En Corea del Norte: Viaje a la última dinastía comunista 9789873752469

Corea del Norte es el país más hermético y menos visitado del planeta: sin Internet ni comunicación con el exterior, y c

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En Corea del Norte: Viaje a la última dinastía comunista
 9789873752469

Table of contents :
En Corea del Norte
Dedicatoria
Epígrafe
Introducción
Pekín
Pyongyang
De Panmunjom a Seúl
Pyongyang
En el interior
Nota bibliográfica
Agradecimientos
Sobre este libro
Sobre la autora
Créditos

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Florencia Grieco En Corea del Norte Viaje a la última dinastía comunista

Debate

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A Alejandro

«La vida ordinaria siempre prosigue; esto ha salvado la cordura de muchos, cuando más peligraba.» Graham Greene, El americano impasible

Introducción El descubrimiento de Corea del Norte empezó para mí en 2008. Yo trabajaba en la sección internacional de un diario de existencia fugaz, Crítica de la Argentina, y en aquel tiempo Corea del Norte era miembro del elenco estable, junto con Irán e Irak, del «eje del mal» que George W. Bush había trazado seis años antes. No eran los únicos países que tenían, o decían tener, armas nucleares, una reivindicación que le costó el puesto y la vida a Saddam Hussein, pero sí los únicos que amenazaban con usarlas. Formaban una pandilla indeseable, sin duda, pero ese trío tan mentado no era el único que acaparaba mi fervor editorial. Había otro eje, acaso más extraño, formado por los líderes que entonces se esmeraban en desempeñar el papel de villano perfecto: Vladimir Putin y sus aspiraciones totalitarias a reconstruir la Madre Rusia, Silvio Berlusconi con sus maniobras para hacer de Italia un emporio familiar, y Kim Jong Il, heredero en funciones de la última dinastía comunista. Autoritarios, corruptos y personalistas, los tres calificaban para déspotas, pero únicamente Kim contaba con un atributo adicional que superaba las peores fantasías de sus rivales e inquietaba al resto del mundo: el absoluto aislamiento de su país. Fue él, con su traje de falsa fajina, sus zapatos de doble taco y sus anteojos ahumados, con su talento para las labores clandestinas y su recelo

endémico, quien decidió mi afición por ese territorio cada vez más anómalo, cada vez más nuclear. Kim Jong Il había asumido el poder en el «reino ermitaño» catorce años antes, en 1994, luego de la muerte de su padre, Kim Il Sung, fundador y líder del país desde 1948. Lo hizo al mismo tiempo que Corea del Norte inauguraba su época más dramática, atravesada por una hambruna masiva que provocaría, hacia finales de la década del noventa, la muerte de casi un millón de norcoreanos. De aquellos años oscuros emergió otra Corea, más desesperada y desafiante, con su antiguo régimen estalinista hecho añicos y una economía centralizada que empezaba a emanciparse del monopolio del Estado. Esa era la Corea que yo iba a conocer mucho tiempo después, en 2015 y 2017, cuando ya gobernaba a sus anchas Kim Jong Un, la tercera generación de una familia excepcional con el apellido más común de la península.•

Pekín

Extraños en un tren

베이징

1 El primer norcoreano que conocí era espía. No me pregunten su nombre verdadero porque no lo sé ni quiero saberlo. Solo conozco su «nombre inglés», el nombre de fantasía, para ser más precisos, con que muchos jóvenes asiáticos se rebautizan cuando salen al mundo: Alex Lee. No adiviné que era un enviado de Pyongyang hasta mucho tiempo después, pero eso no le quitó emoción a nuestro encuentro a bordo del único tren que llega a Corea del Norte. Yo viajaba sola, o eso creía, desde Pekín para pasar diez días en la capital de aquel país hermético y desconocido que ganó por mérito propio el mote de «reino ermitaño»; mi soledad en aquel tren era excepcional, una redundancia en un viaje que hacen solo cuatro mil occidentales por año. Seis meses antes, en un acto de arrojo, había comprado un pasaje a Pekín. No quería ir a China; quería conocer Corea del Norte, pero para mi decepción, enseguida supe que era un viaje imposible: no hay vuelos disponibles a Pyongyang desde ningún lugar del planeta

ni hay tickets a la venta en ninguna aerolínea del mundo. Simplemente, Corea del Norte no es un destino en el mapa. Me llevó semanas aceptarlo, el tiempo que necesité para hacerme a la idea de que solo podría conocer ese «Estado canalla», otro apodo, menos lírico, con que se lo conoce en Occidente, de la única forma en que me había negado a viajar toda la vida, como turista. Los extranjeros no tienen otra opción que hacer un tour cerrado, organizado con mano férrea por el gobierno norcoreano y contratado a través de una de las pocas agencias externas autorizadas a trabajar en el país. Las agencias chinas, restrictivas y recelosas, son contratadas casi exclusivamente por turistas de esa nacionalidad, unos doscientos cincuenta mil por año, en su mayor parte miembros de las flamantes clases medias urbanas que salen por primera vez de China, y hacen viajes relámpago de dos o tres días movidos por la curiosidad, la avidez o la nostalgia. Son vacaciones baratas a un país lejano en el tiempo pero cercano en el espacio donde pueden apostar sin límites en los casinos de Pyongyang y de Rason, un esparcimiento que es ilegal en casi todas sus formas en la China continental, o bien reencontrarse con el pasado preindustrial chino que se repite, con escrupulosa fidelidad histórica, en las zonas rurales y las ciudades del interior norcoreano. Pocas fábricas, pocos autos, poca contaminación, paisajes apenas intervenidos por el hombre; Corea del Norte es para ellos una especie de retiro naturista. Un país orgánico. Para los turistas chinos el traslado es un proceso amable y accesible en el que ni siquiera necesitan cambiar su moneda. Para quienes llegamos de otros continentes, en cambio, el viaje es más

político que turístico. Ningún occidental planifica unas vacaciones norcoreanas, a menos que quiera conocer en carne propia cómo es la vida en el único país del mundo donde la Guerra Fría parece seguir su curso imperturbable, como si el Muro de Berlín no se hubiese desplomado con menos explosiones que gemidos. La terca realidad del país no defrauda ninguna expectativa. En Corea del Norte nadie pasea ni se entrega despreocupadamente al ocio en cualquiera de sus formas, ni siquiera los visitantes. Después de todo, nadie está ahí para distraerse o disfrutar el tiempo libre. Solo dos agencias occidentales con oficinas en China y contactos generosos con los organismos estatales norcoreanos de turismo – ambas dirigidas por ingleses, los impertérritos exploradores globales– ofrecen viajes todos los meses a Corea del Norte, pero una, Young Pioneer, capta en una frase esa porción marginal de la industria turística en la que yo quería incluirme: «Tours para los que odian los tours». Por medio de ellos supe que Pekín es la puerta de entrada casi exclusiva a Pyongyang. Corea del Norte, un territorio de ciento veinte mil kilómetros cuadrados, diez mil menos que la provincia de Santa Fe, comparte mil seiscientos kilómetros de fronteras con tres países: mil trescientos cincuenta con China y solo dieciocho con Rusia, en el norte, y doscientos treinta y siete con Corea del Sur, que dividen la península en dos, de costa a costa. A lo largo de esos límites hay tres puntos de ingreso: en Rusia, Vladivostok, un paso que desde los años setenta usan casi exclusivamente los dos mil, tres mil obreros norcoreanos que trabajan en la construcción y en los aserraderos en Siberia; en China, Tumen, que se conecta con la ciudad norcoreana de Namyang, cerca de la triple frontera chino-

ruso-norcoreana y lejos del turismo internacional, y Dandong, en el eje que une Pekín con Pyongyang, que es la verdadera puerta de entrada. Corea del Sur no es una opción; por esa frontera hostil, rigurosamente vigilada, solo pasan esporádicos desertores, y Kim Jong Un. Para mí, como para casi todos los extranjeros, llegar a Pyongyang significaba ir antes a Pekín, quedarme ahí, aceptar su mediación obligada y entrar poco a poco en la órbita norcoreana. Hacer un viaje dentro de otro viaje. China no era una escala ni una zona de transición. Se imponía, se entrometía, hacía de filtro, de garantía. Me obligaba a detenerme y esperar. Era el primer signo de que llegar hasta Corea del Norte iba a ser, en más de un sentido, un viaje por aproximación, lleno de controles y desvíos, en el que nada era exactamente lo que parecía. Esa singularidad, como todas las apariencias en Corea del Norte, donde cada capa de pintura esconde otra capa de pintura que esconde otra capa de pintura, no terminaba ahí. El viaje me exigía, además de un pacto de sumisión, un acto de fe ciega: ir a Pekín sin tener el pasaje ni la visa norcoreana, dos trofeos turísticos que solo iba a recibir de manos de la agencia el día de mi partida hacia Pyongyang. Desde Pekín podía viajar veinticuatro horas en tren o solo dos con Air Koryo, la línea aérea de bandera norcoreana y único medio posible para estadounidenses y japoneses, los enemigos históricos de Pyongyang, a quienes el tren les está prohibido. Elegí el tren para mi primer viaje en 2015 y el avión para el segundo, en 2017, algo de lo que después me arrepentí: las nubes y los aeropuertos

son parecidos en todo el mundo, aun en Corea del Norte, donde nada más es comparable al resto del planeta. Elegí también algo que la agencia no promocionaba abiertamente. Podía contratar un «día independiente» en Pyongyang antes de sumarme al tour grupal y así tener veinticuatro horas sin compañeros de ruta, sola, libre dentro de la libertad que un extranjero puede gozar en Corea del Norte, que es, en rigor, la libertad de mirar: los visitantes están acompañados durante todo el viaje, invariablemente, por un chofer y dos guías locales que hablan un inglés atípico, aprendido de profesores que nunca salieron del país. La independencia comprada a doscientos euros el día terminaría apenas bajase del tren. El «día independiente» que me autorizaba a llegar sola a Pyongyang era también la única ocasión para seguir un itinerario guiada por mis gustos y mi capricho. Elegí sitios que la agencia no había incluido en el tour y me aseguré de uno en particular: el parque central de Moranbong, donde los norcoreanos hacen la vida normal que en ningún lugar es noticia. Viajar sola me daba la ventaja de poder negociar mis paseos, pero no me eximía de las advertencias de rigor de la agencia sobre lo que está permitido y lo que es prohibido en Corea del Norte: Palacio del Sol de Kumsusan (mausoleo) Se ruega usar ropa formal, o al menos elegante sport, para visitar el Palacio de Kumsusan, donde presentaremos nuestros respetos a los líderes coreanos, de modo de no ofender a los guías locales o a los visitantes. No se puede ingresar con jeans, pantalones

cortos ni sandalias. Sin la vestimenta correcta no será posible visitar el palacio y tendrás que permanecer en el hotel. Moneda No tenemos permitido usar la moneda local en Corea del Norte, de modo que utilizaremos dinero en efectivo de otras monedas (euros, dólares o yuanes-RMB). El RMB chino es el más fácil de usar y del cual obtener cambio. Sin embargo, los negocios suelen tomar el euro a un tipo de cambio más favorable que el RMB, aunque no en todos los casos. Se aceptan dólares, pero no es fácil obtener cambio. Fotos Está permitido ingresar con cámaras digitales en la DPRK [Democratic People’s Republic of Korea, el nombre oficial en inglés], pero no con cámaras profesionales de video. La lente de la cámara debe tener menos de 250 mm y las que excedan esa medida podrían ser retenidas en la Aduana hasta la partida. Es importante asegurarse de que no figure la sigla GPS impresa en la cámara o también podría ser retenida. Los guías coreanos te dirán cuando no está permitido tomar fotos, y es crucial cumplir con sus indicaciones. Teléfonos y otros aparatos electrónicos Como resultado de incidentes reiterados que involucraron a turistas que intentaban ingresar con material prohibido en la DPRK, las autoridades del país pusieron en práctica reglas más estrictas. No se autoriza el ingreso de material crítico de la DPRK

o de sus líderes –sean libros, películas o fotos– o que los presente en forma humorística. Tampoco está permitido ingresar material pornográfico. Como en cualquier cruce de fronteras en el mundo, los funcionarios de Aduanas de la DPRK tienen derecho a revisar tus pertenencias. Esto incluye aparatos electrónicos y tarjetas de memoria. Si esta posibilidad te incomoda, te aconsejamos dejar esas pertenencias en casa. Los teléfonos celulares pueden ingresar libremente y no serán sellados, con la excepción de los teléfonos satelitales. Laptops, iPads, Kindles y reproductores de MP3 no son un inconveniente, pero no podrás acceder a internet con ellos durante el viaje. Es una buena idea anular cualquier mapa o función de GPS en caso de que los oficiales aduaneros decidieran inspeccionar los aparatos. Libros Los e-books no son un problema, como tampoco los libros corrientes siempre que no sean una Biblia, el Corán u otro texto religioso. No está permitido entrar en el país con ningún libro sobre la DPRK (ni siquiera guías turísticas). Por favor no lleves ninguno. Obsequios Recomendamos enfáticamente que traigan algún regalo para los guías norcoreanos y el conductor. Es un gesto muy apreciado por ellos. La DPRK tiene acceso muy limitado a productos extranjeros, de modo que es bueno tenerlo presente: algo típico

de tu país, productos de belleza, cigarrillos son siempre bienvenidos (Camel y algunas marcas japonesas de tabaco, como Seven Stars, son las más populares, y los coreanos prefieren cigarrillos occidentales y japoneses a chinos). Los obsequios serán compartidos entre los guías e incluso con sus familias, por lo cual no es necesario pensar si son adecuados para hombres o para mujeres. Muestras de respeto En algunos lugares, en especial ante las estatuas de los líderes, debemos inclinarnos en señal de respeto, de acuerdo con las costumbres locales. Si por algún motivo esto te incomoda, te rogamos nos lo hagas saber antes para evitar situaciones no deseadas. Tendrás la oportunidad de comprar flores para depositar al pie de las estatuas a dos euros (ramo pequeño) o cinco euros. No es obligatorio, pero los guías coreanos valorarán el gesto. Guías Es necesario ser amables con los guías coreanos, escucharlos y prestar atención a sus indicaciones. Eso los relajará y nos permitirán hacer más actividades. Si no estás seguro de que una pregunta sea un tema sensible, te rogamos consultar antes a tus guías occidentales. Ellos sabrán la respuesta o podrán decirte si es apropiado preguntar al guía local. Pasaportes

Durante la estadía, tu pasaporte y tu visa coreana quedarán en manos de KITC [Agencia Coreana de Turismo Internacional] por motivos prácticos para facilitar el registro de los turistas. Los pasaportes estarán a salvo y serán devueltos al final del viaje. En realidad, los recaudos habían empezado antes de confirmar el viaje. La agencia me había hecho saber con insistencia que por ningún motivo debía escribir «Corea del Norte» ni «DPRK» en el mensaje de aviso de pago electrónico del tour. Era una precaución natural para que la transferencia bancaria pudiese sortear las restricciones fijadas por las sanciones internacionales que pesan sobre Pyongyang desde que hizo su primera prueba nuclear subterránea en 2006, cuando todavía gobernaba «el Querido Líder» Kim Jong Il y el turismo era el más irrelevante de sus planes.

2 Acordamos almorzar con Chris, uno de los guías de Young Pioneer Tours, en el Café de la Poste, un bistró francés más caro que elegante en la zona de Beixinqiao, donde yo había alquilado una típica casa pekinesa, de modo que me entregase la visa norcoreana, los pasajes y los documentos que yo necesitaba para llegar a la ciudad fronteriza de Dandong, la última a la que llega el tren chino. Era 3 de septiembre y la ciudad estaba sitiada desde las siete de la mañana: aquel mediodía, en la Plaza de Tiananmen, se hacía el desfile militar por el septuagésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del imperio japonés, una celebración en la que se esperaba que el presidente Xi Jinping

desplegase un exuberante arsenal de armas convencionales, misiles nucleares y retórica antinipona y afirmase su autoridad como el líder chino más poderoso desde Mao. Nos encontraríamos, puntuales, al mediodía. Mi tren a Dandong partía de la estación central de Pekín a las cinco y media esa misma tarde y el desfile, por el que el gobierno había suspendido la circulación de autos, colectivos y subtes en los alrededores del agobiante centro de la ciudad, tenía un final anunciado a la una. Eso me daba tres horas para salir de mi casa, atravesar los controles policiales en el subte y los puestos de seguridad en las calles para ingresar en el centro, sortear con calma las multitudes de viajeros chinos y encontrar a tiempo el andén correcto entre los cientos que hay en esa estación enorme donde, ya sabía, no había carteles ni señales en inglés. A las once de la mañana recibí un mensaje de Chris en mi teléfono celular en el que había instalado un chip chino, ocurrencia de la que me enorgullecía porque me permitía tener un número local e Internet móvil. Le resultaba imposible llegar a la hora que habíamos acordado. La ciudad estaba sellada, como envasada al vacío: no había medios de transporte en funcionamiento, hacía un calor insultante para subir a una bicicleta, estaba demasiado lejos para venir caminando. Sentí un nudo marinero en el estómago, vi puntos amarillos, iba a desmayarme en territorio chino. Mi tren hacia Pyongyang salía en seis horas y yo no tenía nada de lo que necesitaba para tomarlo. Todavía no había hecho la valija, y ni siquiera sabía qué llevar, vestidos y sandalias para un viaje elegante o ropa informal para un periplo impredecible. Adelanté mis planes y me incliné, precavida, por el viaje chic.

Nuestra cita pasó a las dos de la tarde, cuando, suponíamos, ya estaría restablecido el caos habitual de Pekín. El sol dilataba las veredas. En el hutong donde yo vivía temporalmente, uno de los antiguos barrios populares formados por pasajes angostos que todavía no fueron demolidos por el gobierno chino en su afán por volverse moderno, se mezclaba en el aire húmedo del mediodía el perfume dulce de las frutas expuestas al sol en la entrada de las verdulerías, diminutas y oscuras en su interior, con el aroma tibio, acidulado, de cerdo frito, verduras y aceite, todo entre cartones, sillas, ollas, gallinas, patos, sábanas, bicicletas y colchones arrumbados con una gracia involuntaria. El calor estiraba el tiempo, lo achataba sobre esos callejones en los que la siesta no hacía mella. Nadie dormía en Pekín y la espera me parecía inadmisible. Una hora antes del horario convenido ya estaba sentada a una mesa para cuatro, decidida a comer lo necesario para domar los nervios durante los sesenta minutos que faltaban. Pedí jugo de manzana y una quiche que nunca terminé mientras me concentraba en anotar lo que quería saber antes de abandonar Pekín: cómo iba a ser el viaje en tren, si podría llamar por teléfono desde Corea del Norte, si estaban bien los regalos de cortesía que llevaba para los guías norcoreanos, cuántas personas habría en el grupo y qué podía preguntar sobre Kim Jong Il, el Kim desquiciado, paranoico y cruel, amante de James Bond y de los films pop occidentales, dictador insolente que había secuestrado durante ocho años al director de cine más admirado de Corea del Sur y a su mujer, actriz madura y consagrada, para que filmasen bajo sus órdenes, el Kim más odiado, el más fascinante, mi villano favorito.

Simulé sorpresa cuando llegó Chris con Shane, otro guía de Young Pioneer. Era la hora acordada, quizás un poco más tarde. Nos dimos la mano, mis hábitos argentinos enterrados bajo los modales europeos, y mientras ellos se distraían repasando el menú yo intentaba descubrir dónde tenían mis documentos. Había esperado siete meses y mi viaje no admitía la indiferencia; cualquier simulación de normalidad habría negado la magnitud de mi empresa. Pero logré contenerme hasta que hicieron su pedido. Me preguntaron qué estaba tomando mientras miraban mi vaso medio lleno con líquido ocre. «Whisky.» Se mostraron encantados. Sonreí y apuré lo que quedaba del jugo de manzana. El aplomo me sentaba bien. Chris sacó de no sé dónde un sobre de papel y me lo entregó. Lo tomé con las dos manos, al estilo coreano, y lo deposité con temblores mal disimulados entre el plato y el vaso con falso whisky. Adentro del sobre asomaban los bordes de un cartón celeste. –Esa es la visa. Tenés que devolverla al entrar en Corea del Norte. No podés quedártela, pero podés sacarle fotos, es lo único que vas a poder conservar de ella. El aplomo que tanto me había costado mantener se transformó, repentinamente, en desesperación: saqué la visa del sobre y empecé a fotografiar con mi teléfono esa cartulina de un celeste gastado, de grano grueso, doblada a la mitad y escrita en coreano, que adentro tenía una foto en la que me veía como un agente de inteligencia de un país irrelevante y remoto, que no despertaba la curiosidad de nadie. El frente de la visa con el título «TOURIST CARD», el interior con mi imagen de espía de baja estofa, el reverso con el mapa del país más cerrado del mundo. El sobre contenía,

además, un pasaje rosado, papeles del tamaño de una postal escritos en chino, y nada más. Eran los documentos que necesitaba para llegar hasta Dandong, la ciudad ubicada en el lado chino de la frontera. No había nada ahí que me asegurase la entrada en Corea del Norte. Empezaba a parecerme un viaje imposible. –Al llegar a Dandong vas a reunirte con nuestro contacto en la ciudad. Él va a darte los papeles para tomar el tren a Pyongyang. Dos trenes, lo entendía. Uno hasta Dandong, donde termina China, eso estaba cubierto. Otro desde Dandong hasta Pyongyang, y ahí ya todo era confuso, excesivamente vago para alguien que viajaba sin compañía en un país donde encontrar alguien más que hablase inglés es excepcional, por no decir improbable. No me atreví a preguntar más y la conversación se desvió hacia la música, que a ellos les interesaba más que cualquier asunto de fronteras. A pesar de mi ignorancia absoluta en la materia, prometí contarles en Pyongyang todo sobre la cumbia latina, quizá para confirmar que no sabían ni remotamente qué es la Argentina. Podía engañarlos, y eso facilitaba el diálogo. Nos saludamos, ahora sí, con un abrazo pesado y familiar, despreocupado para el estado de intranquilidad en el que me había dejado aquel sobre. –Nos vemos en Pyongyang, entonces. Me despedí con una última exhibición de aplomo mientras con una mano sostenía el sobre y con la otra abría mi sombrilla de nylon azul antes de volver al sol del bochornoso mediodía pekinés.

3

Diez minutos antes de las siete de la mañana bajé de la litera más alta del compartimento del tren en el que viajábamos cinco chinos y yo. Para mi sorpresa, las luces se habían apagado a las diez de la noche y desde entonces el vagón se deslizó rigurosamente a oscuras y en silencio hasta las cinco de la madrugada. Faltaban dos horas para Dandong, la última ciudad china a la que llega el tren nocturno K27 que sale de Pekín todos los días a las 17.27, pero la mayor parte de los pasajeros de mi vagón, ninguno occidental, ya estaban despiertos. Bajé del tren y seguí a la masa hasta la salida de la estación. La luz uniforme del amanecer, de un blanco azulado, henchía el hall de entrada y las dos salas de espera contiguas. –Ya estoy en Dandong. ¿Nos encontramos? –escribí en inglés a David, mi contacto chino, agente libre que trabajaba por horas para Young Pioneer y que tenía en sus manos mi pasaje y los documentos que yo necesitaba para subir al tren norcoreano que saldría hacia Pyongyang a las once de esa mañana. –Hola, Flor, bienvenida. A las diez, junto a la estatua de Mao. Lo odié, me odié, odié esa carrera de obstáculos en la que estaba metida sin que nadie me hubiese obligado. ¿Qué estatua? ¿Dónde está Mao? ¿Cómo iba a reconocerme él a mí o yo a él? Iba a perder el único tren que salía ese día hacia Corea del Norte, iba a quedar varada en el confín de China, de eso estaba segura. Caminé hasta la calle, donde en el aire de verano, menos sofocante que el de Pekín, sonaban bocinas, se descargaban camiones, transeúntes apurados sorteaban botellas de vidrio, bolsas de plástico y paquetes amontonados del día anterior mientras se alzaban las persianas de los minimercados. Sonreí y volví tranquila

sobre mis pasos para comprar unas frutas en un puesto semivacío, oscuro y frío dentro de la estación: delante de mí, a unos treinta metros de la entrada, se erguía una gigantesca estatua roja de Mao con un brazo apuntado hacia el futuro, que en Dandong coincide con un gran cartel de cerveza Yalu, la marca local que en su nombre homenajea al río que separa China de Corea del Norte. Compré dos duraznos, un paquete de galletitas de limón, cuatro bollitos de pan de batata, un té de crisantemo con flores enteras y esperé dos horas y media bajo la sombra del brazo rojo de Mao. Yo era la única persona sentada junto a una valija. Era la única extranjera, en rigor, y eso me transformaba en una suerte de celebridad instantánea y fugaz, de esas con las que muchos chinos se desesperan por tomarse fotos para luego vanagloriarse ante sus familias que viven en el interior. Decenas pasaron junto a la estatua y dispararon sus cámaras en dirección a mí o quizás en dirección a Mao, sin dar señales de que ninguno de los dos les interesásemos lo suficiente. Yo seguía sentada como un pony orgulloso en la entrada del zoológico hasta que una pareja se acercó y ambos me dieron a entender con ademanes que querían fotografiarse conmigo. En eso estábamos cuando un joven chino, flaco, con aspecto menos provincial que la pareja, también se acercó y esperó su turno para hablarme. Me peiné el pelo espeso y cansado con los dedos que había limpiado con toallitas humedecidas en alcohol y sonreí, lista para mi segunda foto del día. –Hola, ¿Flor? Soy David, tu contacto –«mi contacto», repetí en inglés. Nunca iba a aburrirme de jugar al espionaje de frontera. –David, hola, qué bien, encantada de conocerte, qué bien que llegaste, tengo que tomar el tren, pensé que tal vez no llegarías…

pero llegaste. ¿Galletitas? –y le ofrecí bruscamente el paquete medio lleno para tratar de disimular mi torpeza natural. –Es mejor que embarques cuanto antes. Tu pasaje y los documentos para cruzar la frontera –dijo, y me extendió una pila de papelitos anaranjados abrochados, no más grandes que un anotador de bolsillo, y otro rosado, el boleto de tren. Señaló al igual que Mao, pero en dirección a la estación, y de todo lo que me explicó solo entendí que debía subir la escalera mecánica ubicada a la izquierda de la entrada, en la sección internacional, y pasar por la Aduana y Migraciones–. Ahí retendrán tu pasaporte, y luego irán a buscarte cuando llegues al andén. Es fácil. Está todo en orden. Suerte en Pyongyang y buen viaje. Me dio la mano, se puso los anteojos de sol y se fue. Quedé sola bajo la sombra de Mao, sitiada por el sol que empezaba a arder en la vereda, sosteniendo una pila de documentos escritos en lo que aún no sabía si eran caracteres chinos o coreanos. La escalera mecánica no me dio tiempo de repasar las instrucciones de David: entregar el pasaporte, esperar en el andén, llegar a Pyongyang. Solo tenía un mapa vacío, apenas marcado con una cruz, para atravesar la última frontera del mundo conectado y quedar suspendida durante más de veinte días en el aire espeso de la vida sin Internet. La primera pista norcoreana que encontré en el salón de la Aduana la dieron los prendedores con las caras sonrientes de Kim Il Sung y Kim Jong Il, el abuelo y el padre del actual líder. Mientras esperaba para pasar mi valija por los controles paseé la mirada por encima de los turistas chinos y ahí estaban, un grupo de ocho hombres con el

pelo corto rasurado en el nacimiento de la nuca, afeitados al ras esa mañana como todas las mañanas, con pantalones de vestir oscuros, mocasines haciendo juego, camisas de manga corta en una paleta de colores limitada al blanco, al crema y al celeste, y carteritas de cuero bajo el brazo como la que usaba mi abuelo marplatense. Todo en ellos parecía provenir de un pasado lejano, pero no bastante remoto para haberlo olvidado del todo, y resultaba ligeramente familiar, con una excepción: sobre el lado izquierdo del pecho llevaban un prendedor redondo sobre fondo blanco o rojo que encerraba el retrato de Kim Il Sung o Kim Jong Il, o bien el pin con forma de bandera ondeante, con ambos líderes sonriendo sobre un horizonte rojo sangre. Este último es el modelo más moderno, codiciado y exclusivo que solo reciben los altos funcionarios del Partido de los Trabajadores de Corea. Un puñado de mujeres deambulaban con paso firme por el salón. También ellas parecían más antiguas que nosotros, los chinos y yo. Con pocas variantes, llevaban faldas tubo a la rodilla, blusas sin estampados en tonos cremosos y pálidos, medias de nylon a pesar del calor, sandalias con brillos y pelo moldeado a fuerza de spray y horquillas. No hacía falta mirarlas para saber que también ellas llevaban los prendedores sobre el pecho. Todos los norcoreanos mayores de doce años están obligados a llevar esa identificación en señal de respeto a sus líderes, y perderla es un agravio que se castiga abiertamente. Es una tradición que existe desde principios de los años setenta, cuando el culto al «Gran Líder» Kim Il Sung llegó a su pico más alto: Kim cumplía sesenta años en 1972 y dos años antes, con la anticipación puntillosa que precede a los grandes festejos en Corea del Norte, uno de sus

funcionarios tuvo la idea de celebrarlos creando un prendedor con la cara del presidente. El Estudio de Arte Mansudae, la dependencia estatal responsable de la imagen oficial de los Kim, empezó a producirlos de forma masiva para tenerlos listos el 15 de abril, día del cumpleaños. Desde ese momento, todos los norcoreanos reciben su primer pin a los doce años de manos de la organización infantil a la que pertenecen. A lo largo de su vida reciben otros, en modelos y colores diferentes, que les entregan en la escuela, en la fábrica, en el Partido, en el Ejército o en la oficina, y cada uno es una especie de documento de identidad a la vista, una insignia que revela su estatus social. Los prendedores no están a la venta en Corea del Norte, pero pueden conseguirse réplicas de manufactura china en algunos mercados de Dandong, donde los límites entre lo legal y lo posible se borraron hace tiempo. Me senté en un sillón demasiado alto o demasiado vencido, y hundida en la cuerina marrón repasé el paisaje que se desplegaba en la sala y en el que nada parecía pertenecer a 2015, a excepción de cinco pantallas de televisión Sony de incontables pulgadas listas para cruzar la Aduana china con el contingente norcoreano que iba camino a Pyongyang. La escalera mecánica me había trasladado a un universo paralelo atascado en un momento indefinido entre los años sesenta y setenta. De pronto quise poder escrutarlos sin pudor, tomarles fotos sin pedirles permiso, tocar sus prendedores, quedármelos, examinar su equipaje, auscultar sus enormes paquetes listos para pasar por las máquinas de supervisión del equipaje internacional, saber qué hacían fuera de su país, pellizcarlos para comprobar si eran norcoreanos de carne y hueso.

Pero la excepción ahí era yo y eso, a ellos, parecía tenerlos sin cuidado. Tomé coraje, me paré y arrastré mi valija hasta donde terminaba la fila de pasajeros que esperaban su turno para pasar los controles. Les sonreí con los buenos modales comunes entre desconocidos que no tienen nada que perder, pero ninguno me devolvió la sonrisa. No eran descorteses, simplemente no creían en mi amistad. Yo no sabía todavía que mi viaje iba a ser una sucesión de pruebas para ganarme la confianza siempre esquiva de mis interlocutores norcoreanos. Apenas tuve tiempo de darme por vencida y aceptar que nadie en ese grupo iba a darme la bienvenida antes de quedar frente al oficial chino de Migraciones que me miraba desde su uniforme, una audaz combinación de verde caqui y aguamarina, esperando que le entregase de una vez mi pila de documentos y mi pasaporte. Tal como me había alertado David, los retuvo sin ofrecerme explicaciones ni disculpas. Solo me devolvió el pasaje rosado donde estaba indicado el número del vagón, el número del compartimento y el número de asiento, y me invitó a retirarme con un único movimiento marcial de su mano izquierda que revelaba más fastidio que autoridad.

4 El tren norcoreano ya estaba estacionado cuando llegué al andén. Parecía una réplica en tamaño real de un tren de juguete, como si cada pieza hubiese sido colocada con pinzas por un relojero y cada vagón pintado a mano, verde militar con una franja amarilla para los

pasajeros chinos, crema y azul petróleo para los norcoreanos. Me acerqué al número de vagón que figuraba en mi boleto, 13, y ahí me quedé: la orden de David había sido que esperase, que «ellos» vendrían a mi encuentro. Las cortinas de tela que cubrían las ventanillas del vagón estaban plegadas y desde el andén podía ver el interior: las puertas corredizas de madera abiertas que daban a los compartimentos para cuatro personas, los asientos-cama tapizados en terciopelo morado, el pasillo alfombrado en azul y rombos color crema, perfume a franela y cera que se filtraba a través del vidrio. Todavía no había nadie a bordo. Me habían asignado a la primera clase del área coreana del tren. Esperé obediente cerca de la puerta de mi vagón. No estaba en Corea del Norte, pero la reputación del país se percibía a través de la frontera que se extendía, invisible, a pocos kilómetros: ya no me animaba a desafiar ninguna indicación que involucrase a ciudadanos norcoreanos. Esperé media hora, ningún burócrata ferroviario se interesaba en ayudarme, tampoco me prestaban atención los pasajeros chinos que salían de vacaciones ni los norcoreanos que regresaban a su país. Todos parecían familiarizados con el único tren que conecta los dos países, el único que llega a Pyongyang desde el exterior; parecían más acostumbrados que yo a atravesar esa frontera que era para mí, todavía en modo occidental, el fin del mundo tal como lo conocía. Un hombre de uniforme celeste y azul, combinación más china que coreana, se afincó en la puerta del vagón y después de unos minutos, con un ademán pobre, apenas inclinando la cabeza, me indicó que me acercase. Tenía mi pasaporte en la mano. Me lo

entregó y se hizo a un lado para dejarme pasar por la puerta con mi valija de dos ruedas, un anacronismo a esa altura del mundo. Respiré aliviada. Si en esa frontera eran arbitrarios, al menos cumplían su palabra. Avancé por el pasillo vacío del coche-cama que conectaba los compartimentos. No había asientos, solo literas de terciopelo, dos a cada lado. Tres de las cuatro estaban ocupadas cuando llegué a la puerta de mi camarote. Mis compañeros de viaje ya estaban adentro; eran norcoreanos. Dos de ellos, de unos cincuenta años, quizá menos –era difícil acertar con esas ropas que en Occidente ya no usa nadie menor de setenta años–, estaban sentados en la misma cama, a la izquierda de la puerta. Serios, austeros, indiferentes, tenían puestas camisas de manga corta donde se marcaban, como si fuesen troqueladas, las musculosas blancas que llevaban debajo. Enfrente, en la cama restante, junto a la ventana, un hombre joven me miraba con la curiosidad que no exhibían los otros. Iba vestido con ropa informal, remera deportiva con franjas azules, pantalón de gabardina y zapatillas; sin embargo, a pesar de su aspecto no podía ser chino. Después de todo, estábamos en el área reservada a los pasajeros norcoreanos. Me sonrió cuando vio que no me atrevía a traspasar el marco de la puerta, se puso de pie y me ayudó a poner la valija debajo de la litera que íbamos a compartir durante siete horas. Puse mi pasaporte sobre el asiento, como si fuese una de esas barras plásticas que separan las compras propias de las ajenas en las cajas de supermercado, y vacilé antes de acomodarme en mi porción del terciopelo. La desenvoltura de ese desconocido

amigable, que en nada se parecía a los otros dos, impávidos y silenciosos, me inquietaba. Me invitó a sentarme y acepté, incómoda pero a la vez encantada con las cortesías de ese compañero de viaje que, sin que yo lo supiese, el Estado norcoreano había destinado solo para mí.

5 –Estoy por llegar a la frontera, ya casi estoy en Corea del Norte. Hablamos a la vuelta, si vuelvo –escribí, sin que mi gracia surtiese efecto, en el último mensaje que copié y pegué para mandárselo a siete personas desde mi número de teléfono chino antes de desaparecer en el limbo analógico norcoreano. Era hora de despedirme. El tren había empezado a moverse lentamente, como si la carga que llevaba le resultase demasiado pesada, y conservó esa velocidad durante una hora hasta cruzar la frontera y detenerse en Sinuiju, la ciudad gemela de Dandong en el lado norcoreano del mundo. En minutos iba a interrumpirse la conexión a Internet y durante más de dos semanas mi teléfono iba a ser poco más que un artefacto inútil, un souvenir del futuro, reducido a las funciones automáticas de una cámara fotográfica digital. A simple vista, al salir de Dandong dejábamos atrás una ciudad común y corriente, una de las tantas que existen en China, pero la simple vista no sabe reconocer qué la hace excepcional: junto con su contracara al otro lado del río Yalu (Amnok para los coreanos), es el principal canal de entrada y salida de bienes, personas, dinero, inteligencia e información de Corea del Norte.

Por el eje Dandong-Sinuiju pasan las vías de tren que los japoneses construyeron a principios del siglo XX para conectar Seúl con la frontera china a través de Pyongyang. El imperio nipón levantó el primer puente ferroviario en 1911 y quince años más tarde sumó un puente paralelo para vehículos y peatones. El primero fue destruido por Estados Unidos cuarenta años después, en 1951, durante la Guerra de Corea. En realidad, los bombarderos B-29 recibieron una orden más específica del general Douglas MacArthur, a cargo de las operaciones en el Pacífico: destruir solo el lado coreano del puente para interrumpir la llegada de tropas y provisiones desde Manchuria. En el cumplimiento de esa tarea de precisión, los cazas estadounidenses que escoltaban a los bombarderos mantuvieron, por primera vez en la historia, el primer enfrentamiento aéreo contra aviones de combate chinos. El lado chino del puente quedó prácticamente intacto y con los años se convirtió en un museo. El segundo puente que une Dandong y Sinuiju tampoco fue destruido. Es el que está en uso en la actualidad y se conoce sin ironías como el «Puente de la Amistad Sino-Coreana». Como el puente es angosto, la ruta solo funciona en un sentido a la vez y eso obliga a cambiar la dirección del tráfico, más o menos, cada dos horas. Primero pasan los camiones que entran en China, luego los que entran en Corea del Norte, y así todo el día, a unos cinco kilómetros por hora a causa del mal estado del pavimento, una característica común a todas las rutas norcoreanas. Por ahí circula en camiones y vagones casi el sesenta por ciento del comercio entre China y Corea del Norte, por ahí avanzaba mi tren. Entre Dandong y Sinuiju también existe un oleoducto que China construyó a mediados de los años setenta, movida por afanes

estratégicos, y desde entonces llega por ahí el combustible fuertemente subsidiado por Pekín del que todo Pyongyang depende. En Sinuiju, bastión del «capitalismo desde abajo» y el comercio privado fronterizo, está la refinería de Ponghwa, la más grande de las dos que existen en Corea del Norte y la única capaz de procesar el crudo de China (la otra, el complejo petroquímico de Sungri, en la costa este, solo puede tratar el tipo de crudo provisto por Rusia). En Dandong, en cambio, están las personas que hacen posible esa transfusión energética. Es la ciudad donde viven más norcoreanos en el exterior, unos veinticinco mil, separados en dos grupos radicalmente diferentes y sin relación entre ellos. El ochenta por ciento de esos expatriados son trabajadores empleados en fábricas textiles o mecánicas, en procesadoras de alimentos, en talleres de ensamblado y en la construcción edilicia. Trabajar fuera de Corea del Norte significa para ellos la separación total de sus familias: durante su estadía en China, que suele extenderse durante un par de años, no tienen permitido volver a sus hogares ni están autorizados a abandonar sus lugares de trabajo, donde viven bajo supervisión permanente. Entre ellos, las que más llaman la atención son las camareras de los restaurantes norcoreanos que florecieron en China en los últimos años. A diferencia de los trabajadores industriales, provienen en gran medida de Pyongyang, donde vive la elite norcoreana, y eso implica que tienen buenos antecedentes familiares y formación artística. De ellas, que son elegidas por su apariencia, se espera no solo que sirvan comida, sino que sepan bailar y cantar como profesionales. Ninguno de esos trabajadores recibe su salario completo. La mayor parte del sueldo que les pagan sus empleadores chinos,

cerca de dos tercios, es retenida como una contribución «voluntaria» al Estado norcoreano, que en 2015 le significó ingresos por quinientos millones de dólares. Aun a pesar de semejante descuento, es más de lo que un trabajador promedio podría ganar en Corea del Norte, y una estadía en China suele dejarles dinero suficiente para empezar un pequeño negocio de regreso en su país –un puesto en un mercado, un local de comida callejera– y garantizarse así un ingreso superior a la media. Explotados según los estándares del mundo desarrollado, son considerados privilegiados y exitosos en su propio país. Los verdaderos beneficiados, sin embargo, no entran en la categoría obrera: son los norcoreanos que hacen «negocios» en China –comerciales o políticos, legales e ilegales– y viven en Dandong como si fuese su casa, libres de todas las restricciones que padecen los trabajadores de exportación.

6 No habían pasado más de unos minutos desde mi despedida telefónica del mundo cuando mi compañero de litera señaló el pasaporte argentino que se interponía entre nosotros y me dijo en un inglés entrenado y sin acento: –Hola. Soy Alex Lee. Veo que su pasaporte es de Argentina, ¿podemos hablar en español? Sin esperar mi reacción, que se demoraba mientras yo asimilaba el golpe de suerte de tener a mi lado a uno de los pocos norcoreanos que conocen mi idioma, siguió hablando, esta vez en español con acento caribeño:

–Argentina, entonces. Yo nací en Cuba y me eduqué en Venezuela. Hace tiempo que no hablo español, estoy fuera de práctica, pero me encantaría conversar con usted. Yo no entendía qué había hecho para merecer esa coincidencia casi inverosímil, pero ya no tenía dudas de que el viaje iba a ser aún más inquietante de lo que esperaba. Sucumbí al entusiasmo cuando le pregunté, en español, por qué Cuba, por qué Venezuela. Sabía que el repertorio de explicaciones posibles era limitado tratándose de un ciudadano norcoreano. Los diplomáticos, los hombres de negocios, algunos científicos, unos pocos políticos, unos miles de obreros, unos cuantos espías son los únicos autorizados a viajar fuera del país. El resto de los norcoreanos solo conoce el lugar donde nació, con algo de suerte una ciudad vecina, y solo excepcionalmente Pyongyang, donde residen las familias más confiables y pudientes. Alex Lee no era una excepción a esa excepción: vivía en la ciudad china de Dalian, «la Hong Kong del norte», un antiguo puerto ruso cerca de la frontera reconvertido en centro comercial y financiero, donde hacía «negocios para el gobierno». Allí hicieron su segunda reunión secreta, en mayo de 2018, Kim Jong Un y el presidente chino Xi Xinping de cara a la imprevista cumbre que el líder norcoreano iba a mantener el mes siguiente con Donald Trump. –Mi padre es diplomático y vive en Pyongyang –«¡bingo!», me dije–, pero fue asignado a La Habana y a Caracas en los años ochenta. Hice la escuela primaria ahí. Todavía recuerdo el himno venezolano. Tampoco él simuló su entusiasmo cuando empezó a cantar la primera estrofa de aquella canción patriótica que registra el triunfo

de la revolución y el fin del imperialismo, dos hitos voluntaristas que Caracas comparte con Pyongyang. «Gloria al bravo pueblo / que el yugo lanzó / la ley respetando / la virtud y honor.» Aplaudí, lo felicité, y en ese frenesí musical estábamos cuando el tren se detuvo en la entrada de Sinuiju. Apenas unos minutos después los guardias militares de Corea del Norte ya recorrían los pasillos alfombrados de nuestro vagón. Me había asegurado de tener la computadora libre de películas y de textos sobre Corea del Norte (la pornografía, también prohibida, no era un inconveniente para mí). No llevaba libros en inglés ni correspondencia de ningún tipo. Era una de las indicaciones, casi exigencias, que la agencia me había dado por escrito para entrar en el país «sin problemas», un eufemismo que agradecí cuando abrí mi valija segura de que podría haber superado con nervios de acero los controles del Checkpoint Charlie si hubiese tenido que pasar, allá lejos y hace tiempo, de un hemisferio a otro de Berlín. A diferencia de lo que ocurría en el límite entre China y Corea del Norte hasta hace diez años, cuando no había alambres de púa ni patrullas militares constantes, el cruce prometía seguir todas las reglas de seguridad fronteriza del siglo XX. La frontera siempre estuvo entreabierta para quienes tenían las conexiones políticas necesarias y el dinero suficiente, pero la presencia de soldados es más visible desde la llegada al poder de Kim Jong Un, el actual «Líder Supremo», en 2011. Existe para ellos un obstáculo natural: el río se congela por completo en invierno y proporciona a contrabandistas y desertores más oportunidades para deslizarse hasta el otro lado.

Coloqué la computadora sobre mi falda y el celular encima de ella. Alex Lee sacó de su mochila un cartón de cigarrillos chinos y una botella de whisky, se puso de pie, abrazó al guardia uniformado que entró en nuestro compartimento e intercambiaron unas palabras en coreano que los hicieron reír y darse palmadas mutuas en la espalda a la vista de todos. Alex Lee volvió a sentarse y le dijo, señalándome, esta vez en inglés: –Ella es mi amiga, de Argentina –el militar me sonrió y no se molestó en abrir mi valija ni en encender mi computadora; no iba a ponerme a prueba. Simplemente hizo un ademán para darme a entender que debía entregarle el pasaporte, el pasaje y los papeles escritos en coreano. –¿Biblia? ¿Trae una Biblia? –me preguntó, a mí antes que a nadie, en un inglés áspero, como si se le hubiesen oxidado las articulaciones entre las palabras. Negué con la cabeza. «No, no.» Sabía que entrar al país con textos religiosos era motivo de problemas: no se permiten religiones ni evangelización en Corea del Norte. «Para eso están los Kim», pensé, y enseguida me arrepentí, asustada de que alguien ahí pudiese leer mis pensamientos. Los extranjeros, siempre sospechados de espionaje, pueden llevar al país rosarios, cruces, estrellas, lunas y cualquier símbolo de la fe que sea que profesan, pero nada de textos. La palabra revelada, si escrita, no es bienvenida. –¿Libros? ¿GPS? Le extendí mi ejemplar en español de El gato que venía del cielo y la traducción del italiano de Léxico familiar, los dos libros más inofensivos que rescaté en la pequeña biblioteca ambulante con la

que había viajado a Pekín. Pasó las páginas, en las que no había nada escrito a mano, y me los devolvió. Alex Lee le habló otra vez en coreano, ya sin risas. Yo no entendía qué decían, pero sé imitar la compostura ajena y mantuve la mirada en el horizonte del compartimento, que coincidía con la línea que separaba la frente y el nacimiento del pelo de uno de los dos impenetrables pasajeros norcoreanos. El guardia amigo de mi nuevo amigo repasó con desgano mi pasaporte y abrió de par en par el cartón reblandecido de mi visa; le tomó diez segundos completar su faena, devolverme el pasaporte y quedarse con la visa. Había concluido con éxito y sin sellos mi paso por Migraciones. No quedaba registro alguno de mi entrada en Corea del Norte, algo que yo encontraba tan ofensivo como reconfortante. Alex Lee entregó sin que le pidiesen su pasaporte de tapa azul donde había impresa una frase que resumía todos los beneficios de ser un ciudadano norcoreano de elite, esos que cumplen tareas más o menos oficiales para el gobierno, tienen libertades en el exterior y privilegios en su propio país: «SERVICE PASSPORT». A pesar de que también habían viajado fuera de Corea del Norte, mis dos vecinos tenían pasaportes más modestos que Alex Lee, según indicaba el título escrito en la tapa: «FOR OFFICIAL TRIPS». Quizá fuesen trabajadores norcoreanos enviados a China, quizá tuviesen cargos de tercera línea en una empresa que hace negocios en Dandong, pero, sea como fuere, enseguida se hicieron evidentes las ventajas de la jerarquía. El guardia no revisó el equipaje de Alex Lee ni se tomó el trabajo de hojear su documento, pero ordenó a los otros dos hombres que abriesen sus valijas como si supiese que iba

a descubrir mercadería prohibida. En una de ellas encontró un par de cartas manuscritas y una revista en color. Nunca supe de qué se trataban y no podía preguntar a nadie sin desatar un pequeño escándalo, pero sabía que eso constituía una falta grave y el guardia estaba decidido a cobrársela. Era parte de su trabajo. Modificó el tono de voz con que se había dirigido a mí, militar, correcto y distante, y se convirtió en la encarnación de la ley norcoreana que todo lo devora. Era evidente que le preguntaba por el material que tenía en sus manos, como si estuviesen hablando en una lengua que también yo entendía: para quién era, qué pensaba a hacer con eso, si acaso no sabía que no estaba permitido volver al país con semejantes agravios. Alex Lee me hizo una oferta que yo no podía rechazar: me sugirió que saliéramos al pasillo. Obedecí sin preguntar nada, como volví a hacer cada vez que un norcoreano me hizo una oferta igual de imperiosa. En cuanto pusimos un pie afuera de la cabina, Alex Lee se encontró con otro guardia que había terminado su revisión en el compartimento contiguo. Sacó de su mochila otro cartón de cigarrillos y se lo entregó junto con una palmada sonora en el antebrazo. Otra vez me presentó. El guardia sonrió, gritó «¡Argentina!» y me miró fijo con los ojos destellantes, esperando una respuesta obvia que yo tenía poco interés en darle. Pero mi amigo era popular entre los militares y esperaba que también yo tuviese mi momento de fama con ellos. «¡Messi, Maradona!», arriesgué y adiviné, con una mueca de placer que no sentía. Reímos los tres, brindando en forma invisible mientras mirábamos libres de culpa hacia el interior del compartimento donde el primer guardia

insistía en pasar, una y otra vez, las páginas de la revista y las cartas de nuestro atribulado acompañante. Diez minutos después, el ambiente se había tensado incluso para nosotros. Pero pasaron otros diez y la situación se resolvió como todos esperábamos. El acusado deslizó un rollo de billetes arrugados en la palma de la mano del militar que dio media vuelta, inclinó su cabeza ante nosotros y siguió su camino por el pasillo alfombrado. Volvimos a entrar al camarote y nuestros vecinos volvieron a su estado previo, como si aquel juicio sumario no hubiese tenido lugar, como si yo nunca hubiese estado ahí. No me miraban, no me hablaban, ni siquiera se cohibieron al sacarse la camisa delante de mí para quedarse en musculosa, un hábito que todos los hombres del vagón compartían porque ninguno quería llegar a Pyongyang con la ropa arrugada. Antes de que el tren se pusiese otra vez en marcha una vendedora pasó con su carrito frente a nuestra puerta y, sin consultarme, Alex Lee hizo un módico derroche: un refrigerio para dos. Compró cuatro pescados disecados, el snack más popular entre norcoreanos, dos latas de cerveza negra china y dos de Strawberry Milk y Coffee Milk, bebidas dulces y lechosas, probablemente las más vendidas en Corea del Norte, de la marca Pokka. De origen japonés, Pokka tiene fábricas en Singapur, la excolonia británica que es uno de los pocos países que mantienen relaciones con Corea del Norte. En ese territorio isleño neutral mantuvieron su primer encuentro Donald Trump y Kim Jong Un, líderes de dos países que hace sesenta y cinco años son enemigos declarados; desde allí llegan a Pyongyang aquellos refrescos enlatados.

Nuestros vecinos nos miraban, pero sin decir una palabra, ni en aquel momento ni nunca. Rechacé con toda la amabilidad de la que fui capaz mi ración de momias de pescado y elegí, en cambio, la lata rosa. Di un sorbo prudente y apuré de un trago, como si fuese un remedio, aquella versión asiática del Nesquik de frutilla de mi infancia. Era repulsiva, pero no podía negarme a todo lo que había sobre la mesa. Dejar comida es un acto antipático en Corea, como me lo hicieron saber en Pyongyang cada vez que quise darme por satisfecha sin haber terminado un plato. Los extranjeros, sin embargo, sentimos a diario esa incomodidad. Cada comida es una exhibición en cantidad de lo que se produce en el país –arroz, fideos de diferentes harinas, huevos, cerdo, tofu, vegetales, kimchi, papa, pescado–, en la que siempre quedan platos enteros sin probar. Es una exuberancia alimenticia, a la vez un gesto de cortesía y un intento de mostrar al mundo que los norcoreanos ya no pasan hambre. El tren atravesaba campos verdes y espesos mientras Alex Lee me hablaba mezclando sin orden frases en inglés y en español. Yo prefería mirar por la ventanilla la rutina campestre en su apogeo de actividad. Estaba terminando la época de cosecha y no había rastros del verde opaco y descascarado que esperaba encontrar en Corea del Norte. Era, por el contrario, una sucesión de verdes de intensidades variables, parcelados, bordeados de flores, rodeados de montañas, en los que mujeres y chicos acuclillados sembraban a mano bajo el sol, protegidos por sombreros de tela clara y alas cortas. Se apilaban a los costados bicicletas y viandas, unos pocos bueyes tiraban del arado en las zonas más alejadas de las vías, los

campesinos más curiosos –los más jóvenes– miraban fijo hacia las ventanillas del tren desde los pasos a nivel donde nacían caminos de tierra que terminaban en aldeas. Cada tanto aparecían rutas asfaltadas en las que se congregaban grupos de estudiantes para ver pasar el tren del día, y grupos de hombres comían y descansaban a la sombra de árboles petisos y raídos. La mayor parte de ellos usaba trajes cruzados de aspecto castrense, siempre en azul nocturno o gris topo o verde oliva, sin camisa pero con musculosa, una vestimenta típicamente norcoreana que no revela la filiación militar, sino una tradición sartorial que los jóvenes de Pyongyang erradicaron de sus guardarropas por considerarla una antigualla. Alex Lee no dejaba de hablar. Inglés, español, venezolano. Yo estaba irritada, quería ver los primeros retazos de Corea del Norte, pero no me atrevía a levantarme. No sabía, no me lo habían aclarado, si podía fotografiar aquellos paisajes que, creía, iban a estar fuera de mi vista occidental. El campo norcoreano siempre fue un misterio para el mundo exterior, que apenas conoce una fracción de lo que ocurre en Pyongyang, y que yo pudiese verlo no significaba, necesariamente, que pudiese documentarlo. Me arriesgué intermitentemente, poniendo a prueba si era real mi percepción de que Alex Lee seguía con la mirada cada movimiento que yo hacía. Cuando salí al pasillo para mirar por la ventanilla, me preguntó desde el interior del compartimento si quería tomar algo; cuando caminé a lo largo del pasillo de nuestro vagón, él se asomó a fumar; cuando fui al baño, me topé con él mirándose al espejo. Traté de conservar mis modales como si las siete horas de tren me estuviesen domesticando. Lo conseguí hasta que el tren

aminoró la velocidad y se detuvo en una estación blanca que se erigía solitaria en medio de la nada y que podría haber pasado perfectamente por un hotel rural o un hospital pequeño. Entonces di un salto, corrí hasta una de las ventanillas del pasillo y filmé mi primer video norcoreano en cámara lenta: una secuencia morosa en la que el campo cede el protagonismo a la estructura chata y alargada con los retratos sonrientes de Kim Il Sung y Kim Jong Il en el centro. Era oficial, estábamos en Corea del Norte.

7 Eran poco más de las cinco de la tarde y el sol, de un amarillo espeso e incandescente, rebotaba contra las ventanas de los primeros edificios que veía desde que habíamos salido de China. Enormes cubos de colores pintados en tonos rosados, verdes intensos y aguados, celestes y azules, naranjas salmonados y corales daban un aire ligeramente infantil e irreal a esos suburbios que anunciaban lo que, media hora después, se transformó en Pyongyang. El tren llegó a la estación a las 17.53. Sumados ambos trenes, me había tomado un total de veinticinco horas recorrer los más de mil kilómetros que separan la capital norcoreana de Pekín. Saqué mi valija guardada debajo de la cama y salí al pasillo para ver a través del vidrio el hervidero de hombres y mujeres que recorrían el andén con aires de funcionarios de tercera categoría. Apenas puse un pie en el andén, con Alex Lee siguiéndome los pasos, una chica joven de blazer blanco, pelo recogido y un flequillo abombado que habría causado furor en los años ochenta se acercó hasta colocar su cara

a veinte centímetros de la mía. Me tomó del brazo derecho con brusquedad, una torpeza diplomática que, lo supe después, un guía experimentado jamás cometería. –¿De qué país viene? –me preguntó como si esperase que le dijera el santo y seña que me permitiese entrar en su país. Hablaba un inglés gomoso que convertía la frase en una única palabra difícil de masticar. –Argentina –respondí, sabiendo que había acertado. No era un mérito haberme identificado con tanta rapidez; no había otro pasajero occidental en los siete vagones del tren. –Soy Chen, su guía. Venga conmigo, por favor. Enseguida se sumó a la conversación con aires de arresto otra mujer de modales cansinos a la que yo no había visto acercarse. Era la guía principal, la señorita Yu; la de saco blanco y modales policiales solo era su aprendiz, todavía rústica en sus modales. Solté el brazo que Chen mantenía agarrado con su mano y di media vuelta hasta quedar cara a cara con Alex Lee, que parecía reacio a traspasarles la custodia. No se saludaron ni se preguntaron qué lugar ocupaba cada uno en mi corta vida en el país; supuse que sabían cumplir sus papeles sin extralimitarse y no le encontré sentido a hacer las presentaciones del caso. Me despedí de mi único amigo norcoreano con un abrazo que provocó la sorpresa y la mal disimulada desaprobación de mis dos guías, le entregué mi pasaporte a la señorita Yu incluso antes de que me lo pidiese, y su discípula me indicó que la siguiese con un ademán seco, haciendo caso omiso de mi valija y de Alex Lee. Caía la tarde. Aún no se habían encendido las luces de la estación cuando atravesamos el hall de entrada y salimos a la

explanada del estacionamiento al aire libre donde esperaban los choferes asignados a los extranjeros recién llegados. Alex Lee sonreía a mis espaldas, su brazo derecho en alto, congelado en un saludo, esperando que yo girase mi cabeza para mirarlo por última vez antes de zambullirme en la oscuridad de mi primera noche en Pyongyang.•

Visa de la República Popular Democrática de Corea. Detrás, pasaje de tren PekínDandong.

Gorras de guardias en un vagón del tren que une Dandong con Pyongyang.

Uno de los compartimentos de la sección coreana del tren.

Típico refrigerio norcoreano.

Vianda de los agentes ferroviarios.

Pasajeros norcoreanos en el tren que une Dandong con Pyongyang.

Los norcoreanos que viajan en el tren que llega a Pyongyang son mayoritariamente hombres.

Pasillo del vagón norcoreano en el tren que une Dandong con Pyongyang.

Los hombres suelen quitarse las camisas para evitar arrugas durante el viaje.

Mujeres sembrando al borde de las vías del tren.

Vista de un pueblo. En el cartel se lee: «¡Viva nuestro Camarada Kim Jong Un, gran líder de nuestro pueblo!» (izq.) «¡Seguimos lealmente la orden de nuestro Brillante Camarada Kim Jong Un!» (der.).

Edificio militar en medio del campo entre Sinuiju y Pyongyang.

Tres hombres ven pasar el tren que llega a Pyongyang.

Estación ferroviaria con los retratos de los líderes Kim Il Sung y Kim Jong Il y un cartel que reza: «¡Viva nuestro gran líder Kim Jong Un!» (izq.) «¡Viva el glorioso Partido de los Trabajadores!» (der.).

Los tonos rosados dominan el paisaje a medida que el tren se acerca a Pyongyang.

Pyongyang

Tener y no tener

평양

1 Me despertó la música sepulcral de un coro a las seis menos diez de la mañana. Abrí los ojos y miré alrededor. No sabía dónde estaba. La habitación de hotel no ofrecía pistas ni sosiego a mi mente confundida, pero la respuesta estaba servida junto a mi cama de una plaza. Dispuestos como en un quirófano sobre la mesa de luz, un mueblecito laqueado color ciruela con comando de luces y radio a perilla, había un teléfono de línea Telic modelo 286, un control remoto de la marca china Konka y un folleto de dos hojas que hacía de mapa: la guía de llamadas internacionales de Pyongyang. Miré el taco de hojas sostenido unos centímetros más arriba por una varilla de pino atornillada a la pared. Era el año 104. La noche anterior, al salir de Pekín, el almanaque chino decía «2015», pero esa convención no tenía valor al otro lado de la frontera. Allí marcaba el paso de los días el calendario Juche, una creación plenamente norcoreana que fija el inicio de los tiempos en 1912, el año en que nació Kim Il Sung, abuelo de Kim Jong Un y «Presidente Eterno» de Corea del Norte.

El 8 de julio de 1997, exactamente tres años después de la muerte del fundador del país y de la dinastía que lo gobierna desde 1948, su hijo y sucesor, Kim Jong Il, declaró aquel año excepcional, 1912, como el año uno de la eternidad norcoreana. No había nada antes. El tiempo había nacido con la llegada al mundo del primer Kim. Corrí las cortinas lustrosas que cubrían las ventanas y deslicé por completo el panel de vidrio que había dejado entreabierto antes de acostarme. La canción se volvió más nítida y un escalofrío me hizo contar una por una las vértebras de mi columna. No era culpa del viento que soplaba entre los rascacielos; era esa voz aguda de mujer, más vocalización que canto, que sonaba a lo lejos acompañada por un teclado electrónico como si estuviese encerrada en una caja de música. Me asomé a la claridad nebulosa de la madrugada, que colgaba como una sábana sucia sobre los edificios verdes, rosados y amarillos, y la ciudad apareció como una foto antigua coloreada a los pies de mi ventana en el piso 42 del hotel para extranjeros Yanggakdo. Solitario y aislado en una isla diminuta en medio del río Taedong a la que los viajeros occidentales bautizaron «la Alcatraz norcoreana», podía ver desde el Yanggakdo las primeras señales de vida del día en las calles que bordeaban la orilla. Era asombroso: en Corea del Norte también había personas de carne y hueso haciendo cosas de lo más normales, de lo más aburridas. Obedientes y alineados como en un juego de mesa, cientos de hombres y mujeres se dirigían a sus lugares de trabajo caminando o en bicicleta al paso cansino que marcaba la canción. Una coreografía obrera bajo la luz plateada del amanecer.

De a poco empezaban a formarse filas de pasajeros para subir a los trolebuses y los tranvías que circulan por Pyongyang al ritmo del fin de semana. Un grupo de «jóvenes pioneros» de diez u once años, con sus pañuelos rojos anudados al cuello y sus pequeños maletines escolares negros en la mano, avanzaban dando saltos por la vereda. A la distancia, con esas figuritas diminutas recortadas sobre el fondo pastel de los edificios, Pyongyang parecía un film de los años sesenta: saturada, luminosa y artificial como un musical comunista en Technicolor.

2 Tenía dos horas libres hasta encontrarme con las guías que iban a acompañarme, literalmente, en cada paso que diese a partir de ese momento. Ningún extranjero es abandonado a su suerte y voluntad en Corea del Norte. La compañía de los guías es inexcusable desde la llegada hasta la partida del país y desde el principio del día hasta el fin de la noche, pero también ellos deben renunciar momentáneamente a la soledad. Además de dormir en el mismo hotel durante la estadía de sus pasajeros, están obligados a trabajar en pares. Es una técnica de rutina para asegurar controles mutuos y prevenir filtraciones que el régimen impone incluso a sus diplomáticos en el exterior, aunque esa clase selecta de ciudadanos autorizados a viajar fuera del país tiene un incentivo más eficaz para no desertar ni dejarse reclutar fácilmente por el enemigo: parte de su familia directa debe permanecer en Pyongyang en garantía.

Decidida a derrochar mis últimos minutos de privacidad, me alisté para bajar a desayunar temprano y recorrer el hotel en el que iba a pasar los diez días siguientes. Tenía que tomarle cariño; era el único lugar en el que podría moverme a mis anchas sin escolta, según me había anunciado la señorita Yu la noche anterior al repasar el breviario del buen extranjero: –No puede salir sola del hotel. –No puede apartarse de sus guías ni del grupo con el que viaja sin autorización. –No puede tomar fotos a edificios en construcción ni a personal e instalaciones militares. –No puede gritar, correr ni hacer ademanes inapropiados en los lugares dedicados a los líderes. –No debe tocar las imágenes de los líderes. –No puede cortar las caras de los líderes al sacar fotos de sus retratos o de sus estatuas, debe tomar imágenes de las figuras completas y sin reflejos. –No debe desobedecer las indicaciones de los guías. Eran reglas desmedidas, pero no me parecían imposibles de cumplir; después de todo, la normalidad nunca fue bien vista en mi familia. Creí que me sobraba el tiempo para desayunar, inspeccionar el hotel y volver a la habitación en busca de mi cartera y mi cámara de fotos antes de que llegase la hora señalada. Pero había calculado mal, un error que solo cometen los recién llegados: tardé más de quince minutos en bajar al lobby desde el piso 42, la mitad de los cuales pasaron mientras esperaba el ascensor. Aunque no

había visto otros pasajeros en el piso, supuse que el resto del hotel estaba repleto y que los ascensores no daban abasto, pero era una conclusión apresurada, el tipo de explicación basada en las apariencias que no se aplica en Corea del Norte. En el Yanggakdo, catalogado como uno de los dos hoteles cinco estrellas de la ciudad, suele haber un solo ascensor en funcionamiento, a lo sumo dos. Los otros siete no están en reparaciones, simplemente no se usan; son una buena forma de ahorrar energía eléctrica. El comedor principal de la planta baja estaba vacío, apenas cuatro de las veintitantas mesas disponibles habían sido ocupadas por pasajeros, pero el ajetreo de los mozos parecía anunciar un banquete. Me acerqué al buffet: rodajas de manzana, banana y pera china –fruta anodina, más manzana que pera– exhibidas en bandeja como masas para el té, pan lactal blanco, café instantáneo, una pasta amarillenta parecida a la manteca y leche en polvo para el desayuno occidental; arroz blanco, carne de cerdo, tofu, kimchi, huevos revueltos y vegetales cocidos en el repertorio coreano. Únicamente el Yanggakdo podía servir ese tipo de desayuno, mediocre para los estándares de un hotel de lujo en cualquier lugar del mundo, fastuoso en comparación con los de cualquier otro hotel norcoreano. Reclamé mi ración de manzana pelada y con ella bajé hasta el subsuelo, donde la pompa y la penuria convivían con menos discreción que en el salón comedor. Fue un paseo más breve de lo que había calculado; nada parecía listo para recibir turistas: una piscina oscura y desolada que mis recaudos de recién llegada me aconsejaron evitar; un salón de masajes vaporoso en el que no tuve el coraje de entrar; una sala de pool y otra de ping-pong, disciplinas

históricamente ajenas a mis habilidades, también vacías pero disponibles por dos euros; servicios de peluquería y barbería para hombres de los que el género me excluía; una sastrería que confecciona trajes masculinos a medida en cuestión de horas y un casino con columnas de un dorado enceguecedor y alfombras mustias, solo para extranjeros, que es frecuentado exclusivamente por chinos. Atravesé un salón amarronado donde veinte máquinas tragamonedas esperaban de espaldas a la pared el final del día y me asomé al salón de juegos. Dos mozos de sala pasaban sendos plumeros por las mesas de blackjack. Intuí que la banca del Yanggakdo no debía saltar muy a menudo. Solo la barra de la planta baja, que elabora su propia cerveza y es frecuentada por pasajeros aburridos de otros hoteles, se veía menos solitaria. Una noche tras otra, la cervecería, la salita donde se despachaban postales estampilladas y se hacían llamadas internacionales a seis dólares el minuto, el mostrador donde podían comprarse prendedores revolucionarios y pinturas con paisajes de la flora y la fauna coreanas, y una especie de almacén que vendía agua embotellada y gaseosas enlatadas, productos con ginseng y libros con citas citables de los Kim, abuelo, padre e hijo, fueron mis únicas excursiones puertas afuera de mi habitación, pero puertas adentro del Yanggakdo. En verdad, las postales y las llamadas fueron ocasionales durante mi estadía en Pyongyang, pero el atractivo de esa salita era irresistible. Algunas noches me sentaba en el cubículo formado por paneles de madera y vidrios esmerilados y pedía línea con la Argentina, aunque supiese que nadie respondería del otro lado, solo por el placer de escuchar el sonido de la conexión satelital. Las

primeras veces busqué en vano la guía telefónica local para entretenerme pasando las páginas, pero tuve que darme por vencida. No hay directorios disponibles; el gobierno los considera documentos clasificados por contener información sobre la desconocida estructura de la burocracia estatal norcoreana. Miré la hora en mi teléfono celular: iba a llegar tarde al encuentro con las señoritas Yu y Chen. Las horas en Pyongyang pasaban demasiado rápidas o demasiado lentas, era difícil saberlo. Mientras bajaba al lobby por segunda vez desde mi habitación después de otros muchos minutos de espera, recordé de pronto los rumores acerca del piso secreto que el Yanggakdo destina a presuntas actividades de espionaje sobre sus pasajeros occidentales. Entonces escruté la botonera plateada del ascensor: 0, 1, 2, 3, 4, 6, 7, 8, 9, 10… no había piso 5. Mi hallazgo quedó trunco cuando se abrieron las puertas y el botones me invitó a pasar al lobby, borrando fugazmente el quinto piso de mi memoria. Algunas noches más tarde, impulsada por la curiosidad salvaje que despierta el hermetismo norcoreano, decidí investigar si el quinto piso era una omisión deliberada o simplemente no existía. Bajé caminando desde el sexto piso hasta el primer descanso de la escalera donde un cartel con la leyenda «STAFF ONLY» en rojo colgado en la puerta prevenía a los entrometidos. Toqué el picaporte redondo. La puerta se abrió hacia mi lado, no porque yo hubiese tirado del picaporte, sino porque alguien del otro lado lo había presionado. Una mujer vestida con uniforme de personal de limpieza me miró fijo y sacudió frenéticamente su mano derecha. Era una negativa, una despedida y una súplica: mi agitación era moderada en comparación con el espanto que inundaba su cara.

3 Junto a la puerta giratoria de entrada del hotel, flanqueada por dos inmensos jarrones de porcelana blanca cargados con flores de plástico rojas y amarillas, la señorita Yu charlaba con los guías de otros contingentes turísticos. Nada en su aspecto encarnaba el espíritu marcial que yo había esperado encontrar en Pyongyang. No pertenecía al Ejército, ni siquiera era policía, y en lugar de un arma llevaba un teléfono celular en su cartera Chanel de imitación. A simple vista parecía una oficinista de los años sesenta, trabajadora, próspera y con un empleo asegurado de por vida. Con veintiocho años, la edad dorada en que las ejemplares mujeres coreanas deben casarse y formar una familia por indicación expresa de Kim Il Sung, mi guía trabajaba doce horas diarias para la KITC, la agencia estatal de turismo de Corea del Norte, descansaba un día cada ocho y seguía viviendo con su madre, que la esperaba cada noche con la ropa limpia y le exigía que encontrase un marido de buen pasar que hiciera de ella un ama de casa antes de cumplir treinta. Las tradiciones todavía mandan en los hogares del país y el hombre codiciado por las jóvenes solteras sigue siendo aquel que cumple los tres requisitos del comunista prometedor: servicio militar destacado, educación universitaria completa y membrecía del Partido. En los años ochenta se sumaron a esas filas los diplomáticos y los marineros, hombres con acceso regular a divisas, y en los noventa ganó terreno una virtud capitalista que iguala a los candidatos norcoreanos con los de cualquier otro lugar en el mundo:

tener dinero. Los extranjeros están descartados; los matrimonios internacionales son ilegales. La señorita Yu no iba al cine, ni siquiera a una sala de karaoke ni a jugar al bowling ni a tomar una cerveza, pasatiempos obligados para conseguir una cita amorosa en Pyongyang según la moral conservadora que manda en el país y que explica la ausencia de infraestructura romántica. No hay bares ni hoteles por hora ni cines clandestinos para los enamorados, solo las colinas del parque y la ribera del río para pasear a la vista de todos. –Estoy demasiado cansada. Cuando no trabajo, lo único que quiero hacer es dormir o mirar televisión. La magra vida privada de los jóvenes modernos de la capital no es una excepción en el país. El ocio y el tiempo libre son un privilegio del que no goza la mayoría de los veinticinco millones de norcoreanos, pero solo en Pyongyang, donde vive el 12% de toda la población, las recompensas valen el agotamiento. Los guías, garantes de un turismo sin sobresaltos, forman parte del exclusivo grupo de norcoreanos que pueden relacionarse libremente con extranjeros. Y aunque muy pocos salieron alguna vez del país, tienen uno de los empleos más codiciados por los jóvenes, el primer escalón para conseguir lo que está fuera del alcance de los ciudadanos comunes: viajar a otras ciudades, estudiar inglés, recibir propinas en dólares, comprar ropa importada, acumular regalos del remoto mundo exterior. Al ver a la señorita Yu resultaba difícil creer que su aspecto de mujer independiente hubiese sido considerado una afrenta ideológica años atrás. Llevaba puesta la misma falda oscura y las medias traslúcidas color piel de la noche anterior, un accesorio que

las norcoreanas respetan desde la edad escolar incluso en los calores del verano, pero había cambiado su blusa en azul eléctrico por otra azul tornasolada con encaje en los hombros que hacía juego con su cartera falsa, y en lugar del pin rojo de bandera ondeante con las caras de los dos líderes, esa mañana llevaba prendido en su pecho un pequeño círculo blanco con la cara de Kim Il Sung. No era un desafío al régimen, ni siquiera una extravagancia estilística: alternar los prendedores es una costumbre aceptada en Pyongyang, un triunfo del ingenio femenino para que los líderes combinen con la ropa del día. Era un esfuerzo conmovedor por parecerse a las cantantes de Moranbong, la primera banda de pop patriótico de Corea del Norte, veneradas en un país que no admite otras figuras de culto que sus líderes políticos. Como si imitasen al propio Kim Jong Un, su creador, las chicas de Moranbong no se dejan ver con facilidad. Sus discos, al igual que los prendedores con las efigies dinásticas, no están a la venta. Sus apariciones públicas, al igual que las de Kim, se limitan a presentaciones a puertas cerradas para la elite militar y los cuadros más altos del Partido (y ocasionalmente para los mejores científicos, responsables del programa que convirtió a Corea del Norte en un país nuclear). Y sus conciertos se transmiten por pantalla gigante en las plazas y los televisores de los restaurantes de Pyongyang con una obstinación solo equiparable a la propaganda oficial. A ellas, que muestran sus piernas con minifaldas que ninguna mujer norcoreana se atrevería a usar y exhiben ante las cámaras sus ojos maquillados y sus melenas abultadas, se les atribuye el mérito de haber logrado que las jóvenes de Pyongyang como la

señorita Yu acortaran varios centímetros de su pelo y de sus faldas. Es una modernidad casi invisible para los extranjeros, pero se parece a una revolución doméstica en comparación con los peinados y los vestuarios que el régimen sugería a sus ciudadanos durante los años de Kim Il Sung: en respeto por el estilo de vida socialista, las mujeres tuvieron prohibido mostrar sus rodillas y usar pantalones en las calles de las principales ciudades de Corea del Norte hasta los años noventa. Una tarde mientras paseábamos por el parque central de Moranbong, el más grande de Pyongyang, un grupo de maestras jubiladas se mostraron encantadas cuando quise sacarles una foto en el banco donde estaban sentadas a la sombra. Las cuatro cruzaron sus piernas, acomodaron las carteras sobre sus regazos y sonrieron para mi cámara. Ninguna de ellas parecía contrarrevolucionaria, pero todas llevaban pantalones. Por supuesto, algunos pantalones son más peligrosos que otros. Los jeans siguen siendo una encarnación de la decadencia estadounidense que ningún norcoreano en sus cabales se atrevería a usar en público, ni siquiera en los tiempos modernos de Kim Jong Un. Más cansada que ofendida por mis preguntas sobre su propia vida y sobre las ajenas que encontraba a mi paso, la señorita Yu recurrió a un método silenciador al explicarme cómo iba a ser mi rutina en su país: debía estar lista todas las mañanas a las ocho en el lobby del hotel, adonde me devolverían solo después de la última comida del día, unas trece horas más tarde. Mis jornadas en Pyongyang, mejor saberlo de antemano, no iban a incluir nada de tiempo libre, pausas ni distracciones, y no iba a correr ninguno de los riesgos que acechan al viajero en un país extraño. No iba a

perderme en esa ciudad desconocida, no tendría ninguna necesidad de buscar ubicaciones en el mapa, ni siquiera debía pensar qué quería comer porque todas mis comidas ya estaban decididas de antemano en restaurantes cuyo nombre ignoraba. Teléfonos útiles, lugares de interés, qué comprar, cómo viajar, dónde cambiar moneda, exhibiciones en museos, obras de teatro, nombres de calles, mapas, planos, nada de eso tenía sentido en Pyongyang. Era la liberación de las incertidumbres y de los caprichos que tiene todo viajero; era el antiviaje, una suerte de all inclusive comunista que excluía el libre albedrío. Ni siquiera estaba permitida la holgazanería porque, a juicio de mis anfitriones, yo no estaba ahí de vacaciones.

4 Bajamos del auto frente a un puesto que vendía flores a dos euros los ramos chicos, a cinco los grandes. Aunque no estaba obligada a comprarlos, me habían advertido en Pekín que era un gesto que mis guías sabrían apreciar. Estaba sola con ellas en el otro lado del mundo y las ocasiones de hacerme apreciar no abundaban: pedí un ramo grande y les sonreí, confiada en las bondades de mi derroche floral mientras emprendíamos la subida por el camino pavimentado de una de las colinas de la ciudad. Cien metros cuesta arriba nos separaban de los colosos de Pyongyang. En abril de 1972, para festejar sus sesenta años de vida, Kim Il Sung mandó construir una réplica de sí mismo de veinte metros de altura bañada en bronce, que fue emplazada en la colina principal del parque Mansu. Cuando su hijo Kim Jong Il murió en 2011, el

estudio

de

arte

Mansudae

recibió

otro

encargo

de

igual

envergadura: fabricar una reproducción dorada del segundo líder y retocar la del primero para que se viese menos juvenil pero más sonriente. Los dos Kim quedaron tan perfectos como puede ser perfecto el arte oficial en Corea del Norte, es decir, ostensiblemente falso pero sin fallas visibles. Con sus mejillas esponjosas apenas arrugadas por las sonrisas paternales, los pliegues de los abrigos sacudidos por un viento eterno, los dientes parejos protegidos por labios carnosos y las cabelleras abundantes peinadas pelo por pelo, las estatuas gigantescas muestran la mejor cara de los líderes muertos. No dan indicios del tumor en la nuca de Kim Il Sung, que creció hasta alcanzar el tamaño de una pelota de tenis y le provocó la muerte en 1994, a los ochenta y dos años, y exhiben a un Kim Jong Il con una altura y una bonhomía que no conoció en vida. Deposité mi ramo grande ante los pies de bronce y retrocedí para formar una línea paralela con mis guías y presentar nuestros respetos. Hasta ese momento había creído, y no me cansaba de equivocarme, que el lugar más solemne y tenso de mi viaje por Corea del Norte iba a ser la frontera con Corea del Sur. –Por favor, sin anteojos oscuros, los brazos a los costados, en silencio, sin hacer gestos. Adelante –imité a la señorita Yu, las tres nos inclinamos noventa grados en un ángulo rotundo desde la cadera y conté uno, dos, tres, cuatro segundos–. Okey, ahora puede tomar fotos y ponerse los anteojos. Sin hacer gestos, por favor. «La imagen del líder debe estar siempre en el centro del espacio arquitectónico», sentenció Kim Jong Il en su tratado Sobre la arquitectura, «porque al ser visible en todo momento y desde

cualquier lugar, los ciudadanos nunca olvidarán que son felices en el abrazo del líder». De esa forma creció Pyongyang, como una ciudad donde los líderes están siempre a la vista en el centro del espacio arquitectónico, sí, pero también en los rincones: además de las estatuas y de los pins, en todas las oficinas, en las aulas de las escuelas, en los vagones de subte y de tren, en las entradas de los principales edificios públicos y en todos los hogares del país hay retratos oficiales de los dos Kim. Sus caras sonrientes deben ser exhibidas en una pared central, sin compañía de otras decoraciones, protegidos del polvo y de las marcas de dedos por un vidrio, inalcanzables, a una altura tal que nadie pueda mirarlos desde arriba y con una leve separación de la pared en la parte superior para evitar los reflejos de luz. Solo los hoteles están eximidos de esta obligación iconográfica, y para los extranjeros el deber es considerablemente más simple: asegurarse de que los Kim sean fotografiados enteros y sin brillos. –Por favor vuelva a sacar la foto –me susurró al oído la aprendiz de guía que estaba siendo entrenada por la señorita Yu y que tomaba demasiado a pecho sus tareas de supervisión. Había espiado por encima de mi hombro la pantalla de mi cámara donde el sol del mediodía incendiaba las cabezas sonrientes de los líderes. Los Kim fueron retratados de diferentes formas según las épocas, como un reflejo artístico de los cambios políticos en el país. Kim Il Sung vestido con traje Mao para hacer juego con la austeridad y el carácter cuasi militar del régimen en los años sesenta y setenta. Kim con traje de estilo occidental y acompañado por una foto gemela de su hijo, ya proclamado oficialmente sucesor, en los años ochenta. La versión sonriente de los Kim no se impuso sino en los noventa,

desterrando las caras severas que el propio régimen había difundido durante las décadas anteriores. Eran, probablemente, los únicos hombres felices en Corea del Norte en aquellos días de hambruna masiva. Dos días después, cuando visité un jardín de infantes, una escuela primaria de Pyongyang, un orfanato en las afueras de la ciudad y el Palacio Mangyongdae, el centro de actividades extracurriculares –sinónimo de entrenamiento musical para niños virtuosos– más grande del país, entendí de inmediato por qué siempre me llevaban primero, antes que a cualquier aula, a las salas de estudio de la vida del «Gran Líder» Kim Il Sung. Ahí es donde los alumnos de los primeros años aprenden a recitar canciones de alabanza y a memorizar detalles de esa vida ilustre ayudados por maquetas que reproducen el lugar donde nació y fue criado el padre de la patria norcoreana. Pero el culto a los Kim no es exclusivamente formal. La historia de Corea del Norte coincide con las biografías de sus líderes, y no existe una sin las otras. El país nació oficialmente en 1948 con Kim Il Sung a la cabeza; desplegó los primeros esbozos de personalismo en los años sesenta una vez recuperado de los estragos de la guerra contra Estados Unidos, Corea del Sur y sus aliados –de la que Pyongyang considera que salió victoriosa, no simplemente airosa–, y alcanzó niveles histéricos de veneración por la familia gobernante en los setenta, cuando el gobierno se convirtió en dinastía. A medida que envejecía y la pelota de tenis crecía en su nuca, Kim Il Sung empezó a preocuparse por su legado. Temía que la generación siguiente de líderes norcoreanos lo tratase con la misma

suerte que había corrido Stalin, cuya muerte abrió un proceso de desintoxicación estalinista en la Unión Soviética, proyectando la sombra de esa purga sobre Pyong-yang. Pero si en cambio nombraba sucesor a su primogénito, un atrevimiento que no habían cometido en Moscú ni en Pekín, Kim se aseguraba de entregar el mando a alguien con un interés personal en preservar –y en exaltar y distorsionar– su imagen. Finalmente, a mediados de los años setenta, anunció la primera transición hereditaria del mundo comunista. Tenía sesenta y dos años, todavía faltaban veinte para su muerte. Kim Jong Il, que se entrenó en las sombras durante esas dos décadas para asumir el poder absoluto y ejercerlo también hasta su muerte, siguió los pasos de su padre y en 2010, ya enfermo, designó a Kim Jong Un, su hijo menor, como continuador de la saga familiar. No era su sucesor natural; el primogénito, Kim Jong Nam, había sido desterrado después de que intentó entrar sin éxito en Tokio con un pasaporte falso de la República Dominicana. En 2017 murió envenenado con un agente nervioso en el aeropuerto de Kuala Lumpur, pero el legado que había desvelado a su abuelo ya estaba asegurado.

5 En Pyongyang hay un edificio especial, el más alto del país, que recuerda a los norcoreanos la inmortalidad política de su primer líder, consagrado «Presidente Eterno» después de su muerte por iniciativa de su hijo: la torre Juche, levantada a orillas del río Taedong, en el centro de la ciudad, un típico regalo de Kim Jong Il.

Cuando su padre cumplió setenta años, en 1982, el heredero inauguró esa mole en forma de antorcha de ciento setenta metros de altura y 25.550 bloques de granito, uno por cada día de esas siete décadas de vida revolucionaria. En un país donde todo significa algo más que lo evidente, la torre simboliza la llama siempre encendida de la ideología Juche, otra creación original del primer líder que su hijo llevó al extremo. A mediados de los años cincuenta, Kim Il Sung había definido con ese nombre el nuevo pilar ideológico del país: la autosuficiencia del pueblo norcoreano, es decir, en teoría, Corea del Norte podía vivir con lo propio sin necesidad de recibir nada de los extranjeros. Desde que empezaron las tensiones entre la Unión Soviética posterior a la muerte del «Padre» Stalin y la China del «Gran Timonel» Mao, y hasta el final de la Guerra Fría, el abuelo de Kim Jong Un prefirió alinearse con Moscú, incluso a pesar de que dos millones de chinos habían luchado en la Guerra de Corea y que muchos de ellos habían muerto defendiendo al Norte. Pero en los años sesenta, con las purgas soviéticas todavía frescas, Kim empezó a distanciarse de Moscú para aferrarse a su ideología Juche, una apuesta de supervivencia personal y una proclama de independencia nacional con la que reemplazó el marxismoleninismo como credo estatal. La historia de Kim Il Sung había empezado en agosto de 1945, cuando los Aliados atacaron el imperio japonés que controlaba la península coreana desde 1910. La Unión Soviética y Estados Unidos se repartieron ese territorio en mitades: en el norte, los soviéticos instalaron a Kim, un capitán del Ejército Rojo apostado en la base soviética de Vyatskoe que había combatido contra los

japoneses en los años treinta. (De aquellas humillaciones imperiales, dice la historia oficial, extrajo las ideas para escribir la ópera revolucionaria La chica de las flores, que su hijo llevó a la pantalla en 1972 en forma de drama musical, conocido como la versión norcoreana de Lo que el viento se llevó.) La creación de la República Popular Democrática de Corea, el nombre oficial del país, se completó en 1948 y se oficializó el 9 de septiembre de ese año, prácticamente al mismo tiempo que la República de Corea nacía en el sur. Kim empezó a planear casi de inmediato el avance militar sobre la frontera que en 1950 derivó en la Guerra de Corea, tres años de enfrentamientos en los que murieron al menos dos millones y medio de personas. Los años de posguerra no fueron solo de reconstrucción. A mediados de los cincuenta empezaron también las purgas masivas, la eliminación literal de los rivales políticos de Kim Il Sung y el diseño de una nueva estructura social. La familia Kim ocupó los escalones más altos, seguida por los descendientes de los guerrilleros antijaponeses que habían luchado con Kim y de los líderes militares que habían comandado las fuerzas durante la guerra con el sur. Miembros de la resistencia, exiliados, héroes de guerra, los nuevos privilegiados debían tener credenciales nacionalistas inmaculadas. Todos los norcoreanos adultos fueron examinados y distribuidos en tres grupos de acuerdo con sus antecedentes familiares y el grado de lealtad que hubiesen demostrado antes y durante la guerra: «confiables» (obreros, campesinos, personal estatal, miembros del Partido, familiares de combatientes revolucionarios y de militares y civiles que hubiesen muerto durante la guerra),

«neutrales», y «hostiles» (campesinos adinerados, comerciantes, terratenientes, ciudadanos sospechosos de tener simpatías por Japón o Estados Unidos, antiguos funcionarios de la administración colonial japonesa, familiares de norcoreanos que hubiesen huido a Corea del Sur). A partir de ese momento, cada aspecto de la vida de cada habitante –la escuela y la universidad donde podría estudiar, el trabajo al que podría acceder y el círculo de personas con las que podría casarse– iba a estar decidido por esa pertenencia a uno u otro grupo, es decir, por su songbun. El experimento social incluyó otra vuelta de tuerca: la distribución geográfica de las lealtades. A los «hostiles» se les prohibió residir en zonas costeras, a menos de veinte kilómetros de las principales ciudades y a menos de cincuenta de Kaesong, en la frontera con Corea del Sur, y de Pyongyang, la «capital de la revolución». A principios de los años sesenta, unos setenta mil norcoreanos «hostiles» habían sido forzados a mudarse a las regiones montañosas del norte del país mientras que en Pyongyang ya residían únicamente las familias más leales al régimen. El operativo «fidelidad» había concluido. Los habitantes de la capital tienen desde entonces un documento especial que indica su derecho a residir, entrar y salir de la ciudad. Los demás necesitan permisos de viaje para circular por el país o para ingresar en Pyongyang; un norcoreano «neutral» del interior probablemente tenga oportunidad de visitarla una o dos veces en su vida. Las diferencias son abismales, pero no solamente por las restricciones que imponen y los privilegios que otorgan a unos y otros: en Corea del Norte, el songbun, como el poder, también se hereda.

6 El palacio que alberga la «Exhibición de Amistad Internacional» debe de ser lo más parecido al living de los Kim que un desconocido puede visitar. Aislado en los suburbios boscosos de Pyongyang, el edificio contiene todos los regalos que otros líderes –dictadores noveles, presidentes democráticos de países irrelevantes, representantes de empresas menores y directores de instituciones mundialmente desconocidas– ofrecieron a los tres Kim durante sus setenta años de dinastía. Fueron décadas pródigas en amistades, aunque la cantidad y la calidad de los obsequios pueden inducir a error: la exhibición se parece más a un bazar de memorabilia comunista y de souvenirs folklóricos del Tercer Mundo que a una sala de las Naciones Unidas. Están los autos Mercedes Benz y los opulentos vagones de madera que Stalin y Mao regalaron a Kim Il Sung en los años sesenta, reliquias de una época en que el comunismo tenía dinero para exportar; también está el avión que el primer Kim usaba en sus viajes infrecuentes, con sus interiores lustrados y sus asientos de cuero a todo color, enclavado en el centro de un salón esmaltado que hace de hangar póstumo; hay vajillas de porcelana y de plata, colmillos de animales exóticos y sables con mangos repujados; orfebrería fina y piedras preciosas; vestidos hechos a medida y abrigos de pieles hoy prohibidas, todos objetos vedados a las cámaras fotográficas. Solo un mate de plata y un ejemplar con cubierta de cuero crudo con pelo del Martín Fierro exhibidos en la última vitrina de uno de los

últimos salones atestiguan que la Argentina mantuvo durante cuatro años relaciones diplomáticas, aunque breves e insignificantes, con Corea del Norte. Gobernaba Héctor Cámpora cuando Isabel Perón y José López Rega le entregaron ambos regalos en mano a Kim Il Sung en 1973, durante el primer y único viaje del dúo a Pyongyang. La avanzada diplomática causó efecto, y en junio, cuatro meses antes de que Juan Domingo Perón asumiese su tercera presidencia, se formalizó la amistad. Ese acercamiento terminó de forma abrupta en 1977, cuando el personal de la embajada norcoreana abandonó el país sin dar explicaciones luego de que las llamas de un incendio desatado en la filmoteca destruyeron la sede ubicada sobre la calle Gorostiaga al 2100, en el barrio porteño de Colegiales. Kim Jong Il tenía en ese momento treinta y cinco años y estaba a cargo, en calidad de futuro sucesor de su padre, del Departamento de Propaganda del régimen. Faltaban todavía casi dos décadas para la muerte de su padre pero ya tenía los modales y el estilo de vida del tirano perfecto. A diferencia de Kim Il Sung, no era un demagogo por naturaleza. Era el maestro de ceremonias de la familia, el que construyó un país paranoico y nuclear a imagen y semejanza del comunismo retro que mostraban los films de Hollywood en los años ochenta. El cine, en verdad, era su única puerta de acceso al mundo. Kim Jong Il prácticamente no viajaba fuera de Corea del Norte –ningún Kim lo hizo–, pero él ingenió un sistema binario para conocer el planeta sin salir de su casa: leer informes de gobierno y ver films extranjeros. Rechoncho, sedentario y aislado, con un gusto voraz por las aventuras de espionaje y deseos excéntricos, fastuosos y

frecuentemente absurdos que logró hacer realidad. Prefería pasar el tiempo mirando la saga de James Bond en lugar de revistar tropas y examinar mapas. Aquellos films imperialistas y eurocéntricos no se distribuían en los países comunistas, y en Corea del Norte estaba totalmente prohibido importarlos, contrabandearlos, proyectarlos e incluso saber de qué trataban. Kim ideó entonces, de un solo golpe, su primera operación cinematográfica que fue también su primera actividad clandestina a escala internacional: creó una red secreta administrada por él mismo para piratear cintas clásicas, estrenos y blockbusters llamada Operativo #100. Las embajadas de Corea del Norte en todo el mundo, incluida la sede de Buenos Aires, recibieron equipos profesionales para copiar todos los films posibles, pero el personal dedicado a la tarea no tenía autorización para mirarlos. Una vez hechas las copias a ciegas, debían enviarlas por valija diplomática a Pyongyang, donde diferentes equipos doblaban fragmentos al coreano sin llegar a conocer nunca el contenido completo. Mucho antes de que las cintas en VHS burlasen la censura de la dictadura comunista de Nicolae Ceausescu en Rumania durante los años ochenta, Kim Jong Il había dado con la fórmula inversa al construir una filmoteca privada que llegó a emplear a unas doscientas cincuenta personas y cobijó a todas las películas prohibidas en Corea del Norte. Había infiltrado el régimen de su padre, estaba creando su régimen privado. «Debemos rodearnos de una niebla densa para impedir que nuestros enemigos nos conozcan», escribió tiempo después el «Querido Líder», cuya voz se escuchó en público una única vez, en 1992. Se había propuesto que nadie en el mundo supiese jamás con

exactitud lo que piensan en Pyongyang, y lo consiguió. Los estudiosos en el exterior monitorean a la distancia cada foto que difunde el gobierno norcoreano, diseccionan la coreografía de los funerales de Estado, leen entre líneas los informes oficiales en un esfuerzo por obtener una explicación independiente. Pero finalmente tienen que resignarse y aceptar que solo existen dos fuentes de información, ambas parciales y fragmentadas, con que unir las piezas sueltas y tratar de entender algo de lo que ocurre en Corea del Norte: lo que dice Pyongyang y lo que revelan los desertores. En el medio, lo único que abunda son los rumores y ya da igual si son falsos o ciertos; mientras no haya certezas, todo puede ser verdad en el «reino ermitaño». Los extranjeros que viajamos al país podemos ver más de lo que esperamos, pero no siempre podemos documentarlo: las fotos también están prohibidas dentro del Palacio del Sol de Kumsusan, originariamente construido por Kim Il Sung en 1976 como su oficina y residencia oficial y luego reconvertido por Kim Jong Il en el mausoleo de su padre en 1994. Ahí yacen los cuerpos embalsamados de ambos, envueltos en la bandera rojo sangre del Partido de los Trabajadores de Corea y exhibidos a los visitantes en sus impolutos sarcófagos de vidrio. El mausoleo está cerrado a las visitas solo ocasionalmente, cuando Pyongyang envía los cuerpos a Moscú para los trabajos de mantenimiento realizados por los mismos científicos encargados de preservar a Lenin y que, a juzgar por el aspecto empastado del cadáver de Mao en Pekín, son mucho más diestros que los chinos. Luego del colapso soviético, Rusia empezó a cobrar a Corea del Norte un millón de dólares por cada cuerpo, honorarios que son solo

una fracción de lo que cuesta mantener los cadáveres en buen estado. Ningún extranjero está obligado a ir al palacio –aunque me costaba imaginar que nadie en Pyongyang quisiese perdérselo–, pero quienes lo hacen deben respetar las reglas de etiqueta de cualquier lugar de carácter religioso: ropa formal, hombros cubiertos, zapatos de vestir y aflicción discreta pero visible. Mi visita estaba programada para el 9 de septiembre que es, después del cumpleaños de Kim II Sung, el feriado más importante, conmemoración de la creación del país. Cuando entramos a Kumsusan con mis guías no cabía una persona más en el hall del edificio, el más grande, protegido e iluminado de Pyongyang, señal inequívoca de privilegio en Corea del Norte, donde la electricidad es escasa y su uso selectivo. Pero más que la cantidad, era el aspecto de esa multitud lo que resultaba pasmoso: los hombres llevaban trajes occidentales oscuros, sin excepción, y las mujeres, todas, vestidos tradicionales coreanos en combinaciones rabiosas de colores, una modesta ostentación de lujo típica de Pyongyang. Se movían en masa como si estuviesen dentro de un panal, coordinando ese ajetreo en el silencio pétreo de los cementerios. Nos escurrimos entre ellos hasta el mostrador del guardarropa donde la señorita Yu me indicó que debía dejar todas mis pertenencias: los anteojos de sol, el teléfono celular, mi cartera, billetes de yuanes y euros, pañuelos de papel, caramelos, cámara fotográfica. Solo entonces pude atravesar el arco de seguridad que bloqueaba el acceso al pasillo de ingreso. Enseguida se activó un juego de rodillos en el piso que empezó a girar para limpiar las suelas de mis sandalias, mientras ráfagas cruzadas de aire frío a

ambos lados y desde arriba me ventilaban para eliminar de mi ropa todo resto de polvo, de suciedad y de vida exterior. Cuando el ciclo de limpieza se detuvo, quedé lista para iniciar el camino hacia el «salón de la inmortalidad». El pasillo podía confundirse con un aeropuerto: a la derecha, una cinta transportadora trasladaba parsimoniosamente a decenas de hombres y de mujeres hacia la entrada; a la izquierda, otra cinta se deslizaba con el mismo ritmo cansino hasta perderse de vista doscientos metros más adelante. Puse un pie y luego otro decidida a acelerar el paso para llegar cuanto antes a los salones donde descansan los líderes, pero la señorita Yu, apresurada, me tomó del brazo y con un movimiento de su cabeza me dijo que no, que tenía prohibido adelantarme o avanzar. El tiempo para recorrer ese túnel de mármol y granito, inundado hasta el enceguecimiento por la luz que entraba a través de las ventanas que miran a los jardines, era limitado. En aquel salón había un equilibrio, y no estábamos autorizadas a alterarlo. La cinta nos dejó ante las puertas de otro pasillo, más angosto y sin ventanas, en el que la iluminación artificial cumplía una función primordialmente escenográfica: concentrar la atención en las paredes tapizadas en ambos lados con fotos en color de Kim Jong Il retratado mientras miraba objetos banales. El «Querido Líder» con su traje de fajina y su parka indeleble supervisaba suelas de zapato en un taller y botas de goma en una fábrica, visitaba el dormitorio de un orfanato y el living de una casa de familia, contemplaba abstraído la pantalla de una computadora y evaluaba con aire imperturbable lonjas de pescado, inspeccionaba una planta de fertilizantes y una partida de sachets de champú, señalaba una rueda defectuosa en

una fábrica de neumáticos y estimaba el tamaño de pilas de masas para pizza, revisaba pincel por pincel en una librería y lata por lata en una góndola de supermercado, calculaba el peso de una botella vacía de cerveza y el tamaño de un paquete de galletitas, olía una tanda de pepinos recién cosechados o una tirada de cigarrillos de producción local, siempre dando indicaciones a sus consejeros sobre cómo hacer las cosas mejor y más rápido, sin sonreír jamás. Es el tipo de fotos que la KCNA, la agencia central de noticias que ejerce el monopolio de las imágenes públicas de los Kim, difunde ocasionalmente y a discreción. El tercer pasillo daba a una antesala color damasco que solo albergaba las estatuas de los dos líderes muertos. El silencio se convertía ahí en pesadumbre: desde aquella sala se podía ver parte de la habitación contigua, roja, fría y en penumbras, donde yacía uno de los Kim. Era un velorio perpetuo que duraba, sin pausas, desde diciembre de 2011. Cuando llegó nuestro turno nos sumamos a la ronda de dolientes desconocidos que giraba alrededor del sarcófago, protegido por un cordón de terciopelo morado, y nos detuvimos en la primera parada obligada, indicada con una línea negra pintada en el suelo a los pies de Kim Jong Il. No había margen de error en aquella sala de pisos y de paredes rojas sin ventanas que parecía un enorme ataúd forrado en seda. Un gesto inapropiado, una sonrisa fuera de lugar podían desencadenar una reacción en cadena de los custodios del cuerpo del líder, un pequeño ejército apostado en el perímetro de la habitación que controlaba que nadie incumpliese su papel. Conté otra vez uno, dos, tres, cuatro mientras repetía la misma reverencia ante el cadáver embalsamado que había hecho frente a

las estatuas en el parque. Avanzamos en círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj; segunda parada y segunda reverencia al costado izquierdo de Kim, uno, dos, tres, cuatro. Seguimos la ronda y pasamos por detrás de su cabeza, pero no había indicación alguna. Estaba prohibido detenerse en la retaguardia. Llegamos a la línea siguiente, del lado derecho, uno, dos, tres, cuatro, y un guardia hizo señales para que no nos demorásemos; la contemplación tampoco estaba permitida. En las tres habitaciones siguientes, Kim Jong Il volvía progresivamente a la vida. Una de ellas exhibía todas las placas, copas, premios, condecoraciones y medallas de autoridades extranjeras que había recibido en vida; otra alojaba el Mercedes Benz negro que usaba en sus traslados de rutina por Pyongyang y el carrito de golf color verde y crema en el que recorría los lugares que visitaba; la tercera albergaba el barco que usó solo en unas pocas ocasiones, empotrado en un mar falso retratado en toda su furia. La última sala cerraba el círculo vital del «Querido líder», ahí estaba el vagón blindado verde oliva del tren privado en el que Kim, que odiaba viajar en avión, recorrió Corea del Norte y viajó en secreto a China y en el que, asegura la versión oficial, murió mientras trabajaba. Las cortinas descorridas dejaban ver sus últimos minutos de aliento: el traje colgado en una percha, sus botas negras de doble taco, sus papeles apilados con ligero desorden y su MacBook abierta sobre el escritorio de madera. Repetimos el ritual, sin omitir el más mínimo movimiento, hasta llegar al féretro de vidrio donde yace el cuerpo embalsamado de Kim Il Sung. Pero ya no había misterio ni suspenso. La tensión se había disipado, la ceremonia era una copia, una remake desganada. Al

regresar al vestíbulo se oían, casi imperceptibles, las notas de una canción que provenía de los jardines de la explanada que rodea el mausoleo. Adentro habían terminado los funerales, afuera empezaban los festejos del feriado.

7 Las fechas de nacimiento de los dos líderes son los días festivos más celebrados en Corea del Norte y cualquier evento relacionado con ellos es motivo de celebración colectiva forzosa. El régimen planifica con toda pompa esas fiestas de cumpleaños de cuerpo ausente, que adorna con consignas épicas y arengas voluntaristas cuando se trata de aniversarios contundentes, como décadas y lustros: «¡Completemos la construcción de este complejo de edificios a tiempo para el sexagésimo aniversario del nacimiento del Sol de la Nación!», «¡Multipliquemos por diez la producción de acero a tiempo para el quincuagésimo cumpleaños del General!». Es una precisión que los norcoreanos llaman, con orgullo aritmético, «velocidad de Chollima». El mitológico caballo alado que cabalga cuatrocientos kilómetros en un día, versión coreana de Pegaso, fue el símbolo de la furiosa reconstrucción del país después de los estragos de la Guerra de Corea que tuvo lugar entre 1950 y 1953. Con su nombre se bautizó la campaña nacional para volver a poner en pie, a toda velocidad, las principales ciudades, Pyongyang la primera, y quedó asociado a la productividad frenética desde aquella gesta fundacional de la posguerra.

En la capital se levantan los ejemplos más perfectos, promocionados e iluminados de esos embates colectivos. Uno de ellos es la nueva calle de los científicos, Mirae, punteada por rascacielos y edificios de la universidad tecnológica y conocida como la «Silicon Valley de Corea del Norte», que fue inaugurada a finales de 2015 luego de menos de un año de obras. Mirae es una exhibición de fuerza de la ciencia y la tecnología norcoreanas, que en los primeros cinco años de Kim Jong Un lograron en materia de armas nucleares lo que pocos en el mundo creían posible. El segundo, símbolo de la prosperidad económica que Kim considera tan indispensable como el programa nuclear, es el nuevo barrio de torres y tiendas comerciales también construido a la velocidad de Chollima sobre la calle Ryomyong, en reemplazo del viejo complejo de edificios en monoblock que existía desde la época de su abuelo. Esa epopeya inmobiliaria que es emblema de la era moderna del tercer Kim fue una de las metas de la «Batalla de los doscientos días», que se extendió desde junio hasta el 15 de diciembre de 2016, aniversario de la muerte de su padre, y se completó a tiempo para ser inaugurada el 15 de abril del año siguiente, fecha del nacimiento de su abuelo, el feriado más importante del país que todos en Corea del Norte conocen, simplemente, como «el Día del Sol».

8 Caía la tarde cuando llegamos a uno de los restaurantes lujosos de Pyongyang, una categoría definida por la existencia de salones privados para norcoreanos que pueden pagarlos. Antes de subir al

comedor en el primer piso pasé por el negocio de souvenirs de la planta baja, el mismo tipo de local que hay en todos los restaurantes lujosos de la ciudad con la misma memorabilia norcoreana a la venta: remeras que dan la bienvenida a Pyongyang en inglés, raíces de ginseng, caramelos de ginseng, té de ginseng, polvo de ginseng, estampillas, muñecas coreanas de trapo, CDs de música tradicional y DVDs con películas de factura nacional, postales revolucionarias con ilustraciones antiimperialistas, abanicos de madera tallada, cajas de galletitas dulces de remoto sabor a vainilla y caramelos blandos de frutas inhallables en el país. Hice también una parada en el baño, aunque para entonces ya imaginaba que no hallaría las comodidades que cualquier occidental esperaría encontrar allí. Había, como en todos los baños de todos los restaurantes, un servicial sistema de baldes y de palanganas junto a los toilettes para compensar la ausencia de botones, cadenas y depósitos de agua en funcionamiento que pudiesen vaciar los inodoros sin tener que improvisar un ejercicio de malabarismo. Tampoco había papel higiénico, jabón ni toallas, pero yo había seguido al pie de la letra las recomendaciones de mis guías antes de salir de Pekín y tenía asegurado mi aseo a prueba de cualquier carencia: pañuelos de papel, toallas húmedas con alcohol y pastillas individuales de jabón. Aunque la luz amarillenta de la única bombita que alumbraba tímidamente el baño habría sido incapaz de revelar ningún defecto en mi persona, no me dejé ganar por el desánimo: al menos en aquel restaurante había un espejo. La ciudad estaba a oscuras cuando salimos. No era una oscuridad pasajera; tampoco excepcional. La falta de iluminación es el paisaje habitual de las noches norcoreanas, acostumbradas a la

escasez crónica de electricidad y de petróleo a causa de las sanciones económicas que restringen cualquier exportación e importación que exceda los «fines de subsistencia» de la población civil. Nada de eso parecía inquietar a los norcoreanos. Delante de nosotros pasaban decenas de hombres y mujeres que repetían, en penumbras, la postal que había visto en la mañana: pedaleaban, ahora guiados por el farol delantero de sus bicicletas, o caminaban alumbrando segmentos de la vereda con la linterna de sus teléfonos celulares. Otros, desprovistos de cualquier ayuda, se orientaban por la costumbre, o quizá por la llama roja siempre encendida de la torre Juche. Entrecerré los ojos para acostumbrarlos a esa ceguera repentina y caminé casi a tientas hasta el auto que nos esperaba estacionado en la puerta del restaurante, un método que me fue asombrosamente útil para descubrir que no hay veredas rotas, ni una sola baldosa floja en toda la ciudad. La entrada luminosa del Yanggakdo se veía a la distancia como un faro flotando en un mar de tinta. Necesitaba deshacerme de mis guías lo antes posible si quería anotar todo lo que había visto y memorizado durante el día. Había llevado conmigo una libreta del tamaño de la palma de mi mano, pero no había tenido un momento a solas ni una sola pausa que me permitiese registrar los detalles sin levantar sospechas. Escribir mis impresiones del viaje solo podía ser un recurso de emergencia. En Corea del Norte reina la observación, pero gobierna la memoria. Volví a asomarme desde la ventana de mi habitación, pero esta vez apenas podía ver sombras y contornos difusos, como si alguien hubiese tapado con una manta la ciudad que yo había visto en la

mañana. Casi no había lámparas encendidas en los departamentos de Pyongyang. Apenas un par de faroles de auto perforaban la espesura negra y no quedaban rastros de los postes de iluminación que por algún motivo inexplicable el gobierno había instalado en las veredas. Solo un manojo de luces interrumpían esporádicamente la monotonía: eran los espacios dedicados a los líderes –la plaza central, la colina con las estatuas, el mausoleo–, magnificados por la oscuridad que los rodeaba, exaltados por el resplandor que los bañaba, lejos de las masas apagadas. Aquella noche, con una claridad de la que mi vigilia había carecido, entendí entre sueños la explicación: en Corea del Norte hasta la iluminación es una forma de propaganda.

9 Días más tarde hice un descubrimiento que, imbuida del espíritu del país, me pareció revolucionario: más que limitarme a mirar la escenografía de Pyongyang, los detalles superficiales de la vida diaria en la capital, podía ver cómo era esa vida puertas afuera. Era menos de lo que me hubiese gustado ver, pero más de lo hubiese esperado. En verdad, el hallazgo era doble. También me había dado cuenta de que tomar notas en mi teléfono celular era mucho menos sospechoso que hacerlo en la libreta. El motivo era simple: había detectado a unos cuantos norcoreanos ensimismados en las pantallas de sus móviles, pero no había visto a nadie escribiendo a mano.

Mientras estacionábamos a un costado de la plaza Kim Il Sung, el centro geográfico y político de Pyongyang, una mujer pasó caminando delante de nosotros y se internó en una de las calles laterales de la Gran Casa de Estudios del Pueblo, la biblioteca para adultos, sin dejar de hablar por teléfono. Otra mujer revisaba la pantalla de su celular junto a un ventanal en uno de los pasillos cuando entramos en la Casa de Estudios. Ninguna de las dos parecía completamente acostumbrada a llevar en la mano esos aparatos que debían de haber comprado hacía poco: si bien en Corea del Norte no hay todavía teléfonos inteligentes, hace diez años ni siquiera había teléfonos celulares. Solo en 2008 la empresa estatal Koryolink desarrolló en sociedad con la compañía egipcia Orascom la primera y única red de 3G del país, que ahora presta servicio a tres millones de usuarios norcoreanos, concentrados, por supuesto, en Pyongyang. Orascom Telecom, dueña del 75% del negocio, es el ejemplo más perfecto de una de las pocas relaciones internacionales duraderas y exitosas de la dinastía Kim. Durante la Guerra Fría, la postura antiimperialista de Corea del Norte tuvo ramificaciones inesperadas en Egipto; después del golpe de Estado de Nasser en 1953 y del ascenso del panarabismo, El Cairo encontró en el gobierno de Kim Il Sung el aliado menos pensado. Los acercaba el hecho de que ninguno de los dos países estaba dispuesto a ser un títere de Moscú. Años de comercio militar en forma de venta de armas derivaron en el florecimiento de otras áreas de intercambio, con las telecomunicaciones y la construcción a la cabeza. Además de la tardía sociedad de Orascom con Koryolink, los capitales egipcios intervinieron para salvar las apariencias en uno de los grandes

proyectos fallidos de Pyongyang, el hotel Ryugyong, que con su estructura de trescientos veintitrés metros de altura es el edificio inconcluso más alto del mundo. Iba a ser el hotel más grande de Asia con ciento cinco pisos, cinco restaurantes giratorios y 3.700 habitaciones, pero los trabajos se paralizaron en 1989, el año negro del comunismo. De Egipto llegaron los fondos para terminar la fachada y evitar que el edificio en forma de cono, visible desde cualquier punto de la ciudad, fuese la imagen del fracaso, también visible desde cualquier punto de la ciudad. Los teléfonos celulares, en cambio, fueron un éxito rotundo, aunque la modernidad que llevaron a Pyongyang es relativa. A pesar de las apariencias, esos millones de celulares delatan la desconexión de Corea del Norte; son teléfonos reducidos a su mínima expresión funcional. Sirven para hacer llamadas locales y nacionales, para que los adultos intercambien mensajes de texto, para que los niños se entretengan con videojuegos de diseño nacional, y para nada más. Los celulares norcoreanos no tienen acceso al mundo exterior ni se conectan a Internet, un servicio que está disponible exclusivamente para los altos funcionarios del gobierno y el puñado de extranjeros que trabajan en el país. La conexión a Internet se interrumpe al cruzar la frontera desde China y vuelve a captarse, débil, agónica, solo al llegar al límite con Corea del Sur. Puertas adentro, los norcoreanos apenas pueden navegar por la intranet, un sistema cerrado de veinticuatro sitios web desarrollados y controlados por el Estado al que solo se accede desde las bibliotecas públicas y las casas de estudio. Si quisiesen perder el tiempo también podrían ver alguno de los canales oficiales de televisión o escuchar la radio para entretenerse, pero la variedad

no es el fuerte de los medios de comunicación norcoreanos: desde los años sesenta está prohibida la venta de aparatos de radio con dial libre. Solo están permitidos aquellos fabricados especialmente por el régimen, con el dial fijo en la emisora oficial. Internet no es la única distracción ausente: en Corea del Norte tampoco hay publicidad comercial, solo propaganda política. Los únicos anuncios que se ven en las veredas, en las entradas de las fábricas, a los costados de las rutas, en las paredes de los edificios oficiales, son inmensos carteles en color con viñetas revolucionarias y frases pintadas a mano en rojo que, según las circunstancias, pueden instar a los ciudadanos a trabajar con más empeño ante la inminencia de un aniversario, a duplicar las cuotas de producción fijadas por el Estado para ese año o a superar gloriosamente las penurias ocasionadas por las inundaciones. En la Gran Casa de Estudios, uno de los pocos edificios públicos en los que un extranjero puede ver las computadoras con acceso a la intranet norcoreana aunque no pueda usarlas, la señorita Yu me hizo pasar a la sala de entrada para presentar nuestros respetos a una estatua blanca de un Kim Il Sung de seis metros del altura, sonriente bajo los tubos fluorescentes que también iluminaban la hilera de computadoras. Pasamos de largo lo suficientemente rápido para no entender qué había en esas pantallas y tomamos el ascensor de madera hasta el segundo piso, donde estaba la sala de música, una habitación presidida por los retratos de los dos Kim y repleta de pupitres individuales de madera, cada uno equipado con un radiograbador de doble casetera. Me senté en uno de los escritorios y esperé como una alumna obediente a que la señorita Yu buscase un cassette con canciones

de mi país para mostrarme cómo los norcoreanos aprenden música y armonía. Volvió con una cajita de plástico del tamaño de un paquete de cigarrillos que reconocí enseguida: era igual a las que yo guardaba en mi casa como recuerdo de mis años escolares durante la década del ochenta, cuando con mis compañeras de la primaria escuchábamos cassettes y los rebobinábamos con una birome. No era un gesto irónico ni un alarde vintage, realmente íbamos a usar los radiograbadores con estricto criterio musical. La señorita Yu oprimió OPEN, pulsó PLAY, y en el salón vacío empezó a sonar una canción en inglés. –…Soy de la Argentina, en mi país hablamos español –le expliqué después de dejar pasar varios segundos en los que el aparato reproducía, según supe después, «Hawkesbury River Lovin’» de John Williamson, una leyenda del folk australiano, grabada en 1982. La señorita Yu presionó STOP y me miró con cara de desconcierto, como si el error no fuese una posibilidad. Sacó el cassette y lo llevó hasta el mostrador para reprender a la secretaria. Era una discusión solapada, sin gritos, pero con reclamos. Alguien había cometido un error que opacaba ese calculado despliegue de gentileza: en los archivos yo figuraba registrada con la etiqueta «Australia», el país del que provenía el guía del grupo al que iba a sumarme cuando terminase la fase «independiente» de mi viaje. Ambas me mostraron la tarjeta que confirmaba mi nacionalidad. Parecían decididas a convencerme de que el error era mío por no haber nacido en Australia. Les respondí que no tenía importancia. Que era una canción muy linda, que me habría gustado ser australiana, que en la Argentina siempre nos comparábamos con

Australia, que somos casi lo mismo. Pero para ellas ya tampoco importaba; la lección de música había terminado.•

Cabina telefónica en el hotel para extranjeros Yanggakdo, en Pyongyang.

Entrada al casino del hotel Yanggakdo, en Pyongyang.

Sala de máquinas tragamonedas.

Fachada a oscuras del hotel Yanggakdo, en Pyongyang.

Hall en el piso 42 del Yanggakdo.

Vista panorámica de Pyongyang.

El estadio Rungrado, a la izquierda, y el hotel Ryugyong, en forma de cono, a la derecha.

El centro de Pyongyang y las colinas que rodean la ciudad.

Una de las orillas del río Taedong, que divide Pyongyang en dos.

Vista desde la Plaza Kim Il Sung, en el centro de Pyongyang, frente a la Torre Juche.

Vista panorámica de Pyongyang desde la Torre Juche, al otro lado del río.

Modelo de tranvía nuevo en Pyongyang.

Modelo de tranvía antiguo en Pyongyang.

Una de las líneas de trolebús eléctrico, único medio de transporte que recorre todo Pyongyang.

Otra de las líneas de trolebús eléctrico que recorren Pyongyang.

Estatuas de bronce de veinte metros de altura de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.) en una de las colinas de Pyongyang.

Entrada de un estadio deportivo en Pyongyang. En el cartel se lee: «Nuestros eternos camaradas Kim Il Sung y Kim Jong Il nos acompañan.»

Estudiantes de secundario identificadas con los prendedores de los líderes.

Grupo de «Jóvenes Pioneros»; detrás, retratos de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.).

Imágenes de los dos líderes en un edificio público de Pyongyang.

Sala de música en la Gran Casa de Estudios del Pueblo, la biblioteca central de Pyongyang.

Escaleras principales del edificio; un cartel da la bienvenida: «¡Viva la gran gloria!».

Sala de lectura de la Gran Casa de Estudios del Pueblo, en Pyongyang.

Pasillo del primer piso en la Gran Casa de Estudios del Pueblo.

Cabecera del auditorio principal de la Gran Casa de Estudios del Pueblo, en Pyongyang.

Entrada al auditorio principal de la Gran Casa de Estudios del Pueblo.

Aula de la Gran Casa de Estudios del Pueblo presidida por los retratos de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.).

Hombres leyendo el periódico oficial, Rodong Sinmun, en el hall de entrada de la Gran Casa de Estudios del Pueblo, la biblioteca central de Pyongyang.

De Panmunjom a Seúl

La última frontera

판문점-서울

1 Debajo de los retratos pintados a mano de los líderes en la cabecera de la plaza Kim Il Sung, me esperaba mi nueva escolta: otras dos guías norcoreanas, las señoritas Pak y Kim, y el guía australiano, Rowan, al que yo debía la canción de Williamson y la nacionalidad frustrada. Los rodeaba el contingente de extranjeros al que debía sumarme, un grupo que ahuyentaba cualquier sospecha de conspiración internacional: un estadounidense con su hijo nerd de doce años, dos hermanas tailandesas que compraban souvenirs compulsivamente, un indonesio arrogante, un taxista de Hong Kong que había sido policía, un ingeniero portugués que tomaba de más y un matrimonio de jubilados polacos que tomaba todavía más que él. Estaban recién llegados a la ciudad y su primera lección de ética y estética norcoreana era inminente; iban a debutar en el Museo de Guerra, un predio bajo control militar de tamaño equivalente a tres cuartos del Louvre. Es el museo más grande del país desde que el «Brillante Camarada» Kim Jong Un ordenó su ampliación y modernización en un gesto de reconocimiento político: la historia moderna de Corea es, ante todo, la historia de su combate contra el

imperialismo estadounidense. El nombre completo, Museo de la Guerra de Liberación Victoriosa de la Madre Patria, no es menos anecdótico; atribuye a Corea del Norte el triunfo en 1953. Una teniente de treinta años vestida con el uniforme verde oliva del Ejército Popular de Corea tachonado de condecoraciones nos recibió junto al portón de entrada y en pulcro inglés nos explicó que íbamos a conocer ahí, de primera mano, las acciones imperialistas de «América» en su país, desde el inicio de los enfrentamientos «provocados por Estados Unidos» en 1950 hasta el cénit de la Guerra Fría. Con un ademán militar que ordenaba que la siguiésemos sin chistar, se introdujo en unas trincheras falsas a cielo abierto que reproducían en tamaño real la línea de combate con los ejércitos aliados y zigzagueando a través de ellas, como en el laberinto de un parque de diversiones, llegamos a una suerte de cementerio de chatarra bélica. Había vehículos enemigos capturados durante los enfrentamientos, fragmentos de bombas arrojadas sobre Pyongyang y un helicóptero derribado en pleno vuelo, pero el verdadero trofeo estaba unos metros más adelante, amarrado a orillas del río Taedong: era el USS Pueblo, capturado en 1968 «mientras realizaba tareas de espionaje» en aguas territoriales norcoreanas, el único buque estadounidense que sigue figurando activo en la nómina de la Armada de ese país a pesar de estar en manos enemigas. Un Kim Il Sung de seis metros de altura moldeado en cera daba la bienvenida en el interior del edificio principal. Retratado en sus años mozos, cuando lideró la guerra, era difícil asegurar que no fuese la estatua de su nieto. Desde que llegó al poder, Kim Jong Un se transformó en una reencarnación moderna de su abuelo. Aumentó

de peso para acentuar su parecido natural hasta encarnar el nuevo ideal masculino de éxito: la gordura (aunque ya no hay hambrunas en el país, la mala nutrición sigue siendo generalizada en el interior y la prosperidad se mide, también, en kilos). Además, se cortó el pelo en una versión remozada del peinado abultado y engominado que usaba el primer Kim, y al igual que él empezó a usar anteojos de montura gruesa, tapados negros extralargos y sombreros Panamá en verano, de paño grueso en invierno. No es amor filial; al acercarse al Kim más popular se alejaba del Kim que muchos aman odiar, su padre. Dos horas después, horas que pasamos apreciando las perversiones marciales de los militares adversarios, la teniente nos despidió con sequedad, hizo la venia, nos agradeció la visita y recurrió a un gesto que parecía fuera de protocolo: pidió a la pareja de estadounidenses, padre e hijo, que por favor se apartasen del grupo. Los demás nos miramos de reojo; eran un blanco fácil en territorio enemigo y el museo no había escatimado en acusaciones contra su país. Se paró, firme, los miró fijo, primero al hombre, después al chico, y esbozó media sonrisa: quería tomarse una foto de recuerdo con los «americanos».

2 Yo nunca había abrazado a un militar norcoreano. En verdad, nunca antes había abrazado a un militar a secas, ni era una asignatura pendiente. No quiero jactarme, pero el uniformado en cuestión era un coronel retirado del Ejército Popular de Corea, el cuarto más

numeroso del mundo, solo superado por los ejércitos de China, Estados Unidos e India. La única guerra que protagonizó esa fuerza de un millón de hombres activos y seis millones de reservistas listos para entrar en acción, una cifra abrumadora para una población total de veinticinco millones, terminó en 1953. El coronel Kim, un veterano de sesenta y tantos años, era entonces un niño y su participación se redujo a escuchar fervorosamente los partes militares que transmitía la estación de radio oficial. Pero poco importaba que en sus cuarenta años de servicio jamás hubiese combatido al enemigo ni conociese más geografía que la de su propio país; el Ejército fue siempre la columna vertebral de Corea del Norte y pertenecer a sus filas todavía asegura prestigio y privilegios, empezando por la sobrevivencia. Cuando ingresáramos en la zona de frontera con Corea del Sur guiados por el coronel Kim, anunciaron las guías, también nosotros podríamos gozar una fracción minúscula, prestada y pasajera de esos honores. Aquella mañana había empezado de la misma forma en que empezaron todas las mañanas previas y posteriores en Pyongyang, es decir, con un desfile de guías insomnes que deambulaban desde la madrugada por el lobby del Yanggakdo con el ritmo ordenado, laborioso y rutinario de un enjambre, mientras esperaban que el puñado de extranjeros de turno bajara a desayunar en el salón comedor de la planta baja del hotel para luego empezar los recorridos de la jornada. En la repetición, los días iban perdiendo relieve; todo se volvía ligeramente monótono, lento y confuso. Pero aquella mañana nuestro itinerario imponía una tensión excepcional, que se hacía

notar en la expresión severa que nuestras guías no se habían atrevido a mostrar antes en sus caras. Teníamos por delante tres horas de viaje para recorrer ciento setenta kilómetros de ruta tachonados con puestos de control hasta llegar a la «zona desmilitarizada» neutral que separa a las dos Coreas, la DMZ – siglas en inglés de Demilitarized Zone– como se conoce a esa franja de tierra impenetrable a la altura del paralelo 38. Es la única frontera intransitable y también el único lugar en el mundo donde es posible tomar y tomarse una foto con un militar norcoreano, el único donde soldados del Norte y el Sur se ven cara a cara a centímetros de distancia. Despuntaba el día cuando salimos del Yanggakdo y avanzamos a bordo del micro por la avenida Tongil, que en coreano significa «reunificación». Amplia, prácticamente desprovista de autos y bordeada de rascacielos blancos construidos en los años recientes, los años modernos del «mariscal» Kim Jong Un, la avenida desemboca en el Arco de la Reunificación que señala la entrada a la capital: una estatua imponente de dos mujeres coreanas con vestidos tradicionales, una a cada lado de la calle, que cierran el semicírculo sosteniendo en sus manos una misma esfera con un mapa de la península unificada. Pasamos por debajo de las mujeres y tomamos la «autopista de la reunificación» que une Pyongyang con la ciudad de Kaesong, el punto de ingreso a la zona desmilitarizada. Habíamos pasado por tres reunificaciones en media hora y dejábamos atrás la capital norcoreana con un mensaje contradictorio: en «el único país dividido del mundo», como lo definieron mis guías norcoreanos en Pyongyang y luego mis guías

surcoreanos en Seúl, se habla tanto de unificación como de aniquilación mutua. Dejar atrás Pyongyang no es tan simple como parece, pero lo verdaderamente difícil es entrar. Durante décadas, Corea del Norte tuvo uno de los sistemas de vigilancia interna más vigorosos del mundo y una afilada red de control migratorio para proteger las fronteras interiores que mantienen aisladas las tres zonas más sensibles del país: Pyongyang, la frontera sur y la «zona económica especial» de Rason, en el extremo norte. Son controles destinados a los propios ciudadanos, que desconocen la experiencia de viajar libremente por su país. Desde que fue declarada capital de Corea del Norte a finales de los años cuarenta, Pyongyang permanece rodeada por un cerco de puestos militares que impiden el acceso de ciudadanos indeseables: la ciudad es exclusiva para los leales al régimen, uno de los privilegios más codiciados que ideó Kim Il Sung al organizar el país. Los residentes de la capital deben llevar consigo la identificación que acredita esa virtud y que les permite entrar y salir sin problemas; el resto de los norcoreanos, registrados en las demás ciudades o pueblos del país, deben tramitar un permiso de viaje especial para visitar otras ciudades y otros pueblos, y un permiso todavía más especial para entrar en Pyongyang, que no siempre obtienen. Únicamente los ciudadanos más acomodados pueden acceder a los pases que otorgan ingreso irrestricto a cualquier lugar del país: son los cuadros altos del Partido, policías de rango superior y militares de elite y, en los años recientes, norcoreanos con el dinero suficiente para comprar los permisos de viaje y sus respectivos contactos políticos.

De hecho, la libre circulación de personas por el país se flexibilizó a fines de los años noventa, a medida que la hambruna carcomía las raíces del régimen estalinista que Corea del Norte había importado de la Unión Soviética y lo minaba «desde abajo», como apuntaría un politólogo con ínfulas populares. Con él cayeron en desuso, por la fuerza indómita de los hechos y de la necesidad, muchos de los controles descomunales a los desplazamientos internos de los habitantes. Sin embargo, Pyongyang y la DMZ son todavía dos bastiones casi impenetrables, los dos puntos más sensibles del país que íbamos a unir aquel día con nuestro modesto micro turístico.

3 Avanzábamos sin interrupciones por la única ruta transitable del país cuando nuestra guía senior, la señorita Pak, anunció a viva voz a través del micrófono conectado a la consola del micro la inminencia del primer puesto de control militar: –Por favor, bajen sus cámaras y sus teléfonos. No pueden tomar fotos a los militares. El chofer disminuyó la velocidad y quince segundos después detuvo el ómnibus sobre la banquina junto a una cabina de plástico parecida a una garita de seguridad de algún barrio suburbano a la que le hubiesen robado los vidrios. La señorita Pak extrajo de su bolso nuestros pasaportes y los permisos de viaje y bajó al encuentro del soldado encargado del puesto, un conscripto moreno y seco de unos veinte años con surcos en las mejillas que ponían en duda su juventud. Regresó al micro de inmediato, eléctrica; la

necesidad de reprendernos en un idioma que no dominaba del todo imponía un filtro involuntario a su furia. –¿Alguien de ustedes tomó fotos al puesto militar? Alguien sentado en esta hilera –y señaló los asientos que daban a la banquina, los de la izquierda, donde estábamos sentados, desde el fondo hacia adelante, el indonesio, el hongkonés, el portugués y yo. Dócil más por convicción que por costumbre, yo había depositado a tiempo mi teléfono celular boca abajo en el asiento vacío a mi lado y había colocado la tapa en la lente de mi cámara. Había aprendido a mirar sin documentar, un ejercicio de la memoria que solo Corea del Norte exige y que resultaría innecesario en cualquier otra parte del mundo. Nadie habló. Nadie sabía qué efectos podía tener una infracción semejante e imagino que nadie quería averiguarlo. Todos negamos con la cabeza. Nuestra guía volvió al encuentro del militar para enfrentar por segunda vez la acusación. Esta vez, todos seguimos la escena sin disimulo, con la mirada vacuna puesta en el borde de esa ruta por la que nadie más circulaba. La señorita Pak volvió a subir e insistió, en un inglés aflautado y nervioso que se esforzaba por no desbarrancar en la descortesía, que si alguien había sacado fotos tenía que eliminarlas, por favor, y que los tres hombres de la fila, también por favor, debían bajar con sus cámaras en la mano para someterlas a la inspección del joven de uniforme. Así como bajaron volvieron a subir, sin haber sofocado la discusión entre nuestra guía y el persistente militar. Permanecimos detenidos junto al puesto de control otros quince minutos, una eternidad para un trámite de rutina que no suele demorar más de dos. Nadie sabía qué pensar. Yo no me atrevía a tomar a la ligera el peligro que prometía la situación

hasta que descubrí con alivio infantil cercano al regocijo que en el check point al otro lado de la ruta se congregaban, curiosos, otros militares jovencísimos que no mostraban la menor señal de interés en intervenir en favor de su colega. Nuestro guía occidental, Rowan, nos explicó con la calma que otorga la experiencia, o la resignación, que nunca había vivido una situación semejante y también que nada podíamos hacer: era una pulseada entre norcoreanos de rangos privilegiados, un militar de frontera y una profesional de Pyongyang. Finalmente, se impuso la señorita Pak sin que jamás nos enterásemos si la situación había sido ocasionada por el simple capricho de un soldado inexperto, por un ejercicio de perversión ejecutado al azar o por la picardía estúpida de un turista. Es el episodio memorable de mis viajes a la frontera desde el lado norcoreano. Pero si lo recuerdo con tanta nitidez, no es por su tensión dramática, sino porque el resto de la experiencia se desdibuja en la monotonía. Resulta desconcertante que uno de los lugares más anómalos del planeta sea tan previsible: dos veces, en septiembre de 2015 y en junio de 2017, hice ese recorrido desde Pyongyang, ida y vuelta, y las dos veces estuvieron calcadas con la fuerza mecánica de la repetición. La misma ruta vacía; el mismo día diáfano y sereno; la misma llegada a la ciudad limítrofe de Panmunjom; el mismo ingreso en la zona desmilitarizada; el mismo discurso de bienvenida. También dos veces dejé atrás la primera ciudad de frontera, Kaesong, sin encontrar señales evidentes de su relevancia geopolítica. Durante casi quince años, el complejo industrial de Kaesong, emplazado diez kilómetros antes de llegar a la DMZ, fue

un caso aislado y atípico de cooperación económica entre las dos Coreas. Más de cien compañías surcoreanas empleaban ahí a unos cincuenta mil obreros norcoreanos tan calificados como baratos, una excepción que significaba un ingreso de divisas nunca despreciable para un país envuelto en capas y más capas de sanciones internacionales; un negocio mutuo que el último gobierno conservador de Seúl suspendió a principios de 2016, después del primero de dos ensayos nucleares que Pyongyang hizo aquel año, y antes de que asumiera el poder el conciliador presidente surcoreano Moon Jae In. Kaesong fue, hasta entonces, un pequeño mundo de fantasía, un páramo habitado únicamente por fábricas surcoreanas a las que el Norte les garantizó un entorno libre de la propaganda comunista que representa al Sur como violento, corrupto e inmoral, aunque ya no pobre y miserable. Aquella imagen forjada con tanto esmero por Pyongyang se volvió difícil de sostener cuando empezaron a ingresar clandestinamente, por obra del contrabando, películas y telenovelas surcoreanas en las que los norcoreanos pueden ver, atónitos, cómo en la otra Corea el agua corriente, la electricidad y el arroz blanco están al alcance de cualquier ciudadano. Vista a la distancia, podría pensarse que Kaesong es una ciudad más en el tejido urbano norcoreano, de aspecto tan desalentador como cualquiera de ellas, y no el único punto de contacto directo entre civiles de ambas Coreas desde hace sesenta y cinco años. Pero nada allí parece lo que es. También podríamos haber atravesado más puentes y avistado más parcelas de campo sembrado desde el camino asfaltado que lleva de Kaesong a Panmunjom, la ciudad más meridional del país, corazón de la zona

desmilitarizada, sin percatarnos de dónde estábamos. Podríamos haberlo hecho de no haber sido por ese cartel que decía «Seúl 70 kilómetros». La cartografía engaña en Corea del Norte. La frontera es una línea cercana, pero los mapas solo enuncian una convención geográfica, no la realidad. Seúl es inalcanzable desde el Norte, y la monotonía se evapora al calor de los detalles.

4 Hubo un tiempo en que los coreanos no estaban preocupados por la división, sino por el imperialismo: Corea era entonces una sola, pero sometida a la autoridad de Japón. La península entera fue una colonia japonesa durante treinta y cinco años hasta que el 6 de agosto de 1945, a las 08.16, el bombardero estadounidense Enola Gay, bautizado con ese nombre en honor a la madre del piloto, lanzó sobre Hiroshima una bomba atómica por primera vez en la historia. Aquella misma mañana, con el colapso inevitable del Imperio del Sol Naciente y el final inminente de la Segunda Guerra Mundial, empezó la historia bifurcada de Corea del Norte y Corea del Sur. A diferencia de lo que ocurrió con otras colonias, no había un gobierno organizado en el exilio en espera de la retirada imperial; sin Japón, la península coreana era terreno vacante para los Aliados. Aquel mismo 1945, dos años antes de que la doctrina Truman inaugurase oficialmente la Guerra Fría, Corea volvió a quedar en manos extranjeras una vez que los presidentes de Estados Unidos y de la Unión Soviética acordaron, durante la

conferencia de Postdam, repartirse la península en mitades con el paralelo 38 como línea de separación. Era un pequeño ensayo del reparto territorial del planeta que harían a partir de 1947, ya insinuado en Yalta con la división de Alemania y de Berlín en zonas de ocupación. Así, comunismo y capitalismo quedaban frente a frente, cada uno en su parcela coreana y con su propio líder local, Syngman Rhee en el sur y Kim Il Sung en el norte. Tres años después, el 15 de agosto y el 9 de septiembre de 1948, respectivamente, las dos Coreas proclamaron su existencia como países independientes, pero ninguna reconoció en su nombre oficial aquella separación peninsular. El Norte no iba a ser Corea del Norte, sino la República Popular Democrática de Corea; el Sur no iba a ser Corea del Sur, sino la República de Corea. Eran subterfugios diplomáticos de rutina; en el terreno, era inocultable que al viejo fantasma del imperialismo se había sumado la nueva realidad de la división. Solo faltaba un ingrediente para completar la fórmula que iba a definir la identidad norcoreana durante los siguientes setenta años, amenazada, resistente y hostil a la presencia extranjera: una guerra. Casi de inmediato, en su afán por inventar una nación, Kim Il Sung empezó a pensar en la reunificación bélica de las dos Coreas; si hasta ese momento los desvaríos ajenos habían dibujado caprichosamente el mapa de Corea del Norte, ahora era el turno de poner en escena los propios. Stalin aprobó esos planes a mediados de 1950 y en la mañana del domingo 25 de junio, con el respaldo ideológico y material de Moscú, Pyongyang lanzó un ataque sorpresa contra su vecino sureño. Tres días después las fuerzas

comunistas tomaron Seúl y dos meses más tarde ganaron el control del 90% de la península. Había empezado la Guerra de Corea. Todo cambió en septiembre de aquel mismo año, cuando Estados Unidos y las Naciones Unidas entraron en acción en defensa del Sur y el comandante de las fuerzas del Pacífico, Douglas MacArthur, avanzó hasta cruzar el paralelo 38. Fue una gesta que la flamante República Popular China habría preferido evitar: ese avance ponía al Ejército estadounidense a las puertas del régimen de Mao y dejaba a Pekín sin otra opción que involucrarse en el conflicto de sus vecinos, lo más cerca que las potencias de la Guerra Fría estuvieron de una confrontación caliente y directa. La entrada en acción del ejército de «voluntarios» chinos revirtió la situación y a principios de 1951 Seúl volvía a estar bajo control comunista. No era simplemente una defensa estratégica: para Pekín, que aportó un millón de muertos a la guerra, entre ellos un hijo del propio Mao, la cercanía con Pyongyang era comparable con la que hay entre «labios y dientes», sin aclarar jamás cuál de las dos es la parte tierna y cuál la que muerde. La intervención de la Fuerza Aérea de Estados Unidos los obligó a retroceder y, entre avances y retiradas, a mediados de 1951 la situación no era muy diferente de la que existía antes de la guerra, siempre con el paralelo 38 entre ambas mitades de la península. Los dos años siguientes transcurrieron entre bombardeos y negociaciones para alcanzar una paz improbable hasta que al fin, en 1953, la guerra terminó en los hechos aunque no en los papeles: jamás se firmó un tratado de paz, sino tan solo un armisticio que Pyongyang suele esgrimir periódicamente para recordar que ahí, en Corea, la Guerra Fría sigue viva.

Como parte del acuerdo, las tropas chinas y norcoreanas retrocedieron dos kilómetros hacia el norte de la línea divisoria y las fuerzas de Estados Unidos y las Naciones Unidas hicieron lo mismo hacia el sur. Crearon con ese gesto una franja de cuatro kilómetros de ancho, dos a cada lado del paralelo, y doscientos cuarenta kilómetros de extensión, de costa a costa de la península. A pesar de las buenas intenciones de su nombre, esa «zona desmilitarizada» es una de las más militarizadas del planeta. La división coreana fue un hecho mucho más concluyente de lo que sus artífices jamás previeron, y la DMZ, intransitable y vigilada, se volvió una región prohibida, tierra de nadie que la ausencia de vida humana y la presencia de un millón de minas antipersonales enterradas durante la guerra y en los años inmediatamente posteriores transformaron en una involuntaria reserva natural. Un paraíso protegido para especies animales en peligro de extinción emplazado en esa franja vegetal que Bill Clinton catalogó durante su presidencia como «el lugar más escalofriante del planeta». Es, más que una frontera, una estructura de cajas chinas: dentro de la zona desmilitarizada hay un «área de seguridad conjunta», el único punto donde conviven los soldados de las dos Coreas, y dentro de esa área existe, a su vez, una «línea de demarcación militar» sobre el paralelo 38 que aún hoy, sesenta y cinco años después, es el verdadero límite entre las dos Coreas. El corazón de ese sistema de encastres está en el lado norcoreano, en Panmunjom, «la aldea de la tregua», donde se firmó el fin de la guerra más definitiva y definitoria de la historia coreana.

5

Lo primero que asomaba desde la ruta, entre la vegetación espesa que rodeaba la explanada de ingreso a Panmunjom donde estacionaron los micros, era un edificio blanco y alargado, un negocio de venta de souvenirs. Gorras y camisetas de la DMZ, que entre mi primer viaje y el segundo mejoraron en calidad y colores, aunque no en confección, raíces de ginseng vigorizante, cerámicas norcoreanas, caramelos, galletitas y helados en palito, lienzos con pinturas tradicionales hechas a mano y réplicas de afiches de propaganda comunista al precio usurario de veinte euros cada uno. Esperamos media hora en ese bazar de frontera mientras las guías repasaban nuestros papeles y pasaportes con los guardias militares. Finalmente, nos autorizaron, a todos los contingentes de turistas al mismo tiempo, a atravesar la barrera de entrada al área de seguridad conjunta, un manojo de edificios militares y pabellones emplazados en medio de la floresta con el rasgo excepcional de ser administrados conjuntamente por coreanos del norte y del sur. Formamos cuatro filas rectas y silenciosas para cruzar a pie y sin cámaras de fotos ni teléfonos celulares, que debimos dejar en el micro mientras un militar de guardia subía a inspeccionarlo, y avanzamos sin hacer ademanes ni comentarios hasta llegar a una suerte de pórtico de cemento que solo admitía el paso de una persona por vez. Una vez que todos llegamos al otro lado, uno por uno, como cuentas de un ábaco, nuestro micro recibió la venia para ingresar en el área de seguridad conjunta y abrirnos la puerta para dejarnos subir a bordo. En la primera fila de asientos nos esperaba nuestro guía militar, el coronel Kim, un veterano enjuto que nadaba dentro de un uniforme

varios talles más grandes de lo debido. Nos saludó con una voz que tampoco le correspondía, menos arenosa y gastada de lo que su cuerpo esmirriado prometía, y nos pidió a través de nuestra intérprete que mirásemos a los costados de la ruta larga y estrecha, bordeada a cada lado por un terraplén de más dos metros de altura. Señalando hacia los lados con los brazos abiertos como una azafata, nos mostró las gigantescos cuadrados de piedra blanca sostenidos con mallas de red sobre los terraplenes; ante el primer indicio de un ataque extranjero, nos explicó, caerán de inmediato sobre el camino para bloquear el acceso a las tropas enemigas. Pero aquella mañana el camino estaba despejado y podíamos seguir sin inconvenientes hasta el galpón donde el 27 de julio de 1953, a las diez de la mañana, se firmó el armisticio que puso fin provisorio a la «Guerra de Liberación Victoriosa de la Madre Patria». A primera vista, el pabellón de ochocientos metros cuadrados, el más grande y célebre entre todos los pabellones que pueblan el área de seguridad conjunta, parecía vacío; solo había fotos en las paredes, tres mesas, un puñado de sillas. Sobre las dos largas mesas cubiertas con paños de terciopelo verde espeso y oscuro, los representantes militares de Corea del Norte y de los Estados Unidos habían estampado sus firmas en 1953 en el documento del armisticio, y sobre la tercera, más modesta, dos cofres sellados de plástico grueso exhibían, por separado, la bandera de Corea del Norte y la de las Naciones Unidas, ambas dobladas y planchadas, cada una sometida a un proceso de envejecimiento diferente. La bandera de la ONU se había vuelto grisácea, gastada y polvorienta después de sesenta y cinco años de encierro. La norcoreana, en cambio, chillaba desde el interior del cofre, intensa y colorida, como

si el paso del tiempo no la hubiese afectado, como si fuese un reemplazo flamante de otras que antes también se habían vuelto grisáceas, gastadas y polvorientas. Al frente, en la única pared sin ventanas del salón, colgaban enmarcadas decenas de fotos en color de los líderes norcoreanos. De Kim Il Sung en los años en que lideró la guerra desde una red de túneles secretos en las afueras de Pyongyang, y de Kim Jong Il, que a su turno administró la herencia de la guerra y la honró a su modo, haciendo del Ejército Popular de Corea la espina dorsal del país y de la defensa nacional, el deber y el honor supremo de los ciudadanos norcoreanos, según reza la ley que obliga a los hombres a servir en las Fuerzas Armadas durante diez años. No había imágenes de Kim Jong Un, que tan bien evoca físicamente a su abuelo en los años épicos de la guerra. Mientras iba de una pared a otra, sin saber qué hacer en ese inmenso depósito vacío, me convencí de lo inexplicable que resultaba que los túneles de Kim Il Sung apenas figuren entre los recorridos habilitados a las visitas extranjeras: desde ahí, Kim comandó las batallas; ahí montó las oficinas paralelas del gobierno norcoreano y vivió oculto y a salvo con su gabinete y su comando militar durante casi tres años; ahí dio la orden de que se firmase el armisticio de una guerra de la que Corea del Norte se considera victoriosa y ahí mismo ratificó el acuerdo antes de volver a su despacho en el palacete majestuoso en Pyongyang que, luego de su muerte, fue reconvertido en mausoleo por su primogénito. Días antes de viajar a la frontera yo había visitado sola –que en norcoreano significa con la compañía ineludible de mis dos guías– esos túneles. Lo había hecho por sugerencia de un guía occidental

que sabía que el Museo Revolucionario de Jonsung, su nombre oficial, es uno de los pocos lugares en Corea del Norte donde las reliquias aparecen en su estado originario, sin alteraciones teatrales ni trucos revisionistas. Ahí, los trajes militares de Kim Il Sung, su ropa de cama y la jarra enlozada que hacía las veces de baño, el paño verde que cubría su escritorio, la pluma fuente con la que escribía y firmaba, las hileras de sillas de madera de la sala de reuniones colocadas en la caverna más profunda y los utensilios de la cocina montada para el líder en el recodo de uno de los túneles conservaban las huellas de su dueño, gastados por el uso, opacos, imperfectos, humanos. Mientras caminábamos por uno de los pasillos subterráneos noté que las guías del museo mantenían un comportamiento meticuloso respecto de la iluminación: a medida que avanzábamos, una de ellas se apresuraba a encender las luces de la habitación a la que nos acercábamos y otra, que permanecía siempre rezagada, apagaba sistemáticamente las de la sala que habíamos dejado atrás. Es una costumbre que vi repetirse en todos los museos del país, aunque en ningún otro se produjo la infeliz coincidencia de que la electricidad se cortase durante mi visita. Fueron diez segundos en los que no hubo más que la oscuridad profunda y húmeda de los túneles y el silencio boscoso de las mujeres que me acompañaban. Ninguna de ellas se sobresaltó por el apagón repentino. Esperaron el regreso de la electricidad con la tranquilidad que otorga la costumbre, y luego retomaron la rutina como si ese paréntesis lumínico nunca hubiese existido. Era mediodía cuando abandonamos el pabellón azul del armisticio. El sol caía filoso sobre el camino de piedra blanca en el

que se proyectaban nuestras sombras diminutas. Con el coronel Kim a la cabeza volvimos al micro para completar los pocos metros de camino asfaltado que nos separaban de la línea de demarcación militar, la marca del cese de fuego fijada en el acuerdo de armisticio, la última frontera de la Guerra Fría.

6 La silueta compacta y gris del mirador Panmungak, situado sobre la línea de demarcación, era apenas visible desde la ruta de ingreso. El coronel lideró con el ejemplo y empezó a subir, lento pero ágil, los treinta y nueve escalones de acceso hasta llegar a la escalera interior de mármol; por ella llegamos a la terraza del tercer piso, el punto panorámico de esa mole de apariencia fortificada, que confirma el gusto norcoreano por el hormigón armado como materia primera de la amenaza o la disuasión. La vista era espléndida. A la izquierda, entre el follaje virgen y tupido flameaba la bandera norcoreana; a lo lejos, ondeaba diminuta, en un mástil interminablemente alto, la bandera de Corea del Sur, y frente a nosotros se erguía, como un espejo ciego, el edificio vidriado del mirador surcoreano. Abajo, a metros de la escalera por la que habíamos entrado unos minutos antes, brillaban los techos de seis casas azules y grises construidas para alojar a los garantes del armisticio, chalets de aspecto aniñado dispuestos en fila sobre la línea de demarcación militar, apenas distanciados unos de otros, como un convoy sobre las vías del tren: eran las casas de las Naciones Unidas, que en su interior contenían una porción de Corea del Norte y otra de Corea del Sur en partes iguales.

Cuando nos asomamos a esa pequeña aldea turquesa desplegada en la frontera no vimos soldados surcoreanos, solo norcoreanos en guardia junto a las puertas de las casas en el medio de la hilera. Pero aquella ausencia no se debía a la mala suerte ni a una falla de coordinación, como creí en ese momento. En un acuerdo de naturaleza coreográfica, los militares de ambos países se muestran alternadamente a los ojos extranjeros; los norcoreanos cuando llegan tours de su territorio, los surcoreanos cuando reciben visitas del suyo. Únicamente cuando no hay nadie, nadie más que ellos, los soldados de ambos bandos salen de sus casas y permanecen custodiando bajo el mismo cielo, enfrentados cara a cara, sin cruzar jamás esa línea que los mantiene confinados, a unos pocos centímetros unos de otros, en países diferentes. Es lo único que realmente separa las dos Coreas: la voluntad de esos militares de frontera, hombres de unidades de elite de ambos ejércitos, de cumplir a rajatabla la orden de no poner un pie al otro lado de la línea de demarcación, un flaco escalón de cemento que se eleva apenas unos centímetros del suelo entre los chalets turquesas y que, como un Muro de Berlín enano, serpentea a lo largo del paralelo 38. Aquella estría de fabricación humana sale de la DMZ, se extiende de costa a costa de la península coreana y continúa a ambos lados bajo las aguas del Mar Amarillo y el Mar del Este, ya no a la vista de los hombres, pero sí de los sonares. Sigue siendo el frente de batalla de una guerra inconclusa, una línea en el mapa que se aferra a la condición artificial, material, humana y política de las fronteras: los controles, los documentos, las sospechas, los desertores.

Guiados por el coronel Kim nos internamos en la espesura boscosa de la zona desmilitarizada hasta alcanzar el punto más cercano a la línea de demarcación: desde ahí podíamos ver retazos del muro blanco de cemento que erigieron los surcoreanos en los años setenta, una construcción que Seúl niega y que Pyongyang denuncia aunque, aclara, solo puede verse desde el Norte. Cuando llegamos a la cima de la colina más alta, recortados sobre el fondo selvático de la DMZ, la señorita Kim anunció que teníamos una oportunidad, la única, de tomarnos una foto con el militar. El coronel se alisó el frente de su uniforme holgado y me tomó de la cintura; lo imité, alisé mi vestido, lo abracé, y los dos sonreímos a la cámara mientras a la distancia sonaban los primeros estruendos de artillería que inauguraban la tarde en el lado sur de la frontera.

7 Llegué a Seúl a finales de agosto de 2017, un mes y medio después de mi segundo viaje a Corea del Norte, para visitar la DMZ desde el lado surcoreano. Si hubiese llegado algunas semanas más tarde a la terraza del observatorio vidriado, situado frente al mirador norcoreano al que me había asomado unos meses antes, habría podido contemplar, como desde el palco de un teatro, la deserción más dramática de los últimos años. Aquella mañana de otoño, 13 de noviembre, un soldado norcoreano atravesó a toda velocidad el área de seguridad conjunta a bordo de un jeep militar, que debió abandonar cuando quedó encallado en la banquina para seguir su derrotero a las corridas. Mientras sus propios compañeros de armas le disparaban, uno de

ellos atravesó la línea de demarcación durante una fracción de segundo, el tiempo suficiente para pisar suelo surcoreano. Espantado por su propio descuido, que Seúl podría haber interpretado como una violación del acuerdo de armisticio, volvió de inmediato sobre sus pasos para observar de cerca, con los pies de vuelta en su país, el acto de infamia que no había podido evitar: apenas su segunda pierna hubo cruzado la línea, el militar desertor, malherido pero vivo, ya estaba en Corea del Sur. La escena refleja la disciplina con que se ejecuta a diario, desde hace casi siete décadas, ese delicado pacto de convivencia fronteriza entre enemigos, un compromiso que a ojos extraños no deja de ser curioso, si no elegante. Explica también la sorpresa horrorizada de Pyongyang ante la excepcional deserción de un soldado fronterizo: los seleccionados provienen, sin excepción, de familias «confiables» a las que la traición de uno de los suyos les impone una condena segura al destierro. Saben que la frontera intercoreana es una barricada; una frontera creada para no ser traspasada por nadie. Únicamente Kim Jong Un hizo aquello que sus militares tienen prohibido: escalones refulgente escalón, y

el 27 de abril de 2018 descendió los treinta y nueve del mirador Panmungak, atravesó a pie el pavimento que lleva a las casas azules hasta quedar frente al le extendió la mano derecha al presidente Moon Jae In,

plantado al otro lado del pequeño muro, en Corea del Sur. Kim pasó un pie, después otro, y en un santiamén estaba en territorio enemigo. Acaso fue ese acto de osadía lo que precipitó una ocurrencia casi lúdica: tomar de la mano al presidente Moon como si fuesen dos compañeritos de jardín de infantes y volver con él sobre

sus pasos hasta regresar a territorio norcoreano para luego cruzar juntos otra vez, de la mano, de una Corea a la otra.

8 La calma tensa que reina en la superficie de la DMZ, salpicada solo de vez en cuando de episodios sobresalientes, esconde una vida subterránea que alguna vez fue agitada. En los años setenta, otros desertores, esta vez civiles, ofrecieron pistas a Seúl de cuatro túneles secretos que salían de Corea del Norte, atravesaban clandestinamente la zona de frontera y se adentraban, sigilosos, en Corea del Sur. Según confesaron aquellos desertores, luego de la guerra Kim Il Sung ordenó al Ejército Popular que excavase bajo la DMZ una serie de pasadizos furtivos –unos veinte, dicen algunas versiones– lo suficientemente amplios y profundos para permitir una invasión subterránea. El primer «túnel de agresión» o «de infiltración», como lo nombraron con sobria literalidad en el Sur, fue detectado en 1974 durante un patrullaje regular del Ejército surcoreano. El año siguiente fue localizado el segundo túnel, con casi dos kilómetros excavados dentro de Corea del Sur. El tercero, situado a la altura del Observatorio Dora, el punto más cercano a Corea del Norte en el lado surcoreano de la zona desmilitarizada, fue etiquetado como el más amenazante, el que verdaderamente podría haber habilitado un ataque sorpresa de las tropas de Pyongyang si no lo hubiesen descubierto, incompleto, a tiempo: un túnel de mil seiscientos metros de largo, cuatrocientos treinta de ellos dentro del territorio surcoreano, y dos metros de diámetro, por el que podrían haber

circulado hasta treinta mil efectivos norcoreanos armados por hora, perforado a setenta metros de profundidad y situado a menos de cincuenta kilómetros de distancia de Seúl. El cuarto, idéntico en tamaño al tercero, es un hallazgo de otra generación: fue descubierto en 1990, cuando la capacidad operativa de Corea del Norte para lanzar una invasión era una ilusión perdida. No imaginaba, antes de viajar desde Seúl hasta el Observatorio Dora, que el descenso al tercer túnel pudiese ser el clímax de mi tercera visita a la frontera entre las dos Coreas. Empecé a sospecharlo cuando el oficial surcoreano que hacía de guía en la DMZ, alto, fornido, con conocimientos avanzados de inglés y artes marciales y los modales diplomáticos de un militar de escritorio, me explicó cómo, hace cuarenta años, sus antecesores verificaron la existencia de ese túnel denunciado por el ingeniero norcoreano que había participado en su construcción antes de desertar: en las zonas sospechosas cerca de la frontera, Seúl mandó instalar un sistema de tuberías perpendiculares al suelo, con salida al exterior y profundidad para detectar movimientos subterráneos, y las colmó de agua; si era verdad lo que aseguraba el informante, cuando Pyongyang hiciese nuevas explosiones para ahuecar la tierra, un chorro saldría expulsado del tubo más cercano al estallido. Era la «X» que señalaría dónde estaba el tesoro. Aquella explicación prometía una aventura subterránea que nadie en Corea del Norte podría haberse atrevido a ofrecernos, sobre todo porque Pyongyang niega la existencia de los túneles. Supe, al fin, que nada igualaría aquella experiencia cuando me entregaron uno de los cascos amarillos de uso obligatorio que había en las estanterías amuradas en ambas paredes del hall de entrada del

tercer túnel. Estaba lista para empezar el descenso por el corredor empinado e iluminado que el Ejército surcoreano había construido para acceder al verdadero túnel, el túnel del enemigo, escondido a setecientos metros debajo de nuestros pies. El pasillo subterráneo demoró pocos metros en tornarse oscuro, sofocante y húmedo, los mismos metros que me obligaron a encorvarme para no golpear mi cabeza contra la roca sudada a medida que la pendiente se volvía más pronunciada. Desprevenida por esa excursión que no se parecía en nada con mis dos asépticas visitas a la DMZ desde el sector norcoreano, supuse con más ilusión que certeza que estábamos atravesando la línea de demarcación por el reverso, adentrándonos a través de los sótanos en Corea del Norte. Mi entusiasmo duró hasta que nos topamos de pronto, cien metros dentro de esas entrañas rocosas, con una infranqueable pared de cemento, uno de los tres portones blindados que también en las profundidades de Corea impiden cruzar la frontera. Una ventana de vidrio esmerilado y vaporoso en la parte superior dejaba ver a lo lejos la segunda compuerta, situada todavía en el lado surcoreano, y permitía adivinar más adelante, ya fuera de nuestro campo visual, la primera, empotrada justo debajo de la línea de demarcación, centímetros antes del punto donde comienza el lado norcoreano. La sensación de contemplar el dorso, la continuación subterránea de la vida en la superficie, se repitió cuando salí a la plataforma a cielo abierto del Observatorio Dora donde otra vez me asomé, esta vez desde el flanco opuesto, a esa enorme franja rural que es la zona desmilitarizada. Había atravesado el espejo, estaba al otro lado, y la vista del revés seguía siendo espléndida. A lo lejos, a la

derecha, ondeaba en un mástil interminablemente alto la bandera de Corea del Norte que dos meses antes yo había visto de cerca, y un poco más allá, borrosa y gris, se desdibujaba la ciudad de Kaesong. A mi alrededor, envolviendo la terraza, asfixiándola, sonaba estridente y gallarda una música heroica emitida sin pausa por dos de los once parlantes que Corea del Sur instaló, de su lado, a lo largo de la frontera; era la misma, o casi, que tantas veces había escuchado en Pyongyang. Era una canción dramática, acaso una canción de guerra, pero podría haber sido la escena de una telenovela, un hit de K-pop, el informe meteorológico del día o la cotización de la bolsa de Seúl, cantos de las sirenas del consumo y el entretenimiento que intentan atraer a los norcoreanos que las escuchan en la otra orilla. Es parte de la guerra de baja intensidad que las dos Coreas libran de forma intermitente pero sostenida, una guerra de propaganda para intentar convencer al otro bando de las virtudes del comunismo del norte, de las ventajas del capitalismo del sur. Seúl suspendió esas transmisiones durante once años hasta que en agosto de 2015, dos semanas antes de mi primer viaje a Pyongyang, volvió a emitirlas cuando dos soldados resultaron malheridos en la DMZ por la explosión de una mina antipersonal que, según acusó el Sur, había sido colocada allí por el Norte. La reacción norcoreana a las provocaciones de los altavoces incluyó, en orden cronológico y furia ascendente, la indignación, la declaración del estado de «semiguerra», la movilización de cincuenta submarinos y el despliegue del doble de artillería habitual en la zona limítrofe; conato de guerra que había hecho las veces de telón de fondo de mi incursión fronteriza con el coronel Kim.

Al pie del Observatorio Dora se proyectaba la sombra de la última estación de tren antes de la frontera, ubicada a cincuenta y seis kilómetros de Seúl y doscientos cinco de Pyongyang, que aún se mantiene en uso a pesar de que ninguna formación avanza más allá de la línea de demarcación. –Estamos siempre listos para la reunificación –me explicó el soldado-guía surcoreano con la misma convicción cerril con que me habían instruido los soldados del Norte, mientras acomodaba los binoculares a mi altura para que no tuviese que inclinarme. No me hizo falta enfocarlos; estaban dirigidos para que pudiese mirar sin distraerme hacia Kijong-dong, la «aldea de la paz» según Pyongyang, la «aldea de propaganda» según Seúl: un pueblo norcoreano construido en los años cincuenta como señuelo para estimular las deserciones de surcoreanos a través de la frontera. Mi soldado señaló hacia adelante con la mano derecha, sin sacarse los anteojos oscuros ni mover la mano izquierda que mantenía aferrada al cinturón de su uniforme camuflado, y me preguntó si notaba la diferencia. –Hay árboles en este lado, el lado surcoreano, pero no hay árboles en aquel lado, el lado norcoreano. Frondoso, pelado. Ellos los talan para tener leña en invierno. Cerré un ojo y recorrí con el dedo, como en un diorama, la línea de pasto que marcaba dónde termina una Corea y empieza la otra: frondoso, pelado. De un lado, el capitalismo futurista y frenético, como de ciencia ficción; del otro, el comunismo de raíces soviéticas, una reliquia autoritaria del mundo analógico. Mundos paralelos en los que veinticinco millones de norcoreanos y cincuenta y un

millones de surcoreanos viven sin tocarse ni mirarse, sin conocer cómo viven esos seres extraños a los que tanto se parecen, con los que alguna vez compartieron familias y trabajos y ciudades y trenes, y que hace más de seis décadas ocupan, como absolutos desconocidos, la otra mitad de su península, el lugar más lejano del mundo.•

El Arco de la Reunificación, que señala la entrada a Pyongyang.

Con el coronel Kim, retirado del Ejército Popular de Corea, en la zona desmilitarizada que separa las dos Coreas a la altura del paralelo 38.

Propaganda a favor de la reunificación de la península coreana: «¡Les entregaremos un país unido a nuestros hijos!» (izq.); «¡Corea es una sola!» (der.).

Guía militar en la zona de frontera entre las dos Coreas.

El coronel Kim frente a un croquis de la zona de frontera que separa Corea del Norte y Corea del Sur a la altura del paralelo 38.

Mirador vidriado perteneciente a Corea del Sur, en la frontera entre las dos Coreas.

Soldado norcoreano de guardia en la zona de administración compartida en la frontera.

Zona de administración compartida en la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur.

Cambio de guardia en el lado norcoreano de la frontera que separa las dos Coreas.

La frontera está indicada por una línea de concreto elevada: el piso de cemento claro es Corea del Norte; el piso de piedras es Corea del Sur.

Calles comerciales de Seúl, capital de Corea del Sur.

Desde Seúl se llega en menos de una hora a la frontera entre las dos Coreas.

Seúl se encuentra a menos de cincuenta kilómetros de la frontera con Corea del Norte.

Más de diez millones de personas viven en la capital surcoreana.

Militar surcoreano en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas.

Puesto de control militar surcoreano en el camino a la frontera desde Seúl.

Entrando al tercer «túnel de infiltración» descubierto por el Sur debajo de la línea de frontera.

Turistas en un mirador en el lado surcoreano de la frontera.

Vista de la zona desmilitarizada desde un mirador surcoreano. En foco, una aldea norcoreana.

Pyongyang

Tiempos modernos

평양

1 La señorita Pak nos acompañó esa noche hasta el ascensor del Yanggakdo. Su celular empezó a sonar antes de que la puerta automática se cerrase, nos deseó buenas noches y giró sobre sus talones para atender la llamada mientras se alejaba hacia la entrada del hotel. El ringtone de su teléfono resonó en el lobby durante unos segundos, el tiempo suficiente para que yo pudiese reconocerlo: era el estribillo acústico de «Right Here Waiting», la balada romántica con la que el cantante estadounidense Richard Marx arrasó en los rankings musicales de Occidente en 1989, el último año comunista. Pyongyang había completado su red de subterráneos dos años antes, cuando todavía recibía asistencia económica y ayuda técnica de Moscú. Aquel año inauguró las últimas dos estaciones, Puhung [Renovación] y Yonggwang [Gloria], las únicas que los extranjeros pudieron conocer durante más de veinte años. En 2010 ese permiso se extendió a seis estaciones de la línea 1, pero hubo que esperar a Kim Jong Un para ver cambios significativos: solo en septiembre de 2015 el gobierno norcoreano autorizó el acceso de los extranjeros a

toda la red del subterráneo, incluyendo la línea 2, hasta entonces reservada exclusivamente a pasajeros nativos. Yo estaba en ese grupo inaugural; la apertura total del subterráneo secreto era la razón por la que había elegido ese mes y no otro para viajar a Pyongyang. Era el fin de una prohibición que había despertado todo tipo de rumores: que el metro era la fachada de un sistema de túneles militares secretos; que hay líneas ocultas exclusivas para uso del gobierno; que la red es más chica de lo que reflejan los mapas y solo existen las dos estaciones inauguradas en 1987; que los pasajeros son extras, actores que hacen de pasajeros. Si no son completamente ciertos, algo de verdad encierran. El subterráneo de Pyongyang es un búnker, una puesta en escena y también un medio de transporte. Llegamos al andén luego de descender más de cien metros bajo tierra por una escalera mecánica de la que emanaba el mismo tipo de música que cada madrugada inunda las calles de la capital. Esa hondura, que lo convierte en el metro más profundo del mundo, no es resultado del capricho ni de la excentricidad que tantos fenómenos explican en Corea del Norte: las diecisiete estaciones, casi todas construidas en el frenesí de los años setenta con dinero y planos soviéticos, fueron pensadas también como un refugio ante un eventual ataque nuclear estadounidense. Cuatro de ellas están fuera de uso; Kwangmyong, que pasa debajo de la antigua residencia de Kim Il Sung, reconvertida en mausoleo, fue clausurada de forma permanente: era la salida de emergencia de los altos funcionarios del gobierno. Aquella amenaza fundacional no impidió que el subterráneo fuese proyectado con una dosis combinada de fervor comunista y de

exuberancia decorativa, y de modo que inspirasen a la clase obrera, las estaciones recibieron nombres bravíos, que no remiten a la geografía de la ciudad, sino a una entidad más relevante, la patria Juche. En la línea 1, Chollima, que atraviesa la zona occidental de Pyongyang de norte a sur: Pulgunbyol [Estrella roja], Jonu [Camarada], Kaeson [Triunfo], Tongil [Unificación], Sungni [Victoria], Ponghwa [Antorcha], Yonggwang [Gloria] y Puhung [Renovación]. En la línea 2, Hyoksin, dispuesta en sentido este-oeste: Kwangbok [Renacimiento], Konguk [Fundación nacional], Hwanggumbol [Campos dorados], Konsol [Construcción], Hyoksin [Innovación], Chonsung [Victoria total], Samhung [Tres revoluciones], Kwangmyong [Iluminación], Ragwon [Paraíso]. No son abstracciones. Las virtudes de los trabajadores norcoreanos y los paisajes idílicos del país que los nombres exaltan están ilustrados en panorámicos murales de mosaicos. La estación «Triunfo», con sus campesinos felices y sus militares exultantes, conmemora la independencia de la península coreana del dominio japonés en 1945. «Campos dorados» y sus azulejos amarillos desbordantes de hortalizas glorifican la agricultura cooperativa, el modelo económico autosuficiente norcoreano que, en teoría, se basa en las granjas estatales y que en la práctica colapsó a mediados de los años noventa con la caída de la Unión Soviética. «Renacimiento» reproduce los árboles sagrados nevados en el norte del país, donde la historia oficial sitúa el nacimiento de Kim Jong Il, lugar de peregrinaje y de reverencia obligada. En esos pequeños museos revolucionarios bajo tierra, con sus estatuas doradas de Kim Il Sung y sus pisos de mármol blanco, solo las opulentas arañas de diseño moscovita cumplen a medias su

función: para ahorrar electricidad, algunas están equipadas con lamparitas de baja potencia; otras simplemente permanecen apagadas. No parece una medida que amedrente a los pasajeros. Muchos de ellos matan el tiempo de espera del tren leyendo en la semipenumbra el Rodong Sinmun, el periódico oficial que se exhibe en vitrinas de vidrio en los andenes centrales. Publicado por el Comité Central del Partido de los Trabajadores de Corea, la institución que gobierna el país, el Rodong Sinmun funciona como vocero oficial: cada edición de seis páginas es aprobada por el Partido y cuenta con el beneplácito del líder. En las vitrinas del subterráneo solo se exhiben las cuatro primeras páginas, que contienen editoriales y artículos con historias heroicas de soldados, trabajadores y campesinos norcoreanos. La quinta página revela las miserias y los vicios de los ciudadanos de Corea del Sur y la sexta es un compendio de noticias internacionales, un rubro prescindible en un país conocido como «el reino ermitaño». Esas páginas son el único medio impreso mediante el cual los norcoreanos conocen las noticias viejas, las únicas que, por otro lado, existen en el país: el gobierno difunde la información invariablemente con una demora calculada de varios días o, en casos sensibles, de varias semanas. No es una adulteración inusual; la prensa tampoco menciona jamás desastres, accidentes, escándalos, ejecuciones o deserciones. La huella comunista también sobrevive en los viejos rayones de grafitis que marcaron las ventanillas de los vagones antes de que Corea del Norte se los comprase a Alemania. Los trenes circularon por Berlín después de la caída del Muro y la unificación de la ciudad, y a fines de los años noventa Pyongyang los consiguió a precio de

saldo, los bañó de verde y rojo furioso, eliminó todas las marcas de fábrica y colocó en sus cabeceras los retratos sonrientes de los Kim. Había ocurrido lo mismo con los primeros vagones importados de China en los años setenta. No había, esta vez, reglas de etiqueta que debiésemos seguir, pero estábamos en Corea del Norte y allí la improvisación no es considerada una virtud. Eso tornaba inexplicable la naturalidad con que nuestras guías nos concedieron, sin titubear, todas las libertades que en la superficie nos negaban: sí, pueden circular solos por los andenes; sí, pueden sentarse donde quieran en el vagón al que subamos; sí, claro, pueden sacar fotos de todo; sí, también a los pasajeros; sí, desde luego, pueden preguntarles si eso les molesta; sí, hablen con quienes quieran. No, nadie sabe inglés, les faltó aclarar. Mientras deambulaba por el andén en busca de las primeras imágenes de ese territorio prohibido, llegué hasta las puertas cerradas de uno de los vagones de un tren a punto de partir. Desde el interior, un puñado de pasajeros me espiaba de reojo intermitentemente a través del vidrio. Una mujer de vestido verde pegada a una de las hojas de la puerta me miró, hizo una pausa como si dudase, y sonrió para la foto que yo no me decidía a tomarle. Alcancé a sonreírle y apreté el botón de mi cámara un segundo antes de que la formación se pusiese en marcha. Me volví, eufórica, tratando de encontrar alguien a quien contarle lo que acababa de pasar, alguien a quien mostrarle esa imagen de la mujer sonriendo en el vagón. Bastó un segundo de cordura para convencerme de que exageraba; después de todo, ¿qué podía tener de extraordinario la foto de una mujer sonriendo en un vagón del

subterráneo? Nada, por cierto. Pero Corea del Norte tiene ese efecto sobre el visitante occidental: vuelve inquietante todo lo normal.

2 Estábamos a punto de subir al micro para recorrer las cinco cuadras que nos separaban de la librería para extranjeros de Pyongyang cuando de improviso nuestro guía australiano negoció con sus colegas norcoreanas una concesión infrecuente: caminar. Corea del Norte es un país de peatones. Los ciudadanos comunes y corrientes que viven en Pyongyang pueden usar el subterráneo, el tranvía o el trolebús eléctrico, una reliquia que en el resto del mundo desapareció en los años sesenta. Si tienen dinero pueden tomar un taxi y recorrer la ciudad por cuatro dólares; si no lo tienen, pueden trasladarse en bicicleta, una alternativa popular desde que en los años noventa se levantó la prohibición que impedía pedalear por las calles de la capital, aunque también para eso deben hacer un desembolso considerable. Las bicicletas son bienes codiciados; el objeto doméstico más caro que un norcoreano promedio puede adquirir. Es lógico, entonces, que la mayor parte se resigne a caminar. Para los extranjeros, cualquiera de esas posibilidades es un lujo que el dinero no puede comprar. Obligados a circular en micro, exhibidos como en una vitrina, los turistas nunca caminan, jamás pasan inadvertidos. Pero aquel día, por motivos que nunca conocimos, quizá simplemente para evitarnos una atrofia muscular inminente, nuestras guías hicieron una excepción. El chofer cerró

las puertas, yo abrí mi sombrilla azul, y empecé a caminar por la avenida arbolada en la retaguardia del grupo. Desde la calle, la ciudad no tenía ese barniz artificial que exhibía a la distancia, o tal vez yo me había acostumbrado al brillo de la ventanilla del micro, pero en el ajetreo laboral del mediodía, atestada de empleados, estudiantes, obreros y oficinistas, Pyongyang parecía una ciudad más, al menos hasta que, de pronto, me quedé sola. Sin querer, me había apartado del grupo. Entonces recordé que Pyongyang no es una ciudad más. Esperé sin mover un músculo, sin cerrar mi sombrilla, sin mirar hacia atrás ni hacer ademán de huir, pero nadie gritó mi nombre para atraerme de nuevo a la manada de la que me había separado. Los segundos pasaban y yo seguía paralizada entre la multitud de norcoreanos que iban y venían simulando que ahí, bajo el paraguas azul, no había nada extraño. Dudo que no sintiesen la misma excitación que yo; solo les faltaba la posibilidad de expresarla. En un acto de arrojo di media vuelta y miré hacia las esquinas como un gato que calcula, antes de saltar, la distancia que lo separa de una ventana entreabierta. Podía caminar con sigilo hacia la izquierda y entrar en el local de venta de soju que estaba a diez metros o podía correr hacia la derecha, cruzar la avenida y perderme hasta que me encontrasen y mi aventura pusiese fin a la carrera de mis guías y a mi estadía en el país. En cambio, miré hacia el costado, donde a través de una cortina formada por cintas colgantes de plástico, como las que había en los viejos almacenes de barrio en Buenos Aires, alcancé a ver un cartel en inglés: «Foreign Language Bookshop». Enseguida reconocí a las personas que se agitaban frente a las estanterías en el interior del local. Volví

la cabeza para contemplar por última vez la vereda, corrí las tiras de plástico y también yo simulé que ahí afuera no había ocurrido nada extraordinario.

3 Corea del Norte es uno de los pocos lugares del mundo, si no el único, donde la espontaneidad no está sobrevaluada. Por el contrario, la falta de naturalidad parece casi un deporte nacional. No se trata solo del esfuerzo evidente en domesticar la naturaleza –los árboles rigurosamente podados, el césped recortado con tijera, las flores plantadas a mano– lo que la hace artificial; es la disciplina impuesta a los aspectos más inocentes de la vida cotidiana. Los niños norcoreanos aprenden a cantar, a bailar y a tocar instrumentos a la misma edad en que un chico argentino recibe su primera pelota de fútbol, pero el gobierno de Pyongyang no apuesta, necesariamente, al talento ni al desarrollo individual. La educación musical en el «reino ermitaño» se parece más al entrenamiento militar: es obligatoria, rigurosa, con ensayos metódicos y exhibiciones programadas desde el jardín de infantes hasta la universidad. Pero lo forzoso tiene, al menos, sus privilegios. Los niños virtuosos pueden asegurarse con facilidad una vida adulta alejada de las penurias del trabajo manual. Los mejores bailarines y atletas también son seleccionados para participar en el festival Arirang, la exhibición gimnástica más grande del mundo, que durante dos meses –agosto y septiembre– recrea la historia coreana con danzas, acrobacias y coreografías sincronizadas en el estadio

Rungrado, preparado para albergar a ciento cincuenta mil espectadores. Arirang es la canción popular coreana más famosa en el norte y el sur de la península, el himno no oficial de una hipotética Corea unificada. El festival, en cambio, es un asunto puramente norcoreano que empezó con la fundación del país en 1948, bajo influencia soviética, y que desde entonces se celebra con una frecuencia caprichosa: a veces cada año, otras cada tres o cuatro. Más conocidos como los «juegos masivos» de Pyongyang, son un despliegue de cien mil estudiantes que, armados con carteles de colores, se mueven con precisión castrense para crear diferentes escenas como si proyectasen en vivo un film hecho de píxeles humanos. De adultos, ya fuera de competencia, las danzas grupales siguen siendo el entretenimiento favorito, y también el más barato. Los bailes sociales fueron declarados un pasatiempo decadente a finales de los años cincuenta y solo en los setenta volvieron a ser aceptados en su variante revolucionaria: masivos, no románticos. El primer sábado que visitamos el parque de Moranbong, creí que las guías habían cometido un error y nos habían llevado de paseo al lugar correcto en el momento equivocado. Delante de nosotros circulaban, como en una calesita, las escenas más inofensivas de la vida diaria que resultan difíciles de asociar con Corea del Norte: ancianas bailando las canciones de su juventud; una pareja tomada de la mano; dos chicas en patines eligiendo helados; una mujer y su hijo atendiendo un puesto ambulante; abuelos sentados a la sombra con sus nietos; amigos emborrachándose. Cuando pasamos caminando delante de una glorieta, un grupo de hombres y mujeres había interrumpido su picnic sobre el piso de

cerámicos rojos para bailar la canción que reproducía un minicomponente a pilas. A lo lejos pude identificar la melodía, otra vez Arirang, pero interpretada por las damas de Chongbong, rivales remilgadas de Moranbong. Ambas bandas femeninas fueron creadas por Kim Jong Un con la orden de hacer «música para el pueblo», algo que puede traducirse simplemente como propaganda política pero que en Corea del Norte significa, además, música popular. Pregunté a la señorita Pak si podía acercarme, segura de que iba a recibir un «no» rotundo; era un pedido improvisado, esos que solo allí merecen un «no» definitivo como respuesta. –Por supuesto –me respondió sin mirarme, y se apoyó sobre el tronco de un árbol mientras marcaba un número en su teléfono celular. Me asomé al borde de la galería sin decidirme a sacar fotos de esa escena familiar, casi íntima, que en cualquier lugar del mundo habría pasado inadvertida. De pronto, una de las bailarinas me vio dudar, interrumpió su danza y me tomó de la mano. Sin esperar a que terminara de sentarme en la ronda formada en torno a la comida, tomó un juego de palitos de madera y arremetió contra los recipientes de plástico en los que se amontonaban piezas de sushi, bollos de carne y papa, trozos de pollo asado y de pescado hervido, tomates con azúcar, papa rallada con vegetales, huevos de codorniz, bizcochuelo, uvas y manzanas. Desoyendo las reglas de etiqueta entre desconocidos, intentó darme de comer en la boca un bocado de cada envase mientras yo buscaba sin éxito la forma de explicarle con señas que no era falta de hambre, que yo no comía carne ni pescado. Pero ella no estaba dispuesta a darse por

vencida; optó entonces por darme de beber un jugo amarillo fluorescente de remoto sabor a limón y enseguida me ofreció, acercando el pico a mi boca, una de las veinte botellas de vidrio con cerveza y soju que se apiñaban a un costado de la comida como palos en una pista de bowling. Los picnics revelan uno de los aspectos más extraños de la cultura alcohólica de Pyongyang: los norcoreanos beben y fuman mientras asan carne en unas parrillitas portátiles a gas, no más grandes que una caja de zapatos. La combinación de gas, fuego y alcohol, peligrosa en cualquier lugar del planeta, incluida Corea del Norte, resulta aceptable allí, donde la leña y la electricidad son un lujo que pocos picnics pueden permitirse. La cerveza, en cambio, no es un privilegio; es un derecho que el Estado se ocupa de garantizar y que los ciudadanos se encargan de ejercitar: los hombres reciben cada mes un cupón por una ración de cinco litros canjeable en las cervecerías administradas por el gobierno. Es una cantidad insignificante, pero la cerveza en el país es barata y la mayor parte de los trabajadores están en condiciones de pagarse varias raciones adicionales. Las mujeres, excluidas de ese beneficio, pueden comprarla a un precio irrisorio que nadie se atrevería a confesar a una extranjera. El consumo ingente de alcohol bajo el amparo estatal fue una política común en los países comunistas durante la Guerra Fría, pero Kim Jong Il,siempre atento a los golpes de efecto, fue más allá de lo acostumbrado del otro lado de la cortina de hierro y compró una cervecería inglesa que había pertenecido a dueños alemanes: trasladó las máquinas y reconstruyó la fábrica pieza por pieza hasta lograr ensamblarla, idéntica, en las afueras de Pyongyang, a orillas

del río con cuyo nombre fue bautizada. Taedonggang abrió al público en el año 2000, para decepción de quienes auguraban a las instalaciones el infame destino de fachada para producir armas nucleares, y se transformó en la cervecería más popular de la ciudad gracias a sus siete variedades de cerveza nombradas al uso y estilo soviético: cerveza N° 1, cerveza N° 2, cerveza N° 3, y así sucesivamente, en una escala disciplinada, hasta la cerveza N° 7. Hace nueve años, la televisión norcoreana emitió el único comercial de su historia, dos minutos y medio de aire catódico para promocionar las siete cervezas favoritas de la capital norcoreana: «Taedonggang es el orgullo de Pyongyang. Es parte de nuestras vidas». Las mujeres casadas seguramente suscriban a la segunda afirmación; cada tarde, las cervecerías de la ciudad reciben llamadas telefónicas de amas de casa que buscan confirmar si sus maridos están ahí bebiendo y que ruegan que no los dejen volver, otra vez, demasiado tarde a sus hogares.

4 No tiene sentido ocultarlo: la vida cotidiana en Pyongyang, lejos de sus líderes y de sus amenazas nucleares, me deslumbraba, pero la idea de pasar el día en un parque de diversiones con juegos acuáticos me parecía desalentadora. Por un momento pensé en canjear la excursión por una jornada de lujos moderadamente asiáticos en el Yanggakdo. Pero era imposible; ninguna guía iba a permanecer encerrada conmigo en el hotel y tampoco me permitirían quedarme allí sin compañía. Debo admitir retrospectivamente que, por una vez, las leyes de la férrea

hospitalidad norcoreana resultaron más justificadas que mi capricho. Habría sido un error perderme la visita al parque Munsu. El precio de la entrada no era precisamente popular: diez euros para los extranjeros y tres para los norcoreanos adinerados, una pequeña fortuna fuera del alcance de cualquier trabajador, que solo puede ingresar en el parque gracias a un cupón especial que el Estado otorga, con cuentagotas, como premio por los servicios prestados. En nuestro caso, el gasto quedó amortizado de inmediato: Kim Jong Il en persona nos dio la bienvenida en el lobby. Vestido con su característico mono color caqui de reminiscencia militar y con una sonrisa que auguraba mil y una diversiones a quienes atravesasen esas puertas, era evidente que disfrutaba de las playas de arena y del mar bravío que se extendía a sus espaldas. Era, obviamente, una estatua de cera de tamaño natural montada en una escenografía marina. No es sorprendente que no estuviese acompañado, esta vez, por la estatua de su padre, Kim Il Sung. El primer Kim de la dinastía fue quien estableció que los norcoreanos deben pasar ocho horas trabajando, ocho horas descansando y ocho estudiando, de lunes a sábados. Nunca habló de esparcimiento; nunca lo habría promovido. Hasta los años noventa, era común que un norcoreano medio pasase, luego del trabajo o de la escuela, tres o cuatro horas diarias en reuniones de adoctrinamiento ideológico y otras tantas cumpliendo tareas «voluntarias» para alguno de los grupos organizados del Estado a los que todos los ciudadanos pertenecen. Limpiar las veredas y recoger la basura, sembrar flores en los canteros de los parques, podar el césped a los costados de las rutas, ayudar en la temporada de cosecha, realizar el mantenimiento

de las cloacas y de la red de agua y, en tiempos más oscuros, vigilar a los vecinos: todas faenas que en otros países corren por cuenta de la municipalidad y de los servicios de inteligencia. En Corea del Norte, en cambio, son obligaciones del hombre común. Sentada en un banco del vestuario rosado, medio desnuda, con un traje de baño enterizo alquilado en la mano, la mirada perdida en mi canasto de plástico, que contenía un frasquito de champú y una toalla, mientras decidía si iba a cortarme el pelo o a deslizarme por los toboganes de colores, no me parecía descabellado pensar que Kim Jong Un sea, para los norcoreanos, la encarnación de la modernidad. En un país donde nunca hubo vida más allá de las actividades organizadas por el Estado, el parque de diversiones es una de las obras maestras de la tercera generación Kim, al igual que los flamantes complejos de rascacielos residenciales, los puestos callejeros de comida, los cines 3D, el dolfinario y la remodelación total del aeropuerto de Pyongyang. No en vano hubo que esperar hasta que Kim Jong Un sucediera a su padre en diciembre de 2011 para ver los primeros cambios arquitectónicos en el paisaje capitalino desde los esplendorosos años ochenta, aunque esta vez ya no bajo la influencia soviética sino inspirados por la ascendencia china en Corea del Norte. Menos mármol y madera, más plástico y aluminio. Una mirada inexperta podría interpretar todo eso como una extravagancia más del actual líder. Sin embargo, la voluntad de satisfacer las ansias de esparcimiento de la capital, síntoma de una economía opaca que reverdece y exige gratificaciones, es parte tan fundamental de su estrategia de sobrevivencia como el éxito del programa nuclear.

Con mi nueva melena todavía húmeda luego del corte y la toalla empapada en la mano, devolví lo que me quedaba en el canasto y salí a la vereda a esperar que mis compañeros de viaje se aburriesen de una vez de los juegos acuáticos. A metros de Kim Jong Il, cuya sonrisa seguía inmutable luego de varias horas, el chofer del micro nos esperaba fumando, con pitadas casi espasmódicas, un cigarrillo tras otro. –Las mujeres no fumamos –se limitó a informarme la señorita Pak con un ademán de irritación ocular, como si el humo la hubiese ofendido, cuando le pregunté cuál era su marca preferida. Su frugalidad me hacía añorar los días que había pasado esquilmando a la señorita Yu en busca de explicaciones. Empeñada en descubrir dónde tiraba las colillas el conductor, escruté la vereda, luego la vereda de enfrente y los costados. No había restos de cigarrillos ni papeles de caramelos ni envases de golosinas ni latas medio vacías ni botellas de plástico ni caca de perro ni envoltorios ni paquetes; ni un rastro del consumo minorista que se desparrama todos los días por las calles del mundo. Lo que había leído antes de viajar era cierto: Pyongyang es una ciudad sin basura, sin carteles publicitarios, sin ruidos, sin delitos, sin animales, sin desorden y, es redundante decirlo, sin libertades individuales. Es, todavía, una metrópolis anticapitalista.

5 Ahora que acabo de escribirlo, quizá deba subrayar ese «todavía». Cuando regresé un año y medio después, un cartel de publicidad al costado de la ruta que conecta el aeropuerto con la ciudad

promocionaba el nuevo modelo de Pyonghwa Motors, la marca norcoreana de autos que, en realidad, solo ensambla partes chinas. Aunque la compañía tiene un valor simbólico –pyonghwa significa «paz» y su logo lo forman dos palomas unidas por la cola, las dos Coreas–, me resultaba difícil entender el lugar de privilegio de ese anuncio. En la capital circulan pocos autos; en el interior simplemente brillan por su ausencia, y en ningún lugar del país se promocionan anuncios comerciales. Salí del desconcierto cuando el micro se detuvo media hora más tarde, ya en Pyongyang, ante una luz roja en el cruce de dos avenidas: era el primer semáforo que veía en Corea del Norte. El petróleo siempre fue un problema para el país, que carece de reservas y depende por completo de importaciones que históricamente provinieron de la Unión Soviética y de China. Por razones estratégicas, ambos vecinos cobraban a Pyongyang un precio inferior al del mercado, pero Moscú abandonó ese trato deferencial en los años noventa y Pekín empezó a hacer malabares logísticos para seguir suministrándole combustible barato a partir de 2006, cuando Kim Jong Il completó con éxito el primer ensayo nuclear y el mundo reaccionó imponiéndole las primeras rondas de sanciones comerciales. Condicionado por esa carencia crónica, Pyongyang destinó el escaso combustible importado exclusivamente a vehículos militares y del gobierno, todos propiedad del Estado. Las autoridades indiscutidas de las calles eran entonces las agentes de policía de uniforme azul, medias de nylon color natural, zoquetes blancos y zapatos negros abotinados, que organizaban el tráfico exiguo ejecutando en silencio y con precisión de gimnastas las señales de paso. Ese monopolio llegó a su fin en la década

pasada cuando la cantidad de autos empezó a crecer hasta dar vida, en años recientes, a otro fenómeno antes desconocido en Pyongyang, los primeros, modestos embotellamientos. El gobierno se convenció entonces de la oportunidad de instalar semáforos en un alarde de modernidad. A veces, el pragmatismo tiene razones que la ideología ignora. La diferencia con mi primer viaje era prodigiosa. Aquella vez solo había visto unos pocos autos oficiales en las calles de Pyongyang; ahora la cartografía del mercado automotor delataba una mutación social. Las patentes azules y negras seguían ejerciendo la supremacía: las primeras identifican a los autos de los funcionarios de mayor rango; las segundas, a los vehículos militares, los únicos que circulan en el interior. Entre ellas se mezclaban algunas placas blancas aisladas de las pocas organizaciones extranjeras que tienen presencia en el país. Pero circulaban ahora dos colores que no había visto en mi primer viaje: patentes rojas para los autos de las compañías privadas, amarillas para los autos de los nuevos hombres de negocios, esa especie inédita hasta entonces en Pyongyang que en el mundo capitalista responde, desde hace tiempo, al nombre de empresarios.

6 Corea del Norte nunca fue un caso típico dentro del bloque comunista, pero solo en los años noventa se volvió una anomalía global. La muerte de Kim Il Sung en 1994 y la decadencia y caída de la Unión Soviética tres años antes cambiaron la historia del país, como si uno no pudiese sobrevivir sin el otro.

Kim había hecho una gestión agrícola calamitosa en sus últimos años de vida, que se volvió visible cuando se interrumpió la asistencia soviética. Como si nada de eso fuese suficiente para jaquear el sistema estalinista que mantenía el país bajo control, una serie de inundaciones masivas arrasaron con las cosechas; entonces sí, a mediados de esa década infame, la unión de las tres fuerzas hizo colapsar la red centralizada de distribución, convirtió la libreta de raciones en papel mojado y forzó a los norcoreanos a ingeniárselas, por primera vez, para conseguir comida por sus propios medios. A pesar de que no tenía ninguna experiencia militar cuando asumió el lugar de su padre, Kim Jong Il se apoyó en las fuerzas armadas para gobernar el país en su momento más dramático, solo comparable a los años de la guerra con el Sur. Una vez que fue nombrado general, Kim inauguró su propia política, el songun, que suele traducirse como «el Ejército primero» y significa, literalmente, que los militares quedaban por encima de cualquier otro sector de la sociedad y del Estado. Durante esos años en los que el Ejército definió el uso y la distribución de recursos cada vez más escasos, ya sin la mano roja y providencial de la Unión Soviética, la producción de granos cayó a la mitad, de cinco millones a dos y medio. Entre seiscientas mil y novecientas mil personas murieron de hambre, literalmente, pero el segundo Kim, inventor del relato y amo y señor de los eufemismos épicos, logró que en Corea del Norte jamás se hablase de hambruna. Aquellos años de penuria sostenida fueron bautizados, heroicamente, como los años de la «Ardua Marcha».

Los ciudadanos norcoreanos tenían prohibido abandonar su lugar de residencia si no contaban con un permiso especial de viaje emitido por las autoridades locales. Ese freno a la libre circulación regía desde finales de los años cincuenta, cuando Kim Il Sung creó el sistema de songbun y puso en marcha la distribución geográfica de la población de acuerdo con su grado de lealtad. Sin papeles, solo podían trasladarse a las localidades vecinas al pueblo o la ciudad donde estuviesen oficialmente registrados. Los honestos, los que siguieron esas reglas, los que no corrompieron ni se dejaron corromper, los que permanecieron en su lugar como obligaba la ley fueron los primeros que murieron durante la hambruna. Sobrevivieron los que desobedecieron las prohibiciones y desoyeron las restricciones, los que viajaron clandestinamente a cualquier lugar donde hubiera posibilidad de conseguir alimentos, de canjearlos por objetos domésticos, de comprarlos en el mercado negro con el salario estatal o con ingresos espurios. Las amas de casa, liberadas de la obligación de presentarse en las fábricas cada mañana, fueron las primeras que encontraron formas alternativas de sobrevivencia. Eran las más desesperadas; recibían raciones diarias de trescientos gramos de granos, la mitad de lo que el Estado otorgaba a las mujeres trabajadoras. Como ellas, los norcoreanos aprendieron a llevar una doble vida productiva: una oficial, reflejada en la libreta que ya no aseguraba las raciones básicas y previsibles provistas por el Estado, y otra informal, definida por lo que el dinero pudiese comprar. A medida que la economía centralizada se desintegraba y la moneda se volvía más relevante que el acceso a los bienes distribuidos por el sistema público, una multitud de pequeños

negocios y mercados privados o semiprivados, todos ilegales, empezaron a ocupar los espacios vacíos, más por necesidad que por vocación comercial. A finales de la década, la mayor parte de los norcoreanos compraban en los mercados más de la mitad de su comida y dos tercios de los bienes. Así, muchas de aquellas amas de casa iniciaron su segunda vida como dueñas de kioscos callejeros, puestos en mercados, y servicios de mensajería y traslados de media distancia, oficios que habían aprendido por la fuerza durante la hambruna. Detrás de ellas empezaba a desplegarse una clase de nuevos ricos, los donju, que acumularon pequeñas fortunas en el mercado negro del comercio y el transporte con la colaboración interesada de burócratas y de funcionarios. Corea del Norte se jacta de ser el único país del mundo en el que sus ciudadanos no pagan impuestos desde que el sistema tributario fue abolido por la Asamblea Suprema del Pueblo en 1974. Pero la realidad difiere bastante de esa jactancia: advertido de la nueva prosperidad de los ciudadanos, el Estado descubrió que podía obtener ingresos adicionales exigiéndoles pagos forzados, extraoficiales, que los habilitaban para registrar las actividades privadas como si fuesen estatales y, por lo tanto, legales. Cuando llegó su turno de gobernar, Kim Jong Un se dedicó a aprovechar esa prosperidad doméstica con más fervor que sus antecesores; si quería confirmar a Corea del Norte como potencia nuclear, necesitaba que la economía funcionase sin depender exclusivamente del Estado, incapaz ya de garantizar el cumplimiento de ambos objetivos. A diferencia de su padre, no instauró ninguna medida que pudiese dañar los intereses de esas incipientes actividades de mercado y

decidió, en cambio, administrarlas en sus propios términos: apenas seis meses después de llegar al poder, puso en marcha las primeras reformas y acuñó una política para los nuevos tiempos que corren. Ya no es la ideología Juche ni el songbun con el que Kim Il Sung organizó la sociedad norcoreana en los años sesenta y setenta; tampoco es el songun, que puso al Ejército al mando del país para que Kim Jong Il pudiese sortear sin alzamientos populares la hambruna de los noventa. Los años de Kim Jong Un son la era del byungjin: un cóctel hecho de desarrollo económico y poder nuclear en partes iguales. En la realidad oficial, el Estado norcoreano sigue siendo el único propietario de todas las fábricas, granjas y empresas del país, pero en la flamante realidad paralela, los donju pueden abrir una empresa o administrar una fábrica y dedicarse a hacer negocios bajo el paraguas estatal en el rubro inmobiliario, en la construcción o en el comercio. En las industrias, las reformas crearon la figura de director, con derecho a contratar y despedir empleados, reinvertir ganancias, mejorar sueldos o comprar materiales de acuerdo con sus necesidades. En el campo, las granjas estatales de campesinos que trabajan por un salario fijo empezaron a convivir con las cooperativas que florecieron al calor de los nuevos incentivos económicos: una vez que cumplen con la cuota de producción exigida por el Estado, pueden vender el excedente en el mercado (las reformas de 2012 los autorizan a conservar el 30% de la cosecha) para comprar maquinaria, para aumentar los salarios o, simplemente, para multiplicar los ingresos de sus directivos. Presionado por semejantes esbozos de mercado, el viejo sistema del songbun empezó a crujir. Hasta que se desató la hambruna, el

servicio militar era el único modo de compensar la mala suerte de haber nacido fuera de Pyongyang; un norcoreano con antecedentes familiares poco destacados solo era aceptado en la universidad, reservada a los hijos de buenas familias o a jóvenes excepcionalmente talentosos, si tenía un expediente militar sobresaliente. Los mejores departamentos, construidos y provistos sin cargo alguno por el Estado de acuerdo con las prioridades del gobierno, también estaban reservados para quienes circulaban por los corredores del poder: generales del Ejército, jefes del espionaje y funcionarios del Comité Central del Partido. Pero los donju sacudieron el sistema de jerarquías sociales que los dos primeros Kim se habían esmerado tanto por mantener; con la cantidad de dinero necesaria, pueden comprar lo que antes solo conseguían quienes integraban las familias de probada lealtad a Pyongyang o quienes ejercitaban vigorosos contactos políticos. Es la revolución de las esperanzas contantes y sonantes, la nueva ley del consumo.

7 –Tienen una hora. A las 19 nos encontramos aquí –nuestro guía australiano señaló la playa de estacionamiento mientras miraba su reloj y nos liberaba en la entrada de uno de los grandes almacenes de Pyongyang, la Tienda N° 1, que de comunista tiene solo el nombre. Una vez que atravesamos las puertas automáticas, ya no estábamos en Corea del Norte: la tienda era un supermercado como cualquier otro en cualquier lugar del mundo; tres pisos de góndolas y pasillos conectados por escaleras mecánicas por las que subían y

bajaban hombres y mujeres cargados de bolsas. De pronto, nos devolvió a territorio norcoreano una cabina ubicada en el fondo de la planta baja. Debíamos pasar por ahí si queríamos cambiar nuestros euros y dólares por moneda local. No era simplemente un servicio que la tienda ofrecía a los extranjeros para su comodidad. Era, ante todo, una excepción política: la Tienda N° 1 es uno de los pocos lugares del país donde los turistas pueden ver, tocar y usar wons norcoreanos. Pero también era una concesión económica: solo ahí podríamos comprar al tipo de cambio paralelo, ochenta veces más alto que el tipo de cambio oficial que nos aplicaban en el resto de la ciudad. Era una buena razón para que tampoco en ese lugar nos permitiesen sacar fotos. La planta baja de la tienda, administrada en conjunto por socios norcoreanos y chinos, hervía de compradores que paseaban entre productos comestibles de ambos países –alimentos envasados, latas, semillas y granos sueltos, galletitas, caramelos y dulces, pescado y carnes congeladas, vegetales disecados, fruta fresca–, mascotas de agua –tortugas y peces, más económicas que perros y gatos– y bicicletas eléctricas de piezas chinas ensambladas en el país que, por un pequeño desembolso adicional, podían desarmarse en el momento y entregarse al cliente embaladas en cajas de cartón listas para llevar. Compré dos tubos de plástico llenos de caramelos masticables de fabricación nacional y por la suma nada módica de cinco euros conseguí un mango gigante, importado de China, que pagué en efectivo con ocho billetes de cinco mil wons, el de denominación más alta, rosado, descolorido y con la cara sonriente del presidente Kim Il Sung. Convertir wons en euros era un cálculo al que no

estábamos acostumbrados; en ningún otro lugar de Pyongyang los precios figuraban en moneda local. Para los extranjeros, la moneda de uso corriente es el renminbi chino (el nombre genérico oficial desde la fundación de la República Popular Comunista en 1949, literalmente «moneda del pueblo» en chino, cuya unidad es el yuan) y, en menor escala, el euro, una decisión estratégica del gobierno para menospreciar la importancia del dólar estadounidense. En el tercer piso, al igual que en todos los paseos comerciales del mundo, estaba el patio de comidas. Elegí al azar una pastelería que ofrecía dulces, mil wons cada uno, y no pude resistirme a husmear en una suerte de McDonald’s norcoreano que vendía hamburguesas a nueve mil wons y helados sintéticos de crema, frutilla y chocolate a tres mil quinientos. Pero la oferta más opulenta y variada ocupaba el segundo piso, el más concurrido de la tienda. A la derecha, la sección de indumentaria atiborrada de percheros con ropa para damas, caballeros y niños: uniformes escolares, trajes norcoreanos de manga corta y sin solapas, faldas tubo y blusas de confección, medias de nylon y carteras de imitación; a la izquierda, un despliegue de electrodomésticos y aparatos electrónicos: luces LED, paneles solares, bombas de agua y pequeños generadores. Esas vitrinas convocaban más interesados que cualquier otro atractivo del almacén; alojaban el tipo de productos que los norcoreanos adinerados buscan para garantizarse energía eléctrica a bajo costo y por sus propios medios. Los equipos de aire acondicionado se ofrecían por 3,8 millones de wons, unos cuatrocientos cincuenta dólares al tipo de cambio paralelo, que paga ocho mil wons por dólar contra cien a uno en el mercado oficial. Por 1,6 millones de wons, alrededor de doscientos

dólares, los compradores podían llevarse a sus hogares paneles solares individuales, los mismos que yo había visto a la distancia en los balcones y los jardines de los edificios; también el gobierno empezó a recurrir a ellos para iluminar las calles del país, que en las imágenes satelitales nocturnas todavía se ve como un agujero negro entre China y Corea del Sur. Por cuarenta y dos mil wons, unos cinco dólares, el consumidor avezado podía elegir entre diferentes modelos de bombitas de luz LED de fabricación nacional. Al tipo de cambio oficial que normalmente usábamos nosotros, cada lámpara habría costado casi cuatrocientos dólares. Era evidente que esa equivalencia, fuera del alcance incluso de los donju, solo regía para los visitantes. De lo contrario, la proliferación de paneles y luces LED que ahora iluminaban los edificios particulares de Pyongyang, oscuros en mi primer viaje, habría sido imposible. Esa noche volví a asomarme a la ventana de mi habitación en el Yanggakdo, esta vez en el piso 41, para comprobar si la ciudad había cambiado tanto como anunciaban las góndolas de la Tienda Nº1. Con la revolución del consumo, la más capitalista de todas las revoluciones, se había hecho la luz: Pyongyang ya no era aquel inmenso teatro de sombras que había visto en mi anterior viaje y, a la distancia, volvía a verse como una ciudad más; arrogante de día, sugerente de noche. Circulaban más autos con sus faroles encendidos por las calles antes vacías y los postes que habían sido obstáculos inútiles ahora alumbraban las veredas por las que aún caminaban algunos peatones. Arrastré hasta la ventana uno de los dos silloncitos que había en una esquina de la habitación, me arrodillé en el asiento y me

dediqué a mirar el paisaje como si fuese un film en cámara lenta. Casi podía adivinar las escenas de la vida conyugal que se desplegaban dentro de los departamentos iluminados y los caprichos domésticos que reverberaban en las ventanas. Era el discreto encanto de la burguesía norcoreana que, por momentos, opacaba las estatuas de los Kim, luminosas y sonrientes en la soledad nocturna de Pyongyang.•

Un «Joven Pionero» en un andén del subterráneo de Pyongyang.

Estación Kaeson [Triunfo] del subterráneo. El mural reza: «Viva nuestro extraordinariamente inteligente General Kim Il Sung».

El diario oficial Rodong Sinmun se expone en vitrinas en las principales estaciones del subterráneo de Pyongyang.

Estación Hwanggumbol [Campos dorados] de la línea 2 del subterráneo, que atraviesa la zona occidental de Pyongyang de este a oeste.

Estación Kaeson de la línea 1, que atraviesa la zona occidental de Pyongyang de norte a sur. El mural celebra la independencia coreana de Japón en 1945.

Estación Puhung [Renovación] de la línea 1 del subterráneo, que atraviesa la zona occidental de Pyongyang de norte a sur.

Estación Yonggwang [Gloria] de la línea 1 del subterráneo de Pyongyang.

Mural que representa los árboles sagrados en la estación Kwangbok [Renacimiento] de la línea 2 del subterráneo.

Andén de la estación Yonggwang de la línea 1 del subterráneo de Pyongyang.

La «dama de verde» en el subterráneo de Pyongyang.

Retratos de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.) en la cabecera de un vagón del subte.

Padre e hijo en un «asiento reservado para héroes militares».

Coche de la línea 2, que atraviesa la capital de este a oeste.

Exterior de un vagón del subterráneo de Pyongyang.

Vista de Pyongyang desde el monumento del Partido de los Trabajadores de Corea, con sus tres pilares: campesinos, militares, intelectuales. Al fondo, las estatuas de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.).

Alrededores del Palacio de Kumsusan, el mausoleo donde yacen los cuerpos de Kim Il Sung y Kim Jong Il.

Las mujeres de Pyongyang suelen pasear con vestidos tradicionales los feriados y los días festivos.

Jardines exteriores del Palacio de Kumsusan, en Pyongyang.

Alrededores del mausoleo de los Kim. Las fotos están prohibidas en el interior del edificio.

Estudiantes de secundario, identificadas con prendedores oficiales, toman fotos a los extranjeros con un teléfono celular.

Kioscos de venta de alimentos y bebidas en Pyongyang.

Los negocios callejeros son un fenómeno reciente y exclusivo de la capital norcoreana.

Los negocios callejeros son atendidos exclusivamente por mujeres.

Las mujeres emprendedoras son la cara más visible de la nueva riqueza en Pyongyang.

Puesto ambulante en el parque de Moranbong, en el centro de Pyongyang.

Mujeres celebran un feriado con danzas y vestidos tradicionales en el parque de Moranbong.

Junto a un pozo de agua, rodeada de estudiantes en una visita oficial a la casa donde nació y se crió Kim Il Sung, en Mangyongdae, Pyongyang.

Policía de tránsito en una esquina de Pyongyang.

Hotel Ryugyong, en forma de cono, detrás de las estatuas de bronce de Kim Il Sung y Kim Jong Il.

Los primeros embotellamientos modestos en las calles de Pyongyang.

Pyongyang de noche, dividida por el río Taedong, con la Torre Juche iluminada.

En el interior

El revés de la trama

내부

1 Aquella mañana salimos del hotel sabiendo que no íbamos a volver. Éramos una legión diezmada y a punto de embarcarnos en un viaje dentro de otro viaje, esta vez sin retorno. Adiós a Pyongyang. La mitad del grupo con el que había llegado al país por segunda vez ya estaba de regreso en Pekín; no habían encontrado razones para emprender voluntariamente esa travesía ruinosa que iba a llevarnos, a los demás, a través del este y del norte del «reino ermitaño» hasta llegar a Rason, el corazón de la «zona económica especial» más especial del país, en la triple frontera con China y Rusia. Era una expedición al confín norcoreano, con otros guías, otros paisajes y otras reglas; una incursión en el interior profundo, o como nos alertó uno de los guías de la agencia cuando ya era demasiado tarde para solicitar la baja del servicio, a «la verdadera Corea». La inminencia de esa partida me provocaba más sosiego que nostalgia; había pasado más de dos semanas en Pyongyang, sumados mis dos viajes, y la repetición de rutinas y de lugares, con diferencias apenas palpables entre uno y otro, me había agotado.

Quería irme de Pyongyang sin importar adónde. Era una equivocación, pero en aquel momento no podía sospecharlo. Llegamos temprano a la terminal de vuelos domésticos del aeropuerto capitalino de Sunan, que fue de uso exclusivamente civil hasta que, tres meses después de nuestro paso, Kim Jong Un supervisó en persona desde la pista de aterrizaje el lanzamiento de un misil balístico intercontinental que sobrevoló Hokkaido, la isla más septentrional de Japón, antes de sumergirse en el océano Pacífico. «Misil pasando, misil pasando», anunciaba el mensaje de texto que las autoridades japonesas enviaron a los habitantes de la isla a las 5.56 de la mañana aquel 29 de agosto de 2017. Entre los sobrevivientes del grupo originario había un mochilero estadounidense que recorría el mundo aprovechando ofertas aéreas; dos amigos canadienses recién salidos del secundario que habían confundido el periplo norcoreano con un viaje de egresados; un actor australiano que vivía con su novio indio en Nueva Delhi y había acumulado una factura de setecientos dólares en llamadas diarias a la India, y yo, que había cometido el error garrafal de repetir el vestuario elegante de mi primer viaje para recorrer las zonas rurales de Corea del Norte. Apenas terminamos de hacer el check-in del vuelo a Chongjin, la primera escala en el interior, nuestras guías norcoreanas se despidieron de nosotros con un exceso de entusiasmo en el que se mezclaban, inextricablemente, la alegría del deber cumplido, el alivio por no tener que acompañarnos y cierta dosis de Schadenfreude. Antes de marcharse habían cometido una infidencia que podía parecer banal, pero era un asunto de Estado: Dennis Rodman, exestrella de la NBA, había llegado a Pyongyang en la madrugada.

Excéntrico y ávido de atención no siempre merecida, había sido objeto de burlas y de críticas cuando viajó por primera vez a Corea del Norte en 2013 invitado por Kim Jong Un, fanático de los Chicago Bulls desde los años de Michael Jordan. Rodman le prometió aquella vez que serían «amigos para siempre», y cumplió: volvió otras cuatro veces a Pyongyang, siempre como huésped personal de Kim, la última de ellas cuando estábamos a punto de abandonar la ciudad. En todos aquellos años nadie tomó en serio sus aspiraciones a consagrarse embajador de esa diplomacia del básquet que él mismo había inaugurado entre Estados Unidos y Corea del Norte, ni siquiera cuando Donald Trump, otro amigo entrañable, llegó a la Casa Blanca en enero de 2017. Pero nadie se atrevió tampoco a descartar de plano su influencia en las gestiones para liberar a cuatro ciudadanos estadounidenses que permanecían prisioneros en calabozos norcoreanos. Uno de ellos era el estudiante Otto Warmbier, que había viajado con mi agencia para pasar el fin de año de 2015 en Pyongyang y fue detenido el 1º de enero en el aeropuerto de Sunan, cuando embarcaba en el vuelo de regreso a Pekín, acusado de haber cometido un «acto hostil» contra el país. Warmbier pasó tres meses incomunicado hasta que, en marzo de 2016, Pyongyang difundió las imágenes del juicio sumario al que lo había sometido a puertas cerradas por haberse escabullido en el quinto piso del Yanggakdo, el piso prohibido, donde había robado un afiche de propaganda que se hallaba colgado en la pared de un pasillo. Para el resto del mundo era una infracción menor, pero esa categoría no existe en Corea del Norte; cualquier transgresión política es considerada allí una ofensa nacional, y asciende al nivel

de espionaje si es cometida por un estadounidense. Fue condenado, entre llantos y pedidos desesperados de disculpas, a quince años de trabajos forzados, una fórmula amenazante pero recurrente en la que Pyongyang deja entrever que espera conseguir algo a cambio de sus prisioneros extranjeros. No volvió a saberse nada de él. Mientras esperábamos para abordar el vuelo en el mismo aeropuerto donde lo habían arrestado un año y medio antes, especulamos: Dennis Rodman iba a hablar con Kim y, concesiones secretas mediante, Otto quedaría en libertad. Las arduas negociaciones habituales. Desconectados y aislados en las profundidades del interior norcoreano, no oímos nada más del asunto hasta la noche en que cruzamos la frontera con China, diez días más tarde. Entonces supimos cuánto había cambiado el mundo en nuestra ausencia.

2 Con una hora de retraso abordamos el avión de Air Koryo, la aerolínea de bandera del Estado norcoreano, la que más Tupolevs y Antonovs tiene en el planeta y una de las pocas que se atreve, todavía, a surcar los cielos con el Ilyushin a turbohélice, un antiguo modelo soviético que en otros países es, desde hace décadas, pieza de museo. Nuestro avión, un Ilyushin a turbina, tampoco parecía un modelo reciente; en lugar del consabido aviso de salida de emergencia, «Exit», había un pequeño cartel que anunciaba, impasible, un plan de evasión bastante más precario: «Escape Rope».

No es por culpa de aquella flota residual ni de aquel cartel inquietante que Air Koryo haya sido consagrada la única compañía aérea de una sola estrella, merecedora, durante cuatro años consecutivos, del título de «la peor aerolínea del mundo». Tal etiqueta, una de las tantas marcas superlativas que ostenta Corea del Norte, no evalúa la calidad del servicio ni el nivel de seguridad de sus aviones, tan buenos –o tan malos– como los de cualquier aerolínea promedio; apenas refleja el hecho menos estridente de que la empresa no es miembro de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo y, en consecuencia, no paga la cuota de membrecía, no tiene programas de viajero frecuente ni de acumulación de millas y no está registrada en la Auditoría de Seguridad Operacional que certifica los aviones en uso. Son caprichos comerciales que no desvelan a los funcionarios norcoreanos: Air Koryo es una agencia del Ejército Popular de Corea y todos sus pilotos son oficiales en servicio activo de la Fuerza Aérea y por ello siempre listos para entrar en combate, de un momento a otro, en caso de que estallara una guerra. Desde sus primeros vuelos domésticos en 1958, que conectaron Pyongyang con las ciudades de Hamhung y de Chongjin, y las primeras conexiones internacionales con las capitales de la Unión Soviética y de China, Air Koryo estuvo siempre al servicio de los funcionarios y de los hombres de negocios de su país; el resto de los ciudadanos no tiene autorización para viajar al exterior ni el dinero suficiente para preferir los aviones a los trenes. En el estertor comunista de los años ochenta, cuando Corea del Norte todavía pasaba como un país autoritario más dentro del universo soviético, aunque uno bastante estrafalario, Air Koryo sumó vuelos directos a

Praga, Sofía y Berlín Oriental. En los noventa, a pesar del derrumbe de la Unión Soviética, abrió nuevas rutas al sudeste asiático: Macao, Bangkok y Hong Kong. Incluso voló a Seúl a principios de la década de 2000, en una efímera primavera de las relaciones peninsulares. Pero las sanciones internacionales impuestas desde que Pyongyang hizo su primer ensayo nuclear en 2006 fueron asfixiando esos destinos hasta restringirlos a dos países, las dos únicas potencias que saludan a la dinastía Kim: China y Rusia. Fuera de Corea del Norte, Air Koryo vuela regularmente a Pekín y a Vladivostok y solo ocasionalmente a Shenyang y Shanghai; como lo hacía en los años sesenta. Semejante reducción de destinos aéreos acaso explique la diversificación de su cartera de negocios: en 2015, la aerolínea lanzó en Pyongyang una compañía de taxis con su nombre, empezó a comercializar su propia marca de gaseosas y de cigarrillos en locales distinguidos de la ciudad y desembarcó en el fantasmagórico mercado de venta minorista de petróleo, incursiones provechosas de la Fuerza Aérea en la burbujeante economía capitalina. Sin ayuda del personal a bordo, ocupado quizás en tareas más apremiantes durante todo el vuelo, ubiqué mi lugar: 17D, pasillo, al lado de un pasajero norcoreano que había corrido la cortina de tela celeste lo necesario para apoyar su frente sobre el vidrio de la ventanilla y dejarla allí, absorto en el paisaje abstracto de las nubes, hasta el aterrizaje. Saqué de mi bolso el ejemplar del semanario oficial The Pyongyang Times que había llevado para leer en el avión, lo doblé cuidando de que el pliegue no dividiese en dos la cara de Kim Jong Un que ilustraba la portada, una de las ofensas más graves que extranjeros y coreanos por igual pueden cometer, y esperé las demostraciones de seguridad, que nunca llegaron. Las

azafatas del vuelo Pekín-Pyongyang que yo había tomado para llegar al país en mi segundo viaje tenían las faldas más cortas que vi en Corea del Norte y la arrogancia natural que les infundía saberse internacionales en un país hermético. Sus pares de cabotaje, en cambio, no tenían ninguna de esas virtudes: apagadas y discretas, parecían mimetizadas con el avión. El vetusto Ilyushin aterrizó una hora y media después sobre una pista marchita a cuarenta kilómetros de Chongjin, la tercera ciudad más grande de Corea del Norte y la segunda en capacidad industrial, que visitaríamos el día siguiente. Aquella cinta de cemento era la única señal de que habíamos llegado al aeropuerto de Orang, una diminuta instalación militar bajo el control de la Fuerza Aérea que empezó a recibir vuelos comerciales de cabotaje en los últimos años. No había, en aquel terreno barroso y aislado, más comodidades que dos cubículos de cemento gemelos sin techo, de un metro de alto por un metro de ancho, a los que llegué guiada por la necesidad y de los que me aparté aconsejada por el olfato. Eran los baños, ambos equipados con los instrumentos estrictamente indispensables: una pileta de manos sin canillas y un agujero excavado en el piso de tierra. Con los comprobantes del equipaje en mano nos mezclamos con la masa hirviente de pasajeros que esperaban bajo el sol, contenidos detrás de una soga atada a dos estacas de metal, la entrega de las valijas amontonadas en el piso. Rescatamos las nuestras a tiempo para darnos de frente con dos jóvenes formales, los nuevos guías, que no habían tenido dificultades para reconocernos; éramos los únicos extranjeros en el lugar si ignorábamos al ingeniero francés que, por tercera vez, iba a realizar

tareas de reconocimiento en la zona para la organización humanitaria internacional en la que trabajaba. A pocos metros de los baños ronroneaba el motor encendido de la combi de Chilbosan, la rama norteña, austera y rústica, de la compañía central de turismo de Corea del Norte. Esta vez, las valijas iban a viajar con nosotros, amontonadas sobre las últimas filas de asientos, listas para caernos encima en cuanto convergieran el cemento agrietado de la ruta y la amortiguación vencida del vehículo. Tardamos tres horas en recorrer ochenta kilómetros hasta llegar a Hoeryong, donde nació Kim Jong Suk, la «madre de Corea», la abuela de Kim Jong Un. En el resto del mundo, esa ciudad es conocida por motivos mucho menos entrañables: allí funcionó el centro de prisioneros políticos más grande del país, el Campo 22, que el gobierno cerró en 2012 antes de abrir la zona a las visitas extranjeras. Habíamos llegado a través de un camino de asfalto desvencijado que circulaba por el interior de los campos como un río seco; a un lado, sobre una franja angosta de pavimento que se interrumpía abruptamente para dar lugar a los pastizales cultivados, un grupo de obreros reparaba un bache calentando una pasta de material negro sobre una chapa acanalada como si estuvieran asando carne para el almuerzo. Volaban partículas de tierra y de pasto mientras abanicaban la masa burbujeante de alquitrán; los campos sembrados de maíz colgaban al borde de la ruta como en perchas y grupos de mujeres ordenadas en fila se pasaban de mano en mano las mazorcas recién recolectadas para dejarlas secar sobre el camino asfaltado.

–No tomen fotos, no está permitido, no pueden hacerlo –fue la primera, áspera indicación del señor Kim, uno de los dos nuevos guías, tan atribuible a su inglés destemplado como a su trato infrecuente con los extranjeros. Vestía la ropa de rigor: camisa rosa abrillantada, pantalón negro ceñido, zapatos a tono y un inmenso reloj de malla metálica en la muñeca derecha que tintineaba cada vez que su dueño gesticulaba con el micrófono de la combi. –En Corea no usamos el nombre, usamos el apellido. Yo soy el señor Kim –iba a ser difícil acostumbrarse; su cara conservaba rastros de acné adolescente–. Tengo veinticuatro años, no tengo novia, trabajo como guía hace dos años y es la primera vez que me toca liderar un grupo occidental. Es un honor, gracias. Por favor, no tomen fotos. Semejante confidencia podía parecer un alarde de soltería, o el tamaño de su esperanza nupcial. Era, en parte, ambas cosas. Por un lado, el señor Kim estaba acercándose al límite admisible para casarse en Corea del Norte, los treinta años, pero no era una plétora de novias ni tampoco su ausencia absoluta aquello que le impedía formar un hogar. Sus palabras revelaban que aún no había tenido relaciones sexuales, como tantos otros jóvenes de su edad. Los matrimonios en Corea del Norte siempre han sido arreglados por los padres, que así buscan mejorar o al menos conservar su songbun, y solo exigen a sus hijos que permanezcan vírgenes hasta que ellos se pongan de acuerdo. Pero aun en los casos de bodas motivadas por amor, una moda demasiado reciente para volverse costumbre, el sexo prematrimonial es inaceptable e impracticable, sobre todo en el interior. No era ese, sin embargo, el aspecto más llamativo de su presentación. Al recitar su currículum, el señor Kim había revelado

otra singularidad, quizá más difícil de asimilar: los únicos, poquísimos, extranjeros que llegan a esas tierras son chinos; gran parte de los habitantes locales jamás vio a un occidental en vivo. Nosotros íbamos a ser su debut. Mientras el polvo de los caminos se estrellaba contra las ventanillas y los pozos en la ruta nos sacudían de un asiento a otro, me arrastré hasta las primeras filas de la combi para preguntar al segundo guía, que permanecía callado, algo que me inquietaba. Necesitaba saber si en alguno de los hoteles donde íbamos a hospedarnos podría hacer llamadas internacionales. Su respuesta fue tan concluyente como la de su compañero: –No. Es imposible. No. No fotos, no teléfonos,

no

occidentales.

Incomunicados,

circulando por rutas ajadas y vacías, y encerrados en un vehículo con guías temerosos de lo que pudiésemos hacer, empecé a sentirme atrapada sin salida en el interior invisible de Corea del Norte. Quería salir de ahí, volver a las disciplinas que había aprendido en Pyongyang, a los baños con canillas y los teléfonos de línea del hotel, pero sabía que era imposible. Nadie iba a llevarme de regreso al aeropuerto de Orang; nadie iba a recibirme en la capital. No podíamos retroceder porque no estábamos paseando. Estábamos enredados en un circuito de sentido único en el que las reglas del viajero quedaban suspendidas: no había modo de detenernos, de improvisar, de desistir del viaje, de abandonarlo. La única forma de salir de Corea del Norte era internándonos en ella, atravesando sus entrañas pastosas hasta que la frontera china volviese a aparecer, auspiciosa, en el horizonte.

3 El tercer hombre nos esperaba fumando en la entrada del hotel Hoeryong, un edificio macizo emplazado en medio del campo y aislado por un cinturón de rejas que teníamos prohibido atravesar. Era el director de la compañía Chilbosan, el jefe de nuestros guías, el señor Lee. Lo rodeaban, inquietos a causa de la espera y del encierro, un instructor de esquí estadounidense de sonrisa brillante y melena dorada, un escultural universitario inglés que había salido ileso del reality show Survivor después de caer desde un acantilado, y un fotógrafo japonés que no emitía palabra. Habían llegado directamente desde China a través del paso fronterizo de Tumen con Matt, otro guía australiano de Young Pioneer, para incorporarse a nuestro grupo. Al otro lado de las puertas metálicas del hotel nos esperaban las efigies de Kim Il Sung, vestido con su traje gris de rutina, y Kim Jong Il, con su uniforme amarronado engañosamente militar, sonriendo desde un mural atornillado en la pared principal de la recepción. Las flores que rodeaban a los líderes y perfumaban la hora del té se reflejaban en el piso de cerámicos brillantes como en un estanque y le imprimían un aura vegetal al vestíbulo vacío, húmedo y sonoro. Detrás del mostrador de madera se desplegaba un mapamundi dorado donde Corea del Norte ocupaba el lugar central y en el que figuraba la hora de ciudades de Estados Unidos, de China, de Europa y de África; arriba, un cartel tridimensional blanco y dorado anunciaba «RECEPTION * CASH * ENTRANCE * TELEPHONE». Cuando asomó la cabeza el conserje, que hasta ese momento había

permanecido inexplicablemente agachado debajo de la repisa, me acerqué a preguntarle con señas, el dedo índice apuntando a una de las E de «TELEPHONE», si podía hacer llamadas de larga distancia. –No, no, no –me respondió negando con la cabeza al mismo tiempo que sacudía las palmas como si estuviese saludándome–. No, no –y sus dedos se tensaron para ahuyentarme. El señor Kim me escoltó hasta la puerta de mi habitación, ubicada en el primer piso. El ventanal se abría sobre los campos cultivados, que se desenrollaban como una alfombra verde a espaldas del hotel, y mostraba una postal añeja de la temporada de cosecha: mujeres y chicos trabajaban acuclillados sobre montículos de tierra mientras dos perros y tres cabras deambulaban a su alrededor y un buey firme y huesudo tiraba del arado. El baño, tan engañoso como la recepción, prometía lo que no podía ofrecer. Un espejo cubría la mitad de una de las paredes de azulejos; el lavabo, ancho y blanco, tenía canillas enlozadas, y una toalla gruesa me esperaba enroscada sobre la tapa de madera del inodoro. Pero me bastó con mirar la bañera para saber que las cartas estaban echadas: había agua fría hasta los bordes, una cortesía del personal hotelero allí donde no hay agua corriente permanente para tomar un baño. En ese momento llamaron a la puerta. Era el señor Lee. Si quería, podía bajar con él hasta las instalaciones contiguas al edificio principal y aprovechar las aguas vaporosas del spa durante una hora, de seis a siete de la tarde. Desenrosqué la toalla, me calcé las pantuflas de plástico azul que había en el pasillo de entrada del cuarto y lo seguí sin dudar. Ya

había renunciado a las llamadas telefónicas; no iba a hacer lo mismo con el agua caliente. Los hombres de mi grupo flaquearon al asomarse a los baños comunales, que eran de uso exclusivo porque nadie más se alojaba en el hotel: después de pasar por las habitaciones donde debíamos desnudarnos, hombres y mujeres por separado, teníamos que seguir, siempre desnudos, hasta los salones azulejados del spa y elegir uno de los cubículos ya colmados de agua hirviente, cada uno del tamaño de un lavabo, para bañarnos con ayuda de los recipientes de plástico apilados junto a la pared. La escena no me intimidó; no había otras mujeres, los baldes estaban a mi entera disposición. Atravesé el cuarto femenino sorteando los muebles de madera laqueada y el sillón de falso cuero marrón, tomé un canasto de plástico cargado con toallas diminutas como pañuelos y dos frascos de champú de fabricación nacional, y me deslicé por los cerámicos húmedos con mis chinelas prestadas. Aquella noche, a fuerza de palanganas, estrené mi nueva rutina de higiene en el interior norcoreano, sin duchas ni canillas. Ya había sido suficiente para un día, decidí una hora después cuando las camareras empezaron a cantar y a bailar mientras el salón comedor del hotel se inundaba de la fosforescencia rosada que exhalaban dos reflectores escondidos en las esquinas. Solo una vez, la primera, me había deslumbrado que las camareras de Pyongyang se comportaran como si la hora de la comida fuese la escena de un musical y ellas, sus coristas, pero era la sexta vez que las veía protagonizar ese espectáculo siempre idéntico y nada prometía que fuese la última. Me fui a dormir; prefería descansar y estar lista, con mis toallas de cotillón y mis chinelas plásticas,

cuando los baños tibios volviesen a emitir sus vapores, solo para mí, en el tonificante horario de las seis de la mañana.

4 Todas las ciudades se parecían entre sí y todas se parecían vagamente a Pyongyang, como copias gastadas de un original reluciente, con sus edificios de colores envejecidos y sus interiores a oscuras, sus calles de tierra y sus inmensas avenidas pavimentadas sin luces, autos ni extranjeros. Esa opacidad se multiplicaba en Chongjin, «la ciudad de hierro» que produce seis millones de toneladas de metal en uno de los complejos industriales más grandes del país. Si hubiésemos viajado en micro a través del esmirriado entramado de rutas que salen de la capital, habríamos tardado tres días en llegar a Chongjin a pesar de que solo ochocientos kilómetros separan ambas ciudades. No es, a diferencia del camino que lleva de Pyongyang a la frontera entre las dos Coreas, un trayecto pensado para el turismo: la apertura a los occidentales es demasiado reciente en esa ciudad remisa y recelosa. Almorzamos, solos, en un salón apartado del comedor principal del Club de Marineros, punto de encuentro entre norcoreanos y extranjeros envueltos en el negocio portuario –extranjeros, en aquellas regiones, significa chinos–, y pasamos lo que restaba de la tarde recorriendo los mismos paisajes que en otras ciudades, edificios idénticos de visita obligada e interés dudoso. No habíamos pasado una hora sentados a la mesa comunitaria del Club de Marineros cuando debimos emprender el viaje a una

escuela secundaria para compartir una clase de inglés con estudiantes que conocían del mundo solo lo que los mapas y los líderes les enseñaban. El recorrido continuó en uno de los jardines de infantes ilustres del país, con niños virtuosos y acartonados, que ofrecieron una función musical de una hora y media sin cometer errores y sin sonreír, y se despidieron con una escena final perturbadora: moviendo en silencio sus cabezas de un lado a otro durante diez minutos, con el ritmo mecánico de un metrónomo, para satisfacer la avidez de fotos de la audiencia. Era un espectáculo que solo los turistas chinos suelen apreciar, menos mortificados que nosotros por esa imagen robótica de la primera infancia norcoreana. Anochecía cuando volvimos a la calle. Caminamos hasta la combi, que nos esperaba con el motor encendido para llevarnos al hotel en el que íbamos a pasar la noche. Podía ver a la distancia las estatuas de bronce de los dos líderes, fulgurantes, idénticas a las de Pyongyang, pero inauguradas en 2014 para el sexagésimo sexto aniversario de la fundación del país. Nadie nos esperaba en la recepción del hotel Chongchon. Únicamente nos dieron la bienvenida una serie de cuadros que reproducían, desde ángulos diferentes, todos los perfiles posibles de una orquídea púrpura y de una begonia roja, las flores más famosas de Corea del Norte, donde se conocen con los nombres botánicos personalísimos de Kimilsungia y Kimjongilia: la flor de Kim Il Sung, la flor de Kim Jong Il. La primera fue un regalo del presidente indonesio Sukarno a Kim Il Sung en 1964. Aunque florece en septiembre y la península coreana no es ambiente para una planta tropical, los esfuerzos de los científicos norcoreanos lograron que lo haga en abril, el mes del cumpleaños del fundador de la dinastía

Kim. La segunda es una modificación de la begonia cultivada por un botánico japonés y Kim Jong Il la recibió en 1988 como regalo cuando cumplió cuarenta y seis años. Entré en mi habitación, apenas iluminada por las luces anaranjadas del pasillo, y tropecé con una punta despegada del vinilo amarillo que tapizaba el piso tibio: estaba encendido el ondol, un sistema tradicional de calefacción que funciona como una losa radiante alimentada de forma manual con bloques ardientes de carbón o de madera. Me asomé al baño solo para confirmar que la bañera estuviese llena de agua fría, dejé la valija intacta a un costado de la cama y encendí el viejo televisor de tubo. A esa hora de la noche, casi madrugada, el canal estatal solo transmitía propaganda, imágenes heroicas acompañadas de melodías nacionalistas. No había terminado la segunda canción y ya me había dormido, acunada por el calor del piso y por la llama Juche que flameaba obstinadamente en el centro de la pantalla convexa.

(Paréntesis) Donald J. Trump miró las imágenes de aquella franja de arena blanca y fina como harina. Calculó cuántos pasajeros podría recibir el hotel que se despeñaba en la punta de la ciudad, recortado en la soledad del cielo marítimo, y les auguró, como corolario a la cumbre que mantuvo con Kim Jong Un en junio de 2018 en Singapur, un brillante futuro inmobiliario a esas «fantásticas playas» de la costa este si Corea del Norte se decide a hacer las paces con el mundo. No debe de haberle caído por sorpresa a Kim esa admiración

indebida del presidente estadounidense por Wonsan, la única ciudad del interior norcoreano en condiciones de rivalizar con Pyongyang: cinco años antes, había decidió convertirla en el destino turístico favorito fuera de la capital. Doscientos kilómetros separan ambas ciudades, pero otras coincidencias más urgentes las acercan: en Wonsan también hay autos, restaurantes de lujo, agua caliente en los baños y sitios de pruebas misilísticas. Yo había llegado en otra ocasión, una excursión de dos días desde Pyongyang durante mi primer viaje, para gozar de sus placeres portuarios más mundanos: pasar la tarde en las playas que tiempo después Trump elogiaría; comer en uno de los puestos del muelle que lleva al islote de Chok, rodeada de hombres que pescaban a ciegas aun en la oscuridad cerrada de la noche, y aprovechar el extraordinario servicio de ascensor y duchas del hotel. El aire brumoso de la madrugada empezaba a disiparse cuando salimos el día siguiente hacia Hamhung, cien kilómetros al norte de Wonsan, uno de los pocos bastiones industriales del país. El atractivo no estaba en esa ciudad metálica y ahuecada, sino en los beneficios que ofrece a la pujanza productiva del país: una de las plantas de fertilizantes más prolíficas de la zona y la cooperativa agrícola de Tongbong, equipada con tractores obsequiados por el mismísimo Kim Jong Il, también él admirador de esas zonas costeras. En un sitio jamás revelado en las afueras de Hamhung, oculto entre los pinos que bordean esos seis kilómetros de playas, el segundo Kim mandó a construir una de sus residencias de verano favoritas. Aquella noche dormí, quizá sin saberlo, cerca de su casa,

en el complejo de playa de Majon, una de las incorporaciones más recientes a la industria hotelera de lujo de Corea del Norte. Un pinar cubría la hilera de cabañas que asomaban sobre la costa; las cortinas recamadas protegían las ventanas del viento nocturno que llegaba del mar; el aire tibio henchía los pulmones. Antes de sucumbir al entusiasmo y bajar hasta la arena a tomar un baño salado fuera de temporada, inspeccioné mi habitación: la bañadera estaba llena; tampoco había agua caliente en Majon.

5 Hoteles, camareras, rutas, comidas, baños, más comidas. Los días en el interior también empezaban a parecerse entre sí, como si se fundiesen en una única escena que cada mañana volvía a repetirse, cíclicamente, hasta que llegó una noche que no coincidía con nada que hubiese visto antes en Corea del Norte; la noche en el restaurante Namgam, en las afueras de Chongjin. Era la primera vez que recibían visitantes occidentales y, por una vez, el espectáculo lo ofrecimos nosotros. Era el final de un día de paseos que se habían prolongado durante doce horas. Bajamos del micro, la presión sobre el nervio ciático cosquilleaba a lo largo de mi pierna izquierda, y caminamos no más de veinte pasos hasta las puertas metálicas cerradas de un complejo de casas alargadas y solitarias en medio del campo retinto. El señor Kim bordeó la residencia principal y regresó unos minutos después en compañía de dos mujeres que nos saludaron inclinándose hacia delante una, dos, tres veces, mientras nosotros permanecíamos inmóviles, sudados y tibios como la piel extenuada

y palpitante de un caballo, sobre el piso de tierra que separaba la casa de la ruta. En el hotel en que íbamos a dormir aquella noche tampoco había agua caliente y, otra vez, nuestra única oportunidad de bañarnos era allí, en el restaurante-spa que íbamos a inaugurar en ese preciso instante. Fui la primera en aceptar. La comida me resultaba indiferente; las artimañas norcoreanas para satisfacer mis gustos vegetarianos habían dejado de acaparar mi atención y casi también mi estómago; ahora estaba interesada en los baños colectivos. En la entrada de la zona para damas me recibieron tres mujeres enfundadas en conjuntos deportivos de chaqueta y pantalón – amarillo y negro para las dos más jóvenes; solo negro para la encargada– que me hicieron pasar a una antesala espejada. Con ademanes –ellas no hablaban inglés, yo seguía sin hablar coreano– me indicaron que me duchase y eligiese uno de los trajes de baño de una pieza, con falda plisada y busto armado, flores o lunares, que también estaban de estreno. Elegí las flores, una de ellas cortó la etiqueta y antes de que pudiese resistirme, habían empezado a desvestirme con un entusiasmo que nadie en Pyongyang había manifestado por mi persona. «No voy a volver a verlas; deben de tener otras costumbres; la desnudez no es como en Occidente; faltan pocos días para regresar a Pekín», rumiaba mientras miraba mis ojos de huérfana reflejados en la pared cubierta por espejos. Ya vestida de bañista antigua me dejé llevar hasta las duchas, tomé asiento en un banco de plástico amarillo que hacía juego con mis flores y sonreí, desahuciada, mientras me duchaban. Entonces me acompañaron hasta la puerta rebatible de la piscina cubierta, donde los hombres de mi grupo

tomaban cerveza mientras intentaban mantenerse a flote, y moviendo la cabeza en el lenguaje universal del rechazo les expliqué que no quería, que no me gustaba nadar en agua fría, que si hubiese sido posible me habría escapado, aun en traje de baño, y regresado a mi casa porteña. Me devolvieron a las duchas, me quitaron el traje floreado y a cambio me entregaron un piyama rosa, brillante y tramado como un edredón de hotel, y una bombacha descartable del mismo color, la única prenda que tuve libertad de ponerme sin recibir ayuda. Una de las ayudantes me apuntó con un secador que soplaba aire tibio y húmedo mientras la otra insistía en peinarme con sus dedos. Mi pelo corto ejercía sobre ellas un efecto narcótico; lo tocaban, reían, se apartaban, volvían a tocarlo, intentaban sujetarlo con horquillas, lo revolvían con el viento cálido del secador, otra vez reían. A medio peinar, me acompañaron como hubiesen guiado a un ciego o escoltado a un magnate, cada una tomándome de un brazo, hasta otra habitación. La velada se parecía cada vez más a un paseo por un viejo estudio de cine, de cuarto en cuarto recorriendo escenografías; habíamos dejado atrás el plató de Esther Williams para meternos en el de Carmen Miranda. Las paredes revestidas en plástico marrón simulaban troncos de árboles añosos y tres piletas al ras del piso en forma de cráteres, rellenas de semillas tibias, invitaban a recostarse: una con porotos verdes alargados; otra con granos rojos, gruesos y robustos; la tercera con semillas negras diminutas como huevos de caviar, cada una tenía una propiedad vivificante que se adivinaba en los carteles con dibujos de huesos, músculos y venas. Me recosté, metódica, dos minutos en cada una,

y confié en que la estimulación de mi sistema nervioso estaba garantizada por otros medios: desde los cráteres podía seguir con la mirada las imágenes silenciadas de un concierto especial de fin de año de las chicas de Moranbong, que cantaban en la pantalla del televisor amurado a los árboles de utilería junto a enormes peluches danzantes de Mickey, Minnie y Winnie the Pooh. Hollywood no habría imaginado mejor aquella escena. Mi cerebro se retorcía entre las paredes de mi cabeza en un esfuerzo anatómico por entender, registrar, memorizar y mantener la cordura, pero la noche recién empezaba. El restaurante nos esperaba con sus fastos: un banquete y un festival de bailes y canciones. El comedor, un rectángulo con dos mesas alargadas vestidas de fiesta y un escenario en un extremo, parecía una puesta en escena para convencernos de que ya nadie puede pasar hambre en Corea del Norte, pero semejante virtuosismo gastronómico respondía más al orgullo local que a la propaganda estatal. Las mujeres del pueblo querían impresionarnos; éramos los primeros extranjeros que pisaban el lugar y nuestra visita confirmaba su estatus de gente próspera en aquellas tierras olvidadas. Las camareras empezaron su rutina musical cuando apenas había pasado una hora de servicio, pero de pronto, sin alterar el silencio que sobrevenía a cada número, salieron a la pista las cocineras y las mujeres de la limpieza. La velada había mutado, bruscamente, a concurso de talentos. Detrás de una columna próxima a la entrada empezaron a brotar mujeres que querían seguir de cerca el espectáculo; debían de ser madres, hermanas, tías de las concursantes que llegaban a tiempo para vitorearlas. Animados por ese ambiente en el que se mezclaba el esmero de un

acto escolar con la indulgencia de una reunión familiar, nuestros guías desoyeron por primera y única vez la regla de oro de su profesión y aceptaron sentarse a nuestra mesa después de comer. Fue, también, la primera y la única vez que hablé a solas con el señor Lee. Lee llevaba treinta años al servicio de la agencia en aquella terra incognita de Corea del Norte, y el hábito le había enseñado cuándo podía confesar la incomodidad que le causaban los turistas chinos – el bullicio, los escupitajos, las colillas de cigarrillos– y el disgusto que le producía el turismo etnográfico de los occidentales. Pero estábamos en el reverso de Pyongyang, donde el temor a los extraños es directamente proporcional al candor de sus habitantes, y el señor Lee sabía también que los extranjeros éramos una oportunidad, la única, de asomarse a esa criatura extraña que pocos norcoreanos conocen y que muchos ni siquiera se atreven a imaginar: el mundo. Cuando nos despedimos con un abrazo en el porche de entrada al complejo de cabañas que formaban el hotel, entendí que aquella noche era lo más cerca de «la verdadera Corea» que jamás iba a estar.

6 La sucesión de hoteles y baños prometía una experiencia insigne en Chilbo, en la provincia de Hamgyong Norte, donde nos hospedaríamos en casas de familias norcoreanas. No solo íbamos a conocer el único alojamiento de esa clase que existe en el país; también era la primera vez que los adversarios históricos de Corea del Norte podrían dormir allí como cualquier hijo de vecino.

Hasta nuestra llegada, los ciudadanos de Estados Unidos y de Japón no estaban autorizados a quedarse en esa aldea junto al mar. Podían pasar el día, pero en la noche debían volver a sus habitaciones en un hotel alejado de la villa. Nuestro grupo iba a ser el primero, otra vez debutantes, en ese experimento de apertura con cuentagotas que es el turismo en Corea del Norte, y el nerviosismo del inexperto señor Kim a medida que nos acercábamos al pueblo lo delataba. Cada mañana, apenas subíamos a la combi, el señor Kim tomaba el micrófono y hablaba durante una hora sin hacer pausas, mérito de unas cuerdas vocales que laceraban nuestra paciencia tanto como nuestros oídos, acerca de los paisajes que nos rodeaban, e incluía en el relato detalles históricos y geográficos, reales y dudosos, todos irrelevantes. Era la clase de monólogo torrencial destinado a los tours para chinos que yo ya había sufrido en carne propia durante un viaje por la provincia china de Sichuan: aquella vez conté, siguiendo azorada los números rojos del reloj digital del micro, una hora cuarenta y nueve minutos continuos de explicaciones, canciones y reprimendas por parte de la guía a su audiencia cautiva de veintiocho pasajeros chinos, un inglés alcoholizado y yo. Acostumbrado a trabajar únicamente con turistas chinos, el señor Kim no dudaba de la eficacia de su rutina, pero aquella mañana, cuando faltaba una hora para llegar a Chilbo, agregó una técnica didáctica habitual en Corea, el aprendizaje por repetición, para enseñarnos el hit musical norcoreano de los últimos años, «Vamos al monte Paektu». Decidido a aprovechar los minutos libres que nos quedaban hasta llegar a la aldea, el señor Kim sacó de una carpeta de cartón rosado una pila de hojas y las repartió, una a cada uno.

Era la letra de la canción, escrita en coreano, con su transliteración fonética. Nos hizo leerla y cantarla en voz alta, al unísono, una vez. Otra vez. Una vez más. Ahora con música. Otra vez. Una vez más sin música. Solo la primera estrofa. Toda la letra de corrido. Ahora cantada por Moranbong. Una línea cada uno. Ahora todos juntos. Cuando bajamos de la combi en la entrada de la aldea, todos sabíamos cantar «Vamos al monte Paektu» en un coreano que no entendíamos. «Vamos…» fue parte del repertorio que el grupo esloveno de punk rock Laibach, la primera banda europea que tocó en el país, llevó a Pyongyang en 2015. Pero su versión fue considerada aterradora por los norcoreanos, que prefieren la épica synth-pop de Moranbong, más a tono con el carácter mitológico de Paektu, la montaña más alta del país, una de las cinco sagradas, donde la historia oficial sitúa el nacimiento de Kim Jong Il en 1942. Corea del Norte siempre dedicó buena parte de sus energías a reinventar su historia y a principios de los años sesenta, cuando empezaba a apartarse del paraguas ideológico de Moscú, creó el mito autóctono de Paektu. Kim Il Sung había vuelto a Corea como capitán del Ejército Rojo en 1945 luego de que las tropas soviéticas diezmaran a las fuerzas japonesas, pero fue presentado por Pyongyang como el líder de la resistencia contra el imperio japonés durante los años treinta y cuarenta desde una base secreta en los bosques de Paektu. En la vida real, el joven guerrillero había pasado la mayor parte de aquellos años en el exilio, en el campamento militar soviético de Vyatskoye, un puesto estratégico cerca de la frontera pero lejos del alcance japonés, donde entrenaba la

88.ªBrigada de la que era parte y donde su primogénito, Kim Jong Il, nació y se crió con el apodo ruso de Yura. Fue Yura quien inauguró el hospedaje familiar, once años antes de nuestra llegada, con un gesto que en Corea del Norte equivale a quedar inscripto en los libros de historia: pasó dos noches en una de las veinte casas de la aldea, la número 16, que desde aquel día quedó inalterada como un pequeño museo doméstico. Me asignaron la casa número 13, un chalet con una huerta a un lado, una pila de leña en la entrada y un corral con gallinas y un cabrito, lo más parecido a la opulencia que puede encontrarse en el campo norcoreano. El interior no era muy diferente de los hoteles en los que me había hospedado, con la excepción de que mi habitación no existía: mi habitación era el living familiar. La dueña de la casa 13 me esperaba en la antesala de la cocina. Era una mujer de cuarenta años, quizá más, quizá menos; la edad siempre es difícil de calcular en Corea del Norte, donde la juventud termina con los estudios secundarios obligatorios y el ingreso al servicio militar forzoso. Yo había llevado una bolsa de caramelos y una caja de chocolates como atención para mis anfitriones siguiendo las indicaciones de la agencia, y eso que parecía una regla de etiqueta universal se convirtió en la única forma de comunicarnos durante mi estadía en su living. La mujer tomó los regalos y corrió a la habitación contigua, de donde volvió con un chico de unos tres años, su hijo. Mis recursos para la pantomima estaban agotándose, pero cuando acercó al chico a mi cara para que lo besase, obedecí y me comporté como suponía que se comportaban los turistas: les sonreí y nos saqué una foto.

Le mostró las bolsas de dulces, me sonrió, le volvió a mostrar las bolsas, y alternando sonrisas y caramelos me llevó hasta el cuarto desamueblado que me habían destinado. En el baño de la habitación, una palangana roja de plástico junto al inodoro, cargada con agua fría, compensaba la falta de agua corriente y un termo humeante debajo del lavabo compensaba una ausencia más alarmante. A esa altura del viaje, ya sabía qué significaba: no había agua caliente; el termo era mi ducha. La mujer me entregó, además, un platito con un puñado de frambuesas dispuestas como piedras preciosas sobre dos hojas de árbol. Era una forma conmovedora de darme la bienvenida; a esa altura del viaje, yo también sabía que la fruta es formidablemente escasa, cuando no inexistente, fuera de Pyongyang. Mi menú vegetariano habitual en el interior, que no distinguía entre desayunos y comidas, se limitaba a té de cebada y solo ocasionalmente café instantáneo con leche en polvo; raciones ingentes de papa, arroz y fideos de arroz; cantidades repulsivas de tofu y de huevo, hasta cinco por día, y absolutamente nada de verduras crudas, frutas, pan ni lácteos. Lawson, el actor australiano, vomitó aquella tarde. Era el segundo en enfermarse del estómago después del japonés, pero no fue el último. Mientras tomábamos sol en la playa inmensa de arenas blancas espejadas sobre la que se recuesta la aldea de Chilbo, el inglés que había sobrevivido a Survivor se incorporó, salió de la toalla floreada en la que había estado recostado, dio unos pasos erráticos y cayó de bruces sobre la arena. La excursión en bote planeada para el atardecer quedaba cancelada. Todos debíamos volver al pueblo y los enfermos a sus casas con una dosis de polvo

verde a base de legumbres, sin etiquetas ni fórmula ni frasco, que, según la experiencia de los guías, era infalible. Cuando llegué al comedor la mañana siguiente, los tres convalecientes tomaban el mismo desayuno coreano del día anterior, que coincidía casi por completo con el almuerzo y la cena del día anterior. Era yo la que quería vomitar; tenía concentraciones venenosas de huevo y tofu en el organismo y la noche había sido mucho más apremiante para los que estábamos, en apariencia, sanos. Nuestra agenda vespertina había incluido: un partido de vóley con el equipo local, feroz en la práctica del deporte favorito en Corea del Norte, del que me ausenté para dedicarme afanosamente a sacar fotos en los alrededores; una competencia de sirim, lucha tradicional coreana cuerpo a cuerpo con los hombres y las mujeres del pueblo de la que me excluí por decoro; una clase práctica de cocina con comida incluida en la casa de los responsables de la aldea a la que asistí por cortesía, y una fogata nocturna en la playa, con música en vivo, malvaviscos australianos y una guerra de canciones entre himnos nacionales en la que me derrotaron en la segunda estrofa. Me alejé del fuego mientras nativos y extranjeros balbuceaban al unísono el himno de Canadá y volví caminando sola a la casa. Coloqué mis sandalias en la puerta, alineadas sobre los escalones de entrada, y me deslicé por la cocina hasta mi habitación con el sigilo que el agotamiento me permitía. El marido de la casa asomó su cabeza, mudo pero sonriente, apenas traspuse la puerta del cuarto; traía dos frazadas, un edredón y un juego de sábanas que me ayudó a extender sobre el piso para armar mi cama. No era precariedad; al volver de la fogata yo había entrevisto, desde el

pasillo, al matrimonio y a su hijo durmiendo en el suelo de su cuarto entre mantas y almohadas. Dejamos la aldea por la mañana. La mujer de la casa 13 me escoltó hasta la entrada de la villa arrastrando mi valija; era la única anfitriona que había acompañado a su huésped. Le di un beso en cada mejilla y nos despedimos agitando las manos, sin decir una palabra, en cumplimiento estricto de la etiqueta silenciosa con la que habíamos convivido, durante un día, en la intimidad de su hogar.

7 Nuestro último destino era Rason, pero el señor Kim anunció que antes íbamos a subir a la cumbre de Chilbo, otra de las cinco montañas sagradas del país. El ochenta por ciento de Corea del Norte es terreno montañoso y los norcoreanos se consideran a sí mismos «gente de montaña». Es una definición imprecisa para la que el ascenso a Chilbo ofrecía una explicación plausible, aunque no razonable: durante más de una hora escuchamos al señor Kim recorrer con fruición los detalles geográficos más nimios de las formaciones rocosas que se desplegaban frente a nosotros. Nos explicó cuál se asemejaba a una tortuga, cuál a un conejo, cuáles a una pareja abrazada e incluso a un músico sentado al piano, como descubrió el mismísimo Kim Jong Il durante una de sus visitas. Kim, el guía, las señalaba con su dedo como si fuesen evidentes, convencido de que era imposible, una broma que no lograba entender, que nadie de nosotros pudiese ver en ellas más que rocas. Los extranjeros veíamos montañas ahí donde los norcoreanos ven historias. Nosotros veíamos naturaleza; ellos,

símbolos. No era un malentendido; era ignorancia: desconocíamos que nada es natural en Corea del Norte. Pasamos aquella noche, la última antes de salir hacia Rason, en un hotel de provincias de Gyongsong. Ninguno de nosotros sabía dónde íbamos y saberlo no habría cambiado nada; no teníamos alternativa, pero admito que sonreí cuando me enteré, antes de bajar del micro, que habíamos llegado a las termas del complejo obrero de Haonpho. Por treinta renminbi, lo que costaban tres cervezas en Pyongyang, íbamos a sumergirnos en las aguas subterráneas, que salen a la superficie a cincuenta grados de temperatura y en las que los norcoreanos de la zona tratan afecciones crónicas como «gastroenteritis, úlceras de estómago y duodeno, bronquitis, silicosis, envenenamiento con plomo y mercurio, obesidad y diabetes», de acuerdo con el dramático recuento del señor Kim. Era el tercer baño comunal que tomaba en Corea del Norte, y también el último; luego tendría asegurada una vida de duchas calientes en la privacidad de mi cuarto de hotel. Era de noche, y el complejo, un grupo de edificios blancos de una planta esparcidos en un terreno de trescientas hectáreas, estaba a oscuras cuando llegamos. No había electricidad en ningún punto del predio y la luz de la luna había quedado atascada entre las copas de los árboles que rodeaban el pabellón de baños. Llegué hasta mi cubículo, el quinto a la derecha, arrastrando la mano izquierda sobre la pared mojada mientras alumbraba mis pies con la luz blanquecina que emitía la pantalla del celular. Corrí la cortina de tela engomada y me encontré con un panorama familiar, que ya sabía administrar sin escándalos: una bañera llena de agua.

Nunca supe si era agua limpia. No tenía forma de averiguarlo, y la idea de pasar el día sin bañarme me resultaba tan incómoda como la de meterme en aguas usadas. Los cincuenta grados matan todo, me consolé mientras me aferraba a la luz vaporosa del teléfono y trataba de sumergirme en la bañadera sin despellejarme. Era una tarea afanosa, pero no tenía opción. Gritar para exigir un balde de agua fría era el último recurso: solo había uno disponible por persona y reclamarlo en voz alta desde la oscuridad del pabellón, donde otras cincuenta personas desfallecían en sus compartimentos individuales, significaba poner fin a mi baño.

8 En la habitación podía oír a lo lejos la música que los altoparlantes habían empezado a transmitir apenas despuntó el día. Cerré el agua caliente de la ducha y salí del baño. En Rason todo parecía haber vuelto a la normalidad que habíamos perdido al salir de Pyongyang, pero las apariencias engañan, sobre todo en Corea del Norte. Eran las seis de la mañana, todavía faltaba media hora para que sirvieran el desayuno en el salón comedor del hotel Namsan. Bajé al lobby, atravesé la puerta de entrada y me senté en la escalinata, el límite hasta el que podía aventurarme sin meterme en problemas. Con interés intermitente, seguí durante quince minutos la procesión de mujeres, vestidas con trajes tradicionales de colores fosforescentes, como de neón, que se acercaban caminando a la plaza principal de Rason para ensayar los bailes con los que esa tarde celebrarían el día que Kim Jong Il ingresó al Partido de los Trabajadores, un 19 de junio como aquel, cincuenta y tres años

atrás. Avanzaban con las faldas alzadas hasta los tobillos, cuidando que los tacos de sus zapatos no se hundieran en la calle de tierra reblandecida por las lluvias de la tarde anterior. Habíamos llegado a Rason bajo el cielo encapotado unas horas antes de la tormenta, luego de despedirnos del señor Kim, de su compañero silencioso y del señor Lee, y de cambiar de micro y de escoltas por segunda vez. Era el final de nuestro recorrido por el interior, el principio del fin de nuestro viaje norcoreano. Pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad, mientras el viento hacía vibrar las ventanillas, el nuevo chofer había detenido la combi y bajado sin aviso. Era una maniobra inexplicable; no parecía que hubiese desperfectos mecánicos, no había controles militares a la vista, era evidente que estaba a punto de llover, y la noche empezaba a caer, húmeda y pesada, sobre la ruta desierta. Iluminado por los focos del micro, lo vimos pasar con un inmenso plumero de tela y un trapo gastado que empezó a frotar con diligencia contra los vidrios de las ventanillas y la carrocería, indiferente a las nubes que descargaban los primeros truenos sobre su cabeza. Yo había visto, alguna vez, camiones detenidos al costado de la ruta cerca de Pyongyang mientras sus conductores los trapeaban, y supuse que era una vieja costumbre coreana, pero la realidad, nos explicó el reemplazante del señor Kim, era que los vehículos tienen prohibido ingresar sucios en las ciudades. No tendría que haberme sorprendido; los países autoritarios ponen especial vigilancia en la pulcritud de sus ciudadanos. Antes de entrar en la ciudad debíamos superar otro requisito menos expresivo: el control militar más exhaustivo de todas las fronteras y la única aduana interna del país, que nos exigía contar

con permisos especiales y con una segunda visa a pesar de que seguíamos en territorio norcoreano. Estábamos llegando a Rason, pero tenía la impresión de que estábamos abandonando el país. Para atravesar con éxito aquel control debíamos eliminar todas las imágenes comprometedoras que tuviésemos en nuestras cámaras. La advertencia iba dirigida, sobre todo, a quienes hubiesen tomado sin permiso fotos de bueyes arando, expresamente prohibidas en aquellas regiones para evitar que sean usadas, en el mundo exterior, como prueba de que el campo norcoreano es un gemelo anacrónico de la China rural de los años setenta: pobre y atrasado. Tantos resquemores no respondían a un mero requerimiento burocrático; eran la admisión de que Rason, la última ciudad antes de la triple frontera con Rusia y China, es lo más parecido a un enclave extranjero en Corea del Norte, vedado a los propios ciudadanos. La creación de aquella «zona económica especial», inspirada en el modelo chino que había tenido éxito en los años ochenta, se concretó en 1991. La elección del lugar, en el límite con los dos vecinos comunistas, era razonable: la cercanía con la frontera iba a atraer inversiones de ambos mecenas y el aislamiento del resto del país iba a asegurar que los esbozos de capitalismo que allí florecieran resultasen inaccesibles para los norcoreanos. La diferencia, sin embargo, era abismal. El atractivo que ejercía sobre los inversores internacionales el mercado chino, con más de mil millones de consumidores, en nada se comparaba con los empobrecidos veinticinco millones de norcoreanos. La apuesta no rindió los frutos esperados, y Rason quedó marcada en el mapa como un destino de cabotaje menor dentro de la vecindad comunista. Pero con los años, los chinos lograron que la

ciudad fuese especial, al menos para ellos: cuando llegamos de visita al hotel Emperador, un emprendimiento cinco estrellas construido en el año 2000 con dineros provenientes de Hong Kong y, según nuestro guía, más específicamente de los bolsillos del actor Chan Kong-sang, conocido como Jackie Chan, solo había allí ciudadanos chinos con aspecto de no haber visto la luz del día en años. Probablemente no hicieran más que desplazarse de sus habitaciones al casino, abierto veinticuatro horas para quienes estuviesen en condiciones de perder al menos quinientos dólares por ronda. Entonces entendí: el Emperador era un destino para apostadores, no para turistas, y los apostadores por excelencia en Corea del Norte son chinos. No parecía que hubiese mucho más para ver en la ciudad. Las ubicuas estatuas de los líderes y un mural con sus caras sonrientes sobre una colina; bloques menudos de departamentos en colores raídos; balcones adornados con Kimjongilias y paneles solares; calles de tierra; la plaza principal y una pantalla gigante que transmitía las noticias del canal oficial. Pero debíamos darle tiempo; Rason también era especial para nosotros. Aquel mediodía en el Golden Triangle Bank, una fortaleza financiera de vidrio, acero y granito que abría sus puertas incluso los fines de semana, comprobamos cómo se esfumaba en un instante una de las reglas más estrictas de todas las que pesan sobre los extranjeros. Una lista pegada con cinta a la pared exponía el tipo de cambio del día: EUR – 10.480 won USD – 7.994 won CNY – 1.299 won

En Pyongyang, la tasa de cambio con el euro era, sea donde fuere, 1 a 130 y 1 a 100 con el dólar; cualquier otra equivalencia correspondía a un «mercado negro» invisible a nuestros ojos turísticos. Era difícil aceptar que Rason ofreciese tan gentilmente esa información que provocaba pánico en otros lugares del país, pero Rason era, efectivamente, especial, y eso incluía la compra de wons al tipo de cambio publicado. No estábamos autorizados a sacar los billetes del país, pero la restricción era fácil de sortear: nuestro guía occidental sugirió que los guardásemos en el bolsillo de un pantalón, en una campera o una mochila, y adujésemos un olvido involuntario en el caso improbable de que los guardias norcoreanos los descubriesen durante el control aduanero. Enrollé mi pequeño fajo, en el centro el billete decorado con el rostro sonriente de Kim Il Sung al frente y una imagen de su hogar familiar al dorso, y lo dejé olvidado en el bolsillo de mi camisa. Era una cortesía imprevista. Habíamos ido al Golden Triangle Bank en busca de otro souvenir crematístico aún más excepcional: una cuenta bancaria y una tarjeta de débito azul y dorada que recibiríamos a cambio del depósito mínimo requerido, veinticinco renminbi, y que podríamos estrenar en el único mercado privado del país al que los turistas tienen libre acceso. También tendríamos la libertad de usar allí los wons que habíamos conseguido en el banco, pero hubiese constituido un acto de ingratitud de mi parte despilfarrar en la tienda esos billetes que minutos antes había extraviado, quién sabe dónde, entre mis pertenencias. Teníamos una hora y media para recorrer el mercado. Podíamos hacerlo a solas, en grupos, con guías o sin ellos; por curiosidad o por afán de consumo; con ánimo de derroche chino o con recato

coreano. Y daba lo mismo con qué moneda nos decidiésemos a pagar; la agitación que despiertan los billetes norcoreanos es una emoción exclusiva de los extranjeros: en Rason, al igual que en el resto del país, el renminbi es rey. –Acá nosotros compramos todo lo que queremos. Hoy, ustedes también pueden –nos incitó el guía que había reemplazado al comedido señor Kim, sin reparar en la excitación generada por los asuntos mercantiles en nuestra pequeña legión extranjera. La única condición era que no tomásemos fotos. Me lancé a inspeccionar los productos distribuidos en los tres pisos del mercado: repuestos usados y piezas sueltas para máquinas de uso doméstico, pescado fresco, trajes masculinos de corte militar, heladeras, jabones de ginseng, bananas y uvas, vestidos infantiles, zapatos oscuros con suela de goma, peines y gorras, helados en palito, telas por metro, broches evocativos del comunismo soviético, granos a granel y hierbas secas en paquete, sillones de dos cuerpos y ananás enteros; delicias de la vida obrera. Los precios eran exorbitantes, pero eso respondía a las leyes básicas del capitalismo internacional: la mayor parte de los productos habían sido importados de China, y si había oferta, también había demanda. Los corredores del piso dedicado a la indumentaria eran un hervidero de clientes. Con ademanes también traídos de China, las vendedoras, mayoritariamente mujeres, incitaban a comprar desde la retaguardia de sus mesas abarrotadas. Sus torsos uniformados apenas asomaban por encima de sus puestos; solo se veían con nitidez sus caras vociferantes, adornadas por peinados que mezclaban en una misma cabeza flequillos lacios, melenas con

rulos y hebillas de carey. Los compradores potenciales revolvíamos las pilas de ropas en busca de talles; otros, menos decididos, sacaban las prendas de sus lugares, las tocaban, las medían, las olían, las devolvían, se arrepentían, finalmente las compraban. Era la imagen del caos espontáneo, un recuerdo del porvenir capitalista, una postal que vaticinaba cómo sería Corea del Norte si dejara de ser Corea del Norte.

9 La combi estacionó frente al edificio de la aduana de Namyang al atardecer. Los guías bajaron primero y esperaron junto a la puerta. Cuando también nosotros salimos del vehículo, nos devolvieron los pasaportes que, dos semanas antes, habíamos entregado a sus colegas en Pyongyang. Luego solo teníamos que atravesar los controles de seguridad y recuperar nuestros documentos estampados con el sello de Migraciones de Corea del Norte, un trofeo diplomático que no puede obtenerse en ningún otro puesto fronterizo del país, ni siquiera en Pyongyang. Una nueva combi estaría esperándonos del otro lado, ya en territorio chino, para llevarnos a la ciudad más cercana y, desde ahí, emprender la vuelta a Pekín. El tañido metálico de los mensajes de texto empezó a repicar en los celulares apenas cruzamos la línea de frontera en el pequeño micro: volvíamos a estar conectados con Internet; estábamos en China. Nuestro guía australiano se volvió y se incorporó en el asiento del acompañante. Apoyó los antebrazos sobre el respaldo, agitó su teléfono como si fuese un termómetro de mercurio y se

sacudió hacia delante y hacia atrás; parecía anunciarnos que estaba a punto de vomitar encima de nosotros. En cambio, emitió un pequeño gemido y anunció entre sollozos: –Otto Warmbier está muerto. Murió ayer. Me cubrí la boca con la mano como si eso pudiese ayudarme a oír mejor. Pyongyang lo había liberado por «razones humanitarias» dos días después de nuestra partida, sin señales visibles de tortura física, sin enfermedades aparentes, pero en estado de coma. Había regresado a su país en un avión sanitario para morir en su casa en Cincinatti, Ohio, una semana después, mientras nosotros paseábamos, ausentes, apartados del mundo, por las calles húmedas de Rason. Un escalofrío me hizo contar una por una las vértebras de mi columna y recordé la primera vez que había visto, desde la ventana del hotel, el horizonte coloreado y brumoso de Pyongyang. Giré hacia atrás en mi asiento, me arrodillé sobre la pierna izquierda, y con los ojos entrecerrados miré alejarse, a través del vidrio trasero de la combi china, las últimas luces de Corea del Norte.•

Interior de un avión de la línea aérea de bandera norcoreana, Air Koryo.

Vuelo de Air Koryo que conecta Pyongyang con la ciudad norteña de Chongjin.

Rutas prácticamente vacías en el interior de Corea del Norte.

Gran parte de la red de caminos que conectan los pueblos del interior es de tierra.

Ochenta por ciento del país es terreno montañoso.

Cosecha de maíz secándose sobre el asfalto en una ruta que sale de Pyongyang.

Recepción del hotel Chongchon, en Hyangsan, en la provincia de Pyongan Norte.

Recepción del salón comedor del hotel Chilbo, en los alrededores de la montaña del mismo nombre

Hall de entrada del hotel Chongchon, en Hyangsan.

Venta de alimentos y bebidas en el salón comedor del hotel Chilbo.

Baños de un restaurante en el interior del país.

Pasillo del hotel Chongchon, en Hyangsan, en la provincia de Pyongan Norte.

Vestuario del spa en el hotel Hoeryong, en el norte del país.

Interior de una habitación de hotel.

Mural de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.) en la recepción del hotel Chongchon, ciento cincuenta kilómetros al norte de Pyongyang.

Recepción y pasillo del hotel de Majon, cerca de la ciudad de Hamhung, en la costa este de Corea del Norte.

Pasillo desierto del hotel de Majon, sobre las playas del este.

Hall de entrada del complejo de playa de Majon.

Salón comedor del complejo de playa de Majon.

Ingreso de trabajadores a la planta de fertilizantes de la ciudad de Hamhung,cerca del Mar del Este. En el cartel se lee: «¡Debemos defender el Comité del Partido que acompaña a nuestro gran Camarada Kim Jong Un!».

Comedor del hotel Tongmyong en la bahía de Wonsan, en la costa este del país.

Una calle de la ciudad costera de Wonsan, a doscientos kilómetros de Pyongyang.

Interior de la planta de fertilizantes de Hamhung. En el cartel se lee: «Si quieren conocer nuestras ideas, ¡vean nuestro trabajo, nuestra esperanza y nuestros productos! Este es el lema que grita nuestro corazón patriota», Kim Jong Il.

Interior de la planta de fertilizantes de Hamhung.

Una camarera corta kimchi en el restaurante Namgam, en las afueras de Chongjin.

Mozas, cocineras y mujeres de limpieza protagonizan el número musical de sobremesa en el restaurante Namgam.

La rutina de canto y baile de las mozas es un espectáculo habitual para los extranjeros en Corea del Norte.

Familiares de las cantantes y bailarinas observan el espectáculo en el restaurant Namgam, cerca de la ciudad de Chongjin.

En muy pocos lugares del país, además del restaurante Namgam, los habitantes locales pueden compartir salón con los extranjeros.

Una cantante de ópera espera su turno para salir al escenario del restaurante Namgam.

Ensalada de papa al estilo ruso en el almuerzo de bienvenida en la aldea de Chilbo.

Plato con almejas en una de las comidas en la aldea costera de Chilbo.

Camarera del comedor central de la villa de mar de Chilbo.

Exterior de la casa 13 en la aldea de playa de Chilbo.

Interior de la casa 13 en la aldea de playa de Chilbo.

Pilas de leña en el patio de un chalet de la villa costera de Chilbo.

Hombres, niños y el único perro de la villa observan un juego de vóley.

Partido de vóley entre locales y extranjeros en la aldea de Chilbo.

Los partidos de vóley son de las pocas ocasiones en que locales y extranjeros pueden relacionarse libremente.

El vóley es el deporte favorito entre los jóvenes de Corea del Norte.

Aunque lejos del vóley, el básquet también se ha vuelto popular debido a la afición de Kim Jong Un por ese deporte.

Exhibición musical en el jardín de infantes de la planta de acero Kim Chaek,en la ciudad de Chongjin.

Las exhibiciones de talentos infantiles son un espectáculo habitual para los extranjeros en Corea del Norte.

La formación musical de los niños norcoreanos comienza en el jardín y continúa, de adultos, en la escuela y la universidad.

Los niños más virtuosos pueden aspirar, de adultos, a una vida alejada de las tareas manuales.

Orfanato de Rajin, en las afueras de la zona económica especial de Rason. En el cartel de la entrada se lee: «¡Seamos los hijos del querido General Kim Jong Un!»; en los carteles redondos: «Aprendamos por Corea».

Cooperativa agrícola de Tongbong, equipada con tractores obsequiados por Kim Jong Il.

Cooperativa agrícola de Tongbong, equipada con tractores obsequiados por Kim Jong Il.

Alrededores de la cooperativa de Tongbong, cerca de la ciudad industrial de Hamhung.

Zona rural en el interior del país, donde los animales domésticos son infrecuentes.

Vista panorámica de la ciudad de Rason, cerca de la triple frontera entre Corea del Norte,Rusia y China. Al fondo, las estatuas de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.).

Calles de Rason, en el norte del país, cerca de la triple frontera con Rusia y China.

Calles de Rason, principal «zona económica especial» de Corea del Norte.

Plaza principal de la ciudad de Rason.

Parque con los retratos de Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.) en la ciudad de Rason.

Estudiantes universitarios celebran un feriado con bailes tradicionales en las plazas de la ciudad de Rason.

Taxis en servicio en una zona comercial de la ciudad de Rason.

Desfile de mujeres vestidas con trajes tradicionales en la plaza principal de Rason.

Un niño se esconde de los turistas detrás de las luces del patio del hotel Namsan, en Rason.

Nota bibliográfica La fuente principal de este libro es la experiencia de primera mano que acumulé durante mis viajes por Corea del Norte y Corea del Sur. A ello se sumaron conversaciones informales con diplomáticos, académicos y periodistas que conocen el país y la lectura de textos de expertos que siguen el siempre sinuoso derrotero norcoreano. El más reconocido es el investigador ruso Andrei Lankov. Nacido en la Unión Soviética, estudió en la Universidad Kim Il Sung, en Pyongyang; en la actualidad, dirige Korea Risk Group, think tank con base en Seúl asociado al sitio NK News. Sus libros y los artículos de NK News son, en mi opinión, la fuente de información más confiable e inspiradora sobre la vida al norte del paralelo 38: Daily Life in North Korea y Life in the North Korea Borderlands (ambos 2015), North of the DMZ. Essays on Daily Life in North Korea (2007), The Real North Korea: Life and Politics in the Failed Stalinist Utopia (2013) y From Stalin to Kim Il Sung: The Formation of North Korea, 1945-1960 (2002). A Lankov pertenece la explicación del sistema norcoreano de castas, songbun, y del funcionamiento de las ciudades de Dandong y Rason, en el lado chino y norcoreano de la frontera, respectivamente, que figuran en este libro. También es mérito de su análisis el énfasis en los cambios sociales y económicos que se produjeron en las últimas dos décadas en el país y, en particular, en Pyongyang.

Son útiles para entender ese nuevo panorama los libros de Daniel Tudor, Ask A North Korean: Defectors Talk About Their Lives Inside the World’s Most Secretive Nation (2018) y North Korea Confidential: Private Markets, Fashion Trends, Prison Camps, Dissenters and Defectors (2015), escrito con el periodista James Pearson. El libro de Paul Fischer, Producciones Kim Jong-Il presenta… La increíble historia verdadera de Corea del Norte y el secuestro más osado de la historia (2015), es lectura obligada para los interesados en los aspectos más extraños del país. Resultan iluminadores la novela gráfica de Guy Delisle, Pyongyang. A Journey in North Korea (2003), también disponible en español, y el libro La acusación. Cuentos prohibidos de Corea del Norte (2017), de Bandi, presunto autor norcoreano, que logró sacar sus relatos del país de forma clandestina.•

Agradecimientos A Alejandro Bianchi, que me alentó a viajar a Pyongyang cuando era un destino aún más extraño que en la actualidad y sobrellevó con elegancia mis largas estadías en las dos Coreas. A mi madre, Susana, que asumió sin dudar el cuidado compartido de nuestras dos gatas. A mi padre, Horacio, de quien aprendí que la normalidad solo es buena para los objetos. A mi querido amigo y admirable editor, Ernesto Montequin, que arriesgó su vida por este libro. A mi adorada amiga Eugenia Corriés, que hizo de la edición fotográfica una lección de sensibilidad. A Rompo y a Roberto Montes, que completaron el equipo de mis sueños. A Gabriel Pressello, por su ayuda invaluable. Al director del Centro Cultural Coreano en Buenos Aires, Jang Jinsang, y al exembajador de la República de Corea en Argentina, Choo Jong Youn, por su interés y por haberme invitado a visitar Corea del Sur. A los embajadores Diego Guelar, Mariano Caucino y Carlos Magariños, por su apoyo y su preocupación. A Rowan Beard y a Matt Kulesza, de Young Pioneer Tours, porque este libro no hubiese existido sin ellos. A Marcelo Panozzo, que durante un almuerzo en noviembre de 2014 me preguntó «¿Cuándo vas a viajar a Corea del Norte?» sin imaginar que yo tomaría tan a pecho su inquietud.•

Corea del Norte es el país más hermético y menos visitado del mundo, y uno de los más amenazantes. Sin Internet y sin comunicación con el exterior, con controles que impiden la salida de sus ciudadanos y un sistema de vigilancia las veinticuatro horas a los contados turistas que llegan cada año, es difícil conocer cómo es y qué pasa dentro del «reino ermitaño». Haciendo gala de una temeridad no exenta de insensatez, Florencia Grieco estuvo allí en 2015 y reincidió en 2017. En este libro cuenta y muestra, con más de ciento cincuenta fotos propias, lo que vio y vivió en un testimonio que conjuga en primera persona diario de viaje, ensayo y crónica íntima. De Pyongyang a la frontera con Corea del Sur, la más militarizada del planeta, última reliquia de la Guerra Fría, atravesando pueblos y ciudades del interior norcoreano en los que ningún extranjero estuvo antes, su relato descubre aspectos extraordinarios de la vida cotidiana al norte del paralelo 38, siempre bajo el ojo avizor de los Kim, la familia que, en setenta años en el poder, dio forma a la última dinastía comunista. Corea del Norte comparte mil seiscientos kilómetros de frontera con tres países: mil trescientos cincuenta con China y solo dieciocho con Rusia, en el norte, y doscientos treinta y siete con Corea del

Sur, que dividen la península en dos, de costa a costa. A lo largo de esos límites hay tres puntos de ingreso: en Rusia, Vladivostok, un paso que desde los años setenta usan casi exclusivamente los dos mil, tres mil obreros norcoreanos que trabajan en la construcción y los aserraderos en Siberia; en China, Tumen, que se conecta con la ciudad norcoreana de Namyang, cerca de la triple frontera chinoruso-norcoreana y lejos del turismo internacional, y Dandong, en el eje que une Pekín con Pyongyang, que es la verdadera puerta de entrada. Corea del Sur no es una opción; por esa frontera hostil, rigurosamente vigilada, solo pasan esporádicos desertores, y Kim Jong Un.

Primer viaje a Corea del Norte, septiembre de 2015 Pekín – Dandong – Pyongyang – Hamhung – Wonsan – Kaesong – DMZ, frontera entre las dos Coreas desde el lado norte – Sariwon – Pyongyang

Segundo viaje a Corea del Norte, mayo-junio de 2017 Pekín – Pyongyang – Kaesong – DMZ, frontera entre las dos Coreas desde el lado norte – Chongjin Hoeryong – Gyongsong – Chilbo – Rason – Tumen

Viaje a Corea del Sur, agosto de 2017 Seúl – DMZ, frontera entre las dos Coreas desde el lado sur – Pyeongchang

FLORENCIA GRIECO (Buenos Aires, 1975) estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires y cursó una maestría en Relaciones Internacionales en la Universidad de Bologna, Italia. Trabajó como editora de la sección Mundo en los diarios Crítica de la Argentina y Página/12; escribió para las revistas Página/30, Ego y XXIII; estuvo a cargo del lanzamiento y la edición general de Infobae América e integró el equipo editorial de la revista latinoamericana Nueva Sociedad. Fue copywriter para Unilever Global, traductora para The Wall Street Journal Americas, editora de publicaciones de la Comisión Europea y consultora del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Actualmente es editora de libros de no ficción. @flowergrieco en Instagram y Twitter

Foto: © Adolfo Rozenfeld

Grieco, Florencia En Corea del Norte / Florencia Grieco. 1a ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Debate, 2018. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-37-5246-9 1. Relatos de viajes. I. Título CDD 910.4

Diseño: María Cecilia Cabrera y Rompo Edición: Ernesto Montequin Fotografías: Archivo personal de la autora Edición fotográfica: Eugenia Corriés Traducciones: Kang Seungyoon Fotografía de cubierta: Retratos de los líderes Kim Il Sung (izq.) y Kim Jong Il (der.) en la cabecera de la plaza Kim Il Sung, en el centro de Pyongyang. © F.G. Fotografía en sección "Sobre este libro": Andén de la estación Yonggwang (Gloria) de la línea 1 del subterráneo de Pyongyang. © F.G.

Edición en formato digital: octubre de 2018 © 2018, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. Humberto I 555, Buenos Aires www.megustaleer.com.ar Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo

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Índice

En Corea del Norte Dedicatoria Epígrafe Introducción Pekín Pyongyang De Panmunjom a Seúl Pyongyang En el interior Nota bibliográfica Agradecimientos Sobre este libro Sobre la autora Créditos