáveres se situase en otro lugar todavía sin excavar. El mobiliario fúnebre es relativamente abundante y aunque en su gran mayoría se trata de piezas de cerámica común y de fabricación local, lo que apenas aporta información cronológica alguna, la aparición de terra sigillata, cerámica de paredes finas y

Del total de los enterramientos, 63 no contienen ajuar, de éstos, 18 son de inhumación, por lo que se ha propuesto una cronología más tardía (FRADE y CAETANO, 1993, 852), aunque sus excavadores creen que al no darse ninguna intrusión ni superposición y al situarse unas junto a las otras, éstas deben ser contemporáneas (VIANA y DEUS, 1955a, 68). Sobre el grupo de sepulturas estrechísimas, quizás fuesen también de incineración, aunque en ninguna se ha hallado resto alguno. Se ha planteado la hipótesis de que se trate de tumbas sin finalizar, pero el hecho de que algunas estén revestidas interiormente por lajas obliga a desechar esta idea; tal vez se trate de sepulturas infantiles de las que nada se ha conservado o de enterramientos cenotáficos. En Quinta do Marim (DA VEGA y DOS SANTOS, 1972, 249-267) se conservan los restos de una villa romana con diversas estancias anejas, un complejo termal 89

28. Necrópolis de Torre das Arcas. (VIANA y DEUS, 1955b, fig. 1.)

y una serie de estructuras, que se ha relacionado con la fábrica de salazón y que debieron estar en relación con este asentamiento. Con relación a estas construcciones hay dos áreas sepulcrales. De una de ellas proceden numerosos monumentos epigráficos, lápidas y otros restos diversos, aunque no conocemos los resultados de esta exploración al no publicarse. Tampoco conocemos la planta del área cementerial y de estos trabajos tan solo se desprende que la necrópolis se situaba a 200 metros al este de otra necrópolis excavada por A. Santos (1985a, 113-193). Esta segunda necrópolis, también de inhumación, constaba de un reducido número de enterramientos: apenas cuatro, por lo que tal vez se tratase de una continuación de la anterior. Nos encontramos ante una necrópolis de cronología bajoimperial o tardorromana, aunque sin que podamos concretar más al respecto. La ausencia de ajuares se interpreta por la baja extracción social de los individuos allí enterrados: libertos y esclavos, seguramente trabajadores en las instalaciones de la villa.

posible que, situado en un área cementerial mayor, hubiese estado rodeado por un muro. Estas construcciones funerarias, sin duda, pertenecieron a personajes de un elevado rango social y económico, con seguridad a los dueños de todo el complejo. La necrópolis de Torre das Arcas (VIANA y DEUS, 1955b, 241-265) está formada por 79 sepulturas de las que 16 eran de incineración, 45 de inhumación y en las otras 18 el rito de enterramiento no ha podido determinarse63. La mayor parte de las sepulturas de inhumación contenían más de un enterramiento, llegando alguna a albergar hasta 5 cráneos, e incluso en alguna, tal como la 56, el espacio interno de la sepultura se había compartimentado con el objeto de separar, de forma muy clara, los dos momentos distintos de enterramiento. En otros casos, las inhumaciones estaban asociadas a carbones, cenizas y tierra quemada lo que parece implicar la reutilización de, en este caso, sepulturas de incineración. Por el número de sepulturas, su densidad y reutilización podemos determinar una intensa ocupación del espacio sepulcral. Para finalizar, desde el punto de vista cronológico la necrópolis fue utilizada desde inicios del siglo II d. C. hasta finales del III.

Al mismo tiempo se hallaron dos estructuras situadas en la zona más meridional del lugar. Se trata de dos monumentos funerarios físicamente relacionados (GRAEN, 2005, 257-278). Uno de ellos –el conocido como Monumento 1- tiene importantes similitudes con las construcciones de São Cucufate o Milreu y que han sido descritas como temples, sanctuaries o nymphaea. Entre los materiales hallados destaca la aparición de terra sigillata clara C, Hayes 50A/Lamboglia 40, restos de ánfora, diversos fragmentos de bronce y algunas monedas de Volusiano, Treboniano Galo y Galieno que permiten datar el edificio entre los años 260 y 290 d. C. Del Monumento se conserva una estructura cuadrangular que consiste en un solo espacio parcialmente excavado en el suelo y rodeado por una espesa capa de mortero. Es

Durante el Bajo Imperio, la mayor parte de las villas, y por ende de sus áreas cementeriales, se localizan alejadas de las principales vías de comunicación, al contrario de cómo hemos visto para la etapa anterior; no obstante, hay excepciones como es el caso de la necrópolis de Bencafede (PIRES, 1986, 278), Cinfães (LOPES DA 63 Seis de estos enterramientos (los números 67, 68, 73, 74, 75, 76 y 77) son trapezoidales, de inhumación y ninguno contenía ajuar –a excepción del número 68 y la 76-, por lo que han sido considerados posteriores a la época romana.

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SILVA, 1986, 89-99) o Cerro do Faval (DE DEUS et alii, 2004, 451-465).

En Sintra, aunque la excavación y toda información concerniente a estas dos necrópolis permanece inédita, en la publicación Religiões da Lvsitania (2002, 513) se menciona el hallazgo de dos sepulturas.

En Arrochela (FRADE et alii, 1986, 169-177) se localizan los restos de una villa o un vicus con el que quizás debamos relacionar la necrópolis. Pese a la escasez de sepulturas, tres hasta el momento, sus excavadores piensan que esta área sepulcral fue ocupada en tres momentos distintos. En un primer momento fue construida la sepultura G5:1, que por sus características morfológicas y por su ajuar podría haber pertenecido a un sujeto de clase acomodada, posiblemente de sexo femenino. En un segundo momento, parte del pavimento de la sepultura G5:1 fue destruido para llevar a cabo una incineración en una oquedad excavada en el suelo, como nos muestra el ajuar aparecido junto con las cenizas y los huesos calcinados. Y finalmente, en un tercero, aunque tal vez contemporáneo al anterior, se construyó la sepultura G5:3. En cuanto a la cronología del conjunto, nada se nos dice de ésta en la documentación. Como tampoco se nos informa de la tipología de los materiales hallados y, teniendo en cuenta la perduración del rito de incineración en esta zona, poco más podemos añadir al respecto, aunque por la convivencia de los dos ritos de enterramiento la situamos en el Bajo Imperio.

La primera, hallada en Casal de Pianos, se trata de una incineración en fosa simple, con ajuar de elementos vítreos y cerámica fechado en época de Claudio, aunque con una época de ocupación regular durante el Bajo Imperio. Parece ser un enterramiento de otros 20 que se conocen en la zona y se han asociado al fundus de una villa. El otro, localizado en Santo André de Almoçageme, se trata de una sepultura infantil de inhumación cuya fosa está forrada por ladrillos y tegulae. Se halló junto a otra de similares características, de la que nada más se nos dice. En este caso, los enterramientos, fechados entre los siglos IV y V d. C., se han asociado a una zona de almazaras integradas en la pars rustica de una villa romana. En las inmediaciones donde se había hallado la sepultura de Valverde del Fresno (FIGUEROLA, 1984-1985, 371375) se documentó la existencia de un muro, de forma curva, construido con grandes sillares de granito, junto con la existencia de otros materiales constructivos como basas, columnas o sillares con molduras parece implicar la existencia de una o varias construcciones que se suponen coetáneas al enterramiento, tal vez, por las características de las sepulturas y los materiales constructivos, se trate de una importante villa, a pesar de que sólo contamos con el hallazgo de un enterramiento. La sepultura corresponde a una cista de lajas de pizarra, en la que no se conservaba resto orgánico alguno por la acidez del suelo. El ajuar hallado en su interior consta de varios fragmentos de una forma cerámica estampillada, que corresponde a una terra sigillata hispánica tardía, de fabricación local. Posiblemente se trate de la forma Palol 4, una evolución de la forma Lamboglia 51, restos de dos recipientes de vidrio y diversos objetos de hierro. Entre éstos destacan, además de veinte clavos que componían el féretro, una serie de objetos de forma indeterminada -un cincel o cortafríos y una especie de cuchillo de forma extraña- que parecen aludir si no al oficio del muerto, sí a su estatus como dueño de los distintos medios de producción, como es propio de determinados enterramientos ubicados en el horizonte cultural de las llamadas necrópolis del Duero. Su cronología puede establecerse entre los siglos IV y V d. C.

En Carvalhal (ALARCÃO, 1966, 5-12 y DIAS, 1985, 70-71) nos encontramos ante una necrópolis de cronología bajoimperial, en la que se han excavado 22 sepulturas, aunque no descartamos un origen altoimperial que podemos situar en torno al siglo II d. C., y con una clara pervivencia de la incineración. En cuanto a la tipología sepulcral, ésta es bastante sencilla pues a excepción de dos sepulturas: una cista de lajas de piedra y otra de tegulae, los otros 19 enterramientos son simples busta. En Casais Velhos (AMARAL y PAÇO, 2007, 25982599) nos encontramos ante los restos de una importante villa rústica datada en la Tardorromanidad, entre los siglos IV y V d. C. y, con relación a ésta, concretamente a derecha e izquierda de su establecimiento termal, aparecieron una serie de enterramientos. La información, no obstante, no es muy precisa. Aún así, constatamos la existencia de dos áreas diferenciadas. La oriental, en la que las sepulturas parecen más elaboradas y con ajuar, por lo que quizás pertenezcan a los dueños de la villa o a libertos del dominus, y la occidental, que por su pobreza quizás deba relacionarse con esclavos o jornaleros ocupados de los trabajos rurales. Aunque poca es la información que hemos podido consultar, de ésta se desprende que el rito utilizado fue el de inhumación, lo que se corresponde con las pautas generales seguidas en el Imperio Romano en esta época. Y aunque desconocemos el número total de enterramientos, la naturaleza de sus ajuares, etc. Si que podemos precisar que las sepulturas, al menos las del lado oriental, eran de factura cuidada, bien cistas de lajas de piedras o de ladrillos.

En el Cerro do Faval (DE DEUS et alii, 2004, 451-465) se halló un sarcófago de mármol, sin ningún tipo de relieve, tal vez de origen regional. Estaba enterrado directamente en el suelo en una fosa excavada en el terreno arcilloso, pero asentado en una camada de piedras y lajas de pizarra hincadas a modo de cista. El sarcófago se había cerrado con una tapa de la misma naturaleza que éste y apoyaba sobre tres tirantes de hierro dispuestos transversalmente. Sobre el sarcófago, y una vez introducido éste en la cista de piedras, se colocaron lajas 91

similares, piedras y argamasa sellando completamente todo el enterramiento. Parece que estamos ante una reutilización, pues se conservan restos de huesos de un primer individuo, que apenas puede ser identificado, y de un segundo ocupante, cuyos restos están también bastante incompletos. El único de los objetos que se halló in situ es una lucerna dispuesta entre el sarcófago y el lecho en el que éste apoyaba, se ha fechado entre los años 440-450 d. C. En todo caso, es destacable la aparición de un enterramiento realizado en un sarcófago de mármol, pues suelen estar asociados los estratos sociales más elevados por el cuantioso coste de su fabricación, por lo que no descartamos su pertenencia al dominus de una villa que, hasta el momento, no se ha localizado.

zonas. Ésto podría significar que la necrópolis experimentó un incremento de su tamaño en los siglos III y IV d. C., cronología a la que parecen pertenecer la mayoría de los enterramientos de inhumación. A la salida de Nerva (PÉREZ, 1986, 135-147; LUZÓN, 1975, 269-320 y VIDAL et alii, 2006, 35-60), al este del Filón Planes, hay otro pequeño poblado en el que se han documentado una serie de estructuras constructivas, restos de columnas y piedras talladas. Pero es al otro lado de la Mesa de los Pinos, hacia occidente, donde se localizó una zona del poblado romano que se extiende desde el campo de fútbol de El Valle hasta la carretera. Tal vez a este núcleo pertenezca la necrópolis que se encontró al hacer los cimientos de las escuelas profesionales (LUZÓN, 1975, 316 y PÉREZ, 1986, 145). Se trata de una necrópolis de incineración, compuesta por un total de cinco enterramientos, restos de otros completamente arrasados y una serie de estructuras asociadas a las prácticas funerarias. Por el ajuar, consistente en cerámicas de paredes finas, ungüentarios y en algún caso monedas y objetos de metal, los enterramientos han sido fechados desde el siglo I a. C. hasta la primera mitad del siglo I d. C.

La necrópolis de Heredade dos Pombais (FERNANDES, 1985a, 101-116; 1985b, 96; 1985c, 9697; 1986, 63; FERNANDES y MENDES, 1983, 796-803 y 1985, 221-234) se sitúa cerca del río Sever; asociada a ésta, aparecieron unas estructuras interpretadas como un asentamiento rural, tipo villa, con una amplia ocupación que parece ir del siglo I al IV d. C. La necrópolis está compuesta por 28 sepulturas, todas de inhumación. Éstas se excavaron, en su mayoría, en fosas rectangulares con paredes revestidas con lajas de pizarra o granito. La cubierta, cuando se había conservado, era del mismo material. Esta tónica general, en cuanto a la tipología estructural de los sepulcros, variará con los descubrimientos llevados a cabo en la última campaña de excavación, pues algunas de las sepulturas fueron construidas con muros de piedras, ladrillos y argamasa, así como con tegulae e imbrices. En todo caso, parece tratarse de la necrópolis de una villa rústica que, a juzgar por los materiales encontrados y el predominio total del ritual de inhumación, podría fecharse entre los siglos III y IV d. C.

En la actual ermita de Santa Eulalia (JIMÉNEZ, 1975, 167-174 y VIDAL et alii, 2006, 35-60) quedan evidencias de una torre funeraria de época romana que sirve de asiento a la construcción cristiana, datada en el siglo I d. C. De poca más información disponemos, por lo que, tal vez, debido al carácter rural de su ubicación y por su monumentalidad, haya que ponerla en relación con el propietario de una villa, hasta el momento desconocida. En la necrópolis de Adamuz (VAQUERIZO et alii, 1992a, 1-20 y GALEANO, 1996, 573-567), contamos con una serie de vestigios funerarios asociados a una villa y concentrados junto al Guadalquivir. Apenas conocemos más información sobre esta necrópolis, a excepción de su localización y algunos hallazgos descontextualizados que nos permiten deducir que se trataría de un área sepulcral de incineración, sin descartar el uso del rito de inhumación, lo que nos permitiría establecer su cronología en los primeros siglos de la Era.

○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Baetica En la provincia Baetica64 la distribución de los cementerios rurales pertenecientes a villas, o a asentamientos de cierta entidad, aparecen de nuevo asociados bien a las principales vías de comunicación bien a los ríos, sin que apenas encontremos diferencias significativas entre el Alto y el Bajo Imperio.

En el caso de Bujalance (VAQUERIZO et alii, 1992c, 265-298 y GALEANO, 1996, 573-567) conocemos referencias del hallazgo de urnas cinerarias y sepulcros monumentales en los términos de Cerro Tirador y Pago de la Alameda, aunque nada más se nos dice al respecto. En todo caso, esta zona, en época romana, se verá afectada por el importante fenómeno de implantación rural lo que implicará la proliferación de villas y otros modelos de asentamiento de escasa densidad poblacional. En el caso de los dos mencionados, donde conocemos la existencia de áreas cementeriales asociadas a estas villas, los dueños de las mismas se hicieron enterrar en sepulcros de carácter más o menos monumental y aglutinaron, en torno a ellos, otras sepulturas de menor entidad. La cronología, pese a la escasez de los datos, se

Para el Alto Imperio lo documentamos en la necrópolis de La Calilla (DRAKE, 2006a, 325-333) donde hay reaprovechamiento constante del suelo funerario que se circunscribe dentro de los límites de la necrópolis, para la que tenemos que apuntar su larga perduración que llega hasta finales del Bajo Imperio. En este sentido, es notable la densidad de enterramientos ubicados en la mitad sur del yacimiento en comparación con la mitad norte, lo que puede explicarse por el hecho de que la gran mayoría de enterramientos de incineración (datados entre los siglos I y III d. C.) se dispusieron en la zona sur, mientras que los de inhumación se distribuyen indistintamente por las dos

64 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 321-325 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 416.

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situaría en torno al cambio de la Era, fundamentalmente por la aparición de urnas cinerarias.

desconocemos la existencia del hábitat que los originó; no obstante, por su tipología pueden fecharse en momento tardío, aunque indeterminado al no hallarse elementos de ajuar, aspecto, presumiblemente, determinado por el estado deplorable del yacimiento. Tampoco descartamos su pertenencia a un pequeño asentamiento rural, debido al escaso número de enterramientos localizados.

En Lucena (VAQUERIZO et alii, 1992i, 853-905 y GALEANO, 1996, 573-567), en cuyo término conocemos diversas necrópolis con distinta cronología, para época Alto Imperial nos interesa destacar los enterramientos localizados en las Navas del Selpillar, donde en las cercanías de la vía Corduba-Malaca, se pusieron al descubierto una serie de sepulturas que carecían de ajuar y presentaban cubierta de tegulae. Años más tarde, en 1986, cuando se comenzó la construcción de la carretera se encontraron varios sepulcros, aras, estatuas, etc. Además de una serie de tumbas, con orientación norte-sur, construidas con tegulae e imbrices y cubiertas por losas de piedra. Tal vez la existencia de restos de ánfora y de otros recipientes pueda relacionarse con la práctica del ritual de incineración, este hecho, junto con la aparición de varias monedas iberorromanas y romanas, permite atribuir al yacimiento una amplia cronología, desde el siglo I a. C. hasta el V d. C. (GALEANO, 1996, 560). También en este término municipal, en la zona de la Villa de los Silos, se hallaron una serie de sepulturas, tanto de incineración como de inhumación. La cronología de la necrópolis debe ser bastante amplia, tal vez desde el siglo I d. C. hasta el IV d. C.

En Puente Genil contamos, al menos, con dos yacimientos. El mejor conocido desde el punto de vista arqueológico, es la villa de Fuente Álamo, que tiene su momento de apogeo en el siglo IV d. C. y que parece, actuó como centro rector y organizador de la zona agrícola circundante. Entre las estructuras excavadas destaca la parte señorial de la villa que se abandonó en el siglo V d. C., tal vez con motivo de las invasiones germánicas. Asociado a ésta existía una necrópolis (VAQUERIZO et alii, 1992l, 1363 y GALEANO, 1996, 565) de la que nada más sabemos. Así mismo, conocemos la existencia de un sarcófago con decoración hallado en la zona conocida como Carril-Los Arroyos (VAQUERIZO et alii, 1992l, 1363 y GALEANO, 1996, 565). Por su tipología, tal vez deba asociarse al propietario o a un personaje de cierta entidad de la villa. La necrópolis de El Ruedo, en Almedinilla (GALEANO, 1996, 573-567 y CARMONA, 1990, 155-170 y 1991, 317-394), se puso al descubierto a consecuencia de las obras de construcción de la carretera comarcal 336 de Aguilar a Iznalloz, en el cruce hacia Fuente Tojar. No se conoce la extensión de la misma, ya que sólo se excavó el área afectada por la carretera, pero ésta continuaría tanto por el noroeste como por el sureste. A pesar de todo, se han excavado 132 sepulturas de las 139 halladas, en las que se han encontrado 176 inhumaciones, 29 de ellas infantiles. La necrópolis está enclavada en una zona de arrastre en su ángulo norte y de roca caliza en el sur. Esta característica del terreno da la diferencia básica de las inhumaciones en fosa, distinguiéndose dos tipos: las excavadas en la tierra y las excavadas en la roca. Además, constatamos varios enterramientos superpuestos a tumbas anteriores, lo que parece implicar, al menos, dos fases de utilización de la misma. Cronológicamente se sitúa en el marco de la cultura tardorromana, con una fecha de inicio de finales del siglo III d. C., perdurando hasta finales del VI e, incluso, a principios del siglo VII d. C. Por sus dimensiones, tal vez deba asociarse a una importante villa.

En Torredonjimeno (HORNOS y SALVATIERRA, 1985, 226 y RODRÍGUEZ, 2001, 363-385) conocemos una villa de cierta entidad y, a unos 40 metros de la misma, su necrópolis. La información de los enterramientos es demasiado escasa; aún así, la existencia de una serie de urnas cinerarias descontextualizadas pero que, tal vez, fueron dispuestas en el interior de una tumba de carácter monumental, podría implicar su pertenencia a los dueños de la mencionada villa, sin olvidarnos de tres inhumaciones aparecidas en la zona de la Fuente de Don Sancho. Durante el Bajo Imperio los datos tampoco son lo suficiente numerosos como para extraer conclusiones definitivas o establecer una comparativa clara con respecto a los yacimientos altoimperiales. En el caso de las necrópolis de Posadas (PONSICH, 1979, 165) conocemos los restos de una villa en el Cortijo de la Estrella, datada en torno al siglo IV d. C. y, en relación con éstos, un sarcófago de piedra, descontextualizado, por lo que aunque de cronología dudosa lo datamos en el mismo momento de utilización de la villa (GALEANO, 1996, 564). Lo mismo ocurre para los hallazgos de la Huerta de Medrano, donde tenemos constancia de la aparición de numerosos restos óseos humanos asociados a ladrillos y tegulae (PONSICH, 1979, 148). Parece tratarse de una necrópolis de inhumación aunque de cronología dudosa, tal vez en torno a los siglos III y IV d. C.

Finalmente, en el caso de la necrópolis de Ventas de Zafarraya (TORO y RAMOS, 1985, 143-149), y a pesar de que se le ha atribuido una adscripción visigoda; no encontramos elementos suficientes para decantarnos por esta opción y creemos más apropiado, con base a los datos y paralelismos disponibles, ubicarlas en la Tardorromanidad. Además, el desorden del área cementerial es más propio de este periodo que de etapas posteriores, en los que la ordenación de las áreas

Para hallazgos llevados a cabo en el Camino de Granada (DE LA SIERRA, 1985, 291-293) 93

29. Planta de la necrópolis de El Ruedo, Almedinilla, y porcentaje de ajuares por sepultura (CARMONA, 1991, Lám. 1)

sepulcrales en pequeñas agrupaciones de sepulturas alineadas, llamadas Reinheigräber, es un fenómeno bastante común. Esta necrópolis debería equipararse a las de Suellacabras, Hornillos del Camino, Simancas, San Miguel del Arroyo, etc. es decir, con las tradicionalmente llamadas “Necrópolis del Duero”. La falta de elementos característicos como el cuchillo de tipo Simancas podría explicarse por la pobreza general de los enterramientos, su ubicación alejada del supuesto limes del Duero se explicaría por el propio debate historiográfico que ha desechado la existencia de una frontera militar en esta zona. En todo caso, la necrópolis debería ubicarse en una etapa de transición entre los siglos IV y VI d. C., sin que podamos ser más precisos, pero siguiendo este planteamiento, y teniendo en cuenta la cantidad de sepulturas documentadas, habría que asociarla a una villa de cierta entidad.

asentamientos diseminados por la campiña y a un hábitat rural (VAQUERIZO et alii, 1992i, 855). Pero tampoco podemos obviar la existencia de numerosas y lujosas villas, así como alfares de ánforas, en ambos casos asociados a la explotación de aceite y de la minería, especialmente de plomo argentífero (VAQUERIZO et alii, 1992k, 1254-1255). Los hallazgos funerarios mencionados deben ponerse en relación con esta articulación del paisaje. ○ Necrópolis asociadas a villas o a grandes asentamientos de población de carácter rural de la Provincia Tarraconensis En el caso de la provincia Tarraconensis65, aunque puede hacerse extensible para la villa hispanorromana en general, es muy claro como su ubicación coincide, con absoluta regularidad, con las márgenes de un río, principales referencias geográficas y líneas de directrices para la concentración de villas (FERNÁNDEZ CASTRO, 1982, 45). Y aunque la corriente de agua se reduzca a un simple riachuelo, éstos siempre confluyen en la ribera de un río de primer orden con clara dependencia del valle principal. En cuanto a las principales vías de comunicación, aunque en general gran parte de estos establecimientos se sitúan en relación directa con éstas; es durante el Alto Imperio cuando este patrón de

A modo de conclusión, y de forma general, advertimos en esta zona, ya desde comienzos del siglo I d. C., una reactivación del poblamiento rural al hacer su aparición las primeras villae, como parecen documentar la dispersión de las sigillatas decoradas y los materiales de construcción hallados, tales como sillares, ladrillos, tegulae, etc. Con todo, será el periodo comprendido entre los siglos III y V d. C. cuando se produzca una mayor dispersión del poblamiento rural a juzgar por la naturaleza de los distintos hallazgos arqueológicos. Su dispersión obedece a las características de estos

65 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 326-331 y 10. 7. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 417.

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asentamiento es más claro, siendo, por contra, a partir del Bajo Imperio, cuando documentamos una cantidad mayor de villas –y por ende de sus zonas de enterramiento- sin relación aparente con los principales ejes viarios.

hábitat y a los enterramientos, nos está dando la cronología característica de este tipo de sepulturas, que podríamos ubicar en la Tardorromanidad; no obstante, a la hora de estudiar su ubicación espacial y teniendo en cuenta la aparición de materiales fechados en el siglo II d. C., consideramos correcto ubicar su origen en el Altoimperio, aunque la continuidad del hábitat –y con éste de sus áreas de enterramiento-, en fechas muy posteriores, es innegable.

Las principales villae, o incluso ciertos poblados de cierta entidad –muchos de ellos continuación de poblaciones prerromanas, tal y como el que seguidamente describiremos-, que documentamos en la Tarraconensis durante el Alto Imperio son:

Las informaciones sobre la necrópolis de Fraga son mínimas, pero nos vemos obligados a citarla por la importancia y naturaleza de la villa. Conocemos la existencia de una serie de epígrafes funerarios que, sin duda, pertenecieron a una necrópolis asociada a Villa Fortunatus, pero de ésta las únicas noticias que tenemos las trasmite J. Sacs, las cuales son recogidas por J. C. Serra (1943, 1-36). De los enterramientos sabemos que “todos […] conservan el esqueleto completo y el mobiliario funerario. Éste, empero, debe encontrarse en Boltanya [domicilio en aquel momento del notario que realizó la excavación], pues en el lugar del hallazgo únicamente se conservan restos de cerámica, de vasos saguntinos sin decoración, algunos vidrios y asas de recipientes de bronce” (SERRA RAFOLS, 1943, 26-27), además de numerosas tegulae planas procedentes, con toda seguridad, de la cubrición de las sepulturas. De nuevo, la cronología de los enterramientos parece ser bajoimperial, aún así la fundación de la villa puede fecharse en torno al siglo II d. C., por lo que la ubicamos en este primer apartado, aunque con una continuación de hábitat que llega hasta el VI d. C., con la construcción de una de las primeras basílicas cristianas de la Península. Aún así, y aunque no conocemos con detalle la naturaleza de los materiales asociados a las sepulturas, su relación con abundantes recipientes cerámicos y metálicos nos hace pensar en la presencia de ajuares, lo que implicaría la persistencia del paganismo de esta desconocida área cementerial.

El yacimiento de Las Ruedas se sitúa en Padilla de Duero (SANZ MÍNGUEZ, 1990, 159-170y 1996, 5164); complejo arqueológico que ha sido identificado por algunos autores con la mansio de Pintia. Es interesante el análisis de las sepulturas descritas pues nos permite analizar una serie de hechos que parecen marcar un punto de inflexión en lo que a la incidencia de la “romanización” respecta. Lo más característico de esta necrópolis de tradición vaccea, es la documentación de una serie de sepulturas que se apartan de lo que se podría llamar la “normativa funeraria prerromana”, rastreando con ello los hitos de cambio entre el mundo indígena y el hispanorromano. Si bien, este análisis implica no pocas dificultades, pues de casi unas 70 sepulturas excavadas, sólo 4, junto con otra media docena de difícil interpretación, sirven para analizar el periodo temporal comprendido entre Augusto y los Flavios. Se trata de la Fase V de las Ruedas, en la que, aunque los datos son muy limitados, las pautas de penetración de materiales y usos “romanos” son muy claras. En Aytona (PITA y DIEZ-CORONEL, 1969-1970, 5860), al sur del yacimiento y a unos 500 metros de los restos de una villa, sobre un montículo, se ha localizado una necrópolis con unas 30 sepulturas de inhumación. Todas están formadas por lajas de piedra caliza, rústicamente trabajada y cortada. Restos de sepulturas análogas se han descubierto en algunos sitios más o menos alejados de la villa, de forma casual y aislada. Además, en superficie se ven algunos fragmentos de tegulae, sin que pueda determinarse si proceden de la cubrición de los enterramientos o de construcciones cercanas o inmediatas a la necrópolis. Es difícil establecer una cronología o unas conclusiones generales a causa de la escasa información que poseemos. No obstante, la relación de los enterramientos con la villa parece un hecho innegable. Quizás la pobreza de los ajuares se deba a problemas en el registro arqueológico, sin descartar la posibilidad de que se traten de sepulturas pertenecientes esclavos o colonos que trabajaron en la villa. Los principales materiales hallados en las estructuras habitacionales y en sus inmediaciones son piezas de terra sigillata hispánica, con una cronología amplia –entre los siglos II y III d. C.-, sigillata clara con una cronología predominante del siglo IV, sigillata de borde negro, con unas cronologías similares, y abundantes dolia para almacenar vino y aceite, que dan una idea de las características del asentamiento. En todo caso, el predominio de la inhumación en el interior de fosas limitadas por piedra caliza, la cerámica asociada al

El monumento funerario de Tritium Magallum (CANCELA, 1992, 43-46; CANCELA y MARTÍNBUENO, 1993, 339-409 y SAENZ, 1999, 11-19), que sirve de núcleo a la construcción posterior, ha sido datado a mediados del siglo I d. C., cronología que concuerda con el uso de la incineración en las tumbas romanas de las inmediaciones. El monumento es de tipo turriforme, de planta cuadrangular y conserva el basamento y el primer cuerpo hasta una altura de 4 metros. En su entorno se extendió una necrópolis romana, atestiguada por una serie de enterramientos de incineración cubiertos por tegulae, tumbas de inhumación con la misma estructura, de lajas, etc. y por una serie de epígrafes funerarios. Por las características de su ubicación, podría tratarse del monumento funerario del propietario de una gran villa, en torno al cual se adosaron otros enterramientos, quizás de su familia, clientela, etc. En una etapa posterior, y sin perder en ningún momento su carácter funerario, la edificación se amortiza. De esta época son los dos enterramientos de fábrica de ladrillo y 95

cubiertos por mármol, datados en el siglo IV. Es entonces cuando se desmonta la fachada oeste del monumento para acceder a su interior, pues en origen no tendría acceso a la cámara funeraria. A partir de aquí, comienza una fase de utilización cristiana, con una reutilización masiva de elementos estructurales romanos y con una continuidad de uso muy interesante. Por lo que, al menos desde época romana, el lugar ha sido zona habitual de enterramientos y, una vez cristianizado, este uso persiste incluso hasta nuestros días, como lo constata la existencia del actual cementerio de la localidad, adosado al lado sur de la ermita.

de una familia preeminente de la mansio, probablemente de los propietarios del edificio en el que fue enterrado. Esta explicación no parece del todo satisfactoria según las pautas rituales del mundo funerario romano, por la que los difuntos tenían que ser apartados de la esfera de los vivos, aunque nada más podemos añadir. La necrópolis de Pla del Prats (MIRET I MESTRE, 1989, 125-129; PADRÓ et alii, 1989, 133-161; VIVES I BALMAÑA, 1989a, 130-132 y 1989b, 162-164) debió estar asociada a un importante hábitat, pues la gran densidad de las sepulturas implica un uso continuado del área cementerial, fechado entre el I d. C. hasta el III d. C., que pudo ser bien de carácter agrícola, o haber estado relacionado con la producción de cerámica sigillata. Hallazgos que se han puesto en relación con una vía que atraviesa el territorio. La naturaleza de los hallazgos funerarios es muy diversa. Constatamos la existencia de, al menos, dos monumentos funerarios, diversas incineraciones e inhumaciones con la amplitud cronológica ya establecida, así como la presencia de un pozo de ofrendas similar al constatado en otras necrópolis de similares características.

Can Bel (CELA et alii, 1999, 221-245) es una necrópolis rural que puede relacionarse con la ocupación de la villa de Can Roig, localizada a 500 metros de distancia. La sencillez de sus sepulturas es indicativa de la modesta posición económica de sus ocupantes, de los que se establece la posibilidad de que sean esclavos o colonos de la villa antes mencionada. Y aunque la sepultura 1 se diferenciaba del resto por la aparición de un “rico” ajuar, éste no parece un signo claro de riqueza o diferenciación social. Otro de los aspectos digno de señalarse es la existencia de muchas de las ofrendas funerarias descritas en las fuentes clásicas, tal es el caso de perfumes, alimentos y flores, restos del banquete funerario, la práctica de libaciones y de sacrificios. Aspecto que trataremos en el apartado referente a los ajuares. Es característico, así mismo, el predominio total de la inhumación en una fecha tan temprana como son los siglos I a. C.-I d. C.

La necrópolis del Cerrillo del Cuco se sitúa en Santagón (MOLINOS et alii, 1982, 306-312 y MORALES, 1998, 237-262), en la provincia de Jaén, concretamente en la zona del Alto Guadalquivir. Sabemos que se trata de un área funeraria de carácter rural por su asociación con una villa, pero sin más detalles sobre sus características. Con relación a ésta, tenemos noticias de una serie de enterramientos fechados entre el siglo I y IV d. C., de los que poco más podemos decir. Se mencionan también otros restos funerarios de cronología visigoda que nos ilustrarían de la continuidad de ocupación del lugar.

Resulta complicado analizar los distintos restos documentados en Ildum (ULLOA y GRANGEL, 1996, 349-365). A un miliario relacionado con el trazado de la Vía Augusta, debemos añadir las estructuras arquitectónicas de una domus, tal vez una mansio asociada a la vía, a la que habría que relacionar el enterramiento que aparece en el interior de las estructuras arquitectónicas. Los materiales hallados, relativamente numerosos y con una amplia cronología, permiten establecer una ocupación de entre principios de la Era y finales del siglo III d. C., pero no nos permiten –por el elevado grado de arrasamiento del yacimiento- establecer las distintas secuencias ocupacionales y así explicar la relación de un enterramiento (de adulto) en el interior de una vivienda. Además, la inhumación se trata del único conjunto cerrado y puede fecharse con seguridad en la segunda mitad del siglo I d. C. Desconocemos, por tanto, si las estructuras arquitectónicas estaban amortizadas, lo que podría explicar la ubicación del enterramiento o, por el contrario, si continuaban en uso cuando éste se efectuó. Conocemos también las noticias de la destrucción del monumento funerario, así como restos de tegulae y huesos a unos 300 metros de la mansio, lo que parece evidenciar la existencia de un área cementerial, seguramente, asociada a la vía. Si bien, el enterramiento excavado no parece tener una relación espacial directa con estas otras zonas. La interpretación de sus excavadores apunta a que, por el hallazgo de las agujas de oro, principalmente, la sepultura perteneció a un miembro

En la necrópolis de Tisneres (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 1992, 411-416 y 2001, 256-264) encontramos una amplia gama de tipos sepulcrales: tegulae a doble vertiente, nunca con lechos de tegulae pero en ocasiones reforzadas o calzadas con piedras, inhumaciones simples en fosas excavadas en el suelo, un túmulo y una especie de cobertura horizontal de tegulae. La dispersión de las mismas es completamente aleatoria y no parece seguir ningún orden; si bien, en la orientación de los cadáveres tenemos dos grupos claramente diferenciados: uno al suroeste y otro al noroeste, quizás éstas últimas tengan cierta anterioridad, pero no es seguro. La mayor parte de los esqueletos se encuentran en decúbito supino, con variaciones en las posiciones de los brazos y las piernas; siendo, lo más llamativo, la posición fetal de la sepultura 15. Cronológicamente la necrópolis se sitúa entre el 150 d. C. y el 270 d. C. Si bien, el momento de mayor utilización de la misma parece ubicarse en los últimos años de los Antoninos y con Septimio Severo. Finalmente, la sepultura 10, en la que apareció una moneda de Galieno, nos proporciona una datación bastante exacta de la cronología final del cementerio, al menos del sector excavado.

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Sin duda, el motivo de la parquedad del hallazgo de Uclés (QUINTERO, 1889, 69-78; CURCHIN, 1997, 7-34 y LORRIO y SÁNCHEZ, 2002, 161-194) se debe a que éste se realizó hacia 1875, los descubrimientos se hicieron sin la documentación ni el rigor científico que desearíamos. Desconocemos la extensión de la necrópolis o el número de enterramientos localizados. Si bien, podemos precisar que su cronología rondaría el cambio de la Era, llegando, en todo caso, hasta el siglo II d. C., fecha en la que predomina el rito inhumador y, aún así, los elementos de juicio no son del todo fiables.

restos de construcciones y otros materiales dispersos, tales como columnas, capiteles, una estatua, etc. Entre los materiales documentados, también en superficie, destaca la cerámica gris indígena, ibérica pintada con motivos geométricos y cerámica romana, principalmente campaniense A y B, común, ánforas Dressel 1, terra sigillata, etc. que implican una cronología desde la segunda mitad del siglo III a. C. al cambio de la Era. Además, se han hallado monedas de bronce de Calígula, Vespasiano, Tito, Domiciano, Septimio Severo, Maximino y Claudio II el Gótico. Hallazgos que parecen evidenciar un prolongado hábitat en la zona. Desgraciadamente, la falta de excavaciones y el establecimiento de una cronología basada en materiales fruto de una prospección no permite ser más precisos al respecto.

Parece ser que, al mismo tiempo que el cementerio estuvo en uso en la zona, y en relación con él, existió un santuario, a lo que hay que añadir algunas noticias sobre un posible hábitat, una villa situada en Valdehuela, elevación cercana a la villa de Uclés, así como de una vía romana. Ésta se dirigía de Cartago Nova a Complutum atravesando el término municipal de Uclés, además de otra vía secundaria que saldría de Segobriga y, asociada a ésta, se situaría la Fuente Redonda, lugar donde apareció un ara votiva relacionada con el santuario mencionado. Todos ellos, elementos importantes a la hora de ubicar un área cementerial.

En el Bajo Imperio, como luego tendremos ocasión de mencionar, los que en la etapa anterior habían sido llamados hombres libres, ahora, en un progresivo cambio, acabarán sujetos a la tierra y a un gran señor. La figura del colono desplaza progresivamente a del vilicus y a la de los esclavos y, aunque éste mantendrá su condición, será a cambio de una renta vitalicia que deberá entregar al titular de la propiedad de la tierra y, en definitiva, del resto de los medios de producción. También es éste el momento del éxodo señorial de la ciudad aspecto que implicará el desarrollo de grandes y lujosas villas. Aspectos que, sin duda, inciden elocuentemente en las necrópolis asociadas a estos asentamientos y en la naturaleza de los hallazgos.

En Vaciamadrid (VILORIA ROSADO, 1955, 135-142) podemos establecer la existencia de una necrópolis asociada a una vivienda, cuyos restos se conservan en una zona cercana a la necrópolis; pues en sus inmediaciones, aparecen teselas de colores. Teniendo en cuenta que los mosaicos polícromos se generalizan hacia el siglo III d. C. y por el tipo de inhumaciones documentado, en tegulae y sarcófago, podemos establecer la cronología de esta necrópolis en torno a los siglos III y IV d. C., donde la aparición de cerámica ibérica, al igual que en otros yacimientos de esta época, podría explicarse a partir de un resurgir del indigenismo. Esta cronología podría llevarse hasta el siglo I o II d. C., si tenemos en cuenta el hallazgo de un columbario

En la Parroquia de Parada de Outeriro (VÁZQUEZ, 1978, 327-331 y GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987, 209228), en el Ayuntamiento de Vilar de Santos, al hacer reformas en su iglesia románica se encontraron una serie de restos romanos: un mosaico datado en el siglo IV d. C. y un ara dedicada a Júpiter, dentro del altar lateral de una capilla. Éstos y otras evidencias arqueológicas parecen documentar la existencia de una entidad poblacional romana, tal vez de la mansión viaria de Gemina, relacionando estos restos y el topónimo de Parada con la vía que el Itinerario de Antonio señala entre Bracara y Asturica Augusta por el interior, aunque quizás los restos pertenezcan a una villa sin más.

La aparición de una serie de restos con carácter funerario se ha relacionado, aunque no sea una conclusión definitiva, con la antigua Villa Tiberina, en Tiurana (ROMEO et alii, 1999-2000, 65-83), que las fuentes clásicas sitúan en esta zona. La cronología del yacimiento, según la aparición de terra sigillata y por la localización de cerámica de cocina norteafricana, podría establecerse entre el siglo II y el IV d. C. Las características de la actuación no nos permiten ser más precisos, pero sí que parece que podemos establecer la existencia de una necrópolis romana de inhumación en asociación al asentamiento; aunque sólo posteriores actuaciones permitirán emitir un juicio concluyente al respecto.

Se hallaron dos enterramientos de inhumación, en cista de tegulae con cobertura a dos aguas e imbrices en las uniones. Uno de ellos tenía una vasija cerámica de un tipo muy frecuente en las necrópolis gallegas del siglo III y IV d. C. Se tienen noticias de otros hallazgos similares en fincas cercanas por lo que podría establecerse la existencia de un área cementerial en esta zona. Para la necrópolis de Aldaieta ya se sugirió, desde un principio el “no visigotismo” de los restos allí aparecidos, aunque sin mayores precisiones. No obstante, el yacimiento se fechó entre los siglos VI y VII d. C. (AZKARATE, 1990, 33). Más adelante, se planteó el carácter norpirenaico de los restos recuperados, pues los ajuares encontrados reflejan una indudable influencia

En Vilanova y la Geltrú (FERRER, 1955, 174-179) se excavaron dos sepulturas de inhumación, a las que habría que añadir otras noticias sobre la aparición de una serie de huesos y otros restos de carácter funerario. Parece que estamos ante los restos de lo que fue la necrópolis de una villa rural, ya que en la zona se han hallado multitud de 97

norpirenaica; aspectos que implica un nivel de complejidad, a la hora de ubicar este yacimiento, bastante importante. Y si, finalmente, se manifiestan además peculiaridades que alejan al colectivo humano tanto de unos como de otros, la solución todavía parece implicar una mayor dificultad (AZKARATE, 1991, 29-30). A partir de estos planteamientos, se acabó por considerar a los habitantes de Aldaieta como una población indígena – vasca, vascona o similar- con un indudable grado de aculturación germánica, aunque más de carácter continental que peninsular (AZKARATE, 1999, 12). A la vez que se relacionaba el yacimiento, y a sus ocupantes, con el fenómeno eremítico: pues, además de que pertenecen a la misma época, los guerreros inhumados en la necrópolis, no cristianizados (AZKARATE, 1999, 13), estaban separados de los establecimientos eremíticos (principalmente los de Treviño) por unos pocos kilómetros.

hebillas, tachuelas y otros objetos de aderezo personalen el interior de los ataúdes. Han aparecido también abundantes restos de contenedores, principalmente las armaduras de metal de cubos de madera, aunque también objetos cerámicos, quizás para contener el viático o distintos elementos de carácter perecedero hoy desaparecidos. El hallazgo llevado a cabo en Aldea de San Esteban (PALOL, 1970a, 185-195; FUENTES, 1989 y 1992, 9931006) no se trata de una necrópolis sino de una sola tumba, fruto de un hallazgo casual durante una serie de tareas agrícolas. Y, a falta de nuevos trabajos en la zona que confirmen la entidad del yacimiento, por los paralelismos con una serie de necrópolis tardías denominadas “necrópolis del Duero”, creemos poder englobar este hallazgo dentro de este amplio grupo funerario, que, en realidad, abarca yacimientos fuera del área geográfica que le da el nombre. Los objetos del ajuar, a falta de otra información, consistían en seis piezas, entre las que destaca un cuchillo con vaina calada, al que acompañan un cuenco de bronce, restos de un hacha de hierro y un jarrito de cerámica lisa, sin decorar. Se ha fechado entre el siglo IV y V d. C. y, tal vez, perteneció un personaje relativamente importante en el marco de una de las grandes villas de la época.

En cuanto a la necrópolis propiamente dicha, la tipología sepulcral, a excepción de una de las sepulturas cubierta por lajas de piedra, es siempre la misma: tumbas de fosa simple en las que el cadáver se depositaba en el interior de un ataúd, a juzgar por los numerosos clavos que aparecen en torno a los enterramientos. Es frecuente que las sepulturas formen pequeños grupos –de número variable- en la propia área cementerial. Éstas se agrupan en torno a “los fundadores”, es decir, los ocupantes de los enterramientos más antiguos parecen aglutinar, en torno a ellos, al resto de los inhumados, lo que parece poner de manifiesto una serie de relaciones de parentesco cuya pervivencia continuaba incluso tras la muerte. Para finalizar, otro aspecto interesante es la abundancia de armas en los ajuares, principalmente puntas de lanza y hachas, así como algún cuchillo, que parecen indicar el carácter guerrero de los allí enterrados. Además, éstos se introdujeron vestidos –a juzgar por la cantidad de las

En Fuentespreadas (CABALLERO ZOREDA, 1974) posiblemente se ubique, en el siglo II d. C. y aprovechando la existencia de una fuente y la hipotética cercanía de un ramal de la vía romana de la Plata, una villa en uno de los pequeños cerros del valle, en la Loma de la Panadera. Hábitat que debió continuar hasta, al menos, el siglo IV d. C. Fecha en la que se crea la necrópolis tardorromana. Por las particularidades de los materiales hallados, su cronología y la situación geográfica del asentamiento, puede relacionarse esta zona

30. Plano topográfico de la necrópolis de Aldaieta con indicación de los sectores. (AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999, fig. 28)

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de enterramientos con el horizonte cultural denominado “necrópolis del Duero”. En total se han documentado tres enterramientos; las características del ajuar encontrado en la primera sepultura, en la que se mezclan tanto armas como objetos y herramientas de trabajo, tanto de carácter agrícola, artesano y metalúrgico, permiten pensar que no se tratan de una serie de útiles empleados, en vida, por el finado; si no del símbolo de la dirección y del dominio que este personaje ejercía sobre la zona, sus gentes, los productos en ella manufacturados y sobre los trabajos agrícolas y ganaderos. Pues la riqueza de la tumba implica que ésta perteneció a un personaje importante, al igual que las armas permiten suponer un cierto prestigio en su comunidad. Lo que tiene más sentido a raíz de las últimas explicaciones dadas al fenómeno de las llamadas “necrópolis del Duero”. Las sepulturas se han datado a finales del siglo IV d. C.

una élite social y económica, dueña de la tierra y de las relaciones de producción, que se hace enterrar con esta serie de elementos de prestigio que indican su posición social. En Pedrosa de la Vega (ABÁSOLO et alii, 1997 y 2004 y CORTES, 1997) y tomando como punto de referencia la villa tardorromana de La Olmeda, datada en el siglo IV d. C. y que fue, sin duda, el hábitat que originó las necrópolis objeto de estudio, se han denominado, en relación con su situación, las tres áreas sepulcrales pertenecientes a este asentamiento. Diversas estimaciones permiten, una vez excavados los cementerios Norte y Sur, establecer, dentro de un mismo horizonte bajoimperial, una serie de indicios que apuntan a una mayor antigüedad de la Necrópolis Norte con respecto la Necrópolis Sur. La Necrópolis Norte se compone por un total de 111 sepulturas de inhumación y está situada a unos 700 metros al norte del complejo residencial. En ésta predominan las tumbas de inhumación en sentido esteoeste, con la cabecera al oeste. Aunque no faltan orientaciones norte-sur, con la cabecera al norte, principalmente, pero también al sur y otras con la cabeza al este.

Las noticias sobre los hallazgos funerarios llevados a cabo en Hornillos del Camino (PALOL, 1958, 209-217; 1970, 205-236; MONTVERDE, 1945, 338-340; MARTÍNEZ, 1945, 28-29 y FUENTES, 1989) son muy escuetas y, prácticamente, se reducen a una serie de elementos de ajuar totalmente descontextualizados. La revisión de los trabajos iniciales -llevados a cabo en los años 30 del siglo XX- años después, permitieron la inclusión del yacimiento entre las llamadas “necrópolis del Duero”, para las que se establece una cronología del mismo en torno al siglo IV d. C. La visión conjunta de esta necrópolis con otras de similares características y bien conocidas, como la de San Miguel del Arroyo o la de Simancas, permitió establecer estrechas relaciones entre unas y otras. Estamos, sin duda, ante un yacimiento romano, aunque alejado de los modelos clásicos y urbanos por su época y situación, que forma un conjunto de gran personalidad, perfectamente individualizado y, con toda evidencia, anterior a los visigodos. Los últimos enfoques interpretativos relacionan estas necrópolis con villae tardorromanas repartidas por el territorio de La Meseta, siendo el caso más claro el de Pedrosa de la Vega –por el amplio conocimiento que de la misma tenemos-, lo que implicaba una forma distinta de organización, dependiente más que de una frontera militar –según se postuló en un principio- de los asentamientos rurales, núcleos referenciales de hábitat y objeto de protección.

La Necrópolis Sur, que proporcionó un total de 526 sepulturas, se situó al sur del sector principal de la villa, a unos 400 metros de la misma. En ellas las tumbas están orientadas en sentido este-oeste, con la cabecera al oeste. La ordenación de la primera parece también inexistente, mientras que, por el contrario, en ésta se aprecian alineaciones de grandes grupos. Y, finalmente, poco podemos decir de la Necrópolis Noreste, se sitúa a unos 250 metros de la villa, en dirección noreste, y sólo se ha hallado una tumba de inhumación, cuyo ajuar permite fecharla en la primera mitad del siglo IV d. C. La necrópolis de San Miguel del Arroyo (PALOL, 1958, 209-217; 1969, 93-160; 1970, 205-236 y FUENTES, 1989) debe estudiarse con todas aquéllas sitas en la cuenca del Duero en época bajoimperial que, con unas características similares, pueden englobarse dentro de un mismo conjunto, por su ubicación geográfica y cronológica. Todo este grupo de yacimientos, -de este a oeste están las de Taniñe, Suellacabras, Hornillos del Camino, Nuez de Abajo, Simancas, etc.- aunque con pequeñas variantes, pertenecen a un mismo mundo de ajuares, armas y demás utillajes en los que se repiten las formas cerámicas, los vidrios y su disposición en los enterramientos como ya hemos visto en alguna de las ya explicadas. En este caso concreto, en la necrópolis se hallaron un total de 30 enterramientos fechados entre finales del siglo III y durante el IV d. C.

En Nuez de Abajo (PALOL, 1958, 209-217; 1970, 205236 y FUENTES, 1989) apenas conocemos unas noticias sobre la existencia de ocho sepulturas. De alguna de ellas se conocen los ajuares más o menos completos, pero no ocurre lo mismo en la mayor parte de los hallazgos. Pese a la escasez de información de la que disponemos, hemos optado por recoger el testimonio de esta necrópolis por sus similitudes con la de Hornillos del Camino; así como con la de Simancas y San Miguel del Arroyo, entre otras. Lo que nos permite trazar una serie de paralelismos, basándonos en los ajuares y en la proximidad geográfica y cronológica, que permiten englobar ésta en las llamadas “necrópolis del Duero”. Dentro de éstas, destacan una serie de enterramientos bastante singulares por las características de su ajuar, que se tiende a relacionar con

La necrópolis de San Miguelle (FILLOY et alii, 2001 y GIL, 1998, 212-214) se sitúa en un altozano a 600 metros de altitud y, actualmente, la zona correspondiente al yacimiento se halla dividida en dos partes por un camino 99

de servidumbre; se le estima una superficie de 1000 metros cuadrados. Durante el estudio de los materiales y en el transcurso del proceso de excavación, se localizaron evidencias puntuales de cronología altoimperial, así como de época tardorromana, siendo éstas las numéricamente más importantes. Las evidencias altoimperiales estarían claramente descontextualizadas y deberían considerarse, en principio, intrusivas en el ámbito cementerial; aunque sin descartar la posibilidad de una hipotética utilización de la necrópolis en esa época. Quizás, por ser entonces una necrópolis de incineración y por su posterior reutilización, no ha quedado resto alguno de esta etapa.

La localidad de Pertusa (LORENZO, 1993, 97-100; MARTÍN-BUENO, 1980, 188-191 y 2001, 485-538) fue mansio de la ruta de Italia in Hispanias, situada a 18 millas de Tolous (Monzón) y a 19 de Osca (Huesca). La necrópolis se extiende a la derecha del camino de la Olmera, que discurre paralelo al río y que puede corresponderse con una vía romana fosilizada, cuando no con un camino medieval. Se encuentra empedrado por el lado del talud y junto a éste las ruinas de lo que fue una paridera, entre cuyos restos constructivos se aprecian elementos romanos reutilizados. La necrópolis se sitúa a un centenar de metros del núcleo poblacional de Pertusa. Se trata de enterramientos en fosa simple, con cubierta de grandes losas recortadas con marcas de cantería. Existen, en algunos casos, superposiciones y, según noticias del párroco, algunas sepulturas aparecían en posición contrapuesta; es decir, unas con la cabecera al este y otras al oeste. Los esqueletos estaban en decúbito supino, en un relativo buen estado de conservación y, aunque no pueden calcularse las dimensiones de la necrópolis por no haberse realizado trabajos de excavación en ella, el número de hallazgos descubiertos supera ya la veintena.

La primera fase segura de utilización de la necrópolis correspondería a época tardorromana. Ésta se encuentra atestiguada, al menos, por la presencia de la tumba 29 que contenía tres inhumaciones en el interior de una cista de losas. Según las dataciones de C14, el periodo cronológico máximo se situaría entre el 370 y el 490 d. C., en cualquier caso, dentro de esta época. Además, durante las tareas de excavación, se recogieron evidencias diversas de época tardorromana. Parecía en principio material descontextualizado, aunque quizás no intrusivo, pues no puede descartarse que, en origen, este material formara parte de los depósitos funerarios de las tumbas que fueron alteradas por la sucesiva reutilización del lugar. Además, las cubiertas de las sepulturas 16 y 17, datables en torno a los siglos VI y VII d. C., son elementos arquitectónicos amortizados, recortados y reutilizados. Es clara su pertenencia a época tardorromana; si bien, no puede precisarse si se tratan de elementos propios del ámbito cementerial o de otro asentamiento cercano, pero no queremos dejar de apuntar que quizás correspondiesen a una estructura de carácter religioso de época tardorromana ubicada en la misma necrópolis.

Es difícil establecer conclusiones a partir de un solo enterramiento, a pesar de conocer otras referencias de carácter funerario para la ciudad de Turiaso (GARCÍA, 1990, 243-246; MARTÍN-BUENO, 1980, 188-191 y BELTRÁN, 2004, 23-32); aunque para este caso, su asociación a una zona habitacional, que ya se encontraba abandonada, y su cronología bajoimperial, siglo III d. C., permiten hipotetizar que no se localice en una de las necrópolis originarias de la ciudad, sino en una villa o en un asentamiento rural del territorium de esta ciudad. En Villafranca (MEZQUÍRIZ, 2004, 117-122 y 20022003, 141-162), pese a que los hallazgos funerarios se reducen a tan solo tres enterramientos; su situación y asociación con un núcleo poblacional, una villa romana, permite establecer una serie de relaciones muy interesantes entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, así como plantear determinados aspectos del mundo funerario rural. Los cadáveres debieron envolverse en un sudario, como parece mostrar la ausencia de elementos asociados con el ropaje; aunque, a juzgar por los clavos encontrados en torno a los esqueletos, éstos debieron ser trasportados en parihuelas o depositados en el interior de ataúdes. En cuanto a la cronología que puede atribuirse al área cementerial, apenas tenemos un elemento que nos indique una datación relativa: los dos ungüentarios, ambos Isings 101, pueden fecharse en torno al siglo IV, lo que concuerda con la utilización de la villa que perdura hasta el siglo V d. C.

La segunda fase de utilización atestiguada corresponde a la Tardoantigüedad, desde el siglo V al VIII d. C. Sin duda, el dato más tangible ha sido la existencia de una serie de sarcófagos, sin embargo, la ausencia de restos de ataúdes, armas, clavos de sandalias o hebillas de cinturón típicas de esta época dificultan el establecimiento de un horizonte cronológico concreto. A estas etapas hay que añadir una altomedieval, que es la numéricamente más importante. En Funes (MEZQUÍRIZ, 1954, 193-196 y 2002-2003, 141-162) aunque sólo se haya excavado una sepultura de inhumación, hay noticias que nos informan de otros hallazgos similares en la zona, a los que no se les dio importancia en el momento de su aparición y de los que se reaprovecharon las losas para construcciones modernas. Nada más sabemos de sus ajuares o de sus restos, en caso de que se conservasen. En todo caso, parece que nos situamos ante una verdadera necrópolis y no ante un hallazgo aislado, con seguridad perteneciente a una villa romana del Bajo Imperio asentada en la zona, de la que nada más sabemos.

En el yacimiento de La Solana (MORER et alii, 19961997, 67-98) parece que nos encontramos ante una villa rural, testimoniada por la aparición de un horno, unas fosas recubiertas de opus signinum e interpretadas como las pozas de un lagar y distintos dispositivos para la producción del vino, así como una serie de construcciones de naturaleza indeterminada. 100

31. Planta general del yacimiento de La Solana. (MORER et alii, 1996-1997, fig.11)

En el último espacio de las construcciones, al oeste de la zona descrita y en una zona delimitada por cuatro muros en mal estado de conservación, se han hallado una total de 10 enterramientos. La mitad de estos en el interior de silos y uno de ellos triple. La cubrición de los mismos era similar a la del resto de los encontrados por toda el área del yacimiento y nada evidenciaba que se tratase de enterramientos humanos.

Aunque, desgraciadamente, no se nos explica cuales se encontraban en tumbas elaboradas, en el interior de los silos o quienes formaban parte del enterramiento colectivo. En cuanto a los esqueletos de los adultos, todos ellos presentaban fuertes marcadores ocupacionales que evidenciaban el desarrollo de un esfuerzo físico considerable, posiblemente relacionado con trabajos agrícolas, muy acorde con el resto de las estructuras encontradas en el yacimiento; ésto y la pobreza general de los enterramientos nos permite plantear la posibilidad de que se trate de los enterramientos de los colonos o incluso esclavos que trabajaban en las instalaciones mencionadas. Además, en los esqueletos femeninos, no en los masculinos, se han detectado hipoplástias dentales, lo que evidencia carencias alimenticias e implica una característica diferenciación sexual en la alimentación.

El resto son: un feto en el interior de un ánfora, dos enterramientos en tumba de tegulae y otros dos en tumbas de losas. En general el área de distribución de los enterramientos en el interior de silos es muy dispersa y abarca buena parte del yacimiento, mientras que las tumbas de fábrica elaborada se sitúan al suroeste del mismo. El estudio de los 12 esqueletos hallados, permite establecer el sexo y las edades de los mismos. Se ha hallado un feto, en el interior del ánfora, dos neonatos entre dos y tres meses de vida, un enterramiento infantil, en la que el sujeto tenía unos dos o tres años, cuatro adultos en edades que oscilaban entre los 20 y los 40 años, de ellos tres pertenecientes a sujetos femeninos y una a un varón; además de otro varón de edad indeterminada.

El hallazgo de Tírig (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 160-161) se limita a los materiales descontextualizados hallados en una sola sepultura ya desaparecida. La ausencia de más datos que precisen la cronología de ésta obliga a que nos basemos, exclusivamente, en las fechas aportadas por los paralelos de otras necrópolis, concretamente las situadas en la 101

Cuenca del Duero que se sitúan en contextos cronológicos suscritos a la segunda mitad del siglo IV d. C. Además, relativamente cercano a la necrópolis, a 72 kilómetros de la misma, en el yacimiento de Dant Joseph se halló un cuchillo de esta tipología, desvinculado de contextos funerarios y en un hábitat fechado en torno a los años 378 y 395 d. C., que quizás nos permita estrechar más la franja cronológica. En todo caso, uno de los aspectos que más nos interesa destacar es la aparición de un cuchillo tipo Simancas, fósil director de las llamadas “Necrópolis del Duero”, en una zona tan alejada del supuesto limes hispano y, por tanto, desvinculada de toda pretendida frontera militar; lo que refuerza los nuevos planteamientos de la investigación que niegan este fenómeno, como explicaremos más adelante.

rural, al que se adscriben los enterramientos se encontraba a unos 250 metros de la necrópolis. La mayor parte de las 21 sepulturas se hallaban profanadas y removidas desde antiguo. Su tipología es bastante uniforme y consiste en fosas excavadas en la roca, de forma rectangular, pseudoantropomorfas y antropomorfas. Su sección es de forma troncocónica y su cubierta la conformaban losas de piedra que reposaban en rebordes, practicados ad hoc, que rodean el perímetro de la fosa. Cuando se han encontrado intactos los restos humanos en el interior de las fosas, estos aparecen en decúbito supino o, si la sepultura había sido reutilizada, formando paquetes de huesos en uno de los extremos del receptáculo funerario. Los escasos elementos depositados, a modo de ajuar, consistían en anillos, pasadores de bronce y cuentas de pasta vítrea. Las cerámicas recogidas en los alrededores de las tumbas, sobre todo vajilla africana, Hayes 99 y 103, apuntan a una cronología del siglo IV d. C.

La necrópolis de Albalate de las Nogueras (FUENTES, 1989) se encuentra situada al lado del “camino de la mezquita”, que fue una antigua calzada romana en dirección a Priego y Alcantud. Todos enterramientos son bastante uniformes pues todos aparecen excavados en la roca, en una fosa de forma rectangular, estando, en la mayor parte de los casos, atestiguado el uso del ataúd. Otro hecho importante es la constatación del uso de cal viva, al menos en varias tumbas. Seguramente, ésta se arrojaba para acelerar el proceso de descomposición del cadáver, pues siempre aparece en el centro de la tumba, donde se sitúan las vísceras. Este hecho parece ligado a lo puramente profiláctico, cuyo objeto era el de no prolongar demasiado la putrefacción; siendo su uso indistinto en enterramientos con o sin ataúd. En cuanto a la cobertura de los enterramientos, aunque en muchos no se ha conservado, fue de dos tipos fundamentales: en casi todos los casos consistió en un tejadillo a doble vertiente de tegulae e imbrices, aunque en ocasiones, como nos muestra el enterramiento 5, ésta consistía en un murete de piedras unidas con argamasa, similar a la necrópolis paleocristiana de Tarraco o a las del Norte de África, en la zona de Cartago.

La necrópolis de El Albir (MOROTE, 1989, 41-50; 1990, 21-44; GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 360361) está asociada a una importante villa que dispone de un importante conjunto termal además de otras instalaciones adyacentes. En ella se han diferenciado tres áreas cementeriales diferentes. La Necrópolis 1 que, a su vez, cuenta con dos sectores diferenciados no sólo por la tipología de sus tumbas como los ajuares depositados en éstas, sino por una línea divisoria física construida con teguale y losas de piedra dispuestas verticalmente que definen un espacio destinado a un colectivo particular, bien a una familia o a un collegium funerarium. Este primer núcleo de enterramientos se sitúa a lo largo del siglo IV o, incluso, a mediados del siglo V d. C. La Necrópolis 2 está formada por un monumento y una serie de sepulturas localizadas tanto al interior como al exterior del mismo. Su uso se ha establecido a mediados del siglo IV, momento al que puede adscribirse la fase final del monumento funerario. En cuanto a éste, son pocos los conocidos con este tipo de características. De estructura similar podrían ser los del Camí del Molí dels Fraes, aunque éste no posee contrafuertes. En opinión de R. González, “para encontrar estructuras arquitectónicas dotadas de este elemento constructivo es necesario que acudamos a los martyria del siglo IV d. C.” (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 364). Paralelos de este tipo los encontramos en el martyrium de La Alberca, en Murcia, los monumentos de Nehren, en Tréveris, etc. Destacando su relación, no sólo por las estructuras sino por la tipología de ajuares, con necrópolis centroeuropeas de Germania y Panonia. Si bien, estas semejanzas no implican una relación directa con los mismos.

Los ajuares son relativamente abundantes aunque simples, algunas tumbas no los poseen pero quizás se deba a anteriores excavaciones o remociones del terreno. Éstos consisten en jarras, páteras, vasos cerámicos y otros elementos de vidrio; objetos comunes en la mayor parte de las necrópolis conocidas de este tipo y que apenas aportan una información nueva. En todo caso, sí destaca el binomio jarra-cuenco, o praefericulum-pátera, cuyo paralelo más directo lo encontramos en la necrópolis de Fuentespreadas, en Zamora. Además, de otros objetos del ajuar perfectamente asimilables a los aparecidos en las llamadas “Necrópolis del Duero”, en la que cabría englobar este yacimiento. En Casa Calvo (RIBERA, 1992, 61-66) conocemos una necrópolis de amplias dimensiones que ha proporcionado un total de 21 sepulturas como consecuencia de una excavación de urgencia. Éstas, junto con otros enterramientos destruidos, podrían formar un total superior a las 70 tumbas. El lugar de hábitat, de carácter

Finalmente, la Necrópolis 3 (FERNÁNDEZ y AMORÓS, 1990, 45-55) se trata de un sector diferenciado del anterior al encontrarse ubicado en el curso de un

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barranco, donde sólo se han excavado seis sepulturas. Se ha fechado entre el siglo III y IV d. C.

edad y las formulas de cierre H(ic) [S(ita) E(est) S(it)] T(ibi) T(erra) L(evis); y que, dada la escasa información de los restos hallados, es lo único que nos permite establecer una datación basada en criterios internos de la pieza, y por tanto muy relativa. La fórmula abreviada Diis Manibus, así como con su variante de Sacrum, se hace común en el siglo II d. C.; por otro lado, fórmulas como H. S. E. indican que el epígrafe es “anterior a finales del siglo II en Hispania” (LÓPEZ BARJA, 1993, 37). Si bien, expresiones como pia, antepuestas a la edad del difunto, apuntan a cronologías más tardías, a partir del siglo III d. C.

En Guarromán (GÓMEZ DE TORO, 1991, 274-277), aunque los datos disponibles son demasiado parcos, existen dos fases o momentos de utilización en el yacimiento. El primero estaría representado por una serie de restos constructivos que afloran cerca de los enterramientos, destacando, entre éstos, una serie de muros de adobe y un suelo de cantos de río. En una segunda fase habría que, amortizadas las construcciones de la primera etapa, ubicar la necrópolis –compuesta hasta el momento por cuatro sepulturas- de cronología – aunque imprecisa- tardorromana. Esta idea, no obstante, es imposible de verificar sin una ampliación de la zona excavada que permita llevar a cabo nuevos hallazgos que concreten las cronologías, los momentos de uso de la necrópolis, sus dimensiones, la funcionalidad de las estructuras relacionadas con los enterramientos y la adscripción religiosa y ritual de las sepulturas.

-3. 3. b. Los pequeños asentamientos y sus áreas de enterramiento. Aunque, por lo general, los cementerios rurales mayoritarios son pequeños conjuntos de sepulturas, relativamente numerosas sólo en ocasiones y, fundamentalmente, a partir del Bajo Imperio, conocemos la existencia de una serie de necrópolis diseminadas por el territorium que hay que asociar, generalmente, a asentamientos rurales de pequeña entidad. La naturaleza de los hallazgos, la sencillez de sus tipos sepulcrales o las características generales de sus elementos de ajuar parecen lo suficientemente elocuentes como para ilustrarnos de su composición humana y de la escasa esperanza de vida de estas gentes, condicionada por una mala alimentación, largas y duras jornadas de trabajo y, por qué no, por unos niveles de endogamia altamente significativos (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 133 y ROBERT, 1985, 179-208). Tampoco es infrecuente la localización de enterramientos aislados –aunque no descartemos la posibilidad de nuevos hallazgos o de sepulturas desaparecidas en asociación a éstos-. Al respecto, P. Leveau (1991, 89) considera, para el mundo romano, un ámbito rural más dinámico y vital, para el que define dos zonas o niveles diferenciados: un primer nivel definido por la red de villae en torno a las ciudades, y un segundo nivel estructural ubicado en la periferia de la zona de villae, pero con desarrollo independiente, en el que viven, mueren y se entierran los campesinos que cultivan la tierra. Nos encontramos con hábitats aislados o aglomerados constituidos por pequeños establecimientos agrícolas erigidos, la mayor parte de las veces, con materiales pobres y poco duraderos, lo que las hace más difícilmente identificables (ROMÁN PUNZÓN, 2009, 239).

En Lucentum, la necrópolis de la Villa Romana de Casa Ferrer I (ORTEGA y DE MIGUEL, 1999, 525-530), está asociada al hábitat que le da el nombre. Ésta tuvo un uso prolongado que parece fecharse en torno al siglo IV d. C., a tenor de la localización de ánforas de origen africano en determinadas sepulturas, además de la aparición de algunas cerámicas, como ajuar, datables también en el siglo IV d. C. Lo que más sorprende es la gran cantidad de individuos infantiles sepultados en este área cementerial, nueve de diecisiete. De éstos, ocho fallecieron entre el año y los seis años, concentrándose la mayoría en torno a los dos años y medio; siendo ésta una edad sumamente conflictiva, pues se produce aquí el cambio de los hábitos alimenticios. A estos sujetos habría que añadir un feto, de 24 a 26 semanas, sin que se pueda determinar la causa de su fallecimiento ni su presencia es esta área cementerial, aunque ésta se nos presenta como atípica por la gran cantidad de sujetos infantiles enterrados. Como único dato reseñable es la aparición, en la sepultura 2, de una piedra de considerable tamaño sobre la cabeza de uno de los individuos infantiles. Hecho de carácter ritual, documentado en otras áreas cementeriales, y que intentaremos explicar posteriormente. En la necrópolis de Peal del Becerro (FERNÁNDEZ CHICARRO, 1954, 71-85 y 1957, 158-163; GARCÍA Y BELLIDO, 1958, 183-192 y MORALES, 1998, 237-262) se excavaron 14 enterramientos de inhumación en el interior de cistas de losas y lajas de piedra, acompañados por cerámica común, terra sigillata y, en algunos casos, por elementos de aderezo personal. Esta área cementerial, tal vez deba ponerse en relación la aparición, en las inmediaciones de la necrópolis (concretamente en el Cortijo de Timoteo), de una construcción romana, posible hábitat originario de los enterramientos, así como con otros restos de epigrafía funeraria. En concreto, una lápida encabezada por una dedicatoria a los D(iis) M(anibus) S(acrum), el adjetivo pia, la indicación de la

○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania En la provincia Lusitania66 no hemos constatado la existencia de pequeñas áreas cementeriales asociadas a asentamientos de pequeña entidad durante el Alto Imperio, lo que no implica que éstas no existiesen. No obstante, y siguiendo la tónica general que documentamos en Hispania, y aquí de forma muy clara, los ejemplos constatados durante el Bajo Imperio son los más numerosos y representativos. En éstos, destaca la

66 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 317-320 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 418.

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lejanía de las principales vías de comunicación, presumiblemente, consecuencia del desarrollo de un hábitat más disperso y de unas relaciones de producción más autárquicas y menos dependientes del consumo de los grandes centros urbanos.

En análisis global de los materiales recogidos en esta necrópolis, así como el de sus tipologías sepulcrales, permite concluir que estamos ante un área cementerial homogénea: cistas fabricadas con lajas de pizarra y ajuares, todos ellos, de cerámica común romana. Por la homogeneidad de los tipos sepulcrales y de sus ajuares, parece que nos encontramos ante la necrópolis de un poblado rural, hasta el momento no localizado. La datación propuesta para esta área cementerial, sobre todo teniendo en cuenta que las cerámicas comunes tienen una amplia y poco definida cronología, se ha establecido a partir de los conjuntos numismáticos hallados en los enterramientos 3 y 4, que permiten fijarla a partir del siglo IV d. C.

Povoa de Santa Iria (RIBEIRO, 1961) quizás deba asociarse a un asentamiento de carácter rural, muy pobre y de pequeñas dimensiones –por el escaso número de sepulturas descubiertas y por la poca densidad con la que están agrupadas-, del que nada más podemos decir por la poca precisión de las publicaciones consultadas. Nada o casi nada se nos dice de los restos mortales contenidos en estas sepulturas. En cuanto al ajuar, su escasez tampoco permite una aproximación cronológica y, aunque en su día se planteó una amplia cronología que iba desde el fin de la ocupación romana al comienzo de la invasión árabe, la aparición de abundante material de construcción – ladrillos, tegulae e imbrices de filiación romana- y restos de cerámica asociados indirectamente con los enterramientos nos permite situarlos, aunque sin demasiada certeza, en la tardorromanidad.

Poca información disponemos de los enterramientos hallados en Almaraz (VIÑALS, 1875, 475-476). Desconocemos el número de los mismos, así como las características y tipología del ajuar lo que nos impide establecer una cronología precisa. No obstante, el predominio del ritual de inhumación, los tipos sepulcrales documentados (cistas de pizarra y construcciones de ladrillo) y por el hecho de que se trate de “inhumaciones vestidas”, podemos situar esta área cementerial en un contexto tardorromano, aunque sin que podamos precisar nada más al respecto.

En Valbeirô (TAVARES, 1993-1994, 107-136), según informaciones orales de los lugareños, aparecieron –en la actualidad están destruidas- cerca de 30 sepulturas en cistas de pizarra, a las que hay que añadir otras siete excavadas con metodología arqueológica.

32. Esquema de los enterramientos, tanto de incineración como de inhumación, hallados en la necrópolis de Berzocana (SAPONI y BARQUERO, 1989, fig. 1).

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En Berzocana (HERGUIJUELA y ALFONSO, 1987, 162-169 y SAPONI y BARQUERO, 1989, 899-906) documentamos, en una misma necrópolis, los dos ritos de enterramiento pero con la particularidad de que la práctica de uno y otro se encuentra espacialmente diferenciada dentro de la misma; por lo que quizás estemos ante un área cementerial con una relativa amplia utilización, en la que puede observarse, al menos, dos momentos diferenciados de uso aunque, tal vez, con continuidad cronológica. Parece tratarse de una necrópolis rural con un predominio de los ajuares cerámicos de fabricación local, lo que nos da una idea del poder adquisitivo de los sujetos allí enterrados. Se ha fechado en época bajoimperial, quizás su carácter rural explique la perduración del rito de incineración en fechas tan modernas, de la misma forma que su práctica se perpetúa en determinadas necrópolis de la Provincia Lusitania hasta bien entrado el siglo III d. C.

Finalmente, en Monroy (CASTILLO et alii, 1991-1992, 141-172), la necrópolis de Santa Ana se ha asociado al cementerio de una pequeña población de origen hispanorromano que conserva rituales funerarios romanos aunque mediatizados por otros propios de este periodo de transición, que culminará con la edificación de la ermita y, por tanto, con la continuidad de uso funerario de la zona. Las sepulturas están fabricadas con lajas de pizarra y se documentan en diversos yacimientos peninsulares con cronologías que van desde el siglo IV d. C. hasta el VII. Se trata por tanto de una tipología presente en multitud de necrópolis tardorromanas y visigodas. En cuanto a la fabricada con ladrillos y tegulae, también es frecuente encontrarlas en el ámbito cronológico de la tardorromanidad, aunque no siempre. El modelo organizativo de las sepulturas descritas es propio del mundo tardorromano: un área de tumbas en la plataforma sobre un camino. Aunque en este caso se trata de una plataforma artificial, quedando sobre elevada por el lado cercano al arroyo y delimitada por caminos que conducen a un único paso por el río, rodeando la necrópolis y haciéndola visible desde todos sus puntos. Constatamos, a su vez, el reaprovechamiento de una tumba para sucesivos enterramientos, lo que se interpreta habitualmente como la reunión de los cuerpos de un grupo social con vínculos de parentesco, cuyos miembros hayan fallecido a intervalos más o menos regulares de tiempo y siempre que exista memoria de la tumba. Se trata de un modelo organizativo familiar que evoluciona hacia una ruptura de sí mismo a medida que se pierde la memoria de los enterramientos o su manifestación externa (CASTILLO et alii, 1991-1992, 149).

En Cespedosa de Tormes (SERRANO, 1956, 85-87) tan solo conocemos la existencia de una sepultura y su ajuar, así como las noticias, algo confusas, de otra de la que tan sólo se nos dice que era similar a la excavada con metodología arqueológica. Se trata de una cista de lajas, en la que se hallaron diversos elementos de ajuar: una serie de fragmentos de vidrio y dos piezas de terra sigillata hispánica: una Dragendorff 37 y otra 46. Nada se nos dice de los restos humanos que albergaba en su interior. Se ha fechado entre los siglos III y IV d. C. Nada sabemos del poblado o villa al que adscribir estos restos funerarios, pues ningún otro vestigio ha sido hallado en la zona.

33. Plano general de la necrópolis de Monroy y localización de las sepulturas. (CASTILLO et alii, 1991-1992, fig. 1)

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○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica En la Baetica67 encontramos, durante el Alto Imperio, una serie de necrópolis para las que, en muchos casos, podemos establecer relaciones directas entre éstas y los hábitats que las originaron. La naturaleza de éstos es muy variada, destacando los poblados mineros, las cetariae, las pequeñas instalaciones alfareras o sencillos asentamientos agrícolas.

característica común el haber sido excavadas en la roca (pizarra). Todas ellas conservaban en su interior esquirlas de hueso, restos de carbón y algunos fragmentos de vidrio y cerámica. Posiblemente la necrópolis formaría parte de un cementerio más amplio, datable en época flaviaadrianea, que se extendería desde La Dehesa hasta Nerva, y que fue utilizado por una población de mineros, como se deduce de la pobreza de los ajuares y de su situación cercana al poblado minero de Corta del Lago.

En Los Villares (ROMERO, 1995, 275-289 y VIDAL y BERMEJO, 2006, 35-60) nos encontramos con una necrópolis perteneciente a una población minera, conocida como Los Villares I. En total se documentaron 14 cistas de lajas de pizarra, todas expoliadas desde antiguo. Se plantea la posibilidad, frente a la parquedad de los datos, de que se practicase tanto el rito de incineración como el de inhumación, por lo que se ha fechado entre los siglos I y II d. C.

Otra necrópolis, con su correspondiente poblado minero, a su vez relacionado con el distrito minero de Urium, es la de “Filón Sur-Minas” en Tharsis (PÉREZ MACÍAS et alii, 1987, 228-236 y VIDAL y BERMEJO, 2006, 3560). En su excavación se hallaron enterramientos con una amplia cronología, del siglo I al III d. C., disparidad cronológica que supone varios momentos de ocupación: una primera en época augustea, otra fechada en la segunda mitad del siglo I d. C. y la última datada en el siglo II d. C., que revelaría una actividad residual en el poblado, una vez abandonada la explotación minera de la zona en el siglo II d. C. En la necrópolis de La Dehesa (PÉREZ MACÍAS, 1986, 135-147; LUZÓN, 1975, 169-320; JONES, 1980, 146165 y VIDAL y BERMEJO, 2006, 35-60) fueron identificadas un total de 290 sepulturas de las que se excavaron casi un centenar, por lo que en ningún caso estamos ante un asentamiento de pequeña entidad. El rito predominante es el de incineración y la gran mayor parte de los enterramientos estaban señalizados por cupae, sin olvidar otras construcciones de carácter más monumental, por lo que se han datado entre el siglo I y II d. C. También, al igual que Stock del Gossan o Tharsis, está asociada a una explotación minera. En Villaralto (GALEANO, 1996, 573-567), en el lugar conocido como Laguna de la Torrica o Cruz de Abraham, se documentó la existencia de un hábitat romano alto y bajoimperial dedicado, fundamentalmente, a la actividad metalúrgica. El poblado, que ocupa aproximadamente medio kilómetro cuadrado, presenta su necrópolis aneja en la que aparece cerámica sigillata sudgálica y clara, ánforas, estucos, vidrios finos, un sarcófago de granito y un ajuar funerario de objetos de plata, aunque todo ello indeterminado pues su hallazgo fue fruto de una prospección superficial, del encuentro casual o de la rapiña (VAQUERIZO et alii, 1992ñ, 1720). En la necrópolis de Torrox (GIMÉNEZ, 1946a, 83-88; SERRANO, 2006, 159-174 y RODRÍGUEZ, 1997, 271303), cuyo hábitat hay que poner en relación con la industria de salazón, las sepulturas se han dispuesto sin orden alguno, dándose, con frecuencia, fenómenos de invasión e intrusión. También se ha constatado en esta zona algún enterramiento de mampostería pero la gran mayoría son inhumaciones en las que el cadáver, en decúbito supino y con su correspondiente ajuar, se cubría por tegulae, normalmente seis, con dos más hincadas verticalmente en los extremos. Junto con las inhumaciones aparecen incineraciones, en las que se

34. Planta y sección de las sepulturas excavadas en Stock del Gossan. (PÉREZ MACÍAS, 1985, Lám. 1)

En la necrópolis de Stock del Gossan (PÉREZ MACÍAS, 1985, 187-191 y 1986, 135-147) se documentaron siete tumbas que presentan como

67

Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 321-325 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 419.

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usaron, como urnas cinerarias, diversos tipos de vasijas provistas de una tapadera cónica casi plana y muy mal cocidas; en otros casos, la mayoría, la urna cineraria es un simple recipiente de carácter doméstico, una olla, una cazuela o en ocasiones un ánfora. Es difícil establecer la cronología de los enterramientos excavados; no obstante, la convivencia de ambos ritos, la tipología sepulcral y la descripción, aunque escueta, de los ajuares, permitiría situar esta necrópolis entre los siglos I y III d. C.

encuentre la necrópolis de incineración, al norte de las piletas y más allá de las sepulturas descritas. Además, la localización de las piletas de salazón implica que la población de El Cerro del Trigo se extendía, en tiempos de Marco Aurelio, por el terreno ocupado hoy por el hato y la huerta del guarda; habiéndose reducido después el poblado; parte que pasó a ser cementerio a mediados del siglo III d. C. La necrópolis de Hornachuelos (RODRÍGUEZ y JIMÉNEZ, 1987-1988, 13-31) se sitúa a 300 metros al noreste del poblado que la originó, sobre una suave elevación del terreno conocida como el “Cerro del Peñascón”. En dicha elevación se prospectaron hasta 10 posibles estructuras tumulares de diverso tamaño, de las que, finalmente, han sido confirmadas, como tales, siete y sólo dos excavadas en su totalidad.

En el Cerro del Trigo (LUZÓN, 1975, 269-320 y CAMPOS et alii, 2002, 330-349), asociado a una cetaria, se han podido diferenciar cuatro áreas funcionales caracterizadas por la tipología, morfología y ubicación de las mismas: la factoría de salazón, el hábitat, los servicios y la necrópolis. La necrópolis alcanza una extensa área de dispersión cuyos límites se localizan, según los últimos hallazgos, hacia el Cerro de la Cebada, en el Camino de Sanlúcar de Barrameda-El Rocío y en los alrededores de la Casa del Guarda. La primera fase viene caracterizada por una incineración bajo tegulae a dos aguas, situada en las cotas inferiores del Corral de las Ánforas y está acompañada por un pequeño ajuar que la data en el siglo II d. C. La segunda, de inhumación, llega hasta el siglo VI d. C. Tampoco descartamos, como ya expuso G. Bonsor (1928, 19) que es posible que en la zona llamada el Coto se

El conjunto arqueológico de Hornachuelos nos pone en relación con uno de los períodos de más corta tradición investigadora dentro de la protohistoria reciente extremeña, aunque su importancia radica, en este caso, en el hecho de que podamos establecer usos funerarios de transición y evolución a partir de la llegada de los romanos o, al menos, de materiales de este nuevo horizonte cultural. En este sentido, los trabajos llevados a cabo en el yacimiento evidencian un especial desarrollo y expansión de este lugar a partir de época romana, aunque

35. Planta de la necrópolis de la Dehesa (JONES, 1980, fig. 5)

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36. Planta de la necrópolis de Torrox (GIMÉNEZ, 1946a, fig. 15)

sus orígenes parecen retrotraerse a un momento inmediatamente anterior, entre finales del siglo III a. C. y el cambio de la Era. Sin embargo, la ocupación más antigua de Hornachuelos se sitúa en un momento impreciso de la Edad del Cobre. En todo caso, la necrópolis, por sus características y su situación geográfica en el marco peninsular puede configurarse como uno de los yacimientos clave para comprender la complejidad y la riqueza que encierran unas formas funerarias que hunden sus raíces en la tradición indígena, pero que debieron convivir con los primeros romanos asentados en esta zona. Y aunque resulta difícil establecer una cronología inicial, todo parece indicar que el lugar fue utilizado como espacio funerario hasta el siglo I d. C.

sigue en uso como consecuencia de la continuidad de los hábitats que las generaron a lo largo de los siglos III y IV d. C., llegando, algunas, incluso hasta la Tardorromanidad. Aún así, a partir de este momento, el hábitat parece hacerse más disperso y encontramos yacimientos diseminados en el ager y sin una relación clara –como ocurría en la etapa anterior- con las, al menos, principales vías de comunicación. En este caso los ríos alcanzan un mayor protagonismo frente a las calzadas, además de constatarse otros asentamientos sin relación aparente con estos ejes vertebradores del territorio. Quizás, consecuencia directa de un modo de producción más autárquico. Para la necrópolis de Brovales (CALERO y MEMBRILLO, 1985, 221-241), a la vista de la parcialidad de los trabajos de excavación y la total ausencia de materiales, al menos contextualizados, es muy difícil presentar unas conclusiones definitivas. En todo caso, los trabajos llevados a cabo en el yacimiento, no sólo en la necrópolis sino también en sus zonas anejas, permiten establecer la existencia de un hábitat de época tardía, de cronología imprecisa aunque ubicable entre el siglo IV y VI d. C., que nace en torno a un curso de agua. Parece que estamos ante una alquería de explotación agraria y ganadera, muy sencilla y humilde, en la que las estructuras excavadas en las inmediaciones de la necrópolis darían lugar a este núcleo de enterramientos – tal vez de carácter familiar- con una relación directa con la explotación agraria.

Poco podemos decir de la necrópolis de Peñarrubia (SERRANO, 2006, 159-174; SERRANO et alii, 1983, 11-16 y 1989-1990, 139-157) a excepción de que parece que el único ritual constatado, por la forma y dimensiones de las sepulturas, fue el de inhumación y que los enterramientos fueron construidos a modo de cistas, bien con losas de piedra o con tegulae. En cuanto a su cronología, y pese al predominio de la inhumación y a las tipologías sepulcrales, ésta se ha establecido, a partir de los materiales hallados, en la segunda mitad del siglo I d. C. Por su naturaleza podría relacionarse con un pequeño establecimiento agrícola. Durante el Bajo Imperio, este modelo de implantación rural parece modificarse levemente. Obviamente, alguna de las necrópolis ya mencionadas para el Alto Imperio

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De todas las cetariae ha sido la de El Eucaliptal (CAMPOS et alii, 1994, 225-230 y PECERO et alli, 1999, 623-632) la que ha proporcionado los registros más completos entre los que se distinguen tres tipos de estructuras funerarias: un primer nivel de enterramientos de tegulae a dos aguas que alternaban tanto la incineración como la inhumación, un segundo nivel de enterramientos infantiles en ánforas y, finalmente, un tercero de inhumaciones en tumbas de ladrillos. La cronología del asentamiento iría del siglo II d. C. al VII d. C., aunque, tal vez, habría que adelantarla con relación a la aparición de algún enterramiento de incineración. En todo caso, la variedad en las tipologías sepulcrales y el empleo de ambos rituales de enterramiento implican un uso intenso de esta área sepulcral e incluso su continuación en época cristiana. En cuanto a los patrones de caracterización patológicos, morfológicos y demográficos todos parecen ser muy homogéneos. Se detectan unos factores de stress que se circunscriben en un contexto socioeconómico marcado por una economía mixta y por la asignación de hábitos según el sexo.

se deduce de la aparición de distintos materiales, con carácter funerario, en la zona. La necrópolis parece ser el lugar de enterramiento de una zona relativamente cercana y conocida con el nombre de El Perú. Su uso, al menos según lo constatado en estos dos enterramientos, arranca a mediados del siglo IV d. C. llegando hasta la segunda mitad del siglo VII d. C. Adscrito a época tardorromana, los allí enterrados debieron ser integrantes de un contingente de hispanorromanos, tal vez ya de época visigoda, aunque la presencia del elemento germánico es nulo o muy poco significativo. De la necrópolis de La Puente (ROMERO, 1996, 250255) sólo tenemos constancia de la excavación de una superficie de 26 metros cuadrados, donde se localizaron cinco estructuras funerarias: una incineración y cuatro inhumaciones; por lo que se han establecido dos momentos distintos de uso, aunque tampoco descartamos la continuidad del mismo, no constatada –al menos de momento- por la evidencia arqueológica. En cuanto a su cronología, la primera fase se ha situado en la segunda mitad del siglo I y principios del II d. C.; si bien, para el resto de enterramientos ésta puede ampliarse hasta los siglos III y IV d. C. Las sepulturas descritas se encuentran organizadas en un pequeño grupo que, hasta el momento, parece aislado y de escasa aglomeración; lo que corresponde con el tipo de hábitat al que está asociado la necrópolis y que, tal vez, se trate de un pequeño fundi agrícola destinado a la explotación agropecuaria de la vega de la Ribera de Huelva.

En la necrópolis de El Gastor (BLANCO et alii, 19811982, 27-32), según la pobreza del ajuar, las características de las sepulturas y su entorno, podría establecerse su pertenencia a un medio rural relativamente pobre. Nuestro conocimiento de la misma se restringe a un sondeo de 3 metros de longitud, en el que aparecieron cinco sepulturas, una de ellas formada por tegulae y el resto por lajas de piedra. Todas se situaron paralelas entre sí y su cronología es bajorromana, aunque imprecisa.

En cuanto a la cetaria de Punta del Moral (AMO Y DE LA ERA, 2003; CAMPOS et alii, 1999 y VIDAL y BERMEJO, 2006, 35-60), los hallazgos funerarios parecen tratarse de un panteón de carácter familiar en el que se sepultaron a los padres con sus dos hijos. Esta construcción indica la importancia que debió alcanzar este enclave gracias a la actividad económica floreciente basada en la explotación de recursos marinos.

En la necrópolis de El Lomo (GRACÍA GONZÁLEZ, 1993, 290-296) sólo se han excavado dos sepulturas que responden al mismo patrón: fosas revestidas por ladrillo que albergaban inhumaciones. Según los resultados obtenidos en la actuación, parece tratarse de un cementerio correspondiente a un pequeño núcleo de población dedicado a la agricultura. Aún así, no descartamos la existencia de otros enterramientos, según

37. Planta de los enterramientos excavados en la necrópolis de El Gastor (BLANCO et alii, 1981-1982, fig. 3)

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Que el panteón aparezca con la puerta tapiada, se ha explicado por la posibilidad de que el monumento, una vez cumplida su finalidad de albergar a los miembros de una familia, se cerrase a modo de clausura y para evitar posibles profanaciones; aunque ésto no explica el hecho de que no se tapiase la ventana del muro noreste, aspecto que se ha querido relacionar con un ritual de carácter funerario cuyo significado es difícil de establecer. La cronología del monumento y de los enterramientos en él practicados, a partir de los materiales recogidos, por el tipo de sepulturas, ritual utilizado y las características generales de la construcción, se ha establecido hacia el año 350 d. C.

Entre la tierra que cubría los enterramientos se halló un fragmento de mármol con una inscripción, por las características de las letras, se ha establecido la existencia de dos fases en la necrópolis: una más antigua a la que habría que englobar los ungüentarios cerámicos y otra, algo más moderna, a la que pertenecería la inscripción funeraria. En otra actuación (RICHARTE y AGUILERA, 1997, 53-56), llevada a cabo unos años después se hallaron dos sujetos inhumados en el interior de un sarcófago de piedra que, aunque acompañados de algún elemento de ajuar, la inscripción grabada en el anverso de la cubierta del sarcófago parece indicar su adscripción cristiana.

En el territorium de Arcensium, en la finca de la Garrapata (MANCHENO y OLIVARES, 1922, 35-37), se hallaron siete enterramientos formados por bloques naturales de piedra sobre los que descansaba, como cubierta, una gran laja de caliza no desbastada. El fondo estaba forrado por ladrillos y, sobre ellos, los cadáveres. Todos con la cabeza al este, teniendo cada uno dentro del sepulcro un lacrimatorio de cerámica y, en ocasiones, dos. Los restos humanos se convirtieron en polvo, por lo que fue imposible su estudio.

En la misma zona, en Sierra Aznar, se halló otra necrópolis en la parte norte del yacimiento, en una de las puertas de acceso al recinto amurallado, separada de la zona donde está el castellum aquae por la vaguada por donde discurre la antigua cañada de Arcos a Ubrique68. A principios de los noventa, con motivo de la construcción de la carretera Bornos-Mesas de Santiago, se llevó a cabo la excavación del yacimiento. La necrópolis, pese a que por sus características y cronología se enmarca en época hispanovisigoda, determinados enterramientos de la

38. Arcensium, Sierra Aznar: planta de la necrópolis (MARTÍ SOLANO, 1991, fig. 4)

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RICHARTE GARCÍA, 2001, 77.

Según parece, se trataba de inhumaciones bajo tegulae dispuestas a modo de cista. No contenían ningún tipo de ajuar y los huesos, en mal estado de conservación, se deshacían muy fácilmente. En todo caso, ante la falta de más datos, es prácticamente imposible aportar otra información respecto a esta área sepulcral que podría datarse en el Bajoimperio.

misma parecen no estar relacionados con cultos cristianos. Tal vez se trate de inhumaciones más antiguas o de enterramientos coetáneos a los de la mayoría de la necrópolis que mantuvieron sus creencias y ritual pagano. De las 35 sepulturas excavadas, sólo dos contienen ajuar; si bien, se recogieron gran cantidad de fragmentos de vidrio pertenecientes a cuencos esféricos y ungüentarios, principalmente de color verde y azul, pertenecientes al expolio de algunas sepulturas cercanas.

En el término municipal de Almedinilla, en la llamada necrópolis de la Esperilla, se hallaron, parcialmente desmontados por la construcción de la carretera que une el pueblo con Fuente Grande, restos de seis enterramientos. Éstos se encontraban en el interior de cistas de piedra o tegulae, algunas de ellas contenían ajuar y, según los vecinos, había platos de terra sigillata (VAQUERIZO, 1989, 106). Dada las características del yacimiento no es aventurado suponer la existencia de una villa o núcleo poblacional de pequeño tamaño en las proximidades del río que, hasta el momento, no ha sido localizado.

Finalmente, en la campaña de 199769, se localizaron dos enterramientos más y, cercanos a éstos, una serie de estructuras que pueden ser interpretadas como sepulturas de carácter monumental y, aunque sólo se habían contabilizado cinco70, pueden verse los restos de siete en distinto estado de conservación71. No ha aparecido ningún lugar de culto relacionado con la necrópolis; tan sólo un pozo excavado en la roca, como ya hemos constatado en otras áreas funerarias y cuyo uso, generalmente, estaba relacionado con el desarrollo de determinados rituales funerarios y con el mantenimiento del área sepulcral.

La necrópolis del Cortijo de Ana se encuentra al sur de Orgiva (TRILLO et alii, 1994, 172-175), en plena vega. En este área cementerial, tanto la disposición de los enterramientos como los materiales empleados en la construcción de las tumbas parecen indicar que existió una planificación de la necrópolis desde el principio y que, tal vez, deba asociarse al poblado del Pago, cuya población se dedicaría a la explotación agraria. El hecho de que existan tantas semejanzas en los enterramientos podría indicar que apenas existían diferencias sociales importantes en la comunidad que las construyó. La cronología de la misma sería tardorromana.

La cronología propuesta se ha establecido entre los siglos VI y VIII d. C.; aunque las sepulturas construidas con lajas de piedra y con ofrendas cerámicas, pueden relacionarse bien con cultos precristianos, bien con poblaciones con escasas influencias de la nueva religión, a pesar de la cronología propuesta (MARTÍ SOLANO, 1991, 35). A la hora de establecer su relación con un hábitat, debemos pensar en una comunidad relativamente pequeña que basaría su economía en la agricultura y la ganadería.

La intervención realizada en Iluro (GARCÍA ALFONSO, 1990, 321-325) se limitó a la prospección de la zona; fruto de la cual se localizaron tres necrópolis aunque, por la naturaleza superficial de los trabajos, nuestro conocimiento de las mismas es muy limitado. La necrópolis del Cortijo de Melero se trata de la más importante, o al menos la mejor conocida, de este pequeño conjunto que vamos a mencionar, en ella se halló una inhumación en el interior de un sarcófago de plomo datada entre el siglo II y III d. C. La del Cortijo de Bombiche, de la que sólo podemos decir que se trata de una necrópolis muy pobre y de cronología tardorromana y finalmente la del Peñón de la Almona que, del mismo modo que la anterior, nuestro conocimiento es muy superficial y tan solo podemos establecer su cronología tardorromana. Poca información nos aportan estas tres necrópolis, a excepción de su ubicación en el mapa. En todo caso, en esta zona el poblamiento debió ser muy intenso a juzgar por la gran cantidad de villas romanas documentadas72 y, a su vez, por la existencia de estas tres necrópolis, que por su naturaleza –y pese a lo exiguo de los datos- podrían asociarse a núcleos de hábitat de carácter rural.

La necrópolis de Torremolinos (SERRANO y BALDOMERO, 1992, 545-549 y SERRANO et alii, 1993, 207-215) tal vez deba relacionarse con la existencia de unas instalaciones dedicadas a la fabricación de ánforas localizadas en la Huerta del Rincón. A la vista de los datos expuestos parece que nos encontramos ante una necrópolis de cronología tardía, fechas avaladas por las tipologías anfóricas y por la ausencia de ajuares. Si bien, no podemos olvidar el alto grado de saqueo del área cementerial, en la que la mayor parte de las sepulturas no contenían restos de ningún tipo. El problema es que, ante la ausencia de objetos arqueológicos, es difícil precisar su cronología, pero si tenemos en cuenta la proliferación de los envases anfóricos como contenedores funerarios desde los siglos IV y VII –aunque no sólo, pero sí fundamentalmente los de procedencia africana-, el uso de la necrópolis podría establecerse entre estas fechas, posiblemente en el siglo V d. C. En Vejer de la Frontera (BLANCO GALLARDO, 1983-1984, 55-66), en asociación al horno romano localizado en la Loma del Chorrillo, aparecieron, hace ya algunos años, unos enterramientos de época romana. 69

GENER, inédito, apud RICHARTE GARCÍA, 2001, 77. GENER BASALLOTE, 1997, 44 y GUERRERO MISA, 2002, 32-37. Corresponden, según: RICHARTE GARCÍA, 2001, 78, con las estructuras A, B, C, D, E, F y G, respectivamente. 70 71

72 La de Canca, Olivar de la Tumba, El Tesorillo, Arroyo Cureña y Fuente del Chamizo (GARCÍA ALFONSO, 1990, 323-324).

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Al sur de la actual provincia de Córdoba, en la Campiña Alta, se advierte, a comienzos del siglo I d. C., una reactivación del poblamiento rural al hacer su aparición las primeras villae, como parecen documentar la dispersión de las sigillatae decoradas y los materiales de construcción hallados, tales como sillares, ladrillos, tegulae, etc. Con todo, será el periodo comprendido entre los siglos III y V d. C. cuando se produzca una mayor dispersión de este tipo de poblamiento, a juzgar por la naturaleza de los distintos hallazgos arqueológicos. Conocemos las áreas sepulcrales de gran parte de las villas documentadas por el término municipal (VAQUERIZO et alii, 1992i, 855), cuya dispersión obedece a las características de estos asentamientos diseminados por la campiña y a un hábitat rural. En Lucena (GALEANO, 1996, 537-567) al sur de la provincia de Córdoba, en la Campiña Alta, conocemos algunos asentamientos, con sus respectivas necrópolis, bastante ilustrativos de los que son estos tipos de asentamientos. Es el caso de la necrópolis del Arroyo Martín González y el río Anzur; la de la iglesia del Colegio de la Purísima la de las Navas del Selpilar o la Villa de los Silos, que aunque ya mencionada anteriormente por documentarse el comienzo de su ocupación en el Alto Imperio, su cronología se extenderá hasta el siglo IV d. C.

En el término de Palma del Río, en la Vega del Guadalquivir, conocemos, al menos, la existencia de tres necrópolis. La necrópolis de la Barca de Calonge Bajo está situada en un cerro, en la ribera izquierda del Guadalquivir y se socia a un pequeño asentamiento rural o una villa datada en el siglo IV d. C. (PONSICH, 1979, 109). En su entorno se recogieron restos de tegulae, ladrillos, grandes bloques de piedra tallada y terra sigillata clara D, forma 54. También apareció en este lugar un sarcófago con signos de haber sido utilizado como abrevadero (GALEANO, 1996, 564). En la zona de El Remolino conocemos la existencia de otra necrópolis de cierta extensión, asociada a una implantación de carácter rural (VAQUERIZO et alii, 1992j, 1151). Y en la ribera derecha de la Madre Vieja, en el Cortijo de la Sesenta, una necrópolis con las sepulturas dispuestas en batería (PONSICH, 1979, 62). Allí se documentaron diversos restos constructivos tales como ladrillos, tegulae y diversos fragmentos de ánforas, principalmente Dressel 20. En el término municipal de El Bosque se conoce la existencia, aunque muy superficial, de tres zonas sepulcrales de cronología romana. Lo que implicaría una, relativa, densidad de pequeños asentamientos diseminados por el ager.

También en el municipio de La Carlota (GALEANO, 1996, 537-567 y GODOY, 1987, 134-138) conocemos diversos hallazgos de naturaleza funeraria: en la necrópolis del Cerro de la Corriente, al norte del camino que lleva al cerro y al este de la Chica Carlota, se hallaron una serie de enterramientos de inhumación en el interior de cistas de tegulae y ladrillos. Asociados a éstos aparecieron diversos fragmentos de tegulae, ladrillos, grandes bloques de piedra tallada y cerámica común (PONSICH, 1979, 215). Tal vez deban fecharse, no sin ciertas dudas, a partir el siglo III-IV d. C. en adelante.

La necrópolis del Cerro del Tesorillo (GILES y SAEZ, 1980, 55-56) parece corresponder al área sepulcral de un establecimiento agrario, tal vez antecedente del núcleo habitacional actual, su cronología, imprecisa, es bajoimperial sin descartar su perdurabilidad durante la Tardorromanidad. En la necrópolis del Molino de Abajo se conoce aquí el hallazgo de algunos enterramientos revestidos de piedra, de posible cronología romana. Si bien, el dato es antiguo y no ha podido contrastarse (TOSCANO, 1983-1984, 43).

En el mismo término municipal conocemos la necrópolis de La Loma de los Moros o de los Muertos, ubicada al sur del Cerro de la Fuente del Membrillar, con seguridad asociada a una villa (VAQUERIZO et alii, 1992h, 404), de la que nada más sabemos.

Y la necrópolis de El Cañajoso, aunque inédita, se conoce por el hallazgo de una serie de enterramientos asociados a materiales de construcción de adscripción romana. La necrópolis debía bordear una de las vías más importantes de acceso a Iptuci (TOSCANO, 1983-1984, 43).

Finalmente, en las Pinedas, asociada a una villa datada en el siglo IV d. C., se documentó la existencia de un área de necrópolis. En relación a las sepulturas aparecieron fragmentos de tegulae, imbrex, restos de ladrillos, cerámicas hispánicas sin decoración y terra sigillata clara D, forma 54 (PONSICH, 1979, 214).

Las referencias disponibles para Castro del Río se deben, en gran parte, a hallazgos muy antiguos, casuales o llevados a cabo por clandestinos, por lo que la información de estas necrópolis o, más correctamente, grupos sepulcrales a tenor de sus pequeñas dimensiones, es, prácticamente, mínima. En todo caso, de nuevo podemos constatar la existencia, en una superficie no muy grande, de un alto número de pequeños asentamientos durante el Bajo Imperio.

Esta zona debió estar densamente ocupada por los romanos, según se deduce de la gran cantidad de asentamientos constatados, cuya comunicación se vio favorecida por su mismo emplazamiento con fácil acceso al curso del Guadalquivir (VAQUERIZO et alii, 1992h, 404). Presumiblemente, la gran mayoría de éstos, sino todos, tendrían sus propias áreas sepulcrales cuyas características formales variarían según cronologías, su magnitud y el tipo de asentamiento.

En la necrópolis de El Calvario (MORENA et alii, 1990, 80; VAQUERIZO et alii, 1922e, 451 y GALEANO, 1996, 553), situada al noreste de Castro, se hallaron allí 112

un total de 10 enterramientos, en pequeñas fosas simples, excavadas en la grava y cubiertas por losas de piedra caliza. Por su tipología, ritual de enterramiento y ante la falta de más datos, tal vez tengan una cronología tardorromana, sin descartar su adscripción bajoimperial. En la necrópolis de la Capilla (MORENA et alii, 1990, 59 y GALEANO, 1996, 553), a 1 kilómetro al oeste de Castro, se hallaron unas sepulturas de inhumación. Finalmente, en la necrópolis de la Viña del Serrano, o Bononato (VAQUERIZO et alii, 1922e, 451 y GALEANO, 1996, 554), se conocen vagas referencias sobre la existencia de una necrópolis del mismo tipo.

siendo la orientación predominante de este a oeste y, aunque se ha usado como indicador de ritual cristiano, no parece “condición suficiente para identificar esta necrópolis con seguridad como cristiana” (PÉREZ TORRES et alii, 1989, 1076). En todo caso, los materiales de cronología tardorromana parecen estar asociados con otros aparecidos en las necrópolis de Carpo del Tajo, Segóbriga, las Ventas de Zafarraya o el Cerro de las Losas, en el Espartal. De hecho, la presencia de recipientes cerámicos se ha explicado como parte del ritual de enterramiento y su función sería la de recoger las ofrendas alimentarias en un ambiente religioso bastante paganizado, donde la implantación del cristianismo parece ser menor de lo que tradicionalmente se ha pensado. La cronología en la que se ubica la necrópolis es muy amplia, desde el siglo III hasta, incluso, el VII d. C. Estaría formada por una población hispanorromana que conserva rituales de enterramiento romanos así como sus tipologías sepulcrales, mediatizados con otros propios tales como la reutilización sucesiva de sepulturas en base a grupos familiares, sobre todo en fechas tardías.

En la necrópolis de Colomera (PÉREZ TORRES et alii, 1989, 1065-1080), que tal vez deba asociarse a una gran villa, se han excavado 47 enterramientos, de los cuales 27 se encontraban saqueados y destruidos por la acción de clandestinos y por las labores agrícolas. Los rituales de enterramiento observados en esta necrópolis responden a los típicos tardorromanos de baja época. Las sepulturas indican, a través de las sucesivas inhumaciones, la práctica de enterramientos por grupos familiares;

39. Planta de la necrópolis del Cortijo del Chopo, Colomera (PÉREZ TORRES et alii, 1989, fig. 3)

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○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis En la Tarraconensis73, de manera similar a lo que hemos visto en las anteriores provincias, los asentamientos rurales de mediana y pequeña entidad parecen haber sido más frecuentes durante el Alto Imperio; por el contrario – y como ya hemos analizado- el fenómeno de la implantación de las grandes villas, sin ser desconocido durante el Alto Imperio, sí que fue más característico a partir del siglo III d. C. Aspectos que nos hablan de un importante cambio en la sociedad plasmado en la nueva distribución y concentración del hábitat. Veamos las principales necrópolis originadas por este tipo de asentamientos en la Tarraconensis durante el Alto Imperio.

propios de un ambiente provincial. Su datación es bastante compleja, pero parece probable que sean posteriores al siglo II d. C. En cuanto a los hallazgos de la rotonda de Feás (CARAMÉS y RODRÍGUEZ, 2002, 43-54), estos se han datado entre los siglos II y V d. C. La parquedad de los datos y de los restos disponibles impide ser más concretos al respecto. No obstante, el hecho de que se sitúen a unos 250 metros del castro de Donramiro permite asociarlos a un grupo de población galaicorromana asentada en el exterior del mismo, tal vez con relación a una villa. Además, se ha documentado una vía de carácter secundario en las inmediaciones de los enterramientos, aspecto habitual en la disposición “romana” de las áreas cementeriales.

El caso de Póvoa de Lanhoso (CARVALHO, 19911992, 159-176), nos da una idea de la densidad de pequeños hábitats del lugar.

Alba (ATRIÁN, 1957, 43-45) se sitúa en la margen izquierda del río Jiloca y por tanto en la discutida vía de Laminium a Caesaraugusta, lo que ha sugerido la posibilidad de que se correspondiese con Albónica, una de las mansio de la vía. Si bien, al mismo tiempo, se ha identificado con la ciudad de Alaba, que Ptolomeo cita al hablar de la Celtiberia. Como la mayor parte de las necrópolis aragonesas, y por tanto incluidas en el Conventus Caesaraugustano, conocemos su localización, intuimos su cronología pero nada más, pues no se ha llegado a excavar. Aún así, gracias a unos trabajos de prospección, se localizaron los restos de un poblado ibero-romano y, asociado al mismo, una necrópolis cuyas sepulturas están formadas por lajas de piedra arenisca para las paredes y la cubierta. En la zona, abundan también restos de cerámica de variados perfiles, entre la que destacan vasijas de tipo anforoide, vasos, platos, cuencos de raigambre ibérica y “restos de cerámica fina” (RABANAQUE y ATRIÁN, 1960, 256), que tal vez se refiera a la terra sigillata; material que puede asociarse a los enterramientos

La Necrópolis de Salgeiros se conoce por una serie de excavaciones realizadas en 1968. Unas obras para la construcción de una Escuela de Primaria ocasionaron su descubrimiento, pero, desgraciadamente, también su destrucción. En cuanto al rito de enterramiento, que es desconocido, se barajan dos posibilidades: la práctica de la inhumación y de la incineración. En relación con ésta se conoce en una zona cercana, en la Quinta do Barral, una serie de materiales de construcción como fustes de columnas, imbrices, tegulae y abundante cerámica de adscripción romana que parece pertenecer al hábitat de referencia de los enterramientos. Su uso se ha establecido entre el siglo I y V d. C. La Necrópolis de Brunhais se localizó en una zona en la que ya se conocía la existencia de diversos materiales cerámicos de cronología romana. Allí, como motivo de unas obras llevadas a cabo en el año 1978, se documentó la existencia de unas sepulturas de las que nada más se nos dice, aunque es posible que todavía queden algunas por excavar. Asociados a las mismas han aparecido tegulae y fragmentos cerámicos de cronología romana. En este caso, el estudio de la necrópolis se reduce mucho más que en el caso anterior si cabe, pues sólo conocemos una pieza asociada a esta área cementerial cuyas informaciones de hallazgo son orales. Ésta se trata de un jarro cerámico de características similares a los aparecidos en la necrópolis anterior.

El hecho de que en Carasta (FILOY, 1991, 58-62; 1992, 88-97; 1993, 75-83; 1994, 80-89; 1996, 50-57 y FILOY y GIL, 2000) se detecten estructuras funerarias de tipo tumular en plena época altoimperial, siglo I d. C., se ha visto como un indicativo del mantenimiento de rituales fuertemente arraigados en la zona aunque en un momento en el que Roma ya estaba presente, al menos en un primer momento de “romanización material”. Así, estos elementos procedentes de la cultura material romana hay que interpretarlos como fruto de unos incipientes contactos comerciales de los pobladores de Carasta con el mundo romano. De esta forma, la ejecución del túmulo estaría ligada al mundo indígena asentado en el lugar desde siglos anteriores y el ritual seguiría siendo prerromano aunque en él se observa la intrusión de algunos elementos romanos que marcan un importante punto de inflexión en el desarrollo cultural de la zona.

En Lalín (ACUÑA y CAMAÑO, 1980, 265-272 y GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987, 209-228) conocemos dos tipos de hallazgos de naturaleza funeraria. Por un lado, cuatro estelas epigráficas en relación con una serie de posibles enterramientos –desaparecidos- cerca del actual cementerio. Las cuatro piezas deben ser contemporáneas ya que el tipo de letra es similar en todas las lápidas, por lo que debieron fabricarse en un mismo taller en el que se grabarían epígrafes con los rasgos

Los hallazgos funerarios de Villarroya de la Sierra (MEDRANO y DÍAZ, 1989, 98-103; 1992, 93-96; 2000, 272-282 y MEDRANO, 1991, 165-167) deben ponerse en relación con un alfar de terra sigillata hispánica y con

73 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 326-331 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 420.

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una residencia que parece una lujosa mansión, con una superficie de unos 30.000 metros cuadrados, propiedad de los dueños del alfar. El conjunto parece ser una importante villa perteneciente a una poderosa familia romana, cuyo momento de esplendor va desde mediados del siglo I d. C. al siglo III d. C. Aunque el alfar siguió produciendo hasta el siglo IV d. C. Formando parte de este complejo, se encontró lo que se ha interpretado como la necrópolis de los propietarios de este centro de producción (MEDRANO y DÍAZ, 2000). Ésta se sitúa en la habitación oriental, adjunta, por el este, al Horno 2. Hasta el momento se han encontrado un total de cinco enterramientos, aunque quizás pueda haber más. Todos los enterramientos se realizaron colocando a los cadáveres en ataúd, de los cuales encontramos diversos clavos de hierro rodeando los esqueletos. En todos los casos, la cabeza se orientó al sudoeste y se localizaron a ambos lados de una fila de cuatro piedras que dividía la estancia por el centro. Los sujetos sepultados son tanto de sexo femenino como masculino, todos se sitúan en una franja de edad de entre 25 y 30 años y poseían ajuar funerario. Si bien, el hecho de que los enterramientos aparezcan en una estancia perteneciente a este centro productor de cerámica, a pesar de que parece que la habitación, en este momento, estaba ya en desuso, nos parece bastante anormal. Además, y teniendo en cuenta las características de este centro productor, asociar estos enterramientos con los dueños del alfar y de la lujosa mansión no nos parece correcto. O los sujetos enterrados eran esclavos, o los enterramientos tienen un sentido ritual, por su relación con las estancias habitacionales, que se nos escapa. En todo caso, éstos se han datado entre los siglos I y II d. C.; siendo la reutilización de espacios domésticos como lugar de sepultura más propio del Bajoimperio o de la Tardorromanidad que de estas fechas.

excavación de un asentamiento agrícola, en el interior de un horno de ánforas. El registro arqueológico ha permitido establecer una amplia cronología al asentamiento, desde época ibérica (finales del siglo V a. C.) hasta la Tardorromanidad (finales del siglo V d. C.). El enterramiento fue hallado en la boca de uno de los hornos. Dispuesto en el interior de un ataúd, en fosa simple y sin ningún tipo de cubierta, sí se evidencia cierta preocupación por el lecho del cadáver, pues bajo la cabeza y los pies del esqueleto se hallaron dos losas planas que servirían de apoyo. La fosa se orientó en dirección norte-sur, con la cabeza al septentrión y, en su interior, albergaba una mujer adulta, de unos 25 ó 30 años, que había tenido, al menos, un hijo. Acompañando al difunto, se encontraron dos recipientes cerámicos depositados sobre las piernas, datables en torno al siglo I y II d. C., y un phylacteria de plomo, una especie de amuleto, provisto de un asidero fragmentado con estrías helicoidales. El medallón tenía, en el reverso, un sistema articulado para ser abierto y cerrado con la finalidad de introducir en su interior pequeños objetos. Se ha fechado en el último tercio del siglo II d. C. Para el estudio de la necrópolis de El Cabecico del Tesoro (GARCÍA CANO et alii, 1989, 117-187 y FUENTES, 1991, 587-606) tenemos un importante problema, ya que no contamos con una publicación que resuelva la asociación de los enterramientos y sus ajuares funerarios, y carecemos también de la publicación general de las excavaciones, aunque conocemos los trabajos que se refieren a aspectos concretos de los depósitos funerarios: armas, cerámicas indígenas, áticas o romanas, siendo estas últimas las que nos interesan por su adscripción cronológica. En términos generales, y por sus características materiales, esta necrópolis podría asimilarse a la de El Cigarralejo, mejor conocida por su completa publicación y situada en un ámbito geográfico y cronológico similar. La necrópolis de El Cabecico del Tesoro se sitúa a unos centenares de metros del poblado y cuenta con más de 600 enterramientos, que se inician en una fase de tumbas con pilares-estela y que continúa en uso, como mucho, hasta mediados del siglo I a. C., fecha en la que se abandona el área cementerial. El 41 por ciento de los depósitos pertenece a esta fecha de tránsito ubicada entre los siglos II y I a. C. En relación con esta etapa, puede establecerse cómo a partir del siglo III a. C. las importaciones de vajilla griega casi han desaparecido; por el contrario, a finales del mismo, comienzan a aparecer productos de fabricación itálica. En primer lugar, las producciones de campaniense A, dominantes hasta el primer cuarto del siglo II a. C., y, en el último tercio de éste, las primeras cerámicas de campaniense B-oide, principalmente Lamboglia 1, 3 y 5, y otros productos como ánforas vinarias Dressel 1A, cubiletes de paredes finas, etc. con los que parece definirse el abandono de la necrópolis. Estos factores nos permiten evaluar, en su etapa final, el primer contacto de los romanos con el mundo ibérico. Nos situaríamos en una primera fase, que

La necrópolis de Granollers (TENAS I BUSQUETS, 1991-1992, 65-79) nos presenta una serie de peculiaridades que nos permiten analizar aspectos muy concretos del ritual funerario “romano”. Se ha comparado el yacimiento con algunos ejemplos galos, estableciendo la posibilidad de pertenencia a un collegia, el que, además de asegurar a sus miembros los actos propios del enterramiento, celebraba diversas ceremonias funerarias establecidas por el calendario y la tradición. Los restos funerarios se distribuyen en dos grandes ámbitos diferenciados: un sector, de unos 350 metros cuadrados, dedicado a enterramientos comprendidos entre los cinco y los seis años y la edad adulta, en fosas de inhumación cubiertas por tegulae; y una fosa de grandes dimensiones, unos 165 metros cuadrados, que contenía los restos de cuatro esqueletos perinatales asociados a una serie de ofrendas funerarias de carácter muy diverso y que serán analizadas en el apartado correspondiente a los ajuares. En Mas d’Aragó (BORRÁS I QUEROL y SELMA I CASTELL, 1987, 667-674; GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 1992, 411-416 y 2001, 157-159) no tenemos una necrópolis propiamente dicha, sino un enterramiento que apareció, en el transcurso de la 115

denominamos “inicios de la romanización material”, en la que hay escasas modificaciones en las mentalidades y en la concepción funeraria de las distintas culturas peninsulares que apenas han variado.

monumental, posiblemente, de tipo altar. La segunda fase de utilización de este espacio como necrópolis corresponde a los siglos III y IV d. C. En ésta, observamos como el ritual de incineración ha sido sustituido totalmente por el de inhumación. Los cuerpos se encuentran en el interior de cistas de lajas o losas, con cubierta a doble vertiente. Por la evolución de los rituales de enterramiento, así como por la cronología de los ajuares y los paralelos e influencias del monumento, parece correcto establecer estas dos fases de ocupación del área cementerial. Si bien, la proximidad de las mismas y su aparente continuidad cronológica, siglos I y II d. C y III y IV d. C., respectivamente, nos permite hipotetizar sobre el posible uso, ininterrumpido, de la zona, no evidenciado quizás por un problema de registro arqueológico.

La necrópolis de El Cigarralejo (CUADRADO, 1987 y FUENTES, 1991, 587-606) abarca cronológicamente desde el siglo V a. C. hasta comienzos del I a. C. Aunque la densidad de los enterramientos, dentro de esta amplia cronología, es bastante desigual. La mayoría de ellos corresponden al siglo IV, detectándose un evidente declinar del área cementerial desde comienzos del siglo III hasta finales del II a. C., momento a partir del cual se da una relativa revitalización, pronto truncada con el abandono de la misma. La necrópolis cuenta con más de 494 sepulturas. De éstas, 382 se han datado en el siglo IV a. C. y en ellas se habían depositado tanto materiales ibéricos como cerámicas áticas. Otro conjunto de sepulturas, menos numerosas, albergaba en su interior -junto a materiales ibéricos- otros productos de origen romano, principalmente cerámica campaniense A, pero también ungüentarios, cerámica de paredes finas, de cocina y, en un enterramiento, una moneda con cabeza de Júpiter. Todas ellas con una cronología entre los siglos II y I a. C. Como ocurría en el caso anterior, esta necrópolis nos permite evaluar, en su etapa final, el primer contacto de los romanos con el mundo ibérico. Nos situaríamos en una primera fase que denominamos “inicios de la romanización material” y que consiste en la introducción de materiales “romanos” importados en ajuares funerarios que todavía conservaban un ritual básicamente indígena. No obstante, puede decirse que las primeras importaciones de material de origen helenístico-romano en contextos funerarios indígenas se produjeron, en gran medida, antes de la propia conquista: en Levante, a partir del siglo III y sobre todo durante el II a. C. con la aparición de las primeras campanienses A y B. Parece haber, en este primer momento, escasas modificaciones en las mentalidades y en la concepción funeraria de las distintas culturas peninsulares que apenas han variado. Lo que ocurre es que el objeto de carácter local se sustituye por otro importado –que sin duda otorga estatus e implica una diferenciación social y económica importante- pero sin que se le otorgue una función distinta a la que ya cumplía en el contexto ritual indígena.

La necrópolis de Mahora (ROLDÁN, 1986-1987, 245259) se ubica en el noroeste de la provincia de Albacete, muy cerca del límite de Cuenca. El conocimiento de los yacimientos de la zona –entre los ríos Júcar y Cabriel- es todavía escaso. Parece que algunos de ellos, como Los Villares de Cenizate, La Casilla del Mixto y El Ardal de Fuentealbina, se sitúan sobre núcleos ibéricos que, en torno al siglo I a. C., se “romanizan”. Estos presentan una amplia cronología, con materiales que van desde la cerámica ática hasta la sigillata hispánica anaranjada, existiendo otros como la cerámica campaniense. Si bien, los principales hallazgos, de cerámica pintada ibérica y sigillata sudgálica e hispánica, implican una cronología del siglo I d. C. Momento en el que podemos enmarcar esta necrópolis. En ella encontramos enterramientos de cremación en hoyo con ajuares típicamente “romanos”, siempre de importación. Todos ellos, los vidrios y la sigillata sudgálica, dan una cronología de la segunda mitad del siglo I d. C y, concretamente, de finales del mismo. Pero al mismo tiempo, y junto con estos materiales, se encontró una urna bitroncocónica pintada, de elaboración indígena, lo que implica la perduración de ese sustrato indígena. No obstante, la decoración esquemática de la misma correspondería a los últimos momentos de la etapa cultural ibérica El último ejemplo nos lo proporciona el municipio de Los Baños, donde conocemos diversas noticias de pequeños cementerios diseminados por el ager ilugonense, aunque la mayor parte de las informaciones vienen dadas por prospecciones en superficie, por lo que los datos disponibles no son muy numerosos.

La necrópolis de La Calerilla (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 204-205) se asocia a un asentamiento rural vigente los cuatro primeros siglos de nuestra Era. Sin duda, un importante documento arqueológico que nos aportara una visión continuada de los rituales funerarios durante este amplio espacio de tiempo.

En la villa de los Baños (MORALES RODRÍGUEZ, 1998, 246), en el Arroyo del Ojanco, se descubrió una tumba cubierta por lajas de piedra. Se trata de una inhumación acompañada, al menos, por una moneda, lo que se ha interpretado como la costumbre grecorromana del pago a Caronte.

En relación al asentamiento se han diferenciado dos áreas cementeriales distintas. La primera se fecha entre la segunda mitad del siglo I y la primera del siglo II d. C., el único ritual constatado es el de incineración y los enterramientos se organizan en torno a una tumba

El yacimiento de El Castellón parece tratarse de una pequeña villa romana, en la que ha aparecido bastante cerámica ibérica y terra sigillata sudgálica e hispánica por lo que se ha datado en el siglo I d. C. En la ladera sur 116

del yacimiento, y al caer unas graveras, aparecieron una serie de tumbas de las que actualmente sólo se conserva el inicio de la fosa y que, en cierta medida, hacen pensar en la posible necrópolis de la villa (MORALES RODRÍGUEZ, 1998, 246; LAGUNAS y MONTILLA, 1987, 369).

naturaleza del terreno: si parte de la tumba fue excavada en la roca, ésta forma parte directa de su estructura lateral, sin que sea necesario recurrir a la mampostería. En otros casos, estas construcciones son mixtas y la cubierta siempre se realiza con grandes lajas yuxtapuestas. Nos encontramos ante una necrópolis pobre, de rústicas sepulturas que albergan a gentes con escasos recursos económicos. Los enterramientos aprovechan al máximo las características del terreno y los materiales autóctonos; su mobiliario es pobre y sencillo, sin que se encuentren importantes elementos de ajuar. Su cronología puede situarse en torno al siglo IV d. C., aunque sin que podamos ser más precisos al respecto. La pobreza de sus materiales y la rusticidad de sus formas nos acerca al contexto social que las originó: posiblemente pequeñas poblaciones rurales, poco romanizadas, que mantienen los viejos cultos paganos bien entrado el siglo IV d. C.

En la zona del Cornicabral (LAGUNAS y MONTILLA, 1987, 369) se han recogido diversos restos cerámicos, tanto de la Edad del Bronce como romanos, por lo que se ha interpretado como un poblado del Bronce sobre el que se superpuso un pequeño asentamiento de filiación romana, aunque de cronología difícil de precisar por la ausencia de terra sigillata. A unos 500 metros al suroeste del asentamiento, cerca del Cortijo denominado El Rayo, se localizó una necrópolis que parece estar en relación con el hábitat. Finalmente, la necrópolis de la Cruz de los Trabajos (MORALES RODRÍGUEZ, 1998, 246; LAGUNAS y MONTILLA, 1987, 370) que, aunque no presenta ningún tipo de material en superficie, por tradición oral se conoce la existencia, en este paraje, de enterramientos con ricos ajuares; habiendo aparecido, en la puerta del cortijo, un sarcófago de toba ricamente decorado, datado en el siglo II d. C.

En Villa Verde (SEVERO, 1906, 417-431), en 1905, con motivo de unos trabajos realizados en la zona para la extracción de grava, se hallaron una serie de recipientes cerámicos, un plato con pequeñas monedas de bronce, fragmentos de hierro y una argolla del mismo material. A raíz de estos hallazgos se decidió excavar un área de 250 metros cuadrados. Se documentaron nuevos materiales que parecen pertenecer a una necrópolis, pero no se encontraron in situ ni tampoco se hallaron sepulturas de ningún tipo. Si bien, estos objetos aparecieron formando pequeños grupos, próximos y en series. Se plantea la posibilidad de que se trate de una necrópolis de inhumación, ya destruida debido a las labores de extracción de grava y a la propia acidez del suelo. Sus paralelos con la necrópolis anterior son enormes, pero en el caso del Bairral, la naturaleza estructural de las fosas permite precisar más las conclusiones. El material hallado lo componen diversos cuencos, platos y jarras de cerámica local, vasos en forma de campana, con una o dos asas, y cerámica pintada con trazos bermellones. En metal, se recuperó una argolla de bronce, fragmentos informes de hierro, en muy mal estado de conservación, y 16 monedas: una de Galieno (253-268 d. C.), otra de Helena (328 d. C.), seis de Constantino Máximo (306337 d. C.), siete de Constantino Junior (317-340 d. C.) y una de Dalmacio (335-337 d. C.), lo que permite fechar el yacimiento en torno al siglo IV d. C. En todo caso, ésta se sitúa cerca de diversos castros documentados en la zona y en regiones con una densa población; también la pobreza de sus materiales y la rusticidad de sus formas nos acerca al contexto social que las originó: posiblemente pequeñas poblaciones rurales, poco romanizadas, que mantienen los viejos cultos paganos bien entrado el siglo IV d. C.

Y aunque será a partir del siglo III y IV d. C. cuando se consolide la “gran villa bajoimperial”, no faltan testimonios de asentamientos de mediana o pequeña entidad en esta época; si bien, éstos parecen ser, numéricamente, menos significativos que durante el Alto Imperio (HORNOS et alii, 1985, 216). La existencia de un yacimiento en la zona de Bairral (SEVERO, 1906, 417-431) se conocía a raíz de numerosos hallazgos fortuitos de cerámica y otros materiales en el transcurso de labores agrícolas. Fue con motivo de la excavación de unas zanjas, en 1899, para la siembra de viñas que comenzaron a aparecer fragmentos de vidrio, hierro y abundantes restos cerámicos, incluso algunos completos, según noticias de los trabajadores. Con motivo de estos descubrimientos, se realizaron una serie de excavaciones en las que se documentaron algunas tapas de sarcófago fabricadas con lajas de granito de la zona. Las sepulturas se encontraron en el centro de la finca, donde el estrato de tierra estaba más suelto y presentaba una mayor potencia. Teniendo en cuenta las destruidas, se contabilizaron un total de 10, de las que sólo podemos considerar intactas cuatro. Con certeza la necrópolis fue mayor, aunque los trabajos agrarios efectuados en la zona han modificado considerablemente el paisaje por lo que no puede hacerse un cálculo exacto de su extensión. En general, todas las sepulturas presentan la misma tipología: la caja sepulcral es de planta rectangular y está construida con bloques de granito de varias dimensiones. Excavadas en el fondo de la roca granítica, los lados son paredes de sillares verticales de este mismo material, aunque en ocasiones sólo se colocan en parte de la fosa, dependiendo de la

Por los datos obtenidos en la excavación de Adro Vello (CARRO OTERO, 1971, 129-153 y GARCÍA MARTÍNEZ-VÁZQUEZ, 1967, 563-571), parece que nos hallamos en presencia de una necrópolis correspondiente a un castro litoral. Las inhumaciones, un total de seis a las que hay que añadir una serie de huesos revueltos, se efectuaron en simples fosas abiertas, si bien, los enterramientos 1 y 3 guardan relación con ciertas 117

estructuras arquitectónicas en piedra y pizarra. El hallazgo de clavos de hierro nos hace pensar en la utilización de armazones de madera destinados a la protección del cadáver, quizás como un tejado a doble vertiente. La orientación de los enterramientos es de esteoeste, con la cabecera dirigida a poniente, característica general de las restantes necrópolis de inhumación de esta época y zona. A excepción de la Lanzada, como veremos más adelante, cuya disposición es de norte-sur. La presencia de conchas de moluscos y de piezas dentarias denota la pervivencia del viático y del banquete funerario, y aunque se ha establecido la posibilidad de encontrarnos ante enterramientos cristianos, la existencia de ajuar y la pervivencia de éstas prácticas parecen no avalar esta hipótesis, teniendo en cuenta la pervivencia del paganismo en esta zona. Este conjunto de sepulturas, y basándonos en el análisis del ajuar, la orientación de los enterramientos, el tipo de sepulturas y sus paralelos en la zona, puede ser situado en el siglo IV d. C., en la baja romanidad, al menos los enterramientos más profundos.

escasa potencia de tierra que había sobre ellos, el desarrollo de los trabajos agrícolas y las últimas destrucciones motivadas por la construcción de la pista que conllevó la excavación, impiden hacer una valoración completa del conjunto. Los cinco enterramientos, tal vez seis, se situaban sobre un mismo nivel estratigráfico y estaban, más o menos, alineados los unos con los otros y orientados en dirección este-oeste. La separación entre ellos era mínima, sin que existiese espacio para la circulación entre las sepulturas, por lo que tal vez se trate de un grupo familiar. Es interesante destacar el hecho de que el terreno se acondicionó y se niveló antes de que se llevasen a cabo las inhumaciones. Previamente, se empleó una tierra de color marrón oscuro que colmataba una zanja que se abría por debajo de la necrópolis. Ésta atravesaba toda el área de la excavación en sentido esteoeste, aunque se ignora su finalidad. Tras uniformizar el nivel del suelo, éste se excavó para asentar las tegulae de las estructuras, hecho constatado en el enterramiento 4. De este modo, se conformaron las fosas que tenían, por término medio, 200 centímetros de longitud por 85 de anchura. El lecho de éstas se cubrió por una capa de color amarillento, con barro y granito descompuesto, en la que se embutía la estructura de tegulae.

La cronología propuesta para la necrópolis de Guisande (VALDÉS BLANCO-RAJOY, 1993, 337-341), que por su asociación a una vía y por las noticias de otros hallazgos funerarios asociados debía ser mayor, se ha establecido entre los siglos IV y VII d. C., sobre todo atendiendo a las tipologías sepulcrales y a la comparación con otras necrópolis tardoantiguas de Galicia. En total se localizaron cinco enterramientos de inhumación. Pero la

La totalidad de los fragmentos de cerámica que se han recogido y registrado pertenecen a piezas de cerámica común, entre las que distinguimos un pequeño grupo de vajilla de mesa adscribible a un ambiente “romanizado”.

40. Planta de la necrópolis de Guisande. (VALDÉS BLANCO-RAJOY, 1993, Lám. I)

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El grupo mayoritario lo constituyen piezas más groseras que, en su morfología y factura, mantienen la tradición local. Dentro de las vajillas de mesa se han distinguido dos fragmentos de cerámica Late Roman C, uno de ellos corresponde al tipo Hayes 3. Se trata de una producción focense, originaria de las costas de Asia Menor, que comienza a producirse a finales del siglo V d. C. y su cronología se extiende hasta el VI d. C.

Monte do Penouço, en Río Tinto; la de A Lomba, en Amarante; las de Bairral, en Baião, y Villa Verde, en la Villa do Conde. Pero sus paralelismos no quedan sólo en los ajuares, sino que se extiende a la aparición de numerosos clavos de hierro, lo que implica un mismo tipo de inhumación realizado en cajas de madera, o con tablas clavadas formando un techo a doble vertiente sobre el cadáver. Lo mismo ocurre con las tachuelas de cabeza piramidal pertenecientes a un mismo tipo de calzado, seguramente botas caligae. Todas ellas asociadas a castros o a pequeños y medianos asentamiento de carácter rural.

En Incio (ACUÑA y GARCÍA, 1968, 270-276 y GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987, 209-228) sólo conocemos un enterramiento, pero tenemos noticias de que, en sus inmediaciones, se han encontrado restos de otras tumbas vacías, por lo que quizás pudiera tratarse de la necrópolis tardía del castro donde se enclavaría la población que la originó. El enterramiento, de inhumación, estaba constituido por pequeñas lajas de pizarra, tenía una forma aproximada a la rectangular y una longitud de 180 centímetros por 41, en su cabecera. A poca distancia de la sepultura se practicaron una serie de catas arqueológicas en las que se hallaron una serie de restos cerámicos. En éstos se constata un fuerte influjo “romano”, tanto en la técnica de su elaboración como en la forma de las mismas. Por tanto, aunque la sepultura se encuentra en un hábitat castreño, éste estaría profundamente “romanizado”. El enterramiento se ha fechado entre los siglos III y IV d. C.

La necrópolis de El Espartal (ALONSO, 1976, 288-321) se ha datado entre los siglos V y VI d. C., y parece pertenecer a un grupo de fuerte tradición romana, tal vez a hispanorromanos muy poco germanizados y de un nivel socioeconómico limitado que se desarrolla en el medio rural y, posiblemente, todavía paganos. Los trabajos se iniciaron con motivo del descubrimiento de cuatro sepulturas que se encontraron ya abiertas. A raíz de estos trabajos, se excavaron otros 10 enterramientos situados en la zona izquierda del camino del Paradillo, que cruza la necrópolis. No obstante, y aunque parece que hay más enterramientos en esta zona, con los 14 mencionados podemos establecer que estamos ante una necrópolis con un tipo de enterramiento único: cistas de inhumación. Si bien, sólo en cinco sepulturas se halló el esqueleto casi completo, aunque en pésimas condiciones de conservación debido a la acidez de las tierras.

En Noalla conocemos dos áreas cementeriales de relativa importancia: la de la Lanzada y de la Ayos. La necrópolis de la Lanzada (BLANCO et alii, 1961, 141-158 y 1967, 5-22), para la que se ha establecido una cronología entre finales del siglo III y principios del IV d. C., constituye un conjunto de baja época romana que puede ser asociado a la existencia de un castro que perduró hasta los últimos siglos del Imperio. Las tumbas, un total de 40, parecen pertenecer a gentes de origen modesto, asentados en el medio rural donde los elementos de mediano lujo se alternan con los productos locales.

La fase inicial de la ocupación romana en Caravaca de la Cruz (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997, 235-252), según un pequeño fragmento decorado de terra sigillata hispánica y varios trozos de cerámica de tradición indígena hallados en una de las habitaciones documentadas, permiten situarla en la segunda mitad del siglo I d. C. En el Sector 2, se han hallado algunos fragmentos de terra sigillata africana A, de tipo indeterminado, y un fragmento de terra sigillata africana D, Hayes 58 b, que permiten prolongar su ocupación hasta el siglo IV d. C. e incluso hasta el VI d. C. por su relación con un vertedero que nos indica la pervivencia de un poblamiento residual, cuya zona de habitación todavía se desconoce. Parece que estamos ante un establecimiento rural fundado en época altoimperial que, tras su abandono, fue ocupado por una necrópolis tardorromana. Los enterramientos se localizarían con relación a la pars rustica de esta villa rural. Las sepulturas, interpretadas como osarios o enterramientos secundarios, y sus ofrendas, en las que los animales y los perros se han visto por la importancia de la cabaña ganadera para sus gentes, creemos que obedecen a otro tipo de ritual más complejo, en el que la disposición en decúbito prono, los descuartizamientos parciales de los individuos, el uso de piedras en contacto directo con el cadáver, etc. tenían una importante función y una controvertida explicación como veremos más adelante74.

La necrópolis de Ayos (BLANCO y MILLÁN, 1952, 419-423 y GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987, 209-228), se descubrió por la apertura de un pozo en la mina Boliche que puso al descubierto tres tumbas: una de tegulae y dos de lajas de pizarra. Éstas últimas carecían de piso preparado, por asentarse en el filón mismo del mineral. Estos hallazgos implicaron la excavación de la zona, llevada a cabo en 1932. La necrópolis ofrecía una mayor densidad en lo alto de la colina, sobre la pendiente orientada hacia la ría. En esta zona comenzaron a encontrase diversos sepulcros, en un número que oscila entre los 20 y los 30 sin que podamos ser más precisos. Entre éstos se descubrieron: dos cistas de tegulae íntegras, tumbas de sección triangular, con cubierta a dos aguas, y cistas de lajas de pizarra. Su cronología es similar a la anterior. En el norte del Duero, en el actual Portugal, conocemos una serie de necrópolis, que por paralelismos en sus ajuares y por sus características similares, podemos equiparar a la necrópolis de la Lanzada. Éstas son: la del

74 Ver: 5. 1. b. La disposición del muerto en la sepultura: En decúbito prono y otras variaciones, 206 y ss.

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41. Croquis de las excavaciones en la necrópolis de Talavera. (MAURA Y SALAS, 1931-1932, lám. II)

En Puerto de Mazarrón conocemos dos importantes necrópolis: la de la C/Era y la de la Molineta. En las inmediaciones de la necrópolis de la C/Era (RUIZ VALDERAS, 1991, 45-58 y ZAPATA CRESPO, 2004, 239-271), y extendiéndose al lado este del cerro, se localizaron cinco casas, claramente distribuidas dentro de la red urbana de calles y callejuelas. El momento de construcción de las mismas parece que hay que situarlo en torno al siglo IV d. C., fecha en la que debe ampliarse el núcleo de población relacionado con la necrópolis. Si bien, ésta debe ser anterior a la edificación de las viviendas, sin descartar que conviviesen en algún momento del siglo V. El núcleo originario de la necrópolis lo configuran una serie de enterramientos destacados en la parte superior del cerro (una tumba familiar y los enterramientos con cubierta abovedada de piedra y mortero); para, posteriormente, irse extendiendo a lo largo de la ladera. Nos encontramos ante un núcleo de población costero, bastante numeroso a juzgar por la naturaleza del hallazgo, que conserva sus tradiciones “romanas” pero con un marcado carácter local. En total, se documentaron 51 enterramientos, aunque gran parte de ellos –cerca del 30 por ciento- estaban violados desde antiguo.

necrópolis, para la que se ha establecido una cronología inicial en torno al siglo IV d. C., debió tener una dilatada existencia de, al menos, dos siglos. El estudio de la misma, pese a la parquedad de los datos que hemos encontrado, es muy interesante pues nos permite valorar los cambios acaecidos en una población que subsiste, en la Tardorromanidad, a una crisis minera y al auge de la industria de la salazón. Agotadas las minas de plata, plomo, cinc, hierro y cobre de la zona en torno al siglo III d. C., una de las principales fuentes de riqueza de la época tardorromana fue la industria derivada de la pesca y la explotación de sal. Cambios económicos que tendrían importantes repercusiones entre la población del lugar. Generalmente, no se encuentran restos de ajuares, o estos son pequeños fragmentos de cerámica común de difícil clasificación. En todo caso, encontramos la llamada inhumación “vestida”, ya que, prácticamente, sólo se hallan aquellos objetos que forman parte del aderezo personal o la vestimenta de los individuos y que portaban en el momento de su enterramiento. Estos son: alfileres para el peinado, sencillos anillos, restos de los ropajes, etc. -3. 3. c. Espacios funerarios comunes a varios asentamientos de pequeña o mediana entidad.

Para la necrópolis de la Molineta (AMANTE y GARCÍA, 1988, 449-469), en líneas generales y ante la falta de datos, podemos decir que sigue los parámetros del mundo funerario romano de en torno al siglo IV d. C., con un predominio total de la inhumación, realizada en fosas simples y muy posiblemente con el uso de ataúdes e incluso sudarios. Quizás la parquedad de los ajuares y la pobreza general del conjunto se deba a esta etapa de inestabilidad económica y crisis, sin descartar la posible implantación del cristianismo en la zona aunque no hay elementos claros que así lo indiquen. Al mismo tiempo, hay numerosos casos de reutilización de sepulturas; donde los sucesivos enterramientos se hacían desplazando, hacia un lado, los restos anteriores, bien amontonándolos en la cabecera de la fosa o, incluso, superponiéndolos. En cuanto al estudio óseo de los restos, se analizaron un total de 159 individuos, 93 adultos y 66 inmaduros (ZAPATA CRESPO, 2004, 239-271). La

○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Lusitania En Lusitania75 pocos son los ejemplos constatados a la hora de estudiar esta distribución territorial a partir de las áreas funerarias. Hasta el momento, conocemos solamente dos: el primero se ubica en el Alto y el segundo en el Bajo Imperio. De las sepulturas localizadas en la Quinta de San João (COSTA, 1950, 673-683), desconocemos su número e incluso su tipología, pues fueron estudiadas una vez destruidas y con sus materiales descontextualizados y revueltos. El único dato a destacar es el predominio total de la inhumación en fechas tan tempranas, aunque sin descartar la destrucción, no intencionada, de 75 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 317-320 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 421.

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incineraciones en la zona por ser más difíciles de documentar para ojos inexpertos. Dada su situación geográfica, se han asociado a la existencia, según el Itinerario de Antonino, de una vía que de Lisboa se dirigía hacia la actual Salacia, pasando en su trayecto por Equábona. Entre otras probabilidades, había dos caminos posibles: por Cacilhas o por Seixal; aceptando la segunda hipótesis planteada por M. L. Costa, los enterramientos deberían asociarse a una de las poblaciones mencionadas o a sus ramales, sobre todo si tenemos en cuenta el hallazgo de una calzada romana en las inmediaciones del yacimiento.

BARRIONUEVO, 1995, 63-66 y GONZÁLEZ et alii, 1992, 71-77), se han localizado una serie de villae de mediano y gran tamaño así como un área de necrópolis al oeste del núcleo principal de hábitat, separadas de éste por una depresión de terreno a través de la cual discurre La Cañada del Catalán. Las estructuras funerarias se distribuyen a lo largo de cuatro elevaciones y ocupan una extensión de 32 hectáreas; aunque se presentaban, en superficie, como conjuntos bien delimitados. En la prospección se detectaron un total de 2260 posibles estructuras funerarias. Los inicios de la necrópolis parecen situarse a principios del Primer Milenio a. C., con, al menos, 570 enterramientos asignables a este periodo y concentrados en las dos elevaciones más meridionales. Se documentan también algunos enterramientos previos a la colonización fenicia, aunque el mayor número de sepulturas documentadas pueden fecharse entre el siglo VII a. C e inicios del VI. Durante el periodo turdetano parece que se mantienen las características del periodo ulterior, en este momento, entre los siglos VI y III a. C., se han fechado unas 200 estructuras funerarias. Es a finales del siglo V a. C. cuando las estructuras funerarias se concentran en las elevaciones situadas más al norte que, a su vez, es donde se localizan la mayor parte de los enterramientos romanos (GONZÁLEZ et alii, 1992, 75).

Para el Bajo Imperio, contamos con el caso de Talavera de la Reina (MAURA Y SALAS, 1931-1932, 93-98) parece que nos encontramos ante una pequeña necrópolis de carácter rural, adscrita a alguna villa o granja (a la que quizás pertenezcan una serie de elementos constructivos constatados en las inmediaciones de los enterramientos). Esto explicaría el reducido número de tumbas, sin descartar la posibilidad de que se trate de una necrópolis en la que las sepulturas aparecen por grupos diseminados por la llanura, en una ocupación dispersa del territorio en el que cada grupo familiar tiene su propia área cementerial. Noticias de lugareños, según las cuales se han hallados agrupaciones de sepulturas similares a las aquí descritas, parecen confirmar esta hipótesis. La cronología del conjunto se ha establecido entre finales del siglo III y principios del IVd. C.

De las sepulturas de cronología romana, en la mayoría de los casos, se distinguen en superficie manchas de tierra oscura y cenicienta asociadas a gran cantidad de material constructivo: piedras, ladrillos y, sobre todo, tegulae; sin olvidar sillares y relieves decorativos. La etapa altoimperial está escasamente representada en la zona prospectada, por lo que se suponen otras áreas de enterramiento en uso durante este momento; tal y como la que se sitúa en las elevaciones al este de la ciudad, en la zona denominada El Cementerio. Allí se han documentado diversas estelas y aras funerarias fechadas entre los siglos I y II d. C. También se han hallado otros materiales como ánforas y diversas formas de sigillata, principalmente hispánica. En el periodo bajoimperial parece observarse una revitalización de esta área de enterramientos. Y aunque la mayor parte de las estructuras se encuentran en Rosario 1, existen también agrupaciones en el resto de necrópolis que enmascaran los enterramientos anteriores. Asociados a éstos, y junto a recipientes de cerámica común, aparecen ungüentarios de vidrio y una gran variedad de formas de terra sigillata clara. Momento a partir del cual se abandona su uso como necrópolis.

○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Baetica El fenómeno de que un conjunto de pequeños núcleos rurales compartan una misma área de enterramientos lo constatamos con mayor profusión, tanto en el Alto como en el Bajo Imperio, en la provincia Baetica76 con respecto a la Lusitania y a la Tarraconensis. En el Alto Imperio lo documentamos en diversos asentamientos; no sin ciertas dudas, pues en algunos casos la asociación de diversos núcleos poblacionales con una sola necrópolis podría deberse a que, todavía, no se han localizado las distintas áreas de enterramiento pertenecientes a estas pequeñas aldeas. Posiblemente, este fenómeno se dio en la necrópolis constatada en Fuente Palmera (GALEANO, 1996, 573567 y VAQUERIZO et alii, 1992g, 681-702). Con este ejemplo asistimos a la eclosión de asentamientos rurales en esta zona, fundamentalmente, con motivo del auge del aceite bético en el siglo I d. C. Los yacimientos conocidos son relativamente numerosos; en cuanto a sus áreas cementeriales, se han encontrado restos de necrópolis y materiales que indican su perduración, en algunos casos, hasta época visigoda.

Poco podemos decir de la necrópolis situada en el entorno de Anticaria (GONZÁLEZ, 1991-1992, 162 y 169 y SERRANO, 2006, 159-174) a excepción de que varias villas romanas la rodean en un radio de 1 kilómetro, por lo que no puede determinarse de forma absoluta el hábitat al que perteneció el cementerio, sin que descartemos la posibilidad de que se trate de un área compartida. No obstante, la villa más cercana se encuentra sobre una suave colina situada al este de la necrópolis. Esta área funeraria se ha fechado entre el segundo y tercer cuarto

En una serie de prospecciones, en torno a las vías de acceso a la ciudad de Hasta Regia (GONZÁLEZ y

76 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 321-325 y 10. 7. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 422.

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del siglo I d. C., seguramente sería de incineración, aunque sin descartar la práctica de la inhumación que, como sabemos, convivió en determinadas ocasiones, con el rito de incineración en estas fechas tempranas.

recintos funerarios, cinco en total. La naturaleza de las sepulturas, su agrupación en recintos y el hecho de que la zona cuente con una larga tradición de asentamientos: sólo en época romana conocemos los de Bermeo, Portuondo, Forua, Gernika y el castro de Kosnoaga, nos permite plantear la posibilidad de la existencia de un área funeraria común a diversos hábitats de pequeña entidad.

También el Bajo Imperio conocemos algunos asentamientos que podrían corresponder con este modelo de distribución espacial de necrópolis. Es el caso de El Alcornocal, finca perteneciente al municipio de Bonares y ubicada a orillas del río Tinto. Ya J. M. Luzón (1975, 307) daba noticias sobre la existencia de vestigios de una población antigua en varios lugares de los alrededores de este yacimiento. Conocemos la existencia de los restos de una necrópolis romana, aunque según la actualización del catálogo de yacimientos arqueológicos en la provincia de Huelva (MERCADO, 1995), y que no hemos podido consultar por tratarse de una obra inédita, en la actualidad ya no aparece resto alguno en este lugar (VIDAL y BERMEJO, 2006, 46).

En Castrobol (GARCÍA MERINO, 1975, 522-554 y FUENTES, 1989), contamos con una serie de noticias sobre el hallazgo de sepulturas, así como con los materiales de otra que acabó destruida en el transcurso de unos trabajos agrícolas. A tenor de los materiales encontrados, la necrópolis se englobaría en el conjunto denominado “necrópolis del Duero”. Esta necrópolis se encuentra en un área intensamente ocupada en época romana y muy cerca de dos núcleos poblacionales a los cuales, al menos a uno de ellos sino a los dos, habría que adscribir la zona de enterramientos. Estos son las Quintanas y la Cebollona, a pocos metros del mismo. La densidad poblacional de la zona, en estas fechas, se caracteriza por la existencia de pequeños poblados, alternados con villas, cuyos habitantes viven del terrazgo agrícola de la cuenca del Duero y de las alturas que separan ésta de la del Ebro. La población de los hábitats mencionados debía estar compuesta por coloni dependientes de alguna villa de cierta entidad, que vivían de forma dispersa con sus familias en pequeños asentamientos diseminados por el fundus. Por otro lado, con la asociación de la necrópolis a una villa de cierta entidad, podemos afirmar que los ajuares más notables encontrados en el enterramiento pertenecerían al dominus o a algún personaje importante del fundo del poblado o dependiente de él. Además, muchas de las piezas como las páteras y otros recipientes se han interpretado –no sin cierta controversia- como objetos litúrgicos o con alguna función ritual destacada en el seno de esa comunidad.

Finalmente, en Doña Mencía (GALEANO, 1996, 573567 y VAQUERIZO et alii, 1992f), y como ya hemos visto en otros lugares de estas zonas de las Sierras Subbéticas, es en época romana cuando comenzamos a encontrar vestigios de una intensa ocupación en esta zona. Diversos yacimientos como La Plata, La Venta, Fuente del Río, El Tinado, Fuente de Aguardiente, etc. han proporcionado abundantes restos constructivos y diversos materiales arquitectónicos y cerámicos. Es posible que este poblamiento estuviese condicionado por el trazado de una vía romana, fosilizada en el denominado Camino de Metedores. Varias necrópolis como las de La Plata, Benazar, Cruz de Aguijones, Fuente de Aguardiente, Piedra de Lames, Llano Medina y Dos Torres, documentan la importancia del poblamiento rural durante el Bajo Imperio (VAQUERIZO et alii, 1992f, 497) y la Tardoantigüedad. ○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos en la Provincia Tarraconensis De nuevo, los datos referentes a estas áreas de enterramiento de carácter común y compartidas por diversas comunidades de pequeña entidad, no son muy numerosos. Pero en su análisis, hemos de recordar la dificultad de establecer el uso compartido de una necrópolis, pues es frecuente que conozcamos muchos asentamientos de pequeña entidad pero no sus áreas funerarias, que pueden haber sido asociadas, erróneamente, a otras de mayor entidad y, relativamente, cercanas. En la Tarraconensis77, no hemos constatado este fenómeno durante el Alto Imperio, estando, por el contrario, bien representado a partir de los siglos III y IV d. C.

La necrópolis del Campus de Vegazana (LIZ y AMARÉ, 1993 y VIDAL, 1990, 266) forma parte de un grupo bastante amplio, y posiblemente más heterogéneo de lo que en un principio se sospechó, de conjuntos funerarios tardorromanos que se documentan en la Meseta. Si bien la representatividad de ésta en este amplio conjunto está bastante mediatizada. Así, características como la falta de ajuares, en unos casos por su inexistencia y en otros quizás por razones de expolio, o el abundante empleo de material latericio no pueden presentarse como generales de todo el espacio funerario, sino como particulares de este conjunto sin más. El desconocimiento de su extensión y de sus límites nos impide saber si se disponía a lo largo de una vía o como un verdadero cementerio; aunque parece claro que allí se sepultaron no solamente personas que habitaban en la ciudad o sus arrabales, sino también fallecidos en núcleos rurales cercanos o en villae. Se ha fechado entre los siglos IV y V d. C., con posible tradición pagana. Al tratarse de un área funeraria de cronología bajoimperial, su cercanía o alejamiento con respecto al núcleo urbano es susceptible de diversas interpretaciones, sobre todo en

En Bermeo (CANTÓN, 2002, 73-78) conocemos la existencia de una necrópolis, fechada en el siglo IV d. C., en el que las distintas sepulturas –todas ellas de incineración- se depositaron en el interior de una serie de

77 Ver: 10. 2. Necrópolis rurales, 326-331 y 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales, 423.

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una época en la que el concepto clásico de ciudad como centro social, económico o de habitación ha evolucionado notablemente. Más aún en el caso del campamento de la Legio VII, pues no poseemos pruebas de que recibiese o no el estatuto jurídico de ciudad, sobre todo en un momento de desmilitarización de las tropas legionarias que fueron paulatinamente sustituidas por nuevas formas de defensa locales, privadas y no profesionales. Cómo influyó esto en el desarrollo del poblamiento y, por ende, en las áreas de enterramiento es algo que desconocemos. Por tanto, la definición de la necrópolis de Vegazana como urbana o suburbana no sólo resulta difícil sino que tal vez sea, por la distribución del hábitat en estos momentos, inútil.

desplazando a la de los esclavos. De origen libre, el colonus y sus descendientes quedarán sujetos a la tierra con el paso de los siglos, manteniendo su condición a cambio de una renta vitalicia que deberá entregar al titular de la propiedad de la tierra. Son las bases del posterior modelo feudal, que irá cristalizando con el paso del tiempo (SERGI, 2001, 44-45). El último componente de este complejo entramado social del mundo rural son los grandes propietarios. Es cierto que el absentismo imperaba en época antigua, mientras que el éxodo señorial de las ciudades predominó en épocas más tardías. No obstante, encontramos excepciones de propietarios que prefirieron vivir en sus dominios, siendo la urbana su segunda residencia. En relación con esta circunstancia podemos citar la ubicación de algunas de sus tumbas, de carácter monumental, presidiendo necrópolis de cronología altoimperial.

-3. 3. d. Muerte y enterramiento en los asentamientos rurales A modo de conclusión general, y siempre teniendo en cuenta ciertas particularidades o casos más singulares, parece ser que son los monumentos funerarios y las necrópolis altoimperiales las que evidencian una mayor proximidad a las calzadas. La explicación parece sencilla ya que, en esta época, estos establecimientos necesitan de las vías para la canalización de los productos elaborados en la hacienda, mientras que la progresiva ruralización y autarquía de la época bajoimperial va a relativizar esa necesidad de comercialización de excedentes. La célula de producción de la primera época del Imperio existe en función de la ciudad, produciendo monocultivos intensivos; en cambio, los asentamientos tardíos son unidades de producción diversificadas que posibilitan intercambios con otras células o con la ciudad, pero cuya finalidad no es la acumulación de excedentes para la venta, sino el autoabastecimiento. En este sentido, parece incidir la diferencia entre los cementerios alto y bajoimperiales. No en vano, la mayor parte de las necrópolis conocidas son de carácter rural, y de éstas una gran parte se fecha en el Bajo Imperio.

Aunque más adelante trataremos el fenómeno de monumentalización en el mundo funerario, podemos adelantar que, en el marco de la Tarraconensis hay una total ausencia de estas edificaciones en las tierras del noroeste peninsular y en toda la Cornisa Cantábrica (CANCELA, 2002, 165) y en la Meseta y el Norte peninsular, los testimonios de una arquitectura funeraria monumental son pobres, escasos o se encuentran reutilizados o dispersos (CANCELA, 2002, 168); lo que contrasta con la zona oriental de la misma provincia, donde se localiza el mayor número de los monumentos funerarios hispánicos conservados; hecho que podría explicarse por su lento y tardío proceso de “romanización”. Estos edificios fueron elevados por los miembros de las altas clases sociales, ya de la oligarquía indígena o de emigrantes romano-itálicos asentados en la provincia. La afluencia a la Península de soldados y, más tarde de civiles -muchos de ellos miembros del ordo senatorial y ecuestre-, conllevó la creación de grandes latifundios estableciendo los centros de sus grandes propiedades lejos de las ciudades, en villas rústicas y en otras explotaciones semejantes; fue en estas zonas donde se erigieron los monumentos funerarios más importantes. En relación con estas tumbas monumentales, aunque no sólo, debemos enfatizar la asociación entre tumba familiar y villa rural, reforzada en estos casos por la proximidad topográfica, que implica una transferencia natural de los valores conmemorativos de una a otra. Domus, fundus y horti –entendido éste como “finca suburbana”- están asociados con la tumba, aunque la naturaleza de esta relación no está totalmente clara: para el primer caso ésta puede ser metafórica e, igualmente, literal, en los otros dos esta relación puede interpretarse de cualquier manera (BODEL, 1997, 26). En todo caso, que el dominus fuese enterrado en sus propiedades, al margen de cualquier deseo de propaganda personal, llevaba implícito el deseo de que el suelo que ocupaba con su enterramiento lo ligase a sus antepasados y descendientes, lo que implicaba un profundo anhelo, tanto físico como espiritual, de continuar con la historia familiar (BODEL, 1997, 22).

Pero, ¿quién muere y quién es enterrado cerca de las villas? La verdad es que la realidad social de los cementerios rurales es mucho más compleja de lo que en primera instancia pueda parecer. Pues la realidad sociológica de las villae, y en general del mundo rural, era complicada a razón de los componentes, tanto del núcleo cotidiano del establecimiento agrícola como aquellos contingentes esporádicos que cíclicamente se emplearían en las tareas agrícolas (ROBERT, 1985, 179 y ss.). Por norma, la célula rural de finales de la República y principios del Imperio estaba controlada por el vilicus, o esclavo de confianza de un possesor, casado con la vilica, coordinadora de la intendencia de la villa, y ayudado por un monitor en la supervisión del resto de los esclavos. El resto de la familia, entendiendo ésta en su sentido amplio, estaría formada por otros esclavos habituales, a los que habría que añadir obreros asalariados, de condición servil o esclava, y otros esclavos que colaborarían en las tareas estacionales. Con la aparición del colonato, en los primeros siglos de la Era, y su consolidación en el Bajo Imperio, esta figura irá 123

De forma general, podemos decir que las sepulturas monumentales ubicadas en los latifundios comienzan a ser un fenómeno frecuente a partir del siglo II a. C. – atendiendo a las distintas zonas según el avance de la “romanización”-, aunque, como es lógico, antes y después de esta fecha las sepulturas más modestas de los campesinos salpicaban todo el ager (BODEL, 1997, 20). La importancia de estos enterramientos debe ser enfatizada, sobre todo porque éstos quedan eclipsados por la preponderancia de los estudios realizados para las áreas cementeriales urbanas; sobre todo cuando muchos, quizás la mayor parte de los romanos –sin duda campesinoseran enterrados en los campos en los que se habían ganado la vida; lejos de las ciudades y de sus principales vías de acceso. Excavaciones en las provincias occidentales –hasta el momento en Britannia éstos son poco frecuentes (ESMONDE-CLEARY, 2000, 130)confirman que los pequeños asentamientos de carácter rural, a menudo, contenían en sus límites pequeños cementerios privados de anónimas sepulturas, presumiblemente, pertenecientes a esclavos, a los siervos y a sus familias que trabajaban la tierra-. En la Gallia, en Beauce y en Orléanais, conocemos necrópolis de incineración independientes de toda aglomeración o villa: Dambron (Eure-et-Loir), Mareau-aux-Bois (Loiret), Férolles (Loiret) que son, sin duda, cementerios colectivos de los asentamientos rurales (FERDIÈRE, 1988, 262); sin olvidar otro tipo de enterramientos de carácter singular, por aparecer aislados o aparentemente dispersos al azar en áreas marginales78.

en manos de un único propietario, pero en la que habitarían y trabajarían distintos colonos. Entre éstos se generarían determinados lazos de solidaridad social que podrían materializarse en la creación de áreas cementeriales comunes; hecho constatado también en la Gallia por A. Ferdière (1988, 270). En cualquier caso, lo que sí parece claro, a razón de los datos numéricos, es un incremento, en Hispania, de la población rural, o al menos una concentración de sus hábitats que parece seguir las directrices del resto de las provincias occidentales del Imperio. Gran parte de las necrópolis documentadas deben de ubicarse en el Bajo Imperio, y de éstas la mayoría en el medio rural. No podía ser de otro modo, pues en esta época muchas de las ciudades de la provincia entran en crisis. En este momento, las necrópolis rurales –con un predominio de la inhumaciónaparecen lejos de todo hábitat y, por norma, alejadas también de las vías (FERDIÈRE, 1988, 270); en otros casos, estos cementerios corresponden a asentamientos secundarios del tipo vicus (FERDIÈRE, 1988, 270). En las regiones renanas, las sepulturas asociadas con las pequeñas granjas están ubicadas justo en el límite exterior de sus espacios abiertos; en Germania Superior, y en Courroux (MARTIN-KILCHER, 1993, 155-158), conocemos un conjunto de enterramientos originados por una comunidad agrícola –un total de 116, datados entre el siglo I y III d. C.- situados al otro lado de un muro que delimita la pars rustica, de una parte a otra de un camino. Los grandes monumentos funerarios, verdaderos hitos articuladores del paisaje, son más fácilmente identificables que otras tumbas más modestas y sin ajuar distintivo, pertenecientes a las categorías inferiores de colonos, campesinos y esclavos que trabajasen en las tierras del dominus, y sólo son identificables en ocasiones en las que se realizan trabajos de excavación en áreas más extensas o por hallazgos casuales de los que poca información suele obtenerse. Pero sabemos que estos enterramientos podían hacerse en cualquier punto de una propiedad privada y que incluso eran utilizados, en caso de disputa, como mojones indicativos de la propiedad. Ya el agrimensor Sículo Flaco advertía a sus alumnos para que no confundiesen las lápidas sepulcrales con mojones, pues era habitual situar éstas en los límites de las propiedades, así como en las zonas rocosas y ácidas de las mismas (BODEL, 1997, 21) y, por tanto, no productivas. En ocasiones también es posible que, determinados enterramientos atraigan a otros de menor entidad, que se concentran a su alrededor, y la zona, por sus connotaciones sacras, continúe teniendo el mismo uso funerario tras la desaparición del hábitat que la originó.

En ocasiones, aunque éste es un hecho más frecuente en el Bajoimperio, los esclavos, colonos y todo aquél que formaba parte de la célula familiar, podía enterrarse rodeando in agro al amo (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 132). Es cierto que en época altoimperial los monumentos funerarios son de carácter individual, pero éste es un fenómeno que comienza a observarse ya desde época tardorrepublicana. Estas edificaciones llegan a convertirse en verdaderos articuladores del paisaje y con seguridad también de determinadas necrópolis; aunque, con frecuencia, el monumento se ha conservado, pero no las tumbas asociadas al mismo. Por lo demás, los cementerios rurales mayoritarios son simples acumulaciones de sepulturas, con un número variable de enterramientos. En general encontramos en éstos una gran homogeneidad en sus tipos sepulcrales. Con el progresivo ascenso de la figura del colono, ya en el Bajo Imperio, tanto él como sus descendientes se encuentran ligados a la tierra que trabajan. Esta identificación con el lugar, pues la permanencia del vilicus y los suyos en un lugar dependía de lo que estableciese el dueño, dará lugar a cementerios más grandes y cerrados, ocupados generación tras generación, que se identifican totalmente con la tierra que trabajan y ocupan. Este hecho podría ser indicio de una concentración distinta de la propiedad de la tierra, todavía

Ya hemos mencionado cómo, a partir del Bajo Imperio, el colono y sus descendientes están ligados a la tierra que trabajan; la familia vilicana tenderá a crear sus propios cementerios, pequeños y abiertos, e, incluso, con cierto aspecto de provisionalidad. La colonial, por el contrario, a otros más grandes y cerrados (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 133). Aunque dentro de esta evolución no podemos olvidar, como ya señaló A. Ribera, la existencia de cementerios comunes a uno o varios

78 R. Jones (1987, 826) y S. Esmonde-Cleary (2000, 131) que aporta una interesante lista de casos en Britannia: Dalton Patlours, Rudston, Santon Low y Winterton entre otros.

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establecimientos rurales, aunque en este caso quizás estemos ante un tipo de concentración distinta de la propiedad, en manos de un único dueño pero con distintos colonos trabajando para él. Este hecho generaría una serie de lazos de solidaridad social que pondrían en relieve, entre otras, la existencia de cementerios comunes (RIBERA, 1992, 66).

frágil y menos reconocible que una inhumación o una incineración emplazada en un recipiente o bajo una cista. Por lo que la representación estadística de unas y otras puede verse viciada por la misma conservación de los distintos restos. Además, si como hemos visto, los monumentos funerarios de los domini dan lugar a una particular ordenación del espacio y, tanto por sus características constructivas como por su ubicación, son más fácilmente identificables; las sepulturas más modestas, que salpican el territorium y que pertenecieron a los colonos y esclavos que trabajaban en las tierras, pasan fácilmente desapercibidas, más aún, cuando su hallazgo se debe principalmente a actuaciones puntuales asociadas a la construcción de autovías, líneas ferroviarias o explotaciones de materia prima; casos en los que el perímetro de actuación arqueológica queda estrictamente definido no por la naturaleza de los hallazgos sino por las necesidades eminentemente prácticas de estas actuaciones de urgencia.

En todo caso, P. Van Ossel (1993, 186) constata numerosos casos, en el norte de la Gallia, en los que hay una separación neta, para una misma explotación agrícola –cuando ésta es identificable-, entre las sepulturas del Alto Imperio y las de la Antigüedad Tardía. Además, también en contraste con el Alto Imperio, las áreas de enterramiento son menos numerosas, pero la densidad de sepulturas es mayor y los ajuares de las tumbas son menos ricos (VAN OSSEL, 1993, 192). Esta situación parece implicar el paso de un hábitat disperso, en el Alto Imperio, a la reagrupación de éste en aldeas con el consiguiente afianzamiento de una especie de pequeña aristocracia local y que, en la Gallia, se ha explicado por la presencia de tropas germánicas o contingentes militares (WIGHTMAN, 1985, 251).

Por último, es importante destacar un comportamiento que hemos atestiguado en las ciudades pero rara vez en el mundo rural. Las clases sociales que se entierran en la pars rustica jamás tendrán que recurrir a collegia o a tumbas comunes. Ya hemos visto como la pobreza es relativamente frecuente aquí, reflejada en la homogeneidad de los tipos sepulcrales y en sus depósitos funerarios. Pero el medio rural, aunque no permitiese el atesoramiento de riqueza, sí aseguraba los mínimos para la supervivencia, tanto en la vida como en la muerte, en el seno de la comunidad. Las pocas diferencias sociales pueden extraerse de los análisis paleopatológicos que establecen déficit alimenticios o trabajos extremadamente duros que han dejado su huella en los restos de los individuos y, por supuesto, en determinadas excepciones a esta tónica general.

Por el contrario, en Britannia este tipo de áreas sepulcrales –en contraste con otras provincias occidentales- es muy poco frecuente; aspecto que puede deberse a la falta real de estos cementerios, sin descartar a deficiencias en los trabajos arqueológicos (ESMONDECLEARY, 2000, 131). Aún así se conocen algunas estructuras funerarias, de carácter más o menos monumental, asociadas a algunas villas. Generalmente, éstas se ubicaban en la cima de las colinas o en pequeñas elevaciones del terreno con el objeto de que fuesen vistas, al menos, desde la residencia principal (ESMONDECLEARY, 2000, 131). Debemos añadir que, en la mayoría de los casos, resulta difícil establecer las relaciones entre los hábitats y los conjuntos sepulcrales o las sepulturas aisladas. Pues ignoramos a partir de que distancia parece razonable asociarlas y que puede variar en función del tamaño de los fundi, o de su ubicación dentro de éstos; a lo que sumamos la dificultad de asegurar un sincronismo entre el hábitat y los enterramientos, cuando éstos, y suele ser el caso, aportan pocos materiales para su datación. A estos problemas, se le añaden factores como el constatado en los modestos yacimientos situados al noreste de Lyon (TRANOY, 2000, 111) y en el norte de la Gallia (VAN OSSEL, 1993, 192), que muestran cómo pueden existir muchos núcleos funerarios para un mismo establecimiento rural y, sobre todo, que el espacio reservado a los muertos puede continuar con el mismo uso una vez abandonado el hábitat que lo originó. Por todo ésto, el estudio global de los dominios rurales y los conjuntos sepulcrales es bastante complicado. Las tumbas, si no son de carácter monumental, son más difíciles de identificar que los hábitats y la conservación de los sepulcros, cuando se trata de tumbas más sencillas, depende en gran parte del tipo de sepultura empleado. Es decir, una incineración en plena tierra es mucho más

3. 4. Otros espacios funerarios -3. 4. a. La domus La declaración formal de una muerte, del tipo que fuere, conllevaba una serie de actos catárticos: era preciso purificar la casa y todo lo que en ella habitaba. Sin embargo, la muerte de un niño impúber es una excepción, pues al conducirse de noche no impurifica la casa79; e incluso, en algunos casos, la vivienda era el lugar adecuado para darles sepultura. A los enterramientos infantiles en el subsuelo de las viviendas, o en relación directa con los espacios habitacionales, no se les ha dado, todavía, una explicación satisfactoria. Más aún, si tenemos en cuenta que esta práctica también era llevada a cabo en la Hispania prerromana, tanto en contextos ibéricos como celtibéricos. Para los primeros (MÍNGUEZ, 1989-1990, 110-113), conocemos enterramientos de este tipo en El Tarratrato de Alcañiz, en San Antonio de Calaceite, en el Piuró del Barranc Fondó, en La Romana, en el Palomar de Oliete, todos ellos en Teruel; también en Los Castellazos, en Zaragoza; en La Penya del Moro o en El

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Servio, Ad Aeneidam, VI, 8. (Ed. G. Thilo et H. Hagen).

Turó de Can Olivé, en Cataluña; y en La Serreta de Alcoy, El Castellet de Bernabé, La Seña o Los Villares, entre otros, en Valencia. Para el caso celtibérico, en Numancia (SOPEÑA, 1987, 72-73) se conoce el enterramiento de un feto bajo un pavimento doméstico; en La Hoya, Álava, se encontraron un total de 25 niños enterrados junto a unos muros (LLANOS, 1976, 21); en Cerrocuquillo, Toledo (TORIJA et alii, (e. p.)), en el Cabezo de las Minas en Botorrita, etc.

Otro ejemplo nos lo proporcionan los restos hallados en una excavación de urgencia realizada por el Museo de Teruel en Torres de Albarracín, donde se documentó otro enterramiento de este tipo al excavar un asentamiento de época romana, datado en el siglo II d. C. (MÍNGUEZ, 1989-1990, 113). En la villa de Arellano, Navarra, también se han hallado algunos restos humanos pertenecientes a tres enterramientos infantiles83. Para la villa se ha establecido una cronología entre los siglos I y V d. C., aunque parece que los enterramientos infantiles corresponden a la etapa más antigua de la misma.

La mayor parte de los testimonios documentados se ubican en los territorios de la Tarraconensis, aunque constatamos un desarrollo singular de los enterramientos infantiles en el resto de provincias hispanas. Por citar alguno de los ejemplos más significativos: en el mundo romano conocemos ejemplos de este tipo en La Magdalena, en Ilerda. Allí se encontraron 10 enterramientos infantiles, en un edificio romano cuya funcionalidad no ha podido determinarse y cuya cronología puede cifrarse a finales de la primera mitad del siglo I d. C. y mediados del siglo II d. C80. Sólo dos poseían ajuar, compuesto por algunos fragmentos de bronce y restos de huevos.

En Las Ermitas, Álava, correspondientes a la fase altoimperial del yacimiento, se localizaron un total de seis inhumaciones infantiles en el interior de ámbitos de vivienda84. En Iruña/Veleia, Álava, en la llamada Domus del Impluvium A, las inhumaciones infantiles se encontraban perfectamente contextualizadas en unidades estratigráficas de cronología romana altoimperial, fechadas en torno a la primera mitad del siglo II d. C. y ubicadas en el interior de los distintos recintos a los que daba acceso el patio central de la vivienda85.

En Celsa, Velilla de Ebro (Zaragoza), conocemos al menos 36 enterramientos de este tipo. Se hallaron en el interior de diversas casas81. No solían ir acompañados de ajuar, aunque sí se encontraron, en algunos casos, restos de huevos y el esqueleto de un pajarillo, una aguja de bronce y una cuenta de pasta vítrea, etc. Se han datado en torno al cambio de la Era.

No hemos podido encontrar una explicación satisfactoria a este hecho. Por un lado, los mismos pueblos prerromanos de la Península Ibérica hacían esta distinción en la práctica funeraria y, por otro, ésta existía también en la propia Roma, donde parece tener varias explicaciones, sin olvidar su perduración en épocas posteriores (RIU, 1982, 185-200). La inhumación de los niños en el interior de las casas parece ser una reminiscencia de la antigua los costumbre, recogida por Servio86, de enterrar cadáveres en el domicilio familiar; práctica que fue prohibida, a mediados del siglo V a. C., por la Ley de las

En Bilbilis, Calatayud (Zaragoza), también encontramos ejemplos de esta práctica funeraria. Entre los restos de una vivienda situada en la zona del Ninfeo, apareció un enterramiento infantil cuyos restos calcinados, junto con una fíbula de bronce, se habían introducido en una olla de cocina reutilizada y cubierta por media cantimplora, Hermet 13. El enterramiento se dató a finales del siglo I d. C. (GUIRAL y MARTÍN-BUENO, 1996, 347). Posteriores campañas, sacaron a la luz otro enterramiento infantil: se trataba de una inhumación situada en el interior de la misma casa pero en otra estancia82.

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Uno de ellos corresponde a un niño recién nacido, cuyos restos óseos se encontraron en conexión anatómica, aunque parcialmente destruidos; estaban acompañados de un pequeño ajuar compuesto por una cuenta de collar de pasta vítrea, otra de hueso y una moneda de bronce perforada para servir de colgante. El otro enterramiento: un feto de unos cinco o seis meses, en muy mal estado de conservación y sin conexión anatómica, apareció asociado a una cuenta de pasta vítrea. Un tercer enterramiento se halló en un nivel estratigráfico más antiguo, al este de la villa y en relación con un pequeño lecho de losetas infrapuesto al mismo (MEZQUÍRIZ y TABAR, 2007, 166-167). 84 Éstas se habían dispuesto directamente sobre la terraza de cantos que constituye el sustrato rocoso del terreno en esta zona, bajo el nivel de pavimento e incluso, en algún caso, esta terraza había sido excavada para la disposición del cadáver en el interior de una pequeña cubeta. No tenemos más datos al respecto ni sabemos si se acompañaron de ajuar, su orientación o alguna otra singularidad (FILLOY y GIL, 2000, 98101; FILLOY, 1995, 302-307). 85 Los inhumados habían sido depositados en fosas excavadas bajo el nivel del suelo, restituido después. Junto a alguno de ellos se han localizado restos de madera carbonizada, lo que se ha interpretado como leños del hogar, con el objetivo de reforzar el vínculo del fallecido con la casa y la familia, representada por el fuego doméstico. Además, en un caso, se documentó una inhumación doble (FILLOY y GIL, 2000, 98101; GIL, 1997, 214-218; GIL, 2002, 54-60). 86 Servio, Ad Aeneidam, 5.6. “domi suae sepeliabantur unde orta est consuetudo ut dii penates colerentur in dominus”. (Ed. G. Thilo et H. Hagen).

80 Los infantes se habían depositado en fosas simples que perforaban los pavimentos de distintas estancias, situándose, en su mayoría, junto a los muros de cierre de las habitaciones y, más concretamente, próximos a los ángulos. Cuatro de ellos se encontraron en decúbito lateral, dos en decúbito supino, uno en decúbito prono, otro en posición fetal y dos más que no han podido determinarse. (JULIÀ, et alii, 1989, 203-226 y LORIENTE y OLIVER, 1992). 81 Se encuentran en pequeños huecos excavados en el pavimento, generalmente sin ajuar. En ocasiones se documenta una mayor preparación de la fosa, que se rodeó con piedras calizas y adobe; en otros casos, los restos del neonato se introdujeron en el interior de una jarra de amplia boca; aunque la mayor parte de estos conjuntos, pues suelen presentarse formando pequeños grupos, se situaban bajo pavimentos de yeso o de tierra apisonada. La mayoría se encontraron en posición fetal, sin que falte la disposición en decúbito supino u otros sin conexión anatómica alguna (MÍNGUEZ, 1989-1990, 105-122). 82 Se halló junto al basamento de piedra que se había recolocado en la esquina de la llamada habitación 17; es difícil determinar su cronología y su pertenencia a una primera o segunda fase de ocupación (SÁENZ et alii, 2006b, 421).

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XII Tablas87, pero que no debió afectar a los recién nacidos. Estos enterramientos fueron llamados subgrundaria, pero el origen del término es bastante controvertido: para algunos autores estaría en relación con los Lares Grundules o Grundulii (DE MARCHI, 1975, 38), mientras que para otros estaría asociado a un culto propio de las Curias (HILD, 1877-1899, 944). Y aunque hoy en día el significado del término no está del todo claro, no debemos olvidar que Fulgencio88 nos dice que los antiguos llamaban subgrundaria (tejadillo; también entendido porque podían enterrarse bajo el de la puerta que daba al patio [sub grundo]) a las tumbas de los niños que no habían llegado a los 40 días de vida, ya que a falta de la dentición no podían quemarse, y, a su vez, la masa del cadáver no era suficiente como para formar un montículo, por lo que debía protegérseles con una estructura superior que a su vez les daba cobijo (GALVE, 2008, 156).

Por norma, el fallecido seguía perteneciendo a su comunidad y participando en la vida familiar; con más razón ocurriría esto en el caso de un niño que necesita de un mayor cuidado y de una especial protección. No obstante, por su propio carácter doméstico, no ha quedado ninguna evidencia interpretativa y quizá nos encontremos solamente ante el deseo, por parte de la familia, de conservar en su seno a sus miembros muertos de forma excesivamente prematura. También podría ser una forma de magia simpática, una confirmación de que la familia (en el sentido amplio de gens que reúne tanto a los vivos como a los muertos) recibe al niño, o una señal de la negación de los padres a desprenderse, por completo, de sus hijos (GOLDEN, 1988, 156), sin olvidar el deseo de facilitar un futuro renacimiento (TER VRUGT-LENTZ, 1960, 65). La ofrenda de los huevos, documentada en Celsa y en La Magdalena, se ha asociado a una función creadora y demiúrgica, reconociéndose como vehículo de inmortalidad con relación al culto a Dionisos (MÍNGUEZ, 1989-1990, 117), tal y como aparece reflejado en Macrobio89. Y aunque, en nuestra opinión, esto no implica que tuviesen relación con cultos mistéricos de este tipo, en Beocia se han hallado estatuas, en contexto funerario, en las que se representaba a Dionisos con un huevo en la mano, lo que se ha interpretado como promesa y signo de la vuelta a la vida (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 692). El huevo es visto, al mismo tiempo, como una referencia al reposo,

La casa, para un romano, era algo más que una simple unidad de habitación y en ella se celebraban ritos doméstico-sociales destinados a cohesionar la unidad familiar y a fortalecer las relaciones públicas garantizando la estabilidad del sistema. Los lares y los penates, presentes en estos ritos, velaban por el bienestar y la prosperidad de la hacienda, por la continuación familiar y por todas y cada una de las vidas desde el principio, desde el nacimiento (FERNÁNDEZ VEGA, 2003, 407). Quizás, por esto, fuera la casa el lugar elegido para albergar los enterramientos infantiles.

42. Enterramientos infantiles y ofrendas en el Portal de la Magdalena (LORIENTE y OLIVER, 1992, 44)

87

Dionisio de Halicarnaso, Antiquitates romanae, X, 53 y ss. (Tabula X, que “Hominem mortuum in Urbe ne sepelito neve urito”). (Trad. E. Carry) 88 Fulgencio, Expositio Sermonum Antiquorum, 7, es el único testimonio que tenemos sobre el particular. (Ed. R. Helm).

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89

Macrobio, Saturnalia, VII, 16. (Trad. R. A. Kaster).

al igual que el hogar, el nido, la cáscara y el seno de la madre. Pero en el interior de la cáscara, así como en el seno de la madre, juega la dialéctica –al mismo tiempode ser libre y estar encadenado (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 692); a la vez que simboliza el renacimiento y la renovación cíclica de la naturaleza (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 691). En cuanto al pajarillo, quizás se encuentre relacionado con los huevos o, en todo caso, con una materialización de la ψυχή del difunto, pues es frecuente, ya desde griegos y etruscos, y parece ser una idea común a diversos pueblos indoeuropeos (DÍEZ DE VELASCO, 1995, 74), la representación de un pájaro que revolotea alrededor de la comitiva funeraria y que es identificado como el alma del fallecido (MONCEAUX, 1877-1899, 1383). También en las creencias pitagóricas el alma es un pájaro que vuela desde la boca del difunto (VOISIN, 1979, 432).

En el yacimiento de Villaroya de la Sierra y en Mas d’Aragó, los difuntos aparecieron asociados a unas estructuras habitacionales –pero en clara conexión con un alfar de terra sigillata- y en el interior de un horno, ya amortizado, respectivamente. El primer caso, localizado en el Conventus Caesaragustanus, está en Villarroya de la Sierra. Se trata de un alfar dedicado a la producción de terra sigillata, en el que los hornos y las producciones cerámicas aparecen asociadas a una residencia, que parece una lujosa mansión, con una superficie de unos 30.000 metros cuadrados, cuyos propietarios eran los dueños del alfar. El conjunto es una importante villa perteneciente a una poderosa familia romana, cuyo momento de esplendor va desde mediados del siglo I d. C. al siglo III d. C., aunque el alfar siguió produciendo hasta el siglo IV d. C. Formando parte de este completo conjunto, se encontró, en opinión de M. Medrano y M. A. Díaz (2000, 276), la necrópolis de los propietarios de este centro de producción. Ésta se sitúa en la habitación oriental, adjunta por el este al Horno 2. Hasta el momento se han encontrado un total de cinco enterramientos. En nuestra opinión, no parece claro que las inhumaciones perteneciesen a los propietarios del alfar, pues si estos vivían en una lujosa mansión parece difícil pensar que eligiesen, como lugar de reposo de sus restos, una estancia asociada a este centro productor de cerámica. Por otro lado, ninguno llegó más allá de los 30 años y los cinco murieron en edades comprendidas entre los 25 y 30 años, por lo que parece difícil pensar que se trate de los miembros de una misma familia.

-3. 4. b. Los complejos fabriles, hornos, pozos y silos Poco podemos decir de estos espacios funerarios que parecen implicar cierta anomalía en el desarrollo del ritual funerario, pues los muertos son depositados en el interior de estancias asociadas a viviendas y por tanto a los vivos, en instalaciones industriales –hornos fundamentalmente- y pozos o silos de cereal. Los casos con los que contamos no son numerosos, de hecho, y hasta el momento, sólo los documentamos en la Tarraconensis. No obstante, por los paralelismos con otros similares constatados en otras provincias occidentales del Imperio, parece que nos encontramos ante una práctica relativamente normalizada, aunque no muy frecuente.

43. Villarroya de la Sierra. Plano general de las estructuras del yacimiento: hornos y habitación de los enterramientos (señalados en negro). (Según indicaciones de M. Medrano)

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El otro caso conocido es el del yacimiento de Mas d’Aragó (BORRÁS I QUEROL y SELMA I CASTELL, 1987, 667-674 y GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 157-159), en Cervera del Maestre, Castellón. Se trata de un asentamiento agrícola en el que se llevó a cabo, al mismo tiempo, una intensa actividad artesanal tal y como atestigua la aparición de cuatro hornos cerámicos y uno metalúrgico.

En el caso de los enterramientos hallados en el interior de silos, documentados en La Solana y en Caravaca de la Cruz, sus paralelismos son mucho más claros, no sólo por la coincidencia en el lugar donde se decidió dar sepultura a estos sujetos sino por la aparición de perros sacrificados formando parte de este ritual funerario con una impronta de carácter mágico-religioso muy clara. Los enterramientos de La Solana (MORER et alii, 19961997, 67-98), aparecen relacionados con una serie de estructuras de habitación, junto con un conjunto de 90 silos, un lagar y un horno. De entre todos los enterramientos, cinco se han hallado en el interior de silos, uno de ellos triple. También, en el interior de éstos, se habían depositado animales completos que han aparecido colocados en posición anatómica. Además, hay que añadir un feto hallado en el interior de un ánfora, dos enterramientos en tumba de tegulae y otros dos en tumbas de losas.

En esta ocasión, y a diferencia de la anterior, sólo se halló una sepultura. Ésta se encontraba en la boca de uno de los hornos, lo que supone un dato de gran importancia para la cronología de esta zona artesanal, pues implica que, al menos, este horno se encontraba ya amortizado en el momento de la inhumación. Lo que no implica que el asentamiento hubiese sido abandonado completamente, sino que éste pudiera encontrarse más alejado como efecto de una reducción de hábitat. Otra posible interpretación podría argumentarse considerando un abandono temporal ligado a este enterramiento y una posterior reocupación del lugar. La sepultura se realizó en ataúd, en fosa simple, sin ningún tipo de cubierta aunque sí se evidencia cierta preocupación por el lecho del cadáver, pues bajo la cabeza y los pies del esqueleto se hallaron dos losas planas que servirían de apoyo. La presencia de ataúd está atestiguada por la aparición de restos de pino negro (pinus nigra), además de diez clavos de sección cuadrada en torno al esqueleto.

En general la distribución de los enterramientos en el interior de los silos es muy dispersa y abarca buena parte del yacimiento, mientras que las tumbas de fábrica se sitúan al suroeste del mismo, en el interior de una estancia bien delimitada por cuatro muros. Como en el caso anterior, en los adultos –tres mujeres y dos hombresaparecen marcadores ocupacionales que evidencian el

44. Esquema de la sepultura 1 y de los distintos niveles que componían el conjunto. (NICOLÁS PÉREZ, 2002, fig. 2)

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45. Cubrición de E-7 por una serie de piedras, interpretadas como una estructura tumular. (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997, Lám. 3)

desarrollo de un esfuerzo físico considerable, sus edades se sitúan entre los 20 y 40 años y por su relación con una villa rural, quizás se trate de colonos o esclavos. Las inhumaciones se han fechado entre el siglo IV y el VI d. C. y parecen seguir un patrón similar: en este caso se encuentran asociadas a complejos de carácter industrial, alfarero concretamente en los dos primeros casos, y relacionado con la transformación de productos agrícolas en el tercero. En los de Villarroya de la Sierra y Mas d’Aragó, los enterramientos se realizaron colocando a los cadáveres en un ataúd, de los cuales encontramos diversos clavos de hierro rodeando los esqueletos. En Villarroya con las cabezas orientadas al sudoeste y en Mas d’Aragó al sur; en ambos lugares se documentó la disposición de ajuar y un enterramiento preparado y cuidado –aunque el lugar, a priori, no parezca implicar esto-; poco más sabemos de los hallados en La Solana.

restos materiales en un momento “posterior al Imperio Romano”. Para ellos, “la particularidad [...] de la necrópolis de Villanueva, comienza en el momento en el que junto a estos ritos prerromanos, aparecen a partir de los niveles estratigráficos más profundos, materiales cerámicos tan concretos y determinantes como la tegula romana. Algo que definitivamente confirma la pervivencia de algunos cultos paganos en el Valle del Ebro hasta época altomedieval” (PASCUAL y GARCÍA, 2002, 117). El enterramiento en cuestión se llevó a cabo en el interior de en un pozo, tal vez un silo, de unos 3 metros de profundidad cuya interpretación resulta controvertida. El hoyo apareció ligeramente afectado por la extracción de gravas debido a que el límite de acopio coincidía con su ubicación. En consecuencia, podían verse parcialmente los materiales que alojaba en su interior.

En la necrópolis del poblado de Villanueva, en el término El Cascajo de Calahorra, se hallaron diversos tipos de materiales, entre los que destacan fragmentos de tegulae, cerámicas de “barniz claro” (tal vez terra sigillata hispánica tardía), tambores de columna, etc. Al margen de las noticias ya referidas y en ningún caso claras, del hallazgo de sepulturas de adscripción dudosa en la zona (pues las inhumaciones tanto se catalogan como bajoimperiales, al asociarse cerámicas romanas tardías –tipológicamente sólo nos mencionan un cuenco Ritterling 8-, como medievales), nos centraremos en el único resto excavado con metodología arqueológica y del que poseemos datos fiables. No obstante, M. P. Pascual y P. García (2002, 103-120) interpretan los vestigios hallados de forma poco precisa. Para estos autores, el tipo de enterramiento es un modelo sepulcral propio de la Edad del Bronce, debido a su forma de vasija del silo que se relacionaría con la pervivencia de formas sepulcrales utilizadas en momentos anteriores, retrotrayéndola hasta la cultura de los Campos de Urnas pero fechando los

Se ha dicho que éste tenía forma de “vasija”, con unas dimensiones de 3 metros de alzado, 1’10 de diámetro de boca, 0’70 de diámetro de cuello, 1’60 de diámetro máximo de cuerpo y 1 de diámetro de fondo. En su interior, se detectaron seis niveles estratigráficos: el primero conectaba con el terreno natural de la segunda terraza del Ebro y el silo quedaría sellado por grandes piedras de río, posiblemente arrojadas pues no había indicios de colocación, con una potencia de 0’40 metros. Sobre éste, cerrando el conjunto, había un nivel de humus de unos 0’30 metros denominado nivel II90. En éste aparecieron tres fragmentos de diáfisis de húmero izquierdo de Cervus elaphus (NICOLÁS PÉREZ, 2002, 124). El tercer nivel, de 0’65 metros, estaba compuesto por cenizas blanquecinas y en su parte superior aparecieron 90 Aunque en: PASCUAL MAYORAL y GARCÍA RUIZ, 2002, fig. 2., los nieveles I y II aparecen en el orden contrario al descrito en el texto.

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algunos fragmentos de hueso y tegulae, un fragmento de piedra de molino y piedras de arenisca, todo ello muy calcinado. Entre los restos se encontró el esqueleto de un córvido en conexión anatómica, junto a cinco fragmentos indeterminados de microfauna (NICOLÁS PÉREZ, 2002, 124). El cuarto nivel, con una potencia de 0’50 metros, estaba compuesto por un conglomerado de grava menuda, tierra arcillosa y grumos de cal, lo que le dio una gran consistencia. En su parte superior apareció un empedrado que marcaba su límite con respecto al nivel superior y estaba formado por un manto de piedra de río cuyo tamaño no sobrepasaba los 0’15 metros de potencia. Protegido por este empedrado, apareció el esqueleto de un Canis familiaris, posible macho en edad infantil. Parece ser que presentaba una incisión en la superficie ventral axis, que indicaría que su sacrificio se hizo mediante su degollamiento (NICOLÁS PÉREZ, 2002, 122). El quinto nivel lo formaban una capa de cenizas de 0’15 metros de grosor y, finalmente, el sexto y último tenía una potencia de 1 metro, estaba compuesto por una serie de cenizas muy oscuras entre las que aparecieron fragmentos cerámicos, de los que nada más se nos dice, excepto que se trata de útiles domésticos que se han catalogado, no sin ciertas dudas, como altomedievales (PASCUAL y GARCÍA, 2002, 108), fragmentos de tegulae y varios huesecillos. El lecho del sepulcro estaba formado por una solera de cantos de río, con una potencia de 0’20 a 0’30 metros. Desconocemos los datos referentes al sujeto allí incinerado.

Éste sería posterior a la de la Edad del Bronce y anterior a la Alta Edad Media. Más aún teniendo en cuenta la solución de continuidad que los autores dan a los ritos funerarios desde una época tan temprana como es la Edad del Bronce a otra tan posterior como es la Edad Media. Además, y en segundo lugar, hay que añadir que la práctica del ritual de incineración es el predominante en el Alto Imperio Romano, al menos en la Tarraconensis – cronología que habría que matizar con respecto a la perduración de este rito en la Lusitania o en determinadas zonas de la misma provincia-. Por tanto, la aparición de material romano, asociado a una incineración en un contexto cerrado parece implicar la adscripción romana del mismo. Y aunque no podemos afinar su cronología, el uso del ritual de incineración y la aparición de un cuervo asociado al mismo, cuyo paralelo más cercano lo encontramos en un enterramiento fechado en el siglo I a. C. en Bílbilis (MARTÍN-BUENO, 1975, 701-706 y MARTÍN-BUENO, 1982a, 96-105), nos permitiría ubicar el mismo en el Alto Imperio, siendo ésta una cronología relativa. En cuanto al denominado Hoyo I, receptáculo de los restos, parece tratarse de un silo de la Edad del Bronce más que de una fosa para un enterramiento. Su reutilización en época romana, según la cronología que proponemos, tendría sus paralelos en los enterramientos de Archivel, Caravaca de la Cruz (Murcia), que seguidamente mencionaremos, pero sus paralelismos no se reducen sólo a la reutilización del silo, sino al extraordinario ritual llevado a cabo. En ambos casos se trata de un extraño enterramiento que (de inhumación en el caso de Archivel), tiene unas connotaciones rituales muy claras y en el que aparecen, también asociados a los restos mortales del individuo allí sepultado los esqueletos de dos perros.

En nuestra opinión, y a falta de otros datos a excepción de los aportados en la descripción del artículo, la interpretación del enterramiento puede matizarse. En primer lugar, los restos de la cremación junto con los huesos, fragmentos cerámicos (cuya descripción deja mucho que desear) y restos de tegulae implicarían, sin duda, la cronología romana, aunque imprecisa, del enterramiento.

46. E-7, en la que el individuo, en decúbito prono, estaba acompañado por los esqueletos completos de dos cánidos. (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997, Lám. 3)

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Finalmente, de los enterramientos documentados en Caravaca de la Cruz (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997, 235-252), destacan las sepulturas 3, 4 y 5 en las que constatamos un desarrollo anormal del ritual funerario.

curvatura acentuada de la columna vertebral. El cráneo se encuentra colocado entre piedras y la mandíbula separada del mismo, junto a la región occipital. Faltan ambas extremidades superiores, mientras que las inferiores están completas, salvo los pies, y muestran una posición anómala ya que los extremos distales de las tibias y los peronés están junto a la parte proximal del fémur. Al noroeste de la anterior, se localiza la sepultura 5 de la que sólo se documentaron los huesos de las extremidades inferiores, sin los pies, y algunos fragmentos de costillas. Junto a los restos mencionados hay una bolsada arenoarcillosa de color rojo intenso, similar al ocre, que ha teñido, parcialmente, algunos huesos. Estos dos últimos enterramientos se realizaron simultáneamente y se depositaron sobre un sedimento arenoso anaranjado, que colmata el silo casi hasta la mitad de su profundidad. Ninguno presentaba túmulo o cualquier otra estructura de protección, ni tampoco ajuar funerario. Las sepulturas, han sido interpretadas como osarios o enterramientos secundarios y sus ofrendas, de distintos animales junto con los perros, se han visto por la importancia de la cabaña ganadera para sus gentes (GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997), creemos que obedecen a otro tipo de ritual más complejo, en el que la disposición en decúbito prono, los descuartizamientos parciales de los individuos, el uso de piedras en contacto directo con el cadáver, etc. tenían una importante función y una controvertida explicación.

La sepultura 3 se localiza en el interior de la llamada estructura 7. Se trata de uno de los numerosos silos de cronología protohistórica que se documentaron en el solar. Éste es de planta circular irregular, fondo plano y tiene unas dimensiones 1’34 metros de diámetro de boca, 1’87 de diámetro máximo de cuerpo y 1’55 de profundidad. Esta estructura fue reutilizada como sepultura de inhumación individual y en ella se realizó un complejo enterramiento constituido por la inhumación de un individuo, con ofrendas colocadas junto a él, cubierto por un túmulo de piedras sobre el que se dispusieron otras ofrendas funerarias, constituidas por varios animales de distintas especies. El enterramiento se dispone en la parte más oriental de la estructura, en decúbito prono y con todos los huesos conectados anatómicamente, con la cabeza hacia el sur. El cráneo, rodeado por algunas piedras pequeñas para evitar su desplazamiento, está vuelto hacia el lado derecho; los brazos presentan una disposición peculiar, con los codos separados del cuerpo y las manos junto a las respectivas caderas. En la mano izquierda lleva la pata de un animal y en la derecha, otra pata y una escápula, también de animal. Las extremidades inferiores, completamente extendidas, presentan los pies cruzados, con el izquierdo sobre el derecho y, ambos, orientados hacia la derecha. A la izquierda de la inhumación se encontró el cráneo de un jabalí con la parte basal hacia arriba y, junto a él, una pata con dos pezuñas de otro animal pequeño. A la derecha se dispuso una mandíbula que podría relacionarse con el cráneo colocado a la izquierda.

Como ya hemos dicho, y pese a su singularidad, conocemos una serie de enterramientos, en otras provincias occidentales del Imperio, con unas características similares a los descritos. En Godmanchester se documentó el enterramiento de un joven decapitado en el interior de un horno de cerámica (ESMONDE-CLEARY, 2000, 129); y E. Scott (1991, 117-118) nos informa de diversos casos en los que instalaciones como hornos, secaderos de cereal y hogares –todas ellas parecen tener en común su potencial calorífico- fueron usados como lugares de enterramiento –fundamentalmente de infantes, pero no sóloacompañados, muchos de ellos, por animales de distinto tipo. A finales del siglo IV d. C., en Lankhills, Winchester, dos perros fueron sacrificados y sepultados en asociación a una sepultura de carácter cenotáfico. Éstos acompañaron a un ataúd, del que apenas quedan restos, y en el que se dispusieron un conjunto de monedas en el lugar donde, presumiblemente, debía estar la mano derecha del difunto (MERRIFIELD, 1987, 67). Estos animales, fundamentalmente perros y caballos pero también otros como ovejas, cerdos, vacas y, en ocasiones, pájaros, principalmente cuervos, aparecen en el fondo de determinados pozos sin una relación directa con un contexto funerario. En ocasiones aparecen en perfecta conexión anatómica, sin que sea infrecuente que se seleccionen partes determinadas de su anatomía, generalmente los cráneos. También se han documentado enterramientos de perros en torno a la muralla de Londinium (MERRIFIELD, 1987, 38-40); en Ashill, Norfolk, se hallaron, sepultados en una zanja, cornamentas de ciervo, un cráneo de buey, una cabeza de

El túmulo cubre tres cuartas partes de la superficie del silo y está realizado con piedra menuda. Esta superestructura de piedra presenta un sedimento de tipo arenoso poco compacto, con algunos fragmentos de cerámica, un fragmento de percutor y el extremo afilado de una azuela. Parece ser que la cubierta se realizó acumulando las piedras encima del cadáver, sin ningún tipo de preparación ni separación. Sobre ésta se han documentado numerosos huesos de animal, la mayor parte en posición anatómica, que correspondían a cráneos, extremidades y esqueletos completos imbricados entre sí. Lo más relevante fue la identificación de dos esqueletos completos de cánidos colocados a la altura del cráneo y de la espalda del inhumado, además de los cuartos traseros, extremidades y cráneos de ovejas, cabras y jabalíes. La sepultura 4 está localizada en el interior de la llamada estructura 8, de similares características a la ya mencionada, aunque seccionada por su parte occidental por la número 9, todas ellas silos reutilizados. En su interior se sepultó un individuo en decúbito lateral derecho, con una postura muy replegada como refleja la

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cabra y otros restos de fauna y en Keston, Kent, en el siglo II d. C. también se desarrolló un extraño ritual, en el interior de un pozo, en el que se sepultaron nueve caballos y un perro (MERRIFIELD, 1987, 42). Estas ofrendas (MERRIFIELD, 1987, 30-33), sin relación aparente con contextos funerarios, se han interpretado como un medio de comunicarse con los poderes del Otro Mundo (MERRIFIELD, 1987, 44) y tal vez su operancia pueda ser similar a la del mundus.

Coaña, Aguas Santas y Monte da Saia entre otras (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 6). Posteriormente, los restos cremados eran guardados en recipientes de barro, piedra o madera, preparados para tal efecto, y que eran llevados a las propias moradas de los vivos y depositados según una serie de normas que parecen variar a lo largo del tiempo y de región en región. Aunque normalmente se depositaban en el interior de las casas o en sus inmediaciones, práctica documentada en otras áreas de la Península Ibérica, y cuya posible pervivencia hemos abordado con motivo de los enterramientos infantiles en el interior de las viviendas92.

En los casos en los que el uso de animales acompañaba a restos funerarios, las interpretaciones pueden ser diversas. Para el enterramiento cenotáfico documentado en Lankhills, Winchester, la aparición de los perros se han interpretado como sacrificios, que sustituyen el desarrollo normativo del ritual funerario, destinados a asegurar la aceptación de la persona fallecida en el Más Allá (MACDONALD, 1979, 421-423). No en vano, debemos tener en cuenta que algunos de los objetos sepultados con el cadáver no eran siempre para su propio uso, sino que éstos deben entenderse como ofrendas a los poderes del Otro Mundo y que buscan facilitar la entrada del alma del fallecido en el Hades (MERRIFIELD, 1987, 66) lo que dificultaría, sino evitaba, su posible regreso al mundo de los vivos con las nefastas consecuencias que ello podía acarrear. Al respecto la posición en decúbito prono de uno de los enterramientos documentados, y que tendremos ocasión de analizar, la anormal ubicación del lugar elegido como sepultura y las mutilaciones – fundamentalmente para alguno de los casos británicosparece corroborar esta idea de defixio (SEVILLA CONDE, 2011a, 955-976), que significa originariamente la operación de fijar con un clavo, siendo un objeto que inmoviliza y reduce simbólicamente al adversario a la impotencia (MARCO SIMÓN, 2002, 197)91.

En ciertos castros, como es el caso del de Meirás, se construían cementerios comunes, aunque dentro del recinto del mismo. En otras ocasiones, y esta es la práctica más frecuente, los recipientes se enterraban en el interior de las casas, como en Coaña o Pendia; o en recintos anejos a las viviendas preparados para esto, como de nuevo documentamos en Coaña (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 7). Su tipología varía, pues encontramos desde agujeros excavados directamente en la tierra o en la roca, como en Meirás, o verdaderas cistas de piedras como en Terroso. En el castro de Celtigos se documentaron varias cavidades elípticas y circulares, una de ellas bien tallada y bastante profunda en forma de vaso (MACIÑEIRA, 1934-1935, 139) y en Navia, las piedras de este tipo parecían verdaderas urnas cinerarias. En los campos tumulares del Alto Eume, concretamente en el castro de Vila de Cotos (MACIÑEIRA, 1934-1935, 140), han aparecido varias cajas de piedra, a modo de cistas, que contenían en su interior vasijas de arcilla llenas de ceniza. En Zamora, en Castillón de las Portillas (LORENZO, 1947, 196), se conoce la existencia de una cámara abovedada y otra cuadrangular, subdividida en varios compartimentos. En uno de los cuales, junto a la vasija cineraria, apareció una moneda y un aro dorado, aunque lamentablemente no tenemos información más detallada al respecto.

3. 5. Particularidades geográficas -3. 5. a. El área de los castella En el estudio del mundo funerario del área geográfica de los castella, no se ha documentado la existencia de ninguna necrópolis, entendiendo el significado del término como ciudades de los muertos, y por tanto zonas separadas de los vivos (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 56). Y eso, a pesar de que conocemos un abundante número de este tipo de asentamientos humanos, por lo que no parece que se trate de un hecho fortuito, sino que entre sus ritos no se encontraba el depositar a los muertos en lugares destinados únicamente a esta finalidad. Además, no podemos olvidar la tardía conquista de estos territorios, entre el 26 y el 19 a. C., con respecto al resto peninsular, lo que incidirá en su “romanización” y en el mantenimiento, en fechas posteriores al cambio de la Era y por tanto a su conquista, de ritos propios, de carácter indígena y contrarios a los que exporta Roma y observamos en el resto del territorio provincial.

En los castros de Toldaos y Goó (LORENZO, 1947, 196), según parece, se han documentado sepulturas tumulares. En un lugar de Fozara, llamado A Cividade, puerto de Puentearea (GARCÍA y BELLIDO, 1966b, 8), se encontró una cista de paredes de piedra y solera de losas sobre la que había un pozo con tierra negra, posiblemente se trate de una sepultura. En Morgadán (GARCÍA y BELLIDO, 1966b, 9), Lugo, se encontró una cista cuadrada formada por piezas rectangulares y bien labradas, de las cuales la que servía de tapa presentaba un grabado en forma de estrella. En su interior albergaba un vaso cerámico lleno de cenizas. El grabado estelar hay que ponerlo en relación con los signos astrales, tan comunes en el arte funerario en esta zona y en la meseta superior, que tantas veces han sido representados en las estelas funerarias de fábrica indígena.

Es sabido que los cadáveres eran incinerados, para lo que se construían hornos crematorios y cámaras de incineración como las de Briteiros, los de Pendia,

91

92

Ver: 5.1. La disposición de los restos humanos, 199 y ss.

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Ver: 3. 4. a. La domus, 125 y ss.

Cerca de Santiago, en el castro situado junto a la carretera de La Coruña, apareció una urna cineraria junto a cuatro torques de oro; en el de Cerceda, Coruña, otra con otro torque (BOUZA-BREY, 1941, 539).

Todos ellos consistían en simples cavidades abiertas en la roca, generalmente cercanas las unas a las otras, y aunque no faltan las de forma circular, la mayoría son elípticas. Con un diámetro medio de 30 ó 40 centímetros, aunque las hay mayores. Una particularidad curiosa es que, en la superficie de la misma piedra en la que se han practicado las oquedades, aparecen unos canales, más o menos sinuosos, que unen o relacionan entre sí varias cavidades. No se ha dado una explicación satisfactoria al respecto, pero quizás se deba a relaciones de parentesco. Las cavidades están cubiertas por piedras pequeñas; otras grandes y alargadas aparecen colocadas verticalmente a modo de hitos o estelas anepígrafas (LUENGO Y MARTÍNEZ, 1950, 50-90).

En Portugal, en Terroso (LÓPEZ y DE SERPA, 19331934, 217 y ss.), aparecieron, debajo de tres casas circulares, supuestas sepulturas hipogeas. De forma circular, a modo de pozos con revestimiento interior, se dividían en dos pisos por medio de una losa interpuesta. Y aunque no se encontraron objetos que permitan una datación, es evidente que se trataba de depósitos cinerarios. En Outeiro de São Simão apareció una pila de piedra llena de cenizas y carbones, recipientes del mismo tipo se han hallado, también, en el Monte de São Pedro (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 9). Parte de los casos registrados hasta aquí, pueden ser algo dudosos; otros, en cambio, como el de Terroso, Morgadán, Santiago, Cerceda y Fozara son más claros al haber sido documentados por personas autorizadas. Con todo, los casos más evidentes son los de Coaña, Pendía y Meirás. En Coaña (GARCÍA Y BELLIDO, 1940-1941, 202) existe una construcción de planta trapezoidal adjunta a una cabaña de planta circular, sin comunicación con el interior y sin que conozcamos si la tuvo por fuera, pues ha perdido parte de su alzado. En su cara interior aparecen restos que indican que alguna vez fue una pared externa y dentro encontramos una pequeña cámara formada por lajas horizontales sustentadas por una vertical. En medio de la tierra aparecieron cenizas y restos de un recipiente cerámico. Se trata sin duda de un depósito funerario. Esto lleva a plantearse si parte de las construcciones anejas a muchas viviendas de los castros, que se han tenido como gallineros, leñeras, pequeños almacenes, etc. fueron en algunos casos cementerios familiares. Semejante es el caso de otra excavación en el mismo castro. Dentro de una cabaña circular, en el centro de la misma y al nivel de la habitación, se hallaron tres grandes lajas dispuestas horizontalmente, después un lecho de cantos rodados y por debajo escombros con fragmentos cerámicos, a continuación una laja y justo debajo dos piedras sin tallar colocadas sobre la roca. La profundidad de la cavidad era de 95 centímetros y debió estar revestida de un estuco blanco y ocre (GARCÍA Y BELLIDO, 1942a, 231).

47. Enterramiento en el interior de una casa, en el castro de Pendía. (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 13)

En cuanto a los materiales funerarios depositados, debieron ser muy pobres, pues tan sólo se han encontrado cenizas, carbones, fragmentos de huesos, fragmentos de cerámicas indígenas y, en ocasiones, de terra sigillata, de ánforas y cerámica común romana, además de clavos y pedazos de hierro, huesos de animales, sobre todo de buey y caballo. Como algo excepcional debemos mencionar una fíbula, un pendiente y una moneda romana. Ésta se encontró en la sepultura 21 de Meirás, era de época de Augusto y apareció junto a un fondo de terra sigillata. La cronología absoluta es imprecisa y sólo puede datarse en atención a la aparición de restos romanos, estableciendo una cronología imperial para los mismos.

En Pendía (GARCÍA Y BELLIDO, 1942b, 295) encontramos, al nivel del suelo y próximo a la pared interior, una laja con un agujero en medio. Debajo de ésta, una gran piedra de granito con otro agujero que coincidía con el de la piedra que le servía de tapa, aunque en su interior no se halló ningún tipo de material. En la parte excavada del castro de Meirás, se descubrieron cerca de 70 depósitos cinerarios concentrados dentro de los muros de la acrópolis, en áreas relativamente pequeñas. 134

48. Conjunto de sepulturas, antes y después de la excavación, del castro de Meirás. Pueden apreciarse los canales excavados en la roca que delimitan distintas agrupaciones sepulcrales. (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 13)

Como hecho excepcional, en comparación con el resto de los castros, puede hablarse en este caso de una necrópolis urbana, pues se trata de un área cementerial conjunta situada dentro del recinto murado del castro. En este caso, a diferencia de los anteriores, las sepulturas no aparecen en el interior de las casas de los vivos.

MERINO, 1975, 522-554), Fuentes Preadas (CABALLERO ZOREDA, 1974), Hornillos del Camino (MARTÍNEZ BURGOS, 1945, 28-29; MONTVERDE, 1945, 338-340; PALOL, 1958, 209-217 y 1970, 205236), Pedrosa de la Vega (ABÁSOLO et alii, 1997 y 2004 y CORTES, 1997), Nuez de Abajo (PALOL, 1958, 209-217 y 1970, 205-236), San Miguel del Arroyo (PALOL, 1958, 209-217; 1969, 93-160 y 1970, 205-236) o Simancas (PALOL, 1958, 209-217; 1969, 93-160 y 1970, 205-236; RIVERA, 1936-939, 5-20 y ROMERO y SANZ, 1990, 164-174), entre otras, con una cronología tardorromana y con unas características específicas en cuanto a los ajuares que acompañaban algunas de estas sepulturas, compuestos por armas, herramientas, abundantes vasos cerámicos y recipientes de bronce, ha dado lugar a controvertidas interpretaciones.

Nada tiene de extraordinario que esta práctica continuase después del dominio romano. Muchas sepulturas de Meirás son datables en pleno Imperio y como éstas existen otras en otros castros. En Santiago, donde se ubicaba un extenso castro, aparecieron a finales del siglo XIX, en las cercanías de una casa moderna próxima a la iglesia de San Salomé, varios enterramientos asociados a materiales de construcción de origen romano, y lo mismo puede decirse de Terroso. En todo caso, esta práctica de enterrar en el interior de las viviendas explica que los castros carezcan de necrópolis propiamente dichas, o como en el caso de Meirás sus relaciones con el mundo de los vivos sigan siendo todavía muy estrechas. Tanto en zonas muy romanizadas con claros antecedentes indígenas, como en la propia Roma, se conservaban reminiscencias de esta costumbre en los enterramientos infantiles.

Cronológicamente el comienzo de las “Necrópolis del Duero” o, más correctamente, de su sustento historiográfico su puede fijar en un texto fundamental para la historia de la Hispania Bajoimperial: la Notitia Dignitatum, una escueta información sobre la administración militar de la Península (FUENTES, 1989, 103). Sin entrar en más detalles, se trata de una simple enumeración de las unidades acantonadas en la Península, entre finales del siglo IV y mediados del V d. C.

-3. 5. b. Las llamadas “necrópolis del Duero” Presentar un panorama completo y coherente del llamado “problema de las necrópolis del Duero” parece una tarea harto complicada. La presencia de una serie de necrópolis, tales como la de Aldea de San Esteban (PALOL, 1970a, 185-195), Castrobol (GARCÍA

Estas evidencias, llevaron a Palol (1954, 1-46) a establecer la existencia de un limes hispánico en esta zona y en estas fechas, en torno a mediados del siglo IV y principios del siglo V d. C. Este enunciado, fue propuesto 135

a raíz de la publicación de San Miguel del Arroyo (PALOL, 1958, 209-217), en el que analizó gran parte de los materiales aparecidos en estas áreas cementeriales y en este contexto geográfico y cultural. Para este autor, y tras él para muchos investigadores, la necesidad de un limes vendría impuesta tras la invasión de los francos y alamanes y ante la necesidad de defenderse en el periodo de la anarquía militar que comenzó en esta época. Este sistema defensivo tendría sus paralelos con el establecimiento de foederati y laeti en el área del Rhin (PALOL, 1958, 210). Y por tanto, según esta idea, los enterrados en estas necrópolis serían soldados limitaneos que completarían la concentración estratégica de las tropas, recogida en la mencionada Notitia Dignitatum. Esto supondría la existencia de un limes interior en el valle del Duero, que se formaría para contrarrestar las posibles invasiones, como las que se produjeron en el siglo III d. C., y defender las ricas tierras del centro de la Meseta y de la zona de Andalucía. Gran parte de estas ideas se enmarcan en la tradicional historiografía de la época y enlazan con la visión tradicional de la Edad Media española y la reconquista; encontrando su máxima expresión en el artículo de A. Barbero y M. Vigil (1965, 271-339) Sobre los orígenes sociales de la Reconquista: Cántabros y Vascones desde finales del Imperio Romano hasta la invasión musulmana, cuyo título necesita poca explicación. Al objeto de estas tropas se le dieron distintas interpretaciones, desde formar una línea sólida frente a la anarquía militar, hasta vigilar las minas y el transporte de sus productos por las vías del norte peninsular, proteger los latifundios situados desde el Duero y hacia el sur, defender las villae, y otros asentamientos agrícolas de cierta importancia, e incluso protegerse de los pueblos del norte (GARCÍA MORENO, 1975, 327-330). Ideas que, en algunos casos se han mantenido hasta la actualidad, aunque tuvieron su máxima expresión en los años setenta. Es sobre todo, a partir de esta fecha, cuando estos planteamientos serán fruto de una revisión historiográfica y de un nuevo enfoque que rechazará la existencia de este limes propiamente dicho y, por lo tanto, de su estricto carácter militar. Pues con el tiempo, esta tesis inicial irá enriqueciéndose y llenándose de disparidades que pretendían justificar la existencia de estos asentamientos, y así de una frontera militar, o limes, que nunca existió en la Península.

La escasez de elementos militares y armas en el interior de los enterramientos, sobre los que reposaba la misma existencia del limes, implicaba el relativo carácter castrense de los mismos (PALOL, 1958, 212). Además, los asentamientos no eran tan numerosos como cabría esperar en una línea defensiva de tales características, y tampoco parecían estar bien comunicados entre sí, lo que disminuía su función estratégica y su capacidad táctica. Y por último, en ningún momento se evidenciaba su enfrentamiento con los pueblos del norte, astures, cántabros y vascones, a partir de los cuales, en teoría, se habían establecido estas guarniciones militares. J. Arce (1982, 284-409) se referirá a estos asentamientos como un conjunto de ejércitos privados, una serie de contingentes diseminados por el ámbito rural y asentados en turres y castella. Su función, que cambia considerablemente, era la protección contra el bandolerismo, aunque sin ninguna asociación con el supuesto limes de la zona del Duero. Si bien, como justificación a la tipología armamentística hallada en los enterramientos, los asociará a los Honoracii, de origen germano, establecidos en la Península. Uno de los principales aportes de J. Arce, en su profundo análisis de la Notitia Dignitum, es el calificativo de limitanei de las tropas, por el que se designaría su categoría pero no su función. Pues jamás existió una frontera en Hispania como la que se constata en los verdaderos límites del Imperio, y por tanto nunca hubo un limes ni tropas encargadas de su defensa. Para J. Arce (1982), la función de estos asentamientos sería la vigilancia costera desde la retaguardia y de los caminos y pasos de montaña contra las invasiones marítimas y razzias de piratas, e incluso pueblos bárbaros. No obstante, pensamos que su ubicación está demasiado al interior y por tanto muy alejada de la costa. Otra de las aportaciones más interesantes se la debemos a A. Balil (1960, 180-198), quien interpretó la distribución de las tropas y la red de ciudades amuralladas, desde el Ebro hasta el Duero, como fruto de un planteamiento unitario de defensa, en el que las tropas que aparecen citadas en la Notitia Dignitatum forman parte de una línea que enlaza la cuenca de estos dos ríos, pero sin relacionarlo con la contención de ningún pueblo, sino con una finalidad económica: la protección de los enclaves mineros. Atribuyendo la función de tropas privadas a la represión del bandolerismo en Hispania, más difundido de lo que las fuentes nos informan.

El hallazgo de nuevas áreas cementeriales, de similares características o con elementos comunes, tales como Peal del Becerro (GARCÍA y BELLIDO, 1958, 183-192 y MORALES, 1998, 237-262), al sur del Conventus Carthaginensis; Tírig (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 160-161), en el Conventus Tarraconensis; o Albalate de las Nogueras (FUENTES, 1989), al norte del Carthaginensis, pero alejada, de la zona del Duero; rompieron el esquema lineal de los asentamientos donde debía situarse esta frontera, lo que implicó una profunda revisión de esta tesis; sobre todo a manos del propio P. Palol (1958, 209-217), que se convirtió en uno de sus principales detractores.

En todo caso, aceptar la ecuación limes = Necrópolis del Duero, significa aceptar la existencia de muchos más acantonamientos de los reseñados en la Notitia y una difusión espacial igualmente no contrastada con ella y que dificulta la conexión de ambos fenómenos (FUENTES, 1989, 175). Posteriormente, L. Tranoy (1981, 405-406) señalará la existencia de dos limes distintos: uno contra cántabros, vascones y astures conformado por las guarniciones de Iulobriga, Legio VII y Veleia, y en definitiva todas las tropas mencionadas en la Notitia Dignitum, aunque de forma similar a los acantonamientos del siglo II d. C., cuando es seguro que no existía un limes por lo que tampoco éste debió de 136

existir en fechas posteriores (FUENTES, 1989, 176). Y un segundo limes conformado por tropas bárbaras federadas y que formarían parte del entramado de las necrópolis del Duero, cuyo objetivo sería la defensa de los latifundia. Pero sin que se aprecie la configuración defensiva ni la jerarquización militar propia de las zonas fronterizas.

Otra cuestión distinta a la anterior, aunque relacionada por su trasfondo social, es la Bagauda o el bandolerismo hispano bajoimperial. Este fenómeno, independientemente del modelo de limes que se propusiera, ha sido una constante en la presentación histórica del tercio norte peninsular en la baja romanidad. La primera vez que se constata es a finales del siglo II, aunque no adquirirá carta de naturaleza hasta los siglos III, IV y V d. C. La aparición de las bagaudas son esporádicas, se alargan mucho en el tiempo, desde Materno hasta mediados del siglo V, pero no parecen tener una continuidad clara; aunque si le unimos el fenómeno del bandolerismo, -del que no llegamos a establecer diferencias- quizás podríamos considerar cierta persistencia del mismo (THOMSON, 1977, 63-64). No obstante, la bagauda no puede explicar la creación de un sistema permanente y fijo contra algo que en esencia es móvil en el terreno. El aspecto social de la misma hay que buscarlo en las contradicciones del modo de producción siendo sus componentes principales los campesinos libres amenazados de caer bajo el colonato (SCHTAJERMAN, 1975, 63). Su zona de actuación, aunque tampoco es clara, parece que se dio de forma mayoritaria en las zonas marginales, donde existirían dos sistemas de propiedad: el romano de colonato y patrocinio, y el relicto de las tierras comunales (BRAVO CASTAÑEDA, 1983, 229-230). Las contradicciones entre ambos tipos de producción traerían el resto (FUENTES, 1989, 184).

Por último, estos últimos enfoques acercaban las interpretaciones a la relación de estas necrópolis con villae tardorromanas repartidas por el territorio de la Meseta, siendo el caso más claro el de Pedrosa de la Vega, lo que implicaba una forma distinta de organización, dependiente más que de una frontera militar de los asentamientos rurales, posibles núcleos referenciales de hábitat y objeto de protección. Está claro que en Hispania no existió un limes como en otras zonas fronterizas del Imperio. Es cierto que existió una diferenciación con el norte peninsular en el que hay una pervivencia de las gentilidades, las centurias, los gentilicios indígenas en los nombres, la lengua vernácula, etc. Pero estos son fenómenos que no implican nada y pueden ser considerados como ejemplos de la versatilidad y multiformidad del orden social romano. Desde luego que hay fuertes contrastes producto de la influencia de la romanización de estas zonas, pero no justifican la creación de un limes ni su separación del resto de la provincia Tarraconensis.

49. Ajuar de la sepultura 10 de la necrópolis de San Miguel del Arroyo. Podemos apreciar alguno de los elementos que dieron lugar a la teoría del limes hispano: el cuchillo tipo Simancas, la punta de lanza, etc. (PALOL, 1969, 108-109).

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Quizás que el fenómeno del bandolerismo se diese en una zona de tipo marginal, se debe a que ésta comenzaba a no serlo tanto. En realidad la extensión de esta manifestación se produjo en la parte meridional del territorio vascón, incorporada plenamente al latifundismo romano. Tras doscientos o trescientos años de lento pero inexorable dominio romano, con la expansión del latifundismo y las nuevas relaciones sociales que esto implicó, la inseguridad y la dislocación social de la época y el debilitamiento de un poder central, afloraron una serie de conflictos sociales latentes, observables en otros puntos de la Península aunque en fechas anteriores, pero en condiciones similares (FUENTES, 1989, 185).

En todo caso, éste parece un fenómeno general que afectó a toda la Meseta Norte y es fruto, en parte, de la peculiar organización rural y de otros fenómenos como la resurrección del indigenismo. Quizás deba enlazarse con las diferencias sociales, cada vez más acusadas, propias del latifundismo romano de la baja romanidad, lo que posteriormente será el germen de un modo de producción protofeudal y de unas relaciones sociales basadas en este modelo de producción, tal y como se han estudiado en Francia. Aunque esto tal vez sea decir mucho. En todo caso, tampoco debe desligarse del fenómeno de las bagaudas y del descontento social de la época, en oposición a la seguridad que proporcionaría la villa, que aseguraba un trabajo, un techo, daba cobertura a las necesidades vitales y protección en una época que preludiaba crisis.

La peculiaridad de estos enterramientos es clara, su explicación –como hemos visto- complicada. Descartado su carácter militar oficial, tampoco parece que se traten de tropas privadas especializadas, pues el número de pertrechos en los ajuares es relativamente modesto. C. García Merino (1975, 522-554), en su estudio sobre Castrobol, aportó una nueva visión del tema más sencilla pero, al mismo tiempo, más próxima a la evidencia material. El reducido número de tumbas con ajuar, con respecto a las que no tienen nada en la misma área cementerial, le hicieron pensar en una élite social, un grupo privilegiado que continúa marcando sus diferencias con respecto al resto de sus paisanos tras la muerte. El cuchillo, y demás elementos, no tendrían carácter militar sino una finalidad venatoria, propia de aquellos grupos que podían dedicarse al ocio. Teoría apoyada por la decoración de determinadas vainas en las que aparecen escenas cinegéticas, como es el caso de una encontrada en Segóbriga. Los conjuntos de herramientas hallados en determinadas tumbas, implicarían el control sobre los medios de producción y los trabajos artesanales, e incluso determinados elementos como las pateras se han asociado a un ritual y a una élite religiosa, aunque quizás esto es ir demasiado lejos.

3. 6. El cristianismo y la emergencia de un nuevo espacio funerario Fundamentalmente, a partir del siglo III d. C. –con matices cronológicos según zonas- en el Occidente Romano comenzó a cuajar un elemento que pasó a formar parte del nuevo paisaje humano en la ciudad: el cementerio cristiano. En la mayor parte de los casos estos cementerios se encontraban en áreas no centrales de las ciudades. Y a pesar de que determinadas disposiciones legislativas cercenaban las sepulturas intrapomerium, la arqueología nos muestra la existencia de áreas cementeriales centrales (CASTELLANOS, 2000, 135). En un primer momento, los mártires cristianos fueron enterrados en las antiguas necrópolis periféricas, donde se generaron los primeros lugares de culto, tal como acaeció, entre otros, en la zona funeraria de Santa Eulalia, en Emerita Augusta, que más tarde se convertirían en basílicas y que acabarían atrayendo los enterramientos de los fieles.

50. Plano de la ermita de Santa María de Arcos. (CANCELA, 1992, 44)

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Algo más tarde, entre los siglos V y VI d. C., los santos serán enterrados en el interior de las sedes episcopales, trayendo tras de sí, y a todas las iglesias, el resto de los mortales (ARIÈS, 1983, 36-42). A partir de este momento, y de forma muy clara en las etapas posteriores, cada iglesia estará provista de su propio cementerio; en el medio rural el proceso es similar y, en ocasiones, una ermita reutiliza los cimientos de un monumento funerario de época antigua en torno al cual se aglutinarán los enterramientos como podemos ver, de forma muy clara, en Tritium Magallum, en la ermita de Santa María de Arcos.

Pero a pesar de esta aparente ordenación y protección de la que fueron objeto las zonas sepulcrales, las continuas prohibiciones contra los abusos funerarios prueban la existencia reiterada de los mismos. Los sepulcros, tal y como muestra la evidencia arqueológica, eran frecuentemente violados, los monumentos funerarios eran nidos de prostitutas y guaridas de ladrones94 sin olvidar otras actividades ilícitas como la brujería. Estos hechos, junto a la propia miasma emanada de la muerte, hicieron que la esfera sepulcral, cuidadosamente excluida de la ciudad, nunca llegase a ser completamente segura y, aunque aceptada en el suburbium, continuó siendo un lugar de miedo y enfermedad (PURCELL, 1987, 41). Y aunque la norma se imponía, en determinadas ocasiones, la singular y extraña localización –y, a veces, disposición- de algunos enterramientos, nos permiten establecer otro tipo de relaciones para con los vivos.

Estas nuevas áreas cementeriales giran en torno a una sepultura privilegiada –de un santo o mártir-, a sus reliquias o a la iglesia (DUVAL y PICARD, 1986). La razón de este tipo de enterramientos se encuentra en la creencia en la comunión de los santos y en la intersección y protección de aquellos por los que se encontraran durmiendo y esperando el Juicio Final en una especie de ósmosis sacra (LEVEAU, 1987). De este modo, a partir del Bajoimperio, la misma topografía social constatada en el Altoimperio se traslada al interior de las ciudades, pero manteniendo áreas diferenciadas. En el centro de la ciudad se enterrarán las élites dirigentes, en el momento en el que éstas se encuentran estrechamente ligadas a la jerarquía eclesiástica; pero no es merecedor del mismo prestigio social el hecho de encontrarse ubicado en el presbiterio que a los pies de la iglesia, dentro o fuera de la misma, detrás o delante, próximo o alejado al mártir. Mientras que en un sector urbano periférico (quizás también extraurbano, debido a la reducción del perímetro originario), pero inmerso en la ciudad antigua, o incluso en la coetánea, se encontrarán las clases desheredadas (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 131).

El espacio del muerto no es sólo físico y su emplazamiento se elegía conscientemente, nunca al azar. Por este motivo, los emplazamientos y la localización de las áreas cementeriales variarán a lo largo del tiempo y del espacio, de acuerdo con un contexto cultural que fluctúa y en el que, sin duda, el mundo funerario es una parte indisociable del mismo. Por otro lado, el conjunto de sepulturas y necrópolis constatadas evidencian un déficit en relación a las estimaciones demográficas. Éste podría explicarse no sólo por una mala conservación de algunos enterramientos o por el hecho de que nuestro conocimiento global, al respecto, siga siendo relativo; por lo que, en opinión de L. Tranoy (2000, 111), no hay que descartar –aunque no pueda demostrarse- la concesión o no de un derecho a la sepultura (del que, en principio gozaban hasta los esclavos), la dispersión de cenizas, el uso de cenotafios o la exclusión, en las áreas sepulcrales, de determinados individuos, en función del sexo, la edad o el rango social.

3. 7. Conclusiones La muerte puede privar a la sociedad de uno de sus miembros, uno de sus participantes activos; pero de ahí que su influencia, positiva o negativa, pueda ser suplicada, propiciada o evitada. En el mundo romano, de forma general, el espacio de los vivos y de los muertos fue separado rigurosamente: la prohibición de enterrar a los muertos en la ciudad figura en la Ley de las XII Tablas, así como en otras leyes municipales, como es el caso de la lex Ursonensis (LÓPEZ MELERO, 1997, 105-118). La constancia de estas prohibiciones traduce, claramente, la voluntad de sacar a los muertos del pomerium y de depositarlos en un espacio reservado y definido por el derecho y la religión. La tumba no escapa a esta condición, aunque con alguna ambigüedad, ya que por un lado está destinada a los vivos, a los que permite conservar la memoria del muerto, y por otro, la sepultura en sí no posee un estatuto particular que se exprese, en principio, con la noción de locus religiosus (DUCOS, 1995, 135), tal y como hemos visto93.

93

94 Marcial, 1, 34, 8; 3, 93, 15 (Trad. J. Guillén) y Juvenal, 6, 15-16. (Trad. M. Balasch)

Ver: 2. 5. La legislación funeraria, 39 y ss.

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Además, durante este periodo, desde la llegada de los Escipiones a Emporiae en el 218 a. C. hasta el control definitivo del norte Peninsular en época de Augusto, la metrópolis sufrirá importantes transformaciones: el paso de la oligarquía republicana al absoluto poder imperial, la conquista de casi toda la cuenca mediterránea, la asimilación de nuevas corrientes culturales y religiosas importadas de Oriente, etc., hecho que nos permite evaluar el progresivo proceso de aculturación en un amplio intervalo de tiempo en el que, por otro lado, encontramos dispares sustratos culturales producto de la heterogeneidad de este territorio. Al margen de la división administrativa de la Península, más aún teniendo en cuenta las transformaciones territoriales que acaecen desde la creación de las dos provincias en los primeros momentos tras la conquista hasta su reorganización durante el Alto y el Bajo Imperio, podemos establecer, al menos, tres unidades geográficas relativamente bien definidas y que, de alguna manera, engloban estas diversidades étnicas, culturales y socioeconómicas que caracterizaron el mundo indígena antes, e incluso después, de la llegada de los romanos, que fueron perfectamente conscientes de las mismas. De hecho, el propio Estrabón consideraba a Iberia o Hispania, en su libro III de la Geografía, como una unidad geográfica, pero con diversas culturas, pueblos y economías.

4. El ritual funerario y la tipología de los enterramientos 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria El importante proceso de aculturación que se produjo con la llegada de Roma a la Península Ibérica, puede comprobarse en todas las facetas de la vida hispana, aunque ello no impidió que se conservaran, con fuerte arraigo, ciertas manifestaciones culturales indígenas; aspectos en los que Roma no hizo hincapié para imponer sus tendencias. Fue éste un complicado proceso, a través del cual, dos culturas, en clara posición desigual, modificaron recíprocamente sus estructuras. Si bien, la presencia romana llevó a cabo una homogenización de los componentes de la cultura cívica en el Mediterráneo y sus periferias; siendo las vías, la arquitectura monumental, la latinización lingüística y la romanización religiosa o jurídica, alguna de sus expresiones más evidentes (MARCO SIMÓN, 2008, 86-87). La creación de nuevas ciudades y la afluencia de contingentes humanos llegados de Roma o de la Península Itálica, junto con la transformación de localidades y poblados hispanos en ciudades organizadas al modo “romano”, fueron las que dieron lugar a este progresivo e imparable proceso de aculturación. Sin embargo, el objetivo de la metrópoli no era otro que facilitar la explotación de los nuevos recursos que ofrecían los territorios recientemente conquistados, pero, como ya mencionábamos al principio, frente a estos intereses primordiales, el gobierno romano no se planteó sustituir los sistemas políticos indígenas por otros propios (MARCO SIMÓN, 2008, 90).

La primera de estas grandes áreas geográficas es el Levante Mediterráneo y el Sur Peninsular, pues podemos afirmar que este vasto espacio está influido, de forma muy clara desde la protohistoria, por la presencia de los principales agentes colonizadores de la Península: griegos y fenicios (englobando en éstos a los cartagineses). El producto de estos tempranos contactos dará lugar al desarrollo, en toda esta zona, de la cultura ibérica.

Tal vez, uno de los indicadores más claros de este proceso de aculturación sea el referente a la religión y, en concreto, al mundo funerario. Este universo, en todas sus facetas, ha sido considerado como la marca de identidad de cualquier estadio cultural y aparece revestido, por tanto, de un carácter más conservador e inamovible en comparación con otras facetas de la vida cultural de los pueblos. Esta es la causa última de que consideremos cualquier transformación acaecida en este ámbito de suma importancia a la hora de evaluar este proceso de transformación social, cultural, política y, finalmente, religiosa que conllevó la llegada de Roma a la Península. El análisis de las estructuras ideológicas, a través de la cultura material, nos permite evaluar este proceso de cambio, pues es claro que las creencias y los ritos que de ellas se desprenden acaban dejando su huella en el registro arqueológico.

Más hacia el interior, englobando aquí el Valle del Ebro y la mitad norte de los territorios de la Lusitania -y sin olvidar la influencia ibérica- se accede a la Meseta. Este territorio está considerado bastante homogéneo desde el punto de vista cultural, aunque en un estado menos desarrollado que el precedente. Aquí la presencia romana es más tardía y los pueblos indígenas -celtíberos, carpetanos, vacceos, lusitanos y vettones esencialmente-, se hallan en un proceso acelerado de cambio y transformación propiciado tanto por la influencia ibérica como por su propia evolución y dinámica interna. Finalmente, el tercer espacio comprende el nornoroeste de la Península y su fachada atlántica: las actuales Galicia, Asturias, Cantabria y las zonas más excéntricas de Castilla-León, territorios más o menos coincidentes con el área de los castella. Como ya hemos adelantado, su inclusión en la órbita romana será mucho más tardía y no será definitiva hasta la época de Augusto. A esto hay que añadir la inexistencia de la influencia del sustrato cultural mediterráneo patente, en distintos grados, en las otras dos áreas.

La Península Ibérica se nos presenta como un complejo marco de análisis para el estudio de la introducción y evolución de los rituales funerarios “romanos”, pues aquí intervienen diversos factores que dificultan una exposición lineal del desarrollo de los acontecimientos: por un lado, este amplísimo territorio es una de las zonas que más tempranamente entra en contacto con Roma y, al mismo tiempo, una de las últimas en conquistarse.

Así pues, a partir de estos tres dominios geográficos, con sus correspondencias culturales que ponen en evidencia 140

los distintos puntos de partida respecto a la implantación del modelo “romano” (además de las diferencias cronológicas en las que éste se llevó a cabo), podemos hacernos una idea acerca del distinto impacto que en ellos tuvo la llegada de Roma. Además, en lo que se refiere a sus creencias y prácticas funerarias las diferencias son todavía más evidentes, al margen de una tradición común de incineración que comparten todos estos pueblos, al menos, desde mediados del primer milenio. La imposición de la cremación se remonta a la época del Bronce Final, donde diversas corrientes culturales étnicas difunden este rito que, poco a poco, irá sustituyendo a la inhumación de las tradiciones prehistóricas anteriores. Ya en los antiguos sustratos tartésicos, antes de la llegada de los fenicios, se documenta la presencia de la cremación que más tarde difundirán los pueblos de raíces indoeuropeas, sobre todo los celtas, por vía continental, así como los mismos colonos fenicios (BENDALA GALÁN, 1987, 81). Al respecto, es importante observar las prácticas funerarias de los semitas, a causa de su influencia en el sur peninsular. Los fenicios antiguos, al menos desde el siglo VIII a. C., practicaban la cremación, pero a partir del siglo VI a. C., con el predominio cartaginés, comienza a difundirse la inhumación que se irá imponiendo paulatinamente al antiguo rito hasta convertirse en la característica de los establecimientos púnicos peninsulares y de los centros directamente influidos por ellos. Sin embargo, a partir del siglo III a. C., el mundo púnico retoma la práctica de la cremación que se irá imponiendo gradualmente aunque en convivencia con algunas inhumaciones (BENDALA GALÁN, 1987, 81). La coexistencia de ambos ritos parece ser similar a la constatada en Roma durante la República Tardía (TOYNBEE, 1971, 41-42). Destaca el uso simultáneo de cremación e inhumación que se observa en determinados conjuntos urbanos, desde incluso el siglo II a. C., favorecido sin duda por la llegada de gentes del centro o sur de Italia, que venían inhumando desde siglos atrás y trasladaron con ellos sus particulares hábitos funerarios, pero también por las prácticas funerarias indígenas, de componente fundamentalmente púnico, en las que el rito inhumatorio desempeñó un papel de gran trascendencia (VAQUERIZO, 2010, 280).

imperio” (MARCO, 2008, 87). Los comienzos de este cambio –todavía muy tímidos- están en el siglo III a. C., y su culmen podría llegar incluso, en determinadas zonas, hasta los III y IV d. C. De acuerdo con los datos cronológicos más extremos. La primera de estas fases la denominaremos “inicio de la romanización material”95. En ésta se sigue practicando el ritual funerario prerromano, aunque comienzan a introducirse elementos de ajuar de tradición “romana”. Estamos ante una primera “romanización”, si se nos permite el uso de la expresión, pero sólo de carácter material, ya que todavía perduran los rituales indígenas. En este momento la sociedad indígena apenas ha cambiado y en lo sustancial, en sus conductas, ritos, creencias y tradiciones funerarias, no se aprecia una gran variación. La introducción de objetos foráneos, que implicarían un determinado prestigio, podría revelar la búsqueda de un afianzamiento social y económico de un determinado individuo frente a su comunidad. No obstante, no descartamos, como apunta A. Fuentes, el hecho de que “la introducción de estos objetos podría atisbar en algún caso alguna modificación en la ideología funeraria ante la introducción de materiales romanos importados” (FUENTES, 1991b, 590), al no ser el objeto material completamente neutro en su significado. Además, habría que analizar, en cada caso, si la sustitución comportó un cambio sustancial en la intencionalidad del mismo o, simplemente, si con ésta se suplía un objeto de fabricación local e indígena por otro de importación pero totalmente equivalente. Por ello, estaremos limitados en este sentido. La siguiente fase la denominamos “transformación ritual”96 y será la que trasforme, de forma decisiva el ritual, las creencias y, a la postre, el mundo funerario. Ésta se caracterizará por la inclusión de objetos romanos con un significado nuevo, apartados del ritual indígena y sólo explicables a partir de una transformación en las mentalidades, más allá de lo material. Es posible encontrar en este caso elementos de origen local -e incluso de tradición indígena- pero que, a la manera inversa de la fase anterior, sustituyen a los importados, más caros y, en determinados lugares y contextos socioeconómicos, de difícil adquisición, pero sin que impliquen un cambio en las pautas rituales propias del mundo helenístico-romano.

Este proceso de aculturación parece desarrollarse en tres fases de evolución (FUENTES, 1991b, 590-591), con correspondencia cronológica posible aunque distinta, como veremos, para cada una de estas tres áreas diferenciadas. Cada una de las fases se corresponde con un estadio de evolución y maduración cultural que se produce de manera similar en toda la Península, pero con un escalonamiento temporal determinado por el avance de la cultura helenístico-romana desde la costa hacia el interior. En este proceso, no hay que olvidar que tampoco el mundo indígena se caracteriza por la homogeneidad, sino todo lo contrario, lo que hace más necesaria la comparación de ritmos y situaciones diferentes. “De forma que tanto “romanos” como “indígenas” son actores de unos procesos de transformaciones identitarias, más lentos de lo que tradicionalmente se pensaba, que abocarán a la aparición de las sociedades provinciales del

95 A. Fuentes (1991b, 587-606), la denomina simplemente “romanización material” pero creemos que esta definición debe matizarse, pues la aparición de objetos materiales de procedencia romana, o itálica, será una constante durante la presencia romana en la Península, constatándose también en las otras dos fases de este proceso de aculturación que a continuación explicaremos. 96 Llamada, por A. Fuentes (1991b, 587-606), “romanización ritual y/o tipológica”; preferimos denominarla “transformación ritual”, pues no poseemos baremos lo suficientemente precisos como para definir el grado de la misma, ni para evaluar la conservación de creencias indígenas, que sin duda pudieron pervivir, camufladas o asimiladas, en las prácticas rituales foráneas.

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Finalmente, la tercera y última fase la hemos denominado “triunfo de la inhumación”97 e implica el abandono total y definitivo de cualquier resto residual del sustrato indígena incinerador; sin que ello conllevase la desaparición total de lo indígena que pervive en las particularidades regionales de las distintas provincias del Imperio98. El punto de inflexión definitivo, impuesto de manera clara desde la metrópoli, es el paso de la cremación a la inhumación. Éste, aunque total no fue uniforme y ambos ritos se mantuvieron, tanto en el tiempo como en el espacio, en una estrecha convivencia. Pese a que no hay un origen único ni se puede hablar de revolución, el signo del cambio es claro y parece difundirse por toda la sociedad (NOCK, 1932, 323).

sigillata y ungüentarios, aparecen abundantes armas de hierro. E. da Veiga hace referencia a un hacha y diecisiete lanzas, a las que A. Santos (1971b, 329-343) añade tres puntas de lanza y una especie de espada. Los hallazgos se han interpretado, según se desprende del examen del rito funerario, de las formas de enterramiento y de los materiales depositados como ajuar, como unos enterramientos de origen céltico que, aunque tras ser sometidos y paulatinamente romanizados, siguen conservando determinados rasgos de su original rito funerario, si bien ya impregnado por una serie de elementos romanos, en un primer momento materiales pero que cada vez tendrán más importancia. En la Provincia Baetica debemos tener en cuenta que las necrópolis turdetanas conocidas son escasas en relación con los núcleos poblacionales, circunstancia que se ha querido atribuir al azar o a la distribución irregular de las intervenciones arqueológicas, aunque dicha ausencia afecta también a la escultura animalística, a las tumbas de cámara y a las cajas funerarias; por lo que parece que no se trata de una simple falta de información o documentación. Una hipótesis planteada apunta que los turdetanos habían recuperado en su última etapa una práctica funeraria autóctona, caracterizada por no dejar evidencias arqueológicas, vinculándose así a las etnias indoeuropeas de la fachada atlántica peninsular (ESCACENA, 1989, 476). Pero por el contrario, en la zona del Alto Guadalquivir sí encontramos una serie de necrópolis caracterizadas por tumbas de cámara, como es el caso de Galera, Baza, La Bobadilla o La Guardia, y cajas funerarias, que documentamos en el Estacar de Robarinas, Torredonjimeno, Baza o Galera, y que en ningún caso se documentan en el Medio y Bajo Guadalquivir (GARCÍA MATAMALA, 2002, 276). En estos casos, los ajuares estaban compuestos fundamentalmente por armamento, cerámicas indígenas y de importación, además de algún objeto de adorno personal (RUIZ et alii, 1992, 403-404). Algo similar ocurre en otras necrópolis como la de Castellones de Ceal (BLANCO, 1960, 106-112 y CHAPA y PEREIRA, 1991, 431-454), Giribaile (GUTIÉRREZ SOLER et alii, 1991, 24-33), El Mirador de Rolando (ARRIBAS, 1967, 67-106), Tutugi (MERGELINA, 1943-44, 13-32) o Santalella (GARCÍA MATAMALA, 2002, 276).

Veamos ahora la materialización de este proceso en las distintas áreas geográficas diferenciadas, lo que nos permitirá evaluar el impacto de la “romanización” a través de un dilatado marco temporal y en un territorio amplio y heterogéneo. - 4. 1 .a. Evolución cronológica y espacial del proceso de “romanización” a través del ritual funerario. ○ Primera Fase: “inicio de la romanización material”. Para el Levante Mediterráneo y el Sur Peninsular, caracterizado por el sustrato cultural ibérico, los Pueblos del Suroeste y la influencia púnica, evidenciamos la primera de las fases -llamada “inicio de la romanización material”- en un conjunto de necrópolis en las que, en determinados enterramientos, encontramos urnas de incineración de cerámica indígena junto con cerámica campaniense, ungüentarios de cerámica y, más tardíamente, terra sigillata. Son necrópolis datadas en torno a la llegada de los romanos a la Península, aunque, en algunos casos, determinados elementos materiales traspasan las fronteras culturales y físicas antes que los propios conquistadores. Las principales necrópolis de este periodo son: En la Provincia Lusitania encontramos un ejemplo claro en la necrópolis de Fonte Velha (DOS SANTOS ROCHAS, 1895b, 291-296 y VIANA y DEUS, 1958, 161), que se asentaba sobre otra mucho más antigua, considerada por E. da Veiga (1890, 251-253) de la I Edad de Hierro, aunque actualmente se cree que era del siglo IV a. C., posthallstáttica. Aunque su cronología es amplia, al menos entre el siglo I y el III, pudiendo llegar hasta el IV d. C. En sus primeras fases, junto con determinadas piezas importadas: fundamentalmente terra

- Otros ejemplos los encontramos en la necrópolis de los Campos Elíseos, en Malaca (MARTÍN RUIZ y PÉREZMALUMBRES, 2001, 299-326). Se trata éste del conjunto funerario más importante de la ciudad, situado en la ladera meridional del monte Gibralfaro, al este del núcleo urbano, y parece tratarse de una prolongación de otra necrópolis previa, de época fenicia y púnica. Los enterramientos abarcan una amplia cronología que va desde el siglo VI al I a. C. De las 17 sepulturas documentadas, tres son de una cronología más alta, pero las otras 14 se fechan entre los siglos III y I a. C. Éstas ofrecen una gran diversidad morfológica y usan indistintamente los dos ritos de enterramiento: la inhumación, que implica el 57 por ciento de los enterramientos, y la incineración, con el 43 por ciento.

97 De nuevo, frente al término de “normalización funeraria”, acuñado por A. Fuentes (1991b, 587-606), creemos que es más acertado, o al menos exento de matices de carácter controvertido, llamar a esta fase “triunfo de la inhumación” que refleja una realidad palpable y objetiva; sobre todo cuando la normalización funeraria ha podido darse ya en la fase precedente. 98 Resulta interesante la pervivencia de rituales paganos en el actual País Vasco durante la Edad Media, con la existencia de enterramientos de incineración (en el interior de túmulos y acompañados, en ocasiones, por monedas a modo de ajuar), en fechas tan tardías como son los siglos X y XI d. C. Es el caso de los túmulos de Biskarzu y Ahiga, o los círculos de piedras de Sohandi (BOLT, 1981, 191-193 y 1982, 33-42.)

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Dentro de los ajuares documentados, que pueden datarse entre los siglos II y I a. C., encontramos mayoritariamente cerámica sin decorar, principalmente platos, ollas, vasos de paredes finas, Mayet IIIb y Vegas 24, principalmente. Merece la pena señalar la escasa representatividad de los materiales itálicos, contando incluso con sus imitaciones, al mismo tiempo que pueden contemplarse la perduración de iconografías propias del ámbito cultural fenicio más arcaico, a pesar de la importante presencia de Roma en estos momentos (PÉREZ-MALUMBRES y MARTÍN RUÍZ, 1997, 209).

inhumaciones orientadas en dirección noroeste-sureste que, aunque mantienen el rito púnico en sus ajuares, son frecuentes los ungüentarios helenísticos fusiformes, alguna jarra de cerámica común, collares de cuentas de coralina y pasta vítrea, así como alguna pieza de importación romana –como cerámica campaniense- y la reutilización de piezas anfóricas como receptáculo de determinados enterramientos. En la provincia Tarraconensis: - La necrópolis del Cigarralejo, en Mula (Murcia), abarca cronológicamente desde el siglo V a. C. hasta comienzos del I a. C.; aunque la densidad de los enterramientos, dentro de esta amplia cronología, es bastante desigual. La mayoría corresponden al siglo IV, detectándose un evidente declinar del área cementerial desde comienzos del siglo III hasta finales del II a. C., momento a partir del cual se da una relativa revitalización de los enterramientos, pronto truncada con el desuso del área cementerial.

- La necrópolis del Cerro de las Balas, en Astigi (NÚÑEZ y MUÑOZ, 1988, 429-433), ocupa una pequeña loma que, por la irrelevancia de su cota, no posee nombre específico, pero que pertenece al cortijo El Garabito. Las sepulturas localizadas son de incineración y todas presentan un desarrollo del ritual muy similar: las cenizas del difunto se depositaban en el interior de un vaso, siempre de cerámica de tradición ibérica, aunque muy diferentes en cuanto a tamaños, formas y decoraciones, que se cubrían con un plato y se enterraban en pequeñas oquedades excavadas en la piedra caliza. Estos pequeños nichos tenían las medidas exactas de las urnas y se cubrían con lajas de piedra. Prácticamente todas las urnas van acompañadas de ajuar, bien se dispone en el interior del vaso o muy próximo a él. Éstos, a excepción del armamento de guerrero, son siempre cerámicos y consisten en uno o dos vasos, generalmente de tradición ibérica, pero también romanos, de tamaño pequeño lo que implicaría su carácter votivo. Es frecuente también encontrar fusayolas o ponderas. También han aparecido algunas estructuras, la mayor parte de ellas de funcionalidad problemática.

La necrópolis cuenta con más de 494 sepulturas (CUADRADO, 1987, 27). De éstas, 382 se han datado en el siglo IV a. C. y en ellas se habían depositado tanto materiales ibéricos como cerámicas áticas. Otro conjunto de sepulturas menos numerosas99, albergaban en su interior -junto a materiales ibéricos- otros productos de origen romano, principalmente cerámica campaniense A, pero también ungüentarios de este mismo material, cerámica de paredes finas, de cocina y, en un enterramiento, una moneda con cabeza de Júpiter (CUADRADO, 1987, 46-54). Estas últimas se han fechado entre los siglos II y I a. C. - En la necrópolis del Cabecico del Tesoro (GARCÍA CANO, 1989, 117-187 y FUENTES, 1991, 587-606), en Verdolay (Murcia), a pesar de los problemas que plantea su estudio100, se han realizado estudios sobre las cerámicas griegas y campanienses, que nos permiten evaluar el impacto en esta zona de la cultura material helenístico-romana.

En cuanto a los materiales muebles, el grupo más nutrido es el representado por las cerámicas; por un lado, las recogidas en superficie que presentan un amplio marco cronológico (orientalizante, gris indígena, campaniense, etc.) y las encontradas en el transcurso de la excavación, todas ellas íbero-romanas. De éstas se han recogido casi un centenar de vasos, con una tipología variada que va desde las grandes urnas, hasta los pequeños vasos votivos, pasando por platos, escudillas, cazos, anforiscos, etc. Otro elemento de interés, fue el hallazgo de una escultura de piedra arenisca que representaba a un toro así como la panoplia de un supuesto guerrero hallada junto a la urna 13.

Esta necrópolis cuenta con más de 600 enterramientos, que se inician en una fase de tumbas con pilares-estela y que continúa en uso, como mucho, hasta mediados del siglo I a. C., fecha en la que se abandona. El 41 por ciento de los depósitos pertenece a esta fecha de tránsito ubicada entre los siglos II y I a. C. En relación con esta etapa, puede establecerse cómo a partir del siglo III a. C. las importaciones de vajilla griega casi han desaparecido, mientras, que a finales del mismo siglo, comienzan a aparecer productos de fabricación itálica: primero, las producciones de campaniense A, dominantes hasta el primer cuarto del siglo II a. C., y después, en el último tercio de este siglo, las primeras cerámicas de campaniense B-oide, principalmente Lamboglia 1, 3 y 5,

- Finalmente en la necrópolis de la calle Juan Ramón Jiménez, en Gadir (PERDIGONES MORENO et alii, 1885e, 40-51; 1986a, 55-61 y SANZ GÓMEZ, 1991, 1116), en total se hallaron 107 enterramientos tanto de inhumación como de incineración, siendo mucho más numerosos estos últimos. En todo caso, para la fase que estamos evaluando nos interesan un conjunto mayoritario de inhumaciones fechadas desde finales del siglo I a. C. y principios del I d. C., además de un grupo escaso de enterramientos de época prerromana y romanorepublicana con carácter disperso, realizados en fosas simples y cubiertos con sillares o ánforas. Todos son

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La número 2, 145, 146, 147, 166, 167, 176, 177, 178, 189, 190, 192, 198, 199, 120, 288, 289 y 303. 100 No se ha publicado, hasta la fecha, ningún estudio general de las excavaciones ni contamos con nada que nos resuelva las asociaciones de los ajuares funerarios con las sepulturas.

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y otros productos como ánforas vinarias Dressel 1A, cubiletes de paredes finas, etc. con los que parece definirse el abandono de la necrópolis (GARCÍA CANO et alii, 1989, 155).

En la provincia Lusitania: - La necrópolis de El Romazal, Plasenzuela (HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ et alii, 2008, 322-336), forma parte del conjunto arqueológico de Villasviejas del Tamuja, en Botija, Cáceres. Son tres cementerios: El Romazal I, El Romazal II y El Mercadillo que nos ofrecen una completa secuencia cultural que documenta las transformaciones sociales, culturales y económicas en estas tierras desde el siglo IV a. C. hasta mediados del I a. C. El área cementerial se extiende por una extensión de 1000 metros cuadrados; en ésta, la ubicación de las sepulturas es el resultado de una perfecta adaptación al terreno que aprovecha la inclinación del mismo y los resaltes pizarrosos que siguen una orientación sur-norte. Las evidencias materiales permiten establecer que se trata de incineraciones de carácter secundario siempre en urna, excepto en el enterramiento 22, acompañadas, generalmente, por un rico y variado ajuar. Estos materiales tienen un marcado carácter indígena, si bien en ella aparecen, aunque en escaso número, una serie de materiales romanos de importación. Las cerámicas, no muy abundantes, son significativas al tratarse de piezas foráneas dentro de un contexto indígena y su presencia hay que ponerla en relación con los inicios de una romanización de carácter material. La forma más frecuente es un tipo de cubilete de paredes finas con perfil de tendencia ovoide, borde vuelto y base plana o ligeramente cóncava. Algunos de estos vasos se han utilizado como urnas y otros como elementos de ajuar. También se han hallado copas de cerámica campaniense en las sepulturas 116 y 161 (parecen producciones locales o regionales de la forma 2987a 1 de Morel, aunque su cronología es muy temprana para tratarse de producciones locales). También la urna del enterramiento 18 es una pequeña olla de cerámica común romana, monoansada y con acanaladura central. El componente armamentístico en los ajuares es también muy importante, de hecho, de 272 sepulturas excavadas, 42 poseían algún elemento de ajuar relacionado con la actividad bélica, aunque sólo en un caso, los fragmentos encontrados podrían corresponder a un pilum.

- Otros ejemplos los encontramos en las necrópolis de Emporiae (ALMAGRO BASCH, 1953 y 1955; ALMAGRO GORBEA, 1963, 225-338) donde se puede establecer una evolución, de carácter horizontal, entre las necrópolis griegas y romanas. En las necrópolis griegas101 el uso de la inhumación, por influencia jonia, contrasta con otros emplazamientos griegos y con otros pueblos de la Península que, desde el primer milenio, sólo practican la incineración. En Emporiae, desde la época helenística, se retoma la incineración, tanto por la influencia continental y de la Magna Grecia, como por la del propio mundo ibérico; en un proceso de ósmosis bidireccional, tal vez subestimado si se le compara con la evidencia material (FUENTES, 1991a, 93). Las bases de lo que iban a encontrar los romanos estaban ya dispuestas, al inscribirse Ampurias en la dinámica crematoria del resto de la Península, a pesar de que las inhumaciones todavía subsistieron. El periodo republicano en Emporiae es un ejemplo de adaptación lenta, pero inexorable, a las novedades que traían los romanos. En el caso de la necrópolis de Bonjoan, en la inhumación 51 apareció una campaniense A, fechada en la segunda mitad del siglo II a. C., y, en la inhumación 32, una campaniense B, fechada hacia el año 100 a. C. Pero no será hasta la reforma cesariana, que otorgará a la ciudad el estatus de municipium, cuando la incineración acabe por imponerse totalmente a la inhumación102. El comportamiento material y ritual pone en evidencia una “romanización” patente –en detrimento de la tradición griega-, en la que monedas de la ciudad, cerámica y otros elementos de adscripción romana, se mezclan con cascos, armas, tórques, fíbulas o hebillas de cinturón de procedencia indígena. Será a partir de la segunda mitad del siglo I a. C., cuando lleguen suficientes romanos a Ampurias como para romper con las tradicionales prácticas funerarias. No obstante, el cambio, una vez más, no parece partir de Roma sino de la voluntad de los propios ampuritanos; de hecho, la inhumación pervivirá como práctica residual (FUENTES, 1991a, 94).

Cronológicamente, el desarrollo de dicha necrópolis debe situarse en relación con los acontecimientos que están sucediendo en el territorio comprendido entre las cuencas de los ríos Tajo y Guadiana durante las guerras lusitanas. La presencia de ajuar armamentístico en determinados enterramientos confirma, si no la participación de sus habitantes en esta contienda –que es posible que así fuese-, la importancia dada al elemento militar en esta sociedad, producto de la creación de una élite que ostenta el poder político y militar. De hecho, el registro arqueológico ha proporcionado una serie de armas ofensivas y defensivas que se han de relacionar con estos sucesos y con la existencia de una sociedad jerarquizada como queda reflejado en los ajuares, observándose claras y significativas diferencias tanto en el número como en la calidad de los mismos. El desarrollo de la contienda (que comienza en el año 154 a. C.), que hay que relacionarlo con el comienzo de las guerras celtibéricas (143 a. C.), lo que podría implicar una serie de contactos entre lusitanos

Para la segunda área geográfica, coincidente fundamentalmente con la Celtiberia y sus zonas vecinas más inmediatas así como con el centro y norte de la Lusitania, la aparición de elementos materiales romanos se fecha en época tardoceltibérica, momento coincidente con el inicio de las guerras sertorianas (ABÁSOLO, 2002, 151).

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Portitsol, Les Corts, Bonjoan y Mateu Granada. Línea que parecen seguir los enterramientos en Mateu Granada, necrópolis de origen griego, en la que en época helenística coexisten ambos ritos, generalizándose la incineración entre los siglos III-II a. C., pero sin sepulturas romanas. Les Corts, que se acerca a Bonjoan no tanto en sus primeras fases como en las de la influencia romana, corresponde a uno de los primeros cementerios “romanos” con una cronología que va desde la llegada de Escipión hasta la reforma de César en el 49 a. C.

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y celtíberos que explicarían los paralelismos existentes entre algunas necrópolis celtibéricas de cronología tardía y la de El Romazal I. Contactos que debieron ser frecuentes a lo largo de la segunda mitad del siglo II a. C. y comienzos del I a. C. (HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ et alii, 2008, 335). Por esto, los inicios de El Romazal I deben situarse en el siglo II a. C., coincidiendo su mayor apogeo con las ya mencionadas guerras que van a suponer importantes transformaciones en las comunidades que habitan estos territorios. Al respecto, una de las mayores novedades es la presencia de elementos romanos dentro de un contexto indígena: copas campanienses, vasos de paredes finas, fíbulas omega, estrígilos, etc., lo que supondría los inicios de una romanización, en este primer momento sólo de carácter material, sin que ello implicase cambios en el desarrollo del ritual indígena o las creencias. Y aunque la fecha de esta fase de aculturación parece más temprana que la establecida para la zona de la Meseta Central, que puede situarse entre las Guerras Sertorianas y la época de Augusto, no debemos descartar la penetración de estos contactos a través de la zona sur de la Península.

constituido por siete incineraciones del mismo tipo que las constatadas en Heredade de Chaminé: pequeñas oquedades circulares que contenían una urna rodeada por piedras. Todas las piezas de ajuar, aunque apenas tenemos datos de las mismas, fueron sometidas a la acción del fuego y, junto con las cenizas, depositadas en el interior de las urnas. Se ha fechado entre el siglo II a. C. y el cambio de la Era, momento en el que otras áreas cementeriales desarrollan ya un ritual que podemos catalogar de “romano”; si bien, la posibilidad de que las cuatro necrópolis documentadas en la zona correspondan a una sola con diversas fases de ocupación, nos habla de la continuidad de uso de la zona y de la progresiva introducción del ritual romano, sin que se den cortes bruscos con los momentos anteriores. - El conjunto de sepulturas halladas en Idanha-a-Velha (AMARAL y PAÇO, 2007, 2598-2599) ocupa un área relativamente importante. Por su orientación y extensión, puede establecerse que esta necrópolis se extiende desde las murallas hasta el río Ponsul, esto es, desde la costa hasta la actual población. Poco sabemos de la misma, a excepción de la clasificación, en tres grupos, de las tipologías sepulcrales: fosas abiertas directamente en la pizarra, revestidas, a modo de cista, por grandes lajas de este mismo material; fosas abiertas en la pizarra, sin ningún tipo de revestimiento, y fosas abiertas en la pizarra con revestimiento de lajas de pizarra, pero a dos aguas. En cuanto a los materiales depositados como ajuar, tan sólo se exhumaron dos piezas cerámicas y algunos clavos de hierro. Las cerámicas son de fabricación local y una de ellas -de cerámica reductora- es una imitación de una pieza de origen romano. Se han fechado, al igual que la necrópolis, en torno al cambio de la Era. Y aunque son escasas las informaciones que hemos podido conseguir de esta necrópolis, podemos establecer que nos encontramos ante una necrópolis céltico-romana.

- Constatamos de nuevo este fenómeno en la primera fase de la necrópolis de Heredade de Chaminé (VIANA, 1950, 289-322; 1951, 89-105; VIANA y DEUS, 1950, 229-254 y 1958, 1-61). La cronología de sus sepulturas más antiguas, que contienen elementos posthallstátticos, puede establecerse a finales del siglo IV y en el siglo III a. C.; fijándose, al menos por ahora, la fecha final de la necrópolis en el siglo I d. C., con una clara penetración de elementos romanos. Por tanto, todo indica que deben de distinguirse dos periodos de utilización de la misma: el más antiguo hay que situarlo en el inicio de la I Edad de Hierro y se prolonga hasta el Alto Imperio, está representado por más de 150 sepulturas de incineración y casi todos los enterramientos fueron depositados en urnas cerámicas, cubiertas por una serie de piedras y, en ocasiones, configurando una tosca cista. En estos enterramientos, los ajuares están constituidos principalmente por cerámicas y objetos de hierro, alguno con claros signos de la acción del fuego, depositados bien en el interior de la urna, bien en torno a ella. Dos de estos enterramientos carecían de urna. Uno se había dispuesto en una fosa rectangular, llena de cenizas y con un abundante ajuar compuesto por 14 piezas cerámicas; el otro, en una sepultura de tegulae, tenía un recipiente de vidrio y otro de cerámica de paredes finas. Estos elementos se enmarcan en los reinados de Tiberio y Claudio, lo que parece indicar que estos enterramientos – ya diferentes por carecer de urnas- serían los más modernos de la necrópolis. Al último periodo pertenecen 25 inhumaciones datadas en el siglo III d. C. y asociadas a una villa.

En la provincia Tarraconensis: - Un controvertido ejemplo, sobre todo por la época en la que se realizaron los trabajos de excavación y por las interpretaciones de las que fueron objeto los mismos, lo encontramos en la necrópolis de Eras del Bosque, en Pallantia. Aunque identificada, en un primer momento, como un Bosque Sagrado (SIMÓN Y NIETO, 1948, 146-164), resultó ser una necrópolis de incineración con una importante presencia de objetos celtíberos mezclados con otros de origen romano (DEL AMO, 1992, 169212). Este hecho permite establecer que, en un primer momento, junto a elementos que reproducen un ritual indígena también se hallaron otros foráneos que, con el tiempo, seguirán evolucionando gracias a la influencia “romana” hasta llegar a la segunda de las fases expuestas (ABÁSOLO, 2002, 152). - En el caso de Termes, las excavaciones en el cementerio de Carratiermes han documentado que, aunque la mayor parte de los enterramientos pertenecen a un horizonte celtibérico, más concretamente tardoceltibérico, en nueve sepulturas se ha hallado material de adscripción romana

- En la necrópolis de O Padrãozinho (VIANA y DEUS, 1955a, 33-68; FRADE y CAETANO, 1993, 847-872), con una amplia cronología y en la que distinguimos sucesivas fases de ocupación, el núcleo 2 de enterramientos, que parece ser el más antiguo, está

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en convivencia elementos indígenas103. Esta necrópolis parece estar en uso desde el siglo VI a. C. hasta finales del I a. C., momento en el que inicia su integración en la cultura romana y a partir del cual comienza a abandonarse (ARGENTE OLIVER et alii, 1990, 15). Al final de esta última fase, se registran piezas de cerámica común y engobada, datadas entre los siglos I a. C. y I d. C., de terra sigillata hispánica, con una cronología entre los siglos I y II d. C., y denarios ibéricos, ases republicanos y otros altoimperiales, fechados también desde la primera mitad del siglo I a. C. hasta el primer cuarto del I d. C. Estos materiales aparecen en pequeños hoyos, frecuentemente en el nivel del conglomerado natural del lugar, que contienen huesos cremados y que parecen corresponder a tumbas destrozadas (ARGENTE OLIVER et alii, 1990, 16).

entre el 26 y el 19 a. C., con respecto al resto peninsular, lo que incidirá en su “romanización” y en el mantenimiento, en fechas bastante posteriores al cambio de la Era y por tanto a su conquista, de ritos propios, de carácter indígena y contrarios a los que “exporta” Roma y observamos en el resto del territorio provincial. Es sabido que los cadáveres eran incinerados, para lo que se construían hornos crematorios y cámaras de incineración como las de Briteiros, las de Pendía, Coaña, Aguas Santas y Monte da Saia, entre otras. Posteriormente, los restos cremados eran guardados en recipientes de barro, piedra o madera preparados para tal efecto, que eran llevados a las propias moradas de los vivos y depositados según una serie de normas que parecen variar a lo largo del tiempo y de región en región. Generalmente, se depositaban en el interior de las casas o en sus inmediaciones, práctica cuya posible pervivencia encontramos en otras áreas de la Península Ibérica con la existencia de enterramientos infantiles en el interior de las viviendas104. La aparición de materiales de origen romano, tales como sigillata, fíbulas o monedas, asociados a estas cremaciones nos indica una primera “romanización”, de carácter material, pero todavía con un fuerte peso indígena, pues los enterramientos continúan ubicándose en el interior del recinto de los castros, en las viviendas o en estancias anejas a las mismas. Sin entrar en otros aspectos del ritual, esta práctica contradice totalmente la legislación romana de enterrar extra pomerium, aspecto que permite asegurar, en estos momentos, un fuerte componente indígena en el ritual a pesar de la introducción de materiales romanos.

- Es el caso también de la necrópolis de Padilla de Duero (ABÁSOLO, 2002, 143-162 y SANZ MÍNGUEZ, 1990, 159-170), donde se sitúa la vaccea Pintia, en Valladolid. En esta necrópolis pueden distinguirse varios momentos en lo que al impacto de la “romanización” se refiere. Para la primera fase de “inicio de la romanización material”, fechada en época de Augusto, tenemos la sepultura 56 en la que, en comparación con otros enterramientos de la misma área cementerial, parece existir una continuidad con los presupuestos previamente desarrollados en el cementerio. Ésta no muestra grandes distorsiones con respecto a los usos funerarios indígenas observados en conjuntos anteriores, pero la consideración de las ofrendas permite colegir una nueva situación, al poderse distinguir tres tipos de producciones: las de tradición indígena, la cerámica común, con dos ollas de tradición romana, y un cubilete de paredes finas, Mayet XV, tal vez considerado como un producto exótico (SANZ MÍNGUEZ, 1996, 53-57).

En ciertos castros, como es el caso del de Meirás105, se construían cementerios comunes, aunque dentro del recinto del mismo. En otras ocasiones, y esta es la práctica más frecuente, los recipientes se enterraban en el interior de las casas, como en Coaña (GARCÍA Y BELLIDO, 1940-1941, 202) o Pendía (GARCÍA Y BELLIDO, 1942b, 295); o en recintos anejos a las viviendas preparados para esto, también en Coaña. En cuanto a los materiales funerarios depositados, éstos debieron ser muy pobres, pues tan solo se han encontrado cenizas, carbones, fragmentos de huesos, fragmentos de cerámicas indígenas y, en ocasiones, de terra sigillata, de ánforas y de cerámica común romana, además de clavos, fragmentos de hierro y huesos de animales, sobre todo de buey y caballo. Como algo excepcional debemos mencionar una fíbula, un pendiente y una moneda romana. Ésta se encontró en la sepultura 21 de Meirás,

La última de las áreas geográficas es el territorio de los galaicos, astures y lusitanos. Éste es el que mejor se acomoda, tanto desde el punto de vista geográfico como cultural, con el territorio histórico-arqueológico que abarca el área de la llamada “Cultura Castreña” o área de los castella. Sus límites geográficos son, aproximadamente, el territorio cántabro-astur y algunas estribaciones de la Meseta, en definitiva, el Noroeste Peninsular. En el estudio del mundo funerario del área geográfica de los castella (GARCÍA Y BELLIDO, 1966b, 5-24.) no se ha documentado la existencia de ninguna necrópolis, entendiendo el significado del término como ciudades de los muertos y por tanto zonas separadas de los vivos. Y eso a pesar de que conocemos un abundante número de este tipo de asentamientos humanos, por lo que no parece que se trate de un hecho fortuito, sino que entre sus ritos no se encontraba el depositar a los muertos en lugares destinados únicamente a esta finalidad. Además, no podemos olvidar la tardía conquista de estos territorios,

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Resulta interesante: MÍNGUEZ MORALES, 1989-1990, 105-122. Uno de los casos más llamativos es el área cementerial hallada en el castro de Meirás, pues a diferencia de los anteriores, las sepulturas no aparecen en el interior de las casas de los vivos. Allí se descubrieron cerca de 70 depósitos cinerarios concentrados dentro de los muros de la acrópolis, en áreas relativamente pequeñas. Todas ellas consistían en simples cavidades abiertas en la roca, generalmente cercanas las unas a las otras, con un diámetro medio de 30 a 40 centímetros, aunque las hay mayores. Se trata de un hecho excepcional, en comparación con el resto de los castros, ya que puede hablarse, en este caso, de una “necrópolis urbana”, pues se trata de un área cementerial conjunta –aunque situada dentro del recinto murado del castro- (LUENGO Y MARTÍNEZ, 1950, 50-90).

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A. Martínez Martín y E. Hernández Urizar (1992, 800-803), aunque detallan las piezas halladas de adscripción romana, sólo nos dan referencia de tres de estos enterramientos: 212, 241 y 242.

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era de época de Augusto y apareció junto a un fondo de terra sigillata. Las cronologías absolutas son muy imprecisas y sólo pueden datarse en atención a la aparición de restos romanos en la etapa imperial.

indica una ocupación que pudo prolongarse incluso hasta el siglo IV d. C. - En la necrópolis de Aljustrel (ALARÇAO y ALARÇAO, 1966, 7-105, DA VEIGA et alii, 1956, 193202 y DA VEIGA y FREIRE, 1966, 1-6), aunque –por bibliografía consultada- no hemos podido ser tan precisos en la descripción de las sepulturas como nos gustaría, nos encontramos ante una necrópolis constituida por sepulturas tanto de inhumación como de incineración. En las de inhumación, pocas veces aparece ajuar –motivo por el que suponemos que no se han descrito en la bibliografía, a excepción de algunos casos más excepcionales-. Además debido a la extrema acidez del suelo apenas se han conservado los restos mortales de los individuos allí enterrados.

Nada tiene de extraordinario que esta práctica continuase después del dominio romano. Muchas sepulturas de Meirás son datables en pleno Imperio y existen ejemplos similares en otros castros. En Santiago (BOUZA-BREY, 1941, 539), donde se ubicaba un extenso castro, aparecieron, a finales del siglo XIX y en las cercanías de una casa moderna próxima a la iglesia de San Salomé, varios enterramientos asociados a materiales de construcción de origen romano, y lo mismo puede decirse de Terroso (LÓPEZ y DE SERPA, 1933-1934, 217 y ss.). En todo caso, esta práctica de enterrar en el interior de las viviendas explica que los castros carezcan de necrópolis propiamente dichas o, como en el caso de Meirás, que las relaciones con el mundo de los vivos sigan siendo todavía muy estrechas en un momento en el que la cultura helenístico-romana, sólo material por el momento, ha hecho su primera aparición.

En cuanto a las incineraciones, éstas tenían generalmente unas dimensiones menores que las anteriores. Además aparecen con más frecuencia acompañadas de ajuar que se deposita junto a los carbones y los huesos calcinados, aunque raras veces hay abundante ceniza. Su cronología parece bastante amplia, no sólo por el gran número de sepulturas documentadas, sino que gracias a los elementos aparecidos podemos fechar los primeros enterramientos en época de Augusto o Tiberio y los últimos a mediados del siglo III d. C. Esta fase más temprana, en la que parece darse ya una transformación del ritual indígena, es frecuente la aparición de terra sigillata itálica, con una cronología del siglo I a. C., así como cerámicas de paredes finas y ungüentarios cerámicos fechados en el cambio de la Era.

○ Segunda Fase: la “transformación ritual”. Como ya hemos explicado, este momento se caracteriza por la transformación del ritual y, presumiblemente, de las creencias funerarias. En esta fase, la inclusión de objetos de origen romano tiene un nuevo significado más allá de lo material, que sólo puede ser explicado a partir de una transformación en las mentalidades. Proceso que, sin duda, fue lento, progresivo y con marcadas diferencias según zonas, y cuyo desarrollo definitivo contribuirá a la formación de la cultura hispanorromana. Veamos los principales hitos del cambio agrupados, de nuevo, según las diferentes zonas geográficas diferenciadas:

La provincia Baetica: - En Alcaudete (JIMÉNEZ HIGUERAS, 2005, 13-31) contamos tan sólo con el hallazgo de una sepultura de incineración que, aunque se ha fechado en un momento de transición entre el tardoiberismo y la cultura “romana”, en pleno auge; en torno a los siglos II-I a. C., la aparición de una serie de elementos característicos del sincretismo mágico-religioso del mundo mediterráneo en estos momentos de la República Tardía, y a pesar de la aparición de determinadas cerámicas de adscripción ibérica, creemos que estamos ante una sepultura en la que se ha producido la asimilación –en este caso de forma muy clara- no sólo de los elementos rituales del mundo funerario romano, sino de otras creencias y prácticas. No en vano, se ha interpretado ya no como que la sepultura fuese objeto de un ritual (o rituales, a tenor del número de elementos aparecidos), sino que en ella se incineró a un mago que se hizo enterrar con los elementos propios de su profesión.

Para el Levante Mediterráneo y el Sur Peninsular, lo documentamos en: La provincia Lusitania: - La necrópolis de Torre d’Ares, Balsa (VIANA, 1952, 261-285; SANTOS, 1971b, 219-240 y 1972, 319-326), pese a las fragmentarias informaciones de las que disponemos, parece tratarse de una importante área cementerial con un abundante número de enterramientos. Al menos conocemos la existencia de 43 incineraciones, y distintas inhumaciones –con 9 tipos distintos de sepulturas- aunque no se nos informa del número de enterramientos así practicados, ni de los ajuares en relación con las sepulturas, la conservación de los restos documentados, etc. No obstante, sí se nos dice que de las sepulturas pudieron recuperarse ricos ajuares entre los que destacan los elementos de cerámica, de vidrio y de metal, así como alguna joya. Conforme a estos elementos y a las monedas allí encontradas, de Tiberio, Claudio y Germánico, la cronología propuesta para esta área cementerial va del siglo I al II d. C. (SANTOS, 1971b, 236), momento en el que parece que ya se ha dado una transformación en el ritual funerario. Aunque el estudio de los vidrios de la misma (ALARCÃO, 1979, 237-261),

- En el caso de las distintas áreas funerarias de Corduba, la información que nos ha llegado sobre las necrópolis de época ibérica tardía puede ser calificada cuando menos de desigual, dada la escasa fiabilidad que tiene en determinadas ocasiones. Pese a ello, en los casos en los que la documentación arqueológica resulta explícita, se trata de enterramientos que siguen empleando la urna cerámica como contenedor de los restos cremados; casos 147

51. Tipos de enterramientos en urna de tradición indígena en Corduba (GARCÍA MATAMALA, 2002, fig. 1)

en los que se observa una perduración de diversos elementos autóctonos en fechas muy tardías (VAQUERIZO, 2001a, 143).

puede responder a una reacción de la población indígena ante la llegada de nuevos productos manufacturados de bajo coste, que amenazaba con eliminar el mercado de las producciones tradicionales; por lo que, tal vez, debamos asociar su presencia a un problema comercial más que a una perduración de costumbres tradicionales (GARCÍA MATAMALA, 2002, 291).

Los materiales más antiguos en asociación con el pasado prerromano de la ciudad se localizan, fundamentalmente, en la zona del Camino Viejo de Almodóvar, en la C/ de la Bodega, Cercadilla o La Constancia. En estos casos, las incineraciones se depositaron en el interior de urnas de tradición indígena –por su tipología se han fechado desde el siglo I a. C. hasta época julio-claudia-. No obstante, en estos enterramientos se da un importante cambio en el desarrollo del ritual, plasmado fundamentalmente por la naturaleza del ajuar: en éste desaparece el armamento, se simplifica, morfológica y decorativamente el recipiente funerario, así como se utilizan tipologías sepulcrales totalmente “romanas” o, como es el caso del enterramiento de La Bodega, se introducen en un monumento funerario. La utilización de estos recipientes

- En la necrópolis de norte de Carissa Aurelia encontramos una serie de enterramientos totalmente diferentes: tumbas monumentales, de carácter familiar y cronología republicana en los que puede apreciarse una clara influencia púnica. Esta necrópolis se extiende hacia el este y oeste de la ciudad, rodeándola casi en su totalidad (PERDIGONES MORENO et alii, 1986c, 6774). En la necrópolis sur las tumbas son de tipología completamente distinta, tratándose de grandes hipogeos 148

labrados en la roca arenisca y tumbas trapezoidales de doble fosa fechadas, pese al escaso material encontrado, en una época anterior al siglo I a. C., aunque el uso de la misma se ha llevado hasta el siglo II d. C., según se desprende de los siete enterramientos hallados junto a la puerta de entrada.

embargo, ésta no se abandonó completamente, como ya hemos explicado, ya que en determinados recintos funerarios coexisten sepulturas que utilizan ambos rituales de enterramiento. Parece ser que en la primera mitad del siglo I d. C. el ritual funerario –siendo patente su hibridismo- puede ser definido como “romano”, pese a la pervivencia de uno de los elementos más característicos de la necrópolis: una serie de piedras colocadas verticalmente que recuerdan, con mayor o menor claridad, la forma de un busto humano. La frecuencia con la que aparecen en esta ciudad resulta asombrosa: en las excavaciones de los años veinte se recogieron más de un centenar y en los setenta más de veinte en cuarenta sepulturas.

Estos enterramientos, cremaciones de carácter primario y en urna depositada de forma invertida, son similares a algunos de los documentados en la Avenida de las Ollerías, en Corduba, o en los de Mata de las Pilas, en Estepa, Sevilla (GUERRERO y LUAREZ, 1988, 324). - En la necrópolis de Baelo Claudia, y desde fecha temprana, tanto la inhumación como la incineración estuvieron en uso alternativamente. Es probable que la inhumación se realizara en Baelo durante mucho tiempo, ya que la ciudad estaba marcada por la impronta cultural púnica. De hecho, parece que todavía se practicaba a mediados del siglo I d. C., dado que en la necrópolis oriental se descubrió una tumba de inhumación debajo de las sepulturas de incineración; el esqueleto estaba recubierto por tegulae y a su lado se halló una moneda de Claudio (PARIS et alii, 1926, 16). No obstante, parece que la incineración fue la práctica más usual, pues todas las demás sepulturas son de los siglos I y II d. C. Sin

Su aspecto es tan tosco que apenas pueden ser llamadas esculturas y, aunque alguno de estos muñecos tiene forma de busto con la cara someramente desbastada en la calcarenita, la mayoría no son más que una piedra más o menos cilíndrica, incluso, a veces, un mero canto rodado. Por lo que no se descarta la posibilidad de que en ellas se representase a una divinidad infernal protectora de los difuntos, una especie de guardianes de los muertos y su tumba (PARIS et alii, 1926, 108-109). También su disposición, con la cara hacia el mar, se ha interpretado como indicador de un ritual. En todo caso, la relación de

52. Betilos hallados en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia (JIMÉNEZ DÍEZ, 2008, fig. 63)

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estos bustos con las estelas de las tumbas romanas del Norte de África y, sobre todo, su gran parecido con los cipos antropomorfos de Cerdeña (que proceden de necrópolis púnico-romanas cercanas al litoral) incitan a buscar su origen en alguna tradición religiosa indígena, probablemente resultante de ritos de tipo púnico relacionados con alguna divinidad infernal, quizás marina. Esta explicación también sería válida por el aspecto sumamente tosco de las esculturas: los usos religiosos podían imponer que estas imágenes mantuvieran la forma y el aspecto primitivo que tenían en un principio (SILLIÈRES, 1997, 200).

Podemos decir que, al margen de alguna inhumación residual, entre la época Tardorrepublicana y el Alto Imperio el rito de cremación es el predominante. En el caso de la necrópolis de Puerta Norte, o de la Sedia, todos los enterramientos son de este tipo, a excepción de una inhumación que parece tener una cronología más moderna. En todos los enterramientos, que no sobrepasan el siglo II d. C., aparecieron una o dos monedas, así como conductos para libaciones. En opinión de J. M. Bendala (1987, 83), el ritual funerario está bien definido y tiene unas serie de rasgos totalmente distintos a los de la Necrópolis Occidental en la que apenas se depositaron monedas y los conductos para libaciones son prácticamente inexistentes. En todo caso, parece ser que, en ambos casos, lo ritos son “romanos” y ya alejados de las costumbres de origen púnico. Pero de nuevo, como ya documentábamos en Gades, en estos enterramientos hay una ausencia total de terra sigillata y, en su lugar, se mantienen cerámicas de tradición prerromana (BENDALA GALÁN, 1987, 83).

- Las necrópolis de Gades, a pesar de la riqueza que debían tener por la importancia de la ciudad en época prerromana y romana, son muy mal conocidas, aspectos condicionados fundamentalmente por las limitaciones topográficas de la misma. En todo caso, nos encontramos con un panorama similar al de Baelo y Carmo, lo que se explica por la existencia de un mismo sustrato púnico y porque en ellas se da una dinamización cultural en época romana. En la ciudad documentamos inhumaciones que corresponden a los primeros tiempos de la dominación romana, siguiendo esa tradición púnica, aunque la incineración se impone a finales de la República. Estas sepulturas parecen obedecer a una tipología similar a las de Baelo Claudia: urnas de piedra, de cerámica o vidrio colocadas en el suelo; así como cámaras hipogeas con nichos similares a los que constatamos en Carmo (BENDALA GALÁN, 1987, 83-84).

En la provincia Tarraconensis: - Emporiae, tras la época republicana caracterizada por la mezcla de un conservadurismo en el ritual y una lenta adopción de los modelos materiales “romanos”, se inaugura esta nueva fase en el Principado y durante el Alto Imperio. Éstas son necrópolis claramente diferenciadas de las precedentes ya que aparecen en torno a la ciudad romana, aunque también documentamos algunas sepulturas de esta época en las necrópolis de tradición griega. Culmina aquí la fase que había comenzado de forma definitiva en el periodo cesariano. Las necrópolis de la Ballesta-Rubert, Torres Nofre, Meridional y Suroeste presentan un carácter más o menos similar: los ajuares se hacen estrictamente “romanos”, desapareciendo elementos indígenas propios de la fase anterior que, junto con los contenedores funerarios y las tipologías sepulcrales, denotan un cambio en ritual en una etapa fechada entre Tiberio y los Flavios (FUENTES, 1991a, 94-95.).

En el caso de la necrópolis de C/Santa Cruz de Tenerife/Avenida López Pinto, el predominio de la incineración es total, en detrimento de ese sustrato púnico ya mencionado, lo que implicaría cierta normalización del ritual funerario “romano”; en los ajuares, aunque contienen piezas normales de cerámica: lucernas, ungüentarios y algún vaso de paredes finas, no se han hallado restos de terra sigillata, que aunque se documenta en las zonas de habitación no aparece en la necrópolis, lo que se ha interpretado como “un rasgo definitorio de una tradición cultural propia, cerrada a ciertas modas” (CORZO SÁNCHEZ, 1992, 277).

- La necrópolis de Mahora (ROLDÁN GÓMEZ, 19861987, 245-259), Albacete, presenta enterramientos de cremación en hoyo con ajuares típicamente “romanos”. Todos ellos, principalmente vidrios y sigillata sudgálica, dan una cronología a partir de la segunda mitad del siglo I d. C y hasta finales del mismo. Pero al mismo tiempo, y junto con estos materiales, se encontró una urna bitroncocónica pintada, de elaboración indígena, aunque su decoración tan esquemática correspondería a los últimos momentos de la etapa cultural ibérica.

- De nuevo, en las necrópolis de Carmo encontramos una serie de rasgos bien definidos que demuestran su ligazón a las tradiciones púnicas, hasta el punto en el que se le ha denominado “necrópolis neopúnica” (BENDALA GALÁN, 1987, 79). Como ya vimos, el tipo más común de enterramiento es una cámara excavada en la roca, accesible por un pozo con o sin escalera. En las paredes de esta cámara se abren los nichos, o loculi, donde se disponían las urnas cinerarias. Pinturas de influencia romana decoraban las pareces de estas sepulturas monumentales de ascendencia púnica, caso muy claro en la Tumba de Sevilia, en la que “lo romano” gana peso en detrimento de esta tradición local. Este enterramiento se ha fechado en época de Augusto y, tal vez, pertenezca a altos funcionarios.

- En Lucentum (ROSER LIMAÑA, 1990-1991, 85-101), el sector del Parque de las Naciones ofrece una cronología circunscrita en la primera mitad del siglo I d. C., con una serie de objetos claramente relacionados con la cultura ibérica pero en evidente proceso de transformación. En lo que respecta al sector del Fapegal, éste puede situarse en las postrimerías del siglo I a. C. y durante la primera mitad del siglo I d. C., atestiguado por la aparición de las primeras importaciones sudgálicas. La 150

presencia de ungüentarios de cerámica y la ausencia de los fabricados en vidrio, nos permiten afinar la cronología en torno al reinado de Tiberio.

pobreza de los ajuares encaja más con la pobreza de Cástulo en el Bajo Imperio que con la riqueza producto de sus minas a comienzos del Imperio. Argumentos avalados por la ausencia de terra sigillata o cerámica campaniense, fósiles directores de esta época de temprana “romanidad”. Para explicar la existencia de cerámicas de tradición indígena, J. M. Blázquez propone la teoría de que en Hispania, al disminuir la presión cultural, económica y política de Roma a causa de la crisis del siglo III d. C. rebrotaron, como está documentado en Galicia, Germania y el Norte de África, formas y tradiciones indígenas caídas en desuso. Esto explicaría la tipología cerámica, aspecto observado en las producciones de Clunia, y la vuelta al rito incinerador en fechas tan tardías106. Tal vez la explicación definitiva nos venga de manos de M. C. Ortega, que deduce que, como mínimo, tenemos dentro de esta necrópolis tres fases de ocupación107. Y aunque, ante las carencias metodológicas de la información disponible, es difícil ubicar los enterramientos en una u otra fase, podemos establecer la utilización continuada del área cementerial en un intervalo relativamente largo de tiempo.

- En el caso de Cástulo, quizás el más completo por la cantidad de información que poseemos –aunque no exenta de controversia-, podemos establecer que, de forma general y mediante el estudio de la fotografía aérea, las necrópolis de carácter romano se establecen en zonas distintas que las de origen ibérico, sin que haya superposición. Las íberas tienden a situarse hacia el sur del recinto amurallado, cerca del río y por tanto en zonas llanas por debajo de la curva de nivel de los 300 metros. Por el contrario, las necrópolis ibero-romanas se sitúan justo al lado de las puertas o las calzadas, todas al norte y por encima de los 300 metros, lo que implica una separación consciente de los espacios. Concretamente, Puerta Norte y Cerrillo de los Gordos se sitúan cerca de la calzada que sale de la ciudad por el norte y de allí se dirige hacia las minas. A su vez, dos de ellas se encontraban a las puertas de la ciudad: Estacar de Luciano, al lado de la llamada Puerta de Oriente, y Puerta del Norte, al lado de la puerta de la que toma el nombre. Este hecho nos hace apreciar un sustancial cambio influenciado por el sistema económico y plasmado en la importancia otorgada a las vías de comunicación. Mientras en épocas anteriores la ciudad vivía volcada hacia el río, ahora éste perderá importancia a favor de las vías romanas que comunican Cástulo con el resto de la Península. Circunstancia que podría explicar por qué las necrópolis ibero-romanas no se superponen a las íberas. Además, tampoco se aprecia una continuidad de las mismas, sino que se establecen espacios nuevos.

En cuanto a la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, los materiales hallados y las características de los mismos permiten establecer una cronología en torno al siglo I d. C., pudiendo haber comenzado su utilización unos años antes. Incluso la sepultura 1, a pesar de ser de inhumación, parece tener la misma cronología que el resto. La tumba de cámara y la enorme pira encuentran sus paralelos más cercanos en la Bética, en los hipogeos de Carmona. Las características monumentales de la misma y los materiales recuperados en el resto de la necrópolis indican que sus ocupantes pertenecían a una clase acomodada. La presencia de urnas y vasijas de tradición ibérica nos permite pensar en miembros “romanizados” de la alta sociedad indígena. En todo caso, esta necrópolis siguiendo las teorías de A. M. Canto, sería coetánea a la de la Puerta Norte (BLÁZQUEZ, 1979, 346). Contemporáneas pero separadas, lo que introduciría un comportamiento sociológico interesante, por el que las clases más acomodadas eligieron un lugar distinto para ser sepultadas, lo que implicaría las diferencias en cuanto a la riqueza de los materiales encontrados, pero este es ya otro tema. J. M. Blázquez coincide en este caso y fija su

Para la necrópolis de la Puerta Norte, no es poca la controversia que ha suscitado su filiación cronológica. Para A. M. Canto, la datación de la necrópolis debería hacerse en torno al cambio de Era, en todo caso en la primera mitad del siglo I d. C. Las tipologías y decoración de las cerámicas ibéricas y el predominio de la incineración suponen una serie de argumentos de peso que permiten establecer esta cronología (BLÁZQUEZ, 1979, 83 y ss.). En opinión de J. M. Blázquez, la necrópolis de la Puerta Norte debería datarse a finales del Imperio (1979, 88-89). La disposición de las urnas en el interior de ánforas puestas en pie encuentra sus paralelos más antiguos en la necrópolis de Ostia, datada a mediados del siglo II d. C. En cuanto a las numerosas monedas de cronología tardía desparramadas por el área cementerial, este autor desecha su pertenencia a un tesorillo, avalando su propuesta el hallazgo de una lucerna del Bajo Imperio junto al pie de una urna cineraria. También en la necrópolis aparecieron dos inhumaciones con tejado a doble vertiente, claramente tardías, que se colocaron respetando los enterramientos anejos lo que implicaría su contemporaneidad. A esto, hay que añadir el hallazgo de un enterramiento en sarcófago de plomo, al otro lado de la carretera, pero cercano a la necrópolis, fechado a partir del siglo III d. C. y que parece tener relación con el área cementerial, lo que apoyaría aún más este planteamiento. Finalmente, la

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Al respecto, es interesante el trabajo de: MACMULLEN, 1965, 93104. 107 Parece ser que la sepultura II se halló sobre la XXXV, con lo que ésta estaba muy dañada por el pozo que debió abrirse para colocar el ajuar correspondiente. En cuanto al enterramiento XXXVIII, se dice que la cabeza del individuo allí inhumado descansaba sobre la cubierta de la incineración XXIV, y que la conservación del esqueleto era muy mala por habérsele caído la cubierta sobre el tórax y por agujeros practicados para la colocación de las urnas de otras tumbas como la V. A lo que hay que añadir la aparición de dos pavimentos situados, respecto a las sepulturas, en un nivel superior. De esto se deduciría la existencia de una primera fase de incineraciones, a la que pertenecería, entre otras, la sepultura XXIV; una segunda fase donde además de incineraciones en urna aparecen algunas sepulturas de inhumación, y una tercera que amortiza los enterramientos anteriores, representada, entre otras, por las sepulturas IV y V (ORTEGA CABEZUDO, 2005, 63).

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cronología en los primeros siglos de la Era. Si bien, recientes revisiones de estos trabajos establecen la existencia de dos momentos de uso de la necrópolis. Para M. C. Ortega (2005, 64), el primero se situaría entre finales del siglo II y a principios del I a. C. y a éste pertenecería la sepultura de carácter monumental denominada “tumba de cámara” además de todas las demás sepulturas de incineración (3, 4, 5, 6, y 7) y los ustrina. Al segundo momento, no muy posterior, pertenecería la sepultura 1, una inhumación doble. Y aunque no se halló ajuar alguno en ésta, la datación de las tres estelas estaría en el cambio de la Era, por lo que al ser reutilizadas el enterramiento debería fecharse a partir del siglo I d. C., siendo, por tanto, posterior al resto de las incineraciones.

objetos materiales o determinadas singularidades propias de este proceso de imbricación cultural característico del fenómeno de “romanización”. En la provincia Lusitania: - En la necrópolis de Horta das Pinas (VIANA y DEUS, 1958, 1-61) todas las sepulturas, datadas entre el siglo I y finales del III d. C., son de incineración y en éstas, parece que ha habido un extremo cuidado en la disposición del ajuar. De forma general, puede decirse que en el fondo de la cavidad hay uno o más platos –de forma similar a los cazos- de bordes casi verticales. Dentro de éstos están colocadas las urnas, las piezas de sigillata o de cerámica a la barbotina y, en ocasiones, recipientes de vidrio. También es frecuente ver un plato hincado verticalmente en uno de los lados de la sepultura y en otros casos la cerámica está junto a las paredes laterales. Una característica destacable es que las piezas de sigillata aparecen desgastadas y con huellas de uso, lo que denuncia un largo uso doméstico antes de ser empleadas como mobiliario fúnebre. Además, las armas han desaparecido por completo del ajuar, y por tanto de ritual funerario, y los únicos materiales metálicos hallados son una pinza, dos fíbulas y un pequeño recipiente circular.

En todo caso, parece clara la pervivencia, en Cástulo, de la tradición indígena en el ámbito funerario tiempo después de la conquista romana. El cambio decisivo y la total asimilación, aunque según la hipótesis planteada por J. M. Blázquez ésta nunca sería definitiva, se produciría a comienzos de época Imperial con su ascenso a la categoría de municipio de derecho latino. - En Laminium, Ciudad Real (FERNÁNDEZ y SERRANO, 1993, 191-193), la raigambre de las tradiciones indígenas se pone de manifiesto una vez más con su perduración en los rituales funerarios. En torno al cambio de la Era, se observa en esta necrópolis un paulatino proceso de transformación, reflejo del avance de la “romanización” y palpable por la mezcla de materiales procedentes de distintos ámbitos culturales. El yacimiento todavía no ha sido excavado y las noticias se refieren a unos hallazgos de carácter casual con motivo de unas remociones de terreno en la zona. No obstante, la aparición de seis urnas pintadas, tres platos de terra sigillata itálica, siete ungüentarios (uno de ellos de vidrio), una pátera gris, un plato de barniz rojo, dos kalathos, cuatro vasos pintados, dos esculturas zoomorfas de piedra y otros elementos de aderezo personal nos hablan de la convivencia de dos mundos distintos, cuya expresión material es, por un lado, la cerámica de tradición indígena y, por otro, los objetos pertenecientes a la cultura material romana, principalmente la sigillata itálica y los ungüentarios. Éstos son elementos pertenecientes a los ajuares funerarios y nos hablan de un cambio en el desarrollo del ritual normativo, aunque desgraciadamente se encuentran descontextualizados. Es difícil la adscripción de esta necrópolis a la primera o segunda fase –dado la naturaleza de los datos- y pese la aparición de las esculturas zoomorfas, lo avanzado de su cronología y la aparición de restos sin cremar (posiblemente inhumaciones) nos permiten englobarla, al menos de momento, en esta segunda etapa.

- Realmente es complicado analizar los diversos aspectos de la necrópolis de Santo André (NOLEN y DIAS, 1981, 32-180). En cuanto a los enterramientos, parece que sólo en raras ocasiones hubo una preocupación por delimitarlos y protegerlos, hecho que contrasta con las tipologías documentadas en otras necrópolis vecinas, de cronología y características similares, como Serrones (VIANA, 1950, 289-322 y VIANA y DEUS, 1955a, 3368), O Padrão (VIANA y DEUS, 1950, 229-254) Monte dos Irmãos (NOLEN, 1981, 181-190), O Padrãozinho (VIANA y DEUS, 1955a, 33-68) u Horta das Pinas (VIANA y DEUS, 1958, 1-61), esta última ya analizada. Los restos de la cremación aparecen bien en el interior de una urna cineraria o depositados directamente en una oquedad practicada en el suelo, y nunca están relacionados con cenizas o carbones, lo que implica una cuidada selección y limpieza de los mismos tras la cremación. En lo que al mobiliario fúnebre se refiere, éste es relativamente abundante y aunque en su gran mayoría se trata de piezas de cerámica común y de fabricación local, lo que apenas aporta información cronológica alguna, la aparición de terra sigillata, cerámica de paredes finas y piezas de vidrio junto con alguna moneda, permite fechar la necrópolis entre los años 50 y 120 d. C. - En la necrópolis de Las Tomas (ENRÍQUEZ y MÁRQUEZ, 2007, 117-123) se excavaron 26 sepulturas, que debían forman parte de una necrópolis más extensa, asociadas a la existencia de una villa romana. Se trata de una necrópolis de tumbas simples, cuya estructura utiliza tegulae en su fábrica, con un predominio casi total de la cremación pues, hasta el momento, sólo hay una inhumación. No se han documentado estructuras ni materiales constructivos destacados, ni tampoco ajuares con una calidad o una cantidad mediana. En todo caso, se

En la zona central de la Península, la Meseta Central y en las tierras ocupadas por lusitanos y vettones, conocemos una serie de necrópolis, fechadas entre mediados del siglo I d. C. y comienzos del II, en las que muchos de estos elementos indígenas han desaparecido por completo del ritual, aunque se mantengan algunos 152

trata de sepulturas bastante comunes tanto en ámbitos urbanos como rurales, fechables en torno a los siglos I y II d. C. Los ajuares se componían mayoritariamente de piezas de producción local: cuencos, jarras y platos, y en ocasiones aparecen recipientes de vidrio, lucernas y, curiosamente, sólo en la única inhumación del conjunto aparecieron restos de terra sigillata.

documentadas, sobre todo, en las sepulturas 5 y 6. Éstas, aunque se seguirían fabricando y utilizando en la zona, comienzan a ser desplazadas por las de origen romano que implican la práctica de la unctura y de la lavatio cadaveris, al más puro estilo “romano”, así como de la utilización del fuego –como elemento luminoso- en el desarrollo de los funerales.

- La necrópolis de El Pradillo (DEL AMO y DE LA HERA, 1973, 51-130) pertenece a una villa de carácter rural situada un poco más al sur del área cementerial, pero muy destruida como consecuencia de los trabajos de nivelación que con fines agrícolas se habían realizado. Sólo se ha excavado una parte de este cementerio, pero el único rito que se practicó fue el de incineración. Así lo indican las nueve sepulturas excavadas y los busta de otras cinco o seis que se apreciaban en el corte de la zanja. Parece ser, teniendo en cuenta la pequeña parte de la necrópolis excavada, que no existió ustrinum común para la cremación de los cadáveres, sino que cada incineración se realizaba en el lugar de enterramiento. Preparada la pira en una fosa excavada en la tierra, se quemaba el cadáver de manera total y luego se depositaba el ajuar sobre las cenizas. En ninguna se hallaron restos de huesos, a excepción de un pequeño fragmento hallado entre las cenizas de una de las sepulturas. El ajuar tampoco tenía huellas de la acción del fuego, por lo que se dispuso una vez que la pira se había extinguido. En cuanto a las sepulturas 2 y 3, éstas ofrecían la particularidad de tener, junto al lado suroeste, los restos de una urna y un ánfora, respectivamente, que por estar colocadas en un nivel más elevado habían sido arrasadas por las rejas de los arados. En la número 2, la urna se había colocado sobre dos imbrices hincados verticalmente y enfrentados por su lado cóncavo con el fin de conseguir una mayor altura. Este mismo hecho se observa en las sepulturas 5 y 6, lo que parece indicar que dichos recipientes tenían la función de señalizar las tumbas ya que las ánforas debían necesariamente rebasar la superficie del terreno en casi un tercio de su altura. La necrópolis se ha fechado entre el siglo I y II d. C.

- En Pallantia, documentamos esta fase en la Necrópolis al este y noroeste del recinto antiguo, situada en la franja ocupada por las actuales instalaciones ferroviarias de Palencia. Ésta coincidiría básicamente con la zona que F. Simón y Nieto (1948) señala en su plano topográfico bajo la denominación de “Primera época de excavaciones 1862-1864”. De estos enterramientos, pese a que la información es muy relativa y se basa fundamentalmente en datos antiguos y con escasa metodología, gracias a los paralelismos trazados con una sepultura –excavada posteriormente y con rigor científico-, puede extraerse que corresponden, por su estructura, rito y ajuar funerario, a una etapa de plena “romanización” en la que las costumbres funerarias helenístico-romanas están plenamente consolidadas y que difieren, sustancialmente, de las que F. Simón y Nieto denomina “depósitos cinerarios de Eras del Bosque” (DEL AMO, 1992, 173174). Se puede concluir que la necrópolis de esta zona es, cultural y cronológicamente, distinta a la denominada Eras del Bosque o que, en todo caso, una y otra representan dos fases distintas de una sola necrópolis, puesto que pertenecieron a una misma población. En la necrópolis de Eras del Bosque hay enterramientos que responden a un ritual funerario indígena, aunque con elementos presentes del ajuar romano; por el contrario, en la necrópolis al este y noroeste del recinto antiguo el ritual y la estructura de las tumbas son de tradición helenístico-romana, aunque perviven algunos elementos indígenas (CURCHIN, 1997, 25 y ss). - En Padilla de Duero (SANZ MÍNGUEZ, 1990, 159170), Valladolid, se registran una serie de materiales de tipología claramente romana en nueve enterramientos. En los números 57, 58 y 65 aparecen cerámicas de tipo Clunia, terra sigillata, paredes finas o cerámicas comunes, etc. además de algunas hebillas o arreos de caballo, todo ello junto a cerámicas pintadas de tradición indígena y que proceden, en su mayor parte, de sepulturas destruidas. La consideración de ofrendas y ajuares de estas tres sepulturas permite comprobar una situación diferente a la referida en la tumba 56 durante la época augustea (I Fase). Tal vez podría hablarse ahora de una simplificación del ritual con una reducción notable del número de ofrendas, ya que en las tumbas 57 y 65 son solo cinco y en la 58 cuatro los elementos presentes. No obstante, el reducido número de sepulturas con las que contamos no permite aventurar conclusiones definitivas, aunque está claro que la presencia de objetos de tipología romana resulta ahora mayoritaria con respecto a los de tradición indígena. Para C. Sanz Mínguez (1996, 57-61), la inclusión de materiales romanos se acompaña, en este caso, de un cambio neto en las mentalidades pero con el mantenimiento de algunos rasgos de raigambre indígena.

En la provincia Tarraconensis: - En el caso de Segobriga, en una de las necrópolis altoimperiales, se documentaron una serie de sepulturas con abundante ajuar en la que las cremaciones se habían introducido en el interior de urnas de vidrio que, a su vez, estaban en bloques cúbicos de piedra caliza (ALMAGRO, 1979, 215-242). Éstos tenían una oquedad ovoide en la que se colocaba la urna y estaban tapados por una losa cuadrada que coronaba el cubo del sillar; receptáculos que no dejan de recordarnos a las urnas pétreas de Uxama datadas en época Julio-Claudia (ABÁSOLO, 2002, 152 y Lám. II. 1; ARGENTE y JIMERO, 1977, 29-40). En cuanto a los materiales encontrados como ajuar, éstos tienen una cronología que nos sitúa en el segundo cuarto del siglo I d. C. Destaca un fragmento de lucerna Dressel 10; ungüentarios de vidrio, Morin-Jean 37-38, de época de Claudio y Nerón, y Morin Jean 21 e Isings 28b datados en época flavia; materiales contemporáneos a las piezas de cerámica indígena 153

53. Padilla de Duero. Sepulturas 57 y 58 con su ajuar; y ajuar de la 65. (SANZ MINGUEZ, 1996, fig. 4)

Entre los materiales destacan las producciones tipo Clunia, con varios vasitos carenados bajos que corresponden con las variantes Abascal Palazón 3 A y B, un cuenco Abascal Palazón 1, un fragmento de oinochoe y un lekytos completo. Todas ellas muestran la decoración típica, de pájaros, liebres, temas florales y geométricos diversos, organizada en metopas. Por lo que su cronología se ha establecido entre los siglos I y mediados del II d. C. De la terra sigillata destaca un fragmento de plato originario de un taller sudgálico, mientras que la mayor parte son producciones hispánicas. Abundan las formas Dragendorff 27, 15/17, 29 y 7, con una ronología entre la segunda mitad del siglo I e inicios del II d. C.

En definitiva, tanto las cerámicas de tradición indígena como las de tipología netamente romana traducen que los usos latinos han ido calando en las poblaciones del enclave vallisoletano a lo largo del siglo I d. C., particularmente en la etapa flavia final. Finalmente, la zona norte y noroeste de la Península. En la zona de los Pirineos, aunque en determinados casos se sigan usando urnas de fabricación local, como ocurre en la necrópolis de Santa Elena en Oiarso (BARANDARIÁN et alii, 1999); o se mantengan ciertas costumbres propias de la etapa anterior como en el

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Espinal108 (PEREX y UNZU, 1987, 58-59; 1997-1998, 75-156 y 2007, 156-160), con las necrópolis de Ateabalsa y Otegui; o en el caso de Santa Criz (ARMENDÁRIZ et alii, 1995-1996, 322-326), que pese al alto grado de aculturación que presenta, dejan entrever algunas singularidades como la molienda de los huesos o la presencia de vajillas invertidas (ARMENDÁRIZ et alii, 2007, 152 y 155). Los contenedores cinerarios, de fábrica local la mayoría y algunos de tradición romana, aparecen junto a terra sigillata hispánica, urnas de vidrio y ungüentarios, además de estar asociados a monumentos funerarios. Por norma, estas construcciones pertenecen a gentes de cierta importancia en provincias: ya militares, ya funcionarios, terratenientes u otros grupos sociales con medios, e implican la existencia de una población que asumió un ritual y una tipología constructiva funeraria de carácter itálico, estando, por tanto, muy “romanizados”. Además, por su capacidad económica, y seguramente, política y social, ejercieron cierta influencia en su entorno al que trasmitieron determinadas modas y el gusto por lo romano. Esta serie de hechos parecen marcar un punto de inflexión en la incidencia de la “romanización” en esta zona.

Creemos que este hecho está en estrecha asociación con otras manifestaciones funerarias de la Provincia Lusitania, sobre todo en su mitad norte: Es el caso de la necrópolis de Cinfães (LOPES DA SILVA, 1986, 89-99 y TAVARES DIAS, 1993-1994, 107-136), con un predominio total de la incineración y una cronología entre los siglos III y IV d. C. o en Valberirô (TAVARES DIAS, 1993-1994, 107-136), datada en el siglo IV d. C. ○ Tercera Fase: el “triunfo de la inhumación”. Esta tercera y última fase se produce de manera efectiva, para A. Fuentes (1991b, 591), con la implantación del ritual de inhumación. No en vano, como ya señalamos al principio, la práctica de la incineración en la Hispania prerromana (si bien, con matices en cuanto a las creencias y al desarrollo formal de los funerales) era común para todas las áreas geográficas definidas111. Por tanto, la ruptura definitiva con este pasado anterior será la introducción de un nuevo rito de características totalmente distintas al practicado hasta entonces. En Roma, -aunque en época republicana habían convivido los dos ritos de enterramiento112 sin que ello tuviese ningún tipo de repercusión ideológica o religiosa113- hacia el siglo II d. C. se va a producir un cambio de tendencia en el ritual funerario: el paso de la cremación a la inhumación. Este cambio, aunque total, no fue uniforme y se mantuvo tanto en el tiempo como en el espacio en una estrecha convivencia. Tampoco tiene un origen único ni se puede hablar de revolución. Pero, en todo caso, el signo de éste es claro y parece difundirse por toda la sociedad (NOCK, 1932, 323). Es en esta época cuando itálicos de Toscana y Umbría entran en el Senado, llevando a Roma sus propias costumbres familiares y, por tanto, también el rito inhumador. La promoción de esta burguesía, contemporánea a los Flavios, es paralela a la multiplicación de sarcófagos y a esta reacción en la Península Itálica se le une el empuje oriental, cuyos efectos serán patentes sobre todo con Trajano (AUDIN, 1960, 529-530).

Para la Cornisa Cantábrica no conocemos necrópolis o enterramientos al respecto; pero en el caso de la actual Galicia, y a la luz de la arqueología funeraria, el proceso de “romanización” nos ofrece unos datos bastante reveladores. A diferencia de las ciudades donde, como es el caso de Bracara Augusta109 (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, 49-87) o en Lucus Augusta110 (RAIGOSO, 1995, 121-129), este proceso de asimilación fue mucho más rápido; la pervivencia de la incineración en determinadas necrópolis, por norma alejadas de los centros urbanos, en fechas tan tardías como los siglos III y IV d. C. parece implicar un lento proceso de asimilación de esta fase de “transformación ritual” con respecto a las áreas anteriores. Es el caso de la necrópolis de Ataúdes (Marancinho) (MARQUES, 1988, 135-153; TAVARES DIAS, 1993-1994, 109), en la que las incineraciones, asociadas a cerámica común romana datada entre los siglos II y III d. C., se habían depositado en oquedades practicadas en afloramiento granítico; en Mória (TAVARES DIAS, 1993-1994, 111), de tipo similar a la anterior pero fechada en el siglo IV d. C., y Eirozes (TAVARES DIAS, 1993-1994, 112) o Fraga, en Feira Nova (ALARCÃO, 1988, 28; TAVARES DIAS, 1993-1994, 112) con la misma cronología tardía.

Paralelo al ascenso económico, cultural y político de determinadas provincias, hay una serie de promociones y transformaciones sociales en las mismas, pues sus élites ocupan ahora importantes cargos en la capital (TURCAN, 1958, 332). Éstas, por su preeminencia social y económica, pudieron ser imitadas por el resto de la población, aunque no necesariamente por compartir y comulgar con sus creencias o unas prácticas, sino por

108 Entre otras evidencias de pervivencia de substrato indígena en la cultura material, también puede observarse la existencia de puntas de lanza depositadas junto a las urnas. En concreto seis en el Espinal, tres de ellas pertenecientes a mujeres (enterramientos 5, 13 y 30). Práctica constatada con frecuencia en necrópolis ibéricas y celtibéricas. 109 En la necrópolis de los Maximinos, con un predominio de la incineración al más puro estilo “romano”, datada entre los siglos I y hasta el III d. C. 110 En la necrópolis de la Plaza del Ferrol, datada en el siglo I d. C., en la que la distribución cementerial, las tipologías sepulcrales, los materiales asociados a las tumbas e incluso el hallazgo de una tabulla contradefixio nos transportan a un horizonte claramente helenísticoromano.

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Y aunque la inhumación está constatada en ámbito Celtibérico en determinados yacimientos, esta práctica constituye un acto atípico que remite a lo excepcional del hecho que motivo su ejecución; sin olvidar el rito de la exposición para los caídos en combate (SOPEÑA, 1987, 6773 y 119-121.) 112 Ley de las XII Tablas (450-451 a. C.), Tabula X, “Hominem mortuum in Urbe ne sepelito neve urito”. (Trad. C. Rascón García y J. M. García González). 113 Un individuo puede decidir de qué modo desea ser enterrado, incluso rompiendo con sus costumbres familiares; sólo en el caso de los cristianos la conversión religiosa entraña la obligación de ser inhumado (TURCAN, 1958, 323).

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simple moda114. Así, el cambio de rito de forma generalizada se inserta en esta evolución histórica general.

incineraciones, predominantes hasta este momento, comienzan a ser sustituidas por enterramientos de inhumación. En este caso el cadáver se depositaba en una fosa excavada en la tierra o en la roca base, siendo más común el primero de los casos. Si ha conservado cubierta, ésta es de tegulae bien a doble vertiente, bien en posición horizontal. El sujeto inhumado se depositaba en decúbito supino, orientado al este y con ajuares compuestos, principalmente, por platos y jarros cerámicos colocados junto a las extremidades inferiores.

En cuanto a su evidencia material, hay que señalar que la documentación de la práctica de este ritual multiplica enormemente los casos conocidos; diferencia cuantitativa que se debe a varias razones: por un lado, a deficiencias del registro arqueológico, además de que todas las incineraciones no se depositaban en el subsuelo sino en collumbaria o en ollaria de tumbas monumentales ya desaparecidas y, por otro, a la amplitud cronológica del uso de la inhumación, que se impone de forma general a partir del siglo II d. C. convirtiéndose, con el tiempo, en el único rito funerario del Occidente Europeo. Además, a este hecho hay que añadir la dificultad de identificación de cremaciones por personas ajenas a la arqueología en hallazgos casuales.

- La necrópolis de El Cerro del Trigo (CAMPOS et alii, 2002, 330-349), que arroja una cronología de entre el siglo II y VI d. C., podemos distinguir dos fases en cuanto al uso del ritual funerario se refiere. La primera, viene caracterizada por una incineración bajo tegulae a dos aguas, situada en las cotas inferiores del Corral de las Ánforas y está acompañada por un pequeño ajuar que la data en el siglo II d. C. La siguiente, ya con un predominio absoluto de la inhumación, comienza a partir del siglo III, y en ella podemos distinguir enterramientos en cistas de tegulae, en cistas de piedra así como una serie de enterramientos infantiles en ánfora. Su cronología puede prolongarse hasta los siglos IV y V d. C., fecha en las que se datan los últimos enterramientos de esta área cementerial caracterizados por el uso de ataúdes de madera en el interior de fosas simples.

En esta III Fase, y a partir de los datos obtenidos del análisis de las necrópolis, las dos primeras áreas geográficas diferenciadas en las etapas anteriores, el Levante Mediterráneo y la zona de la Meseta Central/Valle del Ebro, parecen seguir unas mismas directrices. En ambas, de forma general, se produce el cambio de ritual de enterramiento en una fecha que podemos establecer entre finales del siglo II y durante el III d. C. Si bien, para evaluar el impacto de la “romanización” en este momento sólo hemos tenido en cuenta aquellas necrópolis en las que se observa un cambio definitivo en el ritual, relacionado con las nuevas corrientes y modas que llegan de Roma, ya que determinados enterramientos de inhumación, asociados a otros de incineración, pero fechados en cronología temprana, no tienen por qué estar condicionados por una transformación en el ritual sino por la simple convivencia de ambas prácticas funerarias. Fuera de este estudio han quedado también algunas áreas cementeriales con un predominio casi total de sujetos infantiles, por las peculiaridades rituales de las que estos individuos son objeto, aspecto que será tratado en futuros trabajos.

- En La Puente (ROMERO, 1995, 275-289), nos encontramos con una necrópolis con dos tipos de rituales funerarios, la incineración y la inhumación, éste último deducido a partir de la tipología sepulcral: de cistas de pizarra, ya que no se han documentado los restos óseos de los difuntos, a excepción de los cremados en el enterramiento 2. La aparición de dos tipos de estructuras y rituales funerarios tan diferenciados lleva a la posibilidad de plantear una diferenciación cronológica dentro de esta necrópolis; que no puede deducirse de los ajuares debido a su escasez. En todo caso, todas las estructuras aprovecharon el afloramiento de pizarra y, a excepción de la incineración, todas ellas fueron delimitadas por lajas del mismo material. En cuanto a su cronología, la sepultura 2, de cremación, puede fecharse entre la segunda mitad del siglo I y principios del II d. C., si bien, para el resto de enterramientos, en un momento en el que la inhumación parece ser el único ritual funerario constatado, ésta puede ampliarse hasta los siglos III y IV d. C.

Alguno de los ejemplos más ilustrativos, continuando con el orden geográfico ya establecido, los encontramos en la zona de Levante y el sur peninsular. En la provincia Baetica: - En la necrópolis de Cuevas de San Marcos (RAMBLA, 1991, 370-379) podemos situar la transición al ritual inhumador entre el siglo II y III d. C., cuando las

- En la Avenida de las Ollerías, en Corduba, se localizó un enterramiento de cremación, de carácter primario en el interior de una urna de tradición indígena depositada de forma invertida. Éste se encontraba delimitado por una tegulae vertical y rematado por una cubierta del mismo material, a doble vertiente. Al exterior, presentaba un conjunto de bloques de piedra caliza a modo de hito marcador. Se ha fechado en el siglo I d. C. (GARCÍA MATAMALA, 2002, 279).

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Para A. R. Nock (1932, 357) el cambio de rito no se debió a una transformación en la cultura y en la mentalidad del pueblo romano, ni por la afluencia de los cultos orientales, ni por las tradicionales creencias dionisiacas ni por el pitagorismo, sino por un incremento del precio del combustible, lo que hizo más cara la incineración que la inhumación. No obstante, creemos este juicio es injustificado, pues ¿cuánto más caro es un sarcófago de mármol importado y trabajado por hábiles artesanos que el precio de una incineración?, o ¿qué sentido tiene ahorrarse el combustible de la pira para luego construir un magnifico conjunto arquitectónico que albergue los restos mortales del difunto? Además, como ya hemos explicado (AUDIN, 1960, 529-530) los primeros en acogerse a este cambio de rito fueron las clases altas.

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En todo caso, parece que es entre los siglos III y IV d. C. cuando la inhumación acaba por imponerse en esta zona, tal y como parecen demostrar las necrópolis de Torrox (GIMÉNEZ REYNA, 1946, 83-88 y SERRANO RAMOS, 2006, 159-174), en la que la inhumación parece ganar terreno frente a la cremación desde finales del siglo II d. C. y durante el III d. C.; en la necrópolis de El Ruedo, en Almedinilla (CARMONA, 1990, 155-170 y 1991, 317-394), con un predominio absoluto de la inhumación entre desde principios del siglo III d. C.; en Castro del Río, en la necrópolis de El Calvario, con una cronología similar, y lo mismo en La Carlota (PONSICH, 1979; GODOY DELGADO, 1987, 134-138; VAQUERIZO et alii, 1992h, 403-424) o Colomera (PÉREZ TORRES et alii, 1989, 1065-1080), por citar algunos ejemplos.

- En La Calerilla (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 204-205), en Hortunas (Requena), por la evolución de los rituales de enterramiento, por la cronología de los ajuares y las características de un monumento existente, parece correcto establecer dos fases de ocupación del área cementerial, aunque la ausencia de continuidad entre las mismas tal vez se deba a deficiencias en el registro arqueológico. La segunda fase de utilización de este espacio como necrópolis corresponde a los siglos III y IV d. C., momento en el que se observa como el ritual de incineración ha sido sustituido totalmente por el de inhumación. Los cuerpos se encuentran cubiertos por cistas de lajas o losas a doble vertiente con un lecho del mismo material. En cuanto a los ajuares, éstos están compuestos por algunos vasos de vidrio, cuencos de pico vertedor y diversos elementos de ornamento personal como collares de pasta vítrea.

En la provincia Tarraconensis: - De nuevo en Emporiae tenemos constatada esta última fase; aunque de manera residual, tanto por el sustrato jonio como por la convivencia de ambos ritos de enterramiento en la Roma tardorrepublicana (TOYNBEE, 1971, 14 y ss.), se documentaban inhumaciones de cronología temprana; el cambio total determinado por las nuevas corrientes emanadas de Roma, se va a producir durante el primer tercio del siglo II, para implantarse, de forma definitiva, en el III d. C. (FUENTES, 1991a, 96).

- En Tisneres (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 256-263), Alzira (Valencia), encontramos una necrópolis de inhumación con una amplia gama de tipos sepulcrales: tegulae a doble vertiente o dispuestas horizontalmente, en ocasiones reforzadas o calzadas con piedras, inhumaciones simples en fosas excavadas en el suelo e, incluso, una especie de cobertura tumular. Los enterramientos estaban acompañados por ofrendas alimenticias, a modo de viático, depositadas en recipientes cerámicos, así como por otros elementos de aderezo personal y restos de vestido. Estos elementos permiten situar la necrópolis entre los años 150 d. C. y el 270 d. C. Si bien, el momento de mayor utilización de la misma parece situarse en los últimos años de los Antoninos y con Septimio Severo. Es la sepultura 10, en la que apareció una moneda de Galieno, la que nos proporciona una datación bastante exacta de la cronología final del cementerio, al menos del sector excavado.

- En El Muntanyar (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 345-348), en Javea (Alicante), conocemos diez sepulturas de inhumación, cuya escasez de ajuares debe atribuirse a la mala conservación general de los restos y no a una circunstancia in origine, ya que tanto la tumba 15, de cronología inicial, como la 19, de cronología final, los presentaban. En la primera se encontró un ungüentario (Isings 28), fechable en la segunda mitad del siglo II, y en la número 19 una cerámica (Lamboglia 14/16) datable en el siglo IV d. C., por lo que el sector excavado parece dar comienzo en torno a la segunda mitad del siglo II d. C.

- Vinyals (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 352356), en Ondara (Alicante), se trata de un cementerio de carácter rural en el que se excavaron 28 enterramientos de inhumación. La necrópolis forma un conjunto homogéneo de sepulturas en el interior de fosas de forma rectangular, excavadas en el nivel geológico y cubiertas por tegulae, en la mayoría de los casos, y en ánfora, principalmente para los enterramientos infantiles. La mayoría de los elementos, procedentes del relleno de las fosas, ofrecen una cronología aproximada entre los siglos II-III d. C. Éstos son fragmentos de ánforas Dressel 2/4, 1, 20 y un fragmento de una ánfora Mauritania Ostia V. Sólo la sepultura 5 poseía ajuar, por lo que el material que nos da la datación no está tan relacionado con los enterramientos como sería preciso para afinar más la cronología. Pese a esto, ésta es bastante amplia, desde finales del siglo II a finales del siglo V d. C. según las ánforas Almagro 50 y 51.

- En Horta Major (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 288-296), en Alcoy (Alicante), se conocen un número indeterminado de sepulturas de inhumación, ubicadas en el entorno de unos monumentos funerarios pero sin relación cronológica con éstos. Pues mientras las construcciones se han fechado hacia el siglo I d. C., las sepulturas parecen de una etapa posterior. Poca información disponemos sobre los ajuares y parece que el conjunto más importante lo compone una vajilla africana de tipo A (Lamboglia 9a y 3a). La primera tiene una cronología de la segunda mitad del siglo II a la primera del siglo III d. C. y la segunda, se data en contextos antoninos. También destacan las jarras de una sola asa, con las líneas de torno muy marcadas y un olpe característico que quizás se trate, de nuevo, de cerámica africana. En otro de los ajuares destaca un vaso de vidrio (Isings 106) fechado en el siglo IV, numerosos objetos de aderezo personal como cuentas de pasta vítrea, agujas de bronce, alguna joya y una punta de flecha de cronología eneolítica interpretada como un amuleto. Éste sería el momento final del área cementerial.

- En Barcino (GRANADOS y TRAVESSET, 1979, 1007-1014), el área funeraria de Les Corts está formada casi exclusivamente por enterramientos de inhumación (aunque también se documentó un ustrinum).

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Este conjunto se asocia a un núcleo rural, tipo villa, cuyos límites cronológicos pueden establecerse con relativa exactitud. Según las cerámicas vidriadas de color verde, halladas en las inmediaciones del área cementerial, la presencia romana se establece a partir del siglo I d. C., con una clara perduración hasta los siglos II y III. Estas cronologías están avaladas por la aparición de una lucerna, Dressel-Lamboglia 20, hallada en la sepultura 5 y datada entre la segunda mitad del siglo I y la primera del II d. C., otra hallada en el enterramiento 10, Lamboglia 10, característica de la segunda mitad del siglo II aunque su uso pueda prolongarse durante la primera mitad del siglo III d. C., y un vaso corintio cuya decoración y estilo se ha asociado a los medallones de las lucernas del siglo II d. C. Fechas que sitúan esta necrópolis en este momento transicional.

estas dos zonas que hasta el momento habían presentado no pocas diferencias cronológicas en cuanto al índice e impacto de la “romanización”. En la provincia Lusitania: - El tránsito al ritual inhumador parece ser fácilmente cuantificable en Torre das Arcas (VIANA y DEUS, 1955b, 241-265). Se trata de una necrópolis formada por 79 sepulturas de las que 16 eran de incineración, 45 de inhumación y las otras 18 de rito indeterminado. La mayor parte de las sepulturas de inhumación contenían más de un enterramiento, llegando alguna a albergar hasta 5 cráneos, e incluso en alguna, tal como la 56, el espacio interno de la sepultura se había compartimentado con el objeto de separar, de forma muy clara, los dos momentos distintos de enterramiento. En otros casos, las inhumaciones estaban asociadas a carbones, cenizas y tierra quemada lo que parece implicar la reutilización de, en este caso, sepulturas de incineración. Por el número de sepulturas, su densidad y reutilización podemos determinar una intensa ocupación del espacio sepulcral, en el que el ritual de inhumación parece que comenzó a imponerse desde mediados del siglo II y durante el III d. C.

- En Tarraco (GURT y MACÍAS, 2002, 90), a partir de una serie de vías que unirían la zona portuaria y los barrios de Poniente con el puente que conectaba con la vía Augusta, se documenta el área funeraria de el Camí de la Fonteta. En torno a éste se han localizado diversos edificios funerarios de carácter monumental y una serie de inhumaciones datadas entre los siglos II y III d. C., estableciendo una clara y conocida relación vía-área cementerial.

- Heredade dos Pombais (FERNANDES, 1985a, 101116; 1985b, 96; 1985c, 96-97; 1986, 63 y FERNANDES y MENDES, 1985, 221-234) parece tratarse de la necrópolis de una villa rústica, que a juzgar por los materiales encontrados podría fecharse entre los siglos III y IV d. C. La necrópolis está compuesta por 28 sepulturas, todas de inhumación. Éstas se excavaron, en su mayoría, en fosas rectangulares con paredes revestidas con lajas de pizarra o granito. La cubierta, cuando se había conservado, era del mismo material. Esta tónica general, en cuanto a la tipología estructural de los sepulcros, variará con los descubrimientos llevados a cabo en la última campaña de excavación, pues algunas de las sepulturas fueron construidas con muros de piedras, ladrillos y argamasa, así como con tegulae e imbrices.

En la necrópolis de el Camí de la Platja dels Cossis y Calle Robert d’Aguiló, asociados a una villa se hallaron (campañas 1982 y 1984) una serie de enterramientos de incineración e inhumación datados en época altoimperial. Posteriormente, en 1997, se llevó a cabo otra excavación en la que se documentaron nuevos enterramientos de inhumación en fosa con ataúd de madera, datados entre el siglo II y III d. C., y una incineración del siglo II d. C. Este hecho indica la imposición definitiva de la inhumación con la convivencia, residual, de alguna incineración (MACIAS I SOLÉ y MENCHON BES, 1998-1999, 240-y ss.). Lo más destacable de esta área de Robert d’Aguiló, es la convivencia, en el siglo I, de incineraciones e inhumaciones mientras que, en el siglo posterior el predominio corresponde a la inhumación (GURT y MACÍAS, 2002, 90). En la zona dels Cossis destaca también el predominio de la inhumación, el uso de tegulae como elemento contenedor y la presencia de sarcófagos de plomo y madera, por cuyos depósitos fúnebres puede datarse en siglo II d. C. –y en menor proporción en el III d. C.- (GURT y MACÍAS, 2002, 9091). En cuanto a la transición del rito inhumador, éste debió ser un proceso lento y dilatado. Entre los siglos I y III d. C. se produjo una coexistencia, aunque el predominio de la inhumación es claro sólo a partir del siglo II d. C., según se deduce de los enterramientos documentados.

- En Emerita Augusta, el tránsito al ritual inhumador parece darse, en determinados casos, en fechas algo más tempranas, entre los siglos II y III d. C., en determinadas zonas como en la de los Bodegones/Columbarios (BENDALA GALÁN, 1972, 223-253 y 1975, 141-161) o en la C/Leonor de Austria (MÁRQUEZ PÉREZ, 2002, 281-308); aunque parece que, siguiendo las directrices ya vistas, es durante el siglo III d. C. cuando el cambio puede evaluarse de forma global para casi todas las áreas cementeriales de la capital provincial, tal y como demuestran algunas de sus zonas funerarias como C/Tomás Romero de Castilla (PALMA GARCÍA, 2000, 79-92) o el Cuartel de Artillería (BENDALA GALÁN, 1975, 141-161), por citar algunas.

Los casos constatados en la zona de la Meseta Central/Valle del Ebro así como en el centro y norte de la Lusitania son algo menos numerosos; no obstante, la similitud cronológica con los de la zona Levantina a la hora de establecer el tránsito al ritual inhumador nos permite hablar, por fin, de una gran homogeneidad entre

- También en la C/Montesinos, en Badajoz (PICADO PÉREZ, 2003a, 125-146 y 2007, 15-29), distinguimos dos fases, aunque seguramente sin interrupción entre ellas, caracterizadas por el uso de la cremación y de la 158

inhumación respectivamente, aspecto que nos ayudará a evaluar las implicaciones cronológicas en el cambio de rito funerario. Las incineraciones se sitúan entre mediados del siglo I y finales del II d. C.; las inhumaciones, cuya datación parece más arriesgada por la fragmentaria conservación de los restos, se ha establecido entre el siglo III y IV d. C.

cronología romana. Las inhumaciones son estructuras sepulcrales profundas con cubierta plana, en general de tegulae, verificándose en la mayoría de ellas el uso de ataúd. Apenas se han encontrado elementos de ajuar, a excepción de monedas de bronce, algún vasito para ofrendas, varios aros de bronce, etc. Las dataciones absolutas de estos enterramientos nos dan una cronología en torno al siglo III d. C.

En la Provincia Tarraconensis: - En Toletum (PALOL, 1972, 133 y 138), en torno a este momento de tránsito, se hallaron tres sepulturas aunque sólo una completa. Es probable, no obstante, que hubiese existido aquí un importante grupo funerario a juzgar por las características del hallazgo y ajuar recuperado. La única sepultura completa se encuentra en el interior de una cista de tegulae, en cuyo interior se depositó un ataúd de plomo cubierto por bipedalia a doble vertiente y una masa de opus signinum. Dentro del sarcófago aparecieron una serie de restos humanos, muy deshechos y de los que apenas hemos encontrado más información. Junto a éstos, se depositó un rico ajuar compuesto de un as de Marco Aurelio (161-180 d. C), un bisturí de bronce, una cucharilla quirúrgica, una varilla del mismo material y sección cuadrada, una pizarra rectangular alisada utilizada para mezclar y extender pomadas, un freno de caballo y 42 tachuelas pertenecientes al calzado. Materiales que implican una cronología de la segunda mitad del siglo II d. C.

Todos estos ejemplos nos permiten situar esta fase de tránsito entre el siglo II, donde encontramos los ejemplos más tempranos, y el III d. C., momento a partir del cual este proceso ha culminado con el triunfo total de la inhumación. Y aunque no es extraño encontrar en estas fechas las últimas incineraciones que sobreviven de forma residual, el signo del cambio es claro en estas dos amplias áreas geográficas. No obstante, este proceso homogeneizador, patente en las dos zonas anteriores en las que no cabe ya ninguna diferenciación importante, se producirá de forma más lenta en la tercera de las zonas establecidas. Pese a que los casos disponibles no son muy numerosos, podemos establecer que la generalización de la inhumación -de forma efectiva por todo el territorio y sin tener en cuenta los ejemplos urbanos que sí parecen seguir las directrices generales de la Provincia- se produce, al menos, con un siglo de diferencia. Por un lado, la tardía cronología de la fase de “transformación ritual”, en la que encontramos necrópolis con un predominio absoluto de la incineración en fechas tan tardías como los siglos III y IV d. C.115, momento en el que en el resto de la Provincia el triunfo de la inhumación es un hecho innegable. Pero además, conocemos otros ejemplos que nos permiten establecer el tránsito de un ritual a otro en torno a estas fechas.

- También en Complutum (FERNÁNDEZ-GALIANO, 1973, 589-594), Alcalá de Henares, se localizó un sarcófago de plomo junto a otro enterramiento, también de inhumación, asociado a diversos objetos cerámicos que lo datan entre finales del siglo II d. C. y el III d. C. El hallazgo se produjo durante unas obras y fue una pala excavadora la que llevó a cabo la exhumación de los restos, por lo que su estudio resulta bastante complicado. De todos modos, la aparición de cerámicas comunes de color ocre y con decoración pictórica, junto a terra sigillata hispánica Dressel 27, Ritterling 8 (en algunos casos con cierta tendencia a los tipos tardíos por su decoración), una lucerna, Loeschcke VIII, y algunos vidrios permiten establecer la cronología apuntada.

- En la necrópolis de la Lanzada, en Noalla (Pontevedra), de un total de 40 enterramientos excavados dos corresponden a incineraciones –concretamente las sepulturas 10 (BLANCO et alii, 1961, 148-150) y 23 (BLANCO et alii, 1967, 17-18)- y el resto a inhumaciones. La cronología de esta necrópolis, que puede situarse entre finales del siglo III y principios del IV d. C., constituye un conjunto de baja época romana y podemos asociarla a la existencia de un castro que perduró hasta los últimos siglos del Imperio. La pervivencia de algunas incineraciones, en la fecha tardía ya señalada, y el predominio absoluto de la inhumación permite establecer, en torno a finales del siglo III y durante todo el IV, el tránsito a esta III Fase de “triunfo de la inhumación”.

Y lo mismo ocurre en el Valle del Ebro: - En Caesaraugusta (AGUAROD y GALVE, 1991, 37; BELTRÁN LLORIS, 1991, 27-29 y GALVE, 2008), a raíz del constante crecimiento de la necrópolis oriental fue necesaria la formación de otros recintos funerarios en diversos puntos de la periferia ciudadana. Por esto, en el transcurso del siglo III d. C., se crea una nueva área cementerial localizada en el Paseo Echegaray y Caballero y conocida como la necrópolis Norte. Pese a lo limitado de la excavación, podemos adelantar que todas las sepulturas descubiertas eran de inhumación. En la misma ciudad, las excavaciones realizadas en la necrópolis de la Puerta Occidental proporcionaron el hallazgo de un cementerio que comenzó a utilizarse hacia finales del siglo II d. C., perdurando su utilización durante el Bajo Imperio. En los 200 metros cuadrados excavados se han hallado 13 inhumaciones y dos incineraciones de

- También en el núcleo urbano de Lalín, Pontevedra (CARAMÉS MOREIRA y RODRÍGUEZ CALVIÑO, 2002, 49-52), con motivo de unas obras llevadas a cabo en la rotonda de Feás, se hallaron dos sepulturas. Una era de incineración y la otra de inhumación y fueron fechadas en una época posterior al siglo II, pudiendo llegar incluso 115

Como ya hemos visto para la segunda fase de “transformación ritual”, con los casos de Ataúdes (Marancinho), siglos II y III d. C.; Mória, Eirozes o Fraga (Feira Nova) en el siglo IV d. C.

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hasta el V d. C. La convivencia de ambos ritos -aunque la parquedad de los datos impide ser más preciso- nos permite situar estos enterramientos en un horizonte de transición fechado entre los siglos III y V d. C., sin que podamos ajustar más las cronologías.

innovación ideológica y ritual patente en el registro arqueológico. Tras la conquista, y durante los siglos I y II d. C. y la primera mitad de la siguiente centuria, asistimos a la consolidación de los resultados conseguidos como consecuencia de la pax romana: el afianzamiento de una unidad territorial y el surgimiento de una nueva sociedad que sustenta esta nueva realidad. Este proceso parece desarrollarse en la zona de Levante durante el siglo I d. C., concretamente entre Tiberio y la dinastía de los Flavios, si bien estas cronologías podrían matizarse según yacimientos. Para la zona central de la Provincia las fechas de este proceso parecen seguir las mismas pautas que en la zona anterior, pues no en vano en esta fase comienza a producirse una normalización del ritual, lo que implica cierta homogeneidad en los territorios. Aún así, las fechas son sensiblemente más modernas –al menos a la luz de los casos conocidos- y podemos establecerlas durante todo el siglo I d. C. llegando, incluso, a comienzos del II d. C. El desarrollo de esta segunda fase en la Zona Noroeste de la Península resulta mucho más ilustrativo en este caso, pues conocemos necrópolis de incineración con unas fechas que oscilan entre los siglos III y IV d. C., momento en el que la inhumación –III Fase- es la práctica más común en las zonas anteriores.

- Finalmente, en la necrópolis de Póvoa de Lanhoso (CARVALHO, 1991-1992, 166) en Garfe, villa portuguesa del Distrito de Braga; a pesar de que el rito de enterramiento es desconocido, se barajan dos posibilidades: la práctica de la inhumación y de la incineración, con una cronología difícil de establecer y, por cierto, muy amplia -entre los siglos I y V d. C.aunque por las tipologías cerámicas ésta se centra, principalmente, en torno al siglo III d. C. ○ Conclusiones. A pesar de que tenemos una gran descompensación en los datos, pues todas las necrópolis no nos aportan los mismos niveles de información, creemos que a partir de los ejemplos citados puede establecerse –de forma general y a la expectativa de nuevos hallazgos y futuros análisis- una evolución lineal del proceso de “aculturación funeraria” que en estos territorios se llevó a cabo a lo largo del dominio romano. Para la primera fase, denominada “inicio de la romanización material”, que consistía en la introducción de materiales romanos importados en ajuares funerarios que todavía conservaban un ritual básicamente indígena, las tres áreas diferenciadas parecen seguir las mismas directrices aunque con unas diferencias cronológicas importantes. No obstante, el proceso parece ser el mismo en estos tres ámbitos culturales: de forma general puede decirse que las primeras importaciones de material romano en contextos funerarios indígenas se produjeron, en gran medida, antes de la propia conquista. En Levante, a partir del siglo III y, sobre todo, durante el II a. C. con la aparición de las primeras campanienses A y B; en la zona de la Meseta Central y sus estribaciones, cuyo inicio se ha hecho coincidir con las guerras sertorianas y que se prolonga hasta el cambio de la Era, con la aparición de las primeras cerámicas de terra sigillata junto a materiales propios del tardoceltiberismo; y en la zona del Noroeste, a partir del cambio de la Era, con la aparición de los primeros materiales de cronología imperial, cerámica sigillata, monedas de Augusto, etc. pero con una clara persistencia de las costumbres indígenas. Parece haber, en este primer momento, escasas modificaciones en las mentalidades y en la concepción funeraria de las distintas culturas peninsulares que apenas han variado. Lo que ocurre es que el objeto de carácter local se sustituye por otro importado –que sin duda otorga estatus e implica una diferenciación social y económica- pero sin que a éste se le otorgue una función distinta a la que ya cumplía el objeto sustituido en un contexto ritual indígena.

No es infrecuente encontrar elementos indígenas, sobre todo cerámicas de fabricación local, en estos contextos; aunque no implican la convivencia de dos maneras distintas de entender la práctica funeraria en la sociedad indígena (FUENTES, 1991b, 590). El peso y la influencia de la cultura helenístico-romana es ya un hecho irreversible, pero fruto de la conjunción de estos dos modelos surge la síntesis “indígeno-romana” propia de la sociedad hispanorromana (y en general de todo ámbito provincial), que en el ámbito funerario se logra a partir de una tradición indígena modificada por la recepción y asimilación, en distintos grados, de los modelos “romanos”. Pese a que la normalización del ritual ya era patente en determinadas incineraciones –en las que el desarrollo del ritual helenístico-romano es un hecho totalmente innegable-; el hito del cambio en el rito funerario implica, por fin de una manera total, la ruptura con la tradición indígena de incinerar a los difuntos, tan arraigada en toda la Península. Estamos ante la última de las fases, el “triunfo de la inhumación”, que significa la verdadera extensión de “lo helenístico-romano” en lo funerario y supone un corte total con el indigenismo manifestado en diversos pueblos bajo el dominio romano (FUENTES, 1991b, 591). No obstante, esta uniformidad ritual no soterró lo provincial, conservando cada territorio distintas particularidades116. En el ámbito provincial, de forma general, podemos establecer cómo fue este proceso de

La siguiente fase, “transformación ritual”, conlleva un cambio en la mentalidad plasmado en la inclusión de una serie de materiales romanos que, por vez primera, se apartan de la tradición anterior. Aspecto que supone una

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Es interesante observar un resurgir del indigenismo cuando, a lo largo del Bajo Imperio y al disminuir la presión cultural, económica, política, etc. de Roma a causa de la crisis, rebrotaron, como está documentado en Galicia, Germania y el Norte de África, formas y tradiciones indígenas caídas en desuso. (MACMULLEN, 1965, 93 y ss).

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implantación de la inhumación y por tanto de esta tercera fase.

presencia romana además de tardía tendrá menor incidencia, podemos retrasar estas fechas. Por un lado, por la larga pervivencia de la incineración en determinadas áreas cementeriales incluso hasta el siglo IV (es el caso de las necrópolis de Ataúdes, Mória, Eirozes o Fraga), y por otro, porque encontramos ejemplos de este cambio (Póvoa de Lanhoso, Lalín o La Lanzada) que pueden fecharse entre los siglos III y IV d. C., lo que implica más de un siglo de diferencia con respecto a las zonas anteriores.

En la zona del Rhin, la inhumación suplantó a la cremación en el transcurso del siglo III d. C.; en la Gallia, la cremación era una costumbre indígena y su uso continuó hasta los siglos III y IV d. C., cronología ratificada por el hallazgo de monedas de Constantino en urnas cinerarias en Metz y Soisons que nos permiten concretar este marco temporal, aunque puede establecerse que, a mediados del siglo III d. C., la inhumación era la práctica habitual. En Britannia, el rito de inhumación llega a sustituir al de cremación hacia mediados del siglo II d. C., apareciendo al principio como una excepción y llegando a ser, en el siglo III, la norma. En Iliria se han hallado cremaciones acompañadas de monedas de Claudio el Gótico, cuyo efímero reinado (268-270) nos sitúa en la segunda mitad del siglo III, y otras del emperador Licinio (308-324) en el primer cuarto del siglo IV. También la provincia de África, que tanto aquí como en otros muchos aspectos sigue las directrices de las provincias occidentales, inhumación e incineración fueron simultáneas hasta el reinado de Septimio Severo. A partir de entonces y durante todo el siglo III d. C., la cremación fue algo excepcional y ya en el siglo IV d. C. puede decirse –de forma general- que está totalmente desaparecida. Si bien, en la Dacia la costumbre ancestral había sido la de la cremación y aunque la llegada de los romanos implicó la práctica de la inhumación, atestiguada por el uso de sarcófagos, el rito de incineración se mantuvo incluso tras la llegada del cristianismo en los siglos IV y V d. C. (NOCK, 1932, 325 y ss.)

Será con el triunfo del cristianismo cuando se produzca un cambio total en el comportamiento funerario de los territorios hispanos y, por ende, de todo el Imperio. Las áreas cementeriales se mudan al interior del recinto urbano y las sepulturas se agrupan en torno a iglesias y otros centros de culto cristiano. El ajuar desaparece totalmente y parece apreciarse una clara ordenación en los cementerios y una uniformidad en la orientación de sus sepulturas, aspectos que son más difíciles de evaluar en épocas precedentes. Además, y de forma absoluta, la inhumación aparece como el único rito de enterramiento. Estos hechos nos muestran un profundo cambio en la concepción de la muerte y en la actitud con la que ésta se afronta, procesos que, en gran medida, pueden ser evaluados desde un punto de vista material aunque sin perder de vista otras disciplinas, como la historia o la historia de las religiones y del arte, que permiten englobar este planteamiento en un determinado marco y dotarlo de cierta coherencia. 4. 2. El ritual de cremación Para las sociedades que han practicado la cremación, la hoguera puede ser el objeto de la sepultura, como ocurre con las hogueras bajo túmulo de la I Edad del Hierro o las “tumbas-hoguera” romanas. En otros casos, los restos óseos, en ocasiones mezclados con carbones y otros residuos, pueden ser recogidos para depositarse en otro lugar. Una terminología basada en esta diferencia se ha ido instalando progresivamente con las expresiones de incineración primaria y secundaria, aunque ésta necesite ser matizada.

Además, la cremación sobrevivió en fanáticos del paganismo, aunque parece extinta a finales del siglo IV d. C., pues en el Código de Teodosio (IX, 17, 6) se mencionan tumbas de cremación pero como vestigios anticuados y de carácter excepcional (AUDIN, 1960, 530). De acuerdo con lo expuesto, la primera expansión generalizadora de la inhumación data del siglo II d. C., localizándose en el centro económico y cultural del momento: las provincias occidentales del Imperio: Italia, Gallia –Narbonensis-, e Hispania. Éstas son las tierras donde el Imperio encontró su primera expansión militar y económica y, salvo excepciones, la inhumación no formaba parte de los ritos funerarios de los substratos culturales previos (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 78). Pero esta información debe ser matizada. En Hispania, podemos establecer que entre la segunda mitad del siglo II y a partir del III d. C. el rito de inhumación comienza a sustituir de forma clara al de incineración que había tenido una larga persistencia. Tanto en la zona de Levante y el Sur como en centro peninsular, las cronologías parecen establecer estas fechas como puntos de inflexión en lo que a la “romanización” de las prácticas funerarias se refiere. No obstante, y a pesar de que gran parte de la Península sigue estas directrices, en los últimos territorios conquistados, en los que la

Tanto la “incineración” (sería más conveniente hablar de cremación) como “primaria” se relacionan con el tratamiento del cuerpo. Por el contrario, el epíteto de “secundaria” se refiere al tratamiento de los restos de la cremación; “primaria” significa que se quema directamente un cadáver mientras que “secundaria” parece indicar que la cremación se produce en un segundo tiempo, tras un tratamiento anterior del cuerpo. Y aunque esto no es así, esta terminología induce a una confusión entre los dos registros, ya que en realidad el arqueólogo designa la tumba, el lugar de descanso definitivo de los restos. No obstante, parece preferible conservar la terminología tradicional, por todos entendida, por la que se concibe como sepultura “primaria” cuando la hoguera constituye la tumba, y como “secundaria” cuando los restos han sido transportados y depositados en un lugar distinto al que se ha producido la cremación. 161

54. Ustrinum de El Corral de Colas (Valpalmas, Zaragoza). Reconstrucción de la planta y el alzado. (LANZAROTE, 1989, 105)

La expresión incineración primaria se impuso siguiendo el empleo abusivo del término latino bustum, para designar a la “tumba-hoguera”, a menudo individual, en oposición al de ustrinum, que evoca áreas de cremación, tanto de uso individual como colectivo, y que son limpiadas, presumiblemente, tras cada uso. Sin embargo, esta diferenciación tan tajante entre bustum y ustrinum sólo está fundada en un único texto, fechado en el siglo II d. C. Según éste, “bustum proprie dicitur locum, in quo mortuus est combustus et sepultus, diciturque bustum, quasi bene ustum; ubi vero combustus quis tantum modo, alibi vero est sepultus, is locus ab uerendo ustrina vocatur: sed modo busta sepulcra apellamus”117.

que implicaría que el bustum se asocia a cremaciones sucesivas o colectivas. Parece difícil entender, sólo con la ayuda de los textos, si el carácter plural se refiere a la tumba misma o al espacio funerario. Probablemente, con un mismo término estamos hablando tanto del espacio como de la estructura. Las diferencias teóricas entre sepulturas primarias y secundarias se basan en la percepción que se tuvo de las estructuras funerarias en los años ochenta. Las tumbas rectangulares que tenían restos de incendio y contenían, generalmente, los huesos quemados de un único esqueleto se tomaron como sepulturas primarias y se llamaron “tumbas-hoguera”. Los huesos separados, o no, de los residuos de la combustión y colocados en una fosa ilustraban el carácter secundario de los depósitos, pero la interpretación de estas estructuras secundarias como sepulturas puede dar lugar a equívocos. De todos modos, mantendremos la terminología tradicional y, prácticamente, por todos aceptada a la hora de abordar esta práctica en la Hispania Romana.

En la antigüedad, bustum parecía recoger realidades muy diversas y el empleo de esta palabra, en latín, está muy lejos de ser claro. Rogus designa la hoguera en tanto que estructura118; bustum, a menudo, parece indicar el lugar donde el muerto ha sido quemado y enterrado, coincidiendo en el espacio el lugar de la cremación y el de sepultura. Esta unidad aparece en Catulo que habla de coaceruatum bustum al referirse a la pira de Aquiles119. Además, existe al menos un texto en el que el término bustum se emplea para designar un lugar en el que los huesos, tras ser cremados en la pira, son inhumados120, aunque no se especifica si los restos se trasladaron o si el enterramiento tuvo lugar en el mismo sitio. Y por último, Cicerón, en uno de sus textos121, asocia el término bustum a sepultura; este sentido se aplicaría a la “tumbahoguera”. En todo caso, el carácter individual del bustum sería discutible, pues Lucano122 habla tanto de singula busta como de discretos rogus (“piras reutilizables”), lo

- 4. 2. a. Rogus/Pyra Por pyra se entiende el amontonamiento de leña previo a su combustión; en cuanto ésta se produce, recibe el nombre de rogus. De ordinario, los sobrevivientes procuraban formar una pira espléndida, en la que no sólo se buscaba el honor del difunto sino también la ostentación y la vanidad familiar. Éstas se levantaban en forma de altar y se decoraban, según las posibilidades de cada uno, con pinturas, tapices, estatuas o, de forma más sencilla, con flores, ramas de ciprés, etc. Como ya hemos mencionado anteriormente, las XII Tablas prohibían labrar las maderas que iban a arder en un intento de regular el gasto de los funerales, aspecto que no impedía, en ocasiones, arrojar a la pira costosos perfumes, multitud de sustancias aromáticas y preciosos objetos.

117 Pompeyo Festo, Sobre el significado de las palabras, cfr. Bustum. (Trad. O. Mueller). 118 Virgilio, Aeneida, IV, 640. (Trad. J. de Echave-Sustaeta). 119 Catulo, Carmina, 64-363. (Trad. A. Soler). 120 Lucano, Farsalia, VIII, 785-793. (Trad. A. Holgado). 121 Cicerón, Filípicas, XIII, 34. (Trad. M. J. Muñoz). 122 Lucano, Farsalia, VII, 803. (Trad. A. Holgado).

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55. Recreación idealizada de la pyra funeraria en la que se ha depositado el difunto. (VAQUERIZO, 2001a, 76).

En la mayor parte de los casos, no debía existir una selección ritual de la madera que iba a servir de combustible, utilizándose ésta según criterios de proximidad; aunque la falta de estudios antracológicos nos impide ser más precisos al respecto. No obstante, algunos experimentos llevados a cabo a este respecto, así como la documentación de diversos paralelos etnográficos, tal vez puedan ilustrar muchos aspectos de esta parte del ritual funerario que todavía permanecen oscuros.

un fuelle a la derecha del hueso esfenoides y en las áreas temporales del cráneo, aspecto que implicó la combustión completa del cerebro, al abrirse las estructuras craneales como resultado de las presiones internas. Aunque ni todos los cráneos ni todos los cuerpos responden al mismo tratamiento por igual. Las variaciones entre los distintos cuerpos es un factor muy importante que tanto el cremator como el constructor de la pira debían conocer. La anatomía de los distintos individuos, la cantidad y la localización de la grasa condicionan sobremanera el proceso de combustión en la pira; ya que, generalmente, “females will cremate more easily than males because of their slightly heavier and different fat deposits; the very old and the immature are more difficult to cremate as they usually carry less fat” (MCKINLEY, 1994b, 72).

El acto de la cremación requiere para su éxito, es decir, para la completa calcinación de los restos mortales del sujeto objeto del funeral, que los huesos mineralizados – que encontramos en los depósitos arqueológicos- sean tratados de dos maneras diferentes. Por un lado, para la completa combustión de las partes orgánicas y líquidas del cuerpo, se requiere una cantidad suficiente de oxígeno y calor que debe ser aplicada directamente sobre los huesos y, por otro, y mediante este proceso, debe lograrse la modificación de las estructuras cristalinas del hueso (WEEKES, 2005, 16).

El cremator tiene que saber cómo remover los restos mortales así como conseguir mantener el equilibrio entre el calor generado por la ignición de la grasa, con el objetivo de extraer los líquidos corporales y los tejidos blandos, a la vez que debe exponer los huesos al suficiente calor y oxígeno como para que su cremación sea total. Este proceso necesita un control exhaustivo de la temperatura de la pira, así como la aplicación directa del calor en determinadas partes de la anatomía del individuo a través de la manipulación de los restos humanos.

Pero en este proceso, determinadas partes de la anatomía se calcinan con más rapidez que otras, en particular los huesos largos de las piernas y el cráneo que tienden a quemarse antes a causa de que no están envueltos por tejidos blandos, por lo que son los primeros en deshidratarse cremándose con más rapidez. No obstante, como ahora veremos, la completa combustión del cerebro podía resultar no poco problemática (MCKINLEY, 1994b, 75).

La cremación de un sujeto –según se desprende de los estudios de arqueología experimental y de los paralelos etnográficos- requiere algo más que el simple calor de la pira y éste parece ser un complicado proceso que debía ser llevado a cabo por verdaderos profesionales. Obviamente, una pira en área abierta demandaba un importante control de las condiciones de la cremación e implicaba la manipulación tanto de los restos humanos como del combustible. En este caso, la necesidad de

Para la calcinación completa del cráneo, y a causa de la dificultad de incinerar el cerebro, se hace necesaria la apertura de la válvula craneal, aspecto dependiente –en gran medida- de la fusión de las estructuras craneales. En un experimento realizado por J. Weekes (2005, 17) en el que se cremaron tres cadáveres, se dispuso directamente 163

violenta de los mismos una vez que la pyra había empezado a arder.

utilizar un combustible sólido –generalmente madera- era una dificultad añadida, pues exigía mantener el flujo de oxígeno requerido para la combustión (MCKINLEY, 1989, 67; 1994b, 79).

- 4. 2. b. Ossilegia depositados en busta Pese a las controversias suscitadas entre enterramientos primarios y secundarios, continuaremos aplicando la terminología tradicional, busta y ustrina, ya que es por todos comprendida.

El hecho de cubrir los restos mortales, una vez en la pira, con las ofrendas o con más combustible, también podía mermar el tiro y por tanto la cantidad necesaria de oxígeno dificultando más el proceso. A este hecho, había que añadir la acumulación de cenizas que podían causar el colapso prematuro de la pira, partes del cuerpo que caían desprendidas o eran menos accesibles para su remoción, además de otras variantes más difíciles de controlar como los factores atmosféricos. En todo caso, se ha calculado que una pira situada en un área abierta tardaría unas siete u ocho horas en consumirse (MCKINLEY, 1989, 66-67; 1994b, 78-79). Es poco probable que en una pira en la que no se añadiese más combustible y en la que el cremator no manipulase los restos del difunto se produjese una combustión completa. Conocemos algunas descripciones etnográficas en las que los restos del difunto, una vez que la pira ha comenzado a arder, son golpeados con palos con el objetivo de abrir el cráneo y la caja torácica asegurándose así una completa combustión del cerebro y de otros tejidos blandos. Conocemos el ejemplo mencionado por Robinson para los aborígenes de Tasmania123 o en el caso de la India, donde el jefe del duelo lleva a cabo una ceremonia llamada kapal kriya (“el rito del cráneo”) en la que, de nuevo, el cráneo –así como otras partes de la anatomía- son abiertas a golpes con un palo de bambú, asegurándose así una completa combustión (PARRY, 1994, 177). Esta práctica podría haberse llevado a cabo en las cremaciones antiguas y, por tanto, también en el Imperio Romano, pues C. Wells (1960, 33) señala un tipo particular de fractura en la parte media del hueso petrous temporal que no parece darse en las cremaciones modernas.

56. Enterramiento en bustum, acompañado de ajuar, cuya fosa se encuentra revestida por mampuestos. Se ha fechado en la segunda mitad del siglo II d. C. (VARGAS y GUTIÉRREZ, 2004, 271)

Bustum define una sepultura construida sobre el mismo lugar donde se ha consumido la pira y, por tanto, donde se ha incinerado el cadáver. Es, sobre los restos de esta combustión, donde se ha elevado la estructura funeraria que protege al sepulchrum, independientemente de la forma y tipología de ésta (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 88). Los restos procedentes de la combustión de la pira se denominaban ossilegium, con independencia de si la cremación se había efectuado en un ustrina o en un bustum. Tras su selección, en el primer caso, eran depositados en otro lugar; o, en el segundo caso, seleccionados o no, eran enterrados en el mismo sitio donde se había producido la cremación. Éstas son las incineraciones primarias a las que nos referíamos, que se han depositado en la misma fosa en la que se han incinerado. En cualquier caso la presencia de una urna cineraria no implica siempre una cremación en ustrinum.

En las cremaciones, a causa de la acción del fuego y por la deshidratación, algunos miembros se contraen y, por la expansión de los gases, el abdomen se hincha (MAYS, 2000, 207). Éste parece ser el efecto señalado por W. Gaitzsch y A. Werner (1993, 64) para los cerdos utilizados en sus piras experimentales, en las que, a los 15 minutos, la piel y los músculos de los animales utilizados a modo de cadáver se rajaron, dejando gradualmente al aire los tejidos blandos y parte del esqueleto. Es en este momento cuando el proceso de golpear los restos humanos y remover la pira cobra mayor importancia pues, según hemos visto en los paralelos etnográficos, sin estas acciones la combustión nunca sería completa. No debemos pasar por alto, por tanto, los conocimientos técnicos ni el esfuerzo físico ni la habilidad y experiencia de los crematores para el correcto desarrollo de una incineración. Ni tampoco el hecho de que la fragmentación de los huesos resultantes de una cremación se deba sólo a la acción del fuego, sino a la manipulación

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Encontramos estructuras funerarias de este tipo en casi todas las necrópolis de incineración documentadas. Por poner algunos ejemplos, en la provincia Lusitania encontramos busta en la necrópolis de Fonte Velha, en la que todos sus enterramientos, datados entre el siglo I y II d. C., son de este tipo, en las diversas áreas funerarias de Emerita Augusta, en la necrópolis de El Pradillo o en Monte Novo do Castelinho, todas con similar cronología. También en la Baetica es un tipo sepulcral ampliamente documentado, tal y como aparece en diversos enterramientos de la necrópolis de Carmo, con las cronologías más tempranas establecidas entre el siglo I a. C y II d. C., en Hispalis, Stock del Gossan, en diversas de

Robinson, 31 de Julio de 1832, en PLOMELY, 1966, 637-638.

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57. Los restos de la cremación -se hayan introducido en una urna cineraria o no-, junto con el ajuar, se depositan en el interior de un hueco tallado en la roca o en la tierra. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 380)

las zonas sepulcrales de Corduba, Baelo Claudia o Carissa Aurelia, etc., todas ellas fechadas entre el siglo I y II d. C., aunque no faltan ejemplos que pueden llevarse incluso hasta el siglo III d. C.

de Lucentum, en la zona de El Fapegal; en la de Otegui, Espinal, y en alguna de las áreas sepulcrales de Emporiae, principalmente en la Ballesta. De nuevo, la cronología establecida para este tipo de enterramientos en las tres provincias parece coincidir con la ya establecida para los busta ya analizados. El predominio de éstos podría fijarse entre los siglos I y II d. C., aunque de nuevo no falten ejemplos fechados en momentos anteriores, entre los siglos II y I a. C., pudiendo llegar hasta el siglo III d. C.

Finalmente, en la provincia Tarraconensis lo documentamos en todas las de Emporiae, I-II d. C.; en la Necrópolis Norte y en la de la Puerta Occidental de Caesaraugusta, cuya cronología puede extenderse incluso hasta el siglo III d. C. También la estructura monumental 1 de Oiarso parece albergar los restos de otro; en la necrópolis de La Calerilla muchas de las sepulturas de incineración responden a este tipo, así como las de la C/Quart, en Valentia, al menos en la fase republicana antigua; en Asturica Augusta. etc., la cronología, al igual que en el resto de provincias puede establecerse, principalmente entre el siglo I y II d. C., pudiendo llegar hasta el III d. C. en determinados casos.

Los paralelos más cercanos a esta práctica los encontramos en el Mediterráneo Oriental, fundamentalmente en poblaciones de sustrato semita. Así, lo constatamos en el mundo fenicio desde el I Milenio, y por ende en Cartago, Cerdeña o Ibiza; y también en la Grecia Continental y en las islas del Egeo, al menos, durante los periodos Arcaico y Clásico.

- 4. 2. c. Ossilegia depositados en huecos tallados en la roca o en la tierra En este caso se trata de los restos de incineraciones realizadas en ustrina y depositadas en un hueco tallado en el substrato rocoso o en la misma tierra. Al no existir ningún tipo de contenedor, cabe suponer que los restos cremados eran recogidos en algún paño o contenedor lígneo, de naturaleza perecedera, e introducidos así en la tierra.

- 4. 2. d. Ossilegia depositados en urnae u ollae La disposición de los restos procedentes de una incineración en el interior de un receptáculo, sea del tipo que fuere: plomo, cerámica, vidrio, piedra, etc. es uno de los rituales más extendidos entre muchas civilizaciones. No en vano, lo encontramos presente desde la Prehistoria Centroeuropea y es común a cualquier cultura incineradora. La misma costumbre la encontramos en Oriente Próximo desde el siglo XV a. C., en los Campos de Urnas propios de la Edad del Bronce, en Fenicia y Palestina durante el I Milenio, en Grecia durante el Micénico III y, en general, por todo el Mediterráneo Occidental en ambientes de colonización fenicio-púnica (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 89). Los antropólogos han querido ver en el trasfondo de esta costumbre creencias de muerte y renacimiento, en las que esta disposición sería una vuelta al vientre materno, relacionado con el continente elegido, del mismo modo que el paño mencionado en el apartado anterior haría referencia a la placenta, según paralelos con determinadas tribus africanas (THOMAS, 1980, 64-65, 91 y 185-186).

En la Lusitania, constatamos esta forma de disposición de los restos cremados en algunas necrópolis como la de Santo André, Las Tomas o alguna de las zonas funerarias de Emerita Augusta: como la Avenida Reina Sofía, la Barriada de los Milagros o el Sitio del Disco. Ésta práctica, tampoco parece que fue muy abundante en los territorios de la provincia Baetica, aun así lo documentamos en Alcolea del Río, en Corduba, al menos en la zona funeraria de Haza de la Salud y el Camino Viejo de Almodóvar, o en Gades, en la C/J. Ramón Jiménez. Finalmente, en el caso de la Tarraconensis encontramos enterramientos de este tipo en la necrópolis

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58. Ejemplo de ossuaria y urnae. Necrópolis Torres, Emporiae. (ALMAGRO, 1955, 190)

De nuevo las cronologías para este tipo de contenedores cinerarios son similares a las ya apuntadas para las otras modalidades de enterramiento de los restos de la cremación, fundamentalmente entre los siglos I y II d. C., pero sin que falten casos en fechas anteriores y posteriores.

Como ya hemos tratado con anterioridad, entre los romanos se practicaba el rito de os resectum. Este parece implicar que de las dos formas de sepultar, inhumación e incineración, la más antigua fue la primera, ya que quedó como un rito esencial el arrojar un puñado de tierra sobre el cuerpo o, cuando la incineración se fue extendiendo, fue costumbre separar una parte del cuerpo, generalmente un dedo, que era enterrado bajo tres puñados de tierra, iniecta gleba. Este rito, era el que daba el carácter de locus religiosus a una sepultura de incineración. Tras la incineración y la recogida de los restos, éstos eran depositados en el interior de una urna de naturaleza variada, que en ocasiones se introducía en un ossuarium o cinerarium. La diferencia entre éstas es poco clara, más aún cuando su interrelación es tal que es difícil establecer las funciones de una u otra. Si la incineración se encuentra en un doble receptáculo (como una urna de vidrio en el interior de otra de plomo) la distinción es simple; siendo urnae las primeras y ossuaria las segundas. Constatamos esta práctica en la necrópolis de Emerita Augusta, o en Olisipo Felicitas Iulia, en la provincia Lusitania; en Gades, donde las urnas de plomo contenían los restos de la cremación y, luego, éstas se introducían en el interior de ánforas, o en Corduba, por citar algún ejemplo, y, finalmente, en la provincia Tarraconensis, en Asturica Augusta, en el barrio de San Andrés; según noticias, en la necrópolis de Carthago Nova; en algunos enterramientos en las necrópolis de Emporiae; en Pallentia, en la necrópolis al sur del recinto antiguo, etc. Sin embargo no siempre esto es así, y encontramos urnas que son depositadas directamente en el interior de un conditorium, sin otro contenedor intermedio. Éstas son la gran mayoría, y no merece la pena enumerar ningún ejemplo ya que están bien representados por toda la Península.

59. Ajuar de la sepultura 3 del Parque de las Naciones, Lucentum. En él podemos apreciar elementos pertenecientes a la cultura material indígena, como la urna Elche-Archena con un plato tapadera de idéntica producción; junto con dos platos de terra sigillata itálica, uno Dragendotff 17 B, y otro de Ritterlin 1. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 377)

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60. Ejemplo de sepultura de tegulae a doble vertiente cubierta por imbrices. (TOYNBEE, 1971, fig. 63)

No obstante, hay una gran variedad dentro de este tipo analizado. En un primer momento, se sigue practicando el ritual funerario prerromano aunque comienzan a introducirse elementos de ajuar de tradición romana. Estamos ante una primera “romanización”, si se nos permite el uso de la expresión, en un principio sólo de carácter material, ya que todavía parecen perdurar los rituales indígenas.

identificación de cremaciones por personas ajenas a la arqueología en hallazgos casuales, en contraposición con los restos esqueletales de una inhumación. - 4. 3. a. Estructuras de tegulae a doble vertiente Se trata del primer tipo de sepulcro en el que la tegula aparece como material constructivo, normalmente reutilizada y formando parte integrante de la estructura funeraria. En este caso se dispone, cubriendo los restos, en forma de tejadillo a dos aguas y en ocasiones va coronada por imbrices. Las inhumaciones, que solían disponerse en el interior de ataúdes -a juzgar por los clavos frecuentemente encontrados- se cubrían por un número variable de tegulae, que oscilaba según el tamaño de éstas y de la fosa. Y aunque las juntas podían ir cubiertas por imbrices, no hay que descartar el uso de otros materiales como fragmentos de dolia, ladrillos o piedras.

Una segunda fase será la que trasforme de forma decisiva el ritual, las creencias y en definitiva el mundo funerario. Ésta se caracterizará por la inclusión de objetos romanos con un nuevo significado, apartados del ritual indígena y sólo explicados a partir de una transformación en las mentalidades, más allá de lo material124. 4. 3. La inhumación El uso simultáneo en Roma de la inhumación y de la incineración y, sobre todo, la sustitución absoluta de la incineración por la inhumación en los siglos centrales del Imperio ha suscitado no poca controversia. Hemos abordado, de la forma más clara posible, esta interesante evolución de la que poco más podemos decir. No obstante, va a ser difícil establecer una fecha exacta que marque el cambio entre uno y otro rito, dado que la utilización de éstos va a ser una práctica opcional hasta muy avanzado el Imperio.

En el interior de la fosa, el cadáver podía ser depositado en un lecho formado por este mismo material o directamente sobre la tierra; quedando todo el conjunto en el interior de una fosa excavada en la tierra. Por sus características puede emparentarse tanto con el resto de estructuras funerarias que utilizan tegulae, sea cual sea su disposición, así como con otras que se dispongan con esta misma forma, como es el caso de las lajas a doble vertiente.

Este ritual ofrece la mayor parte de los restos estudiados pero la diferencia cuantitativa se debe a varias razones: por un lado, a deficiencias del registro arqueológico, ya que no todas las incineraciones se depositaban en el subsuelo sino en collumbaria o en ollaria de tumbas monumentales muchas de ellas ya desaparecidas; por otro, a la amplitud cronológica del uso de la inhumación, que se impone, de forma general, en el siglo II d. C. hasta prácticamente nuestros días y, finalmente, a estos hechos hay que añadir la dificultad de

Esta tipología recuerda a la forma de una casa, presente de un modo más o menos constante en la arquitectura funeraria, pues no hay que olvidar que desde la más grande de las construcciones funerarias hasta el receptáculo más humilde excavado directamente en la tierra se trataba de la última y eterna morada del difunto. Quizás tenga relación con las urnas oikomorfas cuyo uso fue frecuente en las regiones de Campania y Calabria en torno a los siglos X y VIII a. C., y por toda la costa mediterránea al sur del Arno; en definitiva con la idea de que la sepultura es la morada de los muertos (BLÁZQUEZ MARTÍNEZ, 1994, 67).

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Ver: 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria, 140 y ss.

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61. Esquema de sepultura de tegulae dispuestas a doble vertiente (TED’A, 1987, 126).

En todo caso, la presencia de este tipo fuera del marco cronológico y cultural en el que nos movemos está íntimamente ligado a la difusión de la teja cerámica como elemento de construcción, aspecto que lo restringe al mundo griego y romano; al no extenderse su uso entre fenicios y púnicos (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 93). El tipo que hemos descrito, lo encontramos en la necrópolis de Thera (CAHEN, 1877-1899, 1215), en el mar Egeo; también en Rhodas (KURTZ y BOARDMAN, 1985, 227), en Locrida (KURTZ y BOARDMAN, 1985, 373) o en diversas necrópolis griegas de la Magna Grecia: en Selinunte, en el siglo VI a. C. (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989b, 370) y también en Metauro (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 121), en Corzzo Matrice (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 158), S. Luigi (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 305), en Monte Sarraceno (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 314), en Monte Sabucina (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 321), Assoro (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 160) y Panormo (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 597) en el siglo VI a. C.; en Gela (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 275 y ss.) y Paso Marinaro (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 226), todas ellas datadas en el siglo V a. C. Filiación que no debe extrañar, pues la teja romana, sea tegula o imbrex, es heredera directa de la griega siciliota y el techo romano a doble vertiente es originario del Mediterráneo Oriental (ADAM, 1996, 224-225). De hecho, se ha definido esta tipología sepulcral como puramente griega (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 161).

Está documentada en el sur de la Gallia (FOULCHER, 1987, 101-107; BEL et alii, 1987, 1-35); aunque de nuevo encontramos esta tipología sepulcral en necrópolis del norte de África (LANCEL, 1970; FÈVRIER y GUERY, 1980); en Cerdeña o en la Península Itálica, también para incineraciones e inhumaciones en un momento transicional (BERGAMINI, 1988, 21-26 y LAMBOGLIA, 1958, 125-128); así como en Centroeuropa, en Matrica, Százhalombatta-Dunafüred, en el que este sistema de cubrición se combina con una estructura de ladrillos a modo de receptáculo de los restos mortales del difunto, con una cronología del siglo III d. C. (TOPAL, 1981, 81). En términos generales, para el mundo romano y también para el caso de las provincias hispanas, esta tipología surge en torno al siglo I a. C. y es usada para cubrir tanto las últimas incineraciones como las primeras inhumaciones, lo que evidencia su carácter transicional. No obstante, llegará a ser uno de los tipos más utilizados entre los siglos III y IV d. C., llegando en los casos más extremos hasta el siglo VII d. C. En la provincia Lusitania lo documentamos en diversas necrópolis, tal como Lage do Ouro; en las diversas áreas funerarias de Emerita Augusta; en la necrópolis de El Carrascalejo; en Torre d’Ares, en Balsa; en la necrópolis de O Padrãozinho, en Ossonoba, donde es un tipo bien representado; en Torre das Arcas o en El Pradillo donde es habitual la disposición de imbrex en las juntas y vértices.

En época romana, tiene una vasta difusión por todo el Imperio y es usada tanto para cubrir incineraciones como inhumaciones; por lo que puede decirse que surge en los momentos transicionales de uno a otro rito.

En el caso de la Baetica su uso fue también muy común, tal y como constatamos en diversas necrópolis de esta provincia: es el caso de Alcolea del Río; Monteblanco; en las diversas zonas funerarias de Corduba, así como en otras ciudades béticas importantes como Baelo Claudia, 168

Malaca, Astigi, en la necrópolis de La Orden, en Onoba; en las distintas áreas sepulcrales de Hispalis; en Iliberri o Torremolinos donde es un tipo ampliamente representado, así como en Orgiva o Peñarrubia.

Esta clase de estructuras, tal y como ocurre con los tipos en los que la teja forma parte inherente del mismo, no se documentan en el mundo púnico (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 94). Aunque no ocurre lo mismo en el mundo griego, cuyos casos más próximos –en el ámbito geográfico- los encontramos en la Magna Grecia entre los siglos VI y V a. C., en la necrópolis de Metauro, donde estructuras de este tipo se usaron para albergar algunas inhumaciones y también alguna incineración en urna (DOMÍNGUEZ MONEDERO, 1989a, 121).

Finalmente, en la provincia Tarraconensis, aunque encontramos ejemplos con cronología temprana que albergaron incineraciones (como es el caso de las necrópolis de Can Bel, I a. C.- I d. C., las distintas áreas cementeriales de Emporiae, datadas entre el siglo I y II d. C., la Plaza de Villa Madrid, en Barcino o en Caesaraugusta, I-III d. C.), la mayoría de ellas se sitúan en el Bajo Imperio y albergaron, fundamentalmente, inhumaciones, como en Bracara Augusta, Guisandes, San Miguel del Arroyo, Adro Vello, la necrópolis del Campus de Vegazana, Ilerda o Tarraco, donde está ampliamente testimoniado; pudiendo llegar, en algunos casos, a la Tardoantigüedad.

En el mundo romano, como ya hemos comentado, comenzamos a documentarlo en los momentos transicionales del cambio de rito. En incineraciones, fundamentalmente en la provincia Narbonensis, entre los siglos I y II d. C., conocemos los ejemplos de Arcs-SurArgens, en la que una estructura de este tipo albergaba seis incineraciones en urna (BOYER et alii, 1986, 92-93; FOULCHER, 1987, 101-107 y SABRIE, 1982); también lo constatamos, conteniendo incineraciones, en Britannia, en la zona de Norfolk (GURNEY, 1998, 2) o en Abbeyfield (EVANS et alii, 1997, 192), por citar algún caso. No obstante, su uso se hará más frecuente a partir del siglo III d. C., como receptáculo de inhumaciones.

- 4. 3. b. Cistas de tegulae Como no podía ser de otro modo, este tipo sepulcral comparte rasgos con la anterior ya que se sirve de los mismos materiales para levantar su estructura. Del mismo modo, su uso está atestiguado en los momentos transicionales del cambio de rito, por lo que también esta tipología ha albergado incineraciones e, igualmente, se relaciona con las cistas de piedra que hunden sus raíces en épocas prehistóricas.

En este marco cronológico lo documentamos en la Gallia: en la necrópolis de la Calade en Cabase donde podríamos hablar de pseudocista, pues en los dos casos documentados, aunque la cobertura de la fosa se hizo con tegulae planas, la estructura de cista propiamente dicha sólo protege la zona superior del cuerpo de los dos individuos (BÉRARD, 1961, 143-144 y 149-150); en la necrópolis de la Guérine à Cavase, en Var, en la que encontramos un enterramiento, datado en el siglo IV d. C., en el que las juntas de las tegulae se sellaron por imbrices (BÉRARD, 1980, 48-49); también la zona del valle del Ródano, en la necrópolis de Briord

Los enterramientos se introducen en la cavidad paralelepipédica que se forma a consecuencia de revestir las paredes y el suelo de una fosa con este material. Su cubrición se realiza también con tegulae dispuestas de forma horizontal aunque, como ya hemos mencionado para el caso anterior, las juntas pueden estar cubiertas con imbrices, piedras u otros materiales de muy diversa naturaleza.

62. Esquema de sepultura de cista de tegulae

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63. Ejemplo de sepultura de cista de tegulae (TED’A, 1987, 79).

(QUONIAM, 1961, 454 y GAGNIERE, 1960), en la Provenza, en la necrópolis de La Font-du-Buis, en Saze (GANGNIERE y GRENIER, 1972, 121, 124 y 127-128) o en la necrópolis de Lansargues, con una cronología del siglo IV d. C. (GIRARD y RAYNAUD, 1982, 160 y 165). También es un tipo frecuente en Panonia (TOPAL, 1993, 3) o en el norte de África, en la necrópolis de Sala (BOUBE, 1999, 58).

necrópolis de El Albir, aunque en un sólo enterramiento; en Vinyals, con una cronología entre los siglos II y III; en Saguntum, según noticias en el Camí Vill de la Mar; en la necrópolis de La Boatella, en Valentia; en Emporiae en la necrópolis Torres, también con unas fechas tardías, siglos III y IV d. C., y en multitud de necrópolis gallegas como Ayos, Adro Vello, Vilardevós o Modorro de San Pedro, en Incio.

Este tipo sepulcral no parece estar tan ampliamente representado como el anterior, aunque sí lo encontramos en toda Hispania. En la provincia Lusitania aparece conteniendo incineraciones en la necrópolis de Horta das Pinas, I-II d. C.; en Lage do Ouro donde alberga tanto incineraciones como alguna posible inhumación con un amplia cronología que va del siglo I al V d. C., lo mismo en Torre das Arcas y en Emerita Augusta con una cronología en torno al siglo II y III d. C. Aunque es mucho más frecuente su aparición en fechas posteriores, para enterramientos de inhumación, tal y como ocurre en Talavera de la Reina o en Civitas Aravorum, entre otros, con una cronología bajoimperial.

Una vez más, no podemos pasar por alto que el uso de este tipo sepulcral viene determinado por la utilización de este material de construcción, lo que condiciona su cronología y su difusión espacial. Para las incineraciones se usará entre los siglos I y II d. C., si bien, su uso en las inhumaciones se extenderá desde los siglos II y III d. C., siendo uno de los más representativos durante las dos centurias siguientes. Finalmente, según la cronología de estos ejemplos, podemos establecer que esta estructura sepulcral se extiende por Hispania, de forma general, desde el último cuarto del siglo II hasta el siglo IV d. C. - 4. 3. c. Fossae con cubierta horizontal de tegulae La complejidad de analizar este tipo sepulcral radica en el hecho de que puede responder a dos subtipos. En todo caso, la primera posibilidad es que se trate de una fosa, de forma paralelepipédica, excavada en tierra; en su interior se introducía un ataúd de madera o una inhumación simple, sobre la que se colocaban, de forma horizontal, las tejas. La otra posibilidad consiste en que la fosa presente un reborde por encima de donde irá colocado el cadáver, siendo más ancha en la parte superior de forma que las tegulae reposen sobre aquél. Sistema que también se ha documentado con lajas de piedra.

Lo mismo en la Baetica donde lo documentamos en la necrópolis de Hispalis o en Astigi conteniendo alguna incineración; así como en El Cerro del Trigo albergando inhumaciones datadas entre el siglo III y IV d. C.; también en Corduba, en la Avenida de las Ollerías, con una cronología entre el siglo II y III d. C. y en la C/ Ramírez de las Casas Deza, en el siglo V y VI d. C. Finalmente, en la Tarraconensis, y pese a que de nuevo encontramos incineraciones cobijadas por este tipo de estructura -en el Cerrillo de los Gordos, en Cástulo, y quizás en la necrópolis de incineración de Tritium Magallum-; los ejemplos más numerosos los encontramos en fechas posteriores, con el predominio del ritual de inhumación. Es el caso del sector sur de la

En la provincia Lusitania, sin que llegue a ser un tipo sepulcral muy frecuente, podemos decir que está bien representado en las distintas áreas sepulcrales de Emerita Augusta, fundamentalmente en la necrópolis sobre el Annas, en la C/Cabo Verde o en la zona funeraria de la 170

Carretera N-V y la Urbanización “Los Césares”, con una amplia cronología, entre el siglo I y III d. C., ya que albergan tanto incineraciones como inhumaciones; aunque tampoco faltan ejemplos más tardíos en los que se usan exclusivamente para contener inhumaciones tal y como documentamos en Porto dos Cacos, donde obedece al Tipo B1, o en Talavera de la Reina, con unas cronologías entre los siglos III y IV d. C.

una difusión predominante en la Península Ibérica y en la Narbonensis. Entre los casos documentados podemos citar la necrópolis de La Boatella y la del Portal de Russafa, en Valentia; la de Vinyals, con una cronología del siglo II al V d. C.; así como en Septimanca o en la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino. Este tipo de cubierta se ha relacionado con las sencillas sepulturas infantiles depositadas bajo un imbrex (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 95)125; aunque quizás exista una mayor filiación con las incineraciones cubiertas con tegulae, como las encontradas en Sannes, en época de Domiciano (DUMOLIN, 1958, 227), en la necrópolis de la Font-du-Buis, en Saze (GAGNIÈRE y GRANIER, 1972, 127) o en La Calade, a mediados el siglo I d. C. (BÉRARD, 1961, 142-143), en la Gallia Narbonensis; o incluso con las fosas cubiertas por lajas o losas de piedra –como veremos más adelante- y cuya proliferación y uso podría estar determinado por la existencia, o no, de piedra en la zona. También conocemos enterramientos de inhumación, fuera del ámbito geográfico de nuestro estudio, bajo este tipo de estructura. Es el caso de una inhumación infantil hallada en la necrópolis de la Guérine à Cavase, en Var, y datada en los primeros siglos de la Era (BÉRARD, 1980, 34), o algunos enterramientos localizados en el norte de África (POSAC MON, 1966).

Lo mismo ocurre en el caso de la Baetica, donde aparece en la necrópolis de Dos Hermanas o La Calilla donde contienen incineraciones con una cronología establecida entre el siglo I y III d. C., en Hispalis para los dos ritos de enterramiento, fundamentalmente en el entorno de la Trinidad, entre el III y IV d. C., o en la zona de Santa Marina, en el siglo II d. C., donde un enterramiento combina los dos tipos de cubierta. Lo documentamos también en la zona funeraria de Onésimo Redondo, en Onuba, conteniendo inhumaciones datadas entre el siglo III y IV d. C.; en los enterramientos de El Cerro del Trigo y en las diversas áreas sepulcrales de Corduba, fundamentalmente en La Constancia, que alberga también algunas incineraciones fechadas entre el I a. C y el I d. C., en la Avenida de las Ollerías, en el Parque Miraflores o en la C/ Ramírez de las Casas Deza, que aporta las cronologías más extremas situadas entre el siglo V y VI d. C.

Grosso modo, podemos establecer que éste parece tratarse de un tipo sepulcral que aparece como cobertura de incineraciones en torno al siglo I d. C., aunque su uso se prolongará, con una amplia cronología, desde el siglo II d. C., albergando ya inhumaciones, hasta los siglos IV y V d. C. Y, como ya hemos mencionado, parece que su difusión fue predominante, fundamentalmente, en las tres provincias hispanas y en la provincia Narbonensis.

Como ocurre en alguno de los casos anteriores, en la Tarraconensis es un tipo que aparece como cobertura de incineraciones en torno al siglo I d. C., tal y como documentamos en la necrópolis Torres-Nofre de Emporiae; en el Cerrillo de los Gordos, en Cástulo, y quizás en la necrópolis de incineración que existió en Tritium Magallum. Si bien, su uso se prolongará en inhumaciones desde el siglo II hasta el IV y V d. C., con

64. Ejemplo de fossae con cubierta horizontal de tegulae (TED’A, 1987, 126). 125

171

Ver: 4. 4. Los enterramientos infantiles, 188 y ss.

- 4. 3. d. Estructuras de ladrillos Generalmente se usaron ladrillos bipedalis, que deben su nombre a sus dimensiones estandarizadas de dos pies romanos, es decir algo menos de 60 centímetros. Las estructuras funerarias levantadas por éstos pueden adoptar las mismas formas que hemos señalado para las de tegulae, siendo sus cronologías coincidentes, al menos, en los momentos más tardíos. Sin embargo, su representación numérica es menor.

de la necrópolis de La Calilla, en las muchas áreas funerarias de distintas conjuntos urbanos de la provincia: Corduba, Carissa Aurelia, Gades, Malaca, etc. Y también en la necrópolis de la Las Maravillas, fechada a finales del siglo II d. C., o en Baena, en el Arroyo del Plomo, donde se localizó un sepulcro abovedado de ladrillos. Finalmente, en la Tarraconensis, encontramos el ejemplo más temprano de este tipo, datado en el siglo I d. C., en la necrópolis del Cerrillo de los Gordos, en Cástulo; también albergando incineraciones se ha documentado en la necrópolis de la Puerta Occidental de Caesaraugusta, donde se localizó un enterramiento de tipo bustum cubierto por una estructura de ladrillos. Aunque la mayor parte de los constatados corresponden, una vez más, a inhumaciones por lo que se fechan en época más tardía, momento en el que se generaliza la inhumación. Entre éstos podemos mencionar alguno de los enterramientos de Asturica Augusta; en La Boatella, Valentia, con una cronología que va del siglo IV al V d. C.; en la necrópolis 2 de El Albir; en la de la Molineta, en Puerto de Mazarrón, con una cronología del siglo IV d. C.; en Tricio, aunque cubiertos por una losa de mármol; en la necrópolis de las calles Gamboa/Carral y Pontevedra/Hospital, ambas en Vicus; y en la necrópolis Norte y Sur de Pedrosa de la Vega, en la Villa de La Olmeda. En este caso, muchas de las sepulturas habían sido saqueadas con el objeto de recuperar este material para posteriores construcciones. Quizás esto ha sido habitual y es causa de la escasez de ejemplos conservados.

En la provincia Lusitania es un tipo sepulcral ampliamente representado, además, en gran parte de los enterramientos que documentamos de este tipo encontramos, en alguna de sus paredes, una serie de nichos tal vez para la disposición de distintos elementos del ajuar. Algunos ejemplos más representativos los tenemos en Arrochela, conteniendo incineraciones; en Civitas Aravorum; en Casais Velhos, donde en determinadas sepulturas este elemento estructural se reducía a la solera y en otros casos a toda la estructura sepulcral; en las distintas necrópolis de Balsa; en Bencafede; en el interior de un sepulcro monumental en Cerro da Vila; en Heredade dos Pombais, en los enterramientos de Tipo 2B de Lage do Ouro; también en Ossonoba, en la necrópolis 4 de O Padrãozinho, donde es bastante abundante; en Torre Das Arcas y en muchos de los enterramientos de las distintas áreas funerarias documentadas en Emerita Augusta. En la Baetica también está bien documentado tal y como nos muestran los enterramientos del Tipo I de Alcolea del Río; los del Cortijo de Vázquez, en Mosterios donde el ladrillo se alterna con lajas de granito; en la necrópolis de El Cerro del Trigo, los enterramientos del Tipo I de El Eucaliptal, en las necrópolis de El Lomo, aunque en la construcción de las sepulturas se alternan otros elementos como tegulae, piedras o fragmentos de ánforas, o El Terrón; en las distintas áreas sepulcrales de Hispalis, Itálica, con predominio en las necrópolis de La Vegueta y El Pradillo; en los enterramientos del Tipo VII

Los paralelos más claros los encontramos en época griega, en Locrida donde se han localizado estructuras realizadas con ladrillos y cubiertas por otros elementos cerámicos (KURTZ y BOARDMAN, 1985, fig. 153.b); o en Calabria, hacia la misma época, pero en este caso cubiertas tegulae a doble vertiente (KURTZ y BOARDMAN, 1985, fig. 154. a.b).

65. Fossae constituida por ladrillos y cubierta por tegulae horizontales.

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66. Ejemplos de distintos tipos de inhumaciones en ánfora (TED’A, 1987, 126)

En lo que se refiere a época romana, éste no es un tipo infrecuente y conocemos ejemplos en todo el Occidente del Imperio. Por citar algunos casos, lo tenemos documentado en el sur de la Gallia, formando cistas; o en la antigua Iliria, en la necrópolis de Matrica, con cronología tardía (TOPAL, 1981, 81); siendo un tipo predominante en la necrópolis de Mačvanska Mitrovica, en Sirmium, Panonia, bien formando cistas o cubiertas por tegulae a doble vertiente, con una cronología del siglo III-IV d. C. (ERCEGOVIĆ-PAVLOVIĆ, 1980, 1418 y 37-40); también en Aquincum (TOPAL, 1993, 3) o en Italia, en la necrópolis de Fano (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 236).

Cumont (1949, 21) argumenta que para que el difunto fuese acogido en el seno de la Madre Tierra debía morir en contacto con ella, y solamente así, podían ser admitidos en el reino subterráneo de las almas. Si bien, y aunque parezca compartir una serie de puntos comunes con las incineraciones depositadas en urnas, la separación de ambos tipos está totalmente justificada. La urna, en la mayor parte de las ocasiones, es un recipiente creado con esta función específica; en el caso de que no lo sea, parece que no se le ha dado otro uso, como se ha demostrado, entre otras, en la necrópolis de Baelo Claudia. Este hecho no sucede en los enterramientos en ánfora; pues por el contrario se trata siempre de elementos reutilizados.

- 4. 3. e. Inhumaciones en el interior de ánforas Quizás se trate del contenedor funerario más ampliamente extendido en todo el mundo desde las más antiguas civilizaciones, pues corre unido a la aparición de la cerámica, a la sedentarización y, por tanto, a los cultos femeninos asociados a la Madre Tierra y a la agricultura (JAMES, 1960).

Este tipo funerario, en definitiva, parece bien representado en ambientes funerarios fenicios, como en Motia o Amrit, y púnicos, como los de Birsa, Cerdeña y Cartago, tanto para sujetos infantiles como para adultos (BENICHOU-SAFAR, 1982, 65-68). Pero también en el mundo griego (CAHEN, 1877-1899, 1209-1240 y CUQ, 1877-1899, 1386-1409). Quizás los más antiguos enterramientos de este tipo de recipientes son los de la necrópolis de Callatis-Mangalia, en el que las ánforas se utilizan tanto como contenedor cinerario como para albergar inhumaciones, con una cronología entre los siglos IV y III a. C. En Histria, Chersones y Eleusis conocemos casos similares y con idéntica cronología y, en Apolonia se emplearon con idéntico fin cierto número de dolia (BELTRÁN, 1970, n. 1439). Fenómeno también constatado en el mundo ibérico (BELTRÁN, 1970, 586).

Ya señalamos como la jarra, o cualquier contenedor de estas mismas características, estaba asociada al útero materno y el paño en el que se envolvían los restos mortales a la placenta. Son creencias ligadas a los incipientes cultos de la Tierra, que nacen en las principales sociedades agrícolas por todo el globo (THOMAS, 1980, 62-64 y 73-74). Y aunque estas concepciones “primitivas” parezcan alejadas del mundo romano, recordemos como, en un texto de Servio126, se nos informa de la costumbre, en la antigua Roma, de depositar a los moribundos delante de su puerta, bien para que devolvieran su último aliento a la tierra, bien para que pudieran ser eventualmente cuidados por los paseantes que algún día podían tener un final parecido. F.

Para el mundo romano es un tipo sepulcral bastante común desde los primeros momentos de la Era y está ampliamente representado en la mayor parte del Imperio, fundamentalmente en la baja romanidad. Las ánforas son un producto abundante y de fácil adquisición una vez cumplida su función principal; estando, por tanto, el uso de este material muy extendido en las necrópolis tardías.

126

Servio, Ad Aeneidam, XII, 395: “Ut depositi id est desperati: nam apud ueteres consuetudo era ut desperati ante ianuas suas collocarentur, uel ut extremum spiritum redderent térrea, uel ut possent a transeuntibus forte curari, qui aliquando simili laborauerant morbo”. (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

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67. Enterramiento en ánfora de la necrópolis del Parc de la Ciutat, Tarraco (TED’A, 1987, 56)

Como recipiente funerario se han empleado todos los tipos de ánforas que conocemos y cuando su capacidad no permite alojar los restos de la inhumación se recurre a varios ejemplares (BELTRÁN, 1970, 586). Conocemos enterramientos en un ánfora, dos, tres, o bien sepulcros cubiertos por fragmentos y combinación de trozos de ánfora con otras cerámicas; a partir de estas modalidades los tipos se complican enormemente. Lógicamente, por cuestiones de tamaño, el empleo de ánforas enteras se generaliza en los enterramientos de niños o jóvenes. Para introducir el cadáver de un niño, el ánfora se partía por la mitad, una vez introducidos los restos mortales –y acostando el envase en el suelo- se volvían a unir los fragmentos y se sellaban del mejor modo posible. Este tipo, puede combinarse con diversos tipos de cobertura, aunque debido a su cronología tardía, suele predominar – en caso de que lo haya- un tejadillo de tegulae a doble vertiente. Cuando el difunto era un adulto, se solían partir, al menos, dos ánforas, o se empalmaban tras haberles cortado el cuello y el pivote, sin olvidar la combinación de otros elementos como fragmentos de dolia, otros envases, piedras de mediano tamaño o ladrillos usados para calzarlas; pero no siempre se utiliza la totalidad del envase y, en ocasiones, se trata de dos mitades inferiores o dos mitades superiores unidas.

Lansargues (GIRARD y RAYNAUD, 1982, 161) y en Nimes, en el siglo II d. C. y con un predominio absoluto de sujetos infantiles (FICHES y PY, 1981, 133-134). Este tipo, como contenedor de inhumaciones infantiles, será frecuente desde el siglo II d. C., generalizándose en las centurias siguientes en el sur de la Gallia (BEL et alii, 1987, 22), en el norte de África (PRIEUR, 1986, 67) o en Hispania, como ahora veremos, para proliferar, como ya hemos dicho, a partir del Bajo Imperio, fundamentalmente, en las zonas costeras. En la Lusitania no es un tipo tan ampliamente documentado como en el resto de provincias hispanas. Aún así, aparece de forma temprana como contenedor de algunas incineraciones en la necrópolis de Aljustrel, aunque es más frecuente que se utilicen para albergar inhumaciones, tal y como aparecen en Olisipo, Troia, los enterramientos del Tipo D de la necrópolis de Porto dos Cacos o, de forma mayoritaria para inhumaciones infantiles, en la zona funeraria de Marquesa de Pinares, en Emerita Augusta.

Conocemos incineraciones en ánforas desde los primeros momentos de la Era en Gordes, Sainte Croix (BEL et alii, 1987), en Apt (DUMOLIN, 1958, 211 y 213-215), o en la necrópolis de la Guérine à Cavase, donde se emplea un dolium (BÉRARD, 1980, 26 y fig. 5), todas ellas en la Gallia, con una cronología en torno a los siglos I y II d. C.; pero también en Foligno, en Italia, (BERGAMINI, 1988) y en Panonia, en la necrópolis de Aquincum, en la que se emplean tanto dolia como ánforas (TOPAL, 1993, 3).

En el caso de la provincia Baetica, aunque también aparecen conteniendo restos cremados en determinadas necrópolis como es el caso de Corduba en la zona funeraria de La Constancia, o en Gades en la necrópolis situada entre la C/Santander y la Avenida Andalucía, son más frecuentes como contenedores de inhumaciones. Tenemos constancia de enterramientos de este tipo en Alcolea del Río y, en definitiva, en las distintas áreas sepulcrales urbanas de la provincia: Malaca, Corduba, Hispalis, Baelo Claudia, Onuba, etc. Siendo un tipo muy recurrente, como ya adelantábamos, para albergar inhumaciones infantiles bien documentadas en el Cerro del Trigo, Chipiona, en la necrópolis de La Orden en Onuba o en Baessipo, entre otras.

Para inhumaciones conocemos otros ejemplos en el norte de África, en la necrópolis de Sala, cuyas tumbas –con una amplia cronología que va desde el siglo I al III-IV d. C.-, albergaban inhumaciones de individuos jóvenes (BOUBE, 1999, 58); también en la Gallia, con una cronología del siglo IV d. C., en la necrópolis de

De nuevo, en el caso de la provincia Tarraconensis, la mayor parte de los casos se trata de inhumaciones, aunque conocemos alguna incineración como en la necrópolis de Santa Elena, en Oiarso, y en el campo Rubert, en Emporiae, depositadas en el interior de ánforas, rotas a la altura del cuello para permitir la 174

68. Túmulo de Carasta, Álava, época Imperial. (FILLOY NIEVA y GIL ZUBILLAGA, 2000, 99)

introducción de los restos. Para las inhumaciones, sobre todo de adultos, normalmente suelen cubrirse por dos o tres recipientes seccionados longitudinalmente. En el caso de Emporiae, lo documentamos en varias de sus necrópolis como El Castellet, Estruch y Martí, donde encontramos una convivencia de inhumaciones infantiles y de adultos. Destaca en estas necrópolis la pobreza de las tumbas y la ausencia de cualquier tipo de ajuar. En El Castellet, de 28 sepulturas, 21 son enterramientos en ánforas completas o aprovechadas. De éstas, siete pertenecen a inhumaciones infantiles y, una octava donde el cadáver del niño aparece entre las piernas de un adulto. Los vasos anfóricos para las inhumaciones infantiles presentan una tipología centrada, fundamentalmente, en dos formas: Dressel 27 y Almagro 51. En la necrópolis de Estruch se documentaron diez inhumaciones infantiles en ánforas, aunque en este caso con una tipología más variada: Dressel 26, 27 y Almagro 51 y 53. En la necrópolis de Martí se han constatado seis, también infantiles y con un predominio de ánforas Dressel 26; y en la de Ballesta-Rubert se han documentado nueve, aunque el estado de fragmentación de los recipientes impide establecer su tipología, excepto en dos casos que pertenecen al tipo Almagro 52.

ejemplos, aunque no tan numerosos en comparación con el resto de enterramientos del área cementerial de referencia, los encontramos en el Fapegal; en El Cantosal, en Sant Pau del Camp, perteneciente a una villa del territorium de Barcino; en Esponellá o Vilanera. - 4. 3. f. Tumuli Es una tipología sepulcral poco corriente. Se trata de un conjunto de fragmentos de tegulae, piedras y otros materiales, en ocasiones sujetos por argamasa, que cubren un determinado enterramiento, a veces, señalizándolo al mismo tiempo. En Lusitania lo documentamos en la necrópolis de Santó André, en los enterramientos B.5 y E.6 que albergaban sendas incineraciones cubiertas por un aglomerado de piedras; aparecen también en distintas zonas funerarias de la capital provincial, en la sepultura 1 de la C/del Circo Romano, el El Sitio del Disco, o en la sepultura 6 de la CAMPSA, en todos estos casos de tierra. En el caso de la provincia Baetica, se documentan en Hornachuelos, donde cubren algunos busta; en Hispalis, erigidos con tierra y quizás a modo de señalización sepulcral; también en Corduba en este caso de piedra, en la sepultura 11 de la Avenida las Ollerías y en la Avenida del Corregidor donde es uno de los tipos mayoritarios; en otras ocasiones están levantados con todo tipo de materiales reutilizados como en Malaca, en el Paseo de los Tilios, o con ladrillos y materiales de construcción tal y como vemos en la necrópolis de Las Maravillas.

Como en otras necrópolis, parece ser un tipo usado mayoritariamente para los enterramientos infantiles, tal como lo documentamos en Vinyals, con una cronología entre el siglo III y V d. C.; en La Boatella, Valentia, entre los siglos III y IV d. C.; en Dianium, Ilerda o en La Solana, con un feto. Aunque con frecuencia, y siempre en fechas tardías, se trata de una tipología sepulcral también usada para adultos. En la necrópolis de la Puerta del Norte, en Cástulo (siglo III d. C.); en la del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal (entre los siglos III y V d. C.), en Tarraco; y en la de la Plaza de Villa Madrid (entre el siglo II y III d. C.), en Barcino, es un tipo ampliamente representado, sino mayoritario. Otros

Para la provincia Tarraconensis, parecen estar más ampliamente documentadas. Encontramos aquí una variante de este tipo sepulcral en algunas incineraciones, es el caso de las necrópolis de Emporiae, pero también en el Parque de las Naciones, en Lucentum; donde las urnas, introducidas en un hoyo excavado en la tierra, eran 175

cubiertas por un conjunto de piedras. En cuanto a estructuras propiamente tumulares albergando incineraciones, las encontramos en Peal del Becerro, Jaén, donde parece documentarse la existencia de una estructura tumular que cobija una urna, una serie de restos cremados y huesos de animales; y también en algunas de las sepulturas de Les Corts, en Emporiae. Aunque de nuevo, este tipo sepulcral parece más frecuente en inhumaciones, además de que es aquí donde se constatan más variaciones del mismo. En la necrópolis de El Albir se han localizado una serie de sepulturas tumulares: se trata de tres tumbas construidas con piedras que formaban un espacio ovalado, sobre el que se amontonaron piedras de mayor tamaño. Ninguna de ellas contenía ajuar y quizás perteneciesen a recién nacidos. En el caso de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino, se han constatado una serie de fosas excavadas, de poco más de un metro de profundidad, en las que se depositaba el cadáver. Todo se cubría con la tierra extraída y finalmente por un piso de opus testaceum o por simples piedras. Encima se edificaba el túmulo, con una cámara interior que albergaba una urna, destinada a contener las ofrendas. Ésta quedaba bajo un canal de libaciones y con frecuencia se protegía con tegulae. Y aunque es el tipo más complejo del que tenemos noticia, conocemos otros como el de una sepultura de Tisneres y otra de Brigantium, en la calle del Real, en los que la estructura de tegulae fue cubierta por un conjunto de piedras a modo de señalización. Caso parecido es el de una sepultura de la necrópolis de Puerto de Mazarrón, aunque su estructura, en este caso, era de ladrillos; o el de San Miguel del Arroyo.

tumulares en las que se hallaron diversos restos animales y algunos huesos humanos, en las que “le rôle des fosses [...] est également énigmatique mais indéniablement en rapport avec les inhumations” (VIET, 1982, 18). Los materiales asociados a los mismos tenían una amplia cronología: desde el Bronce Medio hasta el siglo IV d. C., aunque su relación con la necrópolis bajoimperial es innegable. También de adscripción tardía, siglos VI-VII d. C., son las sepulturas halladas en la necrópolis de Chabannes, Les Salelles, Lozère. En ésta, los enterramientos, construidos a modo de cista de lajas, eran cubiertos –en ocasiones- por multitud de piedras de mediano tamaño a modo de túmulo (RIVET, 1980, 184 y fig. 31). - 4. 3. g. Sarcófagos monolíticos de piedra Dejamos la cerámica como elemento estructural de las sepulturas para pasar al otro material predominante: la piedra. Su uso, tanto en la construcción como en el mundo funerario es muy antiguo y debe remontarse a la prehistoria. La piedra, por sus características, es un elemento imperecedero, símbolo de perennidad y eternidad frente a la descomposición de la carne. Si bien, su uso estará limitado por la existencia de este material en determinadas zonas. En este apartado trataremos los sarcófagos de piedra, arca lapidea, aunque este tipo no debe limitarnos solamente a los bellos ejemplares tallados en ricos mármoles e importados, generalmente, del Mediterráneo Oriental. La mayor parte de los sarcófagos hallados son piezas toscas, piedras paralelepípedas ahuecadas en un bloque monolítico, someramente desbastado. Incluimos en este tipo los denominados “pseudosarcófagos”, llamados así por no estar tallados en un único bloque de piedra, sino que la forma antes descrita se había conseguido mediante la unión de bloques dispares, generalmente reutilizados.

Este tipo de formas sepulcrales se ha documentado en Perti, Italia, con una datación alto imperial (LAMBOGLIA, 1957) y en Raqqada, Túnez, en el Bajo Imperio (ENNABLI et alii, 1973). Conocemos otro caso en la necrópolis de Ouchamps, Loir-et-Cher, datada en el Bajo Imperio. Aquí se han documentado dos estructuras

69. Inhumación practicada en el interior de un ataúd y cubierta por un túmulo de piedras. Sepultura 5 de San Miguel del Arroyo. (PALOL, 1969, Lám. I, 2)

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70. Sarcófago monolítico de la Necrópolis Oriental de Caesaraugusta (ADIEGO, 1991, 25).

71. Reconstrucción esquemática de un enterramiento en sarcófago monolítico cubierto por losas.

En cuanto al origen de la palabra sarcophage, del griego σαρκόφαγος: σάρζ “carne” y φαγεῖν “comer”; pues en un principio, en lugar de ser un contenedor que protegiese los restos mortales allí depositados, designaba “in Asso Troadis sarcophagus lapis fissili vena scinditur: corpora defunctorum condita in eo absumi constat intra XL diem exceptis dentibus”127. Esta piedra de Assos tenía la capacidad de ser, según la noticia de Plinio, tan corrosiva que en menos de cuarenta días el cadáver, allí depositado, era reducido a la nada, a excepción de sus dientes.

Aunque la mayor parte de los conocidos, sobre todo los ricamente elaborados, tienen una cronología tardía y en muchas ocasiones una adscripción cristiana, conocemos una serie de ejemplos en contextos paganos. Éstos, fundamentalmente, son bloques monolíticos de una sola pieza, fabricados con caliza. En la provincia Lusitania encontramos enterramientos de este tipo en la necrópolis de Cerro do Faval, en este caso se trata de una única pieza de mármol, sin ningún tipo de relieve, tal vez de origen regional, enterrado directamente en el suelo en una fosa excavada en el terreno arcilloso, pero asentado en una camada de piedras y lajas de pizarra hincadas a modo de cista. El sarcófago se había cerrado con una tapa de la misma naturaleza que éste, y apoyaba sobre tres tirantes de hierro dispuestos transversalmente. La cista de piedras en la que se había introducido este enterramiento fue sellada completamente con lajas similares, piedras y argamasa. También aparecieron en el monumento funerario de Quinta do Marim, en Troia y en las distintas áreas sepulcrales de Emerita Augusta, tales como la necrópolis del Albarregas, el área funeraria de

Por lo que queda claro que, en su origen, el sarcófago era un medio rápido de hacer desaparecer el cadáver, en lugar de preservarlo, sin mancillar la llama. Es significativo que la piedra origen de esta tradición fuese originaria de Asia Menor, en una provincia donde se había establecido el culto al fuego y donde el arte de los sarcófagos iba a desarrollarse hasta la exportación (TURCAN, 1958, 340). De todos modos, Plinio nos habla en una época en la que la zona era ya famosa por éstas creaciones artísticas y exportaba a todas las provincias del Imperio.

127

Plinio, Naturalis Historia, XXXVI, 40. (Trad. J. Cantó).

177

Santa Eulalia, la C/Tomás Romero de Castilla, la zona del campo de fútbol o los Bodegones Murcianos, entre otras.

los sarcófagos, en Roma, está en pleno apogeo en el siglo II d. C. Y aunque éstos no parecen tener una solución de continuidad con los últimos sarcófagos etruscos, su uso está estrechamente relacionado con el triunfo de la inhumación y al mismo tiempo con la llegada de itálicos de Toscana y Umbría al Senado, en época flavia. A esta reacción peninsular se le une el empuje oriental, cuyos efectos serán patentes, sobre todo, con Trajano. Desde el siglo II al siglo III d. C. hay un movimiento ininterrumpido de importación de sarcófagos a Roma. Este hecho ha sido objeto de discusión y se ha puesto en relación con el renacimiento helénico que se produce en época de Trajano y con la prosperidad material del periodo, pero sin prestar demasiada atención a la afluencia de orientales a la Curia Antonina. Paralelo al ascenso -económico, cultural y político- de las provincias, hay una serie de promociones y transformaciones sociales en las mismas –sus élites ocupan ahora importantes cargos en la capital- y el cambio de rito se inserta en esta evolución histórica general.

En la Baetica los ejemplos de sarcófagos son bastante abundantes. Están bien documentados en las distintas zonas funerarias de las ciudades béticas: Corduba, Gades, Baelo Claudia, etc. También en otras necrópolis como Alanís de la Sierra, Brovales, el Cerro del Trigo, en la necrópolis de El Bosque, en el Cerro del Tesorillo, en el interior del monumento 1 de la necrópolis de Las Maravillas, en Puente Genil o Moraleda de Zafayona. En el caso de la Tarraconensis, en Ilerda se documentaron siete monolíticos, de piedra arenisca y cubierta a doble vertiente; su número es también importante en la ciudad de Tarraco, donde conocemos varios ejemplos de esta tipología sepulcral en las necrópolis del Camí de la Platja del Cossis y Calle Robert d’Aguiló, y en la del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal. Menos numerosos, pues tan sólo contamos con un caso, son los de la Necrópolis Oriental de Caesaraugusta; en la del Cantosal, con una cronología tardía; en Pallentia, en el sur del recinto antiguo, con una cronología quizás del siglo II d. C.; en una de las sepulturas tardorromanas de San Miguelle, en Molinilla; en La Boatella, Valentia; en Villafranca y en Vaciamadrid, aunque en este caso fuera de contexto y reutilizado como abrevadero.

- 4. 3. h. Cistas de losas y lajas de piedra La cista de piedra es uno de los tipos sepulcrales que se encuentra más profundamente enraizado desde la prehistoria. La consecución de algunas piedras, someramente trabajadas, permite confeccionar un receptáculo de apariencia sólida, sin recurrir a la labra de un gran bloque ni a su desplazamiento.

En cuanto a los sarcófagos decorados, Hispania ha proporcionado varios ejemplos que, con seguridad y en su mayor parte, proceden de talleres locales quedando bien patente su carácter provincial. En Hispania han aparecido algo más de treinta sarcófagos paganos decorados. La mayor parte de éstos se han hallado en la Tarraconensis y en la Baetica. No obstante su distribución dentro de la provincia es muy desigual, la gran mayoría se han hallado en la costa catalana, y no podía ser de otro modo pues la incidencia de la romanización era mayor, así como el poder adquisitivo de las ciudades costeras y su facilidad de comunicación con el resto del Imperio, a través del Mediterráneo.

El receptáculo se confecciona del mismo modo que las cistas de tegulae. Tras excavar la fosa, ésta se forra con piedras planas y, una vez depositado el cadáver, se cubre con otras piezas apoyadas horizontalmente sobre las ya dispuestas de forma vertical; finalmente, el conjunto es cubierto con tierra. Es un tipo frecuente que suele localizarse en el interior de monumentos funerarios de época tardía, aunque no siempre. La distinción entre losas y lajas se basa en el desbaste del material utilizado, teniendo la laja un carácter más tosco e irregular y poco trabajado frente a la losa. Y aunque no es una norma que se siga con estricta exactitud, las cistas de losas suelen encontrarse en ambientes urbanos, frente a las de lajas, más frecuentes en el mundo rural. Las cistas, al igual que las fosas simples que luego trataremos, son poco definitorias de una cultura determinada; pues su

La búsqueda de paralelos en el mundo romano podría ser exhaustiva, pues son muchos y variados los tipos conocidos. No obstante, debemos recordar que el arte de

72. Sarcófago de Orestes, Husillos, Palencia (TRILLMICH et alii, 1993, fig. 206).

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tradición es muy grande y sólo pueden encuadrarse en un horizonte cultural, no por su estructura, sino por la composición de su ajuar. Generalmente, las tumbas de cista trapezoidal están formadas por cuatro o más lajas colocadas verticalmente. Documentamos enterramientos de este tipo tanto en la Edad del Bronce como en el mundo fenicio y púnico.

fechas más tempranas. Es el caso de la necrópolis de La Guérine à Cavase (BÉRARD, 1980, 41-42) o la de la Font-du-Buis, fechadas en la segunda mitad del siglo I d. C. (GAGNIÈRE y GRANIER, 1972, 127). Aunque, como ya hemos mencionado, su proliferación se producirá en fechas tardías albergando, por tanto, inhumaciones y multiplicándose los ejemplos constatados. En el norte de África documentamos este tipo en la necrópolis de Draria-el-Achour, en Argelia, a partir de los siglos III y IV d. C. (CAMPS, 1955), o en la necrópolis de Sala, Marruecos (BOUBE, 1999, 58). En la Gallia, de nuevo en la necrópolis de La Guérine à Cavase (BÉRARD, 1980, 50-51) o en la de la Font-du-Buis (GANGNIERE y GRENIER, 1972, 119-125); y en la Provincia de Panonia, en la necrópolis de Aquincum (TOPAL, 1993, 3) y en la de Matrica, SzázhalombattaDunafüred (TOPAL, 1981, 80), con cronologías bajoimperiales. En otras ocasiones, el receptáculo funerario se delimita con una serie de piedras que no acaban de conformar una cista propiamente dicha, tal y como ocurre en la necrópolis gala, de cronología bajoimperial, de Ouchamps Loir-et-Cher (VIET, 1982, 12-16) o en la de La Guérine à Cavase, en Var (BÈRARD, 1980, 50). En este caso, esta delimitación se ha interpretado como “un sistème de protection symbolique par entourage lithique, sans cohesión et sporadique” (VIET, 1982, 15).

Los ejemplos más cercanos los tenemos en el área de Douimes y en la Colina de San Luis, en Cartago, fechados en los siglos VII-VI a. C.; en la región de Tánger, en la zona denominada Aïn Dalia Kebira, datadas entre los siglos VIII-V a. C., o en Dar Shiro y Gandori, siglos VII-V a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 69-71). Como influencia directa de este horizonte púnico, esta tipología sepulcral se extendió por el Mediterráneo Occidental y prueba de ello son los enterramientos de este tipo documentados en Sicilia, con una cronología que va desde el siglo IV a. C. hasta el I-II d. C. perviviendo, por tanto, en el mundo romano; en Olbia, Cerdeña, desde mediados del siglo III a. C. hasta la mitad del II a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 69-71, 72-73). También en el horizonte hispano con ejemplos como los de Jardín, en Málaga, siglos VI-V a. C. (BENICHOU-SAFAR, 1982, 99); Cádiz, en el siglo V a. C., o Ibiza, hacia el siglo IV a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 71-72). Cistas de losas y lajas se encuentran, también desde antiguo, en el mundo griego de Asia Menor, la Grecia continental y en la Magna Grecia (CAHEN, 1877-1899, 1209-1240).

No obstante, este tipo se hará predominante en las centurias siguientes, fundamentalmente en la Alta Edad Media. De nuevo en la Gallia, conocemos algunos ejemplos de enterramiento cobijados bajo este tipo de estructura funeraria. Es el caso de los enterramientos tardíos, quizás merovingios, de la necrópolis de Curtilsous-Burnand en la que la mayoría de las sepulturas están construidas con lajas de piedra y ordenadas en pequeños grupos de enterramientos dispuestos paralelamente (Reihengräber) (LAFOND, 1955, 273-277); la necrópolis

En el mundo romano es también un tipo frecuente, que se localiza –fuera de Hispania- fundamentalmente en el Sur de Francia, en Argelia, Marruecos y en la Península Itálica, con unas cronologías que van, principalmente, desde el siglo III al IV d. C. No obstante, una vez más, lo documentamos para albergar algunas incineraciones en

73. Ejemplo de enterramiento en cista de losas (TED’A, 1987, 126)

179

74. Enterramiento en cista de lajas, necrópolis de York, Inglaterra (TOYNBEE, 1971, fig. 25).

de La Font-du-Buis, en su fase bárbara, datada en los siglos V y VII d. C. (GAGNIÈRE y GRANIER, 1972, 119-125 y 132-133), y en su fase cristiana, siglo VIII d. C. (GAGNIÈRE y GRANIER, 1972, 131-132); o en la de Les Salelles, datada entre los siglos VI-VII d. C., con un predominio casi absoluto de este tipo de enterramientos (RIVET, 1980, 167-178). Aspecto que también documentamos en las sepulturas hispanas de adscripción visigoda y que mantendrá su pervivencia a lo largo de la Edad Media (PIUZZI, 1989, Tav. 3).

donde aparece en diversas de sus áreas funerarias: Santa Rosa/Almogávares, Vial Norte/Doña Berenguela, Ciudad Jardín o Haza de la Salud, entre otras, siendo muy numeroso en la zona de la necrópolis Occidental- y también en las distintas áreas sepulcrales de Gades: en la Avenida Andalucía, en la C/General Ricardos o en la C/J. Ramón Jiménez. Pero también lo encontramos en multitud de necrópolis rurales como Los Villares, con una cronología entre el siglo I y II d. C. y que albergaron tanto incineraciones como inhumaciones; en Alanis de la Sierra, El Cerro del Trigo o El Gastor, con una cronología entre el siglo III y IV d. C., extendiéndose a cronologías más modernas en otras necrópolis como Moraleda de Zafayona, Peñarrubia o Ventas de Zafarraya, entre los siglos V y VI d. C.

En el mundo hispanorromano, documentamos esta estructura sepulcral en casi todo el territorio hispano, aunque su presencia depende, fundamentalmente, de la abundancia del material en la zona y sus alrededores. En la provincia Lusitania este tipo está bien representado en necrópolis como la de Civitas Aravorum, con una cronología entre el siglo IV y V d. C., Casais Velhos, para albergar incineraciones datadas en torno al siglo II d. C., lo mismo en Cinfães aunque en fechas posteriores, III-IV d. C. Las cistas de piedra son frecuentes también en determinados enterramientos de las necrópolis de Heredadé de Chaminé, Heredade dos Pombais, Horta das Pinas, Heredade do Padrão y O Padrãozinho, en las que sirven de receptáculo de incineraciones como inhumaciones; encontramos más ejemplos en las sepulturas de Torre das Arcas, II-III d. C., Almaraz o Cespedosa de Tormes, III-IV d. C., así como en Emertia Augusta, en la zona de El Sitio del Disco. Merece la pena destacar un hallazgo más singular que encontramos en un enterramiento de la necrópolis de Pax Iulia, en el que una cista –que albergaba una inhumación datada en el siglo II d. C.- se confeccionó con losas bien trabajadas de mármol.

Finalmente, en la Tarraconensis constatamos su existencia en varios conjuntos sepulcrales de Segobriga, datados entre los siglos III y IV d. C., en Septimanca en un conjunto de sepulturas denominadas tipo V; en varias tumbas de El Monastil; en El Albir, en la necrópolis 1; en La Calerilla, El Cantosal, Horta Major, Riodeva e Iluro, con una cronología similar; en Tarraco, en las necrópolis del Camí de la Platja dels Cossis y Calle Robert d’Aguiló, en relación con una serie de monumentos funerarios, y en Mahón y en Berroci, con una cronología tardía aunque imprecisa. En los Conventus Lucensis y Bracaragustanus, es un tipo ampliamente representado en el que se usan, bien piedras de granito, bien lajas de pizarra. Destacan la necrópolis de la calle Real, en Brigantium; la de Ayos, Laín y Adro Vello. En otros casos es frecuente que combinen distintos materiales. - 4. 3. i. Muretes cubiertos por losas Se trata de una variante del tipo general de losas que se encuentra asociada, generalmente, a enterramientos construidos en el interior de monumentos funerarios de cronología bajoimperial, aunque, como siempre, no faltan excepciones.

Es éste un tipo bien representado en la provincia Baetica y lo documentamos en multitud de necrópolis tanto de carácter urbano, entre las que destacan las de Corduba – 180

En este tipo, los elementos que sustentan la cubierta se han construido a partir de piedras, ladrillos e, incluso, otros materiales reutilizados y unidos con algún tipo de argamasa. Sobre ellos, reposan las losas de piedra, también sujetas con mortero. En el caso de que las tumbas estén en el interior de un monumento, es esta cubierta la que hace las veces de suelo del mismo. Su dispersión es relativamente amplia y su cronología se extiende entre el siglo II y el IV d. C.

Las estructuras de este tipo, generalmente, no son muy abundantes. En la provincia Lusitania conocemos construcciones sepulcrales de este tipo en las necrópolis de Berzocana, donde albergan incineraciones, en la de Torre d’Ares, Horta das Pinas y también en Emertia Augusta, en la zona de la Corchera Extremeña.

75. Sepulturas constituidas por un muro de piedras y argamasa (TED’A, 1987, 64).

76. Monumento funerario de la necrópolis del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal. (TED’A, 1987, 140)

181

En la provincia Baetica tampoco son muy numerosas, aunque sí las documentamos en la necrópolis de Brovales, en Punta del Moral, en distintas áreas sepulcrales de la necrópolis de Baelo, y en Ventas de Zafarraya.

1955). Además de otros ejemplos tardoantiguos en Milán en el siglo V d. C., en el área paleocristiana de San Eustorgio, (BOVINI, 1971) o en áreas paleocristianas del sur de Francia, como es el caso de la necrópolis de Chabannes, siglos VI y VII d. C. (RIVET, 1980, 173).

Finalmente, en la Tarraconensis, encontramos enterramientos de este tipo en una profunda fosa rodeada de un auténtico muro de piedras irregulares, de disposición homogénea formando una estructura cuadrangular con las esquinas redondeadas, en la necrópolis de El Cantosal; en dos sepulturas de la necrópolis de Noalla; en Tarraco en la necrópolis del Camí de la Platja dels Cossis y Calle Robert d’Aguiló, con una cronología entre el siglo II y IV d. C.; y en la del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal, aunque, en este caso, en el interior de una serie de estructuras monumentales que albergaban varias inhumaciones. Bajo el suelo de estas edificaciones, una serie de estancias construidas por muros de argamasa contenían los enterramientos. En Dianium, estas estructuras parecen dividir varios enterramientos dentro de una misma fosa; y en Valentia, concretamente en La Boatella y en el Portal de Russafa, se documentan unas estructuras de muretes de ladrillos trabados con mortero de cal y gravas, con coberturas de losas de piedra o tegulae. En Asturica Augusta, Albalate de las Nogueras o Pedrosa de la Vega los muros se construyeron con ladrillos unidos por argamasa, y en Casasbuenas y Caesaraugusta, en la Necrópolis Norte, se utilizaron piedras. No hay que olvidar que, en Emporiae, conocemos unas estructuras de argamasa, pequeñas piedras y estuco cuya función, además de proteger la incineración, es la de hito de señalización. En este caso la cronología es más temprana que las anteriores que albergan siempre inhumaciones.

- 4. 3. j. Fossae con cubierta de losas o lajas Distinguimos este tipo, que sin duda es una variante más sencilla de los expuestos anteriormente, por la ausencia de soportes laterales del mismo material que sustenten la cubierta horizontal. Generalmente, las fosas que contienen enterramientos cubiertos de esta forma, y más aún que las fosas cubiertas con tegulae dispuestas horizontalemente, presentan un resalte excavado en el lateral de la fosa que facilita la sujeción de la cubierta. Hay que tener en cuenta que esta estructura de enterramiento, por su propia sencillez, se ha dado con frecuencia en ambientes culturales diversos sin que esto implique una filiación directa. Conocemos incineraciones en urna depositadas en una oquedad y cubiertas, a modo de protección, por una laja de piedra en el norte de Siria durante el segundo milenio (siglos XV-XIV a. C.) en las necrópolis de Karkemish, Dene Hüyük, Tell Halaf, Hama, etc. Forma de enterramiento que será adoptada por el mundo fenicio hacia los siglos VIII y VII a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 53). En el mundo cartaginés, documentamos este sistema de cobertura para los pozos funerarios que, en ocasiones, eran cubiertos por una laja de piedra local dispuesta horizontalmente (BENICHOU-SAFAR, 1982, 70-71). Es a partir de aquí, y como influencia directa del mundo púnico, cuando comienzan a proliferar por el Mediterráneo Occidental. A partir de los siglos V y IV a. C., conocemos enterramientos con este tipo de cobertura en Cagliari, Cerdeña, y en Lilibeo, Sicilia; aparecen también en la necrópolis sarda de Nora en el siglos VI a. C. perdurando durante los siglos I y II d. C., ya en un horizonte romano. Lo mismo sucede en Sidi-Yahia, Túnez, en el siglos III-II a. C.; en Oliva, Cerdeña, entre

En el resto del mundo romano, encontramos este tipo sepulcral en Fano, Italia, en los siglos II y III d. C. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 236); en Argelia, en Draria-el-Achour, siglos III y IV d. C. (CAMPS,

77. Ejemplo de fossae con cubierta de losas (TED’A, 1987, 126)

182

mediados del III y mediados del II a. C.; Smirat, Túnez, en el siglo II a. C.; en los Villaricos, Almería, con una cronología en torno al cambio de la Era, por la aparición de material romano; o en Cala D’Hort, Ibiza (TEJERA GASPAR, 1979, 56). Constatándose también, en las sepulturas púnicas de Cartago, este sistema de cubrición para fosas simples de inhumación (BENICHOU-SAFAR, 1982, 97-98).

en Lucus Augusti, en la de San Roque, cuyo uso se ha establecido entre los siglos IV y V d. C., pudiéndose extender quizás hasta el VI d. C.; en El Monastil en torno al siglo VI d. C.; también en Tarraco, en la necrópolis del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal, entre los siglos III y V d. C., así como en Pertusa, El Cantosal y Nertóbriga, con unas fechas imprecisas, pero también tardías.

En el mundo romano su dispersión es amplia aunque, generalmente, tardía; y de forma predominante, puede decirse que aparece a finales del siglo IV para extenderse en las dos centurias posteriores. Si bien, la antigüedad funcional de una losa cubriendo un enterramiento –como ya hemos visto para otros ambientes culturales- nos permite documentar, también en el mundo romano, incineraciones introducidas en simples oquedades practicadas en el suelo y protegidas por este sistema de cubrición. Conocemos enterramientos de este tipo en la Gallia, en la necrópolis de La Guérine à Cavase (BÉRARD, 1980, 21 y 23); en la necrópolis de la Calade (BÉRARD, 1961, 117-118 y 121-123) o en la de Fontdu-Buis (GANGNIERE y GRENIER, 1972, 127); así como en el norte de África, como es el caso de la necrópolis de Sala, en Marruecos (BOUBE, 1999, 54). Para las inhumaciones conocemos ejemplos bastante tempranos en Draria-el-Achour, en Argelia, fechados entre los siglos II y III d. C. (CAMPS, 1955); así como en el Sur de Francia en la necrópolis de Font-du-Buis, aunque fechados entre los siglos V y VI d. C. (GANGNIERE y GRENIER, 1972, 121 y 123).

Y pese a tener este tipo documentado en determinados enterramientos de incineración, como antecedente más directo en el mundo romano para las sepulturas de inhumación, su proliferación –como hemos indicado- es bastante más tardía. Y pese a la dificultad que tiene la datación de este tipo ante la escasez de hallazgos con cronología bien definida, podemos decir que éste aparece hacia finales del siglo IV y principios del V d. C., para ser abundante durante las dos centurias siguientes; por tanto en enterramientos de cronología tardoantigua y altomedieval, fundamentalmente.

En la Lusitania, lo constatamos en las necrópolis de O Padrãozinho, en Olisipo Felicitas Iulia, en la zona funeraria de Plaça da Figuera; o en Aljustrel y Serrones, entre otras. En la provincia Baetica no parece ser un tipo muy extendido, mientras que en la Tarraconensis lo documentamos en algunas sepulturas de la necrópolis de La Solana, con una cronología entre los siglos IV y VI;

Los antecedentes de este tipo, aunque no por ésto debamos ver una filiación directa, los encontramos en el mundo fenicio. En esta cultura, y a mediados del siglo VII a. C., aparecen hipogeos o pequeñas cámaras cubiertas con losas a doble vertiente, como es el caso de Trayamar y Cartago (BENICHOU-SAFAR, 1982, fig.43; SCHUBART y NIEMEYER, 1976). Éstas sí tienen una

- 4. 3. k. Lajas dispuestas a doble vertiente Pese a los paralelismos con la cubierta de tegulae a doble vertiente, la sustitución del material cerámico por el pétreo no se ve correlacionado por la continuidad formal del tipo sepulcral. No es un tipo tan abundante como su homólogo en cerámica, ya que, paralelamente a la adopción de la piedra, asistimos a la proliferación progresiva de las cubiertas horizontales y cistas de este material, que eran más minoritarias en épocas precedentes.

78. Ejemplo de sarcófago cubierto por losas a doble vertiente.

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relación directa con el mundo próximo oriental, que a través de los fenicios pasarán al mundo occidental, como ya hemos explicado anteriormente.

Es cierto que la inhumación, ligada al ser humano desde su sedentarización, se ha asociado con frecuencia a escatologías de salvación y metempsicosis. Pero el uso de ataúdes, de sudarios e incluso de las propias vestimentas, tergiversarían estas connotaciones metafísicas que se han querido ver en el uso de fosas simples. Quizás esta práctica se desarrollase conscientemente en determinados círculos, aunque en la mayor parte de los casos parece implicar un ahorro de trabajo, dinero y tiempo a la hora de construir la última morada de los restos mortales.

En época romana, encontramos ejemplos de este tipo de estructura en la necrópolis de Draria-el-Achour, en Argelia, con una cronología del siglo III d. C. (CAMPS, 1955); también en Dar-bel-Ouar y en Metlaoui, en Túnez (CAMPS, 1955, nn. 18 y 19); así como en el Valle del Ródano en fechas más tardías, siglos VII y VIII (GAGNIÈRE, 1965).

Normalmente, se trata de fossae simples, de sección rectangular, más profundas que anchas, excavadas en tierra y que en ocasiones alcanzan el substrato geológico, que sería más consistente que el humus propiamente dicho. En el mundo funerario griego, encontramos algunos ejemplos de este tipo de enterramiento en la misma Península Ibérica, como es el caso de las necrópolis griegas de Ampurias (ALMAGRO, 1953, 31).

Este tipo de cubrición será más representativa en fechas posteriores. En todo caso y generalmente con cronología bajoimperial, lo encontramos en la necrópolis de La Calerilla, entre el siglo III y IV d. C., y quizás en la necrópolis de San Roque, en Lucus Augusti. Fundamentalmente, los ejemplos más numerosos se encuentran cubriendo sarcófagos monolíticos, como es el caso de Ilerda o La Boatella, en Valentia o Carpio del Tajo, todos ellos en la Tarraconesis.

Para el Imperio Romano, los documentamos en Nîmes y Arles, en los siglos I y IV respectivamente (BEL et alii, 1987); en Les Bolards durante el siglo II d. C. (PLANSON, 1982); así como en Lansargues, aunque en este caso puede que se usase ataúd (GIRARD y RAYNAUD, 1982, 160-161), todas ellas en la Gallia; en esta misma provincia, pero al norte, documentamos este tipo de estructura sepulcral en las necrópolis de Font-duBuis, con una amplia cronología que va desde el siglo IV hasta el VII d. C. (GANGNIERE Y GRENIER, 1972, 119-125 y 128-131) y en Ouchamps, en torno al siglo IV d. C. (VIET, 1982, 15). Durante los siglos II y III d. C., conocemos enterramientos de estas características en la fase de inhumaciones de la necrópolis de Mačvanska Mitrivicam (ERCEGOVIĆ-PAVLOVIC, 1989, 12-17) y en Matrica (TOPAL, 1981, 80; 1993, 3), ambas en Panonia con una cronología en torno a los siglos II y III d. C.; y también en Petri, Italia, (LAMBOGLIA, 1957) por citar algunos.

Como vemos, su existencia en la Península Ibérica parece ofrecer un espectro cronológico intermedio entre el norte de África –de donde se supone su origen a partir del sustrato fenicio y púnico- y el norte y centro de Europa. Este hecho parece indicar que nos encontramos con un tipo que se ha difundido desde África hacia Europa a través de Hispania (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 101). - 4. 3. l. Fossae excavadas en tierra Se ha dicho que sólo aquí podemos hablar de inhumación en sentido estricto. Sólo en este caso se trata del entierro orgánico, del contacto directo de los restos mortales con la tierra, viéndose esta forma de enterramiento como una perfecta comunión entre el hombre y la Tierra, con las connotaciones femeninas de vuelta al vientre materno, como origen de la fecundidad y el renacimiento, que ello implica (THOMAS, 1980, 73 y 74; 196-197; 1985, 188193).

79. Es frecuente que la mayoría de las inhumaciones, independientemente de la tipología sepulcral que las alberga, se hayan depositado en un contenedor intermedio como es un ataúd de madera. (TED’A, 1987, 126)

184

80. Enterramiento en fossae simple, excavada en la tierra (TED’A, 1987, 81)

Este tipo de enterramiento, por su sencillez, está bastante bien representado en toda Hispania romana, por lo que nos limitaremos a citar alguno de los numerosos ejemplos constatados.

Finalmente, encontramos este tipo de enterramientos, por citar alguno de los numerosos ejemplos constatados en la provincia Tarraconensis, en Pollentia, entre los siglos I y II d. C., en El Albir, en las necrópolis 1 y 2; en Valentia en la calle Quart, en la fase imperial datada entre los siglos I y III, y en La Boatella; en El Monastil, Caesaraugusta, Tarraco, Barcino, en las llamadas necrópolis del Duero, Adro Vello, Villa Verde y en los enterramientos tardíos de Emporiae. Fundamentalmente con una cronología tardorromana, entre los siglos III y IV d. C., aunque sin que falten ejemplos anteriores como los ya mencionados y datados entre los siglos I y II d. C.

En la provincia Lusitania lo documentamos en la necrópolis de Sintra, en la zona de Casal de Pianos, en Heredade do Padrão y Serrones, ambas con una cronología entre los siglos I y II d. C.; en O Padrãozinho, Las Tomas o Aljustrel para albergar incineraciones con una amplia cronología establecida entre el siglo I y III d. C.; en la necrópolis de Porto dos Cacos, fechada en el siglo IV d. C., donde está bien representado; o en Emerita Augusta, fundamentalmente en la zona funeraria del Albarregas.

- 4. 3. m. Fossae excavadas en roca En esencia podría tratarse del mismo tipo sepulcral que el anteriormente descrito; si bien, parece correcto hacer esta distinción pues ya no se trata del enterramiento orgánico propiamente dicho, con las connotaciones que éste implica y que hemos explicado en el apartado anterior. Además, el trabajo de tallar la piedra supera con creces el de la simple fossa excavada en tierra, por lo que en este caso se obvia el ahorro de trabajo en la búsqueda de un sepulcro más duradero. Además, y de forma general, estas fosas suelen ir cubiertas con losas apoyadas en los rebordes de la misma labrados ad hoc, e incluso con una capa de mortero que las sujeta y las sella. No obstante, este tipo funerario es muy poco representativo de una cultura determinada, por aparecer en distintos momentos y en horizontes culturales diferentes (TEJERA GASPAR, 1979, 59).

En la provincia Baetica continúa siendo un tipo sepulcral ampliamente documentado y, del mismo modo, se utilizó tanto para albergar incineraciones como inhumaciones. Para el primer caso, conocemos diversos ejemplos en Corduba, fundamentalmente en la necrópolis del Camino Viejo de Almodóvar pero no sólo allí, también en Gades, en la necrópolis situada en la C/Santa Cruz de Tenerife/Avenida Andalucía o en la de la C/General Ricardos, donde contenían tanto incineraciones como inhumaciones; también en Hispalis, donde albergan un enterramiento tipo bustum, en la C/Matahacas o en la zona de Santa Marina, para los dos tipos de rito con una cronología del siglo II para las incineraciones y del IV d. C. para las inhumaciones, o en Carissa Aurelia, entre otras. Para el caso de las inhumaciones, los ejemplos constatados también son numerosos. Localizamos enterramientos de este tipo en Carmo, con una cronología de entre el siglo I al IV d. C., en el Cerro del Trigo, entre el V y el VI d. C.; los enterramientos del Tipo VI de la necrópolis de El Eucaliptal, en Arcensium, Sierra Aznar o Carissa Aurelia, también para inhumaciones.

La elección de este tipo sepulcral no responde únicamente a la existencia de uno u otro material, pues no siempre es usado este tipo de sepulturas pese a la presencia de afloramientos rocosos . Es decir, la existencia de zonas rocosas facilita, pero no justifica, la elección de este tipo sepulcral. Conocemos la existencia de estos enterramientos en la isla de Ibiza, en zonas donde no se han documentado sepulturas de tegulae, por 185

lo que la explicación es más compleja de lo que a simple vista pueda parecer, y debe obedecer a factores ajenos a la proximidad de afloramientos rocosos. Su uso está documentado, fundamentalmente, para albergar inhumaciones, como es el caso de algunos cementerios de Emporiae o de Lucentum.

Sicilia y Cerdeña, donde aparecen desde los siglos IV y III a. C. y perviven hasta los siglos I y II d. C. enlazando con las influencias culturales del mundo romano sin variaciones tipológicas destacables. Este cambio comienza a documentarse a partir del siglo III a. C., pues en las sepulturas –que conservan la misma estructura descrita para los casos anteriores- comienzan a aparecer objetos romanos como ajuar (TEJERA GASPAR, 1979, 60). Estamos ante casos de pervivencia de tumbas entre gentes que mantienen aún las viejas tradiciones rituales para enterrar a sus muertos, pero en un contexto “romanizado”, por lo que se han considerado púnicoromanas, teniendo en cuenta que su estructura tipológica se conserva igual, variando sólo los nuevos productos comerciales, que se generalizarán a partir de este momento para acabar siendo integrados con sus propias concepciones funerarias. El uso constante de estos tipos sepulcrales, tal vez por su sencillez constructiva, se mantuvo en el mundo púnico y en su zona de influencia durante un largo periodo cronológico que llega hasta los siglos III y IV d. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 61).

Para épocas precedentes, la mayor parte de los ejemplos conocidos proceden del mundo semita del Mediterráneo Oriental. Durante el II Milenio a. C. encontramos esta tipología en Minet-el-Beida, en el siglo XV a. C., o Sidón, en el 2.500 a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 57). También son frecuentes en los ambientes de influencia fenicio-púnica, en los que destaca el uso del ataúd de madera y su uso, en ocasiones, para albergar incineraciones. Estas fosas, excavadas en la roca, adoptan una forma rectangular, cubiertas con losas y a veces sin ellas. Esta ausencia podría explicarse porque estarían cerradas con materiales perecederos, madera fundamentalmente, sin descartar la reutilización posterior de las losas. Las tumbas más antiguas son las de Cartago, en el sector de Dermech, fechadas entre los siglos VII y VIII a. C.; también en Cartago las de la Colina de San Luis y las del área de Douimes, fechadas entre los siglos VII y VI a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 58). Se documentan también en Útica, con una cronología de los siglos VII-VI a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 58-59); en Tánger, en Djebila, entre los siglos VIII-V a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 59); en Djidjelli, Argelia, entre los siglos VI-V a. C.; en la necrópolis tunecina de Mahdia, en el siglo V a. C. y, de nuevo en Cartago, a mediados del siglo IV a. C., en Ard-et-Touibi y en Bou Mnijel (TEJERA GASPAR, 1979, 60).

Estas sepulturas, también cubiertas por losas, son frecuentes en el mundo helénico desde el periodo micénico; lo mismo ocurre en la Grecia continental y en las Cícladas, aunque su mayor difusión se sitúa en las costas de Asia Menor (CAHEN, 1877-1899, 1217). Este tipo de enterramiento debería ser considerado una variante de los sarcófagos, o más correctamente de lo que se ha denominado “pseudosarcófago”, aspecto que parece confirmar el tipo de cubierta empleado. La explicación a este tipo de sepulturas es de carácter funcional, siendo innegable la búsqueda intencionada de un área en la que exista un afloramiento rocoso que permita la labra de las sepulturas. Mientras que las inhumaciones en tierra responden al enterramiento orgánico, sensu estricto, la roca plantea una importante alternativa a la inhumación ocultada y consentida. En todo caso, y por norma general, se excavan fosas de forma rectangular o trapezoidalpseudoantropomorfa, en este caso más anchas en la parte de la cabecera que en la de los pies.

Fuera del ámbito geográfico del norte de África, pero como influencia directa de este mundo púnico, las documentamos en la costa andaluza, en la necrópolis malagueña de Jardín con una cronología en torno a los siglos VII y VI a. C. (TEJERA GASPAR, 1979, 59); en

81. Sector norte de la necrópolis de Mas del Pou (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 307).

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82. Ejemplo esquemático de inhumación practicada en la roca y cubierta por losas.

En la provincia Lusitania encontramos diversas necrópolis en las que la mayoría, si no todas, sus sepulturas fueron excavadas en el sustrato rocoso, fundamentalmente granito y pizarra de la zona. Entre éstas podemos destacar los ejemplos de Lameria Larga, Povoa de Santa Iria, Aljustrel, en la que tanto albergan incineraciones como inhumaciones con una amplia cronología establecida entre el siglo I y IV d. C., y también en Heredade do Padrão, Horta das Pinas, Lage do Ouro o Miróbriga.

sillares verticales de este mismo material, aunque en ocasiones sólo se colocaban en parte de la fosa, dependiendo de la naturaleza del terreno y configurando una estructura mixta. En Albalate de las Nogueras, enmarcada dentro de las ya analizadas necrópolis del Duero, todas las sepulturas se encuentran excavadas en el substrato rocoso. Lo mismo ocurre con las de la necrópolis de El Muntanyar, datada en el siglo IV d. C., y también en la necrópolis de la calle Era, en Puerto de Mazarrón. En la de la calle Pontevedra/El Hospital y en Picacho, Vicus, tenemos noticia del hallazgo de una tumba romana excavada en la roca, aunque fabricada con tegulae. Otros ejemplos los encontramos en Casbas de Huesca, en el que las sepulturas estaban cubiertas con lajas de piedra; en la necrópolis de San Miguelle; en la del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal, en Tarraco, o en el campo Rubert, en Emporiae.

En la provincia Baetica, en la que el sustrato púnico es una importante influencia –aunque no determinante-, como ya hemos mencionado, y claramente patente en las tumbas monumentales rupestres de Carmo o Urso, encontramos distintas necrópolis en las que las sepulturas excavadas en roca fueron un tipo frecuente, sino el más común. Documentamos enterramientos de este tipo en el Cortijo del Chopo; en la necrópolis de Moraleda de Zafayona, en Colomera, donde una vez practicada la oquedad ésta se forra con lajas de piedra a modo de cista; también en Cuevas de San Marcos, en los enterramientos de El Camino de Granada, Iliberri, Carissa Aurelia, Cerro Muriano u Hornachuelos, entre otros.

Esta tipología llega hasta la época tardorromana y visigoda, por lo que su vigencia es extremadamente prolongada, desde el siglo VIII a. C. al siglo VIII d. C., es decir, más de un milenio y medio. Su perduración en época romana se focaliza principalmente en aquellas zonas donde existía un fuerte sustrato fenicio-púnico, por lo que originada en las costas de Fenicia, el Próximo Oriente y Siria, pasa al Mediterráneo Occidental a través de las colonias fenicio-púnicas (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 105).

En la Tarraconensis documentamos este tipo sepulcral en Pollentia, Can Baltasar, y otras necrópolis de Ibiza. No hay que olvidar que fue fundada por Cartago en el año 654 a. C. y hasta época de Vespasiano, que se convirtió en municipio romano, la forma de enterramiento más frecuente fueron los hipogeos excavados en roca, enlazando de forma directa con la tradición púnica. Si bien, es a partir de mediados del siglo I d. C., cuando el pueblo ebusitano va sustituyendo sus antiguas costumbres por las nuevas corrientes llegadas desde Roma. Por tanto, su persistencia puede explicarse por el sustrato púnico.

Las características estructurales de este tipo impiden cualquier adscripción categórica, aunque su perduración en época romana se localiza, fundamentalmente, en aquellas regiones con presencia constatada de fenicios o púnicos: Siria, Fenicia, Túnez, Argelia, Cerdeña, Ibiza y el sureste de la Península Ibérica; o en áreas próximas a estas citadas, sin que falten ejemplos en otros lugares aunque, generalmente con cronologías tardías.

No obstante, localizamos otros enterramientos excavados en roca muy lejos de este área de influencia púnica. En la necrópolis de Barrial, la caja sepulcral era excavada en el fondo de la roca granítica, con los lados de paredes de

El punto de contacto entre las más tardías de estas sepulturas y las llamadas tumbas ordeolanas, con una cronología que se extiende, fundamentalmente, entre los

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83. Esquema de enterramiento en sarcófago de plomo.

siglos XI al XII, es ya más complicado. Se denominan ordeolanas a las sepulturas de forma antropomorfa excavadas en la roca; su forma es trapezoidal, con la línea para los hombros recta y el encaje para la cabeza también trapezoidal, tallado todo, principalmente, en ángulos rectos (DEL CASTILLO, 1968, 835 y 837). A. Del Castillo (1968, 838) postula su origen visigótico a raíz del hallazgo de una moneda de oro de Egica (697-702) en una sepultura, con forma de bañera, en Sant Vicens de Obiols. Si bien la sepultura había sido violada. En todo caso, se trata de un sistema de enterramiento, que aunque en estas fechas tiene formas antropomorfas, va íntimamente ligado al avance hacia el sur de la frontera cristiana durante los siglos XI y XII (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 105).

cuya presencia se ha constatado en Líbano –Tiro, Sidón, Beirut-, Israel –Jerusalén y Ascalón-y Siria; y en Europa, principalmente donde hay una mayor riqueza de este mineral, en Hispania, la Gallia y Britannia, además del norte de África. En la Lusitania conocemos enterramientos de este tipo en la necrópolis de Lameria Larga y en la zona funeraria del Dintel de los Ríos y del Anfiteatro, ambas en Emerita Augusta. En la provincia Baetica estos tipos de receptáculos funerarios están bien documentados en la mayor parte de las ciudades romanas de la misma: en Hispalis conocemos uno en la zona de Saladillo de la Estepa; en Itálica en el término de La Vegueta, también en Iluro, en el Cortijo Melero, en Malaca, en la C/Andrés Pérez, en Torrox, Astigi o Corduba, de donde proceden diversos y variados ejemplos (MARTÍN URDÍOZ, 2002).

- 4. 3. n. Sarcófagos de plomo Se ha insistido en que la costumbre de utilizar este tipo de recipientes como contenedores de los restos mortales era a causa de su capacidad de retrasar la mineralización del cadáver, evitando, por tanto, la desaparición del individuo (THOMAS, 1980, 28). El plomo, como metal imperecedero más barato que el oro, asegura mediante una intervención humana poco compleja –que no necesita recurrir a embalsamamientos ni momificaciones- el retraso de la denominada thanatomorfosis (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 106). También conocemos contenedores cinerarios fabricados en este metal, con el único objeto de proteger su contenido, sea una urna de vidrio o restos humanos sin recipiente intermediario. Es lo que Thomas ha denominado una “sacrofagia altamente protectora”.

En la provincia Tarraconensis hemos localizado uno en Toletum, en el que se inhumó a un personaje acompañado de un rico ajuar y datado en la segunda mitad del siglo II d. C.; en Tarraco, conocemos dos depositados en el interior de un monumento funerario de la calle Robert d’Aguiló; otros dos en la necrópolis de la Estación, en Ilerda; y otro asociado a la necrópolis de la Puerta Norte, en Cástulo, aunque al otro lado de la carretera, aislado y sin una relación directa con ésta, se ha fechado en el siglo III d. C. 4. 4. Los enterramientos infantiles La infancia, además de una etapa del desarrollo biológico del ser humano, es también una construcción social y prueba de ello es que, en muchas culturas, los infantes no han sido considerados miembros de pleno derecho, siendo tratados de un modo diferente a los adultos, tanto en la vida como en la muerte (SCOTT, 1999, 1).

La mayor difusión de los contenedores de plomo va a producirse a partir de los siglos I y II d. C., en Oriente y, a partir del siglo IV d. C., en Occidente; aunque no faltan ejemplos anteriores como veremos. Los sarcófagos para inhumaciones surgen en el Próximo Oriente a mediados del siglo I d. C. y son frecuentes en el mundo romano

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Para el primer caso, y en el mundo romano, una vez salvados todos los escollos que amenazaban al niño hasta ser aceptado como hijo legítimo, su vida quedaba protegida por la ley y, en la medida de lo posible y dependiendo de su condición social, incluso podía aguardarle una niñez entretenida entre los mimos de su madre, los cuidados de los esclavos y la variada multitud de juguetes con los que contaba (DURAND, 1992, 10-17). Pero la infancia estaba llena de peligros y esta preocupación conllevó la creación de una serie de divinidades menores, numina, que actuaban en distintos momentos de la vida del niño: la diosa Leuana presidía el acto decisivo del reconocimiento de la criatura por parte del padre, al ser levantada del suelo por éste; el dios Vagitanus le acompañaba en sus primeros vagidos; la diosa Cunina que velaba por él mientras estaba en la cuna; sin olvidar a Ossipaga que le asistiría cuando le brotasen los dientes o a Potina y Educa para sus papillas y biberones (GUILLÉN, 1997, 197) y así un sinfín de númenes protectores para casi cada una de las actividades del pequeño sin olvidar el uso de todo tipo de amuletos para protegerlos del mal de ojo (DEL HOYO y VÁZQUEZ, 1996, 444 y ss.). Y no podía ser de otro modo, pues con los hijos no sólo se perpetuaba la familia, sino el nombre y los sacra domestica (GUILLÉN, 1997, 165). Todas estas precauciones venían justificadas por el hecho de que en una sociedad preindustrial como la romana, la mortandad infantil era muy alta128; de ahí que una aproximación a cómo los romanos sentían, afrontaban y se comportaban ante la pérdida de sus hijos tal vez sea un buen modo de acceso a la concepción que de la infancia se tenía en el Imperio Romano. Pero debemos tener en cuenta la división entre una élite, impulsada y motivada por unos ideales filosóficos, y las realidades diarias de la mayoría de la población (HOPE, 2009, 137). Es en estas últimas, documentadas fundamentalmente por la arqueología, donde podemos entrever una variedad de conductas y actitudes en el tratamiento del joven difunto y en el desarrollo de sus funerales, tras las cuales, sin duda, subyacen distintas concepciones de la infancia.

para la guerra ni para la procreación-; lo que implicaba que los infantes no eran considerados individuos de pleno derecho en su comunidad, lo que les excluía del ius pontificium (VAQUERIZO, 2001a, 48), que era aquél que regulaba los usos funerarios. Todas estas circunstancias implicaban que la muerte de un niño, considerada como muerte prematura, era, en Roma, objeto de ritos y de comportamientos específicos (NÉRAUDAU, 1987, 195). Por un lado, los niños, y los infantes en particular, eran prescindibles y el riesgo de su muerte era tan grande que no parecía práctica llorar su pérdida; por otro, conocemos multitud de casos en los que el comportamiento de los progenitores implicó un intenso dolor ante la pérdida de sus hijos (HOPE, 2009, 138-141); así como muestras de signo totalmente contrario en las que el cadáver era tratado con suspicacia y temor por su propia condición de ’άωροι (SEVILLA CONDE, 2010/2011, 2011a y 2012). - 4. 4. a. La edad de la vida y la muerte Las muertes prematuras, ante suum diem, rompen el orden natural de las cosas, lo que confiere al muerto un estatus diferente del que podríamos considerar normal y que será expresado y materializado de distintas formas. Son cuatro las categorías en las que se han agrupado este tipo de difuntos (MARTÍN-KILCHER, 2000, 63): - Infantes que han muerto antes, durante o justo después de su nacimiento; es decir, ’άωροι o muertos prematuros (TER VRUGT-LENTZ, 1960, 68). - Niños, jóvenes y, en muchas culturas, aquéllos que han muerto sin casarse o sin tener descendencia (TER VRUGT-LENTZ, 1960, 68). - Mujeres muertas en el parto, aunque éstas tienen un estatus especial, pues están asociadas tanto al primer caso planteado como al último que ahora mencionaremos. - Aquéllos que han muerto en circunstancias especialmente horribles y dramáticas, también conocidos como βιαοιθάηατοι (BREMMER, 2002, 77). Generalmente, soldados muertos en batallas, víctimas de accidentes, suicidas, criminales y aquéllos que han fallecido a causa de extrañas enfermedades (SEVILLA CONDE, 2011a).

Los romanos, según M. I. Finley, estaban tan acostumbrados a las altas tasas de mortalidad infantil que esta rutina, sin negar el sentimiento de pena, condicionaba la intensidad y la duración de las respuestas emocionales de los padres (GOLDEN, 1988, 154). Actitud apoyada por el hecho de que el propio estatus del niño lo situaba al margen de la ciudadanía –pues ni servía

Desde el punto de vista de los rituales funerarios, las edades de la infancia deben ser redefinidas. Así, un bebé de menos de 40 días podía ser enterrado en el tejadillo de la casa familiar, en un hueco practicado en el pavimento o en el vano de la puerta129. Pero no se tardó en confundir a los bebés de menos de 40 días con otra categoría de infantes: aquéllos a los que no les había salido el primer diente. Según Juvenal130 y Plinio131 no podía incinerarse un niño menor de siete meses (a partir de este momento

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Esta elevada tasa se concentraba de forma especial en sus individuos más débiles: los recién nacidos o aquéllos que se situaban más próximos del primer acto central de la vida, los fetos y los niños hasta la pubertad. De hecho, las tasas de mortalidad infantil han oscilado, según culturas y épocas, entre el 20 y el 30 por ciento, y sólo desde el siglo XX se han reducido estos porcentajes a mínimos sin precedentes (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 78). Para el mundo romano se han establecido, para el primer año de vida, cifras más altas: M. Golden (1988, 155), las sitúa entre el 30 y el 40 por ciento; T. G. Parkin en el 30’6 y B. W. Frier, en el 35’8 por ciento (HARRIS, 1984, 17). El promedio de vida del total de la población estaba entre los 25 y los 30 años, pero si se sobrevivía a la infancia éste podía llegar, incluso, hasta los 50 (HOPE, 2007, 10).

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Los anticuaristas romanos veían en esta costumbre la supervivencia de una práctica remota en la que los miembros de la familia eran enterrados en su casa o en sus proximidades. Esta práctica quedó excluida de la civilización urbana y fue regulada por las XII Tablas en una fecha temprana (451-450 a. C.) 130 Juvenal, Saturnalia, 15, 131. (Trad. M. Balasch). 131 Plinio, Naturalis Historia, VII, 72. (Trad. J. Cantó).

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se consideraba el inicio de la dentición), pues se temía que no quedasen restos del niño incinerado si no habían comenzado a salirle los dientes y, por tanto, no pudiera retornar a la Madre-Tierra. Así, en teoría, los niños mayores de los siete meses pasaban a ser considerados desde el punto de vista funerario, aunque sólo hasta cierto punto, como adultos, pues podían ser cremados o inhumados. Y pese a todo, su estatus todavía era inferior. Plutarco nos dice que, según una ley de Numa, no se podía guardar luto por un niño menor de tres años y que, si fallecía pasada esta edad, correspondían tantos meses de luto como años había vivido, hasta los 10 años132. Por tanto, nunca más de 10 meses.

aspereza en la lengua”, propio de los frutos inmaduros consumidos antes de tiempo. Este significado, tan concreto y tangible, facilitó el uso “metafórico” del adjetivo, de manera que si un fruto caído o arrancado prematuramente resultaba acerbus, también la muerte acaecida antes de tiempo sería acerba o immatura (FERNÁNDEZ VEGA, 2003, 326). La separación del infante de su mundo se produce de forma más rápida que su integración, la familia participa en el rito, pero éste queda reducido a lo esencial. Se trata de un *subluctus que acompaña a un *subfunus, pues, en comparación con los funerales de los adultos, su desarrollo es más sencillo y discreto.

En todo caso, y desde el punto de vista del ritual funerario, los niños podían ser divididos en cuatro categorías: - Los menores de un año, que son aquéllos a los que no les han salido los dientes y de los que, en tiempos de Cicerón, se creía que no debían ser llorados133. Englobaríamos aquí también a los menores de 40 días como ya hemos explicado. - Los niños entre uno y tres años, cuyo estatus se sitúa en un nivel intermedio entre los anteriores y los precedentes. Es destacable que cuando los niños cumplían los tres años una ley, atribuida a Rómulo, establecía la obligación del pater familias de elevar a los niños que él había aceptado en el nacimiento (NERAUDAU, 1987, 197). - Y los niños entre 3 y 10 años, los únicos conmemorados con el luto, aunque éste era proporcional al tiempo vivido. - No obstante, según Varrón y Valerio Flaco, esta diferenciación se aplicaría también a los hijos que estarían bajo la potestas paterna, pues para éstos no puede celebrarse un funus propiamente dicho ya que ocupaban, en relación a su padre, el rango de un esclavo y que si éste se hacía la familia quedaba mancillada (BOYANCÈ, 1952, 279 y nota 2).

Con estas premisas, funus acerbum significa, al mismo tiempo, “una procesión (fúnebre) prematura”, una “muerte prematura”, el “cuerpo de un muerto prematuro” o “una muerte cruel”; acepciones diversas que complican nuestro análisis. Más aún, si tenemos en cuenta que una costumbre antigua prefería que las exequias se celebraran de noche y a la luz de las antorchas (GUILLÉN, 2000, 382); aunque, después, se mantendría solamente para aquellos en los que la cólera postmortem se manifestaba de forma más clara: los muertos antes de tiempo (BOYANCÈ, 1952, 281). Por lo que las antorchas y cirios que guiaban el convoy fúnebre, y que parece que caracterizaban al funus acerbum134, tendrían una función apotropaica cuyo objeto sería alejar o atrapar a los malos espíritus. De hecho, Servio, en los Comentarios a la Eneida, (I, 727 y VI, 224), hace derivar la terminología funus de funis; las funalia, cirios de cera con una mecha de cuerda que precedían al cortejo fúnebre. Esta terminología se atribuye a Varrón, en su obra De vita populi romani, que aplica este uso al hecho de que los muertos se quemaban por la noche, pues había que evitar la contaminación –que podía producirse con la simple visión- de los magistrados y sacerdotes (BOYANCÈ, 1952, 278).

- 4. 4. b. Funus acerbum: la amargura de morir antes de tiempo El término funus encierra un significado originario de “contaminación por muerte” (MARCO, 1996, 127). En origen, debió referirse al olor del cadáver cuya contaminación tenía una importancia fundamental, tanto para los romanos como para multitud de pueblos. La única manera de contrarrestar esta impureza era a través de una serie de ritos y prohibiciones que regulaban y asimilaban la presencia de la muerte, que, sin duda, formaba parte de la vida cotidiana. Dentro del funus pueden distinguirse diversas categorías, entre éstas la de acerbum, por la que se entiende el funeral, público o privado, especialmente doloroso por la muerte prematura de un individuo (VAQUERIZO, 2001a, 68).

- 4. 4. c. La evidencia arqueológica Estos sentimientos se plasman, materialmente, en una segregación espacial y topográfica de los enterramientos. Los infantes son enterrados en las propias casas, en raras ocasiones en el interior de los panteones familiares y, en otros casos, si se indica la filiación, generalmente, se inscribe sólo el nombre fruto de ese proyecto familiar truncado. ○ La domus Ya hemos visto anteriormente, al analizar los distintos espacios funerarios135, cómo la casa, pese a las prohibiciones de enterrar intrapomerium, fue elegida con frecuencia como lugar de descanso de determinados infantes. Y a pesar de la miasma que emanaba de un cadáver, ésta no se producía en el caso de la muerte de un niño impúber, pues al desarrollarse su funeral por la

Aunque, en un principio, el adjetivo acerbus tenía como significado originario y literal el que hacía referencia al “sabor amargo o ácido que produce una sensación de

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Séneca, De brevitate vitae, X, 20, 5 (Trad. L. Riber); Séneca, Epistulae ad Lucilium, 122, 10 (Trad. J. Bofill); Séneca, De tranquillitate animi, XI, 11, 7 (Trad. F. Navarro); Virgilio, Aeneida, XI, 142 (Trad. J. Echave-Sustaeta); Hercules Furens, 849 y ss. 135 Ver: 3. Los espacios funerarios y su organización interna, 42 y ss.

Plutarco, Numa, 12. (Trad. M. A. Marcos). Cicerón, Tusculanae, I, 39-93. (Trad. A. Medina).

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84. Enterramientos subgrundales del Hort de Morand. Planimetría general. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 331)

noche, su presencia no impurificaba la casa136; siendo con frecuencia, como ya decíamos, la vivienda el lugar elegido para dar sepultura a los más pequeños.

añadimos la problemática referente a la existencia de sacrificios rituales infantiles, defendidos para época ibérica y en construcciones que parecen perpetuarse hasta época romana en ambientes de substrato semita –en estos casos, al parecer, con carácter cruento- (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 330), la complejidad interpretativa de estos hallazgos aumenta considerablemente.

○ Sacrificios infantiles En Hort de Morand, Denia (Alicante) (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 330-331), también se hallaron sepulturas de este tipo; aunque, en este caso, en la excavación de un complejo de edificios que debían formar parte del sector portuario destinado al almacenamiento de mercancías. Se pusieron en evidencia un total de ocho enterramientos infantiles (cuatro de ellos en el interior de ánforas y tres en fosas simples). La mayoría se encontraba en las zanjas de cimentación del edificio o bajo el paramento de los muros y, junto a éstos, un depósito ritual137 en relación directa con los ritos de carácter fundacional fechados en el momento de la construcción de los edificios.

Quizás estas costumbres sean reminiscencias de los sacrificios infantiles que tan a menudo eran practicados en la antigüedad. Los “celtas de Irlanda, los galos, los escandinavos, los egipcios, los fenicios, los moabitas, los amonitas y, en determinados periodos, los israelitas” (DEMAUSE, 1991, 51), y también los cartagineses (SCOTT, 2000, 145-146) practicaron esta costumbre. Emparedar a los niños en muros o enterrarlos en los cimientos de edificios o puentes para reforzar su estructura138, fue frecuente desde que se construyeron las murallas de Jericó hasta el año 1843 en Alemania.

Parece que estamos ante inhumaciones que no tienen el mismo sentido que las anteriores y son numerosos los interrogantes que plantean. Si se trata de inhumaciones intencionadas en el momento de la construcción –ya que se hallaron bajo los muros o en relación directa con los cimientos- se hace necesaria una disponibilidad “social” ante este tipo de sacrificios, aunque sea eliminando el sentido cruento habitual que tiene esta palabra. Si a ello

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Hay que tener en cuenta que la utilización de aditivos en los morteros es una constante, al menos, desde el siglo I a. C. La naturaleza de éstos ha sido de muy diverso tipo: sangre, cola animal, cerveza, almidón, mantequilla, melazas, ceras, asfalto, orina, aceite, resinas, látex de higo, etc. (DORREGO et alii, 1998, 146-148). Por lo que, al margen del aumento de la cohesión estructural que todos estos aditivos aportan al mortero (todos son ligantes), tal vez, el enterramiento de niños, animales o el desarrollo de sacrificios cruentos en relación con los cimientos o la construcción de determinados edificios busque, a través de un proceso de asimilación de magia simpática homeopática, el refuerzo de la construcción, sustituyendo el aporte de los ligantes habituales por un sacrificio de carácter ritual.

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Servio, Ad Aeneidam, VI, 8. (Ed. G. Thilo y H. Hagen). Éste está compuesto por un ánfora Dressel 20, a la que se la había seccionado el cuello y los hombros que, dispuesta en sentido vertical, albergaba restos óseos de ganado vacuno y fragmentos de cerámica.

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85. Enterramiento infantil bajo imbrex. Necrópolis de Caesaraugusta. (ADIEGO, 1991, 28)

constatamos en el caso hispano. Al respecto, no podemos obviar que el papel de los horrea en una sociedad agraria como la romana era muy importante, en ellos no sólo se almacenaban la cosecha de ese año sino las semillas para la del siguiente, con las implicaciones que esto tenía en una comunidad en la que una de sus principales fuente de ingresos era la agricultura. Sin contar con periodos de carestía por malas cosechas; los incendios, las pestes y los robos eran los grandes peligros de estos almacenes. Su trascendencia era tal que para su protección no se escatimaban esfuerzos: conocemos diversas referencias de inscripciones a los genius de estos graneros (RICKMAN, 1971, 312-315) y, según los ejemplos presentados, también enterramientos infantiles en relación con las fases de construcción de estos horrea.

Ya J. Frazer explicó cómo el hecho de sacrificar a un hombre y enterrarlo en los cimientos de una construcción suponía encerrar allí su espíritu, protegiendo, de esta manera, a todo el edificio de probables enemigos. Es más, “en la Grecia moderna, cuando se están construyendo los cimientos de un nuevo edificio, es costumbre matar un gallo, un carnero o un cordero y dejar correr la sangre por la primera piedra, bajo la cual se le entierra. El objeto del sacrificio es dar fortaleza y estabilidad a la construcción” (FRAZER, 1999, 232) y, en ocasiones, se sustituye este sacrificio por el enterramiento de la sombra de un hombre, que se cree que acabará muriendo en el periodo de un año. Los paralelos más cercanos y directos a esta práctica los encontramos en Carmona, Sevilla (ROMÁN RODRÍGUEZ, 2001, 238-239). Allí, también en un horreum, el de San Blas, se hallaron cinco enterramientos infantiles en el relleno de la zanja de cimentación del edificio, uno de ellos en decúbito prono139. También en Inglaterra, en Recluver fort, Kent, Springhead, Viroconium (Wroxester) o Verulaminum, encontramos casos semejantes que G. Merrifield (1987, 50-52) relaciona con ritos asociados al comienzo de determinadas actividades o de fundación, según se han hallado en Inglaterra, en edificios de época romana relacionados con uso militar, sagrado o doméstico; aunque nada dice de los almacenes o graneros, tal y como

○ Las necrópolis A pesar de todo, no es raro encontrar enterramientos infantiles de tipo individual en convivencia con sepulturas de adultos y dentro de una misma área cementerial. Los ejemplos son muchos y aunque, en un principio, las diferencias entre las sepulturas de los adultos y las de los sujetos infantiles no son significativas –a excepción del tamaño condicionado, obviamente, por factores prácticos-; sí que podemos establecer un predominio de la inhumación para estos últimos, sin que llegue a ser la norma. Generalmente, suelen usarse ánforas como receptáculo funerario; en caso contrario, las estructuras funerarias no suelen ser muy elaboradas y, con frecuencia, el ajuar que los acompaña no es ni muy rico ni muy abundante. Conocemos la convivencia de restos mortales infantiles y de adultos en multitud de necrópolis; en las que no parece existir una segregación espacial entre los mismos. Con todo, ésta parece una práctica más frecuente en el Bajoimperio: es el caso, entre otros, de Caesaraugusta,

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De los cinco sujetos, cuatro (A, B, C1 y C2) son individuos perinatales y el quinto (C3) no tendría más de seis años. El estudio antropológico de los mismos no ha revelado patología alguna que permita deducir la causa de la muerte (quizás asfixia); aunque su relación estratigráfica con los cimientos del edificio los sitúa en la fase de construcción del mismo (ROMÁN RODRÍGUEZ, 2001, 239). Este hecho se ha interpretado con la posibilidad de que se trate de enterramientos fundacionales, con el objeto de favorecer el inicio de las actividades relacionadas con el almacenamiento y la protección del cereal, así como la de propiciar la fertilidad de la tierra (ROMÁN RODRÍGUEZ, 2001, 248).

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en la necrópolis de la Puerta Occidental140 (siglo III d. C.); en la de Peal del Becerro141, en Jaén (siglos III-IV d. C.); en Albalate de las Nogueras142, Cuenca (siglos IV y V d. C.); en las necrópolis valencianas de La Boatella y el Portal de Russafa143 (siglos III y IV d. C.); en El Cantosal144, en Coca, Segovia, (siglos IV y V d. C.); en Pedrosa de la Vega145, Palencia, (siglo IV d. C.); o en San Miguel del Arroyo146, Valladolid, (siglos III-IV-V d. C.). En Tarraco, en la necrópolis de Robert d’Aguiló, aparecieron diversos enterramientos infantiles147 en el interior del llamado monumento 1, junto con otras sepulturas de adultos; también en la necrópolis del Parc de la Ciutat148 o en la necrópolis rural, adscrita al territorium de Tarraco, de Madre de Deu del Camì149, (siglo III d. C.), y lo mismo ocurre en Aldaieta150, Álava, (siglos IV-V d. C.), etc. Y tampoco faltan ejemplos en fechas más tempranas, es el caso de la necrópolis de Asturica Augusta151, situada a la altura de la calle Vía Nova (siglo I d. C.); de Lérida, en la Estación del Ferrocarril152, (siglos I y II d. C.); en Oiasso, Guipúzcoa, en la Ermita de Santa Elena153; en la necrópolis de Pollentia154, en Mallorca, (cambio de la Era

y el siglo II d. C.), en Barcino155, en la Plaza de Vila Madrid, (siglos I y II d. C.) o Emporiae156, Gerona, por citar algunas. En todo caso, llama la atención la subrepresentación infantil en las necrópolis, más aún si tenemos en cuenta el alto grado de mortandad infantil de la época. Este hecho podría deberse a varias razones: por un lado, a que estos individuos podían ser sepultados en el interior de las viviendas, como ya hemos visto, o en zonas específicas y diferenciadas respecto a las áreas cementeriales de los adultos, como seguidamente explicaremos, y, por otro, a causa de que la posibilidad de supervivencia de los restos óseos de un niño es menor que los de un adulto –sobre todo, si la estructura sepulcral se limitaba a una fosa simple-; aspectos que implican deficiencias en el registro arqueológico. ○ ’Άωροι, los fallecidos antes de tiempo. Ya hemos visto cómo la muerte prematura fue objeto de ritos y de comportamientos específicos y, en ocasiones, por esta misma condición, el cadáver de un infante era tratado con suspicacia y temor. Arqueológicamente, esta diferenciación puede plasmarse, de forma muy clara, por su posición anormal en la sepultura, por su ubicación excéntrica dentro de la misma área cementerial e incluso por su exclusión de la misma.

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Tumba I, con un individuo infantil, y tumbas V y VI, que correspondían a un feto y a un feto a término, respectivamente. El último se había introducido en una estructura compuesta por dos imbrices (GALVE, 2008). 141 Sepulturas 2, 3, 4 (en la que aparecen restos de un adulto y de un sujeto infantil) y 7 (FERNÁNDEZ-CHICARRO, 1954, 71-85). 142 Sepulturas 9 y 10 (FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989). 143 Sin más detalles de los enterramientos (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 y SORIANO, 1989, 393-412). 144 Sepultura 6 (LUCAS DE VIÑAS, 1971, 381-398). 145 En la Necrópolis Norte, las sepulturas infantiles –cuyos ocupantes fallecieron, principalmente, en torno a los seis años-, son: 54, 55, 70, 78, 87, 89, 93, 103 y 104. Para la Necrópolis Sur, sólo se nos dice que el porcentaje de estos enterramientos es muy alto (ABÁSOLO et alii, 1997 y CORTES, 1997). 146 En la sepultura 7 se enterró un individuo de dos años, en la sepultura 21 de siete años, en la sepultura 24 menor de un año y en la sepultura 29, de 10 a 12 años (DE PALAOL, 1958, 209-217). 147 Sepulturas 4, 5, 6, 16 y 20 (MACIAS I SOLÉ y MENCHON, 19981999.) 148 Es el caso de la sepultura 27, que pertenece a un individuo de 11 años, la sepultura 96, en la que se inhumó a un sujeto entre dos y tres años, y la 209 en la que, en el interior del llamado monumento 2, en un hueco entre un sarcófago y una de las paredes del mismo, se depositaron los restos de un recién nacido y de un individuo de unos seis meses (TEd’A, 1987.). 149 Sepulturas 2 y 3, ambas con individuos de entre seis y ocho años de edad (MUÑOZ, 1991). 150 Zona B de la necrópolis; sepultura 1, en la que se inhumó un individuo de 10-11 años acompañado por una lanza como ajuar; sepultura 4, un individuo de unos 8-9 años de nuevo acompañado por una lanza; en los grupos sepulcrales 48-53, 64-76 y 77-87, que parecen corresponder a agrupaciones familiares, también se hallaron enterramientos infantiles. La aparición de elementos armamentísticos en sepulturas infantiles, se ha interpretado como el reconocimiento, por parte de la comunidad, de la pertenencia de estos sujetos –pese a su edad- a un grupo social “guerrero” lo que implica el reconocimiento de cierto estatus (AZKARATE, 1999). 151 Sepultura 4 e incineración I, la primera perteneciente a un feto a término o recién nacido, asociado a una bolsada de cenizas, y, la segunda, a un sujeto de seis años. (GONZÁLEZ et alii, 2003, 297-308). 152 Conocemos la referencia de, al menos, un individuo infantil introducido en un ánfora. (PÉREZ, 1992). 153 Sepultura 11: sujeto infantil, incinerado y acompañado de ajuar. (BARANDIARÁN et alii, 1999.) 154 Sepulturas 25 y 26 en las que, por el precario estado de conservación de los restos, no ha podido precisarse la edad de los individuos. (ALMAGRO y AMORÓS, 1953-1954).

En Segobriga, Cuenca (ABASCAL et alii, 2004, 416), al pie de un largo tramo descubierto de la muralla se hallaron varias tumbas infantiles de inicios del Imperio, como evidenció una de ellas que contenía una moneda de Segobriga de época de Augusto. Todas eran de niños inhumados bajo tegulae, aunque, en algunos casos, los huesos se habían colocado dentro de urnas de dos asas, de gran tamaño y fabricación local. En la necrópolis de la villa romana de Casa Ferrer I157, en Alicante, datada en el siglo IV d. C., se hallaron una 155

La mayoría de los enterramientos en ánforas documentados en la necrópolis corresponden con enterramientos infantiles (BELTRÁN HEREDIA, 2007, 33); su número es relativamente importante, destacando la presencia de neonatos y sujetos infantiles con patologías derivadas de una mala nutrición. En todo caso, no hay ningún tipo de diferenciación espacial destinada exclusivamente a los niños, que se localizan tanto a lo largo de la vía –con el resto de sepulturas- como en una estructura funeraria colectiva, mezclados con el resto de los enterramientos (BELTRÁN HEREDIA, 2007, 58). 156 Las inhumaciones infantiles, fechadas entre los siglos II y III d. C., se han localizado en la necrópolis de la Ballesta: inhumaciones 2 y 11, en estructura de tegulae a dos aguas y en ánfora, respectivamente; en la necrópolis Rubert: las inhumaciones 1, 4, 5 y 6, y en la necrópolis Pi: inhumación 1-2, todas en ánfora. (ALMAGRO, 1955). De las 97 inhumaciones constatadas en ánfora, o formadas por fragmentos de ellas, 40 (es decir un 41’40 por ciento) son de criaturas (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998, 295). 157 Se excavaron un total de 17 enterramientos: sepultura 1, individuo de tres años en ánfora; sepultura 2, sujeto de entre dos y tres años, bajo túmulo y con una piedra sobre la cabeza; sepultura 3, feto de entre 24 y 26 semanas, en ánfora y bajo una estructura tumular; sepultura 6, sujeto infantil en fosa simple; sepultura 8, individuo de 18 meses en ánfora; sepultura 9, sujeto de un año; sepultura 10, sujeto de dos a tres años y sepultura 11, individuo de cuatro a cinco años, todas en fosa simple; sepultura 15 (sin numerar en la publicación), a otro sujeto infantil; sepultura 16, individuo de 18 meses y sepultura 17 a otro de dos años. (ORTEGA y DE MIGUEL, 1999, 525-530).

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86. Emerita Augusta. Enterramiento infantil, sobre cuyas rodillas se dispuso una piedra de considerables dimensiones. (MÁRQUEZ PÉREZ, 2002, lám. 4)

gran cantidad de individuos infantiles que representan el 65 por ciento de los enterramientos localizados. De éstos, ocho fallecieron entre el año y los seis años, concentrándose la mayoría en torno a los dos años y medio; siendo ésta una edad sumamente conflictiva, pues se produce aquí el cambio de los hábitos alimenticios. A estos sujetos habría que añadir un feto, de 24 a 26 semanas, sin que se pueda determinar la causa de su fallecimiento ni de su presencia en esta área cementerial, aunque ésta parece ser bastante atípica por la gran cantidad de sujetos infantiles enterrados

pequeñas fosas, ya de forma individualizada o formando pequeños conjuntos, y cubiertas con un fragmento de tegula o imbrex. Asociados a las mismas, se han documentado abundantes restos antracológicos y faunísticos (équidos, bóvidos, suidos, cánidos y cérvidos, principalmente). Como ya hemos apuntado, la ausencia –o escasa representatividad- de los individuos infantiles en las áreas cementeriales158; hay que asociarlo con la práctica de enterramientos en el interior de las viviendas y con la existencia de cementerios específicos para este tipo de difuntos a causa de su estatus inferior. Entre éstos, y como paralelos más inmediatos, se han documentado, en la Baetica, en Chipiona, Cádiz159; en la Gallia Comata, los cementerios de Alise-Sainte-Reine (JOLY, 1951, 119120), en el siglo I d. C., o el de Croix-Saint-Charles (JOLY, 1954, 92-98 y DEONNA, 1955) en el que, de forma similar al de Granollers, se sacrificaron animales junto a los niños160 y en el que se halló, además, una incineración infantil. También en las excavaciones de la necrópolis de Cham l’Image, en St. Marcel-sur-Indre, antigua Argentomagus161; en la necrópolis de Chantambre, en Essonne162; o en la necrópolis de Les

En la necrópolis de Granollers, Barcelona (TENAS I BUSQUETS, 1991-1992, 67-79), los restos funerarios se distribuyen en dos ámbitos diferenciados: un sector de 350 metros cuadrados de superficie dedicado al enterramiento de personas con edad que oscilaban entre los 5 y 6 años y una fosa de grandes dimensiones, de 165 metros cuadrados de superficie y una profundidad de 1’5 metros con respecto al nivel de las sepulturas, situada en el extremo oriental de la necrópolis. Ésta contenía los restos de cuatro esqueletos perinatales asociados a una serie de ofrendas funerarias de carácter muy diverso. La fosa se articulaba a partir de una serie de pequeñas cavidades de dimensiones reducidas que contenían diversos artefactos, interpretados como ofrendas rituales sincrónicas o no muy alejadas en el tiempo, ya que la cronología de los materiales parece homogénea. Aparecieron diversos contenedores de cerámica común, enterrados bajo tegulae, y diversos restos faunísticos de cánido, équido y bovino asociados a fragmentos de ánforas y al esqueleto de una yegua.

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Que, a su vez, se corresponde con la subrepresentación de individuos menores de nueve años en la epigrafía funeraria (SALOMON, 1987 y KING, 2000). 159 Se trata de un cementerio exclusivamente infantil, en el que se hallaron 20 niños en edad perinatal datados entre los siglos III-IV d. C. (ALCÁZAR et alii, 1994, 36-47). 160 Si seguimos a A. J. Joly (1954, 96 y ss.), es bastante verosímil, de acuerdo con los restos hallados en Croix-Saint-Charles pensar que sobre los enterramientos infantiles se edificara una estructura de madera en la que se introducirían ofrendas de animales y que sería entregada al fuego. 161 Los enterramientos infantiles menores de un año suponían, en este cementerio, el 28 por ciento de las sepulturas. Se localizaban junto a la pared oeste del mismo, de nuevo en un área diferenciada. Su cronología está entre los siglos II y III d. C. (ALLAIN et alii, 1992). 162 La proporción de los enterramientos infantiles suponía, en este caso, el 31 por ciento del total; de nuevo éstos se habían agrupado en la esquina suroeste del cementerio. La necrópolis estuvo en uso desde el siglo I al V d. C. (MURAIL y GIRARD, 2000,105-111).

También se localizaron otras cavidades que no contenían restos humanos, pero sí abundantes fragmentos cerámicos, jarras, tapaderas, platos, terra sigillata, vidrio, objetos líticos y restos de fauna. Las jarras eran el elemento más común y parecen seguir una norma en su disposición. Generalmente, están en el interior de

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Bolards, en Nuis St. Georges (Côte d’Or)163. Este fenómeno no se da en Britannia hasta los siglos III y IV d. C., pues en fechas anteriores los enterramientos infantiles en necrópolis, tanto para las poblaciones prerromanas como en los primeros momentos de la llegada de los romanos, no superan el dos por ciento (PEARCE, 2000, 134-136). En la provincia de Africa Proconsularis, en Thysdrus, Túnez (LASSERE, 1987), se encontró un conjunto funerario fechado entre el siglo II y los primeros años del III d. C. Aquí se hallaron 15 inscripciones pertenecientes a individuos entre los cinco y los 15 años; pero bajo este nivel de inhumaciones dotado de epigrafía se encontró otro, sin inscripciones y en el que se habían sepultado individuos fallecidos en edad perinatal, hasta los dos años.

necrópolis de La Lanzada165, Pontevedra, el esqueleto de una mujer muerta en el alumbramiento de un hijo, cuyo esqueleto se conservaba entre los huesos de la pelvis materna, parece depositado en la fosa sin cuidado, estando la cabeza mucho más baja que el resto del cuerpo y en decúbito prono. Lo mismo ocurre con uno de los enterramientos infantiles descritos anteriormente en La Magdalena, Lérida. Estos últimos ejemplos, y como ya expusimos en anteriores trabajos (SEVILLA CONDE, 2011a), pueden explicarse por la muerte ante suum diem de estos individuos, la cual rompe el orden natural de las cosas y confiere al fallecido un estatus anormal e incluso peligroso, pues las circunstancias excepcionales de su fallecimiento hicieron pensar que éstos vagaban como fantasmas, que se convertían en vampiros u ocupaban una posición inferior en la vida ultraterrena (BREMMER, 2002, 77). Ese miedo implicó una serie de medidas de carácter ritual cuyo objeto fue el de ligarlos a la sepultura166, su última morada, impidiendo, por tanto, el regreso al mundo de los vivos al que ya no pertenecían.

En otros casos, también en contextos necropolitanos, determinadas muertes prematuras han sido objeto de un trato que podría ser definido como vejatorio y su objetivo no era otro que neutralizar, con una serie de rituales, el potencial maligno y el peligro que estos muertos prematuros suponían para su comunidad (ALFAYÉ, 2009, 186). En ocasiones, generalmente la cabeza pero también otras partes de la anatomía del difunto, han sido aplastadas por una piedra de considerable tamaño: es el caso de la sepultura 2 de la necrópolis de Casa Ferrer I (ORTEGA y MIGUEL DE, 1999, 525-530), en Alicante, ocupada por un niño de unos dos o tres años; la sepultura 27 de Pollentia, Mallorca (ALMAGRO y AMORÓS, 1953-1954, 265-266), en la que la cabeza de un niño – desconocemos su edad- se encontraba aplastada por una piedra arenisca de sección cuadrangular que, aunque no se descarta la posibilidad de que pertenezca a la cubrición del enterramiento, creemos que puede tener unas connotaciones rituales muy específicas sobre todo si tenemos en cuenta la existencia de otros paralelos. Entre éstos destaca un enterramiento infantil, Actividad 19, hallado en la Necrópolis Oriental de Mérida (MÁRQUEZ, 2000, 65), en la zona de los “Bodegones Murcianos”. Éste, depositado en una fosa simple, carecía de ajuar y apareció con un canto rodado de considerable tamaño sobre sus rodillas, característica que nos obliga a mencionarlo por los paralelismos con otros casos constatados164.

En el caso de las piedras asentadas en distintas partes de la anatomía del individuo, tenemos documentado para la Edad Media cómo a determinados criminales –sobre todo a los suicidas- se les enterraba sujetos “al suelo por tres grandes piedras que se colocaban sobre la cabeza, el vientre y los pies para asegurase que no molestasen a los vivos” (BALDÓ, 2007, 60), con lo que se aseguraba su permanencia en la sepultura. En este sentido, la posición en decúbito prono, en la que se dispuso a la parturienta o a uno de los sujetos de La Magdalena, parece implicar la misma intención y, al respecto, el texto de una tabella defixionis parece lo suficiente ilustrativo como para resolver la cuestión. Esta tabella se halló en Villepouge y Chagnon (CharenteInférieure), en una tumba galorromana, atravesada, junto a otra tablilla, por un clavo y conteniendo un procedimiento mágico que incluía la manipulación de un cachorro muerto. La parte del texto que nos interesa dice así: “de la misma forma que este cachorro está vuelto boca abajo y no puede levantarse, que tampoco ellos puedan; que sean atravesados como lo está éste”167. Por tanto, sean cuáles sean las variaciones documentadas, en todas constatamos la intención de sujetar y fijar al individuo, para siempre, en su última morada, dificultando así su regreso al mundo de los vivos con todas las consecuencias que este hecho podía acarrear.

Un último caso de trato especial a un muerto prematuro, que en este caso pertenecería al tercer grupo enunciado al principio de nuestro trabajo, es el de una joven que falleció al dar a luz (pues, como ya hemos dicho, tanto se asocia a los ’άωροι como a los βιαιοθάηατοι). En la

163 Una vez más, los enterramientos de neonatos eran los más numerosos, con el 52 por ciento del total. Y aunque se ha querido ver, en este caso, una relación con un santuario al que se llevarían los niños enfermos para ser curados (PLANSON, 1982, 176), parece más probable que se trate de áreas diferenciadas, dentro de una misma necrópolis, destinadas a albergar este tipo de enterramientos (PEARCE, 2000, 132). 164 Conocemos casos similares en la necrópolis galorromana de La Calade (Cavase, Var), en Sucidava (Rumania), en Colonia Patricia Corduba o en Poggio Gramigniano (Lucgnano in Teverina) entre otros (ALAFAYÉ, 2009, 186.)

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Se trata de la sepultura 30 (BLANCO et alii, 1967, 20). Resulta muy interesante el ritual descrito y la causa de su desarrollo que recoge Pseudoquintiliano, en su X Declamatio Maior. (Trad. G. Lehnert). 167 MARCO, 2002, 199 y AUDOLLENT, 1904, 111-112: “quomodi hic catellus aversus est nec surgere potesti, sec nec illi; sic traspecti sin[t] quomodi ille”. 166

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casarse172 y de padres que, en contra de la ley natural, han tenido que enterrar a sus propios hijos173 (DEL BARRIO, 1992, 29-32 y FERNÁNDEZ, 1998, 38-41).

- 4. 4. d. La documentación epigráfica, los ajuares y la expresión de la pena La epigrafía resulta no poco ilustrativa a este respecto, aunque la escasa representatividad de sus textos y el empleo de una formulación totalmente estereotipada condiciona totalmente nuestras conclusiones168. Por un lado, los epitafios en piedra –que son los únicos conservados- sólo nos ilustran de un pequeño sector de la población: las élites, los únicos que podían costeárselo169. Pero es que dentro de esta exigua representatividad, los epitafios más numerosos son los que recuerdan la muerte de los niños más mayores. Esto parece ser debido a su mayor cercanía a la madurez, lo que permitió que sus sepulturas fuesen integradas, con más facilidad, dentro del cementerio. Pero aun así, los niños eran mucho más conmemorados que las niñas, lo que se explica por el superior valor que a lo masculino dio la cultura romana. Por otro lado, su lenguaje es totalmente convencional y estereotipado, y, generalmente, los textos son cortos. En el caso de que aporten más datos, son frecuentes las descripciones de las características del niño y, en definitiva, del dolor del duelo170; también adjetivos como pientissimus que parecen enfatizar las frustradas esperanzas de los padres que habrían anhelado, en un futuro, esa misma piedad por parte de sus hijos (KING, 2000, 143).

En estos casos, los padres se quejaban en los epitafios de su seguridad para el futuro, de sus esperanzas mermadas y del desvanecimiento de su felicidad; la pérdida de este apoyo en la vejez puede parecer un sentimiento egoísta pero, en muchos casos, éste podría estar condicionado por verdaderos factores económicos174. Tampoco faltan aquellas descripciones que equiparan las cualidades del niño con las de un adulto (CARP, 1980, 736-729), y que quizás intentasen justificar el sentimiento de pena originado por la pérdida de un hijo. Pero en todo caso, los análisis estadísticos de los epitafios sugieren que los infantes estaban muy poco representados, lo que implica que muchos, muchísimos, más de los recordados por la epigrafía habían fallecido. Por lo que ni todas las clases sociales ni todos los niños están reflejados en la epigrafía. De hecho, el estudio de la distribución social de los epitafios llevado a cabo en Roma (CIL VI) aporta unos datos muy interesantes a la hora de establecer las pautas sociológicas que motivaron su encargo. Según H. S. Nielsen (1997, 203), el 62 por ciento de éstos pertenecían a libertos, el 14 por ciento a esclavos y el 24 a niños libres; de los dedicantes que mencionan su estatus, el 67 por ciento eran libertos, el 23 por ciento esclavos y sólo el 10 por ciento habían nacido en libertad. L. R. Taylor (1961, 118) establece que, de cuatro inscripciones tres pertenecían a libertos y sólo una a un hombre (niño) libre. Este hecho se ha explicado por el deseo de los esclavos manumitidos de hacer público su nuevo estatus como libertos y como ciudadanos romanos (KING, 2000, 122). Aunque tampoco hay que pasar por alto el hecho de que, en Roma, las clases más bajas no estaban obligadas a controlar su pena y sus sentimientos del mismo modo que lo tenían que hacer los estratos sociales más elevados (KING, 2000, 147).

Si bien, a los elementos esenciales de toda inscripción funeraria: la dedicatoria inicial a los Dioses Manes, protectores del espíritu del difunto, o a cualquier otra divinidad; el nombre y la filiación del fallecido, con más o menos detalles, y las fórmulas, exactas o no, para expresar la duración de su vida; se añadieron toda una serie de elementos accesorios tomados de la tradición epigramática griega o de otros géneros literarios concomitantes temática o conceptualmente, hasta llegar a configurar una tipología estereotipada que tendía a la búsqueda de elementos y temas fijos (FERNÁNDEZ MARTÍNEZ, 1998, 37). De entre los Topica carminum sepulcrhalium latinorum, sin duda, la muerte prematura fue el tema favorito. Éstos son epitafios de niños o jóvenes que, pese a su corta edad, prometían un futuro lleno de éxitos171; de doncellas que no han podido llegar a

tempestuoso viento del sur a un tierno árbol” (DEL BARRIO, 1992, nº 191). 172 Como ilustración, valgan estas inscripciones halladas en Roma y fechadas en el siglo II d. C.:“Esta tumba oculta el cadáver de una muchacha casta e irreprochable cuya hermosura ha muerto. Ninguno de los mortales que habitan la tierra llegó a soltar su virginal cinturón…”; o de esta otro joven que falleció el mismo día de su boda: “Breve fue el tiempo que te concedió el Destino entre la vida y la muerte, entre el tálamo y la tumba, Capitón. Una sola noche, traidora y sin piedad, noche sin sonido de flautas, sin tálamo ni fiesta nupcial. ¡Ay! Tu himeneo se confundió con los cantos fúnebres y las antorchas te guiaron al postrero y vacío lecho” (DEL BARRIO, 1992, nº 211 y 215). 173 Es el caso de un niño de seis años, un mes y cinco días, en cuya inscripción puede leerse: “Lo que hubiera sido justo que el hijo hiciera para el padre, una muerte prematura hizo que el padre lo hiciera” (FERNÁNDEZ, 1998, nº 164). 174 Sentimientos reflejados en estos dos epitafios, el primero es una estela de Bitinia fechada en el siglo II d. C. y perteneciente a un niño de cinco años, en la que se lee: “... Estaba escrito en mi destino que yo no había de devolver a mis queridos padres los cuidados de mi crianza…”; la otra, hallada en Basa y con la misma cronología, reza: “… Y quienes debían preparar la sepultura de sus padres, ésos han muerto y se ornan con las imágenes que han elegido sus dolidos padres” (FERNÁNDEZ, 1998, nº 250 y 251).

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La fórmula estándar suele comenzar con la invocación a los Dii Manes, después, el nombre y la edad del difunto y la identidad del que la ha encargado. Sin duda, la elección del monumento y la inscripción de los detalles de la vida del fallecido era responsabilidad de los familiares; pero la estructura, los casos gramaticales, el uso de abreviaciones, etc. podría haber dependido del lapidario, de las características del monumento elegido y de su precio. (KING, 2000, 130). 169 El precio de una inscripción rondaba los 100 sestercios, lo que implica tres meses de trabajo de un obrero no especializado. A su vez, y como ejemplo ilustrativo, se estima que sólo el 0’1 por ciento de la población de Dalmacia se hallaba representada en soporte epigráfico y de las 7.000 inscripciones halladas en Hispania, sólo 1.961 contienen datos referentes a la edad, pero en estos casos la imprecisión es tal, que el 65 por ciento de las edades inscritas son múltiplos de cinco. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 11). 170 HOPKINS, 1983, 220; KING, 2000, 129-131. 171 Sirva ésta dedicada a un niño, hallada en Roma y fechada en el siglo III d. C., en la que puede leerse: “Al niño Critias guardo, extranjero de dos años y ocho meses, aunque tenía una mente propia de la edad canosa. Por ello cuando marcho al Hades, abundantes lágrimas derramaron por él. Pues lo ha doblegado la Envidia como el

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Aun así, a tenor a los testimonios conservados y asumiendo estas limitaciones, podemos establecer que aunque en los epitafios dedicados a los bebés y a los más pequeños, el lenguaje empleado nos pueda parecer producto de unas convenciones esperadas y aceptadas, podría haber implicado, entre sus coetáneos, un reconocimiento público del duelo que muchos pudieron haber experimentado y otros, sin haberse visto afectados de forma directa, acabaron empatizando con él (HOPE, 2007, 183). Además, a pesar de las restricciones impuestas por la sociedad y la tradición, y pese a que el lenguaje utilizado era artificial y estandarizado, el simple hecho de optar por la erección de un monumento funerario o una inscripción para los más pequeños parece llevar implícita la intención de conmemorar a un ser querido, cuya pérdida conlleva una angustia y una inequívoca desazón.

(VAQUERIZO, 2004, 188) y aunque es cierto que, en ocasiones, éstos aparecen en sepulturas de adultos – fundamentalmente femeninas-, este hecho podría deberse a la posibilidad de que éstas no habían superado el estado de doncella, independientemente de la edad que pudieron haber alcanzado (VAQUERIZO, 2004, 197 y MARTÍNKILCHER, 2000, 63-77); lo que se corresponde con una de las categorías de immaturi que establecimos al principio de nuestro trabajo. - 4. 4. e. Conclusiones En el mundo romano, la posibilidad de que un individuo llegase a la edad adulta era muy baja. El promedio de vida total de la población estaba entre los 25 y los 30 años, aunque si se sobrevivía a la infancia esta expectativa podía llegar a los 40 ó 50 años (HOPE, 2007, 10). De hecho, se estima que el 50 por ciento de los que nacían, quizá más, no llegaban a la edad adulta (PEARCE, 2000, 125). Por tanto, para los bebés y los niños el riesgo de morir era particularmente elevado: muchos no sobrevivían al parto y las semanas de después del nacimiento eran particularmente críticas; riesgos que se veían multiplicados en el caso de las familias más pobres en las que una dieta insuficiente, unas condiciones sanitarias precarias y unos conocimientos médicos inadecuados acababan por sentenciar a los más pequeños y débiles (SCOBIE, 1986, 399-433). Tal vez, como una defensa de carácter psicológico –frente a las altas tasas de mortandad infantil- los niños no siempre eran tratados como miembros plenos de la comunidad y, como ya hemos visto, los ritos llevados a cabo tras su muerte eran diferentes a los de los adultos e incluso más simples: a los bebés no se les hacía un funeral completo, a los que carecían de dientes no se les incineraba y, en el caso que fuesen enterrados en un área sepulcral en convivencia con sepulturas de adultos, su funeral, llamado funus acerbum, tenía unas características especiales: se llevaba a cabo por la noche y a la luz de las antorchas. Lo mismo ocurría con el luto que era bastante laxo y proporcional, en meses, a los años que había vivido el niño.

Incluso las propias antorchas y cirios que se habían convertido en el elemento más característico del funus acerbum175 y tenían un valor, destinado a cazar o alejar a los malos espíritus, pasarán a tener un sentido de apoteosis celeste y astral (BOYANCÉ, 1952, 281). El niño fallecido se asocia con Ganímedes e incluso con el joven Atis, aunque no con relación al culto de la Magna Mater, sino, como dice Porfirio176, en asociación con el simbolismo de las primeras flores, que caen sin dar frutos porque no han llegado a la madurez. En cuanto a los ajuares, conocemos una serie de terracotas figuradas, recuperadas en un contexto arqueológico más o menos fiable177, que en la inmensa mayoría de los casos aparecen en relación con enterramientos infantiles, principalmente de niñas. La naturaleza de estas representaciones es muy diversa, predominan los bustos de diosas femeninas- sobre todo de Minerva y Venus- pero también animales domésticos, aves, humanos y representaciones de mitos clásicos. Estas imágenes, aunque algunos autores las asocian a lararios (FERNÁNDEZ DÍAZ, 1999, 151), podrían tratarse de juguetes o de figuras alegórico-simbólicas relacionadas con el imaginario infantil, en particular el femenino, depositadas como ofrendas al fallecido por parte de sus familiares al producirse su muerte prematura, como símbolo social de ésta, y quizás también en el deseo de que pudiera seguir jugando en el mundo de ultratumba, por toda la eternidad; sin dejar de lado su protección en el Más Allá, sobre todo en el caso de personificaciones divinas (VAQUERIZO, 2004, 185-186). Además, estos elementos, desde el punto de vista social y cultural, pueden interpretarse como definitorios de la edad infantil

Este tipo de difuntos tenían un estatus diferente al del resto de la población que se plasma, en la evidencia arqueológica, en el modo en el que son enterrados: por su anormal posición en la sepultura, por el mobiliario depositado en la misma, por su localización en el cementerio –del que, en ocasiones, son excluidos-, o por ser los únicos que son enterrados en el interior de las viviendas. No obstante, los mecanismos de respuesta son múltiples y variados, y aunque no hay una norma al respecto, sí que podemos establecer unas directrices, más o menos comunes a la mayor parte del Imperio, aunque éstas dependían de multitud de factores, muchos de los cuales no podemos evaluar.

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Como ya hemos explicado, se conducía de noche y a la luz de éstas y aunque en época arcaica quizás fuese extensivo al resto de la sociedad, con el tiempo, se mantendrían solamente para aquellos en los que la idea de cólera post mortem podía llegar a manifestarse. 176 Porfirio, De imagina, frag. 7. La misma idea se recoge en CIL, VI, 10098, en el que el fallecido compara su suerte a la de Atis. 177 Conocemos ejemplos de estos hallazgos en todas provincias hispanas excepto en la Tarraconensis, es el caso de la Baetica con los ejemplos de Cádiz, Almuñecar, Córdoba y Munigua; o la Lusitania, en Mérida. Pero también en otras provincias occidentales del Imperio: la Gallia, Germania, Britannia o la Península Itálica (VAQUERIZO, 2004, 177185).

Pero, a pesar de todas estas medidas motivadas por las altas tasas de mortandad infantil y, en muchos casos por el miedo que suponían estos difuntos –llegando incluso a excluirse de la comunidad de los Manes (TER VRUGTLENTZ, 1960, 67)-, a ningún padre le gustaba sepultar a su prole. De hecho, en muchos epitafios erigidos en honor de los hijos fallecidos, los padres se quejaban de que su 197

seguridad en el futuro, sus esperanzas y su felicidad se habían desvanecido con el último aliento de sus descendientes; afligiéndose tanto por sus hijos como por la pérdida de un apoyo en la vejez. Esta tendencia se reforzó a partir del siglo II d. C. y, sobre todo, en el Bajo Imperio con relación a los cambios que se estaban produciendo en el seno de la sociedad “romana” y que ya hemos mencionado. La poesía y la epigrafía funeraria se hacen eco del dolor de la pérdida y el aumento del número de necrópolis, en las que los más pequeños son enterrados junto con los adultos –incluso compartiendo la sepultura-, son testimonio de este cambio trascendental. No obstante, y como norma general, los padres veían cómo sus hijos les precedían. Para las familias, sobrevivir a la siguiente generación y, para los padres, ver a sus hijos llegar a la edad adulta pudo haber condicionado unas altas tasas de natalidad como único medio para combatir tan altos grados de mortandad infantil.

198

las

una tendencia clara en la que la gran mayoría, si no todos los enterramientos, se han dispuesto en la misma dirección.

5. 1. La disposición de los restos humanos - 5. 1. a. La orientación de las inhumaciones Para el análisis de las orientaciones nos hemos centrado en el estudio de las inhumaciones ya que, aunque en determinadas cremaciones puede establecerse la existencia clara de un eje que nos indica la dirección en la que se excavó la fosa para albergar la pira, no podemos precisar la disposición del cuerpo –siendo la cabeza la que tomamos como indicadora de la orientación- a una u otra dirección de este eje. Aún así debemos tener en cuenta una importante indefinición. En muchos de los casos documentados, los excavadores dicen que la cabeza de los fallecidos miraba hacia levante. ¿Quiere decir eso que la cabeza estaba al este y los pies hacia el oeste? ¿O viceversa? El problema viene dado por el hecho de que ambas lecturas son posibles. Además, en la mayoría de los casos, parece que las orientaciones de las sepulturas están medidas a grandes rasgos. Ignoramos cómo se determinó el norte, y si éste es el magnético o el geográfico. Tampoco sabemos si en cada necrópolis se estableció el norte con respecto a las tumbas, o bien se determinó posteriormente, sobre el plano. Por lo que, para un estudio completo, deberíamos contar con medidas concretas, que indicasen el acimut geodésico preciso de cada orientación, en grados. Sin duda esto haría el trabajo sumamente farragoso, pero más científico, dándole una mayor precisión. A este problema tenemos que añadir el hecho de que para alguna de las necrópolis analizadas, en algunos casos por las fechas en las que se excavaron y en otros por falta de precisión en la recogida de datos, desconocemos la orientación general de sus enterramientos.

En la provincia Lusitania178 lo documentamos en la necrópolis de Balsa, As Pedras del Rei (VIANA, 1952, 261-285) en la que las 12 inhumaciones excavadas, y datadas entre los siglos I y II d. C., se dispusieron en dirección Este-Oeste; en Heredade dos Pombais (FERNÁNDES y MENDES, 1983, 796-803) las 28 inhumaciones, datadas entre los siglos III y IV d. C., tenían la cabeza al Este, de igual modo que en la Necrópolis 1 de O Padrãozino (VIANA y DEUS, 1955a, 33-68), siglos I-III d. C., donde las 54 sepulturas de inhumación documentadas mantenían esta misma orientación del mismo modo que los siete enterramientos excavados en Badajoz (PICADO PÉREZ, 2007, 15-29), en la zona funeraria de la C/Montesinos, siglos IIIIV d. C.

5. Acondicionamiento sepulturas

interno

de

En Heredade de Chaminé (VIANA, 1950, 289-322) siglos III y IV d. C., se dispusieron de Norte-Sur y lo mismo en Quinta de San João (COSTA ARTHUR, 1950, 673-683), siglos I y II d. C. Por el contrario, en Porto dos Cacos (SABROSA, 1996, 283-300), siglos IIIIV d. C., las 37 sepulturas de inhumación mantenían este eje aunque su orientación era inversa: lo hacían en dirección Sur-Norte. Pero no fueron éstos los únicos puntos cardinales seguidos para establecer la dirección de los enterramientos. En Ossonoba (GAMITO, 1992, 99-118), en la zona funeraria de la Rua das Alcaçairas, las seis inhumaciones, datadas entre los siglos I y II d. C., lo hacían en dirección Noreste-Suroeste y, finalmente, en Emerita Augusta (SÁNCHEZ BARRERO, 1996, 267289 y 1997, 229-263), en el área funeraria de Los Bodegones/Columbarios, en la C/ Jorge Guillén, las 28 inhumaciones documentadas se dispusieron con la cabeza al Oeste.

Del análisis realizado parece desprenderse, a priori, que la orientación de las inhumaciones no sigue una regla fija, aunque en determinadas necrópolis podemos establecer

87. Planta de la necrópolis de La Orden (DEL AMO, 1976, fig. 42)

178

199

Ver: 10. 3. La orientación de las inhumaciones, 332-335.

En la provincia Baetica179 la orientación mayoritaria parece ser la de Este-Oeste, tal y como la constatamos en la necrópolis de La Puente (ROMERO, 1996, 250-255), siglos III-IV d. C., en Los Villares (ROMERO, 1995, 275-289), siglos I-II d. C., en la necrópolis de Onésimo Redondo, en Onoba (DEL AMO, 1976, 83-122), en El Tesorillo, en el término municipal de El Bosque (GILES y SAEZ, 1980, 55-56), en Torremolinos (SERRANO et alii, 1992, 545-549 y 1993, 207-215), siglo V d. C., o en la necrópolis de El Ruedo, Almedinilla (CARMONA, 1990, 155-170), III-VI d. C., donde 138 enterramientos se dispusieron en dirección Este-Oeste y sólo uno con la cabeza orientada al Noreste y en Orgiva (TRILLO et alii, 1994, 172-175), III-IV d. C., donde 21 inhumaciones compartían esta orientación y solo dos, orientadas en dirección Norte-Sur, transgredían esta tendencia.

VILLAESCUSA, 2001, 376-384), con una cronología del siglo III d. C.; las 28 inhumaciones de Mas del Pou (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 302-310), IV-VI d. C., y casi todos los enterramientos –a excepción de uno que se orienta de Este a Oeste- de la necrópolis de la C/Era, datada entre el siglo IV y V d. C., en Puerto de Mazarrón (RUIZ VALDERAS, 1991, 45-58). Pero de nuevo, documentamos otros ejemplos que parecen ilustrarnos de la inexistencia de unos cánones fijos: en Pedrosa de la Vega, las 526 sepulturas de la Necrópolis Sur (CORTES, 1997), IV-V d. C., se dispusieron en dirección Este-Oeste; por el contrario, la orientación mayoritaria de las 111 inhumaciones de Necrópolis Norte (ABÁSOLO et alii, 1997), asociada a esta misma villa, es inversa: de Oeste a Este, aunque también se constatan otras en sentido Sur-Norte, Norte-Sur y Este-Oeste. La misma dirección, Oeste-Este, parecen seguir también los enterramientos de las necrópolis de Bonjoan, siglo II d. C., El Castellet, siglos III-IV d. C., Estuch o Martí, ambas datadas entre los siglos III y V d. C., en Emporiae (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998, 25-30).

Pese a todo y como ya apuntábamos, parece no existir una norma fija, pues documentamos en otras necrópolis otras orientaciones -también mayoritarias y, en ocasiones, únicas- hacia otros puntos cardinales: los 49 enterramientos excavados en el Cortijo de Vázquez (MARTÍN RIPIO et alii, 1992, 685-694), siglos III-IV d. C., se dispusieron con la cabeza al Oeste lo mismo en Ventas de Zafarraya (TORO y RAMOS, 1985, 143149), IV-VI d. C. En Hispalis (CARRASCO y DORESTE, 2005, 213-244), en el entorno de la Trinidad, las 58 inhumaciones, siete datadas entre el siglo I y II d. C. y el resto entre el III y el IV d. C., tenían los cráneos orientados al Suroeste. Por el contrario, las 100 inhumaciones excavadas en la necrópolis de La Orden, siglo IV d. C., en Onoba (DEL AMO, 1976, 83-122), se orientaron con el cráneo al noroeste, al igual que en Arcensium (GENER 1997, 44-52; GUERRERO, 2002, 32-37 y RICHARTE, 2001, 73-82), en la necrópolis de Sierra Aznar, datada entre los siglos III-IV d. C., donde todas las inhumaciones se establecieron en dirección Noroeste-Sureste.

Aún así, y a pesar de la predominancia del eje Este-Oeste, e independientemente de la dirección de la cabeza dentro del mismo, encontramos otros casos como el de la necrópolis de Santa María del Mar, en Barcino (RIBAS, 1967, 195-226), en la que las 106 inhumaciones, datadas entre el siglo IV y V d. C., se dispusieron con la cabeza al Noroeste; en Tarraco, donde los 220 enterramientos, IIIIV d. C., localizados en la zona funeraria de Prat de la Riba/Ramón y Cajal (TEd’A, 1987 y GURT y MACÍAS, 2002, 87-112) se practicaron en dirección NoresteSuroeste o, en la misma ciudad, en la necrópolis de Mas Rimbau/Mas Mallol (BENET et alii, 1992, 73-86), con 500 inhumaciones datadas entre los siglos III y V d. C., que se orientaron en dirección Sureste-Noroeste. Tampoco faltan ejemplos en los que predomina la orientación Sur-Norte, tal y como es el caso de la necrópolis de El Muntanyar (BOLUFER, 1986, 109126), siglos II-IV d. C.

En la provincia Tarraconensis180 tampoco parece existir una norma fija, aunque, de nuevo, podemos establecer una serie de tendencias para determinados complejos necropolitanos. En San Roque, en Lucus Augusti (RAIGOSO, 1955, 121-129), las 40 inhumaciones excavadas, y datadas en el siglo III d. C., se han orientado con la cabeza al Este; la misma tendencia parece seguirse en la necrópolis tardoantigua de Septimanca (RIVERA, 1936-1939, 5-20), siglos V y VI d. C., donde 39 sepulturas se dispusieron en esta misma dirección y sólo dos tenían la cabeza al Norte, tres al Suroeste y una al Oeste; o en la necrópolis del Campus de Vegazana (LIZ y AMARÉ, 1993), IV-V d. C., en la que, de 32 enterramientos, 30 se orientaron en esta dirección EsteOeste, uno al Norte y otro más indeterminado.

A pesar de todo, no siempre debe considerarse ésta como una orientación deseada (VAN DOORSELAER, 1967, 133), ya que en algunos casos son otros factores, como la existencia de vías, monumentos funerarios, las propias murallas de la ciudades o el mismo relieve los que parecen condicionar la ordenación interna y con ésta, la orientación de los enterramientos. Por lo que una orientación determinada, o más correctamente una tendencia, a la hora de disponer las inhumaciones puede variar, dentro de una misma necrópolis, por razones prácticas. No queremos decir con esto que determinados grupos o colectivos no buscasen enterrar a sus miembros de acuerdo a una orientación concreta y fijada por criterios que, hasta el momento, no podemos establecer de forma definitiva; aún así, este hecho es difícil de cuantificar en la mayoría de las ocasiones.

Dentro de este mismo eje, aunque con la orientación inversa: Oeste-Este, se dispusieron los 15 enterramientos de El Frapegal, en Lucentum (GONZÁLEZ

179 180

Las vías, sobre todo a causa de la disposición de los enterramientos en torno a éstas, acabaron por configurar necrópolis del tipo Gräberstraβen, por lo que serán

Ver: 10. 3. La orientación de las inhumaciones, 336-341. Ver: 10. 3. La orientación de las inhumaciones, 342-347.

200

88. Plano de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, Barcino, del tipo Gräberstraβen. (DURÁN Y SAMPERE, 1964, 103)

importantes condicionantes de la ordenación, disposición de muchas áreas cementeriales, así como de la orientación de muchos enterramientos.

Valencia/Estación del norte, parece ser una necrópolis de este tipo, ya que este camino debía corresponder a una antigua vía de salida oriental hacia el mar y debió encontrarse rodeada de tumbas. Los hallazgos del Camí Real, hay que relacionarlos con un sector de necrópolis que se encontraría en la entrada norte de la ciudad. Otro tramo, peor definido pero significativo por su ubicación en otra vía de acceso, es el situado junto al Camí de Lliria. Este viejo camino une las poblaciones de Saguntum y Edeta y bordeándolo se encontraron numerosas tumbas de incineración e inhumación que también se adscribirían a un cementerio del tipo Gräberstraβen, de características similares a los anteriormente citados. Finalmente, se conoce un cementerio oriental situado en un cruce de caminos formado por la Vía Augusta, Norte-Sur; el Camí Vell de Llíria, Suroeste-Noreste; el Camí Vell del Mar, sureste-noreste, que une Sagunto con el puerto antiguo. Ocurre lo mismo en la necrópolis del Sector Norte del Carril de las Ortigas y Rúa Nova. También se constata, entre otras, este tipo de organización sepulcral en la necrópolis Oriental de Caesaraugusta (ADIEGO, 1991 y AGUAROD y GALVE, 1992), en la vía que salía de la Puerta de Valencia, cruzando el Huerva y dirigiéndose a Celsa.

Algunos ejemplos claros los encontramos en Emerita Augusta, tanto en la zona funeraria de la Barriada de las Abadías (Departamento de Documentación del Consorcio, 2001, 247-256), donde las dos inhumaciones constadas –una fechada en el siglo I d. C. y la otra entre el III y IV d. C.- se orientaron de Oeste a Este, de acuerdo con el trazado de una vía a la que se asocia la necrópolis; lo mismo ocurre en la Zona Este del Sitio del Disco (SÁNCHEZ y MARÍN, 1998, 549-570); de nuevo, una calzada que transcurre en dirección Oeste-Este parece organizar, al menos, la fase más antigua de los enterramientos. En Tarraco (MACÍAS I SOLÉ y MENCHON BES, 1998-1999, 237-257), la documentación planimétrica antigua y actual, permite apreciar claramente la continuidad entre el Camí de la Platja dels Cossis y la calle Robert d’Aguiló, antiguamente denominada como Camí dels Fortins; con la calzada que daba acceso, por el lado septentrional, a la ciudad: la vía Augusta procedente de Barcino, zona en la que encontramos una importante necrópolis organizada a partir de la calzada y que parece condicionar la orientación de Oeste a Este, al menos, de la fase datada entre los siglos II y III d. C. Casos similares podemos percibir en Lucentum (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 380) o Emporiae (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998, 25-30), entre otros.

Pero tampoco podemos descartar otros factores como la naturaleza del terreno, que parece condicionar las inhumaciones de la C/Era, en Puerto de Mazarrón (RUIZ VALDERAS, 1991, 45-58); la existencia de muros y otros hitos de división interna o delimitación, como es el caso de la necrópolis de La Calilla (DRAKE, 2006a, 325-333), otros elementos como ustrina, constatado en Emerita (BEJARANO, 1996, 37-58) en la necrópolis de la Carretera N-V/Urbanización “Los Césares”, o determinados monumentos funerarios, que acaban siendo hitos a partir de los cuales se organiza y

En la ciudad de Saguntum (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 170-171), esta organización parece más clara y la vemos repetida en varias de sus áreas cementeriales: el cementerio oriental, definido por el Camí dels Rolls y la Avenida del País

201

distribuyen determinadas enterramientos.

necrópolis

o

grupos

de

de Oeste a Este, sin que podamos establecer un predominio de una u otra dirección.

En otros casos, y en una misma área cementerial, las tumbas están orientadas en varias direcciones resultando, su organización, al menos a priori, difícil de establecer. Ejemplos de este tipo los constatamos en las tres provincias hispanas:

También en la provincia Baetica encontramos algunos ejemplos bastante ilustrativos de este aparente falta de orden. En Alanís de la Sierra (GUERRERO, 1986, 343350), datada en el siglo IV d. C., cinco de los enterramientos constatados se orientan en sentido OesteEste, cuatro lo hacen en dirección Suroeste-Noreste y dos más que comparten este eje, pero invirtiendo la dirección. En El Cerro del Trigo (CAMPOS CARRASCO et alii, 2002, 330-349), la orientación de las inhumaciones no parece seguir una tendencia uniforme: de las 12 inhumaciones excavadas, y datadas entre los siglos III y IV d. C., seis se dispusieron con la cabeza al Este, cinco al Oeste, una al Sureste y otra al Norte.

En la Lusitania encontramos los ejemplos más claros de este aparente desorden en la necrópolis de Serrones (VIANA y DEUS, 1950a, 229-254), I-II d. C., en la que constatamos dos orientaciones mayoritarias: en dirección Este-Oeste y Noroeste-Sureste, pero también algunos enterramientos dispuestos de Norte a Sur. En Torre das Arcas (VIANA y DEUS, 1955b, 241-265), y pese al predominio de la dirección Oeste-Este, se documentan otros grupos sepulcrales dispuestos tanto de Norte a Sur como de Noroeste a Sureste. También en la necrópolis de Berzocana (SAPONI y BARQUERO, 1989, 899-906) hay dos orientaciones predominantes: de Noreste a Suroeste y de Noroeste a Sureste, junto con otra, de Norte a Sur, que parece ser minoritaria. Algo similar constatamos en la necrópolis de Puerta de la Villa, en Emerita Augusta (SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999, 49-84), en la que las 78 tumbas datadas entre el siglo IV y V d. C. se orientaron: 23 de Norte a Sur, 19 de Sur a Norte y 36

Otros ejemplos claros los encontramos en Corduba, en el Polígono de Poniente (MORENA, 1994, 155-179 y JIMÉNEZ, 2008, 292-293), en la necrópolis de Nicolás Ajerquía (LÓPEZ, 1993, 125-131) o en la de la C/Lucano (MOLINA y SÁNCHEZ, 2002-2003, 355-389) en la que ocho enterramientos estaban con la cabeza al Suroeste, siete al Sureste, cuatro al Norte y otros cuatro al Noroeste, tres al Noreste y dos al Sur; habría que sumar a éstas otras 15 inhumaciones de orientación indeterminada.

89. Plano general de los enterramientos en la C/ Travesía Marquesa de Pinares, Área Puerta de la Villa, en Emerita Augusta, donde puede apreciarse la heterogeneidad de las orientaciones en las inhumaciones. (SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999, lám. 2)

202

Más ejemplos de esta aparente falta de ordenación en la orientación del cadáver los constatamos en el territorium de Malaca (FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002, 530-551); en Astigi, en la C/Bellidos (TINOCO, 2002, 470-485 y LÓPEZ y TINOCO, 2007, 609-630) o en La Algodonera (TINOCO, 2001, 908-919); en Baena (MORENA, 1991, 127-130), en la necrópolis de El Cerro de los Molinos; en Cuevas de San Marcos (RAMBLA, 1991, 370-379) o Peñarrubia (SERRANO et alii, 1983, 11-16 y 1989-1990, 139-157), por citar sólo los ejemplos más elocuentes.

d. C., en la necrópolis Rubert de Emporiae (ALMAGRO, 1955, 92-116), I-II d. C., o en Pollentia (ALMAGRO y AMORÓS, 1953-1954, 237-278) que resulta un ejemplo no poco ilustrativo, con diez enterramientos en dirección Noroeste-Sureste, cinco Suroeste-Noreste, cuatro más con la cabeza al Norte y otros cuatro al Este, tres con la cabeza al Noreste y otros tres hacia el Oeste a lo que hay que añadir uno más, además de cuatro indeterminados, al Sur. Como hemos visto, y pese a la existencia de una serie de tendencias en las orientaciones dentro de una misma área sepulcral, éstas no parecen ser compartidas por otras necrópolis, ni tan siquiera por otras situadas en la misma zona o con similar cronología. En otros casos, la disparidad en la orientación de las inhumaciones dentro de una misma necrópolis, o incluso en el interior de un sepulcro familiar, es total y no parece seguir un criterio establecido. Por tanto, y al menos con los datos disponibles, no podemos establecer un patrón cronológico entre las distintas orientaciones, aspecto que implicaría la relativa poca importancia que los antiguos dieron a este aspecto en el ritual, sobre todo cuando la orientación del cadáver en la sepultura se ve condicionado por una serie de factores de carácter fundamentalmente práctico y material como es la naturaleza del terreno, el emplazamiento del cementerio o la existencia de hitos artificiales como son las calzadas, determinados monumentos funerarios, las murallas en el caso de algunas ciudades o la propia racionalización interior del área funeraria. Por tanto podríamos concluir que no parece existir una regla fija, en las necrópolis hispanas, aspectos documentados en otras provincias del Imperio (VAN DOORSELAER, 1967, 133-136) a la hora de orientar a los muertos.

Finalmente, en la provincia Tarraconensis, aunque de nuevo documentemos ciertas tendencias mayoritarias dentro de una misma necrópolis, en ocasiones determinados grupos de sepulturas se desvían claramente de la norma del resto de la necrópolis. En ocasiones, la cantidad numérica de los enterramientos englobados en un grupo u otro se ha explicado por la existencia de dos fases en una misma necrópolis. Éste podría ser el caso de la necrópolis de Vía XVIII en Bracara Augusta (MARTINS y DELGADO, 1989-1990, 41-186), en la que existen dos grupos mayoritarios de enterramientos, en lo que a la orientación de los mismos se refiere. El primero está representado por 34 inhumaciones orientadas de Este a Oeste y el segundo por 24 orientadas en dirección Noreste-Suroeste. Dada su amplia cronología, entre el siglo I-IV d. C., podrían establecerse dos posibles fases diferenciadas por un cambio de tendencia. Aún así, a estos dos grandes grupos habría que añadir otros conjuntos menores: las inhumaciones orientadas en dirección Noroeste-Sureste, un total de siete, y las orientadas en dirección Norte-Sur, tan sólo seis.

En otros casos, la existencia de unas tendencias dominantes dentro de una necrópolis –en ocasiones podemos constatar dos orientaciones principales- es bastante clara; y aunque no podamos establecer la causa de las mismas –al menos en determinadas necrópolis y según épocas- tal vez sí que podamos explicarlas, como ya anunciábamos, por la existencia de dos fases distintas dentro de una misma área funeraria que implicaron la variación de la orientación de las inhumaciones. En los casos en los que la tendencia general en las orientaciones es trasgredida por pequeños grupos sepulcrales, y sobre todo cuando ésta se refleja en una específica distribución espacial de estos enterramientos, se ha explicado a partir de la posible existencia de dos comunidades con costumbres funerarias diferentes (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998, 28). Pero no podemos obviar el hecho de que en aquellas necrópolis en las que la mayoría de sus tumbas, sino todas, parecían seguir una misma orientación; ésta se hizo, principalmente, dentro de los ejes Noreste-Suroeste, Este-Oeste y Sureste-Noroeste, aunque con independencia de la dirección del cuerpo dentro de los mismos. Cuando esto ocurre, podemos suponer que estas orientaciones no son debidas al azar, sino que tienen una causa, sea la que sea: religiosa, astronómica, tradicional o mítica.

En la necrópolis de la Lanzada, en Noalla (BLANCO et alii, 1961, 141-158 y 1967, 5-22), de 38 inhumaciones datadas entre el siglo III y IV d. C., conocemos la orientación de 32. El grupo mayoritario está representado por 18 enterramientos orientados con la cabeza al Sur; a éste le siguen los dispuestos con la cabeza al Sureste, con un total de seis; cuatro más en dirección Suroeste, dos dispuestos de Norte a Sur, otro en dirección Este-Oeste y un último Noroeste-Sureste. En Aldaieta (AZKARATE, 1999), tan sólo desconocemos la disposición de 26 inhumaciones de un total de 105 enterramientos datados entre los siglos VI y VII d. C. La gran mayoría se dispusieron en el eje EsteOeste, pero en dos direcciones: 27 con la cabeza al Oeste y 20 con la cabeza al Este. Aunque no faltan tampoco otras orientaciones: 16 inhumaciones se dispusieron con la cabeza al Noroeste, 11 al Sureste, tres al Norte y dos al Suroeste. Ejemplos similares, aunque con cantidades menores de enterramientos lo que impide una valoración más completa, los encontramos en la necrópolis de la Puerta Occidental de Caesaraugusta (GALVE, 2008), siglo III d. C.; en El Espartal (ALONSO, 1976, 288-321), V-VI 203

En teoría –ya que en la práctica habría que sumar diversos factores, muchos de los cuales pueden haber dejado huella en el registro arqueológico mientras que otros son imposibles de cuantificar- a partir del punto en que, tras el invierno, el día comenzaba a durar igual que la noche (equinoccio de primavera), los constructores de las tumbas iban siguiendo la ruta de las salidas del Sol hacia el Norte hasta el 21 de junio, y bajando después de nuevo hacia el Sur, hasta llegar a un punto en el que el día duraba igual que la noche, a partir del cual ya no seguían al astro rey en sus enterramientos. La razón de esta costumbre no la sabemos, pero, lo más probable, es que el concepto genérico de lugar arquetípico de salida del Sol estuviera asociado con el Sol del Solsticio de verano, o, al menos, del buen tiempo (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1999). Siguiendo este planteamiento, los fallecidos que se orienten hacia el Sol en el mes de junio, aunque sean enterrados en días diferentes, tendrán entre ellos una menor distancia angular que los de marzo o septiembre, fechas en que el Sol cambia de lugar de salida (hacia el norte o hacia el sur) de forma más rápida. Por lo tanto, la mayoría de las tumbas estarán orientadas hacia algún punto cerca del lugar donde se produce la salida del Sol durante los solsticios, y que estarán levemente más alejadas entre sí las orientadas hacia el este. Pero de todos modos, es difícil creer que la gente sólo se muriera a lo largo de dos estaciones determinadas del año. De aquí deducimos que las orientaciones no tienen que ver siempre, al menos directamente, con la posición del Sol en el momento de la muerte del individuo, por lo que parece más lógico pensar que lo que buscaban los vivos era dirigir la orientación de las tumbas en una dirección tradicional concreta, que era la del lugar aproximado de salida del Sol durante el buen tiempo, a pesar de que el enterramiento se realizara en invierno. No se buscaría por los constructores de las tumbas el lugar exacto de salida (o puesta) del Sol, sino uno tenido como tradicional y que era entendido por la gente como lugar mítico de dicha salida, avalado por la orientación mayoritaria del resto de sepulturas.

De estos tres ejes principales, la orientación Este-Oeste, independientemente del punto cardinal hacia el que esté dispuesta la cabeza, parece ser la más frecuente; en menor grado, aunque también con cierta importancia numérica, le siguen las disposiciones dentro de los ejes Noreste-Suroeste y Sureste-Noroeste y con menos frecuencia la de Norte-Sur. Pese a la aparente disparidad en la orientación del cuerpo del fallecido, tal vez la predominancia de los tres primeros ejes podría explicarse por una asociación entre la orientación de las tumbas y los lugares de salida del Sol a lo largo del año. De forma general y aproximada, podemos establecer que en la latitud nos encontramos y en un año típico actual -parece ser que estas posiciones de salida de nuestro astro rey eran tan sólo ligeramente más amplias en la antigüedad tardía (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1999, n. 16)-. Por lo que: - El 21 de junio, el Sol sale en su punto más al norte, unos 58º, por el Noreste. - El 21 de marzo y de septiembre, sale justo en el Este, a 90º. - Y el 21 de diciembre, en su punto más al sur, a 120º, es decir por el Sureste. No obstante, debido a la disparidad de direcciones constatadas en las inhumaciones dispuestas en estos ejes cardinales y a pesar de que estemos de acuerdo en la importancia del Sol como hito de referencia en la disposición de los enterramientos, no creemos que “el deseo de los inhumantes era encarar al fallecido con el Sol naciente, más que con el Sol poniente” tal y como defiende A. López Borgoñóz (1999). Las variaciones con la cabeza a uno u otro lado son tan numerosas que creemos que la misma orientación hacia Oriente, es defendible hacia Occidente, es decir se valoraría el eje trazado por el trayecto del Sol –con las variaciones ya establecidas-, independientemente de la importancia del nacimiento del astro frente a su ocaso181.

181

En este sentido, tampoco debemos descartar otros hitos astrales que vendrían –al margen de tradiciones prerromanas o de carácter local- de la mano de los cultos greco-orientales, en muchos de los cuales subyacía la creencia en una inmortalidad astral. Al respecto, A. López Borgoñoz (1999) defiende que en el caso de que hubiera costumbres en la orientación, motivadas por el lugar de salida (orto) de otros astros celestes, las mismas también hubieran tenido una orientación parecida. La Luna sale aproximadamente por los mismos lugares por los que sale el sol (aunque con una leve mayor distancia angular entre su punto de salida más al norte y el que se sitúa más al sur). Es por ello que si los cadáveres se orientaran hacia el lugar de salida de la Luna, serían indistinguibles de los del Sol. La existencia de símbolos lunares en muchas tumbas, asociados a algunos cultos orientales y también a la inmortalidad astral (como el ascia), y en particular al culto a la diosa Cibeles (HATT, 1968, 387) o el de Endymion, casado con Selene (BAYET, 1969, 220), quizás hicieron que algunos fieles se enterraran con esa orientación, sin que ello sea determinable con las evidencias con las que nos solemos hallar los arqueólogos. Así mismo, la salida de determinadas estrellas y astros por el cielo, siempre son también por el este. La salida por Oriente, antes que el Sol, u orto helíaco de muchas estrellas, siempre es por un lugar fijo, año tras año (las variaciones son muy pequeñas y sólo perceptibles cada varias generaciones, si se dispone de instrumentos de precisión para efectuar las medidas). La salida de los planetas depende de la situación de la eclíptica, y ésta del Sol a lo largo del año, por lo que sus lugares de salida y los del Sol son prácticamente indistinguibles.

En los casos en los que se mantiene el eje Norte-Sur, se ha explicado, al menos en la Gallia, por la pervivencia de ciertas tradiciones celtas (PILET y ALDUC LE BAGOUSSE, 1987, 19-20; PRIEUR, 1986, VAN DOORESEAELER, 1967, 135). Pese a la posibilidad que tuvo el Sol como referencia en la disposición de los enterramientos, no queremos decir que todos los romanos se enterraron así como sistema de adoración a un dios solar, ni en la esperanza de un tipo de resurrección de la cual el Sol era el mejor modelo (tanto para representar a la divinidad como para la resurrección de las tinieblas), sino que se creó un hábito en la orientación en este tipo de enterramientos, al no haber otros modelos contrapuestos que les hicieran frente (LÓPEZ BORGOÑOZ, 1999), sin descartar, así mismo, razones rituales internas en cada una de las prácticas religiosas, sin duda más difíciles de cuantificar, pero que en muchos de los casos no entraron en conflicto con esa tendencia en la orientación. Como es lógico, estas 204

- 5. 1. b. La posición del muerto en la sepultura ○ En decúbito supino La posición más frecuente, ya no sólo en el mundo romano sino en casi todas las culturas, es la de decúbito supino. Quizás su explicación se deba a que esta postura evoca el reposo. En un primer momento, en la Grecia Arcaica, Hypnos y Thanatos testificaron una forma elitista de entender el viaje al más allá, reservado a los señores homéricos de la guerra y con los que deseaban, imaginariamente, identificarse (DÍEZ DE VELASCO, 1995, 142). El Sueño y la Muerte, respectivamente, aparecen como dos caracteres enfrentados y contrapuestos en un juego poético que potencia la polaridad, pero a su vez –al menos en ésta época- son indisociables el uno del otro. Ambos se presentan como mentores de un viaje distinguido, heroico y privilegiado. Con el tiempo, y en paralelo al surgimiento de las corrientes místicas y de carácter iniciático que impregnarán toda la Cuenca Mediterránea, la muerte acabará por asociarse al sueño eterno, sin importar que éste no tenga fin; ya que gracias a él se escapaba de la condición de cadáver, lo que posibilita el vivir como un héroe (BOYANCÉ, 1928, 97). Se recupera la imagen de Hypnos, el Sueño, pero de manera distinta que en el periodo homérico, en la que destacaba la muerte del guerrero por su carácter elitista. Ahora Hypnos, portando los atributos tradicionales de Hermes, vuelve a tener cierto protagonismo como dios psicopompo en el que el sueño es visto como un aprendizaje de la muerte, pero sobre todo como una sombra y un modelo de retorno a la vida. Así, los brazos y las piernas se encuentran extendidas, y el cuerpo reposando sobre la espalda y con la cabeza dirigida hacia el frente. Esta posición admite pequeñas variaciones, pues la cabeza puede ladearse, los brazos situarse sobre el pecho o el pubis, etc. Es el sueño salvador, ligado no sólo a la inmortalidad, sino a la inmortalidad celeste del alma; P. Boyancè (1928, 105) cree entrever aquí el misticismo que los neopitagóricos y los neoplatónicos heredaron del orfismo. Pero lo que a nosotros nos interesa es el ideal que esta imagen y esta creencia intentan trasmitir, sobre todo en contraposición a otras variantes en lo que a la disposición de los restos mortales se refiere.

orientaciones no tomaban como referencia la situación del Sol en el momento de la muerte de cada inhumado, sino que genéricamente y de forma no siempre precisa, lo hacían hacia el lugar de su salida a lo largo del año, es decir, hacia Oriente, entendiéndose éste como el lugar de salida de nuestra estrella entre los dos solsticios, y, a menudo, hacia el eje Este-Oeste situado entre marzo y septiembre. Finalmente, y aunque no nos detengamos demasiado en este punto por no ser el objeto de nuestro estudio, parece ser que la influencia del cristianismo se manifestará – sobre todo en fechas tardías y fundamentalmente a partir del siglo IV d. C.-, en la orientación mayoritaria de los enterramientos en dirección Oeste-Este (VAQUERIZO, 2001a, 114), de igual modo que lo constatamos en otras provincias como Britannia (PHILPOTT, 1991, 239) o la Gallia (VAN DOORSELAER, 1967, 134) aspecto que conllevará una regulación progresiva en las orientaciones. Si bien, no debe pensarse, como se viene haciendo con frecuencia, que la típica orientación Oeste-Este y el hecho de que casi no se dispongan ajuares sea una costumbre inequívocamente cristiana sino que, según P. Rahtz (1977, 54), ésta parece ser la costumbre típica de las inhumaciones que se llevaron a cabo a lo largo de toda la Antigüedad Tardía y, en su origen, más bien se cree que fue pagana. De hecho, no podemos olvidar que en un principio, los primeros cristianos retomaron las actitudes judías de la inhumación, además del recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús. A la misma evolución de la secta no le fueron ajenas otras nociones de la zona de Asia Menor en esta época, como la tradición anticrematoria de los magdeos, las prácticas propias de los cultos mistéricos y el sustrato judío, del que provenían. A partir de aquí se desarrolló la idea de la “Resurrección definitiva” de todas las almas en el día del Juicio Final, con la única condición de la salvaguarda del cuerpo tras la muerte. Para los cristianos, de forma similar a algunas creencias paganas, el cuerpo y el alma esperaban, sumidos en un dulce letargo, esta Resurrección. En todo caso, la inhumación se impone como forma de enterramiento generalizada a partir del siglo III d. C. y supone el rechazo total a la cremación, tan extendida hasta el siglo II d. C. Ya hemos abordado los mecanismos del cambio, pero entre éstos no debemos pasar por alto la importancia que alcanza el más allá, y la importancia dada al cuerpo para la posterior resurrección del alma (NOCK, 1932). En todo caso, esta orientación puede relacionarse con la pervivencia del Sol como hito de referencia, aunque asimilada por la nueva religión y explicada a partir de otros factores como con la necesidad de orientar los pies hacia Jerusalén, tal y como aparece en el Rationale divinorum officiorum (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 69), y, por otra parte, con el hecho de la que llegada de Jesucristo se esperaba por el Este182.

182

○ En decúbito lateral Otra de las posiciones que aparece con cierta frecuencia es la fetal. Se documenta especialmente en las inhumaciones infantiles, aunque también, pero con menos frecuencia, para adultos. En el primer caso, la explicación parece lógica, pues se trata de la postura que el neonato ha adoptado durante su gestación y simboliza la vuelta al vientre materno o a la Madre Tierra; de hecho la ubicación de gran parte de éstos en el interior de las casas refuerza, más aún, esa intencionalidad de “regreso” al núcleo familiar y al lugar de origen.

Mateo, 24, 27 (Ed. E. Martín Nieto).

205

individuo –quizás en relación con las heridas realizadas en el momento de la muerte- y otra serie de medidas extremas, nos lleva a incluirlos en este grupo de enterramientos atípicos. Desgraciadamente, las fuentes clásicas permanecen mudas a la hora de explicar estas prácticas atípicas del ritual funerario que sin duda se desvían de lo que es la tónica general del mundo romano. No obstante, la aparición de enterramientos de este tipo en diversas provincias del Occidente del Imperio –aunque éstos presenten determinadas variantes- parece implicar que no estamos ante un hecho aislado sino frente a una variación regida, hasta cierto punto, por unas directrices más o menos establecidas o, al menos, compartidas por un grupo amplio de personas en un vasto espacio geográfico y en un periodo de tiempo concreto. Además, diversos textos de etnología e historia nos ofrecen muchos y variados ejemplos sobre las razones sociales y religiosas que motivaron el maltrato perimortem y postmortem de los restos de determinados individuos, así como su disposición anormal en la sepultura en diversas culturas a lo largo de todas las épocas. También contamos con numerosos ejemplos en los que el descuartizamiento – total o parcial- de determinados sujetos era una parte importante en algunas ceremonias de iniciación, o al menos era asociado a éstas. ¿Tienen estas prácticas algún tipo de relación con los casos presentados? En todo caso, creemos necesario, para encontrar una explicación satisfactoria –no por ello definitiva-, plantear todas las probabilidades posibles. 90. Inhumación en decúbito lateral. Sepultura 11 de la necrópolis de La Lanzada. (BLANCO FREIJEIRO et alii, 1961, Lám. I, c)

Intentar atribuir la causa de estos enterramientos a la negligencia o ausencia del enterrador (MCWHIRR et alii, 1982, 78), o al movimiento del difunto al depositar la caja en fosas profundas (MÁRQUEZ PÉREZ, 1998, 539) nos parece una explicación totalmente insuficiente. Las exequias fúnebres y el posterior enterramiento era, como hemos señalado, un proceso cuidadosamente establecido y escrupulosamente respetado. De hecho, en el caso de que alguien no pudiese costeárselo, podía recurrir a los collegia funeraticia, que mediante el pago de una pequeña cuota le aseguraban el derecho de sepultura (VAQUERIZO, 2001a, 64). Otro aspecto importante lo aporta la ley de Pozzuoli, donde se determina que el abandono de un cadáver en la vía pública era susceptible de multa; considerándose la sepultura como un derecho no sólo de los hombres libres sino también de los esclavos (DUMONT, 1987, 185). Por lo que esta explicación debe ser desdeñada. Y aunque no debemos de pasar por alto la existencia de puticuli -depósitos funerarios, a la manera de fosas comunes, donde eran arrojados los cadáveres de algunos esclavos o de personas de la más baja condición social (VAQUERIZO, 2001a, 305)-, no parece ser este el caso al tratarse de fosas individuales. Por tanto, y de forma general, podemos decir que las exequias fúnebres y el ritual de enterramiento tenían un desarrollo totalmente normalizado, en el que no había cabida para la

Para los adultos, esta posición parece más difícil de explicar. Se ha dicho que se trata de una resistencia ideológica de las poblaciones indígenas al dominio romano (TOPÁL, 1981, 81), argumento que parece absurdo pues no hay que olvidar que los romanos también depositaban así al menos a los infantes, por lo que quizás sea más correcto asociarla también con el regreso a la Tierra, concepto muy arraigado desde la Prehistoria en distintos sustratos culturales. Y aunque las razones no están claras, parece excesivo interpretarlo como un intento de resistencia a la romanización, al menos intencionada. ○ En decúbito prono y otras variaciones Pero sin duda, la variante más llamativa en el modo de disponer los restos mortales de un individuo, es la posición de decúbito prono183, con frecuencia asociada a heridas causadas durante el momento de la muerte o justo después de ésta, así como a muertes dramáticas ocasionadas por algún tipo de enfermedad o morbus indignus. Y aunque también hemos documentado otros casos en los que la disposición de los restos es la de decúbito supino, el descuartizamiento parcial del

183

Ver: 10. 4. Enterramientos en decúbito prono y otras variaciones, 348-352.

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improvisación y mucho menos para el descuido o la negligencia.

individuos aparecieron, además de depositados en decúbito prono, con la cabeza cortada y situada cerca de los pies o entre las tibias. En Roma, la pena de muerte se designaba con el término de supplicium o poena capitis. En el derecho penal de la República no había intervalo entre la condena a muerte y la ejecución de la sentencia, y lo normal era ejecutar al reo tan pronto como se pronunciase ésta (GUILLÉN, 2000, 402). No obstante, el día y el momento de la misma dependían tan sólo del magistrado encargado de aplicar el castigo, que podía demorar la ejecución e incluso no aplicarla. De las distintas variantes de ejecución conocidas -en la cruz, por inmersión, en la hoguera...-, tan sólo la muerte con el hacha o la espada podrían haber causado algunas de las paleopatologías documentadas en los casos presentados. De éstas, la decapitación con el hacha (CANTARELLA, 1996, 144 y GUILLÉN, 2000, 403-404) es, sin duda, la más antigua de todas: prueba de ello es que el hacha, entre los fascios, es el signo de la plenitud del imperium de un magistrado. Ésta es la forma de ejecutar a los condenados por un dictador, a los prisioneros de guerra e, incluso, a las personas libres. En cuanto la pena capital por la espada (GUILLÉN, 2000, 404), su introducción es más tardía, pues en el Imperio las ejecuciones capitales ya no eran realizadas por los oficiales civiles, o lictores, sino por soldados que ejecutaban la orden de un magistrado. La forma ordinaria de muerte era la decapitación, utilizando en este caso la espada; aunque en la mayoría de las ocasiones no se cortaba la cabeza sino que se degollaba.

Podría plantearse la posibilidad de que se tratase de individuos fallecidos como consecuencia de un conflicto armado. De hecho conocemos una serie de ejemplos ubicados en la destrucción de Valentia durante las guerras sertorianas (RIBERA I LACOMBA y CALVO GALVEZ, 1995, 19-41). Se trata de un conjunto de siete esqueletos mutilados, dispersos, alguno de ellos en posición de decúbito prono y en total desorden, cuyo estado de conservación no es muy bueno por haber aparecido en unos niveles arrasados y de incendio a causa del conflicto. En este caso, se trata de individuos masculinos situados entre los 17 y los 22 años, y muchos muestran evidencias de una extrema violencia. Uno de ellos tiene un corte transversal en el tercio superior del fémur, con una posible espada y con resultado de amputación traumática y otro fue empalado con un pilum y posteriormente mutilado; también se documentaron los restos de una mano que había sido seccionada, hendiduras en la mandíbula de otro, o heridas de flecha. Todo ello, con armas asociadas a los cadáveres, estratos de destrucción muy claros y noticias sobre la conquista de la ciudad –en la que ubicar esta batalla- que nos permiten establecer la naturaleza bélica de los hallazgos. Además, no se localizan en un ambiente funerario propiamente dicho. En los casos documentados, su relación con una guerra o un conflicto a gran escala quedaría totalmente descartado. En primer lugar, el contexto de los hallazgos es totalmente distinto, pues aparecen en una necrópolis y no abandonados en niveles de destrucción; además, en el caso de tratarse de un conflicto, su extensión espacial sería mucho más amplia y no se limitaría a una serie de casos geográficamente apartados, a lo que hay que añadir que las fuentes nos hablarían de algún tipo de episodio de tales características y que los individuos así enterrados se ceñirían a un segmento temporal relativamente definido. Además, y en segundo lugar, sólo algunos presentan heridas de arma blanca184, y aunque éstas parecen haber sido realizadas en torno al momento de la muerte no parecen tan importantes como para haber conseguido –en la mayoría de los casos- el fallecimiento de los individuos. Aspectos que nos permiten excluir esta posibilidad.

Quizás este sea el caso de alguno de los enterramientos documentados en Britannia, sin embargo las evidencias no son totalmente concluyentes. Para los ejemplos hispanos, los estudios paleopatológicos de los cortes muestran que, en la mayoría de los casos, éstos fueron producidos por armas blancas ligeras y no siempre en la zona del cuello. Además, varios de los individuos así enterrados no presentaban huellas de corte alguno; hecho que nos imposibilita decantarnos por esta opción. En los casos en los que se han llevado a cabo estudios paleopatológicos, los individuos así sepultados presentan una serie de peculiaridades: éstos presentan un alto grado de marcadores ocupacionales lo que implica la pertenencia, de un modo general, a estratos bajos de la sociedad; en otros, se han detectado signos de muerte violenta, sea por enfermedades de tipo infectocontagiosas, como lepra o tuberculosis, o por muerte durante el parto; y, en la mayoría, se evidencia la etiología violenta, por las abundantes fracturas perimortem así como la presencia de lesiones incisas y corto contundentes ocasionadas por armas blancas que parecen asociarse a estas patologías, cuellos descoyuntados, rótulas desplazadas de la posición anatómica o cuerpos literalmente despedazados. Estos procesos formaron parte de los rituales de enterramiento. Pero ¿dónde encontramos paralelos que permitan explicar estos enterramientos o que puedan asimilarse a rituales específicos? La verdad es que los ejemplos son muchos y éstos se extienden casi por todo el globo, abarcando

También se ha planteado el hecho de que se trate de ejecuciones, sobre todo a la hora de explicar determinados casos documentados en la provincia de Britannia, tal como los de Lankhills, en Winchester (CLARKE, 1979); Poundbury, en Dorchester (FARWELL y MOLLESON, 1993); Cirencester, en Wiltshire (WELLS, 1982, 135-202) y Bedford (BOYLSTON et alii, 2000, 241-254), en los que los

184 En Valentia, las sepulturas: 3163, 2396 y 2451. En Corduba, la sepultura: 56, aunque se trata de un descuartizamiento completo postmortem, sin huellas de corte pero con fracturas antiguas (GARRALDA y CABELLOS, 2002, 377). En cuanto a la hallada en el Corte G del RAF-TAV 1991 (VAQUERIZO, 2001a, 169) y, a pesar de faltarle las rótulas, el informe antropológico provisional tampoco ha hallado evidencias de corte por arma blanca.

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culturas dispares y cronologías diversas, por lo que deben ser tomados con precaución. Y aunque no tienen una relación directa con los casos expuestos, quizás nos ayuden a establecer unas directrices más o menos concretas a la hora de evaluar este complejo ritual.

las que se hace referencia a determinados rituales en los que la práctica necromántica era, con frecuencia, utilizada a la hora de llevar a cabo adivinaciones. Ya desde muy temprano las prácticas mágicas estuvieron, en el mundo romano, muy ligadas a las mujeres (MONTERO HERRERO, 2006, 121 y ss.). Quizás como consecuencia de su marginación social, al estar éstas excluidas de la práctica de la medicina, de los sacrificios e incluso de la adivinación, al menos de manera oficial. Estas sagae, o hechiceras, nos son conocidas casi exclusivamente a través de la literatura, especialmente por la poesía y la novela. En ella se nos narra cómo llevaban a cabo sus ritos en lugares apartados, de carácter clandestino, puesto que sus prácticas eran perseguidas por la ley. Era frecuente que en sus chamizos guardasen “innumerables fragmentos de cadáveres recientemente llorados y enterrados; por un lado hay narices y dedos, por otro clavos con trozos de carne colgando, más allá guarda la sangre de personas degolladas y los cráneos mutilados que ha podido arrebatar a la voracidad de las fieras...”186. De hecho, Horacio187 nos cuenta cómo Canidia, Ságana y Veya se sirven de un niño de corta edad, al que le extraen el hígado y la médula, para elaborar un filtro amoroso; o como Ericto abre los vientres de las embarazadas para extraer los fetos y llevar a cabo así sus conjuros. Pero sin duda el testimonio más revelador nos lo ofrece Lucano188 cuando nos describe como Ericto resucitó a un soldado, muerto en las guerras civiles, para que revelase lo que había de acontecer. El ritual no estaba exento de complejidad: tras hallar un cadáver y transportarlo hasta el bosque –o un lugar apartado y discreto-, se derramaba sangre hirviente en su pecho abierto, se limpiaba de podre los meollos y se le administraba abundante virus lunare, que, a su vez, era mezclado con una serie de grotescos elementos como espuma de perros hidrófobos, entrañas de lince, vértebras de hiena, meollos de ciervos cebados con serpientes, etc. A continuación se invocaban a las divinidades infernales, primero mediante una plegaria pronunciada con sonidos similares a los emitidos por determinados animales, y luego otra con lenguaje humano. Tras este complicado proceso de magia negra, el soldado muerto –según la narración- regresó a la vida para describir aquéllo por lo que se le había preguntado.

En lugares tan alejados como América del Sur, Australia o Siberia, el candidato a chamán sufre, en manos de unos seres semidivinos o de sus antepasados, una operación que abarca el despedazamiento del cuerpo y la renovación de sus órganos internos y sus huesos. En América del Norte, en África e Indonesia, tanto la vocación espontánea como la búsqueda iniciática implican una enfermedad misteriosa –o morbus indignus, como el documentado en la mayoría de los casos anteriormente referidos-; ya un ritual más o menos simbólico de muerte mística sugerida, una vez más, por un descuartizamiento de cuerpo y una renovación de sus órganos (ELIADE, 2002, 59 y ss.). De forma similar, encontramos una serie de ejemplos en el mundo mediterráneo, en los que el despiece ritual del cuerpo tiene unas connotaciones hasta cierto punto asimilables a las ahora mencionadas. Tal es el caso de Osiris, descuartizado por Set; o en la soteriología escatológica griega, el de Orfeo, héroe tracio y músico legendario, y el de Dionisos, descuartizado por los Titanes. Además de otros ejemplos en los que el rito de la renovación por el descuartizamiento, la cocción o el fuego también encuentra paralelos185. Del mismo modo Rómulo, primer rey de Roma, fue descuartizado –según una tradición- por los senadores, que enterraron después sus fragmentos en el suelo. Ejemplos similares de este tipo de descuartizamiento, relacionados con la fertilidad y por tanto con ideas de muerte-resurrección, los encontramos en algunos relatos de las sagas. Es el caso de la historia de Halfdan el Negro, rey de Noruega; Mimir, emisario de Aesir, etc. Se cree que, en estos mitos subyace una idea original de fertilidad que de alguna manera evoca a la muerte y a la resurrección de la naturaleza, y así del ser humano. No obstante, de los casos documentados en las necrópolis hispanas parece entreverse, en esta variación tan poco usual del ritual funerario, una serie de connotaciones tan negativas que la posibilidad de relacionarlas con estas ideas esperanzadoras para la otra vida, o con acceso a un más allá parangonable con los ejemplos citados de los dioses, personajes pseudohistóricos u otros héroes nos parece totalmente improbable, por lo que debe ser completamente descartada.

Desgraciadamente, pese al interés que tienen estos testimonios, creemos que los casos documentados no están relacionados con estas prácticas necrománticas. No obstante, las sagae llevaban a cabo sus ritos por la noche y en lugares alejados de las miradas indiscretas, en ámbitos privados y en solitario, o con escasa presencia de testigos; como antítesis del espacio diurno y público en el que se celebraban los sacra civica. Por esto, las necrópolis –sobre todo durante la noche- se convertían en lugares apartados y discretos, escenarios ideales para todo tipo de prácticas mágicas; y prueba de ello son las numerosas tabellae defixionis o los muñecos de vudú hallados con frecuencia en estos lugares o en sus inmediaciones (FARAONE, 1991, 165-205).

Atendiendo al posible carácter negativo de estas manifestaciones; debemos de acudir a algunas fuentes en 185

Medea, consiguió que las hijas de Pelias asesinaran a su propio padre convenciéndolas de que ella lo resucitaría y rejuvenecería, como había hecho ya con un morueco (Apolodoro, Biblioteca Mitológica, I, IX, 27 (Trad. J. García Moreno)). Y cuando Tántalo mató a su hijo Pélope y lo sirvió en el banquete de los dioses, éstos lo resucitaron poniéndolo a hervir en una marmita (Píndaro, Olímpicas, I, 26 (40) ss. (Trad. A. Puech)). E incluso en Quíos se descuartizaban hombres como un sacrificio a Dionisos, y puesto que ellos sufrían la misma clase de muerte que su dios, es razonable suponer que le personificaban (FRAZER, 1999, 435).

186

Apuleyo, El asno de oro, III, 17-18. (Trad. D. López). Horacio, Epodos, V, 31 y ss. (Com. R. F. Thomas). 188 Lucano, Farsalia, VI, 655-749. (Trad. A. Holgado). 187

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En estos casos, los rituales documentados parecen tener un fuerte e importante carácter mágico cuyo objetivo es proteger a la comunidad: la aparición de clavos con carácter profiláctico, la posición de los cuerpos allí enterrados, los descuartizamientos o la disposición de piedras sobre alguno de los individuos tienen, sin duda, unas claras connotaciones peyorativas. Pero, ¿cuál fue el objeto de las mismas y por qué las constatamos sólo en determinados individuos y no en otros?

ejemplo, si su muerte había sido normal, éstos eran sepultados con sus ropajes y espada; “por tanto, a un hombre bueno se le respetaría la propiedad, símbolo de su identidad, frente a un hombre malo (un suicida, un delincuente o un criminal) al cual le sería embargada para acentuar aun más el deshonor de su comportamiento” (BALDÓ ALCOZ, 2007, 51). Además, en muchos casos el suicida –sobre todo si era un delincuente y había cometido este acto para librase de su sentencia- era sometido, con frecuencia, a ajusticiamiento y vejación. Su cuerpo podía ser arrastrado y mancillado y, posteriormente, ahorcado como castigo ejemplar, sobre todo en caso de los hombres; para las mujeres, en Centroeuropa, la hoguera era el castigo más usual. Pero es que además, se procedía a la efectiva privación de sepultura eclesiástica con todas las consecuencias que ello podía tener para el definitivo descanso en la Eternidad. En otras ocasiones, era posible la celebración de entierro en una parte del camposanto acondicionada para estos casos o bien un cementerio construido ex professo para los suicidas. También se usaron, para tal efecto, los terrenos adyacentes al cementerio, los campos que circundaban la ciudad y sus proximidades, y los cruces de caminos. E incluso, en circunstancias más excepcionales, algunas leyes indicaban como debía ser sepultado el cadáver en función del tipo de delito cometido: “los suicidas en general, eran enterrados en las riberas arenosas de los ríos, mientras que los ahogados, a cinco pies del borde del agua. Un hombre que se arrojaba por una ventana era enterrado en una montaña o cerca de un camino, sujeto al suelo por tres grandes piedras que se colocaban sobre la cabeza, el vientre y los pies para asegurase que no molestase a los vivos. En otras coyunturas eran frecuentes los enterramientos en los campos a las afueras de las ciudades, en fosas comunes y vertederos municipales, bajo las horcas, en los cruces de caminos, en las fronteras entre propiedades y en los límites jurisdiccionales, entre otros espacios” (BALDÓ ALCOZ, 2007, 60). En otras ocasiones los cuerpos de los suicidas se arrojaron al río o al mar evitando así que se diesen sepultura a sus restos. En el caso de los parricidas, los autores de los crímenes eran arrojados a las aguas de un río dentro de un saco junto con un gallo, un perro, una serpiente y un mono; metidos en un tonel o atados a una escalera.

Al hilo de esta cuestión, analizaremos un último caso que quizás sea el más asimilable, no sólo por las similitudes que presenta sino también por la influencia que la cultura romana tuvo en el posterior desarrollo de la historia del Viejo Continente-, y que encontramos en la Europa medieval; sus nexos más directos pueden localizarse en la repetición de pautas similares a las documentadas en algunas necrópolis visigodas (MORÍN DE PABLOS y BARROSO CABRERA, 2005, 183-213) y anglosajonas (BARTLETT y MACKEY, 1973, 1-93), donde los enterramientos en decúbito prono y –para el segundo grupo- los individuos decapitados, encuentran una relativamente amplia representación.

91. Sepultura 2412 de la necrópolis de la Calle Quart. (POLO y GARCÍA, 2002, fig. 8)

Fue común, durante la Alta y la Plena Edad Media europea, que determinados criminales –sobre todo los homicidas y parricidas, y con más frecuencia los suicidasfuesen sujetos a una serie de castigos infringidos por su propia comunidad de vecinos, así como a penalizaciones legales y castigos diversos. De entre éstas, el suicidio –a diferencia de lo que sucedió en épocas pretéritas- fue considerado, durante este periodo, como una de las más terribles formas de morir, pues con este acto se atentaba contra la voluntad del Creador, único que podía decidir sobre el término de una vida, convirtiendo éste en el crimen más horrendo. Y aunque fue clasificado en distintas categorías, con el objeto de evitar las duras condenas que conllevaba –y que eran mitigadas sobre todo en casos de locura, ira o deshonor-; este acto implicó unas medidas legales de suma importancia. Entre éstas destaca el embargo de los bienes del individuo, pero no sólo aquéllos que podían heredar sus supervivientes sino también aquéllos que se asociaban directamente a su persona y estatus. En el caso de los guerreros, por

Con estos ejemplos, lo que nos interesa destacar es cómo en la Edad Media a determinados crímenes, especialmente los revestidos de mayor gravedad y entre ellos el suicidio –que atentaba directamente contra Dios y su voluntad considerándose, por esto, el pecado más grave-; correspondía un castigo ejemplar: desde vejaciones físicas hasta puniciones materiales y espirituales, que les privaban, además de sus bienes materiales de los sacramentos cristianos. El origen de estos actos, según los casos, se encuentra tanto en la búsqueda de un castigo ejemplar como en el rechazo -de la propia comunidad- a una muerte producida por una tentación diabólica o por la locura, con todo lo que ello implicaba (BALDÓ ALCOZ, 2007, 49).

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También en el mundo clásico, determinadas circunstancias de la muerte condicionaron las exequias y el trato dado al cadáver. Según J. N. Bremmer, existen ciertos indicios de que, en la antigua Grecia, algunas personas, ciertamente no todas, pensaban que las almas de los muertos prematuros (’αώροι) o de los muertos por una muerte violenta (βιαιοθάηατοι) tenían un destino diferente al de las personas muertas de una muerte considerada normal. Las circunstancias de su muerte hicieron pensar que éstos vagaban como fantasmas, que se convertían en vampiros u ocupaban una posición inferior en la vida ultraterrena (BREMMER, 2002, 77). Además, en casos excepcionales, como ladrones de templos, criminales, suicidas, traidores y culpables de sacrilegio, el Estado podía, como castigo, rehusar dar sepultura a un muerto. Éste fue el destino del hermano de Antígona o de los Estrategas que no recogieron los cadáveres de los ahogados en la batalla de Arginusas, en el año 406, etc. (BREMMER, 2002, 72). Más claro es el caso de los suicidas, que no recibían ningún tipo de honra fúnebre en Tebas, y en Chipre eran arrojados sin enterrar al otro lado de la frontera según las leyes de Demonassa. En Atenas, se les cortaba una de sus manos189, y Platón190 permitía su enterramiento sólo en las fronteras entre doce distritos, lo que significaba un enterramiento lejos del mundo ordenado de la polis. También el rechazo a enterrar a los condenados a muerte se difundió por toda el área de la Segunda Alianza Marina. La negativa a enterrar un cadáver o la saña a la que eran sometidos sus despojos fue un hecho relativamente normal, o por lo menos aceptado, en determinadas circunstancias. Platón, en sus Leyes, propone, en caso de sacrilegio191, no sólo que se mate a ese individuo sino que sea enterrado fuera del lugar común; en caso de homicidio en primer grado de un miembro de la familia, que el cadáver del asesino sea lapidado desnudo en una encrucijada de tres caminos192, y medidas similares para otros crímenes igualmente graves -como engañar a los demás pretendiendo contactar con los difuntos u obtener dinero comerciando con cosas sagradas193-. Se llegó incluso a desenterrar cuerpos de criminales para arrojarlos al otro lado de la frontera194, como el caso de Alcmeonida, Frinico, los ancestros de corintio Samético, y muchos otros casos, también fuera de Atenas. Del mismo modo encontramos en Roma casos similares. A los parricidas no sólo se les arrojaba al Tíber; sino que se les privaba de sepultura, no sin antes haberles azotado, haberles cubierto la cabeza con una piel de lobo195 en cuyo interior se habían introducido víboras, escorpiones y otros animales venenosos (en ocasiones un perro, un gato, una víbora y un mono)196, tras ponerles unos zuecos de madera. Finalmente, eran conducidos en un carro arrastrado por bueyes negros y se arrojaban al río desde un puente. Así,

determinados criminales, los que habían atentado contra un dios o contra el mos maiorum, eran castigados con la poena cullei, una condena que iba, incluso, más allá de la muerte197.

92. Detalle de la sepultura 56, de la C/Ambrosio Morales, en Corduba, en la que las rótulas aparecen junto al cráneo. (BERMÚDEZ et alii, 1991, 59).

En el caso que nos ocupa, el denominador común parece ser que fueron las enfermedades de tipo infectocontagioso, como la lepra o la tuberculosis, e incluso tumores óseos que posiblemente causaron importantes deformaciones, así como muertes derivadas de estas dolencias o de procesos no considerados normales, como es el caso de la parturienta y un posible ahorcado; con frecuencia asociada a evidentes marcas de violencia, bien realizadas durante el momento de la muerte, bien justo después. Además, alguno de los casos documentados –en los que se han llevado a cabo estudios paleopatológicos- los esqueletos han revelado, por el alto grado de marcadores ocupacionales, la pertenencia a estratos bajos de la sociedad.

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Para algunos autores (TONDO, Leges regiae, cit. 155 y ss. y 167. En: CANTARELLA, 1996, 253), la función de estos animales –que estarían asociados a las Furias- sería la de atacar al parricida en su vida ultraterrena combatiendo sus posibilidades de sobrevivir como espíritu. Para otros (CANTARELLA, 1996, 255-268), los animales, además de destrozar al reo desempeñarían la función ulterior de señalar su culpa; y la piel del lobo castigaría al parricida transformándolo en este animal, lo que implicaba su expulsión de la sociedad civil privándolo de toda protección social y religiosa. Pero no sólo se le negaba el derecho de sepultura –con todo lo que ello implicaba- sino del contacto con los elementos: el aire, la tierra y el agua, con el objeto de que no los contaminase.

189

Esquines, Contra Ctesifonte, 244. (Trad. V. Martín y G. de Budé). Platón, Leyes, 873 d. (Trad. J. M. Ramos). 191 Platón, Leyes, 855 a. (Trad. J. M. Ramos). 192 Platón, Leyes, 873 b. (Trad. J. M. Ramos). 193 Platón, Leyes, 909 c. (Trad. J. M. Ramos). 194 Licurgo, Leocares, 113. (Trad. F. Durbach). 195 Cicerón, De inventione, II, 50, 149. (Trad. W. Heinemann). 196 Valerio Máximo, Obras y dichos memorables, I, 1, 13. (Trad. S. López, M. L. Harto y J. Villalba). 190

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93. Sepultura 21 de la necrópolis de La Lanzada, sujeto de la derecha de la imagen. (BLANCO et alii, 1967, Lám. 6c)

Al respecto, conocemos una serie de ejemplos como los ya mencionados de las necrópolis inglesas de Kempston o Cirencester, con evidentes signos de violencia y de enfermedad; el del enterramiento 2 de Cassington, con un posible carcinoma bronquial; la espina bífida parcial de la sepultura 172 de la necrópolis romana de Derby Racecourse, etc. Además de otros casos similares, aunque con cronologías diversas, en necrópolis griegas, turcas y húngaras (TSALIKI, 2001, 299-300), en los que –una vez más- el denominador común fueron patologías de carácter infectocontagioso y un desarrollo anormal de los rituales de enterramiento.

la creencia de que determinadas enfermedades tenían relación directa con los dioses y su castigo, sin duda debió de estar muy arraigada (LÓPEZ PIÑERO y LUZ TERRADA, 2000, 320 y ss.). No sólo el miedo al contagio, sino el hecho de haberse ganado la enemistad de determinados dioses hacía de estas personas algo impuro, parias que con frecuencia eran marginados socialmente, apartados y temidos por el resto de sus congéneres. De hecho, una serie de enfermedades, tales como la lepra, la tuberculosis y otras dolencias respiratorias, el ántrax, la rabia, la fotofobia, la porfiria, la catalepsia o enfermedades psicológicas como la esquizofrenia, la paranoia o la psicosis, etc. (TSALIKI, 2001, 299), manifiestan una serie de síntomas muy similares a lo que tradicionalmente se ha tenido por características propias de los vampiros, muertos vivientes o individuos poseídos por potencias malignas. Así mismo, estas creencias establecían que estos seres –que se alimentaban de la sangre y de la fuerza vital de los vivos- atacaban, en primer lugar, a sus familiares más cercanos. Si tenemos en cuenta el alto riesgo de contagio de las enfermedades antes citadas, es fácil deducir por qué los parientes más cercanos tenían más probabilidades de infectarse y presentar, lo que a los ojos de sus coetáneos sería, un comportamiento extraño y preocupante, digno de ser temido.

De manera tradicional, todos aquellos fenómenos que escapaban al entendimiento de los hombres eran achacados a la acción de fuerzas y presencias sobrenaturales. Y entre éstos nos interesa destacar, principalmente, el dolor y la enfermedad. En la antigua Mesopotamia, ambos eran producto de un castigo divino o de la posesión de espíritus malignos, razón por la cual se aislaba al enfermo para su purificación (GUTIÉRREZ GILADO y CADENA AFANADOR, 2001, 2). También los hebreos pensaban que la enfermedad, además de un castigo divino, era contagiosa, hereditaria y causa de deshonra. De hecho, Levítico 13-14 establece la impureza que implica la lepra y cómo debe ser tratada, no por un médico sino por un sacerdote, ya que el objetivo no era curarla sino declarar al enfermo impuro e inmundo, por lo que se le separaba de la comunidad para evitar la contaminación de ésta. El enfermo debía ser purificado ante Yahvé en este caso, pues sus pecados eran consecuencia directa de su enfermedad. También en Egipto se creía que cada órgano estaba relacionado con su propio dios y que los demonios y los espíritus eran causas importantes de la enfermedad. Y pese al desarrollo de la medicina en el mundo grecorromano, que tuvo médicos tan representativos como Hipócrates o Galeno, junto a la medicina racional existían, entre muchas otras, las curaciones relacionadas con los cultos de los dioses Asclepio y Dionisos. Sin olvidar tampoco, interpretaciones de las enfermedades basadas en fuerzas ocultas o sobrenaturales, castigos divinos, posesiones diabólicas o embrujamientos por malas artes, por lo que

Para el caso de la inhumación 21 de la Necrópolis de La Lanzada, en Noalla, el individuo allí enterrado de decúbito prono tenía la cabeza paralela al hombro, en apariencia descoyuntada, y los brazos parecían atados a la espalda desde el codo hasta las manos, dando la impresión de que se trataba de un ahorcado. Sin duda una muerte así tenía unas consecuencias terribles (VOISIN, 1979, 422-450 y CANTARELLA, 1996, 166 y ss.). Por todos es conocido que, en general, el suicidio era aceptado en Roma, sobre todo si las circunstancias lo hacían la única salida honrosa. Pero había una clase de muerte, denominada “la muerte odiosa”, por ser, según Virgilio198, la más infamante de las muertes. Ya Tarquino el Soberbio mandaba clavar en

198

211

Virgilio, Aeneida, XII, 603. (Trad. J. de Echave-Sustaeta)

94. Disposición, en decúbito prono, de las inhumaciones 1 y 2 de Ocurri (GUERRERO y RUIZ, 2001, Lám. VI)

la cruz a los que habían muerto ahorcados y, según Varrón, en todas partes se colgaba los oscilla a favor de aquéllos que se habían muerto así (VOISIN, 1979, 424425). Además, se les prohibía tener honores fúnebres, medida que pervive hasta el final del Imperio, lo que sin duda contrasta con la posibilidad planteada para la inhumación 21 de la necrópolis de La Lanzada. En todo caso, la ausencia de sepultura era, sin duda, un castigo especialmente grave que deshonraba tanto a vivos como a muertos. A tal extremo llegaban las consecuencias de una muerte así, que incluso el árbol elegido por el ahorcado quedaba contaminado por la impureza que caracteriza a la muerte. Al respecto, Plinio el Viejo dice que están prohibidas, en las libaciones de vino a los dioses, el vino de viña joven, el de aquellas viñas que nunca han sido taladas y el de las cercanas al lugar donde se ha producido un ahorcamiento199. Y tras evocar a los árboles infelices, recuerda que el árbol en el que Phyllis se ahorca nunca más floreció, entrando por esto en esta categoría200.

pudieran ser eventualmente cuidados por los paseantes que algún día podían tener un final parecido. F. Cumont (1949, 21), apoyándose en este texto, argumenta que para que el difunto fuese acogido en el seno de la Madre Tierra debía de morir en contacto con ella, y solamente así, podía ser admitido en el más allá. Es aquí donde encontramos la única explicación posible, pues la condición necesaria para cualquier ahorcamiento reside en la ausencia de cualquier contacto con el suelo. Un ahorcado no muere con los pies sobre la tierra y esta falta de contacto hace que su muerte sea sacrílega, por lo que no puede ser enterrado y su alma está condenada a vagar por los alrededores del lugar fatal donde ha muerto, como una sombra que atormenta a vivos y a muertos (CANTARELLA, 1996, 168 y ss.). Esta explicación parece excluir, en principio, la posibilidad de que se trate de una muerte por ahorcamiento, aunque esta forma de dar sepultura puede estar indicando el miedo de los vivos al que ha muerto en tan penosas circunstancias.

Pese a que se han intentado dar numerosas explicaciones a este hecho, parece ser que un castigo así estaba relacionado con la circunstancia de morir sin contacto con la Madre Tierra, pues cuando un individuo fallecía, los circunstantes “le cerraban los ojos, lo depositaban de nuevo sobre la tierra (deponere) y le colocaban una moneda bajo la lengua” (GUILLÉN, 2000, 376). Al respecto, un texto de Servio201 nos informa de que era costumbre, en la antigua Roma, depositar a los moribundos delante de su puerta, bien para que devolvieran su último aliento a la Tierra, bien para que

Quizás este rechazo y este miedo, como hemos explicado para determinados crímenes en la Edad Media, fue tan extremo que llegó incluso más allá de la muerte. La saña con la que eran tratados determinados criminales –sobre todo los suicidas, cuyo crimen no sólo era el homicidio sino el haber transgredido las normas de Dios- puede ilustrarnos acerca de las variaciones constadas del ritual funerario romano. En la necrópolis valenciana de la C/Quart, en su fase imperial, al igual que en determinados ejemplos explicados para la Edad Media, los individuos así enterrados fueron separados del resto y concentrados en una zona específica de la necrópolis, o fuera de ella como en Ocurri, subrayando más si cabe esta diferenciación. También podría ser el caso de los criminales, pues uno de los individuos (sepultura 3261) apareció asociado a estos enterramientos y con una argolla de hierro en su pierna

199

Plinio, Naturalis Historia, XIV, 119. (Trad. J. Cantó). Plinio, Naturalis Historia, XVI, 45. (Trad. J. Cantó). Servio, Ab Aeneidam, XII, 395: “Ut depositi id est desperati: nam apud ueteres consuetudo era ut desperati ante ianuas suas collocarentur, uel ut extremum spiritum redderent térrea, uel ut possent a transeuntibus forte curari, qui aliquando simili laborauerant morbo”. (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

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izquierda. O tal vez se trate de otra medida de sujeción a la sepultura para asegurar la permanencia del muerto fuera de la esfera de los vivos.

tumba; en otros casos, el descuartizamiento total de los restos y el hecho de que se hubiese asentado la parte ventral del cadáver (sepultura 56 de C/Ambrosio Morales), sus rodillas (sepultura 19 de los Bodegones Murcianos, Mérida) u otras partes de su anatomía con piedras206 parece implicar –de forma mucho más gráficaesta idea de sujeción; sin olvidar las abundantes heridas perimortem y las distintas fracturas de huesos documentadas en varios de estos sujetos, quizás realizadas con el mismo objeto: el invalidarlos y así imposibilitar su regreso a este mundo. Al respecto, el diccionario bizantino de la Suda, en el vocablo maschalisthênai, explica que tras asesinar a alguien, es costumbre limpiar la espada en la cabeza del muerto para impedir la contaminación que este acto conllevaba. Además, como medida profiláctica, el asesino cortaba las extremidades de su víctima y las colgaba en sus axilas, porque de ese modo la víctima quedaba demasiado débil para vengar su muerte. Hecho que parece relacionarse también con los casos expuestos.

En el caso del posible ahorcamiento (sepultura 21 de la necrópolis de La Lanzada), aunque en principio las fuentes nos hablan de la imposibilidad del entierro del cuerpo, quizás en éstas se permitiesen pequeñas variaciones en las que se contemplaba la inhumación del difunto, pero tras un ritual específico y vejatorio que aseguraría su permanencia en la sepultura: pues se depositó boca abajo y, tal vez, con las manos atadas a la espalda, lo que no deja de recordarnos a algunas de las llamadas muñecas de vudú. También podría ser el caso de los malditos por los dioses, es decir los enfermos202, pues quizás su dolencia no fuese la causa de su maldición, sino la consecuencia de ésta; de ahí que se considerasen impuros, parias sociales, individuos a los que había que marginar y separar de la colectividad por ser considerados un peligro para ésta, e incluso vampiros, muertos vivientes que podían regresar de su tumba para atormentar a los vivos (TSALIKI, 2001, 296).

Sobre la aparición de clavos de hierro, en números demasiado insignificantes como para que perteneciesen a un ataúd u otro tipo de estructura lígnea ya desaparecida, o en determinadas zonas muy concretas de la anatomía del difunto207 y tal vez tengan también este mismo significado de sujeción. Además del texto de Pseudoquintiliano, ya referido, en el que el uso de un clavo era parte del ritual de sujeción, conocemos relatos en los que si se clavaba un clavo en la huella de una persona se creía que ésta no podría dar un paso más; o en el caso de algunos cazadores, cómo el hecho de clavar un clavo en el rastro de la pieza permitirá, sin duda, cobrarla pues esta acción impedirá escapar al animal (FRAZER, 1999, 70-71). Además estos objetos aparecen habitualmente asociados a este tipo de enterramientos, aunque con frecuencia aparecen clavados en distintas partes de la anatomía del individuo (TSALIKI, 2001, 299). Sin olvidar cómo, en el mundo latino, el término defixio significa originariamente la operación de fijar con un clavo, siendo un objeto que inmoviliza y reduce simbólicamente al adversario a la impotencia (MARCO, 2002, 197).

Al respecto, la Antigüedad nos ofrece un texto, la X Declamatio Maior de Pseudoquintiliano, donde se nos narra la historia de un joven muerto en accidente –lo que le da el estatus de muerto prematuro y de forma violenta-, que vuelve cada noche convertido en fantasma, al lado de su madre. El padre, alarmado por las continuas apariciones y por el estado que provocan en su esposa, decide contratar a un mago que fije al difunto en su tumba e impida posteriores regresos. El mago pronuncia un hechizo, horrido murmure imperiorisque verbis203, alrededor de la sepultura, sellándola de modo que el difunto quedase definitivamente encerrado en ella. El desarrollo del ritual, aunque no queda muy claro en el texto, conllevaba el uso de un clavo, piedras y cadenas con el objeto de sujetar y fijar, para siempre, al muerto en su sepultura204. Y tal como hemos visto, tanto los clavos, como las piedras e incluso las cadenas -una argolla en este caso- aparecen en alguna de las sepulturas estudiadas. Parece ser que fue este miedo, y el consiguiente rechazo, el que motivó una serie de medidas extraordinarias en lo que al desarrollo del ritual funerario se refiere. Apartados del resto de su grupo –quizás en vida, y con seguridad en la muerte-; algunos aparecieron con las extremidades inferiores cortadas o fragmentadas, con las rótulas desplazadas, decapitados o incluso descuartizados205 tal vez en un intento de impedir que se levantaran de su

En este sentido, la posición de decúbito prono208 parece implicar la misma intención, y al respecto el texto de una tabella defixionis parece lo suficiente ilustrativo como para resolver la cuestión.

206 Algunas inhumaciones de Baelo Claudia, la sepultura 7 La Algodonera, en Astigi; la sepultura 30 de La Lanzada, y la sepultura 3 de Caravaca de la Cruz. 207 En la sepultura 3 de la C/Onésimo Redondo, Onuba, varios alrededor del cuerpo y uno en el interior de la boca; sepultura 7 de la Avda. de Ollerías, uno sobre el pecho, en la sepultura 12 de la C/Lucano cuatro alrededor del difunto y dos incrustados en su pecho y la sepultura 4 de la C/N. Ajerquía, Corduba; y la sepultura 2430 de la C/ Quart, dos a los lados de la cabeza. 208 Enterramientos en esta posición hemos documentado en Emerita Augusta, El Eucaliptal, Hispalis, Corduba, Baelo Claudia, Ocurri, El Ruedo, Astigi, La Lanzada, Caesaraugusta, Ilerda, La Ballesta en Emporiae, Valentia, Caravaca de la Cruz y, posiblemente, una incineración la Carretera de los Dolores-Elche.

202

Tal y como se documenta en las sepulturas 2396, 2415, 2430, 2447, 2481a, 2481b, 2204 y 2421a de la C/Quart, Valentia, y en la sepultura 7 de Avenida de Ollerías, en Corduba. 203 Pseudoquintiliano, X Declamatio Maior, 7. (Trad. G. Lehnert). 204 “ferro vero ac lapidibus artare et, ut solent bellicae robur accipere portae, ipsam umbram iam catenis alligare,...”; Pseudoquintiliano, X Declamatio Maior, 8. Trad. G. Lehnert). 205 Sepultura 7 de la Avda. Ollerías, algunos enterramientos de la C/Lucano y el sujeto infantil de la Avenida del Corregidor, las cuatro en Corduba; la sepultura 3163 de la C/Quart, Valentia; un enterramiento en La Vegueta y la sepultura 28 de El Pradillo, ambas en Itálica, y la sepultura 4 de Caravaca de la Cruz.

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95. Agrupación de enterramientos en decúbito prono en la necrópolis valenciana de la Calle Quart, fase imperial. (POLO y GARCÍA, 2002, fig. 6)

Esta tabella se halló en Villepouge y Chagnon (CharenteInférieure), en una tumba galorromana, atravesada, junto a otra tablilla, por un clavo y conteniendo un procedimiento mágico que incluía la manipulación de un cachorro muerto. La parte del texto que nos interesa dice así: “de la misma forma que este cachorro está vuelto boca abajo y no puede levantarse, que tampoco ellos puedan; que sean atravesados como lo está éste”209.

individuos así enterrados (no realizado en muchos de los casos aquí expuestos), y la búsqueda de paralelismos en otras áreas del Imperio lo que podría iluminar muchos puntos de este característico ritual que todavía permanecen oscuros. 5. 2. La disposición del ajuar - 5. 2. a. Su distribución en dos niveles: horizontal y vertical Desde el punto de vista arqueológico, podemos distinguir dos niveles que establecen la disposición de objetos en el interior de una sepultura: el primero, el nivel horizontal, toma como punto de referencia al cadáver; el segundo, el vertical, es el que nos permite establecer una secuencia estratigráfica, y por tanto temporal, del área cementerial y, sobre todo, del interior de cada una de las tumbas. Con esta doble distinción intentaremos diferenciar la presencia de objetos en el receptáculo funerario, en el exterior del mismo, pero dentro de la fosa, y, finalmente, en el exterior de la sepultura, ya en el paleosuelo ya en sus alrededores más inmediatos.

Por tanto, sean cuáles sean las variaciones documentadas, en todas constatamos la intención de sujetar y fijar al individuo, para siempre, en su última morada, dificultando así su regreso al mundo de los vivos con todas las consecuencias que este hecho podía acarrear. El miedo a determinados sujetos, por cuyas enfermedades y circunstancias de fallecimiento fueron vistos como seres malignos, muertos vivientes o endemoniados (TSALIKI, 2001, 298), o cómo a causa de su muerte -el caso del ahorcado-, se habían condenado a vagar como sombras errantes que atormentaban a vivos y muertos (CANTARELLA, 1996, 168 y ss.), parece ser que implicó un desarrollo atípico del ritual funerario, por el que los supervivientes se aseguraban la permanencia del muerto en la sepultura, evitando su regreso mediante multitud de fórmulas y prácticas como las que hemos visto, y reforzando, en la medida de lo posible, la separación entre estos dos mundos

En el primer nivel, de aproximación horizontal, consideramos aquellas partes del cuerpo que fueron valoradas, por los antiguos, con respecto a las otras y, por tanto, han sido objeto de una mayor atención a la hora de depositar los ajuares funerarios. Obviaremos los adornos personales siempre que éstos se encuentren en su posición funcional habitual, así como los clavos de los ataúdes dispuestos en torno al cadáver como consecuencia de un proceso deposicional lógico a partir de la desaparición de las estructuras lígneas que soportaban, así como otros materiales que no han sido objeto de una disposición intencionada y ritual.

Y aunque ésta nos parece la hipótesis más razonable a la hora de explicar esta particular práctica del ritual funerario, el mutismo de las fuentes escritas nos obliga a ser cautos. Será en todo caso el descubrimiento de nuevos casos, los análisis paleopatológicos de los 209

MARCO SIMÓN, 2002, 199 y AUDOLLENT, 1904, 111-112: “quomodi hic catellus aversus est nec surgere potesti, sec nec illi; sic traspecti sin[t] quomodi ille”.

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96. Los cuatro ejes principales a partir de los que se reparte la disposición de los ajuares funerarios. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 70)

A partir de la evidencia arqueológica, podemos distinguir cuatro grandes ejes a partir de los que se reparten las ofrendas funerarias y que responden a la estructura anatómica del ser humano; pues, lógicamente, el cadáver es el protagonista innegable a partir del cual se articula de todo el proceso. El primero, es un gran eje longitudinal que parte de la cabeza y llega a los pies. Las ofrendas depositadas en éste se encuentran encima del cráneo, en el pecho o el vientre, entre las piernas, entre los pies o delante de los mismos. En sentido transversal al cuerpo localizamos otros tres ejes principales: el de la cabeza, que parece ser uno de los más importantes por el gran número de ajuares depositados en esta zona, es frecuente que se depositen jarras, cuencos y otros recipientes a ambos lados del cráneo. La importancia de esta parte de la anatomía, parece de sobras confirmada por el hecho de que si un cadáver se enterraba en varios lugares, sólo sería sacro el lugar donde se encontraba la cabeza210. También en sentido transversal documentamos el eje de la cadera, en el que los objetos se sitúan entre las manos y ésta y, finalmente, junto a los pies que, junto con el de la cabeza, es uno de los predominantes.

En lo que se refiere a la estratificación vertical, la mayor parte de los objetos se localizan en el interior del sepulcro, junto al cuerpo. Aunque en ocasiones se han documentado ofrendas en el exterior de las tumbas, que serían producto de los rituales realizados en torno a la tumba en fechas posteriores al funeral. No debemos pasar por alto que el limitado número de estas últimas puede deberse, en gran parte, a deficiencias de documentación, sean porque han desaparecido o porque no se han asociado directamente con una sepultura determinada. Aún así, constatamos un gran número de objetos que se depositaron dentro de la sepultura, pero fuera del ataúd que contenía el cadáver, y por tanto sin contacto directo con el mismo y después del proceso de amortajamiento y disposición en la sepultura. Este segundo grupo de objetos, es el ofrendado por los asistentes al sepelio y, generalmente, regidos por el ritual. Se trata de munera, una especie de presentes o regalos que pueden confundirse con los elementos de la unctura, pues a menudo se trata de ungüentarios, vajilla con alimentos, etc. así como de objetos propiedad del difunto. Éstos testimonian la idea de que el difunto sigue entre su comunidad y participa en la misma, aunque ya en otro plano de existencia.

La importancia de uno u otro eje es relativa y determinadas zonas o ejes adquieren un mayor protagonismo frente a los otros. Fundamentalmente, la zona de la cabeza y, en fechas más tardías, la de los pies, son los lugares donde documentamos la mayor parte de los objetos depositados. Aunque esta ordenación no sigue una norma, pues encontramos un predominio de una u otra según necrópolis, independientemente de su cronología. De todos modos, la relación objeto funerariocadáver se articula en torno al soma y a su centro neurálgico, la cabeza, que individualiza e identifica al sujeto, y las extremidades –manos y pies- que se suponen los pilares sobre los cuales se mantiene y trabaja ese cuerpo (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 70).

210

Conocemos testimonios de esta práctica en las tres provincias estudiadas. En la Lusitania, en la necrópolis de Lage do Ouro (FRADE y CAETANO, 1985, 133-143 y 1991, 39-57) de 43 incineraciones, solamente en una de ellas los elementos del ajuar se habían depositado en el exterior del enterramiento. Esta práctica está más representada en algunos de los enterramientos de la necrópolis de Serrones (VIANA, 1950, 289-322 y VIANA y DEUS, 1955a, 33-68), donde, en alguna de las incineraciones practicadas en la roca, la oquedad tenía un pequeño anexo en su lateral cubierto por piedras donde se depositaba parte del ajuar –parece ser que elementos de carácter perecedero pues, en su mayor parte, se encontraban vacíos-. También podemos detectar los distintos tiempos en la disposición del ajuar en alguna de las incineraciones de la necrópolis de El Pradillo

Digesto 11. 7. 4. 2. (Trad. A. D’ors).

215

(DEL AMO y DE LA HERA, 1973, 51-130), datadas en el siglo II d. C.

En la provincia Tarraconensis, conocemos otros ejemplos claros que permiten constatar esta práctica en la necrópolis de Tisneres (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 256-264), donde en las sepulturas 1, 4 y 6, se hallaron una serie de recipientes cerámicos entre la tierra que cubría la sepultura, pero fuera de ésta. Parece ser que son los contenedores de una serie de ofrendas, depositadas en la fosa, pero tras el enterramiento. Lo mismo en la necrópolis 3 de El Albir (FERNÁNDEZ y AMORÓS, 1990, 45-55), sepultura 4. Allí, en el exterior del enterramiento, se encontraron dos bases de cerámica común que pertenecían a piezas diferenciadas y que debían encontrarse entre la tierra que fue introducida en la fosa, quizá fruto de las libaciones del entierro. En otras necrópolis, como en la de Getafe (LUCAS et alii, 1982, 231-246), la abundancia de cerámica fragmentada en el nivel de suelo de la necrópolis, puede relacionarse con ritos de rememoración del difunto, tales como banquetes funerarios, libaciones y otras conmemoraciones. Otro caso similar lo documentamos en el enterramiento 2 de Asturica Augusta (GONZÁLEZ et alii, 2003, 297-308), en el que durante la excavación, se recuperó, al lado del difunto, una olla de cerámica común que debió depositarse en el exterior de la tumba y que con el hundimiento se introdujo en la estructura, pues fragmentos de la misma se encontraron dentro y fuera de la sepultura. No hay duda que responde a esta misma práctica.

En la provincia Baetica un caso bastante característico de diferenciación en la disposición de ajuar lo encontramos en la sepultura 72 de la necrópolis de Carmo (BELÉN et alii, 1985, 417-432). Se trata de una tumba hipogea de incineración colectiva, en la que parte del ajuar funerario se había depositado en el exterior de las urnas, fundamentalmente los objetos personales tales como espejos, pinzas y otros elementos de tocador. Además, en la esquina noreste de la cámara y depositados directamente sobre el suelo, se hallaron una serie de vasos cerámicos, posiblemente utilizados para libaciones. En algunos enterramientos de la C/Onésimo Redondo, en Onoba (DEL AMO, 1976, 89-98), el ajuar también aparece, en ocasiones, al exterior del enterramiento, aunque en relación con el mismo. En Corduba (MOLINA y SÁNCHEZ, 2002-2003, 355-389), en el sector funerario de la C/Lucano, el ajuar funerario se reduce a dos sepulturas: las 25 y 1*. En ambos casos, los objetos no se introdujeron en la tumba con el difunto, sino que aparecieron en el exterior de la fosa, junto a la cubierta de tegulae y a la altura de la cadera izquierda de la inhumación. En la sepultura 1* se recuperaron dos piezas de cerámica común y en la 25 una jarrita de vidrio azul y dos pequeñas orzas, materiales que arrojan una cronología entre los siglos III y IV d. C. Y finalmente, en la necrópolis Norte de Carissa Aurelia (PERDIGONES et alii, 1985a, 81-89), constatamos la aparición de un elemento, presumiblemente, de carácter ritual que se repite en otros enterramientos de la zona B y que consiste en la colocación de una serie de lucernas rodeando la sepultura por su parte exterior. Además, las lucernas, de cerámica común y muy toscas, son de un tipo extraño al horizonte cultural y cronológico de los enterramientos de la necrópolis.

Esta diferenciación vertical es más clara en el caso de las incineraciones, pues con frecuencia documentamos objetos que han sido calcinados con el cadáver junto con otros, también depositados en el interior de la urna o con las cenizas, pero que no han sufrido la acción directa del fuego; aspecto que implicaría, al menos, dos tiempos diferenciados en su disposición. Sirva a modo de ejemplo que, en épocas

97. Recreación ideal de la disposición del ajuar en una sepultura de inhumación. Por su estratificación vertical se aprecian varios tiempos en la disposición. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 70)

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tardías, los anillos aparecen emplazados en su ubicación habitual, como corresponde a su función; sin embargo, en época altoimperial es más frecuente encontrar estos objetos en el interior de la urna funeraria, pero en un perfecto estado de conservación. Este es un signo inequívoco de que fueron extraídos en el momento de la cremación y depositados posteriormente en la urna, junto con las cenizas. Gracias a esta diferenciación vertical, observamos una intencionalidad concreta en el depósito de este objeto. Aspecto que quizás debe relacionarse con el ritual de annulos detrahere, por el que se retiraban los anillos durante el amortajamiento, para luego volver a ser depositados junto con los restos.

tumba sin haber sufrido la acción del fuego y, que en muchas ocasiones, se encuentran junto con otros materiales, incluso del mismo tipo, que sí fueron depositados a la pira junto con el cadáver. Como ya hemos visto para algunas inhumaciones en las que determinados objetos se depositan junto al cuerpo y en otros casos fuera del féretro. Quizás no exista una explicación satisfactoria para esta práctica pero, en todo caso, se constata que las disposiciones se hicieron en distintos tiempos, lo que podría ayudarnos a explicar la función de las mismas. Gracias a esta distinción, podemos determinar una serie de objetos que aparecen asociados de forma más directa con el difunto: armas –éstas en épocas tempranas o tardías-, objetos de uso personal, joyas, herramientas, animales domésticos, etc., junto con otros que quizás fueron depositados por los asistentes al sepelio a modo de presentes, o munera. Este distinto trato dado a los elementos del ajuar se ha interpretado como la necesidad de una purificación de los mismos a causa de la miasma que emana del cadáver, lo que preservaría a los supervivientes del contacto impuro de éstos. El resto son el continente de las ofrendas: no importa el vaso, el cuenco, la jarra o el ungüentario sino el vino, el alimento y los perfumes que éstos contenían y que, en definitiva, era lo que se le ofrecía al difunto. Aún así, la casuística puede ser diversa y los propios autores antiguos invocan otras posibilidades: Plinio (N. H. 33, 2) menciona a profanadores de sepulturas que acuden a éstas en busca de anillos, entre otros objetos, e incluso, a pesar de la existencia del ritual de annulos detrahere, de testimonios en los que los anillos no se quitaban ni en las incineraciones (CUQ, 1877-1899, 1387, n. 16).

98. Reconstrucción ideal de la disposición del ajuar en una sepultura de incineración. (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 70)

-5. 2. b. La naturaleza del ajuar Atendiendo a esta graduación vertical establecida y, a grandes rasgos, creemos poder identificar las dos categorías de objetos ya diferenciadas por los propios antiguos (CUQ, 1877-1899, 1395): por un lado, aquéllos de uso y disfrute personal del finado: armas, restos de vestimenta, útiles de trabajo, amuletos e incluso animales domésticos sacrificados para acompañar al difunto y, por otro, las ofrendas, o exsequiarum, de los asistentes que pueden consistir en alimentos, perfumes, y, en definitiva, objetos de muy diversa naturaleza entregados al difunto a modo de munera, o presentes. En este sentido, los antropólogos no diferencian el significado de cada uno de los presentes, pues todos ellos no son más que reveladores de la pervivencia del difunto, reforzadores de la idea de que, pese a la muerte, el difunto sigue, en cierto modo, entre los vivos y con éstos los supervivientes neutralizan la agresividad que produce la muerte (THOMAS, 1985, 26 y 164-168).

En la necrópolis de La Calerilla (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 204-205), en la primera etapa de utilización (fechada en la segunda mitad del siglo I y la primera del siglo II d. C.); el ajuar de los busta documentados está compuesto, principalmente, por servicios completos de terra sigillata sudgálica. Encontramos aquí una curiosa diferenciación en el ritual, pues los recipientes destinados a contener ofrendas alimenticias (Dragendorff 37) se encontraban quemados, pues habían sido arrojados a la pyra, lo que no se hizo con aquellos que contenían líquidos (Dragendorff 27 y olpes de cerámica común). Esto implica, una vez más, una diferenciación en la deposición del viático. Documentamos también, en algunos enterramientos, ungüentarios deformados por la acción del fuego, como los de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Emporiae o Segobriga. En ocasiones junto a éstos hay otros en perfecto estado de conservación. Hecho que implica, de nuevo, dos fases en la disposición de los mismos: la primera en la pira, la segunda una vez consumida ésta y tras la introducción de los restos en la urna cineraria. Hay otros objetos como monedas, recipientes de distinto tipo, etc. que son depositados en la

Los objetos incinerados con el cadáver o los depositados junto a él, en el caso de las inhumaciones, podrían ser aquéllos asociados directamente con el finado y que, por su vinculación directa con el mismo, requerían una purificación por medio del fuego o mediante su inhumación en relación con el objeto central y 217

protagonista pasivo del rito: el cuerpo del difunto. De este modo, se preservaba a los supervivientes del contacto de todo aquello que ha pasado a ser impuro, pues emanaban la miasma propia de la muerte (THOMAS, 1980, 175 y 198); en contraposición con el resto de elementos: los que no fueron quemados o los que fueron depositados tras el entierro y, por tanto, fuera del receptáculo funerario y sin contacto directo con el cuerpo. La aparición de olpes y cuencos, en ocasiones fragmentados, en el exterior de las sepulturas pero en la fossa de inhumación parecen evidenciar el mismo tipo de secuencia ritual: la bebida de vino tras la incineración o la inhumación, es decir la circumpotatio o libación ritual ofrecida a modo de de sacrificio al ausente una vez sepultado y cuya purificación se realizaría mediante la rotura ritual y no por la incineración, al no pertenecer al difunto (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 82).

cumplimiento de una serie de rituales concretos, específicos y normalizados en torno a la sepultura. De alguna manera podría decirse y, como se ha estudiado para los funerales de la China contemporánea (AHERN, 1973, 91), que estas ofrendas buscan una respuesta recíproca por parte de los muertos o ancestros, que corresponderían con riqueza y con la protección de los miembros de la familia215; lo que puede resumirse en una esperanza de protección, riqueza y fertilidad por parte del muerto hacia los suyos (THOMPSON, 1988, 73). Estos rituales alimenticios incluían tanto las libaciones líquidas como los alimentos sólidos. Aunque existe cierta controversia al interpretar su significado, pues se discute sobre el verdadero papel de la religión frente a las creencias indígenas antiguas que se hacen más complejas desde la introducción de las religiones mistéricas y, en especial, del cristianismo (TORRES-VILA y MOSQUERA, 2001, 455). El núcleo de esta discusión se ha venido centrando en torno a si estas ofrendas eran para las divinidades o para los muertos (MARINVAL, 2004, 203) e, incluso, para el carácter divino de los éstos (PASTOR, 2000, sp.).

○ Las ofrendas alimenticias211 Los alimentos jugaron un papel muy importante en el desarrollo del ritual funerario romano; de hecho, conocemos una serie de requisitos específicos sobre el tipo de comida que debía consumirse así como la forma en la que ésta debía ser preparada; además de poder distinguir tres fases principales en estos rituales de carácter alimenticio: las libaciones, la comida del funeral y los alimentos ofrecidos al muerto (BOUBY y MARINVAL, 2004, 77). Si bien, uno de los principales problemas a la hora de abordar su análisis es que la mayor parte de las fuentes que hacen referencia a estas prácticas212 fueron compiladas por anticuaristas que nos describen rituales que, con probabilidad, apenas ya eran llevados a cabo por sus contemporáneos. A estas deficiencias, debemos añadir el hecho de que, en el caso de los estratos más bajos de la sociedad, el desarrollo de los funerales podía verse limitado por los altos costes económicos que éstos suponían; de ahí que la evidencia arqueológica se nos presente como uno de los principales medios de acercamiento y estudio de esta práctica.

- Alimentos de origen vegetal En algunos contextos –fundamentalmente para los estudios realizados en el Valle del Rhin-, determinadas especies vegetales (F. carice, O. europaea, Phoenix dactylifera, Pinus pinea, Prunus amygdalus y V. vinifera) que fueron introducidas por los romanos, se han tomado como fiel indicador del grado de romanización (BOUBY y MARINVAL, 2004, 84-85). Para el caso de los frutos secos, aunque son pocos los hallazgos constatados, las especies representadas parecen confirmar lo establecido para otras zonas del Imperio Occidental. Es frecuente la aparición de nueces, constatada en Emerita Augusta, en Corduba, Carissa Aurelia y Emporiae en sepulturas que arrojan una cronología entre los siglos I y II d. C. En otros casos, documentados sólo en Emporiae, se han recogido higos, dátiles, piñones y otras frutas indeterminadas, de nuevo con una cronología que no rebasa el siglo I d. C. Y solamente en Astigi, en la C/Bellidos, se han recogido restos de aceitunas en una sepultura fechada entre el siglo I a. C. y el I d. C.

La importancia de las ofrendas alimenticias radica en el hecho de que los difuntos requerían ser alimentados por los supervivientes que garantizaban así su bienestar (LINDSAY, 1998, 70). Ya en el mundo etrusco, y según los Libri Acherontici, tal y como señala Arnobio213, “mediante la sangre de ciertos animales ofrecidos en sacrificio, las almas humanas podían convertirse en divinas y escapar a su propia condición” (BLOCH, 1992b, 218). En esta misma línea, Labeón precisaba, según recoge Servio214, que estas almas, tras su transformación en divinas, recibían el nombre de dii animales. Según estos testimonios, parece desprenderse que la inmortalidad para los etruscos dependía del

Este tipo de ofrendas, que, aunque no de forma muy numerosa, aparece representada en las tres provincias, parece restringir su horizonte cronológico al Alto Imperio lo que no implica que dejasen de usarse en épocas posteriores. Al respecto no podemos dejar de tener en cuenta que, en el caso de las incineraciones –y todos los casos constatados son incineraciones-, la conjunción del uso del fuego y de estas ofrendas vegetales en contextos funerarios supone una vicisitud muy propicia desde el punto de vista arqueológico y antracológico, porque los restos vegetales no se conservan si no están carbonizados (TORRES-VILA y MOSQUERA, 2001, 455); a no ser

211

Ver: 10. 5. a. El viático: Lusitania, 353-355, Baetica, 356-358, y Tarraconensis, 359-362 y 10. 7. 2. a. Distribución de los distintos elementos de ajuar: el viático: Lusitania, 424, Baetica, 425, y Tarraconensis, 426. 212 Principalmente: Cicerón, De Legibus (Trad. C. T. Pabón) y especialmente Festo, epitomizado por Verrio Flaco en De significatu verborum, y éste, a su vez, por Paulo el Diácono en el siglo VIII. 213 Arnobio, Adversus Nationes, 2, 62 (Trad. H. le Bonniec). 214 Servio, Ab Aeneidam, III, 168. (Ed. G. Thilo y H. Hagen).

215

218

Plauto, Aulularia, vv. 1-39. (Trad. V. J. Herrero).

que se den unas óptimas condiciones tales como la humedad, el hidromorfismo extremo y la mineralización (BOUBY y MARINVAL, 2004, 77). Aspectos que, sin duda, nos ayudan a explicar su inexistencia en épocas posteriores en las que, paulatinamente, va imponiéndose la inhumación en detrimento de la incineración, factores que pudieron condicionar su conservación.

ejemplos constatados son muchos más. No en vano, para su interpretación no sólo disponíamos de los restos de uva recuperados –que resultan escasísimos y casi anecdóticos: en Pollentia, en una sepultura datada entre el s. I y II d. C., en El Monastil y en Emerita Augusta217 con una cronología en torno al IV d. C.,- sino también de la existencia de canales de libación en las sepulturas. Éstos, que forman parte de la estructura sepulcral, se han conservado en la mayor parte de las ocasiones lo que atestigua que su uso estaba vigente en el Bajo Imperio, lo que nos permite establecer una cronología más amplia que, en el caso de la necrópolis de Torremolinos, Castillo de San Luís, llega –como caso extremo- hasta el siglo VI d. C. En cuanto a elementos estructurales documentados, aunque conocemos la existencia de alguno de plomo – como en el caso de la Tumba del Elefante en la necrópolis de Carmo-, en la mayor parte de los casos se trata de ánforas perforadas, de canales construidos mediante la solapación de dos imbrex o, en el menor de los casos, de conductos cerámicos fabricados ad hoc.

Las especies enumeradas son, probablemente, las más representativas de árboles de fruto comestible en las civilizaciones antiguas216 y, tal vez, fueron las más apreciadas porque sus frutos, o semillas, se podían almacenar fácilmente durante largos periodos; bien en su forma original (o secos como los higos y los dátiles) o procesados como es el caso del vino y el aceite (BUXÓ, 1997). En cuanto a la presencia de los mismos en la Península Ibérica antes de su romanización, hay que tener en cuenta varias consideraciones y hacer alguna que otra concesión. Por un lado, los únicos indicios de su uso, previos a las crónicas escritas, son la aparición de restos carpológicos en yacimientos, sin que la documentación al respecto haya sido, al menos hasta la fecha, muy exhaustiva. En todo caso, y en mayor o menor medida, hay un poco –en realidad muy poco- en yacimientos prerromanos, a excepción de los dátiles (Phoenix dactylifera). Otro problema añadido es que estas especies son difíciles de detectar por palinología, es decir, las evidencias de polen pueden reflejar tanto formas silvestres como cultivadas de una misma especie (caso de la higuera, el olivo o la vid) o de otras especies cercanas (como es el pino y el almendro), ya que el parecido de los pólenes de todo el género es muy notable, sin obviar contaminaciones procedentes de áreas geográficas cercanas, como ocurre con la palmera que prolifera abundantemente en el norte de África.

Para el caso de la Lusitania, conocemos la existencia de conductos de este tipo para las necrópolis de Aljustrel, Carrascalejo y Cerro de la Villa, fechadas entre el siglo I y II d. C., así como multitud de ejemplos para las distintas áreas sepulcrales de Emerita Augusta, que llegan hasta el siglo III d. C. En la Baetica, como ya hemos dicho, su cronología se extiende hasta fechas mucho más avanzadas y, al mismo tiempo, los ejemplos conocidos también son más tempranos. El primer caso constatado por nosotros se localiza en Corduba, en la zona de Puerta Gallegos, con una cronología del s. II a. C.; posteriormente, en torno al cambio de la Era, lo documentaremos en Astigi, en la C/Bellidos, y en Carmo. En ésta última conocemos multitud y variados ejemplos de carácter estructural y condicionados, obviamente, por las características monumentales de la necrópolis. La construcción de triclinia o de espacios destinados a la preparación de alimentos nos ilustran, sin duda alguna, del desarrollo de esta práctica ritual. Pero de todos los conductos para libaciones conocidos en la necrópolis nos llama sobremanera la atención el de la Tumba ColumbarioTriclinio, en la que dos pozos dirigían la ofrenda líquida, presumiblemente de forma simbólica, a la Tierra, considerada receptáculo de todos los difuntos, en lugar de dirigirla sobre los restos como suele ser la costumbre. De todos modos, la mayor parte de los casos constatados218 se fechan entre los siglos I y II d. C.; sólo dos, La Calilla y Cuevas de San Marcos, rebasan esta cronología extendiéndose entre los siglos II y III d. C. El último es el de la necrópolis de Torremolinos, fechado en un amplio segmento cronológico que va del siglo IV al VI d. C.

Aún así, parece lógico considerar la aparición de estas especies vegetales como un rasgo de romanización, no ya sólo por su introducción, o puesta en cultivo; sino por el comercio de las mismas, ya que la aparición de todas ellas se hace más difícil conforme se aleja la influencia del Mediterráneo (CUBERO-CORPAS, 1998). No obstante, tampoco podemos olvidar que la mayoría de estas especies se han cultivado en la Cuenca Mediterránea desde hace varios miles de años, por lo que no sería de extrañar que se conocieran e, incluso, se cultivaran en la Península antes de la llegada de Roma. Sin embargo, este hecho no se ve apoyado por los registros carpológicos ni palinológicos, ya que en los casos en los que aparecen algunas de estas especies en época prerromana, generan serias dudas sobre el carácter silvestre o cultivado de las mismas. - Libaciones para la sed del muerto En el caso del uso del vino, también del fruto de la vid sin transformar, así como de otro tipo de líquidos, los

217

TORRES-VILA, L. M. y MOSQUERA, 2001, 453-465, estudian un conjunto de semillas de vid, un total de 207 pepitas, halladas en una sepultura de Emerita Augusta, en la zona de los Bodegones Murcianos y con una cronología entre el s.IV y V d. C. 218 Hispalis, C/Gallos/Burtino; Astigi, La Algodonera; Alanís de la Sierra; Malaca, en el entorno de la Trinidad; Italica, La Vegueta; Baelo, Nec. Sureste y Corduba, Avenida del Corregidor.

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Las especies mencionadas: F. carice, O. europaea, Phoenix dactylifera, Pinus pinea, Prunus amygdalus y V. vinifera, se corresponden, respectivamente, con la higuera, el olivo, la palmera datilera, el pino piñonero, el almendro (aunque Prunus dulcis es el nombre más actual) y la vid.

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Parece que fueron muy frecuentes las ofrendas de tipo cárnico, no en vano, éstas aparecen bien representadas durante el Alto y el Bajo Imperio en las tres provincias estudiadas. Desgraciadamente, en la mayor parte de los casos, la naturaleza de éstas no ha sido determinada; por lo que sólo contamos con una serie de ejemplos, muy limitados en número, en los que los estudios de arqueozoología han podido establecer a qué tipo de animal pertenecen los restos hallados, permitiéndonos concluir que, la mayor parte de los casos, se tratan de especies de carácter doméstico. □ Ovicáprido Las ofrendas alimenticias de ovicápridos aparecen, una vez más, representadas en las tres provincias objeto de estudio. Éstas se documentan, como seguidamente veremos, a partir de fechas dispares en cada una de las provincias; no obstante, en ningún caso rebasan el siglo III d. C.

99. Recreación de una sepultura provista de canal para libaciones. Emerita Augusta, zona funeraria de los columbarios (VAQUERIZO, 2010, fig. 197)

Finalmente, los datos arrojados por la Tarraconensis parecen seguir las mismas directrices señaladas para las anteriores provincias. El primer caso documentado lo encontramos en los momentos transicionales de la Era, en la necrópolis de Can Bel donde una de las sepulturas fue provista de canal para libaciones. No obstante, el grueso de éstos219 se fechan, de nuevo, en el Alto Imperio, entre los siglos I y II d. C. En los túmulos de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino, las fosas excavadas en las que se depositaba el cadáver, se cubrían con la tierra extraída y por un piso de opus testaceum o simples piedras. Encima se edificaba el túmulo, con una cámara interior que albergaba una urna destinada a contener las ofrendas. Ésta quedaba bajo un canal de libaciones y con frecuencia se protegía con tegulae. En la tumba monumental de El Cerrillo de los Gordos, en Cástulo; en Tarraco, en la necrópolis del Camí de la Platja dels Cossis y Calle Robert d’Aguiló donde se localizaron, en varias tumbas, canales fabricados con imbrices con esta misma función. Aunque es durante el Bajo Imperio cuando los ejemplos decrecen considerablemente, conocemos este dispositivo en la necrópolis de la Puerta Occidental de Caesaraugusta, datada en el siglo III d. C.; en La Calerilla, fechada entre el siglo III y IV d. C., y, finalmente, en la Necrópolis 3 de El Albir y en El Monastil, con una cronología del siglo IV d. C.

100. Ofrenda alimenticia, media cabeza de caprino, de la sepultura 27 de la necrópolis de Valladas (Gallia), época altoimperial (VAQUERIZO, 2010, fig. 183a)

En la Lusitania, los ejemplos conocidos al respecto ascienden a tres y, en todos los casos, se localizan en la capital provincial, Emerita Augusta. En el primero de ellos, datado en el siglo I d. C., se hallaron en una sepultura –localizada en el Polígono del Prado- dos esqueletos completos de cabra y el cráneo de una tercera. El siguiente, datado en el siglo III d. C., se trata de un cráneo de cabra localizado en la sepultura 2 del Monumento del Dintel de los Ríos. En ambos casos, estas ofrendas se han interpretado en relación con el culto de la diosa vettona Ataecina. Y finalmente, la última de las evidencias documentadas, fechada también en el siglo III d. C., se trata de un pozo funerario, sito en el área sepulcral de la C/Albuhera/Avenida Lusitania, en el que aparecieron diversas ofrendas alimenticias, principalmente restos de cabra, cerdo, jabalí y pajarillos de naturaleza indeterminada.

- Ofrendas de tipo cárnico A su vez, en escasas ocasiones, encontramos restos de comida, aspecto que, sin duda, se debe a la dificultad de su conservación, aunque no hay que olvidar que los recipientes depositados en el interior de la sepultura no estarían vacíos y que sin duda contendrían elementos alimenticios que, en la mayoría de los casos, no se han conservado.

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Cástulo, Cerrillo de los Gordos; Lucus Augusti, Plaza del Ferrol; La Calerilla; Barcino, Plaza de Villa Madrid; Bracara Augusta, Nec. Maximinos; Tarraco, Camí de la Platja dels Cossis/Ramón y Cajal; Granollers y Villajoyosa.

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En la provincia Baetica los ovicápridos localizados en enterramientos se reducen a dos casos constatados. El primero de ellos, fechado un momento tan temprano como es el siglo II a. C., se localiza en Corduba Patricia, en una de las fases iniciales de la zona funeraria de Puerta Gallegos. No obstante, las referencias al hallazgo no son muy explícitas y apenas podemos mencionarlo. El siguiente de los casos conocidos, se localiza en Hispalis, en una sepultura datada en el siglo I d. C., en la zona necropolitana de Santa Marina.

En Esponellà, en una sepultura se localizaron diversos restos esqueletales de origen animal, entre los que se han podido diferenciar una oveja, un buey, un caballo y un perro. En Granollers no estamos ante una sepultura propiamente dicha, sino ante una fosa de grandes dimensiones, donde se habían dispuesto los restos de cuatro individuos perinatales asociados a una serie de ofrendas funerarias de carácter muy diverso. Allí aparecieron diversos contenedores de cerámica común, enterrados bajo tegulae, y diversos restos faunísticos de cánido, équido y bovino asociados a fragmentos de ánforas y al esqueleto de una yegua. También se localizaron otras cavidades que no contenían restos humanos, pero sí abundantes fragmentos cerámicos, jarras, tapaderas, platos, terra sigillata, vidrio, objetos líticos y restos de fauna. Las jarras eran el elemento más común y parecen seguir una norma en su disposición. Generalmente, están en el interior de pequeñas fosas, ya de forma individualizada o formando pequeños conjuntos, y cubiertas con un fragmento de tegula o imbrex. Asociados a las mismas, se han documentado abundantes restos antracológicos y faunísticos de équidos, bóvidos, suidos, cánidos y cérvidos, principalmente.

Los casos documentados en la Tarraconensis son más numerosos y están mejor representados en lo que al segmento cronológico se refiere. El primero debemos situarlo en una fecha temprana, en torno al cambio de la Era. Se trata de una sepultura de la necrópolis de Can Bel, en la que se depositaron diversos restos de ovicáprido. Otros ejemplos conocidos nos llevan a la capital provincial, Tarraco, donde en una de las sepulturas del Parc de la Ciutat, datada entre el siglo I y II d. C., se hallaron una serie de dientes de cabra. No obstante, los casos más curiosos los encontramos en Esponellà y en Granollers, ambos con una cronología entre el siglo II y III d. C.

101. En la primera fotografía se observan diversos restos alimenticios depositados en el interior de la sepultura. En la segunda, junto a la cabeza del ocupante de la tumba, la cabeza de un jabalí, en lo que parece ser la materialización del ritual de la Porca Praesentanea. (Ambos en la necrópolis de la calle Quart, Valentia, y fechados en el siglo II d. C.) (JIMÉNEZ, 2002, 188).

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□ Suidos En el caso de los suidos, aunque su aparición está constatada en las tres provincias, su distribución cronológica es bastante desigual. En la Lusitania conocemos su presencia, sólo en época Bajo Imperial, en el ya mencionado pozo de ofrendas localizado en una de las zonas necropolitanas de Emerita Augusta –en el que se contenían ofrendas animales diversas-, y en dos sepulturas sitas en Heredade dos Pombais, aunque en este caso se trata de dos colmillos, uno en cada enterramiento, por lo que tampoco descartamos su función ornamental –tal vez usados como collar- en lugar de que se traten de una ofrenda funeraria de carácter alimenticio.

dos siguientes, a caballo entre el siglo I y II d. C., se encuentran acompañando los restos de dos incineraciones, una ubicada en la zona cementerial del Sitio del Disco y la otra en la de la Corchera Extremeña. Y finalmente, el último ejemplo documentado nos lleva hasta el siglo III d. C.; no se trata de una sepultura propiamente dicha, sino del pozo de ofrendas ubicado en la zona sepulcral de la C/Albuhera/Avenida Lusitania, ya mencionado, y que contenía ofrendas de diversa naturaleza. En la provincia Baetica tenemos constatado el empleo de aves de corral como ofrenda funeraria en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, con una cronología de principios del siglo I d. C. hasta el II d. C.; sin que, hasta el momento, conozcamos más casos.

Por el contrario, en la Baetica los ejemplos constatados son más tempranos y en ningún caso sobrepasan el Alto Imperio. El primero de ellos, de cronología tradorrepublicana, se localiza en la fase más temprana del área necropolitana de Puerta Gallegos, en Corduba Patricia, aunque las referencias son bastante generales. El siguiente caso, fechado entre los siglos I y II d. C., se localiza en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, donde se hallaron una serie de dientes de cerdo en una sepultura asociada a un monumento funerario.

Finalmente, los datos para la provincia Tarraconensis también son bastante escuetos al respecto. Conocemos ejemplos de este tipo de ofrendas en un enterramiento infantil en el interior de una vivienda de la Colonia Lepida Celsa, en una fecha en torno al cambio de la Era. Los otros ejemplos se sitúan en la necrópolis de la Plaza del Ferrol, en Lucus Augusti. Las referencias en este caso son generales y tan sólo se nos menciona la aparición de aves como ofrenda alimentaria en determinadas sepulturas –ignoramos en qué proporción-, por lo que nos vemos obligados a establecer una amplia cronología para este último caso, entre el siglo I y III d. C., determinada por el segmento cronológico establecido para dicha necrópolis.

Finalmente, en la Tarraconensis, de nuevo, los ejemplos conocidos son algo más numerosos y, lo que más importa, están repartidos en un espectro cronológico mucho mayor que va desde el siglo I a. C. hasta el IV d. C., momento en el que dejamos de encontrar evidencias de este tipo. Para las fechas más tempranas, en la transición del siglo I a. C. al I d. C., conocemos vagas referencias para la necrópolis de Can Bel y otras más precisas para la necrópolis valenciana de la C/Quart, con una cronología que podría desplazarse hasta el siglo II d. C., se ha atestiguado, en el interior de los enterramientos, la presencia de cráneos de cerdos seccionados frontalmente.

Los animales inmolados eran, principalmente, ovicápridos, suidos y, en ocasiones, también aves y bóvidos que podían ser calcinados y dejados después junto a la tumba del individuo que se quería honrar, o bien, ser depositados crudos en un espacio comunal especialmente destinado para ello, como los silos de Dianium, la fosa de Granollers o los pozos localizados en alguna de las áreas funerarias emeritenses, donde se pudrían de forma natural. Se ha constatado incluso algún caso en el que las cabezas de algunos de estos animales se depositaban en el interior de la tumba, como en la necrópolis de la C/Quart, en Valentia, donde se han documentado pruebas evidentes de sacrificios rituales en el mismo momento del enterramiento, en los que se destinaba parte de los animales sacrificados al consumo en el banquete funerario y parte para el propio difunto, junto a cuyo cadáver se colocan y entierran. En la fosa documentada, con una cronología del tercer tercio del siglo II d. C., se inhumó un adulto sobre cuyas piernas se colocó un cráneo de suido seccionado y el cuarto trasero de un ovicáprido. Parece tratarse de una ofrenda a Ceres denominada Porca Praesetanea. Éste “es un rito itálico que consiste en el sacrificio de una cerda a esta diosa, con el fin de legalizar la sepultura, de purificar a la familia del hecho funesto de la muerte” (VAQUERIZO, 2001a, 154).

El resto de los ejemplos no son tan claros como el constatado en Valentia; es el caso de la controvertida fosa de Granollers, que ya hemos mencionado al albergar restos faunísticos diversos, y, finalmente, en la necrópolis de Adro Vello, siglo IV d. C., donde se hallaron colmillos de este animal con relación a las sepulturas. □ Aves En el caso de las aves, éstas aparecen representadas con menos frecuencia y, desgraciadamente, en ningún caso conocemos la clase de animal del que se trata, ni tan si quiera podemos definir, en la mayoría de las ocasiones, su naturaleza doméstica o salvaje. En la Lusitania, los cuatro casos constatados tienen una buena representación cronológica, desde el siglo I al III d. C., aunque todos ellos, de nuevo, se han localizado en Emerita Augusta. El más temprano ejemplo conocido, fechado a principios del siglo I d. C., se localizó en una sepultura de la zona funeraria de Los Columbarios; los

En otros casos hemos documentado la existencia de caballos, potros y perros en el interior de las sepulturas. Creemos que este tipo de ofrendas no responde a una 222

finalidad alimenticia, sino que por las características de algunos de los enterramientos en los que aparecen junto con las cualidades atribuidas por los antiguos a estos animales, nos obliga englobarlos en la categoría de elementos mágico-religiosos que luego trataremos. □ Pescado y huevos Finalmente, se hace necesario mencionar la aparición otras ofrendas de tipo alimenticio como son restos pescado y de huevos, cuya representación numérica bastante escasa, así como conchas de distintos tipos moluscos que son relativamente más frecuentes.

excavada. En principio, no tienen una relación directa, al menos espacial, con los enterramientos mencionados, aunque su importancia ritual es tal que hemos creído necesario describir esta práctica. El último caso, y como fecha extrema para este tipo de ofrendas en la Hispania romana, se fecha en el siglo IV d. C. y lo documentamos en dos sepulturas de El Monastil.

de de es de

Sólo hemos documentado la existencia de restos de pescado en dos de las tres provincias estudiadas, lo que no implica que esta ofrenda no fuese común a todo el territorio hispano –sobre todo en las zonas costeras-, sino que sus restos han podido no conservarse. En la Baetica, se han conservado varias vértebras de pescado en una sepultura infantil, sita en la C/Santander/Avenida Andalucía, en Gades, además de diversos ejemplos para la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, ambos casos datados entre el siglo I y II d. C. El único documentado en la Tarraconensis, se localiza en una de las necrópolis del territorium de Tarraco, en l’Ermita de la Mare de Déu del Camí, también en un enterramiento infantil datado en el siglo III d. C. Para las ofrendas de huevos, pese a ser muy frágiles y de difícil conservación, conocemos ejemplos en las tres provincias aunque su número tampoco es muy representativo.

102. Ofrenda de huevo de gallina en una copa. Sepultura 157 de la necrópolis de Valladas (Gallia), época altoimperial. (VAQUERIZO, 2010, fig. 183a)

Además del valor alimenticio de los huevos, debemos tener en cuenta su relación, al menos en bastante de los casos en los que se nos especifica la edad, con enterramientos infantiles. No en vano, este tipo de ofrendas se han asociado a una función creadora y demiúrgica, reconociéndose como vehículo de inmortalidad con relación al culto a Dionisos (MÍNGUEZ MORALES, 1989-1990, 117); tal y como aparece reflejado en Macrobio220. Y aunque, en nuestra opinión, esto no implica que tuviesen relación con cultos mistéricos de este tipo, en Beocia se han hallado estatuas, en contexto funerario, en las que se representaba a Dionisos con un huevo en la mano, lo que se ha interpretado como promesa y signo de la vuelta a la vida (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 692). El huevo es visto, al mismo tiempo, como una referencia al reposo, al igual que el hogar, el nido, la cáscara y el seno de la madre. Pero en el interior de la cáscara, así como en el seno de la madre, juega la dialéctica –al mismo tiempode ser libre y estar encadenado (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 692); a la vez que simboliza el renacimiento y la renovación cíclica de la naturaleza (CHEVALIER y GHEERBRANT, 1982, 691).

En la Lusitania, con una cronología del siglo I d. C., se depositaron en una sepultura de Emerita Augusta, en el solar de la CAMPSA, y también fueron empleados como ofrenda alimenticia en Milreu, en la necrópolis del Cerro de Guelhim, aunque se trata de una referencia inexacta. En la Baetica, en la ciudad de Corduba, Avenida del Corregidor, aparecieron restos de cáscara de huevo en el interior de un anforeta depositada como ajuar de una incineración fechada en época augustea; la ofrenda se dispuso de forma similar a la de otra sepultura de idéntica cronología y también de incineración, localizada en la necrópolis de la C/Bellidos, en Astigi, en la que un huevo de gallina se había depositado en el interior de un ánfora Beltrán IIB. Finalmente, es en la Tarraconensis donde encontramos la cronología más dilatada. El primero de los casos, fechado entre el siglo I a. C. y el I d. C., se encuentra en una sepultura infantil practicada en el interior de una vivienda, en Celsa. Tal vez en relación con éste debamos poner una serie de vasos hallados en relación a los enterramientos infantiles de La Magdalena, en Ilerda (siglo I d. C.) que contienen, en la mayor parte de los casos, huevos en su interior (probablemente de gallina) y que se localizan en diversos espacios de la zona

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Macrobio, Saturnalia, VII, 16. (Trad. R. A. Kaster).

□ Conchas de moluscos Distintos tipos de conchas de moluscos aparecen representados en alguna de las necrópolis de la Lusitania y con un amplio ámbito cronológico que se extiende por todo el Alto y el Bajo Imperio. Los primeros ejemplos conocidos se ubican entre los siglos II y III d. C., en la necrópolis de Torre das Arcas, donde se había depositado una concha de pecten en el interior de una sepultura y en Emerita Augusta, en la zona sepulcral al Sur del Actual Cementerio Municipal, tres enterramientos estaban acompañados de conchas, aunque desconocemos de qué tipo, exceptuando un caso que se trata de almeja. Debemos mencionar de nuevo el pozo de ofrendas ubicado en la C/Albuhera/Avenida Lusitania que, entre otros elementos, contenía diversas conchas de molusco y, finalmente, unas referencias poco concretas sobre el empleo de esta ofrenda funeraria en la necrópolis de Quinta do Arroio, en Balsa, con una extensa cronología que va del siglo II al IV d. C.

esqueletos de niño, en decúbito supino sobre un suelo recubierto de diminutas conchas marinas. En la mayor parte de los casos, no hay duda de que se trata de alimentos introducidos en la sepultura a modo de viático. Pero en otros, las circunstancias de su aparición nos obligan a establecer otras posibilidades. En la necrópolis de La Lanzada, el hecho de que gran parte de los enterramientos poseyesen una única concha del mismo tipo, tal vez pueda relacionarse con un sustituto simbólico del óbolo de Caronte, como ocurre en la necrópolis del Barrial con las vajillas perforadas. Pero, sin duda, resulta más llamativa la aparición de lechos de conchas, constatados en un enterramiento de La Lanzada y en dos de Adro Vello, pertenecientes a una parturienta – con restos del feto en la zona de la pelvis, y a dos sujetos infantiles, respectivamente. M. Eliade ve en estos elementos un simbolismo sexual y ginecológico -que se extiende, desde la Prehistoria, por distintas culturas a lo largo del globo-, e interpreta su aparición en contextos funerarios por el hecho de que “el difunto no se separa de la fuerza cósmica que ha alimentado y regido su vida” además de que lo prepara para “un nuevo nacimiento” (ELIADE, 1986, 145) y que, en este caso, pueda deberse a las circunstancias del fallecimiento.

En la Baetica los casos documentados son más tempranos y no rebasan el Alto Imperio. El primer ejemplo lo encontramos en una de las tumbas hipogeas de la necrópolis de Carmo, con una fecha entre el siglo I a. C. y el I d. C. En Hispalis, en la zona de Santa Marina, se depositó una concha de origen marino en el interior de un enterramiento fechado en el siglo I d. C. En esta misma época, en una de la sepulturas localizada en el interior de un monumento funerario de la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, se dispuso una concha de pectus y, unos años más tarde, entre los siglos I-II d. C., documentamos una ofrenda similar en uno de los recintos funerarios ubicados en el Camino Viejo de Almodóvar, en Colonia Patricia Corduba.

- Elementos estructurales que denuncian el desarrollo de banquetes funerarios Como ya hemos visto, la presencia de restos alimenticios en el paleosuelo de la sepultura y, en general en el área cementerial, es, desgraciadamente, mucho más difícil de documentar dada, fundamentalmente, la dificultad de conservación tanto por la evolución de las propias necrópolis como por las actividades antrópicas posteriores. Sin embargo, en determinadas ocasiones, sobre todo en las que se han llevado minuciosos estudios microespaciales (RIVET, 1980, 184-187) o por la presencia de estructuras asociables a culinae, pozos de agua o mensae, así como por la existencia de determinados restos alimenticios; las escasas evidencias documentadas nos permitirían pensar que así sería en la mayor parte de los casos. Desgraciadamente, por la naturaleza de los hallazgos nos es imposible identificar a qué tipo de festividad o celebración pertenecerían éstas, aunque las fuentes nos dan noticias de diversas celebraciones llevadas a cabo en torno a la sepultura y en recuerdo al difunto que, a priori, en ella moraba221.

En la Tarraconensis la representación de las conchas de distintos moluscos en las sepulturas es mucho mayor, tanto numérica como espacial y cronológicamente. El caso que más tempranamente documentamos, siglos I a. C.-I d. C., se encuentra, de nuevo, en Can Bel donde en una sepultura, indeterminada, se localizó una valva de Glycimeris glycimeris. Conocemos otros ejemplos datados en el siglo I d. C., como es la hallada en una sepultura infantil de Ilerda, en la Magdalena; o dos ejemplos de la necrópolis de la Ballesta, Emporiae: en un enterramiento se localizó una concha de cardium edulis y en otro, dos conchas de moluscos sin más información. Para la siguiente centuria, tenemos el enterramiento localizado en Esponellà, ya mencionado pues contenía ofrendas alimenticias de diversa índole, que albergaba también conchas de Ostrea y Mytillus. Finalmente, en el Bajo Imperio, entre los siglos III y IV d. C., en la necrópolis de La Lanzada, en Noalla, multitud de sepulturas contenían una sola concha de carneiro y, en la sepultura 30, el esqueleto, que parece depositado en la fosa sin cuidado y que pertenece a una mujer muerta en el alumbramiento, fue cubierto por un lecho de piedras y conchas de almejas, berberechos y otros moluscos. Esta misma práctica la observamos en la necrópolis de Adro Vello, en la que, las sepulturas 4 y 5, albergaban dos

Documentamos distintos elementos estructurales de este tipo en las distintas provincias hispanas. Frecuentemente hallamos pozos de agua, que sería utilizada tanto para el desarrollo de los banquetes y otras ceremonias en torno a la sepultura, como para regar las zonas ajardinadas existentes e incluso para el mantenimiento y limpieza de los enterramientos. En la Lusitania, constatamos pozos de este tipo en las distintas áreas funerarias de Emerita Augusta, como en el P.E.R.I, en la C/Leonor de Austria, en el Sitio del Disco o

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Ver: 2. 4. b. Rituales y festividades en torno a la muerte, 37 y ss.

103. Cobertura tumular con tubo para libaciones. Sepultura 11 del Camí de la Platja dels Cossis. (MACIAS I SOLÉ y MENCHON BES, 1998-1999, 254)

en la C/Cabo Verde, con una cronología establecida entre los siglos I y III d. C.; también en Olisipo Felicitas Iulia, en la zona funeraria de Estacão-Rossio, fechada en el siglo III d. C. En otros casos, estos pozos se utilizaron como depósito de ofrendas alimenticias, sirva a modo de ejemplo el localizado en Emertia Augusta, en la zona necropolitana de la C/Albuhera/Avda. Lusitania, en el que aparecieron restos de diversos animales: cerdo, jabalí, cordero y aves no identificadas, así como carbones y fragmentos de vajilla de mesa y cocina que arrojan una cronología del siglo I d. C. También constatamos estas estructuras hidráulicas en otras necrópolis de la provincia Baetica como es el caso de Arcensium, en Sierra Aznar, con un cronología establecida entre los siglos V y VI d. C.; o en las diversas sepulturas monumentales de Carmo cuya singularidad constructiva y estructural es un claro ejemplo de las distintas celebraciones llevadas a cabo en torno a la sepultura. Para el caso de la Tarraconesis también conocemos estructuras de este tipo, en la necrópolis de El Monastil, junto a unos silos y otras estructuras que luego mencionaremos apareció un pozo de agua; y en la necrópolis de Pla de Prats, siglos I y II d. C., una gran fosa, a modo de pozo, que contenía diversos materiales óseos de origen faunístico sin rastros de cremación.

la Baetica, aunque localizamos estructuras sepulcrales de este tipo en varias de sus ciudades, es el caso de Baelo Claudia o Corduba, aunque sin duda, el caso más paradigmático nos lo ofrece, una vez más la necrópolis de Carmo en la que, no sólo una de las tumbas está decorada con escenas relativas a ellos, sino que muchas otras están estructuradas con el fin de permitir, entre otras cosas, la celebración de comidas rituales. Los casos más expresivos son el del Columbario-Triclinio y el Triclinio del Olivo. En otras ocasiones, en las Tumba de la Moneda de Vespasiano, la de las Cuatro Columnas o la de las Guirnaldas, conservaban el conducto que unía la cámara funeraria con el monumento a nivel del suelo exterior, y cuyo objetivo principal era el de servir de canal de libaciones. Para la Tarraconensis, uno de los casos más paradigmáticos es el de El Monastil, pues en el área cementerial se localizó un hogar, en el centro del yacimiento, y en torno a éste el área sepulcral y una serie de silos, depósitos de agua y un vertedero. La presencia de restos alimenticios, tanto en las tumbas como en los silos, así como la presencia de menaje, huesos, carbones, cenizas y otros restos propios de la actividad culinaria parecen indicar la práctica de banquetes rituales. Este espacio funerario, que fue amortizado en el transcurso de dos o tres generaciones, se ha fechado en la segunda mitad del siglo VI d. C.

La importancia de la celebración de los banquetes funerarios está bien atestiguada en determinadas necrópolis. Conocemos, en la provincia Lusitania, estructuras sepulcrales de tipo mensae que implican el desarrollo de estos banquetes rituales sobre la misma sepultura, en necrópolis como Troia, con una cronología establecida entre el siglo II y V d. C., o en alguna de las zonas sepulcrales emeritenses, tales como el Sitio del Disco, el solar de la CAMPSA o en la zona donde se localiza el Monumento Funerario de El Dintel de los Ríos, todas ellas fechadas entre los siglos I y III d. C. En

Incluyéndose en este grupo por su evidencia estructural, podemos constatar también la práctica de la circumpotatio, o libación. Ya que, en determinadas tumbas se han conservado los canales que conducían los líquidos al interior de las sepulturas. Estos dispositivos, “servait d’une part à verser des liquides, d’autre part, dans certains cas, à introduire les cendres dans des tombes préalablement construites et scellés, ou à les ajouter dans une urne renfermant deja les restes d’un autre mort” (WOLSKI y BERCIU, 1973, 372). En 225

Hispania, su penetración está atestiguada, fundamentalmente, en las zonas costeras. Los ejemplos constatados parecen derivar de una tumba abovedada predominante en África del Norte, desde donde se propaga a partir de finales del siglo I d. C., popularizándose en los siglos II y III d. C. Los canales para libaciones son el elemento más representado, como ya hemos tenido ocasión de ver222, tal vez a causa de su sencillez y efectividad. Éstos se construyeron con todo tipo de materiales: desde tubos cerámicos fabricados ad hoc, hasta ánforas fragmentadas hincadas en el suelo, vasos perforados o dos imbrices solapados conformando un canalillo, sin olvidar las construcciones de fábrica. Su uso, al menos en los aparecidos en cupae, parece corresponder a un medio homogéneo compuesto, principalmente, de esclavos, libertos y descendientes de libertos, con un origen oriental atestiguado en la mayoría de los casos. Los tradicionales lazos de la Península Ibérica con África del Norte favorecieron la expansión de estas tumbas en un momento en el que se produce una importante afluencia de elementos orientales. Si se analiza su difusión -Liguria, la Galia Meridional, las Hispanias, la Península Itálica, África del Nortepodemos ver como se relaciona con las principales rutas de navegación, donde existían importantes enclaves étnicos de origen oriental; parecen ser éstos los que trasmiten este tipo de sepultura que no aparece en el Imperio hasta el siglo I d. C.

como modo de amortizar e inutilizar los recipientes, lo encontramos en Emerita Augusta, en la zona necrópolitana de la Antigua Corchera Extremeña. La diferenciación de estos depósitos, que ha sido estudiada para algunas necrópolis galas en relación con sus hábitat de referencia- (TUFFREAU-LIBRE, 2000, 52-60); es que los ajuares de vajilla depositados en las tumbas no tienen la misma representatividad que las vajillas en uso de esos asentamientos. Y esto ocurre en general en los cementerios tardíos, en los que, a modo de ilustración, los recipientes para líquidos aparecen con un porcentaje de entre el 20 y el 43 por ciento del total de elementos, frente al 6 por ciento con respecto a sus asentamientos urbanos (TUFFREAU-LIBRE y JAQUES, 1994); los vasos y los platos planos están también sobre representados, a diferencia de los recipientes culinarios como los morteros y cazuelas que son más extraños (TUFFREAU-LIBRE, 2000, 53). De forma general, también para este ámbito geográfico, las recipientes dispuestos en las sepulturas –según un estudio llevado a cabo sobre la cerámica de Limousin- tienen un tamaño menor que los localizados en los asentamientos (LINTZ, 1994). Y aunque no es una idea nueva, algunos de estos objetos de ajuar, presumiblemente, eran comprados para la ocasión en pequeños puestecillos situados cerca de los cementerios (TUFFREAU-LIBRE, 2000, 54), probabilidad sugerida por la gran cantidad de cerámicas con fallos de cocción y otros defectos.

Podríamos incluir aquí los recipientes cerámicos; pues su ubicación en las sepulturas responde, a priori, a su uso funcional, es decir, a la de continentes de distintas ofrendas –sólidas o líquidas- para el difunto. De forma general, podría decirse que los recipientes depositados en el interior de una sepultura o en la pyra por los presentes, el viaticum o la última comida junto a sus seres queridos, objetos que acompañan al difunto en su último viaje y que deben ser purificados ya mediante su incineración con el cadáver o mediante su inhumación conjunta. Pero por otro lado, los recipientes y objetos colocados al exterior de la estructura sepulcral corresponderían con la circumpotatio llevada a cabo cuando la fosa estaba todavía abierta, durante el silicernum y como consecuencia del sacrificio de la porca praesentanea. Objetos que, según nos dice Propercio223, -originario de Umbría, región inhumadora por excelencia- debían ser destruidos una vez empleados en el ritual. Un caso curioso lo encontramos en la necrópolis del Bairral. Allí, entre los materiales hallados como depósito en las tumbas, se recogieron vasos de cerámica con un orificio perfectamente circular en los mismos. Se ha especulado sobre el objeto de esta marca. Para algunos inutilizaría el vaso, evitando el expolio del mismo y la violación de la sepultura, pero en otros casos, al haberse practicado en las asas no parece buscarse este objetivo y, además, el resto de vasos depositados aparecen intactos. Por lo que se ha interpretado como un símbolo del óbolo de Caronte. Otros casos de destrucción, aunque en este caso, quizás

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En otros casos, algunos de los objetos cerámicos tienen claras huellas de desgaste, lo que implica que eran dispuestos en la tumba tras un prolongado uso. Ante esta evidencia caben dos interpretaciones posibles: o que los objetos llevaban un largo tiempo con el finado y su familia y tenían, ante todo, un valor sentimental; o que, tras su parcial amortización, eran depositados en la tumba permitiendo, a los supervivientes, adquirir otros nuevos. Otras veces, ciertas cerámicas y objetos han sido tildados como “pasados de moda”; aspecto registrado en determinados cementerios tardíos del norte de la Gallia, en los que se ha podido estudiar la relación necrópolisasentamiento224. A lo que de nuevo se le han buscado dos posibles explicaciones: la primera, de carácter cultural, por la que se rehusaría a disponer como ajuar objetos no considerados como tradicionales, o incluso no originarios de la zona; y la otra, de nuevo económica, por la que determinados objetos, sobre todo los más caros –es el caso de la sigillata, que es relativamente poco frecuentesólo se colocarían en las tumbas de los más acomodados o tras un uso prolongado de las mismas. Por la desigual representatividad de estos objetos con respecto al día a día de los asentamientos y por hecho de que, en determinadas ocasiones, los objetos se introduzcan en las tumbas tras un prolongado uso, debemos ser cautos a la hora de establecer las cronologías de las necrópolis y sus relaciones con los hábitat que las

224

Ver: Libaciones para la sed del difunto, 219 y ss. Propercio, Elegías, 4, 7, 34. (Trad. A. Ramírez de Verger).

Es el caso de Arras, Remy y Hamblain-les-Pres (TUFFREAULIBRE y JAQUES, 1994).

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originaron; o, al menos, tener en cuenta esta falta de sincronicidad en los materiales; por tanto, es necesario analizar la necrópolis como un conjunto y diferenciar, en el uso de la cerámica, su uso social, económico o ritual; de lo que se derivaría, a su vez, la dificultad de ubicar cronológicamente los yacimientos habiendo excavado sólo sus necrópolis.

indígenas de los símbolos de su estatus, guerrero en este caso, más allá del fallecimiento. En la provincia Lusitania226 la mayor parte de los casos documentados se sitúan entre finales de la República y comienzos de la etapa imperial. El primero de ellos, fechado entre el siglo II y el I a. C., es bastante representativo pues de las 272 sepulturas de la necrópolis de Plasenzuela, 42 contenían distintas armas como ajuar, entre ellas un pilum, lo que supone una proporción importante, en torno al 15 por ciento de los enterramientos, sobre todo en comparación con el resto de hallazgos documentados.

○ Los objetos propiedad del difunto225 Dentro del primer nivel de diferenciación vertical, además del viático, el difunto era sepultado con una serie de objetos que formaban parte de sus enseres personales y que éste, en un acto de purificación de los mismos, se los “lleva consigo”; en una especie de “dobles funerales” (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 81) los que, junto con el viático, iban a ayudar al difunto para afrontar con éxito su último viaje. Seguramente éstos eran depositados por las mismas personas encargadas de su amortajamiento, pues su relación y carácter impuro con el cadáver así lo exigiría. La naturaleza de éstos era muy variada y dependían, en gran parte, de la categoría social del difunto: armas, elementos de aderezo, vajillas de uso personal, espejos, amuletos, fichas de juego, útiles de trabajo e incluso animales de compañía.

Por el contrario, los ejemplos documentados en el Alto Imperio crecen considerablemente, aunque nunca tendrán una proporción tan importante como los de la necrópolis anterior. En la sepultura 1 de Alenquer se halló un pilum; en la de Heredade de Chaminé conocemos una serie de referencias generales para la existencia de cuchillos afalcatados y multitud de puntas de lanza y de flecha y, finalmente, el último caso constatado en este siglo I d. C. es el de Santo André, donde uno de los enterramientos contenía un cuchillo de hierro, aunque en este caso tal vez su carácter guerrero no esté tan claro. Los últimos casos documentados en la etapa altoimperial, fechados entre el siglo I y II d. C., son los de la necrópolis de Fonte Velha en la que, sin que se nos determine su ubicación exacta, conocemos el hallazgo de 20 puntas de lanza, un hacha y una espada; además de una serie de referencias generales para la aparición de cuchillos, de nuevo con una función utilitaria más que guerrera, en una de las zonas funerarias de Emerita Augusta, en la Corchera Extremeña.

- Las armas No parecen ser un objeto muy representativo dentro de los ajuares hispanos y, de un modo general, podemos establecer que su aparición, a finales de la época republicana y los primeros momentos de la Era, tal vez deba asociarse tanto al momento de conquista de la Península por parte de los romanos, como al mantenimiento, por parte de los distintos pueblos

104. Relación de los distintos elementos armamentísticos hallados en los ajuares en las tres provincias hispanas.

225 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar: Lusitania, 363-374, Baetica, 375-389, y Tarraconensis, 390-407.

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Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 427.

227

A partir del Bajo Imperio los ejemplos decrecen considerablemente. Además, las armas abandonan su carácter guerrero y los únicos elementos documentados son cuchillos, quizás, y atendiendo a su cronología y a la ubicación geográfica de las necrópolis en las que aparecen, debamos ponerlos en contacto con el fenómeno de las llamadas “necrópolis del Duero”. En las que, como luego explicaremos, las armas son de carácter venatorio e intentan ser definitorias del estatus del finado dentro de su comunidad. Conocemos el hallazgo de cuchillos en la necrópolis 4 de O Padrozinho, fechada entre el siglo II y III d. C., así como cuchillos de tipo Simancas –fósil director de este fenómeno- en Valverde de Fresno y en Yecla de Yeltes, ambas fechadas entre el siglo IV y V d. C.

tamaño, lanzas, restos de escudo, cuchillos curvos, parte del bocado de un caballo e, incluso, un pilum. Lo mismo constatamos poco tiempo después, siglo I d. C., en la necrópolis de Padilla de Duero o Pallentia donde todavía aparecen en algunos ajuares lanzas, puñales de hierro, cuchillos y otras armas indeterminadas, pero todavía con un fuerte carácter celtibérico. El último de los ejemplos conocidos para el Alto Imperio lo encontramos en las necrópolis del Espinal, Ateabalsa y Otegui, sobre las que se ha planteado la posibilidad de que la primera perteneciese a una población militar y la otra a una civil. Éste sería un asentamiento de tipo militar con un marcado carácter estratégico y una cronología que abarcaría los dos primeros siglos de la Era. La existencia de un destacamento militar en esta zona del saltus vasconum puede deberse a la necesidad de controlar uno de los pasos por el occidente de los Pirineos. Aspectos que pueden ponerse en relación con las revueltas galas del año 21 d. C.229, coincidiendo con la reconstrucción del fortín de Saint-Jean-le-Vieux, entre los años 20 y 40 d. C. Si bien, en esta zona no conocemos enfrentamientos bélicos y pudiera ser que este destacamento, formado por tropas auxiliares, construyese, vigilase y se ocupase del mantenimiento de la vía romana que desde Pompaelo cruzaba el Ebro.

En la provincia Baetica227 todos los ejemplos constatados deben ubicarse en el Alto Imperio. Los más tempranos los localizamos en Astigi e Iliberri, siglos I a. C.-I d. C. Para ambos casos las referencias son generales, aunque los materiales parecen trasladarnos a un horizonte ibérico: falcatas, espadas-puñales, diversos soliferra, puntas de dardo e incluso las llantas de un carro. Para el resto de los casos conocidos: Carissa Aurelia, en la necrópolis Norte; Corduba, en un recinto funerario de la zona de Ciudad Jardín y finalmente Malaca, en la C/Madre de Dios/C/Zorrilla, fechados entre los siglos I y II d. C., las armas se reducen a simples cuchillos. Por lo que, de nuevo, tal vez respondan a un útil funcional más que a elementos de carácter bélico. Su desaparición durante el Bajo Imperio, y en la práctica también durante el Alto Imperio, parece que nos ilustra de las consecuencias de la Pax Romana. Finalmente, en los territorios de la Tarraconensis228 observamos, al menos durante los momentos iniciales de la conquista y durante el Alto Imperio, un comportamiento similar al estudiado en el resto de provincias. Como consecuencia de esa conquista, así como de ese lento pero inexorable proceso de “romanización”, las armas encontradas corresponden bien a tropas romanas, bien a enterramientos con un fuerte carácter indígena y que conservan, en sus ajuares, su panoplia como elemento distintivo de estatus. Para el primer caso, contamos con los ejemplos de la necrópolis de Les Corts, en Emporiae, en la que aparecieron diversos elementos armamentísticos de cronología republicana, siglos II a. C.-I a. C.; así como en Valentia, en la necrópolis de la C/Quart, donde se hallaron cuchillos, lanzas y un pilum, con una cronología entre los siglos I a. C. y I d. C. En cuanto a los materiales con un marcado carácter indígena, éstos aparecen con una distribución geográfica y cronológica condicionada por esa expansión romana al interior de la Península. Los casos más antiguos se sitúan en la necrópolis de El Cigarralero y El Cabecico del Tesoro, siglos II-I a. C., o en Caratiermes, siglos I a. C.-I d. C., donde aparecen diversas armas como cuchillos afalcatados de gran

105. Vaina del cuchillo “tipo Simancas”, fósil director de las llamadas “necrópolis del Duero” aparecido en la necrópolis de Aldea de San Esteban. (PALOL, 1970a, fig. 1)

227

Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 428. Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 429.

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Tácito, Anales, III, 40-47. (Trad. J. L. Moralejo).

106. Relación de las distintas herramientas de trabajo halladas en los ajuares en las tres provincias hispanas.

A partir de este momento, durante todo el siglo II y gran parte del III d. C., las armas desaparecen por completo de los ajuares funerarios. No obstante, a finales del siglo III y a lo largo de las dos centurias siguientes, aparecen una serie de elementos armamentísticos con unas características muy similares en una serie de necrópolis: Septimanca, Peal del Becerro, Fuentespreadas, Pedrosa de la Vega, tanto en la necrópolis Norte como en la Sur, San Miguel del Arroyo, Tírig, Aldea de San Esteban, Castrobol o Ponte de Limas. Las armas aparecidas parece que tuvieron finalidad venatoria y se han interpretado como un marcador de estatus en el seno de una sociedad con unas diferencias sociales, cada vez más acusadas, propias del latifundismo romano de la baja romanidad. No obstante, la problemática específica de este horizonte cultural llamado “necrópolis del Duero” ya ha sido analizado, de forma global, anteriormente230.

perteneciente a un médico, aunque tampoco descartamos su uso para preparar maquillajes. En la Baetica232 en la necrópolis de Alcolea del Río, fechada entre los siglos I y II d. C., dos sepulturas contenían, ahora sí claramente, instrumental médico: en una se halló un specillum o sonda simple y, en la otra, una sonda de oído y un pequeño gancho. El último ejemplo constatado en la provincia se data en el siglo III d. C. y se ubica en la necrópolis de Torrox, donde una de las sepulturas contenía diversos utensilios para la reparación de las redes de pesca. Los casos conocidos en la Tarraconensis233 son más numerosos, sobre todo a partir del siglo IV d. C. en adelante, momento en el que, en algunas de las llamadas “necrópolis del Duero”, aparecen distintas herramientas de trabajo, como seguidamente veremos. Aún así, conocemos dos casos más tempranos: el primero, fechado entre el siglo II y I a. C., se sitúa en Emporiae, en Les Corts, donde aparecieron diversos materiales de tipo quirúrgico cuya presencia en contextos funerarios es, relativamente, normal, más aún si se relacionan con el ejército y quizás con un culto a Asclepios y a la salud en la ciudad. El segundo es el único caso constatado en el Alto Imperio; se ha datado en el siglo II d. C. y se ubica en una rica sepultura hallada en Toletum, en la que el esqueleto, en el interior de un sarcófago de plomo, estaba acompañado de un bisturí de bronce, en forma de lanceta

- Herramientas de trabajo La aparición de elementos relacionados con la profesión del difunto la constatamos en las tres provincias estudiadas, aunque su representación es desigual según los casos. En la provincia Lusitania231, en la necrópolis 4 de O Padrãozinho se hallaron varias piezas metálicas, con una cronología entre el siglo II y III d. C., pertenecientes al utillaje de un tonelero; y, en Emerita Augusta, en la zona funeraria situada en la Vía Ensanche/Carretera Nacional V, una sepultura contenía una coticula de piedra, tal vez

232

Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 431. Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 432.

230

Ver: 3. 5. b. Las llamadas “necrópolis del Duero”, 135 y ss. 231 Ver: 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 430.

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de hoja de olivo y astil de sección cuadrada, para insertar un mango más largo; una cucharilla quirúrgica de bronce; una varilla de bronce de sección cuadrada; una pizarra rectangular, alisada, para mezclar y extender pomadas; así como un freno de caballo.

Aparecen además las armas, ya mencionadas, y otros restos de vestimenta. En la necrópolis Norte de Pedrosa de la Vega, también se constata la aparición de herramientas en, al menos, tres sepulturas; una de ellas contenía un instrumento alargado en forma de L, una espátula, dos punzones y una herramienta indeterminada acabada en punta; y en la necrópolis Sur, escoplos, tijeras, hachas y podaderas en relación, una vez más, con armas de caza; en Castrobol o en Septimanca, con una cronología que puede dilatarse hasta el siglo VI d. C., donde se halló, en una sepultura, los restos de un scrinum que había contenido diversas herramientas. En todos los casos se interpretan como un elemento de estatus de aquél que es dueño de los distintos modos de producción.

Como ya hemos mencionado, a partir del siglo IV d. C. la proliferación de distintos elementos relacionados con el mundo laboral es mucho más evidente, aspecto que contrasta con lo documentado en las anteriores provincias. Este hecho, tal vez deba relacionarse con el fenómeno de las “necrópolis del Duero” y sus particulares características, pues no en vano las necrópolis en las que se han hallado útiles de trabajo se ubican en este horizonte cultural. En Fuentespreadas, la sepultura 1 contenía dos cencerros, una caja de madera, scrinium, en la que habían guardado una serie de herramientas de muy diverso tipo: asociadas con la agricultura, hoces, azuelas; relacionadas con la carpintería, escoplos, dobles hachas de hierro, un compás, dos barrenas, etc.; del ámbito de la ganadería unas tijeras y dos cencerros; herramientas de herrero como cortafríos, limas, tenazas, un crisol, cucharas de fundición, etc., además de un numeroso lote de piezas de atalajes de animales: dos frenos de caballo, dos petrales de bronce, 15 botones, dos anillas y un pasador de bronce; 11 anillas de hierro y otro objeto indeterminado del mismo material, una serie de botones, pasadores y anillas de hierro y bronce que parecen pertenecer al equipo de silla de dos caballos.

- Los objetos profilácticos234 Este tipo de objetos son elementos protectores de los restos que allí se encuentran y pueden ser clasificados en dos grupos principales: aquéllos, como amuleta, phylacteria, bullae, etc., que siguen ejerciendo la misma función que cuando eran portados por sus propietarios en vida, y los que forman parte de los ofrendados por los asistentes al duelo y que, de un modo similar, buscan preservar los restos mortales depositados en la sepultura, así como, en ocasiones, facilitar su tránsito al más allá, como terracotas o sigilla, lucernas, el óbolo de Caronte, determinados recipientes con un carácter ritual u objetos con un fuerte contenido simbólico y religioso.

107. Diversas herramientas de trabajo aparecidas en la sepultura 1 de Fuentespreadas (CABALLERO ZOREDA, 1974, figs. 31, 33 y 34)

234 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar: Lusitania, 363-374, Baetica, 375-389 y Tarraconensis, 390-407 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto: Lusitania, 433, Baetica, 434 y Tarraconensis ,435.

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108. Relación de los distintos tipos de amuletos hallados en los ajuares en las tres provincias hispanas

incluso, sin tener intención de hacerlo, lo que lo hacía bastante más peligroso. Como medida ante los efectos negativos de este mal de ojo, los antiguos utilizaron diversas fórmulas a modo de defensa y protección, siendo una de las más frecuentes el uso de amuletos de todo tipo. Estos remedios intentaban que el fascinador distrajese su mirada, para lo que se le mostraba algún objeto insólito, extravagante o ridículo. Era frecuente el uso de enseres que llamaran la atención del aojador, captando su mirada y desviándola de su víctima, fuese animal o persona, evitando así su maligno influjo (CLARKE, 2001, 85-91).

□ Amuletos, colgantes y otros objetos profilácticos El romano era, por naturaleza, tremendamente supersticioso y temía al mal de ojo más que a la misma muerte. Allí donde la medicina tradicional no podía resolver la enfermedad, por no obedecer ésta a causas físicas conocidas, se aplicaban otros tipos de procedimientos relacionados con la magia, la brujería o la superstición. Este temor a todo lo inexplicable y lo desconocido –desde los fenómenos de la naturaleza a las enfermedades- se plasmó en un elaborado, y en ocasiones confuso, universo de creencias que conllevó una serie de medidas de carácter protector contra aquello que resultaba inexplicable y, que por tanto, era asociado a fuerzas sobrenaturales. Determinados lugares como las esquinas, las puertas de las casas, los cruces de caminos, las torres y las murallas; así como determinadas personas –fundamentalmente los niños y las muchachas jóvenes- e incluso los animales y las cosechas, se presentaban como un fácil objetivo para todo tipo de influencias negativas.

La aparición de estos elementos ha sido vista, al menos en la Provincia de Britannia, como un indicador del grado de romanización; pues son infrecuentes en las sepulturas y, fundamentalmente, sus hallazgos están en relación con las necrópolis urbanas o con las de asentamientos militares (PHILPOTT, 1991, 161). □ Los amuletos fálicos La representación del falo tuvo, en sus orígenes, una incuestionable base religiosa. Lejos de una intencionalidad erótica, la representación del miembro viril estaba asociada a la naturaleza creadora, como una veneración a las misteriosas fuerzas de la creación, fertilidad y regeneración (MONTERO, 1991, 69). En general, los pueblos primitivos siempre han rendido culto al falo, incluso en la actualidad, constituyendo éste un elemento clave en determinadas ceremonias de iniciación y en aquéllas que buscan la fertilidad de los cultivos. Este tipo de representaciones aparece en el mundo egipcio, hindú y precolombino. En Akad y Sumer se depositaban objetos fálicos en las primeras piedras de los templos y edificios públicos; en Grecia se celebraban las falorías,

Para los romanos, de forma general, el término fascinum (que podría ser traducido como encantamiento o fascinación) designaba, en origen, todo tipo de influencia perniciosa de carácter mágico o sobrenatural (MONTERO, 1991, 69). El mayor exponente de estos encantamientos era el llamado oculus malignus, o mal de ojo, siendo sus principales víctimas los niños y los adolescentes, pero no sólo, como ya hemos mencionado. Este fascinum era causado por individuos de los que, según dice Plutarco (Sympos. V.3), emanaban efluvios malignos; aspecto que lo hacía particularmente pernicioso, sobre todo, si consideramos que ésta era una cualidad consustancial de determinadas personas que podían ejercerla sin necesidad de ningún sortilegio e, 231

109. Amuleto, tallado en hueso, en el que se representa en un extremo una higa y en el otro, un rostro humano. Fue hallado en un enterramiento de la C/Bellidos, Astigi (VAQUERIZO, 2010, fig. 30)

fiestas en honor a Dionisos en la que los sacerdotes, llamados falóforos, portaban solemnemente imágenes de miembros viriles y, en Roma, el falo acabó siendo atributo de determinadas divinidades como Hermes o Príapo, llegándose a divinizar bajo la advocación de Fascinus Deus.

colgante fálico de hueso y siete cuentas de pasta vítrea. Los últimos testimonios se fechan en el siglo III d. C., en Baelo Claudia, en la necrópolis Sureste. Todos ellos se fabricaron en bronce, a excepción del hallado en Rota, datado también en el III d. C., que se fabricó en pasta vítrea.

Es por esto, como símbolo de las fuerzas generadoras del universo, que el órgano masculino acabó siendo objeto de devoción. De esta forma, el falo, como símbolo de fecundidad asociado al poder “animal” de la sexualidad y con carácter independiente a la voluntad del hombre, acabó actuando como elemento de protección, ya que se creía que su representación era una de las más eficaces medidas profilácticas contra cualquier tipo de encantamiento o mal de ojo. Aunque, además de los amuletos, los romanos recurrían a otras medidas como gestos obscenos y ridículos tales como escupir, insultar o hacer determinados gestos con la mano y los dedos. Los amuletos fálicos gozaron de gran estima en el mundo romano, de ahí que no sea extraño encontrarlos en fíbulas, cinturones, anillos, colgantes o incluso edificios. Su profusión en el mundo romano, así como la similitud entre todos ellos, implica lo extendido de su uso y, por tanto, de la creencia en su efectividad contra este tipo de influjos malignos; sobre todo para los niños, cuya necesidad de protección era mayor.

Y finalmente, en la Tarraconensis sólo hallamos en la necrópolis de Albalate de las Nogueras un caso de amuleto fálico en el interior de una sepultura, fabricado también en pasta vítrea, se ha datado entre el siglo III y IV d. C. □ Monedas agujereadas usadas como colgante Aunque no muy frecuentemente, en determinados enterramientos se han hallado monedas con una perforación. Éstas no deben confundirse con el óbolo de Caronte, pues por su agujero, parece que actuaron como colgantes. En estos casos, las imágenes grabadas en ellas, ya del emperador o de determinadas deidades, pudieron conllevar un carácter protector para aquél que las usase a modo de colgante. Elementos de este tipo los constatamos en la Baetica, en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, con una cronología en torno a los siglos II-III d. C. y en la provincia Tarraconensis, en una sepultura de Tarraco, ubicada en la zona funeraria del Camí de la Platja dels Cossis, datada en el siglo II d. C.

En la Lusitania no conocemos ninguna referencia para este tipo de elementos. Pero no ocurre lo mismo en el resto de provincias.

□ Bullae y campanas El niño, desde el día octavo de su nacimiento, momento en el que se le da nombre, recibe también sobre su pecho la bulla. Esta fecha se llamaba dies lustricus235. La bulla era una cápsula de metal, de 1 a 6’5 centímetros de diámetro, compuesta por dos placas cóncavas adheridas entre sí por los bordes con una pieza elástica de oro. Su concavidad se rellenaba por algunas sustancias especiales a las que se atribuían ciertas virtudes. Los hijos de los patricios las llevaban de oro; la de los hijos de los plebeyos o libertos eran de metal inferior: plata, cobre,

En la Baetica es frecuente la aparición de amuletos de este tipo en las sepulturas a partir del siglo I d. C., constatada en la necrópolis de la C/Bellidos, en Astigi, donde se localizó un amuleto fálico y una higa en dos enterramientos, en Corduba, otro amuleto fálico en una sepultura de la C/Almogávares, y en Gades, en la C/Ciudad de Santander una inhumación infantil contenía dos placas de hueso con dos orificios en la parte superior, con una representación fálica muy marcada en la interior, un falo alado de bronce con anilla circular en suspensión, un colgante que representaba a una divinidad y que luego mencionaremos, una cuenta circular de hueso, un

235

Paulo, Festo, 107, 28: “Lustrici dies infantium appellantur, puellarum octauus, puerorum nonus, quia his lustrantur atque eis nomina imponuntur”.

232

bronce y a veces de cuero (scortea). Los más pobres llevaban por bulla un nudo en el cinturón (GUILLÉN, 1997, 184). En un principio la llevaban los jóvenes patricios cuyos padres habían desempeñado magistraturas curiales; después de la Segunda Guerra Púnica, se concedió el derecho de uso a todos los niños nacidos ingennui. La bulla era el primer regalo que el padre hacía al hijo el cual se la quitaba en torno a los 17 años, junto con la toga pretexta.

En la Baetica, pese a la escasez de ejemplos constatados, se repiten con relativa frecuencia el uso de lascas de sílex, que documentamos en la necrópolis de La Algodonera, Astigi, datada en el siglo I d. C., o en Moraleda de Zafayona, con una cronología tardía establecida entre los siglos IV y V d. C. Aparecen también conchas perforadas y, por tanto, usadas como colgante en una sepultura de Corduba, ya mencionada porque contenía tres bullae, o campanillas en la necrópolis de Alcolea del Río, siglos I y II d. C. Pero sin duda, dos de los elementos más llamativos son un colgante de oro batido decorado a punzón con la representación de la diosa fenicio-púnica Tanit, en una fecha ligeramente posterior al cambio de la Era, en Dos Hermanas. Finalmente, ubicada en Gades, en la C/Ciudad de Santander, un colgante de pasta vítrea que representaba al dios Bes, así como otros amuletos fálicos ya mencionados anteriormente.

Este objeto está bien representado en las tres provincias hispanas, aunque de nuevo su distribución está lejos de ser homogénea. Aún así, la mayor parte de los casos, a excepción de dos fechados en el siglo III d. C. y algún otro más temprano, tienen una cronología altoimperial. En la provincia Lusitania sólo tenemos referencias generales de este tipo de hallazgos en la necrópolis del Campo de Fútbol de Emerita Augusta, con una cronología del siglo II d. C.

En la provincia Tarraconensis también documentamos puntas de sílex, usadas como amuleto, en una sepultura de Horta Major, datada en el siglo III d. C. En Mas d’Aragó, un extraño enterramiento ubicado en el interior de un horno cerámico amortizado, se había acompañado de un phylacteria de plomo, una especie de amuleto, provisto de un asidero fragmentado con estrías helicoidales. El medallón tenía en el reverso un sistema articulado para ser abierto y cerrado con la finalidad de introducir en su interior pequeños objetos. En su superficie aparece representada una dama con un niño, interpretada como Afrodita coronando a Eros y, por paralelos con los repertorios numismáticos, se ha asociado a la esposa de un emperador, quizás Faustina, Lucilla Augusta, Faustina Augusta o Crispina Augusta, esposas de Antonio, Marco Aurelio y Cómodo, fechándose, por tanto, en el último tercio del siglo II d. C. Finalmente, en Aldaieta, necrópolis fechada en torno al siglo V d. C., se encontró, en el interior de una sepultura, junto con una serie de cuentas de pasta vítrea que formaban parte de un collar, un colmillo de oso pardo; y en otra, un colgante con forma de bellota.

En la Baetica los ejemplos son considerablemente más numerosos. En el siglo I d. C. dos sepulturas de La Algodonera, en Astigi, contenían bullae; en Carmo, en la necrópolis del Anfiteatro, en uno de los enterramientos ubicado en el interior de la Tumba Hipogea; y una sepultura de Corduba, ubicada en el Polígono de Poniente, contenía tres bullae además de una concha perforada. Entre el siglo I y el II d. C., las encontramos en una sepultura de Alcolea del Río, en otra de Gades, en la C/Ciudad de Santander, y en Corduba, en la C/Nicolás de Ajerquía. Los últimos testimonios nos los ofrece la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, fechada en el siglo III d. C., de la que sólo conocemos referencias generales. En la provincia Tarraconensis el testimonio más temprano nos lo ofrece, una vez más, Emporiae, donde conocemos la aparición de bullae en la necrópolis de Les Corts, fechada entre el siglo II y I a. C., y que han sido interpretadas –por el carácter militar de esta necrópoliscomo pertenecientes a los camillus, niños nobles que ayudaban a los sacrificios y que acompañarían a las tropas. Para época Imperial, conocemos otro testimonio en una sepultura de la necrópolis Torres, en Emporiae, con una cronología entre el siglo I y II d. C.; datándose el último caso constatado en el siglo III d. C., en una sepultura de la necrópolis de la Puerta Occidental, en Caesaraugusta.

- Lucernas Su uso, en contexto funerario, está atestiguado en las civilizaciones mediterráneas a lo largo de casi todas las épocas: ya en el Tercer Milenio se conoce su uso en Levante (BAILEY, 1972, 12); en el Mundo Griego a partir del siglo IV a. C. (KURTZ y BOARDMAN, 1977, 211) y en la Península Itálica era frecuente que candelabros y antorchas aparecieran como motivos ornamentales de recipientes cinerarios e incluso como mobiliario en los grandes monumentos funerarios (TOYNBEE, 1971, 24); siendo su aparición frecuente en las sepulturas de cremación de la Península Itálica y Roma, extendiéndose -aunque no universalmente- y adoptándose como elemento de ajuar en el resto de provincias (PHILPOTT, 1991, 192 y nota 9).

□ Otros objetos Además de estos objetos, con una clara intención protectora, conocemos otros de carácter más singular, tanto por su naturaleza como por la escasa frecuencia de su aparición. En la Lusitania, en la necrópolis de Fonte Velha, datada en el siglo I d. C., apareció un colgante con forma de media luna y, en esta misma provincia, en Casais Velhos, con una cronología entre el siglo IV y V d. C., una figura en la que se había representado un perro de bronce.

Y aunque D. M. Bailey (1972, 12) considera que éstas podían ser simples objetos propiedad del difunto, la falta de rubefacción de la gran mayoría de las localizadas, nos permite pensar que éstas eran adquiridas únicamente con 233

110. Relación de las lucernas halladas en los ajuares en las tres provincias hispanas

fines funerarios. Además, sabemos cómo la luz jugaba un importante papel en los funerales romanos: la oscuridad de la tumba y la oscuridad de reino de las sombras implican el olvido y la muerte definitiva, contra lo que había que luchar. Tampoco podemos obviar que una costumbre antigua prefería que las exequias se celebraran de noche y a la luz de las antorchas (GUILLÉN, 2000, 382); aunque, después, se mantendría solamente para aquéllos en los que la cólera postmortem se manifestaba de forma más clara: los que fallecían antes de tiempo (BOYANCÉ, 1952, 281). Por tanto, las antorchas y cirios que guiaban el convoy fúnebre, y que fueron características del funus acerbum236, tendrían una función apotropaica cuyo objeto sería alejar o atrapar a los malos espíritus. De hecho, Servio, en los Comentarios a la Eneida, (I, 727 y VI, 224), hace derivar la terminología funus de funis; las funalia, cirios de cera con una mecha de cuerda que precedían al cortejo fúnebre. Esta terminología se atribuye a Varrón, en su obra De vita populi romani, que aplica este uso al hecho de que los muertos se quemaban por la noche, pues había que evitar la contaminación –que podía producirse con la simple visión- de los magistrados y sacerdotes (BOYANCÈ, 1952, 278).

de los dioses (VAN DOORSELAER, 1967, 120). En todo caso, una vez iluminada la tumba (y la presencia de la lucerna es símbolo de esta luz), tanto la sepultura como el difunto, que en ella habita, pueden escapar de los entes maléficos que tienen su fuerza en la oscuridad (CUMONT, 1949, 409). Tampoco podemos dejar de tener en cuenta la fuerza purificadora del fuego; en el caso de Britannia es frecuente, además la asociación de lucernas con tazza o quemadores de incienso, lo que sugiere que estos elementos pudieron haber desempeñado un papel importante destinado a contrarrestar la contaminación que emanaba del cadáver (PHILPOTT, 1991, 192). Su valor apotropaico hace que, con frecuencia, las encontramos en el interior de las sepulturas; pues éstas podían ser necesarias para el viaje que el difunto tenía que emprender a través de los Infiernos y en el que se tenía que proteger de los entes malignos que habitaban en la ruta (VAN DOORSELAER, 1967, 121 y ALCOCK, 1980, 60-61). Al mismo tiempo, la riqueza del simbolismo del fuego es especialmente apropiada para contextos funerarios, donde las lucernas podían iluminar la oscuridad de la muerte y simbolizar la lux perpetua del Paraíso (TOYNBEE, 1971, 279); la llama y la luz son, igualmente, identificadas con el alma, símbolo de vida y resurrección (SAMTER, 1911, 82 y CUMONT, 1946, 41), tanto para el paganismo como para el cristianismo, que heredará y acabará transformando el significado de esta práctica.

H. Menzel (1952, 131-138) piensa que están destinadas a procurar el reposo eterno del difunto, alejando a los malos espíritus y a otras influencias perniciosas de la tumba. Se ha supuesto también que podrían simbolizar el alma del difunto o la luz que emana 236 Séneca, De brevitate vitae, X, 20, 5 (Trad. L. Riber); Séneca, Epistulae ad Lucilium, 122, 10 (Trad. J. Bofill); Séneca, De tranquillitate animi, XI, 11, 7 (Trad. F. Navarro); Hercules Furens, 849 y ss. y Virgilio, Aeneida, XI, 142 (Trad. J. de Echave-Sustaeta).

234

En la Lusitania237, las encontramos ausentes los siglos previos al cambio de la Era, aunque a partir de este momento, y durante todo el Alto y el Bajo Imperio, será un elemento habitualmente representado en los ajuares funerarios. Durante el Alto Imperio aparecen con cierta frecuencia, y así las constatamos en la necrópolis de El Pradillo, en las distintas áreas funerarias de Emerita Augusta, en la necrópolis de la C/Montesinos, en Badajoz; en algunas sepulturas de la C/Alcaçairas, en Ossonoba, en Las Tomas y Oeiras, con una cronología entre el siglo I y II d. C. Esta profusión parece continuar, sin apenas ruptura, durante el Bajo Imperio. Entre los siglos III y IV d. C. podemos ubicar los hallazgos de lucernas en alguno de los enterramientos de las distintas zonas sepulcrales de Emerita Augusta y Porto dos Cacos; pero a partir del siglo IV d. C., las lucernas desaparecen totalmente como ajuar funerario.

necrópolis de Bracara Augusta; en las necrópolis de Mahón y Pollentia, donde están bien representadas, en Valentia, en la necrópolis del Portal de Russafa; en Tarraco, en la zona funeraria ubicada entre la Platja dels Cossis y la C/Ramón y Cajal y en la del Camí de la Fonteta; en Lucus Augusti, donde conocemos una serie de referencias generales para la necrópolis de la Plaza del Ferrol, que tiene una dilatada cronología, o en Mahón. A partir del siglo III los ejemplos decrecen considerablemente, y aunque conocemos algunos casos como los de Albalate de las Nogueras, en Barcino, en Santa María del Mar, o Tarraco, en la Platja dels Cossis/C/Robert d’Aguiló, las lucernas aparecen de forma anecdótica, pues sólo se hallaron en una sepultura. A partir del IV d. C., y de forma similar a como hemos visto en las anteriores provincias, las lucernas desaparecen completamente de los ajuares funerarios.

La provincia Baetica238 parece tener un comportamiento similar, en cuanto a la disposición de lucernas en el interior de las sepulturas, si la comparamos con la provincia anterior. Los testimonios fechados antes de la Era son mínimos, sólo dos: uno lo encontramos en la necrópolis de la C/Juan Ramón Jiménez, en Gades, y el otro en Hornachuelos, y de hecho se ubican en el tránsito de los siglos I a. C. al I d. C. A partir del cambio de la Era, y durante todo el Alto Imperio, los testimonios se multiplican considerablemente. Las lucernas aparecen en enterramientos de distintas necrópolis de las áreas funerarias de las capitales conventuales y en otros yacimientos como Alcaudete, Anticaria, Alanís de la Sierra, Peñarrubia o las necrópolis rurales en torno a Singilia Barba. Su aparición durante el Bajo Imperio parece también una constante; así documentamos su disposición en distintas sepulturas de las necrópolis de Alcolea del Río, Cuevas de San Marcos, La Calilla, El Eucaliptal y Torrox, además de en distintas áreas funerarias de Corduba, Malaca o Gades, entre otras. En todo caso, lo más interesante es que, del mismo modo que constatábamos en la anterior provincia, este elemento desaparece totalmente de los ajuares funerarios a partir del siglo IV d. C.

- El óbolo de Caronte Otro de los elementos constatados es el óbolo de Caronte. Esta costumbre, que tiene su origen en el mundo griego (CUQ, 1877-1899, 1388), se extendió entre las clases populares romanas en época Imperial240. Paralelamente al desarrollo del sistema democrático ateniense y a raíz de un importante cambio en las mentalidades, Caronte simbolizará un camino hacia el Hades al alcance de cualquiera, al módico precio de una moneda de bronce. Éste es un personaje tardío, no mencionado en Homero, cuyos primeros testimonios son, junto con la Minada y las obras de Píndaro, las cerámicas realizadas en la técnica de figuras negras, en formas cerámicas áticas anómalas, fechables en torno al 500 a. C. Pero aunque su aparición es relativamente tardía, encontramos la simbología del agua, que separa los dos mundos, en repetidas ocasiones241. El Barquero resulta la antítesis del genio heroico; frente a la muerte hermosa o bella muerte homérica, este nuevo concepto del viaje al más allá ofrece una buena muerte y simboliza el consuelo de un viaje fácil y asequible para todos. Caronte permite a cualquiera –el naûlon, el precio del pasaje, era de un óbolo- el ingreso al Hades, antes sólo poblado por los héroes de la epopeya (DIEZ DE VELASCO, 1995, 46 y ss.).

En la Tarraconensis239, aunque conocemos ejemplos a partir del siglo I a. C., como es el caso de la necrópolis de la Ballesta en Emporiae, la de la Puerta Norte, en Castulo o la de la C/Quart en Valentia; y durante el I d. C., en Carthago Nova, en la C/Sepulcro, en Segobriga o, de nuevo en Emporiae; su profusión será más clara desde finales del siglo I y, fundamentalmente, entre los siglos II y III d. C. En estos momentos, constatamos la aparición de lucernas en el interior de algunos enterramientos de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino; en las 237

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de Distribución de los distintos elementos del difunto, 436. 238 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de Distribución de los distintos elementos del difunto, 437. 239 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de Distribución de los distintos elementos del difunto, 438.

Este tipo de ofrenda funeraria es frecuente en todas las sociedades y, en ocasiones, su significado es parangonable a las ofrendas alimenticias dispuestas a 240

Juvenal, Sátiras, 3, 265-267. (Trad. M. Balasch). Algunas, incluso en Homero, pues Odiseo, cuando ha de ir al Tártaro para hablar con Tiresias debe cruzar el océano (Homero, Odisea, X, 530 y ss., (trad. J. M. Pabón)) En el ritual de iniciación de la familia de los Anthides, celebrado periódicamente en el santuario de Zeus Liceo, se servía, en un gran banquete, carne de niño mezclada con los demás alimentos; el que probaba carne humana se convertía en un hombrelobo, se despojaba de sus vestidos y “atravesaba un estanque que simbolizaba su tránsito a un más allá sobrenatural, y vivía nueve años en las montañas como un lobo. Al décimo año volvía a pasar el estanque en sentido inverso y se convertía de nuevo en hombre, revestido sin duda de un nuevo poder” (VIAN, 2002, 297). De hecho, M. Eliade (2001, 282), asocia esta costumbre a la existencia de vagos recuerdos de emigraciones ancestrales, en los que se retornaba a la patria de origen, que con el tiempo pierde su significación histórica para representar un país mítico e ideal. 241

ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. b. de ajuar: los objetos propiedad ajuar, 375-389 y 10. 7. 2. b. de ajuar: los objetos propiedad ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. b. de ajuar: los objetos propiedad

235

111. Hermes dirige a la difunta hacia la barca de Caronte. (DÍEZ DE VELASCO, 1995, 41)

modo de viático (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 74). En el imaginario de la sociedad romana, el fallecido, una vez enterrado, no ha terminado de morir y tanto los alimentos como sus enseres personales –que hacen gala de la conservación de su estatus en el más allá- le sirven para enfrentarse con éxito a esa fase transitoria que lo traslada, de su estado de impureza, a la inmortalidad, en ese paso intermedio entre la primera muerte, la biológica, y la segunda, o ritual (THOMAS, 1980, 198-199).

suponen un porcentaje pequeño con respecto al resto de sepulturas de la necrópolis en cuestión. Las documentamos en Balsa, en Quinta do Arroio, en la necrópolis de Carvalhal, en Heredade dos Pombais, Quinta do Marim o en alguna de las áreas funerarias de Emerita Augusta. Los casos más llamativos los encontramos en Porto dos Cacos y Lage du Ouro, fechados entre el siglo III y IV d. C. y donde el porcentaje de sepulturas con monedas es considerablemente mayor que en los casos anteriores. En ambas necrópolis, la primera consta de 37 enterramientos y la segunda de 43 (además de 54 posibles inhumaciones que no conservaban resto alguno en su interior), un total de nueve sepulturas contenían una moneda como ajuar; a excepción de la sepultura 16 de Porto dos Cacos que contenía cuatro. El último caso, lo constatamos en Valbeirô, donde dos enterramientos contenían monedas, uno de ellos un total de cinco. A partir del siglo IV-V d. C., las monedas desaparecen por completo de los ajuares de las sepulturas de la Lusitania.

Generalmente, las monedas constatadas aparecen en la boca o en las manos de los esqueletos. En otros casos se han depositado en el interior de las urnas cinerarias, o en puntos muy concretos de la anatomía del difunto, como el caso de la sepultura 6 en la necrópolis de Edeta, que luego mencionaremos. En la Lusitania242, aparecen bien representadas durante el Alto y el Bajo Imperio, aunque éstas desaparecen totalmente de los ajuares entre los siglos IV y V d. C. Para los dos primeros siglos de la Era documentamos su aparición en la necrópolis de Cinfães, donde una sepultura contenía tres monedas; en Olisipo, en la zona funeraria del Palacio de Porta Alegre, donde, en la sepultura de C. Cominio Atiliano, se hallaron multitud de monedas de oro y plata. En el resto de casos documentados, las monedas aparecen, la mayor parte de las ocasiones, sólo en una o dos sepulturas y, salvo que indiquemos lo contrario, se trata siempre de una moneda por enterramiento. Es el caso de la necrópolis de Largo Colegio/Barrio de Letes o la C/Alacaçairas, donde aparecen dos sepulturas que contienen dos monedas cada una, en Ossonoba; Santo André, Milreu, en Emerita Augusta, en la zona de Marquesa de Pinares; Serrones o Civitas Aravorum, por citar algunos ejemplos.

En la Baetica243 aparecen en los momentos transicionales de la Era con una representatividad mayor que en el resto de provincias estudiadas. Los casos más tempranamente constatados se ubican entre el siglo I a. C. y el I d. C. pero, de nuevo, el porcentaje de aparición es pequeño. Conocemos referencias para la necrópolis de Alcaudete, y lo mismo para una sepultura del Cerro de las Balas, en Astigi, otra en Iliberri y dos casos más en Corduba, en la Avenida del Corregidor. Uno de ellos se trataba de una inhumación infantil decapitada.

Durante el Bajo Imperio la aparición de monedas en sepulturas es también un hecho frecuente y su representatividad es similar a la constatada en el Alto Imperio, es decir, las sepulturas que contenían monedas

No obstante, el momento de mayor profusión de este elemento en los ajuares se dará a partir del siglo I d. C.; a partir de entonces, los ejemplos se multiplican. Lo normal es que las sepulturas que contenían monedas supongan, salvo excepciones, porcentajes mínimos con respecto al volumen total de enterramientos, como ya hemos indicado. En Astigi, en la necrópolis de La Algodonera, tres enterramientos contenían una moneda como ajuar; en

242

243

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 439.

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 375-389 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 440.

236

Carmo, cuatro sepulturas; de nuevo una en Cerro Muriano y lo mismo en Nerva, Onoba, en la Esperanza, La Puente, etc. Documentamos otros casos en distintas áreas funerarias de Colonia Patricia Corduba; varios ejemplos en las necrópolis de la C/Juan Ramón Jiménez y Norte de Gades; así como referencias generales para la necrópolis de Sureste de Baelo Claudia, la del Cortijo Castillón en Singilia Barba, Alcolea del Río o La Calilla. Entre éstas, destaca una inhumación localizada en Hispalis, en el entorno de La Trinidad/Carretera de Carmona, que conservaba la moneda en la mano. Se ha fechado entre los siglos I y II d. C.

Finalmente, en la transición al siglo V d. C., conocemos referencias generales del mantenimiento de este objeto en las sepulturas en la necrópolis de El Ruedo, Almedinilla; así como un sólo caso en una sepultura ubicada en el territorium de Malaca. Por tanto, su paulatina desaparición, desde mediados del Bajo Imperio, es clara. En la Tarraconensis244, las monedas están totalmente ausentes en los primeros momentos del dominio romano, entre los siglos II y I a. C.; es a partir del siglo I a. C., y en su transición al I d. C., cuando comienzan a aparecer aunque, todavía, muy tímidamente tal y como nos muestran los hallazgos de las necrópolis de Emporiae, Ballesta y Torres; El Cigarralejo, Carratiermes; Laminium, Osca o Valentia, en la necrópolis de la C/Quart. Su proliferación es mucho más clara, como ya hemos constatado para el resto de provincias, durante el Alto Imperio y la primera parte del Bajo Imperio, es decir los siglos I y III d. C.

Durante el Bajo Imperio, su abundancia es relativamente patente a lo largo del siglo III d. C., pero no así en el IV, momento en el que las monedas tienden a desaparecer de los ajuares funerarios, siendo, los casos constatados a partir de la fecha, de carácter anecdótico. En el siglo III d. C. las documentamos en Malaca, en una sepultura de la C/Andrés Pérez; en La Calilla, que ya hemos mencionado debido a la perduración de su uso; en la necrópolis del Ruedo, en Almedinilla, en Baesippo o en el Arroyo del Plomo, en Baena. Es necesario mencionar, a su vez, alguno de los casos documentados en Corduba, pues conocemos las informaciones precisas de la ubicación de las mismas. En uno de ellos, situado en la Avenida de las Ollerías, una moneda se había dispuesto en el pecho y otra en la mano; y en el de la Avenida del Corregidor, en la mano. A partir del siglo IV, los ejemplos decrecen considerablemente, aunque se hace necesario mencionar su aparición en las necrópolis de Alanís de la Sierra, en una sepultura de la necrópolis del Anfiteatro, en Carmo, y en otro enterramiento de Torrox.

Para el Alto Imperio contamos con numerosos ejemplos aunque, de nuevo, la representatividad numérica de los hallazgos en relación al volumen de enterramientos de cada necrópolis sigue sin ser muy importante. Los constatamos, en el siglo I d. C., en las distintas necrópolis de Emporiae; conocemos referencias generales para la necrópolis de Calagurris ubicada en la pared sur del Circo Romano; así como en Carthago Nova, en la zona funeraria de la Torre Ciega; cuatro incineraciones fueron acompañadas de una moneda en la necrópolis de Ateabalsa, en el Espinal, y conocemos otras referencias para las necrópolis de Oiasso, Segobriga, en los enterramientos infantiles situados al pie de la muralla; en

112. Constatación del óbolo de Caronte en las tres provincias hispanas

244

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 441.

237

Santa Criz, Lucus Augusti, en la Plaza del Ferrol, o en la necrópolis del Anfiteatro, el Camí de la Fonteta o la Platja dels Cossis y la C/Ramón y Cajal, todas en Tarraco, aunque hay más ejemplos. Finalmente, y como curiosidad, en la necrópolis de Asturica Augusta una inhumación tenía una moneda en la boca. En la transición al siglo II y durante esta centuria, conocemos otros casos, como el de la rica sepultura hallada en Toletum, en el interior de un ataúd de plomo; otra, en un enterramiento de la necrópolis de Largo Carlos Amarante, en Bracara Augusta, así como referencias vagas de estos hallazgos en la necrópolis de la Plaza del Ferrol, en Lucus Augusti y en el Muntanyar.

por lo que se ha querido ver como un símbolo del óbolo, la pequeña moneda que hay que pagar a Caronte. En todo caso, a partir de este momento no documentamos más monedas en los ajuares de la provincia Tarraconensis, las cuales están ausentes a lo largo del siglo IV en adelante, de modo similar a como ya hemos observado en el resto del territorio peninsular. Pero además de ese pago simbólico a Caronte, no debemos olvidar que cuando aparece más de una moneda, hecho bastante frecuente, como ocurre en alguna de las sepulturas ya mencionadas: en El Albir, -en la 19, en la que se encontraron ocho en el interior de lo que fue una bolsa de tela-; en Portus Magnus; Can Gabino, Edeta, Corduba; en Olisipo, en el enterramiento de C. Cominio Atiliano, etc. parece más correcto pensar en un viático en metálico en lugar del simbólico peaje. Aunque el ritualismo con el que se colocan en ciertos ejemplos ya mencionados, deja muchas cuestiones por resolver; tal es el caso de la sepultura 6 de Edeta, en la que se hallaron siete monedas colocadas de forma deliberada: dos a la altura de la cabeza, otras dos parejas depositadas junto a las manos y pies y la séptima en la zona de la boca. La más moderna es un antoniniano fechado entre el 270 y el 273 d. C. por lo que la tumba arroja una cronología post quem del último tercio del siglo III d. C.

Entrando en el Bajo Imperio, en la transición del siglo II al III d. C. y a lo largo de toda esta centuria, los casos documentados siguen siendo numerosos y, de nuevo, parecen seguir las pautas ya vistas para el resto de necrópolis: el volumen de los enterramientos que contienen monedas es muy pequeño y éstas, rara vez, aparecen en número superior a una pieza por sepultura. Éstas, con una cronología entre los siglos II y III d. C., aparecen en una sepultura de la necrópolis de El Muntanyar, dispuesta en la boca del difunto; en tres enterramientos de Granollers, uno de los cuales contenía tres piezas numismáticas; en una tumba de Pla de Prats; en Vilanera, para donde sólo disponemos referencias generales; en dos enterramientos de Tisneres y en cuatro sepulturas de el Camí de la Platja dels Cossis, en Tarraco. Durante el siglo III d. C. su profusión es todavía muy importante y así la constatamos en varias sepulturas de la necrópolis de Maximinos, en Bracara Augusta; en un enterramiento de la C/ Real, en Brigantium, donde uno de los enterramientos contenía tres monedas; en tres sepulturas de la necrópolis de la Puerta Occidental de Caesaraugusta; en una de Edeta; referencias inconcretas para la necrópolis de Incio y lo mismo para Isla de Torralla, en Vicus, o Vilanova i la Geltrú. Finalmente, en Prat de la Riba y Ramón y Cajal, en Tarraco, seis enterramientos se habían acompañado por monedas; uno de ellos la tenía depositada en la boca y otro contenía dos piezas. A partir del siglo IV d. C. los ejemplos decrecen considerablemente, aunque todavía aparecen en dos sepulturas de Can Gabino, una con dos y otra con tres monedas; en la necrópolis de El Albir, donde la sepultura 17 contenía cuatro monedas; la 19, ocho; tres, la 24 y, finalmente, ocho la sepultura 161. También aparecen en la necrópolis de la Lanzada, en Noalla, en tres enterramientos, uno de los cuales contenía tres monedas; así como en Villa Verde para donde conocemos unas referencias de carácter general. Finalmente, uno de los casos más característicos lo encontramos en la necrópolis de Barrial, en la que en una serie de vasos cerámicos dispuestos en el interior de los enterramientos se había practicado un orificio perfectamente circular. Se ha especulado sobre el objeto de esta marca: para algunos inutilizaría el vaso cerámico, evitando por tanto el expolio del mismo y la violación consiguiente de la sepultura, pero en otros casos, al haberse practicado en un asa no parece buscarse este objetivo y, además, la gran mayoría aparecen intactos;

- Elementos con un marcado carácter femenino como reflejo social Conocemos una serie de objetos que, aunque a priori podían clasificarse como ajuares de tipo personal, las características de las sepulturas en las que aparecen y el hecho de que se trate de una práctica documentada en todas las provincias occidentales nos obliga a incluirlos en este apartado. En los casos en los que tenemos informaciones precisas al respecto, se trata de enterramientos bien de niñas o bien de mujeres jóvenes, que –en la mayoría de los casos- fallecieron entre los cinco y los 20 años; y que, como ya hemos referido anteriormente, entrarían en la categoría de muertos prematuros, immaturi et innupti. En muchos de estos casos, las difuntas estaban acompañadas por una serie de objetos determinados. En ocasiones, sólo aparece alguno de éstos, aunque tampoco es infrecuente la combinación de varios en un mismo enterramiento. S. Martin-Kilcher (2000, 65-66) los ha agrupado en: - Objetos de joyería como anillos, pendientes y brazaletes, generalmente en oro o en ricos materiales, así como elementos de vestuario que testimonian –más aún en determinados casos de provincias en los que las estructuras sepulcrales son pequeños monumentos o sarcófagos de mármol- su pertenencia a una clase acomodada. - Diversos tipos de complementos propios de las labores de la mujer245 en el mundo romano, principalmente 245

Aunque algunos autores (PIRLING, 1976) los explican en relación con el culto a las Parcas, este hecho podría ser así en determinados enterramientos en los que éstos objetos se habían fabricado en ámbar, azabache u otros ricos materiales, primando su valor simbólico en detrimento del funcional; pero no parece ser éste el caso de los materiales que seguidamente trataremos.

238

husillos, ruecas, o elementos asociados a éstos; así como espejos y, con menos frecuencia, diversos equipamientos para la escritura lo que redunda en la pertenencia de las difuntas a una alta clase social, pues esto implica la posibilidad de costearles una educación. Además, el espejo no sólo era un objeto indispensable de toilette, sino también un atributo de Venus, diosa del amor y la belleza; siendo, en la Antigüedad, el huso, la rueca y el espejo símbolo del mundo femenino. - Las muñecas, que siempre representan a una mujer adulta, están fabricadas en ricos materiales -generalmente marfil-, tienen una altura de entre 15 y 25 centímetros y, en ocasiones, llevan ricos vestidos e incluso están adornadas con joyas. Su aparición no es tan habitual como el resto de elementos que ahora mencionaremos, pero tampoco descartamos su fabricación en otros materiales, como trapo o madera, y por tanto perecederos. Cronológicamente están documentadas a partir de mediados del siglo II d. C., aunque su proliferación es mayor a partir del siglo IV d. C.

pagana, que luego mencionaremos, y para la cristiana de Tarragona (SERRA VILARO, 1944, 203-204). Aún así, y sobre todo por la existencia de otros de los elementos expuestos, no descartamos su desaparición, por haber sido fabricadas en materiales perecederos, o porque, simplemente, no se incluyeron en el ajuar.

Estas muñecas suelen aparecer acompañadas con una serie de objetos, a veces en ámbar y cristal de roca, en miniatura. Aunque su aparición en sepulturas en las que no hay muñecas es mucho más común. Se trata de una variedad de amuletos y piezas en miniatura de todo tipo, fundamentalmente vajillas y herramientas. Conjunto que en el mundo romano recibía el nombre de crepundia, palabra que deriva del verbo crepare, “para hacer ruido”, lo que implica la importancia del ruido en su efecto y función, reforzando así su valor apotropaico. L. Pauli (1975, 116-135), en su estudio de los amuletos prehistóricos hallados en sepulturas de los Alpes, ha subdividido estos objetos en cinco grupos: los que producen ruido, aquéllos que tienen una forma significativa, con cualidades exteriores, objetos notables y curiosos y, finalmente, los fabricados en materiales altamente valorados por sus especiales propiedades; características que parecen poseer los crepundia. Todos estos objetos solían guardarse en unas cajitas llamadas cistellae246, que no debemos confundir con joyeros pues su función, única y específica, era la de guardar los crepundia.

113. Ajuar de la sepultura de Crepeia Tryphaena, Roma (MARTIN-KILCHER, 2000, fig. 7.1.)

Hemos documentado alguno de estos objetos en las diversas sepulturas analizadas en este trabajo. En la mayoría de los casos se trataba de espejos acompañados con otros materiales de ajuar pero sin aparente relación con los anteriormente descritos, por lo que los hemos descartado al creerlos simples objetos de uso personal. En otros casos, aunque lamentablemente en pocas ocasiones disponemos de informaciones referentes a la edad de las difuntas, hemos documentado la aparición de espejos, junto con abundantes joyas, amuletos, restos de posibles cistellae, vajillas en miniatura e incluso algún muñeco; materiales que nos hablan de un ajuar, hasta cierto punto, regularizado –por su proliferación también en el resto de provincias- y con una fuerte carga simbólica. Las grandes ausentes en éstos son, como ya hemos mencionado, las muñecas. Sólo documentadas para una inhumación 246

En cuanto a los casos hispanos aquí expuestos, la gran mayoría de los conocidos, el 71 por ciento, se fechan entre los siglos I y II d. C.; el 21 por ciento, en el Bajo Imperio, entre los siglos II y III d. C.; y el siete por ciento, con un solo caso documentado, en época Tardoantigua. El hecho de que la gran mayoría sean incineraciones ha podido determinar la falta de conservación de algún elemento más, propio de estos característicos depósitos. Otro problema es la carencia de datos a la hora de evaluar las edades de los así sepultados: ésta sólo es conocida en cuatro ocasiones y en todas ellas se corresponde con sujetos infantiles. Aunque como ya hemos visto para algunos casos más excepcionales, no era la edad la que determina este tipo de enterramientos y no descartamos su práctica en edades bastante más avanzadas.

Plauto, Rudens, v. 1140 ff. (Trad. M. V. Lindsay).

239

X

X X X

X? X?

Cistella

X X

X

X

X

X X X X X X

X X

Muñeca

X X X X

Miniaturas

X

Amuleto

X X

Espejo

Mat. escritura

Huso/Rueca

INC INC INH INH INC INH INC INC INC INC INH INC INC INC

Joyería

? Inf. Inf. Inf. ? ? ? ? ? ? 7 ? ? ?

Tocado

Rito

I d. C. I d. C. III d. C. VI d. C. I-II d. C. II d. C. I d. C. II-III d. C. III d. C. I d. C. I d. C. I d. C. I d. C. I d. C.

Sarcófago

Edad

Emporiae Emporiae Tarraco El Monastil Heredade do Padrao Ossonoba El Pradillo Emerita Emerita Emerita Emerita Carmo Carissa Aurelia Singilia Barba

Cronología

Necrópolis247

X X X

X X X X X? X X

a raíz de su soltería. Muchas de éstas jóvenes248 habían dejado de jugar con sus muñecos y demás accesorios hacía tiempo e, incluso, pudieron estar ya prometidas. En el caso de Crepereia Tryphaena parece que fue enterrada vestida de novia. De ahí la importancia de las joyas, el tocado en el pelo y otros accesorios símbolos del matrimonio.

La importancia de estos objetos radica en el hecho de que deben ser interpretados, no como simples juguetes para el niño fallecido y su disfrute en la otra vida (DEGANI, 1951-52, 15-19 y ROSSI, 1993, 156); ya que si no atendemos a éstos de forma individual y los analizamos en el conjunto del enterramiento, podemos entrever evidencias de que las niñas, incluso mujeres en algunos casos, habían fallecido antes de contraer matrimonio, aspecto que implicaba –al no haber podido cumplir con su función reproductora- una muerte ante suum die. La carga simbólica de estos objetos radica en el hecho de que las jóvenes romanas dedicaban sus juguetes a los dioses antes de casarse (LAFAY, 1877-1899, 768 y LÉCRIVAIN, 1877-1899, 1639-1662). Como refuerzo a esta teoría está el hecho de que, en los ejemplos de provincias recogidos por S. Martin-Kilcher (2000, 64, Table 7.1), las edades de las fallecidas iban desde los cinco a los 20 años, a excepción de una de ellas que tenía 66 años pero que, curiosamente, se trata de una sacerdotisa de Vesta –enterrada con una muñeca y una cistellae- (MARTIN-KILCHER, 2000, 64), lo que implica que murió sin haber contraído matrimonio y siendo virgen, aspecto que permite su inclusión en esta categoría de muertos prematuros. Los juguetes en la sepultura se convierten así en el símbolo de un proyecto truncado y en un indicador de su estatus en el otro mundo

Los espejos, los husillos y las ruecas aparecidos en este tipo de enterramientos adquieren un nuevo significado como símbolo de la condición de la mujer, el espejo ha sido especialmente mencionado durante el atavío de los esponsales e incluso la rueca y el husillo eran llevadas en la tradicional procesión nupcial romana (LAFAY, 18771899, 768). Finalmente, y como ocurre con los casos estudiados por S. Martin-Klicher (2000, 63-77), también en los ejemplos hispanos los hallazgos constatados parecen pertenecer a clases, si no altas, sí acomodadas; aspecto que se deduce por el tipo de receptáculos funerarios y por la cantidad de ajuar, sin mencionar las joyas y otros elementos personales. - Terracotas funerarias Conocemos una serie de terracotas figuradas, recuperadas en un contexto arqueológico más o menos fiable249, que en la inmensa mayoría de los casos aparece en relación con enterramientos infantiles, principalmente de niñas.

247

Para más información sobre los enterramientos: Emporiae, Incineración Ballesta 5 (ALMAGRO, 1955) y Incineración Torres 58 (ALMAGRO, 1955); Tarraco, Platja dels Cossis y C/ Robert d’Aguiló, S. 16 (MACIAS I SOLÉ y MENCHON BES, 1998-1999); El Monastil, S. 12 (SEGURA y TORDERA, 1997); Heredade do Padrao, S. 10 (VIANA y DEUS, 1951); Ossonoba, C/ de las Alcaçarias, S. 6 (GAMITO, 1992); El Pradillo, S. 1.a., (DEL AMO y DE LA HERA, 1973); Emerita, Vía de la Plata, A. 1. (MÁRQUEZ PÉREZ, 1998), C/ Albuhera y Avda. Lusitania, A. 52 (ALBA CALZADO, 2002), Hipermercado Continentinente, U.E. 4 (SÁNCHEZ BARRERO, 1996), C/ Cabo Verde, A. 1(MÁRQUEZ PÉREZ, 1998); Carmo, bustum 2 (BENDALA GALÁN, 1976a) Carissa Aurelia, S. 20 (PERDIGONES MORENO et alii, 1986); Singilia Barba, Monumento 1 (ATENCIA PÁEZ, 1988).

248

En los 13 casos recogidos por S. Martin-Kilcher: en dos, la edad es indeterminada, cuatro de ellas se sitúan entre los 4 y los 10 años; seis, entre los 12 –edad legal para el matrimonio en Roma (HOPKINS, 1965 y TREGGIARI, 1991)- y los 20 años; y sólo una superaba con creces esta edad, la sacerdotisa de Vesta que contaba con 66 años. 249 Conocemos ejemplos de estos hallazgos en todas provincias hispanas excepto en la Tarraconensis, es el caso de la Baetica con los ejemplos de Cádiz, Almuñecar, Córdoba y Munigua; o la Lusitania, en Mérida. Pero también en otras provincias occidentales del Imperio: la Gallia, Germania, Britannia o la Península Itálica (VAQUERIZO, 2004, 177185)

240

114. Conjunto de terracotas figuradas depositadas como ajuar en la sepultura 1 de la Avda. Corregidor, Corduba (VAQUERIZO, 2010, fig. 93)

La naturaleza de estas representaciones es muy diversa, predominan los bustos de diosas femeninas -sobre todo de Minerva y Venus- pero también animales domésticos, aves, seres humanos y representaciones de mitos clásicos. Estas imágenes, aunque algunos autores las asocian a lararios (FERNÁNDEZ DÍAZ, 1999, 151), podrían tratarse de juguetes o de figuras alegórico-simbólicas relacionadas con el imaginario infantil, en particular el femenino, depositadas como ofrendas al fallecido por parte de sus familiares al producirse su muerte prematura, como símbolo social de ésta, y quizás también en el deseo de que pudiera seguir jugando en el mundo de ultratumba, por toda la eternidad; sin dejar de lado su protección en el Más Allá, sobre todo en el caso de personificaciones divinas (VAQUERIZO, 2004, 185186).

adultos –fundamentalmente femeninas-, este hecho podría deberse a la posibilidad de que éstas no habían superado el estado de doncella, independientemente de la edad que pudieron haber alcanzado (VAQUERIZO, 2004, 197 y MARTÍN-KILCHER, 2000, 63-77); lo que se corresponde con una de las categorías de immaturi que establecimos al principio de nuestro trabajo. ○ Objetos que implican el desarrollo de rituales mágico/religiosos La magia y la superstición se nos presentan como fenómenos consustanciales del mundo antiguo, pese a la extendida creencia en el racionalismo de la civilización greco-romana. Magos, adivinos y astrólogos ofrecían explicaciones sobre lo desconocido, sobre el más allá espiritual y el porvenir, mucho más “comprensibles” que las de los filósofos; su éxito radicaba en que aportaban soluciones prácticas para resolver los conflictos de la vida cotidiana (VAQUERIZO, 2001a, 192) y, lo más importante, funcionaban en tanto en cuanto se creía en su eficacia (GAGER, 1992, 22).

Además, estos elementos, desde el punto de vista social y cultural, pueden interpretarse como definitorios de la edad infantil (VAQUERIZO, 2004, 188) y aunque es cierto que, en ocasiones, éstos aparecen en sepulturas de

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En este mundo, las necrópolis se nos presentan como uno de los lugares ideales para el desarrollo de prácticas mágicas. Era frecuente que tanto sagae como magoi llevaran a cabo sus ritos por la noche y en lugares alejados de las miradas indiscretas, en ámbitos privados y en solitario, o con escasa presencia de testigos; como antítesis del espacio diurno y público en el que se celebraban los sacra civica. Por esto, las áreas cementeriales –sobre todo durante la noche- que se convertían en lugares apartados y discretos, serán los escenarios ideales para todo tipo de prácticas mágicas; y prueba de ello son las numerosas tabellae defixionis o los muñecos de vudú hallados con frecuencia en estos lugares o en sus inmediaciones (SEVILLA CONDE, 2011a).

papiro, cera e incluso recipientes cerámicos (GAGER, 1992, 3), aunque parece que fue el plomo, tanto por la naturaleza perecedera del resto de materiales como por las propiedades de este metal, el más empleado. Este metal resulta barato y muy maleable, lo que permite trabajarlo y manipularlo con facilidad; al mismo tiempo que su naturaleza fría, pesada y ordinaria lo hacían particularmente adecuado para la tarea específica de trasmitir maldiciones y hechizos por su relación con los poderes del Otro Mundo (GAGER, 1992, 4). Atendiendo a su contenido, las defixiones se clasifican en cuatro categorías: las deportivas o agonísticas, que hacen referencia a la rivalidad en juegos y competiciones; las eróticas, relacionadas con la consecución del ser amado; las judiciales, destinadas a influir en litigios; y, por último, las dirigidas sencillamente a causar daño o venganza (VAQUERIZO, 2001a, 193). El papel del alma del fallecido en la consecución de estos objetivos no está del todo claro, pues desconocemos si su función era la de trasmitir la petición a los dioses o éstas tenían la capacidad de actuación como seres a medio camino entre vivos y muertos (GAGER, 1992, 18). En todo caso, no es difícil suponer que las distintas creencias se solaparían, variando a lo largo del tiempo.

Determinados enterramientos parecen haber sido un lugar común para la ubicación tanto de estos objetos con carácter mágico-religioso, como para este tipo de prácticas; siendo preferidos -por sus implicaciones- los fallecidos antes de tiempo o de un modo violento. En estos casos, se creía que sus almas se mantenían en un estado inquieto cerca de sus tumbas, ya que, por las características especiales de su muerte, continuaban en un estado liminar, intermedio, entre el mundo de los vivos y de los muertos.

De todos modos, el número de tabellae defixionis halladas en enterramientos está lejos de ser altamente representativo. Hasta el momento desconocemos hallazgos de este tipo en los enterramientos de la provincia Lusitania.

En el caso de las tabellae defixionis, D. R. Jordan (1985, 206) las describe como piezas manuscritas de plomo, normalmente en forma de planchas finas, con la intención de evocar algún poder sobrenatural en contra de personas o animales. Sabemos que se usaron otros materiales como fragmentos cerámicos, piedras calizas, piedras preciosas,

115. Tabella defixiunum de plomo hallada en la incineración 21 de la necrópolis ampuritana de la Ballesta. (ALMAGRO, 1955, Lám. III)

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No ocurre lo mismo en la Baetica250, donde contamos con el hallazgo de algunos ejemplares en contexto funerario. El ejemplo más temprano, hasta el momento, se localiza en Astigi, en la necrópolis de la C/Bellidos, y se ha fechado en la transición del siglo I a. C. al I d. C. También en Carmo, en la necrópolis del Anfiteatro, donde se halló un ejemplar en el interior de una urna de vidrio de la que casi nada más sabemos. Contamos también con algunas referencias generales para el hallazgo de estas tablillas de execración en la necrópolis sureste de Baelo Claudia; además de otros casos, mejor documentados en Corduba, capital provincial. Allí aparecieron, en el transcurso de las excavaciones de El Camino Viejo de Almodóvar, en 1932, tres defixionis: una de ellas recoge una plegaria a las divinidades, las otras dos refieren los nombres del objetivo de la maldición, aunque sin especificar el tipo de daño. A estos hallazgos añadiríamos el de la necrópolis oriental de la misma ciudad. Se trata de dos tablillas de plomo plegadas y depositadas en el interior de una urna de cerámica de tradición indígena perteneciente a un enterramiento de incineración infantil. En este caso el encantamiento, de carácter judicial, invoca a un genio maléfico para que enmudezca a una serie de personas con motivo de un litigio por una herencia (VAQUERIZO, 2001a, 192-194).

presencia generalizada en determinados enterramientos, tanto del mundo griego como romano, de un solo clavo o de varios dispuestos de una forma particular en torno al difunto o incluso, en ocasiones, clavados en su anatomía, nos permiten entrever que tras éstos opera un ritual de carácter mágico-religioso. Ya desde el siglo XIX, determinadas apariciones de clavos –fundamentalmente aquéllos que aparecían aislados- fueron interpretadas como amuletos apotropaicos cuyo propósito era proteger a los muertos de las amenazas de la Ultratumba. Aunque la aparición de clavos en un contexto funerario puede tener otros significados simbólicos que no podemos dejar de lado (ALFAYÉ, 2010, 444). El uso apotropaico de los clavos está registrado esporádicamente en el mundo griego, incluyendo Atenas, Corintio y Sicilia; aunque la mayor parte de los registros son romanos, principalmente del periodo comprendido entre los siglos I a. C.-II d. C. Su aparición en algunas tumbas judías del periodo del Segundo Templo, en Palestina, es explicada por R. Hachili y A. E. Killebrew (1999) como la evidencia de una costumbre importada del mundo griego. La explicación se apoya en una serie de textos rabínicos –muy tardíos- que hablan de colocar objetos de metal entre o dentro de las tumbas para protegerlas de los espíritus dañinos. También se postuló, para determinados hallazgos ocasionales de clavos en tumbas de la antigüedad tardía, y bajo la influencia de la tradición hagiográfica o apologética, que eran instrumentos de martirio (FERNÁNDEZ LÓPEZ, 1904, XLVIII); aunque la tendencia más generalizada en la actualidad es la de clasificarlos, junto con las campanas, dientes de animales, monedas y piedras semipreciosas, como amuletos apotropaicos. Una variante de esta hipótesis es que los clavos fueron dispuestos con la intención de proteger la tumba de la profanación, principalmente de los practicantes de magia; aunque la opción de que los clavos estén depositados sólo contra espíritus malignos o fantasmas parece preferible.

En la provincia Tarraconensis251 las tabellae defixionis halladas en contexto funerario también están lejos de ser numerosas. Conocemos tres en la necrópolis de la Ballesta, en Emporiae (MARCO, 2010, 399-423). Allí, en las sepulturas 21, 22 y 23, se dispusieron tablillas de plomo escritas por las dos caras y fechadas entre finales del siglo I a. C. y la transición al I d. C. El siguiente ejemplo, bastante singular por el tipo de soporte en el que fue grabado, lo encontramos en la necrópolis de la Plaza del Ferrol, en Lucus Augusti. Allí, en el interior de una cista circular de pequeño diámetro, se halló una urna globular de cerámica conteniendo los restos de la incineración, en la que se había inscrito la fórmula de execración, parece que en contra de los posibles violadores de la tumba. Se ha fechado en el siglo I d. C.

Tal vez sea éste el caso del hallazgo de la necrópolis de Lage do Ouro. En una de sus sepulturas – correspondiente al tipo 6C- se halló un recipiente cerámico que, en su interior, contenía 150 clavos de hierro. Al respecto, y a título anecdótico por la distancia temporal que los separa, conocemos abundantes botellitas cerámicas conteniendo clavos en la Europa de los siglos XVII y XVIII (MERRIFIELD, 1987, 163-175), que son interpretados –por autores contemporáneos a los depósitos- como contramedidas hacia la brujería, a posibles hechizos y prácticas mágicas que reverterían en el individuo que los lanzó (MERRIFIELD, 1987, 167168). La misma idea parece transmitir la fórmula de execración grabada en la urna cineraria de Lucus Augusti ya citada.

Y aunque éstos son los elementos más conocidos de este mundo mágico religioso, no faltan ejemplos de otros objetos hallados –o relacionados- con este contexto funerario. Los clavos juegan un importante papel en la idea de sujeción del difunto, como ya hemos visto para algunos casos particulares en los que la idea de defixio viene reforzada por otros factores como la posición anormal del cuerpo en la sepultura u otros complementos de carácter mágico-religioso. Es cierto que, en la mayor parte de las ocasiones, éstos tenían una función utilitaria, por lo que a la hora de estudiar la aparición de estos materiales, debemos descartar aquéllos que o formaron parte de la estructura del ataúd, de otros contenedores depositados como ofrendas o de las suelas del calzado. No obstante, la

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En otros casos, el objetivo en la disposición de estos elementos era el de sujetar y mantener al fallecido en el lugar que le correspondía, es decir, la tumba. En el Mundo Antiguo, cuatro categorías de muertos eran comúnmente temidas, al ser, peligrosamente considerados

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 375-389. Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407.

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como seres “sin descanso”. Este tipo de difuntos, aquéllos que habían muerto prematuramente, los fallecidos de forma violenta, los que no habían recibido los rituales funerarios apropiados (ALFAYÉ, 2010, 445) y, en ocasiones, aquéllos que habían muerto antes de contraer matrimonio, tendían a hechizar el lugar donde habían muerto y/o donde habían sido enterrados. El miedo que se tenía a estos revenants o morts malfesants está bien atestiguado en la antigüedad, del mismo modo que la creencia de que los clavos podían fijar determinadas fuerzas sobrenaturales y peligrosas. De la unión de ambas creencias varios investigadores han sugerido que este tipo de magia podía haber servido para proteger a los vivos de los muertos. La clave la encontramos en una de las declamaciones de Pseudoquintiliano (IV d. C.) que nos describe el intento de acusación de una mujer a su marido, por haber pagado a un mago que fijara el fantasma de su hijo que, repetidamente, la visitaba después de su cremación y permanecía con ella toda la noche. La idea parece haberse originado tomando literalmente el deseo sit tibi terra gravis. El texto de Pseudoquintiliano, describe un ritual complejo para fijar un fantasma que ya es activo; pero también podría pensarse que los clavos pueden haberse depositado de forma preventiva en las tumbas para impedir que el muerto regresase y molestase a los vivos.

extraer de la declamación de Pseudoquintiliano, parece ser que existía, o podía existir, una escala de violencia ritual que podía ejercerse, en distinto grado, sobre el muerto. Así, la presencia de uno o más clavos en la tumba –siempre y cuando su aparición no se deba a los restos de un objeto funcional, como un ataúd- debe interpretarse como una práctica simpática dirigida a conseguir una de estas dos intenciones conscientes: evitar el peligro sobrenatural del muerto y proteger a los vivos de los muertos vivientes confinándolos simbólicamente a la tumba. En cualquier caso, si no existen otros objetos presentes es imposible decidir entre ellos.

En Hispania conocemos diversos casos en los que la disposición de clavos en el interior de la sepultura y con relación directa a los restos allí contenidos, nos permiten hablar del desarrollo de rituales de estas características. Encontramos alguno de los ejemplos más claros en la sepultura 3 de la C/Onésimo Redondo, en Onuba, donde aparecieron varios alrededor del cuerpo y uno en el interior de la boca; en la sepultura 7 de la Avda. de Ollerías, donde se halló uno sobre el pecho del difunto, también en la sepultura 12 de la C/Lucano donde aparecieron cuatro alrededor del difunto y dos más incrustados en su pecho y en la sepultura 4 de la C/N. de Ajerquía, todos ellos en Corduba; en Baelo Claudia, en una de las sepulturas infantiles se recogieron, junto a la cabeza del sujeto allí inhumado, tres grandes clavos de bronce. Lo mismo documentamos en la sepultura 2430 de la C/ Quart, en Valentia, en la que aparecieron dos a ambos lados de la cabeza; en Emporiae, en la necrópolis de Martí, en la que un sujeto infantil tenía un clavo en una de sus manos; o en El Albir, donde, en la sepultura 6, se encontraron dos clavos, de gran tamaño, introducidos en la tierra con la punta hacia abajo.

Para terminar, y en relación a los clavos y al plomo, conocemos en Corduba, procedentes de una escombrera y conservadas en una colección particular, dos figuritas, en la que se representa a una mujer abrazada a un hombre. Sin duda forman parte de un encantamiento erótico, similar a otro documentado en Egipto en el que dos figuras similares – de cera en este caso- iban acompañadas de una defixio en la que podía leerse: “Demonios, obligad a Eufemia a amarme… ahora mismo, ahora mismo, enseguida, enseguida” (VAQUERIZO, 2001a, 194). Los paralelos al respecto, en el mundo griego y romano, son enormes y la evidencia arqueológica muestra como pequeñas figurillas de plomo, arcilla y cera fueron utilizadas, con relativa frecuencia, en rituales privados con el objeto de causar daño a los enemigos personales. Éstas, que generalmente se depositaban en el interior de las sepulturas, aparecen con los brazos atados a la espalda, atravesadas por clavos en distintas partes de su anatomía -como los ojos, las orejas y la boca-, con las piernas cruzadas e incluso, a veces, con inscripciones (FARAONE, 1991, 190-191). En éstas, se buscaba, como en los casos anteriores, la inmovilización simbólica de la víctima –que quedaría reducida a la impotencia- mediante un procedimiento de magia simpática252.

Finalmente, hay un cierto número de hallazgos arqueológicos de clavos en contextos funerarios que no cumplen esta pauta dual protectora y defensora, sino que revelan otras intenciones simbólicas. En determinados casos, determinadas tablillas defixiones se encontraron en urnas cinerarias junto con pequeñas cabezas de clavos, posible evidencia de un ritual dirigido a fortalecer la maldición. Muchos casos de los cementerios galorromanos (I-IV d. C.) indican que los clavos pueden usarse para infringir daño ritual en los bienes de la tumba, como cerámica y vajillas de metal. De ahí el significado polisémico que S. Alfayé (2010) defiende para estos objetos.

Pero hallazgos similares parecen constatarse en otras zonas del Imperio: en el norte de la Gallia (VAN DOORSELAER, 1967), también en la necrópolis galorromana de La Calade (BÉRARD, 1961) o Cerdeña (ALFAYÉ, 2010). En todos estos sitios, el desarrollo de esta práctica parece haberse empleado de manera sistemática, lo que aumenta la impresión de que era un ritual, más o menos, normalizado y encaminado a fijar al muerto. Hay que destacar, a partir del registro arqueológico, que tales rituales de “fijación” eran generalmente efectuados en el cuerpo del difunto o en las cenizas producto de la cremación. Pero, como podemos

○ La unctura y sus evidencias materiales En el apartado anterior obviamos aquellos objetos que, aunque aparecen acompañando al difunto, no son fruto de un depósito intencionado. Creemos necesario analizar aparte los elementos procedentes de la mortaja así como

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Ver: 5. 1. b. La posición del muerto en la sepultura, 205 y ss.

aquellos derivados de la preparación del cadáver para el funeral; pues no las consideramos disposiciones intencionadas por cuanto no hay voluntad precisa de la disposición de estos objetos dentro de la sepultura –nos referimos a los clavos del ataúd, alfileres de la mortaja, distintos elementos de vestido localizados en sus posiciones funcionales, etc.-; pero que su aparición es consecuencia de un ritual previo. Su presencia, por tanto, no es azarosa ya que corresponde a una elección concreta del finado o de sus familiares, la cual, a su vez, estuvo condicionada por los preceptos vigentes, en ese momento, en una determinada sociedad.

dedos de los inhumados, lo que implica que, durante el Bajo Imperio, el ritual de annulos detrahere dejó de desarrollarse. Un comportamiento similar parece observarse en las necrópolis de la Baetica254. En el Alto Imperio, fundamentalmente durante el siglo I y la transición al II d. C., la mayor parte de los anillos que documentamos en incineraciones: cuatro sepulturas en la necrópolis del Anfiteatro de Carmo; la sepultura 16 de la necrópolis Sureste de Baelo Claudia; lo mismo en la necrópolis de la C/General Ricardos, en Gades; en un enterramiento en Dos Hermanas y en otro de Hispalis, los anillos aparecían sin la acción del fuego. Y sólo en cuatro casos, el ritual no se había realizado: uno de ellos lo localizamos en Carmo, otro en una cremación de la Avenida del Pretorio de Corduba, en la misma ciudad, una inhumación de la Avenida de las Ollerías contenía dos anillos uno que había sido extraído y otro no y, finalmente, en una sepultura de Hispalis.

- El ritual de annulos detrahere Según la tradición, una de las primeras obligaciones para con el finado era quitarle los anillos, práctica conocida con el nombre de annulos detrahere. Nosotros, hemos estudiado el desarrollo de este ritual con relación a las evidencias materiales halladas en las sepulturas del territorio estudiado; si se trata de incineraciones, hemos valorado si los anillos que acompañan a los restos de la cremación tenían, o no, huellas de la acción del fuego. A partir de aquí podemos deducir si fueron extraídos antes de la combustión y depositados después, en caso de que el ritual de annulos detrahere se hubiera respetado, junto con las cenizas producto de la combustión. Para las inhumaciones las evidencias son más fáciles de cuantificar, ya que o el anillo aparecía en uno de los dedos o, en caso de que se hubiese cumplido este ritual, en la sepultura, pero no en su posición funcional.

Durante el Bajo Imperio los resultados no son totalmente concluyentes ya que, en dos ocasiones, la primera en la transición del siglo II al III d. C., en una inhumación del territorium de Astigi y, la segunda, entre el III y IV d. C., en una sepultura de la C/Onésimo Redondo, de Onoba, los anillos se habían extraído para ser introducidos, posteriormente en la sepultura. No ocurrió lo mismo en las sepulturas de El Ruedo, en Almedinilla, en la necrópolis de Loja o en Benazar, en el Cortijo de Doña Mencía, aunque en estos casos las referencias son imprecisas.

Esta costumbre se mantiene, con una observancia bastante estricta, durante, al menos, los dos primeros siglos de la Era en las tres provincias estudiadas –aunque en la Tarraconensis, como ahora veremos, conocemos casos anteriores.

Finalmente, en los territorios de la provincia Tarraconensis255, donde los casos constatados son mucho más numerosos, las evidencias parecen mostrar un mismo comportamiento para el desarrollo de este ritual que en las anteriores provincias.

En la provincia Lusitania253, observamos cómo este ritual se cumple de forma clara durante los dos primeros siglos de la Era, tal y como constatamos en la necrópolis de Heredade do Padrao; Santo André; Ossonoba, en un enterramiento de la necrópolis de la C/Alcaçairas; o en una sepultura de Emerita Augusta, sita en la C/Cabo Verde. En estos casos, los anillos aparecían acompañando a una serie de incineraciones y en ningún caso mostraban las huellas de la acción del fuego. Aún así, en Emerita Augusta, en un enterramiento de la Barriada de los Milagros y en otro en el Polígono Industrial el Prado, los anillos aparecían fundidos por la acción del fuego; lo que implica que no fueron extraídos antes de la incineración y, por tanto, el ritual de annulos detrahere no se observó.

Encontramos anillos sin la huella de la acción del fuego, en una incineración de las necrópolis del Cigarralejo, siglos II-I a. C., en la que los cuatro anillos hallados se habían extraído; en la necrópolis de Lucus Augusti; en dos sepulturas ubicadas en el Monumento 2 de la necrópolis de Oiasso; en Pollentia y Emporiae, a lo largo del siglo I d. C.; entre los siglos I y II d. C., volvemos a documentar esta práctica en las diversas necrópolis de Emporiae, en Santa Criz y en una incineración de la C/Largo Carlos Amarante, en Bracara Augusta. Y sólo en dos casos, en una inhumación de cronología republicana de la necrópolis de la C/Quart, en Valentia, y en dos incineraciones de la necrópolis Torres de Emporiae, los anillos se habían mantenido en su posición funcional.

Para el resto de los casos, fechados en la transición al siglo III y durante las dos centurias siguientes, en los que conocemos claramente la ubicación de los anillos: en una sepultura del monumento funerario del Dintel de los Ríos y en tres sepulturas de la necrópolis ubicada al Sur del Actual cementerio Municipal, en Emerita Augusta, y en un enterramiento de Mirobriga, éstos aparecen en los

Para el Bajo Imperio, una vez más, los casos conocidos no suelen especificar la ubicación de los anillos con respecto al óbito. Aún así, podemos establecer que el

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Ver: 10. 6. El ritual de annulos detrahere, 408.

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Ver: 10. 6. El ritual de annulos detrahere, 409. Ver: 10. 6. El ritual de annulos detrahere, 410-411.

ritual parece que se llevó a cabo en dos inhumaciones sitas en Peal del Becerro, otras dos en San Miguel del Arroyo, una más, en decúbito prono, en Caesaraugusta, en la necrópolis de la Puerta Occidental, con unas cronologías situadas entre finales del siglo II y durante el III d. C. Los últimos casos, los constatamos en las necrópolis de San Miguelle y en Ponte Limas, fechadas en el siglo V d. C. De todos modos, el resto de los casos en los que conocemos la ubicación del anillo, Tisneres y Granollers, fechados en la transición del siglo II al III d. C.; otro caso en San Miguelle y los documentados en El Espartal, ésta datada en el siglo VI d. C., los anillos continuaban en su posición funcional. Podemos deducir de estos últimos que, aunque de un modo general, el ritual de annulos detrahere se va abandonando paulatinamente a lo largo del Bajo Imperio, todavía perviven ecos de esta costumbre en determinadas áreas sepulcrales.

siendo una constante. Los documentamos en la necrópolis de Aljustrel, son frecuentes en las distintas zonas funerarias de Emerita Augusta, conocemos otro en un enterramiento de Carvahal, en otro de la necrópolis de Heredade do Padrao, en distintas áreas funerarias de Olisipo Felicitas Iulia, Pax Iulia, Serrones, Civitas Aravorum, Berzocana o Monte Novo do Castelinho. Durante el Bajo Imperio, al menos en la transición al siglo III d. C. y a lo largo de toda la centuria, los ungüentarios siguen apareciendo con cierta frecuencia en las distintas necrópolis estudiadas. Por supuesto, constatamos su presencia las distintas áreas funerarias de la capital de la provincial, Emerita Augusta: en el Sitio del Disco, en la zona del Puente sobre el río Annas o en la C/Cabo Verde; pero también en otras necrópolis como la de Arrochela. Finalmente, en el territorium de Emerita, en la Fábrica de el Águila, en Balsa, Quinta do Arroio, y en Heredade de Chaminé es donde encontramos los últimos ejemplos y, por tanto, con las cronologías más modernas, entre los siglos III-IV d. C. A partir de entonces, los ungüentarios desaparecen totalmente de los ajuares de las sepulturas de la Lusitania.

- El lavado y el perfumado del cadáver: los ungüentarios Como ya explicamos en el punto dedicado al desarrollo de los funerales, tras el fallecimiento se procedía al lavado y perfumado del cadáver. Es la unctura propiamente dicha y, materialmente, el único resto de la misma lo representan los ungüentarios. Éstos no sólo nos informan del desarrollo de esta parte del ritual, sino que como otros elementos materiales nos permiten establecer, por su tipología, una cronología relativa. En líneas generales, se observa una evolución lineal de los mismos en todo el territorio hispano. Como es normal, en las necrópolis con cronologías más tempranas aparecen fabricados en cerámica y son, generalmente, fusiformes; es a partir de época augustea, e incluso con Tiberio, cuando comienzan a ser sustituidos por los de vidrio. En un primer momento las formas piriformes, Isings 6 y 8, y posteriormente Isings 82, fundamentalmente entre los siglos II y III d. C. En la Lusitania256, el ejemplo más temprano lo encontramos en Emerita Augusa, en la zona funeraria de El Tabarín, con una cronología entre el siglo I a. C. al I d. C. Pero es a partir del siglo I d. C. cuando los ejemplos se multiplican. Documentamos la aparición de ungüentarios acompañando a incineraciones en las necrópolis de Alenquer, Aljustrel, El Carrascalejo y en las diferentes áreas funerarias de Emerita Augusta, tales como El Tabarín o el Sitio del Disco, ambas con un continuado uso funerario, la C/Villafranca, la C/Poeta Marcial o la zona de los Columbarios entre otras. En general las sepulturas acompañadas por ungüentarios suponen un porcentaje no muy alto respecto al número de tumbas de la necrópolis en que se localizan; éste se ve ligeramente incrementado en el caso de la necrópolis de Santo André, donde las sepulturas en las que aparecieron ungüentarios suponían el 20 por ciento del total, pero no es lo frecuente. En la transición al siglo II y a lo largo de la centuria, la aparición de estos elementos continúa

En la Baetica257, aunque encontramos algunos ejemplos anteriores a la Era, es el caso de la necrópolis de Nerva, en La Bodega, Corduba, o Gades en las C/Juan Ramón Jiménez y C/Tenerife con Avenida Andalucía; el grueso de los casos los encontramos en el Alto Imperio, con un predominio de éstos durante el siglo I d. C. Pero no sólo se multiplica el número de necrópolis en las que los ungüentarios aparecen sino el número de sepulturas, en un primer momento casi anecdótico, que contenían estos pequeños recipientes. En Astigi, en la necrópolis de la C/Bellidos, el 19 por ciento de los enterramientos habían sido acompañados por, al menos, un ungüentario, y en La Algodonera, casi el 40 por ciento. No obstante, y aunque aparecen con más frecuencia en este momento, las proporciones raras veces alcanzan estas cifras. Aparecen en Baelo Claudia, en la necrópolis Sureste; en Carmo, en la necrópolis del Anfiteatro; en la necrópolis Norte de Carissa Aurelia; en Cerro Muriano o las distintas áreas sepulcrales de Colonia Patricia Corduba, donde debemos destacar la zona funeraria de La Constancia por su gran representación; sin olvidar otras ciudades como Onuba, en La Esperanza; Singilia Barba; Gades, Hispalis u otros núcleos diseminados por el territorium como Alcolea del Río, Stock del Gossan o Tharsis. Continúan apareciendo con cierta frecuencia durante el siglo II d. C., aún así el porcentaje de las sepulturas que contienen ungüentarios sigue siendo relativamente bajo. De nuevo, a lo largo de esta centuria aparecen bien documentados en Corduba, en la Avenida del Corregidor, C/Avellano u Ollerías; también los encontramos en dos sepulturas del Barrio de la Trinidad, en Malaca; sin olvidar otras referencias, de carácter general y poco precisas, para su aparición en enterramientos de la necrópolis de Alcolea del Río, Campillos, La Calilla, etc.

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Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 445.

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 375-389 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 446.

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116. Relación de los ungüentarios aparecidos en los ajuares de las tres provincias hispanas

Durante el Bajo Imperio los casos constatados parecen seguir las directrices del resto de provincias. En la transición entre el siglo II y III d. C., parece haber un repunte del número de necrópolis en las que aparecen unguentaria; los documentamos en Corduba, en la C/ del Avellano o Nicolás de la Ajerquía, en Alcolea del Río, en un enterramiento del territorium de Astigi; en Iluro, Cortijo Melero, o en La Calilla, ya mencionada a causa de su dilatada cronología. Su presencia se mantendrá a lo largo del siglo III d. C., donde los ejemplos aún son importantes: conocemos referencias para la necrópolis de la C/Avedaño, en Astigi; en Hasta Regia; así como para la zona funeraria de Las Ollerías, en Corduba, Nerva y Torrox. Pero a partir de aquí, en la transición al siglo IV y durante toda esta centuria, las cifras decrecerán considerablemente para desaparecer, por completo, en los siglos V y VI d. C., con el último caso localizado en la necrópolis de El Cerro del Trigo.

Osca; en la necrópolis de la Puerta Norte de Castulo; en la necrópolis de la C/Quart, en Valentia o Villajoyosa. Trayectoria que sigue al alza durante el Alto Imperio, fundamentalmente durante el siglo I d. C. En este momento las necrópolis de Emporiae, Torres, Patel, Rubert o Bonjoan tienen un protagonismo absoluto, sobre todo por la gran cantidad de ungüentarios localizados. Aún así aparecen también en las necrópolis de El Espinal, en Lucentum, en el Parque de las Naciones; Mahora, Segobriga, Tarraco, Uclés, Uxama o Asturica Augusta. A partir del siglo II su protagonismo en las ofrendas funerarias decrece considerablemente. Conocemos algunos ejemplos en Bracara Augusta, en la necrópolis de la C/Largo Carlos Amarante; en el Muntanyar; Mahón o Lucus Augusti, en la Plaza del Ferrol. En el Bajo Imperio, al menos durante el siglo III y en su transición al IV d. C., registramos un leve aumento en su aparición. Los documentamos en Lucentum, en el Frapegal; Albalate de las Nogueras; Funes; Septimanca; Tarraco, en un monumento del Parc de la Ciutat, o en Valentia, en La Boatella. Pero a partir de entonces, desaparecerán totalmente de los ajuares, aunque aún conozcamos algún ejemplo residual en Albalate de las Nogueras o la necrópolis Sur de Pedrosa de la Vega, ambas datadas en el siglo IV d. C., o en Villafranca, como caso extremo, con una cronología entre el siglo V y VI d. C.

Las directrices observadas en la Tarraconensis258 son bastante similares a las ya descritas, aunque de nuevo, tiene la particularidad de arrojar las cronologías más tempranas constatadas. El primer caso conocido lo encontramos en la necrópolis de El Cigarralejo, entre el siglo II-I a. C., en las que aparece con relativa profusión, teniendo en cuenta su carácter tardoibérico. De todos modos, el número de necrópolis en las que constatamos ungüentaria se incrementa considerablemente en la transición a la Era, con distintos ejemplos en las necrópolis de Emporiae, para la etapa iberorromana de

258

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 447.

247

117. Relación de los distintos elementos de vestido hallados en los enterramientos de las tres provincias

Finalmente, y casi con carácter anecdótico, conocemos los análisis realizados en uno de los ungüentarios hallados en una sepultura de Can Bel, con una cronología entre finales del siglo I a. C. e inicios del I d. C. Los análisis polínicos documentaron la existencia de diversas plantas que pudieron haberse empleado en la preparación del producto contenido en su interior: Asteraceae, Apiaceae y Ephedra o Vitis. Y los estudios microscópicos han permitido detectar restos de canela (Cinnamonium zeylanicum Nees) y de aceites vegetales. El contenido es fundamentalmente de carácter vegetal y, aunque estos compuestos aromáticos tienden a volatilizarse, siendo, químicamente, difícil determinar su naturaleza, es fácil pensar que el ungüentario contuvo un aceite vegetal aromatizado por la maceración de los distintos elementos vegetales detectados.

En cualquier caso, es prácticamente imposible –salvo raras excepciones- detectar restos de tejido en el interior de las tumbas, pero no así otros elementos accesorios de éste más resistentes al paso del tiempo: es el caso de fíbulas, broches, botones, restos de calzado, hebillas de cinturón, etc. En la Lusitania260, la aparición de elementos de vestido es una constante a lo largo del periodo estudiado. No obstante, la naturaleza y tipología de éstos varía según épocas, por lo que podemos establecer si no unas tendencias, sí las variaciones propias de una moda y un modo de vestir. El elemento que aparece representado con más frecuencia son las fíbulas, fechándose el ejemplo que más tempranamente constatamos entre los siglos II y I a. C., en la necrópolis de Plasenzuela. Las fíbulas aparecerán con más o menos frecuencia, como ahora veremos, a lo largo de todo el dominio romano siendo el último caso documentado en la provincia el de la necrópolis de Almaraz, datada en el siglo V d. C. Aún así, éstas son más abundantes durante el Alto Imperio: en el siglo I d. C. las encontramos en la necrópolis de Alenquer, en la zona funeraria del Teatro Romano y del Hipermercado Continente, en Emerita Augusta, en Fonte Velha, Heredade de Chaminé y Santo André; continúan apareciendo con profusión en la transición al siglo II d. C., donde las encontramos en la necrópolis de Carvahal, en Heredade do Padrão o Serrones. Durante el Bajo Imperio, aunque en un número menor, todavía aparecen entre los siglos II y III d. C., en Emerita Augusta, en el Puente sobre el río Annas, en la necrópolis 4 de O Padrozinho o, ya en el siglo III d. C., en Porto dos Cacos. El último caso documentado, y ya mencionado, se fechaba en el siglo V d. C.

En relación con el ritual funerario romano, el uso de perfumes tiene un papel fundamental en las prácticas preparatorias del cadáver. En este sentido, y como ya hemos visto, es frecuente la aparición de ungüentaria asociados a enterramientos. - Evidencias del vestido Tras la limpieza del cadáver, éste era amortajado con los mejores vestidos correspondientes a su rango. Para la mayor parte de los ciudadanos, la toga se conservó siempre como mortaja, aún en los tiempos en los que se solía llevar la túnica o la paenula. De tal modo que Juvenal259, con la ironía que le caracteriza, nos dice que la mayor parte de la gente no llevaban toga sino después de muertos. Aún así, los más pobres, segmento poblacional a los que, seguramente, pertenecerían la mayor parte de los casos constatados en nuestro estudio, eran envueltos en un lienzo negro (CUQ, 1877-1899, 1388).

260

259

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 448.

Juvenal, Sátiras, III, 171. (Trad. M. Balasch).

248

118. Sepultura 10 de la necrópolis de la Puerta Occidental, Caesaraugusta, en la que pueden apreciarse los distintos elementos de vestimenta aparecidos (GALVE, 2008, fig. 47)

La aparición de hebillas de cinturón es también relativamente frecuente, sobre todo a partir del Bajo Imperio, aunque las cifras son demasiado pequeñas como para poder establecer una tendencia clara. Los primeros casos constatados los documentamos en el siglo I d. C., en la necrópolis de Alenquer y en Santo André, donde su proporción con respecto a las fíbulas es muy pequeña en ambos casos. En la transición al siglo II d. C. y durante toda la centuria, aparecen en Serrones, en la necrópolis del Campo de Fútbol, en Emerita Augusta. En el Bajo Imperio aparecen con más frecuencia, aunque los ejemplos siguen siendo no muy numerosos. Entre finales del siglo II y durante todo el III d. C., constamos su aparición en Emerita Augusta, en el Sitio del Disco, en la necrópolis 4 de O Padrozinho y en Porto dos Cacos. Los siguientes ejemplos con los que contamos, lo que no implica que dejasen de usarse tal y como veremos en las otras provincias, datan del siglo V d. C., en Alamaraz y en la necrópolis 1 de O Padrozinho, fechada en la transición de esta centuria a la siguiente.

En ocasiones aparecen también botones, generalmente fabricados en hueso, fibra de vidrio o bronce, y que documentamos en la necrópolis de Alenquer, siglo I d. C., en Emerita Augusta, entre los siglos I y II d. C., en la Corchera Extremeña y en la Avenida Reina Sofía; entre el siglo II y III d. C., aparecen en Torre das Arcas y en alguna de las sepulturas de la zona funeraria sita entre la C/Albuhera y la Avenida Lusitania, en Emerita Augusta. El último ejemplo constatado se sitúa en la transición de los siglos IV y V d. C., en la necrópolis de Casais Velhos. En la provincia Baetica261 los distintos elementos de vestimenta constatados son numéricamente escasos, en ocasiones porque las referencias a las que hemos podido acceder eran más generales y menos específicas, sobre todo si la comparamos con el caso de la provincia Tarraconensis. De todos modos, del análisis realizado se desprende una diferenciación clara -que no lo era tanto para el caso de la Lusitania- entre el Alto y el Bajo Imperio. Desde el advenimiento del Principado hasta el siglo II d. C., el predominio absoluto lo ostentan las fíbulas que documentamos en Iliberri, en la necrópolis de La Algodonera, en Astigi, diversos casos en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia, en Corduba, en la zona de la Ciudad Jardín, o Hispalis, en Santa Marina. A partir de

En cuanto a los elementos del calzado, fundamentalmente se trata de las tachuelas de la suela, todos los casos documentados se encuentran en la capital provincial: Emerita Augusta. El primero aparece en el siglo II d. C., en la necrópolis del Campo de Fútbol; con una cronología entre el siglo II y el III d. C., encontramos tachuelas de calzado en el Sitio del Disco, también en la zona funeraria ubicada al Sur del Actual Cementerio Municipal, siglo III d. C., y en la Barriada de las Abadías, siglos IV-V d. C.

261

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 375-389 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 449.

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este momento, dejan de aparecer –según apuntan nuestros datos- o, en todo caso, su aparición decrece considerablemente.

cinturón son protagonistas indiscutibles de los elementos de vestimenta localizados en enterramientos; y así nos lo confirman los hallazgos llevados a cabo en Fuentespreadas, en la Lanzada, Noalla, en la necrópolis Norte y Sur de Pedrosa de la Vega, en San Miguel del Arroyo, Aldea de San Esteban, Tírig o El Monastil, esta última con una cronología del siglo VI d. C. La mayor parte de estos hallazgos bajoimperiales se enmarcan en el horizonte cultural denominado “necrópolis del Duero”, en las que, como veremos, son frecuentes también la aparición de elementos de calzado.

Contrariamente, aunque conocemos la existencia de un broche de cinturón en una sepultura datada en el siglo I d. C. y ubicada en la necrópolis del Anfiteatro, en Carmo; la profusión de éstos elementos se da partir del Bajo Imperio, momento en el que no constatamos fíbulas. Las hebillas de cinturón aparecen en la necrópolis de Colomera, entre el siglo III y IV d. C., en el Cortijo de Vázquez, datada en la centuria siguiente, y en Ventas de Zafarraya, entre el siglo IV y V d. C. En la Tarraconensis262 conocemos múltiples ejemplos de restos de vestimenta en los enterramientos. Las fíbulas, al igual que en los casos anteriores, son el elemento más representado durante los momentos iniciales de la ocupación de romana. Éstas aparecen ya entre el siglo II y I a. C., en la necrópolis de El Cigarralejo, así como en tránsito a la Era en la necrópolis de Can Bel, en Carratiemes y en la necrópolis de la C/Quart, en Valentia. Aunque es durante el siglo I d. C., de modo similar al resto de provincias estudiadas, cuando estos elementos tienen su protagonismo absoluto. Los ejemplos al respecto son numerosos: encontramos una fíbula en el interior de una urna cineraria que albergaba una cremación infantil en Bilbilis, en el interior de una casa; aparecen con frecuencia en las necrópolis del Espinal, Ateabalsa y Otegui, en la necrópolis de Campo Patel o Ballesta, en Emporiae, en Oiasso, Uclés o Santa Criz, donde conocemos algunas referencias de carácter general. A partir de este momento los ejemplos decrecen considerablemente, aunque sin llegar a desaparecer pues todavía aparecen en determinados enterramientos. En el siglo III d. C., las documentamos en la necrópolis de la C/Maximinos, en Bracara Augusta, y en la necrópolis de la Puerta Occidental, en Caesaraugusta; en la transición a la siguiente centuria tenemos constancia de su aparición en Tarraco, en la zona funeraria de Prat de la Riba y Ramón y Cajal; además de en Vicus, en Isla Torralla, y Adro Vello. Los últimos casos constatados, Segobriga y Aldaieta, tienen un carácter casi anecdótico y se fechan entre los siglos IV y V d. C.

119. Restos de las caligulae claveteadas halladas en la Sepultura 95 de la necrópolis Norte de Pedrosa de la Vega. (ABÁSOLO et alii, 2004, fig. 83)

Los elementos de calzado aparecen representados, fundamentalmente, por tachuelas, aunque, en ocasiones, aparecen pequeñas hebillas pertenecientes a las sandalias. Siguiendo la tónica de las hebillas de cinturón, estas características tachuelas aparecen, como fecha más temprana, entre los siglos I a. C. y I d. C., tal y como documentamos en algunos enterramientos de la necrópolis de la C/Quart, en Valentia. Durante el Alto Imperio, entre los siglos I y II d. C., aparecen, aunque en un número no muy representativo, en la necrópolis de Campo Granada, en Emporiae, en Barcino, en la vía funeraria ubicada en la Plaza de Villamadrid, en una rica sepultura hallada en Toletum, así como en algunos enterramientos de la necrópolis de la Plaza del Ferrol, en Lucus Augusti, con un amplia cronología que va del siglo I al III d. C. Pero será a partir del Bajo Imperio cuando estos elementos aparezcan con una mayor frecuencia. Los documentamos en la necrópolis de la Puerta Occidental, Caesaragusta, datada en el siglo III d.

Las hebillas de cinturón, aunque también aparecen en fechas tempranas, es el caso de las documentadas en la necrópolis de la C/Quart, en Valentia, datada entre el siglo I a. C. al I d. C., o, con más profusión, durante el I d. C., con numerosos ejemplos como Padilla de Duero, Pollentia, Santa Criz, Segobriga y alguna necrópolis de Emporiae, como La Ballesta y Torres, desaparecerán en el siglo II d. C. para no volver a aparecer -a excepción del caso datado en el siglo III d. C. y localizado en la necrópolis Can Prats, en Portus Magnus-, hasta el siglo IV d. C. A partir de este momento, las hebillas de 262

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 450.

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zonas del Teatro Romano, Hipermercado Continente, C/Poeta Marcial, en la Corchera Extremeña o en la C/Reina Sofía, todas datadas entre los siglos I y II d. C.; aunque también de otros materiales como azabache, ámbar o hueso, como es el caso de una cuenta localizada en la necrópolis de Aljustrel; estando, estos materiales, menos representados. Son frecuentes también los pendientes documentados en las necrópolis de Santo André, fabricados en oro; los hallados en Heredade de Chaminé o en Emerita Augusta, en la zona funeraria del Hipermercado Continente. En cuanto a las pulseras y brazaletes su representación numérica es casi anecdótica en estos momentos altoimperiales, y conocemos una fabricada en bronce, en la necrópolis de Badajoz, y otra de oro, que apareció junto con otras joyas ya mencionadas, en una sepultura de la C/Reina Sofía, en Emerita Augusta.

C., en Albalate de las Nogueras, en la transición a la siguiente centuria, en tres enterramientos de la zona funeraria de Prat de la Riba y Ramón y Cajal, en Tarraco; en la necrópolis de El Barrial, en Fuentespreadas, en La Lanzada, en la necrópolis Norte y Sur de Pedrosa de la Vega, en el enterramiento de Rubí de Bracamonte o en algunas sepulturas de San Miguel del Arroyo, todas ellas datadas en el siglo IV d. C. Finalmente, los últimos casos los constatamos en los enterramientos del Campus de Vegazana y Aldaieta, datadas en la transición al siglo V d. C. y durante toda esta centuria. La aparición de botones, que implica el uso de otro tipo de vestimenta, no es tan numerosa como en el caso de otros elementos, no obstante documentamos su presencia tanto en el Alto como en el Bajo Imperio. Para el primer momento, en el siglo I d. C. conocemos su aparición en la necrópolis de Patel y la Ballesta, en Emporiae, así como un solo caso en la de Ateabalsa, en el Espinal. Como vemos no es un elemento dominante como indicador de vestimenta, aunque continúa documentándose en la transición al Bajo Imperio, entre los siglos II-III d. C., como constatamos en los enterramiento de Villaroya de la Sierra o, a lo largo del siglo III d. C., en la necrópolis de la Puerta Occidental, en Caesaraugusta, y en las inhumaciones de Septimanca o Segobriga, esta última con una cronología entre el IV y el V d. C.

A partir del Bajo Imperio este tipo de elementos sigue siendo abundante en las sepulturas. Los collares de cuentas de pasta vítrea continúan apareciendo aunque no con tanta frecuencia, aún así conocemos diversos ejemplos en las necrópolis de Emerita Augusta, al Sur del Actual Cementerio Municipal, y en Heredade dos Pombais, con una cronología del siglo III d. C., en Porto dos Cacos y en Monte Novo do Castelino, entre los siglos III y IV d. C. Los pendientes también están bien representados y aunque sólo conocemos un caso fechado en el siglo III d. C.: Heredade dos Pombais. Su profusión es mayor a partir del siglo IV d. C. A partir de la fecha contamos con los ejemplos de Valbeirô, Casais Velhos y Almaraz, siglos IV y V d. C., y O Padrãozinho, siglos V y VI d. C. En estos momentos, y sobre todo en comparación con la etapa anterior, las pulseras y brazaletes comienzan a proliferar enormemente. Conocemos su aparición en la necrópolis Torre das Arcas, fechada entre los siglos II y III d. C.; en la de Balsa un ejemplar en oro y en otra en Emerita Augusta, al Sur del Actual Cementerio Municipal, ambas datadas en el siglo III d. C. Estos elementos, fundamentalmente en bronce, se repiten en la necrópolis de Lage do Ouro, Porto dos Cacos o, de nuevo, en Emerita Augusta, en la necrópolis del Albarregas, todas fechadas entre los siglos III y IV d. C.; en Casais Velhos, en el tránsito a la siguiente centuria, y en O Padrãozinho, que arroja la fecha más moderna, entre el siglo V y VI d. C.

- Elementos de aderezo personal A su vez, fue frecuente que los difuntos fuesen sepultados con distintos objetos de aderezo personal, fundamentalmente joyas –de muy diversa calidad-, brazaletes y pulseras de bronce, collares formados por cuentas, fundamentalmente de pasta vítrea, pero también de ámbar y otros materiales, pendientes, etc. Es frecuente también la aparición de anillos, aunque éstos, y ya que eran objeto de un tratamiento especial con la práctica del ritual de annulos detrahere, ya han sido tratados anteriormente263. De todos modos, estos elementos no obedecen a una intencionalidad ritual ya que, con frecuencia, aparecen ubicados, o en relación, a su lugar funcional. Por tanto, fueron objetos llevados por el difunto en su vida diaria y forman parte, como ya hemos mencionado al principio, del conjunto de objetos que formaban parte de sus enseres personales y que éste, en un acto de purificación de los mismos, se los “lleva consigo”; en una especie de “doble funerales”.

En el caso de la Baetica265, aunque de nuevo hay una mayor representatividad numérica de estos enseres durante el Alto Imperio, los elementos de aderezo personal están bien representados a lo largo de una dilatada cronología que abarca desde los primeros momentos de la Era hasta el siglo VI d. C., con el último ejemplo de la necrópolis de Loja. Abundan las cuentas de collar, fundamentalmente de pasta vítrea, pero no sólo, que constatamos en la necrópolis de La Algodonera, en Astigi; en la necrópolis Noroeste de Baelo Claudia; en

264

En la provincia Lusitania los distintos elementos de aderezo personal aparecen bien representados en una amplia secuencia cronológica que va desde los primeros momentos de la Era hasta el siglo VI d. C. En todo caso, la mayor parte de los casos constatados se ubican en el Alto Imperio. Es frecuente la aparición de cuentas de collar de pasta vítrea como documentamos en las necrópolis de El Pradillo, en Emerita Augusta, en las 263

Ver: El ritual de annulos detrahere, 408 y ss. Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7.2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 442.

264

265

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 375-389 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 443.

251

Gades, en la zona funeraria ubicada en la C/Juan Ramón Jiménez, y en Hispalis, en la Zona Norte, con una cronología del siglo I d. C. También aparecen bien representados durante la siguiente centuria, donde se documentan en Corduba, en la C/Nicolás de la Ajerquía, en Malaca, en el Entorno de la Trinidad, o en Ocurri, en un enterramiento en decúbito prono. Del mismo modo a como veíamos en la Lusitania, los pendientes no son demasiado numerosos en los ajuares de esta época; no obstante, los encontramos en la necrópolis de Alcaudete, en la necrópolis Noroeste de Baelo Claudia, en el siglo I d. C., y finalmente en la necrópolis de La Calilla, con una fecha más moderna, en torno al siglo II e inicios del III d. C.

Durante el Bajo Imperio, el número de necrópolis en los que aparecen objetos de aderezo personal decrece considerablemente. Aún así, conocemos diversos casos que nos permiten constatar la aparición de éstos a lo largo de todo este periodo, llegando incluso hasta la Tardorromanidad. Durante los siglos III y IV d. C., tanto las cuentas de collar, como los pendientes aparecen bien representados en la necrópolis de Colomera y en El Ruedo, Almedinilla, donde también aparecen pulseras, al igual que en Alanís de la Sierra en la que se halló un brazalete de hierro. Volvemos a encontrar estos elementos de ornamento personal durante los siglos V y VI d. C., pero su aparición es casi anecdótica y se reduce a la necrópolis de Ventas de Zafarraya, en la que aparecieron diversas cuentas de pasta vítrea; Brobales y Baena, en el Cerro del Molinillo, donde se documentaron algunos pendientes y, finalmente en Loja, con una cronología dilatada que va desde el siglo IV al VI d. C., en la que aparecen anillos, cuentas de collar, pulseras y brazaletes.

Al contrario de lo que ocurre en la provincia Lusitania, las pulseras y brazaletes aparecen con más profusión. A lo largo del siglo I d. C. las encontramos en Baelo Claudia, en la necrópolis Sureste, y en Carissa Aurelia, en la necrópolis Norte, donde además de un brazalete de bronce se hallaron lo que se ha interpretado como unas uñas postizas. Entre los siglos I y II d. C. aparecen en diversas sepulturas de la necrópolis de Alcolea del Río, en Gades, en la C/General Ricardos, junto con otros objetos de orfebrería; en Corduba, en la zona funeraria ubicada en la C/Nicolás de Ajerquía y en la necrópolis de La Calilla, donde conocemos una serie de referencias generales para todo tipo de objetos de aderezo personal.

En la Tarraconensis266 los distintos objetos de aderezo personal están bien y abundantemente representados tanto en el Alto como en el Bajo Imperio, dilatándose su cronología hasta el siglo VI d. C.

120. Relación de joyas y otros elementos de aderezo personal hallados en los ajuares de las sepulturas de las tres provincias hispanas

266 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto, 444.

252

121. Distintos elementos de aderezo personal hallados en la necrópolis de Horta Major: 1, aguja de bronce; 2, brazalete; 3, pendientes; 5-9, Colgantes; 10-11, anillos; 12, Phylacterium; 13, punta de flecha de sílex hallada sobre el percho del inhumado (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, fig. 86).

Tenemos constatada la aparición de cuentas de collar en una fecha tan temprana como son los siglos I a. C.-I d. C., en las necrópolis de Ballesta y Torres, en Emporiae y en Osca, para su fase iberorromana. Aunque los ejemplos comienzan a ser más numerosos durante el Alto Imperio. Las cuentas de collar aparecen, con una cronología entre los siglos I y II d. C., en Emporiae, en Pi y Bonjoan, Oiasso, en Garfe, Póvoa de Lanoso y en Tarraco, en el Camí de la Platja dels Cossis, todas fabricadas en pasta vítrea, a excepción de dos cuentas de oro localizadas en una sepultura de la necrópolis de Largo Carlos Amarante, en Bracara Augusta, en la que aparecieron también otras joyas como un anillo y un pendiente. A su vez, conocemos otras referencias para la aparición de pendientes: se hallaron en tres sepulturas de la necrópolis de Torres, en Emporiae, dos de las cuales estaban acompañadas, a su vez, de anillos de oro y plata, en la necrópolis Pi, uno de oro en la misma sepultura que constatábamos la aparición de cuentas de pasta vítrea, también en Nofre, en dos enterramientos; y en una sepultura de la necrópolis de Pollentia. Los brazaletes y las pulseras, casi siempre de bronce, aparecen a lo largo de todo el Alto Imperio. Constatamos su aparición en una sepultura de Emporiae, en la necrópolis Pi, otros dos hallados en un enterramiento de Pollentia, los restos de otra en una inhumación en decúbito prono de la

necrópolis de la C/Quart, en Valentia y, cerrando el siglo II d. C., dos brazaletes en dos sepulturas del Camí de la Platja dels Cossis, en Tarraco, una de ellas ya mencionada por contener también los restos de un collar. Para el Bajo Imperio, y contrariamente a lo que vemos en las anteriores provincias, los elementos ornamentales siguen siendo muy abundantes en la Tarraconensis, sobre todo en aquéllas zonas englobadas dentro del fenómeno de “necrópolis del Duero” –sin apenas representación en las anteriores provincias-, en la que los elementos ornamentales, junto con otros objetos de prestigio ya mencionados, eran parte de los enseres que acompañaban a una serie de privilegiados dentro de su comunidad, como elementos marcadores de estatus. Los testimonios de estos objetos, en el siglo III d. C., no son muy numerosos. En Edeta una sepultura contenía una pulsera y un collar; en Peal del Becerro se hallaron, en dos sepulturas, cuentas de pasta vítrea y coralina pertenecientes a un collar; en Portus Magnus una sepultura contenía un par de pendientes y otra un brazalete, y finalmente, en Tarraco, en una necrópolis de carácter rural ubicada en su territorium, Ermita de la Mare de Deu del Camí, una sepultura contenía un collar y otra un pendiente de oro.

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Pero sin duda, el salto cuantitativo, con respecto a las anteriores provincias, nos lo ofrecen las características singulares de las llamadas “necrópolis del Duero”, pues en éstas –como ya hemos mencionado- podemos diferencias una élite que se hizo enterrar con una serie de objetos de prestigio de muy diversos carácter: armas venatorias, diversas herramientas como símbolo de su poder económico-social y distintos elementos de carácter ornamental. Desde finales del siglo III, durante todo el IV y parte del V, aparecen, en estas necrópolis: Albalate de las Nogueras, Pedrosa de la Vega, en las necrópolis Norte y Sur, en San Miguel del Arroyo o Segobriga donde aparecieron diversos objetos como brazaletes, cuentas de pasta vítrea, pendientes, etc. Otros hallazgos, que por su naturaleza tal vez quede fuera de este “fenómeno del Duero”, los constatamos en las necrópolis de Ponte de Limas, donde conocemos una serie de referencias generales para la aparición de un anillo, una diadema de oro y diversas cuentas de collar. De distinta naturaleza parecen los hallazgos, algo más tardíos, de una necrópolis de Vicus, situada en la confluencia de las calles Pontevedra y Hospital, allí, en una de las tumbas, se halló un interesante ajuar funerario consistente en cerámicas perfectamente conservadas, diversas piezas de adorno personal consistentes en un collar de cuentas de piedra verde, un anillo de pasta vítrea negra y otro collar de cuentas de pasta vítrea de color ámbar. Los únicos paralelos en la Península Ibérica los encontramos en la necrópolis del Beiral, donde apareció un anillo de oro con decoración cloisonnée, compuesto por 17 piedras de color granate dispuestas radialmente en torno a una central; un collar de oro similar a los hallados en las “tumbas principescas” de la primera mitad del siglo V d. C., con multitud de paralelos en Europa Central, en necrópolis germanas, principalmente, pero también panonias y galas. Se trata de dos hallazgos únicos en un contexto totalmente tardorromano.

En casa del difunto, “los esclavos lavan las jofainas, avivan el fuego soplando a dos carrillos, hacen sonar los estrígilos aceitados, y disponen las toallas y los frascos”267 que contenían aceites con los que se perfumaba el cadáver que, a su vez, era adornado con coronas de flores y rodeado con antorchas y lucernas. El difunto quedaba así expuesto, de tres a siete días, según su estatus social. En el caso de los más pobres, el tiempo de exposición era más breve –incluso podían ser enterrados en el mismo día del fallecimiento- y tampoco, debido a su precariedad económica, eran expuestos en un lectus sino que la cama habitual cumplía las funciones de lecho mortuorio (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 75). Este tipo de lecho no solía incluirse, por razones de economía de medios, en el interior de las tumbas. Sin embargo, las clases más acomodadas podían permitirse el lujo de adquirir lechos de boato específicos para el momento de la exposición y, en ocasiones, éste podía llegar incluso hasta la pira o hasta la sepultura. Estas circunstancias, junto al hecho de que muchos de los clavos de estas estructuras se han podido asociar a ataúdes en lugar de a sandapila, conllevan que el número de estos lecti funebres hallados en el interior de los enterramientos no sea muy numeroso. Aún así, constatamos su presencia en las tres provincias hispanas. En la Lusitania268 aparecen bien representados a lo largo de todo el dominio romano, tanto en el Alto como en el Bajo Imperio. Aún así, la mayor parte de los documentados se ubica en el siglo I d. C. En las distintas áreas funerarias de Emerita Augusta los documentamos en dos enterramientos de El Tabarín, en otros dos de la Barriada de los Milagros, lo mismo en la C/ Tomás Romero de Castilla, en el solar de la CAMPSA y, tal vez con mayor profusión, en el Sitio del Disco; conocemos otras referencias para la necrópolis de Fonte Velha. A partir de aquí, el número de sandapila documentados decrece considerablemente. En el siglo II d. C., aparecen en alguno de los enterramientos de Berzocana, en Horta das Pinas y, de nuevo, en Emerita Augusta, en la zona funeraria sita en el Campo de Fútbol. Durante el Bajo Imperio su representación sigue siendo importante. En el siglo III d. C. aparecen restos de estas parihuelas en una sepultura de la necrópolis de Arrochela, en dos enterramientos de Emerita Augusta, en la zona de la C/Albuhera con la Avenida Lusitania y en la necrópolis de Quinta do Arroio, en Basla, con un horizonte cronológico que puede llevarse hasta el siglo IV d. C. El último ejemplo documentado en la provincia se sitúa en la transición del siglo IV al V d. C., en Emerita Augusta, donde se documenta la existencia de un lectus funebris en uno de los enterramientos de la Barriada de las Abadías.

En relación con éstas tal vez deba traerse a colación la necrópolis tardorromana de Aldaieta, en la que se ha querido ver también un fuerte carácter germánico, por la aparición de distintos tipos armamentísticos y por la disposición, en agrupaciones, de los enterramientos. Allí se documentan diversas cuentas de collar en pasta vítrea y ámbar, caninos de oso, tal vez usados como colgante y abalorios de ámbar, además de algún pendiente y una pulsera. - El transporte del muerto a su última morada: sandapila y lecti funebres Como ya hemos mencionado, el último paso previo a los funerales era la exposición del cuerpo. Cumplidos los requisitos precedentes, el cadáver era acostado –collocare o componere- sobre un lecho en el atrio de la casa y con los pies girados hacia la puerta de entrada. Esta exposición formaría parte de un “primer funeral” y su objetivo sería el de reflejar y mostrar los signos irreversibles de la presencia de la muerte (THOMAS, 1980, 17 y 193), como antesala del propio entierro o “segundo funeral”; aunque los antiguos defendían que la intención de ésta era la demostración de que la muerte no había sido cruenta (CUQ, 1877-1899, 1389, cita, 3).

267

Juvenal, Sátiras 3, 261-264. (Trad. M. Balasch). Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 451.

268

254

122. Evidencias de sandapila y lecti funebres documentados en los enterramientos de las tres provincias

Para la provincia Baetica269 los casos documentados son mucho menores, lo que no quiere decir que los lecti funebres no se empleasen sino que tal vez, en la mayoría de los casos, o no se han conservado o, sus restos, se han interpretado como pertenecientes a la estructura del ataúd y no a estas andas con las que transportar al difunto a su última morada. El primer caso constatado se localiza en la necrópolis Oeste de Baelo Claudia, con una cronología del siglo I d. C.; el siguiente y último, en un enterramiento de carácter rural ubicado en el territorium de la ciudad de Malaca y fechado entre el siglo IV y V d. C.

Durante todo el Bajo Imperio continuamos constatando restos de estas parihuelas en distintas necrópolis de la provincia. En El Frapegal, en Lucentum, datada en el siglo III d. C.; en Bracara Augusta, en la zona funeraria de la C/Rodovia, vía XVIII y en el Barrial, fechadas en el IV d. C., donde aparecieron una serie de clavos de muy distinto tamaño que quizás pertenezcan a posibles sandapila o lecticula. Los encontramos también en Segobriga o Villafranca, con una cronología de finales de esta centuria y principios de la siguiente; siendo los dos últimos casos constatados, los documentados en alguna de las inhumaciones tardías de Segobriga y en dos inhumaciones de El Monastil.

Finalmente, en la provincia Tarraconensis270, aunque los datos continúan siendo no muy numerosos, constatamos la presencia de sandapila a lo largo de una dilatada cronología que va desde principios del Alto Imperio hasta, incluso, la Antigüedad Tardía.

- Ataúd y mortaja, evidencias materiales de su uso En gran parte de las sepulturas de inhumación, aunque también constatamos posibles restos de los mismos en algunas tumbas de incineración, se han documentado numerosos clavos pertenecientes a los ataúdes de madera, de los que no queda resto alguno. En los casos en los que no se han hallado, puede deberse a que no se usó o a que las maderas estaban ensambladas de tal modo que no los necesitaron y por tanto, no han quedado evidencias materiales de los mismos. No podemos dar informaciones más precisas, pero su abundante presencia en gran parte de las sepulturas de inhumación refleja claramente su uso.

Durante el Alto Imperio, y con una cronología del siglo I d. C., conocemos, al menos, dos testimonios de la aparición de elementos de este tipo en el interior de sepulturas. El primero lo encontramos en una incineración del Parque de las Naciones, en Lucentum, y el segundo en una sepultura, también de incineración, de Augusta Emerita y, con una cronología entre el siglo II y III d. C., en otro enterramiento de Garfe.

269

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, Distribución de los distintos elementos de evidencias materiales, 452. 270 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, Distribución de los distintos elementos de evidencias materiales, 453.

En todo caso, constatamos su uso en la provincia Lusitania271 en algunas incineraciones de época altoimperial: es el caso de las evidencias halladas en la necrópolis de Fonte Velha y en una sepultura de

375-389 y 10. 7. 2. c. ajuar: la unctura y sus

271

390-407 y 10. 7. 2. c. ajuar: la unctura y sus

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 363-374 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 454.

255

123. Disposición de los clavos en las sepulturas 14 y 24 de la necrópolis del Campus de Vegazana. (LIZ GUIRAL y AMARÉ TAFALLA, 1993, fig. 3)

necrópolis sita en Largo Colegio/Barrio Letes, en Ossonoba, ambas datadas en el siglo I d. C. A partir del siglo II d. C. nos aparecen en la necrópolis de Horta das Pinas y en Emerita Augusta, en la zona del Campo de Fútbol; en la misma ciudad, y en la transición a la siguiente centuria, los documentamos en una sepultura de la necrópolis del Puente Romano sobre el Annas, en un enterramiento de la Fase II de la C/Cabo Verde y en otro de la C/Leonor de Austria. Los ejemplos constatados en el Bajo Imperio son sensiblemente más numerosos, pero las cifras a penas varían. Durante el siglo III d. C. se documentan, al menos, en una inhumación de la necrópolis de Arrochela, al Sur del Cementerio Municipal, en Emerita Augusta y en la necrópolis de Quinta do Arroio, en Balsa, que cuenta con una dilatada cronología que podemos llevar hasta el siglo IV d. C. También en la transición a esta centuria conocemos referencias del uso de ataúd para la necrópolis de Lage do Ouro y ya, en pleno siglo IV d. C., contamos con los casos de Emerita Augusta de la C/Cabo Verde, donde se hallaron en dos sepulturas, y en la zona funeraria Vía Ensanche/Carretera Nacional V, donde una inhumación había sido sepultada en el interior de un ataúd. El último caso constatado es el de Yecla de Yeltes, con una cronología a caballo entre los siglos IV y V d. C.

En el siglo I d. C. documentamos su aparición en algunas incineraciones, es el caso de un enterramiento de la C/Bellidos, en Astigi, en dos enterramientos de la necrópolis Norte de Carissa Aurelia o en la C/Juan Ramón Jiménez, en Gades, donde, al menos, tres enterramientos fueron introducidos en el interior de un ataúd. Aparecen también en la necrópolis de La Calilla y La Puente, datadas en la transición al siglo II d. C., para las que conocemos una serie de referencias de carácter general; o en Hasta Regia, ésta última datada en el siglo II d. C. Durante del Bajo Imperio, y a pesar de la paulatina imposición del ritual inhumador, las evidencias del uso de ataúd tampoco son muy numerosas, aunque sí sensiblemente mayores. Lo constatamos en la necrópolis de Las Maravillas, datada entre finales del siglo II d. C. y comienzos de la centuria siguiente; en varios enterramientos de la necrópolis de la C/Avedaño, en Astigi, en una sepultura de la Avenida de las Ollerías, en Corduba, y en otra de la necrópolis de Torrox, todas ellas datadas en el siglo III d. C. En la transición al siglo IV d. C. y a lo largo de toda esta centuria, documentamos el uso de ataúdes en las necrópolis de El Ruedo, Almedinilla; en la zona funeraria del Vial Norte/Doña Berenguela, en Colonia Patricia Corduba; en una sepultura de El Pradillo, en Italica y en otra de la necrópolis de Onésimo Redondo, en Onuba. A éstos deberíamos añadir los casos, más modernos, de Moraleda de Zafayona o de una necrópolis rural ubicada en el territorium de Malaca, datadas entre los siglos IV y V d. C., además de las inhumaciones en fosa simple de la necrópolis tardoantigua, datada entre mediados del siglo V y el siglo IV d. C., de El Cerro del Trigo.

Las cifras constatadas en la provincia Baetica272, en cuanto a la aparición de elementos del ataúd en el interior de los enterramientos, son similares a las de la anterior provincia y se documentan, con una proporción similar, tanto en el Alto como en el Bajo Imperio. 272

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 373-389 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 455.

256

124. Evidencias de ataúd constatadas en los enterramientos de las tres provincias hispanas.

Los datos proporcionados por la provincia Tarraconensis273 son similares al del resto de casos estudiados, si bien a partir de mediados del Bajo Imperio, se observa un incremento importante en las cifras. En el Alto Imperio, y como ocurría en los casos anteriores, constatamos el uso de ataúd para algunos enterramientos de incineración o para inhumaciones en fecha temprana, tal y como nos muestran algunas necrópolis de esta época. Es el caso de alguno de los enterramientos de la C/Quart, en Valentia, con una cronología entre los siglos I a. C. y I d. C., o determinadas incineraciones de la necrópolis de Can Bel. Y aunque continuamos documentando su uso entre los siglos I y II d. C., en la necrópolis del Portal de Russafa, de nuevo en Valentia, o en Pollentia, Más d’Aragó y Tisneres; su incremento cuantitativo se producirá a partir de mediados del siglo IV d. C.

los siglos V y VI d. C., tal y como documentamos en la necrópolis de Aldea de San Esteban, Campus de Vegazana, Puerto de Mazarrón, Segobriga, Villafranca o Vinyals; sin olvidar Aldaieta, datada en el siglo V d. C., o El Monastil, en el VI d. C. En otras ocasiones, el cuerpo, una vez lavado y perfumado con distintos ungüentos, se envolvía en una tela a modo de sudario. Ya hemos visto, al tratar los elementos de vestimenta, que aquél que, por su rango social y capacidad económica, podía permitírselo era sepultado vestido con su toga. Aunque, y sobre todo para los enterramientos de los más pobres, lo más frecuente fue que fuesen envueltos en una simple tela negra (CUQ, 1877-1899, 1388). En lo que respecta a la cultura material funeraria, hemos de decir que nos encontramos con el elemento más perecedero y que deja menos indicios. No obstante, la existencia de determinadas agujas o, en ocasiones, la misma disposición del difunto, pueden darnos pistas acerca de su uso. Aún así, y sobre todo teniendo en cuenta las dificultades de su detección, las evidencias constatadas no son tan numerosas como otros de los elementos estudiados.

Así, en el Bajo Imperio y durante el siglo III d. C., los ejemplos conocidos comienzan a aumentar cuantitativamente con casos como los de Granollers, Pla de Prats, Tarraco, en la necrópolis del Camí de la Platja dels Cossis, Caesaraugusta o Lucentum. A partir de mediados de esta centuria los casos conocidos aumentan considerablemente. Constatamos el uso de ataúd en necrópolis como Albalate de las Nogueras, en Barcino, en la necrópolis de Santa María del Mar, en Bracara Augusta, en la necrópolis 2 de El Albir, datadas en la transición al siglo IV d. C.; y durante toda esta centuria en Fuentespreadas, Nuez de Abajo, las necrópolis de Pedrosa de la Vega o San Miguel del Arroyo, entre otras. Sin olvidar ejemplos más modernos, datados entre

En la provincia Lusitania no tenemos constancia de la aparición de elementos de este tipo, lo que –teniendo en cuenta la dificultad de su conservación- no implica que no fuesen usados, sobre todo al tenerlos tímidamente documentados en el resto de provincias.

273

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, 390-407 y 10. 7. 2. c. Distribución de los distintos elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales, 456.

257

125. Evidencias de sudario documentadas en los enterramientos de las tres provincias hispanas.

En la Baetica274 conocemos referencias generales de su uso en varias sepulturas de la C/Juan Ramón Jiménez y en la zona funeraria ubicada en la confluencia de las calles Santa Cruz de Tenerife y López Pinto, ambas en Gades, con una cronología del siglo I d. C. e inicios de la siguiente centuria.

Ildum, y de nuevo en Valentia, en ambos casos con una cronología del siglo I d. C. Los siguientes casos documentados debemos situarlos ya en el Bajo Imperio, en una cronología de transición entre los siglos III y IV d. C., en un enterramiento de la necrópolis de Can Fit, en Portus Magnus, así como referencias de carácter general para los enterramientos de la necrópolis de La Molineta, en Puerto de Mazarrón. Los últimos ejemplos, y con una cronología de finales del Bajo Imperio –en la transición del siglo IV al V d. C.- los documentamos en tres enterramientos de la necrópolis del Campus de Vegazana, en la necrópolis de la C/Era, en Puerto de Mazarrón y en la necrópolis de Villafranca, para las que contamos con referencias generales.

En el Bajo Imperio, con una cronología de finales del siglo III e inicios del IV d. C., constatamos su uso en la necrópolis de El Ruedo, Almedinilla, y en la de Baesippo; en la necrópolis de El Pradillo, en Italica, durante el siglo IV d. C.; en la transición de esta centuria a la siguiente aparece documentado en determinados enterramientos de la necrópolis de El Gastor y en un enterramiento de carácter rural ubicado en el territorium de Malaca y en Ventas de Zafarraya; fechándose el último caso documentado, en Arcensium, Sierra Aznar, entre el siglo V y VI d. C. Finalmente, en la provincia Tarraconensis275 documentamos el uso de sudarios en las sepulturas tanto del Alto como del Bajo Imperio, aunque, de nuevo, los datos con los que contamos no son tan prolíficos como nos gustaría. Su uso queda patente en la necrópolis de la C/Quart, en Valentia, en una fecha tan temprana como es el siglo II-I a. C. Durante el Alto Imperio, conocemos evidencias de su uso en una sepultura de la necrópolis de

274

Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, Distribución de los distintos elementos de evidencias materiales, 457. 275 Ver: 10. 5. b. Otros elementos de ajuar, Distribución de los distintos elementos de evidencias materiales, 458.

375-389 y 10. 7. 2. c. ajuar: la unctura y sus 390-407 y 10. 7. 2. c. ajuar: la unctura y sus

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caducos y, al igual que la vieja Roma, en crisis y necesitaban de una readaptación.

6. El aspecto exterior de las sepulturas 6. 1. La señalización exterior En epígrafes anteriores hemos visto todo lo referente a la construcción subterránea de las tumbas, la disposición de los restos mortales y del ajuar en su interior, y cómo a partir de entonces, un simple hueco en la tierra pasaba a ser considerado como un lugar sagrado, locus religiosus. Además, el entorno de la tumba, a raíz de esto, era objeto de rituales y ceremonias sagradas, tanto en días posteriores al sepelio como en aquéllos fijados en el calendario. Aspectos que hacen necesaria su identificación por parte de los familiares del difunto y demás miembros de la comunidad, lo que obligaba a su señalización. Esta diferenciación exterior indicaba el lugar donde reposaban los restos de un individuo, garantizando el correcto desarrollo de los rituales y el respeto al lugar en las futuras utilizaciones del mismo, pues éste ya había sido declarado sacer.

Todos estos cambios se manifestaron con más fuerza debido a las circunstancias de este proceso de aculturación: Roma comenzaba a ser un gran imperio y las transformaciones económicas y administrativas originaron no pocas convulsiones políticas y sociales. Las relaciones de propiedad modificadas de forma dramática hicieron permeables las estrictas fronteras estamentales y potentes grupos en auge presionaban por acceder al reconocimiento social y a la participación política. Se batalló en el ámbito de una competencia generalizada, en la cual la nobleza no se medía, como antes, en función de los servicios prestados a la res publica, sino en función de la preeminencia personal y del beneficio material (ZANKER, 2002, 18). Como consecuencia de las conquistas, los éxitos de la guerra y el botín, en los ejércitos profesionales se habían generado nuevas relaciones de adhesión que permitieron a los generales victoriosos transformarse en fuerzas políticas paralelas al Estado. En este mundo de contactos e intercambios culturales, fue la asimilación al modelo iconográfico griego la que permitió poner de manifiesto estas aspiraciones y este reconocimiento de poder. Tras oscuras décadas de crisis y guerras civiles, que sólo terminaron cuando uno de los contendientes, Augusto, consiguió el poder unipersonal, la situación se había restablecido. A la muerte de Augusto habían transcurrido cuarenta y cinco años de paz y su legado era una administración eficiente en un enorme imperio, un ejército disciplinado, pan y circo para una plebe tranquila y un gran auge económico. Si la crisis de la República había acaecido por un distanciamiento de los dioses y las costumbres antiguas, Augusto fundamentaría su régimen en una vuelta a lo anterior: pietas y mores. Un programa de tal magnitud necesitaba de un nuevo lenguaje iconográfico que, prestado del mundo griego y helenístico, no tardaría en expandirse por todo el orbe romano y por todos los grupos sociales (SEVILLA CONDE, 2011b).

Esta identificación puede variar en forma, tamaño y materiales, aspectos definidos, obviamente, por las diferencias sociales y económicas de sus usuarios. Pues la prosperidad “inmobiliaria” de los muertos es reflejo de la de los vivos, al mismo tiempo que se reafirma la inmortalidad, no sólo del individuo, por ser éste recordado, sino también de su familia, por la ostentación social y por el mensaje que en ocasiones se desprende de esta señalización. Por contra, la ausencia de una sepultura individualizada, como es el caso de las fosas comunes, es destinada a aquellos individuos desprovistos de propiedad, a quiénes la sociedad ha postergado y condenado al anonimato y, por tanto, al olvido, mediante la negación de una sepultura. Hemos dividido este apartado en dos puntos principales, sobre todo a causa de la singularidad del fenómeno de la monumentalización funeraria. No obstante, lo que más nos interesa es que, tanto la señalización más austera y sobria, como el monumento más lujoso y caro, desprenden la misma idea y persiguen el mismo objetivo: la perpetuación de la memoria del difunto. Y pese a que en la elección de uno u otro dependen una serie de factores sociales y de posibilidades económicas, en todos los casos subyace la misma idea: el recuerdo en la memoria de los vivos.

Veamos sus repercusiones en el mundo funerario, cuya materialización está envuelta en el fenómeno de la monumentalización. Parece ser que “la monumentalidad de los sepulcros es algo ajeno y desconocido al mundo griego, hasta la construcción del Mausoleo de Halicarnaso. A partir de entonces, y sin perder de vista la aportación fundamental de las corrientes púnicas, se introducen en el mundo greco-romano unos modelos constructivos de características monumentales que se difunden por el Mediterráneo Occidental” (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 1996, 237-238). Esta moda arraigó en la Península Itálica a finales de la República, aunque su plena difusión se llevará a cabo en época imperial. Las nuevas corrientes se aceptarán en las provincias con una serie de variaciones en función del sustrato cultural propio de la zona y de su índice de romanización. En el caso concreto de la Península Ibérica, el temprano y claro contacto con el mundo griego, la cercanía del nordafricano y la importancia de la zona para Roma a finales de la República serán factores

- 6. 1. a. El fenómeno de la monumentalización La cultura romana está marcada de manera decisiva por un dramático proceso de aculturación que, como ya hemos indicado, se inicia en el siglo II a. C. La conquista del Oriente griego había saturado la arcaica estructura social de la ciudad-estado con la cultura del mundo helenístico, siendo “la Grecia vencida la que sometió al vencedor”276. El impacto en el tradicional modo de vida romano fue total y, como ya hemos señalado, sus repercusiones morales, religiosas y espirituales enormes: los viejos valores trasmitidos por el mos maiorum estaban

276

Horacio, Epistolas, II, 1. 156. “Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit agresti Latio...” (Trad. H. R. Fairclough).

259

126. Esquema comparativo: a) Sepultura de Cecilia Metela; b) Mausoleo de Augusto; c) Sepulcro oficial del cónsul A. Hirtio (caído el 43 a. C.); d) Mausoleo del rey Mausolo de Halicarnaso (siglo IV a. C.). (ZANKER, 2002, 99)

entendemos que todo ejercicio de este tipo puede resultar peligroso.

decisivos que establecerán los parámetros a seguir. De hecho, hay una serie de modelos, tales como las tumbas turriformes desarrolladas en el mundo ibérico, con un fuerte carácter orientalizante y que se remontan, incluso, hasta el siglo VI a. C.

En África, “el precio de una tumba de tipo altar puede variar entre 400 y 1.000 sestercios; el de una estela entre 96 y 5.000, y el de un monumento funerario entre 1.000 y 80.000, oscilación que por regla general aparece en directa relación con el nivel adquisitivo y los emolumentos de los diversos concomitantes, algunos de los cuales llegan a invertir el sueldo de un año en la construcción de su monumento funerario” (VAQUERIZO, 2001a, 100). Como el caso de un centurión que gastó en su tumba 26.000, cuando su sueldo anual oscilaría entre los 20.000 y 30.000 sestercios. Si bien, la ratio está entre un 0’03 ó 0’05 por ciento –según el sueldo- y el 0’78 y el 1’3 por ciento. Para la Península Itálica, R. Duncan Jones, “recoge 10 casos que documentan un gasto entre 100.000 y 500.000 sestercios, 7 entre 50.000 y 99.000, 13 entre 20.000 y 49.000, 17 entre 10.000 y 19.000, y 31 de 4.000 hacia abajo” (VAQUERIZO, 2001a, 100), siendo la ratio mucho mayor que la ya señalada para la provincia de África. También en Italia, otros testimonios también epigráficos nos dan cuenta del precio del terreno, muy variable según zonas, al que se debería sumar los gastos de construcción de la tumba. Conocemos pagos de 20 sestercios por un acotado de cinco por cuatro pies, 120 sestercios por un espacio de un pie y medio cuadrado, pagados por un esclavo de Agripa; 180 sestercios por un acotado de seis por tres pies y medio, adquirido por un esclavo de Livia, etc. Gastos a los que, generalmente, sería necesario sumar legados testamentarios para el mantenimiento de la tumba, ritos conmemorativos y ofrendas, además del coste que suponía un funeral de tales características.

El término monumento funerario se emplea para definir todo lo que singulariza una tumba al exterior; de hecho, para los romanos, monumentum era todo aquéllo que perpetúa el recuerdo. Como escribió Horacio: “exegi monumentum aere perennius regalique situ pyramide altius, quod non imber edax”277, es este mismo deseo de perpetuarse en la memoria el que lleva consigo, en el ámbito funerario, el fenómeno de la monumentalización. Todos buscaban ese reconocimiento, luchaban contra el olvido de su nombre y sus logros escribiéndolos en el lugar donde descansaban sus restos mortales. Estelas de piedra, y presumiblemente también de madera, fragmentos cerámicos, cupae, etc. contribuían a retener el recuerdo entre la comunidad. En el caso de esta monumentalización, no era sino la materialización de este mismo sentimiento entre las élites sociales, políticas y económicas del Imperio que podían permitirse una mayor inversión en sus exequias. El precio total de una construcción de este tipo podía oscilar entre varios cientos de sextercios, para un nicho en un columbario de Roma, hasta, según datos de Cicerón y Plinio, incluso un millón. Dado el componente de prestigio y presunción social que estas construcciones representaban, es muy posible que las escasas cifras que nos han llegado lo hayan hecho bastante tergiversadas; sin embargo, cálculos basados en inscripciones bien documentadas que aluden a los gastos generados por la construcción del sepulcro revelan cómo no es imposible que un monumento de las características del de Cecilia Metela llegase a la desorbitante cantidad antes mencionada. El tema ha sido estudiado para la provincia de África e Italia, por lo que debido a sus características similares y a su proximidad geográfica, extrapolaremos los datos para las tres provincias hispanas, aunque

277

La arquitectura funeraria, con la incorporación de elementos escultóricos y epigráficos, se convierte en época tardorrepublicana en un factor claro de “romanización” a partir de un proceso de monumentalización y exteriorización de las tumbas. En Hispania, y en paralelo al proceso de “normalización” sepulcral que el periodo augusteo impone en las

Horacio, Carmina, III, 30, 1-3. (Ed. R. F. Thomas).

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necrópolis de Roma, se asiste, en este momento, a un proceso de autorrepresentación de las oligarquías que en principio seguía modelos tardorrepublicanos, ya que será sólo a partir del siglo I a. C. cuando se produce un efectivo desarrollo del fenómeno urbano sustentado por el proceso de colonización/municipalización (BELTRÁN FORTÉS, 2002, 233). En general, podemos establecer que el periodo de desarrollo de este tipo de arquitectura está comprendido entre los primeros años de la época augustea y el siglo III d. C. Desde este momento, la moda de las tumbas monumentales en el medio rural declina y, estas construcciones, aparecen muy raramente en las villas rústicas; “mais, dans ce cas, elles doivent plutôt étre considerées comme des lieux de culte et de reunión autour” (CANCELA y MARTÍN-BUENO, 1993, 400). A partir del siglo IV d. C. el significado y el carácter de estos monumentos se transforma, y el cambio ideológico que caracteriza esta época prima los grandes espacios que permiten la circulación y celebración de cultos, perdiendo, poco a poco, su carácter de monumento privado y con ello la intención que los originó.

Lusitania no deja de ser extraña y, pese a la existencia de esculturas y otros restos arquitectónicos pertenecientes a éstos, los vestigios arquitectónicos no dejan de ser escasos. ○ Monumentos circulares Los monumentos circulares se caracterizan por tener un cuerpo cilíndrico desarrollado, en ocasiones, sobre un podium y rematados por cubiertas de tipo cónico. Este tipo de planta entronca claramente con la tradición itálica, cuya moda se inicia en época republicana y se desarrolla a lo largo del siglo I a. C y el I d. C. Generalmente, los elementos decorativos aparecen en el friso del remate del monumento y en ocasiones repiten los motivos característicos de los frisos dóricos, siendo su cubierta de tipo cónico. A este tipo responden los monumentos de Munantius Plancus en Gaeta, Caecilia Metela o el de los Plautii en la Vía Apia, el Túmulo de Druso en Trier (Germania), entre otros. Aunque ninguno de éstos puede compararse, ni en sus proporciones ni en su repercusión posterior, con el Mausoleo de Augusto. Las hipótesis más recientes sostienen que la decisión de su construcción hay que tener en cuenta que Octavio rondaba entonces los treinta años- se relaciona con la publicación, ilegal, que éste hizo del testamento de Antonio. Pues este documento contenía el deseo de Antonio de ser sepultado en Alejandría con Cleopatra, lo que se vio como un intento de trasladar la capital del Imperio a esta ciudad. La posterior victoria de Actio y la conquista de Egipto crearon un clima propicio para la asimilación de esta magna obra contraria al ideal romano. El monumento se construye en Roma, lo que indicaba claramente las intenciones de Augusto para con la Ciudad, toma un modelo que entroncaba con la tradicional raíz itálica, pero se le dotaba con unas dimensiones sólo comparables a la Tumba de Mausolo, rey de Caria.

Por su distribución geográfica, puede establecerse que los restos definen ciertas zonas de concentración en medios fuertemente romanizados y, en general, se constata que los grandes monumentos funerarios se concentran en territorios que han conocido una pacificación precoz y, como consecuencia, han sufrido un rápido proceso de aculturación. Éstas son zonas integradas en la administración provincial y poseen una organización pública estable, por lo que adoptan estructuras socioculturales comunes al resto de las provincias del Imperio. La parte oriental de la Tarraconensis y la Baetica, en su conjunto, comprenden la mayor parte de los monumentos conservados; por el contrario, la escasez de informaciones de este tipo de construcciones en la

127. Sepultura monumental de Cecilia Metela (hacia 30 a. C.), Roma, Vía Appia. (ZANKER, 2002, 37).

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entrada después de la victoria sobre Egipto279, y por su similitud con los trofeos militares, “construcciones igualmente circulares, de varios cuerpos superpuestos y rematados por una estatua. Se trata de monumentos conmemorativos de campañas militares, de exaltación personal y propagandística, caracterizados por sus grandes proporciones y su ubicación en lugares estratégicamente elegidos para que puedan ser vistos desde muy diversos y lejanos puntos. También estos trofeos son deudores del Mausoleo de Halicarnaso” (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 1996, 239). En un principio eran construcciones efímeras, pero con la monumentalización y la ostentación, fruto del contacto con el mundo helenístico, éstos se construyeron en piedra y en otros materiales resistentes al tiempo. Conocemos el Úrkulo y Palissars, en los Pirineos, el de Augusto en La Turbie, en los Alpes Marítimos Franceses, y el Trophaeum Traiani en Adamklissi, en Rumanía.

Arquitectónicamente, ambos monumentos no tenían nada que ver; pero desde el punto de vista ideológico sí. Los dos tienen connotaciones dinásticas, se asocian a un lucus sagrado, asimilándose a un heroon griego y tienen unas proporciones monumentales. El edificio tenía 87 metros de ancho y casi 40 de altura y constaba de dos cilindros recubiertos de mármol y travertino, entre los que, en un terraplén, crecían diversos tipos de árboles. Estrabón, escribiendo sobre Roma, nos dice: “lo más destacado es el llamado mausoleo, un túmulo erigido sobre un alto zócalo junto al río. Hasta su cima está poblada con árboles de hoja perenne. En la cúspide se alza la estatua de bronce del emperador Augusto. En el túmulo se encuentran las tumbas destinadas a él, a sus familiares y amigos. Detrás hay un gran bosque con deliciosos caminos, en el centro está el montículo, (ustrinum) en el que fue incinerado el cuerpo de Augusto”278. Ya Estrabón, quizás a causa de las plantaciones, asoció el túmulo con los primitivos monumentos funerarios de los héroes, tal y como podían verse en las necrópolis etruscas; “esta relación también la establecían los contemporáneos, quienes ocasionalmente recurrían a esta modalidad de gusto arcaizante para sus propias sepulturas” (ZANKER, 2002, 100), como es el caso de la tumba de Cecilia Metela. En ambos casos, los monumentos estaban coronados por estatuas colosales, de acuerdo con las dimensiones del mismo, de sus ocupantes.

Los objetivos de Augusto eran varios: contrarrestar las intenciones de Antonio, como ya hemos explicado; establecer una idea de gobernante dinasta, sugerida quizás por Minatius Plancus, que lo enlazara con los dinastas griegos; una idea religiosa y sagrada que asimilase su tumba también con el mundo helenístico y el culto a los héroes y, por fin, una idea de triunfo militar, por sus paralelismos formales y su intencionalidad, al colocar una copia de las Res Gestae en el mismo Mausoleo.

Terminado el Mausoleo, éste surtió el efecto de un gran monumento a la victoria sobre Antonio y, sin ninguna duda entre sus coetáneos, sobre la muerte, al mostrar la apoteosis del difunto y al buscar la perpetuación de su memoria. Estos aspectos están subrayados por los obeliscos situados a ambos lados de la

Como veremos más adelante, la ideología triunfal seguirá ejerciendo una importante influencia en el mundo funerario, compartiendo su filosofía y, en ocasiones, su tipología y su mensaje iconográfico. Aspecto que se hace mucho más patente en el caso de los monumentos en forma de arco y los dístilos.

128. Mausoleo de Augusto, Roma. (Reconstrucción de H. V. Hesberg) (ZANKER, 2002, 100)

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Estrabón, Geografía, V, 3, 8. (Trad. J. L. García Ramón y L. García Blanco).

Aunque J. Arce (1988, 63) piensa que son un añadido de Domiciano, entre los años 81-96, y, por tanto, posteriores.

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129. Reconstrucción del Trofeo de Úrkulo. (diariodenavarra.es)

A partir de aquí encontramos una serie de variantes, principalmente en el Norte de África y en Italia, concretamente en el Lacio, donde se da una mayor concentración de tumbas con esta tipología. En Hispania podemos destacar cinco de este tipo: la de las Canteras en Alcalá de Guadaira, en Sevilla; la de los Gunyoles, en Barcelona; uno en Lérida interpretado como torre medieval y los de Puerta Gallegos, en Córdoba.

supone una evolución en cuanto a las costumbres funerarias, asociando el lugar de sepultura con el espacio destinado a las reuniones de culto al difunto”. No son muchos los ejemplos conocidos en el ámbito imperial. A este tipo pertenecen el monumento de Chieti, del siglo I, en el que destaca su magnífico relieve desarrollado a lo largo del friso y que representa a las autoridades municipales, músicos y espectadores ante un juego gladiatorio.

○ Monumentos de tipo templo Los clasificados como monumentos de tipo templo están, claramente, influenciados por la arquitectura religiosa. Éstos adoptan la forma de templo con podium, concentración frontal en fachada y escalera de acceso. Sus proporciones son más reducidas e, interiormente, se distribuyen en dos espacios: la cella, destinada al culto y a las reuniones de carácter conmemorativo, y el conditorium, o lugar de enterramiento, que es subterráneo o semisubterráneo.

La tumba de Annia Regilla, fallecida en el 160, es un edificio rectangular, cuyas paredes van animadas con pilastras y medias columnas hexagonales empotradas en cajas abiertas en el muro; delante de la fachada, y a modo de pórtico, se erguían cuatro columnas exentas, también hexagonales. El conjunto se alzaba sobre un podium y se dividía en dos cámaras. También el monumento de los Aterii y otros recogidos por un arquitecto italiano, en el Renacimiento, cuyos dibujos se conservan en el Museo de L’Ermitage. Uno de los ejemplos más significativos fue el Templum Gentis Flaviae, en el Quirinal. No se han conservado restos del mismo, pero las referencias de los autores clásicos nos hablan de su extraordinaria suntuosidad, se alzó en un lugar llamado ad Malum Pinicum y fue destinado a recoger los restos de la Gens Flavia. Parece ser que tuvo una planta redonda y estaba decorado con lujosos mármoles.

En cuanto a su origen, éste puede asociarse a la transformación de las formas rupestres del helenismo, desde el tipo de Termesos característico por su fachada, en la que en el intercolumnio central, el entablamento se interrumpe para dar lugar a un arco que cierra por arriba como un frontón triangular corriente, hasta las tumbas nabateas de Petra. Éstas, situadas al sur del Mar Muerto, que “parecen solemnes entradas a palacios subterráneos de leyenda, abren en realidad, el ingreso a las tumbas hipogeas, donde hallaron su postrer acomodo familias de negociantes y mercaderes enriquecidos” (GARCÍA Y BELLIDO, 2004, 406) a causa de las rutas caravaneras. Las cámaras funerarias, en todos casos con una marcada influencia clásica, se excavan en los acantilados rocosos de origen volcánico, en los que se labraban suntuosas fachadas. Y por último, no debemos dejar de citar la influencia del mundo etrusco con la temprana aparición de modelos con pórtico frontal. Según M. L. Cancela (1996, 243), este nuevo modelo de construcción tiene una repercusión que va más allá del ámbito de la monumentalización pues “el monumento tipo templo

En el territorio norteafricano existen otros ejemplos: en la actual Argelia y en Turquía, en el territorio licio, también se conservan tres ejemplos significativos de este tipo de edificaciones. Curiosamente hay una notoria ausencia de los mismos en las provincias de la Gallia y Germania, ausencia que contrasta con el número de los mismos localizados en Hispania. En Hispania el más representativo de este tipo de construcciones es el de Fabara y el de Miralpeix, en Caspe. Ambos conservan la estructura de conditorium, cella y cubiertas de bóveda de cañón. También los restos

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130. Tumba tipo templo con friso dórico en Ghirza, Tripolitana. (TOYNBEE, 1971, fig. 63)

conservados en la ermita de la Consolación de Chipriana, nos ilustran acerca de la existencia de un monumento de estas características. Del mismo tipo sería el de la familia Sergii en Sagunto, el de Vilarrodona, en Tarragona, y el de Fuentidueñas, en Cáceres.

cerrados, la cámara funeraria se puede proyectar considerablemente en altura al no existir el condicionante de un espacio superior abierto. De esta manera, el interior de la torre es hueco, configurando así una “arquitectura ligera”. Estos espacios interiores estarían destinados a albergar los enterramientos y, en ocasiones, se cubrirían con bóvedas que actuarían como tirantes inferiores cumpliendo una función estructural.

Cronológicamente se desarrollan en el siglo I d. C. y no sobrepasan la segunda mitad del siglo II. La tumba tipo templo, con cella, facilitaba las celebraciones del culto funerario. Y aunque en Roma, durante la República, coexistieron tanto incineración como inhumación, esta última irá ganando terreno en torno al siglo II, lo que afectó a la forma de las sepulturas en cuanto a la aparición de tumbas con cámara.

Encontramos otros ejemplos de este tipo de monumentos construidos en opus caementicium y recubiertos con placas de mármol u otro tipo de piedra de origen local, macizos y sin espacio interior alguno. Éstos son muy numerosos y se encuentran repartidos por todo el Imperio. Su sistema de cubrición es de tipo piramidal, adoptando la forma de pirámide curva en la zona adriática y por extensión los de la Gallia y Germania.

○ Monumentos turriformes Los monumentos turriformes son los que mayor atención han recibido en los últimos años, dada su proliferación en las provincias occidentales del Imperio. Éstos son herederos directos del Mausoleo de Halicarnaso e, igual que él, se caracterizan por un desarrollo vertical, con un primer cuerpo cerrado que actúa como un alto podium en el que no hay practicado ningún tipo de acceso, un cuerpo superior abierto o cerrado, según los casos, y un remate de tipo piramidal.

De los considerados monumentos turriformes sobre podium, abiertos con aedicula, próstila-tetrástila, tenemos, entre otros: el de Aefonius Rufus, en Sarsina, el de Publicius en Colonia y el de Beaucaire, en Francia. Del mismo tipo pero con aedicula dístila: el de Aulo Murcio Obulaco, también en Sarsina, los de los Enii y los Prisciani en Sempetru, Yugoslavia, etc. La tumba de los Vesonius en la de Porta Nocera y la de Maktar en Túnez, de aedicula in antis. Y finalmente, de aedicula períptera se considera el monumento de Milassa, en Turquía y el de Dana en Siria. Además de los monumentos norteafricanos de las necrópolis de Ghirza en Tripolitana, en los que las columnas de la perístasis están unidas por pequeños arcos de medio punto.

En atención a su cuerpo superior, podemos dividirlos en: - Monumentos abiertos: con aedicula (próstila, in antis o períptera) o con tholos (períptero, pseudoperíptero o monóptero). - Monumentos cerrados. Generalmente, los monumentos de cuerpo superior abierto, con aedicula o tholos, cobijan en éstos las estatuas de los difuntos y son muchas las variantes que sobre la disposición de este cuerpo se pueden establecer. La cámara funeraria, o locus sepulturae, se sitúa en el cuerpo bajo o podium, normalmente sin acceso desde el exterior. En el caso de los monumentos turriformes

Los monumentos abiertos en tholos son aquellos cuyo cuerpo superior es circular y actúa como un baldaquino que cobija las estatuas de los difuntos. Generalmente, su cubierta es de tipo cónico y con decoración escamada. Al tipo pseudoperíptero podría pertenecer el de Porta Gemina de Pola o el de Ostia. Monópteros serían el de los 264

Julii, en St. Remy, el de Marsala, el de Ricina o el de Sestino entre otros. En cuanto a ejemplos perípteros éstos son prácticamente inexistentes, aunque nos puede servir de modelo el de Éfeso. Este tipo de construcciones, con cuerpo superior abierto y amplio desarrollo de columnas, es un modelo de clara raigambre helenística, del que encontramos sus antecesores más claros en el monumento de las Nereidas y, con más proximidad, en el de Halicarnaso. Hipótesis que se ve confirmada por su concentración geográfica en las costas del Adriático en época preaugustea.

Halicarnaso, en el cual se añade al basamento y al templo jónico, de dimensiones colosales, una cubierta en forma de pirámide escalonada, consiguiendo la grandiosidad que lo hizo famoso y lo llevó a ser una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, así como modelo de otras importantes construcciones. Este sepulcro monumental, construido en honor a Mausolos, sátrapa de Caria, es la empresa artística más deslumbrante del siglo IV a. C., que comenzaba a sentir lo colosal como una nueva categoría estética de primer orden. Pero no fueron sólo la novedad de su trazado y la colosal magnitud de sus dimensiones, 50 metros de altura sobre una base de 125 metros de perímetro, las que le dieron una fama imperecedera, sino la riqueza de su ornamentación escultórica, en la que intervinieron simultáneamente: Skopas, Timotheos, Bryaxis y Leochares. El proyecto arquitectónico se debió a Phyeos y Sátiros. La obra se inició hacia el 352 por iniciativa del propio Mausolo, muerto ese mismo año, y continuada por su esposa Artemisia. Parece ser que los trabajos quedaron incompletos hasta la intervención posterior de Alejandro Magno. “El monumento constaba de un enorme podio rectangular ceñido por dos frisos escultóricos (el de la Amazonomaquia y el de la Centauromaquia [... ]); un templo jónico períptero, con la cella circundada por un tercer friso (carreras de carros) y una pirámide de veintitrés escalones, rematada por una carroza de cuatro caballos (obra de Pytheos) probablemente sin ocupantes” (BLANCO FREJEIRO, 1984, 301). Los restos escultóricos conservados pertenecen a Mausolo y a su esposa Artemisia, se conservan otras muchas estatuas de mujeres y hombres, cazadores y luchadores, restos de la cuadriga, leones que tal vez se hallaban sobre el alero del tejado, y placas relivarias pertenecientes a los tres frisos mencionados. Los monumentos cerrados son aquéllos que mantienen la división de cuerpos en altura, con elementos de decoraciones arquitectónicas, donde la altura predomina en relación con la superficie de la base. Éstos son los que más fielmente se aproximan al concepto turriforme. La denominación de torre se reserva exclusivamente para los monumentos de Siria y alguno del Norte de África, cuya estructura de torre carece de cualquier tipo de compartimentación externa que denuncie su estructura interior. Si bien, la avanzada cronología de los mismos, en torno a los siglos I y II, impide pensar que sean los modelos originarios a partir de los cuales surge la difusión a Occidente. No obstante, las tumbas reales númidas enraízan su origen en las tradiciones helenísticas derivadas del, tantas veces mencionado, Mausoleo de Halicarnaso o de modelos como las tumbas de Absalón y Zacarías en el Valle de Cederrón, en Jerusalén. Por lo que se puede establecer que la idea originaria de este tipo de monumento surge en Oriente, donde se desarrolla, y se expande a Occidente a través del Mediterráneo, lo que no implica que la única vía de difusión fuese la norteafricana. “Las tumbas africanas de época númida, todas de tipo torre, se caracterizan por basamentos escalonados; varios cuerpos en altura que compartimentan el espacio, generalmente en número de

131. Monumento de los Julii, Sant Remy (Glanum). Las estatuas de los propietarios del monumento se hallaban en el templete de forma circular. (Fechado hacia el año 40 a. C.) (ZANKER, 2002, 38)

El Monumento de las Nereidas, en Xanthos, fue construido por un príncipe licio entre el 410 y el 400 a. C., “sobre un alto basamento decorado por dos frisos escultóricos de anchura desigual (el mayor representa las hazañas del príncipe en una idealizada lucha de hoplitas y jinetes vestidos al modo persa; el pequeño, más realista, el asedio de una fortaleza), alzábase un templete jónico, tetrástilo y períptero, con esculturas de Nereidas entre las columnas. Los capiteles están inspirados en los del Erechteion; el techo de mármol, con sus vigas falsas, revela un profundo conocimiento de la estructura interna de los propíleos [...] La porción escultórica más importante son las estatuas de las Nereidas que han dado nombre y fama a la tumba; están representadas como huyendo de unos raptores que se hallaban en el intercolumnio central, todas ellas en el estilo propio de fines del siglo V” (BLANCO FREJEIRO, 1984, 276277). El monumento, en conjunto, es un interesante precedente del, tantas veces citado, Mausoleo de 265

tres pisos; cámara interior y a veces aedicula abierta en cuerpos superiores; decoraciones de pilastras adosadas y remates de pirámide” (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 1996, 251). Principalmente están dedicadas a personajes de la nobleza y familias de dirigentes de alto rango social. Durante la romanización se generaliza este tipo de enterramiento, con proporciones variadas, y destinado, en este momento, a jefes militares, mercaderes y grandes terratenientes. No hay que olvidar que la zona estaba muy romanizada. Estos monumentos proliferan en la Italia del siglo I, a partir de la tumba de Terón en Agrigento, fechada en época republicana. En provincias van desde el siglo I hasta comienzos del III d. C., y se extienden por la Gallia, Bélgica y Germania, donde se encuentra el modelo más evolucionado: el de los Secundinii en Igel.

De cuerpo superior cerrado, con cámaras interiores muy altas y cubiertas por bóvedas, excepto el de los Escipiones en Tarragona que no conocemos con exactitud, están: los de Daimuz (Valencia), Villajoyosa (Alicante), Almuñecar (Granada), la Torre Ciega (Cartagena) y el de Lloret de Mar (Gerona). En la mayoría de casos albergaron inhumaciones. A todo este grupo de monumentos turriformes, hemos de añadir multitud de estructuras de opus caementicium, cuya falta de revestimiento exterior y de sus cuerpos superiores impiden una clasificación más concreta. No podemos identificar las compartimentaciones de sus cuerpos de fachada, pero parece evidente su pertenencia al tipo de monumentos cerrados. Tal es el caso de los sepulcros de Aguaviva, en Gerona; Vila Moura, en Portugal; los de Gerena, en Sevilla; y el de Clunia, en Burgos.

En Hispania la problemática de su definición nos viene dada por la parcial conservación de los restos, pues pocos conservan un segundo cuerpo y prácticamente ninguno la cubierta, por lo que es difícil establecer la pertenencia a una u otra variante. Definidos claramente como monumentos funerarios abiertos con aedicula, son los de Vilablareix, en Gerona, la Torre del Cincho, en Sevilla, el de la Puerta Occidental de Caesaraugusta, el de la Torre del Breny y de Baetulo, en Barcelona, y el de Tritium Magallum en La Rioja.

○ Altares funerarios Este tipo de construcción es de origen itálico y ya desde comienzos del Imperio tiene un gran desarrollo en la Italia central a partir del valle del Po, llegándose a convertir en “el principal signo iconográfico del nuevo arte funerario” (ZANKER, 2002, 339). Son frecuentes en todo el Imperio y se asocian a recintos funerarios. Prueba de ello son los monumentos de Aquilea y Reggio Emilia, siendo los más ilustrativos los conservados en Pompeya, tales como los de M. Porcius y el de los Allei, sin podium; y los de Umbricius Scaurus, Calventius Quietus o Naevoleia Tyche, ya con podium. En el caso de éstos, que parecen sentar las bases de una futura exportación a provincias, se trata de una concepción importada de la ciudad de Roma. Con el advenimiento del Principado, y

No encontramos, o no se han conservado, ejemplos de aediculae próstilas ni elementos que nos permitan establecer su existencia, y lo mismo para cuerpos superiores abiertos tipo tholoi. Por lo que todos los monumentos conservados pertenecen al modelo de aedicula in antis.

132. Monumentos funerarios en forma de altar, Pompeya, ante la Puerta de Herculano. (ZANKER, 2002, 321)

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su materialización iconográfica, parece ser que para la antigua nobleza los grandes monumentos de finales de la República carecían de sentido, al menos en la Ciudad Eterna. De ahí que, en lugar de una imponente representación de sí mismos, prefiriesen el recato en nombre de la pietas.

En Hispania, de planta central pero en cruz, tenemos el monumento conocido como La Sinagoga, en Sádaba. Este tipo de construcciones “serán el origen de los martyria y aparecen con todas sus variantes en los enterramientos de la necrópolis paleocristiana de Tarragona con cronología del siglo IV. A partir de estos momentos las creencias y las modas cambian de forma drástica, la influencia de las denominadas corrientes clásicas comenzará a convivir con las aportaciones autóctonas. Desaparece el ansia de monumentalidad que ha predominado hasta el siglo III; la inhumación y los cultos con los nuevos ritos se apoderan del espacio. La lección de romanidad está aprendida” (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 1996, 260).

Conocidos también como monumentos “tipo dado”, son aquellas sepulturas con forma de altar, de grandes proporciones, cuerpo central liso, en ocasiones, con denticulados bajo la cornisa y rematados en pulvinus con decoraciones de hojas imbricadas en el balteus y gorgoneia. Suelen presentar grandes dimensiones, elevándose sobre un basamento y, en algunos casos, se revisten con elementos arquitectónicos de carácter pseudofuncional como pilastras en las esquinas y frisos dóricos bajo la cornisa de remate. Atendiendo a esto, se pueden dividir en dos grandes grupos: altares sencillos, con una fecha inicial en torno al siglo I a. C., y los elevados sobre podium, fechados desde finales de época claudia hasta época adrianea.

○ Columnas funerarias Los monumentos dístilos son de clara ascendencia helenística y están formados por doble columna sobre una única base y una trabazón superior que conforma una grandiosa iconostasis. En Oriente, el dístilo, en su acepción funeraria, aparece en conexión con las cámaras hipogeas, monumentalizando su acceso. Tal es el caso del dístilo de Aemilius Regillus en Qatura, al norte de Siria, con una cronología en torno al siglo II d. C.

En cuanto a su difusión provincial, tenemos algún ejemplo en la Narbonense, como el de L. Aemilius Silus, fechado en el siglo I. Si bien, éstos se localizan fundamentalmente en la zona de Tréveris, siendo escasa la constancia de los mismos en el resto del territorio. Donde más destaca la difusión de este modelo es en la zona de Neumagen. El mayor problema es que, con frecuencia, sus materiales han sido reutilizados para otras construcciones, lo que o los ha destruido completamente o los ha descontextualizado.

Bien es cierto, como ya hemos mencionado antes, que la columna como monumento conmemorativo de victorias y triunfos tenía antecedentes helenísticos y romanos, y tras Trajano son famosas las columnas de Marco Aurelio, en Roma; la de Diocleciano, en Alejandría; la de Arcadio y Constantino, en Constantinopla y la de Focas, también en Roma. Pero ninguna de ellas tiene un carácter funerario o contiene una tumba en su base. Son monumentos conmemorativos y triunfales que exaltan a un determinado gobernante. “La originalidad de la de Trajano [...] es la combinación de ambos elementos ideológicos: el triunfo y la tumba del héroe que está en el centro mismo de la vida ciudadana (el Foro). No es un Mausoleo, ni una tumba dinástica: es la exaltación de un general, de un experto militar y de un ciudadano que aporta bien a sus contemporáneos” (ARCE, 1988, 85). Está aquí, como los antiguos viri clari republicanos, virtus causa, ya que si no, no tendría derecho a profanar el territorio sagrado de la ciudad.

En la Península Ibérica, el panorama es similar al del resto de las provincias occidentales del Imperio, en cuanto a su precario estado de conservación se refiere. Conocemos los pulvinii de Barcelona, los de Navarra (de procedencia aragonesa), dos en el Bajo Aragón, totalmente desmontados o formando parte de otro monumento, los de Cuenca, los del sur peninsular, entre los que destacan los de Jaén, y los portugueses situados en Beira Baixa. Su cronología arranca en época flavia y se prolonga en el siglo II d. C. ○ Monumentos de planta central Los monumentos de planta central responden al concepto de santuario funerario más que al de exteriorizar la memoria del difunto. Sus formas son variadas, pues presentan una alternancia de elementos derivados de modelos clásicos, tales como las cubiertas de cúpula, la alternancia de nichos en la fachada e interiores y el propio plan central. Su origen puede estar en el Panteón de Adriano, o al menos mantienen esta tradición. Por lo que cronológicamente son los más tardíos, la mayoría del siglo III d. C.

Sus paralelos de tipo honorario son más numerosos, y también de influencia helenística, por lo que quizás la columna funeraria derive de éstos. En Hispania, el de Iulipa es el único ejemplo de este tipo, identificado como tal por A. García y Bellido.

Entre los ejemplos de este tipo podemos citar la Torre de los Esclavos y el monumento de los Acilii en la vía Latina.

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134. Monumento funerario dístilo de Iulipa, Cáceres. (CANCELA RAMÍREZ DE ARELLANO, 2002, 174)

133. Columna de Trajano sin el friso, Roma. (CLARIDGE, 1999, 166)

Esta teoría ha originado no pocas discusiones, hay que tener en cuenta que Eutropio, en el 370 d. C., señala que en su época sólo Trajano estaba enterrado en el Foro, pero quizás Domiciano trasladó, en el año 94, las cenizas de su hermano al Mausoleo familiar de la Gens Flavia en el Quirinal. En todo caso, como ya señala Plutarco280, sólo los triunfadores pueden ser enterrados en el Foro. En el caso de Tito está condición es clara, además del amor que el pueblo romano le mostró, aspectos que pueden reforzar la tesis de K. Lehmann-Hartleben.

○ Monumentos en forma de arco En cuanto a los monumentos en forma de arco, se tratan, más bien, de pasajes abovedados situados en el sentido perpendicular de una vía, sin funcionalidad de tránsito; siendo su relación con los arcos honoríficos muy clara. No conocemos muchos ejemplares, pero entre éstos cabe destacar el de Porta Nocera, en Pompeya, con una cronología augustea-julioclaudia. Así como el Arco de Tito, en el Foro romano. Sobre esta tumba existe no poca discusión. Según algunos, este emperador fue enterrado primero en el Mausoleo de Augusto y luego trasladado al Templum Gentis Flaviae. Pero K. Lehmann-Hartleben (1934, 89-122) avanzó la sugestiva idea de que la tumba de Tito –al menos la primera- fue el famoso arco que lleva su nombre. El autor argumenta que si tenemos en cuenta que en este monumento no se hace ninguna referencia al triunfo de los judíos, además de que existe una pequeña habitación en el ático de este primer arco; y que hay otro arco –cerca del Circo Máximo- esta vez con un claro carácter triunfal dedicado a este emperador, Hartleben concluía con que el Arco de Tito del Foro fue destinado a contener los restos incinerados del emperador.

En Hispania, tenemos un magnífico ejemplo en la necrópolis de Iliria, en Valencia. Construido en opus caementicium, recubierto en opus cuadratum y de planta rectangular, se levanta sobre un basamento escalonado compuesto por dos gradas. Cubierto por una bóveda de cañón está abierto en sus fachadas principales, con una orientación este-oeste. Bajo la bóveda, y adosados a la fábrica interior de los muros, hay dos bancos corridos. Y aunque falta la parte superior, es perfectamente reconocible la forma exterior del mismo. Los funerales de los emperadores romanos, tal y como nos los describen algunos historiadores antiguos, revisten aspectos curiosos y llamativos que los han asociado al

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Plutarco, Cuestiones romanas, 79. (Trad. M. A. Marcos).

135. El arco de Tito en el Foro Romano, supuestamente tumba del propio Emperador Tito, al menos transitoriamente hasta que sus cenizas fueron trasladadas al Templum Gentis Flaviae. (STIERLIN, 2004, 78)

ceremonial de la pompa triumphalis. Tal es el caso de la referencia de Séneca a los funerales de Druso el Viejo de los que dice “funus triumpho simillimum”281.

los elementos militares y propagandísticos de la victoria como trofeos, columnas y arcos que, como ya hemos explicado, tienen una importante repercusión en las construcciones funerarias.

El funeral del Emperador, con el boato que a éste acompañaba, significaba en muchos casos su divinización, fenómeno que ya se daba en la ceremonia del triunfo, por la que el general victorioso era asociado y asimilado al dios Júpiter. Ya A. Brelich (1938, 189-193) o J-C. Richard (1966, 351-362) pusieron los fundamentos y las bases para la identificación entre funus imperatorum y pompa triumphalis. Por el contrario, y en opinión de J. Arce (1988, 56), los funerales de los emperadores se distancian clara y netamente del triumphus militar propio, aunque reconociendo que entre ambos existen una serie de elementos paralelos. Este autor establece la presencia del ejército y su protagonismo al papel del Emperador como jefe supremo de las tropas. Nosotros opinamos, que aunque el paralelismo entre uno y otro no es total, la aproximación y las influencias que hay entre ambos se manifiestan de forma muy clara en sus expresiones rituales y materiales. Entre estos elementos, podemos destacar: la divinización del triunfador, en un caso durante un día y asimilado al dios principal de los romanos y en otro, -y aunque no siempre- para la eternidad; juegan un importante papel, al mismo tiempo, los elementos de dramatización y reproducción de los momentos decisivos que han dado el triunfo al general victorioso o, los acontecimientos más significativos de una vida reproducidos por actores con máscaras; también

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En nuestra opinión, la victoria última del emperador no es militar sino espiritual, lo que importa es la carga ideológica del triunfo, más que su aspecto formal. Por eso la importancia y el papel del ejército es algo banal y formal. Y por tanto, las bases de uno y otro pueden ser perfectamente asimiladas. Finalmente, y sin que sea nuestra intención equiparar los excepcionales funerales de un emperador con los de un romano cualquiera del resto del Imperio, como veremos más adelante282, los elementos de propaganda usados por el príncipe tienen una repercusión total en el ámbito privado y, de forma muy clara, en el funerario. Los elencos iconográficos y las construcciones monumentales comienzan a imitarse de forma muy temprana y consciente, si bien con una serie de “adaptaciones ideológicas”. En todo caso, si los signos externos se asocian al triunfo militar y, a partir de éste, al triunfo a la muerte, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con el sustrato ideológico del funus? Si esto no fue así, no tiene sentido la magnitud de su repercusión más allá del ámbito imperial y más allá de Roma, en una época en la que el deseo de triunfar sobre la muerte era tal, que nuevas religiones estaban desplazando las tradicionales creencias romanas.

282

Séneca, Consolación a Marcia, III, 1. (Trad. P. Cid).

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Ver: 6. 2. Los repertorios epigráficos e iconográficos, 273 y ss.

para su reutilización como material de construcción. Y pese a la información que en él se desprende: fórmulas rituales, antropónimos, relaciones de parentesco, cursus honorum, etc. su relativa representatividad del conjunto de la sociedad debe analizarse con precaución. Lo mismo ocurre en lo referente a los estudios de edades y esperanzas de vida, a los que posteriormente nos referiremos284, debido a la imprecisión de estos datos y al escaso número de epígrafes que hacen referencia a estas cifras: en Hispania, de unas 7000 inscripciones tan sólo 1961 nos detallan la edad de difunto. Finalmente, no debemos olvidar que estas piezas se dan, fundamentalmente, en contextos urbanos, donde la necesidad de individualización en el seno de clases medias y altas, y principalmente entre los varones adultos, parece ser más necesaria; por lo que su representación universal es insuficiente.

- 6. 1. b. Otros hitos de señalización El recuerdo esconde y protege a los vivos de la realidad de la muerte. Si la sepultura se redujese a un receptáculo subterráneo, ésta, una vez cubierta de tierra, no existiría, desapareciendo de la vista y de la memoria de los vivos, con lo que se frustraría uno de los mayores anhelos del ser humano: la supervivencia, aunque sea en el recuerdo, post mortem. Pero también a efectos prácticos, sin una señalización ni una clara delimitación de la sepultura podría perturbarse el reposo eterno, violando un lugar sagrado e impidiendo el correcto desarrollo de los ritos funerarios. Conocemos multitud de elementos que señalaban las tumbas, que como ya hemos indicado variaban según su destinatario, su origen social y sus posibilidades económicas. Es frecuente la señalización de las tumbas con una estela epigráfica, cuyos contenidos textuales veremos posteriormente283, pues se trata de uno de los indicadores más extendidos en el mundo romano. No en vano, se ha dicho con frecuencia que la epigrafía romana es básicamente una epigrafía funeraria, pues la mayor parte de las inscripciones halladas se tratan de epitafios, lo que parece resaltar el deseo de individualidad en el seno de la sociedad romana.

Documentamos estelas de este tipo en multitud de yacimientos, siendo más frecuentes en las áreas cementeriales urbanas. Si bien, sólo en algunos casos aparecen asociadas a los enterramientos, como ocurre en la necrópolis de Lalín o en Baelo Claudia. También en Vicus, en la necrópolis de la calle Pontevedra/Hospital, aparecen asociadas a un área cementerial, aunque utilizadas como puente para salvar los desniveles del terreno; en el cerrillo de los Gordos reaprovechadas para la cobertura de alguna sepultura; también tenemos noticias, de F. Simón y Nieto, que en la necrópolis palentina del este y noroeste del recinto antiguo se hallaron lápidas, cipos y estelas. En Hasta Regia conocemos la aparición de aras y estelas en asociación a un área cementerial, aunque ya descontextualizadas; en Carmo, donde aparecen numerosas estelas y cipos, o en Yecla de Yeltes, reutilizadas en sepulturas tardorromanas. A estos ejemplos, debemos añadir la gran cantidad de epigrafía funeraria conocida y ya mencionada.

Sin duda, se trata de un elemento de proyección vertical cuyo texto garantiza una perfecta ubicación de la tumba y una importante información de los restos que allí reposan. Pero además, la desproporción existente en éstas y el número de personas que han vivido, y por tanto han muerto, parece ser mucha. De hecho, en Dalmacia, apenas representan el 0’1 por ciento de la población de la época según cálculos (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 111). A estas deficiencias hay que añadir que nos encontramos ante un objeto funerario desprovisto de su contexto original, la mayor parte de las veces desplazado

136. Esquema de un monumento oikomorfo. FR, frontón; F, fachada; P, puerta u oquedad; C, canal que comunica la puerta-oquedad con el depósito, D, de las cenizas. (ABÁSOLO et alii, 1976, 81)

283

284

Ver: 6. 2. b. La epigrafía funeraria y sus soportes, 276 y ss.

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Ver: 8. La muerte sufrida, 291 y ss.

Por su singularidad, merece la pena destacar las aparecidas en una extensa franja que comprende el centro peninsular, la cuenca del Ebro y Navarra, desde las cuencas medias del Guadiana y del Tajo hacia el norte y la costa atlántica (MARCO, 1978 y ABÁSOLO y MARCO, 1995, 327-359). Se da aquí un tipo de estelas de tradición indígena, tanto por los antropónimos como por sus motivos decorativos, cuyo denominador común lo encontramos en sus composiciones geométricas formadas por círculos secantes, discos radiados, flores multipétalas, crecientes lunares, etc. Están labradas con la técnica propia del trabajo en madera y “la combinación de figuras geométricas sencillas, logradas con el compás y la escuadra y la labra de planos biselados de aristas vivas, parecen indicar que antes o contemporáneamente hubo estelas en madera, que no han llegado hasta nosotros” (VV. AA., 1978, 716). Se trata de expresiones materiales del proceso de “romanización”, construidas como los romanos -en cuanto a fórmulas empleadas, dimensiones, objeto y función de los mismos, etc.- pero con unas características y unos motivos ornamentales que les confieren un definitivo carácter prerromano. Se han fechado principalmente entre los siglos II y III d. C., y en ocasiones en el IV d .C., aunque se conocen algunas más antiguas. Este simbolismo indígena llegará a sobrevivir al periodo pagano, pues se han hallado con epitafios cristianos de mediados del siglo IV d. C. Una vez más, sus usuarios debieron ser en gran parte indígenas, aunque de posición acomodada y muy “romanizados”. Conocemos multitud de ejemplos, pero ninguno conservado en su contexto original.

Conocemos abundantes ejemplos de este tipo de señalización in situ. La encontramos en la necrópolis de El Cantosal; en Tisneres, en la sepultura 8 donde se localizó una piedra grande; en Segobriga, en la tumba 37, donde se dispuso una losa de dimensiones reducidas; en El Monastil, en la número 5; en Riodeva que se hincaron dos piedras a ambos lados de una sepultura, o en Monte Novo do Castelinho, en la sepultura 1. En determinadas necrópolis se ha documentado como, en un segundo momento de uso y con un lapso de 25 a 60 años, se cortan y se destruyen otras sepulturas anteriores, pertenecientes a un primer momento de ocupación. Lo que ha llevado a plantear la existencia de estelas de madera. Éstas, más económicas y asequibles por no necesitar mano de obra especializada y por utilizar un material más accesible como es la madera, más barata que la piedra, debieron ser una variante ampliamente difundida. En éstas se pintaría o grabaría un determinado mensaje, similar al de los ejemplares conservados en piedra. Desgraciadamente, la madera desaparecería en este lapso de tiempo, lo que coincide con el paso de dos o tres generaciones, distancia que separa los momentos de uso de una misma necrópolis y lo que, al mismo tiempo, justifica las intromisiones. En este periodo, los parientes en línea directa anteriores a los abuelos toman el carácter de antepasados lejanos y, por tanto son “olvidados”; lo que hace que carezca de sentido el mantenimiento de la sepultura. Su existencia es innegable pues se han identificado en la necrópolis de Frénouville, en la Gallia. Conocemos otro tipo de elementos, algunos con un fuerte carácter romano y otros con una gran influencia indígena: es el caso de los monumentos oikomorfos, hallados en la actual provincia de Burgos, en la comarca de Bureba, aunque se trata de un fenómeno netamente hispano y se ha visto como un producto genuinamente céltico y circunscrito a esta zona concreta; la estructura y la idea de la “tumba-casa” no es exclusiva de una única cultura, sino que parece una idea si no universal, sí bastante

En otros casos, esta señalización se simplifica con las estelas anepígrafas. Se trata de monolitos hincados en el suelo, apenas trabajados y por supuesto sin ninguna inscripción ni otro elemento grabado. Quizás éstas se pintaron y no se han conservado, pero en todo caso, su función sigue siendo la misma: se trata de un elemento vertical que individualiza una sepultura y la señala permitiendo su identificación.

137. Sepultura tipo cupa, asociada a libertos y a funcionarios imperiales de segunda fila. (TRILLMICH et alii, 1993, fig. 209a).

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convencional y extendida. Su estructura es siempre la misma: planta rectangular y tejado a dos vertientes; la decoración, la inscripción o las puertas de acceso se encuentran siempre en la fachada principal. Además, parece ser que “las hay que sirvieron como verdaderas urnas cinerarias, otras fueron “estelas” colocadas sobre cajas que contenían las cenizas, y pensamos que un tercer grupo sirvió como “estela” indicando una inhumación” (ABÁSOLO et alii, 1976, 83). Por su cronología, parece ser que se prolongaron durante un periodo de cuatro siglos, y su onomástica revela que pertenecen a tipos ampliamente romanizados.

en una de las sepulturas que había sido violada, puede verse el conglomerado sobre el que se asienta. Está formado por un pequeño montículo de piedras asentadas con argamasa. En un plano inferior, a unos 1’60 metros de profundidad, aparece la fosa donde se había depositado el esqueleto. En este caso, el mobiliario fúnebre era muy reducido y tan sólo constaba de una pieza de cerámica común. En el resto, pues no se nos indica su número, la estructura era muy similar y bajo la construcción, la inhumación se había dispuesto en una fosa construida con ladrillos o tegulae, que en ocasiones albergan grupos de sarcófagos de piedra. Las dimensiones de estos monumentos son variables: aunque en términos medios puede decirse que las mensae circulares tienen un radio que oscila entre 1 y 2 metros, las cuadrangulares tienen unos 3 metros de lado y las rectangulares pueden llegar hasta los 3 y los 9 metros. La altura de estas construcciones oscila entre el metro y el medio metro. Es frecuente que se encuentren en el interior de un recinto, más o menos espacioso pero descubierto, definido por muros.

Frecuentes son también las cupae, piedras esculpidas con forma semicilíndrica, imitando a un tonel de vino sobre el que se ha dispuesto la inscripción en una cartela. “Parece posible vincularlas a un medio social muy concreto (donde predominan los libertos, pero hay también esclavos, funcionarios imperiales de segunda fila, etc.) que las exportarían de Roma a Cataluña (donde son especialmente abundantes) y de ahí pasarían algunos ejemplares al N.O. de la Península Ibérica” (LÓPEZ BARJA, 1993, 119). Uno de los ejemplos más importantes -su particularidad es que se encontraron in situ- es el de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino; pero también en Asturica Agusta, Sintra, Emerita Augusta, Beja o Mértola, entre otros (TUPMAN, 2005, 119-132). Otro tipo de señalización lo encontramos en determinadas sepulturas de las necrópolis ampuritanas. Se trata de unas pequeñas sepulturas monumentales, de forma cúbica, muy sencillas. Las cenizas se depositaban en las urnas, se colocaban en el suelo acompañadas de su ajuar y luego se construía, cubriéndolas, una especie de zócalo o estilobato cúbico, con uno, dos o tres escalones. Tan sencilla construcción se estucaba con cal y pintura roja. Sobre éstos no parece que se situase ninguna lápida, ni estatua o cosa semejante, pues la construcción no tiene fuerza suficiente para esta coronación, quizás se situase un ara para las libaciones del difunto. En otras necrópolis de la zona, se han hallado construcciones semejantes cubiertas con un casquete esférico fabricado con cal, a la manera de una cúpula semiesférica que inutilizaría el uso de éstos como apoyo o base para otros objetos o para el desarrollo de ciertas actividades relacionadas con el culto a los difuntos.

138. Estructura de forma cúbica rematada por un casquete esférico. Sepultura 23 de la necrópolis Torres, Emporiae (ALMAGRO, 1955, Lam. I).

También se ha constatado la existencia de estructuras tumulares que, sobresaliendo del nivel de suelo, permitían la identificación de un determinado enterramiento. Se documentan principalmente en la zona de Levante: en Barcino, Tarraco, en alguna de las necrópolis ampuritanas y en el sur de la actual Comunidad Valenciana, como en El Albir o Lucentum, en la zona de El Frapegal. Su elevación es sencilla, pues se trata de amontonamientos de piedras que sobresalen por encima del nivel de la estructura sepulcral y del nivel del paleosuelo. Quizás estas estructuras fueron señaladas por otros elementos como los antes descritos, pero en todo caso, ésta parece suficiente señalización.

Tal vez puedan asociarse con las mensae que constatamos en distintos yacimientos hispanos como en Corduba, en la C/Lucano; en Hispalis, en las C/Gallos y Butrino; en Emerita Augusta, en distintas zonas funerarias como el Sitio del Disco, la zona de la Carretera N-V con la urbanización “Los Césares”; o en Troia, donde tal vez encontremos los ejemplos más elocuentes: algunas de las sepulturas son de forma rectangular, pero otras tienen forma esférica o alargada, e incluso alguna está atravesada por un surco que las divide en dos mitades y en medio de éste, hay una depresión semicircular en cada lado, en forma de asiento. Por debajo de esta estructura,

En ocasiones, su construcción no es tan sencilla como una simple acumulación de piedras. En la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, en Barcino, se trataba de fosas excavadas de poco más de un metro de profundidad, en las que se depositaba el cadáver. Encima se edificaba el 272

túmulo, con una cámara interior que albergaba una urna destinada a contener las ofrendas, comunicada con el exterior por un canal para libaciones. Elementos de señalización de este tipo los encontramos también en Emerita Augusta, en la C/ Cabo Verde, donde una sepultura estaba cubierta por un conjunto de piedras, pero también en el Sitio del Disco, en la C/ del Circo Romano o en la zona funeraria de la Casa del Mitreo/Carretera NV, donde se documentó un túmulo de tierra; en la necrópolis 4 de O Padrãozinho; en la de Santo André; en Corduba, en la Avenida Ollerías o en la Avenida del Corregidor, donde documentamos uno compuesto por tierra y mampuestos de pizarra esquistosa; aunque generalmente eran de piedra sujeta, o no, con algún tipo de argamasa.

En cuanto a Mors, o la muerte, y pese a que como divinidad de los indigitamenta quedó enmarcada desde el principio dentro de la jurisdicción regulada por el ius pontificum, parece ser que nunca se le erigieron templos, siendo su debilidad iconográfica tajante en la ecúmene latina. A tal punto llega su ausencia en las representaciones que la imagen de Mors resulta realmente insólita en el arte figurativo romano, tanto público como privado (SOPEÑA, 2009, 255). Por el contrario, su presencia en el imaginario literario es bastante frecuente y es aquí donde asume una apariencia angustiosa y, sobre todo, con un tremendo poder universal y un cariz totalmente desolador. En ocasiones, Mors fue identificada con otras divinidades, en este caso de carácter masculino, como Orco –que aludía tanto al tenebrosos Reino de los Muertos como a la deidad que en él imperaba-; para acabar asimilándose a Dis Pater, Plutón y Hades. En todo caso, la esquiveza de esta figura en las representaciones resulta muy significativaen el marco de la ideología funeraria romana. No en vano, Mors representa el no saber absoluto, la carencia de control completa, el alejamiento total de las fronteras tangilbles: es un elemento que sobrepasaba todos los límites de esa religión para los vivos que fue la religión romana y separaba el devenir de los hombres de otra existencia, cuya dimensión es temible por ignota, y, como tal, debía ser evitada (SOPEÑA, 2009, 279-280).

Pero prácticamente cualquier elemento podía ser usado como hito de una sepultura. A modo de ilustración sirva una piedra de molino de mano de granito que documentamos en la cabecera de un enterramiento de Ciudad Rodrigo; aunque en otros casos se recurría a otros elementos más elaborados como pequeñas estructuras de losas de piedra o embaldosados, como las que documentamos en Emerita Augusta, en la Barriada de los Milagros; imbrices hincados como en la necrópolis de Lage do Ouro; o incluso ánforas o tubos cerámicos utilizados, a su vez, como conducto de libaciones tal y como constatamos en Malaca, en la zona funeraria de la C/Mármoles/Trinidad o en Astigi, en la C/Bellidos, cuyos paralelos más elocuentes los encontramos en la necrópolis de Ostia.

No hay que olvidar que, como tantas veces hemos repetido, las religiones antiguas, carentes de dogma, no presentan un programa estructurado de creencias. Éstas mezclan distintas tradiciones, incluso algunas contradictorias, por lo que su interpretación es todavía más difícil, si no imposible. Los investigadores no podemos intentar ser más precisos de lo que, en su día, fueron los antiguos. La tradición cristiana, tal y como se ha ido definiendo a partir del Concilio de Nicea, nos ha habituado a asociar el fervor religioso con un rigor dogmático y con una expresión determinada por un credo, idea completamente extraña en el paganismo. La exhibición funeral romana tiende, por encima de todo, al hic et nunc, a la preservación de la memoria, a la consolidación de los que quedan, a la añoranza por lo que se perdió y a la demostración de la pietas. En este sentido, la pintura y la escultura resultaron esenciales, puesto que fijaron la imagen de los muertos y/o la de los elementos propios de la vida terrenal. (SOPEÑA, 2009, 281). Partiendo de esta base, veamos los principales elencos iconográficos y sus soportes.

6. 2. Los repertorios epigráficos e iconográficos En este apartado intentaremos analizar las bases de las representaciones iconográficas y epigráficas, pero sin olvidar que el lenguaje simbólico es ambiguo y que el estudio iconográfico no puede pretender más que retornar al pensamiento inicial que ha inspirado, en su origen, a la primera obra que utilizó un determinado tema simbólico. El simbolismo funerario de los romanos ilustra bien lo que se ha convenido en llamar sincretismo, aunque algunos autores lo han definido como escepticismofilosófico-religioso de época imperial, donde confluyeron todas las doctrinas, más o menos diferentes, con un espíritu tolerante que aceptó el vecinaje o la superposición por falta de un rigor lógico, de pasión dogmática, e incluso, por dejadez o por agotamiento del sistema. Por tanto, en la mayoría de las ocasiones nos es imposible determinar qué perdura de esa idea en un ejemplar determinado, por la evidente razón de que el valor simbólico no está ligado al monumento y puede haber sido distinto, no sólo para el creador del tema y su copista posterior, sino incluso para éste y para el comprador que lo utilizó en su monumento. Además, diversas ideas pueden utilizar símbolos ya existentes para expresarse. Tal es el caso de las representaciones solares, usadas por tradición desde tiempos prehistóricos y que no tienen por qué reflejar, en las estelas de tradición indígenas, creencias de origen pitagórico.

- 6. 2. a. La pintura funeraria En el caso concreto que nos ocupa, “Hispania nos ofrece un conjunto realmente singular de pintura funeraria de época romana, el más importante de las provincias occidentales del Imperio, si exceptuamos la Península Itálica” (GUIRAL, 2002, 81). Pero, sin duda, el hecho más sorprendente es la escasez de escenas con referencias directas a la muerte y al más allá, que se representan generalmente con los mitos de Perséfone, Alcestis o Selene y Endimión. Imágenes, de carácter simbólico, que nos ofrecen una visión menos trágica de la muerte, ya que 273

implican que ésta no era definitiva, ofreciendo así un consuelo a los difuntos y familiares. Bien es cierto, que otros temas muestran los aspectos más terribles del mundo funerario simbolizados por Caronte, Tántalo, las Danaides u Orco, pero su objetivo no era otro que advertir del peligro que suponía ofender a los dioses.

Principalmente, los temas decorativos pueden agruparse en distintas categorías: - La biografía del difunto, ya sea mediante retratos, por la representación de las actividades realizadas en vida o a través de la consecución de determinados logros. Son frecuentes los retratos del difunto, tanto de cuerpo entero como de busto, así como actividades artesanales en referencia a su ocupación. Uno de los ejemplos más claros para este tipo lo encontramos en Pompeya, en la tumba de Vestorius Priscus, en la que se le representa participando en un banquete, impartiendo justicia y distribuyendo subsidios en su papel de magistrado local. Por lo tanto, a través de la pintura, no sólo hemos conservado la imagen de los difuntos, sino también su personalidad.

Como ya hemos comentado, estas referencias iconográficas son meras excepciones en la regla general, ya que, en la elección de los temas del arte funerario, la voluntad explícita de citar a la muerte estaba prácticamente ausente. Y, desgraciadamente, la pintura funeraria conocida ni transmite ni profundiza en las ideas religiosas ni en sus programas escatológicos. Puede afirmarse que la mayor parte de los temas son muy semejantes a los utilizados en la decoración de las estancias domésticas y debieron estar condicionados por los mismos factores, como las modas y los motivos disponibles en los repertorios de los artesanos. La pintura mural de tema funerario se desarrolla fundamentalmente en dos tipos de enterramientos: los columbarios y las tumbas familiares.

En nuestra opinión, pese a que el tema del banquete ha sido incluido por ciertos autores como biográfico, quizás deba ser considerado, al menos en determinadas representaciones, como simbólico. Pues bien puede hacer referencia al banquete fúnebre celebrado con motivo de los funerales o a los placeres que el difunto encontraría en el más allá. Esta representación ocupa un papel dominante y, en ocasiones, “no faltan escenas alusivas a personajes ultraterrenales como amorcillos, ménades, sátiros o monstruos marinos, así como referencias a dioses como Hera o Afrodita” (VAQUERIZO, 2001a, 106), por lo que su papel simbólico es, en éstas, bastante claro.

Los columbarios son tumbas colectivas de incineración que se extienden desde la época republicana hasta el Alto Imperio. Se estructuran por medio de altos muros horadados por un gran número de loculi. No son enterramientos anónimos, sino que cada abertura contiene una decoración individualizada que representa al difunto con epitafios donde se recuerda su nombre, pequeñas escenas de animales y paisajes.

- También son frecuentes los temas mitológicos, generalmente, no relacionados con la muerte o la vida del más allá. Muchas han sido las explicaciones dadas a estas representaciones iconográficas: para algunos, los personajes dionisiacos harían alusión a la iniciación del difunto y a las recompensas que ésto implicaba tras la muerte; los erotes se han interpretado como símbolo del alma del difunto y los monstruos marinos como una referencia al viaje a las Islas de los Bienaventurados. Pero en general, estas escenas no tienen una relación directa

Las tumbas familiares, tanto colectivas como individuales, tienen su origen en la memoria de un personaje ilustre. Reservadas, en época republicana, a las grandes familias, con el tiempo serán popularizadas y utilizadas por los distintos órdenes sociales, siempre y cuando cuenten con los recursos económicos necesarios. Su tipología y decoración es muy variada: algunas van desde una simple cámara hasta otras que conforman complejas estructuras.

139. Tumba del banquete funerario de la necrópolis Norte de Constanza (Rumanía). Mediados del siglo IV d. C. (VAQUERIZO, 2001a, 107).

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con el mundo de los muertos. Al respecto, no debemos pasar por alto las aportaciones de otras fuentes, como la epigrafía, en la que de forma más clara, tampoco se hace ningún tipo de referencia al más allá. Concretamente, entre las alusiones más directas a la otra vida en este repertorio iconográfico, podemos citar algunas de las escasas representaciones de los Campos Elíseos. Es el caso del hipogeo de los Octavii, en Roma, donde la difunta aparece en brazos de un erote que la traslada allí según el esquema del Rapto de Proserpina. Parece ser que ésta es la única escena, hasta el momento, en la que se explica claramente la esperanza de una vida en el más allá. Otra pintura similar es la conservada en la Tumba de la Vía Portuense, también en Roma, en la que se observan varios personajes jugando hacia los que se dirige un niño apoyado en una especie de andador infantil. Su la interpretación no es tan concluyente como la de la anterior.

by making sure the pygmy mosaic caused salubrious laughter” (CLARKE, 1991, 90). La risa, la hilaridad, espantan el peligro que rodea la muerte, creando así un lugar seguro. Aspecto que nos parece importante destacar en cuanto nos explica otra de las maneras de enfrentarse y asumir el mundo de la muerte. Pese a lo ya dicho en comparación con las restantes provincias occidentales del Imperio, en Hispania los restos de pintura funeraria son bastante escasos hasta la fecha. Aún así, podemos argumentar que tanto el tipo de enterramientos donde se utiliza la decoración pintada, columbarios y tumbas familiares, como la temática desarrollada comparten las características ya descritas para Roma y el resto de las provincias. Y de los principales motivos mencionados, en las tres provincias de Hispania encontramos la totalidad de las representaciones citadas, a excepción de los temas mitológicos y las características escenas nilóticas.

En el columbario 33 de la necrópolis de la Vía Laurentia de Ostia se pintó una interesante escena de la vida de ultratumba, a la que el difunto accede por una puerta custodiada por el can Cerbero y por una figura sentada interpretada como un “portero”. Tras estas figuras aparecen Orfeo y Eurídice, Plutón y Proserpina y Oknos sufriendo su castigo: tejer una cuerda que un asno devora continuamente. Es evidente que tanto la escena de Ocnos como la de Eurídice y Orfeo ofrecen una visión desesperanzadora del más allá. Pero como ya hemos explicado, el número de estas escenas es muy reducido e incluso, en algunos casos, su interpretación puede ser variada y no tienen por qué representar temas de carácter escatológico. - Las decoraciones de carácter doméstico, que están claramente condicionadas por las modas imperantes, los motivos disponibles en los repertorios de los artistas y las características arquitectónicas que condicionan sobremanera su ornamentación. - Y por último una serie de escenas de carácter excepcional, que encontramos tanto en la decoración pictórica, los estucos y los mosaicos de una serie de tumbas de la necrópolis de Vía Larentia e Isola Sacra. Estos motivos representan una serie de escenas indecorosas de pigmeos en un contexto de paisajes nilóticos y escenas cinegéticas. Su cronología es altoimperial y, por su temática, podemos relacionarla con la anexión de Egipto, pues hacen referencia tanto a la nueva provincia como a las monarquías helenísticas, Alejandría, etc. Sus propietarios son, principalmente, libertos de origen oriental que buscan un reconocimiento a su estatus social tras la muerte imitando a las élites en sus gustos y sus modas. A pesar de la originalidad y excepcionalidad de estas representaciones, que no encontramos en Hispania, consideramos necesario mencionarlas porque su interpretación resulta muy ilustrativa, pues “the person who commissioned the decoration of this tomb wished to create a safe place for honoring the dead, with both visits and funeral banquets,

140. Retrato funerario sobre tabla de una dama romana procedente de Al Fayum (Egipto). (BARBET, 1991, 338)

Aún así, dentro de la escasez de hallazgos destacan dos conjuntos funerarios: el de Carmo (ABAD y BENDALA, 1975; GUIRAL y MOSTALAC, 1991) y el de Emerita Augusta (BENDALA, 1972), que pueden ayudarnos, y más con la escasez de testimonios conservados en Hispania, a completar nuestro conocimiento global del tema y a trazar paralelismos dentro de unas pautas establecidas. La necrópolis de Carmo, fechada en el siglo I d. C., ha proporcionado, hasta el momento, una docena de tumbas 275

familiares con decoración pictórica. La pintura se extiende en la mayoría de los casos alrededor de los loculi que dispuestos, generalmente, en hipogeos excavados en la roca que contienen las distintas urnas cinerarias. En torno a éstos se representan animales y vegetales acompañados de epitafios alusivos al difunto. Algunos ejemplos son la Tumba de la Paloma y la de Tito Urio. Se conserva también la representación de un banquete funerario en la Tumba del Banquete, donde parece probable que en la escena se representase al propio difunto. En esta misma necrópolis destaca, por su influencia orientalizante, la Tumba de Servilia, donde vemos la representación de una dama tocando la lira.

pictórica del opus sectile que organiza el espacio en tres registros: el inferior, donde se representan mármoles pintados; el friso decorativo, que recibe el ciclo iconográfico y, por fin, la cubierta decorada con motivos vegetales y geométricos. Se considera que en el siglo III d. C. la iconografía cristiana ha adquirido ya unas características propias. Con seguridad el documento más antiguo procede de la necrópolis de Cimitile, cuyas cámaras funerarias con arcosolios muestran composiciones lineales, florales e imitaciones marmóreas. En las catacumbas de San Gennaro, en Nápoles a principios del siglo III d. C., se alternan motivos paganos, como una Niké rodeada de elementos dionisiacos, con cristianos, que ocupan los recuadros más importantes. No cabe duda de que “las primeras pinturas de las catacumbas romanas son [...] un laboratorio experimental en el que conviven temas bíblicos con otros propios de la iconografía clásica” (GUIRAL y ZARZALEJOS, 2005, 657), convivencia que no alcanzará una solución definitiva hasta el siglo IV d. C.

En cuanto a la necrópolis de Mérida, los dos conjuntos más importantes documentados hasta la fecha son el de la Tumba de los Voconios y el de la de los Julios. El primero, dedicado a la familia de los Voconii, conserva los retratos de cuerpo entero de alguno de sus miembros. Unos representados en parejas, como Caius Voconius y Caecilia Anus, y otros en solitario, como Voconia Maria o Caius Voconius Proculus, constructor del monumento. “El de este último es el único de los cuatro que presenta rasgos personalizados, lo que se atribuye a que fue el único realizado en vida del comitente, de rasgos negroides por cierto, quien habría mandado pintar los retratos de sus padres y de su hermana, fallecidos con anterioridad, en un claro gesto de pietas” (VAQUERIZO, 2011a, 107). La Tumba de los Iulii ha conservado pocos restos de su decoración mural, en concreto un grupo de palomas.

Ya en este siglo IV, las escenas siguen el orden de los ciclos bíblicos como nos muestran las pinturas de una bóveda de las Catacumbas de los Santos Pedro y Marcelino, donde aparece el Cristo/Pastor en el centro de la escena rodeado por ocho episodios bíblicos, en los que se alternan tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Avanzado ya este siglo, se incorporan otras imágenes como las de los martirios de santos y otros temas cuyo objeto es manifestar la divinidad y cuya representación es un fiel reflejo de la iconografía del poder imperial.

Como conclusión, podemos afirmar que la temática se adapta perfectamente a la expuesta al principio. Hallamos representaciones de aspectos biográficos del difunto, mediante retratos en la Tumba de los Voconii de Emerita o con la imagen de las actividades profesionales en la Tumba de los Servilii de Carmo. El conocido tema del banquete funerario está presente en la tumba del mismo nombre de Carmona. El resto de las tumbas de esta necrópolis presentan decoraciones de carácter doméstico, condicionadas por la época, los motivos disponibles en el repertorio de los pintores y las características arquitectónicas de las tumbas que obligan a adaptar la decoración de los nichos. Algunos motivos como el de la Medusa, la cabeza lunar, las aves, los delfines, las guirnaldas, presentes también en los edificios domésticos, adquieren, quizás, una simbología funeraria en el interior de las tumbas (GUIRAL, 2002, 101).

- 6. 2. b. La epigrafía funeraria y sus soportes La obsesión por sobrevivir a la muerte a través del recuerdo, perpetuado en las obras y logros personales, y materializado en la suntuosidad del enterramiento o en un epitafio duradero, es un hecho constatado desde épocas muy remotas. Pero esta obsesión no fue, o no se nos ha transmitido de forma tan completa por ningún pueblo de la antigüedad, como la de Grecia y más concretamente Roma (ALFÖLDY, 1998, 289-301). No obstante, estos testimonios están ligados a un fenómeno cultural más amplio como es el de la llamada “Cultura Epigráfica”. Los restos del difunto podían ser depositados en un emblemático monumento, en un sarcófago hábilmente labrado o en una urna cineraria de ricos materiales. En otros casos podían ser depositados sobre un pobre lecho de hojas, un ataúd de madera o una urna cerámica depositada entre lajas. Cada cual según podía permitirse, cada cual como le había ido en vida. Pero siempre un hito marcaba el lugar y los restos depositados, y un epígrafe recordaba al caminante quién fue el que estaba ahí enterrado y cuáles habían sido sus logros.

En cuanto a la documentación conservada de la pintura cristiana en época romana, los restos son menos numerosos y más concretos en el espacio. Las primeras manifestaciones se remontan a los siglos II y III d. C. y la temática, al igual que la decoración pagana, intenta recrear una atmósfera de domus aeterna, por lo que los esquemas decorativos son similares a los de los ambientes domésticos. Encontramos el estilo lineal, característico de cubículos y bóvedas, también motivos vegetales y jardines, que intentan representar el paraíso que gozan los difuntos en la otra vida, y la imitación

Era común la señalización de los enterramientos con una inscripción grabada en una estela o un altar, aunque en opinión de L. Tranoy (2000, 119), éste “est un phénomene nettement urbain”. No debemos olvidar, no obstante, que muchos de estos epitafios pudieron estar grabados en madera, menos duradera, pero mucho más 276

económica, y que no han llegado hasta nosotros. Es éste un material más abundante y se trabaja con más facilidad que la piedra, por lo que bien pudo ser utilizado en las zonas rurales por los habitantes de menos recursos económicos y también en las ciudades, entre los más desfavorecidos.

Los epitafios estaban destinados, como tantos otros aspectos del mundo funerario romano, a perpetuar la memoria del difunto. En cuanto a la formulación, se observa –como en todos los lugares del Imperio, y sobre todo de Occidente- una evolución en el tiempo. Los epitafios más antiguos son muy breves, constando en ellos el nombre del difunto en nominativo o en genitivo, sin ninguna alusión a la muerte. Luego se añadieron la indicación de la profesión del difunto y una referencia final a la muerte y a la sepultura, como por ejemplo: obiit, hic situs est, hic cubat, etc. Posteriormente, se incluirá la edad del difunto y otras indicaciones complementarias. En otras inscripciones más extensas de personajes principales, se hacen constar los méritos y glorias del difunto, en prosa y en disposición parecida a la de las inscripciones honorarias. En otras ocasiones se hacen en verso, aunque no son tan frecuentes.

Se ha dicho que la causa principal de la eclosión de la epigrafía funeraria –en otras palabras: la conmemoración de los difuntos por medio de monumentos inscritos- en Occidente, fue la extensión de la ciudadanía romana (y latina), en el sentido de que los cives Romani y Latini eran los únicos capaces de hacer un testamento válido según el derecho romano. Con ésto hubieran deseado demostrar esa capacidad –y con ella su estatus privilegiado- mencionando en sus epitafios a las personas obligadas por disposición testamentaria a erigir su monumento. No obstante, en casi la mitad de los epitafios hispanos no aparece ningún dedicante, de hecho es el porcentaje más bajo de todo Occidente, y además “esa explicación no resulta convincente porque existían medios más sencillos para indicar el status del ciudadano, p. ej., la tribu” (STYLOW, 2002, 355). En todo caso, conservamos alrededor de trescientas mil inscripciones latinas, especialmente entre los siglos I a. C y III d. C. en que se fechan el 90 por ciento de las mismas. Pero la clasificación de éstas, atendiendo a su contenido, también resulta desequilibrada, pues alrededor del 70 por ciento son epitafios de carácter funerario.

Fue con la renovación religiosa de Augusto cuando se generalizó el uso de consagrar las sepulturas a los dioses Manes, y en ocasiones a otra divinidad. A finales del siglo I d. C., los talleres epigráficos acuñan un modelo de epitafio más “normalizado”, que llega a repetirse hasta la saciedad a lo largo de la siguiente centuria. Esto no era algo original, pues ya se había hecho con anterioridad, aunque es a partir de aquí cuando se generaliza. También las inscripciones se complementan con un montón de frases lo que implica una gran variedad en los epitafios. Veamos las fórmulas más usuales. Para el encabezamiento la fórmula más común era la dedicatoria a los dioses Manes: Manibus, Diis Manibus o Diis Manibus Sacrum, que se generaliza a partir del cambio de Era, sobre todo entre los siglos II y III d. C.; la abreviación de la fórmula, D. M. o D. M. S., es posterior al uso de la frase entera. En otras ocasiones la frase se complementa complicando la fórmula, y otras veces, la dedicatoria se hace solamente al Genio, para los hombres, y a Juno, para las mujeres; o a otra divinidad.

En el Mundo Antiguo, “los epígrafes grabados en monumentos de piedra o en placas de bronce constituían los medios de comunicación más importantes. Inscripciones de obras públicas, en pedestales de estatuas honorarias o de lápidas funerarias eran medios de autorepresentación. Monumentos inscritos de este modo anunciaban la posición del individuo en la sociedad, sus cargos públicos, sus méritos...” (ALFÖLDY, 1999, 289). Una vida, una personalidad, miles de acontecimientos y pensamientos se reducen en la epigrafía funeraria a unas pocas palabras, a un breve epitafio que condensa y sintetiza al máximo la biografía del difunto. Vemos aquí la praxis romana llevada al extremo, pues “todo discurso debe tener como meta la utilidad, a la que se llega cuando es claro y breve, [...] que logre decir las cosas claras, para que se le entienda, y que las diga de manera breve, para que se le entienda antes”285. Pero no debemos llevarnos a engaños. Es cierto que la epigrafía funeraria nos informa de individuos, fundamentalmente de un grupo mayoritario que de otra forma no habría tenido un hueco en la historia, pero que sin duda nos explican la imagen que de sí mismos querían dar a sus contemporáneos y a la posteridad. La importancia de saberlas leer y entender queda sobradamente explicada en el Satiricón. Cuando Ascilto dice a Gitón: non didici geometrías critica et alogias menias, sed lapidarias letteras scio286.

285 286

Tras este encabezado descrito, suelen seguir los nombres del difunto, con todos o algunos de sus elementos, acompañados, o no, de los cargos y honores que ostentó en vida. Van en nominativo, concertando con las frases que seguirán o con otras expresiones que pueden aparecer grabadas (como vivus sibi fecit, si el personaje erigió su sepultura antes de su muerte); o en genitivo, dependiendo de la fórmula de consagración consignada en el encabezamiento, aunque también hay casos en que, a pesar de la consagración a los Manes, el nombre se ha escrito en nominativo y, finalmente, en dativo. La omisión del cognomen es, en general y en los casos raros en los que se da, indicio de antigüedad (primera mitad del siglo I), y la del praenomen denota baja época (desde la segunda mitad del siglo III); es, asimismo, señal de antigüedad la indicación de la tribu y del lugar de nacimiento en las inscripciones de soldados, la cual no se omite nunca en el siglo I y desaparece en el III. En los epígrafes ni se menciona el nacimiento ni la fecha de muerte del difunto, sí los años que vivió, pero con una

Varrón, Sobre la lengua latina, VIII, 11. (Trad. M. A. Marcos). Petronio, Satiricón, LVIII. (Trad. L. Rubio).

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exactitud que deja mucho que desear. La concepción del tiempo para los romanos era muy diferente a la nuestra, pues “estaban más interesados en expresar una “cronología gentilicia”: la duración y papel histórico de cada familia a través de la sucesión ordenada de epitafios en los sepulcros en los que se indicaba la filiación y edad y gestas alcanzadas por cada una de las sucesivas generaciones” (VAQUERIZO, 2001a, 177). La edad del difunto viene indicada normalmente con las fórmulas annorum, vixit annos o annis. En ocasiones se añaden las fracciones del año con el número de meses, mensibus o menses, e incluso los días, diebus o dies, sobre todo en los epitafios de los niños. Hay otras fórmulas análogas como defunctus, obitus, decessit, abreptus est annorum, etc. Y en los epitafios de los soldados es frecuente indicar los años de servicio prestado con fórmulas como estipendiorum, aeorum o militavit.

termina con la fórmula et suis, libertis, libertabusque posterisque eorum, etc. Y aunque las variantes son muchas, tan sólo hemos pretendido establecer la norma general y más común en este tipo de epigrafía. Los testimonios de esta epigrafía funeraria los encontramos en un gran número de soportes, que podríamos clasificar en tres grandes grupos: contenedores de cenizas, soportes no marcados como tales, fundamentalmente elementos arquitectónicos, y estelas. Según J. M. C. Toynbee (1971, 245 y ss.), podemos dividir las lápidas que aparecen en las tumbas en dos tipos principales: por un lado, los relieves con los bustos de los fallecidos y su nombre debajo, o bien, con otro tipo de representaciones, cuyo rasgo esencial es el de estar empotrados en las paredes de la tumba; y por otro, las estelas exentas, clavadas en el suelo donde se escribe el texto de la inscripción que puede ir acompañado por relieves que representan al muerto, dibujos y decoraciones geométricas u otro tipo de representaciones.

Junto a todos estos datos no suelen faltar, en la mayor parte de las inscripciones funerarias, multitud de frases complementarias: - Se indica que los restos del difunto descansan en la sepultura, distinguiendo la sepultura de los monumentos erigidos solamente en memoria del mismo: hic iacet, hic situs o sepultus est, hic ossa sunt, hic cubat, hic situs sepultus est, entre otros. - Votos dirigidos al difunto como sit tibi terra levis, opto (volo) sit tibi terra levis, ave, vale, bonis bene, etc. - Aclamaciones a los vivos puestas en boca del difunto como salve, vale viator, tu qui legis valeas y otras análogas. - Referencias a diversas condiciones en las que fue hecha la tumba, muy similares a algunas frases que aparecen en la epigrafía honoraria: ex decurionum decreto; empto loco, locus adsignatus a patrono, solo privato; ex auctoritate, beneficio, donatione, testamento, etc. - También podían grabarse disposiciones más o menos extensas de carácter testamentario o instrucciones que defendían el monumento y su entorno, así como su inviolabilidad. Entre estas destacan: hoc monumentum heredem non sequetur, hoc monumentum heredem exterum non sequetur, huic monumento dolus malus abesto, o imprecaciones y amenazas a los violadores. - Las dimensiones del terreno o jardín circundante al sepulcro: in fronte pedes, in agro pedes, retro pedes y otras similares. - Los nombres de quien erigió o dedicó el monumento, puesto en relación con la naturaleza de la tumba y su edificación, seguido de la invocación de los lazos de parentesco o amistad: dedicavit, adornavit, constituit, fecit,...; pater, pater infelicisimus, coniux carissima, parentes desolati; patri optimo, coniugi sanctissimae, filiae dulcissimae, etc. - Y en otros casos, se explica las circunstancias de la muerte, o frases de contenido filosófico o referentes a la vida tras la muerte, aunque son menos comunes. - También son frecuentes las inscripciones dedicadas a varios difuntos. En ellas constan ordenadamente los difuntos, su edad y las relaciones con el dedicante, o dedicantes, y sus nombres. Si el monumento se dispuso para los libertos y sus descendientes, la inscripción

En cuanto a las urnas cinerarias, las inscripciones las encontramos tanto en las fabricadas en arcilla como en plomo, normalmente redondas y con tapaderas del mismo material en las que se guardaban vasijas de cristal con los restos cremados del difunto. Estas inscripciones, grabadas en las tapaderas o en las panzas de las ollas, se reducen otra vez a lo más esencial: los nombres del difunto, aunque en otros casos los epígrafes pueden ser más extensos. Este tipo de contenedores podían ser depositados en el interior de la tierra o en sepulcros edificados para este uso. Éstos solían ser de uso familiar – entendiéndose familia en el sentido romano del conceptoo de collegia, aunque de éstos apenas se han conservado restos. Es con este tipo de edificios con los que habría de relacionar un buen número de inscripciones funerarias grabadas en un soporte, en un principio, no destinados a este uso concreto. Es decir, no eran soportes preparados específicamente para llevar una inscripción, sino que ésta era grabada en distintos elementos arquitectónicos: sillares, arquitrabes, placas grandes y gruesas sin un campo epigráfico delimitado, etc. cuyo destino era el de ser embutidas en una pared o ser fijadas con grapas u otros elementos. Estas placas se fijaban a vallados de recintos sepulcrales, en el cuerpo de tumbas monumentales o en el podio de monumentos en forma de edícula. Las inscripciones, sobre todo en los ejemplos más antiguos, no contienen más que el nombre del difunto y propietarios del sepulcro con alguna fórmula sepulcral. Este tipo lapidario marca también las frecuentes enumeraciones de varios difuntos, matrimonios o miembros de una familia. En esta clase de soportes, denominados como “no marcados”, encontramos también listas de difuntos que, a juzgar por su onomástica, no tenían ninguna relación de parentesco. Por lo que, sin duda, esas lápidas hemos de relacionarlas con edificios sepulcrales propiedad de collegia de distintos tipos. Conforme fallecían los miembros de éstos, sus nombres eran añadidos a los soportes destinados a tal uso, lo que 278

nos proporciona interesantes documentos de la evolución paleográfica a lo largo del Imperio.

tales características. Multitud de temas no han sido abordados en profundidad, tales como los carmina, fórmulas rituales, la onomástica, las relaciones de parentesco, así como multitud de datos sociales y demográficos, estudios de diferenciación regional y territorial que, sin duda, completarían más la visión presentada del panorama funerario hispanorromano.

Otro caso especial es el de las estatuas sepulcrales privadas. La estatuaria, como veremos más adelante, era el medio de autorrepresentación de las élites, tanto en ambientes privados como públicos, sin que el universo funerario constituyese una excepción. No es que falten testimonios de este tipo, el problema ha sido, y sigue siendo, que muchos de estos ejemplos todavía se clasifican como representaciones honorarias en lugar de funerarias, y sólo en el caso de que éstas aparezcan en un contexto funerario o acompañadas de un epígrafe que así las defina, su ubicación todavía es imprecisa.

- 6. 2. c. La decoración arquitectónica La decoración arquitectónica está considerada como una rama de los estudios generales sobre arquitectura romana que tiene una incidencia particular en el análisis de los elementos ornamentales del orden clásico de este periodo. Por las particularidades de este estudio, nos es imposible profundizar tanto como el tema requiere, por lo que, a partir de una serie de elementos característicos de ésta intentaremos establecer las tendencias por las que se rige, rastreando su origen y la popularización de su uso.

Las estelas exentas, clavadas en el suelo, suelen ser altas, en proporción a su anchura, y pueden estar coronadas por frontones triangulares o circulares, con diversa decoración. En ellas se inscribe el texto que puede ir acompañado por relieves que representan al muerto, esculpidos en nichos (aediculae).

Augusto, como su propio nombre indica, fue visto como un constante triunfador, el sustentador de una estructura universal perfecta y el punto de partida del Saeculum Aureum. El triunfo en la guerra, el orden del Estado y el progreso en general eran consecuencia de las buenas relaciones de la Ciudad y los dioses, y el Primer Ciudadano de Roma era el garante de ese pacto. Todas estas ideas, pilares del nuevo régimen, fueron fomentadas con una hábil propaganda iconográfica, de cuya influencia nadie escapó. Durante la República, y hasta el advenimiento del Principado, “la resonancia de los monumentos erigidos en Roma apenas había superado las fronteras de la ciudad; el lenguaje político de las imágenes de Roma estaba dirigido casi exclusivamente al público de la capital. En lo referente a su concepción esto tampoco cambió sustancialmente bajo Augusto. Pero como en aquel momento todo el Imperio estaba orientado hacia Roma, se había generalizado también la asimilación de aquellos símbolos nuevos, simples y de fácil comprensión” (ZANKER, 2002, 107). Los nuevos símbolos, fruto del inmenso programa propagandístico de Augusto, pronto alcanzaron círculos muy amplios y no tardaron en representarse en la decoración de edificios privados, enseres domésticos y monumentos funerarios. Veamos algunos ejemplos.

Para finalizar, haremos una breve reseña de los aspectos paleográficos de estas inscripciones, pues éste constituye un hecho diferencial más. Los epitafios más antiguos presentan una escritura tosca, de incisión profunda y letras que bailan, según los modelos de la epigrafía republicana. La reforma augustea de la escritura se refleja en una ordinatio mucho más cuidada, en la que las letras se adaptan perfectamente a la caja y las medidas de las letras y sus renglones son muy regulares. Tras este primer cambio y muy tempranamente, en época julio-claudia aparecen tanto la diferenciación entre trazos finos y sombreados como las primeras formas de la scriptura libraria, mal llamada “anticuaria”, con una tendencia a redondear ángulos y ondular las líneas transversales en determinadas letras. La grabación de estas formas redondeadas y curvilíneas, exigía mucho del arte del lapicida y la maestría alcanzada no se explica “sino por un deseo muy fuerte de reproducir las formas librarias utilizadas en la cera, el papiro o en inscripciones pintadas en letras grandes” (STYLOW, 2002, 364). Esta moda, cuyas manifestaciones son patentes en Roma y otras zonas mediterráneas, alcanzará su máxima expresión en la epigrafía bética y africana. En el siglo III d. C., la difícil reproducción en piedra de los rasgos de la libraria dará lugar a formas más sencillas: la aplicación en piedra de la escritura velox o cursiva romana. Pero al mismo tiempo, y paralelo a la crisis del modo de vida romano en Hispania, la demanda de inscripciones funerarias disminuye considerablemente, con la consecuencia del cierre de la mayoría de los talleres, lo que implicó también una disminución de la calidad artesanal de los epitafios, terminando la homogeneidad de soportes y formas artísticas. Se buscan, como en los inicios, formas y fórmulas individuales, de ejecución mucho más tosca.

Ya en época tiberio-claudia existen testimonios de la utilización de las coronas –cuya connotación política era enorme- en el ámbito privado y con un mensaje totalmente apolítico. Parece ser que, en un principio, fuesen libertos ligados a la casa imperial los que señalasen su estatus con símbolos propios del soberano. De sobras son conocidos los monumentos funerarios en forma de altar ante la Puerta de Herculano, en Pompeya. Éstos fueron erigidos por libertos, que habían pertenecido al collegium de los augustales, y decoraron con enormes coronae civicae, como los altares del culto augusteo. Lo mismo ocurrió con las nuevas formas de las urnas de mármol, con gran éxito entre los notables de las ciudades italianas, y que imitaban la arquitectura de los templos.

Nada más diremos de la epigrafía funeraria, aunque somos conscientes de la cantidad de información que un análisis epigráfico nos podría aportar en un estudio de

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multitud de símbolos de fertilidad. Su significado, sin cambiar excesivamente, se adapta al mensaje de lo extraoficial. Estos símbolos aparecen como enseñas de una dignidad o como imágenes de esperanza en medio de un contexto de significado amplio e impreciso, referente tanto a vivos como muertos. Tal es el caso de los trípodes, que no tienen por qué hacer referencia a Apolo –protector del régimen- sino a la piedad personal o a una rica decoración funeraria orientada al culto. Los espolones, utilizados desde la República para conmemorar las grandes batallas navales, no tenían por qué aludir a Actio ni a ningún otro enfrentamiento naval, sino que se utilizaban porque los monumentos del Estado decorados así resultaban extraordinariamente imponentes. Todas estas imágenes implican que la nueva representación funeraria se orienta totalmente en función de los nuevos monumentos de la religión renovada y debe entenderse en conjunto “como expresión de una pietas asumida en el ámbito de la vida privada” (ZANKER, 2002, 322). Asistimos, más que a la infantilización del símbolo, a su adaptación al ámbito privado. Pero además, y al margen de esta simbología emanada del poder imperial, se percibe al mismo tiempo, y como ya estudió F. Cumont (1942), un esfuerzo persistente, por parte del pensamiento antiguo, por adaptarse –mejor o peor- a los progresos realizados por la ciencia helena y, más concretamente, por la cosmografía. Quizás sea ésta la causa de las excepcionales representaciones de los mitos clásicos en contextos funerarios. No aparecen ni Hades, ni Perséfone, ni Plutón... lo que implicaría que, en época romana, la concepción arcaica del infierno subterráneo habría perdido todo crédito entre los cultivados.

141. Monumento funerario pompeyano decorado con una corona cívica. Fue erigido por un liberto que había pertenecido al collegium de los augustales. (ZANKER, 2002, 321)

Tempranamente comenzarán a utilizarse en el arte funerario la corona de encina y de laurel con un carácter amplio e indeterminado de mérito y prestigio y con un significado similar a los atributos estereotipados por la epigrafía, tales como optimus, bene meritus, etc. Otros motivos, con un carácter más indeterminado, tendrán esta fuerte y temprana repercusión. Tal es el caso de las representaciones de bucráneos, en referencia directa con la pietas; guirnaldas, instrumentos relacionados con el sacrificio y otros rituales religiosos, antorchas, etc., cuyo modelo de inspiración no es otro que el Ara Pacis.

No hay que olvidar que, en la época en la que trabajaban los artistas romanos, la mitología no era ya, en las clases cultivadas, objeto de una fe literal. Pero tampoco era un simple conjunto de relatos amables como los de Ovidio. Los filósofos habían descubierto el medio de conciliar el escepticismo, que se generalizaba ante las aventuras de los dioses y héroes, y la pietas, que podía desprenderse de estas tradiciones tan ambiguas y tan ligadas a la historia de los ciudadanos y sus cultos. Se vislumbraba que, más allá del sentido aparente, había una interpretación profunda y sutil del mito. “Pythagoriciens, stoïciens, néoplatoniciens mirent en pratique cette théorie et sauvèrent ainsi l’Homère que Platon bannissait de sa République. Il ne faudrait pas croire que ce fût là seulement un artífice de quelques érudits subtils dans le secret des écoles. La méthode symbolique penetra chez les grammairiens qui dispensaient la culture avec l’explication des poèmes homériques et de Virgilie; nous en avons encore la preuve dans les commentaires d’Eustathe, de Servius et de Fulgentius. Ainsi la fable fut rendue morale et livra une révélation parfois métaphysique” (BOYANCÈ, 1943, 293-294).

Al mismo tiempo, son frecuentes las escenas de preciosos jardines, parques o paisajes bucólicos con pájaros bebiendo en una crátera. Estas imágenes, combinadas con el mensaje de pietas, pero muy alejadas del mismo, han de entenderse como un símbolo de bienestar en un contexto rico y culto, un “así había sido” la vida del difunto. Iconografía que hace eco de las imágenes que simbolizan el Saeculum Aureum o la Venus Augusta. La pietas se refiere a la actitud ante la vida, los jardines a sus relaciones y aspiraciones sociales. Sin duda, de manera consciente, el muerto elige cómo quiere ser recordado pero inconscientemente, en la mayoría de los casos, la moda le dicta los símbolos de un lenguaje. Paulatinamente se fueron tomando más y más elementos del simbolismo iconográfico oficial. No hay que olvidar que la utilización de imágenes y símbolos del arte augusteo del Estado no llegará a su máxima expresión sino en época de los Flavios, siendo un proceso lento y gradual, pese a que su penetración en las distintas capas sociales fue casi inmediata. Proliferan águilas, cabezas de Amón, victorias, armas, trípodes, cisnes, esfinges y

Una de éstas describe el viaje de los muertos al hemisferio sur del globo terrestre. No entraremos aquí en el origen, influencias y difusión de estas creencias, pues 280

ya han sido explicadas anteriormente287, pero sí en su representación iconográfica. Parece ser que las representaciones de los Dioscuros, cuyo simbolismo astral está ya atestiguado, serían la materialización de esta idea. Pues ya Filón narra como el cielo se ha dividido en dos hemisferios, uno por encima y otro por debajo de la tierra, llamados Dioscuros. Su representación aludiría alegóricamente a esta creencia, por la que la vida seguiría a la muerte y viceversa. Al respecto, una serie de monedas de Magencio acuñadas con la leyenda “AETERNITAS AUG(usti) N(ostri)” y con la imagen de los Dioscuros, “il serait bien pauvre, et d’ailleur absurde (puisque Maxence est vivant), d’y voir une allusion à l’immortalité personnelle de l’empereur; comme le suggère la figure symbolique de la Louve qui accompagne les Dioscures sur deux de ces types, c’est de l’eternité mystique du pouvoir imperial qu’il s’agit, toujours identique à lui-mème, comme le monde que chaque révolution céleste restitue, chaque matin, à son identique jeunesse” (MARROU, 1944, 35). Aunque, en otros casos, las representaciones de estos dioses se acompañan de los mensajes más pesimistas.

bienaventurada, en el primer caso; y una evocación de los placeres infinitos y del bienestar que degusta el alma en compañía de dioses y héroes, en el segundo. Aunque sin obviar escenas más realistas que representen el banquete que familiares y amigos realizaban en presencia del difunto y en su honor.

Una segunda creencia, fruto de las nuevas necesidades religiosas, se referiría a la teoría del soplo vital que atribuye a las almas una naturaleza aérea. Estas ideas, que conjugan diversas tradiciones folklóricas, literarias, cosmológicas y científicas, así como distintas preocupaciones morales, se materializarán en la representación de una cabeza alada soplando como símbolo de los vientos. Con los estoicos, estas ideas se revelan de una forma más ambigua todavía, como hemos explicado anteriormente. Más arraigo parece haber tenido la doctrina pitagórica que situaba las Islas Afortunadas, lugar donde residían las almas, en los dos grandes astros: la Luna y el Sol. Aunque a causa de que estos dos astros se relacionan con diversas teorías y concepciones sobre el más allá, el objeto de su representación en los monumentos funerarios es mucho más difícil de establecer. Más aún, si a éste se le añaden las tradicionales representaciones astrales de los distintos pueblos sometidos bajo el Imperio.

142. Altar funerario en cuya decoración pueden apreciarse diversos de los elementos mencionados: bucráneos, guirnaldas, pájaros bebiendo en una crátera, etc. (TURCAN, 1995, fig. 127)

En cuanto a la iconografía de las Musas y su culto, se explica porque a través de ellas uno podía convertirse en dios. Pero una vez más, su explicación puede ser ambigua y llevar a no pocas interpretaciones. Éstas pueden implicar, incluso al mismo tiempo, más de una de estas opciones: el oficio de un hombre de letras, un filósofo, un poeta, un orador, etc.; el gusto por la cultura en general, sea la tumba de un verdadero “profesional” o de un “amateur” de la misma; la gloria humana, terrestre y temporal asegurada por las Musas a sus favoritos; el carácter noble, y de algún modo divino, de la vida musical; la vida inmortal de los Campos Elíseos y sus placeres elevados; el carácter celeste de la inmortalidad,... La indeterminación de los símbolos parece ser una constante en estas representaciones iconográficas. En el caso de las sirenas, que aparecen decorando las tapas de los sarcófagos, han sido vistas en oposición a la docta conversación y a la enseñanza y, en definitiva, a las Musas, al hacer referencia a las formas inferiores y sensuales de la cultura. Pero también se han interpretado como un símbolo de la armonía entre las esferas, a la

En otras ocasiones, el Sol y la Luna eran representados a través de Apolo y Diana, que implicaban el viaje de las almas a través de las esferas solar y lunar. Sin embargo, el mito preferido para referirse a la Luna era el de Endimión, aunque la Luna también favorece a los cazadores como Meleagro, Hipólito, Adonis e incluso Acteón, con los que en ocasiones se le representa. La elección de temas simples no parece ser tal cuando éstos se mezclan con otros más sutiles. Otras representaciones aparentemente más banales, como las escenas de reposo o el banquete funerario, son una alegoría del estado de inmutabilidad del alma cuando goza en su estancia divina de una inmortalidad

287

Ver: 2. 1. Creencias en torno a la muerte, 10 y ss.

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tentación vencida por Ulises e incluso como divinidades bienhechoras amigas de los muertos, miembros del thiasos báquico o divinidades astrales. Su tradición doctrinal es compleja, de ahí la dificultad de su explicación. Se les asimiló también a las Parcas y al libro, el Libro del Destino que en ocasiones sostiene el difunto. Pero como ya estableció F. Cumont, y gracias a la epigrafía, esta interpretación es errónea, al menos en algunos casos. En un relieve de una estela de Sardes, datada en el siglo I a. C., se encuentra grabada la imagen de una joven difunta acompañada de una serie de símbolos disparatados, pero explicados en un epígrafe (MARROU, 1944, 36). Éste dice así:

tema de la victoria, y sus símbolos, o el auriga victorioso, se relacionen con la consecución de la inmortalidad; la caza con la fuerza viril o con los peligros del viaje al más allá; la sumisión de un grupo de bárbaros con la clementia; la ofrenda ante un templo, o diversos elementos religiosos como los bucráneos, trípodes, etc., con las pietas; una pareja con la concordia; las estaciones con la eternidad o con el ciclo de la vida; Eros, en las tumbas de los niños con su divinización, en la de los hombres parece ser un calambur que abogaría a su heroización; los monstruos marinos, como nereidas y tritones, con el elemento acuático y el viaje al más allá; los frisos báquicos y eróticos harían referencia a la felicidad eterna; determinadas plantas perennes a la vida después de la muerte asociadas, o no, al culto de determinados dioses: Dionisio a la hiedra, Mitra al ciprés, Atis al pino, etc. Además del mito de Faetón que reflejaría una escatología cósmica, el de Endimión que se refiere a la inmortalidad lunar, o Ares y Afrodita que no hacen referencia al adulterio, sino al alma prisionera del cuerpo y a su liberación tras la muerte.

“- elegante y graciosa parece en la piedra. ¡Oh, musas! ¿quién es ella? - la inscripción responde- Monófila - ¿pero por qué se ha grabado sin nombre, un libro, una cesta, la cifra α’ y una corona? - El libro es la astucia, la corona significa mi dignidad, la cifra α’ que soy hija única, la cesta el símbolo de mi virtud bien guardada y la flor es mi juventud que un demonio me ha robado”

Para concluir, debemos recordar que el paganismo ha evolucionado a lo largo de la historia del Imperio Romano. Esquematizando, puede decirse que el escepticismo dominante en época helenística dejó, progresivamente, el terreno a la fe de una existencia futura y que las especulaciones sobre la suerte del alma en el funeral tienen en el mundo del pensamiento un lugar que va creciendo, pero sin encontrar nada que lo defina con el rigor de la lengua teológica moderna, y sin poder establecer que el mundo greco-latino hubiera adoptado una fe casi cristiana en la inmortalidad.

Este aspecto parece aclarado, al menos en esta singular representación, pues no podemos asegurar que en el resto su significado sea el mismo. Y aunque conocemos muchas y variadas representaciones alegóricas, no nos detendremos en ellas, pero sí señalaremos las más significativas. Es frecuente que el

143. Epígrafe de la tumba de los Voconios, Emerita Augusta. Los dona militaria que adornan el epígrafe buscan una exaltación de Virtus, Pietas y Honos del pater familias, con seguridad uno de los veteranos fundadores de la Colonia. (BENDALA GALÁN, 2002, 69)

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- 6. 2. d. La imagen del muerto y la estatuaria En el origen del retrato romano juegan papeles decisivos tres antecedentes: la tradición del realismo etrusco, el retrato fisiognómico griego del último helenismo y las imágenes romanas de los antepasados, o imagines maiorum. Por la relación de éstas últimas y el mundo funerario, objeto de estudio del trabajo, centraremos aquí toda nuestra atención.

Cierta idea de lo que debieron ser estas primitivas imágenes de cera nos la dan las halladas en la necrópolis de Cumae, hoy sitas en el Museo de Nápoles. Sólo conocemos estos dos casos debido a la exigua perdurabilidad de este material. También podemos pensar que existieron en madera, pero su conservación ha corrido la misma suerte que las de cera, y en cerámica cuya conservación ha sido mucho mejor.

Dos textos nos informan de esta tradición. Polibio nos explica que, una vez efectuado el sepelio y los ritos, “se coloca en el lugar más patente de la casa, metida en un armario de madera, la imagen del difunto. La figura es una máscara del rostro, hecha de tal modo que su parecido es extraordinario, tanto en su moldeado como en su aspecto general. En las funciones públicas, estas imágenes se suelen descubrir y adornar con esmero. Cuando fallece otro miembro ilustre de la familia, se sacan para que formen parte del cortejo fúnebre”288. Plinio nos da noticias más explícitas, pues nos habla de las imágenes “que se veían en los atrios de nuestros mayores. No eran obras de artistas extranjeros ni eran de bronce ni de mármol, sino rostros hechos de cera guardados cada cual en su correspondiente armario, y destinados a figurar en los entierros de los miembros de la familia”289. Plinio se refiere a una costumbre pasada, pero Polibio nos describe unas ceremonias, que aunque antiguas, él las ha presenciado más de una vez en Roma. No debemos de olvidar que el derecho a tener estos retratos, el ius imaginis, era privativo de la nobleza.

En el caso de las imagines maiorum aparecidas en la Casa del Menandro, Pompeya, se demuestra claramente como, en muchos casos, éstas conservaron su carácter de simulacros meramente simbólicos, muy lejos de poseer un carácter retratístico y fisiognómico. Similares son los bustos, groseramente tallados en piedra, hallados en la necrópolis de Tarento, datable en torno al siglo I a. C., o los muchos hallados en la necrópolis romana de Baelo Claudia, Cádiz, fechables en el siglo I d. C. Estos retratos hallados en necrópolis no eran imágenes de los antepasados propiamente dichas sino símbolos del muerto que eran colocados sobre sus propias tumbas. Todos ellos pertenecieron a familias modestas, de carácter provincial y a las que no les correspondía el privilegio del ius imaginis. Pero paralelamente a la tradición de las imágenes de los antepasados, en cera, barro o madera, comenzaron, en el siglo II a. C., a actuar los influjos de la corriente retratística griega. Ésta, procedente de la última fase helenística, modificará el concepto del retrato romano tradicional y será claramente perceptible en los últimos decenios de la República. En primer lugar, impregnará los estratos sociales más altos, helenizados por su cultura, su riqueza o sus relaciones con el Mediterráneo Oriental. Esta influencia irá dulcificando los rasgos cadavéricos del retrato funerario romano, fruto del realismo del vaciado y del rigor mortis del cadáver. El mármol y el bronce irán sustituyendo a la cera, la madera y la terracota que acabarán por desaparecer hacia el cambio de Era. Aún así, seguirá conservando ciertas particularidades, ya que “el retrato romano expresa una idea de presente con miras al pasado. Es una biografía. El retrato griego tiende al futuro y a la eternidad. Es una idealización proyectada hacia el porvenir” (GARCÍA Y BELLIDO, 2004, 96).

La costumbre era muy antigua, “si bien la obtención de una mascarilla de cera del rostro del difunto es probable que no fuese anterior al descubrimiento atribuido por el propio Plinio (XXXV, 153) a Lysistratos, hermano de Lysippos, que fue -según el naturalista- el primero en sacar del rostro vivo de una persona una forma negativa de yeso, con la ayuda de la cual se podía obtener, a su vez, un vaciado (positivo) de cera y trabajar luego con él con cuidado los particulares” (GARCÍA Y BELLIDO, 2004, 93). Sin duda era este el procedimiento usado por los romanos para sus fines funerarios, y su cronología quizás no pueda retrotraerse más allá de los años de Lisístrato.

144. Estela funeraria con imagines maiorum en armarios, segunda mitad del siglo I a. C. Museo Nacional de Copenhague (GARCÍA Y BELLIDO, 2004, 93). 288 289

Polibio, Historias, VI, 53, 3. (Trad. M. Balasch). Plinio, Naturalis Historia., XXXV, II, 3. (Trad. J. Cantó).

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Son estos dos elementos los que se fusionan y expresan un sentir hacia la vida y la muerte, constituyendo, junto con la epigrafía, el complemento perfecto de los enterramientos de mayor monumentalidad. Aunque a finales de la República no existía un arquetipo con validez general como lo hubo posteriormente en época imperial. En este realismo “se refleja la emancipación del individuo respecto de un sistema referencial de valores, la combinación de fisionomías cotidianas y sobrias con esquemas corporales heroicos deja en evidencia la discrepancia entre las imágenes foráneas adoptadas de forma ingenua y la propia experiencia de la realidad” (ZANKER, 2002, 29).

El tema del banquete funerario es representado con relativa frecuencia, en el que el difunto suele aparecer reclinado en un lecho. También son muy habituales, tanto en placas como altares y estelas, las alusiones a los oficios de los fallecidos. Un grupo interesante son los personajes pertenecientes al estamento militar que se hacen representar con su atuendo característico, la coraza musculada y los atributos propios de su cargo. Será a partir de la segunda mitad del siglo II d. C. y, sobre todo, desde el siglo III d. C., periodo en que el ritual de inhumación se hace predominante, cuando los géneros de la plástica funeraria romana, antes comentados, comenzarán a reducirse quedando con el tiempo limitados a los relieves de los sarcófagos de mármol. En éstos, por regla general, los difuntos son representados con sus parejas como protagonistas en escenas de tema filosófico, heroico o mitológico. Es con el triunfo del cristianismo, en el siglo IV d. C., cuando estas imágenes son sustituidas por los símbolos más conocidos de la nueva religión oficial y por pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Mayoritariamente, la escultura funeraria de las épocas tardorrepublicana y altoimperial, entre los siglos II a. C. y II d. C., adopta una triple forma: la estatua de bulto redondo, ubicada en un nicho, sobre un basamento o sobre columnas –dependiendo de la sofisticación de la construcción funeraria-; el busto-retrato exento, apoyado sobre pedestal o pilar, o colocado asimismo, dentro de pequeños nichos como los de los columbarios; y el relieve, que podía desarrollarse en una placa alargada inserta en la fachada de las tumbas, en un altar para las ofrendas o, en casos más modestos, en una simple estela hincada en el terreno. “Los individuos representados en las estatuas funerarias suelen mostrar una actitud recogida y pudorosa, acorde con la gravedad de la situación” (VAQUERIZO, 2001a, 102). Con frecuencia, las efigies de los matrimonios se disponen juntas, una al lado de la otra. Los varones visten generalmente la toga, mientras que las mujeres son representadas como virtuosas matronas, llevando la túnica, la stola y el manto, que puede llegar a cubrir la cabeza. En el caso de los infantes, éstos suelen aparecer ataviados con la toga praetexta y con la bulla, elementos iconográficos propios de los individuos libres que no han llegado todavía a la edad adulta. Si bien, no resulta del todo extraño, y por influencia del mundo griego, que los difuntos se representen en ocasiones a la manera heroica, es decir, desnudos parcial o totalmente y con poses y atributos propios de las principales divinidades del panteón. Lo que se conoce como consecratio in formam deorum. En cualquier caso, cuando se han conservado las cabezas de las estatuas funerarias, se observan casi siempre en éstas las miradas severas o ausentes, así como rostros descarnados y de gran realismo.

A falta de un análisis más detallado y riguroso, y basándonos en estudios anteriores y específicos en el tema, -principalmente los llevados a cabo por K. Schefold (1962)- podemos establecer, groso modo, la siguiente evolución del lenguaje iconográfico romano. El arte, desde Sila hasta Nerón, tiende a una especie de transfiguración de la realidad, embelleciendo la vida con los símbolos del bienestar eterno. Es lo que K. Schefold (1962) ha denominado l’illusionnisme symbolique. Es bajo los Flavios cuando comienza una reacción clasicista contra esta “corriente”, y como respuesta se busca la solidez y, poco a poco, el mosaico y el relieve van adquiriendo una mayor importancia respecto a la pintura. Bajo Nerón, y hasta Domiciano, era forzoso buscar el consuelo de una vida mejor en el más allá; para lo que se pensaba en el bienestar de la vida y se esperaba la continuación de ésta. Es por tanto que gran parte de los monumentos funerarios de esta época no contienen ninguna alusión al más allá, sino que evocan la carrera terrestre del difunto. A este respecto, las representaciones de las urnas funerarias, ricas en alusiones a la eternidad, no dejan de ser “un jeu de fantaise, correspondant aux tendances illusionnistes” (SCHEFOLD, 1961, 188). En el reinado de Trajano estas tendencias cambian. El monumento que marca este hito de partida no es otro que su Foro, mucho más grande y ostentoso que los anteriores y que fue el marco ideal para su columna, sita en el mismo. Esta original tumba simboliza las virtudes por las cuales el difunto sube, desde su urna, hasta la inmortalidad. También su ubicación tiene una fuerte carga simbólica: Trajano es enterrado en el Foro, intra pomerium, similar al modo en que el héroe griego

Estos mismos gestos, actitudes y vestimentas los encontramos en los bustos y en los relieves funerarios. En estos últimos, los difuntos pueden ser representados sólo hasta el busto, de medio cuerpo e, incluso, de cuerpo entero y casi exentos. En las placas relivarias de los cónyuges aparecen habitualmente cogidos de la mano derecha, dextratum iunctio, símbolo de la concordia entre esposos y de despedida. Éstos figuran solos o acompañados por distintos miembros de la familia; a veces las representaciones son numerosas, pues hay que tener en cuenta el sentido amplio de “familia” para los romanos.

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145. Placa funeraria en forma de edícula, en ella se representa a una tabernera llenando una jarra de vino. Los asuntos profesionales, sobre todo en las escalas sociales inferiores, permanecen con gran asiduidad en los monumentos funerarios. (NOGALES y MÁRQUEZ, 2002, 139).

reposaba en el Ágora. Este mismo deseo de solidez se plasma en los sarcófagos de la época, que se decoran con relieves mitológicos. El Senado, restituido en su dignidad por el Optimus Princeps, sigue el ejemplo de los reyes helenísticos: la diarquía del Emperador y el Senado se expresa con formas sepulcrales distintas, pero en ambas se reconoce la inmortalidad del Mousikos Aner, el elegido de las Musas. El primero con las bibliotecas, griega y latina, que flanquean su tumba, los otros con los frisos mitológicos que decoran sus sarcófagos. El simbolismo de esta época fue catalogado como l’illusionnisme transparent que domina los siglos II y III d. C. En este periodo la expresión del mundo espiritual se hace más directa y emocionante, pues los sentimientos religiosos buscaban nuevas vías en las religiones mistéricas orientales. La interpretación alegórica de los mitos, ya conocida en época de Plutarco, permite la asimilación de estos cultos mistéricos al nuevo filohelenismo, acentuando el carácter trascendente de los dioses y su reinado universal. En este momento, se intentan representar determinadas virtudes que acercan al hombre a los dioses y, así, a la inmortalidad.

mitológicas se separan estrictamente de los relieves históricos. Pero por primera vez, en uno de los relieves de la chancillería atribuido a Nerva, los dioses aparecen mezclados con los mortales: éstos se representan empujando al emperador Nerva a asumir el poder. En este periodo incluso las virtudes aparecen personificadas en medio de escenas de la vida cotidiana, pero no del modo tan conservador en que lo hacen en los sarcófagos griegos, ya que los artistas romanos no se contentan sólo con expresar las virtudes sino que desarrollan nuevas formas de expresión; recalcándose cada vez más el sentido exacto de las alegorías, porque se prefiere evocar el sentimiento de felicidad del difunto. En la época de los Severos, que continúa las pautas ya establecidas, el mundo sobrenatural aparece en un ambiente cada vez más recargado, siendo los difuntos los únicos que mantienen sus rasgos originales, aunque con cierta transformación que refleja su felicidad. Y, finalmente, con Marco Aurelio y Cómodo, el clasicismo se aleja de las formas tradicionales. Estas expresiones reflejan una nueva concepción del más allá, en la que la caza y las personificaciones de la Virtud representan los riesgos del último viaje. Incluso en los retratos de los difuntos se encuentra, a menudo, una cierta ilusión, una determinación hacia las cosas infrahumanas que anuncian el arte trascendental de la Antigüedad Tardía. No podía ser de otro modo, pues las preocupaciones y las circunstancias de esta época se encuentran ya lejos de la Antigüedad Clásica.

Bajo el reinado de Antonino Pío hay un retorno a las proporciones bajas y alargadas de los primeros sarcófagos adrianeos. Esta época se caracteriza por un segundo florecimiento de este estilo, al igual que Claudio continuó el de Augusto, caracterizado por una búsqueda de lo simbólico y por los contrastes pintorescos. Durante el ilusionismo, en las casas se veían solamente motivos griegos y sólo se admitían temas romanos en las paredes exteriores de los muros e, incluso, en el arte oficial, tal es el caso del Ara Pacis, las imágenes 285

la misma, sino como protagonista social (FABRE, 1981, 141). En muchas ocasiones, patrón y liberto comparten sepultura; en caso contrario se encuentran en las mismas areae, o, si el liberto dispone de peculio se construye una sepultura a semejanza de las de los ingenii de nivel económico semejante.

7. El ritual funerario y la sociedad 7. 1. La República tardía y la expansión Imperial - 7. 1. a. Una época de grandes cambios La antigua República Romana, al final de las guerras púnicas, se encuentra en una situación bien distinta de la que le había precedido. Con la eliminación de su más fuerte competencia de la Cuenca Mediterránea, se halló frente a vastos territorios que suministraban grandes cantidades de materias primas y mano de obra barata. Al mismo tiempo, Roma no iba a permitir nunca más que existiera una potencia capaz de amenazar a su propia supervivencia y consideraba que, para evitar tal riesgo, estaba plenamente justificado lanzar ataques preventivos contra cualquier oponente (HOLLAND, 2005, 36). En este contexto, Roma va a quedar marcada, de manera decisiva, por un dramático proceso de aculturación que, como ya hemos indicado, se inicia en el siglo II a. C. La conquista del Oriente griego había saturado la arcaica estructura social de la ciudad-estado con la cultura del mundo helenístico, y fue “la Grecia vencida la que sometió al vencedor”290. El impacto en el tradicional modo de vida romano fue total y sus repercusiones morales, religiosas y espirituales fueron enormes: los viejos valores trasmitidos por el mos maiorum estaban caducos y, al igual que la vieja Roma, en crisis, por lo que necesiraban de una readaptación.

A esta estructura social hay que añadir la provocada por la misma expansión imperial: las élites coloniales que, en ocasiones, forman un importante grupo junto a las élites alóctonas y las grandes masas indígenas locales que, dependiendo del tipo de integración al nuevo orden político, pasaban a formar parte de los esclavos que eran vendidos en Italia o de los sometidos locales. Toda esta maraña de cambios va a generar no pocos conflictos sociales entre los detentadores del poder y las nuevas clases enriquecidas en este ambiente mercantilista de los siglos II y I a. C. Roma comenzaba a ser un gran imperio, y sus transformaciones económicas y administrativas originaron no pocas convulsiones políticas y sociales. “Las relaciones de propiedad modificadas de forma dramática hicieron permeables las estrictas fronteras estamentales. Potentes grupos en auge [...] presionaban por acceder al reconocimiento social y a la participación política. Se batalló en el ámbito de una competencia generalizada, en la cual la nobleza no se medía, como antes, en función de los servicios prestados a la res publica, sino en función de la preeminencia personal y del beneficio material” (ZANKER, 2002, 18). Como consecuencia de las conquistas, los éxitos de la guerra y el botín, en los ejércitos profesionales se habían generado nuevas relaciones de adhesión, que permitieron a los generales victoriosos transformarse en fuerzas políticas paralelas al Estado. Tras oscuras décadas de crisis y guerras civiles, que sólo terminaron cuando uno de los contendientes, Augusto, consiguió el poder unipersonal, la situación se había restablecido. A la muerte de Augusto habían transcurrido cuarenta y cinco años de paz y su legado era una administración eficiente en un enorme imperio, un ejército disciplinado, pan y circo para una plebe tranquila y un gran auge económico. Si la crisis de la República acaeció por un distanciamiento de los dioses y las costumbres antiguas, Augusto fundamentaría su régimen en una vuelta a lo anterior, en pietas y mores. Un programa de tal magnitud necesitaba de un nuevo lenguaje iconográfico que, prestado del mundo griego y helenístico, no tardaría en expandirse por todo el orbe romano y por todos los grupos sociales (SEVILLA CONDE, 2011b).

Los nuevos avatares políticos y económicos de la Urbe provocarán la expansión del sistema esclavista hasta sus últimas consecuencias y, al mismo tiempo, la decadencia del pequeño campesino itálico, causa de los conflictos sociales que caracterizarán los dos últimos siglos de la República. Paralelo a este proceso, se genera una sociedad “mercantilista” de beneficio rápido y abundantes oportunidades de enriquecimiento para las clases medio-altas que revierten los frutos de su actividad en bienes raíces (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 137), siendo el ordo senatorius el auténtico beneficiario de este orden de cosas, que acumulará la mayor parte de las tierras abandonadas por el éxodo rural. A la nobilitas tradicional pronto se le va a añadir otro grupo compuesto por individuos enriquecidos a partir de este mercantilismo, banqueros, agricultores, negotiatores, etc. y que a partir de los Gracos van a formar el ordo equester. Junto a esta clase social van a encontrarse los artesanos y los modestos mercaderes, cuyo origen está, bien entre las pequeñas clases acomodadas, bien entre las de carácter servil, tras su manumisión; así como pequeños campesinos libres que el empobrecimiento había llevado a la ciudad, donde pasaban a engrosar el ingente proletariado urbano. Este grupo, por su condición servil, no tiene ascendentes y el carácter más o menos precario de su sepultura depende de la buena intención del patrón (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 137). Así, la muerte del liberto –sin historia debido al origen de su condición- es considerada, no el fin, sino el punto de partida de una existencia, no en el sentido metafísico de

- 7. 1. b. La religión y las creencias del individuo En la Edad Arcaica, para los romanos los muertos seguían viviendo en la tumba, donde el alma, en una lúgubre existencia similar a una sombra, se mantenía en relación directa con el cuerpo con el que habitaba en la misma tumba. De ahí la importancia del ajuar funerario y las ofrendas periódicas hechas al difunto, incluso mucho tiempo después de esta época. Pero con ser importante la vinculación entre el alma y el cuerpo, no era la conservación del cuerpo la que aseguraba la memoria del

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Horacio, Epistulae, II, 1. 156. “Graecia capta ferum victorem cepit et artis intulit agresti Latio...” (Trad. H. R. Fairclough).

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difunto, sino el recuerdo de las acciones llevadas a cabo en vida; de hecho, en su origen, “la religión romana en torno a los muertos es anterior a toda especie de filosofía” (GUILLÉN, 2001, 85).

través del conjunto de la sociedad, por los hechos realizados en vida. Los Manes suponían, en cierta manera, la divinización del difunto, que tras su muerte y la posterior desaparición del cuerpo, quedaba limitado al alma cuya supervivencia dependía de la mayor o menor bondad practicada en vida. Es por influencia griega que este concepto va tomando, poco a poco, la acepción de daemon o héroe. Manes significa “los buenos, los ilustres” y se les relaciona, habitualmente, con los genios, los lares, los penates, las larvas y los lemures, con los que a veces se confunde. Ya Apuleyo (De deo Socratis), apoyándose en las doctrinas de Platón, distingue entre los Lares, Larvae y Lemures por la cualidad moral de los espíritus que sobreviven al cuerpo, en relación con ellos están los Manes, pero que ni son malos ni buenos. Para otros, en cambio, los Manes se confunden con los genios, distinguiendo entre buenos y malos, según la condición moral del difunto prolongada tras su muerte.

En tiempos muy remotos, los habitantes de una casa no salían de ella después de muertos, ya que era allí donde recibían sepultura, con la idea de que sus almas no se alejasen del núcleo familiar, práctica que se perpetuó con los niños lactantes. Por esto, los nuevos moradores de la casa “al referirse a ellos lo hacían con todo el respeto y veneración, llamándolos dii parentes y Manes” (GUILLÉN, 2001, 85). La palabra Manes no se refiere en concreto a ninguno de los antepasados, sino a los muertos en general, manifestando con ello la perpetuidad de la raza. Servio, en su Comentario sobre la Eneida, presenta diversas ideas sobre los Manes. Según éste, los manes “son las almas en el tiempo en que saliendo de los cuerpos en los que habían vivido, aún no se han unido a otros cuerpos. Son perjudiciales y se llaman así por antífrasis, porque manu significa bonum, lo mismo que llamamos Euménides a las Parcas. Otros piensan que Manes procede de manere, porque el espacio entre la luna y la tierra está lleno de almas siendo ese el lugar de su procedencia. Otros creen que los Manes son los dioses infernales”291. Todavía en los primeros siglos de la República, para los cuales nuestra principal fuente de información son los Fastos de Ovidio, los difuntos eran considerados una colectividad de seres divinos entre los que no existían individualidades, y que podían acudir, si eran convocados y honrados convenientemente, en ayuda de sus descendientes. Pero también, si el trato no les era favorable, como recoge Cicerón, podían transformarse en seres enojosos y nocivos, con el aspecto de larvas y lemures.

A través de algunos autores como Ovidio, Cicerón o Virgilio observamos una serie de concepciones filosóficas de la muerte, del alma y su destino final de carácter muy diverso. En Virgilio, que es el autor latino que más menciona la palabra Manes, la vemos aplicada con distintos sentidos: unas veces indica la región de los Infiernos, o la residencia de los muertos; en otros casos, son las sombras de los muertos en colectividad; el ser de las divinidades infernales, con frecuencia, las divinidades asociadas a los muertos que ellas guardan; y excepcionalmente, el alma de un muerto concreto, o el grupo de antepasados de una raza. Pero hay una tendencia general en el cambio de Era, sobre todo entre los contemporáneos a Virgilio y en los escritores del siglo I d. C., que dan un sentido más materialista a la palabra Manes, para definir tanto la región infernal como a los restos materiales de los muertos, fuesen cadáveres o cenizas, lo que implica la aurora de sacralidad que rodeaba a los sepulcros y, en general, a la muerte y a los muertos. En estas fechas se hace notar, en un aspecto tan tradicional de la religión romana como es éste, la influencia griega y sus tradiciones del culto heroico. Virgilio aplica también el nombre de Manes para designar a las sombras de los héroes de epopeyas de otros tiempos.

Pero no fue hasta el siglo I a. C. cuando se documentan las primeras referencias literarias a los Manes como almas individuales que mantenían su propia identidad corporal292, aspecto producido gracias a la influencia de la filosofía de Pitágoras y de Platón, por la que se concretiza la religión de los Manes, pasando de la consideración de espíritus en general a almas de los difuntos. Es en la época de Augusto cuando poetas e historiadores difunden la idea de Manes como almas de los antepasados, unas divinidades con un vago carácter personal. La visión romana de la muerte carecía de una definida visión del mundo de ultratumba; un individuo, para pervivir como tal, necesitaba que alguien recordara su existencia, que rindiera culto a su numen y a su nomen. Cuando era olvidado, su individualidad desaparecía y el alma del difunto entraba a formar parte de una masa indefinida, los dii inferi, los manes. La única manera de pervivir tras la muerte era el recuerdo, la memoria aeterna; y la única garantía para ello era dejar tras de sí un núcleo de personas que recordasen al individuo, bien a través de la familia, de un determinado colectivo o a

En este ambiente socio-cultural es donde encontramos, en las sepulturas, una mayor profusión de restos y vestigios materiales; y tal es su grado que algunos autores han denominado a este momento como una “inflación objetiva de la cultura material funeraria” (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 139). En las escasas sepulturas documentadas, si las comparamos con la profusión de éstas en épocas posteriores, encontramos una gran cantidad de ajuares funerarios sin distinción: ungüentarios, monedas y lucernas; así como recipientes para sólidos y líquidos junto con diversos presentes ofrecidos por los asistentes al duelo. Estos elementos nos permiten definir, con bastante precisión, las distintas etapas del ritual: la unctura, la incineración del cadáver y

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Servio, Commentarii ad Aeneidam, III, 63. (Ed. G. Thilo y H. Hagen) 292 Virgilio, Aeneida, VI, 743. (Trad. J. de Echave-Sustaeta).

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su disposición en el interior de una urna –o un paño en ocasiones-, y diversos objetos a modo de viático, ofrendas y otros elementos apotropaicos dispuestos con el objetivo de facilitar el tránsito a la otra vida. Estos aspectos se manifiestan de forma mucho más clara en las sepulturas de las altas clases sociales, como ya hemos visto en el apartado de la monumentalización. Éstos son estructuras de origen, o inspiración, itálica que intentan simbolizar la heroización del difunto; en convivencia con otras más humildes que todavía siguen, en un primer momento, manifestando persistencias de las culturas prerromanas: se conservan urnas indígenas que se acompañan de piezas de importación, como sigillata, cerámica campaniense, etc.

romanos. El ideal romano de virtus, pietas y fides es garantizado por la alianza espiritual de corte helénico; en consecuencia, las concepciones filosóficas de este periodo hunden sus raíces en las escuelas gestadas en la Antigua Grecia, que mantendrán su continuidad a lo largo del Imperio aunque languideciendo día a día y transformándose, fruto de nuevas carencias y necesidades del imaginario colectivo. En este contexto, el Occidente Romano necesita encontrar respuesta a una serie de nuevas necesidades de carácter espiritual que serán satisfechas por las nuevas corrientes venidas de Oriente e importadas bajo el filtro del helenismo. Al respecto, la política religiosa imperial apoyará cada vez más estos cultos mistéricos que, aunque ya reconocidos por Claudio, alcanzarán su mayor eclosión en el siglo III d. C. Al mismo tiempo, el estoicismo conoce su última evolución, en la que asistimos a lo que se ha denominado “una ideología de resignación” convirtiendo la ética estoica en una ética moral e intimista.

Espacialmente, la gran mayoría de las necrópolis de este periodo, si no todas, se sitúan en ambientes urbanos, dispuestas a lo largo de sus vías de acceso y en torno a importantes monumentos funerarios. No será hasta bien entrado el Principado cuando se densifique el poblamiento rural, y con ésto sus manifestaciones sepulcrales. No hay que olvidar que en estos primeros momentos nos movemos en un mundo urbano, las ciudades son lo primero en romanizarse y el ager mantendrá sus tradiciones ancestrales con un mayor conservadurismo.

En el universo funerario asistimos a la consolidación de la inhumación como ritual de enterramiento. Materialmente, los objetos hallados en el interior de las sepulturas nos ilustran de la continuidad de los ritos ya definidos para el primer momento: ungüentarios, lucernas, monedas, objetos de aderezo personal, herramientas, contenedores del viático, etc.; con una disposición vertical similar a la de las incineraciones, lo que demuestra las escasas variaciones acontecidas en el ritual funerario. Si bien, con el tiempo comienzan a documentarse determinados enterramientos en los que no aparecen ajuares o éstos son insignificantes, lo que contrasta con la homogeneidad de los depósitos funerarios de la etapa anterior. Esta ausencia ha sido interpretada no por la desaparición de ciertos ritos, sino por la necesidad de la disposición en el interior de la sepultura de los objetos que los representan para cumplir con los preceptos rituales [...] asistiendo, en consecuencia, y quizá por primera vez, a la subjetivización del ritual funerario y a la abstracción ideológica de éste, separándose la realidad física material y objetiva de lo imaginario y subjetivo de la sociedad romana (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 142).

7. 2. La consolidación imperial Tras la conquista, y durante los siglos I y II d. C. y la primera mitad de la siguiente centuria, asistimos a la consolidación de los resultados conseguidos como consecuencia de la pax romana: el afianzamiento de una unidad territorial y el surgimiento de una nueva sociedad que sustenta esta realidad territorial. Durante este proceso las diferencias sociales se radicalizan: los más ricos continúan acumulando la propiedad de la tierra y aparecen importantes contingentes de aristócratas surgidos del ordo decurionum provincial que alcanzarán grandes cotas de poder –llegando incluso al poder imperial-. Al mismo tiempo, los procesos de marginación se acentuaron: las ciudades se pueblan de ingentes masas de clases ociosas y, como consecuencia del fin de la expansión del Imperio, el aprovisionamiento de esclavos se redujo sensiblemente, incrementándose su precio. A lo largo del Imperio se va produciendo un lento proceso de transformación económica y social, en el que el pequeño propietario agrícola, de condición libre, siguió empobreciéndose y desapareciendo, engrosando las masas proletarias, en beneficio de la aristocracia que acumulaba cada vez más tierra y riqueza. La ampliación del latifundio no supuso la multiplicación de los beneficios por medio de la multiplicación aritmética de los esclavos, por lo que se hizo necesario un nuevo modo de relaciones sociales y de producción, con la aparición y la extensión del colonato.

En lo que respecta a las estructuras funerarias, los monumentos aunque continúan erigiéndose en torno a las ciudades, comienzan a proliferar en ambientes rurales, como consecuencia del progreso del latifundismo y del éxodo urbano de las clases altas. Y sin que falten los modelos itálicos, predominantes en la etapa anterior, se observan otras influencias llegadas de Oriente y África del Norte. En los tipos sepulcrales más humildes, pese a que hay una gran variación, predominan las estructuras bajo tegulae –generalmente a doble vertiente aunque también dispuestas horizontalmente-, los enterramientos en fosa simple, en ánfora y, más tardíamente, los de cistas de losas y lajas de piedra.

Durante este complicado proceso, y como ya hemos señalado tantas veces, la religión imperante conjugó distintos elementos arcaicos, pero influenciados por un creciente helenismo que desde el siglo IV a. C. había penetrado, por la vía etrusca, en el panteón de los dioses

En todo caso, el principal contraste de este periodo lo encontramos con la convivencia de dos grupos de sepulturas: en unas se repiten las características 288

precedentes en lo que a ofrendas y su disposición se refiere; en otras, vemos una serie de elementos, o la ausencia de éstos, que parecen anunciar las características de la expresión material funeraria de las etapas posteriores. Pero, tal vez y sobre todo en este momento, lo más importante es que esa ausencia de materiales no se explica, necesariamente, por la desaparición de determinados ritos, sino porque ya no es necesario disponer en el interior de la sepultura de los objetos que los representan para cumplir los preceptos rituales, asistiendo a la subjetivización del ritual funerario y a la abstracción ideológica de éste (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 142).

inseparables en caso de venta, es el caldo de cultivo para el futuro feudalismo. Estos cambios van a producir no pocas tensiones como fruto de la inadaptación de determinados sectores que, en el caso de la Tarraconensis, se manifestarán en el fenómeno de las bagaudae, en un aumento de la conflictividad social, en el bandolerismo y en un resurgir del indigenismo, latente durante tantos siglos y que reaparece ahora a consecuencia de que disminuye la presión cultural, económica y política de Roma a causa de la crisis. En el ámbito de las superestructuras, desde el siglo III d. C. y durante todo el Bajo Imperio, la nueva situación social tiende a la individualización, pues la inquietud moral empujaba hacia nuevas soluciones propuestas al problema de la supervivencia personal y no satisfechas por el culto oficial. El cambio más radical consistía en la posibilidad de mantener una relación del individuo con la divinidad, una nueva condición espiritual que se adquiriría a través de la experiencia directa con lo sagrado, lo que explica el triunfo y la expansión de este tipo de cultos entre los que podemos incluir al cristianismo. En cuanto a la filosofía, será el neoplatonismo el que mejor se adecue a esta nueva situación y a las nuevas demandas de una sociedad en claro proceso de transformación. Además, será un óptimo marco ideológico para el cristianismo, que acabará imponiéndose al resto de cultos orientales para convertirse en la única religión occidental.

7. 3. El triunfo del cristianismo y el final de la Antigüedad Clásica A partir de la segunda mitad del siglo III d. C. comienza la gradual desintegración política del Imperio y el fin de la Pax. Sin embargo, esta crisis, entendida como una reestructuración y transformación del sistema hasta entonces vigente, no afectó por igual a todas las provincias –este es un momento de auge y desarrollo para el Africa Proconsularis- ni tampoco a todas las clases sociales. Al mismo tiempo, se produjeron los primeros asaltos a las fronteras orientales y septentrionales del Imperio, haciendo los mares más inseguros y documentándose un importante descenso en la demanda de los mercados y en las actividades manufactureras; aspectos que, junto a la debilidad del poder central, conllevarán a la aparición de rebrotes de indigenismo; lo que provocará un predominio social de lo militar en perjuicio de otros ordines.

El individuo busca la esperanza de la inmortalidad en un momento de crisis social y desesperanza en la vida terrenal; sin duda motores que potenciaron la expansión de los cultos orientales y, a su vez, éstos prepararon el terreno para el triunfo del cristianismo. La inquietud moral de los individuos del mundo romano los empujaba hacia nuevas soluciones propuestas al problema de la supervivencia personal. Los cultos mistéricos griegos y las religiones orientales conocieron, en este sentido, un éxito inmenso bajo el Imperio. J. Bayet ha distinguido en las religiones de salvación las que se basan en resurrecciones vegetales, y se sitúan por lo tanto, en un plano biológico, y las que, por el contrario, se fundan en una visión cósmica del mundo y adjudican a los ciclos de renovación de los astros un valor esencial (BLOCH, 1992a, 281). Aunque es cierto que las interferencias entre ambas fueron numerosas, por lo que su división no debe de ser tan tajante. Ya en la Grecia Clásica, y posteriormente en Roma, la religión cívica se reveló como un magnífico factor de cohesión, como un instrumento capaz de aglutinar con eficacia las energías dispersas que pudieran manifestarse en el seno de la polis. La religiosidad ciudadana era una manifestación de piedad colectiva, de manera que las inquietudes personales y el ansia del individuo por encontrar un camino directo de contacto con la divinidad son aspectos cuyas posibilidades de realización se muestran bastante limitadas.

El orden senatorial, que continuará con la acumulación de tierras, va a constituirse, principalmente, por personajes de origen oriental y africano y el ecuestre irá engrosando en él, a consecuencia de su poderío económico. El más perjudicado será el ordo decurionum a causa de la caída de la actividad económica y de la presión fiscal focalizada en las ciudades, provocando el inicio del éxodo al campo de los patriciados urbanos. Esta crisis conllevará un proceso gradual de homogeneización en el que las diferencias sociales y económicas se ven cada vez más acentuadas, la clase media desaparece y la condición ingenua o servil va a revestir menor importancia como criterio de jerarquización social; reduciéndose las distancias entre libertos y esclavos y las diferencias económicas entre unos y otros. Todo ello traerá como consecuencia la expansión del colonato. Parece ser que, en Hispania, la propiedad de la tierra se encontraba concentrada en pocas manos, aunque ésta se encontraba dispersa (KOVALIOV, 1989). En consecuencia la multiplicación de villae, o de sus necrópolis, puede ser interpretada no en el sentido de la existencia de una propiedad repartida, sino de una propiedad reunida en pocas manos, pero con diversas explotaciones (FERNÁNDEZ UBIÑA, 1981, 29). En estos momentos, la escasez de liquidez obliga al pago en especie, lo que entorpece más el desarrollo de la economía y acaba por sujetar al campesino a la tierra que trabaja; de tal modo que, desde el año 537, el colono y la propiedad son

En relación con la cultura material, en las sepulturas se aprecia un cambio drástico. En un primer momento, la 289

casi desaparición del ajuar funerario en la mayoría de las sepulturas y la abundancia y riqueza del mismo en determinados enterramientos –como ya vimos para las “necrópolis del Duero”- parece evidenciar, más que un cambio en el ritual y en las creencias, una fuerte polaridad social. En general aparecen abundantes restos de vestimenta: tachuelas de calzado, hebillas, botones, fíbulas, etc. que indican una deposición vestida de los cadáveres, denominada “inhumación vestida”. Este hecho implica un cambio en los rituales de amortajamiento, en los que desaparece la unctura. Proliferan también los objetos de adorno personal como pulseras, collares, pendientes, etc. que también se sitúan en su posición funcional.

Con el triunfo del cristianismo se producirá un cambio total en el comportamiento funerario. Las áreas cementeriales se mudan al interior del recinto murado y las sepulturas se agrupan en torno a iglesias y otros centros de culto cristiano; el ajuar desaparece totalmente y parece apreciarse una clara ordenación en los cementerios y una uniformidad en la orientación de sus sepulturas, aspectos que son más difíciles de evaluar en épocas precedentes. Estos hechos nos muestran un profundo cambio en la concepción de la muerte y en la actitud con la que ésta se afronta. Y aunque uno de los límites del presente trabajo se ha establecido en la aparición de esta nueva religión, no debemos olvidar como este cambio se produce, en primer lugar, en las ciudades, para propagarse desde ahí a las zonas rurales. En esta época, todavía encontramos numerosas expresiones funerarias paganas que continúan con las directrices descritas anteriormente. Éstas se ubican, principalmente, en este medio rural, más conservador en cuanto a la adaptación de las nuevas corrientes.

En cuanto al viático, los alimentos sólidos van siendo sustituidos paulatinamente por los líquidos, disminuyendo el tamaño de los recipientes y dando, por tanto, más importancia a su carácter simbólico que a su teórica función real. En algunas sepulturas ampuritanas, aunque en fechas anteriores, han aparecido representaciones de dioses orientales, como en la incineración Torres 70, y la placa en la que se representa a Sabazios con los Dioscuros. Conocemos otros ejemplos, como un collegium funerarium de Valentia bajo la advocación de Isis, representaciones de Atis, etc.

290

ciento, entre los 50 y los 60 y un 18 por ciento que falleció pasados los 60. De éstos sólo tres superaron los 90. Así, “de los 100 casos sometidos a cálculo, nos ha dado un promedio de vida de otros 40 años [en referencia al promedio de la primera zona establecido en 40,73 años]. Exactamente 40,03, algo más bajo que el de Andalucía” (GARCÍA Y BELLIDO, 1954, 258).

8. La muerte sufrida Desgraciadamente, la mayoría de las excavaciones a las que hemos podido acceder adolecen de la combinación del trabajo del arqueólogo, del antropólogo o paleopatólogo, fundamentalmente por tratarse de trabajos antiguos. En otros casos, algunos aspectos, como la edad de los difuntos, se dan en raras ocasiones y en la mayoría de las veces se establecen con un amplio margen de 10, e incluso 20 años; aspecto que impide establecer conclusiones más exhaustivas. De todos modos, cuando contamos con estudios de este tipo, la información se amplía considerablemente como consecuencia de la aparición de nuevos parámetros que nos permiten afinar más nuestras interpretaciones.

No obstante, estas cifras deben ser matizadas. Como ya hemos señalado, las inscripciones funerarias en piedra son, por norma general, un fenómeno netamente urbano. Pero no sólo ésto, sino que serían utilizadas por las capas sociales acomodadas y con recursos económicos, no por los más pobres. El precio de una inscripción rondaba los 100 sestercios, lo que implica tres meses de trabajo de un obrero no especializado. A su vez, y como ejemplo ilustrativo, se estima que sólo el 0,1 por ciento de la población de Dalmacia se hallaba representada en soporte epigráfico y de las 7.000 inscripciones halladas en Hispania, sólo 1.961 contienen datos referentes a la edad, pero en estos casos la imprecisión es tal, que el 65 por ciento de las edades inscritas son múltiplos de cinco (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 11). A estas deficiencias hay que añadir que nos encontramos ante un objeto funerario desprovisto de su contexto original, lo que nos impide comprobar la exactitud de las cifras en la mayoría de los casos; pues los romanos “estaban más interesados en expresar una “cronología gentilicia”: la duración y papel histórico de cada familia a través de la sucesión ordenada de epitafios en los sepulcros en los que se indicaba la filiación, edad y gestas alcanzadas por cada una de las sucesivas generaciones” (VAQUERIZO, 2001a, 177).

Una de las principales diferencias horizontales que pueden establecerse es la distinción sexual. En Roma, de forma similar a muchas otras culturas, el trato dado a los hombres y mujeres no era igual, ni siquiera una vez muertos. El rol sexual se prolongaba, del mismo modo que lo hacían las funciones sociales del difunto, más allá de la vida. En la cultura material, este aspecto se manifiesta en el tipo de sepultura y sobre todo en los ajuares que acompañan al difunto. Armas como cuchillos y lanzas, fíbulas o tachuelas del calzado, así como herramientas de trabajo, aparecen asociadas a enterramientos masculinos; para el caso de los femeninos, es común que aparezcan collares, pulseras, pendientes o agujas para el cabello, principalmente. Incluso en casos más extremos, se aprecia una diferencia en la dieta. En la necrópolis de La Solana, en los esqueletos femeninos, no en los masculinos, se han localizado hipoplastias dentales lo que evidencia carencias alimentarias. Éstas implicarían una dieta distinta, más pobre, que la de los varones. Otra diferenciación horizontal que puede apreciarse en el estudio de una población es la de los grupos de edad. En los años cincuenta, A. García y Bellido (1954) realizó un estudio de la vida media de los hispanorromanos basado en las inscripciones funerarias y centrándose, principalmente, en dos regiones bien distintas en cuanto a climatología y modo de vida: la Baja Andalucía y la Cornisa Cantábrica, desde Galicia y norte de Portugal hasta Navarra. De cada región estudió 100 inscripciones, prescindiendo de los niños menores de diez años, debido a la alta mortalidad infantil. La primera de las zonas, que corresponde en su mayoría con la Baja Andalucía, da un promedio de vida para sus habitantes de 40 años. Esto implicaría 35 por ciento de los fallecidos tenía entre 10 y 30 años; el 37 por ciento murieron entre los 30 y los 50 años; el 14 por ciento con más de 60 años y, de estos últimos, sólo un 2 por ciento sobrepasaron los 90 años (GARCÍA Y BELLIDO, 1954, 257-258).

Los escasos análisis paleopatológicos realizados nos muestran cómo la inmensa mayoría de las gentes, objeto de estudio, murieron en una edad comprendida entre los 25 y los 35 años. Esta elevada tasa se concentraba de forma especial en sus individuos más débiles: los recién nacidos o aquéllos que se situaban más próximos del primer acto central de la vida, los fetos y los niños hasta la pubertad (SEVILLA CONDE, 2010/11 y 2012). De hecho, las tasas de mortalidad infantil han oscilado, según culturas y épocas, entre el 20 y el 30 por ciento, y sólo desde el siglo XX se han reducido estos porcentajes a mínimos sin precedentes (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 78). Para el mundo romano se han establecido, para el primer año de vida, cifras más altas: M. Golden (1988, 155), las sitúa entre el 30 y el 40 por ciento; T. G. Parkin en el 30,6 y B. W. Frier, en el 35,8 por ciento (HARRIS, 1984, 17). El promedio de vida del total de la población estaba entre los 25 y los 30 años, pero si se sobrevivía a la infancia éste podía llegar, incluso, hasta los 50 (HOPE, 2007, 10).

La segunda zona estudiada, ocupa gran parte de la provincia Tarraconensis, concretamente buena parte de los Conventus Lucensis, Bracaragustanus, Asturum, Cluniensis y parte del Caesaraugustanus. Según la epigrafía, el 54 por ciento moría entre los 10 y los 30 años; el 20 por ciento, entre los 30 y los 50; el 8 por

En la provincia Lusitania, los datos disponibles son bastante reducidos y, de nuevo, es la capital conventual, Emerita Augusta, la que nos ofrece las cifras más fiables, pues los datos hacen referencia a dos conjuntos de enterramientos relativamente numerosos, lo que nos permite contar con un muestreo bastante completo. En el 291

primer caso, en la zona funeraria de la C/Albuhera/Avda. Lusitania (ALBA CALZADO, 2002, 309-342.), los individuos allí sepultados parece que alcanzaron una longevidad no muy frecuente –cuya media puede establecerse en torno a los 56 años-, llegando, dos de ellos a los 60-70 años. En la misma ciudad, pero en la zona de la Casa del Mitreo/C-Nacional (MÁRQUEZ PÉREZ, 2000, 57-78), contamos con otra área funeraria que se ha fechado a partir del siglo III d. C. y con seguridad en el siglo IV d. C. Lo que más llama la atención es el predominio de los enterramientos infantiles293. De un total de 75 sepulturas halladas, 44 corresponden a niños (es decir, el 62 por ciento), 7 a individuos jóvenes (el 10 por ciento) y 20 a individuos adultos (el 28 por ciento). A estas cifras habría que añadir otros cuatro enterramientos localizados, pero no excavados. A estos datos, se le añaden otros, producto de anteriores excavaciones en la zona: en un solar cercano al ahora descrito, se documentaron 70 enterramientos de los que se excavaron 29, siendo la mayoría infantiles por “el tamaño de los esqueletos, inferiores a 1,50 metros” (MÁRQUEZ PÉREZ, 2000, 67 y ss.). Lo mismo en otra de las excavaciones cercanas, ya referida (BEJARANO OSORIO, 1994-1995, 188-197), en la que el 67 por ciento de los enterramientos eran infantiles, con porcentajes similares para otras intervenciones en la zona (SÁNCHEZ BARRERO, 1997, 229-262).

considerando a los sujetos hallados en Ocurri (GUERRERO y RUÍZ, 2001, 145-153) –aunque no en zona de necrópolis y en decúbito prono- que tenían unas edades entre 18 y 24 años, el ocupante de la sepultura 1, y entre 20 y 24 el de la sepultura 2. Junto a ellos se había inhumado a un sujeto infantil de unos nueve meses lunares, tal vez se trate de un grupo familiar. En Corduba, en la Avda. Ollerías (PENCO VALENZUELA et alii, 1999, 45-56), la edad de los individuos enterrados oscila entre los 15 años, el ocupante de la sepultura 3; entre los 20 y los 25, los ocupantes de las sepulturas 1, 7, 8 y 9; un individuo que falleció entre los 25-30 años, el ocupante de la sepultura 12, y uno –tumba 4-, que llegó a los 34 años. En la necrópolis de El Ruedo, en Almedinilla, el estudio de los restos humanos hallados reveló la presencia de, al menos, 202 individuos que, pese a su elevado número, no representan la totalidad de los allí enterrados (GÓMEZ PÉREZ, 1997, 117-132). De éstos, 46 fueron diagnosticados como varones y 33 como mujeres. La proporción global de sexos es de 139,39, pero el elevado número de individuos alofisos hace pensar que ésta sería menor. La distribución de la mortalidad por grupos de edad nos muestra que existía una edad crítica entre los cinco y los nueve años, durante la cual fallecen casi la mitad de los individuos infantiles (48 por ciento); disminuyendo, bruscamente, en el grupo siguiente -de 10 a 14 años- a tan sólo un 16 por ciento. Es entre los adultos, entre los 20 y los 40 años, donde encontramos la mayor tasa de mortalidad (34 por ciento), siendo únicamente un 5 por ciento los individuos que fallecen entre los 40 y los 60 años, sin que ninguno pase de esta edad. Llama la atención, entre todos los enterramientos de la necrópolis, la sepultura 21. Su datación, entre los siglos III y IV d. C., se ha propuesto en virtud de la estructura de tegulae que la debió cubrir y que se conservaba parcialmente. Además, tiene unas características que la diferencian del resto de las sepulturas de la necrópolis: está orientada en dirección noreste mientras que el resto lo hace en dirección este, con alguna desviación sureste. Además, el cadáver tenía una posición algo especial, con los brazos cruzados sobre la pelvis y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Parece tratarse de un individuo varón, mayor de 50 años (GÓMEZ PÉREZ, 1995, 339-347).

Estos rangos de edad, que parecen desviarse de los parámetros establecidos para el mundo romano, se repiten en otros enterramientos, como es el caso de la sepultura 1 de la necrópolis de Cerro do Faval (DEUS et alii, 2004, 451-465), donde se enterró un sujeto masculino de unos 50 años. Éste fue inhumado en el interior de un sarcófago, aspecto que implicaría su pertenencia a los estratos sociales más acomodados, lo que quizás pueda explicar su longevidad. En la sepultura 8 de Heredade dos Pombais (FERNÁNDES y MENDES, 1985, 221243) hemos documentado un sujeto de entre 40 y 50 años y otro de 40 en la necrópolis de la C/Montesinos (PICADO PÉREZ, 2003a, 125-146), en Badajoz; en este caso estaba acompañado de otros dos individuos de en torno a 20 años. Sin duda, estas cifras serían más representativas teniendo en cuenta los sujetos descritos como jóvenes o sub-adultos, pero la imprecisión de la bibliografía consultada nos impide más exactitud. En la Baetica, aunque de nuevo los datos disponibles impiden aventurar conclusiones definitivas, las cifras con las que contamos -obviando, por haber sido ya estudiados, los índices de mortandad infantil- parecen ceñirse más a la media de vida establecida para el Imperio Romano. En Astigi, la necrópolis de la C/Bellidos (TINOCO, 2002, 470-485 y LÓPEZ y TINOCO, 2007, 609-630), fechada en torno al cambio de la Era, arroja una edad media de fallecimiento entre los 30 y los 40 años; cifras que pueden reducirse sensiblemente si tenemos en cuenta otros ejemplos –tal vez menos representativos por lo reducido del muestreo-

Otro caso bastante ilustrativo lo encontramos en El Eucaliptal (PECERO et alii, 1999, 623-632), en un pequeño poblado, o vicus, cuya estructura socioeconómica, basada en un régimen de explotación plurifamiliar, se correlaciona con la siguiente distribución de grupos de edad y representación poblacional para las inhumaciones en sepulturas de tegulae y ladrillo: - Fetos e infantiles (de 0 a 6 años): En su representación, los individuos infantiles constituyen el 17,64 por ciento de las inhumaciones del siglo V y el 22,20 por ciento de los enterramientos bajo tegulae del siglo III. Las evidencias fetales aparecen únicamente en este último grupo y suponen el 5,57 por ciento de la muestra.

293 Entendiendo como tales a individuos neonatos, recién nacidos y de pocos meses hasta los 13 años.

292

- Infantiles II (de 7 a 12 años): En la fase de enterramientos del siglo V, están presentes en el 11,76 por ciento de la muestra, todos ellos son femeninos; mientras que en las inhumaciones en sepulturas de tegulae constituyen el 6’28 por ciento, sin que se hayan podido establecer diferencias sexuales. - Preadulto-Adolescente (de 13 a 19 años): Es el grupo peor representado en las dos fases de enterramientos, suponen el 5,88 por ciento de las inhumaciones en tumbas de ladrillos y el 5,50 por ciento en las de tegulae. - Adultos-jóvenes (de 20 a 30 años): En los enterramientos del siglo V d. C., este grupo supone el 35,29 por ciento de la muestra (de éstos, el 66,6 son sujetos femeninos), mientras que en las inhumaciones del siglo III constituyen el 38,80 por ciento. - Adultos (de 30 a 50 años) y adultos maduros (más de 50 años): En las inhumaciones en sepultura de ladrillo representan el 29,41 por ciento, aunque más de la mitad de éstos tiene menos de 40 años (siendo el 80 por ciento individuos masculinos) En los enterramientos de tegulae, constituyen el 22,20 por ciento, incluyendo al individuo más longevo que llegó a los 70 años de edad.

Considerando globalmente los niños que llegan al nacimiento y completan su proceso de gestación, se obtiene que sólo la mitad de ellos superan las dificultades del parto, produciéndose un alto nivel de defunciones en tal momento. Comparando tales cifras con el porcentaje de neonatos e individuos infantiles, menores de un año, inhumados en tumbas de ladrillo y fosa, éstos representan el 28,57 por ciento de la población. Si bien, aunque existe la posibilidad de cuantificar el número de abortos, el cual refleja que prácticamente el 45 por ciento de los procesos de gestación no llegan a su fin, no podemos establecer el número de exposiciones o de enterramiento llevados a cabo fuera de las áreas cementeriales y que sin duda distorsionarían estas cifras. Finalmente, las cifras disponibles para la provincia Tarraconensis permiten –con cierta cautela- establecer esta media de vida en torno a los 35 años, que es la de la necrópolis de La Molineta (ZAPATA CRESPO, 2004, 239-271), en Puerto Mazarrón, en la que se estudiaron 159 individuos, por lo que su representatividad es mayor. En el resto de necrópolis, en las que se nos ofrece este tipo de información, los individuos murieron a una edad comprendida entre los 20 y los 40 años, en el Espinal, siendo la media de 36,9 años; de 25 a 30, en Villarroya de la Sierra (MEDRANO y DÍAZ, 2000, 276-277), donde se estudiaron cinco individuos; en torno a los 20 años en la necrópolis del Parc de la Ciutat, en Tarraco, (TEd’A, 1987.) etc., edades que parecen perfectamente coherentes con los datos que se disponen para la edad media de fallecimiento entre los siglos III y VII d. C., establecida en torno a los 30/31 años (PILET y ALDUC LE BAGOUSSE, 1987, 13-31). Las diferencias con respecto a la edad media determinada por A. García y Bellido (1954), pueden deberse a la escasa representatividad de los datos grabados en la piedra – utilizados por un pequeño sector de la población, con un nivel de vida superior al resto-. Al respecto, conocemos tres enterramientos urbanos, hallados en Asturica Augusta (GONZÁLEZ et alii, 2003, 297-308), cuyos individuos murieron con 45 años, 30-40 y 40. Datos más próximos a las cifras que se desprenden de la epigrafía. De nuevo, en la necrópolis de San Miguel del Arroyo (PALOL, 1958, 209-217) una serie de individuos murieron con edades comprendidas entre los 50 y 60 años; curiosamente estaban acompañados por los más ricos ajuares, lo que indica cierto estatus y riqueza con respecto a sus paisanos que quizás explique su longevidad.

A raíz de las cifras, puede establecerse que en ambas fases de inhumación existe una representación similar de los distintos grupos de edad considerados, lo que implicaría una tendencia demográfica uniforme durante estos tres siglos de inhumaciones. Esta tendencia vendría caracterizada por un patrón de defunciones decrecientes de tipo irregular en una distribución bimodal, según la cual, en la población dada y en ausencia de una natalidad organizada direccionalmente, existe una dispersión amplia de los grupos de edad por debajo de la esperanza media de vida, advirtiéndose una moda principal una vez sobrepasada la adolescencia y otra moda secundaria antes de superar la segunda infancia. Por otro lado, y separados del conjunto anterior, el diagnóstico de los restos óseos procedentes de los enterramientos perinatales en ánforas de la necrópolis nos proporciona una información de primer orden sobre el comportamiento demográfico de este grupo de edad específico, no ya al nivel de su representación en la población global, sino en la caracterización intrínseca de un sector de mortandad que caracteriza la estructura demográfica en la que se inserta. Se distinguen tres grupos de frecuencia entre los infantes más jóvenes: - Individuos fetales cuyo proceso de gestación se vio interrumpido en el periodo comprendido entre los seis y los siete meses in utero y el nacimiento (10 meses lunares); etapa en la cual la talla oscila entre 31,8 centímetros y 51,45. Implican el 45,45 por ciento de los enterramientos. - Neonatos: se trata de fetos a término e infantiles cuya edad se inscribe entre el mismo nacimiento y los primeros seis meses de vida. Representan el 27,7 de las muertes infantiles, de las cuales, al menos, el 33 por ciento son femeninas. - Inhumaciones de individuos infantiles comprendidos entre los seis meses de vida y el año. Los porcentajes con respecto al grupo anterior son prácticamente idénticos.

La práctica ausencia de enterramientos infantiles en las necrópolis, aunque con excepciones, no son significativas de las altas tasas de mortalidad infantil de la época que llegaba al 448 por mil. Ésta se corresponde a los muertos menores de un año de edad en relación con mil nacidos vivos. Como ya hemos explicado294, a estos individuos se les daba un trato diferencial, basado en la edad y por ésta, en el estatus social. Éstos nos muestran cómo existen altos porcentajes de niños enterrados en ambientes específicos, circunstancia que sin duda provoca una 294

293

Ver: 4. 4. Los enterramientos infantiles, 188 y ss.

En todo caso, nos interesa destacar que la gran mayoría de los individuos sepultados en las necrópolis objeto de estudio, parecen corresponderse con una población trabajadora, mano de obra servil o esclava, que pasó la mayor parte de su vida trabajando para otros y murió a edad temprana. De hecho, y según las cifras –que por otra parte no son totalmente fiables- murieron, por término medio, entre 10 y 5 años antes que sus domini.

desproporción en las cifras, tal y como hemos visto al tratar las inhumaciones infantiles. En cuanto a las patologías sufridas, la presencia de enfermedades carenciales o “laborales” es el denominador común en la mayor parte de los casos estudiados. No podía ser de otro modo, pues como ya indicamos al principio, la gran mayoría de las necrópolis localizadas se ubican en ambientes rurales y, sin duda, pertenecieron a esclavos o colonos que pasaron la mayor parte de su vida trabajando. Anemias ferropénicas, hipertrofias de las articulaciones, artrosis, osteomielitis, etc., parecen marcadores ocupacionales claros de una población servil, trabajadora y con escasos recursos, además de con una gran homogeneidad patológica, carencial y física.

El motivo parece deberse a que la gran mayoría de las necrópolis localizadas y estudiadas pertenecían a asentamientos de carácter rural, generalmente de baja época y en un contexto que preludia crisis. Nuevos estudios, y revisiones de excavaciones antiguas, quizás nos permitan elaborar conclusiones más completas en lo que al conjunto de la población de la Hispania romana se refiere.

De hecho, la ausencia del dominus entre el grupo ya se evidenciaba con la presencia de tumbas monumentales ubicadas en espacios privilegiados y en emplazamientos distintos a los del resto de la población. Otro caso curioso295 es el recogido por las variaciones del ritual de disposición del muerto en la sepultura, tal y como ya hemos constatado en las necrópolis de la Calle Quart, Valentia, en la necrópolis de la Ballesta, en Emporiae y en La Lanzada, en Noalla, Emerita Augusta, Ocurri o Baelo Claudia, entre otros. Parece ser que determinados individuos, con unas patologías de carácter infectocontagioso, fueron enterrados en decúbito prono y en zonas separadas a las del resto de la población, aunque en la misma necrópolis.

295

Ver: 5. 1. La disposición de los restos humanos, 199 y ss.

294

un ritual básicamente indígena. Como ya hemos analizado, las tres áreas geográficas diferenciadas298 parecen seguir las mismas directrices aunque con unas diferencias cronológicas importantes. Aún así, el desarrollo del proceso parece ser el mismo en estos tres ámbitos culturales y, puede decirse que las primeras importaciones de material romano en contextos funerarios indígenas se produjeron, en gran medida, antes de la propia conquista. En Levante, a partir del siglo III y, fundamentalmente, durante el II a. C. con la aparición de las primeras campanienses A y B; en la Meseta Central y sus estribaciones, a partir de las guerras sertorianas y llegando hasta el cambio de la Era, con la aparición de las primeras cerámicas de terra sigillata junto a materiales propios del tardoceltiberismo; y, finalmente, en la zona del Noroeste, a partir del cambio de la Era, con la aparición de los primeros materiales de cronología imperial, pero con una clara persistencia de las costumbres indígenas. En esta primera fase, que podemos denominar “inicio de la romanización material”, parece haber escasas modificaciones en la concepción funeraria de las distintas culturas peninsulares y, de forma general, podemos decir que el objeto de carácter local se sustituye por otro importado –que sin duda otorga estatus e implica una diferenciación social y económica-, pero sin que a éste se le otorgue una función distinta de la que ya cumplía el objeto sustituido en un contexto ritual indígena.

9. Conclusiones

Como tantas veces hemos mencionado296, el ser humano protagoniza varios acontecimientos clave a lo largo de su existencia. De todos ellos, su propia muerte es quizás aquél del que, siendo menos consciente, provoca una mayor catarsis en el microcosmos en torno al que giró su propia vida; pero la muerte es algo más que un hecho biológico, pues las distintas actitudes con las que se afronta y el universo ritual que se genera en torno a ella la convierten, a su vez, en un hecho cultural. No obstante, ésta siempre supone un desgarramiento familiar y social, este último proporcional al grado de popularidad e implicación del individuo fallecido en su comunidad. En Roma, al igual que en muchas otras culturas, el hecho de la muerte se revistió de gran importancia297. Al conjunto de ceremonias que rodeaban el último tránsito y a la serie de ritos que se desarrollaban con motivo de éste –desde la muerte de un individuo hasta que se le daba sepultura, e incluso después- se le dio el nombre funus. Fue el enorme ritualismo del pueblo romano el que creó un complejo entramado en torno a la muerte, fundamentado, principalmente, en la observancia y el cumplimiento del mos maiorum e influenciado, fundamentalmente, por el ideal de pietas. Estos valores, que durante mucho tiempo fueron un pilar básico de la cultura romana, establecían de forma clara las obligaciones y deberes de los hijos para con sus padres y los antepasados, lo que condicionó, en gran medida, el desarrollo de los rituales y las creencias funerarias en la antigüedad romana. Pero los cambios políticos y económicos acaecidos en Roma durante los últimos siglos de la República conllevaron un dramático proceso de aculturación, iniciado en el siglo II a. C., cuyo impacto en el tradicional modo de vida romano puso en jaque estos valores tradicionales siendo sus repercusiones morales, religiosas y espirituales enormes: el mos maiorum estaba caduco y necesitaba una readaptación. Todos estos cambios serán, al mismo tiempo, consecuencia y causa de las transformaciones acaecidas en las provincias.

Tras la conquista, y durante los siglos I y II d. C. y la primera mitad de la siguiente centuria, asistimos a la consolidación de los resultados conseguidos como consecuencia de la pax romana y del advenimiento del Principado: el afianzamiento de una unidad territorial y el surgimiento de una nueva sociedad que la sustenta. Al mismo tiempo, en la metrópoli, la religión imperante conjugó distintos elementos arcaicos, pero influenciados por un creciente helenismo que desde el siglo IV a. C. había penetrado, vía etrusca, en el panteón de los dioses romanos. Con el tiempo, este contexto de cambio político, social y económico, propiciará la llegada las nuevas corrientes venidas de Oriente e importadas bajo el filtro del helenismo, ya que las fuertes transformaciones a las que se ve sometida la sociedad originarán una serie de necesidades de carácter espiritual que necesitaban de respuesta. Tal vez fue la causa de que la política religiosa imperial apoyara cada vez más estos cultos orientales, que alcanzarán su mayor eclosión en el siglo III d. C.

El caso hispano, que hemos analizado a partir de una realidad antigua (las tres provincias hispanas -la Lusitania, la Baetica y la Tarraconensis- y sus divisiones conventuales) es una de las zonas que más tempranamente entra en contacto con Roma y, al mismo tiempo, una de las últimas en conquistarse. Este hecho nos ha permitido evaluar el progresivo proceso de romanización en un amplio intervalo de tiempo, en el que encontramos dispares sustratos ideológicos producto de la heterogeneidad cultural de este territorio.

Desde el punto de vista de la arqueología funeraria, con el afianzamiento de la paz romana y el advenimiento del Principado asistimos a una segunda fase que hemos denominado “transformación ritual”299. Observamos en este momento un cambio en la mentalidad de la sociedad hispana plasmado en la inclusión de una serie de materiales romanos que, presumiblemente y por vez primera, se apartan de la tradición anterior, lo que supone

En cuanto a las transformaciones que se produjeron con la llegada de Roma a la Península, podemos distinguir una primera fase, desde el punto de vista del ritual funerario, con la introducción de materiales romanos importados en ajuares funerarios que todavía conservaban

298

296 297

Ver: 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria, 142 y ss. 299 Ver: 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria, 147 y ss.

Ver: 1. 3. Presupuestos metodológicos, 6 y ss. Ver: 2. La muerte en el mundo romano, 10 y ss.

295

una innovación ideológica y ritual. Como ya hemos señalado anteriormente, este proceso parece desarrollarse en la zona de Levante y el Sur peninsular durante el siglo I d. C., concretamente entre Tiberio y la dinastía de los Flavios. Para la zona central de la Península, las fechas de este proceso parecen seguir las mismas pautas que en la zona anterior, pues no en vano en esta fase comienza a producirse una normalización del ritual, lo que implica cierta homogeneidad en los territorios. Aún así, las fechas son sensiblemente más modernas –al menos a la luz de los casos conocidos- y podemos establecerlas durante todo el siglo I d. C. llegando, incluso, a comienzos del II d. C. El desarrollo de esta segunda fase en la Zona Noroeste de la Península resulta mucho más ilustrativo en este caso, pues conocemos necrópolis de incineración con unas fechas que oscilan entre los siglos III y IV d. C., momento en el que la inhumación –III Fase- es la práctica más común en las zonas anteriores300.

contigua y a lo largo de los lados de las calzadas que daban acceso a la ciudad. Éstas se encontraban dando la fachada –in fronte- al viandante y se prolongaban hacia el interior –in agro- conformando un espacio determinado y variable según la naturaleza de la sepultura y de las posibilidades socioeconómicas de su propietario. No obstante, una de las principales dificultades a las que nos enfrentamos en el estudio de las necrópolis de las ciudades antiguas de importancia, es que el propio crecimiento y la misma evolución urbana han ido absorbiendo los distintos elementos situados en los suburbia, área de expansión natural de las mismas ciudades, lo que ha implicado una gran pérdida de información. Además, no podemos olvidar cómo las zonas funerarias más inmediatas a las ciudades, con frecuencia, se alternaron e imbricaron con actividades nocivas de todo tipo –de ahí que también se situasen extramuros-, aspectos que dificultan, todavía más, el análisis del paisaje funerario.

En estos momentos de eclosión urbana, el protagonismo casi absoluto –teniendo en cuenta la descompensación de datos- lo tienen las necrópolis situadas en los suburbia de las ciudades301. La geografía social de las tumbas romanas y su organización son producto de los procesos que crearon la Ciudad Imperial y que, según N. Purcell (1987, 32), se ven influidos por dos factores principales: el aumento de la población, no sólo atribuible al propio crecimiento demográfico natural sino a otros factores como la inmigración y la importación de esclavos y, con éste, una desigual distribución regional. Este incremento demográfico conllevó el aumento de la presión sobre el uso de la tierra, sobre todo en las cercanías de las ciudades, lo que aumentó su coste y con él la dificultad de celebrar las exequias en las zonas cercanas a las comunidades urbanas, sobre todo para los más pobres: la población esclava y los indigentes libres, sin olvidar a los ciudadanos de recursos económicos modestos. Paralelo a este proceso, y como causa y consecuencia del mismo, las propias pretensiones de estatus, honor y autorrepresentación de las élites crecían exponencialmente; por lo que la suntuosidad de unos, la imitación –en la medida de lo posible- de otros y la necesidad de suelo para uso funerario de todos, implicaron una jerarquización de los espacios funerarios regida, principalmente, por factores de carácter económico, en los que la importancia de determinados lugares, fundamentalmente los de mayor visibilidad, cerca de las vías y en las zonas de acceso a las ciudades, contribuirán en gran medida a la configuración del paisaje funerario en las ciudades del Imperio y, por ende, en las hispanas.

Así mismo, por la propia composición social de las ciudades, y dependiendo de la época, encontramos desde las clases más acomodadas hasta la existencia de un proletariado urbano, sin olvidar otros sectores más o menos acomodados. Todos ellos, sin distinción, tienen derecho a sepultura, pero no siempre los medios para costeársela. Este hecho contribuyó a una gran heterogeneidad funeraria, a causa de que en estas áreas cementeriales se alternan sepulturas de todas clases – tanto las de carácter más o menos monumental, como las más sencillas y modestas-. Como ya hemos dicho, éstas se aglutinaban a lo largo de las vías que dan acceso a la ciudad, pero no sólo, ya que con frecuencia se trazaron otras vías, de carácter secundario paralelas a las principales, que terminaron por condicionar la disposición de otros muchos enterramientos. No podemos dejar de mencionar aquí un fenómeno netamente urbano: el desarrollo de los collegia funeraticia303, única oportunidad de los indigentes y de las clases inferiores para acceder a la sepultura. Debido al alto coste de las exequias fúnebres y el posterior enterramiento, a finales de la etapa republicana y, sobre todo, desde mediados del siglo I d. C., -momento en el que son legalmente autorizados por el emperador Claudio a través de la lex Iulia (SANTERO, 1978, 63) – se permitió a los tenuiores asociarse con unos fines totalmente ajenos a la política. Surgirán, por todo el Imperio, multitud de asociaciones privadas encargadas de proporcionar a sus miembros unas exequias adecuadas y sepulturas decentes, previo pago de una serie de cuotas. De éste arca communis se obtenían los fondos para costear, entre otras cosas, las exequias funerarias de sus miembros, pero también otras celebraciones e incluso el desarrollo de un funus imaginarium, con la construcción de un cenotafio, en el caso de que uno de sus miembros hubiese fallecido lejos de la ciudad donde estaba la sede del mismo.

Durante el Alto Imperio y debido a las restricciones legales conocidas302, los cementerios se hallan extramuros. Las necrópolis romanas más conocidas, y frecuentes, en estas fechas son del tipo Gräberstraβen es decir, sepulturas de todas clases, dispuestas de forma 300

Ver: 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria, 155 y ss. 301 Ver: 3. 2. Morir en la ciudad: el suburbium, 44 y ss. 302 Ver: 2. 5. La legislación funeraria, 39 y ss.

303

Ver: 3. 2. b. Los enterramientos de los más desfavorecidos: puticuli y collegia funeraticia, 83 y ss.

296

Su presencia en Hispania está bien atestiguada entre los siglos I y III d. C., sobre todo a partir de la epigrafía. En las tres provincias, los colegios se encuentran generalmente en ciudades de cierta relevancia; aunque fundamentalmente, jalonan toda la costa de Levante y se concentran en la zona meridional de la Península, siendo su aparición más dispersa en el oeste y norte peninsular, y muy escasos en el centro. Hecho que parece implicar que el fenómeno asociativo entre las clases bajas se extendió en Hispania con similares características que los demás aspectos de la “romanización”.

aparecen también durante los siglos III y IV d. C. No ocurre lo mismo con los frutos secos, asociados principalmente a incineraciones, lo que fecha su aparición entre los siglos I a. C. y finales del II d. C. No obstante, su desaparición en los ajuares, quizás deba asociarle al cambio del rito funerario, pues las ofrendas vegetales sólo se conservan si están carbonizadas, posible explicación de su ausencia en las inhumaciones. En todo caso, los distintos elementos documentados –y su distribución vertical en la sepultura- nos permiten definir, con bastante precisión, las distintas etapas del ritual: la unctura, la incineración del cadáver y su disposición en el interior de una urna, así como los distintos alimentos dispuestos a modo de viático y otros elementos cuya función fue la de facilitar el tránsito a la otra vida.

En cuanto a las tipologías sepulcrales, y fundamentalmente a causa del predominio, en la época Tardorrepublicana y Altoimperial, del ritual incinerador304, los restos mortales se reducen mayoritariamente –aunque sin olvidar su convivencia con el ritual de inhumación- a los ossilegia. Estos restos calcinados bien pudieron ser enterrados en el mismo lugar donde se cremaron, resultando un enterramiento de tipo bustum; o bien, tras cremarse en un horno común, o ustrinum, y una vez seleccionados, envolverse en un paño de tela o introducirse en una urna, para después ser enterrados o colocados en la hornacina de un columbario. En ocasiones, estas fosas se revestían con algún tipo de estructura, bien con tegulae, piedras, ladrillos o incluso reutilizando cualquier material. Estos tipos, que, aunque documentamos ya en algunas incineraciones fechadas en torno al cambio de la Era, comenzarán a hacerse más frecuentes, como contenedores de inhumaciones, durante el Bajo Imperio, es decir, en la tercera de nuestras fases, que establecemos a partir del siglo III d. C.

Por contra, en estos momentos, los cementerios ubicados en el medio rural306 suelen ser pequeños conjuntos de sepulturas, sólo en ocasiones de cierta entidad, fundamentalmente a partir del Bajo Imperio. La mayor parte de las áreas cementeriales conocidas en la etapa altoimperial, y que se encuentran diseminadas por el territorium gestionado por las ciudades, hay que asociarlas, principalmente, a pequeños asentamientos rurales: la sencillez de sus tipos sepulcrales y la homogeneidad de sus ajuares son bastante elocuentes a la hora de estudiar su composición humana y la escasa esperanza de vida de sus ocupantes. Tampoco es infrecuente la localización de enterramientos aislados y diseminados por este territorium. Y aunque no pueda descartarse la posibilidad de nuevos hallazgos o de sepulturas desaparecidas en asociación a éstos, la explicación a esta distribución sepulcral en esta etapa -y por tanto de hábitats- nos la da P. Leveau (1991, 89), que considera, para el mundo romano, un ámbito rural más dinámico y vital, para el que define dos zonas o niveles diferenciados: un primer nivel definido por la red de villae307 en torno a las ciudades, y un segundo nivel estructural ubicado en la periferia de la zona de villae, pero con desarrollo independiente, en el que vive, muere y se entierra ese campesinado que cultiva la tierra308.

Es en este contexto altoimperial donde encontramos, en las sepulturas, una mayor profusión de restos y vestigios materiales305; tal es su grado que algunos autores han denominado a este momento como una “inflación objetiva de la cultura material funeraria” (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 139). Y aunque los enterramientos documentados no son muy numerosos, sobre todo si los comparamos con la profusión de éstos en épocas posteriores, encontramos una gran cantidad de ajuares funerarios sin distinción: - ungüentarios, bien representados en las tres provincias hispanas durante los siglos I y II d. C.; - monedas como pago a Caronte, muy abundantes en la Baetica y la Tarraconensis, fundamentalmente durante el Altoimperio, aunque sigan apareciendo, en las tres provincias en fechas tan tardías como el siglo IV d. C.; - lucernas, ampliamente documentadas, entre los siglos I y II d. C., en todas las provincias hispanas y sobre todo en la Baetica, - así como recipientes para sólidos y líquidos, en alguno de los cuales se conservaban restos de ofrendas alimenticias, principalmente suidos, ovicápridos y aves; en determinadas ocasiones, pescado y huevos; e incluso dátiles, piñones y otros frutos secos. Las ofrendas cárnicas, aunque son más frecuentes en el Altoimperio,

En la ubicación y distribución de las distintas áreas cementeriales de carácter rural, no podemos pasar por alto la situación de las necrópolis con respecto a los distintos asentamientos y hábitats que las originaron. En las tres provincias hispanas, Lusitania, Baetica y Tarraconensis, la mayor parte de las áreas cementeriales pertenecientes a villas, o a asentamientos de cierta entidad y con cronología altoimperial, aparecen casi siempre en relación, bien con las principales vías de comunicación, bien con los cauces fluviales. La explicación parece sencilla ya que, en esta época, estos establecimientos necesitan de las vías para la canalización de los productos elaborados en la hacienda, mientras que 306

Ver: 3. 3. Morir en el campo: el ager, 85 y ss. Ver: 3. 3. a. Las villas y sus áreas de enterramiento, 86 y ss. Ver: 3. 3. b. Los pequeños asentamientos y sus áreas de enterramiento, 103 y ss. y 3. 3. c. Espacios funerarios comunes a varios asentamientos de pequeña o mediana entidad, 120 y ss.

307 308 304 305

Ver: 4. 2. El ritual de cremación, 161 y ss. Ver: 5. 2. La disposición del ajuar, 214 y ss.

297

la progresiva ruralización y autarquía de la época bajoimperial va a relativizar esa necesidad de comercialización de excedentes. La célula de producción de la primera época del Imperio existe en función de la ciudad, produciendo monocultivos intensivos; en cambio, los asentamientos tardíos son unidades de producción diversificadas que posibilitan intercambios con otras células o con la ciudad, pero cuya finalidad no es la acumulación de excedentes para la venta, sino el autoabastecimiento. No en vano, la mayor parte de las necrópolis conocidas son de carácter rural y, de éstas, una gran parte se fecha en el Bajo Imperio.

Es a partir de la segunda mitad del siglo III d. C. cuando comienza la gradual desintegración política del Imperio y el fin de la Pax. No obstante, más que una crisis, este periodo debe entenderse como una reestructuración y transformación del sistema hasta entonces vigente, ya que ni afectó por igual a todas las provincias ni a todas las clases sociales. El orden senatorial, que continuará con la acumulación de tierras, va a constituirse principalmente, por personajes de origen oriental y africano y el ecuestre se irá integrando en él a consecuencia de su poderío económico. El más perjudicado será el ordo decurionum, que con la caída de la actividad económica y a causa de que la presión fiscal se había focalizado en las ciudades, optará por el éxodo al campo. En este proceso, la pequeña propiedad no había resistido a la competencia del latifundio. Del mismo modo, en el caso hispano la propiedad de la tierra se encontraba concentrada en pocas manos. Este hecho contribuyó a un proceso gradual de homogeneización en el que las diferencias sociales y económicas se vieron cada vez más acentuadas con motivo de la desaparición, gradual, de la clase media y de las diferencias sociales y económicas entre libertos y esclavos; lo que traerá, como consecuencia, la expansión del colonato.

En el ámbito de la monumentalización309, y aunque no faltan ejemplos de este tipo de construcciones diseminadas por el ager y pertenecientes a alguno de los grandes terratenientes que prefieren, como lugar de enterramiento, sus propiedades; la mayor parte los volvemos a encontrar en ámbito urbano. Éstos son estructuras, generalmente, de origen o inspiración itálica, y se encuentran bien representados en las provincias Baetica y Tarraconensis; por el contrario, la escasez de informaciones de este tipo de construcciones en la Lusitania no deja de ser extraña y, pese a la existencia de esculturas y otros restos pertenecientes a éstos, los vestigios arquitectónicos no dejan de ser escasos. En el ager este tipo de manifestaciones sepulcrales corresponden, como es lógico, al deseo del dominus de ser enterrado en sus propiedades lo que, al margen de cualquier intención de propaganda personal, llevaba implícito el deseo de que el suelo que ocupaba con su enterramiento lo ligase a sus antepasados y descendientes, continuando así la historia familiar (BODEL, 1997, 22). Estas construcciones llegan a convertirse en verdaderos articuladores del paisaje y, en ocasiones, de determinadas necrópolis, pues aunque éste es un hecho más frecuente en el Bajo Imperio, los esclavos, colonos y todo aquél que formaba parte de la célula familiar, podía enterrarse rodeando in agro al amo. Aunque, con frecuencia, los cementerios rurales mayoritarios son simples acumulaciones de sepulturas, con un número variable de enterramientos y una gran homogeneidad en sus tipos sepulcrales.

Con motivo de esta crisis global, durante todo el Bajo Imperio la nueva situación social tiende a la individualización, y ahora, más que nunca, se busca la esperanza de la inmortalidad, pues el culto oficial no satisfacía las nuevas inquietudes morales de gran parte de la población que se veía empujada a buscar nuevas soluciones al problema de la supervivencia personal. Esta situación potenciará la expansión de los cultos orientales y, a su vez, éstos prepararon el terreno para el triunfo del cristianismo. Desde el punto de vista funerario, en Roma, -aunque en época republicana habían convivido los dos ritos de enterramiento310 sin que ello tuviese ningún tipo de repercusión ideológica o religiosa- hacia el siglo II d. C. se va a producir un cambio de tendencia en el ritual funerario: el paso de la cremación a la inhumación. Este cambio, aunque total, no fue uniforme y se mantuvo tanto en el tiempo como en el espacio en una estrecha convivencia y aunque no tenga un origen único ni se pueda hablar de revolución, el cambio es claro y parece difundirse por toda la sociedad (NOCK, 1932, 323). En Hispania311, podemos establecer que entre la segunda mitad del siglo II y a partir del III d. C. este rito comienza a sustituir de forma clara al de incineración que había tenido una larga persistencia. Y a pesar de que gran parte de la Península siga estas directrices, en los últimos territorios conquistados, en los que la presencia romana además de tardía tendrá menor incidencia, podemos retrasar estas fechas -como ya hemos visto para determinados yacimientos del norte hispano, en más de

Es en estos contextos donde, con cierta frecuencia, encontramos elementos indígenas, sobre todo cerámicas de fabricación local. Este hecho, no parece implicar la convivencia de dos maneras distintas de entender la práctica funeraria en la sociedad indígena ya que el peso y la influencia de la cultura helenístico-romana es ya un hecho irreversible, pero fruto de la conjunción de estos dos modelos surge la síntesis “indígeno-romana” propia de la sociedad hispanorromana (y en general característica de todo ámbito provincial), que en el ámbito funerario se logra a partir de una tradición indígena modificada por la recepción y asimilación, en distintos grados, de los modelos “romanos”.

310

309

Ley de las XII Tablas (450-451 a. C.), Tabula X, “Hominem mortuum in Urbe ne sepelito neve urito”. 311 Ver: 4. 1. Cremación e inhumación en Hispania: el proceso de “romanización” a través de la evidencia funeraria, 140 y ss.

Ver: 6. 1. a. El fenómeno de la monumentalización, 259 y ss.

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un siglo de diferencia con respecto al resto de zonas peninsulares-.

En cuanto a los objetos hallados en el interior de las sepulturas314, éstos nos ilustran la continuidad de los ritos ya definidos para el primer momento, con una disposición vertical similar a la de las incineraciones –que nos permitía establecer distintos tiempos en el desarrollo del ritual fúnebre-; aspectos que demuestra las escasas variaciones acontecidas en el ritual funerario. - Durante el siglo III y IV d. C. continuamos documentando ungüentarios y lucernas, aunque en porcentajes bastante menores con respecto a la etapa altoimperial. - Las monedas como pago a Caronte aparecen con bastante profusión a lo largo de estas dos centurias, sobre todo en las necrópolis de la Tarraconensis, para desaparecer totalmente, de los ajuares hispanos, a mediados del siglo IV d. C. - También son numerosas las evidencias de objetos de aderezo personal y otros elementos de vestimenta, entre los siglos III y V d. C.; - Y lo mismo ocurre con las herramientas de trabajo y los elementos armamentísticos, que en estos momentos bajoimperiales aparecen principalmente en la Tarraconensis. Este hecho puede ser explicado a causa de que estos objetos prácticamente sólo aparecen en alguno de los ajuares de las llamadas “necrópolis del Duero”, de las que son algunos de sus elementos más distintivos, y que lógicamente se localizan en esta provincia. - Documentamos además otros objetos, que debemos relacionar con el predominio del ritual de inhumación a partir de mediados del siglo II d. C., como los clavos del ataúd o evidencias de sudario. De estas últimas, y hasta el momento, desconocemos su aparición en enterramientos de la Lusitania.

Pese a que la normalización del ritual ya era patente en determinadas incineraciones –en las que el desarrollo del ritual helenístico-romano es un hecho totalmente innegable-; el hito del cambio en el rito funerario implica un punto de inflexión con la tradición anterior, tan arraigada en toda la Península. No obstante, esta uniformidad ritual no soterró lo provincial, conservando cada territorio distintas particularidades. En lo que respecta a las estructuras funerarias, los monumentos312 aunque continúan erigiéndose en torno a las ciudades, comienzan a proliferar en ambientes rurales, como consecuencia del progreso del latifundismo y del éxodo urbano de las clases altas. Y aunque los modelos itálicos, predominantes en la etapa anterior, siguen estando representados, se observan otras influencias llegadas de Oriente y África del Norte. En los tipos sepulcrales más humildes313, pese a que hay una gran variación, predominan las estructuras bajo tegulae – generalmente a doble vertiente aunque también dispuestas horizontalmente o a modo de cista-; también son frecuentes las inhumaciones en fosa simple o en ánfora, que -aunque es un contenedor que ya documentamos desde los primeros momentos de la Eraserá un tipo de enterramiento muy común en la baja romanidad, ya que el ánfora es un producto abundante y de fácil adquisición una vez cumplida su función principal, estando muy representado en la mayor parte del Imperio; y, más tardíamente, losas y lajas de piedra conformando cistas o sirviendo de complementos estructurales. Estos contenedores funerarios aunque, como ya hemos dicho, comenzamos a documentarlos con cierta profusión en torno al cambio de la Era conteniendo alguna incineración, serán más frecuentes a partir del último cuarto del siglo II extendiendo su cronología más allá del siglo IV d. C. Otros contenedores bien representados en la etapa bajoimperial son las estructuras de ladrillos, que de nuevo -y pese a conocer algunos ejemplos tempranos en el siglo I d. C.-, son en su mayor parte de época tardía, siglos IV y V d. C.; sarcófagos monolíticos de piedra, o estructuras de sillarejo, que se alternan con materiales de diversa naturaleza, trabados con mortero, asociados, generalmente, a enterramientos construidos en el interior de monumentos funerarios de cronología bajoimperial, aunque como siempre no faltan excepciones. Como ya hemos mencionado, la dispersión de estos últimos es bastante amplia aunque, generalmente, tardía. Tampoco podemos dejar de mencionar los sarcófagos de plomo cuya mayor difusión se producirá a partir de los siglos I y II d. C., en Oriente, y a partir del siglo IV d. C. en Occidente y que, generalmente, suelen aparecer introducidos en alguna de las estructuras funerarias ya mencionadas.

312 313

No obstamnte, desde finales del siglo III d. C., y pese a que en algunos enterramientos se repiten las características de las etapas precedentes en lo que a ofrendas y su disposición se refiere; en una gran parte de sepulturas, vemos una serie de elementos, o, con más exactitud la ausencia de éstos, que parecen anunciar las características de la expresión material funeraria de las etapas siguientes. Aunque, tal vez y sobre todo en este momento, esa ausencia de materiales pueda explicarse por la subjetivización del ritual funerario y por la abstracción ideológica de éste. Aún así, no deja de ser llamativo la casi total desaparición del ajuar funerario en gran parte de los enterramientos y la abundancia y riqueza del mismo en determinadas sepulturas –fenómeno muy claro en las llamadas “necrópolis del Duero”-. Este hecho parece evidenciar, más que un cambio en el ritual y en las creencias, una fuerte polaridad social. Entre mediados del siglo III hasta el siglo V d. C., aparecen abundantes restos de vestimenta: tachuelas de calzado, hebillas, botones y fíbulas que indican una disposición vestida de los cadáveres; así como objetos de adorno personal, pulseras, collares y pendientes, generalmente situados en su posición funcional. Este hecho implica un cambio en los rituales de amortajamiento, en los que desaparece la unctura.

Ver: 6. 1. a. El fenómeno de la monumentalización, 259 y ss. Ver: 4. 3. La inhumación, 167 y ss.

314

299

Ver: 5. 2. b. La naturaleza del ajuar, 217 y ss.

Con el tiempo, y desde el punto de vista de los elementos materiales depositados en el interior de las sepulturas, puede establecerse la existencia, y la convivencia, de dos grupos de enterramientos: en unos se repiten las características precedentes en lo que a ofrendas y su disposición se refiere; en otros, vemos una serie de elementos, o la ausencia de éstos, que parecen anunciar las características de la expresión material funeraria de las etapas posteriores. Aunque, tal vez y sobre todo en este momento, esa ausencia de materiales no deba explicarse, necesariamente, por la desaparición de determinados ritos, sino porque ya no es necesario disponer en el interior de la sepultura de los objetos que los representan para cumplir los preceptos rituales, asistiendo a la subjetivización del ritual funerario y a la abstracción ideológica de éste (GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 142). Aún así, no deja de ser llamativo la casi total desaparición del ajuar funerario en gran parte de los enterramientos y la abundancia y riqueza del mismo en determinadas sepulturas –fenómeno muy claro en las llamadas “necrópolis del Duero”-. Este hecho parece evidenciar, más que un cambio en el ritual y en las creencias, una fuerte polaridad social. En estos momentos aparecen abundantes restos de vestimenta: tachuelas de calzado, hebillas, botones, fíbulas, etc. que indican una disposición vestida de los cadáveres, denominada “inhumación vestida”. Lo que implica un cambio en los rituales de amortajamiento.

principales, la orientación Este-Oeste, parece ser la más frecuente; en menor grado, aunque también con cierta importancia numérica, le siguen las disposiciones dentro de los ejes Noreste-Suroeste y Sureste-Noroeste y con menos frecuencia la de Norte-Sur. Pese a la aparente disparidad en la orientación del cuerpo del fallecido, la predominancia de los tres primeros ejes, tal vez, podría explicarse por una asociación entre la orientación de las tumbas y los lugares de salida del Sol a lo largo del año. Pero pese a la existencia de una serie de tendencias dentro de una misma área sepulcral, éstas no parecen ser compartidas por otras necrópolis, ni tan siquiera por otras situadas en la misma zona o con similar cronología. En otros casos, la disparidad en la orientación de las inhumaciones dentro de una misma necrópolis, o incluso en el interior de un sepulcro familiar, es total y no parece seguir un criterio establecido. Por tanto, y al menos con los datos disponibles, no podemos establecer un patrón cronológico entre las distintas orientaciones, aspecto que implicaría la relativa poca importancia que los antiguos dieron a este aspecto en el ritual, sobre todo cuando la orientación del cadáver en la sepultura se ve condicionada por una serie de factores de carácter fundamentalmente práctico y material como es la naturaleza del terreno, la existencia de hitos artificiales como son las calzadas, determinados monumentos funerarios, las murallas en el caso de algunas ciudades o la propia racionalización interior del área funeraria.

En la disposición del cuerpo en el interior de la sepultura, la posición más frecuente es en decúbito supino, y que parece evocar el reposo. En otros casos, sobre todo para los enterramientos infantiles, el cuerpo pudo disponerse en decúbito lateral, posición interpretada como vuelta al vientre materno o la Madre Tierra. Pero hay una serie de enterramientos, no muy numerosos, pero bien representados en las tres provincias hispanas y con un amplia cronología (que va del siglo II a. C. al VI d. C.), en los que la evidencia material nos muestra un desarrollo anormal del ritual funerario. Enterramientos en decúbito prono, cadáveres parcialmente descuartizados, con heridas perimortem de arma blanca, maniatados o encadenados, o con grandes piedras sujetando su anatomía, que se relacionan con muertes prematuras o violentas: es el caso de un posible ahorcado, una joven que falleció dando a luz y diversos casos de tuberculosis, lepra o evidentes malformaciones. En todos los casos recogidos, y a tenor de otros paralelos constatados en provincias, el objetivo de estas prácticas de carácter mágico-religioso era el de sujetar al individuo a su sepultura, reduciéndolo a la impotencia, para impedir su regreso al mundo de los vivos, al que ya no pertenecía, con todas consecuencias que ello podía acarrear.

Otro de los aspectos que merece especial atención, por sus particularidades rituales, es el tratamiento dado a los restos infantiles. Para analizar la infancia en el mundo romano, desde un punto de vista funerario, hemos creído conveniente redefinir las edades de la infancia en cuatro categorías: - Los menores de un año, que son aquéllos a los que nos les han salido los dientes y, por tanto no pueden ser incinerados - Los niños entre uno y tres años, que se sitúan en un estado intermedio entre los anteriores y precedentes; ya que se podían incinerar, pero no se les guardaba luto - Entre los tres y los 10 años, a los que se les guardaba un luto muy laxo y proporcional al tiempo que habían vivido - Y los hijos que estaban bajo la potestas paterna, es decir que no se habían casado, independientemente de cual fuera su edad. Los enterramientos de los infantes, que no eran considerados individuos de pleno derecho según el ius pontificium, seguían unos ritos distintos a los del los adultos y su funeral se denominaban funus acerbum. Estos sentimientos se plasman, materialmente, en una segregación espacial y topográfica de los enterramientos: en ocasiones se sepultan en el interior de las casas, en las cimentaciones de los edificios e incluso en cementerios exclusivos para individuos infantiles. Aspectos que quizás ayuden a explicar –junto con la dificultad de conservación de unos restos más frágiles que los de los adultos- la subrepresentación de estos individuos en las necrópolis, sobre todo teniendo en cuenta las altas cifras de mortandad infantil. No obstante, sobre todo durante el

En cuanto a la orientación de las inhumaciones, no podemos obviar el hecho de que en aquellas necrópolis en las que la mayoría de sus tumbas, sino todas, parecían seguir una misma directriz; ésta se hizo, principalmente, dentro de los ejes Noreste-Suroeste, Este-Oeste y SuresteNoroeste, aunque con independencia de la dirección del cuerpo dentro de los mismos. De estos tres ejes 300

Bajoimperio, conocemos la convivencia de restos mortales infantiles y de adultos en una misma necrópolis, en las que no parece existir una segregación espacial de los mismos; con todo, las estructuras funerarias y sus ajuares son más sencillos y modestos. Sin olvidar, en ocasiones su propia condición de aōroi, y por tanto de muerto prematuro, al que habría que fijar a la sepultura por miedo a su regreso.

matrimonio, aspecto que implicaba –al no haber podido cumplir con su función reproductora- una muerte ante suum die. Como refuerzo a esta teoría está el hecho de que, en los ejemplos conocidos en provincias, las edades de las fallecidas iban desde los cinco a los 20 años, a excepción de una de ellas que tenía 66 años pero que, curiosamente, se trata de una sacerdotisa de Vesta, y que por tanto murió virgen. En cuanto a los casos hispanos aquí expuestos, la gran mayoría de los conocidos, el 71 por ciento, se fechan entre los siglos I y II d. C.; el 21 por ciento, en el Bajo Imperio, entre los siglos II y III d. C.; y el siete por ciento, con un solo caso documentado, en época Tardoantigua.

En otros casos, es una serie de elementos –incluidos en ciertos ajuares- los que reflejan esta diferenciación social. En éstos, las difuntas –pues siempre aparecen relacionados con tumbas femeninasestaban acompañadas por una serie de objetos, aunque en ocasiones, sólo aparece alguno de éstos, sin que sea infrecuente la combinación de varios en un mismo enterramiento. Su naturaleza se ha agrupado en: objetos de joyería, complementos propios de las labores de la mujer en el mundo romano, principalmente husillos, ruecas; así como espejos y, con menos frecuencia, diversos equipamientos para la escritura; muñecas, junto con vajillas en miniatura y una variedad de amuletos llamados crepundia.

Finalmente, en relación al límite que hemos establecido para este trabajo, con el triunfo del Cristianismo se producirá un cambio total en el comportamiento funerario de todo el Imperio y, con él, de los territorios hispanos. Las áreas cementeriales se mudan al interior de los recintos urbanos y las sepulturas se agrupan en torno a iglesias y otros centros de culto cristiano. El ajuar desaparece totalmente y parece apreciarse una clara ordenación en los cementerios y una uniformidad en la orientación de sus sepulturas, aspectos que son más difíciles de evaluar en épocas precedentes. Además, y de forma absoluta, la inhumación aparece como el único rito de enterramiento. Estos hechos dejan patente el profundo cambio acontecido en la concepción de la muerte y en la actitud con la que ésta se afronta.

La importancia de estos objetos radica en el hecho de que deben ser interpretados, no como simples juguetes, sino como indicadores de que las niñas, incluso mujeres en algunos casos, habían fallecido antes de contraer

301

En el tercer y último apartado de tablas se recoge la información pertinente a los distintos elementos de ajuar depositados junto al cadáver. En éstos, hemos diferenciado los restos alimenticios, los objetos propiedad del difunto, así como otros elementos de carácter ritual y relacionados con la unctura y la preparación del cuerpo para su enterramiento. A su vez, dada la importancia especial del ritual de annulos detrahere, hemos confeccionado unas tablas específicas que ilustran la práctica y difusión de este rito.

10. Anexos A continuación presentamos, fuera del texto principal, una serie de anexos que muestran el análisis que hemos llevado a cabo en las tres provincias estudiadas. Los anexos consisten en un conjunto de tablas y mapas. Las tablas presentan un resumen sistemático de toda la información recopilada, a fin de hacerla más manejable y fácilmente consultable.

Los mapas, preparados a partir de la información contenida en las tablas, ilustran la distribución geográfica y cronológica de los distintos elementos analizados en el texto.

El primer grupo de tablas divide las necrópolis en urbanas y rurales. La razón de esta dicotomía es establecer las posibles diferencias que pueden encontrarse entre el mundo rural y el urbano (monumentalización, homogeneidad de los tipos funerarios, reutilización sepulcral, pervivencias rituales y creencias tanto autóctonas como importadas, etc.).

Hemos intentado, sobre todo, marcar claramente la localización, no sólo de las necrópolis y tumbas, sino de los diferentes elementos de ajuar y de viático, la relación de los asentamientos con las principales vías de comunicación, distinguiendo entre distintos tipos de necrópolis según los hábitats que las produjeron y su cronología.

En el segundo grupo recogemos las distintas variaciones en la disposición de los restos humanos en el interior de la sepultura, tanto a nivel de orientaciones como de colocación del cuerpo en el interior de la tumba.

302

303

Incineraciones

nº indet. (III-IV d. C.)

Salacia - Olival do S. dos Mártires - Freguesia de Santiago

Troia

1 (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

nº indet. (II-IV d. C.)

45 (I-II d. C.?)

nº indet. (I-II d. C.) nº indet. (II-IV d. C.) 12 (I-II d. C.) nº indet. (IV d. C.)

43 (I-II d. C.) nº indet. (II-IV d. C.)

nº indet. (I d. C.)

65 (I-III d. C.)

122 (I-III d. C.)

Pax Iulia

2 (I-III d. C.)

6 (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

23 (I-III d. C.)

Inhumaciones

Aljustrel Balsa - Torre d’Ares - Quinta do Arroio - As Pedras del Rei Mirobriga Ossonoba - Largo Colegio/Barrio Letes - Alcaçarias

Conventus Pacensis

Olisipo - Plaça Figuiera - Lázaro Letão/Cruz de Pedra

Conventus Sacalabilitanus

Necrópolis

○ Provincia Lusitania

10. 1. Necrópolis urbanas

Monumentos

1 columbario (I-II d. C.) nº indet. de mensae (II-IV d. C.)

1 columbario (I-II d. C.)

LUSITANIA

Indeterminadas

- Abundante material que implica la existencia de una gran necrópolis.

- 1 puticuli

Otras

304

1 (I d. C.)

14 (I-II d. C.) 22 (I-II d. C.)

○ Avda. J. Carlos I

○ Avda. Reina Sofía ○ B. Los Milagros

○ Carretera N-V/C. Peral ○ Patronal de la Vera ○ Albuhera/Avda.

○ Sta. Eulalia - Nec. Sur

○ Augusto

○ Muza

○ Calvario

○ Sur actual cementerio ○ Vía de la Plata

nº indet. (II-III d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

2 (I-II d. C.)

nº indet. (III-IV d. C.)

○ Nec. Albarregas

○ B. Abadías

4 (II-III d. C.)

○ Puente Albarregas

35 (I-II d. C.)

2 (I-II d. C.)

7 (I-II d. C.)

○ Puerta de la Villa

○ C. Viejo de Mirandilla ○ Corchera Extremeña

7 (I a. C.- III d. C.)

○ Vía de la Plata

Emerita - Nec. Norte-Noroeste

Conventus Emeritensis

nº indet. (II-III d. C.)

2 (III-IV d. C.) 2 (I-II d.C.) 1 (V d. C.) nº indet. (III-V d. C.)

2 (IV d. C.)

5 (III-IV d. C.)

32 (II-III d. C.)

3 (I-II d. C.?) 6 (I-II d. C.) 1 (I d. C.) 1 (III-IV d. C.)

nº indet. (III-IV d. C.)

10 (III-IV d. C.)

6 (I-II d. C.)

1 (I a. C.-III d. C.) 8 (I d. C.) 3 (III-IV d. C.) 78 (IV-V d. C.)

1: 1 inc. (I-II d. C.) M1 y 2: 1 inc. y 6 inh., M3: 1

7 (II-III d. C.)

1

1 (I-IV d. C.?)

2 (I-II d. C.)

1: 1 inh. (IV d. C.)

6 (inc.?) (I-II d. C.)

1

albergó

- Zona pagana que se transformará en cristiana.

- Las 3 infantiles

- Una inhumación de adulto en una casa, ya amortizada

- Inhumación de un gallo

- Delimitada por muros - Sepulturas en torno al monumento - 58 sepulturas en total - Predominio de la inhumación. Monumento reutilizado; incineraciones (I-II d. C.)

- Inhumación infantil

305

○ CAMPSA ○ Poeta Marcial ○ Carretera N-V/Urb. Los Césares ○ Campo de fútbol ○ Bodegones y

○ Cabo Verde

Z. Oeste Z. Este Z. Sur

○ Teatro Romano ○ Sitio del Disco Z. Norte

○ Casa del Anfiteatro

○ Circo Romano

○ Cuartel de Artillería

○ B. Argentina

- Nec. Este

○ Puente sobre el Annas

○ Tomás R. de Castilla

○ Leonor de Austria

Lusitania

4 (I d. C.) 31 (I-II d. C.)

18 (I-II d. C.)

3 (II-III d. C.) 32 (III d. C.) 12 (V d. C.) 5 (I d. C.)

nº indet. (?) 3 (II d. C.)

21 (I d. C.)

22 (I d. C.) 6 (I d. C.)

22 (I-II d. C.)

nº indet. (?)

nº indet. (I d. C.) nº indet. (I-III d.C.)

1 (I d. C.) nº indet. (I-III d. C.)

8 (IV d. C.)

2 (IV d. C.) 1 (I-II d. C.)

1 (?)

1 (I d. C.) 1 (V d. C.) 11 (?)

1 (II d. C.)

7 (III d. C.)

3 (I d. C.)

16 (I-II d. C.)

4 (II-III d. C.)

1 7; M2: 1 inc. (I-II d. C.);

3; M1: nº indet. de inc. e inh.

3; M1: 1 inc. y 4 inh. (I d. C.)

6 (I d. C.) 2 (I-II d. C.) nº indet. (I a. C.) nº indet. (?) M1: 1 inc. (I d. C.) nº indet., asociados las inc.

M1: 8 inh. (II-III d. C.); M2: 5 inh. (III-IV d. C.) Se conservan restos de otros. Recinto funerario: 3 inc. (I d. C.)

2

7; M14: 1 inc. (I d. C.)

7; M2: 1 inh.; M3: 5 inh.; M4: 1inh.; M5: 1 inh. (II-III d. C.)

2; M2: 1 inh. (II d. C.)

inc., M4: 1 inc. y M5: 2 inh. (III d. C.) M1: 4 inc. Y 8 inh. (I-II d. C.) y M2: 1 inc. y 4 inh. (I-III d. C.)

- 2 en d. prono.

- Tumbas en torno al monumento.

- (1995) - (1998) Más de 100 sepulturas.

- (1934-1936) - (1940). Un sarcófago de plomo y otro de mármol

- Derecha del río

- Izquierda del río. Por densidad, se han calculado unos 100 monumentos funerarios.

306

○ Casa del Mitreo

nº indet. (I-III d. C.)

20 (V-VI d. C.?)

○ Jorge Guillén ○ Vía Ensanche/ C. Nacional 63 (III-IV d. C.)

1 (III-IV d. C.)

31 (II-III d. C.)

Columbarios

4 (3 posibles cenotafios)

M1: 1 inh. (IV d. C.)

M3: 2 inh. y M5: 1 inh. (II-III d. C.)

- 17 inhumaciones eran infantiles

307

Onoba - Esperanza - Onésimo Redondo - La Orden - Nta. Sra. del Rocío

5 (I d. C.)

nº indet.

- La Vegueta

- El Pradillo

nº indet. (?)

3 (I-II d. C.) 2 (I d. C.) 20 (I d. C.) 1 (I d. C.)

8 (I-II d. C.)

nº indet. (I a. C. – II d. C.)

68 (I-II d. C.)

Incineraciones

Ilipa Italica

- La Trinidad

Hispalis - Puerta del Osario - Zona Norte - Santa Marina

- C/González Parejo Dos Hermanas

- Anfiteatro

Alcolea del Río Carmo

Conventus Hispalenses

Necrópolis

○ Provincia Baetica

8 (III-IV d. C.) 100 (IV d. C.) 1 (V d. C.)

4 (IV d. C.) 1 (Cristiana)

nº indet.

4 (IV-V d. C.) 2 (I d. C.) 4 (III d. C.) 7 (I-II d. C.) 51 (III-IV d. C.) 38 (V-VII d. C.) nº indet. (?)

2 (I d. C.)

4 (III-IV d. C.)

nº indet. (III– IV d. C.)

2 (I-II d. C.)

Inhumaciones

1 (II d. C.)

9 (I-II d. C.)

BAETICA

Indeterminadas

1 (Cristiano)

3: 3 inc. (II d. C.)

Un recinto funerario (I d. C.)

29

5 (I-II d. C.)

Monumentos

- 100 enterramientos en total con amplia cronología: I-IV d. C. - Algunos son cristianos

- Todas en d. prono

- Ataúd plomo

- Se documentan cupae

- Incineraciones más cercanas a la ciudad

Otras

308

3 (I d. C.)

4 (I-III d. C.)

○ El Avellano

○ Avda. Ollerías

○ Ambrosio Morales

37 (I-III d. C.)

37 (I-III d. C.) 1 (VI d. C.)

43 (IV-VII d. C.)

nº indet. (II d. C.)

○ Avda. Corregidor

4 (I a. C.) 26 (II-IV d. C.)

12 (II-III d. C.) 8 (III-IV d. C.)

1 (I d. C.)

264 (III-VIII d. C.) 2 (III d. C.)

○ Plza. Magdalena/Munices ○ Lucano - Nec. Meridional ○ Nicolás Ajerquía ○ Parq. Miraflores

○ Plza. Magdalena

○ Vial Dña. Berenguela ○ Plan Margaritas, M 10. - Nec. Oriental

1 (I-III d. C.)

1 (II-III d. C.)

○ Avda. Cervantes

○ Avda. Medina Azahara

1 (II-III d. C.)

nº indet. (III d. C.)

1 (V-VI d. C.)

13 (I-III d. C.)

6 (II-III d. C.)

3 (I-III d. C.)

○ Avda. América

26 (I d. C.)

47 (I a. C.- II d. C.)

○ La Constancia

○ C/ Ramírez de las Casas ○ Avda. Pretorio ○ Sta. Rosa/Almogávares

1 (I d. C.)

○ La Bodega

Corduba - Nec. Septentrional

Conventus Cordubensis

4 recintos funerarios

4: 4 inc. (I d. C.)

1 recinto funerario: 2 inc. (I d. C.)

1: 5 inc. (I d. C.) 1: 1 inc. (I d. C.)

nº indet.

7 recintos funerarios (I c. C.)

- Puticuli - Enterramiento cenotáfico - Rótulas extraídas

- Máximo uso: III-IV d. C. - Uso funerario de la zona: I a. C.-V d. C.

- En ataúd de plomo

- En ataúd de plomo

- En ataúd de plomo

- 1 inhumación: extracción de rótulas

- Las inhumaciones son todas infantiles.

309

1 (I d. C.)

13 (I d. C.)

1 columbario (I-II d. C.)

6 (I d. C.) 2 (I-II d. C.)

1 3 (II-I a. C.)

1 1: 1 inc. (I-II d. C.) 2 2 1

nº indet.

7

2: 2 inc. (I-II d. C.) 1: 1 inc. (I d. C.)

15 recintos funerarios: R1: 2 inc., R 2, R 3, R 7, R 8, R 9 y R 13: 1 inc., R, 4, 5 y 6: 2 inh., R 7 y R 10: 1 inh.

1 columbario (I-II d. C.)

2

1

4 (I-II d. C.)

44 (I d. C.)

nº indet. (II-III d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

21 (I d. C.)

nº indet. (III-IV d. C.) nº indet (II-I a. C.)

1 (III d. C.) 2 (I d. C.) nº indet. (?) nº indet. (V d. C.)

1 (I d. C.)

173 (II-V d. C.)

35 (III-IV d. C.)

22 (I-II d. C.)

14 (I –II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.) nº indet. (II-I a. C.)

43 (I-II d. C.) 21 (I d. C.) 30 (II d. C.)

827 (I-III d. C.)

1 (I-II d. C.)

46 (I-II d. C.)

- Acacias - Ciudad de Santander/Avda. Andalucía ○ Avda. Andalucía/Sta. 18 (I d. C.) Cruz de Tenerife 17 (I-II d. C.)

- Avda. López Pinto

- Sta. Cruz Tenerife

- Punta Paloma - Puerta de Gades Carissa Aurelia - Nec. Norte - Nec. Sureste Gades

- Nec. Oeste

- Nec. Sureste

Arcensium Sierra Aznar Baelo Claudia

Conventus Gaditanus

○ Puerta Gallegos ○ Polígono de Poniente

○ Camino Viejo Almodóvar

- Nec. Occidental

- (1992) Algunas inhumaciones: sacrificio ritual de infantes - (1994) 22 de las inhumaciones eran infantiles.

68 sepulturas en total

- Adscripción cristiana

- (1917-21). 15 inhumaciones enterradas de forma anormal. - (1968) - (1970) - (1973) - (1907) - (1923) - (1953)

310

63 (I-II d. C.) (?) nº indet. (?)

1 (III-IV d. C.) 5 (I-III d. C.) 9 (I-II d. C.) nº indet. (V-II a. C.)

- Jovar - Avedaño - Algodonera Iliberri Singilia Barba - Valsequillo

19 (I a. C.-I d. C.)

3 (II d. C.?)

10 (IV-V d. C.)

2 (II-III d. C.)

2 (II-III d. C.) 1 (III-IV d. C.)

9 (I-II d. C.)

9 (III-I a. C.)

27 (III-IV d. C.)

nº indet. (I d. C.) 9 (I a. C.-I d. C.) 6 (I-II d. C.) nº indet. (I-II d. C.)

9 (II-III d. C.?)

76 (I a. C.-I d. C.)

4-1 (I-III d. C.) 1 (I d. C.)

8 (III-I a. C.) nº indet. (I a. C.) 3 (I-II d. C.)

nº indet. (I d. C.) 6 (I a. C.-I d. C.) 29 (I-II d. C.) nº indet. (I-II d. C.)

- Victoria

- Bellidos

Astigi

Conventus Astingitanus

Sexi

Ocurri

- Territorium

- Madre de Dios/Zorrilla - Mármoles/Trinidad ○ Trinidad ○ Tiro

- Franquelo/Beatas

Malaca - Andrés Pérez - Campos Elíseos

○ J. Ramón Jiménez

○ General Ricardos

5

4

1 columbario (I-II d. C.)

1

1

2 columbarios (I-II d. C.)

1: 2 inh. (III d. C.)

1 columbario

5

3 infantiles - Un posible cenotafio

14 sujetos infantiles 4 adultos en d. prono. - Se documentan sarcófagos de plomo.

Asociados a instalaciones industriales suburbanas. - Primera fase: orientación N-S; segunda fase: NE-SW. - Un puticuli. - Fuera de contexto necropolitano- Un sujeto infantil y dos en d. prono.

- Una en ataúd de plomo.

- Predominio de la incineración. - (1990) - (1985) - (1986) 107 sepulturas, predominio de la incineración. - (1990)

311

- El Canal

- Castillón

1 (I-II d. C.)

5 (I-II d. C.) nº indet. (I-V d. C.) nº indet. (I d. C.) nº indet.

1 columbario (I d. C.) - Se documentan sarcófagos

4 en sarcófagos de piedra

312

Incineraciones

Asturica Augusta - Vía Nova - Zona Este - Zona Oeste

Conventus Asturum

Brigantium - Real - Riego Agua Lucus Augusti - Plza. Ferrol - San Roque - Sector N. Ferrocarril

Conventus Lucensis

- Nec. Vía XVIII ○ Martins Sacramento ○ Correos ○ Largo Carlos Amarante ○ Escola do Ex Magisterio ○ Rodovia ○ Campo da Vinha

- Nec. Maximinos

Bracara

2 (II-III d. C.) nº indet. (I-II d. C.)

66 (I-III d. C.) 3 (II d. C.) Nº indet. (?)

1 (I d. C.)

nº indet. (I-II d. c.)

4 (I-II d. C.)

2 (II d. C.)

1 (?)

1 (III d. C.) 24 (I-III d. C.)

1 (?)

Conventus Bracaragustanus

Necrópolis

○ Provincia Tarraconensis

4 (I-III d. C.) nº indet. (I-II d. C.) nº indet. (?)

40 (III d. C.)

5 (III d. C.) 2 (III-IV d. C.)

7 (I-II d. C.) 6 (?)

55 (I-III d. C.)

1 (I-IV d. C.)

1 (?) 1 (III d. C.) 1 (II-III d. C.) 5 (I-III d. C.)

Inhumaciones

9

Monumentos

TARRACONENSIS

Indeterminadas

- (1910) - (1960’s) - (1970’s) - (1979/80)

Otras

313

3 (I d. C.)

1 (I a. C.?)

nº indet. (?) 14 (?)

nº indet. (III-V d. C.) 1 (II d. C.)

3; M1: 4 inc., M2: 6 inc. (I d. C.)

M1: 2 inc. (I d. C.)

M1 : 1 inc. (III d. C.)

- Asentamiento military - Población civil

- Sarcófago de plomo.

- Incineración en un gran pozo, asociada a un perro sacrificado.

- Inhumación en d. prono - Inhumación de un caballo

Sarcófagos de piedra

315 MARTÍNEZ MARTÍN y HERNÁNDEZ URIZAR, 1992, 800-803, dicen que son nueve enterramientos y aunque detallan las piezas de cronología romana halladas, sólo nos dan referencia de tres de estos: 212, 241 y 242. ARGENTE et alii, 2001, 238-239, engloban las sepulturas 9, 11, 64, 203, 212, 227, 241, 252, 358, 366 y 382 en el periodo tardoceltibérico de la necrópolis y, por el contrario, ubican el enterramiento 242 en la etapa del celtibérico pleno. Tampoco en esta publicación se nos detalla la tipología sepulcral, los ajuares y otras características de cada una de las sepulturas

Osca

102 (I d. C.) nº indet. (I a. C.) nº indet. (I d. C.)

48 (I d. C.) 35 (I d. C.) nº indet. (I-II d. C.)

nº indet. (I d. C.)

- Pared Sur del Circo Celsa Complutum El Espinal (Iturissa) - Alteabalsa - Otegui Ilerda Nertobriga Oiasso

4 (?)

13 (III d. C.)

2 (III d. C.)

nº indet. (?)

nº indet. (II-VI d. C.) nº indet. (III d. C.)

nº indet. (I-III d. C.)

- N. de Villanueva

Caesaraugusta - Nec. Oriental - Nec. Norte - Nec. Puerta Occidental Calagurris

145 (V-VI d. C.)

nº indet. (II d. C.)

nº indet. (II d. C.)

nº indet. (I a.C.-I d.C.) 1 (I-II d. C.)

nº indet. (II d. C.)

nº indet. (II d. C.)

9/11 (II-I a. C.)315

Conventus Caesaraugustano

Uxama

Septimanca

Carratiermes Pallantia - Nec. S. del Recinto Antiguo - Nec. E y NE del Recinto Antiguo - Nec. Eras del Bosque

Conventus Clunienses

314

15 (I d. C.)

○ Vinyals ○ Patel ○ Sabadí ○ Anfiteatro - Nec. del Sureste ○ Bonjoan ○ Granada Iluro - Riera - Fossar del Xic - Quintana - Vallés Oriental - Baixada de Sant Simó - Casa Cofre Saguntum - Nec. Oriental

○ Pi

- Pabellon Pla de l’Arc - Partida de Mura Emporiae - Nec. de Les Corts ○ Ballesta-Rubert ○ Torres-Nofre - Nec. Sur

- Vía Edeta-Valentia

- Basílica Sta. María del Mar Edeta

- Plza. Villa Madrid

Barcino

17 (II d. C.)

21 (I d. C.) 6 (I d. C.)

nº indet. (I d. C.)

2 (I d. C.)

12 (I d. C.)

39 (I-II d. C.) 1 (I-II d. C.)

1 (III-V d. C.) 1 (III d. C.)

106 (III-IV d. C.)

8 (I-II d. C.) nº indet. (II-III d. C.)

2 (I d. C.) 22 (I d. C.) 15 (I-II d. C.) 2 (I a. C.-I d. C.)

12 (I d. C.)

119 (I-II d. C.) 98 (I-II d. C.)

10 (I-II d. C.)

Conventus Tarraconensis

Santa Criz

2

4

1 (I a. C.)

1 (I d. C.) 4 (IV d. C.) 1 (I-III d. C.) 1 (I-III d. C.) Estatuas funerarias (II d. C.) Columbario (I-III d. C.)

3 (I-II d. C.) y un recinto funerario. RF: 1 inc. y 3 inh. (I-III d. C.)

- Cupae, monumentos tipo altar, túmulos, estelas…

3 recintos funerarios; RF1: 12 inc. y RF3: 1 inc. (I d. C.)

- Algunas posiciones

inhumaciones

- Sólo una con ajuar

en

extrañas

- Dos indeterminados, posibles cenotafios.

315

nº indet. (II a. C.) nº indet. (I a. C.) 69 (I-III d. C.) (?)

1 (I d. C.)

5 (I d. C.) 1 (?) nº indet. (II-III d. C.)

1 (I a. C.-I d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

97 (I a. C.-II d. C.) 11 (I d. C.) 8 (II a. C.-II d. C.)

8 (I-II d. C.)

Pollentia

nº indet. (I d. C.)

nº indet. (?)

Carthago Nova - Muralla de Carlos III - Snta. Lucía - Sepulcro - Torre Ciega Castulo - Nec. Puerta Norte - Cerrillo de los Gordos - Estacar de Luciano

Conventus Carthaginensis

- Portal de Russafa

- Boatella

- Quart

- Anfiteatro - Parc de la Ciutat - Prat de la Riva/Ramón y Cajal - Mas Rimbau/Mas Mallol Valentia

- Platja dels Cossis y R. Aguiló

- Camí Real - Camí de Lliria - Camí Vel de la Mar Tarraco - Vía Heraclea - Camí de la Fonteta - Vía Francolí

34 (I-II d. C.)

3 (I a. C.-II d. C.) 2 (I d. C.) 1 (II a. C.-II d. C.)

1 (I d. C.)

nº indet. (?)

14 (II-III d. C.)

nº indet. (II a. C.) nº indet. (I a. C.) 283 (I-II d. C.) 195 (II-IV d. C.)

500 (III-V d. C.)

220 (III-IV d. C.)

6 (I d. C.) 38 (II-IV d. C.)

nº indet. (II-III d. C.) 22 (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.) 1 (II d. C.)

1 (?)

1 (I d. C.)

1 (I d. C.)

Lápidas y restos arquitectónicos Lápidas y restos arquitectónicos 2 (I d. C.)

M1: 10 inh. y M2: 2 inh. (III-IV d. C.)

- M1: 1 inc. y 11 inh.; M2: 2 inh. y RF: 8 inh. (I-II d. C.)

Restos de monumentos (I a. C.)

2 (I-II d. C.)

9 de las inhumaciones estaban en un enterramiento colectivo

3 inhumaciones en d. prono - Predominio incineración. 8 inhumaciones en d. prono

- (s. XIX) - (1931/36-1978/79) - (1998/99)

316

Segobriga - Arroyo del Juncal - Muralla - Vía Ercavica-Segobriga - Vía Norte

10 (I d. C.)

nº indet. (I-II d. C.) 63 (IV-VI d. C.)

nº indet. (I-II d. C.) nº indet. (I d. C.) M1: 2 inc. (I d. C.)

1 (I-II d. C.) - Todos infantiles

317

Incineraciones

3 (IV d. C.)

1 (I-II d. C.)

22 (I-III d. C.)

3 (III-IV d. C.)

Arrochela

Caparide

Carvalhal

Cinfães

1 (I-II d. C.)

Pombalinho Povoa de Snta. Iria Sintra Casal de Pianos Santo André de Almoçageme

Valbeirô

1 (I-II d. C.) (?)

Lameria Larga

37 (III-IV d. C.)

21 (I-III d. C.)

nº indet. (I a. C-I d. C.)

Idanha-Velha

Casais Velhos

1 (I d. C.)

Alenquer

Conventus Scalabilitanus

Necrópolis

○ Provincia Lusitania

10. 2. Necrópolis rurales

2 (IV-V d. C.)

5 (IV-VI d. C.)

nº indet. (IV-V d. C.)

1 (I-II d. C.)

Inhumaciones

- Rural pero desconocido

- Al fundus de una villa - Zona de almazaras de la pars rustica de una villa.

- Asentamiento de carácter, muy pobre y de pequeñas dimensiones, desconocido

- Asentamiento céltico-romano, desconocido (Civitas Igaeditanorum ?) - Villa desconocida, tal vez perteneció al dominus.

- Villa

- Villa o vicus - Apareció en una zona rural, tal vez asociada a una villa - Posible villa, desconocida - Ubicada en el territorium de Tonobriga, hábitat desconocido.

- Desconocido

LUSITANIA

Hábitat

- 30 de éstas sepulturas estaban destruidas. - Todas eran de lajas de pizarra

- Las dos inhumaciones halladas en la almazara, pertenecen a dos sujetos infantiles.

- Enterramiento en sarcófago de plomo, ajuar muy rico.

- Necrópolis céltico-romana

- La necrópolis se divide en dos zonas: al este las sepulturas más pobres y al oeste las más ricas.

- La incineración estaba bajo una cupa.

- Fue una extensa necrópolis de la que nada más se ha conservado

Otras características

318

2 (II-IV d. C.)

Porto dos Cacos

37 (III-V d. C.)

54 (I-III d. C.)

135 (I-III d. C.)

11 (II-IV d. C.)

Monte Novo de Castelinho

O Padrãozinho

1 (I-II d. C.)

Monte dos Irmãos

3 (II d. C.)

- Milreu: 2 Monumentos (I-II d. C.)

Milreu

54 posibles, pues no conservaban restos en su interior (I-V d. C.) - Cerro de Guelhim: nº indet. (I-III d. C.)

28 (III-IV d. C.)

25 inhumaciones (III-IV d. C.)

2 en un sarcófago (IV-V d. C.)

nº indet. (IV-V d. C.)

1 (IV-V d. C.)

Oeiras

43 (I-V d. C.)

72 y 8 ustrina (I-II d. C.)

20 (I-II d. C.)

nº indet. (III a. C-I d. C.)

32 (I -II d. C.)

Una vasta necrópolis, un columbario y un monumento tipo torre (I d. C.-IV d. C.)

Lage do Ouro

Horta das Pinas

Fonte Velha Heredade de Chaminé Heredade do Padrão Heredade dos Pombais

Cerro do Faval

Cerro da Vila

Bencafede

Conventus Pacensis

Valverde del Fresno

- Complejo fabril

- Villa, a 500 m de la necrópolis

- Tal vez a una villa

- Desconocido

- Desconocido

- Villa, dos zonas diferenciadas o dos momentos de uso

- Villa

- Villa, desconocida

- Villa rural

- Asentamiento céltico-romano, desconocido - Las inhumaciones se hallaron a 40 m de una villa Asentamiento rural, posible villa, indeterminada

- Villa, desconocida

- Villa

- Indeterminado

- Rural, cerca del enterramiento se conocen restos de construcciones

- Las sepulturas se han dividido en 4 necrópolis, aunque quizás sean zonas distintas dentro de la misma. - Sólo en 2 enterramientos se han hallado restos humanos

- Era una cremación secundaria, por lo que había un ustrinum y, tal vez, algún otro enterramiento. - La necrópolis se extendía por un área de 2500 m2 , por lo que la densidad de enterramientos es mayor.

- No había separación espacial entre los dos ritos de enterramiento.

- Rico sarcófago de mármol y arico ajuar, posiblemente perteneciente al dueño de la supuesta villa. - Necrópolis céltico-romana

- Ajuar tipo “necrópolis del Duero”.

319

29 (I-II d. C.)

16 (II-III d. C.)

Serrones

Torre das Arcas

Monroy

Cespedosa de Tormes El Pradillo Las Tomas Lusiberia

9 (I-II d. C.) 25 (II d. C.)

7 (IV d. C.)

1 (II d. C.) 11 (III-V d. C.)

- Posible inhumación (III-IV d. C.)

2 (I d. C.)

1, infantil (I d. C.)

Carrascalejo

nº indet. (III-IV d. C.)

- Alcazaba: 2 (I-III d. C.?) - C/ Montesinos: 7 (III-IV d. C.)

nº indet. (¿bajoimperial?)

nº indet. (III-IV d. C.)

- C/ Montesinos: 21 (I-II d. C.)

nº indet. (V-VI d. C.)

45 (II-III d. C.)

18 (I-II d. C.)

- Villa

n º indet. y dos monumentos (II-IV d. C.)

- Pequeño asentamiento rural, indeterminado

- Villa, cercana al área cementerial - Villa - Rural pero indeterminado

- Posible poblado o villa, indeterminado

- Posible villa, aunque se ha planteado su asociación a barracones militares, lo que parece improbable por sus características. - Pars rustica de una villa, a 300 m de la misma

- Rural pero indeterminada

- Asentamiento rural, indeterminado - Núcleo de población, no muy importante, de características indeterminadas y localización imprecisa

- Villa, indeterminada

- Villa, indeterminada

- Villa

- En torno a una vía, tal vez asociada a los núcleos poblacionales ubicados cerca de ésta

nº indet. (I-II d. C.)

Cáceres

Berzocana

Badajoz

Almaraz

Conventus Emeritensis

60 (I-II d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

Santo André

Quinta do Marim

Quinta de San João

- Tipo “necrópolis del Duero” - La necrópolis se ubicaba sobre una plataforma artificial, al lado de un camino. - La distribución de los enterramientos parece implicar la existencia de vínculos de carácter familiar.

- En la necrópolis de la C/ Montesinos, hay una diferenciación espacial y cronológica entre incineraciones e inhumaciones. - Ajuares muy pobres, abundando cerámicas de fabricación local. Los ritos de enterramiento se encuentran diferenciados espacialmente.

- La necrópolis estaba compuesta por 92 sepulturas, 45 de rito indeterminado. - La necrópolis estaba compuesta por 79 sepulturas, 18 de rito indeterminado.

- Aunque se trata de una serie de áreas diferenciadas, parecen pertenecer a una misma necrópolis, en la que los dueños de la villa y su personal más cercano se enterraron, más o menos, separados de los trabajadores de la misma.

320

Talavera de la Reina Yecla de Yeltes

nº indet., desaparecida (I-II d. C.)

nº indet. (III-V d. C.)

9 (III-IV d. C.) - Castro

- Villa o granja

321

Incineraciones

La Calilla

El Lomo

El Gastor

El Eucaliptal

El Cerro del Trigo

nº indet. (I-III d. C.)

nº indet. (III d. C.)

nº indet. (III d. C.)

nº indet. (I-III d. C.) nº indet. (IV d. C.) nº indet. (tardía pero imprecisa)

26 infantiles en ánfora y 39 adultos (IV-V d. C.) 5 (IV-V d. C.) 6, pero con seguridad hubo más (V-VI d. C.)

13 (III-IV d. C.)

- Tal vez asociada a una importante villa; por ubicarse cerca de la vía de la Plata, también pudo ser lugar común de enterramiento de los distintos poblados conocidos en esta zona.

- Medio rural, indeterminado

- Medio rural pobre, indeterminado

- Poblado pescadores y fábrica de salazón (vicus maritimus)

Abundantes enterramientos, nº indet. (III-VI d. C.)

Recintos funerarios (II d. C.)

- Diversos hábitats pequeños entorno al área cementerial. - Poblado y fábrica de salazón. - En Bajo Imperio retroceso de zona industrial y ocupación funeraria

49 (III-IV d. C.)

Cortijo Vázquez

El Alcornocal

- Zona de almacén

1 (?)

Cerro del Fraile

- Alquería de explotación agraria, sencilla y humilde. - Relación directa con el asentamiento

BAETICA

Hábitat

3, aunque hubo más (IV-VI)

5 y diversas bolsadas de ceniza (I. d. C.)

Arucci

11 (IV d. C.)

Inhumaciones

Brovales

3 (I-II d. C.)

Alanís de la Sierra

Conventus Hispalenses

Necrópolis

○ Provincia Baetica

- El nº total de sepulturas halladas en las tres fases es de 153. - Se distinguen 2 zonas: al norte incineraciones y al sur inhumaciones. Sólo hay superposición de inhumaciones cuando se colmata el espacio.

- En la primera de las fases, s. III d. C., el nº de incineraciones e inhumaciones suma 14 sepulturas. - Gran número de enterramientos infantiles (el 45 % de éstos no llegan a término)

- Orientación oeste-este - En roca o cistas en roca

- Sin diferenciación entre las dos fases -Territorium ciudad - Agrupación de 4 ó 5 incineraciones y un ustriunum

Otras características

322

7 (I-II d. C.)

1 (I d. C.)

Stock del Gossan

Tharsis

Posadas

Palma del Río

Hornachuelos

Fuente Palmera

Cerro Muriano

Cañete de Torres

Bujalance

Adamuz

nº indet. de necrópolis (I d. C.) nº indet., pero abundantes. También monumentos funerarios y ustrina (I d. C.)

2 (I d. C.)

nº indet. (I-II d. C.) Monumentos y nº indet. (I-II d. C.)

Conventus Cordubensis

Torre Funeraria (I-II d. C.)

7 y monumento (I a. C.-I d. C.)

Santa Eulalia

Punta del Moral

Nerva (territorium)

- Se han localizado en la zona 3 necrópolis (III-IV d. C.?) - Se han documentados 2 necrópolis (III-IV d. C.)

- Hasta 8 necrópolis de pequeño tamaño

nº indet. (I-II d. C.)

1 (III d. C.)

Monumento: 4 sepulturas y en su entorno 3 más (IV d. C.)

nº indet. (III-IV d. C.?) nº indet. (III-IV d. C.?)

Palma del Condado Fuentidueña Río Corumbel

nº indet. (I-II d. C.)

4 (III-IV d. C.)

1 (III-IV d. C.)

nº indet. (I-II d. C.)

290 y 2 monumentos funerario 1 (I-II d. C.)

Monteblanco

Los Villares

La Puente

La Dehesa

- Villa

- Asociadas a villas y asentamientos rurales

300 m al noreste del poblado

- Pequeños asentamientos rurales

- Indeterminado, aparecen asilados

- Pequeños hábitats rurales diseminados por la campiña

- Villa

- Villa

- Población minera y habitación residual

- Población minera

- Domine de una villa

- Cetariae

- Se conocen dos poblados romanos cerca de la necrópolis

- Rural, pero indeterminado

- Aislado, tal vez asociado a un asentamiento rural

- Poblado minero

- fundi agrícola, a 500 m. del mismo.

- Población minera

- En relación al aceite bético

- Tal vez, sus ocupantes se relacionan con labores metalúrgicas

- Parece el sector pobre del cementerio Nerva/La Dehesa

- El nº total de sepulturas suma 14, todas en cistas de lajas.

323

14 (I-III d. C.)

nº indet. (I-IV d. C.)

Baena

Anticaria

Almedinilla

Alcaudete

nº indet. (I d. C.)

1 (II-I a. C.)

Conventus Astingitanus

Torremolinos Torrox Vejer de la Frontera

Iluro

Hasta (territorium)

El Bosque

Baesippo

Arcensium

Conventus Gaditanus

Villaralto

Villa del Río Villanueva del Duque

- Cerro de los Molinos: Monumento con enterramientos asociados (IV-VI d. C.)

- Arroyo del Plomo: 1 (III-IV d. C.)

- El Ruedo: 139 (III-VI d. C.)

- Esperilla: nº indet.

- Villa o asentamiento rural de pequeña entidad, indeterminado - De carácter rural, indeterminado - A 1km de la misma, se conocen diversos asentamientos rurales y villas

Enterramiento aislado, medio rural

Asentamiento industrial, alfar. Asentamiento menor, alfar. De carácter rural, indeterminado

- Se conocen diversas villas en la zona

- En relación con asentamientos rurales

- Asociadas a establecimientos agrarios

- Mansio de la vía costera

- Pequeño asentamiento agrícola

- Asentamiento rural indeterminado, tal vez de carácter metalúrgico.

- necrópolis indeterminada, hallazgo de un sarcófago (III-IV d. C.) - necrópolis en Finca de la Garrapata (s. VI-VIII d. C.) nº indet. (I-IV d. C.) - dos necrópolis (cronología indeterminada) - indeterminados (II d. C.) - Cortijo Melero: 1 (II-III d. C.) - Cortijo Bombinche: nº indet. (III d. C.) - Peñón de la Almona nº indet. (III-IV d. C.) 23 (V d. C.) 36 (I-III d. C.) nº indet. (III-IV d. C.)

- Asentamientos rurales, indeterminados

- Hallazgos aislados (IV y V d. C.)

- Sólo se conocen sus materiales descontextualizados - Rico enterramiento, tal vez del dueño de una villa - Dueños de la villa y libertos o clientes

En relación a la tumba aparecieron diversos objetos en relación con el desarrollo de rituales mágicos.

- Sepultura aislada, ataúd de plomo.

- Sólo conocemos su ubicación

324

43 (IV-V d. C.) 23 (III-IV d. C.)

Orgiva

- Navas del Selpillar: nº indet. (I a. C.-V d. C.) - Villa de los Silos: nº indet. (I-IV d. C.)

- Cerro de la Corriente: nº indet. (III-IV d. C.) - Fuente del Membrillar: nº indet. (III-IV d. C.) - Loma de los Moros: nº indet. (III-IV d. C.) - Las Pinedas: nº indet. (IV d. C.) Monumento y 7 sepulturas (I-III d. C.) 37 (IV-VI d. C.) - Arroyo Martín González: nº indet. (IV d. C.) - Colegio de la Purísima: nº indet.

4 (III-IV d. C.?)

Moraleda de Zafayona

Lucena

Loja

Las Maravillas

La Carlota

El Camino de Granada

- Navas del Selpillar: nº indet. (I a. C.-V d. C.) - Villa de los Silos: nº indet. (I-IV d. C.)

16 (II-III d. C.)

Cuevas de San Marcos

Doña Mencía

47 (III-VII d. C.)

Colomera

- Benazar: 3 (III-IV d. C.) - Cruz de los Aguijones: nº indet. - Llano de Medina: nº indet. (IIIIV d. C.)

- El Calvario: 10 (III-IV d. C.) - La Capilla: nº indet. (III-IV d. C.) - La Viña del Serrano: nº indet.

Castro del Río

- Posible asentamiento agrícola, indeterminado

- O asociada a una gran villa o a varios asentamientos de menor entidad

- Villa

- Asentamiento rural de pequeña entidad, indeterminado - Asentamiento rural de pequeña entidad, indeterminado

- Rural pero indeterminado - Villa

- Villa rústica

- Villa

- Villa

- Ubicada extramuros de Osuna, por su cronología tal vez pertenezca a una villa suburbana - Rural pero indeterminado - Restos de edificaciones y un alfar

- Se conocen en la zona diversos asentamientos de carácter rural

- Por su tamaño, o es lugar común de varios asentamientos o pertenece a una gran villa - Cercana a estructuras de habitación, indeterminadas

- Tal vez asociados a pequeños asentamientos rurales

- Separación espacial de los enterramientos infantiles.

- El monumento fue violado y albergó dos inhumaciones más (IV-V d. C.)

- Se conoce la existencia de una cámara funeraria

- Se constatan agrupaciones familiares

- Hallazgos superficiales

325

Ventas de Zafarraya

Torredonjimeno

Peñarrubia Puente Genil

- Torredonjimeno: nº indet. (I a. C.-I d. C.) 23 (IV-VI d. C.)

5 (I d. C.) nº indet. (IV-V d. C.) - Fuente de Don Sancho: 3 (I-II d. C.) - Rural, indeterminado

- A 40 m de una villa de entidad

- Rural, pero indeterminado - Villa

- Tipo “Necrópolis del Duero”

- Ricos ajuares y variadas tipologías

326

Incineraciones

- Salgeiros: nº indet. (I-III d. C.) - Brunhais: nº indet. (I-III d. C.)

Póvoa de Lanhoso

1, más otras sepulturas vacías (III-IV d. C.) 1 (II-V d. C.)

Incio

Lalín

1 (II-V d. C.)

5, tal vez 6 (IV-VII d. C.)

1 (III-IV d. C.)

Guisande

Culleredo

Adro Vello

6 (IV d. C.)

- Fiunchal: nº indetermiando - Picacho: 1, posible inhumación de cronología incierta - Isla de Toralla: nº indet., posiblemente inhumaciones, cronología incierta - C/ Gamboa/Carral: inhumación doble, cronología incierta - C/ Pontevedra/Hospital: se hallaron 29 estelas funerarias Posible necrópolis de inhumación, sin descartar incineración (IV d. C.)

Conventus Lucensis

Villa Verde

Vicus

20 (V d. C.)

Ponte de Limas

- Salgeiros: nº indet. (I-III d. C.) - Brunhais: nº indet. (I-III d. C.)

- Villa o mansio

1, hubo más (III-IV d. C.)

Parada de Outeiro

- A 250 m del Castro de Donramiro

- Castro

- Indeterminado - Grupo familiar, tal vez, asociado a un pequeño asentamiento rural

- Castro

- Cercana a un castro

- Podrían asociarse a un vici o a una villa, aunque las informaciones apenas nos permitan establecer otras conclusiones.

- Las dos necrópolis paracen asociadas a pequeños asentamientos de carácter rural. Indeterminados.

- Indeterminado

- Asentamiento rural, pobre y de pequeñas dimensiones. Desconocido

TARRACONENSIS

Hábitat

10 (IV d. C.)

Inhumaciones

Barrial

Conventus Bracaragustano

Necrópolis

○ Provincia Tarraconensis

- Cercano a los hallazgos se hallaron restos epigráficos (II d. C.)

- El terreno donde se ubicaron las tumbas se había acondicionado y nivelado.

- Sólo conocemos los materiales hallados, sin que se halla conservado ninguna sepultura

- Aparición en los ajuares de elementos foráneos, asociados a las llamadas “Grandes Migraciones” centroeuropeas.

Otras características

327

2 (III-IV d. C.)

2 ó 3 (IV-V d. C.)

Duas Igrejas

3 (IV d. C.) nº indet. (IV-V d. C.) nº indet. (IVd. C.)

Fuentes Preadas

Hornillos del Camino

Nuez de Abajo

70, 16 con elementos romanos (I-II d. C.)

9, su densidad es mucho mayor (IV-V d. C.)

El Cantosal

Padilla de Duero

nº indet. (III-IV d. C.)

Castrobol

5 Recintos funerarios (IV d. C.)

1 (IV-V d. C.)

Aldea de San Esteban

Bermeo

105 (VI-VII d. C.)

Aldaieta

Conventus Clunienses

32 (IV-V d. C.)

38 (III-IV d. C.) 20-30 (III-IV d. C.?)

Campus de Vegazana

Conventus Asturum

Noalla La Lanzada Ayos

- Tipo “necrópolis del Duero” - Necrópolis vaccea con elementos romanos en los enterramientos de las últimas fases

- Asociado, posiblemente, con la mansio de Pintia

- Tipo “necrópolis del Duero”

- Tipo “necrópolis del Duero”, una de las sepulturas tenía un rico ajuar compuesto diversos útiles de carpintero

- Tipo “necrópolis del Duero”

- Tipo “necrópolis del Duero”

- Enterramiento tipo “necrópolis del Duero”

- Se han individualizado pequeños grupos sepulcrales, ubicados en torno a una tumba de “fundador”

- Villa, indeterminada

- Villa, se conocen diversos asentamientos en torno a la necrópolis

- Posible villa

- Rural pero indeterminado

- En la zona se conocen diversos asentamientos tipo castro. - Tal vez se trate de los coloni de alguna villa de cierta entidad, que vivían dispersos por el fundus, en pequeños poblados con un lugar de enterramiento común; sin descartar que las sepulturas más ricas perteneciesen a los dueños de las villas o a personajes con cierta importancia social.

- Asentamiento rural, indeterminado

- Población vascona, vasca o similar. Indeterminada

- Desconocido

- Tanto para gentes de la ciudad y sus arrabales como para habitantes de villas suburbanas del actual León.

- Castro - Posible Castro, indeterminado

328

nº indet. (I a. C.-I d. C.)

Sena

- El Estillador: 1 (I-II d. C.)

8 (III-IV d. C.)

Riodeva

Santa Criz

20 (III-IV d. C.?)

Pertusa

nº indet. (II-IV d. C.) 1, pero se conocen noticias de más (III-IV d. C.)

14 (V-VI d. C.)

nº y cronología indeterminada

1 (II-III d. C.?)

3 Recintos: 3 y 31 (I –II d. C.) - Las Valletas: nº indet. (I d. C.?) - Presiñena: nº indet. (I d. C.?)

- Otegui: nº indet. y monumento funerario (I-II d. C.)

- Ateabasa: 48 (I d. C.)

1, pero se conocen más (I d. C.)

30 (II-IV d. C.)

- Fase Tardorromana: 3 (IV-V d. C.) - Fase Tardoantigua - Fase Altomedieval 3 (III-IV d. C.?)

- Ideterminado

- Rural pero indeterminado

- Mansio

- Indeterminado

- Villa, indeterminada

- Pequeño asentamiento rural, indeterminado - Posible asentamiento de carácter militar, tal vez la mansio de Turissa - Perteneciente al mismo asentamiento, pero quizás a población civil - Villa Fortunatus

- Poblado o pars rustica de una villa

- Poblado

- Poblado iberorromano - A 500 m de una villa

- Rural pero indeterminado

- Posible villa o asentamiento rural, indeterminado

- Rural pero indeterminado

1 y un osario (III-IV d. C.) 30 (III-IV d. C.)

- A 400 m de la villa de La Olmeda - A 250 m de la villa de La Olmeda - A 700 m de la villa de La Olmeda

- Necrópolis norte: 111 (IV d. C.) - Necrópolis noreste: 1 (IV d. C.) - Necrópolis sur: 526 (IV-V d. C.)

Gradus

Funes

Fraga

Espinal

Casbas de Huesca El Espartal

Carasta

Alba Aytona

Conventus Caesaraugustano

Torresandino

S. Miguelle

Rubí de Bracamonte S. Miguel del Arroyo

Pedrosa de la Vega

- Sobre un montículo elevado unos 25m sobre el nivel del terreno

- Sarcófago de mármol ricamente decorado, tal vez del dueño de una villa.

Ambas necrópolis, de similares características, están separadas entre sí 1500 m

- Cistas de lajas

- Asociados a silos

- Sobre una pequeña colina - Se trata de una serie de estructuras tubulares

- Se sitúa en una colina y ocupa una superficie de 1000 m2

- Tipo “necrópolis del Duero”

- El enterramiento se realizó en sarcófago de piedra y tenía un rico ajuar

329

2 (Monumento 1) (I-III d. C.)

25 (I-III d. C.)

1 (II d. C.)

Mas d’Aragó

1 (Monumento 1) (I-II d. C.)

10 (IV-VI d. C.)

La Solana

Pla de Prats

1 (I d. C.)

- Pertenece a un importante hábitat: o una villa o un centro productor de terra sigillata. - Asociados a una vía.

- En el interior de la boca de horno

- Junto a una serie de silos y otras estructuras de una villa.

- Mansio, domus o zona residencial de una villa.

- Posiblemente rural

18 (II-III d. C.) 4 (II-III d. C.)

- Rural pero indeterminado

- A 500 m de la Villa de Can Roig

- Poblado indígena, indeterminado - Poblado indígena, indeterminado - A 500 m de una villa - Villa, en el interior de una de las estancias ya amortizada

- Indeterminado, tal vez una villa del territorium de la ciudad

- Posible villa, cuyo dueño construyó un monumento funerario que acabó aglutinando, en su entorno, otros enterramientos

- Se conocen, en una zona cercana, restos de unas edificaciones de naturaleza indeterminada. Tal vez una villa o una población de cierta entidad.

1 (II-III d. C.)

9 (I a. C.-I d. C.) 2 (III d. C.)

Ildum

Granollers

Esponellà

Can Bel

Conventus Tarraconenses

5 (II-III d. C.)

3 (IV-V d. C.)

nº indet. (IV-II a. C.) nº indet. (IV-I a. C.)

Valdeaguer Valmesón Villafranca Villarroya de la Sierra

nº indet. (IV d. C.) nº indet., fase cristiana 1 (III d. C.)

Monumento Turriforme y nº indet. en su entorno (I d. C.)

Noticias de una necrópolis, de rito indeterminado y cronología imperial

Turiaso

Tritium Magallum

Sos del Rey Católico

- Aparecieron abundantes restos óseos animales asociados al enterramiento - Zona que albergaba sujetos de entre cinco años y la edad adulta - Sujetos perinatales, en una fosa con diversas ofrendas - En el interior de una de las estancias apareció el enterramiento de un adulto. Se desconoce si ésta estaba ya amortizada. - Por su pobreza, tal vez se trate de un lugar de enterramiento de esclavos o colonos. - El difunto, pese a lugar de enterramiento, tenía un, relativo, rico ajuar.

- Posibles esclavos de la misma

- El enterramiento, que apareció aislado, parece que no tiene relación con las áreas sepulcrales de la ciudad. - “Romanización” de carácter material - “Romanización” de carácter material

330

1 (IV d. C.) 2 (II-IV d. C.)

Tírig

Vilanova y la Geltrú

- Villa

- Necrópolis 1: más de 13, en dos zonas diferenciadas (III-V d. C.) - Necrópolis 2: Monumento y sepulturas alrededor (III-IV d. C.) - Necrópolis 3: 6 (III-V d. C.?)

El Albir

Guarromán

3, con seguridad hubo más (II-III d. C.) 4 (IV-V d. C.)

- Villa

- Indeterminado, posiblemente rural

- Rural pero indeterminado

46, según cálculos, podría albergar 981 (II-IV d. C.)

El Muntanyar

Getafe

- Rural pero indeterminado

- Poblado ibérico 10 (IV d. C.)

474 (IV-III a. C.) 20 (II-I a. C.)

El Monastil

El Cigarralejo

- Indeterminado

1 (II-III d. C.)

- A 250 m de una villa

- Pars rustica de una villa

- “A unos centenares de metros” de poblado indígena - Rural pero indeterminado

Casasbuenas

Más de 600 (IV-II a. C.) 3, había más destruidas (IV d. C.) 5, uno de ellos en el interior de un silo (IV-VI d. C.) 70 (IV d. C.)

- Rural pero indeterminado

- A 250 m de los restos del pavimento de una villa rural.

- Rural pero indeterminado

- Asociado, posiblemente, a la Villa Tiberina

- Rural pero indeterminado

Albalate de las Nogueras Cabecico del Tesoro Can Gabino Caravaca de la Cruz Casa Calvo 21 (III-IV)

3 (II-IV d. C.)

Tiurana

Conventus Carthaginensis

16 (IV-V d. C.)

Santa María de Miralles

- Enterramientos con ajuares relativamente ricos y en sarcófago de piedra.

- Asociado a un área de cocina y unos silos, relacionados con rituales funerarios

- “Romanización” de carácter material

- Zonas de enterramiento diferenciadas con cronologías similares.

- Tal vez deba asociarse a un área de enterramientos mayor

- Uno de los enterramientos estaba asociado a una serie de perros sacrificados.

- “Romanización” de carácter material

- Tipo “necrópolis del Duero”

- Tipo “necrópolis del Duero”, llama la atención, en este caso, su ubicación geográfica.

- Asociados a los enterramientos se hallaron una serie de muros y restos de una especie de cabaña, interpretada como un posible templo o edificio cultual.

331

Posible columbario (I-II d. C.)

Monumento funerario (II d. C.)

Vaciamadrid

Villajoyosa

Vinyals

- nº indet. (I d. C.)

Uclés

29 (II-III d. C.)

nº indet. (II-III d. C.)

3, al menos (III-IV d. C.)

- nº indet. (VI-VII d. C.)

15 (II-III d. C.)

nº indet. (III-IV d. C.)

Santagón

Tisneres

- Molineta: 20 (III-IV d. C.)

6 (III d. C.) 28 (III-IV d. C.) - C/Era: 59 (IV-V d. C.)

Puerto de Mazarrón

Portus Magnus Can Prats Can Flit

Restos epigráficos (I-II d. C.)

- Villa

- Casa Ferrer: 17 infantiles (IV d. C.)

14 (II-III d. C.)

- Villa, indeterminada

nº indet. (II-IV d. C.?)

Peal del Becerro

- A 500 m de una villa

1 (II-IV d. C.?)

- En las inmediaciones de la necrópolis se localizaron una serie de casas. - Población que subsiste a una crisis minera y al auge de la industria de salazón - Al menos, la fase tardía, se asocia a la Villa del Cerrillo del Cuco - Rural, posible villa - Posible villa en Valdehuela, en una elevación cercana a la necrópolis y a una vía romana - En una zona próxima se conservan restos de una posible villa - Posiblemente asociado al asentamiento rural de Xaucelles - Rural, pero indeterminado

- Posiblemente rural, pero indeterminado

- Asentamiento ibérico, indeterminado - Situada en una elevación, el asentamiento que la originó debió estar a pie de monte. - Posible villa en las “inmediaciones de la necrópolis”

- Villa, cercana a la necrópolis

- Villa

Importante asentamiento rural

Posible hábitat rural, indeterminado

1 (II-IV d. C.?)

nº indet. (III-IV d. C.), pero abundantes Monumento e inhumaciones en torno a éste (III-IV d. C.)

28 (IV/V-VI d. C.)

4 (I d. C.)

indeterminados (I d. C.)

Monumento funerario (I d. C.) Monumento e incineraciones en torno a éste (I-II d. C.)

Mas del Pou

Los Baños El Castellón Villa de los Baños Cornicabral Cruz de los Trabajos Lucentum (territorium) Mahora

La Calerilla

Horta Major

- Una de las inhumaciones apareció en un sarcófago de mármol - Parece ser una necrópolis con un uso prolongado

- Se ubicaba en lo que fue una pequeña colina - Las inhumaciones estaban excavadas en roca

Momento de transición Todas sepulturas excavadas en roca

- Las informaciones son escuetas, pero permiten establecer la densidad de asentamientos en la campiña y la consolidación, entre el s. III y IV de la “gran villa bajoimperial”

Parece tratarse de una misma fase de uso

Al menos, hubo dos momentos de usos del área cementerial.

332

SW

W

1

NW

Indet.

316

1

indet. (I-III d. C.) 2 (IV d. C.) 2 (II-IV d. C.) 3 (II d. C.)

54 (I-III d. C.)

X

indet. (I-II d. C.) indet. (II-IV d. C.) 12 (I-II d. C.) indet. (IV-V d. C.) 1 (IV-V d. C.) 25 (III-IV d. C.) 28 (III-IV d. C.) 54 (I-V d. C.) 25

1

2

54

1

28

12

Conventus Pacensis

1

2

1

X

X 1

X X

2

VIANA y DEUS, 1955a

DA VEIGA y DOS SANTOS, 1972 SANTOS, 1998 FABIÃO et alii, 1998 DE MATOS, 1969

SANTOS, 1971b SANTOS, 1972 VIANA, 1952 PRIES, 1896 DE DEUS et alii, 2004 VIANA, 1950 FERNÁNDES y MENDES, 1983 FRADE y CAETANO, 1985 y 1991

VV. AA., 2002 FIGUEROLA, 1984-85

MOITA, 1968 RIBEIRO, 1961

VASCONCELOS, 1895 AMARAL y PAÇO, 2007

Bibliografía

La orientación N-S, con ligeras variaciones al NW-SE, parece ser la mayoritaria. No obstante, desconocemos el número total de sepulturas establecidas con este criterio cardinal.

Ossonoba

Necrópolis 1

Balsa T. d’Ares Q. do Arroio As Pedras del Rei Bencafede Cerro do Faval H. de Chaminé H. dos Pombais Lage do Ouro316 Milreu Cerro de Guelhim Mirobriga M. Novo do Castelinho Oeiras O Padrãozinho

2 (IV-V d. C.) 1 (IV-V d. C.)

Conventus Scalabilitanus

2 3

S

2 (I-III d. C.) 5 (IV-VI d. C.)

SE 1 X

E

1 (I-II d. C.) indet. (IV-V d. C.)

NE

Caparide Casais Velhos Olisipo Plaza Figueira Póvoa de Snta. Iria Sintra Sto. André de A. Valverde del Fresno

N

nº inhumaciones

Necrópolis

○ Provincia Lusitania

10. 3. Orientación de las inhumaciones

333

1 (II-III d. C.) - 8 (I d. C.) - 3 (III-IV d. C.) - 78 (IV-V d. C.) 6 (I-II d. C.) 10 (III-IV) indet. (III-IV d. C.) 3 (I-II d. C.) 6 (I-II d. C.)

2 (I-III d. C. ?) 7 (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.) indet. (I-II d. C.?) 2 (I d. C.) 1 (III-IV d. C.) 7 (III-V d. C.)

indet. (V-VI d. C.)

indet. (III-IV d. C.) 18 (I-II d. C.) 45 (II-III d. C.) indet. (II-IV d. C.)

45 (I-II d. C.) 6 (I-II d. C.) 1 (I-II d. C.) 37 (III-V d. C.) indet. (I-II d. C.) indet. (II-IV d. C.)

nº inhumaciones

4

23 6 7

6

1

x

x x

X

X

N

3

1

X

X 6

NE

SE

37

S

2

3

7

X

19

2

Conventus Emeritensis

X

1

E

SW

3

36

X

W

7

X

X x

X

NW

X

1

1

X

2

X

X

X

Indet.

SÁNCHEZ, 1996 GIJÓN, 1998a ENRÍQUEZ y GIJÓN, 1987 NODAR, 2000 SILVA, 2001

SÁNCHEZ, 1999

MÁRQUEZ, 1998

CÁNOVAS y BALDÉS, 1978-79 PICADO PÉREZ, 2003a SAPONI y BARQUERO, 1989 CERILLO, 1996-2003 DRAKE, 2006b SERRANO, 1956 MARTÍN VALLS, 1965

VIÑALS, 1875

FAIRA y FERREIRA, 1986 VIANA y DEUS, 1955a VIANA y DEUS, 1955b ALARÇAO, 1984

VIANA, 1951b GAMITO, 1992 VASCONCELOS y SÁ, 1905 SABROSA, 1996 COSTA, 1950 DOS SANTOS, 1895a

Bibliografía

318

Desconocemos el número concreto de sepulturas con cada una de las orientaciones. Desconocemos el punto cardinal en el que se orientó la cabeza, no descartamos la dirección SW-NE o la aparición de ambas. 319 La orientación mayoritaria parece ser la de E-W, seguida por la de N-S y sólo alguno se dispuso en dirección NW-SE. No obstante, desconocemos el número concreto de sepulturas. 320 La orientación mayoritaria parece ser la de W-E, seguida por la de NW-SE y sólo alguno se dispuso en dirección N-S. No obstante, desconocemos el número concreto de sepulturas. 321 La orientación mayoritaria parece ser la de NE-SW, y sólo alguno se dispuso en dirección N-S y NW-SE.

317

Corchera Extremeña Puente Albarregas Nec. Albarregas Avda. Reina Sofía B. Los Milagros

Puerta de la Villa

Almaraz Badajoz La Alcazaba C/Montesinos Berzocana321 Cáceres Carrascalejo Cespedosa de Tormes Ciudad Rodrigo Emerita Augusta Vía de la Plata

Largo Colegio/B. Letes317 Rua das Alcaçairas318 Pax Iulia Porto dos Cacos Q. de San João Q. do Marim Salacia Freguesia de Santiago Serrones319 Torre das Arcas320 Troia

Necrópolis

334

- 3 (II-III d. C.) - 32 (III d. C.) - 12 (V d. C.) 5 (I d. C.) 4 (I d. C.) 32 (I-II d. C.) 31 (II-III d. C.) 20 (V-VI d. C.) 1 (III-IV d. C.) 63 (III-IV d. C.) 1 (II d. C.) 11 (III-V d. C.) 7 (IV d. C.)

indet. (I-III d. C.)

- 1 (I d. C.) - 1 (III-IV d. C.) 32 (II-III d. C.) 5 (III-IV d. C.) 2 (IV d. C.) 2 (III-IV d. C.) - 2 (I-II d. C.) - 1 (V d. C.) indet. (III-V d. C.) 9 (III d. C.) 16 (II-III d. C.) 7 (III d. C.) 9 (II-III d. C.) 2 (I d. C.) indet. (IV-V d. C.) - 11 (?) - 8 (IV d. C.) 13 (III d. C.)

nº inhumaciones

1

3

5

2

4 3

2 1

N

7

NE

2

1

1 1 7 1

1

2 3

E

4

SE

1

S

6

27 3

28 X

323

29 12 1

X (?)

3

X

1

2 9

1 1 29

W

x

3

2

1

SW

Los enterramientos parecen ordenarse en relación a una vía que transcurre en dirección W-E, desconocemos no obstante su orientación. Para la Fase II, las orientaciones, aunque indeterminadas, parecen no seguir ninguna norma. 324 Aunque indeterminada, se nos dice que los enterramientos se ordenaron a partir de un ustrinum documentado en el área cementerial 325 La orientación mayoritaria parece ser la de W-E, y sólo alguno se dispuso en dirección SW-NE.

322

CAMPSA Carretera N-V/ “Los Césares”324 Campo de fútbol Bodegones/Columbarios Jorge Guillén325 Vía Ensanche/C. Nacional Casa del Mitreo Las Tomas Lusiberia Monroy

Cabo Verde323

Sitio del Disco

322

M. Dintel de los Ríos

Cuartel de Artillería

Santa Eulalia Albuhera/Lusitania Leonor de Austria T. Romero de C. Puente sobre el Annas Villafranca P. Carissio

Augusto

Sur actual cementerio Vía de la Plata Calvario Muza

B. Las Abadías

Necrópolis

2

1

1

NW

1

1 30

4 4 32 3

X

X X

4

X 2 2

2

2

Indet.

BEJARANO, 1998 BEJARANO, 1996a MÁRQUEZ, 1994-95 BEJARANO, 1994-95 SÁNCHEZ, 1996 y 1997 DE LA BARRERA, 1989-90 MÁRQUEZ, 2000 ENRÍQUEZ y MÁRQUEZ, 2007 MATESANZ y SÁNCHEZ, 2007 CASTILLO et alii, 1991-92

AYERBE y MÁRQUEZ, 1996

CANTO et alii, 1997 MOLANO et alii, 1995 y BEJARANO, 1999

BENDALA, 1975

MATEOS, 1999 ALBA, 2002 MÁRQUEZ, 2002 PALMA, 2000 GARCÍA Y BELLIDO, 1961 SÁNCHEZ, 1998 SÁNCHEZ, 1998

SÁNCHEZ, 1994-95

AYERBE, 1999 ESTÉVEZ, 1999 SÁNCHEZ, 1996 BARRIENTOS, 1999

D.D.Consorcio, 2001

Bibliografía

335

Talavera de la Reina Yecla de Yeltes

Necrópolis

9 (III-IV d. C.) indet. (III-V d. C.)

nº inhumaciones 9

N

NE

E

SE

S

SW

W

NW X

Indet. MAURA Y SALAS, 1931-32 MARTÍN VALLS, 1982

Bibliografía

336

4 (III d. C.) - 7 (I-II d. C.) - 51 (III-IV d. C.) - 38 (V-VII d. C.)

Santa Marina

x

1

2

N 2

NE

SE

S

SW

4 X

5

6

1

x

1

2

7 51

43

4

Conventus Hispalensis

E

2

5

49

3

5

W

3

NW

1

X

X

38

4

X

1 X

X 2

2

Indet.

FERNÁNDEZ, 1904 ROMO SALAS, 1995 DRAKE, 2006a ROMERO, 1996 ROMERO, 1995 VIDAL y BERMEJO, 2006

CARRASCO y DORESTE, 2005

RODRÍGUEZ y RODRÍGUEZ, 2003 JUÁREZ, 1991 y RODRÍGUEZ y FERNÁNDEZ, 1997 CARRASCO et alii, 2002 y 2004

BLANCO et alii, 1981-82 GARCÍA, 1993

LÓPEZ et alii, 2005

BENDALA, 1976a ANGADA et alii, 1995 CANO, 2006 MARTÍN y MARTÍNEZ, 1992 LUZÓN, 1975 CAMPOS et alii, 2002

GUERRERO, 1986 SIERRA, 1991 CALERO y MEMBRILLO, 1985

Bibliografía

326 Para las sepulturas datadas entre el siglo III y IV d. C., que corresponden a 26 sujetos infantiles y 39 adultos, la orientación mayoritaria es de SW-NE, representada por todos los enterramientos infantiles y por 15 fosas de ladrillo, aunque también se documentan en SE-NW y N-S, sin que podamos detallar el número de tumbas que siguen estas ordenaciones. 327 Algunas inhumaciones ven condicionada su orientación por la existencia de un muro en la necrópolis.

Italica La Vegueta El Pradillo La Calilla327 La Puente Los Villares Monteblanco Onuba

indet. (III-VI d. C. ?) 4 (IV d. C.) indet. (I-V d. C.) 4 (III-IV d. C.) indet. (I-II d. C.) 1 (III-IV d. C.)

2 (I d. C.)

Zona Norte

La Trinidad

4 (IV-V d. C.)

El Gastor El Lomo Hispalis Puerta del Osario

El Eucaliptal

326

11 (IV d. C.) 2 (I-II d. C.) 3 (IV-VI d. C.)

Alanís de la Sierra Alcolea del Río Brovales Carmo Anfiteatro González Parejo Cortijo de Velázquez Dos Hermanas El Alcornocal El Cerro del Trigo

indet. (III-VI d. C.) 4 (III-IV d. C.) 49 (III-IV d. C.) 2 (I d. C.) indet. (III-VI d. C.) 12 (III-IV d. C.) - indet. (III d. C.) - 52 (IV-V) 5 (IV-V d. C.) 6 (V-VI d. C.)

nº inhumaciones

Necrópolis

○ Provincia Baetica

337

329

328

SE

S

SW

2

8

4

X X 3 1

Indet.

4

4 3

4 3 X 15

X X X X X

3 4 X

7

100

NW

3 (I-III d. C.) 6 (II-III d. C.) 13 (I-III d. C.) 1 (V-VI d. C.) indet. (III d. C.) 1 (II-III d. C.) 1 (II-III d. C.) 1 (II-III d. C.) 264 (III-VIII d. C.) 2 (III d. C.) - 4 (I a. C.) - 26 (II-IV d. C.) indet. (II d. C.) 43 (IV-VII d. C.) 2

4

W

X X X X X X X X

19

Conventus Cordubensis

1

8

E

indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) 2

NE

X

1

N

indet. (III-IV d. C.)

indet. (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.) 7 (IV d. C.) 1 (III d. C.)

8 (III-IV d. C.) 100 (IV d. C.) 1 (V d. C.)

nº inhumaciones

El área funeraria se caracteriza por un gran desorden en cuanto a la ubicación de los enterramientos. Aunque desconocemos su orientación, parece que los enterramientos aparecían conformando pequeños grupos ordenados.

Plaza Magdalena/Muñices Lucano

Plaza Magdalena

Adamuz Cañete de Torres Cortijo del Alamillo De la Barrera Callejón de los Moros C. de Caracuel Las Gavias Cerro de la Horca C. El Morrón Cerro de los Términos Corduba La Constancia El Avellano Ollerías328 Ramírez de las Casas Sta. Rosa/Almogávares Avda. América Avda. Cervantes Avda. M. Azahara Dña. Berenguela329 Plan Margaritas

Onésimo Redondo La Orden Nta. Sra. del Rocío Palma del Condado Fuentidueña Río Corumbel Punta del Moral Tharsis

Necrópolis

LIÉBANA y RUIZ, 2006 MOLINA y SÁNCHEZ, 2002-03

GARCÍA y LIÉBANA, 2006

RUIZ, 1995 PENCO, 1996 y 1998 MARFIL, 1993 y PENCO et alii, 1993 HIDALGO, 1991 RUIZ NIETO, 1997 MARTÍN URDIOZ, 2002 MARTÍN URDIOZ, 2002 MARTÍN URDIOZ, 2002 SÁNCHEZ RAMOS, 2001 APARICIO, 1992

GALEANO CUENCA, 1996 GALEANO CUENCA, 1996 GALEANO CUENCA, 1996 GALEANO CUENCA, 1996 CAMCórdoba, II CAMCórdoba, II PONSICH, 1987 GALEANO, 1996

VAQUERIZO et alii, 1992a

CAMPOS et alii, 1990 SILLIÈRES, 1981 AMO Y DE LA HERA, 2003 PÉREZ MACÍAS et alii, 2006

DEL AMO, 1976 DEL AMO, 1976 DEL AMO, 1976

Bibliografía

338

S

SW 8

W 37 X X 8

1

Indet.

indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?)

El Bosque Cerro del Tesorillo Molino de Abajo

330

X

GILES y SÁEZ, 1980 TOSCANO, 1983-84

PERDIGONES et alii, 1985a y 1986c PERDIGONES et alii, 1986c ALARCÓN, 1990

REMESAL, 1979 PARIS et alii, 1926 JIMÉNEZ DÍEZ, 2008 PARIS et alii, 1923 GARCÍA Y BELLIDO y NONY, 1969 SILLIÈRES, 1997 SÁEZ, 1979-80

RICHARTE, 2001 MANCHEÑO Y OLICARES, 1922

PONSICH, 1979 y GALEANO, 1996 PONSICH, 1979 PONSICH, 1987 VAQUERIZO et alii, 1992ñ

PONSICH, 1979 VAQUERIZO et alii, 1992j PONSICH, 1979

LÓPEZ REY, 1993 CASAL et alii, 2001 VARGAS y GUTIÉRREZ, 2004 y 2006 BERMÚDEZ et alii, 1991 RUIZ OSUNA, 2005 MORENA LÓPEZ, 1994

Bibliografía

Las sepulturas con cubierta, que tal vez puedan ser datadas entre el siglo I y II d. C., se orientaron en dirección E-W. Las de fosa simple no parecen obedecer a ningún orden determinado.

X

22 (V d. C.)

Chipiona

22

X X

x

indet. (?) indet. (II-I a. C.)

Oeste

Sureste

Punta Paloma Puerta de Gades Baesippo Carissa Aurelia Norte330 Suroeste

7

35

1

3

NW

22 173 2 1 X X X

35 (III-IV d. C.) 7 (VI-VIII d. C.)

Conventus Gaditanus

5

SE

X X X X

1

E

indet. (III d. C.) indet. (III-IV d. C.) indet. (IV-V d. C.) indet. (III-IV d. C.)

8

NE

X X X

7

N

indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.?)

12 (II-III d. C.) 8 (III-IV d. C.) 37 (I-III d. C.) 1 (VI d. C.) 14 (I-II d. C.) 22 (I-II d. C.)

nº inhumaciones

- 22 (I d. C.) - 173 (II-V d. C.) - 2 (I d. C.) -1 (III d. C.) indet. (?) indet. (V d. C.) indet. (I-IV d. C.)

Arcensium Sierra Aznar Finca de la Garrapata Baelo

N. Ajerquía P. Miraflores Avda. Corregidor Ambrosio Morales C. Viejo de Almodóvar Polígono Poniente Palma del Río Barca de Calonge Bajo El Remolino C. de la Sesenta Posadas C. de la Estrella Huerta de Medrano Villa del Río Villaralto

Necrópolis

339

332

331

6 (III-IV d. C.?) 139 (III-VI d. C.)

Almedinilla Esperilla El Ruedo

138

Conventus Astigitanus 6

X

X

1 1

Las inhumaciones más antiguas muestran una orientación regular y más ordenada que las otras, aunque nada más sabemos. Pese a que no se detalla la ordenación de las sepulturas con respecto a los puntos cardinales, en el plano puede apreciarse la ausencia de criterio alguno en este sentido.

1

indet. (III-IV d. C.)

2 23

2 4

Vejer de la Frontera

2

26 (I-III d. C.)

1

1

Torrox332

2 (III-IV d. C.)

4

6 27

X

8

X

Indet.

9 (III-I a. C.) 9 (I-II d. C.) 3 (II-IV d. C.) 12 (II-V d. C.) 3 (II d. C.?) 23 (V d. C.)

X

NW

1 X X 1 1

W

1 (II-III d. C.) indet. (III d. C.) indet. (III-IV d. C.)

1

SW

X

x

S

indet. (I d. C.) - indet. (I a. C.-I d. C.) - 6 (I-II d. C.) - 27 (III-IV d. C.)

SE

8

E

8 (I-II d. C.)

NE X X X X X

N

indet. (I-III d. C.) 44 (I d. C.) 4 (I-II d. C.) - 6 (I d. C.) - 2 (I-II d. C.)

indet. (III-IV d. C.?)

nº inhumaciones

Hasta Regia Territorium Iluro C. Melero C. Bombinche Peñón de la Almona Malaca Campos Elíseos Madre de Dios/Zorrilla Mármoles/Trinidad Territorium Ocurri Torremolinos

J. Ramón Jiménez

El Cañajoso Gades Sta. Cruz Tenerife 331 Avda. L. Pinto Acacias Avda. Andalucía/Sta. Cruz Tenerife Ciudad Santander/Avda. Andalucía General Ricardos

Necrópolis

VAQUERIZO, 1989 CARMONA, 1990

BLANCO, 1983-84

MARTÍN y PÉREZ-MALUMBRES, 2001 MAYORGA y RAMBLA, 2003 MAYORGA y RAMBLA, 1993 FERNÁNDEZ et alii, 2002 GUERRERO y RUIZ, 2001 SERRANO y BALDOMERO, 1992 GIMÉNEZ REYNA, 1946ª

GARCÍA, 1990 GARCÍA, 1990 GARCÍA, 1990

GONZÁLEZ y BARRIONUEVO, 1995

PERDIGONES et alii, 1986a PERDIGONES et alii, 1986b PERDIGONES et alii, 1985e SÁENZ, 1991

PERDIGONES et alii, 1985f y 1986d

GENER, 1994

CORZO, 1992 CORZO, 1989 PERDIGONES et alii, 1985e

TOSCANO, 1983-84

Bibliografía

340

1 2

x 1

1 (III-IV d. C.) 8 (IV-VI d. C.)

10 (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.) 47 (III-VII) 16 (II-III d. C.)

indet. (IV d. C.) indet. (?) indet. (I a. C.-V d. C.)

4

1 X

1

SW

2

W

x

1

NW

3

10 X X

5 9

15 9

Indet.

X X

X X X X 2

S

indet. (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.) indet. (IV d. C.) 7 (I-III d. C.) 37 (IV-VI d. C.)

9

SE

3 X X X

X 1

3

1

2

E

3 (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.?) indet. (III-IV d. C.) 4 (III-IV d. C.?)

X

1

2 1 3

1

1

19 (I a. C-I d. C.) 9 (II-III d. C.) 1 (III-IV d. C.) 5 (I-III d. C.) 14 (I-II d. C.) 1 (II-III d. C.)

NE

N

nº inhumaciones

GALEANO, 1996 GALEANO, 1996 GALEANO, 1996

PONSICH, 1979 GODOY DELGADO, 1987 VAQUERIZO et alii, 1992h PONSICH, 1979 GIMÉNEZ REYNA, 1946b CASTELLANO y ALONSO, 1991

GALEANO, 1996 GALEANO, 1996 VAQUERIZO et alii, 1992f DE LA SIERRA, 1985

MORENA LÓPEZ et alii, 1990 MORENA LÓPEZ et alii, 1990 GALEANO, 1996 PÉREZ TORRES et alii, 1989 RAMBLA, 1991

GALEANO, 1996 MORENA LÓPEZ, 1991

TINOCO, 2002 NÚÑEZ, 1991 CARRASCO y ROMERO, 1992 VERA CRUZ et alii, 2002 TINOCO, 2001 y AGUILAR, 2001 MARTÍN y FERNÁNDEZ, 2001

Bibliografía

La distribución espacial de los enterramientos no responde a una ordenación planificada, ya que no hay conexión entre las sepulturas y los indicios parecen indicar un uso anárquico del espacio que, anteriormente, funcionó como vivienda. 334 La orientación mayoritaria es la de NE-SW, pero también se da, en un número menor, N-S y NW-SE. 335 En dos de las sepulturas sólo se hallaron restos de animales, en la otra, dos individuos, en dos niveles, orientados uno a cada lado. 336 La orientación E-W es la predominante, pero no la única. Carecemos de más datos.

333

Astigi Bellidos Victoria Jovar Avedaño333 La Algodonera Territorium Baena Arroyo del Plomo Cerro de los Molinos Castro del Río El Calvario La Capilla La Viña del Serrano Colomera334 Cuevas de San Marcos Doña Mencía Benazar Higueruela Llano de Medina El Camino de Granada335 La Carlota Cerro de la Corriente Fuente del Membrillar Loma de los Moros Las Pinedas Las Maravillas Loja336 Lucena Arroyo Martín González Colegio de la Purísima Navas del Selpillar

Necrópolis

341

337

3 (I-II d. C.) 23 (IV-VI d. C.)

indet. (III-IV d. C.?) -5 (I-II d. C.) - indet. (I-V d. C.) indet. (I d. C.)

indet. (IV-V d. C.)

indet. (I-IV d. C.) 1337 (?) 43 (IV-V d. C.) 23 (III-IV) 5 (I d. C.)

nº inhumaciones

1

2

N

NE

X

21 1

E

1

SE

S

SW

23

2

W

NW

Ubicada sobre el derrumbe de un edificio de uso desconocido, contenía los restos de tres inhumaciones infantiles sepultados en distintos tiempos.

El Canal Torredonjimeno Fuente Don Sancho Ventas de Zafarraya

C. Castillón

Singilia Barba Valsequillo

Puente Genil

Orgiva Peñarrubia

Moraleda de Zafayona

Villa de los Silos

Necrópolis

5

2

X

X

X

1

X 1 43

Indet.

HORNOS y SALVATIERRA, 1985 TORO y RAMOS, 1985

CORRALES, 1996

ATENCIA, 1988 y ATENCIA et alii, 1995

ATENCIA, 1988

GALEANO, 1996 CARRASCO et alii, 1985 GARCÍA SERRANO, 1966 TRILLO et alii, 1994 SERRANO et alii, 1983 y 1989-90 VAQUERIZO et alii, 1992l y GALEANO, 1996

Bibliografía

342

S

SW

W

NW

1

38 (III-IV d. C.) 20-30 (III-IV d. C.)

4 (I-III d. C.)

Asturica Augusta Vía Nova

2

40

40 (III d. C.)

1 5

18

4

Conventus Asturum

6

7

1

7 (III-IV d. C.) 1 (III-IV d. C.) 5 (IV-VII d. C.) 1 (III-IV d. C.) 1 (II-V d. C.)

Brigantium Culleredo Guisande Incio Lalín Lucus Augusti San Roque Noalla La Lanzada Ayos

6

6 (IV d. C.)

Conventus Lucensis

Adro Vello

X

X

4

6 20-30

1 1

1 X

20

1

1 7

1 (?) indet. (III-IV d. C.) 1 (?) indet. (IV-V d. C.) indet. (IV d. C.)

1 34

X X

24 1

indet. (I-III d. C.) indet. (I-III d. C.)

6

Barrial Bracara Augusta Maximinos Vía XVIII Parada de Outeiro Ponte Limas Póvoa de lanoso Salgeiros Brunhais Vicus Picacho Isla de Torralla Gamboa/Carral Pontevedra/Hospital Villa Verde

Conventus Bracaragustano

GONZÁLEZ et alii, 2003

BLANCO et alii, 1961 y 67 BLANCO y MILLÁN, 1952

QUIROGA y LOVELLE, 1999

GARCÍA MARTÍNEZ-VÁZQUEZ, 1967 y CARRO, 1971 LUENGO, 1955 LUENGO, 1942 VALDÉS, 1993 ACUÑA y GARCÍA, 1968 CARAMÉS y RODRÍGUEZ, 2002

GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987 GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987 GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987 GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987 SEVERO, 1906

CARVALHO, 1991-92 CARVALHO, 1991-92

MARTINS y DELGADO, 1989-90 MARTINS y DELGADO, 1989-90 VÁZQUEZ, 1978 RIGAUD, 1979

SEVERO, 1906

Indet. Bibliografía

6

SE

8 (I-III d. C.) 69 (I-IV d. C.) 1 (III-IV d. C:) 20 (V d. C.)

E 10

NE

10 (IV d. C)

N

nº inhumaciones

Necrópolis

○ Provincia Tarraconensis

343

3

13 3 1

X

8

27

339

338

1

1

1

1945

ADIEGO, 1991 y AGUAROD y GALVE, 1991 ADIEGO, 1991 y AGUAROD y GALVE, 1991 GALVE, 2008

PITA et alii, 1969-70

ABÁSOLO et alii, 1997 y 2004 y CORTES, 1997 CORTES, 1997 y ABÁSOLO et alii, 2004 CORTES, 1997 y ABÁSOLO et alii, 2004 WATTENBERG, 1990 PALOL, 1958, 1969 y 1970 GIL, 1998 y FILLOY et alii, 2001 RIVERA, 1936-39 y PALOL, 1970b ALCOBÉ, 1941

SIMÓN Y NIETO, 1948 SIMÓN Y NIETO, 1948 y DEL AMO, 1992

AZKARATE, 1999 PALOL, 1970a GARCÍA MERINO, 1975 LUCAS DE VIÑAS, 1971 CABALLERO ZOREDA, 1974 MARTÍNEZ, 1945, MONTEVERDE, PALOL, 1970a PALOL, 1958 y 1970 y FUENTES, 1989

GONZÁLEZ et alii, 2003 GONZÁLEZ et alii, 2003 LIZ y AMARÉ, 1993 PEREIRA, 1972

La gran mayoría están orientadas en dirección E-W, y aunque también se dieron otras orientaciones, aparentemente minoritarias: N-S, S-N y E-W, desconocemos su representación numérica. La gran mayoría están orientadas en dirección E-W, y aunque también se dieron otras orientaciones, desconocemos su representación numérica.

Calagurris

4

13 (III d. C.)

Puerta Occidental

3

6

1

X

1

26 1 X

X X 6

16

indet. (II d. C.) indet. (II d. C.)

Conventus Caesaraugustano

139

11

X

x

2

2

30

1

x

11

Conventus Cluniensis

30 (II-IV d. C.)

2

x

20

30

Aytona Caesaraugusta Oriental Norte

111 (IV d. C.) 1 (IV d. C.) 526 (IV-V d. C.) 1 (III-IV d. C.) 30 (III-IV d. C.) 3 (IV-V d. C.) 145 (V-VI d. C.) 3 (III-IV d. C.)

1

3

1

X X

X X 1 2

Indet. Bibliografía

indet. (II d. C.) indet. (II d. C.)

NW

X

W

indet. (IV d. C.)

SW

Nuez de Abajo Pallantia S. del Recinto Antiguo E. y NE. del Recinto Antiguo Pedrosa de la Vega Norte338 Noreste Sur339 Rubí de Bracamonte S. Miguel del Arroyo S. Miguelle Septimanca Torresandino

S

indet. (IV-V d. C.)

SE

Hornillos del Camino

E

105 (VI-VII d. C.) 1 (IV-V d. C.) indet. (III-IV d. C.) 9 (IV-V d. C.) 3 (IV d. C.)

NE

Aldaieta Aldea de San Esteban Castrobol El Cantosal Fuentes Preadas

N

indet. (I-II d. C.) indet. (?) 32 (IV-V d. C.) 2 (IV-V d. C.)

nº inhumaciones

Zona Este Zona Oeste Campus de Vegazana Duas Igrejas

Necrópolis

y

344

3 (I-III d. C.) 1 (III-V d. C.)

indet. (II-III d. C.) 106 (IV-V d. C.) 11 (I-II d. C.) 20 (IV-V d. C.) - 9 (I a. C.-I d. C.) - 2 (III d. C.)

1 (I-II d. C.) indet. (IV d. C.) 1 (III d. C.) 3 (IV-V d. C.) 5 (II-III d. C.)

6 (III-V d. C.?) 12 (I d. C.) 14 (?) 1 (I a. C.) 20 (III-IV d. C.) 8 (III-IV d. C.)

4 (?)340 indet. (?) indet. (III-V d. C.) 1 (II d. C.) 14 (V-VI d. C.) indet. (II-IV d. C.) 1 (III-IV d. C.) 1 (II-III d. C.)

nº inhumaciones

1

5 4

N

4

4

NE

SE

1

5

S

1

SW

9

1

1

X

1

3

W

Conventus Tarraconensis

1

X

1 5 14

2

E

1

106

NW

3

2

5 20

X

1 X 1 1

8

1

1

4 X X 1 4 X 1 1

GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 JIMÉNEZ, 2002

CELA et alii, 1999

DURÁN Y SAMPERE, 1843 y 1964 RIBAS, 1967 GRANADOS y TRAVESSET, 1979 BACARIA et alii, 1989-90

PANYELLA y MAIGI, 1945-46 CANCELA, 1993 y SÁENZ, 1999 BELTRÁN, 2004 MEZQUÍRIZ, 2004 MEDRANO y DÍAZ, 2000

PÉREZ ALMOGUERA, 1992 LORIENTE y OLIVER, 1992 MORO, 1893 JUSTE, 1988-89, 1990, 1991, 1993 LORENZO, 1993 ATRIÁN, 1956

CINCA, 1996 y PASCUAL y PASCUAL, 1984 DEL ARCO Y GARAY, 1942 FATÁS, 1968 FITA, 1893 ALONSO SÁNCHEZ, 1976 SERRA RAFOLS, 1943 MEZQUÍRIZ, 1954 MONSERRAT y PLEYAN, 1889

Indet. Bibliografía

Se trata de una serie de sepulturas excavadas en la grava y cubiertas por lajas de piedra. Se les ha dado, o bien una cronología anterior a lña época bajoimperial o visigoda (PASCUAL y PASCUAL, 1984), o medieval (CINCA, 1996). 341 Desconocemos el número de enterramientos orientados con la cabeza al E o al W. 342 Todos enterramientos se ordenan y orientan en función de la vía, configurando un claro ejemplo de necrópolis del tipo Gräberstraßen.

340

Edeta Vía Edeta-Valentia Pabellón Pla de l’Arc

Can Bel

Barcino Plaza Villa Madrid342 Santa María del Mar Les Corts San Pau del Camp

Villanueva Casbas de Huesca Celsa Complutum El Espartal Fraga Funes Gradus Ilerda Zona de necrópolis La Magdalena Nertobriga Osca Pertusa341 Riodeva Sena El Estillador Tritium Magallum Turiaso Villafranca Villaroya de la Sierra

Necrópolis

345

344

343

- indet. (II-I a. C.) - 283 (I-III d. C.) 195 (II-IV d. C.) 14 (II-III d. C.) 2 (II-IV d. C.)

indet. (I-II d. C.) - 22 (I-II d. C.) - indet. (II-III d. C.) 6 (I d. C.) 38 (II-IV d. C.) 220 (III-IV d. C.) 500 (III-V d. C.) 4 (II-III d. C.) 3 (II-IV d. C.) 1 (IV d. C.)

11 (I-II d. C.) 28 (I-II d. C.) 10 (I d. C.) 1 (I-II d. C.) 17 (II d. C.) 29 (III-V d. C.) 58 (III-V d. C.) 42 (III-V d. C.) 1 (I-III d. C.) 22 (II-III d. C.) 1 (I d. C.) 10 (IV-VI d. C.) 1 (II d. C.) 27 (I-III d. C.) 16 (IV-V d. C.)

3 (II-III d. C.) 1 (III d. C.)

nº inhumaciones

X

1

3 x

1

3

2 6 4

N

3 220

3

3

NE

2 8

4 3

8

1

500

3

2

1

1

3

1

SE

2 2 1

E

1

4

1

3 9 3

S

2

4

41

SW

8 X 6

5

1 1 2 1 12 27 2 37

W

20

5

1 1

1

NW

14

X X

1

10

X 4

20 4

15 5 1 7 1 10

5

3 8

3 1

GARCÍA, 2001; POLO y GARCÍA, 2002; GARCÍA y GUÉRIN, 2002 y MARTÍ et alii, 1999 SORIANO, 1989; GARCÍA y SÁEZ, 1999 y GARCÍA, 2001 RIVERA y SORIANO, 1987; JIMÉNEZ, 2002 FERRER, 1955

TEd’A, 1990 TEd’A, 1987 GURT y MACÍAS, 2002 BEMET et alii, 1992 MUÑOZ, 1991 ROMEO et alii, 1999-2000 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001

MACÍAS y MENCHON, 1989-99

GURT y MACIAS, 2002

LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 LÓPEZ BORGOÑOZ, 1998 BECH, 1967 TENAS I BUSQUETS, 1991-92 ULLOA y GRANGEL, 1996 MORER et alii, 1996-97 BORRAS y SELMA, 1987 MIRET, 1989 y PADRÓ et alii, 1989 SALES et alii, 1996

JIMÉNEZ, 2002 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001

Indet. Bibliografía

Sólo conocemos la orientación de 11 enterramientos objeto de un ritual específico y apartados del resto del área cementerial, por lo que tal vez no sean indicativos para el resto de sepulturas. La gran mayoría de las sepulturas se orientaron en dirección N-S, aunque parecen existir algunas variaciones; no obstante, desconocemos la cantidad de enterramientos que se apartan de esta orientación general.

Boatella344 Portal de Russafa Vilanova y la Geltrú

Quart343

Anfiteatro Parc de la Ciutat Prat de la Riva/ Ramón y Cajal Mas Rimbau/Mas Mallol Madre de Deu del Camí Tiurana Tírig Valentia

Platja dels Cosssis/R. Aguiló

San Vicent Partida de Mura Emporiae Ballesta Rubert Pi Nofre Bonjoan Castellet Estuch Martí Esponellà Granollers Ildum La Solana Mas d’Aragó Pla de Prats Santa María de Miralles Tarraco Camí de la Fonteta

Necrópolis

346

S

SW

indet. (II-IV d. C.)

Cruz de los Trabajos Lucentum Frapegal Casa Ferrer346 Mas del Pou Peal del Becerro347

346

345

1 (II-IV d. C.)

Cornicabral

17

X

1

ROSER, 1990-91 y 91 ORTEGA y DE MIGUEL, 1999 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 FERNÁNDEZ-CHICARRO, 1954 y GARCÍA Y

MORALES, 1998 LAGUNAS y MONTILLA, 1987 y MORALES, 1998 LAGUNAS y MONTILLA, 1987

GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 y FERNÁNDEZ y AMORÓS, 1990 SEGURA y TORDERA, 1997 BOLUFER, 1986 GÓMEZ DE TORO, 1991 VICENS, 1990-91 y GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001

BLÁZQUEZ, 1979 y CANTO, 1979 CANTO y URRUELA, 1979 BLÁZQUEZ, 1979

GONZÁLEZ SIMÁNCAS, 1929 BELTRÁN, 1952 RIBERA, 1992 ULIER, 1954-55

FUENTES, 1989 COLOMNES, 1942 y ANÓNIMO, 1942-43 GARCÍA y MARTÍNEZ, 1997

La mayoría de los enterramientos se orientan en dirección W-E, pero hay otro grupo orientado en E-W. En cuanto a la orientación, no parece existir un patrón establecido, siendo la posición frecuente en decúbito supino, con algunas variantes que no se especifican.

28

15

X

X

1 (II-IV d. C.)

x

x

1

indet. (III-IV d. C.)

La Calerilla Los Baños Villa de los Baños

15 (III d. C.) 17 (IV d. C.) 28 (IV/V-VI d. C.) 14 (II-III d. C.)

X

indet. (III-IV d. C.)

1

Horta Major345

4

45

5

10 (IV d. C.) 46 (II-IV d. C.) 4 (IV-V d. C.)

1

El Monastil El Muntanyar Guarromán

2

1

6 (III-V d. C.)

Necrópolis 3

2

13 5

11 3 2

Indet. Bibliografía

13 (III-V d. C.) 5 (III-IV d. C.)

1

NW

3 2 1

1

1

8

W

3 (I a. C.-II d. C.) 2 (I d. C.) 1 (II a. C.-II d. C.)

5

SE Conventus Carthaginensis

2

E

X 1 70 1

NE

indet. (?) 1 (I d. C.) 70 (IV d. C.) 1 (II-III d. C.)

21 (III-IV d. C.) 3 (IV d. C.) 5 (IV-VI d. C.)

N

Albalate de las Nogueras Can Gabino Caravaca de la Cruz Carthago Nova Muralla Carlos III Sepulcro Casa Clavo Casasbuenas Castulo Puerta Norte Cerrillo de los Gordos Estacar de Luciano El Albir Necrópolis 1 Necrópolis 2

nº inhumaciones

Necrópolis

347

16

6 (III d. C.) 28 (III-IV d. C.)

349

348

7

3

NE

1

1 17

11

4

E

X

1

SE

1

1

1

S

2

5

SW

X

58

3

W

X

1

10

NW

4 X 3 X

X

1 X

6

4

ALMAGRO, 1979 y ALMAGRO y ABASCAL, 1999 ABASCAL et alii, 2004 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001 LORRIO y SÁNCHEZ, 2002 VILORIA, 1955 ESPINOSA, 1989 y 1997 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001

RUIZ VALDERAS, 1991 AMANTE y GARCÍA, 1988 MOLINOS et alii, 1982 y MORALES, 1998

COLOMINES, 1942 COLOMINES, 1942

BELLIDO, 1958 ALMAGRO y AMORÓS, 1953-54

Indet. Bibliografía

La orientación predominante es la de NW-SE, pero en las tumbas reutilizadas, el segundo individuó se orientó en dirección SE-NW. La orientación W-E es la predominante, pero no la única. Aunque se documentan dos grupos diferenciados, en cuanto a la orientación se refiere, desconocemos el número de enterramientos para cada caso.

63 (IV-V d. C.) 15 (II-III d. C.) indet. (VI-VII d. C.) 3 (III-IV d. C.) indet. (II-III d. C.) 29 (II-III d. C.)

Vía Norte348 Tisneres Uclés Vaciamadrid Villajoyosa Vinyals349

347

indet. (I-II d. C.)

Arroyo del Yuncal

59 (IV-V d. C.) 20 (III-IV d. C.) indet. (III-IV d. C.)

4

34 (I-II d. C.)

Pollentia Portus Magnus Can Prats Can Flit Puerto de Mazarrón Era Molineta Santagón Segobriga

N

nº inhumaciones

Necrópolis

348

6360

3

359

1 enterramiento indeterminado356 1 enterramiento indeterminado357 28358

1

IV d. C.

El Pradillo

351

III-IV d. C.

III-IV d. C.

(?)

La Vegueta

C/Onésimo Redondo

I-II d. C.

IV-VI d. C.

II-III d. C.

Carretera la Trinidad

MÁRQUEZ PÉREZ, 2002, 296. SÁNCHEZ BARRERO, 1998, 416. 352 MOLANO et alii, 1995, 1190 y MÁRQUEZ, 1998, 539. 353 MÁRQUEZ PÉREZ, 2000, 65. 354 LÓPEZ DOMÍNGUEZ et alii, 2002, 570 . 355 GARCÍA GONZÁLEZ, 1993, 290-291. 356 CARRASCO y DORESTE, 2005, 213 y ss. 357 FERNÁNDEZ LÓPEZ, 1904, XLVIII. 358 ROMO SALAS, 1995, 576 y ss. 359 DEL AMO, 1976, 89-98. 360 DEL AMO, 1976, 89-98.

350

Onoba

Italica

Hispalis

Necrópolis

El Lomo

2

Necrópolis

II-III d. C.

Bodegones Murcianos

355

II-III d. C.

I.II d. C.

I d. C.

Cronología

Sitio del Disco

El Eucaliptal

Actividad 19353

2 enterramientos indeterminados352

U. E. 31

C/ Villafranca

C/L. de Austria

Actividad 101350

351

Emplazamiento

Sepultura

354

Emerita Augusta

Localización

10. 4. Enterramientos en decúbito prono y otras variaciones

Edad

Infantil

(?)

Adulto

(?)

Supino

Supino

Supino

Supino

Prono

Supino

Prono

(?)

(?)

Joven

(?)

(?)

(?)

(?)

Provincia Baetica

Supino

Prono

Prono

Prono

Provincia Lusitania

Posición

(?)

(?)

M.

(?)

(?)

M.

(?)

(?)

(?)

(?)

(?)

Sexo

(?)

Cerámica

No

(?)

(?)

(?)

(?)

No

No

No

Animal pequeño

Ajuar

Rótulas desplazadas Clavos alrededor del esqueleto y uno en el interior de la boca Ladrillo sobre la cabeza

Con el cráneo y manos cortados

Tibias extraídas y dispuestas en el lado izquierdo

Gran piedra sobre las rodillas

Cubierto por un nivel de carbones, cenizas, cerámicas y huesos calcinados. El esqueleto tenía los huesos impregnados en ceniza

Otras anomalías

349

C/Lucano

1,2, 3, 4, 6, 9, 14, 28, 30, 33 y 34365

VI d. C.

C/ Ambrosio Morales

56370

362

AMO Y DE LA ERA, 2003, 20. PENCO et alii, 1993, 49-50. 363 HIDALGO PRIETO, 1991, 120. 364 GARCÍA MATAMALA y LIÉBANA MÁRMOL, 2006, 102. 365 MOLINA EXPÓSITO y SÁNCHEZ RAMOS, 2002-2003, 355-389. 366 LÓPEZ REY, 1993, 126-127. 367 CASAL et alii, 2001, 265. 368 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006, 262. 369 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006, 270. 370 BERMÚDEZ, 1991, 57-58.

361

III-IV d. C. I d. C. II d. C.

Parque Miraflores Avenida del Corregidor

II-III d. C.

IV.VI d. C.

III-IV

2, 4 y 6367 20368 37369

C/N. de Ajerquía

Plaza Magdalena

12364

4366

V-VI d. C.

C/Ramírez Casas Deza

1363

Corduba

I-III d. C.

Avda. Ollerías

7362

IV d. C.

Necrópolis

3361

Cronología

Punta del Moral

Emplazamiento

Sepultura

Localización

Supino

Prono Supino Prono

Supino

Supino

Supino

Supino

Supino

Supino

Posición

Adulto

Adultos Infantil Adulto

(?)

(?)

(?)

Infantil

21

9-10

Edad

M.

(?) (?) (?)

M.

(?)

(?)

(?)

F.

(?)

Sexo

No

Cuentas de collar, pulsera y cerámica. No Moneda Cerámica

(?)

No

No

Vaso de vidrio

No

Ajuar

- El cráneo fue extraído para ser colocado, con posterioridad, en la fosa, - la rótula derecha, que fue colocada junto al hombro derecho, - se asentó la parte ventral del cadáver con piedras, - se procedió al corte de las piernas a la altura de la rodilla, y al volteo de

Cabeza separada del cuerpo

Clavos junto a las rodillas y el cráneo.

Cuatro clavos alrededor del difunto y dos incrustados en su pecho. Todas inhumaciones carecían de pies.

Cubierto por piedras.

Tres clavos en la zona de la cabeza, tres en la de los pies y dos en cada mano. - Las rótulas, extraídas, se habían dispuesto junto a la cabeza; - deformaciones óseas por posible proceso de tuberculosis; - clavo de hierro sobre el tórax.

Otras anomalías

350

Necrópolis

Puerta Occidental

10379

Necrópolis

C/Bellidos La Algodonera

El Ruedo

372

III d. C.

III-IV d. C.

I a. C.-I d. C. I d. C.

III-IV d. C.

(?)

No en zona de necrópolis

30378

21

377

10, 28, 60 y 69375 7376

21

374

Indet.

I-III d. C.

Cronología

Necrópolis Sureste

Emplazamiento

PARIS et alii, 1926, 90-93 . GUERRERO MISA y RUÍZ AGULAR, 2001, 145-153. 373 CARMONA BERENGUER, 1990, 158. 374 GÓMEZ PÉREZ, 1995, 339-347. 375 TINOCO MUÑOZ, 2002, 470-485. 376 AGUILAR CAMACHO, 2001, 893. 377 BLANCO et alii, 1967, 16. 378 BLANCO et alii, 1967, 20.

371

Caesaraugusta

La Lanzada

Astigi

Almedinilla

1 y 2372

Ocurri

373

15 inh.

371

Sepultura

Baelo Claudia

Corduba

Localización

30-40 Infantil

50

(?)

18-24

(?)

Edad

Prono

Prono

Prono

33-46

Joven

Adulto

Provincia Tarraconensis

Prono Supino

Supino

Prono

Prono

Arrojados a la fosa sin cuidado

Posición

F.

F. con restos fetales en su pelvis.

M.

3 F. y 1 indet. (?)

M.

(?)

M. y F.

(?)

Sexo

Anillo

No

No

Cerámica Plato de t.s.h.

(?)

(?)

No

No

Ajuar

- Cabeza paralela al hombro, - posiblemente, las manos fueron atadas a la espalda. - posible ahorcado. - Cabeza mucho más baja que el cuerpo, - murió en el parto, - cubierta por una cama de piedras y conchas de diversos moluscos. Pies cruzados por los tobillos.

Piedra sobre la cabeza

Brazos cruzados sobre la pelvis y pies sobre los tobillos.

la parte inferior de éstas hacia el pecho pero situadas sobre las piedras ya mencionadas, - la parte de la cadera apareció fracturada y dispuesta sobre el pecho y el hombro. - Un esqueleto lleva una argolla en el pie, - al menos, dos esqueletos, tienen grandes piedras sobre su anatomía. - algunos cráneos muestran cortes de arma blanca.

Otras anomalías

351

2204

394

2481b 2195393

381

380

Fetal

Prono Sentado

Prono

392

2481a391

2447 Prono

Prono

Prono

Prono Prono

Prono

Prono Prono Prono Prono

Posición

2451390

I-II d. C.

I-II d. C.

II a. C.

I d. C. I d. C.

Cronología

Prono

En la necrópolis, pero en una zona especial separada del resto de enterramientos

Domus Necrópolis

Emplazamiento

389

2430388

2415387

2396385 2412386

3163384

2 y 8380 3381 2306382 3086383

Sepultura

GALVE, 2008, 71-74. JULIÀ, et alii, 1989, 203-226 y LORIENTE y OLIVER, 1992. ALMAGRO, 1955, 90. 382 POLO y GARCÍA, 2002, 139. 383 POLO y GARCÍA, 2002, 139. 384 POLO y GARCÍA, 2002, 139-140. 385 POLO y GARCÍA, 2002, 140. 386 POLO y GARCÍA, 2002, 140-141. 387 POLO y GARCÍA, 2002, 141-142. 388 POLO y GARCÍA, 2002, 142. 389 POLO y GARCÍA, 2002, 142-143. 390 POLO y GARCÍA, 2002, 143. 391 POLO y GARCÍA, 2002, 143. 392 POLO y GARCÍA, 2002, 143-144. 393 GARCÍA y POLO, 2003, 306. 394 GARCÍA y POLO, 2003, 306.

379

Valentia

Valentia

Ilerda La Ballesta

Localización

Adulto

+ 50 Adulto

40-50

20

21-29

21-30

25-35

20-30 20-40

20-40

Infantil (?) 20-40 20-40

Edad

M.

(?) M.

F. (?)

M.

M.

F.

M.

M. M.

M.

(?) (?) M. ?

Sexo

No

No No

No

No

No

No

No

No No

No

No No No No

Ajuar

- Tuberculosis y paraplejia, - fracturas peri mortem. - Fracturas peri mortem, - lesiones de arma blanca. - Posible meningioma, - evidencias de amortajamiento. - Traumatismo en hueso frontal - Traumatismo en hueso frontal - Colocación forzada de la cabeza - pies separados, formando un ángulo

- Lesiones compatibles con la lepra, - lesiones traumáticas peri mortem.

Fracturas peri mortem

- Fracturas peri mortem en fémures, - amputación de ambas piernas a media altura, - lesiones de arma blanca.

Cubierto por piedras Cabeza separada del tronco.

Otras anomalías

352

E-8

400

E-7399

Sin numerar398

3261397

2421a395 2421b396

Sepultura

Silo

Aislado

En la necrópolis, pero en una zona especial separada del resto de enterramientos

Emplazamiento

GARCÍA y POLO, 2003, 306. GARCÍA y POLO, 2003, 306. GARCÍA y POLO, 2003, 307. 398 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001, 436. 399 GARCÍA BLÁNQUEZ y MARTÍNEZ SÁNCHEZ, 1997, 240 y ss. 400 GARCÍA BLÁNQUEZ y MARTÍNEZ SÁNCHEZ, 1997, 241 y ss.

397

396

395

Caravaca de la Cruz

Carretera de Dolores-Elche

Localización

(?)

s. I d. C.

Cronología

Lateral

Prono

Prono

Supino

(?) (?)

Posición

Adulto

Adulto

20-25

Adulto

Adulto Adulto

Edad

(?)

(?)

F.

M.

F. M.

Sexo

No

No

Ungüentario de vidrio

No

Cerámica Cerámica

Ajuar

- Acompañado de diversos animales: cánidos, cabras, ovejas, jabalíes, etc. - piedras sobre el cadáver. - Faltan extremidades superiores y pies, - mandíbula separada del cráneo

Cremación secundaria

- Argolla de hierro en la tibia, - fracturas peri mortem

de 90º con las tibias, - tuberculosis - Espina bifida y artritis - Espina bifida y artritis

Otras anomalías

353

X408

Carretera N-V/ “Los Césares” El Prado

X412 X413 X414 X416

Olivas

X405

F. secos

Pescado

Conchas

X406

X403

Huevo

X409

X407

Animales indet.

X410

Ovicáprido

X415

Ave

Suido

Vajillas usadas en el banquete

Otros

403

402

FREIRE et alii, 1956: S.35, ánfora usada, posiblemente, como conducto de libaciones. DRAKE, 2006b: S.3, conducto para libaciones formado por dos imbrices. ESTÁCIO DA VEIGA y DOS SANTOS, 1972: Hallazgos descontextualizados. 404 BEJARANO OSORIO, 1998: Al exterior del Monumento 2; Actividades 32, 27 y 13 canal para libaciones, el primero se trata de un tubo cerámico y, en los otros dos, está fabricado con imbrices . 405 BEJARANO OSORIO, 1998: Al exterior del Monumento 2; Actividad 5, nueces. 406 BEJARANO OSORIO, 1998: Al exterior del Monumento 2; Actividad 5. 407 BEJARANO OSORIO, 1998: Al exterior del Monumento 2; U.E. 96 y Actividad 13. 408 BEJARANO OSORIO, 1996a: Bustum del tercer sondeo y sepulturas del Tipo 2 y 4, canal para libaciones. 409 BEJARANO OSORIO, 1996a: Referencias generales. El desarrollo de los banquetes funerarios, tal vez, deba ponerse en relación con la documentación de mensae (S. 1, 2, y 3, quizás también en los enterramientos 4 y 6). 410 CASILLAS MORENO, 1994-95: S.1, se hallaron dos cabras completas y el cráneo de otra. 411 MATOS, 1984-88.: Columbario con conducto para libaciones. 412 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 32, canal para libaciones fabricado con dos imbrices. 413 PALMA GARCÍA, 2000: U.E. 79, canal para libaciones compuesto por un ánfora. 414 SÁNCHEZ SÁNCEZ, 1996: Sepulturas Tipo 2, segundo grupo y SILVA y PIZZO, 2000: S.1 y S.2 con canal para libaciones. 415 SILVA y PIZZO, 2000: S.2, esqueleto de un pajarillo. 416 MOLANO y ALBARADO, 1991-92: S.1, canal para libaciones.

401

Cerro de la Vila Emerita Albuhera/Lusitania Tomás R. de Castilla Corchera Extremeña Circo Romano

X411

X404

CAMPSA

I- II d. C.

X401 X402

Vino

Aljustrel Carrascalejo C. de Guelhim Emerita

Necrópolis I d. C.

○ Provincia Lusitania

- 10. 5. a. El viático

10. 5. El ajuar

354

X422

X426

Sitio del Disco

Los Columbairos

Olivas

X423

F. secos

Pescado

X433

X432

X420

X418

Conchas

Huevo

X429

X424

Animales indet.

X434 X437

Ovicáprido

X435

X427

X425

Ave

X436

Suido

gallo

Estructuras de banquete y cocina428. En d. prono Banquete funerario en un sarcófago430 Mensae funerarias431

Apareció un sepultado421

Otros

418

SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999: Actividades 4 y 5, conductos para libaciones. VIANA y DEUS, 1955b: S.35, contenía una concha de pecten. 419 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividad 4, canal para libaciones fabricado con imbrices. 420 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividades 8, 14 y 15. 421 AYERBE VÉLEZ, 1999, 35: Aparece como una sepultura individual y no como ajuar. 422 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Segunda incineración, en la que se reaprovecha un vaso desfondado, los dos tipos de busta y algunas fosas, que contienen incineraciones, disponen de canal para libaciones fabricados con imbrices. 423 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: referencias generales. 424 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: referencias generales. 425 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Segunda incineración. 426 MARCOS POUS, 1961: S.1, canal para libaciones. 427 MARCOS POUS, 1961: S.1. 428 BENDALA GALÁN, 1972: Sepultura de los Julios y los Voconios. 429 MÁRQUEZ PÉREZ, 2002, Actividad 101. 430 MATEOS CRUZ, 1999. 431 ALARÇAO, 1984: Referencias generales a las estructuras sepulcrales. 432 SANTOS, 1972: Referencias generales. 433 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 52. 434 ALBA CALZADO, 2002: En un pozo ubicado en el espacio funerario. 435 ALBA CALZADO, 2002: En un pozo ubicado en el espacio funerario. 436 ALBA CALZADO, 2002: En un pozo ubicado en el espacio funerario. 437 CANTO et alii, 1997: S.2, se trata de un cráneo a los pies del individuo.

417

Emerita C/Albuhera/Avda. Lusitania Dintel de los Ríos

III d. C.

Troia Balsa Quinta do Arroio

Sta. Eulalia

C/ Leonor de Austria

X419

X417

Vino

Sur cementerio

Torre das Arcas Emerita

II-III d. C.

Puerta de la Villa

Necrópolis

355

Vino

Olivas X438

F. secos

BEJARANO OSORIO, 1999: referencias generales. BEJARANO OSORIO, 1999: referencias generales. 440 SANTOS, 1972: Referencias generales. 441 ALARÇAO, 1984: Referencias generales a las estructuras sepulcrales. 442 FERNANDES, 1985a: S.3, un diente. 443 CASTILLO CASTILLO et alii, 1991-92, S.6. 444 ALARÇAO, 1984: Referencias generales a las estructuras sepulcrales. 445 SANTOS, 1972: Referencias generales. 446 SÁNCHEZ BARRERO, 1998, U.E. 31.

439

438

Emerita Barriada Argentina/Villafranca

V d. C.

Troia Balsa Quinta do Arroio

Monroy

IV d. C.

Balsa Quinta do Arroio Troia Heredade dos Pombais

III-IV d. C.

Sitio del Disco

Necrópolis Pescado

X445

X440

Conchas

Huevo

X446

X

442

X439

Animales indet.

Ovicáprido

Ave

Suido

En d. prono

Vajillas usadas en el banquete funerario443 Mensae funerarias444

Mensae funerarias441

Otros

356

X X460

X454

Olivas

X456 X457

F. secos

Pescado

X461

X451

Conchas

Huevo

X462 X464

X458

X455

Animales indet.

X463

X448

Ovicáprido

Ave X449

Suido

Estructuras de banquete y cocina452.

Otros

449

448

MURILLO et alii, 2002: Fase I, referencias generales. MURILLO et alii, 2002: Fase I, referencias generales. MURILLO et alii, 2002: Fase I, referencias generales. 450 BENDALA GALÁN, 1976a: Algunos busta del la zona del Anfiteatro, la Tumba del Elefante, la Tumba del Columbario-Triclinio, en la que dos pozos conducían la ofrenda, de forma simbólica, a la Tierra, receptáculo de todos los difuntos, en lugar de a las urnas directamente, la Tumba Cámara del Campo de los Olivos, el Mausoleo Circular del Campo de los Olivos, el Crematorio de las Tres Piedras, la Tumba de la Moneda de Vespasiano, la de las Cuatro Columnas y la de las Guirnaldas, que disponen de conductos para libaciones. 451 BELÉN, 1983: S. 3 de la Tumba Hipogea en la zona del Anfiteatro, valva derecha de un molusco de lña familia Matridae, invertida y fragmentada. 452 BENDALA GALÁN, 1976a : Tumba del Elefante, Tumba de Servilia, Tumba del Columbario-Triclinio, Tumba del Triclinio del Olivo y Tumba del Banquete Funerario. 453 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.21, S,65 y S.80, canal para libaciones fabricados con imbrices (310-315). 454 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.47. 455 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.37 y S.55. 456 CÁNOVAS UBERA et alii, 2006: Cremación 1 y Cremación 2, nueces. 457 PENCO VALENZUELA, 1996 y 1998: S.VI, nueces. 458 RODRÍGUEZ y FERNÁNDEZ, 1997: U.E. 60. 459 RODRÍGUEZ y RODRÍGUEZ, 2003: Enterramiento D, canal para libaciones. 460 CARRASCO GÓMEZ et alii, 2002: Actividad 5 y 18, canal para libaciones. 461 CARRASCO GÓMEZ et alii, 2002: Actividad 19. 462 CARRASCO GÓMEZ et alii, 2002: Actividad 9. 463 CARRASCO GÓMEZ et alii, 2002: Actividad 6 y 10. 464 CARRASCO y DORESTE, 2005: Referencias generales a la necrópolis altoimperial.

447

Corduba -Avda. Pretorio -El Avellano Hispalis -C/Malpartida - C/Gallos y Butrino -Santa Marina -Entorno Trinidad Astigi

459

X453

Astigi -C/Bellidos

I d. C.

X450

X447

Vid/Vino

Carmo

I a. C.-I d. C.

Corduba -P. Gallegos

Necrópolis II a. C.

○ Provincia Baetica

357

X471

-Avda. Corregidor

Olivas

X478

F. secos

X474

Pescado

X470

Conchas

X472

Huevo

X475

X469

X468

X466

Animales indet.

Ovicáprido

Ave

Suido

466

TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela R.1.A.1: S.16 y S.18; Parcela R.1.A.2: S.7 y S.18 y AGUILAR CAMACHO, 2001: S14, todas con canal para libaciones. AGUILAR CAMACHO, 2001: S.22. 467 GUERRERO MISA: S.6, canal para libaciones. 468 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales. 469 MURILLO et alii, 2002: Fase IV, referencias generales. 470 RUÍZ OSUNA, 2005: Recinto G. 471 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: S.4, S.22, S.56, S.60 y S.10 (VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2004), disponen de canal para libaciones fabricado con ánforas. 472 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: S.40. 473 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: referencias generales al banquete. 474 PERDIGONES MORENO et alii, 1986a, T.16. 475 JIMÉNEZ SANCHO y TABALES RODRÍGUEZ, 1996: S.1. 476 MAYORGA y RAMBLA, 2003. 477 MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.I, conducto para libaciones. 478 PERDIGONES MORENO et alii, 1985: S.14, nueces. 479 PERDIGONES MORENO et alii, 1985: S.14.

465

Italica

-Nec. Norte

Carissa Aurelia

Barrio la Trinidad

-Madre de Dios/C/ Zorrilla

Gades -Santander/Avda. Andalucía Hispalis - H. Cinco Llagas Malaca

X477

X467

Alanís de la Sierra Alcolea del Río Corduba -P. Gallegos -C. Viejo de Almodóvar

I-II d. C.

X465

Vid/Vino

-La Algodonera

Necrópolis

Caballo sacrificado sobre la sepultura479.

Fosa con vajillas utilizadas en el banquete476.

Diversos indicios de banquete funerario473.

Otros

358

X482

Baelo Claudia -Nec. Sureste X484

Conchas

Huevo

X491

X488

Animales indet.

Ovicáprido

X485

Ave

FERNÁNDEZ LÓPEZ, 1904: referencias generales para la existencia de canales para libaciones. FERNÁNDEZ LÓPEZ, 1904: referencias generales según los usos de la vajilla. PARIS et alii, 1926: La tumba de la Gran Estela, canal para libaciones. 483 REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: Monumento 2: S.18. 484 REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: Monumento 2: S.2. 485 REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: Monumento 2: S.18. 486 REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: Monumento 2: S.2. 487 PARIS et alii, 1926: La tumba de la Gran Estela. 488 VERA CRUZ et alii, 2002: referencias generales. 489 RAMBLA TORRALVO, 1991: Zona B, S.2, canal para libaciones. 490 DRAKE, 2006a: Las sepulturas del Tipo A y F disponen de canal para libaciones. 491 ROMERO PÉREZ, 1993, 1993-93 y 1996: referencias generales. 492 DE LA SIERRA, 1985: S.1 y S.2. 493 TRILLO SAN JOSÉ et alii, 1994: S.XII. 494 ROMERO PÉREZ, 1993, 1993-93 y 1996: Monumento 1, parece tratarse de una reutilización en la que se han enterrado diversos restos animales con una funcionalidad ritual. 495 SERRANO RAMOS y BALDOMERO NAVARRO, 1992: S.19, 20, 21, 22 y 23, se trata de una serie de ánforas, posiblemente utilizadas como canal para libaciones.

482

481

480

IV-VI d. C. X494

X483

Pescado

Las Maravillas Torremolinos Castillo de San Luís

F. secos

X492 X493

X495

X490

Olivas

Camino de Granada Orgiva

III-IV d. C.

Astigi -C/Avedaño Cuevas de San Marcos La Calilla Las Maravillas

X489

X480

-La Vegueta

II-III d. C.

Vid/Vino

Necrópolis

X486

Suido

Posible mensa487.

Vestigios de banquete funerario481.

Otros

359

X506

X505

X496

Vino

Olivas

X511 X513

F. secos

Pescado

X512

X509

X497

Conchas X

501

Huevo

X507

X

502

Animales indet. X498

Ovicáprido

X508

X

503

Ave

X504

X499

Suido

497

CELA et alii, 1999: S.7, conducto para libaciones. CELA et alii, 1999: S.1. 498 CELA et alii, 1999: S.1. 499 CELA et alii, 1999: S.1. 500 CELA et alii, 1999: S.1. 501 MÍNGUEZ MORALES, 1989-90: Enterramientos infantiles en la Casa de Hércules. 502 MÍNGUEZ MORALES, 1989-90: Enterramientos infantiles en la Casa de Hércules. 503 MÍNGUEZ MORALES, 1989-90: Enterramientos infantiles, espacios intermedios entre la Casa de Hércules, la del Emblema y la de la Tortuga. 504 ALAPONT et alii, 1998: desarrollo del ritual de la porca praesentanea. 505 CANTO y URRUELA, 1979: Monumento 1, sillares perforados como conducto de libaciones, y S.1, provista de conducto para libaciones. 506 RAIGOSO, 1995: Referencia indeterminada para una sepultura provista de conducto para libaciones. 507 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 508 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 509 LORIENTE y OLIVER, 1992: S.7, enterramiento infantil en vivienda. 510 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: referencias generales. 511 ALMAGRO, 1955: S.41, piñones, y S.58, nueces. 512 ALMAGRO, 1955: S.37, una concha de cardium edulis, y S.42, dos conchas de molusco. 513 ALMAGRO, 1955: S. 22, higos, dátiles, nueces y piñones; S.23, nueces y piñones; S.40, piñones y una fruta indeterminada; y S.47, dátiles, nueces y una fruta indeterminada.

496

Castulo C. de los Gordos Lucus Augusti Plaza del Ferrol Ilerda La Magdalena Santa Criz Emporiae La Ballesta Torres

I d. C.

Can Bel Celsa Valentia C/ Quart

Necrópolis I a. C.- I d. C.

○ Provincia Tarraconensis

Restos del banquete510

Zorro500

Otros

360

X522

X519

X518

Olivas

F. secos

Pescado

X526

Conchas

Huevo

X529

X520

X515

Animales indet.

515

X531

X527

X523

Ovicáprido

GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 516 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 517 DURÁN Y SAMPERE, 1964: S.33, S.60, S.69, S.84 y S.91, conducto para libaciones. 518 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.E.4, ánfora utilizada como conducto de libaciones. 519 MACÍAS I SOLÉ y MENCHON BES, 1998-99: S.2, S.8 y S.11, canal para libaciones compuestos por dos imbrices. 520 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 521 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 522 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Sepultura sin numerar, forma conjunto con las S.6 y 7, está provista de canal para libaciones. 523 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 524 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 525 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 526 BECH BORRÁS, 1967: S.1. 527 BECH BORRÁS, 1967: S.1. 528 BECH BORRÁS, 1967: S.1. 529 LUCAS PÈLLICER et alii, 1982: Depósito votivo. 530 LUCAS PÈLLICER et alii, 1982: Depósito votivo. 531 TEd’A, 1987: S.1, contenía una serie de dientes de cabra.

514

Tarraco Parc de la Ciutat

Getafe

Esponellá

Granollers

Lucus Augusti Plaza del Ferrol

II d. C.

Barcino Plaza de Villa Madrid Bracara Augusta Nec. Maximinos Tarraco Platja dels Cossis/R y Cajal

X517

X514

La Calerilla

I-II d. C.

Vino

Necrópolis

X521

Ave

X524

Suido

Raposa, cánidos, équidos y cérvidos525 Bóvido, cánido, équido528 Cerámica fragmentada en el exterior de las sepulturas530

Los recipientes de sólidos habían sido incinerados, los de líquidos no516

Otros

361

X

547

Olivas

F. secos X

532

Pescado

X546

Conchas

Huevo

X

548

X544

X542

X540

X

533

Animales indet.

533

X536

Ovicáprido

MUÑOZ MELGAR, 1991: S.3. MUÑOZ MELGAR, 1991: Referencias generales. 534 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Torre de San José, provista de canal para libaciones. 535 GALVE IZQUIERDO, 2008: Incineración I y III, conducto para libaciones. 536 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 537 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 538 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: Fosa de grandes dimensiones en la que las diversas ofrendas se alternaban con enterramientos perinatales. 539 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 540 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 541 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 542 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 543 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 544 LUCAS PELLICER et alii, 1982: Depósito votivo. 545 LUCAS PELLICER et alii, 1982: Depósito votivo. 546 BLANCO FREJEIRO et alii, 1967: S.16, S.18, S. 19, S.22, S.23, S.30 y S.39. 547 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 548 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 549 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales.

532

El Albir

La Calerilla

IV d. C.

Noalla La Lanzada

Lucus Augusti Plaza del Ferrol Getafe

La Calerilla

Granollers

X539

X535

III d. C.

Caesaraugusta P. Occidental

Vino

X534

Necrópolis

Madre de Déu del Camí Villa Joyosa

X543

Ave

X537

Suido

Los recipientes de sólidos habían sido incinerados, los de líquidos no549

Cerámica fragmentada en el exterior de las sepulturas545

Raposa, cánidos, équidos y cérvidos538 Los recipientes de sólidos habían sido incinerados, los de líquidos no541

Otros

362

Necrópolis

X550 X551

Vino

Olivas

F. secos

Pescado

X558

X

555

Conchas

Animales indet. X553 X556

Huevo X552

Ovicáprido

FERNÁNDEZ ROJO y AMORÓS SEMPERE, 1990: S.4, canal para libaciones. SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: Referencias generales. 552 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: Referencias generales. 553 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: Referencias generales. 554 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: Referencias generales. 555 CARRO OTERO, 1971: S.2, S.3, S. 4 y S.5, aparecen sobre un lecho conformado por multitud de conchas marinas, entre ellas de vieira, ostra y berberecho. 556 CARRO OTERO, 1971: Pieza dentaria indeterminada, perteneciente a un hervívoro. 557 CARRO OTERO, 1971: S.1, colmillos de suido. 558 BLANCO FREJEIRO et alii, 1967: S.16, S.18, S. 19, S.22, S.23, S.30 y S.39. 559 RIGAUD DE SOUSA, 1979: Referencias generales.

551

550

Ponte Limas

V d. C.

Nec. 3 El Monastil Adro Velho Noalla La Lanzada

Ave X

557

Suido

Espacios en las sepulturas reservados para alimentos559

Área de cocina554

Otros

363

X

Lucernas 570

Ungüentarios X564 X567 X568

X563

Monedas X569

Armas X565

X561

Joyas X571

Elementos de vestido X566

X562

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

561

Las tablillas defixiones, aunque incluidas por comodidad de consulta en el apartado del ajuar, aparecen sensiblemente separadas de éste ya que entendemos que se trata de un contra-ajuar, dado que suponen una intrusión y una agresión, en toda regla, contra el ajuar original y el difunto allí sepultado. HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ et alii, 2008: de 272 sepulturas, 42 contenían armas; una de ellas un pilum. 562 HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ et alii, 2008: Referencias generales para fíbulas. 563 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Actividad 14. 564 PEREIRA, 1970: S.1. 565 PEREIRA, 1970: S.1, un pilum. 566 PEREIRA, 1970: S.1, una fíbula, tres hebillas y dos botones. 567 ALARÇAO y ALARÇAO, 1966: S.27, S.431 y S.437. 568 DRAKE, 2006b: S.3. 569 LÓPEZ DA SILVA, 1986: S.1, tres monedas. 570 DEL AMO Y DE LA HERA, 1973: S.5, S.6 y S.7. 571 DEL AMO Y DE LA HERA, 1973: S2, dos cuentas de collar, y S.4, una cuenta.

560

Alenquer Aljustrel Carrascalejo Cinfães El Pradillo

I d. C.

Emerita El Tabarín

I a. C.-I d. C.

Plasenzuela

II-I a. C.

Necrópolis

○ Provincia Lusitania

- 10. 5. b. Otros elementos de ajuar 560

Tablillas defixiones

364

Lucernas

X579 X581 X584 X593 X594

X578 X580 X583 X587 X592

X574

Ungüentarios X572

Monedas X575

X595

X585 X588 X590

Joyas

Armas

573

MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Actividades 2, 5, 6 y 8. MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Actividades 6 y 8. 574 SILVA CORDERO, 2001: Actividad 4. 575 SILVA CORDERO, 2001: Actividad 12. 576 SILVA CORDERO, 2001: Actividad 12 y 27. 577 PALMA GARCÍA, 2000: Actividad 10 y U.E.65 y 79. 578 SÁNCHEZ BARRERO, 1998: Actividad 7. 579 SÁNCHEZ BARRERO, 1998: Actividad 7 y 8. 580 BEJARANO OSORIO, 1999: Monumento 3 y referencias generales para las inhumaciones. 581 MOLANO BRÍAS, et alii, 1995: Referencias generales. 582 BEJARANO OSORIO, 1999: Corte 3. 583 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998, Actividad 3. 584 MARCOS POUS, 1961 y DURÁN CABELLO y BENDALA GALÁN, 1995: S.1. 585 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: referencias generales para cuentas de pasta vítrea. 586 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998, Actividad 3, fíbula. 587 BEJARANO OSORIO, 1998: Actividad 1 y 32. 588 BEJARANO OSORIO, 1999a: Actividad 5, cuatro cuentas de pasta vítrea y una piedra ovalada del mismo material. 589 BEJARANO OSORIO, 1996a: Tipo 4. 590 SÁNCHEZ BARRERO, 1996: U.E. 4, un collar y un pendiente. 591 SÁNCHEZ BARRERO, 1996: U.E. 4, una fíbula. 592 BEJARANO OSORIO, 1996a: S.2 y S.6. 593 BEJARANO OSORIO, 1999d: Monumento 1: S.2 y Corte 1, incineración. 594 BEJARANO OSORIO, 1999b: Actividad 2 y 5.

572

Emerita El Tabarín Barriada de los Milagros C/ Tomás R. de Castilla Villafranca Sitio del Disco Teatro Romano CAMPSA Hipermercado Continente Carretera N-V/Los Césares Poeta Marcial

Necrópolis

Elementos de vestido X

591

X586

Lecti funebris X589

X582

X573 X576 X577

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

365

Ungüentarios X615

X

609

X

601

X596

Monedas X614

X607 X610

X605

X

611

X

Armas 602

X616

X

612

X606

X

Joyas 603

Amuletos X597

596

X617

X

613

X598 X604

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Lucernas

BEJARANO OSORIO, 1999b: Actividad 5, cuatro cuentas de pasta vítrea y una piedra ovalada del mismo material. MARCOS POUS, 1961: S.1. 597 SANTOS, 1971c: Referencias generales para un colgante con forma de media luna. 598 SANTOS, 1971c: Referencias generales para fíbulas. 599 SANTOS, 1971c: Referencias generales. 600 SANTOS, 1971c: Referencias generales. 601 VIANA, 1950: Referencias generales. 602 VIANA, 1950: Referencias generales, aparecen cuchillos afalcatados y puntas de lanza y flecha. 603 VIANA, 1950: Referencias generales para pendientes. 604 VIANA, 1950: Referencias generales para fíbulas. 605 MOITA, 1968: Sepultura de C. Cominio Atiliano, “multitud” de monedas de oro y plata. 606 MOITA, 1968: Sepultura de C. Cominio Atiliano, “rica en joyas”. 607 VIANA, 1951b: S.3 y S.7. 608 VIANA, 1951b: S.3. 609 NOLEN y DIAS, 1981: S.C3, S.C4, S.C7, S.C9, S.D3, S.D12, S.D15/16, S.E2, S.E4, S.F5 y S.G3. 610 NOLEN y DIAS, 1981: S.C.1 y S.D1. 611 NOLEN y DIAS, 1981: S.B5, un cuchillo de hierro. 612 NOLEN y DIAS, 1981: S.G.4, dos pendientes de oro. 613 NOLEN y DIAS, 1981: S.B5, S.C1, S.C5, S.C10, S.D.3, S.D17, S.E6, S.E10 y S.F2, fíbulas (134-139) y S.B5, S.E10, hebillas de cinturón y elementos del calzado. 614 DA VEIGA y DOS SANTOS, 1972.: S.1. 615 ALARÇAO y ALARÇAO, 1966: S.62, S.100, S.129, S.144, S.161, S.198, S.206, S.282, S.307, S.313, S.317, S.319, S.325, S.329, S.354, S.370, S.422 y S.496.

595

Aljustrel

I-II d. C.

Los Columbarios Fonte Velha Heredade de Chaminé Olisipo Palacio Portalegre Ossonoba L.Colegio/B. Letes Santo André Milreu Cerro Guelhim

Necrópolis

Lecti funebris X599

Clavos del ataúd X608

X600

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

366

Lucernas X X636

634

X629 X635

X

627

626

X X628

X624

X

621

X623

X618

Ungüentarios

617

ALARÇAO y ALARÇAO, 1966: S.73, una cuenta de hueso. ALARÇAO y ALARÇAO, 1966: S.270, botón de vidrio. 618 PICADO PÉREZ, 2007.: S.7. 619 PICADO PÉREZ, 2007: S.1, pulsera de bronce. 620 SANTOS, 1971b: Referencias generales. 621 ALARÇAO, 1966: S.1. 622 DIAS, 1985: Referencias generales para fíbulas. 623 SILVA CORDERO, 2001: En incineraciones Tipo 3 y Actividad 4. 624 SILVA CORDERO, 2001: Tipo 3. 625 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999, Actividad 15 y 16. 626 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 30, 36 y 52. 627 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 52 y 33. 628 PALMA GARCÍA, 2000: Actividad 10 y 23 y U.E. 106. 629 SILVA y PIZZO, 2000: S.1. 630 SILVA y PIZZO, 2000: S.1 y referencias generales. 631 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1996: Referencias generales, principalmente cuchillos. 632 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1996: Referencias generales para anillos y collares. 633 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1996: Referencias generales para botones. 634 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales. 635 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales.

616

Badajoz Montesinos Balsa Torre d’Ares Carvahal Emerita Barriada Milagros Marquesa de Pinares Albuhera/Avda.Lusitania Romero T. de Castilla Corchera Extremeña Sitio del Disco Cabo Verde

Necrópolis Monedas X630

X625

X620

Armas X631

Joyas X632

X619

Elementos de vestido X633

X622

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

367

X654

X

Lucernas 649

Ungüentarios X655

X652 X653

X X646 X650

643

X637 X638 X639 X640

X656

X

Monedas 644

X

Armas 645

Joyas X657

X648

Amuletos

X647 X651

Ajuar “tipo Duero”

X642

637

Elementos de vestido

X641

Herramientas de trabajo

MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Fase I, Actividad 1 y 17 y AYERBE y MÁRQUEZ, 1996: Actividad 1. SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999: Actividad 3 y 7. 638 DE LA BARRERA ANTÓN, 1989: S.1, S.2, S.5, S.9 y S.10. 639 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1994-95: Referencias generales. 640 BEJARANO OSORIO, 1998: Actividad 1, 35 y U.E.96 y BEJARANO OSORIO, 1999a: Actividad 2 y 5. 641 NODAR BECERRA, 2000: Actividad 5, una cuenta de collar; Actividad 15, gran cantidad de cuentas de pasta vítrea, y Actividad 16, pulsera de oro. 642 NODAR BECERRA, 2000: Zona B, Actividad 10, botones. 643 SANTOS, 1971c: Referencias generales. 644 SANTOS, 1971c: referencias generales. 645 SANTOS, 1971c: referencias generales: 20 lanzas, un hacha y una espada. 646 VIANA y DEUS, 1958: S.10. 647 VIANA y DEUS, 1958: S.10. 648 VIANA y DEUS, 1958: S.10, fíbula. 649 BARATA, 1996: S.1. 650 BARATA, 1996: S.1. 651 BARATA, 1996: S.1., pátera de plata ricamente decorada con la escena mitológica de Perseo y la Gorgona. 652 MOITA, 1968: S.1. 653 MOITA, 1968: Referencias generales. 654 GAMITO, 1992: S.4 y S.6. 655 GAMITO, 1992: S.2.

636

Puerta de la Villa Juan Carlos I Augusto CAMPSA Reina Sofía Fonte Velha Heredade de Padrão Lameria Larga Olisipo C/ Do Garcia Estação-Rossio Ossonoba Alcaçairas

Necrópolis

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

368

Lucernas X676

X668

Ungüentarios X X675 X677

674

X664 X667

X

661

X658 X659

Monedas X673

X665

X660 X662

X669

Amuletos

Joyas

Armas

657

GAMITO, 1992: S.4 y S.6, dos monedas. GAMITO, 1992: S.6, dos pendientes, un anillo y un collar de oro, y referencias generales para joyas de este mismo material. 658 VASCONCELOS y SÁ, 1905: Referencias generales. 659 ALARÇÃO, 1968: S.1. 660 COSTA ARTHUR, 1950: Referencias generales. 661 VIANA y DEUS, 1955a: S.21 y S.26. 662 VIANA y DEUS, 1955a: S.8. 663 VIANA y DEUS, 1955a: S.71, fíbula y S.14 y S.27, hebillas de cinturón. 664 SAPONI SERGIO y BARQUERO SÁNCHEZ, 1989: Sepulturas de incineración, referencias generales. 665 SAPONI SERGIO y BARQUERO SÁNCHEZ, 1989: En una de las sepulturas de incineración. 666 SAPONI SERGIO y BARQUERO SÁNCHEZ, 1989: Referencias generales para las incineraciones. 667 RODRÍGUES, 1961: Referencias generales. 668 MÁRQUEZ PÉREZ, 1994-95: Referencias generales. 669 MÁRQUEZ PÉREZ, 1994-95: Referencias generales para bullae. 670 MÁRQUEZ PÉREZ, 1994-95: Referencias generales para hebillas de cinturón y elementos del calzado. 671 MÁRQUEZ PÉREZ, 1994-95: Referencias generales. 672 MÁRQUEZ PÉREZ, 1994-95: Referencias generales. 673 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999: Actividad 12. 674 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999: Actividad 5. 675 SILVA CORDERO, 2001: Tipo 1.

656

Berzocana Civitas Aravorum Emerita Campo de fútbol Marquesa Pinares Puerta de la Villa Barriada de los Milagros Sitio del Disco

II d. C.

Pax Iulia Pombalinho Quinta de S. Jõao Serrones

Necrópolis

Elementos de vestido X670

X663

Lecti funebris X671

X666

Clavos del ataúd X672

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

369

X686 X690

X

683

X

Lucernas 681

Ungüentarios X

694

X687 X691

X682

Monedas X685

X684

Amuletos

Joyas

Armas

677

MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales. MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales y BEJARANO OSORIO, 1999d: S.2. 678 VIANA y DEUS, 1958: S.31, S.35, S.51, S.54 y S.58, fíbulas. 679 VIANA y DEUS, 1958: Referencias generales. 680 VIANA y DEUS, 1958: Referencias generales. 681 ENRÍQUEZ NAVASCUÉS y MÁRQUEZ GALLARDO, 2007: S.11, S.18 y S.23. 682 FABIÃO et alii, 1998: S.3 y S.11 y 12. 683 DE MATOS, 1969: S.1. 684 ALARÇÃO, 1968: Hallazgos descontextualizados en torno a una sepultura. 685 VIANA, 1952: Referencias generales. 686 GARCÍA Y BELLIDO, 1961: Monumento C, S.3, S.4, S.5 y Monumento D. 687 GARCÍA Y BELLIDO, 1961: S.1, S.2 y S.5; GARCÍA Y BELLIDO, 1966: Moumento N y SÁNCHEZ BARRERO, 1996: U.E. 4. 688 SÁNCHEZ BARRERO, 1996: U.E. 4, fíbula. 689 GARCÍA Y BELLIDO, 1961: S.2. 690 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales. 691 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales. 692 MOLANO BRÍAS et alii, 1995: Referencias generales para hebillas de cinturón y elementos del calzado. 693 MÁRQUEZ PÉREZ, 2002: Actividad 104. 694 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Fase II, Actividad 12, 17 y 19. 695 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Fase II: Actividad 12.

676

Balsa As Pedras del Rei Emerita Puente sobre el Annas Sitio del Disco Leonor de Austria Cabo Verde

II-III d. C.

Horta das Pinas Las Tomas Monte Novo do Castelinho Oeiras Pombalinho

Necrópolis

Elementos de vestido X688 X692

X678

Lecti funebris X679

Clavos del ataúd X693 X695

X689

X680

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

370

X714

Arrochela Balsa Quinta do Arroio Carvalhal Emerita C/Albuhera/Avda. Lusitania

Monedas

Joyas

X717

Amuletos

Ungüentarios X715

X716

X718

X

713

X699 X703

X719

X710

X709

Ajuar “tipo Duero”

X707

X702

Herramientas de trabajo X698

Elementos de vestido X705

X708 X712

Armas X697

Lecti funebris

X704

X696 X701

Clavos del ataúd X711

X706

Evidencias de sudario

VIANA y DEUS, 1955a: S.16, S.19, S.22 y S.92. VIANA y DEUS, 1955a: S.45, S.62 y S.83, cuchillos. 698 VIANA y DEUS, 1955a: S.106, varias piezas de metal pertenecientes al instrumental de un tonelero. 699 VIANA y DEUS, 1955a: S.49, fíbula y S.3, S.69 y S.83, broches de cinturón. 700 VIANA y DEUS, 1955b: S.3, S.7, S.8, S.11, S.34, S.35, S.36, S.38, S.39, S.49, S.41 S.43, S.50, S.51, S.52, S.56, S.62, S.66 y S.69. 701 VIANA y DEUS, 1955b: S.17 y S.45. 702 VIANA y DEUS, 1955b: S1, dos pendientes, y S.50, pulsera de bronce. 703 VIANA y DEUS, 1955b: S.38, botones. 704 FRADE et alii, 1986: S.G5:1 y S.G5:4. 705 FRADE et alii, 1986: S.G5:4. 706 FRADE et alii, 1986: S.G5:4. 707 SANTOS, 1972: Referencias generales. 708 SANTOS, 1972: Referencias generales. 709 SANTOS, 1972: Posible sepultura femenina, de cronología incierta, pulsera de oro. 710 SANTOS, 1972: Referencias generales. 711 SANTOS, 1972: Referencias generales. 712 ALARÇÃO, 1966: Referencias generales. 713 ALARÇÃO, 1966: Referencias generales para botones. 714 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 33. 715 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 33. 716 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 33. 717 ALBA CALZADO, 2002: Actividad 33. No se trata de un amuleto propiamente dicho, sino de la representación, a punzón sobre un fragmento de pizarra, de un león, un jabalí –con una estrella en sus cuartos traseros- y un caballo a la carrera. Delante del primero se encuentra un recipiente, una especie de cáliz; entre el jabalí y el caballo una hoja de hiedra (con la palabra BIOTRI (?) o BIDITRI (?)), y sobre la representación, otra hoja de hiedra con las letras VTF, (vtere felix) “que lo disfrutes”. Finalmente, en la parte superior del conjunto, las letras ABDEF. La pizarra estaba vuelta al interior del sepulcro, hacia el difunto.

697

696

III d. C.

X700

Lucernas

O Padrozinho Nec. 4 Torre das Arcas

Necrópolis

Tablillas defixiones

371

Lucernas X735

X730

X720 X724

Ungüentarios X736

X732

X725

Monedas X733

X731

X726 X728

Joyas X737

X

729

X721

Amuletos X738

Ajuar “tipo Duero”

Armas

719

ALBA CALZADO, 2002: En el interior de un modesto monumento (Actividad 54 y 55), Actividad 53, botones. ALBA CALZADO, 2002: Actividad 32 y 52. 720 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividad 3, 4, 6, 8, 10, 11, 15, 18, 19, 23, 25, 26, 30, y 32. 721 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividad 4, dos pulseras, un anillo y 57 cuentas de collar, y Actividad 9, una cuenta de ámbar. 722 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividad 11, 14, y 17, elementos del calzado. 723 AYERBE VÉLEZ, 1999: Actividad 9, 18, 19, 20, 26, 31 y 32. 724 PALMA GARCÍA, 2000, U.E.42. 725 SILVA y PIZZO, 2000, S.1. 726 SILVA y PIZZO, 2000, S.1. 727 SILVA y PIZZO, 2000, S.1. Se trata de dos varillas de hierro decoradas con láminas de bronce, quizás parte del contenedor funerario. 728 FERNÁNDES y MENDES, 1983: S.4, S.6 y S.9. 729 FERNÁNDES y MENDES, 1983: S.4, dos pendientes y cuatro cuentas de vidrio, y S.9, dos pendientes. 730 VIANA y DEUS, 1955a: S.81, S.83, S.91, S.96 y S.98. 731 GRAEN, 2005: Referencias generales. 732 SANTOS, 1972: Referencias generales. 733 SANTOS, 1972: Referencias generales. 734 SANTOS, 1972: Referencias generales. 735 ENRÍQUEZ y GIJÓN, 1987: Referencias generales. 736 ENRÍQUEZ y GIJÓN, 1987: Referencias generales. 737 GIJÓN GABRIEL, 1998a, S.3, pulsera. 738 GIJÓN GABRIEL, 1998b, S.3, 22 terracotas.

718

Balsa Quinta do Arroio Emerita Albarregas

III-IV d. C.

Sur Cementerio Municipal Romero T. de Castilla Corchera Extremeña Heredades dos Pombais O Padrozinho Nec. 4 Quinta do Marim

Necrópolis

Elementos de vestido X722

Clavos del ataúd X734

X727

X723

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

372

Lucernas X753 X754 X756

X744

Ungüentarios X749

X

748

X739

Monedas X757

X750

X740 X741 X745

Joyas X742 X746

Amuletos

Armas

740

VIANA, 1950: Referencias generales. VIANA, 1950: En dos inhumaciones. 741 FRADE y CAETANO, 1991: S.G37.3, S.H37.2, S.I37.2, S.L37.3, S.L37.5, S.L38.5, S.M29.2, S.M30.1 y S.N30.1. 742 FRADE y CAETANO, 1991: S.L38.1, pulsera de vidrio, y S.L38.2, dos pulseras de cobre. 743 FRADE y CAETANO, 1991: S.N32:4 y S.L38:4. 744 SABROSA, 1996: S.3, S.8, S.25, S.31 y S.35. 745 SABROSA, 1996: S.6, S.7, S.8, S.12, S.16, cuatro monedas, S.25, S.27, S.31 y S.32. 746 SABROSA, 1996: S.26, cuatro cuentas de pasta vítrea y una medalla del mismo material, y S.27, tres cuentas de pasta vítrea. 747 SABROSA, 1996: S.33, fíbula (124) y S.16, hebilla de cinturón. 748 MAURA Y SALAS, 1931-32: S.4. 749 SANTOS, 1972: Referencias generales. 750 SANTOS, 1972: Referencias generales. 751 SANTOS, 1972: Referencias generales. 752 SANTOS, 1972: Referencias generales. 753 SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1999: Actividad 78. 754 AYERBE y MÁRQUEZ, 1996: Fase III, Actividad 36 y 1906. 755 MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Actividad 1 y 19. 756 BENDALA GALÁN, 1976: S.1. 757 DE LA BARRERA ABTÓN, 1989-90: S.1, tres monedas. 758 DE LA BARRERA ABTÓN, 1989-90: S.1, coticula de piedra, posible médico. 759 DE LA BARRERA ABTÓN, 1989-90: S.1.

739

Balsa Quinta do Arroio Emerita Puerta de la Villa Cabo Verde Cuartel de Artillería Vía Ensanche/C. N-V

IV d. C.

Heredade de Chaminé Lage do Ouro Porto dos Cacos Talavera de la Reina

Necrópolis

Herramientas de trabajo X758

Elementos de vestido X747

Lecti funebris X751

Clavos del ataúd X759

X755

X752

X743

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Ajuar “tipo Duero”

373

Lucernas X760

Ungüentarios X766

X761

Monedas X

764

X762

Armas X772 X774

Joyas X776

X767

X763 X765

X768

Amuletos

762

761

SÁNCHEZ BARRERO y ALBA CALZADO, 1996: Actividad 6. SÁNCHEZ BARRERO y ALBA CALZADO, 1996: Actividad 6. FERNÁNDEZ y MENDES, 1983: S.1 y S.8. 763 FABIÃO et alii, 1998: S.2, 22 cuentas de collar, de pasta vítrea en distintos colores y un pendiente negro del mismo material. 764 TAVARES DÍAS, 1993-94: S.3, cinco monedas, y S.4. 765 TAVARES DÍAS, 1993-94: S.2, S.3 y S.8, un pendiente y un brazalete de bronce. 766 PIRES, 1896: Referencias generales. 767 AMARAL y PAÇO, 2007: Sepultura femenina, dos pendientes. 768 AMARAL y PAÇO, 2007: Sepultura femenina, una figura de perro en bronce. 769 AMARAL y PAÇO, 2007: Referencias generales para botones. 770 D.D. CONSORCIO, 2001: S.1, elementos del calzado. 771 D.D. CONSORCIO, 2001: S.1. 772 FIGUEROLA, 1984-85: S.1, cuchillo. 773 FIGUEROLA, 1984-85: S.1. 774 MARTÍN VALLS, 1982: Referencias generales, cuchillo “tipo Simancas”. 775 MARTÍN VALLS, 1982: Referencias generales. 776 VIÑALS, 1875: Referencias generales para pendientes de plata. 777 VIÑALS, 1875: Referencias generales para fíbulas y hebillas de cinturón.

760

V-VI d. C.

Almaraz

V d. C.

Bencafede Casais Velhos Emerita Barriada de las Abadías Valverde de Fresno Yecla de Yeltes

IV-V d. C.

Fábrica El Águila Heredade dos Pombais Monte Novo do Castelinho Valbeirô

Necrópolis

Ajuar “tipo Duero” X773

Elementos de vestido X777

X770

X769

Lecti funebris X771

Clavos del ataúd X775

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

374

779

778

Monedas

Ungüentarios

Lucernas

VIANA y DEUS, 1955a: Referencias generales para tres pendientes, una pulsera y un anillo. VIANA y DEUS, 1955a: Referencias generales para hebillas de cinturón.

O Padrozinho Nec. 1

Necrópolis Joyas X778

Elementos de vestido X779

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

Armas

375

Lucernas

X793

X790

Ungüentarios X791 X792

X

789

X786

Monedas X788

X787

X782

X780

Armas X

784

X781 X

Elementos de vestido 785

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

Joyas

X783

781

JIMÉNEZ HIGUERAS, 2005: Referencias generales. NUÑEZ PARIENTE DE LEÓN y TINOCO MUÑOZ, 1988: Referencias generales. 782 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.36 y S.42. 783 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.36. 784 ARRIBAS, 1967: Referencias generales, en las que los elementos hallados nos llevan a un horizonte ibérico: nueve falcatas y abundantes fragmentos de otras, dos espadas puñales, diversos soliferra y puntas de lanza, una punta de dardo, las llantas de un carro. 785 ARRIBAS, 1967: Referencias generales para fíbulas. 786 BANDERA et alii, 2001: S.6. 787 BANDERA et alii, 2001: S.1. 788 VARGAS CANTOS, 2006: S.20, inhumación infantil decapitada, y S.40. 789 GARCÍA MATAMALA, 2002: S.1. 790 SÁENZ GÓMEZ, 1991: Referencias generales. 791 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Referencias generales. 792 GENER BASALLOTE, 1994: Enterramiento A. 793 RODRÍGUEZ DÍAZ y JIMÉNEZ ÁVILA, 1987-88: Referencias generales.

780

Alcaudete Astigi Cerro de las Balas C/ Bellidos Iliberri Nerva Corduba Avda. Corregidor La Bodega Gades C/ J. R. Jiménez Sta. C. Tenerife/ Andalucía Hornachuelos

I a. C.-I d. C.

Necrópolis

○ Provincia Baetica

Tablillas defixiones

376

Lucernas X798 X803

X794 X796

Ungüentarios X

810

X799 X804

X797

Monedas X

811

X

805

Joyas X

812

X800 X806

Amuletos X

813

X801 X807

X795

X

814

X

Elementos de vestido 808

Lecti funebris X809

Clavos del ataúd X815

X802

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Armas

X816

795

JIMÉNEZ HIGUERAS, 2005: S.1. JIMÉNEZ HIGUERAS, 2005: S.1. El ajuar, además de otros objetos cerámicos, constaba de un vertedor de plomo, una lámina de este material en la que se representaba la cabeza de un mastín, posible exvoto o talismán, y otra lámina anepígrafa, 13 astrágalos de ovicáprido, 23 conchas de moluscos y un caracol. Elementos que se vinculan con prácticas mágicas, aunque no con la posibilidad de que la sepultura fuese objeto de un ritual, sino que ésta perteneció a un mago que se enterró con los elementos propios de su profesión. 796 GONZALBEZ CRAVIOTO, 1991-92: Referencias generales. 797 MANCHECO Y OLIVARES, 1922: Referencias generales. 798 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.8, S.14, S.27, S.31, S.44, S.49, S.54, S.59, S. 68, S.71, S.72 y S.77. 799 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.1, S.2, S.3, S.31, S.33, S.36, S.38, S.39, S.41, S.42, S.45, S.47, S.54, S.58, S.59, S.66, S.73, S.74 y S.82. 800 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.2, pendientes. 801 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.67, amuleto fálico, y S.70, higa. 802 TINOCO MUÑOZ, 2002: S.68. 803 TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela RIA2, S.9, S.13, S.22 y S.27. 804 TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela RIA1, S.1, S.5, S.6, S.8, S.14, S.15, S.18, S.22 y S.23; Parcela RIA2, S.1, S.5, S.6, S.9, S.13, S.15, S.19, S.22, S.24, S.25, S.27, S.28 y S.30, y AGULAR CAMACHO, 2001: S.1, S.2, S.5, S.17, S.19 y S.26. 805 TINOCO MUÑOZ, 2001: Bloque 3, S.6. 806 TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela R1.A2: S.7, pendientes, y S.8 un collar. 807 TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela R1.A1: S.18, bulla, y S.9, amuleto fálico y Parcela R1.A2: S.22, bulla y lasca de sílex. 808 TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela R1.A1: S.7, fíbula, y Parcela R1.A2: S.13, fíbula. 809 PARIS et alii, 1926: Referencias generales. 810 REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: S.1 y S.2, S.3, S.11, S.14, S.16 y S.20. 811 PARIS et alii, 1926: Sepultura de M. Sempronius Saturninus, S.351 y otras referencias generales, entre ellas la de un enterramiento infantil. REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: S.2. 812 PARIS et alii, 1926: Referencias generales para un brazalete de hilo de cobre en una sepultura infantil. BOURGEOIS y DEL AMO, 1970: Referencias generales para perlas de collar. 813 PARIS et alii, 1926: Referencias generales para amuletos fálicos, monedas agujereadas, bullae o un guijarro con perforaciones naturales.

794

Alcaudete Anticaria Arcensium Finca La Garrapata Astigi Bellidos La Algodonera Baelo Claudia Nec. Oeste Nec. Sureste

I d. C.

Necrópolis

Tablillas defixiones

377

X

836

X827 X833

X826 X832 X835

X828 X834

X822

X821

Lucernas X820

Ungüentarios

X818

Monedas

X817

Armas X829

Joyas X830

X819

Amuletos X823

Elementos de vestido X824

Clavos del ataúd X831

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

X837

X825

PARIS et alii, 1926: Referencias generales para fíbulas. PARIS et alii, 1926: Referencias generales para determinadas inhumaciones. 816 PARIS et alii, 1926: Referencias generales para el hallazgo de una tabula agujereada. 817 GARCÍA SOTO, 1953: S.1. 818 PARIS et alii, 1926: Sepultura infantil y GARCÍA SOTO, 1953: S.2. 819 PARIS et alii, 1926: Sepultura infantil en la que aparecieron unos pendientes de oro y diversas cuentas de collar de distintos materiales. También se mencionan cuentas de pasta vítrea. 820 BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba del Ustrinum, Foso de Cremación Profundo y bustum 1 y BELÉN, 1983: Tumba Hipogea. 821 BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba del Ustrinum, Tumba de la Urna de Vidrio, Crematorio de las Tres Piedras; BELÉN, 1983: Tumba Hipogea: S.1, S.2, S.3, S.4, S.5, S.9 y S.10 y BELÉN et alii, 1985: S.71, S.72 y S.74. 822 BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba de las Cuatro Columnas, Tumba de los Cuatro Departamentos y Foso de Cremación Profundo. 823 BELÉN, 1983: Tumba Hipogea: S.8, bulla. 824 BELÉN et alii, 1985: S.73, broche de cinturón. 825 BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba de la urna de Vidrio. 826 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.25, S.26, con 12 lucernas formando un círculo en torno al esqueleto, S.27, S.28 y S.33, también con diversas lucernas formando un círculo. 827 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.9, S.20, S.25, S.26 y S.67. 828 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.25. 829 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.25, un cuchillo. 830 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.66, pulseras y posibles uñas postizas. 831 PERDIGONES MORENO et alii, 1985a: S.9 y S.18. 832 MORENO GARRIDO y PENCO VALENZUELA, 1997 y PENCO VALENZUELA y MORENO GARRIDO, 2000: S. 1 y S.2. 833 MORENO GARRIDO y PENCO VALENZUELA, 1997 y PENCO VALENZUELA y MORENO GARRIDO, 2000: S.1 y S.2. 834 MORENO GARRIDO y PENCO VALENZUELA, 1997 y PENCO VALENZUELA y MORENO GARRIDO, 2000: S.2. 835 RUIZ NIETO, 1995: S.10, S.13, S. 31 y S.32. 836 GARCÍA MATAMALA, 2002: Monumento1. 837 VAQUERIZO, 2001a, 193-194.

815

814

Nec. Cerro Gordo Carmo Nec. Anfiteatro Carissa Aurelia Nec. Norte Cerro Muriano Corduba La Constancia La Bodega Abéjar

Necrópolis

Tablillas defixiones

378

Lucernas X851 X857

X844 X847

X838

Ungüentarios X852 X858

X848 X849

X839 X841 X845

Monedas X861

X853 X859

X840 X842 X846

Joyas X854 X860

Amuletos X850

X843

Ajuar “tipo Duero”

Armas

839

CÁNOVAS UBERA et alii, 2006: Cremaciones 1, 2 y 4. CÁNOVAS UBERA et alii, 2006: Cremaciones 1 y 2. 840 CÁNOVAS UBERA et alii, 2006: Cremación 2. 841 RUIZ NIETO, 1997: Enterramiento 1. 842 RUIZ NIETO, 1997: Enterramiento 7. 843 RUIZ NIETO, 1997: Enterramiento 8, amuleto fálico. 844 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: S.10 y S.36. 845 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: S.74, Recinto 4 y ustrinum. 846 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2006: S.10 y S.53. 847 GARCÍA MATAMALA y LIÉBANA MÁRMOL, 2006: Tumba D. 848 PENCO VALENZUELA, 1998 y 1996: S.IV. 849 MORENA LÓPEZ, 1994: T-1 y tres enterramientos sin numerar. 850 MORENA LÓPEZ, 1994: T-1, tres bullae y una concha perforada. 851 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Monumento 1 y, en general, las inhumaciones y PERDIGONES MORENO et alii, 1985c: S.22. 852 PERDIGONES MORENO et alii, 1985c: S.7, S.10, S.12, S.23 y S.26. 853 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Monumento 1 y referencias generales y PERDIGONES MORENO et alii, 1985c: S.21, S.24 y S.34. 854 PERDIGONES MORENO et alii, 1985c: S.22, tres cuentas de collar. 855 PERDIGONES MORENO et alii, 1985c: S.23, S.31 y S.33. 856 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Referencias generales. 857 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 858 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Tumba 35 y 37. 859 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 860 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales para agujas, pulseras y anillo de oro, así como otros elelementos de orfebrería.

838

Avda. Pretorio Sta. Rosa/Almogávares Avda. Corregidor Plza. Magdalena El Avellano Polígono de Poniente Gades C/ J. R. Jiménez C/ General Ricardos Hispalis Entorno la Trinidad

Necrópolis

Clavos del ataúd X855

Evidencias de sudario X856

Tablillas defixiones

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

379

Lucernas X870 X873 X874

X

868

X877

X875 X876

X871

X878

X872

X867

X866 X869

Ungüentarios

X863 X865

Monedas

X862

Joyas X879

X864

Amuletos X880

Herramientas de trabajo X881

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Elementos de vestido

Ajuar “tipo Duero”

Armas

862

CARRASCO GÓMEZ y DORESTE FRANCO, 2005: Referencias generales. San Luís 95/Malpartida 10-12: RODRÍGUEZ AZOGUE y FERNÁNDEZ FLORES, 1997: UU.EE. 63, 65, y Zona de Santa Marina: CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividades 13, 14, 16, 19, 21 y 26. 863 Zona de Santa Marina: CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividades 5, 6, 16 y 18. 864 Zona de Santa Marina: CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividad 19, un collar. 865 PÉREZ MACÍAS, 1986: S.6. 866 DEL AMO, 1976: S.4. 867 DEL AMO, 1976: S.4. 868 SERRANO RAMOS et alii, 1983: S.3. 869 SERRANO RAMOS et alii, 1983: S.3. 870 ATENCIA PÁEZ, 1988: Monumento1. 871 ATENCIA PÁEZ, 1988: Monumento1, Monumento 2 y referencias generales. 872 ATENCIA PÁEZ, 1988 y ATENCIA PÁEZ et alii, 1995 : referencias generales. 873 CORRALES AGUILAR, 1996: Referencias generales. 874 PÉREZ MACÍAS, 1985: S.7 y como material descontextualizado. 875 PÉREZ MACÍAS, 1985: S.1, S.2, S.4 y S.7. 876 PÉREZ MACÍAS et alii, 1987: S.2. 877 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales. 878 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales. 879 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales para cadenas, anillos y pulseras. 880 SIERRA ALONSO, 1991: S.24, campanilla, S.55, bulla. 881 SIERRA ALONSO, 1991: S.13, specillum o sonda simple, y S.20, sonda de oído y un gancho, en ambos casos instrumental médico.

861

Alcolea del Río

I-II d. C.

Zona Norte Nerva Onuba Nec. La Esperanza Peñarrubia Singilia Barba Cortijo Castillón Cortijo El Canal Stock del Gossan Tharsis

Necrópolis

Tablillas defixiones

380

Lucernas X896

X885 X887

X882 X883

Ungüentarios X X899

898

X

894

X

889

X886

Monedas X897

X884

Armas X

890

X

884

883

892

X888

Joyas

GUERRERO MISA, 1986: S.15. ROMÁN PÉREZ y BEDIA GARCÍA, 1986: Tumba V. TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela R1.A1: S.6 y Parcela R1.A2: S.23. 885 RUIZ NIETO, 1995: S.13, S.24, S.25, S.29, tres monedas, S.31y S.34. 886 RUIZ NIETO, 1995: S.1, S.3, S.6, S.18/1, S.18/2-3, S.24, S.25, S.27, S.30, S.34, S.38, S.43, S.44, .45 y S.47. 887 MORENA LÓPEZ, 1994: Tumba 1. 888 Sin numerar en MORENA LÓPEZ, 1994, 163, un brazalete. 889 RUIZ OSUNA, 2005: Recinto C, Recinto D, E y F y Recinto G. 890 RUIZ OSUNA, 2005: Recinto C, un cuchillo. 891 RUIZ OSUNA, 2005: Recinto H, fíbula. 892 VAQUERIZO, 2008: Referencias generales para elementos de aderezo personal. 893 KROPP, 2008, NR.: dfx 2.2.3/2, NR.: dfx 2.2.3/3 y NR.: dfx 2.2.3/1. 894 MARTÍN RIPIO y MARTÍNEZ PEÑARROYA, 1992: Incineración IV, V y IX. 895 MARTÍN RIPIO y MARTÍNEZ PEÑARROYA, 1992: Incineración III, colgante de Tanit. 896 CARRASCO GÓMEZ y DORESTE FRANCO, 2005: Referencias generales para las inhumaciones. 897 CARRASCO GÓMEZ y DORESTE FRANCO, 2005: Bustum e inhumaciones con monedas en la mano. 898 C/ Gallos y Butrino: RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ y RODRÍGUEZ AZOGUE, 2003: Enterramientos A y D. 899 JIMÉNEZ SANCHO y TABALES RODRÍGUEZ, 2000: S.1.

882

Alanís de la Sierra Arruci Astigi La Algodonera Corduba La Constancia Polígono de Poniente Ciudad Jardín Camino Viejo de Almodóvar Dos Hermanas Hispalis La Trinidad/C. Carmona Puerta del Osario H. de las Cinco Llagas

Necrópolis Amuletos X

895

Elementos de vestido X891

X893

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

381

Lucernas X918

X901 X904

Ungüentarios X919

X

914

X911

X902 X905

Monedas X912 X915

X X909

906

907

X

916

X

Joyas

Armas

901

CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividad 16, fíbula. PERDIGONES MORENO et alii, 1986a: S.10 y, PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Solar 76, S.9. 902 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Solar 74: S.3 y Solar 76, S.9 y S.10. 903 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Solar 76: S. 8, bulla y S.15, colgante de Bes y amuleto fálico de hueso. 904 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 905 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: S.35, S.37 y referencias generales. 906 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 907 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales para pulseras, anillos de oro y orfebrería. 908 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 909 PERDIGONES MORENO et alii, 1986b: Referencias generales. 910 PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales. 911 CORZO SÁNCHEZ, 1989: Referencias generales. 912 ROMERO, 1996: S.2. 913 ROMERO, 1996: S.4. 914 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 915 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 916 DRAKE, 2006a: Referencias generales para elementos de aderezo personal. 917 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 918 MAYORGA y RAMBLA, 2003: En una fosa destinada a ofrendas. 919 MAYORGA y RAMBLA, 2003: S.7.

900

Astigi

II d. C.

Sta. Marina Gades C/Santander/Andalucía General Ricardos J. R. Jiménez Sta. C. Tenerife/López Pinto La Puente La Calilla Malaca C/Zorrilla Franquelo/Beatas

Necrópolis Amuletos X903

Elementos de vestido X900

Clavos del ataúd X913 X917

Evidencias de sudario X908 X910

Tablillas defixiones

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

382

Lucernas X X936

935

X

932

931

X

X924 X926

Ungüentarios

X923

X

922

X920

X934

X927 X928 X933

X925

X921

Monedas

922

921

TINOCO MUÑOZ, 2001: Parcela RIA1, S.3 y S.11. PARIS et alii, 1926: Cupae de S. Septimio y sepultura infantil. PARIS et alii, 1926: Sepultura infantil. 923 PENCO VALENZUELA 1996 y 1998: S.VI. 924 PENCO VALENZUELA 1996 y 1998: S.VI. 925 PENCO VALENZUELA 1996 y 1998: S.VI. 926 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.14. 927 RUIZ NIETO, 1997: Enterramiento E, dos monedas. 928 LÓPEZ REY, 1993: S.5. 929 LÓPEZ REY, 1993: S.4, pulsera y collar de azabache, y S.18, pulsera. 930 LÓPEZ REY, 1993: S.18, bulla. 931 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2004: S.9, S.45, S.56 y S.58. 932 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2004: S.10, S.13, S.15, S.19 y S.65. 933 VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2004: S.4 y S.45. 934 GENER BASALLOTE, 1994: S.10. 935 CORZO SÁNCHEZ, 1992: Referencias generales. 936 GONZÁLEZ RODRÍGUEZ y BARRIONUEVO CONTRERAS, 1995: S.2. 937 GONZÁLEZ RODRÍGUEZ y BARRIONUEVO CONTRERAS, 1995: S.2.

920

La Algodonera Baelo Claudia Nec. Sureste Nec. Oeste Corduba El Avellano Ollerías Sta. Rosa/Almogávares S. Nicolás Ajerquía Avda. Corregidor Gades Santander/Andalucía Sta. C. Tenerife/L. Pinto Hasta Regia

Necrópolis Joyas X929

Amuletos X930

Clavos del ataúd X937

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Armas

383

Lucernas X

954

X949

X938

X955

X951 X952

X950

X X947

X953

X

945

944

Ungüentarios

X940

Monedas

X939 X942

Armas

940

939

MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.I, S.IV, S.VI y S.VII. MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.I y S.VII. MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.I y S.IV. 941 MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.IV, un collar. 942 MAYORGA y RAMBLA, 1993: S.IV, un cuchillo. 943 MAYORGA y RAMBLA, 2003: S.7. 944 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 945 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 946 DRAKE, 2006a: Referencias generales para elementos de aderezo personal. 947 GUERRERO MISA y RUIZ AGUILAR, 2001: S.2, en decúbito prono, cronología dudosa. 948 GUERRERO MISA y RUIZ AGUILAR, 2001: S.2, un collar, en decúbito prono y cronología dudosa. 949 SIERRA ALONSO, 1991: S.24 y S.38. 950 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales. 951 MARTÍN MUÑOZ y FERNÁNDEZ UGALDE, 2001: S.1. 952 SERRANO RAMOS y RODRÍGUEZ OLIVA, 1974: Referencias generales. 953 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.3. 954 GARCÍA MATAMALA y LIÉBANA MÁRMOL, 2006: S.25. 955 PENCO VALENZUELA 1996 y 1998: S.1.

938

Alcolea del Río Astigi Territorium Campillos Corduba Avda. Ollerías Plza. La Magdalena El Avellano

II-III d. C.

Malaca Barrio de la Trinidad Madre de Dios/Zorrilla La Calilla Ocurri

Necrópolis Joyas X X948

946

X941

Clavos del ataúd X943

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

384

Lucernas X970

X X963

959

X

957

Ungüentarios X971

X966

X958 X960 X964

X956

Monedas X972 X974

X961

Armas

958

957

LÓPEZ REY, 1993: S.1. RAMBLA TORRALVO, 1991: Zona B, S.3 y S.10. GARCÍA ALFONSO, 1990: S.1. 959 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 960 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 961 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 962 DRAKE, 2006a: Referencias generales para elementos de aderezo personal. 963 Vega del Río Guadalhorce: GIMÉNEZ REYNA, 1946b: Referencia generales. 964 Vega del Río Guadalhorce: GIMÉNEZ REYNA, 1946b: Referencia generales. 965 ROMERO PÉREZ, 1996: S.1, S.5, S.6 y referencias generales. 966 VERA CRUZ et alii, 2002: Referencias generales. 967 VERA CRUZ et alii, 2002: Referencias generales. 968 PARIS et alii, 1926: Referencias generales para monedas agujereadas, bullae y amuletos fálicos. 969 PARIS et alii, 1926: Referencias generales. 970 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.1, S.4, S.11 y S.14. 971 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.7, extracción de rótulas, y S.9. 972 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.9, una moneda en el pecho y otra en la mano, y S.14. 973 PENCO VALENZUELA et alii, 1993: S.9.

956

Astigi C/ Avedaño Baelo Claudia Nec. Sureste Corduba Avda. Ollerías Avda. Corregidor

III d. C.

Nicolás de la Ajerquía Cuevas de San Marcos Iluro Cortijo Melero La Calilla Las Maravillas

Necrópolis Joyas X962

Amuletos X968

Clavos del ataúd X973

X967

X965

X969

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

385

X991

Almedinilla El Ruedo Baesippo Baena Arroyo del Plomo

Ungüentarios X

983

X979

X976

Monedas X992

X986 X990

X981

X978

Armas

975

VARGAS CANTOS y GUTIÉRREZ DEZA, 2004 y 2006: S.59, en la mano. CAMPOS et alii, 1994: Tipo VII. 976 GONZÁLEZ RODRÍGUEZ et alii, 1995: Referencias generales. 977 RODRÍGUEZ OLIVA, 1993-1994: Monumento1. 978 RODRÍGUEZ OLIVA, 1993-1994: Monumento1. 979 PÉREZ MACÍAS, 1986: Referencias generales. 980 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 981 DRAKE, 2006a: Referencias generales. 982 GIMÉNEZ REYNA, 1946a: S.24 y S.32. 983 GIMÉNEZ REYNA, 1946a: S.1, S.7, S.8, S.11, S.16, S.20, S.23, S.24, S.28 y S.35. 984 GIMÉNEZ REYNA, 1946a: S.8, instrumental para la fabricación y reparación de redes. 985 GIMÉNEZ REYNA, 1946a: S.1. 986 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 987 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales para pendientes, pulseras y anillos. 988 CARMONA BERENGUER, 1990: S.1. 989 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 990 SÁEZ ESPLIGARES, 1979-1980: Referencias generales. 991 GALEANO CUENCA, 1996.: S.1. 992 GALEANO CUENCA, 1996.: S.1.

974

III-IV d. C.

980

X977 X X982

X975

Lucernas

El Eucaliptal Hasta Malaca Andrés Pérez Nerva La Calilla Torrox

Necrópolis Joyas X987

Herramientas de trabajo X984

Clavos del ataúd X988

X985

Evidencias de sudario X989

Tablillas defixiones

Lecti funebris

Elementos de vestido

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

386

Lucernas X995

Ungüentarios X1001

X999

X996 X998

Monedas X1007

X1004

X1002

994

X1008

X1005

X1003

X993

Joyas

Armas

PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para collares, cuentas de pasta vítrea y pendientes. PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para hebillas de cinturón. 995 CASAL et alii, 2001: Tumba 133. 996 SÁNCHEZ RAMOS, 2001: Referencias generales. 997 SÁNCHEZ RAMOS, 2001: S.1 y S.45. 998 GONZÁLEZ RODRÍGUEZ y BARRIONUEVO CONTRERAS, 1995: Referencias generales. 999 CARRASCO GÓMEZ y DORESTE FRANCO, 2005: Referencias generales. 1000 GENER, 1956-61: Referencias generales para un amuleto de vidrio verde. 1001 GUERRERO MISA, 1986: S.5. 1002 GUERRERO MISA, 1986: S.3. 1003 GUERRERO MISA, 1986: S.9, brazalete de hierro. 1004 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 1005 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales para pendientes, pulseras y anillos. 1006 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 1007 BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba del Elefante. 1008 PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para collares, cuentas de pasta vítrea y pendientes. 1009 PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para hebillas de cinturón.

993

Alanís de la Sierra Almedinilla El Ruedo Carmo Nec. Anfiteatro Colomera

IV d. C.

Colomera Corduba Parque Miraflores Vial Norte/D.Berenguela Hasta Hispalis Entorno de la Trinidad Rota

Necrópolis Amuletos X1000

Elementos de vestido X1009

X994

Clavos del ataúd X997

Evidencias de sudario X1006

Tablillas defixiones

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

387

Ungüentarios X1017

X1013

X1011 X1012

Monedas X1019

X1018

1011

X1020 X1022

Joyas

Armas

Lucernas

CANO ECHEBERRÍA, 2006: Referencias generales para hebillas de cinturón. GARCÍA GONZÁLEZ, 1993: S.1 y S.2. 1012 GONZÁLEZ RODRÍGUEZ y BARRIONUEVO CONTRERAS, 1995: Referencias generales. 1013 Zona de Santa Marina: CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividad 1 y 2. 1014 ROMO SALAS, 1995: S.71. 1015 ROMO SALAS, 1995: S.28. 1016 DEL AMO, 1976: S.7. 1017 AMO Y DE LA HERA, 2003: S.1. 1018 AMO Y DE LA HERA, 2003: S.11. 1019 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 1020 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales para pendientes, pulseras y anillos. 1021 CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 1022 PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para collares, cuentas de pasta vítrea y pendientes. 1023 PÉREZ TORRES et alii, 1989: Referencias generales para hebillas de cinturón. 1024 BLANCO JIMÉNEZ et alii, 1981-82: S.1.

1010

Almedinilla El Ruedo Colomera El Gastor

IV-V d. C.

Cortijo Vázquez El Lomo Hasta Hispalis Zona Norte Italica El Pradillo Onuba Onésimo Redondo Punta del Moral Torrox

Necrópolis

Elementos de vestido X

1023

X1010

Clavos del ataúd X1016

X1014

Evidencias de sudario X1024

X1021

X1015

Tablillas defixiones

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

388

Ungüentarios X1040

X1026

Monedas X1033

X1027

Joyas X1038 X1039

X1037

X1034

X1025

X

Amuletos 1031

Ajuar “tipo Duero”

Armas

Lucernas

1026

CASTELLANO GÓMEZ y ALONSO SÁNCHEZ, 1991: Referencias generales para cuentas de collar, dos anillos y un brazalete. Paseo de los Tilos: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002: S.12. 1027 Paseo de los Tilos: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002: S.7. 1028 Paseo de los Tilos: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002: S.13. 1029 Paseo de los Tilos: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002: S.13. 1030 Paseo de los Tilos: FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ et alii, 2002: S.4. 1031 GARCÍA SERRANO, 1966: S.21 y S.26, puntas de sílex como amuleto. 1032 GARCÍA SERRANO, 1966: S.19. 1033 DEL AMO, 1976: En el exterior de los enterramientos. 1034 TORO MOYANO y RAMOS LINAZA, 1985: S.IX, un collar. 1035 TORO MOYANO y RAMOS LINAZA, 1985: S.II, S.IV, S.VI y S.VIII, hebillas de cinturón. 1036 TORO MOYANO y RAMOS LINAZA, 1985: Referencias generales. 1037 CALERO CARRETERO y MEMBRILLO MORENO, 1985: S.2, pendientes. 1038 MORENA LÓPEZ, 1991: S.2, un pendiente. 1039 CASTELLANO GÓMEZ y ALONSO SÁNCHEZ, 1991: Referencias generales para cuentas de collar, dos anillos y un brazalete. 1040 MARTÍ SOLANO, 1991: Referencias generales para hallazgos descontextualizados. 1041 MARTÍ SOLANO, 1991: Referencias generales, deducidas por la estrechez de las fosas, excavadas en roca, y por la ausencia total de clavos.

1025

Arcensium Sierra Aznar

V-VI d. C.

Brovales Baena Cerro de los Molinillos Loja

V d. C.

Loja Malaca Territorium Moraleda de Zafayona Onuba La Orden Ventas de Zafarraya

Necrópolis

Elementos de vestido X1035

Lecti funebris X1028

Clavos del ataúd X1029 X1032

Evidencias de sudario X1041

X1036

X1030

Tablillas defixiones

Herramientas de trabajo

389

1043

1042

X

Joyas 1043

Amuletos

Armas

Monedas

Ungüentarios

Lucernas

CAMPOS CARRASCO et alii, 2002: inhumaciones en fosa simple. CASTELLANO GÓMEZ y ALONSO SÁNCHEZ, 1991: Referencias generales para cuentas de collar, dos anillos y un brazalete.

Cerro del Trigo Loja

Necrópolis

Clavos del ataúd X1042

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

390

Lucernas

X1051

Ungüentarios X1052

X

1046

Monedas X1053

Armas X1044 X1047 X1049

Joyas X1054

Amuletos X1045

Elementos de vestido X1048

X1050

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

1045

ALMAGRO, 1953: referencias a armamento de soldados republicanos. ALMAGRO, 1953: referencias generales para bullae. 1046 CUADRDAO DÍAZ, 1987: S.145, S.146, S.147, S. 165, S.190, S.192, S.198, S.288 y referencias generales. 1047 CUADRDAO DÍAZ, 1987: S.190, un cuchillo afalcatado grande, una lanza de hierro, y S.198, un pilum, un hierro de lanza sin nervio axial, la manilla de un escudo, dos regatones de lanza y un cuchillo curvo. 1048 CUADRDAO DÍAZ, 1987: S.147 y S.288, fíbulas. 1049 GARCÍA CANO et alii, 1989: Referencias generales. 1050 POLO y GARCÍA, 2002: S.3086, en decúbito prono. 1051 ALMAGRO, 1955: S.3, S.4, S.17, S.25 y S.34. 1052 ALMAGRO, 1955: S.3, S.4, S.17, S.18 y S.34. 1053 ALMAGRO, 1955: S.9, S.17 y S.18. 1054 ALMAGRO, 1955: S.60, una cuenta de collar.

1044

Emporiae Ballesta

I a. C.-I d. C.

Emporiae Les Corts El Cigarralejo Cabecico del Tesoro Valentia Quart

II a. C.-I a. C.

Necrópolis

○ Provincia Tarraconensis

Tablillas defixiones

391

Ungüentarios X1066 X1067 X1068 X1071 X1076

X1070

Lucernas

X1065

X1055 X1058 X1059

Monedas X1072

X

1062

X1056

Armas X1073

X

1063

Joyas X1069

X1057

Elementos de vestido X1074

X1060 X1064

Clavos del ataúd X1075

X1061

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

1056

ALMAGRO, 1955: S.53 y S.54. ALMAGRO, 1955: S.53 y S.54. 1057 ALMAGRO, 1955: S.41, tres cuentas de collar. 1058 ALMAGRO, 1955: S.1. 1059 CELA et alii, 1999: S.1. 1060 CELA et alii, 1999: S.1 y S.2, fíbulas. 1061 CELA et alii, 1999: S.1, S.2, S.5, S.6, S.7, S.8 y S.9. 1062 ARGENTE et alii, 2001: Referencias generales y S.9, S.11, S.64 y S.212. 1063 ARGENTE et alii, 2001: S.9, una punta y un regatón de lanza, una placa de hierro, un fragmento de vaina y parte del bocado de un caballo, S.11, una punta y un regatón de lanza y una placa de hierro, y S.242, puñal biglobular con vaina. 1064 ARGENTE et alii, 2001: Referencias generales para fíbulas. 1065 CANTO, 1979: S.LXV, S.XIII, S.XVIII y S.LX. 1066 CANTO, 1979: Referencias generales. 1067 FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ y SERRANO ANGUITA, 1993: Referencias generales. 1068 JUSTE ARRUGA, 1991: Referencias generales. 1069 JUSTE ARRUGA, 1991: Referencias generales para brazaletes y cuentas de collar. 1070 GARCÍA PROSPER, 2001: Referencias generales. 1071 GARCÍA PROSPER, 2001: Referencias generales. 1072 GARCÍA PROSPER, 2001: Referencias generales. 1073 GARCÍA PROSPER, 2001: Referencias generales para cuchillos, lanzas y un pilum. 1074 GARCÍA PROSPER, 2001: Referencias generales para fíbulas, broches y tachuelas de calzado. 1075 POLO CERDÁ y GARCÍA PROSPER, 2002: S.2306 y referencias generales. 1076 ESPINOSA RUÍZ, 1997: Referencias generales.

1055

Torres Anfiteatro Can Bel Carratiermes Castulo Nec. Puerta Norte Laminium Osca Valentia Quart Villajoyosa

Necrópolis

Tablillas defixiones

392

Lucernas

X1083 X1087

X

1081

Ungüentarios X1084 X1088 X1090 X1092

X1082

Monedas

X1094

X1091 X1093

Armas

X1086

Joyas

X1085

X1080

X1079

X1077

Elementos de vestido X1089

X1078

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

1078

GONZÁLEZ et alii, 2003: S.3, en la boca. GUIRAL PELEGRÍN y MARTÍN-BUENO, 1996: Fíbula en incineración infantil. 1079 CINCA MARTÍNEZ, 1996: Referencias generales. 1080 GONZÁLEZ SIMÁNCAS, 1929: Referencias generales. 1081 BELTRÁN, 1952: Sepultura hallada en 1893. 1082 CANTO y URRUELA, 1979: S.4 y S.7. 1083 ALMAGRO, 1955: S.4, S.28, S.40, S.55 y S.60. 1084 ALMAGRO, 1955: S.1, S.3, S.5, S.6, S.7, S.8, S.9, S.10, S.11, S.12, S.13, S.14, S.15, S.16, S.17, S.18, S.20, S.22, S.24, S.25, S.26, S.27, S.28, S.29, S.30, S.31, S.32, S.39, S.42, S.43, S.44, S.47, S.48, S.50, S.51, S.52, S.55, S.56, S.58, S.59, S.60, S.61, S.63, S.64, S.65, S.66, S.67, S.70. 1085 ALMAGRO, 1955: S.12. 1086 ALMAGRO, 1955: S.23, un pendiente y un anillo de plata, S.48, pendientes y un anillo de oro, y S.59, un pendiente de oro. 1087 ALMAGRO, 1955: S.20. 1088 ALMAGRO, 1955: S.3, S.4, S.6, S.7, S.8, S.10, S.11, S.12, S.13, S.14, S.16, S.17, S.18, S.19, S.20, S.21, S.22 y S.24. 1089 ALMAGRO, 1955: S.13 y S.21, fíbulas y botones. 1090 ALMAGRO, 1955: S.1, S.2, S.3, S.4, S.5, S.6, S.13, S.14, S.15, S.16, S.23, S.24, S.25, S.27, S.30, S.31, S.33, S.36, S.38, S.39, S.40, S.45, S.46, S.47 y S.49. 1091 ALMAGRO, 1955: S.24, dos monedas. 1092 ALMAGRO, 1955: S.3, S.4, S.5, S.7 y S.11.

1077

Asturica Augusta Bilbilis Calagurris Pared Sur del Circo Romano Carthago Nova Nec. de la Torre Ciega C/Sepulcro Castulo Cerrillo de los Gordos Emporiae Torres Patel Rubert Pi

I d. C.

Necrópolis

Tablillas defixiones

393

Lucernas

X

1096

Ungüentarios

X1111

X1110 X1113 X1114

X1103

X1098

Monedas

X1102 X1106

X1095 X1097 X1100

Armas X1115

X1104 X1107

Joyas X1116

X1099

Elementos de vestido X1117

X1105 X1108

X1101

Lecti funebris X1112

X1109

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

1094

ALMAGRO, 1955: S.12. ALMAGRO, 1955: S.3, un brazalete, y S.12, pendiente de oro y cuatro cuentas de pasta vítrea. 1095 ALMAGRO, 1955: S.4. 1096 ALMAGRO, 1955: S.10. 1097 ALMAGRO, 1955: S.1, S.2, S.4, S.5, S.6, S.7, S.9, S.11, S.13, S.14, S.15, S.16, S.17, S.18, S.19, S.21, S.22 y S.28. 1098 ALMAGRO, 1955: S.8, S.14, S.21 y S.24. 1099 ALMAGRO, 1955: S.11 y S.28, un collar. 1100 ALMAGRO, 1955: S.2, S.5 y S.6. 1101 ALMAGRO, 1955: S.15, elementos de calzado. 1102 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1997-98: S.30, S.31, S.35 y S.41. 1103 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1997-98: S.20, S.39a, S.40 y S.42. 1104 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1997-98: S.5, dos puntas de lanza de doble filo y nervio central, de forma triangular, sección romboidal y marcada escotadura al final de la hoja, S.8, una punta de lanza del mismo tipo que las anteriores, S.13, una punta de lanza, S.29,dos puntas de lanza, S.34, una punta de lanza, S.41,una punta de lanza y un puñal, y S.44, una lanza. 1105 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1997-98: S.2, S.12, S.17, S.18, S.30, S.31 y S.39/a, fíbulas; S.17, botones. 1106 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1991: Referencias generales. 1107 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1991: Referencias generales para puntas de lanza. 1108 PEREZ AGORRETA y UNZU URMENETA, 1991: Referencias generales para fíbulas. 1109 ULLOA CHAMORRO y GRANGEL NOBOY, 1996: S.1. 1110 ROSER LIMIÑANA, 1998: S.1 y S.6. 1111 ROSER LIMIÑANA, 1998: S.5 y referencias generales. 1112 ROSER LIMIÑANA, 1998: S.3. 1113 GARCÍA Y BELLIDO, 1958: S.1, S.2, S.3 y S.4. 1114 BARANDIARÁN et alii, 1999: S.84.

1093

Viñals Bonjoan Campo de Granada Espinal Ateabalsa Otegui Ildum Lucentum Parque de las Naciones Mahora Oiasso

Necrópolis

Tablillas defixiones

394

Lucernas

X1126

Ungüentarios X1133 X1135

X1127

Monedas X1134 X1136

X1130 X1131

X1128

Armas X1118 X1119 X1121

Joyas X1123

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

1116

BARANDIARÁN et alii, 1999: S.65, tres lanzas. BARANDIARÁN et alii, 1999: S.48, un collar. 1117 BARANDIARÁN et alii, 1999: S.65 y S.76, fíbulas. 1118 SIMÓN Y NIETO, 1948 y DEL AMO, 1992: Referencias generales: armas, puñales de hierro, lanzas. 1119 SIMÓN Y NIETO, 1948 y DEL AMO, 1992: Referencias generales. 1120 SIMÓN Y NIETO, 1948 y DEL AMO, 1992: Referencias generales para fíbulas. 1121 SAN MÍNGUEZ, 1996: S.56, lanza y cuchillo. 1122 SAN MÍNGUEZ, 1996: S.57, S.58, y S.65, broche de cinturón. 1123 ALMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.6, pendientes, y S.13, dos brazaletes. 1124 ALMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.13, hebilla de cinturón. 1125 ALMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.1, S.2, S.4, S.5, S.6, S.9, S.10, S.11, S.12, S.14, S.15, S.16, S.17, S.20, S.21, S.22, S.23, S.27, S.33 y S.38. 1126 ALMAGRO, 1979: S.5 y S.6. 1127 ALMAGRO, 1979: S.1, S.2, S.3, S.5 y 6, S.7, S.8, S.9, S.10, S.11 y S.12. 1128 ABASCAL et alii, 2004: enterramientos infantiles en la muralla. 1129 ALMAGRO, 1979: S.2, hebilla de cinturón. 1130 PANYELLA y MAIGI, 1945-46: Referencias generales. 1131 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales. 1132 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales para fíbulas y hebillas de cinturón. 1133 TEd’A: Referencias generales. 1134 TEd’A: Referencias generales. 1135 LORRIO y SÁNCHEZ DE PRADO, 2002: Referencias generales.

1115

Pallentia Nec. Este y Noreste Nec. Eras del Bosque Padilla de Duero Pollentia Segobriga Sena Presiñena Sta. Criz Tarraco Nec. del Anfiteatro Uclés

Necrópolis

Elementos de vestido X1137

X1132

X1120 X1122 X1124 X1129

Clavos del ataúd X1125

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

395

Lucernas

X1147 X1148

X1143

Ungüentarios X1151

X1144

X1141

X1138

Monedas X1152

X1149 X1150

X1145

Joyas X1139

Elementos de vestido X1153

X1146

Lecti funebris X1142

X1140

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

Armas

1137

LORRIO y SÁNCHEZ DE PRADO, 2002: Referencias generales. LORRIO y SÁNCHEZ DE PRADO, 2002: Referencias generales para fíbulas. 1138 ARGENTE OLIVER y JIMERO MARTÍNEZ, 1977: S.12. 1139 POLO y GARCÍA, 2002: S.2396, pulsera, en decúbito prono. 1140 POLO y GARCÍA, 2002: S.2396, S.2415, S.2447 y S.2481a, en decúbito prono. 1141 GONZÁLEZ et alii, 2003: S. 6. 1142 GONZÁLEZ et alii, 2003: S.6. 1143 DURÁN Y SAMPERE, 1964: S.32 y S.33. 1144 DURÁN Y SAMPERE, 1964: S.32 y S.62. 1145 DURÁN Y SAMPERE, 1964: S.56 y referencias generales. 1146 DURÁN Y SAMPERE, 1964: S.4, elementos de calzado. 1147 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.1, S.9 y S.18. 1148 MARTINS y DELGADO, 1989-90: Referencias generales. 1149 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.E18 y S.E36, dos monedas. 1150 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1151 ALMAGRO, 1955: S.5, S.6, S.7, S.8, S.19, S.28, S.32, S.35, S.36, S.37, S.38, S.39, S.41, S.42, S.45, S.48, S.49, S.53, S.54, S.55, S.56, S.57, S.58, S.59, S.60, S.61, S.62, S.63, S.64, S.65, S.66, S.68 y S.70. 1152 ALMAGRO, 1955: S.12, S.15, dos monedas, S.18, S.47, S.66 y S.72. 1153 ALMAGRO, 1955: S.7, botones, S.12, hebilla de cinturón y S.60, fíbula. 1154 ALMAGRO, 1955: S.21, S.22 y S.23.

1136

Asturica Augusta Barcino Plza. Villa Madrid Bracara Augusta Nec. Maximinos Nec. Rodovía, Vía XVII El Muntanyar Emporiae Ballesta

I-II d. C.

Uxama Valentia Quart

Necrópolis

X1154

Tablillas defixiones

396

Lucernas

X1175

X X1169

1167

Ungüentarios X1176

X

1171

X1163 X1168

X X1161

1158

Monedas X

1174

X1170

X1164

X1155 X1159 X1162

Joyas X1172

X

1160

Amuletos X1156

Ajuar “tipo Duero”

Armas

1156

ALMAGRO, 1955: S.12, S.13, S.14, S.18 y S.54. ALMAGRO, 1955: S.58, bulla. 1157 ALMAGRO, 1955: S.13, hebilla de cinturón. 1158 ALMAGRO, 1955: S.1, S. 2, s.5, S.6, S.8, S.10, S.13, S.15, S.18, S.19, S.21, s.24, S.25, S.27. 1159 ALMAGRO, 1955: S.2, S.4 y S.14. 1160 ALMAGRO, 1955: S.13, pendiente, y S.18, pendiente de plomo y anillo de bronce. 1161 ALMAGRO, 1955: S.1, S.6, S.7, S.8, S.9 y S.10. 1162 ALMAGRO, 1955: S.11. 1163 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1164 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1165 RAIGOSO, 1995: Referencias generales para el calzado. 1166 RAIGOSO, 1995: Escrita en una urna cineraria cerámica. 1167 DURÁN CAÑAMERAS, 1943: Referencias generales. 1168 DURÁN CAÑAMERAS, 1943: Referencias generales. 1169 AMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.3, S.4, S.7, S.10, S.11, S.13, S.15, S.17, S.19, S.21, S.23, S.30, S.31, S.33, S.34 y S.41. 1170 AMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.1, S.6, S.24 y S.39. 1171 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales. 1172 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales. 1173 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales para fíbulas. 1174 PANYELLA y MAIGI, 1945-46: Referencias generales. 1175 TEd’A, 1987: S.48. 1176 TEd’A, 1987: S.24.

1155

Torres Nofre Sabadí Lucus Augusti Plza. del Ferrol Mahón Pollentia Santa Criz Sos del Rey Católico Tarraco Platja dels Cossis/R. y Cajal

Necrópolis

Elementos de vestido X1173

X1165

X1157

X1166

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

397

Lucernas

X1180

X1177 X1179

Ungüentarios X1190

X1185 X1188

Monedas X1195

X1191

X1186 X1189

X

1182

X1178

Joyas X1187

X

1193

Amuletos

Armas

1179

1178

GURT y MACIAS, 2002: Referencias generales. GURT y MACIAS, 2002: Referencias generales. GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.6. 1180 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.5. 1181 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.2. 1182 RIVERA LACOMBA y SORIANO SÁNCHEZ, 1987: Referencias generales. 1183 RIVERA LACOMBA y SORIANO SÁNCHEZ, 1987: Referencias generales para fíbulas, broches y tachuelas de calzado. 1184 MEDRANO y DÍAZ, 2000: S.2, S.3, S.4 y S.5. 1185 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.II. 1186 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.II. 1187 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.II, un anillo, un pendiente y dos cuentas de collar de oro. 1188 BOLUFER, 1986: S.15. 1189 BOLUFER, 1986: Referencias generales. 1190 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1191 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1192 RAIGOSO, 1995: Referencias generales para el calzado. 1193 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1, phylacteria. 1194 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1.

1177

Bracara Augusta Largo C. Amarante El Muntanyar Lucus Augusti Plza. del Ferrol Mas d’Aragó Toletum

II d. C.

Camí de la Fonteta Tisneres Valentia Portal de Russafa Quart Villaroya

Necrópolis

Herramientas de trabajo X1196

X1197

X1192

X

Elementos de vestido 1183

Clavos del ataúd X1194

X1184

X1181

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Ajuar “tipo Duero”

398

Lucernas

X1206 X1210

X1200

Ungüentarios X1207 X1211

Monedas X1212

X1208

X

1204

X

1202

X1198

Joyas

Armas

1196

PALOL, 1972: S.1. PALOL, 1972: S.1, un bisturí de bronce, una cucharilla quirúrgica, una varilla de bronce y una coticula. 1197 PALOL, 1972: S.1, elementos del calzado. 1198 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.8, dos anillos y un brazalete. 1199 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.5. 1200 GRANADOS y TRAVESSET: S.5 y S.10. 1201 BACARIA et alii, 1989-90: Referencias generales. 1202 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1203 LUCAS PELLICER et alii, 1982: Fosa de incineración. 1204 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: S. 3 y S.11, en la boca, y S.17, tres monedas. 1205 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: S.15. 1206 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1207 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1208 RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1209 RAIGOSO, 1995: Referencias generales para el calzado. 1210 DURÁN CAÑAMERAS, 1943: Referencias generales. 1211 DURÁN CAÑAMERAS, 1943: Referencias generales. 1212 PADRÓ et alii, 1989: Sepultura sin numerar. 1213 PADRÓ et alii, 1989: Sepultura sin numerar.

1195

Barcino Travesera de les Corts Sant Pau del Camp El Muntanyar Getafe Granollers Lucus Augusti Plza. del Ferrol Mahón Pla de Prats Póvoa de Lanhoso

II-III d. C.

Tisneres

Necrópolis

Elementos de vestido X1209

Lecti funebris X1203

Clavos del ataúd X1213

X1205

X1201

X1199

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

399

Lucernas

X1230

Monedas X1226 X1231

X1225

X1223

X1215 X1219 X1220 X1221

Joyas X1232

X1216

X1214

Amuletos X1227

X1217

Elementos de vestido X1228

X1224

X1222

1215

X1229

X1218

Clavos del ataúd

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Armas

Ungüentarios

CARVALHO, 1991-92: referencias generales para cuentas de collar. MACIAS I SOLÉ y MENCHÓN BES, 1998-99: S.17, S.18, S.34 y S.35. 1216 MACIAS I SOLÉ y MENCHÓN BES, 1998-99: S.4, brazalete, y S.16, brazalete y collar. 1217 MACIAS I SOLÉ y MENCHÓN BES, 1998-99: S.16, agujereada como colgante. 1218 MACIAS I SOLÉ y MENCHÓN BES, 1998-99: S.3, S.6, S.16, S.17, S.18, S.28-31, S.7-11, S.12, S.23, S.26, S.27, S.48, S.50, S.58, S.74, S.83, S.91 y S.93. 1219 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.4 y S.10. 1220 CODINA et alii, 2000-01: Referencias generales. 1221 FERRER, 1955: Referencias generales. 1222 MEDRANO y DÍAZ, 2000: S.3, botones. 1223 MARTINS y DELGADO, 1989-90: Referencias generales. 1224 MARTINS y DELGADO, 1989-90: Referencias generales para fíbulas. 1225 LUENGO MARTÍNEZ, 1955: S.5, tres monedas. 1226 GALVE IZQUIERDO, 2008: Incineración I, Tumba IV y TumbaVIII. 1227 GALVE IZQUIERDO, 2008: Tumba V, bulla. 1228 GALVE IZQUIERDO, 2008: Tumba I, botones, Tumba VII, fíbula, elementos de calzado y vestido de grueso manto de lana y con el calzado militar, y Tumba VIII, elementos de calzado. 1229 GALVE IZQUIERDO, 2008: Incineración III y Tumbas III, IV, VII, VIII, IX, XII y XIII. 1230 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.3 y S.4.

1214

Bracara Augusta Nec. Maximinos Brigantium Nec. C/Real Caesaraugusta Nec. Puerta Occidental Edeta

III d. C.

Salgeiros, Garfe Tarraco C. de la Platja dels Cossis Tisneres Vilanera Vilanova i la Geltrú Villaroya de la Sierra

Necrópolis

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

400

Lucernas

X1249

X1246

Ungüentarios X1250

X1236

Monedas X

1248

X1243

X1242

X1233 X1234

Armas X1240

Joyas X1251

X1247

X1244

X1241

Amuletos X1235

X1252

Ajuar “tipo Duero”

1233

1232

C/ San Vicente: GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.6. C/ San Vicente: GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1, pulsera y collar. BOLUFER, 1986: Referencias generales. 1234 ALMAGRO y AMORÓS: Referencias generales. 1235 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencia general para una punta de sílex usada como colgante. 1236 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1237 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1238 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1239 ORTEGA PÉREZ y DE MIGUEL IBÁÑEZ, 1999: S.4. 1240 GARCÍA Y BELLIDO, 1958: S.14, fragmento de punta de lanza-porta insignias. 1241 FERNÁNDEZ-CHICARRO Y DE DIOS, 1954: S.2, 33 cuentas de coralina y pasta vítrea pertenecientes a un collar, y S.5, collar. 1242 MIRET I MESTRE, 1989: S.1 y sepultura sin numerar. 1243 COLOMINES, 1942: S.4, cuatro monedas, y S.6, número indeterminado. 1244 COLOMINES, 1942: S.2, pendientes, y S.4, brazalete. 1245 COLOMINES, 1942: S.2, hebilla de cinturón. 1246 MUÑOZ MELGAR, 1991: S4. 1247 MUÑOZ MELGAR, 1991: S.1, un collar, y S.3, un pendiente de oro. 1248 FERRER, 1955: referencias generales.

1231

Albalate de las Nogueras

III-IV d. C.

El Muntanyar Horta Major Lucentum El Frapegal Casa Ferrer I Peal del Becerro Pla del Prats Portus Magnus Can Prats Tarraco Ermita M. de D. del Camí Vilanova i la Geltrú

Necrópolis

Elementos de vestido X1253

X1245

Lecti funebris X1237

Clavos del ataúd X1254

X1238 X1239

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Herramientas de trabajo

401

Lucernas

X1255

Ungüentarios X1261

Monedas X1264

X1262

X1258 X1260

1250

X1263

Joyas

Armas

FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.13. FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.3 y S.III. 1251 FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.11, un collar; y una pulsera de procedencia indeterminada. 1252 FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989. 1253 FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.7, elementos del calzado. 1254 FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.4, S.5, S.10 y S.12. 1255 RIBAS BELTRÁN, 1967: S.27. 1256 RIBAS BELTRÁN, 1967: Referencias generales. 1257 MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.E12, S.E31, S.E34, S.E35, S.E37, S.E60, S.E61 y S.E64. 1258 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.14. 1259 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.17. 1260 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1261 MEZQUÍRIZ, 1954: S.1. 1262 ACUÑA y GARCÍA, 1968: Referencias generales. 1263 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales para collares. 1264 MORALES RODRÍGUEZ, 1998: S.1. 1265 RAIGOSO, 1995: Referencias generales.

1249

Barcino Sta. María del Mar Bracara Augusta Largo Carlos Amarante El Albir Necrópolis 2 El Muntanyar Funes Incio La Calerilla Los Baños Villa de los Baños Lucus Augusti San Roque Portus Magnus

Necrópolis

Clavos del ataúd X1265

X1259

X1257

X1256

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

402

Lucernas

X1278

Ungüentarios X1283

X

1282

X1275

X1285

X1279

X1276

X1286

X1271

Monedas X1270

Armas

X1267

Joyas

X1266

Elementos de vestido X1287

X1280

X1277

X1268

Lecti funebris

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

1267

COLOMINES, 1942: S.1, cuatro monedas, S.5, cuatro, S.10, S.11, S.14, tres, S.15, dos, y S.16, cuarenta y cinco. COLOMINES, 1942: S.1, collar; S.15, pendientes, y S.14, 114 cuentas de vidrio verde, 62 de vidrio azul, cinco de ámbar, cuatro de coralina y parte de un tubito de bronce. 1268 COLOMINES, 1942: S.6, S.9, S.13, S.14, S.15 y S.16. 1269 COLOMINES, 1942: S.5. 1270 AMANTE SÁNCHEZ y GARCÍA BLÁZQUEZ, 1988: S.4. 1271 AMANTE SÁNCHEZ y GARCÍA BLÁZQUEZ, 1988: S.10, pendiente, S.17, pendiente, y S.20, arete de bronce, pulsera, anillo y pendiente. 1272 AMANTE SÁNCHEZ y GARCÍA BLÁZQUEZ, 1988: S.3, S.12 y S.18. 1273 AMANTE SÁNCHEZ y GARCÍA BLÁZQUEZ, 1988: Referencias generales. 1274 ATRIÁN JORDÁN, 1956a: S.8. 1275 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.26, S.32, S.44, S.138 y referencias generales. 1276 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.82, puntas de lanza en forma de hoja de olivo y hachas de hierro. 1277 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.82, botones. 1278 TEd’A, 1987: S.48. 1279 TEd’A, 1987: S.57, S.98, S.301, en la boca, S.302, S.202, dos monedas, y S.209. 1280 TEd’A, 1987: S.42, fíbula, S.98, botones, y S.58, S.31 y S.302, elementos del calzado. 1281 TEd’A, 1987: S.300, S.301, S.302 y referencias generales. 1282 TEd’A, 1987: Monumento 1: S.202. 1283 SORIANO SÁNCHEZ, 1989: Referencias generales. 1284 SORIANO SÁNCHEZ, 1989: Referencias generales. 1285 GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987: Referencias generales. 1286 GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987: Referencias generales.

1266

Can Fit Puerto de Mazarrón Nec. La Molineta Riodeva Septimanca Tarraco Prat de la Riba/R.y Cajal Parc de la Ciutat Valentia La Boatella Vicus Isla Toralla

Necrópolis

Clavos del ataúd X1284

X1281

X1272 X1274

Evidencias de sudario X1273

X1269

Tablillas defixiones

403

Monedas X1306

X1298

X1296

X

1290

X1288

Armas X

1300

Joyas X1297

X X1305

Ajuar “tipo Duero” 1301

X

Herramientas de trabajo 1302

Elementos de vestido X1307

X1299 X1303

X1289 X1291

X1304

X1295

X1294

Lecti funebris

X1293

Clavos del ataúd

X1292

Evidencias de sudario

Amuletos

Ungüentarios

Lucernas

1288

GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, 1987: Referencias generales para fíbulas. FERRER, 1955: Referencias generales. 1289 CARRO OTERO, 1971: S.6, fíbula. 1290 SEVERO, 1906: Referencias generales de cerámica agujereadas e interpretadas como el nâulon. 1291 SEVERO, 1906: Referencias generales para el calzado. 1292 SEVERO, 1906: Referencias generales. 1293 SEVERO, 1906: Referencias generales. 1294 MARTINS y DELGADO, 1989-90: Referencias generales. 1295 MARTINS y DELGADO, 1989-90: Referencias generales. 1296 COLOMINES, 1942: S.1, tres monedas, S.2, dos. 1297 COLOMINES, 1942: S.3, pendientes. 1298 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.5, S.17, cuatro monedas, S.19, ocho, S.24, tres, y S.161, ocho. 1299 MOROTE, 1990: S. 161 y S. 166, elementos de calzado. 1300 CABALLERO ZOREDA, 1974: S.1 un cuchillo con restos de su vaina de bronce, una punta de lanza completa y el fragmento de otra, ambas de sección romboidal, aplanadas y con forma de hoja de laurel. 1301 CABALLERO ZOREDA, 1974. 1302 CABALLERO ZOREDA, 1974: S.1, scrinum con hoces, azuelas, escoplos, dobles hachas de hierro, un compás, dos barrenas, unas tijeras, cencerros, cortafríos, limas, tenazas, un crisol y una cuchara de fundición. 1303 CABALLERO ZOREDA, 1974: S.1, broche de cinturón, botones y tachuelas de calzado. 1304 CABALLERO ZOREDA, 1974: S.3. 1305 PALOL, 1958 y 1970. Aunque los primeros estudios de materiales fueron llevaron a cabo MARTÍNEZ BURGOS, 1945 y MONTEVERDE, 1945. 1306 BLANCO FREIJEIRO et alii, 1961: S. 10 y BLANCO FREIJEIRO et alii, 1967: S.13, tres monedas, S.23.

1287

Adro Vello Barrial Bracara Augusta C/ Rodovía, vía XVIII Can Gabino El Albir Necrópolis 1 Fuentespreadas Hornillos del Camino Noalla La Lanzada

IV d. C.

Vilanova i la Geltrú

Necrópolis

Tablillas defixiones

404

Ungüentarios X1318

Monedas X1327

Armas X1328

X1319 X1324

X1310

Joyas X1320

X1311

Ajuar “tipo Duero” X1329

X1312 X1316 X1321 X1325

X1308

Herramientas de trabajo X1313

Elementos de vestido X1330

X1314 X1317 X1322 X1326

Clavos del ataúd X1331

X1323

X1315

X1309

Evidencias de sudario

Lecti funebris

Amuletos

Lucernas

BLANCO FREIJEIRO et alii, 1961: S.1 y BLANCO FREIJEIRO et alii, 1967: S.15 y S.21, tachuelas del calzado, y S.36, broche de cinturón. PALOL, 1958 y 1970. PALOL, 1958 y 1970: Referencias generales. 1310 ABÁSOLO et alii, 1997: S.11, un cuchillo, S.12, una jabalina, y S.38, una punta de flecha o una jabalina pequeña. 1311 ABÁSOLO et alii, 1997: S.15, una cuenta de collar; S.22, dos pulseras; S.25, restos de pulseras; S.27, cuentas de collar de ámbar y azabache; S.31, 41, 56, 71, 75, pulseras; S.59 y 79, un collar; S.80, tres pulseras y dos collares; S.91, unas tijeras, S.96 y 97, un collar, y S.108, cuatro pulseras. 1312 ABÁSOLO et alii, 1997. 1313 ABÁSOLO et alii, 1997: S.26 y S.28, herramientas de hierro indeterminadas, y S.45, una espátula, una escuadra, dos punzones y un objeto acabado en punta. 1314 ABÁSOLO et alii, 1997: S.12, S.26, S.28, S.38, S.54, S.62, S.64 y S.84, hebillas de cinturón; S.7, S.8, S.11, S.24, S.26, S.28, S.30, S.31, S.32, S.34, S.36, S.38, S.39, S.45, S.46, S.51, S.54, S.60, S.62, S.64, S.72 y S.74, elementos de calzado. 1315 ABÁSOLO et alii, 1997: S.1, S.2, S.3, S.4, S.6, S.7, S.8, S.9, S.10, S.11, S.12, S.13, S.14, S.15, S.16, S.17, S.19, S.21, S.22, S.23, S.24, S.25, S.26, S.27, S.28, S.29, S.30, S.31, S.32, S.33, S.34, S.35, S.36, S.38, S.39, S.40, S.41, S.47, S.49, S.50, S.51, S.52, S.53, S.54, S.55, S.57, S.60, S.62, S.66, S.68, S.72, S.76, S.79, S.80, S.85, S.86, S.89, S.90, S.97, S.104, S.105, S.107 y S.110. 1316 WATTENBERG, 1990. 1317 WATTENBERG, 1990: S.1, elementos de calzado. 1318 PALOL, 1958 y 1969: S.19. 1319 PALOL, 1958: S.9, un regatón de lanza de hierro, S.10, una punta de lanza de hierro, S.12, una lanza de hiero, S.17, una punta de pilum, S.18, una lanza de hierro, S.19, una punta de lanza, y S.30, de hierro con una vaina de cuero y bronce, una punta de lanza. 1320 PALOL, 1958: S.4, dos brazaletes y dos anillos de bronce; S.7, dos brazaletes; S.19, dos brazaletes, un anillo y cuentas de ámbar y azabache de un collar, y S.22, pendientes. 1321 PALOL, 1958 y 1969. 1322 PALOL, 1969: S.10 y S.26, broche de cinturón; S.30, elementos de calzado. 1323 PALOL, 1958: S.4, S.5, S.6, S.8, S.12, S.13, S.16, S.18 y S.19. 1324 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1. 1325 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001. 1326 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1, hebilla de cinturón. 1327 SEVERO, 1906: Referencias generales.

1309

1308

1307

Aldea de San Esteban

IV-V d. C.

Nuez de Abajo Pedrosa de la Vega Nec. Norte Rubí de Bracamonte San Miguel del Arroyo Tírig Villa Verde

Necrópolis

Tablillas defixiones

405

Lucernas

X

1335

Ungüentarios X

1351

X1339

Monedas X1338

Armas X1340

X

1336

Joyas X1347

X1341

X

Ajuar “tipo Duero” 1337

Herramientas de trabajo X1342

Elementos de vestido X1348

X1343

X1332

Lecti funebris X1349 X1352

Clavos del ataúd X1345 X1350 X1353

X1344

X1333

X1354

X1346

X1334

Evidencias de sudario

Amuletos

PALOL, 1970: Hallazgo aislado: cuchillo “tipo Simancas” con vaina calada. PALOL, 1970. 1330 PALOL, 1970: S.1, broche de cinturón. 1331 PALOL, 1970: S.1. 1332 LIZ GUIRAL y AMARÉ TAFALLA, 1993: S.28, elementos del calzado. 1333 LIZ GUIRAL y AMARÉ TAFALLA, 1993: S. 14, S.20, S.22 y S.28. 1334 LIZ GUIRAL y AMARÉ TAFALLA, 1993: S.1, S.4 y S.16. 1335 GARCÍA MERINO, 1975: Referencias generales y descontextualizadas. 1336 GARCÍA MERINO, 1975: Referencias generales para una lanza y unos cuchillos. 1337 GARCÍA MERINO, 1975. 1338 PEREIRA, 1972: 26 monedas descontextualizadas y asociadas a dos o tres sepulturas de inhumación. 1339 CORTES, 1997: Referencias generales. 1340 CORTES, 1997: Referencias generales: armas de caza y cuchillos. 1341 CORTES, 1997: Referencias generales para pulseras, collares y pendientes. 1342 CORTES, 1997: Referencias generales para escoplos, tijeras, hachas y podadoras. 1343 CORTES, 1997: Referencias generales para hebillas de cinturón y elementos de calzado. 1344 CORTES, 1997: Referencias generales. 1345 RUIZ VALDERAS, 1991: Referencias generales. 1346 RUIZ VALDERAS, 1991: Referencias generales. 1347 ABASCAL et alii, 2004: S.32, cuatro pendientes, varias cuentas de pasta vítrea y una de azabache y un aro; S.35, dos pendientes, una cuenta de collar de pasta vítrea y un anillo de bronce; S.38, un pendiente y un anillo de plata; S.44, un anillo, numerosas cuentas de pasta vítrea y ámbar, un anillo de bronce y otro de hierro y dos gemas de pasta vítrea; S.50, dos pares de pendientes de plata, dos aros de plata y un anillo con camafeo. 1348 ABASCAL et alii, 2004: S.44, fíbula y botones. 1349 ABASCAL et alii, 2004: Inhumaciones tardías en general. 1350 ABASCAL et alii, 2004: S.38, S.35 y S.50. 1351 MEZQUÍRIZ, 2004: S.1 y S.3.

1329

1328

Campus de Vegazana Castrobol Duas Igrejas Pedrosa de la Vega Nec. Sur Puerto de Mazarrón C/Era Segobriga Villafranca

Necrópolis

Tablillas defixiones

406

Armas X1364

X1356 X1361

Joyas X1369

X1365

X1363

X1357 X1362

Amuletos X1358

Ajuar “tipo Duero” X1366

Herramientas de trabajo X1367

Elementos de vestido X1370

X1368

X1359

Lecti funebris X1371

Clavos del ataúd X1372

X1360

X1355

Evidencias de sudario

Monedas

Ungüentarios

Lucernas

MEZQUÍRIZ, 2004: Referencias generales. MEZQUÍRIZ, 2004: Referencias generales. 1354 MEZQUÍRIZ, 2004: Referencias generales. 1355 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.1, S.2, S.5, S.12, S.13, S.14, S.16 y S.17. 1356 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: Zona A: S.1, una lanza, S.2, tres lanza, S.5, una lanza, S.6 y S.9, un hacha. Zona B: S.1, S.3, S.4, S.12 y S.13, una lanza, S.29-42, un hacha, dos puntas de lanza junto a otras dos puntas de menor tamaño, S.44, una lanza, S.62, dos puntas de lanza de buen tamaño, un hacha, un scramasax y dos cuchillos, S.77, un hacha, una punta de lanza y otra punta de hierro pequeña, S. 79-83, un hacha, una punta de lanza, una pequeña punta de hierro, un cuchillo, un “fermoir d’aimônière”, S.92, hacha, un cuchillo, un “fermoir d’aimônière”, S.94, dos lanzas, S.96, un hacha , S.97, un hacha, una punta de lanza de gran tamaño, una empuñadura de bronce, probablemente, de un pequeño puñalito y dos cuchillos, S.99-101, dos lanzas. 1357 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: Zona A: S.15, pendientes, y S.24, pulsera; Zona B: S.62, un collar, 47 cuentas de ámbar y un canino de oso; S.56, 30 cuentas de collar, y S.71, un collar, nueve cuentas de ámbar, 10 de pasta vítrea y 16 abalorios del mismo material. 1358 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: S.8, colgante en forma de bellota y otro de diente de oso pardo. 1359 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: Zona A, S.4 y S.9, hebillas de cinturón y elementos de calzado; Zona B, S.79-83, fíbula; S.19-42, S.48-53, S.56, S.66-68, S.65, S.86, S.87, S.79-83, S.97, S.96, S.89, S.96 y S.95, hebillas de cinturón y elementos de calzado. 1360 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: Zona A: S.1; Zona B: S.1, S. 2, S.3. S.5, S.12, S.13, S.14, S.16, S.18, S.19, S.20, S.22, S.23, S.24, S.25, S.28, S.44, S.48-53, S.54, S.55-66, S.78, S.85 y S.102-103. 1361 RIGAUD DE SOUSA, 1979: Referencias generales para un puñal. 1362 LÓPEZ QUIROGA, 2007: Referencias generales para un anillo, una diadema de oro y cuentas de collar. 1363 LÓPEZ QUIROGA, 2007: Referencias indeterminadas para dos collares y un anillo. 1364 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.82, puntas de lanza. 1365 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.82, brazalete, sortija y pulsera. 1366 RIVERA MANESCAU, 1936-39. 1367 RIVERA MANESCAU, 1936-39: S.82, un scrinum con herramientas indeterminadas. 1368 RIVERA MANESCAU, 1936-39: Referencias generales. 1369 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: S.1, un pendiente, S.2, pulsera o brazalete, tres anillos engarzados, dos pendientes, 451 cuentas de collar (pasta vítrea, hueso y azabache), S.8, individuo 2, dos pendientes, S.12, dos pendientes y 30 cuentas de ámbar y 343 de pasta vítrea.

1353

1352

El Monastil

VI d. C.

Septimanca

V-VI d. C.

Aldaieta Ponte de Limas Vicus Pontevedra/Hospital

V d. C.

Vinyals

Necrópolis

Tablillas defixiones

407

Armas

Monedas

Ungüentarios

Lucernas

SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: S.12, broche de cinturón. SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: S.9 y S.12. 1372 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: S.2. 1373 ABASCAL et alii, 2004: Inhumaciones tardías en general.

1371

1370

Segobriga

Necrópolis

Lecti funebris X1373

Tablillas defixiones

Evidencias de sudario

Clavos del ataúd

Elementos de vestido

Herramientas de trabajo

Ajuar “tipo Duero”

Amuletos

Joyas

10. 6. El ritual de annulos detrahere

○ Provincia Lusitania Necrópolis I d. C. Emerita1374

I-II d. C.

Heredade do Padrao1375 Santo André1376 Emerita1377 Emerita1378

II d. C.

Ossonoba1379 Emerita1380 Emerita1381

II-III d. C. Emerita1382

III d. C.

Heredade dos Pombais1383 Berzocana1384 Emerita1385

III-IV d. C.

Cáceres1386 O Padrozino1387 Emerita1388

IV d. C.

Mirobriga1389

V d. C.

Emerita1390 Monroy1391

INC

INH



Cremado

X

1

1

X X X X

1 3 Indet. 2

? 2 (?)

Extraído

In situ

1 3 ?

X X X

1 1 2

X

1

X X X

1 1 4

? ?

? ? 4

X X X

1 1 2

? ? ?

? ? ?

X

1

X X

1 1

1374

Barriada de los Milagros, SILVA CORDERO, 2001: Actividad 27. VIANA y DEUS, 1958: S.10. 1376 NOLEN y DIAS, 1981: S.C.10, S.E.2 y S.E.10. 1377 Corchera Extremeña, SÁNCHEZ SÁNCHEZ, 1996: Referencias generales. 1378 Polígono Industrial el Prado, CASILLAS MORENO, 1994-95: S.2. 1379 C/Alcaçarias, GAMITO, 1992: S.6. 1380 Barriada de los Milagros, SILVA CORDERO, 2001: Actividad 16. 1381 C/Cabo Verde, MÁRQUEZ PÉREZ, 1998: Actividad 12. 1382 Dintel de los Ríos, CANTO et alii, 1997: S.3. 1383 FERNÁNDES y MENDES, 1983: S.10. 1384 SAPONI SERGIO y BARQUERO SÁNCHEZ, 1989: Referencia general. 1385 Sur del Actual cementerio, AYERBE VÉLEZ, 1999: S. 4, S.13 y S.19. 1386 CERRILLO MARTÍN DE CÁCERES, 1996-2003: Referencia general. 1387 Necrópolis 1, VIANA y DEUS, 1955a: Referencia general. 1388 Necrópolis del Albarregas, ENRÍQUEZ y GIJÓN, 1987: Referencia general. 1389 Zona Capilla de San Blas, SANTOS BARATA, 1998: Sepultura sin numerar. 1390 C/ Calvario 59, SÁNCHEZ BARRERO, 1996: S.1. 1391 CASTILLO CASTILLO et alii, 1991-92: S.2. 1375

408 408

1 2

1 (?) 1

1 ? ?

? ?

○ Provincia Baetica Necrópolis I d. C. Carmo1392 Corduba1393 Baelo1394 Gades1395 Astigi1396

I-II d. C.

Dos Hermanas1397 Alcolea del Río1398 Cerro del Trigo1399 Hispalis1400

II d. C.

Corduba1401

II-III d. C. Astigi1402

III-IV d. C.

La Puente1403 Onuba1404 Almedinilla1405 Doña Mencía1406

IV-V d. C.

Loja1407 Moraleda de Zafayona1408 Ventas de Zafarraya1409

INC

INH



Cremado

X X X X X

5 1 1 Indet. 1

X X X X

1 Indet. 1 2

X

1 1

1

Extraído 4 1 X 1 1 ? 1 (?) 1

X

2

1

X

1

1

X (?) X X X

1 1 Indet. 1

? 1

X X X

Indet. 2 1

1392

In situ

1

? X 1 (?) X (?) (?)

BENDALA GALÁN, 1976a: Tumba del Ustrinum, 20 y BELÉN, 1983: Tumba Hipogea del Anfiteatro: S. 2, S.4, S.5 y S.10. Adva. Pretorio, CÁNOVAS UBERA et alii, 2006: Cremación 2. 1394 Nec. Sureste, REMESAL RODRÍGUEZ, 1979: S.16. 1395 General Ricardos, PERDIGONES MORENO et alii, 1986c: Referencias generales para anillos de oro. 1396 La Algodonera, TINOCO MUÑOZ, 2001: S.27. 1397 MARTÍN RIPIO y MARTÍNEZ PEÑARROYA, 1992: Incineración V. 1398 SIERRA ALONSO, 1991: Referencias generales. 1399 CAMPOS CARRASCO et alii, 2002: U.E. 4 del corte 1. 1400 Zona de Santa Marina, CARRASCO GÓMEZ et alii, 2004: Actividad 26 y Hospital de las Cinco Llagas, JIMÉNEZ SANCHO y TABALES RODRÍGUEZ, 2000: S.1. 1401 Avda. Ollerías, BAENA ALCÁNTARA, 1989: S.2. 1402 Territorium, MARTÍN MUÑOZ y FERNÁNDEZ UGALDE, 2001: S.1. 1403 ROMERO, 1996: S.5. 1404 Onésimo Redondo, DEL AMO, 1976: S.5. 1405 El Ruedo, CARMONA BERENGUER, 1990: Referencias generales. 1406 Benazar, GALEANO CUANCA, 1996: Referencias generales. 1407 CASTELLANO GÓMEZ y ALONSO SÁNCHEZ, 1991: Referencias generales. 1408 GARCÍA SERRANO, 1966: S.2 y S.8. 1409 TORO MOYANO y RAMOS LINAZA, 1985: S.6. 1393

409 409

○ Provincia Tarraconensis Necrópolis II a. C.

INC

Valentia1410 (Quart)

II-I a. C.

Cigarralejo1411

I d. C.

Lucus Augusti1412 Cesla1413 Oiasso1414 Emporiae1415 Emporiae1416 Pollentia1417

I-II d. C.

Santa Criz1418 Emporiae1419 Emporiae1420 (Rubert) Emporiae1421 (Torres) Emporiae1422 (Nofre) Emporiae1423 (Sabadí) Segobriga1424

II-III d. C.

Peal del Becerro1427 Tisneres1428 Granollers1429

III d. C.

S.Miguel del Arroyo1430 Caesaraugusta1431

III-IV d. C.

Septimanca1432 Funes1433 Tarraco1434 Albalate de las Nogueras1435



X

X X X

X X X

X X X X X X X X

Cremado

Extraído

1

X

II d. C.

Complutum1425 Bracara Augusta1426

INH

1

4

4

Indet. 1 2 2 1 2

X 1 2 2 ? 2

1 1 1 7 2 1 1

1 1 ? 5 2 1 1

? 2

X

Indet. 1

? 1

X X X

2 1 1

2

X X

2 1

2 1

X X X X

Indet. 1 Indet. Indet.

? 1 (?) ? ?

1410

C/ Quart, POLO y GARCÍA, 2002: S.3163, inhumación en decúbito prono. CUADRADO DÍAZ, 1987: S.198. Plaza del Ferrol, RAIGOSO, 1995: Referencias generales. 1413 Casa de Hércules, MÍNGUEZ MORALES, 1989-90: Enterramiento infantil. 1414 BARANDARIÁN et alii, 1999: Monumento 1: S.42 y S. 84. 1415 ALMAGRO, 1955: Patel, S.18 y S.22. 1416 ALMAGRO, 1955: Bonjoan, S.2. 1417 ALMAGRO y AMORÓS, 1953-54: S.13 y S.19. 1418 ARMENDÁRIZ AZNAR et alii, 1995-96 y 2007: Referencias generales. 1419 ALMAGRO, 1955: Ballesta, S.45. 1420 ALMAGRO, 1955: Rubert, S.24. 1421 ALMAGRO, 1955: Torres, S.7, S.9, S.13, S.22, S.48, S.60. 1422 ALMAGRO, 1955: Nofre, S.18 y S.24. 1423 ALMAGRO, 1955: Sabadí, S.6. 1424 Vía Segobriga-Ercavica, ALMAGRO BASCH, 1979: S.2. 1425 Despoblado del Monte, MADOZ, 1948 (Reed. 1989): Referencias generales. 1426 Largo Carlos Amarante, MARTINS y DELGADO, 1989-90: S.II. 1427 GARCÍA Y BELLIDO, 1958: S.12. 1428 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: S.8. 1429 TENAS I BUSQUETS, 1991-92: S.3. 1430 PALOL, 1958: S.4 y S.19. 1431 Puerta Occidental, GALVE IZQUIERDO, 2008: Tumba X, inhumación en decúbito prono. 1432 Necrópolis Tardorromana, RIVERA MASECAU, 1936-39: S.82. 1433 MEZQUÍRIZ, 1954: S.1. 1434 Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal, TEd’A, 1987: Monumento1: S.espacio 202. 1411 1412

410 410

In situ

?

?

1 (?) 1

? ? ?

Puerto de Mazarrón1436 Segobriga1437

IV d. C.

Casa Calvo1438

IV-V d. C.

Vicus1439 Pedrosa de la Vega1440 San Miguelle1441 Guarromán1442

V d. C.

Ponte Limas1443

V-VI d. C.

El Espartal1444

VI d. C.

El Monastil1445

VI-VII d. C. Aldaieta1446

X X

2 5

?

2 ?

X

Indet.

?

?

X X X X

Indet. 4 2 2

? ? 1 ?

? 1y? 1 ?

X

1

1

X

1

1

X

Indet.

Indet.

X

22

1435

3

3

FUENTES DOMÍNGUEZ, 1989: S.3. AMANTE SÁNCHEZ y GARCÍA BLÁZQUEZ, 1988: S.2 y S.10. 1437 Vía Segobriga-Ercavica, ALMAGRO BASCH, 1979: S.12, S.38, S.35, S.44 y S.50. 1438 GONZÁLEZ VILLAESCUSA, 2001: Referencias generales. 1439 Isla de Toralla y C/Pontevedra/Hospital, LÓPEZ QUIROGA, 2007: referencias generales. 1440 Necrópolis Norte, ABÁSOLO et alii, 1997: S.83, S.89 y S.91. 1441 FILLOY NIEVA, 2001: S.13 y S.29A. 1442 GÓMEZ DE TORO, 1991: S.2 y S.3. 1443 RIGAUD DE SOUSA, 1979: Referencias generales. 1444 ALONSO SÁNCHEZ, 1976: S.8. 1445 SEGURA HERRERO y TORDERA GUARINOS, 1997: Referencias generales. 1446 AZKARATE GARAI-OLAUN, 1999: Zona A: S.2 y Zona B: S.17, S.18, S.29-43, S.43, S.48-53, S.63, S.55, S.75, S.76, S.73-74, S.70, S.66-68, S.86, S.84, S.79-83, S.96, S.89 y S.94. 1436

411 411

10. 7. Mapas - 10. 7. 1. a. Los espacios funerarios: necrópolis urbanas

○ Necrópolis urbanas de la Provincia Lusitania

412 412

413

○ Necrópolis urbanas de la Provincia Baetica

413

414

○ Necrópolis urbanas de la Provincia Tarraconensis

414

- 10. 7. 1. b. Los espacios funerarios: necrópolis rurales

○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Lusitania

415 415

416

○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Baetica

416

417

○ Necrópolis asociadas a villas de la Provincia Tarraconensis

417

○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania

418 418

419

419

○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica

420

420

○ Necrópolis asociadas a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis

○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Lusitania

421 421

422

422

○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Baetica

423

423

○ Necrópolis comunes a pequeños asentamientos de la Provincia Tarraconensis

- 10. 7. 2. a. Distribución de los distintos elementos de ajuar: el viático

○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Lusitania

424 424

425

425

○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Baetica

426

426

○ Distribución de las ofrendas alimenticias en la Provincia Tarraconensis

- 10. 7. 2. b. Distribución de los distintos elementos de ajuar: los objetos propiedad del difunto

○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Lusitania

427 427

428

428

○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Baetica

429

429

○ Elementos armamentísticos en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Lusitania

430 430

431

431

○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Baetica

432

432

○ Herramientas de trabajo en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Lusitania

433 433

434

434

○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Baetica

435

435

○ Objetos profilácticos y amuletos en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Lusitania

436 436

437

○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Baetica

437

438

438

○ Lucernas en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Lusitania

439 439

440

○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Baetica

440

441

441

○ El óbolo de Caronte en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Lusitania

442 442

443

443

○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Baetica

444

444

○ Joyas y otros elementos de aderezo personal en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

- 10. 7. 2. c. Otros elementos de ajuar: la unctura y sus evidencias materiales

○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Lusitania

445 445

446

○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Baetica

446

447

447

○ Ungüentarios en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Lusitania

448 448

449

449

○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Baetica

450

450

○ Evidencias de vestimenta en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Lusitania

451 451

452

○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Baetica

452

453

○ Lecti funebres en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

453

○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Lusitania

454 454

455

○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Baetica

455

456

456

○ Evidencias de ataúd en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

457

457

○ Evidencias de sudario en necrópolis de la Provincia Baetica

458

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○ Evidencias de sudario en necrópolis de la Provincia Tarraconensis

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Índice de ilustraciones 1. Globo astrológico en el que se han representado diversas personificaciones de las constelaciones..............................12  2. Lucerna romana con escena del pago a Caronte ........................................................................................................... 14  3. Sarcófago de Simpelved con relieve en el interior que reproduce el mobiliario de una casa. Siglo II d. C. ................. 15  4. Urna cineraria villanoviana oikomorfa. Siglo VIII a. C................................................................................................ 17  5. Denario de Septimio Severo. ........................................................................................................................................ 20  6. Recreación de un velatorio romano .............................................................................................................................. 25  7. Personaje vestido con toga y portando los bustos de sus antepasados. ........................................................................ 26  8. Relieve funerario romano con representación de un velatorio ...................................................................................... 27  9. Representación de un cortejo funerario. Relieve de Amiterno, siglo I d. C. ................................................................ 29  10. Reconstrucción del cortejo funerario de Sila. ............................................................................................................. 30  11. Plano general de la necrópolis occidental de Carmo .................................................................................................. 48  12. Localización de los hallazgos funerarios de Hispalis, con relación al recinto amurallado de la ciudad ..................... 50 13. Distribución de los hallazgos funerarios altoimperiales de Córdoba .......................................................................... 51  14. Distribución de los hallazgos funerarios bajoimperiales de Córdoba ......................................................................... 53  15. Plano de Baelo Claudia y distribución de las áreas sepulcrales ................................................................................. 54  16. Necrópolis Norte de Carissa Aurelia.......................................................................................................................... 55  17. Plano general de las necrópolis de Gades ................................................................................................................... 57  18. Urso. Planta de la Cueva 2 y vista de la Cueva 5 ....................................................................................................... 59  19. Planta de la ciudad de Munigua y localización de sus dos necrópolis ........................................................................ 60  20. Planta de Bracara Augusta con la localización de las áreas cementeriales e inscripciones funerarias. ...................... 62  21. Asturica Augusta. Vías, áreas con hallazgos funerarios y puertas de acceso a la ciudad............................................ 64  22. Panorama funerario de Caesaraugusta. ...................................................................................................................... 67  23. Oiasso. Situación de las urnas localizadas y planta de los monumentos funerarios ................................................... 71 24. Situación de los principales hallazgos tardorrepublicanos y altoimperiales de Tarraco. ........................................... 75  25. Esquema urbano y dispersión de los sectores funerarios localizados en Valentia ...................................................... 78  26. Esquema de la necrópolis de Horta das Pinas ............................................................................................................. 88  27. Necrópolis de Santo André ......................................................................................................................................... 89  28. Necrópolis de Torre das Arcas.................................................................................................................................... 90  29. Planta de la necrópolis de El Ruedo, Almedinilla, y porcentaje de ajuares por sepultura .......................................... 94 

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31. Planta general del yacimiento de La Solana. ............................................................................................................ 101  32. Esquema de los enterramientos hallados en la necrópolis de Berzocana .................................................................. 104  33. Plano general de la necrópolis de Monroy y localización de las sepulturas.............................................................. 105  34. Planta y sección de las sepulturas excavadas en Stock del Gossan .......................................................................... 106  35. Planta de la necrópolis de la Dehesa ......................................................................................................................... 107  36. Planta de la necrópolis de Torrox ............................................................................................................................. 108  37. Planta de los enterramientos excavados en la necrópolis de El Gastor ..................................................................... 109  38. Planta de la necrópolis de Sierra Aznar, Arcensium ................................................................................................. 110  39. Planta de la necrópolis del Cortijo del Chopo, Colomera ......................................................................................... 113  40. Planta de la necrópolis de Guisande. ........................................................................................................................ 118  41. Croquis de las excavaciones en la necrópolis de Talavera........................................................................................ 120  42. Enterramientos infantiles y ofrendas en el Portal de la Magdalena, Lérida .............................................................. 127  43. Villarroya de la Sierra. Plano general de las estructuras del yacimiento .................................................................. 128  44. Villanueva, El Cascajo de Calahorra. Esquema de la sepultura 1............................................................................. 129 45. Villanueva, El Cascajo de Calahorra. Cubrición de E-7 por una serie de piedras .................................................... 130  46. Villanueva, El Cascajo de Calahorra. Sepultura E-7 ................................................................................................ 131  47. Enterramiento en el interior de una casa. Castro de Pendia ...................................................................................... 134  48. Conjunto de sepulturas, antes y después de la excavación, del castro de Meirás. .................................................... 135  49. Ajuar de la sepultura 10. Necrópolis de San Miguel del Arroyo .............................................................................. 137  50. Plano de la ermita de Santa María de Arcos, Tritium ............................................................................................... 138  51. Tipos de enterramientos en urna de tradición indígena en Corduba......................................................................... 148  52. Betilos hallados en la necrópolis Sureste de Baelo Claudia ..................................................................................... 149  53. Padilla de Duero. Sepulturas 57 y 58, con su ajuar; y ajuar de la 65. ....................................................................... 154  54. Ustrinum de El Corral de Colas (Valpalmas, Zaragoza). Reconstrucción de la planta y el alzado .......................... 162  55. Recreación idealizada de la pyra funeraria en la que se ha depositado el difunto .................................................... 163  56. Enterramiento en bustum, acompañado de ajuar. Segunda mitad del siglo II d. C ................................................... 164  57. Disposición de los restos de la cremación -se hayan introducido en una urna cineraria o no-, en el interior de un hueco tallado en la roca o en la tierra ............................................................................................................................. 165  58. Ejemplo de ossuaria y urnae. Necrópolis Torres, Emporiae.................................................................................... 166  59. Ajuar de la sepultura 3 del Parque de las Naciones, Lucentum................................................................................. 166  60. Ejemplo de sepultura de tegulae a doble vertiente cubierta por imbrices ................................................................ 167  502

61. Esquema de sepultura de tegulae dispuestas a doble vertiente ................................................................................. 168  62. Esquema de sepultura de cista de tegulae ................................................................................................................. 169  63. Ejemplo de sepultura de cista de tegulae .................................................................................................................. 170  64. Ejemplo de fossae con cubierta horizontal de tegulae. ............................................................................................. 171  65. Fossae constituida por ladrillos y cubierta por tegulae horizontales. ....................................................................... 172  66. Ejemplos de distintos tipos de inhumaciones en ánfora............................................................................................ 173  67. Enterramiento en ánfora. Necrópolis del Parc de la Ciutat, Tarraco ........................................................................ 174  68. Túmulo de Carasta, Álava, época Imperial ............................................................................................................... 175  69. Sepultura 5 de San Miguel del Arroyo. Inhumación en ataúd y cubierta por un túmulo de piedras. ........................ 176  70. Sarcófago monolítico de la Necrópolis Oriental de Caesaraugusta ......................................................................... 177  71. Reconstrucción esquemática de un enterramiento en sarcófago monolítico cubierto por losas................................ 177  72. Sarcófago de Orestes, Husillos, Palencia .................................................................................................................. 178  73. Ejemplo de enterramiento en cista de losas .............................................................................................................. 179  74. Enterramiento en cista de lajas, necrópolis de York, Inglaterra................................................................................ 180  75. Sepulturas constituidas por un muro de piedras y argamasa. .................................................................................... 181  76. Monumento funerario de la necrópolis del Parc de la Ciutat y Prat de la Riba/Ramón y Cajal, Tarraco................. 181  77. Ejemplo de fossae con cubierta de losas ................................................................................................................... 182  78. Ejemplo de sarcófago cubierto por losas a doble vertiente. ...................................................................................... 183  79. Reconstrucción de un ataúd de madera. .................................................................................................................... 184  80. Enterramiento en fossae simple, excavada en la tierra ............................................................................................. 185  81. Sector norte de la necrópolis de Mas del Pou. .......................................................................................................... 186  82. Ejemplo esquemático de inhumación practicada en la roca y cubierta por losas. ..................................................... 187  83. Esquema de enterramiento en sarcófago de plomo. .................................................................................................. 188  84. Enterramientos subgrundales del Hort de Morand. Planimetría general. ................................................................. 191  85. Enterramiento infantil bajo imbrex. Necrópolis de Caesaraugusta. ......................................................................... 192  86. Emerita Augusta. Enterramiento infantil sobre cuyas rodillas se dispuso una piedra de considerables dimensiones194  87. Planta de la necrópolis de La Orden ......................................................................................................................... 199  88. Plano de la necrópolis de la Plaza de Villa Madrid, Barcino, del tipo Gräberstraβen. ............................................ 201  89. Plano general de los enterramientos en la C/ Travesía Marquesa de Pinares, Emerita Augusta ............................... 202  90. Inhumación en decúbito lateral. Sepultura 11 de la necrópolis de La Lanzada, Pontevedra .................................... 206  91. Sepultura 2412 de la necrópolis de la Calle Quart, Valentia .................................................................................... 209  503

92. Detalle de la sepultura 56, de la C/Ambrosio Morales, en Corduba, en la que las rótulas aparecen junto al cráneo.. ........................................................................................................................................................................... 210  93. Sepultura 21 de la necrópolis de La Lanzada, Pontevedra ................................................................................................. 211  94. Disposición, en decúbito prono, de las inhumaciones 1 y 2 de Ocurri .......................................................................... 212  95. Agrupación de enterramientos, en decúbito prono, en la necrópolis valenciana de la Calle Quart .......................... 214  96. Los cuatro ejes principales a partir de los que se reparte la disposición de los ajuares funerarios. .......................... 215  97. Recreación ideal de la disposición del ajuar en una sepultura de inhumación. ......................................................... 216  98. Reconstrucción ideal de la disposición del ajuar en una sepultura de incineración. ................................................. 217  99. Recreación de una sepultura con canal para libaciones. Emerita Augusta, zona de los columbarios ....................... 220  100. Ofrenda alimenticia: media cabeza de caprino. Necrópolis de Valladas (Gallia), época altoimperial ................... 220  101. Diversos restos alimenticios depositados en el interior de la sepultura y posible materialización del ritual de la Porca Praesentanea. (Necrópolis de la calle Quart, Valentia, siglo II d. C.) ................................................................. 221  102. Ofrenda de huevo de gallina en una copa. Necrópolis de Valladas (Gallia), época altoimperial ........................... 223  103. Cobertura tumular con tubo para libaciones. Sepultura 11 del Camí de la Platja dels Cossis ................................ 225  104. Relación de los distintos elementos armamentísticos hallados en los ajuares en las tres provincias hispanas. ...... 227  105. Vaina del cuchillo “tipo Simancas”. Necrópolis de Aldea de San Esteban. ........................................................... 228  106. Relación de las distintas herramientas de trabajo halladas en los ajuares en las tres provincias hispanas. ............. 229  107. Diversas herramientas de trabajo aparecidas en la sepultura 1 de Fuentespreadas ................................................. 230  108. Relación de los distintos tipos de amuletos hallados en los ajuares en las tres provincias hispanas....................... 231  109. Amuleto de hueso en el que se representa una higa y un rostro humano. C/Bellidos, Astigi.................................. 232  110. Relación de las lucernas halladas en los ajuares en las tres provincias hispanas .................................................... 234  111. Hermes dirige a la difunta hacia la barca de Caronte.............................................................................................. 236  112. Constatación del óbolo de Caronte en las tres provincias hispanas ........................................................................ 237  113. Ajuar de la sepultura de Crepeia Tryphaena, Roma ............................................................................................... 239  114. Terracotas figuradas depositadas como ajuar en la sepultura 1 de la Avda. Corregidor, Corduba......................... 241  115. Tabella defixiunum de plomo hallada en la incineración 21 de la necrópolis ampuritana de la Ballesta................ 242  116. Relación de los ungüentarios aparecidos en los ajuares de las tres provincias hispanas......................................... 247  117. Relación de los distintos elementos de vestido hallados en los enterramientos de las tres provincias hispanas ..... 248  118. Elementos de vestimenta en la Sepultura 10 de la necrópolis de la Puerta Occidental, Caesaraugusta ................. 249  119. Caligulae claveteadas halladas en la Sepultura 95 de la necrópolis Norte de Pedrosa de la Vega ......................... 250  120. Relación de joyas y otros elementos de aderezo personal hallados en los ajuares de las sepulturas de las tres provincias hispanas ......................................................................................................................................................... 252  121. Distintos elementos de aderezo personal hallados en la necrópolis de Horta Major. ............................................. 253  504

122. Evidencias de sandapila y lecti funebres documentados en los enterramientos de las tres provincias hispanas. ... 255  123. Disposición de los clavos en las sepulturas 14 y 24 de la necrópolis del Campus de Vegazana ............................ 256  124. Evidencias de ataúd constatadas en los enterramientos de las tres provincias hispanas. ........................................ 257  125. Evidencias de sudario documentadas en los enterramientos de las tres provincias hispanas.................................. 258  126. Esquema comparativo: a) Sepultura de Cecilia Metela; b) Mausoleo de Augusto; c) Sepulcro oficial del cónsul A. Hirtio; d) Mausoleo del rey Mausolo de Halicarnaso ................................................................................................ 260  127. Sepultura monumental de Cecilia Metela, Roma, Vía Appia.. ............................................................................... 261  128. Mausoleo de Augusto, Roma .................................................................................................................................. 262  129. Reconstrucción del Trofeo de Úrkulo .................................................................................................................... 263  130. Tumba tipo templo con friso dórico en Ghirza, Tripolitana ................................................................................... 264  131. Monumento de los Julii, Sant Remy (Glanum) ...................................................................................................... 265  132. Monumentos funerarios en forma de altar. Pompeya, ante la Puerta de Herculano................................................ 266  133. Columna de Trajano sin el friso, Roma. ................................................................................................................. 268  134. Monumento funerario dístilo de Iulipa, Cáceres................................................................................................... 268  135. El arco de Tito en el Foro Romano ......................................................................................................................... 269  136. Esquema de un monumento oikomorfo. Poza de la Sal, Burgos ............................................................................ 270  137. Sepultura tipo cupa ................................................................................................................................................. 271  138. Estructura cúbica rematada por casquete esférico. Sepultura 23 de la necrópolis Torres, Emporiae. .................... 272  139. Tumba del banquete funerario de la necrópolis Norte de Constanza (Rumanía). ................................................... 274  140. Retrato funerario sobre tabla de una dama romana procedente de Al Fayum (Egipto) .......................................... 275  141. Monumento funerario pompeyano decorado con una corona cívica ...................................................................... 280  142. Altar funerario en cuya decoración pueden apreciarse bucráneos, guirnaldas, pájaros bebiendo en una crátera, etc. Como símbolo de pietas ........................................................................................................................................... 281  143. Epígrafe de la tumba de los Voconios, Emerita Augusta........................................................................................ 282  144. Estela funeraria con imagines maiorum en armarios, segunda mitad del siglo I a. C. Museo Nacional de Copenhague .................................................................................................................................................................... 283  145. Placa funeraria en forma de edícula, en ella se representa a una tabernera llenando una jarra de vino .................. 285

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“Aquí he depositado todas mis preocupaciones y todas mis penas; ya no temo a los astros, ni a las nubes, ni al mar cruel, y no me preocupa más que los gastos superen a las ganancias” CIL, IX, 60. Epitafio de un comerciante de Brindisi.

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