Espacio, género y religión en la literatura del siglo XVIII español 9783968692111

En este trabajo se estudia la trabazón entre normas religiosas, roles de género y espacios en la literatura de la Ilustr

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Spanish; Castilian Pages 505 [510] Year 2022

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Espacio, género y religión en la literatura del siglo XVIII español
 9783968692111

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ESPACIO, GÉNERO Y RELIGIÓN EN LA LITERATURA DEL SIGLO XVIII ESPAÑOL Aenne Gottschalk

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LA CUESTIÓN PALPITANTE LOS SIGLOS XVIII Y XIX EN ESPAÑA Vol. 33 Consejo editorial Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC, Madrid) Pedro Álvarez de Miranda (Real Academia de la Lengua Española, Madrid) Lou Charnon-Deutsch (SUNY at Stony Brook) Luisa Elena Delgado (University of Illinois at Urbana-Champaign) Fernando Durán López (Universidad de Cádiz) Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid) Andreas Gelz (Albert-Ludwigs-Universität, Freiburg im Breisgau) David T. Gies (University of Virginia, Charlottesville) Kirsty Hooper (University of Warwick, Coventry) Marie-Linda Ortega (Université de la Sorbonne Nouvelle / Paris III) Ana Rueda (University of Kentucky, Lexington) Manfred Tietz (Ruhr-Universität, Bochum) Akiko Tsuchiya (Washington University, St. Louis)

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ESPACIO, GÉNERO Y RELIGIÓN EN LA LITERATURA DEL SIGLO XVIII ESPAÑOL

Aenne Gottschalk

Iberoamericana - Vervuert - 2022

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Gedruckt mit Unterstützung des Förderungsfonds Wissenschaft der VG Wort.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-239-1 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-210-4 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-211-1 (E-book) Depósito Legal: M-1108-2022 Imagen de la cubierta: Interior of a Cathedral (c. 1820), Samuel Prout (1783-1852) (Alamy) Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro.

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ÍNDICE

Agradecimiento ...............................................................................................

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1. IntroducciÓn.............................................................................................. 1.1. ‘Ilustración’, un concepto ambiguo desde el siglo xviii ............... 1.2. El estado de la cuestión ..................................................................... 1.3. Política, economía y mercado literario en la España del siglo xviii ...................................................................................... 1.4. La nación en cuestión: los discursos sobre decadencia, género y religión ................................................................................ 1.5. Los objetivos de la investigación: espacio, género y religión en la literatura del xviii español........................................ 1.6. El corpus de la investigación............................................................

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2. Fundamentos teÓricos y procedimiento metodolÓgico: doing space, doing gender, doing religion en la literatura de ficciÓn ................. 2.1. La producción de espacio ................................................................. 2.2. La producción de espacios en la literatura .................................... 2.3. La producción de género .................................................................. 2.4. La producción de género en la literatura ....................................... 3. Inmovilidad en un “lugar espantoso”: la novela epistolar Cornelia Bororquia ................................................................................... 3.1. Masculinidades y ubicaciones elocuentes ...................................... 3.2. ¿Feminidad varonil? Dos mujeres virtuosas.................................. 3.3. La constelación figural: una constelación simbólica..................... 3.4. Los espacios de acción: una cartografía simbólica ........................ 3.5. La ficción epistolar y las estrategias para crear autenticidad ...... 3.6. Síntesis: una novela entre la apología, el ataque y la propuesta utópica ................................................................................................. 4. En movimiento por el mundo: la novela Eusebio de Pedro MontengÓn y Paret ................................................................. 4.1. “Las virtudes morales son el cimiento de su religión”: el ser humano modélico .................................................................... 4.2. Oscilaciones entre filosofía y religión al moverse por el mundo 4.3. Un linaje de masculinidad modélica alrededor de Eusebio ........ 4.4. En camino hacia la perfección: Eusebio en movimiento .............. 4.5. La feminidad modélica: Leocadia, entre autonomía y necesidad de amparo ...........................................................................................

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4.6. La novela y su estructura de apelación al lector ........................... 4.7. Síntesis: construcciones narrativas al servicio de un programa filosófico-educativo “útil a todos” ..................................................

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5. ¿La casa un convento? Sainetes de RamÓn de la Cruz ..................... 5.1. El sainete en la práctica teatral y el fuego cruzado sobre Ramón de la Cruz .............................................................................. 5.2. El inventario figural de los sainetes y la tipología de las víctimas de burla .................................................................... 5.3. El luto en la casa, diversión y cortejo: La visita de duelo (s. a.) ..... 5.4. La ausencia de la mujer en la casa: La falsa devota ([1783] 1786).. 5.5. Devoción masculina en el espacio público: La devoción engañosa (1764)................................................................ 5.6. Vocación masculina y fines mundanos: La oposición de sacristán (1773)........................................................... 5.7. Entre verosimilitud y risa ................................................................. 5.8. Síntesis: las ambigüedades del orden del mundo y el justo medio ..................................................................................

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6. “Con sentimiento religioso”: La casta amante de Teruel de Francisco Mariano Nifo .................................................................... 6.1. Un excurso: sobre la religión y las mujeres en la producción periodística de Nifo .......................................................................... 6.2. Otras vías de acceder al público: la “escena patética” ................. 6.3. Espacios y personajes ........................................................................ 6.4. Los hombres ‘ausentes’: entre la virtud y el propio interés ........ 6.5. Formas y alcance del público ........................................................... 6.6. Síntesis: compaginando razón, sentimiento y fe ........................... 7. Entre casa y convento: Cecilia y Cecilia viuda de Luciano Francisco Comella .............................................................. 7.1. Masculinidades y feminidad espacializadas .................................... 7.2. De la casa al convento ....................................................................... 7.3. Formas y alcance del público: la popularidad del género sentimental.......................................................................................... 7.4. Síntesis: inclusiones y exclusiones sociales en base a la utilidad y la moral católica .............................................................................. 8. Refugios femeninos: Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas de Margarita Hickey y Pellizoni/Polizzoni ................... 8.1. Ganarse al lector para “enseñarle [...] a bien proceder”............... 8.2. Hombres y mujeres: poesía del desengaño del statu quo ............. 8.3. Entre retiro y complicidad: la poesía y su alcance ........................

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8.4. Síntesis: del campo de experimentación al espacio de comunicación ................................................................................

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9. “Con un hombre yo... siendo cristiana”: la poesía erótica de Iriarte, Samaniego y Vargas Ponce ..................................................... 9.1. Espacios de la acción ......................................................................... 9.2. El espacio escondido y la destabuización de la sexualidad ........... 9.3. Las formas y la inclusión del lector ................................................. 9.4. Síntesis: la poesía erótica, entre evasión y subversión .................

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10. Conclusiones: doing gender while doing space while doing religion en la literatura ........................................................................................ 10.1. Los espacios genderizados ............................................................... 10.2. Personajes masculinos y femeninos modélicos ............................. 10.3. Límites de la investigación y perspectivas futuras .......................

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Fuentes y estudios ........................................................................................... Fuentes ......................................................................................................... Estudios .......................................................................................................

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Registro onomástico ......................................................................................

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AGRADECIMIENTO

El presente trabajo estudia la trabazón entre normas religiosas, roles de género y espacios en la literatura de la Ilustración española. El enfoque de este trabajo se desarrolló, en gran medida, en el Research Training Group 1599 Dynamics of Space and Gender de las Universidades de Göttingen y Kassel, financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG, German Research Foundation), a cuyos miembros agradezco el continuo apoyo, el intercambio de ideas y los estímulos teóricos. Asimismo, he podido contar con la constante integración en el Seminario de Filología Románica de la Universidad de Göttingen. Agradezco especialmente a Tobias Brandenberger, director de mi tesis, su profesional y constante apoyo, así como que me haya introducido en varios ámbitos de la lusitanística y me haya animado a participar en congresos y actividades mucho más allá de la tesis. Asimismo, le estoy muy agradecida a Annette Paatz por ejercer de tutora integral, por posibilitarme experiencias como el team-teaching y por tomarse tantas veces tiempo para charlar conmigo sobre el tema de investigación. También quiero dar las gracias a Rebekka Habermas, directora del Research Training Group, por su input teórico y por su profesional manera de dirigir el grupo de investigación; su deje irónico animó más de alguna situación difícil por la que pasamos los doctorandos. Asimismo, quiero agradecer los estímulos teóricos y prácticos que he recibido de Claudia Gronemann, Andreas Gelz, Jan-Hendrik Witthaus, Klaus-Dieter Ertler y Joaquín Álvarez Barrientos. El sincero interés que mostraron en diversas conversaciones y su disposición a dar utilísimos consejos me han animado mucho para llevar a cabo mi proyecto. También quiero expresar mi agradecimiento a Enrique Rodrigues-Moura por haberme apoyado y haber apoyado el nacimiento de este proyecto.

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Tampoco puedo dejar de dar las gracias al “Nachwuchsgruppe Wissen”, el grupo de jóvenes investigadores del Graduate School of Humanities Göttingen (GSGG) bajo la dirección de Claudia Nickel y Andrew Wells. Especialmente a Claudia Nickel le agradezco su apoyo constante, sus revisiones y sus comentarios. Asimismo, quiero agradecerle a todo el grupo de doctorandos de la GSGG, con Marie, Sebastian, Rüdiger, Sarah y Stephie, los momentos animados vividos durante nuestro doctorado y nuestras conversaciones sobre otros ámbitos del siglo xviii europeo. Vaya también mi agradecimiento a mi colega Beate Möller por el estímulo de acercarme al mundo de la economía y por apoyarme con su ojo crítico a la hora de revisar el trabajo. Lo mismo vale para las utilísimas correcciones y el ojo agudo, la motivación, la responsabilidad y la absoluta fiabilidad de mi colega Antje Dreyer. Además, quiero dar las gracias a mi colega Tamara Frey por su leal y constante apoyo y por el trabajo tanto concentrado como divertido que pasamos compartiendo el despacho. Quiero dar las gracias a Hilke Schünemann por facilitar todos los trámites contractuales y su actuar sumamente humano. La GSGG me ofreció un generoso apoyo financiero para la culminación de la tesis. Asimismo, agradezco al Förderungsfonds Wissenschaft der VG Wort el generoso apoyo financiero para la publicación del presente trabajo. Asimismo, quiero expresar mis agradecimientos a Anne Wigger y a Simón Bernal, de la editorial Iberoamericana/Vervuert, por acompañar con tanta profesionalidad y minuciosidad el proceso de publicación. También les agradezco a Rosa, Till, Dimitri, Sebastian, Paula, Mercedes, Birgit y Arndt las interesantes conversaciones nocturnas sobre género y política, las veladas lúdicas y cinematográficas sin pensar en la tesis y la sabia advertencia de que todos los investigadores “solamente cocinan con agua”. Estoy sumamente agradecida hacia Susanne, Göte y Thilo por su constante apoyo y por estar siempre ahí. Además, les agradezco a Jaime y María José su cariñosa acogida, el “adelante, siempre adelante” y los kilómetros que en mi apoyo han recorrido en Madrid sin vacilar nunca. También quiero darles las gracias a Anne, Johanna y Titus por pasar conmigo por todas las fases de la tesis, pese a las enormes distancias físicas entre nosotros y por enseñarme una vez más qué es amistad —y eso, en un sentido muy ilustrado—.

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Y, finalmente, le agradezco a Jaime su amor incondicional y leal, ya navegando contracorriente, ya viento en popa. Gracias por ser mi lector más crítico y constructivo. Y gracias por posibilitarme todo este proyecto, que al fin y al cabo ha sido un proyecto de toda la familia. Y les doy las gracias a Guiomar y a Lope por acompañarme durante casi todo este tiempo con los ojos abiertos y por demostrarme qué es investigar de verdad, con toda curiosidad. Aenne Gottschalk, Göttingen, abril de 2021

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1 INTRODUCCIÓN

En 1789, la poeta y traductora Margarita Hickey y Polizzoni publica sus Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas: con dos poemas épicos en elogio del Capitán General D. Pedro Cevallos. Obras todas de una dama de esta Corte. Estas incluyen las endechas dedicadas a una monja “que solicitaba la dispensación de sus votos para casarse con el pretexto de haber sido forzada para tomar el velo” (Hickey 1789: 298). Aunque a priori podríamos sospechar ingenuamente lo contrario, la voz lírica le recomienda a la monja la reclusión conventual en vez del matrimonio, que según aquella consistiría en subyugarse al mando cruel y arbitrario de un marido. El siglo xviii había visto encenderse un debate sobre la función social de los claustros, un espacio normativizado específicamente para los géneros masculino y femenino, como otros —iglesia, confesionario, casa, calle, calabozo— que se van a investigar en este trabajo.1 Contrariamente al reproche de que los conventos femeninos servían como instrumento de eliminación social de

1  El concepto de ‘espacio’ que se emplea en este trabajo es un concepto relacional, proveniente de la sociología y de las ciencias culturales, suponiendo que existe una relación recíproca entre el espacio y las normas de género. Ambas categorías, espacio y género, son producidas mediante prácticas sociales y discursivas, de manera que ocurre un “doing space while doing gender”. Aunque hasta ahora esta suposición parece haber guiado sobre todo análisis historiográficos, sociológicos o culturales, esta producción recíproca de categorías también ocurre muy visiblemente en textos literarios, por lo cual el presente trabajo es un intento de aplicar tal enfoque interdisciplinar a la ficción. Los espacios altamente normativizados y normativizantes que se tratan aquí (convento, calabozo inquisitorial, confesionario, casa, calle), relacionados directa o indirectamente con prácticas y normas religiosas, ejercen una influencia sobre las normas de género, a la vez que los personajes femeninos o masculinos generan el significado de estos espacios. Al hablar de espacio, pues, aquí no se trata de espacios nacionales, de preguntas geopolíticas, de concepciones estáticas de los espacios cual ‘contenedores’ de acciones humanas y de cuerpos físicos, sino de espacios interrelacionados y creados

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las mujeres en cuestiones de herencia o de pagos de dote, en su poesía, Hickey presenta esta práctica de tomar el hábito como una que actuaría a favor de las mujeres. Los versos apelan a una lectora explícita: “huye de los [males] del mundo/[...]/evita de los hombres/el dominio tirano” (Hickey 1789: 311). El convento se convierte, de este modo, en un lugar marcado por una supuesta independencia femenina respecto de los hombres, apoyando el retiro de las mujeres en cuanto una vía de liberarse de su rol como objeto cotizado o como sirvienta doméstica. Al mismo tiempo, se reproduce la idea de que, para verse estable y entera, la mujer se tiene que relacionar con alguien como complemento, sean personas o el “Esposo sacrosanto” (Hickey 1789: 305), en vez del esposo tirano terrenal. El poema es uno de muchos ejemplos en los que espacios altamente normativizados, como la casa o el convento, están entretejidos con la discusión sobre los roles de género, recurriendo para ello a una argumentación religiosa. En esos años, otras voces reivindican en ámbitos políticos cambios en las concepciones y las prácticas de género, generándose una amplia pluralidad de posiciones y argumentos. “[N]o se trata de menos que de igualar a las mujeres con los hombres”, reclama, por ejemplo, Josefa Amar y Borbón ([1786] 1980: 153), mujer altamente formada, en su Discurso en defensa del talento de las mugeres, y de su aptitud para el gobierno, y otros cargos en que se emplean los hombres2 en 1786 ante la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid, posteriormente publicado en el Memorial literario de Madrid.3 Las discusiones sobre la igualdad entre los géneros masculino y femenino nos acompañan hasta la actualidad. El ‘género’ estructura como categoría nuestra percepción de la sociedad, insinuándose como algo supuestamente natural e incuestionable. En el siglo xx, filósofas como Simone de Beauvoir o Judith Butler marcaron el debate llamando la atención sobre los procesos de construcción discursiva y práctica mediante acciones y prácticas que condicionan, a su vez, las formas de interactuar con y en ellos. Para más detalle véase el capítulo 2. 2  En citas que no provienen de ediciones críticas se mantiene la ortografía original. 3  Las así llamadas Sociedades Económicas de Amigos del País se establecieron en España como asociaciones de compromiso político, social, cultural y económico a partir de la segunda mitad del siglo xviii, especialmente bajo el reinado de Carlos III (17591788). Instituciones no gubernamentales se consagraron al progreso político, técnico y económico del país, estimulando y apoyando las reformas borbónicas (vid. Ruiz Torres 2008: 475-488, Pietschmann 1992). Para más detalle véase el capítulo 1.3.2.

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de esta categoría, desarrollándose aún hoy en día duras controversias sobre lo femenino y lo masculino en la sociedad. En la España del siglo xviii, los roles de género y especialmente la supuesta esencia, la función social y la educación de la mujer se discutieron con profusión. Ser mujer se consideraba el ‘caso particular’ y divergente de una masculinidad supuestamente universal.4 Ambos géneros debían integrarse en un proyecto nacional de progreso basado mayoritariamente en la revitalización de la economía.5 El aumento masivo de impresos literarios y periódicos, así como la formación de una esfera pública relacionada con el auge de la burguesía, se desarrollaron paralelamente a esos debates.6 Al coincidir la transformación de la producción y de la circulación de literatura con las fuertes controversias mencionadas, se plantea la pregunta sobre la producción discursiva de imágenes (ideales) de género en los géneros literarios de esa época y su posible potencial de renovación en el xviii.7 Un análisis de los textos literarios con un enfoque interdisciplinar, basado tanto en investigaciones de las ciencias culturales como en la filología, podría dar indicios sobre transformaciones que se insinúan como ‘ilustradas’. 4  Para un análisis sugerente sobre esta relación entre lo masculino como universal y lo femenino como particular a partir de definiciones lexicológicas de la época vid. Gronemann 2013: 57-64. Asimismo, el artículo “Zum Diskurs über die Frau im 18. Jahrhundert. Antagonistische Weiblichkeitskonzepte im Zeitalter der spanischen Aufklärung” de Karl-Wilhelm Kreis (1985) resume bien estas concepciones, a la vez que diferencia claramente en los debates entre las dimensiones de la esencia, de la función y de la educación de la mujer en la sociedad. 5  En este trabajo se reproducen los términos binarios de la época por considerar que solamente mediante el recurso a los escritos y, por tanto, al vocabulario del dieciocho, se pueden detectar transgresiones de normas e imaginarios que puedan tener funciones de crítica o de legitimación de prácticas sociales. Pese a esta necesidad metodológica para acceder a las construcciones culturales sobre género (binarias, en aquel entonces), la autora del presente trabajo considera que existe una pluralidad de géneros. Se utilizará el masculino genérico para facilitar la lectura y se marcará explícitamente cuando se aluda exclusivamente a hombres. 6  Francisco Aguilar Piñal ha recogido datos muy detallados sobre la producción literaria de esa época. Con su labor bibliográfica ha sentado la base para indagaciones más específicas que, pese a la paulatina extensión del campo de investigación sobre el dieciocho, aún deja mucho margen para profundizar. Para más información vid. Aguilar Piñal 1976, 1991 y 1996a. 7  Los límites temporales del siglo xviii español son amplios (vid. Álvarez Barrientos 1996). Aquí se opta por una delimitación ligada a los acontecimientos políticos, entre el acceso al trono de Felipe V en 1700 y la invasión napoleónica en 1808.

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El papel y la extensión de la ‘Ilustración’, término en general controvertido, en España se viene discutiendo hasta hoy y reviste una importancia fundamental, en vista de las preguntas planteadas por la globalización, las guerras en nombre de la religión y las preocupaciones ante una posible descomposición de Europa. Tras una larga temporada de relativamente escasa dedicación de la investigación al siglo xviii español, desde los años cincuenta del siglo xx cada vez más investigadores se dedican al análisis de los procesos políticos, económicos, sociales, ideológicos, religiosos y estéticos de la época. El romanista Siegfried Jüttner resume esta reconsideración del xviii español afirmando que, en la España de la época, a pesar de los intentos de cerrar herméticamente el espacio geopolítico mediante la implementación de controles y aduanas, sobre todo en los Pirineos, se puede detectar un camino propio entre la salida de y el arraigo en un sistema tradicionalmente religioso (Jüttner 1999). En el siguiente trabajo se analizará un corpus de textos amplio, compuesto por textos narrativos, líricos y teatrales (vid. cap. 1.8), de entre 1764 y 1799/1801, con el objetivo de identificar estructuras y estrategias de argumentación y de difusión de diferentes ideales de lo masculino y lo femenino en distintos géneros literarios, teniendo en cuenta el complejo entramado de reforma económica y transformación cultural de España en el contexto de Europa. Para identificar los posicionamientos ideológicos, se examina el entrecruce de las categorías binarias y altamente heteronormativas de género con espacios concretos, que a su vez en los textos también se presentan por lo general como altamente normativizados. De este modo, será posible detectar las concepciones de la naturaleza, el rol y la función social de hombres/mujeres en su relación con, y atribución a, espacios específicos, como la casa, el convento, la iglesia, el calabozo o la calle, que adquieren su carácter mediante actividades específicas de hombres y de mujeres (para el detalle de las preguntas de investigación vid. cap. 1.5). Parto del supuesto de que ambas dimensiones, espacio y género, se condicionan mutuamente, estando además las prácticas y creencias que las constituyen estrechamente ligadas con argumentaciones y tradiciones religiosas. Teniendo en cuenta este entramado, así como el concepto de ‘secularización’, generalmente reivindicada como signo de la Ilustración, demostraré que en la literatura española del siglo xviii estaba presente un discurso de la ‘internalización religiosa’ que disminuía

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la influencia del clero y concebía la religión (católica) en primer lugar como algo privado y, por lo tanto, invisible, distanciado de la pomposidad y el exhibicionismo católicos. Asimismo, señalo cómo esta ‘internalización religiosa’ influye en la moral, concebida como específica según el género del creyente. No obstante, esta traslación de la vivencia religiosa ideal hacia el interior del individuo no llevaba necesariamente a defender una apertura y diversificación de las actitudes y los comportamientos admitidos para los géneros masculino y femenino en sus lugares correspondientes. Al mismo tiempo, es de suponer que tanto esta ‘internalización’ de la religión como las argumentaciones a favor de una clara diferenciación de comportamientos y labores según el género masculino y femenino estén estrechamente relacionadas con los proyectos de reforma económica en España. Esta nueva forma de religiosidad, pese a su supuesta privacidad, confluiría con la activación de todos los ámbitos posibles de la sociedad de manera útil para la economía nacional, incluyendo a las mujeres para manejar los espacios privados en pro de la reproducción de la especie humana y la economía doméstica. Ello iría acompañado de nuevas tareas, pero también de nuevas libertades y de nuevas exclusiones o marginalizaciones para hombres y mujeres. Estos desarrollos se mostrarán a lo largo de los siete capítulos de análisis, dedicados en total a doce textos diferentes (o conglomerados de textos, en el caso de la poesía y del teatro) de nueve autores, para después sistematizar en la conclusión final, por un lado, tanto las líneas de argumentación preponderantes como los ideales perseguidos en los textos, y, por otro lado, los recursos literarios recurrentes en la poesía, la narrativa y el teatro en favor de esta normativización. Al ensamblar este mosaico, pretendo mostrar cómo la internalización religiosa de ciertas virtudes ligadas a los géneros masculino y femenino y sus respectivos lugares concretos enhebraba todos los géneros literarios como una gran narrativa. Para hacer posible el análisis de esta gran narrativa, y constituyendo, a su vez, este trabajo un intento de establecer otra narración más, se expondrá en las páginas que siguen el estado de la cuestión y el hueco investigativo que reclama ser rellenado, para después presentar a grandes rasgos el contexto sociopolítico de la literatura y ciertos temas discutidos en la esfera pública en la época, como la decadencia

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nacional,8 las reformas económicas y culturales, la religión y el debate filosófico-político sobre los géneros masculino y femenino. Sobre esta base se detallarán las preguntas de investigación, que se han esbozado en el párrafo anterior, y el corpus que es objeto de análisis. Finalmente, se expondrá el procedimiento metodológico y los conceptos básicos en los que se basa la investigación, para después pasar a los análisis. 1.1 ‘IlustraciÓn’, un concepto ambiguo desde el siglo xviii Ya se ha insinuado que el interés por la Ilustración en España se desarrolla muy lentamente en el siglo xx, acompañado de mucha cautela y escepticismo. Tras la descalificación del erudito Marcelino Menéndez Pelayo en el siglo xix, quien, pese a su indudable gran aportación a la historiografía española, hablaba desde una óptica valorativa del siglo como el “más perverso y amotinado contra Dios” (Menéndez Pelayo 1932, VI: 17-18), y también debido a las dictaduras del siglo xx español y su visión oficial de la historia nacional, en España, las ideas del Siglo de las Luces se trataron durante mucho tiempo con rechazo, extendiéndose la investigación sobre el xviii muy paulatinamente ya en las últimas décadas del siglo xx. El interés relativamente limitado por la época puede considerarse también un reflejo del topos del supuesto retraso sociopolítico, ideológico y literario de España en aquella época, idea transmitida también desde el exterior del país. Superado este escepticismo, hoy en día ya disponemos de una gran cantidad de monografías y publicaciones periódicas al respecto.9 8  Para las diferentes actitudes ante la ‘decadencia nacional’ vid. Tschilschke 2009: 67-68, para el concepto de ‘nación’ vid. Tschilschke 2009: 49-54. Christian von Tschilschke ha trabajado la ‘identidad’ ilustrada especialmente a partir de Gaspar Melchor de Jovellanos, Pablo Forner y José Cadalso. 9  La primera apertura en la investigación se produjo muy lentamente en el siglo xx, viniendo las primeras valoraciones positivas sobre España y el xviii desde fuera. Son de mencionar especialmente las obras generales de Jean Sarrailh, L’Espagne éclairée de la seconde moitié du xviiie siècle (1954) y Richard Herr, España y la revolución del siglo xviii (1973). Para la investigación alemana también hay que mencionar el volumen Aufklärung. Deutschland und Spanien (1996), de Werner Krauss. También digno de mención es el trigésimo tomo de la gran Historia de España Menéndez Pidal (1987-1988, parte 1 y 2), dedicado a la Ilustración española y sus repercusiones en América Latina. Juan Luis Abellán (1981) analiza con su historia crítica del pensamiento español los cambios del Barroco a la Ilustración. Las revistas Boletín del Centro de Estudios del Siglo xviii (desde

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En cuanto a la literatura, la Bibliografía de autores españoles del siglo xviii (1981-2001) de Francisco Aguilar Piñal se ha convertido en un instrumento imprescindible para la investigación de la literatura de la época. Son de mencionar, además, las historias de la literatura del dieciocho de Juan Luis Alborg (1983), Nigel Glendinning (1987) y Francisco Aguilar Piñal (1996a), ofreciendo especialmente la última un panorama estructurado sobre diferentes corrientes literarias de la época y tomando en consideración textos ficcionales y factuales, así como diferentes ámbitos temáticos (religión, economía o filosofía, por ejemplo).10 Todas estas historias literarias, al igual que varios análisis particulares de obras editadas entre los años setenta y dos mil, narran una

1972) y Dieciocho. Hispanic Enlightenment. Aesthetics Literary Theory (desde 1978) aportan periódicamente artículos sobre la época con especial atención a la literatura. Para acercarse desde una perspectiva historiográfica a los diferentes ámbitos en transformación en el contexto español, son de destacar las monografías La mentalidad ilustrada (1999) y El absolutismo y las Luces en el reinado de Carlos III (2002) de Francisco Sánchez-Blanco. Pese a ello, la Ilustración en España sigue marginada en la recepción europea. España no figura, por ejemplo, en el apartado sobre las relaciones intereuropeas en la Ilustración en el artículo fundamental de Heinz Thoma (2015b: 68-74), aunque su diccionario en sí recoge la pluralidad de Ilustraciones e incluye, así, un artículo de Helmut Jacobs sobre la Ilustración española (Jacobs 2015). 10  También existen varias monografías y artículos que hacen el esfuerzo de organizar la producción literaria dieciochesca según parámetros filológicos. Para los diferentes géneros literarios, son de mencionar especialmente los acercamientos a la novela del siglo xviii de José Fernández Montesinos ([1966] 1980), de José Ignacio Ferreras Tascón ([1973] 1987) y de Joaquín Álvarez Barrientos (1991, 1996). Las aportaciones de Guillermo Carnero (1983, 2009) llaman la atención sobre ideales como la verosimilitud, el didactismo, el buen gusto, lo sublime y otros en la literatura, más allá de los tópicos del neoclasicismo y de las corrientes como el empirismo o el racionalismo. También Joaquín Álvarez Barrientos trabaja con detalle la relación entre ideas ilustradas y el neoclasicismo formal (2005a). Jerónimo Herrera Navarro aporta, además, un útil Catálogo de autores teatrales del siglo xviii (1993), así como Josep Sala Valldaura sistematiza las diferentes corrientes y debates en torno al teatro (1996a). La monografía de Joaquín Arce (1981) organiza diferentes corrientes de la poesía ilustrada. Una aportación importante es la antología de Dolores Romero López (2007), que engloba también la producción poética dieciochesca de pluma femenina. Inmaculada Urzainqui Miqueleiz (2009), así como las monografías y el útil banco de datos de Klaus-Dieter Ertler (2003b, 2004) y Ertler con Renate Hodab y Andrea Humpl (2008), permiten acercarse a la prensa periódica moral. Urzainqui destaca, además, el surgimiento de la mujer como receptora literaria en el siglo xviii (2006, 2016) y la presencia de mujeres como periodistas (2007). La monografía de Emilio Palacios (2002a) también destaca a la mujer como agente literario.

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historia (literaria) de la ‘Ilustración’ española, un hecho que condensa Christian von Tschilschke (2009), destacando la estrecha relación entre diferentes rasgos de la Ilustración en la literatura y la conformación de un relato identitario nacional. Dado que este trabajo se dedicará a la literatura ficcional, también aportará una tesela a este mosaico de investigación y las respectivas narraciones sobre España, prestando especial atención al entramado género-espacio-religión en el curso de la ‘Ilustración’. Narrar, esto es lo que hacen todos los autores de los textos que se analizan, independientemente del género literario, y esto lo hace también el trabajo aquí presente. Narrar siempre implica configurar sucesos amorfos para moldear una historia comprensible, adoptando una perspectiva específica. Cualquier narración constituye una manera de estructurar e interpretar el mundo que nos rodea, siendo imposible que se trate de una ‘reproducción objetiva’ del mismo. Al narrar ‘los ilustrados’ o sus opositores sobre la ‘ilustración’, se conforma un metarrelato de la ‘Ilustración’ (Berndt/Fulda 2018). No obstante, en España el Diccionario de la Real Academia Española, aún en 1791, no manifestaba ninguna definición clara de Ilustración, aclarando que se trataría de una “[i]luminación, claridad, luz, resplandor y reflexo”, de la “[i]nspiración divina, o revelación” o de una “declaración, explicación” (DRAE 1791: 251). Ilustrar, según el Diccionario, sería en primer lugar “aclarar alguna cosa, ya sea materialmente, ya en sentido espiritual de doctrina, o ciencia”, seguida por la inspiración “con luz sobrenatural y divina” (DRAE 1791: 251). Más allá de las implicaciones etimológicas del verbo ‘ilustrar’ entre una práctica comunicativa y la exégesis bíblica o la inspiración divina, Frauke Berndt y Daniel Fulda (2018) se preguntan por el metarrelato sobre la Ilustración y ponen de relieve cómo aquel se ha constituido hasta hoy en día, también de manera controvertida, a partir de diversas narrativas culturales. Asimismo, Fania Oz-Salzberger da en el clavo al señalar en un artículo historiográfico cómo la investigación sobre el siglo xviii se ha multiplicado, arrojando en parte resultados contradictorios: “[t]he Enlightenment has exploded [...], it has been fragmented into a plethora of Enlightenments” (2000: 171). Dependiendo de qué rasgo se considere clave para la Ilustración en España, en la historia cultural se han utilizado diferentes etiquetas para calificar el siglo xviii, como “siglo de la razón”, “siglo de las Luces”, “siglo de la Ilustración” y otras, que descuidan la coexistencia de varios fenómenos al mismo tiempo (García

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Garrosa 1990: 7). Ello no quiere decir solamente que las Luces tienen composiciones y características distintas según cada región o nación (Deacon 2015: 229), sino que indica finalmente que también el empleo de la palabra depende de la apropiación de esta por su usuario y sus respectivos fines.11 Los científicos del siglo xix, los políticos del siglo xx o los historiadores de España y otros países tenían y tienen diferentes intereses al definir la palabra ‘ilustración’, así como al medir y valorar según ciertas categorías el desarrollo o, reproduciendo un topos importante del xviii, el ‘progreso’ de la nación. Hoy en día se suele entender bajo ‘Ilustración’ la reconsideración crítica del saber tradicional desde epistemologías sensistas como el racionalismo o el empirismo, el distanciamiento de la superstición, diferentes vías de secularización o los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa. No obstante, en la Europa de la época se pueden detectar diversos procesos políticos y socioculturales que tienen tendencias en común, pero también otros contradictorios o difícilmente conciliables (vid. Deacon 2015: 229). Así, Werner Krauss (1973: 9) llama la atención sobre el hecho de que la Ilustración como una época de la historia de la humanidad solamente se puede captar mediante el análisis de los desarrollos particulares propios de cada nación y contexto. Hoy en día ya existe un amplio campo de investigación sobre el xviii español que relativiza la idea de que las transformaciones relativas a

11  Francisco Abad Nepot señala cómo, por ejemplo, distintos “autores liberales” como Antonio Domínguez Ortiz, Gregorio Marañón, Pedro Salinas, Ángel del Río, José Antonio Maravall, José Ortega y Gasset y otros trataron el setecientos, y cómo a sus escritos se habría opuesto una visión más conservadora de la época. Este abanico de perspectivas apuntaría a “un siglo mixto o mezclado” (Abad Nepot 1999: 246) que tiene como rasgo central la transformación y que sería básico para entender lo contemporáneo. Philip Deacon ha advertido muy necesariamente que el uso de la palabra ‘Ilustración’, especialmente acompañado del artículo definido, induce a malentendidos al faltar una definición clara de qué se entiende bajo el concepto, trátese del sustantivo o del adjetivo. Deacon avisa de que muchas veces se trata solamente de una forma de abarcar el periodo temporal, esto es, el siglo xviii, sin ninguna implicación ideológica o cultural (Deacon 2015: 225). Otros historiadores también se han opuesto al uso poco reflexionado o arbitrario de términos como ‘Ilustración’, como Roger Chartier, que pide mayor cuidado con etiquetas que en realidad se refieren a fenómenos complejos (Chartier 1991: 3-19). Sobre la terminología en el contexto de España véase también el artículo de Pedro Álvarez de Miranda (1993). Para el periodo anterior entre 1675 y 1725, vid. también Jesús Pérez Magallón (2002). En cuanto a la historia de las ideas más global vid. Jonathan I. Israel (2002).

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las relaciones de género solamente pudieron ocurrir en España bajo la influencia de fuertes estímulos europeos. Habiendo sentado las bases de la investigación sobre la literatura española de dicho siglo con sus pesquisas bibliográficas y sus análisis, por ejemplo Francisco Aguilar Piñal entiende España como “caja de resonancia” de los procesos acaecidos en otros países, como Francia o Inglaterra, y afirma que en España “el cambio a la pretendida modernidad se hizo sobre ideas importadas, muchas de las cuales chocaban con las nacionales” (1996b: 14).12 A esta tesis se une otra, a día de hoy ya desvirtuada, que plantea que debido a la falta de ‘literatura ilustrada’ en la España católica no se podía llevar a cabo ninguna modernización ni tampoco una transformación de las relaciones de género (vid. para un resumen Gronemann 2013: 12).13 En este trabajo, por el contrario, se da por supuesto que hubo una Ilustración española y se opta por utilizar el término ‘Ilustración’ en un sentido amplio y análogo al de ‘las Luces’, que reconoce la pluralidad del fenómeno cultural en España y Europa. Por tanto, este trabajo

12 

Según Abad Nepot, el “siglo xviii se encuentra en la encrucijada de los tiempos ‘modernos’ con los llamados tiempos ‘contemporáneos’ [...]; según su cronología respectiva unos hechos de la centuria resultarán adscribibles propiamente al Antiguo Régimen y otros a la Edad Contemporánea. Estamos ciertamente [...] en el camino entre dos Edades históricas, y que posee rasgos de la una y de la otra” (Abad Nepot 1999: 246). Estas transformaciones se consideran centrales para el desarrollo de una ‘sociedad moderna’, que en la historiografía generalmente se asocia con una secularización, con un progreso científico y con la creación de una esfera pública crítica. Este trabajo también recurre a los términos ‘moderno’ y ‘modernización’ pese a los déficits que indudablemente tienen por su gran difusión en diferentes contextos históricos y culturales, intentando limitarlo mediante las tres dimensiones indicadas de la secularización, el progreso científico y la emergencia de una esfera pública. 13  Ya en 1808, August Wilhelm Schlegel afirmó irónicamente que España simplemente se habría pasado durmiendo el siglo xviii (1846: 399), encontrándose un diagnóstico parecido en el discurso Pan y toros. Oración apologética en defensa del estado floreciente de España de Gaspar Melchor de Jovellanos sobre el estado del país: “Desprecia [España,] como hasta aquí las hablillas de los extranjeros envidiosos, abomina sus máximas turbulentas; condena sus opiniones libres, prohíbe sus libros que no han pasado por la tabla santa y duerme descansada al agradable arrullo de los silbidos con que se mofan de ti” (1812: 31). José Ortega y Gasset postulaba en 1927 en su artículo “El siglo xviii, educador” que la falta de ideas ilustradas en España era una explicación de los problemas políticos de su tiempo (Ortega y Gasset 1954, II: 600-601). Con ello, Ortega fue uno de los primeros que volvieron a pensar sobre la importancia del Siglo de las Luces español.

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se posiciona más bien en búsqueda de procesos que marquen la época en cuestión, concretamente mediante el triángulo formado por el género, el espacio y la religión en el periodo comprendido entre 1764 y 1799/1801. Parto de una visión de este periodo como una época en la que existen uno o varios proyectos y experimentos de reforma o transformación en pro de un ‘progreso’, tomado como objetivo que incluye todos los ámbitos de la sociedad, como la educación, la religión, las relaciones de género, la economía, el arte y la literatura, mas sin constituir “una formación homogénea o monolítica” (Fuentes 2005: 87). 1.2. El estado de la cuestiÓn 1.2.1. Literatura y género en el xviii español Uno de esos ámbitos en transición es el de los roles y las relaciones de género, produciéndose cambios tan considerables que Emilio Palacios Fernández declara el xviii también —una clasificación más— el “siglo de la mujer” (Palacios 2002a: 265).14 Hoy en día ya nadie cuestiona la existencia de transformaciones en el curso de la Ilustración española y varias investigaciones han analizado los cambios en las prácticas sociales y las pautas de comportamiento específicas de los géneros masculino y femenino.15 Los trabajos de Carmen Martín Gaite ([1972] 1987) y Paloma Fernández Quintanilla (1981) abrieron brecha en esta corriente de investigación al centrarse en los “usos amorosos” y prácticas como la del salón.16 Después, Theresa Ann Smith (2006) y Rebecca 14  Pese a esta denominación, que pone de relieve el auge del tema de la mujer, Oliva Blanco Corujo (2005) habla de la “Ilustración deficiente” a la hora de analizar las polémicas sobre género en el siglo xviii español. Para acercamientos historiográficos, vid. Zavala (1996b), Amelang/Nash (1990), Ortega López/Matilla (1996), Morant Deusa (2006) o Dueñas Cepeda/Rosa Cubo/Santo Tomás Pérez/Val Valdivieso (2004). Para el enfoque aquí adoptado es de destacar, además, el artículo de María Pilar Pérez Cantó sobre mujeres en los “espacios ilustrados” (2005: 43). 15  Para un acercamiento más global a la “Ilustración de los géneros”, pero que excluye —no es una excepción— los escritos españoles, vid. Opitz (2002). 16  Paula Demerson (1975) y Antonio Domínguez Ortiz (1980) también se pueden incluir en esta lista. Sus estudios se basan en el análisis de personas particulares y su actividad cultural en el xviii, destacando, entre otros, la importancia de las tertulias bajo la tutela de personajes como la condesa de Lemos, la condesa de Montijo, la marquesa de Sarriá, la marquesa de Fuerte-Híjar, la condesa-marquesa de Benavente y la duquesa

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Haidt (1998) identificaron diferentes funciones y tensiones relativas a la mujer en la sociedad dieciochesca española, destacando la emergencia y las actividades de la nueva “ciudadana” (Smith 2006), los procesos de significación relacionados con el cuerpo, el embodiment de los ideales ilustrados (Haidt 1998) y la presencia de mujeres como autoras y organizadoras de tertulias (Palacios 2002a). Mónica Bolufer Peruga (1995, 1998, 2003a, 2003b, 2009) también ha indagado con mucho detalle en la construcción de la identidad femenina en la Ilustración y ha estudiado referencias a la vida social de las mujeres en la prensa dieciochesca española.17 Más allá de los trabajos historiográficos, no obstante, aquí interesan especialmente las investigaciones que se centran en el doing gender, la producción discursiva y práctica de género, mediante escritos factuales o ficcionales en esa época. Varias monografías y muchos artículos se acercan al discurso y a la polémica acerca de la mujer en el siglo xviii (vid. Blanco Corujo 2010, Brink 2008, Hassauer 1997, Kitts 1995), especialmente en torno al benedictino Benito Jerónimo Feijoo (16761764) y sus detractores, analizando argumentos y estrategias de argumentación, así como la imagen construida y controvertida de la mujer. Claudia Gronemann ha destacado la performance (“Performativität”18) necesaria de autores y autoras en estos debates y el cambio producido en la cultura comunicativa y de conocimiento19 (Gronemann 2013: 11), ambos fenómenos muy relacionados con la transformación de cómo se concebía cada género. Salen a las tablas del mercado literario dominado por hombres también algunas autoras (vid. Romero López 2007, Urzainqui 2007), al mismo tiempo que emerge la mujer como

de Alba en Madrid, o Margarita López de Morla y Francisca Javiera Ruiz de Larrea y Aherán, traductora de Byron y Wollstonecraft en Cádiz (vid. Fernández-Quintanilla 1981; Iglesias 1997: 197-230; Demerson 1975; Acereda 2000). Para las mujeres y la cultura del salón vid. además Heyden-Rynsch (1998) y el acercamiento de Margarita Ortega López (1995) a mujeres como “agentes de cambio”. 17  Mercedes Roig (1989) también ha utilizado la prensa para acercarse a “la mujer en la historia”. Por su parte, Kristina Heße (2008) ha analizado la construcción discursiva de masculinidad(es) en los periódicos El Pensador, La Pensadora Gaditana y El Censor. 18  Gisela Bock y Margarete Zimmermann (1997a) ofrecen una muy buena introducción sobre la querelle de femmes en Europa a partir del siglo xv, que ayuda a englobar los debates dieciochescos en diferentes tradiciones argumentativas. 19  Vid. también Strüver/Wucherpfennig (2009) para un acercamiento sociológico al concepto.

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receptora literaria que recibe especial atención moral (vid. por ejemplo Urzainqui 2006 y 2016). Heike Hertel-Mesenhöller (2001) y Elena Kilian (2002) se han acercado a la mujer en la literatura ficcional, y Alberto González Troyano (1997) a ambos géneros en el teatro en los albores del Romanticismo. Joaquín Álvarez Barrientos ha aportado un análisis conciso del binarismo masculino-femenino en su artículo “Deseos masculinos, modelos femeninos. La mujer como materia literaria en el siglo xviii” (2006a), que también ofrece un buen punto de partida para entrar en la materia. Respecto a la poesía, es más difícil encontrar bibliografía secundaria. Existen algunos artículos que analizan poesía erótica de la época, y, por tanto, casi siempre heteronormativa, como los de Rogelio Reyes Cano (1989) y David Gies (1999a, 1999b, 1999c, 2004) o Aenne Gottschalk (2016). Las investigaciones hasta ahora presentadas han demostrado que a partir del siglo xvii la ‘querella de las mujeres’, iniciada en la Baja Edad Media,20 vive importantes cambios en toda Europa y en España, donde especialmente la Defensa de las mujeres (1726) de Benito Jerónimo Feijoo inicia el distanciamiento de las argumentaciones misóginas tradicionales como, por ejemplo, el mito del pecado original. No obstante, los cambios en cuanto a las relaciones de género no necesariamente implicaron “una visión más igualitaria de la ‘naturaleza’ de los sexos, sus capacidades morales e intelectuales”, sino que lo que está presente es “una noción de ‘complementariedad’ entre hombres y mujeres que renovaba, transformándolos, los antiguos prejuicios, a la vez que justificaba (desde presupuestos filosóficos, morales o médicos) un ideal de naturalezas opuestas, correspondientes a funciones sociales distintas e implícitamente jerarquizadas” (Bolufer 2009: 794). Naturalezas, además, adscritas a espacios altamente normativizados, estando en ciernes aún la investigación sobre la relación entre ambas dimensiones, género y espacio, como se mostrará en el capítulo 1.2. La discusión sobre las capacidades y la naturaleza específica de cada género también desemboca en figuras como el petimetre afeminado o la maja, representación femenina de los valores generalmente asociados

20  El debate sobre las mujeres tuvo antecedentes medievales que se reavivaron en esta situación de debate cultural. Muchas ideas, además, se remontan a la Antigüedad, por ejemplo, a la Política de Aristóteles (Llosa 2008: 53; Perdices 2010: 100).

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a la masculinidad, según María Angulo Egea (2006a: 171).21 Nos encontramos, pues, ante una situación en la que persisten arcaísmos a la vez que se desarrollan también nuevos ámbitos de libertad y acción para las mujeres (y para los hombres). Al hilo de estos procesos de modernización aparece un modelo de familia específico, acompañado por una masculinidad particular, el ‘hombre de bien’22, y un debate sobre el rol de la mujer en la sociedad, que se enlaza con la querelle des femmes, ya arraigada en décadas anteriores (Hassauer 2008). Pero no cambiaban solamente las concepciones de la moral y del orden social, incluidos los roles de género: también los modos de escribir se encontraban en un proceso de renovación. El aumento de la producción de impresos, tanto periodísticos como literarios, dio lugar a una ‘protomasificación’ de la literatura (Rennhak 2011: 218; Ertler 2003a; Ertler/Hodab/Humpl 2008), cambió los campos discursivos y exigió nuevas medidas de control por parte de las élites de poder, fueran políticas o religiosas. También las formas textuales se hallaban en un proceso de cambio. Renate Rennhak destaca que en la literatura ficcional se intentaba cada vez más sugerirle al lector que se trataba de “asuntos y personas reales, muchas veces también de la actualidad” (Rennhak 2011: 218). Esta idea de mímesis entronca con la prescripción vigente de construir sucesos verosímiles y con la constitución de un sujeto cuya identidad se vuelve el centro de la narración, y cuyo sentir y actuar lo sitúan de cierta forma en su entorno social —a la vez que el entorno social es constituido por este sentir y actuar—. Independientemente del carácter ficcional, factual o ambiguo del texto, cualquier (auto)descripción de una persona o un personaje “está llena de relaciones sobre espacios” (Löw 2009: 152), siempre ofrece un orden de ciertos elementos de índole universal. Ante este panorama,

21  En el siglo xviii, se reforman las nociones de la ‘masculinidad’ española a partir de una virtud pragmática (Ertler 2003: 131), muchas veces mediante recursos humorísticos, como las burlas sobre figuras tipificadas ‘no masculinas’, como el petimetre o el majo (Gronemann 2013: 38). En qué medida la cuestión de la masculinidad no influía menos de lo que lo hacía la de les femmes en los debates de reforma y cómo se condensaba en los discursos literarios, quedará por discutir. 22  Sea aducida ejemplarmente una cita de las Cartas marruecas de Cadalso para definir al ‘hombre de bien’: serían hombres “rectos y amantes de las ciencias [...] que tienen la lengua unísona con el corazón” (Cadalso 2013: 171), hombres, por tanto, de una integridad moral superior y comprometidos con el progreso social, científico y cultural de la nación. Vid. para una definición también Penrose (2014: 14, 57).

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se insinúa la pertinencia de un trabajo que enfoque decididamente la persistencia y los cambios en cuanto a las argumentaciones religiosas en la literatura ficcional, en la medida en que estas estructuran las relaciones de género y ubican a hombres y mujeres en diferentes espacios funcionales de la sociedad, como la calle, la casa, el convento y otros. Este vacío de investigación es el punto de partida para identificar en los análisis el conglomerado de ideas relativas al orden social, los respectivos roles y las relaciones de género, así como su legitimación. 1.2.2. Literatura, género y espacios en el xviii español Existen ya algunos trabajos que estudian el dieciocho y la construcción de espacios, mas, o abordan el espacio (narrado) en la literatura sin considerar su relación con el género, o se trata de investigaciones socioculturales o historiográficas que no consideran la ficción. Unir los enfoques que provienen, en principio, de las ciencias culturales y se aplican a la literatura de ficción resulta prometedor a la hora de entender la relación entre espacio, género y religión en la literatura y, con ello, los idearios normativos que se transportaban por otras vías que los textos de los grandes teóricos, políticos o filósofos.23 Algunos pocos estudios analizan en general la relación entre género y espacio, como el artículo de Pilar Cano Rojas (2004) sobre la casa en el siglo xix y xx y la construcción de géneros. Asimismo, el volumen colectivo de Mercedes Arriaga Flórez (2004) sobre Mujeres, espacio & poder rinde tributo a la estrecha relación recíproca entre espacio, género y márgenes de acción. No obstante, estos análisis se mantienen mayoritariamente en lo historiográfico o sociológico. Para el xviii, Teófanes Egido (1995) contrapone la diferente percepción del espacio entre ilustrados y anti-ilustrados, llamando la atención sobre esta categoría para entender la Ilustración española. Mónica Bolufer Peruga (2003a) analiza los espacios del reformismo ilustrado y la inmersión específica de mujeres y hombres en estos escenarios, con especial atención

23 

Ya existen algunos trabajos de filología románica que se han atrevido a aplicar enfoques interdisciplinares provenientes de las ciencias culturales, como el artículo y la tesis doctoral de Susanne Schlünder (1996, 2002) sobre la intermedialidad y corporalidad en las obras de Goya, o el artículo de Helmut Jacobs (2005) sobre la estructuración del caos y el orden en las mismas.

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a la controversia sobre el acceso de mujeres a instituciones públicas. Isabel Morant Deusa (2003) también enfoca la relación entre hombres y mujeres en el espacio público en el siglo xviii. Claudia Gronemann (2006), además, llama la atención sobre las prácticas sociales que crean espacios y finalmente codifican la masculinidad o la femineidad, analizando estructuras discursivas dialógicas en las tertulias a la hora de hablar sobre la mujer. Un análisis revelador sobre la creación de espacios mediante prácticas sociales en el xviii en relación a los salones y al espacio público también lo ofrece Roger Chartier (1998), si bien no toma en consideración el género como categoría de análisis. También la literatura como espacio de discusión de género ha sido objeto de análisis, como lo hace Aurora Ruiz Bejarano (2006) con especial atención a la infancia y la maternidad en el siglo que nos ocupa. En cuanto a la creación narrativa de espacios, sin considerar la producción de género, se pueden mencionar el artículo de Alberto González Troyano (2006) sobre “tabernas, tertulias y cafés” en el imaginario literario sobre Andalucía. Paulino Martín Blanco y Teresa Prieto Palomo (2006) prestan especial atención en su detallado artículo a la casa y al espacio doméstico en la literatura española, en su interrelación con la producción de imágenes sobre los géneros masculino y femenino, pero sin dedicarse específicamente al siglo xviii. También, pese a su enfoque en el siglo xix, es relevante el artículo de Mercedes Comellas Aguirrezábal (1997) sobre el convento femenino como “espacio del amor humano”. Otros análisis sobre el espacio en relación con el género concernientes a la literatura española del siglo xviii parecen estar aún por hacer.24 Resumiendo, se puede destacar que algunos análisis ya resaltan la estrecha relación del espacio, especialmente el espacio público o la esfera pública, con procesos socioculturales particulares de la Ilustración española. Empero, faltan trabajos que enfoquen otros espacios, como el convento, la casa, la iglesia o la calle, como espacios concretos y altamente normativizados, para reflexionar sobre su función en la literatura en relación con las categorías de ‘religión’ y ‘género’. De este

24 

No obstante, análisis específicos de ciertas obras que recurren a las teorías de espacio ya existen y han constituido un apoyo a la hora de elaborar la metodología (vid. cap. 2), como, por ejemplo, el de Elisabeth Bronfen (1986) o la tesis de habilitación de Marina Ortrud Hertrampf (2018) sobre espacios en el auto sacramental hasta la posmodernidad.

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modo se podrían iluminar otros aspectos de la Ilustración que hasta ahora parecen no haberse tomado en consideración. 1.2.3. Literatura y religión en el xviii español La narración según la cual la nación española habría obtenido su identidad y legitimación por el catolicismo a menudo ha sido la razón de que se haya postulado que en España no habría existido ninguna Ilustración (vid. Jüttner 1999; Gronemann 2013).25 Hoy día ya no se cuestiona la existencia de una Ilustración en España. No obstante, también está fuera de cuestión la influencia del catolicismo en los diferentes proyectos de definición de la identidad nacional. De ahí que resulte oportuna la pregunta sobre la relación entre el catolicismo y las relaciones género en la sociedad. Un tema que no se puede obviar al estudiar la literatura del siglo xviii es, por tanto, el de la religión. Etimológicamente se discute si la palabra proviene del latín, res legere, leer un asunto, reunir cosas (Calhoun/Juergensmeyer/VanAntwerpen 2011b: 7), haciendo de esta manera hincapié en la erudición y el monopolio del saber en manos del estamento clerical —un hecho que en el siglo xviii se fue poniendo cada vez más en cuestión—. Estos debates llevaron a que Marcelino Menéndez Pelayo descalificara las décadas entre 1700 y 1808 como faltas de piedad y amotinadas “contra Dios”, criticando, entre otros aspectos, la búsqueda no necesariamente religiosa de felicidad en la vida cotidiana (Menéndez Pelayo 1932, VI: 18). También el historiador francés Paul Hazard afirmó (aunque sin referirse decididamente a España, sino tomando Francia como modelo global) que el “siglo xviii no se contentó con una Reforma; lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción religiosa de la vida” (Hazard [1935] 1998: 10). Ambos eruditos apuntan a un fuerte proceso de secularización entendido como la ausencia de la religión.26 Hoy en día ya no se

25 

En los procesos españoles de nation-building, la importancia de un dispositivo religioso se manifiesta, por ejemplo, en el recurso a los reyes visigodos cristianos y a los Reyes Católicos como núcleo unificador (Pérez Vejo 2015: 121-142). 26  Para la relación de la secularización con cambios en los diferentes géneros literarios vid. también Manfred Tietz (1992b: 238).

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sostiene esta lectura del siglo xviii, teniendo en cuenta la religiosidad de muchos conocidos filósofos ilustrados, como Voltaire, Diderot, Kant, Feijoo y otros. Diferentes aspectos relativos a la religión, desde las formas de la creencia y las prácticas religiosas hasta los privilegios de las instituciones eclesiásticas, pasando por la relación entre el dogma católico y la ciencia, se tematizaban en los textos del siglo xviii, a diferencia de otros países europeos, no solamente aumentó la producción de textos críticos, sino que paralelamente —y hasta 1770 de forma mayoritaria— se publicaron muchos textos de devoción y de instrucción religiosa (Tietz 1992b: 238).27 Manfred Tietz, en este contexto, habla de un conflicto de dos culturas irreconciliables, entre posturas teológicas y seculares (Tietz 2009: 245; Castro Alfín 1997: 81; Arnscheidt/Tous 2007b: 11-14). Esta dicotomía ha llegado a ser aceptada como un lugar común, en el que lo secular se define comúnmente como la ausencia de y el desdén ante la religión. Al hablar de ‘secularización’, se presupone la existencia de un vacío, una ‘suerte de antirreligión’ (Calhoun/ Juergensmeyer/VanAntwerpen 2011b: 8). Esto puede llevar a una conclusión errónea, pues la secularización no es lo que queda después de evanecer la religión, no es un vacío neutro. Concebida como “an ideology, a worldview, a stance toward religion, a constitutional framework, or simply an aspect of another project” como la ciencia o un sistema filosófico particular, lo secular es algo presente y requiere ser definido (Calhoun/Juergensmeyer/VanAntwerpen 2011b: 5, 11). Influye, recíprocamente, en la noción de religión (se halle esta ausente o presente), que, como ya se ha dicho, en España no desaparece. De hecho, a lo largo del siglo xviii, es posible detectar un incremento en el uso del término “religión”, que fue sustituyendo y marginando cada vez más palabras como ‘fe’ y ‘tradición’, utilizadas más bien en los siglos anteriores, como ha mostrado el historiador Wilfred Cantwell Smith (1963). Este desplazamiento puede indicar un mayor nivel de reflexión sobre el papel de la religión en la sociedad, el cual, tal vez, también se manifieste en la literatura ficcional. El ideal de “un hombre nuevo para hacer un mundo nuevo” (Caso González 1988: 19) conllevaba 27 

De hecho, seguían persistiendo también géneros literarios satíricos que hacían burla de beatas y beguinas, continuando toda una tradición existente desde el Medievo (vid. Santonja 2003-2006), como pasa con la obra teatral anónima “Lo que pasa en un torno de monjas” (s. a., s. xvii) que seguía circulando en el siglo xviii.

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cuestionar en la literatura tanto los roles de género como las bases religiosas del saber tradicional. Para España existen algunas investigaciones que intentan clasificar las transformaciones culturales, políticas y sociales como “intento (!) de Ilustración religiosa” (Rodríguez Casado 1955), “Ilustración cristiana” (Delgado 1990) o “Reformismo cristiano” (Domínguez 2013). No obstante, Jean Sarrailh, pionero en la consideración de la Ilustración española con su L’Espagne éclairée de la seconde moitié du xviiie siècle (1954), afirma: La España ilustrada ve ya con desdén a esos religiosos ‘reclutados’ desconsideradamente, a esos devotos o devotas como la Mojigata de Moratín o la del Almacén de novias, o como ese anciano Duque de Béjar cuya castidad matrimonial rayaba en lo ridículo, o como esa Clelia que se pasa las horas muertas en la iglesia, se desinteresa totalmente de su hogar y pide consejos incesantes a su director de conciencia, hasta para limpiar de ratas su casa (1957: 695).

Existen varios artículos específicos sobre religión e Ilustración en Europa en general, como, por ejemplo, los de José Casanova (1994), Charles Taylor (1998), Jonathan Sheehan (2003) y Rudolf Schlögl (2013). Rebekka Habermas (1994) y la monografía de Christine Gerber, Silke Petersen y Wolfram Weißen (2011) enfocan, además, específicamente la relación entre la burguesía, la feminidad y la religión. Asimismo, existen trabajos que se centran decididamente en la religión misma y los debates teológicos que se llevaron a cabo durante el siglo xviii en España, por ejemplo, Teófanes Egido (1996) y Antonio Mestre Sanchis (1979 y 1991) o en la discusión del rol de la religión en la prensa (Ertler 2015). Mirella Romero Recio (2003) analiza la relación entre religión y política España y los recursos al mundo clásico en España. Más allá de estas investigaciones historiográficas o teológicas, las cuales, como en la cita de Sarrailh, muchas veces utilizan las fuentes literarias para acercarse a la sociedad y la cultura,28 de momento no son muchos los trabajos dedicados a la relación entre prácticas religiosas y literatura.29 No existen apenas estudios que se hayan centrado en la

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Vid. también, por ejemplo, Roig Castellanos (1989). Una excepción la constituye el artículo de Erich Meuthen (1993) que analiza la relación de subjetividad religiosamente fundada y procesos de secularización en las novelas de Rousseau y Goethe. 29 

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relación entre la literatura y el discurso sobre la religión, aparte de algunas investigaciones historiográficas sobre la Inquisición, los índices y la censura de libros en España (vid. Álvarez de Morales 1982, Defourneaux 1973, Hubert 2008 y 2011), algún análisis sobre la recepción literaria de la Inquisición (Muñoz Sempere 2008, Moreno Martínez 2004) y trabajos sobre anticlericalismo en la literatura (por ejemplo, Navarra 2015, Urrutia 1990; para el xix vid. Molina Martínez 1998). Así, resulta relevante llevar a cabo un análisis filológico amplio que analice decididamente la presencia de referencias a prácticas religiosas, creencias o la moral religiosamente legitimada en la literatura ficcional, y que para ello vaya más allá de los ensayos teológicos o los debates entre eruditos.30 Un primer acercamiento lo proveyeron Markus Ebenhoch y Veronika Österbauer (2015a) con la publicación del volumen colectivo La religión, las letras y las Luces. El factor religioso en la Ilustración española e hispanoamericana para rellenar ese vacío de investigación. No obstante, la dispersión temática y metodológica de los artículos —aun abriendo cada uno de ellos una brecha importantísima— demuestra la necesidad de una monografía que se centre temáticamente en la interrelación entre literatura (y los diversos géneros literarios) y religión en el xviii español. Asimismo, teniendo en cuenta la presencia, marginal pero constante, de la religión como presupuesto en diferentes análisis de literatura, así como la polarización de los trabajos ya existentes sobre género, sobre literatura y sobre religión, se hace necesario un estudio centrado en las transformaciones de los tres campos mencionados y su interrelación. 1.3. Política, economía y mercado literario en la EspaÑa del siglo xviii Para abordar los temas en cuestión en los textos aquí analizados, es necesario exponer previamente algunos aspectos centrales relativos a los cambios sociopolíticos y culturales ligados a la literatura en el xviii español. Philip Deacon señala cómo, según la versión vulgar de las Luces, estas habrían llegado con los Borbones a partir de 1700, y 30  Gernot Kamecke (2015) publicó una monografía enfocando la relación particular entre filosofía y lengua centrándose en cuatro obras elementales de la Ilustración española.

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matiza que las renovaciones estuvieron estrechamente relacionadas a una élite numéricamente pequeña y que muchas transformaciones se debieron a medidas políticas y económicas iniciadas desde arriba por la monarquía ilustrada, bien lejos de tratarse de renovaciones exigidas o llevadas a cabo por una amplia masa de ciudadanos (Deacon 2015: 228). Imbuidos en esta “creencia en una evolución de las estructuras políticas”, también políticos y literatos famosos, como Gaspar Melchor de Jovellanos, rechazaron un cambio revolucionario (Sala 1992: 162). El ‘progreso’ se debía perseguir evitando poner en peligro el orden social y político (vid. Ruiz Torres 2008: 538). Manteniendo España como nación unitaria y centralizada (Aguilar Piñal 1996b: 14), el gobierno ilustrado —especialmente bajo Carlos III— perseguía el objetivo de “[m]odernizar la nación” en pro de la prosperidad pública social y económica (Álvarez 2006b: 209). No obstante, los cambios provocaron una desestabilización del estatus de muchas instituciones e individuos (vid. Heße 2008: 77). Las transformaciones relativas a innovaciones económicas y técnicas, al igual que los cambios sociales ligados a ellas, llevan en el siglo xviii a un nuevo sistema de producción y recepción de la literatura y del pensamiento filosófico en el que se mantienen corrientes del Barroco mientras se insertan nuevas. Se ponen en cuestión la relación entre la tradición e ideas más modernas, la fidelidad en las creencias y modos de vida tanto laicos como clericales. En el ámbito de la economía y de la política, el despotismo ilustrado sustituye poco a poco a las formas de gobernar de las monarquías absolutas. Por su parte, el libre comercio de mercancías sustituye paulatinamente al colbertismo y al mercantilismo, lo que también tiene su impacto en el mercado literario, especialmente los mecanismos de inclusión y exclusión de obras y escritores y el desarrollo de la prensa (Romero Ferrer 2013: 125). Se forman grupos, como las Sociedades Económicas de Amigos del País, que sobreviven hasta 1808, cuya voluntad de progreso desemboca en sugerencias públicas de cambios políticos y económicos y en la propagación de las ciencias útiles (Pietschmann 1992: 151, Ruiz Torres 2008: 475-488). En el ámbito de las ciencias, la escolástica se tiene que defender contra fuertes críticas, ya que científicos y letrados recurren cada vez más a métodos de observación y experimentación.

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1.3.1. Comercio e industria Como elementos característicos de la Ilustración, Frauke Berndt y Daniel Fulda señalan, junto a la revisión de la ética cristiana, la consideración de la economía como nuevo fundamento de la sociedad (Berndt/Fulda 2012b: XX). Para el planteamiento ilustrado, la economía como base material de la existencia constituía el fundamento tanto de la ‘felicidad privada’ como de la ‘felicidad pública’. Estas dos esferas se entendían como estrechamente entrelazadas y requerían hacer útil cada partícula de la sociedad en favor del bien común e individual. Así, por ejemplo, Pedro Campomanes indicaba como medida en la advertencia a su Discurso sobre el fomento de la industria popular “desterrar radicalmente la flojedad y exterminar los resabios y malas costumbres que causa la holgazanería, tan contraria a los preceptos de la religión como a la pública felicidad del Reino. Las costumbres arregladas de la nación crecerán al paso mismo que la industria [...]. Es imposible amar el bien público y adular [...] el ocio” (Campomanes 1774: s. p. [3], cursiva mía). La economía, pues, se presenta como estrechamente relacionada al cristianismo y a las costumbres en el contexto español. Ociosidad y laboriosidad conllevaban una “fuerte carga moral”, amén de “expectativas acerca de las funciones sociales femeninas y masculinas” (Bolufer 2009: 799). ‘Perfeccionar’ las costumbres específicas de cada género se presentaba como condición para alcanzar un nuevo estatus de ‘civilización’, término que se documentó por primera vez en esa época (Álvarez de Miranda 1992: 383-384; Álvarez 2006b: 205, 209).31 1.3.2. Las sociedades económicas, las ciencias y el ideal educativo Para alcanzar esta ‘civilización’ era esencial una buena enseñanza pública (Varela Fernández 1988: 250). Las Sociedades Económicas de Amigos del País son un ejemplo de cómo surgen intentos de promover una transformación económica y social, apoyando las reformas borbónicas y también fomentando la implementación de la formación

31 

El estado de España y su ‘civilización’, también en cuanto al desarrollo del teatro, fue el punto de partida de una fuerte polémica entre Francisco Mariano Nifo, Juan Cristóbal Romea y Tapia, José Clavijo y Fajardo y Ramón de la Cruz (vid. más detallado Álvarez 2006b: 205).

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técnica de las personas involucradas en la producción o el comercio.32 Las Sociedades Económicas también dieron lugar a arduos debates sobre la paulatina, pero muy restringida, participación de mujeres en ellas, al igual que en las academias (vid. cap. 1.3.2 y 1.4.1).33 A los debates sobre la educación subyacía también la difusión de una nueva teoría del conocimiento: la epistemología sensualista, el racionalismo o el empirismo científico, promovidos ya desde el siglo xvii por filósofos como John Locke (1690) o David Hume en el xviii, que partían de la observación mediata del mundo a través de los cinco sentidos, confiando en que estos serían fiables, y proponían también nuevos métodos y procedimientos para discernir la ‘verdad’ de lo erróneo (Gies 2004: 5, Penrose 2006: 230).34 Por su parte, el ilustrado alemán Immanuel Kant adoptó la exhortación horaciana sapere aude y exigió, basándose en las teorías del conocimiento, que el ser humano se responsabilizase de sus propios actos (Deacon 2015: 226). Aparte de la responsabilidad de cada uno para consigo, de esta concepción del ser humano también nacen el ideal de la libertad del individuo o el principio de la separación de poderes. El benedictino Benito Jerónimo Feijoo se apropia ya en el primer tercio del siglo xviii de las nuevas metodologías, al querer promover el “desengaño de errores comunes” con los

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Su impacto es tan fuerte que también surgen parodias, como, por ejemplo, el “poema épico” manuscrito titulado la “Sociedad Anti-Hispana de los enemigos del país establecida y formalizada en Madrid, en casa del Excelentísimo Señor Marqués de Grimaldi la noche del 28 de diciembre, día de los Inocentes, año de 1775” (Grimaldi 1775). 33  Pese a hacer frente a mucha resistencia, el nombre de varias mujeres que participaron en las Academias o Sociedades Económicas ha pasado a la posteridad. Así, María Isidra de Guzmán y la Cerda es conocida como miembro de la Real Academia Española (aparte de ser la primera mujer que se doctoró, bajo la protección de Carlos III, en la Facultad de Artes y Letras Humanas de la Universidad de Alcalá); la pintora y poetisa Mariana de Silva Bazán, duquesa de Huéscar y Arcos, y la pintora Ana María Mengs pertenecían a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando; y Josefa Amar y Borbón consiguió, aunque apartada en el ‘brazo femenino’, ser miembro de la Sociedad Económica Matritense de Amigos de País y de la Real Sociedad Médica de Barcelona (Perdices 2010: 102). 34  Esta epistemología también constituyó la base de la controvertida Encyclopédie en Francia, siendo esta señal de la revisión y el nuevo orden de conocimientos con contribuciones del “Who’s Who” de la Ilustración francesa. Participaron Voltaire, Montesquieu, Diderot, Rousseau, Condorcet y otros (Lipp 1997: 77). En España, Feijoo con su Teatro crítico universal, unificaba en una persona la misma exigencia de conocimiento.

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ocho tomos de su Teatro crítico universal (1726-1740), que reúnen 177 “discursos varios en todo género de materias”. Con su pretensión universal, la obra dio lugar a reacciones polarizadas y, al estar escrita en español y no en latín, se dirigía a un público amplio. El último discurso del primer tomo (1726) se dedica a la Defensa de las mujeres y reivindica la igualdad del entendimiento entre estas y los varones. En este contexto, tematiza la imposibilidad de la imparcialidad, destacando el posicionamiento inherente a cualquier texto y enunciado. Asimismo, se opone a los accusatores y offensores misóginos argumentando con la razón (y no con la Revelación) en favor de las mujeres.35 Las estrategias que utiliza para ello son especialmente la argumentación lógica para refutar argumentos, así como la enumeración de contraejemplos e imágenes metafóricas o parabólicas, evitando el recurso a las autoridades tradicionales. De este modo se visibilizaban los procesos de aprendizaje y conocimiento, al igual que su relatividad y su carácter inacabado (vid. también Gottschalk 2017). La función de la percepción sensorial y sus repercusiones en el conocimiento y en la formación del ser humano era una cuestión presente en el discurso sobre la educación de los filósofos y pensadores ilustrados (vid. Chen Sham 2007b: 296). Este hecho se refleja en la variada producción de tratados, informes, discursos, cartas, memoriales y —central para este trabajo— novelas y otros géneros literarios sobre la educación.36 La reivindicación de una educación más amplia estuvo muy generalizada, aunque la cuestión de cómo y a quién impartirla 35 

Más allá del destacado discurso en defensa de las mujeres, en el Teatro se encuentran temas varios. El supuesto desorden temático de la obra lo legitima Feijoo con el orden complejo del mundo, que no permitiría ningún arreglo más estructurado porque de hacerlo se reduciría sobremanera la complejidad (Feijoo [1726] 2012: 74). A partir de 1750, Feijoo contó con la protección de Carlos III en las fuertes polémicas encendidas por sus obras (Hassauer 2014: 21; 2015). 36  A modo de ejemplo sean aducidos los siguientes manuales y discursos teórico-metodológicos, sin que esta lista sea completa: Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (1775) de Miguel Álvarez Osorio y Redín y Pedro Rodríguez de Campomanes, Educación de los nobles (1794) de Juan Antonio González Cañaveras, Verdadero método de enseñar (1746) y Verdadero método de estudiar para ser útil a la República y a la Iglesia, proporcionado al estilo y necesidad de Portugal (1760) de Luis Antonio Verney, Tratado teórico práctico de enseñanza [1802] de Gaspar Melchor de Jovellanos, Educación de la juventud (1768) y Educación de los niños (1770) de fray Martín Sarmiento, las Cartas de Francisco Cabarrús Lalanne o los escritos de Benito Jerónimo Feijoo (vid. Damseaux/ Solana 1967: 318, 328, 336, 341-343; Santonja 1994: 93).

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fue controvertida, estando difundida la opinión de que se debía llevar a cabo de modo gradual y dependiendo del estrato y (el futuro) empleo de cada persona (Álvarez 2006b: 217). Feijoo reivindicaba una educación básica también para las mujeres.37 Constance Sullivan indica que solamente entre un 5 y un 15 % de las mujeres de todos los estratos sociales sabía leer (Sullivan 1997: 307), lo que concuerda con el diagnóstico emitido en el “Pensamiento XXIX” en El Pensador: “es [...] digno de admiración que apenas entre mil señoras de alta esfera haya algunas a quienes han dado las instrucciones que basten para formar juicios de los más fáciles libros escritos en su propio idioma” (Clavijo y Fajardo [1763] 2011b, III/XXIX: 56). A partir de 1768, Carlos III implementó escuelas gratuitas para niñas, con el fin declarado de fomentar con trascendencia a todo el Reino la buena educación de jóvenes en los rudimentos de fe católica, en las reglas del bien obrar, en el ejercicio de las virtudes y en las labores propias de su sexo; dirigiendo las niñas desde su infancia y en los primeros pasos de su inteligencia, hasta que se promocionen para hacer progresos en las virtudes, en el manejo de sus casas y en las labores que las corresponden, como que es la raíz fundamental de la conservación y aumento de la religión, y el ramo que más interesa a la policía y gobierno económico del estado (Ley IX, citado en López-Cordón 1982: 93).

Aunque se establecieron unas 32 escuelas en Madrid, la educación —y especialmente la femenina—, siguió bajo la tutela familiar (Sullivan 1997: 310). Sullivan resalta que generalmente no superaba “los principios de religión, leer un poco, aprender un poco de francés para poder estar en sociedad, las gracias sociales como el baile y algo 37  Claudia Gronemann (2013: 152-153) advierte que la educación femenina aparece en el Renacimiento por primera vez como parte necesaria y no solamente adicional en el curso vital de las mujeres, por ejemplo, en la Instrucción de la mujer cristiana (1523) del humanista Juan Luis Vives. Con ello, las mujeres se convierten en destinatarias de la educación y se conciben como capaces de aprendizaje. Educación y virtud/piedad, por primera vez, no se excluían, lo que permitía el acceso a un canon literario educativo específicamente femenino (sin novelas, por supuesto), a diferencia de las mujeres constantemente vigiladas y controladas de la Edad Media. A su vez, surge el discurso contrarreformista, que reconstituye las ideas medievales sobre el papel y la naturaleza de la mujer como, por ejemplo, en La perfecta casada (1583) de fray Luis de León (Gronemann 2013: 153; vid. Lentzen 1995, Leeker 1995).

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de música, trabajos de aguja, y gobierno doméstico” (Sullivan 1997: 311). Además, hay que tener en cuenta la diferencia entre las condiciones educativas. La enseñanza ofrecida a las niñas y jóvenes, en ciertos círculos, se llevaba a cabo sobre todo mediante el teatro (Zavala 1996a: 12-15), ya que la “cultura de la mujer se basaba principalmente en la oralidad” (Llosa 2008: 53; Sullivan 1997: 314-315). El teatro, la ópera, los sermones y la literatura de cordel fueron vehículos que alcanzaban con mayor facilidad a los miembros femeninos de la sociedad. Asimismo, a las mujeres los cambios en las costumbres les permitieron el acceso a otros espacios y conocimientos mediante el paseo o tertulias. El salón pasa a ser una “institución fundamental en la ‘república de las Letras’ dieciochesca” (Bolufer 2009: 795), incluyendo también a (algunas) mujeres (vid. también Heyden-Rynsch 1998). Por su parte, el surgimiento del cortejo38, práctica social de galanteo alrededor de una mujer, permite a esta otras conversaciones y el contacto con temas ajenos. Los paseos por la calle, la asistencia a tertulias, a los bailes o al teatro en compañía posibilitaron a la mujer el acceso a espacios de los que estando sola se habría visto excluida. 1.3.3. Formas de saber clericales y esferas de poder en competencia La difusión de nuevas teorías del conocimiento, como el empirismo experimentalista o el racionalismo, conllevaba reconocer la “futilidad de principios anteriores” (Caso González 1988: 14) y un escepticismo ante saberes tradicionales que aún no se habían sometido o no se podían someter a un examen experimental o racional. Al poner en cuestión las certezas heredadas, también el peso de autoridades anteriormente incuestionables se ponía en peligro. El intento de reducir

38  El término cortejo va sustituyendo a mediados de siglo la denominación de origen italiana chichisbeo, que describía el galanteo alrededor de una mujer, refiriéndose a la práctica social —muy controvertida— o a la persona misma. Las mujeres casadas salen de sus casas en compañía del cortejante (cortejo) para dedicarse a las tertulias, el teatro o los bailes, y ya no solamente para ir a misa, e incluso reciben su compañía en el tocador o la alcoba. Así, especialmente en los matrimonios impuestos en los estratos altos, servían ante todo para preservar o agrandar las posesiones familiares. A las mujeres esta práctica les abría un margen de comportamientos alternativos a los requeridos dentro de la familia (Bolufer 1998: 267; vid. también Fernández Quintanilla 1981: 18-21 y Martín Gaite 1972). Vid. para las críticas también n. 61.

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la influencia eclesiástica en las ciencias, percibidas como estancadas por culpa de aquella, iba acompañado de la limitación del poder eclesiástico en ámbitos que la monarquía reclamaba para sí misma, como, por ejemplo, la reforma del sistema educativo español y la formación universitaria. Diversas investigaciones han puesto de relieve que esta dinámica, muchas veces conflictiva, fue de la mano con el surgimiento de nuevos ideales de vida burguesa que, aparte del poder eclesiástico, también querían restringir el poder nobiliario (Deacon 2015: 226, Elorza 1970: 41). Por ejemplo, Jovellanos aconsejaba en nombre de la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid en el Informe sobre la ley agraria (1795) la limitación de los poderes nobiliario y eclesiástico para asegurar los derechos de los ciudadanos y del Estado (1795: 7376, 147-222). Los intereses y las corrientes en conflicto, el racionalismo versus la escolástica, autoridades civiles contra autoridades eclesiásticas (Lipp 1997: 78), desembocaron a veces en una “paranoia sobre la conspiración jesuítica” (Castro Alfín 1997: 82-83). De hecho, la expulsión de los jesuitas en 1767, bajo cuyo control había estado hasta entonces la enseñanza primaria, debía reducir la influencia de Roma y el peligro de deslealtad de los miembros de la orden a la monarquía, debido a su sumisión al papa como autoridad terrenal superior (Ebenhoch/Österbauer 2015b: 10). La difusión en España del jansenismo39, movimiento católico de una fuerte carga antijesuítica, contribuyó a este desarrollo, aunque la causa desencadenante de la expulsión fue el motín de Esquilache de 1766. El motín, relacionado con la subida 39 

Este movimiento católico se remonta a Cornelio Jansen (1585-1638), obispo de Ypern (Flandes), y se extendió especialmente en los siglos xvii y xviii en Francia. Teológicamente se sujetaba a una interpretación literal de los textos de Agustín de Hipona, que Jansen expuso en un libro póstumamente publicado en Lovaina, Augustinus, sive doctrina Sti. Augustini de humanae naturae sanitate, aegritudine, medicina adversus pelagianos et massilienses (1640). Jansen defiende una gracia divina predestinada, siendo el estado original el estado natural del hombre, que implica la gracia y amistad con Dios, y por tanto la inmortalidad y verdadera libertad. Dios habría previsto la salvación o la condenación para cada uno, siendo imposible influir en la propia salvación. Esta doctrina era opuesta a la de los jesuitas y su idea de que para recibir la gracia de Dios bastaría la penitencia y el miedo a los castigos divinos. Según los jansenistas, la penitencia verdadera se basaría en el amor sincero a Dios. La doctrina reivindicaba volver a los ideales de la ‘iglesia primitiva’, leer la Biblia en lengua vernácula, reforzar el episcopalismo y aceptar al sumo pontífice como centro referencial para mantener la unidad de la Iglesia, pero limitando su potestad jurisdiccional (Martínez Ruiz 1998: 160; vid. también Herr 1973: 9-30).

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del precio de alimentos de primera necesidad, como el pan, debido a la carestía, fue reprimido con mano dura. Como fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez Campomanes hizo responsables a los jesuitas de ser los impulsores del motín y, de este modo, dio pie a la Pragmática Sanción de expulsión de los mismos de todos los territorios españoles promulgada por Carlos III el 3 de abril de 1767, así como a la confiscación del patrimonio de la Compañía (Aguilar Piñal 2005: 77; Herr 1973: 10-19, 27-28; Martí Gilabert 2004: 10-20, 35-36, 102-104).40 Ya antes los Borbones se habían enfrentado al papa, consiguiendo dos concordatos (1737, 1753) que redujeron las regalías económicas de la Iglesia y permitieron al monarca nombrar varios obispos. Esta posibilidad desembocó en una elevada cantidad de obispos propensos al episcopalismo41 y al regalismo42, convirtiendo la cúpula eclesiástica, en parte, en un “aliado eminente en los proyectos gubernamentales de reformar el clero secular” (Ebenhoch/Österbauer 2015b: 10).

40  Los jesuitas, o molinistas, por inspirarse en los escritos de Luis de Molina, fueron llamados los “soldados del Papa” (Ebenhoch/Österbauer 2015b: 10). La expulsión de la orden fundada por Ignacio de Loyola de todos los dominios de la Corona afectó a unas seis mil personas. Previamente ya se había producido su expulsión de Portugal (1759) y de Francia (1762), y posteriormente se produjo la supresión de la Compañía de Jesús por el papa mismo (1773, breve apostólico Dominus ac Redemptor), aunque sobrevivió en Rusia y volvió ser autorizada por Pío VII en 1814. Felipe V y Fernando VI aún tuvieron confesores jesuitas. Rompiendo con esta tradición, Carlos III pidió como confesor real al fraile descalzo padre Eleta (Domínguez Ortiz 1980: 137-138). 41  El episcopalismo reconoce a los obispos como las autoridades teológicas más altas, sin ninguna instancia por encima de ellos. Al oponerse a la jurisdicción pontificia centralizada en pro de las autoridades nacionales supuso un conflicto constante con el papa (vid. Olachea 2002: 50, Lortz 2008: 33). 42  Como regalismo se denominan todas las medidas conducentes a concentrar la mayor cantidad de competencias en manos del rey en detrimento de las instituciones eclesiásticas. Incluye especialmente el reparto de las jurisdicciones en cuanto a las esferas espiritual y temporal y otras prerrogativas exclusivas del rey, por ejemplo, el control de la Inquisición, el derecho de nombrar obispos, la participación en los diezmos y el patronato regio sobre Indias (vid. García Hernán 1988: 232-233; Ogris 2004). Destacados regalistas españoles fueron Melchor Rafael de Macanaz (bajo Felipe V), Pedro Rodríguez de Campomanes, Antonio Valladares de Sotomayor y el conde de Floridablanca (Rodríguez Mateos 2006: 52).

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1.3.4. El mercado del libro, entre auge y censura También en el ámbito del mercado del libro el poder eclesiástico y estatal se vieron envueltos en conflictos, si bien aliándose por necesidad. Algunas reformas bajo Carlos III estimularon la producción cultural, por ejemplo, la real orden del 20 de octubre de 1764, que se puede considerar el primer copyright español al conceder el privilegio para imprimir exclusivamente al autor y sus sucesores, excluyendo a los impresores (vid. Garriga 1799, II: 90; Reyes Gómez 2000: 546). La Corona estaba presente en el mercado y tomaba partido en los debates, por ejemplo, en las polémicas alrededor del padre Feijoo. También se implementaron medidas a favor de la liberalización del mercado, como la abolición de la tasa en noviembre de 1762, que había determinado anteriormente el precio de los libros, siendo según la real orden la libertad en todo comercio la “madre de la abundancia” (cit. por Simón Díaz 1983: 18; vid. también Viñao 2000: 333). Las reformas regalistas, así como la liberalización del mercado del libro y de la prensa, permitieron que se diversificaran los discursos, especialmente los favorables a las reformas borbónicas, si bien la censura siguió influyendo en la limitación temática y formal de la producción.43 Todos los escritos se vieron sometidos a una doble censura: la estatal previa y la eclesiástica posterior a la impresión.44 Los cambios en el ámbito de la producción fueron de la mano con transformaciones en la recepción de la literatura. Se puede detectar el auge de una literatura ‘popular’ o ‘de masas’, así como la emergencia de una esfera pública lectora en el xviii. En las últimas décadas del siglo, la existencia de un público cada vez más amplio estuvo relacionada con el desarrollo y la extensión de géneros literarios como la 43  Para el desarrollo, el funcionamiento y el papel de la prensa periódica como medio transmisor de información y de “Luces”, vid. Urzainqui 2003. Pese a este gran cambio, muchos periódicos se quedaron en el estado de proyecto sin ver la luz a causa de la censura (Deacon 2015: 231). 44  Vid. especialmente la monografía Inquisición y censura de libros en la España del siglo xviii (1973) de Marcelin Defourneaux y el análisis Tres calas en la censura dieciochesca (1981) de Lucienne Domergue, así como el artículo de esta última sobre prensa periódica y la censura en la segunda mitad del siglo xviii (1990). Según Carmen Martín Gaite, el poder del Santo Oficio desembocó en conflictos con la alta sociedad y la monarquía que se oponían a la Inquisición, difundiéndose así una imagen muy crítica de la misma (Martín Gaite 1972: 181).

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novela (Abad Nepot 1999: 250). Se publicaron cada vez más textos de ficción, mientras que la impresión y la lectura de literatura piadosa y devocional fueron disminuyendo. Al mismo tiempo, se puede destacar un proceso de inflexión temática. En 1740 todavía un 76,60 % de los títulos eran de literatura religiosa, incluyendo por ejemplo devocionarios, sermones y vidas de santos, mientras que la profana solamente suponía un 23,40 %. Sesenta años más tarde, en 1800, la literatura religiosa apenas constituía la quinta parte de la producción literaria (21,28 %), mientras que la literatura profana había aumentado a un 78,72 % (Tietz 1998: 96, 238). Ahora bien, a pesar de la inflexión en la producción religiosa y secular y de la diversificación de las obras impresas, la producción media anual de obras impresas era de aproximadamente 366 obras, una tasa bastante baja en comparación con otros países (Pérez Rioja 1988: 16). En el marco de estos movimientos tectónicos y tras severas críticas a la desacralización que supuestamente promovía la mezcla de devoción y diversión de los autos sacramentales, también hay que considerar la prohibición del auto sacramental y de comedias de santos por real cédula el 11 de junio de 1765, así como la ordenanza del 17 de marzo de 1788, que refuerza la prohibición de su representación en el ámbito público, convirtiendo estas obras, así, en asunto interno de colegios religiosos y centros eclesiásticos, a los que, además, se les carga con la responsabilidad de asumir su alto coste económico (Palacios 1998a: 119). Los debates en torno al auto sacramental son un buen ejemplo de la íntima conexión entre discusiones poetológicas, morales, económicas y religiosas.45 45  La prohibición oficial de los autos sacramentales y comedias de santos fue llevada adelante por el conde de Aranda (Coulon 1993: 9). La crítica de que los aspectos religiosos quedaban relegados a un plano secundario, convirtiéndose el auto en un asunto profano, fue enunciada no solamente por eclesiásticos, sino también por moralistas laicos y simples creyentes conservadores. Consideraciones de economía y lucro requerían de estrategias teatrales seculares para atraer a un público amplio, habiendo desembocado el alto coste económico de los autos sacramentales en que estos pasaran en el siglo xvii de su ámbito originario eclesiástico (conventos, colegios de congregaciones) a la calle, hasta acabar recluidos finalmente en los corrales, lo que conllevaba una “cota de desacralización” (Palacios 1998a: 109-110, 115-116). Originariamente, el auto sacramental se representaba en las celebraciones festivo-religiosas del Corpus Christi. Tras su esplendor en el Barroco, siendo Calderón de la Barca y Lope de Vega dos de sus mayores autores, en el xviii los preceptistas neoclásicos criticaron estas piezas alegóricas con técnicas de escenificación que incluían muchas veces un gracioso y tramoyas

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Con estos cambios también ocurre una transformación de los usos de la literatura. Si bien anteriormente mucha lectura era de carácter edificante y consistía en la repetición o memorización, generalmente de escritos religiosos como la Biblia, el catecismo o calendarios, ahora la lectura exigía cada vez nuevas materias y los lectores se enfrentaban en detalle a los textos (Vellusig 2000: 7-8). Nuevas formas de comunicación, como las tertulias, los cafés, el casino o la prensa periódica en las que podían participar las mujeres, fomentaban este desarrollo (vid. Gelz 2006, Álvarez 2002). En la prensa surgían identidades (fingidas) de mujer, apelando explícitamente a las mujeres como destinatarias (Urzainqui 2002: 62, Paatz 2011: 119), al igual que en otros géneros literarios. Las mujeres son lectoras de lo que se escribe sobre la mujer y otras materias, manteniéndose, no obstante, la alfabetización femenina en un margen estrictamente limitado (vid. Arias de Saavedra Alías 2017). 1.4. La naciÓn en cuestiÓn: los discursos sobre decadencia, género y religiÓn Muy ligados a los cambios en el ámbito de la producción literaria estuvieron el surgimiento o la intensificación de los debates sobre la supuesta decadencia nacional (moral y económica), sobre género y sobre cuestiones teológicas, de los cuales aquí se presentarán las posiciones centrales. Y es que el ‘progreso’ y la ‘nueva’ sociedad debían asentarse sobre edificios morales que no pusieran en peligro el orden social y político (vid. Mestre Sanchis 2004: 378). Mientras tanto, a ojos del extranjero europeo, percibido como política y económicamente hegemónico, las imágenes de España estaban ligadas a un discurso de ‘atraso’

espectaculares (Ertler 2003: 152-155, Palacios 1998a: 110). En 1780, además, se prohíbe el entremés entre el primer y el segundo acto de piezas mayores y se sustituye por la tonadilla escénica (Coulon 1994: 9, Sala 2010: 39-41, Romero Ferrer 2013: 127-128). Tras la poética de Luzán (1737), el menosprecio estético se unió al menosprecio moral por el teatro popular y breve (Sala 1994b: 5). Por ejemplo, Tomás de Erauso y Zavaleta diagnostica muy críticamente la disminución de la calidad teatral en su Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias de España (1750). Un llamamiento excepcional en favor de la calidad teatral lo constituye el Manifiesto por los teatros españoles y sus actores (1788) del actor Manuel García de Villanueva.

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y de ‘decadencia’46, que se haría visible en las ciencias, la cultura y las costumbres, y la economía (Tschilschke 2009: 54, Bolufer 2009: 795; vid. también Krauss 1967). Para solucionar estos problemas, se reivindicaba un patriotismo muchas veces opuesto al vecino del norte, de forma que fijarse en Francia se denunciaba como afrancesamiento (Ertler 2003a: 43). Frente al atraso, la “civilización” (Álvarez 2006b: 205) y la cultura iban a garantizar la felicidad pública y privada, facilitarían la prosperidad de la sociedad y un ciudadano dignificado (vid. Sarrailh 1954: 145-164). Las propuestas de reformas en las prácticas e instituciones educativas, en la agricultura, en la industria, en la producción artesanal, en el comercio y en la investigación científica debían ser los motores de ese auge. Según este discurso, todos los miembros del cuerpo nacional debían tomar parte en el mismo de manera útil, tanto hombres como mujeres, e independientemente de su estatus socioeconómico.

46  Por ejemplo, José Cadalso diagnostica en detalle los ámbitos del “atraso [...] en este siglo” (2013: 167) y la “decadencia de tu patria” (2013: 165) en su Cartas marruecas ([1772] 1793). En su caso, además, califica los déficits como algo femenino, hablando de una “afeminación” (2013: 158, 160, 163, 165) en las costumbres y la política. Esta idea coincide con los debates sobre género, en los que reiteradamente las mujeres eran presentadas como culpables de la decadencia nacional. Un ejemplo en contra es el de Josefa Amar y Borbón, que reivindica no entender a las mujeres como un “miembro podrido, o separado del cuerpo Social” y defiende que es más eficaz despertar el interés de las mujeres en el bienestar de la patria y hacerlas partícipes del proyecto de progreso nacional, entre otras cosas, aceptándolas en las Sociedades de Amigos del País (Amar y Borbón [1786] 1980: 155). Al mismo tiempo, España se veía expuesta al desdén internacional, difundido en escritos como el Essai sur les moeurs et l’esprit des nations (1756) de Voltaire, la carta LXXVIII de las Lettres persanes ([1721] 1754) de Montesquieu o el artículo sobre España de Masson de Morvilliers en la Encyclopédie méthodique (1782), que se preguntaba por las aportaciones de España a Europa (Bolufer 2009: 803). En este contexto hay que situar la publicación de diversas apologías que complementan las propuestas de reformas y cambios interiores, como la Oración apologética de España y su mérito literario (1786) de Juan Pablo Forner, la afirmación de Jovellanos en nombre de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País de que no se podía hablar de decadencia en el Informe sobre la Ley Agraria (1795) o el artículo de Julián de Velasco y Juan Arribas y Soria en la Enciclopedia metódica. Geografía moderna, que ponía de relieve la importancia del descubrimiento de las Américas por España y las transformaciones progresistas que estaría viviendo el país (1792: 79-105).

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1.4.1. La ‘querella de las mujeres’ Diversos trabajos de investigación han puesto de relieve las transformaciones sociales en el tránsito de una sociedad estamental hacia una sociedad burguesa. En el curso de estos cambios se habrían polarizado el espacio privado y el espacio público, conformándose (normativamente) ámbitos burgueses específicos y distintivos para cada uno de los géneros y atribuyéndoles a hombres y a mujeres diferentes lugares y funciones en la sociedad (Habermas 1990, Elshtain 1981, Hausen 1992). Según Gronemann (2013), estos procesos implicaron una mayor visibilidad de la mujer, acompañada de un mayor interés por observar y reflexionar sobre cuestiones específicas en relación con lo femenino. Este interés se materializó en los debates públicos y en las nuevas estructuras de comunicación de la prensa periódica y otros medios impresos, en los que se discutía sobre los espacios, las obligaciones, las virtudes y las libertades de las mujeres y de los hombres (Gronemann 2013: 18, 32). Así pues, en el curso de la discusión sobre el atraso y la decadencia nacional, también se reflexionó sobre qué lugar debían ocupar las mujeres en las propuestas para la reforma de la sociedad (vid. Bolufer 2009: 794).47 Jovellanos, por ejemplo, afirmaba en su discurso en Elogio a Carlos III (1788):

47 

Debido a ello, el debate sobre los géneros también es una cuestión de identidad nacional y resulta altamente político. A este respecto, Mónica Bolufer Peruga llama la atención sobre un movimiento doble en España: a la sensación de verse excluida España del resto de Europa, seguiría la exclusión del ‘Oriente’ al sur de España. La superioridad de la civilización ‘occidental’ sobre los territorios extraeuropeos se expresa, por ejemplo, en The History of Women (1781) del escocés William Alexander o en el Essai sur le moeurs, l’esprit et la caractère des femmes dans les différents siècles (1772) de Antoine-Léonard Thomas. Suposiciones parecidas también se encuentran en la Defensa de las mujeres (1726) de Feijoo, en la Apología de las mujeres (1798) de Inés Joyes y Blake y en la Vindication of the Rights of the Woman (1792) de Mary Wollstonecraft, que rechazan la religión islámica por misógina. No obstante, la supuesta superioridad de España sobre un ‘Oriente’ construido de este modo se criticó, por ejemplo, en el Discurso en defensa del talento de las mujeres (1786) de Josefa Amar y Borbón. Christian von Tschilschke ofrece un panorama sobre cómo y por qué África sirvió de espacio de comparación en los discursos sobre la identidad española en el xviii (vid. Tschilschke 2009: 82-86). Para un panorama sobre las diferentes visiones que se establecían en España ante “el otro” África a lo largo de los siglos, vid. Tschilschke/Witthaus 2017.

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También vosotras, noble y preciosa porción de este cuerpo patriótico, también vosotras podéis arrebatar esta gloria, si os dedicáis a desempeñar el sublime oficio que la naturaleza y la religión os han confiado. [...] ¡Ah, ¿de qué sirven las luces, los talentos, de qué todo el aparato de la sabiduría, sin la bondad y rectitud del corazón? [...] la voz del defensor de los derechos de vuestro sexo no debe seros sospechosa: [...] a vosotras [os] toca formar el corazón de los ciudadanos [...] a que están unido el bien y la dicha de la humanidad; inspiradles la sensibilidad, esta amable virtud, que vosotras recibisteis de la naturaleza, y que el hombre alcanza apenas a fuerza de reflexión y estudio (Jovellanos 1788: 255-256).

Exigirles a las mujeres su aportación al progreso de la sociedad conllevaba también presuponer una igualdad en cuanto a la capacidad de aportar algo a la “felicidad pública”, sin que por ello se reivindicara necesariamente una equiparación legislativa o se aboliera la diferencia entre los géneros en general. Sobre la base de esta reiterada dualidad de varón-razón y mujer-naturaleza, lo femenino se relacionaba con la sensibilidad,48 la pasión y lo privado.49 Estas atribuciones circulaban en España, en un contexto europeo en el que ya estaban circulando escritos como De l’égalité des deux sexes (1673) de François Poullain de la Barre o A Serious Proposal to Ladies (1694) de Mary Astell. A ellos se une la Defensa de las mujeres (1726) de Benito Jerónimo Feijoo. Su discurso cierra de manera prominente el primer tomo de su Teatro crítico universal o Discursos varios, en todo género de materias para desengaño de errores comunes. Feijoo, al someter a examen la constitución moral, física e intelectual de la mujer, reivindica la igualdad

48  La teoría fisiológica de la sensibilidad, ya extendida a finales del xviii como corriente filosófica-antropológica, parte de una concepción de la virtud natural e innata del ser humano. Este sería capaz de vivir emociones como miedo, terror, tristeza y alegría, y, poniéndose en el lugar de otros, también de empatía y compasión. Estas emociones se verbalizan o expresan ante otros, por ejemplo, mediante suspiros, llanto, exclamaciones u otros gestos, sin necesidad de esconder la conmoción. Las teorías alrededor de la sensibilidad circulaban por Europa desde 1700, como el ensayo Essai sur le merité y la vertu (1745) de Shaftesbury, traducido por Diderot, la completa Theory of Moral Sentiments (1767) de Adam Smith o el artículo “Sensibilité” en L’Encyclopédie francesa para nombrar solamente algunos acercamientos teóricos (vid. García Garrosa 1990: 19; Fuentes Rotger 1999: 96-98). 49  Muchas veces, eso llevaba a concebir a la mujer como nada más que la “compañera y complemento corporal del varón”, como ocurre, por ejemplo, en el Émile de Rousseau (Llosa 2008: 53, Sullivan 1997: 305-330).

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del entendimiento entre hombres y mujeres y ataca, de manera indirecta, las tradiciones misóginas basadas en el manual La perfecta casada (1583)50 del monje agustino fray Luis de León. Desde una postura racional, Feijoo evidencia la imposibilidad de la imparcialidad y se posiciona claramente como defensor de las mujeres y “abogado” (Feijoo 1997: 26) filógino. Descompone el mito del pecado original51 y aduce como razón de la diferencia existente entre los géneros la falta de una educación adecuada para las mujeres. En una balanza contrapone cualidades masculinas, según él, la robustez, la constancia y la prudencia, a las femeninas, la hermosura, la docilidad, la sencillez y

50  La perfecta casada constituye un texto de referencia en la ‘querella de las mujeres’ y presenta a la mujer como inferior y sometida al hombre por su naturaleza y por decisión divina. Lo legitima con el mito del pecado original (vid. Kreis 1985: 20). Los déficits de la mujer se hallarían en tres niveles: sería corporalmente débil y, por tanto, incapaz de dedicarse a la guerra o a labores del campo; sería intelectualmente débil y, por tanto, incapaz de realizar estudios, dedicarse a la ciencia o de tomar decisiones racionales; y sería moralmente débil, especialmente en cuanto a sus deseos sexuales (y la consiguiente seducción de los hombres) y por su inclinación al lujo material. De esta caracterización, Luis de León deduce el lugar social de la mujer y los comportamientos que se deben exigir de ella: castidad, pureza, pudor, obediencia, modestia, laboriosidad y la renuncia a la educación y al placer deberían ser sus normas. Todo ello se conseguiría mediante la reducción de la mujer a labores domésticas, la prohibición de la comunicación con el exterior y la promesa de una recompensa divina tras la muerte en combinación con la amenaza de castigos terrenales en caso de no cumplir estas normas de conducta. La religión, por lo tanto, se convierte en el objetivo principal de la educación femenina, ya que legitima y, de este modo, garantiza el poder masculino. Las ideas de fray Luis de León se vieron continuadas en el xviii por los clérigos Fernando de Ceballos y Mier, Rafael de Vélez y Pedro Calatayud, que redujeron la educación femenina a ámbitos poco peligrosos y promovieron la ‘ignorancia’ de las mujeres, al igual que por ejemplo Ramón Ruiz con sus Consideraciones políticas sobre la conducta que debe observarse entre marido y mujer (1792) para evitar el “furor de saber” y la “vanidad de erudición” en las mujeres. Conocimientos de latín, la lectura de poesía, las discusiones sobre teología o los temas amorosos quedaron excluidos normativamente. Poco antes de la publicación del primer tomo del Teatro crítico universal también apareció la Carta de guía de casados (1724) de Francisco Manuel de Melo, traducida del portugués, que argumentaba de manera parecida (vid. Kreis 1985: 19-23; Martín Gaite 1981: 178; Fernández-Quintanilla 1981: 81-82). 51  Feijoo rebate la tesis de culpabilidad y la debilidad de la mujer basada en la narración del pecado original cuestionando la secuencia de acciones. No sería Eva la que habría seducido a Adán, sino que los ángeles la habrían inducido al error, y a los ángeles, estando tan cerca de Dios, no se les podría culpabilizar, y, por tanto, a nadie (Feijoo 1997: 18).

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la candidez marcada por el rubor,52 superando las mujeres a los hombres en la cantidad de cualidades, en vez de ser consideradas sujetos llenos de “defectos” morales o “imperfecciones” físicas (Feijoo 1997: 21-24). Después, no obstante, Feijoo lleva más allá su argumentación y deconstruye la asignación fija de estos atributos positivamente valorados, ya que todos estarían presentes en ambos géneros (Feijoo 1997: 26 s.). Constata, además, como más tarde lo haría Kant o lo había hecho Descartes, que ambos géneros tendrían la misma constitución del alma, la cual, por tanto, no sería ni hombre ni mujer (Feijoo 1997: 4547). También en cuanto al “batidero mayor”, el entendimiento femenino (Feijoo 1997: 38), Feijoo argumenta que hay que suponer que las mujeres serían iguales a los hombres por no existir ninguna evidencia científica contraria y clara.53 Ellas tendrían la “aptitud para todo género de Ciencias y conocimientos sublimes”, así como para asuntos de política (Feijoo 1997: 15, 77; vid. también Hassauer 2015: 191). En una segunda línea argumentativa, Feijoo critica las autoridades y saberes tradicionales canonizados, así como la pretensión de proclamar verdades universales, pues no es posible acudir a autoridades objetivas (“hombres fueron los que escribieron los libros”, Feijoo 1997: 39). Finalmente, aduce ejemplos de mujeres destacadas en diferentes ámbitos, como las ciencias, las artes, la política y la religión (Feijoo 1997:

52  Feijoo deconstruye, de este modo, una distinción entre las cualidades de hombres y mujeres que se remonta a la Antigüedad y que estaba aún extendida: según Aristóteles, los hombres reunían la robustez, la constancia y la prudencia, siendo estas cualidades aquellas de las que las mujeres carecerían. En la Política aristotélica se encuentra, además, un capítulo titulado “Del poder doméstico”, en el cual la dominación del hombre sobre la mujer se refuerza, debiendo estar el mando sobre el hogar en manos del “señor, padre y esposo”, salvo en algunos casos “contrarios a la naturaleza”. El varón debe mandar a la mujer y a los hijos. No obstante, existiría una distinción entre esclavos y mujeres, ya que los primeros estarían privados de toda voluntad, mientras que las mujeres la tendrían, pero estarían subordinadas en su ejecución a la tutela del hombre y excluidas de cualquier protagonismo en la vida pública (Perdices 2010: 100). 53  Su argumentación se desarrolla en varios pasos. Primero refuta la dependencia de la razón de la condición física comparando las posiciones de Aristóteles, del cardenal Sfrondati y de Martín Martínez sobre la relación entre el tamaño de la cabeza y la capacidad intelectual. Demuestra las contradicciones entre sus posiciones y concluye que no es posible llegar a un juicio final sobre la relación entre physis y entendimiento. Después, defiende la hipótesis de que las capacidades intelectuales tendrían que ver con la estructura interna de las fibras cerebrales, una circunstancia que no se podría averiguar empíricamente por no poder examinarlas en detalle (Feijoo 1997: 46-47, 57).

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59-78). No obstante, la presencia de actos no permitiría deducir, en conclusión inversa, que alguien no tiene una capacidad por no poder certificarlo con actos, especialmente por tener las mujeres desventajas a la hora de poder formarse o adquirir rutinas y práctica en su labor o en la comunicación sobre política, filosofía o teología (Feijoo 1997: 40, 42-43; vid. Kreis 1985: 32-33). La crítica de Feijoo incluye, por tanto, dos dimensiones. Por un lado, estimula la reflexión sobre cómo se perciben y se valoran ciertos comportamientos, y por otro, critica explícitamente la falta de instituciones educativas (Feijoo 1997: 73). La educación femenina permitiría “hacerlas mejores en sí mismas” (Feijoo 1997: 26) y establecer matrimonios harmónicos (Feijoo 1997: 70-72, también 48). De este modo, las mujeres asumirían por propio interés labores útiles que contribuyesen al progreso de la nación. El artículo de Feijoo causó un gran y polémico debate entre accusatores y offensores misóginos, tomando la palabra tomistas y escolásticos, así como progresistas. Laurencio Manco de Olivares (pseudónimo) publicó su La Contradefensa crítica a favor de los hombres (1726), y poco después Juan Antonio Santarelli escribió el Estrado crítico en defensa de las mujeres contra el Teatro crítico universal de errores comunes [1727]. Otras voces críticas fueron la de Salvador José Mañer, con su Antiteatro crítico (1729), seguido por Ignacio Armesto Ossorio, que publica también dos tomos de un Theatro anti-crítico universal en 1735. En la década siguiente, el fraile Francisco de Soto Marne publica sus Reflexiones crítico-apologéticas en 1748 en contra de Feijoo. A su vez, el doctor Martín Martínez, así como los padres Isla o Martín Sarmiento se expresaron en defensa de Feijoo. El debate finalmente se encauzó al poner Fernando VI a Feijoo bajo protección real y prohibir los ataques por decreto (vid. Smith 2006: 212).54 En 1768, Juan Bautista Cubíe recoge las ideas de Feijoo en Las mujeres vindicadas de las calumnias de los hombres (Perdices 2010: 103, Palacios 2002a: 271). También Campomanes reivindica, para impulsar el progreso de la nación, la igualdad en su Discurso sobre la industria popular de los artesanos (1775), en el capítulo XVI, titulado “De las ocupaciones mujeriles, á beneficio de las artes” (Perdices 2010: 102). El recurso a la utilidad, desde el cual argumentan tanto Feijoo como, por ejemplo, Campomanes, también lo utiliza Josefa Amar y Borbón (1749-1833) sesenta años más tarde en su Discurso en defensa del 54 

Sobre la polémica alrededor de la postura de Feijoo vid. también Blanco 1994.

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talento de las mugeres, y de su aptitud para el gobierno (1786) ante la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Mujer altamente formada, hija de don José Amar y Arguedas, médico real bajo Fernando VI y Carlos III, y esposa del abogado Joaquín Fuertes Piquer, miembro a su vez de la Matritense, Amar y Borbón reivindica la admisión de las mujeres en las sociedades económicas para promover el progreso de España. Su discurso se divide en dos partes. La primera se presenta explícitamente como intervención en el debate sobre la mujer, protagonizado por hombres y aún no concluido. Retomando algunos argumentos de Feijoo, arguye en favor de la igualdad física e intelectual entre hombres y mujeres, y diagnostica un statu quo del orden entre los géneros masculino y femenino. Este consistiría en la subyugación de las mujeres y el comportamiento ambiguo de los hombres: “se reprende el sexo en general por su ignorancia; como si esto fuera defecto suyo, y no más presto defecto de la educación y circunstancia en que se halla” (Amar y Borbón [1786] 1980: 157). En la segunda parte, esta argumentación desemboca en el alegato a favor de permitir la participación de mujeres en la Sociedad Económica, si bien concediendo que solamente se debería admitir a mujeres de formación alta. Su discurso desembocó en una fuerte controversia, oponiéndosele Francisco de Cabarrús y apoyándola, al menos en parte, madame Levacher, Luis de Imbille, Pedro Rodrigo de Campomanes y Gaspar Melchor de Jovellanos, entre otras personas (vid. Negrín 2011: 158-159, Smith 2006: 99; Sullivan 1993: 33-34, Quintanilla 1981: 59-60).55 Cabarrús argumentaba en un contradiscurso que la integración de las mujeres acabaría con las asambleas y que su admisión invertiría “el orden, tan antiguo como el mundo, que siempre las ha excluido de las deliberaciones públicas” (Cabarrús 1786 cit. por Negrín Fajardo 2011: 159). Cabarrús afirma que las mujeres disturbarían los discursos y descentrarían a los miembros debido a su coqueteo y su belleza, por lo cual todas las mujeres, fuesen o no casadas, deberían estar en casa y dedicarse a sus hijos y maridos (vid. Perdices 2010: 102): los hombres, por lo tanto, que se ocupen de la esfera pública, y las mujeres nada más de lo privado, recluidas en sus

55 

Jovellanos (1786) ya había apoyado con anterioridad la integración de mujeres en el Memorial Literario de Madrid. Madame Levacher publica asimismo un discurso en favor del asunto en el periódico Espíritu de los Mejores Diarios Literarios que se Publican en Europa de 1787 (nº 73-76) (vid. Smith 2006: 99).

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casas o, de no cumplir con la función de esposa y madre, en conventos. Josefa Amar y Borbón resume: como el mandar es gustoso, [los hombres] han sabido arrogarse cierta superioridad de talento, o yo diría de ilustración, que por faltarle a las mujeres, parecen éstas sus inferiores. [...] Saben ellas que no pueden aspirar a ningún empleo, ni recompensa pública; que sus ideas no tienen más extensión que las paredes de una casa, o de un Convento. Si esto no es bastante para sofocar el mayor talento del mundo, no sé qué otras trabas pueden buscarse (Josefa Amar y Borbón [1786] 1980: 157-158, cursiva mía).

Amar y Borbón también aduce el término “civilización”, cuestionándolo por verse las mujeres relegadas al papel de esclavas sin que esto se advierta. Su subyugación ocurriría de manera clandestina (Amar y Borbón [1786] 1980: 147-148). Por un lado, critica la autora, se elogia a las mujeres —un signo de respeto ante ellas y su capacidad intelectual— mas, por otro lado, se les acusa de ser la causa de la decadencia nacional (Amar y Borbón [1786] 1980: 145). Se les negaría cualquier educación, para reprocharles en el paso siguiente su falta de conocimientos o incluso de entendimiento (Amar y Borbón [1786] 1980: 151-152). Faltarían instituciones educativas públicas e incentivos para formarse, por ejemplo, mediante premios (Amar y Borbón [1786] 1980: 153), lo que desembocaría en que las mujeres mismas no serían conscientes de su “verdadera utilidad”, llegando a considerarse ellas mismas realmente no aptas para nada (Amar y Borbón [1786] 1980: 145-146) y dispuestas a subordinarse. No obstante, la mujer sí sería apta. Para fundamentar esta afirmación, Amar y Borbón desvela con ojo crítico diferentes prácticas sociales que reproducirían las jerarquías vigentes. Recurre —al igual que Feijoo y otros apologistas— a una estrategia empírica, enumerando una gran cantidad de mujeres sobresalientes que demostrarían la igualdad entre los géneros, ya implicada en la creación divina y, por tanto, universalmente válida (Amar y Borbón [1786] 1980: 149-151).56 Es llamativo su recurso a la religión: al 56  Este procedimiento cuantitativo también se ve en Feijoo y en otras apologías, por ejemplo, en Las mugeres vindicadas de las calumnias de los hombres, Con un catálogo de las Españolas que más se han distinguido en Ciencias y Armas (1768) de Juan Bautista Cubíe (1768: 71 ss.). Los apologistas no se podían apoyar en autoridades intelectuales tradicionales por ser estas misóginas, como señalaba ya Feijoo en su Defensa, problema que ya se destaca en La cité des dames (1405) de Christine de Pizan (Bolufer 2009: 794).

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interpretar el pecado original de la mujer como muestra de la curiosidad femenina, y, con ello, como indicio de mucho talento (aún mayor que el del hombre), también destaca que Adán y Eva darían testimonio del primer matrimonio y, por lo tanto, de “una sociedad perfecta” (Amar y Borbón [1786] 1980: 148). Así, el matrimonio y la sociedad en la que se inserta no se podrían separar sin que ello desembocase en la destrucción social. Consiguientemente, se tendría que integrar a todos en la sociedad para evitar su disolución (Amar y Borbón [1786] 1980: 155-156). Debido a ello, también los conocimientos específicos de las mujeres deberían utilizarse para perseguir la prosperidad social y el progreso —no existiría ningún peligro en ello (Amar y Borbón [1786] 1980: 155).57 Amar y Borbón legitima, sin embargo, su “cosa que parece fuera de orden y aun disparatada” (Amar y Borbón [1786] 1980: 153) con un procedimiento elitista que acepta cierta continuidad en el trato diferente a mujeres y a hombres: solamente mujeres de mérito y elegidas según determinados criterios deberían poder acceder a la Sociedad (Amar y Borbón [1786] 1980: 155), a diferencia de la posibilidad de todos los hombres con voluntad de acceder de hacerlo.58 Pese a estas concesiones para disipar posibles críticas de miembros masculinos, se trataría de “nada menos que de igualar a las mujeres con los hombres” (Amar y Borbón [1786] 1980: 153). Finalmente, las mujeres no fueron admitidas en las asambleas, aunque con la Junta de Damas se creó un ‘brazo femenino’ en la Sociedad Económica. En 1787, Amar y Borbón pronuncia su Discurso gratulatorio ante la Junta de Damas de Honor y Mérito, que, establecida por real orden como órgano autónomo, se mantiene al margen de las asambleas de los hombres. En 1790, la autora vuelve a pronunciarse

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Por ejemplo, Amar y Borbón desvirtúa el miedo de que las mujeres irían pregonando secretos de la Sociedad o extenderían “malas costumbres” entre los participantes (Amar y Borbón [1786] 1980: 155, 159) recurriendo a la prudencia como cualidad positiva presente en hombres y mujeres. 58  Así, Amar y Borbón destaca la existencia de condiciones materiales de partida diferentes en la sociedad y asume un trato desigual y temporalmente desfasado entre hombres y mujeres, en caso de que se aceptase a estas últimas: a la hora de fundarse la Sociedad Económica, todos los hombres interesados habrían sido admitidos sin diferencia con vistas a generar una base económica para sus actividades a partir de las contribuciones monetarias (Amar y Borbón [1786] 1980: 157). Queda así de manifiesto que las mujeres tendrían que asumir la continuidad de un trato desigual por estar en una posición de partida menos favorable.

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por última vez con su extenso Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790). Este manual sobre la salud femenina, el embarazo, el parto y educación expone en el prólogo las únicas dos opciones vitales para las mujeres: matrimonio o convento, y reprueba por el momento un cambio en el destino social de las mujeres como “plan fantástico” (Amar y Borbón [1790] 1994: 72). De manera pragmática, la educación femenina pasa a ser defendida como recurso para construir un matrimonio entre iguales, que garantizaría la unión, la comunicación harmónica y el cumplimiento con las obligaciones mutuas durante el matrimonio (Amar y Borbón [1790] 1994: 61-62). La familia como célula básica de felicidad privada se ensalza, así, como útil a la sociedad y la prosperidad nacional. La diminuta libertad de las mujeres de recibir una educación se legitima en la medida en que se dirige hacia el perfeccionamiento de la familia y la maternidad, viéndose así limitado su alcance. Las posiciones expuestas son solamente unos ejemplos en el debate en torno a la mujer, entendida como un caso particular de la sociedad, con el fin de destacar los polos de la discusión.59 Pese a las restricciones, cada vez más mujeres se hacían visibles mediante sus intervenciones escritas. No solamente la voz femenina (generalmente ficticia) emergente en los periódicos, también los escritos de autoría femenina manifiestan un cambio esencial en la época.60 Entre otras mujeres destaca Inés Joyes y Blake, que en su ensayo epistolar Apología de las mugeres (1798) también defiende la igualdad de mujeres y hombres, dirigiéndose a las mujeres con la recomendación de no dejarse ni seducir ni “tiranizar” por aquellos (Bolufer 2008: 271-305). Un caso de autoría femenina controvertido hasta hoy día lo constituye el de Beatriz Cienfuegos (1701-1786), posible figura fingida, que publicó el periódico La Pensadora Gaditana a partir de 1763, dirigiéndose a un 59  Para una cala en otras afirmaciones y argumentaciones en la prensa, vid. por ejemplo Barnette (1995), Urzainqui (2002), Bolufer (1998 y 2008: 271-305) y Paatz (2011). También circulaban libros y traducciones de libros de índole reivindicativa a nivel legislativo, como la Vindication of the Rights of Woman (1792) de Mary Wollstonecraft, que defendía la independencia de las mujeres como derecho humano básico, o la Historia, o pintura del carácter, costumbres, y talento de las mujeres en los diferentes siglos de Antoine Léonard Thomas (1773) (Perdices 2010: 100, 102). 60  Palacios (2002a: 268) señala tras su examen de catálogos del siglo xviii que existían ya casi dos centenares de escritos de autoría femenina. Su monografía presenta a varías autoras con una biografía y un análisis de sus escritos.

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público explícitamente femenino (vid. Canterla 1999; Sullivan 1995). Un caso parecido lo representa La Pensatriz Salmantina, publicada por Escolástica Hurtado (vid. Urzainqui 2004). La tutela masculina se ponía en cuestión, a la vez que en los escritos apologéticos en defensa de las mujeres se asumía la complementariedad entre hombres y mujeres y —aunque de manera dinámica— la atribución de cualidades supuestamente diferentes a unos y a otras. Ambos géneros debían influirse mutuamente de manera positiva, “atemperarse y contrapesarse [...], sin perder nunca del todo su carácter distintivo” (Bolufer 2009: 800). Por otro lado, la creciente extensión del trato y de la comunicación entre hombres y mujeres en general, más allá de las reivindicaciones de que estas últimas fuesen admitidas en las Sociedades Económicas, también tenía que ver con prácticas como el cortejo, que se tematizaban —y criticaban— reiteradamente, por no concordar ni con el ideal ilustrado de la utilidad ni con la exigencia de pudor por parte católica o conservadora.61 La compañía pública masculina del cortejo (y no del esposo) les permitía más libertad a las mujeres para comunicarse con otras personas de la misma edad y del mismo o del otro género, moverse por diferentes lugares, disponer de dinero de forma autónoma y acceder a diferentes lecturas. Al mismo tiempo, el discurso alrededor del cortejo y las críticas emitidas tanto por conservadores como por ilustrados reforzaban la imagen de que las mujeres se rendirían exclusivamente al galanteo y al lujo, sin ser útiles a la sociedad ni orientarse en las máximas católicas. De este modo, aunque entre críticas, las mujeres adquieren “mayor protagonismo cultural con nuevos hábitos y usos” (Álvarez 2005a: 117-118), lo que es acompañado de una discusión sobre nuevos roles e ideales para el ser humano masculino, especialmente el ideal de la hombría de bien. Esta está estrechamente relacionada con una nueva concepción de nobleza que ya no se alimenta de la procedencia, sino que se asocia 61 

Los “usos amorosos”, y con ello el cortejo, constituían una de las preocupaciones de aquel tiempo (Martín Gaite 1972). La crítica al cortejo era habitual, por ejemplo, en El Pensador, La Pensadora gaditana o El Censor, al concebirse como contraria al matrimonio y sobrepasar los límites del pudor, convirtiendo, además, a los hombres en servidores ‘esclavos’. Estrechamente relacionado con ello está la crítica a las petimetras (y los petimetres), que solamente se dedicarían a exponer sus cualidades exteriores, su belleza, yendo a la moda francesa y, por tanto, alejándose de la identidad española y del proyecto interior de progreso. Eran criticados por ser ‘afrancesados’ (Bolufer 1998: 267, vid. también Aguilar Piñal 1991: 56-58).

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con la virtud y una actitud y un comportamiento sinceros y útiles a la felicidad pública y privada (vid. Penrose 2014: 14, Angulo 2006a: 77, García Garrosa 1990: 145). El ‘hombre de bien’, pues, se define en contraste con la petimetría y el majismo, e independientemente de su procedencia estamental, lo que causa tensiones y ambigüedades en cuanto a lo que se considera ‘masculino’ o no.62 El nuevo ideal estaba estrechamente ligado con la crítica de los privilegios de los viejos estamentos, la nobleza y el clero, cuya utilidad social se valoraba con escepticismo (Sala 1992: 162). En resumen: los pocos ejemplos expuestos del discurso sobre género demuestran que no necesariamente estamos ante la emergencia unívoca de “una visión más igualitaria de la ‘naturaleza’ de los sexos, sus capacidades morales e intelectuales y su relación” (Bolufer 2009: 794), sino que nos encontramos frente a un conglomerado heterogéneo, dinámico y a veces contradictorio en el que convivían diferentes posiciones y también distintas formas de acercamiento al tema, como el empirismo o la escolástica. El debate sobre los géneros masculino y femenino es central para entender ‘la Ilustración’ española, ya que está estrechamente ligado a otros temas, como la legitimación y el papel de los estamentos, la economía o la moral. También está relacionado estrechamente con una atribución de espacios, tanto públicos como privados, específicos según cada género, que a su vez también se van transformando y abriendo o cerrando. El gran eco y lo polarizado de estas discusiones exigen preguntarse por las estrategias textuales. En los textos hasta ahora presentados se recurre a veces a una voz racional para adquirir autoridad. Pero, ¿cómo se negocian estas cuestiones en la literatura de ficción, más allá de las propuestas políticas y los discursos públicos, teniendo en cuenta que se leía tanto? Esta pregunta constituye un pilar importante en los análisis que se presentan a partir del capítulo 3. A su vez, se examinará el rol de la religión, por lo cual, 62 

Kristina Heße (2008: 133) concluye que existía un desconcierto sobre los hábitos de la nobleza masculina, especialmente en el momento en el que aún estaba en proceso de extenderse el ideal de la hombría de bien. Asimismo, al facilitar la política el ascenso social de hombres burgueses y su acceso a instituciones influyentes a la par que circulaba la crítica frente a la inutilidad de la nobleza, la discusión sobre el ‘hombre de bien’ cuestiona la nobleza (estamental) misma al mismo tiempo que abre un conflicto entre masculinidades. Vid. para profundizar en los deslizamientos discursivos y de hábito de la masculinidad, también en sus representaciones literarias, Subirá (1953a), Pérez Tiejon (1992), Haidt (2000), Kilian (2002), Gómez Jarque (2007) y Heße (2008).

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antes de desmenuzar en detalle los objetivos de la investigación y el corpus, pasamos a trazar también las líneas maestras de algunos debates internos que sacudieron la teología católica del xviii. 1.4.2. Debates teológicos: hacia una reforma interna del catolicismo Los roles de género se construyeron en Europa también con base en la religión, y en España en concreto remitiéndose a la religión católica —véase, por ejemplo, la gran narración del pecado original, que se emplea para demostrar la inferioridad de la mujer en textos misóginos—. La Biblia, al igual que los dogmas católicos, estaba muy presente en las discusiones en torno al orden social. Las escuelas que se establecieron para instrucción de mujeres jóvenes tenían, entre otros objetivos, la tarea de proporcionarles las bases de la fe católica (vid. Ley IX, citado en López-Cordón 1982: 93). Los nuevos manuales de educación y tratados sobre el conocimiento humano surgen a la par que tratados teológicos, libros de oración y sermones que superan considerablemente la cantidad de los escritos ilustrados (Tietz 1998: 96). No obstante, no hay que entender esta literatura teológica y devocional como una contracorriente de combate, y muchas veces —como en el caso de Feijoo— los teólogos mismos lanzaban reivindicaciones de modernización. Para la Iglesia católica en España se pueden discernir varios movimientos y debates interiores sobre una reforma de la religión que pudiera limitar la crítica. Estos empeños de transformación interior tienen como base una diferenciación implícita entre las prácticas y rituales o las costumbres religiosas y la fe misma. Por ejemplo, frente a las constantes críticas a los clérigos por ser inútiles usufructuarios del sistema estamental, se publicaron varios tratados y propuestas para reformar la práctica de los sermones, como El perfecto orador (1793) de Antonio Marqués y Espejo (Rodríguez Morín 2017) u obras de índole controvertida como la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) de Francisco de Isla y Rojo, el “padre Isla”. Al mismo tiempo, entre 1765 y 1788, transcurre un proceso en el que se prohíben los autos sacramentales y las comedias de magia (Coulon 1994: 9), no solamente por no coincidir con las pautas austeras del neoclasicismo, sino también porque su exuberancia escenográfica y teatral se entendía como contraria a los principios de la fe (Romero Ferrer 2013: 127-128). Ya en el siglo xvii algunos clérigos se oponían con ímpetu

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a que los autos sacramentales se representaran en las iglesias por el poco espíritu religioso que tenían, en vista de la vestimenta profana de las mujeres, el travestismo, cantos y bailes. Los milagros representados, a su vez, eran criticados indirectamente, al discutirse el exceso de credulidad en la sociedad y la milagrería, como lo hizo, entre otros, Feijoo (Palacios 1998a: 110-112). Nicolás Fernández de Moratín ya había criticado con acritud estos géneros (Desengaños del teatro español, [1762/1763] 1996), al igual que El Pensador de José Clavijo y Fajardo, por la mezcla de elementos seculares y religiosos con el fin de divertir al pueblo, lo que constituiría una transgresión tanto de las pautas de la razón y del neoclasicismo como de la religión misma (Ebenhoch/Österbauer 2015b: 19; Checa Beltrán 2015: 81, Ertler 2015; Aparicio Maydeu 1989). Tal vez por esta acumulación de críticas procedentes de varios lados, Emilio Palacios Fernández habla de una “descristianización” cualitativa de la sociedad española del xviii (Palacios 1998a: 112). No obstante, hay que tener en cuenta que casi todos los pensadores que tenemos hoy por ilustrados —también a nivel europeo, como Kant o Voltaire— argumentaban desde posiciones, por lo menos, deístas. La ‘descristianización’, pues, también puede describir un escepticismo ante el dogma católico y ante la escolástica desde las nuevas teorías del conocimiento que cuestionan el statu quo de casi todos los ámbitos de convivencia humana y el saber tradicional y creen en la necesidad de una renovación. Eso no necesariamente implica cuestionar la religión en sí misma, monoteísta y en la mayoría de los casos cristiana.63 No obstante, existen opiniones como las de José Cadalso, que alude en las Cartas marruecas a “la religión motivo de tantas guerras” (2013: 160) —una afirmación que enfoca el funcionamiento sistemático de la religión—, y también surgen y siguen presentes ironías y reprobaciones del comportamiento clerical en refranes y diferentes tipos de textos (vid. Castro Alfín 1997: 71-74).64 A ello se contraponen ataques al 63 

Autores importantes como Immanuel Kant o Voltaire no negaban la posibilidad de la existencia de un dios, sino que tendencialmente propagaban actitudes deístas. Al seguir el discurso de la utilidad, también partían de la idea de que la creencia o la fe resultaban útiles para la sociedad. Posiciones ateas como las que desarrollaron Diderot o Paul Thiry d’Holbach corrían el peligro de ser sancionadas y pueden considerarse excepciones. D’Holbach consideraba la religión como vehículo del despotismo/absolutismo, que se basaría en la ignorancia popular (1770: 235-236, 320). 64  Vid. Castro Alfín 1997, que ha identificado en El refranero general español de 1874 unos ocho mil refranes con referencia al clero (Castro Alfín 1997: 71).

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supuesto ateísmo de los ilustrados por parte de católicos tradicionalistas (Sala 1992: 162, Herr 1973: 166-194). Al mismo tiempo, en España, el catolicismo seguía siendo un rasgo identitario. Esto conllevaba muchas veces que el hecho de mostrar interés por lo extranjero, ya en el xvii, se asociara con la sospecha de ser “anticatólico y antiespañol” (Domínguez Ortiz 1980: 259). Por otro lado, la “colisión” (Lipp 1997: 77) entre principios racionalistas y filosofía escolástica, al igual que la competencia entre autoridades civiles y eclesiásticas en España a la hora de organizar la vida social desde un punto de vista tanto pragmático como espiritual, más allá de decisiones políticas, se producía en diferentes periódicos, en tratados religiosos y en la literatura. Juan Ignacio Ferreras Tascón, por ejemplo, afirma que justo en aquella época se planteó “el problema de la novela” (Ferreras 1987: 49). La novela de formación de personaje del siglo xviii tiene como objetivos “instruir, deleitar y crear la ilusión de lo real” (Pérez-Rioja 1988: 10) y, por lo tanto, es cercana a los grandes debates filosóficos y socioculturales (Chen Sham 2007b: 296) y asume la tarea que anteriormente tenían los sermones: la edificación moral. Florence Bancaud-Maënen propone en su monografía Le roman de formation au xviiie siècle en Europe (1998) la existencia de una relación entre la “toma de conciencia del individuo” y el “desarrollo de una forma novelesca nueva” que refleja la educación y el desarrollo individual del protagonista. También en relación con otros géneros literarios, por ejemplo, en los debates neoclasicistas sobre el teatro, se discute de qué modo deben influir estos en la sociedad misma (vid. Palacios 1996: 192). El orden sociocultural, la política y la religión se encontraban, pues, en transformación, de lo que dan testimonio las controversias anticlericales y prorreligiosas, los debates normativos sobre literatura y la reavivación de la ‘querella de las mujeres’, con la consiguiente producción de espacios específicos para hombres y mujeres. Por ello, resulta pertinente preguntarse cómo la literatura trató con estos temas en conjunto. ¿De qué modo y en qué grado los diferentes esbozos de sociedad entran en colisión o no? ¿En qué medida se reconcilian o se combaten en la literatura diferentes fundamentos para organizarla? Todo ello nos lleva a las preguntas de investigación y a las tesis que quiere demostrar este trabajo.

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1.5. Los objetivos de la investigaciÓn: espacio, género y religiÓn en la literatura del xviii espaÑol “[R]eligion used to fill a lot of space, space that has gradually contracted while leaving everything around it untouched” (Calhoun/ Juergensmeyer/VanAntwerpen 2011b: 11). Así describen Calhoun, Juergensmeyer y VanAntwerpen la disminución de la importancia o de la presencia de la religión en la sociedad hasta hoy en día. La cuestión de si en España, a lo largo del siglo xviii, realmente se produjo una disminución de su importancia y de si realmente fue dejando otros espacios “sin tocar”, queda por discutir. Varios autores han buscado en el anclaje del orden social en pautas y normas de conducta cristianas la causa del supuesto ‘atraso’ de España (Tietz 1992b: 226-227, Ferreras 1987: 47, Subirats 1981). Al mismo tiempo, Charles Taylor (2007) describe la secularización como uno de los pilares de la Modernidad, sin que la secularización implique la ausencia o la sustitución completa de la religión. Castro Alfín (1997), en cambio, describe la secularización como desvanecimiento de la religión y un fuerte anticlericalismo como raíces de un supuesto daño a la sociedad. En esta red de perspectivas y conclusiones en parte contradictorias y también políticamente polarizadas, con el presente proyecto quiero averiguar en qué medida y cómo en el dieciocho español las dos categorías de lo secular y de lo religioso se construían en textos literarios. Buscando las discontinuidades y rupturas en la concepción del comportamiento religioso (o no religioso) en varias obras ficcionales, parto de la hipótesis de que no existe una separación clara entre dos polos, sino que en mayor o menor escala toda propuesta de reforma debía enlazar con pautas de conducta añejas. Así, las normas de un orden social tradicional fueron reproducidas, extendidas o invertidas de diferentes modos. Sobre esta base, será posible discutir en qué medida los textos literarios podían fungir como estímulos culturales con posibles efectos en el público lector y, a mayor escala, en potenciales cambios sociales, relativos tanto a los géneros masculino y femenino como al fundamento religioso del orden social. En el contexto del debate contemporáneo sobre el progreso de la sociedad española y de la búsqueda de nuevas normas sociales que sustituyesen a las antiguas, se analizará la negociación literaria de creencias y prácticas de la religión hegemónica, el cristianismo (católico), y la negociación de la función, así como del comportamiento, de los diferentes

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géneros y su interrelación con determinados espacios sociales.65 Una de las hipótesis de este trabajo es que la literatura fungía como laboratorio que permitía probar diferentes modelos y propuestas de la sociedad. En este laboratorio se puede observar la estrecha interconexión entre espacio, género y religión. Para facilitar el acceso al corpus de textos, que incluye diferentes géneros y subgéneros literarios, las tres siguientes preguntas de investigación guiarán los análisis: 1. ¿De qué modo se generaban y se expresaban posturas ante la religión en textos literarios del siglo xviii en los cuales el componente de entretención podía estar ligado, en un sentido muy amplio, a una intención educativa? 2. ¿De qué modo los posicionamientos ante la religión están relacionados con comportamientos presentados como específicos para hombres y mujeres, y de qué modo estos comportamientos ideales específicos modelan los espacios a los que se adscriben, y viceversa? 3. ¿En qué medida conllevaban estos textos un potencial de renovación o de consolidación de diferentes concepciones sobre los géneros masculino y femenino y los lugares/espacios a los que estos se adscriben? ¿Se pueden identificar transformaciones susceptibles de ser definidas como ‘ilustradas’ y/o comprometidas con el ‘progreso’? De este modo, el presente trabajo indaga cuál es la relación entre el ideario ilustrado en cuanto a los géneros masculino o femenino y la moral cristiana. Asimismo, analiza las estrategias comunicativas y los géneros literarios utilizados. El punto de partida era revisar el postulado del cierre hermético y la parálisis de España frente al supuesto ‘progreso’ inducido por las innovaciones filosóficas y literarias que se habrían dado en el exterior. Detectando una tectónica propia para la 65 

Véase el capítulo 3.2 sobre la construcción del género. Aunque hoy en día la diada masculino-femenino se ha deconstruido, al igual que la separación distintiva entre sexo y género (Butler 1997), primero partiré de los conceptos esencialistas de género transmitidos y discutidos en la época. Una forma de pensar sustancialista, según Bourdieu, es reflejo de ideas de dominio público (common sense) y se basa en el supuesto de que ciertas características serían inherentes a un ser biológico o cultural (Bourdieu 2012: 355). Ernst Cassirer (1910) cuestionó por primera vez esta forma de pensar y distinguió entre atribuciones “sustanciales” y “funcionales” o “relacionales” al hablar de la sociedad (Bourdieu 2012: 355).

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producción literaria española en un espacio temporal determinado, el trabajo no pretende homogeneizar innovaciones y posturas bajo la etiqueta de una ideología progresista, aunque sí se inscribe en la revisión en curso del postulado del estancamiento y el cierre hermético de España en el siglo xviii, abogando por una visión que considere los procesos que se dieron en España en primer término como particulares del país y evitando la tentación de compararlos con los de otros países. Descubrir y describir las innovaciones filosóficas ya se ha hecho (y se sigue haciendo) en abundancia, de forma que hoy en lo que toca a la historia de las ideas es posible considerar superado aquel postulado. Sin embargo, no se han analizado con suficiente profundidad las estrategias textuales ni las transformaciones en cuanto a la interrelación entre religión y género. Retomando la cita que abría este capítulo, “religion used to fill a lot of space, space that has gradually contracted”, en ella se hace referencia a un concepto de gran utilidad para el análisis de lo social, el espacio. La frase retoma una definición común de espacio como un “territorio” o un “contenedor” (Läpple 1991: 172) en el que se hallan actos sociales, hechos y relaciones entre personas y elementos. Tomando como base esta misma definición, se analizará la construcción literaria de lugares aparentemente ‘llenos de religión’, como monasterios, cárceles de la Inquisición u hospitales en manos de religiosos. Estos espacios conllevan una fuerte carga normativa y específica para cada género con respecto a la forma de comportarse. Sin embargo, también se considerará el funcionamiento de espacios sin una demarcación material tan clara, que físicamente son más difíciles de detectar, como la calle, el campo o la casa. Estos espacios, a veces sin paredes ni límites visibles, se crean, al igual que los edificios cerrados muy codificados, mediante prácticas sociales. Es tarea de la filología, de las ciencias sociales y de las ciencias culturales detectar no solamente “qué significado se les inscribe” (Wöhler 2000: 51) a estos diferentes espacios, sino también cómo con y en ellos se crean significados, que incluso pueden llegar a ser contradictorios. Así, se persigue el propósito de analizar las interdependencias entre la construcción de espacios y el género a través de las ficcionalizaciones de las respectivas normas de conducta, los habitus66 y las prácticas. Las atribuciones 66  El concepto de habitus de Pierre Bourdieu puede fungir como base para clasificar y entender diferentes comportamientos como encarnación o incorporación de lo social (Bourdieu 2012: 361). Ese conjunto de esquemas de pensar, sentir y evaluar situaciones,

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de los géneros a las esferas de lo privado o lo público y las inversiones de estas atribuciones podrán reforzar las conclusiones sobre diferentes posturas relativas a cuestiones de género y religión, e incluso permitir discutir sus posibles influencias en conceptos como ‘el progreso’ de la nación. De la misma forma, pretendo investigar qué formas de construir el papel de la religión en la sociedad se encuentran en textos narrativos y qué consecuencias se le asignan a su supuesta presencia o a su supuesta ausencia. La pregunta por cómo es creado el espacio mediante actos performativos (Austin 1975; Strüver/Wucherpfennig 2009) también conlleva la cuestión de cómo el espacio condiciona la(s) conducta(s) de las personas o, en el caso de la ficción, de los personajes y su respectivo género. Esta reciprocidad entre el espacio y la conducta, en tensión entre individual e institucionalizada, será la base para el análisis y permitirá, finalmente, identificar posibles continuidades, rupturas e innovaciones en las descripciones. Ya que lo social siempre es constituido (también) de forma simbólica (Berndt/Fulda 2012b: XVI), partiré de un concepto de espacio social relacional (Ott 2003: 113) en el que se hagan visibles las pautas de comportamiento ligadas a la religión y lo entrelazaré con enfoques procedentes de los estudios de género. Al mismo tiempo, se analizan las estrategias discursivas, los cambios de destinatarios implícitos y explícitos y las escenificaciones a la hora de proporcionar literariamente esbozos de la sociedad. El objetivo es entender el funcionamiento de los textos y las maneras de posicionarse, de aumentar el grado de impacto y de crear, por ejemplo, una autoridad narrativa en los contextos de comunicación sobre género y sobre espacios religiosos y extrarreligiosos.67 De este modo, se que está anclado físicamente y que estructura la propia acción, es a la vez resultado de experiencias físicas y sociales, y se produce en correspondencia con el contexto de socialización de cada individuo y dependiendo de su género y su posición social. Asimismo, influye en la configuración del espacio (Schmincke 2010: 68-70). 67  Hoy día existen dos tendencias en la historiografía literaria española al sistematizar los cambios que se producen en la literatura del siglo xviii. Una consiste en clasificar la literatura como prolongación del Barroco, mientras que otra opción es la de interpretar la producción literaria española como imitación de la Ilustración francesa (Ferreras Tascón 1987: 47, Tietz 1992b: 226), valorando las corrientes españolas como atrasadas y poco innovadoras (Stenzel 2010: 187). De ahí que solamente existan dos formas de clasificación. También falta un sistema que permita categorizar más detalladamente los traspasos paulatinos y/o fuertemente marcados. Las categorías de rococó y de prerromanticismo resultan poco exactas, y propuestas como la diferenciación entre las corrientes racionalista-clasicistas y las sensualista-sentimentales todavía no parecen

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podrán sacar conclusiones sobre la amplia gama de posturas y sobre técnicas subversivas que rompiesen con las restricciones que limitaban el acceso al espacio público.68 Mi hipótesis es que, en el marco de los discursos desarrollados en la literatura ficcional, las formas de expresión y transmisión de ciertas posturas se pueden leer como señal y expresión de la transformación de estándares de género, de normas de comportamiento asociadas a un proyecto de progreso nacional y de la (auto)construcción como español o española. De esta forma, la poesía, el teatro y la novela participaban en la creación de una(s) identidad(es) española(s) que admitía(n) y promovía(n) una reforma económica y cultural del país. Las estrategias discursivas, incluso, pueden romper con la postura ideológica explícitamente enunciada, entrar en contradicción con ella —bien a propósito, como estrategia para que un lector consciente y autónomo saque conclusiones y se posicione, bien por verse corrompido el mensaje por presiones exteriores— o bien reforzarla. Asimismo, es imprescindible subrayar lo procesual, lo no-concluido de las posturas y de las respectivas atribuciones características a géneros y a espacios, y considerarlos en su dinámica. Mediante las preguntas expuestas, el presente trabajo de investigación pretende realizar diversas aportaciones al análisis literario: (1) aplica un nuevo enfoque al análisis de textos ficcionales del siglo xviii, que debe permitir sacar conclusiones sobre el discurso literario sobre la religión y sobre los géneros masculino y femenino en un contexto de transformaciones sociales; para ello, (2) concreta una base teórico-metodológica para el análisis literario que considera de forma crítica la construcción interrelacionada del ‘espacio’ y del ‘género’, y que es susceptible ser aplicada en otros contextos y para otras épocas (vid. cap. 2); (3) analiza textos canónicos del siglo bajo una nueva aplicarse en el análisis literario español (Strosetzki 1991: 226 ss.). Por eso, estas categorías no se van a retomar, sino que se recopilarán las formas específicas de cada obra para entender su funcionamiento particular. 68  En este sentido, sería interesante contraponer la autoría de escritores masculinos y de escritoras femeninas, como lo hace, de forma ejemplar, Claudia Gronemann. Siguiendo un enfoque parecido y preguntando por la “performatividad” (Gronemann 2013: 11-12) de los textos y sus autores, mi trabajo profundizará, sobre todo, en la autoría y su ‘inscripción’ en el espacio público, el cual, dependiendo de la postura ideológica, del estrato social y del género adscrito al autor o a la autora, también podía constituir un espacio de acceso limitado y exclusivo.

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perspectiva; (4) permite un acceso a textos desconocidos u ‘olvidados’ que merecen ser considerados y cuya lectura puede aportar material relevante para analizar el campo discursivo literario sobre religión y género; y (5) pone en relación diferentes géneros literarios en cuanto a la simultaneidad de las transformaciones, a veces contradictorias, relativas al saber y las prácticas sociales construidas y difundidas literariamente. 1.6. El corpus de la investigaciÓn Como se ha explayado en las páginas anteriores, diferentes posturas relativas al papel del clero y de la religión se perfilaron al mismo tiempo que se debatía sobre los roles de género. Paralelamente, se puede constatar un auge masivo de la producción y circulación de textos literarios y periodísticos impresos, que contrasta con una censura masiva, tanto estatal como eclesiástica, y la desaparición o no publicación de muchos textos no concordes con la misma. Los escritos que circularon pueden dar indicios sobre una situación sociocultural en transformación. Ellos mismos producían esta transformación al transportar una crítica de prácticas sociales legitimadas religiosamente o al difundir propuestas sobre cómo convivir. Por ello, el corpus de fuentes primarias del presente análisis debe abarcar dos ejes. Por un lado, debe representar un eje que se extienda entre posturas religiosas y antirreligiosas insinuadas en la trama, y enlazadas de manera implícita o explícita con normas de comportamiento específicas para hombres y mujeres. Por otro lado, debe incluir diferentes géneros literarios y trazar, de este modo, un eje que abarque diferentes formas de recepción. Mediante esta selección se podrá demostrar de forma ejemplar que las críticas y las propuestas ideológicas enhebraban varios espacios comunicativos, más allá del estrecho campo de los debates entre políticos y filósofos cultos. La ficción, imbricada con el discurso filosófico y con corrientes teóricas y científicas, genera y difunde un discurso sobre el progreso nacional y la felicidad privada. Justamente la literatura ficcional, pues, permite el acceso a los procesos discursivos relativos a los idearios sobre religión y género en la sociedad.69 69  Al mismo tiempo, se excluyen del corpus tratados ensayísticos, manuales de educación no novelados, artículos enciclopédicos, sermones, cartas y otros egodocumentos,

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A fin de abarcar diferentes situaciones de recepción, para la selección de las fuentes era decisivo que estas incluyesen los géneros literarios de la novela, del teatro (popular/breve) y de la poesía. Entre ellos, algunos son de tono amargo, dramático, otros causan risa; algunos aspiran a una verosimilitud, otros a la exageración paródica. Textos de instrucción religiosa o filosófica que se leían en privado y, muchas veces, a solas, se contraponen, por ejemplo, a los sainetes satíricos, cuya recepción ocurría en situaciones colectivas y públicas. A su vez, a los textos canónicos se suman textos ‘clandestinos’ que, oficialmente, ni siquiera circulaban y, así, en principio no accedían al espacio comunicativo sobre la religión. Sin embargo, también estos últimos textos circulaban y pueden leerse como integrantes del discurso por ser expresión (aunque oficialmente suprimida) de una reflexión y una postura ante el tema. Asimismo, era importante que los textos contuvieran referencias a la religión o/y espacios explícitamente religiosos, que tuvieran un objetivo de entretención de su público (al margen de una posible instrucción moral) y que el periodo entre los diferentes textos abarcara el menor tiempo posible para poder indagar sobre la coexistencia y simultaneidad de las diferentes formas en las que se plasmaban los debates. De este modo, también es posible examinar diferencias y paralelismos estructurales e ideológicos. Ante la situación de difícil acceso a las fuentes debido a la supresión eclesiástica y censura estatal, que “se preocupa más por la literatura de ficción que sus antecesores” (Zavala 1983: 515), finalmente se han elegido textos que abarcan el periodo comprendido entre 1764 y 1801.70

epígrafes en tumbas o monumentos, etc., por no aspirar el presente análisis a una reconstrucción historiográfica de la sociedad y la cultura dieciochescas, sino a entender desde una perspectiva filológica la construcción de espacio, género y religión en la literatura de ficción, que aspira tanto a diversión como a educación. Asimismo, se excluyen, aunque merecerían otro análisis adicional, obras sobre santos, como por ejemplo la Historia de una muger famosa, que hizo penitencia y exemplar vida en la montaña del convento de Santa Maria de los Angeles, del Reyno de Córdoba (entre 1768 y 1810), la comedia de santo Azote de la herejía y espejo de la virtud: San Jacome de la Marca (s.a.) de José Fernández de Bustamante, u otros. 70  Algunos de los textos solamente se pueden datar de manera aproximada mediante los datos conocidos sobre sus autores o su recepción, al no haberse publicado oficialmente, sino haber circulado manuscritos o haber sido objeto de impresiones clandestinas.

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Debido a que se pretende analizar el entramado espacio-géneroreligión, que se puede detectar semánticamente con más facilidad en textos que desarrollan una trama, se han escogido textos que tienen una tendencia narrativa. Por ello, la constitución formal de los géneros literarios indicados resulta fluida, lo cual se discutirá en los respectivos capítulos. Por ejemplo, el término poesía aquí se aplica debido a la relativa brevedad de los textos en verso, aunque en otras situaciones sería posible hablar de fábulas o de cuentos. A su vez, los tres géneros literarios mencionados abarcan diferentes polos del posicionamiento respecto al clero y a la religión: algunos revelan posiciones anticlericales o incluso anticatólicas, algunos se mantienen en la ambigüedad, mientras que otros se pronuncian en favor de la religión o de estados religiosos como el de monja, aunque los límites entre estos polos se tienen que entender como fluidos. Los textos en cuestión se introducirán a continuación, ordenados para mayor comodidad de lector según géneros literarios:71 Narrativa 1) Anónimo (Luis Gutiérrez) ([1799/1801] s. a.): Cornelia Bororquia o La víctima de la Inquisición. 2) Pedro Montengón y Paret (1786-1788): Eusebio. Teatro 3) Ramón de la Cruz ([1789] s. a.): El luto en la casa; ([1783] 1786a): La falsa devota; (1764): La devoción engañosa; (1773): La oposición de sacristán. 4) Francisco Mariano Nifo (1791): La casta amante de Teruel, doña Isabel Segura. 5) Luciano Francisco Comella (1786): Cecilia; (1789a/1790): Cecilia viuda. Poesía 6) Hickey y Pellizoni/Polizzoni, Margarita (1789): Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas, con dos poemas épicos en elogio del Capitán General D. Pedro Ceballos, el uno dispuesto en forma de diálogo entre España y Neptuno, concluido éste, y el otro no acabado por las razones que en su prólogo se expresan; con tres tragedias francesas traducidas al castellano, una de ellas la Andrómaca de Racine, y varias piezas en 71 

Vid. para las referencias bibliográficas completas el anexo de las fuentes.

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prosa de otros autores, como son algunas cartas dedicatorias y discursos sobre el drama, muy curiosos e instructivos. 7) Félix María Samaniego: Jardín de Venus ([1780?] s. a.); con dos catas en poemas de Tomás Iriarte (s. a.) y José Vargas Ponce (s. a.).72 De este modo, el análisis se centra en autores conocidos, como Francisco Mariano Nifo o Félix María Samaniego, famosos el primero por su labor periodística y el segundo por la elaboración y traducción de fábulas. Empero, se iluminan partes de su producción literaria menos consideradas por la investigación filológica hasta ahora. Asimismo, se analizan piezas de autores de teatro breve o popular como Ramón de la Cruz y Luciano Francisco Comella, algo menos analizados que autores de teatro ‘culto’ o neoclásico como Leandro Fernández de Moratín. El análisis de obras teatrales más ignotas permite acceder a vías de la ‘Ilustración popular’ teatral. Asimismo, la producción literaria de autores como Luis Gutiérrez o Pedro Montengón y Paret, aunque ya existen investigaciones en las que el presente trabajo se puede apoyar, todavía requiere análisis más profundos. Por su parte, autores como Margarita Hickey y Polizzoni se han elegido por la escasísima investigación disponible sobre sus productos líricos, los cuales, además, se han utilizado en muchos casos para realizar suposiciones sobre la psique de la autora en vez de diseccionar el funcionamiento de los textos mismos, un hecho al que el presente análisis quiere añadir otra perspectiva más centrada en la estructura y la posible recepción del texto. Conviene decir aquí que el género de los autores mismos y sus estrategias para inscribirse en el mercado literario no constituyen el centro del presente análisis, aunque sin lugar a dudas se tienen que considerar a la hora de discernir estrategias de argumentación o posicionamientos. Ya existen trabajos que han analizado en profundidad las condiciones específicas de la autoría femenina (vid. Gronemann 2013 y su concepto de performance de la autoría femenina o masculina; vid. para un panorama de escritoras Palacios 2002a). Asimismo, debido en parte al difícil acceso a escritos de mujeres, aquí se ha tenido que reproducir en menor escala la escasa presencia de autoras en el mercado literario. 72  Estos textos solamente circulaban manuscritos. Han sido editados modernamente (vid. para Iriarte y Vargas Ponce la edición de Rogelio Reyes Cano 1989: 77, 109-111; para Samaniego, vid. la edición de Palacios 2004).

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Pese a la relativa amplitud del trabajo —en total se analizan trece obras pertenecientes a diferentes géneros literarios—, el análisis no puede abarcar toda la producción literaria de aquel momento. Obras ya muy conocidas como las Cartas marruecas (1789) de José Cadalso, la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (s. a.) de José Francisco de Isla, o El Evangelio en triunfo o Historia de un filósofo desengañado (1797) de Pablo Olavide, si bien se prestarían para el análisis, debido a su carácter ensayístico, su enfoque en otros aspectos y la existencia de análisis sobre sus idearios solamente se tomarán en consideración siempre que sea necesario para contextualizar determinadas referencias intertextuales o estrategias comunicativas. Asimismo, la producción periodística de la época, aunque contiene muchos rasgos de ficción, bien lejos del carácter informativo y centrado en la novedad que asociamos hoy en día con la prensa, no se analizará en profundidad. No obstante, el capítulo sobre Francisco Mariano Nifo aprovechará la producción del autor, considerado como fundador de la prensa española, para realizar un breve excurso sobre la interrelación entre prensa y teatro. Ya existen algunos acercamientos a los debates sobre género y religión en la prensa (vid., entre otros, Urzainqui 2002; Roig Castellanos 1989; Ertler 2015; Larriba 2004). Lo mismo ocurre con los debates entre filósofos, teólogos y personas activas en la política, como Benito Jerónimo Feijoo o Josefa Amar y Borbón, cuyos posicionamientos ya han sido analizados extensamente por otros investigadores (vid., entre otros, Blanco Corujo 2010; López Cordón 2005), por lo cual aquí solamente se presentarán para introducir los debates factuales y destacar las referencias a ellos en las obras ficcionales. 1.6.1. Narrativa (novela) Las novelas que han sido elegidas para el análisis son dos de las solo cincuenta obras del siglo xviii español que se relacionan con la novela.73 Aguilar Piñal recoge en su bibliografía un total 16.000 entradas. Al constituir la novela solo un 0,31 % de la producción literaria de la época (Tietz 1992b: 226), se hace comprensible que a veces se hable de 73  Kamecke, en cambio, indica alrededor de cien novelas, tomando como referencia la bibliografía de Reginald Brown (1953), que recurre a criterios más amplios de qué se considera novela (Kamecke 2015: 313).

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la “casi inexistencia” de la novela o incluso de un siglo “desnovelado” (García Lara 1998: 13) en España, aunque en las décadas anteriores a 1808 la novela vivió un auge y un incremento notable de público (Abad Nepot 1999: 250).74 En este contexto, se publica en cuatro tomos, en forma de serie a lo largo de tres años (1786-1788), la novela Eusebio de Pedro Montengón y Paret. Asimismo, circula la novela Cornelia Bororquia o La víctima de la Inquisición (1799/1801)75, cuyo autor se supone hoy en día Luis Gutiérrez (Dufour 2005: 31-33). En esta última, Cornelia Bororquia, tras haber sido sacada mediante un engaño de su casa, es inmovilizada en un calabozo de la Inquisición y acusada de herejía por no haber condescendido a los requerimientos sexuales del arzobispo de Sevilla. Presentada como un personaje muy formado, mantiene interacciones epistolares con varios varones sobre temas como la libertad religiosa, la hipocresía y las normas de conducta, mientras que sus correspondientes intentan salvarla y huir de España. Cual mártir, Cornelia Bororquia finalmente se ve expuesta a la pena de muerte pronunciada por la Inquisición y presenciada por una masa expectante, mientras que los lectores no reciben información alguna sobre el paradero de los demás personajes. En esta constelación, la novela se encuentra en el cruce entre novela epistolar, novela de formación de personaje y novela filosófica y crítica frente al clero y al absolutismo, al mismo tiempo que actúa de acuerdo con pautas sentimentales, al permitir la introspección en los personajes. La protagonista afirma, entre otras cosas, “que Dios, en vez de ser el padre de los hombres, es su más cruel e inhumano verdugo” (Gutiérrez 2005: 91), así que no sorprende que estuviera en el Index Librorum Prohibitorum,

74  Sobre la novela en el dieciocho español vid. también Ferreras Tascón (1987), Brown (1953), Fernández Montesinos (1980) y Álvarez Barrientos (1991, 1996). Paula Demerson (1976) ofrece, además, algunas obras menos conocidas en su Esbozo de biblioteca de la juventud ilustrada (1704-1808). 75  La “segunda edición corregida y aumentada” se habría publicado ya en 1800 en París (Kilian 2002: 150). Dufour, no obstante, supone que esta indicación es errónea y que la primera se publicó en 1801. De todos modos, después de la primera edición, se vuelve a editar de forma corregida, ampliada con varias cartas y una advertencia para defenderse contra posibles acusaciones (Malin 2013: 727). La novela tuvo un vasto éxito y una historia editorial posterior muy amplia. En España se publica por primera vez en el año 1812, fecha seguramente no casual.

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alcanzando, pese a ello, una difusión posterior muy amplia (Dufour 2005: 11).76 También la novela Eusebio de Pedro Montengón y Paret se convierte en un éxito editorial pese a la censura del Santo Oficio. En esta novela de aprendizaje, Eusebio constituye el centro de los sucesos. Frente a la inmovilización y reclusión en el calabozo de Cornelia, Eusebio recorre diversos espacios viajando por el mundo, especialmente por Francia, Inglaterra y España. En el curso de sus viajes, entre otras vivencias, se encuentra con personajes que han vivido guerras de religión, es víctima de un rapto de hugonotes aficionados a Pierre Jurieu y, tras su propia liberación en Francia, en España salva a una joven doncella de ser recluida contra su voluntad en un convento. Asimismo, instruye a su mujer, Leocadia. Intercalados en la trama, la novela incluye canciones, poesías, cartas, aforismos y refranes, un polimorfismo novelesco que crea varias dimensiones de lo novelado. A través de estos textos narrativos, situados en el cruce de la novela epistolar, la novela de aprendizaje y la novela de tesis, se analizará la argumentación relativa a cuestiones de género y espacio, así como la relación del imaginario sobre hombres, mujeres y determinados espacios con la fe y las prácticas religiosas. 1.6.2. Teatro La prohibición de los autos sacramentales en 1765 y los debates sobre la preceptiva neoclásica indican un cambio en el campo dramático. En tres capítulos, dedicados a obras de Luciano Francisco Comella, Francisco Mariano Nifo y Ramón de la Cruz, se analizará cómo se negociaban preguntas de género y de religión en estas obras que rellenaban el vacío producido por la prohibición de los autos sacramentales. Así, se tratarán sobre todo obras accesibles a una gran masa de público, las cuales, en contraste con el éxito que tuvieron en su época, no han pasado al canon como sí lo han hecho obras de índole más culta,

76 

Tras la abolición definitiva de la Inquisición en España en el año 1834, la novela se reedita tan solo cinco veces. En total, la obra tuvo más de veinticinco ediciones en Europa entre 1808 y 1881, convirtiéndose en una de las novelas españolas más populares y difundidas (vid. Dufour 2005: 21-23 y, para más detalle de las sucesivas ediciones, n. 5 del capítulo 3).

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como El sí de las niñas. Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla estrenó la considerable cifra de más de 473 obras teatrales breves (Fuentes 2005: 86).77 Llevó a cabo traducciones y escribió obras dramáticas como la Briseida a cargo del gobierno para promover el proyecto ilustrado (Vilches 1984: 185). También se conocen hoy en día más de sesenta piezas largas pertenecientes a diferentes géneros teatrales. Como autor, estuvo sometido a juicios controvertidos, siendo considerado, ora un ilustrado fervoroso y pragmático, ora un tradicionalista muy conservador. De Ramón de la Cruz se han elegido cuatro obras para poder plasmar varias dimensiones de las relaciones de género y las concepciones religiosas, ya que estas obras, debido a su brevedad, normalmente se centran en solo uno o dos aspectos clave. En El luto en la casa ([s. a.] 1789) se tematiza el espacio de la casa y el particular estado de las mujeres recientemente enviudadas, en tensión entre el luto y las ganas de divertirse. También da pie a analizar la figura del abate, tipo dramático particular del dieciocho. En La falsa devota ([1783] 1786a), en cambio, se trata la ausencia de la madre y esposa de la casa por dedicarse extensamente a las prácticas religiosas y, en especial, a la misa, discutiéndose el conflicto entre una devoción centrada en el más allá y la responsabilidad cívica inmediata aneja al matrimonio. El sainete La devoción engañosa (1764), a diferencia de los dos primeros ejemplos, se centra mayoritariamente en las actitudes y el comportamiento de los hombres y su relación con la religión. El lugar de la acción es el espacio público, una calle en Madrid, en la que se celebra una fiesta religiosa en honor de un santo. El personaje de D. Diego, muy devoto y cumplidor con sus deberes religiosos, se halla abrumado entre veintiún otros personajes (también femeninos) que abren sus casas y se embriagan durante las festividades cristianas. El análisis se cierra finalmente con La oposición de sacristán (1773), que se ambienta en un espacio rural y tematiza la hipocresía y el aparentar devoto de los hombres para conseguir fines muy mundanos y satisfacer el propio interés. El análisis de los cuatro sainetes, de tono divertido, se complementa mediante la “escena patética” La casta amante de Teruel, doña Isabel Segura (1791) de Francisco Mariano Nifo, que permite analizar la introspección de una mujer, ya enviudada antes de una boda, y la salvación celestial tras un amor incumplido. En el melólogo, género dramático 77  Buena parte de sus obras todavía yace inédita, sobre todo en la Biblioteca Municipal de Madrid (vid. también la llamada enérgica de John Dowling 1994: 8).

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específico de la época y aún muy poco estudiado, se representa a la virtuosísima doña Isabel, inmóvil en la casa por no tener opciones de actividad, que monologa con un hombre, su amante, también inmóvil por estar muerto, antes de ascender ambos al cielo tras concederle la mano divina también a ella la muerte. La obra actualiza la leyenda de los amantes de Teruel, historia de un amor incumplido entre nobles, para demostrar “una inocencia que viene à ser milagro en nuestro siglo...” (Nifo 1791: III). Finalmente, también se analizan la comedia sentimental La Cecilia, drama en dos actos de Luciano Francisco José Comella y Vilamitjana (1751-1812), estrenada en 1786, y su segunda parte, Cecilia viuda, drama en tres actos, estrenada un año más tarde. Las dos obras están enlazadas cual serie, desarrollándose la trama en ambos casos alrededor de la protagonista, Cecilia, una hidalga empobrecida, sinceramente religiosa y sumamente virtuosa. Vive varias desgracias y enredos en su matrimonio ideal, pidiendo luego el retiro en el claustro apoyada por su protector, el amigo de su difunto esposo. De este modo, se negocian las normas de buen comportamiento concernientes a la interacción entre hombres y mujeres, así como el lugar de la mujer tras enviudar. Escritas originalmente para una función privada en la casa de los marqueses de Mortara, ambas obras acabaron teniendo un gran éxito entre el público dieciochesco (García Garrosa 1999: 134, Angulo 2006a: 72, Andioc/Coulon 1996, II: 656, 892). Comella es considerado “la figura más sobresaliente del teatro popular de la segunda mitad del xviii” (Angulo 2006a: 72), en estrecha competencia con Leandro Fernández de Moratín (Doménech 2006a: 21, Di Pinto 1995: 854). 1.6.3. Poesía Margarita Hickey y Pellizoni/Polizzoni (1753-1801?) retoma la situación de las mujeres solteras expuestas a las agresiones y constantes requerimientos de los hombres, que, además, no las toman en serio a la hora de hablar de asuntos científicos o políticos. En sus Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas (1789), publicadas anónima-mente con la indicación de provenir de una “dama de esta Corte”, se establece un eje entre el interior individual de la mujer y la “infeliz constitución de las mujeres en general” (Hickey 1789: 414, 216). Como respuesta frente a esta exposición de la mujer a las veleidades de los

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hombres, el refugio de la mujer en el propio interior o su retiro en el espacio cerrado del convento, así como la religión, adquieren mucha importancia, ofreciendo al público lector propuestas de comportamiento cual manual para mujeres. Al conjunto de normas basadas en la religiosidad cristiana que recaen sobre la imagen de la mujer decente, pudorosa, que se opone a los intentos de conquista masculinos en la poesía de Margarita Hickey y Polizzoni, se añaden los poemas de contenido erótico de Félix María de Samaniego, que se han publicado modernamente en una antología bajo el título Jardín de Venus ([1780?] s. a.).78 En la poesía de Samaniego, de una clara tendencia narrativa, se relacionan, muchas veces sexualmente, frailes y monjas, así como viudas, viejas y viejos, chicos y doncellas jóvenes. El confesionario, el convento o el dormitorio de la casa constituyen lugares de encuentro, accesibles a los lectores, llevando a poemas de tono jocoso y explícitos en cuanto a temas corporales y sexuales. Se discutirán y se contrastarán la inversión de las normas que constituyen estos lugares y el efecto de esta inversión a la hora tanto de construir roles de género como de definir una base moral o religiosa de comportamiento, especialmente desde un supuesto anticlericalismo. De este modo, también entran en el examen obras de Samaniego que demuestran la diversidad de escritos y movimientos de la época. Samaniego fue cofundador de la Sociedad Bascongada de los Amigos del País (1765) y director del Seminario de Bergara (1780, 1782), y ha pasado al canon literario sobre todo por sus Fábulas en verso castellano para el uso del Real Seminario Bascongado (1781, 1784), de una clara finalidad didáctica moral y social (Garrote 2002: 88-89). El análisis se completará con dos catas en la poesía de Tomás Iriarte y José Vargas Ponce. Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer reivindican con razón “recuperar a Vargas Ponce para [...] nuestra tradición cultural” (Durán/Romero 1999b: 9). El gaditano José de Vargas Ponce (1760-1821), partidario de una educación popular y opuesta a la doméstica, proyectó también un “plan de educación para señoritas” (Bravo 1999: 173) y consiguió la admisión de mujeres bajo su dirección en la Real Academia de la Historia (Bravo 1999: 172-173). En su poema “Lo que es y lo que será” desfilan, entre otros personajes, un fraile y 78  Los poemas del Jardín de Venus son fechados en la década de 1780 (López Barbadillo 1977: 8) y se conservan autógrafos en la Biblioteca Nacional de España y en la Biblioteca Municipal de Madrid (Ribao 2001: 203).

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una monja en búsqueda de su satisfacción sexual.79 Por su parte, Tomás de Iriarte (1750-1791), partícipe de la importante tertulia madrileña conocida como la Fonda de San Sebastián,80 es célebre, sobre todo, por su traducción del Ars poetica de Horacio (1777) y el desarrollo del concepto y la práctica de la “connaturalización” (1773), consistente en adaptar para su público referencias culturalmente específicas al traducir textos extranjeros. En sintonía con la preceptiva neoclásica escribe El señorito mimado (1787), siendo más tarde perseguido por la Inquisición por leer textos eróticos. Su conocido poema erótico “Perico y Juana” ([s. a.] 1899) fue condenado póstumamente en un edicto inquisitorial en 1804 (vid. Deacon 2006a: 219, Palacios 1989: 111-125). Aquí se analizará un soneto sin título atribuido a él, recogido en las Poesías más que picantes (Iriarte 1992: 77). Ambos poemas tematizan la corporalidad de hombres y mujeres, así como su interrelación. El examen de este conjunto de poemas cerrará los capítulos de análisis, trazando, así, un círculo de literatura underground que enlaza con Cornelia Bororquia, novela clandestina que abre los capítulos de análisis. A cada una de las obras del corpus se les dedica un capítulo monográfico. En dichos capítulos se analizan los posicionamientos y el funcionamiento de cada texto ficcional con respecto al ideario sobre religión y género, así como los respectivos espacios normativizados. En la conclusión final discutiré cómo cambian esos posicionamientos en cuanto a las transformaciones sociales y religiosas, y a qué límites están sometidos.

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Se publicó por primera vez en el Cancionero moderno de obras alegres, editado por H. W. Spiritual (1875: 35-41) con falso pie de imprenta, que afirmaba estar impresa en Londres, habiéndose publicado en realidad en Sevilla (Durán López 1997: 63). Se encuentra hoy en Poesía erótica de la Ilustración. Antología de Rogelio Reyes Cano (1989: 109-111). 80  La tertulia de la Fonda de San Sebastián, situada en Madrid, fue fundada en 1766 por Nicolás Fernández de Moratín como continuación de la tertulia de la Academia del Buen Gusto. Entre otras personas, participaban José Cadalso, Félix María Samaniego, Tomás de Iriarte, Luciano Francisco Comella y Francisco de Goya (vid. Sierra 2004: 71).

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2 FUNDAMENTOS TEÓRICOS Y PROCEDIMIENTO METODOLÓGICO: DOING SPACE, DOING GENDER, DOING RELIGION EN LA LITERATURA DE FICCIÓN

En todas las fuentes seleccionadas está presente el entrelazamiento entre concepciones de género y otras de espacio. Los personajes y sus acciones se inscriben en espacios, como, por ejemplo, la casa, el convento, la calle, el confesionario y otros. El presente trabajo parte de la idea que estos espacios, si bien los tendemos a percibir como naturales y estáticos, no existen de por sí, sino que adquieren su forma mediante las acciones que se llevan a cabo: un convento es un convento porque existen paredes habitadas por personas que, por profesión, se ocupan diaria y reiteradamente de la salvación de las almas mediante rezos y otras actividades y se conciben como comunidad. Si estas actividades terminan, el convento pierde su carácter de ‘convento’, se convierte en un mero edificio con otro significado. Así, el espacio específico se crea mediante prácticas, a la vez que su producción también influye sobre las normas de comportamiento de los habitantes y paseantes del lugar: al aceptar el espacio como convento, estos tienen que actuar según ciertas pautas que guían su comportamiento. Así, espacios y hábitos se condicionan y se producen mutuamente. A su vez, tanto espacios como normas de comportamiento son específicos según el género. Se trata de un doing space while doing gender, una relación que se viene examinando en contextos interdisciplinares, en investigaciones historiográficas, sociológicas o de los cultural studies (vid. Gottschalk/Kersten/ Krämer 2018b y Förschler/Habermas/Roßbach 2014b). No obstante, aquí se trata del análisis de textos ficcionales, que, por su carácter construido y por las repercusiones cognitivas que nos causan, llevan inherente el mismo funcionamiento y permiten, o más bien, exigen la aplicación de un enfoque parecido también en el área de la filología románica. Los textos literarios ofrecen el acceso a un ideario amplio, a

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la vez que también requieren que, a partir de la base de este enfoque originariamente sociológico, se elabore una metodología adaptada a la complejidad de los textos y que tome en consideración especialmente la creación formal y literaria de espacios y de género. La forma literaria misma de un texto está semantizada, de modo que la construcción narrativa se relaciona estrechamente con diferentes discursos, relaciones de poder y las condiciones bajo las que se escribe y se publica (vid. Nünning/Nünning 2004: 12-13). Parto de la suposición de que justamente en la literatura se podían llevar a cabo transgresiones de las normas y de los límites de los espacios, cual experimentos en un laboratorio, siendo necesario investigar e identificar estas localizaciones normativas, así como sus transgresiones y el modo en el que se llevaban a cabo. Para cimentar tal hipótesis y contestar las preguntas de investigación expuestas en el capítulo 1.7, es necesaria una base teórica que fundamente también el procedimiento metodológico. Por ello, a continuación se exponen, recurriendo a sociólogos como Martina Löw o Pierre Bourdieu y filósofos como Michel Foucault, acercamientos teóricos al espacio y al género. El objetivo es explicar cómo concebir el doing gender y el doing space en el contexto específico de la Ilustración, y, en un segundo paso, en el contexto de la literatura de la Ilustración. Se completa la exposición teórico-metodológica con consideraciones sobre la creación narrativa de espacios y de personajes desde un enfoque filológico, retomando las propuestas de Jens Eder, Fotis Jannidis, Ralf Schneider, Jurij Lotman y otros. Asimismo, se consideran la recepción y los efectos de la literatura de ficción en el lector, recurriendo a la psicología cognitiva. 2.1. La producciÓn de espacio Michaela Geiger (2007: s. p.) recuerda que al utilizar la palabra ‘espacio’ se puede asociar con ella una multitud de fenómenos, como paisajes, mapas, edificios, formas y relaciones sociales, por lo cual cualquier análisis literario que enfoque el espacio debe aclarar qué entiende bajo este término. El trabajo aquí presente recurre a la combinación diferentes teorías y enfoques sobre el espacio, porque en la filología aún nos encontramos ante una corriente de investigación en mantillas, no existiendo apenas trabajos teóricos ni entradas en los diccionarios

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filológicos, con excepción del de Michaela Geiger (2007), que se dirige, en principio, a teólogos, y el artículo de Kathrin Dennerlein (2011) en el Handbuch Erzählliteratur coordinado por Matías Martínez.1 No obstante, el hispanista Jörg Dünne realizó en 2012, junto con Stephan Günzel, Hermann Doetsch y Roger Lüdeke, una muy bien introducida y documentada antología de aproximaciones teóricas al espacio procedentes de todas las disciplinas, que incluye textos desde Kant hasta Bourdieu y Foucault. En 2015, Jörg Dünne y Andreas Mahler, además, publicaron un manual muy amplio sobre “espacio y literatura”, en el que se presentan diferentes enfoques y paradigmas, así como análisis ejemplares. Dünne y Mahler sostienen que la literatura crea espacios a la vez que ella misma es un espacio. Los cuatro acercamientos mencionados requieren una condensación y la selección de ciertos aspectos para hacer posible el análisis concreto que pretende el presente trabajo. A continuación se realizarán algunas consideraciones generales sobre el spatial turn y el concepto de espacio, para pasar después a examinar en detalle la producción de espacio, en el contexto específico de la literatura de ficción, poniéndola en relación con la producción de género (doing gender). Se han proclamado diferentes giros paradigmáticos en las ciencias sociales y culturales. Los así llamados turns incluyen el spatial turn (Döring/Thielmann 2008) y la multiplicación de conceptos espaciales en las diferentes disciplinas.2 No obstante, el sociólogo

1  Existen algunos trabajos que han intentado sistematizar las estructuras espaciales en la literatura, como por ejemplo los de Elisabeth Bronfen (1986), Gerhard Hoffmann (1978), Karin Wenz (1997) o de Kathrin Dennerlein (2009), que se centra especialmente las características físicas del espacio narrado, partiendo de un enfoque muy estructuralista que concibe el espacio como algo material y estático. Aún falta una base teórica, sin la que cualquier intento de ordenar construcciones espaciales en la literatura se queda dispersa (Hallet/Neumann 2009b: 19). El volumen colectivo de Hartmut Böhme (2005a) se acerca al espacio literario tomando en cuenta mapas mentales y la orientación del propio lector mismo (Böhme 2005b: XXII). 2  En el siglo xx, paulatinamente el espacio social no solamente se fue viendo como separado del espacio geográfico, sino que todo espacio pasó a ser entendido como socialmente construido. Véanse los estímulos de Ernst Cassirer, Martin Heidegger, Georg Simmel, Oswald Spengler, Michael Foucault o Henri Lefebvre (Hallet/Neumann 2009b: 12). Existen diferentes intentos de captar y/o implementar cambios paradigmáticos en las ciencias sociales y culturales desde principios del siglo xx en los ámbitos germanófonos y anglófonos, los así llamados turns, con el fin de definir nuevas formas de acceso al conocimiento. Así, por ejemplo, es posible hablar de un linguistic turn, un giro en la filosofía, filología y lingüística que pone de relieve la necesidad de analizar las formas

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Dieter Läpple les reprochó a las ciencias sociales establecidas sufrir de una “ceguera ante el espacio” (“Raumblindheit”, Läpple 1991: 170). La socióloga Martina Löw articula esta reprobación de modo más suave, criticando que el espacio como concepto muchas veces se utiliza con excesiva naturalidad, entendiéndolo meramente como “sustrato material, territorio o lugar” (Löw 2001: 9). La existencia de trabajos teóricos de diferentes disciplinas ya ofrece una salida a este déficit, si bien la imprescindible ampliación requiere un vasto trabajo previo de trabamiento de diferentes enfoques, que a veces entran incluso en competición. Por ello, es necesario revisar y evaluar hasta qué grado y de qué forma sus terminologías son aplicables a situaciones específicas. En la narratología se encuentra una situación parecida. A pesar de la existencia de algunos trabajos que prestan atención específica al espacio (vid. Würzbach 2001: 105), muchas veces predomina un uso del concepto espacio en un sentido de contenedor fijo, sin aprovechar las ventajas que ofrecería un acercamiento transdisciplinar. Para evitar las telarañas ante los ojos en los análisis literarios, esta investigación se lleva a cabo con diversas gafas y selecciona y condensa diferentes concepciones del espacio y de género, ofreciendo un instrumental de análisis práctico. De esta forma, el presente proyecto de investigación también puede aportar una propuesta sólida de análisis literario que pueda ser aplicado a otros corpus. Recurriendo a teorías sociológicas y narratológicas, se analizan los textos en cuestión en cuanto a tres planos interrelacionados: a) el espacio de la producción y de la recepción de los textos, esto es, el espacio extratextual;

de mediación y expresión, partiendo de la base de que la lengua no es un medio trasparente para transmitir “hechos” (Stierstorfer 2004: 147-148). Doris Bachmann-Medick resume las diferentes perspectivas de investigación surgidas en el curso de los cultural turns desde mediados del siglo xx, paralelamente al nacimiento de los cultural studies. Destaca la influencia de la sociología de la cultura en diferentes disciplinas y en una definición ampliada de cultura (Bachmann-Medick 2006; Jameson 1998). Como cambios paradigmáticos subordinados se pueden aducir, como ejemplos, el performative turn, el postcolonial turn, el graphic turn y el spatial turn. Este muchas veces también se denomina topographical turn o topological turn, aunque Jörg Döring y Tristan Thielmann advierten que su uso como sinónimos suprime los diferentes matices de cada una de las denominaciones. Debido a que muchas veces la distinción en la práctica resulta muy difusa, aquí se empleará el término más general spatial turn.

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b) el espacio narrado o el espacio intratextual; c) el texto o la elaboración formal del texto en un sentido de “discurso”.3 Esta triada permite acercarse a las formas de construcción discursiva del espacio en los textos, a la vez que también es posible relacionar las conclusiones obtenidas de los análisis con el contexto de producción y recepción de los textos. Este contexto ya se ha presentado en la introducción. En los análisis mismos también se indicarán determinadas circunstancias de la producción, circulación y recepción de los textos sacadas a luz en otras investigaciones. De esta manera, después de los análisis particulares de los textos en cuanto al espacio narrado y las formas de elaborarlo textualmente, se discute en qué medida tanto lo narrado como las prácticas de narrar se encuentran entrelazadas con un marco específico de producción y recepción literaria, que se hallaba en proceso de cambio. Al enfocar la interrelación de los tres planos mencionados (a, b, c) se pueden detectar posibles funcionamientos paralelos o contrarios. Un concepto relacional que amplía el ‘contenedor’ Para dilucidar el funcionamiento de diferentes espacios religiosos, su making y las connotaciones y efectos de las prácticas religiosas adscritas a ellos en los textos analizados, parto de un concepto de espacio relacional (“relationaler Raumbegriff”, Löw 2009: 154). Desde una perspectiva sociológica, hoy día ya no es posible considerar el espacio como contenedor inmutable de acciones. Al contrario, se trataría de “esferas variables, que son sometidas constantemente a un proceso de negociación y definición” (Wöhler 2000: 51), cuyo funcionamiento, además, está interrelacionado con la constante construcción y negociación de géneros. La percepción del espacio como ‘contenedor’, que habría imperado desde el siglo xv y el descubrimiento de las reglas geométricas de la

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Aunque existen planteamientos en los que se consideran textos o estructuras textuales como espacios (por ejemplo, Engelke 2008), una idea razonable por la característica de los textos de relacionar sintagmáticamente unos elementos con otros, el enfoque aquí presentado prescinde de esta denominación para mayor claridad terminológica, evitando confusiones debidas a la homonimia.

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perspectiva, cambió, según Hans Kleinsteuber, a partir del siglo xx, dando paso a nuevos enfoques, como, por ejemplo, la teoría de la relatividad de Albert Einstein, que demostraba que cualquier concepción absoluta del espacio o el tiempo científicamente no se podía sostener (Kleinsteuber 2000: 45; Jammer 1980: XIII). Como consecuencia, las definiciones de espacio se pluralizaron y la idea del espacio como algo herméticamente cerrado fue perdiendo sus límites. El esquema del contenedor tiene, sin embargo, una ventaja: demarca la básica distinción entre “IN and OUT” (Lakoff/Johnson 1980: 25), que rige nuestra percepción. La distinción entre un interior y un exterior, separados por una frontera física o palpable, en ocasiones puede ser útil para el análisis, ya que permite hablar de elementos estables que persisten pese a todos los esfuerzos por deconstruirlos, también en concepciones más dinámicas y procesuales como las de Michel Foucault ([1967] 2002), Henri Lefebvre (1991), Pierre Bourdieu (1995, 2012) o Martina Löw (2005, 2009). Los autores citados prestan más atención a la producción de espacio y lo conciben a la vez como producto y como productor de procesos y prácticas sociales (Michel de Certeau 1980). Lefebvre lo puntualiza: “(Social) space is a (social) product” (Lefebvre 1991: 30).4 De esta manera, ha sido posible superar la idea del ‘contenedor’, que implícitamente legitima una percepción fragmentada de los objetos, los cuales se pueden hallar en cualquier lugar sin entablar ninguna relación con este último. También la socióloga Martina Löw define el espacio como relacional, porque es creado a través de repetidas “prácticas espaciales” (Löw 2009: 154), en las que se solapan dos procesos. Por un lado, se lleva a cabo una práctica material, el spacing, el posicionamiento o la colocación de seres vivos y/o objetos materiales, que son relacionados entre sí de forma activa por seres humanos en un espacio físico, un lugar (Löw 2009: 158). Por otro lado, este posicionamiento adquiere 4 

Edward Soja ha comparado La production de l’espace de Lefebvre con una pieza musical que parece reproducir la complejidad del espacio y sus características de simultaneidad, diferencias y repeticiones (Soja 1996: 58-59). En consonancia con esta acertada comparación, Löw resalta que utilizar las propuestas de Lefebvre requiere una labor extensa de interpretación (Löw 2005: 246). Aunque el estilo asociativo de Lefebvre no permite la operacionalización de sus propuestas teóricas para llevar a cabo un acercamiento estructurado al espacio, justamente su concepción abierta ha sido un aporte importante, al estimular la discusión y la reflexión sobre el espacio como algo producido y sobre las formas de producirlo (Engelke 2008: 29).

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un valor simbólico mediante acciones cognitivas de síntesis (Läpple 1991: 164; Löw 2009: 159).5 Las percepciones, imágenes y recuerdos se amalgaman en ideas abstractas de espacios, y este acto cognitivo permite percibir conjuntos de objetos y/o de personas como un solo elemento de otro módulo o conjunto. La organización espacial producida de esta forma relacional estructura la acción y condiciona las formas de comunicarse y relacionarse, a la vez que el espacio es sometido a constantes cambios debido al movimiento de los cuerpos que ‘se hallan’ en él (Löw 2009: 153). Bourdieu destaca, además, que las percepciones del espacio dependen de la posición social de cada actor y que el posicionamiento a través de bienes y de prácticas (habitus) crea un lenguaje simbólico de distinción social (Bourdieu 2012: 360, 365). Por ello, el espacio también tiene mucho que ver con la creación de códigos y normativas de género. Partes de esta “pluralidad de figuraciones simbólicas y materiales” que se crean de forma social (Löw 2005: 241) pueden sedimentarse como instituciones (Giddens 1988: 76), si el posicionamiento y las configuraciones se mantienen estables más allá de la acción individual puntual. Bourdieu habla en este contexto del habitus (hábito), de formas de pensar y actuar que se basan en la “incorporación de las estructuras de distinción” (Bourdieu 2012: 359, 361), pero también diferentes lugares, como las estaciones de trenes, los mercadillos o las iglesias, están estructurados siempre de forma parecida y se pueden calificar de espacios institucionalizados (Löw 2009: 162). La institucionalización se produce en base a procesos de spacing y síntesis normativizados, que muchas veces se llevan a cabo de forma rutinaria e inconsciente, sin que se hagan visibles las características rectoras (Löw 2009: 163, 272; Méndez Rubio 2008). Estos espacios institucionalizados pueden tener funciones específicas. Foucault sugiere con su concepto de heterotopía que ciertos espacios pueden revestir una función de mirroir y permitir la reflexión sobre otros posicionamientos. Al ‘mirar’ justamente el lugar donde uno no ‘se halla’, por lo tanto, desde un ‘exterior’ percibido como tal, es posible adquirir conciencia del propio lugar (Foucault

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El lugar físico es, de esta forma, a la vez, objetivo y resultado del spacing, y en un solo lugar pueden formarse diferentes espacios que existan paralelamente o en competición. Precisamente por eso, el término espacio es, así, una expresión de paralelismos y de una pluralidad de relaciones solapadas que, a veces, se influencian de manera recíproca (Löw 2005: 265).

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2002: 39). Esta observación igualmente es válida para los espacios narrados, que le permiten al lector, utilizando el texto como espejo, ‘mirar’ otros espacios y, mediante ellos, adquirir conciencia de sí mismo y del propio entorno. En el contexto de la Ilustración, ello se ajusta al lema kantiano del sapere aude. En el curso de su argumentación, Foucault distingue entre heterotopías de crisis, que permitirían desplazar temporalmente a sujetos que padecen una crisis a lugares alejados, y las heterotopías de desviación, que ofrecerían lugares de existencia para persona(je)s divergentes de cierta norma, por ejemplo, clínicas o cárceles (Foucault 2002: 40-41), que son lugares que aparecerán en los textos analizados. Para el análisis pueden resultar útiles sus consideraciones sobre las diferentes funciones de estos desplazamientos y, por ejemplo, la creación de espacios de ilusión y/o de compensación de las propias faltas, que, además, estabilizarían el orden de la sociedad en cuestión (Foucault 2002: 45). Löw destaca, de acuerdo con Michael Foucault, que con cualquier posicionamiento también se desarrollan prácticas de poder y se negocian relaciones de poder (Löw 2009: 164). También las relaciones entre persona(je)s pueden ser institucionalizadas, como, por ejemplo, las relaciones entre un médico y un paciente, un cura y un penitente, un juez y un acusado. Estas posiciones institucionalizadas, producidas por actos repetitivos y acciones activas de seres humanos, se perciben como hechos dados, como “objetivaciones” (Löw 2009: 164). Las reglas internalizadas, que rigen independientemente del lugar y del momento, y la percepción de la distribución específica y desigual de recursos configuran las estructuras sociales, a la vez que las acciones y las estructuras mismas son modeladas por los principios distintivos de “género” y de “clase” (Bourdieu 2012), o, en el contexto del xviii, de estamento y estatus socio-económico. La reproducción de los espacios depende de la repetición de los actos que los constituyen (Bourdieu 2012: 354, Löw 2009: 163). Justamente esta institucionalización de relaciones entre actores individuales y colectivos, junto con procesos de representación simbólica, garantiza la existencia y el automantenimiento del espacio (Wöhler 2000: 51), así como la creación de sistemas o estructuras sociales en un nivel macro (Giddens 1988: 77).6 6  Giddens distingue entre recursos alocativos, como pueden ser recursos naturales o materiales, y recursos autoritarios, que se basan en recursos simbólicos (Giddens 1988: 227).

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Las posibilidades de configurar un espacio dependen no solamente de las condiciones materiales y simbólicas de la situación en la que se lleva a cabo (potencialmente) la acción, sino también del habitus y de las condiciones físicas de los agentes (Bourdieu 2012: 365). En consecuencia, los espacios generan distribuciones que, en sociedades que se organizan de forma jerárquica, favorecen o desfavorecen a ciertos grupos de personas y marcan así un desnivel de poder. Por ello, el espacio se puede convertir en objeto de enfrentamientos sociales. Disponer de dinero, fama, rango o lazos sociales puede actuar como condición para imponer cierto orden social, a la vez que la disposición sobre el espacio puede convertirse en un recurso. Los cambios de espacios institucionalizados o de estructuras sociales, consiguientemente, tienen que efectuarse de forma colectiva y considerando las reglas y los recursos vigentes (Löw 2009: 272). A partir de estos planteamientos sociológicos, no solamente habría que enfocar en una perspectiva doble el proceso de producción de espacios y el producto, sino también la influencia del espacio como productor en los individuos y sus prácticas, en sus formas de percibir el espacio, moverse en él, habitarlo y modelarlo. Solamente a través de esta perspectiva múltiple es posible entender el espacio como elemento dinámico y constitutivo del orden social, en el que se gestan jerarquías sociales y se realizan procesos de inclusión y exclusión, marginalización y normalización. 2.2. La producciÓn de espacios en la literatura Al narrar, se crea una historia lógica y comprensible a partir de sucesos amorfos. En este proceso de selección y combinación de acontecimientos, se ofrece (inevitablemente) una perspectiva específica sobre los asuntos en cuestión (Schmid 2008): la narración no es una mímesis objetiva del mundo, sino que es una forma de ordenar, estructurar e interpretar su funcionamiento.7 Como escenario o setting, el espacio

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Al narrar acontecimientos clave pueden nacer narraciones de impacto en la memoria cultural, que se institucionalicen (“kulturprägende Narrative”, Koschorke 2012: 293). Su ‘verdad’ está ligada a toda experiencia individual, “which is always unique and therefore new” (Watt 2000: 13), y puede entrar en competición con la narrativa hegemónica (Berndt/Fulda 2012b: XVII; Pigeard de Gurbert/Tunstall 2006: 25).

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siempre condiciona una historia, ya que los personajes se tienen que localizar de algún modo, reproduciendo todos los procesos que crean y moldean el espacio extratextual expuestos en el subcapítulo anterior. Normalmente, tanto en la narrativa como en el teatro o en la poesía, una voz narrativa o las voces de los personajes mismos emiten referencias al espacio que indican la origo, el punto de partida de la enunciación, la perspectiva: aquí estoy yo. La posición o un movimiento se indican mediante deícticos, “por aquí”, “en este lugar”, “hacia aquí”, etc. (Geiger 2007). El espacio, por lo tanto, también en la literatura ficcional, es producto de relaciones entre personajes, objetos y otras relaciones mismas (Massey 2005). A su vez, el espacio narrado o intratextual siempre está estrechamente ligado a la elaboración formal del texto en un sentido de “discurso”. Ambas dimensiones, la elaboración formal y discursiva del texto, así como el orden relacional narrado, se toman aquí en consideración para finalmente establecer una interrelación con “modelos culturales” (Hallet/Neumann 2009b: 16) relativos a los espacios, como lo reivindicaban ya Ernst Cassirer ([1931] 2006), Jurij Lotman ([1970] 2012) o Mijaíl Bajtín ([1929] 2008). Estos entienden el espacio literario como interrelacionado con modelos culturales, lo cual produciría siempre un significado simbólico u alegórico más allá de sus características concretas.8

8  Ernst Cassirer distingue el espacio literario ‘palpable’ del espacio abstracto de las ciencias naturales ([1931] 2006). Los espacios literarios llevarían una carga simbólica y serían libres de cualquier presión pragmática que rigiese en el exterior. Por ello, tendrían el poder de “concretizar lo inconcreto” (Cassirer 2006: 493) y tener un impacto específico en el lector. Lotman (1972), a su vez, llama la atención sobre la capacidad del espacio literario de crear modelos culturales (Lotman 1972: 313). Textos con un “sujeto” presupondrían un orden del mundo, siendo el orden interior del texto binario (un hecho que encaja bien con los binarismos del siglo xviii español). Un acontecimiento se produciría mediante una discrepancia significativa de las normas que rigen en este mundo. El orden (semántico) sería permeable y permitiría, de este modo, para el o la protagonista del texto transgresiones. De este modo, Lotman integra, aunque sin explicitarlo, la relación recíproca entre el protagonista con el orden que lo rodea, ya que explica como ambos se pueden transformar debido al movimiento. Según él, la presentación de espacios no implicaría la representación de relaciones geográficas o físicas, sino que aquellos constituirían complejos de normas y reglas. Así, el entorno y el héroe representarían una ideología o un orden del mundo universal. Los traspasos de los límites en los textos conllevarían un “elemento revolucionario” (Lotman 1972: 459). Para aplicar su enfoque, es problemático que el “límite” entre los espacios no se aclare, así como que el espacio narrado concreto no siempre se distinga del “campo semántico”,

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A fin de desentrañar estos significados, fluidos y en continuo proceso de producción y transformación, los siete análisis se centran mediante una lectura detallada de los textos en los lugares mencionados explícitamente que, atendiendo el trasfondo sociohistórico, suponen una clara normativa sobre cómo comportarse. Analizando cómo se interrelacionan en textos literarios de la época espacios marcados como religiosos o decididamente antirreligiosos con los géneros masculino y femenino, se puede discernir qué prácticas se describen, se repiten, se invierten o se critican, indicando, así, la negociación literaria de estas. A su vez, presto atención a las imágenes (normativas) de género que se construyen (y, en este proceso, tal vez se transforman) en relación con estas prácticas y estos. Para ello, es necesario detectar cuándo las construcciones de cuerpo y de género generan la atribución de rasgos positivos y negativos a ciertos lugares/espacios, por ejemplo, a la hora de mantener cierta integridad física o de reputación o al verse expuestos determinados personajes a diferentes formas de violencia. La semantización del espacio va estrechamente enlazada con la caracterización de los personajes (vid. Pfister 2001: 339). Asimismo, es preciso identificar las atribuciones a la conducta de personajes adscritos (‘pertenecientes’) a los diferentes géneros que contengan una carga moral y registrar recodificaciones y legitimaciones de lo propio y de lo ajeno en cuanto al estrato/la clase social, el género, la profesión, etc. que persigan el objetivo de legitimar, relativizar o criticar estructuras y prácticas de poder religioso o social. De este modo, también se visibiliza la simultaneidad de, por un lado, las transformaciones y, por otro lado, las consolidaciones del saber y de las prácticas sociales construidas y difundidas literariamente. David Herman y Marie-Laure Ryan han elaborado, en el marco del supuesto cognitive turn, una concepción del espacio narrado, entendido como contenedor, como modelo mental del lector (Herman 2003: 263-299; Ryan 2003). Jens Eder, Fotis Jannidis y Ralf Schneider (2010b) defienden, paralelamente, la existencia de modelaciones cognitivas del funcionamiento de los protagonistas en la mente del receptor. Los espacios, al igual que los personajes, se perciben focalizados de forma aunque su acercamiento aporta estímulos importantes para el presente trabajo. Mijaíl Bajtín, a su vez, ha destacado con el término del chronotopos como espacio y tiempo se relacionarían, ya que el espacio solamente se podría producir con el tiempo. A su vez, el paso del tiempo se haría visible en el espacio (Bajtín 2008: 7).

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interna o externa, por medio de un personaje o una voz narrativa —recordemos la origo, los deícticos o topónimos que indican la perspectiva y las relaciones entre diferentes entidades en el texto—.9 Para entender estos conjuntos, son centrales el punto de vista del lector, con sus conocimientos culturales, y sus esquemas mentales, no solo en cuanto a género y espacio. Personajes y lugares cambian su estatus en la mente del lector, cuyo social knowledge hace que aquellos sean tratados como si fueran personas y lugares reales e imaginados siempre con unas características específicas, incluso si estas no se mencionan explícitamente (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 14). En los textos necesariamente se encuentran mecanismos (elementos, acciones, normas o relaciones) parecidos a los que rigen en el mundo extratextual que son condición para que el lector pueda entender lo narrado (Martínez/Scheffel 2007: 97). Esta característica de los espacios narrados permite analizarlos bajo enfoques sociológicos, filosóficos, antropológicos, etc. que vayan más allá de los análisis estructurales, que se centran meramente en la función de estos elementos para el texto mismo, y enfoques narratológicos, que parten del espacio como algo previamente establecido, sin cuestionar su producción. De los acercamientos al espacio narrado10, aquí se retoman los de Natascha Würzbach (2001) y los de Hallet y Neumann (2009b). Recurriendo a la terminología narratológica de Mieke Bal y concorde a las perspectivas sociológicas, se consideran los espacios no solamente como places of action, como continentes pasivos de la acción,11 sino también sus efectos como acting places que influyen o incluso condicionan el transcurso de la acción (Bal 2009: 139). En este contexto, también es 9  A veces, en el teatro, por ejemplo, esta perspectivización queda invisible. No obstante, también en este contexto el público está limitado a lo que ve en el escenario y a lo que dicen los personajes. También en textos narrativos, para la perspectiva, es indiferente si se trata de una narración hetero- u homodiegética, el “yo”, “él” o “ella” fungen todos como una instancia que percibe (Bal 2009: 20-23). 10  Seymour Chatman (1978: 96-97, 101-107), Gabriel Zoran (1984), Ruth Ronen (1986), Gerhard Hoffmann (1978), Leonard Lutwack (1984) y Claudia Becker (1990) se han dedicado de forma explícita a la producción textual de espacio. Además, existen trabajos como el de Jurij Lotman (1974, 2012), que manejan conceptos más abstractos de espacio. Un análisis de espacios cerrados como el de la cárcel en la literatura lo ofrece Monika Fludernik (1999). 11  En la narratología, el espacio se entiende muchas veces como un ente atemporal y estático (Hallet/Neumann 2009b: 19). Por ejemplo, Roland Barthes (1982) lo considera mera condición para que se produzca un efecto de verosimilitud.

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posible examinar la producción del espacio mediante acciones. Como los espacios siempre se describen y, por lo tanto, se perciben, de manera focalizada, implicando cualquier narración una perspectiva ante el espacio (Bal 2009: 77, 145-146), su caracterización mediante atributos o acontecimientos muchas veces corresponde a la caracterización de los personajes y dirige la atención de los lectores hacia fenómenos específicos que son de importancia para el transcurso de la narración y para su posible significado. Natascha Köln-Würzbach llama la atención sobre tres elementos esenciales que regulan la percepción y el funcionamiento del espacio y de los personajes: (1) la accesibilidad del lugar y la posibilidad de transgredir los límites; (2) la ubicación topográfica y el movimiento de los personajes; y (3) las experiencias y las atribuciones de significado específicas en función del género de los personajes (Würzbach 2004: 57). La construcción del espacio se examina, por lo tanto, tomando en consideración la accesibilidad del espacio, el uso de deícticos y la atribución a los espacios de, por ejemplo, una cierta temperatura, luminosidad o extensión. Especialmente la accesibilidad de los espacios se examinará en relación con los comportamientos presentados como lícitos o ilícitos para los géneros masculino y femenino, así como las opciones de movimiento para estos. Asimismo, se prestará atención a la creación y caracterización del espacio mediante adjetivos o verbos como, por ejemplo, “público”12, “privado”, “oscuro”, “luminoso”, “amplio”, “estrecho”, “peligroso”, “seguro”, “salir” o “entrar”. Estas atribuciones pueden basarse en dicotomías como dentro-fuera, arriba-abajo, estrecho-amplio, izquierda-derecha etc. cuyo significado va más allá del significado literal (Geiger 2007). Un examen léxico permite registrar los elementos constituyentes del espacio narrado y posibilita discernir referencias semánticas recurrentes. Asimismo, se tienen en cuenta cambios del lugar de la acción que pueden no solo corresponder a la serie de acontecimientos narrados, sino también establecer oposiciones significativas en cuanto al conjunto de rasgos característicos o normas (Lotman 1972). Asimismo, al suponer una correlación entre el estado de los personajes y el espacio, también el desarrollo de los personajes permite sacar conclusiones sobre la concepción del espacio correspondiente, que también puede estar en proceso de transformación. De este modo, el imaginario de la topología no solamente se construye 12 

Para una conceptualización terminológica de lo “público”, vid. Settekorn (2000).

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mediante itinerarios y referencias explícitas a lugares, sino también mediante los acontecimientos y los respectivos ‘sentimientos’ de personajes y lectores. Por ejemplo, anticipando un caso del primer análisis para ilustrar estas consideraciones metodológicas, las angustias de la protagonista en Cornelia Bororquia corresponden a su reclusión espacial en el calabozo inquisitorial. De este modo, sintetizando en términos de Löw (2009: 159), los lectores pueden crear mapas mentales en los que orientarse en cuanto a la geografía/topología y a las normas que rigen (Geiger 2007).13 Referencias a lugares concretos pueden incluso utilizarse como símbolos o signos en los que se condensan significados (Geiger 2007). Este mecanismo, presente en todos los textos analizados, permite que los espacios literarios no se vean reducidos a meros continentes naturales de acciones y se puedan cargar de significado(s), muchas veces inverso(s) a los significados imperantes en el mundo extratextual, al verse libres de las necesidades prácticas y pragmáticas que rigen en este. Así, pueden leerse alegóricamente. El estructuralista Jurij Lotman ha destacado que el espacio como producto literario es el resultado del uso de signos culturalmente condicionados y que solamente puede ser construido mediante oposiciones. Por consiguiente, no solamente son necesarias atribuciones binarias (abierto-cerrado, por ejemplo) para entender cómo se crea el espacio, sino que también las oposiciones entre diferentes lugares mismos son significativas. Su oposición es necesaria para crear un significado. De ahí que para el análisis se hayan elegido espacios altamente normativizados que se presentan en oposición a otros: calle, casa, convento, calabozo, confesionario e iglesia. Todos ellos son producidos mediante prácticas descritas en los textos en cuestión. La calle y la iglesia constituyen, a priori, dos espacios públicos, accesibles tanto para hombres como para mujeres y, por lo tanto, sometidos a un control colectivo. Wöhler afirma que mientras que los espacios privados están cerrados y solamente les está permitido el acceso a personas selectas, el espacio público en principio está abierto para cualquier persona. Cada individuo tendría el derecho de

13 

Michaela Geiger (2007) supone que el lugar donde se localizan los personajes también es significativo para la “pragmática del texto”, esto es, su efecto en el público implícito, ya que este puede identificarse con el lugar o la situación del yo narrado/yo que narra/protagonista o establecer una significante diferencia entre su propia situación y la situación literariamente creada.

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entrar en él, aunque no tenga el derecho a ejecutar cualquier acción en su interior.14 Para evitar rivalidades por el uso del espacio, los derechos de acción e interacción son limitados mediante prescripciones, instrucciones, leyes, interdicciones y costumbres. Estos límites son perceptibles y demarcan, de forma simbólica, el espacio. Gente que no sabe decodificar estos símbolos no solamente rompe las reglas, también corre peligro de ser excluido del espacio y de su uso como recurso (Wöhler 2000: 56). Descubrir estos actos cotidianos y los discursos sobre ellos en la literatura de ficción permite ampliar las aportaciones de la historiografía sobre los procesos de transformación y modernización que se estaban llevando a cabo en el plano de la legislación o del ejercicio del poder estatal (Schlögel 2002: 313). La calle y la iglesia, como espacios públicos, se distinguen entre sí por la diferente presencia de prácticas religiosas. La casa, el convento y el confesionario se delimitan mediante muros —como la iglesia—, no obstante, sus paredes producen una cierta privacidad. En ellos no entra cualquiera, aunque todos estos espacios también son lugares de relacionarse. En la casa tienen lugar quehaceres domésticos privados como vestirse, alimentarse, etc., así como diferentes formas de la sociabilidad. Es un lugar en el que hombres y mujeres se pueden encontrar bajo determinadas condiciones.15 En cambio, el convento, en principio, se define por su impermeabilidad, así como por una reglamentación de comportamientos explícita y prácticas religiosas reiteradas. Más allá de ello, se caracteriza por ser un espacio monogenérico que, en principio, solo admite o bien el género masculino, o bien el femenino. El confesionario, también cerrado, da lugar a un encuentro íntimo orientado a la absolución del penitente por un sacerdote. En él se encuentran de forma institucionalizada personajes masculinos y femeninos de diferentes estatus. El calabozo, a su vez, constituye un lugar en el que uno, a diferencia de en todos los demás espacios, se halla involuntariamente y sin opciones de salida inmediata. En todos

14  En este sentido, es muy cuestionable la distinción entre ‘lo público’ y ‘lo privado’ en el siglo xviii, ya que la supuesta ‘esfera pública’ restringía rígidamente el acceso para ciertos individuos, especialmente mujeres, mediante limitaciones temáticas y también de accesibilidad a espacios de encuentro. 15  Paulino Martín Blanco y Teresa Prieto Palomo (2006) prestan en su detallado artículo especial atención a la casa y el espacio doméstico en la literatura española en su interrelación con la producción de imágenes sobre los géneros masculino y femenino.

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estos espacios, la religión católica desempeña un papel relevante. ¿Es posible descubrir rupturas mediante la adscripción o la inscripción de personajes en espacios en los que tradicionalmente no se les habría esperado? ¿Conllevan las rupturas en las normas de comportamiento de ciertos personajes cambios en el espacio que los rodea de forma aparentemente ‘natural’? En los análisis las palabras ‘espacio’ y ‘lugar’ se utilizan de manera sinónima. Una distinción lingüística clara ha demostrado ser impracticable, debido al vocabulario que se utiliza en los textos mismos, así como debido a la falta de una clara distinción en el uso tanto cotidiano y como científico. Con ‘lugar’ se denomina tendencialmente la localización física (material) concreta, mientras que con ‘espacio’ tendencialmente se incluye una carga normativa o moral. De ello se distingue a priori el uso del término ‘esfera’, que indica el conjunto de rasgos atribuidos que unen varios lugares, por ejemplo, al diferenciar la ‘esfera pública’ como ente abstracto o metafórico del ‘espacio público’, en principio material y físicamente palpable (Settekorn 2000; Faulstich/ Hickethier 2000). Como existen pocos análisis con referencia al espacio en los textos literarios que aquí se analizan, todos los capítulos constan de un apartado sobre el estado de la investigación relativo a cada texto en concreto. No obstante, los textos son muy diversos en sus formas y contenidos, por lo cual en los diferentes análisis pasarán diferentes aspectos al primer plano, aunque se busque siempre el entrecruce entre las tres dimensiones de espacio, género y religión y su impacto en un sistema moral. Al análisis narratológico, además, se añaden diferentes instrumentos específicos para ciertos géneros literarios, incluyendo así aspectos propios del análisis teatral, lírico o narratológico. En los análisis concretos de los textos, se recurre tanto a la teoría narratológica de Gérard Genette (1998) como a los trabajos estructuralistas y de psicología lectora de Jurij Lotman (1972), así como de Umberto Eco (2010) y Roman Jacobson (1971). La forma de cada texto, el ‘estar-hecho’ de una forma específica, influye en los procesos cognitivos y en las formas de recepción (Jacobson 1971: 145). No existe ningún texto sin el “soporte que lo da a leer (o a escuchar) y no hay comprensión de un escrito cualquiera que no dependa de las formas en las cuales llega a su lector” (Chartier 1994: 334-335). Ian Watt explica que el “efecto de realismo” de la novela no se basa necesariamente “en la forma de vida” que presenta, sino más

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bien “en la forma en que la presenta” (Watt 2000: 11). El “efecto de realismo” también se debe a poner en el centro la percepción de uno o de diferentes sujetos, como ocurre, por ejemplo, en las novelas epistolares (Rennhak 2011: 226). Estrechamente ligada a esta perspectivización formal y a la demarcación de un ámbito asequible para la percepción y observación por parte de un(os) personaje(s) se halla la creación de subjetividad y de “reflexividad” (Löw 2009: 162). Justamente esta reflexividad permite la influencia activa en el transcurso de la propia vida, esto es, ofrece “potenciales de cambio” (Löw 2009: 162), no solamente para el personaje, sino también para el lector, mediante paralelismos que permiten la identificación con un(a) protagonista. También las diferencias entre los dos espacios, el espacio narrado y el espacio extratextual, pueden subrayarse mediante estrategias literarias (Geiger 2012: 2). Rennhak destaca para la literatura del xviii el principio “de localizar lo interesante y lo nuevo ya no en un mundo fantástico literario, sino en el propio mundo” del lector (Rennhak 2011: 222). De esta forma, la origo, el centro orientativo en cuanto a espacio y tiempo, adquiere importancia tanto para los personajes como para las personas lectoras (Bühler 1990: 117). 2.3. La producciÓn de género Al prestar atención a la producción de espacio y concebirlo a la vez como producto y como productor de procesos y prácticas sociales, el cuerpo humano desempeña un papel central —una vez más en esta perspectiva doble, siendo producto y productor— para estas prácticas que constituyen el espacio. La materialidad del cuerpo humano16 evidencia que este forma parte de una configuración espacial (Löw 2005: 263). De este modo, al moverse en el espacio, el cuerpo se convierte en la bisagra entre los planos del espacio físico y de la sociedad, crea el espacio y lo carga de significados. Y estos cuerpos “siempre lo 16  Aunque algunas teorías, como la Judith Butler (2011), han problematizado el uso de conceptos materiales referidos al cuerpo al deconstruir los discursos que se refieren a ellos, este trabajo utilizará el concepto común de cuerpo, basándose en una definición física y material, de la que es de suponer que subyace también a los textos. Vid. para la problematización también Marcel Mauss (2010), quien en su trabajo sobre el uso cultural e históricamente específico del cuerpo defiende la tesis de que ninguno de los movimientos corporales sería “natural”.

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hacen como cuerpos sexualizados y sexualizantes, es decir, siempre recurriendo a conocimientos implícitos sobre el propio género” y a las normas de comportamiento ligadas a aquellos (Schmincke 2010: 62), muchas veces también específicas según el espacio. El género como categoría de distinción implícita o explícita, conlleva la incorporación de esquemas de percepción y valoración social. Los seres humanos no solamente crean espacios, también pueden formar parte de lo que se supone que es un espacio (Löw 2009: 155). Al posicionarse activamente y al ser posicionados por él, ocurre que ya no solamente se hallan en el espacio, sino que ni siquiera son separables de él (Löw 2005: 241). Sin embargo, para poder llevar a cabo un análisis es necesario separar sistemáticamente lo que estructura el espacio y lo que es estructurado (Löw 2009: 158). Solamente si se analizan desde una perspectiva doble a) los elementos en su materialidad y su integridad y b) las relaciones en las existen o se establecen entre ellos, es posible sacar conclusiones sobre las características que en estos procesos se les adscriben a ellos y al espacio. Como los dos planos, los elementos y las relaciones entre ellos, se perciben cognitivamente de forma simultánea, un análisis escrito —parta de donde parta— no debe entenderse como una jerarquización de los planos. Los seres humanos, como parte de configuraciones espaciales, tienen la particularidad de poder posicionarse y poder abandonar sus posicionamientos. Sin embargo, los bienes materiales no se pueden reducir a objetos pasivos, sino que también ellos, como elementos producidos socialmente, tienen un efecto sobre su exterior (Löw 2009: 155): una puerta cerrada tiene otro significado que una puerta abierta, la existencia de muros tiene otro que la ausencia de símbolos de separación. Al pensar en territorios cerrados, demarcados mediante símbolos como puertas, cotos o letreros indicadores, y en la destrucción de estos símbolos por parte de sujetos excluidos del espacio marcado, las acciones con los símbolos se pueden emplear para diagnosticar su funcionamiento y significado (Wöhler 2000: 56). El cuerpo no solamente tiene que reproducir el espacio en el que se halla interiorizando y cumpliendo con las normas que rigen sobre las relaciones espaciales y sociales, sino que puede actuar también de manera subversiva, según Lefebvre (1991: 89; Löw 2005: 255). Recurriendo al propio cuerpo, en actos performativos, es posible ampliar el reducido espacio de lo privado y ‘reconquistar’ espacios que, en principio, excluirían a un determinado género, a una determinada clase, etc. (Wöhler 2000: 59). Así,

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también pueden cambiar las características y la carga simbólica de los cuerpos. Para el caso de la Ilustración, por ejemplo, la presencia de laicos metidos en un monasterio podría leerse como un posicionamiento de cuerpos subversivos que conquistan un territorio exclusivo y, de esta manera, lo redefinen. La construcción de espacio normalmente se produce mediante un “saber práctico” o un “sens pratique” (Bourdieu 1987, Schmincke 2010: 68) que se actualiza en situaciones concretas, sin que los persona(je)s tengan que negociar en cada una cómo relacionarse entre ellas (Löw 2009: 161). Este saber práctico no se aplica de forma completamente automática, ni tampoco es regulado meramente por la cognición. Hay que distinguirlo de una “conciencia discursiva”, que permite describir y reflexionar sobre los propios actos. El saber práctico también incluye un “saber de género”, un saber práctico sobre normas de comportamiento ligadas al sexo que se sedimenta en el cuerpo (Schmincke 2010: 70). Este conjunto de conocimientos de diferente índole permite establecer diferencias de género, que aparecen así muchas veces —especialmente en el proceso de formación de una sociedad burguesa (Hausen 1976)— como “hechos naturales” cuya existencia no es necesario cuestionar (Dölling 2005: 49). Judith Butler ha desarrollado en varias obras la tesis de que el cuerpo humano y la sociedad no pueden entenderse por separado. Aunque el cuerpo parezca algo naturalmente dado, forma parte de un imaginario socialmente condicionado, de ahí que no sea suficiente disociar el género del ‘sexo biológico’ previamente fijado. Ella deconstruye el ‘sexo biológico’ no solamente como una norma, sino como parte de una “práctica de regulación que produce los cuerpos” en su materialidad y que tiene una “dinámica de poder” (Butler 1997: 21, 22). Sobre la base de actos performativos repetitivos se producen los efectos que se denominan mediante el habla, a la vez que lo no denominado se excluye y se relega a un espacio de lo rechazado (“the abject”, Butler 1997: 22), que estabiliza el espacio y el estatus de los sujetos que han asumido las normas vigentes. Al depender de estas repeticiones, estas prácticas también conllevan cierta inestabilidad, que puede fungir como potencial para “crisis productivas” (Butler 1997: 33). El cuerpo mismo, según esta perspectiva, no es la materia prediscursiva en la que se pueden inscribir significados, sino que es un significante que se produce en las interacciones cotidianas (Becker-Schmidt 2013: 28). Con la concepción de Butler se han difuminado tanto la distinción entre el

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sexo biológico y el género construido socialmente, como la binaridad entre solo dos géneros. Las ideas de Butler también pueden aplicarse a personajes de ficción. Se puede concluir que en la configuración de espacios también rigen principios de producción de género, del doing gender. Al activar la percepción de la(s) diferencia(s) de género y las diferentes prácticas de posicionamiento, las estructuras espaciales están indisolublemente ligadas a la producción de género. Este enfoque para deconstruir el género y detectar la perpetuación de roles sociales y desniveles jerárquicos mediante la repetición de actos de habla puede aportar elementos importantes para el análisis con el fin de desentrañar justamente el funcionamiento de la diada espacio-género en los textos narrativos. 2.4. La producciÓn de género en la literatura La relación entre un personaje y su entorno, recuérdese la origo, el “aquí estoy yo”, supone que existe una mente y un cuerpo, pero emergen aún más calidades de los sujetos si se tienen en cuenta interacciones sociales, por ejemplo, roles sociales (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 13). Así, los personajes, al fin y al cabo entes corporales en la ficción, se perciben desde el punto de vista del lector, con sus conocimientos culturales. Recurriendo a sus esquemas mentales, el lector infiere rasgos de carácter o motivaciones de los personajes, anticipando su comportamiento y relacionándolos con la propia vivencia (Eder/ Jannidis/Schneider 2010a: 14).17 Según Jens Eder, un personaje es un ser presentado en un texto ficcional al que se adscribe la capacidad de realizar procesos mentales. Cada personaje contiene tres bases, de “corporeality, psyche and sociality”, que pueden ser estables (estáticas) o dinámicas, al manifestarse de alguna forma un desarrollo del personaje (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 13; vid. también Jannidis 2004: 88, 95 y Bal 2009: 113-114). Casi siempre se asemeja al ser humano, pero también puede revestir forma

17 

Desde la perspectiva de la psicología cognitiva, el saber social incluiría “person schemata; images of human nature, social categories; prototypes and stereotypes; knowledge of patterns of social interaction; groups and roles; […] attribution and the interpretation of behaviour […]; the knowledge of prototypical persons and last, but not least, the self-image of the reader/viewer/user” (Eder/Jannidis/Schneider 2010: 14).

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zoomorfa, artificial o sobrenatural (Eder 2007: 238). Los personajes pueden remitir a personas reales que son (re)construidas en la ficción, pero cuya existencia, a diferencia de personajes plenamente ficticios, no depende solamente del texto. Sin embargo, el estatus ontológico de los personajes es controvertido (vid. Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 5).18 El estructuralismo considera los personajes como “elementos textuales” o signos mediatizados, mientras que enfoques psicológicos que surgieron a partir de los años ochenta, en cambio, los conciben más bien como “complejos de imaginación” construidos por parte de los receptores en el proceso de lectura y recurriendo a los esquemas mentales que tienen del mundo y de la narración (Jannidis 2004: 151, 194; Eder/Jannidis/ Schneider 2010a: 3). Estos últimos enfoques subrayan las operaciones afectivas y cognitivas que se realizan con la percepción y el procesamiento de información y, que le permiten al lector crear modelos mentales (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 7).19 Como los dos enfoques no se excluyen, sino que se complementan, en el análisis de los personajes metodológicamente se integran aspectos de ambos. En la mayoría de los casos, los personajes forman parte de una constelación de, por lo menos, dos entidades figurales y están por tanto puestos en relación con otros (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 26). En la realidad no-ficticia, una constelación de personas se conforma normalmente sin una estructuración visible (aunque no por ello inexistente, como ya se ha mostrado en los capítulos anteriores, pues en cualquier situación y acción están presentes relaciones jerárquicas). En textos ficcionales, en cambio, la configuración figural y las 18  Aparte del estructuralismo y las teorías cognitivas, los dos enfoques presentados en este capítulo, nos vemos enfrentados a una fragmentación de paradigmas concernientes a los personajes. Así, la hermenéutica define a los personajes mayoritariamente como representaciones de seres humanos y subraya la necesidad de considerar en especial su trasfondo histórico y cultural. Los enfoques psicoanalíticos, en cambio, se concentran en la psique del personaje y del receptor. Intentan explicar tanto el interior de los personajes como las reacciones de los lectores con modelos psicodinámicos de personalidad, como, por ejemplo, los de Freud y Lacan. 19  Las reacciones mentales del lector son independientes de la supuesta cercanía a uno de los personajes por parecerse o sentir simpatía: “we react no only to sympathetic protagonists, but also to their antipathetic adversaries or to minor characters; our reactions shifts between the various inhabitants of a fictional world” (Eder/Jannidis/ Schneider 2010: 47). Se pueden dar diferentes relaciones entre lector y personaje, como “spatio-temporal proximity, understanding and perspective-taking, familiarity and similarity, interaction and affective engagement” (Eder/Jannidis/Schneider 2010: 52).

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relaciones entre los personajes se organizan a priori de una forma funcional y, análogamente a los espacios, muchas veces en oposición. Si se entiende la constelación figural como una abstracción de relaciones en el mundo (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 25-26), el texto se puede interpretar como un “portador de fines comunicativos” (Schulte-Sasse/ Werner 2001: 160) que permite esbozar un modelo ordenado de un mundo regido por reglas. Las figuras se pueden ordenar mediante oposiciones binarias o escalonadas de dos o más grupos de personajes. Por ejemplo, mediante una oposición de antagonistas se puede manifestar un conflicto entre personajes que muchas veces supone la condición para el inicio y el desarrollo del argumento en textos narrativos. Por ello, el deslinde entre los personajes no debe ser absoluto, se necesita un punto de encuentro o roce entre ellos para que la oposición desemboque en una acción (Schulte-Sasse/Werner 2001: 159-160). Con ayuda del análisis de la constelación de personajes se pueden investigar varios tipos de relaciones, incluyendo relaciones sociales (conflictos y vinculaciones), así como una carga simbólica que señale, por ejemplo, un enfrentamiento entre valores y normas morales o estéticos (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 27). En los análisis se establecerán relaciones entre algunos personajes escogidos para así deducir los atributos (semas) adscritos a ellos. Se indicará si un personaje se caracteriza y se valora indirecta o directamente a sí mismo o si lo hace otro personaje o una voz narrativa, para después poder relacionarlo a modo de ejemplo con el estatus de otros personajes y destacar oposiciones semánticas según la teoría semiótica propuesta por Jochen Schulte-Sasse y Renate Werner, que se basan en gran parte en la concretización de las ideas de Jurij Lotman (Schulte-Sasse/Werner 2001; Lotman 1972). Así, se pretende averiguar si y cómo los personajes masculinos o femeninos transmiten una gama amplia de significados, por ejemplo, incorporando o encarnando virtudes, vicios o ideas abstractas (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 46). Muchas veces es posible adscribirles a los personajes rasgos semánticos, características, por pertenecer a uno de dos o más grupos que se definen en oposición en la configuración figural. Para llevar a cabo esta adscripción, también es necesario que el lector infiera rasgos del carácter de los personajes a partir de sus conocimientos del mundo, debido al hecho de que “fictional characters are often introduced by their behaviors, rather than by explicit mention of the traits that (potentially) generate those behaviors” (Gerrig 2010: 360). En los análisis

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se lleva a cabo una recogida de datos sobre los personajes de forma estructurada, integrando categorías como la edad, la procedencia y el género, que incluye también descripciones de comportamiento, de valores y de conocimientos. Atributos como ‘cauteloso’, ‘divertido’ o ‘listo’ se pueden deducir a partir de meras descripciones de acciones, sin valoraciones. Investigadores de psicología resaltan la diferencia entre inferencias automáticas e inferencias controladas, que requieren una reflexión estratégica sobre el personaje por parte del lector (Gerrig 2010: 360-361). A partir de las inferencias y de la extensión y los detalles sobre el personaje aportados en el texto, se puede concluir si la complejidad de sus características corresponde a figuras más bien unidimensionales o más bien pluridimensionales. Mieke Bal, a su vez, distingue entre “round” y “flat characters”, afirmando sobre estos últimos que según criterios psicológicos no contendrían nada sorprendente para el lector y se basarían en estereotipos, mientras que los primeros se construirían sobre varios rasgos complejos (Bal 2009: 115). No obstante, Eder, Jannidis y Schneider llaman la atención sobre que no es el bajo grado de complejidad de un personaje lo que lo convierte en estereotipo, sino el elevado grado de congruencia con esquemas establecidos y conocidos por los lectores, producidos dentro de la sociedad. Especialmente la edad, el género, el origen y el estatus social se han destacado como aspectos recurrentes de la formación de estereotipos desde Aristóteles (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 39-40). Teniendo en cuenta estas consideraciones teóricas, en los análisis se examinan tanto las caracterizaciones explícitas e implícitas, externas e internas de los personajes masculinos y femeninos, como su constelación y su relación con los espacios, a fin de entender su función para el texto y la visión del mundo que se transmite. También se consideran en especial valoraciones divergentes emitidos por boca de varios personajes y las estrategias de los personajes para autoafirmarse en falta de otros juicios externos (vid. Bal 2009: 171 sobre (auto)testimonios). También se consideran voces sin cuerpo, como por ejemplo la de la instancia narrativa heterodiegética. Ina Schabert (1992: 317) advierte que mayoritariamente las instancias narrativas heterodiegéticas conllevan una connotación masculina, aunque falte un género explícito. Su actividad, su supuesta superioridad intelectual y el control sobre los acontecimientos, el ritmo y la cantidad de información lo harían manifestarse como dominante y, por lo tanto, perteneciente a las características tradicionalmente atribuidas a lo masculino. Ténganse en

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cuenta también estrategias narrativas y mecanismos implícitos. Así, un texto no solamente activa esquemas de conocimientos sociales, sino que también activa en los lectores el media knowledge, que incluye “an awareness of a text’s communication processes and fictionality; an awareness that is guided by the rules and aims of communication as well as media-specific knowledge of genres, modes of narrative, character types, dramaturgical functions, aesthetic conventions […], intertextual references […] and individual popular characters” (Eder/ Jannidis/Schneider 2010a: 14; 33). Wolfgang Iser sostiene que justamente las implicaciones de un texto que no se manifiestan verbalmente, sino que los “vacíos” literarios son los impulsos que movilizan la imaginación del lector para que los objetos imaginados puedan producirse. Estos objetos también pueden ser valoraciones y evaluaciones de personajes o sucesos según esquemas sociales adquiridos anteriormente (Iser 1994: 261). Según suposiciones de la teoría cognitiva, esto ocurrirá en parte inconscientemente, mediante la aplicación de procesos mentales naturales a la condición cerebral y emocional del ser humano (Hogan 2010: 143). La estética de la recepción literaria presupone, además, la existencia de una conciencia narratológica del lector, que puede llevar al lector a buscar conclusiones y posicionarse hacia el texto, respondiendo activamente a sus estructuras apelativas (vid. Iser 1994: 8, 50, 61-62, 80, 228-230, 284-298), lo cual puede incluir una posible respuesta afectiva, cuyos estímulos literarios hay que buscar. De ahí que desde un punto de vista metodológico se preste atención a los recursos estéticos y retóricos de cada texto analizado, específicos según los diferentes géneros literarios e indicados en cada capítulo. Es consenso entre investigadores que la diversificación de los medios en el espacio de la comunicación formó parte de los procesos de modernización que tuvieron lugar en las sociedades europeas dieciochescas y permitió una mayor autorreflexividad (Kleinsteuber 2000: 44, Habermas 2000). Por consiguiente, atender a la forma de los textos en cuestión, considerando sus rasgos literarios específicos, es necesario para detectar nuevas prácticas de lectura y el surgimiento de espacios particulares, medio públicos o medio privados en España, mediante los que aumentó también la cantidad de opciones de observación reflexiva (Wöhler 2000: 60).20 20  En este sentido, la novela y otros géneros literarios, como el melólogo o el sainete, como medios ‘nuevos’ de diversión e instrucción con un alcance amplio, y una

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2. Fundamentos teóricos

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En resumen: en este capítulo se ha presentado a grandes rasgos el instrumental metodológico interdisciplinar que guía la investigación para lograr analizar el conglomerado de espacio-género-religión en los textos ficcionales. Si los enfoques filológicos y psicológicos acogen los de sociología, el análisis literario de los textos en cuestión puede ofrecer nuevas conclusiones sobre la construcción y el funcionamiento del discurso sobre la relación entre religión, religiosidad y sociedad. A partir del análisis literario de las descripciones de comportamientos y de prácticas relacionadas con la religión, el espacio o el género en los textos literarios que constituyen el corpus, se examinarán las tres preguntas de investigación. Para ello, se recurre a enfoques de la sociología que consideran las categorías de ‘espacio’ y ‘género’ como recíprocamente relacionadas y producidas mediante atribuciones. La interrelación indisoluble entre doing gender y doing space se ha mostrado en los dos subcapítulos anteriores. Todos los textos escogidos ostentan este entrelazamiento entre espacio y género. Se han elegido obras fuertes rasgos narrativos en las que nos encontramos con espacios y personajes relacionados con la religión católica. Se buscan atribuciones implícitas y explícitas de religión y religiosidad que fungen como legitimación de ciertas prácticas y órdenes del mundo, utilizando los instrumentos filológicos provenientes del análisis narratológico, dramático y poético, así como con enfoques de la psicología cognitiva (Bourdieu 1992, Butler 1997, Löw 2009, Eder/Jannidis/Schneider 2010a; Hallet/Neumann 2009, Geiger 2007, Lotman 1972). El objetivo de los análisis es, así, desvelar el funcionamiento de los textos en su diversidad como “portadores de significado cultural” (Hallet/Neumann 2009b: 11).

recepción situada entre lo privado y lo público (Steinecke 2003: 320, Ferreras Tascón 1987: 49; Blaicher 1977; Urzainqui 2006), se pueden considerar elementos fundamentales en la creación de un discurso sobre el progreso nacional. El funcionamiento de dicho discurso se puede descubrir al poner en relación las diferentes vías de transmisión de una visión o propuesta de cómo funciona o debe funcionar la sociedad.

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3 INMOVILIDAD EN UN “LUGAR ESPANTOSO”: LA NOVELA EPISTOLAR CORNELIA BORORQUIA

En apariencia completamente aislada y desamparada, la heroína epónima de la novela Cornelia Bororquia o La víctima de la Inquisición describe su situación en un calabozo del Santo Oficio caracterizado por la “obscuridad, la humillación, el silencio, las angustias”, que no le dejan a la protagonista “otra señal de vida más que la respiración” y le sugieren “reflexiones tristes y sombrías [...] sin el más leve conocimiento de lo venidero...” (Gutiérrez 2005: 105), llevándola a suponer “que Dios, en vez de ser el padre de los hombres, es su más cruel e inhumano verdugo” (Gutiérrez 2005: 91). No es sorprendente que los orígenes de la obra se mantengan en la oscuridad, visto el fuerte impacto que habrán tenido en un público lector contemporáneo estas descripciones y estas “reflexiones”, reiteradas a menudo y expresadas por diferentes voces narrativas, que, además, incorporan una dura acusación de la complicidad entre Inquisición y Estado absolutista. La edición más antigua que se conoce, impresa anónimamente en París en 1801, es ya una versión “revista, corregida y aumentada” de la novela y se ha establecido como la edición estándar. Dicha edición solamente permite llevar a cabo especulaciones sobre la verdadera editio princeps, a día de hoy desconocida, su fecha de publicación y el autor, supuestamente Luis Gutiérrez (vid. Garnica 1997: 77; Sebold 1998: 56, Dufour 2005: 28-31).1 En cualquier 1  José Ignacio Ferreras Tascón supone que la primera edición impresa, hoy desaparecida, vio la luz en los años 1797 o 1798, dado que según el Apéndice al Índice general de los libros prohibidos (1848) la “segunda edición corregida y aumentada” se habría publicado ya en 1800 en París (Ferreras 1987: 269). Gérard Dufour (2005: 11), no obstante, supone que esta indicación acerca de una supuesta segunda edición es errónea y que la primera se publicó en 1801. En cuanto a la autoría existen dos hipótesis. En una edición de Londres (1819) se nombra al “presbítero Don Doctor Fermín Araujo, comisario del

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caso, después de esa primera edición se vuelve a editar de forma corregida, ampliada con varias cartas2 y una advertencia para defenderse contra acusaciones reales o posibles (Malin 2013: 727) en la que se recurre a la veracidad histórica: “es sabido que ha habido un tiempo en que el tribunal del Santo Oficio ha cometido libremente […] atrocidades” (Gutiérrez 2005: 75). La novela tuvo un vasto éxito y una historia editorial posterior muy amplia. En España se publica por primera vez en el año 1812, fecha seguramente no casual. Tras la abolición definitiva de la Inquisición en España en el año 1834, la novela se reedita tan solo en España cinco veces.3 En total, la obra vive más de veinticinco ediciones en Europa entre 1808 y 1881, con ocho reediciones en París y dos en Londres y es traducida al francés (1803), al alemán (1834)4 y cuatro veces al tribunal de la Inquisición de Valladolid” (Fermín Araujo, 31819) como autor, atribución que sostuvo Reginald F. Brown (1953: 63, 172). En cambio, la investigación más actual se inclina a seguir a Juan Antonio Llorente (1812: XXI-XXVI) y a Marcelino Menéndez Pelayo, que atribuyeron la autoría a Luis Gutiérrez, “fraile trinitario que estudió en Salamanca” (Menéndez Pelayo 1932, VII: 29). Dufour (2005: 31-46) pudo respaldar esta suposición proporcionando algunos detalles biográficos sobre Gutiérrez. Aunque la documentación disponible hasta ahora no es suficiente para dar por sentada la autoría de este último, la mayoría de la comunidad filológica sigue a Dufour debido a los indicios que presenta. Aquí se aceptará esta presunción porque a día de hoy presenta los argumentos más convincentes. Sobre la autoría han trabajado, además, Lucienne Domergue (1981: 117-120), José Altabella (1983), Claude Morange (1990: 277-344), Joaquín Álvarez Barrientos (1991: 317-319), Juan Ignacio Ferreras Tascón (1973: 59-60) y Martin Murphy (1995, 1997), iluminando el trasfondo de Luis Gutiérrez como supuesto autor. Luis Gutiérrez, nacido posiblemente en 1771, fraile trinitario, en Valladolid, renegado ulteriormente, se establece en 1798/1799/1800 en Bayona (Francia). Juan Antonio Llorente, secretario y, luego, historiador sumamente crítico de la Inquisición, supone en sus Anales de la Inquisición de España (1812) que Gutiérrez se exilió “para librarse de las cárceles secretas de la Inquisición” (Llorente 1812: XXI), aunque no existe documentación sobre acusación alguna. Publica allí hasta 1807 La Gaceta de Bayona, difundida también en España. Tras una prolongada estancia en París viaja por Lisboa, Oporto y Galicia a España, donde en 1809 es detenido con papeles falsos. Bajo la acusación de ser un afrancesado político y agente espía de Napoleón es encarcelado en Sevilla y ejecutado el 14 de abril de 1809 (Dufour 2005: 31-33). 2  Vid., por ejemplo, la carta XXVII de Meneses en la edición de Dufour. 3  Muñoz Sempere recuerda el dato interesante de que, sin embargo, Cornelia Bororquia no se publicó en Madrid durante el Trienio Liberal (2008: 48). 4  Un ejemplar traducido al alemán se halla en la Biblioteca Estatal y Universitaria de Gotinga, incluido en la edición de Fürstenliebe. Novelle aus d. Neueren Geschichte Schwabens de Wilhelm Zimmermann (1834). En la misma biblioteca se encuentra también un

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portugués (1820, 1834, 1845), convirtiéndose en una de las novelas españolas más populares y difundidas (vid. Malin 2013: 727; Dufour 2005: 21-23; 28-31; Pérez/Rodrigo 2003: 87; Malin 2002: 18; Kilian 2002: 151; Garnica 1997: 77; Fuentes 1988: 601).5 La existencia de varias impresiones en París y Londres con tiradas altas indica que la novela no se dirigió solamente a los emigrantes que vivían allí, sino que también debió de circular exitosamente a escondidas en España (Dufour 2005: 23; Kilian 2002: 151, Murphy 1995: 173), esquivando de esta manera la prohibición in totum inquisitorial, en vigor a lo menos desde 1804 (Dufour 2005: 18, 23; Sebold 1998: 56). Daniel Muñoz Sempere sostiene que desde entonces se convirtió “en una novela buscada por todos gracias a la aureola de interés que sus contenidos anticlericales, violentos y eróticos le proporcionaban, haciéndola objeto tanto de implacables ejemplar de la Historia verídica de la Judit Española (Cornelia Bororquia) escrita por Dr. D. Fermín Araujo (1825). 5  Con las sucesivas ediciones, el título, originalmente Bororquia o la víctima de la Inquisición, sufre modificaciones (Murphy 1997: 236). Así, existen versiones con solamente el nombre, solamente el apellido, o el nombre y el apellido de la protagonista, a veces en combinación con una segunda parte como o la víctima de la Inquisición o Historia verídica de la Judith española (vid. Garnica 1997: 78). Existen también varias adaptaciones. Una novela con el título Historia verídica de la Judit española (1819), trabajo del español liberal exiliado en Londres Diego Correa, cuadruplicó la longitud del modelo (Murphy 1995: 174). En la novela histórica y tendencialmente romántica Vargas: A Tale of Spain, publicada anónimamente, atribuida a José María Blanco White (vid. Murphy 1995; Garnica 1997: 75) y desaparecida de la circulación poco después de su publicación en 1822 en Londres, el final de los acontecimientos es invertido hacia un final feliz: Cornelia no muere como mártir en la hoguera, sino que consigue escapar con su amante (Murphy 1995: 174). También en la novela Secretos de la Inquisición de Joaquín María Nin se insertó la trama de Cornelia Bororquia (Alba López-Escobar 2005). Asimismo, existe una adaptación versificada del año 1869 publicada en Barcelona bajo el título La víctima de la Inquisición o sea historia de la desgraciada Cornelia Bororquia, escrita en octavas agudas (Sebold 1998: 56). Otra versión en octavas, destinada a la transmisión oral de la historia, es la Canción nueva de Cornelia Bororquia o la víctima de la Inquisición (Barcelona, s. a.; vid. Sebold 1998: 56; Muñoz Sempere 2008: 47). Existe la adaptación versificada de la Carta XXXII que se publicó en 1820 bajo el título Epístola de Cornelia Bororquia a Vargas (vid. Muñoz Sempere 2008: 47). Menéndez Pelayo descubrió “una especie de ‘copla de ciego’ que se vendía junto con otros pliegos de cordel” en Madrid (Menéndez Pelayo 1932, VII: 29-30) y que resume el argumento de la novela. Dufour la presenta en el apéndice III (1987: 209-214). También parece haber existido una adaptación para el teatro, titulada La Cornelia Bororquia, o sea, los horrorosos crímenes de un prelado sostenidos por el execrable tribunal de la Inquisición, de cuya presentación se halla un anuncio en el Archivo Municipal de Sevilla (López 1823; vid. Murphy 1997: 245).

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purgas como de lecturas clandestinas” (Muñoz Sempere 2008: 44). Su presencia tanto en el extranjero como en España puede indicar la popularidad y actualidad de una doble temática, transportada por una historia unilineal, de un solo “núcleo de la acción” (Muñoz Sempere 2008: 45), que se diferencia de otros modelos de novela de la época, como el Eusebio de Montengón. Aquella incluye, por un lado, dos relaciones de amor, la relación amorosa familiar entre el padre y la hija y la relación de amantes entre Cornelia y Bartolomé Vargas (Malin 2002: 15). Por otro lado, la compleja red de intercambios epistolares entre todos los personajes permite la exposición de ideas críticas relativas al clero y a la instrumentalización de la religión (vid. Román Gutiérrez 1988: 118). Esta combinación seguramente sea la causa de que la novela haya sido valorada de forma dispar por parte de lectores y críticos. Para los lectores contemporáneos a la obra, Russell P. Sebold supone que la “reputación de satánico” del libro habría hecho aumentar constantemente su atractivo (Sebold 1998: 56). Según Marcelino Menéndez Pelayo, no obstante, la novela era “muy miserable cosa, reduciéndose su absurdo y sentimental argumento a los brutales amores de un cierto arzobispo de Sevilla [...]. Hay episodios bucólicos y versos entremezclados de la peor escuela de aquel tiempo” (Menéndez Pelayo 1932, VII: 29). De este modo, “uno de los más originales exponentes de la novelística de finales del xviii” (Muñoz Sempere 2008: 44) se convirtió en una “víctima de la crítica” (Dufour 2005: 61), cayendo en algún momento en el olvido, hasta ser redescubierto gracias a las ediciones de José Ignacio Ferreras Tascón, que la tilda de “primera novela anticlerical española” (Ferreras 2009: 245, vid. también Ferreras 1987: 265-287), y de Gérard Dufour (1987), introduciéndose de esta forma en el canon literario español. Cornelia Bororquia narra la historia de la heroína epónima, hija del gobernador de Valencia, que es raptada por el arzobispo de Sevilla. Este, ciegamente apasionado por ella, realiza un complot con el apoyo de varios cómplices detentadores de diferentes cargos eclesiásticos y un criado del gobernador. Cornelia es encarcelada en el edificio de la cárcel secreta de la Inquisición tras no ceder al apremio del arzobispo en su palacio. La protagonista consigue mantener el contacto con el exterior mediante cartas y la ayuda de una criada, creándose una

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compleja red de 34 cartas,6 fechadas del 24 de febrero al 9 de junio de un año no indicado, que narran el rapto y la desaparición de Cornelia, su cautiverio y su ejecución, a la vez que se presentan los esfuerzos de su familia y amigos, perseguidos por la Inquisición, por salvarla y salvarse. La red epistolar se tiende entre Cornelia misma, su padre el gobernador y su novio Bartolomé Vargas, así como entre ellos y los amigos de Bartolomé, Meneses y el conde N***. Asimismo, los criados Lucía, Pepe Núñez y Pedro Valiente, al igual que el arzobispo, el inquisidor general y Cipriano Vargas, hermano de Bartolomé e inquisidor, escriben cartas. La acción se sitúa después de la muerte del monarca Felipe II (1556-1598). Cornelia mata finalmente al arzobispo en defensa de su integridad corporal y este se arrepiente sinceramente de sus actos en la hora de su muerte. A pesar de su confesión, de varias pruebas de los acosos del arzobispo y de los esfuerzos de su padre, de su amante Bartolomé Vargas y de su amigo Meneses, Cornelia finalmente muere como hereje en un auto de fe. 3.1. Masculinidades y ubicaciones elocuentes Las cartas siempre indican el lugar de su enunciación: Valencia, Sevilla, Santibáñez y Caserío de Nublada aparecen como lugares topográficamente localizables, en parte con precisiones como “Prisión del Santo Oficio de Sevilla” (Gutiérrez 2005: 87). Mediante sus voces y sus acciones, los personajes producen y forman el espacio, perceptible para el lector como como lugar de la acción (“Schauplatz”, Würzbach 2004: 50), a la vez que el espacio ejerce una influencia sobre ellos. El objetivo del presente capítulo es examinar la reciprocidad en la que se producen el espacio, así como las identidades de los protagonistas de forma performativa y también simbólica. Para ello, a continuación se analizarán los personajes en relación con sus actividades y sus descripciones de los lugares a los que tienen o no tienen acceso. De este modo, no solamente se estudia la sofisticada constelación figural, sino que finalmente se puede llegar a describir una topografía

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El número de las cartas varía entre 25 y 34, dependiendo de la edición (Garnica 1997: 75). Once personajes escriben cartas, de los cuales diez también reciben cartas. Casi todos los personajes directamente involucrados en la acción reciben una voz epistolar (menos, por ejemplo, el personaje de Casinio).

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altamente cargada de significado. La conclusión expondrá cómo esta topografía en relación con los personajes se convierte en canal de un mensaje revolucionario en varios sentidos. A la hora de inventariar los personajes, destaca a primera vista la amplia gama de procedencias sociales: el gobernador, Meneses, el conde N***, Vargas y Cornelia pertenecen a la nobleza, mientras que el arzobispo, el inquisidor general y Cipriano Vargas pertenecen al clero y a la Inquisición. Pedro Valiente, Pepe Núñez y Lucía representan al grupo de servidores. A la vez, se pone en evidencia un desequilibrio cuantitativo: nueve hombres se contraponen a dos mujeres como emisoras de cartas. No obstante, una sola mujer ocupa el centro de la atención y de la acción de los personajes: Cornelia Bororquia. Como se explicó en el capítulo 2, cada personaje aúna en sí mismo los tres aspectos de corporalidad, psique y sociabilidad y es tratado por el lector, a partir de sus conocimientos sociales, como persona real (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 13-14; Jannidis 2004: 88, 95). Este efecto se ve apoyado por la introspección que permiten las cartas y por las descripciones de cualidades físicas o interiores realizadas por otros personajes. 3.1.1. Un poder universal de tres religiosos: “Somos”, “nosotros”, “un monstruo” Entre las voces masculinas se pueden distinguir las tres voces de los amigos Bartolomé Vargas, Meneses y el conde N***, de las tres del clero, el arzobispo de Sevilla, el inquisidor general y el inquisidor Cipriano Vargas. A ellos, se les suma un fraile con el que discute Bartolomé Vargas en la quinta del conde (Gutiérrez 2005: 122-125), cerrado frente a cualquier argumentación y representante de una postura católica intolerante. Elena Kilian, cuyo procedimiento sigo en este capítulo, los divide acertadamente en “hombres ilustrados” y “hombres inhumanos” (Kilian 2002: 154). Sus ubicaciones y atribuciones forman al final una autocaracterización —“nosotros” “somos” “un monstruo”— cuyo funcionamiento descubriremos en orden invertido de la frase.

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Un “monstruo, más digno de habitar en los áridos desiertos”: el arzobispo en Sevilla En las descripciones de Cornelia destaca la gran contradicción entre la predicación y la apariencia de santidad, por un lado, y la conducta infame del arzobispo, por el otro. Ella lamenta “su barbarie, [...] sus ojos llenos de fuego indigno, su semblante halagüeño en apariencia y pálido y colérico en realidad, su postura indecorosa” (Gutiérrez 2005: 89), y refuerza la disparidad entre el comportamiento y la apariencia mediante anáforas que van exponiendo en creciente intensidad el impacto que provoca del arzobispo, para introducir después como clímax el contraste de su apariencia con su supuesta esencia invisible: aquel hombre que tiene tanta fama de honradez en todo el reino, aquel sabio varón, cuya santidad aneja a su ministerio es tan altamente proclamada y creída por todo el mundo, aquel orador que tan a menudo recomienda en el púlpito la decencia de las doncellas, la fidelidad de las casadas, la castidad de las viudas, el Arzobispo de Sevilla, en fin, él mismo, él mismo ha sido (Gutiérrez 2005: 88); un prelado que en la cátedra del Espíritu Santo fulmina celosos rayos y centellas contra el vicio, un prelado a cuya presencia se prosterna humildemente el pueblo entero; [...] un ungido del Señor, ¡atreverse a hollar las leyes celestiales de la amistad, robando violenta e ignominiosamente a un amigo suyo su hija única, [...] querer saciar su brutal apetito a costa de cuanto hay más sagrado y respetable en el mundo! (Gutiérrez 2005: 90).

También Meneses critica al arzobispo por “su falsedad” (Gutiérrez 2005: 108). En suma, destaca la contradicción entre la apariencia y la conducta del arzobispo, quien, so capa de honradez, amistad y virtud, siendo un supuesto modelo de cristiandad para “el pueblo entero” (Gutiérrez 2005: 90) y para las mujeres, explícitamente mencionadas, de las que exige castidad, sería en realidad un “hombre [...] perverso” (ibíd.). Esta perversión se refleja también en un léxico proveniente del mundo fáunico salvaje. Cornelia describe al arzobispo como un ser de “brutal apetito”, “un horrible y evitable monstruo, más digno de habitar en los áridos desiertos de la Arabia”, sin ser “acreedor ni aun a ser

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siquiera amado de las bestias feroces” (ibíd.).7 Por su parte, su padre habla del arzobispo como “lobo rapaz, [...] tigre cruel” (Gutiérrez 2005: 100). También Bartolomé Vargas recurre al léxico del mundo animal para demostrar su barbarie inhumana: “más valiera que hubiera caído en las garras de las bestias feroces, que no en poder de esta canalla” (Gutiérrez 2005: 109-110). Cornelia destaca su monstruosidad: ¡Qué monstruo! [...] Me horrorizo [...]. Entra con la piel de oveja, me halaga, me habla con dulzura, y hallándome cada vez más empedernida, se sale de aquí furioso, al modo que un lobo voraz que habiendo sido echado de un aprisco, va con la lengua colgando o lamiéndose los labios ensangrentados a ocultar en los bosques su furor y su vergüenza, pero siempre alampándose por carne y sangre, a pesar de que lleva aún palpitando en sus ijares las víctimas que ha devorado (Gutiérrez 2005: 107).

De este modo, el personaje del arzobispo es construido unívocamente como perteneciente a una especie de seres aún más incívicos que los animales salvajes, propios de un lugar contrapuesto tanto al espacio urbano cívico de la humanidad —recuérdese el discurso sobre la necesaria ‘civilización’ de España—, como a un espacio rural paradisíaco e idílico. Su “monstruosidad” (Gutiérrez 2005: 88) se opone abismalmente al calor y la virtud que comparten entre ellos Meneses, Vargas, el conde N*** y Cornelia (vid. cap. 3.1.3). No obstante, el arzobispo muestra un momento de inflexión: tras su intento de violar a Cornelia, cae mortalmente herido. Arrepintiéndose de su comportamiento, declara en un estilo elíptico y en una postura humilde su culpabilidad ante Cornelia, hecho al que asisten también Lucía, el carcelero escoltado de gente armada y el inquisidor como testigos: La eternidad me aguarda, el respeto debido a vuestra virtud, el brazo de un Dios vengador levantado [...], todo, todo [...] me inspira terror y me consterna. Yo os he sacado, pobre inocente, de la casa paterna; yo he causado la muerte de vuestro padre; yo os he hecho gemir injustamente en este lóbrego calabozo... yo he sido un monstruo de crueldad, [...] que no merezco... ¡Ah! Sí, ahora [...] conozco [...] mis maldades. [...] Perdonadme, 7 

Christian von Tschilschke (2009: 82-86) ha desmenuzado cómo repercutían en la creación de una identidad española las referencias al extranjero. Para un panorama sobre las diferentes visiones que se establecían en España ante “el otro” África a lo largo de los siglos, vid. también Tschilschke/Witthaus 2017.

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hija mía, perdonadme, no queráis privarme de este consuelo en este horrible lance. Yo... Yo... ¡desventurado! (Gutiérrez 2005: 161).

Su declaración de culpabilidad no solamente subraya la veracidad de los juicios sobre su carácter y sus actos emitidos por Cornelia, Meneses y Bartolomé, sino que las aposiopesis (“que no merezco...”, “Yo... Yo...”) son señal de que lo acontecido es de una indecible gravedad, sin que quede claro si el horror mortal o el miedo de ser juzgado por un Dios inexorable es el motivo del cambio.8 No obstante, en el interrogatorio de Cornelia Bororquia, el inquisidor, a pesar de haber asistido a la confesión del arzobispo, niega la existencia de esta prueba de sus actos.9 El giro final en la actitud del arzobispo y la exoneración de Cornelia en este lance tienen dos efectos. Por un lado, se hace patente que la depravación del ser humano puede ser remediada mediante un aprendizaje que le permita acceder a cotas más altas de humanidad. Por otro lado, al negar el inquisidor este giro, se muestra la irrefrenable dinámica de un sistema de poder. La Inquisición declara a Cornelia culpable de herejía, manteniendo así el orden establecido y los beneficios de los altos cargos eclesiásticos. La injusticia de los actos contrasta con la generosidad de Cornelia, que le concede el perdón al arzobispo sin vacilar, poniendo de relieve mediante esta forma más humana de juzgar y actuar la misantropía de la sentencia y de la maquinaria inquisitorial. Un “Somos” universal: el inquisidor general El inquisidor general le escribe una sola vez al arzobispo. Su carta, al igual que las tres del arzobispo, está caracterizada por su brevedad. En

8  El precipitado estilo elíptico, marcado por el empleo de pausas (“yo..., yo...”) y aposiopesis (“que no merezco...”), además, se parece a la forma de la carta que escribe Cornelia justo antes de su ajusticiamiento, poniendo de relieve el impacto común que tiene la inminencia de la muerte para todos los seres humanos. Con ello, retoma un giro dramático común de la época, en el que la experiencia a veces horripilante tiene un impacto moral, como ocurre en Eusebio de Pedro Montengón y Paret o en La Cecilia de Luciano Francisco Comella (vid. capítulos 4 y 7). 9  La falta de pruebas en el proceso recuerda a la crítica emitida por Voltaire en su Traité sur la Tolerance cuando afirma: “On n’avait, on ne pouvait avoir aucune preuve contre la famille; mais la Religion trompée tenait lieu de preuve” (Voltaire 1763: 9).

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ella describe que emplea a ochenta y ocho espías para conseguir capturar a Bartolomé Vargas. El número de agentes se puede leer como muestra del gran peligro que se les atribuye a las ideas de Bartolomé Vargas, a la vez que las palabras del inquisidor general demuestran un fervor desenfrenado. La carta también indica el alcance de la persecución, aludiendo a la extensión espacial: “Me consumo entre mí mismo [...] y espero perseguirlo con la ayuda de Dios hasta en los profundos abismos” (Gutiérrez 2005: 150-151). El inquisidor general se caracteriza por su servilismo ante el arzobispo (“según vuestro deseo”, Gutiérrez 2005: 150). Aparte de esta sumisión a la jerarquía y un potencial oportunismo, no se alude a muchos rasgos de carácter. Aparece como un personaje estático y unidimensional, que no reacciona a las chispas de humanidad que le insinúan un posible cambio: “casi me enternecí viéndola [...] tan [...] llorosa y consternada” (Gutiérrez 2005: 151, cursiva mía). Nunca es denominado con nombre propio en el curso de los acontecimientos, predomina su cargo y función en la institución inquisitorial, hasta convertirse mediante su anonimato en un símbolo de un Santo Oficio numéricamente poderoso e inatacable. Su ubicación en un lugar llamado “Somos” (Gutiérrez 2005: 150), no localizable topográficamente, en combinación con su control sobre Sevilla, delatan su pertenencia a un grupo de poder universal. Un “nosotros” clerical y la Bayona reformista: Cipriano Vargas en Santibáñez También Cipriano Vargas pertenece a ese grupo poderoso. En su única carta, respuesta a la desesperada petición de su hermano Bartolomé de absolver a Cornelia, Cipriano divide el mundo entre un “nosotros”, pronombre en primera persona del plural complementario al “Somos” del inquisidor general y expresión deíctica de pertenencia al clero, y un “otro” no perteneciente a este espacio. La separación de ambos grupos va más allá de los lazos familiares y amistosos: los “sagrados vínculos de sangre y la amistad” (Gutiérrez 2005: 133), que Bartolomé Vargas intenta poner en primer plano como núcleo de la sociedad, no cuentan. Es más, Cipriano le aconseja a su hermano que él mismo se

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denuncie ante la Inquisición, en vez de mostrarse leal a su familia:10 “si quieres que no sea tan grande tu castigo, delátate tú mismo á nosotros” (Gutiérrez 2005: 129, cursiva mía; Muñoz Sempere 2008: 55). El pasaje revela la comprometida situación de Bartolomé, finalmente denunciado por su propio hermano y cercado por un poder colectivo. A su vez, su carta representa la versión oficial de la actuación inquisitorial en contra de Cornelia, contradiciendo la versión deducible de las cartas anterior y posteriormente presentadas. La misiva de Cipriano Vargas aumenta así el impacto de las críticas previamente expresadas y actúa como portavoz de la posición clerical-inquisitorial, contrapuesta al progreso de la nación y obcecada con la salvación tras la muerte (vid. Kilian 2002: 157). Cipriano critica la “ilustración y civilización de las demás naciones” (Gutiérrez 2005: 132) por extender en España “un aire de herejía e incredulidad” (ibíd.) opuesto a la salvación celestial, esbozada por él como base imprescindible del orden de la sociedad, en el cual se fundamenta su propio poder. Inversamente a las ideas expresadas por Meneses, Bartolomé o Cornelia, Cipriano Vargas valora negativamente la reivindicación de potenciar diferentes ámbitos de la sociedad, recurriendo a la vida y la autoridad de los apóstoles: “cuidaron muy poco de las artes, manufacturas, comercio, legislación, ciencias y artes, porque sabían muy bien lo poco importante que era todo esto para conseguir la vida eterna” (Gutiérrez 2005: 132), destacando que “hemos nacido para morir, y nos debe importar muy poco que en este valle de lágrimas las cosas vayan bien o mal” (Gutiérrez 2005: 130-131).11 No obstante, Cipriano entra en contradicción consigo mismo, asumiendo el papel de juez en la tierra. En nombre de Dios actúa exento de cualquier sentimiento de compasión: “Yo soy humano con los buenos, pero también soy duro y cruel con los malos, especialmente cuando media la gloria de Dios” (Gutiérrez 2005: 130, cursiva mía). La oposición irreconciliable entre esta salvación celestial y la ilustración terrenal lo lleva a negar, incluso destruir, todo proceso o material

10  La apelación de Bartolomé a ser leal a la familia tiene un parangón con el buen anciano Casinio, que encarna un principio de hermandad universal entre todos los seres humanos. Vid. cap. 3.1.3 11  La concepción de la tierra como “valle de lágrimas” que hay que sobrellevar se opone diametralmente a una concepción positiva de la lacrimosidad como expresión de sensibilidad en un mundo dinámico. Vid. también n. 19 de este capítulo.

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ilustrado. De este modo, Cornelia se convierte inevitablemente en un blanco, uno de los seres a los que hay que condenar. Su pertenencia a ‘los otros’, potencialmente favorable a una mejora del ‘valle de las lágrimas’ en tierra, basta para juzgarla. Se demuestra así la irracionalidad y crueldad del juicio, basado en la necesidad de destrucción de lo otro: “Doña Cornelia según las trazas es sabia y leída, y esto sólo basta para tenerla sujeta hasta que confiese o a fuerza de ruegos o a impulsos de la tortura, para poderla condenar en debida forma” (Gutiérrez 2005: 132). Es significativo que Cipriano, aparte de tacharla de “mujer criminal e incrédula” (Gutiérrez 2005: 129), también recurra al mismo léxico que ella utiliza para describir al arzobispo (“perverso”, Gutiérrez 2005: 90) y que emplea Vargas para describir al clero en general (Gutiérrez 2005: 125). Así, la llama “perversa” (Gutiérrez 2005: 130) por su supuesta falta de respeto ante Dios. La novela proporciona de este modo dos sistemas de descripción del mundo, cuya veracidad el lector debe discernir mediante la observación de la red polifónica que presenta la novela. El lugar de residencia de Cipriano Vargas, Santibáñez, ha sido interpretado como alusión al “grupo más radical de los ilustrados españoles de finales del siglo xviii, José Marchena, Miguel Rubín de Celis, José de Hevia y Miranda, Vicente María Santiváñez, Juan Antonio Carrese y José María Lanz”, reunido en Bayona, ciudad de refugio de Gutiérrez tras su salida de España (Pérez/Rodrigo 2003: 89).12 De este grupo, Marchena y Santiváñez tuvieron un papel importante en la introducción de textos de temas filosóficos y sociales en España.13 Por 12  No se sabe si Gutiérrez y Marchena llegaron a conocerse. Aunque no coincidiesen necesariamente en el tiempo, frecuentaban los mismos círculos y se movían alrededor del librero bayonés Gosse (Pérez/Rodrigo 2003: 89). 13  Ya en 1787, Santiváñez traduce una Colección de novelas morales de Marmontel, anteponiéndole un prólogo. En la novela La buena madre afirma: “El deber que más santamente se cumple en la naturaleza es el cuidar una madre á sus hijos. Este sentimiento universal domina todas las pasiones y escede al amor mismo de la existencia: hace que el más feroz de los animales sea blando y sensible; el más perezoso, infatigable; y el más tímido escesivamente animoso. [...] Solo entre los hombres se observan egemplos odiosos de un intempestivo abandono. Y es con especialidad en un mundo en que el ingenioso vicio para disfrazarse toma mil formas diferentes” (Santiváñez 1828: 85; vid. Álvarez 1996: 258). Los campos de “la naturaleza”, “la ferocidad de los animales”, la oposición entre hombres, fácilmente depravados, y mujeres, naturalmente más pacíficas, y la importancia que le da a la “familia” como núcleo y también marco básico de educación para la sociedad, revelan muchos paralelismos con las oposiciones

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ello, Ricardo Rodrigo Mancho y Pilar Pérez Pacheco proponen entender el lugar como posicionamiento del autor en pro de Santibáñez, reformista mucho más moderado que Marchena, quien se distancia mucho más del cristianismo, razona sobre el ateísmo y el materialismo en su Essai de théologie (1797) y toma, además, partido a favor de la revolución, los principios de igualdad y democracia y en contra de la división estamental del Antiguo Régimen. Gutiérrez mismo redacta una “apología de la nobleza” como “verdadero alivio del pueblo”, demostrando su inclinación a favor de un camino de reformismo ilustrado como el de Santiváñez, sin abolir el orden estamental ni la desigualdad social como es insinuado en las ideas revolucionarias de José Marchena (vid. Pérez/Rodrigo 2003: 91-95). 3.1.2. Impotencia e inmovilidad final: dos víctimas masculinas en dos extremos, Pedro Valiente y el gobernador Movimientos sin salvación entre Valencia y Sevilla: Pedro Valiente Pedro Valiente, en gran medida caracterizado por su oportunismo, ocupa una función de bisagra entre cómplice y víctima de la Inquisición. Como criado goza de la confianza del gobernador, siendo sobornado, al igual que cuatro hombres más, por el arzobispo (Gutiérrez 2005: 88). Es él quien le posibilita al prelado entrar en la esfera privada de la casa de Cornelia para raptarla. Su procedencia, los rasgos de carácter populares, su estilo cercano a la oralidad coloquial, recurriendo, por ejemplo, a muchos refranes y diminutivos (vid. v. g. Gutiérrez 2005: 83), así como su nombre, Valiente, se pueden leer como referencia al gracioso del teatro español del Siglo de Oro (Kilian 2002: 159). Esta relación con la tradición literaria destaca su función de mediador perdido entre dos bandos. Su nombre, aparentemente aptónimo, se convierte en un oxímoron: Valiente actúa por miedo o por propio interés, con oportunismo, y propuestas presentes en Cornelia Bororquia. Además, Santiváñez produce poesía y realiza traducciones de libros prohibidos. Entre ellos se hallan la Lettre d’Héloïse à Abailard (1796) de Charles-Pierre Colardeau (traducida del inglés, aunque la atribución de la traducción es controvertida), De rerum natura de Lucrecio, cuentos de Voltaire, las Lettres persanes de Montesquieu o Du contrat social ou Principes du droit politique, Émile ou De l’éducation y Julie ou la nouvelle Héloїse de Rousseau (Pérez/Rodrigo 2003: 89-90; vid. Núñez de Arenas 1963: 137).

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convirtiéndose en ejemplo representativo de muchos otros a quienes se alude como cómplices de la Inquisición. Tras el rapto de Cornelia, abandona Valencia para convertirse en portero mayor en Sevilla (Gutiérrez 2005: 114). No obstante, sigue en contacto con Pepe Núñez, fiel criado del gobernador. Valiente corrige ante este último su propia afirmación y la acusación de que Vargas sería el raptor de Cornelia: No tengo a bien permanecer en vuestro servicio, no porque tenga alguna queja de vuestro proceder, sino porque no me acomoda. El raptor de vuestra hija no ha sido Vargas, como casi os tenía ya hecho tragar. Pero no puedo deciros más, [...] pues me han puesto un candado en la boca [...] mi alma caería derechita en los profundos abismos, si os revelara un secreto. Yo no gusto mucho de que se me cueza el vello en el cuerpo (Gutiérrez 2005: 83).

Su carta no solamente parece indicar la plena conciencia de estar subordinado a un sistema religioso y político que no permite críticas ni la expresión libre de pensamientos (ni de lealtades), sino que muestra también que se trata de un comportamiento cuya base es un saber ya sedimentado en un dicho popular: “con el rey y la Inquisición, chitón, chitón” (Gutiérrez 2005: 83). Más adelante, lo reitera con otro refrán que alude, a la vez, a la invisibilidad e inaccesibilidad del conocimiento para mucha gente: “Las cosas de Inquisición/no las digas ni las cuentes/que no saben todas gentes/cómo son” (Gutiérrez 2005: 117). Toma distancia del clero, no forma parte de su “nosotros”, ni tampoco tiene opciones de acceder a él. Sin embargo, desde su condición vital, parece aceptar la autoridad terrenal de la Iglesia y del poder monárquico. Su aparente ascenso social, basado en las reglas de este sistema y la deslealtad establecida, se convierte, no obstante, en su perdición, lo que destaca la arbitrariedad del sistema en el que está sumergido (Kilian 2002: 158): tras haberle ayudado al arzobispo al rapto, es acusado por este de mantener “una abierta y sospechosa correspondencia” (Gutiérrez 2005: 149) con uno de los criados del gobernador. Valiente mismo, sin saberlo todavía, le entrega la carta con la acusación al inquisidor general, que lo hace encerrar enseguida en “un calabozo de los más lóbregos y oscuros” (Gutiérrez 2005: 149). Su actuación oportunista e inmoral es causada por la Inquisición, mas ello no lo salva de su muerte a manos de esta. Su caso es una muestra de la depravación y del fracaso de un sistema religioso deshumanizado.

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Al ser encarcelado al lado de Meneses, Pedro Valiente vuelve desde un punto de vista espacial al bando de las otras víctimas de la Inquisición. La impotencia del gobernador en Valencia En el otro extremo de la gama social, el gobernador se convierte en una víctima mortal de los acontecimientos. Fallecido a causa del dolor de la pérdida de su hija (Gutiérrez 2005: 100-101), acaba siendo una víctima colateral de la Inquisición, sin ni siquiera haber tenido que ser condenado a muerte. Aunque Ferreras Tascón lo considera “el [personaje] más borroso de la obra” (Ferreras 1987: 276), encarna a un padre cariñoso y de “tierno y sensible pecho” (Gutiérrez 2005: 90), a la vez que a un amo responsable. Habiéndole proporcionado una educación moral bien fundamentada y cristiana a su hija, la relación con esta última se caracteriza por una confianza y un afecto mutuos, una lealtad familiar incuestionable y la tutela del padre sobre su hija, todo lo cual estaba en deuda con los ideales de la educación de la época, que ensalzaban la presencia del padre (y criticaban, reiteradamente, a las madres) en la educación: ¡[…] cuánto ha traspasado tu relación mi dolorido pecho! […] padeces por haber sido fiel a tu deber. Persiste pues, hija mía [...]. Está siempre sobre ti misma, no te dejes deslumbrar por ningún título. Ponte en manos de la Providencia, ofrécela todos tus trabajos, y cuenta ahora más que nunca con el amor de tu padre. [...] Dime tus penas, refiéreme todos tus tormentos, cuéntame tus aflicciones, y recibe mi bendición y mis más tiernos abrazos (Gutiérrez 2005: 100).

En estas palabras, el gobernador muestra gran sensibilidad y la capacidad de expresar conmoción sincera y absoluta lealtad. A la vez, asume el papel de confidente, casi sustituyendo las funciones de los confesores de forma positiva, a diferencia de la situación jerárquica inicial, que posibilitó el rapto al no haber podido expresar Cornelia ante el padre su malestar con el arzobispo. Su juicio final sobre su hija es una exoneración (ella ha sido fiel a su deber, sin cometer ningún error). Ella, a su vez, adora a su padre, tomando muy en serio sus consejos y su invitación a confesarse. Tras expresarle sus dudas sobre las funciones de la religión, enseguida vuelve al orden jerárquico-

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patriarcal, retomando los fundamentos de la enseñanza recibida por él: “Perdonad, padre mío, los extravíos [...], no, no, jamás dudaré de que me habéis enseñado en mi niñez” (Gutiérrez 2005: 91). Aún separados espacialmente, el lazo familiar y el respeto ante el padre resultan más fuertes que las dudas que podrían llevar a Cornelia al ateísmo. A pesar de este orden inalterable, el gobernador se muestra no solo sensible, rasgo típico del ideario ilustrado, sino también capaz de llevar a cabo una reflexión sobre sí mismo y sus errores, motivados por haber confiado en la falsa amistad del arzobispo y haber culpabilizado a Bartolomé como raptor. De esta capacidad y humildad dan parte los reproches que hace a sí mismo: “yo soy un monstruo aún mucho más feroz que el raptor de mi hija” (Gutiérrez 2005: 101), recurriendo otra vez a un vocabulario ferino. No obstante, estos juicios se limitan a una sola autocaracterización explícita, sin contar con ningún apoyo de otras voces. Esta autorreflexividad, su amor por su hija, el testamento a favor de sus criados, así como su comportamiento, permiten atribuirle virtud y un estatus de ‘hombre de bien’. Al mismo tiempo, el gobernador demuestra tener una concepción negativa de la vida que deja entrever su impotencia a la hora de actuar, a pesar de su cargo: “Cuando las miserias y desgracias comienzan a perseguir a un desventurado, jamás le desamparan un solo instante” (Gutiérrez 2005: 101). Sus esfuerzos por salvar a Cornelia se esfuman y lo único que le queda es asegurarle su lealtad y su compañía por encima de la distancia geográfica y los muros de la cárcel inquisitorial: “No te perderé de vista” (Gutiérrez 2005: 100). Mediante la escritura y las cartas como comunicación entre ausentes supera la imposibilidad de un contacto directo y entra con la vista imaginaria en un espacio cerrado y oscuro, acompañado, en otro plano, del lector. Al morir, finalmente, a causa de sus penas (Gutiérrez 2005: 101), la cadena de víctimas mortales en la cárcel se extiende hacia el exterior y hacia todos los ámbitos de la vida. Ni siquiera su alto cargo le ayuda: el orden político no permite hacer frente al poder de la Iglesia. De esta forma, el gobernador cumple con dos funciones importantes. Por un lado, demuestra la falta de control del poder político sobre el religioso y sobre el alcance del poder inquisitorial. Por otro lado, puede indicar unas pautas para un modelo de sociedad mejor: mediante él, la familia se presenta como núcleo de la sociedad y como la célula fundamental de una educación moral destinada a crear un ser humano virtuoso.

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3.1.3. En camino: tres hombres instruidos y sensibles, más uno La relación amistosa incondicional entre los tres nobles caballeros Meneses, Vargas y el conde N*** permite adscribirles rasgos de carácter que los unen: son “hombres instruidos” y “hombres sensibles” (Pérez/ Rodrigo 2003: 95, 96) dispuestos a arriesgar sus vidas uno por el otro y por sus principios, como se pone en evidencia a la hora de darse cobijo mutuamente bajo riesgo de su vida. Como hombres instruidos, discuten entre ellos con gran sinceridad y franqueza sobre asuntos diversos, mayoritariamente, sobre las formas de salvar a Cornelia y sus propias vidas, y también sobre sus posturas relativas a la religión y la Inquisición. “La tierra [...] una vasta prisión” y las opciones de evasión: Meneses en camino a Holanda Con las seis cartas que escribe, Meneses constituye la voz más presente tras Vargas, que remite nueve. Los temas centrales de sus pensamientos y también el motor de sus acciones, por las que finalmente termina en una celda al lado de Cornelia Bororquia, son, por un lado, la profunda amistad con el gobernador y Bartolomé Vargas y, por otro, el análisis de la (in)justicia inquisitorial recurriendo a la “nueva filosofía” (Pérez/Rodrigo 2003: 95). En sus cartas, Meneses actúa como testigo de la muerte de Cornelia en el auto de fe, añadiendo así una descripción visual exterior del único evento público de la novela a la introspección que Cornelia ofrece en sus cartas. De este modo resalta la crueldad y el efecto del juicio en el público, desde su punto de vista un “pueblo naturalmente humano y compasivo” (Gutiérrez 2005: 193) cuya actitud se transforma, al ser leída la sentencia, en “otra muy diferente” (Gutiérrez 2005: 193), vengativa, irreflexiva e inmisericorde ante los supuestos crímenes de Cornelia. En cambio, Meneses mismo ha vivido la fuerza positiva del perdón: tras casi matar a Bartolomé Vargas por precipitación y lealtad ciega al gobernador, quien todavía acusa erróneamente del rapto de su hija al amante de esta, Bartolomé se muestra piadoso con él (Gutiérrez 2005: 97). Meneses, a su vez, revela sus capacidades para la reflexión y la humildad: “me causó tal indignación que, montado en cólera, iba ya a

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clavarle el puñal en el pecho, cuando un impulso interior detuvo por fortuna mi brazo. Sin embargo no pude contener mi lengua” (Gutiérrez 2005: 95). Su forma de expresarse incluye un momento de explicación de sus afectos, permitiéndole al lector comprender su emoción y el motivo de la acción. Incluso insiste ante el gobernador para que siga su ejemplo y pida perdón a Bartolomé por haberlo inculpado, “para cumplir con la obligación que os imponen la religión, el honor y la humanidad” (Gutiérrez 2005: 99). De este modo deja claro que la religión por sí misma no es humanitaria, sino que necesita ser complementada por la aspiración a la honradez y a una actitud humana, cosa que implica limitar el postulado de la validez universal de la religión como único fundamento del orden social y moral. También se insinúa en el episodio mencionado un primer aspecto de la amistad entre Bartolomé, Meneses y sus otros compañeros: se educan mutuamente. Los equívocos y enredos, de este modo, no solamente se convierten en el punto de partida para una creciente amistad, sino que también son motivo para un aprendizaje recíprocamente incentivado. De este modo, su correspondencia también incluye tesis ideológicas. Al reflexionar tras la muerte de Cornelia, Meneses exclama: “¡Oh religión, religión! [...] También con tu velo se cubre la maldad, [...] y tú sirves de sagrado pretexto para justificar las pasiones más horribles y vergonzosas” (Gutiérrez 2005: 197). Retoma de este modo el peligro del abuso de la religión y la necesidad de hacer público este peligro: “se ha de saber la verdad, a pesar de los esfuerzos que puedan hacer ya el Arzobispo y sus colegas los inquisidores para ocultarla” (Gutiérrez 2005: 109). Hay que sacar de la ignorancia “al ciego pueblo” (Gutiérrez 2005: 197), sin referirse con ello a los estratos bajos, sino a la sociedad en su totalidad, que se halla a oscuras al igual que Cornelia, debido al clero. Así, su apología de Cornelia Bororquia contiene un segundo plano de crítica sistémica. Meneses ofrece un vasto análisis de las razones, en parte psicológicas, por las que “el pueblo [...] es casi incapaz de conocer su verdadero bien” (Gutiérrez 2005: 163), razonando que dentro del “pueblo [...] ignorante y desgraciado” (ibíd.), los ricos, los soldados al igual que los príncipes estarían sujetos a la creencia: “la perspectiva de la otra vida le consuela [a cada uno] en su desgracia. [...] Nadie examina sus fundamentos, porque todo el mundo los da por sentados. Ninguno ve sus absurdos, porque a nadie le ocurre el verlos” (ibíd.). Su diagnóstico permite concluir que cada ser humano está subyugado a sus

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condiciones vitales: “Todos los hombres están presos, y la tierra no es más que una vasta prisión” (Gutiérrez 2005: 181). La creencia penetra toda la sociedad, independientemente del estamento o de la clase, y se asienta en la educación durante la niñez, por lo cual, después “no tenemos ni la capacidad, ni la experiencia, ni el valor necesario para dudar de lo que nos enseñan nuestros padres o preceptores” (Gutiérrez 2005: 164). De este modo, un orden familiar jerárquico en combinación con un sistema de creencias tradicionales impiden llegar a ser un ser autónomo, de pensamiento libre y reflexivo. Para ello, sería necesario superar la dependencia mental de los precepto(re)s. No obstante, también le adscribe a la familia mucha importancia como núcleo social y fundamento de lealtad. Esta base se corrompe cuando se establece un régimen de control omnímodo, destruyendo toda confianza entre los humanos: en un país donde la tradición y la perfidia es [sic] una loable virtud, donde no hay padre para el hijo ni hijo para el padre, y donde cada individuo es [...] un piadoso espía que se cree obligado en conciencia a causar la ruina de su semejante, es [...] arrojo y temeridad, exponer abiertamente su opinión (Gutiérrez 2005: 165).

A pesar de ello, existen “gentes ilustradas” que “saben muy bien los embustes, trazas y trampantojos de que se han valido en todo tiempo los sacerdotes de todas sectas para engañar al pueblo” (Gutiérrez 2005: 162) y para satisfacer “al interés, o a la ambición de unos hombres que son el azote de la humanidad y la deshonra de la religión” (Gutiérrez 2005: 109). De este modo, Meneses propone que con un pensamiento ilustrado se puede revelar el funcionamiento de “la máscara de la religión” (Gutiérrez 2005: 163) y del “infernal oficio” (ibíd.), utilizados tanto en la monarquía absoluta de derecho divino como en las estructuras de poder eclesiásticas, y superar la ceguedad del pueblo “ignorante y desgraciado” (ibíd.), aunque de natural compasión. No obstante, su pronóstico es poco esperanzado, al no ver una forma de desengañar a las masas: “No nos cansemos, amigo: la Religión siempre ha sido y será un objeto de veneración para los hombres, y jamás se los podrá desengañar en esa parte” (ibíd.). Aunque algunos hombres tengan la capacidad de analizar estas dinámicas, sus conocimientos, por más elevados que sean, no les permiten romper el statu quo de la sociedad, ni existe ninguna autoridad política capaz de encauzar la extensión

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del poder eclesiástico: “en los países supersticiosos los sacerdotes son los soberanos absolutos, y los reyes sus viles esclavos” (Gutiérrez 2005: 198).14 Esta afirmación es vivamente ejemplificada con la muerte del gobernador, en principio una persona políticamente influyente. Esta toma de postura, aunque apologética del caso de Cornelia, no es una apología de las mujeres, sino un ataque contra los hombres y, en especial, los hombres eclesiásticos. Su uso de “hombre” parece fluctuar entre un uso universal, que engloba ambos géneros, y un uso específico, ya que los abusos de poder se atribuyen a los cargos de la Inquisición, ejercidos siempre por seres masculinos y caracterizados, a su vez, por un apasionamiento sexual y una crueldad no controlados. La hipocresía religiosa lleva a Meneses, racional y sensible, necesariamente a un cuestionamiento fundamental del edificio dogmático y de creencias, y no solo a criticar su uso (vid. Muñoz Sempere 2008: 52). De esta manera, el personaje de Meneses es importante portavoz de una forma de “desenmascarar el funcionamiento de sistemas de poder” (Malin 2013: 727), aunque no incluye jerarquías marcadas por el género. Aunque no se posiciona explícitamente como no creyente o ateísta, cuestiona fuertemente las bases y la instrumentalización de la creencia, consciente de que tampoco es posible prescindir de un sistema que satisfaga las necesidades psicológicas de la gente. En cuanto al posicionamiento religioso-filosófico, Meneses representa la postura más radical, por no decir revolucionaria, de los personajes de la novela, situándose entre el deísmo y el ateísmo y abogando por poner en cuestión los “fundamentos asentados” de cualquier religión (vid. también Kilian 2002: 159). A pesar de su concepción negativa del mundo, según la que “la tierra no es más que una vasta prisión” (Gutiérrez 2005: 181) sin posibilidades de urdir una revolución, es significativo que Meneses sea el único de los personajes encarcelados que consigue huir del calabozo. Gracias al alboroto que causa Cornelia al matar al arzobispo en la cárcel (Gutiérrez 2005: 162), evita su ejecución. Mantiene su objetivo de

14  En cuanto a la superstición, Gutiérrez retoma y amplía una crítica que ya había enunciado Benito Jerónimo Feijoo en la carta XX del cuarto tomo de las Cartas eruditas y curiosas (1742-1760; tomo IV: 1753), aunque sin cuestionar ni la monarquía ni la religión católica en sí. Feijoo refutó la existencia de seres de ultratumba y de milagros como la resucitación de seres humanos. Ambos autores comparten el ideal del “desengaño”, dirigiéndose a un público más allá de una pequeña élite culta.

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abandonar España y exiliarse en los Países Bajos (Gutiérrez 2005: 144), y anima a Bartolomé Vargas a seguirle. Bartolomé Vargas: impotente entre Valencia, Sevilla y Caserío de Nublada A diferencia del claro destino geográfico de Meneses, Holanda, el país que promete mayor tolerancia religiosa, Bartolomé Vargas, quien transmite su postura y su desarrollo figural en nueve cartas y recibe siete, parece retardar su huida, y estar interiormente desorientado. Su falta de orientación inicial, tras caer en la cuenta de cómo se ha llevado a cabo la maquinación para raptar a su amada, Cornelia, también se refleja en sus paseos sin rumbo y sin llegar a ningún sitio: “Cuando sale de casa, siempre va a dar una vuelta por la plaza de la Inquisición, y anda por allí descaminado y perdido, lleno de temores y penas” (Gutiérrez 2005: 127). Ni Cornelia ni una orientación religioso-filosófica están al alcance en esta situación. Más adelante califica a Cornelia, ser humano terrenal, como lo más importante en su vida: “tú eres mi todo, mi Dios” (Gutiérrez 2005: 148), afirmación considerada idolatría en los dictámenes de la Inquisición (vid. Dufour 2005: 16). Bartolomé Vargas le pide ayuda a su hermano, clérigo e inquisidor, para conseguir la absolución de Cornelia. Su petición se acompaña de una acerba crítica a la institución de su hermano. En ella tilda a los oficiales, en oposición al ideal del ‘hombre de bien’ como “hombres sin honor, sin conciencia y sin sentimientos” (Gutiérrez 2005: 112-113) que recurrirían a la mentira y a una imagen cruel de Dios para actuar arbitrariamente (Gutiérrez 2005: 134). Este conjunto de rasgos se opondría diametralmente al cristianismo y acarrearía consecuencias negativas tanto para adeptos a otras creencias como para familias enteras. Termina con una apelación a la natural inclinación humana de su hermano: Un tribunal bárbaro que no tiene otro código sino el capricho y la mentira, exige por jueces unos hombres sin honor, sin conciencia y sin sentimientos. [...] todo lo que repugna a la idea y al sentimiento de un Dios propicio y benéfico se opone diametralmente a nuestra santa religión. [...] Tan pronto mandáis quemar un centenar de judíos [...]; por la mañana arrancáis del seno de un padre a su querida hija, por la tarde hacéis desaventurada una familia entera. ¡Ah, cuál se estremece un corazón sensible [...]! Como

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quiera que sea, tú eres humano, y obras contra tu inclinación cuando se trata de hacer daño aun al menor insecto, y por lo mismo creo que como puedas librar de los hierros a Cornelia, lo harás al instante (Gutiérrez 2005: 112-113).

Para defender la posibilidad de una religión pacífica y humana, en esta carta de Bartolomé se argumenta que la razón ilustrada y la verdadera religión no se excluyen mutuamente, sino que convergen en pro de la civilización: “La razón clama incesantemente contra semejantes injusticias, la religión condena unas acciones tan enormes y crueles” (Gutiérrez 2005: 113, cursiva mía). De todos modos, la petición de Bartolomé Vargas no solo no tiene éxito, sino que causa lo contrario: Cipriano manda perseguir a su propio hermano. De este modo, evidencia implícitamente el diagnóstico de Vargas, demostrando que justamente el sistema de creencias destruye la naturaleza bondadosa del ser humano, y conduce a la depravación de la civilización. El nombre elocuente de Bartolomé vuelve a subrayar la problemática a la que alude, ya que hace eco de la matanza de San Bartolomé, un asesinato en masa de hugonotes por mano de católicos en Francia en 1572, durante las guerras de religión. Subraya, así, también en otro plano el poder destructivo y el posible abuso del catolicismo en general. En otro lugar, Bartolomé describe la inversión del orden natural producida por los clérigos: Estos malditos frailes son los que han pervertido a los hombres. Enemigos del género humano, enemigos unos de otros, incapaces de conocer las dulces ventajas de la sociedad, [...] ellos son los que han propagado la superstición y el fanatismo [...] destruyendo lentamente la existencia que la naturaleza misma les ordena conservar (Gutiérrez 2005: 125).

Asimismo, describe los motivos viciosos y mundanos de la actuación de los oficiales de la religión, que se dejarían vislumbrar por la ambición por el oro, concluyendo que ellos, “en suma, [...] no son cristianos” (Gutiérrez 2005: 151). De esta forma, el discurso sobre la verdadera religión aparece en oposición al discurso intimidante de la Inquisición que permite crear y mantener su poder y autoridad (Malin 2002: 14). Retomando en parte la argumentación del ateo Paul Henri Thiry d’Holbach, Bartolomé describe el funcionamiento psicológico y discursivo del ejercicio de control, poniendo de relieve la simbiosis

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entre poder monárquico y eclesiástico (vid. Abad Nepot 1999: 254; Dufour 2005: 49): Para penetrar las imaginaciones y conducirlas por medio del terror, representasteis a Dios como un tirano, [...] hicisteis un Dios imaginario, pero semejante a los tiranos de la tierra, y de este modo divinizasteis [...] los vicios de estos últimos, y acostumbrasteis a los hombres a sufrir con paciencia sus injusticias, [...]. Después [...] no os fue difícil persuadirlos que [...] su autoridad venía del Cielo, y que era ofender a Dios el resistir y desobedecer a los tiranos. De este modo habiendo sido el apoyo del despotismo, obtuvisteis por reconocimiento el privilegio de engañar libremente al pueblo y de enriqueceros a costa de su ignorancia [...]. Tal fue el pacto entre el trono y el sacerdocio: engañar y amedrentar para dominar. Ve aquí las ventajas recíprocas, el blanco y los medios de los sacerdotes y de los tiranos, de suerte que vosotros amenazáis con el infierno a los que no se someten a los últimos, y estos amenazan con torturas y con suplicios a los que sacuden vuestro yugo (Gutiérrez 2005: 134).

Su análisis diverge del de Meneses, que concluye que el equilibrio entre poder eclesiástico y monárquico se ha inclinado a favor del clero (Gutiérrez 2005: 198). En suma, Bartolomé subraya lo destructivo del poder inquisitorial. Este tribunal “que atropella los sagrados vínculos de sangre y de la amistad es el mayor azote de las sociedades” (Gutiérrez 2005: 133), sofocando “la voz de la naturaleza” (ibíd.) e introduciendo división y traición en el seno de las relaciones familiares y amistosas. Esta situación sería única en la historia, que aparte de España no habría conocido “ningún pueblo ni nación donde el padre estuviera obligado […] a denunciar al hijo, ni el hijo a delatar al padre, ni el hermano [...], ni la esposa [...], etc.” (ibíd.).15

15 

En estas palabras se vislumbran citas reelaboradas del Traité sur la tolérance de Voltaire, publicado en 1763 en Ferney tras el juicio a una pareja por el supuesto homicidio de su hijo: “il s’agissait de savoir si un père & une mère avaient étranglé leur fils por plaire à Dieu, si un frère avait étranglé son frère, si un ami avait étranglé son ami” (Voltaire 1763: 2). En cuanto a la tolerancia ante otras religiones monoteístas, la idea se desarrolla también en una carta de Bartolomé a Meneses: “Los ministros de Dios no pueden hacer lo que él no hace, y supuesto que Dios tolera en la tierra al judío, al moro y al hereje...” (Gutiérrez 2005: 125; vid. Garnica 1997: 79; Muñoz Sempere 2008: 46).

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“El hombre de Cristo”: Casinio y la religión natural en un ambiente bucólico La voz de la naturaleza, desoída por el clero, se hace oír en el discurso de Casinio. Desorientado, con necesidad de refugio y a punto de suicidarse, Bartolomé Vargas pasa una noche en el campo (Gutiérrez 2005: 166).16 Conoce allí a Casinio, un cura perseguido por la Inquisición, representante de una posición de católico reformado que vive allí retirado de la sociedad. Casinio mismo no escribe cartas, su voz se reproduce solamente mediante las cartas de Vargas, y no interviene activamente en los acontecimientos en torno a Cornelia. No obstante, evita el suicidio de Vargas (Gutiérrez 2005: 199) y sus conversaciones contribuyen a que este reelabore su postura.17 Son justamente estas escenas bucólicas las que dan un giro a la postura de Bartolomé. A la noche oscura y angustiosa en el campo, que como lugar de la acción retrata el interior del personaje y acentúa así la imposibilidad de una salida activa y práctica de su situación, sigue un amanecer de “dulce gorjeo de las avecillas” (Gutiérrez 2005: 166), la música de arpa de una zagala y el encuentro y la larga conversación con Casinio, un anciano de “mayor respeto” (Gutiérrez 2005: 168) y “cristiano” (Gutiérrez 2005: 178). Se hace posible, de este modo, reconciliar la creencia cristiana con la vida en sociedad de forma no dañina. Casinio le refiere un ideal del ser humano: el hombre de Cristo debe ser dulce, humilde y caritativo, y jamás puede lícitamente maltratar a su hermano. [...] no creáis que excluyo a los individuos de otra secta cualquiera [...] todos los hombres son mis hermanos, 16  Dufour llama la atención sobre la construcción del campo como lugar de desorientación y desamparo antes de reencontrar una visión consistente del mundo, una situación que se halla también presente en el Evangelio en triunfo de Pablo de Olavide (vid. Dufour 2005: 59-60). 17  Pérez Pacheco y Rodrigo Mancho perciben en la figura de Casinio un eco de la figura del vicario saboyano que aparece en el Émile de Rousseau (Pérez/Rodrigo 2003: 87) y cuya profesión de fe determinó la prohibición de la obra, por proponer una religión natural que se podía entender como independiente de una institución que guiase la creencia, como en la Iglesia católica (Ritter 1988: 19-25; Aulke 1999: 89-103). Asimismo, la imagen del ‘buen pastor’ retoma la tradición pastoril del Siglo de Oro, en la que el espacio rural bucólico, cercano a las Arcadias, se convierte en espacio de conversaciones sobre temas amorosos (Avalle-Arce 1974: 16-17). En esta tradición, la conversación misma constituye la forma de superar problemas y conflictos, a la vez que idealiza las relaciones sentimentales (vid. Alvar/Mainer/Navarro 2012: 301).

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hechos como yo a su imagen y semejanza, y por consiguiente acreedores todos a mi amor y respeto (Gutiérrez 2005: 171).18

Su concepción de la humanidad como familia implica un nuevo orden social basado en la tolerancia y el amor. El concepto de familia aparece en dos planos: metafóricamente, en un plano macro, como modelo para la sociedad, y en un sentido más estrecho, al referirse al núcleo familiar y las relaciones entre parientes directos. Casinio ha sido expulsado de su parroquia por aconsejar a una mujer en el confesionario que no acusase a su marido de haber leído libros prohibidos. La selección de este delito, con referencias a los lazos familiares y de amistad, no parece casual. Casinio antepone la protección de la familia y la lealtad a la obligación de denuncia ante la Inquisición como institución de supuesta supervisión moral (Gutiérrez 2005: 176-177), transmitiendo una actitud de tolerancia basada en la propia creencia. De este modo, se puede considerar a Casinio como un representante del iusnaturalismo, que defiende la existencia de derechos inherentes al ser humano, fundados en la misma naturaleza humana, y por lo tanto, universalmente válidos. Seguidor de esta actitud ética, se opone a la jurisdicción en manos de un soberano o, en el caso de la Iglesia, de la Inquisición. La comparación entre Casinio y Cipriano Vargas deja en mal lugar a este último, que no solamente denuncia a sus semejantes, sino a su más próximo, su hermano de sangre. El recurso al bucolismo para localizar el fortalecimiento de la postura de Bartolomé tiene una función simbólica: Vargas recupera su orientación lejos de la depravada civilización de la ciudad de Sevilla, marcada por impenetrables muros y la desconfianza ante cualquiera. Aunque muchas veces la ciudad representa el polo civilizatorio opuesto a la naturaleza, incontrolable e instintiva (vid. Würzbach 2004: 50), aquí se carga esta última con un significado positivo, al propugnar la vuelta hacia la ‘naturaleza’ humana, a diferencia de la urbanidad disfuncional bajo el yugo y el control de la Inquisición. No obstante,

18  La alusión a la fraternidad humana y su inversión bestial por culpa de la superstición constituye otro paralelismo con el Traité sur la tolérance volteriano y el pueblo de Toulouse, “pendant que le père & la mère étaient dans les sanglots et des larmes, le peuple [...] s’attroupait autour de la maison. Ce peuple est superstitieux & emporté; il regarde comme des monstres ses frères qui ne sont pas de la même religion que lui” (Voltaire 1763: 4-5).

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los hombres buenos han tenido que llegar a su estado cívico-natural mediante un aprendizaje, esto es, han tenido que vivir un desarrollo. Hacia un mundo mejor: sensibilidad e instrucción Los rasgos que caracterizarían a los miembros de la gran familia (cristiana) universal, expuestos por Bartolomé después de su encuentro con Casinio, coinciden con dos elementos atribuidos a los ‘hombres de bien’: una acusada sensibilidad en combinación con la formación del alma. Así, Bartolomé le escribe a Meneses pidiéndole que no esconda sus lágrimas, signos visibles de la sensibilidad humana y la bondad moral natural, y opuestas a la dureza que puede llevar a la crueldad. La “facilidad del llanto” (Sebold 1998: 64) se postula, en parte, de forma similar a la lacrimosidad de Jovellanos y de Voltaire estrechamente relacionada con la compasión y la comprensión hacia el prójimo:19 ¡Oh, vosotros a quienes la naturaleza ha hecho bien! ¿Por qué os avergonzáis de ser sensibles? [...] Las lágrimas que nos ha dado la benigna y sabia naturaleza […] dan un curso a la comprensión que ocasiona en nuestro pecho el mal o la desgracia de nuestros semejantes; [...] ¿[…] no son del mayor precio? ¿Qué sería el hombre, si este instinto involuntario de piedad no le distinguiera de los animales estúpidos y feroces? (Gutiérrez 2005: 126).

De este modo, dar muestra de sensibilidad pasa de ser censurable a constituir una demostración de la bondad humana innata (vid. Doménech 2006a: 10; Pataky 1977: 50). La filosofía sensista de la Ilustración coincide con una ética filantrópica, para la que la capacidad de emocionarse constituye una cualidad humana universal y positiva. Al corazón sensible del ‘hombre de bien’ se le suma una educación amplia. Bartolomé se perfila como hombre instruido, es leído y conoce el extranjero. Como típico efecto de un viaje de formación, Bartolomé 19  Así, Torcuato en El delincuente honrado ([1773] 1787), proclama programáticamente cómo las lágrimas están relacionadas con la sensibilidad: “Si las lágrimas son efecto de la sensibilidad del corazón, ¡desdichado aquel que no es capaz de derramarlas!” (Jovellanos 1787, I: 6; vid. Sebold 1998: 64). Voltaire recurre a las lágrimas y al sentimentalismo en su Traité sur la tolérance, por su parte, como muestra de la inocencia y del dolor sincero del padre y de la madre de Jean Calas (Voltaire 1763: 4-5; 17, 19).

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demuestra una evolución, pareciendo haberse alejado a su regreso de prácticas religiosas y lecturas canonizadas en España: “ni oyes misa, [...] no rezas ni una salve, y [...] los libros que antes te gustaban tanto, los desprecias” (Gutiérrez 2005: 131), le reprocha Cipriano, que también critica que se embriague con libros ingleses sospechosos y que comparta su formación instruyendo a otros.20 Bartolomé no solamente mantiene una correspondencia controvertida y confidencial con Meneses sobre la religión y el estado de la nación, sino que escribe un “mamotreto” para introducir a Cornelia misma en los conocimientos necesarios para acceder a fuentes extranjeras, enseñándole inglés y procurándole diferentes “libros y papeles” (Gutiérrez 2005: 131). A su vez, la amistad con Meneses se caracteriza por la relación recíproca entre ellos. Vargas, instruido por Meneses, se desarrolla hasta atacar personal y sistemáticamente a los oficiales de la Inquisición para liberar a Cornelia (Gutiérrez 2005: 93). Luego, esta relación de instrucción-aprendizaje se invierte: tras las vivencias en el campo con Casinio, la postura y el estilo de escritura de Bartolomé se vuelven más moderados. Intenta entonces instruir a Meneses, instándole a una convicción religiosa tolerante que admita la creencia en un dios como algo positivo, sin dirigirse contra el cristianismo en sí (Malin 2002: 14). En suma, tanto Bartolomé como Meneses se vuelven ‘hombres de bien’, amantes de las ciencias y de una integridad moral superior (Sebold 1998: 61). Las nueve cartas de Bartolomé potencian la transmisión de su voz y su dinámica postura ante la situación. Como ‘hombre de bien’, honrado, cristiano, sensible por naturaleza e instruido, es capaz de mantener amistades leales, conceder perdón y llevar a cabo una autocrítica y una reflexión que legitiman la crítica que expresa frente la Inquisición, opuesta “diametralmente a nuestra santa religión” (Gutiérrez 2005: 113) por no actuar ni humanamente ni en beneficio de la nación. De este modo, se opone al “pacto del Trono y del Sacerdocio” (Gutiérrez 2005: 134), visible en la compenetración de las instituciones políticas

20  Cipriano juzga de forma completamente negativa el saber que se puede obtener de los “librachos extranjeros” sin “provecho” (Gutiérrez 2005: 131), contraponiéndoles escritos religiosos, como los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, orden caracterizada por su absoluta obediencia al papa; la colección hagiográfica de santos Flos Sanctorum, de Ribadeneira; o Diferencia entre lo temporal y lo eterno, que habría leído Bartolomé antes de su partida.

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y religiosas, así como en el derecho divino de los reyes, que de este modo se hacen dependientes de la benevolencia de los mediadores eclesiásticos y no se responsabilizan exclusivamente ante un Dios benevolente (vid. Muñoz Sempere 2008: 52). Vargas acepta la creencia en Dios como ‘religión verdadera’ y como parte del ser humano, siempre y cuando aquella sea privada y no se instrumentalice en favor del ejercicio de control de unos pocos sobre otros. Los atributos de Bartolomé permiten, asimismo, el funcionamiento de amistades y familias, que se perfilan como nuevos núcleos potenciales de la sociedad. Ello incluye la unión en igualdad entre hombre y mujer, por promover una mayor formación filosófica y racional del género femenino. El conde de N*** El conde N*** cierra el triángulo de los hombres instruidos y sensibles, demostrando gran lealtad, por ejemplo, al esconder desinteresadamente a Vargas en su casa durante su persecución (Gutiérrez 2005: 193). En la primera edición aparece solamente como receptor de una carta, concretamente la última de dicha edición. No obstante, es importante su función, ya que es a él a quien Meneses remite la descripción del auto de fe de Cornelia (Gutiérrez 2005: 193-198). El conde N***, de este modo, cumple también el papel de receptor de ideas, es instruido por Meneses y sirve de plataforma para el despliegue de cuestiones filosóficas (Gutiérrez 2005: 197-198). En la versión de 1812, el conde recibe sendas cartas de Lucía y de Meneses, escribe una a Meneses y le hace llegar a este la última de Cornelia para que se la pase a Bartolomé, ya en Inglaterra. Esta última misiva figura en esta edición también al final, de forma que el desenlace de los sucesos queda mucho más abierto que en la primera edición conocida, la cual termina con la descripción del auto de fe. 3.2. ¿Feminidad varonil Dos mujeres virtuosas Las nueve voces masculinas se complementan con solamente dos femeninas: Cornelia, amante de Bartolomé Vargas, y la criada Lucía, antigua sirvienta del gobernador, que durante el desarrollo de los sucesos trabaja en la cárcel de la Inquisición. Se menciona a cuatro mujeres

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más, entre ellas una dama interesada en entablar una amistad con Cornelia, pero que finalmente no se atreve a ayudarla. Cual signo del control absoluto y el ambiente de miedo imperantes, su voz es silenciada: “No se ha atrevido a desplegar sus labios” (Gutiérrez 2005: 128). Además, se presenta a una carcelera, “mujer insensible, bárbara, dura e inhumana, y tal cual nuestros rígidos jueces la desean” (Gutiérrez 2005: 94), sin nombre, que pronto es substituida por Lucía. A través de ella, al igual que de Pedro Valiente, se demuestra la deshumanización, sin que se vuelva a indagar en las condiciones de existencia del personaje. Como figuras positivas aparecen la esposa del conde N***, que le concede una gratificación a Lucía por sus esfuerzos con Cornelia, y la “zagala” que canta en el campo de Casinio provocando su conmoción positiva (Gutiérrez 2005: 173-174). De este modo, cuatro de los personajes femeninos de la novela se caracterizan en gran medida por su virtud y su sensibilidad natural, sin prescindir de la religión, marcando una tendencia hacia una bondad común. 3.2.1. Poder e inmovilidad: Cornelia en el calabozo Cornelia escribe cuatro cartas y recibe cinco. Arrancada de su casa, espacio de protección bajo la tutela del padre, desvalida, parece casi negarse a sí misma debido a la prisión, donde expresa: “no se me deja otra señal de vida más que la respiración” (Gutiérrez 2005: 105). Con su muerte, su voz es silenciada y su desaparición es introducida por las palabras finales del inquisidor: “desapareced, desapareced al instante de nuestra presencia” (Gutiérrez 2005: 192). Ella constituye el centro de la novela en dos sentidos. Por un lado, el rapto de Cornelia actúa como “desencadenante de toda la trama” (Muñoz Sempere 2008: 51). Cornelia es caracterizada y tematizada por casi todos los que escriben cartas; todos se posicionan en relación con ella, resaltando sus rasgos. Por otro lado, los acontecimientos en torno a Cornelia se convierten en el punto de partida de una reflexión por parte de diferentes personajes sobre la relación entre religión, individuo, sociedad y ejercicio del poder. La estructura de la novela se basa en un recurso de la tragedia: la religiosidad de Cornelia, en combinación con su recogimiento y su

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respeto por su padre,21 desembocan en la hamartia (Sebold 1998: 68, 69), error fatal que causa el final trágico y la desventura del héroe o la heroína, siendo, no obstante, en principio un fallo perdonable. Así, Bartolomé analiza: a veces no sueles hacer alto de ciertas cosas en apariencia indiferentes, y que están bien lejos de serlo en sus efectos [...]. Este corto lunar que te echo en cara es efecto de tu mucho candor y de la bondad de tu carácter, y por lo mismo no debes ofenderte de la sinceridad de tu amigo. Si cuando el Arzobispo comenzó a solicitarte, te hubieras declarado abiertamente con tu padre, quizá entonces se hubiera cortado el mal de raíz; mas tú te lo tragaste todo (Gutiérrez 2005: 156).

Bartolomé alude tanto a su bondad como a su ingenuidad, ideales femeninos de la época, subrayando el error de que actúe con autonomía y la necesidad de que sea protegida por su(s) tutor(es). De este modo, también recibe consejos por parte de su amante, como “[e]stá siempre sobre ti misma, no te dejes deslumbrar por ningún título” (Gutiérrez 2005: 100), los cuales dejan entrever que debido a la situación se requiere un comportamiento que vaya más allá de los atributos de Cornelia en la novela, en principio sumamente virtuosos y de connotación positiva. Ella, “doncella joven, hermosa y rica” (Gutiérrez 2005: 194), “amable y virtuosa” (Gutiérrez 2005: 98, 112), “bien criada, muy cristiana” (Gutiérrez 2005: 112), demuestra casi angelicalmente virtudes superiores: yo que sé que nadie en el mundo posee un grado tan superior como tú la firmeza, cuando estás persuadida de que el amor y la justicia se interesan en la perseverancia de tu resolución, yo en fin sospechaba que preferirías la muerte al amor del Arzobispo. [...] Es verdad que eres advertida y enérgica (Gutiérrez 2005: 156).

21  La madre, en cambio, constituye un vacío literario. Es probable que este vacío se deba al debate contemporáneo sobre la educación de los y las jóvenes, que se tendía entre los polos de dejar las riendas educativas en manos del padre para evitar que las madres, reiterados blancos de crítica, prestasen una atención exagerada a los hijos y los malcriasen, y de definir a las mujeres como civilizadoras del hombre por su ‘natural’ sensibilidad y bondad (vid. por ejemplo El amigo de las mujeres [1763], traducido por Francisco Mariano Nifo).

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Sus atributos no solamente ponen de relieve un conjunto de prendas exteriores como la belleza, reflejo de su constitución interior, sino que también incluyen cierto pragmatismo, por ejemplo, al proteger a sus seres queridos y cercanos, no delatándolos bajo la presión y la tortura en la cárcel (Gutiérrez 2005: 191). También se protege a sí misma al no “condescender a los amores del arzobispo de Sevilla” (Gutiérrez 2005: 101) e incluso matarlo cuando este intenta violarla.22 Al combinar estos rasgos de virtud con sus deficiencias, se convierte en un modelo de virtud a la vez humano y “celestial” (Gutiérrez 2005: 194), que, a la hora de ser destruido, revela aún más sus cualidades. Un modelo de virtud que se hace visible en su aspecto físico y su expresividad, que provocan la conmoción del público asistente al auto de fe: “Parece que la Providencia quiso dar a Cornelia en aquel instante una figura celestial. La palidez de su bello rostro, […] sus ojos tristes, sí, pero vivos y brillantes como el astro del mediodía, [...] la serenidad de su alma pintada al vivo en su rostro” (Gutiérrez 2005: 194). No obstante, la sentencia clerical transforma la compasión del público, cuyos “ojos humedecidos” (Gutiérrez 2005: 194) de piedad ceden el paso al “mayor entusiasmo” (Gutiérrez 2005: 195) para quemarla. Aunque acusada de atea y juzgada por Cipriano Vargas como “mujer criminal e incrédula” (Gutiérrez 2005: 129), “perversa, que no tiene la menor confianza ni respeto a la Divinidad” (Gutiérrez 2005: 130), Cornelia se encomienda a Dios en el momento de ser quemada, desmintiendo estas acusaciones mediante su comportamiento. También durante su encarcelamiento la creencia es para ella un apoyo para mantenerse constante y virtuosa, hasta llegar incluso a valorar positivamente la experiencia carcelaria: “la providencia quiere solamente probarme, pues habiendo llevado con paciencia todos los rigores y tormentos de la prisión ha dulcificado [...] mi suerte” (Gutiérrez 2005: 92). A su vez, la cárcel la estimula a reflexionar sobre la religión, como se mostrará más adelante. Aparte de estos rasgos, Cornelia demuestra gran sensibilidad a la par que una capacidad de raciocinio, lo que desemboca también en la ‘unión entre iguales’ con Bartolomé Vargas. Este afirma: “Nuestra voluntad es una misma, una sola nuestra alma, y uno mismo nuestro 22  Indicando una idea emancipadora, en la edición de 1812 incluso se describe, sin rebajar su virtud como mujer, su “ánimo varonil” (Gutiérrez 2005: 155) y su “grande energía” (Gutiérrez 2005: 156).

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modo de ver y sentir” (Gutiérrez 2005: 85-86), poniendo de relieve lo semejantes que serían su sentimentalismo, su fuerza de voluntad y su forma de percibir y ordenar el mundo. Justo en la separación de los amantes sale a la luz su unión.23 También en su racionalidad y en su nivel de formación ambos amantes se parecen. Cornelia “es sabia y leída” (Gutiérrez 2005: 132), razón, según Cipriano, para “tenerla sujeta hasta que se confiese o a fuerza de ruegos o a impulsos de la tortura, para poderla condenar en debida forma” (Gutiérrez 2005: 131). Bartolomé elogia su “observación [...] exacta” (Gutiérrez 2005: 156) y la “magia” (Gutiérrez 2005: 157) con la que traza pensamientos.24 Su constante actividad mental también comprende el aprendizaje del inglés con apoyo de Bartolomé. Aunque las preguntas religiosas, filosóficas y políticas son discutidas sobre todo entre Meneses y Bartolomé Vargas, también Cornelia se dedica a ellas. Especialmente al principio de su estancia en la cárcel expresa dudas existenciales que llegan a cuestionar la existencia de un dios. Solamente el respeto a su padre la mantiene en su creencia, racionalmente ya deconstruida, tachando sus propias reflexiones de productos de la imaginación: el Dios cruel y vengador que nos pinta y representa nuestra augusta y sagrada religión, no puede haber preparado a los réprobos un castigo tan crudo y terrible como el que padecen aquí los infelices presos. ¡Ah! Si las cavernas, si las cuevas, si los calabozos del infierno son más tristes, más inhabitables, más espantosos que los de esta cárcel, entonces Dios, en vez

23  Esta unión resalta aún más por los “discursos de deseo” (Kauffman 1986: 17) derivados de la asociación metonímica entre el amante ausente y la carta, producto de aquel a la par que su sustituta (Malin 2002: 16; Altman 1982: 19; Vellusig 2000: 30; Bouza 2001: 137). Malin, además, ha mostrado la diferencia cualitativa entre esta y otras ausencias entre amantes. Mientras que, por ejemplo, Werther sería víctima de amor no correspondido, en Cornelia Bororquia es un acto político-religioso la causa de su separación (Malin 2002: 17). 24  Wolfzettel ha señalado cómo el estilo retórico de la heroína funciona como eco de su estado interior, trazando el cambio paulatino desde el esfuerzo de contención y fe en Dios hasta un “estilo elíptico de precipitación y pánico” (Wolfzettel 1999: 29) en vísperas de su muerte. Según Malin, en cambio, Cornelia intenta posponer el momento de su muerte mediante la escritura, estrategia mediante la cual los héroes de Ovidio también aplazan su muerte (Malin 2002: 17; vid. Kauffman 1986: 57-58). Así, Cornelia constituiría un interesante espejo femenino de los héroes masculinos de la Antigüedad. Ambas líneas de interpretación subrayan la dramatización de los acontecimientos.

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de ser el padre de los hombres, es su más cruel e inhumano verdugo. Mas, ¡qué digo, ay de mí! [...] Perdonad, padre mío, los extravíos de mi exaltada imaginación, no, no, jamás dudaré de [lo] que me habéis enseñado en mi niñez (Gutiérrez 2005: 91).

De esta manera, su prisión se convierte en el punto de partida para cuestionar sus convicciones religiosas, en combinación con su “exaltada imaginación” (ibíd.), topos de feminidad o resultado de la privación de luz. Dicha “exaltada imaginación”, aunque tachada de irracional, se vuelve la base de un examen racional. Para Cornelia, es otra vez la familia el vínculo más importante para la educación y la rectitud de las personas. Anteponiendo el respeto debido a su padre, se aviene a una jerarquía de edades que se solapa, en este caso, con una de géneros, la cual dificulta la superación de las creencias establecidas. Como no llega a atribuir la construcción de la figura del “Dios cruel y vengador” (ibíd.) a personas o cargos concretos en la cumbre del poder, como sí lo hacen Meneses y Vargas, Cornelia casi llega a cometer apostasía. Ejemplifica de este modo el peligro de que las personas abandonen su creencia sincera por la hipocresía invisible y sistemática encarnada en los oficiales de la novela. No obstante, su permanencia en la creencia cristiana resalta la arbitrariedad de la Iglesia, que la condena como atea sin razón ni pruebas: “yo soy cristiana católica, y en ello pongo toda mi mayor felicidad” (Gutiérrez 2005: 190). 3.2.2. ¿Víctima o autora de un delito? El auto de fe resalta el doble papel de Cornelia como heroína y como víctima. El asesinato del arzobispo estaría legitimado como “tiranicidio”25 (Kilian 2002: 164) por derecho natural, en vista de hallarse en una situación existencialmente peligrosa en la que la protagonista no 25  Ya en la filosofía de la Antigüedad se discutía si el tiranicidio era un medio legítimo de liberación, si para los miembros de una comunidad era asumible padecer la represión, la violencia o incluso la muerte de manos del tirano o si era legítimo convertirse en culpable de un asesinato para deshacerse de un déspota. Tanto filósofos como Plutarco, Cicerón y Séneca, como teólogos escolásticos, como Tomás de Aquino en su comentario de las Sentencias de Pedro Lombardo, se posicionaron a favor del tiranicidio. Tomás de Aquino no solamente defiende la desobediencia ante una autoridad in-

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solamente defiende su honra, sino también su vida. Evita la violación y la consiguiente muerte social por haber condescendido a las solicitaciones, pasando así de ser el “objeto de una violenta lujuria de un alto prelado a quien había admirado como dechado de la virtud” (Sebold 1998: 67) a convertirse en una asesina activa y sentenciada, por ello, a una muerte deshonrosa bajo falsas acusaciones: “soy la más desventurada de todas las mujeres... [...] no temo la muerte, ella es el término de todos los males [...]. Pero, ¿quién, sin haber cometido el crimen, podrá soportar con faz serena la deshonra e ignominia que le es ajena?” (Gutiérrez 2005: 186) De este modo, en ella se plasma el motivo literario de la “heroína sacrificada”, en auge en la literatura burguesa del dieciocho tardío (Kilian 2002: 166). Este tipo literario femenino encarna la inocencia, cometiendo un acto heroico que conlleva la muerte. El cuerpo de la mujer se convierte en campo de batalla, torturado y humillado de diferentes formas (vid. Gutiérrez 2005: 106, 158), y en campo semántico que adquiere su significado por el discurso sobre la virtud femenina (Weigel 1988: 141-142). En la hoguera, el efecto desintegrador del juicio inquisitorial sobre el cuerpo femenino puede ser interpretado como metáfora del poder omnipresente eclesiástico, que inhibe cualquier posibilidad de actuar, física como mentalmente: “Las manos y pies, todo el cuerpo, lo agitaba un horrible temblor” (Gutiérrez 2005: 196). De este modo, Cornelia se convierte en mártir, doblemente semantizada. La idea de un martirio por defender un mensaje cristiano reformado se ve apoyada por su propio nombre, que puede ser leído como referencia a santa Cornelia, una mártir de los tiempos de las persecuciones contra los cristianos en el siglo iv a. C. en Túnez o Cartago (Sauser 1999: 325-326).26 Paralelamente, su apellido alude a María Bohórquez, ejecutada en 1559 por la Inquisición en Sevilla, sin que se puedan establecer más coincidencias biográficas (Garnica 1997: 81).27 justa, aduciendo los mártires cristianos en el Imperio Romano, sino que habla en favor de los que liberan su país matando al tirano (Gleixner 2005: 184-185). 26  El nombre puede ser entendido también como alusión a una vestal romana, mártir por su diosa en el año 100 a. C., o a la hija de Escipión el Africano, madre de Tiberio Sempronio Graco, que habría educado a sus hijos según los ideales humanísticos del mundo griego, como propone Kilian. En el título, el nombre de Cornelia fue añadido después de la primera edición por otra persona y no por el autor (Kilian 2002: 166). 27  El inquisidor en aquel entonces, Diego Rodríguez Lucero, fue protegido por el arzobispo de Sevilla, Diego Deza, a pesar de ser acusado no solo de extorsión y

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De este modo, en el nombre converge la semantización simbólica con la alusión a una persona histórica, lo cual pretende poner de relieve la historicidad o supuesta facticidad de los acontecimientos. Cornelia constituye una víctima de un sistema intolerante, cruel e injusto en el que no hay espacio para una religiosidad sincera ni para una formación amplia de la mujer (vid. Kilian 2002: 166). A nivel alegórico, su forma de actuar se puede leer como un primer paso de una sublevación en pos de una mayor tolerancia, libertad religiosa y una virtud sincera. 3.2.3. Oralidad y escritura: el interrogatorio y las cartas La última carta de Cornelia se acompaña de un protocolo del breve interrogatorio secreto (“all the more effective for its brevity”, juzga Murphy 1997: 242). En este, la protagonista no tiene opción de defenderse, a pesar de poder recurrir no solamente a su propio testimonio, sino también a varias pruebas escritas de su inocencia y de la culpabilidad del arzobispo, cuya confesión de haber sido “el autor de esta

expropiación, sino también de rapto (Murphy 1995: 174). Philip van Limborch anota en su Historia Inquisitionis (1692) que en el mismo año fueron ejecutadas dos mujeres, Cornelia y Bohorquia (Dufour 2005: 49, Muñoz Sempere 2008: 46), por lo cual el nombre elegido para la protagonista de la novela podría ser una con refundición de ambos nombres. Otra fuente la puede constituir el Directorium inquisitorium (~1376) de Nicolau Eimeric, manual inquisitorial reeditado en el xviii por André Morellet y traducido al español por el afrancesado abate Marchena (Muñoz Sempere 2008: 46; Dufour 2005: 51). Asimismo, en el tratado De la cruauté religieuse ([1768] 1775) de Paul Henri Thiry d’Holbach se da la noticia del juicio injusto sobre “une femme de qualité nommée Bohorquia” en España (d’Holbach 1775: 123-124; vid. Pérez/Rodrigo 2003: 87), aunque los acontecimientos divergen. También en el Voyage de Figaro en Espagne (1784) del marqués de Langle se habla de una tal Bohorquia como víctima de la Inquisición (Dufour 2005: 47-51). Todos estos autores se aducen en la Advertencia que introduce la segunda edición, de forma que la historicidad es apoyada mediante la cita de autoridades (Muñoz Sempere 2008: 48). El recurso a una supuesta historicidad de la protagonista mediante el nombre es disperso, no solamente por fundir a dos referentes extratextuales, sino también por la ubicación temporal de la trama después de la muerte de Felipe II, acaecida en 1598 (Gutiérrez 2005: 142; Dufour 2005: 50). En ediciones más tardías, se encuentra el recurso a otros nombres simbólicos, como por ejemplo en la Historia verídica de la Judit española de 1825. Mediante esta alusión a la heroína judía Judit, que decapita al general babilónico Holofernes e inicia, de este modo, el final del sitio de su ciudad natal, la dimensión universal de la idea de tolerancia y la llamada a poner fin a cualquier represión es vivamente subrayada (Kilian 2002: 166).

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impostura” (Gutiérrez 2005: 191) han presenciado todos los clérigos del tribunal. No obstante, los jueces se niegan a aceptar esta prueba. Tampoco aceptan las cartas del arzobispo, “donde se deja conocer bien su ciega pasión” (Gutiérrez 2005: 191) que Cornelia había guardado en su baúl. Cornelia se defiende contra las acusaciones, pero es acallada con violencia por el tribunal. No obstante, Cornelia pide a Bartolomé Vargas que haga público su caso para restituir su honra: “tú tendrás quizás valor para vengar animosamente mi reputación, haciendo conocer a las generaciones futuras […] mi inocencia, el rigor de mis implacables jueces y la injusticia del espantoso castigo que voy a padecer” (Gutiérrez 2005: 186). Así, la correspondencia escrita aparece, como si fuese el fruto de este intento, fingiendo ser una auténtica documentación para exculparla públicamente y dar a conocer el caso cual si se tratase de una apología de Cornelia Bororquia.28 No obstante, la epistolografía también genera significados en otro plano, culpabilizando y criticando estructuras de poder sistemáticamente utilizadas por el clero, como se mostrará en la síntesis de este capítulo. 3.2.4. Lealtad de los criados, permeabilidad de los muros: Lucía El segundo personaje femenino, la criada Lucía, representante de otro estrato social, es caracterizada análogamente a la virtud de Cornelia como mujer “sensible, [...] humana” (Gutiérrez 2005: 94), “virtuosa” (Gutiérrez 2005: 92) y “fiel” (Gutiérrez 2005: 196). Habiendo trabajado anteriormente para el gobernador, pasa a sustituir como interina a una carcelera “inhumana” (Gutiérrez 2005: 94) y consigue acompañar a Cornelia desde su encarcelamiento hasta la muerte.29 La mazmorra inquisitorial, causante del sufrimiento de Cornelia, es otra vez estímulo para hacer relucir los positivos rasgos de carácter y la ternura sensible de Lucía. Arriesga su propio bienestar asumiendo la tarea de transportar clandestinamente las cartas entre el gobernador, Bartolomé, el conde N*** y Cornelia (Gutiérrez 2005: 193), y actúa como personaje clave,

28 

Empero, faltan otros indicios de ficción editorial, el prólogo no alude a esta escenificación. Vid. cap. 3.5. 29  Se establece un paralelismo con Pepe Núñez, quien, aparte de despertar asociaciones con Nuño Núñez, tampoco se deja sobornar, revelándose incorruptible, recto, honesto y fiel.

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al pie de la letra, abriendo a los personajes los muros, aparentemente impermeables, que condicionan su inmovilidad y la inaccesibilidad de sus respectivos espacios.30 De esta manera, desde su puesto de criada Lucía logra organizar el contacto de Cornelia con el mundo exterior y contrarrestar así la oscuridad del calabozo y de la situación con luz y calor humano. Su nombre, Lucía, no alude solamente a su papel dentro de la constelación figural, sino que, además, se hace eco de la metáfora de las Luces. Al mismo tiempo, el nombre evoca asociaciones con la santa Lucía de Siracusa, mártir cristiana del siglo IV, venerada como patrona de la vista. Su descripción por boca de Cornelia resalta además la relación maternal-amistosa entre ambas: “una consoladora, una madre, un todo... [...] ¡Cuánto debo a esta doncella! ¡Qué cuidados, qué compasión, qué generosidad! ¡Oh virtud sublime que haces a los humanos semejantes a la Divinidad!” (Gutiérrez 2005: 153) En sus apreciaciones mutuas no solamente se describen los rasgos de carácter de cada una, sino que la forma de retratarse la una a la otra deja entrever una actitud benigna en cada emisora de los juicios, en este caso, por ejemplo, la gran gratitud y bondad de Cornelia. De este modo, atestiguan recíprocamente sus rasgos humanos, a la vez que la emisora misma resalta como virtuosa, un mecanismo que también se puede observar entre los amigos Meneses, Bartolomé y el conde N***. Al describir, además, la semejanza de Lucía con la “Divinidad” (Gutiérrez 2005: 153), se subraya el paralelismo entre ella y Cornelia, 30 

En la edición de 1812, Lucía, aparte de ejercer tareas de mensajera, también desvela información interna del Santo Oficio, proporcionándoles mediante el conde N*** noticias a Meneses y Vargas sobre los acontecimientos dentro del Tribunal: “los inquisidores no votaron unánimemente, y los que negaron el voto no quisieron asistir. [...] esta especie de desunión entre los inquisidores puede influir mucho sobre la suerte de la presa” (Gutiérrez 2005: 182). Aparte de fortalecer la impresión de parcialidad virtuosa en ella, este suplemento podría sugerir una ruptura dentro del estamento clerical, insinuando un posible cambio en su interior y la existencia de otras convicciones. Tras el arrepentimiento del arzobispo, se plantea la pregunta de quién es el personaje que ha cambiado de actitud: ¿Cipriano? ¿El inquisidor general? En relación con las descripciones anteriores, esta mudanza de actitud no parece consistente. Es más probable que la información sea debida a un motivo narratológico. Mediante la insinuación de peripecias como esta, se mantiene la curiosidad y la tensión en el lector por saber si todavía es posible un final feliz. Muñoz Sempere afirma, por el contrario, que el futuro de Cornelia estaría determinado también para el lector desde el principio, sin crear suspense, por lo cual la acción de la novela se reduciría al despliegue de ideas filosóficas (Muñoz Sempere 2008: 46), conclusión que no se comparte en este análisis.

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que también luce divina, “celestial” (Gutiérrez 2005: 194). Esta forma de concebir a los seres humanos virtuosos como semejantes a la Divinidad concuerda con la idea de Casinio y Bartolomé de la humanidad como gran familia creada por un Dios benéfico. La religión verdadera consistiría en esta sencillez e inocencia. No obstante, el esfuerzo de Lucía es recompensado también en vida mediante una remuneración por parte de la condesa, esposa del conde N*** (Gutiérrez 2005: 194), demostrando que la virtud, aparte de aportar felicidad en los lances más complicados, también tiene una utilidad económica. 3.3. La constelaciÓn figural: una constelaciÓn simbÓlica La estructura del análisis ha seguido una pirámide de poderes y virtud en la que ambos términos mantienen una relación inversamente proporcional: los que primero se han mencionado pueden concebirse como personajes de mayor poder a la vez que de mayor perversión, mientras que los que se han nombrado después parecen impotentes, pero virtuosos. La presencia de diferentes estratos sociales ilustra la universalidad del arbitrario poder clerical que se denuncia. La compleja red establecida entre los personajes se basa en relaciones y correspondencias binarias, como por ejemplo la de Bartolomé-Meneses (relación de amistad igualitaria), Bartolomé-Casinio (tutela temporal entre tutor y discípulo), Bartolomé-Cipriano (relación de enemistad entre hermanos antagonistas), Cornelia-Lucía (relación de amistad servicial entre ama y criada), Cornelia-arzobispo (relación jerárquica de acoso y defensa) y Cornelia-gobernador (relación de tutela entre padre e hija). De este modo, en los personajes de Cornelia Bororquia y Bartolomé Vargas confluyen diferentes hilos de acción y argumentación, a la vez que entre ambos, más allá de la historia de amor, se establece un paralelismo debido a su semejanza en cuanto a su virtud y sus ideas religiosas. Cornelia encuentra a su antagonista directo en el arzobispo y Bartolomé lo encuentra en su hermano inquisidor. Aparte de estas dos relaciones, todos los demás vínculos entre los personajes se caracterizan de forma positiva por la confianza y la virtud.

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Cuadro 1: La constelación figural en Cornelia Bororquia.

No resalta solamente una oposición entre los personajes antagonistas en lo que respecta sus espacios de acción, sino que también mediante ellos se oponen dos visiones en cuanto a la religión como parte de la sociedad. A estas relaciones contrapuestas se les suma un simbolismo numérico que refuerza la oposición entre el clero y los (no) creyentes. En tres niveles de la narración se evoca una triada, número santo en el cristianismo. Tres hombres representantes de la Inquisición actúan en nombre de la Trinidad. A ellos se opone la unión de los tres amigos Bartolomé Vargas, Meneses y el conde, que trabajan por la liberación de Cornelia. Finalmente, el resultado de la acción son tres muertos, provenientes de diferentes capas sociales y de diferente sexo: Cornelia Bororquia, Pedro Valiente y el gobernador mueren por razones primarias (muerte en la hoguera la primera, muerte en el calabozo el segundo) o secundarias (muerte por pena sin estar físicamente privado de libertad, en el caso del gobernador). Pedro Valiente, a pesar de colaborar con la Inquisición, se convierte en un personaje bisagra: sin ser ni ‘hombre de bien’ ni mal hombre, es a la vez víctima y culpable de la desgracia de Cornelia. Ejemplifica la depravación de la sociedad entera bajo el poder omnipresente de la Inquisición. Tal vez en un sentido de justicia igualitaria o de esperanza en un cambio estructural, en el bando de los clérigos se ha de advertir la muerte de un personaje, el arzobispo, convirtiéndose en un primer signo de un cambio o de una eliminación del sistema.

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La existencia de víctimas mortales demuestra la severidad del conflicto subyacente entre el clero y el pueblo. Asimismo, el desequilibrio numérico también indica una distribución desigual de posibilidades de acción, una jerarquía de poder. Así, la superioridad de la Inquisición como brazo de la Iglesia es subrayada simbólicamente por el apoyo de “88 espías” (Gutiérrez 2005: 150) y el de diferentes personajes del clero, como el cura y dos capellanes, que colaboran conscientemente en el rapto de Cornelia (Gutiérrez 2005: 116). Esta describe las formas divergentes en que los religiosos la tratan, realzando su crueldad y dureza: “Mi confesor, que debía ser en este terrible lance mi único consolador, es mi mayor, mi más cruel verdugo” (Gutiérrez 2005: 184), y de los clérigos “ninguno, ninguno se compadece” (Gutiérrez 2005: 185). La falta de humanidad entre los clérigos y los oficiales de la Inquisición es descrita como una perversión de la naturaleza del hombre (“Estos malditos frailes son los que han pervertido a los hombres”, Gutiérrez 2005: 125) e ilustrada mediante metáforas y comparaciones con el mundo ferino y monstruoso (Gutiérrez 2005: 90, 100, 107, 109, 196, 198). Constantemente los clérigos son interpelados a adoptar una actitud humana, lo que subraya el fuerte contraste entre dos polos que parecen no tener punto intermedio. El arzobispo encarna la dominación eclesiástica, legitimada por el Estado y usada para fines personales mundanos y socialmente inaceptables (vid. Kilian 2002: 155). Fingiendo la amistad con el gobernador (Gutiérrez 2005: 101) y una personalidad virtuosa, procura como “mal hombre” (Gutiérrez 2005: 101) entrar en casa del gobernador para acercarse a Cornelia. Su deseo sexual desenfrenado se opone a la mesura de los ‘hombres de bien’, sinceros, sensibles y respetuosos con su entorno, encarnados por Bartolomé, Meneses, el Conde N*** y también por el gobernador (Pérez/Rodrigo 2003: 97). Al contrario de estos, los personajes valorados negativamente no muestran ningún desarrollo a lo largo de los acontecimientos, son estáticos, al igual que otros personajes que solamente se citan en las cartas sin obtener voz propia y directa. Solamente el arzobispo vive un punto de inflexión en el momento de pasar por las mismas angustias existenciales que Cornelia, tras ser mortalmente herido por ella. Los ‘hombres de bien’, al igual que las mujeres virtuosas, se caracterizan por su gran sensibilidad, un sentimentalismo lacrimoso y una expresividad emocional en las cartas (v. g. Gutiérrez 2005: 96, 102, 104, 126, 196, 199). Se oponen a las “bestias” (Gutiérrez 2005: 90) por su

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capacidad emotiva, base para cualquier comunicación entre humanos: “¿Qué sería el hombre para el hombre, si este instinto involuntario de piedad no le distinguiera de los animales estúpidos y feroces? Sólo la estimable facultad de enternecernos nos hace capaces de comunicar con nuestros semejantes” (Gutiérrez 2005: 126). En cambio, los que inculpan a Cornelia de tener un “empedernido corazón” (Gutiérrez 2005: 90) no se saben enternecer. De este modo, una serie de nombres elocuentes, así como una constelación figural basada en binarismos, ponen de manifiesto el enfrentamiento entre dos visiones ante la religión: una actitud tolerante, humana y sensible, que incluso acepta la igualdad de entendimiento de las mujeres, encarnada por personajes virtuosos, se opone a una religión enajenada de cualquier utilidad social que solo procura ventajas a una pequeña élite de eclesiásticos interesados en satisfacer sus deseos inmediatos y mantenerse en un poder. Este poder visible espacialmente, a su vez, desintegra los lazos de la sociedad. Cornelia Bororquia demuestra poseer, aparte de sensibilidad, contención (vid. Wolfzettel 1999: 29) y fuerza de voluntad, una enorme capacidad cognitiva (vid. Kilian 2002: 163). En contra del saber supuestamente adecuado para las mujeres, que deben conocer lo que es su derecho saber y respetar los límites específicos de su género a la hora de actuar (Gronemann 2013: 137), Cornelia transgrede conscientemente las lindes de este saber de género, estudiando una lengua extranjera, leyendo libros filosóficos para salir de su “candor” (Gutiérrez 2005: 156) e incluso disputando, aunque sin éxito, con el tribunal de la Inquisición. Sus conocimientos no se oponen a su virtud, sino que la complementan. Su sublimación, además, se produce en la contraposición con tres personajes masculinos (vid. Kilian 2002: 180) y no, como ocurre en novelas contemporáneas como Eusebio (1786-1788), al resultar vencedora en una comparación con personajes de su propio género. Consigue oponerse a la agresión del arzobispo, salvaguardando su integridad física y moral. Forzada a no actuar, sino a reaccionar, ejecuta con el tiranicidio una equiparación de su propia muerte y/o de la de su padre, por supuesto sin mostrar una intención explícita de venganza, señalando un posible camino de salida de la represión. Así, administra justicia no solamente personal, sino sistémica. Los espacios en los que actúa Cornelia, la casa y la cárcel, se caracterizan por estar cerrados y controlados por hombres (vid. cap. 3.4). Ella fracasa aparentemente en su intento de independizarse de su padre,

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al decidir salir de la casa sin avisarlo. Bartolomé Vargas le reprocha su comportamiento aduciendo la supuesta necesidad de un tutor, rol gustosamente asumido por él, lo cual la mantiene en parte dentro de una jerarquía de géneros, a la vez que el hecho de tener que ser rescatada demuestra su dependencia. No obstante, es la relación con Vargas la que le permite llevar a cabo reflexiones filosóficas, tradicionalmente reservadas a los hombres, desde una perspectiva católica. Al unir rasgos de emancipación racional ilustrada, inocencia virtuosa y creencia sincera, Cornelia se puede convertir en un “símbolo de la sociedad cristiana, oprimida por la jerarquía eclesiástica y su arma penal y policial, el Santo Oficio” (Sebold 1998: 67), represión que afecta tanto a hombres como mujeres y que, en contra de toda perfección, no le deja a Cornelia ninguna opción de actuar autónomamente. Su agency se limita a la performatividad de mujer reputada de virtuosa. La tragedia de su muerte así acentuada refuerza la impresión de la instrumentalización arbitraria del poder de definición eclesiástico. Si Cornelia sobre todo es símbolo de, y punto de partida para, una crítica de la represión, Bartolomé Vargas y Meneses representan un discurso teórico-filosófico sobre las opciones de compatibilizar (o no) la religión con la sociedad civil y el ejercicio del poder. Vargas, al igual que Cornelia bien educado, interesado, virtuoso, sensible y de fuerte voluntad, recurre a un lenguaje parecido al suyo para describir el problema, llegando ambos a una conclusión unísona. Los dos se posicionan como creyentes, adeptos a la religión cristiana católica. Bartolomé, tras el encuentro con Casinio, se pronuncia a favor de los valores del iusnaturalismo. Kilian lo valora como menos revolucionario que Meneses (Kilian 2002: 160), cuya actitud no es reforzada numéricamente por otras voces. Casinio y el Conde N*** propugnan una religión tolerante y natural, mientras que Meneses se pronuncia abiertamente a favor de la abolición del catolicismo en sí y elogia las naciones que se han “sacudido el yugo” del clero (Gutiérrez 2005: 198; vid. Pérez/Rodrigo 2003: 97). No obstante, tanto Meneses como Vargas consiguen escaparse de la Inquisición, otorgándole un desenlace abierto a la novela. En las reflexiones sobre el funcionamiento de la sociedad que articula la novela también resalta la importancia de la familia y de la amistad como lo “más sagrado y respetable en el mundo” (Gutiérrez 2005: 90). El microcosmos de la familia, al que pertenecen los personajes de ambos géneros, que se insinúa de forma idealizada en la relación

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amorosa, virtuosa y sincera entre los amantes y su absoluta lealtad y sensibilidad. La familia tiene que poder funcionar por encima de todas las capas sociales para que funcione la sociedad. Meneses y Vargas se ilustran mutuamente en sus cartas, al igual que el padre y Vargas lo hacen con Cornelia. La familia y las amistades dan lugar a una evolución personal, permitiendo la educación de cada ser en pos de una mayor virtud. El ser humano virtuoso adquiere autoridad y respeto mediante su formación, su experiencia y, finalmente su edad (véase Casinio), en vez de mediante el ejercicio de violencia. Los sentimientos de humanidad y filantropía serían las bases para convertirse en un ‘hombre de bien’ caracterizado por la nobleza de su actitud. Vargas y Meneses “no son los nobles representativos de la vieja sociedad, sino caballeros y hombres de bien, que formados en los nuevos valores filosóficos y en la tolerancia asumen riesgos para construir una sociedad culta y libre” (Pérez/Rodrigo 2003: 97). De este modo, el orden social se invierte: ya no son los titulares de un Santo Oficio deshumanizado los que detentan la soberanía moral, sino los seres aún humanos (y virtuosamente falibles). El que se destruyan los lazos familiares (con la muerte del padre de Cornelia, la denuncia de Bartolomé por parte de su hermano Cipriano, la delación de un hombre por su esposa evitada en el último momento por Casinio) y se invadan las esferas de privacidad (el arzobispo en casa del gobernador)31, son síntomas de la penetración completa de la sociedad por parte de las estructuras de poder clericales. Este poder es exclusivamente masculino. También los demás hombres son falibles, como demuestran los momentos de descontrol de Bartolomé en la carta a su hermano (Gutiérrez 2005: 112-117) y de Meneses al herir casi mortalmente a Bartolomé (Gutiérrez 2005: 95-99). Así, especialmente los hombres parecen necesitar un encauzamiento de sus impulsos naturales ‘salvajes’ para llegar a ser virtuosos. Se construyen como dotados de una capacidad de aprendizaje moral, siempre y cuando no sean corrompidos por el poder y el dinero eclesiásticos, como le ocurre, por ejemplo, a Pedro Valiente. No parece existir ningún eclesiástico sinceramente religioso. Los pocos personajes femeninos, en cambio, se trazan casi todos de forma positiva. Finalmente, todos los personajes, no solamente la heroína o Bartolomé, sino también el arzobispo y Perico 31  Sea advertido el aquí inherente segundo plano de esfera pública, debido al cargo del gobernador.

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Valiente, son presentados como víctimas de un sistema perverso (Wolfzettel 1990: 30). De esta manera, la constelación figural permite observar cual laboratorio diferentes pautas de la convivencia en la sociedad, descubriendo un elemento que por encima de la atribución del género a cada individuo la hace funcionar: la religión. 3.4. Los espacios de acciÓn: una cartografía simbÓlica La polarización inequívoca de los personajes también se refleja en el mapa mental que se crea el lector a lo largo de la lectura. Existe una estrecha relación recíproca entre la experiencia espacial de los personajes y la constitución de su identidad (vid. Würzbach 2004: 53). La territorialización es específica en cuanto al género y conlleva atribuciones de significado que regulan las relaciones de poder y posesión (vid. Ardener 1993). Cornelia, por ejemplo, es consignada a la casa, a la esfera privada. Al atravesar sus límites, termina en el calabozo, sin que haya un espacio intermedio. A su vez, le es imposible pertenecer al bando del clero y adquirir la posibilidad de ejercer influencia sobre los espacios a los que es reducida; sus opciones de actuar de forma oportuna también están más reducidas que, por ejemplo, las de Pedro Valiente, aunque este proceda de una capa social más baja. El género, por encima de la pertenencia a una clase (y la procedencia étnica que en Cornelia Bororquia apenas se tematiza), parece de suma importancia para la atribución de determinados espacios sociales a individuos o grupos (Spain 1992; Würzbach 2004: 51). En la novela aparecen diferentes espacios de acción que crean contrastes: no solamente se contraponen el calabozo al espacio público de la plaza de Sevilla y a la prisión civil, sino que también la naturaleza y el lugar bucólico de Caserío de Nublada se enfrentan a la ciudad y al funcionamiento de sus espacios. Por otra parte, se introducen topónimos de gran carga simbólica (Sevilla, Valencia, Santibáñez, Somos) y, finalmente, también existe un discurso sobre la relación entre la ‘patria’ terrenal y el cielo y, asimismo, entre la ‘patria’ y otras naciones como Inglaterra y Holanda. A continuación se analizarán las construcciones espaciales en relación con su función para la novela y su influencia sobre los personajes, pertenecientes a ambos géneros.

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3.4.1. El “lóbrego calabozo” y la “injusta prisión” El calabozo, “horrible prisión” (Gutiérrez 2005: 153), se caracteriza por la ausencia de luz, de sonidos y de otros personajes aparte de Cornelia. Como lugar materialmente delimitado y “obscuro” (Gutiérrez 2005: 147, 156) tiene un efecto angustioso sobre esta, hasta casi imposibilitar su autopercepción y con ella la seguridad de su propia existencia. La libertad de pensamiento es metafóricamente negada con el confinamiento de Cornelia en la umbría mazmorra de la Inquisición. Sistemáticamente, las descripciones del espacio físico proceden del campo semántico de la oscuridad o ausencia de luz, demostrando el alcance absoluto de la lobreguez resultante de la actuación de la Inquisición.32 Las condiciones de la prisión y del juicio, además, se combinan con calificativos que resaltan la injusticia y la irracionalidad arbitraria del procedimiento inquisitorial: la “injusta prisión” (Gutiérrez 2005: 91) e “injusta venganza” (Gutiérrez 2005: 90) del “tribunal injusto y tiránico” (Gutiérrez 2005: 77) permitirían a sus miembros lograr “beneficios obscuros” (Gutiérrez 2005: 142). La metáfora de las luces frente a la oscuridad, en analogía a las Luces de la Ilustración, se ve intensificada, sin dejar por ello de llamar a Dios: “¿Podrá Dios permitir que la verdad se obscurezca?” (Gutiérrez 2005: 92). El aislamiento forzado de la sociedad, el silencio, la falta de comunicación, base de la vida humana, y lo incierto de su futuro privan a Cornelia de cualquier autonomía o posibilidad de acción. La descripción perspectivada de la cárcel justamente mediante la prisionera misma se caracteriza por una inmediatez y cercanía que marcan con especial intensidad el espacio y sus efectos. A la vez, el eco polífono

32  La “oscuridad” (Gutiérrez 2005: 105) de los espacios controlados por la Inquisición constituye un hilo conductor en la narración. Los “obscuros antros” (Gutiérrez 2005: 76), el “lúgubre albergue” (Gutiérrez 2005: 91), el “obscuro subterráneo” (Gutiérrez 2005: 147), “uno de los calabozos más oscuros” (Gutiérrez 2005: 150), la “lúgubre mansión” (Gutiérrez 2005: 152), la “obscura prisión” (Gutiérrez 2005: 156) y el “lóbrego calabozo“ (Gutiérrez 2005: 90, 160, 165) son solamente unos ejemplos de ello. Aparte de que Cornelia se ve privada de la “luz del día” (Gutiérrez 2005: 190), se debe indicar aquí que también los protagonistas masculinos sufren la oscuridad: Meneses, por ejemplo, se ve “precisado a estar oculto” (Gutiérrez 2005: 162) para no correr peligro de ser detenido, a la vez que también Perico se halla prisionero en “un calabozo de los más lóbregos y oscuros” (Gutiérrez 2005: 149).

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de otros personajes evita que la descripción se reduzca a un efecto de mera impresión individual y la alza a un plano universal. Doblemente inmóvil por estar atada en un espacio delimitado por muros, Cornelia siente congojas que resultan ser el estímulo y la legitimación para sus reflexiones:33 “las angustias de una prisión en donde no se me deja otra señal de vida más que la respiración, me sugieren a pesar mío reflexiones tristes y sombrías” (Gutiérrez 2005: 105). La sensación de oscuridad prevalece, y entrama una unión con sentimientos de miedo y angustia. Foucault señala que la segunda mitad del xviii estuvo marcada por estas sensaciones y por la necesidad de disolver “les fragments de nuit qui s’opposent à la lumière, [...] ces chambres noires où se fomentent l’arbitraire politique, [...] les complots des tyrans et des prêtres [...]; le nouvel ordre de politique et moral ne peut pas s’instaurer sans leur effacement” (Foucault [1977] 1994: 196).34 Meneses, por ejemplo, le reprocha a Bartolomé que haya obrado “con mucha ligereza y enojo” (Gutiérrez 2005: 126) al dirigirse a su hermano, a la vez que los dos amigos lamentan que el miedo haya hecho que otros reaccionen con pasividad a la hora de pedirles apoyo (Gutiérrez 2005: 128). Casi todos los personajes temen a la Inquisición —entre líneas se lee que una revolución, un desplazamiento de los poderes, tiene que llevarse a cabo de modo cuidadoso—. El recurso a la prisión, espacio concebido de suma oscuridad, facilita la demostración del sufrimiento humano causado por la injusticia (Malin 2002: 8). Este sufrimiento se convierte en el punto álgido de la vuelta del ser humano sobre sí mismo, volviéndose sensible: “Cuando no debía pensar sino en mí misma, mi corazón es más sensible que jamás” (Gutiérrez 2005: 188).35 La ambientación en lugares oscuros, subterráneos y

33 

En la edición de 1812 también son un impulso para el desarrollo del personaje, cuyas fuerzas “se han ido acrecentando [...] al paso que se han aumentado tus desgracias” (Gutiérrez 2005: 155), al mismo tiempo que causan un mayor afán de protección —¿señal de lealtad preconyugal?— de Bartolomé ante Cornelia: “ahora con más razón seré tu padre, tu protector, tu amante, tu esposo, tu todo” (Gutiérrez 2005: 155). 34  Mark Malin ha trabajado la relación de estos sentimientos en la novela a partir de Foucault, mostrando cómo surge un miedo generalizado a la aplicación de un poder irracional y arbitrario (Malin 2013: 730). 35  También Malin concluye que justo en este giro se generaría una mayor sentimentalidad (Malin 2002: 8). Muñoz Sempere afirma que el sufrimiento de Cornelia encaja con “la teoría de lo sublime, y en especial de su interpretación burkeana y la noción de privation” (Muñoz Sempere 2008: 59). En la poetología dieciochesca se amplía el

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siniestros es también característica de la novela gótica (Plummer 2007: 292, Muñoz Sempere 2008: 58; Sebold 1998), iluminando las estructuras oscuras, invisibles, del Santo Oficio (vid. Malin 2002: 10). La novela, de este modo, se pone a la altura de las corrientes contemporáneas. En las descripciones del funcionamiento de la prisión inquisitorial también se resalta la diferencia con la jurisdicción civil y la “indefensión de Cornelia” en la cárcel del Santo Oficio (Pérez/Rodrigo 2003: 86). Se denuncian claramente la desproporción de los castigos, la falta de autoridades supervisoras y cómo se llevan a cabo procesos cuyo fin está determinado de antemano sin opciones de intervenir en todo ello: Si estuviera en una prisión civil, entonces podríais [...] oponeros con frente firme y resoluta a los injustos maltratamientos de la inhumana prisión que sin razón padezco, levantando vuestra voz hasta el trono mismo del monarca, si es necesario. [...] Pero aquí no se permite entrar a alma nacida, como si nuestros crímenes verdaderos o supuestos fueran de mayor consecuencia que [...] los de un asesino [...]. Aquí es menester sufrir en silencio y sin abrir la boca siquiera (Gutiérrez 2005: 104-105). Felices, ¡oh vosotros perturbadores del orden social! Que sabéis quién os acusa, que se os permite la defensa, que tenéis por jueces a hombres, y no a... (Gutiérrez 2005: 105).

En un plano superpuesto, sin embargo, la oposición entre prisión y jurisdicción civiles y prisión y jurisdicción inquisitoriales se emplea para criticar la relación entre “Religión y Corona” (Gutiérrez 2005: 141), que habría que sacar de la oscuridad haciéndola visible y pública: “estos infames Inquisidores, [...] por la ceguedad de los Príncipes, gozan de la ventaja de juzgar a su arbitrio a sus propios enemigos, y de entregarlos a las llamas! [...] Tiempo ya es de abrir los ojos” (Gutiérrez 2005: 141).36 La impotencia de la monarquía y la insuficiente presencia

concepto de lo sublime de Longino. Según esta concepción, las impresiones fuertes en el ánimo de un personaje se convierten en fundamento de la expresividad de la poesía o un estilo retórico elevado. Así, afirma Edmund Burke en 1757 en su ensayo On the Sublime and Beautiful que toda ‘privación’, caracterizada por vacuidad, oscuridad o soledad, posibilitaría terror y, de esta forma, el acceso a lo que estaría detrás del pensamiento racional y del lenguaje (Shaw 2006: 3). 36  Otro texto de Gutiérrez, las Cartas amistosas y políticas al rey de España por un apasionado suyo, asocia el supuesto atraso de España con la incapacidad e impotencia del

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de instituciones estatales también resuenan en la ausencia de un deus ex machina monárquico o, al menos, secular que pudiese intervenir en los sucesos (Kilian 2002: 156), lo cual demuestra la extensión estructural de la perversión jurídica (Malin 2013: 728). Esta oposición entre la prisión inquisitorial y la prisión civil se acompaña a su vez de una oposición entre aquella y el espacio privado y supuestamente seguro, fuera del alcance de los prisioneros. Las tres celdas de Meneses, Pedro Valiente y Cornelia, de paredes conjuntas (Gutiérrez 2005: 150), unen a los tres personajes en un solo cuerpo de víctima, marcado espacialmente. Los tres prisioneros condenados a muerte, de diferente género, de diferentes estatus sociales, de diferentes formaciones y de diferentes actitudes ante la sociedad, resaltan a través de su agrupación espacial el control absoluto por parte del clero, que traspasa los estamentos y estratos de la sociedad. A su exclusión del espacio público corresponde la inaccesibilidad de este para otros personajes. Bartolomé Vargas y también Meneses, después de su huida, no se pueden mover libremente. Bartolomé se ve reducido a vagar sin rumbo por la plaza (Gutiérrez 2005: 127), sin poder acceder libremente a los lugares que ha elegido como su destino. Se le impide una perspectiva panorámica, tradicionalmente atribuida al hombre (Würzbach 2004: 65, 67; Schabert 1992), negándole la orientación y la posibilidad de proceder con determinación. Con la reclusión femenina en un espacio físicamente cerrado y la inmovilidad masculina en un espacio físicamente abierto, representantes de ambos géneros se ven sometidos a estructuras de control fuertemente delimitantes. Estos espacios se convierten en lugares de una autonomía fracasada, tanto para hombres como para mujeres. Solamente personajes al servicio de otros demuestran que los límites son membranas semipermeables: los criados son los que facilitan la entrada del arzobispo en la casa, así como la entrada y salida de cartas al calabozo. No obstante, estos movimientos también se llevan a cabo bajo relaciones de dependencia. Los criados tampoco actúan de forma autónoma y cada uno lo hace bajo condiciones que ponen en peligro su vida. La inaccesibilidad e impermeabilidad de los límites fijados para los protagonistas gobierno y el poder terrenal de la Iglesia y de la Inquisición, cuyos principios serían contrarios a los valores evangélicos, y “uno de los manantiales de los desastres que nos agobian” (Gutiérrez [1800] 1990: 371).

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principales evidencia la impotencia de un gran grupo de personajes ante las estructuras de poder inquisitoriales. En suma, el análisis ha mostrado que existe una múltiple oposición entre la cárcel, la prisión civil, la casa y el espacio público de la plaza de la Inquisición. Cado uno de estos espacios implica diferentes atribuciones y prescripciones para el comportamiento de cada género. De acuerdo con las conclusiones de Juan Ignacio Ferreras (1987: 60) y Jorge Urrutia (1990: 84-85), el espacio de detención de Cornelia se vuelve vehículo para dirigirse no solamente contra prácticas de poder de la Inquisición y de clérigos convertidos en blancos de la crítica, sino también contra prácticas específicas del absolutismo. 3.4.2. Ciudad y campo, civilización depravada y naturaleza Las oposiciones en torno al polo negativo del calabozo se complementan por otro contraste, el que se establece entre campo y ciudad. A las ciudades de Valencia, Santibáñez, Sevilla y Somos, espacios de convivencia humana condensada y de civilización controlada por la Iglesia, se contrapone Caserío de Nublada, espacio rural-bucólico de convivencia familiar y cristiana feliz. En Valencia viven el gobernador con sus dos criados y Cornelia en su casa. Sevilla, controlada por 88 espías inquisitoriales, es la sede del arzobispo y de un tribunal inquisitorial desde antaño. Allí también se encuentra la cárcel inquisitorial. En Santibáñez mora el inquisidor Cipriano Vargas, y Somos es el lugar de residencia del inquisidor general. Como se ha señalado anteriormente, Pilar Pérez Pacheco y Ricardo Rodrigo Mancho han destacado la posibilidad de entender el topónimo Santibáñez como referencia a pensadores contemporáneos de Gutiérrez (Pérez/Rodrigo 2003: 88-95), en concreto rompiendo una lanza a favor del ilustrado moderado Vicente María Santiváñez y distanciándose de José Marchena, más radical. De hecho, en Cornelia Bororquia los nobles y burgueses ilustrados reflexionan sobre el funcionamiento de la sociedad, con lo cual la novela no apoya la fuerte crítica antinobiliaria expresada por otros literatos. El recurso toponímico al moderado Santiváñez puede fortificar simbólicamente esta postura.37

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Vid. cap. 3.1.1.

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La residencia del inquisidor en Somos (Gutiérrez 2005: 150), geográficamente no localizable, no conlleva tales referencias intertextuales. No obstante, en relación con las referencias de Cipriano Vargas al “nosotros” (Gutiérrez 2005: 129) al hablar del control del inquisidor general sobre Sevilla, la denominación del lugar alude al estado y la presencia del Santo Oficio: nosotros somos el centro. Esta interpretación respalda la atribución a la Inquisición de un poder universal que lo abarca todo, silenciando cualquier otro y colocándose como sujeto en el centro de la enunciación. Esta autorreferencia se opone, además, a las formas en las que los personajes más humanos se dirigen al otro con aprecio y lo incluyen, expresadas, por ejemplo, por Bartolomé Vargas al recurrir al verbo y pronombre en segunda persona singular: “tú eres mi todo” (Gutiérrez 2005: 148, cursiva mía), elevando la convivencia humana a lo más venerable y lo más central en la vida humana. También la elección de Valencia y Sevilla como espacios de la acción puede ser valorada como alusión intertextual al plano de la producción y recepción filosóficas, en concreto a Pablo de Olavide, que antes de su exilio en Francia tras ser procesado en 1778 por la Inquisición, había sido intendente de Sevilla y superintendente de las Nuevas Poblaciones de Andalucía y Sierra Morena, con la tarea de promover allí las reformas agrarias de Carlos III (Dufour 2005: 60, Martínez Shaw 2003: 23). Al final de su exilio publica en Valencia su controvertida obra El Evangelio en triunfo o Historia de un filósofo desengañado (1797), producida en gran parte en la cárcel de Meng-sur-Loire y posiblemente bajo la impresión de los terrores revolucionarios. A esta aparente justificación del catolicismo del Santo Oficio en la trayectoria intelectual de Olavide, Cornelia Bororquia opone las impresiones del terror inquisitorial (Dufour 2005: 57-61). Una analogía con El Evangelio en triunfo consiste en el empleo del campo como espacio de la acción: tanto el protagonista (sin nombre) de El Evangelio en triunfo como Bartolomé Vargas huyen de la justicia al campo. No obstante, es sustancial la diferencia, ya que al “filósofo desengañado” le despiertan las campanas de un convento cercano, lugar de su posterior reintegración religiosa, mientras que Bartolomé Vargas se despierta con dulces sonidos de la naturaleza, encontrando allí mismo nuevamente su orientación gracias a las conversaciones con

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Casinio (vid. Dufour 2005: 59-60).38 Aunque tal lugar en la naturaleza no se puede localizar geográficamente con precisión, se basa en una concepción y una experiencia espacial concreta cargada fuertemente de emoción y compartida por los lectores que se presta, por su vaguedad, a proyectar deseos, miedos e ideas o una ideología (vid. Würzbach 2004: 50). Al ubicarse en este entorno bucólico el punto de inflexión de las convicciones religiosas de Vargas, la naturaleza obtiene una connotación sumamente positiva: cuando el dulce gorjeo de las avecillas que saludaban a la aurora con sus suaves y melodiosos trinos, cuando el susurrante arroyuelo, y el céfiro que jugueteaba con las ondas y suspiraba por medio de los hojosos árboles, me despiertan al nacer el día [...] (Gutiérrez 2005: 166-167).

La naturaleza apacible de Caserío del Campo se convierte en espacio concorde con el iusnaturalismo tolerante de Casinio, luego adoptado por Vargas, como esbozo alternativo a la sociedad de su tiempo, de la que ambos se han excluido. Así, su retiro marca fuertemente la oposición entre el campo, espacio rural idealizado de forma bucólica, y la ciudad, lugar de una sociedad depravada por la instrumentalización y las posiciones intolerantes del catolicismo. De acuerdo con la interiorización de la acción, la carta de Bartolomé desde su paradero rural contiene párrafos mucho más largos que describen el entorno natural y reproducen argumentaciones lógicas y racionales basadas en las conversaciones con Casinio a favor del cristianismo y el iusnaturalismo. Vargas, en la carta, ya no parece desesperado y también omite el tema de Cornelia (“nada hablo en ella de Cornelia”, Gutiérrez 2005: 178), dejando paso a un discurso mucho más conceptual y teórico con el que Bartolomé ilustrará a Meneses. Paralelamente, este cambio evidencia el silenciamiento de Cornelia, que desaparece físicamente como núcleo de la acción, subrayando la impresión de una dominación absoluta de la Inquisición. Reelaborando tradiciones que presentan la ciudad como “contrapolo civilizatorio” (Würzbach 2004: 50) y la naturaleza como

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Entre ambas obras se dan más paralelismos figurales: el protagonista del Evangelio mata a un compañero de juego (vid. Dufour 2005: 59), hecho que estimula posteriormente sus reflexiones, mientras que Meneses casi mata a Vargas, conflicto que luego es resuelto por el arrepentimiento y perdón entre todos.

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incontrolable, seductora y peligrosa, la antigua oposición espacial se invierte, delatando la disfuncionalidad de la convivencia urbana bajo el poder de la Inquisición. Mientras que en las descripciones de los personajes del campo se retoma el topos del ‘buen salvaje’ rousseauniano, dotado de una piedad natural y aún sin necesidad de vivir en sociedad ni de hacer daño a otros (vid. González Alcantud 1987: 6), en la ciudad se encuentran malos salvajes, seres humanos depravados y “monstruosos” (Gutiérrez 2005: 90, 100, 107, 109, 196, 198).39 No obstante, el espacio de la naturaleza, habitado por seres humanos de ambos géneros, solamente es accesible para Bartolomé Vargas, mas no para Cornelia. Los dos experimentan diferentes formas de reclusión y exclusión del espacio público urbano, pero durante su encierro y su retiro llevan a cabo reflexiones parecidas acerca de su orientación religiosa individual. 3.4.3. España frente a Europa En la advertencia posteriormente añadida a la primera edición de Cornelia Bororquia se entona un lamento por al atraso de España en lo tocante al peso de la religión católica: La patria de Cornelia Bororquia no se halla todavía en estado de hacer concertar a la Religión y a la Filosofía, y se pasarán aún muchos siglos antes que entrambas capitulen en aquella nación. ¡Dichosos, dichosísimos de aquellos que las vieren a las dos hermanadas! (Gutiérrez 2005: 79).

39  El uso del calificativo “monstruo” diverge. Puede aparecer bien como muestra de una autorreflexión sensible de protagonistas masculinos al cuestionar sus propias acciones, bien como una fuerte crítica ante protagonistas masculinos ajenos al emisor. Nunca aparece en femenino, aunque sí utilizado por boca de mujer. Russell P. Sebold ha interpretado la frecuencia del uso de este calificativo como signo de la “tendencia poligenérica o agenérica” de la novela, ya que el protagonista del género lacrimoso sería “habitualmente un buen salvaje a lo Rousseau”, visible por ejemplo en Torcuato en El delincuente honrado ([1773] 1787), o Amato en El precipitado (1785) de Cándido María Trigueros. La calificación como ‘monstruo’ tendría otro sentido muy divergente (Sebold 1998: 61). Advierte que en otros géneros literarios y textos lacrimosos, como en el caso de Jovellanos, por ejemplo, los protagonistas se autocensurarían, sin recurrir a tales expresiones, demostrando así su “admirable virtud” y “conciencia moral” (Sebold 1998: 61). En Cornelia Bororquia, en cambio, incluso la virtuosa Cornelia recurre a tal vocabulario, constituyendo este la única forma de describir la depravación de su acosador.

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Este cuestionamiento de la relación entre catolicismo dogmático y filosofía natural coincide con la crítica de la influencia eclesiástica en las formas de pensar y las prácticas visibles en el día a día. Mediante Cipriano Vargas se subraya esta influencia dañina. Este, recurriendo a la Biblia y a los apóstoles, afirma que el atraso económico y cultural de España diagnosticado por Bartolomé sería insignificante e insiste en diferenciar entre la vida (e ilustración) terrenal y la salvación celestial: ¿Qué nos importa la civilización de las demás naciones, si al cabo sabemos que está cerrada para ellas la puerta del paraíso? [...] el verdadero cristiano no ha de reconocer otra patria sino el cielo. Te he oído hablar varias veces del atraso en que se hallan entre nosotros las artes mecánicas y liberales, y ensalzar el ingenio y la industria de los extranjeros [...]. Los Apóstoles [...] sabían muy bien lo poco importante que era todo esto para conseguir la vida eterna (Gutiérrez 2005: 131-132).

La orientación de Cipriano en la eternidad hace que este reste importancia incluso a ámbitos como la legislación y, de forma implícita, la justicia y la ejecución de Cornelia basada en ella. Bartolomé, en cambio, critica la Inquisición por sembrar la desconfianza y llevar así al derrumbe social:40 un tribunal que atropella los sagrados vínculos de sangre y de la amistad es el mayor azote de las sociedades. La historia no nos presenta ningún pueblo ni nación donde el padre estuviera obligado por ninguna ley ni pretexto a denunciar al hijo, ni el hijo a delatar al padre, ni el hermano a acusar al hermano, ni la esposa a perder el marido, etc. Vosotros solos habéis fascinado de tal modo las gentes que habéis conseguido que sofoquen la voz de la naturaleza cuando vuestro interés lo ha exigido (Gutiérrez 2005: 133).

Aparte de volver a asignar suma importancia a la familia y a la amistad conforme a la “voz de la naturaleza”, subyugada y silenciada por el interés particular de algunos oficiales, Bartolomé destaca la relevancia de la convivencia humana en cualquier comunidad política. Asimismo, en la Advertencia se hace hincapié en la tolerancia religiosa y el papel del poder político para garantizarla: “Un gobierno debe 40  Otra vez la cita se parece a una paráfrasis de Voltaire (1763: 2). Vid. también n. 15, 18 y 19 de este capítulo.

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permitir y proteger todos los cultos en su territorio, así como Dios los tolera a todos en la tierra. El derecho de Tolerancia es propio y peculiar de la Divinidad” (Gutiérrez 2005: 77). La novela promueve de este modo una actitud de tolerancia dentro de la nación que va más allá de crítica ilustrada de ciertas prácticas de justicia (Malin 2002: 8). Holanda y Gran Bretaña se presentan en la novela como modelos de tolerancia religiosa, en contraste a la restrictiva política religiosa de la Monarquía española (vid. Kilian 2002: 153). Meneses está resuelto a expatriarse en Holanda (Gutiérrez 2005: 163, 198), lugar que caracteriza como “sabia nación” que “ha sacudido valerosamente su yugo” y donde se puede “respirar libremente” (Gutiérrez 2005: 198). Evoca también con los Países Bajos el refugio de John Locke y lugar de publicación de su Epistola de tolerantia en 1689/1690, al igual que alude al lugar de los estudios universitarios de Paul Henri Thiry d’Holbach. Meneses incita varias veces a Bartolomé a seguir su ejemplo (Gutiérrez 2005: 164). No obstante, este retarda su huida del país para liberar a Cornelia, otro signo del amor ideal, leal e incondicional entre los dos amantes, hasta que se reorienta en Caserío de Nublada (Gutiérrez 2005: 178). Inglaterra, asimismo, reluce como lugar de una producción literaria estimulante que inicia el primer giro de Bartolomé Vargas hacia un mayor cuestionamiento del catolicismo. Habiendo viajado por el país y adquirido en él conocimientos literarios (Gutiérrez 2005: 130-131), Bartolomé es curado por un cirujano inglés (Gutiérrez 2005: 109) que demuestra gran habilidad y conocimientos, los cuales actúan como indicio de un mayor nivel educativo en Inglaterra. Frente a estas dos naciones modelo también aparecen ejemplos negativos. Según Cornelia, el “monstruo del Arzobispo” sería “más digno de habitar en los áridos desiertos de la Arabia, que de regir y gobernar en los cultos países de la cristiandad” (Gutiérrez 2005: 90). De este modo, mediante la voz femenina se dibuja un espacio natural, el desierto, como lugar hostil a la sociedad y adecuado para los seres humanos bestiales. Estas referencias al extranjero no solamente establecen una jerarquía entre Norte (más ilustrado) y Sur (más inhumano). También existe una importante diferencia entre las diferentes perspectivas y voces: mientras que Vargas y Meneses han tenido y siguen teniendo acceso a los espacios culturales mencionados por ellos mediante viajes y lecturas, Cornelia tiene que recurrir a un espacio imaginario a través de sus conocimientos geográficos (que los tiene, conste), ya que su acceso al extranjero es más mediato, prestándose más a reproducir topoi como

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el de la barbarie oriental. En este continuum entre dos polos, España se construye como espacio bárbaro, marcado por la falta de libertad de pensamiento, de espacios discursivos públicos y de libertad física para los personajes que no comparten el dogma oficial. Finalmente, la novela crea un vacío: no solamente Cornelia desaparece, también su padre muere. Y el lector no obtiene noticia sobre el porvenir del conde N***, Bartolomé Vargas y Meneses, que deja “nuestra amable patria en manos de estos lobos sangrientos” (Gutiérrez 2005: 198). En España queda un espacio de dominación clerical absoluta, inhumana y arbitraria en el que, bajo el manto de la devoción, se produce una deshumanización de los habitantes, la cual solamente sirve para satisfacer los intereses desenfrenados de un grupo oligárquico que dice actuar en nombre de Dios. En estos diferentes planos de construcción espacial destaca la selección de espacios que, en relación con los personajes masculinos y femeninos, inmóviles o móviles, y sus respectivas descripciones, hacen creíble la ubicación de las acciones, conforme a los preceptos neoclásicos de la verosimilitud. En parte, las atribuciones específicas a los géneros pueden ser explicadas como reproducción implícita del orden social, necesaria para transmitir desde una “perspectiva cercana” femenina o un “trasfondo de conocimientos” masculino el curso de los acontecimientos (vid. Würzbach 2004: 52). El género de los personajes o la perspectivización femenina/masculina parecen ser relevantes para la credibilidad de las descripciones espaciales (vid. Würzbach 2004: 52). Aparte de la función narrativa y lógica de los espacios para situar los acontecimientos y las orientaciones geográficas de los personajes, resalta su combinación con alusiones intertextuales y símbolos espaciales, que refuerzan la carga ideológica de las oposiciones ya establecidas mediante la constelación figural en pro de un mensaje anticlerical y un modelo de sociedad tolerante en términos religiosos. 3.5. La ficciÓn epistolar y las estrategias para crear autenticidad La novela le permite al lector acceder a los acontecimientos mediante las impresiones de los protagonistas, quienes transmiten sus situaciones y estados de ánimo en forma de cartas. En ellas evocan sentimientos, sin hacerlo de forma hiperbólica y, por lo tanto, ya increíble (Wolfzettel 1999: 29). La epistolaridad sugiere autenticidad, esbozando

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los sucesos de una forma que satisface el postulado neoclásico de la verosimilitud de la representación (Álvarez 1991: 319). De este modo, individuos que de entrada parecían silenciados por el sistema represivo obtienen una voz en la novela.41 El objeto presentado como enemigo hereje en el discurso clerical oficial, Cornelia, se convierte en un sujeto capaz de percibir y hablar. La existencia de la polifonía epistolar y la falta de comentarios de una voz narrativa extradiegética que ponga en perspectiva y valore lo acontecido sugieren que disminuye la importancia del género de cada voz narrativa para adquirir autoridad. Cornelia se opone a la injusticia encargando a Vargas que haga pública la injusticia. No obstante, la publicación de la voz femenina se basa aparentemente en un testimonio y un legado (fingido), dado a luz por otra persona. La perspectivización no pone en cuestión las restricciones existentes en cuanto al derecho de las mujeres a publicar en el campo de la novelística ni negocia la posición ambivalente de autoras/ instancias narrativas femeninas en una sociedad patriarcal. Susan Griffin ha mostrado que en el siglo xviii tardío y a principios del xix las narraciones en primera persona —ya fuesen de hombres o mujeres— se concebían como creíbles siempre y cuando la acción en sí pareciese coherente (Griffin 1996: 98). De este modo, el epistolario fingido y la “cita de autoridades y recopilación de documentos”, como el informe sobre el interrogatorio de Cornelia, consiguen crear un “barniz de la realidad” (Muñoz Sempere 2008: 46) en el cual los personajes se autocaracterizan por su estilo y los temas que tratan de acuerdo con su situación vital (vid. Kilian 2002: 154). Sebold ha señalado la teatralidad y la dinámica de las misivas, pues estas varían en su extensión “según el tema, y según el ocio o la emoción del personaje” (Sebold 1998: 64). Al mismo tiempo, la epistolografía se presenta como “un

41  De este modo, Cornelia Bororquia también puede entenderse en la tradición a las novelas epistolares europeas que tematizan la vida como monja, como, por ejemplo, las Lettres portugaises (1669) de Gabriel de Guilleragues, Rosalie, ou la vocation forcée (1773) de Anne-Louise Élie de Beaumont y La Religieuse (1796) de Denis Diderot. Un elemento central de estas narraciones es el sufrimiento de las monjas por su reclusión involuntaria y su deseo de salir del convento, un paralelismo con la situación de reclusión involuntaria de Cornelia Bororquia. Al mismo tiempo, las monjas a veces huyen del claustro o se vuelven locas, lo que incluye el deseo de la muerte, como en la Storia di una capinera (1871), donde ocurre, o en las Lettres portugaises, donde se desea. Cornelia, por el contrario, se caracteriza por su constancia y serenidad al enfrentar la condena a muerte pronunciada por el tribunal inquisitorial.

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ejercicio de imparcialidad” (Alba López-Escobar 2005: 205) fingido. La publicación de las cartas sin un objetivo ideológico explícito más allá de documentar el caso, como ocurre en la primera edición del texto, sin prefacio aún, entra in medias res y aumenta su veracidad y credibilidad, impresión reforzada por la ausencia de una voz narrativa omnisciente y probablemente parcial. Las cartas derrumban las diferencias entre los lectores explícitos de la ficción y los lectores implícitos en el mundo extratextual, posibilitando un acceso inmediato al interior de los personajes (vid. Malin 2002: 8-9). Las cartas facilitan la actualización de su supuesta historicidad por el uso del tiempo verbal en presente (Malin 2002: 12), permitiendo un solapamiento entre la época en la que se sitúa la trama y las condiciones de vida y de lectura del lector extratextual (Kilian 2002: 153). En la novela misma, Vargas alude a la historicidad y la tradición de la problemática situación que se puede prolongar sin dificultades hasta el presente del lector: “la historia nos hace ver sobradamente que [esta observación] es muy verdadera” (Gutiérrez 2005: 180). En suma, la ficcionalización de este “aspecto histórico” permite proyectarlo al “mundo del lector” (Muñoz Sempere 2008: 47), convirtiendo la obra en una referencia a la actualidad contemporánea. En el “puzzle epistolar” (Dale 2004: 129) los acontecimientos no se narran de forma cronológica (Rueda 2001: 305, 307), apoyando el efecto de autenticidad. El lector mismo tiene que inferir la cronología de los sucesos, manteniéndose además el suspense, ya que no está claro hasta la penúltima carta si Cornelia se salva o no. Ana Rueda (2001) identifica dos planos de lectura al respecto: el plano trazado entre los personajes, ordenado serialmente mediante metalepsis, y el plano decodificado por el lector, que provocaría su empatía para con aquellos (Rueda 2001: 301-312). La aseveración múltiple de ciertos acontecimientos (por ejemplo, los acosos del arzobispo a Cornelia o la inocencia de Bartolomé Vargas en su rapto, asegurados por la voz de Cornelia, Pedro Valiente y el arzobispo) aumenta la veracidad y credibilidad de los hechos (vid. Griffin 1996: 99) en la esfera pública extratextual, accesible a los lectores, frente a la versión inquisitorial divulgada en el mundo intratextual. Aparece, así, en el horizonte la creación de una nueva esfera pública ilustrada.42 A su vez, la epistolaridad 42  En la “Advertencia” posteriormente añadida a la novela cambia esta construcción, subrayando la supuesta historicidad del texto. El autor mismo afirma que su

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subjetiva también está estrechamente relacionada con el sentimentalismo y una lacrimosidad positiva.43 Al demostrar los personajes conmoción,44 señal de humanidad que actúa como cimiento de la filosofía y la proyectada sociedad ilustrada, también se puede conmover al lector, con lo cual se introduce un nuevo plano en esta novela de tesis que va más allá de una argumentación racional y enfatiza la injusticia (Pataky 1977: 20-23). La protagonista misma alude a su ejemplaridad: las noches amargas que han precedido al logro de nuestra felicidad, [...] todo se convertirá entonces en provecho nuestro. La memoria [....] de nuestros sacrificios [...] vendría a ser en el seno mismo de la felicidad uno de los placeres más vivos (Gutiérrez 2005: 153).

La novela, en su actualización y su trabajo de ‘memoria’ ficcional, también se dirige hacia un futuro extratextual que los personajes y otros conocedores del caso a posteriori, así como los lectores, deben edificar.

historia se basaría en un caso verídico, lo cual se refuerza mediante la selección de los nombres y el recurso a hechos históricos como la muerte de Felipe II, para invitar a leer a obras críticas sobre la Inquisición, como las de Boulanger, Langle, Limborch y Marsollier (Gutiérrez 2005: 74-75). No obstante, esto no contradice el carácter ficcional de la obra (vid. Malin 2002: 9). Véase la n. 26 de este capítulo en cuanto a los nombres de los protagonistas. Este hecho fue, además, duramente criticado por Juan Antonio Llorente (Murphy 1995: 174). Llorente comienza sus Anales de la Inquisición de España (1812) criticando en el Aviso a mis lectores la “novela mal zurcida” (Llorente 1812: XI): no se necesitarían ficciones para captar el impacto negativo de esta institución (con sus propios libros bastaría, es el subtexto, como ha anotado correctamente Dufour 2005: 47). Llorente señala divergencias entre los nombres en la novela y las personas históricas, indicando, además, que el interrogatorio de Cornelia “nada se parece a los verdaderos de la Inquisición” (Llorente 1812: XXV-XVI). 43  La novela se sitúa en la misma línea que las novelas sentimentales inglesas y francesas, a la vez que retoma parcialmente elementos de la novela gótica de Inglaterra (Kilian 2002: 254; 264). Sin embargo, tanto Kilian como Wolfzettel han llamado la atención sobre la renuncia a la representación detallada de elementos supranaturales, del espanto o de torturas en la novela, como se encuentran a menudo en la gothic novel (Kilian 2002: 164, Wolfzettel 1999: 30). Malin relaciona el uso de la sentimentalidad con los “greater intertextual traditions of epistolary literature” (Malin 2002: 8). También Sebold intenta señalar una estrecha relación entre el recurso al sadismo y la sentimentalidad (Sebold 1998: 55). 44  Vid. por ejemplo la conversación entre Bartolomé Vargas y Casinio sobre las lágrimas (Gutiérrez 2005: 126), en la que se hace una apología de las mismas como muestra del hombre sensible.

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3.6. Síntesis: una novela entre la apología, el ataque y la propuesta utÓpica La apología del personaje de Cornelia Bororquia contiene un segundo plano de crítica sistémica. Al exonerarla sacando a luz una documentación aparentemente auténtica, también se incriminan unas estructuras de poder que buscan crear un estado de represión absoluto por encima de cualquier diferencia de género, estrato social, educación, procedencia y, evidentemente, orientación religiosa. Con la apelación a Vargas y, en un segundo plano, a los lectores de la novela a no cometer “la ligereza de creerme fácil y culpable” (Gutiérrez 2005: 89), no solamente se anuncia la inocencia de Cornelia, sino que finalmente se opera una inversión de las acusaciones de culpabilidad contra ciertos personajes, realizadas por un poder discursivo totalitario y unilateral, deconstruyendo, así, la legitimidad de su condena a muerte. La ejecución de Cornelia la convierte en una víctima simbólica, su muerte adquiere póstumamente un sentido. Mediante las cartas se consigue una reconstrucción polifónica y verosímil, aunque de hecho fingida, de un proceso inquisitorial. El efecto de autenticidad y facticidad se basa tanto en el acceso al mundo interior de muchos de los personajes mediante sus cartas, como en el complejo orden, la cantidad y la forma de estas. A su vez, las pistas simbólicas espaciales llevan finalmente a una inculpación unívoca del clero católico. En parte, los protagonistas se replantean sus convicciones religiosas (Muñoz Sempere 2008: 52), aunque llegando a diferentes conclusiones y grados de cuestionamiento. De este modo, la polifonía en Cornelia Bororquia añade otras formas de narración a la perspectiva única y monolítica de novelas monódicas como La Serafina (1797) de José Mor de Fuentes, en las que se ofrece solamente un punto de vista (Dale 2004: 129-130). Además, se trata de una novela en la que el género del autor no coincide con las instancias narrativas y la focalización. Tal cross-gendered-narrative puede construir una ‘verdad’ textual desde diferentes perspectivas de género, diferentes estratos sociales y diferentes niveles de educación y ocupación (vid. Nünning/Nünning 2004: 16). A través de la continuación de esas diferentes perspectivas, la novela “apela al miedo del público a prácticas injustas” (Malin 2013: 728) e invoca la idea de la tolerancia con referencia a Locke y Voltaire. Finalmente, la novela consigue lo que las súplicas y cartas no han conseguido en los oficiales del clero: conmueven al público. De este

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modo, puede llevarse a cabo de forma afectiva y cognitiva una reflexión o incluso una catarsis en el espacio privado de la lectura que incite a una forma humana de actuar. En este proceso, la novela no necesariamente evoca un espacio libre de religión, sino que apela, en la línea de Locke, a la interiorización individual de la virtud (posiblemente) religiosa por parte de hombres y mujeres, de forma que no constituya ningún peligro para otros. La inversión de los valores religiosos por parte del clero, la paradoja de ejercer la impiedad bajo el manto de la piedad, se critica como apoyada por el estado y como apoyo del mismo. Asimismo, en la novela se denuncia la falta de un contrapeso al poder eclesiástico, aparentemente omnipotente. Con ello, la novela se convierte en una “novela de tesis” (Urrutia 1990: 86) con su trasfondo de verosimilitud y su pretensión de representar el mundo, se insinúa ante el lector como portadora de una moraleja o enseñanza que desmonta la verdad de una doctrina política, filosófica, científica o religiosa (vid. Suleiman 1983: 14). El recurso a protagonistas de connotación ejemplar o antimodélica, a veces fuertemente tipificados, ayuda a transportar una ideología específica (Urrutia 1990: 74-86). De este modo, la novela también reúne dos de las tendencias principales que han señalado Linda Kauffman (1986: 177) y Janet Altman (1982) para novelas epistolares: es novela de tesis, de educación en un sentido menos estrecho, y a la vez novela de amor, merced a lo cual se abre también a un público variado y a lectores tanto masculinos como femeninos, a los que enseña cómo funcionan diferentes mecanismos invisibles de control. La obra no necesariamente critica una religión organizada, siempre y cuando esta sea tolerante y pacífica, sino que se dirige contra las instituciones eclesiásticas “que pervertirían la pureza del cristianismo” (Muñoz Sempere 2008: 52), así como contra “la sinrazón, el autoritarismo déspota y el interés propio de los jerarcas” (vid. Pérez/Rodrigo 2003: 86). De este modo, en un plano superpuesto se puede identificar una reflexión tendente a desmontar el funcionamiento de diferentes formas de ejercer el poder.45 La opacidad de los procedimientos de la

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Es reveladora la controversia sobre la clasificación de la novela, ya que muestra cómo fluctúa su mensaje dependiendo del lector. Malin lee la novela casi como construcción realista, al hacer hincapié en “los abusos cometidos en el pasado por algunos oficiales de la Inquisición” (Malin 2013: 727). Ahora bien, aunque Juan Ignacio Ferreras la llama “novela anticlerical española” e insiste en su carácter antirreligioso, al igual

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Inquisición se presta especialmente para llenar estos con una ‘historia ejemplar’. Cornelia Bororquia no es solamente un ataque al clero, también es una crítica al absolutismo de derecho divino, de forma que se puede percibir la influencia de la Revolución Francesa (Kilian 2002: 156) y una tendencia a la secularización en el sentido de abogar “por un papel disminuido para la Iglesia en la esfera política de la España contemporánea del autor” (Malin 2013: 727) o incluso expresar “la esperanza de una sublevación del pueblo sufrido” (Sebold 1998: 58). Antonio Maravall (1988) explicó que, en situaciones de cambio y ruptura, convergen distintos grupos sociales que no se dirigen contra el poder político explícitamente identificable, sino contra poderes culturales y económicos informales (Maravall 1988: 11-29; Pérez/Rodrigo 2003: 97), en este caso reunidos en el estamento eclesiástico. Así, Carnero afirma que, en la novela, la institución inquisitorial sería “la representación de todas las instituciones represoras” (Carnero 1995, II: 978), sin negar por ello su crítica específica al Santo Oficio. Tal vez sea este solapamiento lo novedoso y revolucionario de la misma: su “mensaje revolucionario” (Fuentes 1988: 602) reside en un doble plano que requería ser discutido por los contemporáneos. Aunque la novela argumenta implícitamente a favor de abolir la Inquisición, ofrece y discute, además, diferentes modelos alternativos, encarnados, por un lado, en Cornelia, Vargas y Casinio como representantes de un cristianismo reformado o una religión natural, y, por otro lado, en Meneses, virtuoso con tendencias ateas. La controversia epistolar es señal de la ausencia de un código y de modelos alternativos que que Garnica Silva (1997: 80), quien la considera anticatólica, hay que darles la razón a Noёl Valis (2010: 77) e Isabel Román Gutiérrez (1988: 118), quienes afirman que no es suficiente tildarla de anticlerical. Ferreras identifica anticlerical con antirreligioso: “Llamo novela anticlerical a la novela que basa su problemática en una visión del mundo anticatólica e incluso atea; no basta, pues, que en una novela se ridiculicen o critiquen ciertos aspectos, personas, circunstancias y hasta instituciones eclesiásticas [...]. No es anticlerical la novela que propugna una reforma del clero o de la Iglesia, sino la novela que defiende un mundo sin Iglesia y, quizá, sin Dios” (Ferreras Tascón 1994: 11). Sin embargo, Isabel Román afirma que es cuestionable que existan formas narrativas propias de una novela anticlerical (1988: 118). Aquí se utilizará, en el contexto de la discusión alrededor del género literario (vid. Muñoz Sempere 2008: 49), “novela anticlerical” solamente en un sentido amplio con referencia al contenido y mensaje de una obra. Ante la universalidad del funcionamiento y el ejercicio arbitrario del poder, Castro Alfín finalmente concluye que “resulta complejo y quizá insoluble determinar si primó el carácter antiseñorial o el propiamente anticlerical” (Castro Alfín 1997: 75) en la novela.

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pudiesen sustituir a la situación política contemporánea, de acuerdo con un sentimiento nacional de confusión y desamparo ante los procesos revolucionarios finiseculares, una desorientación que habría influido en el desarrollo de las ideas estéticas a finales del siglo xviii (Ginger 1991: 14-44). Con su llamada a la tolerancia, la libertad y, por lo tanto, la pluralidad religiosa, tal vez la oferta resida, sobre todo, en una salida individual, proponiendo modelos de hombres y mujeres sensibles y civilizados independientemente de su religión. Detrás de este planteamiento existe una moral laica que, “si bien no exactamente deísta ni mucho menos atea, relega la religión a un segundo plano en el campo de las relaciones humanas a la vez que desacraliza al clero católico y en especial a la Inquisición” (Muñoz Sempere 2008: 54), afirmando el carácter construido de las creencias religiosas (“todas las sectas son obra de los hombres”, Gutiérrez 2005: 124). Seguramente a propósito no se postulan vías de cambio social y eclesiástico estructurales. Aparte de la defensa de la inocencia de Cornelia, “sabia y leída” (Gutiérrez 2005: 132), así como sus conocimientos y su racionalidad, la novela no contiene argumentación que pueda ser clasificable como apología de las mujeres en general. Meneses, por ejemplo, solamente tematiza las relaciones entre padre e hijo. No obstante, Cornelia funciona como modelo femenino de una virtud concorde con la religión que le permitiría cumplir a la perfección con su papel de amante, amiga y (proyectada) madre ilustrada en una sociedad renovada. Sobre todo, se convierte en el punto de partida de los discursos sobre la religión y en símbolo de una represión absoluta y universal masculina que es preciso encauzar. “Imaginasteis un lugar espantoso” (Gutiérrez 2005: 134), exclama Bartolomé ante su hermano, inquisidor, aludiendo al purgatorio como lugar que permitiría infundir miedo para así conducir al rebaño de creyentes según el propio interés de los clérigos. En esta novela crítica con el clero se construyen protagonistas casi hiperbólicamente perfectos como modelos ejemplares o, por el contrario, personajes sumamente antimodélicos, recurriendo para ello a imágenes específicas de cada género. A pesar del enorme auge de literatura edificante de carácter religioso en la segunda mitad del siglo, Cornelia Bororquia puede ser leída como indicio de una situación social en transformación y como señal de un cambio significativo en el campo discursivo en contra del control estrecho de la sociedad por parte de las élites

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políticas y eclesiásticas (Rennhak 2011: 218; Ertler 2003a; Ertler/Hodab/Humpl 2008). A la vez, se apela constantemente a la religiosidad como actitud interna sincera, que, a pesar de su carácter relativo, es aceptada como legítima y necesaria por cumplir con una función de estabilizar un orden social y moral. A los efectos desastrosos de las estructuras de poder legitimadas religiosamente no se contrapone un modelo alternativo claro, sino que se discuten diferentes vías posibles que comparten un núcleo de actitudes virtuosas. Implícitamente, también Cornelia transmite un ideal de virtud interior, concorde con una religiosidad pacífica. El proceso de negociación de modelos sociales viables, por lo tanto, desemboca en la intensificación de un modelo de mujer afectuosa y devota, aunque no sumisa a la hora de salvaguardar su propia vida o virginidad, lo que se hace especialmente visible en la cárcel, espacio físicamente materializado y cerrado y fuertemente limitado desde un punto de vista comunicativo. Para los hombres se puede constatar la promoción de una imagen del ‘hombre de bien’ virtuoso, humano y sensible. Independientemente de todas las discusiones en torno al progreso económico, político y cultural de la nación, había que mitigar el peligro de una desorientación total (y reorientación incontrolada), inherente a concepciones ateas. Al enlazar con ideales morales conocidos, roles de género no completamente desvencijados, concepciones tradicionales del orden social ligadas a la religión, y esquemas mentales relativos a determinados espacios sociales, se podía crear una continuidad que permitiese una transformación paulatina en base a la interiorización de máximas morales. Estas transformaciones, o más bien solapamientos de sistemas de valores, no solamente se llevan a cabo en la novela misma, sino también y paralelamente en el surgimiento de una nueva situación de recepción literaria. El sistema literario que se estaba imponiendo iba a relegar a un segundo plano el uso casero de textos religiosos de edificación tradicionales, y con ello el control que tenía la Iglesia sobre la instrucción básica de lectores y lectoras. Cornelia Bororquia introduce una nueva temática, opuesta a la edificación religiosa, en el espacio privado de cada lector o lectora y concede a estos la capacidad y la libertad de juzgar ellos mismos moralmente los sucesos, proporcionándoles de forma clandestina un texto con alusiones tendenciosas en favor de una determinada postura ideológica/religiosa. En la privacidad de la lectura se crea una vía de acceso a información, base para la creación de una nueva esfera

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pública opuesta al mundo rígidamente controlado en el que se tienen que comunicar Vargas, Meneses y Cornelia. No se trata, por lo tanto, de un sondeo específico de las creencias y prácticas religiosas adecuadas para cada género, sino que se discute un asunto socio-político que concierne universalmente tanto a los hombres como a las mujeres. Sobre todo, se constata y se exagera un supuesto statu quo de falta de libertad religiosa e ideológica que limita las posibilidades educativas para los hombres y, más, para las mujeres. La libertad interior de los protagonistas y, paralelamente, de los lectores puede transgredir sus límites para pensar en una alternativa que contrarreste el hermanamiento de los poderes político y religioso. Asimismo, la novela da la oportunidad de conocer modelos humanos que performan de formas diferentes su género, tanto hombres como mujeres.

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4 EN MOVIMIENTO POR EL MUNDO: LA NOVELA EUSEBIO DE PEDRO MONTENGÓN Y PARET

En el año 1786 se publica en Madrid el primer tomo de la novela de aprendizaje Eusebio, al cual siguen tres volúmenes más hasta 1788. Su autor, Pedro Montengón y Paret, llega a vender en España unos 60.000 ejemplares aún en el siglo xviii, con lo que la novela, de unas novecientas páginas, pronto se convierte en “uno de los best-sellers” de su época (Pérez Rioja 1988; Ertler 2009: 428).1 Con esta elevada difusión y un contenido explícitamente filosófico-educativo, que se distancia de la doctrina católica y su pretensión de poseer una verdad moral universal, la novela también se vuelve un “escándalo para la Inquisición” (Pérez Rioja 1988: 5-6; González Palencia 1943: 150).2 1  Los cálculos varían. Klaus-Dieter Ertler habla de unos 70.000 ejemplares (vid. Ertler 2009: 429). En cambio, una carta de don Vicente González, el apoderado de Montengón, al Consejo de Castilla, que escribe el 3 de diciembre de 1798 por el pleito entre Montengón y su editor Sancha sobre la propiedad de la obra, habla del “despacho de la obra” con “más de sesenta mil ejemplares de la obra que le dieron [a Sancha, AG] más de treinta mil pesos de ganancia” (vid. González Palencia 1943: 154). 2  La novela acabó siendo llamada el “Emilio español” por los censores del Santo Oficio, viéndose así acusada de ser una adaptación de la novela rousseauniana, publicada en Francia en 1762 y prohibida poco tiempo después en España (Quintana 1996: 24; Ertler 2009: 428). La novela se ha leído como forma de defenderse contra influencias del exterior al ofrecer un sustituto del Émile de Rousseau para el público español. A pesar de ello, los mecanismos de la censura y de la Inquisición cayeron sobre Montengón (Alborg 1972: 363; García Sáez 1974: 68-81). Tras los dictámenes de varios censores, estos concuerdan en que no está suficientemente clara la exposición de la doctrina católica y de la educación religiosa. El 19 de mayo de 1790 la novela es calificada oficialmente como “llena de errores” y difusora de las corrientes ideológicas del momento (Pérez Rioja 1988: 18). Así, es acusada de “cuaquerismo y tolerantismo, de incitar a la lascivia y de contener proposiciones temerarias, escandalosas y próximas a la herejía” (Alborg 1972: 363). Sin embargo, esta calificación parece estimular la difusión de la

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En 1767, Pedro Montengón y Paret, anteriormente alumno de la Compañía de Jesús, se tiene que exiliar en Italia a raíz del decreto de la expulsión de los jesuitas.3 En 1769 el autor pide exitosamente la secularización a Roma (Pérez Rioja 1988: 6, Carnero 1991a: 13, Ertler 2003a: 127; García Sáez 1974: 17).4 Su vida en el extranjero está marcada por la inseguridad económica, lo que hace probable que sus escritos constituyesen una fuente de ingresos complementaria a la que le ofrecían los puestos administrativos que desempeñó.5 Hasta los años cincuenta del obra. Comparado con otras obras españolas también difundidas, como, por ejemplo, la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758, 1500 ejemplares; siguen 14 ediciones hasta 1850, vid. Rodríguez Cepeda 1995: 81-112), la tirada de alrededor de 60.000 ejemplares es muy alta (Pérez Rioja 1988: 19). Según el juicio del Santo Oficio en 1799, la novela contiene “proposiciones anticristianas, obscenas, contrarias a las buenas costumbres y otras que fomentan el paganismo, el pelagianismo y, especialmente, la secta de los cuáqueros” (Quintana 1996: 24). Montengón al final tiene que modificar la obra considerablemente, y presenta a la censura inquisitorial el Eusebio corregido y enmendado que se publica en 1807 (vid. para una comparación de las dos ediciones Fabbri 1996: 317-326). 3  Montengón no sigue voluntariamente a su maestro Eximeno y otros quinientos jesuitas, sino que se va por obligación a pesar de no haber llegado a profesar. Pasará más de dos tercios de su vida en Marsella, Génova y Ferrara. Para este itinerario y las consecuencias biográficas vid. Giménez López y Pradells Nadal (1996). Su creciente posicionamiento anticlerical se manifiesta en 1770 en Ferrara con la publicación de cuatro sermones satíricos contra la Compañía de Jesús, De toda Aristotelaeorum schola. Sermones quatuor ad Luc. Sextilium, en verso latino (Carnero 1991a: 15). Les reprocha a los jesuitas haber deformado la doctrina aristotélica y alimentado el arte del orgullo y de la “ambición entre los escolásticos” (Catena 1991: 193). En Ferrara publica varias obras. Su extensa producción abarca poesías, sátiras en latín, diversas traducciones, textos teatrales y cinco novelas (Ferreras Tascón 1987: 49). Muchas de las obras permanecen desaparecidas, como, por ejemplo, su Compendio della storia romana (Roma 1802), el ensayo sobre La desigualdad social o cuatro comedias que Montengón menciona el 15 de junio de 1790 en una carta a su editor en Madrid, Sancha (Carnero 1991a: 16). 4  En Italia tiene acceso a fuentes italianas, francesas e inglesas de filosofía, historia y literatura, en lengua original o traducidas. No cabe duda de que Montengón conocía a autores y precursores de la Ilustración, como John Locke (Pajares Infante 1991: 358), Jean-Jacques Rosseau (Ertler 2003: 130), François Fénelon (San Román Echevarría 1964: 223), el abate Raynal o Voltaire (Carnero 1991a: 22, Chen Sham 2014). Además, en sus obras aparecen referencias a autores clásicos como Séneca, Epicteto, Sófocles y Filoctetes (Cerezo Magán 2011), así como a escritores españoles célebres. Por ejemplo, tenía contacto con Leandro Fernández de Moratín (vid. García Sáez 1974: 27-30). 5  A las necesidades económicas apuntan, entre otros indicios, sus declaraciones en el pleito sobre los derechos de propiedad de la novela contra su editor Sancha en el año 1798. Así, declara Montengón que “por la demanda de [Gabriel, hijo del difunto

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siguiente siglo se publicarán trece ediciones más (Pérez Rioja 1988: 1719). De estas cifras de edición se puede deducir que la novela fue ampliamente leída tanto en el siglo xviii como en el xix (Quintana 1996: 24-25; García Lara 1998: 18).6 Subtitulada como “historia sacada de las memorias que dexó él mismo” (Montengón 1998: 82), en la novela se narra cómo Eusebio, hijo de un matrimonio noble español queda huérfano en un naufragio camino a Filadelfia. Es salvado por un matrimonio cuáquero7, Henrique y Susana Myden, quienes adoptan al joven de seis años, para dejar su educación más tarde en manos del cestero español Jorge Hardyl. A unos años de instrucción y práctica en casa del cestero y el compromiso matrimonial con Leocadia, precedido de algunas experiencias pasionales, sigue un viaje de formación por Inglaterra, Francia y España, adonde incluso tiene que volver una segunda vez, ya de adulto, con Antonio, AG] Sancha, que sólo tiene por finalidad causarme el perjuicio que se sigue a la subsistencia de mi pobre familia con tal detención queriendo arrancarme de las manos este pedazo de pan que me cuesta mucho sudor y fatiga, me veo precisado a implorar de nuevo la justicia de V.A. con esta nueva súplica apoyada en la cédula Real sobre imprentas” (Montengón apud González Palencia 1943: 155. El investigador no ofrece más datos sobre la correspondencia). 6  Testimonio de la amplia recepción son también las dos adaptaciones Eusebio de los niños (1830) y el Otro Eusebio (1854), de Juan Martín Cortés y Fuster, para un público distinto. Montengón mismo, además, publicó otra novela de aprendizaje que se puede considerar el homólogo femenino para el Eusebio: Eudoxia, hija de Belisario (1793a), que tiene a la mujer como objeto (de educación) del libro. La trama se trasfiere a Constantinopla bajo el emperador Justiniano. En seis apartados (“libros”) se relata la educación de Eudoxia según las pautas del estoicismo. En la novela se constata la igualdad del entendimiento y de la misma disposición al aprendizaje entre hombres y mujeres. Eudoxia se forma en la moral estoica y en las ciencias para equipararse en sus capacidades a su esposo y ser para este buena pareja (Insúa 2006: 8). La idea de la igualdad de género en cuanto al entendimiento y la formación se manifiesta de este modo, aunque se mantiene la centralidad otorgada al matrimonio, a la compañía del esposo y a la educación de los hijos como aporte a la sociedad. Véase también n. 23 de este capítulo. 7  Los cuáqueros como Iglesia protestante independiente fueron fundados en 1652 bajo la denominación de Sociedad Religiosa de los Amigos [de Jesús] por George Fox. Según las convicciones cuáqueras, la luz divina reside en cada persona, que adquiere una dignidad universal y, en principio, inviolable. Se accede a la verdad religiosa mediante la propia experiencia, estableciendo una relación directa con Dios. Reforzando, así, la conciencia (moral), los cuáqueros rechazan cualquier discriminación, a la vez que subrayan la fidelidad a la Biblia y la obediencia a Dios como fundamentales. Los rituales como el bautismo o la eucaristía, así como los mediadores clericales, pierden importancia (Cooper 1997: 35-37).

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su esposa Leocadia por cuestiones de una herencia, con su profesor, tutor y amigo, Hardyl. En el transcurso de su periplo, el joven y su tutor viven varios episodios de adversidades del destino, mediante los cuales Eusebio incrementa sus conocimientos y practica las virtudes y las habilidades prácticas. El viaje da pie a reflexiones sobre sí mismo y los propios efectos en el exterior, y tiene como finalidad la formación del carácter, siendo un medio de aprendizaje intercultural y moral. Asimismo, se insertan varias intradiégesis sobre personajes secundarios de varia procedencia, cuyas historias ejemplares se entrelazan temáticamente o por medio de acciones con la trama principal.8 Eusebio finalmente llega a ser un hombre virtuoso y autónomo que actúa con suma moderación, conformando una genealogía simbólica con sus antecesores ideológicos, Eugenio (Hardyl), Eumeno e Isidoro, nombres elocuentes que se van presentando a lo largo de la novela como modelos de comportamiento. El primer tomo va precedido de una dedicatoria y un prólogo sobre quién debería leer la novela, y cómo. Esta se puede clasificar como novela de aprendizaje con una fuerte tendencia didáctica. Debido a los viajes descritos en la novela, así como a la abundancia de hechos históricos presentados, también se la considera “la obra más representativa del enciclopedismo español” (Ferreras 1987: 51). El historiador y sacerdote Miguel Batllori la valora como “el atrio de un nuevo período de la cultura” (1966: 496) en España. Por su parte, Christoph Strosetzki (1991: 254) subraya la existencia de un protagonista no católico —Eusebio es educado por el cuáquero Hardyl (Eugenio)— como una novedad en la literatura española. La obra se presta, por tanto, a un análisis de las concepciones religiosas presentes la misma. Aunque se ha indagado mucho en las referencias filosóficas presentes en la novela (vid. Quintana 1996: 26; Serra 1991), aún no se han analizado en detalle las ideas religiosas. Examinar estas en relación con ideales de género masculinos y femeninos, especialmente en cuanto a la adscripción de uno

8  En total se puede reunir un inventario de 481 personajes secundarios en la novela, 186 de ellos con nombre e historia, y 245 de ellos solamente con referencia al origen o al empleo. En varias intradiégesis los personajes mismos, Hardyl o una instancia narrativa relatan y valoran sus antecedentes y contextos vitales. Varias veces entre los personajes principales y secundarios se establece, anterior o posteriormente a la narración de su trasfondo, una relación de ayuda unidireccional, mientras que otras veces estos personajes les complican el porvenir a Eusebio y Hardyl.

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y otro género a espacios fijos, como ‘el mundo’ para el hombre y ‘la casa’, claramente en vez del convento, para la mujer, resulta esclarecedor en cuanto a la compenetración de las tres dimensiones, espacio, género y religión, en la propuesta de sociedad utópica realizada por la novela. Pero antes de pasar al análisis de la novela, pasemos por el estado de investigación. Hoy en día existe una considerable cantidad de trabajos de investigación sobre la vida9 y la obra de Montengón. Una aportación importante sobre la génesis y el desarrollo del texto en las diferentes ediciones se debe al investigador Maurizio Fabbri (1972, 1985, 1991, 1996). Guillermo Carnero ofrece un buen panorama sobre el autor en cuestión en su libro Montengón (1745-1824). Un poeta entre dos siglos (1991b), y ofrece un primer panorama de los ámbitos de investigación montengoniana (1991a, 2009).10

9  Por primera vez se menciona en la Biblioteca Valenciana de los escritores que florecieron hasta nuestros días y de los que aún viven de Justo Pastor Fuster ([1827-]1830: 383). Un siglo más tarde, Edward Bannan se acerca a Montengón con su tesis doctoral Dos novelas pedagógicas de Montengón y sus relaciones con Rousseau (1932). También lo hace Elena Catena, que escribe su tesis sobre Vida y obras de Don Pedro Montengón y Paret (1947). Los dos trabajos quedaron inéditos, si bien una parte de las conclusiones de Elena Catena es accesible gracias a sus artículos de 1982 y 1991. En 1943, tras un primer artículo de 1926, se publica la tesis doctoral de Ángel González Palencia, quien encontró documentación sobre los permisos de edición, los procesos inquisitoriales y el pleito entre Pedro Montengón y su editor Sancha. Estas primeras investigaciones logran aclarar datos biográficos del autor y aportan otros importantes sobre las ediciones del Eusebio y los procesos de censura y (re)publicación. Datos sobre el marco histórico y la biografía del autor en su contexto se encuentran, además, en las contribuciones tempranas de Gumersindo Laverde ([1868] 1991) y de Miguel Batllori (1966: 52-54). 10  Un resumen sobre Eusebio lo ofrece José Antonio Pérez-Rioja con su publicación Un Best-seller del siglo xviii. La novela ‘Eusebio’, de Montengón (1988). Pilar Pérez Pacheco (2008) también presenta las condiciones y el alcance del éxito de la novela entre los lectores. Otros trabajos intentan hacer encajar los productos literarios de Montengón en alguna corriente literaria, como, por ejemplo, Manuel Cerezo Magán, que con su artículo “Pedro Montengón, jesuita y literato alicantino del siglo xviii. Su impronta clásica” (2011) combina hipótesis sobre la ideología del autor, deducidas de su biografía, con el análisis de elementos clasicistas en sus obras. Un intento parecido lo lleva a cabo Santiago García Sáez, que en un artículo de 1982 se acerca a los reflejos de la literatura picaresca en Eusebio. En un trabajo anterior, el mismo investigador intentó mostrar la presencia de rasgos “prerrománticos” en la producción montengoniana (1974). Ambos intentos de encajar literariamente al Eusebio son reveladores, si bien no se define con precisión en qué consistiría tal prerromanticismo. Por otro lado, Eterio Pajares Infante

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Existen varios análisis de las relaciones intertextuales de la novela Eusebio con las obras de otros autores como Rousseau, entre los cuales son de destacar las monografías de Pedro Santonja (1994) y de Jorge Serra (1991).11 En relación a la forma novelística, Marc Marti (2005) sistematiza las estructuras narratológicas de Eusebio mismo, destacando seis “nouvelles intercalées”, intradiégesis o narraciones inscritas en la trama principal, las cuales apoyan la transmisión didáctica de un proyecto de sociedad utópica, como sugiere Rogelio Blanco Martínez (2001). Jorge Chen Sham (2005) se centra en los elementos volterianos empleados para definir un mundo utópico en Eusebio, así como también Maurizio Fabbri sugiere elementos utópicos en la novela (1985). Ciara O’Hagan (2010), por su parte, llama la atención sobre el posicionamiento de Eusebio en contra de los abusos coloniales de España. En varios trabajos también se han analizado aspectos específicos de Eusebio. Nigel Glendinning (2004) realizó un interesante análisis sobre los datos históricos que aparecen en la obra, mostrando el enciclopedismo presente en una novela con lugares y tiempos tan dispersos. Jorge Chen Sham, por su parte, trabajó sobre las opciones de conocimiento del mundo y el método educativo expuestos en el Eusebio (2007a, 2007b, 2008). Un trabajo aún más sistemático, que incluso relaciona el método educativo explícitamente descrito en la novela con la forma novelesca en la que se halla, lo logra Jordi Quintana Fernández (1996), quien organiza algunos leitmotivs de la educación descrita en la obra según cuatro dimensiones doctrinales básicas en su artículo “El Eusebio de Pedro Montengón: Una antropología utópica”. No obstante,

analiza influencias de la narrativa lacrimosa en Eusebio, destacando algunos paralelismos con la obra del escritor inglés Samuel Richardson (1991: 353). 11  Pedro Santonja (1994) ha puesto en relación las dos novelas de formación de personaje más importantes de Francia y España en su monografía El ‘Eusebio’ de Montengón y el ‘Emilio’ de Rousseau. El contexto histórico (1994). También Jorge Serra (1991) contribuyó con su tesis doctoral a la investigación sobre la relación entre la filosofía montengoniana y la de Rousseau. Víctor Sauce Martín (2015) busca relaciones intertextuales de la novela con Rousseau y Cervantes. Pilar Palomo ha trabajado las relaciones entre Baltasar Gracián y Pedro Montengón en su artículo “Gracián y la novela didáctica del siglo xviii. El Criticón y el Eusebio” (1986). Finalmente, Francisco Sánchez Blanco (1991: 325-331) llama la atención sobre la influencia de Anthony Ashley Cooper, tercer conde de Shaftesbury (1671-1713), en la literatura española de finales del siglo xviii, especialmente en Eusebio.

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aún no profundiza en diferencias en cuanto a los géneros masculino y femenino presentes en esta antropología. A pesar de la constante repetición de valoraciones como la de Antonio Pérez-Rioja, quien afirma que Eusebio es una “adaptación de la pedagogía a la ficción novelesca, no sólo en su argumento, sino en su mismo método expositivo” (Pérez Rioja 1988: 10), la mayoría de los trabajos de investigación se ha centrado en analizar y contextualizar la abundante y compleja filosofía que se supone detrás de la trama, basándose sobre todo en las afirmaciones explícitas sobre valores morales que se realizan en el transcurso de esta. Un trabajo que desmenuce la estrecha unión entre este programa filosófico-educativo y la forma de la novela misma, analizando cómo y con qué efecto entran en concomitancia amas dimensiones, queda aún por hacer. La investigación filológica, al verse confrontada con una “profunda simbiosis entre ‘ideas’ y ‘literatura’” (Quintana 1996: 26), ha analizado fundamentalmente los conceptos filosóficos vehiculados en la obra, mucho más que las ideas en cuanto a la religión, aunque estas últimas estén muy presentes en la novela. La única aportación en cuanto a la religión en la novela procede de Jorge Chen Sham (2014), que destaca las fuentes de Montengón, especialmente John Locke y Voltaire, a la hora de manifestar mediante la experiencia de diferentes personajes una visión crítica de las guerras de religión, considerando estas el resultado de la mezcla de creencia (fanática y falta de tolerancia) con fines políticos. No obstante, hay que ir más allá: episodios en Inglaterra y Francia que tematizan la violencia legitimada por la religión, el impedimento de una clausura involuntaria de la joven Gabriela en España por los dos protagonistas y la conversión al catolicismo del cuáquero Hardyl antes de su muerte, causada por un accidente, constituyen importantes ejes sobre los que se fundamenta una visión particular de la religión. Esta, además, está estrechamente relacionada con una imagen normativa de cómo se deben integrar tanto hombres como mujeres en la sociedad. Por consiguiente, un estudio sobre el entrelazamiento entre espacio, género y religión en la novela resulta prometedor para comprender las bases de su esbozo de una ‘nueva sociedad’. Para acercarse a cuestiones de género, la investigación cuenta ya con tres artículos relativos a la mujer, de Elvira de San Román Echevarría (1964), Mariela Insúa Cereceda (2006) y Gloria Franco Rubio (2004), aunque las tres se centran más en las concepciones de lo femenino modélico en Eudoxia, hija de Belisario (1793a), del mismo autor. Las tres

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destacan la igualdad de intelecto entre hombres y mujeres que se concibe en Eudoxia, sin que por ello desaparezcan aspectos que, como la ternura, se adscriben como naturales a la mujer. Un estudio que analice explícitamente la(s) masculinidad(es) esbozadas en la obra de Montengón parece aún no existir. En cambio, sí existen algunos análisis en cuanto a los espacios narrados. Así, Marc Marti (2001) ha destacado la alabanza de la aldea en Montengón, paralela al menosprecio de la corte. También Pedro Santonja (1988-1989) ha destacado la relación entre el ámbito rural y el estoicismo como doctrina de los personajes. El presente trabajo quiere aportar una tesela a esta investigación literaria sobre el Eusebio de Montengón, centrándose en el entrecruce entre espacio, género y religión. Esta interrelación se manifiesta al tematizar la novela mediante un viaje de aprendizaje tanto los roles normativos para ambos géneros como el papel de la religión a la hora de legitimar ciertos procederes individuales y colectivos. Mediante el análisis se mostrará cómo se formula y se pone en práctica en la novela un programa educativo en pro de una sociedad sobre nuevas bases, alejadas del dogma católico. 4.1. “Las virtudes morales son el cimiento de su religiÓn”: el ser humano modélico Para entender el programa educativo y religioso-filosófico y la visión del ser humano que se negocia narrativamente a lo largo de los cuatro tomos, vale la pena observar el prólogo de la novela. De extensión bastante breve, se compone de cinco partes: a la presentación del contenido de la novela le sigue un esbozo breve de la visión del ser humano, una explicación de la supuesta intención de la obra, la denominación de los lectores a los que quiere apelar y la repetición de las intenciones educativas. El prólogo se abre rotundamente con la siguiente frase: El hombre es objeto de este libro: las costumbres y las virtudes morales son el cimiento de su religión. Católico: la tuya es sola la verdadera, sublime y divina; mas tú no eres sólo de la tierra, y el Eusebio está escrito para que sea útil a todos (Montengón 1998: 84, cursiva mía).

El ser humano, universalizado en el “hombre”, se considera el “objeto” de la novela, y lo es también del prólogo. Al esbozar así la materia

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y más tarde las intenciones de la obra queda abierto si el hombre es objeto textual, un personaje que se observa al leer sobre él, o si es el lector mismo el hombre que se vuelve objeto. En el prólogo se argumenta que habrá lectores que, por rechazar la religión, después de “dignarse de poner los ojos en el Eusebio [...] le volverían con desdén el rostro después de haberle arrojado de sus manos” (Montengón 1998: 84). Su condición mental sería de tal “extravagancia”, su corazón de tal “depravación” que, sentado en el “trono de su altanera filosofía”, ya no se dejaría conmover por “objetos de los que hace burla”, ni sería posible convencerlo con “razones que desprecia” (Montengón 1998: 84). Debido a la existencia de personas ajenas a la fe católica habría que suprimir la exaltación de la religión y situar en su lugar, como fundamento de la educación, la doctrina “del gentil filósofo Epicteto” (Montengón 1998: 85), para luego inspirarles la fe. Esta doctrina de la Antigüedad, la de la filosofía estoica y de los moralistas no religiosos, se pone en oposición a “la de Kempis, o de otro católico semejante” (Montengón 1998: 84).12 De este modo, Montengón constata la existencia de gente distanciada al catolicismo, a la vez que argumenta a favor de rellenar el emergente vacío moral por otro edificio ético y otra forma de instrucción hacia la virtud. Esta sustitución de la religión católica por la filosofía estoica se insinúa en el prólogo como necesaria para hacer ver la “virtud moral desnuda” (Montengón 1998: 84), sin los meros “adornos” (Montengón 1998: 84) de la cristiana, a la que, sin embargo, le sería inherente la verdad “única” y “divina” incuestionable (ibíd.). Una vez persuadido el lector de esta forma por las virtudes, se capacitaría para al final reconocerlas también en la religión. El libro se escribe para que les “sea útil a todos” (Montengón 1998: 85), también para los “impíos” (Montengón 1998: 84) y la gente no o cada vez menos creyente. Queda clara la intención de dirigirse a un lector cualquiera sin sobrecogerlo con simbolismos ajenos o un dogma cuestionable. Se insinúa así que

12  En 1418, Tomás de Kempis redactó De imitatione Christi, un manual de instrucción cristiana que tiene como objetivo “instruir el alma en la perfección cristiana”. Se centraba en la devoción, especialmente de la eucaristía como centro de la vida cristiana, y propugnaba una vida ascética, el retiro personal y la concentración en la vida interior. La vida de Jesús se propone como modelo ejemplar en el que cada creyente se debería orientar. Hoy en día existen más de tres mil diferentes ediciones y los teólogos suponen que, tras la Biblia, sería el libro cristiano más difundido (Köpf 2002: 481-482).

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coexisten diferentes modelos de explicar el mundo y de fundar el comportamiento moral. Al lector católico se le concede integridad —una jugada estratégica—, al unir eclécticamente la filosofía moral de la Antigüedad con el catolicismo. Seguramente no hay que tomar las palabras a favor de la religión al pie de la letra, sino que, previendo ya una posible censura inquisitorial, el autor se justifica, se disculpa de antemano por el hecho de que el protagonista de la novela no sea católico. Argumentar en favor de la religión católica y a la vez descalificarla como mero “adorno” (Montengón 1998: 84) de las virtudes que constituirían el verdadero cimiento del buen ser humano, se puede considerar un reflejo de las contradicciones de la Ilustración española. De este modo, y con esta propuesta revolucionaria para el mercado literario de la época, el prólogo anuncia una meta educativa, aparte de apostar por una utilidad de validez universal. Se quiere educar al hombre desde un pensamiento pragmático para que sea virtuoso, independientemente del catolicismo, a la vez que la novela se abre a una amplia masa de público, factor importante también para el mantenimiento del autor. La escuela filosófica grecorromana del estoicismo, a la que pertenecía Epicteto (50-138 d.C.), proclama como ideal un hombre sabio que viva según las pautas de la naturaleza y que, aceptando a la vez que controlando sus afectos, asuma su destino sin necesitar más fuentes para su felicidad y para llevar una vida pacífica. Aceptar los propios afectos sería condición para liberarse de las malas consecuencias de los mismos, sin volverse un ser indiferente. La razón funcionaría como guion, y el instinto de subsistencia y la aspiración a perfeccionarse llevarían al aprendizaje de comportamientos, costumbres y actitudes que permitirían lograr los propios objetivos. También incluye una ética que pone en el centro de la atención al ser humano (vid. Assmann 2003, Böhling 1998: 176-186, Bormann 2000). Estos ideales se proyectan en la novela, estableciendo, a su vez, un lazo con las formas de la narración misma. A continuación se sintetizarán las líneas centrales del programa educativo y moral de la novela, para luego poder situar a la religión. En relación con el prólogo ya hemos visto que el objeto declarado de la novela es el “hombre”. Hay que observarlo, casi empíricamente, para adaptar el instrumental educativo a la situación externa y las condiciones psicológicas del mismo, haciendo posible de este modo su educación con “modesta

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circunspección” (Montengón 1998: 258).13 Toda esa educación estaría encaminada a alcanzar una “felicidad del espíritu” (Quintana 1996: 26) que permita una vida “sosegada e imperturbable, exenta de los afanes y anhelos de las pasiones” (Montengón 1998: 123), sin sufrir por tanto sentimientos extremadamente positivos ni negativos, dado que las circunstancias vitales dependen de “los brazos de una gran fortuna” y “los de la suma miseria” (Montengón 1998: 129), que no siempre se pueden cambiar o, en caso de estar de acuerdo con ellos, mantener. La meta principal en la novela sería alcanzar un estado de ánimo perfecto que superase la dependencia de las emociones con respecto del azar. No obstante, en la novela no se entiende al hombre como ser autárquico, sino que se lo sitúa en el centro del entramado social: “El hombre nació para la sociedad, no para sí solo; [...] no tratamos de hacer el mejor mundo posible, sino de vivir del mejor modo que podamos en el que nos colocó la Providencia” (Montengón 1998: 319). La filosofía tendría como fin la perfección del alma (vid. Montengón 1998: 446), y guiando la forma del sentir y comportarse dentro de una sociedad imperfecta. Así informa la voz narrativa al lector sobre las maneras de llegar a ser feliz independientemente de las circunstancias: “¿Qué remedio pues? Búscalo cuanto quieras: no hay otro que el de la virtud” (Montengón 1998: 651). Esta, y no el catolicismo, se considera en la obra el “norte más seguro para caminar por los malos pasos de este mundo” (Montengón 1998: 364). Al constar de varias máximas que vendrían a equivaler a destrezas emocionales, la virtud se puede aprender (Serra 1991: 52). Ahora bien, este aprendizaje requeriría una educación específica. La filosofía moral se considera un “estudio que no necesitan menos las mujeres que los hombres, para no dejar arraigar en ellas muchos defectos [...] que se creen propios y connaturales del sexo, siendo sólo efectos de la educación” (Montengón 1998: 877). Al ser humano, independientemente de su género, le serían inherentes la capacidad y la disposición a aprender, actuar y sentirse bien, pero habría que incentivar el uso de esta predisposición a la virtud. Las diferentes reglas al respecto formarían un mosaico cuyas partes serían todas de suma importancia y conformarían una verdadera “ciencia moral” (ibíd.: 178, 495): “No son éstas pequeñeces, 13  Esta tendencia a la observación corresponde al surgimiento y desarrollo de la pedagogía en general. Véase la lista de tratados sobre la educación coetáneos a Montengón en la n. 36 de la introducción (p. 36).

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aunque tales puedan parecer a muchos de los que las leen. De ellas se forma el estudio de la verdadera sabiduría, obra de la ciencia moral, cuyo fin es purificar los sentimientos y afectos desordenados” (ibíd.: 650, cursiva mía). Por ello, en la novela se destaca que la virtud, con sus diferentes componentes, promete orientación en medio del desorden individual de sentimientos de origen interior y afectos causados por circunstancias exteriores. El verbo transitivo “purificar” (del latín purificare) significa según el Diccionario de la lengua española de la RAE, entre otras cosas, “[q]uitar de algo lo que le es extraño, dejándolo en el ser y perfección que debe tener según su calidad” (DRAE 2001: 1869). Retirando elementos indeseados se llega al estado puro. También en Eusebio se presentan estados de ánimo existentes, pero indeseados y, por lo tanto, susceptibles de purificación. La idea del perfeccionamiento de diferentes destrezas y del ser humano en su integridad se puede considerar superpuesta a todos los demás principios vitales (Kurz 1998: 15). Para el ser humano, se destaca, es central controlar sus inclinaciones amorosas. En la novela, la pasión, siempre de orientación heterosexual, se concibe como característica natural del hombre que lo distingue de los animales. Sin ella sería un “animal estúpido” (Montengón 1998: 228). Según la novela, es la naturaleza —y no un Dios que castigaría esta inclinación— la que “infundió a los sexos esta simpatía” (ibíd.: 205) para garantizar la “conservación de toda prodigiosa armonía del universo” (ibíd.: 230). Por lo tanto, el sentimiento del amor en ambos géneros sería legítimo. Ahora bien, pese a su importancia para la reproducción, el sentimiento natural del hombre puede desembocar en emociones fuertes e indeseadas, sobre todo al no verse complacido de alguna forma (ibíd.: 229). Por consiguiente, en la novela se advierte del “odio en que se muda el cansado amor” (ibíd.: 238) y de los “[e]xtravíos, quejas, desazones, roimientos de celos, afanes, lloro, disgustos y arrepentimiento” (ibíd.: 244), siendo estos afectos peligrosos, por poder desembocar en comportamientos indeseados e incluso violentos. Para evitar estas repercusiones negativas, especialmente en los hombres cuando se ven rechazados por una mujer, habría que recurrir a las doctrinas del estoicismo (v. g. ibíd.: 396, 441444). La virtud, eso lo destaca Hardyl claramente, “no se opone al amor” (ibíd.: 250), sino que lo encauza y lo acendra, imponiéndose el hombre mismo sus propios límites para evitar el “primer delito” que lo llevaría al precipicio y se convertiría en “la sola causa de tu

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perdición” (ibíd.: 491). A los sentimientos desenfrenados se puede resistir antes de que se hayan desarrollado violentamente. Hardyl también instruye a Eusebio en cuanto a las mujeres. El control de la pasión hacia el género opuesto representa una cuestión central en la educación del joven Eusebio para encontrar a una mujer que sea buena madre y esposa. Eusebio conoce a varias mujeres, sin que su tutor le restrinja el contacto con ellas para que él mismo viva todas las sensaciones relacionadas con la amistad y con el amor. Sobre la base de estas experiencias, finalmente elige a Leocadia. Mas a pesar de la virtud de Leocadia, no basta con su atractivo para que Eusebio se mantenga fiel. Este se tiene que contener activamente, siendo la seducción parte natural de la vida social (vid. v. g. ibíd.: 845). Para contenerse recurre a la virtud: “La virtud les enseña [a los esposos] a sacrificar los arrebatos de las pasiones y de los opuestos deseos a la constancia de su puro afecto” (ibíd.: 920-921). Así, es la virtud la que le brindaría fortaleza al matrimonio harmonioso en situaciones adversas. Esta forma de moderarse también se aplica al control de los vicios de lujuria, codicia, envidia y ambición, basados en el vicio principal de la “propia presunción” (ibíd.: 108) del varón, una “estima [...] que concibe o de su nacimiento o de su riqueza, o de su talento y prendas exteriores” (ibíd.). Aquellos vicios lo harían vulnerable y acarrearían “mil motivos de humillación” (ibíd.), cuyo origen, sin embargo, el hombre preferiría adscribir al exterior. Estrechamente ligados a la propia presunción están el deseo carnal, la “lujuria”, el deseo excesivo de riquezas, la “codicia”, y el deseo de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama, la “ambición” (ibíd.: 868). Estos tres vicios se consideran “pestes violentas de la humana sociedad” (ibíd.: 868) que corrompen “el más sagrado y dulce estado a que induce y obliga a los hombres la primitiva ley de la naturaleza, atrayéndolos con sus más fuertes e irresistibles atractivos” (ibíd.). Llegar a sentir envidia, que “nos roe el ánimo” y “nos incita a tachar [la] fortuna de caprichosa” (ibíd. 182183), ofuscaría los “honores [...] con nuestra maledicencia” (ibíd.). Los vicios, asimismo, no solo sofocarían los sentimientos de la gratitud, sino que convertirían la ingratitud en el “odio más ruin” (ibíd.: 211). Estos afectos negativos, en parte análogos a los siete pecados capitales de lujuria, gula, avaricia/codicia, pereza, ira, envidia y soberbia, pueden desembocar en actos y en comportamientos que terminen constituyendo delitos (ibíd.: 491) y que serían aún más difíciles de controlar. Según Epicteto, habría que “reprimir los sentimientos coléricos y [...]

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hacernos dueños poco a poco de esta pasión” (ibíd.: 153-154). Así, se definen ex negativo los buenos comportamientos y sentimientos, las virtudes como la “modestia” y la “cortesía” (ibíd.: 868), que serían el cimiento de los “buenos modales” (ibíd.: 203). Sin embargo, Hardyl subraya que se trata de ejercer “la moderación, no la penitencia” (ibíd.: 200), al controlar la propia emoción. No obstante, para el hombre virtuoso, dotado de un “corazón sensible” (ibíd.: 465), la capacidad de controlar sus sentimientos no inhibe la capacidad de dejarse conmover y sentir compasión por otros (ibíd.: 738, 825). De la compasión del “buen corazón” (ibíd.: 146) nacería la disposición a ayudar, sin exigir nada a cambio ni sentir orgullo por la buena labor. Por tanto, todos los “actos de humanidad” se deben realizar con modestia y “endulzan [...] el corazón del hombre” (ibíd.: 578), no existiendo “más pura y santa complacencia [...] que consolar y obligar a los infelices, especialmente cuando [...] son acreedoras a la conmiseración de la virtud” (ibíd.: 547). La ayuda, no obstante, no se basa en una desmesurada generosidad, sino que, concorde con el ideal ilustrado del progreso económico, cultural y moral de la nación, tiene que ser útil a la sociedad y dejar a la gente en condiciones de después actuar autónomamente y salir honestamente de la situación difícil (vid. v. g. ibíd.: 146, 496, 569). 4.2. Oscilaciones entre filosofía y religiÓn al moverse por el mundo En los principios y máximas relativos a las virtudes y sus pilares, como el entendimiento y la sensibilidad, la religión está presente. En parte, los siete pecados capitales de la religión cristiana encuentran un paralelismo en la propuesta por parte de la filosofía de controlar las emociones que llevarían a ellos. Las máximas filosóficas ofrecen un camino pragmático y factible para vivir bien (vid. García Sáez 1978: 280). En la novela se sugiere que la filosofía no se contrapone a la religión, sino que los dos sistemas se complementan. El Evangelio es presentado por Hardyl como “el libro de la divina sabiduría en que el hombre Dios nuestro adorable redentor nos enseña la ciencia principal del alma [...] que consiste en purgarla de los vicios siniestros de las pasiones y perfeccionarla con las virtudes” (Montengón 1998: 864). Tendría, pues, la misma función que la filosofía moral. El libro mismo, palabra de Dios, estaría al alcance de los creyentes sin la intervención de un mediador

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clerical. Hardyl, ya moribundo, presenta a Dios como salvador, prometiendo una vida feliz en la eternidad después de la muerte: Nuestro Salvador Jesucristo viene a la tierra en el exceso de su infinita bondad, rompe el velo de los ojos de los mortales [...] y les señala el seguro camino [...] para coronarse de su inefable y eterno esplendor, precediéndolos con su ejemplo y dejándoles los medios en sus divinos y sublimes consejos (ibíd.: 759).

En este último giro hacia el catolicismo, Hardyl pone la religión por encima de las máximas filosóficas, en las que anteriormente había centrado su programa educativo, como única manera de salvarse tras la muerte: “Los divinos consejos y doctrina de tu Salvador sean tu sola filosofía, pues ellos santificarán tu vida y te darán una muerte dulce y envidiable” (ibíd.: 762). Si dejamos al margen la posibilidad de valorar este giro aparentemente poco motivado como una posible concesión a los censores de la Inquisición tras la constante exposición de las máximas filosóficos a lo largo de los cuatro tomos de la novela, en los que apenas se habla de la religión, ¿cómo hacer encajar esta afirmación? Hasta la muerte de Hardyl no se presta atención a la salvación eterna, sino más bien a las formas de conducta terrenales. Así, las muertes ocurridas hasta entonces se narran describiendo los procesos naturales al morir, destacando la inexistencia de espíritus y de otras apariciones trascendentes, la crueldad de los asesinos, la infelicidad de los suicidas y el hecho de que la vida es finita.14 De hecho, el comportamiento de Eusebio tras la muerte de Hardyl, así como también las afirmaciones sobre este último por boca de otros personajes, parecen abolir su giro católico y la consiguiente orientación en el más allá en vez de en la vida terrena. En cualquier caso, la profesión de fe del maestro no deja huella, pues Eusebio sigue cultivando las máximas filosóficas anteriormente explicadas e ilustradas por Hardyl, como queda en evidencia 14 

Ejemplos de la finitud de la vida son las muertes naturales, como la muerte de miss Rimbol (Montengón 1998: 168 ss.), la de Susana Myden (ibíd.: 302) y la de lord M... acompañado por Eusebio (ibíd.: 675); también los homicidios, como la mujer asesinada por John Bridge (ibíd.: 133), la “muerte de un sacerdote católico” a manos de unos rebeldes franceses (ibíd.: 710), los familiares de Sir Bridway asesinados por la crueldad desenfrenada del general Kirke (ibíd.: 341); y, finalmente, los suicidios, como el del “señor más rico de Canterbori” (ibíd.: 329) o el de Elena, hija de Sir Bridway, después de haber sido engañada, violada y no haber podido rescatar a su hermano (ibíd.: 354).

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durante su transcurso vital sin Hardyl y especialmente al tratar con la pérdida de su preceptor. La voz narrativa, al igual que Hardyl antes, incluso critica las religiones por ser un obstáculo para el uso de la razón y el control de las emociones negativas y por provocar miedos innecesarios e incontrolables, en vez de ofrecer un ancla en la vida terrenal: La religión, cualquiera que ella sea, graba tan profundamente sus máximas en el corazón del hombre, que son raros los que llegan a borrar sus impresiones y sacudir los temores y remordimientos con que apremian a la conciencia los refractarios sentimientos (ibíd.: 656-657).

En la novela, lo divino se contrapone a lo abarcable científicamente y se considera un tabú para la investigación, pues tratar de desvelar los secretos de la procedencia se considera presuntuoso e incluso peligroso. Por ello, para llegar a la sabiduría no habría que cuestionar lo ultraterreno, sino que sería preciso concentrarse en el entorno terrenal. Por lo tanto, las dos vías, religión y ciencia, tendrían diferentes enfoques, la vida antes de la muerte y la vida después de la ella, sin que se excluyan. El prólogo, a su vez, tampoco niega la función de la religión, sino que acepta su existencia insinuando una relación específica entre la religión, mero “adorno” de la vida cotidiana, y la filosofía como práctica abierta a cualquier ser humano. Al centrarse la novela sobre todo en la vida, podemos constatar la primacía de la filosofía sobre la religión. Es la filosofía la que se presenta como un sistema de orientación de validez universal para enfrentarse a la inconstancia del destino y “a las tentaciones y engaños de la vanidad” (Fabbri 1991: 149). Gracias a ella se podría alcanzar un comportamiento moral y útil que al final llevase a una “celestial satisfacción” en la tierra (Montengón 1998: 177). Basándose en el naturalismo deísta de índole rousseauniana y el estoicismo de Epicteto y de Séneca, el hombre “instruido, iluminado y sabio” (ibíd.: 97), y por lo tanto también “virtuoso” (ibíd.: 317), sería capaz de enfrentarse a situaciones difíciles, aprender de ellas, transmitir otros conocimientos y crecer. Esta preocupación se refuerza al final de la novela: “no hay bienes ni tesoros en la tierra que por sí solos puedan hacer felices a los hombres sin la virtud; y que, por el contrario, no hay mal, ignominia ni tormenta que ella no endulce y no haga llevadero con la fortaleza de sus máximas y consejos, que forman sólo la verdadera sabiduría de la

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tierra” (ibíd.: 993). Siguiendo la doctrina virtuosa se podría llevar, por tanto, una vida feliz (Quintana 1996: 26). La virtud, independiente del catolicismo, es el centro de la filosofía montengoniana y también de la enseñanza. La propuesta de cómo encauzar las inclinaciones naturales o las causadas por la civilización va en mano con una reflexión sobre la naturaleza humana y las capacidades cognitivas y emocionales del aprendiz en su situación de aprendizaje.15 Dicha reflexión psicológica sobre los personajes no está siempre explícitamente presente en la novela, sino que es una labor realizada en parte por el lector mismo. Montengón ofrece diferentes estados y caracteres humanos y permite una mirada hacia el interior del ser humano, sus motivaciones, sus miedos y otros estados de ánimo. Sin embargo, no los interpreta explícitamente ni de forma constante, aunque con el personaje de Hardyl exista un instrumento para llevar a cabo tales reflexiones y juicios. A meros consejos educativos carentes de esta reflexión previa y la opción de practicar lo aprendido les faltaría aplicabilidad, lo que también valdría para los dogmas católicos (Montengón 1998: 211). En términos de la psicología cognitiva, se mantendrían como conocimientos declarativos, sin jamás llegar a ser un saber procedimental y, por lo tanto, útil e utilizable. La enseñanza que recibe Eusebio de Hardyl, moviéndose por el globo en un viaje de aprendizaje, se opone a estas carencias, permitiendo al joven que lleve las máximas a la práctica. Siguiendo la idea de Mieke Bal de que un “traveller always is, in a way, an allegory of the travel itself” (2009: 140), el desarrollo de Eusebio se convierte en alegoría del viaje mismo, sin que un espacio concreto constituya el objetivo de este último. Esto se subraya, además, mediante el movimiento circular, al final del cual Eusebio acaba llegando otra vez a su punto de partida, Filadelfia. De este modo, desde un punto de vista educativo, el relato de viaje ficticio incluso puede funcionar como manual práctico para los padres, instancia educativa frecuentemente responsabilizada de la ‘decadencia’ de costumbres del país en obras como, por ejemplo, La casta amante de Teruel de Francisco Mariano Nifo, El sí de las niñas o las Cartas marruecas. El aspecto de la práctica

15  Jordi Quintana Fernández habla incluso de una “teoría de educación” (1996: 26) y destaca que detrás de la filosofía reside una perspectiva antropológica particular con carácter utópico.

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necesaria para la instrucción moral queda perspicuo en la siguiente cita, proveniente de la boca de Hardyl: Verdad es que casi todos los muchachos oyen de sus padres y maestros: Hijo, no te ensoberbezcas, no te enojes, no [...]. La común enseñanza se reduce a solos consejos. Llega la ocasión y el hijo se ensoberbece [...]. No se le acuerdan más los consejos después de oídos, o si se le vienen a la memoria es para despreciarlos [...], no habiéndolo jamás acostumbrado a practicarlo, ni quedó su mente convencida del bien que se le puede seguir y de los males que puede evitar (Montengón 1998: 108).

Según la novela, pues, lo que faltaría no sería la voluntad de educar a los hijos, sino que los padres, al igual que la Iglesia católica, utilizarían métodos inadecuados con el fin de que tanto cada individuo como la sociedad alcancen un estado de perfección (ibíd.: 953, 494496). No sorprende, por tanto, que Montengón eligiera con Hardyl a un cuáquero (ibíd.: 97), representante por tanto de la creencia de que es posible acceder a la verdad religiosa mediante la propia experiencia y establecer una relación directa con Dios. Al integrar, de este modo, las teorías sensistas en la educación moral, se establece una clara oposición con el catolicismo, que se presenta como inferior en cuanto a su método educativo, a pesar de perseguir fines morales parecidos. 4.2.1. Fanatismo religioso en Inglaterra: el relato de Bridway Concorde con la crítica de una creencia ciega y supersticiosa, en la novela se encuentran varios pasajes a favor de la tolerancia religiosa. Dichos episodios se desarrollan durante la estancia de Eusebio y Hardyl en diferentes regiones de Inglaterra, Francia y España con diferentes religiones hegemónicas. En ellos se denuncia el abuso de la religión, meramente ejercido, nótese, por varones. Así, los dos viajeros reciben en Inglaterra el testimonio del cuáquero John Bridway sobre las consecuencias del fanatismo religioso y de la intolerancia: ¡Buena gente [los cuáqueros]! [...] Me acuerdo todavía del origen de esa secta. Si todas las que fueron naciendo en Inglaterra hubieran tenido el mismo espíritu, a buen seguro que no hubiera sido este país el más sangriento teatro del furioso fanatismo; porque, ¿de qué horrores no fui testigo? (Montengón 1998: 327).

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Bridway contrasta claramente la actitud pacífica de los cuáqueros con las persecuciones religiosas acaecidas en Inglaterra y “las maldades a que había inducido los ánimos de los ingleses y escoceses” (ibíd.: 339). Denuncia, también, el abuso de la religión por fines políticos por parte de Oliver Cromwell, que primero habría perseguido a los cuáqueros y luego, “cuando le pareció que le podría traer cuenta, los favoreció” (ibíd.: 328). También expresa claramente el uso hipócrita de religión como mero pretexto en una lucha de poder entre Carlos II de Inglaterra y los rebeldes, para pasar después a relatar su propia experiencia: “¡Ah!, pasemos por encima de otras horribles crueldades que mandó ejecutar ese cruel tigre, para venir a la que obró conmigo y mi familia” (ibíd.: 340). La zoomorfización del agresor, reforzándose varias veces su deshumanización con expresiones como “el inhumano Kirke” (ibíd.: 342) o “aquel monstruo” (ibíd.: 344), demuestra la bestialidad y el desenfrenamiento de la violencia legitimada e incentivada religiosamente. Su potencia masculina se expresa no solamente en este ímpetu bélico en nombre de la religión y de la Corona, sino también en el ejercicio de un poder absoluto expreso, que se manifiesta en la violación y el homicidio, “bien ajeno de rendirse a la piedad” (ibíd.: 342), de Elena, la hija de Bridway. Este caso mostraría que la religión, en vez de operar como cauce moral, permitiría la depravación moral, expresa en que la mujer, objeto que precisa aquí de protección, es, al contrario, violada y, finalmente, asesinada. 4.2.2. Fanatismo religioso en Francia: Jurieu y los amotinados Tras este relato intercalado por boca de un testigo, Hardyl y Eusebio se ven capturados en Francia por unos rebeldes hugonotes, entre los que se difunde la noticia de que se ha decretado la muerte del sacerdote católico Chaila, al que habían capturado, para vengar la muerte de otro ministro calvinista a manos de los católicos: Esta noticia [la decretada muerte a un sacerdote católico] hizo prorrumpir en furioso júbilo a los que la recibían, [...] recrearon a sus bárbaros oídos los tiros de los fusiles, a que condenaron aquella víctima de su furioso fanatismo, resonando [...] e hiriendo en lo vivo los ánimos e imaginaciones de los presos. [...] [Q]uisieron usar en él de las mismas formalidades que usaron los católicos en Nimes con un ministro calvinista, a quien condenaron a muerte por no haber querido hacerse católico (ibíd.: 710).

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Hardyl y Eusebio experimentan horror ante esta escena de violenta intolerancia religiosa, que luego se repite con ellos mismos, cuando el “ministro protestante, llamado Jurieu”, decide sobre su suerte (ibíd.: 710). La voz narrativa indica la agitación con la que este se habría “erigido en profeta” e “inspirado de Dios”, ganándose la “veneración de aquellos rudos serranos” (ibíd.: 710), y valora negativamente las “demostraciones ridículas, [...] que son el alma [...] del fanatismo y [...] del furor ardiente, [...] que los deslumbra y enajena con fuerza irresistible” (ibíd.: 711). Finalmente, Eusebio y Hardyl salen con vida al fingir ser ellos mismos ingleses calvinistas (ibíd.: 714-717), recitando Hardyl un salmo para convencerlos (ibíd.: 711). Al localizar diferentes experiencias de ser “juguete del furor ardiente” (ibíd.: 711) en diferentes lugares y confesiones, en la novela se deja entrever ya la universalidad del abuso de la religión y el peligro de incitar a la violencia. Aunque los acontecimientos históricos no se reproducen con exactitud, es probable que el recurso a personajes históricos como Oliver Cromwell o Pierre Jurieu apoye el impacto de la violencia religiosa como un hecho no ficticio. 4.2.3. Abuso de la religión en España: Gabriela y el convento Tras esta exposición de la peligrosa compenetración entre religión y política en Francia y en Inglaterra, la novela pasa a otro lugar, aún más cercano a la experiencia de los lectores mismos: España. Aquí, los dos protagonistas no se encuentran con ningún relato testimonial ni con ningún episodio guerrero. No obstante, viven el encuentro con un sacerdote vanidoso que, parecido a Jurieu en su gestualidad ridícula, les causa risa y suma entretención en vez de convencerlos o conseguir conmoverles con su sermón, lleno de metáforas e imágenes parecidas a las fábulas de animales (ibíd.: 724-729). La cercanía de este episodio a la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) de José Francisco de Isla y Rojo reafirma la imagen de la presunción clerical y la falta de un método adecuado de difundir las máximas morales, sean católicas o universales. Tras dejar atrás Alcalá, universidad católica que no les causa nada más que “compasión” (ibíd.: 373), los dos protagonistas experimentan otra situación que ejemplifica los efectos destructivos de la religión: Eusebio y Hardyl se enteran en una posada de la angustia de la joven

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Gabriela, forzada a entrar en un convento por sus padres para ahorrarse su dote matrimonial (ibíd.: 737). Ambos se dejan conmover al escuchar los lamentos desde su habitación. El resto de la posada lo ocupa la familia de Gabriela en compañía de un capellán. La habitación diminuta que Eusebio y Hardyl tienen que compartir se convierte en imagen del espacio reducido disponible para virtuosos como ellos, el resto de la casa, ocupada por los demás, en imagen de la hegemonía de actitudes y costumbres católicas. En el transcurso de los acontecimientos se revela que Gabriela, en primer lugar, está enamorada del virtuoso don Fernando y, en segundo lugar, debe ir al convento para que su dote, que recibiría de su tío al casarse, recaiga en su hermano y no en ella. En la conversación con el capellán que la debe convencer y acompañar al claustro, ella busca la razón de la limitada libertad de la que dispone y de las adversidades que sufre en su condición de mujer: Mujer nací para mi desgracia y ángel no lo seré jamás, señor don Julián. Tengo luces bastantes para no dejarme preocupar de esos especiosos títulos. Más de dos religiosas hiciéronme confianzas, que no hacen tal vez a sus mismos confesores, y tengo sobradas razones y motivos para apelar al cielo contra la injusta violencia de mis padres y contra el devoto soborno a que vmd. rindió sus piadosos sentimientos (ibíd.: 737).

Así, Gabriela deja clara su desobediencia y la imposibilidad de ser “ángel”, ni en la vida terrenal ni en el más allá, por no adaptarse a las exigencias que le plantean. Con su objeción demuestra no solamente valor y franqueza, características consideradas como ‘masculinas’ en la época, sino además, tener una capacidad racional (“luces bastantes”) para desenmascarar la función social de las prácticas religiosas en cuestión y oponerse a ellas. A la autoridad clerical le reprocha hipocresía (“devoto soborno”, “rindió sus piadosos sentimientos”) e injusticia y violencia a la autoridad paternal. Al entrar ella y sus cuatro hermanas en clausura, su hermano se convertiría en único heredero. Ella analiza cómo este reparto de roles y de dinero contribuye a mantener en conjunto el patrimonio familiar, perpetuando a su vez estructuras de poder sociales y económicas asociadas a lo masculino: Somos cuatro hermanas casaderas, y se quiere comenzar con la mayor a darle la gracia angelical por dote, para que pueda disfrutar del que nos dejó nuestro tío el solo hermano que tenemos, a quien se quiere enriquecer a cuenta de cuatro violentos sacrificios (Montengón 1998: 737).

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Con su análisis, ella refuta la atribución al género femenino de rasgos como la debilidad y la incapacidad de razonar, los cuales harían que la mujer requiriese urgentemente la instrucción clerical y paternal para no salirse del buen camino. La oposición de Gabriela, en esta situación, no se da como ruptura, sino que ella se perfila más bien como personaje suave, dulce, honestamente amante y moralmente íntegro al que le falta el espacio para actuar, y en peligro de perder “la sola libertad interior” (ibíd.: 736) que aún le queda. Está sumergida en un doble desnivel de poder: la relación entre padre e hija implica tanto una diferencia generacional como una diferencia de género. Debido a la autoridad del padre la madre actúa del mismo modo, reforzando esta brecha generacional y oponiéndose al deseo de su hija. Su única opción de actuar es la de cooperar con la autoridad del padre. Finalmente, son la internalización de esta jerarquía de género y la debilidad y la indefensión físicas las que limitan a la hija (y también a la madre) en su margen de movimiento, posibilitando el abuso de las estructuras por parte de los padres y deshaciendo, también, una posible solidaridad entre mujeres: Ea, a ponerse el manto y la basquiña, y cuidado que te oiga más chistar, pues de un bofetón te desharé los dientes. — Por Dios, padre mío, por las entrañas de María Santíssima, ruego a vmd. no quiera ser causa [...] de mi eterna perdición; me veré la mujer más desesperada en el convento; [...] — ¿Pues qué, quieres provocar mi paciencia? —Vamos, hija mía, obedece a tu padre; sabes qué malas burlas tiene; ponte luego la basquiña. —No es posible, madre mía, por Dios, ampáreme vmd., me causa todo horror, no será posible que dé un paso hacia el convento. —¿No será posible, desvergonzada? Toma, toma; le decía el padre furioso, dándole bofetadas y golpes que resonaban en el cuarto que Hardyl y Eusebio los recibían en el corazón (ibíd.: 744-745).

La violencia física ejercida por el hombre se describe tan extensa y detalladamente que incrementa de tal modo la impresión de la violencia psicológica ejercida contra ella que no solamente llega al corazón de Eusebio y Hardyl, sino que probablemente también conmueve a los lectores. En el intento de huir de la inminente clausura, el amante de la joven se convierte en cómplice. El sujeto femenino, por lo tanto, depende del apoyo masculino —al igual que la madre— para salvarse y, aunque

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pueda pensar autónomamente, no puede actuar autónomamente para oponerse a la violencia masculina. La situación se soluciona al intervenir Hardyl finalmente en un duelo entre don Fernando y el padre de Gabriela, persuadiendo a este con palabras — destáquese el poder verbal frente a la violencia física. En este contexto, Hardyl le explica a Eusebio que especialmente el interés y la ambición sofocarían los sentimientos de ternura y de compasión en el corazón humano. Con demasiada facilidad el hombre se taparía el “oído con el manto de la devoción y con el velo de la santidad” (ibíd.: 838), con el efecto de que muchos padres ocultarían sus ambiciones, vendiendo la libertad de sus hijas y “lisonjeándose [de] consagrarlas a la religión y asegurarles con ello el cielo” (ibíd.: 738). Estos serían “padres desnaturados” (ibíd.: 739), sugiriéndose de este modo una oposición implícita entre buenos padres, que actuarían con naturalidad y según su naturaleza humana con bondad, y otros, malos padres, alienados de la naturaleza y cubiertos de un manto de falsa devoción. El papel de las instituciones clericales a la hora de imponer políticas familiares respecto a matrimonios y herencias parece determinante —no solo estructuralmente, sino también por la complicidad personal, como la del capellán don Julián—. A pesar de esta crítica del abuso de la vida conventual para otros fines, Hardyl asevera que el estado de monja o monje sería “perfecto y respetable”, pero requeriría “vocación, y vocación especial, sin la cual la vida del religioso es la más rabiosa e intolerable” (ibíd.: 739). Se opone, de este modo, al desdén expresado por Gabriela, que habla de un “estado que aborrezco” (ibíd.: 737), a la vez que sus aprietos se relatan como claramente comprensibles. El convento mismo se presenta en boca de Gabriela como “eterna condenación” (ibíd.: 736) por culpa de la cual la joven perdería toda la libertad, incluso la libertad interior. Esta imagen de castigo también la alimenta la madre que afirma que el convento sería “la cárcel que tiene merecida vuestra atrevida lengua” (ibíd.: 738). En cambio, el capellán pinta el convento como refugio en el que las mujeres podrían “librarse [...] de los continuos peligros y sugestiones del mundo, del demonio y de la carne” (ibíd.: 737), y como espacio de alumbramiento que tiene la capacidad de inspirar la fe en el corazón, convirtiendo el “llanto pecador” en “suave risa” y la mujer humana en “un ángel en la tierra” (ibíd.: 737). Al no condescender Gabriela a entrar en el convento “de buena gana”, como le insinúa el capellán, finalmente son los padres de

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Gabriela quienes terminan por aceptar que la actuación de cualquier individuo tiene que fundamentarse en la libre voluntad y la sinceridad: en la madre es el “horror” (ibíd.: 749) de la aparente muerte de su hija en el duelo entre su marido y don Fernando el que hace que ella rechace entre lágrimas “la cruel violencia del padre” (ibíd.) y su propio rigor, invocando a los santos para que hagan resucitar a su hija. Asimismo, el padre, conducido por don Julián al convento para esconderse de la posible persecución judicial y para recuperarse de las heridas del duelo, vuelve arrepentido y condesciende a pagar la dote para la boda entre don Fernando y Gabriela, tras haber podido reflexionar sobre “lo que era la vida religiosa en el convento” (ibíd.: 751). Así, el convento mismo se convierte en el lugar de reflexión desde el cual se rescinde la obligación femenina de entrar en él. Todo el conflicto se soluciona, finalmente, de forma positiva para los implicados tras la intervención del cuáquero Hardyl y de Eusebio. 4.3. Un linaje de masculinidad modélica alrededor de Eusebio Eusebio y Hardyl desempeñan un papel importante en este desarrollo de los personajes. A través de sus conversaciones con los implicados consiguen comprender a las víctimas de actitudes y comportamientos no virtuosos y convencen a los personajes violentos de ceder sus intereses a favor de una mayor justicia. Asimismo, a nivel estructural, a los “padres desnaturados” que venden la libertad de su hija se opone la relación paternal entre Hardyl y Eusebio como contraejemplo.16 Estos demuestran un comportamiento modélico, convirtiéndose en ayudantes a otros personajes. Al mismo tiempo, representan dos modelos del aprendizaje de la filosofía, cuyo anuncio en el prólogo se continúa en la novela misma y que constituiría la base moral de la sociedad, bien

16 

Téngase en cuenta que la constelación educador-discípulo, padre-hijo, acompañante-acompañado retoma una tradición literaria ya presente en muchas otras obras, como por ejemplo en las constelaciones Aquiles-Quirón, Lazarillo-ciego, Andrenio-Critilo, Telémaco-Mentor (vid. Palomo 1986: 382) o en los Bucólicas de Virgilio y las Odas de Horacio (vid. Santonja 1988-1989: 450), y que se convierte en constelación típica en la novela de formación de personaje del siglo xviii, en la que un personaje puede desempeñar el papel de maestro para introducir a otro en el mundo y prepararlo para tratar con sus males.

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lejos del catolicismo. La instancia narrativa lamenta, recurriendo a la perspectiva de la virtud personificada: En vano la virtud desde el oscuro asilo en que la arrinconó el menosprecio de los hombres, les está diciendo, a pesar de su ingratitud: ¡Oh mortales!, todas esas desgracias que os pueden sobrevenir yo las remediaré; prestaos a mis consejos y con ellos os enseñaré la moderación y la indiferencia que se merecen todos esos bienes que tanto apreciáis y que presto o tarde debéis perder o dejar (ibíd.: 643).

Como la virtud misma no es escuchada, es necesario que otros personajes o voces le den espacio y también la ejecuten. El que se esfuerza en vencer las pasiones, prueba una dulce tranquilidad y elevada satisfacción, las cuales en vez de “engreírlo lo colman de celestial consuelo” (ibíd.: 100-101). Alcanzar esta “santidad no es obra de un día” (ibíd.: 207), pero es factible: “Hay fuerzas en lo humano para ello” (ibíd.: 614). Aunque se defina al margen del catolicismo, la virtud se eleva a algo celestial y divino. Esta virtud divina es encarnada por Eusebio y Hardyl —cuyo nombre verdadero resulta ser Eugenio—, y por los sabios Eumeno e Isidoro, que reciben la visita de los dos protagonistas. Eusebio visita a Eumeno tras la muerte de Hardyl, recibiendo de este información sobre su pasado. Resulta que pertenecen todos a la misma familia y que Eumeno había tenido el mismo rol para Hardyl que Hardyl para con Eusebio: había sido su educador paternal. Eusebio sale fortalecido del encuentro, siguiendo las máximas estoicas que le enseñó Hardyl, sin convertirse al catolicismo. De este modo, los cuatro, Eumeno, Eugenio, Eusebio e Isidoro, conforman finalmente un linaje de modelos de virtud ‘santa’, hecho simbolizado también mediante sus nombres. Los cuatro, santos laicos, también están unidos a primera vista por la semejanza morfológica, por compartir como prefijo el eu-, del griego antiguo εὖ, que significa ‘bueno, bien, correcto, ligero’ (Rodríguez Adrados 2009, VII: 1517), formando al final nombres elocuentes. En orden de edad (inverso a su aparición en escena narrativa: Eusebio, Hardyl, Eumeno, vid. Montengón 1998: 90, 97, 776) se pueden enumerar los diferentes significados: Eumeno proviene de una combinación del prefijo señalado con una abreviatura de los nombres Meinolf, Meinhold, Meinhard y/o Meginhard, del alto alemán antiguo, que conllevan el significado de ‘el que ejerce el poder’. La palabra latina

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magia todavía se insinúa en el radical léxico megin/magin, que significa ‘poderoso’ (Lexer 1992: 132). El nombre verdadero de Hardyl —sin revelarse por qué y cuándo cambia de apelativo— es Eugenio (Montengón 1998: 779), lo que viene a significar ‘el preceptor’ (Serra 1991: 160). Examinando la etimología de la palabra, esta también remite al griego antiguo γένος, genos, que significa ‘género, linaje, descendencia’ (Seibicke 1996a: 693). En conjunto, su nombre original declara que es ‘de buena procedencia’ o ‘noble’. El nombre Eusebio, finalmente, proviene originalmente del vocablo griego εὐσεβής, eusebés, que significa ‘devoto, piadoso, religioso’ (Seibicke 1996b: 697-698). Existen también algunos santos con este nombre,17 entre los cuales destaca san Eusebio de Vercelli, obispo del siglo iv del norte de Italia que actuó a favor de la inclusión del arrianismo en la ortodoxia cristiana, presentándose como un mediador entre diferentes doctrinas sin excluir como heréticas otras perspectivas hacia la religión.18 Isidoro, finalmente, no comparte con los tres la semejanza obvia del nombre. Sin embargo, el significado de este también remite a estar dotado de prendas dadas por Dios, por una instancia superior fuera del alcance de los seres humanos, al igual que el poder de la naturaleza. Aparte de la relación establecida por la etimología y la insinuante semejanza de los nombres, estos personajes también están relacionados por similitudes en su transcurso vital, en su comportamiento final y en la valoración de su virtud, realizada tanto mutuamente por ellos mismos como por parte de una instancia narrativa. También sus espacios y hábitats se parecen. Isidoro y Dorotea, pareja ideal, así como Eumeno, son ejemplos de la vida idílica en el campo, lejos de los peligros de la civilización y de la ambición y codicia de los hombres (Santonja 1988-1989: 450). Eusebio, que vive en el campo de Filadelfia con Leocadia, siente “complacencia” (Montengón 1998: 777) en este espacio natural. De este modo, vive en un hábitat parecido al de los personajes de Isidoro y Eumeno. La naturaleza se presenta como paisaje idílico y 17 

Otros personajes históricos del mismo nombre son, por ejemplo, el obispo Eusebio de Cesarea (Vinzent 2002: 275-339) y san Eusebio, obispo de Roma y papa en el año 309 (Stiewe 1965: 927-928). 18  El arrianismo niega la Trinidad y unión entre Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, y se consideró herejía. Los arrianos consideraban que Jesucristo es hijo de Dios, pero que no encarna a Dios mismo. El movimiento se basa en un conjunto de doctrinas expresadas por el presbítero Arrio de Alejandría, cuyos discípulos fueron desarrollando y concretizando sus ideas en diversas direcciones (Ritter 1978: 692-718).

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escenario adecuado para la consecución de la felicidad.19 Allí, según Quintana Fernández, Montengón se mantiene “en los límites de una concepción laica de la misma, ajena a toda vinculación transcendente” (1996: 27). Al hacer educar a su hijo, Henriquito, en el campo, así como mediante la valoración de las capitales y ciudades grandes de las naciones como lugares de progreso, pero también de vanidad, se presenta la oposición entre ciudad y campo, urbanidad y ruralidad, como una constante ambigua. Los cuatro personajes comparten no solamente lugares, sino también rasgos de carácter: son de buen genio y virtuosos (Montengón 1998: 90, 173, 382, 779). En su camino a la virtud, todos han vivido experiencias de pobreza o pérdida de bienes y seres queridos (ibíd.: 300, 394, 781, 787), y se han formado en parte mediante lecturas (ibíd.: 330, 954-955). Solamente Eumeno, gracias a que se desarrolla lejos de malas influencias y vive muy tempranamente la posibilidad de establecerse en el campo, goza de un estado ideal cercano al ‘buen salvaje’, sin darle nombre ni mostrar una especial conciencia de los conceptos filosóficos: “No entendía [...] el discurso de Eusebio. Tranquilidad, virtud, libertad, sabiduría, eran nombres que para él poco o nada significaban. Gustaba [...] de su dichoso estado sin conocerlos ni saborearlos” (ibíd.: 792). Al vivir en equilibrio con la naturaleza, Eumeno no tiene la necesidad de una conciencia y una conceptualización claras a través de lecturas para fortificarse ante la influencia dañina de la sociedad. De este modo, campo y ciudad poblada o ‘civilizada’ contrastan, destacándose el campo como lugar de retiro que permite una ‘civilización natural’, pero lejos de la realidad social mayoritaria. En la última intradiégesis, en boca de Eumeno que habla sobre la relación de Hardyl con Isidoro y Dorothea, resulta que Isidoro, que es el personaje central de la primera intradiégesis ejemplar con la que Hardyl instruye a Eusebio, es un tío de Eusebio. La intradiégesis de la cual Eusebio “jamás” se ha podido olvidar (Montengón 1998: 788) aumenta, así, su grado de importancia. Isidoro pertenece biológicamente a la familia de Eusebio y Eugenio, linaje en que se inscribe también Eumeno por su rol de padrino de Eugenio. El linaje se perfila, de este modo, como condición favorable para el desarrollo hacia la virtud. Al establecerse una relación biológica entre educadores y discípulos, 19  García Sáez, además, ve justificadamente en la naturaleza de la novela un espejo del alma romántica y, por lo tanto, sensible (García Sáez 1974: 137).

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ayudantes y ayudados, todos ellos entran, no solamente de forma simbólica, en una relación paterno-filial que favorece el ejercicio del papel de maestro virtuoso (ibíd.: 898). De este modo, la novela también se inscribe claramente en el discurso favorable a la educación de hombres y mujeres por diferentes instancias o autoridades al margen de la Iglesia. Hardyl adquiere más autoridad moral ante Eusebio por descubrirse como tío y no solamente ejercer un papel de profesor. Los elegidos comparten, por lo tanto, un nombre parecido que remite a lo bueno y en parte divino (Eumeno, Eugenio, Eusebio, Isidoro)20, un estilo de vida virtuoso y el contacto y la ayuda entre ellos, aunque sea a veces a través de mediadores. Han alcanzado un estado de virtud superior por la conciencia de la utilidad y necesidad de la propia virtud (con excepción de Eumeno, que vive virtuosamente debido a su retiro, no debido a su toma de conciencia) e instruyen a otros. Hardyl ha sido instruido por Eumeno, Isidoro ha sido instruido por Hardyl y Eusebio ha sido instruido por Hardyl. Eusebio va a instruir a su hijo, Henriquito, que tiene con su esposa, Leocadia. En el último caso, el nombre, parecido al de Henrique Myden, padrino cariñoso pero no perfeccionado de Eusebio, y al de Henriqueta Smith, mujer físicamente atractiva, suscita la pregunta de si por la lejanía a los nombres de los cuatro sabios del linaje no habrá otro sucesor de Eusebio que pudiese rellenar el vacío para continuar el perfeccionamiento. Tal vez aquí ya se insinúa un llamamiento hacia el lector para que asuma el papel de aprendiz en el espacio extratextual merced a las experiencias de la lectura. La masculinidad virtuosa, pues, se caracteriza por la constante práctica de la virtud, así como por la disposición de aprender e instruir a los demás.

20  Aparece, además, sin pasar al primer plano en ningún momento, el personaje de “don Eugenio de Arc...”, un “caballero joven” casi de la misma edad de Eusebio, “de amables prendas y costumbres, y de ingenio aventajado” (ibíd.: 797), que también entabla en una relación cercana con Eusebio, de quien es un “íntimo amigo” (ibíd.: 932, 941). Tal vez este personaje permitiría la continuación del linaje a través de amistades, sin necesidad de que medie una relación carnal. Asume el papel de ayudante cuando Eusebio y Leocadia salen de una cárcel en Madrid (ibíd.: 975).

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4.4. En camino hacia la perfecciÓn: Eusebio en movimiento Se puede constatar un desarrollo hacia la perfección moral de Eusebio desde su infancia hasta el nacimiento y la educación inicial de su hijo, Henriquito, con su esposa Leocadia. Las fases de dicho desarrollo se pueden observar también en diferentes niveles de la narración. El papel de Eusebio como oyente de narraciones intercaladas va cambiando del de oyente pasivo (vid., por ejemplo, Montengón 1998: 562, 674) al de un interviniente activo (vid., por ejemplo, ibíd.: 686). Hardyl le enseña la cestería y le hace deletrear y traducir textos en latín y griego del filósofo Epicteto, cuyas máximas ha de memorizar (ibíd.: 122).21 Más tarde esta lectura se complementa con epístolas de Séneca (por ejemplo, ibíd.: 312, 330 s.). Otras corrientes de la filosofía o de la teología, como la escolástica (ibíd.: 225), explícitamente no se contemplan, dado que “el ánimo de Hardyl estaba resentido del tiempo que le habían hecho perder” estos estudios (ibíd.: 225) y considera esta última como “inútil y bárbara” (ibíd.: 735). Eusebio, aprendiz dedicado y hábil, aprende las máximas filosóficas en la teoría. Luego, esta se ilustra a través de narraciones ejemplares intercaladas.22 A estas intradiégesis modélicas siguen situaciones concretas en el entorno de Eusebio mismo que permiten una primera aplicación o intervención por parte del joven en calidad de ayudante y/o como personaje desafiado por la situación. Así, por ejemplo, Hardyl contrata a un mendigo para que este provoque a Eusebio dándole golpes y Eusebio tenga ocasión de practicar la templanza y la moderación (ibíd.: 125). Más adelante, Eusebio tiene que tratar con los desafíos de Lorvál y “lord Harms” cerca de Londres, “lord Som...” en Francia y con la necesitada “doña Gabriela” en España (ibíd.: 505, 549,

21 

Asimismo, se mencionan esporádicamente conocimientos declarativos de historia, de “física”, “geometría” (Montengón 1998: 225); instrucciones sobre higiene y salud (ibíd.: 299-300); y la formación universitaria (ibíd.: 165, 734, 736), pero quedan en un segundo plano al no profundizarse en ellos o repetirse. 22  Estas serían: la vida de John Bridge, perdido por su poco refrenamiento (ibíd.: 130-145); el amor excesivo de Omfis a Earina (ibíd.: 235-245); el amor regulado y modesto, verdadero de Isidoro (ibíd.: 246-262); la vida de Bridway y Betty, su segunda mujer, que han perdido todos sus bienes y parientes (ibíd.: 339-356); la recuperación de los bienes de Gil Altano (ibíd.: 424-439); la vida de John Bridge, restablecido (ibíd.: 412-418); la seducción y violación de Adelaida por Lorvál, la pérdida de salud y familia de aquella (ibíd.: 548-560) y el exilio de Townsend provocado por la enemistad de un apoderado (ibíd.: 674-685).

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596, 737), cuyo episodio ya se ha presentado. En estos casos, Eusebio todavía puede contar con la ayuda constante de Hardyl, que muchas veces se mantiene como observador físicamente presente o presente en la mente de Eusebio como instancia de evaluación moral (por ejemplo, ibíd.: 448). Ya en Inglaterra, Eusebio aumenta su autonomía, marcando este escalón la invitación anterior de Hardyl de no actuar más como maestro y educador, sino de amigo paternal: dejé de ser pedagogo y vos discípulo. En adelante os seré como amigo y padre, si así lo queréis; y como tal me atreveré a daros buenos consejos si los necesitáis, y si me los pedís. Aprendisteis conmigo a congeniar con un pobre estado y condición. Ésta es la primera escuela de la sabiduría (ibíd.: 317).

Finalmente, tras varias experiencias y acciones en Inglaterra, Francia y España, Hardyl muere trágicamente en un accidente y Eusebio, después de pasar por una crisis, pasa a ocupar su lugar, mostrando mayor capacidad y autoridad como ayudante y hombre virtuoso, ya completamente independiente.23 Asimismo, Eusebio pasa cada vez más al primer plano a la hora de valorar los sucesos. A la vez, Eusebio es objeto de admiración y ejemplo para los narradores-personajes masculinos con los que se va encontrando desde el principio (ibíd.: 152, 371), encarnando una masculinidad ideal. Este rol se mantiene constantemente, aunque los narradores y algunos de los personajes de la diégesis comentan primero su educación ejemplar en progreso para luego pasar a admirar su entereza e integridad como hombre. En un momento dado, Eusebio también comienza a ilustrar activamente a otras figuras, como por ejemplo a Sir Bridway, John Bridge y Gil Altano en Londres. Tras la muerte de Hardyl, Eusebio se orienta autónomamente, ilustrando con máximas y explicaciones, pero sin intradiégesis ejemplares, a otros personajes, como por ejemplo a su padrino Henrique Myden (ibíd.: 887) y a su esposa Leocadia (por ejemplo ibíd.: 905). A su hijo, Henriquito, Eusebio también lo somete a una educación estricta según las pautas y reglas que han guiado su propia educación (ibíd.: 901, 920). Así, lo aleja de objetos que puedan generar

23 

También es posible destacar que Eusebio mismo no solamente incentiva cada vez más las narraciones intercaladas, sino que además interviene de manera creciente como actor en los desenlaces de situaciones de gran complejidad. Los niveles de la narración intercalada y la narración principal se entremezclan cada vez más.

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en él deseos de obtenerlos e impide que Leocadia lo cuide con excesivo cariño (ibíd.: 909), adoptando un claro rol de vanguardia masculina en la educación que se opone al supuesto déficit de una educación impartida por mujeres (“un hijo no puede tener mejor maestro que el padre, ni debieran tener otros los hijos”, ibíd.: 898). Lo manda un tiempo a criarse en el campo (ibíd.: 905-911, 914-915), convirtiéndose el espacio rural otra vez en el idóneo para coger fuerzas, conocer la naturaleza y mantenerse moralmente íntegro, por estar alejado de los peligros y seducciones de la ciudad. De este modo, Eusebio se opone a las exigencias de la educación que normalmente le correspondería a un niño de su posición social, con varias amas y en un ambiente muy protegido. El comportamiento de Eusebio está caracterizado por una superioridad que encuentra su expresión en el hecho de que posee las virtudes y las experiencias que les faltan (todavía) a los demás, complementado por un didacticismo explícito por parte de la instancia narrativa extradiegética (v. g. ibíd.: 898, 899). Al viajar por segunda vez a España y llevarse consigo a Leocadia, le ofrece a esta un programa que se parece, a menor escala, al programa educativo ofrecido antaño por Hardyl y recorrido por Eusebio mismo: los episodios del viaje final ofrecen experiencias de lo inestable de la fortuna y muestran la necesidad cultivar de una actitud estoica para no abandonarse a la desesperación. Además, Eusebio dilata estas experiencias con explicaciones y diálogos con Leocadia que le permiten a esta reflexionar sobre sus sentimientos, actitudes y comportamientos. 4.5. La feminidad modélica: Leocadia, entre autonomía y necesidad de amparo Leocadia, pues, al igual que Eusebio sensible y modesta, tiene la capacidad de aprendizaje moral y una disposición interior hacia la virtud. Caracterizada constantemente mediante atributos como “la honesta Leocadia” (ibíd.: 926), esta conforma la pareja ideal para Eusebio, que la llama “la prenda de mi dicha” (ibíd.: 852), siendo un ejemplo de la capacidad de aprendizaje femenina y el complemento necesario que perfecciona el estado Eusebio.24 Hija de un comerciante de España, 24  El aspecto de la capacidad para el aprendizaje se ve reforzado en la novela de aprendizaje Eudoxia, hija de Belisario (1793a) de Montengón (véase también n. 25 de este

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comparte el origen, la edad y el estrato social con Eusebio, aparte de su constitución virtuosa. La dedicación de Leocadia al trabajo doméstico —por ejemplo, va bordando durante la ausencia de Eusebio, preparando su boda (ibíd.: 827)—, su recato, su recusación a bienes de lujo, su ternura y su sensibilidad la caracterizan. Gracias a sus cualidades, Eusebio consigue olvidar los atractivos de las bellas y tiernas doncellas

capítulo). Esta novela puede leerse como el complemento a Eusebio, estando esta vez un personaje femenino en el centro de la novela. Aparte de darle una amplia formación moral, su padre (y no la madre) se dedica a “perfeccionar el talento de su hija con las luces y conocimientos de algunas ciencias, queriendo sacar en ella un particular modelo de educación” (Montengón 1793a: 4). También su ama, la viuda Domitila, la educa según las máximas del estoicismo, orientada además en que Eudoxia sea útil para la sociedad y el posterior matrimonio con su prometido, Maximio. Aparte de inculcarle la virtud y las capacidades para organizar las labores domésticas que garanticen la estabilidad del matrimonio, Domitila presta especial atención a sus conocimientos científicos (aritmética, ciencias naturales, economía, historia, geometría, geografía), que se consideran igualmente accesibles a mujeres y hombres: “La más hermosa mujer apenas dilata el imperio de sus gracias y belleza más allá de la mitad de su carrera vital. Entonces ve descaecer insensiblemente su estimación si no la sostienen las luces adquiridas de las ciencias y los conocimientos que recibió con la educación o con privado estudio, pues aunque la naturaleza organizó con alguna diversidad nuestros cuerpos, no diversificó nuestras almas y entendimientos, ni hizo de inferior especie nuestras almas, ni de peor condición nuestros talentos. Estoy antes bien persuadida que si las mujeres hubiésemos tenido siempre igual instrucción que los hombres en todos tiempos y edades, los hubiéramos aventajado en las producciones de genio, a pesar de las mayores ventajas y mejores proporciones que puedan ellos tener para ilustrar su entendimiento” (ibíd.: 72). Mediante la educación no solamente se llenaría el tiempo de ocio con acciones útiles, también se extinguiría “el bajo concepto en que son tenidos nuestros talentos, disminuyéndose en parte el aprecio que hicieron siempre del esfuerzo y valor en que los aventajan los tigres y leones” (ibíd.: 75). Los hombres solamente se aventajarían en el arte de la guerra, cuya aparente dicha sería engañosa y destructiva. Eudoxia prescinde de una educación religiosa, mas también en base a la filosofía moral y estoica se convierte en la esposa ideal de su fiel amado Maximio, antes rechazado por su madre, que constituye un ejemplo negativo de educadora. La religión apenas desempeña un papel, se encuentra una única alusión a los “auxilios de Dios” (ibíd.: 292). La narración se basa más bien en descripciones de lo visible y del interior de los personajes. Es ostensible que Montengón dirige su obra a un doble público, tanto femenino como masculino mediante protagonistas de diferente género, cual estrategia de marketing y de difusión didáctica. Llama la atención que en una novela de protagonista femenina, supuestamente más orientada en un público femenino, se haga alarde de la igualdad de entendimiento, mientras que en la novela orientada a varones o a un público mixto esta cuestión no se desarrolla con tanto detalle. Eudoxia, a diferencia del Eusebio, no fue censurada (Insúa 2006: 9).

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que había conocido antes y resistirse a otros atractivos durante su viaje (vid. Insúa 2006: 123). Fortalecida mediante la virtud y ya prometido el matrimonio, incluso se presenta como legítimo el acercamiento físico previo a la boda, consentido por la madre.25 La “virtud” también constituye un pilar central para aliviar los trabajos de educación y crianza atribuidos a la madre: “Ella con su divino velo enjuga los respetables sudores de la materna frente y endulza los trabajos que la crianza de los hijos exige de sus brazos” (Montengón 1998: 871). Ser una digna esposa y madre también es el objetivo de la educación que Leocadia ha recibido de su madre, que tras la boda cede “la autoridad que sobre ella [Leocadia] había tenido hasta entonces y acordándole los cuidados y esmeros que había empleado en educarla, para ofrecerla a la patria y hacer de ella una digna madre de familia” (ibíd.: 858). La hija se presenta claramente como objeto que se genera para garantizar la procreación familiar y el bienestar de la nación, bien lejos de constituir su presencia un fin en sí mismo. Su utilidad en el espacio privado y, finalmente, para la sociedad, son la vara con la que se mide su valor. La madre de Leocadia también la instruye en las “obligaciones de su nuevo estado” y en “los misteriosos secretos del amor” para quitarle el miedo causado por su “sonrosado pudor e ignorancia virginal” (ibíd.: 858). En cuanto a las relaciones sexuales y la procreación, Leocadia, como ejemplo de mujer ideal, sigue sometida a los deseos de su marido y al objetivo de la reproducción en utilidad para el Estado. Asimismo, su recato ante otros hombres no evita los acosos de estos, manteniendo las mujeres un estatus de objeto deseado que tiene que ser protegido por otros, en este caso por Hardyl (ibíd.: 278-284), mientras no todos los hombres sepan refrenar su pasión. La educación de los hijos en la novela se presenta como tarea de ambos padres, siendo finalmente Eusebio el que, por su experiencia y virtud, decide sobre las pautas y reglas de educación de su hijo 25 

Una vez que todos han consentido a la boda, el recato físico de Leocadia se ablanda: “¿cuál fue entonces la dulce sorpresa de Eusebio, cuando Leocadia en vez de retirar la mano como lo hacía antes, usando de su modesta severidad, apretó al contrario la de Eusebio? [...] doblándole una rodilla, prorrumpió en ardientes suspiros, dándole mil dulces nombres, teniéndola asida de la mano en que renovaba sus amorosas adoraciones, al tiempo que entraba la madre; la cual lo sorprende en aquel ademán y postura de afectuosa confianza [... y] en cuyo rostro y expresiones [Leocadia] había leído de antemano la tácita condescendencia para tales cariñosas confianzas con quien le era esposo prometido” (Montengón 1998: 837).

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Henriquito (ibíd.: 901-920). Leocadia, aunque al principio está en contra de estas decisiones, queda convencida por los argumentos y explicaciones de Eusebio, que se presenta como un verdadero experto por sus experiencias y reflexiones en cuanto al tema. De este modo, aunque Leocadia ascienda como mujer ideal gracias a su sensibilidad y razón hasta llegar a ser la pareja de Eusebio, se mantiene una jerarquía familiar, en la que Eusebio sigue ejerciendo el papel de la cabeza de la familia. De este modo, Leocadia se presenta como alumna de su marido, el cual se la lleva a un segundo viaje a España, viaje que le posibilita a ella el aprendizaje por experiencia como lo había vivido Eusebio, no sin antes darle él una lección relativa al Evangelio y la devoción: No quisiera, Leocadia, que padecierais el engaño de muchas otras que creen ser virtuosas por ser devotas y piadosas. Si la piedad y la devoción, tan conformes al genio del sexo, son virtudes en él, son dos solas virtudes que se pueden hermanar muy bien con muchas pasiones desordenadas. Tal madre mientras instruye en la devoción a su hija [...] alienta todas sus pasiones que se hallan muy bien con los actos piadosos y devotos a que fácilmente inclinan y que más fácilmente acallan los remordimientos de su interior, creyendo tener con ellos propicia a la deidad y hacerla familiar y amiga. [...] La virtud, al contrario, ¡oh dulce Leocadia!, enfrena insensiblemente con las reflexiones y con el ejercicio de la moderación los ímpetus de un mal genio [...]. De este modo fortalece los sentimientos del corazón y los dispone y arma (ibíd.: 862-863). [E]l Evangelio. Este es el libro de la divina sabiduría, en que el hombre Dios, nos enseña la ciencia principal. [...] Si no queremos ser cristianos de solo nombre, conviene que ejercitemos las máximas y consejos de Jesucristo (ibíd.: 864).

Así, el Evangelio mismo —en vez de sermones y del misal en misa— es la vía para acceder a “la divina sabiduría”, exenta de vicios y llegando a ser más de “cristianos de solo nombre” (ibíd.: 864). La mujer, al igual que el hombre, no requiere más de la mediación clerical con Dios ni de la instrucción moral por el clero. Esta, más bien, se opondría a que ella cumpla con sus deberes. Durante el viaje, Leocadia practica lo aprendido, aunque inicialmente depende del amparo y el apoyo de su marido al no resistir situaciones de miedo, en las que se desmaya (ibíd.: 923, 963). También encuentra fuerza dirigiéndose a Dios, cuando se halla alejada de Eusebio, estando por ejemplo injustamente

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encarcelada en España por el desenfreno sexual incestuoso y la codicia de don Felipe, hermano desconocido de Leocadia, que los acusa de contrabando de tabaco: “En tan fiera incertidumbre […], dadme, justo Dios, aliento para que pueda resistir” (ibíd.: 952). La falibilidad y relatividad de la justicia se expresan también en las descripciones de la oscuridad y suciedad de la cárcel, que hacen resaltar la virtud y el valor de Leocadia (ibíd.: 950-953), en un cierto paralelismo a la posterior Cornelia Bororquia. La voz narrativa comenta el efecto del aprendizaje de Leocadia, constatando que “sin el previo estudio de perfeccionar su interior hubiera quedado allí yerta de terror [...], hízose luego con la reflexión un grande esfuerzo para sobreponerse al miedo, fortaleciendo su ánimo con los consejos [...] de la sabiduría que había oído de Eusebio” (ibíd.: 953).26 En Leocadia, pues, las máximas de una filosofía moral universal y la lectura directa del Evangelio, conforman en conjunto la base de su virtud. Mediante Leocadia también se tematizan los efectos de una piedad exteriorizada, pero reducida a meros rituales vacíos. En ella, esa piedad es sustituida por una religiosidad honesta que prescinde de intermediadores clericales para relacionarse con Dios y que ayuda a Leocadia a cumplir con sus tareas de esposa y madre de familia, en aras del bien privado y estatal. 4.6. La novela y su estructura de apelaciÓn al lector Los cuatro tomos de la novela, publicados sucesivamente, son un ejemplo de una serialidad temprana que coincide con los pliegos de cordel, bastante extendidos en el xviii, y las novelas por entrega que estaban surgiendo (vid. Caro Baroja 1988: 533).27 La cantidad de episodios, las tramas paralelas y el gran número de personajes que aparecen en Eusebio son la manifestación de la pretensión de abarcar el mundo en su totalidad —objetivo que ya conocemos de Feijoo— y demostrar la utilidad universal de la filosofía moral que se enseña, independientemente del lugar y condiciones de vida de los personajes. Mediante la amplitud casi tumultuosa del inventario de personajes, además, se 26  Asimismo, Eusebio se fortalece en la cárcel pensando en Séneca y en el Evangelio (Montengón 1998: 954-955). 27  Para un panorama, vid. Marco 1977 y Mendoza Díaz-Maroto 2000.

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abarca no solamente una gama amplia de posibles comportamientos en la sociedad, sino también una extensa serie de predisposiciones naturales, inclinaciones hacia la virtud de los personajes y posibles cambios de la fortuna. Los diferentes personajes ejercen entre sí de modelos y antimodelos, ayudantes y contrincantes.28 No existe un concepto de recompensa por las desgracias vividas. Hay que manejar la propia situación, sea cual sea, ejemplificada en varios espacios, con estoicismo para alcanzar el mejor estado psíquico y social posible dentro de las circunstancias, las cuales se hallan fuera del propio alcance y de la influencia humana. Así, la constelación figural es dinámica y se subordina al objetivo del desarrollo de Eusebio. Él y los demás personajes ejemplares de suma virtud, provenientes de una capa social media (comerciantes, carpinteros, cesteros etc.), se muestran inmersos en situaciones de la vida cotidiana, al igual que los personajes del teatro sentimental (García Garrosa 1990: 156). Su procedencia social subraya lo singular de su carácter, erigiéndose a su vez en modelos de honestidad y virtud para una masa amplia y destacándose sobre otros personajes, como las mujeres de mala vida, el déspota desenfrenado, el asesino o el ladrón. Los protagonistas son descritos “con verosimilitud psicológica y vivacidad imaginativa”, concediéndoles así “vida y corporeidad” (Fabbri 1991: 143). De ahí que contengan rasgos de los dos polos, de la virtud y del vicio, y sean capaces de aprender y mejorar su conducta.29 28 

Conforme avanza la narración principal, los personajes de las intradiégesis entran cada vez más en interacción con Eusebio. A la par que ejercen como narradores homodiegéticos de narraciones intercaladas y así procuran ejemplos positivos o negativos, aparecen también ayudantes como sir Bridway y personajes de alguna forma indigentes como John Bridge (asesino de su esposa; Montengón 1998: 130-135), Eduardo Townsend (ibíd.: 675-685) y Adelaida (prostituta enferma por haberse dejado seducir; ibíd.: 548-560), con los cuales Eusebio puede entrenar sus virtudes y que posibilitan la paulatina delimitación de ‘lo bueno’ en el comportamiento y sentir de Eusebio. Como tercera categoría se pueden destacar los contrincantes, personajes convertidos en obstáculos y desafíos reales para el porvenir de los personajes principales (v. g. el seductor de Adelaida, Lorvál, vid. ibíd.: 557 y 562, o Felipe, amante y hermano de Leocadia, vid. ibíd.: 924) que normalmente aparecen como personajes secundarios tanto en las narraciones intercaladas como en la diégesis principal. Todos estos personajes requieren el ejercicio del estoicismo y del valor, o el de la compasión y la ayuda material, emocional o filosófica por parte de Eusebio. 29  Así, varios personajes con los que se encuentran Eusebio y Hardyl van, bajo su influencia, aumentando su virtud y reencontrando una estabilidad personal y social. Así es el caso para John Bridge, Sir Bridway, Adelaida Arcourt y Eduardo Townsend.

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Los nombres usados para los personajes son frecuentemente nombres elocuentes, con lo cual ya expresan explícitamente algún rasgo de carácter, una función o una valoración del personaje, como ocurre con Eumeno, Engracia, Isidoro y Dorotea, Sir Bridway y otros que aparecen en las intradiégesis. Personajes que no deben su existencia al texto ficcional, sino cuya representación y construcción procede en parte de la realidad extratextual, mantienen sus nombres. Tal es el caso, por ejemplo, de los filósofos mencionados Séneca y Epicteto, que permiten crear enlaces intertextuales, o de los líderes políticos o religiosos como Cromwell, Kirke o Jurieu (Montengón 1998: 340, 710), que crean una aparente cercanía a sucesos históricos mediante la que la utilidad de las máximas filosóficas se ejemplifica más allá de la ficción. También los procedimientos narrativos varían considerablemente a lo largo de la novela (García Sáez 1982: 77). Así, se realizan varios giros narrativos que rompen con la mera narración lineal presentada por una voz narrativa extradiegética, como diálogos en modo dramático, sin verba dicendi ni comentarios por parte de una instancia narrativa (v. g. Montengón 1998: 397-398, 502-503, 860-865, 886-887, 967-971; 984985), y cartas entre personajes que no comparten el mismo horizonte de experiencias, como, por ejemplo, las cartas entre Henrique Myden y Eusebio (ibíd.: 381-382, 622-624), entre Leocadia y Eusebio (ibíd.: 384, 807-808) y entre otros personajes, especialmente entre padres e hijos (ibíd.: 516, 520-521). También se encuentran canciones (ibíd.: 742-743, 802-803), poesías (ibíd.: 533-534) y dichos o aforismos (ibíd.: 443, 447). Estos recursos característicos de la capacidad de la novela para integrar otros medios y modos de transmisión de sucesos no solamente se rinden al propósito de transmitir el ideal de la virtud, sino que también posibilitan otros efectos, como crear verosimilitud o entretener a los lectores por medio de chistes o giros inesperados. De este modo pueden apoyar el efecto educativo, manteniendo la atención del lector a fin de transmitir una filosofía moral que sustituya la base moral católica para luego reconciliarse otra vez con ella, especialmente en el caso de Leocadia. A la polimodalidad de la novela se junta una polifonía de voces y valoraciones. Los personajes se valoran mutuamente y a sí mismos, tanto los narradores y personajes de las intradiégesis como los personajes de la trama principal. Especialmente Hardyl y Eusebio son valorados como ejemplos y se les atribuye repetidamente la virtud, mientras que otros personajes son valorados negativamente por boca de los

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narradores (por ejemplo, Sir Bridway dice sobre Kirke: “Permitidme, dijo aquí el viejo, que os haga estas menudas relaciones, pues ellas os harán ver mejor el brutal, descarado y abominable carácter de aquel monstruo”, ibíd.: 344) y de Eusebio y Hardyl (v. g. ibíd.: 244, 247). A estos juicios concernientes a personajes se unen generalizaciones en cuanto a las conclusiones que se pueden sacar. Normalmente son expresadas por Hardyl (por ejemplo: “No hay duda, […] que todos los males hacen más viva impresión de hecho que vistos de lejos y como si los tocásemos con la mente”, ibíd.: 439), cuyos discursos morales suelen ser valorados positivamente por los personajes que han recibido ayuda o ilustración a través de él, por ejemplo, “¡Oh qué ideas me renováis!”, como exclama John Bridge (ibíd.: 409) o “Vuestro discurso me es como una nueva luz, de la cual no tenía ninguna idea y me infunde consuelo”, como afirma Sir Bridway (ibíd.: 358), que sugieren también que las ideas expuestas se deben inscribir en el ideario de las Luces. Las narraciones se caracterizan por mostrar elementos de oralidad fingida, con lo cual adquieren más verosimilitud. Así, se introduce varias veces el “tú” o el “vos” en las conversaciones entre los personajes. Por otro lado, se tematiza repetidamente la situación de la narración misma y se introducen reflexiones que justifican la narración y lo narrado, convirtiéndose en impulso para más narraciones, conversaciones o acciones en la diégesis (Mielke 2006:14). Así, Hardyl supone cómo se siente Eusebio, mientras Eusebio muestra gran interés en escuchar las narraciones. Se introducen imperativos como “Oye” (ibíd.: 235) y “Escucha todavía” (ibíd.: 41) por parte de Hardyl y otros personajes, así como “Sentaos, os ruego, y oíd” (ibíd.: 339) o “Permitidme, [...] que os haga estas menudas relaciones pues ellas os harán ver mejor [...]” (ibíd.: 344), o peticiones más suaves como “os diré si tenéis paciencia para oírlo sin indignación” (ibíd.: 555). Hardyl introduce también suposiciones retóricas, como “pero tú estarás ya cansado de oírme y será mejor que lo dejemos para otra ocasión” (ibíd.: 246), que provocan respuestas afirmativas o negativas que incentivan la continuación de la narración, como “no, [...] proseguid, dadme este placer, pues os aseguro que lo tendré en escucharlo por largo que sea” (ibíd.: 246), “vamos, pasa adelante” (ibíd.: 424), “prosigue tu narración” (ibíd.: 424) o “ven acá y prosigue, [...] pues si Hardyl no gusta de oírte, gusto yo” (ibíd.: 429). Otras veces se introducen preguntas sugestivas que después le permiten a Hardyl adjuntar una explicación, una valoración o instrucciones claras, como por ejemplo:

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“¿Parécete, Eusebio, que pudieran tener tan desastrado fin tan tiernos y ardientes amores?” (ibíd.: 244; parecido: 229, 228-235, 268). En otras partes de la novela, Eusebio aparece como interlocutor que muchas veces tiene una función terapéutica para los narradores. Así, Eusebio le pide a Hardyl que se desahogue para encontrar alivio (ibíd.: 439). Eusebio también se ocupa de su criado: “preguntó luego a Altano por su dolor. Esta voz fue para él la mejor medicina” (ibíd.: 698). Para Bridway, la compasión provocada en Eusebio le causa “dulce complacencia” (ibíd.: 339). De este modo, el itinerario de los personajes finalmente también aboga por una comunicación renovada, caracterizada por una atención sincera y sin prejuicios o condenas morales precipitadas. Mediante pasos de descripción y valoración, se pueden establecer cadenas de valoración. El personaje de Adelaida, por ejemplo, pide: “¡Ah! Juzgadlo vosotros” (ibíd.: 549), lo que eleva a Eusebio y Hardyl a considerarlo un “caso digno de que ejercitemos a medias nuestra compasión” (ibíd.: 560). Los dos protagonistas, por otra parte, también reciben una valoración de sus acciones por parte de la instancia narrativa: “¡Qué bien remunerada piedad!” (ibíd.: 575). La instancia narrativa, además, explica ya un poco antes que “no hay más pura y santa complacencia para un corazón piadoso y sensible que consolar y obligar a los infelices, especialmente cuando [...] son acreedoras a la conmiseración de la virtud” (ibíd.: 547). A las voces figurales se junta, así, una voz narrativa extradiegética casi siempre presente, aparentemente sin cuerpo y por lo tanto impersonal, pero perspectivada, que actúa del mismo modo con los lectores. Al poner en analogía los dos pasos de valoración y descripción, se da el paso hacia el lector como tercera instancia de evaluación, quien tendría la posibilidad de juzgar tanto a los personajes de los diferentes planos diegéticos, como los acontecimientos, la forma de la novela y la voz narrativa misma. Este efecto se refuerza en la medida que la voz, viendo que la voz extradiegética recurre a las mismas estrategias para mantener la atención del lector explícito que los personajes mismos entre ellos. Así, se realizan apelaciones directas al lector y se introducen imperativos (v. g. “Oídlos”, ibíd.: 899) y preguntas sugestivas (“¿culparéis lo que pasa por vosotros?”, ibíd.: 465, “¿mas qué cosa puede haber segura en la tierra?”, ibíd.: 768 o “¿Quién explicará la deliciosa satisfacción y sublime consuelo que tuvieron al mismo tiempo aquellos virtuosos casados cuando se vieron salvos en aquel asilo de felicidad?”, ibíd.: 992) iguales a los que expresan los personajes

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mismos. Además, muchas veces se introducen valoraciones extensas y explícitas de los acontecimientos y virtudes, interpelando directamente al lector masculino, como por ejemplo: ¡Oh tú, desvanecido con tu linaje y ensoberbecido de tus riquezas! Ven; sigue con la imaginación a esos dos artesanos cubiertos de su carga; y si por ventura te atreves a jactar que la suerte te respetará en el asiento del honor en que te ha colocado, aprende por lo menos de ese noble y rico mancebo, reducido a tal extremo, a moderar tu jactancia y tu necia presunción y a fomentar en medio de tus riquezas los sublimes sentimientos de la virtud que rige sus pasos (ibíd.: 364-365).

O, dirigiéndose en especial a un público femenino: ¡Oh fáciles e incautas doncellas! Reconoced el origen de vuestra perdición en la vanidad, en el poco recato y en la demasiada confianza de vuestras indiscretas pasiones; pues todo esto fue causa del miserable y oprobioso paradero de Adelaida. [...] Sólo el severo pudor y la tímida modestia son las guardas de vuestra honestidad; ellas solas os podrán librar de los asaltos y trazas de otros Lorváles (ibíd.: 565).

A las lectoras, el recato y la modestia se les presentan como garantes de su integridad física, siendo también ellas las responsables de guardar ciertos límites y su honor, y no los hombres. Asimismo, la virtud femenina se valora desde una marcada perspectiva heteronormativa y masculina, subrayando la impresión que harían en los varones las mujeres que poseen el adorno de la virtud, para al final dirigirse a las madres como instancias de educación criticadas por un exceso de amor: ¡Doncellas, si supierais la dulce impresión que hace en el hombre la virtud cuando condecora a vuestro sexo, ella fuera el principal objeto de vuestros ambiciosos esmeros! (ibíd.: 577). Madres, ved aquí los efectos de vuestro vano y ambicioso amor. ¿Y os quejaréis después si vuestros hijos ya grandes os son ingratos? (ibíd.: 194).

A veces también se introduce un “nosotros”, un conjunto identificador sin mayores detalles, como por ejemplo en el caso de John Bridge,

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cuya voz parece solaparse un momento con la de la instancia narrativa extradiegética e incluir potencialmente al lector: la “necesidad y la fuerza nos hacen [...] tiranos; mas ellas no disculpan su maldad, ni eluden sus funestos efectos” (ibíd.: 138, cursiva mía). Una situación parecida ocurre al comentar la muerte de Hardyl. En este caso, la voz narrativa presupone una consternación en el lector que uniría al emisor y al receptor de lo narrado: nos afligimos en la pérdida de un hombre de conocida virtud, [...] nos infundió el concepto que teníamos de sus virtudes [...]. Tal vez, a pesar de nuestras lágrimas, nos consuela la memoria de su inculpable vida, envidiándole aquella misma que en cierta manera sentimos. Deseáramos que fuese semejante a la nuestra (ibíd.: 771).

Así, se sugiere que las máximas de Hardyl deben tener un efecto terapéutico y consolador también para el lector. El efecto apelativo sugestivo generado por los imperativos de ‘aprender’ las virtudes y por la suposición de que oyente y lector compartirían sentimientos virtuosos como la veneración y la compasión se incrementan al combinarse con otros apóstrofes dirigidos a la virtud misma como instancia de evaluación y control. Por ejemplo, la instancia narrativa comenta desde la perspectiva de la virtud personificada las dificultades de Eusebio para controlarse, dirigiéndose por ejemplo a Hardyl, que está ausente: “¡Ah! Si vieras a tu Eusebio hecho juguete vil de aquella pasión misma, contra la cual lo habían fortalecido tus sabios consejos y precauciones. No, tus ojos no me reconocerían, pues yo mismo no me reconozco” (ibíd.: 269). Así, se fija una perspectiva que el lector tiene que asumir forzosamente, relacionándose el plano de lo narrado con el de la situación de la recepción. Tanto la oralidad fingida como las situaciones comunicativas establecidas entre personaje y personaje, instancia narrativa y personaje e instancia narrativa y lector tienen diferentes funciones. Por un lado, crean más verosimilitud y ofrecen un marco para que el lector se oriente en la diégesis. Asimismo, generan una polifonía de voces, a veces valoradas por una voz extradiegética moralmente superior e incluso omnisciente, que se les une como una voz más. Sin embargo, se mantiene una perspectiva moral clara detrás de ellas, pues solamente hablan y valoran instancias que, o merecen pena y compasión, o son moralmente íntegras. Aquellos personajes que se valoran enteramente

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como viciosos, por el contrario, no reciben voz, y su propia perspectiva se invisibiliza al ser valorados desde un exterior. Finalmente, el doble sistema de comunicación (personaje-personaje, personajes-lectores) permite que el lector también se ponga en el lugar de Eusebio a través de procesos de identificación (vid. Eder 2007: 238). Al ponerse en el lugar de Eusebio para percibir los sucesos y las narraciones intercaladas con gusto y paciencia, luego también es capaz de contestar a los imperativos de “juzgadlo vosotros” (Montengón 1998: 549) y valorar también por sí mismo —según las intenciones y valoraciones de la instancia narrativa extradiegética o, si esta no está presente, de Hardyl— los sucesos y caracteres en cualquier situación que se narre sin valoración por parte de una voz narrativa.30 Wolfgang Iser (1994: 261) sostiene que justamente las implicaciones no explícitamente manifestadas, los vacíos de la narración, son los impulsos que movilizan la imaginación del lector para que los objetos imaginados puedan producirse. Estos objetos también pueden ser valoraciones y evaluaciones de personajes según los esquemas adquiridos y leídos anteriormente por el lector. Basándose en esta actividad mental inherente al receptor cuyo interés se puede incrementar mediante el empleo de determinadas estrategias narrativas (Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 33), el lector mismo asume el papel del evaluador, imitando así el comportamiento de Eusebio y Hardyl y sus papeles de aprendiz, maestro y jueces sobre los personajes. De este modo, las voces narrativas (presentes y ausentes) hacen del receptor extratextual un cooperador que construye y extiende lo narrado hacia espacios que no se llenan. Al renunciar la voz narradora a valorar todos los sucesos, el lector mismo puede y tiene que imaginarse las voces evaluativas. Puesto que las actividades de este tipo siempre se llevan a cabo sobre el trasfondo de las propias experiencias y esquemas del mundo, este mecanismo también ofrece 30 

Vid. por ejemplo la enfermedad de Hardyl (Montengón 1998: 541, 785); los actos de Eusebio cuando instruye con comprensión y paciencia a su esposa en cómo educar a su hijo y cómo tratar con miedos (ibíd.: 877 ss.); los diálogos entre Eusebio y el juez (ibíd.: 397-398); Eusebio, Leocadia y su madre sobre cercanía física antes de la boda (ibíd.: 837-840); Eusebio y Leocadia sobre celos, moderación y la atracción entre hombres y mujeres (ibíd.: 841-850); Eusebio y Leocadia sobre la educación y el cuidado del niño (ibíd.: 905-908, 915-920); Eusebio y Leocadia saliendo de la cárcel (ibíd.: 965-968); don Fernando R..., Eusebio y Leocadia (ibíd.: 928-930, 931); Eusebio, Leocadia y Engracia (ibíd.: 968-971, 978-980); y Eusebio y Leocadia sobre las desgracias (ibíd.: 983-985).

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un estímulo para que el lector haga de la historia de Eusebio su propia historia y se vuelva cada vez más autónomo o —en términos de Kant— mayor de edad a la hora de juzgar y actuar. 4.7. Síntesis: construcciones narrativas al servicio de un programa filosÓfico-educativo “Útil a todos” El análisis ha demostrado cómo, en la novela, guiarse por el entendimiento y la sensibilidad humana conforma la base de una vida privada en felicidad. Esta, a su vez, también se considera parte importante y útil de la sociedad o del Estado en general, el cual debería tomar como referencia la educación, en lugar del dogma católico. Los seres humanos serían seres sociales, por tanto, tienen que relacionarse con los demás, asumir los papeles que se les asignan y encontrar estrategias para gestionar diversas situaciones. El entendimiento es “órgano” y “actividad” para percibir impresiones e ideas, creando conocimiento a partir de las sensaciones y la experiencia (Chen Sham 2014: 67), la cual representa la base de una filosofía moral. Hardyl mismo es presentado como un personaje de autoridad merced a su virtud y su capacidad de razonar y argumentar que sabe influir en otros personajes —por ejemplo, en el duelo de don Fernando con el padre de Gabriela, o en Eusebio—. Este aprende de él como modelo en Filadelfia y durante el viaje por Europa, así como de las narraciones intercaladas, pudiendo internalizar, a su vez, las pautas de un comportamiento sabio. Finalmente es él quien invita a su mujer a viajar otra vez a Europa, viaje en que la instruye, como fue instruido él mismo por su preceptor. Se insinuaría así que hombres y mujeres tendrían iguales capacidades, aunque Leocadia y otras mujeres se mantienen muy claramente en su papel específico para la sociedad: tienen que ser madres y esposas y son valoradas según su disposición para este fin, estando sometidas a la tutela que les ofrecen otros, en este caso, los hombres concebidos como virtuosos. Dejando entrever sus congojas y procesos interiores, Eusebio (con Leocadia) y Hardyl se convierten en modelos de desarrollo para el público. Asimismo, los comentarios realizados por Hardyl ante Eusebio y por la voz narrativa ofrecen preguntas e impulsos que se dirigen también a los lectores, masculinos y femeninos. Con la muerte de Hardyl, Eusebio finalmente sale al mundo como ser autónomo y mayor de edad, encontrando su felicidad en el trabajo

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y su familia. Tal vez, como indica el prólogo, el lector mismo también deja atrás a Eusebio al terminar su lectura, llevando sus máximas consigo. Al texto le es inherente una estructura apelativa que lleva al lector a ocupar el papel de juez sobre las figuras según las pautas de la filosofía y moral expuestas. Para exponer estos principios, los personajes pasan por varios espacios marcados por la religión (católica o protestante), relativizando la universalidad de cada confesión en vista de abusos de diferente índole, cometidos únicamente por varones. 4.7.1. Espacios variados y observaciones universales en cuanto a la religión El aprendizaje moral de los protagonistas, pues, se basa en un conocimiento por experiencia en diferentes situaciones y en distintos lugares. El viaje da pie a reflexiones sobre el propio interior y los propios efectos en el exterior, es utilitarista y tiene como finalidad la formación del carácter y la capacidad de mantenerse estable en las condiciones cambiantes del mundo, a fin de alcanzar la “felicidad de la vida” (Montengón 1998: 877). En el transcurso de dicho viaje por el mundo, pasando por Filadelfia, Gran Bretaña, Francia y España, se destacan diferentes formas y efectos de la religión en la sociedad a partir de historias intercaladas y episodios de aventura. Las estancias en Inglaterra y Francia proporcionan a los protagonistas la oportunidad de observar la compenetración estrecha de fines políticos y la religión, la cual se presenta como instrumento de agitación y maleable según cada objetivo. En una narración intercalada puesta en boca del cuáquero Bridway, se describen los enfrentamientos violentos entre escoceses e ingleses. Asimismo, se aduce el giro dado por Cromwell en el trato a los cuáqueros que se convierte en signo del empleo arbitrario de la religión, que presenta efectos devastadores en vez de propiciar una guía para una vida feliz y moralmente íntegra en sociedad. Al enfrentamiento entre ingleses y escoceses, so capa de las diferencias religiosas, se le añade el ejemplo del comportamiento violento entre unos rebeldes hugonotes en Francia, entre los que se difunde la noticia de que se ha decretado la muerte a un sacerdote católico como venganza por la pena de muerte de un calvinista que no se quería convertir al catolicismo. Los rebeldes acuden con entusiasmo al espectáculo, sin sentir compasión con el individuo condenado. Eusebio y Hardyl se hacen pasar por calvinistas para salvar su vida. En su

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reflexión del episodio se pone de manifiesto la fuerza agitadora de la religión, encarnada por el líder, Jurieu (bien lejos del talante de la persona real que inspira el personaje). La religión así entendida llevaría a una actitud de venganza, ojo por ojo, y diente por diente, en vez de a una actitud humana y compasiva. Asimismo, queda claro que a Eusebio y Hardyl les parece legítimo el nicodemismo, haciéndose pasar por adeptos a otra religión o confesión que la suya cuáquera, sin que este procedimiento pragmático signifique una traición o una herejía. Lo visible de la religión se vuelve a desenmascarar como mero manto para diferentes fines mundanos. En España, esta impresión se vuelve a fortalecer. Mas, en vez de demostrar la compenetración a gran escala política y religión como en los enfrentamientos en Inglaterra o Francia, ahora se ejemplifica el abuso de la religión como excusa para fines de economía familiar. En el caso de Gabriela no solamente se condensan las dos opciones vitales fundamentales para las mujeres de la época, convento o casa, sino también sus limitaciones para elegir entre las dos alternativas. El objetivo económico de los padres y su justificación aparentemente devota para meter a su hija en el convento son desenmascarados como hipocresía y práctica social con fines seculares por Eusebio y Hardyl, que observan los sucesos desde su diminuto aposento, cual símbolo del espacio reducido que le queda a gente moralmente íntegra entre la prevalencia de gente hipócrita. A la vez, se denuncian los efectos funestos del abuso en la hija mediante la voz de Gabriela, que se considera privada incluso de su “libertad interior” y rechaza el convento como “cárcel” (Montengón 1998: 738), aludiendo no solamente a la restricción de movimientos, sino también a las reglas rígidas y la limitación de cualquier decisión individual imperantes dentro de sus muros.31 Como alternativa, se consigue, finalmente, el matrimonio consentido y sin imposiciones por los padres de Gabriela con su amante don Fernando, inscribiéndose la novela también en el discurso sobre la responsabilidad respetuosa de los padres para con los deseos

31  Con ello, la descripción coincide con otras descripciones en la literatura internacional concerniente a los conventos, que, como espacios cerrados de prisión inmovilizan e incluso enferman a las residentes. Véanse las Lettres portugaises (1669), obra atribuida a Gabriel de Guilleragues, Rosalie, ou la vocation forcée, mémoires de la comtesse d’Hes*** (1773, I: 204) de Anne-Louise Élie de Beaumont o La religieuse de Denis Diderot (Diderot [1796] 2004: 323) (vid. n. 41 del capítulo 3 para más información).

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(matrimoniales) de los hijos. A raíz del episodio, Eusebio y Hardyl se ven celebrados “no sólo en Trujillo y Toledo, sino también en toda España”, difundiéndose el acontecimiento como ejemplo moral de no hacer “de la libertad de sus hijos un violento sacrificio” (ibíd.: 753). Los espacios de la narración, especialmente la España narrada, se entrelazan con el espacio al cual pertenecen los lectores. Una vez más, la ejemplaridad intratextual es válida también para los lectores y el espacio extratextual. A su vez, habiéndose movido por un espacio muy vasto, Eusebio y Hardyl adquieren un control y una posición de superioridad, de clara connotación masculina, al describir con exactitud topográfica su itinerario y los sucesos acaecidos en cada lugar (vid. Nünning/Nünning 2004: 65; Schabert 1992). De este modo, adquieren la autoridad de enunciar ‘verdades’ de valor universal y la capacidad de reflexionar sobre el rol de la religión en la sociedad. Asimismo, mediante el viaje se crea la posibilidad de introducir perspectivas sobre el interior de España supuestamente provenientes del exterior, y viceversa. El recurso a imágenes que provocan “horror” (Montengón 1998: 327, 710, 744) provenientes de Inglaterra, Francia y España destaca las diferentes funciones de las prácticas religiosas y, por tanto, su relatividad. En las reflexiones de los protagonistas, se vilipendia la religión de tipo ‘mero manto’. La religión exteriorizada mediante rituales o sermones se relega así a un segundo plano. Se pone en cuestión su validez universal, a la vez que se propone como alternativa otra filosofía moral que contempla la fe en un Dios, pero que recurre fundamentalmente al estoicismo para aportar máximas con las que afrontar activamente situaciones difíciles. De este modo, se evita un vacío de orientación y se aboga por una virtud interiorizada y una religiosidad honesta, pero reducida a la intimidad y al espacio personal. Para las mujeres, encomendarse a Dios, además, permitiría mantener la actitud y el comportamiento virtuosos en situaciones desafiantes, mientras que los ‘santos laicos’ Eusebio y Hardyl se atienen más a las máximas de filósofos de la Antigüedad para buscar fortalecimiento. Al recurrir los protagonistas reiteradamente a la religión como apoyo psicológico, esta se presenta como una convicción interior y honesta, pero de un estatus relativo. Todavía tendría que demostrarse cuál es la verdadera religión, por lo cual se aboga por una actitud tolerante y pacífica entre las diferentes confesiones. A su vez, se acepta la función moral y estructuradora de la religión como necesaria y, por tanto,

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legítima. Al igual que en Cornelia Bororquia, independientemente de otras reflexiones económicas, políticas o filosóficas sobre el progreso de la nación, la novela intenta alejar el peligro de una desorientación completa, como residiría en concepciones estrictamente ateas. Al entroncar con las creencias existentes y conocimientos extendidos entre los protagonistas (y los lectores), la novela sugiere una continuidad que permitiría un cambio paulatino y la interiorización de máximas morales universales ancladas en el humanismo, la razón y la sensibilidad, así como en una actitud claramente pacífica. La crítica de las guerras de religión, el respeto a otras creencias y la interiorización de la virtud, van acompañados de un concepto de aprendizaje moral distanciado del dogmatismo católico, que estaría centrado en el miedo, la penitencia y el castigo (ibíd.: 200). En vez de ello, se propone un aprendizaje basado en la combinación de teoría y práctica de unas máximas morales, que considera fundamental la comprensión racional y emotiva de dichas máximas. La virtud, según está propuesta, debe ser presentada a los jóvenes como algo útil y agradable en el momento adecuado. De ahí que exija “ser enseñada de la mansedumbre y de una prudente bondad” (ibíd.: 214). Si “desde niños se les presenta una imagen de la virtud tan austera, tan penitente y tan rústica [...] las exterioridades poca o ninguna fuerza tienen para domar los interiores afectos del alma” (ibíd.: 864). Hardyl encarna este ideal de enseñanza, ilustrando a Eusebio con máximas y explicaciones y dándole la oportunidad de practicarlas. En consonancia, constata Hardyl: Todo castigo es imagen de venganza en quien lo da, y ésta no es medio para enseñar lo que con ella se desenseña. La fuerza y la violencia llegan a triunfar del exterior, no del corazón del muchacho; [...] ¿qué se consigue si no es la sola satisfacción de haber hecho obedecer a quien de voluntad no obedece? Se obtiene el medio sin conseguir el fin; [...] toda la enseñanza se pierde (ibíd.: 215).

Acorde con esta crítica al dogmatismo y a la obediencia, característica del catolicismo y sus jerarquías clericales, también se critica al clérigo y su sermón, que a Eusebio y Hardyl les causa risa. La Iglesia se presenta más bien como un espacio peligroso o sin sentido que no hay que tomar en serio en sus mensajes, aunque se señala el poder de la religión como instrumento de mantenimiento de poder. La influencia

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nefasta de la Iglesia en las ciencias también se destaca al criticar —recogiendo el lamento común sobre la decadencia académica del final del siglo xviii— la calidad de las universidades de Alcalá y Salamanca (ibíd.: 737). Vista en relación con este conjunto, la conversión de Hardyl al catolicismo justo antes de morir parece una mera concesión del autor a la Inquisición para poder publicar su libro, como se señala más arriba. El espacio natural, que permitiría la evasión de la civilización depravada, se convierte en el lugar ideal de aprendizaje para los jóvenes a los que habría que proteger de los peligros, ya que niños muy jóvenes todavía “no son susceptibles de doctrina ni de consejos”, por lo cual primero convendría “alejar ellos del mal” (sic, ibíd. 1998: 914) para practicar su virtud y resistencia a las seducciones a las que tendrán que hacer frente más tarde. La crítica común en la época de que el retiro al campo carecería de utilidad para la sociedad no se reitera en la novela, aunque los personajes ejemplares que viven en el campo, como Isidoro y Dorotea, quedan reducidos a excepciones. Más tarde, para aprender habría que enfrentarse a diferentes desafíos, practicando las máximas y la virtud. Así, prima la experiencia como forma de facilitar el aprendizaje. 4.7.2. ¿Una concepción igualitaria del ser humano? El comportamiento de Eusebio es respetuoso y comprensivo con otros personajes, pero también está caracterizado por su superioridad: él dispone de virtudes que otros personajes no tienen y ha vivido experiencias que los demás no han podido (aún) hacer (vid. ibíd.: 898-899). Eusebio ha aprendido a moderar sus pasiones y también ha podido hacer experiencias al relacionarse con y enamorarse de otras mujeres, antes de conocer a Leocadia, una experiencia que por diferencia de educación a ella no se le concede. Aunque ambos constituyen una pareja ideal, las miradas en el interior de Eusebio demuestran que siente atracción por otras mujeres, eso sí, sabiendo controlarla, por ejemplo con Henriqueta y Susana Howen (ibíd.: 203-207, 226-234, 841; 463). El intento de hacer a los jóvenes “castos antes de tiempo [...] con piadosos consejos y ridículas advertencias” desembocaría en lo contrario, despertando “sus incentivos” (ibíd.: 205). No obstante, en las mujeres se mantiene el ideal del recato absoluto como señal de máxima virtud. Leocadia encarna este ideal, permitiendo muy poco antes de la

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boda y solo con el consentimiento de la madre y de la voz narrativa un primer contacto de la mano de Eusebio. La madre también asume el papel de instruirla en cuestiones de las relaciones físicas (ibíd.: 858). Esta instrucción explícita saca la sexualidad (femenina) de su espacio tabú, aminorando mediante la enseñanza teórica el miedo a la práctica. Eusebio, a su vez, parece no necesitar estas instrucciones, y no las recibe. No obstante, aprende sobre cuestiones de higiene y los peligros de la prostitución durante su viaje, al ayudar a la prostituta Adelaida (ibíd.: 560-562, 578). Por otro lado, las mujeres siguen dependiendo de la ayuda y de la instrucción por hombres, como ocurre en el caso de Adelaida, Gabriela y también Leocadia. Las tres sufren situaciones de acoso diferentes, destacando su estado vulnerable ante personajes masculinos físicamente superiores que aún no se han instruido en la virtud. Mediante estas escenas, se refuerza la necesidad de una instrucción moral para ambos géneros arraigada en la moderación. No obstante, Leocadia llega a ser más que mero objeto de adorno de su esposo. Tras la educación proporcionada por sus padres, Eusebio la instruye moral y, en parte, también científicamente mediante el método de Hardyl. Asimismo, Eusebio le enseña un acceso más directo al Evangelio, y a no creer en asuntos tachados de superstición. Leocadia, al igual que los personajes masculinos, se presenta como capaz de aprender, aunque en ocasiones siga requiriendo el apoyo de Eusebio. Independientemente de su desarrollo figural, constituye un modelo ejemplar de conducta femenina, lo que se subraya por los muchos atributos empleados en su alabanza. Eusebio también demuestra un desarrollo, adecuado a su condición de protagonista de una novela de aprendizaje. El ascenso moral de Eusebio le procura una mayor independencia de su maestro, Hardyl. Este desprendimiento ocurre paulatinamente y sin rupturas ni contradicciones, como señalan los indicios explícitos e implícitos aducidos. Hardyl, el educador de Eusebio, muchas veces narrador de ejemplos y acompañante del discípulo en casi todas las aventuras, muere al final, una pérdida y crisis que Eusebio logra superar gracias al entrenamiento que ha recibido hasta ese momento. Sin depender ya de nadie, Eusebio asume el papel de educador, evaluador y modelo ante figuras menos maduras como su esposa, su hijo y su padrino. Vive enteramente según los principios aprendidos de Hardyl. Este, centrado en la vida práctica con su filantropía, se presenta como una especie de “santo laico” (Serra 1991: 160) que sustituye la moral católica por una virtud

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pragmática y más inmediata. Se establece, además, una genealogía entre él y otros hombres sabios que incluye a Eumeno como antecesor y a Eusebio como sucesor. Todos ellos son testigos de la “incansable aplicación y de la vida ejemplar que llevaba” (Montengón 1998: 784) y ponen en evidencia la virtud del educador a través de valoraciones explícitas: “¡Hombre verdaderamente admirable!” (ibíd.: 783). Todos estos personajes se convierten en prototipos que consiguen reconciliar la razón, la virtud natural y una religión honesta a favor de una sociedad mejor. Esta sociedad perfecta se caracterizaría por el amor fraternal, una ética de benevolencia y la moderación, que permitiría estar “fortalecido de los buenos sentimientos de la virtud, para no dejarse lisonjear del favor de la fortuna y de sus bienes inciertos” (ibíd.: 150-151). La “filosofía moral” (ibíd.: 877), que compite con el catolicismo a la vez que pretende complementarlo, aspira al bien del individuo dentro de la sociedad y de la sociedad misma, sin creer erróneamente que se pueda influir en todas las variables que constituyen una situación, de ahí la importancia del estoicismo. Al estar el concepto filosófico de la novela anclado en el estoicismo, la virtud dependería de la capacidad de controlar las propias emociones en cualquier situación, de sentir compasión y comprensión y de utilizar el propio entendimiento para orientarse y evaluar situaciones. Con el fin de mantener la calma y llegar a una “inalterable seguridad” (ibíd.: 177), habría que controlar afectos como el miedo, las pasiones amorosas, el odio y el resentimiento y evitar tanto los vicios de lujuria, codicia, envidia y ambición, como la fijación en bienes materiales o estados dependientes de otros factores, como el honor. La compasión del corazón sensible y la razón ayudarían al hombre a actuar bien y a controlar su imaginación —también la superstición arraigada en un catolicismo llevado al extremo— o deseos demasiado poderosos. Todas las virtudes, por tanto, estarían vinculadas, se apoyarían mutuamente y tendrían que ser practicadas, tanto por los varones como por las mujeres. Estas máximas no solamente son válidas para los protagonistas, sino que las estrategias textuales de polifonía involucran al lector. Se ha mostrado cómo la novela posee una clara estructura apelativa, inducida por la recurrencia de preguntas retóricas y la extrapolación al lector del rol de aprendiz. Al igual que Eusebio —“¿Qué te parece, Eusebio, el proceder de ese hombre? Yo me alegro que hayas sido testigo del hecho para que por él comiences a conocer los hombres, con

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quienes necesariamente has de vivir” (ibíd.: 157)—, también el lector o lectora de la novela se puede plantear la misma pregunta, viendo en ello una lección para después reconocer “cuánto más os enseñará la experiencia. Esta es la gran maestra del mundo, por cuya enseñanza debéis pasar” (ibíd.: 317). Así, también el lector se ve involucrado y ‘afectado’, en el sentido literal de las palabras, se puede dejar llevar emocional y cognitivamente para finalmente asumir las mismas máximas de comportamiento y los mismos criterios de evaluación moral que el protagonista de la novela. Este efecto en la emoción y la cognición se incrementa a través de las descripciones vivas de sentimientos, de expresiones emocionales como la risa o el llanto y de situaciones y temas de una gran carga emocional, como el luto, el amor o momentos de suspense y miedo por diferencias entre el grado de la información del lector y de los personajes. Esta tendencia, además, abre la obra hacia un público de masas, incluyendo a lectores jóvenes y adultos, femeninos y masculinos, religiosos y menos religiosos, que ante todo buscan entretención aparte de instrucción. La compleja estructura, la tensión en la trama, concadena las metas de entretener y de transmitir una filosofía moral que facilite una vida feliz en la sociedad humana (vid. Santonja 1988: 445). El análisis del prólogo ha mostrado la existencia de esta mira educativa unida a la aseveración de una utilidad de validez universal para todo lector. La novela es, por tanto, didáctica, al transmitir una visión del mundo que permitía vivir y actuar, sin dejarse afectar por los giros de la fortuna (vid. Montengón 1998: 129). Las artimañas de la dedicatoria y del prólogo para ganarse la simpatía de diferentes grupos de receptores y apartar o mitigar posibles críticas tienen doble fondo, reflejando unas condiciones de producción literaria en transformación. Además de poner de manifiesto el afán claramente educador y la intención idealista de la obra, el prólogo también abre la novela a una amplia masa de público. La novela quiere encontrar eco en el lector, mostrando que existen diferentes concepciones y modelos para explicar el mundo que se deben tolerar y cada uno de los cuales conlleva también una pequeña verdad. Esta apertura y el “tolerantismo” (Alborg 1973: 363) hacen de la novela una portadora de filosofía moral como nuevo soporte de la convivencia social. Con ello, y a pesar de intentar tender puentes entre la religión y las máximas de la filosofía estoica, termina por enfrentarse irremediablemente con el sistema de valores católicos anclados en la exterioridad.

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Toda la novela, en lo concerniente a su forma y a su contenido, transmite la actitud de Hardyl hacia Eusebio: “Te pongo a ti mismo por ejemplo” (Montengón 1998: 122), y ofrece, con ello, un espejo para el público. “Te pongo a ti mismo por ejemplo”, querido lector, porque soy una novela “útil para todos”. Hombres, mujeres, creyentes y menos creyentes, pertenecientes a cualquier religión o confesión y a cualquier nación. Yo soy portadora de una moral universal y una religiosidad verdaderamente virtuosa. Acompañando el viaje de Eusebio, los lectores, desde casa, podían pasar por diferentes espacios marcados por la religión e instruirse moralmente. De este modo, su fortificación moral se realiza independientemente de los sermones en la Iglesia o de la literatura piadosa católica. Así, desde una perspectiva deísta, apoyándose en los sucesos altamente codificados a la vez que verosímiles que van acaeciendo en diferentes países, así como en los relatos del abuso de la religión, la novela discute los efectos de las prácticas religiosas en las que se hallan involucrados hombres y mujeres en el espacio público y privado. Eusebio, por tanto, se encuentra en camino hacia la relativización de la religión y hacia la afirmación de la igualdad entre los géneros, siempre y cuando estos últimos desempeñasen un papel útil para la sociedad.

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“[N]uestra casa es un Convento”, afirman orgullosas las hijas de un labrador cómico en el sainete La devoción engañosa de Ramón Francisco de la Cruz y Cano Olmedilla (Cruz 1764: 185). Este convento casero, un espacio supuestamente marcado por el recato, la devoción y la reclusión de las mujeres, y otros espacios generados mediante prácticas religiosas se convierten en sus sainetes en lugares de cortejo, diversión y distracción. En La visita de duelo, la religión, por ejemplo, es pretexto para “pelar la pava” (Cruz 1915a: 510), mientras que en La falsa devota es la razón de la exagerada ausencia del ama de casa. Así, en estos sainetes, los actos seculares y mundanos bajo un pretexto religioso se tornan objeto de risa, transmitiendo una enseñanza moral que reafirma una visión heteronormativa de las relaciones entre hombres y mujeres, pero que sanciona las excesivas ganas de encontrar pareja temporal o matrimonial. Poeta, autor de libretos, traductor de obras mayores de Francia, Italia e Inglaterra, Ramón de la Cruz (1731-1794) sobre todo es conocido por haber estrenado más de 473 obras teatrales breves cercanas a las petites pièces con música francesas, un “número exorbitante”, como decía su contemporáneo José Antonio Álvarez de Baena en su monografía Hijos de Madrid (1785: 281).1 Fue nombrado miembro de los Árcades

1 

Para el censo de obras vid. Fuentes 2005: 86. De esta cantidad se puede deducir que escribió un promedio de unas 16 piezas (tituladas follas, intermedios, pasos, ensaladas, tonadillas y sainetes) por año durante 34 temporadas/35 años a partir de 1757, cuando se estrena su primer sainete, La enferma del mal de boda, y la primera zarzuela, Quien complace a la deidad, acierta a sacrificar. En 1791, Cruz publica el último de los diez tomos de su antología Teatro o colección de los sainetes y demás obras dramáticas de D. Ramón de la Cruz y Cano, entre los Árcades Larisio, en la que llevaba trabajando ya desde 1786 y que incluye nada más que 66 sainetes, con una clara estrategia de posicionarse en el campo

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de Roma con el nombre de Larisio Dianeo y participó en el proyecto ilustrado, llevando a cabo traducciones y escribiendo obras dramáticas como la Briseida (1768) a cargo del gobierno (Vilches 1984: 185). También se conocen hoy en día más de sesenta piezas largas pertenecientes a géneros teatrales como la zarzuela, la tragedia, la comedia heroica, de magia, cómica o sentimental. Dentro de su obra sainetesca, la quinta parte la conforman alrededor de cincuenta adaptaciones y traducciones de obras italianas y francesas (Lafarga 1994: 13, Ertler 2003: 154-156). Como autor, estuvo sometido a valoraciones de diversa índole, que recibió por parte tanto del partido ‘ilustrado’ como del ‘tradicionalista’, tanto de católicos fervorosos como de aperturistas en materia religiosa. Así, Emilio Palacios Fernández destaca que los sainetes fueron reprobados como “gravemente pecaminosos” por clérigos (Palacios 1994: 16). Estos últimos no solamente expresaban, como lo hacían también algunos moralistas distanciados de la religión, una crítica moral, sino que constataban la desacralización tanto de las prácticas religiosas cotidianas como de los autos sacramentales. En cuanto a estos, los clérigos veían el “maridaje entre el drama religioso y el espectáculo” (ibíd.) como punto crucial que contribuía a la decadencia del pueblo. Ya en 1751 el jesuita Francisco de Moya y Correa había criticado la necesidad de complementar los autos sacramentales con música, bailes y sainetes para garantizar la asistencia del público (Moya y Correa 1751: 183). No obstante, y en contraste con estas descalificaciones, en las listas de subscripción que acompañaban el primer tomo de la publicación antológica Teatro o colección de los sainetes y demás obras dramáticas de D. Ramón de la Cruz y Cano, entre los Árcades Larisio (1786-1791, diez tomos) no faltaban los nombres de personas pertenecientes al clero secular y al clero regular. Firmaban cinco canónigos y también clérigos literario y legar solamente ciertas piezas a la posterioridad. Buena parte de sus obras todavía yace inédita, sobre todo en la Biblioteca Municipal de Madrid (vid. también la llamada enérgica de John Dowling [1994: 8] para publicar sus obras completas, ya que solamente existen varias ediciones parciales para fines más bien didácticos). En la época de Ramón de la Cruz existía cierta necesidad práctica de ofrecer constantemente piezas nuevas, sin repetirlas antes de haber pasado cinco o seis años desde su estreno (Palacios 1994: 16). Por ende, prescindió de publicarlas, y los intentos de El Correo de Ciegos madrileño, por ejemplo, de recibir la autorización para su publicación en pliegos de cordel terminó en una polémica, aunque sí se llevaron a la imprenta algunas piezas (Palacios 1983: 218).

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regulares. Unánimemente apoyaron que se sacase la colección. Asimismo, figuraban nombres ilustres de la nobleza, pertenecientes, por tanto, en principio, a uno de los blancos principales de Ramón de la Cruz, entre ellos el conde de Floridablanca, los condes de Benavente, el duque de Osuna y la duquesa de Alba, así como los embajadores de Rusia, de Venecia, de Génova, de Prusia, de Francia, de Sajonia, de Inglaterra, algunos militares y muchas personas sin mayor prestigio. Esta tabla, autoescenificación de la generosidad y el interés de los subscriptores, reivindicaba cierto “populismo” por parte de los firmantes (Dufour 1994: 20). Gérard Dufour señala que para los clérigos aparentemente ya no era peligroso apoyar a Ramón de la Cruz, al contrario, se entendía la subscripción como un “acto cívico en el cual competían los elementos de la buena sociedad por afán de protagonismo” (Dufour 1994: 19).2 Tomando como punto de partida esta ambivalencia de la forma en que fueron valorados los sainetes de Ramón de la Cruz desde una perspectiva religiosa, este capítulo se centrará en el análisis de cuatro de ellos, de los cuales él mismo incluyó tres en su Teatro y que, por lo tanto, se pueden considerar pertenecientes a la recopilación legitimada por el propio autor como base para lo canonizable dentro del contexto específico de las últimas décadas del siglo: La visita de duelo (s. a.), La falsa devota ([1783] 1786), La devoción engañosa (1764) y La oposición a sacristán (1773). Se analizarán sus posiciones con respecto a las prácticas religiosas y los espacios religiosamente generados, así como la enseñanza moral específica dirigida a cada género y, por consiguiente, la visión transmitida sobre sus roles particulares en la sociedad. Con este objetivo, en el siguiente epígrafe se presentarán, a modo de contextualización, las polémicas contemporáneas alrededor de la moralidad y las formas de los sainetes de Ramón de la Cruz y la importancia del sainete dentro del consumo cultural de la segunda mitad del dieciocho, para después presentar el estado de la investigación y 2 

Este cambio en cuanto a la valoración de los sainetes y la comedia también lo deja entrever el político y eclesiástico Juan Antonio Llorente, importante historiador de la Inquisición, quien en su Noticia biográfica de D. Juan Antonio Llorente o Memorias para la historia de su vida escrita por él mismo (1818) cuenta que en el convento de Mercedarios Calzados de Zaragoza se celebró el fin del curso con la representación de una comedia por los propios discípulos, entre ellos, Llorente mismo con el papel principal de la primera dama y “de acuerdo con los religiosos más respetables de la Comunidad” (Llorente 1818: 7; vid. Dufour 1994: 19).

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el vacío que ha motivado el presente capítulo, y, finalmente, pasar al análisis de los cuatro textos según los parámetros de espacio, género y religión. Estos tres parámetros han permitido ordenar los análisis no según año de publicación, sino temáticamente, en cuanto a la construcción de espacios públicos y privados, atendiendo a las normas de comportamiento femenino y masculino y al rol de las prácticas religiosas en distintos estratos sociales y profesiones. 5.1. El sainete en la práctica teatral y el fuego cruzado sobre RamÓn de la Cruz La valoración del sainete en tiempos de Ramón de la Cruz estuvo fuertemente influida por circunstancias históricas como las teorías poetológicas del neoclasicismo, la hegemonía de los criterios de moral y utilidad en los debates y el nacimiento del periodismo (vid. Sala 1992: 159). El sainetero se vio en el centro de un fuego cruzado que provenía de diferentes polos. Así, se le formuló, como ya se ha mencionado, una crítica moral desde una perspectiva religiosa, centrada en la “obscenidad”, el “pecado” y el supuesto ataque a la “fe católica y buenas costumbres” de sus sainetes (Palacios 1983: 220, 221). A ello se le unió una crítica moral desde una perspectiva de pragmática social, proveniente tendencialmente desde un sector de ilustrados que objetaban que los sainetes carecían de utilidad para entretener y para educar a los ciudadanos (vid. Palacios 1983: 226), un reproche que traducía el miedo a que la representación de ciertos vicios tuviese mala influencia sobre el pueblo (Ertler 2003a: 155) y que ya había sido expresada desde una perspectiva más bien clerical en obras de Antonio de Arbiol (1726) y Gaspar Díaz (1742).3 El Consejo de Castilla reaccionó a estas preocupaciones en 1743 con un Dictamen que apostaba por el honor de 3 

Ya en las décadas anteriores se había discutido la mala influencia del teatro sobre la moralidad del pueblo, con especial atención (misógina) en las mujeres. El dictamen de Antonio de Arbiol en sus Estragos de la luxuria, y sus remedios conforme a las Divinas Escrituras y Santos Padres de la Iglesia (1726), publicado simultáneamente al primer tomo del Teatro Crítico Universal de Feijoo, tuvo mucha influencia. Arbiol juzgó que el teatro sería un gran peligro para “la perdición de las almas” (Arbiol 1726: 60) porque las “mugeres perdidas” comediantes incitarían a los hombres a los pecados mortales. En la misma línea argumenta Gaspar Díaz en su La consulta theologica acerca de lo ilicito de representar y ver representar la comedia, como se practica en España (1742) (vid. Palacios

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los comediantes, a la vez que decretaba la limpieza de costumbres en los sainetes (Palacios 1983: 223; Cotarelo y Mori 1904: 456-457). Estas críticas centradas en lo moral iban, además, acompañadas de una crítica formal, especialmente formulada por los neoclásicos. Así, Mariano Luis de Urquijo (1791) constató que no solamente era “todo vicio, todo maldad”, sino que añadió que “no hemos podido investigar a qué clase de Poesía pertenecen, ni encontrado entre los antiguos, y los Maestros de la Poética, modelo alguno semejante” (1791: 47). Como consecuencia de este ‘hibridismo’ del género teatral, abogaba por la abolición de los sainetes —un hecho que demuestra el poder del sainete y la novedad que residía en este género4— y pone de esta manera de manifiesto cuán poco se ajustaban los sainetes a los paradigmas y preceptos estilísticos cultos en vigor (Palacios 1994: 16).5 1983: 221). Esta crítica se reitera a lo largo de la historia, vid. por ejemplo Alonso González (2011a: 110-112). 4  La evolución del nuevo género teatral del sainete, contrapuesto al “viejo entremés, tan codificado y ‘des-realizado’” (Sala 1994a: 2), aún no está muy investigada (Cañas Murillo 1994: 17). Los términos ‘entremés’ y ‘sainete’ (denominación que aparece por primera vez en 1616, vid. Cotarelo y Mori 1911, I: CXXXIX) se utilizaban en el siglo xviii como sinónimos (Vilches 1984: 174). Las formas arraigadas en el teatro del Siglo de Oro, fijadas en las obras de Quiñones de Benavente, Quevedo, Cervantes y Lope de Rueda (Lafarga 1994: 13, Palacios 1983: 215), se ven según Huerta Calvo (1994: 12) sometidas a una renovación formal en el siglo xviii, respaldada por el público lector y espectador e impulsada, a su vez, por los preceptos neoclásicos, que exigían del teatro que fuese sin excepción “útil y moralizador” (Sala 1992: 159). En el prólogo a La bella madre, Ramón de la Cruz desarrolla sus intenciones artísticas y detecta en el sainete, como “novedad nueva”, una forma adecuada para lo contemporáneo e innovador (Ertler 2003: 153). Constituyendo una “comedia en un acto” con el “nombre de pequeñas piezas” (Coulon 1994: 10), Ramón de la Cruz retoma las petites pièces francesas, que, bastante aceptadas en Francia, pintaban con brevedad costumbres y “personajes de la época” como sátira social con cierta intención moralizadora (Lafarga 1994: 14). Palacios (1994: 16) y Lafarga (1994: 13) subrayan la importancia del sainete para la tradición teatral en España hasta hoy. Para una visión de la evolución del género teatral en los siglos posteriores al xviii, vid. Espín Templado 2011b. Los géneros breves ligados al teatro costumbrista, especialmente a la comedia de figurón y al sainete, se valoran hoy como precursores del esperpento paródico de Valle-Inclán o del sainete tragicómico de Carlos Arniches (Huerta Calvo 1994: 13; Palacios 1994: 15; Vilches 1984: 192). 5  De hecho, el subgénero del sainete de costumbres teatrales (Coulon 1994: 10) ponía en escena parodias del teatro neoclásico, especialmente entre 1765 y 1773, por ejemplo, El pueblo quejoso (1765), Manolo, Inesilla la de Pinto y El Muñuelo de Ramón de la Cruz (Sala 1992: 172; Palacios 1994: 16). En sus Desengaños al theatro español, Nicolás Fernández de Moratín criticó agriamente los géneros del entremés y del sainete, en

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Especialmente en el ámbito letrado se generaron fuertes polémicas en torno a Ramón de la Cruz. Francisco Mariano Nifo6, Tomás de Iriarte, Félix María de Samaniego7, Nicolás Fernández de Moratín, Joseph Sánchez (posible seudónimo de Casimiro Rodríguez Ortega, amigo del anterior), Mauricio Montenegro (el sacristán de Maudes), Antonio Malo de Bargas, Miguel de la Higuera, Cayetano Mendoza, José Sacristán y otros se manifestaron en varias ocasiones contra su contemporáneo, generando una verdadera “tempestad de protestas” (Coulon 1994: 11, vid. para una lista de los escritos detractores Vilches 1984: 189). Un representante importante de esta crítica lo constituyó Pietro Napoli Signorelli, cuyo juicio negativo en su Storia critica dei teatri antichi e moderni (1775) se había difundido a través del Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritos del reynado de Carlos III de Juan Sempere y Guarinos ([1785-1789] 1969: 232-238). A este desprecio compartido por el estamento religioso y las élites cultivadas, Ramón de la Cruz podía oponer la gran aceptación de sus obras y su éxito en número de representaciones (Cañas Murillo 1994: 17, Huerta Calvo 1994: 12, Palacios 1983: 215). Al perfilarse así como partidario del público popular, que por su supuesta poca ilustración, así como por su presunta disposición a los vicios y a la superstición, podía fungir como enemigo ideal para los ilustrados, el autor se hizo también sospechoso de anti-ilustrado. No obstante, de esta pragmática

conjunto con el teatro antiguo, condenando a “los poetastros o versificantes saineteros o entremeseros” (Moratín 1762/1763: 8). También El Pensador, de José Clavijo y Fajardo, criticaba estas formas del teatro por no ser nada más que diálogos alegóricos en verso (Ertler 2003: 154; Coulon 1994: 11). 6  En uno de dos sainetes que publica como contraejemplo a Ramón de la Cruz, Nifo califica en 1765 La bella madre de Cruz como “Comedia, por mal nombre” e introduce algunas críticas agudas, especialmente por la ofensa “al Próximo” que realizaría Ramón de la Cruz con sus ridiculizaciones (Coulon 1994: 11). De hecho, parte de la crítica puede haber estado motivada por la burla que hace Cruz de los estratos burgueses y del estamento aristocrático desde el ambiente popular (Palacios 1983: 230). 7  Bajo el pseudónimo de Cosme Damián, Samaniego publica en 1786 un artículo en El Censor (1781-1787) en el que critica el majismo y la extensión de vicios y malas costumbres mediante el teatro. Los editores, Luis María García del Cañuelo y Luis Marcelino Pereira, matizan su dictamen en el número siguiente, matizando la opinión de Samaniego de que los sainetes serían “perversísimos in esse morali, in esse theologico, in esse politico”, pero contradiciéndole que in esse poetico serían “infinitamente menos malos que las mejores de nuestras comedias” (García de Cañuelo/Pereira 1786: 457-480; vid. Palacios 1983: 227-228).

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complicidad entre autor y público acabó resultando la atribución de una “competencia estética” a este último (Coulon 1994: 11), cuyo funcionamiento también se tratará en las conclusiones de este capítulo. Este cambio en la consideración de las aptitudes estéticas del público popular fue de la mano con una paulatina valoración positiva de su obra. Leandro Fernández de Moratín, por ejemplo, estimaría los sainetes como más logrados que los entremeses; el periódico Espíritu de los mejores diarios literarios de Europa calificaría a Ramón de la Cruz como uno de los autores cómicos más destacados; y en el Diario de Madrid también se publicaría una memoria en elogio “del sazonado ingenio de Cruz”, cuyos sainetes “vivirán eternamente en la memoria de los venideros” (Diario de Madrid, 21/02/1791) (vid. Vilches 1984: 192). Por consiguiente, en lugar de hablar de una presunta decadencia del teatro en el siglo xviii debido a la proliferación de las obras breves (vid. Cotarelo y Mori 1911: CXVII), Huerta Calvo (1994: 12) y Palacios (1994: 15) hablan de la vitalidad teatral de esa centuria. El sainete, de una “estructura en un solo acto, sin dividir en escenas, en el que los personajes pueden hacer constantes entradas y salidas” (Vilches 1984: 174-175, Cañas Murillo 1994: 17), constituía un “desfile de personajes que muestran sus caracteres” o una “minicomedia con desarrollo dramático” (Cañas Murillo 1994: 17) de “voluntad costumbrista y humorística” (Palacios 1994: 15). En la práctica teatral, el sainete se insertaba en las pausas entre las jornadas de una obra mayor, muchas veces de índole neoclásica. Las funciones duraban en total alrededor de tres horas, incluyendo la loa o introducción al principio, los entremeses/sainetes en las dos pausas, de unos veinticinco minutos cada uno (Cruz 1786: LV),8 y el fin de fiesta con canciones y bailes después del último acto (Huerta Calvo 1994: 12; Ertler 2003a: 153). De este modo, y pese a las críticas, los sainetes resultaban imprescindibles para animar al público a asistir a las funciones de obras mayores, poniendo en evidencia incluso una dependencia de los autores 8 

A partir de 1780 se suprimió el entremés en la primera pausa, sustituyéndolo por una tonadilla. Esta medida es solo una en una serie de decisiones políticas tocantes al teatro. En 1765 prohíbe oficialmente Carlos III, impulsado por el conde de Aranda, los autos sacramentales y las comedias de santos. En 1780 la Junta de Madrid, siguiendo el consejo de Manuel Martínez y Juan Ponce, suprime el entremés entre el primer y el segundo acto de las piezas mayores, favoreciendo la representación de un sainete (Coulon 1994: 9). En 1788 sigue la prohibición de las comedias de magia (Ertler 2003: 148; Lafarga 1994: 15).

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neoclásicos respecto a Ramón de la Cruz y otros sainetistas. Constituían una parte imprescindible de la función teatral, de la cual dependía la asistencia activa del público y, de este modo, la supervivencia de las compañías, como expone Bernardo de Iriarte en un informe de 1773 sobre la influencia del entremés y del sainete en el éxito de una función (Coulon 1994: 10; vid. también Andioc 1976: 33, 35; Huerta Calvo 1994: 12; Palacios 1994: 15; Palacios 1983: 217).9 De este modo, El viejo burlado (1770) de Ramón de la Cruz, por ejemplo, garantizó el éxito de taquilla de El sí de las niñas (1806) de Leandro Fernández de Moratín (Vilches 1984: 188). A la vez, los autores de los sainetes no se podían alejar del gusto de su público (Sala 1992: 157).10 Gérard Dufour ha hablado, en este sentido, de la “tiranía del público”, que venía a sustituir la dependencia de los autores respecto a unos mecenas (Dufour 1994: 19) y que creaba nuevas estrategias entre los autores para posicionarse en el campo literario y cultural. Este contexto de una relación renovada entre autor y público también le abrirá el camino a Ramón de la Cruz a buscar el reconocimiento de un público un poco más diverso, más allá del “populacho” (Cruz 1786: XLIII). En Los picos de oro (1765) anunciaba la intención de ampliar los temas de las funciones y escribir con “utilidad”, moralizando al público mediante la ridiculización de diferentes vicios, en consonancia con los fines de los preceptistas neoclásicos (Coulon 1994: 10). Aparte de refutar los ataques de Napoli Signorelli mediante una arremetida contra el teatro italiano y algunas alusiones a los jesuitas exiliados Xavier Lampillas y Juan Andrés (Lafarga 1994: 13), en el prólogo al Teatro (1786b) Ramón de la Cruz amplía este ideal. Se opone decididamente a sus propias posturas declaradas hacía décadas en el prólogo de su primera zarzuela (mitológica), Quien complace a la deidad

9  En los debates sobre una posible reestructuración de las funciones, como en la propuesta llevada a cabo, por ejemplo, en 1773 en el Ensayo sobre el teatro español por Bernardo Iriarte y Tomás Sebastián y Latre, se argumentaba contra la supresión del sainete, señalando que había que ponerlo al fin de la representación de una pieza mayor para seguir atrayendo al público, sin romper con el hilo conductor que permitiría la atención seguida de los espectadores, necesaria para sacar la moraleja neoclásica al final de la obra mayor. 10  El esfuerzo en presentar héroes nacionales como el Cid, Rodrigo, Pelayo o Guzmán el Bueno a su público por parte de los ilustrados, con excepción de Raquel de García de la Huerta, no resultó en éxitos taquilleros, según Vilches Frutos (1984: 183).

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acierta a sacrificar (1757)11, donde había criticado “el lastimoso espectáculo de los sainetes”, y subraya que su fin iría más allá de “complacer a la plebe” (Cruz 1757: X-XI). En un “eclecticismo astuto” (Sala 1994b: 5), cita a autoridades españolas y extranjeras, tanto contemporáneas como clásicas, posicionándose de esta manera a sí mismo y el sainete en una tradición nacional y clásica a la vez.12 Asimismo, exhibe el apoyo público de varios individuos, como ha explicado Gérard Dufour (1994), que presta especial atención a las dos listas de subscriptores de su Teatro, que ya se han mencionado. Al mismo tiempo, Ramón de la Cruz acentúa explícitamente la diversidad de su producción en el prólogo a su colección. Conforme a ello, alterna la presentación de comedias, zarzuelas y sainetes e incluye también algunas de sus adaptaciones (Sala 1994b: 6). Pide la aprobación universal de sus intentos literarios (Cruz 1786b: XXI), al ver su “nombre excluido del Catálogo de los ingenios de mi patria” (Cruz 1786b: XXII) y sentir la necesidad de rehabilitarse entre los neoclásicos y el público culto desde una posición marginalizada (Sala 1994b: 6). En su proyecto de legar a la posterioridad su equipaje, recurre al perfeccionamiento de sus piezas, buscando (y suponiendo cerca) “la total 11  En 1757, Ramón de la Cruz se acerca por primera vez desde un punto de vista teórico o poetológico a la pregunta de qué es un sainete. Adoptando una perspectiva neoclásica, critica en el prólogo “el lastimoso espectáculo de los Saynetes” y los “Entremeses de chascos y bufonadas ridículas” que solamente divertirían (Coulon 1994: 10, Sala 1994a: 2). 12  Así, a modo de elogio, cita a Lope de Vega, el Theatro Hespañol de García de la Huerta, a Solís, Calderón, Salazar, Moreto, Zamora y Cañizares, remitiendo, de este modo, a la tradición literaria de España, y busca a la vez la cercanía de Jovellanos, López de Ayala, Tomás de Iriarte y Trigueros. Asimismo, menciona a Horacio, Aristóteles, Cicerón, Estrabón, Quintiliano, Longino, Boileau o Diderot. Realza, así, la tradición clásica del sainete, a la vez que anuncia explícitamente la supresión de algunas de sus obras que ya no considera adecuadas para el público (Sala 1994b: 6). Un ejemplo sería la omisión por razones morales de la zarzuela El licenciado de Farfulla (Cruz 1786b: LXXVII), que había sido criticada fuertemente en el Memorial literario. Solamente incluía 66 sainetes (Dowling 1994: 7), otorgándole más estimación a su teatro mayor y bajando la de sus piezas menores, que tacha de “casualidades” (Cruz 1786b: XXIV). Por ejemplo, el conde de Aranda, tras haber ordenado a Cruz escribir la Briseida, elogió la aportación que había hecho con ello a la renovación del teatro español. También modifica algunos de sus sainetes para realzar su moraleja, por ejemplo, Las superfluidades ([1768] 1786e) y La presumida burlada ([1768] 1786f) (vid. Sala 1994b: 6). La inclusión de algunas de sus traducciones podía apoyar la búsqueda de reconocimiento entre un público amplio, incluyendo a los neoclásicos.

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corrección que se declama de nuestro Teatro, y el auge y brillantez que se desea” (Cruz 1786b: LXXVII-LXXVIII), así como su necesaria verosimilitud. A manera de un “trapero literario” (Cruz 1786b: XXXI), afirma que pretende copiar las “acciones vulgares” del “populacho” (Cruz 1786b: XLIII) y hacer visible la verdad: “Yo escribo y ella me dicta” (Cruz 1786b: LVI). Para poder ridiculizar las costumbres, subraya, “debe el poeta pensar como los sabios, y hablar como el vulgo” (Cruz 1786: LI). Esta diversidad, la relevancia otorgada a la moralidad y la verosimilitud costumbrista y la adaptación al público se reúnen, finalmente, en una visible intención didáctica de “retratar los hombres” (Cruz 1786b: LIV) a modo de espejo y fomentar un aprendizaje. Esta concepción se retomará a la hora de analizar la construcción de los personajes en cuanto a su género y a su actuación en determinados espacios. La ambivalencia de las valoraciones del mérito literario y social de Ramón de la Cruz por parte de sus contemporáneos también se plasma en los juicios emitidos por la historia y los estudios literarios. Así, a Cruz se le ha considerado tradicionalmente “iniciador del costumbrismo popular, fuente del género chico” (Sala 1994b: 6), y, a su vez, transmisor de valores tradicionales, castizos/españoles (que se opondrían a los extranjeros) debido al majismo presente en sus obras y a la continuación y renovación de formas arraigadas en el Barroco español.13 Esta perspectiva ha sido criticada por Francisco Lafarga, que expone que “la existencia de la traducción en la obra de Cruz viene a matizar, cuando no a destruir, la imagen de un Ramón de la Cruz defensor en el teatro de los valores tradicionales, castizos y españoles en un siglo dominado por el extranjero” (Lafarga 1994: 14).14 Yvonne

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Klaus-Dieter Ertler ha llamado la atención sobre el casticismo y el majismo y la presencia de una fuerte crítica/burla de lo ajeno (extranjero), especialmente lo francés y lo afrancesado en un sentido de petimetría, como elementos centrales en los sainetes, independientemente de la fuerte orientación de Cruz en obras francesas e italianas y de la existencia de múltiples referencias intertextuales (Ertler 2003: 154-156). 14  Ramón de la Cruz llevó a cabo, por ejemplo, la primera adaptación de un drama de Shakespeare para el público español con Hamleto, Rey de Dinamarca, adaptando y traduciendo también obras de Nicolas Pradon (rival de Racine y autor de Tamerlan ou la mort de Bajazet, que desembocó en El Bayaceto español), de Beaumarchais (Eugenia), de Voltaire (La escocesa), de Anseaume y Grétry (El cuadro hablador) o de Carmontelle (Almenorade, que resulta la base para Zara, mucho tiempo considerada parodia inmediata de la Zaire volteriana) (vid. Lafarga 1997: 103, 414). Las obras sometidas al proceso

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Fuentes ha puesto de relieve las tendencias opuestas de las lecturas tanto contemporáneas como actuales de los sainetes con su artículo “Don Ramón de la Cruz y sus sainetes: víctimas de la bipolaridad historiográfica dieciochista” (2005). Aún no existen muchos trabajos de investigación sobre el teatro sainetero dieciochesco en general y la producción de sainetes de Ramón de la Cruz en particular.15 Sobre todo los prólogos a las sucesivas ediciones de sainetes escogidos pueden servir como base introductoria, en especial los de José Francisco Gatti (1972), Edward Coughlin (1977, 1978, 1979, 1987), Mireille Coulon

de traducción no necesariamente eran cómicas, sino “generalmente serias y morales”, aunque las obras mayores de Legrand, Dancourt y Pannard, por ejemplo, se mostraban especialmente aptas para convertirse en comedias de un acto (Lafarga 1994: 13-14). Sala Valldaura demuestra cómo la ridiculización del aldeano (presente en las obras de Molière, Marivaux o Favart) se atenúa en las adaptaciones para el público español (Sala 1994a: 2; Huerta Calvo 1994: 13). Coulon habla de la “españolización” de estas piezas (Coulon 1994: 9, también Ertler 2003: 154). Thomas Barclay (1982), Georges Cirot (1932), José Francisco Gatti (1949), Arthur Hamilton (1926), Alfred Iacuzzi (1937), Francisco Lafarga (1977, 1994), Franco Meregalli (1960) y Martin Nozick (1948) han trabajado en detalle las fuentes de la obra de Ramón de la Cruz. 15  Algunos aspectos del sainete como género dramático ya han sido trabajados por Donald C. Buck (1985), que disecciona en su artículo las estructuras cómicas en el mismo. Javier Huerta Calvo expone la relación de Ramón de la Cruz con las tradiciones del teatro cómico breve (1994, 1999). Desde otra perspectiva, Emilio Palacios pone de relieve el funcionamiento de este género en relación con las prácticas teatrales del siglo xviii (1994). El vasto trabajo de Mireille Coulon, Le sainete à Madrid à l’époque de don Ramón de la Cruz (1993), adopta una perspectiva sociológica al acercarse a las circunstancias que enmarcaban las representaciones del sainete en Madrid en la segunda mitad del siglo xviii. Coulon traza una evolución del teatro breve de Ramón de la Cruz con respecto a la recepción de los sainetes y persigue “volver a definir el lugar que ocupa Ramón de la Cruz en la historia literaria de su país” (1993: 12), con la intención de cambiar la historiografía heredada y las perspectivas tradicionales. En cuanto a las formas dramáticas, Ermanno Caldera ofreció, además, ya en 1977 un artículo sobre el metateatro de Ramón de la Cruz. Luciano García Lorenzo (1988) investiga la “actitud neoclásica ante la parodia”. Francisco Lafarga señala las relaciones controvertidas de Ramón de la Cruz con las formas y los autores del teatro europeo (1994). Para los siglos xix y xx, vid. Model 2011, Barce 1995 y 1997, así como el artículo de María del Pilar Espín Templado (1978) sobre el desarrollo del género dramático hasta finales del xix. Benito Pérez Galdós publica en 1870 un largo ensayo sobre el sainete, que habría caído “en olvido y alejado de los teatros, mientras imperan el género bufo y las insulsas piezas en un acto, arregladas del francés” (Pérez Galdós 1870: 201).

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(1985), John Dowling (1981) y Francisco Lafarga (1990).16 No obstante, especialmente John Dowling (1994) ha señalado la necesidad de publicar una vasta edición de las obras completas de Ramón de la Cruz. Con la Colección de sainetes tanto impresos como inéditos de Ramón de la Cruz (1843) de Agustín Durán salió a luz la primera edición de sainetes tras el Teatro editado por el propio autor, incluyendo varias obras inéditas. Haciéndose eco de las valoraciones de Napoli Signorelli, Moratín hijo, Martínez de la Rosa y Hartzenbusch, el prólogo de Durán no se mostraba del todo favorable a la obra, hecho que se perpetuó en las ediciones posteriores, que casi sin excepción lo utilizaron como base (Dowling 1994: 7). Resulta instrumento esencial para trabajos posteriores el minucioso trabajo de Emilio Cotarelo y Mori (1899), Don Ramón de la Cruz y sus obras. Ensayo biográfico y bibliográfico, aunque hoy en día ya no necesariamente se pueden compartir sus juicios sobre el sainetero. En el último decenio del xix, motivados por el aniversario de la muerte del autor, salen también a la luz artículos del dramaturgo Carlos Fernández Shaw, del escritor y crítico de arte José de Siles y del historiador Ricardo Gutiérrez Abascal (Dowling 1994: 7).17 Tal vez como resultado de la etiqueta de costumbrista que se colgó al teatro de Ramón de la Cruz, sus sainetes se han utilizado en varias ocasiones para acercarse a la historia social (!) del siglo xviii, siendo el primero Arthur Hamilton (1926), seguido por Charles Kany (1932), Fernando Díaz-Plaja (1946) y, finalmente, ya centrada en la relación entre los géneros, Carmen Martín Gaite (1972). Un primer estudio, ya no actual, enfocado en la mujer y en búsqueda de las “true-to-life-representations” (Gompper Hart 1985: [I]), lo ofreció Margaret Elaine Gompper Hart. Asimismo, Alberto González Troyano (1997) se acercó en su artículo “Simetría ilustrada y distorsión romántica: lo masculino y lo femenino en el mundo del teatro” a los dos géneros en el sainete y otros géneros dramáticos. Christian von Tschilschke ofreció un 16 

Para otras ediciones, todas más bien selecciones breves de índole didáctica, véanse las ediciones de Charles Kany (1926), José María Castro y Calvo (1941), Joaquín Rodríguez Arzúa (1944), Federico Carlos Sainz de Robles (1944), Manuel Benítez Sánchez-Cortés (1960), Joaquín del Moral Ruiz (1971) y otros. 17  También Juan Valera consideraría el género como “animada [...] representación de la vida social de España, y muy singularmente de Madrid, durante el reinado de Carlos III” (Valera 1905: 77), resaltando las ideas del costumbrismo y también la ambientación de las obras en la capital española, lugar que condensaría la renovación de costumbres.

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análisis revelador de tres sainetes ejemplares con su artículo “‘¿Podrá ser verdad esta comedia?’ Transgresiones de géneros en los sainetes de Ramón de la Cruz” (2011). Rebecca Haidt, en su monografía Embodying Enlightenment (1998) y en su artículo “The Name of the Clothes: Petimetras and the Problem of Luxury’s Refinements” (2000), se centra en los personajes tipológicos del sainete, especialmente en los petimetres/petimetras y los majos/majas. También Julio Caro Baroja (1975), José Luis Varela Ibarra (1988) y Xavier Andreu (2010) han trabajado el majismo. José Cañas Murillo ofrece con su “Poética del sainete en Ramón de la Cruz: de personajes, su tratamiento y su construcción” (1994) un acercamiento tendencialmente estructuralista a la construcción de los personajes y su comicidad en el sainete. Sobre la supuesta inmoralidad de los sainetes y su recepción ya existen algunos pocos trabajos, como por ejemplo el de Josep Maria Sala Valldaura (1973) sobre las críticas a Ramón de la Cruz en su época y su relación con el público, y del mismo investigador sobre los tópicos morales en los sainetes del autor (1992). También Emilio Palacios Fernández examinó la moral en su artículo “La descalificación moral del sainete dieciochesco” (1983). En otro plano, Ermanno Caldera (1978) y Francisca Vilches Frutos (1984) han trabajado en sendos artículos el “riformismo illuminato” y las “relaciones con la Ilustración” de los sainetes de Ramón de la Cruz. En cuanto al espacio en el sainete, ya existen algunos análisis con los que el enfoque del presente trabajo puede enlazar. Fernando Doménech Rico (2007) ha aportado un análisis del espacio escénico en sainetes de Ramón de la Cruz, centrándose en las prácticas de escenificación actuales. Asimismo, se ha puesto de manifiesto la doble importancia de la ciudad como lugar en el que se representaban las funciones y del que provenía el público y como lugar escenificado. Huerta Calvo, por ejemplo, ha hablado de la “madrileñización” (Huerta Calvo 1994: 13) en las obras, poniendo de relieve la “importancia de la ambientación” (Cañas Murillo 1994: 17-18).18 Y, según Fuentes, los sainetes habrían representado a los grupos heterogéneos que llegaban y se establecían en Madrid, sin que se produjese necesariamente una instrumentalización de este conglomerado teatral desde el “prisma 18  La música del sainete en relación con el espacio de Madrid fue pormenorizada ya en 1973 por Eugenia Serrano en su aportación divulgativa “El Madrid musical de Don Ramón de la Cruz”.

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nacional, católico y tradicional de los primeros decenios del xix [en los que] se empieza a confundir patriotismo, religión y arte como un todo indisoluble” (2005: 104). Así, el sainete no sería una reacción ante “la invasión de ideas francesas, ni la muestra de una xenofobia o anti-ilustración” (ibíd.), ni se opondría el majo al petimetre afrancesado, sino que iría adoptando paulatinamente un papel de intermediario aún no demasiado investigado. Solamente en un 25 % de los sainetes de Ramón de la Cruz están presentes los majos. La construcción en escena de este grupo heterogéneo de habitantes de Madrid recurre a una tipología de personajes que se abarcará de forma general en el siguiente apartado, dedicado a los espacios de la acción y los personajes. Antes, no obstante, es menester poner de relieve ciertos huecos en la investigación. Los análisis desde un enfoque de género se han centrado en los estereotipos del majo y la maja como contrapartes del petimetre y de la petimetra, sin tomar en cuenta otros personajes, ni mucho menos poner en relación estos tipos con los trabajos que ya se han llevado a cabo sobre el ideario moral y social en los sainetes. Por otro lado, no existen muchas investigaciones que se centren en la relación entre religión y moral en los sainetes de Ramón de la Cruz. Sin embargo, un vistazo a una selección de títulos ya deja entrever la presencia de varios personajes y tramas enlazados con esta temática: La falsa devota ([1783] 1786a), La devoción engañosa ([1764] 1786c), Los dos sacristanes (s. a.)/Los tres sacristanes ([1776] 1787f), El abate diente-agudo (1775), Los abates y las majas (s. a.)/La nochebuena en ayunas (s. a.) o Los abates vengados (título conocido pero del que no se ha localizado el manuscrito; vid. Sala 1996b; Andioc-Coulon 1976: 145-146). El único análisis existente lo publicó Josep Maria Sala Valldaura sobre personajes abaciales, “El papel del abate en Ramón de la Cruz” (1996b). Este primer intento, a su vez, revela por su singularidad la necesidad de observar minuciosamente tanto personajes del clero secular como las prácticas religiosas de personajes seglares, prácticas localizadas en diferentes espacios, tanto privados como públicos, de la ciudad de Madrid. Aclarar el funcionamiento de este engranaje de género, religión y espacio, será el objetivo del siguiente análisis.

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5.2. El inventario figural de los sainetes y la tipología de las víctimas de burla Por su brevedad, los sainetes no solamente comenzaban in medias res, sin ninguna introducción extensa (Cañas Murillo 1994: 18), sino que además recurrían a un inventario de personajes tipificados reconocibles fácilmente por el público. Este “tipismo” prevalente (Palacios 1994: 15) les permitía una fácil orientación a los espectadores en cuanto al alto número de dramatis personae en cada sainete y un poco de juego con estos papeles a los autores de los sainetes. Generalmente, los personajes se podían identificar ya a primera vista mediante su vestuario, acompañado por una caracterización mediante el lenguaje (Palacios 1994: 16). Al hablar del sainete como un “desfile de personajes que muestran sus caracteres” (Cañas Murillo 1994: 17), José Cañas Murillo ha señalado lo supuestamente reducido de la acción y, paralelamente, la importancia de las primeras impresiones con el fin de “caracterizar” a los personajes. Rebecca Haidt (1998 y 2000), al igual que Josep Maria Sala Valldaura con su monografía El sainete en la segunda mitad del siglo xviii. La Mueca de Talía (1994c) o Fernando Doménech en su Antología del teatro breve español del siglo xviii (1997), tratan los tipos dramáticos representados, con especial atención a petimetres y petimetras, del francés petit-maître, figuras que podían aparecer en variante femenina o masculina y que compartía la superficialidad y la explícita orientación en supuestos modales franceses (vid. Ertler 2003a: 154-156; Dowling 1994: 9; Gompper Hart 1985: 19-20), y a majos y majas. Estos últimos constituirían figuras del pueblo madrileño, muchas veces trabajadores sencillos a los que se sitúa en barrios populares, como Lavapiés.19 Existe una gran cantidad de trabajos sobre estos personajes, que han demostrado la importancia de los mismos para “encarnar los valores y 19 

Ramón de la Cruz convierte la crítica a las modas y a la petimetría en tema central de algunos de sus sainetes, como, por ejemplo, en El hospital de la moda (1760), La petimetra en el tocador (1761), La bella madre (1764), El sarao ([1764] 1788c) y El petimetre ([1764] 1787a) (vid. Coulon 1994: 10). Bernardo Iriarte constató que en los sainetes aparecían personajes reprensibles como los petimetres y petimetras, amén de “maridos consentidos, mujeres que abandonan sus deberes familiares, hijas desobedientes, abates corruptores, majos y majas indecentes” en estos “diálogos sin ninguna coherencia” (cit. por Coulon 1994: 11). Criticaba la supuesta inmoralidad de los sainetes de Ramón de la Cruz por hacer desfilar personajes de estas características.

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conflictos que cierta literatura se sentía llamada a exponer” (González Troyano 1994: 20).20 Baste recoger aquí la importante conclusión de que la ridiculización del petimetre y la exageración de la “virilidad machista” en los majos también apoyaban el rechazo al ‘afeminamiento’. Así, estos tipos no necesariamente ejercían como “salvaguardadores de la tradición” (Sala 1992: 167-168), pero sí como custodios del orden de los géneros. En los sainetes se puede observar la presencia de personajes provenientes de diferentes estratos sociales. Así, existen personajes que pueden pertenecer a los estamentos privilegiados y estratos pudientes, como petimetres, usías (precursores del señorito del siglo xix), vejetes, abates, galanes y cortejos (que existían, debido a la práctica del cortejo, solamente en versión masculina), solteronas e hijas casaderas. A ellos se suman otros de estratos más bajos, del ‘estado llano’, con diversas profesiones, como majos y majas, criados (orientados en la diversión, sin demasiada lealtad a sus amos), pajes (muchas veces con la función de emitir comentarios u observaciones dirigidos al público), payos y payas (procedentes de ámbitos rurales, inmigrantes en la capital y muchas veces tachados de tener una capacidad cognitiva reducida y ser algo torpes), campesinos y artesanos. Con ellos, el público podía llegar a identificarse, especialmente en los sainetes de ambientación urbana (Cañas Murillo 1994: 17, Coulon 1993: 397), como lo son tres de los cuatro que se analizan a continuación. Al remitir claramente a referentes de la realidad del público, se creaba cierta verosimilitud y se cultivaba el costumbrismo (González Troyano 1994: 20). Los personajes tipificados carecen de rasgos demasiado particularizados, lo que permitiría “recalcar más todo aquello que los convierte en conjunto, en colectividad” (Cañas Murillo 1994: 18; vid. también Vilches 1984: 175), fenómeno reforzado por el hecho de verse repetidos los personajes tipo a lo largo de las funciones. Esta amalgama entre lo 20 

No obstante, muy acertadamente ha señalado Fuentes (2005: 87) que estos personajes tipificados no constituyen una “singularidad literaria dieciochesca” (como afirma González Troyano 1994: 20). No obstante, la reivindicación instrumental de estos tipos como transmisores de valores nacionales por parte de varios críticos literarios posteriores también se ve reflejada en las investigaciones filológicas. Por su parte, Carmen Martín Gaite, desde una perspectiva de historia social, destaca la oposición entre majos y petimetres como resultado de condiciones sociales: “Los hombres de los barrios bajos, como revancha a su miseria, se atrincheraron en aquella xenofobia y acentuaron su desprecio hacia los petimetres ricos” (Martín Gaite 1972: 63-64).

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individual y lo colectivo de Ramón de la Cruz fue valorada por Leandro Fernández de Moratín como “imitación exacta y graciosa de las modernas costumbres del pueblo” (cit. Sala 1994c: 16), las que, desde una perspectiva neoclásica o una ilustrada, se convierten en “objeto de imitación poética en busca de la veracidad” (Fuentes 2005: 88). La presentación irónica de sus “modales, indumentaria, formas de hablar y de hacer” interesaría sobre todo cuando el sainete satiriza personajes no tradicionales, como el cortejo o el petimetre, afirma Sala Valldaura (1992: 159). Aquí, no obstante, se profundizará sobre todo en los tipos menos atendidos por la investigación, en parte recién introducidos en el siglo xviii, como el abate, en parte ya antiguos, como el sacristán, la viuda, los partícipes del matrimonio, esto es, la esposa (ama de casa) y el esposo (cabeza de familia), las hijas casaderas y los personajes vividores (especialmente masculinos, que muestran cercanía con los majos, pero que no se pueden integrar del todo en este esquema). Se analizarán sus acciones, actitudes y hábitos construidos en los sainetes. Mediante esta selección y el análisis de cuatro diferentes sainetes, se mostrará su posicionamiento específico en espacios codificados, como la calle o la casa, y su funcionalidad semiótica como transmisores de una fuerte crítica heteronormativa, con particularidades según cada género, ligada a la crítica de una religiosidad externalizada y exagerada. 5.3. El luto en la casa, diversiÓn y cortejo: La visita de duelo ₍s. a.₎ Manfred Pfister ha llamado la atención sobre la relación entre la semantización del espacio y la caracterización de los personajes (Pfister 2001: 339). La organización y el orden espacial visible en cuanto a las dimensiones de las tablas, arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás de los personajes expresa otras relaciones más allá de lo físicamente medible. Esta semantización del espacio siempre se da, independientemente de si se trata de una escenificación muy naturalista o muy estilizada. Siempre tiene una función modélica (Lotman 1972: 330) y crea un topos, una visión del mundo. A su vez, la plurimedialidad del teatro activa todos los sentidos humanos y la escenificación da mayor impresión de inmediatez de lo ocurrido que la transmisión

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de unos acontecimientos por una voz narrativa (Pfister 2001: 23).21 La manifestación del luto en casa, espacio entre aislamiento y sociabilidad, se analizará a partir de La visita de duelo (s. a.), que se publicó por primera vez en el tomo VIII del Teatro (1789, VIII: 336-370) de Ramón de la Cruz y fue retomado en la edición de Emilio Cotarelo y Mori (1915a: 509-516). En la casa de doña Marta se lleva a cabo una reunión de duelo por el difunto padre de su compañera doña Mariana. Mediante un reloj adelantado, doña Marta intenta excluir a doña Mariana de la reunión, fingiendo su temprano fin, para después seguir reunidos los huéspedes en su casa, donde se celebra una fiesta con baile y, por consiguiente, oportunidad de cortejo. Este hecho es descubierto por el abate y por un niño, catalizador del desenlace, que, por impaciente e ingenuo, desatiende las advertencias de doña Marta de guardar la etiqueta. La resistencia inicial de doña Mariana a la hora del desengaño y también del abate asistente, que reflexiona sobre su papel y sus limitaciones para cortejar a las damas, se difuminan fácilmente, dando paso a un final alegre de bailes y cantos. La entrada en escena se realiza mediante dos diálogos en los que está involucrada doña Marta, que demuestra una discrepancia entre actitud y comportamiento visible. Así, advierte a su criada de que “esté la casa,/como te digo, en silencio,/[...] que es grande la seriedad/de las visitas de duelo” (Cruz 1915a: 509), a la vez que reconoce estar “muy enfadada/de tener en este tiempo juntas todas mis amigas/y, en vez de divertimiento,/darles el chasco de que/se estén pésames fingiendo” (ibíd.: 510). El silencio adscrito a la casa en la situación extraordinaria del luto se presenta como contrapuesto a los deseos de las jóvenes. Doña Mariana, a su vez, busca al llegar la comprensión y lealtad de sus amigas tras haber vivido un engaño del mismo tipo con otros amigos. Doña Marta y los huéspedes fingen compasión, escondiendo su propia maquinación: “Da. Marta. Si todo es un fingimiento en este mundo. Todas. Es verdad” (ibíd.: 512). La hipocresía se ve literalmente

21  Con atención a los diferentes ‘canales’ dramáticos, Fernando Doménech Rico (2007) ha estudiado la puesta en escena de un conjunto de piezas breves por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Debido a las fuentes y al enfoque de este trabajo sea advertido que aunque una pieza teatral siempre va más allá del habla de los personajes y de las acotaciones, aquí no es posible trabajar en detalle las escenificaciones y otros medios, como, por ejemplo, la música empleada.

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duplicada, y luego apoyada también, por los hombres asistentes a la “tertulia”, que, aparte de no ser capaces de guardar el silencio necesario (D. José. “yo no sé/callar si no estoy durmiendo”, ibíd.: 512), se ríen del intento de excluir a Mariana y de adentrarse “con disimolo [sic]” guardando la “etiqueta” en la cocina (ibíd.: 511). Así, exclama don José: “Si no reviento/de risa esta noche, amigos,/es por reír un año entero”, ibíd.: 513), revelando, a su vez, una solapamiento entre su risa sobre el asunto representado en las tablas y la risa del público, de la que él mismo será objeto. Doña Marta, mientras tanto, expone la importancia de la asistencia de hombres a la reunión (“¿Y tendremos hartos hombres?”, ibíd.: 511). D. Eusebio, visitante también, expone tres razones de reunirse, independientemente de la razón oficial de la visita: “el estar á los pies vuestros/debe ser para nosotros/el superior embeleso,/lo segundo, que, ¿quién quita/que unos con otros hablemos,/formando nuestra tertulia,/los hombres? Y lo tercero,/que en llamándonos ustedes/con cualesquiera [sic] pretexto podemos pelar la pava” (ibíd.: 510). Queda ostensible el deseo tanto de las mujeres, representadas, sobre todo, por doña Marta, como de los hombres de “pelar la pava”, es decir, participar en un cortejo, valiéndose de cualquier pretexto, en el espacio de la casa, alejado de un mayor control social, pero sí con la obligación de guardar la etiqueta ante la cantidad de personas presentes. Mariana, desengañada por un niño que aparece pidiendo dulces suponiendo el comienzo de la fiesta, exclama con ironía: “¡Qué amistades/tan finas experimento!” (ibíd.: 513). De esta manera pone de relieve no solo la perversión de los lazos amistosos en momentos que requerirían constancia y lealtad, sino también su conciencia de ser un obstáculo para la diversión que debe ser excluido: “Todos están deseando que me vaya” (ibíd.: 514). Tanto hombres como mujeres se presentan unidos en este mismo deseo. El luto como práctica social y la tristeza como emoción quedan marcados como hechos que hay que excluir en favor de una vida alegre. Este conjunto anuncia que el duelo, importante fase según las pautas católicas, se debe desplazar a otro espacio, quedándose en un no-lugar, al no ofrecérsele ninguna alternativa. La casa ya no es el lugar del luto (a diferencia de otras concepciones de la casa, como en Cecilia viuda de Luciano Francisco Comella), sino que se priorizan otras funciones, como la de la sociabilidad. Al mismo tiempo, no obstante, la visita de duelo es el primer paso necesario para reunirse, del cual solamente hay que apartar su motivo

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inicial, de manera que resulta conveniente mantener esta práctica social, aunque se aleje de su función declarada de despedir a un difunto. D. Cosme, un abate, acompaña en su seriedad y luto a Mariana. Con varias autorreferencias no solamente se caracteriza a sí mismo, sino que ridiculiza al clero regular, del que es representante. El Diccionario de Autoridades de 1791 indica que ‘abate’ sería una palabra italiana introducida modernamente que describe “al que anda vestido con cuello clerical, casaca y capa corta” (RAE 1791: 3), un tipo social, por lo tanto, que en primera instancia se distingue por su vestimenta y su aspecto clerical, más que por su comportamiento o su oficio.22 La palabra ‘abate’ también puede aludir, según el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española de 2014 a un (1) “eclesiástico extranjero, especialmente francés o italiano, y también español que ha residido mucho tiempo en Francia o Italia”, a un (2) “clérigo de órdenes menores y a veces simple tonsurado”, o incluso a (3) un “clérigo, por lo general dieciochesco, galante y cortesano” (DRAE 2014: 6). Tomando en consideración esta ambigüedad, el empleo del personaje del abate se basa en estereotipos cotidianos que se originan dentro de las sociedades y permiten, como tipos dramáticos, reconocer un conjunto de rasgos de una tipología con la que los contemporáneos están familiarizados (Pfister 2001: 245; Eder/Jannidis/Schneider 2010a: 39). Puede, en determinados contextos, constituir incluso una alusión a los jesuitas expulsos (por ejemplo, el abate Eusebio Cañas, el abate Antonio Eximeno, el abate Manuel Lassala) o a exiliados como el abate Marchena (Sala 1996b: 710). A la vez, en cuanto a la trama, el abate ocupa la función de obstaculizar el progreso de la acción poniendo en cuestión la veracidad de los hechos, aparentemente fiables, una actitud que a priori se podría atribuir más bien a los ilustrados, quienes cuestionan el funcionamiento del mundo y las explicaciones tradicionales. Confiando, con presunción, en su visión del orden del mundo y sus propias capacidades, D. Cosme expresa su duda: “No lo creo./Que los abates llevamos/las cosas con mucho arreglo” (Cruz 1915a: 513), y se ve elogiado por José, que parodia la sabiduría, para entonces ya cuestionada, de muchos miembros del clero, alabando su “memoria,/voluntad y entendimiento” (ibíd.). Al rechazar la invitación a comer y beber, revela con un 22  No hay que confundirlo con el ‘abad’, palabra que se utiliza sin sentido despectivo y figura que se encuentra pocas veces en el teatro dieciochesco (Sala 1996b: 710).

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efecto irónico una autoconcepción de su estamento como ‘sobrehumano’: “Los abates/[...] no somos humanos/en obras ni en pensamientos” (ibíd.: 513). Se dirige a Mariana, explicando que además [n]osotros/somos, señora,/hombres serios,/que sólo nos empleamos/en sublimes ministerios;/ni acompañamos madamas/á comedias ni á paseos,/ni cortejamos, ni somos/capaces de algún defecto./Todo en nosotros es ciencia,/virtudes y buen ejemplo./Este traje es español;/estos rizos son aseo;/y si hubiera quien pensara/en contradecir á esto,/hay abates y ex-abates/que vendrán a defenderlo/como el asunto mayor/para lucir sus talentos (ibíd.: 514).

La hipérbole por generalización es evidente y parodia las críticas al clero dirigidas contra su inutilidad económica, su holgazanería y su hipocresía por lo que corresponde a las relaciones sexuales y la validez de los mandamientos para ellos mismos.23 Al aducir las autoridades de abates actuales y antiguos, utiliza un recurso que, de modo más refinado, se encuentra reiteradamente en ensayos y argumentaciones racionales que circulaban en la época (como en el prólogo de Ramón de la Cruz mismo en 1786 o en las listas aducidas por Feijoo o Amar y Borbón) como prueba de ciertos argumentos. A la vez, pone en cuestión su propia virtud no solamente por la evidente presunción y exageración de sus virtudes, sino también por mencionar las ganas de “lucir sus talentos”, rasgo que se atribuía, generalmente, a los petimetres (Cañas Murillo 1994: 17). En contradicción con su aparente virtud sobrehumana, el abate revela sus ganas, bastante humanas, de acompañar a Mariana a su casa, 23 

También los abates en otras obras se presentan como hipócritas (Sala 1996b: 732), de forma que el abate del luto, salvo por su presunción, casi parece un modelo ejemplar de conducta moral. Se muestran como poco caritativos, presumidos, afeminados, jactanciosos, hipócritas, lindos, lascivos, poco moderados, excesivos en comida y bebida e “incapaces de emprender acciones desinteresadas” (Cañas Murillo 1994: 17; vid. también Martín Gaite 1972: 174). En El abate Diente-agudo (1775), por ejemplo, se enjuicia el desacato a las obligaciones religiosas, hasta el punto de comportarse en oposición a estas. Dichas actitudes, al igual que la conducta del abate de La visita de duelo, chocan con el ideal religioso de los ilustrados católicos, que abogaban por una religiosidad sincera e interiorizada (vid. Vilches 1984: 184). La combinación de presunción e ignorancia también se da en los “eclesiásticos de capa y espada” o de “infantería” que confiesan en Fray Gerundio de Campazas no entender “de más libro que el Breviario” (Isla y Rojo [1758] 2015, IV: 650).

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estableciendo, de este modo, una relación con el personaje del vejete, perseguidor de mujeres jóvenes sin éxito, figura que se utilizaba para tematizar los matrimonios desiguales y que se caracteriza por su servilismo ante las damas (Cañas Murillo 1994: 17). Con el juego entre el intento de procurar su medro en la sociedad mediante la cercanía a las señoras y su tarea oficial de rectificar la “conciencia de aquellas mujeres cuyas tertulias y visitas se morían por frecuentar” (Martín Gaite 1972: 174), el abate como tipo dramático se mueve finalmente en el ámbito del petimetre, haciendo compañía a la mujer y moviéndose en círculos ajenos a los eclesiásticos.24 De hecho, el personaje del abate surge en el teatro español a partir de los años cincuenta del siglo xviii en España, estrechamente relacionado con la introducción del chichisbeo y el cortejo (Martín Gaite 1972: 173). En El Censor se describe cómo a menudo los abates, lejos de una quietud y una contemplación religiosa, tienen varias citas y “corren todo Madrid tres veces lo menos en cada día” (El Censor 1784, Discurso LVI: 156).25 Pese a haber declarado su deseo indebido, el abate se distancia luego de acompañar a Mariana, no por salvaguardar su propia virtud, sino por la visibilidad de esta acción en público y la necesidad de guardar la apariencia, lo que reviste cierto paralelismo con el cortejo (vid. Martín Gaite 1972: 180). El control exterior parece limitar sus actividades, no su actitud interior: “hay hombres tan perversos,/que murmurarían de que/fuera un abate cortejo” (Cruz 1915a: 514). Asimismo, la ‘perversión’ de los hombres bajo un manto devoto sale aquí a luz como topos, si bien empleado para caracterizar a personas no pertenecientes al alto clero, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en la novela Cornelia Bororquia. Su autocaracterización como ser ‘sobrehumano’ adquiere, dentro de este contexto, otro significado, apuntando al hecho de estar desligados de la normativa social y moral que en principio deberían encarnar. También se ve subrayada de nuevo la 24 

Por su explícita afición a las mujeres, el abate se mueve en las costumbres petimetriles. No obstante, guarda cierto parecido con figuras típicas del teatro cómico clásico y del entremés, por ejemplo, con el parasitus o el edax parasitus descrito en El eunuco de Terencio, presumido y vividor, y con el “sacristán”, figura del entremés y del sainete, que se caracteriza también por su ignorancia y la “jerigonza latiniparla” (vid. Sala 1996b: 715). 25  Ello concuerda con la idea de Torres Villarroel de que los abates serían “sacerdotes un cuarto de hora y salvajes todo el año [...] viven de día y noche en los estrados [...] y pasan la vida sin acordarse de sacramento ninguno [sic]” (Torres Villarroel 1966: 206).

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identidad colectiva del grupo clerical, enfrentado a otros: “nosotros somos [...]” (ibíd.: 514).26 Mediante su figura, metida dentro de la casa de la doliente, pero en búsqueda de sociabilidad, el teatro permite denunciar la falsa religiosidad, el exceso y el ocio clerical (vid. Sala 1996b: 712). A su vez, el recurso a este tipo dramático en el contexto español puede apuntar a una decadencia de costumbres y su supuesta procedencia del extranjero. En su personaje se combina una condena moral general a favor de la renovación religiosa con una crítica burlesca del afrancesamiento. La intención didáctica de este sainete se explicita ya en una especie de moraleja anticipada que invita a observar la trama y, tal vez, ciertas características de toda una sociedad y de sí mismo desde la perspectiva del difunto no llorado: “Si alguno saber desea/cómo después que haya muerto,/han de tratar su memoria/los amigos y herederos,/ desperdicie en vida un rato/y mírese en este espejo” (Cruz 1915a: 509). No obstante, la existencia del difunto se revela finalmente como mero pretexto para presentar la acción, destinada a causar risa (“Riámonos y al difunto/téngale Dios en el cielo”, ibíd.: 515). A su vez, tras el desenlace, don Lorenzo reacciona, desde su posición aparentemente subordinada, a la presunción del abate con un conato de instrucción moral irónica. Así, ofrece una visión no exenta de ironía del carácter de la sociedad —opuesta a la generalización del abate sobre su estamento— y lanza, además, una alusión metateatral. Ni la casa festiva de doña Marta ni el sainete mismo serían el lugar de argumentaciones racionales ni de grandes discursos sobre el orden de la sociedad, sino que estos se deberían llevar a cabo en otra parte: “Dé gracias á que no tengo/licencia de responderle,/que le haría ver por cierto/que en todas las clases hay/de lo malo y de lo bueno./Pero vamos á otra cosa,/que no se viene á argumentos/aquí, sino á divertirse” (ibíd.: 514, cursiva mía).27 26  Pese a la heteronormatividad del abate en La visita de duelo, en otras obras se ironiza sobre su supuesta ‘sobrehumanidad’ mediante las transgresiones de normas de género. Así, en El simple discreto (s. a.) Paca presenta un acertijo: “Este ni es hembra ni macho,/ni ningún arte profesa,/ni es militar, ni estudiante,/ni teme quintas ni levas;/y del modo que le ves,/ni habita en el cielo ni en tierra”, sugiriendo una supuesta neutralidad sexual del abate. En otras ocasiones, se juega con el equívoco sexual, por ejemplo, en La comedia casera (1766), en la que el abate cose una cortina en una casa particular (Sala 1996b: 723). 27  Este final puede constituir también una defensa anticipada para evitar que la censura viera en la obra un llamamiento a una renovación religiosa interna del catolicismo

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En suma, la brevedad de la pieza deja poco margen para un desarrollo en los personajes, que se presentan más bien como estáticos y, en su mayor parte, sin permitir procesos de reflexión mediante introspecciones. Las mujeres se representan como poco leales entre ellas. El concepto de amistad se revela frágil y no permite la confianza mutua. A su vez, todos los personajes se trazan como seres que buscan antes de todo la sociabilidad y el cortejo. Las prácticas ligadas al luto también se convierten en mero pretexto. Destaca el objetivo de diversión, ligada a un lugar que, según la norma implícita, sería un espacio de reclusión y silencio en memoria del muerto e incluso de “reflexión sobre la brevedad de la vida” (ibíd.: 511). Los otros hombres presentes en el duelo participan en esta inversión. La casa, en principio espacio privado, se convierte en espacio semipermeable que casi permite la exclusión de personas indeseadas (doña Mariana, al principio) y que puede ser manipulado por sus ocupantes en cuanto a su apertura y a los tiempos y rutinas que rigen en él. Mediante el reloj adelantado por doña Marta para sugerirle a doña Mariana que sería la hora de irse y acostarse, el tiempo, en principio considerado factor invariable, se da como manipulable. Este orden temporal manipulable podría leerse como referencia escondida al orden social en quiebra, inestable en analogía a la inestabilidad del tiempo. Solamente el abate, aunque presumido y bastante mundano en sus deseos, confía en su visión del mundo y restituye el orden en la casa, pese a ser, en principio, un personaje ajeno a este espacio. Al final son los hombres seculares, y en particular, don Lorenzo, los que sacan una conclusión moral breve seria en esta comedia que, sin embargo, ridiculiza a cada personaje en su estamento y profesión. El espacio escénico, la casa y la reunión con el pretexto del luto, además, se convierte en espacio metateatral y de crítica social, “espejismo” hiperbolizado de supuestas costumbres del público, como insinúa la dedicatoria.

y sus oficiales. Ramón de la Cruz aclara en su prólogo al primer tomo de su Teatro o colección de los sainetes que, “lejos de picar a los abates de juicio, graduación y suficiencia, me han pedido éstos que sacudiese el polvo a los intrusos en el gremio por oficio” (1786, I: XLVI-XLVII). No obstante, llama la atención que el abate sea solamente un personaje de esporádica presencia en la obra de Ramón de la Cruz. Aparece solamente en alrededor de diez piezas. Los primeros sainetes en los que aparecen abates surgen a finales de los cincuenta, por ejemplo, en La fingida Arcadia (1758) o en La hostería de Ayala (1760) (vid. Sala 1996b: 707, 716).

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5.4. La ausencia de la mujer en la casa: La falsa devota ([1783] 1786) La falsa devota (1783) se publicó ya en 1786 en el primer tomo del Teatro de Ramón de la Cruz. Al igual que en La visita de duelo, la acción tiene lugar “en una casa particular de Madrid” (Cruz 1786a: 38), señalando así la cercanía al lugar de escenificación en la capital y, de este modo, también la cercanía al público, procedente de la misma. Debido a la ausencia del ama de casa, Beata —nótese el nombre elocuente—, y del cabeza de familia, metido en sus papeles y asuntos, se desarrollan diversas rencillas entre varios personajes. El inventario de personajes, típicamente sainetero, es de un número elevado, incluyendo a un paje y un majo, interesados en la criada de la casa, un barbero, un maestro de salterio, un abogado, vecino de la casa, y un petimetre que corteja a la petimetra, hija del matrimonio. El personal permite, de este modo, que se desarrolle toda una red de relaciones y conflictos entre los personajes, que aquí solamente se tomarán en consideración en cuanto a cuestiones de género. Basta con indicar que se forma un enredo entre partidos cambiantes que da lugar a vehementes discusiones, las cuales llevan a que un vecino se queje del alboroto, con el efecto de que el amo de la casa restablece el orden, recordándole a su mujer, constantemente ausente por ir a misa, sus tareas mundanas e insinuando así, implícitamente, un conflicto entre la devoción centrada en el más allá y la responsabilidad cívica inmediata. 5.4.1. La casa sin gobierno: un espacio de transgresiones sociales El sainete comienza con una clara enumeración de los espacios con los que se relacionan los dueños de la casa cuando se hallan fuera de ella. El barbero utiliza su ausencia para salir, denominándose a sí mismo irónicamente un “hombre de bien” (Cruz 1786a: 44) que tiene que actuar prudentemente: “[aparte.] el amo está en la Oficina/el ama se irá á la Iglesia/desde las once á la una/el Pajuncio irá con ella/la niña con los Maestros/divertida... quando sea/tiempo y razón volveré/callandito [sic] por la puerta/de la cocina” (ibíd.). Mientras el ama de casa se ocupa aparentemente de tareas devotas y el amo de tareas mundanas, su casa queda descuidada y abierta, permitiéndoles a sus dependientes (incluida su hija) salir y dejar entrar a su libre elección. Todos estos personajes parecen estar orientados en el bienestar inmediato, en el

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presente.28 De este modo, por ejemplo, la criada manda fuera a unos señores (ibíd.: 58) que querían reunirse con el amo y a su vez invita, aludiendo irónicamente a la práctica burguesa y aristocrática de la tertulia, al majo (“quiero/estar yo con conveniencia/aquí de tertulia, con/ el dueño de mis potencias./Adelante, Sebastián”, ibíd.: 58).29 También en otros momentos la criada transgrede el límite de diferentes comportamientos que indicarían, en principio, la pertenencia a un estrato social alto. Así, tiene acceso a instrumentos y otros objetos reservados para el uso de los amos de la casa y otros burgueses, practica varias piezas en el salterio de la petimetra y recibe “una lección a hurtadillas” (ibíd.: 40) del maestro de música, dispuesto a servirle (ibíd.: 48). Este hecho le permite a la criada perseguir sus propios intereses, adquiriendo —todo utilidad— capacidades que aumenten su capital cultural y favorezcan su intención de ascender socialmente y de maximizar el éxito de sus cortejos: Maestro ¿Y á tí de qué te aprovecha/aprender esos primores/de Dama? Criada Soy Alcarreña,/que estamos en posesion/de pasar desde Doncellas/de las casas á Señoras;/y aunque esto no me suceda,/al Page le gusta mucho/la música; no desdeña/mis ojeadillas... (ibíd.: 40-41).

La señorita, que aparece después de una extensa “toaleta” (ibíd.: 40) y da —conforme a su estereotipo— mucha importancia a la apariencia (ibíd.: 57), se ve indignada por el peligro de la anulación de la jerarquía social en caso de faltarle este medio de distinción. Se niega cuando le toca a ella su lección musical y tacha a la criada de insolente, sucia, “puerca, holgazana, y presumida” (ibíd.: 47), “pícara, desvergonzada” y una “bachillera” (ibíd.: 47), hasta casi pelearse las dos con una silla. Especialmente al remitir a su bachillería,30 una crítica extendida en la 28  Demostrando darle prioridad al mundo terrenal y el presente, exclama el maestro de salterio en el arranque del sainete: “Eso me gusta, querida,/que esté la gente contenta” (Cruz 1786a, I: 39). El concepto de felicidad se basa en lo privado y el interés propio, sin tener en cuenta el equilibrio entre felicidad privada (de uno) y la felicidad pública (de otros). 29  La señorita lo apoya: “Vengan, vengan/vmds. á lo mas lejos/de la casa” (Cruz 1786a, I: 58). 30  El personaje de la ‘bachillera’ o ‘doctora’ podría entenderse como el equivalente femenino del ‘erudito a la violeta’. No obstante, para las mujeres la ‘bachillería’ contiene otro rasgo transgresivo más, ya que su saber también rompe con las fronteras

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literatura dieciochesca, la señorita destaca la presunción de la criada, conservando, al mismo tiempo, su propio estatus privilegiado y el orden social. A la vez, ella misma se convierte en objeto de risa por su desenfreno físico y verbal, que será sancionado más tarde por su madre y su padre. La señorita también aprovecha sus conocimientos de música y baile en el cortejo por parte del petimetre, demostrando en un comentario aparte su manejo escondido de los hombres (“¡Válgame Dios, qué babiecas/son los hombres! ¡Y qué poco/el engañarlos nos cuesta!”, ibíd.: 56). Mediante sus conflictos, ambas mujeres, de diferentes estratos y de diferente tipología, no solamente realzan su oposición y el posible desorden social derivado de la ausencia de una autoridad moral al mando, sino que también poseen una serie de rasgos negativos atribuidos a su género, como el propio interés, la intención de hacerse cortejar, la falsedad, la inconstancia, la curiosidad superficial y el habla fuera de propósito de bachilleras.31 5.4.2. La devoción ingenua y exagerada: críticas hacia la mujer Esta imagen negativa de lo femenino, en la que los hombres, sin demasiada posibilidad de acción, se presentan como unas marionetas a su libre disposición, se intensifica en relación con Beata, realzando un ideal femenino y su explícito incumplimiento. Correspondientemente, el amo culpa a su mujer de ser la causa del desorden en la casa: “¿Qué alboroto/es este? ¿Está sorda, ó muerta/mi muger?” (Cruz 1786a: 65). Su marido expresa la suposición que los demás habitantes de la casa requieren ser gobernados y le atribuye a ella el gobierno de la casa. Ella falta a esta tarea por ausentarse de la casa para asistir a misa. Las reiteradas enumeraciones de sus estancias en la iglesia indican el horario de jornada completa de Beata en cuanto a sus actividades devotas (“tengo que ir á la Novena/temprano: vendré a la una,/y á las dos ya establecidas de lo que les correspondería saber — a diferencia de los hombres, cuyos conocimientos bien podían carecer de fundamento, pero no se consideraban en sí ilegítimos, solamente faltos de un fundamento. Los conocimientos de las mujeres más allá de su utilidad doméstica y/o social se consideraban censurables muchas veces (Angulo 2002: 292; Bolufer 1998: 146). 31  El paje realza, mediante un juego de palabras en relación con el piano y el forte de la música de salterio, esta característica también en la criada: “No gusto yo de que tengan/altos y baxos las mozas” (Cruz 1786, I: 45).

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estaré fuera/de casa”, ibíd.: 50; “Ya lo he rezado/todo, si no las quarenta/Horas, las tres Letanias,/los Laudes y las Completas”, ibíd.: 65; parecido en ibíd.: 67, 68). El amo y ella se reprochan mutuamente sus defectos al no cumplir con sus supuestas obligaciones, pertenecientes a diferentes planos. El amo le endosa claramente el cuidado de la casa, de la hija, que evidentemente habría resultado una petimetra maleducada por las faltas de la madre, y de la familia: “Mas valiera/que cuidáras de tu casa,/ de tu hija, y familia” (ibíd.: 66). Ella, en cambio, le reprocha no ser lo suficientemente religioso hacia el exterior: “¿Qué, piensas/que soy como tú que vas/poco al templo?” (ibíd.: 65-66). Las descalificaciones del amo denuncian el efecto de estas prácticas piadosas, que volverían “sordas” a las devotas, indiferentes ante las tareas mundanas. El paje, en otra ocasión, también apunta a que aquellas estarían desprovistas de sentido (“A dormir/un par de horas á la Iglesia”, ibíd.: 51), sugiriendo incluso egoísmo por parte de Beata, que se retiraría a descansar y relegaría su responsabilidad en las tareas domésticas. Ella, de hecho, reconoce haberse desligado de las preocupaciones cotidianas ligadas a la casa: “Pues no me inquietará á mi,/aunque se me cayga acuestas/la casa, ó la pongan fuego./Niño, vamos á la Iglesia/[...]/porque el Señor nos defienda/[...]/y acá vosotras paciencia,/hijas mías, que el Señor/tambien la tuvo; y en esta vida mortal, es precisa” (ibíd.: 50). Su máxima es la paciencia, llevada a un extremo de indiferencia. Se encomienda a Dios como protector y delega el cuidado de las almas de las mujeres de la casa al maestro de salterio, evidenciando de este modo la elusión de sus cometidos (“Señor Maestro,/cuide vmd. de que no prenda/el fuego de la discordia/en sus almas”, ibíd.: 50). También confía en las mujeres (“Ellas/se cuidan, y quando vuelvo/siempre las hallo contentas”, ibíd.: 66), por lo que la relación entre ‘superior’ y ‘subordinado’ se ve disuelta. Su fe (“creo/en quanto la fé me enseña”, ibíd.: 51) parece sincera, aunque exagerada, refutando que la tachen de “gazmoña” (ibíd.: 67). Pese a su devoción, percibe el desorden y le adscribe mucha importancia a la “paz de la casa” (ibíd.: 48). El edificio de la casa y su orden, a su vez, se convierten en metonimia del mundo: “¿Cómo está el mundo, Dios mío?” (ibíd.: 69). Este diagnóstico lo comparte con el amo, a la vez que revela una tensión entre bondad e ingenuidad. Recurre a autoridades religiosas para buscar las causas del desorden: “¡Qué bien decía/el Padre en las Baronesas:/ que no hay punto en que no esté/tentando á las almas buenas/nuestro

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común adversario!/Mi hija, que es una sierva/[...] la doncella,/[...]/es docil como una malva” (ibíd.: 48-49). La criada, a su vez, se muestra dócil a la hora de compartir estas máximas, sin que quede claro si es una fe irreflexiva o un mero oportunismo para seguir aprovechándose de su ausencia (“No hay en el mundo más bella Señora”, ibíd.: 51). La sirvienta, al igual que la petimetra, sale beneficiada de la coexistencia de diferentes sistemas de referencia y máximas. A lo largo de la obra, la oposición entre ama y amo se fortalece, revelando que aquella, como mujer, no cumple con las exigencias católicas a las mujeres, tal como las había expresado fray Luis de León.32 En vez de callarse y obedecer a su amo, degrada a su esposo tachándolo de “patillas”, le contradice con fuerza y le reprocha irónicamente que de él “se dará bestia/muy feroz” (ibíd.: 67). De este modo, Beata cuestiona la autoridad (aparentemente ilustrada) masculina, a la vez que su propia contención, virtud en principio basada en la religión, aparece como fracasada. 5.4.3. Juzgar a las culpables y restablecer el orden: la presencia del amo El vecino, que ha ido a quejarse de las “algazaras” (Cruz 1786a: 67) que le impiden trabajar, culpa a Beata por no parar en casa y apela al amo para que este tome las riendas: “si vmd. no remedia/los negocios de su casa,/es preciso que se pierda” (ibíd.). Este, a su vez, saca la conclusión clara de que “[n]o es grata la devocion/que á la obligación desprecia” (ibíd.: 68) por terminar en “abandonos” (ibíd.: 69). Establece una fuerte contradicción entre la devoción, por un lado, y las obligaciones cotidianas, que requerirían virtud práctica, por otro lado. El amo restablece su mando mandando callar a su mujer (“el labio sella”, ibíd.: 68). Así, destaca el desnivel jerárquico entre el género masculino y el femenino, si bien también esta asimetría evidencia una contradicción entre la autonomía exigida a la mujer al responsabilizarla de gobernar la casa y culparla por el desorden, por un lado, y la exigencia de subordinación al hombre, por el otro. Su presencia, finalmente, también evita que los conflictos entre los maestros reñidos estallen sangrientamente: “Ved que estais en mi presencia” (ibíd.: 64). El amo parece, entonces, 32  En cierto momento se encuentra un conato, sin que este tenga más consecuencias en su forma de actuar: “¡Pero ay Dios mio!/poned un freno á mi lengua;/y ójala que esta no fuese/la menor de mis flaquezas” (Cruz 1786a: 67).

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agrandado, casi una caricatura del hombre racional y centrado en la utilidad. Alude, demostrando presunción, a su masculinidad, que lejos de la fuerza de los majos allí presentes se basaría en su racionalidad y su discurso, exagerándola en tono de parodia (ibíd.: 64): ¡[...]cómo traygo esta cabeza/de órdenes, de recursos,/de expedientes y de cuentas!/¡Y qué oficina! ¡Qué casos/suelen ofrecerse en ella/tan gordos! Allí no hay/mas hombre que yo. Mi mesa/es un golfo de papeles,/á donde solo las velas/de mi grande entendimiento/resistirían las fuerzas/de vientos tan encontrados,/dirigidas por la recta/brújula de mi discurso,/y el timon de mis potencias. [...]/¡Qué gravedad de materias!/Y no es porque yo lo diga [...] (ibíd.: 63).

No solamente convierte su despacho metafóricamente en mar, lugar casi exclusivamente accesible para los hombres, sino que además exige el control sobre “qualquier providencia” (ibíd.: 64). Consecuentemente, ordena el alboroto práctica y discursivamente. Manda fuera a los maestros reñidos (ibíd.: 69), al petimetre (“Quando vmd. tenga/ mas juicio puede volver/á decirme lo que piensa”) y al vecino quejón. Además, desposa inmediatamente a la criada con el majo33 y declara que “La solda de mi casa/desde hoy yo he de componerla” (ibíd.: 71). Beata se opone a este orden restablecido: “¡Ah, quién tan dichosa fuera/que hoy enviudara, y mañana/se encerráse en una celda!” (ibíd.: 69). A diferencia del amo, no muestra ninguna intención de remediar la situación a través de una solución pragmática o una reflexión sobre sí misma, sino mediante un cambio de espacio y la disolución de todas sus relaciones sociales. Su deseo de huir del mundo hacia un claustro insinúa desearle la muerte a su esposo y roza, así, un tabú y también uno de los diez mandamientos. La situación se desarrolla de modo gracioso en el sainete: “Sin enviudar, yo te ofrezco/que logres lo que deseas” (ibíd.: 69), afirma el marido, y restablece, de este modo, el 33 

Esta solución parece aún muy barroca. A cada personaje le correspondía otro protagonista del mismo estamento/de la misma profesión, pero del otro género, lo que permitía solucionar los enredos mediante la asignación de un esposo/una esposa a cada uno. También aquí todos los disturbios se solucionan mediante el matrimonio, dejando a la mujer y al hombre localizados respectivamente en un papel claramente definido. Como se verá a lo largo de este análisis, se puede suponer que también estos enlaces constituyen una relación desigual, en la que la mujer está subordinada y depende del hombre, que a su vez tiene que garantizar que podrá “mantenerla” (Cruz 1786a: 70).

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aislamiento de la casa, que se convierte en celda de recato, cumpliendo finalmente con el ideal de fray Luis de León. La imagen de la mujer parece tornarse conservadora, opuesta al ideal de la Ilustración, a la vez que cumple con la exigencia ilustrada de la utilidad femenina en asuntos domésticos. El juego entre la crítica de las prácticas religiosas y su realización se entrecruza en Beata. Ella es acusada de ser “una muger de aquellas,/ que en rezando por costumbre,/sin fervor ni reverencia,/les parece que ya son/canonizables” (ibíd.: 70). Se encarna en ella la crítica de prácticas devotas vaciadas de sentido, esto es, de la “gazmoñería” (ibíd.). La reprobación de costumbres se vuelve una crítica de la mujer. A la hora de buscar al culpable del desorden, el amo deja clara una cadena jerárquica, viéndose a sí mismo como responsable en tanto que ‘hombre de bien’: “Yo que me fio de tí,/y tú que te fias de ella” (ibíd.: 68, cursiva mía). No obstante, esta admisión se ve aligerada por la triple condenación de Beata a finales de la obra: “Hombres. La causa fue… Amo. Mi muger./Criada. El motivo fue... Amo. La mesma./SeÑorita. Todo consistió… Amo. En tu madre” (ibíd.: 69-70). Los conatos de polifonía son interrumpidos y terminadas por el amo, insinuando la existencia de un solo discurso válido sobre las causas de los sucesos y una sola autoridad capaz de valorarlos: el pater familias. A esta triple condenación se añade un “sermón” (ibíd.: 73), pronunciado por él, que contiene, paralelamente, tres aspectos clave en las prescripciones de comportamiento para su mujer: “Sin que se moleste/en ir desde aquí á la Iglesia/á oir sermon, le tendremos/en casa; siendo su tema/ que la exterior devocion,/ó extraordinaria freqüencia/de los templos por costumbre,/no es empleo que dispensa/las obligaciones que/cada uno en su estado tenga” (ibíd.). El sermón se traslada irónicamente a la casa, atribuyéndose el amo, orientado en principio en el presente y en lo terrenal, la autoridad del predicador. Asimismo, reafirma su la contradicción entre las prácticas religiosas desligadas de su motivación original y las obligaciones de cada persona para con la familia (en un plano privado) y la sociedad (en un plano público). Y, finalmente, plantea la necesidad de conocer sus propios roles, ‘su estado’, para cumplir con las respectivas tres obligaciones correspondientes, que despliega más detalladamente en un segundo paso: para “una madre de familia” las obligaciones centrales serían “La obediencia/al marido; la crianza/de los hijos; y la rienda/de los criados, que ajustan/el exemplo y la prudencia” (ibíd.: 74). Esta clara definición normativa del

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comportamiento y de los cometidos de la mujer es al mismo tiempo el cierre y comentario final de la obra. Concluyendo, la mujer (exageradamente) religiosa y a la vez no controlada por su marido es culpabilizada del desorden de la ‘casa’ y del ‘mundo’. Esta culpabilización recuerda al planteamiento de fray Luis de León en La perfecta casada (1583), que abogaba por una educación rigurosamente religiosa para que las mujeres cumpliesen justo con las tres tareas que fija el amo para su mujer al final. No obstante, es justo su religiosidad la causa del comportamiento criticado, y por ende, del incumplimiento de esas normas. En vez de exigirle un distanciamiento de las prácticas religiosas al modo ilustrado, el amo se limita a traspasar el campo de su religiosidad devota de la iglesia a una subordinación absoluta en casa. Las tareas de la “madre” se definen y se limitan muy claramente, por boca de un hombre. La educación de los hijos y el mando sobre los criados requerirían cierta autonomía, pero a la vez se le pide una obediencia absoluta a su marido. Esta contradicción, ya criticada por Feijoo, se reproduce aquí sin ninguna reflexión. Además, cualquier discusión argumentativa se desplaza, como en La visita de duelo, a otro lugar y tiempo: “esta/no es conversación de ahora” (ibíd.: 70). La moraleja-dedicatoria antepuesta a la obra y expresamente dirigida al público de espectadoras y lectoras puede aclarar este curioso maridaje: “Ved, madres de familia, en este exemplo/Qué valdrán vuestras tibias oraciones/En la Iglesia, dexando vuestras casas/Al escándalo expuestas, y al desorden” (ibíd.: 37). No se trata de dejar de ser religiosas. Se trata de no ser “tibio” en esta religiosidad. Y se trata de no abandonar el espacio adscrito a una mujer con sus límites. La iglesia como espacio constituye, en esta concepción, un lugar que causa la ausencia física e incentiva la ausencia mental de la mujer, actuando como desvío en vez de estímulo a la dedicación a las tareas domésticas. La iglesia y la casa parecen entrar en competición, presentándose esta última como espacio dominante por constituir el lugar de la acción visible. A su vez, en la casa se fusionan finalmente prácticas religiosas y domésticas en favor de una mayor utilidad de la mujer. La religiosidad, en este contexto, se reduce a mera interiorización legitimadora de la subordinación de la mujer al hombre en casa, lo que encuentra su equivalente en la ausencia de escenificación material de la iglesia. No obstante, la caracterización de la “falsa devota” no apunta a una devoción falsa, insincera, sino que la perfila como creyente ingenua, algo

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exagerada, que por ello no cumpliría con la tarea de cuidar y controlar el hogar. Este fallo llevaría, según insinúa la trama, a la ruptura de jerarquías. Según esta visión, no solamente la relación entre hombre y mujer sufriría así un quiebre, sino que también las jerarquías entre diferentes estratos sociales podrían llegar a disolverse, por lo cual sería imprescindible que la mujer ama de casa se mantuviera dentro de los límites prescritos. De este modo, el amo de la obra transmite la misma moraleja a su esposa que toda la obra al espectador y a la espectadora. 5.5. DevociÓn masculina en el espacio pÚblico: La devociÓn engaÑosa (1764) A diferencia de los dos primeros ejemplos, este sainete, al igual que el siguiente, se centra mayoritariamente en las actitudes y el comportamiento de hombres y su relación con la religión. La devoción engañosa proviene del segundo tomo del Teatro de Ramón de la Cruz (1786c: 163-198). A diferencia del espacio doméstico ‘femenino’, el lugar de la acción es el espacio público, concretamente una calle en Madrid (ibíd.: 165) en la que se celebra la fiesta religiosa en honor a San Juan.34 El personaje de don Diego, muy devoto y cumplidor con sus deberes religiosos, se halla abrumado entre otros veintiún personajes que se embriagan durante las festividades al santo, convirtiendo el objetivo de dar tributo a San Juan en una mera diversión.35 Ya la advertencia antepuesta a la obra alude a la amplia gama de opciones de transgresión de normas en estas fiestas católicas, convertidas en pretexto de diversión en vez de ser acto de devoción: “Una mañana de Junio/ desvelado un hombre sério/decia: Sombras, disfraces,/confusion entre

34  Esta indicación del lugar y del motivo de la acción parece ya anticipar un ambiente extendido en el sainete del siglo xix y xx. “Una calle de Madrid, época actual”, muchas veces en el marco de una fiesta popular, constituye el espacio habitual de la acción, como por ejemplo en La verbena de la Paloma (1894) de Ricardo de la Vega y Tomás Breton. A su vez, también muchas obras del Barroco se ambientaban en Madrid como lugar de concurrencia de varias tipologías y situaciones vitales, como ocurre, por ejemplo, en la obra Por el sótano y el torno de Tirso Molina (vid. Zamora Vicente 1995: 13). 35  Una temática parecida la ofrece el sainete La víspera de San Pedro (1763), que también presenta una fiesta religiosa como espacio de cortejo y diversión que, además, permite un juego de roles. Así, aparecen mujeres con capas, sombreros y espadas (vid. Cruz 1915b: 125-130).

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ambos sexôs,/músicas, libertad, vino,/gritos, puñadas... ¿y á esto/llaman devocion? ¡Oh noches/de San Juan y de San Pedro!” (ibíd.: 163). Al igual que en La falsa devota es “un hombre sério” (ibíd.: 163) el emisor de esta pregunta retórica, que deja entrever ya cierta intención didáctica. Esta voz masculina, encarnada por don Diego en la pieza dramática, no destaca a primera vista en la lista de dramatis personae típicos del sainete, como por ejemplo “una dama casa [sic]”, “un petimetre macareno”, un “gallego”, dos “payas”, un “payo”, “una maja”, “un majo” o “un maestro carpintero” (ibíd.: 164). Tampoco se ve marcado por un nombre elocuente, como Beata en La falsa devota, mas adquiere su contorno mediante caracterizaciones figurales explícitas. Don Pedro y don Juan —ellos sí dotados de nombres elocuentes cargados de ironía— son presentados como seductores de don Diego, incitándolo a la diversión. Este, de camino a casa para rezar (“no debo/detenerme; la oración [...] quiero/rezarla despacio en casa”, ibíd.: 165), es retenido por ellos a pesar de sus argumentos. Falto de poderes persuasivos en ese momento —el personaje de don Juan sí quedará convencido al final de sus convicciones religiosas y morales, don Pedro no—, don Diego recurre a Dios, “Dios me entiende, y yo me entiendo” (ibíd.: 167), marcando así la existencia de diferentes autoridades y referencias para los personajes. Don Diego también observa la diferencia entre las calidades interiores y el aparentar de los personajes, siguiendo un topos de la Ilustración española: “Mucha vergüenza por fuera,/y muy poca por adentro” (ibíd.: 169). Don Pedro y don Juan se oponen a esta observación y a la limitación mediante una crítica abierta a su renuncia a festejar mundanamente, caracterizándolo como falto de entendimiento: “D. Pedro. Quien no anda de gallo una/noche como esta, no es cuerdo” (ibíd.: 166, cursiva mía), “D. Juan. Vos, amigo, sois sin duda/uno de los muchos necios/que nada gozan, por no/perder dos horas de sueño” (ibíd.: 167, cursiva mía). No existiría “en el universo [...] Santo más celebrado” (ibíd.: 166), hecho que según ellos reúne devoción y “dia placentero” (ibíd.). Además, le atribuyen una actitud exageradamente negativa a don Diego: “En echandose las cosas/todas á mal, nada hay bueno” (ibíd.: 172-173). Don Diego, a su vez, juzga estos comentarios como “desatinos tremendos” que achacaría más bien a jóvenes poco maduros y no a “un hombre con barbas” (ibíd.: 166). Finalmente, el encuentro en la calle se vuelve pretexto para la confrontación de diferentes actitudes entre personajes, en principio, iguales en cuanto a su estatus. En una alusión metatreatal, don Diego teme

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“que acaben como entremés/nuestros antiguos afectos [...]. A palos” (ibíd.) y acentúa de este modo con ironía las diferencias. Para dilucidar quién lleva razón, deciden juntos el remedio: moverse por la ciudad —salida claramente limitada por don Diego hasta las once horas, remitiendo a un claro orden temporal opuesto a todos los excesos— debe aclarar si es “malicia” de D. Diego o “desalumbramiento” de don Juan y don Pedro (ibíd.: 173). La acción “en Madrid”, en un “barrio con el portal adornado como que hay altar de Santo” (ibíd.: 184), resalta la presencia de un doble uso de la fiesta: uno de devoción, otro de diversión. Don Juan y don Pedro comentan que, aunque la fiesta tenga algo de obsceno, lo celebraría también “el más serio” (ibíd.: 168). Horrorizado comenta don Diego sus observaciones en el paseo de la Florida (ibíd.: 183), lo que lleva a sus compañeros a afirmar en tono irónico que las “Religiones se pierden/en vos un gran Misionero” (ibíd.: 183). De este modo lo caracterizan como apto para cualquier orden religiosa con ímpetu misionero-moralizador, hecho que ridiculiza el fracaso de don Diego al intentar convencerlos de la necesidad de otra actitud más devota. Al mismo tiempo, también don Pedro se muestra familiarizado con las iglesias, las “parroquias mis tertulias”, por las que quiere pasar para encontrar “algo bueno” (ibíd.: 179). El lugar de rituales religiosos, por lo tanto, se convierte en espacio de varios usos adicionales que casi hacen desvanecer el originario, sirviendo de pasarela para autoescenificarse, de espacio de cortejo, de mercado de boda y de comercio. 5.5.1. El mundo al revés: transgresiones a orillas del río No obstante, don Pedro y don Juan dejan claro que se trata de un momento temporal limitado, carnavalesco: “hoy todo pasa” (Cruz 1786c: 168). La “noche” se convierte en “día”, señalizando esta inversión temporal la alteración del orden del mundo, y permitiendo un uso divergente de los espacios. Así, afirman Pedro y Juan, “uno vive;/confesadlo” (ibíd.: 172) —recurriendo a un vocablo católico—, mientras que don Diego mantiene que “noche y libertad, las tengo/por dos principios fatales/para qualquier fin honesto” (ibíd.: 170). Los tres personajes observan, cual catalejo oral para el espectador y la espectadora, cómo la ciudad se convierte en espacio lleno de matrimonios disueltos e incitador de orgías: “Huyendo de la parienta/vá allí un marido

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travieso;/y por allá suelen ir/otras parientas huyendo./Suelen juntarse en un coche/quatro amigos de ambos sexôs,/porque les dió la humorada/de pasar la noche al fresco” (ibíd.: 169-170). El coche, así como las orillas del río Manzanares permiten transgredir las normas sexuales, convirtiéndose los vehículos y el ámbito de recreación, pesca y lavandería en espacios de libertad, conformados por encuentros ilícitos: “Baxad al rio, y allí/si hay luna, ¡qué acampamento/vereis formado de capas/con discrecion, precaviendo/los efectos de las luces/de este planeta!/ [...] Si hace obscuro, ¿qué pais/fue tan hermoso en bosquejo?” (ibíd.: 170). Las orillas del río Manzanares, normalmente no accesibles en la oscuridad, se convierten en el marco de las fiestas, en lugar mágico de majas elevadas a “Ninfas” (ibíd.) y encuentros de una irónica discreción. Llama la atención el repetido uso de “luces” y “obscuro” en boca de don Juan, aparentemente opuesto a todas Luces, insinuando que la oscuridad embellecería las cosas. Aún más escandalosa que las relaciones sexuales ilícitas es la zoofilia de la que habla un petimetre como punto culminante tras haber enumerado las muchas parejas desiguales que se han formado: “Doña Juana está de luto,/porque se le ha muerto un perro,/y otro está cojo. Castigo/de Dios, porque hace con ellos/mas extremos, que con un/Christiano” (ibíd.: 179). Su valoración no solamente es picante, causando seguramente risa, sino que también insinúa la falta de éxito sexual entre creyentes católicos motivada por un recato exagerado y opuesto a cualquier placer. En las calles, dos “payas” intentan vender flores a los “bobos de Madril;/que en Madril los hay á cientos” (ibíd.: 175), indicando a don Juan que no se trataría de engañar a los jóvenes, sino de “engañar los muy hombres”, por verse estos dotados de más dinero y dispuestos a invertirlo (“nuestra ganancia/es con los hombres muy hechos,/porque en semejante dia,/hasta los esportilleros/compran su ramilletico/ de á quarto para el cortejo”, ibíd.: 177). La práctica del cortejo, así, se convierte en fuente de ingresos para las payas. Además, su puesto les permite jugar con su propio atractivo y su cuerpo como objeto. Cuentan cómo fingían venderlo por “doscientos reales” a un viejo, quedando él “engañado y contento” (ibíd.: 178). Don Diego, otra vez, actúa como comentarista, aduciendo los pecados de la mujer: “Esta confesó, tomando/al revés los Mandamientos./Mintió, hurtó, provocó.../octavo, séptimo y sexto./Si digo yo, que estos cultos/á San Juan, son sacrilegios” (ibíd.: 178-179).

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5.5.2. El mundo al revés: en favor de la diversión en la casa Finalmente, los tres hombres pasan a la fiesta que tiene lugar en la casa de un maestro que les invita, “Si son devotos”, y promete tener “un bello altar”, “hijas muy devotas” y “todo el barrio alborotado/[...]/San Juan no tiene otro mas afecto” (Cruz 1786c: 182). De nuevo, el día del santo se convierte en pretexto de diversión, esta vez con baile y música (fandango), en la que participan las hijas, aduciendo no muy convincentemente la excepcionalidad de la fiesta y su educación leonesa: “Esto es hoy: que todo el año/nuestra casa es un Convento,/y nos cria con tan grande/recato, que no solemos/hablar, ni á los Aprendices” (ibíd.: 185). La imagen de la casa como convento en su estado normal aparece otra vez como topos e ideal que hay que pregonar en público para no poner en riesgo la reputación. La fiesta en la casa, adicionalmente, da lugar a los enredos entre un casado, una casada (con otro) y don Roque, que la corteja (ibíd.: 189). En la casa se toma vino (ibíd.: 190) y un petimetre juega con su identidad haciéndose pasar por sacristán a la hora de cortejar a una maja (ibíd.: 192). La fiesta termina en este lugar por la competición entre los vecinos, que produce una escala en las dimensiones festivas en cada hogar. Tras comparar el altar del maestro con el del vecino, donde hay “un gran bayle” y “una gran perspectiva” (ibíd.: 196), todos se van, menospreciando repentinamente su fiesta: “Todo esto no vale nada” (ibíd.: 192). Don Diego concluye tras todas estas impresiones aludiendo al título del sainete: “¡Oh falsa devocion, quántos/arrastras á los infiernos!” (ibíd.: 183). Deplora, de este modo, la inversión de la devoción tras su visita a varios lugares de la ciudad: la calle, la plaza, la casa, la orilla del río, todos espacios de diversión, sociabilidad, e incluso encuentros sexuales. En el contexto de las fiestas religiosas la “devoción” se ve sometida, así, a una traslación de sentido. Don Diego constata que los personajes no solamente riñen y beben, sino que, en una relación jerárquica invertida entre hombres y mujeres, estas se burlan de aquellos, viéndose anuladas, además, las bases para el matrimonio entre iguales y la procreación (“para malcasarse, están/entablando el galanteo”, ibíd.: 194) por culpa de las relaciones ilícitas entre ambos sexos. Don Diego, como comentarista, habla con sus compañeros, intentado ilustrarles: “Esto solo aquí: ¡y el Santo/testigo de todo esto!/¿Ven vmds. que esto tiene/mas de malo, que de bueno?” (ibíd.: 194). Se entabla un

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doble sistema de comunicación, no siendo solo los personajes y “el Santo” los testigos de los sucesos, sino también el público. Las palabras finales provienen de boca de don Juan, que de repente y sin haber demostrado ninguna mutación previa reafirma la actitud de don Diego: D. Juan. Me parece/que teneis razón, don Diego,/y que tales fiestas mas/ que cultos son manifiesto/engaño de hombres vulgares./El mayor crimen de aquellos/que para sus vicios toman/la devocion por pretexto:/abuso, al fin, el mas digno/de reforma y escarmiento. D. Diego. Eso es pensar bien: desde ahora/seré mas amigo vuestro.

A pesar de esta reafirmación y la moraleja de este modo duplicada, el sainete termina con “una vistosa mutación, y se cantó y bayló en ella” (ibíd.: 198), ofreciéndole al público la oportunidad de participar otra vez en el jaleo amoral denunciado por don Diego y en la advertencia. La moraleja, de este modo, hay que matizarla en cuanto pretexto para inscribirse dentro de un discurso moral, sin omitir el espectáculo teatral que atraía a la gente. Don Diego, don Juan y don Pedro son más bien observadores y comentaristas de lo que ven en el espacio público y privado y no influyen directamente en su construcción mediante prácticas sociales. El sainete, de este modo, se convierte casi en un ‘sainete de tesis’, de poca acción principal y —cómo podría ser de otro modo— que da marcadamente voz a una autoridad masculina para juzgar el peligroso desorden del mundo que se produce bajo el pretexto de la religiosidad. 5.6. VocaciÓn masculina y fines mundanos: La oposiciÓn de sacristán (1773) El sainete La oposición de sacristán (1773), escrito para la compañía de Rivera, no aparece en el Teatro de Ramón de la Cruz, pero fue recogido por Emilio Cotarelo y Mori en su edición de sainetes de 1915 (Cruz 1915c). Mientras que en La falsa devoción las festividades religiosas en las calles de la capital aparecían como pretexto de divertimiento, La oposición de sacristán se ambienta en un espacio rural y se convierte en ejemplo de cómo se utiliza el aparentar devoto también para conseguir fines muy mundanos y perseguir el propio interés.

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El alcalde Moreno quiere casar a su hijo, Paquillo Malahierba, con Pepita (indicada en el libreto con el nombre de la actriz Gertrudis Borja), la hija “Muy rica,/soltera y buena muchacha” (ibíd.: 369) de un sacristán que acaba de morir, y cuyo testamento exige que sea casada “con algún sacristán pobre,/publicando en la comarca/primero la oposición,/y mandado que se abra/después el concurso, donde/sean los padres de la patria,/en público Ayuntamiento/(presente la sacristana),/los que den al mozo más/benemérito la plaza” (ibíd.: 369). La intención del difunto de que se establezca un matrimonio consentido entre iguales en cuanto a actitud, no en cuanto a dinero, desafía al alcalde, que con apoyo de su escribano Dávila (indicado en el libreto con el nombre del actor Vicente Merino) primero intenta imponerse para que no se convoque la oposición y luego intenta influir en la elección de la mujer. Se ve contradicho por el Tío Tuétano, un simple botero de la ciudad, aceptado como autoridad moral por “todo el pueblo” (ibíd.: 368), que impone la oposición pública en la plaza del pueblo. El alcalde echa mano de Dios y de la patria como argumentos para convencer al Tío Tuétano de no buscar pareja para la sacristana, aduciendo además que él y el escribano tendrían “determinada/ya la persona elegida” (ibíd.: 369). El Tío Tuétano se asombra ante “tanta autoridad” y los compara irónicamente a un “famoso par de maestros/de las capillas de Italia” (ibíd.: 369) para destacar su hipocresía. Aunque el escribano intenta aumentar discursivamente la autoridad y honra del alcalde (“alcalde llano”, “buen padre de la patria”, ibíd.: 369), el Tío Tuétano, indicado en el libreto siempre con el nombre del actor José Espejo, opone el control público al supuesto derecho divino del alcalde: “Merino: ¿Por qué no dice Dios guarde la justicia? [...]/Espejo. No [...]/lo omito por ignorancia,/pues no quiero que Dios tenga/la justicia tan guardada,/que no parézca entre ustedes;/antes con tal abundancia” (ibíd.: 371). El Tío Tuétano presenta en público sus principios ilustrados: “con utilidad/pública soplo en la plaza,/no en secreto por la propia” (ibíd.: 368), trabajando en favor de la “verdad [...] caiga el que caiga” (ibíd.: 370). Insiste en llevar a cabo el concurso público con rigor, excluyendo intentos de influir en el proceso por pasión, interés o ganas de broma, amenazando a quienes lo hagan con otra instancia de mantenimiento del orden, la cárcel cívica (ibíd.: 370). Quien no siguiese las reglas de la justicia, se desplazaría literalmente, siendo el sencillo botero el que mantiene, de este modo, el orden social. Ello también se refleja en su intención explícita de evitar “tal entruchada

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[...] a fe de Tuétano honrado,/en mis días, a mis barbas” (ibíd.: 369) y el consiguiente escándalo público de “todo el orbe” en caso de que el “trozo de albarda”, Paquillo, se casara con Pepita (ibíd.: 369). Habiendo ya alcanzado cierta edad (y sabiduría), el Tío Tuétano resalta como buen ciudadano que trabaja en pro de la felicidad pública y privada. De este modo, el Tío Tuétano es idealizado en cuanto a su moral y buena ciudadanía, lo que coincidiría con la valoración positiva de las capas sociales útiles que ha detectado Sala Valldaura en otras obras de Ramón de la Cruz (1992: 161). Tuétano, al hablar de sí mismo y de don Rodrigo, con el que comparte la opinión de que se trata de un asunto de “conciencia” (Cruz 1915c: 371), revela su patriotismo útil: “Usté y yo/somos los hombres de España” (ibíd.: 371). Con ayuda de los “buenos ciudadanos” (ibíd.: 370) garantiza que el concurso público pueda llevarse a cabo pacíficamente y en orden (“La paz/de Dios sea en esta casa”, ibíd.), mientras seis sacristanes y Paquillo procuran conquistar el visto bueno de Pepita, cortejada de este modo. El hijo del alcalde intenta lucirse sin éxito, transmitiendo una postura presumida a la hora de elogiar su gran vocación. Termina su padre hablando por él, luciendo las supuestas capacidades y el desinterés de Paquillo: “A él no le mueve interés/ni lo hace por la madama,/sino por sacrificarse/a la iglesia y a la patria”, “más hará que todos ellos”, sus rivales (ibíd.: 373).36 Es Tuétano quien, lanzando una especie de aforismo, lo califica de “clara/prueba de su insuficiencia,/porque aquellos que se avanzan/a pretender mucho, suelen/no ser buenos para nada” (ibíd.: 372). Tuétano propone, finalmente, premiarlo con el puesto del sacristán, casando a Pepita a pesar de ello con cualquier hombre de su gusto. Es esta artimaña la que revela el verdadero interés de Paquillo, que tras todas las solemnes afirmaciones le quita cualquier credibilidad: “que yo sin la sacristana/no quiero ser sacristán./Espejo. ¡Miren el fin que llevaba/de sacrificar su vida/por la iglesia y por la patria!” (ibíd.: 373, cursiva mía). La invitación a mirar lo que pasa revela la importancia del público en el concurso como instancia de control necesaria para evitar abusos, incluyendo, así, en el segundo plano del sistema comunicativo teatral, a los espectadores asistentes a la función, al que se atribuye la capacidad de juzgar y compartir el dictamen de Tuétano. Todos los asistentes a la oposición le otorgan esta autoridad: “Todos. 36  En este sentido, el hijo del alcalde coincide con el personaje del “figurón linajudo” (Sala 1992: 166) de la comedia barroca, ridiculizado por su vanidad.

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El Tío Tuétano siempre/con la voz de todos habla” (ibíd.). Solamente el escribano critica la “vergüenza declarada” de atenerse al dictamen de un botero, perdiéndose a lo lejos su objeción, tras reaccionar Tuétano calificando de “infamia” (ibíd.) obedecer al consejo de un escribano. Entre todas estas voces masculinas que negocian la manera de proceder, Pepita no participa. Queda reducida a su tarea de elegir entre sus ‘conquistadores’ a un hombre que le convenga, en lo que, a su vez, demuestra una ingenuidad absoluta. Requiere constantes advertencias y el apoyo de su madre: “Madre: ¿me he de poner colorada/cuando me hablen de los novios? Joaquina. Un poquito. Borja. Y cuando salga/alguno que a mí me guste,/¿me he de poner en la cara/las manos para reirme?/Joaquina. Mucho; que es señal de casta/doncella” (ibíd.: 371). Ponerse colorado como signo de pudor es un topos que aparece en la Defensa de la mujer feijooniana, hecho que su autor aduce como visibilización del pudor natural y, también, como instrumento de autoeducación, no pudiendo esconder las mujeres sus movimientos interiores delante de otros (Feijoo 1726: 321). A esta idea moral se oponen, en esta situación llevada a la ridiculez, las preguntas de la sacristana, que da a entender por sus preguntas que ve este signo natural como deber o método que hay que emplear activamente en el cortejo. Es importante decir que no aparece ninguna alusión a su catolicismo. Destaca, más bien, la intención de establecer un matrimonio entre iguales y consentido: “primero,/que mi hija no es esclava”, señala su madre (Cruz 1915c: 371). En síntesis: una vez más son “los hombres de España” (ibíd.) quienes garantizan el orden social y el funcionamiento de la sociedad, a la vez que —esta vez— también es un hombre el que bajo pretextos devotos intenta conseguir sus propios fines. El rol de la mujer, moralmente impecable en esta pieza, queda reducido al de objeto de conquista, dejándole, eso sí, la libre elección de su pareja con apoyo de su madre y el sabio Tío Tuétano. Mediante las instrucciones de un ciudadano popular ilustrado, el espacio público se convierte en instancia de control. Esta limita el poder de una élite de poder local caracterizada no solo como corrupta e hipócrita por perseguir sus propios intereses so capa de devoción, sino también como incapaz en lo pragmático. El pueblo es el que garantiza la libre elección del matrimonio, produciendo parejas harmónicas y fomentando, de este modo, la felicidad privada. La felicidad pública, objetivo patriótico fundamentado en la felicidad privada, se ve encarnada en el Tío Tuétano. Este ha ganado

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su autoridad no por nombramiento, ni mucho menos por herencia, sino por convencer al pueblo mediante el empleo de su propio entendimiento, su razón y su actitud justa y moral en el espacio público. De esta manera, el sainete va más allá de la representación ridícula en favor de una renovación de costumbres. Al criticar a la élite dirigente local entregada al propio interés y la trabazón discursiva entre “patria” (ibíd.: 373) e “iglesia” (ibíd.), insinúa dos opciones: en primer lugar, la renovación de costumbres de los grupos de poder locales, y, en segundo lugar, la posibilidad de otro modelo de sociedad, basado en una ciudadanía autónoma y moralmente fortalecida, encabezada por hombres trabajadores pertenecientes a los estratos populares que estarían en “opposition rather than interaction” con la élite tradicional (Mullan/Reid 2000: 3; Fuentes 2005: 104), algo subversivo, incluso revolucionario. 5.7. Entre verosimilitud y risa Un objetivo central de los sainetes residía en la diversión del público. Aparte de giros graciosos de la acción y un lenguaje comprensible a la vez que chispeante, ello requería en parte la observación costumbrista para burlarse de la sociedad. Solamente es posible reírse de lo que uno conoce. A este respecto, Hans-Robert Jauss ha resaltado la importancia de los esquemas mentales y los actos cognitivos del lector o el espectador: El héroe cómico no es cómico de por sí, sino por relación al horizonte de expectativas y normas que niega. Si llamamos a esto comicidad por contraste, entonces queda claro que la propia comparación pertenece al proceso de recepción: el que no sabe o no reconoce lo que un determinado héroe cómico niega, no tiene necesidad de encontrarlo cómico (Jauss 1986: 298).

Para los sainetes, esta observación significa que el público tenía que reconocer los referentes que aparecían en la obra. Ramón de la Cruz llamó la atención en su prólogo de 1786 sobre su intención de plasmar la ‘realidad’ que percibía, buscando la ‘verdad’ tras la ridiculización de algo verosímil. Conforme a ello, en sus sainetes no se retratan los personajes en su cotidianidad, al modo costumbrista del siglo xix, sino en parodia, recurriendo a una exageración ridícula que enlazaba con

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las expectativas del público y con espacios conocidos por el mismo: calles, casas y plazas de Madrid y del ámbito rural. Esta exageración, a su vez, permitía perseguir otro objetivo didáctico subyacente: no solamente reconocer referentes de la ‘realidad’, sino reconocerse a sí mismo en un sentido catártico. De este modo, los sainetes podían inducir al espectador no solo a conocerse a sí mismo, sino también a reírse de sí mismo. Este autoconocimiento y la risa libertadora, de alivio al reconocer que los propios defectos no tienen consecuencias tan graves, se basan en la verosimilitud. Esta, también se consigue mediante algunos elementos formales del sainete. En estos, la cercanía a la prosa parece ser más importante que el metro en los sainetes (Ertler 2003a: 156). Predomina el octosílabo, sin que aparezca sistemáticamente en todos los sainetes, marcando la cercanía al habla popular (Vilches 1983).37 Alva Vernon Ebersole también ha destacado la claridad del lenguaje en el sainete, que facilita adentrarse en los sucesos (1983: 79). En otro plano, la transmisión de información sobre hechos, personajes y espacios se lleva a cabo mediante una “perspectiva múltiple” (Cañas Murillo 1994: 18) que ofrece información diversa sobre los rasgos que definen a los personajes. Muchas veces, esta multiplicidad de perspectivas se transmite a través de dos personajes opuestos que pueden acabar coincidiendo en sus observaciones, como se ha mostrado, por ejemplo, en La falsa devoción entre don Juan y don Diego, o divergir considerablemente, como ocurre en La falsa devota. Paralelamente, la forma del sainete, aún arraigada en el Siglo de Oro, requiere personajes relativamente tipificados y reconocibles a partir de la competencia literaria (teatral) del público. José Cañas Murillo ha llamado la atención sobre el hecho de que los personajes tipificados tendrían un mero “valor instrumental”, sirviendo a otros objetivos como el de crear un ambiente o identificar sitios y costumbres (Cañas Murillo 1994: 18). Reflexiones más complejas sobre el mundo interior de los personajes tienen que desplazarse hasta después de la obra, así como tampoco existen grandes rupturas en la forma de actuar de los personajes que incentiven tal reflexión por parte del espectador. Como mucho, ocurren cambios de opinión y actitud sin motivación aparente a lo largo del sainete (como don Juan en La falsa devoción), 37  Los sainetes metateatrales, por el contrario, muchas veces parodias del teatro neoclásico, como Manolo ([1769] 1787e), fueron escritos en endecasílabos.

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aunque tendencialmente los personajes participan en el transcurso de la acción con su paquete de rasgos, expuestos como estáticos. A su vez, la brevedad de las obras no permite mirar al interior de los personajes mediante monólogos extensos o diálogos exentos de más acción. Ello tampoco es necesario, ya que las pautas de comportamiento y de valoración siempre se exponen claramente. A partir de ellas se puede detectar un contraste entre las motivaciones de los diferentes protagonistas, que se revelan muchas veces como poco serias y causan, por ende, risa (Cañas Murillo 1994: 18).38 Y es posible adoptar una postura sociológica a la hora de asistir a las funciones: no se trata de profundizar demasiado en la psique de los personajes ni en la del espectador, se trata de detectar mecanismos de funcionamiento de la sociedad de la que los personajes y los espectadores son partícipes. Los sainetes son un medio adecuado para lograr este objetivo. 5.8. Síntesis: las ambigÜedades del orden del mundo y el justo medio En los cuatro sainetes analizados las mujeres constituyen en dos ocasiones el centro, mientras que en las otras dos piezas son hombres los que se sitúan en el foco de atención. En el análisis de cada pieza se ha destacado la crítica de costumbres, que en este contexto pone en el punto de mira la religión como pretexto para fines no religiosos. No queda claro si detrás se puede ver una intención de poner en cuestión la religiosidad, pero es notoria la apología por el justo medio y la crítica ante cualquier exceso, por ejemplo, la religiosidad desmesurada, vaciada de sentido. Aunque no ha sido centro de este capítulo, esta crítica iría en paralelo con la crítica del exagerado afrancesamiento del petimetre y la orientación superficial en un extranjero supuestamente más ‘progresista’, vaciado también de sentido. Con referencia a esta dimensión, también resalta la compenetración de Iglesia y patria, como se hace explícito en La oposición de sacristán.

38 

A diferencia de mi propia lectura, Sala Valldaura y Asensio entienden la “presencia de los males sociales” en las piezas como mera condición formal para la risa, sin atribuirles por ello alguna pretensión moral (Sala 1992: 157), sino suponiendo que el sainete aceptaría “alegremente [...] las imperfecciones de la sociedad coetánea” (Asensio 1965: 39).

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En la sociedad de la “patria”, los géneros son adscritos claramente a diferentes espacios. La casa, lugar específico de la mujer, tendencialmente recluida en sus labores domésticas, se puede convertir en espacio de transgresión de normas, como ocurre en La devoción engañosa, en La visita de duelo y en La falsa devota, dadas ciertas circunstancias: ora el mundo carnavalesco y grotesco que emerge durante las festividades de santos, durante las cuales la sociedad entera incumple con la devoción debida, ora la ausencia de la mujer encargada del gobierno del hogar. En estos casos, la crítica de costumbres se dirige especialmente al género femenino, aunque los dos géneros y todos los estamentos se conviertan en objeto de burla. Esta tendencia misógina se ve respaldada por la autoridad de interpretación, asignada a los hombres. Así, la descalificación de los sucesos siempre la enuncia un hombre: en el caso de La visita de duelo es el difunto padre (de forma trascendente, identificado con el público por el doble sistema comunicativo del teatro), en La falsa devota es el amo de la casa el que toma las riendas del hogar e instruye cual predicador a su mujer, en La devoción engañosa critica don Diego los sucesos (convenciendo, al final, a don Juan), y en La oposición a sacristán es el Tío Tuétano el portavoz ilustrado del pueblo y el prototipo del ‘buen ciudadano’ que controla mediante la esfera pública lo justo de los hechos. Tanto la solución como la valoración de los sucesos recaen, por lo tanto, en los personajes masculinos. Mientras tanto, tanto mujeres como hombres pueden estar involucrados en el enredo.39 No obstante, los personajes femeninos se ven reducidos al plano del enredo. No aparecen mujeres estudiosas, solamente bachilleras que ponen en peligro el orden social,40 los personajes son fundamentalmente viudas, solteronas, hijas casaderas y esposas.41 Los problemas surgen debido a la mutua atracción, absolutamente heteronormativa, aunque debida a diferentes motivos en cada género. Es esa atracción la que estimula a los personajes a convertir las finalidades oficiales originarias de determinadas prácticas sociales y religiosas 39 

Esta inclusión de los dos géneros matizaría la conclusión de José Sala Valldaura, para el cual “la causa de la corrupción de costumbres estaría, según la opinión del autor madrileño, en la mujer” (Sala 1992: 170). 40  Esta tendencia, no obstante, hay que matizarla, si consideramos otros sainetes. En El almacén de novias existe, por ejemplo, una dama estudiosa y erudita (1791a). 41  Vid. Cañas Murillo 1994: 17, Vilches 1984: 176-177. Los personajes son claramente asignados a la casa y a espacios cerrados (“convento”), lo que se reafirma reiteradamente en enunciaciones explícitas.

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en fines de cortejo y cercanía física entre ambos géneros. Para evitar tal peligro, habría que oponer un orden claro, basado en principios racionales y morales (tal vez auténticamente religiosos), con atribuciones nítidas de roles sociales a ambos géneros, ligados a la construcción de espacios respectivos. En esta concepción, el espacio público, en el cual también participan los espectadores en el doble sistema comunicativo del teatro, puede actuar como instancia de control del espacio privado. Solamente si las dos esferas están bajo control y ‘en orden’, no como en el estado carnavalesco de las festividades religiosas en la calle o en la fiesta de luto espontánea, se podría alcanzar la felicidad pública y privada. A su vez, en las casas confluyen prácticas religiosas, domésticas y de sociabilidad. Ambas esferas, la pública y la privada, se condicionan mutuamente, entran en competición y establecen una relación específica con la religión. Requerirían un reglamento renovado, del que todos fuesen partícipes. La intención didáctica detrás de esta enseñanza es reafirmada a través de una moraleja anticipada y pospuesta que utiliza la posibilidad de comunicarse directamente con el público. A este método subyace tal vez la idea de que hay que coger de la mano al espectador, sin necesidad de ocultar esta intención. Los fines moralizadores se dirigen a promover el recato, la sinceridad, la sencillez, la laboriosidad, la lealtad y la contención del propio interés y los deseos inmediatos dentro de un justo medio. Todo ello actúa en pro de amistades estables, un cortejo que lleve a matrimonios harmónicos y una relación equilibrada entre interés particular e interés común. Tocando ya otra dimensión, también se tematizan las jerarquías sociales. La oposición entre el alcalde hipócrita y los labradores, pertenecientes al ‘estado llano’ y personificación de una ilustración desde abajo por utilizar el simple entendimiento y unas pautas morales, conlleva un potencial de subversión y la oferta de otro modelo de sociedad. No obstante, esta resulta excepcional en las cuatro obras. El objetivo explícito marcado por Ramón de la Cruz de ofrecer una gran variedad de temas desemboca, de este modo, no solamente en un desfile de personajes, sino también en la presentación de posturas diferentes, incluso opuestas. La variedad de lecturas coincide así con el intento de incluir a un público lector y espectador amplio, abriéndole la posibilidad de estar de acuerdo con personajes tanto del ‘estado llano’ como de la burguesía bien formada y, en parte, adepta al neoclasicismo.

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En cuanto a la forma, estos efectos se consiguen por medio de ambientes y personajes tipificados reconocibles por el público. El ambiente urbano refuerza la cercanía a las rutinas del público. No obstante, el sainete de ambientación rural La oposición de sacristán delata que existe una diversidad en cuanto a los lugares de la acción, sacando a luz la importancia del ‘estado llano’ como soporte de la renovación nacional. Los personajes colectivos, debido a la brevedad de las piezas, no demuestran grandes evoluciones (Cañas Murillo 1994: 18). Todavía se encuentran “personajes del antiguo entremés”, como el sacristán o el alcalde, que al contrario de lo que afirma Huerta Calvo (1994: 12), no dejan paso a los nuevos personajes del majo, la maja, el petimetre o la petimetra, sino que siguen coexistiendo a su lado. La plurimedialidad de los sainetes, que incluían a diferencia del teatro declamado, música vocal e instrumental y bailes, apoya la percepción de las piezas como espectáculo con una dimensión lúdica, compitiendo incluso con la diversión de los festejos populares y alcanzando a todos los estratos de la sociedad. No obstante, la apariencia de ser un “simple pasatiempo” (Sala 1992: 157) se tiene que matizar. Justamente la popularidad de los sainetes los convierte en “vehículo de transmisión de ideas, de crítica hacia actitudes erróneas o de planteamientos de modelos de comportamiento para una sociedad en crisis” (Vilches 1984: 181), incluyendo en el proyecto ilustrado —fuera el mensaje el que fuere— a los estratos bajos.42 De forma parecida a la esfera pública en ciernes inducida por los periódicos, también el teatro promueve la multiplicación de ideas que, en un principio, estaban más bien limitadas a círculos muy estrechos. Las conclusiones morales que debían sacar los espectadores se basan en parte en la “alternancia entre teoría y práctica, entre explicación teórica de los caracteres propios de un personaje y ejemplificación práctica con sus hechos, que comprueban la veracidad de aquellos” (Cañas Murillo 1994: 18). Al no existir demasiada acción, los personajes se convierten en el sainete en un ingrediente fundamental en la medida en que “transmiten

42  A pesar de clasificar a Ramón de la Cruz más bien de arraigado en lo tradicional, Vilches Frutos (1984: 181) y Caldera (1978) subrayan la importancia del sainetero en haberle hecho llegar a los estratos populares temas actuales. Incluso Sala Valldaura, que le atribuye a Ramón de la Cruz un “reaccionarismo xenófobo y misoneísta”, valora su popularidad como (involuntario) apoyo al proyecto ilustrado, habiendo contribuido a generar “cierta toma de conciencia social de las clases bajas urbanas” (Sala 1992: 159).

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temas” y “el significado, el mensaje de la pieza” (Cañas Murillo 1994: 17). Contienen una carga alta simbólica, marcada muchas veces por sus nombres elocuentes, sin ser personajes de una profundidad psicológica que incite a la introspección, a diferencia de otros géneros dramáticos como el melólogo. De este modo, “el panorama ideológico [...] se limitará a la crítica más o menos tópica de las costumbres” (Sala 1992: 158), desplazando explícitamente la discusión profunda del plano moral a otros marcos sociales y géneros literarios (vid. v. g. La visita de duelo, “esta/no es conversación de ahora”, Cruz 1915a: 70). Así, la teoría no adquiere demasiado peso, y la seriedad se esconde finalmente detrás de un mundo carnavalesco, hiperbólico e irónicamente exagerado. La risa que se incitaba de este modo apoyaba los fines didácticos, como ya observó Cotarelo y Mori hace más de un siglo (1899: 4). El mismo efecto tenían los versos preliminares, que destacaban ya de antemano la moraleja y las gafas que se le pedía ponerse al espectador,43 para reforzar el mensaje al final de la obra mediante una moraleja dialogada y, como ocurre en las cuatro piezas aquí expuestas, terminando, conforme a la justicia poética, castigando práctica o moralmente a los personajes de mala conducta. En suma, en los cuatro sainetes analizados resalta la estrecha interconexión de prácticas seculares, prácticas religiosas y religiosidad, moral, normas de género y concepciones de la sociedad en su conjunto. La presentación crítica de costumbres se observa también en diferentes espacios. La moral públicamente visible en la calle y la utilidad doméstica se prioriza. Los espacios sacros se trazan en competición con ellos. Los espacios donde se desarrollan prácticas religiosas son diversos, sin que la iglesia —independientemente del grado de devoción ‘verdadera’ de los personajes— se represente como espacio visible en las tablas. Las prácticas sociales se centran en lo terrenal, demostrando ex negativo y en positivo cómo una renovación de costumbres y de las relaciones de género, heteronormativas, por supuesto, puede mejorar en

43  Esta declaración previa de la moraleja es específica del sainete en España. En Francia, las obras solían presentar un “proverbio dramático” (por ejemplo, en las obras de Carmontelle, leídas y adaptadas por Ramón de la Cruz) que después de la actuación había que adivinar. En las obras traducidas o adaptadas al español no existe esta parte lúdica y social, pero a la mayoría de las obras se les antepone una moraleja clara (Lafarga 1994: 14).

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la práctica el estado de la nación y aumentar la felicidad pública. La crítica costumbrista apunta a lo cotidiano. De este modo, incluso se podría diagnosticar una ruptura con las tradiciones de la burla centrada en el estamento del clero (como en Edad Media o aun en el Barroco). Las dignidades de la nobleza o del clero ya no constituyen el eje central de la burla, sino que se insertan en todo un panorama amplio de grupos sociales involucrados en el funcionamiento de la sociedad española. Considerando el contexto de “struggle between pro- and anti-enlightened forces” (Jaffe 2001: 161), Ramón de la Cruz elige un término medio, presentando diferentes visiones y formas en los distintos sainetes. No obstante, apostando por la renovación de costumbres, se presenta a sí mismo como ilustrado patriota, comprometido con el progreso nacional. Sus textos con relación explícita con lo religioso se extienden sobre varios tomos, evidenciando una presencia universal de la temática, aunque no hegemónica en cantidad. Este hecho se puede entender como parte de su esfuerzo por adaptarse a un público amplio, que finalmente no quedó sin resultados: en 1788, el censor Santos Díez González menciona en un homenaje, entre otros méritos como la “pureza” del lenguaje y la “gracia verdaderamente cómica”, la “moralidad” de las obras, que realzarían “amable la virtud” (Coulon 1994: 12). Agustín Durán afirma que nadie “le podrá quitar la gloria de haber sido el primer restaurador de nuestro teatro, de haber convertido en espectáculo digno de un pueblo culto una especie de drama destinado a hacer reír a simples” (Durán 1843: XXVIII). No es inocente en este intento, legando a la posterioridad con su apología en favor del orden una muestra del solapamiento de diferentes sistemas normativos en cuanto a la identidad.

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6 “CON SENTIMIENTO RELIGIOSO”: LA CASTA AMANTE DE TERUEL DE FRANCISCO MARIANO NIFO

En el año 1791 sale a la luz la “escena patética” La casta amante de Teruel de Francisco Mariano Nifo (1719-1803). El melólogo retoma la leyenda de los amantes de Teruel, historia de un amor incumplido inspirada en sucesos ocurridos en 1217, si bien su primera elaboración literaria data de varios siglos más adelante. La leyenda fue reescrita reiteradamente a lo largo de los siglos. Antes de la de Nifo, se escribieron las versiones de Antonio Serón ([siglo xvi] 1982), Andrés Rey de Artieda (1581) o Tirso de Molina (1635) en los siglos xvi y xvii. A la obra de Nifo siguió, entre otras, la adaptación de Los amantes desgraciados de Luciano Francisco Comella (1794).1 Según la leyenda, en Teruel vivían dos familias de la nobleza: los Segura y los Marcilla. Sus hijos, Diego de Marcilla e Isabel de Segura, se sienten unidos desde su infancia, prometiéndose mutuamente. No obstante, el padre de Isabel se opone al matrimonio de los dos amantes por el empobrecimiento de la familia de Diego, a lo que los enamorados contestan con un pacto: Isabel esperará cinco 1  Esta serie de adaptaciones y reinterpretaciones no termina en el xviii. En 1837 ofrece Eugenio Hartzenbusch un drama homónimo de cinco actos y, en una versión revisada de 1849, de cuatro, siendo su obra el drama romántico más representado en España. Tomás Bretón estrena en 1889 su ópera Los amantes de Teruel, orientada en la obra de Hartzenbusch según el libreto. En 1907 se publica el Cancionero de los amantes de Teruel de Mariano Miguel de Val y del cronista de Teruel Domingo Gascón y Guimbas. También existe una corriente de comedias burlescas o parodias de la leyenda como Los amantes de Teruel (1663) de Vicente Suárez de Deza y Ávila para la corte de Felipe IV o la comedia homónima de Juan Pérez de Montalbán ([1652] 1776), que se seguía representando en el siglo xviii. Comedias o parodias posteriores a la obra de Nifo serían Los amantes de Chinchón (1848) de Juan Martínez Villergas, Miguel Agustín Príncipe, Gregorio Romero Larrañaga, Eduardo Asquerino y Gabriel Estrella, los Estrupicios del amor (1849) de Mariano Pina Bohígas y Los novios de Teruel (1867) de Eusebio Blasco y Soler (vid. Peláez Pérez 2004: 3; Andioc/Coulon 1996: 619; Angulo 2006b: 476).

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años para que Diego pueda acumular el caudal necesario para la boda. Diego no consigue volver en este margen, por lo cual el padre de Isabel concierta el matrimonio de su hija con otro noble, don Pedro de Azagra Albarracín. Cuando Diego retorna con los fondos necesarios, reclama la mano de Isabel, la cual le niega un beso. Diego muere al instante de pena. Al amortajar al difunto en su casa paterna, Isabel se acerca finalmente para darle el beso que le había negado y, al instante, cae muerta sobre el cadáver, por lo que se decide enterrar a los dos juntos en la iglesia de San Pedro. ¿Por qué se vuelve a retomar esta materia justo a finales del xviii? Tal vez, y por eso esta obra se analiza aquí, por su gran potencial de ser adaptada a las necesidades de la época. El tema del amor incumplido se prestaba a una actualización según las pautas morales de la época, al conllevar la posibilidad de normativizar comportamientos y de condenar otros, de reflexionar sobre el matrimonio entre (des-) iguales o de conveniencia, sobre los roles de cada género en él y sobre los diferentes ideales de ser humano. Así, el desplazamiento temporal conseguía “hacer vér à la série de los siglos/la Escena lastimosa de lo amante,/en dos pechos constantes” (Nifo 1791: XII) y “una inocencia que viene à ser milagro en nuestro siglo...” (ibíd.: III). La actualización se centra en ideales específicos para cada género, como la inocencia y el recato adscritos a la mujer, a la vez que el arraigo en una leyenda ya muy difundida permitía enlazar con elementos conocidos para resemantizarlos. Nifo es alabado por sus iniciativas periodísticas, consideradas manifestación de un “periodismo moderno” (Enciso Recio 1956: 151, 337) y cuya existencia lo situaría “en lo más moderno y actualísimo del Siglo de las Luces” (Palomo 2015: 125). En la prensa, el autor también se dedicaba como crítico al teatro. A su vez, sobre todo tras el cierre de sus periódicos, fue elaborando tragedias, sainetes y melólogos. A esta última categoría pertenece La casta amante de Teruel (Domergue 1980: 106, Royo 2015: 164).2 En sus reseñas y textos periodísticos, Nifo critica

2  Aparte de La casta amante de Teruel, Doña Isabel de Segura, Nifo compuso varios sainetes y obras dramáticas, como El juicio de la mujer hace al marido discreto (1765), El tribunal de la poesía dramática (1763c), La sátyra castigada por los saynetes de moda (1765a) o No hay rato mejor que el de la Plaza Mayor (s. a.) (Romero Ferrer 2013: 126; vid. Aguilar Piñal 1991, VI: 211). Cuando el periodismo es limitado en los años setenta y ochenta por la adopción de una política más rígida en materia de publicaciones de Carlos III, Nifo

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la estética y la ética del teatro contemporáneo y pide reformarlo para aportarle valores morales y verosimilitud (Enciso Recio 1956: 80). No obstante, también defiende a los dramaturgos tradicionales españoles contra ataques de los críticos neoclásicos y extranjeros, adoptando de este modo una postura ambigua (vid. Gies 2015: 100, Urzainqui 2002: 72, Royo 1993: 257, Palacios 2002b: 150). Entre las diversas clasificaciones de su postura ideológica, se encuentra la de Pilar Palomo, que lo califica de “defensor a ultranza de una cultura tradicional, asentada, no podemos dudarlo, en una religiosidad postridentina” (Palomo 2015: 125), postura que se manifiesta en las obras de devoción que publicó, como los Sermones de los más célebres predicadores de este siglo, para la cuaresma y otros tiempos del año (1792). Asimismo, se conocen varias traducciones suyas del marqués de Caraccioli como, por ejemplo, El Pensador cristiano. Meditaciones provechosas para todos los días de la cuaresma (1770) o La Religión del hombre de bien contra los nuevos sectarios de la incredulidad (1775) (Carabantes de las Heras 2015: 93, 97). Y, sin duda, como se mostrará a lo largo de este capítulo, la religión ocupa un lugar importante en La casta amante de Teruel, en estrecha relación con la cuestión femenina y la adscripción de la mujer al espacio íntimo y particularmente femenino de la casa, donde tiene lugar la acción. El objetivo de este capítulo es, por lo tanto, analizar cómo se entrecruzan prácticas sociales de género, la religión y los espacios visibles e invisibles en este melólogo, para destacar cómo el teatro de Nifo se inscribe en un ímpetu de renovación moral y reforma nacional. Para encuadrar la visión sobre la religión y sobre las relaciones entre hombre y mujer (nobles) en La casta amante de Teruel, primero se llevará a cabo un breve excurso sobre otros canales utilizados por Nifo, especialmente la prensa, para tematizar tanto la religión como las normas de género. Después se presentará el estado de la investigación y el vacío que ha motivado el presente capítulo, para, finalmente, llevar a cabo el análisis del melólogo en cuanto al entramado de espacio, género y religión.

pasa de la producción periódica a la traducción y se dedica a traducir las obras del marqués de Caraccioli, que se reeditaron hasta entrado el siglo xix (Álvarez 2006b: 208). Del francés traduce Pigmalion (trad. 1790) de Rousseau y L’Ami des femmes de Pierre Joseph Boudier de Villemert (Gies 2015: 103). Esta última se publica en 1763 y coincide con la actitud explayada en el Cajón de sastre, denotando también el mayor interés en renovar la ubicación de la mujer en la sociedad (vid. Paatz 2011: 112).

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6.1. Un excurso: sobre la religiÓn y las mujeres en la producciÓn periodística de Nifo En El amigo de las mujeres, Nifo se basa en “los antiguos, gentes tan racionales y juiciosas como nosotros”, para sintetizar todas las virtudes en dos específicas que caracterizarían, respectivamente, el género masculino y femenino: “valor en los hombres y castidad en las mujeres” (Nifo 1763a: 179-180). En su argumentación, sería especialmente la castidad el criterio para medir si las “mujeres son peores o mejores que los hombres” (Nifo 1763a: 180). Varios aspectos de su “feminismo [...] si bien ma non troppo” (Palomo 2015: 126) se encuentran en los discursos de su Cajón de sastre, donde reivindica una educación que integre también a las mujeres como ‘caso particular’ de la sociedad, por lo cual aquí se retomará.3 Aparte de defender la institución de premios para méritos de erudición y económicos a fin de promover la educación y el rendimiento de las personas (Palomo 2015: 126), Nifo llama la atención sobre la importancia de la educación para las mujeres, afirmando que “las mugeres no son mas de lo que fuere su educación” (Nifo 1781, I: 88). En el Cajón de sastre critica a las “madres ignorantes, é indiscretas” (Nifo 1781, II: 126) y supone que tendrían “el espíritu más débil” (ibíd.). Apoya su argumentación mediante referencias al Traité de l’education de filles (1681) del arzobispo de la Motte Fenelon y a Agustín de Rojas (Nifo 1781, I: 87). Como estrategia de amortiguación de la crudeza de su crítica, repite que se dirige solamente a las mujeres “malas” (Nifo 1781, I: 93) 3  Del Caxón de sastre, o monton de muchas cosas, buenas, mejores, y medianas, utiles, graciosas, y modestas para ahuyentar el òcio, sin las rigideces del trabajo, antes bien á caricias del gusto, uno de los periódicos más importantes de Nifo entre los más de veinte que publicó (entre ellos también el Diario noticioso, curioso, erudito y comercial, público y económico, 1758), existen dos ediciones, una del año 1760 y otra de 1781 (Enciso Recio 1956: 197). Cual antología de textos antiguos se caracteriza por la ausencia de elementos informativos arraigados en acontecimientos actuales y del enciclopedismo crítico, haciendo más hincapié en el prodesse et delectare (Palomo 2015: 125, Gómez Aparicio 1967: 24, Rueda 2015: 185). Lo actual de su periodismo residía en los temas, independientemente de si citaba a personas del pasado, y en la actualización de los mismos (Paatz 2011: 112), al igual que se hace con la leyenda de los castos amantes de Teruel. El Cajón de sastre llama la atención por establecer una isotopía textil doméstica (costura, cajón de sastre, cosido primero), que no solamente ha sido leída como una deuda con el Barroco, sino que también indica la creciente importancia que adquiere la mujer en los discursos públicos (Palomo 2015: 126, 133).

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y aduce ejemplos positivos, como Isabel la Católica para la modestia o Teresa Enríquez en sus actos piadosos. Detalla que “[n]unca convendré en que todas son malas; antes diré que las más son buenas, y hallaré tantos apoyos como gotas de agua llevan los ríos” (ibíd.; vid., para un análisis más profundo, Paatz 2011: 114, 117). De este modo, parecido a la estrategia retórica de Ramón de la Cruz con respecto a los miembros eclesiásticos, Nifo busca la benevolencia femenina aludiendo a la heterogeneidad existente dentro de un mismo grupo social, ‘las mujeres’, cuyos miembros positivamente valorados deberían estar de acuerdo con la crítica de aquellos otros que no cumpliesen con el respectivo ideal. Reiteradamente, Nifo recurre a la Sagrada Escritura, indicando como fundamento de sus tesis que Dios habría creado a la mujer como compañera y “segunda dicha del hombre” (Nifo 1781, IV: 230). Claramente adscrita a un papel de servidora de este, la mujer sería el “alivio” del varón a condición de que “sea bien criada” (Nifo 1781, II: 90). Así, la mujer sería el “mejor agente de la felicidad del hombre” (Nifo 1781, II: 90),4 debiendo ser madre y esposa según unas rígidas pautas católicas (vid. Royo 1993: 264, Enciso Recio 1956: 334). No obstante, Nifo afirma en un gesto de pesimismo cultural y misógino que la mujer, en vez de procurar la felicidad del hombre, podría llegar a ser una carga y la “primera ruina, y estrago” (Nifo 1781, IV: 230) para el hombre, lo que haría necesario dirigirla, entrando los dos géneros en una batalla (Paatz 2011: 119). Ahora bien, añade en un gesto entre paternalismo y misoginia no exento de ironía, “si la muger vence, la culpa no es de ella, yo siempre se la atribuiré á los hombres” (Nifo 1781, V: 444). De este modo, la mujer queda como claramente supeditada al hombre, a su servicio, a la que habría que encauzar y cuidar constantemente. Independientemente de que sea o no virtuosa, se concibe como un producto del hombre y, con ello, como un objeto que indicaría también el estatus masculino. A través de preguntas retóricas durísimas interroga a la mujer sobre su constitución, apoyándose en el Génesis (Nifo 1781, I: 90) y refiriéndose a la culpa heredada del pecado original para dejar a la mujer 4 

Con ironía, deja entrever una misoginia cada vez más clara, afirmando que las mujeres tendrían cuatro dotes: la obstinación, la mentira, la ficción y el orgullo, que serían “universales en todas” (Nifo 1781, VI: 15). Nifo hace recaer la responsabilidad de la educación en la madre (Nifo 1781, IV: 230).

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en el sitio de la compañera subordinada. Aunque concluye en un romance que “los hombres las hacen malas” (ibíd.: 91), su texto revela un diagnóstico devastador del matrimonio, lamentando que existirían supuestamente pocas mujeres que cumplan con el ideal femenino hogareña, sumisa, servil y piadosa (vid. Royo 1993: 266). Cual consejero de sus lectores (masculinos) afirma que “el casarse con muger justa, pacífica, fuerte, y prudente, es acierto; pero como es fortuna encontrarla con tales calidades, debe ser mui escrupuloso el consejo” (Nifo 1781, IV: 68). Nifo, a su vez, también tematiza con ironía a su propio favor el variable valor mercantil de una mujer mediante una alegoría sobre el consumo de higos: Yo, respondió el Médico, soi el hombre más aficionado á higos que hai en el mundo: si digo bien de ellos, todos los comerán, y serán raros; y la conseqüencia, que es la que me duele, será subirse el precio. Exagerando que son dañosos, abundarán por las calles, y puestos públicos, y esta redundancia hará más barata la compra; y á menos gasto saciaré yo mi ansia de higos (ibíd.: 105).

La valoración negativa de las mujeres en general tendría, pues, un efecto en el mercado amoroso y matrimonial. Las críticas a la mujer se revelan aquí como una estrategia, cuyo empleo está reservado a los hombres, para influir en el valor de una mercancía que habría que controlar no solamente en cuanto a su calidad, mediante la educación, sino también en cuanto a su cantidad. No obstante, Nifo señala la moderación y la virtud también como objetivos para el hombre, no solamente para las mujeres (Nifo 1781, II: 59; vid. Paatz 2011: 114). Lo que queda claro es que Nifo es ecléctico en sus actitudes y enunciaciones, adaptándose a un público amplio. Nifo mismo reconocía estar guiado por cierto pragmatismo al depender de la venta de sus escritos: “yo no pretendo aplausos del público ni finezas de la fortuna, sino asistencia del dinero, que si como dice el adagio: Por el dinero baila el perro, también es seguro que el dinero transforma en sabios a muchísimos majabuenos” (Nifo 1781, V, Introducción: s. p.). La mayor brevedad de los formatos periodísticos y teatrales los hacía más accesibles y atractivos para un público lector variado que incluía explícitamente a mujeres y a religiosos como lectores específicos, a la vez que requerían menos inversión económica para su producción. La variedad de asuntos y de opiniones en la obra de Nifo, como han destacado

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acertadamente Pilar Palomo (2015: 129-130) y Ana Rueda (2015: 181184), también encaja con el hecho de que Nifo se dirigiese a un público amplio tendencialmente culto que constaba del “que ejerce un empleo público [...], el estudioso o literato [...], el que sirve cargos civiles [...], [el] subalterno a una oficina [...], los señores sacerdotes y sabios sujetos [...], el oficial mecánico [... y] las señoras mujeres” (Nifo 1781, I: XLII). La variedad de profesiones y condiciones también incluía diferentes posturas ideológicas, desde más liberales a más conservadores, a los que había que “ofrecer un punto de identidad” en el proyecto de modernizar el país en lo económico y en lo científico (Álvarez 2006b: 207). Aunque sin ánimo meramente altruista, destaca claramente que Nifo utiliza los medios del teatro y de la prensa como instrumentos reformadores en pro de una modernización y una mejora cultural (Romero Ferrer 2013: 126). Su obra periodística ya ha sido analizada en abundancia (vid. infra el estado de la investigación). En cambio, en su teatro, al ser considerado un elemento menor en su producción, no se ha indagado demasiado (Gies 2015: 103). Aparte del alcance efectivo de su prensa, Nifo disfrutó del apoyo real a sus proyectos, al convertirse sus periódicos en portavoces de los proyectos de modernización política promovidos por la Monarquía.5 Ello le puede haber permitido escribir obras dramáticas algo menos difundidas, aunque la “‘marca’ llamada Nifo” habrá facilitado su venta (Álvarez 2006b: 207-208). Junto con las otras obras teatrales de Nifo, La casta amante de Teruel crea otro canal paralelo a la prensa en el que no solamente se hablaba de la mujer, sino que se la alcanzaba como público (Paatz 2011: 113; Urzainqui 2006). 6.2. Otras vías de acceder al pÚblico: la “escena patética” No se sabe si La casta amante de Teruel llegó a representarse, pero al menos como obra impresa debió de circular (Angulo 2006b: 479). La “escena patética” se considera un melólogo6, esto es, de un monólogo 5  En 1758, ya bajo Fernando VII, Nifo consigue el patronazgo del duque de Medinaceli para publicar el Diario noticioso (Álvarez 2006b: 207). 6  Este género dramático sentimental se extendió en España durante el último tercio del xviii, considerándose a Rousseau como iniciador del género con su Pigmalion, scène lyrique (1770). En el siglo xviii no se utilizaba el término melólogo, sino que los dramas musicales unipersonales eran tituladas por los autores, censores o críticos

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sentimental de normalmente un único personaje (logos) con un acompañamiento orquestal7 tendencialmente patético (melos) que se introduce en las pausas del diálogo o monólogo (Guijarro 2011: 43; Subirá 1978: 111).8 El público asiste al desarrollo emocional de la protagonista, Isabel, que se halla en un momento de suma tensión psicológica tras la muerte de su amado Diego en su propio salón. Aunque se trata de una pieza unipersonal, La casta amante de Teruel de Nifo consta, por lo tanto, de la presencia de otro personaje, el cadáver del difunto, que invita a dialogar con él sin que pueda responder. La brevedad de la pieza y la entrada in medias res en la acción, justo en el punto culminante de la historia, requería que el público conociera la materia de antemano, un hecho facilitado al retomar a héroes nacionales y regionales. La ‘viudez’ de la protagonista, privada de su amante, pese al esposo prometido por el padre, se convierte en el punto de partida para visibilizar los afectos de Isabel, sus movimientos interiores y su virtud basada en la religión —especialmente su amor casto y sincero—, y para tematizar temas como los matrimonios por conveniencia y las normas de comportamiento para ambos géneros según el cristianismo. Al final, ella es aliviada de sus dudas y penas por un deus ex maquina que le permite morir encima del fallecido y pasar de la esfera terrenal a la celestial, para juntarse allí de nuevo con él. De este modo, en una escena desarrollada dentro de un espacio privado y sumamente íntimo, el monólogo permite acceder al interior de la protagonista y realizar desde su perspectiva una crítica social. La oposición entre las penas del espacio terrenal y la dicha celestial refuerza la orientación en el catolicismo a la hora de normativizar las relaciones entre hombre y mujer. Cómo funciona ello en detalle, se analizará más adelante, tras presentar el estado de la investigación al respecto.

como “escena musical”, “escena de música”, “escena unipersonal” (Guijarro 2011: 45) o, como en el caso de Nifo, “escena patética” (Nifo 1791: I). Los límites del género del melólogo son controvertidos, siendo el término mismo “un bautismo controvertible” (Guijarro 2011: 52). No obstante, se utilizará aquí para describir la paulatina extensión de obras con determinadas características formales y de contenido que comparten con La casta amante de Teruel. 7  Para un acercamiento detallado al empleo de la música y al desarrollo del teatro musical en España y especialmente Madrid, en el último tercio del xviii, vid. Presas 2015. 8  La partitura o cualquier información sobre la música de la pieza hoy en día no parece accesible.

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Nifo fue un personaje controvertido en cuanto a sus posturas ideológicas y su producción ya entre sus coetáneos, y los debates sobre cómo encajarlo no han cesado hasta hoy. Empero, Nifo es reconocido unánimemente desde el detallado análisis Nipho y el periodismo español del siglo xviii realizado por Luis Miguel Enciso Recio en 1956 como “fundador del periodismo moderno español” (1956: 151). Esta valoración se ha consolidado en varios estudios desde entonces, como la monografía de María Dolores Saiz García (1990: 226-239) o el volumen Francisco Mariano Nipho. El nacimiento de la prensa y de la crítica literaria periodística en la España del siglo xviii (2015) de José María Maestre Maestre, Manuel Antonio Díaz Gito y Alberto Romero Ferrer, que reúne varios artículos al respecto.9 Especialmente los análisis en cuanto al Cajón de sastre de Nifo han podido revelar, además, las estrategias discursivas del autor para alcanzar a un público amplio, también femenino. Se ha discutido especialmente su anclaje entre modelos barrocos y tendencias dieciochescas, como el empleo de la isotopía textil o la inserción de cartas ficticias (Rueda 2015, Pérez Lasheras 2015; Palomo 2015). Especialmente Philip Deacon ha estudiado la prensa española “como agente de las Luces” (2015), dentro de la cual cabría insertar a Nifo. Asimismo, Joaquín Álvarez Barrientos ha sintetizado varios componentes de la postura ideológica del autor en su artículo “La ilustración de Francisco Mariano Nifo” (2006b). También existen ya varios estudios sobre Nifo y su relación con el teatro, basados tanto en su producción dramática como en su crítica teatral, de importancia para contextualizar también La casta amante de Teruel. Carabantes de las Heras (2015) ha subrayado la flexibilidad con la que Nifo recurre a autoridades y la crítica que dirige a otros críticos en la prensa. Alberto Romero Ferrer (2013 y 2015) ha destacado el posicionamiento de Nifo contra el sainete en el debate sobre el teatro y su necesidad de proponer él mismo un modelo que superara 9 

De este modo, Nifo también se ha convertido en un personaje conmemorable en la opinión pública actual (vid. anónimo 2008, “Se cumplen 250 años del nacimiento de la prensa diaria en España” en Noticias de la comunicación). María Royo Latorre llama la atención sobre la reivindicación de su importancia ya en su propia época, como por su coetáneo Juan Sempere y Guarinos, continuada en el siglo xix por Emilia Pardo Bazán, Juan Pedro Criado Domínguez, Anselmo Gascón de Gotor, Domingo Gascón y Guimbao, Francisco Asenjo Barbieri y otros (Royo 1993: 259). José María Maestre (2015) ha iluminado algunos detalles biográficos del autor a partir de su autorrepresentación y su firma en el Diario Noticioso.

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los sainetes, arremetiendo especialmente contra Ramón de la Cruz, a la vez de que lanzaba dardos contra Nicolás Fernández de Moratín (vid. también Gies 2015: 102; Domergue 1980, Álvarez 2006b: 205).10 Emilio Palacios (2002b) ha iluminado la polémica entre Nifo y otros autores sobre Calderón y el teatro áureo en el contexto de la controversia sobre la ‘casticidad’ en el siglo xviii. David Gies (2015) ha llamado la atención sobre las posibles tensiones fructíferas que resultarían al comparar los postulados teóricos planteados en la crítica de Nifo y su propia producción teatral, comparación que aún queda por hacer. Un punto de partida para captar diferencias entre su postura como crítico y como dramaturgo practicante podría ser, aparte de la aportación de Gies, el resumen y el análisis del desarrollo de las reseñas publicadas por Nifo que ofrece María Royo Latorre (2015). Esta señala que el Diario Extranjero (1763d) de Nifo puede servir como indicador del “estado de crisis casi permanente” (Royo 2015: 177) del teatro en el xviii, asumiendo Nifo la tarea de ofrecer a su vez nuevos modelos dramáticos que se adaptaran a las convicciones morales y de gusto coetáneas. La casta amante de Teruel podría considerarse un fruto de esta búsqueda. René Andioc (1976), así como René Adioc y Mireille Coulon (1996), han aportado valiosos datos sobre las prácticas teatrales en el siglo xviii. Joaquín Álvarez Barrientos (2005b, especialmente 269-274) ha explicado cómo se interpretaban los melólogos. Sobre el género teatral del melólogo y su componente musical en particular han trabajado, además, José Subirá (1978)11, Joaquín Álvarez Barrientos y Begoña Lolo (2008) y Adela Presas (2015). Javier Guijarro Ceballos (2011) ha ofrecido un resumen de la problemática de establecer los límites del género, a la hora se subsumir varios géneros de teatro, ya que bajo el término “melólogo”12 se subsumen diversos géneros denominados de

10  Consta, no obstante, que los tres autores compartían buena parte de sus ideas sobre la necesidad de un impacto moral del teatro, coincidencia tal vez mitigada por su competencia en la práctica. Sobre el debate teatral vid. Palacios 1998a y Domergue 1980. En 1763, Nifo participó en una polémica con personajes como Juan Cristóbal Romea y Tapia, José Clavijo y Fajardo y Ramón de la Cruz sobre España y el estado de su civilización, también en cuanto al desarrollo del teatro (vid. Álvarez 2006b: 205). 11  José Subirá, además, aportó ya en 1928 un análisis recopilador sobre los melólogos de Rousseau, Iriarte y otros autores, mas sin tocar a Nifo. 12  A su vez, Salvador Crespo Matellán (1979) ha mostrado cómo se elaboraron parodias del melólogo como género. Víctor Manuel Peláez Pérez (2004) ha estudiado en particular las parodias de Los amantes de Teruel de Hartzenbusch.

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otro modo por sus contemporáneos. María Jesús García Garrosa ha destacado la lacrimosidad como señal de sensibilidad de los protagonistas en su monografía La retórica de las lágrimas. La comedia sentimental española, 1751-1802 (1990). También Germán Labrador López de Azcona (2003) ha aportado un artículo sobre el auge de la ‘sensibilidad’ en el teatro dieciochesco. Ermanno Caldera (1993), Mario Di Pinto (1993) y Fátima Coca Ramírez (2000) han trabajado sobre aspectos poetológicos y la relación entre la tragedia neoclásica, el drama histórico romántico, el melólogo y el drama sentimental/la comedia sentimental, hasta desembocar en el teatro romántico. Toda esta sensibilidad se asociaba en gran parte a la mujer, cuya emergencia como “receptora literaria” en el siglo xviii ha destacado Inmaculada Urzainqui (2006). Dos estudios reveladores en cuanto a la construcción de género en diferentes obras de Nifo los han ofrecido María Royo Latorre (1993) y Annette Paatz (2011) enfocados en la prensa de Nifo. María Angulo Egea (2006b, 2009a), además, ha publicado dos artículos sobre el ideal femenino entre virtud, castidad y heroísmo en La casta amante de Teruel y otros melólogos. Destaca que entre los estudios de género al respecto no haya ninguno que analice desde una perspectiva crítica la(s) masculinidad(es) en el sistema de coordenadas sociales que presenta cada obra teatral.13 Los análisis aquí citados se centran en la mujer. El siguiente análisis, por lo tanto, también tiene como objetivo llenar este vacío para la obra en cuestión, prestando atención también a las normas de conducta masculina, algo escondidas, pero estrechamente ligadas al ideal femenino en movimiento dentro de su ‘jaula’ doméstica y al encauzamiento de la religiosidad. 6.3. Espacios y personajes Como ya se ha destacado, La casta amante de Teruel es una pieza unipersonal con una sola protagonista: Isabel de Segura se lamenta en el salón de la reciente muerte de su amante, Diego, que yace en el sofá. Esta situación del melólogo es especial, ya que hay otro personaje presente que permite elaborar un tipo de diálogo partido por la mitad, parecido a obras mucho más tardías como Cinco horas con Mario (1966). 13  Un artículo más general sobre los géneros masculino y femenino en el teatro a finales del siglo xviii lo ha ofrecido Alberto González Troyano (1997).

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La presencia del muerto puede servir como espejo, ya que este ya no puede comentar las afirmaciones, preguntas y reproches que salen de boca del personaje vivo. Así, La casta amante de Teruel consigue en un primer plano algo esencial: dar voz (aunque sea en la ficción) a una mujer, lo que permite al público penetrar profundamente en su interior atormentado por los sucesos, un striptease del alma mucho más pornográfico que cualquier escrito de Samaniego o de sus compañeros (vid. infra cap. 9). La casta amante de Teruel, por lo tanto, se vale de la voz de un personaje para transmitir cierto(s) mensaje(s), una estrategia parecida al empleo de cartas ficticias en la prensa de Nifo (Palomo 2015: 131) o en las novelas epistolares de la época como, por ejemplo, Cornelia Bororquia de Luis Gutiérrez (vid. supra cap. 3). 6.3.1. Miradas en el interior del alma femenina en el espacio íntimo Isabel, protagonista de La casta amante de Teruel, coincide en parte con la imagen general de la heroína sentimental, que es “por regla general una mujer joven y bella, huérfana o de origen desconocido. [...] Son humildes, amables, generosas, y provocan la admiración y el elogio de cuantos las rodean” (García Garrosa 1990: 178). Al encontrarse sola, ella no provoca la admiración explícita de ningún personaje, ni tampoco es de origen desconocido o huérfana, pero sí destaca su enorme belleza, su juventud y su virtud, que se hace visible justo en la situación extrema que pone en peligro su equilibrio personal. Este desequilibrio personal es capaz de poner de relieve, en un segundo plano, el peligro de inestabilidad para la sociedad que se derivaría de la confrontación irreconciliable de diferentes sistemas morales que condicionarían el comportamiento de un individuo (vid. Angulo 2006b: 471). Virtudes cristianas interiorizadas: del recato al “honesto amor” En Isabel se resalta, mediante su propio “recato” (Nifo 1791: III) y el “honesto amor” (Nifo 1791: X) a don Diego, una base moral cristiana de su comportamiento que garantiza su rectitud. Afirma, en este contexto, su integridad como mujer: “el Cielo mismo/que vé mi corazon, sabe que nunca/tubo lugar en mi alma un leve indicio/de femenil flaqueza; y que el deleyte,/que en la pasión de amor es un peligro,/

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ni menos de mi idea se hizo dueño” (ibíd.). Habiendo mantenido su castidad y rechazado al deleite carnal, Isabel demuestra su propia virtud, a la vez que se reafirma la pecaminosidad femenina en general. La protagonista reproduce este topos al hablar de la “femenil flaqueza” y no, por ejemplo, de la “flaqueza humana”, de la que habría conseguido ponerse en guardia. La intimidad de sus confesiones al hallarse supuestamente sola hace parecer verosímil su sinceridad al expresar sus sentimientos y al aludir al cielo como instancia suprema de control desde la fe cristiana. El recato de Isabel también se reafirma al haber sido percibido claramente por don Diego, que “supo fino/mirar à mi decoro” (ibíd.). De este modo, la obra reitera el peso de la castidad, virtud que “modéra las passiones de la parte concupiscible en orden à los actos venéreos y deleites carnales”, según el Diccionario de Autoridades (RAE 1729, II: 222), como característica moral más importante en las mujeres. Una tensión femenina: entre obediencia y sinceridad Esta honestidad, a su vez, también se presenta como causa de su aflicción, ya que en ella entran dos principios en lucha: su amor honesto frente a la obediencia al pater familias que desea casarla con don Fernando en un matrimonio de conveniencia económica. Isabel expresa esta tensión, demostrando veneración y sumisión ante su padre (“de mi Padre [...]/que venero”, Nifo 1791: VII), para repasar, tras la muerte de don Diego, la situación alternativa de atender a sus deseos y casarse con Fernando en un experimento mental: Supongamos que yo, viendo imposible/dar vida à Don Diego, determino,/ por evitar sospechas mal fundadas,/admitir de mi Padre los designios:/y al mirar mi inconstancia y mi flaqueza,/¿qué se dirá de mí? Cielos divinos,/ vosotros sois autores de mi afecto,/sedme, pues, favorables y propicios!/ Vivir con Don Fernando, aun quando quieran/mis tristes aflicciones consentirlo,/nunca ha de ser honroso, ni decente,/y siempre sospechoso mi cariño (ibíd.: XI, cursiva mía).

En su reflexión destaca la orientación en los deseos del padre, contrarios a los suyos, y el gran peso de la imagen pública creada por una relación entre hombre y mujer, así como la importancia del control

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social. Asimismo, pone de relieve en su monólogo que, ante todo, rinde cuentas ante Dios y su propia conciencia. Para ella es fundamental “evitar sospechas”, hecho que ella considera imposible de no contraer el matrimonio con base en un amor honesto.14 La falta de amor en su relación con Fernando desembocaría en su “inconstancia” y su “flaqueza” moral. De este modo, la “flaqueza”, aunque arraigada supuestamente en su naturaleza femenina, se desenmascara como efecto de unas prácticas sociales que se oponen a los sentimientos sinceros de amor, los cuales garantizarían la estabilidad matrimonial. La anterior autoinculpación de “flaqueza femenil” incluso podría ser leída como un recurso estratégico a la modestia. Esta, como rasgo moral importante en la mujer, refuerza su autoridad moral en el momento de analizar la situación, al mismo tiempo que cumple con la exigencia moral de que los hijos veneren a los padres. Desde esta posición, ella busca la razón de las adversidades opuestas a su amor harmonioso y casto, encontrándola en el poder de otros intereses opuestos. Sin embargo, en vez de culpar a su padre, Isabel se convierte en portavoz de una crítica moral general: ¿Quién tubo, pues, poder para arruinarle [al amor honesto]?/¿qué respeto infelíz, mal entendido/se ha interpuesto fingiendo conveniencias/contra un amor tan puro como el mio?/El Interés.... Deidad de almas venales,/en cuyas aras hacen sacrificio,/el Hijo de la vida de su Padre,/y el Padre de la vida de sus hijos./¡Era pobre Don Diego! y su pobreza/fue de su noble amor el enemigo! ...... (pausa)/Don Fernando era rico, mas que amante;/y mi Padre, mirando al beneficio/seductor con que alagan las riquezas,/à mí me ha hecho infeliz, y aún à sí mismo./¿Qué importa la virtud en el que es

14 

Ello coincide con la crítica de Nifo a las apariencias como recurso para ocupar un lugar en la sociedad que formula en su Representación (de burlas hecha de veras) al nobilísimo gremio de los hombres de juicio de esta gloriosa Monarquía: “Este mundo es una selva/ llena de vicios y males/y para campar en él/es preciso disfrazarse,/para el bueno con virtud,/y para el malo con arte;/siendo oveja por afuera,/por dentro lobo insaciable,/y haciendo ley de lo injusto,/vivir con trampa adelante,/con arte y engaño/la mitad del año;/con engaño y arte/la otra media parte” (Nifo 1756: 21-22, vid. Álvarez 2006b: 211). Nótese también el uso del imaginario de lo salvaje, encarnado por el lobo y su víctima, la oveja, reiterado en otros escritos, como en la novela Cornelia Bororquia de Gutiérrez, en el drama Cecilia viuda de Comella, o en la poesía de Margarita Hickey, que adscribe a los hombres pertenecer al mundo salvaje. También es llamativa la metáfora del disfraz como capa que encubre el comportamiento disimulador, al que se opondrá justo la visión en el interior de la protagonista, permitida por su monólogo íntimo.

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pobre?.../Es la virtud sonrojo de los ricos/quando la vé en almas indigentes (Nifo 1791: V, cursiva mía).

El interés es denunciado como nueva “Deidad” que ha conseguido captar a los hombres, quienes se ven exculpados, al señalar cómo este interés sería capaz de seducir cual diablo. La religión y la devoción sincera habrían sido sustituidas por la devoción al dinero y la satisfacción de deseos terrenales, llevando a una diferente valoración de la moral entre personas de mayor y menor estatus económico. En una pregunta retórica destaca no solamente la inversión de valores que, al regir la “Deidad” del interés, convierte a los virtuosos en delincuentes, sino también la importancia de la unión matrimonial honesta y estable para el progreso de la nación: “¿Es posible que amores menos puros/ consiguen enlazarse, y ser propicios/para la Sociedad en sus progresos;/y un amor tan honesto como el mio,/y el [...] de Don Diego, [...] han de ser, qual si fueran delincüentes,/objetos del rigor de su destino?” (ibíd.: IV). Partiendo del conflicto relativo a la selección del marido por los progenitores o por los novios mismos se expresa un claro rechazo al matrimonio impuesto y de conveniencia y una apelación a llegar a un acuerdo entre padres e hijos, también en pro del progreso social. En ello, la reivindicación de Nifo se parece a la de Leandro Fernández de Moratín en El sí de las niñas, mucho más tardía, pero dando voz a una mujer sola como autoridad enunciadora de la crítica. Dicha crítica aspira a que se garantice la estabilidad social mediante la felicidad privada familiar (vid. Angulo 2006b: 474). Ella recalca “que amor que es verdadero,/ha de ser conquistado, no vendido” (ibíd.: XII, cursiva mía) y que por tanto no es posible la boda con Fernando. Ahora bien, esta expresión destaca, pese a toda la autoridad moral adquirida de forma sutil, que la mujer sigue siendo el objeto cotizado. Tiene que ser “conquistada” cual ciudad cercada y se entrega a la “pureza en los deseos” que la conmocionan: “siento en mí aquel poderío/que tiene la ternura de lo amante/en pechos que no saben ser fingidos” (ibíd.: IX). Sensibilidad y razón: hacer visibles los apuros internos de la mujer La sensibilidad, la capacidad de conmoverse, es esencial en la protagonista para hacer visible la lucha interna entre los dos principios de comportamiento exigidos a la mujer: la sinceridad amorosa, concorde

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con sus sentimientos religiosos, y la obediencia a los padres.15 No obstante, terriblemente emocionada en la situación límite de verse enfrentada a la muerte de su amante, la emotividad la lleva también a interrogarse a sí misma de manera racional. Isabel expresa: “Preguntarme pretendo yo à mi misma” (ibíd.: IV), utilizando, para ello, la razón y observando desde un plano superpuesto su propio estado anímico y social. “En tan funesto estado miro à mi alma” (ibíd.: IX), “no está mi juicio acostumbrado/à mirar la virtud con ojos tibios” (ibíd.: XI). El autoexamen, pues, se lleva a cabo con base en el “juicio”, que, no obstante, está influido por su situación vital específica y el “¡[...] delirio!” (ibíd.: V). Así, su monólogo se sitúa al mismo tiempo en el borde del ensueño o de la locura. Nifo conjuga, pues, razón y sensibilidad para la inspección interna de la mujer. Su lucha interior al tener que decidir racionalmente a qué principio —el de la obediencia o el del honesto amor— dejar ganar terreno, da pie a una reflexión y a la búsqueda de un manual de cómo organizar la propia sensibilidad bajo las condiciones que rigen sobre las relaciones entre hombres y mujeres: mi corazón y espíritu luchando/están en mi interior, y aunque indeciso,/el combate y en mí la resistencia/hace de medianera los oficios,/intentando hermanar dos sentimientos/que se oponen, debiendo ser amigos:/no puedo decidir, de estos afectos,/quál deba ser de mi alma preferido (ibíd.: IX). ¿Cómo podré ahuyentar del pensamiento/aquellas tiernas ansias y suspiros/con que gravó de nuevo aquel contrato/que ambos, con santo fin, fieles hicimos?/Ni puedo, Cielos santos, aunque quiero,/olvidar de Don Diego el sacrificio/no puedo ser ingrata à la nobleza/de su amor (ibíd.: X-XI).

En los fragmentos se insinúa la imposibilidad de una salida pragmática, al no poder desterrar de los pensamientos (racionales) el afecto sincero, base del “contrato […] con santo fin” (ibíd.) entre los novios. Así, se refuerza el matrimonio entre iguales como un lazo santo. También se menciona la nobleza como concepto de un estado moral, parecido al concepto de la nobleza en las Cecilias de Comella (vid. supra

15  Ello se ve reforzado en ella como personaje femenino, si tenemos en cuenta las reiteradas afirmaciones de la época sobre la mujer como civilizadora del hombre (vid. Álvarez 2006a: 317).

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cap. 7), independiente del estamento y de la proveniencia como condicionantes. María Angulo Egea postula que en el xviii la literatura habría erigido a la mujer como protagonista, concibiendo en el género femenino un a priori de sentimentalidad claro y definidor de su carácter (Angulo 2006b: 472). Esa relación estrecha entre mujer y naturaleza sentimental es importante, especialmente en vista de que no existen monólogos parecidos con protagonistas masculinos, aunque sí existe el modelo del hombre sensible.16 También es el rasgo que la haría el ser doméstico por excelencia. La mujer se puede convertir en el centro de la familia gracias a su capacidad de crear cohesión social emocional, y de dulcificar al hombre,17 eso sí, sin quitarle su masculinidad, ya que puede convertirse en cualquier momento en el objeto de deseo masculino (Angulo 2006b: 473). A su vez, la sensibilidad de la mujer también la reduce a un ser frágil que “revela su necesidad intrínseca de protección y apoyo” (Busquets 1996: 165), imagen similar a la que se ofrece en Cornelia Bororquia, Eusebio o en las dos Cecilias.18 El cristianismo como apoyo moral y emocional Esta protección, Isabel no la encuentra en ningún hombre, ya que su pareja ideal ha muerto y ni su padre ni el pretendiente alternativo

16 

Vid., por ejemplo, Eusebio, Cornelia Bororquia o Cecilia viuda. Mostrar conmoción, también derramando lágrimas, se entendía como signo de una mayor moralidad del ‘hombre de bien’, llevando a una ‘homogeneización’ externa entre los sexos (vid. González Troyano 1997 para un análisis de estas simetrías). No obstante, hay que tener en cuenta los límites de esta sensibilidad, que excluye la demostración de cualquier sentimiento de ira, rabia o violencia. Se trata consecuentemente de emociones que causan compasión en otros, en vez de la necesidad de defensa. También se reprimen sentimientos relacionados a la sensualidad o sexualidad, y cualquier emoción fuera de los cauces del amor marital y maternal resulta censurable. En el Diario Extranjero (1763d), Nifo también se expresó decididamente en contra de demostrar en el teatro pasiones o relaciones amorosas de forma positiva para evitar un efecto negativo en cuanto a la moral del público (vid. Angulo 2006b: 472). 17  Nifo mismo también escribió un sainete titulado El juicio de la mujer hace al marido discreto, reafirmando esta función de la mujer para el hombre. 18  No obstante, también existen otras visiones sobre la forma de evitar la tutela masculina (vid. cap. 8 sobre Margarita Hickey) o de mantener la propia autonomía sexual (vid. cap. 9 sobre poesía erótica).

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coinciden con las normas morales por las que ella se rige y son proclamadas como universales desde el catolicismo. Ella dice basarse en “la ley del Cristianismo” (Nifo 1791: IX), que le inspiraría su moral y por la que opta activamente, en la lucha entre las pautas que le dicta su sentimiento de amor a don Diego, entrecruzado con la fe sincera, y la obediencia a su padre. Estas congojas se describen como el destierro del cielo terrenal: “¿Cómo, pues, siendo casto nuestro afecto,/hijo de la virtud, no del sentido,/pudo ser desterrado de los Cielos/quando mas esperaba sus auxîlios?” (ibíd.: V). El destierro del cielo (en la tierra) deja entrever una contradicción entre la mano divina, impenetrable para la razón humana, pero capaz de intervenir en la vida terrenal, y el poder de otros intereses de los seres humanos. Bajo estas condiciones, Isabel ruega al cielo que modere el dolor y los reproches a su padre para no juzgarlo y perdonarlo (ibíd.: VII-VIII). No obstante, al igual que al dudar de cómo era posible que Dios no hubiese apoyado el amor casto entre ambos amantes, también indica que existen momentos de dudas y límites en la creencia religiosa. La profesión de su cristianismo resalta como clave e implica aceptar y, de este modo, aguantar el sufrimiento mediante el autodisciplinamiento cual martirio en pro de la salvación: La Religión sagrada que profeso/à todos en sus leyes ha prescrito/paciencia y tolerancia en los trabajos,/cristiano sufrimiento en los conflictos./¿Pues cómo le concedo entrada libre/al dolor, no ignorando que el auxîlio/del Cielo, en tales casos, es socorro,/es defensa, es consuelo, y es asilo? (ibíd.: VIII).

La pregunta es retórica. Primero deja lugar a dudas sobre su propia adhesión a la fe para luego, sin embargo, fortificar esa convicción y, a partir de ella, la propia moderación. El compromiso religioso le permite vencer las pasiones, aguantar el dolor y actuar de manera íntegra al oponerse a la boda con don Fernando, siendo aliviada al final gracias a la muerte, regalo divino, que la une —desde esta creencia— a su amor don Diego en el cielo. Mediante este ascenso al cielo, Isabel, bella y carente de cualquier sensualidad (Angulo 2006b: 473), se viene a convertir en un ángel, a la vez que el control de las pasiones mediante la religión le permite razonar de modo racional, obteniendo ya en tierra el juicio moral que Feijoo les reservaba a los ángeles en el cielo.

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6.3.2. La religión cristiana como base de salvación: del salón al cielo La intimidad del salón en el que Isabel se halla sola cual escaparate de la virtud femenina apoya estas impresiones. Estando sola en la casa, espacio que permite tanto la intimidad como la sociabilidad y que le corresponde ‘por naturaleza’, la protagonista se ve libre de la necesidad de cumplir con cualquier expectativa social inmediata de otros. Aparentemente, solo rinde cuentas a su propia conciencia y a Dios. De este modo, Isabel se opone a una religiosidad superficial fingida motivada por el cortejo, como la que critica Ramón de la Cruz, contra la que el mismo Nifo lanza sus dardos reiteradamente en el Cajón de sastre (vid. Paatz 2011: 118).19 Isabel, al anticipar la desconfianza de la sociedad y de Fernando cuanto sepan que ella había amado a otro y que se casaría con él solo por el deseo de otros, no encuentra ninguna salida pragmática que le permita atentar ni contra la debida obediencia a su padre ni contra la fidelidad que se impone ella misma. Quedaría el suicidio, punto culminante de la libertad y autodeterminación del ser humano, según Hume, que lo reivindicó como un derecho para recuperar la “libertad nativa” (Busquets 1996: 160). Mas, censurado por el catolicismo, tiene que ser necesariamente un deus ex machina lo que salve a Isabel de su situación sin salida. Ella alude a las diferentes actitudes ante la muerte repentina, dejando claro que solamente los “justos” la aceptarían como providencia divina desde una actitud moral de sumisión: Se burla de la muerte la venganza,/la desprecia el amor quando es activo,/ la pretende el honor por vanagloria,/el dolor la desea como alivio,/el temor la anticipa con zozobras;/y sola para el Justo es regozijo./La insulta la venganza enfurecida,/la desprecia el amor en su delirio,/ambicioso el honor la solicita,/el dolor la quisiera en sus deliquios,/la anticipa el temor, porque es cobarde,/y solo el virtuoso à ella es sumiso,/porque adora de Dios la providencia (Nifo 1791: XIII-XIV, cursiva mía). 19  Así, afirma, por ejemplo, que “[s]on algunas mugeres tan neciamente crédulas de su devocion, que piensan hacer un grande sacrificio, siendo conducidas al Templo asidas del brazo del Cortejo obsequioso, y rendido. [...] ¿habrá alguno que discurra asiste una muger con toda humildad, y devocion al tremendo Sacrificio, teniendo el Chischis, y Enamorador al lado? Yo nunca me persuadiré, á que una muger de estas condiciones, y naturaleza es verdaderamente devota; antes bien creeré, que en vez de ser devocion lo que hace, es burla quanto finge” (Nifo 1781, IV: 236).

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Desde esta perspectiva, tanto el amor verdadero como la muerte estarían fundamentados en Dios. Ella afirma saber que “somos los mortales/objetos del dolor mientras vivimos” (ibíd.: XIV), compartiendo, por lo tanto, la visión cristiana de que la vida es un valle de lágrimas por el que habría que pasar antes de ascender al cielo, si bien niega que ese sea el motivo de ansiar la muerte: “No deseo la muerte por librarme/de dolores, angustias, y conflictos” (ibíd.: XIV). Esta argumentación contrasta con el contexto de su fuerte aflicción y desesperanza, cercana a la locura, que sí haría plausible el deseo de morir como única salida. No obstante, el texto compagina esta posibilidad con un temor a Dios, dándole más peso a este último. Su muerte, finalmente, se da como regalo de Dios. Nifo se toma ocho versos para describir cómo los sentidos de la protagonista se van turbando, proceso que ella sigue comentando como investigadora racional de sí misma (por ejemplo: “¿Qué funesto vapor turba mi juicio?”, ibíd.: XVI). Ella, en vez de entregarse a don Diego tras ser conquistada por él, se entrega a Dios, huyendo de un mundo percibido como adverso: Siempre mi corazon os ha adorado;/y aun amando à Don Diego os he tenido/tan presente, Señor, en mis afectos,/qual si me viera humilde en vuestro juicio./Usad, pues, de clemencia con una alma,/que rodada de sustos y deliquios,/intenta desprenderse de los lazos,/que la unieron al cuerpo: este edificio/ya no podrá hospedar otras ideas,/que las de la aflicción. No sé que digo;/Vos, Soberano Autor de mi exîstencia,/admitid de mi vida el sacrificio (ibíd.: XV).

Ella muere “como dón vuestro” (ibíd.: XV), le dice a Dios, encontrando el alivio en la muerte no solamente por convertirse contenta en un “sacrificio” (ibíd.) de este, sino también al conseguir la unión harmónica con su amado en otra esfera: “Esto sin duda es hecho: ya Don Diego,/cumplo con lo que fina he prometido,/de morir siendo tuya, aunque intentaron/contratiempos y azares impedirlo;/y ya que en la vida no, sea en la muerte nuestro contrato honesto conseguido” (ibíd.: XVI). La última acotación subraya la unión entre los amantes: “Toma la mano de D. Diego, y con estremos tiernos al concluir el ultimo verso se dexa caer à un lado del Canapé” (ibíd.: XVI). Los cuerpos muertos, unidos en el espacio íntimo de la casa, y meros edificios de sus almas, reflejan la unión de estas en vida y en la muerte, en la esfera terrenal y celestial. La muerte inducida divinamente se parece a un suicidio

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que no cierra el acceso al cielo, siendo el agente de la defunción un Dios benevolente que saca el ‘alma’ perdida de su ‘edificio’ corporal para unirla con su amante. Sacrificar la vida se presenta, así, como única solución al problema de que existan diferentes pautas de comportamiento que complican la relación entre hombres y mujeres. No existe ninguna salida pragmática en vida: mientras no se establezcan unas normas morales coherentes, la unión de la pareja solamente se puede lograr en la muerte. Al no oponerse Isabel a las limitaciones impuestas por la sociedad, la obra demuestra el impacto de estas sobre los individuos. Desde esta perspectiva (y más para un público menos religioso), la muerte, aunque legitimada religiosamente, puede conllevar un matiz negativo, como salida infeliz y sin sentido que denuncia unas prácticas sociales que se oponen a una unión matrimonial feliz (privada) entre enamorados, unión que favorecería el progreso y la ‘felicidad pública’ nacional.20 La unión de los dos cadáveres actúa como imagen análoga a la unión en la esfera celestial, que sustituye al espacio íntimo del salón, en el cual la relación estable y feliz no se ha podido efectuar. Al desarrollarse la acción en un solo espacio, sin alternar entre los espacios interiores y exteriores, privados y públicos, representantes de una “totalidad del mundo” (Angulo 2006a: 235) como la hemos visto en sainetes de Ramón de la Cruz, en La casta amante de Teruel la escena no muda. La acción reducida al salón crea una atmósfera densa e íntima, en la que se puede observar en detalle y sin distracción el desarrollo emocional de la protagonista. A la vez, otros espacios y personajes pertenecientes a otros grupos sociales no aparecen en escena. Su ausencia permite destacar algunos aspectos centrales, sin tener que abarcar en su totalidad la relación entre padre(s) e hija o las tensiones entre el espacio eclesiástico y el doméstico. En la advertencia a la obra reza:

20 

En cuanto a esta solución, la intriga se distingue de las tramas típicas sobre las relaciones entre nobles y personajes de procedencia plebeya, en las que normalmente la imposibilidad de la unión por la oposición paterna y social se soluciona contrayendo (rebeldemente) un matrimonio desigual o, más a menudo, mediante una peripecia dramática por medio de la que la condición social del pretendiente inferior se eleva (García Garrosa 1990: 103). Nifo, no obstante, opta por una tercera vía. No manipula el giro final de la leyenda, sino que mantiene la solución mediante una muerte bienvenida, parte de la situación legendaria.

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Advertencia. El teatro representa una Sala adornada decentemente, con Sillería adequada, un Canapé al lado derecho de la estancia, y echado en él Don Diego (en ademán de difunto), Amante, y Esposo comprometido de Isabél. Esta, concluido el golpe de la música patética, separandose del Canapé, asombrada y trémula, mirando el malogrado objeto de su casto amor, exclama con sentimiento tierno y apasionado, exâgerando, como fuera de sí, su inexplicable consternacion (ibíd.: II, cursiva mía).

La “[s]ala adornada decentemente” con “sillería” y el “canapé” no solamente permite penetrar visualmente en un salón burgués o noble, sino que se halla en analogía con la visión en el interior de la amante. La música patética subraya sus sentimientos, que se explicitan, aparte de a través de las palabras de la protagonista, en muchísimas acotaciones que casi harían prescindible un director, aunque a veces contradictorios en su cantidad y el intento de aclarar el modo de la expresión. A su vez, el salón es “el lado privado más abierto a las relaciones con el exterior” (Angulo 2006a: 272), y por eso también idóneo para constituir el punto de contacto o de penetración visual para el público sin sobrepasar los límites de la intimidad para el tacto de la época. El público, en esta configuración espacial, constituye la cuarta pared, permitiendo acceder a los sucesos íntimos normalmente invisibles tras las paredes de una casa. 6.4. Los hombres ‘ausentes’: entre la virtud y el propio interés Don Diego, que “supo fino/mirar à mi decoro, y entregarse/à la muerte, mas bien que hacerse indigno/objeto de un deseo menos casto” (Nifo 1791: X), no puede amparar a Isabel. Su función dramática reside en apoyar como personaje la virtud de esta ante el público, dando —aunque en boca de Isabel— testimonio del recato de su amada. Asimismo, justamente en su amor se hace visible la estrecha relación entre religiosidad y la unión amorosa harmoniosa, previa a la marital: “¿Amé à Don Diego yo, sin el recato?/¿me amó Don Diego à mí, desentendido/de aquella[s] justas leyes que prescribe,/aun mas que el pundonor,/ el Cristianismo?” (ibíd.: III, cursiva mía). Ella lamenta la fuerza del “honor” que ha causado su muerte, habiéndolo dejado también a él “sin amparo” (ibíd.: III). Don Diego, pues, personaje honesto y religioso, también es digno de protección.

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En una alusión de índole casi metateatral se tematiza una posible finalidad de la obra: en este sitio,/teatro del amor mas desgraciado,/hacer vér à la série de los siglos/la Escena lastimosa de lo amante,/en dos pechos constantes, y tan finos,/que antes que derogar una escritura,/que autorizó lo honesto del cariño,/dieron de su firmeza testimonio/las ansias, las congojas, los suspiros,/exponiendo en las aras de la muerte/la vida, del honor en sacrificio (ibíd.: XII-XIII).

La actualización queda expresa en boca de la única protagonista: “me amó, [...] porque acaso hallaba, en los sencillos ardores de mi amor, una inocencia que viene à ser milagro en nuestro siglo...” (ibíd.: III). El desplazamiento temporal del siglo xiii al xviii es la base para posibilitar cualquier crítica de costumbres. A la vez, la forma en la que don Diego veía a Isabel, reproducida por ella al citar retrospectivamente los elogios de aquel, la eleva a la condición de un modelo de moral. En el honesto amor entre ambos, especialmente la fidelidad mutua es importante, “tres años y tres días fueron plazo/del logro de un amor, que tubo siglos/de honestidad en dos puros amantes” (ibíd.: VII). El tiempo dado para que el pretendiente mejore su estatus económico diverge de otras versiones de la leyenda, que hablan de cinco años, aludiendo tal vez a la simbología religiosa del número tres. En este plazo, Diego es el que tiene que conquistarla y garantizar su estabilidad vital, siendo su “virtud y nobleza” y la “grandeza de su alma” (ibíd.: IV) el atractivo para Isabel. Las normas morales cristianas se conciben como cauce para esta virtud, consiguiendo que, “circunspecto siempre, y contenido/por el sagrado freno de las leyes,/jamás se propasó de aquel recinto/que es límite y represa de almas nobles,/y de la rectitud ilustre indicio” (ibíd.: IV). Su cariño, falto de “la ficción y el artificio” (ibíd.: IV), permite un amor “siempre de acuerdo con el suyo”, revelando una harmonía excepcional e ideal que también se fundamenta en la igualdad de sentimientos. La virtud en varones y mujeres se presentan, así, como base común para cualquier relación amorosa sincera.

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6.4.1. Miradas al cadáver: la masculinidad depravada de la codicia y del interés Mientras la presencia del muerto don Diego permite reflejar la virtud de Isabel, también las miradas femeninas al cuerpo masculino expuesto en el sofá, ya sin opciones de acción, son esenciales en la obra. Este se convierte en objeto de reflexión sobre la virtud, tal vez incluso de atractivo físico, en analogía a la maja (desnuda o vestida) de Goya u otros personajes retratados en un sofá. La tensión entre la mirada respetuosa a un difunto, ya no alcanzable, y la mirada deseosa a un objeto de amor densifica posiblemente la situación. La muerte de don Diego es presentada en el discurso de Isabel como forma de salvar el propio honor, convirtiéndose así en un portador significativo de la moral: Señalando al cadáver de Don Diego. Mira, codicia vil y detestable/el fruto que tu anhelo ha producido./Mira ese triste objeto, hazaña tuya,/y víctima infeliz de tus hechizos./No le ha muerto su amor, ni mis caricias:/[...] hale muerto su honor, que siempre limpio,/antes quiso morir que ser culpable:/ antes quiso morir que hacerse indigno/objeto abominable de lo impuro,/y del amor mundano (Nifo 1791: VI)

Su muerte no solamente lleva a Isabel a reflexionar racionalmente sobre las razones de la situación. También la conmueve, como demuestran las vivas expresiones sentimentales, dirigidas a los padres en una apelación generalizada, que no se debe leer como reproche directo a los suyos: “¡Ah, Padres inhumanos y crueles!/que fundais la ventura de los Hijos/mas en el interés que en las virtudes,/mirad ese espectáculo, y cubriros/de vergüenza y horror si sois sensibles!” (ibíd.: VI). La sensibilidad, pues, se vuelve a reforzar como una de las bases para actuar íntegramente.21 El espanto ante la codicia debe ser muestra de la propia sensibilidad, así como la vergüenza. La espectacularidad de la escena y el voyerismo del público, análogo a las miradas de espanto que Isabel dirige a Diego, pueden provocar un efecto parecido en los espectadores.

21 

En ello, se parece a las pautas de educación que ofrece Montengón, por ejemplo, aunque este arremete mucho más contra la religión como pretexto para conseguir los propios intereses mundanos. La importancia de la religión en La casta amante de Teruel, en cambio, se eleva junto con la sensibilidad humana hasta constituir ambas el fundamento que puede aportar una base moral común para padres e hijos.

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En la contemplación del cuerpo muerto de don Diego, por tanto, se unen la sensibilidad y el razonamiento sobre el funcionamiento de la sociedad. Isabel constata que las consecuencias del drama van más allá de la esfera privada del matrimonio: “¡Ay, Padre mio amado! ¡yo sospecho/que hicisteis al Estado gran perjuicio,/prefiriendo al valor lo acomodado,/y à la virtud del oro el falso brillo!” (ibíd.: VII). En este contexto, solamente se discute el rol del padre como cabeza de familia, mientras que la educación por parte de la madre ni siquiera se tematiza, como sí ocurre, por ejemplo, en La nación española defendida de Nifo.22 En el padre se encarna la propensión humana general a los pecados capitales de la ambición y la avaricia o “codicia vil, que solo reyna en corazones torpes y abatidos” (ibíd.: XIII). Isabel opone su propia rectitud como ideal (“no [...] podrán sus falsos brillos/deslumbrar el amor”, ibíd.: XIII). Desde esta posición elevada puede formular, finalmente, una apelación a la humanidad que se opone a estos pecados: “¡Detestad, si sois hombres, el delirio/de la torpe ambición, y la codicia!” (ibíd.: VI). Es condición ser sensible y rechazar el interés para llegar a ser hombre, ser humano. 6.5. Formas y alcance del pÚblico Las interpelaciones de Isabel, en tono de diálogo, pero emitidas al aire, dirigidas al ser inerte y al padre ausente, incapaces, por ello, de darle respuestas, encuentran su eco en el público. No solamente las miradas al cadáver pueden causar una impresión viva en este, despertando su compasión y permitiendo que saque una moraleja de la pieza que vaya más allá de lo racional, sino que también las frases de Isabel

22  La nación española defendida (1764), escrita para María Ladvenant, directora de la compañía que actuaba en el Coliseo de la Cruz, presenta todo un desfile de personajes literarios o arquetípicos como Eurípides, la Poesía, el Valor, un Padre de Familia, la Nobleza, la Madre, la Casada, la Soltera, la Dama de Corte y otros. En la obra, Nifo critica fuertemente la práctica del cortejo y la disolución del núcleo familiar, la petimetría y la “frivolidad de muchas mujeres modernas” (Gies 2015: 105). Ofrece una interesante construcción doble, al quejarse la madre de las costumbres de su hija y esta de la deficiente enseñanza (moral) que habría recibido de su madre, hecho que Nifo achaca a la distracción de las amas de casa de sus tareas domésticas y educativas por culpa de otros pasatiempos (ibíd.). En este sentido, La casta amante de Teruel cumple con la exigencia de ofrecer pasatiempos útiles que mejoren estas supuestas deficiencias.

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sobrepasan los límites de la escena para incluir al público. Así, fórmulas como “supongamos” (ibíd.: XI) al llevar a cabo los experimentos de otras constelaciones sociales (el matrimonio de conveniencia), conllevan una invitación indirecta al público para que se ponga en su lugar y siga sus pensamientos. A su vez, en Isabel un yo femenino adquiere un cuerpo, en cuya boca se pueden poner (auto-)observaciones o mensajes de forma verosímil. Imperativos como “mirad [...] detestad [...] preferid [...]” (ibíd.: VI) implican apelaciones morales, que no solamente incitan a observar los sucesos (interiores a la protagonista), sino que también sugieren explícitamente qué conclusión moral hay que sacar. Varias preguntas retóricas en combinación con las pausas musicales (vid., por ejemplo, ibíd.: III, IV, V, VI), que dan tiempo a reflexionar sobre lo oído y visto, respaldan este efecto.23 A su vez, la música, que hoy en día por desgracia ya no está accesible, pero cuya presencia se indica en la advertencia y en las pausas, aumenta la emotividad que sugieren las acotaciones y las exclamaciones en el texto mismo. El monólogo es acompañado por extensas y meticulosas acotaciones que indican, cual laboratorio emocional, sobre todo el estado anímico que había que expresar en diferentes partes de las intervenciones habladas, como, por ejemplo: “Agitada y conmovida del amor filial. [...] Fuerte. [...] Sumisa y enternecida. [...] Con sentimiento religioso. [...] Fuerte y muy humillada. [...] Exclamación vehemente” (ibíd.: VIII). Para transmitir el mensaje moral cristiano y basado en la sensibilidad, la emoción, el “gesto y la música” (Guijarro 2011: 42) son de suma importancia. Ya que la acción enfoca más bien los procesos internos en la protagonista en vez de ofrecer un cuadro costumbrista, el cambio constante y rápido de una emoción a otra acompaña la reflexión y el desarrollo emocional de la protagonista, a la vez que puede contribuir a que el público mantenga la atención. En la obra, se encuentran varios registros emotivos, como la ternura, el enojo, la lástima, el desdén, la conmoción, la agitación, la gravedad o la entereza, cual inventario sacado de una observación de la experiencia humana. De

23  Isabel pregunta, por ejemplo: “¿Quién ha prescrito coto à los afectos?/¿Quién límite ha fixado à los cariños?/¿Quién al amor honesto ha precisado,/à que esté a cierto tiempo sometido?” (Nifo 1791: VII). La repetición triple del pronombre interrogativo y el (casi perfecto) paralelismo sintáctico aumenta la intensidad de las preguntas, indicando tanto el destinatario de la crítica como la exposición de la protagonista a fuerzas exteriores a ella.

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este modo, la obra se mueve entre una verosimilitud psicológica, con las acotaciones cual laboratorio emocional, y propuestas normativas y didácticas proyectadas hacia un futuro ideal. Asimismo, el lenguaje se mueve entre, por un lado, unos campos semánticos actuales de la época y un lenguaje cercano y, por otro, las formas exigidas por el neoclasicismo, el endecasílabo, la rima asonante en pares creando romances, tendiendo a un estilo elevado (Álvarez 2006b: 211). Esa cercanía al público basada en los recursos estilísticos también se consigue al enlazar con sus conocimientos previos sobre la leyenda de los amantes de Teruel. Los amantes aragoneses, de este modo, también constituyen un punto de identificación local y nacional. Así, se facilita la actualización de la leyenda, dándole vida a la protagonista y exteriorizando el melólogo sus procesos internos a fin de incluir al público en un proceso de reflexión religiosa y moral. 6.6. Síntesis: compaginando razÓn, sentimiento y fe Dando voz a una protagonista femenina que, desde su posición modélica, analiza racionalmente la situación, denuncia la codicia de los progenitores y apela a la sensibilidad y la consiguiente virtud en el ser humano, la obra contribuye a difundir una imagen ideal de una unión harmoniosa entre hombre y mujer, basada en los principios cristianos y morales, útiles para la nación. Con este fin progresista retoma el tema del matrimonio desigual, actualizando la leyenda de los amantes de Teruel para relocalizar a la mujer en su sitio, al lado del hombre, pero por voluntad propia y por encima de otros intereses particulares.24 Isabel, como mujer ideal, es presentada como un ángel terrenal, como un modelo utópico, pero a la vez verosímil por mostrar lo que ocurre en su interior. De este modo, más allá de su adscripción al 24 

Según García Garrosa, el matrimonio desigual y el conflicto con la autoridad paterna constituyen el “tema por excelencia del teatro sentimental” (García Garrosa 1990: 102), encajando La casta amante de Teruel perfectamente en esta tendencia. Nifo cumple con la convicción expresada por él mismo en el Diario extranjero de que “el amor (hablo del que puede servir de asunto en una comedia) necesariamente es una pasión criminal, que debería ir siempre acompañada de desgracias hasta el fin, [...] con trastornos e inquietud; esto es, si se pone en el teatro solo para instrucción de los espectadores, corrección de las costumbres, y no para ruina y embeleso de los incautos jóvenes” (Nifo 1763b: 166).

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espacio doméstico, la inserción de la protagonista en el salón, espacio íntimo del matrimonio proyectado, permite una reflexión moral en la que se conjugan razón, sentimiento y fe de forma equilibrada. A partir de este conjunto se cuestiona el orden social y se reflexiona en especial sobre la naturaleza femenina, sobre su papel doméstico y sobre el rol de los progenitores en lo tocante a la concertación de matrimonios, tema frecuentísimo también en otros géneros literarios y en el periodismo (Urzainqui 2002: 72). Destaca la enorme belleza de Isabel, su castidad, su honestidad y su virtud, que van de la mano con su análisis racional de la situación. Justo en la situación extrema se visibiliza su ejemplaridad, a la vez que pone de relieve como el peligro de su equilibrio personal también puede inducir a un posible desorden y desequilibrio de la sociedad. Su estado cercano a la viudez, al verse privada de su prometido aunque exista un sustituto, se convierte en el punto de partida de todas las reflexiones. Así, se convierte en signo del debate sobre cómo deben comportarse las mujeres, fruto de las ambivalencias de un proceso de liberalización (Gelz 2006: 163). En La casta amante de Teruel la respuesta a ello consiste en reforzar la castidad femenina, su fidelidad y su moderación como ideales, garantizando de este modo uniones harmoniosas entre hombres y mujeres como base de la procreación de la especie y el bienestar público. Estas uniones deberían asentarse sobre normas morales cristianas, como el desdén al propio interés, válidas para todos los géneros y todas las generaciones de la sociedad. Toda esta concepción se sustenta sobre la religión (católica). La base del recato y del honesto amor de Isabel es cristiana. Su catolicismo incluso le permite rebelarse frente al deseo de su padre de casarla con otro hombre conveniente a sus propios intereses, llegando a establecer una oposición entre el principio del amor honesto con base en el catolicismo y la obediencia al pater familias, al cual se muestra como personaje que se deja dirigir por el beneficio económico familiar. Esta lucha se presenta como causa de su aflicción, dando lugar a una autoobservación racional que también hace visible sus apuros interiores. En el curso de esta introspección demuestra su sensibilidad (‘natural’ por ser mujer) particular y reclama esta sensibilidad de la humanidad en conjunto para que esta pueda darse cuenta del desequilibrio moral y social existente. La religión funciona, en esta reivindicación, como apoyo y cauce de sus emociones y pasiones. La base de su “heroismo” y “nobleza” (Nifo 1791: IV), concepto que aparece reiteradamente, no

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es su procedencia familiar, sino una religiosidad interiorizada que encauza las pasiones y ayuda a moderar los deseos. Su salvación mediante la intervención de un deus ex machina es signo de la actuación de un Dios benevolente. La escena en el interior de la casa, a solas y sin necesidad de cumplir con las normas de una religiosidad visible, como ocurre durante la misa o cuando hay un interlocutor, permite mostrar el impacto de una religión interiorizada ajena a las exigencias sociales. Esta escena, en principio íntima, permite la penetración de lo privado por el público. Se retrata a una mujer que ha optado activamente por su confesión, que ha dudado, y cuya sustancia interior constituye el centro de la obra, más allá de rituales e actividades exteriores. Así, la mirada en el interior del salón y la mirada psicológica en el interior del personaje están estrechamente ligadas. El hecho de que la protagonista esté sola, sin dirigirse explícitamente ad spectatores, permite al público acercarse el máximo a Isabel. La música patética subraya sus sentimientos, indicados en muchísimas acotaciones, que se podrían considerar una guía de indagación psicológica. El espacio doméstico, a su vez, es el lugar de la unión harmoniosa fracasada. La muerte de los dos honestos amantes al final de la obra se convierte en imagen no solamente de la caducidad de la vida, sino también del impacto de costumbres muy discutidas en la época, como los matrimonios acordados por los padres sin contar con los hijos. Asimismo, en la unión de los dos cadáveres se cristaliza el peso positivo de las virtudes en hombres y mujeres, que permiten finalmente su unión, aunque esta se lleve a cabo en la esfera celestial y ya no en la terrenal, donde la imagen de los dos amantes unidos permanece como mera referencia a un más allá utópico. El cielo, inaccesible a la vista de público, sustituye al espacio privado en el que no se ha podido llevar a cabo la unión feliz. Es de destacar que la situación conflictiva se soluciona mediante la desaparición de la mujer, aunque Isabel, en vez de refugiarse como treta pragmática en un convento, como ocurre en obras como La Cecilia de Comella o en la poesía de Hickey, se refugia directamente en otra esfera, la celestial. La muerte, de este modo, obtiene un significado múltiple entre salvación, signo de la tragedia y crítica de las prácticas sociales que han hecho inaguantable la situación para Isabel. Los cuerpos muertos, expuestos a la vista del público, incentivan así la reflexión, iniciada ya por el cuerpo vivo como lugar de razonamiento y emoción y como instrumento de expresión activa. Asimismo, los cadáveres pueden causar el ‘horror’ del público ante la

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muerte, inducida en este caso socialmente, un pavor que puede servir de punto de partida para una catarsis moral. En este contexto, razón, sensibilidad y religión componen un conglomerado inextricable. La religiosidad sincera va aparejada a la virtud y a un amor honesto, mientras que una religiosidad superficial se asocia con el vicio (especialmente el interés económico) y con un amor sin afecto. De este modo, la obra denuncia el abuso de la autoridad masculina para conseguir fines seculares, opuesto, por tanto, a la religión. En vez de atacar la religión como manto para conseguir intereses particulares, como ocurre en otras obras de la época, Nifo opta en su melólogo por reforzar la creencia sincera en el individuo en aras del bien público y privado. Los afectos honestos, encauzados por la religión, dan pie a un razonamiento sobre las costumbres actuales en pro de un matrimonio de amor entre individuos (moralmente) iguales para que estos puedan “ser propicios/para la Sociedad en sus progresos” (Nifo 1791: IV). La felicidad privada se considera básica para promover el progreso nacional, aunque Isabel y Diego se vean expuestos a la acusación de “delincüentes” (ibíd.) por aspirar a contraer matrimonio sin compartir el mismo estatus económico. Finalmente habría que optar por la moral cristiana para encontrar una solución a las contrariedades personales en un mundo aún falto de moral y para estimular una mejora colectiva, que incluya al estamento alto, a largo plazo. Dios es imaginado como benevolente y fuerza que interviene desde el cielo en la Tierra, por lo cual obtiene una presencia perceptible en las acciones en las tablas, sin que por ello se atente contra la razón, como en otras concepciones que presentan la creencia en la intervención de Dios o de los santos como supersticiones. La fe católica y la razón quedan así reconciliadas. A su vez, la religión es resaltada en su función de cauce eficaz para evitar el desorden a nivel tanto privado como colectivo, gracias a la clara asignación de roles y actitudes específicos según el género que conlleva. Nifo, “escritor polifacético” (Royo 1993: 259), añade de este modo otra pieza al mosaico de sus escritos y utiliza otro canal para difundir un ideario de renovación nacional diferente al periodismo. Cumple, además, con su reivindicación de fomentar el interés por la cultura entre los españoles, “hasta las señoras, cuyo sexo y ocupaciones domésticas son embarazos absolutos para entregarse a la lectura de los libros” (Nifo 1758, 1 de febrero: 2). Ante las nuevas formas de comunicación mediática y el incremento de mujeres receptoras, que exigían ser tratadas y

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consideradas con respeto, había que evitar ofender al público femenino a la hora de hablar sobre la educación o el matrimonio (Paatz 2011: 111112). Ertler ha destacado el papel de las mujeres como lectoras y como blanco de críticas y ataques moralistas, así como el empleo de cartas apócrifas para el mismo fin (Ertler 2003b: 101). En La casta amante de Teruel se invierte esta dirección: una voz femenina actúa como modelo ejemplar y como portavoz de una crítica frente al mal empleo de la autoridad masculina, que, cuando es la paterna, se entrecruza con una diferencia jerárquica por la edad. Retoma, por tanto, el tema recurrente del matrimonio, ofreciéndole al público la ocasión de introducirse en la experiencia de la protagonista e incentivando de este modo también en este último su sensibilidad y un proceso de concienciación. Según la teoría sensista de Locke, la exteriorización de la emoción y de las pasiones llevaría a la adquisición de una mayor capacidad para la sensibilidad por parte de otras personas, siendo esta capacidad base para un progreso moral. Al asistir el público al proceso emocional de la protagonista, esta puede conmoverlo. Así, la observación y la experiencia se convierten en esta pieza en el fundamento de un didactismo moral desde el teatro en esta pieza. Nifo actualiza para ello la leyenda de los amantes de Teruel. No solamente “sabe que su Cajón será más eficaz que un sermón” (Rueda 2015: 189). También esta pieza de su producción teatral ofrece otro púlpito desde el que enseñar logrando un alcance amplio y complaciendo “á todos” (Nifo 1781, VI: 411). Así, el teatro actúa como segundo eje educativo y didáctico al lado de la prensa incitando a la población a emplear útilmente el tiempo de ocio acudiendo a un teatro comprometido con el progreso nacional. La educación y la religión adquieren, de este modo, diferentes funciones: crear una identidad y una unidad colectiva, garantizar el orden social y de géneros y finalmente asegurar la estabilidad de la sociedad. La casta amante de Teruel sitúa a Nifo entre los buscadores de las normas necesarias para una ‘nueva sociedad’. Se inventa un “nuevo cristiano” (Álvarez 2006b: 221) y una nueva cristiana para una nueva sociedad, dando voz y autoridad a una protagonista joven que ya ha alcanzado este ideal, pero que fracasa ante el peso de las acciones inmorales de la generación anterior. A pesar del trágico final, pues, y pese a la fe en un Dios interventor, la obra contiene una moraleja activadora: hace a cada cual responsable, mujeres y hombres, de su propia dicha, reivindicando su autonomía en cuestiones amorosas (heteronormativas) frente al control de los padres y considerando que dicha autonomía favorecería el progreso social.

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7 ENTRE CASA Y CONVENTO: CECILIA Y CECILIA VIUDA DE LUCIANO FRANCISCO COMELLA

El 14 de julio de 1786 se estrena en el Teatro del Príncipe de Madrid, ante un público amplio, la comedia sentimental La Cecilia, drama en dos actos de Luciano Francisco José Comella y Vilamitjana (1751-1812), seguida el 16 de noviembre del siguiente año de la representación de su segunda parte, Cecilia viuda, drama en tres actos en el Teatro de la Cruz (Andioc/Coulon 1996, II: 656; Kleinertz 2003: 31).1 Las dos obras están enlazadas cual serie, desarrollándose la trama en ambos casos alrededor de la protagonista Cecilia, una hidalga empobrecida y sumamente virtuosa. Ambas piezas pertenecen al género sentimental o la comedia lacrimógena2 y muestran una clara tendencia popular, lo que también 1 

La Cecilia o El amor lo vence todo. Drama en dos actos (1786) se ha vuelto a editar por segunda vez en 2006 por Fernando Doménech. Aparte de ello no hay historia editorial. 2  Sobre la clasificación de la obra se ha discutido mucho. Todos los investigadores coinciden en atribuirle una tendencia popular debido a su diversidad temática y formal. Así, se encuentran elementos barrocos conectados con las ideas ilustradas y hay tanto escenas patéticas como cómicas que se corresponden con el supuesto gusto del público popular del siglo xviii y con la búsqueda de un sustituto para los espectáculos que habían ofrecido los autos sacramentales hasta su prohibición (García Garrosa 1999: 143-144). Su finalidad didáctica de dar un ejemplo de virtud es la característica central del teatro sentimental. En la filología se utilizan distintas denominaciones: drama sentimental, low tragedy o drama doméstico (Ivy McClelland 1970), comedia burguesa o comedia urbana (Jorge Campos 1969), comedia lacrimosa (Pataky 1977), comedia sentimental y otras (Carnero 1983: 37; García Garrosa 1990; Lafarga 1995: 806). Todas estas denominaciones acentúan uno u otro aspecto importante de la obra, destacando cómo funciona. Una indagación formal y la discusión de los posibles efectos de la obra en el público se encontrará en el subcapítulo 7.3. También se han buscado referencias intertextuales, viendo en la obra una adaptación de otras obras extranjeras. Joan Lynn Pataky Kosove y Emilio Palacios suponen que el drama podría ser una adaptación de la comedia sentimental de Charles Johnson Caelia, or the Perjured Lover de 1733 (vid. Pataky 1977: 68; Kleinertz 2003: 31). Para Ivy

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explica su éxito ante el público de la época,3 aunque inicialmente habían sido escritas para una función privada en la casa de los marqueses de Mortara4 (García Garrosa 1999: 134, Angulo 2006a: 72). Este impacto de Comella como “la figura más sobresaliente del teatro popular de la segunda mitad del xviii” (Angulo 2006a: 72) no solamente causó en su momento una gran polémica con su rival Leandro Fernández de Moratín5, sino que, además, tras un largo período de verse ignorado por la investigación filológica, dio pie a discusiones sobre cómo encajar su amplia producción teatral en el panorama dieciochesco. Comella McClelland Cecilia es cercana a la ópera bufa Cecchina (1760) de Nicolò Piccini y Carlo Goldoni, que a su vez se basaría en la novela Pamela or the Virtue Rewarded (1740) de Samuel Richardson (McClelland 1970, II: 479). Sin excluir que el autor haya conocido alguna de estas obras y se haya basado en ellas, la cantidad de posibles referencias intertextuales revela sobre todo la importancia del tema del matrimonio virtuoso y del orden social en la literatura dieciochesca europea, convirtiéndolo en un aspecto central del discurso ilustrado también retomado por Comella. 3  Cecilia estuvo diez días en cartel tras el estreno. Andioc y Coulon han encontrado tres escenificaciones más hasta 1801 (1787, 1792, 1801) (Kleinertz 2003: 31; Andioc/Coulon 1996, II: 656, 892). También se retomó el personaje de Cecilia en Cecilia la Cieguecita (1843) de Antonio Gil y Zárate (Pataky 1977: 98). Cecilia viuda solamente estuvo una vez en cartelera. No se conocen otras representaciones, aparte de dos funciones privadas anteriores a las públicas que se hicieron de ambas obras en casa de los marqueses de Mortara. 4  Comella y su mujer, María Teresa Vallabriga, pertenecían a la servidumbre de los marqueses de Mortara. Para ellos escribe las dos Cecilias y es allí donde conoce al libretista Luis Blas de Laserna, con el que colaborará estrechamente (Angulo 2008: 764781). De hecho, las obras se escenificaron primero en privado. Como indican los datos de la edición de 1786, Comella asumió el papel del diabólico marqués. La marquesa de Mortara desempeñó el papel de Cecilia, como indica el soneto laudatorio antepuesto sobre su belleza, habilidad y virtud, y su marido hizo el papel del regidor, Bartolo (Doménech 2006a: 25). 5  A medida que iba creciendo el éxito de Comella, también se veía más expuesto a críticas y sátiras de otros ilustrados de la élite. La sátira La comedia nueva (1792) de Leandro Fernández de Moratín alude claramente a Comella, intentando deslegitimar su producción teatral. Comella también se las tuvo que ver con las duras críticas de los censores, por ejemplo, del partidario de Moratín Santos Díez González, que aparte de considerar la producción de Comella como carente “de cultivo”, también arrancó hojas enteras de los manuscritos, sin llegar a conseguir, no obstante, evitar los estrenos de las obras (Doménech 2006a: 21, vid. para un relato detallado Di Pinto 1995: 854, 857). También hay que tener en cuenta que el éxito del teatro de Comella coincide con el auge de la prensa periódica, que en su afán normativo neoclasicista ofrecía una plataforma para la crítica teatral (vid. Urzainqui 1996: 783-828, Fernández Cabezón 2002: 105; Di Pinto 1980a).

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desarrolla su actividad como autor de piezas dramáticas a partir de los años setenta del siglo xviii, escribiendo por lo menos setenta y dos obras dramáticas, entre ellas tonadillas, sainetes, zarzuelas, melólogos o comedias de carácter heroico, sentimental o costumbrista.6 En los años ochenta y noventa Comella vive la cumbre de su éxito (Angulo 2008: 764). Las dos obras que se analizan aquí se localizan justo en este período. El público pudo seguir en La Cecilia (1786) a Cecilia y su esposo Lucas, militar pobre, ambos virtuosos y honrados. Viven una vida sencilla, pero honesta en una casa algo alejada de una pequeña aldea. Un día los visita el marqués, yerno del conde señor de la aldea, que vive allí retirado de los ajetreos de la corte. El marqués, en compañía de su esposa, que desconfía de él, se apasiona por Cecilia y elabora una lista de las muchachas atractivas del lugar para entretenerse con ellas mientras sus intentos de acercarse a Cecilia para satisfacer su mero deseo carnal no se vean coronados por el éxito. Desesperado ante el acoso a Cecilia, Lucas se enfrenta finalmente al marqués en una escena parecida a las de capa y espada en la que el marido parece morir. El marqués intenta huir, pero finalmente se arrepiente, impresionado por la gran virtud de Cecilia y el horror de la escena con el supuesto muerto. Pide perdón por lo ocurrido, que le es concedido no solamente por Cecilia y los aldeanos, sino también por el ‘resucitado’ Lucas. El drama termina con una moraleja en aplauso de la virtud y en desprecio de todos los vicios enunciada por todo el pueblo. El segundo drama, Cecilia viuda ([1787] 1789a), representa una trama parecida. Cecilia, ya enviudada, ha encontrado a un fiel amigo en el militar don Fernando, si bien el pueblo sospecha una relación indebida entre ambos. En la aldea rige ahora un mayordomo, don Nicasio, que demuestra una conducta contraria al comportamiento circunspecto del conde, intentando sacar el máximo provecho para sí mismo. Defrauda dinero y, como fiel sustituto del ya acendrado 6 

Los datos provienen de la Biblioteca Nacional de España (, última consulta 01/07/2021). Por la carente protección de los derechos de autor, los autores tenían que producir constantemente obras nuevas para garantizar su propia existencia, lo que, a su vez, causaba el desdén de la élite intelectual (Doménech 2006a: 26). Mario Di Pinto calcula la producción de Comella en más de 130 títulos, considerándolo el “más prolífico comediógrafo de su tiempo y el más amado por el público” (Di Pinto 1995: 852) y resaltando la diversidad de los géneros teatrales que manejaba Comella.

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marqués, persigue a Cecilia por su belleza. Al no conseguir acercarse a ella, intenta envenenarla. Las maniobras de Nicasio son solucionadas por el marqués mismo, ya convertido en hombre virtuoso, que se ha acercado como hijo del conde a poner orden en las turbulencias de la aldea. Nicasio muere en su intento de huir precipitadamente a Portugal, mientras que ella sobrevive. Cecilia, finalmente, rehúsa la oferta de don Fernando de llevársela a la ciudad y le pide que le facilite la entrada en un convento como monja con una ayuda económica. Se reitera una moraleja en pro de la virtud y la obra termina. Con la protagonista Cecilia en el centro, las dos obras escenifican problemas domésticos y aparentemente cotidianos ligados a la mujer. Se nos representa a Cecilia rodeada por varios hombres que entran en competencia por ella y encarnan diferentes modelos de masculinidad. Y a través de Cecilia se lleva a escena, en especial, la particular situación de la viudez femenina. Para las normas contemporáneas, ella, ‘independiente’ tras la muerte de su esposo, constituye un desafío por estorbar las relaciones (matrimoniales) binarias entre hombres y mujeres, por lo cual vive diferentes variantes de ser reintegrada en el orden de la sociedad. Cómo se reproduce y se mantiene este orden específico mediante la naturalización de la adscripción de la mujer a la casa y, más tarde, al convento, se destaca en este capítulo mediante un análisis de los parámetros de género, espacio y el catolicismo en las dos obras. En primer lugar, no obstante, se presentará el estado de la investigación sobre ambas obras. Hoy en día ya nadie cuestiona la importancia de Comella como comediógrafo de su tiempo. En 1991, Francisco Huerta Viñas publicó un artículo en reivindicación de la importancia del autor, criticando que “ni siquiera la crítica ‘seria’ se ha dignado deshacer de forma contundente la leyenda negra consolidada en torno a Comella” (Huerta Viñas 1991: 184). Aunque Huerta combatía sobre todo los juicios negativos que habría sufrido el autor, sin llegar a reivindicar un análisis filológico que trabajase con otros criterios más allá de las normas estéticas (por ejemplo, con la recepción o el horizonte semántico de la producción literaria), su artículo marca un cambio importante en la investigación sobre las obras de Comella tras el largo período de invisibilidad que seguiría a su popularidad inicial en el xviii. A finales del siglo xix, Marcelino Menéndez Pelayo criticó fuertemente a Comella. Debido a su supuesta baja calidad literaria negaba que Comella fuera “español” y lo contrapuso a Leandro Fernández de Moratín, presuntamente

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mejor modelo (Menéndez Pelayo 1932, VI: 207), como destacó también Mario Di Pinto en su significativo artículo “En defensa de Comella” (1988a). Luego, la investigación del director de la Biblioteca Municipal de Madrid, Carlos Cambronero (1896a, 1896b, 1896c), aporta los primeros datos sobre la biografía del autor. Ya en el siglo xx le siguen José Subirá (1953b), que resalta desde una perspectiva musical el peso de Comella,7 y Jorge Campos (1969), que señala la autonomía de Comella con respecto de las normas del neoclasicismo y considera su teatro como medio de divulgar ideales ilustrados. En los años setenta se les suma la monografía de Joan Pataky (1977), que discute en un capítulo la contribución de Comella a la comedia lacrimosa española, aunque resaltando debido a su enfoque la estrecha relación con modelos franceses y su impacto como prerromántico sensible (Pataky 1977: 68-82). También Ivy McClelland subraya el rol de Comella como precursor del Romanticismo en su Spanish Drama of Pathos 1750-1808 (1970). A pesar de reproducir la crítica de que las piezas comellanas se moverían “on a lower literary level” que las de los maestros del Siglo de Oro y no contendrían “ideological depth, development, and psychological complexity” (McClelland 1993: 111, 113), sus trabajos son aportaciones esenciales a la investigación actual, que se centra sobre todo en las formas teatrales que manejaba Comella.8 Emilio Palacios (1996: 147-

7  Rainer Kleinertz le dedica un apartado en su análisis del teatro musical español del dieciocho, reivindicando con justicia que en España existió una escena literaria y musical en movimiento, más allá del topos de la decadencia y de producir solamente copias del extranjero (Kleinertz 2003, II: 31). 8  En la gran variedad de personajes, temas, música y comicidad, este teatro popular se mostraría heredero del teatro áureo (García Garrosa 1999: 134-136). Angulo Egea y Di Pinto consideran este teatro rural como modernización de las comedias rurales barrocas de Lope de Vega y Calderón de la Barca (Angulo 2006a: 77, Di Pinto 1993: 119), una calificación que parece acertada en vista de la trama. Así, el marqués que persigue a las muchachas del pueblo con el auxilio de su siervo constituye un paralelismo con el comendador en el drama rural Fuenteovejuna (1618), que persigue también a la mujer en oposición al amor cristiano y honesto de Frondoso por Laurencia. Lo mismo ocurre con los pasajes de las Cecilias que se asemejan a escenas de capa y espada. Di Pinto se opone a juzgar a todo en Cecilia como signo de una presunta índole prerromántica-sensible, como ocurre en los trabajos de Pataky Kosove y de McClelland, que suponen que habría existido una etapa de transición literaria, defectuosa por falta de autonomía, entre el Barroco y el Romanticismo, que consideran ‘plenas’. Esta consideración habría que discutirla en cuanto a los aspectos a los que las autoras recurren para postular la plenitud. En cambio, Di Pinto habla de una “confluencia de temáticas o significados

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149, 175), además, ha intentado organizar la variedad de géneros literarios teatrales, haciendo encajar a Comella en tres grupos: el teatro espectacular heroico o militar, el teatro romanesco, que incluiría las comedias sentimentales, y el teatro costumbrista. Aparte de las comedias heroicas, habría sido la comedia lacrimógena —iniciada con las dos Cecilias— la que le habría procurado el aplauso del público y la que habría cultivado en mayor cantidad (Angulo 2006a: 75). No sorprende, por tanto, que Comella aparezca en muchas aportaciones científicas que apuntan sobre todo al sentimentalismo y la lacrimosidad. Francisco Lafarga (1995) lo incluye en un artículo sobre la relación entre teatro y sensibilidad en el siglo xviii. María García Garrosa (1990) incluye también La Cecilia en su bibliografía de obras lacrimosas, aunque omite curiosamente la existencia de La Cecilia viuda. Fernando Doménech Rico (2006b) retoma a Comella en su edición múltiple La comedia lacrimosa española, ofreciendo una corta, pero sugerente introducción y sobre todo la primera edición moderna de La Cecilia. Mario Di Pinto (1993) también ha estudiado a los indicios románticos en el teatro del dieciocho y Josep Maria Sala Valldaura (2005: 48-49) ha indicado en su monografía sobre la tragedia neoclásica la importancia de Comella como promotor del drama sentimental en España, sin hacer referencia, no obstante, a la Cecilia viuda. Otras aportaciones sobre el posicionamiento literario de Comella son la tesis doctoral dedicada al neoclasicismo en el teatro de Comella de Juan Antonio Topete (1981) y un artículo de Michael R. Cave sobre Comella y la tradición dramática barroca (1974). María Angulo Egea ha trabajado varios aspectos de la producción de Comella. Aparte de la sólida introducción sobre el autor y su producción que ofrece su monografía (2006a), ha trabajado la relación de Comella con modelos literarios y musicales extranjeros, en especial con Carlo Goldoni (2009b, 2010).9 La misma autora ha analizado las ilustrados con significantes todavía barrocos, preveleciendo [sic] ahora los unos ahora los otros alternativamente, antes de fusionarse inseparablemente en un dictado plenamente romántico” (Di Pinto 1993: 119). 9  Más allá de las cuestiones formales y temáticos del melólogo, existen varias aportaciones más que analizan en detalle las relaciones intertextuales en la obra de Comella. Belén Tejerina (1996) se dedica a las traducciones de Comella. Francisco Lafarga, en su bibliografía de las traducciones en España, recoge también una recopilación de textos de Comella (1997: 413). También la relación del autor con otros ilustrados y los ideales de la Ilustración se han discutido en aportaciones de Rosalía Fernández Cabezón (1996,

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relaciones de género en obras de Comella en su artículo “Fingir y aparentar. La imagen de las mujeres en el teatro sentimental de Luciano Francisco Comella” (2002), aunque sin tocar las dos Cecilias. Como demuestra, apenas existen análisis detallados de obras específicas del autor, omitiendo muchas veces incluso la existencia de Cecilia viuda y mencionando solamente al margen La Cecilia. Asimismo, los análisis se han centrado sobre todo en la estética y en la adscripción de Comella a ciertas corrientes literarias, sin indagar en la presencia de un posible ideario ilustrado. Una excepción la constituye el análisis de María Jesús García Garrosa (1999), que estudia el desarrollo de la comicidad en La Cecilia de Comella, residente en los hombres, especialmente en el alcalde, todavía con una deuda con el Barroco.10 Asimismo, Ermanno Caldera (2002) analiza la figura del soberano ilustrado sobre la base de cinco piezas de Comella y una de Valladares, destacando en ellas la preocupación por el bien común y la justicia. Por su parte, el artículo de María Jesús García Garrosa (2000) se centra en la reflexión sobre el matrimonio en una pieza de Comella derivada de François-ThomasMarie Baculard d’Arnaud. Estos tres análisis relativamente recientes indican un camino que aún se ha de seguir. El análisis relativo al conglomerado de género, espacio y religión es esencial para entender cómo se transportaría en la Ilustración un ideal normativo de las relaciones sociales, especialmente entre los géneros masculino y femenino. Cecilia y Cecilia viuda resultan esclarecedoras a la hora de entender este ideario y las formas de su transmisión a un público amplio y mixto, 2002, 2007), Fernando Huerta Viñas (1991, 1993) y María Jesús García Garrosa (1990). María Angulo Egea (2001) ha trabajado, además, la relación de Comella con Cadalso. Mario Di Pinto (1995: 851-862; 1988b) ha destacado la polémica entre Leandro Fernández de Moratín y Comella. Pablo Cabanas ha estudiado la recepción de Comella por parte de Benito Pérez Galdós (1966). Ivy McClelland (1993) observa el estrecho control de Comella sobre la escenificación mediante acotaciones detalladas y la inserción en sus obras de claros referentes a la realidad dieciochesca. 10  Es considerada una de las obras más representativas de la comedia seria (Di Pinto 1995: 861). Jesús García Garrosa (1999) ha analizado detalladamente el desarrollo de la comicidad de la obra, que va bajando desde el comienzo hasta el final, destacando sus bases lingüísticas y su anclaje en la constelación figural, con el alcalde Celedonio en el centro. Las escenas graciosas con el alcalde alternan con escenas trágicas (Lucas herido, arrepentimiento del marqués, terror de Cecilia al verse perseguida). García Garrosa sitúa La Cecilia más cerca de la comedia que de la tragedia, aunque admite que a pesar de la fuerte presencia de comicidad la obra no se puede considerar una comedia desde la normativa clásica o neoclásica por no enmendar el vicio mediante su ridiculización.

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más allá de una élite ilustrada. Este capítulo, por tanto, no solamente quiere secundar el rescate del olvido de Comella al que llamó Huerta, sino que también cumple con la necesidad de aplicar una perspectiva nueva de análisis a los dos dramas, haciendo hincapié en la estrecha relación entre religión, espacio y género a la hora de reglamentar una convivencia ‘ilustrada’ en ambas obras. 7.1. Masculinidades y feminidad espacializadas Como indica el título de los dos dramas, Cecilia es el personaje que constituye el núcleo de la acción. Ella conecta cual nudo a diferentes personajes que se relacionan entre sí de forma amistosa o confrontativa. Aparecen varios hombres. Lucas, el marido virtuoso de Cecilia, militar pobre que trabaja en el campo, tiene una estrecha amistad con el conde. Tras su muerte, su amigo, el militar don Fernando, actúa como protector y amigo de Cecilia. A su vez, todos ellos se ven desafiados en su comportamiento virtuoso, primero por el marqués y después por el mayordomo, don Nicasio, ambos apasionados por Cecilia y tendentes a sacar el máximo provecho económico y placentero de cualquier situación. Los personajes, en cuanto a su procedencia, son figuras cotidianas que provienen de diferentes estratos, cercanos a su posible público al no constituir personajes excepcionales como reyes o figuras mitológicas. Así, estas obras se inclinan a representar no a seres singulares individualizados, sino “representantes de una condición, de un rol social” (García Garrosa 1990: 155), con el efecto de normativizar desde un abierto didactismo moral su inserción ideal en la sociedad de la época. Los espacios representados en la obra alternan entre espacios públicos —la plaza y el ayuntamiento de la aldea— y lugares domésticos —la casa y el patio de Cecilia, así como la casa del conde—, incluyendo también el bosque como espacio salvaje, opuesto a la civilización, tanto pública como privada. En la segunda parte, además, la iglesia y el convento adquieren suma importancia. Son los centros a los que recurre Cecilia en búsqueda de su lugar en la sociedad durante y después del luto. El recurso a todos estos espacios no es casual, al contrario, la casa se presenta como el hábitat natural de la mujer y útil para la sociedad. Cuando esta utilidad ya no se puede garantizar por la muerte del esposo, protector del edificio y de la comunidad doméstica, así

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como procurador de los ingresos necesarios, la protagonista es deslocalizada a un sitio invisible y fuera del alcance de los personajes: al convento, donde ingresa voluntariamente para refugiarse de los supuestos peligros del mundo. Se naturalizan, así, tanto las labores domésticas de la mujer como su marginalización bajo el velo de su libre voluntad tan pronto como ya no cumple con este rol. Su religiosidad es esencial en esta situación, ya que legitima el apartamiento cuando la mujer ya no se puede anclar dentro de una relación matrimonial y pone, de este modo, en peligro el orden social. Como inversión de la situación, no obstante, se presentan las situaciones en las que ella, ya enviudada, corre peligro de ser acosada. Los hombres, mientras tanto, también sufren la reglamentación social, distinguiéndose en sus comportamientos. 7.1.1. Masculinidades: el virtuoso cristiano frente al depravado En cada drama se nos presenta por lo menos un hombre como modelo positivo que se opone a un ejemplo negativo en cuanto al nivel de virtud, sensibilidad, laboriosidad y amistad que experimentan. De este modo, se distinguen una feminidad ejemplar y diferentes formas de masculinidad, trazando un ideal normativo. Pasemos, por lo tanto, primero al análisis de las masculinidades en relación con el espacio y la religión. En la obra se representa una variedad de tipos de hombres. El personaje central en La Cecilia, tras la protagonista, lo constituye Lucas, su marido virtuoso. Lucas, cristiano virtuoso Tras Cecilia, Lucas es el segundo personaje que entra en las tablas. Vestido de “militar pobre con un ramo de flores” (Comella 1786, I: 2), también muestra implícitamente su estado económico devenido, tras haber perdido la pareja sus bienes por la “violencia de la Justicia” (Comella 1786, I: 5), que ha confiscado gran parte de su hacienda. Lucas cuida a su mujer y la trata con suma estima, regalándole flores y, lo que es más importante, alabando constantemente en su “dueño amado [sic]” el “dulce candor” y el “alma tan generosa” (Comella 1786, I: 2). Ambos comparten el estribillo de una canción (“Lirio y jazmin,/

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rosa y clavel/quiero yo coger/para hacer guirnaldas/á mi dulce bien”, repetido en ibíd.: 1, 2, 5), cantado por cada personaje una vez antes de entonarlo juntos, enfatizando así la harmonía y el amor honesto entre iguales. Empobrecida, la pareja se caracteriza no solamente por el mutuo aprecio, sino también por la disposición al trabajo, su suma modestia y la honestidad como virtudes que la ennoblecen. Acorde con los ideales de Feijoo, sus virtudes sustituyen a la fijación en bienes pasajeros como la riqueza material o la belleza física. Lucas adopta el papel de tutor amable de Cecilia en un discurso que inicia con una pregunta retórica, tras haber nombrado ella las condiciones desafiantes de su vida en esta situación de inseguridad vital: Luc. ¿Miseria dices, teniendo/una casa, seis ovejas,/estos honestos adornos,/una fanega de tierra,/resistencia yo en los brazos/para trabajar en ella,/y ademas el beneficio que la caza nos dispensa?/[...] Déxate de eso:/ nuestra vida es pasagera [...]/La felicidad/y la dicha verdadera/del hombre es conservar puros/el honor y la conciencia./Estas máximas christianas,/que la virtud pura enseña,/mas que el oro y fausto vano/sirven de alivio á mis penas./Cec. ¡Quán dulce es mi amarga suerte/al ver del modo que piensas! (ibíd.: 3-4, cursiva mía).

De este modo, Lucas indica que el “honor y la conciencia”, en sentido de honestidad, existirían a priori como rasgos humanos, y que habría que defenderlos frente a los peligros del mundo. Estos principios constituirían “máximas christianas”, base para conseguir una vida feliz independientemente de cualquier circunstancia exterior. Todo ello también conlleva adoptar en perfección el rol del marido virtuoso que cumple con la tutela de su mujer, instruyéndola con respeto y dulzura para fortalecer en ella las virtudes mediante alabanzas. El hombre, por tanto, sigue gobernando a su esposa, concorde con la defensa del “gobierno del pater familias”, siempre y cuando el marido sea tolerante y se rija por el objetivo de crear un acuerdo familiar (Angulo 2006a: 129). No obstante, en otras circunstancias es Cecilia, aunque recurriendo explícitamente al topos de la ‘mujer débil’, quien le recuerda estas máximas en alusión a su estado de cristiano y lo anima a cumplir con su papel: Cec. ¿Es posible, Lucas mio,/que has de rendirte al despecho/de ese modo? ¿Tú que habías/(por ser mas débil mi sexo)/de minorar mis congojas/con

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amorosos consuelos,/me las redoblas? ¡ay Lucas!/¿Adónde está aquel refuerzo,/aquel ánimo christiano/que has mostrado en todo tiempo? (Comella 1786, II: 40).

En su unión, para ambos es importante la cercanía física y anímica, compitiendo en la expresión de su mutuo afecto. Así afirma Cecilia insinuando, además, la clara necesidad de un marido para ella como mujer: Cec. [...] yo sin ti/no me hallo./Luc. Cecilia bella,/aunque me voy, no me voy/pues contigo mi alma queda./Cec. Si tú me dexas la tuya,/también la mía te llevas,/que en la amorosa porfia/que amor en los dos engendra,/yo no sé quien gana á quien/en materia de ternezas (Comella 1786, I: 24).

No sorprenderá al público, tras estas muestras, que a Lucas le preocupe que el marqués le quite “la mejor y única prenda/que me ha dexado la suerte/por consuelo en mi pobreza” (ibíd.: 24). La unión entre los dos esposos es, a nivel privado y en este primer plano de lectura, un elemento central para garantizar estabilidad vital. El fundamento de esta unión es, aparte de sus máximas cristianas, la capacidad sentimental de ambos protagonistas. Especialmente las lágrimas se convierten en señal de emoción honesta y forman parte de los atributos del ‘hombre de bien’. Concorde con ello, también Lucas derrama lágrimas, como por ejemplo en una escena de celos tras suponer una relación entre el marqués y Cecilia: “Cansados, ojos míos,/al dolor rendid feudo,/y en líquidos raudales/anegad mi afligido pensamiento:/En llanto me deshago/para ver si así puedo/derretir mis fatigas” (Comella 1786, II: 39). Aquí el llanto lleva a que Cecilia reafirme su amor ante él. La emotividad, no obstante, no se limita a la harmonía conyugal, también hace posible la amistad, creando, así, una “comunidad de afectos” (Angulo 2006a: 132). Lucas no solamente es un buen marido, también es un buen amigo, atento, afectuoso y razonado, en especial en relación con el conde y, más tarde, con don Fernando, que amparará a Cecilia tras la muerte de Lucas hasta su ingreso en el convento.

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El conde, “Señor prudente”, y don Fernando, “Soldado y Christiano” Lucas, el conde y don Fernando son iguales en su virtud, aunque provengan de estamentos diferentes. Tanto el conde como don Fernando refuerzan ante el público la virtud de Lucas mediante caracterizaciones figurales explícitas. El conde, “Señor Prudente” (Comella 1786: s. p.), expresa reiteradamente su aprecio por Lucas (por ejemplo, ante su habilidad de conversación honesta, Comella 1786, I: 19), plasmando de este modo la idea de la amistad verdadera. El conde, encarnando un humanismo por encima de cualquier diferencia estamental, demuestra también ser consciente de que “todos en el morir somos iguales” (ibíd.: 9). “[V]estido modestamente” (ibíd.: 8), también su ropaje lo caracteriza como humilde, rasgo desde el cual se remite en varias ocasiones a su cristiandad. Así, rechaza cualquier alabanza a su bondad por parte de Lucas, objetando que solamente Dios sería grande (ibíd.: 19). Afirma echar de menos la pobreza y quiere ayudar altruistamente a Lucas con dinero, a lo que, a su vez, Lucas se niega. Pese a este rechazo, Lucas acepta la amistad del conde, que teme que aquél se aleje por razones de estamento (ibíd.: 19). Finalmente, los dos refuerzan mutuamente su estima por las virtudes del otro, explicitando su función como personajes ejemplares ante el público: “Luc. ¡Qué llaneza!/Cond. ¡Qué bondad!/Luc. ¡Guárdeos Dios./Cond. Contigo él sea./Los ₂. ¡Qué retrato de lo que/los humanos ser debieran!” (ibíd.: 20). Se hace así explícita su traza como proyecciones de un ideal, como individuos rectos, ejemplares en su virtud, independientemente de su estamento o estrato, cuyos comportamientos sensibles y sus actitudes morales deberían ser propagados. El buen obrar del conde no solamente se condensa en la veneración que le manifiesta todo el pueblo en un coro (Comella 1786, II: 56), también los aldeanos Pepa, Blas y Luis alaban las obras pías e ilustradas, útiles a largo plazo, que realiza en pro del bien común, pagándoles la “Maestra”, “la Escuela” o “cebada para las tierras” de una madre viuda (Comella 1789a, I: 3), sin que su generosidad se limite a ayudas puntuales y vanas. De este modo, el conde encarna las exigencias que él mismo le insinúa al marqués en una conversación (Comella 1786, I: 5), a quien intenta persuadir de llevar a cabo obras piadosas para los necesitados —especialmente pobres y, no casualmente, mujeres sin tutela—, para fomentar la educación popular y el abastecimiento de los aldeanos con alimentos. De este modo, el conde desvirtúa mediante

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sus acciones el desdén de don Nicasio, que afirma que se trataría de “limosnas superfluas” (Comella 1789a, I: 3), y del marqués, quien ve tras ellas la mera meta de lucirse aparentando “grandeza” (Comella 1786, I: 5). De este modo, el conde encarna un modelo de cómo ser de ascendencia noble sin presumir de ella y de cómo el viejo estamento, tan criticado por sus privilegios y su inutilidad, puede integrarse en el proyecto de reformas en pro del bienestar nacional. Don Fernando, también virtuoso, no es noble y, como teniente de caballería, desempeña otra profesión. No obstante, cuando acude a delatar a don Nicasio ante el marqués ya rehabilitado en Cecilia viuda, se califica a sí mismo como “hombre ingenuo y de bien” en el cual, “como Soldado y Christiano”, el honor reinaría por encima de vínculos ancestrales (Comella 1789a, II: 23). Se opone, de este modo, un concepto de honor según el cual este residiría en las acciones a otro que lo relacionaría con la descendencia.11 En don Fernando, además, se fortalece el aspecto religioso, que subyacía en la conducta de Lucas o el de Cecilia en el primer drama. Así, incluso instruye al alcalde y sus ayudantes con la recomendación de acudir todos los días a misa como medio de mejorar su “buen acierto” en vez de dedicarse a pasatiempos inútiles (Comella 1789a, I: 5). Como creyente en la razón y la verdad, que “siempre triunfa/aunque perseguida sea” (Comella 1789a, II: 24), aboga por integrar la religión en la vida cotidiana, sin imponerla, no obstante, como única ley. Siendo, además, un hombre sensible, mantiene una amistad estrecha y platónica con Cecilia. Apoyándose en la sensibilidad y el cristianismo de ambos, de una validez universal, su amistad se presenta como ejemplar. Fernando pretende “dexar memoria á los siglos/ de que se puede en dos almas,/aun entre sexôs distintos,/hallar amor sin deseo,/y sin interes cariño” (Comella 1789a, III: 36). Ella agradece su compañía, destacando de forma positiva que él compartiera sus lágrimas del luto (ibíd.: 33). Los dos están unidos por su virtud 11 

A diferencia de la posición sostenida por otros autores como, por ejemplo, José Cadalso, aquí la carrera militar no se opone a las virtudes, sino que según don Fernando incluso las enseñaría (Comella 1789a, I: 6). En Cecilia viuda aparece una canción que juega con este tema desde la perspectiva de los dos géneros, tematizando las consecuencias del amor a los soldados. Según los soldados mismos, la mujer conseguiría “mucho honor, mucha fama,/y mucha broma”, mientras que desde la perspectiva de las mujeres sobre sí mismas, la mujer enamorada de un soldado conseguiría “mucho amor, mucha hambre/y mucho palo” (Comella 1789a, II: 18).

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y sensibilidad en el luto por Lucas (“yo llorando su amistad;/tú llorando su terneza”, Comella 1789a, I: 9). No sorprende, por tanto, que don Fernando alabe la virtud de Cecilia (Comella 1789a, II: 20). Pese a esta harmonía, es visible una jerarquía que reside en la diferencia de estatus económico entre Cecilia y don Fernando. Este adopta en el acto el papel de protector que ocupaba anteriormente Lucas: “quiero que nadie te ofenda” (ibíd.: 21), “desde hoy mi sueldo contigo/partiré, [...]/ cuidaré de tu persona/como de la mia mesma;/que si perdiste un esposo/que velaba en tu asistencia,/en su puesto un protector/piadoso y benigno encuentra” (Comella 1789a, I: 9). Mas, aunque ambos destacan que su relación tendría como base la fiel “obediencia” (ibíd.) a Lucas, la relación entre Fernando y Cecilia se encuentra constantemente bajo la vigilancia de otros personajes. Patricio, aldeano que se denomina a sí mismo irónicamente un “exemplo de la inocencia” (ibíd., I: 6), es el primero que se opone a Fernando y sospecha una relación amorosa o sexual entre los dos, ya que no puede imaginarse otro tipo de relación entre los dos géneros. Constituye, de este modo, un portador de la suposición de que las pasiones dominan en todas las personas sin que exista la posibilidad de poder educarse a sí mismo o encauzar las emociones, hecho que contradicen no solamente las declaraciones de Fernando, sino también sus acciones y las de Cecilia, así como los demás acontecimientos. De este modo, la amistad prueba la virtud cristiana de estos hombres, Fernando y el conde. Aquella se demuestra útil al promover la “cohesión de un grupo de hombres sensibles” (Lorenzo Álvarez 2002: 469) que, como ‘hombres de bien’, honrados en su exterior y su interior, refuerzan mutuamente su virtud. El desenfreno redimible y el desenfreno insalvable: el marqués y don Nicasio A la confianza sincera y la comunicación atenta entre Lucas, el conde y don Fernando se contrapone “el marqués”, que se define por su impaciencia, su desinterés político y su falta de moderación (Comella 1786, I: 6). Llega a la aldea de su suegro, el conde, en compañía de su esposa. En contraste al matrimonio ideal que constituyen Cecilia y Lucas, los dos nobles representan un matrimonio por conveniencia en el que reina la desconfianza. El marqués demuestra ser un mujeriego: la calle y la plaza del baile se convierten en su campo de caza. Así, intenta seducir a todas las aldeanas y elabora una verdadera cartografía de

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las mujeres en una libreta que, aparte de su pasión, pone de manifiesto su reducida capacidad intelectual: “Como es de memoria flaco/dexa á quantas niñas mira/en el libro de memorias/su Señoría escribidas”, juzgan los aldeanos (Comella 1786, II: 52), un hecho que también es constatado por el alcalde Celedonio (ibíd.: 17) y recordado en Cecilia viuda por la aldeana Marica, que en una cómica situación califica este acto como una ferocidad ante el marqués mismo, ya mudado de actitud, sin reconocerlo. Su pasión desenfrenada, que no rehúsa ningún medio para conseguir sus fines amorosos, desafía al trío gubernamental, que teme que “dexe encabezonado/el mugeriego del pueblo” (ibíd.) de no encontrar algún remedio.12 Su pasión, por tanto, se nos presenta no como mero asunto privado, sino como peligro para el orden público del pueblo entero. Ante este peligro, las tres soluciones propuestas por el trío en torno al alcalde no solamente resultan cómicas, también 12 

También mediante Celedonio, el alcalde, y sus dos ayudantes, Bartolo y Pascual/ Faustino, se tematizan las jerarquías entre los hombres. Así, los regidores, por ejemplo, describen que los marqueses “influyen sabiduría y respeto” (Cecilia 1786, II: 47), lo que hace difícil que se opongan y lleva a que hagan propuestas como el destierro de las mujeres en vez de encauzar jurídicamente los asaltos del marqués vicioso y de don Nicasio. Celedonio parece sobre-exigido con la variedad de hombres y pareceres, aunque finalmente cumple con su función de restablecer el orden en la aldea. Bartolo y Faustino, sus ayudantes, roncan, duermen durante el trabajo y no saben leer (Comella 1789a, I: 7-8), un hecho que garantiza situaciones cómicas en la obra, pero también remite la falta de alfabetización y educación popular, crítica recurrente de los ilustrados y enunciada por el conde. Celedonio, cual ‘erudito a la violeta’, aduce varias citas en latín, un cultismo que no corresponde a su limitada capacidad de acción y refuerza en él la comicidad. A su vez, don Fernando apela a los regidores para “que no den que decir á las gentes de la Aldea” (ibíd.: 6), reforzando que el aparentar importa para mantener la estabilidad del orden social. Ellos se burlan de él, diciendo que “mejor que la escaparela/le cesaria una capilla;/amigo, erró la carrera” (ibíd.: 6), una burla sobre los creyentes honestos que se encuentra también en La devoción engañosa de Ramón de la Cruz. Fernando, a su vez, desconfía de Celedonio (Comella 1789a, III: 25). En la primera parte de la obra, el trío gubernamental no tiene ninguna función para la trama, tratándose de escenas aisladas de comicidad, hasta que se produce un giro desmotivado desde el cual el alcalde sí cumple con su función. A partir del segundo acto, el alcalde adopta el rol de representante de la jurisdicción sin que se den más juegos lingüísticos o groseros por parte de los regidores (García Garrosa 1999: 141). Este desarrollo indica la importancia del rol de representantes administrativos y gubernamentales como líderes morales, algo que también se pone de manifiesto en otras obras de Comella, como en los tres Federicos (s. a., 1789b, 1789c), las dos Catalinas (1795, 1799), el Luis Catorce (1789), La Jacoba ([1789] 1796), El abuelo y la nieta (1792), El alcalde proyectista (1816) o El violeto universal (1793) (Di Pinto 1995: 853; Caldera 2003).

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señalan el desconcierto impotente ante la pregunta de cómo reglamentar la convivencia entre hombres y mujeres, reproduciendo el topos de las mujeres como culpables de cualquier desorden. Así, Bartolomeo vota por “que no haya mugeres”, mientras que Pascual quiere “echarlas á un destierro” y el alcalde, Celedonio, opta por regalarle “media docena/al Marqués” (Comella 1786, II: 17) para salvar de este modo a las demás y mantener el orden aldeano. Siendo las propuestas eliminar a las mujeres, ocultarlas, echarlas del espacio público, marginalizarlas o sacrificar a una parte de ellas —como prenda de los hombres cual mercancía, sin pensar en el bienestar de las mujeres—, queda de manifiesto que se busca una solución en primera instancia en ellas y se da pie también a una discusión sobre si determinados conflictos se deben a la existencia o presencia misma de las mujeres.13 El marqués como agresor, por lo tanto, es necesario para que en la obra se pueda problematizar la relación entre hombres y mujeres en la sociedad ilustrada. Y, por supuesto, no solamente persigue a todas las aldeanas en general. También se apasiona por Cecilia en especial, que deja en un segundo término el atractivo físico y la virtud de las otras mujeres. El marqués se sirve de su criado para perseguirla, descubrir dónde vive e intentar seducir a Cecilia en su patio, mientras su marido está ausente. Ella se convierte en el objeto principal de su conquista, a la vez que mediante el intento de poseerla se pone en evidencia la oposición entre el virtuoso Lucas y el depravado marqués. Lucas se preocupa al observar al marqués con Cecilia en un baile público y siente celos (Comella 1786, I: 7). Finalmente, no solamente es esta oposición la que da lugar a una escena que remite a las escenas de capa y espada barrocas (Comella 1786, I: 13), sino que también se desarrolla un debate por la “prenda” (ibíd.: 24) y por el honor entre los dos hombres, uno virtuoso, “lleno de honor y miseria”, y otro “lleno de ardor y opulencia” (ibíd.: 12). Queda ostensible la jerarquía entre los dos: el marqués excede a Lucas en cuanto a su poder y riqueza, mientras que Lucas le excede al marqués en cuanto a su virtud. Esta situación causa un conflicto moral en Lucas: no quiere ser desobediente, pero expresa que ni la obediencia ni el respeto le “mandan/por ninguna ley ni deuda/que os sirva con mi muger,/y no os serviré con ella” (ibíd.: 13  Finalmente, recurren al conde para que él remedie la situación, un hecho que refuerza el intento de superar la competición entre la nobleza y los funcionarios reales advenedizos, en pro de la integración de una nobleza útil y bien formada.

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12). Además, le recuerda la “sangrienta invencible espada/de la Justicia suprema” (ibíd.: 13), instancia última en cualquier debate sobre la moral desde una posición católica. También Cecilia misma se le opone, juzgándolo moralmente y elevando a los pobres virtuosos por encima de los nobles depravados que dañan la Monarquía y atentan contra el catolicismo: No eres tú noble: no lo eres:/que la principal nobleza/no estriba en executorias,/ni en pomposas opulencias/sino en ser útil á todos/ser de la Patria defensa,/ser leal al Rey, y servir/á Dios como Dios ordena:/y el humilde que dirige/sus pasos por estas sendas,/es el verdadero noble (ibíd.: 37).

El marqués, a su vez, utiliza la religión para lucirse, como manto externo de generosidad y virtud. Cuando el conde le propone llevar a cabo obras pías (dar dotes a mujeres pobres, regalar vestidos, abastecer a las viudas con trigo para sembrar, ayudar a los enfermos y dar limosnas secretas), el marqués consiente, mas alegando la ventaja de lucir de este modo su grandeza (ibíd.: 5). De este modo, también se establece una diferenciación moral dentro del mismo estamento de la nobleza. La estrategia de fingir, atribuida muchas veces a las mujeres (Angulo 2002), aquí recae en el marqués y es descrita explícitamente por el conde: “Aquí se vé que hacen muchos/bien mas por pura opulencia/que por piedad” (ibíd.: 5). También aparece como topos en los comentarios de Pepa, que desconfía del marqués en una conversación con este y Marica: “Pep. Oyes,/¿si será algun lobo hambriento/éste, que á devorar viene/las reses de nuestro Pueblo?/Mar. Bien puede ser, que no todos/los lobos que hay van en pelo,/que muchos gastan vestido” (Comella 1786, II: 14). La imagen del lobo salvaje disfrazado, imagen de la barbarie que ya conocemos de Cornelia Bororquia y que también se encuentra, por ejemplo, en obras de Nifo (1756: 21-22), destaca el problema de la contradicción entre la supuesta esencia humana y su aparentar,14 a la vez que atribuye el comportamiento apasionado a la incivilización. La falsedad inicial del marqués también es flanqueada por la relación con Beltrán, su ayudante, que le aconseja cómo conseguir sus 14  Así, los aldeanos se dejan engañar de la apariencia del marqués. Afirman que sería “tan bueno como el Conde/que de Dios goce” (Comella 1789a, II: 16) y que actuando de este modo razonado y generoso “puede ser útil al Pueblo” (ibíd.: 19).

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fines y ejercer el máximo poder en el pueblo con una especificación en cuanto al género, recomendándole que “ni sea serio del todo, ni del todo alegre” y que sea “con ellos vinagre,/y caramelo con ellas” (Comella 1786, I: 5). Beltrán se revela oportunista (“Si aconsejara virtudes/no tuviera yo [...] premio”, Comella 1786, II: 49) y es corrompido por la recompensa económica que le promete el marqués.15 Su relación resulta, de este modo, diametralmente opuesta a la relación amistosa y sincera entre el conde y Lucas. La falta de virtudes en miembros de la nobleza, por tanto, causa que surjan individuos oportunistas que se aprovechan de esa carencia de virtudes o simplemente dependen existencialmente de cooperar en el vicio, fomentando la disolución social. Esta falsedad y corrupción finalmente también provocan una desconfianza global.16 La relación entre el marqués y la marquesa, por ejemplo, se caracteriza por los celos. Así, la marquesa parece haber propuesto la visita en la aldea para alejar al marqués de sus amantes en la corte, un hecho que oculta al conde, ante el cual subraya el deseo de visitarlo y de no tener ningún motivo de queja por la conducta de su marido. A su vez, el marqués engaña a su esposa, un hecho que lleva al conde a recriminarle a la marquesa que sería “muy crédulo tu sexô” (ibíd.: 18). De este modo, otra vez recae toda responsabilidad en ella. Reproduciendo el topos de las mujeres poco sensatas, se transmite al público la enseñanza de no fiarse demasiado.17 A su vez, el conde es presentado como modelo de toma de decisiones razonada y prudente. Su voz resulta unísona con la voz de la virtuosa Cecilia, que juzga al marqués como falto de nobleza por ni ser útil a la patria ni servir a Dios (Comella 1786, I: 14): 15  Esta corrupción en el ejercicio de poder por falta de una moral universal aparece también en Cornelia Bororquia, donde se muestra la misma corrupción y falta de sentido moral en el estamento eclesiástico. 16  Por ejemplo, Pepa llama a Simón y Luis, fingiendo llamar a los perros, para protegerse del desconocido (“por si sois lobo”, Comella 1789a, I: 15), aunque el marqués le ofrece una moneda para calmarla, lo que causa credulidad en ellos y permite que le cuenten de la situación creada por don Nicasio en el pueblo. 17  El alegato en favor de la prudencia compite con el alegato a favor de tener más confianza en la virtud humana, visible en la desconfianza que recae sobre Cecilia y Fernando. Para decidir dónde, cómo y cuándo confiar en la pareja y cuándo no, la obra no ofrece ninguna salida, pero sí se expresa en contra de una inocencia absoluta de las mujeres, ya que esta pondría en peligro el orden social, al igual que ocurre, por ejemplo, en la novela Cornelia Bororquia, en la que la protagonista es criticada también por su inocencia.

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ya de todo/me ha informado mi cautela./Deshonra de los humanos;/oprobio de la nobleza,/[...] ¿por qué con tus procederes/tus abuelos avergüenzas?/Los timbres y los honores,/los privilegios y rentas [...]/te los dexaron tan solo/para amparar la modestia,/para hacer feliz al pobre,/para honrar á la doncella;/y tú, dí, ¿en qué los inviertes?/En vanidades superfluas,/en seducciones iniquas (ibíd.: 13).

Finalmente, estas afirmaciones también ponen de manifiesto el debate alrededor de la nobleza, que dentro de una sociedad reformada debía emplearse de manera útil, independientemente de sus privilegios. La iniciaciÓn en la virtud a través de la mujer modélica El drama no se queda en la crítica de la conducta de este noble. El marqués, finalmente, resulta ser un personaje dinámico, capaz del aprendizaje moral. En La Cecilia expresa su arrepentimiento y vive un giro de actitud, incitado por la virtud modélica de la protagonista: “¿Es posible que el rubor,/la confusión y el exemplo/que me da de heroycidad,/de christianidad y de esfuerzo/una muger, no me obliguen/á un firme arrepentimiento!/Ya no puedo mas: ya el alma/de la culpa siente el peso” (Comella 1786, II: 67). Su experiencia sentimental y la vivencia de situaciones que suscitan compasión son lo que le induce un efecto educativo, a diferencia del ‘horror’ que se utiliza en otras obras (por ejemplo, en Eusebio de Montengón), también en Cecilia viuda. Y es Cecilia, sumamente virtuosa en su actitud cristiana y su laboriosidad útil, la que lo incita a cambiar. Ella, modelo y estímulo de virtud a la vez, pertenece ‘por naturaleza’ al género sensible e incorpora una función educadora que se les atribuye a las mujeres de acuerdo con el topos de la fuerza civilizadora femenina (vid. Álvarez 2006a: 317-321). Finalmente, tanto Cecilia como Lucas, ‘resucitado’ tras haber sido aparentemente mortalmente herido, y el pueblo perdonan al marqués en un gesto de bondad y piedad. La virtud —y explícitamente la virtud de la pareja— es premiada con una indemnización anual de mil pesos que el marqués les otorga al final (Comella 1786, II: 69). Este cambio repentino no solamente requiere que se acepte la inverosimilitud psicológica para respetar la unidad de tiempo (García Garrosa 1990: 178), también puede leerse como refuerzo del poder de la impresión que los personajes ejemplares ejercen en otros —espejo de la impresión que,

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tal vez, debían provocar los personajes en su público—. El drama se cierra con su partida y su petición de que su “conducta/á todos sirva de exemplo” y demuestre que “el poder de la humildad/muda el ánimo mas fiero” (Comella 1786, II: 70). El conde, su correlato, también refuerza esta moraleja final: “para enmendar el vicio/es el mas prudente medio/el medio de la virtud,/dando al vicio buen exemplo./Todos. Sirva al soberbio de aviso,/y al humilde de consuelo” (ibíd.: 72). En Cecilia viuda, el marqués, finalmente, es el personaje virtuoso que soluciona los enredos y disturbios, desatados esta vez por don Nicasio, aunque se tiene que defender todavía contra sospechas.18 Convertido ya en un personaje sensible y razonable, el marqués se enfrenta a un “fiero laberinto” interior (Comella 1789a, III: 32) y un “babel de tinieblas” (Comella 1789a, II: 24) causado por el aparentar y el fingimiento en su alrededor. Aparte de apelar “al ardid y á la prudencia” (ibíd.) recurre a Dios como ayuda y norte: la verdad desnuda: casi/es imposible que puedan [los reyes]/saberla; pero sí pueden,/atendiendo á que se emplea/la ciencia de Dios en darles/para gobernarlos ciencia./Pues dádmela á mí también,/Omnipotencia suprema,/para que del laberinto,/en que mi pecho se encuentra,/á pesar de tantas dudas/mis intentos salir puedan (ibíd.: 24).

Guiado por principios cristianos, el marqués resulta circunspecto, sensato, reflexivo, justo y generoso; modélico para el gobierno del pueblo, como lo expresa luego Marica (ibíd.: 15, 16). Al final de la obra, enuncia una moraleja contra la “inhumanidad tan fiera” de don Nicasio, apoyada por la exclamación de su mujer: “¡Quién al mirar tal delito/no se llenará de horror!” (Comella 1789a, III: 34), dirigida no solamente al pueblo, sino también al efecto deseado en el público. A diferencia del marqués, el contramodelo de la segunda pieza, don Nicasio, que sustituye al conde tras su muerte, es un personaje 18 

Así, el aldeano don Juan supone que el marqués sigue enamorado de Cecilia y se asombra al verlo llegar (Comella 1789a, II: 16). Al acercarse el marqués otra vez a Cecilia, ahora sin intenciones amorosas, aparece su esposa, que sigue desconfiando de él: “pérfido esposo, villano,/á que vienes á la Aldea?/vienes [...] á aquietar las turbulencias/de ella, ó á aumentar las de/Cecilia? Soy mas experta/en conocerte” (ibíd.: 22). Su esposa le pide que recuerde su “corazon protervo” (ibíd.: 22). No obstante, la aparente falta de virtud no es tal, sino la sincera intención de ayudar. Queda ostensible que la falta de virtud no puede cambiar repentinamente sin huellas en la convivencia social.

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estático. Ahora, el antihéroe ya no es noble, sino que como administrador sin mayores explicaciones sobre su ascendencia es un personaje de mero orden público (Angulo 2006a: 273). Ahora se oponen don Nicasio, mayordomo de la aldea al servicio del virtuoso marqués, y don Fernando, protector de Cecilia. Sustituyen a la oposición que antes entablaban el marqués vicioso, por un lado, contra Lucas y el conde, amigo y protector noble de este, por el otro. Por su falta de sensatez y su codicia, Nicasio conduce al pueblo entero a la miseria. Así, Pepa le pregunta al marqués en su segunda visita “¿qué hemos de tener, si el amo/no tiene pizca de seso?” (Comella 1789a, II: 16), y Marica sostiene que “trata/á los pobres como bestias” (Comella 1789a, I: 3). Nicasio les niega el descanso necesario bajo el sol abrasador y el premio justo de su trabajo arduo, bajo el pretexto de que “ninguno hay/que el pan que come merezca” (ibíd.). De este modo, les niega el derecho a la existencia y refuerza una jerarquía bajo la amenaza de echarlos.19 La tiranía déspota a escala local que don Nicasio impone todo “bárbaro” (Comella 1789a, II: 23) es visibilizada para el público en unos monólogos y apartes explícitos que no requieren ningún trabajo deductivo por su parte: ¡Qué vida tan placentera/es la mía!/Todo el Pueblo/á mi gusto se sujeta;/no respeto á la justicia,/defraudo todas las rentas,/y me embolso las limosnas/ que los Marqueses me ordenan/dar (á imitación del Conde)/á los pobres de la Aldea:/también usurpo los mil/pesos que sobre la hacienda/libre tienen señalados/á Cecilia en recompensa/de su virtud; estos daños/los hago con la cubierta/de que el Marques me lo manda” (Comella 1789a, I: 4).

Su clara conciencia de su actitud y su proceder, casi inverosímil en su explicitud, subraya el daño público de esta conducta individual, basada, como en el marqués en la primera pieza, en el fingimiento y en la disponibilidad de recursos para sobornar.20 Además, se expone el 19 

No obstante, las mujeres dentro del grupo de labradores, llamados por él “bribones” (Comella 1789a, I: 3), son las listillas que, empleando su razón, entienden que don Nicasio se quiere enriquecer con la hacienda del amo. Don Nicasio lo niega, a lo que Pepa reacciona con ironía: “Una bestia/como yo, qué ha de decir/sino necedades de estas” (ibíd.), reafirmando mediante esta inversión su propia astucia y la injustica y maldad de su amo. También don Fernando lo llama “bárbaro” (Comella 1789a, II: 23). 20  Así, don Nicasio quiere “acallar á Cecilia/y á los pobres con dinero” (Comella 1789a, II: 20), soborna a Paca, Pepa, Tomasa y Marica, y fracasa en sus intentos con el

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primer plano del conflicto con Cecilia, que sería económico, al que se le junta otra vez el deseo sexual desenfrenado: “aquí viene Cecilia/con el Oficial, quisiera/hablarla [...] mejor será/con alguna estratagema/ir á su casa despues:/su peregrina belleza/es dulce imán que arrebata/mis sentidos y potencias” (ibíd.). De hecho, el mayordomo sobrepasa los límites físicos de la casa de Cecilia —espacio de protección inestable, como se analizará más adelante— y de su cuerpo. Nicasio pierde el control emocional al no poder acercarse a ella, y convierte las peticiones en órdenes amenazadoras: “Estoy fuera/de mi. Yo muero: tu mano/temple tan fiera dolencia”, “ya/que á mis ruegos se la niegas,/la concederás, ingrata/á mi rigor” (ibíd.: 11). Finalmente, la encierra en su propia casa y la intenta envenenar (Comella 1789a, III: 29, 32). Cecilia sobrevive in extremis y el marqués, don Fernando y el alcalde quedan convencidos de la culpabilidad de don Nicasio y de su falta de “humanidad” y “juicio” (ibíd.: 32), queriendo ahorcarlo a pesar de la resistencia de Cecilia. Finalmente, el plan de castigo fracasa por huir Nicasio, que, no obstante, muere en su camino a Portugal cual justicia compensatoria (ibíd.: 35). Patricio y el marqués valoran esta muerte como castigo de Dios, “en premio de los servicios/que hizo al diablo” (ibíd.), que libera a los hombres de la necesidad de condenar y castigar: “dexad la venganza/ pues Dios por vos la ha cumplido” (ibíd.). Don Fernando reconoce su exceso tras sentir satisfacción con su muerte, que no podría haber pagado el homicidio de Cecilia, y se entrega, hombre sensible, a la aflicción entre “tormentos,/penas, congojas, conflictos” (ibíd.). 7.1.2. Una mujer ejemplar en un mundo rural Cecilia, “hidalga pobre” como se indica en las dramatis personae, no solamente le da el título a las piezas, también une a todos los personajes alcalde, que se entera de la extensión de los sobornos a los demás, “gages de los infiernos” (Comella 1789a, III: 26). A su vez, don Nicasio se quiere aprovechar de la credulidad de los aldeanos, intentando abusar de la bondad de don Fernando: “al hombre de bien es facil/el que le engañe el perverso” (Comella 1789a, II: 17). No obstante, es de interés que sea justamente la jerarquía entre don Nicasio, mayordomo, y el marqués, amo de la aldea, la que permite que en una cadena sin cabeza visible tenga lugar el abuso y el fingimiento de órdenes. De este modo, no solamente queda expuesto a la crítica moral el comportamiento individual y se apela a una mayor cautela personal, también la estructura gubernamental misma puede cuestionarse.

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masculinos de la obra como nudo de la trama. Es el primer personaje que entra en las tablas, caracterizado por su canto. Y es ella la que se convierte en el objeto principal de su conquista, poniendo en evidencia la relación jerárquica entre los hombres. Su hermosura, “principio del deseo,/peligro del sentido,/y tósigo letal del pensamiento” (Comella 1786, II: 62), refleja su virtud y entendimiento, a la vez que la pone en peligro. Al calificar Cecilia misma la hermosura como un peligro para la razón, argumenta de forma similar a Feijoo, que abogaba por que las mujeres fuesen medidas por su entendimiento, dejando de lado la necesidad de competir mediante características pasajeras. Es caracterizada por el elogio unísono de todos los personajes. Paca, por ejemplo, exclama “qué alma/tiene tan cándida y buena” y elogia su bondad (Comella 1789a, I: 6), mientras Lucas alaba su “dulce candor” y su “alma [...] generosa”, que querría decorar con flores (Comella 1786, I: 2). En Cecilia viuda Jacinta exclama “¡O, quién su virtud tuviera!” (Comella 1789a, I: 6) y se concluye “[d]e que es virtuosa Cecilia/ no faltan aquí testigos” (Comella 1789a, III: 33), incluyendo a toda una gama de personajes, pero también al público como testigo extraescénico. Anticipando posibles juicios críticos por parte del público, Jacinta objeta que “[t]anta virtud y modestia/es increíble” (Comella 1789a, I: 10) en don Fernando, una sospecha que es matizada por boca de Cecilia: según esta, los cristianos reconocerían la veracidad de la virtud, pareciendo inverosímil solamente al libertino y al “que no penetra/ la fuerza del Christianismo [...]/y de estas virtudes duda/quien nunca supo exercerlas” (ibíd.). La interiorización de la virtud mediante la fe cristiana se compagina con una reflexión sobre la naturaleza humana y la posibilidad de que ambos géneros se relacionen entre sí sin ninguna implicación sexual, como ocurre, por ejemplo, entre Cecilia y Fernando. La virtud se presenta como duradera y socialmente estabilizadora, a diferencia de la hermosura o la riqueza material: “Cecilia rica fue honesta,/y honesta es Cecilia pobre,/[...]/Soy pobre, es verdad, soy pobre:/¿mas qué importa que lo sea,/si se conservan intactas/la virtud y la nobleza?” (Comella 1786, I: 30). Ella misma constata la inconstancia de la fortuna, apelando con abierto didactismo al público para que tome “exemplo en mí” de “cómo [el destino] muda las escenas/del teatro de la vida” (Comella 1786, I: 1) y de cómo se puede remediar. Su virtud se condensa en varios rasgos de carácter, revelados mediante acciones más que por enunciaciones de otros personajes. Así, queda ostensible su laboriosidad ligada al ámbito doméstico, su

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fidelidad, su honestidad con Lucas y su aprecio sincero por él, su solidaridad con otras mujeres, su generosa caridad en general y su modestia y recato, que llevan a que incluso proteja a sus agresores. Según Fernando, su vergüenza modesta daría prueba de su virtud (“de tu virtud da mas prueba,/que el hipócrita se alaba,/y el virtuoso se desprecia”, Comella 1789a, II: 18), evidenciando el contraste con don Nicasio, que se alaba explícitamente: “Es mi caracter tan bueno/que [...]” (ibíd.: 25). Entre tutela masculina y ejemplaridad femenina Virtuosos ambos, Cecilia forma un matrimonio perfecto con Lucas (vid. también 7.1.1), en el que los dos expresan su mutuo aprecio. Son sinceros y también se refuerzan recíprocamente en su virtud.21 Así, cuando ella expresa su preocupación existencial, Lucas le recuerda que la felicidad residiría en conservar la virtud, el honor y la conciencia como máximas cristianas en vez de en los bienes materiales. Cecilia se muestra agradecida, para ser después ella la que lo anima mediante los mismos argumentos cuando él está a punto de rendirse ante las adversidades. No obstante, su relación no es igualitaria, ya que ella recurre —tal vez como mero recurso retórico para subrayar su modestia— al topos del “sexo débil” (Comella 1786, II: 40) al que pertenece, y le pide que cumpla con su rol de levantarle a ella el ánimo. Lucas se posiciona como cabeza de familia, instruyéndola y ocupando el lugar del protector familiar. No solamente Lucas quiere evitar que el marqués le quite “la mejor y única prenda” que posee (Comella 1786, I: 24), también a don Fernando, su sucesor, le importa protegerla ante las ofensas a su virtud: “Ni de veras ni de burlas/quiero que nadie te ofenda/que el sol de tus perfecciones/es sol de luces tan bellas,/que no se le han de atrever/de la iniquidad las nieblas” (Comella 1789a, II: 21). La metáfora de la luz resalta la radiante perfección de Cecilia, pero también la emplea don Fernando para caracterizarla como un personaje frágil que necesita amparo, situando a los hombres un escalón superior en cuanto a su importancia práctica. También ante don Fernando, unido a Cecilia en su luto, Cecilia se convierte otra vez en ejemplo (Comella 21  En ello, la relación amistosa se parece a la de Cornelia y Bartolomé Vargas en Cornelia Bororquia, aunque en Comella están ausentes las referencias a la formación letrada de las mujeres y la lectura de filósofos considerados herejes.

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1789a, I: 9) que, por su sensibilidad, inspira veneración en don Fernando: “Vuestra virtud, vuestro honor/echaron tales cadenas/á mi corazon sensible,/que á los afectos que engendra/el parentesco mas tierno/ el que os profeso supera” (ibíd.: 2). Él, a su vez, le promete ampararla tras la muerte de Lucas por “obediencia” a su amigo (ibíd.: 9, II: 20). Ella rechaza su oferta de compartir con ella su sueldo mediante la referencia a Dios como bienhechor de ultima ratio, destacando otra vez su propia modestia (ibíd.: 9). Cecilia cuestiona el objetivo honesto de Fernando detrás de su afán por protegerla, dudas que él disipa, alegando ser un “sábio, que vivir/con sus próximos desea/para procurar su dicha” (ibíd.: 10). La casta amistad entre el militar y Cecilia parece esencial para destacar también la fuerza del control público. Cecilia se ve bajo la necesidad de guardar públicamente el honor, una tensión que la lleva a clamar “con precipitacion [...] y como fuera de sí” (Comella 1789a, III: 32): “mi honor, mi honor: qué conflicto!/no puedo mas:: [sic] mi honor solo/y el de Don Fernando os pido” (ibíd.), situación en la que demuestra por la “candidéz de su rosto/reflexîonada á los visos/de la razon [...]/que es incapaz de delito” (ibíd.). Es de resaltar su amistad casta como ejemplo de un posible “amor sin deseo” (Comella 1789a, III: 36). Al considerarlo su “protector benigno” (ibíd.: 33), ella muestra gratitud y fidelidad.22 El discurso del altruismo piadoso de don Fernando que convierte la felicidad de otros en la propia felicidad también lo comparte ella, que no solamente alaba su “bondad” y da las gracias a Dios por aliviar sus penas mediante Fernando y otros ayudantes, sino que practica la misma piedad altruista socorriendo a personajes más pobres: “no hallo mayor complacencia/que dar con aquesta mano/al pobre lo que con esta/recibo de Dios [...] que aunque la recompensa/sea ingrata, de haberlo hecho/jamás al alma le pesa” (Comella 1789a, I: 6). Así, en cuanto al comportamiento caritativo y solidario con otros personajes contrasta con la corrupción desmedida del marqués, antes de su giro moral, y de don Nicasio.

22  María Angulo Egea supone que la relación entre los dos se habría presentado como casta por razones prácticas: al representarse la obra en casa de los marqueses de Mortara con la marquesa (Cecilia) y Comella (Fernando), supone que Comella quería evitar cualquier acusación de cercanía (Angulo 2006a: 141). No obstante, también semánticamente es coherente no cerrar la obra con la boda entre los dos, destacando de este modo la importancia del fundamento religioso para el orden público y privado en situaciones de matrimonios imposibles.

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Solidaridad femenina La caridad encuentra otra manifestación en la solidaridad con otras mujeres, como la marquesa, devorada por los celos y la desconfianza ante las andanzas de su marido. Cecilia actúa como amiga y cómplice de la marquesa, aunque esta no consigue desligarse del todo de los celos e inquietudes que vive y amenaza con vengarse en el caso de descubrir un comportamiento indebido. En un diálogo dramático, Cecilia le promete que puede fiarse de su resistencia y el apoyo de Dios (Comella 1786, I: 28), para después comentar nada extrañada que “las pasiones ciegan” (ibíd.: 29) y que el agravio y las amenazas de la marquesa no importarían, ya que un “alma noble [...]/sabe firme mantener/la constancia; siempre ilesa/tiene su virtud” (ibíd.: 30). De este modo, la virtud como fundamento de nobleza se contrapone a la ascendencia noble de la marquesa. Ella no actúa nada noblemente y su comportamiento celoso y, por tanto, falto de virtud lleva a la enajenación del propio ser (“los zelos/de mí misma me enagenan”, dice la marquesa, ibíd.: 28) y a la separación entre los individuos de una sociedad.23 Esta situación de competencia o enfrentamiento, aparte de elevar a Cecilia en su virtud, puede leerse como imagen de una situación social tensa, en la que las mujeres dependían de los hombres, bajo la amenaza de, en el caso de no contraer matrimonio, ser encerradas en un convento (Angulo 2002: 285-286).24 La situación de competencia entre mujeres casaderas, que parecen inundar un limitado ‘mercado de hombres’, también se encuentra en una referencia cómica a la sobreabundancia de mujeres que realiza Patricio: “amiga, que de mugeres/hay tanta copia en el Reyno,/que segun dicen algunos,/á cada hombre tocan ciento,/y á mí doscientas y más” (Comella 1789a, II: 19). Patricio afirma que solo las mujeres que despreciaran a los hombres 23  Los celos y la falta de virtud, a su vez, también se presentan como típicamente femeninos. Esta concepción negativa de la conducta femenina también se ve reforzada en las palabras del marqués, al observar a Cecilia con Fernando: “Cecilia, no hay que dudar,/abandonó la entereza:/al fin muger” (Comella 1789a, II: 20). La acusación de falta de contención, descontrol, hipocresía e insinceridad como rasgos femeninos se ponen en primer lugar en boca de hombres moralmente depravados, aunque a lo largo del drama esta atribución resulte equívoca. 24  La fijación por el matrimonio la revela también una canción de las novias en Cecilia: “Madre, yo quiero nobio/yo quiero nobio, madre,/antes con antes” (Cecilia 1786, I: 23).

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lo atraerían. Así, el personaje de Patricio revela cómo una retórica de desprecio forma parte importante del cortejo, ridiculizando, a su vez, esta práctica y lo absurdo de negar la dependencia explícita entre los géneros masculino y femenino.25 Cecilia se opone al cortejo, al comportamiento desenfrenado y a la capacidad de dominación del marqués, siendo resaltada esta contraposición mediante la oposición entre los atributos “poderoso” y “atrevido” del marqués y el ser “honrada”, “honesta” y “[c]hristiana” de Cecilia (Comella 1786, I: 28). De este modo, ella también contrasta con la desconfianza descontrolada y la concepción de la mujer como moralmente débil de la marquesa. Esta desconfía de Cecilia, alegando que “[e]res muger” (ibíd.), y afirma sobre sí misma: “soy muger,/y zelosa,/y sabré vengar mi ofensa” (ibíd.: 29). En la obra, finalmente, Cecilia consigue tranquilizar a la marquesa. Así se mitiga la posible competencia entre las dos mujeres, que comparten desde dos perspectivas la misma preocupación, de cómo evitar el comportamiento moralmente indebido de un hombre. El recato cristiano como remedio ante la exposición femenina Al verse expuestas tanto en el espacio público como en el privado a la posibilidad de la cercanía indebida de un hombre, la feminidad se vinculaba estrechamente al pudor y la inocencia (Angulo 2002: 282). Cecilia, para mantener intactos su estatus social y las relaciones con otras mujeres, guarda su honor y demuestra su integridad mediante el recato absoluto. Rechazando cualquier intento de acercamiento físico antes y después de su viudez demuestra su virtud. Así, se opone a las propuestas y peticiones de don Nicasio. Este califica como “sofisterias” (Comella 1789a, I: 11) sus explicaciones basadas en la moral y el honor, que ella define como el “mayor/bien de una muger honesta” (ibíd.). Cecilia declara ser “inflexîble [...] al amor y á la violencia” (Comella 1789a, II: 22), las dos fuerzas que pueden poner en peligro su integridad moral femenina. No le importa quién sepa de su comportamiento, lo importante serían ella misma y Dios, juez supremo, 25  Esta situación implica que, una vez casadas, el valor de las mujeres también se medía en su razón de honestidad y su capacidad para mantener la unidad matrimonial o familiar (Angulo 2006a: 139).

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ante el cual quiere cumplir con la promesa de fidelidad eterna que le había jurado a Lucas para no convertirse en “criminal y rea” (Comella 1789a, I: 11). Ahora bien, pese a la declaración de Cecilia, se encuentra ante la necesidad de demostrar en público que guarda el honor. Así, en Cecilia viuda, Cecilia incluso prefiere mentir al pueblo para no dar cuenta de los agravios del mayordomo. Siendo cualquier persona también una persona pública, el disimulo es convertido en necesidad para mantener su imagen intacta, constituyendo este silencio un “síntoma de educación” específicamente femenina (Angulo 2006a: 177). A su vez, el desfase de información entre los personajes y los espectadores puede fomentar que el público sienta compasión por la protagonista, al poder identificar desde el primer momento su inocencia y las estructuras de dependencia en las que ella tiene que guardar su honor y cumplir con su papel como esposa/viuda. Un diálogo con don Fernando, frenado por ella en su deseo de denunciar a Nicasio, resulta esclarecedor en cuanto a los motivos de su comportamiento: no entiendo/por qué ocultas de ese infame/los detestables proyectos./Cec. Yo os lo diré: los oculto/porque sacrificar quiero á Dios las persecuciones/ para mas merecimiento;/ademas que las materias/de honor son en nuestro sexô/tan delicadas, que á veces/es peor que el mal el remedio,/porque en decirlas padece/el pundonor detrimento,/y por evitar un mal/se siguen otros mas fieros,/pues entre creerlo y dudarlo/se dividen los conceptos (Comella 1789a, II: 13).

Cecilia expone que hombres y mujeres son percibidos y valorados bajo diferentes condiciones, justificando su actitud reservada por el miedo a padecer mayores desgracias como no ser considerada digna de crédito, aunque siempre recurriendo en última instancia al gesto católico de dejar todas las decisiones en manos de Dios. Ella también detiene a don Fernando para que no defienda o incluso vengue él su honor, y lo ilustra: “El perdonar las injurias/al próximo, fuera de esto,/ debe tener el Christiano/por gloria: de sus opuestos/debe ser amigo [...] aunque es dulce la venganza/en sus ímpetus primeros” (ibíd.), revelándose otra vez en su moderación y bondad como modelo de virtud cristiana.

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7.2. De la casa al convento 7.2.1. La casa: escaparate de la virtud femenina y lugar de sociabilidad La casa como lugar escénico constituye una condición sine qua non para exponer la virtud de Cecilia como mujer ejemplar y los conflictos centrales, especialmente la necesidad de las mujeres de precaverse contra una cercanía indeseada o moralmente inadmisible. En primer lugar, sirve como escaparate de virtudes, exponiendo la laboriosidad doméstica de la protagonista y la harmónica unión matrimonial. Para ello, dentro del ideal de la sociabilidad dieciochesca, tiene que ser un espacio temporalmente permeable para visitantes, si bien sin ser público ni por ello estar visualmente controlado, lo cual permite, a su vez, traspasar los límites de conducta establecidos por los códigos morales de la época.26 Tanto en Cecilia como en Cecilia viuda la primera escena expone el hogar: “[e]l Teatro representa una selva frondosa, poblada de árboles: á la izquierda habrá una entrada de una casa pobre con puerta transitable; junto á ella un poyo, en que estará sentada Cecilia devanando, cantando” (Comella 1786, I: 1). Destaca, como también en Cecilia viuda, aparte de la pobreza de la pareja venida a menos, su cercanía a la naturaleza, espacio opuesto a la civilización o la vida urbana depravada.27 No obstante, el ámbito doméstico se ha desplazado al patio como lugar transitorio. En el segundo acto, este escenario se repite de forma parecida, “[f]rente de la entrada de la casa estará puesta una mesa con

26  Angulo Egea sostiene que “no sólo la ciudad ofrecía nuevos centros para reunirse, sino que las casas estaban más abiertas a la visita de amigos y familiares. Los salones adornados de las nuevas casas burguesas se convertían en un símbolo más de ostentación; formaban parte del escaparate, de la imagen desahogada y ‘liberal’ que la emergente clase media quería divulgar. [...] Los hogares dejaron de ser recintos cerrados y sus salones se abrieron al devenir de amigos y conocidos, con los que se dialogaba” (2006a: 130). 27  En Cecilia viuda, la información detallada sobre el espacio escénico se concretiza aún más en pro de la verosimilitud y tal vez del costumbrismo. La aldea se localiza a “quatro leguas distante de Portugal, en Castilla la Vieja”, con “a la izquierda edificios, y la derecha bosque” (Comella 1789a, I: 1). También se encuentran varias intervenciones habladas de personajes que participan en la creación del espacio, como por ejemplo este: “Jac. [...] no hay nada/de que echar mano se pueda/en casa, ni que empeñar/ni vender en ella queda” (ibíd.: 8).

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unos manteles pobres, y encima un pan muy moreno, algunos platos, un jarro, etc. Lucas estará sentado junto á la mesa, puesta la mano en la mexilla, y el codo apoyado en dicha mesa” (Comella 1786, II: 39). De este modo, la casa actúa como escaparate de la situación vital del matrimonio, permitiendo acceder a un espacio íntimo sin necesidad de penetrar en la casa, espacio de la felicidad privada. Al mismo tiempo, mediante la protagonista se le asigna a la mujer su espacio dentro de un programa de reforma económica y social. Así, la primera escena de Cecilia la sitúa en el patio hilando, para dar “treguas/al ocio” (Comella 1786, I: 3), explicación que ella repite en Cecilia viuda: “á hacer labor un rato/sentarme quiero á la puerta,/que el ocio jamas produce/ en las gentes cosa buena” (Comella 1789a, II: 20). De este modo, no solamente se refuerza la clara adscripción de la mujer a las tareas domésticas, sino que también se sostiene la importancia de la productividad y el empleo útil del tiempo por parte de cualquier miembro de la sociedad en un espacio definido. El trabajo de don Fernando no se muestra, solamente se alude mediante intervenciones habladas (cual teicoscopia) a un campo que él cultiva en los alrededores. La unión matrimonial destaca por trabajar los dos según sus tareas específicas para el bienestar de ambos y por las conversaciones atentas y sinceras que mantienen en la casa. Mas la casa no es solamente lugar íntimo, también es un lugar de sociabilidad y, al no ser públicas las relaciones que se dan dentro, motivo de sospechas cuando en su interior se relacionan hombres y mujeres sin vigilancia exterior. Así, se convierte en un lugar expuesto a valoraciones externas y al mayor control moral. Fernando, por ejemplo, decide abandonar la casa de Cecilia, donde está alojado temporalmente: “por mi honor, por su recato/y el mundo, su compañía/dexar hoy es necesario” (Comella 1789a, III: 28). Su explicación de que “no es razon que tú sola/sufras siempre el embarazo/de mi alojamiento” (ibíd.: 29) resalta que es la anfitriona (mujer) quien carga con el peso de las sospechas públicas. Fernando trata de aliviar la pena de Cecilia por la separación física remitiendo a Dios (ibíd.: 30), uniéndose los dos sensibles amigos en llanto. Más adelante, la separación de los dos se lleva al extremo al entrar ella con su ayuda en el convento para mitigar, de este modo, todas las sospechas. El espacio doméstico está bajo el mando de Cecilia, mas siempre bajo la vigilancia de otros. De este modo, Cecilia debe decidir con cuidado a quién recibir en su hogar y a quién no: “yo tampoco/en mi casa la [visita] admitiera,/porque entre

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la gente pobre/visitas de tal esfera,/al tiempo que honran la casa,/deshonran al dueño de ella” (Comella 1786, I: 27). 7.2.2. El espacio público, espacio de contacto En otras situaciones de contacto, las mujeres tienen aún menos capacidad de acción, al aumentar el control social y disminuir sus opciones de retiro. En Cecilia, Lucas quiere ir a la aldea con su esposa, que tiene reparos por cómo los juzgarían (Comella 1786, I: 2). De nuevo, la anticipación de qué pueden pensar y decir los demás al ver a los protagonistas resulta ser una inquietud central. María Angulo Egea ha llamado la atención sobre el funcionamiento de la combinación de diferentes espacios en escena: al alternar entre escenas situadas en espacios interiores y exteriores, privados y públicos, como el bosque,28 la aldea, la casa con su patio, el zaguán y las habitaciones personales, se representa una “totalidad del mundo, no sólo un aspecto”, a diferencia de los neoclásicos, que representarían tan solo un detalle (Angulo 2006a: 235). De este modo, además, en las dos Cecilias el público también percibe la compenetración del espacio religioso con prácticas seculares cotidianas. Una escena significativa que se desarrolla en el espacio público es la del baile. Celedonio manda traer bancos de la Iglesia para prepararlo (Comella 1786, I: 15). En esta escena, el conde aborrece las fiestas como estímulo amoral (ibíd.: 16), siendo tachado de “viejo” por Paca (ibíd.: 17). La virtud se asocia a la vejez, a algo poco moderno y contrario a las necesidades de la juventud. No obstante, el baile obligatorio de Cecilia, separada contra su voluntad de Lucas, resulta ser una prueba de que las dudas del conde son fundadas. Ella no tiene derecho a liberarse del marqués sin desatender las normas sociales. Mientras este “con pasión y en secreto arrimase á ella; ella no quiere” (Comella 1786, I: 17), ella contesta a sus preguntas “con displicencia y honestidad mirando á Lucas” (ibíd.). Se subraya, de este modo, la oposición entre la virtud 28  El bosque que rodea la casa conlleva una doble semantización. Por un lado, constituye un espacio natural positivo, lejos de la depravación de la corte o urbana, a la vez que constituye un lugar no controlado por la civilización, en el que se dan solamente “atisbos de cierto control” (Angulo 2006a: 249) que lo hacen accesible y lo convierten, por ejemplo, en un escondite ideal para potenciales agresores. Siendo, de este modo, un lugar salvaje, el acceso queda reservado a los hombres.

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femenina y el acoso masculino. Cecilia se mueve por el espacio sin posibilidad de influir en la dirección o las acciones. Después del baile es Lucas el que la libera: “coge a Cecilia aparte y la manda retirar” (ibíd.: 18). En ambas obras ella se siente perseguida, suponiendo en cualquier acercamiento un acoso. Así, por ejemplo, en Cecilia viuda le grita a Fernando por error: “No me sigas, monstruo horrible, dexa mi honor puro y terso” (Comella 1789a, I: 12). Su exposición y vulnerabilidad social y física en el espacio público se hacen evidentes.29 7.2.3. El fracaso de la casa como espacio de protección Frente a esta exposición en público, la casa aparece en un primer término como refugio para las mujeres. Marica y Pepa se refugian en ella (Comella 1789a, I: 4), al igual que Cecilia, que es conducida a su vivienda en varias ocasiones por Lucas para protegerla del marqués (vid., por ejemplo, ibíd.: 18, 25, 33). No obstante, Cecilia no solamente está expuesta al acoso del marqués durante el baile público, donde ambos están vigilados por un colectivo de espectadores, lo cual también limita al marqués en sus pretensiones. Se ve acosada asimismo por el marqués en casa, cuando este intenta seducirla durante la ausencia de su marido. De esta manera, la casa se construye como espacio de protección en quiebra en una sociedad que acoge a persona(je)s amorales. Lucas se muestra consciente de la necesidad de proteger su propio hogar “¡Qué miro! El Marques se acerca/á mi casa: honor á espacio/y observémos con cautela” (Comella 1786, I: 24). También don Nicasio quiere “con alguna estratagema/ir á su casa” (Comella 1789a, I: 4). Cuando se acerca el marqués, Cecilia se siente más segura fuera: “Entro en la casa: mas no,/que mas segura estoy fuera” (Comella 1786, I: 30). Ante sus intentos de hablar “de mas cerca” (ibíd.: 31), Cecilia 29 

El espacio público, esto es, la calle, la plaza y también el ayuntamiento, no solamente resultan ser el campo de caza del marqués y de don Nicasio. Angulo Egea llama, además, la atención sobre la índole costumbrista de la representación del pueblo. Según ella, la plaza se acercaría “a la sencillez y costumbrismo de los escenarios zarzueleros” (Angulo 2006a: 266), ofreciendo con ello cuadros folclorísticos y convirtiendo la función en un espectáculo festivo con música y canto. En las dos Cecilias, por lo tanto, el pueblo no se utiliza para presentar los avances técnicos como en otras obras, en las que el desarrollo urbano con fuentes, farolas y otros inventos encontraría su lugar en la escena (vid. Campos 1969: 33, Angulo 2006a: 266-267).

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le recuerda sus estados de casados y sus obligaciones, dejando clara la diferencia cualitativa entre sus relaciones matrimoniales: “yo tengo marido/á quien quiero muy de veras;/vos muger á quien debeis/querer” (ibíd.). Apela a su promesa de haber “jurado/fidelidad y firmeza” ante Dios (ibíd.: 32). Él, a su vez, le replica con otra promesa, ofreciendo llevarla a la corte si la razón de su resistencia fuese la “vergüenza” y el temor a que su “amor/se haga público en la Aldea” (ibíd.: 31). Lucas irrumpe en la escena y vuelve a liberar a Cecilia mandándola a la casa (ibíd.: 33). No obstante, la casa, en su privacidad, se presenta como lugar peligroso para la virtuosa pareja. Una acotación bastante compleja subraya la lobreguez en la que Cecilia anticipa en un sueño la muerte de su marido: Mudase el teatro en esta forma: el primer término de la entrada de él, figurará el zaguan de una casa de lugar, y el segundo una pieza de paso, á la qual se entra por una puerta grande que está en medio del foro: en lo que figura zaguan habrá dos puertas transitables á los lados, una á cada uno, la de la derecha estará cerrada, y la de la izquierda abierta hácia la escena, y echada detrás de ella una cortina que estará descorrida, de suerte que disimuladamente pueda ocultarse detrás de dicha puerta una persona. Aparecerá en la pieza interior (que estará alumbrada de una vela puesta en un candelero sobre una mesa) Cecilia dormida. No ha de haber mas luz en el teatro que la dicha vela, y el zaguan estará obscuro (Comella 1786, II: 61, cursiva mía).

La suma intimidad y oscuridad es expuesta al público cual prolepsis de la (falsa) muerte de Lucas, que luego afirmará “Muerto soy”, convirtiendo el temor en realidad (aparente, ya que Lucas finalmente ‘resucita’) (ibíd.: 63) y dando pie a una situación de horror en la que Cecilia encuentra el supuesto cadáver de su marido en su propia casa. Finalmente, el conde les ofrece también su propia casa para proteger a Cecilia del marqués, oferta que Cecilia acepta sumisa a su marido, pero también revelando su inquietud al abandonar el lugar al que en principio está adscrita: “¡Yo por un jóven loco/ver mi decoro expuesto!/Yo mirarme apartada/de mis humildes, quanto amados techos” (ibíd.: 62). En vista de la pena y del terror causados por estas amenazas, Cecilia lucha con la máxima cristiana de perdonar al enemigo, preguntando “Dios mio, [...]/¿qué harías tú en este caso?” (ibíd.: 66). Su pregunta tiene un doble efecto, al incentivar explícitamente el cambio de perspectiva en el público y una autorreflexión.

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En Cecilia viuda, Cecilia vuelve a habitar su propia vivienda y se retira allí guardando luto, sin que sepamos por qué su marido ha muerto (“Ya que tengo estas paredes/cansadas con mis querellas,/[...] quiero dar, leyendo un rato,/á tan triste penar treguas”, Comella 1789a, I: 6). Su luto y su lectura se revelan como asuntos sumamente privados, en los que irrumpe el mayordomo don Nicasio. La inadmisible penetración de este en la casa se puede ver en analogía con la amenaza de traspasar los límites corporales y morales de Cecilia, llegando a una penetración en sentido sexual. La casa de Cecilia, de hecho, se convierte temporalmente en su cárcel, en la que se ve encerrada por el mayordomo, que cierra las tres salidas “con mucho silencio” (ibíd.: 11): Sola está Cecilia,/[...]/la ocasión es esta/de lograr seguro/mi amorosa idea;/ pero para ello cerraré las puertas;/y á fin que su mano/á darme se avenga/ usaré del ruego,/rigor y cautela:/[...]/Cómo el pecho tiembla/pensando en el agravio/que hago a su modestia!/¿Mas qué me acobarda/quando mi violencia/ni fueros divinos/ni humanos respeta? (ibíd.).

Demostrando en su monólogo una clara conciencia moral —no vaya a ser que el público no capte que está haciendo algo inmoral—, también revela que tendría la capacidad de mejorar su conducta. Es justo en este traspaso de los límites espaciales y morales donde se expone la premisa de que todos los seres humanos llevarían inherentes una moralidad, y que solamente habría que dejarle espacio y encaminar el comportamiento. A la vez, la situación también facilita en el público la emoción, entre terror, suspense y compasión por Cecilia, que, al no poder huir ni poder contar con el auxilio de nadie, expresa vivamente su desesperación, invitando finalmente a don Nicasio al homicidio como única salida para guardar su honor. Al negarse él, ella amenaza con matarse a sí misma, destacando en un monólogo aparte que solo se trata de una artimaña, tal vez porque desde el catolicismo el suicidio resulta inaceptable: “(ap.) para escapar de su furia/ he discurrido esta treta” (ibíd.). Tras la amenaza fingida de suicidio, la situación se resuelve cuando Fernando entra en la habitación cerrada actuando en calidad de deus ex machina, dando pie a una situación de ‘espada’ y pistola, en la que ella y él quedan heridos.

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7.2.4. ¿Una decisión individual? El retiro en el convento Tras la situación medianamente remediada en Cecilia al mudar el marqués de actitud, el clímax que constituye el acoso de Cecilia en Cecilia viuda parece determinar la resolución rigurosa que toma la protagonista. Mediante su propia exclusión de la sociedad circundante, intenta remediar el constante peligro al que está sometida en los espacios privados y públicos. Al encierro en casa por el mayordomo y la solución de abandonar la suya para refugiarse en otra, ella opone el retiro ‘voluntario’ en el claustro. El espacio de protección inestable se sustituye, de este modo, por otro que se construye como estable debido a su mayor grado de impermeabilidad. Tras los acosos de don Nicasio, la marquesa quiere llevarse a Cecilia a Madrid, “á ser mi compañera” (Comella 1789a, III: 36). No obstante, ella rechaza cortésmente su propuesta, implorando su ayuda: “Yo os lo estimo; pero puesto/que os mostrais tan compasivos,/vuestra protección imploro/para entrar en un retiro;/en donde entregada a Dios/del mundo huya los peligros” (ibíd.: 33). El claustro, espacio protegido por una comunidad monogenérica, se insinúa como única salida para mantener su “decoro” y “honor”, especialmente al tener que abandonar la aldea y sustituirla por la ciudad. La decisión se presenta como coherente con su promesa de fidelidad eterna a su marido y la renuncia a cualquier otra relación amistosa o amorosa, haciendo necesario un retiro o un refugio hermético de la viuda. Ella, de este modo, acaba desapareciendo, cumpliendo indirectamente con las propuestas de Bartolomeo y Pascual en la primera parte, que habían abogado por desterrar a las mujeres para mantener el orden en la aldea (Comella 1786, II: 48). Viuda y, además, joven y bella, encerrándose en un convento, Cecilia ya no va provocar más conflictos entre los hombres (Angulo 2006a: 178), no va hacer competencia a otras mujeres casaderas ni poner en peligro la estabilidad de matrimonios ya contraídos. La mujer soltera y libre es encauzada para que no constituya un peligro para la cohesión social de su entorno. Al representar este proceso como resultado de una decisión voluntaria de Cecilia de protegerse a sí misma frente a posibles acosos y de mantenerse fiel a su marido difunto, la opción de la marginalización en clausura se naturaliza. Al ser representada como una decisión individual, se relegan los efectos beneficiosos para la sociedad heteronormativa a un plano secundario. De este modo, el convento aparece representado

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como un espacio sumamente positivo. No se retoma la crítica de esta práctica como modo de los padres de desentenderse de la educación o de la dote que tienen que suministrar a sus hijas,30 sino que se presenta como solución acorde con las máximas cristianas y el orden social mientras todavía no todo el pueblo (masculino) demuestre un claro comportamiento moral según el ideal ilustrado de la moderación y la utilidad pública. El convento parece un lugar de refugio femenino, también para otras mujeres. Así, ya en La Cecilia los aldeanos proponen enviar a las mujeres al convento para protegerlas y mantener el orden público ante la falta de moderación del marqués: “Sim. Oyes, ¿no ves cómo mira el Marquesito a las hembras?/[...] ¿Si querrá hacerlas mal de ojo?/Sim. Puede; pero se remedia/con hacer que el Sacristán/las conjure á todas ellas” (Comella 1786, I: 10). El cierre total, que supone el convento, sin opción que nadie penetre sus muros, también se manifiesta en el hecho de ser el único lugar que no se escenifica y que no puede ser penetrado visualmente por el público. No obstante (o justo por ello), también este espacio requiere de un control exterior. Así, Celedonio no solamente se pasea como un guardián por la aldea, también manda vigilar el convento en la noche del baile para que todos cumplan con sus deberes: “Primero será del caso/que por el pueblo rondemos/porque en noches semejantes/siempre suele haber excesos:/padres mios, el Guardian/ha de celar el Convento” (Comella 1786, II: 58). Varios hombres, por lo tanto, se empeñan en guardar los límites de este espacio, cumpliendo con el papel asignado de protectores (morales). Y también Fernando, al apoyar a Cecilia para que pueda entrar en clausura, cumple por última vez con sus tareas como protector y bienhechor ilustrado y piadoso, tras haber restituido su honor.

30 

Así, por ejemplo, en las primeras ediciones de El sí de las niñas (1805, 1806), don Diego exclama: “¡Cuántas veces una desdichada mujer halla anticipada la muerte en el encierro de un claustro porque su madre o su tío se empeñaron en regalar a Dios lo que Dios no quería!” (Fernández de Moratín 1806: 57). Recuérdese también el episodio de doña Gabriela en Eusebio (véase capítulo 4.2.3).

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7.2.5. La religiosidad, garante de estabilidad privada y pública en la viudez Ante las opciones vitales de las viudas, de volver a contraer matrimonio después del tempus lugendi de entre nueve meses y un año o entrar en convento, la religiosidad de Cecilia no solamente parece fundamentar su virtud, sino que también conlleva ventajas prácticas. Al mudar su estatus civil de Cecilia a Cecilia viuda, Cecilia no solamente es presentada como esposa ejemplar, sino que después destaca como “viuda honesta” entre las dramatis personae (Comella 1789: 1), convertida en un modelo para viudas, cuyo estado social les habría otorgado en principio “bastante libertad de movimiento por ya no depender ni de un marido ni de un padre ni tutor” (Angulo 2006a: 177-178), a la vez que implicaba una mayor soledad y la búsqueda de otra forma de subsistencia. La elección del convento parece evitar problemas derivados de la muerte del esposo como los que indica, por ejemplo, Cadalso en sus Cartas marruecas mediante una carta de una ‘viuda’ que lamenta haber pasado ya por sexta vez a la viudez (Cadalso 2013: 322). No obstante, la decisión de Cecilia no parece repentina (como sí ocurre con el cambio de actitud del marqués), sino que es preparada mediante varias alusiones y descripciones que resaltan su fe católica y su creciente devoción. La introducción a Cecilia viuda la constituye, por ejemplo, una escena en la que Fernando, que la acompaña a misa, y elogia su fe: “en la Iglesia/pronto empezarán á hacer la señal de la primera/Misa: desde que ha enviudado/ningun dia falta á ella,/porque por Lucas al Cielo/se la ofrece su modestia; [...] Cecilia: ¡qué pronta al eco/del metal tu fé se ostenta!” (Comella 1789a, I: 1). La clara dedicación de Cecilia a las prácticas piadosas ya la apartan en un primer paso de ser un peligro para otras mujeres, destacando su deseo de evadir cualquier sociabilidad: “Yo voy á esta hora, porque/la tristeza que me cerca/es tan funesta, que verme/á mí misma no quisiera” (Comella 1789a, I: 2). Sufre en soledad y reza en la intimidad, pidiendo a Dios que le abra “algun camino/para que mi decoro/á la vista del mundo quede limpio” (Comella 1789a, III: 30), resaltando otra vez que su honor sería lo más importante, no su bienestar instantáneo. También perdona al marqués y a don Nicasio sus acosos (ibíd.: 34) y sustituye una posible venganza por un perdón generoso y altruista, lo que significaría justamente “cumplir/con los preceptos divinos” (ibíd.). De este modo, Cecilia se convierte en modelo de una religiosidad honesta, opuesta a una devoción superficial que sirve a objetivos

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mundanos, como la que describe la marquesa: “los amantes/para lograr sus delirios/se valen de los pretextos/mas sagrados” (ibíd.: 31). Ella convence también al marqués de “la verdad” (ibíd.), su inocencia, que admite “¡Quánto el juicio/yerra!” (ibíd.). A diferencia de las tramas a las que recurre, por ejemplo, Ramón de la Cruz, en Cecilia, por lo tanto, no se utiliza la Iglesia como pretexto para deshacerse de tareas de la casa ni tampoco como lugar de sociabilidad, sino que se presenta como apoyo vital e individual. El refuerzo que vive la religión en Cecilia viuda en comparación con Cecilia, además, parece destacar la importancia de la creencia para (r)establecer el orden social en situaciones que rompen el equilibrio del binarismo matrimonial ideal y, con ello, las relaciones entre hombres y mujeres en privado y en público. No obstante, la religión, a pesar de este aparente impacto universal, no es esbozada como un don innato o natural, sino que habría que buscar a Dios. Así, Fernando afirma al ir a misa: “Vamos á buscar á Dios,/el que le busca le encuentra” (Comella 1789a, I: 2), destacando la accesibilidad de una creencia honesta, base para una relación sincera y sensible, sea dentro de un matrimonio o en relaciones amistosas. 7.2.6. El orden público en la aldea frente a la depravación cortesana El restablecimiento del orden colectivo en la aldea mediante el enclaustramiento de Cornelia muestra la ligazón entre religiosidad privada e individual y el orden social. No obstante, los demás personajes —excepto Lucas y don Fernando— no son presentados en ninguna situación como católicos practicantes. La aldea, acogedora, lejos de la depravación de la ciudad, aparece como lugar cercano a la naturaleza que inspira una virtud natural. Esta se basa tanto en la razón como en la sensibilidad, como por ejemplo en Pepa y Marica o en el marqués, que es llevado allí por el intento de su esposa de apartarlo de sus amantes de la corte. El conde también busca retiro de la corte entre los honestos personajes rurales: Entre sus caserías/el alma noblemente se recrea,/pues sin la cortesana desventura/logra, haciendo dichosos, su ventura./Aquí de envidia exênto/no codicia el deseo ageno empleo,/ni ciego el pensamiento/se dirige al lascivo devaneo,/ni por razón de estado/adora falsas lumbres el cuidado./Aquí la naturaleza/ofrece los objetos sin ficciones,/honesta la belleza,/la verdad

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pura, el zelo sin traiciones,/llena el sol todo espacio; sin que á su luz se oponga alto Palacio./Aquí en mesa sencilla,/al paladar adula tierna vaca; [...]/el olfato deleyta con la alvaca,/y goza en los colores (Comella 1786, I: 8).

Esta experiencia integral del campo, basada en todos los sentidos, es reforzada mediante la triple anáfora “aquí [...] aquí [...] aquí”, subrayando primero la ausencia de envidia para pasar después a destacar el acceso directo a la verdad mediante los sentidos en el espacio rural. La creencia católica no se aduce como elemento necesario para reglamentar la convivencia, aunque en una escena de tempestad los aldeanos laboriosos claman al “cielo soberano” para templar “lo inhumano” de la tormenta (Comella 1789a, II: 15) y, agradecidos tras el final de la tormenta, expresan su fe en un Dios benevolente que intervendría en el transcurso humano, parecida a las expresiones de fe de Cecilia. Conforme a ello, los trabajadores no tienen miedo, mientras que la tempestad les causa terror al marqués y a su criado. La cercanía a la naturaleza y a Dios, por tanto, se presentan finalmente ligadas entre sí, sin que la religión tenga que encauzar conductas por culpa de una enajenación de la ‘bondad natural’ en los aldeanos, como tal vez sí sea necesario en personajes urbanos. En esta harmonía entre humanos y naturaleza (divina), irrumpen primero el marqués y luego don Nicasio. Especialmente en don Nicasio, ni la religión ni la cercanía a la naturaleza idealizada tienen un efecto moralizador. En referencia a ambos personajes, don Fernando expone los límites del perdón católico a un ser humano, distinguiendo entre las esferas privada y pública: El delito privado/perdonar todos podemos;/pero el daño que al comun/resulta de los perversos,/por medio de la justicia/debe el ciudadano cuerdo/ precaver, porque mas vale/separar del cuerpo un miembro/podrido que no que dañe/á todo el resto del cuerpo;/fuera de qué, si se entrega/esta maldad al silencio,/es dar lugar á que insista (ibíd.: 13-14).

Según esta visión, la práctica del perdón promovida por el catolicismo vale para el ámbito privado, mientras que la esfera pública, regida por hombres, requeriría una acción judicial para evitar la repetición de acontecimientos que se consideran dañinos al bienestar común. Cecilia y Fernando se muestran partidarios de diferentes procederes. Cecilia opta por un perdón religiosamente motivado, confiando en que

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Nicasio, aunque culpable, es “christiano”, “humano al fin” y sentirá “remordimientos” a lo largo del tiempo, por lo que le correspondería perdonarle, confiando en que Dios como poder supremo remediará la situación (ibíd.: 14). Su deseo se limita a que Nicasio sea mandado al cura para que este lo amoneste. Ella consigue que Fernando se someta a su deseo, exclamando con admiración: “¡Con qué confianza el virtuoso/entrega al poder supremo/su corazón! [...] ¡O prodigiosa muger,/digna de lauros eternos!” (ibíd.). La visión de Cecilia también se presenta como acertada y, por tanto, superior, al ser don Nicasio castigado con la muerte, como lo deseaban los aldeanos en un primer instante. Mas la causa de su fallecimiento no es el homicidio jurídicamente legitimado que proponen los aldeanos y que rechaza Cecilia moralmente, sino que Nicasio muere de manera ‘natural’ al caerse de su caballo, indicando que el juicio y el castigo se mantienen en la mano de Dios, que ejerce, en esta situación, una justicia compensatoria. Así, el problema individual queda al final solucionado para todos mediante la decisión de Cecilia de no propiciar un castigo ejercido por los humanos. 7.3. Formas y alcance del pÚblico: la popularidad del género sentimental Los personajes centrales, Lucas, el conde, don Fernando y Cecilia, todos virtuosos, son trazados como protagonistas sensibles que no solamente recurren a su razón y su conciencia moral, sino que también son capaces de dejarse impregnar a través de impresiones de todos los sentidos. A guisa de ejemplo, véase la descripción de la aldea que hace el conde, que se asemeja a un “método de conocimiento a través de los sentidos” (García Garrosa 1990: 7). Son capaces de conmoverse, como el marqués en el momento de cambiar radicalmente de actitud, y también saben manifestar su conmoción mediante gestos, palabras y lágrimas, como se ejemplifica vivamente en el luto que viven Cecilia y Fernando unidos en su llanto. Según García Garrosa, la literatura, y con ello el teatro, debía “encargarse de dar testimonio de esa ‘capacidad de sentir’ del hombre dieciochesco” (García Garrosa 1990: 7) y cautivar activamente la atención del auditorio, en el cual en el mejor caso incentivaba también la “sensibilidad natural”, haciéndolo “más dulce, más benéfico, más piadoso” (Clavijo y Fajardo [1762] 2011a: 256-257),

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como aduce José Clavijo y Fajardo en su “Pensamiento IX” en El Pensador al reflexionar sobre la relación entre la emoción y la tragedia (vid. Palacios 1998a: 189, 195).31 De este modo, el recurso a la lacrimosidad y el sentimentalismo no solamente fungía como mera estrategia para captar la atención, sino que podía promover una interiorización de las normas de conducta (y sentimiento) que representaban los personajes ejemplares. Con ello, las dos obras pertenecen a la comedia sentimental,32 que cosechó un gran éxito en los escenarios, aunque se criticaría mucho en su época y seguiría siendo “un gran desconocido” en la investigación filológica hasta la actualidad (García Garrosa 1990: 8).33

31 

En el “Pensamiento IX” de El Pensador, Clavijo y Fajardo parte de una sensibilidad humana natural como una constante antropológica que se puede poner en ejercicio mediante el teatro. Explica que el “corazón humano es sensible. El genio se aprovecha de esta sensibilidad; y conduciendolo passo a passo de una pasión a otra, le va haciendo sentir con delicia y placer todos los diferentes objetos que le presenta. Ya es el terror, con que lo espanta y amedrenta; ya es la lástima, con que lo ablanda y enternece; y su sucesivamente, de modo que, para decirlo assi, conmueve la sensibilidad natural y la pone en exercicio. Assi, un corazon acostumbrado a esta especie de impulsos, nacidos de la frecuente magia con que el Theatro lo conmueve, se hace más dulce, más benéfico, más piadoso” (Clavijo y Fajardo [1762] 2011a: 256-257). Especialmente la lacrimosidad se consideraba en varias piezas positivamente, como por ejemplo en El delincuente honrado, ensalzándola como un “efecto de la sensibilidad del corazón” (Jovellanos [1773] 1787: 6) y un rasgo humano que no se debía ocultar. 32  La comedia sentimental española se extiende cada vez más partir de la década de los ochenta (Palacios 1998a: 191-192). La Cecilia y Cecilia viuda son dos de las pocas obras del género sentimental que no son traducciones, aunque mantienen referencias y paralelismos al género sentimental de Inglaterra, Francia y Alemania, la comédie larmoyante y el drame bourgeois (García Garrosa 1990: 8; Lafarga 1995: 798; vid. para una lista de las traducciones Doménech 2006a: 20). 33  Es significante el tradicional enfrentamiento entre filólogos que critican estas tendencias y filólogos que llegan a considerar el cultivo de este género teatral como señal de pertenencia a una “escuela de Comella”, como se titula un capítulo de los Ensayos literarios y críticos de Alberto Lista (1844), que aduce como partícipes a Antonio Valladares de Sotomayor, Vicente Rodríguez de Arellano y Gaspar Zavala y Zamora. José Mor de Fuentes criticó al grupo como “soto-comellas” (Palacios 1993: 222), el censor Díez González incluso hizo desaparecer folios de los manuscritos (Di Pinto 1995: 857), y Leandro Fernández de Moratín ridiculizó a Comella en La comedia nueva o el café (1792), a lo que Comella se opuso literaria y judicialmente con apoyo de su protector, el marqués de Mortara (Palacios 1998a: 310; Di Pinto 1988a: 16). No obstante, los dos bandos tenían los mismos objetivos (Di Pinto 1995: 856). Fernández Cabezón resalta las valoraciones mayoritariamente críticas de todas las obras de Comella en el Memorial Literario, que criticaban la ausencia de verosimilitud en la trama, el incumplimiento

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El efecto vivo en el público también se apoya en una trama lo más verosímil posible y en un “stage realism” (McClelland 1993: 112) perseguido por Comella mediante la elaboración muy concreta de las escenas, que permitían un comienzo in medias res y conseguían ubicar a los personajes en un sistema de relaciones y poderes fácilmente reconocible por el público (Angulo 2006a: 181). Acotaciones detalladas sobre los tipos de decorados y atrezo y su orden, pero también en relación a la expresividad de los personajes, ya le dan bastante trabajo hecho al escenógrafo y subrayan algunos de los movimientos interiores de los personajes (vid. McClelland 1993: 112; Angulo 2006a: 234). El diálogo está compuesto en verso. Se trata de romances, lo que aparentemente no obstaculiza la verosimilitud del drama. Por otro lado, la alternancia entre diversos lugares exteriores e interiores refuerza la universalidad de las relaciones de poder y las emociones que se muestran. Así, este teatro consigue representar diferentes sectores sociales con detallismo costumbrista, a la vez que también logra dirigirse a un público variado (Angulo 2006a: 71). Los diferentes niveles escenográficos entre el bosque, el patio, el zaguán y las habitaciones de la casa, por ejemplo, apoyan la movilidad en el escenario y la realización de movimientos espectaculares (Angulo 2006a: 277). Así, las comedias sentimentales conseguían atraer a la gente (Di Pinto 1993: 112), satisfaciendo, tal vez, un deseo de ver representadas escenas espectaculares como las habían ofrecido los autos sacramentales hasta su prohibición en 1765. Asimismo, la serialización de las dos Cecilias, aunque bien lejos de enlazar una obra con otra mediante un cliff-hanger, también fomenta que la obra sea reconocida e invite al público a reanudar su experiencia teatral con base en un setting dramático que ya le es familiar. Mediante todos estos aspectos, las dos Cecilias podían conseguir captar al público. La alternancia entre escenas graciosas y serias, los bailes y la música, y las escenas de lucha ofrecían un espectáculo vivo capaz de atraer la atención de los espectadores. Asimismo, ambas obras pretendían instruir al público a través de las explicaciones morales puestas en boca de los protagonistas virtuosos y mediante los aspectos sentimentales como base del desarrollo moral y humano, que de las unidades dramáticas, la confusión de virtud con vicio, la falta de decoro y la indignidad en la caracterización de algunos monarcas, entre otros aspectos, aunque sí apoyaban todas las manifestaciones de un “ideario ilustrado” conforme a las ideas reformistas del gobierno (Fernández Cabezón 2002: 110-113, 118).

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invitan a los espectadores (y lectores) ponerse en el lugar de los personajes y llevar a cabo una autorreflexión. 7.4. Síntesis: inclusiones y exclusiones sociales en base a la utilidad y la moral catÓlica En el complejo conglomerado formado por los personajes, con sus roles de género específicos, y los espacios, relacionados o no con la religión, la adscripción de la mujer a la casa destaca como eje central. Cecilia permanece incluida en la sociedad mientras pueda demostrar su utilidad económica dentro del matrimonio, y siempre estrechamente ligada al espacio doméstico. La protagonista, modelo de virtud observable, sola y en compañía, en diferentes estados y en distintos espacios (de la casa a la plaza), desecha el topos de la pecaminosidad femenina, que se le reprocha reiteradamente y que condiciona algunas de sus acciones. Desde esta perspectiva, la obra se puede leer como apología y ejemplo de la virtud ‘natural’ femenina, pese a reproducir ciertos reproches misóginos. En este sentido, a la obra se puede aplicar el juicio de María Angulo Egea, que define el teatro sentimental y de costumbres del siglo xviii como “un teatro femenino, en el sentido de que será la mujer el eje sobre el que gira gran parte de la producción de esta época” (Angulo 2006a: 166), constituyendo el tema y una parte del público a la vez. Al ser la mujer un objeto cotizado entre los hombres (y más si es bella, como Cecilia), esta se convierte en competencia para otras mujeres casaderas. Así causa inestabilidad a matrimonios no asentados en una unión honesta y profunda en el momento en el que desaparece su complemento matrimonial y, con ello, se desestabiliza su clara asignación a la casa para cuidar allí de la unión marital y la felicidad privada. Es justo ese momento en el que su participación social, aunque siga basada en su laboriosidad y virtud en el hogar, se tiene que acabar desplazando a otra sociedad cerrada que separa físicamente los géneros: la conventual. Para garantizar la estabilidad social dentro de este sistema heteronormativo y patriarcal, a la inclusión de la mujer basada en la felicidad matrimonial le sigue la exclusión conventual, legitimada al presentarse como un paso voluntario y natural. A las críticas al mundo conventual femenino y su abuso práctico lejos de cualquier fin devoto que se leía reiteradamente, como en Cadalso o en Montengón, se opone, así, una concepción basada del todo

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en una religiosidad honesta y el deseo de la mujer misma de retirarse “del mundo” (Cecilia 1789, II: 36). De este modo, la religiosidad de la mujer ofrece una legitimación para limitar en la práctica las opciones de comportamiento femenino. Al presentarse la adscripción al ámbito doméstico y luego al conventual como inherentes a la mujer por su naturaleza sensible y virtuosa y su religiosidad, recae en ella la solución de una inestabilidad social que supuestamente habría generado ella misma. No es casual que Celedonio y sus compañeros realicen propuestas de sacar de la comunidad a las mujeres y finalmente Cecilia acabe por retirarse realmente en un convento, alejándose de cualquier visibilidad social tras la muerte de su esposo. De este modo, además, se refuerza la imagen de las viudas, peligrosas para la cohesión social al ser ‘mujeres libremente flotantes’ en el espacio —en este caso exitosamente reglamentadas mediante las prácticas católicas—. A esta concepción de la mujer, en principio virtuosa y ejemplar, pero también objeto cotizado y por tanto precisado de control, se le une una concepción binaria del hombre. En las Cecilias se distinguen diferentes masculinidades que se contraponen. De un lado, se presentan ejemplos de suma virtud cristiana y sensibilidad que destacan por su fe, razón, laboriosidad, honestidad, caridad, capacidad para la amistad —base para la cohesión social y también la sociabilidad extratextual dieciochesca— y su aprecio sincero por sus prójimos (Lucas, el conde, don Fernando), ocupando un rol de tutores ante las mujeres. Del otro lado, se ofrecen ejemplos de depravación humana, provenientes en las dos piezas exclusivamente de la nobleza, que irrumpen con su malicia explícita en la vida harmoniosa de la aldea (el marqués antes de su giro, don Nicasio) y requieren ser, o bien excluidos de la sociedad mediante un castigo, o bien introducidos en los valores modernos ilustrados relacionados con la nueva sociabilidad y economía en pro de la felicidad pública. La religión, en este contexto, se presenta por un lado como un apoyo individual para tratar con la situación de la viudez. Por otro lado, constituye un medio de ordenar la sociedad en el que se entrega la responsabilidad global a Dios, que decide sobre un posible castigo, haciendo así innecesaria la pena de muerte e induciendo un giro moral positivo en los personajes. Al marqués la suma virtud cristiana de Cecilia lo estimula, llevándolo al arrepentimiento y a una conducta moral, mientras que en Nicasio la apelación de Cecilia: “acordaos/que sois Christiano, y que reyna/en vuestro pecho el honor;/que vuestra ilustre ascendencia/

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tan solo inspira justicia,/moderación y modestia” (Comella 1789a, II: 21) se pierde sin resonancia. Según la interpretación de Cecilia, esta situación lleva a que Dios asuma la solución del caso, eliminando a don Nicasio, “miembro podrido” (Cecilia 1789, II: 14) de la sociedad, mediante un accidente mortal durante su huida de un tribunal civil. Las dos soluciones ilustran un conflicto entre la religión como reguladora de la convivencia, que haría innecesario cualquier juicio o castigo secular a personas que no se integran en el orden social y económico, y un pragmatismo ilustrado, encarnado por don Fernando, que confía menos en un Dios interviniente y aboga por medidas judiciales activas en la aldea, aun defendiendo el impacto moral de la creencia, que convierte a los cristianos en ‘nobles’ por su integridad moral y no por su mera ascendencia. Finalmente, Fernando cede a los ruegos de Cecilia de que no intervenga, permitiendo que un deus ex machina invisible mate a don Nicasio. No obstante, es su coraje de perseguir judicialmente a don Nicasio lo que hace que él huya hacia Portugal. Ello se convierte en condición previa para que este caiga del caballo y quede mortalmente herido. De este modo, las dos concepciones arriba descritas se complementan, derivando en la restitución del orden. La religión se concibe como algo privado, pero con un impacto en la esfera pública. El clero, por su parte, no desempeña ningún papel importante ni se caracteriza de forma compleja o ambigua. Tiene la función práctica de “celar el convento” (Comella 1786, II: 58) y garantizar su impermeabilidad. En cambio, el estamento nobiliario es criticado: son personajes cortesanos que se caracterizan por el vicio. De este modo, una ‘nobleza moral’ que reside en el comportamiento y la actitud y es alcanzable por cualquier persona, encarnada en los personajes virtuosos, se opone a la ‘nobleza por descendencia’. Esta corre el peligro de abusar de su poder en el caso de no interiorizar una conducta moral (vid. García Garrosa 1990: 145, Angulo 2006a: 77). Especialmente en la corte la religión parece ser de gran importancia, al tener que sustituir al poder moralizador de las condiciones naturales de vida del que gozan los personajes del campo, como el conde, los aldeanos, Cecilia, Lucas y don Fernando. Lejos de la corrupción y decadencia urbanas, la aldea y la vida sencilla en el campo ofrecen una experiencia que mediante todos los sentidos impregna a los seres humanos de bondad y laboriosidad. Cecilia afirma: “si entre los ricos hubiera/menos presunción y mas/sensibilidad, no fueran/tan raros los hombres justos/en el mundo” (Comella 1789a, II: 22), señalando la

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importancia de la sensibilidad. Las diversas impresiones que ofrece la vida se presentan como vía de acceso a la verdad y base para una convivencia social harmónica, amistades sinceras y un amor honesto. Al ser los personajes ‘sensibles’, pueden aprovechar el ejemplo de otros modelos morales, aumentando así su propia virtud. Esta concepción del aprendizaje moral pone de manifiesto en las obras una fuerte tendencia didáctica y moralizadora ante el público, masculino y femenino, de diferentes estratos. Esta moral sensible se transmite al público, además, mediante varios recursos que hacen aumentar en los espectadores la intensidad de la ‘impresión viva’ de lo visto. Así, la alternancia entre varios espacios de un pueblo representa casi una totalidad social, permitiendo que el público establezca paralelismos con su propio entorno merced a varios detalles costumbristas y un espectáculo movido debido a la combinación de varios planos en la escenografía. La casa, espacio de la felicidad privada, se revela como cada vez más permeable y por tanto menos segura, pudiendo ser penetrada por personajes, especialmente si pertenecen a un estrato social superior. Es allí donde se ubica el conflicto, en la miseria de una familia por culpa de un representante del estamento nobiliario que se aprovecha de su posición y de la ausencia de instancias de control, como el marido o un colectivo presente, para satisfacer sus propios deseos pecaminosos en contra de la resistencia de la esposa virtuosa (Angulo 2006a: 273, García Garrosa 1990: 180). La obra lleva así incorporada una crítica a la conducta de miembros del estamento nobiliario (García Garrosa 1990: 149). La casa, cada vez más accesible, se convierte así en escaparate de la virtud femenina (doméstica) y de la unión matrimonial ideal, basada en la sensibilidad y el respeto mutuo, estable pese a los giros de la fortuna. Allí se pueden subrayar con facilidad las virtudes valoradas especialmente en las mujeres, como la laboriosidad o fidelidad. A la vez, la casa va perdiendo su función protectora para la mujer a lo largo de las obras, especialmente al enviudar joven, ofreciendo el patio un sitio más seguro por estar a la vista de otros y, de este modo, más controlado que el interior de la casa, que finalmente es sustituido por el convento, celado y aparentemente impenetrable, como refugio ante las adversidades (masculinas) del mundo. La fuerza con la que aumenta el ímpetu católico de Cecilia en Cecilia viuda no sorprende en esta situación. La naturalización del deseo de retiro religioso —preferido también a la mudanza a otra casa o a la corte— es pragmática, ya que

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constituye la base para mantener estable el orden entre los géneros masculino y femenino en esa sociedad heteronormativa, a la vez que también dentro de la obra tiene que hacerse evidente para no presentar la solución como desmotivada y, por tanto, inverosímil. La calle y la plaza, por su parte, son escenarios exteriores y públicos donde hombres y mujeres concurren y cumplen con ciertas pautas de conducta. El espacio público también está normativizado mediante una moral católica estricta y pautas de conducta específicas para cada género, y exige especialmente el recato de las mujeres para protegerse de los hombres. Al constituirse como espacios de contacto colectivo, no obstante, están también controlados visualmente mientras haya un público que observe a los dos persona(je)s, lo que disminuye la necesidad de interiorizar las máximas morales. Para los hombres (virtuosos), también son lugares de encuentro donde dar prueba de su capacidad de cultivar una amistad sensible, útil por cohesionar la sociedad y por impulsar la reflexión moral de los amigos, que fomentan así recíprocamente su virtud. Asimismo, la aldea se presenta en tensión entre constituir un espacio de retiro de la corte y, a la vez, un espacio peligroso en cuanto aparecen por allí personajes de procedencia urbana sin virtud. La alternancia entre los espacios privados y públicos es necesaria, además, para ejemplificar los vicios y los peligros que emanan de relaciones entre persona(je)s desiguales en cuanto a su virtud y su poder. A la variedad verosímil de espacios, cercanos al horizonte del público y que respetan a la unidad de lugar, también se ajustan los personajes como modelos de lo ‘normal’, en un sentido tanto costumbrista como normativo, y lo ‘virtuoso’.34 No se trata de héroes mitológicos, sino que se representan caracteres cotidianos de diferentes estratos, entre individualización y tipificación y, cierto es, algo unidimensionales en su comportamiento emocional/sentimental.35 Los personajes positivos destacan por su ejemplaridad: su laboriosidad, su sensibilidad y su virtud moral, que incluye la religión, se hacen didácticamente

34  Aunque Pataky recurre al controvertido término ‘clase’, llama con razón la atención sobre la interacción entre diferentes estratos sociales. Ella define La Cecilia como “exaltación de la clase media, sus valores y convenciones al elaborar una interacción entre esta clase y la nobleza” (Pataky 1977: 68). 35  De acuerdo con el género sentimental, las descripciones de conflictos internos solamente aparecen si se trata de roces con las máximas morales imperantes en la sociedad (García Garrosa 1990: 155).

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explícitas. Los diálogos entre los personajes también son una interpelación directa ad spectatores que omite cualquier sutilidad, al enunciar la moraleja correcta que ofrecería el remedio contra la inconstancia de la fortuna y en pro de la felicidad privada y pública. Esta enseñanza recurre a lo femenino en dos niveles: se retoma el topos de la culpa hereditaria de la mujer como seductora de los hombres y también se recurre a ellas para ofrecer la solución de la trama. De hecho, las alusiones explícitas a la inferioridad y debilidad femenina aumentan en la obra su virtud. De este modo, la mujer asciende moralmente, hasta figurar como modelo de virtud y encarnación de la sensibilidad, que sabría inspirar en el hombre. A la vez, siempre quedará sujeta a la ayuda de un hombre —sea su marido o cualquier otra tutela— o al amparo de un convento para guardar su decoro e inocencia, base de su reconocimiento social u honor, lo que limita su autonomía.36 Al final también será Cecilia la que se tenga que retirar, aunque las afrentas morales provienen claramente del marqués y luego de don Nicasio como agresores, de los que, como indica el retiro en el convento, existen más. El giro hacia la virtud que experimenta el marqués también es un proceso de disciplinamiento, pero es un hecho que no le quita la libertad de movimiento espacial, a diferencia de las limitaciones impuestas a las mujeres. Para hacer atractivas las obras y alcanzar a la mayor cantidad de público, tanto femenino como masculino, también se recurre a la espectacularidad, conseguida mediante los cambios escénicos, la fuerte emotividad y las escenas de tensión en la línea de las de capa y espada del Siglo de Oro, sustituyendo, así, a la espectacularidad de los autos de fe o comedias de magia, prohibidos desde 1765. Otro pilar del atractivo de la obra para el público, aparte de la tensión dramática, es la comicidad, transportada en ocasiones por el trío gubernamental y los aldeanos. Estas situaciones cómicas, aparte de provocar risa y diversión en el público, también permiten aludir al debate sobre si la presencia de mujeres era la causa de determinados conflictos, controversia que se

36  Fernando cumple, por ejemplo, con la apelación del conde a que aquél socorra a seres humanos necesitados, y en especial a doncellas pobres y viudas que no pueden autoabastecerse (Cecilia 1786, I: 11). También intenta darle a Cecilia dinero a escondidas, a lo que ella se niega con vergüenza, autocaracterizándose, otra vez, de este modo, como personaje humilde y modesto. Queda claro a quiénes hay que amparar: viudas y mujeres casaderas pobres que no tienen dote.

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daba, por ejemplo, en las discusiones sobre si permitirles a las mujeres el acceso a las Sociedades de Amigos del País. Para ello, la comicidad tiene que residir en otros personajes diferentes a los protagonistas que encarnan la virtud y se caracterizan por acciones verosímiles. Su sentimentalidad refuerza la fuerte tendencia didáctica y moral, facilitando la identificación del público con los héroes y la heroína. La sentimentalidad se convierte, así, en fundamento de una mejora moral de los personajes, y, en un segundo plano, del público. Este ‘hibridismo’ del teatro sentimental lo hace popular. Los aspectos sentimentales, sociales y folclóricos y el argumento novelesco terminan haciendo que se mezcle lo cómico y lo trágico (Angulo 2006a: 71-72). García Garrosa sostiene que, a pesar de los muchos elementos cómicos de la obra, no se podría definir como una comedia en el sentido clásico o neoclásico, ya que no quiere desterrar el vicio mediante su ridiculización, sino dar un ejemplo verosímil de virtud nada cómico, lo que sería característico del teatro sentimental (García Garrosa 1999: 136). De ahí que también diverjan tanto los juicios sobre Comella y, por ejemplo, Jovellanos. El alcance popular de Comella se paga con un menor reconocimiento por la élite intelectual, por lo cual se puede considerar que Comella pertenecía a ese “grupo de ingenios menores, copleros, plumillas de la prensa y dramaturgos comerciales, casi siempre menos-preciados y a menudo denigrados por esa misma élite con la que compartían no pocas visiones del mundo” (Doménech 2006a: 20). En resumen, las dos Cecilias se convierten en medios de propagación de un nuevo código moral. Este se basa en virtudes como la humanidad, la amistad y la sociabilidad, la laboriosidad, la utilidad privada y pública (patriótica), y la honradez. Todas ellas, en el caso de haber desaparecido por la influencia negativa de la corte, podrían ser recuperadas o potenciadas mediante la religión católica y el ejemplo de otras/os persona(je)s, haciendo uso de la sensibilidad humana natural que impregna tanto al personaje como al público. El marqués, ya acendrado, emite en Cecilia viuda la moraleja: “Y pues hemos visto ya/el fin que el vicio ha tenido,/y que á la virtud la guarda/Dios en el mayor peligro./Todos. Todos amen la virtud, todos detesten el vicio” (Comella 1789a, III: 37). Con mucho potencial de reglamentación espacial y social entre los géneros masculino y femenino, la estrecha relación entre la religión y la virtud destaca como ética nueva y se presenta desde un didactismo normativo como garante de la estabilidad social.

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8 REFUGIOS FEMENINOS: POESÍAS VARIAS SAGRADAS, MORALES Y PROFANAS O AMOROSAS DE MARGARITA HICKEY Y PELLIZONI/POLIZZONI

Poesías varias sagradas, morales y profanas ó amorosas, con dos poemas épicos en elogio del Capitán General D. Pedro Ceballos, el uno dispuesto en forma de diálogo entre España y Neptuno, concluido éste, y el otro no acabado por las razones que en su Prólogo se expresan; con tres Tragedias Francesas traducidas al castellano: una de ellas la Andrómaca de Racine, y varias piezas en prosa de otros Autores, como son algunas Cartas Dedicatorias, y Discursos sobre el Drama, muy curiosos é instructivos, así reza el título de las “obras todas de una dama de esta Corte”, en tomo único, de cuatrocientas veintinueve páginas, publicado en Madrid en el año 1789. El volumen incluye varias obras de Margarita Hickey y Polizzoni (1753-1801?)1, aunque en el impreso no se encuentran las cartas dedicatorias, los discursos sobre el drama ni las traducciones dramáticas, con excepción de

1 

Varía su nombre en los documentos y en la investigación existente entre Hickey, la forma recurrente de su apellido, y Hicky (como en el “Poder para testar recíprocamente Dn Juan Antonio y Aguirre, y Da Margarita Maria Hicky”), y entre Pellizoni, Pellizone, Pellizzoni y Polizzoni. Esta última versión reza en su testamento y en el “Poder para testar recíprocamente” entre ella y su esposo (Deacon 1988: 400; Sullivan 1997: 219, 221). Debido a que ‘Hickey’ es el apellido que se ha establecido en todos los catálogos e investigaciones y ‘Polizzoni’ figura en el “Poder”, aquí se va utilizar ‘Hickey y Polizzoni’ (vid. Sullivan 1997: 221). 1801 como fecha posible de su muerte se propone en Deacon (1988: 400) y Sullivan (1997: 221) sobre la base de su testamento. Aguilar Piñal señala 1792 con signo de interrogación como fecha de su muerte (Aguilar Piñal 1996c: 94); Álvarez Barrientos habla de 1728 como fecha de nacimiento (Álvarez 2007: 200). Hasta hoy en día, debido a la escasa documentación biográfica de la autora en su legado, muchos datos biográficos son controvertidos, haciendo que la indagación sobre su biografía ocupe gran parte de las investigaciones filológicas sobre la autora. Álvarez Barrientos también llama la atención sobre que es “significativo [...] que nunca publicara nada en los periódicos, a diferencia de otras y otros escritores” (Álvarez 2007: 205).

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la Andrómaca, traducida de Racine. También está presente el prólogo correspondiente, en el que se indica que se trata de un primer tomo de los dos o varios más que estaban proyectados.2 La autora no firma con su propio nombre, sino que esconde su identidad tras la declaración de ser una dama “de esta Corte”3. Elige, por tanto, una denominación análoga a la titulación ‘un ingenio de esta corte’, utilizada frecuentemente por autores que querían mantenerse en el anonimato, si bien no prescinde de dejar clara su pertenencia al círculo elevado de la nobleza mediante la palabra ‘dama’ (vid. Álvarez 2007: 205). Además, lo que es más importante, declara abiertamente ofrecer un escrito de autoría femenina, aceptando de este modo que iba a verse enfrentada a un doble juicio, “el que padece cualquier escritor, al que se añade el de su condición sexual” (Galván 2009). Al traducir a los autores dramáticos franceses, Margarita Hickey aprovecha sus conocimientos lingüísticos. A su vez demuestra un fuerte sentido religioso al reproducir la educación católica que habrá recibido para realizar una fuerte reivindicación de la autonomía femenina. Limitada a la vez que estimulada por su educación cristiana, Hickey evade el control exterior sobre el comportamiento y la sexualidad femeninos. Está alfabetizada, proviene de un estrato socioeconómico privilegiado y tiene la capacidad de convencer a los censores eclesiásticos y civiles del valor de sus escritos (Sullivan 1997: 306, Llosa 2008: 55). No cesa de pedir la licencia de impresión para sus obras, hasta 2 

La autora tradujo la Zaira de Voltaire (hoy en día el manuscrito se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid, firmado por “Margarita Ychi” y con correcciones de Eugenio Llaguno) y la Andrómaca de Racine, con el intento de ofrecer una alternativa a las traducciones connaturalizadas de José Cumplido (pseudónimo de Pedro de Silva) y de José Clavijo y Fajardo, ambas de 1764. Hickey rechaza la connaturalización como concepto arbitrario (vid. Ríos Carratalá 1997: 77, Álvarez 2007: 206). 3  De hecho, esta titulación causó que durante mucho tiempo la atribución de esta recopilación estuviese errónea o incierta (Salgado 2002: 292; Aguilar Piñal 1999, IV: 463-464). Margarita era una de los tres hijos del teniente coronel de dragones irlandés Domingo Hickey y la milanesa Ana Polizzoni, de una familia de cantantes ligada al teatro de ópera italiana de los Caños del Peral. Al casarse con Juan Antonio de Aguirre, un militar septuagenario que luego trabajó como ujier del hermano de Carlos III, el infante Luis de Borbón y Farnesio, estaba estrechamente relacionada con la corte, si bien cayó en la pobreza en sus últimos años, ya enviudada desde hacía tiempo. Se sabe que Hickey pedía en su testamento que se la enterrara en la iglesia de San Lorenzo. En 1801, presunta fecha de fallecimiento, se hallaba como novicia en la Orden Tercera de Franciscanos (Sullivan 1997: 222, Álvarez 2007: 200-201).

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llegar al rey (Salgado 2002: 292). Sus cartas revelan que ya desde 1779 quería publicar partes de su obra literaria. Recurre al conde de Floridablanca, trasladándole su intención de dedicar su poema en elogio del virrey de Buenos Aires, Pedro Ceballos, a Carlos III. Floridablanca le remite la negativa del rey, pero le aconseja dirigirse al Consejo de Castilla. Allí, recibe la censura positiva de Nicolás Fernández de Moratín, que le otorga la licencia (Álvarez 2007: 201). No obstante, no llegan a salir a la luz sus obras, por lo cual vuelve a intentar pedir el permiso de impresión diez años más tarde, esta vez con éxito, aunque suprimiendo dos de las tres traducciones que había realizado (Deacon 1988: 410). Tampoco consigue publicar su Descripción geográfica e histórica de todo el orbe conocido hasta ahora, escrita en octosílabos, por la crítica de Antonio Capmany, secretario de la Real Academia de la Historia, que la tacha de “trabajo inútil e incorregible” debido a provenir de la mano de una mujer (Salgado 2002: 291). No obstante, un largo siglo más tarde, Manuel Serrano y Sanz la acoge en sus Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas ([1903] 1975: 503-522), incluyéndola, de este modo, en un canon antihegemónico. De hecho, las dificultades de Margarita Hickey para hacerse un hueco entre los eruditos y escritores (masculinos) de su tiempo dejan entrever el potencial peligro que residía en su poesía. Al atacar directamente a los hombres, “inconstantes” e “inhumanos” (Hickey 1789: 182, 203, 288),4 Hickey aspira a provocar un “desengaño” femenino (Hickey 1789: 342), planteando que sería imposible confiar en la lealtad masculina y, por consiguiente, legítimo abogar por una mayor autonomía femenina.5 A fin de fundamentar su reivindicación, Hickey recurre a una narrativa religiosa, subrayando las virtudes del recato

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El “Romance, a un amante que después de haberle costado mucho tiempo de solicitud el que una Dama admitiese sus obsequios, dejó repentinamente de continuar en ellos por un frívolo motivo” (Hickey 1789: 289-294) y las “Endechas, respondiendo una amada a las satisfacciones que su amante quería darla de haberla nombrado por equivocación con el nombre de otra Dama, (a quien antes había querido) estando en conversación con ella” (Hickey 1789: 197), por ejemplo, retoman el mismo motivo de la inconstancia masculina. 5  Así, defiende planteamientos en la línea de lo que poco después postulará Mary Wollstonecraft, mujer del filósofo William Godwin y madre de Mary Shelley, que publica en 1792 la Vindication of the Rights of Woman with Strictures on Political and Moral Subjects en defensa de la autonomía de las mujeres y de los derechos fundamentales de cada individuo (Perdices 2010: 100).

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y de la moderación en la mujer, lo cual, a diferencia de lo que ocurre en el discurso de la reforma económica, en sus escritos no desemboca en la defensa de una unión harmónica entre hombre y mujer como núcleo de la familia y de la sociedad. Al contrario, Hickey aspira a que las mujeres sean independientes de cualquier influencia directa de los varones, recurriendo para ello a las estructuras eclesiásticas y una narrativa religiosa, las cuales, en otras partes, se criticaban como anticuadas, antiprogresistas y misóginas. No obstante, este fin, la independencia, exigía que la mujer fuese reconocida tanto por hombres como por mujeres. En este capítulo se toma en cuenta esta necesidad de reconocimiento y se analizará cómo su poesía y los paratextos que utiliza en su publicación confluyen en un acto performativo mediante el cual la autora se inscribe en un discurso reivindicativo de la autonomía de la mujer.6 Aquí se defenderá que, al incluir normas de comportamiento y una actitud declaradamente cristianas, la autora se mueve entre la reproducción de un orden tradicional y seguro, en principio conservador y misógino, y el empleo estratégico y resemantizado de estas pautas a favor de una mayor autonomía de la mujer. Esta autonomía se extiende a los ámbitos domésticos y privados, así como al eclesiástico, e incluye el sentimiento y la razón de la mujer, así como su comportamiento en la práctica, por ejemplo en el contexto del cortejo. Yendo más allá, ejemplifica, además, la capacidad femenina de dedicarse a materias de las que los hombres discuten en la esfera pública, como temas militares y heroicos. A pesar del conglomerado explosivo que constituye su poesía, o tal vez por ello, como supone Emilio Palacios (2002), María Hickey y Polizzoni hasta hoy en día no ha recibido demasiada atención, tampoco entre filólogos. La mayor parte de la investigación realizada hasta ahora se centra en la reconstrucción de su biografía.7 Juan Antonio Ríos 6  Se utiliza aquí el término “performativo” según Searle, retomando los estímulos ofrecidos por Claudia Gronemann en su monografía Polyphone Aufklärung (2013). 7  Los trabajos de Manuel Serrano y Sanz ([1903] 1975), Joaquín Álvarez (2007), María Salgado (2002) y Emilio Palacios (2000) ofrecen sendos resúmenes biográficos y un primer análisis literario con atención a algunos aspectos de género y al contexto de su producción literaria. Constance Sullivan aporta una detallada recopilación de datos biográficos de Hickey (1997) sobre la base de la documentación relativa a su matrimonio y a su testamento, fijando entre otros datos el nombre correcto de la autora —Hickey y Polizzoni— y algunas fechas, así como la existencia de una hija adoptada (Sullivan 1997: 221).

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Carratalá trabajó ya en 1984 sobre el proceso inquisitorial de Vicente García de la Huerta, tratando tangencialmente la correspondencia entre este último y Margarita Hickey. Por su parte, Philip Deacon profundiza sobre esta relación amistosa (1988). Ambos aportan información sobre la relación entre Hickey y García de la Huerta, que, aparte de su correspondencia epistolar, se manifiesta en el intercambio poético “Ocho sonetos de los que cuatro fueron remitidos por un Caballero a una Dama, que le respondió con los cuatro consonantes a los tres primeros, y al cuarto con consonantes distintos” (Hickey 1789: 174-179), publicado en el volumen que aquí nos ocupa. Tres muy sugerentes indagaciones sobre la temática del género ya centradas en la producción literaria de la autora las ofrecen Victoria Galván González (2009), Álvaro Llosa Sanz (2008) y Virginia Trueba Mira (2005). Los tres destacan en especial el tono misándrico en su poesía y se centran en algunas partes concretas del poemario. Por otro lado, Keri Nicholson Chandler ha dedicado un capítulo a Margarita Hickey en su tesis The Nature of Woman: Spanish Women Poets of the Eighteenth and Nineteenth Centuries (2014: 55-74), sosteniendo que disocia en su poesía la entonces corriente asociación de las mujeres con la naturaleza. María Salgado (1992, 1994), además, ha trabajado sobre la relación de la autora con la pintura. En cambio, el tema de la religión en su producción literaria parece no haberse abordado en la investigación, por lo demás aún no abundante. Por ello, en este capítulo se intenta indagar sobre la concepción de la religión en relación con su ideario sobre los géneros masculino y femenino, prestando atención a los espacios respectivos, especialmente el espacio doméstico y el conventual asociado a la mujer. 8.1. Ganarse al lector para “enseÑarle [...] a bien proceder” Los poemas de Margarita Hickey y Polizzoni se encuentran en un volumen que reúne varios géneros literarios. Los dos prólogos que antepone a la Andrómaca y al “Poema, en elogio del Capitán General Don Pedro Ceballos” son esclarecedores con respecto al rol de la religión en la concepción de las virtudes y comportamientos trasmitidas en las obras, a la vez que revelan la estrategia de la autora de inscribir sus textos en un discurso más amplio sobre el funcionamiento de la sociedad. Por ello, los prólogos se detallarán antes de pasar a examinar la producción poética de Hickey. Según Hickey, que enlaza con

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la discusión sobre el ‘retraso’ y la ‘incivilización’ españoles, el teatro fungiría como “termómetro de civilización de los pueblos” debido a su visibilidad e impacto social, y precisaría de una reforma para crear un “público respetable, civilizado y bien instruido” (Hickey 1789: IX). En vista de esta imagen del teatro, no sorprende que el prólogo incluyera una propuesta poetológica y una ética que aceptaban el ideario estético clasicista y propugnaban el compromiso de los escritores con la sociedad que los rodea (Álvarez 2007: 202).8 Esta actitud se puede transferir también a su poesía. No distingue entre la función de los géneros literarios, de hecho, afirma que “una composición dramática no es otra cosa que un poema moral, y como tal debe ser bueno y doctrinal para que sea provechoso” (Hickey 1789: XIII). Supone que la diversión sería “precisa e indispensable en las grandes poblaciones”, pero tendría que ser “efectivamente a un tiempo útil y delectable” (ibíd.). Optando, de este modo, claramente por el utile dulci horaciano, Margarita Hickey quiere presentarle al público “acciones y documentos que puedan enseñarle a pensar bien y a bien proceder” (ibíd.: X) y mostrar “las virtudes morales o cristianas: la fidelidad al esposo, a los padres, al soberano, a la religión, a la patria, etc.” (ibíd.: VIII, cursiva mía). Es llamativo el empleo de los adjetivos “morales” y “cristianas” como equivalentes, que remite a dos edificios presentes a la vez sin que se distinga muy claramente el uno, universal, del otro, religioso. No obstante, a continuación pone de manifiesto su clara orientación en la religión como ente englobante que exigiría fidelidad como garante 8 

A pesar de estas afirmaciones, Hickey dice más adelante actuar de acuerdo a su gusto particular. Manifiesta, de este modo, “una actitud combativa y [...] defensiva por razones debidas al sexo” (Galván 2009) contra la crítica que se efectúa en base a los preceptos (neoclásicos) del buen gusto, la utilidad, el deleite, el decoro y el respeto a un código moral universal. Asimismo, manifiesta su aversión a la idea de la “connaturalización” de obras dramáticas extranjeras, que propone adaptarlas al público español mediante intervenciones en el argumento y elementos importantes de la trama: “las más de ellas se apartan infinito de sus originales (dejando a cada una en su lugar y mérito) por haber querido sus Traductores, usando de sus ingenios, añadir y quitar en sus traducciones a su arbitrio lo que les ha parecido conveniente a impulsos de aquella misma curiosidad que aún subsiste en mí, y a persuasiones de algunas personas que se hallan movidas de la misma, me he determinado por fin a dar al público la Andrómaca del celebrado Racine, traducida al castellano tan fielmente, que ni en pasaje ni en expresión alguna he querido alterarla” (Hickey 1789: V-VI). Esta ‘fidelidad al original’ distingue a Hickey entre sus contemporáneos, a la vez que constituye un interesante paralelismo poetológico con sus otras afirmaciones en pro de la fidelidad y constancia morales.

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universal de estabilidad y seguridad individual y colectiva. A la vez, las virtudes se concretizan especificándolas en cuanto a las esferas micro, el matrimonio y la familia, y macro, el gobierno y la nación. El ejemplo de la fidelidad al esposo revela una marcada perspectiva femenina. No obstante, justo esta supeditación al esposo, se rebatirá a lo largo del poemario, llevándolo al otro extremo: la autonomía de la mujer frente al cónyuge “tirano” (ibíd.: 216).9 Independientemente de la finalidad de la obra, la autora, por su condición de mujer y por el tema, necesitaba posicionarse de manera convincente ante su posible público. A modo de captatio benevolentiae, Hickey explica en el prólogo las razones de la composición del poema supuestamente central del poemario, un diálogo entre España y Neptuno para alabar a don Pedro Ceballos, militar famoso y virrey de Buenos Aires que acababa de fallecer. Trata un tema militar y de un heroísmo epopéyico, lo que implica, por tanto, el atrevimiento de hacer “poemas de hombres” (Llosa 2008: 57). La autora declara estratégicamente su intención de dejar el “desempeño de esta empresa a las plumas varoniles, que son a las que principalmente corresponde” (Hickey 1789: 138), mas acaba dejándola en un mero plano retórico, al llevarla a cabo sin mayores limitaciones. Así, se muestra consciente de que varones y mujeres están familiarizados con temas diferentes y se posiciona ante el público, debido a esta situación, desde una retórica tópica de humildad y modestia (femenina) (Llosa 2008: 56).10 Al analizar detalladamente sus propios defectos supuestamente femeninos, en realidad está demostrando su pericia en el tema como en las “reglas del arte” (Hickey 1789: 140), a la vez que pone de manifiesto su talante de ‘ilustrada’ por cuestionarse a sí misma.11 Esta autocrítica, además,

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Esta calificación como tiranos de los varones (cónyuges) misóginos es un similar a las críticas realizadas por Cadalso. En sus Cartas marruecas indica que, al sentir desdén por las mujeres, los hombres no solamente se degradarían y perderían el posible estatus de ‘hombre de bien’, sino que se convertirían también en “tiranos” (Cadalso 2003: 335, 235, 285, 268, 249-254, 255, 258). 10  Álvarez Barrientos llama la atención sobre la dimensión pragmática de esta forma de proceder: “Recurrir a la modestia era el medio para disimular el verdadero motivo de la ocultación de la personalidad, que en este caso seguramente se deba a la fuerte y constante crítica que sus poemas [...] hacen de los hombres, siendo éstos los que iban a juzgarlos y pudiendo, tal vez, conocerla alguno de los censores” (Álvarez 2007: 206). 11  Así, pide: “recibáseme mi buena voluntad en cuenta de mi poca habilidad y suficiencia, y hagan otros más, que yo con el buen fin y deseo de que los que pueden y

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anticipa cualquier posible crítica exterior, oponiendo de antemano una defensa estratégica. Cual juego de dos caras, se presenta al mismo tiempo como segura de sí misma y de su integridad. Indica que su obra no contendría los defectos que ella considera graves y absolutamente reprobables, a saber, bajeza de expresión y de pensamientos, que son los defectos capitales y esenciales que deben procurarse evitar en tales composiciones; los que, a Dios gracias, no me cuesta gran trabajo ni cuidado huir porque naturalmente me lleva mi genio a cosas altas y nobles, y a expresarlas noblemente (ibíd.: 142).

Así, ella misma se convierte en un ejemplo de mujer ingeniosa capaz de alcanzar lo sublime y lo noble, al pertenecer estos atributos a su ‘naturaleza’ dada por Dios. Hickey opta por liberarse de la tutoría masculina y el juicio de las autoridades (masculinas y, por lo tanto, parciales): Prevengo y con eso ingenuamente, que no he querido sujetar esta mi obrita al juicio y corrección de nadie; y que solamente me he dejado llevar en ella para disponerla del modo que está, de mi gusto, genio o capricho, y de las tales cuales luces que ha podido comunicarme la afición que siempre he tenido a leer buenos libros [...]: conozco, trato y comunico algunos sujetos a cuya inteligencia y buen juicio, pudiera (y debiera acaso) haberla sujetado; pero unos por haberlos contemplado muy afectos, otros por poco, y a los más por suponerlos llenos de preocupación contra obras de mujeres, en las que nunca quieren éstos hallar mérito alguno, aunque esté en ellas rebosando: he desconfiado de la crítica de todos y he escogido por mi único juez al público el que sin embargo y a pesar de la ceguedad e ignorancia que se le atribuye, hace (como el tiempo) tarde o temprano justicia a todos (ibíd.: 139-140, cursiva mía).

saben hagan mucho, he hecho este poco, que es a lo que alcanzan mis fuerzas: y quien hace lo que puede, y da lo que tiene, ya se sabe que no está obligado a más, ni se le puede más pedir [...] mi Poema (si se le puede dar este nombre) carecerá de defectos; tendrá quizá tantos como versos o pies y entre ellos podrá ser que los rigorosos versificadores me tachen, primeramente algunas octavas, en que los consonantes de unos pies, son asonantes de otros: segundo, que uno u otro consonante de los últimos pies de otras (con que se cierran) no tienen todo aquel rigor que exigen las reglas del arte [...]” (Hickey 1789: 139-140).

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Al igual que Feijoo, atribuye al público la capacidad de juzgar autónomamente. De este modo lo convierte en cómplice, teniendo en común con la escritora el hecho de verse sometido a un juicio injusto y limitador. La opresión del “bello sexo” (ibíd.: 144) la tomará como punto de partida para lanzar un ataque ofensivo a las costumbres y las prácticas imperantes instauradas por los hombres. De ahí que Hickey mezcle la poesía épica laudatoria con otras materias anunciadas en el título, como lo “sagrado”, lo “moral y lo “profano”, tanto cotidiano como amoroso. Sobre estas últimas escribe lo que se esperaría de una mujer culta: poesía sentimental u ocasional con un toque moral que (a primera vista) no atenta contra las normas de la producción literaria (Llosa 2008: 56). Esta aparente inocencia, no obstante, adquiere otro significado al invocar la tradición de “los más celebrados poetas de la nación” (ibíd.: 141), hombres como Lope de Vega, Rufo o Ercilla.12 De este modo, la autora se opone a la vez que se adapta a los “modelos literarios machistas” (Galván 2009).13 Por un lado, rechaza explícitamente cualquier tutela impuesta y cualquier juicio masculino. Por otro lado, cuenta con el apoyo de Agustín Montiano y Luyando en pie de igualdad, se inscribe en la tradición de los autores masculinos ‘nacionales’ y recibe, finalmente, tres aprobaciones clericales. Por boca de las autoridades masculinas y expertas en cuestiones religiosas, encargadas de otorgar la aprobación eclesiástica, el lector encuentra tres laudationes antepuestas al volumen que, empero, solamente se refieren a la parte épica, que despertaría “en los grandes 12 

Es significativo que ella prescinda de pasar lista a autoridades femeninas y recurra nada más que a autores masculinos, haciéndose abogada de sí misma sin exponer una “defensa de las mujeres” en general. No obstante, también juega con sus preceptores. Así, cita críticamente a Góngora, poniendo en evidencia la parte misógina y la hipocresía en sus versos, que cita en cursiva: “Guarda corderos Zagala,/Zagala no guardes fe,/ que quien te hizo pastora/no te excusó de mujer./No sé porque aquel discreto/dulce plectro Cordobés/a esta donosa sentencia/no añadiría también,/Guarda corderos Zagala,/Zagala no guardes fe,/que los hombres comúnmente/no la saben merecer” (Hickey 1789: 168; vid. Góngora ([1621] 1961: 236-237). 13  También en la práctica Hickey buscaba el apoyo y la discusión con otros autores. Así, le pidió a Agustín Montiano y Luyando que corrigiese su traducción de la Andrómaca, hecho con el que se introdujo en el círculo literario en torno a este. En este entra en contacto con García de la Huerta, Velázquez y otras personas de importancia, que la apoyan en parte en sus intentos de publicar su obra (Deacon 1988: 399). Por ejemplo, Nicolás Fernández de Moratín y Eugenio Llaguno la apoyaron en su producción literaria y sus intentos de publicación.

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ánimos la gloriosa ambición de consagrar sus esfuerzos [militares] y fatigas al incremento de la Monarquía” (Hickey 1789: 143),14 sin tocar en ningún momento los poemas de contenido amoroso.15 La tercera aprobación, de fray Antonio de Victoria, tematiza la ‘querella de las mujeres’, aduciendo a Margarita Hickey como prueba de “cuán incierta fue la opinión de algunos; haciendo poca merced al entendimiento de las señoras mujeres; como si el Omnipotente no repartiera a su voluntad talentos y dones, a los diversos sexos racionales” (ibíd.: 144). La inscriben, ahora sí, en la “serie bastante dilatada de señoras, Españolas y Extranjeras, muy eruditas, en Poesía, Filosofía, y otras ciencias” (ibíd.) que habrían recibido el aplauso del padre Feijoo. Los poemas se publicarían, pues, “en obsequio [...] del bello sexo en general, y en desagravio o vindicación de la injusticia que el vulgo hace a este en la opinión que de él comúnmente tiene” (ibíd.). A la defensa implícita de sí misma realizada por Hickey se adjunta, así, una justificación teológica e histórica externa, similar a la de Feijoo, a favor de la capacidad intelectual de las mujeres en general. De este modo, tanto los prólogos como las aprobaciones contribuyen a que la obra misma se inscriba en un espacio dominado por hombres. Llama la atención que apenas se mencione el tipo de poesía que encabeza el título: Poesías varías sagradas, morales y profanas o amorosas. Especialmente el tema del amor y, por lo tanto, el de las relaciones entre hombres y mujeres en el pensamiento dieciochesco, constituye un vacío. Sin embargo, a diferencia de lo que insinúan los prólogos y las aprobaciones, la mayor parte del poemario se centra en estas relaciones y en la moral como tema central. Así pues, Hickey utiliza

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En el poema de Hickey se ensalza la guerra, a diferencia de Cadalso, que la criticaba en pro de una hermandad humana universal (vid. Cadalso 2013: 180, 191) o Nicolás Fernández de Moratín (1977, I: 247-249). 15  Así, se anteponen los “dictamen[es] y parecer de los RR. PP. MM. Fr. Francisco de Villalpando, Fr. Fidel de Gordojuela, y Fray Antonio de Victoria, Religiosos Capuchinos; Lectores de Teología los dos primeros, y Ex-Lector y Ex-Definidor primero, Custodio y Predicador de S. M., el tercero en su Convento de Capuchinos de San Antonio del Prado de Madrid, dados al primer Poema, dispuesto en Diálogo entre la España y Neptuno, en elogio del Capitán General Don Pedro Ceballos; el que se sujetó a la censura de estos RR. PP. inmediatamente que se compuso, en la ocasión del fallecimiento del nominado Don Pedro Ceballos, en el año de 1779 por si podían contener algo contra la fe y buenas costumbres”, sumamente positivos ante “su espíritu, afición a las buenas letras y al mérito; cualidades sumamente apreciables aún en los varones más distinguidos” (Hickey 1789: 143).

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estratégicamente la variedad interna de su obra y sus preliminares para recibir el beneplácito para la publicación y la acogida benevolente entre su público. La apelación a un público amplio y concebido como autónomo que puede tener intereses variados desliga a Hickey de verse tachada de autora de mera poesía femenina tanto en cuanto a su autoría como a su recepción. A la vez, la sujeta a las exigencias de no atentar contra la fe, contra las buenas costumbres ni contra las normas poéticas. En este conjunto, su retórica de humildad muda hacia una mayor autonomía. El tono religioso y la relevancia acordada a la utilidad nacional y moral incorporan diferentes componentes del reformismo ilustrado que eran condición para ganar terreno en un mundo literario dominado por hombres. Finalmente, puede colocar allí un punto explosivo: el desengaño frente al hombre cual contraescritura frente al canon. Hickey utiliza su ‘genio discursivo’ para escribir, constatando y demostrando con su texto mismo que “el alma no es hombre/ni mujer, y es fijo,/que en entrambos casos/su ser es el mismo” (ibíd.: 417-418). De este modo, al igual que Feijoo, postula la igualdad del alma y del entendimiento independientemente del género, para después proceder a una crítica de los hombres. Hickey adopta la perspectiva femenina de una literatura de dos caras tal como la había planteado Feijoo. Este había diagnosticado la parcialidad de la que adolecían los libros escritos por hombres cuando hablaban de la relación entre hombres y mujeres, expresando la hipótesis que “[s]i mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo” (Feijoo 1726, I: 336/1997: 39). Y, de repente, es una mujer la que escribe llevando a cabo esta inversión, quedando ellos, los hombres, “debajo”. 8.2. Hombres y mujeres: poesía del desengaÑo del statu quo El núcleo de la tercera parte del poemario lo constituye un concepto binario del amor: Hickey distingue entre el amor divino y el amor profano. Este último estaría caracterizado por su “fealdad” (Hickey 1789: 342), y en varios poemas se describe un fuerte desengaño ante el cortejo y las relaciones entre los géneros masculino y femenino. Así, encontramos poemas como las “Endechas endecasílabas, afectos del alma al amor Divino, y desengaño y reconocimiento de la fealdad del amor profano” (ibíd.), o el “Soneto, definiendo el amor o sus contrariedades” (ibíd.: 173). También hay poemas más narrativos como la

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“Novela Pastoril, puesta en verso en este Romance, en agudos” (ibíd.: 162-169). Este rompe con cualquier expectativa de harmonía bucólica. Trata de cómo una doncella casta y recta queda engañada y aislada tras rechazar a muchos pretendientes y esperar, recluida en su casa, fielmente a su novio.16 Reiteradamente se describen situaciones en las que las mujeres quedan desengañadas de sus expectativas: una mujer espera fielmente retirada en su hogar y rechazando cualquier otro cortejo o pretendiente en favor de su amante o marido ausente, que la engaña constantemente; otra se ve persuadida a entablar relaciones con un hombre y después es abandonada.17 La cantidad de mujeres conquistadas es materia de jactancia para los hombres, cual lista de ejemplos en advertencia de la lectora. Este desengaño se convierte en punto de partida para una enseñanza moral y a veces práctica sobre cómo moverse en una situación de cortejo constante. Al final de la antología se encuentra un poema llamado “Remitiendo a un conocido estas poesías” (ibíd.: 411-426), tal vez dirigido a Montiano, a guisa de autorretrato de la obra, que expone las intenciones, y los obstáculos y las limitaciones de los efectos de su lírica. Afirma que el destinatario (llamado Danteo) encontrará en su poesía “documentos finos/de amar noblemente,/con afectos dignos:/no de amar un arte/como la de Ovidio,/que más que de amor,/es arte del vicio./ Que a correr enseña/el campo infinito,/sin amor alguno,/del vil apetito” (ibíd.: 411). A este “arte indigno” (ibíd.: 412) o “arte de no amar” (ibíd.) basado en el “deseo lascivo” (ibíd.) y conquistas desechables, contrapone sus principios, que serían “nobles, decentes,/justos y debidos:/y en mis documentos/enseño a los mismos/fulleros de amor,/a que jueguen limpio” (ibíd.: 412-413). Al demostrar haber leído la obra ovidiana y hablar de contenidos que van más allá de los oficios femeniles domésticos como “la rueca, el uso,/la aguja y el hilo”, teme ser atacada (ibíd.: 413). Desenmascara las prácticas y el “introducido/método de hacerse/los hombres sabidos” (ibíd.: 414), los cuales, de este modo, establecerían una desigualdad abismal. A diferencia de la mayoría de los reformistas ilustrados detesta la inmovilidad de los roles

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Trueba y Álvarez llaman la atención sobre la influencia de la tradición de la novela pastoril bucólica renacentista y la poesía popular en este poema (Trueba 2005: 127, Álvarez 2007: 207). 17  Este, por ejemplo, es el caso en las “Endechas endecasílabas a la mudanza no esperada de un amante en una corta ausencia” (Hickey 1789: 219-225).

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de género, en especial con respecto al matrimonio y la limitación de movimientos que padece la mujer al ser confinada al ámbito de la casa. Así, le aconseja con convicción a la lectora: “Conserva libre tu mano/ huye del lazo inhumano/que el amante más rendido/es, transformado en marido,/un insufrible tirano” (ibíd.: 216). Según esta visión, ningún amante sería fiable, y, tras el juego de conquista y rendición, la relación establecida jurídica y religiosamente se convertiría en una artimaña para limitar la libertad de la mujer, reduciéndola a los quehaceres domésticos y recluyéndola en el hogar. Este diagnóstico coincide con la legislación contemporánea, pues la mujer dependía en todos los aspectos de sus tutores, fuera el padre o el marido (vid. Llosa 2008: 54). Al ser los hombres los responsables de esta situación, estos se convierten en el blanco de tiro. Así, el “arte de no amar” de Hickey somete a un examen las características masculinas y femeninas para sugerir dos salidas a la situación limitadora de la mujer que prescinden de una relación de cortejo o matrimonio: el refugio interior o el refugio conventual, proponiendo en esta visión un ideal de mujer independiente de las relaciones directas con hombres. 8.2.1. “Monstruos” en su territorio de caza Antes de pasar al análisis de las soluciones que propone Hickey en su poesía, echemos una mirada al imaginario de lo masculino en sus poemas. Aunque se defienda la igualdad del alma, los hombres serían monstruos inconsecuentes,/altaneros y abatidos;/humildes, si aborrecidos;/si amados, irreverentes;/con el favor, insolentes;/desean pero no aman;/en las tibiezas se inflaman;/sirven para dominar;/se rinden para triunfar;/y a la que los honra infaman (Hickey 1789: 216).

Así reza el poema “Respondiendo a una amiga que la pedía porfiadamente la hiciese una definición de los hombres, en punto al género y manera de su querer cuando aman, o dicen que aman, &c”.18 Para

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Los hombres concretos que aparecen en los poemas se convierten en la demostración de este aserto. El novio de la zagala de la novela pastoril, por ejemplo, es retratado como “falso, ingrato y descortés” (Hickey 1789: 169) y, ante muchas otras que se le antojan, “la sacrifica cruel” (ibíd.).

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Hickey, es justo en los comportamientos relativos al amor donde parecen manifestarse las diferencias entre hombres y mujeres.19 A los hombres les atribuye inconsecuencia, una actitud arrogante y desdeñosa orientada al deseo de dominar a otros, un deseo sexual desenfrenado arbitrario e inconstante, la disposición a utilizar cualquier medio para obsequiar a las mujeres y un comportamiento estratégico que escondería sus verdaderos objetivos —suma “malignidad” (ibíd.: 235)—. Características que finalmente convierten a los hombres en “monstruos” que responden sin excepción a cualquier trato con un comportamiento inverso. En el soneto “Habiéndose pedido a la Autora porfiadamente de palabra y por escrito hiciese una definición moral del hombre, satisfizo la curiosidad de los que la importunaban sobre este particular”, Hickey aduce la imagen de la dominación de la civilización sobre la naturaleza bárbara, que ya conocemos de Gutiérrez, Montengón o Comella, localizando a los hombres en el extremo de la fiereza animal, peor aún que “Tigres, Leones y Serpientes” (ibíd.: 235). De este modo, su ser se adapta perfectamente al “campo infinito” (ibíd.: 411) de caza que constituyen las mujeres.20 Ello hace que cualquier trato o afecto sincero carezca de sentido y sea necesario protegerse mediante suma desconfianza ante la posible traición, posibilitada mediante el constante juego del fingir y aparentar. Por ende, no sería posible llegar a una relación igualitaria, pues solamente aborrecerlos llevaría a que fueran “humildes” (ibíd.: 216). Avisa: “éste es el hombre: mira sin enojos,/ si es que puedes, mortal, tanta quimera,/y para tu gobierno abre los ojos” (ibíd.: 236). Esta apelación a la razón para descubrir el trasfondo de las acciones también se convierte en base para el verdadero amor,

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En las “Seguidillas En que una Dama da las razones porque no gustaba, o no le habían gustado los hombres en general” se explica que “[s]i sabiondos preciados/hay que sufrirlos,/si ignorantes son necios,/otro martirio;/de cualquier suerte,/es molesto su trato/si bien se advierte./Si aman son importunos/si no groseros,/que andan siempre estas fieras/por los extremos;/y tan viciosos,/que al mayor juicio el verlos/volverá loco” (Hickey 1789: 189). 20  Tomando en cuenta esta concepción poco amistosa de la naturaleza en general, resulta plausible la conclusión que saca Chandler sobre el distanciamiento de Hickey con respecto de la caracterización de las mujeres como naturaleza (pura) para evitar desventajas en la lucha por ser percibidas como seres racionales. Chandler, de hecho, lee en los versos de Hickey la sugerencia de no fiarse de la naturaleza y el instinto correspondiente (vid. Chandler 2014: 54).

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estrechamente ligado al entendimiento. Un hombre que se alabase de no ser capaz de amar (“A un vicioso y abandonado, que se alababa de no haber amado en su vida, y decía ser incapaz de amar”, ibíd.: 248254), se desacreditaría como “un gran necio” (ibíd.: 248), ya que solamente el entendimiento claro, basado en “buenos principios” (ibíd.) y conjugado con un corazón y un ánimo generosos podrían generar un afecto noble. Esta combinación, base para obrar bien, faltaría en muchos, produciendo en todas las naciones y edades hombres “ateístas” (ibíd.: 385) o “libertinos” (ibíd.: 416), ignorantes y presumidos cuyo “inmoderado/uso y excesivo/del Dialectizar,/o del Dialectismo,/monstruosos abortos/siempre ha producido,/y ha hecho en errores” (ibíd.). Asimismo, deja entrever que para ella el proyecto ilustrado de una pequeña élite de filósofos y políticos es un proyecto fijado meramente en los hombres, potente, pero hipócrita y falto de moral. Resultaría ser un proyecto basado en la ininterrumpida dominación sobre la mujer, a la que se le asignaría un papel y tareas fijas y bien delimitadas en el ámbito doméstico, pero a la que se excluiría e ignoraría en cualquier otra actividad. Desde la perspectiva transmitida en los poemas, la religión es el sistema normativo que tiene que aportar la base moral necesaria, los “buenos principios” (ibíd.: 248). Así, a diferencia de trazarlo como un manto tras el cual tapar los propios objetivos viciosos como ocurre en otras obras, ella destaca que infundiría moderación y virtud a los hombres, a la vez que la “soberbia y perversión” (ibíd.: 344) masculina se pondrían de manifiesto justo al desentenderse ellos del cristianismo. En el “Romance Crítico moral joco-serio, en elogio de la indiferencia; con cuyo motivo se reprenden y motejan algunos vicios y defectos en general, con el buen fin solamente de corregirlos, y de no satirizar a nadie en particular”, arremete contra el uso exclusivo de la filosofía, materia meramente masculina, mediante una cita a una autoridad científica, que en una nota a pie identifica con Francis Bacon:21 21 

Hickey remite al “Chanciller Bacon de Berulamio”, esto es, el inglés Francis Bacon, barón de Verulam, que escribió, entre otras obras, el Novum organum scientiarum (1620). Se considera un precursor importante del empirismo. Entre otras cosas, se dirigía contra los engaños y errores en los conocimientos que se producían por la simple reproducción de saberes y dogmas tradicionales o emitidos por autoridades, los Idola Theatri. Como ejemplo aduce la obediencia y la falta de crítica entre los escolásticos, pero también entre humanistas (vid. para un resumen de las ideas de Bacon: Ertler 2003: 13-14).

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como dice un sabido moderno,/generalmente estimado y aplaudido/del gremio de los sapientes,/la Filosofía sola/no es tribunal competente/de la religión, porque esta/su jurisdicción excede:/pues por su ser tan supremo,/su calidad eminente,/y su superior esfera/no está sujeta a sus leyes:/y así de los argumentos/de éstos, deben los prudentes/hacer el caso y aprecio/que un cuerdo hiciera si viese/que un ciego de nacimiento/se empeñase y pretendiese/ persuadir al que de vista/hubiese gozado siempre,/que no puede haber colores,/y se mofase y riese/de oír decir que habían blanco,/azul, encarnado y verde (ibíd.: 385).

En las “Endechas endecasílabas, afectos del alma al amor Divino, y desengaño y reconocimiento de la fealdad del amor profano” opone en forma de antítesis a Cristo, encarnación de la bondad, virtud y paz, a los amantes terrenales masculinos, encarnación de “guerra” (ibíd.: 346) y falta de harmonía. Denuncia cómo estos se atribuirían el estatus de “sexo perfecto” merced a su fuerza, gravedad y valor (ibíd.: 190), a la vez que exigirían del “sexo que más débil/él mismo ha declarado” tener “más fortaleza”, resistiendo a desafíos “a que él se rinde torpe,/ de miseria abrumado” (ibíd.: 310). Actuarían “como si acaso el alma/ tuviera sexo” (ibíd.: 190). Hickey identifica de este modo en ellos el dominio de una soberbia que, por ser contradictoria e injusta, “a la que pensar sabe,/de fastidio y de horror la dejan llena” (ibíd.: 345), causándole un desencanto ante la filosofía y el supuesto progreso. Esta hipocresía en el afán del progreso de ‘civilización’ se condensa en la atribución de una incivilización a los hombres mediante la imagen de la fauna salvaje. Ellos pertenecerían a “los bosques y [...] las selvas” (ibíd.: 205), un espacio natural descontrolado e instintivo. 8.2.2. “Mi corazón el mismo Infierno”: del interior individual a la “infeliz constitución de las mujeres en general” El diagnóstico descrito se enuncia desde una marcada perspectiva femenina, llena “de fastidio y de horror” (Hickey 1789: 345). Los títulos de los poemas se dirigen en la mayoría de las ocasiones a mujeres, desde una relación de cercanía entre yo lírico y lectora explícita, como por ejemplo la “Décima, aconsejando una Dama a otra amiga suya que no se case”, “Otras dos, respondiendo a una amiga que la pedía porfiadamente la hiciese una definición de los hombres” o el “Romance,

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satisfaciendo a la duda de una Dama, que no habiendo amado nunca, preguntaba si era verdad que en amar y ser amados hubiese las satisfacciones y contentos que comúnmente se creía” (ibíd.: 216-218, 269-275). Otros poemas se dirigen a mujeres algo menos cercanas, pero aún de la órbita del yo lírico, como las “Endechas, dedicadas a una Monja Profesa, que solicitaba la dispensación de sus votos para casarse con el pretexto de haber sido forzada para tomar el velo” (ibíd.: 298-315) o el “Romance, dedicado a las damas de Madrid y en general a todas las del mundo” (Hickey 1789: 227-233). El hecho de crear una petición exterior para que escriba su poesía alivia a la autora en su necesidad de legitimar su producción lírica y en especial su producción lírica amorosa, como ha señalado Virginia Trueba (2005: 125). La relación aparentemente íntima con las lectoras es combinada con un posicionamiento del yo lírico en un plano de superioridad, viéndose la voz lírica ante peticiones o la necesidad de explicar el funcionamiento y la calidad de las relaciones entre los géneros por haberlas penetrado racional y empíricamente: “mira a ésta, mira a aquélla,/mira a éste, mira a aquél,/y verás patentemente/en todo un retrato fiel,/del engaño” (Hickey 1789: 170). La “experiencia” (ibíd.: 414) y “los exemplos” (ibíd.) le habrían mostrado la “infeliz constitución de las mujeres en general” (ibíd.: 216), que les exigiría orientarse en los hombres y adoptar roles impuestos por estos. El yo lírico confiesa su incapacidad de mantenerse dentro de estas reglas y no sobrepasar los límites del ámbito de conocimientos y temas supuestamente femeninos: “aunque no ignoro/todos sus principios,/por precisión solo/a ellos me dedico:/ mas quiere mi genio/[...]/haber de las cosas/ciertos silogismos,/que hablar de las modas,/trajes y vestidos,/ni de los peinados” (ibíd.: 417418). La voz lírica misma aboga por desempeñar tareas con sentido, más allá de las labores domésticas y el “pueril ejercicio” (ibíd.: 417). Observa críticamente, además, la exposición de las mujeres al deseo sexual y económico masculino cual asedio o batalla que las inmoviliza y esclaviza: Sexo hermoso, combatido/sin piedad, con furia tanta,/a pesar y sin embargo/de creer vuestras fuerzas flacas,/por continuos enemigos,/que con soberbia arrogancia,/(y aun cobardes, pues que lidian/con tan desiguales armas)/ continuamente os acechan,/y suponiendoos incautas,/de la buena fe abusando/os sitian, cercan y asaltan (ibíd.: 227-228, cursiva mía).

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[…] avasallar pretenden/a la que el cielo santo,/por noble compañera,/no por esclava ha dado:/advierte que son muchas/las que gimen debajo/de las inicuas leyes/del hombre y de su mando (ibíd.: 312).

Denuncia cómo las mujeres dependerían constantemente de valoraciones de su entorno, que convertirían a las mujeres en víctimas de las normas vigentes y de su propia educación para la inocencia. Sin salida, cualquier situación desemboca para la mujer o bien en la limitación de su libertad, o bien en su aislamiento y su la invisibilidad: “De bienes destituidas,/víctimas del pundonor,/censuradas con amor/y sin él, desatendidas;/sin cariño pretendidas,/por apetito buscadas,/conseguidas, ultrajadas,/sin aplausos la virtud,/sin lauros la juventud/y, a la vejez, despreciadas” (ibíd.: 217, cursiva mía). De este modo, denuncia los comportamientos que reducirían a la mujer a un objeto sexualizado de uso arbitrario y, aparte de ello, desatendido. La autora combina la descripción de estos comportamientos con un retrato de la psicología del ‘yo femenino’ (sometido), con una introspección del mismo. Las “Endechas, expresando las contradicciones, dudas y confusiones de una inclinación en sus principios, y el plausible deseo de poder amar y ser amada sin delito” (ibíd.: 191-195) revelan el interior femenino a la hora de experimentar relaciones con hombres: Me aventuré a escucharte,/y mi atrevido esfuerzo/se persuadió inocente,/ que podía sin peligro oírte tierno./Mas ¡ay! cuán a mi costa/el daño experimento [...] yo misma no me entiendo,/ni sé decir si te amo,/ni te sabré decir si te aborrezco./Sólo sé, que combaten/tantas ansias mi pecho,/que fieras me persuaden,/que está en mi corazón el mismo Infierno (ibíd.: 192-193).

La mujer se perfila aquí como sensible por naturaleza y capaz de emociones fuertes. A la hora de relacionarse con un hombre, su situación interior es descrita con una retórica bélica que desemboca en la fuerte imagen del infierno en la tierra, opuesta a la inocencia que llevó al trato entre el amante y la voz lírica. Imágenes relacionadas con el fuego también se emplean para describir un amor hipotético en los ochos sonetos que Hickey intercambió probablemente con García de la Huerta. El fuego arrastra, de este modo, también las metáforas de la invasión del cuerpo por sentimientos ardientes que ‘ganan terreno’ en la mujer, al ser ella el objeto de la conquista del hombre y víctima de

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un amor desbordado.22 No obstante, los poemas no se mantienen en el plano de la denuncia y del aviso del peligro. También ofrecen consejos que se pueden resumir en tres salidas a este “infierno” personal y a la “infeliz constitución de las mujeres en general” (ibíd.: 216), como se verá a continuación. 8.2.3. Salidas para la mujer: el refugio interior o conventual Las narraciones de desengaño y desencanto en verso también contienen una recomendación sobre cómo actuar en esta relación tensa entre hombres y mujeres. A las mujeres se les aconseja no entrar en la carrera del amor ni casarse y preferir, ante la inconstancia atribuida a los hombres, el aislamiento, buscando refugio en el propio interior (vid. Hickey 1789: 171-173, 216-218). Por el contrario, no se encuentran apenas consejos para los varones.23 No corresponder a ningún intento de cortejo o incluso recluirse en un monasterio permitiría a las mujeres conservar su autonomía. No obstante, los poemas consideran las costumbres y normas que rigen el comportamiento masculino y femenino. Un ejemplo —ex negativo— serían las “Endechas, dedicadas a una Monja Profesa, que solicitaba la dispensación de sus votos para casarse con el pretexto de haber sido forzada para tomar el velo” (ibíd.: 298-314). Además, una parte de los poemas incluso sirve como ejemplo de cómo participar en los juegos de cortejo sin tomar en serio las declaraciones de amor ni dejarse arrullar por elogios o promesas. Proponen ejemplos marcados como positivos de cómo proceder, como los “Ocho sonetos de los que cuatro fueron remitidos por un Caballero a una Dama, que le respondió con los cuatro consonantes a los tres primeros, y al cuarto con consonantes distintos” o el “Romance, de una amada que habiendo empezado a favorecer a su amante, se arrepiente de su piedad y quiere retroceder de su fineza por las razones que expresa” (ibíd.: 200-206), en el que la cortejada rehúsa muy cortés y con 22  Así, por ejemplo, el primer poema de este ciclo reza: “Arde mi corazón, y su violento/incendio por el pecho se derrama,/siendo pábulo noble de esta llama,/el amor que en mis venas alimento./Ardiente exhalación es cada aliento,/[...] bostezo del volcán de mi tormento” (Hickey 1789: 174). 23  Vid. las “Endechas, aconsejando a una joven hermosura no entre en la carrera del amor” (Hickey 1789: 171-173) o la “Décima, aconsejando una Dama a otra amiga suya que no se case” (ibíd.: 216-218).

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mucha claridad las intenciones de su pretendiente para volver a tener “el glorioso dominio” sobre sus emociones y sobre sí misma (ibíd.: 224).24 Para prevenir el peligro de ser dominadas por un “amoroso delirio” (ibíd.: 200) capaz de cautivarlas (ibíd.: 201) —nótese la metáfora espacial— además, se encuentran avisos como en la “Seguidilla al desengaño de una dama”, que aconseja evitar cualquier “inconsecuencia” (ibíd.: 211) en el rechazo de los propósitos masculinos para mantenerse así al mando en la batalla del amor ante los propios afectos y ante el amante —siempre una batalla por el poder—.25 En vez de esperar fielmente a un varón infiel, se insinúa que es mejor dejar de esperar y hacerse independiente de cualquier expectativa. De este modo, se cuestiona la creencia en la fidelidad e incluso se declara peligrosa y sin perspectivas de éxito cualquier situación de mutua atracción. La mujer, también racional, aunque sensible e inclinada a los afectos, ya no es considerada como complemento natural y corporal del hombre, cuestionando, así, también el sentido del matrimonio. El ideal

24 

El yo lírico se declara “cautivo” ante la “perenne fineza” y el “noble estilo” del amante, que logra “que el corazón no eche menos/la libertad que ha perdido” (Hickey 1789: 200, 202). No obstante, consigue reflexionar racionalmente sobre sus sentimientos y le pide al hombre que se aleje para que ella pueda liberarse: “ya que no es posible odiarte, por lo menos solicito/poner el debido coto/a mi ciego desvarío” (ibíd.: 205). Se despide para volver a su “antiguo/venturoso sistema/y acertado principio,/de huir las asechanzas/[...] de ese engañoso halago,/de ese tirano hechizo,/de esa sierpe entre flores,/martirio apetecido,/veneno disfrazado,/y encanto de potencias y sentidos./Vuelva de mis afectos/el glorioso dominio” (ibíd.: 224). También en las “Endechas, expresando las contradicciones, dudas y confusiones de una inclinación en sus principios, y el plausible deseo de poder amar y ser amada sin delito” (ibíd.: 191), versos de tono epistolar dirigidos a “Fabio”, se le pide que modere sus peticiones de amor tras haber conseguido crear gran confusión y la pérdida del dominio sobre sus emociones en el yo lírico. Con el acto de la petición, la mujer vuelve a ser dueña de sí misma, superando su propia “locura” (ibíd.: 193). De este modo, la poesía misma también se indica como posible remedio de la tensión entre los géneros. 25  En una metáfora de naturaleza violenta, se aconseja la detención y calma ante los amores, todos males que llevan a perder tanto los lazos humanos como la fe católica: “Detente hermosa Tirsi,/¿dónde va tu albedrío?/mira que vas perdida/siguiendo un precipicio./Huye el Mar proceloso/donde todo es conflicto,/tormentas y borrascas,/ naufragios, peñas riscos;/en donde se navega/sin fe, sin norte fijo,/sin socorros humanos,/sin auxilios divinos” (Hickey 1789: 171-172). No obstante, en los “Ochos sonetos” el retiro de la mujer enciende aún más los esfuerzos del varón de conquistarla. La ausencia o inaccesibilidad al amor de la dama recuerda a las relaciones de cortejo trovadorescas, excitantes para el amor masculino en sus intentos vanos de conquista.

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del matrimonio entre iguales como núcleo de la familia y célula imprescindible e útil para la sociedad no aparece en el poemario, aunque sí se encuentran algunas pocas instrucciones sobre cómo amar bien, apelando a la integridad moral y racional en ambos géneros (ibíd.: 195). En este contexto, no solamente se ensalza como imprescindible la virtud (ibíd.: 248), sino que el yo lírico femenino también da consejos concretos y pragmáticos a los hombres como, por ejemplo, en estos versos: “Te ha de perder tu importuna/inconstancia en el querer,/ quien de todas quiere ser/jamás será de ninguna./Has de ser muy cauteloso/si me quieres obsequiar,/porque amor sabe obligar/mejor cuando es misterioso” (ibíd.: 186), o estos: “Pero evítame atento/si tu pasión es cierta,/los crueles accidentes/ que asustar mi amor puedan” (ibíd.: 199). De este modo, los poemas mantienen el juego galante en el que la mujer es el objeto cotizado y obsequiado, al emplear metáforas relacionadas con el campo de batalla, si bien la mujer tiene la opción de no reaccionar positivamente a los requerimientos del hombre. Álvaro Llosa Sanz ha hablado en este contexto de un “código amoroso civilizado y galante” (Llosa 2008: 63) propuesto por Hickey. No obstante, ante el sobrepeso cuantitativo de poemas en los que se lamenta la imposibilidad de confiar en los hombres, la posibilidad de un amor virtuoso aparece como inestable e insegura, ya que apenas se puede controlar si la moral de un amante es de fiar o mera fachada estratégica.26 Experimentar el amor siempre llevaría, además, a un descontrol sobre sí misma y, por lo tanto, a una limitación del propio comportamiento y de la “libertad” (ibíd.: 175, 202) de la mujer, hecho que rechaza la voz femenina en los “Ocho sonetos”. Para ambas opciones de salir del ‘campo de batalla’, el amor sincero o la soltería, la religión se propone como norte y trasfondo orientativo para las decisiones, siempre y cuando no apague el espíritu escéptico o lleve a confiar ciegamente en las promesas de los “inconstantes” (ibíd.: 287). Al complementar las creencias cristianas con un escepticismo ante el comportamiento humano, la virtud religiosa pierde su función disciplinadora y su poder de subyugar a las mujeres bajo pautas de comportamiento estrechas. Al contrario, se convierte en herramienta 26 

Vid. el “Romance Expresando una amorosa desconfianza” (Hickey 1789: 195). También se ofrece una especie de manual para damas. Así, aconseja no premiar los esfuerzos de los hombres con más cercanía, ya que “verás/al instante su tibieza” (ibíd.: 181).

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para acceder a una mayor independencia. Esta convicción se evidencia en la glorificación del retiro femenino en los claustros. La mujer “encerrada en un claustro” (ibíd.: 302) conseguiría evitar la dominación masculina al sustituir a la pareja terrenal por el matrimonio con Cristo.27 De este modo, el marido “tirano” (ibíd.: 216, 311) es sustituido por un fiel e infalible “Esposo sacrosanto” (ibíd.: 305) que “es noble, es rico, es cuerdo,/es poderoso, es sabio:/es constante, seguro,/valiente y esforzado”, y, por lo tanto, capaz de “defenderte/del monstruoso contrario,/que atada por la culpa/te tenía en un peñasco,/condenada a ser triste” (ibíd.: 307). La idea del matrimonio terrenal evitado por otro matrimonio, no obstante, reproduce la idea de que, para que la mujer pueda ser considerada estable y entera, esta se tiene que relacionar con alguien como complemento, una persona (masculina) o el hijo de Dios. Retomando un argumento esgrimido en el amplio debate sobre la función social de los claustros y el reproche de utilizarlos como instrumento de eliminación social de mujeres en cuestiones de herencia o de pagos de dote, en las “Endechas, dedicadas a una Monja Profesa, que solicitaba la dispensación de sus votos para casarse con el pretexto de haber sido forzada para tomar el velo” (ibíd.: 298-314) se invierte el sentido de esta práctica para presentarla como una que en realidad actuaría en favor de las mujeres: a la monja que pide su exclaustración para poder casarse se le reprocha no tener ninguna razón válida que justifique su deseo e incluso utilizar como mero pretexto tópico haber sido encarcelada sin vocación y contra su propia voluntad.28 La independencia de un esposo adquiere, de este modo, mucho más peso que la dependencia directa de la monja de la tutela de sus padres o tíos y, luego, de

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Así, apela a la monja: “huye de los del mundo/los mentidos halagos,/las falsas apariencias/de contento y regalo;/mira que todo es burla,/juego, mentira, engaño,/y brindar el veneno/en los vasos dorados:/evita de los hombres/el dominio tirano” (Hickey 1789: 311). 28  El poema niega la existencia de cualquier razón válida para entrar en el matrimonio: “¿Qué aprehensión? ¿qué desdicha?/¿qué locura? ¿qué engaño?/¿qué necia fantasía?/¿qué ansia? ¿qué error? ¿qué encanto/te fuerza a que te apartes,/tan fiel Pastor dejando,/de aprisco tan seguro,/de tan constante amparo?/¿Has mirado, Zagala,/has visto, has contemplado/los bienes que renuncias,/[...]/que dejas, por los viles,/engañosos y amargos,/que en este valle triste,/fiera mansión del llanto,/y estancia de la pena/se encuentran? ¿y engañado,/sin saber lo que quiere,/el mal por bien tomando,/y la pena por gloria,/busca tu pecho incauto?” (Hickey 1789: 299).

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las reglas conventuales, que tiene que seguir, por consiguiente, forzosamente. El convento se convierte, de este modo, en un lugar marcado por una supuesta independencia y libertad, apoyando el retiro de las mujeres frente a los desafíos terrenales del mundo exterior, percibido como peligroso: “¿Sabes que en esta tierra,/en este airado campo,/ [...]/combatido y cercado,/no hay camino sin riesgo,/no hay sin peligro paso?” (ibíd.: 299-300). El convento también ofrece una solución a la reprobación normativa de la soltería, expresada explícitamente en forma de amenazas como las presentes en el “Romance que una dama se hizo a sí misma, haciendo burla y gracejo de las desgracias que la vaticinaban sus apasionados, experimentaría en el amor, en castigo de sus esquiveces” (ibíd.: 186-188), que pinta los diversos males y el destino que espera a una mujer si se mantiene soltera, defendiendo su (derecho a) ser independiente. El desengaño mundano lleva, por tanto, a arrimarse a la religión. Teniendo en cuenta la exclusión de las mujeres del ‘proyecto ilustrado’ de los filósofos, criticados fuertemente en la antología (con excepción de Bacon como antecesor e instancia mediadora), esta insistencia en la religión parece coherente. El conjunto de creencias cristianas ofrece la batería argumental para que las mujeres se otorguen a sí mismas las capacidades que se les niegan en diferentes ámbitos de la vida, y se presentan como punto reconciliador entre conceptos vitales diferentes y como vía para acceder a “la infalible verdad” (ibíd.: 346).29 En un villancico, Dios es presentado como remedio para una sociedad sana, es “Médico y medicina”, entre muchos más atributos positivos (ibíd.: 325), y “la Antorcha luminosa, indeficiente,/a cuyo resplandor todas las cosas se miren, se examinen y cotejen” (ibíd.: 357). En el “Romance heroico endecasílabo”, el Evangelio como norte constante se contrapone en general a los vanos principios de la filosofía humana (ibíd.: 324) y los que “una caterva miserable/de libertinos propalar nos quieren:/una turba infeliz, cuyos excesos,/cuyo vicio y costumbres insolentes/el origen nos dicen y señalan/que sus errores y delirios tienen:/esos monstruos horrendos” (ibíd.: 359). El verdadero sabio sabría

29 

No obstante, al considerar estas poesías un autoposicionamiento de la autora, es llamativo que no se encuentre ninguna reflexión sobre la educación más allá de lo religioso que le permite a Hickey escribir, por ejemplo, sobre temas épicos que fomentan, a su vez y sí de modo reformista, crear una identificación nacional del lector (masculino) con España y la Monarquía Católica.

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discernir la verdad sin detenerse en su origen, sea científico o religioso, de autoría masculina o femenina: Porque ignorar no puede, si es que sabe,/que el alma, como espíritu, carece/de sexo, y por su puro ser y esencia,/de sus defectos consiguientemente:/y lo contrario, sólo de vulgares/cortos, limitadísimos y febles/entendimientos, puede ser dictamen,/falso convencido muchas veces:/pues cada día, instantes y momentos/vemos aventajarse las mujeres/en las artes y ciencias a los hombres,/si con aplicación su estudio emprenden:/que si bastara para ser sabidos,/para mejores ser inteligentes/el ser hombres, no mas en la figura,/en el género solo, y no en la especie,/no padeciera tanto el trato humano/como infeliz y mísero padece,/con la ignorancia, necedad, torpeza/de tanto limitado que le ofende (ibíd.: 360).

Dios habría repartido las capacidades, el saber y la recta comprensión entre ambos géneros. Sería pecado y un desperdicio necio que el género masculino presumiese de ser más sabio que las mujeres y se descuidase en esta confianza “de saber, e instruirse como debe” (ibíd.: 361), como se habría mostrado en varios ejemplos “para desengañar acaso al hombre” (ibíd.). A partir de este autoexamen, la instrucción moral adquiere el papel más importante, conteniendo especialmente la moderación (frente al exceso) y el respeto ante Dios y el orden divino del mundo.30 30  En el “Romance Crítico moral joco-serio, en elogio de la indiferencia; con cuyo motivo se reprenden y motejan algunos vicios y defectos en general con el buen fin solamente de corregirlos, y de no satirizar a nadie en particular” desfilan varios personajes con defectos que señalan como anti-modelos las consecuencias concretas de sus vicios. Así, el poema se dirige contra el pecado capital de la codicia con referencia al presente (y no en el más allá): “Haga, pues, mientras que vive,/el que puede, las limosnas,/las obras pías, los hospicios,/las fundaciones piadosas,/socorra viudas, ampare/ huérfanos, cuyas personas,/la providencia divina/le encomienda cuidadosa./Auxilie doncellas pobres/para que puedan gozosas/tomar estado; al mancebo/bueno, ayude; dote Monjas:/y no a que su muerte llegue/aguarde para que obras/[...] tan dignas de eterna vida,/tan justas, tan meritorias/se hagan; que la fuerza entonces/las hace muy sospechosas” (Hickey 1789: 319), parecido a las llamadas a obrar bien en las Cecilias de Comella. Mas pese al empleo de las obras pías en vida, también se insinúa la orientación en el más allá y se expresa la expectativa de que el amor divino “nos haga ciudadanos/de la ciudad dichosa/de aquel gran Santuario” (ibíd.: 314). También en esta línea se encuentran apelaciones muy concretas a hacer obras pías en vida en vez de acumular dinero, como en el “Romance, a los avarientos, reprehendiendo la codicia excesiva de bienes temporales, y la necedad de los que aguardan a la hora de la muerte para hacer

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La moderación y el empleo de los propios bienes y capacidades para fines de utilidad común —tópico ilustrado— también toca el tema del lujo, estrechamente ligado al espacio doméstico. Así, un poema describe la casa como lugar de hospedaje y exposición femenina. Aparte de la descripción de este ‘escaparate’ doméstico que incitaría a la vanidad, otros espacios concretos están prácticamente ausentes, con excepción de la mención al claustro. En concordancia con la crítica a la reducción de las mujeres a los quehaceres domésticos, tampoco se encuentran demasiadas alusiones a la esfera doméstica. “Cornelia”, encarnación de la moderación y la virtud, al contrario de su huésped romana, orgullosa de sus alhajas, ejerce en este poema como modelo para mujeres de diferentes estatus que deben aprender a diferenciar sabiamente/los [bienes] reales y verdaderos,/de los que son aparentes: ¡oh heroína sin segunda!/¡oh mujer heroica y fuerte!/¡oh norma digna de madres!/¡oh ejemplo de las mujeres!/que a todas, y a muchos hombres,/enseñar a pensar puedes,/y a diferenciar lo falso/de lo cierto y evidente (ibíd.: 407).

Ahora sí, todas las mujeres sin excepción necesitan y son capaces de aprender. La exaltación de una moral de moderación en cuanto a los bienes terrenales, y la ejemplaridad de las mujeres ante los hombres, coincide con el pretexto de escribir poesía útil. En conjunto con la reflexión sobre la soberbia masculina se enuncia para ambos géneros una llamada a examinarse a sí mismo humildemente y considerando los mandamientos y preceptos cristianos. Este autoexamen sería la garantía para obtener el bien de la felicidad desligado de cualquier bien material. 8.3. Entre retiro y complicidad: la poesía y su alcance La antología ofrece una diversidad de formas poéticas y estróficas, incluyendo sonetos, octavas y formas características de la poesía popular como romances, villancicos o seguidillas. Con sus flexibles criterios

bien al prójimo; y aunque abunden en caudales, y tengan intención de hacer de ellos obras pías, no quieren se pongan en ejecución hasta después de su fallecimiento” (ibíd.: 315-323).

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neoclásicos anticipa la reivindicación de Juan Meléndez Valdés de renovar la poesía tradicional para tratar de asuntos y personajes nuevos, útiles, desde una perspectiva moral y didáctica, haciéndola accesible para un público amplio, masculino y femenino, de la corte y más allá de ella (Álvarez 2007: 207).31 Así, en la obra se encuentran también formas extendidas en el Siglo de Oro, como la redondilla y citas directas de autores como Góngora (sin inclinarse Hickey al culteranismo, al contrario).32 María Salgado (1994) ha destacado cómo Hickey cita el estribillo gongorino en “Guarda corderos, Zagala” y juega con él a favor de una actualización feminista. Esta intertextualidad no solamente le permite inscribirse en una tradición literaria y mostrar sus conocimientos, también encuentra su equivalente a nivel formal en un dialoguismo directo que evidencia la existencia de todo un círculo de interlocutores, tanto lectoras como lectores. Un ejemplo serían las “Seguidillas, satisfaciendo a una Dama que preguntó a otra amiga suya qué concepto hacía de los inconstantes”, el “Cuarteto, que una Dama envió a otra amiga suya para que lo glosase” o los “Ochos sonetos de los que cuatro fueron remitidos por un Caballero a una Dama, que le respondió con los cuatro consonantes a los tres primeros, y al cuarto con consonantes distintos”, poemas que tejen toda una red de conversaciones. Los títulos insinúan una cercanía y una intimidad entre los interlocutores que incluyen al lector al permitirle participar en esta comunicación como testigo. Crean un supuesto horizonte de comunicación común y convierten a la lectora (y al lector) en cómplice. A veces, el trasfondo de conocimientos en común incluso se hace explícito, como aquí: “Y perdona, Zagala,/si me he excedido acaso,/y en lo que tú no ignoras/he hablado demasiado” (Hickey 1789: 313). Aparte de ello, al transmitirse las ideas casi siempre en primera persona por boca de un yo lírico femenino se crea la sensación de autenticidad: el examen de sí misma del yo lírico y el examen de los otros parecen creíbles, sus observaciones y sensaciones obtienen más peso merced a su presunta base empírica. Gracias a todo ello, se facilitan la instrucción moral y la transmisión de una visión del mundo.

31 

El posicionamiento moral de Hickey permite colocarla entre los neoclasicistas, aunque en cuanto al teatro rechazaba el concepto neoclásico de la connaturalización defendido por autores y traductores como Iriarte. 32  Philip Deacon llama la atención sobre la dicción petrarquista en el soneto titulado “Ponderación justa de un amor verdadero” (Deacon 1988: 407).

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8.4. Síntesis: del campo de experimentaciÓn al espacio de comunicaciÓn La obra contiene dos planos en cuanto a la relación entre género, espacio y religión. En primer lugar, se encuentra el plano del diagnóstico del statu quo de la causa femenina, denunciando el “dominio tirano de los hombres” (Hickey 1789: 311) en la sociedad. Este diagnóstico se basa, por un lado, en la crítica de la atribución divergente de las capacidades intelectuales entre hombres (más) y mujeres (menos) por parte de muchos hombres, que tendría consecuencias para la participación de las mujeres en diferentes esferas de la vida, especialmente su reducción a las labores domésticas y la limitación de su capacidad de tomar decisiones. Por otro lado, se presenta una concepción doble de amor que parte del binarismo entre el amor divino y el amor profano. Este último constituiría todo un campo de batalla, marcado por el campo semántico bélico (recordemos la recurrencia de palabras como acechar, cercar, obsequiar, armas o enemigos, por ejemplo) y los intentos de los contrincantes de ganar terreno. El desengaño de la posibilidad de un amor terrenal honesto lleva a negar cualquier concepto romántico del amor y a denunciar comportamientos que desde la perspectiva de hoy, se calificarían de sexistas y misóginos (como el jactarse de la cantidad de mujeres que un hombre ha seducido para demostrar la propia ‘masculinidad’, la seducción y el posterior abandono de una mujer, el engaño de una mujer que espera fielmente a su marido o amante, la negación de las capacidades intelectuales de la mujer, etc., vid. Llosa 2008: 61). También se dirige contra manuales amatorios como el de Ovidio, entendiéndolo como un “arte de no amar” (Hickey 1789: 413) por su concentración en las prácticas sexuales y de cortejo, y de contener ningún aspecto moral.33 También cuestiona la legitimidad de las obras teatrales, que por lo común presentarían “unos amores empalagosos, insípidos y fastidiosos, con los que los amantes y amados se derriten mutuamente de amor sin ningún fruto ni provecho, pues no dirigen sus amores a algún fin heroico y buen exemplo” (ibíd.: XII). Hickey critica que las mujeres se conviertan, por sus expectativas y su educación para la inocencia, en víctimas de la inconstancia masculina. 33  En este aspecto, comparte la visión expuesta en el Fray Gerundio de Francisco Isla y Rojo, que satiriza que en los sermones se recurriese, por ejemplo, a Ovidio en vez de a los evangelistas (Isla y Rojo [1758] 2015, I: 323, II: 384, III: 504).

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A diferencia del entendimiento, en el que el poemario constata reiteradamente la igualdad entre los géneros, la constancia en la inclinación amorosa hacia alguien sería un rasgo en el que se diferenciarían hombres y mujeres, haciendo necesario que las mujeres se protejan de los peligros que residen en el comportamiento masculino. El yo lírico y la voz atribuida a la autora en los prólogos aducen una “variedad de casos y de sucesos que me ha hecho ver, conocer y presenciar el trato y comunicación del mundo y de las gentes” (ibíd.), tomando como base para las descripciones poéticas la propia experiencia. De este modo, el desengaño personal se presenta apoyado en una base empírica y experimental. Las enunciaciones invitan a leer la poesía como expresión de vivencia auténtica de la autora anónima implícita o de Hickey misma, sin caer por ello —como se ha hecho tantas veces— en una lectura biografista.34 Tanto los prólogos como la presentación del yo lírico femenino en los poemas revelan una clara conciencia de la condición de mujer, a la vez que le otorgan a esta una autoridad moral por su supuesta naturaleza virtuosa. Desde este posicionamiento como mujer, resulta comprensible que su poesía se haya leído como ataque antimasculino, hablando incluso de “militancia poética” (Trueba 2005: 115). Hickey, necesariamente, se tiene que presentar como abogada de las mujeres y ofrecer una contraescritura. Así, adopta la misma estrategia y parcialidad que había observado en los hombres Feijoo, ofreciendo una visión contraria en la que los hombres quedan por debajo. No por debajo en cuanto a su entendimiento, pero sí en cuanto a su virtud, una idea que revela el afán de “vindicar los derechos de la mujer” (Deacon 1988: 408) en el campo de la batalla entre hombres y mujeres. El diagnóstica del poemario tiene por objeto tanto las costumbres como una moral o ética del amor. Y con ello, ya aparece el segundo plano: el que sugiere cómo remediar la situación. La meta central es que las mujeres ganen seguridad en el complejo sistema de relaciones entre hombres y mujeres. Las salidas que ofrece, a su vez, se limitan mayoritariamente a propuestas muy concretas basadas en situaciones específicas, sin proponer una transformación sistemática de la 34 

Vid. por ejemplo Márquez Plata (2016) o Emilio Palacios, que afirma, por ejemplo, sobre la psique y las experiencias de Hickey que “[l]o cierto es que al gozo siguió el desengaño y a éste un resquemor profundo del que hizo profesión poética” (Palacios 2000: 113).

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sociedad. En cuanto al fundamento moral de la misma, no obstante, se encuentran algunas líneas claras. Así, la religión es presentada como apoyo para las mujeres ante un discurso político-filosófico ilustrado hipócrita que las excluiría de cualquier proyecto modernizador. En este contexto, el recurso al catolicismo se presenta de manera fluctuante entre la llamada a una moral auténtica opuesta a la visión del mundo hipócrita que se denuncia, por un lado, y, por otro, una estrategia para garantizar que la poesía de Hickey sea aceptada por una parte de la sociedad. Se puede ver también como parte de esta estrategia el recurso a autoridades religiosas. De ahí que tampoco se discutan, con excepción de algunos pocos indicios, las limitaciones que puedan imponer las prácticas religiosas a las mujeres, sino que se glorifique la religión como marco que reconciliaría la ciencia y la moral. Destacan las alusiones a miembros eclesiásticos progresistas como a Feijoo, mientras que opiniones misóginas, provenientes de la pluma de tradicionalistas que retoman los límites difundidos por fray Luis de León, están ausentes en esta poesía. La salida a la problemática situación entre hombres y mujeres se parte en dos vías. Una opción sería la de salir del juego, no amar y refugiarse en una soltería moral, echando a los hombres “a los bosques y a las selvas” (Hickey 1789: 205), espacio salvaje que les correspondería por su incivilización (ibíd.: 254). Otra sería adoptar un código cívico moral de cómo tratar unos con otros, que se insinúa en la obra. Para la primera opción, deshacerse de los hombres que cortejan o evitar la relación pasajera, así como casarse, y retirarse, queda clara, sin embargo, la limitación de la autonomía femenina: la mujer no puede estar sola, requiere de un complemento. Por eso, se ensalza el matrimonio con Cristo y se contrapone al que se contrae con un hombre vivo. El claustro, positivamente connotado como refugio, se presenta como salvación de los males terrenales y de la estrecha reclusión en el ámbito doméstico y marital. El amor divino se convierte en la vía para legitimar la soltería. Así, la religiosidad permite que este aislamiento no se perciba como una explosión del orden establecido. No obstante, se apoyan prácticas sociales que ya se criticaban en la época, como por ejemplo la entrada en clausura de una hija como medio de mantener el conjunto de una herencia en favor de un hijo. De este modo, el fundamento católico de las reivindicaciones reproduce el binarismo entre hombres y mujeres y no propone sistemáticamente un modelo nuevo, sino que asienta toda solución en el refuerzo de la moral católica.

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Especialmente se propugnan algunas pautas religiosas de recato específicas para mujeres que las mantienen en el estatus de objeto cotizado (seductor), aunque desaparece la obligación de ser madre de familia o esposa en favor de una mayor autonomía. El catolicismo se convierte también en la herramienta del combate contra el nuevo ‘yugo’ del dialectismo filosófico, ámbito reservado a los hombres, sin que se proponga en los poemas una tercera alternativa ideológica. Al considerar la soltería como alternativa válida e incluso superior al matrimonio, la concepción de la pareja y la familia como núcleo ideal de la sociedad y centro de toda orientación femenina desaparecen, insinuando la fragmentación y diversificación de la convivencia en sociedad. Con excepción de la crítica a las tareas domésticas a las que las mujeres se ven limitadas dentro de la familia, el modelo de vida en familia está ausente en el poemario.35 El objetivo declarado en el prólogo, de índole reformista, de mostrar “las virtudes morales o cristianas: la fidelidad al esposo, a los padres, al soberano, a la religión, a la patria” (ibíd.: VIII), solamente aparece en los poemas como medio: la fidelidad a la religión se convierte en instrumento para lograr una mayor autonomía femenina, desligándola del espacio doméstico y la tutela masculina. La necesidad de un esposo (humano) se niega y los maridos son pintados como peligrosos tiranos. Solo se insinúa (unidireccionalmente) la necesidad de fomentar la fidelidad de los esposos a las esposas. La utilidad de la familia para el bienestar de la nación no aparece como motivo de esta institución y el amor útil apenas se menciona, aunque se reivindique en los prólogos.36

35 

Con ello, Hickey anticipa posturas como la de Cayetana Aguirre y Rosales, que en 1806, en la dedicatoria a la reina antepuesta a su traducción de la novela Virginia o la doncella cristiana de Michel-Ange Marin, postulaba que “el estado de soltera es el más a propósito para cumplir con todos los deberes de una mujer, ya sean religiosos, ya sean sociales, y el más conforme también con el que nos da la naturaleza, pues que por él conservamos aquella amable libertad del corazón que se pierde al unirse con un hombre y de que, por desgracia, se suele hacer tanto abuso” (dedicatoria manuscrita accesible en el Archivo Histórico Nacional [Consejos, 5234/11], aquí se cita por Álvarez 2007: 208-209; vid. también para la novelización de la reivindicación Aguirre 1806: 163). 36  En los villancicos, María, “Madre” y “Virgen, del más puro y limpio/claustro” (Hickey 1789: 323), se podría leer como un modelo de independencia femenina, viéndose libre del amor profano, aunque la sagrada familia sí se parece al ideal de una familia harmónica por su virtud y su fidelidad religiosa.

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Ante la ausencia de amor sincero, imposibilitado por el excesivo deseo masculino y su falsedad a la hora de cortejar a una dama, en el poemario se describen varias formas de actuar, convirtiendo la obra en un campo de experimentación. Aparte de presentar muchas situaciones que ejemplifican el peligro que procede de los hombres, los muchos consejos sobre cómo manejar a estos y mantenerse las mujeres al mando en las relaciones lo convierten en una especie de manual. El yo lírico decide, en ocasiones, dejar la relación, exponiendo sus motivos racionales y llevando a cabo una reflexión racional y sensible sobre el propio estado anímico. Así, los poemas también se podrían calificar de poesía psicológica, que por su afán de conocerse a sí mismo mediante un examen interior encaja perfectamente con los ideales ilustrados. La poesía de Hickey, más allá de la descripción y valoración de situaciones pragmáticas y espacios concretos, convierte el interior femenino en el espacio de la acción. Así, permite observar desde dentro la situación sentimental de la mujer, haciendo evidente los problemas causados por la falta de una moral universal y por estar expuestas a un cortejo constante. De allí nace su reivindicación del derecho a leer e instruirse científicamente y a ocupar los campos de conocimiento masculino (al igual que lo hace con los poemas heroicos). Y de allí también nace la obligación de los hombres de instruirse moralmente. De este modo, ambos géneros llegarían a igualarse en la práctica en cuanto a entendimiento y en cuanto a la constancia moral. Ante el problema de la percepción desigual de los géneros masculino y femenino, basado en la falta de reconocimiento de las capacidades de las mujeres por parte de los hombres, la introspección como herramienta de autoconocimiento de aquellas también rompería con el ciclo de agresión y dominación desde fuera (vid. Chandler 2014: 73). Además, al hacer evidente las consecuencias de las costumbres vigentes para las conciudadanas, también se plantea la necesidad de establecer un código cívico moral nuevo de cómo tratar unos con otros y reemplazar el amor profano por uno auténtico, cívico y moral, que sustituyese la hipocresía y transformase la forma de relacionarse los ciudadanos entre sí. La escasa presencia de espacios concretos marcados corresponde a esta introspección, con dos excepciones: el espacio del claustro como refugio del mundo y el de la casa como lugar de exposición de lujos y de tareas domésticas, valorado, por ello, de manera tendencialmente negativa. Al tematizar la relación entre los géneros, no obstante, están presentes varias metáforas espaciales, haciendo visibles el interior de

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las mujeres y el amplio ‘campo de batalla’ de la cuestión femenina. La territorialidad de la lucha amorosa evidencia la existencia de un conflicto y la crítica a la reducción de las mujeres a mera objetos que habría que conquistar. La introspección conlleva otra implicación: al hacerse pública, acaba por integrar al público, yendo más allá de una comprensión de la poesía como mero ejercicio o pasatiempo y buscando la mejora moral del individuo y un cambio de mentalidad colectiva (Álvarez 2007: 204). De este modo, los poemas constituyen un contraataque a la soberanía de interpretación ejercida por los hombres y ofrecen una verdad concreta que permite oponerse a ella. El campo de experimentación, observación y propuestas de comportamiento concretas también se convierte en un espacio de comunicación que —voilà— ofrece una salida al posible aislamiento de la mujer a pesar de su decisión de no tomar parte en juegos de cortejo o cumplir con el papel de madre.

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9 “CON UN HOMBRE YO... SIENDO CRISTIANA”: LA POESÍA ERÓTICA DE IRIARTE, SAMANIEGO Y VARGAS PONCE

“Jesús que loca soy, quien lo creyera/que con un hombre yo... siendo cristiana/ mas... que... de puro/gusto... ¡ay alma mía!” (Iriarte 1989: 77), suspira la voz femenina en un soneto sin título atribuido a Tomás de Iriarte. Estos versos, entre otras cosas, llaman la atención sobre el conjunto de normas basadas en la religión cristiana que recaen sobre la imagen de la mujer decente, casta y pudorosa, que se opone a los intentos de conquista masculinos. Este capítulo se dedica al análisis de poemas eróticos selectos de José Vargas Ponce, Tomás de Iriarte y Félix María Samaniego. Se han elegido por su enfoque en lo corporal y lo sensual, por tematizar el encuentro directo entre hombre y mujer, y por su estrecha relación con las normas arriba mencionadas y referencias explícitas a representantes de la institución que las guardaba y propagaba. Así, esta poesía erótica “underground” (Walters 1996: 543) da cabida, de diferentes modos, a “uno de los temas más populares de la poesía obscena del siglo xviii: el anticlericalismo” (Gies 1995: 229). Debido a la censura estatal y eclesiástica, esta poesía no era publicada en la mayoría de los casos, sino que se transmitía oralmente o circulaba manuscrita (Deacon 2006a: 222, vid. Penrose 2006: 229, Gies 1992: 122; Fernández Nieto 1977: 65; Palacios 1976: 54, 57).1 A diferencia de la poesía neoclásica y oficial, esa literatura se vio sometida al endurecimiento de la censura eclesiástica y estatal en la segunda mitad del

1 

Philip Deacon aporta en su artículo “El espacio clandestino del erotismo literario en la España dieciochesca” algunas claves sobre el contexto de producción, lectura y circulación de literatura de contenido erótico a partir de documentos de la Inquisición y con referencia a los autores como Samaniego (Deacon 2006a).

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xviii.2 El Juzgado de Imprentas prohibió la publicación de literatura con referencias claras a las pasiones (Deacon 2006a: 220).3 No obstante, leídos en privado y en las reuniones “entre amigos y contertulios” en los salones literarios de aquella época, los poemas eróticos habrán sido punto de partida de conversación y risa (Aguilar Piñal 1996c: 120).4

2  La poesía erótica no es nueva. Ya circulaba mucha poesía erótica impresa en el Siglo de Oro (Garrote 2002: 84, 90). La circulación manuscrita del siglo xviii, por lo tanto, se podría discutir como síntoma de un sistema de normas morales en transformación, de la censura y un mayor rigor moral como reacción a una supuesta relajación de las costumbres en el trato entre mujeres y hombres, como la ha descrito Carmen Martín Gaite, así como a la “relajación de los principios religiosos” y la “relativización de antiguas normas” (Palacios 1975: 275; vid. Fernández Nieto 1998: 189). A su vez, la poesía erótica del siglo xviii, especialmente la que se puede catalogar como poesía rococó, recurre a raíces clásicas. El término ‘rococó’ nació en el siglo xix, “que vio este arte con desdén” (Gies 2004: 4). Aquí se sigue a David Gies, que supone “que se puede (se debe) emplearlo para describir aquella poesía sensualista, delicada, sugestivamente erótica y juguetona que caracteriza una parte de la producción poética de autores como Nicolás Fernández de Moratín, José Cadalso y, sobre todo, Juan Meléndez Valdés” (Gies 1999c: 87). Según Gies, lo rococó como “tendencia” o “actitud poética”, más que escuela o época, prestaría especial atención a la voluptuosidad, vivacidad, belleza, sensualidad y coquetería mediante descripciones ornamentadas en la poesía (Gies 1999c: 86). Mario Di Pinto llama la atención sobre el hecho de que sea justo el neoclasicismo, en principio moralmente estrecho y con ello opuesto a las composiciones aquí analizadas, el que posibilita la recuperación de temas erótico-lascivos (Di Pinto 1980b: 186). Así, el Ars Amatoria de Ovidio como precursor del Arte de las Putas de Moratín y escritos de Catulo o Petronio se ven insertados en la producción dieciochesca (Ribao 2001: 203). 3  Ya desde finales del siglo xv, después del Concilio de Trento (1545-1563), se endurece la supresión sistemática de lo que se considera ‘obsceno’ según el catolicismo (Deacon 2006a: 220; García Cárcel/Moreno Martínez 2000: 234). La monarquía española del siglo xviii también endurece la legislación contra “productos que atentaran contra las ‘buenas costumbres’” (Deacon 2006a: 220), incluidos los textos que trataban la sexualidad humana. Zavala llama la atención sobre el hecho de que la censura estatal y eclesiástica se preocuparía “más por la literatura de ficción que sus antecesores” (Zavala 1983: 515). 4  Jovellanos alude en sus Diarios a la lectura en voz alta de los ‘cuentos’ en verso de Samaniego: “1791, viernes, 26 de agosto. Llegada a Tolosa al anochecer; visita de Samaniego, que reside en la hacienda de Jaramendi; graciosísima conversación. Nos recitó algunos versos de su Descripción del Desierto de Bilbao, dos de sus nuevos cuentos de los que hace una colección, todo saladísimo; estuvo hasta las diez dadas” (cit. por Pérez Pacheco 2009: 871). Reuniones más amplias de cariz filosófico en las que se discutía sobre el naturalismo, empirismo y otras cuestiones relacionadas al descubrimiento del mundo natural y progreso técnico, también habrán dado lugar a conversaciones sobre temas amorosos. De hecho, el conde de Clavijo fundó la sociedad secreta La Bella

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9. “Con un hombre yo... siendo cristiana”

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Investigaciones actuales, como la de David Gies (1999a, 1999b, 1999c), demuestran que el xviii era un “hotbed of sensualist, erotic and pornographic thought” (Penrose 2006: 229) que reflejaba un nuevo interés por el cuerpo y los sentidos. Este interés estaba estrechamente ligado a la relación entre los géneros masculino y femenino.5 Lo que tienen en común los poemas aquí en cuestión es su acento en la interacción sexual, una tendencia a narrar el transcurso de estos encuentros y su referencia explícita a frailes, monjas y otros personajes pertenecientes al estado clerical, sin centrarse en reflexiones interiores de los personajes o del yo lírico. En el caso de Iriarte, como excepción, se refieren las vacilaciones interiores de la mujer motivadas por supuestos sentimientos religiosos. No será casualidad que los poemas de Samaniego se titulasen “cuentos [...] que tienen burlas de frayles y monjas y mucho chiste y regocijo” en la edición de 1934 (Palacios 2006: 231). Sus textos pertenecen “a dos especies diferentes: cuentos y poemas. Ambas dos están ligadas, con caracteres propios [...] a la literatura popular y a la culta” (Palacios 1991: 10).6

Unión, dedicada al erotismo y descubierta el 9 de marzo de 1788, produciéndose varios encarcelaciones y destierros de hombres y mujeres partícipes. A pesar del escándalo que causó la revelación de la existencia de esta sociedad en la corte, la participación de personas cultas y pertenecientes a la vida pública supuso la dificultad para la Inquisición de evitar un conflicto abierto con la élite política (Deacon 2006a: 223). 5  Autores de renombre, considerados unánimemente ilustrados, como Juan Meléndez Valdés, Tomás de Iriarte, Juan Pablo Forner, Félix María Samaniego, Nicolás Fernández de Moratín, Leandro Fernández de Moratín, Gaspar Melchor de Jovellanos, José Iglesias de la Casa y José Cadalso cultivaron la poesía erótica, desde la anacreóntica de Batilo hasta las descripciones del mundo de la prostitución de Nicolás Fernández de Moratín (vid. Ribao 2001: 203, 283; Sala 1992: 165; Penalva 2003, Pérez Pacheco 2009: 871). Aparte de estos escritores españoles, también se ha podido demostrar la circulación de otros textos eróticos europeos como los Memoirs of a Woman of Pleasure de John Cleland (traducida al francés o al italiano), Le Rideau levé ou l’Éducation de Laure (anón. [Mirabeau?] 1786), Thérèse Philosophe (~1780) o poesías de Grécourt y de Baculard d’Arnaud (Deacon 2006a: 223-224, 227; Darnton 1991). No parecen haberse transmitido textos eróticos de autoría femenina en España (Deacon 2006b: 419). Se habría esperado que el erotismo apareciese en las novelas, pero por los esfuerzos de censura del Consejo de Castilla posiblemente no llegó a extenderse (Deacon 2006b: 423). 6  En la recopilación de Samaniego los poemas se denominan, significativamente, “historia” (Samaniego 2004: 154, 191, 239, 277, 283, 311) o “cuento” (Samaniego 2004: 154, 193, 197, 249, 273, 277). Una clasificación formal quedaría por discutir en un artículo sintético sobre las formas y la estructura de su poesía. Juan Joaquín Penalva habla de “cuento-poema” (Penalva 2003), mientras que Montserrat Ribao Perreira habla

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Los poemas de El jardín de Venus son fechados en la década de 1780 (López Barbadillo 1977: 8). Se conservan autógrafos en la Biblioteca Nacional de España y en la Biblioteca Municipal de Madrid (Ribao 2001: 203). En 1921, López de Barbadillo publica los poemas de Samaniego por primera vez, dándoles el título que hasta hoy encabeza todas las ediciones.7 Con ellos, Samaniego se puede considerar un representante de la vanguardia de la poesía erótica en España, habiendo adquirido, no obstante, su renombre por sus fábulas morales de 1784 y por la fundación de la Sociedad Bascongada de los Amigos del País en 1765 (Penrose 2006: 229).8 Su poesía erótica constituirá el centro de

de “fábulas” (2001: 203), denominación aún no discutida que podría aportar alguna conclusión nueva, ya que permite tomar en consideración el plano de una enseñanza (moral) abstracta y la presencia de humanos en vez de animales o plantas como elementos significativos. Bellón Cazabán califica los cuentos de El jardín de Venus como “fábulas al revés” (1983: 16), pues demostrarían “otra cara del hombre ilustrado” y “moralista” (como dice Palacios 2001: LVIII, vid. también Garrote 2002: 100). Emilio Palacios Fernández (1999) destacó ya la cercanía de los escritos de Samaniego con textos eróticos de La Fontaine, en analogía a su trasferencia y adaptación de las fábulas literarias para el público español. Tres poemas de El jardín de Venus se basan en los Contes et nouvelles en vers (1665-1674) de La Fontaine (comparación detallada en Palacios 1999: 313-319). Tres provienen de Cent nouvelles (1486), cuatro de Le Metel (1671), dos de Vergier (1655-1720), uno de Bracciolini (vid. Palacios 1999). El poema 55 relata un cuento de Luigi Guicciardini, Hore di recreatione (1565), traducido en 1586 y 1588 (vid. el texto en Rodríguez Cuadros 1996: 39-40). La base, no obstante, residiría en el corpus eroticum tradicional (Garrote 2002: 92, Palacios 2001: LIV-LV; 1976: 34-37). 7  El romanista francés Raymond Foulché-Delbosc publica en 1898 la antología Cuentos y poesías más que picantes, que retoma los poemas de Samaniego. En ella se basa la edición del Cancionero de amor y risa de López de Barbadillo (1917) (Ribao 2001: 203). Las ediciones de Emilio Palacios Fernández de 1976 y 2004, a su vez, retoman la base de López de Barbadillo. Emilio Palacios menciona la existencia de una edición de 1849 de Alegre que también se titula Jardín de Venus, sin saber si es una antología o una producción propia. También existen otras antologías decimonónicas que contienen varios cuentos de Samaniego como el Álbum de Príapo (1829) y las Fábulas frutosóficas (1821) (Palacios 2001: LXII-LXIII). Para más información sobre la historia editorial, vid. también Garrote (2002). La atribución de varios poemas a Samaniego es controvertida. En su antología, Reyes Cano, por ejemplo, atribuye los poemas 64 y 73 del Jardín a José Iglesias de la Casa y a Tomás de Iriarte. Asimismo, se encuentran muchos argumentos parecidos entre Iriarte y Samaniego (vid. en detalle Garrote 2002: 93). 8  Félix María Samaniego (1745-1801), aparte de cofundador de la Sociedad Bascongada de Amigos del País, fue director del Seminario de Bergara en 1780 y 1782. Ha pasado al canon literario como autor de fábulas didácticas. En 1793 y 1794 vivió un proceso inquisitorial por poseer libros prohibidos y haber manifestado que los raptos

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este capítulo, por su extensión cuantitativa y por retomar buena parte del poemario la tradición de la burla sobre el clero y su potencia sexual, que venía de la Edad Media (Galván 2001: s. p.; vid. Santonja 2003-2006).9 No obstante, también se analizarán poemas de otros dos autores. El gaditano José Vargas Ponce (1760-1821) es conocido sobre todo como biógrafo e historiador de la Real Academia de la Historia. El alegato urgente que hicieron Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer para “recuperar a Vargas Ponce para nuestra conciencia colectiva y nuestra tradición cultural” no ha perdido su actualidad (vid. Durán/ Romero 1999b: 9). Partidario de una educación popular, Vargas Ponce se oponía públicamente a la educación doméstica para “evitar extremismos que lleven [...] a la revolución” (Espigado Tocino 1999: 140, 166; Durán/Romero 1999a). Proyectó también un “plan de educación para señoritas” (Bravo 1999: 173) y consiguió la admisión de mujeres en la Real Academia de la Historia cuando era director de la institución (Bravo 1999: 172-173). Entre otros escritos, también se le atribuyen algunos versos eróticos burlescos con referencias al clero. En su poema “Lo que es y lo que será” (“Joderá el género humano/mientras haya pija y coño”) desfilan, entre otros personajes, un fraile y una monja en búsqueda de su satisfacción sexual. Se publicó por primera vez en el Cancionero moderno de obras alegres, editado por H. W. Spiritual en 1875 (páginas 35-41) con pie falso, indicando estar impreso en Londres, cuando en realidad estaba publicado en Sevilla (Durán López 1997: 63). Se encuentra hoy en la Poesía de erótica de la Ilustración. Antología de Rogelio Reyes Cano (1989: 109-111). Tomás de Iriarte (1750-1791), partícipe de la Fonda de San Sebastián, es conocido, sobre todo, por sus Fábulas literarias (1782), así como por su traducción del Ars poetica de Horacio (1777) y el desarrollo del término “connaturalización” (1773), manifestación del esmero del traductor en adoptar para su público la semántica de las referencias culturalmente específicas de los textos extranjeros.10 Escribe El señorito

y éxtasis de santa Teresa habrían sido “poluciones” (Garrote 2002: 89). Los poemas eróticos no se tematizan en el proceso (Palacios 1975: 287), solo se le reprocha su actitud ilustrada, liberal, anticlerical y afrancesada (Palacios 2001: IX-LI; Palacios 1976: 7-16). 9  Para un cálculo cuantitativo vid. Garrote 2002: 107. 10  Así, adaptó fábulas francesas para el público español, buscando la originalidad temática y poética, y tradujo obras dramáticas como El huérfano de China volteriano,

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mimado (1787), obra que se adapta a la preceptiva neoclásica en su forma y su afán educador en contra de las modas y la petimetría (Ertler 2003a: 157). El autor fue perseguido por la Inquisición por leer textos eróticos, escritos todos en francés (Deacon 2006a: 219). Su conocido poema erótico “Perico y Juana” se condenó póstumamente en un edicto inquisitorial del 11 de febrero de 1804 (vid. Deacon 2006a: 219, Palacios 1989: 111-125).11 Aquí se analizará un soneto sin título atribuido a él, recogido en las Poesías más que picantes (Iriarte 1992: 77). Antes de pasar al análisis de este conjunto de poemas, se presentará el estado de la investigación. La poesía erótica, a pesar de los problemas con la censura eclesiástica y la de las autoridades políticas durante el xviii, constituye un elemento esencial en el desarrollo literario del siglo xviii (Penrose 2006: 229). Existen ya algunos análisis sobre obras eróticas, si bien no se centran en relacionar el erotismo con las categorías de religión y anticlericalismo,12 ni tampoco con la de estrenado en 1786 en los Reales Sitios. Su reflexión poetológica se encuentra en sus Fábulas literarias (1782) (Ertler 2003: 201-203, 206). 11  También se publicó bajo el título “La reconciliación” o “El siglo de oro”, atribuido a José Iglesias de la Casa o a Iriarte (Deacon 2006b: 427). Vid. José Iglesias de la Casa (1989) y Emilio Palacios (1989). 12  Una excepción sería el análisis de Deacon (2006b) sobre el poema “Confesión de la joven” (anónimo, 1806), que se centra en el contexto sociocultural de producción, recepción y persecución del poema y el enlace entre cuestiones de erotismo y anticlericalismo. Sobre la poesía erótica dieciochesca en general han trabajado Manuel Fernández Nieto (1998), David Thatcher Gies (1999a, 1999b, 1999c, 2004), Emilio Palacios Fernández (sobre todo 2006), Rogelio Reyes Cano (1989) e Iris M. Zavala (1996a). Sobre los tres autores aquí en cuestión existen varios estudios realizados desde diferentes perspectivas y enfoques que se centran especialmente en sus escritos publicados y reconocidos oficialmente. Para los vastos estudios llevados a cabo acerca de la producción literaria de Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte, vid. la bibliografía. Para Tomás de Iriarte, ya Emilio Cotarelo y Mori (1897) sentó las bases con su monografía Iriarte y su época. Su poesía fue editada por Alberto Navarro González en 1963, quien la dotó también de un prólogo (Navarro González 1963: IX-LV). También Russell P. Sebold (1991) hace referencia detallada a la poesía de Iriarte en El rapto de la mente. Poética y poesía dieciochescas. Por el contrario, la investigación en cuanto a la producción de Vargas Ponce aún está en ciernes. Para José Vargas Ponce, Fernando Durán López publicó en 1997 una primera bibliografía que organiza la producción literaria del autor apenas conocido. El gaditano ha sido trabajado mayoritariamente en artículos, poniendo el acento en sus ideas sobre una reforma pedagógica, en sus ideas sobre el teatro y en su actividad como historiador. Fernando Durán López y Alberto Romero Ferrer han editado el volumen Había bajado de Saturno. Diez calas en la obra de José Vargas Ponce, seguidas de un opúsculo inédito del mismo autor (1999a), ofreciendo con “algunas aproxi-

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espacio. Para limitarse en este vasto campo de estudios a lo necesario, aquí solamente se aducirán las investigaciones relativas al género o a la religión, omitiendo las aportaciones sobre otros aspectos relativos a esta producción literaria, como las referencias intertextuales,13 el posicionamiento en cuanto a ciertas tradiciones literarias, los intentos de demarcar la frontera entre pornografía y erotismo, las valoraciones estéticas14 y los estudios sobre la circulación y lectura de estos textos, que ya se han mencionado en la introducción a este capítulo. maciones entre muchas posibles” (Durán/Romero 1999b: 12) los primeros resultados del grupo de investigación acerca del gaditano, con el objetivo de abrir brecha para análisis más amplios y desde otros enfoques. Solamente el artículo de Francisco Bravo Liñán se refiere, de manera más bien general, a la poesía de Vargas Ponce. Vid. para sus planteamientos pedagógicos las aportaciones de Anastasio Martínez Navarro (1990) y Fernando Durán López (1999). Para el acercamiento a sus reflexiones sobre lenguaje y teatro, vid. José Checa Beltrán (1991), José María García Martín (1999) y Cristina Di Barbolani Montauto (2009). 13  Varios investigadores han trabajado sobre las relaciones intertextuales en los textos eróticos de Samaniego e Iriarte. Penalva detecta en Samaniego una “mayor influencia de autores ingleses y franceses que de la propia literatura española”, pese a la riqueza de contenidos erótico-burlescos que ofrecería esta última (Penalva 2003). Una razón la ofrece Ribao Perreira, que supone que la influencia de la Ilustración francesa y el surgimiento de un ‘hombre nuevo’ serían lo central, siendo las composiciones eróticas la expresión de una nueva libertad de conciencia de este hombre (Ribao 2001: 204). Emilio Palacios Fernández coincide en la dificultad de detectar las fuentes de esta poesía, por enlazar la poesía erótica del xviii español con un corpus eroticum tradicional que se habría ido actualizando “secularmente” (Palacios 1992b: 236, vid. también Penalva 2003) e independientemente de la nación. No obstante, Palacios ha podido demostrar que las fuentes y referencias más inmediatas serían las francesas. Especialmente Samaniego habría hecho referencia a Esopo, Fedro, La Fontaine y John Gay como inspiración y orientación, siendo “La Fontaine [...] el modelo principal de sus fábulas”, sin copiarlas meramente, sino adaptándolas para el público español (Palacios 1992b: 234). La relación entre las Fábulas morales y los cuentos eróticos ha sido analizado por Garrote (2002: 101), quien detecta en ellos la presencia de un ideario ilustrado. 14  David Gies ha criticado con razón las valoraciones estéticas y las autocensuras de “finólogos” (Gies 1995: 229) que tratarían a estos escritos con cierto desdén. Así, Ortega Torres llega a afirmar que por la calidad poética se podría “prescindir de: ‘El ciego en el sermón’ [...], ‘La sentencia justa’ [...], ‘A Rima [sic] por todo’ [...], ‘La linterna mágica’ [...], ‘El modo de hacer pontífices’” (Ortega Torres 2005: 201) y otros más. Su listado se complementa por dos notas a pie de página de la misma índole que acaban por incluir más de dos tercios de la obra de Samaniego. Estos reparos coinciden con los continuos intentos de distinguir pornografía y erotismo literarios (Palacios 1992a: 230). Emilio Palacios supone, por ejemplo, que la “perfección formal mitiga la posible pornografía” (ibíd.: 231) y que para Samaniego la “materia erótica no pasa de ser ‘cosas

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A pesar del rechazo de autoridades como Garrote a “planteamientos ahistóricos (o semiológicos), de crítica feminista y deconstructivos” (2002: 85), algunos investigadores se han atrevido a adoptar una marcada perspectiva de género en sus análisis. Mónica Martínez Sariego (2005) ha ofrecido el primer y único acercamiento desde una perspectiva de género a la poesía erótica de Vargas Ponce, con un artículo en el que destaca el juego con lo misógino en sus escritos. Para Iriarte existen análisis en cuanto a la construcción de género en su obra teatral, así por ejemplo el artículo “Tomás de Iriarte y ‘La Señorita Malcriada’: Retóricas e imágenes literarias sobre la mujer doméstica a finales del siglo xviii” de Gloria Franco Rubio (2010). Allan Penrose (2006) ha trabajado la construcción de relaciones homoeróticas en el contexto de la naturalización de las relaciones heterosexuales, destacando su empleo como acción de subyugación violenta entre diferentes masculinidades y metáfora de una jerarquización. Por su parte, José Ortega Torres, en su artículo sobre “falomanía” y “travesura” en El jardín de Venus, opta, aunque sin decirlo expresamente, por un enfoque psicoanalítico, afirmando que “en la relación erótica [...] subyace la prevalencia de la mujer; hecho éste nunca explícito en el varón, pero subconscientemente envidiado por él” (Ortega Torres 2005: 199). Finalmente, Alberto Navarro González ha llamado la atención sobre el hecho de que en Iriarte el sentimiento amoroso se presentaría casi siempre con “una festiva ironía” (Navarro González 1963: XXVII) y sin demasiada conmoción. Para Samaniego, el tono burlesco también lo han destacado Gaspar Garrote (2002: 108), Juan Penalva (2003) y muy concretamente Montserrat Ribao Perreira (2001: 204, 207). Pilar Pérez Pacheco ha destacado la tensión entre mujeres como ‘objeto de burla” y como ‘sujeto de la acción’ en la “mordaz sátira contra los personajes de la iglesia (que no contra la religión)” que realiza Samaniego (Pérez Pacheco 2009: 874-875), encontrando de este modo una interrelación entre los aspectos anticlericales y de género. Marc Marti (2009) ha destacado en especial los atentados contra el sexto mandamiento en El jardín de Venus y su efecto anticlerical.

picantes y graciosas’” (ibíd.). Garrote Bernal, por el contario, apunta con razón que la distinción entre ‘amor lascivo’ y ‘amor elevado’ o entre ‘erotismo’ y ‘pornografía’ no es muy aplicable en la literatura (Garrote 2002: 87). Por lo tanto, aquí no se tratará de medir la calidad poética ni el grado de erotismo de los poemas, sino de un análisis sobre el imaginario relativo a normas de género y a la religión en el recurso a espacios específicamente reglamentados.

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Aunque los análisis citados se centren, o en la religión, o en el anticlericalismo, o en el género masculino y femenino, falta un estudio más vasto para la poesía erótica española del siglo xviii que conjugue explícitamente estas categorías y considere la presencia de poemas de varios autores que retoman los topos del clero hipócrita en combinación con una dimensión erótica. Fernando Durán López (1997: 63) considera la poesía de Vargas Ponce una “feroz sátira anticlerical”, mientras que Alberto Navarro González (1963: XXXV) ha hablado de la “ausencia del tema religioso”. Este supuesto vacío es significativo. De acuerdo con la calificación de Raillard (2005: 7), los versos erótico-burlescos son “more than just spicy entertainment written for the salon crowd”. Cuál es su significado en relación con los géneros masculino y femenino y con los espacios en y con los que interactúan, es el eje de este análisis. 9.1. Espacios de la acciÓn En la poesía erótica de referencias a las prácticas de la religión, se construye un espacio cerrado, tendencialmente alejado de la visibilidad de otros, que se opone en sus características al locus amoenus al aire libre e idealizado del mundo pastoril que se encuentra a menudo en la poesía amorosa (vid. Gies 1999c: 91).15 Samaniego alude al aspecto de la necesaria invisibilidad en su poema “El dios Escamandro”, jugando con la educación femenina en manos de los hombres: “Respecto a la mujeres [...] deberá el maestro/virtuoso, libertino, zurdo, diestro,/amigo o enemigo,/dar todas sus lecciones sin testigo” (Samaniego 2004: 279).16 Ahora bien, al situar las acciones y los encuentros sexuales en lugares mencionados concretamente, los poemas visibilizan lo invisible mediante la imaginación. Destacan la iglesia y el confesionario, el convento y la casa como lugares recurrentes de la acción, en los que las normas sociales están estrechamente entrelazadas con pautas católicas sobre el comportamiento y el rol específico de cada género, tanto en estos

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David Gies constata que el bosque, el campo y el jardín como espacios del mundo pastoril viven una transformación hacia un “gabinete aristocrático interior y personal” en la poesía rococó (Gies 1999c: 91). Para la poesía aquí en cuestión, parece aplicable este paralelismo. 16  A continuación: S 2004.

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lugares como en general. Matthieu Raillard constata que las mujeres y otros personajes en la poesía de Samaniego “do no exist in a vacuum, but are deliberately placed in a literary interpretation of everyday Spanish life” (Raillard 2005: 13). Otro espacio, igualmente importante y penetrable al pie de la letra, constituye el cuerpo, inaccesible, normalmente, también para la mirada por estar protegido mediante ropa. 9.1.1. Confesionario, convento y casa El confesionario y la iglesia constituyen espacios religiosos, en los que los personajes pertenecientes al clero actúan con autoridad. Sobre todo el confesionario, presente en once poemas de El jardín de Venus, constituye un espacio semicerrado en el que justamente “los clérigos son retratados [...] no practicantes de lo que predican” (Garrote 2002: 108).17 La prescripción de la abstinencia sexual se reproduce en su boca, por ejemplo en “El modo de hacer pontífices” (S 2004: 247-248), donde el fraile exige al penitente no volver a mantener relaciones sexuales con su amada, ya que estos deberían servir meramente a la procreación. Finalmente, el clérigo queda burlado por la interpretación aparentemente ingenua de sus propias palabras por parte del joven, que le trae su semen en un frasco como signo de no haberlo desperdiciado, sino guardado para ponerlo a la libre disposición del cura y que este lo destine a la reproducción. En otras situaciones, por el contrario, ya ni los frailes defienden estas prescripciones. Así, en “La confesión” (S 2004: 301-302) y “El sombrerero” (S 2004: 305-306) de Samaniego, los confesores se muestran muy comprensivos ante la actividad sexual de los penitentes o, como en “Las penitencias calculadas” (S 2004: 253-254), los incitan a realizar más cópulas para poder indicar la cantidad matemáticamente correcta de rezos del rosario que el pecador necesita para expiar sus faltas. En “Lo que es y lo que será” de Vargas Ponce (1989: 109-110)18, el confesionario es el lugar buscado por mujeres para encontrar ellas mismas satisfacción sexual con ayuda de los confesores. 17  El confesionario da pie a las acciones en los siguientes poemas de Samaniego: “La reliquia”, “Once y Trece”, “A Roma por todo”, “El onanismo”, “Las tijeras del fraile”, “El cañamón”, “El modo de hacer pontífices”, “Las penitencias calculadas”, “El panadizo”, “La confesión” y “El sombrerero” (S 2004: 169-171, 211, 225-226, 229-230, 233-234, 239-240, 247-248, 253-254, 269-271, 305). 18  A continuación: VP 1989.

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En los poemas de Samaniego, las acciones en estos espacios terminan con una burla sobre la estupidez de los frailes (S 2004: 253-254) o la ingenuidad de los creyentes, a los cuales, tanto hombres como mujeres, el eclesiástico de turno acaba a veces por mancharlos con su semen después de masturbarse (“La reliquia”, “Las tijeras del fraile”, “El ciego en el sermón”, S 2004: 169-173, 233-234). “El ciego en el sermón” (S 2004: 157-158) supone equivocadamente que alguien ha escupido sin mirar al suelo durante misa. Aparte de esta degradación de las ‘ovejas’ de los que los clérigos deberían cuidar, el mismo poema describe cómo los clérigos se calientan “lleno[s] de amor divino” (S 2004: 157) con versos jocosos en la iglesia, inadvertidos por el público gracias a recitarlos en latín —otra cara del tan criticado latiniparlismo— y a la toma de varias precauciones y la realización de advertencias mutuas para que los asistentes a misa no sospechen nada indebido. Contagiados los sacerdotes uno del otro de deseo sexual, esconden sus actos como devotos: “siempre que se encogía o empujaba/o algún suspiro el gusto le arrancaba,/ponía su semblante compungido/diciendo: —¡Ay, Dios, y cómo te he ofendido!” (S 2004: 158). El marco de la misa y el empleo de fórmulas pertenecientes al ámbito de la creencia católica para cubrir sus acciones destacan en su hipérbole aún más si cabe la contradicción entre valores predicados, eso es, la norma exigida al público, y los actos de los ministros de la Iglesia. Los espacios religiosamente más reglamentados se convierten en espacios transgresivos que justamente por su estrecha codificación del comportamiento permiten e incitan a otros actos que los oficialmente requeridos. La misma contradicción hipócrita entre el comportamiento moral exigido y los actos de los clérigos se encuentra en los casos en los que la acción se desarrolla en un convento, como en “El reconocimiento” (S 2004: 135-138) y “El voto de los benitos” (S 2004: 149-152).19 En “El reconocimiento”, un hombre se infiltra disfrazado de monja en un convento femenino de Córdoba, marcando su localización en España. Se convierte en el gallo del gallinero, satisfaciendo a todas en sus relaciones sexuales (“porque a todas sus fiestas agradaban”, S 2004: 135),

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Otros poemas cuya acción también se desarrolla en un convento, serían por ejemplo “La linterna mágica” (S 2004: 241-243) o “La receta” (S 2004: 177-180). También aparece en “Al maestro, cuchillada”, donde el dios Priapo nota que “en todos los conventos donde estaba/el vigor de los frailes se aumentaba/de modo que las tapias eran pocas/ para tener a raya sus bicocas” (S 2004: 185).

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hasta que la abadesa se entera del embarazo colectivo resultante de la intrusión. El acto de examinarlas ella a las monjas con el dedo (S 2004: 136), de una fuerte carga homoerótica tanto para el lector como para el hombre intruso (aún disfrazado), que finalmente eyacula, se ve trasformado en una burla al degradar la autoridad de la abadesa, rozándola con el pene y luego insinuándole que habría sido el abanico de una de las examinadas. La gracia se duplica al evidenciar la abadesa que, nada ingenua, reconoce los genitales y el semen de los hombres, a pesar del cross-dressing y cross-gendering: “¡Mentira! ¡En otra cosa/podrán papilla darme,/pero no en el olfato han de engañarme,/que yo le olí muy bien cuando hizo el daño,/y era un dánosle hoy de buen tamaño!” (S 2004: 138). Se destaca la potencia sexual del hombre, estrechamente relacionada con su masculinidad, sin que su disfraz de monja y el consiguiente cambio de género social lo aminoren. El acto sexual se relaciona mediante la clara referencia intertextual a la oración del Padrenuestro, con el apetito, en analogía con el pan de cada día. La necesidad de alimentarse física (y espiritualmente) se construye, así, de igual importancia que la necesidad biológica de copular. A su vez, el uso burlesco de la denominación “dánosle hoy” para aludir al miembro viril, da a entender el rol activo de la persona a la que pertenece el miembro (“da”) en relación con el colectivo de las mujeres (“nos”). Otra escena parecida se presenta en “El voto de los benitos”, habitantes de “un convento ejemplar” (S 2004: 149) benedictino, en el que gobierna “el demonio tenaz de la lujuria,/de modo que en tres pies continuamente/estaba aquel rebaño penitente” (ibíd.). Contra este “priapismo” (ibíd.) ninguna medicina y ninguna práctica religiosa, ni el cilicio, el ayuno, la penitencia o el ejercicio habrían ayudado, al contrario, resultarían en “más tiesura” (ibíd.) de la erección. Finalmente es el portero el que expone entre “los sapientes y místicos varones/ con santidad y ciencia […] un remedio fácil y gustoso” (S 2004: 150) que daría reposo al cuerpo y al alma. Justamente el personaje que controla el aislamiento de los monjes recomienda el servicio de su lavandera que no solamente le limpiaría las “manchas exteriores” (ibíd.), sino que también “las materias interiores,/de a este fin de tal modo me sacude/que en toda la semana/no se alborota más mi tramontana” (S 2004: 151). Esta jugada, que cumple en extremo con la exigencia religiosa de pureza interior y exterior, se incorpora con un voto “de común consentimiento [...] en las reglas del convento,/por el cual no pudiera fraile alguno/vivir sin lavandera” (S 2004: 152). La gracia final

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se crea al dar las gracias a Dios, que habría oído a los hermanos y ofrecido el remedio. Otra vez se resaltan las prácticas religiosas, quedando ambigua la sinceridad de los frailes.20 En ambos conventos se hace evidente la imposibilidad de vivir sin relaciones sexuales, por resultar la convivencia reducida exclusivamente a mujeres o a hombres contraria a la naturaleza del ser humano. Unos doce poemas de Samaniego tratan de la cópula en principio legítima habida dentro del matrimonio (Walters 1996: 545). Así ocurre, por ejemplo, en el poema “El sueño” (S 2004: 273-274), que narra cómo los hijos de un matrimonio escuchan las experiencias sexuales de sus padres. No obstante, tanto la institución matrimonial como las prácticas sexuales relacionadas con una moral de base católica se ven sometidas a transgresiones, como en “La poca religión” (S 2004: 181-184). En su casa, una mujer se quiere acostar con “un pagano”21 al lado de su marido. El invitado quiere irse, pidiendo perdón al verse enfrentado a la crítica del marido, que les reprocha “poca religión” (S 2004: 183). No obstante, resulta que “el buen marido” (S 2004: 182), contrariamente a las prescripciones de este rol, no tiene ningún problema con la cópula desligada del matrimonio: “Hombre [...] a mí no me ha ofendido/porque con mi mujer dormir pretende;/sólo la poca religión me ofende/ con que, habiendo apagado/la luz, en un momento/no diga: Sea bendito y alabado/el santo Sacramento” (S 2004: 182-183). También en el espacio privado, por lo tanto, se señala la relajación de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres, haciendo, además, un chiste con la preocupación del varón por la blasfemia.

20  En su poema “Descripción del convento de carmelitas de Bilbao, llamado el Desierto”, Samaniego ya había ofrecido una caracterización bastante crítica de la vida del clero, de acuerdo con las opiniones que expresaron otros regalistas como Campomanes, el conde de Floridablanca o Jovellanos, que quería disminuir la mano muerta de las pertenencias eclesiásticas a favor de una economía nacional (vid. Navarra 2015: 34, Rodríguez Mateos 2006: 52). A Samaniego se le reprochó en su proceso inquisitorial haber afirmado que habría demasiados clérigos en España, y que estos, además, serían faltos de piedad (vid. Palacios 1992b: 234). 21  La denominación del visitante no necesariamente tiene que ver con su posible carácter (a)religioso desde una perspectiva católica, sino que insinúa, sobre todo, mediante un juego de sílabas, que se trata de un cliente, que recurre a los servicios de la prostitución, sin que medie dinero (paga-no). Garrote Bernal ha llamado la atención sobre este recurso estilístico también en su análisis de los juegos morfo-sintácticos en Samaniego (vid. Garrote 2002: 112).

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9.1.2. Cuerpo El voyerismo explícito en “La poca religión” y en “El reconocimiento” o el auditeurismo que viven los hijos del matrimonio en “El sueño” (S 2004: 273-274), no solamente permiten la participación perceptiva de otros personajes en el acto sexual ajeno, sino que también incitan a un ‘voyerismo’ imaginativo por parte del lector y de la posible lectora.22 Los muros de los edificios (iglesia, convento, casa) se vuelven permeables en los poemas, sin necesidad de ningún marco narrativo que explique esta penetración. No obstante, el recorrido detallado del cuerpo cual terreno, espacio de penetración también, parece requerir otras estrategias. El cuerpo generalmente aparece protegido tanto de las miradas como de contactos con el exterior por la ropa, a pesar del empleo de palabras explícitas como “teta” (S 2004: 143, 157, 163), “coño” (VP 1898: 109), “dije” (S 2004: 234), “erección” (S 2004: 122, 150) o “partes genitales” (S 2004: 149), de metáforas nada eufemísticas como el “dánosle hoy de buen tamaño” (S 2004: 138), “pepino” (S 2004: 155), “berenjena” (S 2004: 163), “perejil” (S 2004: 246), “piñón” (S 2004: 139), “nabo” (S 2004: 321, VP 1989: 111) o “virote” (VP 1989: 109), especialmente para el miembro masculino, de juegos de palabras como “penitencia” (peni-tencia) (S 2004: 169) y de otras expresiones que contienen dos planos de significación.23 El hábito de los monjes —signo característico que los define en su condición, formando un conjunto con sus prácticas (todo un habitus en el sentido bourdieuniano)— sirve 22 

El mismo mecanismo está presente en “Perico y Juana”. Para un análisis del origen de los campos semánticos en las metáforas, vid. Palacios (2004: 88). La descripción de los genitales de la mujer parece algo más sutil. Así sucede, por ejemplo, al emplear una técnica de rima interrumpida para describir la vagina: “Fui a verla el otro día;/se estaba peinando el moño:/me convidó con su coche/ para pasar a Logroño,/a dormir aquella noche” (S 2004: 349). Esta técnica también se encuentra de forma parecida en “El fraile y la monja” (S 2004: 331). También abundan otros juegos prosódicos y morfosintácticos del tipo “hijo de ella” (y jode ella), “la cara ajada” (la carajada), “hijo Dido” (y jodido); “Hijo damos” (y jodamos) o “despejo dieron” (desp[u]é[s] jodieron) (S 2004: 345). Estas formas líricas son similares a las empleadas en el Arte de putear de Nicolás Fernández de Moratín, donde aparece, por ejemplo, “mas turbose de improviso” (masturbose de improviso) (vid. Garrote 2002: 112-113). Un ejemplo de la creación de dobles sentidos sería el gemido de la mujer al hacer el amor y temer, a la vez, la llegada del consejero del que es criada: “que viene... ¡ay, Dios...!, ¡que ya ha venido!” (S 2004: 148). El orgasmo y la llegada del consejero coinciden en la descripción, sin poder atribuir las palabras a uno o a otro significado. 23 

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como escondite para las manos durante la masturbación en público y constituye una frontera entre un espacio íntimo y el espacio público de la Iglesia. Así, en “El ciego en el sermón” el manto y el hábito clerical otra vez se ven realzados como excusa para la realización de actos diametralmente opuestos a los oficialmente requeridos, como ocurre con los oradores sagrados.24 No obstante, en otras ocasiones, la ropa funciona como ‘prisión’ del cuerpo que evita la libre satisfacción sexual (por ejemplo, en “Los calzones de San Francisco”, S 2004: 261). En ambos casos, el contexto comunicativo y pragmático condiciona la creación del chiste y se atribuye una sexualidad desbordante a los clérigos. Para las mujeres, a su vez, la trasgresión visual del cuerpo femenino se consigue de manera no menos directa, aunque las descripciones se distinguen de las atribuciones de verduras al miembro masculino. Así, los genitales femeninos se describen en “El conjuro” de la forma siguiente: “de crespo vello en hebras mil rizado/a cuyo centro daba colorido/un breve ojal, de rosas guarnecido” (S 2004: 143); en “La fuerza del viento” se describe a una mujer “a quien Naturaleza en la pechera/ puso una bien provista cartuchera” (S 2004: 161); en “La reliquia” son “[¡]unas tetas que hicieran caer a Cristo!” (S 2004: 169) las que acaloran al monje en el confesionario.25 En “El inquisidor y la supuesta hechicera” no solamente queda claro lo absurdo de la persecución de supuestas brujas, sino que además la acusada consigue impresionar al inquisidor mediante sus genitales tras levantar sus faldas (S 2004: 319), sin que se indique si se trata de genitales especialmente impresionantes o pertenecientes al género masculino, lo que se insinuaría como probable.26 En ocasiones, la inicial inaccesibilidad del cuerpo por la frontera que constituye la ropa es central. Por ejemplo, es la visita de una pulga la que sirve como pretexto para que una mujer explore su cuerpo en 24 

La frase reza así, otra vez incluyendo un doble plano de significado: “escondió bajo el hábito las manos/y siguió su sermón diciendo: Hermanos,/¿hasta qué extremo habrá de llegar esto?” (S 2004: 157). 25  Emilio Palacios Fernández (1992a: 233) resume: “predominan las jóvenes de belleza sensual, regordetas (patrón popular) y de ‘generosos pechos’”. 26  El poema procede del manuscrito Poesías verdes, de la Biblioteca Histórica del Ayuntamiento de Madrid (Z-7). López Barbadillo (1917: 135), en su Cancionero de amor y de risa, lo atribuye a Tomás de Iriarte, mientras que Palacios lo atribuye a Samaniego (S 2004: 319, n. 151).

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el poema “La pulga” (S 2004: 309-310). Las dimensiones espaciales del cuerpo resaltan, en especial, en la aplicación de un léxico arquitectónico. En “La sentencia justa”, poema sin relación con lo religioso, de hecho la vagina se describe como “un aposento” que se alquila para meter “ciertos trastos” (S 2004: 193, 194). La metáfora se convierte en base para una disputa entre un hombre y una prostituta, que no recibe la paga entera y queda, de este modo, burlada: “yo solamente/pude meter un trasto estrechamente/en el zaquizamí que me alquilaron;/ con que si di por esto/la mitad de la renta, fue bastante” (S 2004: 194). Este poema resalta, además, la necesidad de encontrar otro lenguaje en público para hablar de los actos sexuales: la prostituta no declara abiertamente su oficio delante del comandante del húsar al exigir la satisfacción de la deuda, sino que a partir de su metáfora los tres comienzan a hablar sobre el alquiler de un almacén. De este modo, también discursivamente, se tapan los sucesos mediante un segundo plano. No obstante, ni la carnalidad en sí ni los supuestos adulterios y sacrilegios cometidos se sancionan. No existen enunciaciones de una voz narrativa que juzgue moralmente las acciones, aunque todas las situaciones causan risa en el lector. 9.2. El espacio escondido y la destabuizaciÓn de la sexualidad El motivo de lo escondido también se encuentra en el poema “La discípula” de Samaniego, que, “dedicado a la madre” (S 2004: 277), retoma de forma irónica la reivindicación de un aprendizaje femenino que permitiese que las mujeres desempeñasen satisfactoriamente su futuro papel útil para la sociedad. En una breve introducción sobre la necesidad del aprendizaje en todos los ámbitos de la vida, señala el estado religioso y el matrimonio como posibles “oficios” (ibíd.), análogamente a las vías vitales que detecta Josefa Amar y Borbón en 1790 para las mujeres.27 Describe cómo “un venerable religioso” (ibíd.), a solas con una ‘señorita’, la incita para que se case: “Ni escuchaba la madre, ¡qué bendita!/[...] con grande empeño,/caritativo el fraile y halagüeño/ procuraba vencer la repugnancia/de la modesta niña. A tal instancia/ 27  Los versos, del poema “La discípula”, rezan así: “Tiene su aprendizaje cada oficio/[...]/en la forma que el fraile de novicio/cuando novio el casado/son muchos los deberes de su estado” (S 2004: 277).

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al fin pronunció el sí mirando al suelo” (ibíd.). La ausencia de la madre es realzada con un irónico “¡qué bendita!” (ibíd.), que marca el favor que le hace a los objetivos del fraile al cumplir aparentemente con el requisito de dejar toda responsabilidad en las autoridades de la Iglesia. La situación que se presenta está, además, relacionada con los debates sobre el rol de los padres en cuanto a un matrimonio consentido o involuntario.28 Sigue el poema con referencias al aprendizaje (“No hay que aprender dirán: ¡Dios nos asista!/Dígalo tanto padre moralista./La gran dificultad está en el modo”, ibíd., cursiva mía). En el transcurso del poema, el clérigo la introduce muy prácticamente en la materia del matrimonio: “La modesta novicia/recibió con placer y sin malicia/la primera lección completamente” (S 2004: 278), y se aficiona al sexo hasta quedar embarazada. La boda es adelantada y da a luz a los seis meses de contraer matrimonio. Se reproduce el topos de los frailes sexualmente potentes y desenfrenados, ya existente desde la Edad Media, marcado en esta poesía por la adscripción al clérigo de unos genitales gigantescos y de una elevada actividad sexual (Galván 2001: s. p.; Garrote 2002: 107).29 A la mujer también se le atribuye la capacidad del gozo sexual, aunque no aprende autónomamente, sino que tiene que recibir la enseñanza de un maestro. El poema destaca el saber del fraile: “en el mundo confunden la inocencia/con la ignorancia crasa,/y que por eso pasa lo que pasa” (S 2004: 278). De hecho, la separación entre los estados de la “inocencia” (virginal) y la “ignorancia” (sexual y racional), exigida de las mujeres en manuales religiosos de matrimonio como el de fray Luis de León, se pone en cuestión de este modo, llevando ad absurdum la exigencia de una o de otra cosa. La conclusión inserta en el poema resume los hechos para las (madres)

28 

Los matrimonios involuntarios se tematizan tanto en escritos ensayísticos como los de Feijoo o Josefa Amar y Borbón, como en el teatro (por ejemplo, en El viejo y la niña ([1786] 1790), El sí de las niñas (1805) de Moratín o también en La casta amante de Teruel de Nifo) y en novelas (por ejemplo, Eusebio de Montengón). En estos escritos se discuten el papel y la responsabilidad de los padres a la hora de concertar o aceptar matrimonios involuntarios de sus hijos por motivos económicos u otros intereses, mientras que aquí, de forma parecida a la ausencia de la madre “beata” en el sainete La falsa devota (1783) de Ramón de la Cruz, parece producirse el suceso por la ausencia y credulidad ciega de la progenitora. 29  Existen más poemas de la segunda mitad del siglo xviii que tematizan la libido del clero, como por ejemplo el poema “Los cojones del cura” (anónimo, ed. de Reyes Cano 1989: 20).

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lectoras: “Respecto a las mujeres, fuera chanza,/se ha de tener presente, sobre todo,/que deberá el maestro/[...] dar todas sus lecciones sin testigo” (S 2004: 277, cursiva mía). Lo invisible es lo que condiciona, finalmente, las relaciones entre hombres y mujeres. A escondidas consiguen personajes femeninos y masculinos “satisfacer sus necesidades biológicas” (Palacios 1976: 41), sin que sus actos se puedan sancionar socialmente, salvo tal vez a través del desdén de algún lector. Personajes muy concretos y físicamente casi palpables, no reducidos a un yo lírico incorporal como en la poesía de Hickey, situados en espacios muy definidos y físicamente manifiestos subrayan la cotidianidad de las situaciones descritas.30 No aparecen personajes de la nobleza ni pobres explícitos. Por los poemas desfilan personajes populares y burgueses tipificados, como albañiles, arrieros, sacamuelas, zagales, soldados o militares, estudiantes, procuradores, médicos, maridos (S 2004: 261; 208) y, como ya se ha mostrado, personajes adscritos a la Iglesia, como confesores, sacerdotes y frailes (S 2004: 186, 207, 209, 210, 225, etc.; VP 1989: 110). También dioses como Cupido, Príapo, Erato y Onán aparecen con humana naturalidad. Entre las mujeres se encuentran amas de casa, madres (S 2004: 225, 235), jóvenes (S 2004: 247, VP 1989: 109), esposas (VP 1989: 109; S 2004: 262), ancianas (S 2004: 136, 153) y viudas (S 2004: 239, VP 1989: 109), junto a la diosa Venus (S 2004: 328) y, como ya hemos visto, las monjas (S 2004: 135, 177; VP 1989: 110) y novicias (S 2004: 277). También por los poemas de José Vargas Ponce desfilan personajes como un molinista, un fraile, una monja, un militar, una viuda, una doncella, una casada y una “dama de pundonor y de española crianza” (VP 1989: 110). Todos ellos viven libremente su sexualidad, a pesar de los “moralistas tiranos” (Bravo 1999: 169). El hecho de que la mayoría de los personajes femeninos pertenece más bien a estratos bajos o medianos puede ejercer, en este conjunto, una doble función: representar al grupo más amplio posible de personas y enunciar una crítica escondida a los otros estratos (vid. Di Pinto 1980b: 178-179 sobre la “relocalización” de la moral en diferentes estratos sociales). El clero juega un rol especial en la poesía de los tres autores. Así, según un censo de Marc Marti, en 34 de los 77 “cuentos” de Samaniego 30  Por su ‘contacto con la masa’ se distinguen de la erótica tradicional, que recurre muchas veces al estrecho círculo de nobles, señores y refinadas doncellas como personajes (Palacios 1992a: 232).

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aparecen religiosos de distintas órdenes,31 aunque a veces solamente en función de testigos. Así, la Iglesia se halla personificada en sus miembros (Ortega Torres 2005: 200). En más de la mitad de los poemas son hombres, en menor cantidad son monjas las protagonistas. Estas solamente aparecen en “El reconocimiento”, “La receta” y “Al maestro cuchilladas” (Pérez Pacheco 2009: 874). Vargas Ponce también describe cómo “La Monjita, si es discreta,/Cuando vá al Confesionario,/Presenta su tafanario/A la rejilla secreta./Hácela allí la puñeta,/Con el dedo, el Confesor,/O si se puede, mejor/[...] Mientras ora con fervor” (VP 1989: 110). También alude a “la mujer de respeto/Y buen gusto que en secreto/A joder cita al Hermano”32 en el confesionario (VP 1989: 110) y, englobando a todas las mujeres, afirma que cualquiera, independiente de si es “viuda, doncella, casada” o monja, ya “ha probado/De un Fraile desenfrenado/La lujuria encarnizada” (VP 1989: 109). La fogosidad del clero avasalla a las mujeres, adscribiéndoles a los clérigos una potencia sexual extraordinaria (“Para él seis vainas es nada”, VP 1989: 109). No obstante, tanto los personajes masculinos como los femeninos aparecen activos en la cópula. Raillard llama la atención sobre que el confesor o el padre religioso se presenta como “more lascivious and promiscuous than the sinners he is confessing” (Raillard 2005: 10). Parece como si a la jerarquía entre autoridad religiosa y creyente común también correspondiese una jerarquía en cuanto a la libido, aunque se reconoce tanto al género masculino como al femenino la capacidad de disfrutar el acto sexual. Mientras que los hombres sin excepción son presentados como fogosos y experimentados en sus actividades sexuales, los personajes femeninos ofrecen mayor variedad. Pérez Pacheco cuenta 26 agentes de acción femeninos que son “sujetos de la acción” y no (solo) “objeto de la burla” (Pérez Pacheco 2009: 875). Las mujeres ya no son consideradas como “causantes del pecado sexual” (Palacios 2004: 78-79), aunque sí se ven descritas en su físico como objeto sexual idealizado 31 

Entre los clérigos aparecen benedictinos (8), agustinos (24), jerónimos (33), carmelitas (25), franciscanos (28, 43), capuchinos (29, 39, 45) y trinitarios (57). Se establece, así, una característica en común que no desemboca en la “rivalidad entre las diferentes órdenes” (Pérez Pacheco 2009: 874), sino más bien en un universalismo del deseo sexual y una igualdad al respecto entre todas las personas, eclesiásticas y no eclesiásticas. 32  En “La medicina de San Agustín”, poema cuya base la constituye el matrimonio desigual entre una joven y un anciano, se retoma este tema. La esposa compensa la impotencia de su marido mediante las visitas del confesor (vid. también Penalva 2003).

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y se convierten en el elemento textual que le añade la carga erótica a la poesía (vid. Gies 1999c: 87). Pérez Pacheco afirma que la mujer de estas poesías demostraría “una actitud semejante a la del hombre en cuanto a la capacidad para decidir sobre su propio cuerpo y buscar el placer” (Pérez Pacheco 2009: 876; vid. también Deacon 2006b: 431). La mujer idealizada del petrarquismo desaparece (Quintero 1994: 235, Ribao 2001: 204) y se convierte en una “self-assured, independent female protagonist, one whose sexual needs are commensurate with her desire for freedom and power” (Raillard 2005: 12). Así, en “La medicina de San Agustín”, la “requemada esposa [...] frecuentaba los santos sacramentos” (S 2004: 207) para aliviar sus deseos sexuales. También en “Los calzones de San Francisco” (S 2004: 261-264) es la mujer el personaje que busca y consigue placer. En su capacidad de expresar claramente su estado físico y anímico es autónoma y segura, como muestran expresiones al describir su orgasmo y gozo, siempre de doble sentido: “que viene... ¡ay, Dios...!, ¡que ya ha venido!” (S 2004: 148). También se hace evidente al manifestar su deseo de tener más frecuentemente sexo (S 2004: 245-247) o de tener su pareja un pene más grande (en “Las bendiciones de aumento”, S 2004: 255-259). El pudor exigido a las mujeres en estos poemas se ve, más bien, sustituido por el conflicto entre el deseo sexual y miedos concretos, como la llegada del consejero en el último poema o el miedo bastante pragmático a quedarse embarazada, desligados de un sentimiento moral interior y de la preocupación por las consecuencias de los pecados en el más allá (vid. Raillard 2005: 13). Al descubrir activamente el sexo y no renunciar a él se añaden otras vías de crear suspense erótico en la poesía que divergen del eros tradicional, basado en la renuncia. El desenfreno sexual de la mujer sin que ella se convierta en una bestia es una novedad. No obstante, ellas siguen siendo también un objeto cotizado cuya vacilación y entrega final aumenta el erotismo de las poesías.33 También se mantiene la imagen tradicional de la resistencia natural y moral femenina, como ocurre en el poema “El mismo” de Tomás de Iriarte, titulado a veces también “La melindrosa” o “Antonio y Pepa” (Garrote 2002: 106). Aquí, el lector tiene acceso al suceso a través de los 33  De este modo, también establecen una continuidad con sonetos eróticos del Siglo de Oro, donde las vacilaciones de la dama al final también terminan en la aceptación la unión sexual ante la insistencia del galán (Schatzmann 2006: 188).

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versos por la boca del yo lírico, evidente voz femenina. El erotismo del galanteo y la unión final se ve incrementado al remitir la voz femenina a su condición de cristiana: Señor D. Juan, quedito, que me enfado: besar la mano es mucho atrevimiento; abrazarme... no, D. Juan, no lo consiento. Cosquillas... ay Juanito... ¿y el pecado? Qué malos son los hombres... mas, cuidado que me parece, Juan, que pasos siento... no es nadie... pues despachemos un momento. ¡Ay, que placer... tan dulce y regalado! Jesús que loca soy, quien lo creyera que con un hombre yo... siendo cristiana mas... que... de puro gusto... ¡ay alma mía! Ay, qué vergüenza, vete... ¿y aún tienes gana? Pues cuando tú lo pruebes otra vez... pero, Juanito, ¿volverás mañana? (Iriarte 1992: 77).

En el diálogo se reconoce tanto la acción física, que la mujer lleva a cabo sin preocuparse de un posible castigo en el infierno, como las sensaciones interiores de la mujer, hecho que se puede entender como la manifestación de la creciente importancia de la filosofía sensualista y del sensualismo (aspecto bien trabajado por Gies 1999b). Así, se describe un proceso en el que los personajes femeninos reivindican (y consiguen, a veces) el control sobre sus cuerpos y sensaciones (vid. Raillard 2005: 14; vid. Palacios 2004: 42). Su deseo sexual se desliga de la exigencia religiosa y moral de ser decentes y decorosas y del miedo de un castigo tras la muerte, convirtiéndose estas pautas de comportamiento en meros ingredientes para una tensión erótica satisfactoria para ambos géneros. Al mismo tiempo, son los hombres los que tienen que introducirlas en el mundo del amor carnal, dando la vuelta a la seducción de Adán por Eva y reproduciendo la imagen de los hombres en la vanguardia de la ilustración y enseñanza, como la encontramos en otros géneros literarios. Así, aunque los personajes femeninos traspasen los límites consensuados de su espacio social y adquieran con ello, en parte, un papel activo, las solteras, casadas o viudas construidas como sexualmente insatisfechas siguen dependiendo de los

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hombres y aparecen como seres que, o bien hay que amansar, o bien hay que instruir en lo carnal. 9.2.1. Naturalizar la sexualidad (heteronormativa) A pesar de la aparente trasgresión de la moral católica, a la sexualidad le estaba inherente un “sentido ético profundo” (Zavala 1983: 523) en el siglo xviii por permitir los impulsos naturales una unión del alma y del cuerpo, desde una perspectiva sensualista. La concepción natural del placer físico, su arraigo en el presente y las necesidades inmediatas y muy concretas de los seres humanos en estas poesías conllevan una legitimación de los actos sexuales, naturalizándolos, desmitificándolos y destabuizándolos cada vez más, dentro de un estrecho marco, por supuesto. El discurso lírico se alza en contra de la definición católica del cuerpo humano y su foco en el pecado y la culpa de la carne (Raillard 2005: 10).34 De este modo, esta poesía erótica se hace eco de “la moderna filosofía del naturalismo” (Palacios 1991: 28) y la correspondiente imagen del ser humano con una determinada constitución natural de la que se alejaría bajo el yugo de las antiguas costumbres y tradiciones. De este modo, Deacon afirma que cada vez “más escritores hacen caso omiso del concepto del pecado original propagado por el cristianismo, y apelan a la naturaleza como evidente táctica secularizadora para justificar las acciones” (Deacon 2006b: 421). En los poemas aquí analizados pasa justamente eso: todos los personajes, atribúyanse al clero, a la masa popular o a la burguesía (a la que pertenecían los escritores mismos también), son caracterizados por la misma necesidad biológica, sin excepción. Vargas Ponce escribe en “Lo que es y lo que será”: “Joded, felices humanos,/Sin que nada os alborote,/[...] moralistas tiranos/Dejadlos en su quimera” (VP 1989: 111). Mediante la referencia a la felicidad inmediata del presente, deja claro un frente doble dirigido contra moralistas católicos e ilustrados. Según la definición eclesiástica, basada en Tomás de Aquino, todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio se considerarían innaturales y pecaminosas (vid. Penrose 2006: 236). También eran condenables desde la 34  Raillard (2005: 12) ha llamado la atención sobre el interesante paralelismo entre el acto sexual y la comunión, destacando que en ambos se trata de aceptar la intrusión de un cuerpo en otro, aunque los dos de una carga simbólica muy diferente.

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perspectiva utilitarista de los reformistas centrados en la economía nacional y privada, por desligarse estos actos de su objetivo de asegurar la reproducción de la especie humana. Los actos sexuales descritos en los poemas de Iriarte, Vargas Ponce y Samaniego ya no tienen como objetivo la procreación, sino que principalmente se centran en el gozo inmediato. Vargas Ponce recalca la universalidad del deseo corporal: joderá el género humano,/mientras haya pija y coño,/en primavera, en otoño,/en invierno y en verano./Querer quitarlo es en vano/ni por fuerza ni consejo,/pues, si está cerca el pendejo/y la polla se endurece,/puede más Naturaleza/que no el Testamento Viejo (VP 1989: 109).

La disociación de la normativa tanto católica como reformista de la reproducción incluso permite una sexualidad autoerótica de la mujer, como en el poema “La pulga” de Samaniego:35 “La niña, entonces [...] con la sangre hirviendo,/también el dedo albo va metiendo [...]/halla una sensación tan deleitosa/que a continuación la exita,/el dedo a toda prisa meneando/hasta que, blanca espuma derramando,/queda [...],/ la boca medio abierta y fatigada” (S 2004: 310). El acto de la masturbación femenina y la autopenetración se presentan aquí en el centro, no tanto la sensación o el interior de la mujer. No obstante, su estimulación y el orgasmo se valoran como naturales, y pretenden tener un fuerte efecto excitante en el lector masculino como lector-voyeur. La idealización del matrimonio y la maternidad como estados perfectos y base para la felicidad privada y pública desaparece y es sustituida por el encumbramiento de una inmediata felicidad física visible. A pesar del poco peso que tienen esos estados perfectos, las mujeres 35 

En Samaniego, la masturbación se tematiza en por lo menos trece poemas, como en “El ciego en el sermón”, que describe este acto con el resultado burlesco de derramar el semen encima del invidente sin emplearlo en la procreación (Garrote 2002: 108, 118-119; Penalva 2003). Como son mayoritariamente personajes clericales quienes se masturban (Penalva 2003) se condena la hipocresía eclesiástica con aún más impacto, al poner condenas explícitas de esta práctica en boca de los clérigos (como en “El onanismo”) y después hacer que esos mismos personajes cometan el acto, en el poema mismo o en otros. También Vargas Ponce describe la práctica de estimularse, sin peligro de embarazo, entre la “Monjita” y el “Confesor” (Vargas Ponce 1989: 109). La eyaculación femenina era conocida desde el siglo iv a. C. Aristóteles la menciona. Existían descripciones detalladas en los tratados médicos que circulaban desde el siglo xvii, como, por ejemplo, en De Mulierum Organis Generationi Inservientibus Tractatus Novus del holandés Regnier de Graaf, de 1672 (vid. Groth 2001).

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libidinosas que aparecen en los poemas no aparentan ser las mujeres bestializadas de épocas anteriores (Raillard 2005: 13), sino que se presentan con toda naturalidad y sin hacer daño a nadie.36 El matrimonio desigual en cuanto a estrato social, edad o constitución moral, tema frecuente en el teatro neoclásico, se retoma de este modo en cuanto a la sexualidad, al tratar de la insatisfacción sexual de la mujer y ofrecer posibles soluciones (vid. Palacios 1992a: 233). Esta destabuización y la valoración positiva de lo que anteriormente era pecado no hacían sino desarrollar el lema “amor en vez de guerra” (vid. Schütz 2011: 227), proclamado para la gran familia de los seres humanos.37 El amor físico, lejos de lo trascendente, vive una revalorización, hasta hacer bambolearse los límites de la monogamia, constatando que “[e]n todos tiempos hubo algún amante/que pudo ser tenido por constante;/pero en cuanto a ser fieles,/preciso es confesar que no hay ninguno” (S 2004: 311). La destabuización del deseo corporal natural también se hace evidente en el recurso a los dioses de la Antigüedad, como en el poema “Diógenes en el Averno” de Samaniego, que concluye así: “No ocultéis más, mortales, un trabajo/que hacen diablos y dioses a destajo” (Samaniego 1991: 97). Con una relación más estrecha con el ámbito clerical, también se retrata la masturbación de monjas y monjes, fomentada por el hecho de no poder recurrir al sexo entre dos personas. Sobre ello leemos en Vargas Ponce: “Otras se suelen meter,/A falta de un buen pepino,/Los dedos en el chumino/ Hasta que les dá placer” (VP 1989: 109), y en “La linterna mágica” de Samaniego un novicio tiene que darse al onanismo por aburrimiento: “Un novicio tenía en su convento/el entretenimiento,/[...]/de tocarse el guión que le colgaba,/porque, como del claustro no salía,/gozar de otros placeres no podía” (S 2004: 241). Todo ser humano, hombre o mujer, sería igual en este deseo (Raillard 2005: 10). Al no emitir ningún juicio negativo explícito sobre los clérigos, aunque las burlas al final de los poemas dependan de esta constitución y la adhesión de los personajes a ciertos espacios, incluso

36  Es llamativo que, para las mujeres, al parecer, no se abriese el campo semántico de lo salvaje e instintivo del mundo natural, como sí lo encontramos para la sexualidad masculina en otras obras, como las de Gutiérrez o Comella. 37  Esta idea se encuentra en la observación de Nicolás Fernández de Moratín que “los hombres inicuos dan laureles/al que mata a un millón de sus hermanos/y deshonran al que ama a las mujeres” (Moratín 1977, I: 247-249).

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se insinúa una comprensión hacia los clérigos y los diferentes géneros. Todos ignoran el voto de castidad o de fidelidad. Ni la razón ni la moral dogmática del catolicismo tendrían sentido por ser contrarios a la constitución natural del ser humano: es en el “sexto mandamiento/ donde tropieza todo entendimiento” (S 2004: 229; vid. Marti 2009).38 El pecado, por lo tanto, pierde relevancia, a la vez que “esto de honra y virgo es bagatela” (S 2004: 340). Las preocupaciones de hombres y mujeres se centran en aspectos prácticos: cómo evitar el embarazo (S 2004: 225-227), cómo evitar enfermedades contagiosas (Fernández de Moratín 1977, I: 80), cómo encontrar espacios que permitan satisfacer las propias necesidades sin ser descubiertos. Preguntas o dudas morales, en cambio, ni se mencionan. El control moral de la sexualidad es ejercido arbitrariamente desde el exterior de los personajes, sin tener ninguna base en la naturaleza de estos. Las poesías, aunque apenas se explicite, funcionan, como manuales de qué se puede hacer para satisfacer el propio deseo sexual bajo circunstancias de esta índole, como se nota en la siguiente alusión metatextual: “tiene su aprendizaje cada oficio,/y le debe tener según mi juicio:/[...] No hay que aprender, dirán: ¡Dios nos asista!/Dígalo tanto padre moralista./La gran dificultad está en el modo,/hablo yo en general de la enseñanza” (S 2004: 277) o “La historia con que voy a divertirte/te hará ver cómo debes conducirte” (S 2004: 311).39 A su vez, de este modo se critica el freno que constituyen tanto la religión como, por otra parte, la rígida moral ‘ilustrada’, al aprendizaje amoroso y sexual (vid. Garrote 2002: 103). Los pecados, como la “lujuria” (VP 1875: 109) que menciona Vargas Ponce, la sodomía, la necrofilia o las situaciones de incesto que

38  Esta también es la base para “El modo de hacer pontífices” (S 2004: 247-248). El carácter placentero del sexo no sería inútil, ya que la mutua atracción sexual sería el garante de la pervivencia de la especie humana. El celibato, desde este punto de vista, se presenta como opuesto a esta utilidad biológica (Deacon 2006: 221). Las relaciones sexuales, al ser naturales, por lo tanto, no pueden ser pecaminosas. Esto ya lo declaró David Hume en su Treatise of Human Nature (1968: 486), y también se encuentra en el Arte de las putas de Moratín: “Castidad, gran virtud que el cielo adora/virtud de toda especie destructora” (1977, I: 78). 39  De este modo, cual utile dulci horaciano, se conjuga una dimensión lúdica (“divertirte”) con la instrucción y el aprendizaje sexual. Se trata, así, de mostrar cómo disfrutar de “deleites carnales” (S 2004: 128) sin que sea “pecado” (ibíd.).

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aparecen en los poemas de Samaniego, no se juzgan negativamente.40 A veces se ven sometidos a un castigo burlesco (como en “A maestro cuchillada”, S 2004: 185-189). No obstante, el acto sexual se presenta reiteradamente como un remedio para curar enfermedades y aumentar la felicidad. Así, por ejemplo, ocurre con la resurrección de una mujer difunta tras ser penetrada por su marido en “Las entradas de tortuga” (S 2004: 131-134) o con la monja en “La medicina de San Agustín”, cuya “enfermedad penosa/ha cedido a la fuerza milagrosa/ que San Agustín puso en los pepinos/de los robustos frailes agustinos” (S 2004: 209), sanación milagrosa que se encuentra de forma parecida en la “Oración de San Gregorio” (S 2004: 215-219) y en la curación del “histérico” de una monja en “Las lavativas” (S 2004: 159-160). 9.2.2. Mecanismos de dominación: los actos sexuales y la violencia También en “El conjuro” (S 2004: 143-145) la penetración de una mujer se presenta como remedio natural que sustituye al exorcismo que se había intentado realizar de manera infructuosa para expulsar al diablo de su cuerpo. Esta “práctica natural” exitosa en la situación (Pérez Pacheco 2009: 875), no obstante, contiene una fuerte connotación de violencia ejercida por el hermano lego que es traído como apoyo por el padre exorcista, que fracasa con sus prácticas. Aparte de que se trata de una violación, el desenlace de la situación se da por huir el diablo de la potencia del lego, queriendo evitar la relación homosexual y salvaguardar su propio “virgo” (S 2004: 145). Es una de muchas escenas en las que el acto sexual, desligado de cualquier sentimiento de amor y también del gozo físico, implica “luchas sexuales verdaderas, cuerpo a cuerpo, entre los personajes” (Ribao 2001: 204) y sustituye a luchas simbólicas. El control, simbolizado mediante la dominación de un cuerpo, puede ser ejercido o bien por mujeres sobre hombres (como 40 

La sodomía se encuentra en “Al maestro cuchillada (S 2005: 185-190), la necrofilia se tematiza en “Las entradas de tortuga” (S 2004: 131-134). En “A Roma por todo” (S 2004: 225-226) de Samaniego se narra cómo un penitente confiesa que todos los miembros de la familia duermen en una cama, lo que habría causado equívocos a la hora de copular, habiéndose quedado embarazadas todas las mujeres de la familia. El confesor le da un consejo sobre cómo cubrir los embarazos a cambio de que el penitente duerma con el cura. Como indica Penrose, ambos actos implican un acto contra natura (Penrose 2006: 231).

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en “El país de afloja y aprieta”, S 2004: 121-126), o bien por hombres sobre mujeres (como en “El ajuste doble”, S 2004: 173-176),41 o bien por hombres sobre hombres, mediante violaciones, como en “El piñón” (S 2004: 139-142) o mediante la subordinación indirecta. Esta ocurre en “La peregrinación” (S 2004: 265-267), cuento-poema en el que unos “árabes” penetran varias veces a la esposa de un peregrino delante de él, dejándolos ella fatigados y quedando ambiguo si ella disfruta de la potencia sexual masculina de estos marcadamente superior a la de su esposo. Penrose ha destacado muy acertadamente cómo la construcción del poder y la dominación sobre otros —adscritos a otro género y otra cultura— actúa en estas situaciones como afrodisíaco, mucho más que el acto sexual en sí.42 Así, se dibujan diferentes rivalidades mediante el encuentro físico entre terceros, cuyos cuerpos se convierten en instrumentos de lucha. Samaniego no retoma las partes de la literatura clásica que incluyen una erótica homosexual. En su poesía, los actos sexuales entre personajes del mismo género se convierten en imagen del abuso autoritario (masculino) sobre otros personajes sin poder. De este modo, comparte la imagen negativa de una masculinidad sexualizada e incluso sexualmente desenfrenada que también se encuentra en otros textos, como los de Luis Gutiérrez, Margarita Hickey o Francisco Comella, donde, no obstante, se censura de otro modo. En “Al maestro, cuchillada” el dios Príapo, personificación de la potencia sexual masculina, reza ante un cardenal: “Soy el dios Príapo en persona:/las cópulas protejo naturales,/pero no los ataques sensuales/de puerca sodomía;/y, pues gozar 41  En “El ajuste doble” (S 2004: 173-176) el protagonista, que recurre a los servicios de una prostituta, se declara vencedor en ingenio y carnalmente al no pagarla y marcar su propia potencia sexual por el gran tamaño de su pene en relación con los genitales de la mujer (vid. Ribao 2001: 205). No obstante, esta trama constituye una excepción entre los varios plots que se narran, quedando burlados sobre todo hombres. Penalva llama la atención sobre el hecho de que el tema de evitar pagar a las prostitutas “resultaba habitual en la literatura picaresca de los Siglos de Oro; [...] las tretas de que se valían los estudiantes para poder disfrutar de los servicios de las meretrices sin tener que desembolsar un duro” (Penalva 2003), perdiendo importancia en la poesía del xviii. 42  El recurso a los musulmanes en “El piñón” y “La peregrinación” no solamente refuerza la idea de una masculinidad caprichosa de los otomanos, coincidiendo con lo que Edward Said ha llamado la invención europea del Oriente, para crear un personaje tipificado y deshumanizado del que reírse para construirse a sí mismo (Penrose 2006: 233, Said 2014: 1). El vocabulario militar mezclado con el corporal puede insinuar también, en otro plano, una batalla cultural entre moros y cristianos.

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ojete es tu manía,/quédese el tuyo viejo,/que en sempiterna languidez lo dejo” (S 2004: 189). De este modo, no solamente el voto de castidad del clero se considera innatural, sino que también cualquier relación que se salga de la heteronormatividad es desnaturalizada y condenada, aquí mediante el empleo del aparentemente mayor castigo: la impotencia sexual. A diferencia de las relaciones sexuales entre hombres y mujeres, que en muchas ocasiones se describen como consentidas, los actos sexuales entre hombres carecen tanto de consentimiento mutuo y de gozo como de una legitimación natural. Así ocurre con los actos homosexuales que aparecen en “El país de afloja y aprieta” (S 2004:121-126), “El piñón” (S 2004: 139-142) y “A Roma por todo” (S 2004: 225-226) (vid. Penrose 2006: 229). De este modo, Samaniego reproduce la condena eclesiástica de la homosexualidad masculina.43 Michael Kimmel ha desvelado el mecanismo por el que se fortalece la propia masculinidad y legitimidad del rol dominante del hombre en la sociedad patriarcal mediante la clara denuncia de comportamientos que transgreden esta heteronormatividad (Kimmel 1994). No obstante, en las relaciones sexuales entre mujeres no se aplica este mecanismo. Vargas Ponce describe con naturalidad el sexo entre monjas, gozoso sin que sea necesaria la asistencia de un hombre: “Tambien se suelen joder/Una á otra en ocasiones,/Y aunque no tienen cojones,/Juntado ámbas el coñito/Consiguen tener gustito/Con aquellas frotaciones” (VP 1989: 109). También Samaniego describe la relación homoerótica entre Dora y Dido (2004: 345-346).44 Samaniego, Iriarte y Vargas Ponce mantienen, en este sentido, los límites de una sociedad patriarcal, al no permitir actos sexuales entre hombres relacionados con el gozo sexual y no como ejercicio de dominación. También los actos sexuales entre el género masculino y femenino sin consentimiento, justo en el contexto de un clero hipersexualizado, se convierten en metáforas de la subyugación de personas inocentes y necesitadas de protección por parte de la institución que supuestamente las debería amparar (vid. también Penrose 2006: 233).

43 

Philip Deacon ha trabajado sobre los procesos inquisitoriales al respecto (Deacon 2006b: 421). 44  Nicolás Fernández de Moratín enumera los servicios de una mujer que también se ofrece a monjas en el Canto Tercero del Arte de las putas (Fernández de Moratín 1977, III: 158).

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9.3. Las formas y la inclusiÓn del lector La poesía erótica se puede considerar un subgénero con normas propias (Deacon 2006a: 221). En otras investigaciones ya se ha trabajado el entronque formal con la tradición popular y la tendencia a la oralidad (Bellón Cazabán 1983: 16-17, Martín Nogales 1995: 83). La forma poética dominante es la silva (Palacios 2004: 69). Además, se encuentran algunos sonetos, poemas en décima espinela y octavas reales (Garrote 2002: 96). La poesía aquí expuesta funciona como un género literario narrativo, hecho subrayado al ser descrita por sus propios autores como “cuento” (S 2004: 154, 193) o “historia” (S 2004: 154, 191, 239, 283). La estructura tripartita de la mayoría de los poemas, que consiste en una breve introducción, el desarrollo de la historia y una gracia final, refuerza este carácter narrativo (vid. Palacios 2004: 67; Garrote 2002: 104). El lector es incluido en el proceso: continuamente se encuentran apelaciones al mismo como “erudito lector” (S 2004: 279), “lector amado” (S 2004: 127) o “¿Qué harías tú, lector, en tal postura?” (S 2004: 314) (vid. también Ribao 2001: 213). Estas llamadas se combinan con la exposición de la razón por la que se da cierta información en un momento determinado de la historia, como “digo esto porque” (S 2004: 195), “dígolo porque luego” (ibíd.) o “Considere el lector, aunque yo callo” (S 2004: 141). Estas fórmulas remiten a un horizonte de normas de pudor y a una conciencia de los efectos de lo escrito que el autor comparte con sus lectores, a la vez que invitan a este a rellenar los vacíos literarios (vid. Garrote 2002: 105). Por otro lado, se emplea un lenguaje concreto con una riqueza de términos eróticos (Palacios 2004: 90; Gies 1995: 229) que se opone a la pudibundez exigida a los escritos aceptados oficialmente en la época (Aguilar Piñal 1996c: 120). Esta claridad, en combinación con la protección de los implicados (por ejemplo, mediante la omisión de la identidad en apariencia verosímil de una viuda “cuyo nombre se sabe y no se anota”, S 2004: 239), llevan a un voyerismo que no ofende a nadie en particular. La descripción de los actos, centrada en lo exterior, los espacios y el físico de los personajes, no en su interior o estado anímico, fomenta la visualización. Esta, sin derivar hacia un “guilty pleasure voyeurism” (Raillard 2005: 15) subjetivo, engloba situaciones de índole anecdótica en las que las acciones no se sancionan y causan risa merced a un ‘costumbrismo’ ironizado mediante la hipérbole y los giros inesperados. De este modo, según Palacios Fernández, esta

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poesía erótica “produce risa más que lascivia” (Palacios 1976: 29, 46). No obstante, hay que matizar esta afirmación: la risa es la condición necesaria que posibilita hablar sobre el tabú del sexo, sin necesidad de una captatio benevolentiae como se encuentra en otros textos lúbricos de la época, y sin que medie ningún interés en llevar a cabo un análisis psicológico de los personajes. El modo narrativo de los poemas, reforzado por su lenguaje y por la existencia de una trama con espacios y personajes concretos, reconocibles en su tipificación, permite acercarse a la sexualidad masculina y femenina cual análisis biológico. Retomando la conclusión de Mehl Penrose, según el cual la descripción de cómo se observa el cuerpo (femenino) estaba muy relacionada con un conocimiento basado en la sensación (Penrose 2006: 230), se puede afirmar que esta poesía experimenta casi científicamente con la sensación de lo físico, involucrando al lector. 9.4. Síntesis: la poesía erÓtica, entre evasiÓn y subversiÓn En relación con los conceptos de moral y moralidad del siglo xviii, “cuyas coordenadas fueron dictadas por la Iglesia” (Deacon 2006b: 421), la poesía erótica burlesca con referencias al clero se convierte en un medio de subversión. Al recurrir al entramado entre espacio, religión y prácticas relativas a los géneros masculino y femenino en los poemas, la poesía se convierte en parodia y en portadora de una crítica subyacente de las normas y autoridades que rigen en la convivencia cotidiana. Permite visibilizar de forma hiperbólica lo invisible. Espacios cerrados y accesibles solamente bajo condiciones muy limitadas, como el cuerpo, la casa, el convento o el confesionario, se abren mediante el imaginario creado en la poesía. Este acceso desvela normas específicas para los géneros masculino y femenino, expresados por boca tanto de autoridades eclesiásticas como de ilustrados “moralistas tiranos” (VP 1989: 109), a la vez que la inversión de estas normas mediante el comportamiento de los personajes puede servir de propuesta alternativa. Conlleva no solo un escepticismo frente a las autoridades morales, sino que también conceptualiza al individuo con mayor autonomía y libertad. Al mismo tiempo, el mundo casi carnavalesco en su hipérbole permitía la mera evasión del estrecho corsé social. Los poemas, a pesar de los experimentos sexuales que inventan, no ofrecen ningún proyecto

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de reforma concreto, sino que se mantienen ellos mismos en un espacio ‘invisible’, al igual que las transgresiones que describen. Al no constituir una rebeldía abierta, incluso pueden afirmar de manera reproductiva el orden establecido en el marco extratextual que condiciona el surgimiento de los textos. El recurso a espacios concretos, definidos mediante su arquitectura y las prácticas asociadas a ellos, se convierte en un elemento central de esta poesía. Al compartir el público lector tanto el conocimiento de sus normas como el imaginario en cuanto a la rigidez y la forma en la que se presentan dichas normas, esos espacios son idóneos para demostrar unas transgresiones inequívocas por encima de los límites establecidos. Al convertirse el lector en voyeur, se hacen visibles las reglas y también los castigos que se aplican en esos espacios reglamentados y sometidos a un control visual, a la vez que las prácticas de hombres y mujeres en la esfera privada se describen y narran de un modo (casi) costumbrista. El control visual, ahora, es ejercido con el lector, que se encuentra a sí mismo divirtiéndose con los contenidos eróticos de la lectura y solo tiene la risa como cubierta para justificarse por ello. Esta relación entre texto y lector se reproduce en las situaciones de voyerismo que viven los personajes (como en “El reconocimiento” o en “La fuerza del viento”, S 2004: 135-138, 161-164). Al convertirse estos espacios cerrados y de castidad en espacios de sexualidad femenina y masculina visible, se descubre el sistema discursivo hipócrita que subyace a las estructuras de poder. Los espacios físicos en los que se posicionan los personajes se convierten, así, en soportes de significado. Rompen con la expectativa de los lectores, al quedar negada su función originaria debido a la invasión de personajes que lo pervierten a través de sus actos. Así sucede, por ejemplo, en los poemas cuento de monjes y monjas de clausura que se encuentran en los tres escritos y donde, por supuesto, siempre hay alguna salida o entrada para seres ajenos. En efecto, en un clima en el que existen tensiones entre la Ilustración y el clero regular, este aparece como el principal “blanco de las críticas” (vid. Marti 2009: 11). Las jerarquías se invierten mediante el anticlericalismo, transportado mediante la oferta de diferentes ideales de género, superando las limitaciones impuestas por la religión. La crítica al clero es ilustrada, sin que ello entre en contradicción con el recurso al topos de los amores de frailes, de larga tradición desde la Edad Media.

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La “feroz sátira anticlerical” (Durán 1997: 63), la “mordaz sátira contra los personajes de la Iglesia” (Pérez Pacheco 2009: 874) o el “anticlericalismo” (Penalva 2003), presentes en los tres autores, va más allá de una crítica a una imagen ideal del clero. Al convertir el clero en objeto de la burla, siendo sus miembros ora víctimas de una sexualidad, ora victimizadores que ejercen un dominio sobre otros mediante actos sexuales (Penrose 2006: 232), se pone en evidencia la falibilidad de los personajes relacionados con la religión (Marti 2009: 8). A todos ellos, tanto masculinos como femeninos, se les atribuye una libido potente, con el efecto de naturalizar el deseo sexual. Al centrarse en lo físico, “a expensas de lo espiritual o teológico” (Deacon 2006b: 420), los poemas describen la cotidianidad de los actos sexuales, que se opone al énfasis de la Iglesia en el más allá. Los actos sexuales se desligan de la procreación como fin útil del coito, prescindiendo de propugnar la figura del ‘buen padre’ o de la ‘buena madre’ que cumple con su deber para con el Estado y la especie humana. El deleite inmediato de los personajes es un elemento central de los textos, que permite, a su vez, también un efecto afrodisíaco en el lector, combinado con la risa por lo hiperbólico. Esta poesía erótica aporta, así, otro concepto de felicidad privada, desligado de cualquier utilidad para la esfera pública y, por lo tanto, también libre de prescripciones morales estrechas para mujeres y hombres: “Joded, felices humanos,/Sin que nada os alborote, [...]/A moralistas tiranos/Dejadlos en su quimera;/A fé que si yo pudiera/[...]/ Cien mil veces más jodiera” (VP 1989: 109). Empero, la hipocresía eclesiástica, reiteradamente objeto de burla, también queda matizada: los fallos de los personajes clericales, al estar sometidos a normas opuestas a la naturaleza humana, parecen casi comprensibles, hecho que se podría leer más como reivindicación de otras normas o de abolir la institución que como una llamada a un disciplinamiento de los personajes. Las creencias religiosas, no obstante, constituyen un vacío literario. En las descripciones, centradas en los actos, se trata de una crítica de costumbres y prácticas institucionalizadas más que de introspecciones psicológicas o teológicas. Por consiguiente, no es posible hablar de una estrecha relación con el “ateísmo”, como lo hace Garrote (2002: 91). El deseo del acto sexual como ‘pan de cada día’ se presenta como universal e indispensable, hasta formar parte del cuidado de la salud. Si no se cumple con las necesidades biológicas del ser humano, las mujeres sufren de histeria y los hombres de “priapismo” (S 2004: 149). La castidad aparece, de este modo, como

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una exigencia opuesta a la naturaleza humana y que, por tanto, puede causar enfermedad y requiere una medicalización. Al restaurar el sexo como acto natural y defenderlo contra la atribución de culpa y pecado, es posible leer esta poesía, afín y contraria al neoclasicismo a la vez, como un retorno al seno del mundo clásico, libre del pecado cristiano, y como experimento relacionado con el sensualismo dieciochesco (vid. Raillard 2005: 10). Las ‘recetas’ para compatibilizar el deseo con las normas cristianas se encuentran a modo de instrucciones en los poemas (vid. “Las lavativas”, por ejemplo, o la “enseñanza” [S 2004: 277] a escondidas en “La disculpa”). Ahora bien, a pesar de la universalidad de la libido, la imagen de las mujeres y de los hombres diverge. A la mujer, desligada del paradigma de la utilidad y de su papel como esposa y madre,45 se le atribuye la capacidad de ser agente sexual (Ribao 2001: 205), de vivir un orgasmo e incluso la eyaculación en una relación sexual, sea con hombres, con mujeres o mediante la masturbación, como ocurre en “La pulga” (S 2004: 309-310), “El modo de hacer pontífices” (S 2004: 247-248), “La peregrinación” (S 2004: 265-267), “El pues y qué” (S 2004: 245-146) o el soneto “El abad y el monje” (S 2004: 321) de Samaniego, en “Lo que es y lo que será” de Vargas Ponce o en “El mismo” de Iriarte. Especialmente en estos versos de Iriarte destaca la influencia del sensualismo al transmitirse las sensaciones de la mujer en el supuesto diálogo con su amante, del cual solamente se presentan las intervenciones habladas de la mujer. La maternidad, el estrato social o la edad de las mujeres no influyen en su deseo sexual (Raillard 2005: 14). Los poemas prescinden de las normas rígidas que exigirían recato constante a las mujeres, como ocurre en obras narrativas o en el teatro neoclásico. La poesía sí comparte con estos géneros literarios la actitud crítica ante los matrimonios desiguales, solo que aquí se convierten en causa de la insatisfacción (sexual) de la mujer.

45  De este modo, la poesía erótica se opone de forma lúdica a las reivindicaciones ilustradas con respecto a las mujeres como las expresaba, por ejemplo, Campomanes en su Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento (1775), hablando de la supuesta ‘indolencia’ y falta de ocupación productiva de las mujeres. Por el contrario, se disuelve aquí el binarismo ‘ociosidad’ versus ‘laboriosidad’, de una fuerte carga moral acerca de las funciones sociales tanto femeninas como masculinas (vid. Bolufer 2009: 799).

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A pesar del semblante liberal de estas concepciones, queda por cuestionar esta autonomía sexual atribuida a la mujer dentro del conjunto erótico. En vista de un público lector probablemente masculino (pruebas de ello son la autoría masculina y las referencias que nos ofrece Jovellanos), sus cuerpos se convierten otra vez en un objeto que, bajo la mirada imaginaria del lector, sirve para incitar el placer físico de este. Así, a pesar del toque reformista que contiene una visión liberal de la sexualidad, también es posible destacar una oposición casi siempre jerarquizada entre el género masculino y el femenino. Las descripciones no se pueden desligar de “un machismo inconsciente, donde predomina la mujer objeto” (Palacios 2004: 78-79) y una masculinidad que se basa en la potencia sexual, parecida a la censurada en otros escritos de la época. Según Michel Foucault, la liberación (sexual u otra) requiere la transgresión de la economía del poder (Foucault 1980: 5), acción que aquí se consigue mediante los ataques irónicos al estamento clerical y la jerarquía social que su existencia lleva aparejada, pero que no se lleva a cabo en cuanto a la masculinidad o femineidad en general. Se valora positivamente la fuerza viril de los hombres, a la vez que esta masculinidad se refuerza mediante un fuerte rechazo a la homosexualidad masculina. Hombres que se relacionan con hombres se vuelven objetos de burla, se consideran como afeminados que pervierten no solamente los dogmas de la religión, que se quieren superar, sino la naturaleza. No obstante, para los escritores y lectores de la época, la poesía erótica habrá constituido un medio para pensar libremente sobre el cuerpo (Haidt 1998: 64), aportando, además, un estímulo importante a las discusiones públicas en cuanto a la relación entre hombres y mujeres. Dentro del marco férreo de normas prescritas por los eclesiásticos, por los neoclásicos o por los reformistas de la economía, se ofrece un espacio de calentura sexual que permite la destabuización de lo carnal bajo el manto de la risa y la burla clerical. Este conglomerado puede servir, por un lado, como evasión clandestina de este marco, pero también actuar como subversión activa que deja emerger otra actitud ante la moral centrada en la utilidad. El chiste es una de las primeras formas de superar un tabú o un trauma. En la época de la Ilustración española y en un contexto de represión inquisitorial, esta poesía puede leerse como una forma de tratar con la sexualidad, de hacerla palpable, diluyendo la inmoralidad de los actos sexuales (vid. Palacios 2004: 91). De esta forma, los tres escritos aquí analizados pueden considerarse

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9. “Con un hombre yo... siendo cristiana”

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como documentos de una lucha clandestina contra la represión sexual del siglo. Al mismo tiempo, son obras de diversión en tres sentidos. En primer lugar, contienen instrucciones prácticas para obtener mayor gozo en el acto carnal. En segundo lugar, ofrecen ellos mismos una diversión carnal, cumpliendo con una función que hoy en día se le adscribiría tal vez a la pornografía. Y en tercer lugar, permiten una diversión por los chistes incluidos, reforzados por chispas lingüísticas y la forma poética. En los versos de Samaniego, la risa, basada en la inverosimilitud de los actos y en la hipérbole, mitiga o tal vez cubre el efecto subversivo, dejando los textos en la ambigüedad entre crítica social y mera burla, afirmativa, finalmente, del orden establecido. Los versos de Vargas Ponce, menores en cantidad y de títulos que insinúan la transmisión de una verdad universal (“Lo que es y lo que será”), siguen en esta línea, recurriendo a la misma tipificación de los personajes, pero prescindiendo de localizarlos en espacios concretos. Los versos de Iriarte, a su vez, no aluden al clero, y dejan entrever en los diálogos una subjetividad sensualista y un yo enmarcado aún por las normas ligadas al cristianismo (“siendo una mujer cristiana”). Aunque estos textos hayan circulado solamente bajo cuerda y supuestamente en un círculo pequeño de amigos ilustrados, la ficcionalidad puede haber ofrecido un espacio protegido para experimentar identificaciones o alteridad, para probar, comprender y observar roles humanos sin tener que asumir los riesgos que exigiría un espacio real. A su función de diversión (delectare) se le puede sumar otra función más: puede y en ciertos casos incluso pretende explícitamente transmitir información y actitudes éticas (prodesse). Crea, así, un espacio discursivo, inmaterial, que permite tematizar aspectos de la sociedad tabuizados. Cumple, de este modo, con el utile dulci clásico de Horacio y se introduce en ciertos aspectos en la línea ilustrada, sin llegar a conformar, sin embargo, una literatura de oposición frontal al orden social.

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10 CONCLUSIONES: DOING GENDER WHILE DOING SPACE WHILE DOING RELIGION EN LA LITERATURA

En mi trabajo he analizado un corpus de siete conjuntos de textos literarios pertenecientes al género narrativo, dramático y lírico, y producidos entre 1764 y 1801, en cuanto al engranaje entre religión, espacios específicos de la sociedad y el ideario relativo a los géneros masculinos y femenino. La exposición detallada de la base teórica, fijada a partir de conceptos tanto sociológicos como filológicos, ha demostrado cómo las tres dimensiones, espacio, género y religión, forman una red tanto en la sociedad como en la literatura ficcional. De ahí se ha derivado un procedimiento metodológico mediante el cual el presente trabajo ha indagado cuál es la relación entre, por un lado, el ideario ilustrado en cuanto a los géneros masculino o femenino y, por otro, la moral cristiana, las prácticas religiosas y la Iglesia en el corpus. Asimismo, se han analizado las estrategias comunicativas y los géneros literarios utilizados. El objetivo del análisis era dilucidar, por un lado, de qué modo se generaban y se expresaban posturas ante la religión en textos literarios del siglo xviii en los cuales el componente de entretención podía estar ligado, en un sentido muy amplio, a una intención educativa. En segundo lugar, se pretendía averiguar de qué modo los posicionamientos ante la religión están relacionados con comportamientos presentados como específicos para hombres y mujeres y de qué manera, a su vez, estos comportamientos ideales específicos modelan los espacios a los que se adscriben, y viceversa. De estas dos cuestiones se derivaba una tercera pregunta de carácter sintético que apuntaba a entender en qué medida estos textos conllevaban un potencial de renovación o de consolidación de diferentes concepciones sobre los géneros masculino y femenino y los lugares/espacios a los que estos se adscriben. De este modo, el trabajo quiere discutir en qué grado se pueden identificar

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en los textos literarios transformaciones susceptibles de ser definidas como ‘ilustradas’ y/o comprometidas con el ‘progreso’. Los análisis han demostrado que se puede constatar para todos los textos la existencia de una estrecha interrelación entre las tres categorías, es decir, un doing gender while doing space while doing religion. Los textos del corpus en conjunto subrayan lo procesual de las respectivas atribuciones a géneros y a espacios, así como de la atribución de los géneros a determinados espacios, y a la inversa. Los textos constituyen, por lo tanto, un laboratorio en el cual se pone de manifiesto la estrecha compaginación entre espacio, género y religión a la hora de buscar nuevas normas de comportamiento que favoreciesen un ‘progreso’. El recurso reiterado a la utilidad de cada individuo para la felicidad pública y privada apunta a una economización de la sociedad y del ser humano. No obstante, la asignación de ocupaciones específicas a los géneros masculino y femenino se legitima mediante la religión. La utilidad desempeña así un papel central como nueva categoría moral (cristiana). Se puede observar que se estrechan las respectivas tareas de hombres y mujeres en la sociedad, definiendo roles y modelos fijos que deben estabilizar el orden social. Se aboga por una educación moral y práctica, de modo gradual y en función del estrato y el (futuro) empleo de cada persona, una educación que debe incluir también pautas religiosas (vid. Álvarez 2006b: 217). El trabajo ha podido demostrar cómo en el transcurso de los debates sobre la reforma de la sociedad española también la literatura ficcional contribuyó, mediante diferentes mecanismos, a fundamentar y difundir diferentes idearios en favor del bienestar nacional y privado, a la vez que tuvo un efecto normativo con respecto a la definición de los roles de género. La participación de ambos géneros en el proyecto de reforma tiene el doble efecto de, por un lado, igualarlos en cuanto a su integración en este, y, por otro lado, de especificar sus funciones y separar sus espacios de acción. A través de argumentos religiosos y el recurso a la supuesta naturaleza o esencia de la mujer, ella se liga a la casa y a los quehaceres domésticos, una adscripción que va acompañada de una clara orientación al matrimonio y la maternidad. Al hombre, en cambio, se le adscribe a oficios y ocupaciones exteriores a la casa, desempeñando el papel del pater familias móvil que realiza las actividades lucrativas para financiar a la familia. Ambos cumplirían con el precepto de la utilidad social, al garantizar como célula familiar no solo la ‘felicidad privada’, sino también la reproducción de la sociedad y

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la economía nacional, la ‘felicidad pública’, si bien no todos los textos reproducen este ideal sin cuestionarlo, como muestra, por ejemplo, la crítica abierta al mismo en la poesía de Margarita Hickey o la ausencia de estos roles en la poesía erótica. El estrechamiento de las tareas ocurre, no obstante, recurriendo a un discurso religioso: la moral, el recato y la laboriosidad1 de las mujeres como virtudes cristianas se revalorizan. Garantizarían la ‘felicidad privada’, basada especialmente en un matrimonio harmonioso, a la vez que conllevarían la recompensa tras la muerte. La interiorización de estas virtudes en los personajes ocurre mediante una educación moral literaria que, sin excluir la creencia, sustituye a la socialización católica y al miedo a un castigo divino promovido por la Iglesia, como se critica en Eusebio. Conforme a ello, el discurso literario pone en cuestión la ejecución pomposa de prácticas y rituales católicos, que solamente pretendería aparentar devoción, pero que no coincidiría con una actitud interior de justo medio relativo a las creencias y la devoción, y que, además, competiría con las ocupaciones laboriosas cotidianas y útiles de cada personaje. Así ocurre, por ejemplo, en Cornelia Bororquia, en las obras teatrales de Ramón de la Cruz o en la poesía erótica. Se limita, de este modo, la influencia clerical y la necesidad de oficiales católicos como mediadores con Dios y como autoridades morales, a la vez que se refuerzan lo privado y la privacidad de la religión. Mediante esta privatización de lo religioso en las obras, se ofrece una salida a la competencia entre el espacio de la casa, ligado a la economía doméstica y familiar, y el de la iglesia (y de la Iglesia), ligado a otros intereses. La religiosidad se inscribe en el espacio privado y doméstico y se presenta de este modo como conciliable con las necesidades mundanas y cotidianas. Por su parte, el sistema de coordenadas en cuanto al género social se entrelaza en cada uno de los textos literarios analizados de modo específico con determinadas normas religiosas. A su vez, en todos los textos presentados, el espacio se crea al actuar y al relacionarse hombres y mujeres de diferente modo.

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Concorde con el discurso sobre el progreso económico, diferentes oficios se valoran de forma positiva (por ejemplo, la cestería de Hardyl en Eusebio, la agricultura en Cecilia y Cecilia viuda, los trabajos domésticos de Eudoxia o de Cecilia), siempre con un claro reparto de espacios laborales entre hombres y mujeres, mientras que se critica la ociosidad, visible especialmente en el estamento clerical y en la nobleza.

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10.1. Los espacios genderizados En los análisis se ha podido resaltar que los espacios no solamente funcionan como espacios de la acción, sino también como acting places (Bal 2009: 139), esto es, influyen en las acciones y las producen. Los espacios se describen mediante acciones y atribuciones de características producidas por el ser humano, como su permeabilidad, su luminosidad o su extensión. Estas características, a su vez, tienen ciertos efectos en los personajes y divergen dependiendo del género y del estatus de estos, a la vez que se pueden leer de forma alegórica. Así, mediante el espacio se (re)producen jerarquías sociales y se realizan procesos de inclusión y exclusión, de marginalización y de normalización del género femenino y masculino. Los textos cuestionan los roles de género, así como también y de manera interrelacionada las funciones de los espacios, sujetos, en parte, a una redefinición. Uno de los espacios en los que se ha centrado el análisis es el de la casa, con los ámbitos relacionados del jardín o el patio y del salón. La casa como espacio de comunicación y acción es un lugar que adquiere sus características especialmente a través de la mujer, siendo el emplazamiento del matrimonio (real o proyectado) ideal y el escaparate del grado de virtud femenina. La modestia y el orden de la vivienda se convierten en señal de la laboriosidad doméstica femenina, al igual que ocurre en las Cecilias o justamente no ocurre en La falsa devota. Las paredes de la casa insinúan cierta privacidad. En la poesía de Samaniego, este espacio íntimo permite mantener relaciones sexuales libres. Asimismo, es un lugar de sociabilidad, la cual puede ser fruto de diferentes motivos o pretextos, como en El luto en casa. No obstante, la casa requiere la protección por parte de un hombre (ilustrado) contra las influencias destructoras de otros hombres, al ser un espacio permeable, como en Cornelia Bororquia o en las Cecilias. Cualquier descripción o imagen del interior de una casa no solamente se limita a ofrecer al público lector o espectador la posibilidad de observar secretamente un espacio a priori inaccesible, sino que también implica una mirada sobre el orden familiar y, muchas veces, sobre la psique (femenina) ligada a este espacio. También coincide con el acceso al interior de los personajes femeninos y sus tensiones interiores, especialmente al verse confrontados a normas de comportamiento contradictorias en competición, como ocurre en La casta amante de Teruel, pero también en las Cecilias y en las dos novelas analizadas. A la

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vez, en la antropología de las obras en cuestión, las mujeres ejemplares se presentan como intelectualmente capaces, utilizando todas sus aptitudes para cumplir con el rol social que les es asignado. En algunas ocasiones, los personajes femeninos también reflexionan activamente sobre sus deberes y sus condiciones sociales y morales, como ocurre en La casta amante de Teruel o en Cornelia Bororquia. El convento, por su parte, está marcado por una reclusión aún mayor. Se presenta en las obras como espacio monogenérico, que puede funcionar, ora como lugar de marginalización y exclusión social, ora como lugar de retiro frente a las maldades del mundo. Para la mujer, en la reclusión conventual subyace una tensión entre voluntariedad (vid. Hickey y Comella) e involuntariedad u obligación (vid. Montengón), si bien en todos los textos la entrada en clausura se desenmascara como práctica social en la que entran en juego motivos mundanos. Se ofrecen versiones contrapuestas de la función social del convento: la imagen del convento como lugar de la exclusión de la mujer de la herencia y de la oportunidad de casarse denunciada en la novela Eusebio, que presenta la función social del convento y de la religiosidad de manera crítica, contrasta con la imagen del convento como refugio seguro frente al mundo y a los acosos masculinos, como en las Poesías varias sagradas, morales y profanas o amorosas (1789) de Hickey. En todo caso, para que estas prácticas de reclusión (oficialmente) voluntaria funcionen, a los personajes femeninos se les tiene que asignar una fuerte piedad. Esta primero las puede convertir en esposas ideales —laboriosas, fieles y atentas al esposo, aparte de devotas— y luego en monjas con vocación, como ocurre en Cecilia viuda. Especialmente en el momento de enviudar un aumento del ímpetu religioso estabiliza el orden social, permitiendo la marginalización de la mujer mediante su entrada (voluntaria) en el claustro. Al mismo tiempo, la religiosidad femenina adquiere importancia para defenderse contra los constantes requerimientos de hombres. Así, la religiosidad permite, o bien que la mujer se refugie en su propio interior, o bien que se retire en el claustro como solución, como se propugna en la poesía de Hickey. Tanto en las piezas de Comella como en la poesía de Hickey se retoma la idea de que las mujeres estarían expuestas a agresiones y constantes peticiones de los hombres, que, además, no las tomarían en serio a la hora de hablar de asuntos científicos o políticos. De este modo, se realiza una propuesta de comportamiento a guisa de manual para mujeres, cuestionándose en Hickey incluso el ideal del

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matrimonio para la mujer. No obstante, no se trazan otras opciones o propuestas para encauzar los problemas mediante otras normas sociales y morales o, por ejemplo, otra legislación. En otras obras de ficción, la suma impermeabilidad de los espacios eclesiásticos es requisito para ficcionalizarlos como heterotopías de desviación. Estas ofrecen la posibilidad de subvertir cierta norma (Foucault 2002: 40-41), como ocurre en la poesía erótica de Samaniego, que sexualiza este espacio, haciéndolo accesible mediante sus versos, a la vez que denuncia la exigencia católica de castidad para ambos géneros, especialmente para los clérigos, como opuestas a la naturaleza humana.2 La iglesia también se presenta en las obras como lugar que contiene espacios físicamente cerrados y altamente codificados, como el confesionario, los cuales invitan, de este modo, a llevar a cabo transgresiones en la literatura. En las narraciones del delito de sollicitatio ad turpia, por ejemplo, la agency, la capacidad de actuar libremente, del penitente disminuye ostensiblemente hasta llegar a verse existencialmente amenazado. Así, el espacio de redención, de edificación moral y de apoyo individual se convierte en un “espacio de miedo” (Schmincke 2010: 63) y de opresión, estrechamente ligado a la violencia y al control externo sobre el propio cuerpo. Este imaginario se puntualiza en la imagen del calabozo inquisitorial, cuyo carácter estático y cuya oscuridad se oponen también metafóricamente al progreso, a la transformación de la relación de fuerzas y a una apertura religiosa y social.3 Los textos desenmascaran especialmente una hipocresía religiosa masculina y el camuflaje discursivo sobre el que se asienta el mantenimiento del poder y la satisfacción de deseos corporales por parte de los varones. Asimismo, la iglesia como espacio se opone a la casa, concorde con la idea ilustrada de que la religión católica tradicional y muy orientada en rituales entraría en competición con la economización de la familia. Así, mientras que el hogar y lo hogareño viven un auge y una 2 

En todos los textos eróticos analizados los varones son presentados desde una clara perspectiva heteronormativa, que estigmatiza orientaciones homosexuales como innaturales y también como poco viriles. Para las mujeres, en cambio, se describen situaciones homoeróticas, aparentemente no sancionadas, y sus actos sexuales no influyen en el grado de su feminidad. 3  El calabozo inquisitorial aparece exclusivamente en Cornelia Bororquia. La intensificación del conflicto moral que vive la protagonista corresponde a su reclusión en espacios cada vez más cerrados que no le permiten ninguna movilidad. El calabozo inquisitorial es el contrapunto al ideal ilustrado de una cárcel civil regida según la razón.

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revalorización positiva, los espacios religiosos cerrados son sometidos a un doble juicio. Este tiende, por un lado, a un extremo positivo, destacándolos como refugio y apoyo moral, mientras que, por otro lado, se denuncia su peligro para la integridad física, la perversión moral a la que incitarían y su uso como pretexto y manto para abusos. Las calles y plazas públicas se presentan, en cambio, como espacios abiertos y, por tanto, controlados colectivamente. En ellos tienen lugar reuniones moderadas, pero también excesos carnavalescos, que con sus trazas hiperbólicas invitan a cuestionar las prácticas religiosas y sociales en vigor.4 A las calles en la ciudad se opone el locus amoenus de la naturaleza y la aldea, refugio frente a la decadencia moral de la corte y la ciudad, aunque el espacio rural también se traza en alguna de las obras como más rudo y sencillo (vid. Ramón de la Cruz, Montengón). Así, en Eusebio se aboga por no retirarse del todo al campo, sino por buscar también la sociabilidad urbana. Una excepción la constituye la novela Cornelia Bororquia, en la que la Iglesia parece controlar también todo el espacio público urbano, haciendo imposible que los personajes puedan moverse libremente y poniendo de manifiesto también un desequilibrio entre poder político y eclesiástico. 10.2. Personajes masculinos y femeninos modélicos Para ambos géneros se encuentran personajes modélicos, siempre inscritos en espacios cargados de significado, que tienen un efecto normativo en cuanto a los roles de género. En estos personajes ejemplares, el cuerpo femenino se caracteriza sin excepción por una belleza singular, espejo de su ya alcanzada constitución interior perfecta, lo que tendencialmente limita el desarrollo figural. A su vez, el cuerpo femenino es dominado por el cuerpo masculino y se convierte en objeto de deseo para los varones (por ejemplo en la poesía erótica, en Cornelia Bororquia, en Eusebio o en las Cecilias), lo que refuerza su exposición. Su resistencia a las demandas masculinas aumenta su grado de virtud, a la vez que cimienta su dependencia de un protector. Esta

4 

También el espacio público es presentado como espacio peligroso para las mujeres, debido a la presencia de hombres sexualmente desenfrenados. Esta exposición de la feminidad, no obstante, es aún mayor en espacios en los que escasean las reglas y el control social presente en los espacios públicos.

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tendencia también se intensifica mediante el recurso a la sensibilidad ‘femenina’, que complementa su supuesta debilidad física y hace necesario que la mujer tenga un apoyo exterior masculino, tanto emocional como económico. Una fuerza física femenina que origine una feminidad ‘varonil’ solamente aparece en la novela de Gutiérrez. A su vez, esta visibilización a través de la ficción de la situación de vulnerabilidad y sumisión de la mujer, en principio invisible, pero hecha pública mediante obras como las analizadas, puede tener un efecto de concientización sobre las estructuras de poder, sin que necesariamente se elabore explícitamente un modelo utópico alternativo. El setting para crear un conflicto que estimule la acción narrada en casi todos los textos aquí trabajados se crea a partir de la reclusión mayor o menor de las mujeres en espacios físicamente materializados, quedando allí expuestas a un peligro existencial, muchas veces ligado a una agresión moral. Concorde con ello, las masculinidades ideales son móviles y se caracterizan por su función de tutela sobre el género femenino, presentado como emocional y físicamente más frágil (vid. Cornelia Bororquia, Eusebio o las Cecilias). Al naturalizar el orden patriarcal, los textos contribuyen a solidificarlo. En los textos analizados casi siempre se encuentra un solo ideal femenino que, por encima de cualquier estatus socio-económico, está ligado a la casa. Dentro de la constelación figural esta mujer ideal no tiene que ser destacada en contraste a otras trazadas como negativas (con excepción de La falsa devota). De este modo, la mujer apenas constituye el blanco de las críticas, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en la prensa. El ideal masculino, en cambio, encarnado muchas veces en varios personajes en el mismo texto, constituye un polo de los dos que se encuentran en los textos. El ‘hombre de bien’, un nuevo hombre cristiano bienhechor, esposo moderado, orientado en el justo medio (también en cuanto a la religiosidad), laborioso, honesto, modesto y sensible, se contrapone a su contrario absoluto, el hombre falto de sensibilidad y de conciencia moral, incivilizado, deshumanizado, adscrito a la barbarie o al mundo salvaje y monstruoso. Este último tipo de hombre proviene tendencialmente de los estamentos privilegiados, clero y nobleza, y persigue el propio interés económico o amoroso a corto plazo, poniendo en peligro a la mujer.5 5  Por ejemplo, en un espacio rural y humilde en Cecilia y Cecilia viuda y en una ciudad y una casa noble en La casta amante de Teruel, los hombres son representados

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La incivilización se expresa reiteradamente mediante la atribución a estos personajes de zoomorfia, monstruosidad, perversidad (asociada a una potencia sexual extrema), ferocidad y un desenfreno cruel, así como mediante su adscripción a espacios naturales salvajes (vid. Cornelia Bororquia, Eusebio, las dos Cecilias o la poesía de Hickey). A su vez, la cuestión de la incivilización de los personajes se puede leer en relación con el debate sobre la mejora de costumbres y la ‘civilización’ en España. Mediante la oposición entre los personajes masculinos inhumanos y los ‘hombres de bien’, las masculinidades se organizan jerárquicamente, distinguiéndose como superior el hombre que más ha interiorizado la moral católico-ilustrada, mientras que los ‘bárbaros’ destacan por transgredir todo límite físico —casa, convento, calabozo, confesionario, todos ellos lugares de peligro por su privacidad, que escapa al control público, que sí se ejerce, por ejemplo, en la calle— y, de este modo, los límites morales de la época. Entre los hombres incivilizados, no obstante, despuntan algunos varones capaces del aprendizaje moral a través de la experiencia (y no de la instrucción religiosa) frente a otros personajes marcadamente estáticos (vid. las dos Cecilias, Eusebio o Cornelia Bororquia). Los personajes, provenientes de todos los estratos sociales y en cierto paralelismo a los círculos de recepción, se esbozan cercanos a la cotidianidad, en parte tipificados, en parte con gran detalle y verosimilitud psicológica. Figuras heroicas singulares como reyes o mártires, como se encontraban en los autos de fe, no tienen cabida en los textos. Miembros del clero sí son descritos, por ejemplo, en las obras de Samaniego y de Ramón de la Cruz mediante una burla benévola, o en las novelas de Gutiérrez y Montengón, donde son sometidos a una crítica demoledora. Se lleva así a cabo un othering que excluye al clero de la parte útil de la sociedad. La ausencia de ejemplos positivos del clero en los textos —concorde con las escasas representaciones y descripciones de espacios eclesiásticos ideales— apunta a la privatización e interiorización del catolicismo como religión cada vez más laica,

como devoradores, siendo ‘amantes del dinero’ en el último caso y ‘amantes de la carne femenina’ en el primero. A diferencia de estos excesos de masculinidad, no se encuentran mujeres fanáticas. Su mayor crimen es ser supersticiosas o crédulas ante posibles engaños de los hombres.

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que puede prescindir de estos mediadores.6 En este contexto, también los privilegios que conllevan las prácticas religiosas institucionalizadas para los clérigos (y, en ocasiones, para autoridades masculinas en otros ámbitos, como el político) se denuncian críticamente como ‘pretexto’ o mero ‘aparentar devoto’, motivado por intereses económicos, sexuales o geopolíticos opuestos a la ‘felicidad pública’. Los recursos de crítica son tanto la burla como el juicio negativo sobre los culpables de delitos morales (pecaminosos), aparte de la creación de empatía con las ‘víctimas’ femeninas, trazadas todas como virtuosas, creyentes sinceras y modélicas en cuanto a su virtud, así como dignas de protección, lo que refuerza la condena moral de los personajes masculinos inmorales que, en lugar de ejercer esa protección, cometen abuso de poder y violencia.7 Así, las reacciones afectivas del público se pueden mover entre la risa y la identificación empática de los lectores o espectadores masculinos y femeninos con los protagonistas, también de

6  En Nifo no aparecen personajes pertenecientes al clero, una ausencia que evita cualquier conflicto con el estamento eclesiástico. Y en Comella solamente son mencionados algunos clérigos, sin que tengan ninguna función para la trama, ni aparecen en las tablas mismas personajes pertenecientes a este estamento. Ni Cecilia monja, ni los padres que deben celar el convento se visibilizan en las piezas teatrales. En Montengón, el convento no se describe, solamente se caracteriza mediante el efecto catártico sobre el padre amoral de vivir ‘horror’ en ese espacio. 7  Su ejemplaridad se lleva al extremo en situaciones de martirio, en las que su sufrimiento maximiza su virtud, a la vez que demuestra la doble moral y la hipocresía de sus verdugos, ficcionalizando y situando sucesos en espacios que, en el mundo extratextual, resultarían inaccesibles por solo permitir el acceso a un género o por las normas católicas que imperan en ellos. Para los personajes víctima resulta imposible actuar concorde con la moral católica, pese a su gran virtud. Todas las mujeres ideales en los textos aquí analizados creen en Dios —incluso las que dudan en momentos de él—, aunque sus actitudes se presenten como poco compatibles con la moral católica del dieciocho. Su sumisión a las normas, como la obediencia a los respectivos padres de acuerdo con el cuarto mandamiento, o a sus maridos y la reclusión en la casa como lugar seguro y apto para cumplir con sus deberes subraya su máxima disposición a subordinarse en pro del orden establecido. Al mismo tiempo esta sumisión se convierte muchas veces en el desencadenante de desgracias que evidencian un conflicto entre diferentes normas vigentes o sus límites en cuanto a su practicabilidad. Así, para la protagonista de Cornelia Bororquia resulta imposible actuar sin atentar contra ninguno de los límites impuestos por la obediencia a los padres, por la exigencia de guardar el propio honor y la virginidad, y por la exigencia de ser y parecer honesta. Resulta imposible actuar acorde con la propia moral y las inclinaciones amorosas sinceras sin dejarse sobornar, como se demuestra en La casta amante de Teruel o en Cecilia viuda.

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ambos géneros, casi siempre esbozados de forma pluridimensional. El horror o la risa ante las prácticas católicas llaman la atención sobre el hecho de que estas son instrumentalizadas por determinados grupos sociales al margen de su función originaria y pueden terminar subrayando, finalmente, la relatividad de la religión (vid. Samaniego, Montengón, Gutiérrez y de la Cruz). Estas tendencias se pueden leer como un claro indicio de una situación ideológica en quiebra. Además, en las obras aparecen actitudes tolerantes hacia otras religiones (monoteístas) y diferentes órdenes (excepto hacia los jesuitas).8 Se ha podido comprobar la hipótesis de que las formas de expresión y transmisión de ciertas posturas se pueden leer como señal y expresión de una transformación de estándares de género en la España del xviii. En los textos, los nuevos paradigmas se encuentran no solamente en los rasgos que se les atribuyen a los personajes, sino también en las formas literarias. En el intento de conmover y también a la hora de causar risa se conjugan razón, sensibilidad y religiosidad. Todos los textos demuestran, de este modo, la primacía de la experiencia, que fundamenta todo conocimiento en las teorías sensistas vigentes en el xviii. Por tanto, los textos son indicio de una situación de recepción en proceso de cambio en la que se confía en la creciente autonomía del individuo receptor, de acuerdo con el postulado kantiano de la salida del hombre de su autoimpuesta minoría de edad. Los textos dejan entrever una amplia gama de opciones al respecto entre, por un lado, la clara valoración moral de comportamientos específicos y de personajes por boca de instancias narrativas femeninas y masculinas y, por otro lado, el traspaso a los lectores de la tarea de interpretarlos y valorarlos, constituyendo esto último un llamamiento a entrar en la ‘mayoría de edad’ en un sentido de progreso moral y práctico. Es llamativo en este contexto que la voz femenina adquiera mayor protagonismo. En todos los géneros literarios la mujer sale a las tablas como sujeto activo, se discute la ‘cuestión femenina’ y, en algunas obras, la mujer es interpelada directa y explícitamente como receptora. El ser humano, de este modo, no solamente es enfocado como tema, sino que también es considerado de otra forma en la manera de tratar al público lector, al que se le atribuye la capacidad de juicio merced a sus sentidos y su razonamiento como individuos sensibles y racionales. 8  La novela Cornelia Bororquia incluso se muestra comprensiva con el agnosticismo, entendido como efecto de un catolicismo pervertido e hipócrita.

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Las formas literarias, por tanto, transportan en sí mismas una antropología ilustrada.9 Esta estrecha relación con el contexto propio de los lectores facilita la recepción de los textos. Todas las obras analizadas pueden actuar, de este modo, como guías literarias morales que, con su doing gender while doing space while doing religion, participan en un nuevo discurso y una nueva esfera que entran en competencia con la instrucción religiosa oral en la iglesia y con los textos catequéticos. Esta competencia genera dos ámbitos de educación complementarios. A su vez, las obras amplían también el radio de repercusión de los debates que se dan en el seno de las élites filosófico-políticas. La creciente cantidad de literatura ficcional en relación con los impresos eclesiásticos conlleva la ampliación del público hacia diferentes estratos, tanto masculino como femenino, y combina elementos populares y elementos que se encuentran en obras más elitistas o cultas que han pasado al canon. Ambas tendencias literarias, independientemente de su valoración estética por parte de filólogos o críticos literarios desde el xviii hasta la actualidad, comparten un entusiasmo por la renovación y tienen, en su diversidad, un fuerte impacto en el sistema moral de la época, alcanzando a un público extenso e interclasista. Ahora bien, pese a la competición de la literatura con la educación promovida desde la Iglesia, la religión, internalizada como virtud (católica), se mantiene en la literatura como hilo que enhebra la sociedad y subyace bajo la nueva performatividad de género en los distintos espacios, teniendo los textos un efecto normativo en cuanto a la religión, el género y el orden social. La literatura de ficción ofrece, así, propuestas y modelos que deben llevar a una sociedad moralmente íntegra y económicamente estable. Una ética cristiana opuesta a la exuberancia e hipocresía que en los textos se relaciona reiteradamente con las instituciones católicas y el catolicismo mismo constituiría el cimiento de un nuevo orden social. A la vez, se mantiene la religión como base de una identidad colectiva nacional, que no se pone en cuestión en sus

9  No obstante, dependiendo del estatus y del género del autor encontramos concesiones a las condiciones del mercado de libros. Esto se hace muy visible, por ejemplo, en Hickey, que opta por aferrarse a la religión para expresar su crítica y hacer posible la publicación de sus obras, en vez de arriesgar que circulara de un modo reducido o incluso en la clandestinidad, como ocurrió con la literatura explícitamente crítica con el estamento clerical o la literatura erótica.

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fundamentos. La nueva piedad laica ilustrada incluye la sensibilidad y el sentimiento moral natural y universal, sin que ninguno de ambos se oponga a la razón. Así, garantizando cierta estabilidad y evitando graves rupturas ideológicas, los textos analizados se inscriben en un ideal de progreso y de ‘reforma’ moral y social. 10.3. Límites de la investigaciÓn y perspectivas futuras En el transcurso de la investigación han ido surgiendo nuevas preguntas. Así, la posible presencia de tópicos proeclesiásticos —en dependencia del estatus y del género del autor— en otros textos requeriría un análisis para identificar ese otro polo en los debates (teológicos y literarios) y matizar o consolidar las conclusiones del trabajo ya llevado a cabo. Asimismo, sería interesante analizar tramas y giros dramáticos recurrentes, como, por ejemplo, la ‘resurrección’ de personajes, que ocurre en varias obras (Cornelia Bororquia, Eusebio, Cecilia viuda), así como el imaginario en cuanto a la vejez, la vida más allá de la viudez y la muerte. Una investigación sobre imágenes del envejecimiento en la literatura del xviii desde una perspectiva de género seguramente sería reveladora. Asimismo, sería interesante preguntarse por la presencia de la enfermedad o la diversidad funcional y las formas de tratar con ellas en los textos literarios, en vista de la relevancia que se le otorga al paradigma de la utilidad, un tema que en las obras analizadas y también en el enfoque que aquí se ha elegido constituye un vacío. Asimismo, el análisis de reseñas enlazadas con las obras analizadas podría añadir otra perspectiva (de sociología literaria) a las conclusiones aquí expuestas. En el curso de la búsqueda de los textos literarios que han entrado en el corpus se han manejado algunos textos que finalmente, por su contenido, no se han integrado en el análisis.10 Para enriquecer el 10 

Textos como las Memorias de Rosaura, escritas por ella misma (1806), poesías como el Imaginario. El Continuo retiro de cierto eclesiástico francés, muy instruido en el idioma español, residente en el convento de Santa María de Jesús, extramuros de esta ciudad de Barcelona, dio motivo a un religioso del mismo convento para acercarse a la puerta de su celda y (una entre otras) oyó cómo amargamente se quejaba del estado infeliz de su patria, diciendo las siguientes décimas (1793) o la novela anónima manuscrita Viaje a la Arcadia (s.a.), que no tematiza la religión ni los estamentos, pero describe un viaje a un mundo utópico, ofrecerían puntos de partida para ampliar los análisis.

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debate sobre la Ilustración española y sus ‘límites’, el análisis de la ‘ausencia de la religión’ en estos productos literarios sería revelador, pese a haber sufrido, en parte, la censura y confiscación inquisitorial y a pesar de la dificultad de medir su posible circulación. Una comparación entre las estrategias literarias exitosas y no exitosas frente a la censura también podría destacar el funcionamiento de esta y de la subversión de la misma. Finalmente, también queda por llevar a cabo el análisis de la interrelación de espacio-género-religión en épocas anteriores y posteriores al xviii,11 para delimitar también desde una perspectiva diacrónica ciertos procesos ideológicos y literarios. En el presente análisis se han elegido las tres dimensiones mencionadas y la segunda mitad del citado siglo, en primer lugar, porque se ha establecido como idea común la emergencia y consolidación de una normatividad moral y específica para los géneros masculino y femenino en esa época, idea de la que se podía partir para ir matizándola, y, en segundo, por el reproche reiterado de que España se habría quedado arraigada en lo tradicional y católico, sin vivir ningún cambio. Ha quedado claro que en vista del constante doing gender while doing space while doing religion presente en los textos literarios no se puede constatar en absoluto una parálisis ideológica o formal en la literatura española de la época, sino un conglomerado de transformaciones ideológicas y formales guiadas por un ideal de progreso.

11 

En el siglo xix, la religión se sigue viendo como limitación en círculos liberales. Un ejemplo sería la publicación de Monja y casada, virgen y mártir: historia de los tiempos de la Inquisición en 1868 por Vicente Riva Palacio, en un contexto muy diferente al aquí estudiado. Sandra Gilbert y Susan Gubar (1998) ofrecen un estudio que conjuga espacio y género (femenino) en la literatura del xix. También obras canónicas de épocas anteriores, como, por ejemplo, el Libro de buen amor de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, en el siglo xiv, u obras teatrales, como la comedia urbana Por el sótano y el torno de Tirso de Molina, del Siglo de Oro, se prestarían a la aplicación de dicho enfoque y a una comparación diacrónica.

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Fuentes y estudios

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reduciendo a dudosas varias opiniones comunes [...] escritas por [...] Fr. Benito Geronymo Feijoo, vol. 4. Madrid: Imprenta de los Herederos de Francisco del Hierro. Feijoo, Benito Jerónimo (1753b): “Reflexiones críticas a dos disertaciones del padre Calmet, sobre apariciones de Espíritus y sobre los vampiros y brucolacos”. En: ídem: Cartas eruditas, y curiosas, en que, por la mayor parte, se continua el designio del Theatro critico universal: impugnando, o reduciendo a dudosas varias opiniones comunes [...] escritas por [...] Fr. Benito Geronymo Feijoo, vol. 4. Madrid: Imprenta de los Herederos de Francisco del Hierro, pp. 272-299. Feijoo, Benito Jerónimo ([1726] 1997): Defensa de la mujer. Discurso XVI del Teatro crítico universal. Ed. de Victoria Sau. Barcelona: Icaria. [Título original de 1726: Defensa de las mujeres.] Feijoo, Benito Jerónimo ([1726] 2012): “Prólogo”. En: ídem: Teatro crítico universal. Ed. de Ángel-Raimundo Fernández González. Madrid: Cátedra, pp. 73-77. Fernández de Bustamante, José ([1733] 1759): Azote de la herejía y espejo de la virtud: San Jacome de la Marca. En: ídem: Comedias nuevas su autor D. Joseph Fernández de Bustamante, primera parte. Madrid: Francisco Javier García, pp. 167-189. Fernández de Moratín, Leandro (1792): La comedia nueva. Comedia en dos actos en prosa [o El café]. Madrid: Oficina de Benito Cano. Fernández de Moratín, Leandro (1806): El sí de las niñas. Madrid: Imprenta de Villalpando. Fernández de Moratín, Leandro ([1786/1790] 1825): El viejo y la niña. Ed. digital a partir de la edición de Obras dramáticas y líricas de D. Leandro Fernández de Moratín, entre los Arcades de Roma Inarco Celenio, vol. 1. París: Augusto Bobée. Única edición reconocida por el autor, pp. 47-219, [última consulta: 01/07/2021]. Fernández de Moratín, Leandro ([s. a.] 1989): “Fábulas frutosóficas”. En: Rogelio Reyes Cano (ed.): Poesía erótica de la Ilustración. Sevilla: Ediciones El Carro de la Nieve, p. 97. Fernández de Moratín, Leandro ([1805/1806] 2005): El sí de las niñas. Ed. de Emilio Martínez Mata. Madrid: Cátedra. Fernández de Moratín, Nicolás ([1762/1763] s. a.): Desengaño al theatro español: respuesta al romance liso, y llano, y defensa del Pensador. [s. l.: s. n.]. Fernández de Moratín, Nicolás ([17??] 1977): El arte de las putas. Ed. de Manuel Fernández Nieto. Madrid: Siro. Fernández de Moratín, Nicolás (1996): La petimetra. Desengaños al teatro español. Sátiras. Ed. de Miguel Ángel Lama Hernández y David T. Gies. Madrid: Castalia.

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REGISTRO ONOMÁSTICO 1

Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, Pedro Pablo (X conde de Aranda) 42, 223, 225 Aguirre y Rosales, Cayetana 378 Aguirre, Juan Antonio de 349, 350 Alba de Tormes, duquesa de (véase Silva Álvarez de Toledo, María Teresa Cayetana de) 23-24, 219 Alcántara Fernández de Córdoba Figueroa de la Cerda y Moncada, Pedro de (XII duque de Medinaceli) 273 Alcántara Téllez-Girón y Pacheco, Pedro de (IX duque de Osuna, conde de Benavente) 219 Alexander, William 45 Alfonso-Pimentel y Téllez-Girón, María Josefa de la Soledad (XII condesa-duquesa de Benavente) 23 Álvarez de Baena, José Antonio 217 Álvarez Osorio y Redín, Miguel 36 Amar y Arguedas, José 50 Amar y Borbón, Josefa 14, 35, 44, 45, 4953, 68, 237, 396, 397 Andrés y Morell, Juan 224 Anseaume, Louis 226 Aquino, Tomás de 133, 402 Aranda, conde de (véase Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, Pedro Pablo) 42, 223, 225 Araujo, Fermín 101, 102, 103 Arbiol, Antonio 220

Aristóteles 25, 48, 97, 225, 403 Arniches, Carlos 221 Arouet, François-Marie (Voltaire) 30, 35, 44, 57, 109, 113, 123, 125, 126, 153, 159, 166, 171, 226, 350 Arribas y Soria, Juan 44 Arrio de Alejandría 190 Ashley-Cooper, Anthony (III conde de Shaftesbury) 46, 170 Asquerino, Eduardo 267 Astell, Mary 46 Bacon, Francis 363, 371 Baculard d’Arnaud, François-Thomas-Marie 305, 383 Bautista Cubíe, Juan 49, 51 Beaumarchais, Pierre-Augustin Caron de 226 Beaumont, Anne-Louise Élie de 156, 209 Beauvoir, Simone de 14 Béjar, duque de (véase López de Zúñiga Sotomayor y Castro, Joaquín) 31 Benavente, conde de (véase Alcántara Téllez-Girón y Pacheco, Pedro de) 219 Benavente, condesa-duquesa de (veáse Alfonso-Pimentel y Téllez-Girón, María Josefa de la Soledad) 23 Blasco y Soler, Eusebio 267 Bohórquez, María 134 Boileau, Nicolás 225 Borbón y Farnesio, Luis de 350 Borja, Gertrudis 255, 257

1  Solo se recogen en este índice los nombres de personas históricas a las que se hace referencia en el texto, pero no los de los autores de los textos analizados ni los de literatura secundaria.

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Boudier de Villemert, Pierre Joseph 269 Bracciolini, Poggio 384 Bretón, Tomás 267 Burke, Edmund 146, 147 Byron, George Gordon 24 Cabarrús Lalanne, Francisco 36, 50 Cadalso, José 18, 26, 44, 57, 68, 74, 305, 311, 335, 341, 355, 358, 382, 383 Calas, Jean 126 Calatayud, Pedro 47 Calderón de la Barca, Pedro 42, 225, 276, 303 Cañas, Eusebio 236 Cañizares, Antonio 225 Cañuelo, Luis María de 222 Capmany, Antonio 351 Caraccioli, Louis Antoine (marqués de Caraccioli) 269 Carlos II de Inglaterra 183 Carlos III de España 14, 33, 35, 36, 37, 40, 41, 45, 50, 150, 222, 223, 228, 268, 350, 351 Carmontelle, Louis Carrogis 226, 264 Carrese, Juan Antonio 112 Catalá de Valeriola y Luján, Josefa Dominga (marquesa de Mortara) 72, 300, 323 Catulo, Gayo Valerio 382 Ceballos y Mier, Fernando 47 Ceballos, Pedro 13, 66, 349, 351, 353, 355, 358 Celis, Miguel Rubín de 112 Cervantes, Miguel de 170, 221 Cicerón, Marco Tulio 133, 225 Cienfuegos, Beatriz 53 Clavijo y Fajardo, José 57, 222, 276, 338, 339, 350, 382, Cleland, John 383 Colardeau, Charles-Pierre 113 Comella, Luciano Francisco 66, 72, 74, 109, 235, 267, 280, 282, 295, 362, 372, 404, 407, 421, 426 Condorcet, Marie Jean Antoine Nicolas Caritat, marques de 35 Cortés y Fuster, Juan Martín 167 Cromwell, Oliver 183, 184, 201, 208

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Cruz, Ramón de la 34, 66, 67, 70, 71, 271, 276, 285, 287, 313, 336, 397, 419, 423, 425, 427 Cumplido, José (seudónimo, véase Pedro de Silva) 350 Damián, Cosme (seudónimo, véase Félix María Samaniego) 222 Descartes, René 48 Deza, Diego 134 Díaz de Vivar, Rodrigo (El Cid) 224 Díaz, Gaspar 220 Diderot, Denis 30, 35, 46, 57, 156, 209, 225 Díez González, Santos 265 300, 339 Diógenes de Sinope 404 Domínguez Ortiz, Antonio 21 Eimeric, Nicolau 135 Eleta y la Piedra, Joaquín de 40 Enríquez, Teresa 271 Epicteto (Epícteto) 166, 173, 174, 177, 180, 193, 201 Erauso y Zavaleta, Tomás de 43 Escipión Africano, Publio Cornelio 134 Esopo 387 Estrabón 225 Estrella, Gabriel 267 Eusebio (obispo de Roma, papa) 190 Eusebio de Cesárea 190 Eximeno, Antonio 236 Fedro, Gayo Julio 387 Feijoo, Benito Jerónimo 24-25, 30, 35-37, 41, 45-52, 56-57, 68, 120, 199, 220, 237, 248, 257, 284, 308, 321, 357-359, 377, 397 Felipe II de España 105, 135, 158 Felipe IV de España 267 Felipe V de España 15, 40 Fénelon, François 166, 270 Fernández de Moratín, Leandro 31, 67, 72, 166, 223, 224, 228, 233, 281, 300, 302, 305, 334, 339, 383 Fernández de Moratín, Nicolás 57, 74, 221, 222, 276, 351, 357, 358, 382, 383 Fernando VI de España 40, 49, 50 Fernando VII de España 273 Floridablanca, conde de (véase Moñino y Redondo, José) 40, 219, 351, 393

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Registro onomástico Forner, Juan Pablo 18, 44, 383 Fox, George 167 Fuerte-Híjar, marquesa de (véase Ríos y Loyo, María Lorenza de los) 23 Fuertes Piquer, Joaquín 50 García de la Huerta, Vicente 224, 225, 353, 357, 366 García de Villanueva, Manuel 43 García del Cañuelo, Luis María 222 Gascón y Guimbas, Domingo 267 Gay, John 387 Gil y Zarate, Antonio 300 Godwin, William 351 Goethe, Johann Wolfgang von 31 Goldoni, Carlo 300, 304 Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, Francisco (véase Quevedo) 221 Góngora y Argote, Luis de 357, 374 González Cañaveras, Juan Antonio 36 González, Vicente 165 Graaf, Regnier de 403 Graco, Tiberio Sempronio 134 Grécourt, Jean-Baptiste-Joseph Willart de 383 Grétry, André-Ernest-Modeste 226 Grimaldi y Pallavicini, Pablo Jerónimo (marqués de Grimaldi) 35 Grimaldi, marqués de (véase Grimaldi y Pallavicini, Pablo Jerónimo) 35 Guicciardini, Luigi 384 Guilleragues, Gabriel de 156, 209 Guzmán y la Cerda, María Isidra de 35 Hartzenbusch, Eugenio 228, 267, 276 Hevia y Miranda, José de 112 Hickey, Domingo 350 Higuera, Miguel de la 222 Holbach, Paul Henri Thiry, baron d’ 57, 122, 135, 153, 154 Holofernes 135 Horacio Flaco, Quinto 74, 188, 225, 385, 415 Huéscar y Arcos, duquesa de (véase Silva Bazán, Mariana de) 35 Hume, David 35, 285, 405 Hurtado, Escolástica 54

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Iglesias de la Casa, José 383, 384, 386 Imbille, Luis de 50 Iriarte y Trigueros, Tomás de 67, 73-74, 222, 225, 276, 374 Iriarte, Bernardo de 224, 231 Isabel I de Castilla (Isabel la Católica) 271 Isla y Rojo, José Francisco de 49, 56, 68, 184, 237, 375 Jansen, Cornelio 39 Jovellanos, Gaspar Melchor de 18, 22, 33, 36, 39, 44, 45, 46, 50, 126, 152, 225, 339, 347, 382, 383, 393, 414 Joyes y Blake, Inés 45, 53 Jurieu, Pierre 70, 183, 184, 201, 209 Kant, Immanuel 30, 35, 48, 57, 77, 82, 207, 427 Kempis, Tomás de 173 Kirke, Percy 179, 183, 201, 202 La Fontaine, Jean de 384, 387 Ladvenant, María 291 Lampillas, Xavier 224 Lanz, José María 112 Lassala, Manuel 236 Lemos, condesa de (véase Zúñiga y Castro, María Josefa de) 23 León, Luis de 37, 47, 245, 247, 248, 253, 377, 397 Léonard-Thomas, Antoine 45, 53 Llaguno, Eugenio 350, 357 Llorente, Juan Antonio 102, 158, 219 Locke, John 35, 154, 159, 160, 166, 171, 297 Lombardo, Pedro 133 Longino, Dionisio 147, 225 López de Ayala, Ignacio 225 López de Morla, Margarita 24 Lopez de Zúñiga Sotomayor y Castro, Joaquín (XII duque de Béjar) 31 Loyola, Ignacio de 40, 127 Lucrecio Caro, Tito 113 Luzán, Ignacio de 43 Macanaz, Melchor Rafael de 40 Malo de Bargas, Antonio 222 Manco de Olivares, Laurencio 49 Mañer, Salvador José 49

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Espacio, género y religión en la literatura del siglo xviii español

Marañón y Posadillo, Gregorio 21 Maravall, José Antonio 21 Marchena y Ruiz de Cueto, José (el abate Marchena) 112, 113, 135, 149, 236 Marcilla, Diego de 267 Marin, Michel-Ange 378 Marmontel, Jean-François 112 Marqués y Espejo, Antonio 56 Martínez de la Rosa, Francisco 228 Martínez Villergas, Juan 267 Martínez, Manuel 223 Martínez, Martín 48, 49 Masson de Morvillier, Nicolás 44 Medinaceli, duque de (véase Alcántara Fernández de Córdoba Figueroa de la Cerda y Moncada, Pedro de) 273 Meléndez Valdés, Juan 374, 382, 383 Melo, Francisco Manuel de 47 Mendoza, Cayetano 222 Menéndez Pelayo, Marcelino 18, 29, 102, 103, 104, 302, 303 Mengs, Ana María 35 Merino, Vicente 255 Molina, Luis de 40 Molina, Tirso de (veáse Téllez, Gabriel) 249, 267, 430 Montenegro, Mauricio (el sacristán de Maudes) 222 Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, Baron de La Brède et de 35, 44, 113 Montiano y Luyando, Agustín 357 Montijo, condesa de (véase Sales Portocarrero, María Francisca de) 23 Moñino y Redondo, José (conde de Floridablanca) 40, 219, 351, 393 Mor de Fuentes, José 159, 160 Morellet, André 135 Moreto y Cabaña, Agustín 225 Mortara, marqués de (véase Osorio Orozco Lasso de la Vega, Benito) 72, 300, 323, 339 Mortara, marquesa de (véase Catalá de Valeriola y Luján, Josefa Dominga) 72, 300, 323 Napoli Signorelli, Pietro 222, 224, 228

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Olavide, Pablo 68, 124, 150 Ortega y Gasset, José 21, 22 Osorio Orozco Lasso de la Vega, Benito (IX duque de Ciudad-Real, VII marqués de Mortara) 72, 300, 323, 339 Ossorio, Ignacio Armesto 49 Osuna, duque de (véase Téllez-Girón y Pérez de Guzmán, Pedro) 219 Osuna, duque de Osuna (véase Alcántara Téllez-Girón y Pacheco, Pedro de) 219 Ovidio Nasón, Publio 132, 360, 375, 382 Pelayo 224 Pereira, Luis Marcelino 222 Pérez de Guzmán, Alonso (Guzmán el Bueno) Pérez de Montalbán, Juan 267 Petronio Nigro, Publio 382 Piccinni, Nicolò 300 Pina Bohígas, Mariano 267 Pío VII (Chiaramonti, Barnaba Niccolò Maria Luigi) 40 Pizán, Christine de 51 Plutarco, Lucio Mestrio 133 Polizzoni, Ana 350 Ponce, Juan 223 Poullain de la Barre, François 46 Pradon, Nicolas 226 Príncipe, Miguel Agustín 267 Quevedo (véase Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, Francisco) 221 Quintiliano, Marco Fabio 225 Quiñones de Benavente, Luis 221 Racine, Jean Baptiste 66, 226, 349, 350, 354 Raynal, Guillaume Thomas François 166 Rey de Artieda, Andrés 267 Ribadeneira, Pedro 127 Richardson, Samuel 170, 300 Río, Ángel del 21 Ríos y Loyo, María Lorenza de los (marquesa de Fuerte-Híjar) 23 Rodrigo (rey visigodo) 224 Rodríguez de Arellano, Vicente 339

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Registro onomástico Rodríguez de Campomanes, Pedro 34, 36, 40, 49, 50, 393, 413 Rodríguez Lucero, Diego 134 Rodríguez Ortega, Casimiro (véase Sánchez, Joseph) 222 Romea y Tapia, Juan Cristóbal 34, 276 Romero Larrañaga, Gregorio 267 Rousseau, Jean-Jacques 31, 35, 46, 113, 124, 152, 165, 169, 170, 180, 269, 273, 276, Rueda, Lope de 221 Ruiz de Larrea y Aherán, Francisca Javiera 24 Ruiz de Urquijo, Mariano 221 Ruiz, Ramón 47 Sacristán, José 222 Salazar y Torres, Agustín de 225 Sales Portocarrero, María Francisca de (VI condesa de Montijo) 23 Salinas, Pedro 21 Samaniego, Félix María de (véase también Damián, Cosme (seudónimo)) 67, 73, 74, 222, 278, 420, 422, 425, 427 Sancha, Antonio 165, 166, 167, 169 Sancha, Gabriel 166 Sánchez, Joseph (= Casimiro Rodríguez Ortega) 222 Santarelli, Juan Antonio 49 Santiváñez, Vicente María 112, 113, 149 Sarmiento, Martín 36, 49 Sarriá, marquesa de (veáse Zúñiga y Castro, María Josefa de; condesa de Lemos) 23 Schlegel, August Wilhelm 22 Sebastián y Latre, Tomás 224 Segura, Isabel de 267, 268, 277 Séneca, Lucio Anneo 133, 166, 180, 193, 199, 201 Serón, Antonio 267 Shaftesbury, conde de (véase Ashley-Cooper, Anthony) 46, 170 Shakespeare, William 226 Shelley, Mary 351

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Silva Álvarez de Toledo, María Teresa Cayetana de (XIII duquesa de Alba de Tormes) 219 Silva Bazán, Mariana de (XI duquesa de Huéscar y Arcos) 35 Silva, Pedro de (véase también Cumplido, José (seudónimo)) 350 Smith, Adam 46 Sófocles 166 Solís, Antonio de 225 Soto Marne, Francisco de 49 Suárez de Deza y Ávila, Vicente 267 Téllez, Gabriel (Tirso de Molina) 249, 267, 430 Téllez-Girón y Pérez de Guzmán, Pedro (VIII duque de Osuna) 219, Terencio Afro, Publio 238 Teresa de Ávila (santa Teresa de Jesús) 385 Torres Villarroel, Diego de 238 Trigueros, Cándido María 152, 225 Val, Mariano Miguel de 267 Vallabriga, María Teresa 300 Valladares de Sotomayor, Antonio 40, 305, 339 Valle-Inclán, Ramón María del 221 Vargas Ponce, José de 67, 71 Vega Carpio, Lope de 42, 225, 303, 357 Vega, Ricardo de la 249 Velasco, Julián de 44 Velázquez, Luis José 357 Vélez, Rafael de 47 Vergier, Jacques 384 Verney, Luis Antonio 36 Virgilio Marón, Publio 188 Vives, Juan Luis 37 Voltaire (véase Arouet, François-Marie) 30, 35, 44, 57, 109, 113, 123, 125, 126, 153, 159, 166, 171, 226, 350 Wollstonecraft, Mary 24, 45, 53, 351 Zavala y Zamora, Gaspar 339 Zúñiga y Castro, María Josefa de (condesa de Lemos, marquesa de Sarriá) 23

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Rodríguez Gutiérrez, Borja. Historia del cuento español (1764-1850), 2004, 424 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 1) ISBN 9788484891246 Dorca, Toni. Volverás a la región: El cronotopo idílico en la novela española del siglo xix, 2004, 168 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix, 2) ISBN 9788484891512 Cebrián, José. La Musa del Saber: La poesía didáctica de la Ilustración española, 2004, 200 p., (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 3) ISBN 9788484891536 Uzcanga Meinecke, Francisco. Sátira en la Ilustración española. Análisis de la publicación periódica El Censor (1781-1787), 2004, 224 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 4) ISBN 9783865271228 Fuentes, Yvonne. Mártires y anticristos. Análisis bibliográfico sobre la Revolución francesa en España, 2006, 206 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 5) ISBN 9788484892656 Caballer Dondarza, Mercedes. La narrativa española en la prensa estadounidense: Hallazgo, promoción, publicación y crítica (1875-1900), 2007, 384 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 6) ISBN 9788484891871 Gelz, Andreas. Tertulia. Literatur und Soziabilität im Spanien des 18. und 19. Jahrhunderts, 2006, 408 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 7) ISBN 9783865273000 Gunia, Inke. De la “poesía” a la “literatura”: El cambio de los conceptos en la formación del campo literario español del siglo xvii y principios del xix, 2008, 308 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 8) ISBN 9788484893448 Tschilschke, Christian von. Identität der Aufklärung / Aufklärung der Identität: Literatur und Identitätsdiskurs im Spanien des 18. Jahrhunderts, 2009,

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372 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 9) ISBN 9783865274373 Sprague, Paula A. El Europeo (Barcelona 1823-1824): Prensa, modernidad y universalismo, con un prólogo de Carme Riera, 2009, 1326 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 10) ISBN 9788484894308 Durán LÓpez, Fernando; Romero Ferrer, Alberto; Cantos Casenave, Marieta. La patria poética: Estudios sobre literatura y política en la obra de Manuel José, 2009, 590 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 11) ISBN 9788484894650 Ertler, Klaus-Dieter; Hodab, Renate. Manuel Rubín de Celis “El Corresponsal del Censor”, 2009, 380 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 12) ISBN 9788484894735 Freire LÓpez, Ana María. El teatro español entre la Ilustración y el Romanticismo: Madrid durante la Guerra de la Independencia, 2009, 450 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 13) ISBN 9788484894377 Hontanilla, Ana. El gusto de la razón: Debates de arte y moral en el siglo xviii español, 2010, 368 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 14) ISBN 9788484895237 Jacobs, Helmut C. Giuseppe Parini (1729-1799) en el pasado y en el presente: La recepción de un poeta italiano en España; traducción de Victoria Lucio Dora, 2010, 184 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 15) ISBN 9788484895428 Versteeg, Margot. Jornaleros de la pluma: La (re)definición del papel del escritor-periodista en la revista Madrid Cómico, 2011, 384 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 16) ISBN 9788484895671 MuÑoz Sempere, Daniel; Alonso García, Gregorio (eds.). Londres y el liberalismo hispánico, 2011, 288 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 17) ISBN 9788484895886 GÓmez Castellano, Irene. La cultura de las máscaras: disfraces y escapismo en la poesía española de la Ilustración, 2012, 264 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 18) ISBN 9788484896913 Checa Beltrán, José (ed.). Lecturas del legado español en la Europa ilustrada, 2012, 304 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 19) ISBN 9788484897002

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Novella, Enric. La ciencia del alma: Locura y modernidad en la cultura española del siglo xix, 2013, 224 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 20) ISBN 9788484897033 Gronemann, Claudia. Polyphone Aufklärung: Zur Textualität und Performativität der spanischen Geschlechterdebatten im 18. Jahrhundert, 2013, 276 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 21) ISBN 9783954873210 Robledo, María de las Nieves. El senador megicano, ó Carta de Lermin á Tlaucolde, edición e introducción de Nancy Vogeley, 2014, 200 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 22) ISBN 9788484897606 Fernández-Díaz, David-Félix. Hermógenes contra Talía: Moratín en el teatro español (1828-1928), 2014, 284 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 23) ISBN 9788484898344 Dorca, Toni. Las dos caras de Jano: la Guerra de la Independencia como materia novelable en Galdós, 2015, 263 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 24) ISBN 9788484898696 Kamecke, Gernot. Die Prosa der spanischen Aufklärung: Beiträge zur Philosophie der Literatur im 18. Jahrhundert (Feijoo - Torres Villarroel - Isla - Cadalso), 2015, 588 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 25) ISBN 9783954874194 Freire LÓpez, Ana María; Thion Soriano-Mollá, Dolores. Cartas de buena amistad: epistolario de Emilia Pardo Bazán a Blanca de los Ríos (1893-1919), 2016, 220 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 26) ISBN 9788484898399 Checa Beltrán, José. El debate literario-político en la prensa cultural española (1801-1808), 2016, 290 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 27) ISBN 9788484899525 Sánchez, Raquel. Mediación y transferencias culturales en la España de Isabel II: Eugenio de Ochoa y las letras europeas, 2017, 400 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 28) ISBN 9788416922277 MuÑoz-Muriana, Sara. Andando se hace el camino: calle y subjetividades marginales en la España del xix, 2017, 380 p. (La Cuestión Palpitante. Los siglos xviii y xix en España, 29) ISBN 9788416922550 Amann, Elizabeth; Durán LÓpez, Fernando; González Dávila, María José; Romero Ferrer, Alberto; Yoeli-Rimmer, Nettah (eds.). La mitificación del pasado español: reescrituras de figuras y leyendas en la literatura del

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