En buena compañía : estudios en honor de Luciano García Lorenzo: Estudios en honor de Luciano García Lorenzo
 8400089235, 9788400089238

Table of contents :
Índice
PRESENTACIÓN
SIGLOS XVI Y XVII
De elocutio y perspicuitas en la pros a cervantina
Notas sobre la función estructural y semántica de la métrica y del espacio en El caballero de Olmedo, de Lope de Vega
Los códigos políticos de La vida es sueño en la adaptación del Abbé de Boisrobert (1657)
Lo fingido verdadero de Lope de Vega y The Roman Actor de Philip Massinger: puntos comunes y diferencias
Sobre la (no) puntuación en los textos dramáticos del Siglo de Oro
El autor Juan Pérez de Tapia y su mujer, Maríade Olmedo, en el corral de La Montería (Se villa): 1654-1663
Los manuscritos teatrales españoles de la Biblioteca Apostólica Vaticana
«De lengua en lengua y de una en otra gente»: las experiencias lingüísticas de Cervantes
El teatro del absurdo en el siglo XVII : incomunicación y «non-sense» en el entremésde Los Habladores
En los orígenes del tipo del figurón: El caballero del milagro (1593), comedia del destierro del primer Lope de Vega
Jano colorido. La justa raza poética de Juan Ruiz de Alarcón
Amor y mudanza en Ruiz de Alarcón
La construcción de una comedia urbana: Mañana será otro día de Calderón
Las armas y las letras
Dialéctica del ave fénix en El príncipe constante
Libros de teatro en bibliotecas particulares del siglo XVII (1600-1650)
Tisbea, el Marqués de la Mota y Juan Tenorio: una curiosa reiteración
Texto y contexto de La hidalga del valle
Galanes de donaire en las primeras comedias urbanas de Lope de Vega. El caso de La viuda valenciana
Quevedo, Galicia y Santiago: una relación tópica y de conveniencia
La penitencia de Don Quijote: un corteen el espacio y tiempo del relato
En torno a la teatralización de la acción narrativa en el Quijote
Gerald Brenan y la picaresca
El dogma placentero: políticas de consumoen Chocolate y tabaco. Ayuno eclesiástico y natural (1645) de Tomás Hurtado
El gracioso-bufón en las comedias de Lope de Vega: nuevas precisiones terminológicas
«Entre tanta tontería…»: tontos de veras en Lope
La fortuna editorial y escénica de Los bandos de Verona de Rojas Zorrilla
Búsqueda de la verosimilitud escénica y teatro catequístico: el aucto del destierro de Agar
Honra, cuernos, deber. (De Calderón a Ernesto Caballero)
Metamorfosis del tono humano barroco: variantes, pervivencias e implicaciones musicales en el teatro del siglo XVII
Éxito y olvido de Lo que son mujeres en la cartelera teatral barcelonesa
La narrativa moral de Juan de Zabaleta en la Vida del conde de Matisio
Juegos de Corte: Antonio Pimentel, embaja dorde la reina Cristina de Suecia (1652-1656)
De los hombres se hacen los obispos o la vida de Tomás Rodaja
Una nueva y desconocida comedia manuscrita de Don Quijote de la Mancha
Don Quijote y Sancho, a las puertas de la tercera salida (comentario al capítulo II , 7 del Quijote)
Tirso de Molina: ¿Autor de Bellaco sois, Gómez?
Métrica y estructura dramática en Los amantes, de Andrés Rey de Artieda
Las posibilidades extremas de una traza grave: El amor desatinado, de Lope de Vega
La burla y el engaño en el teatro y la prosa tirsistas
Cómo leo ahora el Quijote
Reyes de comedia. El caso de El burlador… y otros casos
La escena del ciego y el lazarillo en la Farsadel molinero, de Diego Sánchez de Badajoz (comentario de un texto teatral)
Los «últimos versos» de Lope de Vega
Las mujeres libres de Cervantesa la luz misógina de La pícara Justina
Una comedianta española procesada por la Inquisición portuguesa (1619)
Descuido, desenvoltura, despejo, meneos y visajes: las codificaciones gestuales del actory de la actriz en el léxico áureo
El teatro áureo español y el seliten@t
No todo el monte es orégano:más sobre el monte de La vida es sueño
El aparte al público y la locución a los espectadores en la comedia del siglo de oro
El teatro mitológico de Calderóny el drama wagneriano (I)
Cervantes y el césar Carlos de Habsburgo:Don Quijote I, 32 y el Carlo Famoso (1566),de Luis Zapata de Chaves
El caso y la caída del Príncipe despeñado ,de Lope de Vega
Las tres justicias poéticas de La fuerza lastimosa (Lope de Vega)
El Buscón frente a la «poética picaresca»
Armonía y discordia en el patio de Monipodio
Perspectivismo informacional y ritmo político en La vida es sueño
Iconografía y pintura en Nuestra Señora de Atocha, de Rojas Zorrilla
La relación de Lope de Vega con D. Felipede África y un relato de Miguel de Cervantesen el Persiles (III , VI)
No hay burlas con el censor: teatro áureo, poder e Inquisición
Contra culteranos: ecos teatrales de una guerra literaria
Búcaro, bícaro, pícaro: Tristán como codaen La francesill a de Lope de Vega (espacios carnavalescos y ruptura de la ilusión escénica)
Ferrante Gonzaga en la Comedia del Saco de Roma de Juan de la Cueva
Métrica y estructura en El verdadero Dios Pan de Calderón
SIGLOS XVIII Y XIX
Amor cautivo y sin alas: otro inédito de Trigueros
Falsificación, política e historia literaria: Mateo Alemán, el padre Isla y Moratín
Traducir o adaptar: Comella y los dramas jocosos de Goldoni
Costumbres teatrales del día de Difuntos.(El Tenorio de Zorrilla y sus antecedentes)
Antecedentes y consecuentes de El afrancesado
Las comedias de Eugenio de Tapia
Diego Ventura Rejón de Silva, poeta
Panem et circenses: el teatro Bretón de Sepúlveda (Segovia)
Leandro Fernández de Moratín, poeta: la sátira literaria
La musa becqueriana entre bambalinas: piezas de los Álvarez Quintero inspiradasen G. A. Bécquer
Calderón, Moratín y el reloj parado
Relación bibliográfica de reseñas y críticasde Teresa, la pieza teatral de Clarín
Los deberes de la amistad: clarín biógrafo de pérez galdós
Don Quijote y Cardenio cantan. El libreto del Don Chisicotte de Manuel García
Entre castros anda el juego.Otra versión de Las mocedades del Cid
Lecciones de geografía - Escenarios del fin - de - siglo
La significación de la novela de adulterio española en relación con la europea
SIGLOS XX Y XXI
La voluntad: Azorín, el maestro yuste y yecla
Experiencia y actuación, infancia e historia. De Rodrigo García a Giorgio Agamben
Textos dramáticos y representaciones españolas entre los sefardíes de Oriente
Juego de espejos entre identidades: las representaciones rituales de asunto carolingio en España y América
Los poemas de guerra de Vicente Al eixandre
Los clásicos y la zarzuela: de refundiciones, adaptaciones y parodias
Casona en la prensa de Cuba antesde la guerra civil: un cuento olvidado
Acotación y didascalia: un deslinde para la dramaturgia actual en español
Sobre Thornton Wilder, un dramaturgo olvidado, y Nuestra ciudad (1944), un est reno memorable
Nueva idea de la tragedia nueva
Entre cambios y simetrías: el síndromede Penélope en dos cuentos de Luisa Valenzuela, Ceremonias de rechazo y Viaje
Editar a los clásicos contemporáneos: aspectos de la última voluntad de un autor
Luis Buñuel y el Apocalipsis del fin de siglo: Galdós, Mirbeau, Huysmans
Cenizas y diamantes en la producciónde Fermín Cabal
Un novelista olvidado.(Aproximación bibliográficaa las novelas de José Montero Alonso)
los expedientes de censura de dos textos fundamentales de Carlos Muñiz: El grillo y El tintero
Los clásicos durante el primer franquismo
Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín recuerda, y el teatro en la transición política española
Proyectos y esbozos teatrales de Pedro Salinas en el exilio
Variaciones escénicas para una farsa trágica
Las referencias cristológicas en Luces de bohemia
Marquina: Un dramagurgo olvidado
Definiciones de la autoría intelectual femenina durante el Modernismo (1890-1940): la perspectiva de Margarita Nelken (1896-1968)
El río de Blas de Otero
Un fragmento inédito de Las brujas de Barahona, de Domingo Miras
«(Auto)bioficciones» femeninas en La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca
Pepita entre don Juan y Rivas Cherif
VARIA
Música popular - música culta. Una revisión crítica
Una nota crítica sobre la Literatura Comparada
Preludio homérico
La comicidad en el arte y la literatura
Tabula gratulatoria

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EN BUENA COMPAÑÍA

ESTUDIOS EN HONOR DE LUCIANO GARCÍA LORENZO

En buena compañía. Estudios en honor de Luciano García Lorenzo reúne los trabajos que le dedican destacados especialistas en literatura e historia, como muestra de amistad y reconocimiento por la labor que ha desarrollado durante décadas a favor de la cultura española. Su actividad se ha centrado no sólo en el mundo académico, sino que lo ha rebasado hasta llegar a la gestión cultural, en la que ha desempeñado importantes cargos como la dirección del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, entre los años 1997 y 2004.

EN BUENA COMPAÑÍA ESTUDIOS EN HONOR DE

LUCIANO GARCÍA LORENZO

Joaquín Álvarez Barrientos Óscar Cornago Bernal Abraham Madroñal Durán Carmen Menéndez-Onrubia (coords.) I SBN 978 - 84 - 00 - 08923 - 8

9 788400 089238

CSIC

Consejo Superior de Investigaciones Científicas

EN BUENA COMPAÑÍA ESTUDIOS EN HONOR DE

LUCIANO GARCÍA LORENZO

EN BUENA COMPAÑÍA ESTUDIOS EN HONOR DE

LUCIANO GARCÍA LORENZO

coordinado por

Joaquín Álvarez Barrientos Óscar Cornago Bernal Abraham Madroñal Durán Carmen Menéndez-Onrubia

Consejo Superior de Investigaciones Científicas Madrid, 2009

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es

© CSIC © Los autores Fotografía de sobrecubierta: Mercedes Barba. El corral de Almagro (c. 1989). Museo Nacional de Teatro (Almagro).

NIPO: 472-09-183-0 ISBN: 978-84-00-08923-8 Depósito Legal: M 51099-2009 Ajuste y maquetación: Ángel de la Llera (CSIC) Impreso en Taravilla Impresores. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

Índice

Pág.

Presentación.........................................................................................................................

19

Currículum Vítae..................................................................................................................

21

siglos xvi y xvii Luis Alburquerque García De elocutio y perspicuitas en la prosa cervantina.................................................................

39

Fausta Antonucci Notas sobre la función estructural y semántica de la métrica y del espacio en El caballero de Olmedo, de Lope de Vega....................................................................................

49

Frederick A. de Armas Los códigos políticos de La vida es sueño en la adaptación del Abbé de Boisrobert (1657).............................................................................................................................

59

Urszula Aszyk Lo fingido verdadero de Lope de Vega y The Roman Actor de Philip Massinger: puntos comunes y diferencias...................................................................................................

67

Alberto Blecua Sobre la (no) puntuación en los textos dramáticos del Siglo de Oro.................................

79

Piedad Bolaños Donoso El autor Juan Pérez de Tapia y su mujer, María de Olmedo, en el corral de La Montería (Sevilla): 1654-1663.......................................................................................................

103

María Teresa Cacho Los manuscritos teatrales españoles de la Biblioteca Apostólica Vaticana........................

117

10

índice

Pág.

Jean Canavaggio «De lengua en lengua y de una en otra gente»: las experiencias lingüísticas de Cervantes...................................................................................................................................

139

Enrica Cancelliere El teatro del absurdo en el siglo xvii: incomunicación y «non-sense» en el entremés de Los Habladores..............................................................................................................

147

Jesús Cañas Murillo En los orígenes del tipo del figurón: El caballero del milagro (1593), comedia del destierro del primer Lope de Vega.........................................................................................

159

María M. Carrión Jano colorido. La justa raza poética de Juan Ruiz de Alarcón............................................

171

Frank P. Casa Amor y mudanza en Ruiz de Alarcón..................................................................................

183

María Teresa Cattaneo La construcción de una comedia urbana: Mañana será otro día de Calderón...................

193

Luis Alberto de Cuenca Las armas y las letras............................................................................................................

203

Manuel Delgado Morales Dialéctica del ave fénix en El príncipe constante.................................................................

217

José María Díez Borque Libros de teatro en bibliotecas particulares del siglo xvii (1600-1650)..............................

225

Laura Dolfi Tisbea, el Marqués de la Mota y Juan Tenorio: una curiosa reiteración............................

237

Francisco Domínguez Matito Texto y contexto de La hidalga del valle..............................................................................

245

Judith Farré Galanes de donaire en las primeras comedias urbanas de Lope de Vega. El caso de La viuda valenciana............................................................................................................

255

Santiago Fernández Mosquera Quevedo, Galicia y Santiago: una relación tópica y de conveniencia................................

265

Manuel Fernández Nieto La penitencia de Don Quijote: un corte en el espacio y tiempo del relato........................

277

Francisco Florit Durán En torno a la teatralización de la acción narrativa en el Quijote........................................

287

índice

11

Pág.

Edward H. Friedman Gerald Brenan y la picaresca...............................................................................................

299

Enrique García Santo-Tomás El dogma placentero: políticas de consumo en Chocolate y tabaco. Ayuno eclesiástico y natural (1645) de Tomás Hurtado................................................................................

311

Jesús Gómez El gracioso-bufón en las comedias de Lope de Vega: nuevas precisiones terminológicas...

319

Luis Gómez Canseco «Entre tanta tontería…»: tontos de veras en Lope.............................................................

329

Rafael González Cañal La fortuna editorial y escénica de Los bandos de Verona de Rojas Zorrilla........................

341

Alfredo Hermenegildo Búsqueda de la verosimilitud escénica y teatro catequístico: el Aucto del destierro de Agar................................................................................................................................

355

Javier Huerta Calvo Honra, cuernos, deber. (De Calderón a Ernesto Caballero)..............................................

365

Lola Josa y Mariano Lambea Metamorfosis del tono humano barroco: variantes, pervivencias e implicaciones musicales en el teatro del siglo xvii..........................................................................................

377

M. Teresa Julio Éxito y olvido de Lo que son mujeres en la cartelera teatral barcelonesa...........................

389

A. Robert Lauer La narrativa moral de Juan de Zabaleta en la Vida del conde de Matisio...........................

397

María Luisa Lobato Juegos de Corte: Antonio Pimentel, embajador de la reina Cristina de Suecia (16521656)..............................................................................................................................

405

Alicia López de José «…Y que se pague por la comedia escrita para representarse en Palacio…»...................

417

Isabel Lozano-Renieblas De los hombres se hacen los obispos o la vida de Tomás Rodaja..........................................

431

Abraham Madroñal Una nueva y desconocida comedia manuscrita de Don Quijote de la Mancha..................

441

Carlos Mata Induráin Don Quijote y Sancho, a las puertas de la tercera salida (comentario al capítulo II, 7 del Quijote)..........................................................................................................................

455

12

índice

Pág.

Lola Montero Reguera Tirso de Molina: ¿Autor de Bellaco sois, Gómez?...............................................................

463

María del Valle Ojeda Calvo Métrica y estructura dramática en Los amantes, de Andrés Rey de Artieda......................

475

Joan Oleza Las posibilidades extremas de una traza grave: El amor desatinado, de Lope de Vega.....

489

M.ª del Pilar Palomo La burla y el engaño en el teatro y la prosa tirsistas............................................................

505

James A. Parr Cómo leo ahora el Quijote...................................................................................................

523

Felipe B. Pedraza Jiménez Reyes de comedia. El caso de El burlador… y otros casos..................................................

535

Miguel Ángel Pérez Priego La escena del ciego y el lazarillo en la Farsa del molinero, de Diego Sánchez de Badajoz (comentario de un texto teatral)...................................................................................

547

Maria Grazia Profeti Los «últimos versos» de Lope de Vega...............................................................................

557

Antonio Rey Hazas Las mujeres libres de Cervantes a la luz misógina de La pícara Justina..............................

565

Mercedes de los Reyes Peña Una comedianta española procesada por la Inquisición portuguesa (1619)......................

577

Evangelina Rodríguez Cuadros Descuido, desenvoltura, despejo, meneos y visajes: las codificaciones gestuales del actor y de la actriz en el léxico áureo.....................................................................................

591

José Romera Castillo El teatro áureo español y el seliten@t..................................................................................

601

José María Ruano de la Haza No todo el monte es orégano: más sobre el monte de La vida es sueño.............................

611

Javier Rubiera El aparte al público y la locución a los espectadores en la comedia del Siglo de Oro......

621

Enrique Rull El teatro mitológico de Calderón y el drama wagneriano (I).............................................

629

Antonio Sánchez Jiménez Cervantes y el césar Carlos de Habsburgo: Don Quijote I, 32 y el Carlo Famoso (1566), de Luis Zapata de Chaves.............................................................................................

639

índice

13

Pág.

Guillermo Serés El caso y la caída del Príncipe despeñado, de Lope de Vega...............................................

649

Frédéric Serralta Las tres justicias poéticas de La fuerza lastimosa (Lope de Vega)......................................

661

Florencio Sevilla Arroyo El Buscón frente a la «poética picaresca»............................................................................

671

Alan E. Smith Armonía y discordia en el patio de Monipodio..................................................................

685

Juan Luis Suárez Perspectivismo informacional y ritmo político en La vida es sueño...................................

697

Ana Suárez Miramón Iconografía y pintura en Nuestra Señora de Atocha, de Rojas Zorrilla...............................

709

José Carlos de Torres Martínez La relación de Lope de Vega con D. Felipe de África y un relato de Miguel de Cervantes en el Persiles (III, VI)....................................................................................................

717

Héctor Urzáiz Tortajada No hay burlas con el censor: teatro áureo, poder e Inquisición...........................................

727

Germán Vega García-Luengos Contra culteranos: ecos teatrales de una guerra literaria....................................................

747

Julio Vélez-Sainz Búcaro, bícaro, pícaro: Tristán como coda en La francesilla de Lope de Vega (espacios carnavalescos y ruptura de la ilusión escénica)............................................................

763

Ana Vian Herrero Ferrante Gonzaga en la Comedia del Saco de Roma de Juan de la Cueva..........................

773

Marc Vitse Métrica y estructura en El verdadero Dios Pan de Calderón..............................................

787

siglos xviii y xix Francisco Aguilar Piñal Amor cautivo y sin alas: otro inédito de Trigueros..............................................................

799

Joaquín Álvarez Barrientos Falsificación, política e historia literaria: Mateo Alemán, el padre Isla y Moratín............

821

María Angulo Egea Traducir o adaptar: Comella y los dramas jocosos de Goldoni..........................................

831

14

índice

Pág.

José Checa Beltrán Luzán y la Ilustración...........................................................................................................

843

Fernando Doménech Rico Costumbres teatrales del día de Difuntos. (El Tenorio de Zorrilla y sus antecedentes)....

853

José Fradejas Lebrero Antecedentes y consecuentes de El afrancesado..................................................................

863

Salvador García Castañeda Las comedias de Eugenio de Tapia......................................................................................

873

Jerónimo Herrera Navarro Diego Ventura Rejón de Silva, poeta...................................................................................

881

Carmen Menéndez-Onrubia Panem et circenses: el Teatro Bretón de Sepúlveda (Segovia).............................................

895

Emilio Palacios Fernández Leandro Fernández de Moratín, poeta: la sátira literaria...................................................

909

Marta Palenque La musa becqueriana entre bambalinas: piezas de los Álvarez Quintero inspiradas en G. A. Bécquer.....................................................................................................................

921

Jesús Pérez-Magallón Calderón, Moratín y el reloj parado....................................................................................

935

Leonardo Romero Tobar Relación bibliográfica de reseñas y críticas de Teresa, la pieza teatral de Clarín...............

945

Jesús Rubio Jiménez Los deberes de la amistad: Clarín biógrafo de Pérez Galdós.............................................

951

Maria Caterina Ruta Don Quijote y Cardenio cantan. El libreto del Don Chisicotte de Manuel García............

969

Antonio Serrano Entre castros anda el juego. Otra versión de Las mocedades del Cid.................................

983

Paula Sprague Lecciones de geografía – Escenarios del fin-de-siglo..........................................................

995

Jorge Urrutia La significación de la novela de adulterio española en relación con la europea................

1005

índice

15

Pág.

siglos xX y xxI José Luis Bernal Salgado El grito de Fernando Quiñones...........................................................................................

1027

Francisco Caudet La voluntad: Azorín, el maestro Yuste y Yecla....................................................................

1039

Óscar Cornago Experiencia y actuación, infancia e historia. De Rodrigo García a Giorgio Agamben.....

1051

Paloma Díaz-Mas Textos dramáticos y representaciones españolas entre los sefardíes de Oriente...............

1061

Luis Díaz Viana Juego de espejos entre identidades: las representaciones rituales de asunto carolingio en España y América..........................................................................................................

1073

Francisco Javier Díez de Revenga Los poemas de guerra de Vicente Aleixandre.....................................................................

1085

M.ª Pilar Espín Templado Los clásicos y la zarzuela: de refundiciones, adaptaciones y parodias...............................

1095

Antonio Fernández Insuela Casona en la prensa de Cuba antes de la guerra civil: un cuento olvidado........................

1113

José-Luis García Barrientos Acotación y didascalia: un deslinde para la dramaturgia actual en español......................

1125

Víctor García Ruiz Sobre Thornton Wilder, un dramaturgo olvidado, y Nuestra ciudad (1944), un estreno memorable.....................................................................................................................

1141

Luis Iglesias Feijoo Nueva idea de la tragedia nueva..........................................................................................

1155

María Inés Lagos Entre cambios y simetrías: el síndrome de Penélope en dos cuentos de Luisa Valenzuela, Ceremonias de rechazo y Viaje.......................................................................................

1171

Javier Lluch-Prats Editar a los clásicos contemporáneos: aspectos de la última voluntad de un autor...........

1181

José-Carlos Mainer Luis Buñuel y el Apocalipsis del fin de siglo: Galdós, Mirbeau, Huysmans......................

1193

Carmen Márquez Montes Cenizas y diamantes en la producción de Fermín Cabal....................................................

1209

16

índice

Pág.

José Montero Reguera Un novelista olvidado. (Aproximación bibliográfica a las novelas de José Montero . Alon­so)..........................................................................................................................

1221

Berta Muñoz Cáliz Los expedientes de censura de dos textos fundamentales de Carlos Muñiz: El grillo y El tintero.............................................................................................................................

1237

César Oliva Los clásicos durante el primer franquismo.........................................................................

1251

Mariano de Paco Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda, y el teatro en la transición política española................................................................................................

1263

José Paulino Ayuso Proyectos y esbozos teatrales de Pedro Salinas en el exilio................................................

1273

Emilio Peral Vega Variaciones escénicas para una farsa trágica.......................................................................

1287

Eduardo Pérez-Rasilla Las referencias cristológicas en Luces de bohemia..............................................................

1295

Francisco Ruiz Ramón Marquina: Un dramagurgo olvidado...................................................................................

1309

Íñigo Sánchez-Llama Definiciones de la autoría intelectual femenina durante el Modernismo (1890-1940): la perspectiva de Margarita Nelken (1896-1968).............................................................

1319

Ricardo Senabre El río de Blas de Otero.........................................................................................................

1327

Virtudes Serrano Un fragmento inédito de Las brujas de Barahona, de Domingo Miras...............................

1339

K. M. Sibbald «(Auto)bioficciones» femeninas en La casa de Bernarda Alba, de Federico García . Lorca..............................................................................................................................

1351

Gregorio Torres Nebrera Pepita entre don Juan y Rivas Cherif...................................................................................

1361

VARIA Ismael Fernández de la Cuesta Música popular - música culta. Una revisión crítica...........................................................

1377

índice

17

Pág.

Jesús G. Maestro Una nota crítica sobre la Literatura comparada..................................................................

1389

Antonio Prieto Preludio homérico................................................................................................................

1409

Kurt Spang La comicidad en el arte y la literatura.................................................................................

1415

TABULA GRATULATORIA..............................................................................................

1429

PRESENTACIÓN Luciano García Lorenzo nació en Zamora en 1943. En esta ciudad cursó sus primeros estudios; luego se trasladó a Madrid, en cuya Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense se licenció y obtuvo el grado de doctor en Filología Románica. Durante estos años residió en el Colegio Mayor San Juan Evangelista y en más de una ocasión ha manifestado que esa estancia marcó definitivamente su vida desde todos los puntos de vista. En el San Juan se encargó muy pronto de organizar las actividades culturales del Colegio, lo cual le dio la oportunidad de conocer e incluso de entablar amistad con muchos escritores e intelectuales de diversos campos: Antonio Buero Vallejo, Enrique Tierno Galván, Blas de Otero, Ignacio Aldecoa, Carlos Muñiz, Lauro Olmo, Claudio Rodríguez, etc., por recordar sólo a los ya desaparecidos. Entre 1967 y 1970 fue profesor de la Universidad de Montreal, donde trabajó al lado, entre otros, de uno de sus mejores amigos desde entonces: Alfredo Hermenegildo. Si la experiencia canadiense fue profesionalmente magnífica, también estos años, con su esposa Pilar, fueron definitivos en su vida personal y familiar. A partir de 1970 es profesor en la Universidad Complutense de Madrid y en 1972 obtiene por oposición un puesto de investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas; la casa no era nueva para él, ya que colaboraba con el CSIC desde que en 1964, siendo estudiante, trabajó en la organización del Congreso Internacional de Lingüística y Filología Románicas que tuvo lugar aquel año. Su carrera profesional se ha desarrollado desde entonces en el Consejo, pero nunca ha perdido el contacto con el mundo universitario y en las páginas que siguen figuran las universidades de Europa y América donde ha sido profesor. En esas páginas se citan también las responsabilidades y cargos que ha desempeñado en el Consejo, las revistas que ha dirigido y mantenido en pie, a pesar en ocasiones de muchas dificultades, las actividades desarrolladas en la institución… Es obligado mencionar los años en que, por elección de sus compañeros, fue miembro durante la década de los ochenta de la Comisión Científica y de la Junta de Go-

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presentación

bierno del CSIC, ayudando en los primeros pasos del nuevo CSIC en la etapa democrática. Tres líneas fundamentales, aparte de la enseñanza, marcan su carrera profesional. En primer lugar, sus publicaciones. Centenares de páginas (libros, ediciones, artículos…) dedicadas especialmente al teatro español, pero también al Romancero, a la novela del siglo xix, a poetas como León Felipe o Claudio Rodríguez… En segundo lugar, y bien conocido es todo ello por sus colegas, la organización de numerosas actividades en España y en el extranjero, algunas de las cuales marcaron la línea que seguiría la crítica en los últimos decenios: el libro sobre Semiología del teatro, coordinado con el profesor Díez Borque en 1975, que dio inicio a los estudios dedicados a la Semiótica y al teatro; el nuevo Calderón de la Barca que nace a partir del Congreso organizado en 1981; la reunión, promovida por él y por el profesor Fonquerne en la madrileña Casa de Velázquez, dedicada a los géneros breves, entonces todavía menores pero mayores a partir de ese Congreso; las numerosas actividades llevadas a cabo desde el CSIC, desde Almagro y desde otros lugares, tuvieron como fin la visión del hecho teatral en tanto que representación y no sólo como literatura dramática. La tercera línea de actuación está conformada por los cargos de dirección y responsabilidad que ha tenido, y a los cuales, creyendo firmemente en la cultura como bien público, ha consagrado muchos días de su vida. Aparte de los antes citados en el CSIC, de la labor realizada en la Compañía Nacional de Teatro Clásico desde su fundación o de su repetida experiencia en el Consejo de Teatro del Ministerio de Cultura, excepcional es considerado por el mundo del teatro su trabajo como Director del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. En fin, en el Curriculum vitae que figura a continuación se expone una buena parte de su vida profesional. Allí están también los premios y los reconocimientos obtenidos en España y en otros países, su labor como poeta, como adaptador teatral, y sus colaboraciones en los diarios más importantes del Madrid de las últimas décadas. Joaquín Álvarez Barrientos Óscar Cornago Bernal Abraham Madroñal Durán Carmen Menéndez-Onrubia

CurrÍculum VÍtae Luciano GarcÍa Lorenzo 1.  SITUACIÓN PROFESIONAL ACTUAL — Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología). 2.  FORMACIÓN ACADÉMICA — Licenciado en Filología Románica, Universidad Complutense de Madrid, 1966. — Doctor en Filología Románica, Universidad Complutense de Madrid, 1969. Premio Extraordinario. — Certificado de Aptitud pedagógica, Universidad Complutense de Madrid, 1966. 3. ACTIVIDAD DOCENTE — Profesor de los Cursos para extranjeros, Facultad de Filosofía y Letras, Univer‑ sidad Complutense de Madrid, 1966‑67. — Profesor de la Universidad de Montreal (Canadá), 1967‑1970. — Profesor de la Universidad Complutense de Madrid, 1970‑1975. — �������������������������������������������� Visiting professor, State University of New ����� York ���������������� at Albany, 1973. — Profesor, Middlebury College, Vermont, USA, Summer Courses, 1978, 1980, 1983, 1984, 1985, 1991, 1993, 1995. — �������������������������������������������������� Profesor de la Universidad Internacional Menéndez ������������������������� Pelayo de Santander, Cur‑ sos de Verano, 1975‑1977, 1979, 1981, 1982… — Profesor invitado de la Université de Bordeaux, Maison des Pays Ibériques, Enero‑febrero 1986. — �������������������� Visiting Professor, ���������������������������������������������������������� Washington University at Saint Louis, (USA), Enero‑Marzo, 1987.

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— �������������������������������������������������������������������������� Profesor invitado de Cursos de doctorado, Universidad de Deusto, 1988‑89, 1990, 1992. — Profesor invitado, Universidad de Ciudad Juárez (México), 1996. — Profesor invitado Cursos de Máster o Doctorado, Universidad Carlos III de Madrid, 1998, 2000, 2003-2008. — Profesor invitado, Universidad de La Coruña, 1999. — Profesor invitado, McGill University, Montreal, Canadá, 2000. — Profesor del Curso de alta especialización en Filología hispánica, Madrid, CSIC, 2000-2008. — Profesor invitado, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, 2002. — Profesor invitado, Universidad de Montevideo, 2005. — ���������������������������������������������������������������������������� Visiting Professor, University of Chicago (Tinker Visiting Professor), 2005. — Visiting Professor, University of Chicago, 2008. 4.  CARGOS DE DIRECCIÓN — Jefe de la Sección de Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. (19691970). — Secretario del Instituto Miguel de Cervantes del CSIC (1976-1982). — Miembro de la Comisión Científica del CSIC (1980-1984). — Miembro de la Junta de Gobierno del CSIC (1982-1984). — Miembro del Consejo de Teatro del Ministerio de Cultura de España. (19831986). — Fundador y Miembro de la Junta directiva del Instituto de Estudios Zamoranos. (1982- 2002). — Representante de España en el Comité de Humanidades de la European Science Foundation (Strasbourg, Francia). (1982-1984). — Miembro de la Comisión de artes escénicas de la Exposición universal de Sevilla 1992. — Director de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, sede de Cuenca. (1994-1996). — Asesor literario de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. (1992-1996). — Director del Festival Internacional de teatro clásico de Almagro. (1997-2004). — Miembro del Centro para la edición de los clásicos españoles. — Secretario de Segismundo. Revista Hispánica de Teatro. (1969-1986). — Fundador y Director de Cuadernos de teatro clásico.(1988-1996). — Secretario de Anales cervantinos (1972-2004). — Director de Anales cervantinos. (2005- ). — Miembro del Advisory Board del Proyecto trasatlántico «The Hispanic Baro‑ que» (University of Western Ontario, Canadá). — Miembro del Consejo asesor de la Colección «Cancioneros musicales de poetas del Siglo de Oro» del CSIC. — Miembro del Consejo de redacción de la Colección «Clásicos hispánicos» del CSIC

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— Miembro del Consejo de Redacción de Revista de Literatura, Ínsula, Edad de Oro, Theatralia, Criticón, Iberoamericana, Rilce, Cuadernos de investigación filo‑ lógica, Litterae, Notas y estudios filológicos, Teatro de palabras, etc. — Miembro del Comité coordinador de la Asociación internacional de teatro espa‑ ñol y novohipano. (2004-) — etc., etc. 5.  PUBLICACIONES A)  Libros  1. El tema del Conde Alarcos. Del Romancero a Jacinto Grau. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1972.  2. La novela española del siglo xix. Madrid, La Muralla, 1973.  3. Misericordia de Galdós. Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1975.  4. El teatro español hoy. Barcelona, Planeta, 1975.  5. Semiología del teatro. Dirigido por Luciano García Lorenzo y José María Díez Borque. Barcelona, Planeta, 1975.  6. El teatro de Guillén de Castro. Barcelona, Planeta, 1976.  7. Zamora en la literatura. Zamora, Caja de Ahorros Provincial, 1976.  8. Documentos sobre el teatro español contemporáneo. Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1981.  9. Historia universal de la Literatura. Barcelona, Orbis-Origen, 1982-1983. Di‑ rector literario. 10. El teatro menor en España a partir del siglo xvi. Director del volumen, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1983. 11. Calderón. Actas del Congreso Internacional sobre Calderón y el teatro español del Siglo de Oro. Tres vols. Director de las Actas. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1983. 12. La temporada teatral española 1983‑1984. En colaboración con M. F. Vilches de Frutos. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1984. 13. El personaje dramático. Director del volumen. Madrid, Taurus, 1984. 14. El castigo sin venganza, tragedia española de Lope de Vega. Director del volu‑ men. Madrid, Teatro Español, 1985. 15. Los géneros menores en el teatro español del Siglo de Oro. Madrid, Ministerio de Cultura, 1988. 16. Las Misiones pedagógicas en Zamora (1933‑1934). Zamora, Instituto de Estu‑ dios Zamoranos, 1991. 17. Teatro y vida teatral a través de las fuentes documentales. Dirigido en colabora‑ ción con John E. Varey. London, Tamesis Books, 1991. 18. Ramos Carrión y la zarzuela. Director del volumen. Zamora, Caja de Ahorros Provincial‑ Instituto de Estudios Zamoranos, 1993.

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19. Festival Internacional de teatro clásico de Almagro 1978‑1997. Edición de Lu‑ ciano García Lorenzo y Andrés Peláez. Toledo, Caja Castilla La Mancha-Fes‑ tival de Almagro, 1997. 20. Aproximación al teatro universitario español (TEU). Director del volumen. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999. 21. Autoras y actrices en la historia del teatro español. Editor del volumen. Univer‑ sidad de Murcia, 2000. 22. Estado actual de los estudios calderonianos. Editor del volumen. Kassel, Edi‑ tion Reichenberger, 2000. 23. Miguel Narros, una vida para el teatro. Edición de Luciano García Lorenzo y Andrés Peláez. Festival de Almagro, 2002. 24. Diccionario de la Comedia del Siglo de Oro. Edición de Frank P. Casa, Luciano García Lorenzo y Germán Vega García-Luengos. Madrid, Castalia, 2002. 25. La construcción de un personaje: el Gracioso. Editor del volumen. Madrid, Fundamentos, 2005. 26. El teatro clásico español a través de sus monarcas. Editor del volumen. Madrid, Fundamentos, 2006. 27. Las puestas en escena de «El Caballero de Olmedo». Ayuntamiento de OlmedoDiputación de Valladolid, 2007. 28. El Figurón. Texto y puesta en escena. Editor del volumen. Madrid, Fundamen‑ tos, 2007. 29. La criada en el teatro español del Siglo de Oro. Editor del volumen. Madrid, Editorial Fundamentos, 2008. 30. Hacia la tragedia. Lecturas para un nuevo milenio. Ed. de Frederick de Armas, Luciano García Lorenzo, Enrique García Santo-Tomás. Madrid-Frankfurt. Iberoamericana-Vervuert, 2008. B)  Números monográficos de revistas  1. Cuadernos de teatro clásico, 1, 1987. Dedicado a «La comedia de capa y es­ pada.  2. Cuadernos de teatro clásico, 2, 1988. Dedicado a «El mito de Don Juan».  3. Cuadernos de teatro clásico, 3, 1989. Dedicado a «Música y teatro».  4. Cuadernos de teatro clásico, 4, 1990. Dedicado a «Traducir a los clásicos».  5. Cuadernos de teatro clásico, 7, 1992. Dedicado a «Cervantes y el teatro».  6. Arbor, 699-700, marzo-abril, 2004. Dedicado a «Crítica teatral y cánones del gusto».  7. Ínsula, 712, abril 2006. Dedicado a «Valle Inclán en escena».  8. Revista de Literatura, LXIX, 137, enero-diciembre, 2007. En colaboración con Abraham Madroñal. Monográfico dedicado a Francisco de Rojas Zorrilla. C)  Ediciones de textos  1. Teatro selecto de Jacinto Grau. Madrid, Escelicer, 1971.

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 2. Guillén de Castro. Don Quijote de la Mancha. Madrid, Anaya, 1971  3. Jacinto Grau. El Señor de Pigmalión. Madrid, Anaya, 1972.  4. Guillén de Castro. Los mal casados de Valencia. Madrid, Castalia, 1976.  5. Juan Valera. Pepita Jiménez. Madrid, Alhambra, 1977.  6. Guillén de Castro. Las Mocedades del Cid. Madrid, Cátedra, 1978.  7. Antonio Buero Vallejo, La detonación. Las palabras en la arena. Madrid, Espasa Calpe, 1979.  8. Lauro Olmo. La camisa. English Spoken. José García. Madrid, Espasa‑Calpe, 1981.  9. Benito Pérez Galdós. Misericordia. Madrid, Cátedra, 1982. En colaboración con Carmen Menéndez Onrubia. 10. Miguel de Cervantes. Novelas ejemplares. Dos vols. Madrid, Espasa Calpe, 1983. En colaboración con Carmen Menéndez Onrubia. 11. León Felipe. Antología poética. Zamora, Diputación Provincial, 1984. 12. Lope de Vega. Los locos de Valencia. Madrid, Compañía Nacional de Teatro Clásico, 1987. 13. Claudio Rodríguez. Conjuros. Zamora, Diputación Provincial, 1988. 14. Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. Notas de Luciano García Lorenzo. Oviedo, Ediciones Nobel, 1999. D)  Artículos, capítulos de libros, actas de congresos…  1. «Cartelera teatral española», 1965‑66», Segismundo, 4, 1966, 353‑374.  2. «La denominación de los géneros teatrales en España durante el siglo xix y el primer tercio del xx», Segismundo, 5‑6, 1968, 191‑199.  3. «Cartelera teatral española, 1966‑1967», Segismundo, 5‑6, 1968, 369‑389.  4.  «Introducción al estudio de los sonetos de Rubén Darío», Revista de Filología Española, LI, 1968, 209‑228.  5. «Los prólogos de Jacinto Grau», Cuadernos Hispanoamericanos, 224‑226, 1968, 622‑631.  6. «Unamuno y Jacinto Grau», Segismundo, 7‑8, 1968, 95‑106.  7. «Cartelera teatral de la temporada 1968‑1969», Segismundo, 7‑8, 1968, 247253.  8. «Los estudios hispánicos en las universidades canadienses», Boletín de Filología Española, 32‑33, 1969, 16‑24.  9. «Cartelera teatral de la temporada 1969‑1970», Segismundo, 9‑14, 1969‑1971, 421‑455. 10. «De Jacinto Grau a Antonio Buero Vallejo: variaciones sobre el mismo tema», Cuadernos hispanoamericanos, 234, 1970, 169‑178. 11. «Una reivindicación necesaria: Jacinto Grau», Actas del Tercer Congreso inter‑ nacional de hispanistas. México, El Colegio de México, 1970, 389‑401. 12. «Sobre la técnica dramática de Galdós. Doña Perfecta de la novela a la obra teatral», Cuadernos hispanoamericanos, 250‑252, 1970‑1971, 445‑471.

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13. «Bibliografía galdosiana», Cuadernos Hispanoamericanos, 250‑252, 1970-1971, 758‑797. 14. «De Clarín y Unamuno», Prohemio, III, 3, 1972, 467‑472. 15. «Jacinto Grau: El rey Candaules y Las bodas de Camacho», Anales cervantinos, XI, 1972, 217‑272. 16. «Don Juan y la piedad», Ínsula, 324, 1973, 10. 17. «Don Juan y siempre al final la muerte (de Valle Inclán a Martínez Sierra)», Segismundo, 17‑18, 1973, 49‑74. 18. «Galdós desciende a los infiernos», Estudios escénicos, 18, 1974, 215‑221. 19. «Bibliografía teatral galdosiana», Estudios escénicos, 18, 1974, 20. «Entremés del Conde Alarcos», Prohemio, V, 1, 1974, 119‑135. 21. «Cartelera teatral 1974», en El año literario español. Madrid, Castalia, 1975. Reproducido en L’année littéraire espagnole. Madrid, Castalia, 1979, 56‑75 y en The Spanish literary year. Madrid, Castalia, 1979, 57‑80. 22. «La prosa en el siglo xvii», en Historia de la Literatura española. Dirigida por José María Díez Borque. Madrid, Guadiana, 1975, vol. 2, 127‑174. 23. «Teatro y sociedad en la España de posguerra», en El teatro y su crítica. Mála‑ ga, Diputación provincial, 1975, 261‑278. 24. «El teatro de los Machado o la imposibilidad de ser», Cuadernos hispanoame‑ ricanos, 304‑307, 1975‑1976. Reproducido en Homenaje a Machado. Málaga, Diputación provincial, 1975, 119‑137. 25. «Elementos paraverbales en el teatro de Buero Vallejo», en Semiología del tea‑ tro. Barcelona, Planeta, 1975, 103‑125. Reproducido en Estudios sobre Buero Vallejo. Edición de Mariano de Paco. Universidad de Murcia, 1984, 93‑112. 26. «Bretón y el teatro romántico», Berceo, 90, 1976, 69‑82. 27. «Experiencia vital y testimonio literario: Cervantes y La guarda cuidadosa», Anales cervantinos, XV, 1976, 171‑180. 28. «Una nueva edición del Quijote», Ínsula, mayo 1977,16. 29. «León Felipe, dramaturgo y juglarón», Estreno, 111, 2, Otoño 1977, 21‑23. 30. «Rafael Lapesa, maestro», Ínsula, 379, 1978, 11. 31. «La comedia burlesca en el siglo xvii Las Mocedades del Cid de Jerónimo de Cancer», Segismundo, XIII, 1977, 131‑146. 32. «Entremés famoso de los invencibles hechos de Don Quijote de la Mancha», Anales cervantinos, XVII, 1978, 259‑273. 33. «Teatro clásico y público actual», en I Jornadas de teatro clásico español (Alma‑ gro). Madrid, Ministerio de Cultura, 1978, 59‑70. 34. «Teatro español actual», en Teatro español actual. Madrid, Fundación Juan March‑Cátedra, 1977, 13‑29. 35. «El teatro español después de Franco», Segismundo, 27‑32, 1978‑80, 271‑286. 36. «Un suceso en tres romances populares», Studia Zamorensia, 1, 1980, 119-128. 37. «De reyes y soldados entre burlas y veras», en Risa y sociedad en el teatro espa‑ ñol del Siglo de Oro. Université de Toulouse, 1981,

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38. «La tragedia del desengaño: el soldado pretendiente en el teatro español del siglo de Oro», en Teoría y realidad en el teatro español del siglo xvii. La influen‑ cia italiana. Roma, Publicaciones del Instituto Español de Cultura y de Litera‑ tura, 1981, 183‑195. 39. «Teatro español 1939‑1980», en Historia crítica de la Literatura española. Diri‑ gida por Francisco Rico. Barcelona, Editorial Crítica, 1981, 8, 556‑678. 40. «La literatura: signo actancial. Estatuto y función del personaje dramático», en La literatura como signo. Edición de José Romera Castillo. Madrid, Playor, 1981, 227‑245. 41. «Teatro español del Siglo de Oro», en Historia de la Literatura española e his‑ panoamericana. Madrid, Ediciones Orgaz, 1981. 42. «La generación del 98», en ídem. 43. «El hermano de su hermana de Bernardo de Quirós y la comedia burlesca del siglo xvii», Revista de Literatura, XLV, 1982, 5‑23. 44. «Quevedo y sus soldados pretendientes», en Homenaje a Quevedo. Salaman‑ ca, Academia Literaria Renacentista, 1982, 347‑354. 45. «“... será razón que llore y que no cante”. El amargo adiós del soldado Alonso de Ercilla», en España y América en el siglo xvi. Edición de Francisco de Sola‑ no y Fermín del Pino. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científi‑ cas, 1982, 373‑380. 46. «Elementos grotescos en el teatro de Calderón», en IV Table ronde sur le théa‑ tre espagnol (xvii -xviii siècle). Uníversité de Pau [1982], 28‑38. 47. «Hitos del teatro clásico», en Historia crítica de la Literatura española. Dirigida por Francisco Rico. Barcelona, Grijalbo, 1983, vol. 3, 836‑903. 48. «Teatro español del Siglo de Oro», en Historia universal de la Literatura. Bar‑ celona, Orbis‑Origen, 1983, vol. 3, 185‑232. 49. «La novela realista», en ídem, vol. 4, 217‑264. 50. «¿Teatro menor? ¿Teatro breve? Sobre una obra inédita de Lauro Olmo», en El teatro menor en España a partir del siglo xvi. Madrid, CSIC, 1983, 281‑287. Reproducido en la revista Teatro (Homenaje a Lauro Olmo), diciembre 1995, núm. 8, 211‑217. 51. «Estatuto y función del personaje dramático en el teatro español del Siglo de Oro: el soldado pretendiente», en Le personnage dans la littérature du Siócle d’Or. Statut et fonction. Paris, Editions Recherche sur les Civilitasions, 1984, 71‑79. 52. «Transición y renovación en el teatro español (1976‑1984)», Ínsula, 456‑457, 1984, 1 y 16. En Colaboración con M. F. Vilches de Frutos. 53. «El teatro español del siglo xx. Estado de la investigación y últimas tenden‑ cias», Siglo XX/20th Century, 2, 1‑2, 1984‑1985,1‑14. 54. «Actitud neoclásica ante la parodia», en Actas de Coloquio internacional sobre el teatro español del siglo xviii (1985)». Bolonia, Piovan Editore, 203‑211. 55. «Cuando Lope quiere, quiere...», en El castigo sin venganza, tragedia española de Lope de Vega. Coord. de Luciano García Lorenzo. Madrid, Teatro Español. 1985, 13‑21.

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56. «El teatro en Castilla y León. Panorama general (1939‑1975)», en Literatura contemporánea en Castilla y León. Valladolid, Junta de Castilla y León, 1986, 443-455. 57. «Notas sobre los grotesco y Calderón: la Mojiganga de las visiones de la muer‑ te», en Philologica Hispaniensia in honorem Manuel Alvar. Madrid, Gredos, 1986, vol. II, 177‑185. 58. «Galdós y El amigo Manso ante el teatro de su tiempo», Segismundo, 43‑44, 1986, 201‑207. 59. «El Burlador de Sevilla de Francisco Villaespesa. De la irreverencia a la cursi‑ lería», Las Nuevas Letras, 7, 1987, 33‑37. 60. «Don Juan Valera y el teatro: Estragos de amor y celos», Revista de Literatura, 97, 1987, 181‑186. 61. «X Jornadas de Almagro: coherencia y continuidad», Primer Acto, 220, 1987, 23‑30. 62. «El teatro clásico español en escena (1976‑1987)», Ínsula, 492, 1987, 21‑22. 63. «De la tragedia a la parodia: El caballero de Olmedo», en El castigo sin vengan‑ za y el teatro de Lope de Vega. Edición de Ricardo Doménech. Madrid, Cáte‑ dra‑Teatro Español, 1987, 121‑140. 64. «Alberto Sánchez: ilusión quijotesca y ejemplar humanidad», Anales cervanti‑ nos, XXV‑XXVI, 1987‑1988, 9‑18. 65. «La comedia burlesca: El Caballero de Olmedo, de Francisco Antonio de Mon‑ teser», en Actas de las Jornadas sobre el teatro popular en España. Edición de Joaquín Álvarez Barrientos y Antonio Cea. Madrid, CSIC, 1987, 193‑214. 66. «La crítica y el teatro español contemporáneo», Boletín de la Fundación Juan March, 178,1988, 3‑14. 67. «Teatro clásico y crítica actual», Criticón, 42, 1988, 25‑38. 68. «Locos e inocentes: el Misteri del rey Herodes y la tradición teatral», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLIII, 1988, 179‑289. 69. «Buero Vallejo: testimonio crítico y conciencia intelectual», Ínsula, 503, 1988, 26‑27. Reproducido en Buero Vallejo. Cuarenta años de teatro. Murcia, 1988, 97-100. 70. «Amor y locura fingida: Los locos de Valencia, de Lope de Vega», en El mundo del teatro español en su Siglo de Oro. Ensayos dedicados a John E. Varey. Edi‑ tado por J. M. Ruano de la Haza. Ottawa. Dovehouse, 1988, 213‑228. 71. «El Burlador de Sevilla de Francisco Villaespesa», Cuadernos de teatro clásico, 2, 1988, 73‑78. 72. «La escenografía del “teatro menor”», en La escenografía del teatro barroco. Ed. de Aurora Egido. Universidad de Salamanca‑Universidad internacional Menéndez Pelayo, 1989, 127‑139. 73. «Del personaje al actor, del actor al personaje», en Actor y técnica de represen‑ tación del teatro clásico español. London. Tamesis Books, 1989, 155-160. 74. «El elemento folklórico-musical en el teatro español del Siglo de Oro: de lo sublime a lo burlesco», Cuadernos de teatro clásico, 3, 1989, 67‑78.

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75. «Teatro español último: de carencias y realidades», Cuenta y Razón, 48‑49, 1989, 51‑58. 76. «Anales cervantinos», Anthropos, 98‑99, 1989, 129‑130. 77. «Das spanísche Theater nach 1975», en Spanisches Theater ¡m 20. �������� Jahrhun‑ dert. Ed. de W. Floeck. Tübingen, Francke Verlag, 1990, 293‑310. 78. «Antonio Machado ante el teatro», en Actas del Congreso internacional conme‑ morativo del cincuentenario de la muerte de Antonio Machado. Sevilla, Edicio‑ nes Alfar, 1990, Ill, 85‑90. 79. «Homenaje a Alejandro Casona. XXV años después». Madrid, Ayuntamiento de Madrid, Concejalía de Cultura, 1990, 16 pp. 80. «Valle‑Inclán y la parodia. De reyes, soldados y bufones», en Valle‑Inclán. Ho‑ menaje del Ateneo de Madrid. Madrid, Ateneo de Madrid, 1991, 213‑229. 81. «En el corazón del Barrio chino», en Teatro español contemporáneo. Madrid, Centro de Documentación teatral, 1991, 381‑394. 82. «Buero Vallejo», Primer Acto, separata, vol. 239, 1991, 5‑9. 83. «Una obra de consulta necesaria», en Saber leer, 71, 1994, 6‑7. 84. «Jesús Gallego Marquina. Un pintor también poeta», en Ex Libris. Homenaje a José Fradejas Lebrero. Madrid, UNED, 1993, vol. 1, 619‑628. 85. «Los orígenes de la imprenta en Zamora», en Civitas. MC Aniversario de la ciudad de Zamora. Zamora, Junta de Castilla y León‑Caja España, 1993, 64‑69. 86. «Cervantes, Constantinopla y La Gran Sultana», Anales cervantinos, XXXI, 1993, 201‑213. Reproducido en Los imperios orientales en el Siglo de Oro. Ac‑ tas de las Jornadas de Almagro, 1993. Universidad de Castilla la Mancha, 1994. 87. «Preludio para un estudio de la vida y la obra de Miguel Ramos Carrión», en Ramos Carrión y la zarzuela. Zamora, Caja de Ahorros Provincial‑Instituto de Estudios zamoranos, 1993, 55‑100. 88. «La recepción del teatro clásico español: El desdén con el desdén de Agustín Moreto y La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón», Revista de Literatu‑ ra, LV, 110, 1993, 557‑572. 89. «La Gran Sultana de Miguel de Cervantes. Adaptación del texto y puesta en escena», Anales cervantinos, XXXII, 1994, 117‑136. También en Cervantes. Kassel, Reichenberger, 1994, 401‑432. 90. «Procedimientos cómicos en la comedia burlesca», en Del horror a la risa. Los géneros dramáticos clásicos. Kassel, Reichenberger, 1994, 89‑113. 91. «La grandeza de los géneros menores», Saber leer, 76, 1994, 4‑5. 92. «Las damas de la comedia burlesca», en Images de la temme en Espagne aux xvi et xvii siécIes. Edición de Agustín Redondo. Paris, ������������������������������ Publications de la Sor‑ bonne, 1994, 252‑259. 93. «Esas damas vestidas de hombre», en Boletín de la Compañía nacional de tea‑ tro clásico, 32, Primavera 1994, 3.

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94. «Ideología y moralismo. El Padre Manuel de Guerra y Ribera y su Aprobación a las Comedias de Calderón de la Barca», en III y IV Jornadas de teatro. Univer‑ sidad de Burgos, 1995, 61-71. También en Littérature et politique en Espagne aux siécles d’or. Ed. de Jean Pierre Etienvre. Paris, Klincksieck, 1998, 283-293. 95. «La recepción del teatro clásico en la España última», en La Comedia. Ed. de Jean Canavaggio. Madrid, ����������������������������������������� Casa de Velázquez, 1995, 435‑460. 96. «’Claudio bueno, Claudio honrado’. La aparición de Conjuros y dos cartas de Vicente Aleixandre a Claudio Rodríguez», Compás de Letras, 6, 1995, 97‑110. 97. «Comedias y comediantes. Fray José de Jesús y las razones de su condena (1601)», en Mira de Amescua en candelero. Ed. de Agustín de la Granja y Juan Antonio Martínez Berbel. Universidad de Granada, 1996, tomo II, 171‑180. 98. «Un sainete atribuido a Gaspar Zavala y Zamora: Sancho Panza en su Ínsula», en El Siglo que llaman Ilustrado. Homenaje a Francisco Aguilar Piñal. Coord. de Joaquín Álvarez Barrientos y José Checa Beltrán. Madrid, CSIC, 1996, 407-416. 99. «Prólogo» a Cristina Santolaria Solano, Fermín Cabal, entre el realismo y la vanguardia. Universidad de Alcalá de Henares, 1996, 9‑11. 100. «Calderón a partir de 1981», en Anthropos, 1997 (Extraordinario núm. 1 dedicado a Calderón de la Barca), 169‑174. 101. «Puesta en escena y recepción del teatro clásico español: Fuente Ovejuna de Lope de Vega», en Hispanic Essays in Honor of Frank P. Casa. Edited by A. Robert Lauer and Henry W. Sullivan. New York, Peter Lang, 1997, 112‑121. 102. «La puesta en escena del teatro clásico», en Ínsula, 601‑602, enero‑febrero 1997, 14‑16 y 25. 103. «La Compañía Nacional de Teatro Clásico. Diez notas», en Escena, 1996. 104. «Más allá (y más acá) de la puesta en escena», Cuadernos de Teatro Clásico, 10, 1996, 55‑59. 105. «Festival de Almagro: veinte años de teatro clásico». En colaboración con Manuel Muñoz Carabantes. En Festival internacional de teatro clásico de Al‑ magro 1978‑1997. Toledo, Caja Castilla La Mancha‑Festival de Almagro, 1997, 61‑96. 106. «El teatro clásico en la escena contemporánea‑ Don Gil de las calzas verdes», en Estudios de Literatura española de los siglos xix y xx. Homenaje a Juan María Díez Taboada. Madrid, CSIC, 1998, 532‑549. 107. «Valle‑Inclán y Las galas del difunto: Parodia y tradición clásica», en Teatro y pensamiento en La Generación del 98. Madrid, Fundación Pro‑RESAD, 1998, 115‑148. También, ampliado, en Don Juan Tenorio en la España del siglo xx. Literatura y cine. Ed. de Ana Sofía Pérez‑Bustamante. Madrid, Cátedra, 1998, 173‑188. 108. «El Burlador de Sevilla: procedimientos cómicos y puesta en escena», en El ingenio cómico de Tirso de Molina. Ed. de Ignacio Arellano, Blanca Oteiza y Miguel Zugasti. Pamplona, Universidad de Navarra, 1998, 97‑108.

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109. «El teatro durante la Restauración y el fin de siglo. El teatro menor», en His‑ toria de la Literatura española. Siglo xix (II). Coordinador Leonardo Romero Tobar. Madrid, Espasa‑Calpe, 1998, 132‑142. En colaboración con Pilar Es‑ pín. 110. «Los desenlaces de La Gran Sultana», en Cervantes y la puesta en escena de la sociedad de su tiempo. (Actas del Coloquio de Montreal, 1997). Universidad de Murcia, 1999, 139‑147. 111. «Sagasta Tenorio: Política y teatro en 1898», en La independencia de las últi‑ mas colonias españolas y su impacto nacional e internacional. Editado por José María Ruano de la Haza. Ottawa, Dovehouse, 1999, 50‑67. 112. «Puesta en escena y recepción de Fuente Ovejuna (1940‑1999)», en «Que otro Lope no ha de haber...» Atti del Congresso Internazionale su Lope de Vega. Ed. de Maria Grazia Profeti. Firenze, Alinea Editrice, 2000, 85-105. 113. «El teatro de Calderón en la escena española (1939-1999)», en Bulletin of Hispanic Studies (Glasgow), LXXVII, 2000, pp. 421-433 (en colaboración con Manuel Muñoz Carabantes). También, ampliado y reelaborado, en Esta‑ do actual de los estudios calderonianos. Kassel, Reichenberger-Festival de Al‑ magro, 2000, 351-382. 114. «Los autos sacramentales en la escena española: prejuicios y ausencias», en Calderón de la Barca y la España del Barroco. Ed. de José Alcalá Zamora y Ernest Belenguer. Madrid, Centro de Estudios Políticos y ConstitucionalesSociedad Estatal Nuevo Milenio, 2001, vol. II, 607-615. 115. «Los autos sacramentales en la España última», en El teatro del Siglo de Oro ante los espacios de la crítica. Encuentros y revisiones. Edición de Enrique García Santo-Tomás. Madrid, Iberoamericana, 2002, 405-426. 116. «La comedia burlesca», en Diccionario de la Comedia del Siglo de Oro. Ma‑ drid, Castalia, 2002, 51-52. 117. «Ciudad y teatro: Almagro», en La Ciudad y la Cultura. Monográfico de Sa‑ lamanca. Revista de Estudios, n.º 49, 2002, 111-119. 118. Festival internacional de teatro clásico de Almagro. Almagro, Festival de Al‑ magro, 2003 (16 pp.). 119. «Teatro clásico y compromiso», en Las puertas del drama, n.º 13, 2003, 1013. 120. «Tirso en escena. De los años cuarenta a la Compañía Nacional de Teatro Clásico», en Cuadernos de Teatro Clásico, n.º 18, 2003, 21-32. 121. «El acero de Madrid: de las puestas en escena a la edición de Arata», Criticón. Homenaje a Stefano Arata, 87-89, 2003, 325-332. 122. «Almagro. Corral de Comedias e teatro clásico», en Revista Galega do Ensi‑ no, 42, 2004, 37-48. 123. «Guillén de Castro, del texto a la escena», en Anthropos, Cuadernos A, 14, 2004, 51-59. 124. «Lope de Vega: de La discreta enamorada a Doña Francisquita», en Proyección y significados del teatro clásico español. Homenaje a Alfredo Hermenegildo y

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Francisco Ruiz Ramón. Edición de José María Díez Borque y José Alcalá Za‑ mora. Madrid, Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, 2004, 161171. 125. «Teatro clásico e iniciativa pública», en Arbor, 699-700, marzo-abril, 2004, 545-560. 126. «Lauro Olmo en el Mediterráneo: Mare Vostrum», en Lauro Olmo. Teatro completo. Madrid [Asociación de Autores de Teatro, 2004, 229-232. 127. «Los entremeses cervantinos en escena: farsa, cuerpo y palabra», en «Por discreto y por amigo». Mélanges offerts á Jean Canavaggio. Etudes reunies et preentées par Christophe Couderc ey Benoit Pellistrandi. ���������������� Madrid, Casa de Velázquez, 2005, 69-77. 128. «Domingo Miras y Las brujas de Barahona: un teatro en libertad», en Domingo Miras. Teatro escogido. Madrid, Asociación de Autores de Teatro, 2005, 9-14. 129. «Ruiz Iriarte, Paso, Gala, Muñiz y Buero Vallejo ante el centenario (1966) de Arniches, Benavente y Valle-Inclán», en Jacinto Benavente en el teatro espa‑ ñol. Ed. de Mariano de Paco y Francisco Javier Díez de Revenga. Murcia, Caja Murcia, 2005, 155-177. 130. «Texto y representación dramática. Estado actual de los estudios sobre teatro español del Siglo de Oro», en El Siglo de Oro ante el nuevo milenio. Ed. de Carlos Mata y Miguel Zugasti. Pamplona, EUNSA, 2005, 37-52. 131. «Los entremeses cervantinos en escena», en Miguel de Cervantes. El Retablo de las maravillas. Atenas, Instituto Cervantes, 2005, 18-25 (en Español) y 1634 (en Griego). 132. «Cuando el Gracioso se impone en la Comedia: La discreta enamorada de Lope de Vega», en La construcción de un personaje: el Gracioso. Ed. de Lucia‑ no García Lorenzo. Madrid, Fundamentos, 2005, 123-140. 133. «Sobre algunas representaciones de la Numancia en la escena española de las últimas décadas», en Boletín de la Real Academia Española, LXXXV, enerodiciembre, 2005, 325-333. 134. «Valle en escena», Ínsula, 712, abril 2006, 2. 135. «Lluis Pascual ante Luces de bohemia», Ínsula, 712, abril 2006, 15-17. 136. «De puertas (palaciegas) abiertas: La Gran Sultana de Cervantes en su ver‑ sión escénica (1992)», Ínsula, 714, junio 2006, 12-15. 137. «De locos y caballeros: «Don Quijote de la Mancha de Guillén de Castro», en La comedia de caballerías. Actas de las XXVIIII Jornadas de teatro clásico de Almagro. Almagro, Festival de Almagro-Universidad de Castilla-La Mancha, 2006, 77-97. 138. «De dioses a bufones. Los reyes en el teatro clásico español», en El teatro clásico español a través de sus monarcas. Madrid, Fundamentos, 2006, 9-18. 139. «La vida es sueño y la ópera: Life is dream de Louis Spratlan y James Maraniss (1975-1978)», en Estudios sobre el teatro español. Homenaje a Marc Vitse. Toulouse, PUM/Consejería de Educación de la Embajada de España en Francia, 2006, 335-349.

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140. «La puesta en escena de los clásicos españoles en 2006», en Ínsula, 724, abril 2007, 14-16. 141. «De la fortuna escénica de Rojas Zorrilla en los teatros de Madrid», en Revis‑ ta de Literatura, LXIX, 137, enero-junio 2007, 235-247. Número monográfi‑ co dedicado a Francisco de Rojas Zorrilla. 142. «La presencia de los autores clásicos en la escena española y extranjera (20002005)», en Análisis de espectáculos teatrales (2000-2006). Ed. de José Romera Castillo. Madrid, Visor, 2007, 91-105. 143. «Guillén de Castro desde Cervantes», en Boletín de la Compañía nacional de teatro clásico, 45, 2007, 5. 144. «Para un estudio del figurón», en El Figurón. Texto y puesta en escena. Ed. de Luciano García Lorenzo. Madrid, Fundamentos, 2007, 11-19. 145. «Don Quijote en escena (Teatro Real, 1905) y San Lorenzo de El Escorial (1947)», en Lecturas cervantinas, 2005. San Petersburgo, Fundación Cervan‑ tes de San Petersburgo, 2007, pp. 76-88. 146. «Ricardo Doménech desde la libertad, la reflexión y el compromiso», en Tea‑ tro español. Autores clásicos y modernos. Homenaje a Ricardo Doménech. Ed. de Fernando Doménech. Madrid, Fundamentos, 2008, 19-24. 147. «Juan Manuel Rozas y el teatro clásico», en Del Siglo de Oro y de la Edad de Plata. Estudios sobre Literatura española dedicados a Juan Manuel Rozas. Ed. de Jesús Cañas Murillo y José Luis Bernal Salgado. Cáceres, Universidad de Extremadura, 2008, pp. 309-315. 148. «El teatro de Agustín Moreto en la escena española (1939-2006)», en More‑ tiana. Adversa y próspera fortuna de Agustín Moreto. Ed. de María Luisa Lo‑ bato y Juan Antonio Martínez Berbel. Madrid/Frankfurt, IberoamericanaVervuert, 2008, pp. 101-119. 149. «Para un estudio de la Criada en nuestro teatro clásico», en La Criada en el teatro español del Siglo de Oro. Madrid, Fundamentos, 2008, pp. 9-12. 150. «Don Quijote en la escena española (2005). De la comicidad al testimonio po‑ lítico», en Tus obras los rincones de la tierra descubren. Actas del VI Congreso internacional de la Asociación de cervantistas. Alcalá de Henares, Asociación de cervantistas, 2008, pp. 15-27. 151. «Democracia, política teatral y la puesta en escena de Abre el ojo (1978) de Rojas Zorrilla», en Rojas Zorrilla en su cuarto centenario. Ed. cuidada por Fe‑ lipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal y Elena E. Macrello. [Cuen‑ ca], Ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha, 2008, pp. 257-267. 152. «José Ruibal: tres versiones para ballet de obras calderonianas», en Hacia la Tragedia áurea. Lecturas para un nuevo milenio. Ed. de Frederick de Armas, Luciano García Lorenzo y Enrique García Santo-Tomás. Madrid, Universi‑ dad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 2008, pp. 219-240.

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E)  Obras de creación   1. Día a día. Zamora, Diputación de Zamora, 1990.  2. Cenizas y diamantes. Madrid, Editorial Orígenes, 1991.  3. «Esa mano temblando en el aire...», en Via Crucis del arte zamorano. 14 poetas y 14 pintores. Zamora, Diputación de Zamora-Obra Cultural Caja España, 1991.  4. 3 poemas y una adivinanza. Madrid, 1992. (Plaquete)  5. Intermedio. Madrid, 1993. (Plaquete). 6. PARTICIPACION EN COMITES Y REPRESENTACIONES INTERNACIONALES — Representante de España en el Comité de Humanidades de la European Science Foundation (1982-1986). 7. ORGANIZACION DE CONGRESOS, COLOQUIOS… — ��������������������������������������������������������������������� «Semaine culturale espagnole» (1969). Université de Montreal, Canadá. — ��������������������� «La cultura española ������������������������������������� hoy» (1982). Middlebury College, USA. — «Calderón y el teatro español del Siglo de Oro» (1981). Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid. (Publicadas las Actas). — «El teatro menor en España hasta el siglo xvii» (1982). Casa de Velázquez, Ma‑ drid. (Publicadas las Actas). — «El personaje dramático» (1983). Jornadas de teatro clásico de Almagro. (Publi‑ cadas las Actas). — Los géneros menores en el teatro clásico español» (1986). Jornadas de teatro clásico de Almagro. (Publicadas las Actas). — «La Celestina: texto y representación dramática» (1987). Jornadas de teatro clá‑ sico de Almagro. — «El teatro clásico español a través de las fuentes documentales» (1989), codirec‑ ción con John Varey. Instituto de estudios zamoranos, Zamora. (Publicadas las Actas). — «Mito y personaje: Don Juan» (1990). Universidad Complutense. Cursos de El Escorial. — «Ramos Carrión y la zarzuela» (1992). Instituto de estudios zamoranos, Zamora. (Publicadas las Actas). — «Literatura española contemporánea» (1992). Universidad internacional Me‑ néndez Pelayo, Santander. — «Teatro universitario español» (1995). Universidad Menéndez Pelayo, sede de Cuenca. (Publicadas las Actas). — «Autoras y actrices en la historia del teatro español» (1998). Festival internacio‑ nal de teatro clásico de Almagro. (Publicadas las Actas). — «Estado actual de los estudios calderonianos» (1999), Festival internacional de teatro clásico de Almagro. (Publicadas las Actas).

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— «El teatro español del Siglo de Oro ante la crítica» (2000). Codirector. Univer‑ sidad Complutense. Cursos de El Escorial. (Publicadas las Actas). — «(re)crear a Don Juan». Festival internacional de teatro clásico de Almagro (2001). — «Leer el teatro clásico». Festival internacional de teatro clásico de Almagro (2001). — «El teatro español en la democracia» (2002). Centro cultural de la Villa, Ma‑ drid. — «La reescritura: creación, adaptación, traducción» (2002). Festival internacio‑ nal de teatro clásico de Almagro. — «Teatro clásico y jóvenes de Europa» (2003). Festival internacional de teatro clásico de Almagro. — «Teatro clásico español: texto y puesta en escena» (2006). Instituto Cervantes, Chicago, USA. — «Teatro clásico español: hacia la tragedia» (2007). University ���������������������������� of Chicago-Insti‑ tuto Cervantes de Chicago, USA. (Publicadas las Actas). 8.  CONDECORACIONES, PREMIOS… — Premio Extraordinario de Doctorado. Universidad Complutense de Madrid. — Officier de I´Ordre des Palmes Academiques. — Medalla de bronce del CSIC. — Hijo adoptivo de Almagro. — Premio Clásicos 1999. — �������������������������������������������������������������������������� Honorary Member de la American Assotiation of Teachers of Spanish and Por‑ tuguese (USA). 9. ADAPTACION DE OBRAS PARA LA ESCENA Ha adaptado para la escena obras clásicas, como Lazarillo de Tormes, Los mal casa‑ dos de Valencia, de Guillén de Castro, esta última para la Compañía Nacional de Teatro Clásico. 10.  JURADO DE PREMIOS — Ha sido miembro de jurados de diversos premios (algunos de ellos en varias ocasiones): Premio Nacional de teatro, Medallas de las Bellas Artes, Premio de teatro Calderón de la Barca, Premio Nacional de Ensayo en Literatura infantil, Premio Constitución de teatro, Premio de Poesía Claudio Rodríguez, Premio Tirso de Molina, Premio Enrique Llovet, Premio Ciudad de Torrelavega, etc. 11.  CONFERENCIAS… — Ha pronunciado conferencias en Universidades, Centros de investigación y otras Instituciones de España (Universidades, Instituciones científicas y cultura‑

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les muy diversas…); Gran Bretaña (Oxford, Cambridge, Glasgow, Edimburgo, Instituto Cervantes de Londres…); Francia (Sorbonne-Nouvelle, Bordeaux, Toulouse, Nanterre…); Italia (Universidades de Roma 3, Venecia, Milano, Pa‑ dova, Palermo, Firenze, Pisa, Bologna, Academia de España en Roma, Institu‑ tos Cervantes de Roma, Milan y Nápoles…); Suiza (Ginebra, Lausanne, St. Ga‑ llen…), Grecia (Instituto Cervantes), Estados Unidos (Harvard University, Cornell University, Brown University, Brandeis University, Middlebury College, Darmouth College, Wellesley College, Duke University, University of Virginia, Bucknell University, Wake Forest University, EmoryUniversity of North Caroli‑ na at Chapel Hill, Boston University, Northwestern University, SUNY Buffalo, SUNY Binghanton, University of New Mexico at Albuquerque, University of Colorado at Boulder, Ohio State State Universiy at Columbus, CUNY New York…); Canadá (McGill University, Université de Montreal, Biblioteque de Québec, Université Laval, Queens University, University of Western Ontario…); Cuba (Asociación de escritores y artistas de Cuba); México (UNAM, Universi‑ dad de Ciudad Juárez); Argentina (Teatro Cervantes, Universidad de Buenos Aires); Colombia (Universidad de los Andes); Ciudad de Panamá; Portugal (Universidad de Lisboa); Polonia (Universidad de Varsovia), etc. — Ha pronunciado el Pregón de las Fiestas en Zamora (1995) y Almagro (1999). — Ha pronunciado el Pregón de la Semana Santa de Zamora (1991). 12.  COLABORACIÓN EN MONTAJES DE OBRAS CLÁSICAS Ha asesorado o participado en montajes de obras clásicas para el Teatro Español de Madrid (El castigo sin venganza), Compañía Nacional de Teatro Clásico (Los locos de Valencia, La Gran Sultana, Fuente Ovejuna, Don Gil de las calzas verdes, El misán‑ tropo, etc.), Teatro de La Abadía (Entremeses de Cervantes), etc., con directores como Miguel Narros, Adolfo Marsillach, José Luis Gómez, etc. 13.  COLABORACIONES PERIODÍSTICAS Ha colaborado en diarios y revistas de carácter nacional, como Informaciones, Ya, El País, El Mundo, ABC… Actualmente es colaborador habitual de ABCD las Letras, suplemento cultural del diario ABC. Diciembre 2008.

SIGLOS XVI Y XVII

De elocutio y perspicuitas en la prosa cervantina Luis Alburquerque García Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Hablar de la elocutio en general en la prosa cervantina requeriría una extensión mayor que la prevista para estas páginas. Me ciño, pues, a algunas cuestiones relacionadas con esta parte de la retórica que, junto con la inventio, dispositio, memoria y actio, conforman las cinco fases de esta disciplina. Limitarse sólo al ámbito de la elocutio no presupone ninguna toma de posición sobre su prioridad con respecto a las restantes partes de la retórica. 1 Se trata de hacer un repaso por la prosa cervantina con la mirada puesta en algunos aspectos de la elocución y, más concretamente, de la virtud de la «claridad» (perspicuitas), como la «llaneza», la «admiración» o la variatio, que en la preceptiva retórica se integraban dentro de la elocutio. El objetivo de este artículo nada tiene que ver con el uso de las figuras del lenguaje en la prosa de Cervantes. Para comprobar su destreza en la utilización de esos recursos bastaría con acudir al ya clásico trabajo de Helmut Hatzfeld (1962). Si atendiéramos a las fases arriba enunciadas de la inventio o la dispositio, nos encontraríamos estudios que llegan incluso a establecer una relación genética entre la teoría retórica y la práctica de los textos (se entiende que no sólo cervantinos). 2    La concepción más restringida que, como recordamos, la identificaba estrictamente con la elocutio y cuyas raíces más inmediatas hay que buscar en el ramismo del siglo xvi, no se consagró hasta el Romanticismo.   Por referirnos sólo al ámbito de la bibliografía en español, pueden consultarse los trabajos de A. Roldán (1974), A. Blecua (1985), E. Artaza (1989: 339-342), L. López Grigera (1994: 151-163, 165-178), A. Martín Jiménez (1997 y 2003) o V. Núñez Rivera (2002).

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Trabajos más recientes, sin embargo, matizan esta postura y sugieren que tal vez el dominio de estos recursos retóricos (ya sea en la inventio, dispositio o elocutio), no provendría del aprendizaje de una doctrina previa sino, más bien al contrario, sería resultado natural de la aplicación de unos principios universales que desarrolla todo discurso oral o escrito bien elaborado. 3 Pero, como decía, mi pretensión más modesta es la de entresacar algunas de las opiniones relativas a la elocutio («claridad», «admiración», «variación», «decoro») que el autor vertió en sus textos y que forman parte de la poética implícita cervantina. Poética y retórica, según se ve, enlazadas por la sutura de elocución, como de hecho advirtió Aristóteles en la Poética al remitir el análisis de las figuras a la Retórica. Pero no sólo enlazadas en este punto. Innumerables pasajes de las obras de Cervantes se han considerado como ecos provenientes de la dialéctica en cuanto parte de la retórica (Roldán, 1974). Algunos principios que rigen la prosa cervantina anidan, como trataremos de exponer, en sus comentarios acerca de la elocución. 4 Recordemos que esta fase comprendía fundamentalmente dos apartados: la teoría de los estilos o genera elocutionis, por un lado, y las cualidades o virtudes elocutivas, por otro. Estas segundas incluían la corrección o puritas, la «claridad» o perspicuitas y la belleza u ornatus, que abarcaba la composición y la elección de las palabras, respectivamente. En este apartado se alojaba el tradicional elenco de las figuras del discurso, consideradas como tales por transgredir en algún punto la norma lingüística, otorgando así al discurso un añadido ornamental que potenciaba su virtualidad discursiva. En muy pocas ocasiones Cervantes se refiere explícitamente a esta operación retórica: «(...) y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel» (El Quijote, II, LXII). Otra vez lo hace elogiando a Lope de Vega: «Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo que tienen lleno el mundo de su fama» (El Quijote, I, XLVIII). Encontramos también una referencia indirecta a esta parte del arte retórica en el prólogo a su obra de juventud La Galatea (1585). Allí Cervantes se defiende de las posibles objeciones que pudieran hacerle sobre la «elocución»: «por haber mezclado razones de filosofía entre algunas amorosas de pastores». Y más adelante añade: «las demás [objeciones] que en la invención y en la disposición se pudieran poner, discúlpelas la intención segura del que leyere» (1994: 24). Y es que, como decíamos más arriba, en la elocutio se alojaba un apartado inexcusable de la doctrina retórica, a saber, la teoría de los estilos. Aunque numerosas,   Véase M. Á. Garrido Gallardo (2008: 12 y 14).  A partir de aquí me sirvo de los ejemplos procedentes de algunas de las entradas (entre ellas admiratio, variatio y «llaneza») que elaboré para la Gran Enciclopedia Cervantina (Castalia/Centro de Estudios Cervantinos), 2005.  

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sus modalidades se reducían normalmente al genus humile, genus medium y genus sublime, que se correspondían con un registro bajo, medio y alto o sublime, respectivamente, tal y como habían cristalizado en la famosa interpretación medieval de la «rueda de Virgilio». Según esto, se deduce que Cervantes era consciente de haber infringido una norma básica del estilo al atribuir un registro lingüístico elevado («razones de filosofía») a un grupo, el de los pastores, que se compadecía más bien con el estilo bajo o genus humile. La correcta adecuación del registro lingüístico a la situación y estatus de los hablantes era una recomendación básica de la retórica que se condensaba en la teoría del aptum o decoro poético, para lo cual, una amplia gama de registros facilitaba el proceso de una creación verosímil. 5 Hacer gala, por tanto, de amplio y variado vocabulario, con las oportunas reservas, se consideraba altamente rentable para el discurso literario. En la «Aprobación» de las Novelas ejemplares, Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo se refería directamente a esta notable capacidad de Cervantes: «(...) antes bien confirma el dueño desta obra la justa estimación que en España y fuera della se hace de su claro ingenio, singular en la invención y copioso en el lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y admira (...)» (2001: 46). La perfección de la «elocución» se establecía, según la doctrina retórica, en varios niveles del discurso (tanto en las palabras aisladas como en las palabras agrupadas) y afectaba a las tres virtudes básicas de la oratoria antes citadas: puritas, perspicuitas y ornatus. Como se refería a la formulación lingüística, quedaba claro su grado de parentesco con la gramática. Si ésta se definía como ars recte dicendi, la retórica se conocía como ars bene dicendi. En suma, las virtudes más gramaticales (la corrección, sobre todo, y la «claridad») se convertían en condición necesaria pero no suficiente del discurso, como nos recuerda Cervantes en dos pasajes: «...habla a lo llano, a lo liso, a lo no intricado, como muchas veces te he dicho, y verás cómo te vale un pan por ciento» (El Quijote, II, LXXI). Y «La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga» (Los trabajos de Persiles y Segismunda, III, 7). En este sentido, la ausencia de «claridad» es una de las cosas que Cervantes más echa en falta, especialmente en las novelas de caballerías. Recordemos el famoso parlamento en que ironiza a este respecto: «Y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la «claridad» de su prosa y aquellas entrincadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi ra  Para llevar a cabo una correcta selección de los vocablos pertinentes al registro lingüístico de cada situación, se disponía de glosarios que ordenaban alfabéticamente las palabras para uso de los oradores y poetas. En este sentido, el libro en dos volúmenes de Erasmo titulado De copia verborum et rerum (editado en Alcalá en 1525), que tuvo una extraordinaria difusión entre los maestros y alumnos de retórica durante el siglo xvi, respondía a una necesidad vivamente sentida en la época. En algunas universidades existía, además, una clase de ejercicios de la copia verborum con el fin de que los alumnos ampliaran sus conocimientos léxicos y adquirieran unos sólidos fundamentos en la práctica de la redacción.

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zón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra hermosura”. […] Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello» (El Quijote I, 1). Por otro lado, íntimamente vinculada y casi confundida con la virtud de la «claridad» aparece la idea de «llaneza», uno de los principios medulares de la prosa de Cervantes. Las preceptivas de la época, al hablar del «decoro» clásico, insistían en este punto memorablemente expuesto como ideario renacentista en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés: «El estilo que tengo me es natural; y sin afectación ninguna escribo como hablo. Solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolos cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación» (1535: 223). La influencia de tratados como El Cortesano (1528) de Castiglione, traducido por Boscán en 1534, afianzaron este principio de la «llaneza» al vincularse la discreción y el buen gusto con el estilo que huía de la afectación: «Nuestro cortesano será tenido por excelente, y en todo tendrá gracia, especialmente en hablar, si huyere la afectación». En los personajes del Quijote, recuerda Rosenblat (1971: 26), se percibe a veces el eco de los animados diálogos de El Cortesano. Es ya doctrina consagrada cuando en el Galateo español (1582), adaptación del manual de cortesanos de Lucas Gracián Dantisco, se lee en el capítulo sobre la expresión que «las afectaciones y demasías se deben evitar en los trajes y ceremonias, y mucho más en las palabras». Las referencias en el Quijote a este modelo de lengua son muy numerosas. Camino de las bodas de Camacho, el licenciado se manifiesta en este sentido: «El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda; dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores…, he estudiado Cánones en Salamanca y pícome un tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes» (II, XIX). El elogio explícito de la «llaneza» puede verse claramente en el Quijote cuando maese Pedro recrimina al muchacho que mueve los títeres tras un parlamento excesivamente rebuscado: «¡Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala!» (II-XXVI). Del mismo modo la censura de la afectación se entiende como elogio de la sencillez. De entre los múltiples consejos de don Quijote a Sancho para el buen gobierno de la ínsula se desprende el siguiente: «Anda despacio; habla con reposo; pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo; que toda afectación es mala» (II-XLIII). Cervantes ensalza indirectamente la «llaneza» a través de la parodia del estilo almibarado de los libros de caballerías, a la que recurre en numerosas ocasiones: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas…» (I, II). Otras censuras del estilo afectado se despliegan como parodias de otros géneros literarios, tales como el pastoril o la oratoria sagrada de la época.

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La mirada burlona de Cervantes se ceba también en el uso de una falsa erudición latinizante que alejaba los discursos de la «claridad» debida. Recuerda Rosenblat (1971: 16) cómo El Quijote está plagado de latines, sobre todo, eclesiásticos, que aparecen siempre con intención burlesca: «Fugite, partes adversae!» exclama don Quijote ante las provocaciones de las pícaras damiselas en el capítulo LXII de la segunda parte. Y Sancho prevaricador afirma en cierta ocasión: «Quien ha inferno nula es retencio, según he oído decir» (I, XXV), aludiendo al oficio de difuntos que reza «Quia in inferno nulla est redemptio». Este exceso de «latines», moneda corriente en la época, había sido también blanco de las preceptivas eclesiásticas como la de Miguel de Salinas, quien en su Rhetorica en lengua castellana denuncia a los predicadores que «hablan una palabra en romance y tres en latín, que ni son latinas ni castellanas». Esta idea de «claridad» y «llaneza», junto con su correlato, la «huida de la afectación», se hacen explícitas en una cierta teoría del estilo que Cervantes pone en boca de un amigo «gracioso y bien entendido» en el prólogo de la primera parte del Quijote: «… procurar que, a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzárades y fuera posible, vuestra intención; dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y oscurecerlos». Una aparente contradicción parece que surge en torno a este ideal de «claridad» que Cervantes preconizó como ideal estilístico. Si en muchos pasajes del Quijote se ridiculiza el habla artificiosa y desnaturalizada del género pastoril y de la novela bizantina, ¿por qué probó suerte con sendos géneros en su primeriza obra pastoril La Galatea y en el Persiles, su obra póstuma perteneciente al género de la novela bizantina? Despejar el problema como un simple caso de «diletantismo estético» no parecería convincente. Para Américo Castro (1925: 37-39; 187-190) la cuestión se torna más compleja y sugiere que tal vez el pensamiento platónico, que predominaba en la mayoría de los preceptistas de la época, influyera en la concepción de una realidad ideal que se afirmaba con tanta vigencia como la realidad próxima e inmediata. El mundo perfecto sólo tenía cabida en los dominios del arte y entrar en ellos implicaba la renuncia a la realidad misma. De ahí la desengañada posición irónica de Cervantes ante la ficción pastoril, sin excluir la propia obra, ya que estos modelos genéricos se prestaban a desarrollar esta faceta artística. La enorme contradicción entre lo ideal y lo real la resuelve genialmente Cervantes en su Quijote. Según esto, para Castro (1925: 39), «la verdad de Don Quijote es solidaria de la de Galatea y de la de Persiles». De hecho, la ruptura con los moldes genéricos anteriores supuso entre otras cosas una apuesta por lo real frente al estereotipo anquilosado del mundo ideal representado por aquellos géneros que él mismo imitó y, a la vez, parodió en el Quijote. Estamos en los albores de la novela moderna. Ahora bien, la «claridad» y la «llaneza» adquieren su verdadera dimensión junto con otro ingrediente que siempre persiguió Cervantes para su estilo: la «admira-

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ción». Desde Aristóteles, se venía considerando como uno de los componentes necesarios para despertar el interés del receptor/lector por la obra de arte. Recordemos que la retórica clásica distinguía varios tipos de causas judiciales según su grado de defendibilidad. Una se denominaba precisamente admirabile, por tener que defender opciones que chocaban contra el sentimiento jurídico vigente, la moral o la verdad. El enlace de la «admiración» con la retórica no afectaba sólo al campo jurídico sino también al literario. Aristóteles se refirió a la necesidad de lo maravilloso en la tragedia y en la épica tanto en los contenidos como en la forma. En la Retórica alude concretamente al carácter admirable del lenguaje extraño e inusual. Es claro que la «admiración» se encontraba en la raíz misma de los tres fines tradicionales de la oratoria y, por extensión, de toda literatura: instruir, deleitar y conmover (docere, delectare y movere). Para alcanzarlos era necesario, en mayor o menor medida, el excipiente de la «admiración», cuya importancia ponderaron las poéticas del Renacimiento. 6 Los preceptistas italianos como Minturno y Escalígero la consideraban una de las funciones primarias de la poesía; también autores españoles como el Pinciano o Cascales le asignaron un puesto preeminente en cualquier género literario. Aunque Cervantes no dedica ninguna reflexión extensa a la «admiración», se refiere a ella en numerosos pasajes de su obra, lo que nos hace caer en la cuenta de la importancia que le atribuía a su función. En el Quijote, por ejemplo, el canónigo exige de las obras de ficción que «admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la «admiración» y la alegría juntas» (El Quijote, I, XLVII). Al empeño de atraer la atención del lector hay que añadir otras ocasiones en que se subraya la intención de deleitar, como es el caso de Rutilio, en El Persiles, cuando narra su historia y deja a los oyentes «admirados y contentos» (Los trabajos del Persiles y Segismunda, I, 9); o el de Periandro, también en la misma obra, cuando cuenta los sucesos de la isla bárbara y se nos dice que «de nuevo se admiraron y alegraron los presentes» (Los trabajos de Persiles y Segismunda, I, 15). El ventero de La ilustre fregona promete al corregidor oír cosas que «juntamente con darle gusto, le admiren». Ya el Pinciano en su tratado Filosofía Antigua Poética (1998: 200) advierte de la posible oposición existente entre la admiratio y la verosimilitud: «parece que tienen contradicción lo admirable y lo verosímil». Cervantes alude también a la posible incompatibilidad de ambos términos cuando, en un determinado momento, un personaje exclama, ante algo que acaba de ser narrado, que «más es cosa para admirarla que para creerla» (El Quijote, II, LXIII). En otra ocasión en que va a tratarse de las cosas que don Quijote ha visto en la cueva de Montesinos, advierte Cervantes en el encabezamiento del capítulo correspondiente que son tan «admirables» que su «imposibilidad y grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa» (El Quijote, II, XXIII). Parece, pues, que para Cervantes, como para los preceptistas de la época, lo admirable se ha de conjugar con lo verosímil, porque si no «los sucesos de 

 Una reflexión más extensa al respecto puede verse en Riley (1989: 146-154).

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don Quijote, o se han de celebrar con «admiración», o con risa» (El Quijote, II, XLIV). Quizá por eso haya que tomar con una cierta ironía la consideración de Cervantes acerca de los sucesos en El Persiles: «Yo digo que mejor sería no contarlos, según lo aconsejan antiguos versos castellanos que dicen: Las cosas de admiración/ no las digas ni las cuentes:/ que no saben todas gentes/ cómo son» (Los trabajos de Persiles y Segismunda, III, 16). Y, junto con la «admiración», el recurso a la variatio. La variedad, que surge como remedio contra el tedio y como estímulo para el placer de la recepción, está directamente vinculada con una de las cuestiones críticas más importantes de la época: la unidad artística. Para Cervantes esta cualidad consiste en procurar al lector el placer del cambio. Ya Aristóteles en su Poética se refería a la variedad como uno de los rasgos distintivos de la oposición tragedia/epopeya: «(...) Mientras que en la epopeya, por ser una narración, puede el poeta presentar muchas partes realizándose simultáneamente, gracias a las cuales, si son apropiadas, aumenta la amplitud del poema. De suerte que tiene esta ventaja para su esplendor y para recrear al oyente y para conseguir variedad con episodios diversos. Pues la semejanza, que sacia pronto, hace que fracasen las tragedias» (Poética, 1459b). Sobre el texto aristotélico planean dos cuestiones capitales que, de una u otra manera, adquieren un gran interés para la crítica literaria en la época: en primer lugar, cómo se conjugan en un texto literario la unidad y proporcionalidad con la variedad y, en segundo, qué se entiende por la expresión aristotélica «adecuación al tema». Esta última cuestión, seguida por la de la verdad literaria, es, según Riley (1962: 188), una de las más tratadas por Cervantes en su obra. Una aceptación del principio de la variedad la encontramos en un texto del Persiles en que se justifica la inclusión de un relato picaresco dentro de la trama principal: «que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada» (III, 7). Y también en el Quijote nos topamos con otra justificación del porqué de los episodios dentro del cuerpo del relato: «[...] Gozamos ahora, en esta nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia» (El Quijote, I, 47). La variedad es un principio natural que Cervantes aprecia como una de las pocas cosas buenas, quizá la única, que se pueden encontrar en las novelas de caballerías: «Hallaba en ellos una cosa buena: que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, descubriendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas [...] pintando ora un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no pensado acontecimiento...» (El Quijote, I, XLVII). 7   Esta enumeración, según Riley (1989: 187-208), responde casi a la letra a las recomendaciones de buena parte de las obras de teoría poética italiana. Cascales, en sus Tablas poéticas (1617), muy influido por las preceptivas italianas, llega a enumerar hasta treinta y una especies distintas de caracteres literarios.

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Sin embargo, en el Quijote se parodia la desmesura de los libros de caballerías que, por falta de un principio de orden, incurren en una prolijidad y escrupulosidad innecesarias: «¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomilla, y con qué puntualidad lo describen todo!» (El Quijote, I, XVI). O en aquel otro texto: «... ¿Habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron?» (El Quijote, I, L). En suma, un exceso de variedad tal, que desequilibra aquel principio de orden necesario para la estabilidad estructural de la obra. Cervantes se refiere también a este principio de la «unidad en la variedad» (discordia concors), abordado por el Pinciano en su Filosofia Antigua Poética (1998: 189), para quien la fábula debía ser a un mismo tiempo «una y varia». La variedad, como vemos, debía someterse a ciertas reglas una de las cuales, heredada de la Antigüedad y transmitida por los escritores cristianos, se condensaba en el sintagma «unidad orgánica». Así aparece en La Galatea: «la belleza corporal... consiste en que todas las partes del cuerpo sean de por sí buenas, y que todas juntas hagan un todo perfecto y formen un cuerpo proporcionado de miembros y suavidad de colores» (La Galatea, IV). El concepto de unidad surge también de la comparación de la naturaleza textual con las estructuras de la naturaleza viva, cuyo precedente se encuentra en Platón y en Aristóteles, sustanciado más tarde en la ya clásica horaciana figura monstruosa, hija del desorden y la falta de unidad entre las partes. Cervantes deplora también este defecto de los libros de caballerías: «No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o monstruo que a hacer una figura proporcionada» (El Quijote, I, XLVII). Cómo conseguir el equilibrio perfecto entre las partes y el todo se confirma como una de las habilidades del narrador que buscará —así lo procura Cervantes en la segunda parte del Quijote— un conjunto (un todo) no proclive a la extensión sino tendente a la profundidad. En este sentido, y directamente relacionado también con la norma de la adecuación al tema, se previene en la segunda parte del Quijote contra el uso de las digresiones —más frecuentes en la primera— y se alaba la utilización de los episodios: «Y así en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciessen, nacidos de los mismos sucesos que la verdad ofrece» (El Quijote, II, XLIV). La orgía de aventuras de la primera parte del Quijote, no menor que la ofrecida en La Galatea, se convierte en la segunda parte en un todo que gana en profundidad y recela de los episodios y las digresiones. Con respecto de nuevo a la adecuación temática, Cervantes se pronuncia de manera muy gráfica en El coloquio de los perros: «—C: ... y por tu vida que calles ya, y sigas tu historia./ B.: ¿Cómo la tengo que seguir si callo?/C.: Quiero decir que la

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sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.» (2001: 319). Estas ideas cervantinas sobre la variedad parece que chocan frontalmente con la estructura (re)cargada de historias del Persiles. La razón quizá habrá que buscarla en el género tan distinto con el que nos enfrentamos, que se presta más que ningún otro al abigarramiento y a la desmesura. En ocasiones se ha acentuado la profunda unidad estructural de esta obra a pesar de su enmarañada variedad, que vendría dada no tanto por la correspondencia simétrica de los elementos, sino por la intensificación progresiva del interés y del desarrollo de las pasiones humanas. Si se considera esta obra inferior en calidad al Quijote no es, según esto, por su falta de unidad (en ésta predominantemente extensiva), sino porque le falta el grado de verosimilitud presente en aquélla. Un último aspecto, y no menos importante, es el que se refiere al dominio de los registros estilísticos, al que la crítica ha dedicado gran atención. Quede tan solo apuntado aquí que la variedad de hablas sociales e individuales que bullen alrededor del Quijote quedan pasmosamente reflejadas en una multitud de estilos que la convierten en una obra pionera de la modernidad. Resumiendo, en Cervantes algunas de sus ideas sobre la elocución retórica nos hablan de la virtud de la «claridad», del «decoro», del estilo llano, de la «admiración» y de la variación estilística. La máxima renacentista consagrada por Valdés de «huir de la afectación» aparece subrayada por Cervantes en toda su obra y, sobre todo, en el Quijote. Con palabras de José Manuel Blecua «En el lento camino hacia la presencia y triunfo del artificio en la lengua española literaria —Herrera, época final de la producción de Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Gracián, Calderón—, Cervantes representa la última etapa en la que todavía la naturalidad, la selección y la espontaneidad constituyen los valores fundamentales». Si a este ideal de sencillez y «llaneza» añadimos las consideraciones referidas sobre la admiratio y la variatio, nos encontramos con algunos de los mimbres que constituyen las bases de la poética implícita cervantina. Bibliografía citada Artaza, E. (1989). El «ars narrandi» en el siglo xvi español. Teoría y práctica, Bilbao, Universidad de Deusto. Blecua, A. (1985). «Cervantes y la retórica (Persiles, III, 17)», en A. Egido (coord.), Lecciones cervantinas, Zaragoza, Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, pp. 131-147. Blecua, J. M. (2004). «El Quijote en la Historia de la lengua española», en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Madrid (edición del cuarto centenario), Real Academia Española/Asociación de Academias de la Lengua Española, pp. 1115-1122. Castro, A. (19872). El pensamiento de Cervantes, Barcelona, Crítica. Cervantes saavedra, Miguel de (1585). La Galatea, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994. —  (1605). El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Barcelona, Crítica, 1998.

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—  (1613). Novelas ejemplares, Madrid, Cátedra, 2 vols., 2001. —  (1616). Los trabajos de Persiles y Segismunda, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1994. Garrido Gallardo, M. Á. (2008). «El Quijote: intentio operis», en M. Á. Garrido y L. Alburquerque (coords.), El Quijote y el pensamiento teórico-literario, Madrid, CSIC, pp. 9-18. Hatzfeld, H. (19722). El «Quijote» como obra de arte del lenguaje, Madrid, CSIC. López Pinciano, A. (1596). Philosophía Antigua Poética, Madrid, Biblioteca Castro, 1998, ed. de José Rico Verdú. Martín Jiménez, A. (1997). «Retórica y literatura: discursos judiciales en el Quijote», en J. M. Labiano, A. López Eire y A. M. Seoane (eds.), Retórica, Política e Ideología: desde la Antigüedad hasta nuestros días, Salamanca, Universidad, vol. II, pp. 83-89. Martín Jiménez, A. (2003). «El uso de los recursos de la inventio retórica en el Quijote», en H. Beristáin y G. Ramírez Vidal (comps.), La dimensión retórica del texto literario, México, UNAM, pp. 181-193. Núñez Rivera, V. (2002). Razones retóricas para el Lazarillo. Teórica y práctica de la paradoja, Madrid, Biblioteca Nueva. Riley, E. C. (1962). Teoría de la novela en Cervantes, Madrid, Taurus, 1989. Roldán, A. (1974). Del triunfalismo a la dialéctica, Publicaciones de la Universidad de Murcia. Rosenblat, Á. (1971). La lengua del Quijote, Madrid, Gredos. Valdés, Juan de (1535). Diálogo de la lengua, Madrid, Cátedra, 1996.

Notas sobre la función estructural y semántica de la métrica y del espacio en El caballero de Olmedo, de Lope de Vega Fausta ANTONUCCI Università di Roma Tre

1. Estas páginas son una etapa más en un trayecto de investigación que me viene apasionando desde hace algún tiempo, gracias sobre todo a las sugerencias críticas de Marc Vitse, aunque a veces en discrepancia con él, y que se relaciona con un problema medular en el estudio del texto teatral áureo como es el de la segmentación. Remitiendo para todas las premisas metodológicas a un reciente intento mío de trazar un estado de la cuestión (Antonucci, 2007), sólo diré que mi objetivo de hoy es el de analizar la estructura de El caballero de Olmedo contrastando los deslindes métricos (cambio de verso y estrofa) y los escénico-espaciales (momentos de tablado vacío con cambio de espacio y de personajes). Al conjugar los dos criterios de segmentación, mi propósito es el de interrogarme acerca del significado de su eventual desfase; tratando además de comprender la función semántica que tanto la métrica como las dinámicas espaciales tienen en esta obra maestra. 1 El espacio limitado de que dispongo me llevará a reducir a lo estrictamente indispensable los aspectos descriptivos de la argumentación, concibiendo estas páginas como una guía   En algunos puntos coincido con las observaciones de McGaha, 1978, que estudia la articulación de la pieza en cuadros examinando paralelismos y antinomias a nivel léxico, de personajes y de formas métricas. El intento de McGaha, plenamente logrado, es el de mostrar la coherencia y riqueza formal de la pieza; mi deseo es el de dar un paso más, mostrando la relación entre la estructura (escénico-espacial y métrica) y la semántica.

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de lectura cuya cabal aprehensión no puede prescindir de un atento cotejo con el texto de Lope. 2. I acto 1.  1-214 [calle de Medina]

1.  a. 1-30 décimas    b. 31-406 redondillas

2.  215-532 casa de doña Inés

   (75-182 romance í-a)    c. 407-460 romance á-a    d. 461-490 décimas    e. 491-532 redondillas    (503-516 soneto)

3.  533-622 [posada de don Alonso]

2.  a. 533-570 romance á-e

4.  623-706 calle delante de la casa

   b. 571-622 redondillas

de doña Inés 5.  707-887 casa de doña Inés

3.  623-706 romance á-a 4.  a. 707-786 redondillas    b. 787-887 romance é-o

En la base de este esquema de segmentación se encuentran las nociones de cuadro (deslindados, en la columna izquierda, según las indicaciones de Ruano, 1994) y de macrosecuencia (deslindadas, en la columna derecha, junto con las microsecuencias y, entre paréntesis, las formas englobadas, según las indicaciones de Vitse, 1998). La colocación geográfica de los cuadros no siempre está definida con precisión: el 1 y el 3 se desarrollan en un espacio sin especificar, que podría ser la calle en el primer caso (v. 209), la posada en el segundo (v. 585). Es, de todas formas, un espacio marcado por la presencia de don Alonso, que alterna con la casa de doña Inés, en cuyo interior se ambientan los cuadros 2 y 5. Si observamos ahora la columna de la derecha, notamos que el tablado vacío del v. 214 no coincide con un cambio de forma métrica. La continuidad de las redondillas subraya la función de trámite del personaje de Fabia, que, en absoluta continuidad temporal, se desplaza del espacio de don Alonso al de doña Inés, posibilitando el primer contacto entre los dos protagonistas. Por otra parte, el tablado vacío subraya el paso del espacio del galán al de la dama en el momento apertural, cuando el dramaturgo presenta a la pareja protagonista (en ambos cuadros son don Alonso y doña Inés respectivamente quienes pronuncian la primera réplica). Observemos ahora con más detenimiento las variaciones métricas de la macrosecuencia 1. El paso de las redondillas (1b) al romance (1c) coincide con el momento en que don Rodrigo y don Fernando, que acaban de llegar a la casa, dirigen la palabra a doña Leonor, hermana de Inés. Tras una cincuentena de versos, se pasa a

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las décimas, en las que Rodrigo expresa toda su decepción al verse repetidamente rechazado por doña Inés. El lector (o espectador) avezado no puede menos aquí de establecer un paralelo con las décimas aperturales, pronunciadas por don Alonso (ya lo notaba McGaha, 1978: 453); ambas secuencias son monologales, ambas sirven para quejas de amor, y sin embargo ya a estas alturas sabemos que la suerte amorosa de los dos caballeros va a ser antitética. Cuando vuelven las redondillas, volvemos al diálogo entre las dos hermanas que había abierto el cuadro; diálogo en el que se engloba el conceptuoso soneto contenido en el billete de don Alonso traído por Fabia. Queda por observar la centralidad de la microsecuencia 1c, donde se introducen el motivo del engaño de Leonor y de Inés para encubrir el verdadero contenido del billete que ésta ha escrito a don Alonso, y el de los recelos de don Rodrigo. Y quizá valga la pena adelantar que la macrosecuencia 3, monométrica, y también en romance á-a, es la que lleva al tablado el primer enfrentamiento entre don Alonso y su rival. La macrosecuencia 4 (y cuadro 5) nos introduce una vez más en el interior de la casa de la dama, muy de mañana (v. 734), por tanto en continuidad temporal con la secuencia anterior, que se desarrollaba de noche. Su ambientación remata el movimiento pendular de la acción entre el espacio del galán y el de la dama; su estructura métrica es especular a la de la macrosecuencia 2: redondillas - romance.

3. II acto 1.  888-1332 calle delante de casa de doña

1.  a. 888-1250 redondillas

   Inés; interior de su casa

   (1036-1095 décimas)    (1113-1162 glosa en coplas reales)    b. 1251-1332 romance é-a

2.  1333-1393 calle de Medina

2.  1333-1393 tercetos

3.  1394-1553 casa de doña Inés

3.  a. 1394-1465 redondillas    b. 1466-1553 romance é-o

4.  1554-1609 [¿Valladolid?]

4.  1554-1609 redondillas

5.  1610-1813 Olmedo

5.  a. 1610-1659 romancillo í-a    b. 1660-1727 redondillas    c. 1728-1813 romance á-a

El II acto presenta una coincidencia perfecta entre cortes escénico-espaciales y métricos. La alternancia de espacios se hace más compleja que en el primer acto, mientras que la continuidad temporal es menos evidente. El acto se abre, al revés que el anterior, en el espacio de la dama, al que, por primera y única vez, se le da entrada al galán protagonista, sin que ningún vacío escénico marque su paso desde

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la calle al interior de la casa de Inés (momento que se coloca sin dificultad alrededor del v. 1001). La macrosecuencia 1 se construye una vez más sobre el esquema redondillas – romance; intercalándose en las redondillas primero unas décimas, que dramatizan el intercambio amoroso de los enamorados, luego una glosa en coplas reales, recitada por Tello. Es en esta macrosecuencia cuando a Inés se le ocurre, para evitar el matrimonio con don Rodrigo, engañar a su padre fingiendo que tiene vocación religiosa. El cuadro 2 coincide con una macrosecuencia monométrica, en tercetos: no se sabe de fijo dónde estamos, pero los únicos protagonistas son don Rodrigo y don Fernando. Aquí es donde por primera vez los celos de don Rodrigo cuajan en un proyecto de asesinato; y paralelamente, por primera vez nos encontramos ante un verso y una estrofa italianos. El cuadro/macrosecuencia 3 se ambienta de nuevo en casa de doña Inés, en clara continuidad con II, 1, pues es aquí donde se da realización, con la ayuda de Tello y Fabia, al engaño proyectado por doña Inés. Quizá por ello, la construcción métrica es análoga a la de II, 1: redondillas – romance (é-o). Con el cuadro/macrosecuencia siguiente, el dramaturgo nos desplaza al espacio del Rey, suprema autoridad (quizá en Valladolid, como sugiere Rico, 1987: 169). Aquí, don Juan II y el Condestable de Castilla hablan de hábitos: los infamantes que el Rey ha ordenado que lleven judíos y moros, y los de las Órdenes militares, que dan honra, como el que el Rey le ha concedido al caballero de Olmedo. Estamos frente a otro caso en que la métrica ayuda a poner de manifiesto las relaciones internas en la construcción de la intriga: esta macrosecuencia, monométrica, forma un contrapunto con II, 2, también monométrica, contrastando los proyectos funestos de don Rodrigo con los proyectos faustos del Rey hacia don Alonso. A esto quizá se deban las redondillas de II, 4, aun girando la macrosecuencia alrededor de la figura del monarca, pues esto crea, incluso a nivel métrico, un marcado contraste con los tercetos de II, 2: lo cual demuestra que la noción del decoro métrico es siempre relativa y subordinada a una utilización más bien funcional del metro. El cuadro/macrosecuencia que cierra el acto se ambienta por primera vez en Olmedo, que no es aquí una ciudad en su concreta realidad espacial, sino más bien un lugar abstracto, el espacio de la ausencia amorosa. La polimetría marca de forma perfecta las distintas fases de este desarrollo dramático: primero, un romancillo heptasílabo monologal pronunciado a solas por don Alonso; después, unas redondillas que coinciden con la llegada de Tello y que recrean, a través de la lectura a trozos de un billete de doña Inés, lo que ha sucedido (y que hemos visto en escena) en II, 3; finalmente, una microsecuencia en romance, en la que don Alonso da cuenta a Tello de los sueños y agüeros que lo están turbando. Y vale la pena pararse a observar la asonancia de este romance: á-a, como la que caracterizaba el primer enfrentamiento de don Alonso con su rival, en I, 3.

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4. III acto 1. 1814-2105 Medina, plaza de toros; calle y 1.  a. 1814-2013 redondillas casa de Fabia; plaza de toros    b. 2014-2077 romance ó-o    c. 2078-2251 redondillas    (2178-2227 glosa en coplas reales) 2. 2106-2303 calle delante de la casa de doña    d. 2252-2303 romance í-e Inés 3. 2304-2508 Olmedo

camino

entre

Medina

y 2.  a. 2304-2343 octavas    b. 2344-2373 décimas    (2374-2377 seguidilla)    c. 2378-2416 redondillas    (2386-2392 seguidilla)    d. 2417-2508 romance é-o

4.  2509-2732 Medina, palacio del Rey

3.  a. 2509-2588 redondillas    b. 2590-2732 romance é-o

El III acto es el más complejo desde el punto de vista estructural. La precipitación de los hechos que lleva al desenlace trágico se traduce en un desfase acentuado entre cambios de espacio y cambios de forma métrica, y en un aumento de los momentos de tablado vacío (siete, frente a los cinco de los dos primeros actos), no todos ellos relevantes a la hora de deslindar los cuadros. Considérese por ejemplo la microsecuencia en redondillas que termina en el v. 2013 con un vacío del tablado, y en la que la continuidad métrico-escénica choca con una marcada discontinuidad en la acción y en la ambientación espacial: primero, los celos de don Rodrigo ante la actuación victoriosa de su rival en la corrida de toros; después, un entremés cómico protagonizado por Tello y Fabia. El espacio cambia a medida que Tello habla, pasándose de las inmediaciones de la plaza de toros a la calle y la casa de Fabia: es el fenómeno al que Rubiera (2005: 99-124) llama «espacio itinerante». Aceptemos, con Ruano (1994: 293-294), que la continuidad de la acción prima sobre el criterio meramente geográfico, y apuntemos por tanto que el cambio de cuadro no puede darse antes del v. 2013. Pero, ¿de verdad pondremos allí el límite del cuadro? La secuencia que empieza en el v. 2014, con un romance ó-o, nos devuelve al mismo lugar donde había empezado el acto, las inmediaciones de la plaza de toros, y al mismo drama de celos de don Rodrigo, cuyo orgullo se ve ahora herido de forma irremediable por el socorro que don Alonso le ha proporcionado. El momento de tablado vacío que cierra tanto esta situación como el romance, devolviéndonos a las redondillas, tampoco lo interpreto como un deslinde de cuadro (en contra de lo que opina McGaha, 1978: 456), pues la breve secuencia protagonizada por el Rey y el Condestable no hace sino comentar las fiestas que acaban de terminar y la brillante actuación en ellas del caballero de Olmedo… La continuidad, de acción y temporal,

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es total, si se exceptúa el breve entremés cómico entre Tello y Fabia. Un entremés en cuya interpretación me encuentro más de acuerdo con Casa (1966: 242), que con Bataillon (1961: 116): no creo que Lope aquí parodie la Celestina para restarle tragicidad a su propia pieza, sino que se sirve del remite intertextual para ofrecer un indicio al espectador avisado, pues en la Celestina, cuando los dos criados del protagonista (aquí reducidos a uno: Tello) deciden ir a pedirle a la alcahueta su parte de la cadena, es precisamente cuando empieza a desencadenarse la tragedia. Para encontrar un deslinde de cuadro aceptable, debemos ir al v. 2105, cuando, con un vacío del tablado, se marca el paso a otro espacio, la calle delante de la casa de doña Inés. Sin embargo, este vacío escénico no coincide con un cambio de forma métrica, pues las redondillas prosiguen hasta el v. 2251, enlazando la breve secuencia protagonizada por el Rey y el Condestable con la despedida angustiosa de don Alonso que, decidido a volver a Olmedo para tranquilizar a sus padres, se despide de doña Inés. Es una situación análoga a la que hemos comentado a propósito de I, 1: el desfase entre el cambio de espacio y la continuidad métrica marca con fuerza la continuidad temporal de la acción dramática, y aquí subraya especialmente su precipitarse hacia el desenlace. La macrosecuencia 1 se cierra en romance í-e, cuando don Alonso queda solo y cobran más fuerza los agüeros que ya se habían presentado en la microsecuencia final del II acto, también en romance. Como podemos comprobar con la ayuda del esquema, el patrón métrico es una alternancia regular de redondillas – romance, sólo que repetida dos veces, como reduplicada, de acuerdo con los dos momentos básicos de esta larga macrosecuencia que coincide con un día entero: 1) día: actuación en la fiesta; triunfo público de don Alonso; 2) noche: despedida de doña Inés; presagios nefastos. La macrosecuencia 2 es también cuadripartita, pero su primera mitad sigue otro esquema métrico: se abre en octavas, estrofa italiana como los tercetos de II, 2, pues Lope en esta tragicomedia dedica los versos y estrofas italianos al rival de don Alonso y a sus proyectos culpables. De hecho, es en esta microsecuencia donde don Rodrigo le explica a don Fernando que ha decidido matar al Caballero en una emboscada. El tablado vacío del v. 2343 no puede llevarnos a fijar ni un deslinde de cuadro ni un deslinde de macrosecuencia, aunque coincide con el paso a otro metro, pues ni cambia el espacio, que sigue siendo el camino entre Medina y Olmedo, ni el tiempo, que es totalmente continuo. El vacío escénico sólo corresponde al momento en que los agresores se esconden y sale al tablado don Alonso. El Caballero, en décimas, habla consigo mismo del miedo que experimenta por los agüeros que le persiguen. Lope le asigna tres veces este metro a don Alonso, una en cada acto: la primera vez en apertura, inaugurando la pieza y la temática amorosa; la segunda vez, en diálogo dichoso con doña Inés; la tercera vez, volviendo al monólogo, ya cerca del desenlace trágico. La microsecuencia se cierra con un canto lejano, la famosa seguidilla del Caballero de Olmedo, que a su vez da paso a las redondillas, en que se incrusta una ominosa repetición de la seguidilla. Es en la microsecuencia en redondillas donde don Alonso recibe el último aviso, el del Labrador que le insta a volver atrás, negándose sin embargo por enésima vez el Caballero a escuchar las

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«sombras fingidas» y «engaños del miedo». Inmediatamente después y en las palabras del mismo protagonista, se da paso al romance é-o, que dramatiza la emboscada y la muerte de don Alonso, y se cierra con las invectivas de Tello, que ha llegado demasiado tarde a socorrer a su amo. Observemos que la segunda mitad de esta macrosecuencia se construye exactamente como la anterior, sucediéndose redondillas y romance, y como la siguiente, cuyo romance, además, tiene la misma asonancia é-o del que cierra esta macrosecuencia central, que dramatiza la muerte del Caballero. Ninguna duda puede surgir a la hora de deslindar la última macrosecuencia que es, a la vez, cuadro: pues coinciden un momento de tablado vacío, un cambio de forma métrica, un intervalo temporal imprecisado, un cambio de espacio (el palacio del Rey en Medina, si interpreto bien los vv. 2637-2641). Estamos aquí ante un caso de correspondencia clarísima entre el cambio métrico y el cambio de tono y de orientación dramática: es como si en la bipartición métrica de III, 3 se reflejara el entreverarse de comedia y tragedia que forma la peculiaridad de esta pieza. Las redondillas serían el perfecto desenlace de la comedia, urbana y de enredo, que es en parte El Caballero de Olmedo: el obstáculo familiar el enlace de Inés con don Alonso desaparece, don Pedro consiente a la boda de su hija con el Caballero. El paso al romance, y al desenlace de la tragedia, se da con la llegada del Rey, árbitro supremo de la justicia, y a continuación con la irrupción de Tello, que viene a denunciar ante el monarca la agresión de la que ha sido víctima su amo. Toda la larga intervención del gracioso obedece a los mejores preceptos retóricos de la moción de los afectos: el llanto, la mención del dolor irrecuperable de los padres ancianos de la víctima, el recuerdo de las virtudes del Caballero, la traición de los agresores y el desvelamiento de su identidad gracias a la luz de la luna (versos éstos que sin duda García Lorca, que tanto admiraba El Caballero de Olmedo, recordara en el momento de componer el tercer acto de Bodas de sangre…). Inés se asocia al pedido de justicia de Tello, y el Rey responde condenando a muerte a don Rodrigo y a don Fernando. 5. Un análisis como el que acabo de proponer sólo tiene sentido si logra ir más allá del momento meramente descriptivo para adelantar algo en el campo de las interpretaciones. Allá van, pues, algunas conclusiones que, retomando observaciones hechas a lo largo de estas páginas, permiten quizá acercarse a una lectura más completa de la pieza. El análisis de la métrica de El Caballero de Olmedo nos ha mostrado que los proyectos de venganza de don Rodrigo vienen caracterizados por los metros italianos, que sólo marcan esas secuencias en las que la pareja de caballeros medineses se encuentran solos en el tablado hablando don Rodrigo de su odio por el rival. También nos ha mostrado la función de las décimas: no sólo quejas de amor, como parecería a una primera lectura de las décimas aperturales, sino marca métrica de la historia del amor de don Alonso, y que sólo una vez, en el I acto, también se le atribuyen a don Rodrigo, para subrayar su relación estrecha y especular con el rival. También, nos ha mostrado que el sucederse regular de redondillas y romance (o al revés) que forma la estructura métrica básica de El Caballero de Ol-

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medo refleja, si se le mira desde el prisma de la última macrosecuencia del III acto, la imbricación de comedia y tragedia en la pieza; mirando aún más a fondo, casi me atrevería a decir que, sobre todo a partir de la última macrosecuencia del II acto, el romance es la forma métrica que sirve para dramatizar los momentos más ominosos. Si esto es así, entonces nos daremos cuenta de otro fenómeno: I, 4.b, que es todavía un momento auroral del amor entre Inés y don Alonso, cuando Fabia le exalta a Inés las cualidades del Caballero y le promete que la ayudará en todo… es un romance con asonancia é-o, como los que, al final del III acto, dramatizan la muerte del Caballero y el pedido de justicia de Tello; y se concluye, no por casualidad, con los dos últimos versos de la seguidilla agorera, «la gala de Medina / la flor de Olmedo». También tiene asonancia en é-o el romance de II, 3.b, en el que va a muy buen fin el engaño urdido por doña Inés, Fabia y Tello acerca de la vocación religiosa de la dama… Sin necesidad de acoger las interpretaciones moralizantes de este engaño como «culpa» de los protagonistas, 2 es cierto que, a un oído atento, la asonancia é-o del final de la tragicomedia (que es por lo demás la misma de la seguidilla que da el pie forzado a la obra, para emplear la expresión de Rico) proyecta también sobre esta escena, tan de comedia urbana y en aparencia tan felizmente resuelta, la sombra ominosa que todos esperan desde el título mismo de la obra y sus resonancias agoreras. El análisis de las dinámicas espaciales lleva a conclusiones no menos interesantes. Por ejemplo, permite observar que desde I, 4 a don Rodrigo ya no volvemos a verle en casa de doña Inés, tomando su lugar, en II, 1, don Alonso; y que sólo hasta II, 1 la configuración de los espacios marca una alternancia regular entre espacio del galán y espacio de la dama, con un espacio exterior, próximo a la casa de doña Inés, que es donde se dramatiza la contienda entre los rivales (I, 3). A partir de este momento, empiezan a entrar en juego espacios dramáticos distintos, que alejan la pieza de su configuración de comedia urbana para impulsarla hacia la tragedia; cambio de rumbo éste que coincide con II, 2, primera secuencia íntegramente dedicada a la pareja don Rodrigo-don Fernando, primera secuencia en la que se mencionan sus proyectos de muerte, y primer espacio exterior indeterminado que rompe con la dinámica espacial hasta ahora practicada. A continuación, empiezan a surgir otros espacios ajenos a la dinámica sencilla de la comedia urbana: el del monarca, en II, 4; Olmedo, en II, 5, espacio de la nostalgia y de las premoniciones para el Caballero, y que será en el acto siguiente meta funesta de sus deseos de regreso al hogar paterno; la plaza de toros en III, 1; el camino entre Medina y Olmedo en III, 2; y finalmente el palacio del Rey en III, 3. La presencia repetida del espacio del Rey es especialmente significativa, siendo el personaje del monarca y su función de administrador supremo de la justicia típicos de la tragedia. Asimismo, es especialmente significativa la elección por Lope del espacio donde tiene lugar el asesinato: un espacio fuera del recinto (y por tanto del control) urbano, propicio a las emboscadas y a las traiciones. Un espacio que lógicamente es antinómico al palacio del    Que empiezan con Parker, 1970; véanse al respecto las objeciones muy argumentadas de Arellano, 2001.

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Rey que cierra la obra, siendo éste el espacio de la norma legal, de la justicia, del castigo del culpable. 3 Bibliografía citada Fausta Antonucci (2007), «Introducción: para un estado de la cuestión», en Métrica y estructura dramática en el teatro de Lope de Vega, Kassel, Reichenberger, pp. 1-30. Ignacio Arellano (2001), «Estructura dramática y responsabilidad. De nuevo sobre la interpretación de El caballero de Olmedo, de Lope de Vega (Notas para una síntesis)», en En torno al teatro del Siglo de Oro. XV Jornadas de teatro del Siglo de Oro, eds. I. Pardo Molina y A. Serrano, Almería, Instituto de Estudios Almerienses, pp. 95-113. Marcel Bataillon (1961), trad. esp. «La Celestina según Fernando de Rojas: El Caballero de Olmedo», en Lope de Vega: el teatro II, ed. A. Sánchez Romeralo, Madrid, Taurus, 1989, pp. 101-117. Frank P. Casa (1966), «The Dramatic Unity of El Caballero de Olmedo», Neophilologus, 50, pp. 234-243. Michael D. McGaha (1978), «The Structure of El Caballero de Olmedo», Hispania, 61:3, pp. 451-458. Alexander A. Parker (1970), «El teatro español del Siglo de Oro: método de análisis e interpretación» (versión definitiva de un artículo anterior de 1959), trad. esp. en Lope de Vega: el teatro I, ed. A. Sánchez Romeralo, Madrid, Taurus, 1989, pp. 27-61. Francisco Rico (1987), Introducción y notas a su edición de: Lope de Vega, El Caballero de Olmedo, Madrid, Cátedra (7a edición). José María Ruano de la Haza (1994), «La escenificación de la Comedia», en: J. M. Ruano de la Haza y J. Allen, Los teatros comerciales del siglo xvii y la escenificación de la Comedia, Madrid, Castalia, pp. 247-607. Javier Rubiera (2005), La construcción del espacio en la comedia española del Siglo de Oro, Madrid, Arco Libros. Marc Vitse (1998), «Polimetría y estructuras dramáticas en la comedia de corral del siglo xvii: el ejemplo de El Burlador de Sevilla», en El escritor y la escena VI. Estudios sobre teatro español y novohispano de los Siglos de Oro, ed. Y. Campbell, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pp. 45-63.

  La misma antinomia espacial y semántica construye otra pieza trágica del primer Lope, El Marqués de Mantua (1596), en la que el asesinato del protagonista Baldovinos a manos de su rival Carloto se realiza también en el transcurso de un viaje, en un espacio alejado de la Corte, mientras que la vuelta de la acción a la Corte da comienzo al proceso que llevará al castigo del culpable.

Los códigos políticos de La vida es sueño en la adaptación del Abbé de Boisrobert (1657) Frederick A. de ARMAS University of Chicago

Como bien ha detallado Luciano García Lorenzo: «La riqueza y los cambios experimentados al teatro clásico español durante los últimos veinticinco o treinta años han sido, y el término veremos que es muy apropiado, espectaculares» (2005: 37). Dentro de los diez nuevos acercamientos que muestran tales cambios espectaculares, García Lorenzo se refiere a las «metodologías muy diversas» que utiliza la crítica hoy día (2005: 38). En este diverso campo, se encuentra la búsqueda de trasfondos políticos. Melveena McKendrick y Margaret Greer, por ejemplo, han estudiado el «decir sin decir», más bien, críticas políticas veladas en las obras de Lope de Vega y Calderón de la Barca. 1 Pero, esta búsqueda de códigos escondidos, de un «decir sin decir», ¿es algo que verdaderamente encontramos en el teatro clásico, o es solamente una visión contemporánea de las obras? Ignacio Arellano advierte: «la obsesión por los elementos ideológicos de la comedia deriva a menudo en aplicación irrelevante de estas cuestiones a comedias en las que nada de ello se trata» (2005: 117). Dada esta importante advertencia, este ensayo quisiera confrontar la primera versión francesa de La vida es sueño con el texto calderoniano, para mostrar que el Abbé de Boisrobert comprende, utiliza y transforma algunos códigos políti  Para McKendrick, Lope usa técnicas de distanciamiento y distorsión para poder criticar elementos políticos (2000: 108). Margaret Greer encuentra lo que ella llama el juego del poder («the play of power») en comedias calderonianas de espectáculo, algo que yo también he detectado en obras tales como La vida es sueño («Segismundo/Philip IV») y El mayor encanto amor (1986: 139-49).

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cos provenientes del texto que imita. Esto adquiere aún mayor importancia pues el supuesto propósito de Boisrobert era el de transformar la obra maestra de Calderón en una novela que sirviera para divertir y dar placer con su intriga romántica. Su novela «La vie n’est qu’un songe» incluida en su colección Nouvelles heroïques et amoureuses (1657), como veremos, transforma alusiones al Rey Planeta (Felipe IV) y a las profecías astrológicas sobre su reinado. 2 Aunque Boisrobert es hoy día un escritor casi desconocido, él y su hermano fueron muy admirados en el siglo diecisiete. Alrededor de 1637, regresa Antoine Le Metel Sieur d’Ouville a Francia, después de haber pasado muchos años en España e Italia. Trae consigo una maleta plena de piezas españolas, las que utiliza poco a poco en sus propias obras (Chardon 1.335). 3 En 1639 alcanza gran éxito con su primera adaptación del teatro español, L’Esprit follet, comedia derivada de La dama duende. La nueva versión se rige por las tres unidades. 4 Esta obra calderoniana (bajo la autoría de d’Ouville) da comienzo a un nuevo período en el teatro francés. La utilización de intrigas españolas, según Roger Guichemerre tiene un efecto positivo en el teatro francés, uno de renovación, que incluye cuatro elementos: «créer une comédie mieux intriguée, une action plus alerte, des personages vivants, un dialogue plus comique» (1972: 26). El uso de obras españolas se reduce en la mayoría de los casos a comedias de capa y espada y comedias palatinas. 5 Y estas versiones siguen las tres unidades neoclásicas, mientras que los críticos franceses acusan a los escritores españoles de tener poco conocimiento de la literatura clásica y sus reglas. 6 Así, las nuevas versiones adquieren nueva autoría y autoridad. Junto a d’Ouville, tenemos también la popularidad de su hermano, el famoso Abbé de Boisrobert, quien utiliza, entre otros textos españoles, 7 una novela de Castillo Solórzano de filiación indirecta con La dama duende para representar su come  Sobre las referencias veladas a Felipe IV en La vida es sueño véase mi estudio «Segismundo/Philip IV.» En este ensayo muestro como el nacimiento del futuro Felipe IV está acompañado de una serie de eventos astrológicos: conjunción de Júpiter-Saturno (1603), nova en Serpentario (1604) y eclipse solar (1605), elementos utilizados por astrólogos para preguntarse si el nuevo rey sería admirable o abominable. La vida es sueño, entonces, incluye estos tres elementos celestiales y la profecía astrológica para preguntar si Segismundo, o sea Felipe (el cual ya había subido al trono unos ocho años antes de la composición de la obra) es un rey ideal —o/y si se le pueden criticar algunas de sus acciones.   D’Ouville vivió siete años en España (1615-22) y luego catorce años en Italia. Véase mi estudio «Antoine Le Metel Sieur D’Ouville.»   Para una descripción de los cambios hechos por d’Ouville véanse las diferentes interpretaciones de Cioranescu «Calderón y el teatro clásico francés» (1993) y De Armas «¿Es dama o es torbellino?»   Para una definición de esta última y su matización entre serias y de intriga cómica véase a Zugasti. Los franceses prefieren utilizar en general las palatinas no serias.   Podríamos contrastar el uso de las tres unidades por la parte de Pierre Corneille con la actitud despectiva de Francois Bertaut al conocer a Calderón en España, pues éste no se enteraba de las reglas clásicas. Sobre este segundo tópico véase el artículo de L. P. Thomas.   Boisrobert utiliza también otras tres comedias de Calderón para su teatro: Casa con dos puertas, [Les fausses vérités 1643] Lances de amor y fortuna [Les coupes de l’amour et de la fortune ou l’hereux infortuné 1656] y Peor está que estaba [Les apparances trompeuses 1656]. También utiliza El mayor imposible de Lope de Vega, La mentirosa verdad de Juan Bautista de Villegas y Obligados y ofendidos de Rojas Zorrilla. En esta última compite con Scarron —los dos representan versiones de la comedia en 1654. Para una lista de las obras españolas utilizadas en el teatro de Boisrobert véase a Franzbach (1982: 29-30).

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dia La belle invisible (1656). 8 Ya que no parecen interesarles a éstos y otros imitadores franceses, con alguna excepción, dramas filosóficos, mitológicos, históricos o religiosos, 9 es de sorprender que tengamos una versión de La vida es sueño durante este siglo —posiblemente la segunda traducción de la obra en el mundo— y se debe precisamente al Abbé de Boisrobert. 10 Boisrobert, que había tenido tanto éxito en el teatro utilizando comedias españolas, en este caso no escribe su versión de la obra de Calderón para el teatro. En vez, la incluye en una colección de novelas titulada Nouvelles héroïques et amoureuses (1657). 11 Para Martin Franzbach: «Queda abierta la cuestión de por qué no dio al tema la forma de una tragicomedia, como había hecho en otras piezas» (1982: 29). Tal cambio podría proporcionarle al imitador libertades que no tuviera en un teatro clasicista, pero que sí encontraría en la prosa del período. 12 Y, sobre todo, imitaría toda una serie de novelas cortas de la época. 13 Pero, una lectura detenida del texto francés, muestra que es una adaptación que en cierto modo, y aunque falte la unidad de tiempo, trata de ajustarse a los conceptos clasicistas. Para Franzbach la obra de Boisrobert sirve para divertir y dar placer con su intriga romántica, eliminando al mismo tiempo toda intriga «monstruosa» (1982: 26). Sin entrar en detalles, debemos señalar que Boisrobert cumple ambos   Suzanne Guellouz compara la obra de Boisrobert con la comedia española. Pero Boisrobert no utilizó el modelo español sino la traducción de su hermano incluida en Les nouvelles amoureuses et exemplaires (165556). Véase a De Armas, «¿Es dama o es torbellino?» (1999: 95).   Explica Cioranescu: «La tragedia clásica había bebido demasiado cerca de la sombra protectora del teatro griego, para que le fuese posible admitir una interpretación de la tradición tan sorprendente y fantástica como la que ya vislumbraba Calderón» (1954: 150-51). Claro que sí ha excepciones como Le Cid de Pierre Corneille basado en la comedia histórico-legendaria de Guillén de Castro y Le veritable Saint Genest de Rotrou basada en la comedia hagiográfica de Lope de Vega. 10  En el pasado se pensaba que la primera versión francesa de La vida es sueño era Sigismund, duc de Varsau (1646) de Gillet de la Tessonerie, pero esta obra no tiene nada que ver con la obra calderoniana. Véase Cioranescu «Calderón y el teatro francés» (1993: 44). 11  Para Emile Magne, las novelas de Boisrobert son «des traductions de contes espagnols identiques a ceux dont son antagoniste [Scarron] attend la subsistance» (1909: 364). Pero en realidad solo sabemos que una de las novelas de Scarron y de Boisrobert es L’inceste supposé tomada de La perseguida triunfante de María de Zayas. Scarron no tradujo La vida es sueño. A principios del siguiente siglo Mlle. De la Roche-Guilhelm escribe una adaptación también en prosa de la novela de Boisrobert titulada Sigismond, prince de Pologne (1711). La primera versión teatral de La vida es sueño en Francia es la de Louis de Boissy en 1732, donde Rosaura ya no existe, el gracioso es el italiano Arlequín, y la dama toma el nombre de Sophronie, posiblemente siguiendo la Sophonie de Boisrobert. 12  Si este es el caso, entonces, el texto calderoniano regresaría, en manos de Boisrobert, a la novela bizantina de donde provienen muchos de los elementos de la obra, tomados de Eustorgio y Clorilene, historia moscóvica (1629). Eustorgio, después de muchos trabajos, emerge como un príncipe magnánimo que perdona a su tiránica tía Juana. Claro que hay muchos otros modelos para la obra de Calderón. Véase a De Armas, The Return of Astraea (1986: 88-98). 13  Sería así parte de la popularidad de las colecciones de novelas a la española basadas en Cervantes, Castillo Solórzano y María de Zayas. Paul Scarron después de intercalar dos novelas con modelos españolas en la primera parte de su Roman comique (1651), publicó una serie de Nouvelles tragicomiques comenzando en 1655. Las primeras fueron criticadas por d’Ouville en Les nouvelles amoureuses et exemplaires (1655-56), quien no sólo habla de las equivocaciones en la traducción de Scarron, y de su estilo humorístico que contrasta con el estilo de las novelas españolas, sino que lo acusa de plagiario y de desdeñar las mujeres pues nunca declara que alguna de sus Nouvelles proviene de María de Zayas: «il vous ait voulu chacher son sexe, de crainte que vous ne jugeassiez moins favorablement de son travail» (tercera página sin numerar del «Advis au lecteur» ). Esta contienda entre D’Ouville y Scarron muestra la confusión entre versión original y traducción.

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propósitos, uniendo los roles de Estrella y de Rosaura en uno. 14 La única dama se llama ahora Sophonie y acude a la corte de Basile en Cracovia, para competir por el trono con su primo Federic, duque de Moscú. 15 O sea que Sophonie no había conocido a Sigismont en la torre/cárcel, 16 como en el caso de Rosaura. El príncipe había vivido en unas habitaciones bajo el palacio, pero ha sido liberado por Basile para examinar su comportamiento, ya que el rey está preocupado por las rivalidades entre Sophonie y Federic. ������������������������������������������������� Sophonie inmediatamente se enamora de Sigismont: «Leurs coeurs se rencontrerent aussi bien que leurs yeux et leur émotion fut reciproque» (1657: 472). Ella ������������������������������������������������������������� le confiesa que Federic es su enemigo, llevando a Sigismont a la violencia. Cuando Basile vuelve a encarcelar al príncipe, Sophonie lo inspira a rebelarse, ayudándole a ganar el trono y ganando también su corazón y su mano en matrimonio. Federic ya no es rival pues muere en la batalla. Desaparece el conflicto barroco entre honor y amor por parte de Segismundo y Rosaura, y desaparece la deshonra de Rosaura. Sólo queda una intriga político-amorosa, con poca filosofía. La obra, entonces, anticipa la futura crítica neoclásica francesa en la que Ernest Meriméee, por ejemplo, lamentaría que la intriga de La vida es sueño estaba «alurdie par l’inutle intrigue de Clotaldo et de Rosaura» (1922: 425). 17 De la misma manera en que desaparece la filosofía y la intriga compleja, también parecen borrarse los ejes mitológicos que impulsan la acción (excepto la astrología). Ya que Sophonie conoce al príncipe en el palacio, se elimina la llegada de Rosaura a Polonia y su caída del caballo-hipogrifo. La ausencia del hipogrifo señala el rechazo de un arte monstruo, y la imposición de reglas y razón, que hasta alcanzan a la mentalidad de Sigismont quien estudia lógicamente sus errores en la corte. Este vacío mitológico se llena con elementos históricos sobre Polonia. 18 Ya que Boisrobert se interesa por los elementos políticos de la intriga, podría haber preservado la presencia de Astrea en la figura de Rosaura —diosa que anuncia la llegada de una nueva edad de oro y que en muchos casos se invocaba para mostrar cómo los nuevos monarcas españoles estaban creando una era de paz y armonía. 19 Después de todo, los franceses al igual que los españoles, utilizaban alegorías políticas para alabar a 14   Franzbach lo ve de forma algo diferente: «Para mantener la unidad de acción, Boisrobert ha eliminado el papel de Rosaura... aquí [Segismundo] puede concentrar todo su amor en Sophonie» (1982: 30). 15   «Mais comme la Princesse Sophonie fille de la sœur ainée du Roy croyoit devoir plus legitimement pretendre a sa succession, elle partit aussi fort accompagnée par l’ordre du grand Duc de Lithuanie son pere pour contester cet heritage» (1657: 453). 16  De nuevo, se eliminan elementos exóticos, pues la cárcel ahora está en un sótano del castillo y no en una apartada torre. 17  Sobre los elementos neoclásicos de la obra véase a Franzbach y a De Armas, «The Dragon’s Gold.» 18   Se discute en detalle la oposición entre monarquía electiva o hereditaria. Se incluye en lo histórico el breve reino de Henri de Valois a quien se le ofrece la corona electiva de Polonia en 1573, pero quien poco después huye de regreso a Francia para asumir la corona a la muerte de su hermano Charles IX. Según Franzbach: «[Boisrobert] conoce tanto las ideas paneslavistas (unidad del imperio de Moscú y de Lituania) como la sucesión dentro de la casa real polaca» donde Basilio casa con la hija del rey de Suecia, pues sólo ha tenido hijas y necesita un heredero masculino (1657: 31). 19  Calderón utiliza a Astrea por lo menos en trece de sus obras de teatro. Muchas de ellas tienen contexto político. Véase a De Armas, The Return of Astraea. Mucho se ha escrito sobre Astrea en Inglaterra, pero Francia también evoca a esta diosa, como en la novela pastoril de d’Urfé, L’Astrée.

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sus monarcas, y era bien conocida la novela pastoril francesa, L’Astrée. Con la desaparición de esta clave mitológica podríamos concluir que Boisrobert no comprende los elementos políticos velados en la obra de Calderón. Ahora bien, esta primera versión francesa no es simplemente un texto donde predominan los amoríos e intrigas palaciegas, donde la mitología es sustituida por la historia, y donde lo monstruoso da lugar a la razón, las reglas y la unidad de intriga. Mientras que estos elementos reflejan la crítica neoclásica, Boisrobert incluye sutilmente otros que hasta cierto punto rompen con todo lo dicho y nos dejan con un leve pero tenaz hilo de misterio. Y son estos misterios los que quisiera utilizar para mostrar que la lectura de códigos políticos en La vida es sueño es pertinente. Estos misterios se basan en su mayor parte en la onomástica y en los paralelos entre acción y momento contemporáneo. En primer lugar, Boisrobert nombra a uno de los fundadores de las líneas dinásticas polacas Apollon, realzando que es pagano y tiene que convertirse al cristianismo. 20 El dios Apolo/Sol era parte de la mitología de los monarcas españoles —recordemos a Felipe IV como Rey Planeta. En la obra de Calderón, el eclipse relacionado con el nacimiento de Segismundo es descrito de manera en que recuerda con exactitud el eclipse de 1605, año del nacimiento del príncipe. Los astrólogos de la época lo utilizaron para pronosticar el futuro de Felipe, un futuro algo incierto ya que podría traer «tumultos, y aparatos de guerra, riñas y captividades» (Hurtado Torres 1984: 78). Así, Calderón incluye sutilmente las esperanzas y los temores ante el reinado de Felipe IV. Siendo Rey Planeta, el hecho de que haya habido un eclipse de sol poco después de su nacimiento puede quitarle poderío a este monarca. Boisrobert puede muy bien haber comprendido esta alusión. La referencia al antepasado de los reyes polacos, un tal Apollon, recuerda que Luis XIV se denominó «Le Roy Soleil» ya que todo el universo giraba alrededor de él. 21 También era como Apolo, líder de las musas ya que se le consideraba mecenas de las artes. Pero tal perfección no se encontraba en los principios del reinado de Luis XIV. La inestabilidad de la década de 1650-60 se reflejan en la profecía de la novela francesa donde Basile se preoucupa de «les Astres coniurez contre son enfant nassant» (1657: 445). Puede que la presencia de la astrología en su novela también recuerde otro eclipse de sol ocurrido en 1643, el año de la muerte del padre del Rey Sol, Luis XIII, evento celestial que puede conllevar toda una serie de tumultos y rebeliones. Boisrobert así subraya el sentido político de la obra a través de la onomástica y la astrología. En segundo lugar, la oposición Basilio-Segismundo recuerda la tensa relación entre Felipe III y su hijo. También hace eco de otro presagio celestial relacionado con el nacimiento de Segismundo/Felipe IV, la conjunción Saturno-Júpiter de 1603 (que evoca también la oposición mitológica entre padre e hijo). Si pasamos al texto 20   «Primislas premier du nom Roy de Pologne, qui en mourant ne laissa qu’vne fille à l’âge de trois ans nommée Eduige à qui les Estats conferuerent le Royaume, quand elle fut en âge on la maria au Grand Duc de Lithuanie nommé Apollon; mais comme il estoit Payen, ce mariage se fit à condition qu’il se feroit bapitser auec toute sa Cour & qu’il annexeroit pour iamais la Lithuanie auec la Pologne» (1657: 441-42). 21   Véase el estudio de Jean-Marie Apostolidès «From Roi Soleil to Louis le Grand».

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de Boisrobert, tenemos otra vez esta oposición padre-hijo, pues así como en la comedia española, Boisrobert hace que Basile encarcele a su hijo —aunque esta vez no es en una torre sino en una cueva bajo su palacio donde se edifican bellos apartamentos para el príncipe. Ya que el padre de Luis XIV murió cuando éste tenía cinco años, el conflicto no puede referirse a ellos. Lo interesante es que el Cardenal Mazarin rigió Francia hasta su muerte en 1661. Todavía retenía el poder cuando Boisrobert escribió su novela. ¿Quiere esto decir que la oposición padre-hijo puede esconder una referencia velada al conflicto entre el joven Luis XIV y el controlador ministro Mazarin? Recordemos que estos son los últimos momentos de la «Fronde» o batalla contra el poder de Mazarin. 22 Las conjuraciones evocadas por el eclipse y las oposiciones señaladas por la conjunción de planetas opuestos, pueden muy bien reflejar las tensiones políticas en Francia cuanso Boisrobert escribía su novela. Por último, reconozcamos que Boisrobert también sustituye los nombres de Rosaura y Estrella por uno que, hasta cierto punto, preserva el misterio y el mito. 23 Sophonie recuerda la palabra griega «sophron» que significa la moderación. Sophrosune (sophrosyne) se tradujo al latín como temperantia, una de las cuatro virtudes cardenales. Sophonie, entonces, debería convertirse en la virtud que calma los espíritus bélicos y vengativos del texto. Lo que ocurre en el texto de Boisrobert es todo lo contrario. Ella es parte de la «Fronde» de la novela, instigando luchas contra Basile, el Mazarin de su tiempo. Los salones presididos por mujeres fueron también muy importantes durante las luchas por el poder en Francia. Es posible, entonces, que bajo Sophonie/Sophronie se esconda un personaje histórico del período de la Fronda. Notemos que Madame de Sevigné (1626-1696), comenzó a frecuentar los salones literarios en París en 1651. Fue conocida en el Hotel de Rambuillet como Sophronie. Este salón que existió desde 1607 hasta 1665, se frecuentó por muchos de los grandes escritores de la época, pero justamente comenzó a declinar en importancia con las contiendas políticas de La Fronde. 24 En conclusión, la novela del Abbé de Boisrobert esconde misterios políticos que encubiertamente hacen eco de La vida es sueño. Su novela recoge a Segismundo/Felipe IV, convirtiendo al Rey Planeta en Rey Sol de Francia, Luis XIV. Basile ya no representa el padre del futuro monarca español, sino el ministro controlador de Luis XIV, Marazin. La figura de Rosaura/Astrea, apuntando la nueva Edad de Oro 22   La segunda o Fronda de Príncipes duró de 1650-53. Pero aún cuando Mazarin regresa a París después de su exilio al final de esta rebelión, el príncipe de Condé continúa batallando contra su poder como capitán ahora de ejércitos españoles. Todo termina con la paz de los Pirineos en 1659, dos años después de la publicación del texto de Boisrobert. 23   Louis de Boissy, en su traducción/adaptación de La vie est un songe (1732), utiliza muchos de los nombres de Boisrobert, incluyendo a Federic. Lo importante es que transforma a Sophonie en Sophronie. Este nombre con sus connotaciones clásicas parece ser muy popular en el Renacimiento y barroco. En Italia, por ejemplo, Sofronia es personaje en la Clizia de Maquiavelo, donde representa la buena esposa que usa la moderación y justicia. 24   Joan DeJean nota que: «From Cardinal Mazarin’s secret notebooks we know that the prime minister, during the regency of Louis XIII’s widow, Anne of Austria, used spies to infiltrate the salon. His strategy was justified, for the sedition that culminated in the Fronde…was fermented in drawing rooms and…ruelles… During the Fronde French women-especially two noted salon figures…had a military role unsurpassed since.» (1989: 301)

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bajo Felipe IV se convierte en Sophonie, nombre que recuerda a Sophronie, la moderación y también el seudónimo de Mme de Sevigné. No cabe duda de que Boisrobert se diera cuenta de las claves políticas de la obra calderoniana y que transformó éstas para reflejar un nuevo Rey Planeta eclipsado durante un período turbulento en la política de Francia. Bibliografía citada Jean-Marie Apostolidès (1989). «From ������������������������������������� Roi Soleil to Louis le Grand», A New History of French Literature, ed. Denis Hollier, Cambridge, Harvard University Press, 314-320. Ignacio Arellano (2005). Historia del teatro español del siglo xvii, Madrid, Cátedra. Francois Le Metel Sieur de Boisrobert (1657). Nouvelles heroïques et amoureuses, Paris, P. Lamy. H����� enri� Chardon (������� 1904). Scarron inconnu. Parsi, ���������������� Champion. Alejandro Cioranescu (1954). «Calderón y el teatro clásico francés», Estudios de literatura española y comparada, Tenerife, Universidad de La Laguna, 139-95. — ������������������������������������������������ (1999). «Calderón y el teatro clásico francés», La comedia española y el teatro europeo del siglo xvii, eds. ������ Henry �������������������������������������������������������������� W. Sullivan, Raúl A. Galoppe y Mahlon L Stoutz, Londres, Tamesis, 37-81. Frederick De Armas (1973). «Antoine Le Metel sieur d’Ouville: The ‘Lost’ Years», Romance Notes, 14, 1-6. —  (1983). «The Dragon’s Gold: Calderón and Boisrobert’s La vie n’est qu’un songe», Kentucky Romance Quarterly, 30, 335-49. —  (1986). The Return of Astraea: An Astral-Imperial Myth in Calderon, Lexington, University of Kentucky Press. —  (���������������������������������� 1999)����������������������������� . «¿Es dama o es torbellino? La dama duende en Francia de d’Óuville a Hauteroche», La comedia española y el teatro europeo del siglo xvii, eds. ������ Henry ������������������ W. Sullivan, Raúl A. Galoppe y Mahlon L Stoutz, Londres, Tamesis, 82-100. —  (2001). «Segismundo/Philip IV: The Politics of Astrology in La vida es sueño», Bulletin of the Comediantes, 53, 83-100. Joan Dejean (1989). «The Salons, “Preciosity”, and the Sphere of Women’s Influence», A New History of French Literature, ed. Denis Hollier, Cambridge, Harvard University Press, 297-303. Antoine Le Métel D’Ouville (1656). Les nouvelles amoureuses et exemplaires composées en espagnole par cette mervelille de son sexe, Doña María de Zayas y Sott Mayor, Paris, Guillaume de Luyne. Martin Franzbach (1982). El teatro de Calderón en Europa, Madrid, Fundación Universitaria Española. Luciano García Lorenzo (2005). «Texto y representación dramática. Estado actual de los estudios sobre el teatro del Siglo de Oro español», Actas del Congreso «El Siglo de Oro en el Nuevo Milenio», eds. Carlos Mata y Miguel Zugasti, Pamplona, Eunsa, 1, 37-52. Margaret Greer (������� 1991)��. The Play of Power. �������������������������������������������� Mythological Court Dramas of Calderón de la Barca, Princeton, Princeton University Press. Roger Guichemerre (1972). La Comédie avant Moliere 1640-1660, Paris, Librairie Armand Colin. Suzanne Guellouz (����������������������������������������������������������������������� 1991)������������������������������������������������������������������ . «De ���������������������������������������������������������������� la nouvelle a la tragicomédie: La belle invisible de Boisrobert», L’Age dór de l’influence espagnole. La france et l’Espagne a l’époque d’Anne d’Autri-

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Lo fingido verdadero de Lope de Vega y The Roman Actor de Philip Massinger: puntos comunes y diferencias Urszula ASZYK Universidad de Varsovia

1.  Las similitudes entre ambas obras han sido ya advertidas, aunque sin profundizar (Dixon, 1999: 54). Dado el carácter del presente ensayo, tampoco será posible llevar a cabo un estudio comparativo muy detallado. Creemos, sin embargo, poder comprobar a qué nivel los dos textos dramáticos, a su vez textos teatrales, se asemejan y si el texto escrito por Massinger, por ser posterior, establece con el texto de Lope de Vega una relación intertextual. Dicho esto, parece preciso recordar que Philip Massinger (1583-1640), en Europa conocido como autor de la comedia Nuevo modo de pagar antiguas deudas (1625), nació veintiún años más tarde que Lope de Vega (1562-1635). Las obras, a las que dedicamos el presente ensayo, pertenecen, no obstante, a un periodo en que se observan notables paralelismos entre el teatro en España y teatro en Inglaterra: en ambos países el teatro público, tras su surgimiento en la segunda mitad del siglo xvi, constituye a comienzos del xvii un importante centro de la vida teatral y en par con esto se está consolidando el concepto del teatro nacional. Pero si Lope de Vega es quien fundó las bases del teatro nacional en España, a Massinger le corresponde en Inglaterra ser uno de los continuadores de la línea trazada por Shakespeare. El texto de Lo fingido verdadero fue publicado en Madrid en 1621, en la Décima sexta Parte de las Comedias de Lope de Vega Carpio. Se supone que fue concebido

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hacia 1608, o entre 1604 y 1608, de todos modos, al mismo tiempo que el Arte nuevo de hacer comedias que apareció en forma impresa en 1609. Del texto de Lo fingido verdadero se deduce que fue puesto en escena en un corral de comedias (Aszyk, 2006: 159-180), posiblemente dentro del marco de algunas fiestas religiosas. Se desconoce la fecha del estreno, pero se suele tomar en consideración el periodo anterior a 1618, año en que, en la segunda edición del Peregrino en su patria, Lope lo incluye en la lista de sus comedias, aún utilizando su título original: El mejor representante. The Roman Actor no es muy posterior: fue publicado en 1629, en un quarto, en una imprenta londinense, para ser difundido por el vendedor de libros Robert Alloy (Massinger, 1929: 43). Lo escribió Massinger en 1626 y el mismo año lo vio representado por los actores de King’s Men, con los que colaboraba desde 1616. Justo en 1626, tras la muerte de John Fletcher, Massinger ocupó el puesto del primer dramaturgo de dicha compañía y esta nueva etapa en su vida se iniciaba con el estreno de The Roman Actor. La importancia de aquel evento la resumen sus palabras: «el más perfecto alumbramiento de mi Minerva». Ya a primera vista las dos obras se parecen, en ambas, pues, la acción dramática está estructurada en torno a dos personajes: emperador y actor, y alude a los hechos reales en tiempos de la Roma antigua. El procedimiento, asimismo, es en ambas obras parecido. Tanto Lope de Vega como Massinger se basan en las fuentes accesibles en su época y en sus países, y someten los hechos históricos, o los que creen que son históricos, a la dramatización con el fin de transmitir sus mensajes. Así pues, Lope, según lo establecido por Menéndez y Pelayo (1919: 249-268), se sirve, en lo que concierne a la historia de la época de Diocleciano, emperador de Roma entre 284 y 305 d.C., de la Historia imperial y cesárea (1547) de Pero Mexía, y con respecto a la figura de Ginés, actor, mártir y santo, utiliza el relato incluido en Flos Sanctorum. Libro de las vidas de los Santos del padre Pedro de Rivadeneira (1599-1601). En lo que se refiere a la vida de Domiciano, emperador de Roma de 81 a 96 d.C., y la suerte del actor Paris, Massinger se basa, según Lee Sandidge, en Lives of Twelve Caesars, traducción inglesa del libro de Suetonio, y Roman History de Dion Casio, además, en Agrícola de Tácito y Epitome de Caesaribus de Eutropio (Lee Sandidge, 1929: 6-9). En ambos casos, en los personajes de emperadores de Roma y sus actores favoritos se ponen de manifiesto rasgos difundidos por las fuentes arriba citadas, a su vez, gracias a la imaginación de los dos autores, dichos personajes adquieren características de seres vivos. Lo más difícil, sin duda, fue para ambos, recrear el estilo de actuación escénica en la época romana. No debe extrañar, por tanto, la presencia de anacronismos en sus obras: Ginés 1 es un famoso actor romano y mártir, víctima de las persecuciones de los cristianos en tiempos de Diocleciano, y Paris 2 es un famoso   Hay dudas con respecto a la fecha del martirio de San Ginés (se citan los años: 285, 286, y 303). En el siglo xx se plantea, además, la pregunta si realmente hubo en Roma un actor con el nombre de «Genesius», pero en los tiempos de Lope de Vega nadie lo cuestionaba.   Paris fue muy popular en Roma y por ello también muy rico. El público le adoraba, al parecer sus admiradores en Pompea y Herculanum ponían su nombre en las paredes de sus casas y en Pompea se creó un

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actor romano, cuyo talento le ha hecho rico, y la trágica muerte le ha unido para siempre con la biografía de Domiciano, sin embargo, en los dos se retratan los actores del comienzo del siglo xvii, y en sus representaciones, las convenciones teatrales entonces vigentes, en España e Inglaterra, respectivamente. En ambas obras se produce, asimismo, una reinterpretación de los hechos relatados por las fuentes antiguas. Lope, a diferencia de Rivadeneira, que con desprecio habla del Ginés «farsante», crea una imagen del actor de gran talento que sabe imitar «con extremo» los papeles de «un rey, un español, un persa, un árabe,/ un capitán, un cónsul; [...] / un amante» (vv. 1266-69) y que también es poeta que «comedias compone». En cuanto a su martirio, Lope reduce las escenas de torturas a lo más simbólico y elimina la escena de la muerte. En lo que concierne al procedimiento de Massinger, apuntemos que en su obra él reproduce el esquema del triángulo amoroso formado por el emperador Domiciano, su esposa y el actor Paris, siguiendo en esto las fuentes de la época, sin embargo, a diferencia de éstas, no destaca los motivos políticos como causa de la muerte del actor, sino celos y el deseo de venganza que conducen al emperador a tal crimen. Así estructurado el drama inglés queda dividido en cinco actos y definido por el autor como tragedia. La obra, sin embargo, manifiesta los rasgos de una tragicomedia, al igual que Lo fingido verdadero. La obra de Lope, dividida en tres jornadas según la norma común en el teatro áureo español, queda descrita como «tragicomedia de la vida y martirio de San Ginés representante» e «historia divina» (Lope de Vega, 1992: 56), a saber, un drama hagiográfico. Conviene observar que la recepción teatral y crítica de las obras así estructuradas difiere mucho. The Roman Actor se volvió a poner en escena ya a finales del siglo xvii y luego en los siglos xviii, xix y xx, y que fue varias veces reeditado, entre otros, en 1929, en edición crítica de William Lee Sandidge. Lo fingido verdadero, en cambio, permaneció durante largo tiempo olvidado. Lo rescató Menéndez y Pelayo incluyendo en el cuarto tomo de las Obras de Lope de Vega (1894), pero sin darle debida importancia, a consecuencia de lo cual hasta la fecha la obra no ha llegado a tener su edición crítica. 3 Estudiada en el contexto de otros dramas hagiográficos o comedias de santos (Garasa, 1960; Dassbach, 1997), tan sólo en las últimas décadas ha sido examinada más a fondo, siendo más significante en este contexto el ensayo de María del Pilar Palomo (1987), dedicado a la dimensión metateatral de Lo fingido verdadero. De hecho, ya a mitades del siglo pasado, Antonio Vilanova advertía lo mismo diciendo que esta obra era «la primera interpretación escénica del tema del gran teatro del mundo de la literatura española» y un «importantísimo» precedente de El gran teatro del mundo de Calderón (1950: 172). En esta misma tradición del europeo theatrum mundi se inscribe The Roman Actor, pero, dadas las alusiones a la realidad inglesa del siglo xvii, y en particular a fan-club conocido como Paridiani. Hablan de él: Iuvenal, Suetonio, Dion Casio, Marcial (Kocur, 2005: 387 y notas 6-12).   En la versión publicada por Menéndez y Pelayo y sus reediciones, Dixon ha señalado «muchas modernizaciones mal pensadas» e «incorrectas», y «más de cincuenta errores, cinco de los cuales habían producido versos cortos o largos» (1999: 53). La edición que se aproxima a la edición crítica es la elaborada por Maria Teresa Cattaneo, publicada en Italia (Lope de Vega, 1992). La utilizamos en este trabajo.

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la censura, se suele considerarlo como un atrevido drama político, aunque no sin dudas, pues en su estructura destaca la trama amorosa. Similares comentarios merecía también el aspecto genérico de Lo fingido verdadero ya que en esta comedia de santos Lope de Vega introdujo elementos de otros géneros y de manera obviamente desproporcionada: la primera jornada podría formar parte de un drama histórico y la segunda, de una comedia de intriga amorosa. En estas dos jornadas, «ni un solo pensamiento religioso cruza por la mente de Ginés», subraya Menéndez y Pelayo, y ve en esto un «gravísimo defecto» (1919: 263-264). En el caso de The Roman Actor, aparte de los ya citados, se han detectado otros fallos estructurales, entre otros, la falta de una clara vinculación entre las obras intercaladas y la obra principal. Los estudios del siglo xx afirman, sin embargo, lo contrario: la estructura dramática de la obra de Massinger tiene una lógica interna y sus componentes quedan subordinados a la idea de theatrum mundi (Jonas Barish en Habicht, 1999-2000: s.n.). Sucede lo mismo en Lo fingido verdadero e igualmente, como se ha dicho ya, muy tarde lo han descubierto los críticos. Para transmitir la idea del gran teatro del mundo los dos autores acuden a las formas del teatro en el teatro y unen lo ficticio con lo real del drama. Lo aquí dicho obliga a resaltar que Lope es primero en España en llevar al escenario las formas del teatro en el teatro y que a Massinger le toca sólo contribuir a la tradición fundada en Inglaterra por Henry Medwall, autor de la obra Fulgens and Lucrece (1497), y llevada a la cumbre por Shakespeare en Hamlet y El sueño de una noche de verano. 2. Es evidente que en The Roman Actor se realiza el modelo del drama shakespeariano y de modo que incluso para el teatro de hoy resulta atractivo. 4 Se inicia la obra con la salida de Paris y su compañía. Le vemos luego ensayando y actuando. La primera obra intercalada, The Cure of Avarice (La cura de la avaricia) se representa en el segundo acto. Massinger la construyó a partir del Libro II de las sátiras de Horacio, según lo explica Lee Sandidge. Dentro de la estructura de The Roman Actor, la pieza mencionada constituye el punto de partida para la segunda obra, The Iphis and Anaxarete (Ifis y Anaxarete), introducida en el tercer acto. Como indica el título, es una dramatización del cuento mitológico en versión de Ovidio, que forma parte de sus Metamorfosis. En la obra de Massinger dicho cuento sirve para resumir metafóricamente el conflicto dramático en que intervienen: César Domiciano, su esposa Domiciana y el amante de ella, Paris, el famoso actor de Roma. La tercera obra intercalada, The False Servant (El sirviente falso), que se basa en la historia del Putifar bíblico y alude al mito de Fedra, desarrolla el tema de mujer adúltera. Escenificada en el cuarto acto de The Roman Actor es una metáfora de la situación que tendrá su final desenlace en el quinto acto y que aquí se avisa con el asesinato del actor: por sus crímenes, entre otros, por haber matado al actor querido por todos, al tirano Domiciano le espera la muerte comprendida como un justo castigo (Lee Sandidge, 1929: 34).    La obra fue escenificada por Sean Holmes en Gielgud Theatre, en 2002, con la Royal Shakespeare Company, y fue un gran éxito.

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En Lo fingido verdadero Ginés aparece por primera vez en la primera jornada. Tras la llegada de Diocleciano al poder, este actor romano se convierte en «representante imperial» y para satisfacer el gusto del emperador representa una comedia de amor (en la segunda jornada) y una parodia del «cristiano bautizado» (en la tercera jornada). En esta segunda actuación Ginés se convierte en cristiano, lo cual le cuesta la vida: condenado por Diocleciano a torturas va a morir como un mártir. En cuanto a las dos piezas intercaladas, éstas no solamente tienen que afirmar los talentos de este actor, de los que se habla varias veces a lo largo de Lo fingido verdadero. Se introduce con ellas la reflexión acerca de la vida, la que comparada con la comedia remite a la idea del mundo como teatro. Lo mismo sucede en The Roman Actor, aunque la metáfora cristiana del theatrum mundi no se construye en esta obra de manera explícita. Con este fin, Massinger, al igual que Lope, transforma la figura del actor en centro de atención. Su protagonismo, no obstante, ha sido puesto en duda por los críticos ya que el papel de igual importancia se concede en The Roman Actor también a Domiciano, emperador de Roma. Se ha dicho incluso que Domiciano es el personaje principal que con su tiranía alcanza a Paris (Habicht, 1999-2000: s.n.). La estructura de Lo fingido verdadero es diferente y permite hablar de dos acciones paralelas, una protagonizada por Diocleciano y otra, por Ginés. Pero cuando estas acciones se entrecruzan, en protagonista se convierte Ginés, y es este el momento cuando Lope intenta cumplir con las exigencias del género hagiográfico. Pero, a Lope le atrae obviamente más el actor que mártir y santo y, como más tarde Massinger, presta mucha atención a los temas relacionados con el teatro. Así, utiliza la figura de Ginés-actor y los componentes de su compañía para transmitir la teoría expuesta en el Arte nuevo y una vez más defender públicamente la comedia nueva. Si Lo fingido verdadero fue escenificado hacia 1618, las palabras de Lope pronunciadas por boca de Ginés sonaban como una firme respuesta a los ataques de los neoaristotélicos españoles, que se intensificaron en 1617. 5 Analógicamente, Massinger plantea en su drama los problemas con los que se enfrenta el teatro inglés de su tiempo. Acude a la historia romana y somete a la dramatización el episodio protagonizado por Paris para «deliberadamente» y de manera «maliciosa y manifiestamente subversiva» expresar su opinión sobre la censura en el teatro (Buttler en Habicht, 1999-2000: s.n.). Al mismo inicio de su tragedia Massinger hace salir a Paris al escenario para pronunciar un discurso en defensa de la libertad del teatro y la creación sin censura. Esta defensa es lo que siempre ha llamado la atención de los críticos y estudiosos (Lee Sandidge, Habitch, Hartley). Sin embargo, el atrevimiento de Massinger no convence a todos ya que en el período en que fue concebida la obra, a saber, en el último momento del reinado de Jacobo I y al comienzo del reinado de su hijo Carlos I, las quejas dirigidas a los representantes del poder, de los que dependía la suerte de las compañías teatrales, no eran tan frecuentes como décadas atrás, de lo 

  Más sobre este tema en Entrambasaguas (1932).

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cual se deduce que la censura fue menos pesada. Problemas, no obstante, no faltaban si en la escena que sigue el inicial discurso sobre el teatro Paris se ha de presentar en la casa del Senado y allí defender a su profesión. Lee Sandidge recuerda a propósito que en 1624, es decir, dos años antes del estreno de The Roman Actor, Middleton y sus actores fueron encarcelados por haber tratado los problemas actuales en su obra The Game of Chess (El juego de ajedrez). Más tarde, en 1631, al mismo Massinger le iban a quitar la licencia como autor de Believe as You List (Crea, lo que quieras). Volviendo al discurso de Paris, cabe notar que en éste se reivindica «el poder de escena». Pero, según observa Habicht, «mientras la gran retórica de su prominente diálogo para tal propuesta es bastante impresionante, su sustancia es menos brillante» (1999-2000, s.n.). Los presupuestos son tradicionales, observa el mismo autor, derivados de Aristóteles y Ovidio. Se utilizan, además, argumentos comunes «justificando el teatro contra las objeciones puritanas». The Roman Actor se parece por ello a Apology for Actors de Thomas Heywoods (1612), una obra con la que se la suele comparar (Habicht; Lee Sandidge). El concepto de la obra dramática y teatral, transmitido por boca de Paris, se puede resumir, dice Habicht, de manera siguiente: «que el drama une el provecho con el deleite, que refleja la realidad, que representa nobles acciones para inspirar y descifra vicios para reformar a sus espectadores; que puede «mover» a éstos al identificarse ellos con los personajes ficticios, y que por esta razón su efecto es superior a aquel de los «presuntos preceptos (quizá rara vez leídos)» de la filosofía moral» (Habicht, s.n.). Pero diciendo esto, Massinger no difiere mucho de sus coetáneos en otros países europeos. A comienzos del siglo xvii Lope defiende la comedia nueva, la que rechaza las normas clásicas, no obstante, e igual que Cervantes y otros preceptistas españoles, resalta en el Arte nuevo la idea ciceroniana que la comedia «verdadera» ha de ser «espejo/ de las costumbres, y una viva imagen de la verdad» (vv. 123-125), o dicho de otro modo, ha de «imitar las acciones de los hombres/ y pintar de aquel siglo las costumbres» (vv. 52-53). En Lo fingido verdadero lo resume en el comentario pronunciado por Camila: «Ya tienes la comedia prevenida [...] la imagen de la vida» (v. 1461-63). Los personajes creados por Lope, cuando hablan de teatro, sin duda, se convierten en sus portavoces. Analógicamente, los protagonistas de The Roman Actor son portavoces de Massinger. Las dos obras, como lo hemos advertido al principio, fueron destinadas a los escenarios públicos que aseguraban a sus autores una importante y eficaz difusión de sus teorías y opiniones. 3. El paralelismo entre Lo fingido verdadero y The Roman Actor se hace aún más visible cuando, al insertar las piezas breves en sus obras, tanto Lope como Massinger empiezan a jugar con la ilusión. Se pone de manifiesto entonces la metateatralidad de sus obras y destaca la excepcional teatralidad. Y precisamente por eso el drama de Massinger ha sido reconocido como «extraordinario» en el contexto de «la teatralidad de muchas obras dramáticas de la época jacobea y carolina» (Ha­ bitch, s.n.), y de la obra de Lope se ha dicho que era «el Hamlet de Lope» (Castillejo, 1984: 73) y la «más teatral de todas» sus comedias (Dixon, 1999: 53). Conviene

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detenerse en este aspecto de los dos dramas, sobre todo, en su dimensión metateatral, aunque no va a ser posible agotar el tema. Recordemos primero que en la segunda jornada de Lo fingido verdadero, 6 Ginés, enamorado de Marcela, la que está enamorada de Octavio, como ella miembro de la compañía de Ginés, al interpretar el papel de un atormentado por celos, confunde el nombre y al dirigirse en el escenario a Fabia utiliza el nombre de Marcela. En otro momento, olvidándose de sus papeles, Marcela y Ginés discuten delante del público como personas particulares. Lo real sigue mezclándose con lo ficticio cuando Tebandro —padre de Fabia, interpretado por el actor Fabricio, en la vida real el padre de Marcela— sale al escenario para comunicar a Rufino, interpretado por Ginés, que su hija acaba de huir con Octavio. Los espectadores no saben que Marcela, la que interpretaba el papel de Fabia, ha huido de verdad con el actor Octavio y cuando Ginés se dirige a Diocleciano pidiéndole que le ayude a prender a los amantes, éste, cree que se trata de una burla y participa en el juego como si fuera actor. Lo mismo ocurre otra vez al final de la obra, pero antes el espectador ve a Ginés ensayando el papel de un cristiano bautizado. Se inicia entonces una serie de milagrosos acontecimientos. Sirva de ejemplo la escena en que Ginés ensayando dice: «dadme el bautismo, Señor» (v. 2468), y entonces se oye, según indica la acotación, la música y «en alto» del tablado se abren «unas puertas», es decir, se descorren las cortinas y descubre la «imagen de Nuestra Señora y un Cristo en brazos del Padre, y por las gradas de este trono algunos mártires» (v. 2468+). Acudiendo a los recursos teatrales, Lope de Vega manipula aquí la ilusión de modo más radical que en el caso de la anterior pieza intercalada. Lo real y lo sobrenatural se funden en la escena del bautismo en que Ginés deja de interpretar el papel de cristiano para convertirse en cristiano. Lo que ocurre en el escenario sorprende a los demás personajes-actores. Se dan cuenta de que lo que dice Ginés «no está en la comedia». En el tablado se produce caos, pero Diocleciano cree que Ginés sigue imitando al cristiano bautizado y lo aplaude. Ginés continúa su improvisado monólogo y finalmente confiesa que le acaba de bautizar un ángel enviado por Dios. La conversión de Ginés ofende a Diocleciano y entonces, como Domiciano en la obra de Massinger, actúa como si interpretara el papel de juez. Condena a su actor favorito a la muerte: «y morirás en comedia / pues en comedia has vivido» (vv. 2882-83). Al igual que en la comedia de amor y celos, la ficción y la realidad se han mezclado aquí, adquiriendo en su conjunto una dimensión metafórica. Pero si allí Ginés como amante fingido y verdadero ha fracasado, aquí lo fingido se ha hecho verdadero: iluminado por la Gracia Divina Ginés se ha convertido en cristiano. De manera similar se produce la confusión entre la realidad y la ficción escénica en The Roman Actor. En el segundo acto, en la casa de Parthenius y en la presencia de Domiciano, Paris interpreta el papel del Doctor en la obra The Cure of Avarice, y en el tercero, en The Iphis and Anaxarete, interpreta el papel de Iphis, siendo Domicia, esposa de Domiciano, la que interpreta el papel de Anaxarete. En la produc  Aprovecho aquí en parte dos de mis estudios dedicados a Lo fingido verdadero (Aszyk, 2003: 53-74; Aszyk, 2006: 159-180).

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ción de esta última obra Domicia se convierte en directora de escena: ajusta el texto a su manera y reparte los papeles, asimismo manipula la ficción para manipular la realidad. De este modo, ya como actriz que interpreta el papel de Anaxarete, Domicia puede seducir al mismo tiempo a Iphis y a Paris que lo interpreta. Lo consigue, sin embargo, durante la representación siguiente, de The False Servant, la última obra intercalada en The Roman Actor. Allí Domicia se dirige a Paris llamándole «Paris Troyano», asimismo se identifica con Helena, dejando a Domiciano el papel de Anfitrión-Menelao que él promete interpretar a su manera. Llega así el momento de una total confusión: lo ficticio representado en el escenario se hace real, aunque Paris, al tomar parte en este juego, está dudando. Se plantea el problema de la lealtad a César, pero ya no puede, observa Habicht, «renegar ni de la pasión por Domicia despertada por su ego ficcional, ni de la lealtad de su yo real a Domiciano sin estar perdido» (Habicht, 1999-2000: s.n.). Cuando los dos actores, a su vez verdaderos y ficticios amantes, se besan Domiciano lo mira de cerca y cuando oye sus declaraciones de amor, ficticias y reales, hace un comentario sobre la venganza. Y cuando llega el momento adecuado interviene como actor a quien se ha olvidado el texto, pero sabe qué ha de hacer el personaje que interpreta. Mata al falso sirviente y al mismo tiempo, delante del público, mata a Paris, actor que lo ha interpretado y que a su vez era su rival en la vida real. Lo hace con rabia y resaltando «el poder de César» (IV. v. 287). Paris, actor y víctima del emperador, se encuentra así «atrapado en la ilusión teatral cuyo poder ha reivindicado teóricamente», concluye Habicht (1999-2000: s.n.). Al comentar la misma escena del asesinato, Andrew James Hartley señala una curiosa paradoja: «Aunque la retórica ideológica del rey prohibe cualquier intervención desde los bastidores en su papel de monarca, Massinger demuestra cómo la audiencia en los bastidores pasa fácilmente a cumplir el papel de actor.» (2001: 362, trad. mía). Los personajes que asisten a las representaciones de las piezas intercaladas en The Roman Actor se ven desorientados, pero sólo ante la última reaccionan de manera radical y violenta: ante la muerte de Paris se unen para matar al César tirano. Massinger, advierte Habicht al respecto, está cuestionando en esta escena el poder del teatro que estaba reclamando y está «alertando a la audiencia de su teatro de la arbitrariedad de su efecto, de la desilusión de su relación con el mundo exterior, y, particularmente, a estar sujeta al poder político; ya que ninguna de las obrasdentro-de-la-obra se representa sin permiso ni orden oficial, y la fragmentación y remodelación de sus textos de acuerdo con los intereses de sus receptores permanece sin respuesta por parte de los actores.» (Habicht, s.n.). La conclusión, no obstante, no es del todo pesimista. El teatro cumple en esta obra una importante misión en lo que respecta al movimiento opositor al tirano: tras la tercera representación y la muerte del actor, se produce la caída del emperador. Apuntemos, siguiendo la sugerencia de Habicht, que este desenlace alude de modo intertextual a Hamlet. En la representación de la suerte del actor en The Roman Actor y Lo fingido verdadero hay una clara similitud. En ambas obras, en las piezas intercaladas. lo fingido (=lo representado) se transforma en realidad (=lo verdadero). Los verbos

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«representar», «fingir» e «imitar» resultan en este contexto ambiguos, a lo cual alude el título de Lo fingido verdadero. El título anterior: El mejor representante, con que la obra de Lope se hizo «famosa», prometía —al igual que The Roman Actor— una comedia sobre el actor, pero en el contexto de la tercera jornada, y sobre todo en el último cuadro, se descubría que en dicho título estaba inscrito un mensaje que destruía su sentido-base. Los dos últimos versos de la obra de Lope que aluden a dicho título: «Aquí acaba la comedia/ del mejor representante.»(vv. 312223), los pronuncia Octavio, actor que va a sustituir a Ginés en su compañía teatral. Resalta así la relatividad de la fama y de todo lo que supone la vida terrestre. Tal idea se ve representada en el último cuadro de la obra en que destaca la figura del Ginés que empalado está monologando: «cesó la humana comedia,/ que era toda disparates; / hice la que veis, divina» (vv. 3112-14). A esta final conclusión Lope está preparando al espectador desde la primera jornada: introduce en los diálogos el término «comedia» en función de la metáfora de la vida y sinónimo del teatro. En el drama de Massinger la primera comparación del mundo con el teatro surge al comienzo del primer acto, cuando Arentius pregunta al Paris ensayando: «Estás en el escenario,/ ¿por qué hablas con tanta audacia?», a lo cual Paris responde: «Porque el mundo entero lo es,/ Y este lugar no puede ser excluido» (Massinger, 1929: I, vv. 49-51, trad. mía). A partir de este momento los sucesos dramáticos van a ejemplificar esta idea. Y la idea de theatrum mundi es la que une a las dos obras, como lo hemos señalado antes. 4.  En lo que respecta a los paralelismos entre las estructuras dramáticas que hemos ido apuntando en este ensayo, puede ser que no sean sino puras coincidencias, pero no se debe olvidar que ambos autores parten de una común fuente que es la historia de Roma. El interés por la Roma de los cesares era común en la Europa del siglo xvii, sin embargo en Inglaterra alcanzaba no solamente el teatro, aunque el escenario público fue donde el fenómeno se hacía más visible. 7 Es de notar que Massinger, aparte de The Roman Actor, concibió tres obras más que trataban sobre los temas de la época romana. Curiosamente, las tres se centran en los tiempos de Diocleciano y en las persecuciones de los cristianos: The Virgin Martyr (1620), escrita probablemente en colaboración con Dekker, The Maid of Honor (c. 1621) y The Renegado (1624). Se supone que Massinger las escribió porque era católico. Es posible, aunque no lo podemos comprobar, que al estudiar la época de Diocleciano Massinger llegara a conocer el caso de Ginés, contado por los hagiógrafos europeos a partir del Martirologio Romano. Menos probable que Massinger conociera las dramatizaciones del martirio de San Ginés que se representaban en la época medieval en Europa, o dramas latinos que encontraron su mayor difusión precisamente en el siglo xvii, escenificados en los colegios fundados por jesuitas. 8 Aún menos proba  Se estrenaron en las primeras décadas del siglo xvii, entre otras: Sejanus (1603) de Ben Jonson, Tragedy of Nero (¿1624?) del autor anónimo, Julia Agrippina (1628) de Thomas May, Messalina (¿1635?) de Nathaniel Richards (Buttler, 2002:XI).   A finales del xvi y en las primeras décadas del siglo xvii, el martirio de Ginés se vio escenificado en los colegios de: Friburgo (Suiza), 1592; Munich (Alemania), 1606; Kalisz (Polonia), 1615; Constanza (Alemania), 1618; Poznan (Polonia), 1619; Friburgo (Alemania), 1623; Innsbruck (Austria), 1629, etc. (Okon, 2005:81).

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ble que leyera el drama de Lope de Vega, aunque pudiera tener alguna noticia de esta «tragicomedia famosa». Sobre la recepción europea de las comedias de Fénix a comienzos del siglo xvii se sabe poco, pero al parecer se conocían algunas de ellas fuera de España. Lo afirman las notas del mismo Lope: en el Arte nuevo de 1609 («me llamen ignorante Italia y Francia», v. 366) y en el Peregrino en su Patria de 1618 («los que leen mis escritos […] en Italia, Francia y en las Indias», 1973: 57). La primera imitación extranjera de Lo fingido verdadero, la tragedia de Jean Rotrou Le véritable San Genest, surgió, sin embargo, tan sólo en 1645, es decir, casi veinte años después del estreno de The Roman Actor. A la luz de lo que acabamos de apuntar, los paralelismos o analogías entre Lo fingido verdadero y The Roman Actor parecen ser puras coincidencias. Faltan datos para poder conluir sobre la posible influencia de Lope en Massinger. Pero la estructura-base del relato histórico dramatizado por Massinger coincide también con otras dramatizaciones del relato hagiográfico protagonizado por San Ginés. Pues siempre se trata de un actor, favorito del emperador romano, que, por haber representando en el escenario una obra cuyo contenido ofendía los intereses del emperador, está condenado a muerte. Desde luego, cambia el desenlace final, pero en ambos casos este desenlace está relacionado con un brutal enfrentamiento del poder con un ser humano. Observemos que ni Ginés, ni Paris no mueren por ser actores, sino por confundir lo ficticio con lo real: el primero por convertirse en cristiano durante la interpretación del papel del cristiano, y el segundo, en la versión de Massinger, por convertirse en amante de la esposa del emperador mientras interpretaba el papel del amante. Y éste es un tema universal que se planteaba mucho antes de los estrenos de Lo fingido verdadero y The Roman Actor, ya en la antigüedad, y también después, provocando hasta nuestros tiempos las preguntas sobre el estatus ontológico y ético de la profesión del actor.

Bibliografía citada Urszula Aszyk (2003). «El arte de representar comedias: Lo fingido verdadero de Lope de Vega», Les problèmes des Genres Littéraires, 46, n.o 1-2, pp. 53-74. — (2006). «...pon el teatro, y prevén/ lo necesario...». Hacia una reconstrucción de la puesta en escena original de Lo fingido verdadero de Lope de Vega, en El corral de comedias: espacio escénico, espacio dramático, eds. Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafaela González Cañal y Elena Marcello,Almagro, Instituto Almagro del Teatro Clásico, Universidad CastillaLa Mancha, pp. 159-180. Martin Buttler (2002). «Introducción», en Philip Massinger, The Roman Actor, London, The Royal Shakespeare Company, pp. X-XIII. David Castillejo (1984). Las cuatrocientas comedias de Lope: catálogo crítico, Madrid, Teatro Español. Victor Dixon (1999), ««Ya tienes la comedia prevenida... la imagen de la vida»: Lo fingido verdadero», en Doce comedias buscan un tablado, ed. Felipe B. Pedraza Jiménez, Cuadernos de Teatro Clásico, n.o 11, pp. 53-71.

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Joaquín de Entrambasaguas (1932). Una gerra literaria del Siglo de Oro. Lope de Vega y los preceptos aristotélicos, Madrid, Tipografía de Archivos. Werner Habicht (1999-2000). «Trampas ilusorias en The Roman Actor de Massinger», en En torno a Shakespeare, vol. VI, Shakespeare y el Mediterráneo, ed. Vicente Forés López, trad. Ignacio Pascual y Marcos Doménech, corregida por Vicente Forés, Fundación Shakespeare de España, s.n., http://www.uv.es/~fores/entornoshk6intro.es.html, obtenido el 24 de mayo de 2008. Andrew James Hartley (2001). «Philip Massinger’s The Roman Actor and the Semiotics of Censored Theater», ELH, vol. 68, n.o 2, pp. 359-376. Mirosław Kocur (2005). We wladzy teatru. Aktorzy i wizdowie w antycznym Rzymie, Wroclaw. Wydawnictwo Uniwersytetu Wroclawskiego. — A critical edition of MASSINGER’s «The Roman Artur» (1929). A Dissertation presented to the Faculty of Princeton Universtiy in Candidacy for Degree of Doctor of Philosophy by William Lee Sanchidge, Princeton University Press. Marcelino Menéndez y Pelayo (1919). «Lo fingido verdadero», en Estudios sobre el teatro de Lope de Vega, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, t. I, pp. 249-268. Jan Okon (2005). «Sw. Genezjusz w dramacie jezuickim XVII w.», en Etos zycia - etos sztuki. Wokol legendy o sw. Genezjuszu - aktorze, Lodz, Wydawnictwo Uniwersytetu Lodzkiego, pp. 75-87. María del Pilar Palomo (1987). «Proceso de comunicación en Lo fingido verdadero», en «El castigo sin venganza» y el teatro de Lope de Vega, ed. Ricardo Doménech, Madrid, Cátedra, pp. 79-98. Lope de Vega (1973). Peregrino en su patria, ed. Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Clásicos-Castalia. — (1992). Lo fingido verdadero, Edizione e introduzione di Maria Teresa Cattaneo, Roma, Bulzoni Editore-«Il Labirinto», Teatro Spagnolo e ispanoamericano. — (2006). Arte nuevo de hacer comedias, ed. Enrique García Santo-Tomás, Madrid, Cátedra. Antonio Vilanova (1950). «El tema del gran teatro del mundo», Boletín de la Real Academia de Buenas Letras, n.o XXIII, pp. 157-188.

Sobre la (no) puntuación en los textos dramáticos del Siglo de Oro Alberto BLECUA Universidad Autónoma de Barcelona

En el libro clásico de Parkes (1993) se expone, en admirable síntesis, la historia de la puntuación desde sus remotos orígenes hasta el Renacimiento. Para la tradición peninsular hay que acudir a un artículo pionero de Blecua (1984), muy superado ahora por los magníficos estudios de Morreale (1980), de Santiago (1998), admirable artículo, y Fidel Sebastián (2002). 1 Todos ellos se ocupan de la puntuación en manuscritos —los menos— y en la teoría y práctica de los tratadistas ortográficos y su aplicación en los textos impresos —los más­—. Creo que fue en 2004 cuando los Historiadores de la Lengua de la Complutense me invitaron a participar con una ponencia sobre la puntuación en el Siglo de Oro en su Congreso. Me preparé bien y aprendí numerosos detalles que desconocía, pero poco o nada podía aportar a lo sabido. Sin embargo, tuve la feliz idea de comprobar cómo puntuaban los autores en sus autógrafos. Y acudí a una estupenda colección que había recopilado Díez Borque (1995) de los autógrafos que guarda la Biblioteca Nacional. Menos Santa Teresa, cosa suya, todos puntúan en prosa y en verso, sobre todo los poetas andaluces, con Herrera a la cabeza. Pero no hay excepciones, salvo la de los poetas dramáticos: ninguno puntúa desde Lope a Cañizares. Y, en cambio, todos ellos lo hacen cuando escriben otros géneros. Extraño fenómeno que, como veremos en las con  Ampliado en fechas recientes en Sebastián (2007). Allí encontrará el lector curioso la bibliografía sobre el tema, comenzando por los varios estudios del autor acerca del Lazarillo, El Quijote, El Guzmán y La Celestina, en la que ahora trabaja con paciencia y pulcritud inigualables.

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clusiones, sólo tiene una explicación que espero ser corroborada por los eximios especialistas en el teatro del Siglo de Oro y, en especial, nuestro querido amigo y sabio maestro Luciano García Lorenzo a quien va dedicado este inacabado artículo, que pienso proseguir con más datos de literatura comparada. Como la argumentación sólo se puede defender con los autógrafos, daré a continuación una serie de ejemplos en facsímil, casi todos ellos extraídos de la citada de Díez Borque (1995) y de la reciente colección dirigida por Jauralde Pou (2008). Creo que son suficientes para probar la tesis que aquí se defiende.

(1) Copia de Los donaires de Matico de Lope de Vega. Ms. II-460 de la Biblioteca de Palacio. En los cuatro tomos de la colección —más de un centenar de obras, casi todas del Lope temprano—, no hay puntuación salvo en algún pasaje en prosa de alguna tragedia. En otro lugar me ocuparé del asunto, pero es probable, por la caligrafía que el manuscrito de La Numancia, que perteneció a Sancho Rayón y hoy en la HSA, esté desgajado de uno de estos tomos de Palacio.

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(2) Lope de Vega, Amor con vista (Díez Borque, 1995: 82) 2   Casi medio centenar de autógrafos de Lope han llegado hasta nosotros. Para un estudio exhaustivo de ellos vid. Presotto (2000).

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(3) Lope de Vega Epístola al duque de Sesa con la puntuación:

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(4) Guillén de Castro (1569-1631), Ingratitud por amor (Díez Borque, 1995: 83).

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(5) Antonio Mira de Amescua (1574?-1644), La casa del tahúr (Díez Borque, 1995: 84).

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(6) Tirso de Molina (1579-1648), La Santa Juana (Díez Borque, 1995: 85).

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(7) Tirso de Molina, Silva a don Pedro , con la puntuación muy cuidada.

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(8) Luis Vélez de Guevara (1579-1644), La serrana de la Vera (Díez Borque, 1995: 86).

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(9) María de Zayas y Sotomayor (1590-¿1660?), La traición en la amistad (Díez Borque, 1995: 90).

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(10)  Felipe Godínez (1585-1659), La traición contra su dueño (Jauralde, 2008:100).

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(11) Antonio Hurtado de Mendoza (1586-1644), Cada loco con su tema (Jauralde, 2008: 120).

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(12) Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), El mágico prodigioso (Díez Borque, 1995: 91).

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(13) Antonio Enríquez Gómez (1600-1663), Martín Peláez (Jauralde, 2008: 74).

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(14)  Juan de Zabaleta (¿1600?-1667), La honra vive en los muertos (Díez Borque, 1995: 92).

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(15)  Francisco de Rojas Zorrilla (1607-1648), Señora de Atocha y Segundo Jepté (Díez Borque, 1995: 94).

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(16)  Juan de Matos Fragoso (1608-1689), La más heorica fineza y fortunas de Isabela (1668) (Jauralde, 2008: 152).

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(17) Agustín Moreto (1618-1669), El poder de la amistad y venganza sin castigo (Díez Borque, 1995: 95).

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(18)  Juan Bautista Diamante (1625-1687), El veneno para sí (1653) (Jauralde, 2008: 68).

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(19)  José de Cañizares (1676-1750), El sol de Occidente (Díez Borque, 1995: 96).

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(20)  Auto de los Reyes Magos (Díez Borque, 1995: 45).

Conclusiones Tras lo expuesto con pruebas incontrovertibles podemos llegar a las siguientes conclusiones: 1.ª Los autores de textos dramáticos de la época no puntúan, salvo algún signo de interrogación, ninguno de sus autógrafos. Los neoclásicos sí, en cambio, ya lo hacen. Es el caso de los Moratines y compañía. Desconozco cuándo se produce el cambio entre Cañizares y ellos, aunque sospecho que es a raíz de las polémicas sobre los autos sacramentales y las comedias en general. 2.ª Los autores de textos dramáticos sí puntúan, mal que bien, en los otros géneros —lírica, menos, y prosa. No creo que haya que llegar a las cimas de la sutileza crítica para advertir que si los dramaturgos no puntúan es porque se trata de una exigencia de los «autores de comedias». Ellos son los que marcan el ritmo de la entonación y de la cadencia del verso. Lo que no afecta a los «papeles» de actores, que tan bien estudió nuestro querido y malogrado Stefano Arata (y Vaccari, 2002; Vaccari, 2006). No sé con exactitud cuando se inicia este hábito de abolición de la puntuación, pero todo parece indicar que está estrechamente relacionado con la aparición de los corrales y de

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las compañías profesionales. Los manuscritos anteriores son copias y escasos. La excepción sería el Auto de la Pasión, que puntúa de acuerdo con la tradición lírica, esto es, con escasísima puntuación y en semiestrofas, al igual que el Códice de Autos Viejos o la Égloga de Francisco de Madrid. El manuscrito de la Comedia de Sepúlveda sí lo hace, pero se trata de un texto en prosa y para representaciones minoritarias. El resto —Encina, Lucas Fernández, Garcilaso, Gil Vicente, Sánchez de Bajadoz, Rueda, Alonso de la Vega, Timoneda, etc.— nos ha llegado en tradiciones impresas cuyas normas aplican los cajistas. Por tratarse de obras para difusión interna y de carácter muy culto la del teatro de colegio, universitario y, sobre todo, de jesuitas, híbridos de latín y vulgar, sí suelen puntuar de acuerdo con la tradición clásica renacentista. No se conservan autógrafos antes de Lope —1593—, pero sí numerosas copias manuscritas en particular en la magna colección de Palacio, que reúne numerosas piezas de esos primeros años de la aparición de los corrales: todas son copias sin puntuar. Otra conclusión importante es que todos los manuscritos no autógrafos que carecen de puntuación derivan en última instancia del original. Y todos los manuscritos con puntuación se remontan a los impresos en las sueltas o a las Partes de Comedias. No he tenido tiempo de comparar qué ocurre en Europa —y América— con sus autógrafos dramáticos. Los de Ben Jonson, para Palacio, sí están puntuados a la perfección. De Racine, Corneille y Molière no se conserva ninguno. Desconozco lo que sucede en Italia. Y una paradoja final: el texto mejor puntuado del género en la península es, nada menos, que el primero de todos, el Auto o Representación de los Reyes Magos, cultísima Representación que no necesitaba «autores» para marcar la entonación (vid. Lám. 20) de sus actores.

Bibliografía citada Arata Stefano y Debora Vaccari (2002). «Manuscritos atípicos, papeles de actor y compañías del siglo xvi», Revista di Letteratura e Filologie Ispaniche, V, pp. 25-68. José Manuel Blecua (1984). «Notas sobre la puntuación española hasta el Renacimiento», Homenaje a Julián Marías, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 121-130. José María Díez Borque (1995). Memoria de la escritura. Del Poema de Mio Cid a Rafael Alberti, Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional. Pablo Jauralde Pou (dir., 2008). Biblioteca de Autógrafos Españoles, I (siglos xvi y xvii), Madrid, Calambur. Margherita Morreale (1980). «Problemas que plantea la interpunción de textos medievales, ejemplificados en un romanceamiento bíblico del siglo xiii (Esc. 1-1-6)», Homenaje a Agapito Rey, Bloomington, Indiana, pp. 151-175. M. B. Parkes (1993) Pause and Effect. Puntuation in the West, California, University of California Press, Berkeley and Los Angeles. Marco Presotto (2000). Le commedie autrografe de Lope de Vega: catalogo e Studio, Kassel, Reichenberger.

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Ramón Santiago (1998). «Apuntes para la historia de la puntuación en los siglos xvi y xvii», en Estudios de Grafemática en el Dominio Hispánico, Salamanca, Universidad de Salamanca-Instituto Caro y Cuervo, pp. 243-280. Fidel Sebastián (2002). La puntuación en los siglos xvi y xvii, Cuadernos de Filología 3, Universitat Autònoma de Barcelona. Fidel Sebastián (2007). Puntuación, humanismo e imprenta en el Siglo de Oro, Vigo, Academia del Hispanismo. Debora Vaccari (2006). I «papeles de actor» Della Biblioteca Nacional de Madrid: catalogo e Studio, Introd. de Fausta Antonucci, Florencia, Alinea.

El autor Juan Pérez de Tapia y su mujer, María de Olmedo, en el corral de La Montería (Sevilla): 1654-1663 1 Piedad BOLAÑOS DONOSO Universidad de Sevilla

«A tantas ausencias la tinta faltará a la pluma, cuanto más las razones, y así falten cuanto quisieren los amigos, que no más escribir. Para entretenerme sabré asir de la memoria de mi fortuna». 2

Si la crítica ha utilizado y consentido un lexema como «etapa de oro» de nuestro teatro clásico para designar todo aquel que se escribe y representa hasta 1644, fecha en la que fueron prohibidas las representaciones por orden de Felipe IV, sin lugar a dudas que debemos inventar otro término para oponer al anterior y poder referirnos a ese otro período al que aludiremos con escasos oropeles por su menor esplendor: le llamaremos «etapa de plata», que no por ello dejará de tener sus características y peculiaridades, sin llegar a presuponer que sólo encierra la decadencia del teatro clásico español. El teatro sevillano avanzará hacia esa «etapa de plata» (con el paréntesis puntual de la prohibición nacional desde 1644 hasta 1646), atravesando un período de incertidumbre que se extenderá hasta bien avanzada la década de los 50, para iniciar    Este trabajo forma parte de mi actividad investigadora como miembro del Grupo de Investigación y Desarrollo Tecnológico de la Comunidad Autónoma de Andalucía (HUM, 123), del que soy su directora.   Institución Colombina. Biblioteca. Varios: 60-1-17. «Algunos aforismos» [Mss., tratado 68, s.f.].

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su proceso de declive a partir de 1659, año en el que sufrirá El Coliseo sevillano el último incendio de su vida activa. Por estos años o etapa gozne del teatro áureo sevillano se hizo presente Juan Pérez de Tapia, natural de Toledo, 3 y María de Olmedo, su mujer, sevillana, 4 que, una vez muerto su marido en esta ciudad, abandonó su profesión para entregarse a la crianza de sus hijos 5 y, pocos años más tarde, descansar al lado de su querido esposo que tantos parabienes 6 le había proporcionado durante su matrimonio. Como su actividad profesional sevillana la desarrollaron, prácticamente, en el corral de La Montería, bien podremos encuadrar la presencia de ambos comediantes en la 4.ª etapa de la vida de este corral (Bolaños, 2008). Los abusos de tipo económico, como las alteraciones del orden público (afectando a la moral), son síntomas que irán haciendo mella en un festejo que no siempre fue defendido por los dirigentes civiles y mucho menos por el poder eclesiástico. Si a ello sumamos escasez de compañías teatrales —razón por lo que las existentes preferían estar en la Corte o en poblaciones cercanas—, podremos comprender mejor la razón de por qué permaneció durante años Juan Pérez de Tapia y su compañía sin salir de tierras andaluzas y, sobre todo, sin abandonar Sevilla. Las temporadas de 1652-1653, 1653-1654 y la primera parte de la de 1654-1655, fue ocupada exclusivamente por Jacinto Riquelme el cual, en su última etapa, a pesar de tener contrato firmado con Batanes para representar en La Montería desde el    «Sépase por esta carta testamento como yo, Juan Pérez, vecino de esta ciudad, en la collación de Santa María la Mayor y natural de Toledo, hijo legítimo de Agustín Pérez y de Ana Muñoz Cabello, su mujer, difuntos...» (Archivo Histórico Provincial de Sevilla. Archivo de Protocolos (en adelante, APS), Testamento de Juan Pérez de Tapia. Oficio XIII, 1662, leg. 8.101, ff. 280r-282r. Fecha del documento: 30 de agosto, f. 280r). Modernizo la grafía, acentuación y puntuación de todos los documentos que se citan en este trabajo siguiendo la normativa de la Real Academia de la Lengua.    «Sépase por este testamento como yo, doña María de Olmedo, viuda de Juan Pérez de Tapia, vecina de Sevilla, en la parroquia de San Vicente [...] se digan por las ánimas de Alonso de Olmedo y de Gerónima de Omeño, su mujer, mis padres ya difuntos...». Este testimonio no siempre indicó que se hubiera nacido en Sevilla, sino que en ese momento de su muerte «vivía» en Sevilla, como así era (APS, Oficio XIII, 1667, leg. 8.112, ff. 1.095r-1.098v. Fecha del documento: 30 de diciembre, f. 1.095r). En esta vida trashumante de los cómicos fue posible que cada hijo naciera en una ciudad y así, en la Genealogía (pp. 306-307) se dice que María de Olmedo «...nació y murió en Sevilla [...] y Vicente de Olmedo, un hermano suyo «...que fue el menor de todos (y vive este año 1715), nació en Lisboa, antes del levantamiento de Portugal». Dado que Vicente (que se casó en Sevilla, como más adelante veremos), declara haber nacido en Lisboa, coincidiendo con lo que recoge la Genealogía..., podemos dar crédito a lo que se dice sobre María. De momento, la búsqueda en los Archivos de Santa María la Mayor (Sagrario) y en el propio de San Vicente, ha sido infructuosa, habiendo buscado en el Libro de Bautizos desde 1615 hasta 1631, fecha en la que su padre la presenta ya a la Novena. Personalmente, creo que hubo de nacer por los años de 1621-1623.   Tras la muerte de su marido, se hizo cargo de sus cuatro hijos, todos menores: Juan Pérez, de 12 años de edad; José Pérez, de 11 años; Cristóbal Pérez Cirilo Vicente, de 8 años; y Manuel Alonso Pérez, de veinte meses. Dice, expresamente, cuando acepta la herencia de su esposo: «...me quiero encargar del dicho oficio de tutora y curadora...», además de renunciar «...a las segundas nupcias...» (APS, Oficio XIII, 1662, leg. 8.101, ff. 589r-593v. Fecha del documento: 22 de septiembre). Este documento es muy interesante por recogerse en él el «ajuar» del cómico Juan Pérez. Por razones de espacio no lo podemos aportar.   No solamente por los hijos que le dejó, sino por los bienes materiales que fueron adquiridos durante el matrimonio, dado que ninguno de los dos aportó nada al mismo. Dice así una de las cláusulas del testamento. «Item. Declaro que cuando casé con la dicha doña María de Olmedo, mi mujer, yo no traje bienes [...] y la dicha mi mujer no trajo dote alguno y los bienes que Dios nos ha dado son adquiridos durante nuestro matrimonio» (Véase: Testamento de Juan Pérez de Tapia, ff. 280v-281r).

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segundo día de Pascua hasta el Corpus, quiso marcharse a Cádiz dejando al arrendador sin compañía y con una deuda considerable de todo el dinero que le había prestado. 7 Después de este ambiente de turbulencias, la llegada de Juan Pérez de Tapia 8 para continuar la temporada de 1654-1655 hubo de parecerle al arrendador «miel sobre hojuelas»: ni pleitos ni riesgo de quedarse por ahora sin representantes para seguir abriendo el corral de La Montería. Bien porque fuera necesario o bien porque se quiso cumplir escrupulosamente la Real Cédula de Su Majestad, 9 el arrendador de La Montería salió fuera de la ciudad hispalense para contratar al «autor» que necesitaba para seguir representando en su corral: de esta forma no tendría la obligación de tenerlo que ceder al corral de El Coliseo. Juan Batanes, el arrendador, dio su poder a Pedro Jirón —cobrador de una de las puertas del corral— para que se concertara con Juan Pérez de Tapia. 10 Sin duda que el arrendador quería tenerlo para abrir la segunda parte de la temporada dramática. Conocemos este desplazamiento y lo que ocurrió en la ciudad en donde se localizó al autor por el resumen que se hace de todo ello en un documento de fecha   A RR AA, Caja 280, exp. 36. Fecha del documento: 7 de marzo de 1654. El Sr. Alcalde de los RR AA mandó que se le tomara preso y diera fianzas para obligarle a cumplir su compromiso.    Por las noticias que se ofrecen en la Genealogía..., Juan Pérez de Tapia se había registrado como Cofrade, por primera vez, el 18 de febrero de 1636. Después se registró varias veces más, siendo la última el 10 de marzo de 1652. En 1655 era «autor» de comedias y sus actores se registraron en la Cofradía como miembros de la compañía de dicho autor. En 1638 se dice que era «cajero» en la compañía de Bartolomé Romero y, en 1642 se encuentra, formando parte de la compañía del mismo autor, en Sevilla, haciendo el Corpus, en donde desempeñó los 2.º galanes, además de bailar. No todos los críticos identifican, como una misma persona, al joven que se registró como Cofrade en 1636 y al autor de comedias de los años cincuenta. Es cierto que, al menos, existieron, tres hombres relacionados con el teatro y que se firmaron como Juan Pérez, Juan de Tapia o Juan Pérez de Tapia: 1) Juan de Tapia que casó con Basilia Alcaraz, cuya pareja trajo al mundo a un hijo que le pusieron Carlos de Tapia; 2) un tal Juan Pérez, que bien podría tratarse del mismo...; 3..º) Juan Pérez de Tapia que casó, en primeras nupcias, con Ana María, la cual hubo de morir como muy tarde en 1649, siendo este año la fecha límite para realizar el segundo matrimonio con María de Olmedo, dado que en su testamento (1662) habla de tener su hijo mayor, Juan Pérez, 12 años. En 1651 ya estaban casados y formaban parte de la compañía de Diego Osorio (Nicolás Martínez, 2007). Charles Davis (y J. E. Varey, t. II (1651-1660), p. 855), nos presenta tres tipos de firma todas ellas referidas al personaje que nosotros estudiamos: con una abreviatura para el nombre y Pérez como único apellido; con el nombre y dos apellidos, desarrollados; y con el nombre y el primer apellido desarrollado. En la documentación inédita que nosotros aportamos se firma: con el nombre y los dos apellidos desarrollados (la más frecuente) y con su nombre y primer apellido desarrollado (sólo en dos ocasiones). He aquí su reproducción:



APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 401v. APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 734v.



 Dada en Madrid, el 14 de abril de 1631. (Bolaños, 2008).  APS, Oficio V, 1654, leg. 3.689, f. 98r-v. Fecha del documento: 27 de julio.

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posterior. Se dice que Pedro Jirón se trasladó a Valencia y se concertó con Tapia «...para venir, como vine a esta dicha ciudad, con la dicha mi compañía, con las condiciones y ayudas de costa que se refieren en la escritura que en razón de ello se otorgó, que pasó en la dicha ciudad de Valencia, 11 en doce de agosto del año pasado de seiscientos y cincuenta y cuatro...». 12 Es cierto que Tapia se encontraba en Valencia pues hizo el Corpus de 1654 y en donde continuó representando hasta el 14 de agosto de ese mismo año (Juliá Martínez, 1917:82), fecha desde la que pudo el autor desplazarse holgadamente hasta Sevilla para empezar la segunda parte de la temporada de 1654-1655. Por el poder que recibió Pedro Jirón conocemos las condiciones que se le ofrecieron al autor: fueron extremadamente ventajosas para él y reveladoras de las dificultades que los arrendadores atravesaban para mantener abiertos los corrales de comedias. 13 Es muy probable que Jirón se concertara con Tapia, tal y como él mismo dice, y estuviera en Sevilla cubriendo la última parte de la temporada dramática de 16541655, 14 pero la ausencia de documentación (por ahora) en el Archivo de Protocolos para ese periodo nos impide ratificar cualquier aseveración. La primera referencia documental proviene del 8 de febrero de 1655, día que dice «residir en la ciudad de Sevilla» y en la que se concierta con Cristóbal Pacheco Patrite para hacer 30 representaciones en Jerez de la Frontera, a partir de los últimos días de agosto de 1655. 15

1.º firma: APS, Oficio V, 1655, leg. 3.690, f. 277v.

Más tarde y siempre antes de iniciarse la temporada (el 28 de marzo fue Domingo de Resurrección), dio poder a Diego de Cepeda, residente en la villa de Madrid, 11  Todos los estudios sobre el teatro en Valencia no recogen esta escritura dado que se trataba de un compromiso ajeno a la ciudad del Turia. 12  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 331r-333v. Fecha del documento: 4 de septiembre. 13  Se le ofrece al autor contrato desde el día que él quisiera hasta el día anterior al Corpus de 1655. Le daría 3.000 reales «graciosamente». Además, 276 reales de «ayuda de costa» por cada representación que hiciera. Le ofrece casa dentro del corral de La Montería, con 6 camas. Le asegura la presencia de Juana de Cisneros para formar parte de la compañía. Le ofrece pagarle la mitad de los gastos que tuviere que hacer con las tramoyas. Correría por cuenta del arrendador los gastos de «la justicia» que se ha de poner en la puerta del corral. Al autor no se le exige nada más que hacer dos comedias nuevas cada semana, con sus bailes y entremeses (APS, Oficio V, 1654, leg. 3.689, f. 98r). 14  Sánchez Arjona dice que en el mes de septiembre «el arrendador del Coliseo, Alonso de Vergara, solicitó de la Ciudad que se obligara al autor de comedias Juan Pérez de Tapia a que otorgara escritura comprometiéndose a venir a representar al dicho corral, en atención a que a ello se había obligado en carta que escribió desde Valencia. Tapia vino efectivamente, pero fue a La Montería, como hemos visto [¿?], y no al Coliseo» (p. 409). 15  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.690, ff. 276r-277v. Fecha del documento: 8 de febrero.

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para que en su nombre —dice— «...pueda hacer y haga cualesquier asunto [sic] y concierto con cualesquier persona, así hombres como mujeres representantes, que vengan a representar en la dicha mi compañía...». 16 Si estuvo representando en la temporada anterior, como él mismo asegura, hubiera sido normal que en estas fechas encontráramos el contrato de ciertos actores (aunque no de todos y mucho menos de sus cuñados...) que se incorporan a la nueva compañía para sustituir a los que la dejan. No hemos encontrado ninguno (¿se contrataron todos en Madrid para eludir a las autoridades municipales y sus exigencias de que representaran en El Coliseo?), así como, tampoco, el contrato para cubrir la temporada de 1655-1656. De todas formas, no olvidamos que el realizado en Valencia pudo extenderse hasta el día antes del Corpus, como relataba el poder que se le otorgó a Pedro Jirón. Conocemos la relación de todos los actores, tanto por su participación en el Corpus sevillano de ese año (Sentaurens, 1984: vol. II, 1236-1237), 17 como por la inscripción de gran parte de ellos en la Cofradía de la Novena, en la que declaran formar parte de la compañía de Juan Pérez de Tapia en ese año de 1655 (Genealogía, 1985). Además, identificamos a todos los miembros varones de la compañía gracias a una carta de deuda que el autor, Juan Pérez de Tapia, y toda su compañía firman a favor de Juan de Molina, maestro sastre, que les presta 9.355 reales. En ella dicen estar «...de partida para la ciudad de Cádiz...». 18 Si pretenden pasar el verano  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.690, f. 340r-v. Fecha del documento: 18 de marzo.  Como podrán comprobar, alguno de los nombres y apellidos están mal trascritos. Son los siguientes: Alonso de Olmedo, 1.º galanes; Juan Pérez de Tapia, 2.º galanes; Joseph de Prado, 3.º galanes; Vicente de Olmedo, 4.º galanes; Manuel de Vallejo, graciosos [Tenemos constancia documental de su presencia al firmar un reconocimiento de deuda por valor de 1.132 reales con el arrendador de La Montería, Juan Batanes. Dice que se los tendrá que devolver el martes de Carnestolendas del año próximo de 1656. La cláusula más interesante de este contrato es aquella por la que acepta venir a La Montería, en compañía de su mujer, para incorporarse a la compañía que estuviere representando: él tendrá que hacer los papeles de «graciosidad» y ella, María de Espinosa, 4ª damas. Este contrato es una buena prueba de cómo empiezan a cambiar las relaciones entre «autor», representante y arrendador. Antes sólo el «autor» contrataba a sus representantes; ahora el arrendador empieza a imponer a los «autores» los representantes que él considera buenos. De otra suerte no le habría prestado ni un real (APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 93r-94v. Fecha del documento: 3 de julio)]; Juan de Morales, barbas; Juan [de Molina] Correa; Jerónimo de Sandoval; Diego [Domingo] de Plana; Diego de Parra [Pavía] [Sin duda que se trata de Diego de Pavía, oficial de la compañía, que pidió prestados 300 reales a Antonio Correa de Quesada. Se los tendrá que abonar pasados 40 días, a contar desde la fecha de la carta. Salió como su fiador el propio Tapia (APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, f.83r-v. Fecha del documento: 1 de julio)]; Pedro de Vallé[s]; Cristóbal de Torres; Jerónimo Dávina [de Ávila]; Juan Novellas [no sabe escribir]; el cobrador; el guardarropa; Juana de Cisneros, 1.ªs damas; María de Olmedo, 2.ªs damas; Juliana Candado, 3.ªs damas; María de Espinosa [mujer de Manuel Vallejo]; Josefa Pavía [¿mujer de Diego Pavía?]; Juana Escribano. 18   Para asegurarse el prestamista el cobro de su dinero y no más tarde de 40 días, desde la fecha de la presente carta, les obliga a dejar una serie de vestidos que, en caso de serles preciso para las representaciones gaditanas, podrían recuperar, siempre que después se los devolvieran. Son los siguientes: «[99r] Yo, el dicho Alonso de Olmedo, dos vestidos, el uno bordado y el otro cuajado de galón de oro, que sirvieron en la fiesta del Corpus de esta ciudad. Y yo, el dicho Juan Correa un vestido que así mismo sirvió en la fiesta del Corpus. E yo, el dicho Domingo de la [99v] Plana, otro vestido que así mismo sirvió en la fiesta del Corpus. E yo, el dicho Manuel de Vallejo otro vestido de tela que sirvió en la fiesta del Corpus y otro vestido que hice para empezar a representar en esta dicha ciudad, con sus cabos. Y otro vestido de Holanda (Holanda), con trencilla. Y unos cabos de tela. Y yo, el dicho Vicente de Olmedo, otro vestido que sirvió en la fiesta del Corpus. Y yo, el dicho José de Prado, un vestido de rizo negro, bordado de talcos. Y yo, el dicho Diego Pavía, un vaquero que sirvió en la fiesta del Corpus (APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 99r-100v. Fecha del documento: 30 de junio. He aquí la firma de todos ellos: 16 17

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en Cádiz tuvo que hacer el autor el contrato 19 y, para ello, previamente, recibió poder de todos los componentes de su compañía, de partes, firmando, de nuevo, todos sus miembros. 20 Su participación en el Corpus sevillano de 1655 es indiscutible, no solo por las aportaciones del doctor Sentaurens, sino también por lo varios testimonios notariales que podemos aportar: a)  El autor da carta de pago a Alonso de Ortega, Mayordomo de los Propios y Rentas de la ciudad de Sevilla, por valor de 7.700 reales «...por la representación de los Autos Sacramentales que se ha de hacer el día del Corpus de este año de seiscientos y cincuenta y cinco...». 21 b)  Por una carta de reconocimiento de deuda que Tapia firma a favor de Antonio Correa de Quesada, mercader, al que dice deber 1.106 reales (261 eran de Alonso de Olmedo y los 845 restantes, del propio Tapia) que son de «...mercadurías que es sacada de su casa». De ambas cantidades se hace responsable el «autor», debiendo de pagarle 15 días después de la fecha de esta carta y, por supuesto, antes de salir el autor de la ciudad. 22

19   Han de llegar a Cádiz el 4 de julio y se comprometen a hacer 30 representaciones (APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 104r-105v. Fecha del documento: 1 de julio). 20  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 106r-107v. Fecha del documento: 30 de junio. 21  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.690, f. 648r-v. Fecha del documento: 30 de abril. 22  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, f. 40r-v. Fecha del documento: 25 de junio. Hay otra carta de deuda con el mismo prestamista, por valor de 600 reales, que más me inclino que se los diera por el inminente viaje a Cádiz (APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, f. 71r-v. Fecha del documento: 1 de junio).

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c) Y, fundamentalmente, por las declaraciones que realizan los propios comediantes cuando empeñan su vestuario: son todos vestidos que han utilizado en la fiesta del Corpus. Tras la festividad del mismo —celebrado el 27 de mayo— Tapia y su compañía hubieron de permanecer en La Montería algunos días más, saliendo de Sevilla para Cádiz a finales de junio, buscando esos espacios menos calurosos, como era costumbre y hemos constatado. El inicio de la segunda parte de la temporada de 1655-1656 se fundamentó en ese contrato que se hubo de realizar en Valencia el 12 de agosto de 1654. Parece ser que se contemplaba allí la posibilidad de volver, tras los meses de verano, a representar en La Montería, firmando ya en Sevilla, un nuevo contrato que le obliga a empezar a trabajar sobre el 12 de octubre (ocho días más o menos). El autor se encontraba en Sanlúcar de Barrameda y sería el arrendador —Batanes— quien debería de correr con los gastos de su desplazamiento. Se compromete Tapia a hacer 60 representaciones, más tantas cuantas le pidiere el arrendador hasta el martes de Carnestolendas. 23 Y como bien recoge el refrán que «las ocasiones las pintan calvas», es el momento de exigir si Batanes quería abrir de nuevo su corral: así, Tapia impone que le ha de recoger el resto de la deuda que él y todos sus representantes tienen contraída con Juan de Molina, maestro sastre (deben aún, 6.178 reales). Pocos días dejó pasar Batanes para cumplir lo prometido, abonando lo adeudado al maestro sastre. 24 Es posible que se iniciaran las representaciones a mitad de octubre, como estaba previsto. Pero también eran conscientes de que no tenían al completo la compañía, razón por la que, de forma conjunta, Tapia y Batanes, dieron poder a Gerónimo de Ávila para que hiciera «...cualquier asiento y concierto con cualesquier personas, así hombres como mujeres, para efecto que vengan a esta dicha ciudad, al plazo que con ellos se ajustare a representar con la compañía de mí, el dicho Juan Pérez de Tapia, en el dicho corral de La Montería y no en el corral de representar comedias del Coliseo, de esta dicha ciudad, poniéndoles las penas que con ellos se concertare...» 25

Pero los tiempos que corrían no estaban para tirar cohetes en materia teatral, por muy enemistadas que estuvieran las dos administraciones de los corrales existentes en la ciudad de Sevilla (municipal y real). Por ello, los arrendadores de El Coliseo —José Rafael Cataño y Francisco Matute Cataño— y el de La Montería —Juan Batanes— deciden firmar conjuntamente el siguiente documento: «...que por cuanto así por el contagio que le [...] sobrevino a esta ciudad, como por la esterilidad de accidentes que en ella se han padecido, de muchos años a esta parte ha venido en grandísima disminución la vecindad [...] de esta ciudad, por cuya causa han tenido mucha perdición con las compañías que ambas, las dichas partes, han  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 331r-33v. Fecha del documento: 4 de septiembre.  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, f. 406r-v. Fecha del documento: 20 de septiembre. 25  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, f. 530r-v. Fecha del documento: 27 de octubre. 23 24

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traído hasta la dicha ciudad, a representar a los dichos corrales, así por las causas referidas como por los grandes [gastos] de ayuda de costa que les han dado a las dichas compañías, y para que no sea cau[sa] de destruir lo susodicho y a sus fiadores, y que se puedan tolerar en alguna parte los dichos gastos, se han venido y concertado...» 26

para que los autores que llegaran a la ciudad alternaran sus representaciones 15 días en cada corral. Por esta razón es posible que antes de terminarse la temporada de 1655-1656 lo llevaran a la práctica Tapia y Antonio de Castro, presentes en la ciudad y debiendo de representar en los dos corrales existentes. 27 La temporada siguiente, 1656-1657, hubo de ser un calco de la anterior pues permanecieron en los mismos corrales los mismos autores. Hubo una excepción: la presencia de Agustín Moreto en nuestra ciudad y su participación en la fiesta del Corpus para el que escribió «loas» y «sainetes» (Sánchez Arjona 1994: 411-412). También intentó renovar Juan Pérez de Tapia su compañía, 28 buscando actores en Madrid, además de los contratados en Sevilla: a)  Renueva primero, por una temporada, los cargos que estima imprescindibles en la compañía como fue el de Melchor de Casas, el apuntador y el que saca las comedias y las «partes» de las mismas. 29

b) Más tarde, nada más empezar Carnestolendas (el 1.º de marzo fue miércoles de Ceniza) renovó el contrato, de parte, a Domingo de la Plana, 30 y a Juan Correa. 31 Con Gerónimo de Ávila, cobrador de la compañía, ya habría pactado su permanencia 26  APS, Oficio V, 1655, leg. 3.691, ff. 740r-741v. Fecha del documento: 29 de diciembre. Este documento está anulado, por una nota marginal, el 29 de marzo de 1658. 27  Sin embargo, Sánchez Arjona (p. 410) para el año de 1656, sitúa a Tapia en La Montería y a Antonio de Castro en El Coliseo. Es posible que si tenían los dos arrendadores compañía todo siguiera igual; también es cierto que los dos arrendadores, de forma conjunta, aportaron 5.000 reales para traerse a la comedianta Francisca López de donde estuviera, para incorporarse a la compañía de Antonio de Castro ¿Se la alternarían más tarde? (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 423r-v. Fecha del documento: 7 de marzo). 28  De forma conjunta, Juan Pérez de Tapia y Juan Batanes, dieron poder a Francisco de Robaldo, vecino de Madrid, para que se concertara con representantes —hombres y mujeres— para que se incorporaran a la compañía de Tapia y representar en La Montería (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 4r-v. Fecha del documento: 3 de enero). Y Juan Batanes, en solitario, dio también poder a Diego de Cepeda, escribano de provincia y vecino de Madrid, para que se concertara con «autores» de comedias y con representantes (hombres y mujeres). Señal inequívoca que está pensando en renovar la presencia de Tapia (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 161r-v. Fecha del documento: 25 de enero). 29  Cobrará 7 reales «de parte». Recibirá 1 caballería para los desplazamientos de la compañía y 200 reales prestados por el autor (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 431r-v. Fecha del documento: 10 de enero). 30  Se lo renovó por un año. Hará lo que el autor le ordenare. Cobrará 17 reales y le dará el autor dos caballerías para cuando se traslade la compañía (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 400r-v. Fecha del documento: 4 de marzo). 31  Se concierta, igualmente, por un año. Cobrará 14 reales «de parte» y le ha de dar el autor dos caballerías para su traslado. Le hace entrega Tapia de 23 ducados en concepto de préstamo (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 401r-v. Fecha del documento: 4 de marzo).

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anteriormente pues en estas fechas le otorga poder para que se concierte con los arrendadores y busque a los arrieros necesarios para trasladarlos, en caso de necesidad. 32 c) También contrató, por primera vez, a otros autores para ocupar el hueco de aquellos que no habían renovado contrato: a José Carrillo, músico, y a su mujer — Juana Jiménez [Carrillo]— que hará las 4ªs damas. 33 Y a Juana Manuela, soltera, que hará las 3ªs damas en todas las comedias que representaren. 34

d) Descuidó o demoró en el tiempo el hecho de firmar los contratos con sus cuñados: con Alonso de Olmedo (que no hemos encontrado su renovación) y con Vicente de Olmedo y Tofiño que trabajó, quizás por primera vez, con su mujer Francisca María de Rojas, asumiendo ésta el papel de 1.ªs damas y haría, también, todos los sainetes de la 2ª jornada. Vicente hará los 4.ªs galanes y lo que le fuere ordenando el autor. 35 Estaban recién casados, tal como se puede leer en el libro de registro matrimonial. 36  APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 432r-v. Fecha del documento: 10 de marzo.  Cobrarán, entre los dos, 28 reales. Han recibido 500 reales prestados y deberán disponer de cuatro caballerías para su traslado (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 402r-v. Fecha del documento: 4 de marzo). 34  APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 419r-v. Fecha del documento: 8 de marzo. 35  Cobrarán, entre los dos, 43 reales y necesitarán tres caballerías para desplazarse (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 734r-v. Fecha del documento: 19 de mayo). 36  Dice así la partida de matrimonio: «En tres días del mes de mayo de mil y seiscientos cincuenta y seis años. Yo, el Dr. D. Jacinto Mejía de Vargas Machuca, cura del Sagrario de la Santa Iglesia Santa María la Mayor de esta ciudad de Sevilla. Habiendo precedido tres amonestaciones en el dicho Sagrario y en la Parroquia del Señor San Pedro de esta ciudad y lo demás conforme a derecho y con mandamiento del Sr. juez de la Santa Iglesia, que en caso necesario, por obviar toda duda, como ordinario de este arzobispado, dio licencia a los curas del dicho Sagrario para desposar a los contrayentes de este capítulo, no obstante que los dichos hayan andado vagantes por diferentes partes, desposé por palabras de presente que hicieron verdadero y legítimo matrimonio, según lo dispuesto por el Santo Concilio de Trento a Vicente de Olmedo, natural de Lisboa, hijo de Alonso de Olmedo y de Gerónima de Omeño, con Francisca María de Rojas, natural de esta ciudad, hija de Francisco de Rojas y de María de los Santos. Y juntamente les di las bendiciones nupciales; fueron padrinos Juan Pérez de Tapia y María de Olmedo, su mujer. Y testigos de conocimiento y matrimonio, los dichos padrinos de velación y Juan de Barrios, notario apostólico y D. Juan de Torres, vecinos todos de esta 32 33

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Casamiento de Vicente de Olmedo y María de Rojas (Santa María La Mayor. Sevilla).

La primera parte de esta temporada de 1656-1657 hubo de transcurrir sin incidente digno de reseñar, cerrándola la festividad del Corpus (15 de junio) en el que también participó Juan Pérez de Tapia. Como había sido habitual, le dio carta de pago a Alonso de Ortega, Mayordomo de los Propios y Rentas municipal, por valor de 7.700 reales «...por las representaciones de los autos Sacramentales que se han de hacer el día del Corpus de este año de mil y seiscientos y cincuenta y seis, en conformidad de la obligación hecha por mí y la de mis compañeros de la dicha mi compañía a favor de esta ciudad...». 37

Algunos días después de este último compromiso 38 preparó su salida de la ciudad para marchar a Sanlúcar, desde donde le han de trasladar a Jerez de la Frontera, a cargo de Cristóbal Pacheco, Jurado perpetuo de esa ciudad, en la que ha de empezar a representar el 15 de julio (4 días arriba o abajo), 32 funciones que son las que tiene comprometidas. 39 De aquí saldrá hacia la ciudad de Córdoba (Aguilar Priego, 1962: 296), en donde empezó a trabajar el 1.º de septiembre, debiendo de hacer 50 representaciones. 40 El último compromiso que adquirió antes de abandonar Sevilla fue con Francisco de Esquivel, representante del Hospital Real de la collación. Y lo firmó ut supra [Firma y rúbrica] Jacinto Mejía de Vargas Machuca» (Archivo de Santa María La Mayor. Sevilla. Libro de desposorios y velaciones, n.º 15, fol. 212r). Este documento me ha sido cedido por mi amiga la Dra. Mercedes Cobos, a la que agradezco su generosidad. 37  APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 705r-v. Fecha del documento: 17 de mayo. 38  Nunca antes del 8 de julio, pues fue la fecha en la que abonó la cantidad de 4.224 reales que adeudaba a Juan Batanes (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.693, f. 69r-v. Fecha del documento: 8 de julio). 39  Cobrará 60 pesos, de a ocho reales cada uno, como ayuda de costa, cada día que represente. Además, el contratista le ha de dar prestados 6.000 reales (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, f. 537r-v. Fecha del documento: 14 de abril). 40  APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, ff. 832r-834r. Fecha del documento: 12 de junio.

el autor juan pérez de tapia y su mujer, maría olmedo...

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Santa Caridad, de Málaga, con el que se comprometió a estar en esa ciudad hacia primeros de noviembre. 41 Tenía que hacer 60 representaciones por las que, cada día, percibiría 100 reales. 42 Por razones de espacio dejaremos de historiar la presencia del autor en Sevilla durante las temporadas de 1659-1660 43 y 1661-1662, para ubicarnos en la de 16621663 con la que daremos fin al presente trabajo. Ni siquiera pudo terminar Tapia esta última temporada pues alguna grave enfermedad le hizo testar el 30 de agosto de 1662, falleciendo el martes, 12 de septiembre de ese mismo año: «...Juan Pérez, marido de María de Olmedo, falsante, en calle Jimios, enterróse en el Pópulo. Testó ante Francisco Castellar Alba...» 44

Defunción de Juan Pérez de Tapia (Santa María La Mayor, Sevilla). 41   El estudio del P. Andrés Llorden (194-196) no recoge la presencia de Juan Pérez de Tapia para esta fecha. Sin embargo, lo registra en los primeros días del año siguiente, 1657, lo que demuestra que, tras las 60 primeras representaciones concertadas en Sevilla, se le prorrogó el contrato —¿verbalmente?— hasta terminar la temporada de 1656-1657. Se mantuvieron en la ciudad hasta pasar el Corpus, en el que trabajaron, para después comprometerse (el 27 de mayo de 1657) a marchar a Granada, empezando a trabajar en esta última ciudad a finales de octubre, en donde permanecerán hasta la festividad del Corpus de 1658. El contrato que firmaron con la ciudad de Granada nos proporciona ciertos nombres de algunas obras que prohíben que representen otras compañías desde el momento de la firma del presente contrato, dado que ellos las tienen en su repertorio y les conllevaría, si no fuera así, el consabido perjuicio. Éstas son: Cada uno para sí; El caballero; Amor y obligación; Palmerín de Oliva; Amán y Mardoqueo (Felipe Godínez); Manos blancas no ofenden; y Fingir y amar. A los miembros de su habitual compañía se le suman otros de segunda fila: José Rojo, Juan Aguado, Nicolás de Alcántara, Antonio de Ayuso y Melchor de Cáceres, todos ellos presentes en el contrato realizado el 27 de mayo de 1657 en la ciudad de Málaga y dispuestos a estar en Granada a partir del último día de octubre de ese año de 1657. 42   En el momento de la firma, además, recibió 4.000 reales prestados y cuando se persone en Málaga recibirá otros 4.000. Todos ellos en concepto de préstamo por lo que se desquitarán de las representaciones y liquidarán antes de abandonar el autor la ciudad (APS, Oficio V, 1656, leg. 3.692, ff. 865r-870v. Fecha del documento:13 de junio). 43   Hemos de recordar que el 4 de octubre de 1659 se incendió el corral de El Coliseo. Desde esta fecha a los sevillanos solamente les quedó la posibilidad de asistir al corral de La Montería, hasta 1675, año en el que se volvió a abrir el primero. 44  Archivo de Santa María La Mayor (El Sagrario). Libro de entierros, 1662, n.º 17, f. 148r.

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por lo que, con toda razón, el 22 de septiembre, María de Olmedo, se dice «viuda de Juan Pérez...» en ese documento de aceptación de la herencia de su marido y en el que también se hace inventario de sus bienes. 45

Una vez muerto Tapia, su mujer, María de Olmedo, se retiró de los escenarios para cuidar de sus cuatro hijos. Desgraciadamente lo hizo por pocos años pues alguna grave enfermedad le hubo de sobrevenir —siendo relativamente joven, pues hubo de nacer sobre 1621-1623, como hemos comentado—. El 30 de diciembre de 1667 firmó su testamento 46 y el 17 de enero de 1668 murió, tal como relata el escribano Francisco López Castellar: «En la ciudad de Sevilla, en diez y siete días del mes de enero de mil y seiscientos y sesenta y ocho. Estando en las casas donde vivió doña María de Olmedo, que son en esta ciudad de Sevilla, en la Parroquia de San Vicente, a la entrada de la calle del Cabrahigos, 47 por la parte de la Iglesia de San Vicente, donde está la cruz, a mano derecha, la segunda casa. Yo, Francisco López Castellar, escribano público de número de Sevilla, doy fe que vide muerta naturalmente a la dicha doña María de Olmedo, que fue mujer de Juan Pérez de Tapia, la cual estaba en la sala alta de la calle, de la dicha casa, amortajada, para haberla de enterrar, a la que conocí en su vida y es la misma que hizo y otorgó su testamento ante mí [...] el día treinta de diciembre del año pasado de mil y seiscientos y sesenta y siete...». 48

Se enterró, al igual que su marido, en el convento de Nuestra Señora del Pópulo (extramuros), el 18 de enero de 1668, como nos da fe el Libro de defunciones de la Parroquia de San Vicente. 49

45  APS, Oficio XIII, 1662, leg. 8.101, ff. 589r-593v. Fecha del documento: 22 de septiembre. En vida de su marido María de Olmedo nunca firmó. 46  APS, Oficio XIII, 1667, leg. 8.112, ff. 1.095r-1.098v. Fecha del documento: 30 de diciembre. 47  Actualmente, Miguel Cid. 48  APS, Oficio XIII, 1668, leg. 8.113, f. 83r. Fecha del documento: 17 de enero. 49   «En dieciocho de enero de mil y seiscientos y sesenta y ocho. Los beneficiados de esta Iglesia de San Vicente de Sevilla se llevó a enterrar al convento de Nuestra Señora del Populo, extramuros, de esta ciudad, el cuerpo de doña María de Olmedo, viuda de Juan Pérez que vivía en la calle de Cabraejo. Testó ante Francisco López Castellar, en treinta de diciembre del año pasado de sesenta y siete Fray Joan de San Bernardo del dicho convento. dijo la misa el licenciado D. Hermenegildo de Bustamante, en 19 del dicho» (Archivo Parroquial de San Vicente. Libro de Defunción, n.º 4 (1649-1674), fol. 149r).

el autor juan pérez de tapia y su mujer, maría olmedo...

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Partida de defunción de María de Olmedo ( P. de San Vicente. Libro de Defunción, n.º 4).

María de Olmedo fue una mujer con poca fortuna, al menos, en los últimos días de su vida pues, ni su unión con Juan Pérez de Tapia fue duradera, ni, tras su muerte, le sobrevivió para cuidar de sus hijos. Tampoco la tuvo a la hora de la elección de tutor y albacea para su hijito, Manuel, de 20 meses, al designar a un tal Lorenzo de Galdona, comprador de oro y plata, que renunció a esta carga que le había dado su «comadre», nada más enterarse de su elección, el mismo día de su muerte: «...que a su noticia es venido que doña María de Olmedo, viuda de Juan Pérez de Tapia, vecina de esta ciudad, en el testamento que hizo y otorgó ante mí, el día treinta de diciembre del año pasado de mil y seiscientos y sesenta y siete, le había nombrado y señalado por tutor y curador de Manuel Pérez de Tapia, menor, su hijo legítimo de la susodicha y también por su albacea testamentario. Presto de sus muchas ocupaciones no puede acudir a los dichos cargos. Por la presente se desistía y desistió del dicho cargo de tal tutor y curador y tenedor de bienes y también del dicho oficio de albacea y declara que no lo ha querido ni quiere aceptar y lo pide por testimonio...». 50

No le falló el padre Fray Juan de San Bernardo «mi confesor —dice— de la orden de Descalzos de San Agustín...», que no tuvo más remedio que hacerse cargo, él solo, de los bienes de la difunta, y, como albacea testamentario, empieza a liquidar sus bienes para hacer efectivo el testamento. Es posible que se hiciera relación de los bienes de María de Olmedo (documento que aún no hemos descubierto). Mientras llega ese momento, decir que por este año de 1668 todavía no se han liquidado los bienes de Juan Pérez de Tapia. Su esposa había entregado a don Francisco Montero, vecino de Sevilla, «...dos vestidos de hombre, el uno de paño, de color, guarnecido de plata; y el otro, de tafetán, acanelado...» 51 para que los vendiera en las Indias. No 50 51

 APS, Oficio XIII, 1668, leg. 8.113, f. 80r. Fecha del documento: 17 de enero.  APS, Oficio XIII, 1668, leg. 8.113, fol. 529r-v. Fecha del documento: 19 de abril.

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han tenido salida, y el Sr. Montero los devuelve, ahora, al albacea de María de Olmedo, Fray Juan de San Bernardo. Estos datos biográficos de la pareja que hemos trabajado no son más que una pequeña muestra de otros muchos que todavía nos quedan por conocer relativos al teatro sevillano del Siglo de Oro. Fueron muchos los actores y muchas sus vicisitudes; y grande la paciencia que hemos de tener para rehacer el entramado de sus vidas. 52 Bibliografía citada Rafael Aguilar Priego (1962). «Aportaciones documentales a las biografías de autores y comediantes que pasaron por la ciudad de Córdoba en los siglos xvi y xvii», Boletín de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, XXXIII, n.º 84, pp. 281-313. Piedad Bolaños Donoso (2008). «Nacimiento del corral de La Montería (Sevilla) y actividad dramática. 1.º etapa (1626-1636): Diego de Almonacid, el mozo, al frente de la gestión», En torno al teatro del Siglo de Oro, Almería, Excma. Diputación/ Instituto de Estudios Almerienses. En prensa. Charles Davis (y J. E. Varey) (2003). Actividad teatral en la región de Madrid según los protocolos de Juan García de Albertos (1634-1660), London, Tamesis, 2 tomos. GENEALOGÍA,...(1985) origen y noticias de los comediantes de España. Edición de N.D. Shergold y J.E. Varey, London, Tamesis Books Limited. Eduardo Juliá Martínez (1917). «El teatro en Valencia», en BRAE, año IV, T. IV (febrero), cuaderno xvi, pp. 56-83. P. Andrés Llorden (1975). «Compañías de comedias en Málaga (1572-1800)», Gibralfaro. Revista del Instituto de Estudios Malagueños, Año XXIV, n.º 27, pp. 169-200. Pilar Nicolás Martínez (2007). «A mantilha de Beatriz: Una adaptación portuguesa de la comedia calderoniana Antes que todo es mi dama», en Península. Revista de Estudos Ibéricos, n.º 4, pp. 347-370; pp. 348-349. José Sánchez Arjona (1994). Anales del teatro en Sevilla desde Lope de rueda hasta finales del siglo xvii. Ed. facs. Prólogo de Piedad Bolaños y Mercedes de los Reyes. Sevilla, Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla (Colección Clásicos Sevillanos, n.º 6). Jean Sentaurens (1984). Seville et le théatre de la fin du Moyen Âge a la fin du xviie siècle, Bordeaux, Presse Universitaires de Bordeaux, 2 vols.

52  Realizándose pruebas de imprenta de este artículo, ha aparecido el Diccionario biográfico de actores del teatro clásico español, dirigido por Teresa Ferrer Valls, Ed. Reichenberger, 2008. En el momento de redacción del mismo, no se pudo consultar.

Los manuscritos teatrales españoles de la Biblioteca Apostólica Vaticana María Teresa Cacho Universidad de Zaragoza

La Biblioteca Apostólica Vaticana conserva un riquísimo tesoro de manuscritos hispánicos, entre ellos algunos teatrales. Cuando en 1978 Jones publicó el catálogo de los textos hispánicos de la colección Barberini 1 los manuscritos teatrales de este fondo no habían sido nunca editados. Ni siquiera en las reediciones modernas de las obras impresas en el siglo xvii había ninguna referencia. Tuvieron que pasar casi veinte años para que empezasen a editarse algunos códices y actualmente, a pesar de la moderna digitalización de estos textos, sólo en alguna edición crítica aparecen citados. Son cuatro las colecciones vaticanas que los contienen, aunque los más numerosos (23) pertenecen a la colección Barberini, lo que es natural, dadas las especiales relaciones que mantuvo el Cardenal con España en el siglo xvii. Cuatro obras conserva el fondo Vaticano. En la Ferrajoli se conserva una tragedia y borradores de traducciones y obras de Juan Bautista Colomés, jesuita español expulso en el siglo xviii, que vivió en Bolonia. Los fondos Reginense y Borgiano contienen una comedia cada uno. En mis trabajos sobre los manuscritos hispánicos en bibliotecas italianas he ido encontrando muchos textos teatrales, la mayor parte de ellos inéditos, 2 pero el ac   Hispanic manuscripts and printed books in the Barberini collection. I Manuscripts, Città del Vaticano, Biblioteca Apostólica Vaticana, 1978. He seguido este texto, ampliando todas las referencias.    Manuscritos hispánicos en las Bibliotecas de Florencia, Firenze, Alines, 2 vols. Manuscritos hispánicos de la Biblioteca Estense de Módena, Kassel, Reichenberger, 2006. Están en prensa, en esta última editorial, los dedicados a la Biblioteca Palatina de Parma y a las Bibliotecas de Bolonia.

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tual cierre de la Biblioteca Apostólica me ha movido a adelantar la publicación de la descripción de los manuscritos de teatro. Este trabajo no es un catálogo teatral, sino sólo una pequeña parte de la investigación sobre los manuscritos españoles de la Biblioteca Apostólica. Por ello no sigue la norma catalográfica para estos textos. Barberini Barb. Lat. 3461  Por amar aborrecerse. S. xvii. 60 folios. Foliación original. 3 hojas de guarda delante y 3 detrás. En blanco f. 19v.-20, 40v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta: Por Amar/ Aborreçerse. 191 x 127 mm. fol. 1r. Acto primero. Por Amar aBorreçerse.// Personages. [Dos columnas]/ a Alexandro./ octauio, Su Criado./ César./ Poleo./ el Duque Antonio./ el Conde Ricardo./ b Diana./ Violante./ elisa./ Rosela./ Leonido./ Laurenzio./ Marcio. 1  fol. 1r.-19r. Sale Alexandro Y Otauio Su Criado./ Ota. Mal pienssas siendo Discreto/ que son medios acertados/... enemigo de mí mismo.// Fin de la 1ª Jordª. 2  fol. 21r.-40r. Acto Segundo. Por amar aBorreçerse.// Sale el Duque Antonio.// Ant. A Ytalia y Françia he corrido/ a España y a Yngalaterra/... vuestro gusto./ Vio. Dios os guarde.// Fin. 3  fol. 41r.-60v. Acto terçero. Por amar aborreçerse.// Salen Violante y Elisa.// Vio. Por escusar el fastidio/ destos neçios la amistad/... Por amar aBorreçerse.// Fin. Manuscrito no citado. Obra inédita. Barb. Lat. 3464  Dos flechas a un corazón, de Gabriel del Corral. S. xvii. 67 folios. Foliaciones antigua y moderna. 3 hojas delante. En blanco h. 1v., 2v., 3v., fol. 43, 67v. En la 1r., restos de escritura borrada. Correcciones autógrafas y firma en la 3ª jornada y al final. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta: Dos flechas A vn Coraçón. h. 2r.  Pª Jorda. h. 3r.  Repártese esta Comedia./ La sª Venidera, dª Antonia, a fenis./ La sª Jazinta, La Reina./ La sª Luissa de Arriola, Diana./ La sª francª, la Princesa Margarita./ La sª luçiana, Rugero, page./ Robledo, carlos./ Torres, federico./ fadrique, El Rei d. Xaime./ Sancho de Paz, Duque d. Ramón./ Antonio Marín, Carambola./ y no fagades en de algo./ Gabriel de Corral. fol. 1r. Primª Jornada de dos flechas a un Cora/zón. de D. Gabriel de Corral/ Abad de Toro.// Personas. [Dos columnas]/ a Carlos, Ynfante./ Federico, Prince. de Aragón./ El D. Xaime, Rey de Aragón./ Duque don Ramón./ Carambola, Criado./ Rugero, Paje./ b Fénix, Dama./ Diana, dama./ Margarita, Princesa./ La Reina de Aragón./ Guarda./ [Fadrique].

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1  fol. 1r.- 20v. Salen Federico y Carlos y Federico con la daga/ desnuda y quiere dar a Carlos y detiénele el brazo.// Car. Vuestra Alteza considere/ que se enoja sin raçón/... y en un Coraçón dos flechas.// Fin de la 1ª Jordª. 2  fol. 21r.-42v. Dos flechas a Vn/ Corazón.// Jornada Segunda.// Salen Carambola y Carlos.// Cara. En fin dijo amor Actiuo/ por salir de confusión/... Justiçia os pido, bengadme.// Fin de la Segunda Jordª. 3  fol. 44r.-67r. Dos flechas/ a un Corazón.// 3ª/ Jornada.// Salen Fenis Y Diana.// Fen. Amor Maliciosamente/ de mi desdén se bengó/... de vuestro fauor las supla.// Fin.// Don Gabriel de Corral. Manuscrito no citado. Obra inédita. Barb. Lat. 3467  Quien guarda, halla. S. xvii. 67 folios. Foliación antigua. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás y 1 hoja delante. En blanco h. 1v., fol. 21, 22v., 43, 67v. Algunas correcciones de otra mano. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta: Quien Guarda Halla. 192 x 128 mm. h. 1r. 1. fol. 1r. La Comª De Quien Guarda halla.// Personas. [Dos columnas]/ a Florençio./ Canseco./ Alexº, Duque./ otauio, Viejo./ Julio, Crº./ Alzino, Villº./ b Seluio, Villº./ Músicos./ Nisse, ����������������������������������������������� Dama./ Luçinda, ��������������������������������� Villª./ Rosela, Villana. 1   fol. 1r.-20v. Sale Nisse, dama, con Arcabuz y Luçinda, Criª,/ con Benablo o con arco.// Nis. Cansada estoy./ Luc. Si fatigas/ el Bosque tan delicada/... Ros. Buscarle./ Nis. Amarle./ Ros. Quererle.// Fin de la 1ª Jª. f. 22r. 2. 2  fol. 23r.-42v. Segunda Jornª De la Comeª De quien/ Guarda Halla.// Salen Luzinda y Nisse.// Nis. Luzinda en tan exçesiua/ pena ya no viuo, no/... Dios de su mano me tenga.// Fin de la 2ª. 3  fol. 44r.-67r. Jornada 3ª De la Comª De quien/ Guarda Halla.// Sale Florençio en háuito de Guarda.// Flor. Ya Coronada de Rosas/ naçe la Aurora esmaltando/... Flor. Quien Guarda halla./ Laus Deo F. Manuscrito no citado. Obra inédita. Barb. Lat. 3477  Del enemigo, el primer consejo. S. xvii. 40 folios. Foliación antigua. 3 hojas delante, la 1 con firmas e iniciales y en el vuelto el título, y la 2 lo mismo en el recto. La 41 también lleva firmas iniciales y en el vuelto un torpe dibujo de escudo. En blanco h. 2v.-3, fol. 27v. Con correcciones de otra mano y tiradas de versos tachadas o enmarcadas con no. Dos columnas. Encuadernado en pergamino con estampaciones en oro y un escudo delante y detrás. Manuscrita en cubierta: del ene/migo el/ primer/ conse/jo. Y detrás: del ene/ migo/ el primer/ consejo. 210 x 150 mm.

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h. 1v. de Tu enemigo El primer Consejo. fol. 1r. comedia famossa./ Del enemigo El primer/ consejo.// Personas della. [Dos columnas]/ a Don Alfonso./ Ascanio./ Serafina./ Lucrecia./ b Arnesto./ Federico./ Portillo. 1  fol. 1r.-13v. Xornada primera.// Embainando las espadas don Alfonso y Ascanio.// a Alf. Buelue a ocultar el azero/ mientras que pasa esa gente/... b amor el primer consejo.// Fin. 2  fol. 14r.-27r. Xornada segunda.// personas della. [Dos columnas]/ a Don Alfonso./ Ascanio./ Federico./ Portillo./ b Arnesto./ Lucrezia./ Serafina.// Salen Ascanio y Don Alfonso.// a Asc. Si en mi muerte o en la tuya/ consiste el tener sosiego/... b es criar siluestres plantas.// Fin de la segunda Jornada. 3  fol. 28r.-39v. Xornada Terçera.// Salen Federico y Ascanio.// a Asc. Preso queda en Montflorel/ de doçe archeros guardado/... aprenda en mí quien bien/ ama.// Fin de la Tercera Jornada. Manuscrito no citado. Primera edición en Parte tres de las comedias del Maestro Tirso de Molina, Tortosa, Francisco Martorell, 1634. Barb. Lat. 3478  Sufrir más por querer más, de Jerónimo de Villaizán. S. xvii. 59 folios. Foliación antigua. 2 hojas en blanco y 1 hoja de portada delante. En blanco h. Iv., fol. 59v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera, manuscrita.: Sufrir mas por querer mas/ del Dotor Gmo. De Villayzan. 215 x 150 mm. h. 1r. Comedia/ Del Doctor Gerónimo de/ Villaiçán, Abogado De los/ Consejos De Su Magestad.// Sufrir más Por querer más.// Personas./ Doña Leonor./ Inés, su Criada./ Don pedro, Pe. de Dª Leonor./ Doña Ana./ Don Juan./ Lirón, Criado de Don Juan./ Don Diego./ Don Garçía./ Julio, Paje./ Fabio, Jardinero. 1  fol. 1r.-20v. Primera Jornada.// Salen Doña Leonor y Inés/ Criada, con un papel.// Leo. qué puede quererme agora/ doña Ana?. Inés. Este me dejo [Al margen: Dale el papel]/... pues enojarle e savido.// Fin del pº acto. 2  fol. 21r.-39v. Acto Segundo De/ Zufrir más por querer más.// Salen Don Juan y/ Lirón, su Criado.// Lirón. Esperé, como mandaste/ a la puerta de Leonor/... será venganza de todos.// Finis. 3  fol. 40r.-59r. Terçera Jornada.// Salen Don García y D. Diego.// D.Gar. Esto ayer me suzedió/ con don pedro y me a pessado/... y las faltas perdonad.// Finis. Manuscrito no citado. Atribuida también a Lope de Vega y a Pedro Calderón de la Barca. Primera edición en Parte 25 de comedias recopiladas de diferentes autores, Zaragoza, Hospital de Ntra. Sª de Gracia, 1632. Barb. Lat. 3479  A gran daño, gran remedio, de Jerónimo de Villaizán. S. xvii. 71 hojas. Foliación antigua en cada jornada. 1 hoja de guarda delante y 1

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detrás. En blanco h. 1v., 2, 24v., 25, 26, 47v., 48. Encuadernado en pergamino. Cubierta delantera, manuscrita: A Gran Daño gran Reme/dio. 210 x 145-150 mm. h. 1r. Primera Jornada A/ gran daño Gran remedio/ De/ Don Jerónimo de uillayçán.// Personas./ [Dos columnas] a Céssar./ federico./ duque./ rrepulgo./ alexandro./ Cotaldo./ b Aurora./ Margarita./ Julia. 1  fol. 1r.-22r. (h. 3r.-24r.) Sale Alexandro encubriéndose de aurora, ella pro/curando conoçelle y margarita y Julia deteniéndola.// Aur. Esperad, sed más cortés,/ hidalgo./ Mar. Detente, Aurora/... ni he de perdonar flaqueças.// Fin de la Pª Xornada. 2  fol. 1r.-21r. (h. 27r.-47r.) Segunda Xornada A gran daño/ gran Remedio.// Salen don çésar y Aurora.// D. Cess. Esto a de ser luego, Aurora/ he de casar a mi Hermana/... si el honor no tiene manos.// Fin de la 2ª Jornada. 3  fol. 1r.-22v. (h. 49r.-71v.) Jornada terçera A gran daño gran rremedio.// Salen Repulgo y Julia asidos de una sortija.// Rep. El anillo me as de dar/ porque el que saue su ofiçio/... y el más desdichado Joben.// Fin de la Tercera Xornada. Manuscrito no citado. Primera edición en Flor de las mejores doce comedias de los mayores ingenios de España, Madrid, 1652. Otros manuscritos: BNM, ms. 15517 y 15518. Barb. Lat. 3480  Los Médicis de Florencia. S. xvii. 70 folios. Foliación antigua. 2 hojas en blanco delante. En blanco fol. 26v., 27v., 46, 47v., 48, 70v. Encuadernación antigua en pergamino. 209 x 144 mm. fol. 1r. Comedia famosa de Los Médiçis/ de Florenzia.// Acto 1º.// [Personajes. Dos columnas] a Zefio./ ysabela./ cosme./ julio./ b leonor[a]./ laurenzio./ el gran duque./ octauio./ claudio. [Gente]. 1  fol. 1r.-26r. Salen Zefio y Ysabela, Leonor,/ Zefio con espada y rrodela.// Zefio. Deja, Ysauela hermossa/ que al inocente pueblo fatigado/... tente, aguarda, oye señor.// Fin del Primero acto. f. 27r. Acto 2º de la famosa Comedia/ De los Médicis. 2  fol. 28r.-45v. Acto 2º De Los Médicis.// Salen Julio y Laurençio.// Jul. No le dejé el postigo de cobarde/ sino porque Alexandro no me biera/... que ya no los llamo zelos.// Fin del 2º acto. f. 47r. Acto 3º De la famosa Comedia/ de Los médicis de Florenzia. 3  fol. 49r.-70r. Acto 3º de Los Médicis de Florencia.// Salen Ysabela, Cosme Y/ Leonora.// Ysab. No te admires, ingrato/ de uerme entreuia [sic] en traje Peregrino/... la trajedia de alejandro.// Fin de la famosa Comedia/ de los Médicis de Florençia. Manuscrito no citado. Atribuida a Lope de Vega y a Diego Jiménez de Enciso. Primera edición en Doce comedias nuevas de Lope de Vega y otros autores, Parte 2, Barcelona, G. Margarit, 1630. Otro manuscrito: BNM, ms. 18093.

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Barb. Lat. 3481  Ni callarlo ni decirlo, de Antonio Hurtado de Mendoza. S. xvii. 58 hojas Foliación antigua en cada jornada. Sin hojas de guarda. En blanco h. 1v., 21, 58v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera, manuscrita.: Ni Callarlo ni Deçirlo. 212 x 145-150 mm. h. 1r. Primera Jornada de la Comedia ni callarlo ni deçirlo De don Antonio Hurtado de/ Mendoza.// Personas./ El rey Don Alonso el grande de aragón./ Don Juan de ayala, cauallero Castellano./ Don Blasco de alagón./ Dos caualleros Cortesanos lupercio y otro./ goncalo criado de don Juan./ Dª María de Aragón, hermª del conde de urjel./ Una criada suya./ Dona Aldonza, dama. 1  fol 1r.-19v. (h. 1r.-19v.) Salga don Juan de ayala Pensatiuo y paseándose/ por el tablado y gonçalo su criado detrás dél, mi/rando del mismo modo. Y después de auer dado/ una buelta al tablado y dicho la primera copla tíre/le de la capa y diga lo demás:// Gon. Ay suspensión más estraña/ ay amor tan enfadoso/... que aun hasta el alma me a muerto.// Fin de la Primera Xornada. 2  fol. 1r. -16v. (h. 21r.-36v) Segunda Jornada ni callarlo ni decillo.// Sale doña aldonça y Gonçalo y él puesta la mano en los la/bios con mucha acañería mirando a una parte y a otra.// Gon. Señora./ Ald. Ay rrecato ygual?/ Gon. mira que eres muger noble/... lo que a de uençer ya bençe.// Fin de la segunda Xornada. 3  fol. 1r.-20r. (h. 37r.-57r.) Jornada terçera de la comedia ni callarlo ni deçillo.// Sale gonçalo Huyendo de don Juan.// Gon. Este es el premio que aguardo/ y el que un criado mereçe/... ni callallo ni deçillo.// Fin de la Tercera Xornada. Manuscrito editado por Eric W. Vogt, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez,, 1992. Barb. Lat. 3482  La ilustre fregona y amante al uso. S. xvii. 62 folios. Foliación antigua. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco f. 1v., 20v., 21v., 40v., 41v. Espirales dibujadas tras los encabezamientos y los fines de jornada. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: La Ylustre Fregona. 213 x 152 mm. fol. 1r. Comedia famossa de la Ille./ Fregona y amante al vsso.// Personas./ [Dos columnas] a Don Thomás./ don Diego./ Pepín, Criado./ vn mesonero./ don Juan de Auendaño./ doña Juana./ don diego Padre de doña Jª./ b doña Clara./ Costança./ Inés, criada./ Vn escudero./ don Gabriel, niño./ el Corregidor de toledo./ dos Criados./ Vn músico. 1  fol. 2r.-20r. Primera Jornada de la Ille. Fregona/ y amante al vsso.// Salen don Diego y don Juan de Auendaño/ y Pepin, criado, de Camino.// don Tho. Dadme otra vez essos braços./ Diego. Turbado don Thomas, quedo/... Cost. Y vos sois amante Al vsso.// Fin/ De La primera Jornada de la Ille./ Fregona y amante al Vsso. fol. 21r. Segunda Jornada de la Ille./ Fregona y amante al Vsso.

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2  fol. 22r.-40r. Salen Don Antonio y Don Pedro.// Ped. El papel que has de dar Antonio es este/ en la respuesta suya está mi vida/... Tho. Yo sin tu vista muriendo.// Fin de La segunda Jornada de/ La Ille. fregona y amante al vso. fol. 41r. Tercera Jornada de la Ille. Fregona/ Y amante al Vsso. 3  fol. 42r.-62v. Sale Don don [sic] Diego solo de noche.// Dieg. Luna diuina de la noche vella/ que en campos de Çafiros/... y amante al vsso fin damos.// Fin De La/ famossa Comedia de la Ille. Frego/na Y amante al Vsso. Manuscrito citado por Marco Presoto en «La tradición textual de La ilustre fregona, atribuida a Lope de Vega» en Criticón, nº 87-89 (2003) pp. 697-707. También por Agapita Jurado en Obras teatrales derivadas de las novelas cervantinas (siglo xvii), Kassel, Edition Reichenberger, 2005, pág. 195, y por Augusto A. Portuondo en Diez comedias atribuidas a Lope de Vega: Estudio de su autenticidad, Biblioteca Siglo de Oro, 1980, pag. 91. Atribuida a Lope de Vega. Primera edición en Parte 24 perfeta de las comedias del fénix de España, Fr. Lope Félix de Vega Carpio, Zaragoza, Pedro Verges, 1641. Barb. Lat. 3483  Más vale fingir que amar o examinarse de Rey. S. xvii. 73 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de guarda delante y 2 detrás. En blanco f. 1v., 22v.-24, 25v., 46v.-48r., 49v. Con correcciones y adiciones de otra mano. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita.: examinarse De Rey. 212 x 150-155 mm. fol. 1r. Comedia famosa de Más bale/ finjir que amar.// Acto Primero.// Hablan./ Rey de nápoles, barba./ Prínçipe, çintra./ Ynfante, Jaçinto [Otra mano: Cobaleda]/ Albano, Viejo [Otra mano: narbáez]/ Marqués./ Domingo, Tribiño./ Margarita, Isabel./ Porçia, segunda./ Ysabela, bernarda. 1  fol. 2r.-22r. Salgan el Prínçipe y el ynfante de Villanos/ riñendo con bastones. Domingo tras ellos.// ynf. Contra mi balor porfías?/ contra mí te opones?/ Pre. Sí./... Aquel este amor le diera.// Señalando a cada uno y éntranse a un tiempo/ Ella por la puerta de en medio y los dos/ por las esquinas.// Fin del acto primº. fol. 25r. Más bale fingir que amar.// Acto 2º. 2   fol. 26r.-46r. Salgan Porçia Y ysauela.// Por. Margarita a presumido/ que las dos nos ynclinamos/... más bale fingir que amar. fol. 48v. Comedia Nueba de Más vale finxir/ que Amar. fol. 49r. Más bale fingir que amar.// Acto Terçero. 3  fol. 50r.-73v. Salgan Margarita, Porçia, Ysauela.// Mar. ysabela y porçia, quiero/ proponer vna questión/... Inf. Mi finximiento./ Pe. Y mi amor.// Fin. Manuscrito digitalizado editado en Internet por Vern G. Williamsen con el cotejo del ms. 14953 de la BNM. Citado por Aurelio Valladares en Bibliografía de Antonio Mira de Amescua, Kassel, Edition Reichenberger, 2004, pág. 74. Atribuida a Antonio Mira de Amescua. Primera edición suelta. Otros manuscritos: BNM. Ms. 14953. y BL. Ms. 3483

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Barb. Lat. 3484  Don Domingo de don Blas. S. xvii. 59 hojas. Foliación en cada jornada. 1 hoja delante. En blanco h. 1v., 2, 21, 22, 42, 59v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las iniciales dibujadas: Don Domingo de/ Don Blas. 210-215 x 150 mm. hoja 1r. Comedia./ La gran comedia De don domingo de/ don Blas.// Personas./ [Dos columnas] a Don Juan, galán./ don domingo de don Blas./ El prínçipe don garçía./ rramiro biejo grabe./ Nuño, Criado./ Mauriçio, criado./ Leonor, dama./ b Costanza, dama./ ynés, Criada./ beltrán, graçioso./ Un sombrerero./ Un sastre./ Un xentilhombre. 1  fol. 1r.-18v. (h. 3r.-20v.) Jornada Primera de/ don domingo de d. Blas.// Salen D. Juan con unas llaues y beltrán.// D. Juº. La cassa no puede ser/ más alegre y bien traçada/... que puedo hechar al beçino.// Fin de la Pª Xornada. 2  fol. 1r.-19v. (hoja 23r.-41v.) Jornada segunda de don domingo de don Blas.// Salen Leonor Y constanca.// Leo. de suerte, Costança, estoy/ que me falta el sufrimiento/... mi blanca deste concierto.// Fin De la segdª Xornada. 3  fol. 1r.-17r. (h. 43r.-59r.) Jornada Terçera de don domingo de don blas.// Salen beltrán y don Juan de noche con lanterna encendida.// Bel. si así te uas quitando ynconbinientes/ por hambre bencerás a don rramiro/... esta uerdad hera ystoria.// Fin de la Tercera Xornada. Edición crítica de Vern G. Williamsen, basada en este manuscrito, Madrid, 1975. Atribuda a Juan Ruiz de Alarcón. También conocida por No hay mal que por bien no venga. Primera edición en Laurel de Comedias (Parte 4 de Comedias escogidas,,,) Madrid, Imprenta real, 1653. Barb. Lat. 3485  A lo que obliga el ser Rey. S. xvii. 44 folios. Foliación moderna, en tinta. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. Algunas partes a dos columnas. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las iniciales dibujadas: A lo que Obliga el/ ser Rey. 217 x 155 mm. fol. 1r. Primera Jornada A lo que obliga el ser Rey.// [Personajes. Dos columnas] a Don Ximén./ el rrey./ el ynfante./ el Conde./ abril, Lacay./ don Vela./ ortún./ b Doña hipólita./ La rreina./ Laura./ dos Criados./ Vnos Capeadores. 1  fol. 1r.-16v.b Sale aBril y don ximén.// ab. a estas oras por dormir/ bien pudiéramos los dos/... Ab. esta rreyna es adibino.// Fin de la primera Jornada. 2  fol. 17r.-30v.b Segunda Jornada De lo A que obliga el ser Rey.// Salen hipólita y ximén.// Hipo. Vos mi esposo, bos mi bien/ bos mi señor con tristeza?/... siempre salió con Bictoria.// Fin de la Segdª Jornada. 3  fol. 31r.-45v. Terçer Jornada de lo a que obliga El ser Rey.// Sale la Reyna y Ximen con el papel.// Vio. Haberos el rrei mandado/ que me consulteis, Ximén/... que a sido obra notable.// Fin de la 3ª Jornada/ Y Comedia de Lo que obliga el ser Rey. [Al margen:] Comedia Nueua/ A lo que obliga el Ser Rey.

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Manuscrito citado por William R. Manson, C. George Peale y Susana Hernández en su edición de la obra, atribuida a Vélez de Guevara, Newark, Juan de la Cuesta, 2006, pág. 38. Atribuida también a Juan Ruiz de Alarcón. Primera edición en Nuevo teatro de comedias varias de diferentes autores (Parte 10 de Comedias escogidas…), Madrid, Imprenta real, 1658. Otros manuscritos: BNM. Ms. 16029 y 16843. Barb. Lat. 3486  Las obligaciones de honor. S. xvii. 61 folios. Foliación moderna, en tinta. 1 hoja de guarda delante y 2 detrás. En blanco fol. 20v. Muy estropeado, la tinta borrada en algunas páginas. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: Obligaçio/nes/ De onor. 220 x 163 mm. fol. 1r. Comedia nueba de las obli/gaziones de honor. ablan en/ esta Jornada/ [Dos columnas] a Rei don Juan./ Ynfanta./ do. Elvira, su dama./ secretario del Rei./ capitán de la guarda./ Asistente./ don alonso./ Millán, lacaio./ b don enrique, Rei de castilla./ don Tello de Vargas./ don Juan de castilla./ do. Jreida./ merenzia, su criada./ don ynigo de Vargas./ don pº./ don gonzalo./ don álbaro de moncada. 1  fol. 1r.- 20r. Salen don tello de bargas y d. Juan de/ castilla de noche.// D. Juº. Sacad la espada./ d. tello. Primero/ no me direys la ocassión/... Millán. Con dar las manos se acaba.// Banse, con que se da fin a la primera/ Jornada de las obligaziones de honor.// fin. fol. 21r. Jornada Segunda de las obligazio/nes de honor. Hablan en ella [ilegible] don tello./ millán./ vn músico. 2  fol. 21r.-38r. Sale doña [ilegible]/ Nunca en esta casa entrara/ herido merencia, amén/... de obligaciones de honor. f. 38v. El Rei Don Juº de Castilla. 3  fol. 39r.-61v. Jornª 3ª de las obligaçiones de onor.// Sale el Rei de castilla y don Junan [sic] de castilla./ Rei. No teneis que persuadirme/ a otra cossa, esto es berdad/... de sus faltas el perdón.// fin de la famosa comedia/ de obligaziones de honor. Manuscrito no citado. Atribuida a Lope de Vega. También conocida como Los Vargas de Castilla. Primera edición en Comedias de Lope de Vega Carpio. Parte 27, Barcelona, 1633. Otros manuscritos: BNM. Ms. 15446-3, en copia del siglo xix. Barb. Lat. 3487  I Las doncellas de Madrid, de Antonio Sigler de Huerta. II y III Entremeses, de Quiñones de Benavente. S. xvii. 60 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco fol. 16, 32v., 48v., 54v., 55v. Una comedia y dos entremeses. Dos manos, una la comedia y otra los entremeses. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita.: la Gran Comedia de las Donzellas de Madrid/ de Don Antonio Sigler de guerta. 212 x 150 mm. I  fol. 1r. La gran Comedia de/ Las Donçellas de Ma/drid. De Don antonio/ Sigler De Guerta. Ja/más Represen/tada, sacada/ Del original.// Los que hablan en ella./ [Dos

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columnas] a Don Antonio./ Don alonsso./ Don Diego./ toribio, Criado./ b D. Inés./ D. Ana, su hermª./ Beatrid, Criada. 1  fol. 2r.-15v. Jornada Primera De las don/zellas de Madrid de Don An/tonio Sigler de guerta.// Salen Toribio y Don diego vestidos de/ color.// D. Diº. Graçias al cielo que veo/ que con toriuio en España/... D. Alo. Pues Vos bereis que no tardo.// Vansse con que se da fin a la primª/ Jornada.// Tiene 830 Verssos. 2  fol. 17r.-32r. Segunda Jornada/ De las Doncellas de/ Madrid.// Salen Don Antonio y Don alonso.// D. Alo. Quedamos, como te digo/ de conçierto que esperassen/... y venga lo que viniere.// Fin/ de la segunda Jornada que tiene 908 versos. 3  fol. 33r.-48r. Jornada Tercera.// Salen Don alonsso y Don antonio.// D. Antº. De todo culpa a tenido/ estraña tu condición/... que nadie dirá que es suya.// Vansse con que se da fin a la terçera Jor/nada. tiene esta Jornada 903 Verssos.//acabósse de escriuir esta comedia/ a 30 de Mayo 1632 y tiene toda la comedia 2641 Verssos. Manuscrito editado por John Vincent Falconieri, Kassel, Edition Reichenberger, 1993. II  Entremés del Ventero, de Quiñones de Benavente. fol. 49r. Entremés famosso del Ldo. Venavente./ Del Ventero. [Personajes:] Mujer, Ventero, Mariana, Un Caminante, teresilla, Dalmucio. fol. 49r.-53v. Dice Vna Mujer en bulla/ desde dentro.// Mug. Ay que desde Longares a Cariñena/ ay una Legueçita de tierra buena/... y al salir paga. fol. 54r. Dasse fin con estas tres Coplas y an/ de dar quatro bueltas baylando repi/tiendo las coplas los músicos y una/ mujer en el tablado y Dalmuzio/ que le a de hazer el graziosso. Manuscrito no citado. También conocido como Lo que pasa en una venta, atribuido a Belmonte. Primera edición en Flor de entremeses, Madrid, 1657. Lo edita A. Madroñal a nombre de Quiñones en Nuevos entremeses atribuidos a Luis Quiñones de Benavente. Kassel, Keichenberges, 1996. III  Entremés, de Quiñones de Benavente. f. 55r. Entremés famosso Del Lydo./ Venabente. híçole Manuel Valle/jo. fol. 56r.-60v. Famosso entremés.// [Sin elenco de personajes, que son: Arrumaco, Doña Gusarapa, Pandilla, su criada, Cuatro mujeres] Salen por una Puerta Arumaco/ Graçiosamente vestido y por otra Doña Gu/sarapa y pandilla, Su criada también/ vestida a lo graziosso.// Aru. Vesso el materón, la leche, la cuajada/ la nieue aun no tocada/... que comen y bisten y no tienen renta.// Ase de repetir dos vezes con que se/ da fin al bayle.// fin. Manuscrito no citado. Conocido como La capeadora. Primera edición en Jocoseria de Luis Quiñones de Benavente, Madrid, Francisco García, 1645. Barb. Lat. 3488  La boca y no el corazón, de Gaspar de Ávila. S. xvii. 55 hojas. Foliación antigua en cada jornada. En blanco h. 1v., 19, 20, 21v., 37v., 38v., 55v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: La Boca y no El cora/çón. 215 x 155 mm.

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h. 1r. Original 1634.// Comedia famosa/ De la boca y no el/ coraçón de Gaspar de/ Áuila, poeta insigne.// Personas./ [Dos columnas] a Carlos, galán./ Enrrico, cauallero./ Octauio./ Margarita, Infanta./ Antón, Villano./ Gil, Villano./ b Guarín, Lacayo./ dos Valientes./ El Rey de Scoçia./ Laura, dama./ Federico, Viejo./ Músicos. 1  fol. 1r.-17v. (h. 2r.-18v.) Primera Jornada.// Sale Carlos con vn lençuelo en la mano. La espada desnuda/ y Guarín, lacayo, también.// Guarín. Qué tenemos con auer/ defendido esse lençuelo/... tanbién para enrrico ay palo.// fin. hoja 21r. La Boca y no el/ coraçón. Comedia/ famosa de Gaspar de/ Áuila. Segunda/ Jornada. 2  fol. 1r.-17r. (h. 22r.-38r.) Salen la Ynfanta y Dos Criados.// Ynf. Dejadme sola y aquí/ aduertid que solamente/... ni lacayo filisteo.// Fin. hoja 39r. La boca y no el/ coraçón. Comedia famo/sa de Gaspar de/ Ávuila. 3ª Jornada. 3  fol. 1r.-16r. (h. 40r.-55r.) Salen Carlos y Guarín.// Guar. Yo me doy por mareado/ en vísperas de aturdido/... la Boca y no el Coraçón.// Fin. Manuscrito editado por John Vincent Falconieri, Kassel, Edition Reichenberger, 1994. También conocida como Fingir por conservar. Otro manuscrito: BNM. Ms. 17379. Barb. Lat. 3489  Cada loco con su tema, de Antonio Hurtado de Mendoza. S. xvii. 48 folios. Foliación moderna, en tinta. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco fol. 17v., 33v. Dos manos. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita: Cada loco Con/ Su tema. 215 x 152 mm. fol. 1r. Comª De Cada Loco Con su tema De Don Antonio/ de Mendoça y en Caramanchel.// Acto 1º. Hablan en el los siguientes./ hernán pérez, Viejo./ Doña Ysabel./ Doña leonor [Al margen: hijas]/ sona [sic] aldonza./ Don Juan, Galán Cortesano./ Vernardo, socarrón./ Don Julián, caballero acomodado./ el Montañés, hidalgo puntuosso./ Su criado./ Don Luis, Caballero indiano Y pobre./ Luisica, Criada./ Escudero. 1  fol. 2r. Salga el biejo con vn palo lebantado tras dona Ysabel/ y dona leonor, sus hijas y la tía dona Costanza deteniéndole Y e/llas huyendo.// Vie. Esto a de ser, biue el çielo/ tía. Teneos, que es desatino/... y en su puerta vn desafío.// Fin de la primer jornada. fol. 17r. Acto segundo De cada loco/ con su tema. 2  fol. 18r. [Al margen:] Salgan el montañés y don Luis/ detrás dél mirando a vna parte/ y a otra como que no uen las/ Calles.// D. Luis. No quiero pasar de aquí/ que este modo de sacar/... es un rayo el montañés.// Váyanse todos vyendo alborotados y don/ Julián se quede con su linterna diçiendo/ la justiçia, la justiçia y éntrese mui so/ segado.// Fin. fol. 33r. Acto 3º de Cada Loco/ Con su tema./ 3. 3  fol. 34r. [Al margen:] Salgan el biejo y el mon/tañés mui osco y vn criado/ con vn cuello de muchos/ anchos y en vn azafate/ vnas cadenillas i el escu/dero.// Vie. El dinero es fuerte muro/ nada cuydado te dé/... cada loco con su tema.// fin.

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Manuscrito no citado. Primera edición en Obras líricas de Antonio Hurtado de Mendoza, Madrid, 1728. Otro manuscrito: autógrafo en BNM. Ms. (O.)- Res. 93. Barb. Lat. 3490  Carlos Quinto sobre Argel. S, xvii. 52 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco fol. 16v.-18, 33v.-36, 52v. Con muchas correcciones y adiciones de otra mano. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: Carlos Quinto/ sobre Argel.. Un dibujo a tinta que dice a los lados: Para Aceyte a los guebos desta compañía. Y una firma. 214 x 155 mm. Hoja de guarda delantera recto. Personas./ [Dos columnas] a enperador./ duque de Alua./ fernán Cortés./ Jorje fontispero./ Mari montana./ matín alonso./ Muley./ Abderramén./ Amida./ embaxador francés./ embaxador ynglés./ embaxador turco./ b Antonio de oria./ Asán Aga./ dragur./ lela silene./ Axa./ Hamete./ Soldado 1º./ soldado 2º./ boçes de dentro./ un Cadáber. 1  fol. 1r.-16r. Dentro ruido de desenbarcar. Salen/ Martín Alº, Tamayo, Mª, Montano y ametillo/ De mochillero.// Marn. Ya lo rescritto tocamos/ tierra a pessar de los vientos/... Ame. Con este aga tener zorra./ [Terminaba realmente: cágate en él si carlos desenbarca. Tachados cuatro versos y, de otra mano, añadidos 10 versos tras Fin: Ame. Aga aca aya acorlia/ vna çemetel de sola/... mal cagaldé en barba bostra. Fin. 2  fol. 19r.-33r. Salen Lela, Silene, Axa y Amete.// Amet. no dezer que no auer echo/ el diligençia ynportante/... y es forçoso que la sienta.// Fin. 3  fol. 37r.-52r. Acto 3º. Carlos 5º.// El Emperador, el Duque de Alua y Cortés.// Dentro. A embarcar presto, a enbarcar/ Em. Oygan las pieças de leua/... Segunda parte prometa.// fin. [Tachados 8vv. y añadidos 6 distintos] Manuscrito citado por William R. Manson, C. George Peale, y Harry Sieber en su edición de la comedia, atribuida a Luis Vélez de Guevara, Newark, Juan de la Cuesta, 2002. También atribuida a Vélez de Guevara. en una suelta, con el título La mayor desdicha de Carlos V y Jornada de Argel. Conocida igualmente como La mayor desgracia de Carlos V y hechicerías de Argel y atribuida a Lope de Vega. Primera edición en Comedias de Lope de Vega, Zaragoza, 1633. Barb. Lat. 3491  Competidores y amigos, de Antonio Sigler de Huerta. S. xvii. 63 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de guarda delante y 1 dettrás, con una espiral dibujada. En blanco f. 1v., 20-22, 41v.-42, 63v. La portada y el inicio y final de las jornadas, con dibujos de espirales. Tres manos, una cada jornada. Buena copia. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: Competidores y Amigos. 218 x 155-160 mm. fol. 1r. Comedia famosa De Competidores/ Y Amigos.// Personas./ [Dos columnas] a Diego de cisneros./ franco. Romero./ Antonio de leiua./ Marqs. de pescara./ coronel./ b Dos franceses./ D. Pº de Gueuara./ Leonor, dama./ fenissa, criada./ Laura, dama. Miguel, Graciosso.// de Don Antonio de Huerta.

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1  fol. 2r.-19r. Jornada Primera De Competidores/ y Amigos.// Salen diego de Cisneros y Miguel de/ soldados y saque Miguel una espada/ demás de la cenida.// Diego. Pues qué mejor ocasión/ para que pierda la vida?/... León. Amor desconfianças.// Finis/ La primera Jornada/ De Competidores y Amigos. 2  fol. 23r..41r. Jornada Segunda De/ Conpetidores y Ami/gos.// Toquen un Clarín, sale el Marqués de Pescara con todo el/ acompañamiento que pudiere y don Pedro de Guebara.// Mar. Nunca como aora vi/ españoles valerossos/... Mig. Pues a escarmentar Madamas.// Fin de la Segunda Jornada. 3  fol. 43r.. 63r Jornada Terçera De compe/tidores Y amigos.// Salen franº romero y diego de çisneros.// Franº. Con el recato que bes/ es fuerça que nos hablemos/... competidores y amigos.// Fin/ De la Comedia De competidores Y ami/gos. Compuesta por don antonio sigler/ de Huerta en 16 de octubre de/ 1633 años. Manuscrito no citado. Primera edición en Flor de las mejores doce comedias, Madrid, 1652. Barb. Lat. 3492  El galán sin dama, de Lope de Vega. S. xvii. 65 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de portada delante. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco hoja. 1v., fols. 20, 21, 42, 43, 65v. Dibujos en portada y en el inicio de las jornadas 2 y 3. Buena copia de 1 mano. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: El Galán sin Dama. 220 x 160 mm. h. 1r. DEL GALÁN/ SIN DAMA./ De Lope de Vega Carpio.// Personas./ [Dos columnas] a D. Rodrigo./ D. Fernando./ D. Lope, su padre./ Marcelo./ Fauio./ Celio./ Motril./ D. Grisóstomo./ b Doña Ypólita./ Dª Ynés./ Saluçio./ vn escudero./ Juana./ vn Alguaçil./ vn paje./ Músicos. 1  fol. 1r.-19v. Jornada Primera del Galán sin dama.// Salen D. Fernando, motril, músicos/ Y Marzelo.// Mo. Bien guisada está la noche/ Mus.1º Pues ay noche bien guisada/... que no pases por mi calle.// Fin de la primª Jornada del galán sin dama. 2  fol. 22r.-41v. EL Galán/ SIN DAMA.// Acto Segundo.// Sale Doña Ypólita.// Yp. No tan ynquietamente/ dulçe tórtola en peña, en rama, en fuente/... castigo exorbitantes alguaçiles.// Banse todos con que se/ da fin a la segunda Jornada/ del Galán sin Dama. 3  fol. 44r.-65r. El Galán/ sin Dama./ Acto III.// Salen Don Rº y Dª Ynés.// Ro. Sosiega y pierde el cuidado/ hermana, y no desconfíes/... y son Amantes sin dama.// Fin de la Tercera Jornada/ del Galán sin dama. Manuscrito no citado. Hay otra comedia del mismo título de Pedro Calderón de la Barca y una burlesca de Antonio Hurtado de Mendoza. Primera edición, como anónima, en El mejor de los mejores libros que han salido de comedias nuevas, Alcalá, 1651.

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Barb. Lat. 3493  Amor no teme peligros o Sin peligros no hay finezas, de Pedro Calderón de la Barca. S. xvii. 58 hojas. Foliación antigua en cada jornada. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco h. 1v., 20v., 37v., 38, 39, 58v. Otra mano escribe el segundo título y otra la atribución. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: Sin Peligro no ay Fineças. 220 x 158 mm. h. 1r. La Gran Comedia De/ Amor no teme Peli/gros/ O Sin peligros No ay fineças./ Personas./ [Dos columnas] a Doña Elena./ Engracia./ Don Juan./ Vn Carcelero./ b el Conde./ Doña Jusepa./ buñol./ Vn Alcaide.// De don Pedro Calderón./ 1635. 1  fol. 1r.-19r. (h. 2r.-20r.) Primera Jornada de Amor no teme peligros.// Salen d. Elena Coronel con manto, engracia sin él y d. Juº de Vrrea.// Juº. No has de ir, por vida mía./ Hel. Vida y tuya? Toma, Engracia. [Al margen: Quítasele]/... que más le quiero preso que perdido.// Fin de la primera Jornada/ de Amor no teme peligros. 2  fol. 1r.-17r. (h. 21r.-37r.) Jornada 2.ª de Amor no teme Peligros.// Salen d. elena y engracia.// En. Ya te he dicho de la suerte/ que la noche del festín/... y mátenme sus rigores. 3  fol. 2r.-19r. (h. 40r.-58r.) Jornada 3ª De Amor no teme peligros.// Sale d. juº como preso y d. Alonso.// Al. Mándame que os sepulte/ en esta fortaleza/... venturoso si es seruiros.// Fin. Manuscrito citado por Harold G. Jones y Vern C. Willamsen en «Dos refundiciones tirsianas: Amor no teme peligros y Los balcones de Madrid» en Estudios, 132-135 (1981) Homenaje a Tirso de Molina,. págs. 133-55, p. 147. También conocida como La firmeza en la hermosura Primera edición en Doze comedias nuevas de diferentes autores, las mejores que hasta ahora han salido. Parte XXXXXVII, Valencia, Juan Sansón, 1646. Atribuida a Tirso en las sueltas. Barb. Lat. 3494 No hay bien sin ajeno daño, de Antonio Sigler de Huerta. S. xvii. 62 folios. Foliación moderna en tinta. 1 hoja de guarda delante. En blanco f. 1v., 19v., 20r., 21, 43, 62v. La portada con dibujos, pero la tinta ha corroído el papel. 2 manos, una la primera jornada y la otra las segunda y tercera. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera manuscrita, con las mayúsculas dibujadas: No ay Bien sin Ageno/ Daño. 220 x 155-160 mm. fol. 1r. COMEDIA FAMOSA/ NO AY BIEN SIN/ AGENO DAÑO// De Antonio Sigler de Huerta.// Personas./ [Dos columnas] a Doña Leonor./ Doña Ana./ Juana, criada./ b Don Diego./ Don Pedro./ Julio, criado. 1  fol. 2r.-19r. Salen Doña Leonor y Juana.// Leo. Ninguna en esta ocasión/ ser nueua, Juana, pudiera/... no ay mal que por bien no venga.// Fin/ De la primera Jornada de la Comª/ DE/ No ay bien sin ageno daño. f. 20v. [Al revés] COMEDIA FAMOSA/ NO 

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2  fol. 22r.-f.42v. Segunda Jornada/ de la gran comedia de/ no ay bien sin ageno/ daño.// Salen Don Pedro, D. Ana y Julio.// D. Pº. La ley de mi obligaçión/ sin que otra raçón vbiera/... D. Pº. no ay bien sin ageno daño.// Vansse cada vno por su puerta/ y dasse fin al segundo acto/ de la gran comedia de no ay/ bien sin ageno daño. 3  fol. 44r.-62r. Tercera Jornada de la/ gran comedia de no ay/ bien sin ageno daño.// Salen Don Pedro y Julio.// D. Pº. Quieres tú que espere yo/ por su importancia a don Diego/... escripta sin competençia.// Fin de la gran comedia de/ no ay bien sin ageno daño. Manuscrito no citado. Primera edición en Flor de las mejores doce comedias, Madrid, 1632. Borgiano Bor. lat. 636-637  El gran Cardenal Don Gil de Albornoz, 1.ª y 2.ª parte, de Antonio Enríquez Gómez. S. xvii. 2 tomos. Foliación moderna a imprenta. Encuadernados en piel con estampaciones en oro, escudo en las cubiertas. 215 x 155 mm. Tomo I  El Gran Cardenal Don Gil de Albornoz, 1.ª parte. 61 folios. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco 1v. y 61. El nombre del autor en fol. 21r., al inicio de la 2.ª jornada. Sin elenco de personajes, que son: El rey Don Pedro, Don Juan de Albornoz, Don Pedro Cauallero, Don Gil de Albornoz, Chinela, Doña María, Doña Ana, Quiteria, Don Félix, Pobres, Una tapada, Una mujer, Soldados, Acompañamiento. f. 1r. [Portada] Comedia/ De el Gran Cardenal Don Gil/ de Albornoz. 1  fol. 2r.-20v. Jornada Primera.// Salen el Rey Don Pedro y acompañamiento/ y Don Juan de Albornoz y Don Pº Cauallero.// Rey. Bien podeis, don Juan dezir/ que entre el alçides de España/... el primero Rey Don Pedro.// Fin de la/ primera Gornda. 2  fol. 21r.-39v. Jornada Segunda del Gran Cardl./ Don Gil de albornoz/ De Antonio Enríquez Gómez.// Salga don Gil ya de Cardenal, D. pedro y un secretario.// Car. Papel de Doña María./ D. Pº Sí señor./ Car. Leerle quiero/... çierta en Don Juan la sentenzia.// Fin. 3  fol. 40r.-60v. Jornada Terzera Del Gran/ Cardenal Don Gil de Albornoz.// Sale Doña María con vna luz en la mano y vna/ llaue./ D. Ma. ya que la noche a partido/ el logro con las tinieblas/... que ha serviros se acomoda./ Fin. Tomo II  El gran Cardenal Don Gil de Albornoz. 2ª Parte. 63 folios. Sin hojas de guarda. En blanco 1v., 20v., 40v., 62v.-63. Sin elenco de personajes, que son: Don Gil de Albornoz, el Papa, el Duque de Florencia, el embajador de España, el embajador de Venecia, el Rey de Francia, Astol-

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fo, don Alonso de Albornoz, Chinela, doña Leonor, Quiteria, Madama Cloris, Rosela, Juan Vico, Arnesto, Criados, Soldados, Acompañamiento. fol. 1r. Primera Gornada de La segunda/ parte del Cardenal de españa/ Don Gil de Albornoz/ Restaurador del Estado de la Yglesia. 1  fol. 2r.-20r. Salgan por vna puerta el duque de Florencia, don/ Gil de Albornoz, el embaxador de españa y Ve/necia y detrás el papa y por la otra el Rey de/ francia, acompañamiento y astol/fo.// Papa. sea vuestra magestad/ muchas veçes bien benido/... Chi. Está bien, adiós./ Qui. adiós./ Fin. 2  fol. 21r.-40r. Segunda Jornada de la segunda/ parte del Cardenal albornoz./ Tocan clarines y caxas y por vna puerta salen/ el Cardenal y leonor, quiteria, Chinela y astolfo/ y gente de guerra, y por la otra puerta salgan/ Juan Vico, de barba entrecana y soldados de/ modo que hagan dos canpos a un lado y otro y en/ medio se asientan Juan Vico y el Cardenal en dos sillas.// Vico. Vuestra Ylustrísima tome/ asiento, pues llegó el plaço/... del gran Vicario de cristo./ Fin de la Segunda Jornada. 3  fol. 41r.-62r. Jornada terçera del gran Cardenal/ de españa Don gil de Albornoz./ Salen el Rey de françia, don Gil de albornoz/ y acompañamiento.// Don Gil. Despejad la sala./ Rey. aquí/ conbiene questemos solos/... dingno [sic] de eterna alabança./ Finis. Manuscrito no citado. Atribuida a Lope de Vega y a Antonio Mira de Amescua. Primera edición en Comedias de Lope de Vega Carpio, Parte 27, Barcelona, 1655. Ferrajoli Ferra. 214   Sancho Ortiz de las Roelas. Tragedia, de Cándido María Trigueros. S. xviii. 54 folios. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco f. 56. Encuadernado en cartón. 218 x 157 mm. En la hoja de guarda de delante, otra mano: Candido M. Trigueros./ Sancho Ortiz de las Roelas.// Tragedia (in versi spagnoli). f. 1r. Sancho Ortiz de las Roelas.// Tragedia arreglada/ Por D. Cándido María Trigueros.// Hablan en ella las personas siguientes./ El Rey Sancho el Bravo./ D. Sancho Ortiz de las Roelas, veintiquatro de Sevilla./ D. Bustos Tabera, veintiquatro de Sevilla./ Dª Estrella Tabera, hermana de D. Bustos, amante de D./ Sancho./ Teodora, Criada de Dª Estrella./ Clarindo, criado de D. Sancho./ D. Arias, confidente del Rey./ D. Pedro de Guzmán./ Farfán de Rivera./ [Línea que los une:] Alcaldes mayores de Sevilla./ Pedro de Caux, alcay del castillo de Triana./ Pueblo./ Ministros de Justicia. 1  fol 1v.-13v. Acto primero.// La escena es en Seuilla, desde el Alcázar al/ Castillo de Triana./ La escena representa un salón del Real Alcázar.// Escena 1ª.// El Rey, D. Arias.// Rey. Sé que es vana mi porfía/ mientras que Bustos Tabera/... Sancho. Salgamos juntos los dos. 2  fol. 13v.-25r. Acto 2º.// El teatro representa un salón o gabinete/ adornado en casa de D. Bustos.// Escena 1ª.// Doña Estrella Tabera y Teodora con más/ criadas de gala.// Estrella. No sé si me vestí bien/ como me vestí deprisa/... que vives y eres el mismo.

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3  fol. 25r.-34v. Acto 3º.// El teatro representa otro gran salón/ del Alcázar.// Escena 1ª.// El rey, Don Arias y los dos Alcaldes/ mayores.// Guzmán. Confiesa que le mató/ pero no dice el porqué/... libraos bien del primero. 4  fol. 34v.-45r. Acto 4º.// Representa el teatro una prisión/ decente en el castillo de Triana.//. Escena 1ª.// Sancho Ortiz, Pedro Guzmán y/ Farfán.// Guzmán. Alegre os mostrais, Don Sancho,/ sin mirar que por momentos/... Sancho. No os acordeis vos de Ortiz. 5  fol. 45v.- 55v. Acto 5º.// En el salón del alcázar.// Escena 1ª. // El Rey y Pedro de Caus, Alcalde.// Caus. Deme los pies vuestra alteza./ Rey. Pedro de Caus, qué causa/... donde la flaqueza acaba. // Fin. Manuscrito no citado. Adaptación de La estrella de Sevilla, de Lope de Vega. Primera edición en Madrid, Imprenta de Sancha, 1800. Otros manuscritos: BNM. Ms. 22092. ITB. Ms. 59015 Ferra. 678  Tragedias y autos. S. xviii. 808 folios. Foliación moderna, a imprenta. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. Volumen facticio de todo tipo de papeles de distintas medidas. Encuadernado en cartón, lomos y cantoneras en pergamino. En cuarto. Se trata de una serie de textos pertenecientes a Juan Bautista Colomés, jesuita expulso, que vivió muchos años en Bolonia. El fondo Ferrajoli tiene varios manuscritos procedentes de su biblioteca, que a su vez recogía la de otro jesuita expulso, Manuel Aponte. En este manuscrito se encuentran, entre otras muchas cosas, fragmentos de obras teatrales escritas o traducidas por Colomés, que son las siguientes: 1) fol. 58-83 Cuadernillo de 24 hojas con tapas de papel grueso. En blanco 11v., 13-14, 15v.-23. Contiene el primer acto de La clemencia de Tito, traducción de la obra de Pedro Metastasio, un fragmento del segundo y un borrador de un diálogo. 260 x 145 mm. 2) fol. 168r.-173r. 6 hojas. Fragmento del borrador de la tragedia Alcestes. 204 x 150 mm. 3) fol. 184r.-227v. Impreso. 44 hojas. (Bolonia, 1781). Tragedia latina Agnese de Juan Colomés, con muchos versos traducidos al español a mano, al margen. 4) Borradores de Adoración de los Pastores, Drama Sagrado de Juan Colomés. a) fol. 298-365v. b) fol. 328r. -365v. c) fol. 482r. -496v. 5) fol. 428r.-437v. Fragmentos del borrador de una Tragedia de Juan Colomés. Manuscrito no citado.

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Reginense Reg. lat. 1541  I Cancionero. II Los prados de León, de Lope de Vega. S. xvi-xvii. 221 folios. Foliación antigua, que ha repetido el f. 84 y se ha saltado el f. 154. Otras foliaciones antiguas. Una moderna, a lápiz ha foliado 220-221.1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco 9-11, 16v., 17, 26, 27, 38v., 39, 86v., 100, 135137, 143, 144, 145v., 153v., 220, 221. Cinco manos. Propiedad de Juan Pimentel de Prado. Encuadernado en piel con filetes y cantos dorados. Lomo con nervaturas y estampaciones en oro: escudo papal. 210 x 150 mm. II S. xvii. 65 hojas fol. 155r. Los Prados de León.// Comedia famossa de Lope de Vega/ Carpio.// Dedicada/ a D. Franº de Prado, Señor de A[cortado]/res y del estado y cassa de Prado.// Personas de la Comedia./ [Dos columnas] a Rey Bermudo./ Arias Bustos./ Tristán, Godo./ Nuño de Prado./ Nise./ Siluerio, Labrador./ Bato./ Lucindo./ El Conde D. Sancho./ b Rey alfonso el Casto./ Dª blanca./ Dª Ximena./ ordoño, Soldado./ Capitán Vela./ Mendo, Labrador./ Fernán Núñez, embajad./ Vn Portero 1  fol. 155v.-176v. Jdª 1ª.// Salen el Rey Bermudo de León, Don Arias/ Bustos y Tristán, Godo.// Rey. Vassallos, no ay que tratar/ yo embío por mi sobrino/... por una cinta de Nisse. 2  fol. 176v.-197v. Segunda Jornada.// Éntresse el Rey./ Salen D. Arias, Bustos y D. Tristán Godo.// Arias. Desde el instante que vi/ este mancebo Tristán/... de las mudanzas del mundo. 3  fol. 197v.-219v. Jdª 3ª.// Salga Nisse sola.// Nis. Alamos blancos que de verdes nueza [sic]/ y de siluestres vides abrazados/... de Los Prados de León.// Fin de la Comedia de/ Los Prados de León. Manuscrito no citado. Primera edición en Comedias de Lope de Vega Carpio. Parte xvi, Madrid, Viuda de Alfonso Martín, 1621. Vaticano Vat. lat. 7538  La reina Sevilla, infanta vengadora, de Antonio Mira de Amescua. S. xvii. 53 folios. Foliación antigua. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás y 1 hoja de portada delante y tres hojas en blanco detrás. En blanco h. 1v. y 53v. Restaurado, poco legible. Encuadernación moderna en pergamino. 195 x 130 mm. h. 1r. [Portada] la Reyna Siuilla Infanta Ven/gadora.// Comedia famosa del Dr. Mira/ de Mescua.// Personas./ [Dos columnas] a Carlos, Empor./ Conde de Maganza./ Florante./ Almirante de Francia./ Reyna Seuilla./ Blancaflor./ Aurelio./ Luis, Delfín./ b Riccardo, Empor./ Teodoro./ Soldados./ Lauro,/ Zumaque,/ Baraguel,/ Gila,/ Villanos/ carboneros.

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1  fol. 1r.-19v. Giornada Pª.// Suenan clarines y atabales y salen/ el Almirante de Francia y Blanca/flor, su hermana [...]// Al. Blancaflor, qué novedad/ es esta? Quando uenimos/... C. Ay qué hermosura./ R. Ay de mi.// Fin de la primera Jornada. 2  fol. 20r.-36v. Jornada Segunda / de la / Reyna Seuilla y [Ilegible]// Dice dentro el Conde y salen luego / a‚al. y el almirante.// Dentro Con. Tu llama los [...]/ Salen Al. Dí, Conde lo que de[...]/... venganza de aquel traydor.// Fin de la 2ª/ Jornada. 3  fol. 37r.-53r. Jornada 3ª.// Salen Carlos y el Almirante.// Al. Ya en los [dominios vastos?] de la tierra/ entró, Señor, la no pensada Guerra/... quien el perdón os suplica.// Fin. Manuscrito citado por Vern G. Williamson en la Bibliografía de Mira de Amescua, editada en Internet en 1997 y por Aurelio Valladares en Bibliografía de Antonio Mira de Amescua, Kassel, Edition Reichenberger, 2004, pág. 39. Primera edición en Parte treinta y nueve de comedias nuevas de los mejores ingenios de España, Madrid, Joseph Fernández de Buendía, 1673, con el título de Los carboneros de Francia. Atribuida a Francisco de Rojas en sueltas impresas en Sevilla. Otros manuscritos: BNM., ms. 15658 y BP, II-463. Vat. lat. 7540  Amparar al enemigo, de Antonio Solís. S. xvii. 64 folios. Foliación antigua. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. En blanco f. 1v., 27v., 64. Restaurado. Poco legible. Encuadernación moderna en pergamino. 190 x 130 mm. f. 1r. La Gran Comedia de amparar/ a los enemigos./ De D. Antonio Solís.// Personas./ D. Carlos, galán./ D. Pedro, Viejo./ D. Diego, galán./ Munos, Criado./ Mendo, Criado./ D. Leonor, Dama. Criada./ Lisardo./ D. Violante, Dama./ Ynés, Criada. 1  fol. 2r.-27r. Primera Jornada.// D.Carlos galán, Munos, criado.// D. Carlos. Fuiste a la estafeta? / Mu. Sí./ D. Car. Hallaste carta?/ Mu. Sí allé./... o menos de confusión.// Fin de la Pª/ Jornada. 2  fol. 28r.-47v. Segunda Jornada de amparar/ al enemigo.// Salen D. Violante y Ynés.// Vio. Saue ya D. Diego, Ynés,/ que aquí nos hemos mudado/... para que conmigo acaue.// Fin de la Segunda Jornada. 3  fol. 48r.-63v. Jornada 3ª de amparar/ al enemigo.// Sale Munos y eluira, tapada.// Mu. Tres calles ha que me sigue/ una mujer con cuydado/... amparar el enemigo.// Finis. Manuscrito no citado. Primera edición en Comedias de Antonio de Solís y Rivadeneira, Madrid, Melchor Álvarez, 1681. Vat. lat. 7546  Otro demonio tenemos. S. xvii. 41 folios. Foliación antigua. 1 hoja de guarda delante y 1 detrás. Delante, 1 hoja de portada. En blanco h. 1v., fol. 16v., 27v. Encuadernación antigua en pergamino. Cubierta delantera, manuscrita.: Otro Demonio/ tenemos. 205-210 x 150-155 mm.

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h. 1r. Otro Demonio tenemos. Comª/ Nueba.// [Personajes. Dos columnas] a Ludobico, galán./ Carlos, Segundo./ Fabriçio./ merlín, Graçioso./ un criado./ b Rosimunda, dama./ Ysabela, Segunda./ Libia, graçiosa./ Ergasto, billano. El criado diçe seis bersos al/ Prinçipio de la primera Xda./ y ergasto al fin de la primera/ Xornada, de billano, otros/ seis bersos y los puede azer una Persona. 1  fol.1r.-16r. Otro demonio/ tenemos.// 1ª.// Jornada Primera. Sale Fabriçio y Rosimunda.// Fab. Milán por mí, Señora, te suplica/ que supuesto que ya tu padre es muerto/... y la yndustria de merlín.// Finis/ De la primera Jornada. 2  fol. 17r.-27r. Otro demonio tene/mos, Segunda.// Sale Rosimunda, Fabriçio y Libia.// rro. qué dilixençias se an echo/ fab. toda tu guarda, Señora/... y el disparate Creydo. [Al margen: Vansse]// Finis. 3  fol. 28r.-41v. Otro demonio te/nemos, terçera Jor/nada.// Sale Ludovico y Merlín.// Lud. Considera qué podría/ pensar yo quando ví entrar/... otro demonio tenemos.// Finis. Manuscrito no citado. También conocida por El embuste acreditado y el disparate creído, de Vélez de Guevara. Atribuida también a Lope de Vega, a Calderón de la Barca y a Juan de Zabaleta. Primera edición en Quinta parte de comedias escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Pablo de Val, 1653. Otros manuscritos: BPP. CC* 28033 vol. XXXVIII, atribuida a tres ingenios y BMM. Ms 1-111-3. Vat. lat. 11187  Miscelánea. I Cada tonto con su tema. Volumen misceláneo perteneciente a una colección, que comienza en el folio 306 y termina en el 630. Foliación moderna a imprenta. Foliación antigua en tinta no coincidente. Muchos de los textos llevan sus antiguas foliaciones. 1 hoja de guarda moderna delante y 1 detrás. Volumen facticio de impresos y manuscritos de distintas épocas, manos, medidas y asuntos. Textos en latín, italiano, francés y español. Encuadernación moderna en cartón, lomo y cantoneras en pergamino, En lomo, escudos papales en tinta negra. Folio. I S. xvii. 11 hojas, foliación antigua 2-12. Muy diluida la tinta. 210 x 150 mm. f. 306r.-316v. Cada Tonto con su tema. Zarzuela burlesca/ Representada al Ociosso.// Personas./ [Dos columnas] a La Reina./ El Cardenal./ La Auilés./ Gouor. de Castilla./ b Inquisidor Genl./ Montalto./ Benauente./ Aguilar./ Medina Sidonia. Sale la Reina en traje como de Viuda pero muy/ galán, Peluquín, Bucles, velo transparente/ sobre el rostro y en la mano un espexo/ que nunca perderá de bista.// Reyª. Ola muchacha, Matruchi, Gallí,/ ninguno me responde? esto ba malo/... quando va cada tonto con su tema.// Vanse dando fin. Manuscrito no citado. Otro manuscrito; BNM. Ms. 17535.

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Índice de títulos y sus atribuciones A gran daño, gran remedio, de Jerónimo de Villaizán. Barb. lat. 3479 A lo que obliga ser Rey. Barb. lat. 3485 Amor no teme peligros, de Pedro Calderón. Barb. lat. 3493 Amparar a los enemigos, de Antonio de Solís. Vat. lat. 7540 Cada tonto con su tema. Zarzuela. Vat. Lat. 11187 I Cada loco con su tema, de Antonio Hurtado de Mendoza. Barb. lat. 3489 Carlos Quinto sobre Argel. Barb. lat. 3490 Competidores y amigos, de Antonio Sigler de Huerta. Barb. lat. 3491 De la boca y no el corazón, de Gaspar de Ávila. Barb. lat. 3488 Del enemigo el primer consejo. Barb. lat. 3477 Don Domingo de don Blas. Barb. lat. 3484 Dos flechas a un corazon, de Gabriel de Corral. Barb. lat. 3464 El galán sin dama, de Lope de Vega. Barb. lat. 3492 El gran Cardenal Don Gil de Albornoz, 1ª y 2ª parte, de Antonio Enríquez Gómez. Borg. 636-637 El Ventero, Entremés de Quiñones de Benavente. Barb. lat. 3487 II [La capeadora], Entremés de Quiñones de Benavente. Barb. lat. 3487 III La ilustre fregona y amante al uso. Barb. lat. 3482 La reina Sevilla, infanta vengadora, de Antonio. Mira de Amescua. Vat. lat. 7538 Las doncellas de Madrid, de Antonio Sigler de Huerta. Barb. lat. 3487 I Las obligaciones de honor. Barb. lat. 3486 Los Médicis de Florencia. Barb. lat. 3480 Los Prados de León, de Lope de Vega. Reg. lat. 1541 II Más vale fingir que amar. Barb. lat. 3483 Ni callarlo ni decirlo, de Antonio Hurtado de Mendoza. Barb. lat. 3481 No hay bien sin ajeno daño, de Antonio Sigler de Huerta. Barb. lat. 3494 Otro demonio tenemos. Vat. lat. 7546 Por amar aborrecerse. Barb. lat. 3461 Quien guarda halla. Barb. lat. 3467 Sancho Ortiz de las Roelas, Tragedia de Cándido María Trigueros. Ferra. 214 Sufrir más por querer más, de Jerónimo de Villaizán. Barb. lat. 3478 Tragedias y autos, Borradores de Juan Bautista Colomés. Ferra. 678 Índice de comienzos de obras A estas horas por dormir Barb. lat. 3485 Ay que desde Longares a Cariñena Barb. lat. 3487 II Beso el materón, la leche, la cuajada Barb. lat. 3487 III Bien guisada está la noche Barb. lat. 3492 Bien podeis, don Juan dezir Borg. lat. 636

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Blancaflor qué novedad Vat. lat. 7538 Cansada estoy. Si fatigas Barb. lat. 3467 Contra mi valor porfías? Barb. lat. 3483 Dadme otra vez esos brazos Barb. lat. 3482 Deja, Isabela hermosa Barb. lat. 3480 Esperad, sed más cortés Barb. lat. 3479 Esto ha de ser vive el cielo Barb. lat. 3489 Fuiste a la estafeta? Sí. Vat. lat. 7540 Gracias al cielo que veo Barb. lat. 3487 I Hay suspensión más extraña? Barb. lat. 3481 Hola muchacha Matruchi Gallí Vat. lat. 11187 La casa no puede ser Barb. lat. 3484 Mal piensas siendo Discreto Barb. lat. 3461 Milán por mí Señora te suplica Vat. lat. 7546 Ninguna en esta ocasión Barb. lat. 3494 No has de ir por vida mía Barb. lat. 3493 Pues qué mejor ocasión Barb. lat. 3491 Qué puede quererme agora Barb. lat. 3478 Qué tenemos con haber Barb. lat. 3488 Sacad la espada. Primero Barb. lat. 3486 Sé que es vana mi porfía Ferra. 214 Sea vuestra magestad Borg. lat. 637 Vasallos no hay que tratar Reg. lat. 1541 Vuelve a ocultar el acero Barb. lat. 3477 Vuestra Alteza considere Barb. lat. 3464 Ya lo rescrito tocamos Bar. lat. 3490

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«De lengua en lengua y de una en otra gente»: las experiencias lingüísticas de Cervantes Jean CANAVAGGIO Université Paris X -Nanterre

Cualquier intento para dar cuenta de lo que pudo ser la formación lingüística de Cervantes nos enfrenta con una dificultad previa: la que plantean las lagunas y oscuridades de una biografía que, para decirlo con frase de Américo Castro, sigue siendo «tan escasa de noticias como llena de sinuosidades» (Castro, 1967: 169n.). Así y todo, al repasar las etapas de su vida azarosa para examinar la huella que ésta dejó en sus obras, nos llaman la atención las múltiples referencias a las diversas lenguas del mundo. Estas referencias, por supuesto, no están ordenadas en un cuerpo de doctrina, sino que reflejan las experiencias de los hablantes que intervienen en las ficciones cervantinas, manifestando el dominio que cada uno llega a tener de su propio idioma, así como su capacidad para compartir con otros una misma lengua, y esto sin descartar las apuestas, las dificultades y hasta los peligros que supone cualquier forma de intercomunicación entre seres procedentes de diferentes naciones. Nos gustaría conocer las circunstancias exactas en que Cervantes inició el aprendizaje de su lengua materna. Dificil se nos hace determinar cuándo y cómo aprendió a leer y a escribir, en qué condiciones inició el estudio de las primeras letras y, más adelante, qué grado de conocimiento alcanzó de las dos lenguas clásicas. Cabe pensar, con José Manuel Blecua, que se formaría en aquel «complejo sistema educativo de origen grecolatino» en el que se combinaban «el aprendizaje conjunto de hablar y escribir con la lectura de autores» que luego servirían «de modelo o, simplemente,

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de autoridad» (Blecua, 2004: 1119). Es poco probable que llegara a saber mucho griego; pero podemos inferir cierta familiaridad con el latín de las referencias a la Vulgata que pone en boca de Tomás Rodaja, o de los versos de Virgilio, Horacio u Ovidio que cita de vez en cuando, si bien alguna vez de manera inexacta. Por ello no se le puede llamar «ingenio lego», calificativo que le aplicó Tamayo de Vargas, aunque engastándolo en un elogio —«ingenio, aunque lego, el más festivo de España»— que parece consagrar a Cervantes como autor de aquel libro de burlas y entretenimiento que fue el Quijote para sus primeros lectores. De hecho, no cabe dudar del respeto que se merecen, en su obra, aquellos que aprenden griego y latín en Salamanca, como Diego de Avendaño, en La ilustre fregona, o el hijo de don Diego de Miranda, en la segunda parte del Quijote: acceden de esta forma al «primer escalón de las ciencias», si bien el desprecio del joven poeta hacia los «modernos romancistas», al suscitar la defensa por don Quijote de los que escriben en su propio idioma, es el primer momento de una dialéctica en la cual la literatura se va haciendo vida. Pero otra cosa es el uso indiscreto del latín denunciado en sus dos extremos por Cipión y Berganza en El coloquio de los perros. Por un lado, el de los que se pretenden «romancistas»; y, en el otro extremo, el de los que verdaderamente saben latín, pero «de los cuales hay algunos tan imprudentes, que hablando con un zapatero o con un sastre arrojan latines como agua». Dos ejemplos de una misma falta de tino, por lo cual, como observa Berganza, «tanto peca el que dice latines delante quien los ignora como el que los dice ignorándolos» (Cervantes, 1999: 670b). En última instancia, los «latines» que asoman de vez en cuando en la prosa cervantina no se nos aparecen como las muestras de un vano saber, sino que cumplen cada vez una determinada función: o bien, como en el prólogo al primer Quijote, expresan, entre otros recursos, la voluntad de un escritor que quiere dejar su historia sin los alardes de erudición de que se visten los otros libros; o bien sirven para ridiculizar la pedantería de Sansón Carrasco, del doctor Pedro Recio, en la isla Barataria, o del propio don Quijote, en el baile que se da en casa de don Antonio Moreno, al rechazar las insinuaciones de algunas damas burlonas con un «¡Fugite partes adversae!», tomado de los exorcismos eclesiásticos; o bien, como en El licenciado Vidriera, llegan a formar parte de una red de sentencias y aforismos cuya concatenación, orientada hacia la crítica sistemática de la maldad del hombre in omni tempore, participa además de una desorientación nacida de la locura del licenciado, impidiéndole cualquier forma de acción. Otra experiencia que conviene destacar, tanto por las circunstancias en que se produjo como por su impronta en la creación cervantina, es la que el escritor tuvo del italiano. Sobradamente conocido es el prestigio de que gozaba entre aquellos ingenios españoles que, desde el siglo xv, cruzaron el Mediterráneo para beber en las fuentes del humanismo europeo. Pero Cervantes se separa en más de un aspecto de quienes lo precedieron en este camino: en su estancia romana, recordada en la dedicatoria de La Galatea a Ascanio Colonna; también, en sus andanzas por la península, al volver de Lepanto y al azar de sus sucesivos acantonamientos. Una primera huella de esta experiencia puede observarse en las palabras y expresiones que salpican el habla de algunos de sus personajes. Suelen citarse las del capitán que se

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lleva consigo a Tomás Rodaja, tras pintarle los encantos de una vida holgada (Cervantes, 1999: 585b). Pero, entre quienes se precian de saber esta lengua, está también el propio don Quijote. En el momento en que llega maese Pedro a la venta, «hombre galante, como dicen en Italia y bon compaño», si hemos de creer al ventero, el caballero, mientras le ofrece dos reales para oír hablar a su mono adivino, suelta una frase proverbial sacada del italiano: «Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo?» (Cervantes, 1999: 388b). Más adelante, al visitar una imprenta en Barcelona, afirma saber algún tanto del toscano y se precia de conocer algunas estancias del Ariosto, sometiendo al traductor de un libro titulado Le bagatelle a un verdadero interrogatorio sobre sus conocimientos. Como ha apuntado Michel Moner, don Quijote ridiculiza aquí a su interlocutor, «ofreciéndole una apuesta que no es, al fin y al cabo, sino una parodia de la traducción de verbo ad verbum, según la fórmula de quienes se ufanaban de ser fieles al original» (Moner, 1990: 520). Pero no se detiene en estas observaciones un tanto irónicas, sino que las aprovecha para disertar sobre el arte de traducir de una lengua en otra, deslindando entre aquellos que se aplican a traducir «de las reinas de las lenguas, griega y latina», y los que parten de «lenguas fáciles», cosa que «ni arguye ingenio ni elocuencia, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel» (Cervantes, 1999: 481a). Consideraciones citadas más de una vez, puesto que nuestro caballero, para referirse al resultado de la traducción, recurre a la imagen del tapiz flamenco, utilizada antes por Zapata de Chaves. Pero su interés nos lleva más allá de este símil un tanto trillado, merced al elogio que hace de dos famosos traductores, Suárez de Figueroa, en su versión del Pastor Fido de Guarini, y Juan de Jáuregui, en la que nos ha dejado de la Aminta de Torquato Tasso: muy superiores, el uno y el otro, al capitán Jerónimo de Urrea, cuya traducción del Orlando Furioso recibió un varapalo del cura durante el escrutinio de la biblioteca del ingenioso hidalgo. Así y todo, fuera de los medios cultos, la difusión del italiano por todo el Mediterráneo no se hizo a través de su literatura, sino que llegó a constituir el fondo de la llamada «lingua franca» de la que se valen Ruy Pérez de Viedma y Agi Morato para entenderse. Aunque combinaba vocablos de todos los idiomas ribereños, las muestras que se nos da de aquel sabir en las comedias cervantinas evidencian una notable proporción de términos italianos, lo mismo que en el habla que usan los peregrinos alemanes con quienes camina Ricote, compartiendo con Sancho una alegre comida. Además de remitir, sin la menor duda, a la experiencia personal del escritor, tales injertos comunican a la escena un sabor de vida al que concurre, en secuencias similares, el empleo de voces árabes. Especial relevancia tienen, al respecto, las que se ponen en boca de moros y turcos en las llamadas comedias de cautivos, pero no de forma meramente decorativa, sino siempre con una función que varía según la situación: así es como, en El Trato de Argel, sirven para realzar la ira del rey, cuando manda al suplicio a un esclavo que intentó en vano fugarse: Cito, cifuti breguedi ¡Atalde Abrilde, desollalde y aun matalde! (Cervantes, 1999: 848b)

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A veces, el narrador cuida de mostrar la dialectología árabe, como en el relato del Cautivo, dando palabras que, o bien no explica, como «la zalá cristianesca» que es la oración de los cristianos o, al contrario, haciéndola seguir de su equivalente castellano: «jumá, que es el viernes» (Cervantes, 1999: 281a). Otras veces acumula variedades geográficas que designan una misma realidad: «Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los moros de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches» (Cervantes, 1999: 281b). El propio don Quijote llega a hacer lexicografía, al definir para Sancho la voz albogues y otros arabismos del español, a pesar de afirmar, equivocadamente, que todas las palabras que comienzan por al- son de origen árabe, marcando así el tema de su sello personal. Ahora bien, hay situaciones que no participan de semejante prurito. En el ya citado relato del Cautivo, resultan especialmente llamativas las palabras que dirige Zoraida a Ruy Pérez de Viedma, cuando se encuentran a solas en el jardín de su padre: «¿tamxixi, cristiano, tamxixi? — que quiere decir ¿vaste cristiano?», primero, y luego, «¡amexi, cristiano, amexi!» («¡vete, cristiano, vete!») (Cervantes, 1999: 282b-283a). Traducen la compleja mezcla de sentimientos que experimenta la joven mora en aquel trance. Por lo que se refiere a los estudiantes que, en un conocido episodio del Persiles, se hacen pasar por cautivos rescatados, el derroche de voces árabes sirve al más atrevido de los dos para dar cuenta de la crueldad del arráez de la galera en la cual pretende haber remado y acreditar de este modo su patraña. Palabras que, en un primer momento, parecen convencer al alcalde que las escucha, pero que se revelan engañosas en cuanto se pone a examinar al muchacho, dando vueltas y más vueltas de la mancuerda. A la inversa, cuando no necesita emplear estos términos, Cervantes no se deja llevar por un alarde de pintoresquismo superfluo. El renegado que sirve de trujamán al Cautivo le traduce el billete de Zoraida en romance, «sin faltar letra», avisándole de que «adónde dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María» (Cervantes, 1999: 279b), y es su versión la que se ofrece directamente al lector. De la misma manera, en el capítulo 9 de la misma parte del Quijote, el morisco aljamiado que se encarga de verter al castellano el manuscrito encontrado en el Alcaná de Toledo, habla un puro castellano, igual que Ricote, ya que éste cuenta su historia a su vecino Sancho «sin tropezar nada en su lengua morisca» (Cervantes, 1999: 459a). Este bilingüismo perfecto lo comparte su hija Ana Félix, en tanto que don Gaspar Gregorio, el amante de la muchacha, sabe hablar en lengua morisca a pesar de ser cristiano viejo. También hablan castellano, en el Persiles, los moriscos que intervienen en diferentes momentos de la acción, como Cenotia y Rafala, aunque sus respectivas actitudes frente a los cristianos sean diametralmente opuestas. En cuanto a los demás idiomas extranjeros, las referencias que podemos rastrear en los textos resultan mucho más alusivas. No se reproducen voces más o menos exóticas, si no es el ¡guelte, guelte! mediante el cual los peregrinos alemanes se dan a conocer a Sancho. El malaventurado bretón que aparece fugazmente en El coloquio de los perros chapurrea un mal italiano para quejarse del robo de sus cincuenta escuti d’oro en oro. En la historia del Cautivo, se nos dice, sin más detalles, que los

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corsarios de La Rochela que desvalijan a Zoraida y a sus compañeros, hablan francés con el renegado, y por lo que se refiere a la reina Isabel, en La Española inglesa, no sólo no suelta ni una palabra en la lengua de Shakespeare, sino que declara entender el castellano y gustar de que se le hable en este idioma. En el mundo cosmopolita del Persiles se hablan todos los idiomas, pero muchos de ellos pertenecen al ámbito de la ficción, como el de los bárbaros del episodio inicial, o el que se usa en la isla de Golandia o en la de Policarpo. En la isla bárbara, el príncipe de Tule sólo comunica por señas con sus moradores, como ya hizo, en otros tiempos, la bárbara Ricla con el español Antonio, hasta el momento en que Transila sirve de intérprete al capitán Arnaldo, valiéndose para ello de la lengua polaca. No obstante, aunque en las tierras del Septentrión el polaco parece ocupar un lugar parecido al del toscano entre las naciones del Mediterráneo, acaba siendo completamente excluido de los diálogos. En un segundo momento, aparecen nuevos personajes que, al hablar en su lengua materna, consiguen hacerse entender de Periandro y Auristela: el español Antonio, el italiano Rutilio y el portugués Manuel de Sosa. Sin embargo, no se citan expresiones sacadas de las lenguas de estos dos últimos, ni tampoco se nos ofrecen muestras de la de Noruega en que se expresan Serafido y Rutilio, al final de la novela: este detalle sirve más bien para justificar el atento oído que les presta Periandro, sorprendido por tan insólita conversación en las afueras de Roma. Finalmente, el pluringüismo explícito que pareció asomar en contados casos es sustituido por un poliglotismo implícito, solución elegida por Cervantes a imitación de Heliodoro y que permite a Periandro pasar con igual soltura del castellano al portugués y del italiano al latín, revelándose hasta capaz de citar versos de Garcilaso de la Vega. ¿Solución inverosímil? Más bien convención, como observa Jean-Marc Pelorson, según la cual «cada vez que se indica o se supone que los que toman la palabra hablan en otro idioma», lo que se nos ofrece «es, literalmente, la traducción al castellano de tales discursos» (Pelorson, 2003: 47). Para concluir con este panorama, no cabe olvidar alguno que otro afloramiento de las demás lenguas habladas en España. Dejando aparte el caso, ya referido, del portugués, es de notar la ausencia casi completa de voces catalanes, incluso en las obras cuya acción transcurre parcialmente en el Principado, como Las dos doncellas, el segundo Quijote y el Persiles. Por cierto, los bandoleros que de improviso rodearon a don Quijote y Sancho les dijeron «en lengua catalana que estuviesen quedos y se detuviesen hasta que llegase su capitán» (Cervantes, 1999: 473b), pero no se les permite hablar en estilo directo. Luego, durante los tres días y noches que caballero y escudero pasan con Roque Guinart, tan sólo se nos da, al final del episodio, los nombres que llevaban las dos banderías armadas, nyerros y cadells, que se enfrentaban en aquel entonces en Cataluña. Si bien los compañeros de Roque, al darle las gracias por los escudos que reparte entre ellos, le desean muchos años de vida, «a pesar de los lladres que su perdición procuran», más adelante, el que se aventura a manifestar su disconformidad, «en su lengua gascona y catalana», declara que su capitán «más es para frade que para bandolero» (Cervantes, 1999: 476a-b): usa entonces la forma portuguesa de «fraile», y no la catalana (frare) o la gascona (frayre),

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en una aproximación sin verdadera realidad lingüística. Dentro del área del castellano, don Quijote, después de hojear la continuación apócrifa de Avellaneda, condena, entre otros defectos, sus aragonesismos, «porque tal vez escribe sin artículos» (Cervantes, 1999: 471b). Se ha hecho observar que no es típico de los aragoneses escribir sin artículos, aunque este término sirviera también para denominar las preposiciones y no sólo los determinantes; pero, de todas formas, estas particularidades no bastan por sí solas para abrir la pista que nos permitiría identificar a ciencia cierta al falsario, sino que traducen, más bien, las reticencias de Cervantes frente a su estilo. A la inversa, el habla de los vizcaínos se merece una particular atención. Más exactamente, la forma en que éstos solían trastrocar la sintaxis del castellano. Así el escudero con el cual don Quijote emprende una singular batalla, después de la aventura de los molinos de viento, y, desde otra perspectiva, Quiñones, el amigo de Solórzano, que se hace pasar por vizcaíno, engañando a dos sevillanas del rumbo, en el Entremés del vizcaíno fingido: dos ejemplos del lenguaje convencional que se les atribuía y que Quevedo llegará a caricaturizar en el Libro de todas las cosas. Algo parecido se puede decir, en El celoso extremeño, de la forma de hablar de Guiomar, la esclava de Leonora. Primero, al negarse a dejar que Loaysa entre en la casa, exclamando: «por mí, más que nunca jura, entre con todo diablo, que aunque más jura, si acá estás, todo olvida» (Cervantes, 1999: 608b). Más adelante, al conformarse con la orden que le da Leonora de quedarse por guarda: «Yo, negra, quedo, blancas van; Dios perdone a todas!» (Cervantes, 1999: 609a). Finalmente, al volver toda turbada, y diciendo «con voz entre ronca y baja»: «¡despierto señor, señora; y señora, despierto señor y levanta y viene!» (Cervantes, 1999: 610a). Otras tantas muestras, bastante libres, de la lengua de los esclavos africanos, ya aprovechada para fines cómicos por el teatro del siglo xvi desde Lope de Rueda. Capítulo aparte habría de requerir la fascinación que debió de ejercer, sobre el autor del Quijote, los experimentos lingüísticos que, por su finalidad jocosa, rayan a veces en lo absurdo: remodelación, en El rufián viudo, del habla de los jaques y coimas; vocablos trastrocados de Monipodio y de sus compañeros, que provocan la risa de los dos amigos; bernardinas de Tácito y Andronio, los dos capigorrones de El Laberinto de amor; malabarismos de los galeotes que contestan con malicia a las preguntas que les hace don Quijote. Otro caso significativo es el que protagoniza el bufón Madrigal, en La Gran Sultana. Condenado a muerte por adulterio, pretende entender el habla de las aves y hasta se ofrece, para salvar su vida, a hacer hablar en diez años a un elefante. Con todo, Cervantes no hace un uso indiscreto de estas situaciones-límites en las que la intercomunicación resulta alterada o frustrada, sino que lo compagina con un constante reconocimiento de las excelencias del castellano. Recuérdese lo que declara en tono de chanza en la dedicatoria al conde de Lemos que encabeza la segunda parte del Quijote. Al señalar la prisa que le han dado para que la publique, nos dice que uno de los que más desean leerla «ha sido el gran emperador de la China, pues en su lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con un propio,

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pidiéndome o, por mejor decir, suplicándome se le enviase, porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana, y quería que el libro que se leyere fuese el de la historia de don Quijote» (Cervantes, 1999: 326a). No cabe duda de que Cervantes está hablando aquí entre bromas y veras, y quizás con más veras que bromas. Además, más allá de hacer una profecía que, finalmente, se ha cumplido, sugiere así, como ha señalado José Luis Girón, «la valoración lingüística de la propia obra: leer español en China es una forma de afirmar la excelencia de la lengua vernácula, de «nuestro vulgar castellano», como lo llama otras veces» (Girón Alconchel, 1990: 24), una excelencia que excluye cualquier dislocación arbitraria, cualquier tipo de chocarrería gratuita. El ingenioso hidalgo, a pesar de emplear de vez en cuando términos y modismos sacados de sus lecturas predilectas, no sistematiza esta manera arcaica de expresarse. Fuera de algunas ocurrencias, los arcaísmos del ingenioso hidalgo no determinan lo que sería su idiolecto, sino que se integran dentro de todo un conjunto de recursos expresivos que evidencian un amplio dominio del habla puro y claro de los discretos. Para decirlo con palabras de José Antonio Pascual, «don Quijote habla con la naturalidad con que se esperaría que lo hiciese un hidalgo de pueblo que uniera a un discreto juicio una gran afición a la lectura» (Pascual, 2004: 1132). El que el caballero no deje de censurar las prevaricaciones idiomáticas de su escudero, convirtiéndose, igual que Sansón Carrasco, en «reprochador de voquibles», no contradice en absoluto esta naturalidad: enemigo de toda afectación, hace hincapié en los deslices de su servidor para profundizar un trato que, conforme se van acumulando las aventuras, adquiere cada vez nuevas formas y matices. La amplia gama de los recursos empleados nos ofrece, como observa José Manuel Blecua, una «representación de la lengua coloquial en un proceso de estilización que es representativo de la lengua literaria» (Blecua, 2004: 1117). Al mismo tiempo, confirma la diversidad de las experiencias lingüísticas de un escritor que, al volver del cautiverio y al hilo de sus andanzas, se dispersó entre diferentes ambientes y trató con todo tipo de interlocutores. Pero, más que nada, ilustra la explotación estílistica de una lengua que, aunque desde el punto de vista morfológico y sintáctico corresponde sustancialmente a la de la época en que vivió, cobra su plena trascendencia en el Quijote en cuanto se amolda a la caracterización de cada personaje y, particularmente, de la pareja central. Si bien Cervantes aprovecha como fuente de comicidad, aunque en contados casos, el habla arcaizante del caballero, para fines análogos, aunque desde distinta perspectiva, están las prevaricaciones idiomáticas de Sancho. Las deformaciones que comete el escudero no agotan ni mucho menos su manera de expresarse, sino que son uno de los muchos rasgos de un habla cuya característica esencial es la naturalidad. Su empleo de los refranes, exceso aparte, constituye un recurso caracterizador importante del lenguaje de quien ha de defenderse dejando en suspenso la información. Además, refranes, comparaciones, expresiones figuradas, modismos, exclamaciones, votos, juramentos, fórmulas imprecatorias, con sus variantes eufemísticas, evidencian aquella dignificación de lo popular que emprendió el siglo xvi,

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concurriendo a definir una manera de hablar ante la cual don Quijote no reacciona de manera negativa. Como se ha hecho observar, cuando el escudero maltrata vocablos, su amo no se limita a reprenderlo, sino que lo educa, explicándole pacientemente las voces que ignora. De ahí una flexibilidad que el propio Sancho contribuye a acrecentar, a medida de que va adquiriendo la conciencia de su propia habla. Al final del prólogo a la primera parte del Quijote, el alter ego elegido por el autor como confidente de sus dudas y temores, le saca de apuros dándole los siguientes consejos: «Procurad», le dice, «que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando con todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos si intricarlos y oscurecerlos» (Cervantes, 1999 : 150a). Gran empresa, por cierto, y que, como sabemos, Cervantes se reveló capaz de llevar a cabo. Pero ¿sobre qué bases? Precisamente la de las múltiples experiencias lingüísticas que vivió a lo largo de su existencia: unas experiencias que no se limitó a acumular, sino que supo poner al servicio de una determinada voluntad de estilo. BIBLIOGRAFÍA CITADA José Manuel Blecua (2004). «El Quijote en la historia de la lengua española», en M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, edición del IV Centenario, Real Academia Española/ Asociación de Academias de la Lengua Española, Barcelona, Alfaguara, pp. 1115-1122. Américo Castro (1967). Cervantes y los casticismos españoles, Barcelona, Alfaguara. Miguel de Cervantes (1999). Obras completas, ed. de F. Sevilla Arroyo, Madrid, Castalia. José Luis Giron Alconchel (1990). «Las ideas lingüísticas de Cervantes en el Quijote», Anales Cervantinos, 28, pp. 23-33. Michel Moner (1990). «Cervantes y la traducción», Nueva Revista de Filología Hispánica, 38, pp. 513-524. José Antonio Pascual (2004). «Los registros lingüísticos del Quijote», en M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, edición del IV Centenario, pp. 1130-1138. Jean-Marc Pelorson (2003). El desafío del «Persiles», Anejos de Criticón, 16, Toulouse, Presses universitaires du Mirail.

El teatro del absurdo en el siglo XVII: incomunicación y «non-sense» en el entremés de Los Habladores Enrica CANCELLIERE Universidad de Palermo

La sociedad española de la primera década del siglo xvii ha sufrido una evolución con respecto a la que se reflejaba en los Pasos de Lope de Rueda; y esta diferencia se nota en toda su complejidad en un entremés ejemplar: Los Habladores, de incierta atribución a Cervantes, publicado en 1617. 1 Con Lope de Rueda lo cómico se arraigaba en el contexto de una sociedad urbana en continuo desarrollo y heterogénea en su conjunto y por lo tanto capaz de manifestar actitudes satíricas dirigidas en contra a las grandes Instituciones y capaz otrosí de poner de manifiesto contraposiciones de clases hasta étnicas que propugnaban anti-valores, o valores al revés en la acepción de la polifonía bachtiniana (Bachtin, 1980). En los Pasos Lope de Rueda utilizaba mecanismos cómicos arraigados en la tradición de los juglares o de las farsas medievales, o aun de los juegos de escarnio como lo cómico verbal que se construye, a partir de la irónica imitación del lenguaje de las clases cultas o de los representantes del poder, utilizando las formas del qui pro quo, la articulación de una anti-lengua desatinada o meramente asonantada, los argots de los estratos marginados o el lenguaje del hampa —jerigonza— pero también un ar  Citamos de la Colección de Entremeses, Loas, Bailes, Jácaras y Mojigangas, desde fines del siglo xvi á mediados del xvii (Cotarelo y Mori, 1911: I,1°, 47-51).

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got específico de la lengua teatral cómica: el sayagués. También era importante la elección de los tipos representantes del estrato más bajo de la sociedad y que derivaban de los personajes de La Celestina o de las farsas o fablioux medievales; de los temas cuya estructura diegética acababa con la construcción de una red de engaños y trampas; y por fin el subtexto mímico-gestual y el de la lucha con el objeto escénico de fuerte connotación simbólica. Sin embargo estos elementos podían desarrollarse a partir de las arcaicas y originarias instancias de lo cómico como el hambre, el sexo, y se dirigía en contra de la lengua, ritos, instituciones y convenciones de la religión o del poder de la clase aristocrática (Cancelliere, 1986: 13-38). Por el contrario en el entremés, sobre el cual nos detendremos, sólo la necesidad primordial, el hambre, es decir la pobreza como carencia absoluta que aclara una condición existencial, y de forma limitada el sexo, vienen a dibujar tipologías cómicas que no consiguen en algún ámbito expresar un pensamiento herético y valores sociales alternativos; tipologías, pues, que parecen colocarse no tanto en las estratificaciones heterogéneas y contrapuestas del complejo social sino en la tradición cómica misma de la cual se originan, filtrada a través de la cultura humanista del autor y enriquecida del patrimonio relativo al repertorio cómico de la Commedia dell’Arte ahora bien conocido (Falconieri, 1957, XI: 3-37; XII: 69-90). Por consiguiente, el fin del entremés de Los Habladores resulta ser en primera instancia el mismo teatro cómico breve: su estatuto formal, su especificidad como género teatral para la representación, expresión de los profesionales de teatro. Sin embargo esta evolución del género conlleva una pérdida de la violencia desacratoria de la sátira a favor del carácter autorreferencial de un género capaz de elaborar lenguajes y temas que son específicos de la teatralidad. No es por casualidad que en este entremés es fundamental la cuestión, semiótica y metalingüística, del uso de la lengua verbal e/o de su recepción como médium comunicativo. Y considerado el hecho de que la lengua como eficaz médium comunicativo es el presupuesto paradigmático sobre el cual se ha desarrollado en nuestra época todo tipo de enfoque metodológico y epistemológico de la lingüística estructural y de la semiología toda, ahora son esos mismos paradigmas científicos a ser puestos en crisis por los mecanismos de desregulación del lenguaje verbal, del sentido, de la de recepción que esa singular pieza seiscentesca pone en escena. Sin embargo, puesto que la escritura de Los Habladores sigue articulándose según las consolidadas técnicas del subtexto y de sus varias modalidades —presentes ya en las piezas de Lope de Rueda y en las tradiciones del teatro cómico antiguo y en el de nuestra época— resultará de gran interés analizar el uso que en ésta se hace de la mímica y gestualidad, de la lucha con el objeto escénico, aunque ahora privada de su ritual valor simbólico originario y cargada, en cambio, de nuevos significados y nuevas funciones escénicas; y, por fin, de las técnicas codificadas del lenguaje cómico. En primera instancia puede notarse el uso de una técnica compositiva perfecta, un nivel profesional de la escritura teatral, totalmente colocada en el contexto temático e ideológico de un teatro complejo y diversificado en sus géneros como es el teatro barroco.

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Al comienzo de Los Habladores salen dos personajes, bien construidos según modelos del teatro clásico, como «tipos» de la farsa anterior y no «máscaras» propias de la Commedia dell’Arte. Sarmiento pudiera recordar el tipo del «capitán fanfarrón y perdonavidas», de aquellos valentones que hacen por si mismos su propia ley, considerada la jactancia con que piensa resarcir una cuchillada de doce puntos que dio a un contendiente con doscientos ducados, y llega a proponer una negociación con respecto a esas cuchilladas, en el sentido de que pudiera doblarlas doblando el resarcimiento. El abogado está presentado no por su propio nombre sino por su calificación profesional, y no cabe duda de que se trata de un picapleitos, puesto que se apresura en cobrar el resarcimiento, llamando además al pagador, «caballero», por la honradez manifestada en usar tanta violencia, y «cristiano», por su complacencia en pagar los daños provocados a la víctima. Esta realística pintura de la sociedad española, que desciende de la mejor tradición cervantina, se refuerza con la llegada de otro personaje, Roldán, que repite el «tipo» de «capitán fanfarrón» como Sarmiento, pero representante de la clase social más baja, uno de los varios aventureros que se encuentran en la tradición de las farsas en Europa y en España, y a los comienzos de la Commedia dell’Arte. Y que Roldán hace parte de esta tipología nos lo sugiere propio la didascalia del comienzo: Salen un Procurador y Sarmiento, y detrás Roldán en hábito roto, cuera, espada y calcillas (46).

donde la indumentaria caracteriza al personaje según el tipo del «capitán fanfarrón»; además que la didascalia indique que Roldán salga al tablado «detrás » del Procurador y Sarmiento, es un evidente indicio que remite al subtexto mímico-gestual, rítmico, hasta verbal. Y se puede suponer que este «tipo» suscite la risa desde esta su aparición en una pièce en que actuará como protagonista cómico. Sin embargo, el texto escrito no nos dice nada a este propósito, pero proporciona todos los indicios «de situación» para que el comediante actúe en el tablado. ¡Ah, caballero, ¿Es vuesa merced procurador? (46).

De esta manera sale a la escena el bellaco sinvergüenza interrumpiendo la conversación entre el Procudar y Sarmiento, pero según una manera típica de la farsa, en el sentido de que Roldán empieza su parlamento antes de salir a la escena. La palabra precede a la aparición del jactancioso y harapiento caballero suscitando naturalmente la risa del público. En el lenguaje propio de la Commedia dell’Arte este recurso se llama carrettella di sortita 2, y otras, también presentes en el texto, que acompañan a los actores cuando se van del tablado, se llaman carrettelle d’uscita. Estos recursos y muchos otros fueron difundidos por lo comediantes de la Commedia dell’Arte tanto en la práctica de los espectáculos como a través de los prontua Citamos de la Enciclopedia dello Spettacolo (1975), voce: carrettella.



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rios de los lazzis. Sin embargo hay que recordar también a Zan Ganassa (Falconieri, 1954: 219-222), el zanni italo-ibérico el cual difundirá, en la segunda mitad del siglo xvi, todas la técnicas de esta forma de Arte en Madrid, Sevilla, Valencia, estrenando en los Corrales más conocidos y contribuyendo con importantes innovaciones de escenotécnica a la manera italiana (Shergold,1956, 3:359-368). Sin embargo a esto hay que añadir el rico repertorio codificado de la tradición ibérica de la farsa. Lo que, según nosotros, resulta de gran interés es el conocimiento que tiene el autor, y la refinada competencia con que utiliza esas técnicas que van estructurándose como escritura dramática. En cuanto sale, el miserable y hambriento Roldán nota el centelleo de los ducados e, inmediatamente, acompañado por una adecuada mímica dice: « ¿Qué dinero es ése?» (47) y a la explicación del Procurador, que son el cobre de una cuchillada, Roldán con insistencia pregunta: «Y ¿cuánto es el dinero? » (47). Licenciado por el Procurador según las formulas rituales, el ruin está para macharse cuando vuelve atrás llamando la atención de Sarmiento: Roldán ¡Ah, caballero! Sarmiento ¿A mi, gentil hombre? Roldán A vuesa merced digo. (47)

Trátase otra vez de una carrettella que se concluye con una proposición extravagante: la de recibir también él una cuchillada, pero por la cual cobrará sólo cincuenta ducados. A reforzar la risa contribuye la iconografía del personaje: un capitán fanfarrón y andrajoso el cual, según declara él mismo es «un pobre hidalgo, aunque me he visto en honra» (47). Ruinoso destino de la hidalguía, pintada aquí con cruel escarnio de ascendencia verdaderamente «cervantina», cualquiera que sea el autor. La irónica estocada político-social se hace patente cuando el mismo Roldán se justifica afirmando que la necesidad merece cuchilladas y más en la cara, porque, puesto que la necesidad tiene cara de hereje, según dice el proverbio, «¿dónde estar mejor una cuchillada que en la cara de un hereje?» (47). Luego él mismo —acusado por Sarmiento de ignorancia, puesto que el proverbio, que es latino, significa que la necesidad carece de ley— a partir del término «ley» desarrolla un procedimiento lógico puntilloso, pero totalmente extraviado, ostentando conocimientos en todos los campos del saber, pero totalmente extravagantes y fantásticos. Trátase de un deslizamiento continuo del sentido a través de una subtendida estructura entimémica del razonamiento, una estrategia de la escritura dramática que puede adscribirse sin duda alguna a un autor cuyo patrimonio retórico y cultural radica en el clasicismo humanístico. Al análisis el mecanismo aparece bien definido y desarrollado a través de infinitas variantes: el astuto Roldán repite la última palabra de su interlocutor, pero asumiendo su valor en un contexto semántico totalmente distinto desarrollando pues un razonamiento que ya no tiene nada que ver con el otro. Citando

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al lingüista saussuriano De Mauro (1966) podemos afirmar que el locutor elige deliberadamente, dentro de la clase de los «sentidos» que componen el campo semántico de ese término, un «sentido» muy distante del que tenía en la locución de partida de manera que puede desarrollar un enunciado no comunicante, que va proliferando a través de otros enunciados no comunicantes, y eso ad infinitum. He aquí un ejemplo: Sarmiento Vuesa merced no debe ser muy leído, que el proverbio latino no dice sino que necesitas caret lege que quiere decir que la necesidad carece de ley. Roldán Dice muy bien vuesa merced porque la ley fué inventada para la quietud; y la razón es el alma de la ley; y quien tiene alma, tiene potencias. Tres son las potencias del alma: memoria, voluntad y entendimiento: Vuesa merced tiene muy bien entendimiento, porque el entendimiento se conoce en la fisonomía, y la de vuesa merced es perversa por la concurrencia de Saturno y Júpiter, aunque Venus le mira en cuadro, en la decanoria del signo ascendente por el horóscopo (47).

Y así continuando... La estructura entimémica subtendida a toda la construcción del diálogo consiste en el hecho de que el mismo término es asumido por el interlocutor y por Roldán como sujeto u objeto de proposiciones que se enlazan en el texto según la forma sintáctica, pero que no se enlazan entre sí según la forma lógica, puesto que falta siempre un término medio que sea común a aquellas proposiciones; por consiguiente es imposible llegar a proposiciones conclusivas que afirmen una verdad común a los dos interlocutores. En algún momento es posible que Roldán pronuncie un enunciado que resulta correcto porque aplicando una averiguación de tipo inductivo puede acaecer que algunos de estos enunciados puedan resultar plausibles. Sin embargo lo que deliberadamente falta siempre es la concatenación entre enunciados por el hecho de que el que debiera asumir una función de término medio es asumido con un valor semántico cada vez distinto. Un mecanismo de escritura cómica tan sutil no puede contar con modelos de la farsa tradicional, fundada en la rítmica y en los qui pro quo determinados por equívocos incluso verbales, y frecuentemente por disfraces y sustituciones de personas, pero nunca por el sistemático deslizamiento lógico de los enunciados. Sin embargo, esta técnica está documentada y ejemplificada según múltiples variantes en los cañamazos de los lazzis de la Commedia dell’Arte, y sirve para reproducir en los parlamentos cómicos, propios del criado bobo denominado «simple», aquellos deslizamientos, repetidos y divertidos, del sentido que acaban creando una paradójica «anti-lengua». Una lengua, pues, que intencionadamente no comunica nada pero que prolifera auto-engendrándose —función que en el entremés que estamos analizando adquiere una función metalingüística— sin producir por fin algún significado, sino actuando sólo como puro sonido, mera reiteración significante que en algún caso puede llegar a producir singulares imágenes fantásticas, surreales, hasta oníricas, pero en ningún

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caso analizables en el ámbito de la semiótica de la comunicación. De hecho, ésta supone un emisor, un receptor y un mensaje que translada del uno al otro unidades de valor semántico. El sistema de comunicación del que se vale Roldán no respeta estos principios de la semiología, sino que tiende a producir precisos efectos: confundir, entontecer, embobar, enojar al interlocutor, para llevarlo a un estado en que anhele sólo aceptar cualquier solución que lo pueda sacar de tales trances de incomunicabilidad, convirtiéndolo así en fácil objeto de engaño. De esta forma el procedimiento semiótico de Roldán interpreta lo cómico verbal en su nivel más alto de manifestación. Este lenguaje desmantela con ironía los tópicos culturales e ideológicos, es decir los «ideologemas», sobre los cuales se funda la cultura imperante y hasta los modelos epistemológicos que provienen de las ciencias. Seguirán unos siglos de confianza burguesa, pues, institucional y de clase en el realismo de la palabra y del discurso, realismo que es tal aún cuando esté afirmando falsedades o maquinando engaños. Es preciso llegar hasta las vanguardias del siglo xx para volver a encontrar el uso y las funciones de la anti-lengua ya codificada por la Commedia dell’Arte, para recobrar en el texto dialógico el sonido puro como harán los Futuristas; el libre juego de asociaciones del que servirán los Dadaistas; el non-sense, hasta el deslizamiento lógico-matemático propio de los Surrealistas. El entremés de Los Habladores es importante por el hecho de que puede explicitar en el texto este punto nodal —puesto que la Commedia dell’Arte no puede contar con sus textos— y traducir en un sistema de escritura un patrimonio codificado pero oculto en el subtexto cómico; y desarrolla además un importante papel porque regula estas formas de lo cómico verbal en la estructura de la comedia de «teatro breve». Volviendo a nuestro truhán, hablador por interés y por talento natural, podemos afirmar que sus parlamentos son tan divertidos porque no presentan ninguna conexión lógica, ni respecto a su propia estructura interna, ni respecto a su interlocutor; aún más cuando esos parlamentos se desarrollan en contextos de pura invención porque en este caso las posibilidades de elección dentro del campo semántico no tienen límites y en el campo de lo decible campea una imaginación infinita o lo contrario de ella. Desde este punto de vista resulta ejemplar el segundo parlamento de Roldán que discurre desatinadamente mientras su interlocutor, Sarmiento, furioso, sigue imprecando: Sarmiento ¡Por el diablo que aquí me trajo, esto es lo que yo había menester después de haber pagado doscientos ducados por la cuchillada! Roldán ¿Cuchillada dijo vuesa mercede? Está bien dicho. Cuchillada fué la que dií Caín á Abel su hermano, aunque entonces no había cuchillos; cuchillada fué la que dió Alejandro magno á la reina Patasilea, sobre quitalle á Zamora la bien cercada; y asi-

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mismo Julio César al conde don Pedro de Anzures sobre el jugar á las tablas con dos Gaiferos entra Cabañas y Olías. Pero advierta vuesa merced que las heridas se dan de dos maneras, porque hay traición y alevosía; la traición se comete al rey; la alevosía contra los iguales, por las armas lo han de ser; y si yo riñere con ventaja; porque dice Carranza en su filosofía de la espada y Terencio en la conjuración de Catilina... (47).

Es fácil leer en este parlamento una actitud irónica del autor respecto a la cultura clasicista de la época, pero también al dispositivo causídico y leguleyo que ajusta las normas relativas al código del «honor» y al comportamiento social. Por lo que se refiere a la estructura lógica y al desarrollo sintagmático del parlamento puede afirmarse que la primera ya no existe y la progresión de la segunda es sólo aparente gracias a la posición del término «cuchillada», que abre el parlamento de Roldán como repetición interrogativa de la última palabra pronunciada por Sarmiento, según un esquema que volverá a repetirse. Ahora, el término se presenta tres veces como sujeto de una proposición que no tendrá una conclusión. En cambio se pasa a otro sujeto: «heridas»; luego a otro dos «traición» y «alevosía». Sería lógico esperar una conclusión que pusiera en relación todos los sujetos sobre los cuales se ha afirmado algo, en cambio la función de sujeto recae ahora en un improbable filósofo Carranza y de veras improbable Terencio, citas que sirven sólo al autor para evocar, ironizando, una cultura humanística mal usada por la clase burguesa. El esquema se repetirá en todos los parlamentos del hablador. Sin embargo, la presencia del cómico verbal, maduro y bien estructurado, se acompaña siempre al lenguaje mímico-gestual evocado por el subtexto, tanto de tipo licencioso, como escatológico, recuperando así las técnicas de las farsas medievales de los juglares y las del teatro de Lope de Rueda, donde por primera vez el subtexto mímico-gestual funciona como base imprescindible para la significación del texto verbal. Un ejemplo se encuentra en un parlamento donde la proliferación de disparates verbales sin sentido de Roldán está determinada por Sarmiento que definiéndolos «bernardinas» demuestra conocer la naturaleza de las filaterías de aquel impertinente y fastidioso hablador: Sarmiento ¡Váyase con el diablo, que me lleva sin juicio! ¿No echa de ver que me dice bernardinas? Roldán ¿Bernardinas dijo vuesa merced? Y dijo muy bien, porque es muy lindo nombre; y una mujer que se llamase Bernardina, estaba obligada á ser monja de San Bernardo; porque si se llamase Francisca no podía ser, que las Franciscas tienen cuatro efes; la F es una de las letras del A B C; las letras del A B C son veintitrés; la K sirve en castellano cuando somos niños, porque entonces decimos la K K, que se compone de ods veces esta letra K; dos veces pueden ser de vino; el vino tiene grandes virtudes: no se ha de tomar en ayunas ni aguado, porque las partes raras del agua penetran los poros y se suben al cerebro, y entrando puros...

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Es evidente el significado escatológico evocado por el sonido de la doble K K, primer sonido pronunciado por los niños, como sugiere el mismo Quevedo en el soneto «La vida empieza en lágrimas y caca» (Quevedo, 1969-1971, n.535), según una visión pesimista y desmitificadora de la vida. Es posible suponer que estos y otros parlamentos remitan a un subtexto licencioso que cuenta con un bien codificado repertorio de los lazzis. A título de ejemplo valga la exclamación de Sarmiento: «Téngase, que me lleva perdido» que permite a Roldán introducir su filatería: Roldán Perdido dijo vuesa merced, y dijo muy bien, porque el perder no es ganar. Hay siete maneras de perder: perder al juego, perder la hacienda, el trato, perder la honra, perder el juicio, perder por descuido, una sortija, o un lienzo, perder... (48).

El clímax establece una secuencia, dentro del campo semántico de «perder», de valores bien determinados: la honra, el juicio, hasta objetos de connotación femenina dados, en cambio, de forma indeterminada —una sortija, un lienzo—. El parlamento, pues, acompañado por una mímica-gestual, pudiera aludir a un lapsus, que por descuido podría afectar a una mujer después de una experiencia licenciosa. Resulta de particular interés la salida de Inés, la criada, anunciada por Roldán que con guiño pregunta: «¿Quién es esta señora?» (49). La respuesta de Sarmiento, que aclara que se trata de la «criada de casa», carga el epíteto «señora» de alusivos significados maliciosos. El parlamento, además, funciona como didascalia interna: a pesar de la indumentaria, por su actitud o mímica y atracción física, el personaje pierde su propio papel de «criada», para adquirir el de «señora», por consiguiente con una alusión a probables relaciones ilícitas con su dueño. Por otra parte, que se trata de la «servetta maliziosa e ribelle» a la manera italiana, lo demuestran las alusiones mordaces que Beatriz dirige continuamente a la criada a partir de su salida al tablado, según la técnica ya citada de la carrettella: Beatriz ¡Inés! ¡Ola, Inés! ¿Qué digo? ¡Inés, Inés! Inés Ya oigo, señora, señora, señora (48).

Aquí es evidente la puesta en juego de otro lenguaje teatral, el de la recitación, que connota al personaje de Inés como al de la criada impertinente, como confirma la violenta reacción verbal de la misma Beatriz: Beatriz Bellaca, desvergonzada, ¿cómo me respondéis vos con ese lenguaje? ¿No sabéis vos que la vergüenza es la principal joya de las mujeres? (48).

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Beatriz, es decir la «mujer habladora», seguirá contestando de manera cada vez más proliferante a la impertinente criada la cual a través de una forma metalingüística: «haremos prosa», aludirá irónicamente a la plática pesada de su dueña. En el subtexto obsceno muchas veces actúa el objeto, siempre usado en su valor simbólico, presente o no en escena , como por ejemplo el garrote evocado por la misma Beatriz: Beatriz Y la prosa es para que traigáis la mesa para que coma vuestro amo, que ya sabéis que anda mohino; y una mohina en un casado es causa de que levante un garrote, y comenzando por las criadas, remate con el ama.

El mismo garrote lo usa el amo enfadado, al cual se le apela como «casado», no sólo contra la criada sino contra la misma dueña. El palo o matapecados vuelve a la escena cuando Beatriz y su criada, empiezan a sacudir violentamente la estera donde se había escondido el pobre Roldán para huir, pero sin éxito, de la Justicia. Será Sarmiento quien intervenga ante el Alguacil que ya, y con sarcástico gusto, declara preso a aquel «bellaco de Roldanejo», el cual, a pesar de todo, no pierde la ocasión para intentar colocar una última filatería. En vano el Alguacil dirá: «Que no, no, aquí no ha de valer la habladuría; vive Dios que habéis de ir a la cárcel» (50) porque Roldán irá a servicio de los dos amos para curar de la misma enfermedad a las dos mujeres. El juego metalingüístico que pone fin a la pieza y da solución al enredo sanciona el metalenguaje como función que estructura toda la pieza como sátira de la comunicación. Y a propósito dirá Sarmiento: «[...] pero le suplico en cortesía me escuche una palabra, sin decirme lo que es palabra, que me caeré muerto» (48). De hecho, los escombros que quedan de la lengua son el puro significante totalmente desarraigado de la referencia semántica, como puede notarse en un parlamento —dirigido esta vez a la misma Beatriz— donde el procedimiento entimémico que esta vez usa el lenguaje metalingüístico, puede concluirse sólo, abruptamente, con un juego de pura asonancia: Roldán ¿Hablar dijo vuesa merced? Dijo muy bien: hablando se entienden los conceptos; éstos se forman en el entendimiento: Quien no entiende, no siente; quien no siente, no vive; el que no vive, es muerto; un muerto echadle en un huerto (49).

Desde un punto de vista rítmico el acmé del parosismo se consigue a partir del primer encuentro entre los dos habladores, Beatriz y Roldán, donde parecen desafiarse «al último aliento» en la progresión de unos parlamentos que terminan con la derrota de Beatriz que acaba desmayándose. Es un duelo parosístico que se desarrolla según un técnica ya conocida en la época de Aristófanes denominada πν˜ιγος, y que después los comediantes de la Commedia dell’Arte llamarán tirata a strozzo (Plebe, 1956).

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Es evidente que dentro de las estrategias de la risa esta pieza se funda sobre la comicidad verbal que se alimenta, como hemos dicho, de una refinada cultura humanística del autor. En una de sus filaterías Roldán se burla de los ideales de caballería, y luego de los monárquicos que se manifiestan simbólicamente en los proyectos arquitectónicos de la «ciudad ideal, que desde un punto de vista urbanístico se construía en un espacio octogonal a su vez inscrito en la «rosa de los vientos». De ahí la ciudad asumía el valor de urbs como medida y espejo del cosmos, por lo demás en boga en la urbanística española de la época. Dice Roldán: Dice vuesa merced muy bien, porque quien tiene lengua á Roma va. Yo he estado en Roma y en la Mancha, en Transilvania y en la Puebla de Montalván. Montalván era un castillo, de donde era señor Reinaldos. Reinaldos era uno de los doce Pares de Francia, y de los que comían con el Emperador Carlo Magno en la mesa redonda, porque no era cuadarada ni ochavada. En Valladolid hay una placetilla que llaman el Ochavo. Un ochavo es la mitad de un cuarto. Un cuarto de cuatro veces de maravedí. El maravedí antiguo valía tanto como agora un escudo. Dos maneras hay de escudos: hay escudos de paciencia y hay escudos... (47-48).

Donde es evidente que la desmitificación de los ideales está determinada por un procedimiento de mercantilización propio de cultura de las clases medias. Luego punza con ironía los rebuscados e incomprehensibles silogismos de la ciencia médica. Pero al mismo tiempo consigue un acertado efecto cómico por el hecho de que llega al tema de los cuatro humores como consecuencia de la imprecación de Sarmiento cansado por su verborrea: «¡Acabe con el diablo!». A partir de eso se hilvanan en una sucesión de tipo causa-efecto: diablo, tentaciones, carne, pescado, luego «el pescado es flemoso»: Roldán ¿Diablo dijo vuesa merced? Y dijo muy bien; porque le diablo nos tienta con varias tentaciones; la mayor de todas es la de la carne. La carne no es pescado. El pescado es flemoso. Los flemáticos no son coléricos. De cuatro elementos está compuesto el hombre: de cóler, sangre, flema y melancolía. La melancolía no es alegría, porque la alegría consiste en tener dineros. Los dineros hacen á los hombres; los hombres no son bestias; las bestias pacen; y finalmente... (48).

Y la pièce termina con un «fin de fiesta» —y se puede suponer con bailes y cantos, según la codificación barroca del género— donde todos los personajes, desfilando en cortejo, se van del tablado recitando en versos parlamentos que sintetizan su propio pensamiento, lo que da lugar a Roldán de cerrar dirigiéndose ahora al público e invitándolo no sólo a escuchar sino a percatarse de lo que ha ocurrido: «Oigan y reparen, vuesas mercedes, que no será peor la mía» (51). A este propósito es interesante recordar el montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de cuatro entremeses cervantinos: Maravillas de Cervantes, bajo la

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dirección de Joan Font. Luciano García Lorenzo, al atribuir el éxito del espectáculo al carácter de unidad que el director supo dar al montaje de estas cuatro piezas, pone de relieve la función desarrollada por el «fin de fiesta»: Espectáculo con unidad, pero sin que cada entremés perdiera su unidad y, entre otros aciertos, cada obrita acababa con una fiesta en la cual la música y el baile se convertían en protagonistas (García Lorenzo, 2005: 72).

Sin embargo el entremés intenta escarnecer los valores comunicativos del lenguaje y la confianza que hombres tienen en el buen funcionamiento de la lengua como vehículo de información de carácter intersujetivo. Los Habladores se conforma con una paradójica perspectiva solipsista en el sentido de que su representación de lo cómico oculta un postulado trágico, quizás de ascendencia ascética: comunicamos sólo con nosotros mismos, cada afirmación de verdad es sólo subjetiva y en ningún caso podemos estar ciertos de que nuestra percepción de un objeto corresponda totalmente a la percepción que otro sujeto tenga del mismo objeto. La soledad, la autorreferencialidad son al mismo tiempo la razón y la condena a existir para todos los hombres. Esta alta tarea crítica de lo «cómico verbal» será teorizada sólo en el siglo xx propio por los autores del «Teatro de lo Absurdo» fundándose en las afirmaciones de los lógico-matemáticos del Neopositivismo. Sin embargo, ¿cómo es posible hipotizarla en los dramaturgos y comediantes de teatro del xvii? El fenómeno puede explicarse haciendo referencia al método de la revisitación crítica actual que asume la Weltanschauung barroca en su conjunto y al mismo tiempo en toda su complejidad como manifestación cultural que anticipa y funda la modernidad. La visión del mundo-teatro como relación doble e invertible, la particular sensibilidad barroca por lo que atañe a la relación realidad-ficción, sueño-vigilia, sentido-imaginación, en síntesis, el estatuto complejo de lo subjetivo e intersubjetivo está presente en los textos y se representa en los teatros del siglo xvii llegando a influir sobre el lenguaje específico de lo cómico y a fundar su base epistemológica, a pesar del carácter popular e inmediato que puede presentar este tipo de teatro. El entremés de Los Habladores hace referencia a aquel contexto epocal restituyéndolo en una explícita operación de desregulación de los nexos lógicos de los enunciados, pues en una operación meta-lógica, y en algún caso también metalingüística, que reflexiona críticamente sobre los procedimientos de la enunciación que se remiten a las modelizaciones de la lógica. De eso deriva que la comicidad verbal resulte de nivel alto por el hecho de que el nivel «meta» del cómico verbal pertenece a un nivel de elaboración de tipo intelectual tanto si nos referimos a las prácticas de los autores como a las de los actores e incluso a las de recepción por parte del público.

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BibliografÍa citada Michail Bachtin (1995). L’opera di Rabelais e la cultura popolare. Riso, carnevale e festa nella tradizione medievale e rinascimentale, Torino, Einaudi. Enrica Cancelliere (1986). Lope de Rueda. I Pasos, Introduzione, traduzione e note a cura di, Roma, Bulzoni Editore. Emilio Cotarelo y Mori (1911). Collección de Entremeses, Loas, Bailes, Jácaras y Mojigangas, desde fines del siglo xvi á mediados del xvii, Madrid Casa Editorial Bailly-Bailliére. Tullio de Mauro (1966). Introduzione alla semantica, Bari, Editori Laterza. Enciclopedia dello Spettacolo (1975). Diretta da Silvio D’Amico, Roma, UNEDI-Unione Editoriale. John V. Falconieri (1954). «Más noticias biográficas de A. Ganassa», Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, pp. 219-222. John V. Falconieri (1957). «Historia de la commedia dell’arte en España», Revista de Literatura, XI, pp. 3-37; XII, pp. 69-90. Luciano García Lorenzo (2005). «Los entremeses cervantinos. Farsa, cuerpo y palabra», en «Por discreto y por amigo». Mélanges offerts à Jean Canavaggio, ed. Christophe Couderc, Benoît Pellistrandi, Madrid, Casa de Velázquez, pp. 69-77. Armando Plebe (1956). La nascita del comico nella vita e nell’arte degli antichi greci, Bari, Editori Laterza. Francisco de Quevedo (1969-1971). Obra poética, ed. José Manuel Blecua, 3 vol., Madrid Editorial Castalia. Norman David Shergold (1956). «Ganassa and the Commedia dell’Arte in sixteenth century Spain», Modern Language Review, LI, pp. 359-368.

En los orígenes del tipo del figurón: El caballero del milagro (1593), comedia del destierro del primer Lope de Vega Jesús CAÑAS MURILLO Universidad de Extremadura

Una comedia del destierro: El caballero del milagro En otro lugar estudiamos la importancia que tuvieron, en los orígenes de la comedia nueva, los años de destierro que hubo de cumplir Lope de Vega por sentencia judicial, tras el pleito que entabló contra él Jerónimo Velázquez y su familia (Cañas Murillo, 2000a [y 2004]). En ellos, especialmente en los que entró al servicio del duque de Alba y pasó junto a éste en sus posesiones de Alba de Tormes y su alrededores, el sur de Salamanca y el norte de la actual provincia de Cáceres (Abadía, La Vera, Las Hurdes), se creó el modelo dramático (Cañas Murillo, 1984) que estaba llamado a convertirse en triunfador en el Barroco, dejando desplazadas todas las demás propuestas que se presentaron (Cañas Murillo, 1991, 1995, 2000a [y 2004], 2003b). Por esta época se efectuó la composición de un conjunto de textos dentro de los cuales se perfilaron de forma definitiva las características esenciales que iban a conformar dicho modelo dramático, que iban a ser imitadas por escritores posteriores que aceptaron la propuesta lopista, convirtiéndose así en consolidadores de su labor (Cañas Murillo, 1991, 1995, 2000a [y 2004], 2003b, y 1999 [y 2003a]). De una de esas obras nos vamos a ocupar en el presente trabajo. Se trata de El caballero del milagro.

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El caballero del milagro es obra también conocida por el título de El arrogante español. De hecho, los editores-adaptadores modernos incluyen esta segunda denominación como primera, dándole preferencia sobre aquella por la que la pieza es generalmente recordada (Lope de Vega, 1964 y 2007). Juan Germán Schroeder (Lope de Vega, 1964: XIV) explica las causas de esta elección: respecto al título, he preferido el primitivo, que el mismo Lope dio a su comedia, y con el cual cierra la misma: «… y aquí, senado, se acaba el arrogante español». El título con que posteriormente, en la parte XV, aparece impreso, «El caballero del milagro», podría dar una impresión equivocada al público que no asistiera a la representación haciéndole pensar en una comedia «de santos» de las muchas que escribió el Fénix. He mantenido como subtítulo —al modo de la época— «Caballero de milagro», utilizado por Lope en el estribillo que abre y cierra la acción: «Por eso es caballero de milagro».

Razones similares defiende Fernando Doménech [Lope de Vega, 2007: 30]. No obstante, nosotros hemos preferido mantener el título único, simple y no doble, con el que el texto es identificado en las dos versiones editadas en el Siglo de Oro que conocemos y han sido catalogadas, y, en consecuencia, ése es el que utilizaremos en el presente trabajo. Tal opción se ve corroborada por el propio Lope de Vega, quien incluye la comedia en la conocida lista que insertó en el «Prólogo» a su novela El peregrino en su patria, ya desde la edición de 1604, y allí la denomina El caballero del milagro (Lope de Vega, 1973: 58). Quizá el mismo Fénix modificó el título que primero asignó a su creación, explicitado en el último verso de ésta, tras reflexionar […] que su Luzmán nada tenía de arrogante en lo moral, aunque lo fuese en lo físico, y, para evitar equívocos, lo rebautizó definitivamente.

como sugirió en su día Cotarelo (Lope de Vega, 1917: X). El caballero del milagro se publicó dentro de la Decimaquinta Parte de las Comedias de Lope de Vega Carpio, impresa en Madrid, por la Viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1 mercader de libros, en el año 1621, aunque recibió aprobación de Vicente Espinel firmada el 24 de septiembre de 1620. En dicho volumen figuraban también La malcasada, Querer la propia desdicha, La vengadora de las mujeres, El caballero del sacramento, La Santa Liga, El favor agradecido, La hermosa Esther, El leal criado, La buena guarda, Historia de Tobías, y El ingrato arrepentido. El caballero del milagro ocupaba allí el lugar número doce, con lo que cerraba el tomo (La Barrera, 1860: 444). La parte recibió otra impresión, en el mismo año   Padre del escritor Juan Pérez de Montalbán, destacado seguidor de Lope, como es bien sabido. Véase Anne Cayuela (2005), Alonso Pérez de Montalbán. Un librero en el Madrid de los Austrias, Madrid, Calambur (Biblioteca Litterae, 6).

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1621, también en Madrid, por Fernando Correa de Montenegro, igualmente a costa de Alonso Pérez, mercader de libros, lo que prueba su gran aceptación por parte de los lectores. Esta doble impresión, al mismo tiempo, prueba la gran venta que tenían las comedias de Lope de Vega.

como explica Cotarelo (Lope de Vega, 1917: X, nota 1). La fecha de composición de la comedia fue establecida por Morley y Bruerton (1968: 238-239), quienes, basándose en la métrica, siguiendo su conocido método, la localizaron en los años anteriores a 1598, y, dicen, probablemente, entre 1593 y 1598. No obstante, es una de las piezas que figuran en el manuscrito Gálvez, en donde se informa que fue escrita en «30 noviembre-diciembre 1593» (Morley y Bruerton, 1968: 660). El caballero del milagro figura en la Decimaquinta Parte dedicada a Pedro de Herrera (Lope de Vega, 1993: 145). Morley y Bruerton (1968: 238) informan: «Representóla Vergara». Sobre problemas generales de composición El caballero del milagro es una comedia de capa y espada y enredo, que se centra en las artimañas que sabe tramar un joven español, toledano, que se encuentra en la ciudad de Roma en el siglo xvi. Unas artimañas que le sirven para vivir a costa de los demás, y, especialmente, de las mujeres, a quienes engatusa con su buena planta, resaltada por los buenos vestidos que luce. La acción principal relata las relaciones amorosas que mantienen diversos galanes y damas, todos los cuales sufren las maquinaciones del protagonista principal. El tema básico que se aborda es la fortuna, los cambios de fortuna en concreto. A él se unen el engaño y el enredo. Luzmán lo destaca y lo explica con claridad en su última intervención que cierra la comedia (Lope de Vega, 1993: 241): De milagro al fin subí y por milagro bajé; grave ejemplo en mí se ve. ¿Qué he de hacer, triste de mí? ¡Ah, humilde fortuna y brava! A España quiero partirme, que en Roma podrán decirme: «Quien mal anda mal acaba». Esto es más claro que el sol que este fin se me aguardaba, y aquí, senado, se acaba El arrogante español.

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Son versos en los que se inserta, a la vez, la enseñanza, el mensaje, que se puede extraer del argumento. El protagonista, en última instancia, acaba tan mal debido a sus propios merecimientos, por causa de sus enredos y de sus engaños constantes en toda su trayectoria vital anterior. Por ello padece la acción de la justicia poética que le proporciona el castigo correspondiente. El tema del amor aparece en el argumento de la comedia, pero no es asunto fundamental. Es tratado en tono de farsa, de comedia de gran enredo. El código aparece con motivos más sueltos por ello (Cañas Murillo, 2003b). El amor no es tomado en serio. En la pieza lo fundamental son los cambios de fortuna, el enredo, el engaño, la comicidad. En El caballero del milagro adquiere gran importancia la ambientación. Es obra urbana. En ella se refleja, en tono humorístico el mundo de los soldados españoles que se encontraban de paso por Roma en el siglo xvi (la acción se sitúa en la época de Carlos V [Lope de Vega, 1993: 221]), su tipo de vida, sus preocupaciones, sus aventuras, sus amoríos, sus relaciones con las mujeres del lugar, sus ansias de diversión. Por todo ello se ha llegado a sugerir la existencia de un cierto costumbrismo en su argumento, de una atmósfera que anticipa la propia del sainete de la Ilustración. 2 El recurso fundamental al que se acude para componer ese argumento es el enredo, como es propio de la comedia de capa y espada, como será propio de la posterior comedia de figurón (Roso Díaz, 1997, 1998, 1999, 2001). Un enredo que se ha querido trazar de forma racional. No es producto del azar, de la casualidad, del destino. Es presentado e introducido como consecuencia de la acción de un personaje que maneja todos los hilos: Luzmán, el protagonista principal de la comedia. Pocos tipos se utilizan para construir los personajes. 3 Tan sólo identificamos agonistas perfilados a partir de los tipos del galán, de la dama y del criado. No obstante uno de los criados, Lombardo, debe ser destacado. En su caracterización se han incluido claros rasgos que pertenecen completamente al tipo del gracioso. Y detectamos esos rasgos ya 1593, antes de la composición de La francesilla, de 1596, postulada durante mucho tiempo como primera obra lopesca, y de la comedia nueva, que contiene el referido tipo y personaje, y en el mismo año, el susodicho 1593, en el que aparece Pinelo dentro del argumento de El favor agradecido, el primero de los graciosos documentados de Lope, y del modelo dramático que él creó, como demostré en otro lugar (Cañas Murillo, 1991: 88). En Lombardo son identificables ya algunos caracteres y funciones que son propios del tipo del gracioso inserto en la poética del género al que pertenece la comedia (Cañas Murillo: 1984). Hace chistes, con lo que introduce comicidad y rebaja la tensión (Lope de Vega, 1993: 162-163). Es materialista (Lope de Vega, 1993: 163). La comida es para él preocupación esen  Schroeder afirma que en ella «lo rufianesco y popular se anticipa al garbo pintoresco de un Ramón de la Cruz y del posterior sainete» (Lope de Vega, 1964: XIV). Sobre la ambientación, ver también Fernando Doménech, Lope de Vega, 2007: 9-14.   Sobre el modo de construir un personaje y las diferencias entre tipo y personaje, véase Cañas Murillo, 2000b: 29-30. Sobre los personajes, Fernando Doménech, Lope de Vega, 2007: 20-26.

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cial (Lope de Vega, 1993: 163, 169, 170, 171, 176). Corrobora todo una conclusión que ya habíamos defendido con anterioridad (Cañas Murillo, 1991). Es una prueba más de que el gracioso se va perfilando progresivamente en el teatro del Fénix desde sus primeras épocas, y de que en fechas anteriores a La francesilla ya hace acto de presencia en su producción. En similar situación se halla el tipo del figurón, 4 asunto este del que nos vamos a ocupar en el siguiente apartado. Hacia el figurón: el tratamiento de Luzmán A lo largo de la comedia Luzmán se ve convertido en el eje principal de composición. Sobre él, sobre sus hechos, sobre sus intrigas, se monta todo el argumento. Ha sido construido sobre el tipo del galán (Cañas Murillo, 1992). En los primeros momentos de la acción aparece como un caballero, como un galán, insistimos, preocupado por sus relaciones con las mujeres. No obstante, pronto se desvela cuál va a ser su verdadera caracterización. Inmediatamente el rasgo esencial del personaje queda puesto de manifiesto. Es presentado como un auténtico pícaro, no un pícaro literario, no un protagonista de una novela picaresca, sino un pícaro real. Ya Cotarelo había destacado lo «acentuado» que se encuentra «lo picaresco del carácter del protagonista» (Lope de Vega, 1917: X). Luzmán es, a lo largo del argumento, un pícaro, un aprovechado, sin oficio ni beneficio, que engaña a las mujeres y vive a costa de ellas valiéndose de su «talle», de su apostura, de su buena planta (Lope de Vega, 1993: 147). Las damas caen rendidas a sus pies y hacen en todo su voluntad. Presume de ser un caballero, pero el auditorio conoce su verdadera situación, la ficción de sus apariencias, su realidad de carecer de fortuna, de vivir al día, «de milagro» (Lope de Vega, 1993: 194-195, 241), 5 y a costa de los demás, 6 y, muy especialmente, a costa de esas mujeres a las que encandila con sus encantos, sus enredos y su gran labia (Lope de Vega, 1993: 184). Y tiene una gran capacidad para engañar, de la que frecuentemente alardea. Se considera un maquinador mejor que el mítico Odiseo, el Ulises homérico, siempre «hábil en recursos» (Lope de Vega, 1993: 185): ¡Qué bien la supe engañar! ¡Malos años para Ulises!

Sufre reveses, pero en todo momento muestra una asombrosa capacidad de recuperación, reconocida y resaltada en ocasiones por otros personajes. 7 Su mencio Para una bibliografía sobre el figurón, véase García Lorenzo, 2007: 13-19.   En el acto segundo Tristán lo define como «Caballero de milagro», como lo denomina a continuación Lofraso, ironizando un tanto (Lope de Vega, 1993: 194-195).   Algunos agonistas destacan estos aspectos, como Tristán y Lofraso en su conversación del acto segundo (Lope de Vega, 1993: 194-195).   Así, en la conversación entre Tristán y Lofraso sita en el acto segundo (Lope de Vega, 1993: 194-195).  

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nada capacidad para engañar no es sólo ejercida sobre el sexo femenino. Los hombres también padecen sus tretas. Es un pícaro integral, que maneja perfectamente, con sus enredos, los sentimientos y las vidas de los demás, sean varones o mujeres. 8 Incluso sus víctimas admiran su maestría en el engaño, como reconoce Camilo en el acto tercero (Lope de Vega, 1993: 221). Algunos de los agonistas se encargan de resaltar sus cualidades picarescas. Otavia lo identifica como «picaño» (Lope de Vega, 1993: 189). Tristán, en el desenlace, cuando Luzmán es abandonado por todos como castigo a sus enredos, le espeta: «Ojo el picaño» (Lope de Vega, 1993: 241). Esta es la caracterización predominante en Luzmán, principal protagonista de la comedia, como hemos advertido. No obstante, para su configuración han sido utilizados otros rasgos que también es necesario destacar. Se encuentran especialmente, por no decir exclusivamente, en el acto primero, en las escenas iniciales del argumento. Son caracteres que nos van a recordar otros que tienen una importancia fundamental en la delimitación de otro de los tipos que ocupan un lugar destacado en la poética general de la comedia nueva, y, en concreto, en el capítulo de personajes. Se trata del figurón. 9 Del figurón se han proporcionado a lo largo de la historia, ya desde el siglo xviii, ya desde la Poética de Luzán, diferentes definiciones. En las más recientes se destaca su ridiculez, su manía nobiliaria, su preocupación por su posición social, su fatuidad, su pedantería… Olga Fernández (2000: 133) lo retrata como un personaje ridículo, tanto por su aspecto físico como por su psicología, mediante el cual se critican defectos humanos, más o menos graves, y comportamientos sociales negativos, casi siempre llegando a lo grotesco.

García Ruiz (2002: 146) se ocupa de los defectos ridículos y grotescos que posee el tipo, y llega a matizar que este defecto no tiene por qué ser exclusivamente la manía nobiliaria, sino los distintos vicios morales, manifestados en su conducta y en su lengua: la presunción de la posición social o del atractivo físico, la necedad, la tacañería, la pedantería culta, la mala educación, la torpeza del lenguaje amoroso o comunicativo, la cobardía, la credulidad, el desgraciado aspecto del físico o la indumentaria.

Hasta años bien próximos poco se conocía sobre los orígenes del figurón. Ni siquiera se habían identificado con claridad las primeras comedias en cuyo argumento llega a intervenir. 10    Véase la conversación que Luzmán mantiene con Camilo y Leonato a finales del acto segundo (Lope de Vega, 1993: 199-202), o la que mantiene con Isabela en el acto tercero (Lope de Vega, 1993: 213-218). Sobre el carácter picaresco del protagonista trata también Fernando Doménech, Lope de Vega, 2007: 21-23.    Volúmenes y trabajos generales sobre la comedia de figurón son Lanot y Vitse, 1976, Lanot, 1980, García Ruiz, 2002, Olga Fernández , 2003 y García Lorenzo, 2007. 10  Sobre los orígenes del tipo y las primeras obras en las que se incluye, véase García Ruiz, 1993 y 2002: 146-147, Sánchez Jiménez, 2007, Serralta, 1988, 2001 y 2003.

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De los orígenes hoy en día se acepta que la comedia de figurón, como subgénero de la comedia nueva, constituye una derivación de la comedia de capa y espada, si bien, como matiza Olga Fernández (2000: 135), la comedia de figurón […] [es] algo más que una variante de la comedia de capa y espada, […] [es] una auténtica especie nueva de teatro cómico […] que desembocará abiertamente en la farsa. […] ese personaje grotesco llamado figurón […] rompe el equilibrio entre las esferas cómica y seria de la comedia áurea y diluye también la separación de estamentos sociales que ambas marcaban. […] se produce debido a la naturaleza del personaje del figurón […] [quien] es por clase social (un hidalgo) perteneciente a la primera [la seria], pero por carácter, comportamiento y aspecto físico entra dentro de la segunda [la cómica].

La misma estudiosa (2000: 134 nota 7) explica: el origen de la comedia de figurón no es exclusivamente teatral, sino que se ve influenciada por géneros narrativos como la novela picaresca, el Quijote, la novela cortesana […] y también en los géneros satírico-costumbristas […].

En los orígenes del tipo Evangelina Rodríguez Cuadros (2007: 90) resalta, muy acertadamente, que el figurón constituye una «hipercaracterización de la figura del galán o caballero de la comedia». Centrémonos de nuevo en la construcción de Luzmán. En su caracterización se destacan varios rasgos que en el figurón tienen una intervención destacadísima. El primero es la admiración que siente el agonista por su propio aspecto físico, por su belleza, por su buena planta, por su buen «talle», el orgullo que exhibe por los mismos, el interés que muestra por destacarlos ante los demás. El segundo, su preocupación por los vestidos. El tercero, su preocupación, también, por guardar las apariencias, por su imagen social. A ellos habría que añadir algunas cualidades como el egoísmo y la insensibilidad ante los sentimientos de los demás. Todos estos rasgos se hacen bien presentes en los albores de la comedia. Luzmán aparece en la primera escena como un caballero, como un «gentilhombre» (Lope de Vega, 1993: 147), que incluso tiene criados a su servicio. Su preocupación por su aspecto físico, por su «talle», es manifiesta, y se encarga muy bien de destacarlo ante los otros, presumiendo ante ellos de su «bella portada» (Lope de Vega, 1993: 168) y de la buena labor que hizo Dios con él (Lope de Vega, 1993: 147). Es algo que las personas que lo rodean no dejan de destacar. Así, Beatriz, –aunque ya en el acto segundo, pero enlazando con la presentación inicial–, lo juzga, como va a acontecer con los figurones maduros posteriores, como arrogante y pagado de sí mismo (Lope de Vega, 1993: 186): Y este arrogante mozuelo está de sí tan pagado, que piensa que no ha criado

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igual hermosura el Cielo. Todas me dicen que están Muertas en ver que me rindo, Y yo, de verle tan lindo, Melancolías me dan.

A él le gustan los vestidos elegantes, pues «mil hombres de mal talle / vestidos parecen bien» (Lope de Vega, 1993: 148). El gran amor que se profesa a sí mismo impide que pueda querer a las mujeres, como le dice Tristán (Lope de Vega, 1993: 150): No te quieras tanto a ti que a ninguna mujer quieras.

Desprecia al sexo opuesto (Lope de Vega, 1993: 151). Justifica su cobardía por la necesidad de guardar su belleza (Lope de Vega, 1993: 156). Tristán, al principio del acto primero, ironiza un tanto con su obsesión por su figura y por realzarla con buenos vestidos, que puedan admirar los demás. No obstante, el criado no llega a sobrepasar los límites y no cae en la tentación de ridiculizarlo, como sucederá con los figurones maduros, plenamente formados, del teatro posterior. La aproximación al tipo del figurón solamente se mantiene en el acto inicial. A partir del acto segundo, Luzmán ya se comporta sólo como galán pícaro, y el interés en él por resaltar su talle y destacar la importancia del vestuario no aparece. Son esencialmente las mujeres, como Isabela, las que destacan su buen «talle» (Lope de Vega, 1993: 182) y alaban su apariencia física; aunque, del mismo modo, los hombres que intervienen en el argumento no dejan de reconocer ambas realidades, y baste recordar cómo Lofraso lo elogia afirmando que «Tiene extremado talle y linda labia» (Lope de Vega, 1993: 194). En definitiva, en la mayor parte de la comedia, en los actos segundo y tercero, en Luzmán su faceta de pícaro aprovechado se superpone al incipiente figurón inicial y lo supera, quedando como caracterización predominante. Las actitudes del principio quedan completamente relegadas, con lo que tampoco ha lugar a la ridiculización y a la sátira que en un primer momento empiezan a ser esbozadas y a hacer acto de presencia. Debido a ello el nuevo tipo no llega a cuajar plenamente en esta pieza. El propio personaje se presenta como individuo preocupadísimo por guardar las apariencias, por hacer pensar a los demás que se halla en posesión de una posición social y económica que no es la suya, y ello es un rasgo absolutamente preeminente en él. Su objetivo lo quiere conseguir cubriéndose con ricos vestidos, —que ni siquiera son suyos—, rodeándose de buenos criados —a quienes no tiene posibilidades de pagar ni piensa hacerlo—, cuidando su buen talle, montando un buen caballo y viviendo en una buena casa —que no son de su propiedad—, y haciéndose pasar por noble (Lope de Vega, 1993: 196-198). Son actitudes típicas de un pícaro social, pero que apartan al protagonista del camino que había de desembocar en el figurón pleno. Su carácter de pícaro prevalece sobre todo lo demás. En

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el figurón no hay simulación, ni interés por aparentar una posición ante la sociedad. El figurón tiene una posición social y económica clara y consolidada. No necesita fingirla. La posición que representa es real. El caballero del milagro es buena muestra de la transición hacia el figurón, y corrobora ideas que críticos anteriores habían expuesto. Como el enlace del figurón con la figura del galán. Como la importancia de los ambientes y personajes picarescos en los orígenes del tipo, así como la conexión que el subgénero tiene inicialmente con ellos. También constituye una prueba, en conclusión, de que, como sucedía con el tipo del gracioso, el tipo del figurón se va fraguando, y perfilando progresivamente, en la producción dramática del primer Lope de Vega, en sus comedias del destierro. En alguno de los personajes de esta época, en Luzmán en concreto, se van avanzando rasgos que entrarán después a formar parte del perfil completo del tipo maduro, una realidad que ya ha sido documentada, desde hace poco tiempo (Antonio Sánchez Jiménez, 2007), en fechas próximas a la de creación de El caballero del milagro, en el año 1600, en la comedia, también lopesca, La contienda de García de Paredes y el capitán Juan de Urbina. 11 Es una muestra más que explica la forma en que el Fénix va, insistimos, progresiva y sucesivamente configurando los rasgos, los constituyentes, llamados a definir su propuesta teatral, su nuevo modelo dramático, que había de erigirse en la base esencial de composición de todo el teatro de su época, y, particularmente, de aquellos textos englobados en el fenómeno social y literario que históricamente se ha querido identificar con la denominación de comedia nueva. Bibliografía citada I.  Ediciones Lope de Vega (1917). El caballero del milagro, en Obras de Lope de Vega, publicadas por la Real Academia Española (Nueva Edición). Obras Dramáticas, IV, ed. Emilio Cotarelo y Mori, Madrid, Tipografía de la «Revista de Arch., Bibl. y Museos», pp. 145-182. —  (1993). El caballero del milagro, en Obras completas. Comedias, I, ed. Jesús Gómez y Paloma Cuenca, Madrid, Turner-Fundación José Antonio de Castro (Biblioteca Castro), pp. 141-241. —  (1964). El arrogante español o Caballero de milagro, adaptación de Juan Germán Schroeder, Madrid, Editora Nacional (Obras del «Teatro Español»). —  (2007). El arrogante español o Caballero de milagro, versión de Guillermo Heras y Fernando Doménech, ed. Fernando Doménech, Madrid, Fundamentos-RESAD. —  (1984). Fuente Ovejuna, edición, introducción, notas y apéndices de Jesús Cañas Murillo, Barcelona, Plaza y Janés (Clásicos, 5). 11  Para una enumeración de las primeras comedias de figurón, véase Serralta, 2001: 88, y Sánchez Jiménez, 2007: 112. La más antigua primeramente citada por este último estudioso, Antonio Sánchez Jiménez, es El ausente en el lugar (¿1606?) de Lope, identificada por Serralta con anterioridad, pero él mismo defiende en su trabajo la existencia de otra anterior, La contienda de García de Paredes y el capitán Juan de Urbina (1600), también del Fénix, que ya contiene un personaje creado sobre el tipo que nos ocupa.

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Jano colorido. La justa raza poética de Juan Ruiz de Alarcón María M. CARRIÓN Emory University

Si eres rey, dios y mesías, remedia en Jerusalén plaga tan universal; que la tierra niega el fruto, las fuentes dan por tributo púrpura en vez de cristal. Juan Ruiz de Alarcón, El Anticristo.

Con claro deje apocalíptico el Judío Tercero de la comedia El Anticristo de Ruiz de Alarcón le rinde ambiguo tributo al personaje titular: si bien reconoce la superioridad de su destinatario, no empero le antepone a sus posibles títulos de «rey, dios y mesías» un signo condicional, el cual revela su duda sobre la capacidad del Anticristo de poder llegar a ocupar tan señaladas plazas en la jerarquía religiosa y política de ese gran teatro del mundo que habitan (465). Pasado ese primer momento de duda el Judío Tercero le implora al monstruo que acabe con la peste que azota Jerusalén, la cual convierte la santa tierra en un desierto al hacer que de las citadinas fuentes emane la púrpura de la sangre y no las cristalinas y deseadas aguas. En el Madrid del año 1623 el pronunciamiento público de dos sujetos proscritos podía

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acarrear severas penas, dado el clima de ortodoxia católica imperante en suelo español desde hacía ya más de un siglo. Dado el final del juego, en el que las llamas terminan consumiendo al Anticristo, se podría concluir que este texto representa un gesto de propaganda de dichas políticas dogmáticas, confirmando así la propuesta de Maravall sobre el teatro y la cultura del barroco español. Así también esta lectura literal corroboraría la canonización de Juan Ruiz de Alarcón operada en el siglo xix, ficha en el catálogo de la historia literaria española de la edad áurea que, como bien lee Alberto Sandoval, incluyó al dramaturgo en el Parnaso español por una obra de gran carácter e integridad moral, ejemplar representante del sujeto nacional español. Así, la voz del Judío Tercero sólo podría enunciar un deseo de expulsar lo que Lenina Martínez Méndez ha llamado «las fuerzas del mal», abrumador estado de performatividad legalista plasmado para siempre en las tablas con la muerte ejemplar del daemon principal. Esta rendición iconográfica de un auto de fé, tramoya y escotillón que se tragan al Anticristo y al impostor profeta Elías Falso, lleva en efecto a una flamante apoteosis que reduce a cenizas las sonadas fuerzas del mal; invitación al polvo, como dijera Manuel Ramos Otero. Ahora bien, como siempre pasa en los juegos artísticos, con los malos profetas y los demonios en la quema también se puede sacrificar la calidad poética del texto. Si se contiene en un breve sobre hermenéutico, la poesis con la que Ruiz de Alarcón compuso esta comedia no podría significar con ambigüedad referencial. En su lugar, los judíos sólo podrían aspirar a ser conversos y las «fuerzas del mal» no podrían escapar de la disciplina y el castigo católicos, los cuales se podría alegar que se merecían por su carácter deceptivo y por la sangría que causan en la obra. Tanto la fuerza de la sangre —culto y concepto clave en el desarrollo de la edad áurea— como la imagen moralizante que el texto no niega en ningún momento le confieren una grave intensidad dramática a estos sujetos marcados tanto por su carácter como por sus signos étnico-religiosos. Pero sobre todo ello se ha de notar que dichas imágenes fueron cifradas en forma poética, y que en virtud de su ambigüedad y peregrina calidad referencial reflejan unas leyes más bien estilizadas, retorizadas, de una gran carga irónica y paródica. Tal como se observa en La manganilla de Melilla, esa otra obra de Ruiz de Alarcón fechada también en 1623, El Anticristo cuestiona los inflexibles parámetros legislativos y culturales de limpieza de sangre, esa guerra que entre 1492 y 1613 se hiciera tan insostenible como sus consecuencias legislativas. En efecto, la guerra étnico-religiosa que enmarcara las respectivas expulsiones de los judíos y los llamados moriscos en aquel largo siglo era versión doméstica de la interminable guerra de las Cruzadas, que llevó a Europa hasta Jerusalén y generó cantidades industriales de muertes, exilios, riquezas, poesía, destrucción, odios y amores. Los poderosos guiones de exclusión que en la Península se generaron siglos antes se podrían entender mejor como una venganza exílica ante la legendaria victoria de Saladino, quien en último término llevó a la capitulación de la hegemonía cristiana en Tierra Santa tras la batalla de Sefira. Dichos guiones, a su vez, constituyeron la base y justificación para un sinfin de actuaciones de violencia en Espa-

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ña, procesos legales de persecución y fiscalía por parte del Santo Oficio de la Inquisición que quedaron vertidos en el espejo púpura de la historia de limpieza de sangre española. Ahora bien, a pesar de esta dinámica interactividad de El Anticristo con un contexto claramente fiscalizado en suelo peninsular, su ambigüedad y su poesis son verdades tan poderosas como el dogma que enmarca su texto, y esta paradoja referencial informa las vertientes discursivas del Judío Tercero y sus interlocutores en el texto dramático, cascadas de púrpura y cristal que emanan de la fuente poética. El presente ensayo insiste en navegar esta dramática confusión alarconiana de ley y poesía (o, como lo califica Jesús García-Varela, el paso de la hagiografía al apocalipsis en El Anticristo), para brindarle a lectores y espectadores de la obra alarconiana un cuadro en el que poder apreciar el empleo que hace el autor de lo que aquí se llamará una justa raza poética. Esta espectacular dinámica textual alarconiana funde y confunde poesía (palabra, estilo, retórica, semántica) y raza (etnia, religión, fenotipo y genotipo) en una pugna artística en la que los signos, cuales caballeros medievales en pleno torneo, pueden llevar a significar una más justa representación racial de la subjetividad. La justa raza poética de Ruiz de Alarcón no apunta a su mexicanidad meramente por haber nacido en el espacio y tiempo coloniales de lo que hoy se llama el DF, ni porque su obra represente de manera más o menos folclórica unas escenas al estilo costumbrista el paisaje geofísico de su tierra natal; tampoco se justifica en aras de rasgos psicologistas que revelan un esencialismo mexicanista. Eso le competió en su momento a lecturas anteriores tales como las de Pedro Henríquez Ureña, Afonso Reyes, Ocatvio Paz y toda una escuela de defensores de un criollismo alarconiano que Antonio Alatorre consideró «un seudoproblema» (39). Menos aún se trata de defender el carácter metropolitano canónico de Ruiz de Alarcón y su obra para alinearlo con clásicos como Terencio, contemporáneos europeos como Corneille, o con las figuras ejemplares del canon áureo español, como Lope o Calderón, alineamiento que como bien nota Sandoval lleva a una ciudadanía abstracta que niega como premisa sine qua non el origen mexicano y la condición de sujeto colonial del dramaturgo (144). La mirada de la justa raza poética de Ruiz de Alarcón funde el pasado de violencia xenofóbica ibérica con la durísima gloria presente y el futuro incierto de la Monarquía, gesto que lo lleva a ser presa de unos cruentos juegos de escarnio que, como bien observa Otis Green en su lectura de Ruiz de Alarcón como homo deformis et pravus, asociaban la deformidad física con un carácter deficiente e inmoral que frecuentemente se asociaba con el propio demonio (67). El cuadro poético que pinta Ruiz de Alarcón de la plaga de Jerusalén en El Anticristo puede muy bien referirse al mundo judeoislámico en términos despectivos, abyectos y de total rechazo, únicos gestos aceptables en público en la época y que representan una larga trayectoria de repudio de las otras dos religiones que compartieron el suelo peninsular y la historia de lo que se llegó a conocer como Al-andalus. Ahora bien, los signos poéticos siempre difieren, por definición, de textos normativos como los que en la España áurea inscribieran a sujetos racializados para definir-

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los, situarlos y controlarlos en el ámbito social; así, por ejemplo, los edictos, pragmáticas, tratados y diálogos de filosofía natural que representaron a judíos y musulmanes como signos cuyos huesos, carne, vidas y muertes quedarían estampadas con el fuego de «El Fin» textual para complacer a los dioses de la Monarquía Católica Universal. Los herejes, y en particular los que optaron por quedarse en suelo peninsular, vivieron forzados a convertirse en cristianos nuevos, quienes en el mejor de los casos pasaban a ser raza sospechosa, viviendo en lo que Barbara Fuchs acertadamente denomina una subjetividad española «virtual», cuyas palabras y actos en público imitaban la hegemonía de una singular identidad normativa cristiana (13). Por su parte los conversos, como los moriscos, no sólo fueron como bien nota David Nirenberg figuras de carne de hoguera literal o figurada, sino también figuras de pensamiento que sirvieron un propósito de generación lingüística y poética que se remontaba a siglo xv, cuando el Cancionero de Juan Alfonso de Baena y los poetas de su círculo de juegos de escarnio escenificaron cómo «el judaismo, la incompetencia poética, la ignorancia, la grosería, la perversión sexual e incluso la animalidad eran los polos negativos de las virtudes poéticas: la gracia divina, el buen metro y la buena forma, el aprendizaje, la cortesía, el amor, entre otros» (415; todas las traducciones son de la autora). La movilización del contraste entre estos polos opuestos constituye, de acuerdo a Nirenberg, el centro poético del quehacer literario del Cancionero de Baena: «La contraposición de estas variables hizo posible un espacio de juego en el que los reclamos de la «ciencia» poética o teológica se podían tanto plantear como criticar en una lengua de extrema carnalidad (de hecho, desde el punto de vista del poeta, cuanto mayor el contraste, mejor y más grande el poema)» (416). El resultado, concluye Nirenberg, es que para Baena «el discurso del judaismo, como el de la sexualidad o la animalidad, era tanto un lenguaje de crítica literaria como lo era de metro y forma. Y como tal, se podía separar de la genealogía y la ortodoxia de su objeto» (416). La epidemia de la que hablan los textos de Ruiz de Alarcón y Nirenberg era evento universal, como pretendía ser la Monarquía Católica que arropó a España a partir de 1492, y su causa más directa se puede ver en la falta de comprensión de referencias poéticas en las que los signos públicos (fenotipos literales o figurados) de una raça no tenían por qué representar automáticamente a un sujeto, o más bien, a una clase de sujetos (genotipo) malditos o victoriosos. El monstruo en el que los académicos convirtieron a Ruiz de Alarcón, digno heredero de los judíos inscritos en el Cancionero baenense, se diseñó para crucificarlo como aquellos sujetos malditos; pero en su justa raza poética la tierra estéril y la púrpura que plagan a Jerusalén se convierten en genial realidad dramática y literaria al instar a sus lectores y espectadores a sumergirse en diferentes sistemas semánticos y de fé. En este sentido me uno a Willard King, para quien El Anticristo, como otros textos alarconianos, explora «la motivación y la psicología de la conversión religiosa en una sociedad hecha de moros, judíos y cristianos» —experimento artístico que escenifica «la diversidad de actitudes religiosas que vivían bajo la unidad superficial de la católica España» (179)—. Como King sugiere, a pesar de las llamas que devoran al Anticristo y al

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Elías Falso antes que el Judío Primero alabe a Jesucristo en el cierre de la obra, «en el curso de la acción se percibe la fluidez del paso del judaísmo al mahometanismo y al cristianismo y viceversa (cosa que se consigue con no mayor trabajo que el de cambiar de sombrero o de traje) y, en consecuencia, la enorme dificultad de determinar la realidad íntima de lo que un alma cree» (179). En lo que me resta de estas breves páginas en homenaje a Luciano García Lorenzo, autor de magistrales revisiones de la historia cultural y literaria española, quisiera meramente iniciar una discusión sobre cómo Ruiz de Alarcón navega esta «enorme dificultad» de discernir el concepto y los cultos de las raças de su época. Con su voz poética Ruiz de Alarcón compuso una cartografía poética que representa la raça no como una razón o criterio de exclusión (ser o no ser, al final del juego, no era para él La Pregunta), sino como un signo de presagio e historia racial a una misma vez. Jano, colorido. Esto se debe tanto a su origen mexicano como a sus numerosas experiencias diferentes en una gama de espacios geopolíticos asociados con la España áurea y con el Siglo de Oro del Hispanismo (Ciudad México, Taxco, Sevilla, Salamanca and Madrid, entre otros). Ruiz de Alarcón no es ni estrictamente mexicano ni ciudadano de especulación global, sino sujeto fronterizo y racializado de las poéticas hispánicas transatlánticas de su ayer, su hoy y su mañana, emulando al mirar tanto al pasado como al futuro al dios Jano, pero en su caso, colorido, como los sonetos de su compatriota en el canon colonial latinoamericano, Juana Inés de la Cruz. La trayectoria de sus viajes, fabulosos como lo debe haber sido su encuentro en travesía transatlántica con Mateo Alemán, habla en materia racial de una solapada triangulación difícil de detectar por las autoridades a cargo de implementar las ideologías de limpieza de sangre. Nacido en Ciudad México hacia 1580, se mudó a Salamanca cuando contaba aproximadamene veinte años y allí vivió seis años para estudiar Derecho —si bien viajó frecuentemente entre Salamanca y Sevilla, donde había aterrizado en 1600 cuando llegó por primera vez a la Península. De regreso en la ciudad bética para 1606 se estableció allí un par de años antes de regresar a México, donde practicó como abogado por siete años. En 1613 zarpó de regreso a Sevilla, pero esta vez decidió probar suerte de inmediato en Madrid donde residió hasta su fallecimiento en 1639. Todas estas experiencias de viajes, exilios y mudanzas marcan las máscaras poéticas y políticas de Ruiz de Alarcón, las cuales recuerdan las cifras de aquellos encuentros y desencuentros entre musulmanes, judíos y cristianos que en la obra del mexicano articulan un comentario poético sobre la administración de la diferencia racial en la metrópolis durante el primer cuarto del siglo xvii. Con sus letras y participación en escenas letradas de Madrid, Ruiz de Alarcón cuestionó el sistema de polos binarios de referencia racial en la España áurea, desestabilizó los parámetros racistas de la Monarquía, y compuso una crítica del motivo imperial que guiaba a ciertos sujetos que buscaban controlar a otros, como otros habían sido reprimidos durante siglos en la Península Ibérica. La ansiedad de representar la limpieza de sangre en las artes se reflejó en la producción letrada de la época. La poesía entró en el juego artístico europeo más tarde que en el resto de Europa, como sucediera con las ciencias, el comercio y otros as-

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pectos de la vida socio-cultural española del dieciséis y diecisiete —dilación temporal que Anne Cruz e Ignacio Navarrete han visto como una de las claves del desarrollo de las lenguas y discursos imperiales de la España renacentista—. Para 1580 Fernando de Herrera habló sobre cómo esta différance histórica se debía a la imperiosa e imperialista necesidad de erradicar judaísmo e Islam de la península ibérica: «pero los españoles, ocupados en las armas con perpetua solicitud hasta acabar de restituir su reino a la religión cristiana, no pudiendo entre aquel tumulto y rigor de hierro acudir a la quietud y sosiego de estos estudios, quedaron por la mayor parte ajenos de su noticia» (312). Más tarde Francisco de Cascales teorizaba en sus primeras cinco «tablas de la poesía in specie» las premisas poéticas de estas ideologías de exclusión. Así, en el marco de los poemas épicos los signos cristianos definían la materia poética por la verosimilitud que caracterizaba la imitatio de las gestas de sujetos nobles: «Quanto a lo que dezís de la religión, conviene que la materia épica sea fundada en historia verdadera de nuestra religión christiana. Porque si fuesse de gentiles o bárbaros, las razones que a ellos les movieran y admiraran, para nosotros serían frívolas y ridículas» (132). Si uno lee literalmente las Anotaciones de Herrera y las Tablas de Cascales, la «historia verdadera de la religión christiana» parece sugerir que la España del dieciséis quería emplear todas sus armas y letras para borrar su pasado andalusí y erigir monumentos italianizantes en homenaje a un futuro y una modernidad inscritas en la revolución poética que desde el dolce stil nuovo se propagaba por toda Europa. Pero Ruiz de Alarcón, producto de sus experiencias en el ámbito tanto colonial como metropolitano, revela en su obra cómo el rechazo del pasado andalusí respondía a los poderes retóricos y políticos de la Monarquía Católica. Su justa raza poética, para ello, preserva signos de diferencia que incitan a sus lectores a pensar en la posibilidad de que las memorias de Al-andalus podrían haber sobrevivido los traumáticos eventos de expulsión y repudio del siglo xvi, como de hecho lo hicieron en otras producciones culturales del momento tales como la arquitectura mudéjar, la mística, la novela bizantina o la literatura aljamiada de los últimos musulmanes de España. La justa raza poética de Ruiz de Alarcón se aprecia, incluso mejor que en El Anticristo, en el experimento más atrevido que el dramaturgo llevó a cabo en la poesía. Me refiero al «Elogio descriptivo», una serie de 73 octavas reales cuya espléndida fachada culterana parece sugerir una monumental agenda de cristianismo viejo: un encomio a la belleza masculinísima y las destrezas guerreras de los más señalados nobles de Madrid, con el rey Felipe IV y el Conde-Duque de Olivares a la cabeza. Un espectacular juego de cañas y toros celebrado en la Plaza Mayor de Madrid el 21 de agosto de 1623 motivó el despliegue artístico del «Elogio». El poema, encargado por el Duque de Cea, hijo de Uceda y nieto del destituido Lerma, se concibió en principio para inmortalizar las modernas justas que se hiceron tremendamente populares tras la visita de incógnito que hizo el Príncipe Carlos de Inglaterra para pedir la mano de la Infanta María de Austria. En su edición del «Elogio» para la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Rafael Iglesias afirma que quedan por resolver muchas interrogantes con respecto a este evento poético; entre ellas,

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cuántas de las 73 octavas compuso en realidad el propio Ruiz de Alarcón. Efectivamente, cabe la duda de si cada palabra del texto es de Ruiz de Alarcón o si alguna le pertenece a Mira de Amescua (quien más tarde denunció la deuda poética y material en la que el mexicano había incurrido con él por este asunto), o a alguno de los otros poetas a los que supuestamente Ruiz de Alarcón invitó a que se le unieran en la escritura del poema. De lo que tanto los lectores como la historia literaria sí pueden estar seguros es que los colegas poetas del mexicano sí estuvieron de acuerdo en que la mano editorial y, con ello, la atribución del poema, le pertenecen a Ruiz de Alarcón. De hecho, la respuesta crítica del «Elogio» se dirigió a Ruiz de Alarcón, asalto más crudamente ilustrado en el «Comento» atribuído a Quevedo y a una serie de poemas satíricos de varias plumas, vejamen en contra de Ruiz de Alarcón y su «Elogio descriptivo» celebrado en la Academia de don Francisco de Mendoza en ese mismo año. En una de las décimas de esta Academia Don Juan Pérez de Montalbán pronuncia defectuosa la figura autorial del mexicano, y apoya su argumento poético — como lo harán todos sus colegas académicos— en la deformidad física del poeta/ editor del «Elogio»: La relación que he leído, de don Juan Ruiz de Alarcón, un hombre que de embrión parece que no ha salido. Varios padres ha tenido este poema sudado; mas nació tan mal formado de dulzura, gala y modo, que, en mi opinión, casi todo parece del corcovado. (III)

Luis Téllez, otro de los académicos, reitera esta correlación entre el poeta, o figura de carne de hoguera poética y política, con su figura de pensamiento, el sujeto poético del «Elogio»: Porque es todo tan mal dicho como el poeta mal hecho. (VIII)

En otra décima de Téllez, la mala raça de Ruiz de Alarcón y su poema le impide convertirse en un hombre de armas o letras, hecho que el poeta contrasta con grave crueldad con la noble sangre de los que inspiran y pagan el evento poético y performativo del «Elogio»: Porque, por más que te empines, camello enano con loba, es de sopillo tu trova;

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aunque son de Apolo hazañas que todo un juego de cañas te cupiese en la corcova. (XV)

Para Don Alonso del Castillo, otro poeta del académico rebaño, la intrínseca relación poema-poeta marca de nuevo la falla de ambos debida a su deformidad racializada —como sucediera con los judíos que cita Nirenberg del Cancionero de Baena—: El poema que a Alarcón le ha costado tan barato, es parecido retrato a su talle y su facción. (XX)

Las unidades poéticas se corresponden de manera explícita con marcas corporales que Don Antonio de Mendoza señala en una de las décimas más cruentas de la colección: Aunque han cortado y cosido, siempre parece Alarcón este elogio tolondrón, pues es, cuanto más se adoba, cada octava una córcova y cada verso un chichón. (LIV)

Este prosaico asalto poético a Ruiz de Alarcón moviliza el mismo efecto generativo que Baltasar Fra Molinero ha notado en una composición burlesca del murciano Salvador Jacinto Polo de Medina, titulada «Retrata un galán a una mulata, su dama.» Como bien señala Fra Molinero, «la economía literaria del canon petrarquista […] no se podía negociar con la posibilidad de igualar a una mujer negra con un ideal aristocrático y universal de belleza y con el concepto de ser legítima fuente de inspiración poética» (97). Para Fra Molinero, la literatura barroca española empleó la figura de la sinécdoque para dirigir la invención poética en contra del cuerpo negro, un evento que se observa sin duda alguna en las décimas de la Academia de Mendoza antes citadas—si bien aparecen en forma subvertida, dado que el sujeto de la composición de dichas décimas no era literalmente una mujer negra, sino un hombre de raça incierta cuyo ideal aristocrático se ve negado. Este no es un dato irrelevante para el presente argumento, pues como bien ha demostrado Anne Cruz sobre las Academias literarias del diecisiete español, «la institutionalización de la poesía se dio en un momento clave cuando los poetas habían cesado de formar parte de una nobleza feudal y ya no recibían favor ni subsidio por su propia jerarquía de clase» (78). El resultado de esta evolución poético-política, que Cruz bien ha llamado el «Arte del Estado», es que «al escapar el orden del significante, la poesía, que como el lenguaje era un proceso social de simbolización, se mudó de sus previas relaciones feu-

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dales intersubjetivas a relaciones abstractas entre posiciones sociales» (79). Las relaciones raciales entre los poetas de la Academia mendocina eran ciertamente abstractas, ya que los símbolos que movilizan no encuentran definición en el campo semántico de raça; ahora bien, si se toma en cuenta el contexto específico de la fragua de la Monarquía Católica como espacio poético-político en el que imperaba la limpieza de sangre, se puede ver que las referencias a la deformidad y la rareza alarconianas encuentran ecos en las antiguas representaciones de los sujetos no cristianos. El término raça, harto definido por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española de la misma época que El Anticristo y el «Elogio», se limita a un campo semántico equino y habla a cabalidad de los caballos castizos, signo poético clave, por otra parte, en el texto del «Elogio»; ahora bien, en su vertiente humana el Tesoro se limita a definir la raça como una «mala parte, como tener alguna raza de moro o judío» (826). «Moro», a su vez, designa a un sujeto «de la provincia de Mauritania», y se completa con proverbio lapidario: «a moro muerto gran lanzada» (763). Quizás recordando el hermanito de Lázaro, el de Tormes, quien al ver a su padre, el negro Zaide, profiriera el grito de «¡Coco!», los poetas de la Academia mendocina también emplearon este término para caracterizar la figura de carne y pensamiento del mexicano y su poema. Con ello inscribieron el significado que a este grito pícaro le confiriera Covarrubias: «vale figura que causa espanto mas ninguna tanto como las que están a lo escuro o muestran color negro» en memoria de Cam, el nombre del Rey de Etiopía, «tierra de los negros» (326). «Corcovado», el insulto más repetido contra Ruiz de Alarcón en aquella décimas, es según Covarrubias resultado lingüístico de la pesada carga que oprime a dicho sujeto, deformidad física que señala una incapacidad intelectual, un ser obstinado que se traduce en «rehusar la carga, como hace la bestia mal sufrida y traidora» (352). Estas abstractas relaciones, ciertamente racializadas, entre los poetas de la Academia de Mendoza se reflejan en concretas consecuencias que experimentó Ruiz de Alarcón tanto en suelo metropolitano como en la colonia. Así, por ejemplo, en 1625 el Consejo de Indias rechazó su solicitud de una plaza oficial en el Nuevo Mundo, alegando que aunque todo estaba en regla en la solicitud, el Consejo se inclinó por notar el peso del «defeto corporal que tiene, el qual es grande para la autoridad que á menester representar en cosa semejante» (citado en King 61, 1n). La pesadísima representación de Ruiz de Alarcón como poeta racializado en las décimas de la Academia de Mendoza contrasta abiertamente con la expresión solapada que de la «mala raça» hace el «Elogio». El poema se puede dividir en siete segmentos: un breve introito de tres octavas, con una captatio benevolentiae a la «numerosa Clio / lengua a tu aliento y ley a tu albedrío» (I) una ornada descripción de los «tafetanes, rasos, terciopelos» (III) y colores, sonidos y luces diseñados para denotar la eminente nobleza del evento del juego de cañas y los toros representados en el poema, espectáculo tan poderoso que pudo transformar el circo del torneo de la justa en un «anfiteatro» (II). Un segundo segmento de venite estrofas recita el paciente brillo con el que las dos «deidades bellas» (IV) Juno y Diana (señales de la presencia de la Reina Isabel de Borbón y la Infanta de Castilla, María

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de Austria) esperaban la entrada de los dos soles, el propio Rey Felipe IV y el Serenísimo Carlos Estuardo, Príncipe de Inglaterra, quienes se verían acompañados de una gloriosa entrada de dos esferas de fuego que iluminaron la Plaza Mayor. Un tercer grupo de dieciséis octavas retrata el espléndido espectáculo de las cuadrillas de nobles al hacer su entrada en la Plaza, segmento poético en el que tres breves estrofas despachan a los toros, los cuales, de acuerdo a la relación del cronista Juan Antonio de la Peña, fueron más bien flojos en aquella ocasión. El séptimo y último segmento, que es también el más extenso con treinta estrofas, se entrega en cuerpo y alma a los ejercicios del torneo de los caballeros en justa. El verso de esta sección es, en general, bastante irregular, y se ha juzgado menos monumental que el evento en ello representado. No obstante, contiene un sinnúmero de signos poéticos que muestran una clara preocupación por inscribir tradiciones poéticas y culturales andalusís, lo cual amerita una lectura en detalle que desafortunadamente no tengo el espacio aquí para llevar a cabo. Baste decir que, por ejemplo, la frecuente alusión a los caballos denota una clara admiratio para con su extraordinario porte, una singular gallardía oriental que no desmerece, por otra parte, la figura del regente: Cordobés rucio entiende el pensamiento del que a su patria nombre dio lozano […] Negro blasón del bárbaro africano, talares le calzó, porque en su vuelo presuma él de Mercurio y él de cielo. (LIII)

Un poco antes en el poema, la color parda del rucio se había convertido en un seductor tono canela de un alazán: De un bizarro alazán la espalda oprime, que fogoso los vientos amenaza, sin desmentir, si fatigado gime, del céfiro andaluz la noble raza. (XLII)

Se dan así también metamorfosis similares con otros signos del «Oriente», señal como bien anota Iglesias de la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor (n37), desde la cual las personas reales verían todo el espectáculo. Las gemas, las flores y el deseo del galés Carlos por la Infanta María despiden una típica fragancia andalusí: Rosas Gales vertiendo y azucenas, si la sed de su amor en la tardanza del merecido premio sufre pena, glorias bebe en la vista su esperanza; duro en medio metal finge cadenas por quien Tántalo preso el bien no alcanza; y, cuando en fiestas uno y otro polo se alegra de su gloria, pena él solo. (VIII)

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El cuerpo de esta justa raza poética es monumental, y amerita, en conclusión, releerse para seguir la propuesta que hiciera Sandoval de cuestionar la canonizada recepción de la obra del mexicano. Sólo así se podrá entender por qué su representación de signos y marcas raciales lo llevaron a ser condenado, premisa que habría que reexaminar para poder entender mejor su obra y su contexto. Su poesía, virtualmente olvidada, se ha considerado inepta en el marco de la poesía áurea metropolitana. No obstante, espero haber despertado la curiosidad de algún lector o crítico desocupado que pueda hacer una lectura más a fondo del «Elogio descriptivo», El Anticristo y demás textos atribuidos a Ruiz de Alarcón, cuyo viaje al Parnaso se podría relacionar con los de Cervantes, Judah Halevi, Lope de Vega, Juana Inés de la Cruz, Ibn-Arabi y otros muchos. Los lectores podrán así entender cómo la poesía, por más épica que sea, no cesa de significar con los botines de guerra, sino que puede ser un regalo que, con gran admiratio, imita no sólo los modelos dominantes de España y Europa, sino también las tradiciones poéticas que inspiraran las jarchas, las mwuashahas y otras formas culturales de Al-andalus recogidas en el siglo xiii por Ibn Said al-Magribî en su Libro de las banderas de los campeones y estandartes de los selectos cuando la reforma magrebí marcó el principio del fin de la hegemonía islámica y del largo trayecto hacia la dominación cristiana que experimentó Ruiz de Alarcón en carne y alma propias. Es de notar que el físico del poeta y dramaturgo mexicano, así como la sustanciosa producción poética que estos dos signos provocaran en sus contemporáneos, no se haya asociado con su justa raza poética. Pero si uno lee con cuidado la fibra moral del diseño imperial en ambos lados del Atlántico, esta poesía significa otra cosa y revela su propia paradoja interna. Justa raza poética del Jano, colorido.

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Amor y mudanza en Ruiz de Alarcón Frank P. CASA University of Michigan

El teatro de Ruiz de Alarcón, como ha sido observado frecuentemente, se caracteriza mayormente por el aspecto moral de sus temas y la penetración sicológica de sus personajes. 1 La porfía con la cual describe calidades psíquicas y morales de éstos raramente se encuentra en otros dramaturgos. El deseo de definir minuciosamente los sentimientos y reacciones de sus figuras dramáticas es tan insistente que a veces la presentación interior de los protagonistas prima sobre el desarrollo de la trama. 2 La evidencia más palpable de esta tendencia son los numerosos apartes que pululan en sus obras. Los apartes, como sabemos, es el recurso utilizado por los autores para revelar los sentimientos, las reacciones o los planes de los personajes. (Hamilton (1963), Déodat-Kassedjian (1998). Esta práctica común a todos los dramaturgos del Siglo de Oro, es particularmente utilizada por nuestro autor y creo, sin tener datos definitivos, que Ruiz de Alarcón la emplea con más frecuencia que otros. Un recuento muy sumario y parcial del número de apartes en las obras de Ruiz de Alarcón nos da una sorprendente media de sesenta apartes por comedia. 3   Margarita Peña lamenta la insistencia de los críticos en subrayar este aspecto del teatro del dramaturgo como el leit-motif de su obra (1993: 179). Para una visión panorámica de la crítica alarconiana (Peña 2000).   Ignacio de Arellano expresa un juicio semejante: «Sobre este fondo de temas satíricos habría que situar su insistencia moralizante, más que en la vía de creación de caracteres en la que a veces se insiste con exceso, según mi estimación» (1995: 283)   Déodat-Kassedjian incluye a Calderón entre los autores que más utilizan el recurso de los apartes (1998: 419).

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Es evidente que los temas que encontramos en sus obras, amor, amistad, fe, por ejemplo, se prestan a reacciones contrapuestas que provocan dudas y recelos más fácilmente revelados por medio de los apartes. Entre las razones por el uso excesivo de este recurso podríamos incluir la moda teatral, la inhabilidad de los autores de presentar los sentimientos de los personajes de una manera más realista o la desconfianza que tenían los autores en la capacidad de los espectadores de penetrar las intenciones de los personajes. Sin embargo, las dos últimas posibilidades parecen poco verosímiles, dada la capacidad artística e intelectual de los dramaturgos y la perspicacia del público, como afirma Otis H. Green en un revelador artículo. 4 Se ofrece otra posibilidad que podemos considerar: lo que hace el uso del aparte necesario y, a veces, inevitable es el sistema social y moral que rige el comportamiento de los protagonistas. Las relaciones personales en la Comedia, sean amorosas o sociales, se caracterizan por recelos: las mujeres no pueden descubrir abiertamente sus pensamientos o emociones, los hombres dudan de la aceptación o no de la amada, los seres socialmente inferiores no se atreven a confrontar directamente a sus superiores, los hijos no pueden actuar abiertamente con respecto a sus padres, etc. Este ambiente de temor o timidez condiciona sus acciones hasta el punto en que la expresión franca de pensamientos es imprudente en la mayoría de los casos e imposible en otros. El aparte, por consecuencia, no es meramente una manera expeditiva de dar información al público sino el símbolo de las restricciones sociales bajo las cuales esta sociedad se mueve. 5 En este mundo escurridizo, los personajes actúan con retraimiento, encubren sus pensamientos hasta el momento en que finalmente pueden revelarse o descubrir las intenciones de los otros. Dada la dificultad en comprender los móviles de sus interlocutores, todos actúan bajo malentendidos que llevan a sospechas y confusión. Cuando los personajes por fin hacen evidentes sus verdaderas intenciones por medio de declaraciones o acciones, no se sabe si lo que ahora se observa refleja la verdadera posición del otro o si es un cambio premeditado debido a las circunstancias. 6 Bruce Wardropper había visto en las complicaciones derivadas por los enredos y consecuentes sospechas el símbolo de la confusión que reina en el mundo y la falta de moralidad en la sociedad (1967: 690). No es extraño, entonces, que en varias obras de Ruiz de Alarcón el tema de la mudanza en el amor adquiera máxima importancia y que el autor se prodigue en el análisis de las causas y consecuencias del cambio. Ruiz de Alarcón como todo autor reconoce la doble realidad de las relaciones humanas: el deseo de constancia en las relaciones y la dificultad de mantenerla. Los personajes dramáticos luchan contra estas dos tendencias y sus eventuales acciones sirven para definir su carácter. La    «The public that would hiss a comedia from the boards if its scansion were faulty could — and did— demand of its preachers a language worthy of an auditorio acicalado— a demand which appears to have had more than a small part in the development of the Baroque in Spain». (1959: 422).   Entre estas restricciones se podrían incluir los vestidos de las mujeres que, según Maria Grazia Profeti, tiene como propósito la anulación del cuerpo femenino (1988:55).   Esta incapacidad de comunicarse con claridad puede llevar a consecuencias graves como indica DéodatKessedjian: «En el Médico de su honra, los apartes, en II,2045-48, indican malentendidos, de dudas y sospechas y anuncian el aislamiento total …[de] los esposos» (1998: 430).

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mudanza constituye entonces un elemento básico de nuestra naturaleza y el mecanismo que dirige el comportamiento humano. 7 Al aceptar esta premisa se llega a la ineludible conclusión que la mudanza no puede ser calificada de totalmente buena ni totalmente mala. En efecto, como la mudanza es implícita en la vida, el hombre precavido anticipa el cambio en las circunstancias y no se deja sorprender por su llegada. (FAV 1867-70) 8 Las causas de las mudanzas son múltiples y se encuentran, entre otras, en la desesperación (SEM 2543-36), en la falta de respeto (FAV 1978), en la liviandad personal (MUD 44-47), en la fortuna adversa (SEM 1610-12). El amor ofrece la ocasión más clara para el tema de la mudanza. La literatura pastoril había ya hecho hincapié sobre la corrosiva influencia del tiempo en el amor. El tiempo que lo cambia todo para no cambiar de su costumbre, como nos dice Garcilaso (Soneto XXIII) un sentimiento que comparte Ruiz de Alarcón al afirmar que todo muda en la vida (PAR 2508, MUD 177, FAV 1865-66). Es en el amor que la mudanza aparece con más frecuencia, precisamente porque es el sentimiento más arraigado en la naturaleza humana (IND 446-48). El amor, a pesar de los neoplatónicos que afirman que el conocimiento de la persona es la verdadera y permanente base del amor 9 es la emoción más inestable precisamente porque su origen es tan inexplicable como su terminación. Por eso, el miedo a la mudanza hace parte inevitable del amor y la mujer cuyo amante se muestra recio a casarse tiene razón en anticipar un próximo cambio (CUE 1801-04). Los hombres tradicionalmente acusan injustamente a las mujeres de ser mudables cuando, en efecto, ellos son tan mudables como ellas (MUD 41-42). En efecto, encontramos en nuestro dramaturgo una actitud ambigua con respecto al cambio y, como sus personajes, varía en sus reacciones ante él. Ruiz de Alarcón sugiere, por ejemplo, que el cambio en el amor es totalmente comprensible, especialmente si ha pasado mucho tiempo (SEM 2603-06), si se debe al cumplimiento de un deseo (AMI 2474-77), si se mejora con el cambio (MUD 239-40) o si hay alguna causa que lo justifique (MUD 43-44) porque, en el último caso, mudar con causa es de sabio (MUD 43-44). Sin embargo, la mudanza no puede disculparse si es debida a razones poco justificables como, por ejemplo, enamorarse de otra belleza (SEM 1244-46). Al mismo tiempo, la mudanza en las personas puede ser el origen de muchos problemas que peligran el honor de las personas y la estabilidad social. Así que la mudanza no sólo es indigna en hombre noble (PRU 1860-61) sino que constituye un insulto para la dama (SEM 197-26) y puede peligrar su reputación (PAR 506-07).    Sobre la causa de las mudanzas, Del Gesso escribe: «Esa mudanzas, esos pesares, son el amor y la pasión que invaden sin permiso y sin contemplaciones el mundo interior y el físico» (2003: 281).    Todas las referencias a las obras de Alarcón se remiten a la edición de Agustín Millares Carlo (1957) Utilizo las siguientes abreviaciones: Los favores del mundo (FAV); El semejante a sí mismo (SEM); Mudarse por mejorarse (MUD); Las paredes oyen (PAR); La industria y la suerte (IND); La cueva de Salamanca (CUE); La amistad castigada (AMI); La prueba de las promesas (PRU); El examen de maridos (EXA).    «El amor verdadero y perfecto…es padre del deseo e hijo de la razón: el mío lo ha engendrado la recta razón cognoscitiva. Al saber que había en ti virtud, ingenio y gracia, tan atractivos como admirables, mi voluntad, al desear tu persona… ha dado origen a un afecto y amor…» (Hebreo, 1953: 36)

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En el caso de un pretendiente poco afortunado, la posibilidad de mudanza en la mujer ofrece vislumbres de esperanza. El amante vive de ilusión, anhelando que la mujer cambie de actitud y finalmente llegue a aceptarlo (PAR 346-49). En el caso de que una amada haya dirigido su atención hacia otro, el antiguo amante se nutre de la posibilidad que la dama, habiendo cambiado una vez, vuelva a repetirse. (PAR 2529-32). Y como la esperanza nunca muere, el amante persistente no debe rendirse porque la mudanza en el amor, como una repentina borrasca en el mar, es posible y nada es cierto hasta que se celebre la boda (PAR 398-506). Aunque la actitud del dramaturgo ante la mudanza se puede encontrar en varias de sus obras, la formulación más acabada del tema se encuentra en la obra Mudarse por mejorarse. Lo sorprendente de esta obra es la abierta actitud cínica que el autor muestra con respecto al amor y los móviles de sus personajes. La comedia, como sabemos, en la gran mayoría de sus obras se decanta a favor del amor fiel, verdadero y en contra de las relaciones impuestas sea por poderes opresivos o conveniencias sociales. Mudarse por mejorarse nos presenta otro universo sentimental: los personajes cambian de parecer con sorprendente rapidez, se enamoran o desenamoran en un abrir y cerrar de los ojos y no sólo por razones sentimentales sino también, como indica el título, para medrar, una realidad histórica bien nota, pero ajena al ideal amoroso de la comedia. Hay que notar el hecho de que la presencia de «por» en vez de «para» en el título, revela un juicio negativo sobre las acciones de los personajes. Las personas no mudan de sentimiento para llegar a mejorar, en el sentido espiritual de la palabra, sino que cambian por conveniencia. No tenemos aquí la función ennoblecedora del amor sino el uso interesado de las relaciones. En un interesante artículo sobre El examen de maridos, Maria Eugenia Mayer sugiere que esta actitud escéptica, si no cínica, de Alarcón se debe a dos causas, una es el deseo del dramaturgo de dar una vuelta al esquema propuesto por Lope, de mover el contexto social medieval imperante en las obras de éste hacia la nueva realidad mercantilista de la sociedad (1995: 91). El hecho de que el personaje clave, Leonor, sea sevillana puede ser, naturalmente, coincidental pero no sería ajeno a esta inesperada actitud de nuestro dramaturgo, nuevo funcionario del Consejo de Indias, de conectar la eventual conclusión de la obra a ese gran emporio que es la ciudad andaluza. Además, este supuesto giro encuentra apoyo simbólico en la contraposición Madrid-Sevilla, la capital en que dominan los antiguos valores castellanos se enfrenta al inevitable movimiento hacia una nueva realidad socio-económica representada por Sevilla. La otra razón es la desafección de Alarcón al dejar la escena teatral. La racionalidad con que ve los móviles de los personajes corresponde a su mudanza del mundo de la ficción teatral al ambiente burocrático del Consejo de Indias (1995: 95). El mercantilismo se basa en el intercambio de productos y de dinero y la sugerencia de Mayer es que la mujer llega a transformarse en objeto de canje. (1995: 94). Mayer llega a sugerir que Alarcón aspiraba «…a tener efecto sobre la escena española, con la introducción de una fórmula teatral alterna a las prescripciones de Lope», algo que no llega a efectuar (1995: 91). Este cambio se ve en el protagonismo de la mujer, Inés, quien toma las riendas de su propio destino al iniciar un certamen

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entre posibles pretendientes. Lo que pretende hacer Inés es admitir a todos sus pretendientes para calificarlos, poniendo hacienda, costumbres, calidades en un memorial (EXA, 199-220). Esta novel manera de escoger marido es considerada un capricho y algo completamente inusitado por la gente y da un giro a la tradición amorosa que exige la selección del esposo a base de voluntad, ese inefable sentimiento que informa la elección libre del amado. Esta innovación que Mayer considera la imposición de la razón sobre la pasión (1995: 91) está presente también en nuestra obra y explica la mudanza en sus personajes. Si el amor deja de ser regido por los sentimientos, es la razón que toma su lugar y mudar por medrarse resulta totalmente lógico. La razón puede calcular rápidamente los beneficios que se pueden derivar de una situación y no necesita mucho tiempo para llegar a una conclusión. El interés por una persona no tiene que esperar el largo proceso de acumulación de méritos por medio de servicios amorosos para ser correspondido. 10 Cuando la ocasión se presenta hay que aferrarla sin pensar en las consecuencias y esta nueva concepción explica la manera subitánea con que los personajes revelan sus cuidados: García ve a la recién llegada Leonor y abandona a Clara, Félix ve a Clara y se enamora, Otavio ve a Clara por la calle y se enamora, el Marqués al ver a Leonor se enamora de ella. La misma Leonor al encontrar a García manifiesta inmediato interés. Con la misma rapidez que uno se enamora puede también desenamorarse. La intención del dramaturgo presentada claramente en el título de la obra adquiere plena evidencia desde los primeros momentos de la acción. Félix al encontrarse con García, descubre un cambio de sentimientos en su amigo. García que había cortejado la hermosa Clara por dos años pierde su interés en ella al ver a la joven Leonor, sobrina de Clara, recientemente llegada de Sevilla. Félix comenta con ironía la injusta difamación de las mujeres de ser mudables (vv. 41-42), mientras que García afirma que si hay causas por el cambio, la acción no sólo es justificable sino también sabia. La conversación nos transporta del acostumbrado plano absoluto del amor fiel a un mundo regido por la relatividad. La emoción más fuerte de los seres humanos se transforma en algo permutable. Esta nueva realidad parece permitir no sólo el reconocido derecho del amante a luchar con vigor para obtener el objeto de su deseo sino también todo tipo de recursos, inclusive el engaño. García pide a su amigo fingir interés en Clara para que él pueda cortejar a Leonor con seguridad. La facilidad con la cual García abandona su antiguo amor y su disposición a engañarla en su propia casa encuentra eco en la joven y, supuestamente, inexperta Leonor quien se enamora de García, con la misma rapidez, aun sabiendo que él es el amante de su tía. Su criada nota esta nueva actitud de su dama y observa con resignación que «Todo se muda». (v. 177) 11. 10  ������������������������������������������������������������������������������������������������������� Parker cree que la idea neoplatónica del amor sufre un cambio al ser trasladada a España: «It seeks to make the point that lovers by surrendering to passion are responsible for their own suffering. Love can hold no sway over men except insofar as, of their own accord, they place themselves in its power». ����������� (1985:110). 11   Poesse comenta la deslealtad de Leonor con respecto a su tía y el egotismo inherente en las relaciones de los personajes (1972: 52) y observa que Alarcón raramente ve el amor como una atracción sincera y genuina (1972: 119).

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La ilusión de un afecto verdadero y profundo implícito en el amor a primera vista es una parte crítica en la elaboración de la trama. Félix en vez de ser el amante fingido de Clara, se enamora de verdad. Octavio se enamora de Clara apenas la ve pasar por la calle. El marqués que iba a ser el tercero de su amigo para conquistar a Leonor, se enamora perdidamente de ella. Esta cascada de sentimientos y los intereses cruzados de los personajes mantienen viva la acción hasta el escéptico final de la obra que da una vuelta a los sentimientos supuestamente verdaderos de los amantes. La relatividad de los valores es subrayada por la presencia del concepto de «ocasión». La palabra «ocasión», invocada repetidamente a través de la obra, implica algo inesperado, imprevisto, fortuito y por extensión transitorio. Los personajes que basan sus acciones en la necesidad de atrapar la ocasión son, consecuentemente, seres que viven sin valores concretos. La ocasión de la cual aprovecharse puede ser una palabra, un momento, una situación, una ausencia. La fugacidad que caracteriza el momento de la ocasión simboliza la insubstancialidad de las emociones y se ve reflejada en el ir y venir de los personajes. Éstos están en continuo movimiento, entrando y saliendo de la casa, escondiéndose de sus competidores o corriendo hacia un encuentro. La obra avisa al lector/espectador de su intención no sólo por medio de su título sino también con la primera escena en que García justifica la mudanza si uno mejora su situación: Clara me ha de perdonar; que era locura dejar tanto sol por una estrella (vv. 34-36)

Lo que García deja de considerar es que las relaciones humanas, y especialmente el amor, se basan en fe y fidelidad y faltando éstas lo que queda es sólo desconfianza y oportunismo. La práctica de esta conveniencia lleva a todos a aprovecharse de las coyunturas que se presenten. García busca la ocasión para entretenerse con Leonor y la encuentra cuando Clara sale de casa: Leonor: Perdonadme, y advertid que no está en casa mi tía Don García: Eso debiera advertir la ocasión con que he venido quien ha buscado advertido esta ocasión de venir (vv.195-200)

Leonor reprende a García, recordándole que el amante muestra su firmeza sólo al despreciar una ocasión más dichosa (vv. 258-29), pero García aun reconociendo que esto define firmeza la considera necedad. La joven naturalmente concluye que no es lógico que ella le corresponda porque puede aparecer otra mujer más hermosa, en cuyo caso García podría abandonarla por otra. La ambigüedad de las relaciones se hace más indiscutible al considerar que desde el inicio del primer acto, se nos presenta a un amante infiel (García), un amante fingido (Félix) y un hombre que

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ama a una desconocida (Otavio). En efecto, hay en los personajes consciencia de la inestabilidad que se infiltra en sus acciones y reacciones. Whicker hace hincapié en la frecuencia con que aparecen incidentes de engaño en Alarcón para promover intereses sociales o personales (2003: 190). Efectivamente, hay todo un enramado de decepciones y disimulaciones en sus obras que nos llevan a reflexionar sobre la moralidad de la sociedad. Los personajes de Mudarse por mejorarse parecen abandonar las prácticas tradicionales del juego amoroso caracterizado por el recato, la paciencia, la pasión contenida y la contemplación neoplatónica de la amada. Al mismo tiempo que demuestra escepticismo sobre las relaciones sentimentales, la obra nos revela un comportamiento basado en franqueza rayando en descaro. Los personajes siguen sus intereses sin miramientos y sin preocuparse de las consecuencias. García no duda en abandonar a su dama y Leonor no vacila en interesarse en García aunque sabiendo que él es el amante de su tía. Es verdad que ella titubea momentáneamente debido a la situación en que se encuentra, huésped de su rival a quien le debe respeto y apoyo. Es evidente que se respira otro ambiente en esta sociedad y Alarcón consciente de este cambio se da cuenta de que hay una nueva manera de ver las relaciones entre hombres y mujeres. Esta nueva tendencia es expresada por Mencía, la criada, cuando declara que sufrir penas de amor es algo anacrónico e insta a su ama aceptar sin demora a García: ¿De qué sirve resistir a lo antiguo, sino asir del copete la ocasión? (vv. 426-28)

La sugerencia de Mencía se ajusta perfectamente a la intención de la obra y, en efecto, después de considerar el hecho de que una inmediata aceptación podría provocar la acusación de liviandad y las dificultades que representa su tía, Leonor acepta el juego de disimulación que propone García, combinando así la traición con el engaño. Los valores que rigen el comportamiento de los personajes de Mudarse por mejorarse no encajan con las expectativas de la sociedad porque, en efecto, estas expectativas son ideales que nadie cumple. Todo cambia, todo muda y por eso lo que queda es la hipócrita y superficial observancia de los dictados sociales que se descartan cuando la ocasión lo permita. La relatividad de las cosas es comentada por Félix cuando al sorprenderse Clara de su improviso enamoramiento, él contesta: Brevedad o dilación, señora, accidentes son según es la causa agente (vv. 374-75)

La relatividad de valores o acciones se ve claramente cuando a pesar de haber prometido categóricamente a Clara de no seguirla, Félix deja de cumplir su palabra, aduciendo que la promesa era excesiva y que seguirla le conviene más. No es necesario enumerar las muchas veces en que los personajes tratan de conseguir sus propósitos por medio de la astucia o el engaño, para establecer que cada ocasión de-

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muestra el egotismo de sus móviles. El Marqués, a quien podemos ver como el representante de los valores tradicionales, parece estar verdaderamente enamorado de Leonor pero no quiere declararse hasta averiguar la calidad social de la mujer. En esta confrontación entre tradición y mundo nuevo, representado por el binomio Madrid/Sevilla, es interesante ver que es la sevillana quien resuelve todos los nudos de la trama. Cuando ella queda convencida de que el Marqués la quiere no como amante (vv. 2195-99) sino como esposa (vv. 2591-93) y a instancia de su criada, Leonor toma la decisión final. En el último encuentro con García, ella rechaza su propuesta de matrimonio, ostensiblemente porque fue un error de su parte aceptar a García cuando éste era el amante de su tía. Para justificarse, la mudanza. según ella, es digna de alabanza porque remedia su falta original: mal hice en daros favor, y mudarme no es error, antes digno de alabanza, que es mérito la mudanza cuando es delito el amor (vv. 2767-71)

Esta explicación de su cambio después de la halagadora oferta del Marqués no es muy creíble y García la acusa, con razón, de ambición (vv. 2796-2800), de la cual Leonor se defiende con una contestación irrefutable. Alarcón cierra el conflicto con su acostumbrada ironía construyendo un marco que al mismo tiempo condena la actuación de García y confirma la actitud escéptica sobre el amor que informa la obra. Leonor se justifica con las mismas palabras que García había explicado su cambio de afecto al principio de la obra. Una confrontación de estos dos momentos hace clara la perspicacia de Leonor y su capacidad de apreciar las realidades bajo las cuales la gente vive: Leonor: Firme es quien hace desprecio de otra ocasión más dichosa. Don García: Confieso, Leonor hermosa, que ése es firme pero es necio (vv. 249-252) Don García: Firme es sola quien desprecia la ocasión de mejoría. Leonor: Yo os confieso, don García, que ésa es firme; pero es necia. (2738-41)d

La conclusión de la obra, en que el amante inconstante es condenado con sus propias palabras, podría verse como otro final en que el autor afirma su visión moralista de la vida. Sin embargo, esta manera rutinaria de interpretar las obras de Alarcón, no toma en consideración un pronunciado escepticismo sobre las normas

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tradicionales que rigen la sociedad. El amor dispuesto a luchar hasta el extremo para realizarse viene reemplazado por un frío cálculo de conveniencia: Leonor prefiere aceptar la propuesta del noble y rico Marqués en vez del apasionado don García quien acepta, a su vez, la idea que no es tan malo quedarse con una persona que le aprecia. Esta imposición de la razón sobre la pasión encaja bien con la decisión de nuestro autor de dejar el mundo de la imaginación y entrar en un ambiente de realidades concretas. 12 Bibliografía citada Ignacio Arellano (1995). Historia del teatro español del siglo xvii. Madrid: Cátedra. Frank P. Casa (1997). «El personaje dramático de las comedias urbanas», El escritor y la escena V. Ed. Ysla Campbell. Ciudad Juárez, UACJ, PP. 61-70. José Deleito y Piñuela (1946). La mujer, la casa y la moda. Madrid, Espasa-Calpe. Marie-Françoise Déodat-Kessedjian (1998). «Los “apartes alternos” en algunas comedias de Calderón. Bulletin of Comediantes, 50, PP. 419-38. Ana M.ª del Gesso Cabrera (2003). «Los juegos amorosos en Las paredes oyen de Juan Ruiz de Alarcón», en Estudios del teatro aúreo: texto, espacio y representación. Ed. Aurelio Gónzalez et alii. México, UAM/Colegio de México, pp. 277-284. Otis H. Green (1959). «Se acicalaron los auditorios: an Aspect of the Spanish Literary Baroque», Hispanic Review, 27, pp. 413-22. T. Earle Hamilton (1963). ������������������������������������������ «The Aside in the «Comedias» of Alarcón», Hispania, 46, 3, pp. 536-39. León Hebreo (1953). Diálogos de amor, Barcelona, José Janés. María Eugenia Mayer (1995). «Cambio, cambistas y mudanzas femeninas en El examen de maridos. En El escritor y la escena III, Ed. Ysla Campbell, Ciudad Juárez, UACJ, PP. 89-99. Agustín Millares Carlo (1957). Obras Completas de Juan Ruiz de Alarcón. México, �������������� Fondo de Cultura Económica, 3 vols. Alexander A. Parker (1985). The Philosophy of Love in Spanish Literature. ��������������� Edinburgh, University Press. Marguerita Peña (1993). «Juan Ruiz de Alarcón en el espejo de la crítica». Escritor y la crítica, Ed. Ysla Campbell. Ciudad Juárez, UACJ, pp. 177-88. —  (2000) Juan Ruiz de Alarcón ante la crítica, en las colecciones y en los acervos documentales. México, UAM/UAP. Maria Grazia Profeti (1988). «Comedia al cuadrado: espejo deformante y triunfo del deseo», en La comedia de capa y espada. Madrid: Cuadernos de teatro clásico, I, pp. 51-60. Walter Poesse (1972). Juan Ruiz de Alarcón. New York, Twayne Publishers. Garcilaso de la Vega (1964). Obras completas. Ed. Elias L. Rivers. Madrid, Castalia. Bruce Wardropper (1967). «El problema de la responsabilidad en la comedia de capa y espada de Calderón», Actas de II Congreso de la AIH. Nimega, Universidad de Nimega, pp. 689-94. Jules Wicker (2003). The Plays of Juan Ruiz de Alarcón. London, Tamesis. 12  Deleito y Piñuela observa que «…la desaprensión y el amor al interés admitían los medios más vergonzosos para adquirir fortuna y reemplazaban en muchas ocasiones a la austera dignidad que resplandece en los pundonorosos caballeros inmoralizados por el teatro de Lope y Calderón» (1946:77).

La construcción de una comedia urbana: Mañana será otro día de Calderón María Teresa CATTANEO Universidad de Milán

En los primeros 187 versos de Mañana será otro día Calderón predispone ya buena parte del mecanismo argumental de la pieza, introduciendo en la primera, estática escena que se desarrolla en un interior, 1 el largo parlamento —o mejor monólogo— de un padre, don Luis, que expone a la hija, Beatriz, la detallada historia de su batalla con el otro hijo, don Juan, que, de retorno de las Flandes, le ha exacerbado, ofendido y obligado a echarlo de casa. Podríamos suponer casi una secreta sonrisa en el autor, cuando nos parece posible rastrear, en esta solemne y puntillosa queja, un eco, aunque rebajadísimo, de las prolijas, bien argumentadas razones y justificaciones del rey Basilio, que ahora naturalmente se ajustan al nivel, sutilmente burlesco, de la comedia de capa y espada. Aquí el fastidio nace inicialmente de las «arrogancias» del joven, de su interés puesto solamente en «solaces, galas y fiestas», de su «libertad descompuesta» en el uso de la casa, que si podía ofender la presencia de la joven hermana, sobre todo ultrajaba la del padre: «sin respetar mis canas». Además el nudo principal del conflicto se remonta a la muerte de la madre y a la herencia de un mayorazgo que el hijo ahora pretende (el padre era usufructuario) y por obtener el cual ha tenido, según la cláusula, que asumir también el apellido de la familia materna. Pero la difícil re  El espacio escénico es el de una casa particular, en concreto la casa de la dama (y de su padre), según las reglas propias de la comedia de capa y espada, como señala Arata, 2002.

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lación con el padre le ha hecho adoptar la precipitada decisión de quedarse solo con el apellido materno, el de Leyva, dejando caer el paterno Ayala. En consecuencia, el «desdén de una sangre tan generosa» anima aún más la cólera del padre, advertido como otra violencia contra sí («es por hacerme pesar») y el anuncio final de la ruptura definitiva, dejada de lado cualquier gravedad acompasada y «regia», se resuelve en una descompuesta amenaza: y a mi casa no me venga, que le echaré,¡vive Dios! por el balcón si entra en ella. (I, 757) 2

Y, sin esperar la réplica de la hija, sale de escena. (Definitivamente casi, porque sus sucesivas presencias serán amortiguadas y casi irrelevantes, dentro del cliché habitual del padre que se presenta imprevisto e inoportuno, por razones de enredo). Beatriz queda turbada por tanta intransigencia, pero también por la noticia de la próxima llegada del novio con el cual el padre ha arreglado su casamiento, porque ofende su «vanidad, altivez y soberbia» aceptar entregarse a un hombre sin haberle visto nunca. Interrumpe sus reflexiones el ingreso de la criada, que anuncia la llegada no esperada de una silla, por la calle del Carmen. A este propósito precisa la existencia de otra puerta, «que hay de los Preciados / al Carmen correspondencia» (I, 759), en cuanto, como se añade después, hay al lado una casa vacía en espera de poderla alquilar. El espacio exterior ya se perfila como posibilidad escénica alternativa, que veremos muy utilizada, a este espacio doméstico ubicado con precisión. Calderón ya ha dispuesto los ejes en torno a los cuales girará su intriga: un joven con dos apellidos, una dama deseosa de elegir autónomamente y conquistar al objeto de su amor, un novio que viene de afuera, una casa con dos puertas, un lugar aledaño vacío. Además nos ha dado, gracias a la alusión a la muerte del duque de Lerma (ocurrida en 1635) un indicio de los años de composición de la obra, 1635 o 1636, o sea en un período de abundante producción calderoniana del género capa y espada. 3 Después del verso 187, la acción se pone rápidamente en movimiento, un movimiento veloz, de gran fluidez, que no tendrá descanso y en el cual entrarán progresivamente los otros personajes: comenzando por Elvira, que llega en la anunciada silla, para pedir ayuda a Beatriz. Enamorada de un caballero que la corresponde, 4    Las citas están tomadas de la edición Aguilar de las Comedias, ed. Valbuena Briones, 1987. Se indica el número de la jornada en romano y la página en arábigo.   ��������������������������� Recuerdo por brevedad solo La dama duende, 1629, Mañanas de abril y mayo, 1632-33, No hay burlas con el amor, 1635, Casa con dos puertas, 1629, El escondido y la tapada, 1636. Mañana será otro día se publicó en la Séptima parte de comedias, por Juan de Vera Tassis, Madrid, Sanz. 1683, aunque ya se había publicado en 1651 (El mejor de los mejores libros que han salido de comedias nuevas, Alcalá, Tomás Alfay), con otra edición en Madrid, 1653.   Elvira justifica su fervor amoroso y sus atrevimientos con una cita conocida del repertorio calderoniano: «Mi estrella / (que aunque no fuerza, Beatriz, inclina con tal violencia, / que en mí apenas se distingue / la inclinación de la fuerza) / me rindió a sus muchas partes…» (I, 759).

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se ha dejado sorprender por él hablando, equivocada, a la reja con otro importuno galán, ha causado así una pelea en la calle y sobre todo los no motivados celos del amante que no ha vuelto a hablarle: «como estas / cuestiones son Alcorán / que la espada las sustenta / y no la razón…» I, 759). En consecuencia, porque las mujeres de la Comedia son «tramoyeras», 5 ella le ha dado con un billete una cita en Atocha para esa misma tarde. Necesita por lo tanto que Beatriz la acompañe y, como necesariamente tendrán que ir tapadas, ya ha organizado una parada, para buscar otros vestidos y mantos, en la casa de su amiga Leonor, que vive cerca, en la calle del Olivo. En un mundo estilizado cual el de la comedia «cómica», que utiliza esquemas básicos de la relación amorosa (celos, fuga u olvido, necesidad de superar un obstáculo o la competición de antagonistas) y repite situaciones tópicas según un modelo convencional, bien aceptado por el público y compartido con los otros dramaturgos, Calderón bien sabe que hay muchos diferentes resortes con los cuales el autor puede caracterizar cada pieza y realzar su capacidad de cautivar al espectador. Aquí elige desde el principio dibujar una cartografia urbana que no presenta simplemente el acostumbrado Madrid del paseo del Prado y de la Calle Mayor, lugar de galanteo en un montón de comedias, sino que ofrece una serie de coordenadas concretas que invitan a explorar una zona céntrica con referencias precisas, situando a la audiencia en la privilegiada posición de espectador ducho, que se complace reconociendo lugares conocidos y proyectando sobre la escena su propio paisaje mental, aunque el texto proporcione más una referencia que una descripción. Pero no sólo: la imagen de Madrid que se delinea es la de un espacio dinámico y complejo, 6 vasto entramado de calles y plazas, marco de la vida cotidiana, de ocio y paseos, pero no sin peligros: con huertas con convento, portillo y tapias como la de Atocha, donde Beatriz y Elvira esperan pasar desapercibidas y se encuentran al contrario en medio de una riña en que confluyen don Juan, el capitan Clavijo, el importuno galán don Diego, que será herido, Fernando de Cardona, o sea el novio de Beatriz, el gracioso Roque, otros siervos y una ronda de alguaciles. La escena, de mucha movilidad a través del mecanismo de sucesivas salidas y entradas en el tablado y voces dentro, que crea una impresión de ensanchamiento virtual del tablado mismo, provoca una gran confusión que favorece y pone en marcha el desarrollo múltiple de la trama. Ya había salido en escena don Juan, y el público había sido informado de que el hermano de Beatriz es precisamente el galán de Elvira (que obviamente ignora su otro apellido). Durante el coloquio en la calle con su amigo capitán, don Juan ha revelado también que está cortejando simultáneamente a doña Leonor, incierto entre dos amores o, mejor, entre amor e interés: falta de lealtad amorosa que encaja    La dama duende, I, 517. Una interesante aclaración polémica de la interpretación crítica de la comedia de capa y espada en Iglesias Feijoo, 1998.    Véase Herrero Garcia, 1926, y 1963; un excelente análisis del tratamiento literario del espacio urbano de Madrid en el tiempo de Felipe IV ofrece García Santo-Tomás, 2004.

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perfectamente en el canon sentimental e ideológico de las piezas cómicas. 7 Se presenta ahora también don Fernando, figura del forastero que se encuentra algo atónito en su contacto con una urbe fascinante e incontrolable, en la cual inmediatamente se ve involucrado en una pelea, o elegido por dos damas tapadas para ampararlas en la calle, y, a la vez, despojado de sus maletas, que su siervo en parte recuperará en los corrillos de pícaros de Puerta del Sol y de calle de Alcalá, y ahora a la incierta búsqueda, con Roque, de la calle del Olivo o de la casa de los Cien Vinos (otro tópico: el problemático orientarse en el indefinido panorama urbano. Nótese por contraste la insistencia realista en los detalles de la toponimía urbana). Su ademán de honrado caballero asume un matiz irónico en las palabras del gracioso que juega con fáciles alusiones cervantinas («enquijotóse mi amo», «basta una quijotada / en un día», «Don Quijote de prestado / Don Esplandián de poquito») introduciendo la voz realista y vivaz del hombre sin paradigmas fijos, sólo preocupado de recuperar su querida maleta (su único fantasma femenino) o de ganar algún regalo a cambio. Pero a Roque Calderón le concede también la gracia ingeniosa que permite hacer burla del estereotipado lenguaje del amor, 8 cuando sale de improviso de su papel para alabar la belleza de Beatriz, continuando, con gusto culterano, el galanteo de su amo: …fuera gran disparate perder por inadvertido esta ocasion de besar este terso, claro y limpio copo de animada nieve. (II, 777)

o reclamar la atención del público, rompiendo la ilusión escénica, sobre el caracter convencional de lo que están viendo y los rasgos propios, las pertenencias de su rol: ¡Oh, bien haya la poesía cómica, que a los criados nada calla! (II, 782)

Fernando ha visto por fin a su prometida, «de amor hermoso hechizo», Beatriz ha reconocido en él al caballero que la ha amparado dos veces en su aventura nocturna, cuyas dificultades considera solucionadas. Pero se interpone el constitutivo mecanismo del enredo cómico por el cual de una acción menor, ya aparentemente terminada de manera rápida y convincente, surgen de forma imprevista —para los personajes, no para el público que sabe que puede esperar el complicarse de los hechos— consecuencias sorprendentes.    Véanse las atinadas observaciones de Antonucci, que opone a la admitida «inestabilidad sentimental» del galán «la univocidad del compromiso amoroso de la dama», garantía «de un respeto sustancial de la ley del honor, y, al mismo tiempo, de sumisión sin reservas a la ley del amor» (2002, 79-80).    Figura de cierta manera paralela es la del capitán, capaz de poner en solfa graciosa los esquemas rituales del discurso amoroso y de temperar prudentemente los del honor ofendido.

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Después del lance nocturno don Juan había visitado a Leonor, en cuya casa, pidiendo arrogantemente razón de la presencia de un coche en la puerta, había visto a su hermana disfrazada, se había alborotado, pasando al papel de celoso defensor del honor («¿Cómo, cielos, los celos de amor a celos / de honor pasan?» I, 767), amenazándola furioso. Beatriz ha logrado huir, evitando la persecución de su hermano, y ha podido al día siguiente explicarle lo que pasó y que él, amante de Elvira, bien conocía. Pero Leonor ha quedado convencida de que esta dama desconocida es una mujer amada por don Juan (muy amada, en razón de su desatinado furor) e intentando satisfacer sus celos ha pedido a Elvira el nombre de su amiga, y a la vez le ha revelado el nombre del «gallardo caballero», a quien quiere y del cual está celosa, desatando así el enojo y la ira de Elvira que cree haber sido engañada no solo por su amado, sino también por la amiga Beatriz. A fin de que circunstancias y azares se encadenen más, Fernando es primo de Leonor: cuando le cuenta con entusiasmo sus próximas bodas con la bella Beatriz de Ayala, queda sorprendido y asustado frente a la violenta reacción de su prima, que trata de desprestigiarla por su conducta indigna y le revela su relación con Juan de Leyva. Sin ponderarlo y averiguarlo atentamente, Fernando se va a casa de don Luis, le avisa de manera imprecisa y confusa de que tiene que volver inmediatamente a Barcelona porque su padre está mal, y con igual ambigüedad («Todos hablamos enigmas./ ���������������������������������������������������������������������������� Yo he de irme», II, 782) se despide de Beatriz. Aquí interviene una aceleración violenta de la acción: la dama no acepta el improviso abandono («¿Hombre que me vió se ausenta?») y, sin poner tiempo o reflexión de por medio, imagina una estrategia audaz, donde interpretará dos diferentes y opuestas figuras femeninas, dando fascinante cuerpo a las dos damas tapadas que Fernando cree haber encontrado en la noche en que dos veces ella le pidió su ayuda. Así a Fernando llegan un billete con una cita, al día siguiente, a la iglesia de la Merced y otro que acompaña el regalo de unas camisas blancas para suplir la pérdida de la maleta, y la curiosidad, el intrigante contento y satisfacción personal (otra vez asoma la aceptación del pluriempleo amoroso masculino) que le suscitan estas damas novelescas retienen al joven en Madrid, como por otra parte desea Beatriz: los dos confían en que «mañana será otro día». En la tercera jornada la intriga alcanza su punto de perfección: Fernando encuentra a una cortesana que le cautiva con su gracia y desparpajo, bajo un nombre de vaudeville, doña Brianda de Bentivolli, y de noche, con un enmarañado recorrido, le conducen en un coche a la casa de la misteriosa dama que le recibe en la más completa oscuridad 9 y, cuando el coloquio debe interrumpirse, le da una cita para el día siguiente en la Victoria para la misa. Pero, saliendo de este lugar desconocido, Fernando y Roque se ven asaltados por un grupo de hombres («todos los que pudieren») con cuchilladas y buscan refugio en una casa cercana: que resulta ser la de    La ficción de amoríos en secreto y a ciegas puede sugerir una posible reminiscencia de La viuda valenciana de Lope, que bien encaja dentro del retículo citacional que Calderón desliza con discreta y divertida multiplicación de huellas, de otros o suyas, en el esquema unitario de sus piezas.

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Beatriz. Y allí llegan don Luis, Elvira, don Juan, en un ballet, diría, de «escondidos y tapadas», de idas y venidas repetidas, en que todo precipita con movimiento frenético (y Roque cita atinadamente, con el consabido guiño cómplice al público —para que recuerde y valore las diferencias— otro título: «No sea esta comedia / de “peor está que estaba”») a la vez que todo va desembrollándose. Como ya otras veces, he podido comprobar lo difícil que es resumir una comedia calderoniana 10 sin extenderse demasiado, pero respetando la complejidad argumental y escénica. La dificultad no consiste solo en la complicación del enredo, sino en la gran habilidad del dramaturgo que, con lo que fílmicamente llamaríamos un montaje alterno, fracciona la acción en múltiples parcelas e inserta simultáneas escenas de encuentros entre distintos personajes en el principal hilo narrativo, mediante unos cortes rápidos e inesperados (en el tercer acto: las explicaciones amorosas entre Leonor y Elvira, Leonor y Beatriz, Elvira y Beatriz, que introducen las premisas del desenlace). De esta manera Calderón mantiene la tensión drámatica y aumenta la curiosidad y la sorpresa en un público experto, que está conjeturando una sucesión de episodios o un momentáneo estancamiento de la acción y se encuentra en cambio con una peripecia diferente. 11 El dinamismo de construcción y la densidad de acontecimientos (a veces pequeños golpes de escena) marca su teatro cómico buscando el gozoso entretenimiento del espectador. Pero volvamos a la premisa anterior, o sea que Calderón, a pesar de que tantos patrones genéricos se repitan, nos da la impresión de operar una atenta elección entre los muchos posibles resortes tópicos, y organizar así una construcción consciente de la intriga mediante un juego combinatorio que permite diferenciar levemente cada comedia y hacer frente, con atildada invención creativa, a la necesidad de producir constantemente nuevas obras. En Mañana sera otro día Calderón decide acrecentar los rasgos de la versátil comedia urbana (variante particular en el marco de la de capa y espada) subrayando la relación entre el entorno madrileño, que resulta crucial en momentos de la trama, y los personajes. Ya he señalado el mapa urbano con sus precisas correspondencias, añadiré ahora que la acción, de manera no usual en el modelo cómico calderoniano, se ambienta casi igualmente en la calle como en el espacio doméstico. Al espacio exterior, calles, plazas, lugares de cita, pertenecen sin duda el forastero Fernando y su siervo Roque: su llegada coincide con aventuras, algunas casi de «caballero de novela», 12 como peleas en la calle o encuentros con tapadas, otras más 10  Encuentro un apoyo en Pedraza Jiménez, 1998: 10, quien añade acertadamente que este teatro «en cambio resulta facilísimo «verlo» en la escena». 11  Un claro ejemplo de esta técnica de cambio y de dilación lo tenemos en la segunda jornada de La vida es sueño. Clotaldo y Basilio esperan con mucha tensión que Segismundo se despierte: Clotaldo anuncia: «según dicen las señas / parece que ha despertado / y hacia nosotros se acerca», vv. 1153-55, Basilio se va («Yo me quiero retirar. / Tú, como ayo suyo, llega») y mientras culmina la expectativa del tablado y de la audiencia, sale Clarín para anunciar su nueva elección del papel del espectador: «A costa de cuatro palos / que el llegar aquí me cuesta…», II, vv. 1153-1155. 12   «porque me muero por ser / caballero de novela»: así Don Juan en No hay cosa como callar, II, 1019: la fascinación de los héroes caballerescos, modelos inigualables para los jóvenes galanes, burlescamente reaparece en Mañana será otro día en boca de Roque, como ya hemos visto: «Don Esplandián de poquito» (II, 774).

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molestas y problemáticas, como el robo de las maletas o la dificultad de orientarse en la confusa red de las calles. Más tarde, el ambiente urbano sigue presentandose dudoso y laberíntico, lleno de insidias (robos) y temidas traiciones (la novia infiel) que parecen encontrar materialización metafórica en el intrincado, y falso, recorrido nocturno que Roque llena de nombres (la Victoria, Antón Martín, San Andrés, la Cruz de Morán…) por vencer el temor. Y el juvenil deseo de amorosas andanzas de Fernando se combina con muchas perplejidades: como le advierte la «discreta» Brianda, todo lo que se ve o se oye puede ser mentira o engaño como «ese azul cielo que ves / siendo así que cielo no es / sino un objeto no más / de la vista, a quien jamás / su color halló el desvelo» (III, 786). Calderón no renuncia a glosar otra vez una de sus imágenes emblemáticas, que une estrechamente la mirada y el engaño (como también la sucesiva del remo en el agua y de los reflejos diferentes del sol sobre superficies diversas) y a insinuar una reflexión breve sobre la fragilidad e inconsistencia de las experiencias humanas y su condición de engañosa lectura: aunque aquí simplemente se aplique a las falsas apariencias en la experiencia, que puede ser desconcertante, de un contexto urbano con sus posibilidades de error y de extravío, ajustando su intención al funcionamento lúdico de la pieza. Por otro lado la imagen del laberinto puede corresponder igualmente a la convencional configuración escénica del espacio doméstico, con sus muchas puertas que dan acceso a espacios contiguos, a balcones o a salidas a la calle: espacio como siempre conectado con las mujeres, Leonor y sobre todo Beatriz, aunque su iniciativa amorosa la proyecte a menudo en el espacio exterior. Se debe siempre al juego gracioso de Roque, cauteloso al entrar en la casa de Don Luis y de la novia: «Persinaréme primero», la divertida pregunta que Fernando no imagina cuánto pueda ser veraz: «¿Entras en un laberinto?» (II, 775). Pero el espectador o el lector conocedor del tablado calderoniano no tiene dudas. El pasaje entre los dos espacios, al ser tan rápido y continuado, imprime un vértigo de movimiento, que es sin duda la cifra de la obra. 13 Al excelente, «virtuoso», manejo del espacio escénico de esta pieza ha dedicado cuidadosa atención, en un brillante, reciente ensayo, Aurelio González, 14 que ha roto el silencio en torno a un texto, a menudo recordado en estudios de conjunto, pero no analizado con detalle. 15 El crítico y hombre de teatro, escogiendo una perspectiva escénica, ha mostrado cómo los desplazamientos están señalados (dentro de una configuración textual atentísima a marcar los cambios espaciales y temporales) parca pero explícitamente a través de muy simples recursos, «de acuerdo con la lógica escénica de la época». Así con gran pericia y soltura se requieren pocas variaciones (de trajes, de gestualidad, movimiento o de palabras insertadas en las didascalias implícitas de los diálogos) para que la audiencia pueda inmediatamente percatarse de las 13   «Su principal recurso es la movilidad», empieza así Valbuena Briones su Nota preliminar en la edición Aguilar. 14   González, 2008:165-181. 15  Muy interesante es el trabajo de Nelson López, 2003, que da cuenta detalladamente y con elementos audiovisuales del montaje de la comedia por parte del Teatro Rodante Universitario (Puerto Rico).

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diferentes ambientaciones dentro de un arrebatador, y controlado, funcionamento teatral. Se puede añadir que si tal dinamismo por un lado puede favorecer la captación del espacio dilatado de la ciudad con sus posibilidades incluso furtivas y clandestinas, el ámbito urbano en el espacio mimético del escenario revela que es, a final de cuentas, un tablero donde los personajes vuelven continuamente a toparse, por necesidades de intriga. Y la inserción de una ulterior pincelada del sentido del peligro siempre presente en el entorno urbano es la que ofrece el pretexto útil para terminar: un azar más, una pendencia en la calle, imprevista y del todo fortuita (irrupción de gente armada que no se sabe por qué y por donde), ocasiona el retorno de Fernando a la casa de Beatriz —donde todos van convergiendo— y permite las necesarias aclaraciones para que se puedan concertar las bodas finales. Ha habido una duración (tres actos), un tiempo fijado de representación. La invención cómica ha mostrado aspectos y comportamientos de una sociedad real vista según los parámetros de una reproducción que aplica cuidadosamente la técnica del retoque para lograr una desviación de las líneas que quite lo severo, lo feo, lo amargo, construyendo una linda superficie que se ofrezca gozosa, y se granjee el interés del público (la fórmula de Lope mantiene toda su vigencia) sin renunciar al equilibrado y sinuoso contrapunto de alusiones, sugerencias, citas, para quien quiera profundizar, o divertirse con un juego de memoria. La fuerza vital de los personajes, al final, parece disminuir y todos vuelven a encasillarse en el cuadro previsto de la convención social y narrativa, reglamentada y armónica. Al concluir, el gracioso Roque toma la palabra y con una prolongación inesperada 16, casi en función de epílogo, da larga y divertida evidencia a las perspectivas narrativas, antes de las habituales excusas por las faltas cometidas. Mientras en el tablado el movimiento — esencial en la pieza — se ha parado, Roque recuerda al público aquel Don Diego herido, y ya curado, desaparecido de la intriga, y con sonriente sorna avisa que consolará a Leonor, que ahora falta del escenario («porque fuera / malo el salir de su casa / a estas horas», III, 799) abriendo un lento, indefinido espacio de fantasía: «de estos dos / cuentan mil historias largas / que se casaron también». Y porque queda otra ausencia, «si aguardan que entre en la danza / una maleta perdida», anuncia que él solo queda defraudado, sin noticias de ella. Agota������ das las posibilitades de narración, atados los cabos, todo se desvanece. ������������ Mañana será otra pieza.

16  Calderón no utiliza con frecuencia este procedimiento final, siempre encargado al gracioso (papel que a menudo sale de la ficción escénica) con función de recapitulación narrativa o de explicación de hechos. Recordaré las pocas palabras de Mosquito en El escondido y la tapada («Aguarda / que falta el decir ahora / a todos una palabra…») o de de Hernando en Fuego de Dios en el querer bien («Señores tengan paciencia / que hay dos cosas que hacer antes / Todos vuesarcedes sepan…») Breve siempre, pero ensombrecido de amargura es el comentario de Barzoque al final de una pieza problemática como No hay cosa como callar, con una llamada ética más que un añadido narrativo: «Cada uno a su negocio / está solamente atento, / olvidados de un criado / que está herido…».

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Bibliografía citada Fausta Antonucci (2002). «El espacio doméstico y su representación en algunas comedias calderonianas de capa y espada» , en Homenaje a Frédéric Serralta. El espacio y sus representaciones en el teatro español del Siglo de Oro, (Françoise Cazal, Christophe González, Marc Vitse eds.) ������������������������������������������������������������ Universidad de Navarra, Editorial Iberoamericana, pp. 57-80. Stefano Arata (2002). «�Casa de muñecas: el descubrimiento de los interiores y la comedia urbana en la época de Lope de Vega», en Homenaje a Fréderic Serralta. El ����������������� espacio y sus representaciones en el teatro español del Siglo de Oro, (Françoise Cazal, Christophe González, Marc Vitse eds.) Universidad ������������������������������������������������������������� de Navarra, Editorial Iberoamericana, pp. 91-111. Pedro Calderón de la Barca (1987). Obras completas. Comedias, ed. Valbuena Briones, Madrid, Aguilar, pp. 757-799. — (2008). La vida es sueño, ed. F.Antonucci, Barcelona, Crítica, pp. 159-160. Enrique García Santo-Tomas (2004). Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV, Universidad de Navarra, Editorial Iberoamericana. Aurelio González (2008). «Estructura dramática de Mañana será otro día de Calderón», en Anuario Calderoniano, número 1, Editorial Iberoamericana, pp. 165-181, Miguel Herrero García (1926). El Madrid de Calderón: Textos y comentarios, Madrid, Imp, Municipal. — (1963). Madrid en el teatro, Madrid, Instituto de Estudios Madrileños. Luis Iglesias Feijoo (1998). «Que hay mujeres tramoyeras : la matemática perfecta de la comedia calderoniana », en La comedia de enredo, Actas de las XX Jornadas de teatro clásico de Almagro, ed. Felipe Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 201-236. Nelson López (2003). «Multimedia y estilos de actuación en Mañana será otro día en la producción del Teatro Rodante», en Teatro calderoniano sobre el tablado, Actas del XIII Coloquio Anglogermano sobre Calderón, Manfred Tietz ed., Franz Steiner Verlag, Stuttgart, pp. 275-283. Felipe Pedraza Jiménez (1998). «Palabras preliminares. ���������������������������������� El enredo y la comedia española», en La comedia de enredo, Actas de las XX Jornadas de teatro clásico de Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 7-11.

Las armas y las letras Luis Alberto de Cuenca Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Los capítulos XXXVII y XXXVIII de la primera parte del Quijote incluyen el «curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras», una disputatio que ha hecho fortuna en la literatura. Tal discurso, pronunciado por don Quijote en la venta, en presencia de Dorotea (la supuesta princesa Micomicona), Luscinda, Zoraida, don Fernando, Cardenio, el cautivo (cuya «vida y sucesos» se contarán a partir del capítulo XXXIX), el cura y el barbero, se inicia con estas discretísimas razones: Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara y de la suerte que estamos nos viere, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy aquel Caballero de la Triste Figura que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima cuanto a más peligros está sujeto.

De esta manera, y en el fantástico escenario en que el frenesí caballeresco de don Quijote ha convertido el comedor de la venta, da comienzo uno de los discursos más sensatos y mejor trabados de la novela, en el que, tras pasar revista a los méritos respectivos de las armas y de las letras, el hidalgo manchego concluye —pese a las

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desdichadas experiencias de su creador, Cervantes, como soldado— que, desde todas las perspectivas (ética, estética, ontológica…), las armas son claramente superiores a las letras. Esa dualidad (por otra parte, conciliable) entre armas y letras está también presente en los títulos de dos libros modernos por los que siento un gran aprecio. Veamos cuáles son. Cuando me cerca la memoria de dos libros queridos, lo primero que suelo hacer es buscarlos en las agobiadas estanterías de la biblioteca de Babel en que se ha convertido mi casa. Media hora después como mínimo (cualquier búsqueda en mi laberinto bibliográfico, por aparentemente sencilla que parezca, ocupa por lo menos treinta minutos de reloj), logro encontrarlos. Uno es breve y delgado, con el semidesnudo Marte de Velázquez dando una nota de color al uniforme gris de la edición que lo acoge. El otro supera las cuatrocientas páginas e incorpora en cubierta y contracubierta una serie de motivos extraídos de carteles de la guerra civil. Son El discurso de las armas y las letras (1915), único libro que publicó en vida el falangista irundarra Pedro Mourlane Michelena (1888-1955), uno de los prosistas más exquisitos, cursis, originales y pintorescos que ha tenido la prensa española en la primera mitad del siglo xx, y Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939) (Barcelona, Planeta, 1994), de Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío [León], 1953), un escritor de amplísimo espectro que ha destacado como poeta y como novelista y que es hoy, en la primera década del siglo xxi, con más de diez tomos publicados de diarios más o menos íntimos a sus espaldas, nuestro memorialista más prolífico. Debo decir que, en el caso del inefable Mourlane Michelena, no tengo a la vista la editio princeps de su libro (y subrayo el posesivo puesto que sólo publicó ese libro), sino una benemérita reedición del mismo, minuciosamente cuidada por el excelente poeta bilbaíno de expresión castellana José Fernández de la Sota y auspiciada por el Instituto Vasco de las Artes y de las Letras (Bilbao, 1991). Mourlane utiliza el «curioso discurso» cervantino como etiqueta de presentación de un conjunto de artículos propios que giran en torno a la gran guerra europea, entonces en pleno apogeo. Su futura militancia joseantoniana no impide a nuestro autor declararse ferviente aliadófilo y cerrar filas con Francia en su pugna consuetudinaria con sus primos del otro lado del Rin, bastante menos atractivos para Mourlane que los franceses. La única deuda con Cervantes, acaso no pequeña, es la del título, porque en los enciclopédicos delirios que va distribuyendo Mourlane por las páginas de su libro no hay alusión alguna al autor del Quijote ni a esos capítulos XXXVII y XXXVIII de la primera parte de la novela que le han servido para titular su enloquecida miscelánea aliadófila. Si quieren divertirse un rato, lean ustedes, por ejemplo, los artículos «La epopeya no es un juego de niños» (pp. 25-26) o «Filosofía de la historia» (pp. 93-96); no tienen desperdicio. El libro de Trapiello, en el que, por cierto, aparece citado Mourlane Michelena en varias ocasiones, es un sólido y, a la vez, deliciosamente caprichoso vademécum sobre la posición de los intelectuales españoles ante la guerra civil de 1936, que incluye al final un sucinto diccionario biográfico con los personajes del drama y unos

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cuadros cronológicos en los que se consignan, de manera muy detallada, los principales acontecimientos bélicos en una primera columna, rotulada «Las armas», y los sucesos literarios más notables (y desgraciadamente menos numerosos) en una segunda columna, rotulada «Las letras». Inicialmente publicada en la formidable colección «Espejo de España», que inventara ese bruñidísimo espejo de editores que responde al nombre de Rafael Borràs Betriu, Las armas y las letras de Andrés Trapiello se encuentra actualmente en el catálogo de Ediciones Península en edición revisada y aumentada (Barcelona, 2002). Se lo recomiendo muy de veras. Es uno de esos libros que no deja indiferente a nadie. La expresión «armas y letras» no ha de ser originalmente cervantina, porque la fusión entre el ejercicio de las letras y la práctica activa de las armas es algo consustancial al Renacimiento europeo, tan imbuido del espíritu caballeresco. Téngase en cuenta que uno de los best sellers de los primeros tiempos de la imprenta fue el tratado del mallorquín Ramon Llull o Raimundo Lulio Libro de la orden de caballería, donde se transmitían los preceptos y normas que debía observar un caballero si quería ejercer de tal, y que las cortes de la primera mitad del siglo xvi (también de la segunda, pero en menor medida) adaptaban sus normas de conducta a las pautas lulianas. Tuve ocasión hace unos años de traducir al español el tratado de Lulio: consta en el catálogo de Alianza Editorial. Recuérdese que en Binche (Flandes), y en el castillo de la reina María de Hungría, un príncipe Felipe de veinticuatro años desempeñó el papel de caballero andante victorioso en un festejo minuciosamente preparado al efecto por los chambelanes de la corte según los libros de caballerías (lo cuenta Juan Cristóbal Calvete de Estrella en El felicísimo viaje del muy alto y muy poderoso príncipe don Filipe, hijo del emperador don Carlos Quinto Máximo, desde España a sus tierras de la baja Alemaña, con la descripción de todos los Estados de Brabante y Flandes, Amberes, Martín Nucio, 1552). He puesto el ejemplo del futuro Felipe II en Binche por ser muy conocido y extraordinariamente ilustrativo de la constante y obsesiva presencia del imaginario caballeresco en los usos y costumbres de la buena sociedad europea hacia 1550, pero podría haber citado muchísimos más. Los soberanos de toda Europa lo eran por derecho divino, pero no sólo querían el poder para apabullar a sus enemigos y restaurar el Imperio Romano, sino para encarnar los ideales de la andante caballería, que circulaban por la infinidad de Amadises, Palmerines y Orlandos que, en abigarrada prosa medievalizante o en rotundas octavas reales (Boiardo, Pulci, Ariosto), hacían las delicias del público culto, junto a las misceláneas que troceaban la Antigüedad grecorromana o a los pueriles y, al mismo tiempo, sutilísimos libros de pastores. Cervantes pone en boca de don Quijote su «discurso de las armas y las letras» casi setenta años después de que el poeta, cortesano y guerrero Garcilaso de la Vega perdiera la vida en el asalto a la fortaleza de Le Muy, cerca de Fréjus, en Provenza (1536), o más de veinte años después de que el capitán Francisco de Aldana exhalara su último suspiro en la aciaga jornada de Alcazarquivir (1578), donde perdió Portugal a su rey y mesías don Sebastián, honra y prez de la caballería de su tiempo y pasto de futuras lucubraciones románticas (como El zapatero y el rey [1840], de

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José Zorrilla, o El pastelero de Madrigal [1862], de Manuel Fernández y González). Había ejemplos admirables, pues, en la historia más reciente de las Españas, de fusión entre milicia y literatura, y hasta de una fusión en la que lo guerrero se erige en quintaesencia de lo poético, como atestiguan estos bellísimos tercetos del capitán Aldana, en los que se contrapone la muelle y afeminada existencia del cortesano a la arriscada y valerosa existencia del soldado: Mientras estáis allá con tierno celo, de oro, de seda y púrpura cubriendo el de vuestra alma vil terrestre velo, sayo de hierro acá yo estoy vistiendo, cota de acero, arnés, yelmo luciente, que un claro espejo al sol voy pareciendo. Mientras andáis allá lascivamente con flores de azahar, con agua clara los pulsos refrescando, ojos y frente, yo de honroso sudor cubro mi cara y de sangre enemiga el brazo tiño cuando con más furor muerte dispara. […] Mientras cual nuevo sol por la mañana todo compuesto andáis ventaneando en haca, sin parar, lucia y galana, yo voy sobre un jinete acá saltando el andén, el barranco, el foso, el lodo, al cercano enemigo amenazando. Mientras andáis allá metido todo en conocer la dama, linda o fea, buscando introducción por diestro modo, yo reconozco el sitio y la trinchea deste profano a Dios vil enemigo, sin que la muerte al ojo estorbo sea.

En el «discurso de las armas y las letras» Don Quijote también toma partido, siguiendo al caballeresco Aldana, por las armas frente a las letras en un archifamoso párrafo (capítulo XXXVII), en el que también se trasluce la función primordial que tiene el escritor para Cervantes, esto es, la de conservar en sus scripta la memoria, a partir de ese instante imperecedera, de los gesta del guerrero:

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Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada así con el espíritu como con el cuerpo.

Más adelante, ya en el capítulo XXXVIII, se enumeran las muchas utilidades de la milicia: Con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios, y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más.

Todo esto no puede dejar de recordarme a uno de los más aventajados lectores que haya tenido nunca el Quijote (por más que lo leyera por primera vez en inglés, como él mismo ha contado más de una vez), y estoy pensando en quien a algunos nos parece el escritor más genial, después de Cervantes, de las letras en lengua castellana, ni más ni menos que Jorge Luis Borges. También el autor de Ficciones, como el hidalgo manchego, ha llenado sus ocios con las diversas magias de la literatura, y también ésta ha dejado en su ánimo la huella de un anhelo de acción, porque, como puede leerse, por ejemplo, en una maravillosa tanka de El oro de los tigres, el maestro argentino lamenta no haber caído, como otros de mi sangre, en la batalla y limitarse a ser en la vana noche el que cuenta las sílabas.

El inventor de Don Quijote sí compartió en su biografía la pasión por las armas y por las letras, y sin renunciar al recuento de sílabas se significó, como Aldana, en el oficio de soldado. En 1569 lo encontramos en Roma, fugitivo de la ley española por haber herido en una pendencia a un tal Antonio de Sigura. Tiene veintidós años y forma parte del séquito de Giulio Acquaviva, que sería nombrado cardenal en 1570. El viaje a Italia, desde el Renacimiento al Romanticismo, era una asignatura

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que debían cursar los que querían obtener un diploma de alta cultura en cualquier país de Europa (lo que en el siglo xviii se conocería por Grand Tour, indispensable en la formación de la juventud aristocrática europea). Y Cervantes, desde su condición de camarero de Acquaviva, tiene ocasión de aprobar esa asignatura italiana con una calificación muy alta, porque visita con detenimiento ciudades tan importantes desde el punto de vista artístico como Milán y Florencia antes de afincarse en Roma. La llegada a la urbe imperial del joven Cervantes la conocemos a través de la entrada de su sosias, el peregrino Persiles, en la ciudad eterna, cuando pronuncia el célebre soneto (Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro IV, capítulo III) que reproduzco a continuación: ¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta alma ciudad de Roma! A ti me inclino, devoto, humilde y nuevo peregrino a quien admira ver belleza tanta. Tu vista, que a tu fama se adelanta, al ingenio suspende, aunque divino, de aquél que a verte y adorarte vino con tierno afecto y con desnuda planta. La tierra de tu suelo, que contemplo con la sangre de mártires mezclada, es la reliquia universal del suelo. No hay parte en ti que no sirva de ejemplo de santidad, así como trazada de la ciudad de Dios al gran modelo.

Pero las cortesanías cardenalicias terminan aburriendo a Cervantes, y, sin salir de Italia (en España lo aguardaba una sentencia contra él de diez años de destierro y pérdida de la mano derecha por el episodio con Antonio de Sigura), decide ingresar como soldado en el ejército, pasando a formar parte del tercio de Miguel de Moncada y, más concretamente, de la compañia del capitán Diego de Urbina. En el Persiles (libro III, capítulo X) nos habla Cervantes de la feliz ensambladura que se produce cuando el pecho de viento del letraherido se recubre de hierro: Porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra; ninguno salió de estudiante para soldado que no lo fuese por extremo, porque cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.

Cervantes es feliz entre la bulliciosa soldadesca española afincada en Italia. En julio de 1571 se reúne con él en la compañía de Urbina su hermano Rodrigo, pero

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apenas le da tiempo de disfrutar de los placeres de la camaradería militar en tiempos de paz, porque lo aguarda «la más alta ocasión que vieron los siglos, ni esperan ver los venideros» en aguas griegas de Lepanto. El 7 de octubre de ese mismo año, poco después del mediodía, tocan alarma. Miguel viaja a bordo de la galera Marquesa, mandada por quien no volverá de la batalla, Francisco de Sancto Pietro. Desde que pasaron por Corfú, cortejan a Cervantes unas cuartanas que no son obstáculo para que solicite subir a cubierta a combatir con el resto de sus compañeros. Su capitán lo sitúa «en el lugar del esquife», donde se comporta como un bravo y es herido «de dos arcabuzazos en el pecho y en la mano izquierda». De Lepanto ha habido en España numerosas relaciones históricas, por no hablar de las abundantes reconstrucciones novelescas y de las muchas composiciones poéticas de carácter patriótico, tan frecuentes desde el día después de la batalla (entre ellas la celebérrima «Canción por la victoria de Lepanto», de Fernando de Herrera). Pero ha tenido que ser un inglés, no por católico menos inglés, Gilbert Keith Chesterton, quien nos entregara la versión más vibrante y más hermosa que conozco de aquella gloriosa jornada en que los ímpetus otomanos fueron frenados por la escuadra hispano-italiana del bastardo inmortal don Juan de Austria. Hace muchos años, tuve el placer de trasladar al castellano, en colaboración con Julio Martínez Mesanza, el largo (más de 140 versos) y bellísimo poema «Lepanto», de Chesterton, y no me resisto a reproducir aquí, más adelante, algunos de sus versos más iluminadores. Ortega nos legó el concepto de la «España invertebrada» en su libro homónimo de 1921. Que no haya habido un poeta español contemporáneo capaz de celebrar la gesta de Lepanto con la intensidad épica y, a la vez, con la absoluta ausencia de triunfalismo con que el autor de El hombre que fue jueves se emplea en su inmortal recreación poética de la batalla, nos habla a las claras de los serios problemas intelectuales y espirituales que aquejan a nuestro país. España permanece hundida en la sima de la fragmentación y en el pozo (aún sin fondo) de una political correctness que critica con saña los valores tradicionales y se atreve a postular absurdas alianzas de civilizaciones que no conducen a ninguna parte y no duda en aproximarse a culturas sociopolíticas que no reconocen, ni reconocerán nunca, la igualdad de sexos, que no respetan los derechos humanos y que ignoran el principio democrático de la división de poderes. Pero vayamos con esos versos de Chesterton, que resultan de candente actualidad en nuestro siglo xxi. El escritor inglés juega en el poema con planos diferentes desde el comienzo hasta el final. En un plano están las cortes europeas, negándose a participar en la Cruzada contra los turcos. En otro, el Sultán de Constantinopla y sus correligionarios. En otro, y en todos a la vez —porque es el auténtico héroe del prodigioso cantar de gesta que Chesterton se saca de la chistera de su talento—, el bastardo del César, don Juan de Austria. Veámoslo en el poema: […] Han desafiado a las blancas repúblicas por los cabos de Italia, han estrellado el Adriático contra el León del Mar,

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y el Papa ha tendido sus brazos a todas partes […] y ha reclamado a los reyes de la Cristiandad espadas para defender la Cruz. La fría reina de Inglaterra se mira en el espejo; la sombra de los Valois bosteza en misa; desde las fantásticas islas del ocaso se oyen a duras penas los cañones de España, y el Señor del Cuerno de Oro sigue riendo al sol. […] Pero el último caballero de Europa descuelga las armas del muro […] y por el sinuoso camino asciende poco a poco y sin miedo el clamor de la Cruzada. Entre el gemido de los fuertes gongs y el retumbar de los cañones, don Juan de Austria marcha a la guerra, y hay rígidas banderas que forcejean con las heladas ráfagas de la noche, y oscura púrpura en la sombra, y oro viejo que brilla, y carmesí de antorchas en los atabales de cobre, y clarines, y trompetas, y cañones, y él, que llega. Don Juan ríe a través de su airosa barba rizada, y los estribos son para él como todos los tronos del mundo, y yergue su cabeza como bandera de todos los libres. ¡Luz amorosa de España, hurra! ¡Luz de muerte para África! Don Juan de Austria cabalga hacia el mar.

Hay un pasaje de «Lepanto» especialmente emocionante, dedicado a los cautivos cristianos, que tan importante papel representaron en la batalla al rebelarse contra sus cómitres y carceleros desde los bancos de los remos y coadyuvar, así, de forma decisiva a la victoria definitiva: Son incontables, mudos, desesperados, como los que cayeron o escaparon ante los caballos de los grandes reyes en las canteras de Babilonia. Y más de uno ha enloquecido en su habitación del infierno, donde lo espía un rostro amarillo a través de la reja de su celda, y ha olvidado a su Dios, y ya no espera una señal. ¡Pero don Juan de Austria ha roto la línea de batalla! Cañonea don Juan desde la popa pintada con la matanza, volviendo púrpura el océano, […] haciendo correr el escarlata de la sangre sobre los platas y los oros, rompiendo las escotillas y reventando las bodegas. Surgen entonces en tropel los miles de cautivos que se afanaban en los remos, blancos de dicha, y ciegos de sol, y aturdidos de libertad. Vivat Hispania!

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Domino gloria! ¡Don Juan de Austria ha liberado a su pueblo!

El final del poema, como no podía ser de otra manera, evoca a aquel que, a la postre, iba a convertirse en el combatiente más famoso de aquella gloriosa jornada, al mismo que fue herido de dos arcabuzazos en el pecho y en la mano izquierda (sí, a aquel que terminó perdiendo la movilidad en esa mano, pero que, afortunadamente, logró salvar la mano diestra de la rigurosa sentencia de un juez mal informado), a aquel que, muchos años de injusticias y padecimientos después, crearía a don Quijote y a Sancho en la soledad de una cárcel. Oigamos a Chesterton: Cervantes, en su galera, vuelve su espada a su vaina (don Juan de Austria regresa con una guirnalda). Y ve sobre una tierra fatigada una senda perdida en España, por la que en vano cabalga eternamente un insensato caballero flaco, y ríe, pero no como ríen los sultanes, y torna el acero a su funda… (Pero don Juan de Austria regresa de la Cruzada.)

Terminada la batalla, Cervantes recibe atención médica en Mesina (Sicilia), donde se recupera de las heridas del pecho, pero no de la de la mano, que quedaría inutilizada para siempre, acarreándole el archiconocido sobrenombre de «manco de Lepanto». En 1572 se incorpora a la compañía de don Manuel Ponce de León, del tercio de don Lope de Figueroa, y participa, ya en calidad de «soldado aventajado» (su carrera militar terminó en esa mínima dignidad, pese a su probado valor en todo género de combates), en varias campañas militares durante los tres años siguientes, de las que Navarino y La Goleta son las más importantes. Entre batalla y batalla permanece en distintos cuarteles de invierno de Sicilia, Cerdeña y Nápoles. En 1575, el «soldado aventajado» obtiene cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa y decide regresar a España, donde aún lo esperaba la mentada sentencia en su contra. A principios de septiembre embarca en Nápoles en una flotilla de cuatro galeras que se dirige a Barcelona. Una tempestad las dispersa y la galera Sol, en la que viajan Cervantes y su hermano Rodrigo, es apresada, frente a las costa catalana, por unos corsarios berberiscos al mando de Arnaute Mamí, pirata argelino. Los cautivos son conducidos a Argel, y Miguel pasa a ser propiedad de Dalí Mamí el Cojo, renegado griego, quien, a la vista de las cartas de recomendación que lleva consigo nuestro soldado, fija su rescate en la astronómica cantidad de quinientos ducados de oro, inalcanzable para su familia. Se inicia así el período más calamitoso de la vida de Cervantes: cinco largos años de cautiverio en los baños argelinos, jalonados por numerosos intentos de fuga siempre fallidos. En 1576 se produce el primer intento: huye con otros cristianos por tierra hacia Orán, pero el moro que los guiaba los abandona y han de regresar a Argel. En agosto de 1577, la Orden de la Merced rescata a su hermano Rodrigo, y en septiembre de ese mismo año se produjo el segundo intento de evasión: Miguel y otros cristia-

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nos se escondieron en una gruta del jardín del alcaide argelino, aguardando a que el recién rescatado Rodrigo «enviase de la plaza de Valencia y de Mallorca una fragata armada para llevar en España los dichos cristianos»; pero la huida no se efectuó, porque los traicionó un renegado de Melilla llamado «el Dorador» y Cervantes fue encerrado en los baños del alcaide Hazán con grillos y cadenas durante cinco meses. De marzo de 1578 data el tercer intento de fuga: Miguel envía a un moro con unas cartas dirigidas a don Martín de Córdoba, general de Orán, para que desde allí enviasen por mar una expedición militar a Argel, que se vería apoyada por una sublevación interna de cautivos. El moro es detenido y enviado de vuelta al alcaide Hazán, que lo mandó empalar. Asimismo ordenó que le suministrasen dos mil palos a Cervantes en el vientre y en las plantas de los pies. Sabemos con seguridad que el castigo no se cumplió, lo que ha abierto un amplio debate entre historiadores y filólogos acerca de la extraña inmunidad que siempre pareció acompañar a un fugitivo reincidente como Miguel. La cuarta tentativa es de octubre de 1579: con ayuda de un renegado arrepentido y del mercader valenciano Onofre Exarque, Cervantes arma una fragata en Argel para intentar alcanzar España con unos sesenta pasajeros. De nuevo un delator, en este caso el extremeño Juan Blanco de Paz, frustra el proyecto de libertad. Miguel se entrega a Hazán, quien lo condena a otros cinco meses de prisión con cadenas y grillos. El 19 de septiembre de 1580, cuando Cervantes está a punto de partir en la flota en que Hazán Bajá vuelve a Constantinopla con todas sus pertenencias, terminada su jefatura en Argel, los trinitarios fray Juan Gil y fray Antonio de la Bella pagan el monto del rescate, y Miguel recupera la libertad. El 27 de octubre llega a las costas españolas y desembarca en Denia (Alicante): su cautiverio ha durado cinco años y un mes. A finales de año se traslada a Madrid, para iniciar una serie de demandas que recompensen sus servicios militares… Aquí concluye la carrera de Miguel de Cervantes como soldado. Él, que siempre creyó en una manifiesta superioridad de las armas sobre las letras, va a optar por estas últimas los treinta y cinco años largos que le quedan de vida, para supremo beneficio de la imaginación universal. En los años de cautiverio en Argel, probablemente en 1577, entre el segundo y el tercer intento de huida, Cervantes envió a su amigo Mateo Vázquez (c. 15421591), sacerdote y secretario de Estado de Felipe II, una epístola que pasa por ser la joya más preciada de su diadema lírica. Menéndez Pelayo elogió sobremanera su «valiente y patriótico» contenido. Hoy se nos antoja una pieza desigual, pero con hallazgos poéticos muy notables. Si pensamos en las circunstancias biográficas en que fue compuesta, tendemos a colmarla de alabanzas. Psicológicamente, debió de ser terrible para un vencedor en Lepanto caer prisionero de unos corsarios cuyas correrías sin límite eran precisamente el mal que pretendía corregir la armada hispano-italiana que obtuvo la victoria en «la más alta ocasión que vieron los siglos». No voy a copiar entera la Epístola, porque tiene 244 versos, y resultaría excesivo

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citarla en su integridad, pero quiero recordar un bloque relevante de la misma (versos 91-171), en el que el futuro creador del Quijote se refiere a los males de su cautiverio actual (¿escribiría la Epístola a Mateo Vázquez en el período de grillos y cadenas inmediatamente posterior a la segunda tentativa de fuga?) y se remonta a su participación en la heroica jornada de Lepanto (1571) y en las expediciones ulteriores a Corfú y Navarino (1572), terminando por el apresamiento de la galera Sol frente a las costas de Cataluña: Yo, que el camino más bajo y grosero he caminado en fría noche escura, he dado en manos del atolladero; y en la esquiva prisión, amarga y dura, adonde agora quedo, estoy llorando mi corta, infelicísima ventura, con quejas tierra y cielo importunando, con suspiros al aire escuresciendo, con lágrimas el mar acrecentando. Vida es ésta, señor, do estoy muriendo, entre bárbara gente descreída la mal lograda juventud perdiendo. No fue la causa aquí de mi venida andar vagando por el mundo acaso, con la vergüenza y la razón perdida. Diez años ha que tiendo y mudo el paso en servicio del gran Filipo nuestro, ya con descanso, ya cansado y laso; y en el dichoso día que siniestro tanto fue el hado a la enemiga armada cuanto a la nuestra favorable y diestro, de temor y de esfuerzo acompañada, presente estuvo mi persona al hecho, más de esperanza que de hierro armada. Vi el formado escuadrón roto y deshecho, y de bárbara gente y de cristiana rojo en mil partes de Neptuno el lecho; la muerte airada con su furia insana aquí y allí con priesa discurriendo, mostrándose a quién tarda, a quién temprana;

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el son confuso, el espantable estruendo, los gestos de los tristes miserables que entre el fuego y el agua iban muriendo; los profundos sospiros lamentables que los heridos pechos despedían, maldiciendo sus hados detestables. Helóseles la sangre que tenían, cuando, en el son de la trompeta nuestra, su daño y nuestra gloria conoscían. Con alta voz de vencedora muestra, rompiendo el aire claro, el sol mostraba ser vencedora la cristiana diestra. A esta dulce razón, yo, triste, estaba, con la una mano de la espada asida, y sangre de la otra derramaba. El pecho mío de profunda herida sentía llagado, y la siniestra mano estaba por mil partes ya rompida. Pero el contento fue tan soberano qu’a mi alma llegó, viendo vencido el crudo pueblo infiel por el cristiano, que no echaba de ver si estaba herido, aunque era tan mortal mi sentimiento, que a veces me quitó todo el sentido. Y en mi propia cabeza el escarmiento no me pudo estorbar que, el segundo año, no me pusiese a discreción del viento; y al bárbaro, medroso, pueblo estraño, vi recogido, triste, amedrentado, y con causa temiendo de su daño. Y al reino tan antiguo y celebrado, a do la hermosa Dido fue vendida al querer del troyano desterrado, también, vertiendo sangre aún la herida mayor, con otras dos, quise hallarme, por ver ir la morisma de vencida.

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¡Dios sabe si quisiera allí quedarme con los que allí quedaron esforzados, y perderme con ellos, o ganarme! Pero mis cortos, implacables hados en tan honrosa empresa no quisieron que acabase la vida y los cuidados; y, al fin, por los cabellos me trujeron a ser vencido por la valentía de aquellos que después no la tuvieron. En la galera Sol, que escurescía mi ventura su luz, a pesar mío, fue la pérdida de otros y la mía. Valor mostramos al principio y brío, pero después, con la experiencia amarga, conoscimos ser todo desvarío.

Y quiero terminar citando los versos 211-225 de la epístola, en los que Miguel, aherrojado en una prisión de castigo, no olvida, sin embargo, su condición de militar, calibrando con la mayor precisión de que es capaz el poder de las fuerzas enemigas, prometiendo el levantamiento de los cautivos contra el yugo opresor, llegado el caso, y terminando con una súplica desgarradora. Pocas veces han andado tan juntas las armas y las letras en la poesía española como en esta formidable Epístola a Mateo Vázquez cervantina: La gente es mucha, mas su fuerza es poca, desnuda, mal armada, que no tiene en su defensa fuerte, muro o roca; cada uno mira si tu armada viene, para dar a sus pies el cargo y cura de conservar la vida que sostiene. Del amarga prisión, triste y escura, adonde mueren veinte mil cristianos tienes la llave de su cerradura. Todos, cual yo, de allá, puestas las manos, las rodillas por tierra, sollozando, cercados de tormentos inhumanos, valeroso señor, te están rogando vuelvas los ojos de misericordia a los suyos que están siempre llorando.

Dialéctica del ave fénix en El príncipe constante Manuel DELGADO MORALES Bucknell University

Entre los aspectos de El príncipe constante que más han llamado la atención de los críticos hay que destacar la relación entre el príncipe Fernando de Portugal y la princesa Fénix de Marruecos, relación que ha sido estudiada desde diferentes puntos de vista, en base, principalmente, a los conocidos sonetos que ambos personajes dedican a las flores y a las estrellas. Mientras que Leo Spitzer (1959: 305-336) y otros críticos después de él han creído ver en esta relación una posible intriga amorosa o erótica, otros, por el contrario, han insistido en la condición antitética (Rivers, 1969: 452), ambigua e indescifrable (Cancelliere, 1992: 180) de dicha relación. Otros, como Jack Sage, han ido incluso más lejos al tachar la interpretación de Spitzer de errática, caprichosa e infundada (1973: 572-73). Porqueras Mayo ha puesto también en tela de juicio la interpretación de Spitzer y ha ofrecido, por su parte, una explicación mucho más acertada que la del crítico alemán: «Ambos aparecen relacionados con contrastes (y paralelismos) temáticos: hermosura física y hermosura espiritual, caducidad y constancia, melancolía y esperanza, egoísmo personal y renuncia cristiana» (1974: 690). A los contrastes observados por Porqueras Mayo en torno a la relación de Fernando y Fénix habría que añadir la manera tan distinta en que uno y otro representan al ave fénix, aspecto que puede resultar de gran utilidad para llegar a entender, desde una perspectiva muy distinta a la del amor o el erotismo, la naturaleza y el significado de dicha relación. Como trataré de demostrar en las páginas que siguen, Fénix y Fernando representan dos caras muy distintas del ave fénix mítico, cuyos

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rasgos o características fueron tratados con gran profusión desde la Antigüedad clásica hasta el Barroco. Por lo que respecta a España, y según han explicado, entre otros, Valentina Nider (2002) e Ignacio Arellano (1999), el ave fénix fue también objeto de gran atención por parte de numerosos poetas, predicadores y comentaristas de la Escritura, entre los que hay que destacar a Garcilaso, Sebastián de Covarrubias, Fray Luis de Granada, Herrera, Góngora, el Conde de Villamediana, Juan de Pineda, Gracián, José Pellicer y Quevedo. El propio Calderón recurre a la figura del ave fénix en obras como La vida es sueño, El divino Jasón, El gran teatro del mundo y Amar después de la muerte. Es de notar, sin embargo, la poca atención que se ha prestado a la presencia y al posible significado de este pájaro mítico en El príncipe constante, ya que solamente Jack Sage y Porqueras Mayo se han referido, aunque de forma muy concisa, a uno de los aspectos que mejor vertebran y explican la estructura o el contenido filosófico-moral de la obra. De esta forma, mientras que Jack Sage cree que el verdadero fénix es Fernando y no la princesa mora (568), Porqueras Mayo explica que el «nombre mitológico» de ésta «—el ave Fénix— subraya su pervivencia o trascendencia más allá de los límites espacio-temporales: renace a la libertad, al final, gracias al cadáver de Fernando en proceso de convertirse en cenizas» (691). Ahora bien, si tenemos en cuenta los rasgos atribuidos por la literatura multisecular al ave fénix podemos concluir que la princesa mora no sólo tiene en común con el pájaro mítico el nombre, la belleza o el «renacimiento a la libertad» mencionados por Porqueras Mayo, sino también su origen exótico —oriental o norteafricano—, así como otros rasgos que, no por menos explícitos, dejan de estar presentes en la obra de Calderón: su asociación o relación con el sol y con las estrellas, en cuanto que es llamada «aurora hija del sol» (ed. Porqueras Mayo, 1975: 144) o «segunda aurora del prado» (30); su baño diario; su canto maravilloso, traído a colación en la escena en la que Zara les pide a los cautivos que canten mientras Fénix «toma de vestir» (2) después del baño; su relación o, para ser más exactos, su aprehensión frente a la vejez o al paso del tiempo, aspecto que se manifiesta en su preocupación por las arrugas y en su visión de la «caduca africana» (1106) y que trae a la memoria la longevidad legendaria del ave fénix; el foso o «nido» de esmeralda que la princesa se construye sobre el «catre de carmín» (999); y, finalmente, el árbol o tronco de árbol que se convierte misteriosamente en la citada africana, la cual le anuncia que acabará siendo precio de un muerto. Resulta sumamente revelador que frente a la pira o al «catre de carmín» de Fénix, que recuerda muy de cerca la manera como los bestiarios medievales muestran al ave fénix consumiéndose en las llamas de su nido, nuestro dramaturgo introduzca una imagen muy distinta en torno al representante más destacado de este pájaro en El príncipe constante, es decir, Fernando, el futuro muerto. Según se desprende de la lectura de la obra, el príncipe de Portugal no continúa ni sustituye a Fénix según los atributos o parámetros que exigirían la leyenda o el mito, sino que es situado por Calderón en un plano moral, muy distinto y superior al de la princesa mora:

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D. Fernando Pues aunque no me miréis, señora, es bien que sepáis que aunque tan bella os juzgáis, que más que yo no valéis y yo quizá valgo más. (2487-93)

A mi modo de ver, la diferencia de rango atribuido a Fernando y Fénix se debe a la interpretación moral del mito llevada a cabo por Calderón, interpretación que es posible observar, entre otros, en Clemente de Roma (Ad Cor. c. 25), Tertuliano, (De Resur. c. 13) y Fray Luis de Granada (1871: 238), los cuales ven en el ave fénix un símbolo de regeneración, rejuvenecimiento, resurrección o apoteosis. Como ha mostrado Valentina Nider, el mismo Quevedo, que se declaró escéptico respecto a su existencia, terminó «admitiéndolo polémicamente en tanto que «ficción moral» para ilustrar la historia bíblica de Job» (2003: 164-165). En el caso específico que nos ocupa, es decir el de Fernando de Portugal, ejemplo y modelo de sabio estoico, es oportuno recordar con Roberta Strati (2007: 69), John Sellars (2003, 60) y William Stephens (2006) que una consecuencia importante de la labor interpretativa del mito del ave fénix fue la de comparar, ya desde la Antigüedad clásica, al «vir bonus» senequista o al sabio estoico con la figura del ave fénix, lo cual dio lugar, a su vez, a que tal sabio fuera considerado, en base a su condición rara o extraordinaria, una avis rara, semejante por ello mismo al singular pájaro mítico. En este sentido, y según ha indicado Alan K. G Paterson (1989: 275-91), El príncipe constante ha de situarse dentro de la corriente neoestoica del Barroco español, la cual tuvo entre sus impulsores más destacados al célebre humanista belga Justo Lipsio, al mismo tiempo que hizo de la filosofía del desengaño una de sus rasgos más distintivos. Dado el acierto con que Paterson ha analizado los puntos de contacto más sobresalientes entre el pensamiento de Justo Lipsio y el de El príncipe constante, sólo me resta insistir, una vez más, en el enfoque decididamente cristiano que Calderón da a su obra, lo cual se debe precisamente a su uso de la figura del ave fénix. El detalle más relevante en este sentido es que Calderón parece no concederle importancia o trascendencia moral alguna a la tradición literaria que ponía las tintas en la belleza o en la longevidad físicas del fénix, en otras palabras a la tradición que, según indica José Pellicer, usaba dicho pájaro como jeroglífico de «las hermosuras, y así lisonjeamos a las damas con él» (Sage, 573). Muy al contrario, nuestro dramaturgo se decanta abiertamente por la práctica de quienes tendían a relacionar el ave fénix con el Job bíblico con vistas a extraer de dicha relación las oportunas conclusiones morales. Como se puede ver, Fernando no sólo es comparado con Job en base a la persecución, sufrimiento y humillación que le inflige el rey de Marruecos —el nombre Job significaba para muchos exegetas «el perseguido»—, sino también y, principalmente, por su constancia en la fe y esperanza en Dios: D. Fernando Ponedme en aquesta parte para que goce mejor la luz que el cielo reparte.

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¡Oh inmenso, oh dulce Señor, qué de gracias debo darte! Cuando como yo se vía Job, el día maldecía; mas era por el pecado en que había sido engendrado; pero yo bendigo el día por la gracia que nos da Dios en él, pues claro está que cada hermoso arrebol y cada rayo del sol lengua de fuego será con que le alabo y bendigo. (2206-21)

A mi modo de ver, el hecho de que Calderón compare a Fernando de Portugal con Job no es una simple cuestión de azar o un mero recurso estilístico, sino que con ello nuestro dramaturgo está siguiendo, de manera consciente y metódica, la tradición judeo-cristiana que establecía una estrecha relación entre el ave fénix y Job. Como ha explicado con acierto George Sajo (2005), dicha tradición se fue estableciendo en base a las diferentes traducciones, versiones e interpretaciones que con el paso del tiempo se fueron realizando en torno al versículo 29:18 del libro de Job: »Decíame yo: Moriré viejo, multiplicaré cual la arena los días». De acuerdo con Sajo, la palabra hebrea chol que aparece como «arena» en la Biblia de Reina-Valera, fue sustituida en otras versiones, como, por ejemplo, en la de los Setenta, por la palabra «fénix», e incluso por términos como «palmera» o «tronco de palmera». Además del emblema de Juan de Orozco y Covarrubias relativo al ave fénix y a la palmera y de otros documentos que muestran los cambios introducidos a lo largo del tiempo en torno a la palabra chol, el citado Sajo ofrece una extensa cita de la obra de Juan de Pineda, Commentariorum in Iob (1598-1602), en donde el jesuita andaluz lleva a cabo una explicación detenida de la metamorfosis sufrida por el ave fénix en base a las traducciones e interpretaciones del libro de Job. Dato este último que adquiere mayor relevancia si se tiene también en cuenta la influencia ejercida por la obra de Juan de Pineda en el Libro de la constancia y paciencia del santo Job (1641), de Francisco de Quevedo (Del Piero, 1969: 17-133). A quienes estén familiarizados con los comentarios de Pineda y de Quevedo sobre Job y el ave fénix, así como con la ilustración que el citado Pineda ofrece al final de su obra en torno a Job, el ave fénix y la palmera (Budick, 2005), no les será difícil observar la deuda contraída por Quevedo con el jesuita sevillano, y, lo que es más relevante para el caso que nos ocupa, el estrecho parecido existente entre muchas de las imágenes de El príncipe constante y la obra de uno y otro escritor. Descartando, por razones de cronología, que la obra de Quevedo pudiera haberle servido a Calderón de fuente de inspiración, es muy probable que nuestro dramaturgo, al igual que Quevedo, hubiera tenido en cuenta las explicaciones de Pineda en torno a las figuras de Job y del ave fénix. Me refiero, en primer lugar, a la palme-

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ra o al tronco de palmera que aparece en El príncipe constante junto al «catre de carmín» de la princesa Fénix, así como a la comparación posterior de Fernando con el ave fénix y con el Job bíblico, elementos todos ellos que aparecen en la mencionada ilustración de Pineda sobre el ave fénix. A la luz de la ilustración de Pineda y del texto de El príncipe constante, se puede decir que uno de los elementos del mito que establecen un parentesco más significativo entre Fernando y el ave fénix es la relación o dependencia de aquél con el sol, relación que la princesa mora sólo llegó a mantener en calidad de aurora. Aparte de los versos citados anteriormente (2206-21), en los que se observa claramente esta dependencia, Fernando muestra su agradecimiento a Dios por haberle dado el sol para calentarse: Cuando acaban de sacarme de un calabozo, me dais un sol para calentarme: liberal, Señor, estáis. (2226-29)

Aparte de la comparación de Fernando con Job y de la alusión a su profunda fe en Dios en medio del sufrimiento, es necesario señalar el progresivo tono espiritual que va adquiriendo su relación con el sol, detalle que alcanza su máxima expresión en el momento en que el propio Fernando le dice al rey de Marruecos que, a pesar de los tormentos, rigores y demás miserias que éste pueda infligirle, «firme he de estar en mi fe, / porque es el sol que me alumbra, / es el laurel que me ilustra» (245962). En este sentido, la escena que muestra a Fernando contemplando el sol y nutriéndose de él en la estera en que lo colocan los cautivos cristianos recuerda muy de cerca el emblema 6 de Juan de Horozco y Covarrubias que lleva por título «Ut vivam», y en cuyo lema se lee: «Flamma Dei vivax succenso in pectore veram. Non adimit vitam, quae renovata viget» [En tal fuego de amor santo no puede ser consumida, antes se alarga la vida] (Sajo, ibid.). Lema que, por otra parte, parece hallar un eco en las palabras de uno de los cautivos a Fernando: «Siglos pequeños / son los del fénix, señor, / para que vivas» (1104-06). Que yo sepa, las imágenes que relacionan a Fernando con el sol han recibido poca o ninguna atención de parte de los críticos y, en consecuencia, no han sido tenidas en cuenta como sería de desear. No obstante, y gracias a la explicación de José Julio García Arranz en torno al significado concedido al ave fénix en Le imprese ilustri de Ruscelli, podemos concluir con uno y otro autor que «El sol es Cristo, Sol de justicia, que se mostró al mundo para que todos pusieran sus esperanzas en él. Por el fuego “que viene del cielo para la renovación del fénix” ha de entenderse “el santo fuego” y la “santa luz” que nos lava y renueva... Y por el lema Ut vivat —“Para que viva”—, añade Ruscelli que se “muestra gentilmente que este Señor está dispuestísimo a morir en este cuerpo para conseguir de este modo la vida celeste y la verdadera”» (1996: 349).

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Después de mostrar a Fernando como al Job sufriente y profundamente creyente o como al ave fénix que vive del sol y para el sol, Calderón lo presenta, al igual que el pájaro mítico, llegando al trance de la muerte en el preciso momento de la «muerte» u ocaso del astro rey: Rey Sabe, Alfonso, que a la hora que Fénix le vio ayer tarde, con el sol llegó al ocaso sepultándose en dos mares de la muerte y de la espuma. (2708-12)

Dado que Fernando, en calidad de fénix o Job, ha estado siempre «dispuestísimo a morir en este cuerpo para conseguir de este modo la vida celeste y la verdadera», no es de extrañar que resucite al fin y guíe al ejército cristiano hasta las murallas de Fez en el preciso momento de la salida del sol, es decir, el de la aurora: D. Fernando En el horror de la noche por sendas que nadie sabe te guié. Ya con el sol pardas nubes se deshacen. Victorioso, gran Alfonso, a Fez conmigo llegaste. Éste es el muro de Fez, trata en él de mi rescate. (2654-61)

Curiosamente, gracias a la muerte de Fernando, en este mismo lugar y a esta misma hora, tiene lugar el «nacimiento» amoroso de Fénix, la princesa que fue llamada «segunda aurora del prado» al principio de la obra y a la que se profetizó que sería precio de un muerto. Como he tratado de mostrar a lo largo de este ensayo, las relaciones de Fénix y Fernando adquieren una dimensión singular si se las examina a la luz del mito del ave fénix y, sobre todo, de la interpretación moral del mismo. Desde este punto de vista, nada más lejos de la realidad dramática que un posible flirteo amoroso o erótico entre ellos, ya que nunca quedan relacionados a nivel afectivo o espiritual. Por el contrario, cada uno de ellos representa y encarna, en planos diferentes, dos conceptos o dos formas totalmente distintas de ver y juzgar el mundo de los valores: el representado por la belleza física de Fénix, siempre perecedera, inconstante y transitoria en el teatro de Calderón, y el de la búsqueda decidida del bien supremo a través de la renuncia constante a los bienes de este mundo, entre los que nuestro dramaturgo suele incluir, las riquezas, la belleza humana y la propia vida. Ya que en tiempos de Calderón, tal actitud podía ser considerada como afín al estoicismo pagano, nuestro dramaturgo tiene buen cuidado de cristianizarla en El príncipe constante a través de la oportuna y continua insistencia en que la renuncia de Fernando a la propia vida y a la belleza humana está motivada y soste-

dialéctica del ave fénix en el príncipe constante

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nida por la fe en Dios o por el símbolo que más la encarna y representa, la ciudad de Ceuta. Bibliografía citada Ignacio Arellano (1999). «Los animales en la poesía de Quevedo», en Rostros y máscaras, ed. Ignacio Arellano y Jean Canavaggio, Pamplona, Eunsa, pp. 13-50. Sanford Budick (2005). «Milton’s Joban Phoenix in Samson Agonistes». Early Modern Literary Studies 11.2, 5.1-15 . Pedro Calderón de la Barca (1975). El príncipe constante, ed. Alberto Porqueras Mayo, Madrid, Espasa-Calpe. Enrica Cancelliere (1994). «Estrategias simbólicas e icónicas del Thanatos en El príncipe constante de Calderón», Actas de la Asociación Internacional de Hispanistas, vol. 3, Encuentros y desencuentros de culturas desde la Edad Media al siglo xviii, ed. Juan Villegas, Irvine, Univ. of California, pp. 177-89. Julio García Arranz (1996). Ornitología emblemática: Las aves en la literatura simbólica ilustrada en Europa durante los siglos xvi y xvii, Cáceres, Universidad de Extremadura. Fray Luis de Granada (1871). Del símbolo de la fe, Obras, BAE, Madrid, Rivadeneyra. Valentina Nider (2003). «La fénix», en La Perinola: Revista de investigación quevediana, 6, pp. 161-180. Alan K. G. Paterson (1989). «Justo Lipsio en el teatro de Calderón», en Ensayos dedicados a John E. Varey: El mundo del teatro español en su Siglo de Oro, ed. José M. Ruano de la Haza, Ottawa, Dovehouse, pp. 275-91. Raúl A. del Piero (1969). «Las fuentes del Job de Quevedo», Boletín de Filología, 20, pp. 17-133. Juan de Pineda (1598-1602). Commentaeiorum in Iob libri tredecim, Sevilla. Alberto Porqueras Mayo (1977). «En torno al «Príncipe constante»: La Relación FénixFernando», Actas del Quinto Congreso Internacional de Hispanistas, vol. 2, ed. François ��������� López, Joseph Pérez, Noël Salomon, Maxime Chevalier, pp. 687-698. Roberta Strati (2007). «La fenice nella letteratura latina», Annali Online di Ferrara,Lettere, 1, http://eprints.unife.it/annali/lettere/2007vol1/strati.pdf), pp. 54-79. Jack Sage (1973). «The Constant Phoenix: Text and Performance of Calderón’s El príncipe constante», en Studia Iberica: Festschrift für Hans Flasche, ed. Karl-Hermann Körner, Klaus Ruhl, Bern, Francke, pp. 561-74. George Sajo (2005). ������������������������������������������������������������������� «Fénix en lo alto de la palmera. Múltiples interpretaciones de Job 29:18», en Silva de varia lección, http://www.studiolum.com/es/silva5.htm. John Sellars (2003). The Art of Living: The Stoics on the Nature and Function of Philosophy, Aldershot, Ashgate Publishing. Leo Spitzer (1959). Die Figur der Fénix in Calderon’s Standhaftem Primen, en Romantisches Jahrbuch, 10, pp. 305-336. William O. Stephens (2006). Stoic Ethics, en The Internet Encyclopledia of Philosophy, http:// www.iep.utm.edu/s/StoicEth.htm.

Libros de teatro en bibliotecas particulares del siglo XVII (1600-1650) José María DÍEZ BORQUE Universidad Complutense de Madrid

El teatro español del siglo xvii vivía y se hacía en los escenarios de corrales de comedias y coliseos y de otra gran variedad de espacios teatrales (calles, plazas, jardines, salones de palacios, habitaciones privadas de la realeza, conventos, colegios, etc. (Díez Borque, 1991; 2002). Pero el teatro se editaba, también, en partes, sueltas…, y además había los manuscritos del poeta, autor de comedias, etc. Si complejo es el problema del público en los distintos espacios de representación, en que hay posturas críticas encontradas, en las que no hace al caso entrar aquí, no lo es menos, aunque sea incitación apasionante, el problema de la lectura. A todos nos gustaría que hubiera respuesta satisfactoria a preguntas, entre otras, tan importantes como ¿quién leía teatro?, ¿cuáles eran las relaciones entre lectura y representación?, ¿qué proporción ocupaban los libros de teatro en las bibliotecas?, ¿en qué medida condicionaba la clase social, el precio?, y tantas otras preguntas. Pero suele ocurrir que no haya respuesta a la altura del interés de las cuestiones. Por necesidad mis intenciones aquí son más limitadas, aunque algo pueda contribuir a las interrogaciones planteadas, partiendo del análisis de una serie de inventarios de bibliotecas particulares españolas del siglo xvii, como explicaré a continuación. En estudios míos ya publicados o en prensa (Díez Borque, 2007; 2008a; prensa a; prensa b); analizo la presencia de novela en bibliotecas particulares de 1600 a 1650

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de distintas áreas geográficas y clases sociales, a partir de 65 inventarios publicados. 1 Pienso continuar esta línea de trabajo, ocupándome de los libros de poesía, y lo hago ahora con la primera entrega sobre libros de teatro. En 65 bibliotecas privadas estudiadas no se registran títulos de novelas españolas en 37, lo que supone un 56,92 por ciento y en la mayoría de las que tienen novelas aparece ésta en proporción muy reducida con respecto a la variedad de géneros que las integran (no he podido considerar la de la condesa de Lemos, 1630, Barbeito). Sí hay pues novela española en 28 (43,07 por ciento) inventarios de bibliotecas de los 65 estudiados. He tomado estos 28 inventarios (véase Apéndice: Inventarios de Bibliotecas) como referencia ahora para considerar la presencia de libros de teatro, precisamente en bibliotecas que sí acogen literatura española de ficción, frente a un elevado número en cuyos fondos no aparece literatura española. Dejo para otra ocasión el estudio de libros de teatro a la venta en librerías españolas del xvii, como ya he hecho con la novela (Díez Borque, 2008b.) Pero el problema —y no puede olvidarse— está ya en las fuentes de información: los inventarios. Retendré aquí lo que ya escribí sobre esta cuestión, porque es pertinente: A todos nos hubiera gustado que los inventarios fueran más rigurosos y exactos, pero, frecuentemente, dan los títulos en forma aleatoria, incluyen varios bajo un mismo registro, —pero, en general, son útiles para establecer el número de títulos—, hay errores, se hace difícil identificar algunas obras (me sirvo para ello de las fuentes utilizadas en cada caso, como dije, pero no doy fechas, por la dificultad de identificar ediciones). A veces, dan número de libros sin especificar títulos. En algún caso se trata de inventarios incompletos (lo que altera, claro, las proporciones). No es por ello menor el problema de identificar registro y libro pues, en alguna ocasión, bajo un mismo registro aparece más de un libro sin distinguir aquí. Pero estos son los materiales con los que hay que construir el edificio. Aparte de esto no podemos olvidar el problema de lo que no está en los inventarios y lo que ello supone para abordar las cuestiones de lectura y recepción. Aunque no me ocupo de esto aquí, no dejaré de referirme, brevemente, a ello. El profesor Víctor Infantes ha hecho un útil y juicioso balance de los problemas que plantean los inventarios, atendiendo al tipo de bibliotecas, «tipología documental del propio inventario», «clases estamentales» y número de libros, etc. Interesa aquí, sin entrar en cuestiones de lectura, como dije, su análisis de lo que no está en los inventarios, tanto libros prestados, sin valor, omitidos por varias razones, como «lo que no son libros»: relaciones de sucesos, almanaques, calendarios, sermones, oraciones, pliegos sueltos... etc. 2 Por su parte, Chevalier y Dadson 3 abordan el problema,  Chevalier, 1976: 31-36; Laspéras, 1980: 535-557; Dadson, 1998: 516-529; Infantes-López-Botrel, 2003: 787820; Delgado, 2003: 133-141; Prieto, 2004; Bouza, 2005; Manso, 1996. Cuando corrijo pruebas conozco el esudio de Lorenzo-Ferrero, que no he podido tomar en consideración aquí, con aportaciones sobre los inventarios. Habrá que contar con los estudios en curso sobre la biblioteca del conde-duque de Olivares.   Infantes, 1997: 281-292. Sobre las características del inventario, función, problemas metodológicos: Infantes, 1998: 163-170; Pedraza, 1997: 231-242; Pedraza, 1999: 137-158; Bennassar, 1984: 139-146, y los estudios citados en notas 1 y 3.   Chevalier, 1976; Chevalier, 1997: 14-24; Dadson, 1998; Dadson, 2003: 123-132 Laspèras, 1980.Vid. nota 2. 

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fundamentalmente, desde la relación inventario-lectura, en que, como he repetido, no entro aquí. Pero sí me interesa lo que apunta Dadson sobre que «un inventario no tiene por qué representar todos los libros que una persona ha poseído en su vida», las ausencias de «libros de entretenimiento», diferencias entre el elevado número de ediciones de una obra y lo que los inventarios reflejan, ausencias por mal estado del mucho uso, préstamos, desacuerdos entre el status del poseedor y sus libros, dificultad de extraer conclusiones por el reducido número de libros de algunas bibliotecas, etc. Por otra parte, el propio Dadson valora los distintos tipos de fuentes (inventarios postmortem, inventarios en vida, inventarios de ventas, testamentos, etc.) y su utilidad. En este sentido, Chevalier no deja de plantear que «la presencia de un libro en una casa no significa gran cosa, o mejor dicho puede significar varias cosas», y lo concreta, después, en la diferencia de lecturas de clérigos y letrados y lo que significan sus bibliotecas especializadas. (Dadson, 1998: 14 y ss.; Chevalier, 1997: 22-24.) Con todas estas cautelas y muchas más —y sin entrar en la valoración de una ya rica bibliografía sobre bibliotecas— 4 va lo que sigue, que en su voluntaria limitación a los datos ciertos quizá pueda aportar algún elemento de juicio para que cada lector, según sus intereses, extraiga sus propias conclusiones. Decididamente no entro en los resbaladizos y conjeturables terrenos de la lectura, como he dicho, que cuentan ya con una bibliografía importante.  5 (Díez Borque, 2008: 140-142.)

Las 28 bibliotecas consideradas aquí abarcan cronológicamente todo el período estudiado y pertenecen a distintos estamentos sociales: rey, aristocracia (duques, condes, marqueses…), órdenes (caballeros de Santiago), cargos (protonotario, comisario del Santo Oficio, contador de resultas), profesionales liberales (arquitecto, ingeniero, maestro, artista), artesanos y trabajadores (agente de negocios, cerero, platero, mercader, guantero, carpintero, cordonero), gente de hábitos (canónigo). Hay, pues, todo un abanico social que refleja la pluralidad de estamentos del siglo xvii. Naturalmente que me hubiera gustado que el número de inventarios disponible fuera mayor, pero he de decir que los 65 considerados para la novela son todos los que he podido  No puedo entrar aquí en la rica y extensa bibliografía sobre bibliotecas, porque desborda los límites y alcance de este estudio, pero quiero recordar, aunque sea en mera nómina, los trabajos, en distintos aspectos, de varios investigadores, que se suman a los ya citados supra. Desde los de amplio alcance, cuestiones generales, historia, función, tipología, organización, escritura-lectura, etc., de Amado, Baratín, Bouza, Cátedra, Chartier, Escolar, Geal, Hernández González, Huarte, López (M), López Vidriero, Martínez Pereira, Millares, Solís…, a los de bibliotecas particulares: Dadson (varias), Entrambasaguas (Ramírez de Prado), Freitas (marqués de Niza), Prieto (palacio de Pastrana), Manso (conde de Gondomar)...; Barbier, Bouza, Chartier… (realeza, príncipe). Habría que sumar estudios sobre bibliotecas del clero de varios estudiosos: Burgos, Hevia, Vaquerizo; de mujeres: Cátedra, Guillaume-Alonso…; distintas áreas geográficas y ciudades: García Cárcel (Cataluña); Prieto (Madrid); Rojo (Valladolid); Sanz (Sevilla); Weruaga (Salamanca); etc.    Varios de los estudios citados en notas anteriores, al tratar de las bibliotecas, se ocupan, también, de la lectura y su variada problemática. Como queda dicho, no entro aquí en estas cuestiones, pero no quiero dejar de citar, de nuevo en mera nómina, a varios investigadores que han hecho aportaciones en este campo, y a cuyos estudios puede acudir el lector interesado. Sumaré a los ya citados: Baranda, Bödeker, Capello, Carvallo, Castillo, Cayuela, Cerdá, Courcelles-Val Julián, Darnton, Frenk, Geal, Goulemot, Herpel, Ife, Jauralde, Le Flem, López, F., Manguel, Peña, Petrucci, Prieto, Salavert, Sanz Hermida, Simón, Texton... Por otra parte, de gran interés son algunos colectivos como Livre et lecture en Espagne et en France sous l´Ancien Régime, Paris, A.D.P.F., 1981; De l´alphabetization aux circuits du livre en Espagne, xvie et xviie siècles, París CNRS, 1987; y los números monográficos de BHi: La culture des Elites Espagnoles à l´Epoque Moderne, 97,1, 1995; Les livres des espagnols à l´Epoque Moderne, 99, 1997; Lisantes et lecteurs en Espagne xve - xixe siècle, 100,2, 1998. 

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conseguir a la luz de la información bibliográfica citada en nota 1. Y los que tengo en cuenta para el teatro, como queda dicho, son aquellos en los que sí hay novela, como explicaré después, pero con la impresión fundada, aunque no cuantificada, por la constitución de esas librerías, como estudié en su día, de que no hay significativamente teatro español en las bibliotecas en que no aparece ningún tipo de novela, pero estudiaré el conjunto en otra ocasión (prensa b), pues sí aparece teatro en otras lenguas. Esto es lo que hay, y con estos mimbres ha de fabricarse el cesto. De las 28 bibliotecas no se da relación completa de libros existentes en ellas de cuatro. Considerando en consecuencia 24, tenemos el primer dato importante a considerar: en 9 no aparece ningún tipo de libro de teatro, es decir, un 37,50 por ciento. Pero todavía es más contundente el hecho de que —prescindiendo de La Celestina, que encontramos en 8 bibliotecas— sólo aparecen obras de teatro español en 6 (25 por ciento) y, además, en proporción muy reducida, como veremos, excepto en la biblioteca de Felipe IV —y no mucho, como se verá— y en la del verdadero bibliófilo que fue el conde de Gondomar. Pero hay que tener presente que en la biblioteca real había más de 2.000 libros y en la del conde de Gondomar más de 6.471 libros, con lo cual, como consideraré después, las proporciones de libros de teatro son significativamente reducidas, coherentemente con lo que ocurre en las otras bibliotecas. Pero todavía se «agravan» las cosas si tenemos presente que en las 37 bibliotecas en las que no hay novela, del conjunto de las 65 que consideré para ello, prácticamente no había literatura española. Aunque no he hecho el cómputo específicamente para el teatro, cabe pensar, razonablemente, por la estructura de estas bibliotecas que estudié, que tampoco tendrían, significativamente, teatro español en sus fondos, como dije. Creo que los datos son tan contundentes que se comentan por sí solos. Sin entrar aquí en debates que no hacen al caso, prescindiendo de La Celestina que, como dije, aparece en 8 (33,33 por ciento) bibliotecas, y de algunas obras que no he podido documentar y, en consecuencia, establecer una clasificación genérica, tenemos que obras teatrales aparecen en los inventarios de 15 bibliotecas (62,50 por ciento). Como dije, sólo en 6 (25 por ciento) (12; 14; 15; 20; 25; 26) hay obras de teatro español, lo que supone una destacada presencia de teatro en otras lenguas como literatura dramática para la lectura, sin competencia ni relación con lo representado. Encontramos a los comediógrafos latinos, Plauto y Terencio. Terencio está presente en 5 bibliotecas (5; 12; 15; 24; 26). Plauto en 3 (15; 25; 26) bibliotecas. Especial consideración merecen, en este sentido, las bibliotecas del conde de Gondomar y del rey Felipe IV porque en la primer hay 6 ediciones de Terencio y 3 en la segunda y 3 ediciones de Plauto en la del rey Felipe IV. Otros autores latinos, como Séneca, aparecen en dos bibliotecas (15; 26) (dos ediciones y un manuscrito en la del conde de Gondomar, 15.) Los grandes dramaturgos griegos sólo aparecen en la gran biblioteca del conde de Gondomar: 3 ediciones de Sófocles; 2 de Eurípides y 4 ediciones de Aristófanes (15.) Teatro en portugués —dejando aparte el caso de Gil Vicente— hay en 5 bibliotecas, lo que es un hecho significativo. Comedias en portugués, Comedias portugue-

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sas, sin más especificaciones, hay en la bibliotecas de la duquesa de Béjar (1) y en la del rey Felipe IV (26), pero encontramos, además, obras teatrales de Ferreira (14; 15; 19; 26) Rodrigues Lobo (15; 19); Sa de Miranda (15); Noronha (15); Prestes, Camoens y otros (15.) Teatro italiano hay en 6 bibliotecas (12; 14; 15; 24; 26; 28). En la biblioteca de Montenegro (12) encontramos Ocho comedias en italiano; Ariosto y Lacalandia en la del conde de Benavente; y varias en la de Felipe IV (26). Tragedias: la Merope, del Dolce; comedias: Del amor constante; del Porta. Pero especial atención y comentario merece la del conde de Gondomar en la que encontramos más de 50 comedias y tragedias en italiano de multitud de autores como Ariosto, Dolce, Bozzi, Faroni, Porta, Centio, Bonarelli, Pazzi, Forzate, etc. Es decir, dramaturgos menos conocidos, lo que significa un gran conocimiento del teatro italiano por parte del conde de Gondomar. Tras la constatación de la presencia importante de teatro extranjero, llegamos a lo que más nos interesa aquí, el teatro español. Hay que recordar las exiguas proporciones, ya apuntadas más arriba, de la aparición del teatro español antes de analizar y valorar lo que hay, recordando la casi certeza de que tampoco aparezca, como dije, en las restantes que consideré en su momento para la novela (Díez Borque, 2007; 2008; prensa a y b). Aunque me resulte enojoso dar cifras y porcentajes —en los que no se me oculta que puede deslizarse algún error— me parece importante para que se tenga constancia de la muy reducida y escasa presencia de libros de teatro español en esta significativa muestra —a tenor de lo que hay— de bibliotecas particulares españolas del siglo xvii. Así tenemos no sólo el reducido número de bibliotecas en que aparece teatro español (6 de 24, como sabemos), sino la mínima presencia proporcional en ellas con respecto al número de libros en total: 12: 0,16 por ciento; 14: 10,11 por ciento; 15c.: 0,29 por ciento; 20: 1,11 por ciento; 25: 3,22 por ciento; 26: 0,35 por ciento. Salta a la vista un hecho rotundo y contundente: la no presencia de los dramaturgos del canon de excelencia del xvii (Guillén, Ruiz de Alarcón, Mescua, Tirso, Calderón, Moreto…), aunque ignoramos lo que pueda haber en esos ocho volúmenes de Comedias de Lope de Vega y otros diferentes autores (edición y manuscritos), de la biblioteca del conde de Gondomar (15) a que me referiré después. Sólo aparecen Cervantes, Lope de Vega, Pérez de Montalbán y Góngora, y en proporción muy reducida, como vamos a ver, excepto, una vez más, en la biblioteca del conde de Gondomar. El teatro de Cervantes lo encontramos sólo en la biblioteca del conde de Gondomar (15) a no ser que el Pedro de Urdemalas de la biblioteca del contador de resultas, González (25), pueda ser la obra cervantina, como apunta Prieto (2004: 211). El de Góngora en la del conde de Gondomar (15) y el de Pérez de Montalbán en la ya citada del contador de resultas González (25). Y nada más, exceptuando el caso de Lope. El teatro del impar Lope de Vega solamente aparece de forma significativa en la excepcional biblioteca del conde de Gondomar, como diré, pues aparte de ella sólo

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está una vez en la del rey Felipe IV (26) y otra en la de Tornamira (20), que también contaba con obras de ficción como La Arcadia de Lope, Don Diego de noche, de Salas Barbadillo, Lisardo enamorado de Castillo Solórzano (Díez Borque, 2007; 2008; prensa a y b). En la biblioteca del conde de Gondomar, pero ya sabemos las especiales circunstancias de ella, sí hay una presencia destacable, impresa y manuscrita, de las comedias de Lope (junto con otros dramaturgos sin especificar): 2 ediciones y ocho volúmenes manuscritos de Comedias de Lope de Vega y otros diferentes autores y tiene, además, las Rimas, con el Arte nuevo. Por otra parte, resulta significativo el que en esta misma biblioteca encontremos el Viaje entretenido de Rojas; tan importante para la vida teatral. Y a esto se reduce el teatro español del siglo xvii en estas bibliotecas. Creo que no necesita más comentario por mi parte ahora, pero adelanto las diferencias, en este sentido, con el teatro del siglo xvi, que vamos a ver a continuación. Encontramos la obra, en algunas ocasiones en varias bibliotecas, de los dramaturgos más importantes del siglo xvi, aunque siempre dentro de los cauces de la restringida presencia que conocemos y venimos viendo. Pero destaca también el que aparezcan autores y obras menos conocidos y que no forman parte del «canon de excelencia» del teatro del siglo xvi. Me parece un hecho significativo para la historia de la literatura dramática en cuanto a las diferencias de recepción en el pasado y hoy, y en cuanto a lectura-representación. Solamente en cuatro bibliotecas aparecen obras teatrales españolas del siglo xvi (12; 14; 15; 26), y con más de un dramaturgo sólo en las del mercader Benito, conde de Gondomar y rey Felipe IV. Es curioso el caso de la biblioteca del mercader Benito (14) por la destacada presencia de comedia y tragedia del xvi, junto a Naharro, y el hecho reseñable de que aparezcan tres ediciones de las tragedias de Bermúdez en una biblioteca de 89 libros. Por otra parte, como sabemos, las bibliotecas del conde de Gondomar y del rey Felipe IV, por sus características y número de libros, son las que más posibilidades tienen, pero, precisamente, el elevado número de libros reduce el valor significativo para el conjunto de la presencia de libros de teatro en ellas. Varia obras y autores del xvi sólo aparecen en una biblioteca: Florisea (14); Selvagia (14); Comedia de Preteo (Ayllón) (15); Primeras tragedias (Silva) (19); Tragicomedia de Lisandro (15); Doleria (15); Tragedias (Bermúdez) (pero con varias ediciones, como vimos, 14); ¿Pedro de Urrea? (15). Importantes dramaturgos del xvi aparecen en dos bibliotecas: Encina (15, 26); Gil Vicente (15, 26); Rueda (15, dos obras; 26); Virués (15, 26); Cueva (12; 15, con dos ediciones en ésta; 26). Por fin, un autor fundamental, como Naharro, aparece en 3 bibliotecas (14; 15 con 2 ediciones; 26). Datos todos tan contundentes que no necesitan más comentario, aunque a ello volveré en el futuro. Apéndice: Inventarios de bibliotecas Sigo, en general, el orden e identificaciones bibliográficas de los inventarios citados, aunque por razones de espacio doy de forma abreviada las referencias de

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autores (que no repito en posteriores citas) y obras, sin indicar las traducciones, ni entrar en discusiones, que no hacen al caso, sobre alguna duda de identificación, que indico entre interrogaciones. Utilizo distintos procedimientos de cita, según los inventarios. Para los problemas de los inventarios y registro = libro ha de verse lo que se dice en el estudio.   1. (1602) —«Brianda de la Cerda y Sarmiento. Duquesa de Béjar», Dadson, Trevor J., Libros, lectores y lecturas, Madrid, Arco/Libros, 1998, pp. 424-431. —58 libros. —Comedia en portugués.   2. (1602) —«Disociación entre lecturas y actividad laboral. Magno Lucenberg, agente de negocios de los Fúcares, (…)», Prieto Bernabé, José M., Lecturas y lectores (…), Mérida, ERE, 2004, pp. 315-318. —24 libros.   3. (1602) —«Lecturas tradicionales en la biblioteca de Pedro García Carrero, cerero (…)», Prieto Bernabé, José M., Lecturas y lectores (…), pp. 382-386. —36 libros.   4. (1603) —«El platero Juan de Arfe y Villagarcía y el inventario de sus bienes», Barrio Moya, J.L., Anales del Instituto de Estudios Madrileños, 19 (1982), pp. 30-31. —22 libros.   5. (1604) —«Dos Antonios de Segura y la librería de Antonio de Sigura», Astrana Marín, Luis, Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes (…), Madrid, Instituto Editorial Reus, 1958, VII, pp. 792-793. —52 libros. —Terencio, en romance.   6. (1604) —«Alonso de Barros (1604)», Dadson, Trevor J., op. cit., pp. 369-383. —151 libros. —Fernando de Rojas, Celestina.   7. (1609) —«Una biblioteca fuertemente secularizada: la de Alonso Carrión, platero de oro (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 375-380. —54 libros.   8. (1610) —«Francisco Arias Dávila y Bobadilla, IV Conde de Puñonrostro (1610)», Dadson, Trevor J., op. cit., pp. 342-357. —182 libros.   9. (1613) —«La librería del arquitecto Juan Gómez de Mora» («Documentos para la biografía de Juan Gómez de Mora»), Agulló y Cobo, M., Anales del Instituto de Estudios Madrileños, 9 (1973), pp. 64-66. —69 libros. 10. (1618) —«Pedro Ocón, canónigo de Toledo», Astrana Marín, Luis, Vida ejemplar, op. cit., p. 795. 11. (1621) —«Libros de Pedro de Párraga», Ibidem, pp. 261-263. —c. 87 libros —Celestina.

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12 (1621) —«Juan Bautista de Monegro, su biblioteca y “De divina proportione”», Marías, Fernando, Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, 53 (1980), pp. 91-117. —610 libros. —«6 por ciento libros literarios o de entretenimiento, poesía, teatro, novela, épica» (p. 93.) —Ocho comedias en italiano. —Obras de Juan de la Cueva. —Terencio en latín y romance. 13. (1622) —«Libros del marqués de Celada», Astrana Marín, Luis, Vida ejemplar, op. cit., p. 795. 14. (1622) —«Entretenimiento y vocación intelectual a través de la lectura. An��� drés Benito, mercader portugués (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 318-327. —89 libros. —J. Rodríguez Florián, Comedia Florinea. —Alonso de Villegas, Comedia Selvagia. —Jorge Ferreira, Comedia Eufrosina. —Jerónimo Bermúdez, Primeras tragedias (3 ediciones.)



—G. B. Guarini, El pastor Fido. —Antonio de Silva, Tragedias españolas (2) (Bermúdez) —Nise laureada (¿Bermúdez?)

—Bartolomé de Torres Naharro, Propalladia. 15. (1623) «Inventario de la librería del conde de Gondomar», Manso Porto, Carmen, Don Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar (1567-1626). Erudito, mecenas y bibliófilo, s. l., Xunta de Galicia, MCMXCVI, pp. 415-636. —Más de 6471 libros (p. 417.) —Aristófanes, Obras (4 ediciones.) —Eurípides, Tragedias (2 ediciones.) —Sófocles (3 ediciones.) —Terencio, Comedias (6 ediciones.) —Séneca, Tragedias (dos ediciones y un manuscrito.) —Plauto, Comedias. —Gabriel Lasso de la Vega, Tragedias. —Lope de Rueda, Obras (2 ediciones). —Agustín de Rojas, Viaje entretenido. —¿Pedro de Urrea, Su obra? —Cancionero de Enzina. —Propalladia (2 ediciones.) —Álvarez de Ayllón, Comedia de Preteo y Tibaldo. —Antonio de Silva, Primeras tragedias españolas. —Juan de la Cueva, Obras (2 ediciones.) —Comedias de Lope de Vega y de otros autores (1 edición y 1 manuscrito.)

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—Cuatro comedias de Lope de Vega y Góngora. —Lope de Vega, Rimas, con el Arte de hacer comedias. —Miguel de Cervantes, Ocho comedias. —Tragicomedia de Lisardo y Roselia. —La Dolería, comedia. —Cristóbal de Virués, Obras trágicas. —Rodrigues Lobo, As eglogas. —Prestes, Camoens, otros, Autos y comedias. —Gil Vicente, Obras. —Jorge Ferreira, Comedia de Ulisipo. —Sa de Miranda, Comedia. —Comedia Eufrosina.

Tragedias y comedias en italiano Bajo este epígrafe se incluye, específicamente, la relación de 45 comedias y tragedias en italiano (vid. pp. 601-602.) —Paulo Bozzi, Rappresentatione del Giuditio Universale. —Massimo Faroni, I sospetti, comedia. —Christo in Passione, tragedia. —Malatesta Porta, I santi innocenti, tragedia. —Ercolano Ercolani, Eliodoro, comedia. —Alessandro Centio, Il padre afflitto, comedia. —Fulvio Ghirlandi, Gli amorosi travagli, comedia. —Comedia de don Antonio de Noronha (manuscrito.) —(Sin identificar obras de Delrii, Naogeorgi, Cruci.) 16.������������������������������������������������������������������������������  ���������������������������������������������������������������������������� (1627) —«Los gustos literarios de una incipiente burguesía: la magnífica biblioteca de Francisco Moreno, guantero de la reina (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 387-430. —399 libros. —Celestina. 17. (1628) —«Una persona de no modestas ambiciones intelectuales: la colección de Francisco Álvarez de Garay y Ocampo, maestro (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 269-300. —285 libros. 18. (1630) —«La biblioteca del capitán don Jerónimo de Soto (Tradición y necesidad. La cultura de los ingenieros militares en el Siglo de Oro: la biblioteca y la galería del capitán don Jerónimo de Soto)», Laso Ballesteros, Ángel, Cuadernos de Historia Moderna, 12 (1991), pp. 83-109. —124 libros + 37 manuscritos. —Celestina. 19. (1630) —«Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas (1630)», Dadson, Trevor J., op. cit., pp. 391-409.

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—156 + 54 libros. —Églogas de Francisco Rodrígues Lobo. —Comedia de Ulisipo. 20. (1630) —«Juan Francisco de Tornamira y Soto (1620-1630)», Dadson, Trevor J., op. cit., pp. 383-391. —3+23+64. —Doce comedias de Lope de Vega. 21. (1631) —«Ficción, historia y devoción: el entorno cultural de un modesto cordonero. Manuel de Ayllón (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 448451. —34 libros. —Celestina. 22.�������������������������������������������������������������������������  ����������������������������������������������������������������������� (1631) —«La biblioteca de Miguel López de Olivares, agente de negocios (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 345-346. —14 libros. 23. (1633) —«Sebastián de Mesa, comisario del Santo Oficio», Astrana Marín, Luis, Vida ejemplar, op. cit., p. 795. 24. (1633) —«La biblioteca del Conde de Benavente», Herrero, Miguel, Bibliografía Hispánica, XXXVII (1942), pp. 18-33. —c. 400 libros. —Celestina. —Lacalandia en comedias. —Comedias de Ariosto. —Terencio poeta. 25. (1636) —«Consumo de literatura castellana de ficción: la biblioteca de don Cristóbal González Cossío de la Hoz, contador de resultas de su majestad (…)», Prieto Bernabé, José M., op. cit., pp. 209-216. —62 libros. —Juan Pérez de Montalbán, El señor don Juan de Austria (Prieto, 210.) —Celestina. —Pedro de Urdemalas (¿Salas B. o Cervantes?) (Prieto, 211.) —Comedia de Plauto. 26. (1637) —El libro y el cetro. La biblioteca de Felipe IV en la Torre Alta del Alcázar de Madrid, Bouza, Fernando, Salamanca, Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, 2005, pp. 169 y ss. —Más de 2000 libros. —Eufrosina (2 ediciones.)



—Lucila Constante (Silvio Fiorillo.)

—Celestina. —Plauto (3 ediciones.) —Terencio (3 ediciones.) —Propalladia. —Obras de Juan del Encina.

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—Autos e Comedias portuguesas. (Antonio Prestes.) —Obras de Cristóbal Virués. —Obras de Gil Vicente. —El pastor Frido. —La reina Matilde (Giovanni D. Berilacqua.) —Obras de Juan de la Cueva. —Las tragedias de Séneca del Dolce. —Tragedias La Mérope y Tancredo (Pomponio Torelli.) —Tragedias del Dolce. —Comedia del amor constante (2) (Alexandro Piccolomini.) —Comedia del Porta. —Lope de Rueda. —Comedias de Lope de Vega. —El celoso (Ercole Bentivoglio.) 27. (1644) —«Juan de Aguilar, caballero de Santiago», Astrana Marín, Luis, Vida ejemplar, p. 795. 28. (1650) —«Una colección de amplios horizontes y formación humanística: la de Bartolomé de Arnolfo, mercader de ganado (…)», Prieto Bernabé, José M.ª, op. cit., pp. 328-345. Comedias de los muertos vivos (Sforza Oddi.) —153 libros.

Bibliografía citada Bartolomé Bennassar (1984). «Los inventarios post-mortem y la historia de las mentalidades», en La documentación notarial y la historia: Actas del II Coloquio de Metodología Histórica Aplicada, Santiago, Colegios Notariales, Universidad, pp. 139-146. Fernando Bouza (2005). El libro y el cetro. La biblioteca de Felipe IV en la Torre Alta del Alcázar de Madrid. Salamanca: IHL y L. Maxime Chevalier (1976). «Inventarios de bibliotecas particulares», en Lectura y lectores en la España de los siglos xvi y xvii, Madrid, Turner, pp. 31-36. —  (1997). «Lecturas y lectores…, veinte años después», BHi, 99,1, pp. 14-24. Trevor J. Dadson (1998). «Apéndice 2. Lista de inventarios de bibliotecas particulares», en Libros, lectores y lecturas, Madrid, Arco/Libros, pp. 516-529. —  (2003). «Las bibliotecas particulares en el Siglo de Oro», en V. Infantes, F. López, J. Botrel (eds.), Historia de la edición y de la lectura en España 1472-1914, Madrid, Fundación G. Sánchez Ruipérez, pp. 123-132. (1987). De l´alphabetisation aux circuits du livre en Espagne, xvie et xviie siècles, París, CNRS. Juan Delgado (2003). «Los catálogos de libreros y editores», en V. Infantes, F. López, J. Botrel (eds), Historia de la edición y de la lectura en España 1472-1914, Madrid, Fundación G. Sánchez Ruipérez, pp. 787-820. José María Díez Borque (ed.; 1991). Espacios teatrales del Barroco español, Kassel Reichenberg.

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—  (2002). «Teatro español del siglo xvii: pluralidad de espacios, pluralidad de recepciones», en El teatro del Siglo de Oro ante los espacios de la crítica. Encuentros y revisiones, ed. E. García Santo-Tomás, Madrid, Frankfurt, Iberoamericana-Veuvert, pp. 139-172. —  (2007). «Novelas en bibliotecas particulares del Siglo de Oro (III): Picaresca», Estudios para Maria Idalina Resina Rodrigues, Maria Lucília Pires, Maria Vitalina Leal de Matos, ed. I. ���������������������������������������������������������������������� Almeida, M. I. Rocheta, T. Amado, Lisboa, Universidad, pp. 537-567. —  (2007). «Bibliotecas y novela en el Siglo de Oro», HR, 75, 2 (Spring, 2007), pp. 181203. —  (2008a). «Novelas en bibliotecas particulares del Siglo de Oro (II): Pastoril», en Arkadien in den Romanischen Literaturen. Zu Ehren von Sebastian Neumeister zum 70. Geburtstag, ed. ������������������������������������������������������������������������ R. Friedlein, G. Poppenberg, A. Volmer, Heidelberg, Univessitätsverlag, pp. 189-214. —  (2008 b). «Novelas a la venta en librerías españolas del Siglo de Oro», BHi, 110, 1, pp. 91-109. —  (Prensa a). «Novelas en bibliotecas españolas del Siglo de Oro (1600-1650) (I): Caballerías y géneros afines», Homenaje a Caravaggi, Pavía, Universidad de Pavía. —  (Prensa b). Literatura (novela, poesía, teatro), en Bibliotecas particulares del Siglo de Oro. Víctor Infantes (1997). «Las ausencias en los inventarios de libros y de bibliotecas», BHi, 99,1, pp. 281-292. —  (1998). «La memoria de la biblioteca: el inventario», en El escrito en el Siglo de Oro. Prácticas y representaciones. El libro antiguo español, V. Dir. P. M. Cátedra, A. Redondo, M. L. López-Vidriero, ed. J. Guijarro, Salamanca Universidad, Sorbonne, SEHL, pp. 163-170. Víctor Infantes, François López, Jean-François Botrel (eds.; 2003). «Bibliografía: primera parte», en Historia de la edición y de la lectura en España 1472-1914, Madrid, Fundación G. Sánchez Ruipérez, pp. 787-820. La culture des Elites Espagnoles à l´Epoque Moderne (1995), BHi, 97, 1. Jean Michel Laspéras (1980). «Chronique du livre espagnol. Inventaire de bibliothèques et documents de librairie dans le monde hispanique aux xvie, xviie siècles», Revue Française d´Histoire du Livre, XXVIII, pp. 535-557. Les livres des espagnols à l´Epoque Moderne (1997), BHi, 99, 1. Livre et lecture en Espagne et en France sous l´Ancien Régime (1981). Paris, ADPF. Lisantes et lecteurs en Espagne xve - xixe siècle (1998), BHi, 100, 2. Francisco Javier Lorenzo-Florian Ferrero (2004). «Fuentes locales para el estudio del libro y de la lectura en Castilla en el siglo xvii: problemas y perspectivas de trabajo», Signo, 13, pp. 45-62. Carmen Manso (1996). Don Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar (1567-1626), Erudito, mecenas y bibliófilo, La Coruña, Xunta de Galicia. Manuel J. Pedraza (1997). «Los estudios sobre inventarios y catálogos de bibliotecas en Aragón en la Edad Moderna», BHi, 99, 1, pp. 231-242. —  (1999). «Lector, lecturas, bibliotecas…: El inventario como fuente para su investigación literaria», Anales de documentación, 12, pp. 137-158. José Manuel Prieto (2004). Lecturas y lectores (…), Mérida, ERE.

Tisbea, el Marqués de la Mota y Juan Tenorio: una curiosa reiteración Laura DOLFI Universidad de Parma

Analizando El burlador de Sevilla destacamos ya (Dolfi, 1998: XXVIII) que, a lo largo del enredo, Tirso propone una progresiva gradación del concepto de burlar: empieza por el despreocupado desdeño de Tisbea, pasa a la actitud libertina del Marqués de la Mota (que actúa sus «perros muertos» separada y juntamente con don Pedro de Esquivel y con don Juan Tenorio), y llega por fin a la hipérbole en el engaño y en la profanación perseguida por el protagonista. Del mismo modo destacamos (Dolfi, 2000: 41-42) que la analogía entre el amargo comentario «el que vive de burlar / burlado habrá de escapar» (que la pescadora pronuncia en su queja: 1 Tirso, 1989: 1351-52) y el «tú pretendes que escapemos / una vez, señor burlados» (con el que Catalinón amonesta a su amo: 1349-50) guía indirectamente al espectador a establecer un paralelismo entre estos dos personajes que —si bien de manera muy diferente— eligen la burla como forma irreductible y satisfecha de conducta. Es más, ambos manifiestan indiferencia ante el sufrimiento amoroso de los demás, 2 exhiben desprecio-irrisión (compárese el «de todos río» de Tisbea al «¡Del mote [de Ulloa] reírme quiero» de Tenorio: 413 y 2250) y se ufanan de sus

  Confesando su actitud no más que al aparecer en las tablas. Piénsese también en la perífrasis «la que de esta costa burla hacía» (2189) con la que ella misma se coloca entre quienes burlaron a sus enamorados (o amantes) insistente y ligeramente.   Una indiferencia que, en el caso de Tisbea, se ajusta al tópico de la mujer desdeñosa e ingrata.

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privilegios, 3 siendo objetivamente los únicos que parecen quedar exentos de castigos: de los de amor, o de los de la justicia. Además, sus respectivas historias están marcadas por la misma consecuencialidad (culpa/condena) y por el mismo mecanismo de «punición engañosa». En efecto, tanto Tisbea (por sus repetidos desprecios) como don Juan (por sus reiterados agravios) quedarán afectados por un cambio de papel imprevisto que los transforma de burladores en burlados: víctimas, la primera, de las mentirosas promesas del caballero y, el segundo, de la «traición y alevosía» del Convidado de piedra (2077). 4 «Contrafigura a lo profano» de don Juan (Dolfi, 2004: 143), también Tisbea tendrá que enfrentarse con la justicia divina: no con el severo Dios cristiano, sino con un dios pagano igualmente implacable —Amor— que la condena a sufrir un «fuego» insoportable (el metafórico del sufrimiento amoroso; como más tarde el caballero sufrirá el real y sobrenatural). 5 Y, para ambos, la pena se ejecutará «por interpósita persona»: siendo don Juan quien tomará venganza de los pescadores burlados, así como la estatua de Ulloa quien desagraviará a las diferentes mujeres ultrajadas. Pero no es todo. Si reflexionamos más atentamente sobre este inusual paralelismo (Tenorio-Convidado), nos damos cuenta de que la misma condición de náufrago de don Juan y las palabras que él pronuncia al encontrar a Tisbea pueden adquirir un significado más profundo. No sólo, en efecto, el caballero llega a la playa de Tarragona como muerto (lo afirma espantado su fiel Catalinón: «muerto está», 551), sino sus mismos comentarios ante la belleza de la mujer remiten —aunque sólo metafóricamente— a esa identificación. Conformándose al tópico amor-muerte y adelantando la aparición en las tablas de la estatua de Ulloa—, el joven declara en efecto, y explícitamente, su condición atípica: «Muerto soy» afirma al hablar con la pescadora (692), 6 y luego insiste «Muerto voy», «estoy muriendo» (684, 897). Es más; llevando adelante este juego metafórico, cuando la joven destaca la incongruencia de su afirmación («¿Cómo, si andáis?»: 692) —acude a una expresión idiomática («Ando en pena»: 694) 7 que alude aún más claramente a su supuesta índole sobrenatural. 8 De esta manera, en suma, don Juan se presenta ante su víctima como un alma llegada del más allá para pedir reparación a quien le   Emblema de una jactancia que lleva al fracaso puede considerarse la imagen de la nave (donde don Juan viaja y que Tisbea contempla) que —equiparada a «pavón», con su «orgullo» y «pompa»— se hunde en el mar borrascoso (Tirso de Molina, 1989: 482-516). De alguna manera parecido destino sufrirá la joven que, vencida por don Juan, intenta ahogarse en aquellas mismas aguas (1043).   Sobre la técnica engañosa que el Convidado utilizada con don Juan, remito a Dolfi: 2008, 67-75.    Piénsese en la perfecta correspondencia entre el «¡[...] que me quemo / [...]!» con el que Tisbea expresa su desesperación amorosa (986) y el grito «¡Qué me quemo, que me abraso!» con que Juan Tenorio se dirige al Convidado (2769), y que se reitera en los siguientes: «¡Que me abraso! No me abraces / con tu fuego!» (2748-49), «Que me abraso [...]» (2759).   Añádanse los juegos entre el nivel real y metafórico de su muerte: «A Dios [...] pluguiera / que en el agua me anegara, / para que [...] / [...] en vos no muriera» (621-24).   Como se recordará el comendador de Ulloa afirma en cambio estar «en gracia» (2460).   A este respecto no se olvide que, en su queja, la pescadora abandonada lo considerará una aparición llegada improvisadamente de ‘otro mundo’ («nube que del mar salió»: 1010).

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mató; siendo por supuesto su muerte —al contrario de la del Comendador— sólo ficción metafórica. 9 Junto con su evidente y fundamental papel de seductor engañoso, el caballero acaba por ejercer así, para con Tisbea, otro más escondido papel —el de vengador— del todo parecido al que —más tarde y mutatis mutandis— la estatua de Ulloa ejercerá para con él (siendo ambos —como observamos arriba— «enviados» por una superior autoridad ultraterrenal: Amor o Dios). Asimismo, como la pescadora manifiesta con un «anegar mis entrañas» (1011) el hondo sufrimiento físico que la huida de Tenorio le ocasionó, el caballero aludirá al dolor y al miedo que el estrechar la mano justiciera del Comendador le provoca con una expresión parecida: su corazón se le ha helado «dentro de las entrañas» (2463). Actitud (burladores), rendición de cuentas (burlados) y castigo (fuego «eterno») unen pues a Tisbea y a don Juan. Además, así como el joven se hundirá en el más allá para expiar su pena, también Tisbea —con su desesperada queja, «¡Fuego, fuego, zagales! ¡Agua, agua, / amor clemencia, que se abrasa el alma»— se identifica con un alma ‘condenada’ que se quema entre las llamas e implora la indulgencia del inflexible dios (Amor). 10 No queda mucho más por añadir. Sin embargo, queremos señalar otra curiosa analogía, o sea el hecho de que el castigo infligido, antes a Tisbea y luego a Tenorio, acabe por extenderse a los lugares que con ellos se relacionan simbólicamente: la cabaña, donde la pescadora vivió sus burlas y donde acogió al noble caballero, y la capilla donde éste escarneció a la estatua del Comendador. Ambas abrasarán, la primera metafóricamente —junto con la joven abandonada— por la airada voluntad de Amor («mi cabaña se abrasa!», «quiere amor quemar cabañas»: 987, 993) , y la segunda realmente —junto con don Juan— por la implacable «justicia de Dios» (2757; «Toda la Capilla se arde» : 2776). Si, pues, varias e intencionadas coincidencias ligan a estos dos personajes (diferentes —insistimos— por su caracterización y funcionalidad dramática), 11 otros y mayores matices unen al Marqués de la Mota con don Juan: su adhesión a la burla es mucho más explícita y concreta, también él es un noble poderoso y privilegiado que suele ufanarse de sus bravatas, etc. Su historia constituye en suma —a nuestro parecer— la segunda anticipación de aquel ya aludido cambio de papel (burlador-

  ������������������������������������������������������������������������������������������������������� Es interesante destacar, con este motivo, el nexo muerte-ascensión-resurrección que el caballero propone ante la joven: «Vivo en vos, si en el mar muero. / [...] / pues del infierno del mar / salgo a vuestro claro cielo», «Con tu presencia recibo / el aliento que perdí» (584-88, 639-40). Sin ����������������������������������� embargo, mientras las palabras del caballero siguen jugando entre el plan metafórico y el real, sólo a este último se ligan las palabras de Tisbea, que después de haber constatado su deliquio-‘defunción’ («muerto venís»: 610), confirma luego su resurrección: «ya está tu dueño vivo» (637). 10  Reiterada cuatro veces (998-99, 1012-13, 1030-31, 1044-45) como mera variación del arriba mencionado v. 986. A la mujer se le condena, en suma, a sufrir una pena igual a la que ella infligió antes a sus enamorados, condenados a un parecido fuego (cfr. «en sus infiernos», 458). 11   Tisbea queda totalmente exenta de aquellas ulteriores implicaciones que caracterizan al más complejo personaje de don Juan Tenorio: para ella no se plantea el problema de la salvación y del libre albedrío, no hay amonestaciones, ni recusaciones, etc.

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burlado) que, en el desenlace, llevará a don Juan a ser víctima de la astucia del Convidado, como antes Tisbea y Mota lo fueron de la suya. 12 Siguiendo nuestro análisis podemos observar, por ejemplo, que mientras la irrisión altiva que caracteriza a Tisbea se presenta como un ejemplo único (entre las jóvenes que la acompañan es «sola» en ser venturosa y «tirana»: 380, 381), los engaños de Mota —crueles y reiterados— se configuran, en cambio, como el resultado de acciones compartidas con otros nobles. Al comienzo, pues, Mota y don Juan se colocan en un nivel de paridad y de total complicidad, y es precisamente de esa base común de la que nuestro protagonista deberá despegarse para situarse en el escalón sucesivo de aquella gradación en la gravedad de burlas 13 y profanaciones a la que aludimos arriba. Su acostumbrada técnica de seducción-abandono se complementará así con una más sutil traición, la de la amistad. 14 Pero volviendo al parecido entre los dos caballeros, nos interesa destacar que es precisamente la despreocupación que caracteriza a Mota lo que, paradójicamente, acaba por favorecer la burla de don Juan. En efecto, a pesar de que el joven declare estar perdidamente enamorado de su sobrina e impaciente de concretar su deseo amoroso, no renuncia a sus desenfrenados planes y, mientras mira la casa de la mujer amada (1500-2001), se encamina con el amigo hacia los barrios bajos de calle de la Sierpe. 15 Aunque sabe que a medianoche tiene una cita con Ana de Ulloa, poco antes de las once está listo para realizar su programada befa. Una vez más, pues, su conducta no difiere mucho de la de don Juan. Además, si éste se ufana con su criado del engaño «extremado» que acaba de excogitar (o sea de la seducción de doña Ana: 1348), incluso Mota parece perseguir un primado parecido. Así, después de haber confesado al amigo las befas ya realizadas, opone a su «yo dar un perro quisiera» (1525) la declaración de un igual intento: «cerca de aquí me espera / uno [perro] bravo» (1526-27). Y es sobre todo, por la impaciencia de ver reconocida su propia astucia por lo que acepta confiar a don Juan la ejecución de su perro muerto. Es más, para acrecentar la ingeniosidad de la burla («para que mejor lo déis», v. 1531), no sólo le ofrece su capa sino también le sugiere que finja su «voz» y «habla». Pero de esta manera, sin darse cuenta, el marqués ha renunciado incluso a su identidad (el mismo don Juan, al verle, había afirmado: «luego que la capa vi, / que érades vos conocí», 1495-96) y, con su identidad, 12  Las falsas promesas de boda a Tisbea y la falsa amistad demostrada a Mota. Nos hemos detenido con mayor atención en el cambio de papeles que afecta a don Juan en Dolfi: 2007; de cualquier modo, nos interesa insistir en el hecho de que la persecución de la fama (una demostración de su valor al que la estatua de Ulloa lo provoca insidiosamente) acaba por ejercer para don Juan aquel mismo poder «engañoso que, para mujeres y caballeros, ejercen la promesa de bodas o las declaraciones-pruebas de amistad. 13  Como es sabido, las del Marqués quedan circunscritas a un único ambiente: barrios bajos y prostitutas. El Marqués de la Mota, como Pedro de Esquivel (mencionado sólo de paso), constituyen, pues, el sustrato ideal para la creación del personaje de don Juan (Dolfi, 2000: 30-43). Para un enfoque más detallado de los diferentes personajes y de la estructura de la comedia véase Dolfi, 2008. 14  Analizo la progresiva implicación del caballero en profanaciones cada vez más graves en Dolfi, 2008: 41-52. 15  A la acepción simbólica de esta calle (sierpe como símbolo demoníaco) remite Alan Soons, 1968: 93. Sobre el componente demoníaco de don Juan cfr. Egido, 1988: 39-44 y Dolfi, 2008: 84-86.

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ha renunciado también a su papel de burlador. En efecto, como antes Tisbea, es ahora él quien se transformará de escarnecidor en escarnecido. Persiguiendo antes que nada el éxito de su engaño (un actitud, como es sabido, propia de Tenorio que a la resonancia de sus burlas liga su propia fama) 16 y empujado por la acostumbrada complicidad que lo liga al amigo, el joven no sospecha las trágicas consecuencias que su renuncia conlleva y tampoco entiende el hábil juego de palabras con el que, poco más tarde, don Juan le confiesa haber matado al Comendador. Sin embargo, las referencias a un perro que fue «funesto» (1592) y a un duelo nefasto («muerto ha habido»: 1593), así como la sucesiva invitación «del muerto te escapa» que Catalinón le dirige (1594), lo declaran de manera hasta demasiado evidente. Precisamente por esa falta de comprensión (la misma que acompañará a don Juan ante las escondidas trampas del Convitado), 17 el marqués no intenta substraerse a la justicia; al contrario, ante las palabras explícitas del amigo queda impasible, limitándose a expresar su vaga contrariedad y desconcierto: «Burlaste, amigo, ¿qué haré?» (1595). Del mismo modo, cuando don Juan insiste observando que «Cara la burla ha costado» (1597), convencido de que aquella importante palabra, «muerto», sigue refiriéndose al perro —que, aunque logrado, no se concluyó de la manera esperada— se demuestra resignado a sufrir sus consecuencias y a pagar las quejas de la mujer burlada. Lejos de adivinar lo que ocurrió, deja así que don Juan y Catalinón se vayan, preparándose a aguantar lo que le espera; «Quiero ir solo», afirma (1606), puesto que como noble caballero no puede, ni quiere, substraerse a un encuentro-«punición» inevitablemente desagradable. Una vez más, en suma, su actitud adelanta la de don Juan que —obedeciendo a aquel mismo código cortesano— acepta, también a solas, 18 enfrentarse con el Comendador ultrajado para satisfacer sus reivindica­ ciones («si aguardas / alguna satisfación / para tu remedio, dilo»: 2429-31). Pero —como decíamos—, igual que Tenorio, subestima la entidad de la pena que le tocará sufrir (piensa encontrarse ante una mujer airada y, en cambio, se encontrará ante guarda y soldados); asimismo, igual que él, considera inaceptable que un caballero de su rango pueda ser detenido: «¿Prenderme a mí?», «¿Cómo al Marqués de la Mota / hablan ansí» (1625, 1629-30). 19 Confirmando aquel mecanismo de especularidad que une en una progresiva gradación a Tisbea, al Marqués de la Mota y a don Juan, hay que observar finalmente que cuando, en la oscuridad de la noche, el marqués ve un «grande escuadrón» 16  Basta pensar en el conocidísimo: «Sevilla a voces me llama / el Burlador» (1308-9), «ha de ser burla de fama» (1472). 17  Cfr., a este propósito, Dolfi, 2008: 52-59 y 67-75 cit. 18   «¡Salíos todos!» —manda a sus criados durante el primer convite (2423), y poco más tarde— cuando el Convidado le pide que vaya a la iglesia —demuestra la misma disponibilidad: «¿iré solo?» (2452). 19  Su incredulidad airada corresponde a la juvenil jactancia de don Juan. En efecto, no hay que olvidar que su captura ocurre en Sevilla que es sede de la corte y, por consiguiente, sede también de aquellos privilegios de los que por lo menos parte de la nobleza disfrutaba. Bien diferente es la reacción del duque Octavio que, del par inocente, se limita a expresar su preocupado desconcierto ante don Pedro que llega a su casa para detenerle: «¿Vos por el Rey me prendéis? / ¿Pues en qué he sido culpado?» (273-74). ���������

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de hachas que se le acerca, no obstante tenga valor, confiesa que un «yelo» le arraiga «el pecho» (1612: del mismo modo más tarde a Tenorio se le «yela el corazón»: 2464). En este caso, por supuesto, no hay ninguna estatua justiciera enviada del más allá para matar al «pecador» y llevarlo consigo entre las llamas, pero no deja de ser significativo el hecho de que —también en este episodio— Tirso acuda al fuego y a una aparición casi sobrenatural (unos «gigantes de llamas»: 1616) para que se represente —directamente en las tablas— la condena a muerte del marqués. No importa, por supuesto, que esta amenazadora aparición corresponda sólo al sumarse de las «tantas luces juntas» llevadas por los soldados, puesto que — y nos parece fundamental —la punición que se le infiere al personaje-burlador acaba de cualquier modo por remitir a la imagen del fuego. Un fuego ya no metafórico— como el de Tisbea —sino real: directa premonición, pues, del ultratumba que se está preparando para don Juan. Ni puede escapársenos— como ulterior confirmación del paralelismo que une a los dos alter-ego de don Juan (a Tisbea y Mota), el parecido entre la cabaña que —para la pescadora abandonada— se transforma en un «pobre edificio [...] / hecho otra Troya en las llamas» (990-91) y la solemne plaza del Alcázar que se presenta —ante el marqués burlado— también como una «Troya que se abrasa (1614): anticipaciones del ya recordado incendio final en la iglesia de la que Catalinón será testigo («Toda la Capilla se arde»: 2576). Reflexionando sobre esta escena (anunciada por las palabras de Mota e, in­ mediatamente después, representada en las tablas), 20 queremos destacar que —introduciendo solemnemente un «grande escuadrón» de soldados divididos en «escuadras» (1617, 1620) para obstaculizar la huída del supuesto matador de Ulloa— Tirso ofrece ante el espectador un ejemplo significativo de aquel despliegue de justicia terrenal, poderoso y amenazador, que quedará sobrentendido en el caso de don Juan intencionadamente, para otorgar más espacio a la ejecución de la condena divina. Una condena divina, por supuesto, innecesaria en el caso del Marqués de la Mota que de cualquier modo incluso la justicia humana dejará exculpado. Es hasta demasiado evidente en efecto —y también sin tener en cuenta su no implicación en el asesinato de Gonzalo de Ulloa— que, a pesar de sus muchas analogías con Juan Tenorio (dedicación a la burla, exhibición de acciones reprobables, etc.), su conducta difiere por un elemento fundamental, o sea por aquel básico y, ya aludido, respeto de un límite. El protagonista en cambio, como es sabido, aplica el mismo código profanador a cualquier clase social —a prostitutas, a pescadoras, a campesinas y a nobles damas— y amplía la tipología de sus víctimas pasando de la esfera erótico-femenina a la noble-cortesana: burla a otros nobles caballeros (a Octavio y a Mota) y escarnece la estatua del Comendador de Ulloa. Respetuoso de la amistad, galán y prudente para con la mujer amada a quien alaba hiperbólica y sinceramente 21 (su beldad es «extremada», en ella «se extremó   Me refiero a la acotación: «Sale don Diego Tenorio, y la guarda, con hachas»: esc. 18.ª del acto II.   Mientras las alabanzas pronunciadas por don Juan se dirigen exclusivamente a la realización de sus burlas-deshonras; quedando como única excepción su comentario sobre su prometida Isabela (cfr. Dolfi, 2008: 38-40). 20 21

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naturaleza», es la «mayor belleza»: 1268, 1270, 1273), el marqués aparece, pues, como un burlador a minore, igual y diferente de don Juan. Irreverente y cortés a la vez, adelanta y confirma —por segunda vez (después de Tisbea), y de manera todavía más evidente por su afinidad mayor— que la condena del irreductible protagonista es inevitable. En efecto, Tenorio sobrepasa continuamente todas las reglas impuestas por la sociedad y por la religión 22 y, sin limitarse a guardar aquella actitud irrespetuosa y holgazana que lo liga a otros caballeros sevillanos, se obstina en perseguir una hipérbole absoluta, que lo llevará inevitablemente a sobrepasar el confín existente entre lo que puede tolerarse y lo que en cambio es inaceptable. Al lado de la conocida dualidad que caracteriza esta comedia (dos las damas y dos las jóvenes humildes deshonradas, 23 así como doble la rendición de cuentas final) 24 hay que subrayar, pues, también la importancia de aquella gradualidad en la culpa a la que hemos aludido varias veces. Con las historias de la infeliz pescadora y del engañado Marqués Tirso consigue, en efecto, un doble objetivo: ofrecer, por un lado, unas significativas muestras de la «maldad» de don Juan y, por el otro, un adelanto del castigo que alcanzará inexorablemente al protagonista. Y si, persiguiendo una técnica especular y premonitoria, hemos excluido de nuestro análisis las burlas llevadas adelante contra Isabela y Aminta (estando la organizada contra doña Ana estrictamente relacionada con la que afecta al Marqués), su función en el desarrollo del enredo no aparece menos importante. En efecto, aunque sus seducciones no presentan elementos de paralelismo puntuales y reiterados con respecto a la historia y al destino del protagonista, su representación guía inevitablemente al espectador a percibir de manera tangible que la actitud profanadora de don Juan se acentúa progresivamente hasta llevar sin remedio a la condena definitiva y a la muerte. Asimismo es evidente que, con el desarrollarse del enredo, el mero conseguimiento de su «mayor / gusto», o sea de su engañar a mujeres y dejarlas «sin honor» (1310-1313), se hace de alguna manera casi secundario, mientras mayor importancia va adquiriendo la técnica utilizada para realizar sus burlas, que aparece cada vez más refinada y compleja, así como —paralelamente— se acentúa la gravedad de sus culpas. Si en Nápoles el irreductible caballero demuestra indiferencia ante el respeto debido al rey (el de Nápoles por supuesto, y no el de Castilla del que dependen sus privilegios) e insensibilidad hacia la amistad (traiciona a Octavio) y en Tarragona no duda en comprometer su palabra de caballero, 25 es en Sevilla donde reitera la traición hecha a un amigo (pero con 22  Es harto conocido que Tirso confirma con esta comedia la importancia del libre albedrío, demostrando ante el espectador que la posibilidad del perdón existe sólo si está acompañada por un arrepentimiento sincero y no tardío. 23  De alguna manera también dos los países implicados en las burlas (si bien en proporciones diferentes): Italia, al comienzo de la pieza, y luego España. 24  O sea la divina y la humana. Como observamos arriba, esa segunda se afirmará sólo rápida y tardíamente, habiéndose afirmado ya de manera decidida en las tablas con la detención y condena del Marqués de la Mota. 25   Puesto que, aunque intenta esconder su nombre, bastan los trajes que lleva para descubrir su procedencia noble; una nobleza que, por otra parte, no desmentirá cuando Tisbea —intentando resistir a sus lison-

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Mota —ya lo vimos— tiene una relación mucho más intensa) 26 y se compromete en un duelo nefasto, y finalmente es en Dos Hermanas donde llega a violar el concepto del honor y de la deshonra (tan fundamentales en la sociedad de aquel entonces), además de su mismo nombre. 27 La profanación de la muerte, con su tirarle la barba a la estatua del Comendador, es entonces sólo el último paso; allí termina el itinerario del irreductible caballero, reanudándose la ofensa consumada al comienzo de la comedia en la morada de un rey con la ofensa realizada en la iglesia (o sea en la morada de Dios) 28 al acercarse ya el desenlace. Paralelismos, graduadas reiteraciones y una progresiva intensificación de la culpa se afirman, en suma, como elementos intencionados que el dramaturgo utiliza para enmarcar la indudable finalidad ejemplar de su pieza en una estructura compleja y perfectamente coherente. Bibliografía citada Laura Dolfi (1998). «Introduzione» a Tirso de Molina, L’ingannatore di Siviglia,Turín, Einaudi, pp. V-XXXIII. — ������������������������������������������������������������������������� (2000). «El burlador burlado. Don Juan en el teatro de Tirso de Molina», Varia lección de Tirso de Molina, Actas del VIII seminario del Centro para la Edición de Clásicos Españoles, Madrid, Casa de Velázquez, 5-6 de julio de 1999, Ignacio Arellano y Blanca Oteiza (eds.), Pamplona, GRISO-Universidad de Navarra, pp. 31-63. — �������� (2008). Tirso e don Giovanni. Scambi ������������������������������������ di ruoli tra dame e cavalieri, Roma, Bulzoni. — ��������������������������������������������������������������� (en prensa), «El burlador de Sevilla: identidad y condena», en Homenaje a Luis Vázquez. Aurora Egido (1988). «Sobre la demonología de los burladores (De Tirso a Zorrilla)», Cuadernos de Teatro Clásico, n° 2, «El mito de don Juan», 37-54. Alan Soons (1968), Ficción y comedia en el siglo de oro, Madrid, Artes Graf. Clavileño. Tirso de Molina (1989). El burlador de Sevilla y Convidado de Piedra, Edición crítica, introducción y notas de Luis Vázquez, Madrid, «Estudios».

jas— subraya la diferencia social que los separa (cfr. «Tisbea Soy desigual / a tu ser. Don Juan Amor es Rey / que iguala con justa ley / la seda con el sayal»: 930-33). 26  El duque Octavio y el marqués de la Mota constituyen sólo dos ejemplos —intencionadamente graduados— de aquella red de relaciones y amistades que rodean a don Juan. La traición realizada contra estos dos caballeros constituye, pues —con respecto a la vertiente femenina de la seducción y abandono—, un aspecto complementario (y no menos importante) de su conducta profanadora. 27  O mejor el de su ilustre familia que utiliza para sufragar sus engaños. Cfr., sobre este tema, Dolfi (en prensa). 28  Ya insistimos ibidem en el paralelismo que, en diferentes intervenciones, se establece entre la figura del rey y Dios.

Texto y contexto de La hidalga del valle Francisco DOMÍNGUEZ MATITO Universidad de La Rioja

El Festival de Teatro Clásico de Almagro, del que ha sido director durante un buen puñado de años Luciano García Lorenzo, tuvo su origen, como se sabe, en el fortuito descubrimiento de su «corral de comedias» a comienzos de la década de los cincuenta del pasado siglo. Precariamente rehabilitado después de su asombroso letargo, el día 29 de mayo de 1954 el mágico espacio recuperó su antigua vida con la representación de La hidalga del valle, un auto de Calderón de la Barca, puesto en escena por el Teatro Popular Universitario dirigido por Gustavo Pérez Puig. La hidalga del valle, de la que existen existen dos versiones con ligeras variantes temáticas y escenográficas, ha sido representada, impresa y modernamente editada en múltiples ocasiones durante los tres últimos siglos (Valbuena, 1940; Frutos, 1963; Rull, 1996). Las variantes entre ambas versiones no alteran, desde luego, el tema, que es una alegoría de la Inmaculada Concepción: auto, pues, con la extraña singularidad en la tradición del género de ser un auto sacramental de tema exclusivamente mariano, si bien no faltan en muchas otras obras de Calderón referencias a la Virgen o al misterio de la Inmaculada. El dogma de la Inmaculada Concepción de María es quizá el de más controvertida gestación en la historia de la Iglesia (O’Connor, 1958; Pérez López, 2006: 371-394). La polémica sobre si la Virgen fue concebida o no «en» pecado original (opinión maculista frente a inmaculista), iniciada en 1140 por San Bernardo de Claraval, alcanzó su nivel teológico más alto a principios del xiv en la famosa «Disputa de la Sorbona», donde se impusieron los argumentos inmaculistas del franciscano Duns Escoto. Ni los sucesivos concilios ni las mediacio-

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nes de los papas lograron impedir la continuidad de la controversia durante los siglos siguientes. Ahora bien, a partir de principios del xvii, lo que hasta ese mo­mento no rebasaba los límites de una pura discusión teológica tomó el carácter de un asunto de Estado. La causa inmaculista acabó identificándose como uno de los pilares de la Contrarreforma española y su negación fue considerada como una herejía perseguible por la Inquisición. Con La hidalga del valle Calderón, por una parte, continúa una tradición literaria y teatral de apoyo a la doctrina inmaculista, y por otra, hace su particular contribución a la densa y secular polémica sobre la doctrina católica del pecado original de la manera que le era más propia, trasladándola a lenguaje teatral. Los personajes del auto calderoniano (la Naturaleza, la Culpa, la Gracia, el Placer...) sostienen severos diálogos que siguen muy de cerca los argumentos de Duns Escoto en apoyo de la tesis inmaculista, adhesión doctrinal que nada tiene de extraña en Calderón: era la tesis de los franciscanos, en cuya Orden Tercera terminó profesando el dramaturgo, y cuyos argumentos habría podido conocer ya desde su primera educación en el Colegio Imperial de los Jesuitas, fieles defensores de la doctrina inmaculista, y después en la Universidad de Alcalá, dirigida por los franciscanos (Howe, 1983; Marcos, 1981: 65-70). Pero no me interesan ahora las cuestiones ecdóticas o temáticas de este auto calderoniano, de las que ya se ha ocupado la crítica aunque algunas de ellas estén aún por aclarar definitivamente (Thomas, 2002: 977-988), sino las circunstancias de su representación, partiendo del principio crítico de que todo texto —y especialmente un texto teatral— es un signo que adquiere su último sentido, más allá de su contenido y de la intencionalidad del autor, en el contexto de su mise en scène. Volviendo, pues, al principio, en la reinauguración del corral de comedias de Almagro en aquel mayo de 1954, los programadores de acto tan emocionante escogieron un auto de Calderón —La hidalga del valle— cuyo estreno había tenido lugar en Granada otro mes de mayo de hacía 314 años, y en el transcurso de unos acontecimientos muy especiales. Porque, en efecto, fue en la tarde del 13 de mayo de 1640 cuando se representó por primera vez La hidalga del valle. Según la crónica de Henríquez de Jorquera, en el transcurso de aquel agitado año estuvieron en Granada dos compañías teatrales: la de Antonio de Prado y la de Pedro de la Rosa. La compañía de Prado tuvo a su cargo las representaciones del mes de mayo: día 1 (en el convento de Santa Cruz), día 13 (en el Campo del Triunfo), día 29 (en la puerta del convento de Nuestra Señora); la de Rosa, por su parte, traída expresamente desde Lisboa, hizo las fiestas del Corpus y aún otra en el convento de Santa María de la Cabeza el día 4 de noviembre (Henríquez, 1934: 854, 875). Fue, pues, el autor Antonio de Prado el que puso en escena el auto sacramental de Calderón —junto con otro de Cubillo— en la apoteósica fiesta del día 13 de mayo en el Campo del Triunfo granadino, convertido todo él en un aparatoso teatro, y con toda probabilidad en sendos escenarios, a juzgar por la descripción que hace Paracuellos: Suntuosa diuisión destas dos floridas calles fue el Diuino Mauseolo, magestuoso Triunfo de María Santíssima, a quien cercauan en forma de plaça veynte arcos correspondientes a los demás, cuyos estremos guarnecían dos teatros hermosamente vesti-

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dos para la representación de los autos. Frontero del vno tuuo su assiento el Tribunal Sacro de la Inquisición con sus Ministros, su fábrica fue toda de madera (Paracuellos, 1640: 27r.).

Como reconoce Paracuellos, editor del auto en su versión granadina, aunque el Auto de la hidalga [fue] hecho en diferente ocasión a la Concepción de Nuestra Señora [...] por venir en la presente tan a propósito, se representó, escusándose el embaraço de escriuir otro de nueuo (Paracuellos, 1640: 88r).

Ignoramos todavía para qué diferente «ocasión» escribiera Calderón La hidalga del valle, pero es lo cierto que su primera representación documentada es la de 1640 en Granada, y no la de 1634 en el Corpus de Valencia que erróneamente daba Merimée (Ferrer, 2003: 287-298). Quizá compuesto unos cuantos años antes y si no escrito expresamente para los sucesos granadinos, fue rápidamente actualizado —¿por el mismo Calderón?, ¿por otra mano: quizá la del mismo dramaturgo local Cubillo de Aragón?— para esa circunstancia en la loa que lo precede (Thomas, 2002: 985-986; Heydenreich, 1981: 317-318). La «ocasión», por el contrario, en la que fue representado sí nos resulta bien conocida porque se produjo en medio de unos acontecimientos muy documentados (Paracuellos, 1640; Henríquez, 1934; Heydenreich, 1981: 308; Pulido, 1999: 95-108). Pero antes de detenerme en sus detalles quisiera referirme al contexto —político / religioso— más amplio en el que tuvieron lugar. El año 1640 representa un momento de especial trascendencia en la historia española. El reinado de la Católica Majestad de Felipe IV había entrado desde 1635 en una época de guerra general que afectaba a todos los aspectos de la vida: permanentes focos o episodios de tensión en Europa —Francia, Inglaterra, Italia, los rebeldes holandeses, los turcos— y en la misma Península —Cataluña, Portugal— (Elliott, 1986; Valladares, 1998). Los Austrias, sin embargo, desde una visión religiosa de la historia y de su alta misión en la tierra, dando por sentado que su Monarquía y la Iglesia formaban una unidad absoluta (Stradling, 1989: 479-480), atribuían a todos estos sucesos una interpretación providencialista (Elliott, 1990: 573). Aunque sin el hierático fervor de sus dos inmediatos antepasados, el Felipe IV maduro practicaba una religiosidad sincera y una de las devociones que terminó convirtiéndose para él en una auténtica obsesión era la de la Inmaculada Concepción, hasta el punto de identificar la misma Monarquía española con el culto a la Inmaculada y con la persecución de los herejes que lo negaban (Stradling, 1989: 483-485). Dada esta simbiosis entre política y religión, la necesidad de reafirmar la autoridad real en unas circunstancias de desintegración territorial pasó a convertirse en un acto de reafirmación de la fe, cuyos enemigos no se encontraban sólo en territorios lejanos sino también en el entramado de la sociedad española (Elliot, 1982: 198-223; Pulido, 2002: 30-31). Y no le faltaba razón. Por lo que se refiere a la cuestión morisca, las excepciones establecidas por las sucesivas órdenes de expulsión, aunque habían ido dejando unas secuelas difíciles de cuantificar, nos dejan

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suponer que hacia 1640 permanecía, más o menos disimulado entre la sociedad cristiano-vieja, un número estimable de moriscos o descendientes de moriscos, oficialmente inexistentes (Caro Baroja, 1976: 37-58; 224-248; Domínguez Ortiz, 1985: 247-266; Galán, 2004: 303-328; Sánchez-Montes, 2004: 115-135). Algo similar cabría decir del caso de la minoría judeo-española, obligada desde 1492 a una vida bajo sospecha en medio de una sociedad hostil (Castro, 1972; Caro Baroja, 1978), minoría nada residual a la que se sumó otra desde la anexión de Portugal en 1580 cuando la Corona tuvo necesidad de contar con los «marranos» portugueses, que se asentaron en grupos significativos por la diversas regiones, y a quienes el favor real (Domínguez Ortiz, 1988: 59-75; Elliott, 1990: 134, 588-591; Boyajian, 1982), sin embargo, no les eximió de frecuentes episodios en el singular calvario que venían padeciendo en toda la Península Ibérica (Pulido, 2002, 51-70; 269-271). Los cristianos viejos despreciaban a los conversos, una especie de cáncer que amenazaba con metastasearse por todo el cuerpo social, destruyendo la religión católica y, por ende, la misma esencia de la patria (Pérez, 1993: 117; Roth, 1979; Cardaillac, 1979; Perceval, 1997; Nirenberg, 2001). Hacía 1640, pues, la difusa presencia de los moriscos y la nueva y más descarada presencia judía, las guerras contra los protestantes y los ataques berberiscos a las costas mantenían bien vivo entre la población cristiana una sensación de peligro (Fernández, 1989; Contreras, 2000: 145-177), y es en esta atmósfera cuando se produjo un escándalo al que en seguida me referiré. Desde otro ángulo, en la conciencia colectiva de moriscos y judíos estaban, sin duda, grabados a sangre y fuego la brutalidad de la expulsión y el continuo acoso a que fueron y seguían siendo sometidos, causas de gran resentimiento, desconfianza y odio. La fiesta de la Inmaculada Concepción de María estaba ya muy arraigada en España en tiempos de los Reyes Católicos, que la llevaron consigo, por supuesto, al antiguo reino nazarí (Cortés Peña, 2001a: 103-148; 2001b: 401-428; Frías, 1954: 6785), donde hacia mediados del siglo xvi se había convertido ya en una celebración tan popular que su adhesión fervorosa resultaba objeto de competencia (Cortés Peña, 1986: 203-212; Barrios Rozúa, 2004: 627-652) y su proselitismo una garantía de seguridad: hasta los moriscos, aprovechando las circunstancias, intentaron con el célebre asunto de los «libros plúmbeos» del Sacromonte —en los que se aludía a la Concepción de la Virgen— un acercamiento a la comunidad cristiana (Alonso, 1979; Hagerty, 1980; Martínez Medina, 2006: 88-91, 102-109). Desde 1618 la Universidad de Granada había asumido el decreto instituido en la Sorbona que exigía a los doctores el juramento de defender el misterio de la Inmaculada (Marcos, 1981: 73-76), sumándose así a la causa general de las universidades, pero más particularmente al movimiento devocional de la ciudad, cuyos cabildos civil y eclesiástico formularon por las mismas fechas un «voto de sangre» inmaculista (López-Guadalupe, 2000: 209-210). Expresión de este sentimiento religioso compartido fue el deseo de erigir un símbolo que lo proclamase, y así fue como Granada, convertida en la avanzadísima española del misterio inmaculista, decidió en 1621 levantar un gran monumento en su honor. El monumento estuvo al fin concluido en 1634 en el Campo del Hospital Real, y consistía en una imponente columna —un «Triunfo»—

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que sostenía una imagen de la Virgen (Paracuellos, 1640: 29v). Desde entonces el lugar pasó a llamarse «Campo del Triunfo»: el triunfo de la Virgen majestuosa sobre el hereje, que no era otro que el teólogo maculista, el protestante, el judío, el morisco... (Gómez-Moreno, 1991: 147-180). Fue en estas circunstancias cuando se produjo en la ciudad, durante la Semana Santa de 1640, un hecho que supuso una auténtica conmoción social. Durante la noche del Jueves Santo, día cinco de abril, alguien colgó en una de las esquinas del Ayuntamiento un papel escrito con pluma de caña que contenía una leyenda contra la Virgen María. El libelo, según la transcripción que de él se hace en el expediente de la Inquisición, ponía lo siguiente: Aunque más Trufo levantes a María es pública puta de man­sebía. Ciudad maldita quente dio este albitrio dete Trunfo desta sucia de María io gare que no aya hermanos que la sirban. Viva la ley de Moisés, que lo demás es enga­ño o la nitre passión de Calvino. Españoles, mira que estais engañados, que os engañan esos embusteros desgervia. 1

Merece la pena relatar con algún detalle, hasta donde me permitan las limitaciones de este trabajo, el desarrollo de los acontecimientos. 2 Cuando en la mañana del Viernes Santo fue descubierto el pasquín, se produjo tal escándalo que de inmediato se movilizaron todas las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad. Informada la Inquisición, desde ese momento se convirtió en el cerebro y arbitro de toda la orquestación con que la ciudad respondió a la sacrílega provocación. El lunes de Resurrección, nueve de abril, el Secretario del Santo Oficio leyó en la catedral un edicto por el que se lanzaba anatema de excomunión contra los heréticos autores del libelo, sus cómplices y los encubridores de la blasfemia, y se fijaba una recompensa de 1.000 ducados a la persona que descubriese su identidad; una identidad que, por la invocación a la ley de Moisés contenida en el libelo, parecía estar fuera de dudas. Así que las sospechas inquisitoriales recayeron en la población portuguesa de origen judío residente en Granada, entre la cual se practicaron ese mismo día las primeras detenciones. Durante los cuatro días siguientes se multiplicaron multitudinarios desfiles procesionales, tanto diurnos como nocturnos, en honor y desagravio de la Virgen. Todas las instituciones eclesiásticas, para-eclesiásticas y civiles de Granada —y, por supuesto, el Tribunal de la Inquisición— se sumaron a tales demostraciones religiosas. Se colgaron imágenes de la Virgen, pasquines contra los herejes, y se levantaron fastuosos altares en los centros religiosos y en todos los lugares públicos. Hasta tal    Transcripción del documento inquisitorial en Pulido, 1999: 95. [«Aunque más Triunfo levantes a María, es pública puta de man­cebía. Ciudad maldita, ¿quién te dio este arbitrio deste Triunfo desta sucia de María? Yo haré que no haya hermanos que la sirvan. ¡Viva la ley de Moisés, que lo demás es enga­ño o la nitre (?) pasión de Calvino! ¡Españoles, mira que estáis engañados, que os engañan esos embusteros desgervia! (¿de herejía?)].   Sigo en general el desarrollo de los hechos tal como se describen en la crónica de Henríquez de Jorquera y en Luis de Paracuellos.

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punto se paralizó la vida de la ciudad —procesiones, funciones religiosas para rogar que la Virgen descubriese a los autores del detestable libelo—, de día y de noche, que ni siquiera las llamadas de contención del provisor eclesiástico lograron detener el apabullante alarde de fervor. Un mes después de la aparición del libelo, la tensión devota de la población seguía avivada por la acción del Santo Oficio y de nobles particulares, que convocaron grandiosas fiestas de desagravio, academias y justas poéticas en las que se dieron cita para alabar a la Virgen los más insignes poetas locales; por hermandades y cofradías, que organizaron actos suntuosos seguidos de las correspondientes procesiones. Pero entre todos ellos, los que tuvieron lugar el domingo día 13 de mayo fueron sin duda los más apoteósicos de cuantos se desarrollaron (Henríquez, 1934: 856). Ya desde la misma noche del sábado comenzó la fiesta con luminarias en las torres, salvas y músicas por toda la ciudad; al día siguiente hubo en la catedral una solemnísima Misa de desagravio en la que el Canónigo Magistral pronunció un impresionante sermón que recogía el origen divino de la preeminencia de Granada en la defensa del inmaculismo: Pero el fundamento especial y singular que tiene esta ciudad de salir (y sobresalir entre todas las ciudades), a la defensa y desagravio de su virginal pureza es porque el Espíritu Santo eligió a la granada por símbolo de la virginidad de María, título bastante para que tenga corona y la jure la sabia naturaleza por reina de las frutas (Paracuellos, 1640: 63v).

A continuación, los cabildos eclesiástico y municipal presidieron una imponente marcha de carros triunfales hasta el «Campo del Triunfo», ostentosamente engalanado. Fue esa tarde, como he adelantado arriba, y cerrando la magnífica fiesta, cuando se representó La hidalga del valle. El programa teatral incluía también una pieza «telonera», El hereje, 3 un auto sacramental del poeta y dramaturgo local Álvaro Cubillo de Aragón. Entre aquellos festejos de apoteosis religiosa y militancia dogmática no podía faltar, naturalmente, el apoyo de un género teatral cuya razón de ser era ni más ni menos que la de contribuir a la exaltación de la fe. El curioso auto de Cubillo, a través de los personajes alegóricos y su acción dramática, sintetizaba en la escena la crónica de los acontecimientos con sus motivos, sus agentes y su atmósfera devocional, traduciendo a un tablado más reducido y en lenguaje teatral la magna demostración que los mismos espectadores estaban interpretando como actores en un escenario parateatral más amplio. A modo de espejo, el dramaturgo granadino reproducía y realimentaba la sensación de ofensa, la emoción devota, la imputación de herejía, la confianza en la Inquisición y la petición de venganza. Los dos autos sacramentales representados por la compañía de Prado constituían, pues, dos actos de un programa perfectamente planificado: el primero actualizaba los acontecimientos y animaba a los devotos espectadores a continuar con aquella exhibición de histeria colectiva; el segundo daba consistencia teológica a una creencia    Auto en alegoría del sacrílego y detestable cartel que se puso en la ciudad de Granada contra la ley de Dios y su Madre Santísima (Paracuellos, 1640: 89r-98v).

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compartida que había sido injustamente atacada. Dicho de otro modo: desde el punto de vista de la recepción, el auto de El hereje estaba concebido para excitar los sentimientos más primarios, y La hidalga del valle para formar o fortalecer a la audiencia en la doctrina y afirmar claramente la fe (Andrachuk, 1986: 21-33). Pero pasaba el tiempo y las averiguaciones para descubrir a los culpables no daban ningún resultado, de modo que durante las fiestas de Pentecostés las diversas asociaciones y gremios prepararon sin cansancio una nueva oleada de actos de desagravio (rogativas, certámenes poéticos, corridas de toros, etc.) para que se descubriese a los culpables. Esta impaciencia de la gente, sin duda, es la que motivó que el Santo Oficio solicitara permiso al Inquisidor General para romper el secreto de un proceso aún abierto y desvelar ya al autor de la herejía, el cual en realidad estaba en prisión desde principios del mes de mayo (Pulido, 1999: 100). Así que el sábado siete de julio, a las once de la mañana, el Santo Oficio comunicó la identidad del hereje. Se trataba, para sorpresa general, de un tal Francisco Alejandro, uno de los frailes ermitaños del Santuario de la Inmaculada Concepción en el «Campo del Triunfo». Contra lo que cabría esperar, la publicación del procesamiento del hereje no supuso una bajada en la inquietud devocional de los meses anteriores. Con renovado entusiasmo se sucedieron durante todo el verano las manifestaciones de fervor, ahora destinadas a agradecer a la Virgen el descubrimiento del autor del impío libelo. A toda esta orgía religiosa en honor y reparación del misterio de la Inmaculada Concepción se puso fin el 16 de diciembre. Ese día la Inquisición hizo un Auto de Fe en el que fueron penitenciadas siete personas —tres mujeres y cuatro hombres—, entre ellos Francisco Alejandro, el ermitaño del Triunfo, al que condenaron por diez años a galeras y al destierro perpetuo. Cabe añadir que el suceso de Granada se propagó como un incendio por otras muchas poblaciones. Miles y miles de personas de una parte a otra de Andalucía respondieron a la provocación del libelo granadino con similares exhibiciones de piedad, como una vasta operación orquestada por la Inquisición en un momento en que buscaba recuperar su posición de poder (Pulido, 1999: 96-97; 107-108). Ésta no necesitó construir demasiada retórica para provocar la sensibilidad de los granadinos: en 1640, los continuos reclutamientos militares, el desabastecimiento de pan, los temblores de tierra, los ataques berberiscos en la costa afianzaban el sentimiento de inseguridad general y, desde una visión político-religiosa, interpretaban estas experiencias concretas como síntomas diversos del peligro de disolución de la sociedad y de los valores en que se fundaba, sólo conjurable mediante la fe (Henríquez, 1934: 846-881; Cortés Peña, 1986: 69-93). Si las representaciones de los autos nos resultan hoy lo más interesante de toda la literatura piadosa que en aquellas circunstancias se produjo para acompañar y enaltecer el delirio mariano, no poco contribuyeron también a contrarrestar el herético libelo otras alegorías parateatrales, las fastuosas arquitecturas efímeras que se montaron constituyendo en escenarios múltiples la impresionante escenografía que decoró toda la ciudad para acoger un apabullante, apoteósico y continuo espectáculo; la amplia colección de poesías devotas en las que los poetas locales glosaban las

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arquitecturas emblemáticas de los altares y las composiciones líricas escritas en las cartelas de los carros y en los estandartes de las cofradías. Todas ellas, en defensa de la Inmaculada Concepción, en alabanza del Santo Oficio, inspiradas por un mismo espíritu de fe, de confianza en la Inquisición y de condena irremisible del hereje, en aquel contexto eran formas distintas de expresarse —el auto de La hidalga del valle una más— la misma emoción y el mismo espíritu militante que inspiraban el resto de las «triunfales celebraciones». Bibliografía citada José Alcalá-Zamora y Ernest Belenguer (coords.) (2001). Calderón y la España del Barroco, I, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Carlos Alonso (1979). Los apócrifos del Sacromonte. Estudio histórico, Valladolid, Estudio Agustiniano. Gregory P. Andrachuk (1986). «El auto sacramental y la herejía», Edad de Oro, V, pp. 2133. Francisco Andújar Castillo (ed.) (2000). Historia del Reino de Granada, III. Del siglo de la Crisis al fin del Antiguo Régimen (1630-1633), Granada, Universidad. Ignacio Arellano (ed.) (2002). Calderón 2000. Homenaje a Kurt Reichenberger en su 80 cumpleaños (Actas del Congreso Internacional, IV Centenario del nacimiento de Calderón, Universidad de Navarra, septiembre, 2000), II, Kassel, Reichenberger. Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (eds.) (2004). La historia del reino de Granada a debate. Viejos y nuevos temas. Perspectivas de estudio, Málaga, Diputación Provincial. Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal (eds.) (2006). Los Plomos del Sacromonte. Invención y tesoro, Valencia, Universitat de València-Universidad de GranadaUniversidad de Zaragoza. Juan Manuel Barrios Rozúa (2004). «La sacralización del espacio urbano: los conventos. Arquitectura e historia», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (2004), pp. 627-652. James C. Boyajian (1982). Portuguese bankers at the court of Spain, 1626-1650, New Brunswick, Rutgers University Press, 1982. Pedro Calderón de la Barca (1718). Autos sacramentales alegóricos y historiales..., Pedro Pando y Mier, Madrid. Louis Cardaillac (1979). Moriscos y cristianos: un enfrentamiento polémico (1492-1640), Madrid, Fondo de Cultura Económica. Julio Caro Baroja (1976). Los moriscos del Reino de Granada. Ensayo de historia social, Madrid, Istmo. —  (1978). Los judíos en la España Moderna y Contemporánea, Madrid, Istmo. Américo Castro (1972). De la edad conflictiva: crisis de la cultura española en el siglo xvi, Madrid, Taurus. José Contreras Gay (2000). «La defensa de la frontera marítima», en Francisco Andújar Castillo (2000). pp. 145-177. Antonio Luis Cortés Peña (2001a). Religión y política durante el Antiguo Régimen, Granada, Universidad. —  (2001). «Andalucía y la Inmaculada Concepción en el siglo xvii», en José Alcalá-Zamora y Ernest Belenguer (coords.). pp. 401-428.

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nes que en aparatos magestvosos consagró religiosa la ciudad de Granada, a honor de la Pureza Virginal de María Santíssima en sus desagrauios, a quien deuota las dedica esta Ciudad, en todo Ilustre, en todo Grande, Francisco García de Velasco, fols. 99r-111v. (Existe edición facsímil con estudio preliminar de Miguel Luis López-Guadalupe Muñoz, Granada, Universidad, 2004). M. A. Pena González, J. R. Flecha Andrés y A. Galindo García (eds.) (2006). Gozo y esperanza: memorial Prof. Dr. Julio A. Ramos Guerreira, Salamanca, Universidad Pontificia. José María Perceval Verde (1997). Todos son uno. Arquetipos, xenofobia y racismo. La imagen del morisco en la Monarquía Española durante los siglos xvi y xvii, Almería, Instituto de Estudios Almerienses. Joseph Pérez (1993). Historia de una tragedia. La expulsión de los judíos de España, Barcelona, Crítica. Segundo L. Pérez López (2006). «La Inmaculada Concepción en el Concilio de Basilea y su contexto histórico», en M. A. Pena González, J. R. Flecha Andrés y A. Galindo García (eds.), pp. 371-394. Juan Ignacio Pulido (1999). «La fe desatada en devoción: proyección pública de la inquisición en Granada (1640)», Torre de los Lujanes, 40, pp. 95-108. —  (2002). Injurias a Cristo. Religión, política y antijudaísmo en el siglo xvii (Análisis de las corrientes antijudías durante la Edad Moderna), Madrid, Universidad de Alcalá. Cecil Roth (1979). Los judíos secretos. Historia de los marranos, Madrid, Altalena. Enrique Rull Fernández (1996). Pedro Calderón de la Barca. Autos sacramentales, I, Madrid, Castro. Francisco Sánchez-Montes González (2004). «Aproximación demográfica al tránsito del siglo xvi al xvii en el reino de Granada», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (2004), pp. 115-135. R. A. Stradling (1989). Felipe IV y el gobierno de España, 1621-1665, Madrid, Cátedra. Mary Lorene Thomas (2002). «La hidalga del valle: el misterio original», en Ignacio Arellano (ed.), pp. 977-988. Ángel Valbuena Prat (1940). Pedro Calderón de la Barca. Autos sacramentales, Zaragoza, Ebro. Rafael Valladares (1998). La rebelión de Portugal: guerra, conflicto y poderes en la monarquía hispánica (1640-1680), Valladolid, Junta de Castilla y León.

Galanes de donaire en las primeras comedias urbanas de Lope de Vega. El caso de La viuda valenciana 1 Judith FARRÉ Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

La viuda valenciana se publicó en la Parte XIV (1620), aunque probablemente Lope compuso la comedia entre 1599 y 1600; como señala Teresa Ferrer, «quizá fuese durante los últimos meses de 1599 o muy a comienzos de 1600» (2001:26). 2 El proceso de redacción es, pues, anterior al Arte nuevo y se inscribe en el ciclo de la primera producción de Lope, que como ya pusiera de manifiesto Arellano, es un «territorio todavía indeterminado en muchos detalles, y que diverge, a veces notablemente, de algunas convenciones de la etapa central de la comedia de capa y espada» (1995: 39). También Oleza, en su análisis sobre la propuesta teatral del primer Lope de Vega, comenta que la comedia, frente al drama, se instala por lo general, en «la ambigüedad y el amoralismo, y se deja impregnar por fuertes dosis   La elaboración del presente trabajo ha sido posible gracias al contrato Ramón y Cajal que me fue concedido por el MCyT en la convocatoria 2008 (Técnicas dramáticas de composición del teatro breve de los Siglos de Oro desde una perspectiva comparada, RYC-2008-02362).   En su estudio introductorio a la edición de la comedia, Teresa Ferrer (2001) llega a la conclusión de que Lope debió escribir la comedia después de su segunda visita a Valencia en abril de 1599, a raíz de la celebración de las bodas de Felipe II y Margarita de Austria, y de la infanta Isabel Clara Eugenia con el archiduque Alberto. Dichos festejos coincidieron con las Carnestolendas y Lope, como secretario del marqués de Sarriá, fue el encargado de redactar la Relación en las fiestas de Denia (1599) y el Romance a las venturosas bodas (1599). De ello se deduce que el ambiente carnavalesco de la ciudad estaría aún muy presente en el dramaturgo (Ferrer Valls, 2001: 14). Todas las citas de la comedia proceden de su edición.

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de irreverencia» (1986: 254). La confusión y el marcado descaro a los que alude Oleza antes de trazar la tipología de todas las variantes genéricas de esta primera fase de comedia lopesca (mitológica, pastoril, palatina, urbana y picaresca) se relacionan estrechamente con otra característica que Arellano también puso de manifiesto al abordar el análisis del modelo temprano de la comedia urbana de Lope: la generalización del agente cómico. Por lo que respecta al esquema de personajes, puede decirse que los galanes son «sistemáticamente antiheroicos, venales, lujuriosos, cobardes, tacaños y amorales; y las damas tienen semejantes criterios de honestidad y recato. El tono de sus relaciones amorosas es a menudo prostibulario, y el honor y la honra desempeñan un papel ínfimo» (Arellano, 1996: 43). Si bien es cierto que Urbán, el criado de Leonarda —la viuda valenciana—, es uno de los pocos que sobresalen como plenamente elaborados dentro del modelo temprano de las comedias urbanas de Lope, creo que puede resultar interesante observar cómo La viuda valenciana permite una extensión de los agentes cómicos a través de los galanes. Aunque no se trata tan sólo de las extravagancias de Camilo en su rol de enamorado o del coro de pretendientes de Leonarda, sino que las sugerencias ridículas en el tratamiento de lo masculino van más allá del diseño de personajes y también están presentes en el resto de los rasgos propios de la comedia de capa y espada. 3 Sus matices lúdicos pueden señalarse a partir del diseño del argumento así como en los rasgos significativos que aporta el marco urbano al desarrollo de la acción y a la configuración de los protagonistas y comparsas. Halcones y capirotes: el donaire en el esquema conflictivo. A nivel argumental puede observarse cómo el enredo de la comedia es, en principio, simple, aunque irá complicándose debido a la sucesión de una serie de lances casuales: 4 Leonarda, una joven y hermosa viuda con tres mil ducados de renta y    Valga, a modo de guía, la definición que recoge Arellano de la comedia de capa y espada como «un tipo de comedia especial, de tema amoroso y ambiente coetáneo y urbano, con personajes particulares y basada fundamentalmente en el ingenio, caracterizada en su objetivo por la dimensión lúdica, y en su estructura por tres tipos de marcas de inserción en la cotidianidad y cercanía al público: geográficas […]; cronológicas […] y onomásticas» (Arellano, 1996: 38).   Como precisa Oleza, «si en las comedias palatinas el enredo es un elemento importante es en las urbanas donde encuentra el ámbito de su total e indiscutida hegemonía. Y este enredo todopoderoso se suele basar en un mecanismo simple. […] De las contradicciones generadas por el enredo va a nacer, precisamente, el azar del desenlace, al que no conduce ninguna estrategia coherente, sino que es siempre producto de una conjunción casual de circunstancias. Estas comedias tienen siempre, como terreno de juego, el campo de las relaciones amorosas» (1986: 269). Así pues, en La viuda valenciana los secretos encuentros a oscuras entre los dos amantes se descubren cuando Camilo, impaciente por saber la identidad de Leonarda, decide traer consigo luz y, a continuación, son descubiertos por la llegada de Lucencio. Asimismo, Teresa Ferrer, en su estudio introductorio a la edición de la comedia, apunta a las fuentes literarias de la comedia, ya identificadas por la crítica, que tienen que ver con una de las novelas de Matteo Bandello o con la leyenda mitológica de Psique y Cupido, y comenta que «en ambos casos la relación tiene que ver con el mecanismo central que genera el enredo, el amar a ciegas» (2001: 35).

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cuya conducta se ajusta a los preceptos morales de la época para la educación femenina —en la primera escena de la comedia, Leonarda aparece leyendo un libro de Fray Luis de Granada—, está decidida a no casarse de nuevo a pesar de los consejos de su tío Lucencio. El mismo día, sólo unas horas más tarde, confiesa estar «sin entendimiento/ del mal de la voluntad» (vv. 609-610), y por medio de su doncella Julia, averiguamos que el inesperado cambio de conducta responde a los efectos de un repentino enamoramiento al ver a Camilo en la calle: ¡Ay, señora! ¿Adónde está tu autoridad y tu seso? ¿Qué es de aquella gravedad con que hoy al turbado viejo subiste al cielo el espejo de tu fama y castidad, y del melindre que hiciste de verte en el cristal? (vv. 597-604) […] ¿Qué ya no eres tú la helada, la santa, la recogida? (vv. 615-616)

A partir de este momento, Leonarda decide aplacar «esta llama cruel» (vv. 641642), aunque sin perder su «punto y fama» (v. 640), es decir, su propósito es seguir disfrutando de la independencia de su viudez y del respeto de su honrosa imagen pública, y al mismo tiempo gozar de su pasión amorosa en secreto. Para ello, su estrategia consiste en servirse de su criado Urbán que, aprovechando la confusión de los carnavales valencianos, debe traerle al amante «en disfraz» (v. 779); así Leonarda podrá satisfacer el deseo amoroso, a oscuras y en la intimidad de su alcoba, sin que su libertad se vea trastocada por las murmuraciones sociales o los imperativos de un segundo matrimonio. A partir de este conflicto inicial, se sucederán los obstáculos sucesivos hasta el característico final de boda de los protagonistas que, en esta ocasión, parece no responder a los deseos de la dama: Señor, esto es hecho ya; poner silencio será remedio más conveniente. Aqueste hidalgo es Camilo, a quien tú conoces bien; quiéreme bien, y también yo a él por el mismo estilo. Si fuere voluntad suya, yo quiero ser su mujer (vv. 2920-2928)

El forzado desenlace permite observar cómo la boda final es el remedio más conveniente para silenciar una relación amorosa en la que está ausente el «afecto

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intelectual» y cuyo eje motriz fue el gozo sensual de los amantes. Es patente el erotismo de los encuentros entre los dos protagonistas (por ejemplo, la segunda escena del acto II, en la que Urbán instruye a Camilo en las posibilidades que supone usar la imaginación y otros sentidos como el tacto en los encuentros amorosos), aunque el carácter grotesco de Camilo como galán se pone de relieve en el primer encuentro con Leonarda (escenas 6-10, acto II: vv. 1261-1530). En primer lugar, la industria que discurre Leonarda para que Camilo no pueda ser conocido es que aparezca, conducido por Urbán hasta su recámara, con un capirote (vv. 787-793). La caperuza no sólo anticipa el juego verbal que se establecerá entre la dama y el galán, simulando ser, respectivamente, el halcón y la paloma de una cacería: Si la caza no he de ver, tornadme, amigo, a poner pigüelas y capirote. (vv. 1360-1362)

sino que también favorece que Camilo, sin poder ver nada, aluda a otro de los significados asociados al capirote: 5 «¿Quién habrá que no me note/ de loco?» (vv. 1146-1147). El galán no se queja por aparecer sometido ante la dama, aunque dude de la situación y llegue a pensar que se expone a recibir una serie de palos, sino que su principal lamento viene a raíz del tejido burdo del capirote: «¡Aun de bayeta le hicistes!/ ¿No fuera de chamelote?» (vv. 1149-1150). La inversión de papeles se hace también explícita cuando Leonarda le ofrece joyas a Camilo y éste las acepta, aunque confiesa que es un «hidalgo noble» (v. 1307) y tiene dinero (vv. 1431-1432), pero pregunta si son buenas (v. 1420). En la despedida, después del refrigerio en el que Urbán ha terminado emborrachándose al beber el vino que Camilo no tomaba, el comentario del criado apunta hacia lo ridículo del aspecto que presentan los dos, uno ciego de amor y el otro de bebida: Camilo  ¡Bueno voy! ¡Ah, ciego de amor!   Urbán ¿Y voy, acaso, mejor? ¿Quién manda rezar al ciego? (vv. 1528-1530)

Como anota Teresa Ferrer en su edición, la réplica final de Urbán denota la burla «del aspecto que presentan ambos: él como lazarillo de Camilo, pregonando ¿Quién manda rezar…?» (2001: 212). La comicidad generada por la situación del galán que se presenta con capirote y cazado por la dama, se confirma, en el diálogo, con las opiniones que vierten distintos personajes sobre él. La primera en cuestionar la situación que impone al galán es la misma Leonarda quien, aunque se muestra enamorada por su «hermosura» —lo que la lleva a plantearse si éste no tendrá algo de femenino—, duda de que Camilo acepte las condiciones para el encuentro:    Capirote: «Cubierta hecha de cuero y ajustada, que se pone al halcón y otras aves de cetrería en la cabeza y les tapa los ojos para que estén quietas en la mano o en la alcándara, el cual se le quitan cuando ha de volar» (Aut). De capirote: «Modo adverbial, que equivale a sin juicio, sin la menor consideración, ni reparo. Úsase de esta locución para motejar y denotar al que es incapaz, tonto y disparatado» (Aut.).

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Leonarda ¡Ay, mira que en ser hermoso algo tendrá de mujer! Cuanto más que, ¿qué Roldán sufriera cubrirse así, y ascuras venir aquí?       Julia ¡Un mozo hidalgo y galán, un mancebo varonil, no como otros mujeriles, con quien fuera el mismo Aquiles ahora cobarde y vil! (vv. 1233-1242)

También Floro, el criado de Camilo, en el tercer acto, le recrimina a su señor la infamia que supuso dejarse llevar encapirotado por las exigencias de Leonarda: ¿Esto ponerte a una perpetua infamia? ¡Ah, si tomaras luego mi consejo, y rompieras un poco el capirote, o fuerza hicieras con la espada en mano! Que no habían de matarte ni ofenderte. ¡Todo fue muy galán aficionarte de una camilla de damasco y tela, y de unos terciopelos y brocados! (vv. 2623-2630)

Aunque el reproche más rotundo es hacia su afición por las telas ricas y los vestidos lujosos, un apego más propio del gusto femenino. La reprimenda se hace eco de uno de los primeros comentarios de Camilo en su encuentro con Leonarda, el elogio al vestuario de la viuda y la decoración de la sala: ¡Qué traje y rico vestido! […] ¡Bravas telas y brocados! ¡Bravos cuadros y pinturas! (vv. 1344-1348)

Aunque se dan descripciones parciales, 6 es Urbán quien hace un retrato más pormenorizado del galán: Eso de gracia, no vi jamás, por vida de Urbán, hombre más bello y galán desde el día en que nací. ¡Qué rostro, qué compostura!   El rasgo que más se asocia a Camilo es su juventud (v. 628; 683; 1006; 1232; 1238; 2200; 2887…) lo que, como veremos, será propio destos jóvenes mancebos de ahora (vv. 253-254), obsesionados por su apariencia y galas así como por pescar 3000 de renta (v. 270).

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¡Qué barba tan aseada! ¡Qué mano tan regalada! Parecióme nieve pura. ¡Qué cuerpo, qué pierna y pie! ¡Qué [afable], qué discreción! ¡Qué lindo dar de doblón! (vv. 731-741)

La descripción del criado insiste en la belleza y galas de Camilo, aunque su atención específica se dirige a partes concretas de su cuerpo, como el rostro o las manos, que tradicionalmente forman parte del retrato femenino, así como la blancura de piel. Es, pues, una descripción ridícula ya que toma como marco de referencia para el retrato del galán la prosopografía femenina. Además, el hecho de que Urbán también pondere el aseo de su barba apunta hacia las coordenadas corporales características del lindo 7. Así pues, el galán protagonista encarna, como lindo, un matiz ridículo que remite al prototipo del joven preocupado por la moda y su apariencia externa, del mismo modo que los otros personajes masculinos. Por ejemplo, Lisandro que, por las réplicas de Valerio y Otón, sabemos de su afición por dormir y de su desempeño y tardanza a la hora de vestirse: Valerio Dicen que ya se levanta.     Otón Es un lirón en dormir. Lo que se tarda en vestir, Valerio, es cosa que encanta. (vv. 2500-2503)

Se insiste pues en la idea de que ni los tres pretendientes de Leonarda pero tampoco Camilo, el escogido por la viuda para satisfacer la «llama cruel», responden al tipo del galán característico de la etapa de plenitud del género de la comedia de capa y espada. Su apariencia y comportamiento los acerca más al modelo del lindo, y de ahí su función como agentes cómicos. En este sentido, es curioso observar cómo Lisandro, en el segundo acto, sospecha que el desdén de Leonarda al rechazar sus proposiciones se explica porque tiene «galán en casa encerrado» (v. 1712) y éste puede ser su criado Urbán, ya que encaja en el perfil de galán: que es bellacón y discreto, tengo sospecha en efeto que hace oficio de galán, porque no se aparta della, y anda bien puesto y vestido, siempre se burla atrevido, y habla en secreto con ella. (vv. 1722-1728)

  En este sentido, resultan imprescindibles las notas al pie que incorpora Teresa Ferrer al pasaje comprendido entre los versos 253-272 en su edición de la comedia (2001: 120-121), en las que aporta la información y bibliografía fundamental acerca del vestuario de la época y de las costumbres asociadas a los lindos.

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Así pues, para el oficio de galán resulta necesario andar bien puesto y vestido, además de ser discreto pero bellaco, cualidades que también destaca, en un aparte, Leonarda al hablar de Camilo: «Es discreto y bellaco» (v. 1462). Galanes en almíbar y rondas nocturnas: matices del marco urbano Como precisa bien el título, la acción sucede en Valencia, lo que implica que a lo largo de la comedia se acumulen marcas específicas de la geografía urbana que, al ser reconocibles por el imaginario del espectador, no sólo determinan el espacio y lo acercan al público, sino que ejercen como mecanismos de cohesión estructural. Abundan pues este tipo de referencias (v. 782; 1941; 2408; 2490; 2566-2567…), aunque para considerar la influencia del marco urbano en la generalización del agente cómico, pueden tomarse en cuenta la presencia en sus calles de los «galanes de donaire» y la burla a ciertas prácticas urbanas para el cortejo, como la ronda nocturna. La descripción de Camilo que hacía Urbán en el anterior apartado coincide con la que al principio de la comedia trazaba Leonarda para los galanes de alcorza, jóvenes preocupados por vestir a la moda y por pescar a una mujer con recursos, y con la que justificaba su postura de no volver a casarse: ¡No, sino venga un mancebo déstos de ahora, de alcorza, con el sombrerito a orza, pluma corta, cordón nuevo, cuello abierto muy parejo, puños a lo veneciano, lo de fuera limpio y sano, lo de dentro sucio y viejo!; ¡botas justas, sin podellas descalzar en todo un mes, las calzas hasta los pies, el bigote a las estrellas; jaboncillos y copete, cadena falsa que asombre, guantes de ámbar, y grande hombre de un soneto y un billete; y con sus manos lavadas los tres mil de renta pesque, con que un poco se refresque entre sábanas delgadas; (vv. 253-272)

El retrato que hace Leonarda repasa con todo detalle la indumentaria y, por lo que respecta a los rasgos físicos, coincide con la descripción de Camilo en dos elementos clave para trazar el perfil del lindo: el aseo de las manos y el de las barbas y

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bigotes. La vocación de lindo es también considerada por el propio Camilo, cuando al preguntarse por la identidad de Leonarda antes de encontrarse con ella por primera vez, no sabe si puede tratarse de una mujer casada, una viuda, una doncella, una vieja, una mujer con sífilis, o incluso se plantea si puede ser un hombre. Al final de la escena, en un aparte al público, se cuestiona también su propia apariencia: Engaño debe de haber. ¡Cosa que fuese éste agora algún hombre y no mujer! pero ¿tan lindo era yo? (vv. 1133-1136)

Al contrario que Camilo, quien no tuvo que hacer nada para ganar los favores de Leonarda —«aunque la dama me cueste / que tan poco me costó» (vv. 11391140)—, aparecen también como personajes de la comedia otros tres galanes que pretenden conquistarla: Otón, Valerio y Lisandro. No tienen una identidad propia bien definida, ya que coinciden en todos sus planes para cortejarla, por lo que suelen terminar siempre los tres juntos: «¡Que siempre en todo juntos nos hallamos!» (v. 1652) y hasta son conscientes de las necedades que llegan a cometer como trío de pretendientes: «que de aquella necedad / iguales partes llevamos» (vv. 1679-1680). Es por ello que se repiten de manera sucesiva todas las estrategias en su caracterización como personajes, lo cual los convierte, por acumulación, en figuras grotescas: desde su primera aparición en escena con monólogos que mezclan endecasílabos y redondillas (vv. 1531-1626), hasta las distintas acciones 8 que intentan para enamorar a Leonarda. Y, precisamente, entre sus primeros intentos figura la ronda nocturna. El primero que cuenta su experiencia de galanteo callejero es Valerio que, tras darle serenata de guitarra y pedir a la viuda que socorra «con agua al fuego» (v. 462), lo que consigue es una lluvia de inmundicias. Si era agua limpia o mezclada, Dióscorides lo averigüe; basta que toda la noche, gasté en limpiarme y reírme (vv. 466-469)

A continuación, llega el turno de Lisandro que, al estar vigilando el portal de Leonarda, acuchilla unos cueros de vino que un ladrón dejó al huir de la justicia, pensando que estaba apuñalando a un galán que rondaba a la viuda: Diome la sangre en el mío y vuelto a mi casa huyendo,   En el primero de sus intentos, los tres galanes coinciden al disfrazarse y hacerse pasar, respectivamente, por vendedores de libros, estampas y perfumes, y así poder introducirse en casa de Leonarda. Ésta sospecha de su verdadera identidad y, al reconocerlos y confirmar sus sospechas, manda a sus criados que los echen a palos («¡Hola, cargaldos de palos!», v. 929), lo cual es indicativo no sólo de la poca estima que tiene hacia ellos sino también de lo inapropiado de las formas, tratándose de nobles.

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miro a una luz la ropilla, y olía como un incienso. Tomo una linterna y parto, y cuando a mirarle vuelvo, hallo derramado el vino, y el cuero midiendo el suelo. (vv. 507-514)

Cierra la confesión de sus atropelladas rondas nocturnas Otón, que confundió a un zapatero, que estaba al fresco en camisa, con Leonarda y, al hablarle, tuvo que esquivar las vasijas que le arrojó: Y si al tirar no me bajo, con los polvos del ladrillo me deja allí rociados, como escudilla de arroz, los sesos entre los cascos. (vv. 551-555)

En fin, son este tipo de personajes masculinos los que en el marco de las tempranas comedias urbanas de Lope contribuyen a trazar una primera fase en la evolución del género de la comedia de capa y espada y que, a grandes rasgos, se caracteriza por una generalización del agente cómico, como han puesto de manifiesto críticos como Joan Oleza o Ignacio Arellano. Esta primera etapa del género se presenta como un modelo en formación a partir de las tradiciones teatrales anteriores de la comedia antigua, un patrón que en el sistema teatral del xvii se verá continuado por el entremés. Los galanes de la viuda valenciana adquieren así una dimensión grotesca a partir de su condición de lindos. Sus nombres exóticos (Camilo, Otón, Lisandro, Valerio), contrastan, además, con la proximidad del marco urbano y la actualidad de sus prendas de vestir. BIBLIOGRAFÍA CITADA Ignacio Arellano (1988). «Convenciones y rasgos genéricos en la comedia de capa y espada», Cuadernos de teatro clásico, 1, pp. 27-49. Ignacio Arellano (1994). «La generalización del agente cómico en las comedias de capa y espada», Criticón, 60, pp. 103-128. Ignacio Arellano (1996). «El modelo temprano de la comedia urbana de Lope de Vega», en Lope de Vega: comedia urbana y comedia palatina (Actas del las XVIII Jornadas de teatro clásico: Almagro, 1995), ed. Felipe Pedraza y Rafael González Cañal, Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 37-59. Teresa Ferrer Valls (2001). «La viuda valenciana o el arte de nadar y guardar la ropa», en Lope de Vega, La viuda valenciana, ed. Teresa Ferrer Valls, Madrid, Castalia. Joan Oleza (1986). «La propuesta teatral del primer Lope de Vega», en Teatro y prácticas escénicas. II: La Comedia, coord. José Luis Canet Vallés, London, Tamesis Books en colaboración con la Institución Alfonso el Magnánimo, pp. 251-308. Lope de Vega (2001). La viuda valenciana, ed. Teresa Ferrer Valls, Madrid, Castalia.

Quevedo, Galicia y Santiago: una relación tópica y de conveniencia Santiago FERNÁNDEZ MOSQUERA Universidad de Santiago de Compostela

Quevedo tiene poca relación directa con Santiago, con Santiago de Compostela, al menos. Alguna más con Santiago, el Apóstol, pero menor de lo que se pudiera pensar inicialmente. Se trata de una relación de conveniencia, de un acercamiento interesado, incluso políticamente interesado, como sucede en tantas ocasiones en la vida del escritor. El primer interés que une a Santiago y a Quevedo es la pretensión de pertenecer a su Orden religiosa y se hace explícita con la súplica «a vuestra Majestad sea servi­ do mandarle hacer merced de mil escudos de pensión en Italia, o de un hábito de una de las tres Ordenes y quinientos ducados de renta con que se pueda sustentar» por los servicios que ha prestado y prestará él y su familia a la corona (Riandiere, 1986: 36). Quevedo no solicita explícitamente la Orden de Santiago. Esto podría entenderse como un rasgo de discreción en una petición ya atrevida o una inhibi­ ción sobre el honor que le tocase; en otras palabras, no hay inclinación santiaguista en un primer término. Sin embargo, toda la información del expediente tuvo en cuenta el procedimiento y las exigencias de la Orden de Santiago, lo cual puede insinuar el objetivo final de su petición. El orgulloso honor de pertenecer a esta institución se presenta como la razón principal de su protagonismo santiaguista más memorable: la defensa de su patro­ nato y la activa participación en la polémica contra el compatronato de Santa Teresa. La curiosidad histórica quiso que la propuesta inicial del nuevo patronato coincidie­

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se el mismo año en el que el poeta accedía a tal honor, 1617. Quevedo no era, sin embargo, personalmente contrario a la santa; tal vez incluso se pueda rastrear cierta devoción familiar a la carmelita. Pero el ambiente político, el mismo contexto que tanto empujaba a Quevedo a escribir y actuar, le llevó definitivamente a oponerse, casi contractualmente, al nuevo patronato propuesto por el Conde Duque y avalado por Felipe IV. No será, sin embargo, hasta 1627, una vez que Urbano VIII publica el Breve nombrando a Santa Teresa compatrona de España, cuando, en una apresu­ rada campaña, el cabildo compostelano, por medio presumiblemente de la Orden de Santiago, animase a Quevedo a participar en la defensa. Aunque se ha estudiado con cuidado esta relación y este momento, no se ha podido averiguar con indudable certeza si la chispa que encendió el escrito quevediano surgió de su propia extrañe­ za ante la velada propuesta del Conde Duque o fue inducida por la Orden alentada por el Cabildo compostelano. Con todo, Quevedo confiesa en una carta que «esta causa la tuve siempre por propia». De hecho, Quevedo pone por delante su obliga­ ción e incluso la del rey para defender a Santiago. El comienzo de su Memorial es, en este sentido, esclarecedor y anuncia el tono altanero de todo el texto: Señor, don Francisco de Quevedo Villegas, caballero profeso en la orden de Santia­ go, digo que, como tal caballero, soy parte legítima para suplicar a V. M. se sirva, como administrador perpetuo de la dicha orden, salir a la defensa del patronato de Santiago, pues sois a quien en primer lugar pertenece, por todas las causas y razones siguientes.

La actitud quevediana en el Memorial es un claro ejemplo de su poética. La hi­ perbólica defensa del patronato utiliza argumentos que llegaron a ser tildados de sofísiticos por los canónigos encargados de defender la pretensión en Roma. Y, cier­ tamente, si la munición argumental quevediana puede considerarse tan deslum­ brante como inútil, no deja de ser brillantemente literaria. Esa es la condición de Quevedo, un poeta al servicio de esta causa. El Memorial llamó más la atención en el contexto político español que en la in­ trincada curia romana. 1 De hecho, el poco aprovechamiento técnico de las argu­ mentaciones quevedianas generan un pronto olvido en la Catedral de Santiago que ni siquiera conservó una primera edición del texto. 2    «Villafañe y Astorga del Castillo cayeron muy pronto en la cuenta de los argumentos que en la curia romana tendrían peso: los graves quebrantos económicos que necesariamente se le causaba a la Iglesia Com­ postelana. ¿Qué importancia podían tener, en comparación, los argumentos históricos sobre el Santiago que obtuvo de Cristo, como porción propia, la España por él evangelizada, reconquistada y permanentemente defendida contra toda clase de enemigos, hasta el extremo de poderse decir que el Rey debe a Santiago su reino? Para los curiales consultados estos argumentos resultaban pura retórica e incluso «sofísticos». De este tipo son precisamente los argumentos esgrimidos en el memorial de Quevedo, y así se explica que no tuvieran para el caso la eficacia que se esperaba» (Díaz Fernández, 2003). «En realidad, más que argumentos para la impugnación del Breve, Quevedo aporta recursos oratorios, por lo que cabe situarlo bajo la visión negativa de los curiales: «las más razones del perjuicio del Apóstol, les pare­ cen sophisticas»» (Díaz Fernández, 2003).    Quizás el Cabildo Compostelano experimentó algún desencanto al comprobar que el Memorial de Quevedo no aportaba en Roma la utilidad esperada. Sólo así se explica que no conservara uno solo de los ejemplares impresos en 1628 como señala don José María Díaz Fernández (2003) en su trabajo ya citado.

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Los argumentos esgrimidos no dejan de ser contundentes y populares, pero también incómodos para quien había tomado o amparado la iniciativa de proponer el compatronato. Quevedo indica que la elección del patrón de España no resultó una decisión política ni siquiera terrenal ya que fue el mismo Cristo quien envío al apóstol a la península («en favor de la elección de Cristo Nuestro Señor»). Santiago es Patrón antes del reino y sólo España es reino gracias a Santiago. Difícil de con­ traargumentar en ese nivel. Y porque en vuestra persona no es separable el Maestre de Santiago del Rey de las Españas, yo, en nombre de toda la orden y caballería de Santiago, y del propio Santo Apóstol, y en el vuestro, como Maestre, con toda reverencia suplico de vos a vos propio, mejor informado, y digo que Santiago no es patrón de España porque entre otros santos le eligió el Reino, sino porque cuando no había Reino, le eligió Cristo nuestro señor para que él lo ganase y le hiciese, y os le diese a vos (Memorial, OC, I, p. 225).

Pero la decisión más impertinente de Quevedo es el tono que emplea am­ parado por el género elegido: el memorial. Su destinatario es el Rey al que acon­ seja, conmina, a veces temerariamente, como sucede en otros memoriales del es­ critor, y le pide de manera contumaz que remita su escrito al Consejo Real de Justicia, lo que vendría a ser una suerte de anulación de la decisión real sobre la base técnica de un procedimiento administrativo. Le pide, en definitiva, que se retracte de su apoyo y que se ponga a las órdenes del Consejor Real. Puestos a exigir... Vos, Señor, le debéis las coronas que ya ceñís multiplicadas; los Procuradores de Cortes el Reino, en que son Tribunal; los templos no ser mezquitas; las ciudades no ser abominación; la república y santo gobierno no ser tiranía; las almas no ser maho­ metanas ni idólatras; las viudas no ser esclavas; las doncellas no ser tributo. Que esto sea como lo digo, ni los moros lo puedan negar; que hoy temen el tropel y las huellas del caballo blanco, y les dura el dolor y las señales de las heridas de su espada (Memorial, OC, I, pp. 225-226).

Y la admonición final no deja dudas sobre el tono quevediano ante el Felipe IV: Defienda V. M. a su defensor; y como le debe los innumerables reinos que goza, le deberá la conservación dellos. Para lo cual creo será medio eficaz hacer como pido, pues es justicia (Memorial, OC, I, p. 234)

¿Dónde había quedado Santiago en todo esto? El memorial que tenía a Santiago como protagonista se había convertido en un ejemplo más de la discrepancia de un súbdito para con su monarca y, sobre todo, para con la política del valido. Lejos parece quedar su intento inicial de mantener el patronato único, o dicho de otro modo, abogar por el único patrón no era sólo defender a Santiago, a su Orden y al Cabildo compostelano, sino enfrentarse a la iniciativa de los carmelitas descalzos o

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si prefieren, oponerse al deseo y a la política del Conde Duque de Olivares y a Feli­ pe IV que la apoyaba. El siguiente paso en esta deriva aparentemente santiaguista estaba ya iniciada: Quevedo escribía casi al mismo tiempo el «papel», como él mismo denomina, Su espada por Santiago, que anunció al final del Memorial por el patronato con el be­ ligerante título de Cauterio de la verdad, es decir, cicatrización de las falsedades que se habían vertido con el propósito de aupar a Santa Teresa al patronazgo del reino, y también, conviene no olvidarlo, el restablecimiento de la verdad sobre su propio nombre ya que su Memorial había levantado una llamativa y peligrosa polvareda que nada le favorecía ante el rey y ni mucho menos ante el valido. Pero si el Memorial se publicó y molestó a muchos poderosos, este cauterio ya no pasó de las manos del valido. Quevedo lo firmó en La Torre de Juan Abad, el 4 de mayo de 1628. La estructura de este texto, de difícil adscripción genérica, es com­ pleja, pero obedece a la voluntad de Quevedo de asegurar su posición, de defen­ derse de las críticas recibidas y de conminar una vez más al rey para que retirase el decreto del compatronato. La estrategia es un tanto diferente al Memorial, pero el resultado es todavía menos favorable a sus intereses porque no pasó de las ma­ nos del Conde Duque, al que le disgustó grandemente y tal vez se convirtiera, junto con el Memorial por el patronato, en la primera etapa de su grave desencuen­ tro final. Quevedo, sin embargo, sabía en qué avispero se metía. Lo hizo con conocimien­ to y desprovisto de prudencia por más que en el prólogo, dirigido al ministro, se disculpase y pidiese amparo ante tanta injusta persecución: Confieso, Excelentísimo Señor, que perseguido y acusado, más decente disposi­ ción tengo para merecer prisión y castigos que audiencia de su majestad (que Dios guarde), y favor y merced de vuestra excelencia. Mas no siempre, ni las más veces ni muchas, el ser perseguido es culpa, ni el ser acusado verdad. Si esto fuera, ninguno hubiera inocente en el mundo, ni pudieran en algún tribunal defenderse las virtudes. Cuánta calamidad sean persecución indigna y calumnia mentirosa, bien lo supo Cris­ to nuestro Señor por sí. [...] Yo escribí por Santiago como parte; y padezco libelos donde, sin nota de mi na­ ción, no debí temer respuesta de otra parte de África. Defiendo yo al Apóstol, y persiguen mis costumbres y los estudios de que yo tengo arrepentimiento, no satisfa­ ción. Señor, no respondo a las sátiras y coplas que me han hecho y impreso (no por­ que me falte natural acreditado y belicoso para tan facinorosos distraimientos), solo porque, como he visto este pecado de mi niñez fuera de mi inclinación en obra boca, he conocido su horror y asco. (Su espada por Santiago, OC, II, pp. 423-424).

El poeta se justifica, llega a identificarse en su injusta persecución con Cristo y se somete al escrutinio del valido, su única posibilidad y peor alternativa. La estra­ tegia no es aceptada por quienes ya estaban alertados de sus contrarias intenciones, pero tampoco éste podría disimular ni sus intereses ni su impertinencia cuando, dirigiéndose y señalando directamente al rey, escribe:

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Señor, quien persevera en el error no es constante, sino obstinado; y si advertido de su engaño persevera, no tienen valor, sino vergüenza de acertar. Quien se enmien­ da, se disculpa como sabio de lo que no acertó como hombre; quien prosigue en su desacierto, avisado de los inconvenientes, deprecia la verdad cuando obra y los ver­ daderos cuando porfía; y estos son achaques de la desesperación, no de vuestra gran­ deza ni de vuestro talento, dan dócil a la ley de Dios y siempre adestrado de la cle­ mencia y amor de vuestros vasallos. (Su espada, OC, II, p. 442).

Es difícil arrostrar mayor descaro con una admonición tan severa al propio mo­ narca por muy poeta, señor de la Torre de Juan Abad o Caballero de la Orden de Santiago que se fuese. Y así le fue... mal. Quevedo se fragua muy contumazmente su propio destierro y su subsiguiente desgracia social y política. El camino hacia San Marcos de León comenzaba a trazarse; otro memorial posterior, Execración contra los judíos, lo encaminó más directamente. Los papeles que Quevedo dedicó a defender el patronato único de Santiago pueden entenderse desde diferentes perspectivas, pero su mayor valor es el político. El asunto era ya en sí mismo un problema público teñido de vaga polémica religiosa. No es de extrañar que el escritor entrara al trapo en el asunto y no midiera con pru­ dencia, como solía ocurrirle, sus más vehementes palabras. En realidad, por lo tan­ to, el protagonismo santiagués quedaba un poco lejos. Toda la argumentación, la riqueza estilística, la panoplia de argumentaciones jacobeas, en ocasiones facilitadas por el lobby santiaguista, quedaban en un segundo plano. Su actuación no logró inicialmente lo que pretendía; antes al contario, sirvió para granjearse más clara­ mente la aversión del valido y la desconfianza del rey. Quevedo, sin embargo, de­ mostraba con estos escritos su necesidad de hacerse notar en la Corte, de intervenir y de influir en la medida de sus posibilidades, que él creía mayores de lo que las circunstancias aconsejaban. Demuestra también la redacción de estos escritos otra característica de gran parte de su obra: su escritura interesada. La intención prime­ ra del poeta de defender al Apóstol escondía poco disimuladamente una deriva política y circunstancial que fue, a la postre, la más visible del proceso. Pero esa relación política con Santiago y, consecuentemente con Galicia, no cubre todos las facetas de su obra. De hecho, el país y el apóstol, sus habitantes y sus costumbres también están presentes en su literatura burlesca principalmente, cum­ pliendo con los tópicos que sobre ellos circulaban en el Siglo de Oro. En efecto, cuando aparece un gallego en la obra de Quevedo siempre soporta el peor papel. Son ejemplos significativos aquellos que traen a colación varios perso­ najes. En la comparación siempre el gallego aparece peor tratado o es presentado en un contexto negativo. Quiso Quevedo, por ejemplo, unir a manchegos y gallegos en una misma burla, pero con diferentes cualidades. La hallamos en una octava real de su Poema heroico de las necedades y locuras de Orlando el Enamorado: Vinieron con sus migas los manchegos, que, a puros torniscones de guijarros, tienen los turcos y los moros ciegos,

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sin suelo y vino, cántaros y jarros; con varapalos vienen los gallegos, mal espulgados, llenos de catarros, matándose a docenas y a palmadas moscas, en las pernazas afelpadas. (875 I:153-160)

Y ya comienzan a mostrarse ese otro paisaje de Galicia que Quevedo y todos los autores del Siglo de Oro retratan con idéntica malicia y común tópica que también recogerá nuestro escritor. Si aquí los manchegos ahuyentan a turcos y moros a pe­ dradas, los gallegos acuden plagados de pulgas, moscas y catarros. Es obligado que sobre el tema de Quevedo y Santiago se traiga a colación a los que habitan las tierras que él eligió para quedarse. Así lo señala el propio escritor: Pero como fuere, sea; pues Santiago quedó allí, no debe de ser Galicia de todo punto rüin. (749:145-148)

Y los gallegos, que defiende indirectamente aquí Quevedo con la figura de San­ tiago, son constante objeto de burlas en su poesía, no más, sin embargo, que en los versos Lope o Tirso, aunque menos amargamente que en los de su enemigo Góngo­ ra. No es el momento de ilustrar la intervención con ejemplos y justificaciones sobre el uso de los tópicos negativos sobre los gallegos y lo gallego (Caramés, 1993). Tal vez alguno permanezca; quizá Quevedo estaría dispuesto a negarlos sobre la base de su afición santiaguista, pero ya hemos visto que su relación con Santiago es circuns­ tancial y política y no atiende a otras amistades ni querencias familiares. A los galle­ gos se les empareja con no buenos amigos, excepción hecha de los manchegos; por ejemplo, con los franceses: Gobernando están el mundo, cogidos con queso añejo en la trampa de lo caro, tres gabachos y un gallego. (697:1-4)

y es, en general, un mal país: Con la grande polvareda, perdimos a don Beltrán, y porque paró en Galicia, se teme que paró en mal. (856:141-144)

Pero donde Quevedo se explaya es en la despiadada descripción de las mujeres gallegas, que son ligeras de cascos y baratas

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Con un cuarto de turrón y con agua y con gragea, goza un Píramo, barata, cualquiera Tisbe gallega. (726:109-112)

pero pesadas de piernas y culonas Corita en cogote y gallega en ancas; gran mujer de pullas para los que pasan. (771:29-32) Catalina de Perales, una gallega maldita, más preciada de perniles (868:29-32)

Esta Catalina de Perales descrita en este baile «Los sopones de Salamanca» es una criada de pensión de estudiantes —como la que presente en El Buscón—, oficio paradigmático de gallegas, mesoneras y criadas para todo ya en el Siglo de Oro y en siglos menos dorados. La descripción de esta gallega contiene muchos de los ele­ mentos caracterizadores del personaje: A recibirle salió (el Señor se lo reciba), para las noches muy ama, para las compras muy sisa, Catalina de Perales, una gallega maldita, más preciada de perniles que Rute y Algarrobillas. Muy poco culta de caldos por su claridá infinita, abreviadora de trastos dentro de una almondiguilla, y para el carnero verde mujer de tan alta guisa, que aun a la Libra del cielo hurtará la media libra. Arrufaldada de cara y arrufianada de vista, y la color y el aliento entre cazuela y salchicha. Y porque oyendo latín la conozca por la pinta, la cantó muy cicerona esta comezón latina:

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«Pulgas me pican; el candil está muerto; ergo sequitur sequitur que me pican a tiento». Pulgas tengo, no hay dudar; si me dejo picar, es de los que dan en dar y con dineros replican. «Pulgas me pican; el candil está muerto; ergo sequitur sequitur que me pican a tiento.» (868: vv. 25-60)

Catalina es, además de «ama» de noche, bastante avara y con unos buenos jamo­ nes («muy preciada de perniles»); cocinera poco generosa, inculta por la claridad de sus caldos y ahorradora de carnes... de cordero. Su rostro es arrufianado y por su aliento y tez, poco atractivo su trato. Sin embargo, al estudiante no le parecía mal del todo y le insinúa se si dejará picar por las pulgas, consustanciales al parecer a los gallegos, pero aquí con un significado cercano a un famoso cuplé posterior. Las gallegas, pintadas siempre como brutas, aparecen también caracterizadas con otro tópico común: son taimadas. Con niños alquilados, que de contino lloran a poder de pellizcos, por lastimar las bolsas, la taimada Gallega, más bellaca que tonta, entró de casa en casa bribando la gallofa. (872:65-72)

En este baile «Bodas de pordioseros», Quevedo describe un esperpéntico elen­ co de personajes apicarados y buscones, de pedigüeños y delincuentes, entre los que se encuentra una gallega que alquila niños llorones para vivir como una pícara y comer la gallofa, la comida de los penitentes y peregrinos a Santiago. Pero sin duda el texto que más detenidamente retrata a Galicia en la obra de Quevedo, su paisaje humano y social, envuelto en el mar de tópicos auriseculares, es el conocido romance «Censura costumbres y las propriedades de algunas naciones» (749). Se trata de un repaso general a naciones y costumbres, incluidas las propias Cansado estoy de la Corte, que tiene, en breve confín, buen cielo, malas ausencias, poco amor, mucho alguacil (749:1-4)

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Harto de ser castellano desde el día que nací, quisiera ser otra cosa por remudar de país (749:77-81)

para elegir otro lugar, otras costumbre y otro paisaje. En ese dilema el autor elige Galicia entre todas las otras naciones y costumbres examinadas; ni español, ni castellano, ni genovés, ni florentino, ni alemán, ni inglés, ni francés, ni turco, ni portugués... El poeta elige ser gallego: Pero ya estoy antojado de irme a Galicia a vivir, por emplear en lugares catorce maravedís; (749:113-116)

No esconde los inconvenientes de la decisión, o tal vez sea un sarcasmo elegir a Galicia entre tantas y tan buenas naciones. Entre las incomodidades de la nación se recogen todas las caracterizaciones tópicas: es tierra de poca luz y muchos criados tierra donde el sol influye esportillos y mandil; a todo ventero, mozas, ayos, a todo rocín; (749:117-120)

Es tierra pobre y de escasa producción por vasallo en donde cuatro vasallos valen un maravedí, (749:121-122)

mientras que los hidalgos también están empobrecidos, mal vestidos y mal afeitados y sucias sus mujeres: y es ajuar de titulado sardesco, choza y mastín; en donde, como el tocino, anda el hidalgo en pernil; ellos, cargados de barba; ellas, tomadas de orín. (749:123-128)

Es país minifunista y de múltiples y mal avenidos propietarios Región copiosa de pueblos, pues en medio celemín parten términos un grajo, dos señores y una vid; (749:129-132)

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Y siguen pareciendo sus doncellas brutas de facciones, enfermas, poco higiéni­ cas y mal vestidas: tierra donde las doncellas llaman hígado al rubí, y andan hechas San Antones, con su fuego y su gorrín; en donde las regaladas llevan su cuerpo gentil en talegos, como cuartos, huyendo del caniquí. Muy góticas de faciones, y de pelo muy espín, virginidades monteses, aman a lo jabalí. (749:133-144)

Con todo, el poeta se anima a vivir en Galicia porque, como ya se ha señalado, no podrá ser del todo mal lugar si el Apóstol Santiago la eligió para quedarse: Pero como fuere, sea; pues Santiago quedó allí, no debe de ser Galicia de todo punto rüin. (749:145-148)

Y, en fin, el reclamo del vino sigue siendo un buen atractivo para mantener la decisión, por mucho que pueda molestar a otros: Ribadavia, mi garganta la tengo ofrecida a ti, por el San Blas de sus secas, sin humedades del Sil. Si a mal me lo tienen todos, y bien, ¿qué se me da a mí? Quien antes quiere ser chinche, alto a no dejar dormir. (749:149-156)

Este exilio en Galicia de un personaje cansado de la Corte no se puede conside­ rar una confesión quevediana, ni se debe, por supuesto, identificar una voz poética con los deseos del escritor. Además, el tono del romance anuncia una visión carna­ valesca, presenta un mundo al revés, en el que el autor elige la peor opción. Pero este mundo al revés resulta ser finalmente una elección pro gallega de un escritor que nunca visitó Galicia, pero defendió temerariamente su más atractivo patrimo­ nio: el protagonismo del patronato de Santiago y lo que de esa exclusividad se deri­ vaba, rentas, poder y prestigio.

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El uso de tópicos en la caracterización de Galicia demuestra que Quevedo no quiso conocer los paisajes de Galicia ni a los gallegos ni tampoco deseó dotar a sus textos de un valor particular que transcendiese los valores tradicionales. Quevedo, como he intentado demostrar en otro lugar, aporta valores diferenciales y en parti­ cular políticos cuando huye de lo común y destruye los tópicos. En este caso, el es­ critor se acomoda a la tradición social y literaria lo que demuestra un interés come­ dido por el tema. Por lo que se refiere a su relación con Santiago esta es en particular interesada. Cierto que defiende su patronato único, pero lo hace de manera políticamente ses­ gada. No podría ser de otra manera porque tomar partido por Santiago en ese mo­ mento era coincidir con una sensibilidad diferente a la que gobernaba; suponía ponerse en contra de la política del valido o, al menos, de sus deseos personales. Podríamos pensar que la valentía y la fe de Quevedo en Santiago Apóstol le llevó a defenderlo aun a costa de su prestigio, de la pérdida de su éxito social y de su caída en desgracia que le llevará, en última instancia, a perder su libertad personal. Pero también podemos pensar que Quevedo defendió la causa jacobea porque era una manera de oponerse a la política del Conde Duque y de censurar a Felipe IV quie­ nes llevaban a la monarquía hacia una situación que, en opinión de Quevedo y de alguna facción política contraria, resultaba desastrosa. Ejemplos no le faltarían para ilustrarlo. Bibliografía citada Xesús Caramés Martínez (1993). A imaxe de Galicia e os galegos na literatura castelá, Vigo, Galaxia. José María Díaz Fernández (2003). «Valor instrumental del Memorial de Quevedo por el patronato único de Santiago», Iacobus, 15-16, pp. 381-399. Quevedo, Obras de don Francisco de Quevedo. Prosa., ed. Aureliano Fernández Guerra, Ma­ drid, BAE, Atlas, Tomo I, 1946; Tomo II, 1951. —  Poesía original completa, ed. José Manuel Blecua (1983), Barcelona, Planeta (1983). Josette Riandière la Roche (1986). «Expediente de ingreso en la Orden de Santiago del caballero Don Francisco de Quevedo y Villegas: introducción, edición y estudio», Criticón, 36, pp. 43-129.

La penitencia de Don Quijote: un corte en el espacio y tiempo del relato Manuel FERNÁNDEZ NIETO Universidad Complutense de Madrid

Cuando se traza una ruta de los lugares por donde pudo andar don Quijote, nos encontramos con unos pocos puntos fácilmente identificables. Uno de ellos es Sierra Morena aunque, dada su extensión, no queda exactamente delimitada puesto que en el relato se alude al «corazón y entrañas» de la citada cadena montañosa. Ahora bien, parajes concretos aparte, esta cordillera que separa la Mancha de Andalucía, con sus paisajes característicos, constituye un apartado narrativo distinto dentro del relato. Hasta este capítulo se da una alternancia de aventuras procedentes, en general, de conocidos libros de caballerías: los molinos de viento, el vizcaíno, los rebaños, el «cuerpo muerto», los batanes o el yelmo de Mambrino. Dentro de la verosimilitud de los hechos, el episodio de los galeotes conjuga aspectos novelescos con la realidad de su tiempo. Si nos atenemos a la andadura del Ingenioso Hidalgo, éste se encontraba en el camino real que desde Toledo conducía hasta tierras andaluzas ya que en Málaga o Puerto de Santa María, en la actual provincia de Cádiz, embarcaban a los condenados a remar en galeras. Lo confirma uno de los galeotes cuando, al ser preguntado por don Quijote, dice que iba por cinco años a las señoras gurapas por faltarle diez ducados, pues, de haberlos tenido: «hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo» (I, cap. XXII). Por fin, nuestro enajenado caballero los libera, en una

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de sus actuaciones más inauditas, y «se fueron cada uno por su parte». Este episodio ya nos adelanta el nuevo sesgo de la narración pues, aunque Cervantes no insiste en una historia particular, con cada galeote podía haber realizado un relato distinto pues desarrollado caso a caso, podía ser una novela independiente. Ante la afirmación de Sancho, tan cierta en su tiempo, de que este acto en contra de la ley provocará su persecución por la Santa Hermandad, decide su señor entrarse «por una parte de Sierramorena que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda e ir a salir al Viso o a Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas por no ser hallados». (I, cap. XXIII). Siguiendo las distintas rutas de entonces, es difícil explicar como desde el camino real donde se hallaban los protagonistas, en la entrada de la Sierra, se podía llegar hasta el Viso o Almodóvar que están situados antes. Aparte de que sea uno de los supuestos despistes cervantinos, para la verosimilitud de los hechos, es lógico que Sancho pretendiera dar un rodeo por aquellas escarpadas tierras para evitar el encuentro con los ministros de la justicia, por ello se dice que andaba contento pensando que «caminaba por parte segura». Pero lo de menos es precisar un punto determinado donde caballero y escudero se detuvieron, pues importa más el cambio que se produce en la narración. Recordemos que la primera parte del Quijote de 1605, capítulos I al IX, está marcada por unos personajes iniciales que rodean al protagonista, entre los que se encuentran el cura, el barbero y el fantasma de Dulcinea. A excepción de la amada, citada en varios pasajes, los otros quedan en su lugar y desaparecen de la acción caballeresca hasta el regreso del hidalgo cuando realizan el «escrutinio de la librería» ( I, caps. VI y VII). De nuevo permanecen al margen de las aventuras quijotescas hasta la mitad del relato, capítulos XXVI y XXVII, donde vuelven a tomar un papel relevante en los episodios de la penitencia de don Quijote en Sierra Morena. El acto de liberar a los galeotes es el motivo por el que don Quijote y su escudero se tienen que internar en las escarpadas tierras de Sierra Morena, pero esta circunstancia enlaza con episodios caballerescos pues, en alguna ocasión, héroes de estas narraciones, desesperados por desdenes amorosos, se obligaban a rechazar todo contacto con sus iguales y a iniciar una estricta penitencia para purgar sus pecados. Era notorio, y luego se pormeniza, el caso de Amadís, a quien su amada Oriana, por creer que le es desleal, rechaza que se presente ante ella, y éste se retira a la Peña Pobre donde, con el sobrenombre de Beltenebros, se entregará a diversas mortificaciones, o el de Orlando que, al conocer la relación de su dama, Angélica, con Medoro, enfureció entregándose a todo tipo de excesos. Pero a diferencia de estos personajes, nuestro Ingenioso Hidalgo es consciente de sus actos y por ello se refiere a sus imitados caballeros, a la vez que de forma voluntaria y sin un hecho que lo justifique, realiza volteretas para semejarse a ellos. Pero como todo esto debe conocerlo su dama, don Quijote decide escribirle una carta, lo cual le obliga a descubrir a Sancho que bajo Dulcinea se halla una moza labradora llamada Aldonza Lorenzo, a quien ha idealizado con ese nombre, según es costumbre en el mundo literario. La confesión da pie a que el escudero, fingiendo

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conocerla ya que más adelante afirma que no la ha visto nunca, la imagine de forma caricaturesca con los rasgos y ademanes de una rústica campesina. De este modo los actos de Sierra Morena, desde la penitencia a la carta o la descripción de AldonzaDulcinea, se convierten en intencionada parodia de algunos textos caballerescos. Mientras el hidalgo queda en aquellos solitarios parajes, Sancho se dirige al Toboso para entregar a Dulcinea el escrito de su amo, pero, cuando sale de los límites serranos y llega a la venta de Maritornes, donde fue manteado, se encuentra con el cura y el barbero a quienes da cuenta de su embajada, imposible de realizar puesto que se ha olvidado de tomar la carta. Juntos regresan al lugar de la penitencia con la intención, mediante engaño, de rescatar a don Quijote de tales asperezas y llevarlo a su casa. De camino encuentran a Cardenio, el enamorado de Luscinda, y a Dorotea quien, burlada por don Fernando, también se ha refugiado en estos valles y enterada de la situación fingirá ser la princesa Micomicona que precisa ayuda del caballero para recobrar su reino. Se inicia así una fórmula nueva en la narración, desarrollada especialmente en la segunda parte del libro, puesto que don Quijote no imagina sus aventuras sino que es engañado y hasta su fiel escudero llega a creer que, por fin, se encuentra ante una verdadera acción caballeresca que recompensará sus trabajos. Además de estos hechos es posible que, en una primera redacción del texto, también sucediera en Sierra Morena el episodio de los cabreros y la historia de Grisóstomo y la pastora Marcela (I, caps. XI-XIV). En efecto, los cabreros que acogen al hidalgo y a su escudero tenían sus chozas entre «montes y selvas», según indica uno de ellos cuando, acabada la cena y para agasajar a don Quijote, pide al zagal Antonio que cante al son del rabel su romance de amores. 1 Finalizado éste, llega otro mozo de la vecina aldea contando la muerte por amores del pastor Crisóstomo y su deseo de ser enterrado en el campo «al pie de la peña donde está la fuente del alcornoque». Deciden todos acudir a las exequias para lo cual salen al amanecer y, tras andar un cuarto de legua: […] vieron que, por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas que, a lo que después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis de ellos traían unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros dijo: —Aquellos que allí vienen son los que traen el cuerpo de Crisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por esto se dieron prisa a llegar, y fue a tiempo que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo, y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura, a un lado de una dura peña» (I, cap. XIII), junto a la fuente del alcornoque, como antes se había indicado. 2  Cervantes no respeta los lugares y el tiempo en el Quijote (Fernández Nieto, 2001.)  Edgar Agostini y Ramón Gallego (1936: 56) identifican la fuente del Alcornoque con la de este nombre en el valle de Alcudia, en el «Quinto de la Cotofía» y a escasa distancia de la venta del Alcalde, cerca del camino real a Sevilla y al arroyo de los Batanes. Astrana Marín (1952: 102-108) cree que Cervantes conocía todos  

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Lo sorprendente de estos sucesos es el paisaje que describe, pues, además de aludir a la «la quiebra que dos altas montañas hacían», al referirse el cabrero Pedro al escenario donde causaba sus estragos la desdeñosa pastora, dice a don Quijote: Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela, y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la hermosura humana. Aquí suspira un pastor, allí se queja otro, acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí sin plegar los llorosos ojos, embebido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo, y déste y de aquél, y de aquéllos y de éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela.

Lo normal es que Cervantes sitúe a sus personajes en el escenario más adecuado para la narración pero, en este caso, peca contra la realidad ya que, tras el episodio del vizcaíno (I, cap. IX), cerca de Puerto Lápice, cuando don Quijote y Sancho encuentran a los cabreros no podían haber andado más allá de cinco horas, por tanto, dada la limitación de sus monturas, unas cinco o seis leguas, teniendo en cuenta que una legua eran unos 5. 572 metros e iban campo a través, no es posible se hallasen entre aquellas sierras citadas en estos capítulos, a no ser que se internasen en los parajes cercanos a Villarrubia de los Ojos aunque, de aceptar este escenario, no cuadraría con la distancia ni con el resto del itinerario y lo lógico, puesto que marchaban hacia el sur, es situarlos en los alrededores de Ciudad Real. Dejando aparte la presencia de hayas, pues no existían en toda la Mancha esta variedad de árboles, característicos de terrenos húmedos en las umbrías de las montañas y en cotas superiores a los mil metros, la vegetación y el agreste paisaje no concuerdan con esta zona. Las tierras cercanas a Ciudad Real eran llanas, campos de labor alternaban con baldíos y, de vez en cuando, algunos espacios arbolados que en ningún caso conformaban las selvas y montañas aludidas en el relato. En cambio, Sierra Morena se caracteriza por su escarpado relieve con enclaves donde pastaba el ganado, por tanto, son tierras propias de cabreros y pastores como los referidos en el episodio de Crisóstomo y Marcela. Además era paso obligado hacia Andalucía, como se indica en el texto, pues, concluido el entierro del enamorado pastor: «don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les los parajes en torno a la Venta del Alcalde por sus frecuentes viajes a Sevilla, por lo que situó aquí diversos episodios de su relato.

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agradeció el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas». Es decir, todos los indicios apuntan a que estos sucesos están situados en Sierra Morena. Para Casalduero (1949: 20) los capítulos XXIII al XXXI son los centrales de la novela, el eje mecánico que une en un punto, al estilo de toda composición renacentista, una y otra parte de la narración; es más, piensa el ilustre cervantista que con la reaparición del cura y el barbero comienza la conclusión de la obra. No creo que la importancia sea tanto de los dos personajes como del nuevo escenario, la soledad de aquellas sierras es lo que permite a don Quijote encontrarse consigo mismo aunque la excusa, como en otras ocasiones, se establezca, tal como hemos indicado, en la copia de unos actos realizados por su admirado Amadís de Gaula. La realidad del escenario hace más irreal al hidalgo manchego. Sierra Morena es un paréntesis en el plan trazado por el Ingenioso Hidalgo, hasta ahora sus hechos son una ilusión en cambio entre estas escarpadas tierras se halla, por primera vez desde su enajenación, en un escenario similar a los descritos en los libros caballerescos. Además este retiro, el contacto con la naturaleza, provoca que don Quijote revele la verdadera naturaleza de su amada que no es una princesa sino la hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales. El chusco cuento del fraile motilón, inconcebible en otras páginas de la novela, queda bien acoplado en la nueva situación del protagonista pues, como hombre, es habitual trazar la quimera de su amada. Por ello cobran verdadero valor las palabras de Sancho: «¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?». El anhelo del caballero enamorado se funde con unos paisajes que invitan a la búsqueda de la esencia del ser humano. En la desbordada naturaleza de tan singular escenario, Dulcinea es sentida como la senda de la perfección, el norte de su camino vital, y la esperanza de la unión es la guía de sus actos. Si hasta ahora parecía que el creado don Quijote siempre iba a desempañar un papel de hidalgo enajenado por la lectura de libros de caballerías, con el internamiento en Sierra Morena cambia su condición de personaje sujeto a un narrador y, con capacidad de elección, decide con conciencia humana superar la penitencia de Amadís; éste fue desdeñado por Oriana y él, sin haberlo sido por la imaginada Dulcinea, probará sobrepasar a su modelo literario obrando al margen de su autor. Estamos en un momento crucial del relato puesto que aquí don Quijote confunde plenamente la copia de un modelo artístico —la penitencia de Amadís en la Peña Pobre— con la realidad de su actuación. Como lectores, sin entrar en las distintas teorías sobre la hipotética composición inicial de la primera parte, 3 nos encontramos justo en medio del libro, ante el episodio central en todos los aspectos. A diferencia de otros héroes caballerescos, la decisión de don Quijote no viene marcada por celos de su amada, fundados o no, todo se inicia por la necesidad de   Son varios los estudios dedicados a este aspecto, como artículo de partida véase Stagg (1959: 347-366), con traducción al español (1966: 5-33.)

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esconderse de la justicia y es la realidad del paisaje la que une los recuerdos del comportamiento de Amadís con su determinación, no existe una causa verdadera, pero ya que está allí imitará sus actos sin ningún fundamento. 4 Así el grandioso escenario de Sierra Morena cobra valor de personaje, éste es quien incitará al protagonista a realizar nuevas acciones que, como las anteriores, se nutren de sus lecturas preferidas. El Ingenioso Hidalgo es en estos parajes responsable de sus actos y, contagiado por Cardenio aquí refugiado por desdenes de amor, realiza la mejor imitación y, a la vez, parodia del Amadís, el más considerado de los libros caballerescos. En efecto, la penitencia de Amadís de Gaula en la denominada Peña Pobre es fundamental en su historia, de todos los episodios es el que marca más profundamente a su protagonista y don Quijote, como en tantas ocasiones, lo entrecruza con su situación personal, ajena por completo a los avatares del verdadero caballero andante. En el libro (capítulos, 21, 40 y 45) se nos cuenta que Oriana, por una imprudencia del enano Ardián, cree que Amadís le ha dejado por Briolanja y le escribe una carta donde le ordena que nunca más se presente ante ella. Durín, el encargado de llevar tal misiva, llegó a Sobradisa, capital del reino del mismo nombre, donde pensaba encontrar a Amadís pero éste, tras haber vencido al usurpador Abiseos y repuesto en el trono a Briolanja, hija del rey, se dirigía ya a la corte del rey Lisuarte, padre de Oriana; de camino, junto a la Ínsula Firme, tuvo noticia de que Apolidón, sabio encantador y señor de la ínsula, había dispuesto que nadie pudiese tenerla, sin entrar antes en una cámara encantada, por un arco también encantado. Únicamente podía pasar bajo el arco quien no hubiese sido desleal a su primer amor y llegar a la «Cámara defendida» el que fuera mejor caballero que Apolidón. Amadís superó las dos condiciones y fue reconocido como señor de la ínsula. Llegó Durín entonces e hizo entrega al enamorado caballero de la carta de Oriana. Amadís, al leerla, quedó tan abrumado que renunció al señorío de la ínsula a favor de su escudero Gandalín y se marchó solo y desesperado. La fortuna le hace encontrarse con el hombre bueno, Andalod, un anciano y venerable ermitaño, quien lo confesó y condujo hasta la costa del Océano y, en barca, lo llevó mar adentro hasta una peña alta y estrecha, llamada la Peña Pobre, donde estaba su ermita. Aquí solicita Amadís al ermitaño que, para no ser reconocido el poco tiempo que piensa le queda de vida, cambie su nombre y éste, observando la belleza y tenebroso estado del noble caballero, le denomina Beltenebros. Así en la Peña Pobre se recluye el fiel enamorado, haciendo penitencia las más de las noches debajo de unos espesos árboles que había cerca de la ermita, sin dejar de pensar en la ingratitud de su dama, a la que recuerda en sentidos versos. Mientras, Durín ha regresado a la corte de Lisuarte y cuenta a Oriana el paso de Amadís bajo el arco de los fieles amadores, por lo que ésta, arrepentida de su decisión, envía a la Doncella de Denamarcha en busca de su enamorado caballero con   Para la interpretación de estos capítulos, son muy acertados y sugerentes los comentarios de Avalle-Arce y Riley (1973: 52), cuando afirman que: «…el lector se halla ante lo que los moralistas modernos llaman el acto gratuito. La penitencia de don Quijote en la Sierra Morena es el primer acto gratuito de la literatura.»

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otra carta, esta vez de perdón. Por efecto de una tormenta, arribó la Doncella a la Peña Pobre en donde reconoció a Amadís y, solucionado el malentendido de su infidelidad, le devolvió junto a su amada Oriana. Esta es la aventura que quiso imitar don Quijote encontrándose en Sierra Morena, el paralelo entre una y otra es patente dentro de la parodia cervantina: desdenes de la amada, en el de Gaula reales y en el Ingenioso Hidalgo imaginados, como todo cuanto le rodea; la penitencia y los rezos, que en el caso del héroe manchego son irreverentes puesto que al no disponer de rosario« le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once nudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse», y también, al igual que Amadís, don Quijote «se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea». Para Pellicer hasta el personaje de Dorotea es el equivalente a la Doncella de Denamarcha, pues ambas cumplen la misión de sacar a los sufrientes enamorados de su penitencia. 5 Por otra parte, aunque no nos encontremos en una ínsula ni en una «peña pobre», dentro del mar, el escenario serrano es el desencadenante de la cómica imitación. 6 Hasta ahora, tal como hemos indicado, se ha seguido una sucesión lineal de acontecimientos a excepción del cuento de la pastora Marcela (caps. XI-XIV), relato intercalado ajeno al protagonista que, como hemos indicado, sucedía también en estas tierras. A partir del momento en que don Quijote se encuentra en la soledad de la sierra, cambia su actitud y encuentra una manifestación distinta de la realidad. El nuevo escenario es aprovechado por Cervantes para incluir una historia paralela a los anteriores sucesos, un relato amoroso en donde un conjunto de casualidades hace que se reencuentren Fernando, Luscinda, Cardenio y Dorotea, éstos dos últimos quizá los personajes mejor delineados, aparte de los protagonistas, ya que dan lugar al episodio más estructurado de todo el conjunto hasta entremezclarse en la vida de don Quijote. 7 El cambio de rumbo de la narración es evidente y se realiza al estilo de los distintos libros de entretenimiento, entonces tan en boga. Por una parte se desarrolla el mundo de don Quijote y su afán de aventuras, tal como apreciamos en su penitencia, la embajada a Dulcinea y, cuando llegan Sancho, el cura, el   Véase la nota de Pellicer (1797: 185-187) a la penitencia de don Quijote en Sierra Morena.   La parodia al Amadís de Gaula se aprecia especialmente en función del lugar, pues de la Ínsula Firme se dice en este libro que estaba encantada y que tenía siete leguas de largo y cinco de ancho y que, por estar metida en el mar se denominaba ínsula o isla (como más adelante la que, también con burla en tierras de Aragón, conseguirá Sancho Panza) y por la parte de tierra por donde se llegaba a ella se llamaba «firme». Lo mismo sucede con la «Peña Pobre» que no se encontraba en ningún paraje similar a los que se hallan en Sierra Morena, si no en el mar a siete millas de la costa.   Para Madariaga (1926: 82), Dorotea es la persona más lista de todo el orbe quijotesco por su facilidad de palabra, sugestión, rapidez y viveza de observación y comprensión.  

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barbero y la supuesta princesa, el proyecto de conquistar el reino Micomicón. Por otra parte, el núcleo argumental se centra en las peripecias de los enamorados que, por casualidad, han ido a encontrarse en los parajes de Sierra Morena. A la vez el regreso de los protagonistas con los embustes de Sancho sobre su viaje, permiten los capítulos de la segunda parte que tienen por escenario a El Toboso y las distintas secuencias para lograr el desencantamiento de la dama, presentes hasta el final del libro. 8 En estos capítulos muestra Cervantes una de sus técnicas narrativas más características, la de suspender la acción con el anuncio de lo que planea el protagonista. Así don Quijote indica a Sancho su intención de iniciar la penitencia, según la hizo Amadís, con lo cual las situaciones siguientes son consecuencia de la decisión tomada, nada ni nadie pueden alterar su voluntad y, por descabellado que sea su propósito, no habrá forma de cambiar su actuación. El internarse en Sierra Morena comporta el retiro, la penitencia, la carta a Dulcinea, la embajada de Sancho y su regreso con sus compatriotas para sacar al hidalgo de su recogimiento. Es en Sierra Morena donde don Quijote comienza a compartir su historia con las de otros personajes, la alternancia de sucesos hace que a partir de este momento se intercalen sus imaginadas aventuras caballerescas con hechos coetáneos, con seres que viven en su tiempo y sufren angustias reales. El relato en primera persona se alterna con las voces de otros seres, la trama principal se nutre de episodios secundarios tejiendo un colorista tapiz en donde figuras y paisajes, dentro de su variedad, conforman una escena unitaria. Cervantes así, a partir del retiro del hidalgo en estos solitarios parajes, da un cambio de rumbo en la narración. Bibliografía citada Edgar Agostini y Ramón Gallego (1936). Itinerarios y parajes cervantinos, Ciudad Real, Talleres de las Escuelas Gráficas de la Excma. Diputación Provincial. Luis Astrana Marín (1952). Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid, Edit. Reus, tomo IV. Juan Bautista Avalle-Arce y E. Riley (1973). «Don Quijote», Suma Cervantina, London, Tamesis Books. Joaquín Casalduero (1949). Sentido y forma del Quijote, Madrid, Ínsula. Manuel Fernández Nieto (2001). «Para una Ruta del Quijote: la segunda salida hasta la llegada a Sierra Morena (capítulos VII a XXIII)», en Dicenda, Cuadernos de Filología Hispánica, 19, pp. 65-87. Helmut Hatzfeld (1972). El Quijote como obra de arte del lenguaje, Madrid, Rev. de Filología Española, anejo LXXXIII, CSIC, pp. 114-130. Salvador de Madariaga (1926). Guía del lector del Quijote, Madrid, Espasa-Calpe. Juan Antonio Pellicer (ed.; 1797). El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, Nueva Edición… por Juan Antonio Pellicer, Parte Primera, Tomo II, en Madrid, por D. Gabriel de Sancha, año de MDCCLXXXXVII.   Aunque la bibliografía es abundante y, por tanto, imposible de reproducir aquí, sobre la importancia de estos acontecimientos en la estructura del texto, véase Hatzfeld (1972: 114-130) y Pini Moro (1990: 223-233.)

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Donatella Pini Moro (1990). «El Quijote y los dobles: sugerencias para una relectura de la novela cervantina», en Actas del I Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Barcelona, Anthropos, pp. 223-233 Geoffrey Stagg (1959). «Revision in Don Quixote», en Hispanic Studies in honour of I. González-Llubera, Oxford, pp. 347-366. —  (1966). «Cervantes revisa su novela (Don Quijote, I Parte)», en Anales de la Universidad de Chile, CXXIV, pp. 5-33.

En torno a la teatralización de la acción narrativa en el Quijote Francisco Florit Durán Universidad de Murcia

«Cervantes hizo teatral la novela al no poder novelizar el teatro» José Bergamín

En no pocos textos de la obra cervantina —desde luego también en el Quijo� te— cabe percibir una idea que de modo sostenido el escritor alcalaíno expresa. Me refiero al hecho de que Cervantes se sintió en todo momento un hombre de teatro, hasta el punto de que se puede decir que vivió buena parte de su existencia obsesionado por el arte escénico y que, consecuentemente —según ha sido señalado en más de una ocasión— resulta casi imposible leer su gran novela sin percibir la naturaleza teatral (ya sea entremesil, dramática o metateatral) de muchos de sus episodios. Hasta el punto de que Azorín, por ejemplo, llegó a decir que «sólo un hombre de teatro pudo haber escrito el Quijote» (1952:105). Piénsese, asimismo, cómo en vez de imaginar nuevas aventuras para don Quijote, como hizo Avellaneda en la continuación espuria que publicó en 1614, entre las dos partes auténticas, los escritores que se aprovechan del éxito inicial de la novela cervantina prefieren llevar sus hechos a las tablas. No es mera casualidad el que sean unos entremeses los que explotan en España esta veta. Así es como se publica, en 1617, el Entremés famoso de los invencibles hechos de don Quijote de la Mancha, de Francisco de Ávila, cuyo argumento, en lo esencial, procede de los capítulos que transcurren en la venta donde el hidalgo es armado caballero. 1 

 Véase Luciano García Lorenzo (1978: 259-273).

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Otra forma de adaptación es la que emprende, por los mismos años, la comedia nueva, cuyo triunfo ocurre en el mismo momento en que Cervantes, en Valladolid, acaba de reemprender su trayectoria literaria. El primero en volver su mirada hacia el Quijote es uno de los que contribuyeron, con Lope de Vega, a fomentar este éxito, el valenciano Guillén de Castro. Al autor de Las Mocedades del Cid, se le debe también una obra titulada Don Quijote de la Mancha, probablemente escrita entre 1605 y 1608, después de la publicación de la Primera parte de la novela. 2 En ella Castro pone énfasis en la estilización cómica del personaje, a partir de los elementos que le proporcionó Cervantes. En cualquier caso —y sin descuidar el hecho interesantísimo de que las primeras adaptaciones literarias del Quijote se hagan en un molde teatral— tal vez convenga que se preste atención la circunstancia de la innegable pasión cervantina por el teatro con el claro propósito de hacer comprender mejor el porqué nuestro autor echa mano en ciertas ocasiones de recursos netamente escénicos a la hora de componer su Quijote, el porqué cuando está creando conscientemente una nueva manera de novelar no reniega de la que fue sin lugar a dudas una de sus primeras pasiones. Recuérdese, por consiguiente, a grandes rasgos esa historia de una afición que se conoce no sólo a través de sus textos literarios, sino también a partir de algunos documentos conservados en los archivos. Y es que en no pocos momentos Cervantes se comporta como notario de sí mismo y de sus circunstancias al manifestar una y otra vez, sobre todo desde principios del Seiscientos, no sólo su gusto por el mundo de la escena, sino también su frustración al darse cuenta de que los tiempos han cambiado y que su manera de entender la creación dramática, y su propia «marca» en tanto que comediógrafo, incluso su propio nombre no tienen eco alguno entre los miembros del universo de la comedia nueva. 3 El texto literario más temprano por lo que se refiere a nuestros intereses cabe encontrarlo en el citadísimo capítulo 48 del Quijote de 1605, de manera singular en el diálogo que mantienen el cura Pedro Pérez y el canónigo toledano. Las reflexiones que hacen sobre la comedia nueva y, especialmente, los comentarios acerca de los perversos efectos que tiene para la escena española el incuestionable triunfo de Lope de Vega demuestran, más allá de una a veces equívoca preceptiva dramática, la sostenida atención cervantina por los mecanismos de la producción teatral, por el sistema de relaciones que se da entre dramaturgo, director de la compañía, comediantes y público. Tal vez las palabras más coherentes, desde el punto de vista del ideario cervantino, estén puestas en boca del canónigo al establecer un hilo argumental que tiene su lógica: «Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo   Puede consultarse con provecho la edición llevada a cabo por Luciano García Lorenzo (1971).  La bibliografía sobre este apartado es oceánica. Con el fin de no multiplicar referencias, solamente destacaré los siguientes trabajos: Francisco Ynduráin (1969), Guillermo Díaz Plaja (1977), Jill Syverson-Stork (1986), José Manuel Martín Morán (1986), Alfredo Baras (1988), Cory A. Reed (1993 y 1994), Verónica Azcue Castillón (2002), Jesús G. Maestro (2005) y Lola González (2005).  

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eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser mi libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a ser el sastre del cantillo» (603-604). 4 Nótese en primer lugar que están nombrados aquí los tres elementos del sistema teatral: poeta dramático, actores y espectadores. Lo único que ocurre es que el canónigo habla del vulgo, es decir, de una parte de los espectadores, esa masa informe que normalmente recibía las críticas de los escritores en oposición a los discretos. Más interesante es el hecho de que Cervantes, por boca del canónigo, haga referencia a uno de los puntos básicos para el autor del Quijote: la espinosa cuestión de la venalidad de la comedia, el hecho de que los actores prefieran ganar dinero dándole al vulgo lo que pide, antes que fama y opinión representando comedias acomodadas al arte que defiende el propio Cervantes. Pero esa es una cuestión en la que ahora no me corresponde entrar y que hace tiempo que estudió con la perspicacia que le caracteriza el hispanista francés Jean Canavaggio (1977). Otro de los fragmentos que mejor evidencian el continuo interés cervantino por el teatro así como lo frustrante de esa pasión se encuentra en la Adjunta al Parnaso (1614). Y es que es allí donde el propio Miguel de Cervantes Saavedra nos da a entender a través de su diálogo con Pancracio de Roncesvalles cómo a esa altura de su vida tiene la honda sensación de estar viviendo, por lo que se refiere al mundo de la escena, fuera de tiempo. De ahí que después de hacer con legítimo orgullo recuento de sus piezas dramáticas que años atrás alcanzaron éxito y fama, después de decir que ahora tiene escritas seis con otros tanto entremeses, explica el motivo por el cual, aunque los autores de comedias saben que las tiene escritas, estos no las llevan a los tablados: «como tienen sus poetas paniaguados y les va bien con ellos, no buscan pan de trastrigo» (Cervantes, 1997:167). Permítaseme que glose las palabras cervantinas: «yo estoy fuera de los circuitos, de los grupos y de las camarillas de los poetas dramáticos que abastecen la cartelera teatral y que les hacen ganar dinero a los actores, por ello es impensable que los directores de las compañías vayan a pedirle comedias a un escritor al que consideran ya fuera de ese circuito comercial de los corrales». 5 Queda, sin embargo, un último recurso. Una solución que se me antoja que tuvo que ser ciertamente dolorosa para un hombre que no sólo creía en las capacidades escénicas de sus textos dramáticos, sino también en el inmenso gozo que le producía   Se refiere al refrán «El sastre del cantillo, que cosía de balde y ponía el hilo». Nuestras citas remiten al tomo 1º de Cervantes (2005). Se da cada vez entre paréntesis la referencia a las páginas de esta edición.   Señala a este respecto Javier Blasco (2005:120) una cosa muy certera y gráfica: «Cervantes fue siempre un escritor al que las modas del momento le cogieron con el paso cambiado».

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al comediógrafo ver aclamada su pieza por un público entusiasta. 6 Esto es lo que dice: «Pero yo pienso darlas a la estampa, para que se vea despacio lo que pasa apriesa, y se disimula, o no se entiende, cuando las representan. Y es que las comedias tienen sus sazones y tiempos, como los cantares» (Cervantes, 1997: 167). Mucha, muchísima enjundia hay aquí. Ante el hecho de tener que llevar a la imprenta unas obras dramáticas que no han pasado por lo escenarios —y no precisamente porque así lo haya querido su autor—, parece como si Cervantes se consolara al pensar que al menos sus textos teatrales podrían ser captados en toda su sustancia por los lectores de los mismos. Ahora bien, ¿esta afirmación es sólo un consuelo o nos está diciendo el autor del Quijote algo más, algo que tiene que ver con el prestigio de la lectura y de los lectores frente a la representación ante un público agrupado mayoritariamente bajo el rótulo de «vulgo»? Porque no se olvide que el fragmento citado termina diciendo que «las comedias tienen sus sazones y tiempos», con lo que parece que paradójicamente nos está dando a entender que en su opinión —y en los momentos que a él le han tocado vivir— es preferible el teatro impreso frente al representado, que es aquél el que verdaderamente está en sazón frente a éste que en modo alguno podría considerarse como un fruto maduro. Creo que aquí Cervantes no sólo está refrendando lo que unos años antes ha hecho en el primer Quijote y que también hará en el de 1615, sino que está tomando conciencia algunos años antes —de nuevo Cervantes precursor— de un aspecto que dramaturgos posteriores verán muy claro: el hecho de que sus productos escénicos estaban alcanzando los aposentos, los salones, donde hasta los doctos podrían leerlos. Sus obras habían adquirido otro canal de recepción que permitía valorar mejor sus méritos literarios. Un canal —y esto es importantísimo para lo que luego se dirá de la teatralidad del Quijote— que no contaba con los elementos escénicos para la ubicación de los personajes y sus parlamentos en el espacio. Como quiera que sea, lo cierto es que Cervantes da a la estampa esas comedias y lo hace en 1615 en el volumen significativamente titulado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. Al frente de las piezas coloca un prólogo al lector, a ese lector que con las comedias y los entremeses en las manos puede leer despacio y entender sin dificultad las palabras cervantinas, alejado de la contingencia de la representación y del bullicio de los corrales. El prólogo, citadísimo y muy comentado, es considerado como uno de los textos capitales para conocer la historia de nuestro teatro. Del mismo, sólo quiero ahora recordar los fragmentos que tienen que ver específicamente con lo que estoy tratando. Conviene señalar ante todo que en el prólogo Cervantes vuelve sobre el esquema que ya se ha visto en la Adjunta: un antes en el que se rememora el éxito obtenido en tanto que dramaturgo en tiempos ya lejanos —«compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta,   Aunque en más de una ocasión el propio Cervantes nos cuenta que sus primeras piezas teatrales obtuvieron notable éxito, lo cierto y verdad es que parece que el autor del Quijote no fue un comediógrafo que obtuviera un amplio éxito en su época tal y como ocurriría después con Lope o Calderón. De entre sus contemporáneos sólo lo cita como dramaturgo Agustín de Rojas en El viaje entretenido, y ni siquiera habla de la Numancia.

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que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas»— (Cervantes, 1998:12) y un ahora en el que se constata con pesadumbre el rechazo que de su obra dramática tienen los autores de comedias del tiempo presente: «volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño, quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía 7» (Cervantes, 1998:14). La única salida que le queda a Cervantes ya la sabemos pues la hemos visto antes: «Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece. Él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con suavidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitantes» (Cervantes, 1998:15). Y del mismo modo que cabía percibir una especie de consuelo en las palabras de la Adjunta —más sustancia se puede sacar al leer las comedias que al verlas—, ahora Cervantes nos dice que en punto a la venta de la propia creación literaria es cosa más llevadera tratar con los libreros que con los actores. Cosa, por cierto, que de modo parecido y con ironía vuelve a repetir en la dedicatoria al conde de Lemos que también figura en los preliminares de las Ocho comedias: «y si alguna cosa lleva razonable, es que no van manoseadas ni han salido al teatro, merced a los farsantes que, de puro discretos, no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores, puesto que tal vez se engañan» (Cervantes, 1998: 16). Y todo eso debía de ser muy cierto en esos momentos concretos de la vida de escritor alcalaíno en los que se le cierran hasta el hastío todas la puertas de los tablados y en los que incluso, como recuerda en este prólogo, un «autor de título» iba diciendo que «de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso, nada» (Cervantes, 1998: 14-15). Lo que, por cierto, ya no es un argumento de índole puramente comercial en boca de los hombres de la farándula, sino que tiene que ver con consideraciones estéticas y artísticas. No buscar pan de trastrigo, no hallar pájaros hogaño en los nidos de antaño son metáforas cervantinas que acabamos de ver y que muy gráficamente muestran la situación de un dramaturgo desencantado, doloridamente desengañado, al constatar el divorcio entre él y el mundo del espectáculo, al ver cómo los frutos de su ingenio teatral son arrinconados y menospreciados por quienes podían colocarlos ante la vista de todos. ¿Por qué ocurrió esto? Cervantes supo la causa desde el primer momento y la dice bien a las claras en uno de los fragmentos más conocidos del prólogo a la edición de las Ocho comedias: «Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica; avasalló y puso debajo de su juridicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, y tantas, que   Recuérdese que en el postrer capítulo del Quijote de 1615 Cervantes pone en labios del hidalgo, que está ya a punto de morir, ese refrán que dice que «en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Es decir, curiosamente el mismo proverbio que acabamos de ver que utiliza en el prólogo a sus Ocho comedias para decirnos que los tiempos han cambiado y que ningún director teatral quería comprar sus piezas dramáticas para ponerlas sobre los tablados.

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pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una de la mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar, o oído decir, por lo menos, que se han representado» (Cervantes, 1998: 12-13). ¿Cómo no tenerle en más de un momento de su vida envidia, celos y malquerencia a Lope? Todo lo que a Cervantes se le negó en el teatro lo consiguió con aparente facilidad el Fénix, especialmente dos cosas de las que ya se ha hablado aquí: el gobierno de los autores de comedias y la representación en los corrales de las piezas dramáticas. 8 Por ello cobra especial relevancia, por ejemplo, las palabras que nuestro autor pone en boca del caballero e hidalgo manchego en el capítulo 11 de la segunda parte del Quijote. Me refiero a la aventura o episodio de «Las Cortes de la Muerte», pasaje, por cierto, claramente metateatral en donde don Quijote y Sancho se topan con la compañía de Angulo el Malo, «autor de comedias» que realmente existió. Recuérdese que el ingenioso caballero se dirige a los cómicos diciéndoles: «Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho, que lo haré con buen ánimo y buen talante, porque desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (779). No creo que haya problema alguno en asegurar que quien aquí verdaderamente está hablando es el propio Cervantes porque lo que se sabe de su biografía es que desde joven, tal vez en Sevilla, se aficionó al mundo del teatro —a ver teatro y a escribir piezas teatrales— y que mantuvo esta afición a lo largo de toda su vida. 9 Quedó dicho antes, a propósito del fragmento de la Adjunta al Parnaso en el que Cervantes nos apunta que quiere dar a la estampa sus comedias, que buena parte de lo que señala tiene que ver, en mi opinión, con la reiterada presencia de materia teatral en los dos Quijotes. Es el caso que a lo largo de la novela cervantina aparecen por todas partes desde pequeñísimas referencias hasta episodios de cierta entidad que ofrecen una evidente configuración teatral. Los motivos de esta circunstancia son muy variados y me atrevería a decir que innovadores. Desde luego habría que tener muy en cuenta ese gusto tan cervantino por el juego entre ilusión y realidad, ese gusto por estar dentro y fuera de la ficción. Todo eso creo que es cierto, pero ahora lo que importa es el hecho de que en el Quijote hay ocasiones en las que el lector se puede topar con una consciente, buscada y voluntaria «teatralización de la acción narrativa», 10 en donde esa acción se ofrece como un espectáculo teatral desarrollado en diferentes facetas y frecuentemente encarnado por un personaje que representa lo que no es. Así, por ejemplo, le ocurre a Dorotea cuando encarna el papel de la princesa Micomicona. Por cierto, una Dorotea que se interna en Sierra Morena en hábito de varón huyendo de su   Acerca de la relación entre Cervantes y Lope véanse los trabajos de José Montero Reguera (1999), Manuel Fernández Nieto (2003) y Felipe B. Pedraza Jiménez (2006) donde se encuentra una amplia bibliografía sobre este punto.   Véase Canavaggio, 1992. 10  Véase el artículo de Joseph V. Ricapito (2003:315-327).

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deshonra, asunto frecuentísimo en la comedia española aurisecular. 11 Lo mismo podemos decir del cura, el barbero, Fernando y Cardenio y los demás disfrazados de gigantes o cabezudos para enjaular a Don Quijote y conducirlo a su aldea; alguno de los cuales —me refiero al barbero, a maese Nicolás— se toma tan en serio su «papel», actúa con tanta credibilidad y verosimilitud que «aun los sabidores de la burla estuvieron por creer que era verdad lo que oían» (589). Por cierto, que en ese mismo capítulo y un poco antes de lo que se acaba de contar, Don Quijote riñe vehementemente a su criado, tras lo cual leemos: «Y diciendo esto, enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró a todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo» (585). ¿No parece que estemos ante una suerte de acotación escénica que se incorpora como material artístico al texto mismo de la obra? Teatralización de la acción narrativa cabe encontrar asimismo en el espectacular ardid de Basilio para casarse real y efectivamente con Quiteria (II, 21). El joven, como es sabido, se vale de una ingeniosa burla, montada como un verdadero espectáculo teatral, para alcanzar su intento. Recuérdese el episodio: a poco de llegar el cura, los novios y su parentela aparece el triste Basilio, aparentemente dominado por la melancolía amorosa. Después de los reproches que le dirige a Quiteria, no puede sorprendernos que en presencia de todos saque un estoque del bastón que llevaba «y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él» (877), cayendo a tierra bañado en sangre. Entonces, gracias a un chantaje, evitar que muera sin confesión, consigue que la moza se case con él. Cuando los dos jóvenes están desposados, Basilio se levanta con verdadero brío, provocando el asombro de los presentes, quienes al unísono exclaman: «¡Milagro, milagro!»; a lo que contesta el joven: «¡No milagro, milagro, sino industria, industria!» (880). 12 Así pues, toda la escena tiene una tonalidad paródica, que no se advierte al principio. Todo está preparado para sugerir la parodia, el juego. Y es que no podemos olvidar, aunque ahora solamente se citen sin más comento, pasajes tan «teatrales» como las danzas y bailes en las bodas de Quiteria (II, 1921); el retablo de maese Pedro (II, 26); los episodios en el palacio de los duques (II, 34-35); el artificio de la cabeza encantada (II, 62). En resumidas cuentas, ¿por qué esa voluntaria teatralización de la acción narrativa en la páginas del Quijote? Permítaseme añadir una hipótesis a otras que han sido apuntadas por ciertos críticos (variedad, dar gusto a un público diverso, juego entre ilusión y realidad). Como ya ha quedado dicho, a partir del éxito de Lope de Vega a Cervantes se le cierra el paso de los corrales de comedias. Pero no tiene más remedio que darle una salida digna a esa pasión que lleva padeciendo y gozando 11  No se olvide, por ejemplo, que cuando Sancho está de gobernador de la Ínsula Barataria le traen ante su presencia a una mujer en hábito de varón (II, 49), que ha logrado huir de esa guisa de la tutela de su padre, que la tenía encerrada diez años, siendo su principal deseo saber de visu cómo era el juego de las cañas, las corridas de toros y la representación de una comedia. 12   Industria: palabra empleadísima en los textos dramáticos auriseculares con el significado de destreza, ingenio, artificio, truco.

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desde joven. Ya sabemos que al final de su vida decide publicar parte de su producción dramática, sin embargo ¿no es verosímil pensar que tanto en la primera parte del Quijote como en la segunda hay una indudable hipertrofia de la materia teatral precisamente como otra forma de hacer aflorar en un texto impreso esa vocación? ¿Es que no nos sorprende la presencia de tantos elementos de índole y estirpe teatral en la conocida como la primera novela moderna, sobre todo en determinados momentos de la obra en los que se intensifica particularmente la dimensión espectacular del texto narrativo? Y ahora, al decir esto, estoy pensando concretamente en los que conocemos como los episodios entremesiles del Quijote. 13 Como se sabe, Cervantes escribió al menos ocho entremeses —los publicados en 1615 junto con las ocho comedias— que se ajustan al género de juguete escénico breve, alejado de toda preceptiva aristotélica y, especialmente, que ofrecen un universo cómico que se expresa a través de la palabra, de las acciones y de una amplia gama de signos no verbales, en donde lo que descuella es la dimensión espectacular frente a la textual, aunque esta última consideración en modo alguno quiere decir por mi parte que no reconozca la importancia literaria de piezas como El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca, El viejo celoso, etc. Conviene señalar, por otro lado, que el propio Cervantes mostró siempre, y hay textos que así lo atestiguan, 14 una especial predilección por un género considerado ya en su época como menor y que, al ser tenidos en muy corta estima, solían incluirse de forma anónima en las partes de comedias de diversos autores. Cosa —recuérdese— que no hizo nuestro escritor. De manera que cuando en Don Quijote su autor voluntaria y conscientemente embute episodios de índole entremesil en el cuerpo de la novela, creo que lo hace —entre otras muchas razones, algunas de las cuales ya han sido aquí apuntadas— porque se siente legítimamente orgulloso de un tipo de género de clarísima sustancia teatral al que quiere prestigiar todavía más al introducirlo en su novela. Sea como fuere, el caso es que son varias las secuencias entremesiles que cabe encontrar en el Quijote: la disputa sobre el yelmo de Mambrino o la bacía de barbero, que acaba en una monumental gresca de palos y mojicones (I, 44-45); el estreno de Sancho como gobernador de la Ínsula Barataria ejerciendo de juez sabio y discreto ante los casos que se le presentan (II, 49); o la aventura nocturna de la asturiana Maritornes, el arriero, don Quijote, Sancho y otros personajes (I,16). Es de este último del que quiero ahora ocuparme. Cuando el caballero de la Triste Figura llega molido y quebrantado a la venta de Juan Palomeque, tras la desafortunada aventura de los yangüeses, se le traslada a un desván o camaranchón y se le tiende en un pobre lecho: «las dos [Maritornes y la hija del ventero] hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que en otros tiempos daba mani Aspecto muy bien estudiado recientemente por Abraham Madroñal (2008).  Así dice, por ejemplo, en el prólogo al lector de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca re� presentados: «Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos» (Cervantes, 1998:15). 13 14

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fiestos indicios que había servido de pajar muchos años; en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote, y, aunque era de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que, a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta» (183). Allí la madre y la hija del ventero emplastan «de arriba abajo» al héroe manchego, es decir, ungen su cuerpo con una pomada curativa. Esto despierta en el caballero sentimientos no sólo de gratitud, sino también ciertas sensaciones eróticas concentradas en la hija de Palomeque. De manera que tumbado en su «maldita cama», y creyendo desde que llegó que estaba en un castillo, se imagina que la joven, a quien toma por la hija del señor del castillo, se ha enamorado perdidamente de él y que va a acudir a su «habitación» para «yacer con él una buena pieza», vale decir: «para acostarse con él durante largo tiempo». Don Quijote se asusta de sus propios sueños y fantasías, proponiéndose decididamente ser honesto y permanecer fiel a su Dulcinea. Y en esto entra en el desván Maritornes. Veamos algunos puntos de interés: 1. Creo que estamos ante un episodio perfectamente desgajable del cuerpo principal de la novela cervantina, pues no añade nada nuevo a la materia principal del Quijote. De modo que al igual que hablamos de novelas interpoladas en la parte de 1605, cabría hablar aquí de entremeses intercalados —ya hemos visto que son varios— , aunque, al participar la pareja de don Quijote y Sancho, estarían más en la línea de las historias tangenciales como la del capitán cautivo. 2. Desde luego se trata de un verdadero entremés, un juguete escénico-narrativo perfectamente representable. De hecho los personajes que intervienen, acaso a excepción del hidalgo manchego, son figuras de entremés: criados, arriero, ventero, un representante de la justicia. 3.  Hay en él una concepción de lo cómico que tiene mucho que ver con la commedia dell’arte, lo que supone —y aquí quiero detenerme especialmente— el predominio de los signos no verbales y consecuentemente de lo espectacular, de lo radicalmente teatral. Nótese que apenas se habla, que el silencio se impone a la palabra: «callando», «sin que ella osase hablar palabra», «sin hablar palabra», «con tácitos y atentados pasos». Lo que hace que, como es propio del entremés, haya en este episodio mucho dinamismo que se refleja por encima de todo en los golpes que se cruzan —sin hablar— los personajes. La escena del arriero subido encima de las costillas de don Quijote y golpeándole con los pies es un paso casi de títeres de cachiporra. Pero lo más interesante de todo es el crescendo —sabiamente manejado por Cervantes— hasta llegar al clímax, de clarísima estirpe popular y folclórica —no se olvide que muchos entremeses tienen estrechas relaciones con la materia folclórica—, en el que

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asistimos a una concatenación de golpes: «Y así como suele decirse «el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo», 15 daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto, que a doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana (191). Sorpresivamente, pues, llega la oscuridad —un nuevo recurso teatral 16— y todos se golpean a placer. De manera que la presencia/ausencia de luz juega un papel importantísimo en esta secuencia entremesil. Pero desde luego no sólo hay silencios, palos, golpes, mojicones, sino que también hay texto. La parte más importante está puesta en boca de don Quijote con una clara intención de servirse de la comicidad verbal por vía de contraste, pues nuestro hidalgo se dirige a Maritornes, moza de las llamadas del partido, como si se tratase de una hermosa 17 y principal dama. Obsérvese, por otro lado, cómo astutamente Cervantes hace preceder la descrip� tio de Maritornes —a través de verdaderas acotaciones escénicas insertadas en el cuerpo principal del relato— antes del parlamento de don Quijote. La moza asturiana llega al camaranchón «en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán» (188); lleva puesta una camisa de arpillera y una pulsera de cuentas de vidrio, sus cabellos tiran a crines, el aliento le huele a «ensalada fiambre y trasnochada» (189). También cabe encontrar acotaciones en las que se indica el estado de ánimo de los personajes: Maritornes estaba «congojadísima y trasudando» (190); o en las que se apunta cómo ha de hablar un personaje, como cuando don Quijote se dirige a la que cree dama principal «con voz amorosa y baja» (189). En fin, la entrada y salida de los personajes guarda un orden muy teatral: primero están en el camaranchón —que funciona como un escenario— don Quijote, Sancho y el arriero; luego entra Maritornes, después el ventero y, por último, el cuadrillero de la Santa Hermandad; para luego salir del «tablado» el ventero, el arriero, Maritornes, quedando en escena don Quijote, Sancho y el cuadrillero. En total seis personajes que es un número perfecto para un entremés. En fin, en el último capítulo del segundo Quijote Cervantes pone en labios del hidalgo, que está ya a punto de morir, ese refrán que dice que en «los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Curiosamente el mismo proverbio que utiliza a modo de metáfora en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca re� presentados para decirnos que los tiempos habían cambiado y que ningún «autor de comedias» quería poner sobre las tablas sus piezas dramáticas. Es fácilmente com15  Se está aludiendo a un cuento, de tradición popular, muy divulgado y construido mediante la concatenación de elementos. 16  No se me escapa que los entremeses en el Siglo de Oro se representaban en los corrales a plena luz del día, pero eso no impide que la comedia nueva y los entremeses tengan escenas en las que se «finge» que la acción transcurre de noche o totalmente a oscuras. 17  Así la describe Cervantes: «ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana» (182).

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prensible la amargura y el desencanto de un escritor que amaba el teatro y que no tuvo más remedio que admitir, aunque fuera a regaña dientes, que el cetro de la monarquía cómica pertenecía a otro, y ese otro era Lope de Vega. Pero Cervantes, como tantas veces en su azacaneada existencia, supo echar mano de su ingenio —en modo alguno lego— para salir adelante cuando le venían mal dadas. A mi modo de ver el hecho de que en los dos Quijotes se sirva su autor no pocas veces de ingredientes de índole teatral supone, entre otras muchas cosas, una manifestación firme e incontrovertible de su sostenido amor por el teatro. Bibliografía citada Verónica Azcue Castillón (2002). «La disputa del baciyelmo y El retablo de las maravillas: sobre el carácter dramático de los capítulos 44 y 45 de la primera parte de Don Quijote», en Cervantes, n.º 22.1, pp. 71-81. Alfredo Baras (1989). «Teatralidad del Quijote», en Anthropos, n.º 98-99, pp. 98-101. Javier Blasco (2005). Miguel de Cervantes Saavedra. Regocijo de las musas, Valladolid, Universidad de Valladolid. Jean Canavaggio (1977). Cervantes dramaturge. Un théâtre à naître, París, Presses Universitaires de France. —  (1992). Cervantes. En busca del perfil perdido, Madrid, Espasa-Calpe, 2.ª ed. Corregida y aumentada. Guillén de Castro (1971). Don Quijote de la Mancha, ed. Luciano García Lorenzo, Salamanca, Anaya. Miguel de Cervantes (1997). Viaje del Parnaso, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial. —  (1998). Entremeses, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial. —  (2005). Don Quijote de la Mancha, ed. del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Guillermo Díaz Plaja (1977). «El Quijote como situación teatral», en En torno a Cervantes, Pamplona, EUNSA. Manuel Fernández Nieto (2003). «Cervantes y el teatro de Lope de Vega», en Con Alonso Zamora Vicente, ed. Carmen Alemany Bay et al., Alicante, Universidad de Alicante, pp. 579-590. Luciano García Lorenzo (1978). Entremés famoso de los invencibles hechos de don Quijote de la Mancha, Anales Cervantinos, n.º 17, pp. 259-273. Lola González (2005). «Y mientras tanto escribía el Quijote (1605). Cervantes y el teatro», en Cervantes y su mundo, ed. Kurt Reichenberger y Darío Fernandez-Morera, Kassel, Reichenberger, pp. 227-256. Abraham Madroñal (2008). «Entremeses intercalados en el Quijote», en El Quijote y el pensamiento teórico literario, Madrid, CSIC, pp. 265-277. Jesús G. Maestro (2005). «Cervantes y el teatro del Quijote», en Hispania, n.º 88.1, pp. 4253. José Manuel Martín Morán (1986). «Los escenarios teatrales del Quijote», Anales Cervanti� nos, n.º 24, pp. 27-46. José Martínez Ruiz [Azorín] (1952). El oasis de los clásicos, Madrid, Biblioteca Nueva.

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francisco florit durán

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Gerald Brenan y la picaresca Edward H. FRIEDMAN Vanderbilt University

A pesar de la fama que tiene Gerald Brenan (1894-1987) en España, su país adoptivo, una gran mayoría desconoce que el autor de The Spanish Labyrinth (El laberinto español), The Literature of the Spanish People (Historia de la literatura española) y South from Granada (Al sur de Granada), entre otras muchas obras, escribió tres novelas, muy poco leídas y estudiadas en su época, y mucho menos hoy en día: Jack Robinson: A Picaresque Novel (1933), A Holiday by the Sea (1961) y The Lighthouse Always Says Yes (1966). Nos interesa aquí la clasificación de picaresca de la primera, y al analizar el texto buscaremos puntos de contacto entre la novela y la descripción de la tradición picaresca en The Literature of the Spanish People. Es importante señalar que Brenan era un ser a la vez contemplativo y aventurero, poseedor de una motivación admirable y de una personalidad apasionada y única. Después de haber alcanzado el rango de capitán en la Primera Guerra Mundial y, desengañado de las convenciones de la sociedad inglesa, decidió embarcarse en un trayecto intelectual fuera de su país natal. Recogió una gran selección de libros, y, por razones puramente económicas, se estableció en varios pueblos de Andalucía, incluso Yegen, en la Alpujarra. Quería leer, aprender y ser poeta. Se convirtió en un autodidacta impresionante, respetado como corresponsal, comentarista e historiador de la política, cultura y literatura de España. En Inglaterra, de joven, se había vinculado con el llamado grupo de Bloomsbury, y más notablemente se le adjudica su intervención en el triángulo amoroso entre Dora Carrington, Lytton Strachey y Ralph Partridge. Brenan, que había conocido a Partridge durante la guerra, se ena-

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moró desesperadamente de Carrington, artista, esposa de su amigo y devota de Strachey, quien era homosexual y defendía su orientación sexual abiertamente. 1 La lista de visitas a Yegen incluye a estos tres individuos anteriormente mencionados y a Virginia y Leonard Woolf. Tiempo después, Brenan se casó con la escritora norteamericana Gamel Woolsey, cuya vida tampoco carecía de complicaciones amorosas, y la llevó a España, donde compraron una casa en Churriana, sede de visitas que incluían al filósofo Bertrand Russell. La guerra civil forzó a los Brenan a abandonar su nuevo hogar, y la pareja se estableció de nuevo en España en los años 50. Woolsey, cuyo testimonio Death’s Other Kingdom (1939), complemento de The Spanish Labyrinth, plasma su perspectiva sobre los comienzos de la guerra, murió en 1968. La comunidad española —específicamente, la Junta de Andalucía y el pueblo de Alhuarín el Grande— protegió a Brenan en sus últimos años. Al estudiar con detenimiento las obras completas de Brenan, en toda su extensión, 2 quizás lo que más llamaría la atención sería la cantidad de cartas, diarios y memorias autobiográficas. Es como si el escritor no hiciera nada sin documentarlo, para inmortalizar, de alguna forma u otra, los eventos de su vida. Lógicamente, esto afectaría su producción crítica y literaria. Brenan comenzó a escribir A Holiday by the Sea en 1924, por ejemplo, y pasó muchos años preparando un estudio de Santa Teresa que ha quedado inédito. Brenan escribió poemas, cuentos y ensayos, pero la cantidad de estos textos no puede compararse con las composiciones de índole personal, y las novelas mismas se basan en personas y experiencias reales. El protagonista de Jack Robinson sale de su casa para ver mundo, y el mismo Brenan, en 1912, planeó un viaje que le brindara la oportunidad de vivir de manera independiente, rechazar las costumbres que él consideraba artificiosas y escapar del control rígido que ejercía su padre, un ex-militar. Jack Robinson ofrece una historia paralela en un sentido general, pero los detalles de la trama son distintos, y es obvio que Brenan procuraba crear una obra artística y original. Unos veinte años después de la publicación de Jack Robinson, Brenan hace una clara referencia a las características de la narrativa picaresca en The Literature of the Spanish People (1953: 170-174, 259-263, 319-321). Conviene examinar su aproximación a la tradición picaresca en España para ver hasta qué punto se pudiera justificar la denominación de «picaresque novel» para Jack Robinson. Brenan destaca, desde el principio de su comentario, el realismo de la narrativa picaresca, el cual se distingue de la novela decimonónica y de lo que él llama el realismo romántico del siglo xx. El valor del Lazarillo de Tormes (1554), según Brenan, es el de la concentración, de la penetración. No hay una acumulación de datos minuciosos, sino más bien la creación, o evocación, de un mundo particular, mediante una serie de episodios simbólicos y comprensivos. Brenan nota, al mismo tiempo, que el autor anónimo efectúa un tipo de equilibrio entre la visión autobiográfica y las intenciones sa  En la película Carrington (1995), de Christopher Hampton, Emma Thompson realiza el papel protagónico; Jonathan Pryce el de Strachey, Steven Waddington el de Partridge y Samuel West el de Brenan.   El Harry Ransom Center de la University of Texas-Austin tiene la colección más completa de los documentos de Brenan. Agradezco mucho haber recibido una beca del Centro para consultar dicha colección.

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tíricas y, por ende, irónicas. Con una concisión digna de alabanza, el texto traza el (debatible) éxito de Lázaro y expone los vicios de la época. Al reconocer la transición hacia el realismo, Brenan acentúa la diferencia entre el Lazarillo, que tiene una economía descriptiva e ideológica, y las expresiones del realismo (y del naturalismo) en siglos posteriores. Para Brenan, el Guzmán de Alfarache (1599, 1604), de Mateo Alemán, es una novela de escarmiento, una verdadera disertación sobre el pecado original. La humanidad vista por Alemán tiende, por naturaleza, a la maldad, a todo lo que sea sucio y miserable. La obra va más allá del pesimismo hacia la inevitable corruptibilidad del individuo. Lo escatológico —lo excremental— representa, en términos metonímicos, la psicología del pícaro Guzmán, definido por el odio y el disgusto que sirven de marco tanto de su vida como de su narración. Subrayando una sensibilidad católica que sobresale en la narrativa, Brenan acepta y alaba la profesada confesión de Guzmán en la parte final. Las aventuras de Guzmán, por interesantes que parezcan a los sentidos —Brenan compara al pícaro de Alemán con la figura de un Charlie Chaplin imaginado por un clérigo calvinista del siglo xvi—, llegan a ser pretextos para las glosas moralizantes que forman el núcleo del texto. Brenan apunta que había leído en el manuscrito original el libro de Enrique Moreno Báez sobre el Guzmán y que está de acuerdo con la concepción de un pícaro devoto que tiene plena conciencia del impacto de sus crímenes, sobre las víctimas y sobre sí mismo, en el acto de cometerlos. Es como si se juntaran crimen y castigo, o, por lo menos, una proyección del castigo. Moreno Báez califica de definitivamente español dicha creación, pero Brenan brinda ejemplos de casos semejantes en la novella italiana y en obras como The Duchess of Malfi, de John Webster. Brenan lee sin ironía las confesiones de Guzmán de Alfarache. El pícaro dice que no ha dejado de asistir a misa, así que el pecador tiene fe y a menudo se arrepiente en el momento mismo de la transgresión. Este desdoblamiento —de la narrativa y de la personalidad— caracteriza la cosmovisión barroca. Talvez se pueda pensar en una extensión de este plan dual: una relectura de la novela (1) que sometiera a un cuidadoso examen el discurso del narrador-protagonista y (2) que hiciera entrar en el escrutinio al autor implícito, una abstracción de las preocupaciones y dudas de Mateo Alemán. 3 Brenan propone que los ‘sermones’ de Guzmán constituyen la base conceptual y el centro dinámico de la narrativa; no se concentra en la dialéctica entre historia y discurso que en sí refleja el sistema de contrastes asociado con la creación barroca. No obstante, al analizar el Guzmán, Brenan recalca el juego paradigmático entre la imperfección humana, la moralidad y la invención artística. Después del Guzmán, los autores de la picaresca van a invertir el énfasis, con la subordinación del mensaje moral a la trama rufianesca. El subgénero picaresco, para Brenan, tiene sus orígenes en la economía de la España premoderna. Bajo condiciones cada vez menos propicias, el individuo se ve    Benito Brancaforte, Joan Arias, Judith A. Whitenack, Carlos A. Rodríguez Matos, Carroll B. Johnson, Nina Cox Davis y Peter N. Dunn figuran entre los críticos que han analizado con detalle la retórica del discurso de Guzmán.

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obligado a depender de su ingeniosidad para sobrevivir en la sociedad. En la narrativa picaresca, paradójicamente, se condena y se romanticiza, o se sentimentaliza, el crimen, y así se apela a un nuevo análisis por parte del lector. La picaresca revela la inocencia del niño frente a la hostilidad del mundo. Por fin, la Iglesia será el redentor del pícaro, pero es la lucha entre el bien y el mal —el ser desamparado versus el poder de la sociedad— que más atraerá al público. Al clasificar de tema principal la soledad del antihéroe, Brenan arguye que la picaresca muestra dos aspectos del carácter español, la soberbia y la sospecha, productos de la batalla continua en que se basa la existencia humana. En la picaresca del siglo xvii, el desenlace siempre va a tener en cuenta la cuestión de la salvación del alma, pero el enfoque principal será el hic et nunc de esta vida, y, sin restarle valor a las manifestaciones hiperbólicas de la contienda, la representación resulta ser no sólo paródica sino también alegórica y verosímil. Brenan observa, tácitamente por lo menos, la influencia de la doctrina del libre albedrío en la conducta del pícaro, que tiene un grado de control sobre su destino. La narrativa puede enumerar los vicios e injusticias del entorno social sin exonerar al individuo de su responsabilidad como ciudadano y como cristiano. En La vida del buscón (1626), de Francisco de Quevedo, el ingenio del autor eclipsa la vida interior del protagonista. La fuerza retórica del texto predomina sobre la caracterización y la crítica de la sociedad. El desarrollo de la novela cede, en fin, al arte de la caricatura. Quevedo, elitista y mordaz, entretiene al lector, satirizando lo grosero e impuro de los grupos inferiores, y haciendo sufrir al detestable Pablos. Lo que no hacen ni Quevedo ni Pablos es conmover al lector. Brenan percibe una dualidad en la narrativa, notando que es probable que Quevedo haya escrito el Buscón en dos etapas de su vida: la primera mitad hacia los comienzos del siglo y la segunda un poco antes de la publicación, una parte sobre la juventud del pícaro y sus desgracias en la Universidad de Alcalá y la otra sobre los protocolos de la corte. Unos años después de la publicación de The Literature of the Spanish People, se establece un debate, o una rivalidad, entre los críticos que, al estilo de Brenan, apoyan la lectura del Buscón como un ejemplo por excelencia del arte barroco por el arte y los que depositan su atención en la estructura narrativa y hasta simpatizan con Pablos como víctima de una sociedad inflexible e intolerante. 4 En el capítulo sobre la literatura del siglo xviii, Brenan menciona la Vida (1743) de Diego de Torres Villarroel, en la que la progresión de la acción y las andanzas (autobiográficas) del protagonista coinciden con la fórmula de la picaresca arquetípica, pero con una distinción significativa: el libro de Torres Villarroel es una obra de la Ilustración, y por eso exhibe el Zeitgeist del período. Brenan asocia la Vida con el idealismo igualitario y con un esnobismo más típicamente francés que español, y, de hecho, el narrador se dirige precisamente al «lector hipócrita». La Vida reemplaza el poder decisivo del pecado original con un gozo del presente y un optimismo ante el futuro. Brenan alude también al Fray Gerundio (1758), del Padre José Francisco de Isla, una narrativa que entremezcla las peripecias de un joven que luego   Los comentarios de Fernando Lázaro Carreter y Alexander A. Parker ejemplifican las dos «escuelas» críticas, que enfatizan, respectivamente, el arte y el contenido de la creación quevedesca.

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entra en un monasterio cuyos habitantes son objetos de una sátira de motivo reformista. El Padre Isla comenta sobre el estado de la educación, la vida monástica y los sermones, muchos de los cuales han adquirido un tinte gongorino. Brenan opina que, mientras que la novela florece en Inglaterra, la novela española sufre una crisis desde la segunda mitad del siglo xvii hasta la segunda mitad del xviii, un fenómeno que el crítico atribuye a la decadencia de las facultades creativas de los artistas a partir del reinado de Felipe IV. Por la razón que sea, dicha escasez literaria contrasta con los numerosos estudios históricos y científicos producidos en España. En el tomo sobre la literatura, se puede notar la extensión de las lecturas de Brenan. Su conocimiento de la literatura española se amplía gracias a las comparaciones hechas con otros textos y tradiciones europeas. Brenan no tiene títulos universitarios, pero su dedicación a la investigación le da una clara comprensión de movimientos, corrientes y estilos, y, además, potestad en sus evaluaciones críticas. En el capítulo sobre la prosa narrativa del siglo xix, por ejemplo, Brenan dedica sólo siete páginas (1953: 380-386) a Juan Valera, en las que incluye datos biográficos, comentarios estilísticos, análisis breves pero acertados de seis novelas y una consideración de la novela psicológica y del efecto de la revolución industrial sobre la religión, con alusiones a Castiglione, Menéndez y Pelayo, Turgenev, Flaubert, Dumas, Renan, Stendahl y Goethe. Gerald Brenan se atreve a brindar juicios sin disculpas. En sus novelas, Valera emplea una sutileza psicológica, una claridad discursiva y un sentido de orden e ironía, pero se encuentra ausente la simpatía, el calor humano, la pasión genuina. Las obras son de alta calidad, y, sin embargo, la inteligencia termina por ahogar los sentimientos, la ternura. Uno de los novelistas que influyó en la obra de Brenan es Daniel Defoe. Brenan se identifica con Robinson Crusoe, apropiándose del nombre de Robinson en Jack Robinson y en The History of Poor Robinson, una alegoría paródica de las intrigas amorosas del escritor con su adorada Carrington (escrita en 1925, revisada más tarde y nunca publicada). En el comentario sobre Guzmán de Alfarache, Brenan hace una referencia a Moll Flanders (1722), al contrastar las consecuencias de la conversión de Guzmán con la de Moll. La justicia condena al pícaro a las galeras, inspirando así la conversión y el posible acceso a la vida eterna. En la conclusión de Moll Flanders, la protagonista es rica, feliz e indultada en reino de este mundo; o sea, está en su prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna. Guzmán sufrirá en esta vida con la esperanza de gozar de una mejor vida en ultratumba. La Ilustración en Inglaterra rehabilita a los pecadores para que se reintegren en la sociedad; la doctrina católica en España los prepara para que sean merecedores de la salvación. En la lectura de su imprescindible biografía, Gerald Brenan: The Interior Castle, Jonathan Gathorne-Hardy se eclarece el hecho de que Brenan conociera el celebrado libro de W. H. Davies, The Autobiography of a Super-Tramp (1908), que ayudó a animarle a salir de su casa a los dieciocho años, en busca de lo nuevo, lo insólito y lo no convencional (Gathorne-Hardy, 1992: 60-61). 5 Gathorne-Hardy traza el viaje  Davies viajó por Inglaterra y los Estados Unidos. El prefacio de su autobiografía es de G. B. Shaw.



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de Brenan, e indica la presencia en Jack Robinson de personajes y eventos basados en el itinerario de 1912 a 1913 y de los años subsiguientes. 6 En su explicación de la novela picaresca española, Brenan relaciona el texto con los contextos inmediatos y con la tradición genérica. Funcionan juntos la imaginación del artista y el ambiente político, socio-histórico y literario, y funcionan juntos los niveles sincrónicos y diacrónicos. Se mantiene una estructura profunda que varía según el espacio creativo del escritor y, aun en narrativas antisociales, según las normas del presente de la composición. En el Lazarillo, el realismo dialoga con la sátira. En el Guzmán, el castigo del pecador se transforma —se convierte— en un camino hacia la redención. En el Buscón, se captura el espíritu competitivo del barroco, y los juegos retóricos y conceptistas del autor templan la voz y la historia del pícaro. Moll Flanders, por su parte, trata de la salvación social, o del poder de la sociedad de redimir las almas errantes, mientras que la Vida de Torres Villarroel se orienta hacia la satisfacción y la plenitud en esta vida, por difícil que sea alcanzarlas. Brenan ve en la España premoderna una actitud de desesperación y una mirada vertical, hacia arriba, que, si no desaparecen, disminuyen en el siglo de las luces. Dado que Brenan señala la diferencia entre el realismo de la picaresca del Siglo de Oro y el de la tradición novelesca de los siglos xviii, xix y xx, debe haber tenido conciencia de su propio esquema espacio-temporal. Por supuesto, el subtítulo de A Picaresque No­ v­el afectaría —mediaría— una lectura de la narrativa, pues con esta denominación interviene una cadena de asociaciones sociales e intertextuales. Al decidir usar la frase descriptiva, ¿habrá pensado Brenan en una forma picaresca, en una ideología picaresca, en una sensibilidad picaresca o en una síntesis de las tres? Como historiador literario, Brenan busca la unidad temática de las novelas picarescas que repasa, y el lector de Jack Robinson podría haber seguido este criterio. Quizás valga la pena anotar que el autor publicó la novela bajo el pseudónimo de George Beaton, y que siempre decía que valoraba menos esta obra que cualquier otra de sus publicaciones. Gathorne-Hardy cita al novelista y gran amigo de Brenan, David Garnett, quien llama el libro la máxima expresión del don poético del escritor, cuya prosa aquí adquiere una perfección no reproducida en ninguna otra obra (Gathorne-Hardy, 1992: 280-281). 7 Jack Robinson está dividido en tres partes. El narrador-protagonista, nativo de Cheltenham (del condado de Gloucestershire), huérfano de padre y algo enajenado de su madre, a los catorce años se ve obsesionado por la lectura. Los libros que le atraen son exclusivamente los de aventuras en lugares lejanos, exóticos y desconocidos, y al año siguiente el joven decide huir de su casa para refugiarse en el mar. En su camino se tropieza con una variedad de personas, algunas benévolas y la mayor parte no, incluso un vagabundo galés llamado «The Cheeser», no del todo cuerdo, que le sirve de guía y mentor y que le presenta a una cofradía de malhechores, un fichero de delincuentes que no se encuentran muy lejos de la caracterización la  Sobre esta etapa de las mocedades de Brenan, véase Gathorne-Hardy, esp. pp. 67-83 («The Walk»).  Entre las novelas de Garnett figuran Lady into Fox (1922) y Aspects of Love (1955), esta última convertida en una comedia musical de Andrew Lloyd-Webber (1989).  

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banda de pícaros del episodio de don Toribio en el Buscón. The Cheeser mismo evoca al ciego y al clérigo de los primeros tratados del Lazarillo, y Jack busca la manera de abandonarle. En una sección de la historia (pp. 56 ss.), el narrador intenta articular los efectos de esta nueva forma de vida sobre su estado mental. Primero, habla de la felicidad que le ha traído la novedad de estas experiencias; la vulnerabilidad que ha sentido al vivir en los bajos fondos le ha dado un sentido de realidad, de una realidad más extensa, más penetrante, más tangible. Para él, el pan del mendigo sabe mejor que el conseguido sin riesgo, y el sueño que llega a costa de las pulgas se aprecia como si fuera un éxtasis espiritual. Al reconocer la paradoja de lo que nombra su nueva teología, el protagonista menciona que la suciedad y la incomodidad le hacen forjar, y comprender, su identidad y experimentar más vívidamente la existencia humana. Se entrega a la meditación, y sueña con visiones de pruebas y penitencias. La crueldad y brutalidad de The Cheeser fuerzan al joven a fugarse. Jack elabora un plan para vengarse del maltrato por parte de su amo, pero no tiene éxito. La despedida es violenta; en una escena similar al desenlace del segundo tratado del Lazarillo, el protagonista se esconde una moneda en la boca, y el otro la descubre. Después Jack se aloja en una pensión habitada por mujeres extremadamente pobres y sin posibilidades, entre ellas una prostituta llamada Moll, víctima de condiciones sociales que el narrador clasifica de intolerantes e insuperables. Él no puede soportar este ambiente, y se marcha, encontrándose por casualidad con uno de los vagabundos, un hombre de quien desconfía y a quien deja para proseguir su viaje solo. En la segunda parte, el narrador comienza con una alabanza a la libertad, pero añade que su satisfacción con la vida típicamente duraba sólo hasta mediodía cuando se sentía cansado y melancólico. Descubre a un tal William N. Kelly, un señor excéntrico, ensimismado y locuaz que profesa ser poeta y cuyo idiolecto tiene rasgos seudo-filosóficos, o pseudo-teológicos. Kelly trabaja la mitad del año en Londres, de limpiacristales y factótum, y pasa la otra mitad viajando por el campo a guisa de «Hermano del Espíritu Universalista» o «Laico Errante». Finge ser adivina para poder entrar en las casas de los crédulos, pero se ofende cuando Jack le llama sablista. Dos señoras mayores, conocidas de Kelly, les dan trabajo, y arreglan su alojamiento en casa de la señora Day, su hijo y su nieta, que padecía de retraso mental. Al principio, todo sale bien, pero poco a poco las señoras y Tom se impacientan con el vanidoso y gárrulo Kelly. Una noche Tom se enferma y muere, y Kelly, que había estado a punto de marcharse, decide quedarse para asistir a los funerales y para servir de presencia devota. La niña Daisy reacciona de manera rara a la muerte de su padre: comienza a gritar regocijadamente. Este acto escandaliza a Kelly, quien la cree hechizada. Su intento de bautizarla —en un arroyo cercano— es un fracaso total, y la afrentada señora Day los echa de la casa. Jack los compara con Abrahán y Lot, que huyen apresuradamente de las ciudades conflagradas. Kelly los lleva a la finca del Coronel Harrison, un señor comprometido a mejorar la vida del grupo de hombres desdichados que él hospeda en una comunidad benévola, la de los Hermanos de la Mesa Común. El coronel es un ser sumamente religioso, enemigo de la

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gazmoñería, a la cual ataca con un celo misionero. Ve su proyecto como punto de transición hacia el Nuevo Jerusalén. Hay reglas estrictas para los residentes, pero el Coronel Harrison sí les permite fumar y beber. Jack se aprovecha de las comodidades, y de la seguridad, pero el recién llegado divisa un aire de tedio, de aburrimiento, que reina entre los habitantes, por contentos que parezcan. Los designios del coronel, nunca realizados, junto con la vigilancia exagerada, crean un clima negativo, una ansiedad que interrumpe la tranquilidad del hogar. Los chismes acerca del coronel le desmitifican enormemente. Las actas, las resoluciones, los horarios y el papeleo no se materializan en hechos tangibles. Los hermanos que hacen su turno de misioneros no se quejan del trabajo en sí, sino de las intrigas que ocurren en su ausencia y que los inquietan a su regreso. Las diatribas de los hombres hacen que Jack profundice sobre su propia fe y su actitud respecto a la religión. Se palpa un toque de cinismo en sus declaraciones dirigidas tanto hacia el dogma cristiano como hacia las ideologías revolucionarias de la época. Más que nada le interesan al joven las acciones espontáneas y el azar que no se hallan en la comunidad, y determina seguir con los planes de aventurarse. Antes de efectuar la huida de Kelly, éste le anuncia que han sido echados de la hermandad, y en el acto se refiere a un lugar alternativo, la comunidad de un General Thompkins. Agotado y abrumado por las palabras banales de su amo, Jack piensa dejarle cuando se le presente el momento oportuno. Las circunstancias son propicias. Jack y Kelly llegan al lugar destinado, y Kelly decide hacer entrar primero a Jack, en el papel de un perdido en busca de su tío. Todo sale mal. El general se llama De Selincourt, y Thompkins es su mayordomo. El general odia a los vagabundos, y se entretiene atormentándolos. Temporalmente, hace cautivo a Jack para ahuyentar a Kelly, a quien amenaza con una pistola, así que se realiza la separación deseada. Al iniciarse la tercera parte, ya han pasado cinco meses. Jack ahora ha cumplido los dieciséis años. Se encuentra en el puerto de Portsmouth y más tarde en Brighton, donde ha nevado. Es de noche, y por la ventana de una casita ve a una mujer. Le dice que tiene frío y hambre, y ella le deja entrar. Se presenta como Lily, y está allí con Pat, una compañera. Lily cuenta su vida: después de la muerte de su madre, ha sufrido a manos de su padrastro, ha sido prostituta, y es ahora amante de un hombre acomodado llamado Francis. Jack se había imaginado a un Francis viejo y antipático, pero cuando el señor aparece se da cuenta de que tiene menos de treinta años y es guapo y, según el narrador, de temperamento más agradable que Lily. No obstante, cuando el caballero le pide al joven que limpie sus botas, Lily se ofende y le dice que va a llevar a Jack a Londres con ella. Al darse cuenta de que ella no había hablado en serio, en pleno invierno el apenado Jack parte solo para Londres. 8 Sigue pensando en ella, pero parece que no va a volver a verla. El narrador comenta sobre una modificación en su filosofía personal. Se considera menos idealista y menos estoico, si no menos resuelto a hacer triunfar su voluntad, a hacerse sentir la vida. Alude a cómo se integran la estética y la ciencia, lo emotivo y lo pensativo. Resuelve   El personaje de Lily se basa en una prostituta llamada Lily Holder que entra en la vida de Brenan. V. Brenan, Personal Record, pp. 201 ss., y Gathorne-Hardy, pp. 223-235.

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aislarse del mundo de los hombres para unirse con la Naturaleza. Se ocupa en tareas bajas y vulgares para sobrevivir. Jack conoce a un camarero de un buque de vapor que le ofrece trabajo, y tiene un mes para tomar una decisión. Al contemplar las opciones, el joven piensa que lo que busca es una nueva religión, un modo de coordinar la energía y la belleza, y en aquel momento no comprendía que la resolución yace en el Arte. Se siente absolutamente solo, separado de todo contacto humano. No obstante, insiste en que había dejado de exaltar la memoria de Lily; afirma que se había liberado emocionalmente de ella. Después de describir el cambio sentimental, el narrador menciona que en la calle ha visto a Pat, quien le informa que Lily ha sido atropellada por un autobús y que está en el hospital. Al oír las noticias, Jack reacciona con cierta insensibilidad, pero le hace visitas en el hospital y lamenta profundamente su muerte. Comenta que ella había nacido para la auto-destrucción, y confiesa haberse olvidado de ella en poco tiempo. Dice que el mes que sigue la muerte de Lily quizás sea el más miserable de su vida, y que ha vuelto a pensar en los sueños de países lejanos y extraños que habían motivado su huida de casa. A pesar de todo, concluye el narrador, al finalizar su estancia en Londres, ha llegado a apreciar más a la gente humilde, a la gente cuyo desconsuelo irónicamente sirve para validar la vida. Jack asegura que no confunde los infortunios y calamidades del presente con sus ilusiones, con lo que cree ser la felicidad que le espera, como una especie de patrimonio, como parte de una transmutación de valores. Una fe renovada en la vitalidad de su ambiente borra las imágenes de mundos peregrinos. El encuentro de Jack con un vagabundo viejo y misterioso —un hombre que había gozado antes de una vida burguesa— permite que el joven reflexione sobre los poderes de la mente y sobre el libre albedrío. Jack acredita al anciano ermitaño —a quien llama su Perseo— un despertamiento, un reconocimiento del por qué, y del final inminente, de los seis meses de peripecias. Camina hacia su casa. Ve en una de las pensiones de antes a The Cheeser, sin que éste provoque temor. Llega a Cheltenham, donde se reúne con su madre, quien le pregunta por el traje de tweed que ya no viste. El hecho de que Gerald Brenan haya analizado la tradición picaresca enriquece las posibilidades de una aproximación a la novela de Jack Robinson. Las andanzas del narrador-protagonista obviamente conservan aspectos de la picaresca clásica: la salida de casa de un joven, un desplazamiento geográfico, una serie de episodios y de amos (o figuras paternas), una narración en primera persona y una estructura simultáneamente lineal y circular. Brenan señala que la picaresca ayuda a iniciar cierto tipo de realismo, y que las continuaciones y transformaciones del subgénero reflejan su contexto inmediato. Según la visión de Brenan, hay una correspondencia innegable entre la mutabilidad —el carácter proteico— del pícaro y la mutabilidad formal y conceptual de la narrativa picaresca. Esta relación analógica establece un paradigma en la forma y en la prolongación de la misma. Tal vez la novedad más radical de la variación picaresca de Brenan sea la inversión del esquema social. Medrar es un verbo activo en la picaresca arquetípica. El pícaro, consciente de la jerarquía social fuerte y poco flexible, e igualmente consciente de las desventajas de

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categoría propia, se esfuerza por subir, pero prevalece en la trayectoria un determinismo literario que imposibilita el ascenso. El pícaro de Brenan, en contraste, quisiera alejarse de sus raíces burguesas para juntarse con los parias sociales. Se presenta en Jack Robinson —y, por extensión, en la filosofía vital del autor— la idea de que la forma de ser más válida mezcla el placer con el dolor, con la intensificación de los sentidos y de los pensamientos. Equivalentemente, la soledad sirve de plataforma para la angustia más profunda y para el auto-conocimiento. Una de las características más significativas de la picaresca española es el juego entre la trama y el discurso, o, mejor dicho, la reciprocidad entre lo que se dice directamente y lo que se revela indirectamente, entre el texto y el subtexto. La ironía es, sin lugar a dudas, el tropo más comprensivo de la picaresca, y la base satírica es siempre doble: el sujeto de la ironía se transforma en objeto, y viceversa. El espacio barroco (y pre-barroco, en el caso del Lazarillo) abarca al lector, y presupone a un lector implícito, capacitado para identificar las estratagemas irónicas. Brenan se enfoca menos en la ironía que en la revelación de una cosmovisión en las narrativas picarescas que discute en su Literature, y por consiguiente se concentra en temas sociales y religiosos, aspectos asimismo fundamentales de Jack Robinson. La novela de Brenan nos muestra una creación ficticia basada en un tiempo y en un lugar fijo, unida a observaciones claramente personales, autobiográficas. En Guzmán de Alfarache, Alemán —como Cervantes, luego, en la segunda parte de Don Quijote— reacciona a una segunda parte «falsa». A pesar de la brillantez de su creación, se podría sostener que Alemán yerra en su manera de repudiar al autor ilegitimo, porque no separa lo literario de lo personal. Se funden, y se confunden, narrador-protagonista y escritor, y Alemán se entromete en el discurso de Guzmán, generando así una polifonía retórica. Cervantes, en cambio, ataca a Alonso Fernández de Avellaneda dentro de los parámetros de la ficción, y así se evita la inconsistencia en cuanto a la voz narrativa y al punto de vista. 9 En Jack Robinson, Brenan no diferencia las voces y las perspectivas del protagonista; no crea un marco temporal cuyo modelo podría ser la interacción entre el Lázaro maduro y el Lazarillo niño, o, más ambiguamente, el Guzmán pre-converso y el post-converso. Este recurso se ve en la picaresca contemporánea, por ejemplo, en La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela. El distanciamiento es clave para el sistema de mensajes de los textos. Puesto que las digresiones filosófico-teológicas de Jack Robinson no demarcan transiciones o traslados temporales, se producen faltas de coherencia entre el desarrollo de la acción y la conducta del joven de quince o dieciséis años, por un lado, y las profundamente sofisticadas divagaciones intercaladas en la narrativa, por otro. Un caso específico serían los capítulos 3 y 4 de la tercera parte (240-276, con una alusión a la teofanía en la p. 251), y hay una mención del Ulysses de James Joyce, sin marcadores temporales (303). Incluso las referencias del narrador a distintas etapas de su vida —por ejemplo, «I am now able to contrast this period of my life   Discuto las reacciones de Alemán y Cervantes a las segundas partes falsas en «Insincere Flattery» y la crítica de Brenan sobre Cervantes en «Discourses on Spain».

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with another, much later, when indeed I was in love» (259)— son vagos, y no hay indicios informativos del presente de la narración. 10 Sin ser pecador, Jack Robinson es, a su manera, un pícaro inglés que invierte ciertas premisas de la tradición. Busca la independencia, busca la convivencia con gente desventurada y busca la soledad, como fase de un desafío personal. El proceso contado define una metamorfosis experimental e intelectual. La exposición de las ansiedades del narrador-protagonista crea una visión temático-estética unida a la recapitulación, por parte del autor, de su propia progresión por la vida. En The Li­ t­e­rature of the Spanish People, Brenan destaca la flexibilidad del modelo picaresco y analiza el desarrollo y los tipos de realismo. En Jack Robinson —y no tan lejos de la picaresca española premoderna— se nos invita a reexaminar el realismo narrativo y a presenciar un proceso creativo en el que nunca desaparece el creador. Bibliografía citada Mateo Alemán (1997). Guzmán de Alfarache, ed. José María Micó, Madrid, Cátedra, 2 vols.. Gerald Brenan [George Beaton] (1934). Jack Robinson: A Picaresque Novel, New York, Viking Press. —  (1943). The Spanish Labyrinth: An Account of the Social and Political Background of the Spanish Civil War, Cambridge, Cambridge University Press. —  (1953). The Literature of the Spanish People, Cambridge, Cambridge University Press. —  (1957). South from Granada, New York, Farrar, Straus and Cudahy. —  (1961). A Holiday by the Sea, New York, Farrar, Straus and Cudahy. —  (1966). The Lighthouse Always Says Yes, London, Hamish Hamilton. —  (1974). Personal Record, 1920-1972, London, Cape. Camilo José Cela (1977). La familia de Pascual Duarte, ed. Jorge Urrutia, Barcelona, Planeta. Miguel de Cervantes Saavedra (1998). Don Quijote de la Mancha, edición del Instituto Cervantes dir. Francisco Rico, 2 vols., Barcelona, Crítica. W. H. Davies (1924). The Autobiography of a Super-Tramp, New York, A. A. Knopf. Daniel Defoe (1989). Moll Flanders, ed. Da����������������������������� vid Blewett, London, Penguin. Edward H. Friedman (2000). «Insincere Flattery: Imitation and the Growth of the Novel», Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, 20, 1, pp. 99-114. —  (2005). «Discourses on Spain: Gerald Brenan and Cervantes», en Cervantes y su mundo, vol. 3, ed. A. Robert Lauer y Kurt Reichenberger, Kassel, Reichenberger, pp. 167-188. Jonathan Gathorne-Hardy (1992). Gerald Brenan: The Interior Castle. A Biography, New York, W. W. Norton. José Francisco de Islas (1960-1964). Fray Gerundio de Campazas, ed. Russell P. Sebold, Madrid, Espasa-Calpe, 4 vols. 10   Véase Gathorne-Hardy, pp. 278-281. El autobiógrafo opina que «As a result of Gerald’s boredom with character[,] his fifteen-year-old semi-working-class hero hooked on adventure stories soon ceases to exist and becomes thirty-nine-year-old Gerald, reading a commenting on, among much else, Joyce, Eliot, Rimbaud and Rabelais. This means that the story, without narrative or plot very dependent on an arresting and consistent hero, soon becomes boring. Indeed, for the last sixty pages, where Proust takes over completely, even picaresque incident is abandoned and Jack expounds a complex aesthetic in which Proust’s involuntary is replaced by moments of intensity/reality» (280-281).

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Lazar�������������� illo de Tormes (1987), ed. Francisco Rico, Madrid, Cátedra. Enrique Moreno Báez (1948). Lección y sentido del Guzmán de Alfarache, Madrid, Revista de Filología Española, Anejo 40. Francisco de Quevedo (1984). La vida del Buscón llamado Don Pablos, ed. Domingo Ynduráin, Madrid, Cátedra. Diego de Torres Villarroel (1980). Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras, ed. Dámaso Chicarro, Madrid, Cátedra. Gamel Woolsey (1988). Death’s Other Kingdom, London, Virago Press.

El dogma placentero: políticas de consumo en Chocolate y tabaco. Ayuno eclesiástico y natural (1645) de Tomás Hurtado Enrique GARCÍA SANTO-TOMÁS University of Michigan, Ann Arbor

La asimilación de productos americanos por el español de los siglos xvi, xvii y xviii ha sido uno de los asuntos que, en fechas recientes, más ha ocupado a los críticos, especialmente a aquellos dedicados a la historia cultural y a los estudios trans­ atlánticos. El chocolate, en particular, se ha convertido en uno de los campos de estudio más interesantes, rescatándose con ello toda una línea de tratados teóricoprácticos —en forma siempre de defensas o ataques— que por lo general habían quedado injustamente relegados a un plano secundario, casi como curiosidades pintorescas de una sociedad entregada a lo superfluo. El estudio panorámico de Sophie D. y Michael D. Coe, al que se ha unido hace muy poco el de Marcy Norton para el paradigma español, ha demostrado precisamente lo contrario, a saber, que estas pequeñas bagatelas del gusto barroco no solamente fueron importantes ingredientes del tejido social urbano, sino que también dieron lugar a frecuentes debates sobre el estado de la nación y sobre la salud física y simbólica de sus ciudadanos. Marcy Norton ha identificado —y corregido— en fechas recientes algunas de las distorsiones que se tenían con respecto a este fenómeno, como por ejemplo que los españoles no alteraron la composición del chocolate, sino que se adaptaron a ella con el fin de lograr un máximo de fidelidad al original; que incorporaron a su dieta nuevas materias como la vainilla y el pimiento rojo molido, el cual provocaba al hervirse una intrigante —y siempre controvertida— espuma, «an oily scum upon

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it», en palabras del viajero inglés Thomas Gage; o que su composición no se mantuvo como fórmula inalterada, siendo los cambios experimentados en décadas posteriores resultado de motivos tecnológicos y económicos y no un imperativo del gusto. El chocolate consiguió así allanar el camino a otras bebidas como el café, al crear un hábito y una apetencia por lo oscuro y lo amargo, por lo dulcificado y estimulante de sus propiedades; de igual forma, el comercio de productos como el azúcar, tan relevante en esta época, no se puede entender sin la existencia del chocolate, dado que, al igual que hicieron sus consumidores americanos al mezclarlo con miel, una cierta edulcoración siempre fue necesaria para poder ser consumido. Gracias a este tipo de aportaciones se ha logrado ofrecer un panorama más complejo y preciso del que se había tenido durante décadas, destronando al mismo tiempo creencias firmemente arraigadas en torno a la suerte de ciertos bienes de consumo en la Península Ibérica. Se ha conseguido con ello aportar una visión más completa tanto de la importación como de la asimilación de ciertas materias foráneas, delineando también nuevos modos de lectura para análisis futuros. El presente artículo ofrece un breve apunte sobre uno de los tratados que menos se ha estudiado hasta la fecha, porque pienso que las estrategias expositivas construidas por Tomás Hurtado en Chocolate y tabaco. Ayuno eclesiástico y natural (1645) nos pueden aportar datos de indudable interés sobre lo que fue el papel de la Iglesia con respecto a tan controvertido uso. Su texto, además, capta en cierta forma las tensiones existentes entre dogma y placer, entre las imposiciones de un canon de conducta ritualizado y las realidades de una sociedad estimulada por lo nuevo. Sabemos que fue Cristóbal Colón el primero en registrar por escrito en 1503 lo que después se convertiría en una sucesión cada vez más precisa de descripciones y juicios de valor. Las primeras aportaciones críticas, como las de Francisco Hernández (1577), Agustín Farfán (1592) o José de Acosta (1602), oscilan ya entre el extrañamiento de la observación y el afán de la clasificación. Evidencian, de paso, cómo estos primeros encuentros generaron más repugnancia que aprecio, relegando al chocolate a la categoría de lo médico antes que al privilegio del agasajo. El efecto estimulante que se observó en las poblaciones nativas podía afectar a todos los sentidos, si bien no se sabía con certeza en qué manera se lograban estos reajustes, lo que en cierta forma determinó que su presencia en España no se hiciera notar hasta las primeras décadas del xvii —en particular en Sevilla, puerto de entrada para estas nuevas materias—, y que el primer tratado pensado para un lector español no viera la luz hasta la tardía fecha de 1624. Más de un siglo había pasado de encuentros y desencuentros en los que el cacao, en forma de pasta o de tabletas, había desconcertado y fascinado a partes iguales a estos exploradores del gusto transatlántico. Fue sin embargo desde el terreno de la medicina desde el que se dieron algunas de las mayores aportaciones con textos como Un discurso del chocolate (1624), del sevillano Santiago Valverde Turices, y Curioso Tratado de la Naturaleza (1631) de Antonio Colmenero de Ledesma, tras los que latían las enseñanzas de clásicos como Galeno, Dioscórides, Matiolo y Ruelio. Especialmente sugerente resultó el primero de ellos al aportar una de las indagaciones más completas y fascinantes del tema

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centrándose tanto en el misterio de su origen y el componente místico de su uso como en sus imprevisibles efectos sobre el equilibrio humoral de quien lo consumía. Los lectores de la época pudieron así confirmar cómo el chocolate de las Indias se condimentaba con anís, canela, azúcar, orejuelas, pimienta negra, clavo y chile; que el atractivo de lo mixto provenía de dualidades como lo dulce y lo amargo, lo interior del fruto frente a lo exterior de la cáscara, lo húmedo frente a lo seco; o que las proporciones para tres o cuatro personas debían ser un cuartillo de agua y dos cucharadas de chocolate, para poder cocerlo entonces con un molinillo hasta que se lograra levantar la famosa espuma vaporosa, caliente y aceitosa que tanto fascinó en su momento. No era importante la dulzura como motivo de vigilancia (pues a fin de cuentas ya había sido aprobada por Dioscórides), sino la amargura como estímulo gustativo mucho más difícil de clasificar, en cuanto que atraía y repelía al mismo tiempo; interesante resultaba, en este sentido, la conexión entre pimienta (como distinción gustativa del buen chocolate) y lujuria (como desviación probable y marca de censura), situando a este manjar en el panteón del deseo y también de lo semiprohibido. Y si su composición era en sí motivo de estudio, los síntomas podían ser numerosísimos: «lo interior» debilitaba el estómago por lo untoso, caliente y húmedo, que relajaba, ablandaba y empalagaba; podía ser perjudicial tanto a los melancólicos como a los flemáticos, engendrando humores gruesos y pegajosos, y podía también crear ventosidades (elemento éste que, dentro de lo cómico, resultó también crucial en el valor cultural y religioso de ciertos procesos de consumo, ya que en ocasiones se asociaba a lo diabólico); sin embargo, parecía ser inmejorable para aquellos que padecieran de enfermedades o humores fríos, pudiendo no obstante producir hipocondríacos y opilados si se consumía en exceso. No resulta entonces sorprendente que el médico sevillano indicase que, al ser compuesto, era peligroso por alterar el sistema humoral, salvo que fuera en pocas cantidades y cocido, es decir, purificado de todos sus elementos desconocidos o inclasificables. Esta afanosa búsqueda de una verdad objetiva en cuanto a su composición y preparación—asociada, qué duda cabe, a una cierta sospecha ante lo «primitivo» de su origen—fue uno de los aspectos más polémicos de la elaboración chocolatera en la España del siglo xvii. Semejante problema supuso una preocupación añadida en aquellos que consideraban que bebidas como el chocolate o el vino no debían permitirse entre hombres de Iglesia. Piénsese, por ejemplo, en Antonio de León Pinelo, gran conocedor de tierras americanas, las cuales inspiraron un interesante tratado titulado Questión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico: trátase de otras bebidas y confecciones que se usan en varias provincias (1636). En el tratado de Pinelo el chocolate no sólo no salió muy bien parado, sino que además dio lugar a que surgieran respuestas encaminadas a dejar por sentado, de una vez por todas, la compatibilidad de esta bebida con el dogma católico. El tratado aquí examinado, Chocolate y tabaco, actúa como respuesta a este famoso texto —«un fuerte argumento contra Pinelo» (33)— con el fin de legitimar su uso al mismo nivel que el vino, de convertirlo en una bebida cuasi-eucarística según anuncia su autor: «solo con el animo de quitar los escrupulos que Pinelo auia puesto con su tratado de esta

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materia: porque assi me lo pidieron personas grandes, a quien no pude dexar de obedecer» (20). Confiesa, sin embargo, «de mi se decir, que no dudo que la ay, no obstante que no soy amigo desta bebida, y que rarísimas vezes la tomo, y con todo me haze tanta fuerça esto que he dicho, que tengo por cierto ser esta opinion que defiendo segura, y practicamente probable» (28). Es decir, no se trata de un testimonio personal, ni tampoco de un documento que destaque por su enorme rigor científico —pues se comentan síntomas que, parece ser, se desconocen por completo— sino más bien de una defensa por parte de un hábil polemista con capacidad de justificar sus argumentos con un gran aparato crítico no exento de largas citas en latín como sustento erudito. Tomás Hurtado, miembro de los Padres Clérigos Regulares menores, Prepósito del Colegio de San Joseph de Alcalá, Catedrático en Propiedad de Prima de Teología en la Universidad de Sevilla y Calificador del Consejo Supremo de la General Inquisición, publica su texto en 1645 y lo dedica a Domingo Pimentel, Obispo de Córdoba. El libro se divide en dos partes, una para cada uno de los productos tratados. Si la bebida del Chocolate quebranta el ayuno de la Iglesia, la primera de ellas, es una defensa de los valores de este producto para «sustentar» (3) y aguantar los largos periodos de ayuno. Su pieza se inserta en una tradición que cubre dos continentes y que toca en disciplinas científicas como la botánica, la medicina, la química y la farmacología, enriquecidas por inevitables consideraciones de tipo moral, etnográfico y religioso. Es un texto de una extensión relativamente breve —35 folios— en el cual su autor vuelve una y otra vez sobre la misma idea, a saber, que para ser permitido entre hombres de Iglesia el chocolate no debe estar acompañado de ningún otro ingrediente que lo engruese; debe siempre beberse con la menor de las adulteraciones tal y como se bebe, según se cita en los inicios, la cerveza o el vino. Semejante producto, una vez «cocido, y alterado, molido en la piedra» (7), puede ser permitido como medicina «por enfermedad, o flaqueza de estomago» (2), para que «conforte, consuma las crudezas, y cause la digestion» (5). Se tiene entonces la creencia de que su disfrute «no satisface la hambre, sino la disimula» (10) y, en este sentido, resulta equiparable a los dulces pequeños —«las confecciones» (6)—, «que ya no se toman por comida, sino para ayuda de la digestion» (6-7). La diferencia radica entonces en verlo como nutrición o como deleite para el paladar, como bagatela sin valor alimenticio alguno. Al recomendar que tal bebida se consuma siempre fría —«templada» simplemente con «especies aromáticas, que de suyo son calidas» (8)—, se asume que su disfrute no irá encaminado a saciar el apetito, sino tan sólo la sed (13): «aunque se tomen en gran cantidad», no harán mal, indica Hurtado, para quien semejante refrigerio puede resumirse entonces en las siguientes palabras: bebida deleitable, que refrigera, ayuda a la digestion, y alteracion del cuerpo, a distribuir la sangre, a consumir las flemas, y reliquias crudas de la comida, todas las quales cosas tiene el Chocolate bebido. Y siendo la sed vn deseo de la naturaleza de lo frio, y humedo, el Chocolate, aunque se tome caliente, intrinsecamente la satisfaze. (31)

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Parte esencial de su línea argumentativa es, por tanto, la distinción entre lo líquido y lo sólido. En este aspecto, el toledano parece seguir las enseñanzas de médicos como el ya citado Valverde Turices y, por lo tanto, su receta personal no resulta particularmente original: «regularmente a cinco partes de agua se echan dos de la pasta», comenta, y «los demas ingredientes se le mezclan para templarle». Si la pasta es muy espesa será entonces comida y no bebida. En todos estos aspectos se adhiere, como bien cita él mismo, al Papa Gregorio XIII —quien había establecido la diferencia entre el carácter pecaminoso del chocolate comido en la Iglesia, pero no del bebido—, admitiendo en más de una ocasión que «accidentalmente nutre» (13, 14) y que «se adultera con cosas extrañas» (30). Sin embargo, lo que no se llega a comentar en el texto es precisamente su aspecto más interesante. Hurtado representa ya, para estas fechas, una nueva visión de este producto, en cuanto que evidencia su gran familiaridad al tiempo que se muestra relativamente desapasionado con respecto a sus encantos. Es cierto que el texto repite una y otra vez lo inofensivo que resulta una jícara de chocolate para lo que hoy sería el «componerle a uno el cuerpo», y que se muestra tajante en sus convicciones, pero también resulta evidente que en varios pasajes cae en contradicciones que denotan las múltiples posibilidades de esta bebida y la misma debilidad de las taxonomías. Por ejemplo, hacia el final del tratado se nos indica que «el Chocolate no se bebe, sino se sorbe, antes propiamente se bebe, y accidentalmente se sorbe, por estar muy caliente, y no poder de una vez tomarse» (27). La diferencia entre beber y sorber, que apunta a secuencias temporales muy distintas, subraya al mismo tiempo el carácter un tanto ceremonial de la bebida, que se consume poco a poco como un cigarro —también «caliente», pero seco— para ser gozada al máximo, acaso para poder paladear todos sus ingredientes. Se trata, evidentemente, de una visión muy moderna del «refresco», una interpretación de la bebida como acto social ritualizado, en donde su temperatura opera más como ventaja que como inconveniente. El chocolate de Hurtado se sorbe como se sorbe hoy el café o el té caliente, es decir, otorga tanta importancia tanto el envite del paladar ante los nuevos estímulos sensoriales —gustativos, aromáticos— como a la forma en que se lleva a cabo este envite. Y es este mismo ceremonial, creo yo, el que tanto preocupa a los hombres de Iglesia, en la medida en que los equipara —y con ellos a sus lugares de oración— a otros espacios comunales de disfrute seglar como las casas de juego y de conversación, tan temidas, vigiladas y criticadas en estos años. Textos como el aquí estudiado indican, en última instancia, que para principios del siglo xvii el potencial del chocolate como instrumento de socialización se había realizado ya al completo. Su aprecio como forma de intercambio fue tal que pronto se incorporó, con este mismo sentido, en el lenguaje popular, tal y como anuncia la frase cervantina «no lo estimamos en un cacao», incluida en su novela ejemplar La Gitanilla (Wilson 85-88). Pero el chocolate que se rescata en este tratado es un producto de élite para aquellos con la sabiduría necesaria como para prepararlo correctamente y poder así disfrutarlo, en cierta forma, «a la española», es decir, «civiliza-

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do» más en la forma que en su contenido. Hurtado, de hecho, recomienda que «esta doctrina no se ha de predicar al pueblo rudo: porque aunque sea verdadera, pero lo rudo del pueblo no es capaz de qualquiera verdad, principalmente si della mal entendida se puede seguir alguna relaxacion en las costumbres» (10). En otras palabras, el chocolate puede llevar a la lujuria, con lo que, tal y como ocurría con otros pasatiempos populares como los juegos de dados y cartas, se debe regular quién accede y cómo se accede a ellos. No resultan sorprendentes las palabras de James Crosby en su recuento de los últimos días de la vida de Quevedo, cuando nos recuerda que el chocolate «era ultramarino carísimo y por lo tanto accesible sólo a ciertos sectores de la sociedad» (170). El ocio, en sus más mínimos placeres, se gobierna desde arriba, convirtiendo la antigua hospitalidad del chocolate de Indias en un lujo exclusivo para los elegidos. En cualquier caso, lo más relevante del texto de Hurtado es que nos hace ver cómo esta asimilación resulta, en cierta manera, doble, en la medida en que el chocolate se integra en el cuerpo de quien lo consume de la misma forma que lo hace en la nación que lo recibe: «Y como el vino engendra espiritus, convirtiéndose fácilmente en sangre, assi el Chocolate; y si el vino no quebranta el ayuno, tampoco le quebranta el Chocolate» (10). La pasta de cacao disuelta en agua y aderezada con especias y edulcorantes pasa así a ser un ritual más de la Iglesia, compañera del vino litúrgico en este espacio sagrado de curas y obispos cuyos organismos, como los de sus feligreses, aguantan mejor los rigores del tiempo con la ayuda del estimulante americano. Hurtado logra así captar este período transicional en la vida social del chocolate, superada su transición de las Indias a Europa, e inmersa ya de lleno en lo que será la cultura de salón del siglo siguiente. Logra además con ello añadir su grano de arena al discurso del gusto barroco desde un ángulo complementario —y nunca opuesto— al de la medicina. Al tratarse de materias tan complejas como el chocolate o el tabaco, su tratado resulta de sumo interés porque da lugar a una reflexión sobre el poder de estos productos para generar su propia literatura —o viceversa, el poder de la palabra para construir una determinada percepción de estos bienes de consumo. Por último, su breve intervención en los debates existentes sobre lo decoroso de estas bebidas subraya, una vez más, las múltiples imbricaciones entre Iglesia y Universidad, entre dogma y medicina, que tantos testimonios dieron en torno a la construcción y manipulación de los cánones del gusto en la España del siglo xvii. Bibliografía citada Diana de Armas Wilson (2001). Cervantes, the Novel, and the New World, Oxford, Oxford University Press. Sophie y Michael D. Coe (1996). The True History of Chocolate, London, Thames & Hudson. James O. Crosby (2000). «De que murio Quevedo? (Diario de una enfermedad mortal)» MLN, 115, 2, March (Hispanic Issue), pp. 157-187.

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Thomas Gage (19895). Thomas Gage’s T����������������������� ravels in the New World, Norman, OK, University of Oklahoma Press. Antonio Garrido Aranda (comp.). 1996). Cultura Alimentaria Andalucía-América, México, UNAM. Tomás Hurtado (1645). Chocolate y Tabaco, Ayuno eclesiastico y natvral: si este le qvebrante el Chocolate: y el tabaco al Natural, para la Sagrada Comunion, Madrid, Francisco García (Biblioteca Nacional, R-16359). Marcy Norton (2006). «Tasting Empire: Chocolate and the European Internalization of Mesoamerican Aesthetics», The American Historical Review, 111, 3, pp. 660-691. —  Sacred Gifts, Profane Pleasure: A History of Tobacco and Chocolate in the Atlantic World (Ithaca: Cornell University Press, in press, October 2008).

El gracioso-bufón en las comedias de Lope de Vega: nuevas precisiones terminológicas Jesús GÓMEZ Universidad Autónoma de Madrid

Las consideraciones que vienen a continuación enlazan parcialmente con algunos estudios que he realizado sobre el personaje del gracioso (en especial, Gómez, 2003 [2002]), si bien suponen una contribución novedosa con la que quisiera rendir un modesto homenaje personal de agradecimiento a la figura del profesor Luciano García Lorenzo, al mismo tiempo que un tributo a su magisterio dentro de los estudios sobre la comedia áurea, en los que también se inscriben estas páginas. 1 Introduzco en ellas nuevas precisiones terminológicas en torno a la aparición del neologismo gracioso, con respecto a la función teatral que desempeñan los personajes cómicos en el arte nuevo de Lope de Vega. El gracioso-bufón Como se sabe, dentro del amplio mundo de la comicidad teatral, es posible diferenciar varios tipos de personaje asociados al ámbito de lo risible y festivo. En el   Constituye un imprescindible punto de partida el volumen, dirigido por Luciano García Lorenzo (2005), en el que se recogen contribuciones de diversos especialistas: J. Oleza, T. Ferrer, M. G. Profeti, A. Hermenegildo, Reyes Peña, Ruano de la Haza, García Lorenzo, Díez Borque y Ruiz Ramón, entre otros, además de una bibliografía a cargo de Esther Borrego incluida al final del libro, en el que también adelanto una visión sobre los estudios actuales del gracioso ampliada luego en una monografía (2006). Por otra parte, quiero agradecer a Pedro Álvarez de Miranda sus observaciones sobre una versión preliminar de estas nuevas consideraciones.

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esquema de funciones dramáticas característico de la comedia nueva, la llamada «figura del donaire» (por utilizar también la denominación acuñada por Lope) encarna la faceta cómica que, sin embargo, no le pertenece en exclusiva. Así, hay diferentes variedades de personajes rústicos como son los villanos cómicos, los esclavos negros y moriscos, los pastores-bobos, que se definen por ser caracteres risibles aunque, a diferencia del gracioso, su comicidad es involuntaria e inconsciente ya que proviene más de la rusticidad que del ingenio. En cambio, el personaje del bufón, poco habitual en el teatro de Lope desde sus comedias tempranas, sí se asemeja al gracioso precisamente porque provoca la hilaridad de manera intencionada, ya que es propio de su oficio hacer reír. Como dice Maravall (1990: 151): «A diferencia del bobo y del rústico, del cual ríen todos los demás y él no se entera, en el gracioso éste tiene conciencia de sus facultades de donaire y de su posición, ríen los demás y él con ellos. En cierta medida, esto lo aproxima al bufón, como en algún lugar reconoce Lope (Los nobles como han de ser)». 2 Así pues, el bufón constituye una variante más en la galería de personajes cómicos, con los cuales mantiene relaciones de parentesco. Sin embargo, gracias a los estudios de Bajtin en gran parte, el bufón se ha convertido en una de las figuras clave para estudiar la llamada «cultura popular» durante la Edad Media y el Renacimiento, en tanto que personifica la exaltación del mundo al revés propia de las celebraciones carnavalescas: «los bufones y payasos son los personajes característicos de la cultura cómica de la Edad Media» (Bajtin, 1974:13). Al transformarse en figura literaria, como ocurre en algunas comedias de Lope de Vega, el bufón adquiere nuevas connotaciones ya que, como veremos, su intervención suele producirse en ambientes palatinos y cortesanos, empleado al servicio de la alta nobleza y de los monarcas. El bufón no se confunde con el gracioso ni con los restantes personajes cómicos, aunque otro de los grandes especialistas en el teatro del Siglo de Oro, Alfredo Hermenegildo, considera que se trata de la variante fundamental en la estructura de los caracteres risibles de la comedia: «El bufón, el loco festivo, se manifiesta en la superficie textual en forma de pastor, de simple, de bobo, de gracioso» (Hermenegildo, 1995:10). Si aceptásemos este planteamiento, deberíamos concluir que la gran mayoría de las posibles manifestaciones de la comicidad teatral derivan en su estructura profunda de la cultura popular o de la fiesta carnavalesca: «siempre queda debajo, inspirando las distintas teatralizaciones de la cadena, el espíritu que alimenta y condiciona esa otra visión del mundo, la que supone la liberación propiciada por la fiesta popular, la que prevé una comunión con una naturaleza sin fronteras de clase, sin insignias oficiales, sin uniformes señaladores de determinadas preeminencias sociales» (Hermenegildo 1995:10). Se trata de una interesante propuesta de   Al final de las siguientes consideraciones, volveremos sobre la comedia Los nobles como han de ser que, sin embargo, S. G. Morley y C. Bruerton (1968:521-2) catalogan entre las de «dudosa e incierta autenticidad» ya que: «Si la comedia fue escrita originalmente por Lope, ha sido modificada considerablemente». De aquí en adelante, los años entre paréntesis que corresponden a la fecha de composición de las comedias lopescas o pseudoslopescas remiten al fundamental catálogo de Morley y Bruerton.

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análisis, aunque no sea el propósito principal de las siguientes páginas llevar a cabo un estudio de las comedias de Lope desde el punto de vista de la cultura popular. Para definir con mayor precisión todavía el campo de las posibles relaciones entre el bufón y el gracioso, dejamos fuera la figura del «loco» a pesar de sus eventuales coincidencias con la del bufón, ya que la bufonería no está ligada necesariamente a la locura según podemos observar en numerosas comedias de Lope en las que intervienen locos cuyo comportamiento tiene poco que ver con los bufones. La variedad de funciones y personajes asociados a la locura se manifiesta con fuerza en el teatro lopesco. Casi siempre se dramatiza una locura, sea real o fingida, causada por amor. 3 En su estudio ya clásico sobre la literatura bufonesca, ejemplifica Márquez Villanueva los motivos temáticos asociados a la locura que se manifiestan en el teatro de Lope: «Va por delante la alienación ariostesca (Belardo el furioso), vuelta a su vez a lo divino en el auto La locura por la honra, la locura cristiana (Los locos por el cielo) y la fingida (El príncipe melancólico), la locura como estrategia amorosa del hombre (El bobo del colegio) o de la mujer (Los tormentos de Aragón), la locura forzada (El loco por fuerza), el tema del manicomio (Los locos de Valencia), la locura en ambientes cortesanos (El cuerdo loco), los simples como paradigma de santidad (El rústico del cielo), gusto o manía muy suya que por fortuna no llegó a arraigar» (Márquez Villanueva, 1985-6:522) Para observar las relaciones entre el bufón y el gracioso, resulta más interesante otra de las comedias que cita Márquez Villanueva, en la cual Lope de Vega explora la temática bufonesca personificada por Lirano en La sortija del olvido (1610-1615): «Lope muestra allí un perfecto dominio del discurso doctrinal del bufón, en todas sus revueltas de paradoja» (Márquez Villanueva, 1985-6: 523). Sin embargo, la crítica no ha reparado con suficiente atención en el hecho de que Lope emplea el sustantivo gracioso para denominar el oficio del bufón en diversos pasajes de la comedia, pero nunca para referirse a la función cómica que desempeña Lirano en el desarrollo del argumento, como personaje teatral. Lo que parece indicar que, al menos desde el punto de vista semántico, existe una diferencia entre ambas acepciones de gracioso, bien para referirse al personaje cómico, o bien para denominar el oficio bufonesco; acepción esta última que, sin embargo, está poco presente en los estudios actuales sobre el teatro áureo. Antes de examinar los pasajes pertinentes sobre la terminología empleada, vamos a ver el papel que desempeña Lirano en la intriga de La sortija del olvido. Como escribe González Palencia en el prólogo a la edición moderna de la comedia (Vega 1930: lv), cuando resume el argumento de la misma: «Cada vez que el Rey se pone la sortija, queda sin memoria y ordena cosas disparatadas, llegando a punto de querer dar muerte a su propia amada. Por feliz casualidad el gracioso bufón descubre   La locura por amor, causada por los celos con frecuencia o por la no correspondencia, se produce en otras muchas comedias de Lope: Angélica en el Catay, Los celos de Rodamonte, Carlos V en Francia, La quinta de Florencia, La batalla del honor, la fuerza en la desdicha, La amista pagada, La fuerza lastimosa, Los bandos de Sena y Los locos por el cielo, como he estudiado (Gómez, 2000: 111) y, con anterioridad, Luciano García Lorenzo (1989).

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el secreto de la sortija». Además de propiciar con su descubrimiento el desenlace feliz, el «gracioso bufón» Lirano, según la ambigua expresión del editor, sirve fielmente a Menandro durante los tres actos, desde que hace su aparición en compañía del Rey. Pero éste únicamente se refiere al criado como «nuestro bufón» (592a). 4 En otra escena de la comedia, Lirano actúa de correo cuando le lleva un billete a la amada del rey Menandro, quien, bajo los efectos perturbadores de la sortija, olvida la promesa que le había hecho de recompensar sus buenos servicios; por lo que el bufón declara, en un pasaje fundamental desde el punto de vista terminológico: «que yo, y cuantos graciosos hoy vivimos/ andamos por sacarle a quien decimos/ las gracias y donaires que sabemos,/ que es la renta y oficio que tenemos» (606b). Además de autodefinirse como miembro de la categoría de los «graciosos», confiesa que se trata de un «oficio» remunerado. No se ha subrayado la importancia que tiene la anterior declaración de Lirano, quien documenta la utilización del sustantivo gracioso para designar el oficio de bufón, sin referirse al papel teatral que desempeña como personaje cómico. 5 Otros pasajes de La sortija del olvido nos permiten atestiguar que Lope siempre emplea en esta comedia el sustantivo gracioso como equivalente de bufón; por ejemplo, cuando Lirano le propone al rey un intercambio de sus respectivos papeles, le dice: «Si gustas de verme triste/ y de que al rollo me vaya,/ bien haces; pero troquemos:/ sé tú gracioso y yo Rey,/ que no será justa ley/ que los dos bufonicemos» (613b). Cansado Lirano del comportamiento enloquecido del monarca, le pide que inviertan sus respectivos papeles ya que la obligación del gracioso, de acuerdo con su oficio, es la de «bufonizar». 6 De hecho, por haber desempeñado bien su oficio, Lirano recibe al final de la comedia una renta de cincuenta mil ducados. Como sabemos por la vida real, el oficio de bufón dentro de la servidumbre palatina era muy apreciado en la Casa de Austria: «Su donaire o su extravagancia les daban una posición preeminente, y, siendo menos que lacayos, gozaban pingües sueldos» (Deleito y Piñuela, 1988: 119). El «oficio del gracioso» Los bufones eran denominados de muchas maneras: sabandijas y hombres de placer, pero también truhanes. En su famoso Tesoro, Sebastián de Covarrubias recoge dos vocablos (chocarrero y truhán) cuyo significado es equivalente al de bufón   Lirano es uno de los pocos bufones que adquieren protagonismo en el teatro de Lope (R. del Arco y Garay, 1942: 802 a). De aquí en adelante, se citan los pasajes correspondientes sin más que indicar entre paréntesis el número de página de las comedias de Lope incluidas en la bibliografía final.   La crítica lopesca tan sólo se ha limitado a señalar la utilización de ambos términos: «Lirano est désigné par le roi Menandro comme bufón (Sortija I, 592a) et par lui-même comme gracioso (II, 606b, etc.)» (Dumas, 2004:131), sin reparar en que Lope los utiliza como sinónimos; en otro artículo posterior sobre esta misma comedia de La sortija del olvido se habla también del «gracioso, un bufón de palacio inicialmente investido de una comicidad funcional» (Dumas, 2005:243-4), sin mayores precisiones terminológicas.   Nos advierte Autoridades (s.v. bufonizar): «Lo mismo que bufonear (…). Es voz poco usada», que el diccionario académico documenta tan sólo en La Filomena de Lope: «Que ría Craso y bufonice Homero».

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(Ruiz Ramón, 2005:208). 7 Ambas voces insisten en el carácter risible del personaje perteneciente al ámbito palatino: «Dicen que los palacios de los príncipes no pueden pasar sin estos» (s.v. chocarrero); o bien: «es admitido en los palacios de los reyes y en las casas de los grandes señores» (s.v. truhán). Sin embargo, Covarrubias no recoge el sustantivo gracioso para designar el oficio de bufón, tal y como lo emplea Lope en La sortija del olvido y como aparece en una comedia de Enríquez Gómez: «Señor, yo sirvo en palacio/ de gracioso o de bufón,/ que es nombre más natural»(en las notas a la documentada edición de La vida y hechos de Estebanillo González, 1990: II, 194). Este pasaje atestigua de nuevo la acepción del término gracioso para referirse al oficio de bufón, más que al papel teatral que desempeña el personaje cómico. El de bufón es un oficio que no desdeñan ejercer pícaros como Estebanillo y, antes que él, Guzmán de Alfarache cuando entra al servicio del Embajador de Francia; al final de la primera parte de su relato, afirma el sevillano: «Y hablando claro, yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán chocarrero» (Alemán, 1987: I, 465). El pasaje nos proporciona un posible antecedente para entender por qué Lope de Vega utiliza el sustantivo gracioso como sinónimo de bufón. Casi medio siglo más tarde, el anónimo autor (¿Gabriel de la Vega?) que relata la vida de Estebanillo nos documenta la misma acepción de gracioso cuando el protagonista entra al servicio del Cardenal-Infante, de quien dice: «me trató como a bufón» (La vida, 1990: I, 279). En su nueva vida, el pícaro asumirá el arte de la «bufonería» como medio principal de supervivencia, por ser «arte liberal de que tanto han gustado emperadores, reyes y monarcas» y por las «excepciones y privilegios de mi profesión» (La vida, 1990: II, 58). Más tarde, otro de los criados del CardenalInfante le explica: «Hermano Esteban, el oficio del gracioso tiene del pan y del palo, de la miel y la hiel, y del gusto y del susto» (La vida, 1990: II, 90). Con testimonios como los anteriores, podemos atestiguar también el uso que Lope de Vega y otros autores de la época hacen del vocablo gracioso para referirse al oficio de bufón. A partir de la segunda década del siglo xvii, la acepción de gracioso “bufón” documentada en el Guzmán de 1599 convive en español clásico con la de gracioso “personaje teatral”, cuya aparición se produce de manera más tardía, probablemente no mucho antes de El Pasajero de 1617 (Gómez, 2003[2002]:242). Más que señalar la diferencia entre estas dos acepciones, ambas documentadas en la época de Lope de Vega, la crítica actual insiste en el parentesco del gracioso con el bufón: «De façon plus limitée, on sait que gracioso fait la synapse entre le bouffon-amuseur et le bouffon de thêatre» (Joly, 1986: 284n). Sin embargo, los testimonios analizados indican que varios autores del Siglo de Oro, entre ellos el mismo Lope, distinguían   Dice Covarrubias (2006, s.v. bufón): «Es palabra toscana, y significa el truhán, el chocarrero, el morrión o bobo». Por su etimología, «mis à part juglar et gracioso, tous les termes qui, en Espagne, ont successivement désigné le bouffon ont été empruntés à des langues étrangères: albardán à l’arabe, truhán au français (qui le tenait d’ailleurs du germanique), chocarrero au basque —les deux mots ayant d’ailleurs subi un glissement sémantique en passant à l’espagnol— bufón, en fin, à l’italien» (Joly, 1986:24). Como dice Morreale (1959: I, 214): «La palabra bufón se propagará en España en las últimas décadas del siglo por influencia de las compañías teatrales italianas que recorrerán la Península».

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perfectamente el papel teatral que desempeña el gracioso del oficio de bufón, aunque reservaban la denominación de gracioso para este último, de ahí la indistinción terminológica que se ha producido en la actualidad, cuando se ha generalizado el uso del gracioso para denominar al «bouffon de thêatre». Sin incurrir en un excesivo nominalismo, me parece imprescindible comprender la terminología que manejan los autores del Siglo de Oro para proyectarla luego en la base de nuestras consideraciones sobre el arte nuevo: El uso del vocablo gracioso, que puede designar dos realidades diferentes, no prueba por sí mismo la equivalencia entre el personaje teatral y el oficio de bufón, aunque como funciones dramáticas ambos tipos de caracteres cómicos coincidan incluso en la caracterización de algún personaje, como ocurre en el caso de Lirano. Por el contrario, la existencia de las dos acepciones bien diferenciadas del vocablo gracioso nos invita a reflexionar sobre las presuntas relaciones existentes entre el oficio de bufón y el personaje teatral del gracioso con algo más de detenimiento. A pesar de que tanto el uno como el otro pertenecen a la servidumbre, sabemos que el bufón posee una serie de prerrogativas o «excepciones» (por utilizar la expresión de Estebanillo) de las que no goza el gracioso-personaje teatral. 8 En primer lugar, el bufón pertenece a la servidumbre palatina, mientras que la figura del donaire suele ser criado de simples nobles. Cabe deducir la superioridad, siempre dentro de la servidumbre, del status del bufón con respecto al simple lacayo, por ser éste el oficio más característico del gracioso. Como dice el lacayo Alano en la comedia ya citada que se atribuye a Lope, Los nobles como han de ser: «subí/ por la mundana escalera/ a ser bufón de palacio» (113b). El mismo Alano distingue con toda claridad el papel que representan ambos tipos de criados: «Yo desde ahora seré/ no lacayo de comedia,/ si bien quiero ser bufón,/ porque en todo me entrometa,/ que al fin entre ser bufón/ por aquellas salas regias/ algo tiene de verdad,/ y no es tanta impertinencia/ como que un rascacaballos/ siempre con Reyes se meta» (114a). 9 En segundo lugar, junto a la mayor libertad y a los privilegios de los que goza el bufón dentro de la servidumbre, otra diferencia que hay entre el personaje cómico del gracioso y el bufonesco es la que va del simple amateur al profesional de la risa. En otras palabras, la comicidad acompaña al gracioso como un rasgo más o menos acentuado de su carácter, pero en el caso del bufón forma parte de su bagaje profesional. 10   De manera irónica, en la Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache (2007:114), el narrador se refiere a las «privanzas del gracioso», aludiendo precisamente a su estancia como criado del Embajador de Francia al final de la primera parte del verdadero Guzmán de Alfarache.    Es un eco irónico sobre la inverosimilitud del gracioso denunciada por «los muy activos Terencianos y Plautistas destos tiempos» quienes, según afirma Ricardo del Turia en su Apologético de las comedias españolas editado en 1616 (Ferrer 1997: 409), censuran la introducción en las comedias de «un lacayo que, en son de gracioso, no sólo no se le defienda el más escondido retrete que vive la dama, y aun la reina, pero ni el caso que necesita de más acuerdo, estudio y experiencia, comunicando con él altas razones de estado y secretos lances de amor». 10   En el Diccionario de la Comedia del Siglo de Oro (2002:161b), comenta S. Hernández Araico a propósito también de la diferencia entre ambos tipos de comicidad: «muy distinta entre donosos y graciosos que entre albardanes, truhanes y chocarreros, quienes suscitan risa como bufones sin pensar en posibles insultos, mien-

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En tercer y último lugar, mientras que Lope emplea cada vez con mayor asiduidad el gracioso-personaje al menos desde La francesilla compuesta en 1596 (Gómez, 2006), en cambio los bufones o truhanes no suelen desempeñar papeles relevantes en la intriga de la mayoría de sus comedias. Así, por ejemplo, entre las categorías establecidas por G. Morley y R. Tyler sobre los personajes de las comedias lopescas, ni tan siquiera incluyen la de «bufón» y, en la de «truhán» (1961: II, 655), catalogan tan sólo siete personajes: Favila en La traición bien acertada (1588-1595), Alosillo y Chuzón en La Santa Liga (1595-1603), Pinabel en La reina Juana de Nápoles (15971603), Fénix (nombre fingido de Laura, la cual se hace pasar por truhán) en La inocente Laura (1604-1608), Dominguillo en Las paces de los reyes y judía de Toledo (1610-1612) y Pablos en El animal de Hungría (1608-1612), además de la alusión a cierto truhán Fineo, de quien habla el rey de Nápoles en Mirad a quién alabáis (c. 1620). Son muy poco relevantes las intervenciones de los truhanes mencionados, ya que Alosillo y Chuzón desempeñan un papel puramente episódico en la escena final de La Santa Liga cuando cantan a don Juan de Austria. Por su parte, el napolitano Pinabel actúa como criado del príncipe Matías en La reina Juana de Nápoles y Pablos pelea con los pajes en el acto tercero de El animal de Hungría. Tampoco está muy desarrollada la faceta cómica del truhán Favila quien, en La traición bien acertada, no actúa al servicio del galán de la comedia por lo que no cabe confundirlo con el gracioso. Mayor protagonismo asume el truhán Dominguillo en el primer acto de Las paces de los reyes, al servicio de D. Lope a quien, sin embargo, traiciona. 11 El escaso papel de los bufones, truhanes y chocarreros que intervienen en las comedias de Lope contrasta con el protagonismo cada vez más acentuado que adquiere la figura del donaire. Por todo ello, resulta muy difícil aceptar la hipótesis de que el gracioso no sea más que una de las personificaciones que asume el bufón, aun cuando puedan existir en el teatro de Lope graciosos que hundan sus raíces en la cultura cómica popular (Cano-Ballesta, 1981). El gracioso como personaje teatral El gracioso, en cuanto personaje de la comedia nueva, cataliza la comicidad del argumento, si bien no de manera exclusiva, estableciendo con la figura del galán una relación complementaria que presenta múltiples variantes y posibilidades. 12 tras que aquéllos dicen donaires sin causar daño a nadie, con moderación de hombre agudo o bien formado con cualidades de cortesía y urbanidad». 11  Dominguillo es una de las excepciones que ponen a prueba el principio formulado por Maravall, cuando afirma: «Los criados de Lope y sus continuadores, aunque se quejen de no ser pagados como deben, no rompen nunca su lazo de fiel dependencia con respecto al señor» (1990: 146). 12   El estudio de las relaciones entre los personajes de la comedia es clave a la hora de establecer una tipología como la de Couderc (2006: 27-29), en su actualización de las seis categorías propuestas por Juana de José Prades (Teoría sobre los personajes de la Comedia Nueva): «la dama y el galán (agonistas como amantes, héroes o santos), el gracioso y la criada (distanciadores y con funciones de acompañamiento y de enlace con los protagonistas) y el padre y el poderoso (responsable, en lo familiar y en lo social, del orden establecido)», con

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Aunque actualmente parece existir cierta predilección en la crítica especializada por acentuar la individualidad de cada personaje más allá de la categoría a la que pertenece, la existencia de un esquema tipológico es perceptible después de haber analizado un número suficiente de comedias dentro del abundante corpus que integra la dramaturgia lopesca, como literatura codificada en un sistema de roles y funciones dramáticas, entre las cuales destaca la del gracioso. La construcción del personaje teatral está relacionada también con el reparto por papeles que representa cada actor en las compañías: «se trata de asumir enteramente, con variantes propias, el prototipo estipulado por un modelo fundado en la tradición teatral que acaba imponiéndose, como categoría, en el imaginario del receptor» (Rodríguez Cuadros, 1998: 547). Según pone de relieve el estudio citado sobre la técnica del actor barroco, la herencia de la commedia dell’arte se percibe todavía en la existencia de modelos que sirven para construir los personajes teatrales, como el de gracioso que se puede relacionar, más que con el bufón, con la figura del siervo o del criado de la comedia clásica. En cualquier caso, los bufones tienen menos importancia que los graciosos entre los criados de las comedias lopescas. Hemos visto que ambos tipos de personajes cómicos, al margen de su posible parentesco y de las coincidencias ocasionales, no son intercambiables. Puede ocurrir que algunos caracteres compartan ambas facetas, como hace el gracioso-bufón Lirano, pero se trata en general de dos funciones bien diferenciadas. Desde un punto de vista terminológico, se atestiguan dos acepciones del vocablo gracioso que coexisten desde la segunda década del siglo xvii, la más difundida en la actualidad del gracioso-personaje teatral y la más temprana que posee el vocablo gracioso, para designar un oficio, equivalente al bufón. Como podemos comprobar en los textos traídos a colación, el sustantivo gracioso lo emplea Mateo Alemán en 1599 para referirse al oficio bufonesco que desempeña el pícaro cuando Guzmán de Alfarache entra al servicio del Embajador de Francia, una acepción que reaparece en el Guzmán apócrifo, La sortija del olvido y el Estebanillo. Sin embargo, la aparición del sustantivo gracioso para designar un determinado personaje o papel teatral es más tardía, mientras no se pueda documentar antes de 1617 y, además, casi nunca aparece empleada por el propio Lope, quien prefiere acuñar la expresión «figura del donaire». Esta circunstancia me parece que todavía no ha se ha tenido en cuenta a la hora de valorar la especificidad del personaje del gracioso «en cuanto categoría poética» 13. La terminología empleaquien coincido en subrayar la primacía de lo convencional en la construcción del personaje: «Consecuencia de la repetición, y fuente de ella, la convención suele interesar poco al estudioso, desde el presupuesto implícito de que originalidad y novedad son los únicos criterios adecuados para la valoración de un procedimiento artístico: nada más equivocado para la cabal comprensión del teatro del Siglo de Oro» (Couderc 2006: 11). 13   En palabras de M. Vitse: «El personaje, en cuanto categoría poética, sigue siendo, a pesar de valiosas aportaciones recientes, el “pariente pobre” de los estudios dedicados a la poética dramática aurisecular» (Huerta Calvo, 2003: 743). Pobreza teórica que se percibe ya en las tópicas observaciones sobre el decorum que deben guardar los personajes de la comedia, formuladas en el Arte nuevo (Gómez, 2006b: 27-28), aunque se puede paliar prestando atención a las declaraciones sobre los caracteres y sus respectivas funciones dramáticas en los propios textos de las numerosas comedias de Lope.

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da por los propios escritores y dramaturgos del Siglo de Oro nos ayuda a comprender mejor las convenciones de la comedia, al mismo tiempo que sirve para introducirnos en el debate sobre la caracterización de los personajes teatrales. Bibliografía citada Mateo Alemán (1987). Guzmán de Alfarache, ed. José María Micó, Madrid, Cátedra. 2 vols. Ricardo del Arco y Garay (1942). La sociedad española en las obras dramáticas de Lope de Vega, Madrid, Escélicer. Mijail Bajtin (1974). La cultura popular en la Edad Media y Renacimiento, Barcelona, Barral Editores. Juan Cano-Ballesta (1981). «Los graciosos de Lope y la cultura cómica popular de tradición medieval», en Lope de Vega y los orígenes del teatro español. Actas del I Congreso Internacional sobre Lope de Vega, ed. M. Criado de Val, Madrid, Edi-6, pp. 777-83. Christophe Couderc (2006). Galanes y damas en la comedia. Una lectura funcionalista del teatro del Siglo de Oro, Madrid, Iberoamericana-Vervuert. Sebastián de Covarrubias (2006). Tesoro de la lengua castellana o española, ed. integral e ilustrada de I. Arellano y R. Zafra, Madrid, Universidad de Navarra/IberoamericanaVervuert/Real Academia Española/Centro para la Edición de Clásicos Españoles. José Deleito y Piñuela (1988). El rey se divierte, Madrid, Alianza. DICCCIONARIO de Autoridades (1990), ed. facsímil. Madrid, Gredos. 3 vols. DICCIONARIO de la Comedia del Siglo de Oro (2002). Dirs. F. Casa, L. García Lorenzo y G. Vega, Madrid, Castalia. Catherine Dumas (2004). Du «Gracioso» au valet comique. Contribution à la comparaison de deux dramaturgies (1610-1660), Paris, Honoré Champion. —  (2005). «La paradoja del bufón y del rey. Locura y donaire en La sortija del olvido de Lope de Vega», en «Por discreto y por amigo». Mélanges offerts à Jean Canavaggio, ed. Ch. Couderc y B. Pellistrandi, Madrid, Collection de la Casa de Velázquez, pp. 243-52. Teresa Ferrer (1997). Teatro clásico en Valencia, I, Madrid, Biblioteca Castro. Luciano García Lorenzo (1989). «Amor y locura fingida: Los locos de Valencia», en El mundo del teatro español en su Siglo de Oro: ensayos dedicados a John Varey, ed. J. M. Ruano de la Haza, Ottawa, Ottawa Hispanic Studies, pp. 213-28. —  (2005), dir. La construcción de un personaje: el gracioso, Madrid, Ed. Fundamentos/RESAD. Jesús Gómez (2000). Individuo y sociedad en las comedias (1580-1604) de Lope de Vega, Madrid, Universidad Autónoma de Madrid. —  (2003 [2002]). «Precisiones terminológicas sobre “gracioso” y “figura del donaire” (siglos xvi-xvii)». Boletín de la Real Academia Española LXXXII: 221-47. —  (2006). La figura del donaire o el gracioso en las comedias de Lope de Vega. Sevilla, Alfar. —  (2006b). «Discontinuidades y contradicciones en los personajes de la comedia», Bulletin of the Hispanic Studies 83: 27-43. Alfredo Hermenegildo (1995). Juegos dramáticos de la locura festiva. Pastores, simples, bobos y graciosos del teatro clásico español, Barcelona, José J. Olañeta Ed. Javier Huerta Calvo, dir. Historia del Teatro Español, I. De la Edad Media a los Siglos de Oro, coords. A. Madroñal y H. Urzáiz, Madrid, Gredos, 2003. Monique Joly (1986). La bourle et son interpretation. Recherches sur le pasaje de la facetie au roman (Espagne, xvie-xviie siècles), Lille/Toulouse, Université de Lille III/Toulouse-LeMirail.

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«Entre tanta tontería…»: tontos de veras en Lope Luis GÓMEZ CANSECO Universidad de Huelva

Bien mediado el acto II en No todos son ruiseñores de frey Félix, Elvira encarece ante Cosme y con un latinajo burlesco la muchedumbre de tontos que encontrarse puede en el mundo. A tal punto llega la legión, que si el soberano pudiera cobrar impuestos por tontería, obtendría más bienes que los que llegan de América: ¿Han vido el bobalaisón? Si el rey llevara alcabala de tontos, más le valiera que las Indias. (1635: Acto II, vv. 1597-1600)

Mi intención aquí no es otra que indagar casi al vuelo en la presencia de estos tontos en la obra de don Lope, aunque el problema —al igual en la vida— consiste en determinar cuáles son los tontos verdaderos. Porque no se trata de esos tontos, bobos o locos fingidos, que protagonizan un buen número de comedias, como El cuerdo loco, La boba para los otros y discreta para sí, Los locos de Valencia o El bobo del colegio. De ellos, además, ya se ocupó la sabiduría de Luciano hace algún tiempo (1989: 213-228). 1 Tampoco son los necios, idiotas o ignorantes que, como ha estudiado Nadine Ly respecto a la Finea de La dama boba, terminan siendo sutiles e ingeniosos (1995: 321-347). Ni me interesan los tontos que, en el fondo, son agudos, porque esconden sin saberlo un secreto que habrá de desvelar la trama. Es 

 Véase asimismo Roso Díaz, 2002: 98-99.

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ése el caso de la Comedia del príncipe inocente, donde Torcato se presenta a sí mismo como tonto sin ambages— «Y yo un tonto en mi conciencia, / que aquí, desde pequeñito, / solo sirvo de comer» (1964: Acto I, vv. 433-435)—, aunque de inmediato se apunta un origen extraño, que habrá de justificar su presteza de ingenio. Tampoco se examina aquí el uso lingüístico de «tonto» como simple insulto o como el encarecimiento afectivo al que acude, por ejemplo, Marcela para con Aynora en El asalto de Mastrique: «Calla, tonta, que no hay gusto, / ya que de gusto te agradas, / como cuatro bofetadas / de un hombre de bien, robusto» (2002: Acto II, vv. 1258-1261). El blanco apunta a los tontos a secas y que viven en el convencimiento de no serlo. Son esos sobre los que Finea interroga a Laurencio en La dama boba:     Finea  …  los que son bobos de veras, ¿cómo viven? Laurencio  No sintiendo.     Pedro  Pues si un tonto ver pudiera su entendimiento a un espejo, ¿no fuera huyendo de sí? La razón de estar contentos es aquella confianza de tenerse por discretos. (1994: Acto III, vv. 2619-2624)

Ya Sebastián de Covarrubias insistía en tales singularidades, cuando anotó en su Tesoro que «Entre loco, tonto y bovo ay mucha diferencia, por causarse estas enfermedades de diferentes principios y calidades» (1989: 770). En las comedias de Lope, el tonto no es el bobo, que el mismo Covarrubias define como «el hombre tardo, stúpido, de poco discurso», para apuntar que «se les cae la baba y hablan torpemente» (1989: 221); ni el idiota, que «teniendo obligación de saber, o latín o facultad, es falto e inorante en ella» (Covarrubias, 1989: 726); ni el necio, del que afirma el Diccionario de Autoridades que es «ignorante, y que no sabe lo que podía y debía saber»; ni siquiera el majadero, que para Covarrubias es el «boto de ingenio» (1989: 781). Si nos atenemos al Tesoro de la lengua castellana o española, el tonto es el «simple y sin entendimiento ni razón; pero éste no es furioso como el que llamamos loco; … tiene vacía la cabeça, por carecer de entendimiento, el qual en él, es redondo, en oposición de los que tienen buen entendimiento, que llamamos agudos» (1989: 966). Los académicos no fueron mucho más allá, pues, en su Diccionario, se afirma que el tonto es «ignorante, mentecato, falto de entendimiento o razón». Sin embargo, Lope no tuvo problema para puntualizar sobre el asunto y puso en pie todo un catálogo de tontos, que puede servir de guía de lectura y esbozo de personajes para otras muchas de sus obras. Ese inventario se encuentra en El cuerdo en su casa, comedia de la que hoy disponemos en la excelente edición de Laura Fernández y Rafael Ramos. Lope partió de un refrán tan conocido como «Más sabe el necio

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—o el loco— en su casa que el cuerdo en la ajena», 2 aunque alteró con toda intención el orden de la sentencia tradicional, como hiciera Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. 3 El cambio no es arbitrario, pues en la trama se confronta la inconsciencia del noble y letrado Leonardo con el buen sentido del villano Mendo, que termina por salvar de la deshonra a ambas familias. 4 El mismo Leonardo se lo ha de reconocer a Mendo poco antes del final: «Pero bastará que os diga / que soy un loco, una bestia, / un necio y un desdichado, / que es la ignorancia más cierta. / Vos el cuerdo, vos el sabio, / y vos, Mendo, el que sin letras /fuistes cuerdo en vuestra casa» (Acto III, vv. 3012-3018). Hasta que el enredo de la comedia se resuelva, todo ello adquiere la forma de una paradoja, que la sierva Inés subraya al presentarlo como un modo del mundo al revés: «…y vi un discreto sin canas. / Yo vi que callaba un necio, / y que un tonto confesaba / que era tonto» (Acto II, vv. 2268-2271). Poco antes es Antona, la mujer de Mendo, quien interroga a Gilote sobre esa misma condición: «Gil, ¿en qué consiste ser / necio un hombre y estudiante, /y sabio el que es ignorante, /con su casa y su mujer?». La respuesta de Gil no se limita al caso particular de Mendo, sino que se extiende a lo largo de dieciocho maravillosas redondillas, para esbozar todo un censo de razones que llevan a los hombres a ser tontos de veras sin ni siquiera tener conciencia de ello (Acto II, vv. 1771-1848). La cosa empieza volviendo sobre las mismas contradicciones humanas que aparecen una y otra vez en la comedia: Gilote  Mil estudiantes sutiles, de ingenio a la ciencia atento, tienen corto entendimiento para las cosas civiles. Verás tal vez un soldado gallardo gobernador, sin letras; y con valor para la guerra, un letrado.

Ante ese contrasentido, Gilote sólo se atreve a argumentar desde su supuesta ignorancia: «No lo sé. Nací grosero; / pero sé que en casa ajena / gobierna mal quien no ordena / muy bien la suya primero». Ahí se inserta toda una amplificatio de ejemplos ilustrativos, que arrancan con una admiración interrogativa y retórica: ¡Quién te pusiera en razón, Antona, en discursos prontos, los géneros que hay de tontos que piensan que no lo son!   Lo recogen con esas variantes Francisco de Espinosa (1968: 74) y Sebastián de Horozco (1994: nº 276).  Alemán apunta en la primera parte: «Cada uno sabe su cuento y más el cuerdo en su casa que el necio en la ajena», y lo vuelve a repetir en la segunda: «Cada cuerdo en su casa sabe más que el loco en el ajena» (1987: I, 158 y II, 339)   Véase, al respecto, Fernández, 1989: 17-26.  

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Nadie se libra del estrago, por muy lejos que se encuentre en el mapa, pues, como revela el villano, los tontos cubren la geografía del mundo: «Hay tontos, como naciones: /españoles y franceses, /italïanos, ingleses, / alemanes, borgoñones…». A partir de ese momento comienza el inventario propiamente dicho con nueve círculos expresos de tontuna, por los que se avanza hacia el cielo de los tontos. No se olvide, eso sí, que, más allá de cualquier atisbo de verosimilitud, es el Lope mundano —más que Gil, el pastor de Plasencia— quien cuenta su experiencia entre los hombres. El primer arquetipo de tontería es el del lindo, que el Diccionario de Autoridades definía como «hombre afeminado, presumido de hermoso y que cuida demasiado de su compostura»: Hay mil tontos marquesotes con cuidados de mujer, que nacieron para ser mártires de sus bigotes; mil que a bestias los condeno, porque ellas a dormir van sin freno, y ellos están toda la noche con freno.

Estos «marquesotes» son los mismos que Marín relaciona entre las cosas que hacen adelgazar a un hombre en El bobo del colegio: «…y unos ciertos marquesotes / que os hablan por alambique / un lindo todo alfeñique / hecho mujer con bigotes» (Acto I, vv. 353-356), y que Leonarda describe con puntualidad en La viuda valenciana: «¡No, sino venga un mancebo / déstos de ahora, de alcorza / con el sombrerito a orza, / …las calzas hasta los pies, el bigote a las estrellas; jaboncillos y copete, / cadena falsa que asombre, / guantes de ámbar y grande nombre / de un soneto y un billete» (2001: Acto I, vv. 253-268). Como se ve, el bigote era un signo de distinción extrema para estos mártires de la moda, que, con voluntad de que apuntara a las estrellas, lo mantenían celosamente peinado y levantado con el concurso de la bigotera. De nuevo Autoridades acude en nuestro socorro, detallando que la bigotera era una «funda de camuza suave u de badanilla que se usaba en tiempo de los bigotes para meterlos en ella cuando estaban en casa o en la cama, para que no se descompusieran o ajasen». De esa guisa la pintaba Vélez de Guevara en El diablo Cojuelo: «Mira aquel, preciado de lindo, o aquel lindo de los más preciados, cómo duerme con bigotera, torcidas de papel en las guedejas y el copete» (1999: 22-23). Más allá de todo eso, la clave de las dos redondillas se encuentra en la condena que este Lope envuelto en Gil dicta, condenando a vivir como «bestias», esto es, como caballerías, a esta primera suerte de tontos. Al cabo, la bigotera subía desde el belfo, como el freno; pero si éste se les quitaba por la noche a los caballos, los lindos lo usaban en la cama para poder exhibirse por el día. Es la misma pulla que Tadeo le espeta a don Gutierre en El Narciso en su opinión de Guillén de Castro: «D. Gutierre. —¿Bueno está el bigote? Tadeo.— Bueno. / Pero sobrado le cuesta / al que,

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como tú, se acuesta / como braquillo, con freno» (1968: Acto I, vv. 49-52); y también el blanco al que apuntaba Agustín Moreto en El lindo don Diego: «Con su bigotera puesta / estaba el mozo jarifo, / como mulo de arriero / con jáquima de camino» (Acto I, vv. 353-356). 5 Los tontos que se agrupan en el segundo género son los que alaban tanto a sus amigos, que terminan por hacerlos odiosos a los ojos de los demás: Hay tontos apasionados de suerte de sus amigos, que les dan mil enemigos, odiosamente alabados.

No es un caso extraño en Lope, siempre tan preocupado por la envidia ajena; y a esa línea sutil que, a su juicio, separa el elogio de la envidia se refiere en La Dorotea, precisamente a la hora de encarecer la belleza de la protagonista: «Y entre ellas, Julio, cuenta la perfección de la hermosura de Dorotea, la limpieza de su aseo, la gala de su donaire, la excelencia de su entendimiento, en que fue superior a todas; y esto no lo digan mis ojos, no mi amor, no mi conocimiento; calle mi voluntad y hable la envidia; que no hay mayor satisfacción que remitirle las alabanzas» (1996: 127). El asunto reaparece de manera cómica en las Rimas burguillescas, primero con motivo de «un elogio que se hizo en Roma a su muerte fingida», donde advierte cómo «la envidia que mis años, como espuma / ir a la playa de ola en ola advierte, / no es mucho que ya muerto me presuma»; y luego en la respuesta «A un licenciado que le dijo por favor que deseaba predicar a sus honras»: Esa amistad, que yo quisiera hacerte, (todos para morir somos iguales) que por la condición de ser mortales también te puede a ti tocar la suerte… Mejor es que yo escriba en tales días sonetos tristes a las honras tuyas, que no que me prediques a las mías. (1996: 1276 y 1292)

Una singular calaña de tontos es la de los graves en exceso, cuya excesiva circunspección termina por convertirse en grosería a la hora de tratar con los demás. Recuérdese que, si los académicos definieron gravedad en su Diccionario como «modestia, compostura y circunspección proporcionada a la persona y estado», no se les pasó que, cuando no se guarda tal proporción, se convierte en «soberbia, vanidad y entereza en el sugeto que presume lo que no es, despreciado a otros tan buenos como él». Y por ahí anda Gil:    Las bigoteras concurren como elemento cómico en no pocos textos áureos, como el Discurso de los tufos, copetes y calvas de Jiménez Patón o el Día de fiesta por la mañana y por la tarde de Juan de Zabaleta. Pero tienen más usos, pues de ellas se sirvió W. E. Wilson para fechar El cuerdo en su casa (1955: 29-31).

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Hay tontos de gravedad: que para en descortesía toda su sabiduría, que es muy gentil necedad.

Es la misma gravedad que da en locura y que muestra burlescamente Juan Tomás en El caballero de Illescas: «Buen talle, contento estoy, / ved la gravedad que tomo. / ¿Hay tal desvanecimiento? / (…) Aquel se tiene por loco, / que cree que es gran señor, / teniendo humilde valor, / pero yo téngome en poco, / sino que voy procurando / ser algo por mí en efeto» (1994: Acto II, vv. 1546-1559). Es ésa también la que se censura en Fuenteovejuna: «Comendador.— Es llave la cortesía / para abrir la voluntad; / y para la enemistad/ la necia descortesía./ Ortuño.— Si supiese un descortés / cómo lo aborrecen todos / —y querrían de mil modos / poner la boca a sus pies—,/ antes que serlo ninguno, / se dejaría morir. / Flores.— ¡Qué cansado es de sufrir! / ¡Qué áspero y qué importuno! / Llaman la descortesía / «necedad» en los iguales, / porque es entre desiguales / linaje de tiranía» (1993, Acto I, vv. 1322). Los porfiados e incansables en sus propias opiniones ocupan el cuatro peldaño en este escalafón de la cortedad humana: Hay tontos de confianza, imposibles de vencer, que solo su parecer llevan por punta de lanza.

El caso encuentra ejemplo en la XI de las loas de la Primera parte, donde se cuenta de un hombre que decide construir una hermosísima casa y, una vez concluida la obra, se la muestra a «cierto vecino», del «cual dicen que tenía / condición tan rigurosa / que jamás disimulaba / falta en cosa ajena o propria». El vecino, por supuesto, no da su brazo a torcer: «Viola al fin y parecióle / su traza y labor de forma / que quedó un rato suspenso / viendo tan perfecta cosa. / Mas por no perder un punto / de su costumbre monstruosa / y tener que murmurar / que era su regalo y gloria, / queriendo escupir, al dueño / la saliva al rostro arroja, / dejando con ella allí / ofendida su persona» (1997: XI, vv. 45-68). También encuentran su lugar entre los tontos aquellos buenos que terminan por hacer de sus buenas intenciones un arma letal, la quinta en este caso: Hay tontos de puro buenos, que con sencilla intención para sus amigos son arsénicos y venenos.

Un dechado positivo del espécimen aparece en El rústico del cielo, donde el hermano Francisco, simple e inocente hasta no poder más, mata sin querer a un

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guarda de campo de una pedrada, para luego comentar: «Francisco.— Tendióse en el campo yermo, / o él estaba muy enfermo, / o súpito se murió. / (…) Domingo.— ¿Está muerto? Francisco.— Creo que sí; / sospecho que le acerté» (Acto I, vv. 306316). Este tonto, sin embargo, termina por morir en olor de santidad, porque aquí escribía el Lope piadoso y en El cuerdo en su casa Lope era el de mundo. Otro es la circusntancia de los que no aceptan con resignación estoica el suceder de las cosas, hasta conformar el sexto género de tonterías: Hay tontos de andar podridos por las cosas que suceden, que remediallas no pueden, y les quitan los sentidos.

Como se lee en Autoridades, «pudrise» no es otra cosa «llevar con impaciencia y demasiado sentimiento alguna cosa». Es el mismo sentimiento de desesperación que lleva a Belisa en sus bizarrías a casi gritar «¿Hay tal modo de pudrir?», al entender que su don Juan va a casarse con otra (2004: Acto I, vv. 1989); y es ahí también donde encaja la voluntad de torcer el rumbo del destino, que Lope censuraba en la figura de un escolar astrólogo desde los versos de Servir a señor discreto: «Si llegamos a un lugar / quiere que sea tal hora, / si salimos al aurora / luego se quiere parar, / porque reina no sé quién, / aunque Saturno le llama» (Acto II: vv. 1621-1626). Otro modo de intentar saber más allá de lo razonable determina la séptima vía para ser tonto cabal. Se trata de los curiosos y, en especial, de los linces de las vidas ajenas: Hay tontos de saber nuevas de lo que en el mundo pasa, y no saben si en su casa nacen repollos o brevas.

Por el contrario, los hay —e integran por sí mismos el octavo nivel— que viven sólo para impedir que los demás se enteren de nada y acumular en sí toda forma de conocimiento, curiosidad y erudición: Hay tontos de no querer que nadie en el mundo sepa, sino que dentro les quepa cuanto puede el cielo haber.

Tanto de aquéllos, como de éstos dio cuenta el implacable licenciado Tomé de Burguillos. Entre los primeros estaba «una dama que le preguntó qué tiempo corre» y a la que responde con un tremendo «El mismo tiempo corre que solía, / que nunca de correr se vio cansado»; entre los segundos puso a los que «saben griego sin haberlo estudiado» (1989: 1295 y 1281-1282). Ahí también topamos con el Diego

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de Amar, servir y esperar, que trae a capítulo la armada de Salomón que se menciona en el libro segundo de las Crónicas, para que Julio acote: «Bravo tonto es nuestro novio. / ¿Quién en el primer requiebro / trujo lugar de Escritura?», y Félix replique: «Lo que es bueno, siempre es bueno» (1635: Acto II, vv. 604-617). Pero, entre esos tontos con alardes de sabio, es el don Bela de La Dorotea quien se lleva la palma. Hasta el punto de que la misma Celia, tras oírle espetar un discurso sobre el amor platónico, apunta: «¡A Platón encaja este majadero!», para al poco preguntarle a su criado: «Éste tu amo, ¿ha estudiado?». La respuesta de Laurencio es una perfecta descripción del eruditonto: «Lo que basta para ser bachiller, que es el peor linaje de cortesanos para tratado. Porque si habla con hombres que saben, conocen lo que no sabe y se cansan de que piense que sabe. Si habla con los que ignoran, huyen dél porque los tiene en poco y presume mucho. Y esto del magisterio es para las escuelas, no para las conversaciones» (1996: 199 y 203). La cumbre se toca en el noveno cielo, al que Lope dedicó no menos de tres redondillas, acaso porque hablaba por la herida. Allí viven los tontos hinchados y celosos de cualquier gesto de ingenio que no sea suyo: Hay tontos, que en viendo ajeno escrito de habilidad, aunque en toda esta ciudad agrade, por ser tan bueno, dicen: «Yo tengo de hacer una cosa nunca oída», sin mirar que a la nacida no iguala la por nacer; y cuando esté comenzada esta su historia o conseja, es como preñado en vieja: gran barriga y todo nada.

Tan a las claras se ve el rostro del poeta tras la máscara de Gilote, que el pastor no duda en entrar de lleno en la literatura y hasta meter los dedos en el mundillo que la rodeaba en la corte. Se trata del mismo paisaje que describen César y Ludovico en La Dorotea: César. Desto quisiera yo que trataran en sus juntas los que en este lugar se llaman ingenios, como lo hacen en Italia en aquellas floridísimas academias. Pero juntarse a murmurar los unos de los otros debe de traer gusto; pero parece envidia, y en muchos ignorancia. Ludovico. Allí ninguno enseña y todos hablan, (1996: 353-354)

Pero ni el mismo Lope supo escapar a su censura, pues no fue otro sino él quien escribió cosas tan excesivas como aquello de la epístola segunda «Contra los preceptistas aristotélicos»: «¡Oh letrado mental! ¡Oh Figueroa!, / hombre sin ley cari-

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glorioso y tonto, / seso de cuervo en calva de Gamboa. […] / ¿A qué librero engañas la inocencia / con aquella Españaça Defendida?» (1942: 59); o el que arreó a Cervantes cuando el Quijote apenas iba hacia la imprenta: «De poetas, no digo, … pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote» (1935-1943: III, 4). El intento inútil de toda esa hinchazón queda cifrado en el dicho tradicional de la vieja preñada en huero, para acabar ese ilustrativo «todo nada». 6 Aquí termina la intromisión de Lope para que el verdadero Gil vuelva sus ojos a la trama con toda su pelliza a cuestas, y apunte de nuevo hacia el asunto de la comedia, ese del «loco cuerdo», con una redondilla que da pie a la respuesta de la mujer de Mendo: Mas, porque el discurso pase, por el mayor se condena el que gobierna la ajena, y se descuida en su casa. Antona  Entre tanta tontería, ¿cómo no pones a Mendo?

Pero nosotros, como el público de Lope, sabemos de antemano que Antona se equivoca, porque Mendo es el único cuerdo y avisado en la obra. Aun así, su ejemplo le sirvió a Lope para ofrecernos una pauta con que regirnos por la oscura selva de la tontuna humana. Aun así, él mismo —tan pagado de sí, otras veces— no dudó en ubicarse entre los tontos de esa selva, aunque bajo el embozo villano de Belardo. Fue en Las Batuecas del Duque de Alba, donde, como pastor, discute con gente noble a cerca del sentido de la cifra «T.S.D.R.» y exhibe su condición de tonto sobre la escena:      Belardo Si su merced me diere la licencia En verdad que lo cierto le diría      Duque  ¿Pues vos sabéis de letras?     Lucindo Muy bien puede fiar su señoría de Belardo, que es hombre que ha leído el Flos Sanctarum y canta en la tribuna los domingos; compone villancicos. (…)      Duque  Decid lo que entendéis de aquestas letras.      Belardo T.D.S.R. desta suerte lo entiendo: «Tonto soy, duque, remitildo a un sabio». Mayordomo  ¡Oh, qué graciosa bestia!      Duque Bien ha dicho:

que a un sabio se remita y que él es tonto.

Ojalá, Luciano, sepamos imitarle.    Cervantes no le fue a la zaga y respondió, entre otros sitios, en el Viaje del Parnaso, donde dos nubes descargan una ingente lluvia de poetas: la primera a todos los demás y la segunda y más hinchada nada menos que a Lope en persona (1997: 237).

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—  (2005). El cuerdo en su casa, ed. Laura Fernández y Rafael Ramos, en Comedias de Lope de Vega. Parte VI, Lérida, Milenio. Luis Vélez de Guevara (1999). El diablo Cojuelo, ed. Ramón Valdés, Madrid, Crítica. W. E. Wilson, «Bigoteras, and the Date of Lope’s, El cuerdo en su casa», Bulletin of the Comediantes, VI.2, 1955, pp. 29-31.

La fortuna editorial y escénica de Los bandos de Verona de Rojas Zorrilla 1 Rafael González Cañal Universidad de Castilla-La Mancha

Los bandos de Verona de Francisco de Rojas Zorrilla fue la obra elegida para inaugurar el Coliseo del Buen Retiro el 4 de febrero de 1640. Posteriormente, se publicó en la Segunda Parte de sus obras en 1645. Se podría suponer, pues, que esta puesta en escena fue un acontecimiento estético de primer orden y, sin embargo, no parece que tuviera demasiada repercusión. Los comentarios de Pellicer sobre este estreno son bastante escuetos: En 4 de Febrero de 640. En 4 de dicho mes siguiente se entrenó en el Buen Retiro el Coliseo y corral de comedias nuevo con gente que pagó la entrada como en los demás corrales; asistieron los Reyes y muchos señores. Empezó á representar Romero con la comedia de Los Bandos de Verona, de Biamonteses y Jebelinos (sic). 2

Nada sabemos de la posible intervención de Rojas en esta representación. Parece que el estreno tuvo lugar como si hubiera sido en un corral, sin tramoya ni escenografía en perspectiva. Tal es, por ejemplo, la opinión de Felipe Pedraza (1998: 76), para quien la puesta en escena de esta obra, como ocurre con otras muchas comedias escritas especialmente para palacio, no debió ser sustancialmente diferen  Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación titulado Edición y estudio de la obra de Rojas Zorrilla. I. FFI2008-05884-C04-01/FILO), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.   Recogemos esta cita de los Avisos de Pellicer a partir de Cotarelo (1911: 70, nota 2).

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te a la habitual de los corrales. En cambio, Fernando Doménech (2000: 170) opina que tuvo que haber algunas diferencias, en virtud de los medios técnicos que ofrecía el nuevo coliseo: «Los bandos de Verona se representó a la italiana [...]. No con alardes de tramoya, ni maquinaria escénica especial. Sí con los medios escénicos que ofrecía ese nuevo teatro, tan distintos a los que ofrecían los teatros comerciales». Es evidente que el montaje de esta obra no comporta ninguna particular dificultad escénica, ni precisa de grandes artilugios teatrales. Tampoco los accesorios necesarios para el montaje, al margen de la indumentaria de los personajes, son demasiados y se limitan a los que el propio autor o los personajes citan o aluden: una carta, unas tejas, armas, yeso, un bufete o mesa grande con amplia sobremesa, un vaso con bebida (el veneno), llaves, lápidas, un hisopo y capas y sombreros. Los enfrentamientos o peleas entre Montescos y Capeletes, a pesar de que el primero de ellos se desarrolla en el interior de la casa de la familia Capelete, tienen lugar fundamentalmente en espacios exteriores —la calle y el monte—, y pueden incluso ser resueltos sin la necesidad de gran número de soldados de ambos bandos, utilizando voces, gritos y los correspondientes sonidos de pelea. Los espacios interiores —la casa de los Capeletes y la iglesia de San Carlos en donde se encuentra la cripta— tampoco presentan ninguna dificultad escenográfica. Ni siquiera ese segundo espacio interior supone demasiadas complicaciones técnicas, ya que la puerta de la iglesia puede estar situada de tal manera que, al abrirse, permita tener acceso visual a su interior. En todo caso, es de fácil resolución escénica y ofrece incluso interesantes posibilidades de crear un espacio mágico e insólito para la también insólita escena en la que Julia «resucita». El espacio exterior en el que se desarrolla la tercera jornada es un lugar agreste. Se trata de un monte y una muralla o torre, escenografía habitual en muchas comedias áureas. Es indudable, pues, que la puesta en escena de Los bandos de Verona no reviste complejidad alguna desde el punto de vista escenográfico. No parece, pues, que Rojas haya escrito la obra pensando en los medios escenográficos que ofrecía el nuevo espacio teatral. No obstante, al final de la obra sí alude al flamante coliseo: Y don Francisco de Rojas, a tan grande coliseo pide el vítor, porque siempre merezca el aplauso vuestro. (Rojas, 1952: 388)

Fortuna editorial La obra tuvo cierta difusión y fortuna editorial, ya que contamos con cuatro testimonios impresos del siglo xvii, seis impresos y tres manuscritos del xviii, dos ediciones del siglo xix y una edición más en el siglo xx. Son en total 16 testimonios que muestran claramente la difusión e interés que despertó esta obra de Rojas. 3 Si 

  Véase González Cañal, Cerezo Rubio y Vega García-Luengos (2007: núm. 57-73).

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precisamos un poco más, nos damos cuenta de que en los siglos xix y xx la obra de Rojas no ha merecido el honor de ser editada en España salvo en una ocasión, en el volumen que consagró al dramaturgo toledano Mesonero Romanos en 1861, en el que reunió 30 obras suyas. En cambio, este texto dramático sí ha interesado más allá de nuestras fronteras. En Alemania se llevó a la imprenta en dos ocasiones, en 1839 y 1953, 4 mientras que en Inglaterra, se llegó a hacer una traducción parcial por parte de F. W. Cosens, publicada en Londres en 1874. Es lógica la atracción de la obra por su relación con la de Shakespeare y, así, Cosens llevó a cabo esta adaptación al inglés en unos 500 versos y resumiendo muchas escenas. El objetivo de esta breve traducción era evidentemente académico, ya que se trataba de poder comparar la obra de Rojas con la tragedia de Shakespeare. 5 En alguna de las ediciones de la obra se añade un subtítulo: Montescos y Capeletes. Hay incluso una edición suelta que lleva únicamente este título, con lo que se relaciona mucho más fácilmente con la obra de Lope titulada Castelvines y Monteses. Medel del Castillo (Hill, 1929) cita por separado los dos títulos y ambos a nombre de Rojas. La obra se difundió, pues, con ambos títulos indistintamente. Fortuna escénica Los bandos de Verona tuvo también éxito en los escenarios de los siglos xvii y a juzgar por las noticias que tenemos. 6 Dejando aparte el estreno en el Coliseo del Buen Retiro el 4 de febrero de 1640, los datos sobre su fortuna en los escenarios españoles son los siguientes: xviii,

—  en 1641 se representó probablemente en Toledo, dado que el autor de comedias Bartolomé Romero lleva a dicha ciudad un repertorio de 40 obras, entre las

  En 1839 se publica junto con Castelvines y Monteses de Lope: Las Dos Comedias famosas: Los Bandos de Verona de Francisco de Rojas (año de 1679) y los Castelvines y Monteses, de Lope de Vega (año incierto)... colegidas y reimpresas por el conde de Hohenthal-Stetteln y Deuben, Leipsique y París, Brockhaus y Avenarius, 1839, mientras que en el siglo xx la publica Herbert Koch (Halle, Niemeyer, 1953). No obstante, Tietz (2008: 123-126) señala la mala opinión que sobre la obra tuvieron otros críticos alemanes como Julius Leopold Klein y Adolf Schaeffer.   ���������������������������������������������������������������������������������������������������������� «I have only translated at length such portions of this play as bear some reference to Shakespeare’s tragedy, connecting the scenes so as to render the whole work intelligible to those who feel an interest in every scrap that in the slightest degree can claim to be illustrative of the great dramatist’s work.» ��������������� (Cosens, 1874: viii).   Con los dos títulos anteriormente citados aparece recogida en el manuscrito conservado en la biblioteca de Évora titulado «Títulos de Comedias para la Compañia de la Legua que lebo de la Corte para representar en los lugares de España en Henero del ano de 1714», según recogen Mercedes de los Reyes y Piedad Bolaños (1993: 242), lo que demuestra cómo la obra de Rojas se había difundido indistintamente con ambos títulos. Como Montescos y Capeletes aparece citada en La comedia de comedias, de Tomás Pinto Brandão, lo que atestigua la difusión de esta obra en Portugal en el primer tercio del siglo xviii (vid. Mercedes de los Reyes y Piedad Bolaños, 1987).

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que se citan Abrir el ojo y Montescos y Capeletes de Rojas Zorrilla (Lobato, 2008: 35-36); 7 —  en 1644 encontramos este título en Valencia, formando parte del repertorio de la compañía de Pedro Ascanio (Sarrió, 2001: 183); —  el 6 de enero de 1679 se representó con el título de Montescos y Capeletes en palacio por la compañía de Matías de Castro y Antonio de Escamilla (Varey y Shergold, 1989: 166); —  el 27 de enero de 1684 la lleva a escena la compañía de Manuel Vallejo de nuevo en palacio (Subirats, 1977); —  el 23 de abril y el 2 de julio de 1685 se representa otra vez en palacio con el título de Montescos y Capeletes, por la compañía de Manuel de Mosquera (Shergold y Varey, 1982: 248-249). El jueves 11 de octubre siguiente la misma compañía la representa en el Coliseo del Buen Retiro (Subirats, 1977); —  dos años después, el 22 y 23 de abril de 1687, vuelve a subir la obra al tablado del Coliseo del Buen Retiro, en este caso representada por la compañía de Simón Aguado (López de José, 2004: 61) 8 y, esta misma compañía, junto con la de Agustín Manuel, la llevan a escena una vez más el 20 de mayo y, más tarde, el 29 de septiembre siguiente la primera de las compañías citadas la vuelve a representar en el Salón Dorado del Palacio; 9 —  del 17 al 20 de febrero de 1696 se lleva a escena en el corral de Cruz por la compañía de Andrea de Salazar (Shergold y Varey, 1979: 304); —  en Valladolid tenemos datos que indican una presencia continuada de la obra en los escenarios de finales del siglo xvii, ya sea con el título de Los bandos de Verona o con el de Montescos y Capeletes: el 27 de mayo de 1686 es representada por la compañía de Miguel Vela; el 3 y el 6 de junio de 1688 por la compañía de María Álvarez; y el 18 de mayo de 1699 por la de Manuel Ferreira (Alonso Cortés, 1920: 369, 373, 483). En el siglo xviii la obra de Rojas sigue teniendo cierta presencia en la escena de las principales ciudades españolas. Andioc y Coulon (1996: 636) citan hasta 35 ocasiones en que se programa la obra en los teatros madrileños entre 1708-1808. 10 Parece que su fortuna es mayor en el primer cuarto del siglo y que luego desciende su frecuencia en las carteleras madrileñas. Varey y Davis (1992) recogen 17 representaciones entre 1709 y 1718 en los corrales madrileños a cargo de las compañías de José Garcés, Juan Álvarez y José de Prado con 307 espectadores de promedio. En otras ciudades ocurre algo similar:   Según un documento citado por Pérez Pastor (1901: 321-322). Según Cotarelo (1911: 144), el 3 de agosto de 1640 era propiedad de Bartolomé Romero que se comprometía a ir a representarla a Toledo a mediados de septiembre.   En Varey y Shergold (1989: 166) se señalaba a la compañía de Damián Polop para esta representación, pero en otros volúmenes de esta misma serie (Shergold y Varey, 1982: 252 y 253; y Rich Greer y Varey, 1997: 225) se rectifica posteriormente este dato, citando la compañía de Simón Aguado como la responsable de los montajes en el Coliseo entre el 22 de abril al 25 de mayo de 1687.   Subirats (1977); Rich Greer y Varey (1997: 225); y Shergold y Varey (1982: 253). 10   La última es la que se representó el 27 de agosto de 1797 en el teatro del Príncipe por la compañía de Francisco Ramos (Coe, 1935: 157).

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—  en el corral de la Olivera de Valencia cita Eduardo Juliá (1933: 123 y 137) un total de 8 representaciones entre 1716 y 1744, siete de ellas con el título de Montescos y Capeletes y una con el de Los bandos de Verona; —  en Barcelona se representó una obra titulada Montescos y Capuletos el 24 de noviembre de 1718 y otra con el título de Los bandos de Verona en 1774 (Par, 1929). María Teresa Julio (2008: 48 y 52) cita también una representación en dicha ciudad entre 1718 y 1799 y tres más en el primer tercio del siglo xix. Estas tres puestas en escena tuvieron lugar los días 18 y 19 de enero y 28 de marzo de 1814, tal y como recoge el Diario de Barcelona; —  en Valladolid contamos con representaciones de esta obra el 26 de diciembre de 1703 por la compañía de Francisco Londoño y el 2 de julio de 1708 por la de Agustín Pardo (Alonso Cortés, 1920: 651 y 659). Años después, en 1787, aparece citada esta obra en la lista que lleva para representar la compañía de Joaquín Doblado (Alonso Cortés, 1922: 483). Posteriormente tenemos noticia de la representación de una obra titulada Montescos y Capeletes por la Compañía de Ópera el 22 de septiembre de 1839 (Alonso Cortés, 1947: 27); —  en Sevilla tenemos noticia de una representación en 1775 (Aguilar Piñal, 1968: 40). Curiosamente, ni en las carteleras consultadas ni en el reciente trabajo de Irene Vallejo (2008) encontramos datos sobre representaciones de esta pieza en los teatros madrileños del siglo xix. Parece que, como ocurrió con otras obras de Rojas, este título desapareció definitivamente de los escenarios españoles a partir de principios de dicho siglo. Quizá algo tenga que ver esa traducción que realizó Dionisio Solís en cinco actos de la obra de Shakespeare titulada Romeo y Julieta, siguiendo la adaptación francesa de Jean-François Ducis de 1772. Sabemos, por ejemplo, que esta tragedia se representó en el teatro del Príncipe el 14 de diciembre de 1818 (Herrera Navarro, 1992: 478). 11 En la Cartelera prerromántica de Aguilar Piñal (1968) se registran hasta 13 representaciones de esta versión de Solís entre 1816 y 1835, aunque señala Aguilar Piñal que también podría tratarse de la ópera de Bellini de título semejante. Por otra parte, no hay que olvidar que algo parecido ocurrió a otras obras de Rojas, como, por ejemplo, Los áspides de Cleopatra, como ya analicé en otro lugar (González Cañal, 2008). A medida que avanza el siglo xix el repertorio de Rojas se condensa y se polariza en torno a unos pocos títulos, desapareciendo obras que habían gozado de gran predicamento entre el público de las décadas precedentes. Los manuscritos de la Biblioteca Histórica Municipal Esta obra se conserva también en tres manuscritos en la Biblioteca Histórica Municipal de Madrid (BHM), 12 que son copias que se utilizaron en las últimas representaciones madrileñas de las que tenemos noticia: el 17 de mayo de 1776 en el 11 12

 Se publicó en Barcelona, Piferrer, 1820.   González Cañal, Cerezo Rubio y Vega García-Luengos (1997: núms. 57-59).

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teatro de la Cruz y el 27 de agosto de 1797 en el Príncipe. En el primer apunte (Tea 1-11-5 A, 72 h.), se copia la siguiente nota al comienzo: No están conformes con la manuscrita y es imposible su cotejo por su impresión y la falta de márgenes en que poder poner hijuelas, por lo que es preciso sacar otros ejemplares de la que rige. Madrid a 30 de Abril de 1776.

Alguien visiblemente enfadado añade lo siguiente: Señores, se escribió esto el 29, no el 30, que fue un burro quien lo puso y otro camello quien no hizo tal reparo, pues en lo subcesivo [sic] para la liquidación de esta cuenta lo mismo es ocho que ochenta. [rúbrica]

En la hoja 2r hay unos apuntes escenográficos sobre los distintos cuadros de cada jornada: Jª 1ª. / Salón corto. / Calle larga. Jª 2ª. / Calle corta / Salón largo y pta. dra. / Calle corta pta. Yzq. obscuro / Calle larga pta. Yzq. obscuro / Panteon o templo y la trampa prevenida / obscuro / calle larga pta. Yzq. obscuro / Jª 3ª. / Selva corta y empieza a aclarar al aviso / Selva larga y vista de muralla practicable. /

En la hoja 2v se puede leer el dramatis personae en el que aparecen algunas iniciales y se anota el nombre de tres actores: Carlos Romeo..... Sabater Octavio............... Roldán Soldado............... Herrando

El final también se encuentra modificado con respecto al texto impreso. Dado que la obra se estrenó en el Coliseo del Buen Retiro, los versos finales de Rojas, como hemos visto anteriormente, aludían a este teatro: Alejandro. Pues tengan dichoso fin Capeletes y Montescos. Y don Francisco de Rojas, a tan grande coliseo pide el vítor, porque siempre merezca el aplauso vuestro. (vv. 3115-3120)

En los tres apuntes conservados en la BHM se recoge un final que difiere bastante del original de Rojas:

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Alejandro. Pues salid todos al punto a recibir de mi afecto la libertad y en mis brazos un amor puro y eterno. Guardainfante. Como gamos a la puerta se arrojan todos corriendo. ¿Oyes, señor? Me has quitado un placer, cual sería verlos como huevos estrellados 13 Capeletes y Montescos. Antonio. ¡Hijo, dame ya los brazos! Alejandro. Como a mi padre os venero. Conde. Sea mi mano la señal. Alejandro. La mía, Conde, te entrego, y eterna amistad hoy sea vínculo de nuestros pechos. Carlos. ¡Amigo! ¡Hermano querido! Alejandro. ¡Oh, Carlos, llega a mi pecho!, y tú, Elena... Julia. ¡Alejandro mío! 14 Alejandro. ¡Querido y amado dueño, dichoso fin de mis ansias! Alejandro. Pues tengan dichoso fin Capeletes y Montescos, y supla de nuestras faltas vuestra piedad los defectos.

En el apunte A los cuatro últimos versos están marcados para ser suprimidos y, en su lugar, se añaden estos otros cuatro: Julia. ¡Dulce paz en tanto riesgo! ¡Quién se volviera lechuza! Y tenga dichoso fin Montescos y Caperuzas.

Es probable que el mismo crítico que puso los comentarios iniciales fuera el responsable de los versos siguientes que aparecen en la última hoja: ¿Quién te hizo comedia? ¿Eh? Dímelo, así Dios te guarde; bien que ya lo dirás tarde, porque, amiga, ya lo sé; 13   como huevos estrellados: es un chiste habitual en la poesía burlesca del Siglo de Oro; cfr. los versos finales del romance de Góngora sobre la historia de Leandro y Hero: «Arrojose el mancebito...». 14  En el apunte A «mío» aparece tachado y se añade el posesivo «mi» delante de «Alejandro».

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a ver si lo acierto: fue cierto amigo del dinero, que tal confesarlo quiero; es verdad que la pobreza le sugirió a su cabeza un disparate tan fiero. 15

El segundo apunte manuscrito que se conserva en la Biblioteca Histórica Municipal (Tea 1-11-5 B, 66 h.) consigna de manera más completa el dramatis personae (h. 1v de la primera jornada): Alexandro.................. Mayquez Isidoro Máiquez Carlos........................ Sabater Joaquín Sabater Antonio Capelete....... Soto Antonio Soto Andrés Capelete........ Tomás Tomás Ramos el Conde.................... Huerta José M. Huerta Julia........................... Prado Antonia Prado Elena.......................... Luna Andrea Luna Esperanza.................. Monteys Manuela Monteis Guarda Ynfante......... Garrido Miguel Garrido Octavio...................... Roldán Agustín Roldán Soldado..................... Herrando Manuel Herrando Martínez Leonor........................

Como se comprueba por los nombres completos que recogemos en la columna de la derecha se trata de la compañía de Francisco Ramos. En la temporada 17971798 actuaba en ella de primer galán Antonio Robles, de sobresaliente Isidoro Máiquez, de primera dama Andrea Luna y de primer gracioso Miguel Garrido (Cotarelo, 1902: 535). No obstante, Máiquez ya hacía en esta temporada algunos papeles de primer galán en sustitución de Robles (1902: 54-57). Esta compañía es la que llevó a escena Los bandos de Verona el 27 de agosto de 1797 en el Príncipe. No fue la única obra de nuestro dramaturgo en el repertorio de la compañía de Francisco Ramos: el 15 de febrero anterior había representado en el mismo teatro El robo de las sabinas, escrita por Rojas en colaboración con los hermanos Coello; 16 más tarde, el 20 de octubre del mismo año el mismo elenco representaría, esta vez en el teatro de la Cruz, la obra Como la luna creciente, también tiene el sol menguante, fruto de la colaboración dramática entre Vélez de Guevara y Rojas (Cotarelo, 1902: 597-598). 17 15  Inicialmente aparecían unos versos, que luego se corrigen: «como yo, que por él muero / porque solo la pobreza / metería en su cabeza / un disparate tan fiero.» En todas estas citas que recogemos modernizamos la grafía, la puntuación y la acentuación. 16  Se conserva un manuscrito en la BHM (Tea, 1-60-13 B), en donde podemos leer el siguiente reparto: [Antonio] Robles, Tomás [Ramos], Paco [Francisco Ramos], [Agustín] Roldán, [Joaquín] Sabater, [José M.] Huerta, [Manuel] Herrando, Andrea [Luna] y Pepa [Josefa Luna] (h. 25v). No se cita en este caso a Isidoro Máiquez. 17  El reparto de actores que se copia en el ms. Tea 1-15-4 A de la BHM corresponde de nuevo a esta compañía de Francisco Ramos en esta temporada de 1797: [Antonio] Robles, [José M.] Huerta, Tomás [Ramos],

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El tercer manuscrito (ms. Tea 1-11-5 C, 2 h., 85-183 h., 2 h.) nos aporta otro dato interesante. En la hoja en la que aparece el dramatis personae se añade la siguiente anotación: En el Mentiroso Ysabel.... Ynes...... Luisa......

Alude con toda seguridad a otra comedia del repertorio de la compañía de Francisco Ramos que se representó precisamente antes y después de la de Rojas, el 24 de agosto y el 3 de septiembre de dicho año: El mentiroso en la corte (Cotarelo, 1902: 597). Los tres nombres corresponden a tres de los personajes femeninos de la obra: la dama doña Isabel y las criadas Luisa e Inés. La obra, escrita en colaboración por los hermanos Diego y José Figueroa y Córdoba, había sido impresa con el título de Mentir y mudarse a un tiempo en la Parte XIV de la colección de Comedias escogidas en 1660 y tuvo cierta fortuna en los escenarios dieciochescos: se representó al menos en 35 ocasiones entre 1708 y 1808 (Andioc y Coulon, 1996: 777). El olvido de Los bandos de Verona Como ya se ha señalado, el siglo xix trajo consigo el olvido de gran parte del repertorio de Rojas. Entre las obras que desaparecen de los escenarios y de la imprenta está Los bandos de Verona. En España sólo se publicó dentro del volumen de Mesonero Romanos en 1861 y no fue de las elegidas para formar parte de las grandes colecciones teatrales de la época, como la de Ortega (1827), la de Ochoa (1838) o la de Orellana (1867). Tampoco fue conocida ni leída por los diferentes críticos que se ocupan de la obra del toledano. Alberto Lista, por ejemplo, ni la cita y sólo Hartzenbusch (1843: 230) se refiere a ella al lanzar una diatriba contra la crítica neoclásica: a críticos tan poco ilustrados y tan poco generosos hubiera sido inútil citarles las escenas, realmente trágicas, que ni querían ni podían conocer, de la Estrella de Sevilla, de El más impropio verdugo, de Los bandos de Verona, de El Tetrarca, de García del Castañar...

Tampoco agradó esta obra al Conde de Schack (1887: 79-81), que, además, se hace eco de la opinión negativa del crítico alemán Tieck:

[Antonio] Soto, [Joaquín] Sabater, [Agustín] Roldán, Andrea [Luna], Pepa [Josefa Luna], [Manuela] Monteis, [Miguel] Garrido y [Juan] Antolín (h. 27v de la primera jornada) (Cotarelo, 1902: 535-536). Vid. sobre la fortuna de esta obra el artículo de Piedad Bolaños (2008).

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Ya Tieck dijo de este drama que hay en él mucha obscuridad, enredos y disensiones, intereses que se cruzan y antítesis que se desenvuelven con mucho ingenio; pero que se equivoca por completo quien espere encontrar en él una sola chispa del fuego amoroso de la tragedia de Shakespeare. 18

Incluso Emilio Cotarelo (1911: 145), en el estudio de conjunto que dedica al dramaturgo toledano, censura duramente el desenlace de la obra: Las dos primeras jornadas, deliciosamente escritas, merecían que este drama tuviese un buen desenlace. Todo en el tercer acto es malo; hasta la escena de desenterrar á Julia, es cómica y aun grotesca.

Conclusión No parece, pues, que la obra haya interesado mucho a los estudiosos del teatro español del Siglo de Oro. En los últimos tiempos sólo contamos con un análisis comparativo de la comedia de Rojas con la obra precedente de Lope por parte de Friedman (1989) y el trabajo que le dedicó Fernando Doménech en las Jornadas de teatro clásico de Almagro (2000). 19 Otros críticos citan de pasada la obra, valorándola en general negativamente. 20 Sólo la figura del gracioso Guardainfante ha despertado cierto interés en la crítica. 21 Por otra parte, la obra no ha merecido el honor de ser editada y hay que seguir acudiendo a la edición de Mesonero en la BAE. En breve, podremos contar con la edición crítica de la misma dentro del proyecto de edición de las obras completas de este dramaturgo que se lleva a cabo en el Instituto Almagro de Teatro Clásico de la Universidad de Castilla-La Mancha. Una vez que rescatemos el texto y contemos con una edición crítica definitiva, podremos valorar en toda su dimensión esta versión autóctona de la gran tragedia shakesperiana. Bibliografía citada Francisco Aguilar Piñal (1968). Cartelera prerromántica sevillana. Años 1800-1836, Madrid, CSIC («Cuadernos Bibliográficos», XXII). Narciso Alonso Cortés (1920-1922). «El teatro en Valladolid», Boletín de la Real Academia Española, 7 (1920), pp. 367-386, 482-495, 633-653; 9 (1922), pp. 471-487. 18  Sobre la recepción de Rojas en el mundo cultural alemán véase el reciente trabajo de Manfred Tietz (2008). 19  Recientemente, he dedicado un trabajo de conjunto a las obras españolas que recogen la famosa leyenda que inmortalizó Shakespeare (González Cañal, 2006). 20   Véase, a título de ejemplo, la opinión de Pedraza y Rodríguez Cáceres: «La pieza es demasiado enrevesada y su argumento gratuitamente retorcido (...) No está a la altura que hubiera permitido el mito» (1981: 517). De «pésima versión de la historia» la califica Castillejo (2002: 652). 21   MacCurdy (1954) y Suárez Miramón (1993).

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—  (1947). El teatro en Valladolid. Siglo xix, Valladolid, Imprenta castellana. René Andioc y Mireille Coulon (1996). Cartelera teatral madrileña del siglo xviii (17081808), Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 2 vols. Piedad Bolaños Donoso (2008). «También tiene el sol menguante: comedia áurea con gran fortuna en el siglo xviii», en Rojas Zorrilla en su IV centenario. Congreso internacional (Toledo, 4-7 de octubre de 2007), ed. Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal y Elena E. Marcello, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 169-184. David Castillejo (2002). Guía de ochocientas comedias del Siglo de Oro para el uso de actores y lectores, Madrid, Ars Millenii, pp. 635-656. A. M. Coe (1935). Catálogo bibliográfico y crítico de las comedias anunciadas en los periódicos de Madrid desde 1661 hasta 1819, Baltimore-London-Paris, Johns Hopkin Press-Oxford University Press-*Belles Lettres+. F. W. Cosens (1874). Los bandos de Verona. Montescos y Capeletes by Francisco de Rojas y Zorrilla. Englished ��������������� by..., London, printed at the Chiswick press for private distribution. Emilio Cotarelo y Mori (1902). Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo, Madrid, Imprenta de José Perales y Martínez. —  (1911). Don Francisco de Rojas Zorrilla, noticias biográficas y bibliográficas, Madrid, Imprenta de la Revista de Archivos. Fernando Doménech (2000). «Los bandos de Verona, comedia áulica», en Francisco de Rojas Zorrilla, poeta dramático. Actas de las XXII Jornadas de teatro clásico, Almagro 13, 14 y 15 de julio de 1999, ed. Felipe B. Pedraza, Rafael González Cañal y Elena Marcello, Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, pp.151-178. Edward H. Friedman (1989). ����������������������������������������� «Romeo and Juliet as tragicomedy: Lope’s Castelvines y Monteses and Rojas Zorrillas’s Los bandos de Verona», Bucknell Review. ‘Comedias del Siglo de Oro’ and Shakespeare (Lewisburg, Bucknell University Press/London & Toronto, Associated University Presses) 33, 1, pp. 82-96. Rafael González Cañal (2006). «Rivalidades familiares en el teatro del Siglo de Oro: Los amantes de Verona», en El Siglo de Oro en escena. Homenaje a Marc Vitse, ed. Odette Gorsse y Frédéric Serralta, Toulouse, PUM (Anejos de Criticón, 17)-Consejería de Educación de la Embajada de España en Francia, pp. 405-418. —  (2008). «Cleopatra, una figura femenina del teatro de Rojas», en Rojas Zorrilla en su IV centenario. Congreso internacional (Toledo, 4-7 de octubre de 2007), ed. Felipe B. Pedraza, Rafael González Cañal y Elena E. Marcello, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 269-291. —, Ubaldo Cerezo Rubio y Germán Vega García-Luengos (2007). Bibliografía de Francisco de Rojas Zorrilla, Kassel, Reichenberger. Juan Eugenio Hartzenbusch (1843). Ensayos poéticos y artículos en prosa, literarios y de costumbres, Madrid, imprenta de Yenes, pp. 229-233. John M. Hill (1929). «Índice general alfabético de todas las comedias que se han escrito por varios autores, antiguos y modernos... Se hallarán en casa de los Herederos de Francisco Medel del Castillo», Revue Hispanique, 75, pp.144-369. Eduardo Juliá (1933). «Preferencias del público valenciano en el siglo xviii», RFE, xx, pp. 113-159. María Teresa Julio (2008). «Rojas Zorrilla en Barcelona. Aproximación histórica a la cartelera teatral (1718-1900)», en Rojas Zorrilla en escena. XXX Jornadas de teatro clásico. Almagro, 2, 3, 4 y 5 de julio de 2007, ed. Felipe B. Pedraza, Rafael González Cañal y Almudena García González, Almagro, Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 45-64. María Luisa Lobato (2008). «Puesta en escena de Rojas Zorrilla en 1630-1648», en Rojas Zorrilla en escena. XXX Jornadas de teatro clásico. Almagro, 2, 3, 4 y 5 de julio de 2007,

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Búsqueda de la verosimilitud escénica y teatro catequístico: el aucto del destierro de Agar Alfredo HERMENEGILDO Université de Montréal

Dentro de la línea de investigación que ha marcado algunos de nuestros estudios sobre el teatro religioso, 1 ha ido apareciendo una serie de interrogantes. Al intentar dar respuesta a tales dudas, quedan al descubierto los recursos utilizados por el autor de los textos y por quienes los pusieron en escena. Nos toca a nosotros describir cómo dichos agentes de la ceremonia teatral llevaron a las tablas las propuestas dramáticas subyacentes en los autos. Nuestra reflexión recurre hoy a unas cuantas nociones, ya descritas en trabajos anteriores, para hacer una lectura eficaz, desde el punto de vista de la teatralización y de la instrucción religiosa, de una pieza contenida en el Códice de autos viejos, el Aucto del destierro de Agar. 2 Al querer estudiar un texto catequístico como el auto que nos ocupa, el carácter ficticio de la presentación de las «verdades» pone sobre la mesa la existencia de una clara paradoja, por no decir contradicción, si se tienen en cuenta los intereses del emisor, que pretende sembrar su «verdad», su «real verdad», entre un público al que se considera ajeno a la causa o no totalmente ganado a ella. La literatura ya es, en principio, un conjunto de signos ordenados y combinados de tal manera que se alza como algo distinto de la realidad. Y hay que tener en cuenta que, más allá del carácter ficticio y fantástico de todo producto literario, surge la percepción que el  Véase sobre todo los artículos Hermenegildo 1991, 1996, 1996b y 1999.  Utilizamos la edición del Auto contenida en Colección 1901, I, pp. 22-34. Citaremos el número de los versos. Aludiremos al Códice usando las siglas CAV.  

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destinatario tiene del contenido de dicho producto, y la intencionalidad subyacente en el gesto creador del emisor, en este caso, del escritor y de todas las instancias que intervienen en la puesta en escena de un determinado texto literario. Toda historia religiosa, y en los autos del CAV no hay más que dramatización de anécdotas salidas del fondo tradicional de las creencias judías o cristianas, toma la forma de una ficción cuando se convierte en materia literaria. Si la «verdad», ahora con forma de fábula, es percibida por el destinatario como una fantasía, ¿de qué modo se le puede convencer a este último de que lo que contempla es real, auténtico y no-fantástico? ¿Cómo se va a adherir el catecúmeno a unas verdades cuya presentación literaria se ha hecho con recursos que identifican el objeto como signo no aprehensible por la vía sensorial, es decir, como objeto fantástico? Se pone al destinatario ante la difícil situación de tener que descodificar como «reales y verdaderos» ciertos signos surgidos de un mundo en que la norma de lo real ha sido remplazada por la de lo no-real, por la de cuanto no es verificable por los sentidos. Vamos a dejar de lado ahora la reflexión teórica que ha ido apareciendo en nuestros trabajos ya citados. Nos apoyamos para construir el modelo de análisis en los estudios de Risco (1982, 1987), Mijaíl Bajtín (1970) y Roland Barthes (1967), así como en nuestra propuesta taxonómica sobre el despliegue didascálico presente en los textos dramáticos (2001). Recordemos aquí unas cuantas nociones necesarias para la comprensión de este trabajo. La diferencia que opone la literatura fantástica y la reconocida como realista debe quedar condicionada por el análisis de lo que puede identificarse como «la intencionalidad fantástica» y su oposición a «la intencionalidad realista». Esta última modalidad es un aspecto clave, ya que toda literatura catequística o propagandística está marcada por una intencionalidad que no quiere situar el relato como algo ajeno y extraño a la realidad cotidiana. Todo lo contrario. El texto cargado de finalidad catequística trata de presentar el objeto como imitación de la realidad tal como esta se manifiesta a nuestros sentidos. Todo espectador de la representación de una historia religiosa se enfrenta con unos signos dramáticos salidos de un mundo alejado de lo descodificable por la vía sensorial. Cuando el público ve a Dios o a un ángel hablando con Abraham, o una figura alegórica o moral (Pecado, Gracia, etc.), se da cuenta de que en su experiencia personal no hay situaciones con un mínimo parecido a lo que la escena le propone. La oposición dialéctica entre la identificación como fantasía de lo que ve y la percepción como realidad de lo que venera en su creencia —más o menos sólida—, es una de las claves básicas con las que se tienen que enfrentar el escritor, el director escénico, los actores y el espectador mismo. La salida de tan difícil callejón, el de la oposición entre fantasía y realidad, puede encontrarse en la diferencia que hay entre la literatura maravillosa y la literatura fantástica, según estableció Risco (1987). Por una parte se trata de un texto que sitúa al lector o al espectador en un espacio donde los fenómenos extranaturales, fantásticos, no se ponen en tela de juicio y son percibidos como naturales, como reales, en el universo de los mismos personajes o en la coincidencia interpretativa de

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la escena y del público espectador. Es el caso de lo que Risco considera «literatura maravillosa». La otra vertiente de la montaña es aquella en que se sitúa al receptor, a los personajes del circuito interno o al espectador, en el circuito externo de la comunicación teatral, ante un mundo en que dichos fenómenos quedan fundamentalmente problematizados. Se trata ahora de la «literatura fantástica». La variedad maravillosa es isotópica desde el punto de vista semiótico, ya que sus datos tienen coherencia dentro de un sólo código, el interno, el de la diégesis, pero es anisotópica desde la perspectiva semántica o intersemiótica, en la relación de la escena con el espacio externo, el del lector/espectador. En la variedad fantástica, las manifestaciones prodigiosas crean la anisotopía semiótica, es decir, la incoherencia del código que rige el mundo interno de la fábula; también descubren una anisotopía semántica o intersemiótica, o sea la falta de homogeneidad y de coherencia con la isotopía vigente en el mundo del lector/espectador. Así el conflicto que plantea la literatura fantástica aparece como un choque entre el espacio de la diégesis y la visión del mundo que el lector tiene —la vigente en su medio, se entiende—, y como enfrentamiento entre la visión del mundo de los personajes mismos que viven dentro de la diégesis y la alimentan con sus acciones y discursos. De esta manera, las oposiciones [maravilloso / realista] y [fantástico / realista] vienen a significar, en suma, las actualizaciones históricas de la oposición [isotopía (o principio de coherencia) / anisotopía (o principio de incoherencia)]. Añadamos a esta línea de reflexión todo el fundamento de la intencionalidad latente en el emisor y de la percepción global que del objeto tiene el destinatario catecúmeno. Puede decirse que, en lo que toca al realismo o, al menos, a la verosimilitud, el creyente cristiano acepta la representación de un hecho milagroso como la figuración de algo «real», a condición de que el magisterio o la tradición de siglos lo hayan permitido o consagrado, con lo que se estaría identificando lo real fingido, lo maravilloso, con lo tradicional o canónicamente propuesto y afirmado; lo fantástico, lo legendario, sería lo no-canónico. Teniendo en cuenta, por otra parte, que el lector o espectador no puede prescindir de la referencialidad impuesta por la cotidianidad del contexto socio-políticocultural, el hecho es —y el teatro catequístico o propagandístico cuentan con ello— que los textos asimilados a la catequesis o propaganda religiosa construyen su «realismo», su «no-fantasía», apoyándose en la normalidad cotidiana intrínseca de su propio tejido literario, con lo que dejan de ser fantásticos, aunque lo básicamente referencial implique tal connotación. Además, el emisor de la catequesis, el «predicador teatral», debe prever y neutralizar la posibilidad de que la oposición [realismo / fantasía] se resuelva en beneficio de la fantasía y no en favor de la realidad. Lo que daría al traste con la finalidad de la predicación catequística. Si añadimos a toda esta problemática el hecho de que lo que es percibido como realista en un momento de la historia es descodificado como fantástico unos siglos después, o viceversa, y la existencia de diversas formas de percepción incluso dentro de un mismo contexto político-social, hay que constatar que se complica sobremanera la tarea de escritura y de representación en un preciso período del devenir

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histórico, en nuestro caso, el siglo xvi. Aun considerando lo que Lotman (1973) denominó «semántica pluriestratificada», es decir, la que surge cuando los mismos signos son empleados, en diversos niveles estructurales de sentido, para expresar un contenido diferente, la dificultad sigue presente. Los significados comprensibles para un espectador o lector iniciado no son accesibles para otro menos avanzado en la vivencia religiosa. De ahí que el autor teatral tenga la necesidad de abrir un amplio abanico catequizador para que quepan dentro de él sensibilidades y experiencias religiosas múltiples, y no se pierda la eficacia «instructiva» del ejercicio escénico. Veamos a continuación algunos de los recursos empleados por el autor dramático y por la puesta en escena implícita en el texto, para teatralizar una historia y neutralizar, por la vía de un cierto realismo escénico, las claras marcas de fantasticidad que aparecen en la obra de temática religiosa cuando esta se hace realidad en las tablas. Tomemos un ejemplo significativo, pero no excepcional. Es uno de tantos autos religiosos de tema bíblico escritos y representados en el siglo xvi. Se trata del Aucto del destierro de Agar, ya anunciado líneas arriba. La presentación de dicho auto y la correspondiente descripción de contenidos y fuentes, quedaron claramente hechas por Mercedes de los Reyes (1988). Los personajes están bien identificados al principio de la pieza: Abrahan, Sarra, un angel, dos pastores, Agar, Ysmael, Voluntad, Deseo, Cuydado y Amor. Tales son las formas que el texto —y no la nómina de personajes— recoge. Usaremos la manera moderna para referirnos a dichas figuras. Pertenecen a tres órbitas distintas. Abraham, Sara, el ángel, Agar e Ismael salen directamente del relato bíblico (Génesis: 16, —9 y 21, 1-21). Dicha anécdota funciona como referente textual, como auténtico hipertexto que ajusta y protege la articulación de la narración dramática. Los dos pastores tienen sus referentes tomados de la época en que el auto se representa. El tercero y último grupo lo constituyen las cuatro figuras morales. La loa que abre el auto cuenta parte del contenido de la historia. Allí se dice, por boca de la misma Loa convertida en personaje telonero, cómo Sara le pidió a Abraham «que Agar conoçiese / porque hijos della ubiese» (vv. 27-28). Y le convenció para que «la despidiese» a Agar (v. 30), porque Ismael, su hijo, maltrataba a Isaac. El patriarca le da «bastimento» a Agar y «la despide, / bien ageno de contento» (vv. 44-45). Hasta ahí llega la narración que hace la Loa. Agar sale al destierro y sólo la intervención de un ángel salva a los dos peregrinos amenazados por el hambre y la sed. La promesa divina, hecha por boca angélica, de convertir a Ismael en padre de un pueblo numeroso, es redondeada por el villancico final. Pero el discurso en que la Loa presenta los hechos queda interrumpido por ella misma cuando anuncia la entrada en escena de Abraham y Sara: «A Sarra con Abrahan / siento, si no me e engañado» (vv. 46-47). La conexión de la loa con la escenificación misma de la historia es un continuo que aparece marcado por una DI 3 del tipo MPE, que controla la entrada en escena 

  Para identificar las distintas didascalias, usamos la siglas descritas en Hermenegildo 1991.

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de los personajes. La DI-MPE es una orden de gran fuerza, ya que establece un firme nexo entre la loa y el auto mismo y propone el segmento textual encomendado a la Loa como parte utilizable en la representación. Como más adelante veremos, el auto contiene unos signos de teatralización caracterizados, salvo alguna excepción como la apuntada, por su extremada debilidad sémica. Así, las entradas y salidas de escena que realizan los varios personajes están controladas por una serie de DI y DE, del tipo MPE y MPS, que no responden a una supuesta y conveniente lógica del texto. En algunos casos se recurre a las DE, con una especie de deseo preciso de cortar la escena en dos partes. Un ejemplo. Después de que Abraham le pide a Dios que le diga cómo remediar su «pena» (v. 135), 4 se produce la entrada en escena del ángel («Aqui se le aparesçe un Angel», v. 135) (MPE), asumiendo este el discurso que le es atribuido [«Sosiega tu coraçon» (v. 136)]. Otra DE/MPE controla la entrada en escena de los dos pastores Zamarro y Usal («Aqui [...] salen dos pastores» (v. 165) (MPE). La inconsistencia de la marca textual hace que la DE [Aquí se entra Abraan —sic— y salen dos pastores] (v. 165), didascalia de doble contenido (MPS y MPE), ordene la salida de escena de Abraham —marcada con un «entra»— y la entrada en escena de los dos pastores, decretada en el «salen» de la segunda parte. La fórmula seguida por el texto se contradice con la que se inscribe en otra DE/MPE [«Entran Voluntad, Deseo, Cuydado y Amor» (v. 335)]. La ambigüedad del uso de «entrar» y «salir» no es condición característica de este tipo de auto. En la comedia lopesca o calderoniana abundan casos semejantes. El escaso número de DE se compensa en parte por el recurso a unas DI que, a veces, tienen un contenido semántico muy tenue. Es el caso del pasaje en que Sara se queja a Abraham de que Ismael mira a Isaac con malos ojos y le pide que expulse de casa a Agar y a su hijo, «o sino hechadme a mi» (v. 110). Sara tiene que salir de escena y la única orden que se inscribe en el texto es la frase puesta en boca de Abraham: «No supe que la hablar» (v. 111). El pasado [supe] presupone la ausencia y, por lo tanto, el mutis de Sara (DI/MPS). La marca tiene un contenido semántico muy débil, pero no hay otra capaz de controlar el movimiento de Sara. Otro pasaje que muestra la inconsistencia y la irregularidad del sistema es el que dramatiza el movimiento de los dos pastores, Zamarro y Usal. Su salida de escena está ordenada por la DI/MPS [Tira, que yo tras ti sigo / hazia somo del collado] (vv. 209-210). Aquí tienen que irse, ya que la DE/MPE posterior, «salen Abrahan y Agar e Ysmael» (v. 210), cambia la escena. Si en el caso de la DE [Aquí se entra Abraan —sic— y salen dos pastores] (v. 165) habíamos señalado una doble orden de salida (MPS) y de entrada (MPE) controlada por un único segmento textual, en el caso que nos ocupa se utiliza una DI para imponer la salida de escena y una DE para controlar la entrada. El problema planteado por el uso de las DE y DI motrices proxémicas no sólo se refiere a su poca consistencia para ordenar las entradas y salidas de personajes. Se   En el caso de la identificación de las DE en el texto dramático, usamos el número del verso que precede la orden de representación.

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extiende también a la particular manera de segmentar el texto dramático. En el auto no hay escenas ni actos bien identificados. Y sin embargo, algunas DE y DI tienen como misión la de fraccionar el todo textual y organizar, de algún modo, el cambio de tiempo y de lugar y la sucesión de las escenas o cuadros. Dos ejemplos. La DE/MPE [Salen Abrahan y Agar e Ysmael] (v. 210) abre un nuevo espacio dramático y una nueva serie interlocutoria, es decir, otra escena. El empleo de una DE podría resultar incomprensible, si el escritor no hubiera recurrido a una DI/ MPS incluida en el parlamento que Abraham dirige a Agar e Ismael («Dios, que de aquesto es contento, / os guie y vaya con vos» (vv. 224-225). Abraham tiene que salir de escena. O mejor. La escena termina y empieza otra en la que, ya solos Ismael y su madre, se sienten abandonados: «O suerte mas que aflijida! / [...] / O mi hijo y mi querer, / mi descanso y mi dolor! / por vos pense yo valer, / y por vos me veo perder / a mi y a vos, qu’es peor» (vv. 226-235). La DI/MPS no sólo controla el mutis de Abraham, sino que segmenta el texto y abre la nueva situación de soledad absoluta en que se encuentran la madre y el hijo. La DI tiene una función segmentadora que no es frecuente en el teatro más evolucionado. Estos cambios de escena que tan torpemente prevé el texto dramático abren una duda sobre la conformación del espacio y del tiempo insertos en el auto. No hay ninguna didascalia, implícita o explícita, que controle la identificación del tiempo o del espacio en que se desarrolla la acción. En el fondo, uno y otro quedan como algo totalmente abierto o vacío, como una determinación cedida completamente al arbitrio y a la decisión del director escénico. El auto deja la escena flotando en un lugar hueco, inidentificado, un lugar «lleno de vacío», si se me permite el juego de palabras. La «compleja sencillez» de la pieza está denunciando, probablemente, que los sitios y ocasiones de representación eran extremadamente pobres desde el punto de vista de sus posibilidades escénicas. De ahí que el texto no imponga ninguna forma de representación absolutamente imprescindible. Y si no hay precisión espaciotemporal alguna en las didascalias explícitas, tampoco la hay en las implícitas. Lo que se ha llamado «paisaje verbal», sugerido a través del discurso de los personajes, está totalmente ausente del auto que comentamos. Dos didascalias más organizan la segunda entrada del ángel en escena. Cuando Agar , en el destierro, pierde toda esperanza de sobrevivir e invoca a Dios, al tiempo que llama a la muerte, se produce la última llegada del emisario divino, el ángel. No hay ninguna marca que controle su entrada en escena, si no es la inscripción del personaje al frente del parlamento que le es atribuido (v. 296), tenue DI/MPE, sólo correspondida por una no menos débil orden de salida (DI/MPS) sugerida en la indicación final que el ángel le hace a Agar: «Vete agora a tu querido, / y de oy mas pierde el temor» (vv. 319-320). El ángel se refiere a su querido hijo Ismael. La condición inflexible, estatuaria, rígida de los personajes, apenas se ve modificada por alguna DI kinésica del tipo señalador [DI/MKGD]. El personaje que habla, usando un cierto número de deícticos o invocativos, se ve obligado a dirigir la mirada, o tal vez el movimiento de la mano o las manos, hacía el interlocutor ausente a quien apunta el contenido del parlamento. Es el caso de Agar dirigiéndose a

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Ismael [«O mi hijo y mi querer» (v. 231)], a la ausente Sara [«Di, Sarra, que viste en mi?» (v. 242)], o a Ismael, presente al lado de ella [«Hijo de mi coraçon» (v.271)], y del mismo Ismael dirigiendo la vista a Sara [«Madre, no tomeis pasion» (v. 274). La escena termina con el postrer ensordecimiento de Ismael cuando Agar, hablándose a sí misma (vv. 276-295), llama a Dios e invoca a la muerte. En los momentos finales del auto se produce un curioso entrecruce de interlocutores, sólo marcado por los vocativos, donde se esconden las correspondientes DI. Tales DI fijan el eje comunicacional y ensordecen o ignoran al otro personaje presente en escena. Así ocurre cuando Agar marca la línea de la interlocución con ella misma dejando a Ismael marginado y neutralizado (vv. 226-270). Cambia Agar de interlocutor y se dirige a Ismael para decirle que va a buscar provisiones (vv. 271273). Ismael se dirige a Agar (vv. 274-275). La invocación a Dios, paralela a la de la muerte, tiene una rápida y celestial respuesta con la aparición del ángel, la manifestación del mensaje de Dios [«qu’el alto Dios nunca olvida / los suyos» (vv. 299300)]. Ese doble juego de interiorización del mensaje, de elusión de la otra figura presente en escena o de invocación a un ser ausente, divino o humano, forman en este pasaje algunos de los pocos momentos en que el juego escénico dialógico adquiere una consistencia eficaz y una variedad desconocida en el resto de la pieza, consiguiendo así establecer un equilibrio entre lo que se ve en escena y lo que se percibe como realidad en la vida cotidiana. Para concluir la enumeración de las didascalias que organizan la representación, queremos señalar unos casos en los que el texto dramático prevé la invocación escénica de una fuente. La figura del Deseo, de la que hablaremos a continuación, les promete llevar a los extenuados Agar e Ismael hasta una fuente «que casi desde aqui veo» (v. 353). La escasez escénica llega hasta el extremo señalado. La ausencia o cuasi-ausencia de dicha fuente se reafirma en las palabras de Amor, quien dice a los dos peregrinos que «os pondremos en la fuente» (v. 369). Y hay otra DI/ISO, la única didascalia icónica, que ordena el uso de unas «çanpoñas» (v. 376) y prevé la presencia de dichos objetos que, de otra forma, no tendrían asegurada su presentación al público. Las cuatro figuras morales, Voluntad, Deseo, Cuidado y Amor, entonan un villancico (DI/E) con el que se cierra el auto. El modo de enunciación, cantando, viene asegurado por la DI apuntada. Hemos indicado al principio de estas páginas el problema que plantea el teatro catequístico echando mano de una serie de figuras o de situaciones que se salen de lo que es estrictamente aprehensible por los sentidos. La pobreza escénica del auto pone aún más de relieve la dificultad de la transmisión de contenidos de fe. Las escasas y sémicamente pobres marcas de representación, no ayudan en la empresa de teatralización de un texto construido con fines catequísticos. Por eso, ya que la escenificación no favorece la transmisión de la anécdota, su percepción como hecho real y sus implicaciones didácticas, el auto trata de romper y neutralizar por otros medios los rasgos de fantasía que la historia utiliza. Así por ejemplo, cuando Abraham pide a Dios que le indique cómo remediar su «desconsuelo» (v. 130), la entrada del ángel es la respuesta adecuada del espíri-

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tu divino. Lo cual está fuera de la frontera de los sentidos. Pero Abraham, no se extraña de la aparición angélica (v. 135). Una situación semejante se produce cuando Agar, después de invocar a Dios, recibe la visita del ángel. Ni Abraham ni Agar manifiestan asombro alguno ante la presencia del ser sobrenatural. Lo fantástico se hace, simplemente, maravilloso, ya que es aceptado como natural en el circuito interno, el de la diégesis y el del escenario. Y también en el circuito externo, el que engloba la escena y el público. El espectador acepta el juego como algo natural, como algo inserto en la tradición y asegurado por el magisterio que ordena la percepción de los hechos que se escenifican como si fueran acontecimientos reales. De ahí que lo maravilloso de la presencia angélica quede bien integrado en el texto y en la vida diaria de los espectadores. Abraham y Agar no se sorprenden por la llegada del ángel. Y el espectador no se extraña de que Abraham y Agar no se extrañen. El juego de la presencia del ángel viene condicionado y «certificado» por la tradición bíblica y, sobre todo, por el magisterio de la Iglesia cristiana que acepta esa dimensión de lo maravilloso —la manifestación de lo divino— como algo real. Una situación semejante se presenta con la aparición final de las cuatro figuras alegóricas (v. 335). Aunque no son una manifestación estricta de lo celestial, son la aparición escénica del mundo de lo no concreto, de lo no perceptible por los sentidos, y la expresión de la voluntad, del deseo, del cuidado y del amor divinos hacia Agar e Ismael. Y, sin embargo, ni Agar ni Ismael se asustan de la presencia de Voluntad, Deseo, Cuidado y Amor. Las cuatro figuras vienen a ayudar a los dos caminantes, a llevarles «al poço que os dio el Señor» (v. 344) y a «favoresçer con cuydado / la Voluntad del Señor» (vv. 362-363). Es decir, las figuras morales entran dentro del mismo complejo de relaciones de los circuitos interno y externo que las que se manifiestan en la aparición del ángel. Con lo que el problema de la inverosimilitud quedaría solucionado por la vía de lo maravilloso. En otras palabras, el circuito interno está asentado sobre una isotopía o coherencia semiótica, ya que los datos que circulan en escena tienen cabida dentro de un código único. Pero dicha coherencia puede destruirse, ser anisotópica desde la perspectiva semántica o intersemiótica, en su relación con el espacio externo, el del lector/espectador. De ahí la necesidad de la «presencia oscura» de la tradición o del magisterio eclesiástico para anclar dicha anisotopía o incoherencia en las expectativas del mundo del espectador y convertirla en isotopía, en mensaje y contenido calificables de maravillosos. Ahora bien, dentro del público espectador hay distintos grados de asentimiento a lo maravilloso por el simple hecho de que se trata de «verdades» aceptadas por el magisterio eclesiástico. La semántica pluriestratificada de Lotman viene a explicar el porqué de ciertos acercamientos a lo real que aparecen en el auto. La afirmación de que el ángel o las figuras morales no son fantasía es aceptada por el espectador. Pero deben de quedar ciertos flecos de fantasticidad entre el público. Y el autor siente la necesidad de neutralizarlos. Así se explica la presencia de los dos pastores, Zamarro y Usal, cuya entrada en escena se ordena en una DE/MPE (v. 165).

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La escena de los dos pastores tiende a bajar a ras de tierra el mundo maravilloso que ofrece el auto. Con un lenguaje ligeramente marcado por el carácter grosero de dichos pastores, se narra el gran banquete que preparó Abraham cuando nació Isaac. Es cierto que en el Génesis (21: 8) se habla de que Abraham organizó una fiesta cuando se destetó a Isaac. Pero en el auto se determina, de modo muy preciso, cómo fue aquel banquete, en que se ofreció «sopa en queso, morteruelo, / pan y vino a toda broça, / que sobrava por el suelo (vv. 183-185). A Zamarro se le «alborota el garguero» (v. 187). Y Usal comenta que «para mas de treinta dias / quedaron llenos los quajos» (vv. 194-195). Toda la dinámica del pastor grosero y glotón, tan emparentada con la del loco carnavalesco, sirve de lastre para que la tentación de descodificar la historia como algo marcado por la fantasía, sea neutralizada y transformada en aceptación de lo que se presenta como algo salido del mundo de lo real, del discurso en el que cabe la presencia del pastor, la presencia de la cotidianidad. Y en el caso de las figuras morales, se produce un fenómeno semejante cuando los cuatro personajes cierran la obra tocando «nuestras çanpoñas» al más puro estilo pastoril (v. 376). Este es el riesgo que corre el catequista/dramaturgo. Y esos son algunos de los medios a los que recurre para proponer su mensaje como un conjunto de «verdades» muy atadas a lo real, a lo diario, aunque las manifestaciones de los heraldos divinos o de las figuras alegóricas puedan suponer un obstáculo a la recepción de tales «verdades» por parte del público o, al menos, de una parte del público. Si los caminos de la teatralización y el uso de didascalias de auténtica eficacia escénica resultan pobres para transmitir la sensación de realidad y facilitar la catequesis, es el recurso a los signos de lo «maravilloso» lo que permite la consecución de unos fines didácticos precisos, y el acercamiento a unos objetivos propagandísticos de plena validez. Bibliografía citada Mijaíl Bajtín (1970). L’oeuvre de François Rabelais et la culture populaire au Moyen Âge et sous la Renaissance, París, Gallimard. Roland Barthes (1967). «Le discours de l’histoire», Social Science Information/Information sur les Sciences Sociales, 6, 4, p. 74. Colección de Autos, Farsas, y Coloquios del siglo xvi, ed. Léo Rouanet (1901), Barcelona: L’Avenç-Librería Murillo. 4 vols. Alfredo Hermenegildo (1991). «Teatro, fantasía y catequesis en la Edad Media castellana», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 15, pp. 430-451. —  (1996). «Los riesgos de la fantasía: catequesis y hagiografía en el teatro áureo», Teatro, historia y sociedad, Murcia, Universidad de Murcia-Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pp. 9-25. —  (1996b). «El control de la fantasía: usos catequísticos en el teatro de Diego Sánchez de Badajoz», Criticón, 66-67, pp. 135-145. —  (1999). «Formas y funciones dramáticas del loco festivo: el Códice de autos viejos», Cuadernos de teatro clásico, 12, pp. 49-72.

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alfredo hermenegildo

—  (2001). Teatro de palabras. Didascalias en la escena española del siglo xvi, Lérida, Universitat de Lleida. Yuri Lotman (1973). La structure du texte artistique, París, Gallimard. Mercedes de los Reyes Peña (1988), El «Códice de autos viejos». Un estudio de historia literaria, Prólogo de Francisco López Estrada, Sevilla: Alfar. 3 vols. Antonio Risco (1982). Literatura y fantasía, Madrid, Taurus. —  (1987). Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, Madrid, Taurus.

Honra, cuernos, deber. (De Calderón a Ernesto Caballero) Javier HUERTA CALVO Universidad Complutense de Madrid

El feliz parto de esa criatura todavía jovencísima que es la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) —nada más que veintidós primaveras— vino asistido por nuestro dramaturgo más internacional, don Pedro Calderón de la Barca. Corría el año 1986. La obra elegida fue El médico de su honra, una de las tragedias canónicas del repertorio áureo; también de las preferidas del artífice de aquel empeño, Adolfo Marsillach, quien en el programa de mano dejaba patente su admiración por ella de este modo: «[…] Lo que Calderón plantea en su drama —¿o tragedia?— me fascinaba. En El médico de su honra un hombre asesina a su mujer por el «qué dirán»: la quiere, no está seguro de que le engañe y, sin embargo, la mata: porque los demás sospechan, porque murmuran, porque recelan» (1986: 30). Por último, Marsillach confesaba haberse situado en un punto intermedio entre los que glorificaban al Calderón «católico y patriótico» y los que vilipendiaban al «cruel y atroz» defensor del sangriento código de honor, «para que fuese el público quien decidiera». Ocho años después de aquel estreno —no poco controvertido, como casi todos los de aquella etapa inicial de la CNTC— el director catalán volvía a las andadas con un nuevo montaje de la tragedia, esta vez mucho más brillante gracias —entre otras cosas— al formidable trabajo de Carlos Hipólito en el papel de don Gutierre. «Volvemos —afirmaba Marsillach— a estrenar El médico de su honra porque es nuestro vigésimo montaje y con él se cierra un ciclo que ha creado un estilo diferente de mirar a los clásicos con indudable aceptación por parte del público» (2006: 149.).

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Ese «estilo diferente» sintonizaba, en efecto, muy bien con la época, los años inmediatamente posteriores a la Transición, y, sobre todo, con los aires desinhibidos —léase posmodernos— de los años ochenta, tras la irrupción de la movida y el espíritu heterodoxo y transgresor que la animó y que tuvo felices consecuencias en lo que a la recepción del teatro clásico se refiere. Tenidos como adalides del poder absolutista de los Austrias —Maravall dixit— y, por extensión, del pensamiento nacional-catolicista del franquismo por una buena parte de la crítica (Huerta Calvo, 2006), los clásicos empezaron a ser contemplados, a partir de entonces, con otros ojos, sin las orejeras ideológicas que las generaciones anteriores habían mostrado, de suerte que podríamos decir renacieron para un público nuevo (Arellano, 2004.) 1 Uno de los dramaturgos —entiéndase la palabra en su sentido más lato— que mejor representa esta actitud renovadora es Ernesto Caballero, cuya afición a los clásicos y, de modo particular, a Calderón, es una constante de su carrera, yo diría que su rasgo más peculiar. De su «pasión calderoniana» —la expresión es de Fernando Doménech— dan fe el nombre con que bautizó una de sus primeras compañías —«Teatro Rosaura»—, su primera obra dramática —Rosaura, el sueño es vida, mileidi (1983)—, otra reelaboración de La vida es sueño, escrita al alimón con Asunción Bernárdez, En una encantada torre (2001), además de sus piezas Auto (1992) y Sentido del deber (escrita en 2003 y estrenada dos años después), 2 una inteligente e imaginativa reescritura de El médico de su honra, a la que voy a referirme aquí en cuanto demostrativa no sólo del calderonismo militante de Caballero, sino también del estado del género trágico en estos primeros compases del siglo xxi. 3 A pesar de lo mucho que se ha escrito acerca de las dificultades del temperamento español respecto de la tragedia, lo cierto es que, entre los dramaturgos de la Democracia —aquí también los hay de muy distintas edades—, el género es uno de los más valorados y practicados. Baste citar unos pocos pero más que significativos ejemplos: José Luis Alonso de Santos (Yonquis y yanquis, Salvajes), Ignacio Amestoy (Ederra, De Jerusalén a Jericó), Juan Mayorga (La paz perpetua), Pedro Manuel Víllora. Todos ellos suponen diferentes modos de acercarse a un género que, durante el siglo xx, ha tenido hitos sobresalientes en la obra de Benavente, Lorca, Buero, Sastre y, naturalmente, Valle-Inclán; no sólo el de las Comedias bárbaras y Divinas palabras, sino también el de los esperpentos, claro está, pues que el esperpento no puede explicarse sino como la versión moderna y grotesca de la tragedia clásica. 4   Como el de promoción es un concepto más amplio y menos discutible que el de generación, lo utilizo para englobar a artistas de diversa edad —entre los más veteranos de 50 años y los más jóvenes de apenas 30—, como Fernando Urdiales, Mariano Llorente, José Maya, Eduardo Vasco, Ignacio García May, Juan Mayorga y, entre las mujeres, Amaya Curieses, Laila Ripoll, Helena Pimenta, María Ruiz, Natalia Menéndez, Ana Zamora…    Han de tenerse en cuenta, además, sus puestas en escena de La gran Cenobia (1986), Eco y Narciso (1989) y El monstruo de los jardines (2000.)    Por lo que se refiere a su faceta como director escénico, quisiera subrayar el gran montaje que de una difícil tragedia, como es Morir pensando matar, de Francisco Rojas Zorrilla, realizó Ernesto Caballero a fines de 2007, con la compañía José Estruch de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid.   Unas valiosas reflexiones sobre la tragedia en Valle y Lorca pueden verse en el reciente libro de R. Doménech (2006.)

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En este sentido, entre el modelo clásico —Calderón— y la tragedia de estos comienzos del siglo xxi —Caballero—, la mediación originalísima, casi extravagante, de Valle, resulta fundamental. De ahí que la lectura intertextual que proponemos tenga como objeto no sólo El médico de su honra (Honra) y Sentido del deber (Deber), sino también Los cuernos de don Friolera (Cuernos); 5 obras muy distintas las tres, surgidas en contextos históricos muy distantes, pero a las cuales une un mismo conflicto dramático, permanente a lo largo de la historia del teatro, de gran interés para el público, porque —como decía Lope— «los casos de honra mueven con fuerza a toda gente». El hecho de que la mujer sea en las tres, en tanto depositaria del honor, la víctima sacrificada, añade un elemento más de actualidad en relación con los tan por desgracia actuales casos de violencia de género. 6 *  *  * Es muy conocida la animadversión —no exenta de admiración— de Valle hacia Calderón, uno de sus blancos favoritos desde —al menos— La marquesa Rosalinda, en la cual la Dueña —«rancia dueña de entremés»— declara preferir, frente a las farsas italianas, «las comedias de antaño, que escribía / don Pedro Calderón» (ii). 7 Y del mismo gusto calderoniano hace gala el Marqués, como le confiesa Rosalinda al seductor Arlequín: Pues así no podemos seguir. A mi marido le entró un furor sangriento que nunca había tenido. ¡No sé qué mal de ojo le hicieron en España! ¡Es Castilla que aceda las uvas del champaña! ¡Son los autos de fe que hace la Inquisición! ¡Y las comedias de don Pedro Calderón! (ii)

Pero es en la obra que nos ocupa, Cuernos, donde la diatriba anticalderoniana es más acusada. Nada más asomarnos a su extraordinario «Prólogo», escuchamos a don Estrafalario abominar del «honor calderoniano», cuya crueldad y dogmatismo le parecen de filiación religiosa y semítica, pues solamente tienen parangón en la Biblia; es una «crueldad española», «fría y antipática», consecuencia de «la bárbara liturgia de los Autos de fe», que contrasta con la crueldad de las tragedias de Shakespeare, ésta, sí, «magnífica, porque es ciega, con la grandeza de las fuerzas naturales».   En relación con las obras analizadas manejo las siguientes ediciones: El médico de su honra, ed. D.W. Cruickshank, Madrid, Castalia, 1989; Martes de carnaval (Las galas del difunto. Los cuernos de don Friolera. La hija del capitán), ed. Ricardo Senabre, Madrid, Espasa-Calpe, 1990; Sentido del deber, Acotaciones. Revista de investigación teatral, 17 (2006), pp. 117-173; esta obra fue escrita en 2003 y estrenada en 2005. Respecto de las ediciones de Calderón y Valle me tomo la licencia de puntuarlas a mi manera, por no estar de acuerdo con la puntuación ni, a veces, con la ortografía propuesta por sus editores.   Indaga en este último aspecto el austero y luminoso montaje de una escasamente conocida tragedia de Lope, Los comendadores de Córdoba por parte de César Barló, al frente de una compañía de estudiantes de la RESAD, y que pudimos admirar la pasada temporada.   Cito por la edición de César Oliva, Madrid, Espasa-Calpe, 1990.

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De este modo, el autor inglés queda a salvo de la parodia ridiculizadora. No importa que, en seguida, los espectadores reconozcan la falsilla de la obra presuntamente parodiada, la tragedia de Otelo, respecto del cual don Friolera es un mero «fantoche». En cambio, la burla del drama de Calderón sobreviene en pocos pero significativos detalles, entre los cuales el más llamativo es la adjudicación de su ilustre apellido a la criatura más grotesca de la pieza, doña Tadea, la vieja beata y fisgona, a quien don Friolera termina por culpabilizar de la tragedia misma que vive en su casa: Le estoy dando vueltas, y este cisma no es obra de ninguna cabeza superior: puede ser que Dios y Satanás se laven las manos. Toda esta tragedia la armó doña Tadea Calderón. Con una palabra me echó al cuello la serpiente de los celos. ¡Maldita sea! (e. x)

En definitiva, la gran tragedia shakespeariana ha quedado reducida a una mezquina maquinación por parte de una vulgar celestina, caricatura misma de Calderón. Como he tenido oportunidad de demostrar en otro lugar, es casi seguro que el rechazo de Valle hacia Calderón viniera motivado más que por una lectura crítica y profunda de sus tragedias de honor, por la torticera interpretación que de ellas habían hecho los dramaturgos de la segunda mitad del siglo xix, como Eugenio Sellés, Leopoldo Cano, José Echegaray y, sobre todo, Adelardo López de Ayala (Huerta Calvo, 2001). Contra los tres primeros carga en la contundente didascalia del «Epílogo» de Cuernos: El perrillo del ciego alza la pata al arrimo de una valla decorada con desgarrados carteles, postrer recuerdo de las ferias, cuando vino a llevarse los cuartos la María Guerrero.- El Gran Galeoto.- La Pasionaria.- El nudo gordiano.- La desequilibrada.-

De un golpe Valle destruye una buena parte del teatro español de su tiempo: el prestigio inmaculado de Calderón, la escuela de Echegaray y, por si fuera poco, la gran intérprete que encarnaba todo un estilo de hacer vivir esos dramas en las tablas. 8 Definitivamente, la grandeza de la tragedia calderoniana ha quedado reducida a trigedia. Los héroes clásicos de Honra —el noble don Gutierre, su esposa doña Mencía, el infante don Enrique— se han convertido en un vulgar teniente del cuerpo de carabineros, don Pascual Astete, alias don Friolera; su mujer, la tenienta doña Loreta, y su amante Juanito Pacheco. El oficio de este último —barbero— añade una nota sarcástica más al entramado esperpéntico en relación con el drama de    «La mención expresa de estas cuatro obras indica que este teatro también contribuye a difundir ese “honor teatral y africano de Castilla” que Valle-Inclán pretende enviar a la hoguera, junto con los romances de ciego, en Los cuernos de don Friolera. El teatro de Calderón y el teatro echegarayesco se sitúan entre esa literatura despreciable que produce el ‘vil contagio’ de una moral absurda en la sociedad española, literatura sobre la que, simbólicamente, un perrillo realiza sus necesidades» (Aznar Soler, 1982: 65-66.)

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Calderón. Se recordará que en Honra don Gutierre procura su venganza —lavar su presunta deshonra— mediante el concurso de Ludovico, un barbero a quien se le encomienda la realización de las sangrías que prescribía el médico, tal como señala el propio don Gutierre, que ha tomado esas atribuciones, como declara al rey: Sangrose, en fin: que yo mismo, por estar sola la casa, llamé el barbero, no habiendo ni criados ni criadas (III, 2844-2847.)

Pues bien, no por azar Valle convierte al amante de doña Loreta, Juanito Pacheco, en «Pachequín el barbero», es decir, en un personaje propio de entremés, pues que, a su condición de tenorio de medio pelo, une la de músico y cantor: «rasguea la guitarra sentado bajo el jaulote de la cotorra, chillón y cromático» (e. II). Como es sabido, el tipo había tenido, a lo largo de los siglos xviii y xix, fecunda vida en la comedia, la ópera y la zarzuela: además del Fígaro de Beaumarchais, otro precedente de interés es el Lamparilla de El barberillo de Lavapiés, de Barbieri, una pieza que debía complacer a Valle, pues sus ecos resuenan en la preesperpéntica Farsa y licencia de la reina castiza. Por supuesto, y como ya hemos indicado, el origen del tipo radicaba en el entremés, género hacia el cual Valle se sintió muy próximo, como señalara acertadamente César Oliva en un pequeño pero muy sugestivo librito de hace ya bastantes años (1978). El barbero es uno más de los personajes propios del elenco entremesil, junto al sacristán, el rufián y el soldado roto, figuras todas ellas que, con mayor o menor protagonismo, aparecen en las farsas y los esperpentos de nuestro autor. En el desarrollo de la obra se perciben, asimismo, otros pasajes en los cuales apunta la vena paródica: monólogos del protagonista en relación con el tema del honor; diálogos entre el marido y la mujer a cuenta de las sospechas y los celos y otras expresiones metafóricas acerca del honor ultrajado: «Al verte ansí, presumía que ya en mi sangre / bañada hoy moría desangrada» (iii, 1384-1385), espeta doña Mencía a su marido; y, por su parte, exclama don Friolera: «¡Estás buscando que te mate, Loreta! ¡Que lave mi honor con tu sangre!» (e. iv). A veces, se sobrepone el texto de Otelo («Y se aleja con una arenga embarullada el fantoche de Otelo», e. xi), pero ya sabemos por don Estrafalario que la crueldad de Shakespeare es excepcional por sublime, todo lo contrario que la del pobre Calderón. *  *  * Lectura sesgada, maniquea, no poco injusta, la que hace Valle del creador de La vida es sueño. En otra onda se sitúa Ernesto Caballero, que pone como lema del Deber estos versos de Honra: «[…] y así pongo / mi mano en sangre bañada / a la puerta: que el honor / con sangre, señor, se lava». Se trata de los versos 2936-2939 de la jornada III, es decir, ya al final de la obra, en la rendición de cuentas que de su

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terrible acto hace don Gutierre ante el rey don Pedro el Cruel. Más próximo —por más objetivo— a Calderón que a Valle, Caballero no olvida tampoco la lección de este último. Si, por un lado, los nombres de los personajes están calcados de Honra — la protagonista se llama Mencía; su marido, Gutiérrez; Enríquez, su antiguo amante— , por el otro, los oficios que desempeñan están más próximos a Los cuernos de don Friolera: todos los personajes son guardias civiles, y la acción transcurre en «una casa cuartel de la Benemérita». 9 Los esquemas triangulares que aluden a los conflictos quedarían representados del modo siguiente: Honra Doña Mencía de Acuña Don Gutierre El Infante don Enrique Cuernos Doña Loreto Don Friolera Pachequín Deber Mencía Gutiérrez Enríquez Aún podría añadirse otro plano actancial similar, relativo a la autoridad que está por encima de los protagonistas del conflicto: el rey don Pedro, en Calderón; el Coronel don Pancho Lamela, en Valle; el sargento Reyes en Caballero. Pero la traza de Deber no es sólo calderoniana, claro. Una tragedia en los tiempos que corren ha de asumir toda la ironía y el distanciamiento propios de un ya imposible modelo clásico. En este sentido, nos parece un acierto extraordinario la opción estilística de la obra. Frente al verso barroco de Calderón y la prosa enjun  De ningún modo la pieza de Caballero puede entenderse como un alegato contra el Instituto armado. Estamos ya lejos de lo que fue, en los años de la Transición, el caso protagonizado por «Els Joglars» con La Torna, o el de la película de Pilar Miró, El crimen de Cuenca. En su introducción a Sentido del deber escribe Fernando Doménech: «Ante una obra que sucede en un cuartel de la Guardia Civil, muchos de ellos [se refiere a los programadores] se han retraído, argumentando que podría crear conflictos si se representa en sus localidades. Otros la han rechazado por considerar que no era suficientemente crítica con la Benemérita. Curiosamente —concluye Doménech— donde no ha suscitado recelos ha sido entre la propia Guardia Civil, que tenía conocimiento de la obra y ha autorizado el uso de uniformes y signos propios por considerar que no se ofendía al cuerpo» (F. Doménech, 2006: 110). El pasaje no tiene desperdicio y quizás obligaría a rectificar la frase que aparece al pie del dramatis personæ: «La acción tiene lugar en una casa cuartel de la Benemérita, aquí y ahora: en la nueva España de todos los tiempos» (118). La posición de la Guardia Civil revela que no son pocas las cosas que han cambiado en la España del siglo xxi, y una de ellas es, precisamente, la imagen de este discutido cuerpo. Pedirle a Caballero un drama panfletario, con el punto de mira puesto en una Guardia Civil cuya imagen tanto dañó el golpista teniente coronel Tejero en febrero de 1981, era sacarle de las casillas estrictamente dramáticas en las que sitúa su tragedia. Más rebuscada y confusa nos parece la opción que ha tomado Ángel Facio en su reciente montaje (julio de 2008) de Los cuernos de don Friolera en el Teatro Español de Madrid; esto es, la reconversión de los carabineros en guardias civiles. Que nosotros sepamos, la asimilación del cuerpo de carabineros en la Benemérita no se produjo hasta 1942, es decir, ya en la Dictadura franquista.

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diosa de Valle —a la filigrana modernista hay que sumar el habla sainetesca— Caballero opta por el lenguaje conciso y austero que suele caracterizar su escritura dramática: Mencía. ¿Cómo te va la vida? Enríquez. Más o menos como siempre. Mencía. ¿Te has casado? Enríquez. No. Mencía. ¿A qué esperas? Enríquez. A que alguna se deje engañar. Mencía. Sigues igual que siempre. Enríquez. A ti en cambio se te ve mucho mejor (e. i.)

La neutralidad, casi asepsia estilística de los diálogos, queda compensada en el plano de las didascalias, donde efectivamente asoman los registros expresivos de mayor connotación. En primer lugar, están escritas en versos blancos de diferente medida: alejandrinos y heptasílabos blancos, dodecasílabos, hexasílabos… Cumplen, por tanto, una función similar a las que Valle introduce en sus obras, bien en verso —La marquesa Rosalinda, Farsa italiana de la enamorada del rey— bien en prosa, como sucede en Cuernos. En segundo lugar, a través de las acotaciones se nos transparenta mejor la psicología y otros caracteres de los personajes: nos informan, por ejemplo, de la procedencia geográfica de alguno, como la guardia Jacinta, «cosecha renegada de los campos pacenses»; o de su fisonomía (el sargento Reyes tiene el «rostro abotargado de tanto cubata»). La contenida retórica que despliegan sirve, asimismo, para rebajar situaciones pretendidamente románticas y traerlas a la cruda y hortera realidad: «Y juntos se sientan, se besan, se tocan / sin espontaneidad; como en un concurso hortera / de televisión» (iii); otras veces funcionan como los apartes del teatro clásico, esto es, dándonos cuenta y razón de los pensamientos interiores de los personajes («El sargento Reyes apura el desayuno […] / Aquí hay lío de faldas, parece barruntar / y eso, siempre a la larga, se tiene que sentir» (iv); «El Cuerpo sin mujeres, farfulla el comandante, / es lo que siempre ha sido el orden natural» (iv). Otra serie de acotaciones son, en fin, de indiscutible raigambre valleinclanesca; mediante ellas se personifican los objetos inanimados: «Y el ventilador agita sus aspas, / remueve en el aire temor, suspicacia / y un aliento vago de fatalidad» (v); o, todavía más, los animales: «La ropa tendida azota obstinada / las contraventanas. / Y el gato maúlla / como si supiera lo que va a pasar» (xiv). De esta suerte, las señales del fatum en una tragedia cotidiana como Deber no pueden ser más prosaicas. Compárense con la cancioncillas que Calderón introduce ya próximo el desenlace de Honra: Para Consuegra camina, donde piensa que han de ser teatros de mil tragedias las montañas de Montiel (iii, 2634-2637.)

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Es también en las acotaciones de contenido metaliterario donde se hace sentir la potencia del intertexto valleinclanesco, aunque la ironía queda de nuevo contenida por la admiración: «Mencía se queda turbada y confusa / como tantas damas que hay en Calderón. / Y como en sus comedias hay un escondido / que lo escucha todo: las paredes oyen / fatalmente, y por un acaso se puede liar» (vii); véase esta otra. «Lo que llaman ironía / de las antiguas tragedias / reaparece junto al gato / que ya lo daban por muerto. / Hay lances que no se extinguen / desde los tiempos remotos / de don Pedro Calderón» (xi). La siguiente —admirable en su conciso lirismo— trae ecos cervantinos: «Gravedad hispana / que es un poco tosca: / es lo que tenemos: / los grandes momentos / nos quedan inflados. / Por eso el Quijote / nos dice tan bien» (viii). Y para que la relación sea más estrecha con el segundo modelo dramático —Cuernos— tampoco faltan las referencias a Shakespeare; ésta que, por ejemplo, remite a otra de sus tragedias, El rey Lear: «Aúlla Jacinta con voz de ultratumba. / (Si la actriz subraya el efecto es cómico.) / Trae un cuerpo inerte envuelto en toallas / como una evidencia de lo inverosímil. / Parece aquel loco, padre de Cordelia» (xviii.) *  *  * El papel del humor es fundamental para comprender los diferentes registros que nos plantean las tres tragedias. En la de Calderón corre a cargo del gracioso Coquín, que, a lo largo del drama, debe hacer verdaderos malabarismos en la cuerda floja, pues que enfrente tiene al rey don Pedro, a quien jamás se le ha visto reír. Por más que lo intenta —la dentadura le va en la apuesta, porque el rey ha amenazado con arrancársela, si no le hace reír—, Coquín no lo consigue y, al final, es mensajero de la tragedia que se cierne: Coquín Ésta es una honrada acción de hombre bien nacido, en fin; que aunque hombre me consideras de burlas, con loco humor, llegando a veras, señor, soy hombre de muchas veras. Oye lo que he de decir, pues de veras vengo a hablar; que quiero hacerte llorar, ya que no puedo reír. […] Yo, enternecido de ver una infelice mujer, perseguida de su estrella, vengo, señor, a avisarte que tu brazo altivo y fuerte hoy la libre de la muerte.

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Rey ¿Con qué he de poder pagarte tal piedad? Coquín Con darme aprisa libre, sin más accidentes, de la acción contra mis dientes. Rey No es ahora tiempo de risa. Coquín ¿Cuándo lo fue? (iii, 2728-2737; 2759-2770.)

Las últimas palabras del bufón sentencian la inoportunidad de lo cómico en el ámbito de la tragedia. En la pugna que sostienen la severidad del rey se impone sobre la condición del gracioso, que es el único capaz de adivinar el desenlace y de compadecerse con la suerte aciaga de la protagonista. La imagen de Heráclito el llorón termina, pues, por imponerse sobre la festiva de Demócrito el risueño. En Cuernos se supone que la comicidad debe aflorar por doquier, pues los personajes destacan por su carácter deshumanizado, pero hay alguno especialmente dotado para suscitarla; especialmente la vieja doña Tadea Calderón, que asumiría de este modo —un sarcasmo más de Valle— el rol del gracioso; una graciosa celestinesca a la que el autor describe con toda suerte de adjetivos: «tarasca», «cabeza de lechuza», «pequeña, cetrina, ratonil», «pajarraco», «serpentón de la tarasca», pero que va adquiriendo cada vez más el papel de corifeo trágico, pues que es la encargada de marcar los límites morales de la deshonra: «Yo saco la cara por mi pueblo. Adulterios y licencias acá solamente ocurren entre familias de ciertos sujetos que vienen rodando la vida…» (ix). En cualquier caso, ya Buero Vallejo (1973) supo detectar con agudeza las contradicciones estéticas que lleva aparejadas la práctica del esperpento, cuya habitual mirada desde el aire se hace próxima y humana en algunas escenas en las que el público está obligado a condolerse con el drama que viven los personajes: así, por ejemplo, las escenas vi y xi de Luces de bohemia, o en el caso de Cuernos la muerte de una víctima inocente como es la hija del teniente don Friolera. En Deber Caballero rehúye conscientemente la técnica del distanciamiento esperpéntico, bien que algunos personajes, como el sargento Reyes, la susciten a veces de modo involuntario, por su comportamiento zafio y grosero. Pero en toda la acción se respeta el decorum trágico. Es más: Coquín existe; se le menciona en una ocasión; es el nombre de un guardia civil destinado en Ceuta, muy formal pero poco aficionado a las mujeres. Es decir, está fuera del espacio de la tragedia: Gutiérrez. A los hombres se les gana por el estómago. Jacinta. No a todos.

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Gutiérrez. Que se lo digan a Coquín… Enríquez. ¿Quién es Coquín? Gutiérrez. Un guardia muy formal que ahora está en Melilla. Jacinta. Ceuta. Gutiérrez. Bueno, pues eso, Ceuta. Enríquez. ¿Y qué pasa con él? Gutiérrez. Que te lo cuente Jacinta. Jacinta. Me fijé en él, pero… Enríquez. ¿Pero? Jacinta. Él no en mí. Enríquez. Qué ignorante. Jacinta. Tengo un pequeño defecto que él no podía llevar. Enríquez. ¿Y era? Jacinta. Ser mujer. Gutiérrez. Tenía la taquilla plagada de fotos de tías para disimular. Nos las dio a todos con queso. Sobre todo a Jacinta (ii.)

*  *  * Un procedimiento expresivo que permite ver lo que permanece y se renueva, al mismo tiempo, en el género trágico, es el monólogo. Como no podía ser de otro modo, lo encontramos en las tres piezas comentadas, aunque en diferentes lugares respecto del desarrollo de la acción. Tomemos, por caso, el de don Gutierre en Honra, al leer la carta que doña Mencía ha escrito al infante don Enrique: Lee. «Vuestra Alteza, señor… (¡Que por Alteza vino mi honor a dar a tal bajeza!) no se ausente…» Detente, voz; pues le ruega aquí que no se ausente, a tanto mal me ofrezco, que casi las desdichas me agradezco. ¿Si aquí le doy la muerte? Mas esto ha de pensarse de otra suerte. Despediré criadas y criados; solos han de quedarse mis cuidados conmigo; y ya que ha sido Mencía la mujer que yo he querido Escribe don Gutierre, más en mi vida, quiero que en el último vale, en el postrero parasismo, me deba la más nueva piedad, la acción más nueva; ya que la cura he de aplicar postrera no muera el alma, aunque la vida muera (iii, 2462-2479.)

HONRA, CUERNOS, DEBER (DE CALDERÓN A ERNESTO CABALLERO)

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En Cuernos, por el contrario, el motivo de la denuncia que viene escrita en un papel aparece en la escena I, con un largo monólogo de don Friolera al que pertenece este pasaje: Tu mujer piedra de escándalo. ¡Esto es un rayo a mis pies! ¡Loreta con sentencia de muerte! ¡Friolera! ¡Si fuese verdad tendría que degollarla! ¡Irremisiblemente condenada! En el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. ¡Friolera! ¡Y quién será el carajuelo que le ha trastornado los cascos a esa Putifar!... Afortunadamente no pasará de una vil calumnia: este pueblo es un pueblo de canallas. […] El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!... El mundo nunca se cansa de ver títeres y agradece el espectáculo de balde. ¡Formulismos!... […] Yo mataré como el primero. ¡Friolera! Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia. ¡En el Cuerpo de Carabineros no hay maridos cabrones! ¡Friolera! (i.)

Por fin, en Deber nos encontramos con el monólogo del guardia Gutiérrez en la escena penúltima; acaba de matar al cabo Enríquez, antiguo amante de su mujer, y se aplica en la extirpación de la bala del cerebro ante su mujer que, atada a una silla y adormecida, espera también la muerte: Un error, un error… disparé con mi arma… debí hacerlo con la suya… ahora tengo que extirpar la bala… no soy un hombre violento… lo sabes, ¿verdad?... Es sentido del deber… ni malo ni bueno… sólo sentido del deber… […] Aquí me ves ahora convertido en el cirujano de mi propio honor… y así me contemplo también yo ahora a través de tus ojos… esos ojos que son mis ojos… ¿recuerdas?... Ahora me contemplo a través de tu mirada restituyendo mi honor mediante esta operación quirúrgica, explorando este cerebro hasta dar con ese diminuto pedazo de plomo… soy el cirujano de mi propia dignidad… […] No soy un hombre violento, sólo soy un hombre al que la Razón le obliga a ejecutar determinadas decisiones… un hombre cumpliendo con su obligación… Ya está… Qué alivio… es como sacarse una espina… una espina de plomo… Y ahora, amor mío, un baño antes de dormir…

Y los sueños, sueños son… (xvii.)

Tres discursos distintos los que plantean los monólogos, con una sola palabra común a los tres: el honor, y una misma consecuencia: la muerte alevosa de la malcasada doña Mencía, en Honor; la accidental de la hija del teniente don Friolera, en Cuernos; y la de Mencía y Enríquez, además del suicidio de Gutiérrez, en Deber. Al igual que Valle en Cuernos ofrece tres perspectivas diferentes en torno a un mismo asunto —el guiñol, el romance de ciegos y el esperpento—, las tres tragedias analizadas aquí someramente nos plantean tres formas de resolver un mismo tema que, como arriba decíamos y por desgracia, no ha perdido ni mucho menos actualidad. 10 De ahí que estemos en absoluto desacuerdo con la tesis que expone Ángel Facio en su reciente y más que notable montaje de Los cuernos de don Friolera, pieza que — 10   Justo cuando acabo de redactar estas líneas, sábado 12 de julio de 2008, leo en el periódico la siguiente noticia sobre un suceso ocurrido en el día de ayer: «Un hombre mata a su esposa y a sus dos hijos y luego se suicida». Como en tantas ocasiones, la realidad supera a la ficción.

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según él— «clausura, con una mueca, el estricto drama de honor calderoniano e incluso todo nuestro afectado y retórico teatro nacional, desde aquellos eminentes maestros valencianos al no menos eminente Echegaray» (2008: 4). La sensibilidad de Ernesto Caballero y de otras muchas gentes de teatro que ya han superado absurdos y anacrónicos prejuicios ideológicos respecto a los clásicos demuestra que no es así y que es indigno meter en un mismo saco a Echegaray y Calderón. 11 Bibliografía citada Ignacio Arellano (2004). «Algunos problemas y prejuicios en la recepción del teatro clásico español», en Proyección y significados del teatro clásico español, ed. José María Díez Borque y José Alcalá-Zamora, Madrid, Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, pp. 53-77. Manuel Aznar Soler (1982). Ramón del Valle-Inclán. Martes de carnaval. Barcelona, Laia. Antonio Buero Vallejo (1973). «De rodillas, en pie, en el aire», en Tres maestros ante el público (Valle-Inclán, Velázquez, Lorca), Madrid, Alianza, pp. 31-54. Fernando Doménech (2006). «Sentido del deber, una pasión calderoniana», Acotaciones, 17, pp. 103-115. Ricardo Doménech (2008). García Lorca y la tragedia española, Madrid, Fundamentos. Ángel Facio (2008). «Los cuernos de don… Pedro Calderón» (Programa de mano de Los cuernos de don Friolera), Madrid, Teatro Español, pp. 4-7. Javier Huerta Calvo (2001). «Los del 98 ante el teatro clásico», En torno al teatro del Siglo de Oro. XV Jornadas de teatro del Siglo de Oro, Almería, Instituto de Estudios Almerienses, pp. 187-200. — (ed.; 2006). Clásicos entre siglos, en Cuadernos de teatro clásico, 22. Adolfo Marsillach (1986). «¿Por qué El médico de su honra?, en 20 años en escena (19862006), Madrid, CNTC, 2006, pp. 29-30. — (1995). «Entre ayer y hoy», en 20 años en escena (1986-2006), Madrid, CNTC, 2006, pp. 147-149. César Oliva (1978). Antecedentes estéticos del esperpento, Murcia, Universidad de Murcia.

11   Para remachar este concepto ya pasado del teatro clásico escribe Facio: «Yo, que de joven hice las Milicias Universitarias, conocí a una docena de oficiales, y puedo jurar por las niñas de mis ojos que los militares descritos por don Ramón son más reales, más verificables y más de carne y hueso, que los encorsetados y fanfarrones capitanes puestos por Lope de Vega al servicio de los Austrias, en su lamentable proyecto de generar una mentalidad social inmovilista y servil. Lo más jodido —concluye nuestro estilista— es que alcanzó su objetivo, y todavía estamos pagando las consecuencias» (Facio, 2008: 4-5). Vale.

Metamorfosis del tono humano barroco: variantes, pervivencias e implicaciones musicales en el teatro del siglo XVII* Lola JOSA

Mariano LAMBEA

Universidad de Barcelona Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Una pregunta Nada mejor que el paso de los años para abandonar la preocupación por definir, por juzgar y condicionar (o condenar) el devenir de tal o cual género literario, la escritura de un autor, la estética y la ética de una obra o, por ejemplo, la importancia del tono humano 1 en los corrales de comedias, porque si algo aporta el tiempo es que hombres y obras se definen por sí mismos, sin necesidad de piruetas intelectuales o desviaciones críticas. Hace casi una década, Judith Etzion preguntó a quienes esto escriben sobre la música en el teatro español del siglo xvii, 2 y la respuesta que le ofrecimos fue, con otras palabras, lo que Carmelo Caballero (2003: 681) comenta en el cierre a una panorámica que brinda sobre las fuentes musicales del teatro clá*  Este trabajo se inscribe dentro del Grupo de Investigación Consolidado 2009 SGR 973: «Aula Música Poética», financiado por la Generalitat de Catalunya.   Entiéndase por tono humano, «la canción métrica para la música compuesta de varias coplas» (Aut.).   En las sesiones de debate del V Congreso de la Sociedad Española de Musicología (Lambea y Josa, 2002).

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sico español: «nos movemos en un terreno sumamente resbaladizo, donde la hipótesis no comprobable es norma y el apriorismo y la imaginativa tienen carta de plena naturaleza». Por eso mismo, decir, a estas alturas, que no tenemos constancia explícita de que tal o cual obra musical se compusiera específicamente para tal o cual Comedia o género breve de nuestro teatro áureo es redundar en lo que ya se sabe. Existe un paralelismo casi perverso entre la evidencia de que en el teatro se cantaba y la imposibilidad de saber exactamente qué se cantaba. En consecuencia, al musicólogo le sigue preocupando la versión musical definitivamente cantada en la escena para, por lo menos, no desvirtuar en exceso su labor, aunque sea ésta una quimera similar a la del músico folklorista que jamás hallará la versión definitiva de aquel cantar que, recogido a vuela pluma de labios del transmisor, revolotea después por el pentagrama sin acabar de definirse, sobre todo, al compararlo con otras muestras; momento crucial en que el folklorista se da cuenta de que, prácticamente, hay tantas versiones como transmisores… En cambio, a pesar de esa quimera, como decíamos, la obligación del musicólogo es intentar aproximarse a la verdad, porque, por otra parte, ahí está la riqueza de la variabilidad que otorga, tanto la tradición oral, para el folklore, como la interpretación —en muchos casos, casi improvisada— para la música en escena. ¿Cuántas versiones se cantarían en nuestro teatro de un tono cuyo texto, fusionado o no en la acción dramática, lo hallamos puesto en música en algún cancionero poético-musical o, incluso, en algún papel suelto? La pregunta tampoco es nueva. Rita Goldberg (1970: 69) dijo al respecto: Sería muy interesante poder averiguar si la música de estos versos, cuando figuran en los bailes, es la misma con que se cantaban en otros ambientes, si las composiciones de los cancioneros musicales que poseemos son las mismas que se utilizaban en los bailes.

Después de casi cuarenta años, con el presente trabajo, dedicado a quien se ha convertido mediante esfuerzo e inteligencia en uno de los mejores conocedores y protectores de nuestro teatro clásico, podemos ofrecer evidencias dictadas por los propios tonos. Un corpus Si hacemos balance de nuestra actividad investigadora y editorial a lo largo de prácticamente una década, hemos de decir con exactitud que por nuestras manos han pasado trescientos tres tonos humanos en sus variadas tipologías de romances líricos, villancicos y letras para cantar de diversa forma métrica. Repertorio que se halla publicado en siete volúmenes: cuatro corresponden al Libro de Tonos Humanos [LTH] (Biblioteca Nacional); dos al Cancionero Poético-Musical Hispánico de Lisboa [CPMHL] (Biblioteca de Ajuda); y uno al Manojuelo Poético-Musical de Nue-

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va York (The Hispanic Society of America); 3 a los que hay que añadir una Jácara con variedad de tonos (título que ni puesto a propósito con nuestra labor) de la que trataremos después. Y debemos añadir que ha sido todo este corpus el que ha forjado sus propias explicaciones sotto voce sobre el modo de pervivir la música en nuestro teatro áureo, en concreto en comedias, entremeses, jácaras y otros subgéneros dramáticos. En consecuencia, en el presente artículo, partitura en mano, podemos refrendar lo que se sabe por datos históricos o documentales, por apriorismo o imaginación, con palabras de Caballero citadas anteriormente. Los especialistas que han tratado este tema, y que lo han hecho tanto desde la filología como desde la musicología, se muestran de acuerdo en aseverar que la música de las canciones que se interpretaban en el teatro procedía del fondo folklóricotradicional o del fondo de tonos humanos. También se daba el caso de que algún compositor tomara determinada melodía tradicional, o un pasaje significativo de ella, como inspiración para construir una composición más elaborada que después podía interpretarse en escena. Tal es el caso de la música que Mateo Romero «Capitán» destinó para unas décimas de Lope de Vega, basándose en un primer diseño melódico que Francisco Salinas ya había recogido de labios del pueblo (Lambea y Josa, 2004). Por otra parte, sabemos que muchos bailes dramáticos nacían de tonos: «era bastante corriente que el baile se compusiera a base de una canción conocida» (Gold­berg, 1970: 59), al igual que las jácaras (Cotarelo, 2000: cclxxix). Conviene recordar que todo tono, a lo humano o a lo divino, nacía para ser musicado. Ejemplos de ello tenemos en las Obras métricas (1665) de Francisco Manuel de Melo con las expresiones «para música», «puesto en música», «para cantarse», «para cantarse al uso» (Josa y Lambea, 2001: 433) o en los Tonos a lo divino y a lo humano recopilados por Jerónimo Nieto Madaleno (Goldberg, 1981) o en la compilación de Nájera y Cegrí (Rodríguez-Moñino y Brey Mariño, 1965: 300303) con un título tan sugestivo y elocuente como el de Letras armónicas puestas en música por los mejores maestros de España. 4 Citamos estas fuentes por ser, para nosotros, las más conocidas. ¿Cuántos tonos de todas ellas han llegado hasta nosotros con su música? La respuesta es desalentadora: quizá ni la quinta parte. La misma pobre proporción que se da, por ejemplo, en El cancionero teatral de Lope de Vega, en el que «cerca de la cuarta parte de todo este material, es decir, casi un centenar de textos, no es cantado; son canciones no cantadas» (Alín y Barrio Alon­ so, 1997: viii). Pero en medio de la desolación, surge una Jácara con variedad de tonos 5 que contiene citas parciales o íncipits poético-musicales de veintiún tonos, amplia  En la bibliografía relacionamos los volúmenes correspondientes. Nuestro plan editorial para los próximos años prevé la edición de los tres volúmenes que faltan del LTH, los dos del CPMHL y dos Manojuelos (uno de la Biblioteca Nacional y otra de la Biblioteca de Catalunya).   ������������������������������������������� The Hispanic Society of America, MS. B2392. ������   Biblioteca de Catalunya, M. 753/24. Sobre esta jácara presentaremos una comunicación en el VII Congreso de la Sociedad Española de Musicología (Cáceres, 12-15 de noviembre de 2008), que comprenderá la transcripción musical a notación moderna y la edición anotada (Lambea y Josa, 2009a).

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mente difundidos en el siglo xvii en obras que van desde zarzuelas y comedias hasta géneros menores como bailes, mojigangas y entremeses (Lambea y Josa, 2009a). Jácara con variedad de tonos En esta jácara a lo divino, calificada expresamente por su anónimo autor como «una ensalada burlesca» (v. 16) y «jacarilla al Nacimiento» (v. 17), consta un íncipit poético-musical que viene muy a propósito sobre lo que estamos comentando. Se trata del tono anónimo «Gigante cristalino» [Figura 1] que encontramos compuesto a cuatro voces en el LTH (Lambea y Josa, 2005: 45-46, fuentes; 101-103, texto poético; 292-294, música), aunque podemos atribuirlo al músico Manuel Correa por hallarse otra versión del mismo, aunque incompleta, con el nombre de este afamado y prestigioso compositor portugués en el Cancionero Musical de Onteniente (Climent, 1996: 198-199, facsímil; 379-382, música). 6 Dimos cumplida referencia de la relación entre las estrofas del testimonio del LTH y las de La Dorotea de Lope de Vega en el tercer volumen del LTH. 7 Por otra parte, en nuestro Íncipit de poesía española musicada se hallan las referencias bibliográficas de las ediciones musicales modernas de esta composición (Lambea, 2000). Como se sabe este tono originó un baile anónimo de escasa fortuna literaria, del que ha podido decir Rita Goldberg (1970: 67) que «la patética poesía de Lope que se canta al principio se ha transformado en una canción vulgar y una historia trivial», juicio negativo al que se añade también el de María Luisa Lobato (2003: 559, n. 125) que lo califica «de poca calidad». Agustín Moreto, años más tarde, intercalaría los versos de la primera cuarteta de «Gigante cristalino» en su Entremés del vestuario, una pieza metateatral con esta única intervención musical que, entre el barullo de la acción y la escasa atención que le prestarían los espectadores, apenas se escuchó en escena; así nos lo dice el dramaturgo: «de todo el tono no han oído nada» (Lobato, 2003: 559). Suponemos que la música de Correa, sobria, elegante y bien construida para el repertorio vocal de cámara que se interpretaría en la corte o en el salón aristocrático, si llegó a cantarse en el corral, debería sufrir entonces idéntico proceso de transformación que el texto de Lope para adecuarla al carácter trivial y vulgar del baile. Cosa no dificultosa, porque si algo fácil hay en el arte, y en cualquier actividad, es obligar a descender la calidad por ramplones (y necesarios) escalones paródicos y grotescos. Nos vienen bien aquí las palabras de José Antonio González de Salas (2003: 679):   Completada con el testimonio del LTH. El manuscrito original de este cancionero se conserva en la Biblioteca Nacional, bajo la signatura Ms. 21741.   El testimonio del LTH es hipertexto de una de las magníficas barquillas que Lope de Vega introdujo en La Dorotea. Mediante la traza por concisión (Josa y Lambea, 2003: 37-40), el poeta-compositor consiguió no alterar la intensa emoción del hipotexto en el romance lírico (Lambea y Josa, 2005: 45-46).

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Así también lo vemos en nuestros teatros, pues unas veces danzan y bailan sólo al son de los instrumentos, y otras veces al son de lo que con los instrumentos cantan las voces. Y, lo que más es, los mismos que danzan y bailan, cantan juntamente, primor y elegancia en estos últimos años introducida y sumamente dificultosa, siendo fuerza que estorbe para la concentuosa harmonía de la voz el espíritu alterado y defectuoso con los agitados movimientos.

Pero, de vuelta con la pregunta: ¿qué versión de «Gigante cristalino» se cantaría en escena, tanto en el baile como en el entremés? El íncipit de la jácara es una línea melódica para tiple que contempla los dos versos iniciales «Gigante cristalino/ que al cielo te oponías» [Figura 2] y muestra ciertas concordancias melódicas con el inicio de la versión de Correa, es decir, que el anónimo centonizador musical de la jácara (permítasenos llamarle así, puesto que, en buena teoría, no podemos llamarle compositor) recogió una versión modificada de la de Correa y la insertó en ella. Analizada esa música, y teniendo en cuenta la cronología que envuelve a todos los integrantes de esta investigación, prácticamente no albergamos dudas de que lo que se cantó en el baile anónimo fue la versión de Correa, ya fuera a cuatro voces o con una sola línea melódica pero, en cualquier caso, otorgándole un carácter jocoso y seguramente muy deturpada, si atendemos al testimonio de González de Salas; y lo que se cantó en el entremés de Moreto fue la melodía de la jácara, aunque nos disguste, por nuestra sensibilidad musicológica, la escasa atención que prestaría el público. Susana Antón (2001: 177), en su tesis doctoral inédita, opina de este baile que es un «ejemplo de los procesos de cambio a las que podían ser sometidas melodías muy conocidas para adaptarlas en un texto teatral». Y María Asunción Flórez (2008), en un reciente artículo sobre la actividad de los músicos de teatro, nos ofrece una información muy interesante: [Los músicos,] obligados a poner la música del día a día, y normalmente con tal premura de tiempo que no permitiría obras excesivamente pulidas, no podemos descartar que recurriesen a una serie de fórmulas más o menos estereotipadas que si bien podían perjudicar la calidad de la obra, en cambio les permitían cumplir con su obligación de poner música al amplio repertorio que debía presentar cada temporada una compañía.

Otro ejemplo de perpetuación musical Trataremos ahora de otro caso que resulta muy significativo e importante a nuestro propósito. Nos referiremos a la utilización en una comedia de un tono humano compuesto varias décadas antes del estreno de la obra teatral y de otro tono, en la misma comedia, que perduró como pieza musical autónoma varias décadas después. Decía Goldberg (1970: 59) que «no deja de ser interesante esta perpetuación de poesías compuestas a veces muchos años antes». En el ejemplo que nos

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ocupa esta perpetuación es, para nosotros, exclusivamente musical y tiene una doble trayectoria, anterior y posterior, al estreno de la obra. Mateo Romero compuso antes de 1640 un hermoso dúo titulado: «¡Oh, quién pudiera vengarse…!». Formalmente esta composición es un villancico que consta de un estribillo y tres coplas con todas las características propias del lamento poético-musical (Espido-Freire, 2002: 1139-1140): un patrón repetitivo, desasosiego expresivo, silencios, notas de larga duración, descensos melódicos por grados conjuntos, cromatismos, disonancias en palabras temáticas del tono y, todo ello, sin que haya llegado aún la segunda mitad del siglo xvii, 8 según nos delimita cronológicamente la vida del maestro Capitán. De ahí que encontremos, entre otros muchos aspectos de suma relevancia de los que no podemos ocuparnos ahora, un juego antitético sostenido en todo el tono que desemboca en una elocuente paradoja y una interrogación retórica que, al no esperar respuesta, intensifica los opósitos de la poética del silencio diseminados en la progresión de los versos. Pero vamos a centrarnos en el estribillo que dice así: ¡Oh, quién pudiera vengarse de un placer y de un pesar, que el uno quiere acabar y el otro quiere acabarse!

Juan Bautista Diamante lo incorporó en una escena musical de la jornada tercera de Más encanto es la hermosura, estrenada hacia 1665 (Espido-Freire, 2002: 1142). Y no es de extrañar que para una obra a medio camino entre la zarzuela y la comedia mitológica con música, vertebrada con los obligados enredos amorosos, el dramaturgo seleccionara esta unidad lírica, ya que, además de tratarse de un preludio del resto del tono, toda ella se encuentra sostenida sobre la antítesis que generan el «placer» y el «pesar» que vienen a ser trasunto de las «dulzuras» y «amarguras» de las que habla Petrarca (2003: III, 67) en su «Triunfo del Amor», para expresar el sufrimiento amoroso a través, precisamente, de una de las figuras retóricas por la que sentía profunda predilección. Al dramaturgo Diamante no le interesó nada más del resto del tono. Lo curioso es que versos más adelante, se canta otro tono cuya música se nos ha transmitido en un manuscrito posterior en unos años. 9 Es un tono anónimo, a cuatro voces y en estilo homofónico con ligera imitación; y tan solo trae musicada la cuarteta que consta en la comedia: Tan bien estoy con el mal, después que perdí mi bien, que el mal me parece bien y el bien me parece mal.    Y es que Louise Stein (1993: 280-282) consideró todas estas características para el lamento poético-musical de la segunda mitad del siglo xvii.   Archivo Musical de El Escorial, Ms. M. 158-2. Agradecemos a nuestro colega José Sierra el habernos facilitado su transcripción musical de este tono.

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Siguen dos tonos más: «Quien quisiere del rigor» y «Por amante el aviso», de los que no conservamos fuente musical que resultan ser, por lo tanto, ejemplos de las consabidas dificultades que presenta este repertorio para saber exactamente qué se cantaba en nuestro teatro áureo. Las falsas pistas de lo tradicional «Desdeñosa está Bartola» es un romance lírico editado en el LTH (Lambea y Josa, 2003: 71-72, texto poético; 236-240, música). Está escrito a cuatro voces y es anónimo en música y texto, aunque en el manuscrito figura una indicación del copista con el nombre de Correa; o sea, que, en principio, podríamos atribuir la música de este tono al compositor Manuel Correa. Su estribillo dice así: ¡Y hace bien!, que al que corre en el mar de firmezas no pueden recelos llegar a ofender. Marinerito, Amor, ¡au!, si el norte ves, aire de mis suspiros te daré. ¡Vuela, vuela, ala, la, la, lela!, que se va la vela, que se va el bajel…! ¡Vaya Amor con él!

Se ha conservado un Baile de la Gayumba que «desde el principio es bailado y cantado» (Cotarelo, 2000: ccxi). Su estribillo es como sigue: Andar, andar, andar, y lela, lela, que se va la vela, que se va el bajel. Vaya Dios con ella. Ya irá Dios con él…

Hemos de suponer que este baile debe ser el mismo que refiere Frenk (2003: 646) con el nombre de «baile de La tela», 10 en el que se citan como fuente primera los tres últimos versos del estribillo de nuestro tono humano: Que se va la vela, que se va el bajel: ¡vaia amor con él! 10  Biblioteca Nacional, Ms. 14851 [Siglo xvii. Teatro breve]; al término de nuestro trabajo, no nos ha sido posible consultar esta fuente.

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Por nuestra parte hemos de añadir que la música de todo el estribillo de «Desdeñosa está Bartola» es especialmente interesante, pues muestra un considerable dramatismo al contraponer pasajes encomendados al tiple solista con otros destinados al resto de las voces. Respecto a los cuatro últimos versos del estribillo, comprobamos que ofrecen una musicalización idónea para su interpretación en escena por el continuo juego de alternancia entre las voces [Figura 3]. El lector podrá observar que el estribillo tradicional que puede rastrearse en las diversas fuentes recogidas por Frenk está incrustado en otro estribillo más extenso, todo él de carácter popularizante; práctica frecuente en el arte del tono humano, lo que dificulta la tarea de discernir cuáles son en realidad los versos tradicionales intercalados o adaptados en el contexto del resto del poema. Pondremos otro ejemplo: el tono a cuatro voces «Corazón, ¿por qué publicas…?», en el cuarto volumen del LTH (Lambea y Josa, 2009b), es anónimo, pero, por otra fuente lo podemos atribuir al compositor, también portugués, Manuel Machado. 11 Trae el siguiente estribillo: Corazón, yo mismo lo quise, que es creer [al] alma, y pues a perderme vengo, lo que me quise me tengo, pero lo que quiero, no.

Frenk (2003: 1090) recoge los dos últimos versos en varias fuentes, entre ellas, el Baile de los Corales (Goldberg, 1970: 86-89): Lo que me quise, me quise, me tengo, lo que me quise me tengo yo.

En las fuentes que menciona Frenk no aparece ningún contexto cantado, por ello, el testimonio del LTH adquiere tanta importancia. Además, su música ofrece características similares de dramatización y contraste a las mencionadas en el tono «Desdeñosa está Bartola». Sin duda, el teatro fijó sus preferencias. Coda Música y teatro: dos artes hermanadas por múltiples motivos, entre ellos por transmitirse a través de un circuito que depende de tres niveles interpretativos, porque ambas son artes del tiempo y porque parten de un texto que viene a ser, en la 11  En el Cancionero Musical de Onteniente existe otra versión de este tono, pero a lo divino. La música es la misma y el texto es diferente, a excepción del estribillo que es casi igual que en el LTH (Climent, 1996: 208209, facsímil; 391-392, música; 513-514, texto poético). Esta pieza se titula «Leves plumas que volaron» y de ellas sólo se ha conservado la voz del tiple 1º. Ha sido el musicólogo Alejandro Vera quien ha descubierto la correspondencia musical entre el LTH y la fuente onteniense (Vera, 2002: 223).

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práctica escénica, una propuesta, tan solo. Pero valga decir tras lo demostrado, que la historia del tono humano barroco es un camino sin inicio ni llegada. Las variantes textuales, su pervivencia e implicaciones musicales fijadas en las partituras, y que hallan con fortuna su correlato teatral, desmontan la arquitectura de la seguridad con que se ha venido sosteniendo que los tonos humanos sólo estaban destinados a ámbitos de la vida musical ajenos al teatro (la cámara de palacio, el templo, fiestas, etc.). Conforme pasa el tiempo, contamos con mayor número de tonos que son fruto de necesidades teatrales, y debieron de gustar tanto —o, cuanto menos, las obras para las que eran concebidos— que de los escenarios pasaron a crecer artísticamente fuera de las confines de los corrales gracias al refinamiento y los gustos cortesanos, quedando dispuestos para las no pocas ocasiones que se les iban a presentar en una cultura toda ella dramatizada. Los corrales de comedias, la corte, los saraos…: caminos de ida y vuelta en el laberinto del barroco hispánico en el que la música vino a ser, no sólo acción mágica, sino la mejor expresión de esa fuga infinita en la que parecía diluirse todo. 12 De ahí las múltiples metamorfosis y la omnipresencia del tono humano en la cultura de la España del siglo xvii. Bibliografía citada José María Alín y María Begoña Barrio Alonso (1997). Cancionero teatral de Lope de Vega, London, Tamesis Books. Ramón Andrés (1994). Tiempo y caída. Temas de la poesía barroca española, Barcelona, Quaderns Crema, vol. I, «El caos concertado». Susana Antón Priasco (2001). Música y danza en el teatro breve español representado en la corte, 1650-1700. Análisis de su función en entremeses, bailes dramáticos y mojigangas, conservados en la Biblioteca Nacional de Madrid, Oviedo, Universidad de Oviedo (tesis doctoral inédita). Carmelo Caballero Fernández-Rufete (2003). «La música en el teatro clásico», en Historia del teatro español, ed. Javier Huerta Calvo, Madrid, Editorial Gredos, vol. I, pp. 677715. Josep Climent (ed.) (1996). El Cançoner Musical d’Ontinyent, Ontinyent, Ajuntament d’Ontinyent. Emilio Cotarelo y Mori (2000). Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas desde fines del siglo xvi a mediados del xviii, ed. José Luis Suárez y Abraham Madroñal, Granada, Universidad de Granada. Mila Espido-Freire (2002). «Los lamentos hispanos como tópicos semánticos en comedias palaciegas del xvii», en Campos interdisciplinares de la musicología, ed. Begoña Lolo, Madrid, Sociedad Española de Musicología, vol. II, pp. 1137-1153. María Asunción Flórez (2008). «Salgan racionales ruiseñores: músicos de las compañías teatrales de Madrid durante el siglo xvii», Revista de Musicología, XXXI, 2 (en prensa).

12   «Es normal que se considere el Barroco una cultura de lo pagano. El tiempo no hacía más que alejar al hombre del concepto medieval de Dios; la idea de la divinidad se antojaba como una de esas raíces a la que el desdichado se agarra para no ser llevado corriente abajo. Todo parecía diluirse en una fuga infinita» (Andrés, 1994: 18).

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metamorfosis del tono humano barroco

Figura 1 «Gigante cristalino». Música: Manuel Correa. Texto: Lope de Vega. LTH, III, p. 292.

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Figura 2 «Gigante cristalino». Música: Anónimo. Texto: Lope de Vega. Jácara con variedad de tonos. Transcripción: L. Josa y M. Lambea.

Figura 3 «Desdeñosa está Bartola». Música: ¿Manuel Correa? Texto: Anónimo. LTH, II, p. 240.

Éxito y olvido de Lo que son mujeres en la cartelera teatral barcelonesa M. Teresa Julio Universidad de Vic

En su artículo sobre las representaciones de Lo que son mujeres en España, Rafael González Cañal (2007a) señala que la refundición de Manuel Eduardo de Gorostiza (1822) supuso la revitalización de esta comedia de Rojas Zorrilla que ya empezaba a caer en el olvido. Analizando las puestas en escena de Barcelona, me atrevo a afirmar que Gorostiza hizo algo más: permitió que el público de la ciudad condal conociera la comedia o lo que quedaba de ella tras la refundición, pues no aparece programada con anterioridad en las carteleras. 1 La primera vez que Lo que son mujeres sube a las tablas es el 31 de enero de 1828, una fecha relativamente tardía teniendo en cuenta que la pieza, refundida por el mexicano, se había estrenado en Madrid y Sevilla seis años antes. La Compañía Española del Teatro de la Santa Cruz, conocido a la sazón simplemente como «Teatro», capitaneada por el autor Antonio López, estrena a beneficio del segundo actor, el jovencísimo José Valero, la comedia: Josef Valero, actor de la Compañía Española (a cuyo beneficio se ha destinado la empresa la noche de hoy), tiene la satisfacción de ofrecer a tan ilustrado público una de las mejores piezas de nuestros autores antiguos, refundida y arreglada por uno de    Para la elaboración de este trabajo se ha consultado, entre otros, los estudios de Par (1929), Sala Valldaura (1999, 2000), Suero i Roca (1987-1999), Alier i Aixalà (1990) y la sección de espectáculos del Diario de Barcelona entre 1792-1900, y la obra no figura anunciada antes de 1828.

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los poetas dramáticos que más han contribuido en este siglo al honor de la literatura española y a la mejora de nuestro teatro. Esta es la comedia en cinco actos, nueva en este coliseo [el subrayado es mío], titulada Lo que son mujeres, original de nuestro acreditado poeta D. Francisco de Rojas, y refundida por Manuel Eduardo de Gorostiza. Brillan en ella la pureza del idioma, las gracias del estilo y la riqueza de la versificación; sus caracteres son originales, tomados de la misma naturaleza, y delineados con la mayor maestría. Gorostiza ha sabido conservar todas las bellezas del ingenio, ciñéndose con la mayor escrupulosidad a las reglas del arte; hacer más interesante la acción, suprimiendo inútiles episodios; y conducir el plan a un más fácil y sencillo desenlace (Diario de Barcelona).

Los comediantes que por aquel entonces forman el reparto son Juana Galán (primera actriz), Dolores García (segunda actriz), Felisa Rodríguez (actriz de carácter jocoso), Antonio Valero menor (primer actor y director de escena, junto con Antonio Valero mayor), Antonio López y José Pla (segundos actores) y Antonio Bagá (actor de carácter anciano). El mismo espectáculo aparece anunciado al día siguiente, 1 de febrero, con el título Lo que son las mujeres. El éxito de la comedia lleva a que se programe de nuevo el 5 de mayo y el 10 de julio de 1828: La general aceptación con que fue recibida en este coliseo la hermosa comedia de nuestro célebre poeta don Francisco de Bogas (sic), arreglada y puesta en cinco actos por D. Manuel Eduardo de Gorostiza, titulada Lo que son mujeres, cuando se ejecutó por primera vez en el mes de enero del corriente año, ha obligado a la Compañía Española a ponerla de nuevo en escena destinándola para esta noche, con la segura esperanza de que el público agradecerá su elección (Diario de Barcelona, 05-051828).

Los actores que se encargan de representarla son prácticamente los mismos que en las anteriores ocasiones, solo destaca la incorporación por primera vez en la compañía de Teresa Baus (segunda actriz) en lugar de Dolores García, y de Miguel Ibáñez (segundo actor) en sustitución de José Pla. Durante la temporada teatral siguiente, que comienza el 19 de abril de 1829 y acaba el 23 de febrero de 1830, el autor de la compañía, que continúa siendo Ángel López, y los primeros actores y directores de escena, Antonio Valero y Nicanor Puchol, apuestan por ella en cuatro ocasiones: el 19 de septiembre de 1829, el 18 y 20-21-22 de febrero de 1830, días previos a la Cuaresma. De entre estas representaciones destaca la del sábado 20, a beneficio del primer gracioso, don José Orgaz. El Diario de Barcelona dice: Ninguna novedad ofrece por sí sola la antedicha comedia, mas si se fija la atención en el nuevo repartimiento que se ha dado, no hay inconveniente en asegurar que es del todo nueva y que logrará deleitar cual nunca, pues es un capricho del todo desconocido en este teatro.

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Ese «capricho del todo desconocido» al que se refiere el anuncio es que los hombres desempeñan los papeles de las mujeres y éstas los de los hombres. 2 Y así, Antonio Valero es Serafina; Nicanor Pujol, doña Matea; José Orgaz, Rafaela; Juana Galán, don Marcos; Vicenta del Rey, don Roque; Josefa Ripa, don Pablo; Dolores García, don Gonzalo, y Josefa Ramírez, Gibaja. Es época de Carnaval, donde el mundo va al revés, y los comediantes se permiten este divertimento que agradó sobremanera al público, y que repetirán durante dos días más. La temporada teatral de 1829-1830 llega a su término, pues, con este éxito de Rojas. El 27 de abril de 1832, con motivo del cumpleaños de la reina María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII, la comedia vuelve a subir a los escenarios del Teatro de la Santa Cruz, iluminado para la ocasión como era al uso. Lo que llama la atención de los carteles es que va a nombre de Tirso: La Compañía Española ejecutará la función siguiente: Se principiará con un himno en obsequio de nuestra augusta soberana; seguirá la acreditada comedia en verso del célebre Tirso de Molina, titulada Lo que son mujeres, refundida y puesta en cinco actos por don Manuel Eduardo de Gorostiza; se dará fin con un divertido baile grotesco pantomímico general de la composición y dirección del Sr. Cairón nominado «Las treguas o el premio de la gratitud». La casa estará iluminada; y la entrada será a tres reales […] A las siete.

No obstante, no ha de extrañar demasiado esta atribución. Curiosamente un año y medio antes, en noviembre de 1830, salieron de las imprentas barcelonesas las dos únicas ediciones peninsulares de la refundición de Gorostiza; y en una de ellas, la de la imprenta de la viuda e hijos de Gorchs, figuraba el nombre de Rojas Zorrilla en la portada; en cambio, en la de la imprenta de Juan Francisco Piferrer aparecía el de Tirso de Molina. 3 También a nombre del mercedario figura la comedia en los anuncios de la representación del 14 de agosto de 1834: «Teatro. Lo que son mujeres. Comedia en 5 actos, original del maestro Tirso. Baile y sainete. A las 7 y media». Durante 1836, la comedia se representa cuatro veces: el 16-17 de abril, el 17 de julio 4 y el 8 de diciembre. Por aquel entonces el autor de la Compañía de declamación, como solía llamarse para distinguirse de la de canto, era Luis María Calderón, y entre los cómicos encontramos, además de los ya conocidos por el público barcelonés Antonio Valero, Miguel Ibáñez, Antonio López, Juana Galán, Dolores García y Luisa Valero, dos caras nuevas que harán historia en el teatro: Joaquín Alcaraz, en funciones de primer galán y director de escena, y una de las actrices más populares del xix español: Matilde Díez, que encarnará los papeles de primera dama. Durante   Es cierto que nunca se había representado una comedia con intercambio de papeles. Sí encontramos una interpretación similar del sainete «Trapala y Tramoya», en fecha de 4 de febrero de 1807, que se representa «cambiando los papeles, las mujeres harán de los hombres y éstos de aquellas» (Sala Valldaura, 2000: 105).   Como señala González Cañal (2007a), la refundición de Gorostiza contó con cuatro ediciones: una parisina (1826), las dos barcelonesas que se han apuntado (1830) y una mexicana a finales de siglo (1899).   En los carteles se anuncia como «comedia de tres actos», pero debe tratarse de un error, pues en las otras representaciones se especifica que consta de cinco actos.

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la temporada siguiente, 1837-1838, Lo que son mujeres solo se representa en una ocasión: el 15 de diciembre de 1837. La compañía que la ejecuta es prácticamente la misma que la anterior, a excepción de la primera actriz que es sustituida por Concepción Samaniego. La década de los 40, será especialmente fértil para esta pieza, que sube a escena en 14 ocasiones, y lo más curioso es que su «redescubrimiento» es fruto del azar. La enfermedad de la señora Samaniego obliga a la compañía, y a su autor Pedro Vives, a redefinir la programación y, para dar variedad al repertorio, se echa mano de uno de esos clásicos que los comediantes llevaban siempre en su hatillo. En esta ocasión, el título seleccionado es Lo que son mujeres, con fecha de estreno el 22 de mayo de 1840, anunciada como «comedia de graciosa». El éxito de la pieza lleva a representarla de nuevo el 24 de mayo y el 14 de junio de ese mismo año. 5 El 3 de junio de 1841, y por primera vez en su historia, Lo que son mujeres sale del Teatro de la Santa Cruz y se representa en el Liceo Filarmónico Dramático, inaugurado en 1837, génesis del Gran Teatro del Liceo (1847). Tanto en esta función como en la del 8 de junio figura el nombre de Tirso. El 23 de diciembre de 1842, regresa al Teatro de la Santa Cruz, después de una ausencia de dos años y medio, y así se anuncia: Teatro. Se pondrá en escena la chistosa y acreditada comedia en verso del teatro antiguo, no ejecutada hace mucho tiempo en este teatro [la cursiva es mía], titulada Lo que son mujeres; intermedio baile nacional, dando fin a la función la graciosa y aplaudida pieza en la que tanto se distingue el Sr. Valero [José], cuyo título es «La madre y el niño siguen bien». A las seis y media.

La comedia continúa representándose en ese mismo espacio escénico o en el Liceo Filarmónico año tras año: el 30 de noviembre de 1843 (Teatro), el 14 de septiembre de 1844 (Teatro); el 26 de mayo de 1845 (Liceo); 9 de mayo y 6 y 30 de diciembre 1846 (Teatro); 15 de enero de 1847 (Teatro) y 1 de agosto de 1848 en el Gran Teatro del Liceo, inaugurado un año antes. En la década de los 50, Lo que son mujeres sube a escena en siete ocasiones. Es una de las primeras comedias que se programan durante el año cómico de 18501851, que se inicia el 31 de marzo. El director don Pedro Montaño la elige para ejecutarla el jueves 4 de abril. Entre los actores que toman parte en ella se encuentran la primera y segunda actriz Vicenta Martín y María Raurell y la muy popular por aquel entonces por sus papeles de graciosa Luisa Valero, y el primer galán joven Joaquín García Parreño, junto con Alejo Pacheco, Pedro Comerma y Antonio Amigó. La temporada 1853-1854 comienza el 27 de marzo, domingo de Resurrección, y, al igual que en el caso anterior, la primera comedia del teatro clásico que figura en   ��������������������������������������������������������������������������������������������������������� No se explica muy bien por qué en los carteles se la califica de «��������������������������������������� comedia en 5 actos de graciosa��������� » (22-051840) o «comedia de���������������������������������������������������������������������������������������� en 5 actos de gracioso» (24-05-1840), en tanto que el peso cómico recae en los protagonistas masculinos y femeninos, hasta el extremo de que González Cañal (2007b) los sitúa próximos al figurón.

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cartel es Lo que son mujeres, que se representa el 12 de abril en el Teatro Principal y el 28 de ese mismo mes en el pequeño Teatro de Gracia. En el año 1856, la comedia solo conoce un escenario: el Gran Teatro del Liceo, programada para el 7 de febrero, el 6 de abril y el 5 de mayo, bajo la dirección e interpretación de don José Calvo. No era la primera vez que Calvo pisaba las tablas barcelonesas. Durante la temporada de verano de 1854, el empresario del Teatro Principal publicaba la siguiente noticia: La sociedad dramática de este teatro ha contratado al inteligente y distinguido primer actor de los teatros de la corte don José Calvo para dar un corto número de funciones dentro del presente mes, cuya adquisición es una prueba del deseo que anima a esta sociedad de complacer a sus favorecedores (Diario de Barcelona, 02-061854).

A principios del mes de agosto los teatros cierran y el brote de cólera que asuela la ciudad impide que se reabran hasta mediados de octubre. Sólo los Campos Elíseos, espacio abierto y en las afueras, se atreve a programar algún espectáculo y así lo anuncia: Deseosa la Dirección de proporcionar al público distracciones alegres con diversos y amenos juegos para alejar, si es posible, días aciagos como los que con demasía hemos atravesado, no escasea medios para procurar a la numerosísima concurrencia que constantemente le favorece, una función digna en todo del objeto que pretende» (Diario de Barcelona, 16-09-1854).

Dos años más tarde, el 21de abril de 1858, el primer actor y director del Teatro Principal, José Sáez, apuesta por esta pieza en la que intervienen además la Sra. Paz, Rosa Tenorio, Juana Samaniego, Miguel Ibáñez, Julio García, Dalmases y José Valero. Lo curioso de esta representación es que se anuncia en los carteles como «la divertida comedia en tres actos del teatro antiguo, original de Tirso de Molina, y nuevamente refundida, titulada Lo que son mujeres». No sorprende que se adjudique a Tirso —de las 43 representaciones de la obra en Barcelona, en 8 ocasiones aparece como de Rojas, 5 como de Tirso y en el resto (30) no se especifica—, sino que aparezca como «comedia en tres actos» y «nuevamente refundida». ¿Nos encontramos ante una nueva refundición hasta hoy desconocida o se trata de un simple error? Si únicamente se hubiera anunciado como «comedia en tres actos», podríamos pensar en una ligera equivocación (así lo hemos supuesto para la representación del 17-07-1836), pero que no se trata de un lapsus podría avalarlo ese subrayado «nuevamente refundida» y el hecho de que varios años después, el 2 de marzo de 1864, se estrene en el recién inaugurado Teatro Romea un Lo que son mujeres también «en tres actos y en verso», dirigida por el entonces primer actor del género cómico don José Sarmiento. La cartelera teatral no especifica más y, por tanto, podríamos dar por hecho de que se trata de la misma versión que la de abril del 58. Tal vez una versión desconocida.

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Desconocida, pues entre las refundiciones señaladas por González Cañal et alii se recoge la que apareció a nombre de Tirso en Barcelona en 1830 (5 actos), de la que ya hemos dado cuenta; la de Manuel Rodríguez Salviati (5 actos), que se conserva en el BHM de Madrid; las de Gorostiza, la aparecida en París en 1826 y la de Barcelona de 1830, más un par de manuscritos de la BNM, todas ellas en 5 actos; la de final de siglo (1899) de Emilio Bobadilla (1 acto), nunca representada, y, por último, la de José Fernández-Guerra, también en 5 actos. Ninguna de tres actos y, es más, la pieza de Rojas no volverá a aparecer anunciada jamás así. Pasarán muchos años antes de que la comedia vuelva a estar en cartel en un teatro barcelonés. El ingenio que la rescata del olvido es don José Valero, que a la sazón actúa como actor y director del Teatro Principal. El éxito que consiguió entre el público lo lleva a realizar varias representaciones casi seguidas, programadas durante el fin de semana, que es cuando el pueblo puede acercarse a su Coliseo y llenar las gradas: el jueves 7 de marzo de 1872, a beneficio del primer bailarín Alfredo Soriá; el domingo 10 de marzo, el sábado 16 y el domingo 24. La última vez que se representa Lo que son mujeres en Barcelona es el 28 de junio de 1883 en el Teatro Novedades. La compañía madrileña de José Valero y Antonio Vico llega a la capital catalana en su temporada de verano y selecciona, de entre las piezas del teatro antiguo, esta comedia de Rojas. Y no es extraño que así sea. Como ya señalé en Julio (2008), en el último cuarto del xix, el teatro clásico barroco en Barcelona se convierte en un teatro de importación. Sólo las compañías importantes de Madrid llevan en su repertorio algunas piezas barrocas y, en las temporadas estivales, las ejecutan por las diversas ciudades que conforman la geografía española. Valoración Gracias a la refundición de Gorostiza, el público de la ciudad condal pudo acceder a Lo que son mujeres de Rojas, que se representa en 43 ocasiones entre 1828 y 1883. El éxito no fue uniforme a lo largo de ese período de 55 años. El mayor triunfo se sitúa entre 1828 y 1848, en que se representa 30 veces, y cuenta con un cierto renacer en la década de los 50 (siete ocasiones) de la mano de Pedro Montaño. Y las razones son diversas. El éxito de la comedia vino a coincidir con la existencia de un solo teatro público (o dos, a partir de 1837) y con una época de crecimiento económico importante. El ascenso de la burguesía en la década de los 30 y 40 y su consolidación en los siguientes años favoreció la asistencia al teatro, la creación de nuevas salas de espectáculos y, por ende, una abundante oferta en la cartelera y una mayor competencia. A la ya de por sí variada oferta teatral de los años 50 hay que añadir la aparición de la Renaixença, que hizo aflorar el sentimiento nacionalista catalán y permitió la creación de una literatura propia en lengua vernácula, especialmente a partir de la década de los 60. La variedad de salas de espectáculos y títulos, en castellano o en catalán pero, en todo caso, autóctonos, arrinconó algunas piezas cómi-

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cas del teatro antiguo español. Y ya bien entrados en la segunda parte del xix, sólo encontramos representaciones esporádicas, apuestas puntuales de actores de antaño que todavía se sienten más o menos atraídos por los autores barrocos, adaptados a los nuevos gustos; actores, o mejor un actor que, gracias a su longevidad, aún rememoraba la gloria de la pieza. Merece destacar aquí que la primera representación de la comedia que se ha señalado en este trabajo (1828) se hizo a beneficio de un por entonces jovencísimo comediante cuya carrera empezaba a despuntar: don José Valero. Y será él el que cierre junto con Antonio Vico el ciclo de representaciones de Lo que son mujeres en 1883. Esa comedia divertida y cínica, que triunfó de la mano del actor sevillano, murió con él. No pudo aspirar a formar parte del canon artístico que las tablas y los directores iban configurando. Con el paso de los años y de los siglos, Rojas Zorrilla se convertiría en un autor marginal. Solo dos títulos pervivirán: Del rey abajo ninguno y Entre bobos anda el juego. Pero desengañémonos, en realidad, no quedaba Rojas, sino sus refundiciones. Bibliografía citada Roger Alier i Aixalà (1990). L’òpera a Barcelona, Barcelona, Institut d’Estudis Catalans- Societat Catalana de Musicología. Diario de Barcelona, 1792-1900. Rafael González Cañal (2007a). «Lo que son mujeres en los escenarios», Revista de Literatura, LXIX, nº 17, pp. 109-124. —  (2007b). «Los otros figurones de Rojas Zorrilla», El figurón. Texto y puesta en escena, ed. Luciano García Lorenzo, Madrid, Fundamentos-RESAD, pp. 165-182. — Ubaldo Cerezo Rubio y Germán Vega García-Luengos (2007). Bibliografía de Francisco de Rojas Zorrilla, Kassel, Reichenberger. M. Teresa Julio (2008) «Rojas Zorrilla en Barcelona. Aproximación a la cartelera teatral (1718-1900), en Rojas Zorrilla en escena. Actas de las XXX Jornadas de Teatro Clásico de Almagro, Universidad Castilla-La Mancha/Festival de Almagro, pp. 17-36. Alfons Par (1929). «Representaciones teatrales en Barcelona durante el siglo xviii», Boletín de la Real Academia Española, XVI, pp. 326-346, 492-513 y 594-614. Josep Maria Sala Valldaura (1999). Cartellera del Teatre de Barcelona (1790-1799), Barcelona, Curial Edicions Catalanes / Publicació de l’Abadia de Montserrat. —  (2000). El teatro en Barcelona, entre la Ilustración y el Romanticismo, Lleida, Editorial Milenio. M. Teresa Suero i Roca (1987-1999). El teatre representat a Barcelona de 1800 a 1830, 4 vols., Barcelona, Institut del Teatre.

La narrativa moral de Juan de Zabaleta en la Vida del conde de Matisio A. Robert LAUER The University of Oklahoma

La Vida del conde de Matisio (1652), de Juan Santos de Zabaleta, es supuestamente una reelaboración de la leyenda medieval francesa de Roberto el Diablo. Frank W. Chandler, en Romances of Roguery, llamaba al conde Matisio «a sort of Robert the Devil» (Chandler, 1899: 385), aunque clasificaba a su antihéroe, Ludovico, dentro de la categoría de la narrativa picaresca decadente; y la obra en sí como una larga novella italiana (Chandler, 1899: 386). Marcelino Menéndez y Pelayo, en Orígenes de la novela, después vería en El conde de Matisio una «nueva forma novelesca» basada en la traducción al español de La vie du terrible Robert le diable (1496), a saber, La espantosa y admirable vida de Roberto el diablo, assi al principio llamado: hijo del duque de Normandia: el qual después por su sancta vida fue llamado hombre de Dios (Burgos, 1509) [Menéndez y Pelayo, 1905: cliv-clv]. Colocaba a la vez esta última obra en el campo de lo fantástico, lo devoto y lo caballeresco (Menéndez y Pelayo, 1905: cliv). Para 1916, Narciso Alonso Cortés aseguraba que la relación entre la leyenda francesa y la obra de Zabaleta, «sólo remotamente la recuerda» (Alonso Cortés, 1916: 93). En tiempos modernos, Pedro Romero Mendoza colocaría finalmente a Ludovico, héroe de la Vida del conde de Matisio, dentro de la familia de los don Juanes (Romero Mendoza, 1963: cita no. 552). Se separaba así, pues, escatológicamente, al conde de Matisio del duque de Normandía. Más recientemente, Cristóbal Cuevas García vería «diferencias esenciales» entre Roberto el Diablo y el conde de Matisio, postulando a la vez que el texto de Zabaleta era un

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«tratado de regimiento de príncipes» (Cuevas García, 1983: 20) saturado de desengaño barroco. Un análisis detallado de la Vida del conde de Matisio y La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo, traducción ésta última del texto original francés de La vie du terrible Robert le Diable (Lyón, 1486), de la cual se derivan los textos en prosa español, inglés, holandés y alemán (cf. Blecua, 1970: 20), demuestra que la relación entre ambas obras es mínima, acaso nula. La traducción española es en efecto una obra fabulosa; a la vez, es principalmente una novela de caballería, como sería, en efecto, la obra original francesa del siglo xiii de la cual deriva y cuyo subtítulo demuestra lo susodicho, Robert le Diable. Roman d’aventures. Como novela de aventuras caballerescas ha sido clasificada o editada en español en tiempos modernos, ya sea por Menéndez y Pelayo, Alberto Blecua, Ignacio B. Anzoátegui o Silvia Iriso. En la edición de Blecua, que consta de capítulos y subtítulos no siempre evidentes en otras versiones, se podrían postular tres secuencias claves, narradas ab ovo, con una microsecuencia o digresión supuestamente cómica entre la segunda y la tercera. En la primera parte, la parte «espantosa», se narran las maldades de Roberto el Diablo desde su infortunado nacimiento en Normandía hasta su degollamiento de siete ermitaños (capítulos 1 a 9). Los elementos más importantes de esta sección son dos: el ofrecimiento del hijo de la madre de Roberto —la duquesa de Borgoña— al diablo, y la subsiguiente vida malvada del héroe, que consiste en morderles los pezones a las dos nodrizas que lo amamantan; quebrarles cabezas, brazos y piernas a niños de su edad; matar al maestro que su padre, el duque de Normandía, le había escogido; matar sin causa a 10 caballeros en unas justas; robar y matar a hombres, mujeres y niños; forzar y violentar a mujeres; sacarles los ojos a los mensajeros de su padre; descuartizar sin causa a individuos desafortunados que se topasen con él y decapitar a siete indefensos ermitaños. Ninguno de estos elementos claves aparece en la obra de Zabaleta. La segunda parte, la sección del arrepentimiento y la subsiguiente penitencia del mismo en Roma, ocupa los capítulos 9 a 14. En esta sección, la Providencia interviene en forma de un ángel y Roberto sufre humillaciones para cumplir su penitencia. Una broma pesada contra judíos se coloca después de esta parte (cap. 15) y antes de la tercera. En el texto de Zabaleta no hay arrepentimiento, aunque sí hay intervenciones providenciales en forma de sueños y horóscopos, así como una broma pesada contra un bufón que se deja sacar los dientes por dinero. En la tercera sección de RD se encuentra el elemento «admirable» o caballeresco de duelos y batallas (16-23), donde Roberto el Diablo se convierte en hombre de Dios, duque y emperador. Consta que el elemento caballeresco aparentemente fue elaborado posteriormente; según Iriso, en el siglo xiv (Iriso, 1999: 11). No obstante, en la versión francesa en verso del siglo xiii, la cual es la más completa y antigua de esta leyenda de tradición oral, el elemento ejemplar es ya patente: «Saint Robert tous li mons l’apele» (Löseth, 1903: 198). Esta última versión, sin embargo, requeriría de 5.078 versos para llegar a esta conclusión. En la obra de Zabaleta, de escasas 49 páginas numeradas, la conversión del héroe simplemente no ocurre.

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Otro aspecto importante de la traducción española de la leyenda de Roberto el Diablo es su aspecto ejemplar deliberativo (cf. Iriso, quien ve la obra como un tipo de speculum principum [Iriso, 1999: 12]). Ya Blecua había notado (Blecua, 1970: 21) que la traducción del francés era una versión esquemática y resumida de la leyenda, cuya edición más cabal sería la editada por Löseth. En efecto, la traducción indica desde el principio su aspecto lacónico al declarar el amanuense, por ejemplo, que dejará de hablar de ciertas hazañas «por no ser prolijo, y solamente diré lo que a la historia conviene» (Iriso, 1999: 169) [énfasis mío]. Aún desde el primer capítulo, el narrador parece tener prisa en contar las maldades de Roberto para llegar a la parte ejemplar: «Y así fue que por voluntad de Dios concibió un hijo que fue muy perverso y en todas maldades diestro, mas por la gracia de Dios hizo después digna penitencia y satisfación de sus pecados, como adelante diremos» (Iriso, 1999: 172-73) [énfasis mío]. Más adelante, el traductor narra que «Cuando Roberto tuvo siete años, el buen duque su padre, siendo informado de su vida, pensó enmendar en él por doctrina lo que de naturaleza heredara, mas no pudo dotrina ni consejo, ni menos castigo, hacer operación en él hasta que de la gracia de Dios fue inspirado» (Iriso, 1999: 174-75) [énfasis mío]. La prolepsis más formidable ocurre al final de la primera secuencia (el de las maldades del héroe), anunciando a la vez el final e incluso la amplia duración de las partes subsiguientes de la fabula: «Y perseveró Roberto en mala vida gran tiempo, mas después se convirtió y se tornó a Dios, y, con arrepentimiento de sus pecados, hizo dura penitencia dellos, como por estenso diremos» (Iriso, 1999: 180) [énfasis mío]. Tenemos, por lo tanto, 9 capítulos de maldades (41 por cien de la narrativa), los cuales el traductor quiere resumir rápidamente, y 13 (59 por cien) de indulgencias (arrepentimiento y conversión del héroe), los cuales, aunque hubieran formado una añadidura posterior (del siglo xiv), se habían convertido en la parte más importante de la obra cuando ésta fuera traducida al español y otras lenguas. El prólogo editorial de la versión atribuida a Juan de la Puente (Barcelona: Antonio Lacaballería, 1683) no deja dudas sobre su aspecto ejemplarizante: «[S]i el pecador viene en conocimiento de sus pecados, y de corazón invoca la inmensa misericordia de Dios, sin ninguna duda alcanzará remisión de indulgencia dellos, y será capaz de la bienaventuranza del Paraíso, como avino a un caballero, del cual tomó origen la presente historia» (Blecua, 1970: 196). El colofón de esta edición reitera el obvio afán moralizante: «Dios, por su santísima bondad, nos dé gracia de vivir en este mundo de tal suerte que nuestras ánimas merezcan subir a la gloria del paraíso, y sean colocadas en el número de los escogidos. Amén» (Blecua, 1970: 239). La Vida del conde de Matisio de Juan de Zabaleta no podría ser más diferente. La estructura ab ovo de la narrativa consiste de tres aparentes unidades temporales, las cuales se asocian con ciertos espacios determinantes o cronotopos. En la primera, denominada aquí «infancia ducal» (pp. 1-15), Ludovico, futuro conde de Matisio (Lyón, Francia) demuestra una temprana mala inclinación que culmina, después de la muerte de su padre, en deshacerse del leal y eficaz personal instituido anteriormente por el Conde. Este personal incluiría a un maestro de latín, un secretario y dos hombres adicionales. Se excluyen al ayo Guillermo, cuya hija Teodora ha cauti-

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vado la atención de Ludovico, así como a los dos criados proporcionados inicialmente por su padre: Leonardo, sirviente oportunista y descarado, y Mauricio, asistente noble y leal, quien será después esposo de Teodora. En esta primera unidad sobresalen varias digresiones morales que tienen al menos dos funciones: explicar cómo el joven Ludovico llegó a convertirse en un ser cruel, y amonestar a un público leyente sobre cómo evitar los errores de una infancia mal inclinada. Se coloca aquí una relación supuestamente cómica, aunque aparentemente inhumana, como sería sacarle varios dientes a un bufón por dinero. En la segunda secuencia narrativa, el de la «adolescencia cortesana» (pp. 16-34), Ludovico, ahora conde, viaja a la corte parisiense en compañía de seleccionados partidarios para instruirse en los caminos del mal. Estos secuaces serían un astrólogo, un valiente, un secretario hablador, un viejecillo enamorado, otro caballero hablador, un cortesano celestinesco y, por medio de Leonardo, una hechicera. Aquí sobresalen varias iteraciones frecuentativas de parte de los cortesanos que culminan en poner en peligro la vida física y moral del Conde. En la tercera, el de la «madurez criminal ducal» (pp. 35-49), el conde Ludovico vuelve a Matisio a actualizar su vida delictiva. Sus acciones criminales serían robar dinero de una iglesia; apuñalar a Leonido por haber fallado éste en convencer a Teodora de entregarse al Conde; aprisionar injustamente a Mauricio; y raptar y ultrajar a Teodora, acción interrumpida por la Providencia. Aquí se manifiesta la figura retórica llamada copia, cuya frecuencia ascendente (gradatio) concluye en una sorprendente y maravillosa aparición en el cielo de un caballero vestido de blanco; éste ocasiona un inmediato cambio y un fulminante desenlace al entregar al Conde a la justicia divina. Las diferencias entre Roberto el Diablo y El conde de Matisio no podrían ser más notables, aún en los elementos más insignificantes. Es de notar la reveladora diferencia estamental entre un duque en la primera narrativa (RD) y un conde en la segunda (CM). A la vez, el espacio temporal en ambas obras es diametralmente opuesto: Roán (Alta Normandía) en RD y Lyón (Ródano-Alpes) en CM; la primera ciudad en la parte central del norte de Francia, la segunda en la parte sudeste. El movimiento espacial de la primera narrativa es internacional: de noroeste (Roán) a sudeste (Roma) [1.672 km]; en la segunda es nacional: de sudeste (Lyón) a nordeste (París) [464.2 km]. En RD, el actante principal responsable de la mala conducta de Roberto es la madre duquesa, quien ofrece a su hijo al diablo; en CM es el padre conde, quien escoge mal a uno de los criados y no corrige bien a su hijo. En RD, Roberto es un individuo extraordinario y endemoniado; en CM, Ludovico es ordinario y simplemente mal inclinado. Ninguna de las maldades de Roberto se ven en Ludovico. Aunque ambos nobles tienen maestros, Roberto mata al suyo; Ludovico simplemente lo despide. Roberto mata por placer o gloria a múltiples individuos seglares y eclesiásticos. Ludovico mata sólo una vez coléricamente a un ser despreciable y, en efecto, jamás mata a un eclesiástico. Roberto viola y mata a mujeres; Ludovico no mata a mujeres y sólo intenta violar a una (y no logra hacerlo). Roberto logra milagrosamente cambiar de carácter y sus maldades desaparecen después de los primeros nueve capítulos de RD; Ludovico nunca se arrepiente y sus iniquidades en efec-

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to se intensifican hacia el final de CM. Roberto es un hombre esencialmente antisocial quien, aun cuando tiene secuaces, decide matarlos y continuar su vida solitaria. Ludovico es un hombre social, quien está constantemente rodeado de partidarios, de quienes depende para llevar a cabo sus malignidades. Roberto logra casarse y tener descendencia. Ludovico nunca se casa o deja linaje. Roberto es redimido; Ludovico es condenado. En versiones o críticas posteriores, Roberto se convierte en héroe romántico, como lo muestra, por ejemplo, Giacomo Meyerbeer en su ópera Robert le diable (1831); Ludovico en antihéroe satánico similar a don Juan, como lo percibe Romero Mendoza en 1963. En efecto, las únicas posibles e intrascendentes semejanzas entre ambas obras, que bien podrían ser coincidentales, serían que entrambas se ubiquen en Francia, aunque en diferentes ciudades; que la edad de Roberto de 17 años sea mencionada en una y otra obra, aunque en contextos diferentes; y que en los dos textos Roberto disponga de, y después deponga a un maestro, aunque de forma disímil. No obstante, ambas obras tienen algo en común, y acaso por esa razón se han combinado en la mente de los críticos y lectores: entrambas son en parte deliberativas, disuasorias y morales. Acaso por la larga tradición oral que se supone anterior a la formulación escrita de la leyenda de Roberto el Diablo en Francia, así como por la mezcla de un relato fabuloso oral con otros géneros literarios como las novelas de caballerías, RD perdió parte de su elemento exhortativo y añadió aspectos demostrativos (victorias ducales e imperiales contra paganos y malos cristianos en la sección posterior a su conversión). Eso le permitió al personaje no sólo la conversión de ser endemoniado a héroe medieval cristiano, por un lado, sino, por el otro, su transformación en héroe posterior romántico, à la Meyerbeer. El conde de Matisio, obra escrita y de antecedente ignoto (pero que excluiría a Roberto el diablo como prototipo, como se espera que se haya demostrado), se concentra estrictamente en su aspecto moral, disuasivo y exhortativo. En ese sentido tiene puntos de contacto con el don Juan barroco, seguidor de Thanatos (cf. Lauer, 2008: 206). Por lo tanto, Ludovico no puede ser ni admirado ni redimido, como Roberto, porque forma objeto de una estricta retórica deliberativa, sin mezclas ajenas de demostración. Su existencia en efecto sirve sólo para justificar su defunción. Por las razones susodichas, Juan de Zabaleta inicia su Vida del conde de Matisio en forma negativa. En el proemio de la obra, el Teatro del hombre, el hombre (Zabaleta, 1704: 1-3), el narrador indica que «Ordinariame[n]te quiere [el hombre] lo que no le està bien, y ordinariamente desea lo que le està mal». El hombre tiene por cierta sólo a la muerte, «pero no por vezina». Por lo tanto, debe fijarse en lo que a otro le suceda para reflexionar en lo que puede pasarle a él, pues «Teatro es vn hombre de otro». Por consiguiente, la vida inicua del conde Ludovico servirá como ejemplo al lector de lo que debe evitar, pues sólo el próspero evitará la farsa del teatro, «rio de costumbres mal encaminadas» (Zabaleta, 1704: 3). Si el hombre ordinariamente desea lo malo, sería innecesario que el conde Ludovico se mostrara como víctima de una madre que, por no poder tener hijos, le ofreciese el que naciera al demonio. El nacimiento de Ludovico es ordinario. No

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obstante, Ludovico tiene que mostrarse desde el principio como mal inclinado para ejemplarizar con el modelo negativo lo que uno no debe imitar. A la vez, se debe mostrar constantemente que Ludovico no es víctima del mal sino de circunstancias nefastas, incluso las de su horóscopo, las cuales no trata de superar. Por lo tanto, las largas digresiones morales tan criticadas por los estudiosos de este autor (cf. Doty, 1930: 290; Lincoln, 1942: 659; y Stevens, 1966: 519. Otrosí, García Santo-Tomás, 1998: 314, ve en Zabaleta la condición de un escritor ilustrado) sirven un propósito amonestador, necesario para explicar por qué Ludovico nunca cambió de inclinación. Ergo, cuando Ludovico tiene siete años y su padre empieza a buscarle maestros, Zabaleta incluye una digresión sobre los méritos de escoger bien a los expertos, pues la educación deja a los hijos buenos o malos, «ò por lo menos mas buenos ù menos malos» (Zabaleta, 1704: 3). Al seleccionar a un perito de la lengua latina, Zabaleta incluye otra digresión sobre cómo el discípulo aprende del maestro que ama y aborrece al que le corrige ásperamente (Zabaleta, 1704: 4). Al escoger su padre a Leonardo, el criado protervo, Zabaleta digresa sobre cómo el conde se engañó en este caso (Zabaleta, 1704: 5), con funestas consecuencias para su hijo. Al notarse la torpeza de Ludovico para aprender y su inclinación hacia el vicio, su maestro calla, su padre no lo corrige y Leonardo, el mal criado, lo apoya. Por lo tanto, se solidifica el desacertado carácter de Ludovico a muy temprana edad. La digresión moral sobre la mala fortuna de los iracundos en este momento no podría ser más apropiada. Cuando Ludovico empieza a divertirse cruelmente sacándole los dientes a un pobre bufón, Zabaleta digresa sobre el comportamiento de los animales: ninguna fiera embiste a otro de su especie si no es por la enfermedad de la rabia o la locura del enojo (Zabaleta, 1704: 10). Zabaleta también digresa sobre el peligro de la riqueza, pues uno de los primeros vicios en que cae la felicidad es la soberbia. Al morir el conde padre, Ludovico, quien ha aprendido a ser cruel, impaciente, iracundo y «libre», no debe sorprender a nadie si se deshace del personal de su padre sin importarle la lealtad, la edad, o el servicio de sus asistentes. Las digresiones morales, por lo tanto, explican el desarrollo del mal carácter de Ludovico y exhortan al lector, con el ejemplo, precisamente a evitar el mal en que se sumió Ludovico. Si la primera secuencia narrativa explica como un ser mal inclinado mostrará posteriormente su ahora inevitable malevolencia, la segunda secuencia mostrará su preparación cortesana para el mal. Aquí sobresalen iteraciones frecuentativas que sirven para perfeccionar la mala inclinación de Ludovico, aunque también se muestra la manera posible de evitar la maléfica tendencia. Por lo tanto, la larga serie de cortesanos habladores, crueles, lascivos, oportunistas y maliciosos sirve para hacer inevitable el comportamiento inicuo del joven conde. Los cortesanos le enseñan a ser parcial, cruel, lascivo y desdeñoso de gente insigne. No obstante, al menos el astrólogo, quien le indica la mala influencia de Marte en su horóscopo, le aconseja que se valga de la buena influencia de Júpiter para el buen gobierno de su estado, y de Venus para tener un casamiento honrado. Cabría notar que Zabaleta, como otros autores de su tiempo, acepta la inclinación de los astros así como el libre albedrío que es capaz de superarla, como vemos aquí o en «El enamorado», Día de fiesta por

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la mañana: «Las estrellas inclinan pero no ejecutan […] Nuestra voluntad nos hace las costumbres, por nosotros mismos somos malos o buenos» (Cuevas García, 1983: 124). Sin embargo, Ludovico está tan corrompido que prefiere desdeñar a una mujer distinguida (invalidando así la posible influencia benéfica de Venus) por una cortesana fácil e inmediata. A la vez, en la tercera secuencia narrativa, prefiere robar de la Iglesia para cubrir sus gastos en la corte en lugar de hacer bien a sus súbditos (no se vale, pues, del posible buen influjo de Júpiter). Las iteraciones frecuentativas de los cortesanos, por lo tanto, tienen una función ilocutiva en el mal carácter de Ludovico. En la tercera secuencia narrativa, Ludovico vuelve de la corte parisiense a Matisio, ya graduado en la escuela del mal. Ahora pone en práctica sus lecciones. Aquí sobresale la figura retórica llamada copia, la cual consiste de enumeraciones variadas (de actos viles) en forma ascendente (gradatio). La lista es corta pero significante: un sacrilegio, un homicidio, una venganza y un ultraje. Aunque el primer acto en sí es grave (robar dinero de la Iglesia), éste no involucra violencia. El segundo acto (el homicidio de Leonardo) es violento pero se mitiga en parte por la maldad del corrompido Leonardo. La venganza contra Mauricio es injusta y violenta. El ultraje contra Teodora, acto que incluye un rapto, un sacrilegio, una humillación y una inminente violación, es imperdonable. Antes que se manifieste, acontece una maravillosa aparición que ocasiona un inmediato cambio de fortuna para el conde y un fulminante e irremediable castigo divino: «Cogiòle la muerte en sus vicios, y debiò de recogerle el infierno» (Zabaleta, 1704: 49). El desenlace de la obra no podría ser más evidente: la paga del pecado es muerte. Como hemos visto, pues, La vida del conde de Matisio de Juan Santos de Zabaleta no es una imitación de la leyenda sobre Roberto el diablo. Las obras son diametralmente opuestas: la segunda ejemplifica positivamente lo que un hombre principal y pecador puede lograr finalmente: la salvación eterna y el éxito mundano; la primera delibera negativamente sobre lo que un hombre de cierta condición puede perder por su mala inclinación si no la modera. El fin deliberativo y moral de la segunda obra no tiene relación con el fin demostrativo y bizantino de la primera. La segunda obra empieza en forma moral pero después se convierte en una novela de aventuras; la primera comienza y termina en sermón. Obviamente, tampoco podría ser la primera una obra picaresca, dada la clase estamental del protagonista, la perspectiva de un narrador extradiegético y el final escatológico de la obra. Podría ser acaso una novela de estilo italiano, a causa tal vez de la sicología perversa del personaje. No obstante, sería más apropiado llamarla simplemente una novela moral barroca. Eso explicaría y justificaría las largas (pero esenciales) digresiones morales, el uso de iteraciones frecuentativas y las gradaciones acumulativas. A la vez, esta seria novela barroca tendría semejanzas con los breves y deleitosos cuadros irónicos de las dos obras magistrales de Juan de Zabaleta: El día de fiesta por la mañana y El día de fiesta por la tarde. El estudio de estas analogías, sin embargo, sería tema para un futuro estudio.

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Juegos de Corte: Antonio Pimentel, embajador de la reina Cristina de Suecia (1652-1656)* María Luisa Lobato Universidad de Burgos

En los alrededores de la fiesta Entre los divertimentos cortesanos del siglo xvii que conocemos aún a tientas, se encuentran algunos a medio camino entre el juego, la danza y el teatro en los que el disfraz, acompañado en ocasiones de máscaras, transmutó durante un tiempo limitado la apariencia de reyes y cortesanos, y los evadió a un mundo irreal donde nada era lo que parecía. En todas estas manifestaciones que ocuparon los tiempos de ocio, la música, la danza y la representación se aunaron en espectáculos vinculados a los desahogos lúdicos de la corte. Algunos de ellos han merecido ya una mínima atención de la crítica, como es el caso del género parateatral denominado folla (Estepa, 1993), 1 pero lo cierto es que *  Esta aportación se enmarca dentro de mi actividad en el Grupo de Investigación Proteo de la Universidad de Burgos. www.ubu.es/proteo. 1  Una de las primeras noticias que conservamos del protagonismo de nobles en representaciones teatrales o parateatrales en el siglo xvii es precisamente la folla mitológico-alegórica titulada Aventura de la roca de la competencia de Marte y Minerva, representada en algún lugar de Aragón o Cataluña, en la que se enfrentan de forma dialéctica las virtudes de la fortaleza del hombre de guerra (Marte) con la prudencia que debe también acompañarle (Minerva). Se conserva en la Fernán Núñez Collection de la Bancroft Library, en la Universidad de California, Berkeley (vol. 170 de Varios), con una descripción pormenorizada de los movimientos de los actores en el espacio escénico. Esta folla se hizo ante los reyes Felipe III y Margarita de Austria, y quienes la representaron fueron el duque de Híjar —don Rodrigo de Silva y Sarmiento— (1600-1664), encargado en aquella ocasión del orden del festejo, don Jorge de Heredia y don Francisco de Palafox. Si bien su cronología

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lo impreciso de los rasgos de estos entretenimientos, a cuyo conocimiento nada ayuda la escasez de noticias, los convierten en géneros fronterizos y difíciles de apresar a cuatro siglos de distancia. En efecto, las fuentes habituales para el conocimiento de artes como el teatro, la música o el ballet no suelen dar noticia de este tipo de actividades cortesanas, que se encuentran a medio camino entre lo público y lo privado, restringidas siempre a un grupo selecto de participantes. La carencia de textos, la ausencia de partituras y la inexistencia de imágenes los convierten en manifestaciones lábiles, que necesitan un tipo de fuentes documentales diferentes de las que son habituales entre filólogos, especialistas en música o estudiosos de la danza, entre otras artes implicadas. Y, sin embargo, este tipo de entretenimientos palaciegos beben en las aguas de, al menos, esas tres artes, y se constituyeron en manifestaciones lúdicas de un arte efímero, sin duda menos tenido en cuenta en la actualidad de lo que merecería la importancia social, e incluso política, que debió tener en su momento. Lo cierto es que no son pocas las manifestaciones para-artísticas que corren entreveradas con otros acontecimientos en los textos que nos hablan de la vida cortesana en tiempo de los Austrias; sin embargo algunos de sus rasgos inherentes parecen desviar de ellas la atención de los estudiosos. En primer lugar, la dificultad de su aprehensión, pero también el juzgarlas a priori como entretenimientos de segunda categoría, en cuanto que su interés no reside de forma prioritaria en ser creaciones perdurables. Así, mientras vamos obteniendo un conocimiento más preciso de las diversas manifestaciones artísticas de primer orden que ocuparon la vida cultural del Barroco, otras, como las que aquí se aluden, permanecen entre las tinieblas de la desatención. Sin embargo, no hay que olvidar que por cada gran fiesta teatral, musical o de cualquier otro de los géneros reconocidos, eran muchas más en proporción las que se situaron en estos otros géneros de divertimento que cabría calificar de ‘menores’. Su frecuencia y, sobre todo, el ambiente hasta cierto punto íntimo en que se enmarcaron, facilitó la expresión más libre de quienes participaron en ellas y la intensificación de las relaciones de amistad y de conveniencia. Por todo ello, este tipo de marcos festivos pudieron ser escenarios idóneos para bastante más de lo que hoy podemos documentar. Pero volvamos al espinoso asunto de las fuentes. No esperemos, en efecto, que los fondos más conspicuos de las diversas artes reconocidas: teatro, música y danza, en especial, nos aporten noticias de interés respecto al tema que aquí se trata. Tampoco que las crónicas y documentos de primer nivel para el estudio de la historia recojan estos, en apariencia, momentos de desahogo festivo. Otros son, entonces, los materiales que pueden aportar noticias que ayuden a organizar un cierto fondo de cuadro sobre el que se dibujan estas manifestaciones lúdicas. Entre ellos, valga destacar la importancia de la correspondencia epistolar de la época, escrita por reyes, nobles y miembros de sus familias (Lobato, 2007), porque en ella se recogen no ha podido datarse con seguridad, sí cabe establecer una zona de fechas que, aunque Antonio y Adelaida Cortijo sitúan entre 1598 y 1621, habría que llevarla al final de ese período, si tenemos en cuenta que quien puso orden en el festejo —don Rodrigo de Silva— nació en 1600.

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cuestiones de calado, pero también otros asuntos en apariencia menos importantes, en cuyos quiebros se esconden no pocas veces cuestiones nada menores. También se constituye en fuente de gran interés, como testimonio de la vida que pasa, la correspondencia política, en especial aquella que procede de quienes se encuentran cerca de los lugares determinantes del poder y escriben dando noticias a una corte extranjera, como es el caso de los embajadores, tanto de los extranjeros afincados en la corte de Madrid, como de los españoles destinados a cortes extranjeras. En esta misma línea, hay que atender también las noticias de ida y vuelta que los virreyes escriben desde sus espacios de poder a la sede central de la corte de los Austrias. Fuentes también son, como es evidente, los escritos de los costumbristas aunque, frente a las que se acaban de citar en el párrafo anterior, tienen la desventaja de que sus autores no siempre vivieron en primera persona los hechos que narran. Lo mismo ocurre con los relatores de fiestas los cuales, aunque su testimonio es fundamental para conocer aspectos externos de estas manifestaciones lúdicas, raras veces dan cuenta de aspectos de mayor calado. Otras fuentes indirectas cabría citar, aunque no sea posible tenerlas aquí en cuenta; valga indicar entre ellas los relatos de viajeros, las referencias indirectas que se incluyen en obras de arte literarias, los testimonios pictóricos de determinadas escenas vinculadas con lo festivo cortesano, etc., todas ellas realizadas con mayor o menos dosis de ficción artística. Pero, en fin, apostemos en esta ocasión por aquellas más cercanas a lo ocurrido y que permiten —aunque solo sea en una primera suposición— mayor dosis de objetividad con los hechos y con la intrahistoria de lo que sucedió en los espacios del poder político. Varios elementos son comunes a las fiestas que aquí se tratan de presentar y, aunque falte alguno de ellos en tal o cual festejo, la mayor parte conviven en las celebraciones que son objeto de este análisis: En primer lugar se da la presencia de un mínimo argumento dramatizado, proveniente en muchas ocasiones de fragmentos célebres de comedias y de piezas teatrales breves, que se ambienta a menudo acompañado de música de tono cortesano preexistente a la fiesta. En los casos más extremos, la vinculación con lo literario o lo artístico se realiza únicamente a través de la presencia de uno o de varios personajes reconocibles, entre los que son frecuentes los pertenecientes al mundo mitológico o pastoril idealizado. Esta ligera estructura temática con la salida de personajes que se ha citado, se presenta en cuadros más o menos inconexos —a veces sin conexión alguna—, protagonizado por personas de la casa real, familiares, amigos y conocidos, entre otros, en un ambiente festivo y de ruptura con el protocolo diario. La música suele ser externa a quienes protagonizan la fiesta, aunque en ocasiones algunos de los involucrados en la celebración pueden tener un papel activo, ya sea en forma de canto o de ejecución instrumental. La danza, en cambio, que ocupa un papel primordial en estas fiestas, la llevan a cabo las personas reales, los nobles y sus invitados. En realidad, la danza es en buena parte la verdadera protagonista de muchas de estas fiestas. Tanto la dramatización como el ambiente musical están al servicio de que reyes y cortesanos se transmuten en personajes preferentemente mitológicos y pastoriles,

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como se ha indicado ya, y establezcan relaciones entre ellos que se encuentran en los límites del decoro, ya que, como es esperable, el ambiente festivo permite expresiones que se sitúan —de algún modo— en los márgenes del protocolo cortesano. Por tanto, como se ha podido ver, el eje de esta pequeña aportación se sitúa en los juegos de corte, y en uno en especial como se verá a continuación, organizados en espacios restringidos y con protagonistas selectos, lo cual no fue óbice —antes bien al contrario— para que ese marco propiciase relaciones personales que convivieron o derivaron en políticas. De algún modo es posible afirmar que esos paréntesis lúdicos terminaban en unas horas, pero algo de lo allí ocurrido podía permanecer cuando regresaba el protocolo estricto de lo políticamente correcto. Antonio Pimentel en los festejos a Cristina de Suecia En las cortes europeas, el tiempo se detenía en el ámbito de la fiesta. Sabemos de celebraciones de corte de muy larga duración, baste recordar las siete horas que duró la representación de La fiera, el rayo y la piedra o Las durezas de Anaxarte y el Amor correspondido, de Calderón de la Barca, en el Coliseo del Buen Retiro madrileño en mayo de 1652. Sin embargo, todavía nos faltan muchas noticias de lo que ocurría en los juegos y saraos mucho más frecuentes que esas ocasiones de gran ce-

Antonio Pimentel, en un grabado de Peter de Jode sobre dibujo de Caspar Heilandre. Inscripción en la base: «Illustrissimus D. Antonius Pimentel de Prado, Eques auratus S. Jacobi, Catholicae Maiest. consiliis belli, et sui in Belgio exercitus est praefectus generalis locum tenens, ac ad Sueciae Coronam deputatus Legatus».

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lebración. Vayamos al Estocolmo de fines del año 1652, donde reinaba Cristina de Suecia, que en aquel momento tenía veintiséis años y había sido coronada el 20 de octubre de 1650. Hacía pocos meses, en concreto, el 31 de agosto de 1652, que Antonio Pimentel había llegado a aquella corte enviado por Felipe IV por razones diplomáticas, y dejaba atrás un importante pasado militar como maestre de campo del ejército de Flandes (Lasso de la Vega, 1941). 2 Era ya un hombre experimentado de cincuenta años llamado a servir como embajador de una Reina a la que casi la doblaba en edad. Sin que sea posible entrar ahora en la biografía y actividades de esta Reina que ha merecido la atención de la crítica, 3 cabe focalizar hoy nuestra atención sobre asuntos más personales. Una carta de Juan Antonio Pimentel de Prado escrita a su padre, Juan Pimentel, desde Estocolmo el 25 de enero de 1653, transmite las noticias del último festejo que tuvo lugar en palacio con motivo del cumpleaños de la Reina. 4 Además de los consabidos fuegos de artificio delante del palacio, que tuvo ocasión de presenciar el autor de estas cartas junto a su tío, Antonio Pimentel, desde un aposento donde también estaba la Reina, resulta de mayor interés el ballet en trajes antiguos en el que la Reina danzó vestida de Victoria. Y esto por lo que luego se dirá del juego de referencias del propio embajador a través de la rodela que acompañó a su disfraz de Marte apenas un mes más tarde. Sobre este ballet, en el que la danza se aunó a la representación, indica la carta que se conserva: La Reina danzó como hombre tan bizarramente y con tanto aire que daba admiración. A continuación todos vistieron de nuevo sus hábitos ordinarios y, cuando se corrió una cortina, se vio a la Reina sobre su trono, al príncipe Adolfo a sus pies, los caballeros de un lado y las damas de otro; todos, incluida la Reina que llevaba una máscara negra, danzaron.

Cuatro días más tarde hubo juego de sortija, en el que también la Reina estuvo acompañada de Antonio Pimentel y del gran maestre de Dinamarca, tanto durante el juego como en la carroza que hizo el viaje de ida y vuelta hasta allí desde el palacio. Fue un mes después cuando el joven Pimentel y su tío pasaron una larga noche haciendo «un juego de los dioses y diosas del tiempo antiguo», por iniciativa de la Reina, «y cada uno se había de vestir conforme al dios que era». La carta del joven nos transmite que a su tío «le cupo ser el dios Marte», de lo que es posible deducir que el motivo del disfraz era hasta cierto punto impuesto, para lo cual iba vestido «ricamente» y llevaba en el casco dos diamantes de un valor de cuatro mil escudos, mientras que la Reina iba aquel día disfrazada de pastora, 5   Si bien en este artículo se dan noticias que aquí también se recogen, faltan otras que hemos consultado directamente en las fuentes. Un estudio reciente es el de Taracha (2007).   Entre las obras del siglo pasado, valga citar la ya clásica de Wertheimer (1937). Mucho más actuales son los de Heyden-Rynsch (2001), Quilliet (2003) y Brosses (2006).   ���������������������������������������������������������� BNE Ms. 2384. Modern�������������������������������������� izo grafías, acentuación y puntuación.   Sobre el posible traje de pastora, no estaría lejos del de villana que se describe en La burgalesa de Lerma: «Ir a las fiestas vestida / de villana burgalesa. / Tomé vasquiña de paño, / tomé sayuelo de seda, / delantal bien

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como también otras damas y caballeros de su corte. Resulta especialmente significativo que en el banquete que tuvo lugar aquella noche, los dioses fueron servidos por los representantes del mundo pastoril, y la misma Reina dio de beber a Antonio Pimentel, consiguiéndose así un mundo al revés que rebasaba con creces los límites de lo popular 6 y se incardinaba de lleno en el mundo cortesano. Tras el festín, comenzó el baile en el que la Reina hizo pareja con su embajador. La fiesta terminó a las seis de la mañana con lo que podríamos denominar un juego de prendas en que la Reina comenzó a despojarse de algunas de las joyas y ropas que llevaba, para honrar a sus invitados y que se llevasen un recuerdo de la fiesta. Pero fue el mismo Antonio Pimentel quien tomó la iniciativa y le quitó la banda y la goleta o cayada de pastora que llevaba en la mano, la cual era «de oro muy bien labrada», así como la cinta de seda o «listón que traía con él atada la camisa al cuello y otros cuatro o cinco listones del brazo». Concluía ese párrafo el sobrino del embajador indicando que su tío «se llevó más que nadie y se llevó las insignias más verdaderas de Marte por ser soldado y Marte ser el dios de las armas». Arcadias fingidas y dioses de la antigüedad en la corte de Suecia Este juego de prendas, seguramente más significativo de lo que a primera vista podría parecer por la intimidad que manifiesta entre los involucrados, se continuó un par de días más tarde, con motivo de la celebración del matrimonio de la condesa Ebba Sparre, amiga y mano derecha de la Reina, sobre la que se han vertido indicios de una relación amorosa con la propia Reina. La goleta que Pimentel había ‘arrebatado’ a Cristina de Suecia en la fiesta que se ha reseñado en el párrafo anterior, se constituyó en parte esencial del disfraz de Pimentel, el cual, no queriendo repetir disfraz y sin tiempo para que le hicieran uno nuevo, según indica la carta de su sobrino, elaboró uno de pastor «para aprovechar la goleta y los demás despojos que había alcanzado en aquella refriega». En la fiesta la Reina le hizo ‘paje de la goleta’ y le pidió que la guardara hasta que ella se la volviese a pedir. Fue en aquella misma ocasión cuando bailaron juntos por iniciativa de la Reina, y ella le mandó sentar, lo cual hizo el embajador junto a la Reina, como destaca con sumo esmero quien fue nuestros ojos en aquella fiesta, el sobrino de Antonio Pimentel. Una vez sentados, indica la carta, «empezaron a discurrir, y los demás pastores y pastoras a jugar». También el joven de la familia Pimentel tendría su papel aquel día, como se encarga de contar a su padre ausente, pues su tío le llamó para que sostuviese la famosa goleta, lo que hizo de buen grado situándose detrás de Antonio Pimentel; este guarnecido, / cadena y sarta de perlas, / listón con cabos de plata, /sombrero con borlas negras, / rebozo de argentería» (en CORDE).   Son muchos los estudios sobre el mundo al revés en un contexto popular, es especial vinculado al Carnaval. Valga citar como libro de referencia ya clásica el de Caro Baroja (1989).

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hecho provocó un juego que podríamos calificar de «social» en el que «la Reina le preguntaba adonde había puesto la goleta, y dijo mi tío que yo la tenía y miró hacia mí y se riyó». Como se puede observar, hasta las miradas cuentan y cualquier signo de cercanía importa en este ambiente festivo, en el que se aprovecha para introducir a unos en la vida social e intensificar relaciones que superan las puramente protocolarias. Parece que al fin el embajador se quedó con la cayada y le decía la Reina que se holgaría que la emplease «en hacer un bastón de General del ejército de Flandes». No pasó inadvertida a la Reina la presencia del joven, porque al día siguiente la Reina preguntó a Antonio Pimentel en tono de broma, estando su sobrino delante, por su cayada, a lo que él respondió que estaba bien guardada, circunstancia que aprovechó Cristina de Suecia para bromear con el joven que había tenido que estar tres horas en pie junto a ella a costa del objeto, y añade Juan Antonio Pimentel respecto al tono del trato entre los protagonistas del juego: «Todo esto lo decía en chanza [la Reina] y con la mejor gracia que se puede ver en el mundo». Volviendo a la fiesta en honor de la condesa Ebba Sparre, también terminó con el juego de prendas como la que tuvo lugar dos días antes. En esta ocasión las noticias cambian el verbo para indicar, no que fue la Reina quien entregó parte de sus adornos a los invitados, sino que estos: la volvieron otra vez a desvalijar y mi tío la quitó una manga de gasa que tenía en el brazo izquierdo, sin camisa ni otra cosa, con lo cual cuando mi tío la quitó la manga de gasa quedó todo el brazo desnudo y sin camisa, y también la quitó un guante y un coturno 7 y un pedazo de un justacor, 8 que se puso después de haberla despojado, y cuatro botones y muchos listones rojos, con lo cual no fue mi tío el que menos se llevó de todo, sino el que más.

Parece, en fin, que juegos y disfraces se repitieron en otras ocasiones, pues el autor de estas cartas recuerda otros momentos, a propósito de la intimidad entre la Reina y su tío, en los que Antonio Pimentel llevó de nuevo el disfraz de Marte. A través de sus noticias sabemos que en la rodela «llevaba por divisa a la Reina vestida como había estado en aquella fiesta que se había hecho el día que cumplía años y la pintó desta manera, y mi tío, que era Marte, debajo de los pies de la Reina, caído en el suelo, como rendido, y debajo una letra que decía: Mas contra todos, que quería decir que aunque estaba rendido a la Victoria que era la Reina, que no se rendía a los demás». 9 Esta fiesta en la que la Reina danzó en disfraz de Victoria es precisamente con la que se abrió este apartado.

   coturno: «calzado de suela de corcho sumamente gruesa usado por los actores trágicos de la antigüedad grecorromana para parecer más altos» (DRAE).    justacor: «especie de vestidura, lo mismo que ajustador» (Diccionario de Autoridades). Era, por tanto, un tipo de jubón o chaleco que se ponía bastante ajustado al cuerpo.    Apuntes de Lavagouyon, colaborador de Alfred Morel-Fatio, conservados en la Biblioteca Municipal de Versalles, tomados de la Biblioteca Nacional de España (BNE), ms H. 86, fol. 187, copia de la época.

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Antonio Pimentel, Marte ofendido Del análisis de estas fiestas, en lo que se refiere a los rasgos propios de este tipo de celebraciones que rozan los límites de lo privado y lo público, es posible afirmar que se cumplen las hipótesis que he establecido en la primera parte de esta aportación, esto es, que existe un mínimo desarrollo argumental, apoyado en el conocimiento común de quienes participan en la fiesta, de figuras como la Victoria, el dios Marte o el mundo caballeresco pastoril, aunque en el marco festivo en que se les encuadra se aproveche para subvertir el orden habitual de las relaciones, pues son los nobles disfrazados, en este caso la misma Reina, la que no duda en servir a quienes dependen de ella, aquí, su embajador Antonio Pimentel, que compartió protagonismo con la Reina de aquella fiesta. Y, si fue Pimentel quien arrebató a la Reina las prendas, como se vio en el apartado anterior, y quien se convirtió en guardián de ellas y de su dueña, lo cierto es que los años cambiaron los derroteros de aquella relación profesional y humana, como es bien sabido, pero no es ahora el momento de analizar las cuestiones políticas que llevaron a España a mantener una especial atención hacia la reina Cristina de Suecia. La mínima estructura temática en la que se enmarcaron los disfraces y también las máscaras presentes en varias de esas fiestas en la corte sueca, como se ha probado, se presenta en cuadros inconexos en los que la danza, la música y un mínimo de acción dramatizada conviven, ya sea porque los hombres y mujeres de la corte danzan en trajes antiguos, como se ha visto, o porque la presentación de todos ellos en escena parece sacada de un cuadro, recordemos: «se corrió una cortina, se vio a la Reina sobre su trono, al príncipe Adolfo a sus pies, los caballeros de un lado y las damas de otro». Pero ese primer estatismo se transmuta en danza: «todos, incluida la Reina que llevaba una máscara negra, danzaron» y juega en los lindes de la representación, parateatro si no teatro: «[en] el banquete que tuvo lugar aquella noche, los dioses fueron servidos por los representantes del mundo pastoril», pero especialmente el mínimo de acción dramática que tiene como eje la goleta, tal como se ha desarrollado ya de forma pormenorizada, que da lugar a juegos dramáticos all improvisso en los que a la coquetería de la Reina responde la iniciativa de sus caballeros, en los límites del decoro. Lejos estamos de otras celebraciones en las que la música o el texto ocuparon un lugar prioritario. Valga recordar que, para la misma Reina, y con motivo de su famosa conversión al catolicismo ocurrida a fines de 1655, Antonio Pimentel escribía desde Innsbruck a su hermano sobre las celebraciones que siguieron a la abjuración de la Reina el 3 de noviembre Aquella noche se hizo en la misma sala que se había comido una comedia en música que divirtió mucho a Su Majestad, y el día siguiente otra en el salón de las comedias, que fue gran cosa, así por la cantidad de las mudanzas del teatro como por lo bueno de las voces y riqueza de los vestidos. Duró seis horas y pareció corta. 10 10

 BNE, ms. H 86, fol. 200. Copia de la época.

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El asunto de la comedia cantada fue Marte ofendido y, aunque todavía nada hacía presagiar de forma definitiva la caída de Antonio Pimentel, la figura del dios no deja de recordarnos a aquel Pimentel disfrazado de Marte triunfante y conquistador de apenas tres años antes, con el que ha comenzado este trabajo. Para encontrar al embajador ofendido, no hay más que esperar a febrero de 1656 en que el cardenal Barberini celebró a la Reina recién llegada a Roma con una comedia, a la que no invitó a ninguno de los embajadores, con el pretexto de que tampoco acudiría el cardenal Médicis; de nada valió la intercesión de Su Majestad, porque Barberini se mantuvo en su idea, so capa esta vez de que la asistencia de cardenales era grande y no habría asiento para más. La Reina propuso repetir la comedia, pero ya para entonces Pimentel y Terranova se excusaron diciendo: «Mire Vuestra Majestad qué zainería querer echarnos la culpa de que no querríamos ir con causa más frívola, y cuán mal encubren su veneno cuando no quiso que la Reina nos llamase» (Archivo de Simancas. Estado, legajo 3029. Roma, 5 de febrero de 1656). Era solo el preludio de la caída y Pimentel, a quien se le ofreció continuar como doméstico de

Descartes en la Corte de la reina Cristina de Suecia (detalle) Pierre Louis Dumesnil. Museo Nacional de Versalles.

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la Reina en Roma y no como embajador, se disculpó apelando a que no tenía genio capaz de conformarse con el de los cortesanos romanos, por ser tan opuesto a la franqueza que como soldado había aprendido en la guerra (Archivo de Simancas. Estado, legajo 3029. Roma, 6 de febrero de 1656). Su salida del ámbito de la Reina en mayo de 1656 estuvo lejos de ser honrosa, entre los insultos inmerecidos de la monarca sueca y la templanza del español. Marte ofendido, ¿Marte derrotado? A la luz de estos acontecimientos se comprende mejor el porqué se quedó sin estreno el auto encargado a Calderón de la Barca, La protestación de la fe, previsto para junio de 1656, que tenía como argumento principal la conversión de la reina Cristina de Suecia. El decreto del Rey indicaba que no se hiciese porque habían variado las circunstancias, y la casa y servicios de esa Reina estaba compuesta solo de franceses, pero tras estas palabras se podía leer entre líneas la decepción del penúltimo de los Austrias por el devenir de los hechos. Tampoco debió de ser agradable para Calderón, aunque estaba ya curtido en las lides de los contratiempos (Lobato, 2001); algo pudo paliar el malestar las palabras firmadas por el Rey: «y aunque esté tan adelante el tiempo, yo fío del ingenio de don Pedro Calderón que hará otro luego para que no haya falta en el festejo de tan gran día» (Barrionuevo, 5 de junio de 1656: fol. 252r-; I-284). 11 Juegos de corte, en fin, pero juegos que son más que entretenimientos sin consecuencias. Paréntesis de protocolo en los que las relaciones políticas y sociales dejaban paso a las personales, a veces a las muy personales, y las manifestaciones lúdicas, teñidas de música, danza y palabras, servían para poner en escena argumentos en los que la vida jugaba a ser teatro y lo ocurrido so capa de teatro incidía sin duda en la vida que continuaba ¿al margen? de lo representado. Otras manifestaciones de divertimentos cortesanos, inocentes solo en apariencia, esperan ser localizadas y examinadas a la luz de las premisas aquí expuestas, porque en los quiebros de las artes y en estos momentos de expansión al parecer inocentes se encuentran claves útiles para desvelar las relaciones entre los grandes, dignas de sumarse a las más canónicas. Bibliografía citada Jerónimo de Barrionuevo, Avisos (Años 1654-1658) (1968-1969), ed. Antonio Paz y Melia, Madrid, Atlas (Biblioteca de Autores Españoles, 221-222). Daniel des Brosses (2006). Christine de Suède: La fascinante et scandaleuse reine du Nord, Paris, AKR. Julio Caro Baroja (1989). El Carnaval, Madrid, Taurus. Antonio Cortijo Ocaña y Adelaida Cortijo Ocaña (1998). «La ventura de la roca de la competencia de Marte y Minerva. Una folla desconocida del siglo xvii», Bulletin of the Comediantes, 50, 1, pp. 79-91. 11  Indica Oostendorp, 1989, que otras dos obras del siglo xvii trataron la persona y hechos de esta Reina: Afectos de Odio y Amor, de Calderón (h. 1658) y ¿Quién es quien premia al Amor?, de Bances Candamo (j. 1686-1687).

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Luis Estepa (1993). «Un género dramático desconocido: la folla», Revista de Literatura, 55, pp. 523-535. Verena von der Heyden-Rynsch (2001). Cristina de Suecia. La reina enigmática, Madrid, Tusquets. Miguel Lasso de la Vega (1941). «Don Antonio Pimentel de Prado, embajador a Cristina de Suecia (1652-1656)», Hispania (Madrid), 1, 3, abril-junio, pp. 47-107. María Luisa Lobato (2001). «Calderón en los Sitios de Recreación del Rey: Esplendor y miserias de escribir para palacio», en Calderón: sistema dramático y técnicas escénicas. Actas de las XXIII Jornadas de Teatro Clásico de Almagro (11, 12 y 13 de julio de 2000), eds. Felipe B. Pedraza Jiménez, Rafael González Cañal y Elena Murillo, Almagro, Ciudad Real, pp. 187-224. —  «María Luisa de Orleáns, esposa de Carlos II, vista por la marquesa de Villars (16791689)», en Teatro y poder en la época de Carlos II. Fiestas en torno a reyes y virreyes, ed. Judith Farré Vidal, Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2007, pp. 13-44. Henk Oostendorp (1989). «Cristina de Suecia en el teatro español del siglo xvii», Diálogos Hispánicos de Amsterdam. El teatro español a fines del siglo xvii, eds. Javier Huerta Calvo, Harm Den Boer, y Fermín Sierra Martínez, Amsterdam-Atlanta, Rodopi, vol. 8/II, pp. 245-259. Bernard Quilliet (2003). Christine de Suède, Paris, Arthème Fayard. Cezary Taracha (2007). «La cifra de Antonio Pimentel de Prado, embajador de España en Suecia de la mitad del siglo xvii», Estudios Hispánicos, 15, pp. 235-240. Oskar von Wertheimer (1937). Christine de Suède, Paris, Bernard Grasset.

«…Y que se pague por la comedia escrita para representarse en Palacio…» Alicia López de José IES «Ramiro de Maeztu» (Madrid)

Un Archivo Histórico es un lugar mágico. No importa la comodidad o incomodidad de sus instalaciones. No importa que modernos sillones y mesas de materiales sintéticos hayan sustituido a las viejas sillas y pupitres de madera, porque al desatar un legajo y aparecer ante nuestros ojos el papel amarillento por el paso del tiempo —a veces, roto; a veces, manchado—, y sacudir las pequeñas escamas de tinta seca que se escurren entre nuestros dedos, todo el mundo exterior tiende a desvanecerse y podemos quedar sumergidos en un tiempo lejano pero, a la vez, próximo y —siempre— maravilloso. Y así, al descubrir en un documento de 1673 una anotación que dice: «seis varas de lienzo casero para las velas del molino de viento», es fácil emocionarnos y pensar —a riesgo de sufrir una decepción— que hemos hallado algún rastro de ese Don Quijote de Pedro Calderón de la Barca, perdido y —acaso— imaginado por los investigadores. El interés suscitado por la obra y el héroe cervantinos fue grande desde el momento de su aparición, y sus valores dramáticos pronto apreciados por los comediógrafos de la época, que —al igual que otros contemporáneos del siglo y de los posteriores— darían también vida a distintos personajes de la inmortal novela en sus obras, 1   Sobre las adaptaciones y recreaciones de la novela cervantina en el teatro del Seiscientos remito, como últimas aportaciones, al trabajo de Jurado (2005). Asimismo, para la reciente edición de algunas de estas piezas, véase Arellano (coord., 2007).

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hasta el punto de llegar casi a reproducir el mismo título en alguna de sus creaciones. Ese fue el caso de Guillén de Castro, que con su Don Quijote de la Mancha figuró entre los primeros en recrear la figura del caballero, en una pieza que supone —en palabras de García Lorenzo (1971: 30)— «un canto a la mujer, al amor y a la fidelidad» femenina. Pero, por encima de todo, ha intrigado siempre la visión que el gran dramaturgo madrileño pudo imprimir al personaje en su desaparecida comedia, sobre cuyas primeras representaciones tenemos escasas noticias procedentes de fuentes fidedignas, salvo la constancia de su presencia en el escenario del Buen Retiro durante las Carnestolendas de 1637. En esta ocasión, tras varios días de múltiples festejos —entre los que se contó la representación de comedias—, se eligió para el martes 25 de febrero una obra «del gran don Pedro Calderón, en quien asienta bien cualquier alabança: y la representó Rosa con su compañía, 2 no de menores y luzidos personages: y el assunto fue la nouela de don Quixote, con que se dio fin a las fiestas.» (Sánchez Espejo: 1637). En su obra sobre el reinado de Carlos II, Maura Gamazo (1911-1915: II, 220221) hizo también referencia a una representación posterior de la comedia calderoniana, 3 que habría compartido fecha y escenario con otra pieza del mismo título, aunque de distinta autoría, sobre las que señala, sin precisar su fuente: Domingo y martes de Carnestolendas de 1673 representáronse en el teatrillo del Alcázar dos obras nuevas sobre Don Quijote, de Calderón de la Barca la una y de Matos Fragoso la otra…

Esta afirmación de Maura, y la existencia en la Biblioteca Nacional de Viena de un manuscrito con el título de El hidalgo de la Mancha —a nombre de Matos, Diamante y Vélez— 4 han servido de punto de partida para especulaciones posteriores. Y así, en su edición de Los celos hacen estrellas, Varey y Shergold (1970: LIV) relacionan ambos manuscritos con un tercero —conservado asimismo en la citada institución vienesa—, correspondiente —también— a una obra de Juan Vélez, No hay contra el valor encantos, sobre los que señalan: No parece inverosímil suponer que las cuatro obras teatrales encuadernadas por Juan de Calatayud fuesen las tres representadas en las Carnestolendas de 1673, y la del cumpleaños de la Reina madre en 1672. Admitiendo esto, dos de ellas serían Los celos hacen estrellas y El Hidalgo de la Mancha; No hay contra el valor encantos dataría   Compañía de Pedro de la Rosa. Lo encontramos citado ese mismo año de 1637 entre los autores a quienes el 27 de febrero —y con vistas a las representaciones del Corpus— se ordena no salir de Madrid «asta tanto que ayan dado muestra de las compañías que tienen hechas para escoger las que vieren de hacer las dichas fiestas» (Shergold y Varey, 1961:1).   E. Cotarelo (1924: 324) recoge también el dato aportado por Maura, sin mayores precisiones: «Al Domingo de Carnaval de 1673 corresponde la representación, hecha a los Reyes, de la comedia ya vieja de Calderón titulada Don Quijote de la Mancha».   Para la edición del manuscrito de la obra conservado en la Biblioteca Nacional de Viena, atribuciones, etc., véase García Martín (1982).

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de la misma época, y la cuarta, ahora perdida, pudiera haber sido la refundición de Don Quijote de la Mancha, obra de Calderón, a la cual alude Maura Gamazo…

Para terminar afirmando: Podemos concluir, pues, que Los celos hacen estrellas fue estrenada el 22 de diciembre de 1672 […]; que El Hidalgo de la Mancha, y posiblemente, No hay contra el valor encantos, se representaron durante las Carnestolendas de 1673… 5

Pues bien, un conjunto de documentos custodiados en el Archivo General de Palacio 6 nos permite conocer con toda certeza no sólo la fecha en que verdaderamente tuvo lugar la representación de Los celos hacen estrellas, sino también las retribuciones acreditadas al dramaturgo y al compositor de la pieza, los nombres del autor de la escenografía y de los principales actores que intervinieron en el estreno —con las gratificaciones recibidas—, así como el importe de todos los demás gastos originados para la función. Y, del mismo modo, precisar qué obras se representaron durante las Carnestolendas de 1673, el espacio en que éstas tuvieron lugar, los autores de las mismas y las cantidades que percibieron por su trabajo, las compañías y gastos de representación, etc. En primer lugar, y en lo que se refiere a Los celos hacen estrellas, debemos tener presente que la expresión «representada a los años del rey», «la reina», o similares, no implica, por fuerza, que la representación palaciega debiera coincidir exactamente con el día en que se conmemoraba tal acontecimiento, ya que las vicisitudes de la propia puesta en escena o, simplemente, cualquier suceso referido a la vida de los soberanos, como una enfermedad, imponían cambios en el día señalado para la función. Así sucedió con la obra de Vélez que, proyectada para los «años de reina» de 1672, no conoció su estreno el 22 de diciembre de ese año —fecha en que se festejaba el cumpleaños de Mariana de Austria—, sino cuarenta días después. La causa del aplazamiento fue un ataque de varicela sufrido por el joven Carlos II, cuyo delicado estado de salud hizo temer, en esos momentos, por su vida. Varey y Shergold (1970: CXI), en su estudio sobre Los Celos, señalaron también como «poco probable que el monarca asistiera a la representación». Sin embargo, esta suposición queda descartada ante la lectura de nuestro documento n.º 8, en el que aparece señalada con toda precisión la fecha del estreno: el 1 de febrero de 1673; es decir, cuando la salud del rey le habría permitido acudir al teatro. Así lo acredita el registro del abono efectuado a José Víctor, «cerero mayor de la reina», por un importe de:

   Varey y Shergold (1970: LIV). Urzáiz (2002: II, 695) sitúa, asimismo, la representación «en 1672 en Palacio, con motivo del cumpleaños de la reina madre».   Todos los documentos a que se hará referencia se encuentran transcritos al final de este trabajo, con sus correspondientes signaturas. Se ha conservado la ortografía y el uso de mayúsculas; se han suplido las abreviaturas, y también la puntuación, si pudieran facilitar la comprensión del texto.

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[…] 210 reales y ¾ dellos, para el ensayo y comedia que se representó en Palacio a los años de la Reyna N[ues]tra S[eño]ra en primero de febrero del pasado de 1673. 7

Del mismo modo, los pagos efectuados a Francisco de Herrera —«pintor de su Majestad»— permiten identificarlo también como autor de las decoraciones escénicas de la obra —trabajo por el que percibió 8.000 reales— 8 que reprodujo, además, en cinco láminas destinadas a ilustrar el manuscrito que se envió a Alemania 9 y por las que recibió 1.100 reales más. 10 La lectura de estos documentos confirma la riqueza y espectacularidad que debieron de revestir los decorados concebida por Herrera para esta representación de Los celos hacen estrellas —anunciadas ya en las acuarelas que adornan el manuscrito—, y permiten comparar la gratificación de 8.000 reales que el artista recibió por este trabajo con la claramente muy inferior de 3.300, percibida por las escenografías de las dos comedias de Carnestolendas representadas pocos días después, de las que también fue autor. 11 Y ello sin insistir en el acierto del pintor al reflejar —en la primera de las láminas con que ilustró el manuscrito vienes— una parte del Salón Dorado de Palacio y de la embocadura del teatro; iniciativa que adquiere mayor trascendencia, ya que constituye el testimonio fidedigno del aspecto que presentaban en febrero de 1673 una parte de ese Salón y teatro «dorados» del Alcázar madrileño que tanto han interesado a los investigadores del género. La representación de Los celos importó un total de 17.450 reales «que se pagaron a diferentes personas». 12 Las cantidades más elevadas y significativas de esa suma se acreditaron al dramaturgo: 1.100 reales, como «cumplimiento a los duzientos de su ayuda de costa»; al compositor, Juan Hidalgo, 150 ducados; y a los actores, dirigidos por Antonio de Escamilla quien, en su calidad de autor, distribuyó «entre sus compañeros» quinientos ducados de ayuda de costa «por la representación y trauajo de los ensayos de la comedia Los zelos hazen Estrellas». Con cuatrocientos reales fue gratificado Gregorio de la Rosa, «músico sobresaliente»; suma que recibieron, asimismo —como extra—, las actrices Sebastiana Fernández, Luisa Fernández y Ana la Toledana. Esta última, retribuida con 2.000 más «para sacar dos vestidos de ombre para el papel de Mercurio». Además, se repartieron seiscientos reales —«por mitad»— entre Ana y María de Escamilla; y otros tantos fueron los asignados a Tomás Gallo, «violón, por hauer asistido a la comedia». La «cantidad en que se ajustó […] vestir esta fiesta» 13 importó, en el caso de Damiana de Arias, 1.000  Documento n.º 8.  Documento n.º 7.   En su edición de Los celos hacen estrellas Varey y Shergold (1970: 37-43) analizan también minuciosamente la autoría y circunstancias que rodearon la elaboración de las acuarelas que ilustran el manuscrito vienés —en relación con otro dibujo conservado en el Museo de los Uffizi, de Florencia—, al tiempo que descartan a Herrera como autor de los decorados de la obra. 10  Documento n.º 7. 11  Documento n.º 7. 12  Documento n.º 1. 13   Francisco de Vargas recibió 400 reales por «haber sacado tres traslados della».  

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reales. Igualmente, se abonaron a los carpinteros 2.200 reales, por el trabajo de «Armar y desArmar el teatro», junto a otros gastos menores acreditados por distintos conceptos: «violones que asistieron a los intermedios», tramoyista, alguaciles, «cocheros que trajeron las compañías», etc. Más tarde, a los once días de tener lugar la representación de Los celos hacen estrellas comenzaron en Palacio las fiestas de Carnestolendas, que se celebraron el 12 y 14 de febrero (domingo y martes), con la representación —en el mismo escenario— de dos comedias: El Hidalgo de la Mancha y No hay contra el valor en­ cantos. 14 En un principio, la posible ambigüedad en la redacción de alguno de los documentos —considerado aisladamente— podría inducir al error en que —de conocerlo— habría incurrido Maura, por cuanto en dos de ellos se indica que durante las Carnestolendas de 1673 se representaron en Palacio «dos comedias nuevas de Don Quijote y No ay contra el valor encantos». 15 Así, esta forma de expresión hubiera podido también entenderse como la referencia a dos piezas distintas sobre el mismo personaje, a las que se añadiría como tercer título No hay contra el valor encantos. Ahora bien, la lectura del encabezamiento de la nómina con los pagos a los oficiales y peones que intervinieron en esas funciones y la justificación de una libranza de 3.300 reales efectuada a Francisco de Herrera en 9 de noviembre de 1673 alejan cualquier duda sobre el número de obras representadas en esos días, ya que en ambas se precisa con toda exactitud que los gastos efectuados por los conceptos señalados lo fueron para «las dos Comedias de Carnestolendas», 16 sin ninguna alusión a la existencia de una tercera pieza y, mucho menos, a la presencia de un título de Calderón, sobre quien no existe la menor referencia. La lectura del documento n.º 2 precisa, asimismo, que tanto Don Quijote como No hay contra el valor encantos fueron títulos de encargo, elegidos para ser representados en Palacio durante esas fechas concretas: Carnestolendas de 1673. La última de estas piezas —No hay contra el valor encantos—, creación exclusiva de Juan Vélez de Guevara; Don Quijote, compuesta en colaboración por Juan de Matos Fragoso (primera jornada); Juan Bautista Diamante (segunda jornada); y el mismo Vélez (tercera jornada), encargado también de componer el fin de fiesta. Los pagos «por haver escrito» 17 las dos obras se realizaron por orden del duque del Infantado mediante un libramiento de 3.300 reales, distribuidos en la forma siguiente: 1.500 reales a Juan Vélez de Guevara por Contra el Valor no ay encantos; los 1.800 restantes, por Don Quijote, repartidos entre los tres citados ingenios. 14  En los documentos aparece también como variante de este título Contra el valor no hay encantos. Los días en que se representó cada comedia plantean alguna divergencia, ya que mientras el documento n.º 2 señala que Don Quijote subió al escenario el martes de Carnestolendas, los documentos n.º 5 y n.º 6 sitúan en ese día Contra el valor no hay encantos. 15  Documentos n.º 5 y n.º 6. La redacción en ambos es prácticamente la misma, salvo que en el segundo de ellos se precisa que la cantidad de 3.000 reales destinada a gratificar a los «comediantes y comediantas» de las compañías de Vallejo y Escamilla debería repartirse «por mitad». 16  Documentos n.º 3 y n.º 7. 17  Documento n.º 2.

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La lectura de la nomina de gastos efectuados para estas representaciones ofrece también bastante interés y algunas particularidades. En primer lugar, la mayor parte de los referidos a las propias funciones —incluidos en el apartado relativo a «gastos para las comedias»— 18 están claramente relacionados con la representación de Don Quijote. Y, dentro de ella, a las partes de la misma que corrieron bajo la autoría de Vélez, dado que —si consideramos alguno de los episodios incorporados a la obra— podían permitir a Herrera —autor también de los decorados de estas dos comedias de Carnestolendas— un mayor despliegue de imaginación—. 19 Fueron: la «mesa de la venta» y, especialmente, «el lienzo para las velas del molino» —incluidos en la tercera jornada— o los presentes en la mojiganga («mesa», «pavo», «panecillos» y «manjar blanco»), también obra del mismo; sin que figure gasto alguno que parezca referirse a las jornadas primera y segunda de la obra, de las que eran autores Matos y Diamante. Asimismo, bien que bastante común a las representaciones celebradas en los Reales Sitios, no podemos dejar de observar el «realismo» con que se atendieron los aspectos «gastronómicos» de la función: el tocino estaba cocido, y los panecillos, recientes; las «pellas de manjar blanco» —que en el texto del manuscrito figuraban como cuatro—, se elevaron a seis en los gastos. Y esa cantidad fue también el importe de dos azumbres de vino, destinados a una bota que, para contenerlo, fue utilizada en la función. De igual modo, se acreditaron otros 21 reales por tres azumbres más del preciado líquido y dos libras de bizcochos que consumieron los comediantes; además de 46 reales, importe del «refresco» con que se obsequió a los carpinteros «de horden del Señor Duque del ynfantado». Completaron la suma otras cantidades destinadas a los jornales de carpinteros, albañiles, peones, y pintores encargados de «jugar las devanaderas y tramoyas, 20 entre los que figuraba Cosme Lot, hijo, sin duda, del famoso jardinero-escenógrafo del Buen Retiro. Actuaron en las dos comedias de Carnestolendas los actores de las compañías de Manuel Vallejo y Antonio de Escamilla, acostumbrados ya a compartir los mayores éxitos teatrales de esos años. Entre ellos, Bernarda Manuela, Manuela de Escamilla (que aparecen en el fin de fiesta), y Feliciana de Ayuso que —por «achacosa»— 21 requirió ser trasladada de forma especial a los ensayos y representaciones. Posteriormente, pudieron haber intervenido en el trabajo de desmontar el escenario dos de los carpinteros que participaron en el montaje del mismo —Juan de Ávila y Nicolás Francisco— ya que —en nómina firmada por Andrés Montoya y entre otros gastos que nada tienen que ver con las funciones que nos ocupan— se justificaron a cada uno de los citados la suma de 36 reales por «deshacer el tablado de las comedias y mudar los bastidores de una pieça a otra […] desde lunes 20 de febrero de 1673 hasta 28 de março de dicho año»; así como 16 ½ reales a tres peones —Andrés de  Documento n.º 3.  Documento n.º 7. 20  Documento n.º 3. 21  Documento n.º 3. Las tres actrices citadas formaban parte de la compañía de Manuel Escamilla, y como a los restantes miembros de esta compañía y la de Vallejo se les prohibió salir de Madrid en 7 de febrero de 1673, a fin de que estuvieran disponibles para las próximas representaciones (Shergold y Varey, 1961: 252). 18 19

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Matapaja, Mathías Díaz y Pedro Asensio— por el mismo concepto (Shergold y Varey, 1982: 62). En suma, que la buena estrella de Juan Vélez de Guevara convirtió al dramaturgo en febrero de 1673 —casualmente, el mismo mes que le había visto nacer sesenta y dos años antes— en especial protagonista de las representaciones cortesanas celebradas en el espacio privilegiado del Salón Dorado del Alcázar madrileño. Y ello, merced al estreno de tres obras, entre las que se contaba, también, una de las más estudiadas de su producción, Los celos hacen estrellas, a la que se unirían pocos días después Contra el valor no hay encantos y Don Quijote, bien que esta última en autoría compartida con Diamante y Matos. Dos años más tarde de estos éxitos —el 27 de noviembre de 1675— 22 el comediógrafo moría en la misma ciudad que le había visto nacer: Madrid. Documento n.º 1 El Pag[ado]r Fran[cis]co de Arce. M[adri]d, 4 de febr[er]o de 1673. Horden del Sr. Duq[ue] del Infantado para despachar recaudo de 17.450 R[eale]s que se pagaron a diferentes pers[ona]s por gastos tocantes a la comedia que se representó en Palacio a los años de la Reyna N[ues]tra Señora. Dispondrá Vm. se despache luego recado en cuia Virtud se hagan buenos al Pagador de las obras las cantidades siguientes q[ue] de mi orden he dado a las pers[o]nas que en cada partida se declaran: Quinientos ducados que se dieron de ayuda de costa a Antonio de Escamilla para repartir entre sus comp[añero]s por la represent[aci]ón y trauajo de los ensayos de la comedia los zelos hazen Estrellas. Dos mil R[eale]s que se dieron a Ana la toledana para sacar dos Vestidos de ombre para el papel de Mercurio. Quatro çientos R[eale]s a la mesma de Ayuda de costa por sobresaliente. Otros quatro çientos a Sebastiana Fernández por la mesma razón. Otros quatro çientos a Luisa Fernández por la mesma razón. Otros quatro çientos a Gegorio de la Rosa, músico sobresaliente. Seis cientos R]eale]s por mitad a Ana y María de Escamilla, sobresalientes. Mil y cien R[eale]s a Dn. Juan Vélez, cumplim[en]to a los duçientos de su ayuda de costa. Çiento y cincuenta ducados a Juan hidalgo, cumplimento a los trescientos de la música de ambas fiestas. Mil R[eale]s a Damiana de Arias, Guarda ropa que fue la cant[ida]d en que se ajustó con ella vestir esta fiesta.

 Urzáiz (2002: II, 695).

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Cuatro çientos R[eale]s a Fran[cis]co de Vargas por hauer sacado tres traslados della. Dos mil y ducientos R[eale]s a los Carpint[ero]s con quienes de ajustó Armar y des Armar el Teatro. Trecientos (sic) R[eale]s a Dn. Tomás Gallo, Violón, por hauer asistido a la comedia. Cuatroçientos R[eale]s por mitad a Ventura Blanco y Manuel de los Reyes, Alguaciles. Ducientos R[eale]s a los cocheros que trajeron las compañías. A los Violones q[ue] asistieron a los intermedios, duçientos. Al escudero de a pie, çien R[eale]s. A Gabriel jerónimo, Carpint[ero] de los corrales q[ue] asistió a las tramoias por su seguridad, duçientos R[eale]s. G[uar]de Dios a Vm. Palacio, 3 de febrero de 1673. Al pie: Sr. D. Gaspar de Legasa. Al margen, en columna, las siguientes cantidades: 5.500 + 2.400 + 400 + 400 + 400+ 600 + 1.100+ 1.650 = 12.450 + 1.000 + 400 + 2.200 + 300 + 400 + 200 + 200 +100 + 200 = 17.450 r[eale]s. Debajo de las anteriores, sin especificación alguna, y disponiendo las cantidades para la suma de modo peculiar: 348600 2337   11 ---------593.300 (AGP., Administración Patrimonial, cª 9407/5). Documento n.º 2 1673. Comedias en Palacio por Carnestolendas. Por recaudo de nueue de febr[er]o, se hicieron buenos tres mil y trescientos R[eale]s que se pagaron en Virtud de horden del Duque del Infantado. Los 1.500 R[eale]s dellos a D. Ju[a]n Vélez de Guevara por haber escrito Vna comedia intitulada Contra el Valor no ay encantos, para representarse en Palacio el Domingo de Carnestolendas, y los 1.800 restantes que se repartieron entre el mismo D. Ju[a]n Vélez, y Ju[a]n Bau[tis]ta Diamane y D. Ju[a]n de Matos por la Comedia de D. Quijote que escribieron entre los tres para representarse en Palacio el Martes de Carnestolendas. Los pagos se realizaron por el pagador Don Francisco de Arce. (AGP, Administración Patrimonial, cª 9407/5).

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Documento n.º 3 El Pag[ado]r Fran[cis]co de Arce. M[adri]d 20 de Febr[er]o de 1673. Nómina de los of[iciale]s y peones y gastos tocantes a las Comedias q[ue] se hicieron en palacio por Carnestolendas, desde 4 hasta 14 de Febr[er]o. Nómina de los Oficiales y Peones que an trabajado a Jornal y gastos que se an hecho en este alcaçar R[ea]l de Madrid para las dos comedias de Carnestolendas, desde Sábado quatro de febrero de 1673 hasta Martes catorce del di[ch]o. Carpinteros Nicolás Fran[cis]co ocho días a doze reales al día............................................. Juan de Ávila, ocho días ydem............................................................................ Manuel gerónimo, ocho días ydem..................................................................... Manuel Prudencio, ocho días ydem................................................................... Gabriel jerónimo, ocho días ydem...................................................................... Andrés de Matapaja, ocho días a cinco r[eale]s al día.......................................

96 96 96 96 96 40

Albañiles Fran[cis]co Fernández, día y medio que ocupó en asistir a las prebenciones del fuego a doze reales al día.......................................................................... Rodrigo deçama día y medio ydem..................................................................... Diego garcía, día y medio ydem.......................................................................... Francisco garcía, día y medio que ocupó en lo dicho arriba Ydem diez y ocho reales................................................................................................................

18 18 18 18

Pintores Antonio de los Reyes, un día que ocupó en jugar las devanaderas y Tramoyas a doze reales.................................................................................................... Cosme Lot, un día ydem..................................................................................... Fran[cis]co Pérez, un día ydem.......................................................................... Salvador pilota, un día ydem.............................................................................. Leonardo alegre, dos días, veyntiquatro reales.................................................. Pedro álvarez, dos días ydem..............................................................................

12 12 12 12 24 24

Peones Diego Suárez, dos días a seis reales al día doze r[eale]s.................................... Juan de cortés, día y medio nuebe reales............................................................ Garçía Suárez, día y medio ydem.......................................................................

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Juan garçía, día y medio ydem............................................................................ Gastos Para las Comedias

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A Juan fran[cis]co, Por libra y media de alambre para la mesa de la benta y otras cosas, diez y ocho reales........................................................................ 18 Por dos baras de lienço para manteles a dicha mesa, diez y seis reales............. 16 Por seis baras de lienço casero para las belas del molino de biento, a seis r[eale]s la bara, treynta y seis r[eale]s............................................................ 36 Por un pabo para la mesa de la mojiganga......................................................... 26 Por seis pellas de majar blanco, seis reales......................................................... 6 Por tres panecillos para dicha mesa, un real...................................................... 1 Por dos libras de bizcochos y tres azumbres de vino para los comediantes, veynte y un reales............................................................................................ 21 Por refresco a los carpinteros el día de las dos comedias, de horden del Señor Duque del ynfantado...................................................................................... 46 A Fran[cis]co Antonio y Miguel díaz, Moços de silla, Por haber traydo y llevado a los ensayos y a la comedia a feliciana de Ayuso, Por estar achacosa, ochenta r[eale]s, con dicha Orden de su ex[celenci]a.................................. 80 Por un pedaço de tozino Cocido y Por unas alforjas de la Primera Comedia, seis reales......................................................................................................... 6 Por dos azumbres de bino Para una bota de d[ic]ha comedia, Seis reales....... 6 Por tres panecillos pasra d[ic]has alforjas, real y medio.................................... 1,1/2 Por dos docenas de bidrios para poner los morteretes en la segunda muda de cera, diez reales............................................................................................... 10 Por un Moço que subió y bajó todas las jeringas y cubos y los llenó de agua, seis reales......................................................................................................... 6 Por traer y llevar las arañas, tres reales............................................................... 3 A Pedro Sánchez, Çerrajero de cámara, por una manija con un tornillo de buelta con un casquillo para la tramoya del molino veynte ycuatro R[eale]s........................................................................................................... 24 A un tambor que asistió a tocar un tambor entrambas comedias, doze reales.... 12 Por adereçar las jeringas y poner unos tornillos que se an pordido (sic) y quebrado veynte y cuatro R[eale]s....................................................................... 24 _____ 1.069,1/2  Montan las partidas de la Nómina mil y sesenta y nuebe Reales y medio y están tasadas Por el aparejador Bartolomé hurtado garcía, en Madrid a catorce de febrero de 1673. Firmado: Andrés de Montoya. (AGP., Administración Patrimonial, cª 9407/4).

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Documento n.º 4 1673. Gastos de Comedias de Carnestolendas. Por Recaudo de d[ich]o día 22 de Febr[e]ro se hicieron buenos tres mil y seiscientos R[eale]s que en virtud de horden del Sr. Duque del Infantado se pagaron a diferentes personas, por gastos tocantes a las Comedias que se representaron en Palacio el Domingo y Martes de Carnestolendas, como por menor parece por la Horden q[ue] está en el legajo. (AGP., dministración Patrimonial, cª 9407/5). Documento n.º 5 1673. Comedias de Carnestolendas en Palacio. Por recaudo despachado en quatro de Mayo se hicieron buenos Tres mil R[eale]s que en Virtud e horden del Duque del Infantado, mayor[do]mo mayor de Su Mag[esta]d, a cuyo cargo está la superintendencia de las obras R[eale]s, se pag[aro]n a Manuel Ballejo y Ant[oni]o de Escamilla, para repartirlas entre los comediantes y comediantas de sus compañías, por virtud de la ocupación y trauajo que tuuieron en representar a sus Mag[estad]es las dos comedias nueuas de D. Quijote y No ay contra el valor encantos que se representaron el Domingo y Martes de Carnestolendas de este año en el Salón Dorado de Palacio. (AGP., Administración Patrimonial, cª 9407/5). Documento n.º 6 1673. Comedias de Carnestolendas en Palacio. Por Recaudo despachado en quatro de Mayo se hicieron buenos tres mil R[eale]s que en Virtud de horden del Duque del Infantado, mayor[do]mo mayor de su Mag[esta]d, a cuyo cargo está la superintendencia de las obras R[eale]s se pag[aron]n a Manuel Ballejo y Ant[oni]o de Escamilla para repartirlos entre los comediantes y comediantas de sus compañías por mitad, por la ocupación y trauajo que tuuieron en Repreentar a sus Mag[estad]es las dos comedias nueuas de D. Quijote y No ay contra el Valor encantos, que se representaron el Domingo y Martes de Carnestolendas de este año en el Salón Dorado de Palacio. (AGP., Administración Patrimonial, cª 9407/5).

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Documento n.º 7 1.673. A Fran[cisc]o de Her[rer]a. Comedias de Palacio. Por libranza de Nueue de Noui[emb]re se libr[ar]on a D. Fran[cisc]o de Herrera, pintor de su Mag[esta]d, en Virtud de horden del Duque del Infantado. Doce mil y cuatrocientos Reales. Los 80 R[eale]s dellos por lo que trauajó en pintar y acomodar los Vastidores de las mutaciones del Teatro en que se representó la Comedia de los años de la Reyna n[uest]ra Señora en el salón dorado de Palacio; 3.300 R[eale]s por lo que se ocupó en el mismo efecto en las dos Fiestas y Comedias de Carnestolendas, y los mil y cien R[eale]s restantes por los dibujos q[ue] hiço de las mutaciones de la Comedia de los años de su Mag[esta]d para remitirlos a Alemania como en d[ic]ha horden se refiere, que queda en el legaxo de Recaudos de este año. (AGP., Administración Patrimonial, cª 9407/5). Documento n.º 8 1674. D. Joseph Víctor. Cera para Comedias de Palacio. Por libranza de ocho de Abril se libraron a D. Joseph Víctor, cerero mayor de la Reyna N[ues]tra S[eño]ra, 3.597 R[eale]s por el valor de 327 l[ibra]s de cera que entregó. Las 210 l[ibra]s ¾ dellas para el ensayo y comedia que se representó en Palacio a los años de la Reyna N[uestr]a S[eñor]a en primero de febr[e]ro del pasado de 1673, y las 116 l[ibra]s ¼ restantes para las comedias que asimismo se representaron en Palacio para las Carnestolendas de d[ic]ho año, a razón de once R[eale]s la libra. (AGP, Administración Patrimonial, cª 9407/11). Bibliografía citada Ignacio Arellano [coord.] (2007). Don Quijote en el teatro español: del Siglo de Oro al siglo xx, Madrid, Visor Libros. Guillén de Castro (1971). Don Quijote de la Mancha, ed. Luciano García Lorenzo, Salamanca, Anaya. Emilio Cotarelo y Mori (1924). Ensayo sobre la vida y obras de D. Pedro Calderón de la Barca, Madrid, Tip. «Rev. de Arch., Bibl. y Museos». Edición facsímil al cuidado de Ignacio Arellano y Juan Manuel Escudero, Universidad de Navarra, 2001. Genealogía, origen y noticias de los comediantes de España (1985), ed. N. D. Shergold y J. E. Varey, Valencia, Tamesis. Agapita Jurado Santos (2005). Obras teatrales derivadas de las novelas cervantinas (siglo xvii). Para una bibliografía, Kassel, Ed. Reichenberger. Juan de Matos Fragoso, Juan Bautista Diamante y Juan Vélez de Guevara (1982). El Hi­ dalgo de la Mancha, ed. Manuel García Martín, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca.

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Andrés Sánchez Espejo. Relación aiustada, en lo posible, a la verdad. Y repartida en dos dis­ cursos. El primero, de la entrada en estos Reynos de Madama María de Borbón, Princesa de Cariñán. El segundo, de las fiestas, que se celebraron en el Real Palacio del buen Retiro, a la elección de Rey de Romanos, Año 1637. Madrid, Imp. de María de Quiñones. N. D. Shergold y J. E. Varey (1961). Los autos sacramentales en Madrid en la época de Cal­ derón. 1637-1681, Madrid, Ediciones de Historia, Geografía y Arte, S. L. —  y J. E. Varey (1982). Representaciones palaciegas: 1603-1699, London, Tamesis. Héctor Urzáiz Tortajada (2002). Catálogo de autores teatrales del siglo xvii, Madrid, Fundación Universitaria Española. Juan Vélez de Guevara (1970). Los celos hacen estrellas, ed. ������������������������������ J. E. Varey y N. D. Shergold, London, Tamesis.

De los hombres se hacen los obispos o la vida de Tomás Rodaja Isabel LOZANO-RENIEBLAS Dartmouth College

El licenciado Vidriera se ha leído como una obra seria, concediendo un peso excesivo a las sentencias del personaje, interpretadas como expresión ideológica de su autor. Primero, el magisterio de Francisco de Icaza y, luego, la autoridad de Menéndez Pelayo sancionaron la idea de que las sentencias de Vidriera eran un mero pretexto de su autor para encajar su visión del mundo. 1 De ahí que la desigual extensión que abarca cada una de las etapas de la vida del personaje parezca desajustada y desequilibrada. Un acercamiento a la novela desde el género nos permitirá explicar estos aparentes desajustes, aun a sabiendas de que adentrarse en el género de El licenciado Vidriera lleva implícito atender al género de la colección, esto es, al de la novela y al papel que juega en el ámbito de lo literario. La novela comprendida como fenómeno literario pertenecería a lo que Luis Beltrán ha denominado protonovela, pues da cuenta de un proceso de traslación o adaptación de los géneros de la tradición al mundo histórico mediante un doble movimiento. 2 Por una parte, se procura eliminar la distancia épica del mundo tradicional,   Escribe Francisco de Icaza en su estudio sobre la obra: «Para mí digan lo que digan los inspiradores y los copistas de Navarrete El licenciado Vidriera no es sino un pretexto de Cervantes para publicar sus apotegmas.» (Icaza 1980: I, 289). Y Marcelino Menéndez y Pelayo reduce a «aquellos libros comúnmente llamados anas» el género de El licenciado Vidriera, «donde la sencillísima fábula novelesca sirve de pretexto para intercalar las sentencias de aquel cuerdo loco, así como Luciano había puesto las suyas en boca del cínico Demonacte» (1946: II).   Aunque el término protonovela ha sido utilizado, sobre todo, para referirse a la novela medieval, sin

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mediante la narrativización o introducción de material complementario, lo que permite una reacentuación del discurso y un acomodo de los materiales tradicionales a la cultura histórica. Por otra parte, se actualizan ciertos géneros tradicionales anulando la dimensión mágica y sustituyéndola por una nueva actitud estética más sensible hacia la actualidad. De ahí, el peso que adquieren los géneros orales, capaces de incorporar el pasado reciente al mundo de la imaginación literaria. El licenciado Vidriera cabe enmarcarlo en este proceso. En él Cervantes construye la vida de un personaje combinando dos géneros tradicionales, el biós y el caso. El primero de ellos, el bios, que no se corresponde exactamente con la biografía, como ha querido ver un sector de la crítica, 3 gozó ya de expresión literaria en la Antigüedad. A diferencia de la biografía, el biós pretendía simplemente caracterizar un personaje mediante anécdotas, palabras o hechos, siguiendo un esquema mnemotécnico, mientras que la biografía perfila una imagen pública lo más acabada posible. Podría decirse que el biós es una forma muy simple y rudimentaria de biografía que no se somete al rigor de la cronología. Mijail Bajtín en su Teoría y estética de la novela distingue dos tipos básicos de biós que, luego, darían lugar a las diversas modalidades de biografía y autobiografía que ensayó la Antigüedad. El primer tipo se construye sobre la base del encomio y tiene su expresión más temprana en los perfiles de Evágoras (de Isócrates) y de Agesilao (de Jenofonte), que proporcionaron el esquema formal básico del género. Estos encomios están en la base de la biografía greco-latina propiamente dicha, cuyas figuras más representativas son Filóstrato, Plutarco o Suetonio (Bajtín 1989: 284 y ss.). Un segundo tipo de biós que distingue Bajtín está ligado al folclore, a las «formas estrictas de la metamorfosis mitológica» (Bajtín, 1989: 283). Ya no se construye básicamente sobre el encomio sino sobre el camino de la vida que conduce a la adquisición de conocimiento. Tanto el biós del primer tipo como el del segundo perviven en la Edad Media en las vidas o semblanzas de varones ilustres y en la hagiografía, con las peculiaridades que la caracterizan. Boccaccio concluye su Vida de Dante con el esquema del bios griego: «Sobre el origen, vida, estudios y costumbres del famosísimo varón Dante Alighieri, florentino, poeta ilustre, y de las obras compuestas por el mismo, termina» (Alvar 1993: 122). En el Renacimiento a los facta se sumarán los dicta y en ninguna biografía podía faltar una sección dedicada a los dichos y agudezas del biografiado (Blecua 1979: 283). En El licenciado Vidriera Cervantes nos narra la vida no de un personaje histórico o legendario sino de un ente de ficción, de un loco. La conexión de El licenciado Vidriera con la biografía antigua y en particular con la vida de los cínicos ya fue estudiada por Riley. Para el cervantista inglés, la comparación con Demonacte, que hiciera Menéndez Pelayo en el capítulo que dedica a la literatura apotegmática en embargo, no se comprende como un género de transición entre la descomposición de los géneros de la Antigüedad y el nacimiento de la novela (Beltrán Almería, en prensa).    Para García López, «La novela de El licenciado Vidriera constituye la biografía de un personaje, pero es también un relato sorprendente para nuestra mentalidad estética, labrada en la ficción realista decimonónica» (2001: 837).

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sus Orígenes de la novela, no es del todo acertada. Propone como referencia la vida de Diógenes de Sínope contada por Diógenes Laercio, mucho más parecida a la de Vidriera. No pretende Riley tanto establecer modelos, sabedor del riesgo que entraña adjudicar fuentes fidedignas en Cervantes, cuanto conectar la locura de Vidriera con el cinismo como forma de vida, desprovista de todo convencionalismo y crítica con la sociedad (Riley: 2001, 219-238). Cervantes nos presenta a Tomás Rodaja con un perfil intelectual, un indicio que, junto con otros rasgos folclóricos, como la locura, la magia, el viaje o la metamorfosis, nos conduce hacia el biós que se construye sobre el camino de la vida, el biós folclórico. La novela ejemplar se estructura en los tres tramos que componen la vida de Tomás: etapa formativa, escepticismo crítico y plenitud en la adquisición del conocimiento. Estos tres tramos están marcados por encuentros fortuitos, vaivenes caprichosos de la fortuna que deciden, como decía Azorín en su biografía del personaje, la suerte de los humanos (Azorín, 1947: 99103). El encuentro con los dos caballeros a las orillas del Tormes y con el capitán Valdivia marcarán el primer tramo; la visita a la dama de todo rumbo y manejo, el segundo; y la intervención caritativa del religioso de la orden de san Jerónimo, el tercero. A cada uno de ellos le corresponde, a su vez, un nombre: Rodaja, Vidriera y Rueda (Casalduero 1969: 137 y Redondo 1981: 33). La etapa formativa viene determinada por su estancia en Salamanca como estudiante y por las «experiencias» de su viaje a Italia y a Flandes. Persigue poner de manifiesto los aciertos y defectos del personaje, que se cifran en las condiciones naturales e innatas para el estudio y en las decisiones no siempre afortunadas. La novela comienza con un niño dormido. Dos caballeros estudiantes lo encuentran a orillas del río Tormes. Lo despiertan e indagan su condición. Tomás Rodaja, que así se llama el muchacho, se dirige a la ciudad de Salamanca «a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio» (El licenciado Vidriera, 265). Tomás entra al servicio de los dos caballeros y, finalmente, tanto se aplica en sus estudios que «en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso en la universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido» (267). La vida comienza con la etapa formativa. No se conoce la ascendencia del muchacho; tampoco se sabe nada de la niñez, aunque Azorín la imaginara estrecha. Tomás es el equivalente del huérfano de las novelas de educación decimonónicas que ha de enfrentarse solo al mundo. Carece de pasado y, cuando le preguntan por su patria, responde «que el nombre de su tierra se le había olvidado (…), que ni de ella ni del de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella» (265-66). Su formación en la universidad se complementa con sus experiencias como viajero. Una vez acabados sus estudios vuelve a Málaga, la patria de sus amos, pero por poco tiempo, pues pronto extraña la vida de estudiante y decide regresar a Salamanca con intención de proseguir sus estudios. El encuentro con un capitán de infantería cambia su derrota, y acaba alistándose en la milicia y viajando por Italia y Flandes. Este primer tramo formativo queda sintetizado por dos frases que pronuncia el propio Tomás. Con la primera trata de explicarle a sus amos cómo piensa honrar a

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sus padres: «con mis estudios (…), siendo famoso por ellos. Porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos» (266); con la segunda, intenta persuadirse a sí mismo de la conveniencia de desviarse de su propósito inicial y emprender un viaje, pues «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» (269). La vuelta a Salamanca marca el comienzo de la etapa crítica que abarca todo el tramo que dura su locura y constituye un hiato extratemporal. El personaje tras la ingesta de un membrillo sufre una metamorfosis convirtiéndose en un ser totalmente diferente. No está claro, no obstante, porque el autor se encarga de jugar con la ambigüedad, si lo que provoca la locura es la tendencia a la melancolía de su constitución psico-fisiológica, según la teoría de los humores de la época, o simplemente la ingestión del membrillo hechizado. La conexión entre locura y afición a las letras es un lugar común en la fantasía popular y abunda en las páginas literarias. El ejemplo más egregio es el hermano mayor de Vidriera, don Quijote. 4 Sin embargo, me parece mucho más atractiva y rentable estéticamente la posibilidad de que el membrillo hechizado haya provocado la locura de Vidriera. La dama de todo rumbo y manejo que visitan los estudiantes de Salamanca «aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano, dio a Tomás uno destos que llaman hechizos» (276). Tras comerse el membrillo, Tomás empezó a tener convulsiones semejantes a las de un ataque epiléptico. Joaquín Casalduero señaló la importancia de esta escena y la interpretó no como el pecado de la carne sino como el pecado de la inteligencia. Al mismo tiempo advertía que su lectura seria en clave barroca podía no aceptarse: «No es obligatorio verla así, pero tampoco lo es admitir una interpretación superficial y rastrera» (Casalduero 1969: 148). Cabe, en efecto, como deja entrever Casalduero, otra lectura, una lectura cómica, que no implica, en modo alguno, trivializar el simbolismo de la obra. La simbología del erótica del membrillo es evidente. 5 Lo confirma Covarrubias cuando en su Tesoro de la lengua castellana explica que la etimología de membrillo viene del diminutivo de membrum, por «la semejanza que tienen los más dellos con el miembro genital y femineo» (798). 6 A esta aparente dimensión erótica se superpone el origen del membrillo. Tenían fama de ser de Toledo los mejores. Cervantes lo sabía muy bien. Torrente, uno de los personajes de La entretenida sale a escena comiéndose un membrillo toledano y recordando, no sin cierta malicia, el refrán «espada, mujer, membrillo, a toda ley, de Toledo» (La entre  Alonso de Santa Cruz en su tratado Sobre la melancolía explica así la conexión entre locura y afición a las letras en un enfermo de treinta y cuatro años: «desde el almuerzo a la cena se aplicaba a toda hora a gran cantidad y variedad de ocupaciones. Al atenderlas con el mayor cuidado, quemó toda la sangre de su cuerpo y causó no pocas obstrucciones. Su sangre se requemó tanto que varios vapores, copiosos ellos, llegaron hasta el cerebro. De allí surgieron imaginaciones muy diferentes y variadas…» (Santa Cruz, 2005: 104). Es bien conocida por los cervantistas la conexión entre el carácter de don Quijote y la descripción del temperamento colérico y melancólico que el doctor Huarte de San Juan presenta en El examen de ingenios. Sobre el tema, remito a la edición de Don Quijote de la Mancha dirigida por Rico (1998: notas complementarias a 36.15, II, 263).    Para una interpretación erótica, remito a Garcés (1998).   Según anotan Lía Schwartz e Ignacio Arellano, a prósosito de la siguiente letrilla satírica de Quevedo, «Que pretenda el maridillo/ de puro valiente y bravo,/ ser en una escuadra cabo,/ siendo cabo de cuchillo;/ Que le vendan el membrillo/ que tiralle era razón:/ chitón», el membrillo era una fruta característica de la la hechicería erótica. «Solía darse un membrillo, con hechizo o sin él, a quien se quería conquistar « (Schwart y Arellano 1998: 399).

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tenida, I, vv. 732-33). Pero Toledo era y había sido también ciudad vinculada a las artes mágicas y adivinatorias desde la Edad Media. Menéndez Pelayo escribía, citando a Elinando, «Los clérigos van a París a estudiar las artes liberales; a Bolonia, los códigos; a Salerno, los medicamentos; a Toledo, los Diablos, y a ninguna parte las buenas costumbres» (Menéndez Pelayo 1986: III, 590). Y si las cualidades del membrillo pregonaban los mejores augurios, el hecho de que el hechizo hubiera sido preparado por una morisca aseguraba el éxito. Era bien conocida la fama que las moriscas habían adquirido en la magia femenina, especializada, sobre todo, en la hechicería erótica, en la que la ingestión de ciertos alimentos era la manera menos sospechosa de facilitar el contacto entre las partes que se querían unir. Sin embargo, a porfía de tantas garantías, el membrillo no surte el efecto deseado. No provoca ningún deseo amoroso en el licenciado sino, por el contrario, la fuga de la dama. 7 El fracaso final indica que la evidente simbología del membrillo no iba dirigida a subrayar un erotismo procaz, como señaló Casalduero, sino a poner de manifiesto la dimensión cómica del episodio. El hechizo, inicialmente destinado a despertar la sexualidad de Vidriera, lo que despierta, en realidad, es su agudeza, provocándole una extraña locura. Cervantes, de paso que se mofa de los hechizos amorosos, conecta con una fértil tradición literaria que se remonta a la Antigüedad. Este error recuerda al que comete la amante de Lucio, en Lucio o el asno de Luciano y El asno de oro de Apuleyo, cuando, al equivocarse de redoma, en vez de convertirlo en pájaro lo metamorfosea en burro. El periodo que dura la locura de Vidriera es equivalente al hiato extratemporal que se produce en la historia de Lucio, durante el cual el personaje queda transformado en un nuevo ser que evalúa el mundo con ojos críticos. Desde el punto de vista genérico, el hiato extratemporal lo conforma, además del biós, como explicaré más adelante, el caso, común a otras novelas ejemplares. El caso es un género tradicional, oral, al que se le ha despojado de su dimensión mágico-simbólica, sustituyéndola por la actualidad. André Jolles (1972: 137-157) y, más recientemente, para la novela cervantina, Carmen Rabell (2003: 31) vieron en el «caso» la forma simple de la que se nutre la novela. El cometido de este género tradicional con fuertes vinculaciones jurídico-valorativas en la configuración de la novela es introducir el pasado reciente o la inmediatez de lo circundante. El caso del personaje que se cree de vidrio y huye de todo contacto humano para evitar romperse ha sido documentado por la crítica como una patología clínica, o si se prefiere como un caso clínico. 8    No faltan, desde luego, ejemplos de persecuciones inquisitoriales por practicar la magia amorosa. En el ámbito literario baste recordar la Cenotia del Persiles, que perseguida por la Inquisición por sus prácticas mágicas tiene que salir huyendo de España y refugiarse en la Isla de Policarpo. Un cumplido catálogo de hechizos de atracción así como las penas inquisitoriales impuestas por estas prácticas puede consultarse en Martín Soto (2000: caps., 5 y 9). Asimismo sobre la hechicería morisca remito a Cardaillac-Hermosilla (1996: 89-101).   Singer (1947) se ocupa de la herencia literaria de Vidriera y Speak (1990) da una visión de conjunto en el contexto europeo. La locura de Vidriera ha sido estudiada en termious generales por Singer (1949 y, 1951), como un caso clínico, por Gutiérrez Noriega (1944), Vallejo Nájera (1950) y Laurenti (1967: 927-938); mientras que Messick (1970) prefiere hablar de un envenenamiento por estricnina.

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El cervantismo decimonónico, tan proclive a buscar modelos vivos en los personajes cervantinos, encontró en el humanista alemán Gaspar Barth el modelo de Vidriera (Fernández de Navarrete 2005: 130). La desmesurada afición de Barth a las letras hispanas, su precoz y prodigiosa memoria, así como su avidez insaciable de lectura le trastornaron, a decir de Fernández de Navarrete, el juicio de tal modo que vivió durante diez años persuadido de que era de vidrio. Foulché-Delbosch y, luego, Francisco de Icaza desmontaron esta arraigada leyenda crítica, argumentando la imposibilidad de que Cervantes conociera a Barth antes de la publicación de las Ejemplares, así como la falta de documentación sobre la supuesta locura vítrea que le adjudica Fernández de Navarrete (Icaza 1980: I, 288). Y aunque el afán por encontrar modelos vivos ha ido desapareciendo del quehacer crítico, la posibilidad de que Cervantes tuviera noticias de algún caso parecido al de Vidriera no se ha descartado por completo. Amezúa y Mayo, poco dado a explicar la creación cervantina con modelos vivos, afirmaba, que «la hipótesis de que Cervantes hubiera podido conocer en persona o tener noticia cuando menos de un loco poseído de la manía de creerse hecho de cristal y cuya existencia le sirviese de inspiración no era para algunos del todo aventurada ni imposible» (Amezúa y Mayo 1958: 157). Y a continuación refiere ejemplos de personajes del momento aquejados de alguna patología similar a la de Vidriera y menciona que el erudito Rivera Manescau dio como posible modelo del personaje cervantino el caso de un loco, incluido por Alonso de Santa Cruz en su tratado Sobre la melancolía. En efecto, Aristipo, uno de los personajes que participan en el diálogo en el que está escrito el tratado de Santa Cruz, le cuenta a Sofronio el caso de la curación de un melancólico muy ilustre, a cargo de un preceptor suyo de la Facultad de Medicina de París, que pensaba que era un vaso de vidrio. 9 No nos interesa el texto de Santa Cruz como posible fuente cervantina, nuestro interés radica en señalar la aparición de un caso similar al de Vidriera en un tratado de psiquiatría. Poco importa, en verdad, su historicidad. Lo relevante es que el caso le permite al autor dar preeminencia a un momento extraordinario en la vida del personaje. El tiempo que dura la locura supone, de hecho, un paréntesis que lleva aparejada una nueva comprensión del mundo, una crítica inmisericorde de la sociedad circundante, una visión y libertad de juicio que solo a un loco le está permitida. No me parece acertado afirmar, como sostiene Singer, que el hechizo y la locura carecen de relación con la trama de la novela (Singer 1949: 53). Precisamente son estos dos recursos los que le brindan al novelista un recurso eficaz para ejercitarse en juegos de ingenio, desde luego, pero, por encima de todo, permiten eximir al personaje del peso de toda responsabilidad (Rodríguez Luis 1980: I, 199). Como en el tramo formativo, el hiato extratemporal, se construye siguiendo la lógica del biós. La retórica recomendaba que tras el nombre, naturaleza o forma  Véase Alonso de Santa Cruz (2005: 60 y ss.). El tratado fue publicado por el hijo de Alonso de Santa Cruz, Antonio Ponce de Santa Cruz (1561-1632), catedrático de la Facultad de Medicina de Valladolid y médico de cámara de Felipe III y Felipe IV, en Madrid en 1622. Véase la introducción de Juan Antonio Paniagua a la edición que manejamos, p. 14 y ss. Véase, asimismo, para éste y otros casos similares, Escudero Orduño (1950, 60), Redondo (1981: 33-44), (Amezúa y Mayo (1958: II, 156 y ss.) y Segre (1990).

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ción se terminará el encomio del personaje con una referencia a los dichos del biografiado (Lausberg 1966: I, § 245). Y es así como se completa el perfil de Vidriera, mediante un conjunto de anécdotas, dichos o respuestas ingeniosas que dispensa a todo aquél que las solicita. Pero las agudezas de Vidriera se alejan tanto de los «egregie dicta» de los filósofos como del ideal cortesano, que cifraba el éxito en el dominio de la palabra en su doble vertiente serio-cómica. No están puestos en boca de un personaje grave sino en boca de un pobre loco. Sin embargo, estas agudezas no constituyen un conjunto de ocurrencias más o menos frívolas destinadas a entretener a los ociosos. Buscan comprender el mundo y esta actitud poco tiene que ver con la del cortesano. Se enuncian en condiciones extraordinarias, exentas de cualquier impedimento o prejuicio social. De ahí que la fábula, es decir, la locura de Vidriera, adquiera tanta relevancia, pues marca la frágil línea que separa el didactismo serio del cómico. En El licenciado Vidriera, Cervantes vuelve los ojos, una vez más, hacia un género, que, aunque no lo había cultivado de forma independiente, lo frecuenta de manera dispersa en el discurso narrativo y personal de sus obras, desde la Galatea hasta el Persiles. 10 La recuperación de la cordura marca el final del hiato extratemporal y supone la reanudación de la vida del Licenciado al final de la novela. No obstante, cabe matizar que el hiato extratemporal se incorpora, en parte, a la vida del personaje. La vuelta a la sanidad mental lleva implícito un renacimiento y, al mismo tiempo, una recuperación de la responsabilidad del personaje. Su delirio le llevaba a decir que él no era bueno para la corte, porque tenía vergüenza y no sabía lisonjear (281) pero, al mismo tiempo, se dejaba seducir por ella. El nuevo Licenciado es capaz de reconocer la falsedad y actuar en consecuencia. En plenas facultades mentales hace un crudo retrato de la corte y la increpa con las siguientes palabras: «!Oh corte, que alargas las esperanzas de atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos! ¡Sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados, y matas de hambre a los discretos vergonzosos» (301). Ahora va un paso más allá de la denuncia verbal, porque ha extraído una gran lección sobre la vida: abandona la corte para siempre, refugiándose en la milicia «dejando fama, en su muerte, de prudente y valentísimo soldado» (301). Como decía Casalduero es un lamento de desilusión (149) pero es, algo más. Por encima de todo oímos la voz del que ha sabido deshacerse de aquello que le impedía alcanzar el verdadero conocimiento. El licenciado Vidriera representa una de las mejores muestras de simbolismo cómico que nos ha dejado su autor al combinar dos géneros tradicionales: el biós y el caso. El primero aporta el sentido trascendente del camino de la vida, el segundo, 10   Un caso especial lo constituyen los dichos del gallardo peregrino del Persiles. Este curioso personaje tiene la intención de componer un libro de aforismos, a costa de los viandantes que se encuentra en el camino, con el título de Flor de aforismos peregrinos. El peregrino solicita como limosna a la comitiva de Periandro y Auristela que le digan un aforismo para incorporarlo al libro. Periandro, que no anda muy familiarizado con la literatura apotegmática, le ruega que, a modo de guía, le dé algún ejemplo para saber a qué atenerse. Con este motivo el gallardo peregrino lee algunos de los aforismos que ha ido recolectando en su viaje (Persiles libr. IV, cap. I). En 1995 Aldo Ruffinatto publicó bajo el título Flor de aforismos peregrinos nunca recopilados (Barcelona, Edhasa) los aforismos del Persiles.

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el desenfado y la desenvoltura de la actualidad que recorre ese camino sólo que liberada del peso de toda responsabilidad. Bibliografía citada Carlos Alvar (1993). Vida de Dante de Giovanni Boccaccio. Madrid, Alianza. Agustín G. de Amezúa y Mayo (1958). Cervantes creador de la novela corta española. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2 vols. Azorín (1947). «El licenciado Vidriera» recogido en Con Cervantes. Madrid, Espasa Calpe, 99-103. Mijail Bajtín (1989). «Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela. III. Biografía y autobiografía antiguas». Teoría y estética de la novela. Madrid, Taurus, 282-298. Luis Beltran Almería (en prensa). «Teoría de la protonovela», en Homenaje a Kurt Spang. Pamplona, EUNSA. Alberto Blecua (2006). «La literatura apotegmática en España» en Signos viejos y nuevos. Barcelona, Crítica, 273-294. Yvette Cardillac-Hermosilla (1996). «Deuxieme partie: les agents de la magie» en La Magie en Espagne: morisques et vieux Chretiens au xvie et xviie siècles. Zaghouan, �������������������������� Publications de la Fondation Temimi pour la Recherche Scientifique et l´Information (FTERSI), 89-101. Joaquín Casalduero (1969). Sentido y forma de las «Novelas ejemplares». Madrid, Gredos. Miguel de Cervantes (2001). Novelas ejemplares. Edición, prólogo y notas de Jorge García López con un estudio preliminar de Javier Blasco. Barcelona, Crítica. —  (1993). Obras completas de Miguel de Cervantes: Teatro. 2. Madrid, Taurus. Sebastián de Covarrubias (1993). Tesoro de la Lengua Castellana o Española. Ed. de Martín de Riquer. Barcelona, Alta Fulla. Alberto Escudero Ortuño (1950) Concepto de la melancolía en el siglo xvii. Huesca. Martín Fernández de Navarrete (2005). Vida de Miguel de Cervantes. Ed. facsímil con estudio preliminar de José Lara Garrido. Málaga, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga. María Antonia Garcés (1998). «Delirio y obscenidad en Cervantes: el caso Vidriera», en Actas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas: 21-26 de agosto de 1995. Birmingham, UK: Dept. of Hispanic Studies, The University of Birmingham, II, 225-236. Jorge García López, véase Miguel de Cervantes. Carlos Gutiérrez Noriega (1944). «La contribución de Miguel de Cervantes a la psiquiatría». Cuadernos americanos xv.3, 82-92. Francisco de Icaza (1980). Obras. Ed. y estudio preliminar de Rafael Castillo. México, Fondo de Cultura Económica. André Jolles (1972). Formes simples. Trad. de Antoine Marie Buguet. París, Seuil. 137157. Heinrich Lausberg (1966). Manual de retórica literaria. Madrid, Gredos, 3 vols. Joseph J. Laurenti (1967). «Datos sobre los síntomas de la equizofrenia experimental a base del hechizo en El licenciado Vidriera». Folia Humanistica V, 927-938. Rafael Martín Soto (2000) Magia e inquisición en el antiguo reino de Granada (siglos xvixviii). Málaga, Arguval. Marcelino Menendéz y Pelayo (1946). Orígenes de la novela. Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, 3 vols.

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Una nueva y desconocida comedia manuscrita de Don Quijote de la Mancha Abraham MADROÑAL Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

No hace mucho, con motivo de la catalogación del fondo sin inventariar de la biblioteca Rodríguez Moñino, que ahora alberga la biblioteca de la Real Academia Española, aparecía un pequeño manuscrito, que describían así sus catalogadores: La comedia de Don Quixote de la Mancha [Manuscrito] / de Don Ybon dela Puente, lector en Tarabillas. [S. xvii]. 22 h. 23 x 17 cm. M-RAE, RM-2151(8)/2. Algunas h. aparecen descosidas del cuaderno. An. ms. a lápiz en la carpeta que contiene el ms. «Teatro». Sign. en la Biblioteca de Antonio Rodríguez-Moñino: C-302151. 1

La noticia no podía ser más interesante por cuanto, como es bien sabido, todavía nos falta encontrar algunas obras de teatro relacionadas con el Quijote, que sabemos positivamente que se escribieron y se representaron, pero que no han llegado hasta nosotros, una de ellas nada menos que de don Pedro Cal­ derón. Un primer examen del manuscrito nos permitió ver que la obra se nos ha transmitido en unas cuantas hojas sueltas y desordenadas, que a todas luces muestran    Puede verse tal descripción en la página de la biblioteca de la RAE: www.rae.es [consulta de marzo de 2008].

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que se trata de una copia autógrafa y de trabajo, en la que muchas lecturas están tachadas y sustituidas por otras, que presenta la particularidad de estar ilustrada además con dibujos de la misma pluma que copia la pieza. Y todo ello aparece escrito con letra que a primera vista se nos antoja de finales del xvii y principios del xviii. No puede ser copia de un texto anterior, sino un texto escrito en esas fechas, por lo que luego más adelante se dirá. No es de extrañar que nuestra comedia pasara desapercibida a los estudiosos, porque justamente en el volumen de que forma parte nuestra comedia hay encuadernadas dos obras de teatro, en testimonios desconocidos también hasta la fecha: por una parte, la Mojiganga de la agua de la vida, de Diego de Nájera, signatura: RM 2151(8)/1, manuscrito compuesto por cinco hojas, también de letra de fines del xvii que parece ser la misma que copia nuestra comedia, pero sin las tachaduras que caracterizan a esta; 2 por otra parte, el auto sacramental de Rojas Zorrilla Galán, valiente y discreto, signatura: RM 2151(8)/3, que contiene 23 hojas, más dos sin numerar; letra de fines del xvii (según anotación manuscrita del siglo xix en su anteportada), al que sigue una hoja que parece fragmento de una especie de loa, donde se habla de dos mayordomos de la fiesta, en la que presumiblemente se representó el auto, que son Antonio Gutiérrez y Tomás Rodríguez, porque se dice: «A mí me toca / el alabar los deseos / de los mayordomos que / hoy hacen este festejo». 3 En este caso —tanto en el auto como en la loa— parece ser letra distinta de nuestra comedia. Lamentablemente, y a diferencia de las dos obras antedichas, la comedia nos ha llegado en estado fragmentario, pues solo tenemos la jornada primera y el arranque de la segunda. No sabemos si es que el autor abandonó ahí su proyecto (cosa que parece probable, por lo que luego diremos) o si se ha perdido el resto de la obra; pero lo que sí es seguro es que esta nueva comedia o proyecto de tal es desconocida por los estudiosos, pues no se encuentra descrita en ninguna de las fuentes especializadas que hemos consultado, entre otras la magna bibliografía del periodo [Aguilar Piñal, 1981-2002].

Don Quijote en las tablas: siglos xvii y xviii Como es bien sabido, son bastante frecuentes las imitaciones, continuaciones o parodias del Quijote, tanto en lo que se refiere al teatro breve como el extenso, ya dentro del propio siglo xvii [Cotarelo, 1901; La Grone, 1937; Pérez Capo, 1947; Jurado, 2005]. Dejando aparte la oportunidad de incluir entre ellas el famoso Entremés de los romances (primera edición 1611 o 1612), tan traído y llevado, que para unos (paradójicamente —y generalizando— los cervantistas) es la génesis de la in  Falta su descripción en las obras que se han ocupado de este género hasta la fecha [Buezo, 1993-2005].  También falta en las bibliografías especializadas de MacCurdy y en la recientísima de Germán VegaUbaldo Cerezo y Rafael González Cañal [2007].  

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mortal creación cervantina, desde Ramón Menéndez Pidal [resume la situación, al tiempo que asume esta idea ahora Rey Hazas, 2007] y para otros (los estudiosos del entremés, como Emilio Cotarelo), la primera imitación de la obra; hay que mencionar aquí el muy temprano Entremés de los invencibles hechos de don Quijote (1617), de Francisco de Ávila (1617), y otros que se representaron después, como El ventero (c1630), de Quiñones, también conocido como Lo que pasa en una venta, y atribuido a Belmonte Bermúdez; El hidalgo (c1637), probablemente de Solís o Las aventuras de Pascual del Rábano, entre otros muchos títulos de que también nos hemos ocupado recientemente [Madroñal, 2005]. En lo que se refiere a las comedias, hay que mencionar la Comedia de don Quijote de la Mancha, de Guillén de Castro, que estudio y editó García Lorenzo [1971, también Arellano, 2007], La fingida Arcadia, de Tirso; la anónima titulada Don Gil de la Mancha [2002] y otras creaciones que no se nos han transmitido, pero de cuya existencia no nos queda duda, como la citada Los disparates de don Quijote, o simplemente Comedia de don Quijote, de don Pedro Calderón, representada en carnestolendas de 1637, en el marco de una academia burlesca, y aun otras como las Aventuras verdaderas del segundo don Quijote (1637), burlesca y de un tal Castillo, y la colaborada El hidalgo de la Mancha, de Matos, Diamante y Juan Vélez (1673). Sin salir, como decimos, del propio siglo de la publicación de la novela. 4 La evolución de la obra en el teatro del siglo xviii es también muy conocida [Aguilar Piñal, 1982; Montero Reguera, 1993]. Baste sugerir aquí algunos títulos que pueden dar idea: El Alcides de la Mancha y famoso don Quijote (c1750), de Rafael Bustos Molina, que escoge para dramatizar los sucesos de la venta y las aventruas de Cardenio y Dorotea; también Ramón de la Cruz compuso un sainete titulado precisamente Don Quijote, hoy perdido, que, al parecer, suscitó la controversia y originó el Sainete nuevo, apelación que hacen los poetas del Quijote juicioso al Quijote sainetero (1769), de Manuel del Pozo; curiosamente el episodio de las bodas de Camacho sugirió la composición de varias obras como Las bodas de Camacho (c1770), de Antonio Valladares, que se subtitula «Comedia nueva joco-seria en dos actos», la zarzuela del mismo título que se debe a Leandro Ontala y Maqueda y Las bodas de Camacho el rico, de Meléndez Valdés (1784), de fracaso estrepitoso, y otras que también pertenecen al teatro breve, como Las caperuzas de Sancho (p1776). A todo ello habría que sumar la manuscrita Aventuras de don Quijote y religión andantesca, que se basa en el episodio de Luscinda-Dorotea, y la «comedia pastoral en cinco actos», también titulada Las bodas de Camacho [Montero Reguera, 1993, pp. 125-126].

   Por supuesto, no hace falta referirse a su éxito en las mascaradas callejeras y todo tipo de desfiles burlescos considerados parateatrales, ya desde el mismo año de 1605, de que da cuenta la Fastiginia, o de años muy poco posteriores, en España y América, como estudiaron muy bien Francisco Rodríguez Marín, Francisco López Estrada y María Luisa Lobato, entre otros [Madroñal, 2005].

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Una nueva comedia quijotesca y algo sobre su más que probable autor También manuscrita es la obra que nos ocupa ahora; pero no ha tenido suerte ni en lo que toca a la edición ni tampoco en los estudios, como decíamos. Ni siquiera aparece recogida en las bibliografías especializadas por siglos, géneros o autores. En parte es comprensible, si tenemos en cuenta que la obra no se terminó y que quedó manuscrita; pero no merece tanto olvido ni por el asunto de que trata ni por el probable autor que la compuso. No es propiamente una comedia burlesca ni paródica, se presta eso sí a la chanza por el propio carácter de los personajes y las acciones en que participan, que no son otras que las del propio libro que le sirve de referente. En este sentido, es comprensible que los aspectos grotescos y ridículos del personaje de don Quijote y las acciones que protagoniza en la comedia llevaran a La Barrera a catalogar como «farsa burlesca» el texto de que tratamos. A diferencia de los otros textos dramáticos conocidos, que suelen desarrollar un aspecto puntual de la obra cervantina (episodios de Cardenio y Lucinda-Dorotea y el marqués, convenientemente deformados, en el caso de la comedia de Guillén de Castro), o que escogen el modelo de locura de su protagonista (Don Gil de la Mancha, El hidalgo de la Mancha de tres ingenios), nuestra comedia es mucho más elemental: parece como si quisiera sustituir la lectura de la novela y presenta al protagonista desde sus inicios mismos: las lecturas que le hacen enloquecer, el personaje de Sancho, la orden de caballería recibida del ventero, etc.). Sigue mucho más al pie de la letra la novela, aunque cambie en algo la secuenciación de episodios. Hasta tal punto lo hace que a veces no parece sino una versificación de los hechos en prosa que se cuentan en la novela. Nuestra comedia carece de título en su primera jornada, solo se dice al inicio de la segunda que es «comedia famosa», lo cual no quiere decir nada por cuanto es denominación normal de cualquier comedia en el xvii, fuera famosa o no, y lleva además el número 22 en su parte superior. Más suerte tenemos con el nombre del autor, porque alguna pista nos da dicho manuscrito. La atribución en una de sus hojas a don Ibón de la Puente, lector en Tarabillas, bien a las claras nos dice que se trata de un seudónimo. Tarabilla es, según Autoridades, «la persona que habla mucho y apriesa, sin orden ni concierto, o el mismo tropel de palabras dichas con priesa y sin intermisión» (s/v taravilla), lo cual remite inevitablemente a una clave de burla. Más pistas nos ofrece la otra parte del nombre, porque el seudónimo Ibón no es raro en nuestro panorama literario: ya Hartzenbusch señalaba que lo utilizó «José Fernández Jiménez, hijo de Granada» en sus colaboraciones en los periódicos El Belén, 1857, y El arte en España, 1862-1870, entre otras. Y confesaba el erudito «no sé con seguridad si dicho seudónimo es Ibón o Ivón» [Maxiriarth, 1904, p. 66]. Más importancia para nuestros propósitos presenta la información de un diccionario más reciente que recoge otro seudónimo de Andrés González de Barcia en diversas comedias: don Ibón [Rogers-Lapuente, 1977, p. 230b]. Es tenta-

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dora la hipótesis de que esta nueva comedia se deba al ilustre académico y editor de crónicas, don Andrés González de Barcia, comediógrafo también, aunque escasamente conocido [Carlyon, 2005]. De lo cual creo que queda poca duda, después de la consulta de la benemérita obra de La Barrera, cuando leemos en la entrada correspondiente a don Andrés González de Barcia: «Posee el señor Sancho [Rayón] otra comedia de Barcia, autógrafa, sin principio ni fin y una especie de farsa burlesca de Don Quijote, con enmiendas de letra del propio autor» [La Barrera, 1860, p. 177b].

Parece evidente que dicha farsa es la que se guarda ahora en la biblioteca Rodríguez Moñino, de la Real Academia Española, descrita arriba. Desde que La Barerra diera noticia de su existencia no sabemos de ningún estudioso ni bibliógrafo que la registre y de ahí su indudable interés para completar el panorama de la recepción del Quijote a finales del siglo en que se escribió. Andrés González de Barcia Carballido y Zúñiga (Galicia, 1673-Madrid, 1743) escribió un número no desdeñable de comedias, buena parte de las cuales se nos ha transmitido manuscrita y autógrafa: El apóstol de Grecia, san Andrés (1695), El saco de la gran casa de la Meca (1695), La esclavitud en su patria o Los esclavos de Nápoles (1696), El gran profeta Eliseo (1697), todas ellas firmadas por «don Ibón». Pero no fue el único seudónimo que utilizó el autor, también firmaba como «Don García Aznar Vélez». Además publicó en 1704, en la Parte cuarenta y ocho de comedias, las tituladas El sol obediente al hombre, ¿Qué es la ciencia de reinar? y También hay piedad con celos. En la que se tituló Mayor afecto hay que celos sustituye el seudónimo de «Don García Aznar Vélez» por el de «don Ibón», quizá por ser ya muy poco encubridor de su verdadero nombre. No son los únicos que utilizaría: firma la comedia Los peligros de amar, de 1693, como don Jácome de Cárdenas, bachiller en Teología por la Universidad de Alcalá de Henares, según dice, y todavía parece que empleó también el de Gabriel de Cárdenas [Carlyon, 2005, pp. 3132]. Su teatro es, según este último crítico, producto de la primera fase de su producción, cuando se dedicaba a la composición de poemas y dramas, entre 1690 y 1710 [ibíd, p. 32] y, según el citado La Barrera, «cosa de juventud». Y desde luego no parece que superara el límite cronológico del cambio de siglo en la vida de este prócer, uno de los académicos fundadores de la Española y nombre destacado en la formación del discurso historiográfico americano [Zamora Vicente, 1999, pp. 67-68; Carlyon, 2005]. Como he dicho, es evidente que este manuscrito es autógrafo, por cuanto sus frecuentes tachaduras en busca de la mejor expresión así nos lo muestran. No se trata de errores de copista, sino de tentativas de autor, que también escribe en los márgenes algunas informaciones que pensaría utilizar en el futuro. 5 Dicha letra coincide con la de los otros manuscritos autógrafos de Barcia. 

 Asi por ejemplo, enel margen del f. 19: «Ha de estar después porque es reparable».

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Capítulos del Quijote en que se basa, comicidad y carácter de la obra Ya advertía un estudioso, al ocuparse de Don Quijote, que «la novela ni por su extensión ni por su contenido es escenificable» [García Martín 1980, p. 19], y eso justamente es lo que no parece haber tenido en cuenta el autor de nuestra comedia manuscrita. La obra de teatro empieza en el mismo punto que comienza la novela, indudablemente se basa en los primeros capítulos de la primera parte, es decir en el capítulo 1 (lecturas del hidalgo, elección de los nombres); pero con un intermedio entre Sancho y su esposa, aquí llamada Teresa; en el 2: don Quijote es armado caballero en la venta con la presencia de las mozas y el ventero. La jornada segunda se basaría fundamentalmente en el capítulo 4, en el que sucede el episodio entre Andrés y su amo, y también la aventura de los mercaderes. Es posible que terminara con el capítulo 5: don Quijote derrotado y cap. 6: cura y barbero, ama y sobrina se encargan del escrutinio de sus libros. Nunca lo sabremos pues, como dije, nos ha llegado incompleta. Posiblemente ese carácter episódico excesivamente apegado a la literalidad de la obra fue lo que le obligó a Barcia a desistir de su continuación. No era fácil concluir una comedia en cuya trama se empezaban a mezclar los disparates de don Quijote, con los no menos disparatados y caballerescos razonamientos de Sancho Panza, aquí denominado Sancho Zancas, el apelativo más farsesco que ya sugirió Cervantes. Sin duda esa fidelidad al modelo le hizo al adaptador dramático desistir de tal propósito y la obra se quedó en lo que señalaba La Barrera, una especie de farsa, o entremés, añadimos de nuestra cosecha, donde se muestran los aspectos más cómicos y grotescos, risibles en definitiva, del loco hidalgo. La fragmentación episódica que se nota en esta primera jornada y arranque de la segunda, a pesar del acierto que supone para la acción dramática la intercalación de los graciosos razonamientos de Sancho y Teresa, se nos hace hoy imposible de continuar por mucho tiempo en los versos de una obra de teatro. No sabremos nunca de qué modo había concebido Barcia imbricar las dos acciones: don Quijote caballero por un lado y Sancho y su mujer por otro, o Sancho solo. Barcia había leído bien la obra, pero en su imaginación se figuraba a don Quijote según alguna de las ilustraciones de esas ediciones que tan frecuentes se habían hecho, muy poco después de aparecida la novela. De hecho, en determianado momento escribe en una acotación: «Sale el valeroso caballero a caballo como le pintan, soberbio y fatigado». Como salido de las páginas del libro, pero de un libro ilustrado seguramente, saltan a escena tanto nuestro héroe como los demás que intervienen en la obra. 6

  Es muy significativo que al edición de Madrid, Andrés García de la Iglesia, 1674, incorpore buen número de imágenes, entre ellas la que se dramatizan en algunas escenas de la presente obra. Véase José Manuel Lucía: Banco de imágenes del Quijote (1605-2005), en la dirección http://www.qbi2005.com [consulta de junio de 2008].

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Y el caso es que como personaje, don Quijote es muy similar a como aparece en la novela cervantina: loco idealista, que ha dado en ser caballero andante y en irse por esos mundos buscando aventuras; pero Sancho, que aparece ya desde el principio de la obra en animada escena con su mujer, se nos presenta como otro no menos loco, contagiado por la manía de su vecino. Así, se expresa en una parla tan anticuada como la de don Quijote (dice a su mujer «faga», «calledes» o «facerle»), tanto que hace exclamar a su mujer, Teresa, en parlamento genuino del autor dramático: Parece que desciende de algunos reyes de Tebas el tontón, el insolente, barbas de hisopo de aldea.

Debe de vivir cerca de la corte, porque promete a su mujer «ir a la corte» el viernes y traer «dos mil cosillas», con que remediar la mala situación de los hijos de ambos, que aquí se llaman Periquito y Mariquita, sin duda muy del gusto de la fecha en que está escrita la comedia. Sancho conoce a don Quijote, no solo como vecino, también porque se ha encontrado con él. Así dice el que será escudero: cogíame muchas veces en despoblado y contaba muchas cosas de unos reyes de Trapasonda y de Persia.

Y, en efecto, el auténtico don Quijote hablaba de Trapisonda, de donde llegó a ser emperador Reinaldos de Montalbán. Teresa Panza, mujer de Sancho, le trata también como menguado y le conmina en diversas ocasiones, como si de un gurrumino de entremés se tratara. La situación no deja de ser cómica: Entrad a comer, marido, no sea el diablo que te vuelque el juicio a ti también, tras de que tú poco tienes. 7

Pero el problema de esta es la falta de diálogo que se produce cuando don Quijote deambula y habla consigo mismo sobre su condición de caballero. Hay monólogos excesivamente largos cada vez que interviene el hidalgo, el primero de ellos tiene 230 versos, el segundo es mayor todavía. Nos parece que hubiese resultado algo pesado, en caso de haber sido llevado a las tablas. Algunos personajes cambian, como es el caso de las mozas que están en la venta. En nuestra comedia manuscrita son una molinera y la Tolosa, que se preguntan una   Observemos, de paso, cómo le trata tanto de vos como de tú, sin duda evidenciando el paso de la época del modelo a la otra en que se escribe la obra.

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a otra: «¿Qué le sucedió a tu guapo?» (f. 8) en formulación fresca y dieciochesca. El tal guapo, que en la época de don Quijote sería un jaque o rufián, es nada menos que el Mellado y una de sus mujeres, la Chispilla (por cierto ambos aparecen también en la comedia de Rojas Zorrilla Obligados y ofendidos y gorrón de Salamanca, pero no en el Quijote). Por otra parte, el Ventero-castellano parece conocer previamente a don Quijote y le responde en su mismo lenguaje caballeresco, mientras le ofrece su venta para descansar. Así, cuando don Quijote le explica qué hace con esa facha y qué busca en lo que él cree castillo, responde el Ventero: Según eso las camas de vuesarced serán peñas y su dormir velar siempre contra la naturaleza que pide el sueño (f. 9vº)

lo cual es adaptación fiel de la novela: «Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar; y siendo así bien se puede apear» (ed. 1998, p. 51). El Ventero, además, presume de haber hecho sus pinitos por el mundo, como su referente en la novela. Ofrezco los dos textos, el de la comedia y el de la novela en paralelo, para que se pueda observar el aprovechamiento literal: BARCIA

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Comedia de don Quijote de la Mancha

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

En mi mocedad anduve a aventuras, y las tuve de las de primera clase. Hice temblar al profundo y a las edades futuras buscando mis aventuras las cuatro partes del mundo y padecí hambres crueles andando por Canaán y en las islas de Riarán, de Málaga en los Percheles, por el Compás de Sevilla y de Segovia Azoguejo y no por eso me quejo de Granada en la Rodilla [sic] y Olivera de Valiencia y en la playa de Sanlúcar tuve, sobre hurtar azúcar, una terrible pendencia. […] De Toledo a las Ventillas, luego de Córdoba al Potro (ff. 13vº-14)

Él ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies, sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos y, finalmente, dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda España (Quijote, I, pp. 55-56)

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Salvo la alusión bíblica a Canaán, el resto procede directamente del original cervantino, que lógicamente escoge la tercera persona para introducir el diálogo, a diferencia de la comedia. Pero al ventero en ambas obras, como a buen comerciante, le interesa sobre todo el dinero de su nuevo huésped. Así que eso le sirve al autor para utilizar el más cómico episodio de don Quijote solo, cuando en la venta tienen que darle de beber por una caña, dado que no se puede quitar la celada. Todo tendría que resultar «lo más ridículo que pueda» (f. 12), según señala la acotación. Es evidente que el autor pensaba en la representación futura de la obra, pero no podía imaginar en qué escenario; en determinado momento señala en la acotación: «Si hubiera forma, se descubrirá una venta y a su puerta sentadas dos mujeres, y si no, saldrán y se sentarán a un lado del tablado y hablan aparte», y en otro: «Entra por una puerta y sale por otra y descúbrese el pozo y la pila». Son también frecuentes los apartes de estos personajes: las dos mozas, que fingen hablar sin ser oídas por don Quijote o el Ventero, que comenta para sí lo mal caballo que le parece Rocinante o la extraña figura de su amo. El movimiento escénico se va completando dinámicamente con la salida del primer arriero, mientras don Quijote vela sus armas en la venta, cuando una luna «refulgente y clara» nos indica un cambio de iluminación en el escenario y el paso del tiempo. El ventero cree que don Quijote es una figura y que «no es persona humana», cuando le conmina a dejar sus armas tranquilas; pero un segundo arriero hace lo mismo: arrojarlas de la pila, para que beban sus animales, y cuando don Quijote se enfrenta a él, le llueven pedradas, mientras se cubre con la adarga. La confusión aumenta, porque el Ventero suplica que le dejen por loco, hasta que consigue que se marchen. Un muchacho alumbra al ventero, y con el libro de la cebada y la compañía de las dos mozas de la venta, arma caballero a don Quijote, que se despide de todos para acabar la primera jornada. La segunda apenas si presenta el razonamiento de don Quijote, ufano por haber sido armado caballero, y el encuentro con Juan Haldudo, que azota a su criado. En este punto se interrumpe el manuscrito. La literalidad de la adaptación al modelo es más que un hecho. El autor de la comedia en ocasiones lo que parece que hace es versificar el texto en prosa del Quijote original, que no era sino ejemplo de lo alambicada que podía ser la prosa de los rimbombantes autores de novelas de caballería. Barcia lo versifica de esta manera:

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BARCIA

CERVANTES

Comedia de don Quijote de la Mancha

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Apenas el rubicundo había tendido su faz por la ancha tierra, asaz para darle luz al mundo, el planeta Apolo en bellos resplandores generosos despedía sus hermosos dorados lucios cabellos; apenas el pajarillo pequeño, alegre y pintado lo habían ya saludado con su dulce cantarcillo muy que dulce y meliflua manía la venida de la aurora dejando la cama agora llora del marido que es el día padre apenas tocaba el monte ni los balcones y puertas a su gratitud abiertas de este manchego horizonte, cuando dejando las plumas de su cama limpia y ancha don Quijote de la Mancha no bien alabado en sumas más fuerte que un diamante subió sobre el valiente Rocinante y dio principio a caminar por el antiquísimo campo de Montiel. Edad dichosa y siglo, noches, días cuando a luz salgan las hazañas mías, que dignas de escribirse y en tablas pinturarse, de retratarse en liezos fuertes como muros por padrón de los timepos de los futuros Oh sabio encantador, el que esta historia escribas, por darla a la eterna memoria, por el grande Sacripante ruégote, si se acaba el nombre en ante que no te olvides de mi buen Rocinante, porque es mi compañero y yo le quiero a fe de caballero. Oh, sabio coronista de mis hechos, que yo y él quedaremos satisfechos este ruego ponlo a la letra vista ruégote que tú quieras ponerle en sus caminos y carreras. (ff. 6-6vº)

Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel» Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo: — Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras. (I, 1)

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Notamos, de paso, la peculiar métrica del fragmento, que es capaz de combinar octosílabos y endecasílabos, redondillas y pareados, que sin duda denotan, aparte de una pobre aptitud para el verso, que dicho fragmento (y quizá todo lo escrito) tendría que ser revisado para darle forma definitiva. A esa conclusión nos lleva la presencia de intentos de versos intercalados o medio tachados, los interlineados que he intentado reproducir arriba. No parece que con la interrupción del manuscrito se quedara sin terminar una gran obra de teatro; por el contrario, el intento de Barcia de dramatizar algunos episodios del Quijote quedó nada más que en eso, en un intento. Pero es justo que tengamos constancia de que se produjo y de que otra vez el genio de Cervantes impresionó a un importante intelectual de principios del xviii, de tan singular presencia en las letras hispánicas como editor de crónicas y como participante activo en las tareas de la primera gran institución cultural del país, la Real Academia Española. También en ella le correspondería un papel destacado, precisamente en la elaboración de ese gran diccionario de autoridades que con tanta generosidad escogió textos del Quijote para ilustra el buen uso de la lengua de su época. Bibliografía citada Francisco Aguilar Piñal, Bibliografía de autores españoles del siglo xviii, Madrid: CSIC, 1981-2002. Gregorio de Andrés: «La biblioteca manuscrita del americanista Andrés González de Barcia (+1743), del consejo y Cámara de Castilla», en Revista de Indias, XLVII, 1987, pp. 811831. Ignacio Arellano (coord.): Don Quijote en el teatro español del siglo de Oro al siglo xx. ��� Madrid: Visor, 2007. Cataliza Buezo, La mojiganga dramática, I-II, Kassel, Reichenberger, 1993-2005. Jonathan Earl Carlyon: Andrés González de Barcia and the Creation of the Colonial Spanish American Library. Toronto: ������������������������������������������� University of Toronto Press, 2005. Emilio Cotarelo y Mori, «Las imitaciones castellanas del Quijote», en Estudios de historia literaria de España, I. Madrid, Imprenta de la Revista Española, 1901, pp.71-100. Don Gil de la Mancha. Ed. Pedro J. Isado. Prólogo de Felipe Pedraza. Madrid: Diputación de Ciudad Real, 2002. Luciano García Lorenzo (ed.): Don Quijote de la Mancha, de Guillén de Castro. Madrid: Anaya, 1971. Manuel García Martín: Cervantes y la comedia española en el siglo xvii. Salamanca: Universidad de Salamanca, 1980. —  (ed.): El hidalgo de la Mancha, de Juan de Matos Fragoso, Juan Bautista Diamante y Juan Vélez de Guevara. Salamanca: Universidad de Salmanca, 1982. Agapita Jurado Santos: Obras teatrales derivadas de novelas cervantinas (siglo xvii). Para una bibliografía, Kassel: Reichenberger, 2005. Cayetano Alberto de la Barrera: Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español, desde sus orígenes hasta mediados del siglo xviii, Madrid, 1860. Gregory Gough Lagrone: The imitations of «Don Quixote» in the Spanish Drama. Philadel��������� phia: University of Pennsylvania, 1937.

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Abraham Madroñal, «Entre Sancho Zancas y Juan Rana», en La construcción de un personaje: el gracioso (dir. Luciano García Lorenzo). Madrid: Fundamentos, 2005, pp. 245-298. —  «Entremeses intercalados en el Quijote», en El Quijote y el pensamiento teórico-literario. Madrid: CSIC, 2008, pp. 265-277. —  «La comedia inédita Don Quijote de la Mancha, de Andrés González de Barcia», en prensa. Maxiriarth [Juan Eugenio Hartzbusch]: Unos cuantos seudónimos de escritores españoles. Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1904. José Montero Reguera: «Imitaciones cervantinas en el teatro español del siglo xviii», en Actas del tercer coloquio internacional de la Asociación de Cervantistas, Barcelona-Madrid: Anthropos-Ministerio de Asuntos Exteriores, 1993, pp. 119-129. Felipe Pérez Capo: El Quijote en el teatro. Barcelona, Editorial Milla, 1947. Antonio Rey Hazas: «Estudio del Entremés de los romances», en Revista de Estudios Cervantinos, 1, 2007, pp. 1-57. P. P. Rogers y F. A. Lapuente: Diccionario de seudónimos literarios españoles, con algunas iniciales. Madrid: Gredos, 1977. Alonso Zamora Vicente: Historia de la Real Academia Española, Madrid: Espasa-Calpe, 1999.

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Apéndice gráfico

Don Quijote en la venta (I, 2), según la ed. Vida y hechos del ingenioso cavallero Don Quixote de la Mancha, Madrid, Andrés García de la Iglesia, 1674, I, p. 5.

Don Quijote es armado caballero (I, 3). Les advantures du fameux chevalier Dom Quixot de la Manche et de Sancho Pansa, son escuyer, París, Jacques Lagniet, 16501652, p. 6.

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Don Quijote y Sancho, a las puertas de la tercera salida (comentario al capítulo II, 7 del Quijote) Carlos Mata Induráin GRISO-Universidad de Navarra

Como es sabido, una de las características destacadas de la Segunda Parte del Quijote es su morosidad narrativa o tempo lento que la impregna. Un buen ejemplo de ello lo tenemos en los siete primeros capítulos del texto cervantino de 1615, en los que se describe la preparación para la tercera salida del hidalgo manchego como caballero andante (que es la segunda para su fiel escudero). Pues bien, en las líneas que siguen me propongo comentar el último de esos siete capítulos, el que nos deja a don Quijote y Sancho Panza a las puertas de nuevas e inolvidables aventuras. Se trata de un capítulo de diálogo (de los que son muy habituales en esta Segunda Parte, en la que hay más capítulos —pero más breves— que en la Primera). En el anterior, el II, 6, don Quijote había disertado sobre los caballeros andantes y los cuatro tipos de linajes que hay en el mundo, y la sobrina le había reprendido haciéndole ver que él no es caballero, con razones muy explícitas: —¡Válame Dios! —dijo la sobrina— ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que si fuese menester en una necesidad podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que con todo esto dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo; que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres…! (p. 674). 1   Todas las citas del Quijote serán por la edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes-Editorial Crítica, 1998.

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Son palabras que podemos poner en relación con otras de Sancho insertas en el capítulo II, 2, cuando, tras pedirle don Quijote que le cuente lo que piensan de él en el pueblo, responde de esta manera: —Pues lo primero que digo —dijo— es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no contentándose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde (p. 643).

Alude en la parte final de su parlamento a los hidalgos pobres («escuderiles»), muy numerosos entonces, que tenían que recurrir al humo para disimular los desperfectos y rozaduras de su calzado y tomarse ellos mismos los puntos corridos de sus medias 2 con hilo de cualquier color (porque no les llegaba para pagar a un bordador ni para comprar hilo del color exacto). No olvidemos que, en la estratificada sociedad del Siglo de Oro, la apariencia era algo fundamental: uno era aquello que aparentaba ser ante los demás y, en este sentido, el vestido constituía un signo identificador de la clase social a la que se pertenecía. El hidalgo, aunque empobrecido, tenía que mantener a toda costa el decoro y la dignidad de su atuendo. Al final de I, 6, cuando Sancho llega a la casa, el ama corre a esconderse por no verle, «tanto le aborrecía» (p. 677), porque lo considera cómplice en las locuras de su señor. En cambio, don Quijote lo recibe con los brazos abiertos. Y es en este capítulo II, 7 donde se «cuece» definitivamente la tercera salida. En la Primera Parte, don Quijote salía a buscar sus aventuras a escondidas, podría decirse, mientras que en esta Segunda Parte prepara meticulosamente su salida (Cervantes tiene más claro qué quiere hacer con su personaje, y se toma nada menos que siete capítulos para contarnos todos sus preparativos) y, además, anuncia abiertamente a todo el mundo esa salida. El ama, que huye de la presencia de Sancho, va a buscar en su casa al bachiller Sansón Carrasco, «amigo fresco» (o sea, ‘reciente’) de don Quijote, para pedirle que lo persuada de hacer nueva salida, que será la tercera, la cual juzga como «desvariado propósito» (p. 677). El ama llega agitada, «trasudando y congojosa», con el aviso: «mi amo se sale, ¡sálese sin duda!». El socarrón bachiller no desaprovecha la oportunidad de introducir en la conversación un juego dilógico, basado en los distintos significados del verbo salirse: «¿Y por dónde se sale, señora? […] ¿Hásele roto alguna parte de su cuerpo?» (p. 678). El ama aclara y zanja la cuestión, al tiempo que resume los fatídicos resultados de las dos salidas anteriores: —No se sale […] sino por la puerta de su locura. Quiero decir, señor bachiller de mi ánima, que quiere salir otra vez, que con esta será la tercera, a buscar por ese mundo lo que él llama venturas, que yo no puedo entender cómo les da este nombre. La   Así lo hará el propio don Quijote en el Palacio ducal, cuando se quede solo, al marchar Sancho Panza al gobierno de la ínsula.

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vez primera nos le volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, adonde él se daba a entender que estaba encantado; y venía tal el triste, que no le conociera la madre que le parió, flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del celebro, que para haberle de volver algún tanto en sí gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir (p. 678).

Varios detalles interesantes tenemos en este parlamento del ama: por un lado, su confusión de aventuras con venturas; por otro, la humorística alusión a sus gallinas para dar fe de sus palabras, algo similar a lo que hiciera Sancho en I, 44, cuando el pleito de la albarda, al poner por testigo a su rucio. Además, claro, del resumen de los desastrosos resultados de las dos salidas anteriores de don Quijote. La réplica del bachiller no le va a la zaga en humor, pues introduce una alusión jocosa a la oración de Santa Apolonia: —Pues no tenga pena —respondió el bachiller—, sino váyase enhorabuena a su casa y téngame aderezado de almorzar alguna cosa caliente, y de camino vaya rezando la oración de Santa Apolonia, si es que la sabe, que yo iré luego allá y verá maravillas (p. 678).

Sansón menciona esa oración porque Santa Apolonia era abogada de dientes y muelas; y como le ha pedido al ama que le prepare algo para comer, podemos suponer que está sugiriendo jocosamente el buen uso que va a hacer de sus piezas dentales y molares. Sin embargo, el ama no entiende el chiste e interpreta que el bachiller pide la oración para don Quijote, el cual, según ella, donde tiene el dolor es en los «cascos» (es decir, en la cabeza, ‘está loco’). Se nos ofrece después un dato adicional que completa la semblanza de Sansón Carrasco: él mismo proclama que es bachiller por Salamanca, «que no hay más que bachillear» (p. 679). Tras retirarse el ama, «el bachiller fue luego a buscar al cura, a comunicar con él lo que se dirá a su tiempo» (p. 679). Este es un comentario del narrador muy interesante, porque en esta Segunda Parte nos enfrentamos con lo que Avalle-Arce (1991) ha denominado un «narrador infidente»: es decir, un narrador del que no nos podemos fiar plenamente, porque nos oculta cosas, nos da pistas falsas, nos tiende pequeñas —o grandes— trampas narrativas… Por ejemplo, se nos va a ocultar más tarde la identidad del Caballero del Bosque o de los Espejos, que combate con don Quijote y resulta vencido. Luego van a ser necesarios algunos capítulos explicativos para revelarnos su verdadera identidad: se trata de Sansón Carrasco, que ha salido para vencer a don Quijote y traerlo de vuelta a casa. Pero, como es derrotado en esa ocasión, en lo sucesivo le va a mover el deseo de venganza; así, de nuevo ha de salir en su busca, como Caballero de la Blanca Luna, que finalmente sí vencerá a don Quijote en la playa barcelonesa. Pero de todo esto no se nos dice nada ahora, no se explicita a qué fue el bachiller a hablar con el cura: lo sabremos más adelante, cuando este «narrador infidente» que cuenta los hechos de esta Segunda Parte así lo decida.

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Mientras Sansón Carrasco mantiene esa conversación (aquí elidida) con el cura, ocurre también el encuentro entre don Quijote y Sancho; entre ellos, nos dice el narrador, «pasaron las razones que con mucha puntualidad y verdadera relación cuenta la historia» (p. 679). Recordemos que los hechos de don Quijote se nos refieren como si se tratase de una historia real y verídica, y este tipo de sintagmas («verdadera historia», «puntual y verídica historia»…) se repiten con frecuencia a lo largo de la novela. En este humorístico diálogo, Sancho Panza va a introducir algunas de sus famosas prevaricaciones idiomáticas (de las que hay en el Quijote ejemplos inolvidables: feo Blas por Fierabrás, sobajada por soberana, flemáticos por cismáticos, cananeas por hacaneas, tortolicas por trogloditas, estropajos por antropófagos…). Son equivocaciones que se producen cuando intenta usar algunas palabras cultas que «le suenan», pero cuyo significante exacto no conoce: el escudero se mete a veces en camisas de once varas lingüísticas, y esas confusiones suyas dan lugar a humorísticos pasajes. Aquí Sancho confunde reducida con relucida («ya yo tengo relucida a mi mujer», p. 679) y dócil con fócil («yo soy tan fócil…», p. 679). Sancho se enfada con don Quijote porque de nuevo le corrige, y le dice que sólo le enmiende si no le ha entendido; pero si alcanza a saber a qué se refiere, aunque se equivoque en alguna palabra, que no le ande molestando con esas zarandajas del lenguaje. Es más, sospecha que su amo le ha comprendido desde el primer momento: «—Apostaré yo […] que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras docientas patochadas» (p. 680). Tras el «Podrá ser» que da como respuesta don Quijote, Sancho ensarta varios refranes oídos a su esposa y remata la serie con otro propio: —Teresa dice […] que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco (p. 680).

Don Quijote le anima a seguir exponiendo sus argumentos: «—Decid, Sancho amigo, pasad adelante, que habláis hoy de perlas» (p. 680); y el escudero menciona ahora varios tópicos acerca de la muerte que iguala a todos, «según nos lo dicen por esos púlpitos» (p. 680; otro rasgo de la amplia cultura popular de Sancho, que también aprende cosas escuchando los sermones en la iglesia): —Es el caso —replicó Sancho— que, como vuestra merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle; porque la muerte es sorda, y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de priesa, y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni mitras, según es pública voz y fama, y según nos lo dicen por esos púlpitos (p. 680).

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En definitiva, lo que pretende Sancho es que su amo le pague un salario mensual fijo (posibilidad que ya había sido señalada por don Quijote en I, 20; este asunto del salario reaparecerá luego en el testamento de Alonso Quijano, en II, 74), pues no quiere estar «a mercedes» (los pagos que voluntariamente le conceda su señor, sin periodicidad fija); reconoce, eso sí, que si llega a obtener la ínsula prometida, se le descuente del salario la renta «gata por cantidad» (p. 681). Se trata de una nueva prevaricación sanchopancesca, pues lo que quería decir es «rata por cantidad», esto es, «a prorrata» (la cuota o porción que toca a cada uno de lo que se reparte entre varios). En su intencionado comentario, don Quijote juega con las palabras a través de la connotación que tenía gato ‘ladrón’ (quizá en alusión a los dineros que se ha quedado Sancho del botín hallado en Sierra Morena en I, 22). En fin, nuestro hidalgo-caballero ha comprendido muy bien lo que quiere su escudero («he penetrado lo último de tus pensamientos y sé al blanco que tiras con las innumerables saetas de tus refranes», p. 681). Pero en ninguno de los infinitos libros de caballerías que ha leído ha encontrado que ningún escudero cobrase un salario fijo de su señor: —Sólo sé que todos servían a merced, y que cuando menos se lo pensaban, si a sus señores les había corrido bien la suerte, se hallaban premiados con una ínsula o con otra cosa equivalente, y, por lo menos, quedaban con título y señoría (p. 681).

Él en modo alguno está dispuesto a salirse de las leyes de la caballería, así que despacha a Sancho (cambiando, por cierto, el tratamiento del tú al vos): —Así que, Sancho mío, volveos a vuestra casa y declarad a vuestra Teresa mi intención; y si ella gustare y vos gustáredes de estar a merced conmigo, bene quidem, y si no, tan amigos como de antes: que si al palomar no le falta cebo, no le faltarán palomas. Y advertid, hijo, que más vale buena esperanza que ruin posesión, y buena queja que mala paga. Hablo de esta manera, Sancho, por daros a entender que también como vos sé yo arrojar refranes como llovidos (p. 682).

Sancho queda muy triste por la inesperada resolución de don Quijote («Cuando Sanchó oyó la firme resolución de su amo, se le anubló el cielo y se le cayeron las alas del corazón, porque tenía creído que su señor no se iría sin él por todos los haberes del mundo», p. 682). Y estando en esto entra Sansón Carrasco acompañado del ama y la sobrina, «deseosas de oír con qué razones persuadía a su señor que no tornase a buscar las aventuras» (p. 682). El licenciado —se insiste ahora en que es «socarrón famoso»— abraza a don Quijote y declama unas palabras en estilo elevado en las que, lejos de procurar detenerlo en casa, le anima a salir a buscar nuevas aventuras, «porque defrauda con su tardanza el derecho de los tuertos, el amparo de los huérfanos, la honra de las doncellas, el favor de las viudas y el arrimo de las casadas, y otras cosas deste jaez, que tocan, atañen, dependen y son anejas a la orden de la caballería andante» (p. 683).

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Percibimos, una vez más, que la locura caballeresca de don Quijote es contagiosa, pues quienes desean curarlo deben entrar en su juego para conseguirlo. Sansón se ofrece incluso como escudero, circunstancia que don Quijote aprovecha para hacer ver a Sancho que no es cierto lo que afirmó de que no le faltarían «escuderos más obedientes, más solícitos, y no tan empachados ni tan habladores como vos» (p. 682). Don Quijote añade en este punto nuevas notas a la caracterización de Sansón Carrasco, al decir de él que es «perpetuo trastulo [‘bufón’] y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses» (p. 683). Y explica que no lo admite como escudero (aunque sería mucho más «callado» que el hablador Sancho) porque no está dispuesto a cortar su brillante carrera de letras. Entonces, ante la regañina de su señor («yo con cualquier escudero estaré contento, ya que Sancho no se digna de venir conmigo»), el buen labrador llora y ofrece esta dignísima respuesta: —Sí digno —respondió Sancho, enternecido y llenos de lágrimas los ojos, y prosiguió—: No se dirá por mí, señor mío, el pan comido, y la compañía deshecha; sí, que no vengo yo de alguna alcurnia desagradecida, que ya se sabe todo el mundo, y especialmente mi pueblo, quién fueron los Panzas, de quien yo deciendo; y más, que tengo conocido y calado por muchas buenas obras, y por más buenas palabras, el deseo que vuestra merced tiene de hacerme merced (p. 684).

Se retracta, pues, de lo que antes le había propuesto y confiesa, a continuación, que si le pidió salario fue por dar gusto a su esposa Teresa; pero a partir de ahora va a mandar en su casa y se hará sólo lo que él diga «pese a quien pesare». Se suman en este punto en su discurso dos nuevas prevaricaciones de Sancho: revolcar por revocar y lita por dicta (p. 684). Por su parte, Sansón Carrasco se queda admirado al oír el modo de hablar de Sancho, y aunque ya había leído la Primera Parte, «nunca creyó que era tan gracioso como allí le pintan» y lo confirma ahora «por uno de los más solenes mentecatos de nuestros siglos, y dijo entre sí que tales dos locos como amo y mozo no se habían visto en el mundo» (p. 684). La escena se remata con un abrazo de don Quijote y Sancho, que quedan de nuevo amigos. Acuerdan salir tres días más tarde, con el beneplácito de Sansón Carrasco, que promete conseguir una celada de encaje para el caballero. El ama y la sobrina maldicen al bachiller y hacen duelo igual que si don Quijote estuviera ya muerto («mesaron sus cabellos, arañaron sus rostros, y al modo de las endechaderas que se usaban lamentaban la partida como si fuera la muerte de su señor», p. 685). Hay aquí otro comentario del «narrador infidente» que debemos destacar: El designio que tuvo Sansón para persuadirle a que otra vez saliese fue hacer lo que adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y del barbero, con quien él antes lo había comunicado (p. 685; cursiva mía).

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En conclusión, estamos ante un capítulo dialogado, en el que además se nos ofrecen un par de apuntes interesantes relacionados con la técnica narrativa (narrador que adelanta parte de la acción, pero sin contarlo todo, remitiendo para más adelante: se reserva esa información y la dará al lector cuando le parezca oportuno). Teresa Panza, aunque no interviene en este pasaje, queda evocada indirectamente por Sancho, y se destacan de ella dos rasgos: también es una gran refranera y es quien «lleva los pantalones» en casa de los Panza. Interesa llamar la atención, asimismo, acerca de la finura caracterizadora del narrador, que se percibe en detalles nimios: por ejemplo, cuando se refiere al bachiller Sansón Carrasco, intercala en su discurso algunos términos legales («donde más largamente se contiene», p. 682; «término y modo», p. 684). Aunque el tono general del capítulo es bastante humorístico, también tiene algo de grave, y es que ronda por todo él la presencia de la muerte: la apreciamos en la congoja del ama en casa de Sansón Carrasco (pp. 677-78); en las palabras de Sancho acerca de su poder igualitario (p. 680); en el duelo final del ama y la sobrina, para quienes la tercera salida va a suponer, sin duda alguna, la muerte de don Quijote (p. 685); incluso en la mención del testamento y su codicilo que hace el escudero (p. 684). Es un capítulo que nos muestra claramente dos mundos enfrentados, el de la casa y la cordura (ama, sobrina, bachiller) y el de la aventura a campo abierto y la locura caballeresca (don Quijote, Sancho), locura que, como ya indiqué, resulta contagiosa. Pero sobre todo es este un capítulo que pone de manifiesto —una vez más— la profunda amistad que une a amo y escudero, los cuales, aunque comiencen riñendo, siempre terminan reconciliados y, como aquí, fundidos en un entrañable abrazo. Las últimas líneas nos muestran ya a ambos camino del Toboso, bien provistos de comida («cosas tocantes a la bucólica», p. 685) y dineros, acompañados hasta las afueras del lugar por el bachiller; y al comienzo del capítulo siguiente, el II, 8, Cide Hamete Benengeli mostrará con reiteradas bendiciones a Alá su enorme satisfacción por tener ya de nuevo a don Quijote y Sancho en busca de nuevas aventuras. Bibliografía citada Juan Bautista Avalle-Arce (1991). «El narrador y Sansón Carrasco», en On Cervantes: Essays for L. A. Murillo, ed. James A. Parr, Newark, Juan de la Cuesta, pp. 1-9. Miguel de Cervantes (1998). Don Quijote de la Mancha, ed. del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes-Editorial Crítica.

Tirso de Molina: ¿Autor de Bellaco sois, Gómez? Lola Montero Reguera Instituto Cervantes

Qué difícil resulta dar respuesta a esta sencilla pregunta. Se trata de una cuestión que nadie ha negado desde que el erudito Bartolomé José Gallardo apuntó la posibilidad de que su autor fuera, efectivamente, Tirso de Molina. A partir de entonces, la comedia ha sido incluida en los varios tomos de obras completas del mercedario; los estudiosos de Tirso han contado con ella en los trabajos que han dedicado al análisis de su obra dramática; e, incluso, unos pocos han destinado algunas líneas al delicado tema de su autoría, que siempre se ha otorgado al Maestro Tirso. Sin embargo, aun así, esta sencilla pregunta, a día de hoy, sigue sin ser contestada con un sí o un no rotundos. El manuscrito no aporta luz alguna a este respecto: ni el texto mismo; ni la censura y la licencia para la representación que aparecen al final; ni tampoco la letra, que no es de Tirso. De manera que, mientras no aparezcan otros testimonios o documentos que ratifiquen la autoría del mercedario, no queda más posibilidad que elegir a la propia comedia como cicerone y dejar que sea ella la que nos guíe en esta ardua tarea de la atribución. *  *  * En primer lugar, considero conveniente reunir aquí las opiniones de los diversos autores que han estudiado el caso de Bellaco sois, Gómez. El primero en hacer referencia al posible autor de la comedia es Antonio Paz y Mélia, quien, en la entrada que

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dedica a Bellaco sois, Gómez en su Catálogo, proporciona esta información: «Gallardo admite la posibilidad de que el autor fuera Tirso de Molina» (Paz y Mélia, 1899: 53). Posteriormente, Emilio Cotarelo, apoyándose igualmente en la autoridad de Gallardo, decide editar Bellaco sois, Gómez en el segundo tomo de Comedias de Tirso de Molina que publicó en 1907 (Molina, 1907), donde sostiene lo siguiente: No sólo el asunto en que tan importante papel juega el disfraz masculino de la heroína, como se observa en Don Gil de las calzas verdes, El amor médico, La huerta de Juan Fernández, La mujer por fuerza y otras suyas, sino el corte de algunos episodios, especialmente en la jornada tercera; la versificación, que es tan resuelta y armoniosa, como suya, y hasta el estilo, lenguaje y frases que nadie más que Tirso solía emplear. (Cotarelo, 1907: V).

En este punto, Cotarelo reproduce diversos vocablos y fragmentos de la comedia, que, según manifiesta, demostrarían su teoría («trajedizo», «petronilar», «emprimó», «emprimamos», «cuenta de Santa Juana», «gregorizo», «boceguillo», «alma capona», «quimerizo», «enmelchoro», «entalame», «farsas matusalenas» y «fantasmo»), tras de lo cual, concluye en estos términos: «Todas estas frases y modos de decir son comunes en nuestro autor; pero no se hallan en otros dramáticos del tiempo, al menos por modo tan frecuente y sistemático» (ibídem). Cuando Blanca de los Ríos edita las Obras dramáticas completas del mercedario, también incluye entre ellas a Bellaco sois, Gómez (Molina, 1958). En dicha edición y, en concreto, en el «Preámbulo» que precede a la comedia, Ríos analiza brevemente la única fuente de la comedia (el manuscrito 16920 de la Biblioteca Nacional de España); su fecha de redacción (que afirma no puede ser anterior a 1641, 1 lo cual vendría a confirmar —junto con otras diez comedias más— 2 que Tirso sí que continuó escribiendo en los últimos años de su vida); e, igualmente, trata el tema de la autoría. Para la elaboración de este estudio, Blanca de los Ríos parte de la afirmación de Gallardo contenida en el Catálogo de Paz y Mélia (como el resto de especialistas), ratifica los datos aportados por Cotarelo y, además, añade otro: A los rasgos inequívocamente de Tirso, apuntados por don Emilio Cotarelo, hay que agregar este otro, repetición del que aparece en dos comedias tan auténticas como Mari-Hernández la Gallega y La Dama del Olivar. 1.ª La Dama del Olivar (acto I, escena I). Niso, pastor viejo, alabando la cara de su hija: Es de una imagen su cara. «¿Con qué la lava?, dirás    Bellaco sois, Gómez no podría ser anterior a 1641 pues en ella se hace mención de la toma de Tarragona (la ciudad se entregó al Marqués de los Vélez el 24 de diciembre de 1640) y del sitio de Turín por los franceses (1640).   Las comedias a las que alude Blanca de los Ríos son las siguientes: La huerta de Juan Fernández, No hay peor sordo..., Privar contra su gusto, Los balcones de Madrid, El Aquiles, Sutilezas del amor y Marqués del Camarín, El laberinto de Creta, Las quinas de Portugal, En Madrid y en una casa y La firmeza en la hermosura.

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con lleve el diablo lo más que un caldero de agua clara. 2.ª Mari-Hernández la Gallega (acto I, escena X). Don Álvaro, refiriéndose a las manos de María: Dime: ¿con qué se repara la pura luz que me das? María. Lleve el dimuño lo más que una poca de agua clara. 3.ª Bellaco sois, Gómez (acto III, escena VII). Doña Ana, disfrazada de cuajadora, [sic] refiriéndose a las manos de Doña Petronila:     A ver: llegue a fe que no es su jalbegue de almendras ni solimán. ¿Con qué se las lava? ¡Rara blancura! Amor: tú dirás que lleve el diablo lo más con un poco de agua clara. (Ibídem: 1357-1358).

Tan sólo se han escrito dos artículos centrados en el estudio de Bellaco sois, Gómez: uno de Guillermo Guastavino Gallent (1974) y otro de Ruth Lee Kennedy (1978), coincidentes ambos en atribuir la comedia al mercedario. Los criterios alegados son de tipo textual, léxico, onomástico, métrico, estilístico, de contenido, etc., pero únicamente traeré aquí sus conclusiones. Guillermo Guastavino finaliza su artículo haciendo un breve repaso de las opiniones vertidas por otros acerca de la paternidad de la comedia y aludiendo a la ausencia de testimonios, tras de lo cual concluye convencidamente: No obstante, como se ha visto a lo largo de este trabajo, en la obra abundan las palabras con inequívoco cuño tirsiano; la métrica entra plenamente en el marco estrófico de las auténticas; lo mismo ocurre con la onomástica; y la trama se relaciona estrechamente con la de otras comedias debidas indudablemente a la pluma de Tirso. Por todo ello —y por el garbo tirsiano, irreducible a números y estadísticas— «Bellaco sois, Gómez», deberá ser considerada como una más de las comedias auténticas del inmortal dramaturgo mercedario. (Guastavino, 1974: 395-396).

Ruth Lee Kennedy, por su parte, pone fin a su trabajo en términos similares: Not only its many coinages of words, but its self-plagiarism; its satire of vellón; its reference to Villegas’ flos sanctorum; its interest in the genealogy of certein families such us the Pimenteles, Toledos, Dávalos and the families into which they married; its allusion to Santa Juana de la Cruz; its very way of soaking up the atmosphere which

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surrounds the action: all these things shout aloud that the work is Tirso’s —so much so that I am inclined to think he himself rewrote it in the early 1640’s and brought it up to date at the request of some of the families involved. (Kennedy, �������������������� 1978: 63).

Finalmente, recojo el testimonio de S. Griswold Morley, que asimismo corrobora la autoría de Tirso; la base de su tesis ha de buscarse en la versificación de la comedia que, a pesar de su sencillez, según este hispanista, encaja perfectamente en los esquemas métricos de las comedias seguras del mercedario: «Pero ni este hecho [se refiere a la sencillez de la versificación] ni la cantidad considerable de romance que en él se halla bastan para rechazar este drama, que bien pudiera ser de Tirso» (Morley, 1914: 187). *  *  * De entre los puntos que los distintos estudiosos de Tirso han tocado a la hora de adjudicarle la autoría de Bellaco sois, Gómez, hay uno sobre el que quisiera ahondar un poco más, por cuanto que podría aportar información interesante al respecto. Me refiero a la evolución que sin duda se produjo en la obra del mercedario, fundamentalmente tras la decisión de la Junta de Reformación (1625), que propone desterrar a Tirso a uno de los monasterios más alejados de la orden, como autor que era de comedias «profanas y de malos incentivos y exemplos» (Florit, 1997: 85). Tanto Blanca de los Ríos como Guillermo Guastavino tratan el asunto explícitamente y razonan de forma análoga (más categórica es, quizás, la primera): Bellaco sois, Gómez, cuya fecha de redacción no puede ser anterior a 1641, demostraría que Tirso sí que continuó escribiendo comedias de enredo con posterioridad al citado episodio de la Junta. Francisco Florit ya señalaba en 1986 cómo se produjo un progresivo cambio en la carrera literaria de Tirso, que fue evolucionando hacia posiciones más conservadoras, aunque sin olvidar su trayectoria anterior como autor de comedias: [...] poco a poco [Tirso] fue abandonando un tipo de literatura tradicionalmente estimado por su finalidad lúdica, por su enorme poder para entretener y divertir: la comedia española del Siglo de Oro, en especial la comedia de enredo y de intriga, con el fin de entregarse a la narración de vidas de santos y otras obras del género religioso que, aunque consiguió que fueran amenas y entretenidas, distan mucho de parecerse a sus comedias de años atrás, incluso a sus comedias hagiográficas. (Florit, 1986: 131).

Para Florit, esta evolución tal vez tuviera que ver con el interés del mercedario por alcanzar un alto cargo dentro de la orden (en la cual no se veía con buenos ojos su teatro), a lo que habría de sumarse que, una vez consigue el deseado puesto (en 1632 es nombrado cronista general de la orden mercedaria), sus obligaciones no le dejarían tiempo material para escribir más páginas que las destinadas a la Historia General de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, que publicó en 1639.

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En fechas más recientes, Florit ha vuelto a analizar la evolución de la obra dramática tirsiana, pero centrándose esta vez en la influencia que pudo tener en ella el dictamen de la Junta de Reformación. En este otro trabajo afirma Florit que, después de 1625, el mercedario tan sólo escribió cinco comedias (si se tienen en cuenta únicamente aquéllas cuya fecha de redacción es segura): La huerta de Juan Fernández (1626), Todo es dar en una cosa, Amazonas en las Indias y La lealtad contra la envidia (la conocida «Trilogía de los Pizarros», que fue redactada entre los años 1626 y 1631) y Las quinas de Portugal (1638). Además, un detallado estudio del carácter y el contexto de dichas obras llevan al tirsista a conclusiones de interés: [...] mientras no haya certeza en la cronología de sus comedias y mi hipótesis se vea negada documentalmente, habrá que admitir que a partir de 1626 nuestro dramaturgo escribe piezas teatrales cuando se lo piden y, si exceptuamos el caso de La huerta de Juan Fernández, las otras cuatro obras caminan por sendas diferentes a las transitadas por el Tirso que más fama ha cobrado a lo largo de los siglos, el Tirso creador de enredados y admirables mundos cómicos. (Florit, 1997: 100-101).

Que el dictamen emitido por la Junta de Reformación en el año 1625 influyó de forma decisiva en Tirso (no se olvide, además, su condición de fraile de la Merced, así como su situación dentro de la orden) parece una teoría bastante puesta en razón y a la vista están los hechos: a partir de ese año, Tirso escribe una cantidad mínima de comedias (cinco para ser exactos), sobre todo si se tiene en cuenta que la nómina de sus piezas teatrales incluye unos ochenta títulos. Pero todavía hay más, pues parece bastante probable también que esta misma situación fuera la que empujó a Tirso a inventarse la figura de un sobrino suyo, Francisco Lucas de Ávila, 3 que aparece como colector de las obras incluidas en las Segunda y Quinta partes de comedias del mercedario (Madrid: Imprenta del Reino, 1635 —la Segunda— y Madrid: Imprenta Real, 1636 —la Quinta—; cf. Florit, 1995 y Montero Reguera, 1997). Así pues, a la vista de todo lo dicho hasta aquí, ¿por qué no pensar que Bellaco sois, Gómez pudiera ser una obra de encargo, concebida para ser representada en un espacio escénico diferente al de un corral de comedias?; ¿por qué no pensar que, tal vez, las mencionadas circunstancias pudieron llevar a Tirso a no firmar la comedia, en la hipótesis de que, efectivamente, él fuera su autor? Razones, según se acaba de mostrar, puede haber varias, como varias son también las pistas que proporciona el propio texto y que parecen apuntar en la dirección del mercedario, o, por qué no, de un muy buen imitador. Bellaco sois, Gómez huele a Tirso, sabe a Tirso, pero, como decía al comienzo de este trabajo, mientras no aparezcan otros testimonios o documentos que acrediten su autoría, tendremos que limitarnos a    Tirso no tuvo más que una hermana, Catalina Téllez, religiosa del convento de la Magdalena de Madrid desde muy joven (cf. Vázquez, 1981: 24-28).

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mostrar los distintos aspectos de la comedia que pudieran ligarla al ingenio cómico de Tirso de Molina, moviéndonos siempre, eso sí, dentro de la resbaladiza esfera de la conjetura. *  *  * Acaso una de las primeras cuestiones que llaman la atención de esta comedia sea su título, que constituye una parte del conocido refrán «Bellaco sois, Gómez. —Ansí han de ser los hombres». El empleo de refranes o frases proverbiales para dar nombre a las comedias fue práctica muy común entre los dramaturgos auriseculares en general y también, cómo no, en Tirso, que tituló más de doce comedias de esta forma (cf. Florit, 1984 y Florit y Madroñal, 1998). El argumento, desde luego, no es indiscutible, pero tampoco excluyente, pues, a pesar de su carácter general, entra dentro del uso particular de Tirso. Asimismo, en Bellaco sois, Gómez destaca especialmente la presencia de una cantidad muy notable de creaciones léxicas tan del gusto del mercedario que, si bien pueden encontrarse igualmente en otros autores, no será de forma tan recurrente como en Tirso. En lo que a esta comedia se refiere, pueden contarse por decenas: «alma capona», «barbilimpio», «boceguillar», «buscarruidos», «científico disfraz», «cochista gremio», «cuadernos filósofos», «dama bullaque», «doncello», «embelequista», «emprimar», «enmelchorar», «ensotanar», «entalamar», «estacadas vinosas», «fantasmo ajuar», «farsas matusalenas», «gaticia», «gozmeniar», «gregorizar», «hembro», «jácaro cochero», «melindrizar», «pelibizca», «petronilar», «planeta membrillo», «quimerizar», «tiple taracea», «tiplo», «triunvirato gomecio» y «turba ministra». Además, algunos de estos términos o locuciones se repiten en varias comedias de Tirso; así, al menos, los siguientes: «doncello» (Tanto es lo de más como lo de menos y En Madrid y en una casa); «hembro» (En Madrid y en una casa, Celos con celos se curan y La Santa Juana); «melindrizar» (El mayor desengaño y La celosa de sí misma); y «quimerizar» (El bandolero). De igual forma, Bellaco sois, Gómez contiene toda una serie de temas y motivos a los que el mercedario recurrió ya alguna vez en comedias anteriores, como el tema del amor «de vista», al que también se alude, por ejemplo, en El vergonzoso en palacio. La comedia igualmente incluye una carta escrita en verso, que rompe la mayoritaria tradición de cartas en prosa de la comedia áurea; tal y como afirma T. Earle Hamilton (1947 y 1962), se trata de una costumbre muy habitual en Tirso (también en Lope y Ruiz de Alarcón), en cuyas comedias aproximadamente las dos terceras partes de las cartas que se incluyen han sido compuestas en verso. Por otra parte, en un momento de la comedia, doña Petronila hace alusión a la difusión oral de la novela, concretamente cuando pregunta a don Francisco: «¿Oístes vos en novela / por sazonada aplaudida / suceso a éste semejante?» (Molina, 1989a: 1371). La novela, como es sabido, desde muy pronto se convirtió en el géne-

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ro por excelencia para la inclusión de casos prodigiosos, raros o extraños y, en el caso de España, sobre todo a partir de las Novelas ejemplares cervantinas; esta realidad Tirso la pone de manifiesto en la comedia El castigo del penseque, donde podrá encontrarse una intervención muy similar a ésta de doña Petronila (las cursivas son mías): Don Rodrigo Doña Petronila ¿Hay sucesos semejantes? ¿Oístes vos en novela por sazonada aplaudida Chinchilla suceso a éste semejante? Cuando los llegue a saber Madrid, los ha de poner en sus novelas Cervantes. (Molina, 1989b: 686).

El tema del vellón (con velada crítica a la política del conde-duque de Olivares incluida) es tratado asimismo en Bellaco sois, Gómez, como ocurre en varias otras comedias del mercedario (Kennedy, 1978: 64). Como en La dama del olivar, en esta comedia se juega con la polisemia de la voz Roma; en mayúscula, el término alude a la ciudad italiana pero, en minúscula, significa ‘chata’, acepción que en ambas comedias se emplea para calificar a una nariz: «La nariz; segunda Roma, / que porque no me la hurtasen / los que a envidialla llegasen, / me la remachó Mahoma» (La dama del olivar [Molina, 1989c: 255]); «Estaba allí un gato / si de Roma por lo chato, / del infierno por lo zurdo [...]» (Bellaco sois, Gómez [Molina, 1989a: 1376]). Asimismo, en ese «almud de quejas» que Boceguillas expone a su señor don Gómez, hay un momento en que menciona el rosario de Santa Juana, popularmente conocido como milagroso: «sé cuenta de Santa Juana, / sácame el alma del limbo» (Molina, 1989a: 1381). Y es que Tirso de Molina tuvo gran interés en apoyar la beatificación de Sor Juana de la Cruz, a la que dedicó nada menos que una trilogía: La Santa Juana, Segunda parte de Santa Juana y Tercera parte de Santa Juana. 4 La venta de Viveros debió gozar de gran fama, tal y como lo demuestran las numerosas obras literarias en que aparece. Así pues, no es de extrañar que la acción de Bellaco sois, Gómez comience en dicha venta; pero lo que sí llama poderosamente la atención es el hecho de que Tirso sitúe asimismo el inicio de Por el sótano y el torno en el «camino de Madrid a Alcalá a vista de la venta de Viveros» 5 y el de La huerta de Juan Fernández también en una venta, pero en el camino de Toledo a Madrid (Molina, 1982: 36). Y procedente de la venta de Viveros llega don Gómez a Madrid, cuyo clima es elogiado por él mismo cuando, haciéndose pasar por la fingida doña Greida (madre de su también fingido hijo Cristobalico), afirma haber venido a dar a luz a Madrid,   Las dos primeras fueron publicadas al final de la Quinta parte de comedias del Maestro Tirso de Molina (1636) y la tercera, autógrafa, permaneció inédita hasta 1907 (cf. Fernández, 1978 y 1991).   Acotación aclaratoria que añade Alonso Zamora Vicente al comienzo de su edición de la obra (Molina, 1994: 73).

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por su «clima benigno» (Molina, 1989a: 1386). E igualmente se alaba el clima de Madrid en la comedia tirsiana En Madrid y en una casa, en la cual don Gabriel, uno de sus protagonistas, asegura lo siguiente: «Es muy sano, Pacheco, / el clima de Madrid, por frío y seco: / así el otro afirmaba / que sobre fuego y agua se fundaba / [...]» (Molina, 1989d: 1265-1266). También se encuentran en Bellaco sois, Gómez alusiones varias a obras o personajes literarios a los que Tirso remite en diversas obras, o con los que tuvo una cierta relación. Así, por ejemplo, parece que en la comedia se hace referencia a la Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, novela muy estimada en la época y desde luego por Tirso quien, según sostiene Miguel Ángel Teijeiro Fuentes (Contreras, 1991: XII), fue el primero en ponerla en relación con El peregrino en su patria de Lope de Vega. Ovidio y sus Metamorfosis aparecen igualmente en Bellaco sois, Gómez: «Y el arquilla, entre el aliño / del cojín, que está en la popa, / hará las veces de Ovidio / en nuestro metamorfosis» (Molina, 1989a: 1380). Autor y obra eran referencia constante en la literatura de la época y también en Tirso, quien, por lo menos, alude a ambos en su comedia Desde Toledo a Madrid: «Hazañas de un bien querer: / transformaciones verá / en mí Toledo, no escritas / de Ovidio» (vv. 961-964; Molina, 1999: 164-165); «[...] mas nunca / pudiera yo imaginar / del valor y la cordura / que consideraba en vos, / la indecente travesura / de transformación tan baja; / ni he leído que haya alguna / de las que Ovidio entreteje, / que ansí admire y ansí encubra» (vv. 1322-1329; Molina, 1999: 194). Anfriso, personaje de La Arcadia de Lope (1598), novela cuyo asunto retomó posteriormente Tirso en La fingida Arcadia (1622), aunque de manera bien distinta, 6 asimismo se pasea por los versos de Bellaco sois, Gómez en la piel de don Gregorio que, convaleciente, busca alivio a sus congojas en el Prado de los Recoletos. Del mismo modo, la presencia del Romancero es lugar común en Tirso y también en nuestra comedia, en la que se adapta un verso del romance de Fernán González («“Mensajera sois, amiga” / etcétera. [...]» [Molina, 1989a: 1392]) y se reproducen, casi al pie de la letra, los primeros versos de uno de los romances moriscos de Lope de Vega («“Mira, Zaide, que te aviso / que no pases por mi calle, / ni mires a mis ventanas, / ni...”, ya sabrá lo restante» (Molina, 1989a: 1392). La mención de varios de los personajes del Espejo de príncipes y caballeros (El caballero del Febo), de Diego Ortúñez de Calahorra, constituye la última de las referencias literarias insertas en Bellaco sois, Gómez que también pueden encontrarse en alguna obra del mercedario; así, por ejemplo, una alusión a este libro de caballerías puede localizarse al menos en la comedia En Madrid y en una casa: «¡Oh caballero de Febo! / Ya estarás por Lindabrides / almibarando deseos, / y con flamantes empleos, / no me espantaré que olvides / la no vista Serafina» (Molina, 1989d: 1267).    Frente a la postura absolutamente convencional que adopta el Fénix en su novela, continuadora de los modelos clásicos (Sannazaro y Montemayor), «Tirso, siguiendo el ejemplo cervantino, se hace portador de una visión ya totalmente desengañada. Su Arcadia es un mundo completamente artificial, en el que no cree, pero que recupera como posibilidad narrativa» (Canonica, 1998: 45).

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En último lugar, enumero algunas expresiones que, además de formar parte de Bellaco sois, Gómez aparecen con alguna frecuencia en distintas obras de Tirso de Molina; las locuciones son éstas: «a pagar de mi dinero» (Don Gil de las calzas verdes), «ser barro» (Don Gil de las calzas verdes, La ventura con el nombre, El celoso prudente, La república al revés...), «haldas en cinta» (Antona García), «hacer pleito de acreedores» (El amor médico, Celos con celos se curan, Amar por arte mayor, Cigarrales de Toledo), «de réquiem» (Esto sí que es negociar, La celosa de sí misma, Santo y sastre, Doña Beatriz de Silva, Quien no cae no se levanta) o «fidelium» (Segunda parte de Santa Juana). *  *  * Guillermo Guastavino supo ver muy bien la dimensión de Bellaco sois, Gómez: «Parece como si el fraile sexagenario refundiese en una sola situaciones y ardides empleados en otras obras suyas anteriores, pero con el mismo desenfado y juvenil espíritu que en sus años de plena producción dramática» (Guastavino, 1974: 395). Todo lo expuesto a lo largo de estas páginas parece apuntar en esa dirección, aun sin entrar en el análisis detallado de los paralelismos tan extraordinarios existentes entre esta comedia y Don Gil de las calzas verdes 7 o La huerta de Juan Fernández. Bien es cierto que los argumentos suministrados acaso podrían servir para adjudicar la paternidad de Bellaco sois, Gómez a un dramaturgo contemporáneo de Tirso; pero cierto es también que todo lo planteado, en su conjunto, concentrado como aparece en esta comedia, con ese olor y ese sabor tan particulares, como la magdalena de Proust nos lleva en busca del desconocido autor de estos versos que, con toda la cautela que el asunto requiere, bien pudieran haber salido de los fogones del Maestro Tirso de Molina, o de un muy buen conocedor de su cocina teatral. Bibliografía citada Elvezio Canonica (1998). «La fingida Arcadia: desde su fuente lopesca hasta su desembocadura calderoniana», en El ingenio cómico de Tirso de Molina, Actas del Congreso Internacional (Pamplona, Universidad de Navarra, 27-29 de abril de 1998), Madrid-Pamplona, Revista Estudios-GRISO, pp. 33-46.   Guillermo Guastavino Gallent resumió así las semejanzas existentes entre Bellaco sois, Gómez y Don Gil de las calzas verdes: «En ambas el núcleo de la acción se basa en la fórmula “dama busca galán”. La diferencia en las dos comedias estriba en que en “Bellaco sois, Gómez” los protagonistas no se habían visto nunca, mientras que en el “Don Gil” ya se conocen, incluso en el significado bíblico del verbo. En ambas la dama se viste de hombre, como en “El amor médico” y “La huerta de Juan Fernández”. En ambas utiliza la indumentaria masculina o la femenina según conviene a sus propósitos, fingiendo una doble personalidad. En ambas hay una situación en que coinciden en escena varios “Don Gómez” o “Don Gil”. En ambas los graciosos hacen los inevitables chistes acerca de la dudosa virilidad del protagonista. En ambas la dama se hace pasar por un alma en pena, que reclama del galán sufragios y reparación. En ambas la protagonista, como aparente varón, enamora a la dama prometida del galán perseguido. Y aun podrían multiplicarse las semejanzas entre las dos mencionadas comedias» (Guastavino, 1974: 394).

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Métrica y estructura dramática en Los amantes, de Andrés Rey de Artieda María del Valle OJEDA CALVO Università Ca’ Foscari di Venezia

Las experimentaciones trágicas españolas del último tercio del siglo xvi están caracterizadas por su consciente voluntad de superación del modelo clásico o —lo que es lo mismo para sus cultivadores— por su modernización o actualización. Así en aras de la modernidad se va a producir un progresivo alejamiento de la tragedia clásica y su apertura hacia el género cómico por el tipo de personajes, estilo, ambientación o materia de la fábula. Esa adecuación a los nuevos tiempos lleva emparejado un cambio formal como se ve en la supresión del coro y en la disminución del número de actos, que de los cinco clásicos pasa a cuatro y luego a tres (Crawford, 1975: 164-165; Hermenegildo, 1985: 43-46). Asimismo, esas transformaciones van acompañadas de un mayor uso de la variedad métrica, pues se puede decir que se pasa de la monometría a la polimetría en las tablas españolas, con un período de transición (1575-1587), en el que se produjo una verdadera revolución en la versificación teatral y en el que se privilegió sobre todo el uso de los metros italianos frente a los españoles (Morley, 1925: 519). En este sentido, sería interesante analizar los diferentes modelos trágicos para ir viendo cómo se va perfilando un nuevo modelo también de tipo estructural y si la variedad métrica es un principio estructurante como lo será, según Marc Vitse (1998: 49), para las comedias áureas. 1   Entre las preguntas que Marc Vitse se hacía hace diez años se encuentra precisamente la de los límites históricos del modelo de estructuración métrica de las obras teatrales (1998: 61).

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Para llevar a cabo este tipo de análisis, he elegido en esta ocasión Los amantes de Andrés Rey de Artieda (Valencia, 1581), 2 ya que esta obra supone una nueva concepción de la tragedia por la elección de una fábula novelesca 3 y de unos personajes comunes, por la supresión del coro, por el uso de la polimetría, 4 por la división en cuatro actos o autos y por el mismo concepto de escena. Aquí presento sumariamente los resultados de ese análisis. 5 La fábula de la tragedia es la siguiente: Marcilla, caballero de Teruel, tiene amores desde niño con su vecina Isabel de Sigura. El padre de ella se opone al matrimonio, ya que el joven no es rico, por lo que los enamorados deciden fijar un plazo de siete años para que el caballero pueda hacer fortuna, prometiéndose mutuamente no casarse hasta el término del tiempo acordado. Marcilla vuelve a Teruel una o dos horas después de cumplido el plazo, cuando Sigura se acaba de casar, lo que le hace sumirse en una profunda tristeza. Para desengañarse, el galán decide ir a pedir un beso a su amada durante la noche de bodas. La recién casada se lo niega y Marcilla muere. El marido descubre lo ocurrido y saca junto con su mujer el cadáver de la casa para no manchar su honor. La mañana de las honras fúnebres, Sigura decide ir a dar a Marcilla el beso que le negó en vida y muere sobre su cadáver. La obra termina con la explicación estoica de los hechos por el Marido y con la afirmación de la Fama de la vida eterna de los amantes debido a su amor. El dramaturgo dispone la fábula en actos y cada acto en escenas. Ahora bien, si se observan los cuadros finales (I-IV), se puede ver que la scena de Artieda no coincide con la clásica, pues en más de una ocasión —10 sobre 16—, cuenta en su interior con entradas y salidas de personajes. Por lo tanto, el criterio para la segmentación en partes menores (portiones minores) en las que, según Escalígero, se dividían los actos (portiones maiores), debe ser otro. 6 En todas ellas, salvo en dos ocasiones  Según Sirera, la fecha de escritura se puede situar entre 1577 y 1578 (Sirera, 1986: 71).  Recuérdese que, según los clasicistas, la tragedia debía de estar protagonizada por personajes altos y la fábula sacada de la historia o de la leyenda antigua. El punto de partida de Artieda es la Historia lastimosa y sentida de dos tiernos amantes, Marcilla y Segura, naturales de Teruel, de Pedro Albentosa (1555) y una novella del Decamerón de Boccaccio (Girolamo ama Salvestra, IV, 8). Esta elección la justificaba en la epístola que precede la edición de la obra («Al ilustre señor don Tomás de Vilanova»), en donde afirma que «lo antiguo al fin se acaba» (Rey de Artieda, 1997: 7).   En Los amantes se utilizan cuatro formas estróficas: redondillas (54,3 por ciento), octavas reales (32,2 por ciento), liras garcilasianas (10 por ciento) y sonetos (3,3 por ciento). Un contemporáneo de Artieda, Juan de la Cueva, en el la Comedia y Tragedia de El príncipe tirano, representada en 1580, también usa cuatro metros (octava real, redondilla, terceto encadenado y estancias), teniendo la redondilla y la octava una función similar a la quintilla y a la octava de Los amantes (Reyes Peña, 2008: 116-117 y 122-124).   A pesar de ello, María Dolores Solís ha intentado las vinculaciones de Los amantes con la poética clásica a partir de la estructura (2003) y de otros elementos (2004; 2004b-d y 2006).   Escalígero define la escena de esta manera: «Scena est actus pars, in qua duae pluresve personae colloquuntur. eius initium est aliquando ab omnium ingressu, aliquando ab unius tantum, qui deinde alium quempiam invenit e Scena superiore: finitur autem abitu interdum omnium, nonnunquam unius tantum. Adeo ut si tres fuerint, duo reliqui sequentem consituant scenam». aliquando unus solus relinquitur ad futuram scenam (Scaliger, Poetices libri Vii, I, ix, 15bD-16aA). Esta misma definición la recoge el Pinciano, en Philosophia antigua poetica (1596). El teatro italiano mantiene este tipo de estructuración. Por ejemplo, Giraldi Cinzio en sus tragedias sigue utilizando la scena básicamente como unidad dividida entre la entrada y salida de un personaje, no dejando nunca la escena sola y situando al final el coro entre acto y acto. También articula de este modo sus tragedias Ludovico Dolce, aunque sin usar explícitamente el nombre de escena. Igual ocurre en las comedias italianas del siglo xvi.  

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(II, 1-2 y IV, 1-2), 7 el escenario queda vacío de tal manera que parece corresponder con el concepto de «salida» o escena al que años más tarde se referirá José Pellicer de Tovar en el precepto 14.º de su Idea de la comedia de Castilla (1635) o José Alcázar en su Ortografía castellana (h. 1690): «la escena duraba mientras no salían todas las personas del teatro, o para acabar el acto, o empezar otra escena introduciendo otras» (Sánchez-Porqueras, 1972: 339). Esta noción de escena coincide con el término de «cuadro» adoptado por algunos críticos para evitar la confusión con la «escena a la francesa» (Antonucci, 2000: 1037) y que con claridad ha formulado Ruano de la Haza para el teatro del siglo xvii (1994: 291-294): Un «cuadro» puede definirse como una acción escénica ininterrumpida que tiene lugar en un espacio y tiempo determinados. El final de un cuadro ocurre cuando el tablado queda momentáneamente vacío y siempre indica una interrupción temporal y/o espacial en el curso de la acción, interrupción que va a veces acompañada por un cambio de adornos o decorados escénicos, aunque esto último no es siempre fundamental […]. Generalmente, el final de un cuadro es también marcado por un cambio estrófico.

Es decir, que los vacíos escénicos pueden implicar un cambio de tiempo y de lugar, acompañado o no de decorado y ligado a veces a un diferente tipo de metro. Pero en el caso de la escenas de Los amantes no siempre es así. Es más, en dos ocasiones la división escénica no está determinada por un vacío, sino sólo por la métrica, y no conlleva cambio espacio-temporal alguno. En efecto, II, 1 y II, 2 comparten el espacio (sala de la recepción nupcial) y el tiempo, además de que dos de los personajes presentes en la primera escena (Marcilla y Sigura) no abandonen las tablas, dando continuidad a la acción. El paso al bloque segundo viene evidenciado sólo por el cambio estrófico: de la quintilla se pasa a la lira garcilasiana. Del diálogo cotidiano se pasa al metro por excelencia de la canción amorosa para el único momento íntimo de los amantes. Se marca así la intensidad de la situación dramática, pues el diálogo lo constituyen los reproches mutuos por el retraso de la venida de Marcilla y por las bodas inmediatas de Sigura al cumplirse el plazo. Un caso similar es el de las escenas primera y segunda del cuarto acto. La primera de ellas trascurre en la calle, mientras que los esposos trasladan el cuerpo de Marcilla de la casa de Sigura a la puerta de aquél. Artieda ha elegido también para esta ocasión un diálogo en liras garcilasianas, aunque ahora Sigura tiene otro interlocutor, su Marido, lo que no deja de ser significativo. La segunda escena, en octavas, es en el mismo espacio, con la presencia también de Marcilla muerto, pero con personajes diferentes: la familia del difunto (padre, primos y criados). La subdivisión viene dada, pues, por la estrofa empleada, que diferencia dos espacios familiares: el de Sigura (liras) y el de Marcilla (octavas). Estas dos excepciones hacen pensar que la segmentación de la obra se deba, entonces, al criterio métrico. Si se observan los cuadros finales, se ve que es así en 

 En éste y los restantes casos, el número romano corresponde al acto y el arábigo a la escena.

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11 de las 16 escenas que componen la obra (I, 1; I, 2; II, 1; II, 2; III, 2; III, 4; III, 5, IV, 1; IV, 2; IV, 3 y IV, 4). Este número aumenta si tenemos en cuenta que en tres escenas el uso de un metro diverso se debe a la incrustación o engaste de un soneto en forma de canción en el marco de quintillas (I, 3; II, 3) u octavas (III, 1), y como fórmula conclusiva en la última escena (IV, 5), de modo que se pueden considerar todas ellas escenas monométricas. 8 La única excepción es, pues, la tercera escena del tercer acto, donde se usan dos tipos de estrofas diferentes asociadas a personajes y a situaciones también diferentes, en un mismo espacio: los invitados se van yendo ya que son las doce de la noche (quintillas); Marcilla llega, ve cómo ya no queda nadie (v. 1056) 9 y se propone esconderse en el dormitorio para pedir a Isabel un beso con el fin de ver si lo ama o no (octavas). Si vemos esta escena en relación con las anteriores (III, 1 y 2) parece que el criterio demarcativo es ahora el espacial, pues la primera se desarrolla en casa de Marcilla; la segunda en el camino entre la casa de Marcilla y la de Sigura; y la tercera en casa de Sigura. Pero, si aquí y en otras escenas funciona el criterio del espacio como marca de segmentación, no siempre es así, como se ha visto en las escenas comentadas arriba y se ve en los cuadros finales: II, 1-2; III, 4-5; IV, 1-2 y IV, 3-4. Teniendo estos datos en cuenta, se podría llegar a deducir, por lo tanto, que ambos criterios (métrico y espacial) se complementan. Para verlo con algo más de claridad, volvamos a las tres primeras escenas del tercer acto y observemos cómo forman un único bloque o macrosecuencia 10 (F), a pesar del cambio de lugar. La continuidad métrica evidencia la contigüidad de la acción y sólo considerándolo así se puede entender el movimiento de la acción. El uso del mismo metro (octava) une el último parlamento de Marcilla de la primera escena realizado en su casa (vv. 948954) con toda la segunda escena —compuesta por el monólogo de este personaje mientras se dirige a la casa de su vecina y amada Isabel de Sigura (vv. 955-1026)—, parlamento que termina al final de la tercera ya en casa de Isabel (vv. 1057-1072). La secuencia en quintillas (vv. 1027-1055), en donde los invitados se van marchando de la casa, debemos considerarla una secuencia intermedia que sirve para la creación del tiempo y del espacio dramático. La continuidad de acción y de espacio viene asimismo subrayada por la unidad métrica, a pesar del vacío escénico en los casos III, 4-5 y IV, 3-4. En la escena cuarta del tercer acto, Sigura y su Marido dialogan en quintillas antes de irse a acostar. En este coloquio Isabel pide a su marido que espere al día siguiente para consumar el matrimonio. Éste, al final, accede y se entran. La siguiente escena después de otro   La quintillas y las octavas serían lo que Vitse llama «formas englobadoras» y los sonetos «formas englobadas» (1998: 50).   Rey de Artieda, 1997: 41. La numeración de los versos en éste y los demás casos me pertenece. 10  El concepto de macrosecuencia ha sido adoptado por Marc Vitse (1998: 52) y recogido por Fausta Antonucci (2007: 12), como la unidad segmental inmediatamente inferior al acto. Estas unidades se pueden subdividir a su vez en otras partes menores (microsecuencias). Vitse en el análisis que hace de El burlador de Sevilla (1998), señala que el cambio métrico es el que delimita también la segmentación de las macrosecuencias, mientras que en el análisis de Peribáñez afina más subdividiendo en microsecuencias una misma secuencia métrica (2007: 187-195). En nuestra segmentación, recogida en los cuadros finales, utilizamos estos conceptos.

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vacío es protagonizada por Eufrasia, prima de Isabel, quien quiere espiar al matrimonio y va contando en quintillas aquello que ve o escucha. Así trasmite el «ay» de la expiración de Marcilla, que según ella debe de ser de un muerto o de un agonizante (vv. 1236-1237). Estas dos escenas forman, pues, un solo bloque o macrosecuencia (G), unido por el metro y por el espacio, aunque el escenario quede vacío cuando los esposos lo abandonan y llega Eufrasia, quien, en realidad, es una mera trasmisora de una escena «dentro», prolongación de la anterior. La tercera scena del cuarto acto se desarrolla en el interior de la casa de Sigura y consta de dos partes o microsecuencias en quintillas: la primera es el diálogo entre los esposos antes de la salida de la casa del Marido para ir a dar el pésame (a); la segunda es el monólogo de Isabel, quien después de debatirse decide ir a dar el beso que negó en vida a Marcilla (b). La cuarta escena tiene lugar en el mismo espacio y está constituida por el monólogo de Eufrasia a quien se rompe el espejo de Isabel, presagio de su próxima muerte. A pesar de que el escenario quede momentáneamente vacío, se puede considerar también estas escenas, enlazadas por el metro, un mismo bloque o macrosecuencia (I), según se refleja en el cuadro final correspondiente. Así una vez más Eufrasia hace su función de agorera, cuando rompe el espejo de Sigura, marca prolíptica de la muerte de su dueña y marca del espacio dramático (aposentos de Sigura). Significativo es también en este sentido el hecho de que el metro se mantenga entre escenas (véanse I, 2-3 y I, 3-II, 1), pues contribuye a crear la sensación de continuidad entre los espacios, bien porque se cambie de una habitación a otra dentro de una misma casa (I, 2-3) o bien para subrayar que el espacio es el mismo, aunque haya cambiado el tiempo (I, 3-II, 1). En este último caso, el lapso temporal viene dado por pertenecer las escenas a dos actos diferentes, aunque contiguos. Considerando, pues, todos estos casos se podría llegar a afirmar no sólo que el criterio para la división en escenas es el metro y/o el espacio, sino que precisamente es el metro el que crea el espacio dramático. E, incluso, se puede ver cómo cada estrofa sirve además para identificar espacios y personajes, según queda indicado en la última columna de los cuadros finales. Fausta Antonucci recuerda cómo «la variedad de formas métricas, y la manera cómo el dramaturgo las acopla, sean unos factores importantísimos en la construcción del significado de la obra teatral áurea» (Antonucci, 2007: 15), afirmación que se puede hacer extensiva a esta pieza, pues ayuda a comprender el movimiento escénico y la semántica del texto. De este modo, se puede entender mejor la evolución dramática, ya que la acción comienza a las afueras de Teruel con la llegada de Marcilla (octavas), se adentra en la ciudad para desarrollarse en la casa de Sigura (quintillas), con el encuentro entre los amantes (liras), para pasar a la casa de Marcilla (quintillas), salir de ahí (octavas), volver a la casa de Sigura (quintillas), salir a la calle entre la puerta de casa de Sigura (liras) y la de Marcilla (octavas), adentrarse un momento otra vez en casa de Sigura (quintillas) y concluir fuera del ambiente doméstico, en la Iglesia de San Pedro (octavas). La macrosecuencia F cobra así un lugar central, ya que a través del caballero protagonista se unen los dos espacios dramáticos (octavas/quintillas/octavas), donde se si-

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túa el conflicto, secuencia también central al estar colocada inmediatamente antes del inicio de la catástrofe (G). Este movimiento de la tragedia de lo externo hacia lo interno se relaciona con lo apuntado por Sirera, para quien lo novedoso de Artieda reside en plantearse el sentido de lo trágico, pues «no es necesario más enredo que el propio carácter de los personajes», señalando que la tragedia está precisamente en el interior (1986: 95-96): Marcilla no ha sabido interpretar los sentimientos que su ausencia (injustificada en parte) iba a despertar en Sigura. Es el dolor de su descubrimiento tanto como la negativa del beso (no sólo prenda erótica sino forma también de lograr el perdón por su falta) lo que le ocasionan la muerte. Sigura es a su vez víctima de un conflicto insoluble: la fidelidad al marido y a Marcilla; darle un beso a éste significa romper la fe matrimonial, sólo después de muerto podrá ofrecérselo, y con él su vida. Una buena parte de la obra, no lo olvidemos, está destinada a reflejar los estados anímicos de los protagonistas.

En suma, el análisis de la estructura dramática en relación con la métrica usada en esta tragedia, cuyos resultados se pueden comprobar en los cuadros sintéticos finales, pone en evidencia cómo el uso de la polimetría ya está buscando su función en la modulación de la acción, principio que será básico en la Comedia Nueva según Vitse, pues «es el instrumento métrico el que sirve para señalar los diversos momentos de desarrollo dramático, las diversas fases de la temporalidad dramática, unas veces sí y otras veces no coincidentes con otros indicadores relativos al espacio geográfico y al tiempo cronológico» (1998: 55). De tal manera que podemos concluir con Sirera (1986: 98) que Artieda presenta desde el punto de vista de la técnica teatral una solución renovadora y abierta hacia la comedia posterior. Bibliografía citada fausta Antonucci (2007). «Introducción: para un estado de la cuestión», en Métrica y estructura dramática en el teatro de Lope de Vega, ed. Fausta Antonucci, Kassel, Reichenberger, pp. 1-30. — (2000). «La segmentazione del testo teatrale negli studi sul teatro spagnolo del Siglo de Oro», Critica del testo, III, 3, pp. 1033-1049. James P. Crawford Wickersham (1975). Spanish Drama before Lope de Vega, Philadelphia, University of Pennsylvania Press (reimp. corr. de la ed. de 1967 con un suplemento bibliográfico de W. T. McCready). Alfredo Hermenegildo (1985). «Hacia una descripción del modelo trágico vigente en la práctica dramática del siglo xvi español», Crítica Hispánica, 7, pp. 43-55. S. Griswold Morley (1925). «Strophes in the Spanish Drama before Lope de Vega», Homenaje a Menéndez Pidal, vol. I, Madrid, pp. 505-531. Isabel Paraíso (2000) La métrica española en su contexto románico, Madrid, Arco/Libro. Andrés Rey de Artieda (1997). Los amantes, en Teatro clásico en Valencia, I, ed. Teresa Ferrer Valls, Madrid, Turner (Biblioteca Castro), pp. 1-66.

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Mercedes de los Reyes Peña, María del Valle Ojeda Calvo y José Antonio Raynaud (2008). Comedia y Tragedia del Príncipe Tirano, Sevilla, Junta de Andalucía. Consejería de Cultura (Centro Andaluz de Teatro y Centro de Documentación de las Artes Escénicas de Andalucía). José María Ruano de la Haza y John Allen (1994), Los teatro comerciales del siglo xvii y la escenificación de la Comedia, Madrid, Castalia. Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, Preceptiva dramática española del Renacimiento y el Barroco, Madrid, Gredos, 1972, 2.ª ed. ampl. José Luis Sirera (1986). «Rey de Artieda y Virués: la tragedia valenciana del Quinientos», en Teatro y prácticas escénicas II. La comedia, dir. J. Oleza; coord. J. L. Canet, Londres, Tamesis Books-Institución Alfonso el Magnánimo, pp. 69-101. María Dolores Solís Perales (2003). «El concepto aristotélico de estructura en Los amantes de Andrés Rey de Artieda», Calamus renascens, 4, pp. 197-214. — (2004). «Algunas vinculaciones de Los amantes de Rey de Artieda con la poética clásica», en Retórica, poética y géneros literarios, ed. José Antonio Sánchez Marín y María Nieves Muñoz Martín, Granada, Universidad de Granada, pp. 539-578. — (2004b). «Los medios según Aristóteles en Los amantes de Andrés Rey de Artieda: el endecasílabo», Revista portuguesa de humanidades, 8, 1-2, pp. 335-359. — (2004c). «Los medios según Aristóteles en Los amantes de Rey de Artieda: el octosílabo», Florentia Iliberritana, 15, pp. 329-365. — (2004d). «El objeto y el modo aristotélicos: su repercusión en Los amantes de Andrés Rey de Artieda», Ágora. Estudos Clássicos em Debate, 7, pp. 105-127. — (2006). «La elocutio aristotélica en Los amantes de A. Rey de Artieda», Florentia Iliberritana, 17, pp. 275-289. Marc Vitse (1998). «Polimetría y estructuras dramáticas en la comedia de corral del siglo xvii: el ejemplo de El burlador de Sevilla», El escritor y la escena VI. Estudios sobre teatro español y novohispano de los Siglo de Oro, ed. Ysla Campbell, Ciudad Juárez, Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, pp. 45-63. Marc Vitse (2007). «Polimetría y estructuras dramáticas en la comedia de corral del siglo xvii: nueva reflexión sobre las formas englobadas (el caso de Peribáñez)», en Métrica y estructura dramática en el teatro de Lope de Vega, ed. Fausta Antonucci, Kassel, Reichenberger, pp. 169-205.

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AUTO I Tiempo dramático

Espacio dramático

Macro secuencia

Scena

Versificación

Una o dos horas después del plazo (v. 126)

Parada de postas (menos de una milla de Teruel)

A

1

1-24: octavas (3)

25-32: octavas (1)

Micro secuencia

a

Acción

Marcilla se prepara para entrar en Teruel engalanado

b Marcilla (transición) se dispone a contar a Heredia el secreto de su exilio en aparte

33-120: octavas (11)

c

Relación de Marcilla de su historia de amor con Isabel de Sigura : primera identificación con Píramo Y Tisbe

121-160: octavas (5)

d

1º mal augurio para Marcilla: el sueño 2º mal augurio para Marcilla: la pérdida de las plumas rojas y blancas en el mar

161-168: octavas (1)

Personajes

Marcilla Heredia Perafán Laín

Marcilla Heredia

Marcilla Heredia Perafán Laín

e Comentan la (transición) llegada del Conde de Fuentes

169-192: octavas (3)

Escenario vacío

f

El Conde informa de las fiestas en Teruel por las bodas de Isabel de Sigura

Espacios

Conde Marcilla Heredia Perafán Laín

Espacio de Marcilla

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483

AUTO I Tiempo dramático Mismo día (después de la llegada de Marcilla a Teruel)

Espacio dramático Casa de Sigura

Macro Scena secuencia B

2

Versificación

Micro secuencia

193-209: quintillas

a

Acción

Personajes

1º mal Sigura augurio para Eufrasia Sigura: clarín (pronóstico del romero)

210-267: quintillas

b

Sigura conoce la llegada de Marcilla por Perafán

Sigura Eufrasia Perafán

268-296: quintillas

c

Comentario de las damas

297-307: quintillas

d

Llegada del Marido de Sigura para que vaya a recibir las visitas

Sigura Eufrasia Marido

a

Recepción de Marido los invitados Sigura Eufrasia Doña Elvira Doña Inés Don Juan

Espacios

Espacio de Sigura

Escenario vacío Casa de Sigura (sala de visitas)

C

3

308-377: quintillas

378-391: soneto

b

Publicación de un cartel de torneo

Atambores

392-421: quintillas

c

Don Juan decide participar por doña Elvira: se van entrando todos

Marido Sigura Eufrasia Doña Elvira Doña Inés Don Juan

Espacio de Sigura

484

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AUTO II Tiempo Espacio Macro Scena dramático dramático secuencia Mismo Casa de día (antes Sigura de la cena)

D

1

2

Versificación 422-481: quintillas

Micro secuencia a

Acción

Personajes

Comentarios de Eufrasia las fiestas y llega- Doña Inés da de Marcilla Doña Elvira Sigura Marido

482-506: quintillas

b

Parabién de Marcilla al Marido

Eufrasia Doña Inés Doña Elvira Sigura Marido Marcilla

507-531: quintillas

c

Llegada de un paje y salida progresivamente del Marido y de las damas con motivo del torneo

Paje Eufrasia Doña Inés Doña Elvira Sigura Marido Marcilla

532-652: liras garcilasianas (24)

d

Diálogo amoroso de reproches mutuos

Sigura Marcilla

652-656: liras garcilasianas (1)

e

Salida de Marcilla y llegada del Marido

Sigura Marido

Espacios

Espacio de Sigura

Encuentro

Escenario vacío Casa de Marcilla (jardín)

E

3

657-726: quintillas

a

727-740: soneto

Melancolía de Marcilla: historia Marcilla de Piramo y Laín Tisbe Canción de Marcilla que ilustra su dolor

741-745: quintillas

b

Marcilla despide a Laín

745-780: quintillas

c

Monólogo desesperado de Marcilla

Marcilla

781-900: quintillas

d

Perafán llama a Marcilla para cenar, a la vez que van llegando su padre y primos

Marcilla Perafán Muñoz Gonzalo

Espacio de Marcilla

métrica y estructura dramática en los amantes, de andrés Rey de Artieda

485

AUTO III Tiempo dramático

Espacio dramático

Mismo día Casa de (después Marcilla de la cena)

Macro secuencia

Scena

Versificación

F

1

901-916: octavas (2)

Micro secuencia a

917-930 soneto

Marcilla pregunta por las fiestas y pide música para alegrar la reunión Perafán canta la historia de Sofonisba

931-954: octavas (3)

12 de la noche del mismo día (v. 1037)

Acción

b

Personajes Espacios Marcilla Heredia Perafán Don Gonzalo Muñoz

Espacio de Marcilla

Marcilla no quiere continuar con la música y los primos proponen ir enmascarados a las bodas: Marcilla se parte solo sin decir a dónde va

Camino de Casa de Sigura

2

955-1026: octavas (9)

(escena- Debate interior Marcilla rio vacío) entre la razón y el c deseo: decide ir a ver qué pasa entre los esposos para desengañarse

Casa de Sigura

3

1027-1056: quintillas

(escena- Los invitados se rio vacío) van retirando d

1057-1072: octavas (2)

(escena- Marcilla se propo- Marcilla rio vacío) ne esconderse en e el dormitorio de los esposos para pedir un beso a Sigura y comprobar su amor

Doña Elvira Doña Inés Dona Juan Paje

Espacio de Sigura

Escenario vacío Cambio de habitación?

G

4

1073-1197: quintillas

5

1198-1247: quintillas

a

Sigura pide al Marido que espere hasta el día siguiente para consumar el matrimonio

(escena- Eufrasia espía rio vacío) a los recién b casados: trasmite la expiración de Marcilla

Sigura Marido

Eufrasia

Espacio de Sigura

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AUTO IV Tiempo dramático

Espacio dramático

Macro secuencia

Scena

Versificación

Micro secuencia

Antes del alba del día siguiente (v. 1286)

Calle (Casas de Sigura y Marcilla)

H

1

1248-1292: liras garcilasianas (9)

a

Marcilla y Sigura sacan de la casa el cuerpo muerto de Marcilla, dejándolo en su puerta

Sigura Marido (Marcilla muerto)

Espacio de Sigura

2

1293-1300: octavas (1)

b

Perafán y el padre de Marcilla ven desde las ventanas el bulto de éste

Perafán Padre (Marcilla muerto)

Espacio de Marcilla

1301-1340: octavas (5)

c

Llanto de Perafán por la muerte de Marcilla

Perafán (Marcilla muerto)

1341-1388: octavas (6)

d

Acuden los allegados de Marcilla

Perafán Padre Heredia Don Gonzalo Muñoz (Marcilla muerto)

Acción

Personajes

Espacios

Escenario vacío Mañana del día mismo día

Casa de Sigura (aposentos de Sigura)

I

3

4

1389-1398: quintillas

a

Marido deja a Sigura para ir a dar el pésame

Marido Sigura

1399-1493: quintillas

b

Debate interior de Sigura: decide ir a dar el beso a Marcilla que negó en vida

Sigura

1494-1543: quintillas

(escena- Comentario de Eufrasia rio vacío) los hechos de la c noche anterior. 2º mal augurio para Sigura: rotura del espejo

Escenario vacío

Espacio de Sigura

métrica y estructura dramática en los amantes, de andrés Rey de Artieda

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AUTO IV Tiempo dramático

Espacio dramático

Macro secuencia

Scena

Versificación

Iglesia de San Pedro

J

5

1544-1567: octavas (3)

Micro secuencia a

Acción

Personajes

Comentan el beso de Sigura a Marcilla y la muerte de ésta: don Juan piensa que el Marido agravia el honor de la familia por no buscar venganza.

Don Juan Marido Muñoz Heredia Conde Gobernador

Marido Muñoz Heredia Conde Gobernador

1568-1671: octavas (13)

b

El Marido explica a todos la historia, el sueño premonitorio (3º mal augurio para Marcilla y Sigura) y se demuestra todo un ejemplo de templanza

1672-1685: soneto

c

La fama procla- Fama ma la vida eterna de Marcilla y Sigura por su amor

Espacios

Espacio del Marido

Las posibilidades extremas de una traza grave: El amor desatinado, de Lope de Vega 1 Joan OLEZA Universidad de Valencia

El método, los conceptos, el juego combinatorio. En un reciente trabajo me esforcé en perfilar un método de análisis capaz de captar lo que, desde un cierto punto de vista, me parece constituir la lógica de un sistema como el de la Comedia Nueva: un esquema estable de instrucciones a la vez que un juego de expectativas y de sorpresas siempre renovado. Podría describirse la Comedia Nueva como un sistema generativo que tiene la capacidad de producir multitud de argumentos sobre unos elementos y unas reglas de base limitados en número y que permanecen estables. De ahí esa sensación de que la comedia, aún repitiéndose a sí misma, siempre es distinta. En el trabajo aludido 2 partía del estudio de motivos característicos repetidos en una serie de piezas para elaborar, a partir de ellos, una serie de conceptos: el de traza, el de función, el de microgénero y el de caso. Los motivos condensan acontecimientos prototípicos en una unidad breve y a la vez completa de la intriga. Una cantidad limitada de estos motivos, cuyo inventario todavía no hemos sido capaces   Este trabajo se ha beneficiado de mi participación en los Proyectos HUM 2006-9148, y HUM 200500560, del Plan Nacional I+D, patrocinados por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Educación y Ciencia y por los Fondos Feder.    «Trazas, funciones, motivos y casos. Elementos para el análisis del teatro barroco español», actualmente en prensa, en el Anuario Lope de Vega, en un número dedicado a Estudio y edición del teatro del Siglo de oro.

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de establecer, se colecciona en lo que podríamos llamar la despensa de la comedia nueva, prontos a entrar como componentes en cualquier pieza. Algunos son más propicios a tal o cual género, y otros están disponibles para cualquiera de ellos. Motivos que conoce todo lector del teatro clásico español son el del «La complicidad de una esclava/criada/pariente de la dama para que facilite al amante (en ocasiones mediante soborno) la entrada en su casa y alcoba», el de «El marido/amante que es enviado a la guerra/al exilio/a una misión lejana por un soberano que desea a su esposa/dama, con la intención de que la deje sola y accesible para él» (es una actualización del motivo bíblico de David y Urías), el de «La despedida de los esposos, en la que los presagios y temores de la esposa se combinan con señales aciagas o funestas», el del «Relato a un personaje de una historia aparentemente ocurrida a terceros, pero que en realidad es la suya apenas velada», el del «Regreso en secreto y de forma imprevista a la casa del marido/galán ausente, temeroso de que en su ausencia se consume su deshonra», etc. Los motivos, si se repiten de forma sistemática en un número significativo de obras pueden llegar a caracterizar a todo un género, 3 pero lo que nos interesa aquí es destacar que estos motivos cumplen unas funciones argumentales (narrativas) dentro de un determinado prototipo de argumento, caracterizado por alguno de los conflictos de base del sistema de la Comedia Nueva y por su traza. Escribía en el trabajo aludido: «al calor de los aproximadamente 500 argumentos que hemos diseccionado en nuestra base de datos, Artelope, hoy ya casi en fase de finalización, considero que puedo fundamentar el concepto de traza como una combinación precisa de funciones narrativas, muchas de ellas concretadas por motivos, y caracterizar un microgénero, esto es, un grupo de obras con un mismo conflicto de base, como el despliegue en diversos textos dramáticos de una misma traza». La traza que estudié en aquella ocasión la denominé la traza de la lujuria del déspota, que afecta a un numeroso y muy significativo núcleo de piezas de muy distintos géneros: comedias y dramas palatinos, comedias urbanas, dramas caballerescos, finalmente dramas historiales tanto de hechos particulares como de hechos públicos e incluso algún drama del Antiguo Testamento (El robo de Dina, La venganza de Tamar…). No es que las trazas sean indiferentes al género, pero tampoco se corresponden con exactitud. Un mismo género (pongamos el de los dramas históricos de hechos particulares) puede contener trazas muy distintas, y una misma traza puede darse en géneros distintos (por ejemplo, en comedias urbanas y en dramas históricos), puesto que una cosa es la estructura de la traza y otra el modo de elaborarla, que puede ser cómico o dramático, urbano o rural, histórico o de libre invención. Pero también es cierto que las trazas tienen sus preferencias, de manera que una traza dada parece rehuir determinados géneros y presentarse con preferencia en otros. Es el caso de la lujuria del déspota, que sería difícil encontrar en las comedias pastoriles, en las picarescas, o en las novelescas, por la simple razón de   Por ejemplo, el motivo de la pendencia callejera entre caballeros embozados en sus capas, que echan mano de sus espadas al encontrarse frente a las rejas o el balcón de una dama por la que compiten, ha caracterizado hasta tal punto a la comedia urbana de costumbres contemporáneas que incluso le proporcionó título al género: comedia de capa y espada

las posibilidades extremas de una traza grave...

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que en ellas no es habitual el personaje de un soberano despótico. Y sólo algunas raras comedias urbanas, de conflicto de capa y espada pero de ambientación histórica, y con intervención de personajes históricos, como La niña de plata, propician la presencia de esta traza. Por ello mismo, la traza de la lujuria del déspota se presta más a un tratamiento dramático, y dentro de él, y aunque es frecuente en los dramas históricos de hechos particulares, y poco en los de hechos públicos (un caso es el de El postrer Godo de España), podría encontrarse en su más completa comodidad en los dramas imaginarios, y dentro de estos en los de libre invención, en los palatinos, que parecen constituir su escenario predilecto. Tal como la caracterizamos en el trabajo aludido, la traza de la lujuria del déspota se constituye por una secuencia variable de diez funciones, que especifico a conti­ nuación:   1.  El/la Déspota concibe un deseo ilegítimo por una dama (o un galán).   2.  El Déspota solicita colaboraciones para satisfacer su deseo.   3.  El Déspota recurre a la agresión contra sus oponentes.   4. El oponente del Déspota, advertido del peligro que le acecha, se pone en guardia.   5.  El Déspota intenta dar satisfacción a su lujuria.   6.  La dama o el caballero codiciados reaccionan al deseo del déspota.   7.  La dama o el caballero codiciados reciben la ayuda de otros personajes.   8  El acoso del déspota provoca sospechas y celos entre los amantes.   9.  Los oponentes agraviados reaccionan a su deshonra. 10.  El soberano resuelve el conflicto provocado por la lujuria del Déspota. Los géneros forman, junto con las trazas los ejes vertebradores del sistema de la comedia nueva, pero no determinan más que su dispositivo de reincidencias. Otra cosa es el juego de las variantes. Una misma traza, como la de la lujuria del déspota puede dar lugar a variantes tan divertidas e irreverentes como El lacayo fingido, o tan trágicas como La locura por la honra, a piezas de fuerte impregnación histórica, como El postrer godo de España, y a otras totalmente imaginativas, como El perseguido, o legendarias, como El marqués de Mantua, pongamos por caso. Y es que lo propio de la traza no es sólo su recurrencia, su esquema estable de acontecimientos, el núcleo conflictivo que siempre es el mismo, sino también su capacidad de engendrar variaciones ilimitadas. La responsabilidad de esas variaciones reside en los casos, pues toda traza o estructura subyacente se despliega, muta y se ejecuta en múltiples casos: casos distintos según circunstancias distintas, precedentes distintos, personajes distintos, azares distintos, intrigas distintas, verdades y engaños distintos… Hay en la Comedia Nueva, pero muy especialmente en la de Lope, una celebración casi dionisíaca de la diversidad de la vida, que se expresa en la diversidad de las trazas pero sobre todo en la diversidad de los casos. Los casos se engendran en un doble movimiento: por un lado en la distinta realización de cada una de sus funciones, por el otro en la libre combinatoria de las funciones de la traza.

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Pongamos algún ejemplo de las distintas realizaciones que toda función puede ofrecer, jugando con las circunstancias y los personajes que intervienen en ella. Si tomamos como prueba la función última, la 10, la del desenlace (El soberano resuelve el conflicto provocado por la lujuria del Déspota), nos encontramos con dos vías alternativas de resolución: o bien el soberano es el propio déspota lujurioso, o bien éste es un príncipe, una infanta o la propia soberana, alguien por debajo del soberano inocente, que será quien resuelva. En el primer caso, se pueden presentar dos situaciones distintas: o bien la agresión real no ha pasado del intento (El lacayo fingido), o bien se ha consumado (El postrer godo). En la primera de estas situaciones, la resolución más frecuente es la del arrepentimiento, la entrada en razón, y la compensación a los agraviados por medio de mercedes, prebendas o bodas honrosas (El lacayo fingido, La batalla del honor, La ventura en la desgracia). Una solución distinta es la de La Condesa Matilde, obra en la que el Rey no ha podido deshonrar a la dama casada, pese a sus intentos, pero sí tomar conciencia de la lealtad hacia él y de la abnegación del esposo agraviado, que ha dado su vida en el campo de batalla y que, antes de morir, le ha confiado a su esposa. El Rey, cambia entonces sus deseo lujurioso ilegítimo por la boda con la dama enviudada. En la segunda de las situaciones, cuando se ha consumado la agresión, sea mediante el asesinato del oponente, como en La Estrella de Sevilla, sea mediante la violación de la dama, como en El postrer godo de España, el daño es irreparable. En La Estrella de Sevilla, ni Sancho Ortiz ni Estrella Tavera pueden aceptar la boda que les propone el Rey como compensación, a pesar de su mutuo amor: la sangre inocente del hermano asesinado lo impide. En El postrer godo de España, la violación de la Cava trae consigo su suicidio, la muerte de su padre el Conde Don Julián, que ejerció su derecho a la venganza como traición a la patria, y la muerte del propio Rey Don Rodrigo en el campo de batalla. En ambas obras la culpabilidad del Rey es contundentemente razonada sobre la escena. Si por el contrario quien resuelve las culpas de algún pariente directo suyo (incluso del heredero) es un soberano inocente, entonces no es tan frecuente la solución del arrepentimiento: se da en La niña de plata, en la que el Infante Enrique renuncia a su propósito de deshonra y apadrina a la dama en sus bodas, un arrepentimiento que será avalado por el monarca, el Rey Don Pedro. Más frecuente es el caso del culpable que, reconocida su culpa, es condenado moralmente pero legalmente perdonado, al tiempo que se compensa a las víctimas: La locura por la honra y La fuerza lastimosa elaboran esta solución. En El robo de Dina el príncipe violador, Siquén, ofrece tomar por esposa a la mujer a la que ha violado, pero ni ésta quiere ni sus hermanos, los hijos de Jacob, renuncian a la venganza. La forma más severa de desenlace supone el castigo del culpable, así el Duque de Borgoña condena, repudia («Ya ni soy, ni quiero ser marido») y destierra a su mujer, la Duquesa Casandra, en El perseguido, a pesar de su arrepentimiento y de la intercesión de la víctima en su favor. En cuanto al Emperador Carlomagno, en El Marqués de Mantua, hace ejecutar a su heredero, el Delfín de Francia, y ordena exhibir su cadáver para escarmiento de la corte.

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He aquí como una sola función puede ser realizada hasta por ocho vías distintas, y ello sin entrar en la combinatoria de cada una de esas ocho vías con las otras funciones y todas sus posibles vías de realización. Pongamos un solo ejemplo de esta combinatoria: tomemos el caso del déspota no soberano, sino allegado al soberano. Aplicada conjuntamente con la F1, y no tomando en consideración más que la identidad del déspota, éste puede ser el Príncipe heredero (El robo de Dina), la Reina o soberana (Carlos el Perseguido), una princesa (La fuerza lastimosa), el príncipe hermano incestuoso de la princesa deseada (La venganza de Tamar), etc. Lo que en F10 eran cuatro posibilidades de desarrollo para el déspota no soberano, en F1+F10 da, al menos, cuatro variantes distintas para cada una de aquellas, es decir dieciséis posibilidades. Si vamos añadiendo las distintas funciones, entonces los casos posibles resultantes se multiplican extraordinariamente. También la distinta combinatoria de las funciones produce efectos de variación importantes. Tomemos una obra como La Estrella de Sevilla. En ella, Busto Tavera comienza a prevenirse de la deshonra de su hermana que el Rey pretende llevar a cabo, tan pronto como empieza a recibir las mercedes y prebendas inmerecidas con que el Rey quiere ganarse su complicidad y va adoptando una serie de precauciones (Función 4: El oponente del Déspota, advertido del peligro que le acecha, se pone en guardia).Tras sorprender al Rey en su casa, por la noche (función 5: El Déspota intenta dar satisfacción a su lujuria), Busto Tavera lleva a cabo una rápida indagación y descubre que ha sido la esclava quien le ha facilitado la entrada (función 2: El Déspota solicita colaboraciones para satisfacer su deseo), por lo que la mata y la cuelga frente a las ventanas del Rey (función 9: Los oponentes agraviados reaccionan a su deshonra). No obstante, y a pesar de estas precauciones y de este aviso-amenaza al monarca, no es capaz de prevenir la agresión mayor del Rey contra él, la que provocará su muerte por medio de su amigo y ejecutor, Sancho Ortiz (función 3: El Déspota recurre a la agresión contra sus oponentes). Este orden y su resultado (el éxito de la función 3) determina, como es obvio, que la función 9 no se realice de forma exitosa, pues el oponente (Busto Tavera), aunque toma precauciones y reacciona con una primera venganza no puede culminar con éxito su defensa contra la agresión del rey. Sólo posteriormente, Estrella, la otra agraviada, comparecerá ante el Rey para exigirle justicia (de nuevo la función 9, pero con otro protagonista). La secuencia entre estas funciones es 4>5>9>3>9. En una obra como El marqués de Mantua, en cambio, la función 5, El Déspota intenta dar satisfacción a su lujuria, se anticipa hasta el principio mismo de la intriga, en que vemos como el déspota aborda directamente a la dama, la corteja, la acosa, e intenta forzarla. La puesta en guardia del oponente Valdovinos (función 4) no se produce en la práctica, o se produce únicamente en la mente del personaje (es testigo de los temores de su esposa, comprueba los augurios funestos, se da cuenta de que el relato de Carloto sobre lo acontecido a un tercero le avisa de su suerte), y no cristaliza en la adopción de precauciones concretas. Se ejecuta entonces la función 3, y Valdovinos es asesinado (El Déspota recurre a la agresión contra sus oponentes), y a ella la sigue la función 9 (Los oponentes agraviados reaccionan a su deshonra), con el juramento de

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venganza del Marqués de Mantua y la comparecencia ante el Emperador, denunciando el asesinato y exigendo el castigo de los culpables. A diferencia de La Estrella de Sevilla, la secuencia es 5>4>3>9. En una obra como La ventura en la desgracia, la función 9 (Los oponentes agraviados reaccionan a su deshonra) se verifica reiteradamente a lo largo de la intriga, mientras que en otras como La niña de plata, La Condesa Matilde, La batalla del honor, no se manifiesta la función 7 (La dama o el caballero codiciados reciben la ayuda de otros personajes). Sea por combinación distinta de las distintas funciones, sea por reiteración de algunas de ellas, sea por manifestación insuficiente o neutralización de otras, las trazas pueden dar lugar a multitud de casos diferentes. El amor desatinado: un caso límite o las posibilidades insólitas de la traza En el sistema que la Comedia Nueva construye hay casos que parecen desafiar la estabilidad misma de ese sistema, o que expresan las posibilidades más excéntricas, más insólitas de una traza, que una preceptiva clasicista no podría aceptar nunca, dada la capacidad de deconstruir desde unos casos lo que se construye en otros. Si esto ocurre a lo largo y a lo ancho de la producción de Lope, es en el Lope joven donde se manifiesta con mayor irreverencia, con más declarada osadía, esa facultad de poner a prueba las propias reglas de juego. En principio, y por la índole misma del conflicto representado, el deseo ilegítimo de un soberano tiránico y las calamidades que provoca, esta traza de la lujuria del déspota parece reclamar para sí un ámbito trágico, y así ocurre en múltiples obras, como, El Marqués de Mantua, La locura por la honra, La fuerza lastimosa, La Estrella de Sevilla… La tradición del teatro clásico, de Esquilo (Agamenón) o Eurípides (Hipólito) a Séneca (Fedra, Agamenón, Octavia), así lo avalaba, y así había pasado al Timoneda de La Filomena, al Juan de la Cueva de La tragedia del príncipe tirano, a La gran Semíramis, de Virués, a La Alejandra de Lupercio L. de Argensola, a El amor constante o El conde Alarcos, de Guillén de Castro… Y sin embargo Lope osó reconducir el conflicto al terreno de la comedia, de una comedia moderada, tenuemente dramática, y con participación de personajes históricos, como La niña de plata, pero también de una comedia palatina de desenfadada audacia, como El lacayo fingido, que convierte la lujura del déspota en un tema risible, y que nos hace presenciar, como espectadores, las burlas a que la dama donaire somete al rey encendido en deseo. 4 Pero probablemente nunca fue tan lejos, nunca forzó tanto sus propias reglas de juego, sin llegar a romperlas, nunca desafió tan descaradamente el sistema de expectativas forjado por la   Sobre esta comedia y sobre el desafío deconstructivo de Lope ya trabajé en «Hagamos cosas de risa las cosas de calidad: El lacayo fingido, de Lope de Vega, o las armas sutiles de la Comedia», en VVAA, La puesta en escena del teatro clásico. Cuadernos del Teatro Clásico, n.º 8, 1995, pp.85-119; y en «Reyes visibles, reyes temibles. El conflicto de la lujuria del déspota en el teatro de Lope de Vega», en C. Couderc y B. Pellistrandi, «Por discreto y por amigo». Mélanges offerts à Jean Canavaggio. Madrid. Casa de Velázquez. 2005, pp. 305-318.

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preceptiva clásica, como en esa rara comedia del primer Lope (su autoría es indudable) que es El amor desatinado, copiada por Gálvez, y en cuyo manuscrito puede leerse la fecha del 4 de junio de 1597. La comedia tiene por protagonista a un fingido Rey de Inglaterra, llamado Roberto: es posible que la sátira feroz que se aplica a su figura tenga algo que ver con la perspectiva anglófoba que se puede comprobar en ese mismo año de 1597 en la escritura de La Dragontea, aunque ésta estuviera motivada más que probablemente por un encargo y por la pretensión de Lope de situarse ventajosamente, en un momento crítico de final de reinado, en la órbita del mecenazgo del todavía príncipe heredero y de su círculo de influencia, encabezado por Lerma. 5 Pero Lope tenía, además, con Inglaterra, la cuenta pendiente de la Armada Invencible, en la que él se alistara nueve años antes, a finales de mayo de 1588, y a cuyo fracaso sobrevivió, y era una cuenta que se sumaba a la del pueblo español y, sobre todo, a la de su monarca, Felipe II, largamente alimentada durante los últimos treinta años por el asalto de los corsarios ingleses, Hawkings y Drake sobre todo, a los galeones españoles y por el saqueo de los puertos de las Indias Occidentales (especialmente devastadores los de 1585 en Santo Domingo y Cartagena de Indias) y aún de la misma península, como la muy humillante exhibición de Drake en la bahía de Cádiz en 1587; alimentada también por el apoyo de la reina Elizabeth de Inglaterra a los rebeldes de Flandes (ese año de 1585 desembarcó allí Leicester con todo un cuerpo de ejército), y por la conspiración de Felipe II en apoyo de María Estuardo, la reina de Escocia e hija de Catalina de Aragón (la hija de los Reyes Católicos repudiada y destronada por Enrique VIII), como alternativa católica al trono de Inglaterra, conspiración abortada finalmente por la ejecución de María en 1587. Treinta años en los que la tensión entre los dos países no había hecho más que crecer, y en los que habían ocurrido episodios tan significativos como la expulsión recíproca de embajadores, o la larga preparación de una intervención en Inglaterra para derrocar a Elizabeth, que Felipe II comienza a plantearse hacia 1570 y que desemboca en el intento fracasado de la Invencible. Es ese clima de animadversión entre las dos monarquías el que, sin duda, autoriza a Lope a tratar a un Rey de Inglaterra de manera tan burlesca como lo hace en esta obra. No debería sorprender a nadie, tampoco, que en el mismo argumento de la pieza, en la que el Rey mantiene un adulterio público con una dama particular de su corte, que a su vez lo engaña con un amante, mientras relega a su esposa la reina primero al encierro y después a una humillante condición de cautiva, haya un eco de los acontecimientos de la corte de Inglaterra en tiempos de Enrique VIII, que relegó a la reina hasta poder divorciarse de ella y destronarla, que se amancebó con Ana Bolena (después de hacerlo con su hermana, María) y llegó a hacerla su esposa, a la que sin embargo acusaría finalmente de adulterio y haría ejecutar. El amor desa­ tinado del Rey Roberto de Lope debe bastante a lo que, considerado desde lejos y   ������������������������������ Como ha mostrado Elizabeth R. Wright: �������� Pilgrimage to patronage. Lope de Vega at the Court of Philip III 1598-1621. Lewisburg. Bucknell U.P. 1984. Insiste �������������������������������������������������������������� en ello A. Sánchez Jiménez en su edición del poema en Madrid. Cátedra. 2007.

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sin demasiados elementos de juicio, debieron parecer a los españoles de a pie los desatinos del rey Enrique VIII de Inglaterra. Sean cuales fueren las resonancias históricas, la pieza comienza poniendo en juego la lujuria del soberano, que se planta a esperar ante la puerta de la dama a la que desea y envía por delante a Teodoro, su consejero y hombre de confianza, para que negocie con ella sus favores. Cuando finalmente la dama acepta darle entrada en su casa, el Rey la corteja y le declara que de no estar ya casado no dudaría en casarse con ella. Sus halagos (le ofrece, además de «reinos, tesoros, vida», nada menos que convertir a la reina en cautiva de la dama) corren parejos con sus intimidaciones, pues llega a espetarle que «es cometer traición/ negarme la voluntad», pues ella le debe al fin y al cabo la misma obediencia que todo su pueblo. En estas escenas iniciales se cumple la primera de las funciones narrativas, la de la concepción y declaración del deseo ilegítimo. Pero también se agolpan los acontecimientos propios de la función segunda, según la cual el déspota solicita colaboraciones para satisfacer su deseo, y éstas son dobles. Por un lado, y sin él saberlo, solicita la colaboración como mediador del galán de la dama, como en El lacayo fingido. Teodoro, en efecto, está enamorado de Rosa, y tiene que apechugar con la misión de persuadirla para que acepte ser la concubina del Rey. Lo sorprendente en esta comedia es que, incitado por la dama, negociará a la vez su boda con ella y el concubinato con el rey. He aquí fragmentos de la conversación que los dos amantes mantienen, en apartes, mientras el Rey los observa y se impacienta con la tardanza de la dama en dar su consentimiento. Rosa. ¿Quiéreste casar conmigo o hago el gusto del Rey? […] Teodoro. ¿Qué haré, señora querida, del alma que has de costarme? Rosa. Casarte o licencia darme. […] Teodoro. Ya soy tuyo. 6

La decisión de Teodoro de casarse con Rosa corre paralela a su aceptación del concubinato real. Y en esa doble posición veremos a Teodoro ser el primer confidente de la felicidad del Rey tras haber gozado toda una noche de Rosa: Rey. ¡Oh qué regalos, qué amor, qué belleza, qué blancura! Teodoro. (¡Ay de mi negra ventura, y en blanco diré mejor!)

  Todas las citas corresponden a la edición de esta comedia por J. Gómez y P. Cuenca, en Lope de Vega: Obras Completas. Comedias V. Madrid. Biblioteca Castro-Turner. 1993, pp. 363-458. La falta de numeración de los versos impide citarlos con precisión.

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Teodoro, que tiene la seguridad de que le espera la muerte si el Rey llega a conocer su boda con Rosa, tiene que escuchar cómo el Rey se declara perdido de amor por su esposa, y asiste atónito al desprecio con que el Rey trata a la Reina, e incluso intercede por ella, y sermonea al Rey: eodoro. A la mujer diola Dios T para tenerla respecto, que este amor santo, en efecto, es recíproco en los dos; y no hay amor verdadero si no es el de los casados. Rey. ¡Hola, traed, traed, criados, púlpito a este majadero! ¡De mañana me predica!

Claro que la recompensa son las mercedes del Rey, que no deja de enaltecerle y mejorar su destino. Teodoro llega a conquistar una posición tan fuerte que puede salir bien librado cuando en el Acto II el Rey recibe un anónimo en que se le acusa de ceguera por no ver que Rosa tiene trato con «cuatro o cinco» (como se acusó a Ana Bolena)… aunque dicen que a Teodoro tiene por su joya y brinco. Este es quien ella regala y a quien ninguno se iguala.

Rosa finge entonces encolerizarse con el Rey, se lamenta de su deshonra («¡Nunca yo fuera nacida!»), le requiere que la deje y que se vaya. El rey, enloquecido, le ruega, le implora, llega a pedirle a Teodoro que interceda por él («¡Teodoro, llégate a ella,/ ruégaselo tú!»), y para mostrarle a ella que no cree nada de lo que dice el anónimo nombra Conde de Anglisea a Teodoro, y pone el reino en sus manos: Rey. y del reino ambos haced lo que vuestro gusto sea: mandad, quitad y poned. No reine yo, reina tú, reine Teodoro.

En el Acto III llega Teodoro a la cima de su fortuna al darle al Rey la noticia de que Rosa sigue viva, y nombrarle el Rey, en recompensa, su Condestable. La segunda colaboración que el Rey pide, para sus amores, es la del padre y el hermano de la dama. En el Acto I, cuando ambos sorprenden de noche y con disfraz al Rey en su casa, el padre actúa como el viejo celoso de su honor de tantos dramas de la honra, y recrimina al Rey que pudiendo ser recibido con todos los honores en su casa, haya preferido entrarse en ella a escondidas. El viejo Filiberto hace alarde

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de la nobleza de su estirpe y de su lealtad para con la corona, a la vez que deja patente su recelo. El Rey entonces, y al tiempo que excusa su presencia con la coartada de haber venido a negociar la boda de Rosa con Teodoro, responde repartiendo honores y prebendas, como tantos otros tiranos en casos semejantes: a Filiberto lo nombra gobernador, y a su hijo marqués de Nordobico. Cuando el Rey, a continuación, pide llevarse con él a Rosa y a Teodoro, a pesar de que la boda no es más que de palabra, y no se ha celebrado la ceremonia, todavía resisten el viejo Filiberto y su hijo Enrico, temerosos del deshonor que se les pueda seguir y de las habladurías del vulgo. El rey entonces le contesta: Rey. ¿No eres gobernador? Filiberto. Sí. Rey. Pues castiga [al vulgo maldiciente].

En la escena siguiente, y una vez padre e hijo a solas, Filiberto da rienda suelta a su ira contra el rey, a quien tilda de tirano, a quien llama «Heliogábalo vil» y a quien reprocha que le ascienda para deshonrarlo («¡Gentil modo de honra:/ hacerme más, para mayor deshonra!»). También se vuelve contra su hijo, censurando su falta de valor y que no se resuelva a «matar a un tirano». Pero su hijo le contesta con sereno pragmatismo, poniéndose él, que es joven, en el papel del viejo Néstor para así poder aconsejar a su impetuoso padre: no hay tribunal al que se pueda apelar del rey, como no sea el del cielo, le dice, y no hay monarquía sin algún bastardo. Después de todo, si es cierto que el Rey «nos deja afrentados, con tiranía» también lo es que los ha engrandecido. A fin de cuentas quien goza de su hija es un rey, y no un criado, y a quien corresponde el deshonor es a Teodoro, que es el esposo, y no al padre ni al hermano. El padre, sin estar del todo convencido, tiene que admitir: «Altamente has hablado». En este mismo Acto I, y en una escena posterior, el padre y el hermano visitan y admiran la quinta y el vergel en que el Rey ha alojado a Rosa, y Enrico vuelve a mostrar su pragmatismo: él quiere conservar su cuello, y si el Rey le hace un sobrino, ya se encargará de cuidarlo en sus propios brazos. Filiberto, el padre, le replica: «Tú hablas como hombre de este tiempo», y Enrico lo acepta, pues «ya se pasó la edad del otro antiguo», la «edad de hierro», la de los romanos y sus tremendas leyes del honor. Filiberto se queja, pero el hijo vuelve a atajarle, con frases claramente alusivas a la batalla que estaba librando entonces la comedia nueva, para su propia legitimación frente a la preceptiva clásica: Enrico. Muy trágico te pintas, más que un Séneca. ¡Deja, por Dios, ahora el traje escénico y andemos con el tiempo en sus mudanzas!

Enrico le propone a su padre un estupendo sofisma: ¿No le debe Filiberto al Rey la vida? ¿Y la vida no es sangre? Y su hija, ¿no es su sangre? Pues si le da su hija, le da su sangre, que es lo que le debe como vasallo. Filiberto reniega:

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Filiberto. No me agrada el sofístico argumento, que es diferente dar sangre sin honra, o dar al rey la sangre sin deshonra.

Pero es la lógica de Enrico la que se impone, y en el Acto II y en el III veremos a Filiberto, y tras él a su hijo, convertirse en los ejecutores del Rey, los veremos prender a la reina, enfrentarse con Arsindo que trata de defenderla, e incluso los veremos llegar a la prisión, acompañados de un verdugo, para decapitar a la reina, pues como dice el viejo: «yo sé lo que me importa, /que Isabel muera y que viva/ Rosa, mi hija». Como puede comprobarse, esta F2 se realiza de modo insólito para las expectativas de un drama: el déspota solicita la colaboración de sus previsibles oponentes para satisfacer su deseo, nada menos que el galán, el padre y el hermano de la dama, y ellos, desoyendo las exigencias del honor, se dejan convertir en cómplices de su propia deshonra. Tan insólita o más aún es la realización de la F6, que suele concentrar en los dramas de la honra todo el dramatismo de la reacción de la víctima, la dama o caballero acosados por el deseo del tirano. Aquí, una dama tan astuta como poco melindrosa, aprovecha los requerimientos del rey para negociar con su embajador el precio de su entrega: ella aceptará convertirse en concubina del rey, como Teodoro le pide, si Teodoro acepta casarse con ella. Y la escena, que inaugura la obra, se despliega con una pormenorizada argumentación, en la que la dama va oponiendo obstáculos (el rey está casado, ella tiene que preservar el honor de su padre y hermano, ella ama a un criado del rey y quiere casarse con él, para todo marido es una falta imperdonable que su mujer no le haya guardado el honor antes de las bodas) para obligar a Teodoro, temeroso del Rey, a que los supere, a que justifique que ha de entregarse, que es imposible resistirse a un Rey, por lo que ella no sería culpable, en caso de aceptar. El último obstáculo que le contrapone Rosa a Teodoro es declararle que el criado a quien ama y con el que quiere casarse es él. Teodoro ha de digerir este último obstáculo, y asumir así, después de algunas dudas, pero en consecuencia con toda su argumentación, que no hay otro remedio que satisfacer al Rey. Ella no se da por satisfecha, sin embargo, y antes de dar el sí definitivo al Rey le exige a Teodoro que se case con ella, lo que Teodoro, muy a su disgusto, pero acuciado por las voces de un Rey cada vez más impaciente, termina por aceptar. La situación se resolverá consintiendo ella en ser la concubina del rey, callando su relación con Teodoro, a quien también se va a entregar, y repartiendo beneficios: Rosa. ¿Pues no es consuelo quererte y engañar de aquesta suerte al Rey? Teodoro. ¿Y lo harás así? Rosa. Mejor lo haré, que lo digo, 7    La edición de J. Gómez y P. Cuenca lee este verso de forma diferente: «Mejor que lo haré, lo digo», pero a mi modo de ver es una errata textual de fácil corrección: «Mejor lo haré, que lo digo».

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y tú mi gloria serás, que puedo hacer por ti más. Mas calla, al mayor amigo, que si en esto eres discreto podrás gozar mi favor.

Y tal como lo acuerdan lo practican, y hasta límites que vulneran toda noción de decoro real. En el Acto Segundo, Rosa y Teodoro se cortejan y retozan junto al rey, que se ha dormido, y hasta se burlan de él pinchándole una oreja con un mondadientes y le dedican sus abrazos, hasta que el rey despierta: «¡Mal sueño me ha despertado!» Este Acto se cierra con una burla más: el Rey, que ha leído el anónimo, en lugar de reaccionar con sospecha e ira, se arrastra a los pies de Rosa, que finge estar enojada, y derrocha honores, nombramientos y beneficios sobre los amantes para hacerse perdonar. Cuando sale, Rosa tranquiliza a un Teodoro que todavía tiembla de miedo, explicándole que eso y más «puede una lagrimilla mía». En estas condiciones, una función como la 8, con el acoso del déspota que provoca celos y disgustos entre los amantes, prácticamente no existe, o mejor dicho, se apunta como una huella en negativo, como lo que podría haber sido pero que no es, pues si Teodoro opone alguna resistencia al arreglo antes de llegar a él, en las primeras escenas de la comedia, pronto se conforma, y cuando el Rey ha estrenado a su esposa y le cuenta, aún enfebrecido, el deleite de esa noche, Teodoro apenas emite alguna tímida queja, queja que repetirá ante Rosa, al encontrarse con ella: «¿Soy tu marido o qué soy? […] ¿Qué? ¿Te gozó?» Pero ella le convence pronto para que disfrute de sus favores y calle su secreto. Y también la función 5 (el Déspota intenta dar satisfacción a su lujuria) se desarrolla sin resistencia ni dramatismo alguno, pues la misma noche en que el Rey se presenta ante su puerta se la lleva consigo a palacio y la goza, con la colaboración de Teodoro, que al día siguiente llevará a efecto, junto con el Duque Arsindo, las órdenes del Rey de vestir la casa que ha puesto a su querida con todo lujo de tapicerías, plata, doseles, ricas camas y estrados, además de enviarle «diez acémilas cargadas/ de cofres de gran tesoro […] con ropa y con oro/ y tres coches de criadas». Pocas veces Lope ha presentado tan desenfadadamente, con tan escasa reverencia por el decoro de la persona real, los amores de un Rey, como en el Acto Segundo de esta comedia en el que los espectadores del corral tienen la oportunidad de presenciar, con no poco regocijo, las escenas del vergel, en que el Rey se entrega al amor de su dama, y se duerme en sus brazos, o se deleita con ella con la sola compañía de los músicos, despreocupado de los asuntos de estado, mientras permanece ajeno, ciego y sordo a la burla que de él hacen ante sus mismas barbas la dama y su amante. La función 7, según la cual la dama deseada recibe la ayuda de otros personajes para eludir o resistir el acoso del tirano, se cumple en sentido inverso al habitual: los que han de ayudarla, su esposo, su padre, su hermano, la ayudan en efecto, pero no para resistir o escapar del acoso del déspota sino para permitir que satisfaga su lujuria del modo más beneficioso para todos.

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El papel de oponente al deseo del déspota no corre por consiguiente a cargo de los allegados a la dama, sino de la esposa del déspota, de la Reina, de «esta enojosa francesa» a la que el Rey declara no estimar y a la que repudiaría si no fuera hija del Rey de Francia, e incluso la mataría si no fuera por el temor de Dios, pero a la que, en compensación a su dama, está dispuesto a ofrecérsela como «cautiva, que tú la puedes mandar». Contra ella se dirigen pues sus agresiones (Función 3). El desprecio que muestra hacia su esposa se muestra ya en el Acto I, cuando ante sus quejas responde con ira, o cuando tras ser informado de que está sufriendo un ataque se va a dormir tranquilamente. En el Acto II, el Rey de Francia nos informa que el hechizo de una mujer ha provocado lo que ya el vulgo desbocado no duda en calificar de «amor desatinado», y que el Rey ha entregado el reino en manos de su amante, y una carta de la reina nos hace saber que durante «dos años y más» ha vivido apartada en un oratorio, sin contacto con el Rey, hasta que éste la ha llevado al vergel de Belmira, donde mantiene a su amante, y «en el servicio me ha puesto / de su amiga, sin que falte/ a la comida y la cena/ de sus personas reales», servicio en el que la humillan y tratan como a una esclava tanto el Rey como, sobre todo, su amante, y en el que hay días en que la hacen pasar hambre. A más llegará el Rey, pues tras soñar que la Reina y el Duque conspiran contra él, cosa que le confirman con sus insinuaciones Rosa y Teodoro, ordena su arresto, «prender la reina codicio, / porque importa a mi servicio/ y mayormente al de Dios», 8 y la acusa de adulterio con el Duque. En el Acto III ordenará ejecutarla, y sólo la intervención del Duque, al liberarla con un ardid de la prisión, podrá preservarle la vida y facilitar su huída a Francia. De esta inversión insólita en la identidad de los oponentes (que pasan a ser los allegados al déspota) y de los ayudantes (que pasan a ser los allegados a la dama deseada) se deriva que quienes se ponen verdaderamente en guardia, ante las asechanzas del tirano (Función 4) no sean ni el marido, ni el padre ni el hermano de la dama (que consienten el concubinato y se ponen a su servicio), sino el padre de la reina, el Rey Enrico de Francia, y los nobles de su corte. A ellos les escribe la Reina una carta pidiéndoles ayuda y ellos tramarán un plan verdaderamente sorprendente, aún para quien está acostumbrado a todas las sorpresas que puede deparar el teatro de Lope. Es así como los nobles franceses, encabezados por el Duque de Orliens (sic), se proponen desembarcar en Inglaterra disfrazados de «tratantes en paños, joyas y otras mercancías» que ofrecerán a Rosa, ocasión que aprovecharán para matarla, iniciando así la puesta en práctica de la Función 9. Si la habitual acción del Rey padre o hermano de la víctima, en este tipo de dramas, consiste en declarar la guerra e invadir el reino del tirano, aquí se desplaza esta acción (que se producirá también, pero ya en el Acto III) en beneficio de una operación clandestina, de comando o de agentes secretos, lo que ya es insólito, pero mucho más lo es todavía el desenlace de esta operación, pues nada más desembarcados en Francia los barones, tras regalar al espectador con una sarta de endecasílabos esdrújulos de carácter paródico, acuer

  ¿Cómo podía interpretar el público esa alusión al mejor servicio de Dios?

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dan no matar a la infame sino «afrentarla no más», y hacer «de suerte que los dos queden inútiles para gozarse más». Y así es como Tibaldo, el Duque de Orliens, recibido por Rosa, la corteja con las joyas que le muestra y que le ofrece como regalo, la requiebra, la fascina con su historia de una isla que guarda un manantial milagroso, con el trato de entregarle, a cambio de un beso, un pomo de ese agua que tiene la virtud de proporcionar a quien se lava la cara con ella un hechizo amoroso irresistible para todos cuantos la contemplan, y que hará que el Rey se case con ella. Rosa, voluble y astuta, le sigue el juego, coquetea con él, le abraza, le promete placer, le cita para la noche en el jardín, donde le dará entrada en su alcoba, «si el Rey duerme». El Acto III se abre con un Rey desatado en su ira, que prorrumpe en maldiciones y blasfemias («Cristiano soy, pero cristiano loco»), porque los tres supuestos mercaderes franceses la han gozado [a Rosa] y robado y su cuerpo de azotes lastimado! ¡Azotado aquel cuerpo y carne hermosa! ¡Oh, Rosa, vuelta en rosa de sangre y cardenales!

Pero no por ello siente a Rosa deshonrada ni desea en consecuencia repudiarla, como pretendían los nobles franceses, pues: No es bien que se atribuya A vicio lo que es fuerza. ¿Quién culpará a Lucrecia, si la fuerza Tarquino por engaño? No es ésa, no, mi afrenta ni mi daño.

Todo al contrario, se siente más amante que nunca, y su dolor procede del dolor de ella, que irrumpe entonces en escena «con alguna sangre y los cabellos sueltos» clamando venganza, y anunciándole al Rey, entre otras cosas, que le han matado el hijo que llevaba en su vientre («¡Ya estás muerto, Roberto,/ en este hijo que en mi vientre han muerto!»). Sus arrebatados lamentos debieron provocar en los corrales carcajadas procaces, cuando la actriz que desempeñaba su papel contaba: Que los verdugos fieros, con las vainas crueles de sus armas cobardes, el cuerpo, que no aguardes ver vivo entre los brazos como sueles, me han puesto como un lirio con afrentoso y áspero martirio.

las posibilidades extremas de una traza grave...

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Su discurso acababa con una patética exclamación «¡Mira, Roberto,/ que fuiste dueño de este cuerpo frío!», y acto seguido caía al suelo. Rey. ¿Es muerta o desmayóse? Teodoro. No, señor, que es desmayo.

Y entonces el Rey alza la voz para proclamar el juramento de castigo contra sí mismo hasta no alcanzar la venganza que otras veces hemos oído proclamar en el teatro barroco con acentos trágicos, 9 que aquí se vuelven inevitablemente entremesiles: Rey. Ni cortaré cabello, ni mudaré vestido, ni de este lado quitaré la espada, hasta que vea el cuello de Tibaldo atrevido, pasado hasta la cruz de una estocada.

Es esta función, la de la reacción de los oponentes, una de las de más densa realización en toda la comedia, y junto a esta vertiente asombrosamente desenfadada, de unos nobles que se hacen pasar por mercaderes y que seducen primero, y después violan y azotan a la amante del Rey, presenta otra más canónica, la del noble leal y valeroso, representada aquí por el Duque Arsindo que, al contemplar las sevicias y humillaciones a que es sometida la Reina, se pone de su lado y se enfrenta al Rey, matando a quienes en su nombre van a detenerlo, y ayudando a escapar de prisión a la reina aún a costa de ocupar su lugar. Será él quien, conducido ante el Rey, denuncie su hechizo y sus desatinos: «¡Ah, Rey perdido,/ Rey hechizado y loco!», le dice, y le acusa de haber perseguido por adúltera a una reina que es «una santa, que has hecho mártir» y de haberse dejado embaucar por una mujer llena de mentiras y de intrigas, y uno de cuyos defectos (entre los «muchos» que tiene) es que «tu privado, /este Teodoro la posee y goza/ desde el segundo día de tu gusto», y entre ambos tramaron «este concierto/ de decir que la Reina te ofendía». Las palabras de Arsindo tienen la virtud de abrirle repentinamente los ojos al Rey mozo y hechizado, que pasará de perseguir a la Reina para matarla a perseguir a Rosa y a Teodoro para lo mismo, y con igual empeño. Con la última de las funciones argumentales (10: el soberano resuelve el conflicto provocado por la lujuria del Déspota) la comedia, hasta ahora descaradamente transgresora, vuelve al orden. En el desenlace de este tipo de obras pueden distinguirse    El marqués de Mantua. Final del Acto II, el Marqués ante el cadáver de su sobrino Valdovinos: «Mas yo hago juramento/ a los Evangelios cuatro/ que de Dios Hombre escribieron/ Juan y Lucas, Mateo y Marcos, / de no comer a la mesa/ pan sobre manteles blancos,/ dormir en cama desnuda,/ ni entrar jamás en poblado,/ desnudar armas, y luto,/ cortarme el cabello largo,/ desceñirme aquesta espada […] hasta vengar, Valdovinos,/ la muerte que lloro tanto […] Doy esta palabra al cielo, / a tu sangre, a tus abrazos, / a tu madre y a tu esposa,/ amigos, deudos, vasallos, /y de no dar sepultura/ a tu cuerpo desdichado/ hasta vengar en Caín/ la sangre de Abel tan santo».

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dos situaciones diferentes, como ya se ha dicho: o bien el soberano es el culpable, o bien el culpable es uno de sus más directos allegados. En El amor desatinado se verifica la primera de ellas, y en su alternativa más grave, aquella en que se ha consumado el deseo ilegítimo, provocando víctimas (en este caso la Reina). Es, en potencia, la misma situación que la de La Estrella de Sevilla o de El postrer godo de España. Pero a diferencia de estas obras aquí el daño no es irreparable, pues la dama ha consentido y aceptado el deseo del tirano, y no ha habido víctimas mortales entre terceros, pues la Reina logra escapar de la muerte a que la había condenado el Rey por adulterio. El caso más parecido al desplegado aquí, entre los que recuerdo, es el de Servir con mala estrella, drama en el que Doña Sancha acepta libremente convertirse en concubina del Rey, pero a costa de provocar víctimas entre terceros: por un lado es ella la que promueve el asesinato de su propio hermano, que se oponía a la deshonra, y por el otro queda embarazada y da a luz a una niña bastarda (la futura desdichada Estefanía). El condicionante de género (se trata de un drama histórico), y estos males causados de forma irremediable decidirán el desenlace, en el que Sancha pedirá y obtendrá del Rey su recogimiento en el monasterio de Las Huelgas. En El amor desatinado se produce la resolución más frecuente cuando no se ha consumado la violencia, que es la del arrepentimiento del tirano, su entrada en razón, y la compensación a los agraviados por medio de mercedes, prebendas o bodas honrosas: así ocurre en El lacayo fingido, en La batalla del honor, en La ventura en la desgracia, y en nuestra comedia. Aquí, el Rey se presenta con banderas blancas y arrepentido ante su suegro, el Rey de Francia, «con un saco de sayal y una soga al cuello», y llevando consigo a «Teodoro y Rosa atadas las manos». El Rey de Inglaterra confiesa humildemente al de Francia todas sus culpas y pide para él y para la pareja adúltera la muerte. La reina, piadosa, intercede entonces por él y le perdona, exculpándole por el hechizo que sufrió, y con ella lo hace también el Rey de Francia. En la reconciliación general serán el Duque Arsindo y, a modo de mueca divertida del poeta, un barquero, los principales beneficiados, mientras que a Rosa y a Teodoro se les conmutará la pena de muerte por la del exilio en Flandes, 10 con lo que también ellos quedan convenientemente contentos y agradecidos para la despedida de la comedia. Es un cierre que pone palmariamente de relieve cómo una traza tan estable y grave como la de la lujuria del déspota puede dar lugar a un caso tan extremado, en su cumplimiento de las posibilidades del esquema narrativo, como el de este amor desatinado, que da título a una de las comedias menos cautelosas, más insolentes y con mayor desparpajo de toda la producción del primer Lope.

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  ¿Otra broma de Lope, dados los sucesos nada apacibles de Flandes?

La burla y el engaño en el teatro y la prosa tirsistas maría del Pilar PALOMO Universidad Complutense de Madrid

Es lógico y evidente que el tema del engaño y la burla en la obra literaria del creador de don Juan, haya sido un tema de análisis que ocupa numerosas páginas en la crítica tirsista y que ofrece, en este aspecto, notas de penetrante observación. Porque la variedad de enfoques que la burla ofrece en las páginas de la obra total de Tirso es realmente riquísima. Así, Marc Vitse, tras el análisis de El Burlador y La celosa de sí misma, ofrece una recopilación de esos enfoques: burla-engaño, burlaestratagema, burla-irrisión, etc., en una larga enumeración, para terminar concediendo a Tirso el título de dramaturgo por excelencia de la burla (2004: 212.) Engaño, burla, disfraz… son el núcleo argumental de una buena parte de la comedia tirsista que conocemos como de enredo. Pero lo son también en su obra novelística —Los tres maridos burlados, en Los cigarrales de Toledo—, con burlas episódicas que narran o ejecutan los personajes, o se eleva a una alegoría del enfrentamiento Dios/Lucifer en sus autos sacramentales, como apunto en las páginas que siguen, en relación bien directa con sus dramas teológicos. El enredo, que deriva del ingenio de los personajes tirsistas de sus comedias «de capa y espada», ha sido también, obviamente, objeto de numerosos estudios. Recordemos, entre muchos, los trabajos de Ignacio Arellano (2001; 2004), de Sofía Eiroa (2004) o de Miguel Zugasti (1998) y es evidente que en el volumen La comedia de enredo (1998), la presencia de Tirso es constante. Porque no es menos evidente y sabido que el enredo es motor de gran parte de sus comedias, sobre todo de las que

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ya hace años clasifiqué como cortesanas, es decir, aquellas que transcurren en un espacio ciudadano, en época coetánea a su redacción, y entre personajes hidalgos pero no aristócratas (Palomo, 1968). Recordemos los primeros versos de Don Gil de las calzas verdes, en la relación inicial que hace doña Juana de sus desventuras, a través de la cual el espectador recibe todos los datos precisos que le permitirán seguir el posterior enredo: la dama ha sido seducida y abandonada por don Martín; éste, bajo la fingida personalidad de un inexistente don Gil, ha marchado a Madrid para casarse con doña Inés, y doña Juana, disfrazada de hombre, ha llegado a Madrid para impedirlo, para lo cual adopta también la personalidad de aquel supuesto don Gil. El embrollo está servido. Un embrollo o enredo que se sustenta en la existencia de una mujer burlada, del disfraz de la misma, de una doble personalidad fingida —las de Martín y Juana—, y de un proyecto de engaño: la boda que deberá realizarse engañando a la novia y a su padre. A partir de ahí, ese hilo inicial de la maraña se enredará hasta extremos increíbles y, en la oscuridad de la noche, cuatro personajes —Clara, Juan, Martín y Juana— fingen simultáneamente ser ese don Gil que el espectador sabe que no existe. Creo que, como ejemplo bien conocido y entre otros muchos, es suficiente para apoyar la afirmación de que una relectura de la obra tirsista, rebuscando engaños y burlas, me ha confirmado la irresistible vocación de mentirosos y embaucadores de los personajes de Tirso, al menos de los inteligentes, y particularmente los femeninos. Así, ante la pregunta de Aguado, en La villana de Vallecas, de a qué propósito son tantas marañas, doña Violante aduce su condición de mujer: 1 Después que vieres su conclusión, dirás que la mujer es Aguado, toda invención. (III, 2.)

Invención y embuste, como declara doña Leonor en Los balcones de Madrid (III, 26). Don Juan, al finalizar el enredo y la comedia, exclama: «Estos los ardides son/ con que amor prodigios hace». Y contesta la dama enredadora: «Y estos mis embustes son:/ no fíe en mujeres nadie». Es que, en realidad, «amor que no inventa/ no vale dos caracoles», le dice doña Ana a Melchora —Bellaco sois, Gómez (III, 9)— mientras va disfrazándose de «galán», ante lo que Melchora motejará a su señora de «ingeniosa embelequista». Esta condición femenina de astucia, conlleva, en la voz de Tirso, una supremacía sobre los varones, en cuanto a perspicacia al menos. Por ello declara doña Marta a la bobalicona de su hermana en Marta la piadosa:    Las citas de comedias en el presente texto, remiten a la edición de B. de los Ríos (Tirso de Molina, 194662), ya que, al estar divididas en escenas, permiten una rápida localización. Se omiten en la Bibliografía, por tanto, ediciones posteriores, incluida la mía propia en la Biblioteca Castro (nueve volúmenes) que, aunque de Obras Completas, está en curso de realización y publicación. Las citas aparecen en el texto con indicación de Jornada o Acto y escenas.

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Siempre somos las mujeres (si lo pretendes saber) mucho más largas de vista que los hombres: penetramos las almas cuando miramos, sin que el cuerpo lo resista. (I, 355.)

Esa perspicacia femenina la remonta Marta hasta la propia Eva que «aunque postrera, / fue en ver la fruta primera», y esa caracterización de astucia —no siempre inocente o de consecuencias bienhechoras, como en la misma Eva— hará a las mujeres los personajes idóneos para tramar enredos. Por ello, exclamará Caramanchel ante el ya no fingido Gil, cuando Juana declara explícitamente «Mujer soy», que «Eso bastaba / para enredar treinta mundos» (III, 23.) Tal vez como consecuencia de este feminismo, tan patente en Tirso —en burlas y veras—, y la abundancia de damitas enredadoras en unas comedias cuya trama la desarrollan ellas, la maraña y el embrollo, y, en último término, la burla, son la urdimbre de la acción teatral, como si la apariencia fingida que es la escena contagiase de engañoso fingimiento a los seres que la transitan. El léxico utilizado por Tirso para designar esos embrollos urdidos por el ingenio de sus personajes es riquísimo, y cada lexema nos da una nota distintiva de cada tipo de enredo. Me he referido líneas atrás a la maraña, cuya función teatral aclara el propio Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, cuando la define anotando que «es propiamente seda, cuyos hilos están tan revueltos unos con otros que no se pueden devanar», pero que, en otra acepción, también tiene un significado teatral: «...en las comedias llaman marañas los enredos de ellas». Así, exclamará el Capitán Urbina ante un nuevo disfraz de doña Marta: «¿Otra maraña?» (III, 21), y en La villana de Vallecas, pregunta Aguado de qué provecho son «tantas marañas» (III, 2). Desenredar esos hilos enmarañados por el embuste y el engaño es la tarea del autor, ante unos espectadores que conocen el hilo conductor y su previsto desenlace, pero cuya diversión consistirá en seguir el modo en que se deshacen los nudos y enredos que van sucesivamente creándose a su vista. Cuando los hilos de la maraña ya se han desenredado, en parte al menos, puede hablarse de trama —«urdimbre de la tela», especifica Covarrubias—, y así en Averígüelo Vargas (II, 9) exclamará Sancha, en un aparte, al relatarle a Ramiro lo que su invención ha urdido: «La trama va buena». Una trama que Sancha va oponiendo a la que está desarrollando su rival (I, 1): Yo, que en aquesta quimera, si los dos urdís la trama quiero ser la lanzadera. 2    Quimera, en la cita, se identifica con embrollo, artificio..., o invención de una treta, desarrollada en una trama. Pero recordemos que en Cervantes adopta el exacto sentido de algo inexistente, soñado. «No me obligues a que sea mentiroso inventando quimeras» (Persiles y Sigismunda, I, VI), o pensará Sancho: «Y como él sabía que la transformación de Dulcinea había sido traza y embeleco, no le satisfacían las quimeras de su amo» (Quijote, II, III.)

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Los nudos y enredos de la trama son, con frecuencia, otros tantos trampantojos que unos personajes colocan frente a otros, ante la vista del espectador o del lector, que se deleita en saber —en oposición a la ignorancia del personaje engañado— lo que se oculta tras ese «engaño a los ojos». Recordemos la tramoya urdida ante el pintor engañado de la novelita sobre los tres maridos burlados, relatada en el Cigarral quinto. Al infeliz marido, durante su ausencia, le han transformado la puerta de su casa y ésta en mesón, de tal modo que el personaje, así burlado, no pudiendo dar crédito a sus ojos, llega a imaginar que «alguna hechicera le hacía estos trampantojos» (Tirso, 1994: 542.). 3 En esa confrontación de la mentira o apariencia con la verdad, en un juego de complicidad entre autor y espectador o lector, reside en buena parte la comicidad de las situaciones. Cuando en Don Gil de las calzas verdes, en la supuesta oscuridad de la noche —que es sólo convención literaria ya que la comedia se representa en un espacio iluminado por la luz solar—, ha de suponerse que los personajes no se ven unos a otros, y si cuatro de ellos asumen la fingida personalidad del no menos ficticio don Gil, el espectador sí sabe —porque él sí ve—, quienes están debajo de cada mimético disfraz y a quien encubre el fingimiento de la voz. Todos engañan a todos, menos al espectador, hasta que la maraña se desenreda. De hecho, como he apuntado, en el texto tirsista aparece con una sospechosa frecuencia todo un campo semántico que nos remite al significado de engaño. Por supuesto, junto al propio engaño, aparecen embuste y fingimiento, como sustantivos y adjetivos —engañoso, fingido...— y en todas las formas verbales posibles. Los términos están en boca de buena parte de unos personajes que, además, los están practicando. Cuando doña Leonor, en La joya de las montañas finge estar herida de muerte, para probar el amor del Conde de Aznar, y éste se lanza en busca de ayuda, la dama le detiene: Detente, reporta el paso, ya no es menester remedio, que cuanto dije es engaño para conocer tu amor... (I, 1.)

«¿Engaño?», pregunta el Conde. Y el gracioso comenta: «¡Hay embuste más extraño!». Don Juan, El burlador de Sevilla, tras afirmar: «Yo engañé y gocé a Isabela», aclara que ha fingido ser el Duque Octavio (I, 5). Y doña Marta, —Marta la piadosa— mintiendo a su hermana sobre la situación de don Felipe, exclamará: ¡Qué fácil es de engañar cuando es boba una mujer! Quise fingir su prisión para saber su amor... (I, 1.)    Las citas de los textos de la prosa de ficción tirsista, remiten a mi edición de Los cigarrales de Toledo y Deleitar aprovechando (Tirso de Molina, 1994), tomos I y II de las Obras Completas. Se señalará en el texto la paginación correspondiente.

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Y junto a engaño, embuste y fingimiento, otros términos semánticamente similares. Es, por ejemplo, frecuente la voz embeleco para designar la acción de los personajes. Designa así, un viaje simulado, como trampa urdida por el padre de la dama para fingir que la saca de su casa en Los balcones de Madrid (III, 8), una «invención» que hace exclamar a la criada: «¡El embeleco / que ha tejido en un instante! / ¡Válgame la trampa, el viejo!» De embelecos califica, con razón, el pintor burlado de los Cigarrales, la burla sufrida, a la que ya he aludido. En ambos casos, esa trampa es un engaño que precisa de un montaje de circunstancias y mentiras preparadas, tal como lo precisa, de nuevo, Covarrubias: «Engaño o mentira con que alguno nos engaña, divirtiéndonos y haciéndonos suspender el discurso por la multitud de cosas que enreda y promete», muy cercano al confusionismo de maraña. Es, desde luego, un tipo de engaño y enredo muy apto para el aparato escénico, y muy querido por los enredadores personajes tirsistas que utilizarán el sustantivo como adjetivo calificativo, designando caracteres: «¡Oh Príncipe embelequero!», leemos en Quien da luego da dos veces (III, 337). Adjetivo, pero también verbo, tal como es empleado en La villana de Vallecas (II, 11): Amor, pues tanto embelecas, dame algún discreto ardid...

Lógicamente, junto a embeleco, la voz ardid, que se une a las voces de similar sentido de artimaña, estratagema y treta, en la misma comedia (II, 1): ¿No dices que todo es tretas Madrid? Pues calla y procura seguirme; que no me espanto de estratagemas de amor.

Estratagema es término del lenguaje militar: «ardid de guerra, engaño hecho al enemigo con astucia y maña» (Covarrubias). Y, aunque lo sea «de amor», tendrá siempre, como ardid, un sentido de rebuscado, astuto y meditado engaño. Así se utiliza en los Cigarrales para designar la burla bien pensada, que se le hace al primero de los maridos burlados, al que, mediante unas estratagemas de bien urdidos engaños, se le hace creer que está muerto (Tirso, 1994:530.) Y junto a estratagema y ardid, un término, ya citado, procedente del léxico de la esgrima: treta. En La villana de Vallecas avisa el criado al galán (II, 1): Como has estado en Amberes, no sabes que las mujeres tienen un juego de esgrima en la Corte, en cuyo estilo la que menos sabe, alcanza diez tretas más que Carranza: hieren por el mismo filo, juegan con espadas negras...

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Treta, alejándonos del contexto de la esgrima, equivale al ya citado ardid y podemos casi unificarlo con industria, muy reiterado, en su ambiguo significado, desde su etimología —intus-struo: «lo que se maquina en el fuero interno»— que «por su gravedad semántica es índice de la ficción y el secreto», en palabras de Maldonado de Guevara (1953:166), al analizar la falacia de la «industria» de don Pedro Tenorio para librar a don Juan tras el engaño a Isabela: «Industria me ha de valer/ en un negocio tan grave» (I, 5.) Porque industria, como aduce Covarrubias, «puede ser en buena y mala parte». Pero en la comedia de enredo, naturalmente, es siempre «en buena parte», porque esa maquinación va encaminada al logro de un desenlace feliz, donde todo está regido por el amor: «¡Ay, industrias amorosas!», exclama doña Elena en Quien da luego da dos veces (III, 1), cuando dispone el disfrazar a Margarita de labradora, como una traza urdida en su favor. Con enredos, trampas, embelecos, trampantojos, artificios, fingimientos, industrias y quimeras se urde la maraña y la trama de la obra, se traza su desarrollo. Porque parece que traza subsume todos los matices. «El amante todo es trazas», 4 advierte don Pedro en La villana de Vallecas (III, 21), como colofón de las «burlas de amor» desarrolladas en la comedia. Porque si bien trazar es delinear una obra, concertar un negocio, «metafóricamente vale discurrir y disponer los medios oportunos para el logro de alguna cosa» (Dic. Aut.) Así se denomina traza el enredo mediante el cual se puede cambiar con celeridad el traje de hombre por el de dama en El amor médico (II, 18); el propósito de desposarse en secreto la dama y el galán en Averígüelo Vargas (III, 20); el traje con que Sancha, disfrazada, ha seguido a Ramiro en la misma obra (II, 9), o la fingida personalidad que adoptará el noble don Antonio como secretario del Duque en El vergonzoso en palacio (II, 7): «La traza es extremada, aunque indecente/ primo, a tu calidad». Traza puede ser, pues, el resultado de poner en ejecución —de trazar— un artificio, una simulación, un fingimiento, destinado a lograr un propósito que, en la comedia de enredo —como industria— tiene una motivación amorosa. Pero que en otro tipo de comedia, puede cambiar de motivación, pero no de su connotación de estratagema engañosa. Así, cuando Paulo, vestido de nuevo de ermitaño, intenta el arrepentimiento de Enrico, en El condenado por desconfiado (II, 16), declara: Con esta traza he querido probar si este hombre se acuerda de Dios...

  Significativamente el verso tirsista se elige como título en el demorado análisis que hace Torres Nebrera (1981) de La villana de Vallecas, donde señala el engaño y el fingimiento como una necesidad social de la mujer para conseguir sus fines, ya que la estructura social de la época le impide lograrlos por otros medios. En el trabajo, obviamente, van apareciendo los términos enredo, ardid, trampa, fingimiento, confusión...

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En la comedia de enredo tirsista, muchos de estos engaños y fingimientos, muchas de estas tretas, llegan a su culminación en un espacio nocturno —máxima maraña— donde se simulan voces y personalidades, donde se consuman matrimonios entre parejas que no son quienes parecen ser y donde cuando, convencionalmente, se hace la luz, del sol o de unas bujías, todo el orden, incluso el ético, se restablece, porque nada ha sido realmente grave, porque todo han sido enredos de amor. Y como afirma don Pedro, al final de La villana de Vallecas (III, 22): No agravian burlas de amor, cuando tienen tan bien fin.

Ahora bien, ¿qué procedimientos de tipo argumental se utilizan para provocar el engaño y el embrollo? Diversos y muy repetitivos, como el usual de la carta: la carta falsa o falsificada, origen del destierro de don Álvaro en La gallega Mari-Hernández, o el intento de asesinato de don Duarte, en El vergonzoso en palacio, donde esa falsificación de la firma del Duque, la denomina traza el desleal secretario (I, 6); la carta perdida que motiva una buena parte de la maraña de El celoso prudente; la carta auténtica pero engañosa que envía doña Violante a su hermano en La villana de Vallecas; 5 la carta ambigua que dicta Diana a Rodrigo, su secretario, en El castigo del penseque, que se denomina industria (III, 14); las cartas trocadas, originando embrollos, a lo largo de No hay peor sordo... En ese mismo orden de motivos generados del enredo, pueden señalarse diversos actos engañosos de los personajes, como las señales que lanza doña Magdalena a Mireno en El vergonzoso en palacio, desde el tropezón fingido para darle la mano hasta el semi-declararle su amor fingiendo hablar en sueños. También doña Jusepa, la joven damita de Por el sótano y el torno finge una caída desde la altura de un chapín, para darle la mano a un galán y, además, descubrir su rostro ladeando el manto que le cubre; doña Mayor finge que se marea en el coche, en su viaje Desde Toledo a Madrid, para poder ir en la mula que conduce su disfrazado galán... Son todos ellos engaños esporádicos, pero que sirven para desarrollar la trama. Sin embargo, el engaño en dos comedias no es episódico ni circunstancial, sino que se eleva a motivo básico del argumento, ya que éste se estructura sobre un fingimiento continuado («disfraz interior» lo ha denominado Torres Nebrera (1981)): la falsa beatería en Marta la piadosa y la sordera fingida en No hay peor sordo. Ambos engaños, como vemos, dan origen al título mismo de la obra, alzándose en motivo generador de la misma. El fingimiento nos lleva, naturalmente, al recurso argumental de la personalidad fingida mediante el uso del disfraz, que conlleva, cuando el disfraz es de villano o villana, una simulación en el habla, imitando registros léxicos populares. En La huerta de Juan Fernández, Desde Toledo a Madrid, Quien da luego da dos veces, El    La villana de Vallecas ha sido analizada repetidas veces como modelo de invención y embrollo escénico. En ella se encuentran casi todos los recursos del enredo tirsista (Torres Nebrera, 1981.)

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pretendiente al revés, La villana de la Sagra... van apareciendo damas y caballeros disfrazados de vendedores, hortelanos, jardineros, colmeneros, pastores..., adoptando trajes, y portando utensilios característicos. La práctica se inscribe, lógicamente, en el habitual tratamiento tirsista de lo villanesco, aunque ahora ese sector social se utilice como resorte argumental de un enredo (Eiroa, 2002). Pero en la galería de caballeros trocados en villanos del teatro tirsista, creo que el ejemplo ofrecido en Desde Toledo a Madrid es el más relevante; don Baltasar de Córdoba, disfrazado de «mozo de camino» y actuando como tal, ofrece una auténtica transformación: vestido, carácter, lenguaje... todo está al servicio del engaño que doña Mayor, su dama, y él están ofreciendo al padre, novio y prima que les acompañan a lo largo de los pueblos y campos de la Sagra. Y alejándonos del disfraz de rústico, recordemos a don Felipe, vestido de estudiante pobre para introducirse en casa de doña Marta como maestro de latín, o don Fernando de barbero, para acercarse a la accidentada viudita de Por el sótano y el torno y efectuarle una sangría que, naturalmente, no llega a realizar. El disfraz, como es lógico, alcanza a los graciosos y demás figuras del donaire: criados que fingen ser sus amos, buhoneros, toqueras y un larguísimo etcétera. El cambio de personalidad en los personajes femeninos tirsistas es tan incesante que Laura Dolfi lo analiza como característico de su comedia, donde la mujer «con habilidad camaleónica se convierte de dama en labradora, de dueña en criado, de moza en médico, enano, estudiante, cuajadera, panadera, duquesa inglesa...» (Dolfi, 1991: 135). Gran parte de esos disfraces, como el más general de varón, vienen siempre, o casi siempre, determinados por motivaciones amorosas: la mujer «burlada» (Dolfi 1989; 1991; 1999), es decir, seducida por un galán que no cumple su promesa de matrimonio y a quien sigue la dama —Don Gil de las calzas verdes, como ejemplo máximo— o aquella que, enamorada, sin promesa alguna, sigue a un amante desdeñoso —Averígüelo Vargas— o, incluso, que no la conoce: La mujer por fuerza. Junto al disfraz, el recurso del manto —la dama «tapada»— para ocultar su identidad y el engaño derivado de ese ocultamiento, es, como en toda la comedia barroca, una treta repetitiva. El manto posibilita, por ejemplo, como núcleo generador, todo el enredo de La celosa de sí misma, en donde el galán se enamora de la dama con manto —que es, en realidad, su prometida—, y la aborrece cuando la contempla sin él. El manto posibilita la sarta de mentiras que doña Lucía lanza a don García en No hay peor sordo, doña Manuela a don Gabriel en En Madrid y en una casa, o doña Ana, que, en Bellaco sois, Gómez, finge ser el alma de sí misma, que se aparece como fantasma con manto, por lo que dirá el gracioso con pavor: «¿Alma aquí de medio ojo?» (II, 10), aludiendo a las famosas tapadas «de medio ojo», que tanto juego dieron en la comedia barroca. Pero en estos fingimientos, la tópica industria del disfraz varonil es lógico que cobre especial importancia, provocando situaciones de insospechada comicidad. En El amor médico, por ejemplo, el juego alcanza matices como el de señalar que los mantos —diferenciando personajes— pueden ser «a lo sevillano» o «a lo castellano». Pero en las rápidas transformaciones de mujer a varón que precisa la trama, el equívoco llega al extremo de solicitar doña Jerónima a don Gaspar en matrimonio

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cuando aún va vestida de varón y de médico, lo que provoca, lógicamente, tal pasmo en el galán, que exclama: «¡Jesús, dotor! ¿Estás loco?», a lo que tiene que advertir la disfrazada damita: «No juzguéis por los vestidos / la persona. Doña Marta soy» (III, 19). La alusión al traje es precisa ya que, en hilarante sátira de la profesión que radica en el personaje, doña Petronila, va vestida «de médico, con cuello abierto pequeño, sotanilla larga, capa de gorgorán con capilla, y guantes» (II, 8). Si bien, advirtamos que esa declaración es un nuevo engaño, ya que no es doña Marta sino doña Petronila. Naturalmente, la dama disfrazada de hombre, no es un recurso sólo tirsista, como es obvio. Ya advirtió Lope en su Nuevo arte de hacer comedias que, aunque se debía guardar el decoro, gustaba mucho el disfraz varonil, y sabemos además de su antigüedad en la escena 6 y de su práctica incesante en el teatro barroco. El llamado travestismo es frecuentísimo en Tirso y ha dado lugar a numerosas monografías, desde la ortodoxia de tesis doctorales (Escalonilla López, 2004) al análisis del componente erótico que puede subyacer en el equívoco, hasta la interpretación lacaniana de su confusionismo sexual (Galoppe, 2001). No insisto en el tema. Pero sí creo que debe destacarse que en la convencional inverosimilitud del recurso, Tirso presenta ejemplos de lo contrario. Es tópico, por ejemplo, el tratamiento del tema en La villana de la Sagra: a la disfrazada doña Inés no la reconoce ni su propio hermano, y Angélica no reconoce a don Luis —que la ha salvado vestido de peregrino de un intento de rapto—, cuando éste se disfraza de villano. Sin embargo, en Don Gil de las calzas verdes, la dama disfrazada no es vista jamás por aquellos que pudieran reconocerla al punto. O el disfraz elegido, con ser extremado, no llega a engañar. Sancha, en Averígüelo Vargas, disfrazada de enano es inmediatamente reconocida por Ramiro y su criado, a quienes conoce desde la infancia, e incluso don Pedro, que sólo la ha visto una vez, en su traje femenino, va repitiendo: «No sé yo dónde te he visto / otra vez...», o «A alguien te pareces...» (II, 5). De análoga manera, en un contexto bien distinto —La Santa Juana—, la protagonista de la trilogía no engaña a nadie con su disfraz varonil, salvo a los desconocidos que pueda encontrar en su huida al convento. Tal vez el ejemplo de búsqueda de verosimilitud en la industria del disfraz masculino de un personaje femenino, lo encontramos en La patrona de las musas, la novela hagiográfica sobre la supuesta vida de Santa Tecla publicada en el volumen Deleitar aprovechando. Tirso afirma ser fiel a la fuente seguida y realmente lo es. Pero, como ya advertí en publicación anterior (Palomo, 1976), se permite algunas variaciones, una de ellas, la creación de un personaje, Alejandro, enamorado de Tecla. Ésta sigue a San Pablo en sus predicaciones, vestida de hombre, y oculta su belleza bajo el traje de peregrino. Pero cuando entran en Antioquia, el gobernador de la ciudad se lanza lascivamente sobre la doncella. El episodio no podía omitirse   Paul Figure (1987) señala que ya aparece en el Ecclesiazusoe de Aristófanes, en donde tres mujeres se disfrazan de hombre, con vestidos de sus maridos, para tener acceso a la Asamblea. Pero no tiene el acto ningún sentido erótico ni simplemente amoroso, sino social e irónicamente político.

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porque es la causa de la prisión y martirio de la muchacha, pero hasta el mismo Tirso —que está siguiendo la que cree biografía auténtica—, pudo darse cuenta de lo inverosímil del episodio, pero que deja de serlo cuando el novelista apela a su ficción: el gobernador no es sino ese personaje inventado del comienzo, que ha reconocido a su amada imposible, bajo todo posible ocultamiento intentado con esclavinas harapientas. Y si volvemos a Sancha, la damita disfrazada de enano, el autor, desde las primeras escenas, ha marcado las condiciones que lo harán medianamente verosímil: el apelativo niña es constante, se señala su poca edad —trece años—, su pequeñez incluso. Y se justifica la pasión amorosa de la muchachita, apelando a su condición de portuguesa, asumiendo el tópico de la intensidad y precocidad amorosa de los lusitanos: el «amor portugués» es tema o nota desarrollada por Tirso con frecuencia (Palomo, 1960). En cuanto a doña Jerónima, el «Hipócrates capón» le llama toda Coimbra (II, 12) en El amor médico, ya se ha comunicado al espectador desde las primeras escena la extraña afición de la dama a los estudios de medicina. Con razón Tirso, en los Cigarrales protestó del fracaso teatral de algunos de estos embelecos cuando dicho fracaso residía en lo inadecuado de la actriz que le daba vida en el escenario y que restaba toda credibilidad al enredo urdido. Recordemos al bellísimo y supuesto don Gil enamorando a las damas y cómo salió «a hacer esta figura una del infierno, con más carnes que un antruejo, más años que un solar de la montaña y más arrugas que una carga de repollos, y que se enamore la otra y le diga: «Ay, qué don Gilito de perlas!, ¡es un brinco, un dix, un juguete del amor!» (Tirso, 1994: 520). No era creíble la patraña, efectivamente, si la figura de Juana=Gil la encarnaba Jerónima de Burgos, la veteranísima actriz que estrenó la comedia. He escrito hasta aquí de enredo y engaño, pero no de burla. Y es que ésta entraña, evidentemente, un matiz distinto y no siempre se utiliza en el texto de Tirso como sinónimo: la burla puede entrañar un engaño en su obra, pero el engaño no siempre es burla. Para que ésta se constituya como tal, tiene que comportar un cierto grado de agresión, tiene que existir una víctima o víctimas a quienes se pretende ridiculizar, humillar o deshonrar, en una gradación que va desde la simple chanza intrascendente que sólo provoca hilaridad, a la injuria grave que desestabiliza el orden social, de las facecias de un criado burlón a los crímenes sociales y después sacrílegos de don Juan. En el mismo Burlador hay una gradación, como han advertido Dolfi (2000) y Vitse (1988; 1991; 2004), y como más adelante comento. Pero en el contexto amoroso de comedias y narraciones cortesanas, puede ser, simplemente, una «bufona traza» y equipararse a enredo, como leemos en El celoso prudente (III, 11), en cuyo final, el personaje burlado, don Enrique, puede admitir: «A mí costa se burlaron» (III, 16), y admitir, igualmente, que ello aumentó su pena y su melancolía. Ha habido, sin duda, una víctima, pero recordemos, ya lo he citado, que «no agravian burlas de amor», porque en esos enredos amorosos, el orden poético y ético se restablecerá al final y nada ha sido realmente grave. Por el contrario,

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una traición amorosa que entrañara deshonor, sí reviste tal gravedad, que puede Alejandro exclamar en Celos con celos se curan (III, 7): ... morir quiero y no aguardar burlas que abrasan de veras.

Por supuesto, la burla deshonrosa entraña siempre la máxima gravedad, y los engaños=burlas de don Juan serán la prueba de ello. Por eso cuando en la novelita de Los tres maridos burlados en los Cigarrales, tres casadas compiten para ganar una sortija encontrada, maquinando una burla de sus maridos, el conde que será el juez de esa competición, advierte: «como no toque en su honra» (Tirso, 1994:528.) Casi siempre la burla (aunque se asimile en parte a traza, enredo, etc...) recae sobre un personaje que merece la ligera humillación que aquella pueda provocar. Cuando doña Magdalena, en La celosa de sí misma, burla a don Melchor, fingiendo la posibilidad del matrimonio del galán con la opulenta e inexistente Condesa de Chirinola, está castigando su necedad y su injusto desprecio; cuando la viudita doña Bernarda, ante su disfrazada hermana menor —vestida de gran dama portuguesa— se queja de la burla a la que la están sometiendo, está pagando por su avaricia, que la lleva a querer casar a la joven doña Jusepa con un viejo, a cuenta de que éste la dotará a ella misma, y así alcanzar un segundo matrimonio. Y en las tres rebuscadas burlas narradas en los Cigarrales, las tres casadas burladoras, están castigando con los enredos tramados, la avaricia, la hipocondría y los celos de sus respectivos esposos. Pero como más significativo ejemplo de burla, como equivalente a industria es el que podríamos denominar «los burladores burlados», la contra-burla urdida por doña Mayor y don Baltasar en Desde Toledo a Madrid. El galán va disfrazado de mozo de mulas, bajo el nombre de Lucas Berrio. El prometido oficial de la dama, don Luis, sorprende a la pareja de enamorados en un coloquio amoroso. Doña Mayor le convence de que el pobre Lucas se ha atrevido a declararse y todos fingen una boda entre doña Mayor y Lucas, como sangrienta burla que les servirá de distracción en el viaje. Incluso el padre, que se está divirtiendo mucho con ello, ordena a la hija el dar la mano de esposa al tosco villano. Don Luis protesta en vano: Para burlas, bueno está, Ea, acábese ya …………….. ¡Vive Dios, que me dan pena estas burlas! ¡Que haya humor que guste desto! (III, 8.)

Naturalmente, en cuanto llegan a Madrid, don Baltasar, vestido ya de caballero, reclama a su esposa. El padre protesta: «Esa fue boda de burlas» (III, 19), pero los

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amantes declaran que ellos hablaron y se dieron las manos «de veras». Todo ha sido una donosa burla, donde, a la postre, triunfa el amor, aunque sea a costa de los burladores. Porque como llorará la pobre Tisbea (El Burlador, II, 19), alejándose de toda intranscendencia: Yo soy la que hacía siempre de los hombres burla tanta; que siempre las que hacen burla vienen a quedar burladas.

En el plano de comicidad en que se sitúan los criados en las comedias, son frecuentes las burlas narradas a manera de facecias interpoladas en el relato. Chinchilla, en El castigo del penséque le pone a su amo como ejemplo a seguir, la burla de un estudiante a una ventera (I, 4), y son numerosas las burlas a mesoneras o viajeros que Carrillo va realizando mientras acompaña en su viaje a su amo, don Juan de Salcedo, que éste relata en la tertulia de los Cigarrales. Son siempre burlas chocarreras, como chanzas y pasatiempos divertidos que sólo atestiguan su buen humor y su ingenio, y que nunca, por supuesto, alcanzan gravedad. Pero, naturalmente, hay burlas graves en el teatro tirsista aunque no en la comedia de enredo o en la novela cortesana. En La Santa Juana los villanos, ofendidos, toman venganza de Lillo, el criado del corrupto y prepotente don Jorge, mediante lo que denominan burla. Pero en la misma trilogía hay un pasaje muy significativo: Juana huye hacia el convento, vestida de hombre, siguiendo su vocación. Pero su prometido, Francisco de Loarte, quiere detenerla y Juana pide ayuda a Dios para escapar de esa persecución. En respuesta divina, la muchacha se vuelve invisible y, cuando Francisco va a abrazarla, desaparece ante sus ojos. Y en boca de Juana, se dice expresamente que el truco es una burla dada por Dios. Es más, podríamos decir que estamos ante un trampantojo, un artificio que tiene mucho de estratagema, de juego incluso —levemente cómico— como atestigua el texto (Santa Juana, Parte primera, II, 13.) Mi Dios: bien sabéis burlaros de quien ofenderos piensa. Aquí estoy y no me ven; voyme, pues los ojos ciega mi Esposo destos perdidos.

Y poco después, dice Lillo (II, 15): Jugó a la gallina ciega con nosotros, y acogiese invisible

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En consecuencia, como la treta tiene éxito y Juana profesa de monja, exclamará su antiguo prometido, melancólicamente, tres años después: «dejó burlado mi amor» (III, 12.) Pero es evidente que esa burla ha sido urdida por el mismo Dios. ¿Una burla «a lo divino»? ¿La burla de Dios también desempeña su papel en un texto, el tirsista, tan transitado de burlas, embelecos, ardides y estratagemas? No creo que sea arriesgado suponerlo si pensamos que su presencia puede ser reflejo de una fuente bíblica: el versículo 4 del Salmo II, donde Tirso, el escrupuloso lector y seguidor de la Vulgata (Palomo, 1983) ha podido leer: Qui habitat in caelis erridebit eos, donde la risa divina está motivada por la presunción temeraria de los poderosos que intentan atacar a los justos. Pero esa risa divina se entendió en la época como burla, según acreditan las versiones directas del hebreo cercanas temporalmente a Tirso o coetáneas. La Biblia de Ferrara, en su traslación literal de 1553 (1996), había traducido: «Adonay escarnecerá dellos». Pero ese escarnecerá, se concreta en el texto de Cipriano de Valera, en 1602: «El que mora en los cielos reinará: el Señor se burlará dellos». Por tanto, un Dios burlador de los impíos o de los que como en La Santa Juana, se oponen a sus designios, está perfectamente acorde con la más estricta y ortodoxa tradición bíblica. No es aventurado suponer que el Dios justiciero de El Burlador, burla a don Juan con la contra-burla organizada por don Gonzalo: un ardid, una estratagema, una treta que le precipitará al infierno (Vitse, 1980:197). Porque en El Burlador, se ha pasado de la burla-engaño, a la burla irreverente, a la irrisión y dirigida a la Divinidad. Laura Dolfi (2000) analiza el tránsito de «burlador» a «burlador burlado» (Allain, 1966), cuando don Juan se enfrenta a Dios y se truecan los papeles: el «organizador de engaños» pasa a serlo el Comendador, y de presunta «víctima» se convierte en «burlador». En realidad, como aduce Maldonado de Guevara (1953) el único personaje de la obra que, por su integridad moral, puede alzarse con esa función. La contra-burla, varias veces se anuncia en la obra: el que burla será burlado, y así lo declara la pobre Tisbea en el texto citado. Y más adecuado a la conducta de don Juan, lo avisa Catalinón (II, 8): Tú pretendes que escapemos una vez, señor, burlados, que el que vive de burlar burlado habrá de escapar de una vez.

Es decir, el burlador burlado, como aviso premonitorio en contrapartida a una burla-irrisión que es un desafío irreverente a Dios. Y, de nuevo, podemos acudir a las Escrituras, donde dice San Pablo, en su Epístola a los Gálatas (6, 7): «Deus non irredetur. Quae enim semiaverit homo, haec et metetet». Pero, también de nuevo, ese irredetur de San Jerónimo se ha trasladado semánticamente a burla en las versiones castellanas coetáneas, derivadas directamente del hebreo. Primero, en 1569, Casiodoro de la Reina (La Santa Biblia, 1987): «Dios no puede ser escarnecido: que todo

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lo que el hombre sembrare, eso también segará». Y más concretamente, Cipriano de Valera, variando el matiz: «Dios no puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará». El irredetur con significado de burla que se paga irremisiblemente. No creo, en este punto, que sea necesario recalcar que los términos burla, burlar y burlador, en todas sus variantes gramaticales, están utilizados con profusión en El Burlador, definiendo y enmarcando a su protagonista. Hace ya mucho tiempo que —abandonando interpretaciones posteriores— la crítica tirsista ha contrapuesto burlador y seductor. 7 Maldonado de Guevara, con su proverbial profundidad, opuso las figuras de Tannhäser —seductor y seducido—, y don Juan: «…En el Burlador la burla, el engaño prima sobre el elemento erótico» (1953:156). Es más: «La salacidad y la rijosidad —lo propiamente lúbrico— están en don Juan impedidas por la libido decipiendi, por la burla in capite, por el acuciamiento de sólo mentir y engañar» (1953: 173). Porque lo esencial en el personaje, añadirá, es su ausencia de toda verdad, como representante del engaño: «Don Juan frente a la verdad de Dios» (1953: 194.) Don Juan no busca tanto el placer como el realizar un acto intrínsecamente malvado: provocar el deshonor, y con él la desestabilización de un orden social, de unas leyes humanas que se sienten hermanadas con las divinas. Don Juan es, en este sentido, un carácter luciferino que busca la práctica del mal para deleitarse en él. Ésta aproximación a lo satánico —frente al escueto sentido erótico de su figura— ha sido el que numerosas veces ha puesto de relieve la crítica (Soons, 1967; Lleras, 1968; Brown, 1974; Egido, 1987; Arbona, 2001). Añado a todos estos análisis del satanismo de don Juan una nota más: don Juan es el engaño y Tirso ha identificado engaño con Satanás. Lo hace claramente en el auto sacramental Los hermanos parecidos, en que el «gran tahur» (Tirso, 1994: 522) preside el juego de naipes que entabla el Hombre con el Atrevimiento, la Vanidad, la Codicia y la Envidia. Toda una alegoría —en la más extensa tradición judeo-cristiana— en torno a una confrontación entre el Demonio y el Hombre a través de un juego de ajedrez o de cartas —el parar, el chilindrón…— en que van repasándose en paralelo a los lances del juego, las vicisitudes de la historia del Hombre y su destino. Pero esta alegoría escénica Tirso la ha desarrollado aplicada a la historia de toda la creación, en la Loa de El colmenero divino: un largo poema cuya alegoría, «la novedad de la metáfora causó a un tiempo gusto y alabanzas» (Tirso, 1994: 2004). 8 Así, siguiendo diversos lances del denominado juego del hombre, va narrándose la historia de la Humanidad desde antes de la Creación hasta la Redención. Los términos del juego de naipes: envidar, restos, polla, barato, de codillo… van sirviendo de metáfora para los diversos episodios de la Historia Sagrada. Para ello, Tirso remite a un texto bíblico del «Rey   Se ha analizado el personaje de don Jorge, el seductor de La Santa Juana, como otro don Juan de la obra tirsista, pero no creo que se pueda asimilar: don Jorge es el noble que abusa de su condición social. Pero no engaña, no burla a María Pascuala: la rapta y, además, la seduce, pero jamás la engaña con palabra de casamiento. Hay, desde luego, prepotencia, pero no es un rebelde rompedor de un orden divino. Y las oraciones de María Pascuala logran su final arrepentimiento y, en consecuencia, su salvación.   Recordemos que los dos autos citados —como No le arriendo la ganancia— los incluyó Tirso en Deleitar aprovechando, supuestamente representados ante unos espectadores.

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sabio», es decir, Salomón, probablemente a los Proverbios (8, 30-31): Cum eo eram, cuncta componens./ Et delectabar per singules dies,/ Ludens coram eo omni tempore,/ Ludens in orbe terrarum;/ Et deliciae meae esse filiis hominum. Ese ludens de la Vulgata ha sido bisémicamente utilizado por Tirso como «recreación» y como concreto «juego de naipes» donde los accidentes del mundo son las «cartas» de la «baraja» con la que Dios juega con los hombres. Esa interpretación no es, por supuesto, de Tirso, y resuena en numerosos textos medievales. Leemos, por ejemplo, en la estrofa 94 de El Libro de Apolonio: «Trebeja con los hombres a todo su placer». Pero en las presentes páginas lo que me interesa destacar es la figura de Lucifer como el tahúr-engaño, que intenta jugar con cartas falsas (Tirso, 1994: 195-96), según la Loa de El colmenero…: Comenzó el juego aquel Ángel que en su primero principio fue viador y, en otro instante, ocasionó su castigo. La carta de más valor, sin dar naipes, robar quiso.

Lucifer-Engaño, «jugando tretas falsas», se rebela contra Dios, pero Miguel, «caudillo» del cielo, «ganóle la baza», y el Ángel rebelde es precipitado al Infierno, Pero, «también aleve y fingido», sigue eternamente convidando «al juego» a los hombres, utilizando cartas falsas. Don Juan-Engaño-Lucifer, según Tirso y según tantas voces autorizadas de la crítica tirsista. Vitse (1991) alegorizó las escenas finales de El Burlador como un desafío medieval y las peticiones finales de don Juan como las «tretas desesperadas» de un contrincante que se sabe ya vencido. Pero si nos atenemos a la alegoría tirsista del desafío Lucifer-Dios, desarrollada en la Loa aludida, también, creo que indudablemente, son las últimas cartas falsas de un tahúr que sabe que ha perdido la última jugada. «Don Juan pierde el juego», tituló significativamente Fernández Turienzo (1997) su estudio sobre El convidado de piedra. Y don Gonzalo, en la contraburla divina de un Dios que no admite burlas, «ganóle la baza» y lanza «eterno a los abismos» a don Juan, configurándose como un nuevo San Miguel, paladín de la verdad y justicia divinas. Bibliografía citada Mathe Allain (1996). «El burlador burlado, Tirso de Molina´s Don Juan», Modern Languaje Quaterly, n.º 27, pp. 174-84. Guadalupe Arbona (2001). La perplejidad del héroe. Calas literarias en la literatura del siglo xx, Madrid, Edit. Fragua, pp. 69-106. Ignacio Arellano (2001). Arquitecturas del ingenio. Estudios sobre el teatro de Tirso de Molina, Pamplona, Universidad de Navarra.

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Cómo leo ahora el Quijote James A. Parr University of California at Riverside

Aunque parece perogrullada, leo el Quijote desde la primera palabra hasta la última. Lo leo todo. Esto quiere decir que empiezo con el título de 1605 y los demás materiales prefatorios, luego el texto propiamente dicho. Si es una edición anotada, echo un vistazo a todas las notas, leyendo las que me parecen más pertinentes. Si hay un estudio preliminar, lo leo. Si la edición tiene un volumen suplemento, con otros estudios, los leo casi todos también. Leer el Quijote no puede ser un acto aislado o inocente. Pero me fijo primero en los umbrales, y el título en particular, el primer elemento del paratexto y algo que debería de impresionarle mucho al lector, si presta la debida atención, porque tampoco representa un acto aislado o inocente. Junto con el prólogo y la dedicatoria, es el «pre-texto» que más estrechamente se puede relacionar con el autor histórico, el de carne y hueso, el que nació Miguel de Cervantes Cortinas y luego cambió el segundo apellido a Saavedra por su voluntad. El título, a propósito, no es El Quijote, como se suele decir hoy en día, reduciéndolo al formato de un «text-message», sino El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Es importante tener en mente el título original, completo. Umbrales El límite físico del libro es su encuadernación, equivalente en cierta medida al marco del cuadro. Sirve para aislar el cuerpo estético del contorno vital, como

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decía Ortega y Gasset. Pero no es éste el marco de mayor interés, a no ser por su aspecto paratextual. Digo esto porque es cierto que esa dimensión física ya empieza a comunicarnos algo sobre el contenido, sobre el cuerpo estético que lleva dentro. Aquí encontramos el título, por ejemplo, y el nombre del autor, tal vez el nombre de la casa editorial, posiblemente la serie a la cual pertenece o la mención de algún premio que haya ganado. La encuadernación en tela sugiere que es un texto para tomarse en serio, aunque puede ser que el mismo libro en rústica impresione menos. Una vez atravesado ese umbral tangible, encontramos otro más efímero, el de los demás materiales prefatorios, nivel significativo en el caso del Quijote por lo que nos revela de los lectores supuestamente competentes de la época (las aprobaciones), por el asomo de la voz de la comunidad dando al libro su visto bueno (la tasa y el privilegio), por la tabla de los capítulos, pero ante todo por la voz del autor dramatizado de los prólogos. Empieza a vislumbrarse a través de estos materiales introductorios una idea preliminar del autor-en-el-texto, o autor inferido, presencia que se sigue formulando en la mente durante la lectura. El título de 1605, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, lleva por dentro la semilla de su desautorización o deconstrucción, precisamente en el título desautorizado dentro del título, el «don» que, junto con «Quijote», ocupa el centro de ese título curioso. Tanto Covarrubias como el Diccionario de Autoridades están de acuerdo en que el don estaba reservado para los caballeros y demás rangos superiores de la nobleza. Un hidalgo de aldea como Alonso Quijano no tenía derecho a ostentarlo, como señala con toda la razón del mundo la mujer de Sancho en II.5, diciendo: «y yo no sé, por cierto, quien le puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos». Así es que el don no concuerda con hidalgo. Tampoco concuerda con el vocablo siguiente, Quijote. Suponiendo que Quijote se deriva de Quijano, conservando la raíz pero sustituyendo -ote por -ano, no tiene sentido anteponer ese título a un apellido. No obstante, es evidente que Quijote funciona como nombre en contacto con el don. Aun si aceptáramos esa lectura, habría que reconocer la inversión del proceso histórico de formar apellidos en castellano. El patronímico Sánchez se deriva del nombre Sancho, González de Gonzalo y así por el estilo. Otra vez, aceptando la premisa de que Quijote se deriva de Quijano pero que funciona como nombre en ese contexto, es evidente que invierte el proceso histórico, creando un nombre de un apellido. Por dondequiera que se mire, entonces, llama la atención a sí mismo el nombre que se asigna el personaje central, creando por tanto un susurro de subversión en los umbrales del texto, en la portada misma. Varios comentaristas han llamado la atención a la posible resonancia de Lanzarote en el nombre que adopta Alonso Quijano. Si hay alguna semejanza entre Lanzarote y Quijote se fundamenta sin duda en la inversión y la parodia. El nombre de Lanzarote incorpora el arma ofensiva por excelencia del guerrero de la época, la lanza. El quijote, en cambio, es una pieza de la armadura defensiva que sirve para proteger el muslo, o sea una de las zonas inferiores de la anatomía, pensando en el

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concepto bajtiniano del cuerpo. Si Lanzarote sugiere actividad, aun agresividad, Quijote insinúa todo lo contrario: pasividad y una postura defensiva. Así es que la yuxtaposición de vocablos antitéticos —don con hidalgo, don con Quijote— no sólo sirve para llamar la atención del lector a los procedimientos que pone de manifiesto, sino que tiene también el efecto de desmoronar la lógica de lo que aparenta ser un título normal, común y corriente. Cuando un texto subvierte sus propios postulados, se está efectuando la deconstrucción. No es una lectura que impone el crítico; es una lectura que se impone. El lector sólo tiene que estar atento a lo que está ocurriendo ante sus ojos. El autor ha empezado ya a orientar la respuesta afectiva del lector a través del tono burlón y festivo puesto de manifiesto aquí, invitándole a ser cómplice en el distanciamiento irónico imprescindible. Para mí, el título influye de una manera decisiva en la recepción del texto. Cada uno de los demás elementos paratextuales sirve un propósito identificable. En el prólogo, se revela más el autor, dramatizándose como personaje en una escena paradójica y repleta de ironía. Este tono burlón y festivo tipifica los versos preliminares también, va sin decirse. Así es que el lector atento tiene una idea bastante clara ya, antes de iniciar la lectura del primer capítulo, de cómo va la cosa, o sea del punto de vista del autor. narración y metalepsis Ruth Fine publicó en 2006 un estudio excelente de la metalepsis, relacionándola con otras dimensiones complementarias del texto. Pasa por alto, sin embargo, los ejemplos que voy a citar aquí, tal vez porque le parecían muy evidentes o tal vez porque le parecían discutibles. A mi modo de ver, son fundamentales para la debida apreciación del dominio de Cervantes de este recurso básico. Voy a pasar por alto de momento la voz editorial que interviene al final del capítulo 8 para ir directamente al segundo autor, la voz que se anuncia al final del capítulo 8 y se oye por primera y última vez en el capítulo 9. El contraste entre la postura del segundo autor frente al personaje principal y la postura del primer autor (el encargado de los ocho primeros capítulos) no podría ser más marcada. Si el primer autor es irónico e irreverente, el segundo es todo lo contrario: ingenuo y entusiasta. Sin lugar a dudas, tendrá en mente como recipiente del texto que nos va a transmitir una persona como Alonso Quijano, alguien que se involucra excesivamente en el texto, igual que don Alonso y él mismo, sin tener la menor idea del distanciamiento irónico. Como lector vulgar, no se dirige al discreto, sino al vulgo. Se transparenta la proyección sobre el interlocutor de sus propios valores, y su falta de criterio como lector (lee cualquier cosa con la misma delectación, aun los papeles rotos de la calle). No obstante, para que se confeccione más texto, hay que haber consumidores entusiastas como éste. No sorprende realmente que su entusiasmo produzca más texto. El corolario es el caso de su antecesor, cuya falta de interés habría dejado frustrado al narratario suyo. Se aprovecha el segundo autor de su instante en la pá-

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gina para comunicarnos sus prejuicios raciales (todos los moros son mentirosos), su falta de criterio como lector (lee cualquier cosa), su involucración en el mundo de la ficción (igual que don Quijote) y una falta de criterio parecida al contratar traductor (no sabemos si el morisco aljamiado domina igualmente bien los dos idiomas o si tiene formación y experiencia en el oficio). Un desastre total. Lo que más me sorprende es que pueda haber lectores hoy, en una época relativamente ilustrada, que se dejen seducir por el entusiasmo de esta figura estrambótica, hasta tal punto que la identifican con el mismo Cervantes. Me parece poco probable. Es todo un acierto el haber equiparado a dos lectores muy diferentes pero muy parecidos a la vez, por lo que acabamos de mencionar, el uno al nivel mimético, don Quijote, el otro al nivel diegético, el segundo autor. Y ahora lo esencial: casi todos los comentaristas del Quijote suponen que el segundo autor sigue activo en el texto como la voz editorial que se oye de vez en cuando en lo que queda de la Primera Parte y con mucho más frecuencia en el Quijote de 1615. Dudo mucho que sea así. Cuando se mira el texto retrospectivamente, se notan dos técnicas estructurales repetidas: 1) los narradores que se introducen en el texto se descartan con cierta frecuencia; así sucede con el primer autor, al final del capítulo 8; así sucede con Cide Hamete después de I.27 —ya no se menciona más, hasta que Cervantes decide resucitarlo al principio de la Segunda Parte; me parece que pasa lo mismo con el segundo autor; 2) a veces se interrumpe inesperadamente el texto, por una infracción del protocolo en efecto en ese momento, una infracción del nivel diegético por una técnica que llaman los narratólogos «metalepsis». Es lo que ocurre al final del capítulo 8, cuando una voz no oída hasta aquí interviene de repente, sin aviso, para decirnos que el primer autor se ha retirado pero que habrá una «segunda parte» a continuación. Es la voz editorial. No puede ser el segundo autor porque se refiere a éste en tercera persona. En ningún momento, en ninguno de los dos tomos, se refiere un narrador a sí mismo en tercera persona. Ahora bien; hay que haber al menos dos instancias del fenómeno para que constituya un patrón, o técnica repetida. Y encontramos la segunda instancia en el capítulo 9. La voz editorial que ha interrumpido la narración del primer autor, para concluirla, al final del capítulo 8, hace algo parecido aquí, vislumbrándose momentáneamente desde dentro de la traducción con esa exclamación tan castiza de la época, «Válgame Dios»: «¡Válame Dios, y quién será aquél que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera!» Se trata del golpe que acaba de darle el vizcaíno. Dos observaciones: 1) ésta no es retórica apropiada para Cide Hamete; 2) aunque la metalepsis aquí sigue el patrón ya establecido al final del capítulo 8, es una técnica experimental en este momento; tendremos que esperar hasta 1615 para verla desarrollada plenamente. Elaborando un poco esas observaciones, se puede decir, primero, que la retórica apropiada para Cide Hamete tampoco se manifiesta debidamente hasta 1615, cuando, al principio de II.8 leemos lo siguiente: «“¡Bendito sea el poderoso Alá!”», dice Hamete Benengeli al comienzo deste octavo capítulo. “¡Bendito sea Alá!”, repite tres veces....» Así es que la voz que irrumpe en el capítulo 9, aparentemente desde

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dentro del texto del moro, tiene que ser una voz cristiana. Y esto nos lleva al punto número dos, tomado también de la Segunda Parte. La voz cristiana como quinta columna subversiva se oye más claramente que nunca en esta descripción de una batalla naval en la costa de Barcelona; se supone que seguimos leyendo la traducción del texto de Cide Hamete, puesto que no ha habido indicios al contrario: ...claramente los del bergantín conocieron que no podían escaparse, y así, el arráez quisiera que dejaran los remos y se entregaran, por no irritar a enojo al capitán que nuestras galeras regía. Pero... dos turcos borrachos... dispararon dos escopetas, con que dieron muerte a dos soldados que sobre nuestras arrumbadas venían. (II.63; énfasis mío)

Cide Hamete no se va a afiliar nunca de tal forma con el «otro»; después de todo, de ex illis est. Ésta es la voz cristiana que asoma por primera vez en I.8-9, la voz extradiegética, la voz del marco, a la cual he dado en llamar «supernarrador». Por toda la Segunda Parte es la voz que narra, empezando con la primera alusión a Cide Hamete en II.1 («Cuenta Cide Hamete Benengeli en la segunda parte de esta historia, y tercera salida de don Quijote, que…»). Las alusiones a Cide Hamete se multiplican por un factor de siete sobre las de la Primera Parte, pero cada mención del moro hace patente el hecho de que no es él el narrador. El que le «cita» a Cide Hamete, o su historia, es el verdadero narrador y con frecuencia ese narrador se apodera del discurso, como acabamos de ver en la descripción de la batalla naval. Interviene en la narración por una técnica que ya hemos identificado, la metalepsis. Es como si la oralidad irrumpiera en la escritura, suponiendo que el supernarrador, como tal —como narrador— representa la oralidad, mientras que Cide Hamete, autoidentificado en su propio título como historiador, representa la escritura. Al respecto, es todo un tour de force su apóstrofe a la pluma en II.74, con la oralidad latente que supone un apóstrofe, porque está filtrado, como siempre, por dos entidades diegéticas superiores, el traductor y el supernarrador, y porque la pluma es una metonimia del oficio que representa él. El todo se dirige a la parte, para que en seguida la parte se apodere del discurso, proclamando: «para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno». El personaje que debe su identidad a la lectura ha sido acaparado por la otra cara de la moneda, la escritura, e integrado a la misma, definitivamente y para siempre. Focalización Hay quienes narran (los narradores) y hay quienes ven (los focalizadores). El narrador no es necesariamente el focalizador. Hay sitio para mencionar sólo dos casos curiosos, a los que no alude tampoco Ruth Fine en su excelente estudio semiótico-narratológico de 2006.

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Al llegar a la casa de don Diego de Miranda, el del verde gabán, la voz editorial del texto nos avisa que al traductor le ha parecido oportuno pasar por alto la descripción de esa casa que encontró en el texto arábigo de Cide Hamete. Pero aun antes de leer este pasaje curioso, se ha filtrado una descripción sucinta de la casa por los ojos de don Quijote. Éste es el pasaje: Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda….

El que narra aquí es la voz editorial, o sea mi supernarrador o, si se quiere, la voz heterodiegético-extradiegética del texto, pero el que ve las varias cosas que se mencionan es don Quijote. Uno ve y otro narra. Hay una división de funciones diegéticas. El que se fija en el objeto que relumbra en la cabeza del barbero (aunque no es el único) y la toma por el yelmo de Mambrino es también don Quijote, claro está. En los dos casos, es de día. Pero ¿qué pasa cuando es de noche? Lo que pasa es que se sustituye uno de los cinco sentidos por otro. La vista da lugar al oído, produciendo un fenómeno que se podría designar «focalización auditiva». Un buen ejemplo se encuentra en la presentación que se hace de don Luis, el que sigue a la hija del oidor (I.43-44): Sucedió, pues, que faltando poco por venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena, que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea, que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que ansí se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio; otras, que en la caballeriza; y estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo:…. —Quien no duerme, escuche; que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta. —Ya lo oímos, señor —respondió Dorotea. Y, con esto, se fue Cardenio; y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto:…

Luego se reproduce la primera mitad de la canción, «Marinero soy de amor», y en este punto despierta Dorotea a doña Clara; observa el narrador: Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía, y volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero apenas hubo oído dos versos que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo:…

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No puede ser por casualidad que intervenga el «oidor», hermano del capitán cautivo, en estos capítulos, aunque parece no ser uno de los oyentes aquí. El narrador se concentra en el focalizador u oyente de turno, primero las damas, luego Dorotea, luego Cardenio, para por fin enfocar a la persona más interesada, doña Clara. Las reacciones de los varios personajes parecen ser de interés también. La canción está filtrada por los oídos de los personajes, especialmente Dorotea. Sin la conjugación magistral de narración y focalización que tipifica esta pequeña escena nocturna, el episodio se quedaría truncado y empobrecido.

Caracterización En lo que se refiere a la transmisión de la imagen del personaje central a los lectores de la época, es absolutamente fundamental enfocar su configuración en el Quijote de 1605. Es así porque no habrá otra imagen del mismo hasta nueve años más tarde, con la continuación de Avellaneda, o diez años más tarde, si se quiere, en la auténtica segunda parte de Cervantes. En estos nueve o diez años, según el caso, se va a difundir extensamente el libro de 1605, no sólo en España sino también en otros países, y se va a cuajar una imagen perdurable entre los lectores. Colaboran los traductores en esa difusión, desde luego, ya que Thomas Shelton lleva a cabo la primera traducción al inglés en 1607, en Flandes —en cuarenta días, nos dice— aunque no se va a publicar hasta 1612. César Oudin sacará la primera versión en francés en 1614. Aun hoy, se sabe muy bien que la mayor parte de los lectores no aborda la segunda parte. Tampoco hace falta mucha imaginación para pensar que así ha sido realmente durante casi 400 años. La imagen básica y perdurable del personaje es, entonces, la que se desprende del Quijote original, el de 1605. La imagen del personaje que nos comunica el texto se deriva también de las palabras y las acciones del mismo. Su arrogancia, pedantería y sentido mesiánico pueden servir de expresiones verbales que contribuyen a su caracterización, mientras que su violencia y aparente cobardía se comunican por sus acciones. El empleo injustificado del «don» en el nombre que se asigna a sí mismo es la primera muestra de su hubris. Otra sería el proclamarse superior a todos los grandes héroes del pasado, diciendo que sus hazañas —sin realizarse todavía, claro está— van a eclipsar las del rey David, Julio César, el rey Arturo, Carlomagno, Alejandro Magno y dos o tres más, sin decir nada de los doce pares de Francia, entre ellos Rolando y Reinaldos de Montalbán (I.5). Otro ejemplo es cuando le dice a su escudero, «…mas para que veas cuán necio eres tú y cuan discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento» (I.25) o cuando afirma que «…todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere, van muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de la caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo» (I.25). ¿Mejor que el sin par Amadís de Gaula?

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Es, además, un sabelotodo, como empieza a vislumbrarse del aserto que acabo de citar. Su pedantería es ubicua y su blanco la mayor parte de las veces es el discurso de Sancho, tan repleto de barbarismos, aunque está siempre dispuesto a corregir cualquier error de pronunciación o de gramática cometido por sus inferiores, como, por ejemplo, el cabrero Pedro, en el capítulo XII. El pedante nunca es bien recibido en la sociedad y es, por tanto, una figura endémica en la sátira, así que esa faceta de su personalidad es muy apropiada en un libro cuyo género literario predominante es la sátira menipea. El sentido mesiánico que se hace evidente de vez en cuando nos da otra dimensión de su locura —y de su arrogancia. Le dice a Sancho en I.22, por ejemplo: «Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro…. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos» (I.20). En una arenga a los galeotes, les dice: «…me está diciendo, persuadiendo, y aun forzando, que muestre con vosotros el efeto para que el cielo me arrojó al mundo…» (I.22). En el capítulo 49, habla de ejercitar «el oficio para que Dios me arrojó al mundo». El perfil que nos presenta el personaje en estos casos no dista mucho del miles gloriosus o soldado fanfarrón, pero la faceta que más nos interesa en este momento es su sentido mesiánico, la ilusión de ser enviado de Dios o del cielo. Otras dimensiones que tendrían que entrar en juego en la formulación de una imagen adecuada del personaje son la violencia, la cobardía, y la imitación servil de modelos. Me parece que Cervantes se atreve en la primera parte a darnos un personaje central poco atractivo, del cual se aleja irónicamente a cada rato, intentando siempre enseñar al lector vulgar a leer bien, o sea, enseñándole a alejarse, de la misma manera en que lo hace él, del mundo de la ficción. Además del distanciamiento por parte del autor, encontramos toda una serie de advertencias por parte de los narradores, explícitas e implícitas, que nos ponen sobre aviso con respecto al involucrarse ingenuamente al estilo del personaje central o del segundo autor, aconsejándonos todo lo contrario. El intento de transformar al lector vulgar en discreto es muy loable, claro está, como lo es también el haber interesado al lector discreto en el mundo fantástico del libro, a pesar del distanciamiento irónico que se le impone. Es todo un acierto el haber logrado involucrarnos en ese pequeño mundo a pesar del personaje central configurado como violento, arrogante, pedante y mesiánico, junto con narradores renuentes y poco fiables que no inspiran mucha confianza y un «padrastro» que se aleja del seudo-héroe por todos los medios a su disposición. El desafío que representa el distanciamiento del personaje y su pequeño mundo degradado, para luego superarlo, haciendo que el lector mantenga su interés, es uno que parece haberse planteado y aceptado gustosamente nuestro autor. La tensión creada en el texto entre afición y distanciamiento sigue siendo un factor decisivo al momento de evaluar el arte de narrar cervantino.

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Contextos Uno de mis primeros ensayos sobre el Quijote tenía por subtítulo «texto y contextos». Era una ponencia leída en el primer congreso internacional sobre Cervantes en 1978, patrocinado por el Consejo. Voy a concentrarme ahora en sólo uno, la literatura, y más específicamente el género literario. Decía en aquel entonces que los contextos para tener en cuenta son cinco: 1) la literatura en general, junto con cuestiones de modo y género; 2) las obras completas del autor; 3) la crítica acumulada sobre el texto; 4) el momento histórico y cultural; 5) la mente del lector moderno y su «patrón de identidad». A esos cinco, añadiría hoy un sexto, la teoría literaria. Para Northrop Frye, la obra maestra de Cervantes es uno de esos designios ficcionales amplios que emplea, por lo menos, tres formas, a saber, en este caso, novela, romance y sátira (414). En otros momentos, parece optar por el predominio de la sátira menipea. El texto tiene elementos de romance, sin duda, pero por la mayor parte esos elementos se invierten, dándonos, en la trama central sobre todo, un romance patas arriba, donde las convenciones genéricas que intenta seguir nuestro caballero mal andante resultan todas al revés. Emerge del mundo de romance, eso sí, como sostiene Edwin Williamson entre otros, pero rompe con esa herencia sin más tardar. Cuando se invierte el mundo ideal del romance, resulta algo muy parecido al mundo degradado de la sátira. Si incorpora elementos de romance a la trama principal, es sólo para parodiarlos. La ironía es constante. Otros indicios de sátira son la pedantería ridícula que ostenta don Quijote con cierta frecuencia, la paradoja, la proliferación de animales, las digresiones, la estilización del personaje central por el recurso a los humores corporales, la violencia, la exageración y, desde luego, lo carnavalesco, comentado tan acertadamente por Augustin Redondo en varias ocasiones. Me parece que el Quijote es sátira menipea por su estructura, sátira horaciana por su tono. No tiene casi nada del ataque personal que asociamos con Juvenal, con una excepción, el caso de Avellaneda. Pero no sólo de sátira puede vivir el hombre, como dice muy bien Claudio Guillén (Entre lo uno y lo diverso 170). Podríamos precisar algo más, afirmando que el Quijote de 1605 es más satírico que la continuación, mientras que el Quijote de 1615 señala más claramente el camino hacia la novela moderna, sin ser novela moderna todavía, claro está. Se ha sugerido que nace la novela de la tensión entre lo quijotesco y lo picaresco, y me parece convincente, por lo menos como alternativa a Ian Watt y su Rise of the Novel. Es la tesis del comparatista Walter L. Reed en un libro de 1981, An Exemplary History of the Novel: The Quixotic versus the Picaresque. Otra dimensión que quisiera mencionar es la idea genial de Claudio Guillén del contragénero. La idea es que los géneros establecidos se prestan a la creación de géneros alternativos, réplicas o contragéneros. Señala cómo nacen las narrativas pastoriles, moriscas y picarescas como contragénero a los libros de caballería y el aspecto bélico del hombre. Dice que los tres expresan un descontento básico con la

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historia contemporánea, aunque de maneras muy distintas, y que cada uno contribuye a su manera a la decadencia de los libros de caballería. En otro estudio señala cómo el Quijote funciona de contragénero a la picaresca. Estoy de acuerdo con la relación que señala Guillén entre el Quijote y la picaresca, pero me parece que la tesis inicial es algo problemática. Diría yo que la picaresca, en su dimensión de sátira, surge como contragénero a las formas idealizadas anteriores: lo caballeresco, lo pastoril, lo morisco y lo sentimental. Luego entra en el escenario el Quijote como contragénero a la picaresca. Se puede añadir, creo, que El Criticón se erige luego en contragénero al Quijote, obra que a Gracián no le cayó muy bien.

A modo de conclusión En un artículo-reseña de mi “Don Quixote”: A Touchstone for Literary Criticism, Charles Presberg menciona más de una vez que las mismas preocupaciones centrales («core concerns») se encuentran en los comentarios que he publicado sobre el Quijote a través de los años. Le estoy muy agradecido por una reseña detallada, penetrante y equilibrada. La verdad es que me siguen interesando cuestiones de narratología, genología, caracterización y punto de vista. Mi léxico crítico es ahora más rico de lo que era hace treinta años, pero los términos que manejo hoy con cierta facilidad —desnarración, deconstrucción, oralidad y escritura, mise en abîme, metalepsis, focalización y demás— me parecen matizaciones más que nada. Sigo teniendo una aversión a la jerga super-científica de Genette y los narratólogos, aunque entiendo perfectamente su perspectiva al respecto cuando dice que «le “jargon” technique a du moins cet avantage qu’en général chacun de ses utilisateurs sait et indique quel sens il donne à chacun de ses termes» (Palimpsestes 11). Había confeccionado mi esquema de las voces narrativas y la jerarquía de las mismas antes de conocer la obra de los narratólogos franceses. Le debo el título del ensayo a Américo Castro; es una variante de su «Cómo veo ahora el Quijote». A diferencia de Castro —cuyas ideas fascinan, aunque su metodología carezca de rigor— no he sufrido cambios radicales en mi postura crítica. Puede ser por una de tres razones: 1) entré tardíamente pero con pie derecho en el campo; 2) sigo equivocado desde el principio; o 3) ha habido un lento y casi imperceptible desarrollo, teniendo que ver con las matizaciones que he mencionado ya. Afortunadamente, no me toca a mí resolver el caso. De todas maneras, leo el Quijote hoy casi de la misma manera en que lo leía hace tres décadas, siempre con las matizaciones aludidas. Permítame reafirmarme en dos conclusiones fundamentales: 1) el protagonista del Quijote es Miguel de Cervantes; don Quijote es un héroe burlesco, un pseudohéroe; 2) para apreciar debidamente el acierto de Cervantes, la forma tiene que primar sobre el fondo y la diégesis sobre la mímesis.

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Bibliografía citada Américo Castro (1971). «Cómo veo ahora el Quijote», en Don Quijote de la Mancha, Madrid, Magisterio Español. Miguel de Cervantes (2002). El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. Salvador Fajardo & James A. Parr, Asheville NC, Pegasus Press. Ruth Fine (2006). Una lectura semiótico-narratológica del ‘Quijote’ en el contexto del Siglo de Oro español, Madrid, Iberoamericana/Vervuert. Northrop Frye (1957). Anatomía de la crítica: cuatro ensayos, trad. Edison Simons (1977), Caracas, Monte Ávila. Gérard Genette (1982). Palimpsestes, Paris, Seuil. Claudio Guillén (1985). Entre lo uno y lo diverso: introducción a la literatura comparada, Barcelona, Crítica. José Ortega y Gasset (1914). Meditaciones del ‘Quijote’, ed, Julián Marías (1966), Madrid, Revista de Occidente. James A. Parr (2005). ‘Don Quixote’: A Touchstone for Literary Criticism, Kassel, Reichenberger. Charles Presberg (2006). «Hearing Voices of Satire in Don Quixote», Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America, 26.1, 257-276. Walter L. Reed (1981). An Exemplary History of the Novel: The Quixotic versus the Picaresque, Chicago, University of Chicago Press. Ian Watt (1957). The Rise of the Novel, Berkeley, University of California Press. Edwin Williamson (1984). The Half-way House of Fiction: ‘Don Quixote’ and Arthurian Romance, Oxford, Oxford University Press.

Reyes de comedia. El caso de El burlador… y otros casos 1 Felipe B. PEDRAZA JIMÉNEZ Universidad de Castilla-La Mancha

El rey, de dios a bufón El prólogo de Luciano García Lorenzo a la colectánea El teatro clásico español a través de sus monarcas ostenta un rótulo que sintetiza las contrapuestas visiones del rey en la comedia áurea: «De dioses a bufones…». En efecto, la figura del soberano, convertida en deus ex machina inexcusable en la resolución del conflicto dramático, pasó por los tratamientos más extremados. Aunque Lope mantuviera que «entremés de rey jamás se ha visto», el propio recopilador desempolvó hace años un entremés que ofrecía al público popular de los corrales un monarca estúpido y risible (García Lorenzo, 1974). El eminente estudioso volvía sobre la misma imagen degradada y decididamente grotesca al analizar el universo de la comedia burlesca (García Lorenzo, 1977). La impronta carnavalesca, el juego del mundo al revés, lo bufonesco marcaban esta representación de la alta dignidad monárquica. Este espejo cóncavo reflejaba un ser que nunca existió en la realidad, una creación arbitraria y tópica, pero muy útil como función dramática, que había perfilado la comedia española.   Este trabajo es fruto de la investigación que viene desarrollando el Instituto Almagro de teatro clásico. Se incluye dentro del proyecto PAI06-0023, aprobado y subvencionado por la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.

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Algunas variantes del rey en la comedia española La criatura deformada en el entremés o la comedia de disparates nacía de la imagen del rey dios que habían configurado las obras graves, las piezas de aliento trágico que desde las últimas décadas del siglo xvi habían inundado los escenarios españoles. En el mar del teatro áureo se pueden encontrar las más variadas caracterizaciones del monarca. Resulta temerario cualquier intento de reducir la figura real a un solo estereotipo o a una limitada baraja de retratos. Sin embargo, a riesgo de errar en el intento, propongo la consideración de tres versiones tópicas, repetidas en numerosos dramas. Parece que los dramaturgos muestran cierta predilección por ciertas caracterizaciones precisas, claras, algo abultadas y, por ello, fácilmente reconocibles por el heteróclito auditorio de los corrales: 1) El rey benigno y débil, al que desborda la ferocidad de la lucha por el poder que se desarrolla en su entorno. Son reyes viejos, que tratan en vano de insuflar a sus vástagos un principio de moderación, equidad y temor de Dios. 2) El rey tiránico, esclavo de sus deseos, que va sembrando la desdicha, el terror y la muerte por su inmoderado ejercicio del poder. Casi siempre se trata de un galán, un joven cuyos ímpetus sexuales se anteponen bárbaramente a cualquier otra consideración. No falta algún ejemplo de barbas que también se deja arrastrar por la concupiscencia de la carne y del poder, con los estragos consiguientes. 3) El rey justiciero, al que el poeta quiere presentar como modelo de ejercicio del poder en favor de la comunidad, casi siempre dispuesto a intervenir para restaurar los equilibrios conculcados por el abuso y el delito. De estos tres estereotipos regios se ha escrito con minuciosidad y agudeza en prólogos, artículos, ensayos, monografías y tratados. 2 Sin duda, el tipo más querido por los ensayistas es el del rey tirano, que ganó protagonismo en la escena áurea desde antes de la configuración de la comedia española. No en vano, el maestro Alfredo Hermenegildo (2002) ha podido titular una antología del drama prelopista El tirano en escena. También en el teatro de Lope, sus coetáneos y discípulos, abundan las figuras despóticas, que han merecido una excepcional atención de la crítica.

   No cabe en las páginas de este artículo la mera relación de estudios en torno a los reyes benignos, tiránicos y justicieros. Como guía, puede servir la bibliografía seleccionada por García Lorenzo (2006: 14-18). Entre otras monografías que abordan este asunto desde distintas perspectivas, deben citarse las de Gómez Moriana (1968), Young (1979), Crapotta (1984), Delgado Morales (1984), Fox (1986), Lauer (1987), McKendrick (2000)... No se puede olvidar otros estudios, ya clásicos, que contemplan la figura del rey en la compleja relación con la sociedad en el ambiguo tránsito de las estructuras feudales al absolutismo: Mara­vall (1972), Díez Borque (1976)... Yo mismo he reunido recientemente en volumen unos artículos sobre el tema (Pedraza, 2007).

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Tampoco ha faltado el interés por los reyes justicieros, que, en su función de deus ex machina, atraviesan la dilatada trayectoria de la comedia española. Sin duda, el público de los corrales exigía este contrapeso balsámico a las violencias y tensiones de la acción dramática. Aunque se tratara de un expediente incongruente con el discurrir argumental, la aparición de un monarca «desfacedor de entuertos» ofrecía un asidero al corazón atribulado por la injusticia y la crueldad. Y es que los poetas de las comedia española aprendieron pronto que el nihilismo está reñido con los espectáculos de masas. Principio que se sigue manteniendo a rajatabla en el cine comercial y las series televisivas. Contradicciones e incongruencias: el caso de La prudencia en la mujer No descubro nada al señalar que los reyes positivos que aparecen en la comedia están, con frecuencia, trazados con precipitación, superficialidad e incoherencia. Entre otras razones, porque el dramaturgo no cree necesario construir un personaje que justifique sus acciones, y da de barato que el público aceptará sin reparos la elemental caracterización ya fijada por los hábitos dramáticos y escénicos. Es más, el rey justiciero se permitirá el lujo de sorprender a los demás personajes y al auditorio en general con resoluciones súbitas, a menudo paradójicas o incomprensibles, sin que el poeta se plantee que esas réplicas puedan mermar la adhesión de un público convencido de antemano de la bondad del personaje y su función. Esto ocurre con preferencia en piezas en las que el rey tiene un papel reducido, como mero agente mecánico, en la resolución final del conflicto; pero la misma arbitrariedad en la caracterización la encontramos en comedias de intencionalidad política y centradas en la figura del soberano. Sirva de ejemplo una obra mil veces aplaudida: La prudencia en la mujer de Tirso de Molina. Nadie duda del fuerte contenido doctrinal de este drama y de su alcance como crítica de la política del conde de Olivares. 3 Sin embargo, en la sucesión de episodios que constituyen su trama, 4 las actitudes de la reina protagonista parecen creadas para sorprender al espectador por su paradójica arbitrariedad, que causa sorpresa entre los personajes y asombro entre el auditorio. Las píldoras de filosofía política y los consejos de buen gobierno (dirigidos con claridad inhabitual al jovencísimo Felipe IV) se combinan con determinaciones regias tan generosas como imprudentes. Todas las relaciones con don Enrique y don Juan, eternos conspiradores, están presididas por la imagen tópica del rey magnánimo hasta el disparate que había puesto en circulación la comedia. Natu  Algunos de los estudios clásicos sobre la obra tienen como elemento central ese entorno político. Tal el caso del largo artículo de Kennedy (1949). Otros han buscado la relación entre historia y creación dramática: Morel-Fatio (1904) o Samonà (1965).   Sobre la estructura del drama sigue siendo fundamental el estudio de Rull (1981), que posiblemente peque de generoso en sus consideraciones críticas.

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ralmente, la fidelidad sin mácula de los buenos vasallos impide que alguien pida cuentas a la regente de las nefastas consecuencias (nuevas guerras civiles, motines y traiciones) de su incongruente y peligrosa magnificencia, que nunca escarmienta y tropieza siempre en la piedra de la pertinaz insidia de los infantes. Todo el drama está construido para que la protagonista se cargue de razón a costa de poner en constante peligro la paz del reino. No ����������������������������������������� sin razón, Maurel (1971: 367) ha señalado: Son indulgence vis-à-vis des traîtes ne pourrait paraître que faiblesse, sinon sottise. Contre toute logique de gouvernement, contre toute justice, même, elle se ruine et ruine ses vassaux les plus humbles pour satisfaire les exigences de ceux que prétendent la servir et la trahissent.

Una ya larga tradición crítica, con escasa o nula atención al texto, se ha empeñado en exaltar la figura de la reina tirsiana. Lo sorprendente no es ese entusiasmo —contra gustos no hay disgustos—, sino la argumentación estéticamente contradictoria. Blanca de los Ríos (1910: 259-260) mantiene que doña María es «la trasfiguración artística de un carácter». Si la entendemos bien, con estas palabras quiere subrayar la complejidad sicológica del personaje, su honda verosimilitud, la coherencia de su construcción. Pero, inmediatamente, nos devuelve a un mundo de estereotipos: «es la glorificación de la mujer en sus tres más altas jerarquías, en su triple majestad: como reina magnánima y heroica, como viuda casta, como madre amorosa y sublime». Y es que Tirso, contra lo que imaginaba doña Blanca, no pretendía trazar un carácter, ni tan siquiera un personaje mínimamente coherente, sino escenificar un conjunto de gestos emblemáticos, definitorios, en sus salidas chocantes e incomprensibles, del significado último de la monarquía. Doña María es una reina cuyos valedores y cuya lógica se sitúan más allá de lo humano: «Dos ángeles tengo al lado/ y el cielo a Fernando ayuda» (Tirso, 1958: 934a). Esta hierificación del poder real no impedirá que critique las cargas fiscales excesivas o abogue por una política de incentivos a la producción. Sobre ese contraste entre el carácter divino del poder y la atención a los acuciantes problemas humanos cimentará Tirso su mensaje. En cualquier caso, esa perspectiva estética lo exime, a la hora de construir el personaje, de las servidumbres de la verosimilitud y de la más elemental coherencia sicológica. En La prudencia...., un drama en el que el poeta quiso echar el resto y ofrecer un argumentario político claro y contundente, todo se sacrifica a una sucesión de gestos e imágenes simbólicas. La acotación del último cuadro del acto primero revela este propósito: Descórrese una cortina en el fondo, aparece la reina, en pie sobre un trono, coronada, con peto y espaldar, echados los cabellos atrás, y una espada desnuda en la mano. (Tirso, 1958: 917b)

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El burlador de Sevilla: las ineptas inquietudes del rey de Nápoles Si en La prudencia... el poeta no se sentía obligado a construir un personaje aceptable en términos caracterológicos y políticos, sino que se acogía a tópicos admitidos y recurría al impacto emocional de la imagen, en las obras que presentan al rey de forma ocasional las incongruencias serán muy superiores. El burlador de Sevilla es un retablo de comportamientos regios poco razonables, absurdos en algunos momentos, de una ineficacia difícilmente superable. Para que no haya duda sobre el designio del poeta, la figura del monarca aparece duplicada en el rey de Nápoles y el de Castilla. El napolitano contempla impasible cómo a don Pedro Tenorio se le escapan sistemáticamente los reos que ordena detener y poner a disposición de la justicia. Sobre la fuga de don Juan, el embajador de España ofrece una confusa explicación, enteramente inaceptable, que el rey da por buena. También facilita y alienta la fuga del duque Octavio En cierta medida, tan extraña cadena de comportamientos sin consecuencias administrativas ni penales puede tener cierta justificación en la organización social del antiguo régimen (todavía con ciertos resabios feudales), en que la aristocracia mantiene una complicidad consentida por el poder real. Esa solidaridad nobiliaria queda retratada en la reacción de don Juan cuando intentan detenerlo por primera vez: on Juan. Resuelto en morir estoy, D porque caballero soy del embajador de España. Llegue; que, solo, ha de ser quien me rinda. (Tirso, 1982: vv. 42-46)

Pues bien, ni el rey de Nápoles ni el poeta que lo creó ni el público que acogió las primeras representaciones parecen ser conscientes de la injusticia que supone tanta ineptitud a la hora de perseguir el delito. En Tan largo me lo fiais encontramos un soneto, que desapareció o nunca estuvo en El burlador..., en defensa tópica de las tribulaciones del poder, que reclama la comprensión y el aplauso social para los políticos que mantienen el estado de cosas que retrata el drama. El rey, frente a sus felices súbditos, se imagina a sí mismo en permanente tensión, desvelado y angustiado por sus obligaciones como juez supremo. El soneto, que quiere retratar las indesmayables preocupaciones justicieras del monarca, contrasta con lo que vemos efectivamente en escena: Envidian las coronas de los reyes los que no saben la pensión que tienen, y mil quejas y lástimas previenen porque viven sujetos a sus leyes.

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Pero yo envidio a los que guardan bueyes y en cultivar la tierra se entretienen, que, aunque de su trabajo se mantienen, ni agravios lloran ni gobiernan greyes. Porque, aunque con más ojos que Argos vivan y miren por la espalda y por el pecho los reyes, no proceden como sabios si del oír con el mirar se privan; que un rey siempre ha de estar orejas hecho, oyendo quejas y vengando agravios. (Tirso, 1967: vv. 157-170)

Al final, la comedia se encargará de mostrar, contra lo que parece ser la intención del poeta, la ineptitud de los reyes para oír quejas y vengar agravios. Será un muerto viviente el que asuma esta misión que deberían haber cumplido los garantes terrenos del orden y la justicia. Alfonso XI, el Justiciero: su imagen histórica, su versión dramática El rey de Castilla no le va a la zaga a su colega italiano en ineptitud; pero, frente al innominado rey de Nápoles, este es un personaje histórico de singular relieve: Alfonso XI, el de Algeciras. La imagen que de él podían tener el autor de El burlador de Sevilla y los primeros espectadores del drama era muy positiva. Véase lo que, después de un detallado análisis de su reinado, concluye Mariana en su Historia de España (Toledo, 1601), traducción de sus Historiæ de rebus Hispaniæ libri XXX, que había aparecido por vez primera, con solo veinte libros, en Toledo (1592): Este fin tuvo don Alonso, rey de Castilla, undécimo de su nombre, muy fuera de sazón y antes de tiempo, a los treinta y ocho años de su edad; si alcanzara más larga vida, desarraigara de España las reliquias que en ella quedaban de los moros. Pudiérase igualar con los más señalados príncipes del mundo, así en la grandeza de sus hazañas como por la disciplina militar y su prudencia aventajada en el gobierno, si no amancillara las demás virtudes y las oscureciera la incontinencia y soltura continuada por tanto tiempo. La afición que tenía a la justicia y su celo, a las veces demasiado, le dio acerca del pueblo el renombre que tuvo de Justiciero. (Mariana, 1950: II, 483a)

Como se ve, dos lunares menores señala Mariana: el dilatado adulterio con Leonor de Guzmán, del que nacieron nueve hijos y una hija, entre ellos el futuro Enrique II, y el desmedido celo al ejercer su labor jurisdiccional. El autor de El burlador... no atiende a estas objeciones del jesuita que podrían macular la caracterización del rey. La misma perspectiva enaltecedora adopta Esteban de Garibay, poco después del estreno del drama y casi al tiempo de su primera edición. En el epígrafe que encabeza el capítulo primero del libro décimocuarto de su Compendio historial lee-

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mos: «Historia de don Alonso el Justiciero». El epíteto vuelve a aparecer al describir la actuación del monarca: Este rey con mucha razón se debe cognominar el Justiciero, porque desde la hora que tomó la administración de sus reinos, comenzó a hacer grande justicia de los rebeldes de los reinos, especialmente de los grandes señores […], y, si fue amigo de la justicia y letras, no menos lo fue de las armas y diciplina militar en que acabó sus días, como se verá más adelante. (Garibay, 1628: II, 253-254)

Este rey ejemplar, «amigo de la justicia y letras», que veremos también en Del rey abajo, ninguno, el drama atribuido durante siglos a Rojas Zorrilla, actúa en El burlador… de una manera alocada y poco rigurosa. Recuérdese su reacción ante la detención del marqués de la Mota, al que se acusa de la muerte de don Gonzalo de Ulloa. El rey manda ajusticiar al reo sin juicio ni averiguación alguna: Rey. Llevalde y ponelde la cabeza en una escarpia. (Tirso, 1982: vv. 1640-1641)

Y unas réplicas más tarde: Fulmínesele el proceso al marqués luego, y mañana le cortarán la cabeza. (Tirso, 1982: vv. 1654-1656)

Felizmente para la justicia poética, estas vindicaciones instantáneas no tienen virtualidad alguna y el marqués de la Mota sigue vivito y coleando para que pueda casarse con su prima al final del drama. Lo sorprendente es que, cuando el soberano se reencuentra con el verdadero homicida, don Juan Tenorio, que ha vuelto a Sevilla, quebrantando el destierro que se le ha impuesto, lo recibe con incomprensible benignidad: atalinón. ¿Cómo el rey te recibió? C Don Juan. Con más amor que mi padre. (Tirso, 1982: vv. 2637-2638)

Antes, cuando conoció la trastada napolitana, que quebraba sus planes de casarlo con doña Ana de Ulloa, el único castigo es un leve destierro a Lebrija («agradezca/ solo al merecimiento de su padre», vv. 1065-66). Más tarde, cuando don Juan ha ido acumulando tropelías, no se le ocurre mejor salida para sus planes casamenteros que concederle un título: Rey.

[…] Conde será desde hoy don Juan Tenorio, de Lebrija, él la mande y la posea; que si Isabela a un duque corresponde, ya que ha perdido un duque, gane un conde. (Tirso, 1982: vv. 2499-2502)

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Algunos estudiosos han sentido la tentación de interpretar estas absurdas reacciones como una sátira contra el estado de la monarquía y la corrupción generalizada. Esta teoría viene apoyada por algunas expresiones que, aisladas, pueden sugerir una fuerte sátira política: la desvergüenza en España se ha hecho ya caballería. (Tirso, 1982: vv. 1930-1931)

Y por el cínico alarde de don Juan de la protección que le proporciona su padre como valido: Don Juan.

Si es mi padre el dueño de la justicia, y es la privanza del rey, ¿qué temes? (Tirso, 1982: vv. 1962-1965)

Arellano (2007: 40), por ejemplo, sentencia: El único que ignora la verdad parece ser el máximo responsable de la justicia (lo que sugiere que don Diego Tenorio, su valido, no es tan leal como algunos estudiosos han defendido, y pone la disculpa de su hijo por delante de la justicia que está obligado a guardar, ocultando la verdad al rey). 5

Sin embargo, parece que la intención del poeta fue contrastar, tópicamente, la corrupción del presente y de la juventud (don Juan, el marqués de la Mota) con la rectitud y moral aristocrática del pasado (don Gonzalo, don Diego). 6 Cree Arellano (2007: 38) que «hay una dura crítica contra los reyes, los privados y la general degradación social». El burlador… es, en efecto, una de las comedias sobre el abuso del poder que tanto abundaron en el reinado de Felipe III; pero la torpe caracterización del rey, que se presenta en el drama como justo y que en la historia española tiene una imagen positiva y un abultado currículo, no responde posiblemente al designio del dramaturgo de retratar un soberano contradictorio, grotesco y disparatado en la mayor parte de sus decisiones. Más bien estamos ante una incapacidad técnica del poeta para construir de forma más convincente su personaje, pergeñado a golpe de frases hechas, y de los malos tópicos que fraguó la comedia española para ofrecer una imagen desmesurada del poder absoluto y de una justicia sin límites. El resultado son esos monarcas de repentinas determinaciones, que truecan la pena de muerte por la recompensa ennoblecedora en el trascurso de cuatro o cinco versos.

  Curiosamente, Varey (1987: 142) esboza la conclusión contraria: «al rey de Castilla no se le puede imputar que cierre sus ojos deliberadamente ante nada».   Véanse a este respecto los argumentos de Márquez Villanueva (1996: 160-161).

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El caso de Peribáñez... No es exclusiva de El burlador… esta caracterización de un cambiante maniqueísmo: un drama tan bellamente escrito como Peribáñez… incurre en el mismo «defecto», o en el mismo «exceso», según se quiera ver. En la tragicomedia de Lope de Vega (2003), Enrique III, el Justiciero, mirado con indudable simpatía por el poeta y su público, pone precio a la cabeza del protagonista (vv. 2970-2971), ordena darle muerte, sin más averiguación, cuando se entrega («Matalde, guardas, matalde» (v. 3022). Sólo después de tan irreparable decisión, se percata de su obligación como juez de oír a las partes. El fragmento podría pertenecer a una comedia burlesca: Rey. Matalde, guardas, matalde. Reina. No en mis ojos. —Teneos, guardas. Rey. Tened respeto a la reina. Peribáñez. Pues ya que matarme mandas, ¿no me oirás siquiera, Enrique, pues justiciero te llaman? Reina. Bien dice. Oílde, señor. Rey. Es verdad, no me acordaba que las partes se han oír, y más cuando son tan flacas. (Lope, 2003: vv. 3022-3031)

«No me acordaba…». Pues me hace gracia el olvido. Tras la sumaria exposición de Peribáñez, el rey cambia súbitamente de parecer, lo nombra capitán y lo ennoblece. Naturalmente, en estos vuelcos tiene un papel esencial la economía dramática: si se abriera un proceso para cada decisión, Peribáñez, el rey y el público envejecerían y los tribunales seguirían acumulando autos y dictando sentencias recurribles. Pero también pesa la invencible propensión de los dramaturgos a excitar —a tuerto o a derecho; con razón, sin razón y contra ella— la tensión en los espectadores, tal y como apuntó McKendrick (2000: 208), al analizar los desajustes entre el Enrique III de la historia y el de la ficción dramática: Enrique is more impetuous and more easily roused to rigtheous indignation by caste loyalties than a king ought to be, wich serves to increase the audience’s sense of danger at the crucial moment, but restrained by the Queen and persuaded to see Peribánez’s valor he then fulfils the function demanded of him by the play’s action and its message: that justice requires that in a king the man must yield to the role.

La función dramática, dirigida a un público popular, arrasa la construcción del personaje. Que nosotros queramos ver en estas contradicciones internas de la acción una ironía o una sátira es fruto de una distorsionada perspectiva histórica.

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No hay que demostrar que Lope era capaz de crear criaturas densas, coherentes, admirables...: basta leer El castigo sin venganza. Sabía graduar la intensidad de la caracterización y pasar de la caricatura al delicioso retrato de las íntimas reacciones del personaje: decenas de comedias lo demuestran. Si Enrique III está construido de forma tan elemental, con injustificables bandazos en sus resoluciones, es porque el poeta ha pensado que a esta función dramática no le corresponde un análisis congruente de las causas y motivos, sino una reacción impremeditada y enérgica, concebida para satisfacer al público de los corrales, aunque, si la miramos con la más elemental distancia, puede resultar ridícula y reprobable.

Los malos tópicos dramáticos y su interpretación Si esta, a nuestro ojos, torpe caracterización se encuentra en una joya como Peribáñez..., elaborada con suma originalidad y con un discreto cuidado por Lope, trasmitida sin graves defectos y tomada como modelo por tantos dramaturgos de la época, ¿qué mucho que suceda lo mismo en una pieza de paternidad dudosa, escrita presumiblemente con precipitación, desarreglada por poetas remendones que buscaban demagógicamente la inmediata reacción del auditorio? Tanto Enrique III en Peribáñez... como Alfonso XI en El burlador... eran en la imaginación de sus autores y sus primeros destinatarios reyes buenos y decididos; pero, al construir los personajes, los poetas se dejaron arrastrar torpemente por malos tópicos dramáticos. Estos malos tópicos viven y alientan en toda la literatura popular (Shakespeare y Cervantes incluidos). La literatura culta tiene otros malos tópicos, probablemente peores y más reprobables. Como se ve por los ilustres nombres citados, son muchas las obras admirables que incrustran en su estructura elementos de muy variada calidad: desde lo sublime a lo ridículo, desde lo construido con tanta perfección que, siglo tras siglo, sorprende y admira a los lectores, hasta materiales de baja estofa, estéticamente deleznables. Hay que aceptar que en el Quijote confluyan la compleja caracterización de los protagonistas con figuras planas, tópicas y sin relieve. En El burlador… habrá que conformarse con estos reyes de guardarropía. Pero no hagamos de la torpeza estética, de la caracterización tópica y mostrenca, el signo de una secreta intención satírica que nadie vio en su tiempo ni en los posteriores. Está claro que en El burlador… «no se condena un sistema, sino la desviación que lo socava», en palabras de Márquez Villanueva (1996: 157); o dicho por Varey (1987: 139): «La Sevilla corrupta es la ciudad de Sevilla, y no la corte real, la que no es atacada». Los viejos (don Gonzalo, don Diego) y estos mismos ineptos reyes son el contrapunto a la corrupción que encarna don Juan; pero este contraste está tan imperfecta y tópicamente trazado que podemos llegar a concluir lo contrario de lo que se proponía mostrar el poeta.

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La escena del ciego y el lazarillo en la Farsa del molinero, de Diego Sánchez de Badajoz (comentario de un texto teatral) Miguel Ángel PÉREZ PRIEGO Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

Como bien se sabe, el auto sacramental no contaba, frente a otras formas de teatro religioso, con modelos representacionales en la tradición medieval ni tampoco con el soporte narrativo de un texto evangélico. El auto surgía como fenómeno enteramente nuevo, tanto en cuanto género teatral como en su rigor y contenido teológico. El problema literario que planteaba era el de cómo dar cuerpo dramático a aquello que lo informaba y quería expresar. Se trataba de un principio teológico, de un dogma, instituido por la iglesia y más tarde negado por la reforma luterana. El desafío para el poeta era teatralizar, dar forma visual y dramática a ese dogma, a esa cuestión abstracta. Si en un principio pudo valer cualquier tipo de representación (autos de pastores, episodios de la vida de algún santo, misterios), pronto se consideraría necesario vincular temáticamente la representación misma a la fiesta que se celebraba y de hacer bien explícita la referencia eucarística. Puesto que de lo que se trataba era de un misterio, de una delicada cuestión teológica, abstracta y dogmática, como decimos, se buscaron fórmulas eficaces para hacerlo representable e inteligible. Así, fueron introduciéndose en el auto los argumentos simbólicos, primero mediante la escenificación de historias bíblicas prefigurativas, como hace Diego Sánchez de Badajoz, y luego mediante el desarrollo único de argumentos alegóricos, como ya ocurrirá en piezas del Códice de autos viejos.

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La Farsa del molinero, publicada como el resto de la obra del citado dramaturgo extremeño en su Recopilación en metro (Sevilla, 1554), es un diálogo entre un Pastor y un Fraile, que intercambian preguntas y respuestas sobre distintas cuestiones teológicas. Tales cuestiones giran fundamentalmente en torno al misterio de la Eucaristía: su institución y celebración (vv. 125-176), el dogma de la transubstanciación y la divina presencia («¿ cómo en Dios se torna el pan / y Dios cabe en tanto estrecho? / … ¿cómo está de consuno / Dios todo bivo y entero / en cualquier hostia, de vero, / pues que Dios es todo uno?», vv. 177-237) y, sobre todo, la proclamación de la necesidad de la fe para entenderlo: En cosas de Dios tan altas, si fe no suple tus faltas, más dudas verás que estrellas; son maravillas secretas, porque con fe merezcamos y procuremos que vamos a ver sus obras perfetas. (vv. 238‑244)

Estamos, pues, ante un diálogo doctrinal entre dos personajes, uno que pregunta, el Pastor, y otro que responde, el Fraile. El diálogo entre maestro y discípulo, como se sabe, es también la fórmula que utilizan los catecismos y doctrinas de la época. Diego Sánchez la adopta como una forma de dar cauce a la representación sobre la Eucaristía, como una forma de representación del teatro sacramental. A través de las preguntas y respuestas obviamente podía exponerse toda la doctrina sobre el sacramento y hasta explicarse la complejidad del dogma. Pero seguramente el solo diálogo no resultaba suficiente desde el punto de vista teatral. Faltaba animación y plasticidad. Era necesario introducir elementos más sugestivos, que captaran la atención del oyente y despertaran su imaginación. Por eso Diego Sánchez acude con frecuencia en su teatro a escenas secundarias y pintorescas, que se combinan sugerentemente con el severo contenido doctrinal. En este caso, la que añade es esta ilustrativa escena del Ciego y el Muchacho: Aquí entra un Ciego con su Muchacho que lo adiestra Ciego

¡Ayudá, fieles hermanos, al ciego lleno de males! ¿Los Salmos Penitenciales, si mandáis rezar, cristianos —¡Dios os guarde pies y manos, vuestra vista conservada!—, la oración de la emparedada y los versos gregorianos;

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las Angustias, la Pasión, las almas del Purgatorio, la oración de San Gregorio, la santa Resurrección; la muy devota oración, la beata Caterina y la cristiana doctrina, la misa y su devoción; la vida de San Hilario, comienda de San Antón, la oración de San León, la devoción del Rosario, la vida de San Macario trovada... Pastor Notá el chiste. Ciego ...los Gozos, el Anima Criste...? Pastor ¡Mirá si hay más calandario! Ciego Muchacho, ¿quién habla aquí? Muchacho Un fraile. Ciego ¡Guárdame acá! ¡Perro ladrón! Muchacho Acabá. ¡Ay, ay, ay, triste de mí! Ciego ¿No te tengo dicho a ti que me alejes de quien pide? Muchacho ¡Qué sé yo! Agora lo vide. Pastor Escuchá, hi, hi, hi, hi. Fraile Él tiene razón, de veros, que los chicos y mayores aborrecen pedidores. Pastor Y más, cas de caballeros. Fraile Parleros y lisonjeros, aquéllos son venturosos; mas pobres y virtuosos, ¡vayan para majaderos! Ciego ¡Perico, Perico!, ¿adó estás? ¡Ven, bellaco, mala pieza! Pastor ¡Oh! ¿Veis, veis cómo trompieza? Muchacho Ansí, pese a Santiás. Ciego Ora, hijo, ya no más; sin ti, dame por perdido. Pastor De la guía desasido, anda el ciego caratrás. Fraile Pues ansí son los humanos, que perdido el gobernalle pierden el camino y calle, sin poderse darse a manos;

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en misterios soberanos es la fe la que gobierna y al monte de vida eterna lleva por caminos llanos. 1

El fragmento, que comprende los versos 249‑304, constituye una escena completa, que incluso viene marcada formalmente por la acotación escénica introductoria: «Aquí entra un Ciego con su Muchacho que lo adiestra». Como decíamos, se trata de una de esas escenas secundarias que aparecen con frecuencia en las piezas del teatro primitivo, a manera de intercalados cómicos y segregadas de la acción principal con el fin de amenizarla y hacerla más sugestiva al espectador. En las farsas de Diego Sánchez estas acciones secundarias, sin dejar de cumplir esa función de intermedios cómicos, no cobran plena autonomía e independencia respecto del asunto principal tratado en la obra, de manera que, al tiempo que vienen a aligerar la monotonía de la exposición doctrinal, sirven de ilustración ejemplar y simbólica de ésta. La escena del Ciego y su Muchacho, en efecto, aparte su intrínseca comicidad, valdrá como una magnífica ilustración visualizada y simbólica del punto de doctrina que viene tratando el autor. Abandonado por su lazarillo y trastabillando en escena, el Ciego, como explican las palabras del Pastor y el Fraile, se convierte en una elocuente ejemplificación de la necesidad de la fe para el cristiano: Pastor De la guía desasido, anda el ciego caratrás. Fraile Pues ansí son los humanos, que perdido el gobernalle pierden el camino y calle, sin poderse darse a manos; en misterios soberanos es la fe la que gobierna y al monte de vida eterna lleva por caminos llanos.

Si la interpretación espiritual era ocurrente y novedosa, no sería la única vez que se produjera sobre las tablas. Una pieza de colegio, en latín y en castellano, del jesuita Pedro Pablo de Acevedo, Actio feriis sollemnibus Corporis Christi, representada en Sevilla en 1564, tiene también como protagonistas a un ciego y su lazarillo, que son interpretados en ese sentido. El lazarillo (Philodespotus) guía al ciego (Philoteorus) y lo lleva a trompicones de acá para allá hasta conducirlo a un puente, donde le abandona. Allí el ciego espera limosna de los que pasan hasta que es invitado por un Pastor a la mesa del cuerpo y sangre de Cristo. De modo semejante a nuestra farsa, las dos figuras se proyectan en un plano simbólico. Según anuncia ya   Diego Sánchez de Badajoz,. «Farsas», ed. Miguel Ángel Pérez Priego, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas), 1985.

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el prólogo de la obra, «es el ciego el pecador; quien lo adiestra, su apetito sensual, a quien siguiendo es por mil despeñaderos maltratado y, al cabo, es recreado, precediendo verdadera confesión, con el manjar celestial, de quien oy fiesta hazemos». 2 Pero no sólo en la exposición del contenido se advierte una trabada construcción de la escena en nuestra farsa. También el juego de personajes y la disposición de la situación dramática contribuyen a reforzar esa unidad. La escena está constituida, en efecto, por la intervención de cuatro personajes que se agrupan en dos parejas con función dramática bien diferenciada. De un lado, el Pastor y el Fraile, que se mantienen como figuras principales a lo largo de toda la farsa; de otro, el Ciego y el Muchacho, que irrumpen ahora en la acción. Estos son los que pasan a protagonizar la nueva y breve peripecia dramática, en tanto que aquéllos asumen ahora la función de narradores, e interpretan y comentan para el espectador el sentido de lo representado en escena. La pareja del ciego y su destrón es de amplia y conocida raigambre folclórica. Como señaló Marcel Bataillon, su presencia se documenta en el cuento popular de diferentes países europeos, en los «retablos» ambulantes y en el teatro francés de la Edad Media. 3 En éste, la escena tuvo en principio un desarrollo independiente, según muestra la farsa picarda del siglo xiii Le garçon et l’aveugle, pero enseguida se incorporó como intermedio cómico a los misterios y pasiones de los siglos xv y xvi. 4 De igual modo, es bien conocida en la literatura española del sig1o xvi, en obras construidas con materiales procedentes del folclore, como el Lazarillo de Tormes, donde alcanza su más genial ejecución, o en piezas dramáticas, como la Representa‑ ción de la historia evangélica del capítulo nono de San Joan (h. 1550), de Sebastián de Horozco, o el Entremés de dos Ciegos y un Moço y un Pobre (h. 1564), de Juan Timoneda. Con más o menos variaciones incidentales, la escena venía poseyendo en la tradición literaria una configuración fija y esquemática: la aparición del ciego con su lazarillo pidiendo limosna o vendiendo sus oraciones, el enfrentamiento entre ambos personajes y el castigo del muchacho, y la huida de éste abandonando al ciego en venganza. En la representación de Sebastián de Horozco, también está pidiendo el Ciego, pero no ofrece oraciones. La disputa con Lazarillo, que así se llama, ocupa la mayor parte de la escena, entre las recriminatorias del Ciego y las protestas del criado, que termina provocando el golpe del Ciego contra una esquina. En ese momento, llega Jesucristo y comienza la escena evangélica en la que con toda naturalidad se integra nuestro Ciego, que pasa a ser el ciego de la curación y del milagro. Timoneda, por su parte, ha prescindido del enfrentamiento entre la pareja y se centra sólo en la    Puede verse el texto en V. Picón y otros, Teatro escolar latino del siglo xvi: La obra de Pedro Pablo de Acevedo, II, Madrid, Ediciones Clásicas-UAM Ediciones, 2006, p. 486.   M Bataillon, Novedad y fecundidad del «Lazarillo de Tormes», Salamanca, Anaya, 1968, pp. 29‑32.   Sobre esta evolución pueden verse: Gustave Cohen, «La scène de l’aveugle et de son valet dans le théâtre français du Moyen‑Âge», en sus Études d’histoire du théâtre en France au Moyen‑Âge et à la Renaissance, París, 1956, pp. 126‑51; y Jean Dufournet, Le garçon et l’aveugle, París, 1982.

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venta de oraciones y la competencia del Ciego con un Pobre, con el que terminarán discutiendo y aporreándose. Diego Sánchez apenas si se aparta del marco convencional: el Ciego entra en escena acompañado de su Muchacho y pregonando su mercancía de oraciones, pero advierte al punto que ha ido a llevarle precisamente al lugar donde ya se encontraba un Fraile, su más fuerte competidor en la venta de salud espiritual a costa de la caridad pública: ¿No te tengo dicho a ti que me alejes de quien pide?,

y en castigo propina un coscorrón al lazarillo. Perico, que así se llama el muchacho, sale de escapada dejando al Ciego desamparado. Conforme a esa disposición tradicional, la escena se fragmenta en tres momentos distintos: la presentación del ciego (vv. 249‑272), el castigo del muchacho (vv. 273‑288) y el alejamiento de éste dejando abandonado a su amo (vv. 289‑304). El primero es el más extenso en su desarrollo escénico y recoge el motivo fundamental de la caracterización del personaje. La presentación del ciego ofreciendo y vendiendo oraciones que recita de memoria constituía, en efecto, uno de sus rasgos más característicos. El Ciego del Lazarillo de Tormes, el más famoso de todos, «ciento y tantas oraciones sabía de coro», y el del Entremés de Timoneda no hace otra cosa a lo largo de la pieza que ofrecer y recitar oraciones: la de la santa Encarnación, la del papa Clemente, los Gozos de Nuestra Señora, la que vino de Roma compuesta por Valentino, la Pasión trovada, la oración de los santos confesores, la de la santa Resurrección o la oración de san Alejo. Las que pregona el Ciego de nuestra farsa son todavía más numerosas: los Salmos Penitenciales, la oración de la emparedada, las Angustias, la Pasión, la de las almas del Purgatorio, la oración de San Gregorio, la de la santa Resurrección; la de la beata Caterina, la vida de San Hilario, la encomienda de San Antón, la oración de San León, la devoción del Rosario, la vida de San Macario, los Gozos, el Anima Criste. En general, se trataba de oraciones muy solicitadas por la devoción popular, y la mayoría de ellas habían sido recogidas y divulgadas por los Libros de horas de la época. Muy encarecidas y recomendadas eran en éstos, por ejemplo, la oración de San Gregorio a la piedad, la Memoria de San Antón (que comenzaba: «Santo noble pastor que las llagas et tormentos sanas (...) ruega por nos al Señor, etc.»), la oración que San León envió a Carlomagno (llena de promesas para quienes la recen) 5 o la del Anima Christi (que comienza «Anima Christi, santifícame. Cuer   «Muy mucho provada y experimentada es por muchos que continuo la dixeron con devoción e sobre sí la truxieron con reverencia e honor e limpieça de sus cuerpos et a alabança de Dios todopoderoso e de la gloriosa Virgen María su madre de la corte celestial; en aquel día no morirá a fierro ni en agua ni en fuego, ni en muerte mala subitaña, ni sin confessión, ni sus enemigos ni el diablo avrá poderío sobre él dormiendo ni velando ni en camino ni fuera del camino, ni en otro qualquier lugar, ni será vencido en batalla ni será tenido en prisión...» (Las horas..., cit.)

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po de Jesuchristo, sálvame. Agua del lado de Jesuchristo, lávame, etc.»). También muchas de esas oraciones fueron impresas en pliegos sueltos, como los Salmos Penitenciales, la Pasión, la devoción de la Misa, el Rosario, etc. 6 La escena recreaba así un sugestivo cuadro costumbrista del ciego como vendedor y difusor de pliegos de cordel, en los que ciertamente se ofrecían muchas de aquellas oraciones. 7 Muy conocidos eran los Siete Salmos Penitenciales trobados por Pero Guillén de Segovia, editado incluso en el Cancionero General de 1511, los Gozos de Nuestra Seño‑ ra o la Pasión trobada. Más rara era la oración de la beata Caterina, referida quizá a Santa Catalina de Génova, visionaria y beata, cuya vida, contada en unas memorias a su confesor, hubo de correr en pliegos sueltos. Muy singular es la Oración de la Empa‑ redada, que se conoce sólo por la versión portuguesa, en un pequeño impreso de 16 hojas en 16.º, sin lugar ni año de edición, que se encontró en la «biblioteca de Barcarrota» en 1995. Se trata de la oración que revela el propio Jesucristo a una emparedada en Roma que quería saber cuántas fueron las llagas que recibió en su Pasión, oración por la que, además de otros favores y promesas, cada año quien la rece librará del Purgatorio a las quince almas que quiera. La oración consiste en una reiterada invocación a Cristo, que se acuerde de todos y cada uno de sus sufrimientos, que sirven de contemplación al que reza. Por lo demás, esta oración de la emparedada es mencionada en muchas obras de la época, como en la Crónica de don Francesilla de Zúñiga, en la Segunda Celestina, en la Agonía del tránsito de la muerte, en la Segunda parte del Lazarillo, hasta su prohibición en el catálogo inquisitorial de 1559 junto con otras oraciones que ofrecen promesas y esperanzas temerarias (la arriba citada de san León, por ejemplo). 8 En cuanto a su construcción formal, el pasaje es un simple monólogo recitado por el Ciego, aunque de sugerente efecto auditivo sobre el espectador. La disposición del discurso en serie enumerativa y la distribución de cada uno de sus miembros en verso independiente, así como el predominio de la acentuación trocaica en los octosílabos, son factores que intensifican esa sonoridad del pasaje y evocan la cantinela salmodiada del recitado de ciego. En el entremés de Timoneda, el Ciego no logra vender sus oraciones porque las gentes las piden cantadas, como dice el Moço: «Ya no es en nada tenida / la oración, / si a manera de canción / no va tañido o cantado». El Ciego decide entonces ensayar diversos tonos, pero tropieza con un Pobre limosnero, cuyo tono lastimero ablanda más la caridad de la gentes. A pesar de ello, no se resigna y pide a su mozo Hernando que le lleve junto a él para confrontar su rezo de oraciones con el tono lastimero del pobre. De la confrontación   Más de una vez se ha destacado la importancia de este pasaje para la historia y documentación de los pliegos sueltos: A. Rodríguez-Moñino, Diccionario bibliográfico de pliegos sueltos, Madrid, 1970; Julio Caro Baroja, Ensa‑ yo sobre la literatura de cordel, Madrid, 1969, especialmente cap. I, donde se ofrecen abundantes testimonios sobre esta actividad de los ciegos recitadores y rezadores.    Véase. Las horas de Nuestra Señora con muchos otros ofiçios y oraçiones, París, Thielman Kerner, 1502.   María Cruz García de Enterría, «Una devoción prohibida: la Oración de la Emparedada», en el estudio preliminar a La muy devota Oración de la Emparedada, ed. y trad. Juan M. Carrasco González, Badajoz, Editora Regional de Extremadura (La Biblioteca de Barcarrota», 2005, pp. IX-XLV.

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parece que sale vencedor el Ciego (que utilizaría un tono parecido al del ciego de Diego Sánchez), que hace que se aleje el Pobre: Ciego Váleme la Trinidad, qué plaguero. ¡O hideputa limosnero! ¡Y cómo encaxa la letra! Hasta l’ánima penetra con su tono lastimero! Hernando, sé tan mañero, oye acá: que donde aquel pobre está me llegues disimulando, y verás, de que rezando me vea, cómo se va. Pobre ¿Quién, señores, hoy me da consolación? Ciego Mandad rezar la oración de los sanctos confessores. Pobre Dadme limosna, señores, por Dios y por su Passión. Ciego La sancta Resurrectión canticum grado... Pobre Quiérome ir dissimulando, pues éste la vez me quita.

Las otras dos partes en que se divide la escena son algo más breves y recogen también dos momentos esenciales de la peripecia tradicional: el enfrentamiento y castigo, que ahora es imputado a la torpeza del muchacho, y la venganza y huida, que aquí se produce sin los tintes de crueldad y resentimiento con que aparece en otras versiones. Como se advierte, la construcción dramática de ambos pasajes, frente a lo que sucedía con el de la presentación, es más mímica que discursiva, de manera que predominan en ella los movimientos y gestos de los personajes sobre la palabra y el diálogo. En un caso, mezclados con los insultos y quejas, completarían la situación los golpes propinados por el Ciego al Muchacho; en el otro, quedaría el Ciego en escena dando traspiés, en tanto Perico saldría a la carrera y tal vez haciendo burla de su amo. Ambas situaciones producirían, sin duda, las risas e hilaridad del auditorio que presenciaba la farsa. De todos modos, la escena no posee independencia propia ni se agota en esas posibilidades cómicas, sino que, como dijimos, queda subordinada a la exposición doctrinal que rige la pieza. En ese sentido, es de notar cómo en cada una de sus tres partes se hace presente la intervención de los narradores (el Pastor y el Fraile) para comentar e interpretar su sentido. La primera parte, la de la presentación del Ciego y la exhaustiva relación de su mercancía espiritual, se cierra efectivamente con un comentario jocoso a cargo del Pastor, quien hace entender

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como cosa risible esa retahíla de oraciones que agotarían prácticamente todo el santoral: ¡Mirá si hay más calendario!

Detrás de ello no deja de advertirse una sátira de los hábitos de religiosidad rutinaria y formalista, en la que el espíritu reformador de nuestro clérigo dramaturgo vendría a coincidir con la crítica más severa del erasmismo contra la piedad externa y formularia. En la regla cuarta de su Enchiridion sentencia efectivamente Erasmo contra este género de oraciones: Estas cristiandades y devociones tales, si no se enderezan principalmente a Cristo, dejado aparte todo respeto de provechos e intereses temporales, no solamente no son cristianas, mas aún no están muy lejos de profanas, ni muy ajenas de la superstición vana de los gentiles.

De igual manera, ocurrirá la intervención del narrador en los otros dos momentos de la escena. El enfrentamiento del Ciego y el Muchacho suscitará así los comentarios irónicos del Pastor y el Fraile acerca de la mendicidad y la adulación y palabrería de los pedidores. La situación final, por último, dará igualmente pie a la interpretación simbólica de la doctrina de la fe, ya comentada. Como se observa, las intervenciones del Pastor y el Fraile van ocasionando sucesivos cortes e interrupciones en el desarrollo de la escena cómica de fondo (seguramente ambos personajes ocupaban en el tablado donde se escenificaba la obra un lugar más avanzado y próximo al público, en tanto que el Ciego y su Muchacho se situarían en el segundo plano del escenario). De esa manera, se produciría un cierto distanciamiento del espectador ante aquélla, lo que a su vez permitiría que fuera dirigida su atención a la enseñanza doctrinal y catequística que se le quería inculcar desde las tablas. Esta hábil combinación de elementos cómicos y graves, tal como se aprecia en nuestro fragmento, es uno de los rasgos más estimables del teatro de Diego Sánchez, y en el que él mismo consideraba fundamentado su menester de clérigo y dramaturgo, como proclama, por ejemplo, en la Farsa teologal: Decildes vos que se enmienden los que se enojan del juego; que yo a lla verdá me allego, que, entre reír y reír, bueno es la verdad decir, que este es oficio de crego.

Los «últimos versos» de Lope de Vega Maria GRAZIA PROFETI Universidad de Firenze

Lisboa, por el Griego edificada, ya de ser fénix inmortal presuma, pues debe más a tu divina pluma, docto Gabriel, que a su famosa espada. Voraz el tiempo con la diestra airada no hay imperio mortal que no consuma, pero la vida de tu heroica suma es alma ilustremente reservada. Mas ¡ay, que cuando más enriqueciste la patria, que su artífice te llama por la segunda vida que le diste,

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ciprés funesto tu laurel enrama! Si bien ganaste en lo que más perdiste, pues, cuando mueres tú, nace tu fama.

1. El soneto, que transcribo de forma interpretativa, aparece en la Vega del Parnaso de Lope, como se sabe publicada póstuma por su yerno, Luis de Usátegui, con una nota preliminar de Joseph Ortiz «a los aficionados de Frey Lope Félix de Vega Carpio». 1 El soneto ocupa la parte inferior del folio 4v, después de la conclu   La Vega del Parnaso. / por el fenix de españa / Frey Lope Felix de Vega Carpio, del Abito de / San Iuan, Procurador Fiscal de la / Camara Apostolica. / dirigida / al excelentissimo señor don lvis / Fernandez de Cordoua, Cardona, y Aragon, Duque de Sessa, &c. / 74 / [escudo del duque de Sessa] / En Madrid, En

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sión de la «Silva moral» El Siglo de oro; en el f. 1r una «Advertencia a los lectores», probablemente de Ortiz, subraya: Parece que cuando este Cisne divino espiraba, con más melodía y sonora voz cantaba, para suspender a todos con la dulce armonía de sus versos; pues el día antes que le diese la enfermedad, hizo con tanta elegancia y elocuencia esta Silva moral al Siglo de Oro y el soneto que va impreso tras ella, a la muerte de un caballero portugués, en que parece que pronosticó después de su muerte en lo que había de estimarse hombre tan eminente e insigne como fue. Advierta el lector que fueron los últimos versos que compuso este soneto.

El «docto Gabriel» al que se refieren los versos es Gabriel Pereira de Castro: en el verano de 1635 su hermano Luis estaba preparando para la imprenta el poema Ulissea ou Lisboa edificada, y se dirigiría a algunos poetas lusitanos o castellanos para entretejer unos preliminares dignos del libro de don Gabriel. Cuando se publica la Ulissea, en 1636, también el Fénix había muerto. Esta es la descripción de la impresión: VLYSSEA,/ ov / LYSBOA EDIFICADA./ poema heroico. / composto pelo / Doutor Gabriel Pereira de Castro, Corregedor /que foy do crime da Corte, & nomeado por / S. Magestade pera Chanceler mòr / do Reyno de Portugal. / a el rey nosso senhor./ [escudo] / Com licença, em Lisboa por Lourenço Crasbeeck impressor del Rey. 1636. / A custa de Paulo Crasbeeck mercador de liuros. insigne

[Contenido: f. 1v: en blanco] [f. [2]r:] A EL REY /nosso senhor./ O Doutor Gabriel Pereira [... Dedicatoria ] Luis Pereira de Castro.— [f. [2]v: Censuras]— [f. [3]r:] avtori. / dom. hieronymvs mas-/carenhas [...] epigramma. [...]— [f. [3]v:] Authore incognito. [...]— [f. [4]r:] Do Doutor Luis Pereira de Castro. [... soneto] De Francisco Lopez de Zarate. [... soneto] — [f. [4]v:] De Doña Bernarda Ferreira de Lacerda. [... soneto] De Fr. Lope Felix de Vega Carpio [... soneto] — [f. [5]r:] De Luis Pereira de Castro. [... décima] De Bartolomeu de Vasconcelos da Cunha. [... soneto]— [f. [5]v:] Do Doutor Duarte da Silua Protonotario / Apostolico. [... soneto] De D. Francisco Rolim de Moura. [... soneto]— [f. [6]r-v:] De Manoel de Gahlegos [...] — [ff. &-&3+1v:] discvrso poetico / de Manoel Gahlegos. [...] 207 ff. numerados en el r de 1 a 207 [f. 208 en blanco] + 10 ff. preliminares, los seis primeros sin numeración ni signatura; después signaturas &3+1. La falta de las

la Imprenta del Reyno, Año 1637: descripción y ejemplares en M. G. Profeti, Per una bibliografia di Lope de Vega. I. Opere non drammatiche a stampa, Kassel, Reichenberger, 2002, pp. 362-366. Una edición anastática, al cuidado de F. Pedraza Jiménez, ha aparecido en Madrid, Ara Iovis, 1993. Sobre las circunstancias de la Vega, cfr. F. Pedraza Jiménez, «Hacia una edición crítica de La Vega del Parnaso», en Anuario Lope de Vega, II, 1996, pp. 111-127; L. de Vega, El guante de doña Blanca, edizione, introduzione e note di M. G. Profeti, Firenze, Alinea, 2006, pp. 7-24.

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signaturas en los preliminares ha provocado varias transposiciones en los ejemplares abajo reseñados. Ejemplares: *Biblioteca Nacional de Madrid [R-25690; en buen estado de conservación; encuadernación en pasta española; mm. 194 x 125]; *Biblioteca Nacional de Madrid [R-5815; en excelente estado de conservación; encuadernación antigua en pergamino; el f. 3 encuadernado después del 5; mm. 184 x 130]; *Biblioteca Nacional de Madrid [R-20613, en excelente estado de conservación; encuadernación en pergamino; ex-libris de la Biblioteca de Palacio; el cuaderno central de los preliminares encuadernado al contrario; mm. 196 x 132]; *Biblioteca Nacional de Madrid [R-11034; en buen estado de conservación; encuadernación moderna; exlibris Gayangos; el Discurso poético precede los poemas preliminares; falta el f. 5; mm. 185 x 127]; *Bibliothèque Nationale de París [Yg. 2314; en buen estado de conservación; encuadernación en piel, restaurada; faltan los ff. 3 y 5; mm. 200 x 136]; British Library de Londres [11452.bbb.40]; *Biblioteca Nazionale de Florencia [Magl. 21.5.67; en buen estado de conservación; encuadernación en pergamino; faltan los ff. 3 y 5; mm. 195 x 124]; *Biblioteca Nazionale de Nápoles [B.Branc. 101. E.7; en buen estado de conservación; encuadernación en pergamino; f. 3 encuadernado después del 5]. En 1642 o bien en 1643, después de la separación de Portugal de la corona española, Luis Pereira volvió a imprimir el texto, sin mención del impresor y del lugar, omitiendo las octavas dedicadas a Felipe IV, y sustituyendo la dedicatoria al monarca español con otra dirigida al Príncipe don Teodosio. 2 El soneto de Lope presenta dos variantes respecto al texto de la Vega: en el v. 10 se lee «tu patria», y en el v. 14 «nació tu fama». 3 Algunos de los preliminaristas eran conocidos por Lope, por ejemplo doña Bernarda Ferreira de la Cerda, la «décima musa», a la cual Lope había dedicado la égloga Filis, incluida en la propia Vega del Parnaso, 4 y un soneto de las Rimas de Tomé de Burguillos. 5 Además, en la Silva III del Laurel de Apolo, vv. 165-84, la alaba entre los ingenios portugueses como «décima florida moradora/ de aquella fuente». 6 Y en la misma Silva III figura Don Francisco López de Zárate. 7    Utilizo el ejemplar de la *Biblioteca Nacional de Madrid [R-4625; en buen estado de conservación; encuadernación en pergamino; mm. 135 x 80]: [f. A2r-v de los preliminares:] Ao Principe Dom Theodosio /nosso senhor. [...]; siguen los cuatro sonetos de D. Bernarda [f. A3r], Lope de Vega [f. A3v], Luis Pereira [f. A4r], López de Zárate [f. A4v]. Hay también una edición tardía: Lisboa 1745 (British Library de Londres [1161.c.37]).    Ha sido publicado en transcripción diplomática por F. Lucas Zamora, en L. de Vega, Poesías preliminares de libros, en Cuadernos bibliográficos, n. 2, CSIC, 1691, n. 80, pp. 69-70.    L. de Vega, La Vega del Parnaso, cit., ff. 191r-197r.    L. de Vega, Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos, ed. A. Carreño, Salamanca, Alcayuela, 2002, p. 192, n. 39.    L. de Vega, Laurel de Apolo, edizione, note, catalogo, indici di C. Giaffreda, introduzione di M. G. Profeti, Firenze, Alinea, 2002, vv. 194-205, pp. 155-156.   Ibídem, vv. 259-62, p. 157: véase en la p. 470 los elogios que le tributa Lope.

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Pero al principio de dicha Silva III, dedicada a los ingenios lusitanos, Gabriel Pereira de Castro no aparece; por tanto, en 1630 Lope no había establecido relaciones con él. En efecto, a Pereira se le conocía como un funcionario de cierto nivel, fiel al bando de Olivares; desde 1623 había desempeñado el cargo de corregidor, llegando a ser procurador general de las órdenes militares y Canciller mayor del reino. Pero sus obras conocidas se centraban en su trabajo de juriconsulto, 8 y antes de su muerte habían aparecido sólo poesías en preliminares de obras poéticas de amigos suyos. Así, en la dedicatoria al Rey de la Ulissea, en el f. [2]r, su hermano subraya: O Doutor Gabriel Pereira de Castro meu irmaô gastou a vida na occupaçâo continua do seruiço de V. Magestade, & nâo se contentou com dar boa conta dos officios que teue de letras, mas compòs nellas algûs liuros de grande estimacâo; & nas horas que puderâo ser de ociosidade, se entregaua às Musas com tanta ventagem, como se nâo professara outro estudo mais que o da poesia. Nella deixou composto este liuro com nome de Vlyssea, ou Lysboa edificada, que dedicou a V. Magestade; e foy só este o premio de seus estudos [...] Guarde Deos a Catholica pessoa de V. Magestade como pòde. Lisboa 16. de Iulho de 1636. Luis Pereira de Castro.

La única poesía de los preliminares de la Ulissea que parece escrita cuando su autor todavía estaba en vida es la de Manuel Galhego, que anota: Vos, ó Pereira, quando cansado na juridica palesta ocio doce buscais, repouso brando, e da pena aliviais a insigne destra, os bosques de Aganipe suspendeis sonoroso, com branda voz, com plectro numeroso noua Thebas fundais para Phelipe que porque de dous lauros participe o engenho singular, geral em tudo, descançais de hum estudo noutro estudo (f. [6]r de los preliminares)

Todos los demás preliminaristas subrayan la circunstancia de la publicación póstuma. Por ejemplo, don Francisco de Zárate: Póstumo soy de aquel, que eternidades cimentó con virtudes a su fama; aquí toda Elicona se derrama    Cfr. Decisiones Supremi Senatus Portugaliae, Ulissiponae, P. Craesbeeck, 1621: Biblioteca Nacional de Madrid [3-24301]; Biblioteca Nazionale de Roma [55.1.G.1]; Bibliothèque Nationale de París [F.4389]; British Library de Londres [1237.f.2]. De Manu Regia Tractatus, Ulissiponae, P. Craesbeeck, 1622: Biblioteca Nacional de Madrid [3-40713]; Biblioteca Nazionale de Roma [13.21.E.49.50]. Muchas las ediciones sucesivas de las dos obras, presentes en varias bibliotecas.

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que a tantos tinta dio, tantas edades [...] Aquí verás en túmulo encumbrado con fraterna piedad inmortal vida. (f. [4]r)

Y también doña Bernarda Ferreira: Morreis cantando, cisne lusitano, a cara patria, que perderuos chora; mas a que à fama dais, tuba sonora, nunca pode sentir da morte o daño. (f. [4]v)

2. El soneto de Lope ha ejercido cierta fascinación en los recolectores de su poesía, 9 así Guarner subraya: «Incluimos el soneto titulado A la muerte de un caballero portugués, por ser el último que escribió Lope, días antes de morir». 10 Si José Ortiz podía ver en él una especie de visión profética («parece que pronosticó después de su muerte en lo que había de estimarse hombre tan eminente e insigne como fue»), a nosotros el texto nos resulta interesante para establecer el «sistema» utilizado por Lope al redactar sonetos encomiásticos, sobre todo fúnebres. En los cuartetos se despliegan reflexiones episódicas: el recuerdo mítico de Lisboa fundada por Ulises, argumento del poema de Pereira; y el paso del tiempo que borra «el imperio» de los griegos, pero que conserva «el alma» de las obras literarias («tu heroica suma», v. 7). El tono «afectuoso» está garantizado por el apóstrofe del v. 4, que rige el texto desde los cuartetos («tu pluma», v. 3; «tu heroica suma», v.7) a los tercetos, con una intensificación de la presencia del destinatario, que aparece en cada uno de los versos («enriqueciste», v. 9; «te llama», v. 10; «le diste», v. 11; «tu laurel», v. 12), hasta alcanzar el acmé en los dos últimos, cada uno con una doble llamada («ganaste /perdiste», v. 13; «mueres tú, nace tu fama», v. 14). Se notarán también, en el último terceto, las oposiciones ciprés/laurel, ganar/perder, morir/nacer, organizadas alrededor de la definitiva pareja muerte/vida, con la vida que renace de la muerte. Incluso desde el punto de vista del análisis se confirma la bondad de las variantes de la Vega respecto a las de la Ulissea. Algunos ejemplos de este tipo de poesía encomiástica se pueden apreciar en los sonetos que cierran el libro del Laurel, donde se vuelve a presentar el diálogo con el interlocutor, la alusión a la vida, a la muerte, a la literatura, el inscribirse del propio autor en el texto. Pienso por ejemplo en el soneto «A la muerte de Girolamo Preti, excelente poeta, viniendo de Italia a España»:   Aparece en la edición de La Vega del Parnaso publicada en las Obras sueltas: Colección de las obras sueltas, así en prosa como en verso de Frey Lope Félix de Vega Carpio, Madrid, A. de Sancha, (1776-1779), vol. IX, p. 10; después en Colección escogida de obras no dramáticas de Frey L. F. de Vega Carpio, por C. Rosell, BAE, vol. XXXVIII, Madrid, Atlas, 1950, p. 396; en L. de Vega, Poesía lírica, estudio preliminar, antología y bibliografía por L. Guarner, Barcelona, Bruguera, 1970, p. 383; y en L. de Vega, Obras completas, Poesía, vol. VI, edición de A. Carreño, Madrid, Biblioteca Castro, 2005, p. 50; no siempre con una puntuación coherente. 10   L. de Vega, Poesía lírica, cit., p. 374.

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Preti, la muerte que con pie invisible rígida penetró la tierra estraña, porque en la propia, que tu llanto baña, donde eres inmortal, fuera imposible, salió del mar, y con furor terrible halló tu fin donde comienza España. El de tu fama no, que la acompaña el alma de tu pluma inaccesible. ¡O, inculta España, a todo ingenio dura! Mas si el veneno de sus ojos vierte émula de tu sol la envidia impura,

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y para no volver, volviendo a verte desde Italia te sigue en sombra escura, ¿qué culpa tiene España de tu muerte? 11

Como se ve, aquí a la admiración y al duelo se une un tema muy querido por Lope: la condena de la envidia, que domina los tercetos; no ha sido España la que ha causado la muerte de Preti, sino la envidia «impura» (v. 11), que acompañaba al secretario de Francesco Barberini desde Italia, como una «sombra escura» (v. 13), intentando obscurecer el «sol» del estudioso (v. 11) con el «veneno de sus ojos» (v. 11). Si el último verso le quita a España la culpa del fallecimiento («¿qué culpa tiene España de tu muerte?», v. 14), el primero de los tercetos reza «¡O, inculta España, a todo ingenio dura!» (v. 9): Lope se acomuna implícitamente al destino adverso del italiano. Se trata de mecanismos muy presentes en el último Lope, por ejemplo en las Rimas de Tomé de Burguillos, de las cuales merece la pena recordar el soneto A don García de Salcedo Coronel, caballerizo mayor del Serenísimo Infante Cardenal: Dulce Apolo español, de cuya viva llama conceptos producís tan raros, que siguiéndola vos, por escucharos, se detuviera Dafnes fugitiva, ya no es ella laurel, que tanta suma como se mira en vos la invidia asombra. De vuestro coronel Febo presuma, ninguno como vos «laurel» se nombra;

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pues tantos coronáis, honrad mi pluma, que de tal coronel basta la sombra. 12 11   L. de Vega, El laurel de Apolo, Madrid, J. González, 1630, f. 124r-v. Enmiendo el v. 10, en el original «le veneno». 12   Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos, Madrid, Imprenta del Reino, 1634, f. 18r. Una puntuación problemática y un uso impropio de las mayúsculas en la cit. ed. de Carreño, pp. 189-190.

los «últimos versos» de lope de vega

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Se notará la intensificación de los juegos retóricos, como la antonomasia de Apolo, que arrastra las referencias a Dafne y, por supuesto, al laurel; y el uso de los diversos sentidos del apellido del homenajeado: en el v. 11 en el sentido de «corona», y en el v. 14 como «moldura que termina un miembro arquitectónico». Y aparece no sólo la imagen del laurel, sino la misma rima presuma/suma/pluma del soneto a Pereira. Una rima que venía desde lejos, ya que está presente también en las Rimas, y dos veces en sonetos encomiásticos: al conde de Niebla y al Archiduque Alberto. 13 Pervivencia de ecos e intensificación de medios retóricos: esta pequeña composición encomiástica, que tuvo la suerte de ser la última de una producción exorbitante, nos da muchas sugerencias acerca de las operaciones poéticas de su autor; nos introduce otra vez en el «taller de Lope».

13   L. de Vega, Rimas, ed. cit. de F. Pedraza, I, pp. 223, 367. La tercera aparición de la rima se da en un soneto dedicado a Jasón, p. 371.

Las mujeres libres de Cervantes a la luz misógina de La pícara Justina Antonio Rey Hazas Universidad Autónoma de Madrid

Don Quijote y Justina son personajes rigurosamente coetáneos, héroes de dos obras que se disputan por las mismas fechas la misma parcela del mercado, la de los llamados «libros de entretenimiento», y sin embargo son completamente opuestos en todo. Entre otros muchos rasgos diferenciadores, el que me interesa destacar en este momento es que el caballero manchego es el paladín de la libertad, mientras que la pícara leonesa es la heroína del antifeminismo. No es casualidad, como he dicho, que el Quijote y La Pícara Justina 1 se publicaran el mismo año de 1605 ni que lo hicieran con una extensión semejante, dado que las dos narraciones querían competir con el Guzmán de Alfarache (1599-1604) de Mateo Alemán y disputarle el inmenso éxito de público que había tenido. Se trataba, al menos en parte, de una pugna por el mismo lectorado. De ahí que tampoco sean de extrañar las relaciones que existen entre Cervantes y Francisco López de Úbeda, por más peculiares que sean. El hecho es que nuestro más destacado escritor arremete contra el médico chocarrero en el capítulo VII de su Viaje del Parnaso (1614): Haldeando venía y trasudando el autor de La Pícara Justina,   Acaba de reeditarse mi vieja edición de La Pícara Justina, con prólogo de J. I. Ferreras e ilustraciones de Sendo, en León, Lobo Sapiens, 2005.

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capellán lego del contrario bando; y, cual si fuera de una culebrina, disparó de sus manos su librazo, que fue de nuestro campo la ruïna. Al buen Tomás Gracián mancó de un brazo, A Medinilla derribó una muela y le llevó de un muslo un gran pedazo.

Cervantes, por tanto, tenía mucha información sobre La Pícara Justina, y la ridiculizó en muchas ocasiones, porque su concepto de la novela era diametralmente opuesto, hasta el extremo de que no comparten otra cosa que la gracia para la ridiculización, e incluso en eso, como es sabido, la moderación cervantina se enfrenta con la desmesura satírica sin límites del médico chocarrero. Don Miguel no fue nunca más allá de la ironía, y no sólo por sus ideas sobre la novela, sino también porque sabía, como Aristóteles, que: «la ironía es más propia de un hombre libre que la chocarrería, porque el irónico busca reírse él mismo, y el chocarrero que se rían los demás» (Retórica, III, 1419b, 9). Francisco López de Úbeda era, como sabemos, un médico chocarrero. Nada le unía a él. Por eso no merece la pena señalar todo lo que les separa en teoría y práctica de la narración, dado que, sencillamente, existe un abismo. Sí es imprescindible recordar, en cambio, que también López de Úbeda tenía información de primera mano sobre Cervantes, concretamente, sobre el Quijote, pues lo menciona expresamente, como hemos adelantado. Recordemos la cita: Sextillas unísonas de nombres y verbos cortados Soy la rein- de Picardí-, más que la rud- conoci-, más famo- que doña Oli-, que Don Quijo- y Lazari-, que Alfarach- y Celesti- (II, 3.ª, 4, 3)

Aunque el Libro de entretenimiento y El ingenioso hidalgo se publican en 1605, lo cierto es que la obra del médico bufonesco se adelanta, y está ya lista para la imprenta en agosto de 1604, fecha del privilegio real, mientras que las aprobaciones y el privilegio del Quijote son de diciembre del mismo año. Así pues, el toledano Francisco López de Úbeda conocía Don Quijote en agosto de 1604. 2 Justina no es un personaje logrado, ni mucho menos; no se desarrolla de una manera coherente, ni persigue una meta clara en su deambular por las tierras castellano-leonesas. Tampoco evoluciona progresiva o gradualmente, dado que su personalidad está condenada a truncarse a cada momento, sin que haya además razones    Como Lope de Vega y el morisco Juan Pérez, lo que plantea problemas de interés. Vid. A. Rey Hazas, El nacimiento del Quijote. Estudio y edición del «Entremés de los romances», México, Guanajuato, CEC, 2006; y «Cervantes, Lope, Góngora, el Entremés de los romances y los primeros capítulos del Quijote», en prensa en Edad de Oro, XXV.

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que expliquen tan bruscos saltos ni motivaciones psicológicas que arrojen alguna luz sobre ellos. Francisco Rico la ha definido breve y acertadamente como «una figura de incoherencia casi escandalosa» o como «un desordenado hilván de retazos humanos». 3 Justina, en consecuencia, no tiene individualidad de ninguna clase, y se limita a ser un mero trasunto de las ideas y pensamientos de su autor, sea quien fuere, que la bambolea de un lado para otro sin más guía que su capricho. A veces pone en su boca palabras de hombre que nunca podría decir una mujer, que incluso obligan a pedir perdón a la primera persona autobiográfica de Justina: «mas, ¡ay!, que se me olvidaba que ero mujer y me llamo Justina» (I, p. 50). 4 Sin embargo, la, en otro sentido, magistral factura de este peculiarísimo libro hace que lo incoherente se vuelva, desde otra perspectiva, en coherente. Y así, las abundantes inconsecuencias, los elementos deshilvanados, la falta de trabazón, de unidad y de organización... Todo el carácter inorgánico de la novela se explica y justifica por un hecho básico que forma parte de ella y es fundamental para mi propósito: la misoginia. Y es que Justina carece de orden y guía en su caminar, porque todas, absolutamente todas las mujeres son, según el tópico, antifeministas, mudables, inconstantes, vanas y desordenadas: «los pensamientos mujeriles —dice un teórico de la época— son, por la mayor parte, ligeros, inconstantes, livianos, vagabundos, y no saben dónde parar». 5 Aún más explicito, Cristóbal de Castillejo explica que la mujer sólo se rige por accidentes: ¡Careciente general y comúnmente de razón, orden y ley, reino loco es donde el rey se rige por accidente de contino! No se puede tomar tino a la hembra, ni lo tiene, porque nunca va ni viene sino fuera de camino; desviada de los medios y llegada siempre más a los extremos; de do viene que la vemos por antojos gobernada, y en el viento volando su pensamiento, ora ac y ora acullá. 6   La novela picaresca y el punto de vista, Barcelona, Seix Barral, 1970, p. 119.   Las citas responden siempre a mi primera edición de la obra, Madrid, Editora Nacional, 2 vols., 1977; e indican volumen y página.   Nos dice Ludovico Dolce, Diálogo de la dotrina de mugeres, traducción de Pedro Villalo de Tórtolas, Valladolid, 1584; ed. Revue Hispanique, LII (1921), p. 455.    Cristóbal de Castillejo, Diálogo de mujeres, Venecia, 1544, ed. Madrid, Espasa-Calpe, Clásicos Castellanos, 1960, I, p. 223.  

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Así que, si Justina justifica sus acciones diciendo que no hace más que actuar como cualquier mujer, la ley de la casualidad que domina su biografía bien podría ser consecuencia de dicha configuración, puesto que, como buen ejemplo concreto de la mujer en general desde un óptica antifeminista, la pícara vive conforme a la normativa que le dicta su voluble antojo. La crítica era absolutamente tópica, pues se repetían hasta la saciedad los mismos vejámenes: las mujeres eran siempre inconstantes, hipócritas, frívolas, avariciosas, lujuriosas, parleras, extremosas, vengativas, amigas de lujos y galas, traidoras, incapaces de guardar un secreto, etc. Todos los defectos atribuidos a las mujeres en la Edad Media perviven en obras como el Diálogo de la dotrina de mugeres de Ludovico Dolce, el Coloquio de damas de P. Aretino, La Lozana andaluza de Francisco Delicado y toda la tradición celestinesca, la Vida política de todos los estados de mujeres de Juan de la Cerda, Afeite y mundo mujeril de Fray A. Marqués, la cumbre antifeminista que es parte de la obra de Quevedo, y un extenso etcétera, en el que ocupa un lugar de honor La Pícara Justina. El antifeminismo del «Libro de entretenimiento» es absoluto y constante, hasta el punto de que, si hay un tema obsesivo y predominante, es el ataque furibundo contra el sexo femenino. Y ello porque la pícara, cada vez que se comporta de manera inmoral, lo que sucede muy a menudo, asegura que no hace otra cosa que obrar como lo haría cualquier mujer, lo que pone a todas en entredicho. Así, la pícara, con el fin de justificar que no teme a la culebrilla del papel porque solo está grabada, dice: «mas, !ay, qué necia! !Qué presto nos consolamos las mujeres con cosas pintadas! Debe de ser porque somos amigas de andarlo siempre». (I, 44) Con lo que excusa su afición personal a los afeites, acusando a todas las mujeres de ello, siguiendo una tópica censura misógina. Dice, por ejemplo, fray Antonio Marqués: «las sagradas letras universalmente y los santos padres [...] y los antiguos filósofos [...] prohíben y con palabras mayores reprenden las galas y afeites como cosas que de ordinario infeccionan los sujetos donde ellos se asientan con torpeza, soberbia y vanidad». 7 En otra ocasión, dice la heroína, para excusar sus numerosas tachas: «del cuerpo de Eva heredamos las mujeres ser golosas y decir que sabe bien lo que solo probamos con el antojo: parlar de gana, aunque sea con serpientes, como quiera que tengan cara y hablen gordo; comprar un pequeño gusto, aunque cueste la honra de un linaje; poner a riesgo un hombre por un juguete; echar la culpa al diablo de lo que peca la carne, y, finalmente, heredamos comprar caro y vender barato. Y no digas que estos males se heredan, porque de puro usados se hacen connaturales, y por eso se heredan como naturales». (I, 84-85) Es decir, todas los defectos de la mujer se deben a la herencia de la primera, a la herencia de Eva. La pícara alude constantemente a este hecho, y repite muchas veces que todo es consecuencia de la maldad de la pareja de Adán, en lo que no hace otra cosa que seguir la tradición antifeminista como demuestran, por ejemplo, Cristóbal de Castillejo y Juan de Pineda. Dice el primero: 

  Afeite y mundo mujeril (1617), Barcelona, Juan de Flors, 1964, pp. 27-28.

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Si pecó Eva, porque se engañó, ¿las otras qué culpa tienen? De la mesma cepa vienen donde tal fruto nació. 8

Pineda interpreta el hecho de la siguiente manera: «en el encuentro del demonio con Adán y Eva, toda la doctrina católica entiende por Adán la potencia racional del entendimiento y por Eva las potencias corporales de la sensualidad, [...] y para combatir el demonio al sapientísimo Adán, tomó por medio a la mujer, muy menos entendida». 9 Más adelante, López de Úbeda se refiere a la fragilidad de la honra y la virtud femeninas, diciendo que «la mujer es cosa para de lejos, que es como figura de cera, como pintura al temple, librea de oropel, labor de masa, forma de imprenta, cadáver de embalsamado añejo, polvos de clavete de azucena, que en tocándolos se descomponen, deslustran y deshacen». (I, 98) Afirmación común que registra, por ejemplo, el Vocabulario de Correas: «la mujer y la espada, nunca ha de ser probada, o tentada», «la mujer y el vidrio, siempre están en peligro», «la honra y la mujer es como el vidrio, que al primer golpe se quiebra». Si la pícara, debido a su condición de romera, gusta de andar mucho, ello es porque, «a la verdad, esto de ser las mujeres amigas de andar, general herencia es de todas». (I, 135) Lugar común de la misoginia tradicional, que registra graciosamente el Vocabulario de Correase: «la mujer y la gallina, por andar se pierde aína». Por eso reitera la obra: «no se espanten que Justina sea amiga de bailar y andar, pues demás de ser herencia de agüelos, es propiedad de muchas, especialmente de todas». (I, 138) Para justificar su error en la elección de acompañante para la romería de Arenillas, ya que había despreciado a dos galanes corteses y apuestos, y aceptado el cortejo de un tocinero gordo, feo, bajo y grosero, dice Justina: «es necedad pensar que mujer estimada haya de hacer caso de quien la mira; antes hará mercedes a un verdugo, si la amenaza con la penca, que favores a quien la quita una gorra y se le humilla. Somos como pulpo, que nos halla mejores quien nos hostiga más». (I, 146) La idea antifeminista tremenda, aún hoy de actualidad, por desgracia, de que hay que tratar a la mujer a golpes, estaba muy extendida, recogida por Correas y glosado incluso por Mal Lara en un conocido refrán: «el asno y la mujer, a palos se han de vencer». En otra ocasión, sentencia inapelablemente la mesonera burlona: «cuando las necesidades son repentinas, las mejores trazas y remedios son los que las mujeres damos». (I, 195-96) Máxima que se cumple, ciertamente, en el ejemplo de la propia   Op. cit., p. 112.  Juan de Pineda, Diálogos familiares de la agricultura cristiana (Salamanca, 1589), Madrid, 1964, BAE, 162, vol. II, p. 387 b.  

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pícara, como es habitual, que inventa rápidamente una astucia que la libere de la bigornia. La tradición dice exactamente lo mismo: «pues es cierto que nosotras las mujeres somos sabias de improviso, y de pensado no sabemos nada». Y reitera Juan de la Cerda: «para cualquiera genero de ficción es muy más presta y aparejada la mujer que el hombre, y para obrar y hablar de repente es también más aguda». Las diversas e ingeniosas trazas que Justina, sus hermanas y su madre usan para mirarse al espejo, recién muerto el padre, tienen su explicación en otra idea común del antifeminismo, que narra así fray Antonio Marqués: «no se puede encarecer con pocas palabras al estima que en todos los tiempos han tenido las mujeres de los espejos. ¿Quién jamás ha visto mujer tan pobre que no tuviera siquiera un pedazo de espejo? Muchas ni tendrán ropas para vestir ni cama donde dormir [...] ni un pedazo de pan para comer, con todo no les faltará un pedazo de espejo donde mirar». 10 Como los estudiantes no le dicen nada al pasar, a causa de la burla victoriosa que había hecho a la bigornia estudiantil que quería violarla, Justina siente pena de que no la miren ni la hablen, porque, como buena mujer, dice que «las mujeres mueren por quien las aborrece» (II, 18). Afirmación que repite un lugar ordinario de los vituperios contra las féminas, que registra así Correas, por ejemplo: «condición es de mujeres, despreciar lo que las dieres y morir por lo que las niegues». No podía faltar la secular avaricia del sexo débil, al decir de sus detractores. Por ello, Justina explica su amor al Cristo de oro del fullero como un rasgo habitual de todas las hijas de Eva: «que el oro tiene este efecto en las mujeres, que a las quietas las hace corredoras, […] y a las corredoras las para y detiene». (II, 46) Juan de la Cerda, en la misma línea, afirma que: «en extremo son tocadas las mujeres del vicio de la avaricia». 11 Y Correas recoge el significativo refrán que reza así: «el amor de la mujer y el amor del can no valen nada si no decís: tomad». Como en una ocasión la desvergonzada burlona es capaz de fingirse humilde, devota y cándida, justifica su hipocresía diciendo: «entonces eché de ver lo que sabemos disimular las mujeres». (II, 48) Se sirve así de uno de los lugares más manoseados desde antaño por los censores del sexo débil, que sigue vigente en el año 1605, como prueba, por ejemplo la Segunda Parte del Romancero General,de Madrigal, publicada en ese año, que dice así: Todas pues las mujeres, bien miradas, son de cualquier vicio encubridoras, y para todo mal disimuladas. 12

«Las mujeres —dice en otra ocasión la pícara—, en orden a cumplir un antojo de galas, somos extrañas y si nos determinamos a comprar una gala, nos ha de venir   Fray Antonio Marqués, Afeite y mundo mujeril, p. 96.   Libro intitulado Vida Política de todos los estados de mujeres, Alcalá de Henares, 1599, fol. 552 rº. 12  Miguel de Madrigal, Segunda Parte del Romancero General, 1605, ed. de J. Entrambasaguas, Madrid, CSIC, Bib.de Ant. Libros Hispánicos, B, II y IV, 1948, vol. II, p. 287. 10 11

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a las manos, aunque nos cueste lo que la manzana de Paris. Es herencia de Eva, y desde que ella, por un gusto que el diablo pintó, puso a riesgo un hombre y en él el mundo todo, quedamos mal enseñadas a poner a riesgo cuanto hubiere y atropellarlo todo, a trueco de salir con nuestros gustos». (II, 102) El mismo tópico aparece claramente en Madrigal: Pues solo por cumplir su torpe gusto, hijos, padres, y patria han desterrado, con mas furia que rey tirano injusto. 13

Y fray Antonio Marqués, más cerca del texto picaresco, lo pone también en relación con la herencia de Eva, tan reiterada por Justina, y con el deseo e galas. Leamos sus palabras: «como hijas de Eva, heredasteis de la madre el gusto de veros estimadas por hermosas, aunque sea a costa de muchas almas». Y añade que «la afición y el amor de la mujer es mucho mayor el que tiene a sus galas que a otra cosa alguna». 14 En fin, las mujeres, según la pícara, son además, parleras, soberbias, indiscretas, envidiosas, vengativas… Y ello porque Justina echa la culpa a las demás mujeres de sus propios vicios, de acuerdo con el principio picaresco, analizado por Montesinos, 15 de excusarse a sí mismo acusando a los demás: «si tengo culpa, aparejen el borrico para cuantas son mujeres, que yo en el mío me voy caballera como las otras». (II, 20) Es decir, de acuerdo, en definitiva, con su condición de pícara y con la poética de la novela picaresca; adaptada así, fácil y muy sesgadamente, desde la óptica dominante del machismo. Con todo, hay algo positivo, por extraño que parezca en la tradición misógina, y es que siempre se ataca a la mujer por su libertad, por su insobornable libertad, ajena a las normas impuestas por los hombres. Por eso, Justina nos dice que el libre albedrío y sus deseos personales son las guías que han conducido su vida: «porque en toda mi vida, otra hacienda hice ni otro tesoro atesoré, sino una mina de gusto y libertad»; opinión que coadyuva a explicar su incongruencia como heroína novelesca, si se quiere, pero que deja abierto el camino a la defensa de la, libertad de la mujer en su época, y sobre tood, en la obra del autor del Quijote. Y es que Cervantes fue uno de los primeros, si no el primero, en sostener la libertad de la mujer clara y reiteradamente; y lo que es más admirable, en algunos casos, incluso más allá de las limitaciones de su época, con una modernidad actual casi increíble. 16 El antifeminismo dominante en los siglos xvi y xvii, como hemos visto someramente, vilipendiaba a la mujer por voluble, caprichosa, amiga de galas y maquillajes,   Ibid., p. 297.   Afeite y mundo mujeril, respectivamente, pp. 51 y 165. 15  José F. Montesinos, «Gracián o la picaresca pura», en Ensayos y estudios de literatura española, Madrid, Rev. De occidente, Col. Selecta, pp. 141-158. 16   Las palabras que siguen proceden, en buena medida, de A. Rey Hazas, Poética de la libertad y otras claves cervantinas; Madrid, Eneida, 2005. 13 14

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vanidosa, falsa, habladora, y un largo etcétera de vicios y defectos de género. Para nuestro autor, en cambio, la mujer no sólo era un pequeño mundo, como se decía del hombre, sino «un breve cielo», como había de decir Calderón. La mujer debía ser por aquel entonces recatada, sumisa, obediente y, sobre todo, debía estar encerrada siempre: por su padre, cuando doncella; por su marido, cuando casada; por la priora, cuando monja; pero siempre sin libertad. Para Cervantes, sin embargo, ya desde La Galatea (1585), es libre y afirma valientemente su libertad. Por eso dice allí Gelasia, en un memorable soneto, «libre nací y en libertad me fundo». Lo mismo que hace y dice Marcela en el Quijote: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos» (I, 14). Marcela es un ejemplo excelente, porque la posibilidad más realista de independencia femenina era, como en su caso, que la dama fuera rica, no estuviera enamorada, y eligiera la vida aislada en el campo, lejos de las ciudades; al margen del código del honor, en suma, que no las dejaba salir a la puerta de la calle. La libertad de Marcela choca con los sentimientos de Grisóstomo, que muere a consecuencia de sus desdenes, no se sabe si por amores o porque se suicida. 17 La lectura queda abierta, como siempre en el Quijote, a la interpretación del lector. No así la libertad, que sostiene Marcela hasta el final y defiende nuestro héroe en el ejercicio de la suya, «puesta la mano en el puño de su espada» (I, 14). Para defender también la libertad de la mujer dentro de la sociedad, Cervantes rompe una lanza por los seres más desfavorecidos y marginados y narra el caso de Preciosa. En una sociedad antifeminista que posterga a la mujer al último peldaño de la escala, en un ámbito jerarquizado por la honra y por un casticismo racista impenitente; es decir, en un mundo como el español, no había nada más bajo que una mujer de raza gitana. Por eso Cervantes hace de ella el modelo de belleza, discreción, honradez, gracia y, por supuesto, de libertad femenina. Preciosa, La Gitanilla, es un modelo de comportamiento, a despecho de haber vivido siempre con los gitanos y de que fueran ladrones impenitentes, como reitera el texto. Sostiene su libertad individual, por tanto, en el más adverso de los ámbitos posibles, condicionada por la raza y la sangre, lastrada por la inmoralidad que se supone a los de su casta y por la marginación total en que viven. Y lo hace, además, en Madrid, en la misma corte, en el centro de la sociedad hispana, enamorada de un caballero, e incluso contra las normas de sus mismos jefes gitanos. Por eso, le dice a su amado que debe tener plena confianza en ella: «sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos». La discreta, hermosa, honesta y graciosa gitana defiende, a contrapelo de todo y de todos, su independencia: «Estos señores —dice, refiriéndose a sus jefes gitanos— bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere». Por lo que nada extraña un suceso que, visto desde la realidad, sería casi un imposible histórico: que un rico aristócrata como don Juan de Cárcamo, se enamore de ella y acepte sus condiciones para «merecerla», convirtiéndose en gitano. Para que la crítica contra el sistema resulte aún más obvia, Cervantes compara a 17   Vid. J. B. Avalle-Arce, «Grisóstomo y Marcela (Cervantes y la verdad problemática)», en Nuevos deslindes cervantinos, Barcelona, Ariel, 1975, pp. 89-116.

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Preciosa con la Virgen María o con la propia reina de España, por medio de dos romances insertos, 18 y la llama «joya preciosa» para el más puro y honesto matrimonio cristiano. 19 ¿Es posible enfrentarse de manera más radical con su entorno? ¿Hay mayor defensa de la libertad individual? Si al final resulta ser hija de un noble, es por mera justicia poética, para que ella y su amado obtengan el premio que merece su amor ejemplar; y para que el matrimonio cristiano ostente en ellos todas sus bendiciones y luzca todas sus galas, dado que era aconsejable que se realizara entre iguales. Pero nada más, pues como don Quijote explica muy bien: «el de casarse los enamorados es el fin de más excelencia, [...] porque el amor es todo alegría, regocijo y contento, y más cuando el amante está en posesión de la cosa amada (II, 22)». Lo mismo le sucede a Constanza, La ilustre fregona, ejemplo de mujer honrada, digna y recatada en el mundo hostil, lleno de prostitutas, de los mesones áureos; es decir, asimismo a contrapelo del determinismo social del medio ambiente adverso, sin olvidar que, para mayor apología de la libertad individual, la ejemplar moza del mesón toledano del Sevillano resulta ser, a la postre, fruto de una violación. También sus padres son nobles, bien que con la diferencia de que su madre la deja voluntariamente en el mesón, mientras que a Preciosa la roba una gitana. Pero lo importante es que da igual que sus padres la hayan abandonado o que no, y que sean nobles casados legítimamente o violadores inmorales, porque todo depende de la libertad individual de estas mujeres, y de nada más, ya que «cada uno es hijo de sus obras», como dice repetidamente el Quijote. Preciosa, por su condición límite de gitana, fue el ejemplo de libertad de la mujer más elevado que concibió Cervantes, porque su caso era la ilustración más clara de la libertad individual del ser humano aun en las más adversas circunstancias. Aunque habría que añadir que, en general, como demuestra El celoso extremeño y dicen sus hermosos versos tradicionales, no hay nadie ni nada capaz de guardar a una mujer si ella no quiere libremente guardarse. El Persiles representa seguramente la idea más pura del amor que tenía Cervantes, junto con La Gitanilla, sin implicaciones religiosas, y al lado de La española inglesa, con ellas; dado que todas estas novelas coinciden en la exigencia de una serie de requisitos o pruebas que deben superar los enamorados, durante períodos además coincidentes, de unos dos años, siempre fuera de sus medios geográficos y sociales habituales, alejados de ellos, viviendo como hermanos, castamente, aquilatando sus nobles sentimientos, sobre todo, en libertad, en la mayor libertad posible, único medio para el omnia vincit amor. Nuestra obra, por la mayor amplitud de sus dimensiones y la superior grandeza de sus propósitos, resume, como bien ha visto Luis Rosales: todas las purificaciones que constituyen el noviciado del amor: la prueba del exilio y la renuncia ser quien somos socialmente; la prueba de la castidad y la renuncia a ser 18   Vid. Alban K. Forcione, Cervantes and The Humanist Vision: A Study of Four «Exemplary Novels», Princeton University Press, 1982, pp. 9. 19   Como vio J. Casalduero, Sentido y forma de las Novelas Ejemplares, Madrid, Gredos, 1969.

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quien somos carnalmente; la prueba de la belleza perdida y la renuncia a ser quien somos estéticamente, y la prueba de la disponibilidad o la renuncia a ser quien somos visualmente, prueba que constituye la inolvidable lección de la escena final. 20

Con todo, aunque pueda parecerlo, los patrones de escarmiento y aviso moral que existen no son esquemáticos, ni la ejemplaridad es tan simple como se ha dicho, pues los casos de amor desordenado contienden no sólo con la moral dominante, sino también con la libertad, a la manera habitual de Cervantes, que no ha cambiado demasiado, por más ejemplar o espiritual que sea el Persiles. De hecho, muchos reciben castigo explícito por la vileza meramente lasciva de sus deseos, como Policarpo, Clodio, Rosamunda, Cenotia, la bruja de Rutilio y Rubertino; otros, sin embargo, no lo reciben, como les sucede a Bartolomé y a Luisa la Talaverana, que incluso acaban casados finalmente, porque la casuística amatoria no se guía sólo por la ejemplaridad, sino también por la libertad, y estos dos personajes españoles, aunque libidinosos, no pretenden forzar nunca las inclinaciones eróticas de nadie, a diferencia de los mencionados más arriba, cuyos deseos no respetan la independencia amorosa de Auristela, Antonio el joven, Rutilio y Feliz Flora. No se trata, por tanto, únicamente de personajes positivos y negativos ante el amor, sino también de individuos que, pese a la nobleza/vileza de sus sentimientos, respetan o no la libertad de los demás. Policarpo acaba castigado, en efecto, no por ser un viejo enamorado de una joven, ni por su senil lascivia, sino porque pretende impedir que Auristela salga de su isla. De hecho le sucede lo contrario al rey Leopoldio, también anciano y prendado de una dama mucho más joven, pues, tras su primer desengaño y la traición de su amada, concluye finalmente casado. Más significativo aún es el caso de Hipólita la Ferraresa, que no sólo traza y costea directamente la enfermedad mortal de Auristela, para conseguir a Periandro, originando así la de éste, sino que también, aunque indirectamente, pero por su causa, Pirro Calabrés hiere gravemente al héroe; y, sin embargo, como se arrepiente y ordena detener los hechizos de la judía, y como además pone toda su voluntad y toda su fortuna al servicio de los dos protagonistas, para ayudarlos generosamente a escapar hacia Nápoles, ante la amenaza de Magsimino, acaba sin castigo alguno, e incluso finalmente libre del peligroso cortejo del Calabrés. La Ferraresa, rica cortesana, es un ejemplo vivo de lascivia, pero también de falta de esquematismo, pues modifica su conducta inicial, respeta, a la postre, la libertad de Persiles, se arrepiente y se muestra generosa y desinteresada: por ello no recibe castigo alguno, sino el premio de su propia libertad. Ni siquiera los móviles del honor triunfan siempre cuando se enfrentan al amor, pues Ortel Banedre, marido burlado que busca la venganza de su deshonra en términos justificadamente convencionales, encuentra la muerte en Roma a manos de su esposa, Luisa la Talaverana, y no la reparación de su deshonor. La libertad de los sentimientos vuelve a triunfar sobre las convenciones morales y sociales. Un caso paralelo, aunque de implicaciones distintas, es el de Ruperta, que se enamora de 20

  Cervantes y la libertad, I, Madrid, 1960, p. 365.

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Croriano en el momento mismo en que se dispone a matarlo para vengarse. Y es que el amor puede oscilar hasta extremos tales, pero no forzar, no violentar la independencia de nadie. El Persiles rompe una lanza por la libertad de elección, como el resto de la obra cervantina, y no sólo por la que conduce al casamiento, sino también por la que lleva hacia la soledad y el retiro del mundo, en la línea pastoril de Gelasia, en la Galatea, y en la bucólico-aldeana, menos idealizada, de Marcela en el Quijote, aunque por sendas más religiosas y espirituales, como en los casos de Renato y Eusebia, Rutilio y Soldino, e incluso más matrimoniales, como sucede con Antonio el bárbaro y Ricla, que armonizan apartamiento y matrimonio —a la manera anterior al Concilio de Trento, claro está, por mero compromiso secreto y voluntario de los contrayentes— mientras viven en la Isla Bárbara, a diferencia de los otros, en los que, o bien no hay pareja femenina, o, si la hay, como sucede con los ermitaños franceses, se trata de la suma espiritual de dos soledades en compañía, sin derivación carnal alguna. Lo que sí es cierto, en cualquier caso, es que en conjunto, las cuatro historias de aislamiento y soledad ofrecen buena parte de las variantes posibles: en familia y con hijos (Antonio y Ricla), en compañía sólo espiritual (Renato y Eusebia), en soledad absoluta, ya por meditada elección intelectual (Soldino), ya por decisión inesperada y oportuna (Rutilio, que, de hecho, abandona después esa vida). Cervantes equipara la honra a la libertad, por lo que nada tiene de extraño que alabe también a la mujer casada, honesta y digna, que finalmente se hace recatada y sumisa, tal y como pedían las normas morales y sociales de su mundo, como le sucede a Preciosa cuando encuentra a sus padres y se transforma en una obediente hija dispuesta al matrimonio, olvidándose de su libertad para someterse como esposa a su marido y amado don Juan de Cárcamo ; o como le sucede a Constanza, ejemplo de mujer recatada y sumisa siempre en medio del mesón del Sevillano, y por ello, magníficamente preparada para el premio del matrimonio cristiano que finalmente alcanza, a despecho de ser fruto de una violación y de acuerdo con las normas religiosas de su época. Si la mujer casada es a la vez bella, honrada y pobre, aún merece mayores premios, pues, como había de poner en boca de don Quijote, «la mujer hermosa y honrada cuyo marido es pobre merece ser coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo» (II, 22). Pero su infinita tolerancia le hace ser muy comprensivo, al mismo tiempo, con las consecuencias deshonrosas del amor, dado que para hablar de los efectos del amor es preciso haberlos experimentado antes, pues de otro modo no se entienden. Como decía Lope de Vega en un hermoso soneto, únicamente puede hablar sobre el amor quien lo ha experimentado previamente: «esto es amor, quien lo probó lo sabe». Por eso, antes de criticar a las doncellas que cometen disparates por amor —dice en Las dos doncellas—«ruego que no se arrojen a vituperar semejantes libertades hasta que miren en sí si alguna vez han sido tocados de estas que llaman flechas de Cupido, que en efecto es una fuerza, si así se puede llamar, incontrastable que hace el apetito a la razón». Claro está que se refiere al verdadero amor, no al mero deseo erótico, no a: «un ímpetu lascivo —por

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usar palabras de La fuerza de la sangre—, del cual nunca nace el verdadero amor, que permanece, en lugar del ímpetu, que se pasa». Tolerancia y comprensión, insólitas en su época, para la honra que depende del amor verdadero, e incluso para el mismo matrimonio cristiano que tanto ensalza. Porque si bien es verdad que como sacramento religioso es inamovible, como contrato sociomoral no lo es tanto, ya que, por decirlo con palabras de Mariana, en El juez de los divorcios: en los reinos y en las repúblicas bien ordenadas, había de ser limitado el tiempo de los matrimonios, y de tres en tres años se habían de deshacer o confirmarse de nuevo, como cosas de arrendamiento.

Como es sabido, la mentalidad barroca, reiteradamente sostenida por el teatro de Lope, Tirso y Calderón, equiparaba la deshonra conyugal con la infidelidad, vistas ambas desde el código sociomoral del honor seiscentista. Cervantes, en cambio, y sin negar los fundamentos de su época, matiza muchísimo la cuestión, con su sabiduría habitual, al poner la siguiente explicación en boca del Soldado del mencionado entremés, cuando dice que las mujeres quieren: que las respeten sus maridos porque son castas y honestas, como si en sólo esto consistiese, de todo en todo, su perfección; y no echan de ver los desaguaderos por donde desaguan la fineza de otras mil virtudes que les faltan. ¿Qué se me da a mí que seáis casta con vos misma, puesto que se me da mucho, si […] andáis siempre rostrituerta, enojada, celosa, pensativa, manirrota, dormilona, perezosa, pendenciera, gruñidora, con otras insolencias de este jaez, que bastan a consumir las vidas de doscientos maridos?

Cervantes ha puesto el dedo en la llaga: la estabilidad matrimonial no es sólo una cuestión de honestidad o fidelidad, sino fundamentalmente de convivencia armoniosa, de tolerancia, cariño y respeto mutuos, dado que es su falta lo que deshace los matrimonios y hace insufrible la permanencia de los dos cónyuges bajo el mismo techo, visto al fin como insufrible cárcel o malhadado cautiverio en los presidios norteafricanos. No en vano, todas las mujeres de este entremés son chillonas, malhumoradas, pendencieras, buscarruidos y desagradables: esa es la clave. De ahí que sean estos personajes, sin infidelidades ni adulterios, hombres y mujeres fieles, los únicos que solicitan el divorcio dentro de la obra cervantina, y no los maridos engañados de La cueva de Salamanca o El viejo celoso, ni sus deshonestas mujeres, que nunca piensan en el divorcio. Si ahora recordamos de nuevo que el entremés se representaba dentro de la comedia, en sus entreactos, todavía acentuaremos más su significado en la línea apuntada, ya que la infidelidad es la única causa de ruptura, deshonra matrimonial y venganza de sangre mortal en la comedia, frente a la que cobra un sentido sobredimensionado nuestro entremés de fieles y honestos demandadores de divorcio, lejos de la honra, caso insólito entre las damas y los galanes del género mayor.

Una comedianta española procesada por la Inquisición portuguesa (1619) Mercedes de los REYES PEÑA Universidad de Sevilla

La «feliz y alegre jornada» del monarca Felipe III en Portugal durante los meses de mayo a octubre de 1619, con la finalidad del doble juramento del reino portugués al príncipe heredero y del futuro Felipe IV a los privilegios de aquél (Bouza Álvarez, 2000: 191, las palabras entrecomilladas le pertenecen), causó ciertos quebraderos de cabeza en un nivel privado a castellanos residentes allí. El caso que historiaremos, fruto accidental de aquella jubilosa visita, ha permanecido inédito en uno de los expedientes de la Inquisición portuguesa custodiados en el Arquivo Nacional da Torre do Tombo (Tribunal do Santo Ofício, Inquisição de Lisboa, proc. 1098, 36 ff.), 1 siendo hora de que se incorpore a la historia del teatro español representado en Lisboa. Es verdad que sus protagonistas no son actores de primera fila, pero sus avatares son una muestra más de las circunstancias vividas en tierra ajenas y propias por nuestros comediantes del Siglo de Oro, de su presencia en la antigua Olisipo y de la documentación generada por aquéllos en un país donde el teatro castellano tanto gustaba y era tan bien aceptado. El expediente se ha conservado completo y los documentos que lo conforman permiten seguir paso a paso el citado proceso y su resolución. La rea fue una tal «Agostinha de Salazar», que, el 7 de agosto de 1619, se presentó de forma volunta  Agradezco a José Camões (Centro de Estudos de Teatro da Faculdade de Letras da Universidade de Lisboa) su generosidad al ponerme en contacto con el documento, así como la lectura de este artículo y la modernización de las citas en lengua portuguesa.

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ria en la casa del despacho de la Santa Inquisición de Lisboa, estando allí en audiencia de por la mañana el señor inquisidor Pero da Silva de Sampaio, para comunicar que tenía de qué acusarse ante la Mesa. El escribano Manoel da Silva la describe como «u˜ a molher no trajo e fala castelhana», que dijo llamarse «Agostinha de Salazar» y ser cristiana vieja, natural de Madrid, representante en la compañía de Guevara, residente al presente en Lisboa, de veintiséis o veintisiete años de edad, y casada con «Francisco de Castilho», representante en la dicha compañía (f. 19r). 2 Tras jurar sobre los Santos Evangelios que diría verdad y guardaría secreto, comienza a confesar su culpa. Y ¿quién mejor que ella misma para exponernos su caso con todos los pormenores? Por ello, dejémosla hablar, no obstante la longitud de su discurso, pues está en su derecho de ser escuchada, aunque sea a través de la relación que el escribano portugués hace de sus propias palabras: E disse que haverá quinze anos na cidade de Valedolit, na igreja e freiguesia de Santa Maria Maior, estando presente o cura da igreja, a que não sabe o nome, e outra gente, se velou e tomou as benções ela com Diogo de Mesa, natural de Sam Martim de Valdeessas, 3 que está perto de Madrid, viúvo que então era, e não sabe de quem, e da guarda espanhola de Sua Majestade, tendo-se, havia um mês, desposado com ele por palavras de presente na mesma cidade de Valledolit em casa de Pedro de Valverde, alguazil de corte, que então era marido de dona Maria de Areaça, tia dela confitente, irmã de sua mãe, que de presente moram na vila de Saldanha que fica pera a parte de Valedolit, aonde vive per sua fazenda e não é já auguazil, e, estando na dita casa presente o dito cura e por padrinhos os ditos seus tios e outras pessoas, dadas as mãos em sustância disseram logo o seguinte, a saber: ela confitente, «Eu, Agostinha de Salazar, recebo a vós, Diogo de Mesa, por meu marido e prometo de ser sempre vossa molher, como manda a Santa Madre Igreja de Roma»; e ele, «Eu, Diogo de Mesa, recebo a vós, Agostinha de Salazar, por minha molher e prometo de ser sempre vosso marido, como manda a Santa Madre Igreja de Roma», e logo se ficaram tendo por desposados de presente e por tais os ficaram conhecendo os circunstantes; e tanto que se velaram e ela recebeu as benções, onde e quando e como dito é, se ajuntaram em casa dele e como marido e molher fizeram vida de mesa e cama por tempo de sete annos e concebeu dele duas vezes, que moveu, e se passaram a Madrid com a corte 4 e, passados os ditos sete anos, pelejaram entre si e fizeram divórcio quoad thorum por despacho do vigairo geral de Madrid, aonde na calhe del Osso no bairro da Mercê se ficou vivendo o dito Diogo de Mesa e ela se veo viver a Salamanca na calhe de Samora, aonde esteve três anos e meo e no fim deles, que haverá a quo perto de quatro anos, recebeu ela duas cartas de dona Maria Ortiz, molher de um escrivão ou notairo que ia a comissões de execuções de dívidas à fazenda real, ao qual não sabe o mome, que vivem em Madrid e não sabe em que rua, perque há muito que lá não foi e mudam casas cada ano quando lhe parece, nas quais cartas lhe dizia que o dito Diogo de Mesa, seu marido, era morto e seria a causa perque naque  La localización de las citas o referencias al citado expediente se indica tras ellas entre paréntesis con la simple mención del folio en que se hallan. Para facilitar la lectura de aquéllas, se ha modernizado la transcripción de los textos, respetando sus grafías solo cuando tienen valor fonético-fonológico.   Se trataría de San Martín de Valdeiglesia, pueblo de la provincia de Madrid.   La corte, trasladada a Valladolid por Felipe III en 1601, regresó a Madrid a finales de 1606.

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la occasião estava muito doente, com a santa unção; e, recebidas as ditas duas cartas, ela confitente se persuadiu a que o dito Diogo de Mesa era morto e se ficou tendo per viúva e tomou hábito de tal e assim esteve um mês e, passado ele, se foi para Sevilha com um almocreve do lugar d’Alverca, iunto a Penha de França, e, passando pelo dito lugar, se afeiçoou dela Francisco de Castilho, natural de Madrid, que naquela occasião estava representando no dito lugar, e ela se afeiçoou dele, e, concertando de casar ambos, o puseram por obra daí a um mês na vila de Sespedoza, seis ou sete léguas de Salamanca, bispado de Ávila, na igreja parroquial da dita vila, presente o cura dela e por padrinhos o governador da vila, cujo nome lhe não lembra, e Isabel dos Reis, comedianta, e não sabe em que companhia agora anda, e presente outra muita gente, dadas as mãos, se desposaram e casaram e velaram juntamente, dizendo ela em sustância: «Eu, Agostinha de Salazar, recebo a vós, Francisco de Castilho, por meu marido e prometo de ser sempre vossa molher, como manda a Santa Madre Igreja de Roma», e ele: «Eu, Francisco de Castilho, recebo a vós, Agostinha de Salazar, per minha molher e prometo de ser sempre vosso marido, como manda a Santa Madre Igreja de Roma», e o cura os houve por casados e os velou e deu as benções a ambos, porque a ambos tinha per solteiros e a nehum por viúvo, e logo eles e os circunstantes tiveram que ficaram casados e, como tais, daí por diante fizeram vida marital de cama e mesa ela confitente com o dito Francisco de Castilho até hoje. E pera se casarem foi o dito Francisco de Castilho a Salamanca fazer informação de testimunhas do tempo que ela aí tinha estado e como era boa e havida aí por solteira, e com estes testimunhos foi outro comediante a Ávila e trouxe licença do vigairo geral para os receberem, dando também testimunha comediantes como o dito Francisco de Castilho era solteiro. Calou ela confitente o primeiro casamento, porque não tinha então com que mandar a Madrid fazer informação e tirar recados da morte do primeiro marido. E deste segundo marido concebeu duas veses, que moveu. E haverá oito dias que, estando aqui em sua pousada Quinhones, lacaio da pé do Príncipe, e Bernabé do Valle, aguazil de corte que aqui vem em serviço de Sua Majestade, e o dito Francisco de Castilho e, vindo a falar do tempo em que se receberam, disseram os ditos Bernabé do Valle e Quinhones que então ainda era vivo o dito Diogo de Mesa, seu primeiro marido, e que ainda que era verdade que então estava doente da doença de que morreu, contudo ainda era vivo e viveu de três para quatro meses depois do dia em que ela confitente e o dito Francisco de Castilho se casaram, desposaram e velaram como dito é, e que ao cabo dos ditos três meses e meo morrera em Madrid. Em isto se afirmaram vendo a carta do casamento dela confitente com o dito Francisco de Castilho que aí lhe mostraram, onde constava do dito dia deste segundo casamento. E tinham rezão de saber quando o dito Diogo da Mesa morrera, perque o dito Quinhones era seu companheiro e o visitava muitas vezes na doença e o dito Bernabé do Valle per ser seu conhecido e por a provisão que se fez do lugar de guarda que per ele vagou. E, persuadida ela confitente com o que estas duas pessoas lhe disseram, que o dito Diogo de Mesa era vivo quando se casou com o dito Francisco de Castilho, se ueo a São Domingos a pedir conselho a um padre teólogo que faria, e ele lhe disse que se viesse à Inquisição confessar sua culpa e pedir perdão e misericórdia, e a isto vem e tem confessado como confessa o sobredito, e da culpa que nisso cometeu pede perdão e misericórdia e está prestes para receber toda a pena e penitência que esta Mesa lhe der e para fazer o que lhe mandarem (ff. 19r-22v).

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El tribunal inquisitorial responde con una cierta amabilidad paternal a esta autoinculpación, dejando abierta la posibilidad de obtener misericordia a la acusada y trazándole el camino para conseguirla: Foi-lhe dito que tomou mui bom conselho em se uir a esta Mesa confissar sua culpa, aonde, merecendo-a ela, se lhe dará misericórdia, e que pera a alcançar, e pera bem de sua alma, lhe é necessário confessar toda a verdade, e se sabia da vida do primeiro marido quando se casou com o segundo, e a tenção con que se casou segunda vez sendo seu primeiro marido vivo e se foi, perventura, per ter pera si que ūa molher [se possa casar] com outro homem, sendo seu primeiro marido vivo. Pertanto, lhe encarregam que cude muito bem em suas culpas e na tenção con que as cometeu, e tudo confesse nesta Mesa aonde se lhe dará misericórdia e todo o remédio que o caso pedir para salvação de sua alma. E que traga a esta Mesa os papéis que tiver do primeiro e segundo casamento e não se saia desta cidade sem ordem desta Mesa e venha a ela segundas, quartas e sextas pela manhã sob carrego do juramento que recebeu (ff. 22v-23r).

Agustina de Salazar se muestra ante la Mesa dispuesta a cumplir sus indicaciones con firmeza, exceptuado el requisito de traer la partida de su primer casamiento por no disponer de ella. No obstante, proporciona el nombre de un testigo que podrá ratificarlo, como expone ante los inquisidores: E per ela foi dito que assim o compriria debaixo do dito juramento e não se ir desta cidade e seus arrabaldes sem licença desta Mesa e vir a ela nos ditos dias pela manhã, e que trará os papéis do segundo casamento, que os do primeiro tinham em Madrid em um escritório quando coabitaua com o dito primeiro marido e que não sabe que agora será feito delles, mas em Valledolid constara do primeiro casamento, ao qual se achou presente o dito Quinhones, e que cudará em suas culpas e al não disse (f. 23r-v).

Sin embargo, nuestra decidida comedianta no podrá estampar su firma en la declaración, pues, como tantos otros actores —y, en particular, tantas otras actrices—, no sabe escribir, rogando al escribano que lo hiciera en su nombre: E por não saber escrever assinei por ela a seu rogo com o senhor inquisidor. Manoel da Silva o escrevi. Pedro de Silva de Sampaio [firma y rúbrica]. Manoel da Silva [firma y rúbrica] (f. 23v).

La Mesa inquisitorial comenzará la instrucción del proceso sin la más mínima pausa, apelando a una serie de testigos, cuyas declaraciones coinciden en lo expuesto por la comedianta y aportan otros detalles que completan el caso. El primero en comparecer, el día 8 de agosto, es el ya citado Bernabé del Valle, alguacil de la casa de la corte de Su Majestad, de treinta y nueve años de edad y cristiano viejo, morador en Madrid en la calle del Prado y estante al presente en Lisboa (ff. 3r-6v, f. 3r). Por él, sabemos que el propio y primer nombre de Agustina de Salazar fue el de

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Alfonsa de Arreaza, nombre ése «que tomou para se desconhecer» (f. 5 v). La conocía como tal desde hacía más de nueve años por ser sobrina de un compañero de profesión llamado Pedro de Valverde, viviendo entonces con Diego de Mesa como legítima mujer en la calle de Leal, junto a Antón Martín, en Madrid. Pero, viniendo a tener diferencias entre sí, el dicho Diego de Mesa la hirió en la mano izquierda, adonde tendrá la señal. Ella entonces se refugió y estuvo cuatro meses en el monasterio de Santa Catalina de Sena, pasados los cuales pidió divorcio por sevicias y, quedando la demanda en «sua força» (f. 4v), al meterse por medio parientes y amigos, consiguieron que se fuera de nuevo a morar con Diego de Mesa, que la aceptó, hasta que pasados unos cinco meses huyó de él. Desde ese momento, Bernabé del Valle no la vio más ni tuvo noticias de ella hasta que la topó por casualidad en Lisboa, conociéndola muy bien. Tras su huida, Diego de Mesa permaneció en Madrid, hasta que en el verano de 1615 acompañó a Felipe III como parte de la guardia española en la jornada para el enlace de la infanta Ana de Austria con Luis XIII de Francia, celebrado en Burgos el 18 de octubre. Al llegar allí, Diego de Mesa «adoeceu de sangue pela boca» (f. 5r) y en el mes de septiembre, poco más o menos, el testigo lo vio en el Hospital de San Juan de Burgos. En esta ciudad volvió a verlo convaleciente, ya levantado, «com vestido verde» (f. 5r), y, tras su regreso de aquella jornada con Su Majestad, entrando en Madrid el 18 de diciembre de 1615, lo vio andando por su pie, enfermo, y habló con él. En Reyes de 1616, Bernabé del Valle se enteró de que Diego de Mesa había fallecido el día antes, siendo enterrado en la iglesia de San Justo de Madrid. Quizá esta detallada relación sobre Diego de Mesa pueda haber parecido excesivamente prolija, pero es fundamental para el proceso por servirle al testigo, unida al hecho del conocimiento en una conversación de la fecha de la boda de Agustina de Salazar con Francisco del Castillo, para destapar toda la cuestión. Pues, fazendo memória do tempo em que era vivo Diogo de Mesa […], achou per sua conta e com certeza que o dito Diogo de Mesa era vivo quando a dita Alfonsa d’Arreaça e Francisco del Castilho se casaram, e assim lho disse logo, e que o estado em que estavam era de amancebados e não de casados e, dando conta a um frade de São Domingos e levando lá aos ditos Alfonsa de Arreaça e Francisco de Castilho, lhes aconselhou que ela se viesse ao Santo Ofício, como veo ontem com ajuda e ordem dele testimunha (f. 3v).

Sobre la fecha de los desposorios y la vida marital de Agustina de Salazar con Francisco del Castillo, Bernabé del Valle no tiene la menor duda, pues confiesa ante el Santo Oficio que lo sabe por el «papel de casamento» que le mostraron —la partida de matrimonio que figura en el expediente y que la citada actriz presentará más tarde ante la Mesa inquisitorial a requerimiento de ésta (ff. 17r-18r)—; 5 porque   Expedida, firmada y rubricada, el 21 de septiembre de 1615, por el licenciado Vallejo, cura rector de la villa de Cespedosa (f. 17r), va ratificada, el 22 de septiembre de 1615, por Juan Sánchez, notario público apostólico aprobado por el Ordinario de la ciudad de Ávila, y por Marcos Sánchez, escribano público del número y consistorio de la villa de Cespedosa (ff. 17v y 17v-18r, respectivamente). Esta partida de matrimonio

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ellos mismos lo dijeron; y «per serem per tais havidos dos outros comediantes da companhia de João de Gavara, que agora se desfez e fazendo-se da de Sanches Fatigua [?], que agora aqui está» (f. 5v). Dato este último que muestra cómo nuestros dos actores, terminada la primera parte de la temporada de 1619-1620, permanecerán en Lisboa integrados en una nueva compañía. Efectivamente, en ella los encontramos en la segunda parte de dicha temporada, cuando, el 20 de noviembre de 1619, Agustina de Salazar, tras su primera confesión voluntaria del 7 de agosto, habiendo reflexionado y meditado como se le ordenó, vuelve a aparecer ante la Mesa para responder con formalidad a las cuestiones que se le formulan sobre el caso (ff. 23v-28v). Preguntada por su nombre, edad, lugar de nacimiento y otras cuestiones generales, ahora sí afirmará que «de seu primeiro nome se chamou Alfonsa da Paz ou d’Arriaça e depois, absentando-se de seu marido, se chamava Augustinha de Salazar por se desconhecer e encubrir, e que será de vinte e sete anos de idade pouco mais ou menos, cristã velha sem raça em contrário, natural de Madrid e ora estando em Lisboa, representante na companhia de Sanches» (f. 24r). También en dicha compañía la ubica Francisco del Castillo, cuando, el 22 de noviembre, es llamado a declarar por la Inquisición (ff. 14r-16v), presentándola como «de vinte e seis anos, rosto redondo e com um sinal preto junto do nariz, e que representa nesta companhia de Sanches e que se chama Augustinha de Salazar e não sabe que tivesse outro nome» (f. 14v). 6 Tras Bernabé del Valle, el 9 de agosto de 1619 es llamado por la Inquisición como testigo Luis Jurado de Quiñones, natural de Madrid, de cuarenta y cuatro años de edad (ff. 6v-9v). Afirma, igual que lo había hecho Bernabé del Valle, que el propio nombre de la procesada era «Alfonsa de Arreaça», casada hacía trece o catorce años con Diego de Mesa, lo cual conocía porque éste era de la misma guardia, amigo y conocido suyo y, como tal, el día de la boda en que se velaron se halló en su casa «e os viu ir para a igreja e vir dela, estando-lhe concertando as mesas aonde todos comeram de voda» (f. 7r). Entre las precisiones que hace respecto a la declaración de Bernabé del Valle merecen destacarse las siguientes: la pertenencia a Alfonsa de Arreaça de la casa donde habitó el matrimonio, cuando con la corte se trasladaron a Madrid: «aonde ele e ela na calhe de Osso, aonde ela tem casa própria segundo dizem, fizeram vida maridável» (f. 7v); el encuentro del testigo con ella (de la que no sabía nada desde que se ausentó de su casa) en Badajoz, el mes de mayo de 1619, como representante (ff. 7v-8r); 7 sus diarias visitas a Diego de Mesa, cuanofrece los datos genealógicos de Francisco del Castillo, que aparece en ella como Francisco García del Castillo, hijo de Francisco García del Castillo y de su mujer legítima Victoria Rodríguez, naturales de la villa de Madrid, y los suministrados para la ocasión por Augustina de Salazar, la cual figura bajo este nombre como hija de Joan de Salazar y de Mariana de Anunceiba, naturales de la villa de Madrid (f. 17r).   Estos cambios de compañía generarían contratos ante escribanos portugueses, que están por exhumar en el caso de que se hayan conservado, pues, desgraciadamente, gran parte de los libros notariales de la ciudad de Lisboa pertenecientes a los siglos xvi, xvii y primera mitad del xviii desaparecieron con el terremoto de 1755. Serán de extraordinaria ayuda para completar, junto a los radicados en los diversos archivos de Protocolos españoles, la actividad teatral de nuestros comediantes en el país vecino.   Conviene no olvidar que la ciudad de Badajoz se encontraba en una ruta muy seguida por las compañías en su itinerario hacia Lisboa.

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do estuvo enfermo en Burgos en septiembre u octubre de 1615, siendo testigo en su testamento (f. 8v); el reencuentro en Madrid, tras su vuelta en diciembre de la jornada del Rey en Burgos, viéndole «fraco ainda que alevantado» (f. 8v) y su posterior muerte y enterramiento: «e tornando a recair morreu no Janeiro seguinte, pouco mais ou menos, e ele testimunha se achou à sua morte e o viu levar a enterrar» (f. 8v), así como la sustitución en el puesto que el fallecido dejaba vacante por «Lourenço Sanches» en dos días más o menos (f. 8v). Respecto al tema causante del proceso, el casamiento de la ahora llamada Agustina de Salazar con un comediante tres o cuatro meses antes de que el dicho Diego de Mesa muriese, se limita a decir que lo oyó a Bernabé del Valle (f. 8v). Siete días más tarde, el 16 de agosto de 1619, comparecen en el despacho del Santo Oficio otros tres testigos de la guardia española, igualmente llamados para prestar declaración en el proceso: el sargento Pedro Carrasco, natural de la villa de Albacete, de La Mancha, de cincuenta y ocho años de edad (ff. 9v-11r); el cabo de escuadra Antonio de Aguilar, de sesenta y seis (ff. 11r-12v); y Lorenzo Sánchez, de treinta y dos, el sustituto —recordemos— de Diego de Mesa en su cargo (ff. 13r14r). El primero, con menor precisión que los anteriores, confirma lo ya sabido sobre Diego de Mesa, si bien añade que se casó dos veces, la segunda «com ũa molher per nome Alfonsa, que lhe dizem está agora nesta cidade casada com um representante» (f. 10r), y proporciona dos nuevos testigos: un tal Antonio de Aguilar que podrá informar del casamiento de la procesada con Diego de Mesa y de la fecha de su muerte; y la persona que le sucedió en su plaza, cuyo nombre no cita (f. 11r). Si Pedro Carrasco había declarado en la audiencia de la mañana, en la de tarde lo seguirá Antonio de Aguilar. Su testimonio es más completo, preciso y partidista, pues fue el padrastro de Diego de Mesa y se decanta claramente en su favor. A las preguntas de si conoció a Diego de Mesa y si era casado, soltero, viudo o muerto, respondió: que o conheceu muito bem, porque era seu enteado, filho de Francisca Francesa, molher que foi dele testimunha, e de Antonio de Mesa, seu primeiro marido, e que o dito Diogo de Mesa foi duas veses casado em face de igreja per palavra de presente e velado. A primeira vez, com Maria de Rebollar e, morta esta, casou outra vez o dito Diogo de Mesa com Alfonsa de Reaça e se receberam em Valledolid em face de igreja e, posto que ele testimunha se não achou presente per não levar gosto deste casamento, todavia tem por certo e o teve que eram casados, porque no mesmo dia em que se casaram lhe disseram a ele testimunha «hoie se casa Diogo de Mesa com Alfonsa de Reaça» e, depois deste dia, ele os viu em Valledolid e em Madrid, depois que se passou a corte, fazer vida marivel de ũas portas adentro […]. E ela lhe fogiu duas ou três vezes e ele lhe doía e se queixava disso, como seu marido dela, e, fogida estava quando ele morreu em Madrid, e nos braços delle testimunha expirou depois que Sua Majestade veo da tornada de França e depois que entrou em Madrid em tempo que era Inverno e fazia muito frio. E ele testimunha depois de ele entrar com El Rei em Madrid da volta da dita jornada, sendo Inverno, viu e falou com o dito Diogo de Mesa que, ainda que enfermo, andava alevantado e despois lhe deu o mal de morte,

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de que esteve quinze ou vinte dias na cama e no cabo deles morreu, como dito tem. E a dita Alfonsa de Reaça disem que está nesta terra casada com um representante, feita comedianta, e o dito Diogo de Mesa está enterrado na igreja de Sante Juste de Madrid. […] E declarou, sendo perguntado, que o dito Diogo de Mesa teve a praça da guarda espanhola até morrer (ff. 11v-12v).

La declaración de Lorenzo Sánchez sobre el conocimiento, estado y fecha de muerte de Diego de Mesa no aporta nada esencial a lo ya sabido, pero, adelanta en dos días su fallecimiento y muestra una evidente avidez por aprovechar la oportunidad que la citada muerte le brindaba (ff. 13r-14r). Así, enterado de su enfermedad, pidió a unos amigos de la misma guardia que le avisaran de la muerte de aquél «para lhe pedir a praça, como em efeito o avisaram na primeira manhã da noite em que ele faleceu, e ele testimunha pediu a praça que lhe deram a outro dia, sendo isto três dias antes dos Reis de seiscentos e dezasseis, e começou de a servir no dito dia dos Reis e fará quatro anos este que agora vem» (f. 13v). El 20 de noviembre de 1619, la Mesa inquisitoral, con toda la información recogida sobre el caso, llama a Agustina de Salazar para someterla a un largo, detallado y preciso interrogatorio sobre los diferentes aspectos de aquél (ff. 23v-28v). Si en su primera comparecencia dejó hablar libremente a la acusada, ahora es el Santo Oficio el que formula las preguntas, arguyendo e hilando fino sobre lo confesado y lo que sigue confesando ésta. Nuestra comedianta se afirma en lo dicho, ampliando más algunos aspectos. Así ocurre cuando es preguntada por su genealogía. Ahora, como ya indicamos, declara su verdadero nombre y en cuanto a su ascendencia indica: que seu pai se chamava Outavio Facion [?], milanes de nação, que foi criado de dom João de Idiaches, e sua mãe, molher de seu pai, Ana de Riaça, natural da terra de Toledo, defuntos, e que não tem avós nem os conheceu. E que ela tem somente ũa tia irmã de sua mãe, que se chama dona Maria Arriaça, molher de Pedro de Valverde, que foi alguazil da corte, ora moradores em Saldanha. E que ela tem somente ũa irmã que se chama Catarina Arriaça, viúva de um ourives de ouro, cujo nome lhe não lembra, moradora em Madrid (f. 24r).

Y, cuando se le piden ciertas explicaciones o se le rebaten argumentos, responde como mejor puede. Confiesa su condición de creyente y practicante de la fe católica; su incultura; los lugares por los que anduvo; el desconocimiento de que su primer marido vivía, cuando contrajo matrimonio con el segundo, 8 de lo cual se había enterado en Lisboa; y su culpabilidad en haber falseado su verdadera identidad y situación civil, y en no haberse informado por los trámites debidos del fallecimiento   En este caso, su testimonio cambia en algo respecto al anterior, añadiendo detalles que entonces silenció. Ahora, son dos amigas, doña María Osorio —antes apellidada Ortiz— y doña María Hurtado, quienes le comunican por sendas cartas que «o dito Diogo de Mesa morrera em Burgos e que de sua morte tinham vindo cartas aos parentes dele e seria a causa porque, indo na jornada que El Rei então fez com a Rainha de França, nossa ifante, adoeceu o dito Diogo de Mesa em Burgos e esteve em Burgos no hospital desconfiado dos médicos» (ff. 24v-25r, la cita en f. 25r).

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de Diego de Mesa, exponiendo siempre en su favor las causas que la obligaron a ello. Como muestra ilustrativa, baste este ejemplo en el que volvemos a dejar expresarse a la acusada en sus respuestas a las preguntas de los jueces: Perguntada em que lugar se casou segunda vez, quantas léguas de Madrid e quantas de Salamanca, disse que em Cespedoza, seis léguas de Salamanca e vinte de Madrid, pouco mais ou menos. Perguntada donde saiu o precatório pera a diligência que disse fez em Salamanca, respondeu que de Ávila. Foi-lhe dito que de Ávila a Madrid hai dezassete léguas e a Salamanca catorze e assi que não dá boa rezão pera não se ir fazer a diligência a Madrid, que só distava mais três léguas e que se podia gastar pouco, como também na mudança dos nomes e em se vender por solteira, sendo assi que faria mais a seu caso saber seu marido que era viúva, pois não casava com ela donzela, nem tinha sido casada com homem nem era filha de pais per que deixasse de casar com ela, e que o que se presume é que mudou os nomes, calou o estado por saber da vida de seu primeiro marido e o não ter por morto, e mais pois estava apartada dele pelo prelado por sevícias, com que e[r]rava o viver apartada dele em Salamanca en algũa maneira, e que porque veo confessar a esta Mesa sua culpa que a confesse inteiramente e diga toda a verdade. Disse que tinha dito a verdade e que tudo o mais confessara se mais houvera, porque ela veo confessar a esta Mesa e que o não teve, quando se casou com o segundo marido, quem a aconselhasse e que não soube tomar outro caminho, e que em Salamanca era tida por solteira e por pessoa recolhida e que ganhava aí sua vida a coser e que fez mal em não declarar que fora casada pera se ir fazer diligência a Madrid, mas que na verdade tinha ao dito Diogo de Mesa então por morto (ff. 25v-26r).

Finalmente, expresa su deseo de recibir perdón y misericordia, junto a las penas y penitencias que mereciera, para quedar libre de culpa y poder casarse legítimamente con Francisco del Castillo, deseo este último que comparten ambos, para así poder vivir como marido y mujer. Tras su declaración, todavía al tribunal le faltaba escuchar a otro importante testigo que, sin previo conocimiento, se había visto implicado en el caso. Se trataba de Francisco del Castillo, que se presentó, requerido por la Santa Mesa, dos días después, el 22 de noviembre, siendo el último llamado antes de la emisión de la sentencia (ff. 14r-16v). Francisco del Castillo, que había acompañado a su esposa a Santo Domingo para que se confesara con el fraile teólogo —respetando su privacidad para que pudiera decirle toda la verdad— (f. 15r) y que estaba conforme con el consejo recibido y la decisión tomada, ratifica en su declaración lo dicho por ella. Su testimonio no es tan detallado ni preciso, pero añade algunos detalles que contribuyen a exculparla o atenuar su culpa dentro de lo posible. Así, cuando le preguntan si la dicha Agustina de Salazar le hizo saber que era viuda antes de casarse y qué diligencias hicieron, responde que no se lo dijo, sino que era soltera, «e que lhe parece seria a causa per estarem pobres e não ter com que ir a Madrid fazer as diligências» (f. 15v.). Respecto a las diligencias hechas, informa que él probó su estado civil con el testimonio de los representantes con quienes entonces andaba y se había criado. En cuanto a ella, fue él mismo a Salamanca con requisitoria de Ávila para

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preguntarlo a personas que la conocieron del tiempo vivido allí, las cuales la dieron por soltera, siendo ello suficiente para que el provisor de Ávila les diera licencia y en «Cespedoza correram os pregões» (f. 16r). 9 No obstante, la Mesa insiste en su argumento de por qué razón no fueron a Madrid por esas informaciones, cuando la distancia existente entre Ávila y Madrid era casi la misma que entre Ávila y Salamanca, respondiendo a esta cuestión de manera más atinada que su compañera: Respondeu que eles estavam en Cespedoza, que fica em meo quasi entre Ávila e Salamanca, e que um comediante foi a Ávila e emprestou algum dinheiro pera irem a Salamanca e não acharão quem lhe prestasse pera ir a Madrid, aonde ele testimunha queria ir fazer as emformações de ambos em como eram solteiros e por remédio as fizerão, como dito tem, em Cespedoza e em Salamanca (f. 16r).

Y en cuanto a la culpabilidad de la actriz al vivir juntos desde que conocieron en verano que su matrimonio no había sido válido, intenta salvarla afirmando que, aunque todavía siguen reputados por casados, «em particular, conhecendo que o não estão legitimamente, tem apartado a cama até que se acabe este negócio e eles tenham recurso e possam revalidar o dito casamento e viver em serviço de Deos, que assi o determinam ambos, e não querem fazer outra cousa e estão muito amigos e desejosos de serem legitimamente casados» (f. 15v). A diferencia de Agustina de Salazar, el comediante signa su declaración con una firma rúbricada clara, ligada y de buena factura, prueba de evidente superioridad cultural respecto a su esposa. Ésta, como otras mujeres de la época, era analfabeta y había recorrido poco mundo, si bien más que muchas de aquéllas: en su comparecencia del 20 de noviembre, se advierte que sabe poca doctrina y, cuando los jueces le preguntan si sabe leer o escribir, latín u otra cosa, responde que no; y a la demanda de por qué partes anduvo «disse que per Castela e Portugal e não foi fora de Espanha» (f. 24v). La instrucción del proceso finaliza con este último testimonio, pues «não foi mandada acusar […] por haver mandado o Senhor Inquisidor Geral que se despachasse logo» (f. 28v); es decir, que dicho proceso, dados los atenuantes (presentación espontánea, confesión de uno y otro matrimonio con señales de arrepentimiento, e intención de remedio), se resolviese de inmediato en los términos en los que se hallaba, como se lee en un documento firmado por ocho inquisidores, el 22 de noviembre de 1619, vistos los autos, confesiones y culpas en la Mesa del Santo Oficio (f. 29r-v). Éstos actuarán como se solía hacer con «herejes culpados que a ele se vem apresentar espontaneamente quando satisfazem inteiramente», pareciéndole a uno de ellos que bastaba con el destierro y demás penas que se daban por este delito y   Efectivamente fue así, porque en la partida de matrimonio el cura de Cespedosa escribe «que por mandamiento del señor provisor de la ciudad de Ávila en que me mandó que, atento que a su mandamiento le consta por información como Francisco García del Castillo […] y Augustina de Salazar […] son mozos solteros, no casados, ni vellados, ni sujetos a religión, ni impedidos por otro impedimento que dirima o prohíba el conctacto del santo sacramento de matrimonio que entre los dichos quieren contraer, me mandó con expresa licencia (que queda en mi poder) los desposase por palabras de presente y vellase in facie ecclesia […]» (f. 17r).

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con que la abjuración fuese en público para satisfacción del mal ejemplo, como siempre se usó, y le había acontecido a un bígamo que se había presentado ante la Mesa en parecidas circunstancias (f. 29r). Y el 27 de noviembre de 1619, vistos los autos en el Consejo, en presencia del Ilmo. Sr. Obispo, Inquisidor General, se emite la sentencia en estos breves términos: «que a ré faça abjuração de levi sospeita na fé na Mesa diante os inquisidores e seus oficiais, onde lhe será lida sua sentença e lhe sejam impostas penitências spirituais, e se saia deste reino e seja advertida que se tire do mau estado em que está e procure de se casar legitimamente e pague as custas 10» (f. 30r), haciéndose pública dos días después, el 29 de noviembre (f. 32v). El escrito que se lee ante ella vuelve a historiar todo el caso, advirtiéndole que, dadas las circunstancias atenuantes del mismo, se ha actuado con mucha misericordia y comunicándole con las mismas palabras lo acordado (ff. 31r-32r). La actriz realiza la abjuración de leve sospecha en la fe, y jura y promete tener y guardar siempre la santa fe católica que posee y enseña la Santa Madre Iglesia de Roma, obedecer al Papa (Paulo V) y a sus sucesores, y cumplir, en definitiva, con todos los requisitos habituales en este tipo de juramentos (f. 33r-v). Tras ello, el mismo día le son asignadas las penitencias espirituales: que se confesse nas quatro festas principais seguintes: de Natal, Páscoa, Pentecoste e Assunção de Nossa Senhora, e nelas comungue de conselho de seu confessor, e reze o rosairo de Nossa Senhora em todos os sábados deste ano inteiro, que começará a contar-se de amanhã per diante; e neles ouça missa e jejūe todas as sextas feiras do dito ano (f. 35r).

Agustina de Salazar promete cumplirlo y, a su ruego, el escribano firma otra vez por ella, siéndole entregada una «carta das ditas penitências e de guia pera se poder ir do reino» (f. 35r). Este proceso con desenlace no demasiado nefasto, pues ni la actitud de la acusada ni su intencionalidad al cometer la culpa lo eran, además de historiar un episodio inquisitorial vivido por una actriz española en tierras portuguesas, aporta datos dignos de reseñar sobre la continuada presencia de comediantes españoles en Lisboa durante más de siglo y medio. 11 El expediente asegura la presencia de dos autores de comedias en Lisboa, Juan de Guevara y [Jerónimo] Sánchez, y de dos actores, Francisco del Castillo y Agustina de Salazar, en sus respectivas compañías, durante la temporada teatral de 1619-1620, a los que Piedad Bolaños y yo no teníamos registrados en los artículos referidos. Sobre Juan de Guevara no son muchos los datos que poseemos, siendo el más próximo a nuestras fechas el que proporciona la liquidación de una deuda en la ciudad de Badajoz, el 17 de febrero de 1619, por el transporte con cinco mulas de silla de la compañía de Guevara desde dicha ciudad a la de Sevilla (Marcos   Unas costas cifradas en 518 reales, según la cuenta que figura en el último folio del expediente (f. 36 r).   Véanse al respecto Bolaños Donoso y Reyes Peña (1989 y 1990) y Reyes Peña y Bolaños Donoso (1992 y 1993). Se trata de artículos de conjunto que investigaciones posteriores, tanto de otros estudiosos como nuestras, han ido completando en aspectos puntuales, como ocurre, por ejemplo, con la presente. 10

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Álvarez, 1997: 159, doc. 78). En cuanto al segundo autor, la frecuencia de su apellido y el hecho de no ir acompañado del nombre propio conllevaban a primera vista mayores dificultades para su identificación. Sin embargo, la documentación notarial pacense posibilita identificarlo con Jerónimo Sánchez, vecino de la ciudad de Toledo y autor de comedias por S. M., el cual el 12 de junio 1619 se encontraba en Badajoz contratando con la Cofradía del Santísimo Sacramento la representación de dos autos en su fiesta (domingo 16 de junio): «el uno De la Linpia Concecion de Nuestra Señora, y otro sacramental que llaman El Labrador de la Mancha […], con sus apariencias, y bayles y paseo de las calles» (Marcos Álvarez, 1997: 159-160, doc. 79, la cita p. 159). Y allí continuaba el 22 de junio, día en que firma un contrato con trece actores de su compañía: Juan Antonio Baras Suaín, Felipe de Chabarría, Agustín de Cáceres, Matías de Cáceres, Juan Bautista, Pedro de Arezana, Juan Pérez Silvente, Luis de Castro, Gerónimo de Montoya, Jacinto de Bargas, Alonso Ochoa de Miranda, Miguel Martínes y Manuel da Sirva (Marcos Álvarez, 1997: 160-161, doc. 80). 12 La importancia de este segundo contrato radica para nosotros en que los citados actores se obligan a «yr todos juntos como dichos son en la dicha conpañia a la ciudad de Lisboa, y a otras qualesquiera ciudades, villas y lugares destos reynos y señorios de S. M., donde quisiere y fuere el dicho Geronimo Sanchez, autor; y que no se yran ni apartaran en ninguna manera desde aquí a el dia de Nuestra Señora de Agosto deste presente año, que es a 15 de dicho mes» (Marcos Álvarez, 1997: 160). Y antes de esta última fecha la citada compañía ya se hallaba en Lisboa, pues el 8 de agosto —recordemos— declara Bernabé del Valle que, deshaciéndose ahora la compañía de Guevara, Francisco del Castillo y Agustina de Salazar se incorporan a la de Sánchez, en la cual todavía se encontraban el 20 de noviembre de 1619, como también hemos visto. Si bien ella y su marido se verán obligados a abandonar la ciudad en cumplimiento de la sentencia inquisitorial del 27 de noviembre, el autor Jerónimo Sánchez pudo haber continuado en Lisboa. Desconocemos por ahora el tiempo que permaneció allí y dónde representaba, al menos desde octubre de 1619, pues el Patio de las Arcas, lugar habitual de representación de las compañías castellanas, estuvo ocupado dicho mes y el siguiente por el autor de comedias Cristóbal Ortiz de Villazán y desde diciembre hasta la Cuaresma de 1620 por el autor Pedro Cebrián (Reyes Peña / Bolaños Donoso, 1992: 115-116). En el Livro de Despesa de 1618-1619 del Hospital Real de Todos-os-Santos, en la temporada de 1619-1620, se anotan ingresos procedentes de las representaciones el 10, 19 y 24 de abril, el 4, 7, 8 y 15 de mayo, y el 28 de 12  Aunque al citar sus nombres respetamos el orden en que figuran como otorgantes, aquéllos transcribimos como aparecen en sus firmas, por estar uno más completo y responder mejor en términos generales —suponemos— a sus respectivas denominaciones. A ellos se añadirían después otros miembros, pues en el contrato se especifica: «Y del dicho monton se a de sacar la costa que se hiziere en traer a la conpañia a la muger y arca del dicho Matias de Caceres, como toda la demas ropa y gente a quenta del dicho autor» (Marcos Álvarez, 1997: 161). Ese «montón» era el conjunto de los fondos de cada representación que se depositaban en una caja y se repartían al finalizar el contrato, sistema habitual en la forma de organización de las compañías de partes, que también podía adoptarse en compañías con un autor de comedias de nombramiento real, como ocurre en este caso.

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junio (ff. 78r-83r) 13 y en el Livro de Receita de 1619-1620 figuran entradas por el mismo concepto el 19 de julio, 3 y 17 de agosto, 9, 16, 24 de septiembre y 1 de octubre de 1619 (f. 260r-v), 14 claro signo de la actividad teatral de esta primera parte de la temporada, incluidos los meses estivales, meses en los que según nuestro expediente estuvieron en Lisboa las compañías de Juan de Guevara y Jerónimo Sánchez. La siguiente entrada es del 14 de octubre, correspondiendo ya —estimamos— a ingresos generados por Cristóbal Ortiz de Villazán, que empezó a representar en el Patio a principios de dicho mes, como se ha señalado. Pero, además de la significativa aportación al ámbito de la presencia de comediantes españoles en Lisboa, la exhumación del expediente nos resultaba de interés por mostrar la intrahistoria de unos profesionales de la escena, cuya brillante aureola de atracción y popularidad en la sociedad de la época fue para muchos de hojalata, debido a las miserias que jalonaron sus vidas. Luciano, me encantaría que este artículo te gustara tan solo un poquito de lo mucho que yo he disfrutado al escribirlo en tu homenaje. Bibliografía citada Piedad Bolaños Donoso y Mercedes de los Reyes Peña (1989). «Presencia de comediantes españoles en el Patio de las Arcas de Lisboa (1640-1697)», en El teatro español a fines del siglo xvii. Historia, Cultura y Teatro en la España de Carlos II, Diálogos Hispánicos de Amsterdam, 8/I-III, III, pp. 863-901. —  (1990). «Presencia de comediantes [españoles] en Lisboa (1580-1607)», en Teatro del Siglo de Oro. Homenaje a Alberto Navarro González, Kassel, Reichenberger, pp. 63-86. Fernando Bouza Álvarez (2000). Portugal no tempo dos Filipes. Política, cultura, representações (1580-1668), Lisboa, Cosmos. Fernando Marcos Álvarez (1997). Teatros y vida teatral en Badajoz: 1601-1700. Estudio y documentos, Madrid, Támesis. Mercedes de los Reyes Peña y Piedad Bolaños Donoso (1992). «Presencia de comediantes españoles en el Patio de las Arcas de Lisboa (1608-1640)», en En torno al teatro del Siglo de Oro. Actas de las Jornadas VII-VIII celebradas en Almería, Almería, Instituto de Estudios Almerienses de la Diputación de Almería, pp. 105-134. —  (1993). «Presencia de comediantes españoles en el Patio de las Arcas de Lisboa (17001755)», en El Escritor y la Escena. Actas del Primer Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro (18-21 de marzo de 1992, Ciudad Juárez), Ciudad Juárez, Universidad Autónoma, pp. 229-273.

13  Como ya se advertía en Reyes Peña / Bolaños Donoso, 1992: 114, n. 57, aunque se trate de un libro de registro de gastos si atendemos a su denominación, es el único que aparece en este año y se utiliza para anotar tanto los gastos como los ingresos. 14  Cuando los consultamos, ambos libros estaban radicados en el archivo del Hospital de São José, siendo posteriormente trasladados al Arquivo Nacional da Torre do Tombo.

Descuido, desenvoltura, despejo, meneos y visajes: las codificaciones gestuales del actor y de la actriz en el léxico áureo Evangelina RODRÍGUEZ CUADROS Universidad de Valencia

En los célebres versos cervantinos de Pedro de Urdemalas, éste construye el canon esencial de las habilidades técnicas del actor en el Siglo de Oro, centrando su atención en los diferentes registros de las figuras que pueden interpretar: Con descuido cuidadoso, grave anciano, joven presto, enamorado compuesto, con rabia si está celoso. (III, vv. 2908-2911).

En ese descuido cuidadoso se materializa —en la insistente intertextualidad entre la técnica oratoria y actoral de la época— la seducción de la actio como un mostrar cierta naturalidad, induciendo al oyente a obtener la impresión de que se pretende ocultar toda preparación o artificio. Es el principio del ars est celare artem 1 quintiliano (Institutio Oratoria, XI) y de la facilidad y llaneza que reclamó Cicerón en su tratado Orator, 21: «[…] nihil afferens praeter facilitatem et aequabilitatem…» (Ci  Véase el ensayo de Paolo D’Angelo (2005) que desarrolla la idea desde la edad clásica hasta la actualidad. Este trabajo está realizado dentro del proyecto de investigación HUM2007-61832/FILO («Léxico y vocabulario de la práctica escénica en los Siglos de Oro: hacia un diccionario crítico e histórico. Fase II»), subvencionado por el MEC.

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cerón: 1992, 9). La diligencia o cuidado del orador-actor deben, en efecto, ocultarse para que sea reconocida, precisamente, como arte auténtico: Con todo, lograr todo esto con disimulo, […] el que para estos fines se procure uno —a modo de antorcha— la memoria, la voz, el vigor, (eso es diligencia). Lo cierto es que entre los dotes naturales y la diligencia queda un espacio muy recudido para el arte. (Cicerón, 2002: 45) 2

Pero, como añade Cicerón en Orator, 78: «existe también cierta negligencia diligente […] así este estilo sencillo agrada aun desaliñado; en uno y otro caso se hace algo para mayor encanto, pero sin que se manifieste» (Cicerón, 1992: 31-32). ¿Cómo llega a formular Cervantes la negligentia diligens ciceroniana como descuido cuidadoso? Podemos aventurar su más que probable lectura del Cortesano de Baltasar de Castiglione traducido por Juan Boscán en 1534. En esta obra, que marcaría indefectiblemente toda la estética de la modernidad renacentista bajo el concepto —nada ajeno a la modelización de la teatralidad actoral— de la gracia, Castiglione, negándose a la afectación, confiesa utilizar un neologismo italiano (sprezzatura) que se apresura a clarificar con los términos de la retórica quintiliana y de Cicerón: «...fuggir quanto piú si po, e come un asperisimo e pericolosso scoglio, la affettazione; e per dir una nova parola, usar in ogni cosa certa sprezzatura, che nasconda l’arte e dimostri ciò che si fa e dice venir fatto senza fatica e quasi senza persarvi. Da questo creo io che derivi assa la grazia…» (I, 26). En su traducción, Boscán echa mano de palabras de enorme eficacia y sencillez. Y he aquí donde Cervantes se inspira para la traducción casi directa de la negligentia diligens ciceroniana: Huir cuanto sea posible del vicio que de los latinos es llamado afetación; […] de la cual nos hemos de guardar con todas nuestras fuerzas, usando en toda cosa un cierto desprecio o descuido, con el cual se encubra el arte y se muestre que todo lo que se hace y se dice, se viene hecho de suyo sin fatiga y casi sin habello pensado. De esto creo yo que nace harta parte de la gracia. (Castiglione, 1994: 143-144)

Los hallazgos de la traducción de Boscán serán importantísimos para la expresión de una familia de términos que, a través de derivaciones o sinónimos, encontraremos en el vocabulario técnico del arte de la representación en el Siglo de Oro. El binomio de Castiglione affetazione / sprezzatura lo traslada al de afectación / descuido para indicar la cualidad creativa de la mesurada elegancia, de la fresca comunicación, conseguidas, sin embargo con cuidado (con arte): «El cuidado y la gracia que se muestra en el descuido de muchos hombres…» (I, 26); por eso, la excesiva aplicación y rigidez de la norma puede conducir, contradictoriamente, a la misma afectación: «Eso que […] llamáis descuido es el mayor cuidado (y por usar del vocablo    De Oratore, II, 148: «…id tamen dissimulare facere […] Ut his rebus adhibeat tamquam lumen aliquod memoriam ut vocem, ut viris, diligentia est. Iner ingenium quidem et diligentiam perpaulum loci reliquum est arte…».

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propio) la más verdadera afectación de todas. ¿No veis vos claramente la demasiada diligencia que él pone en mostrarse descuidado?» (I, 27). La variante del propio Castiglione («sprezzata disinvoltura») referida a los movimientos y ademanes, la usará Boscán de manera más general (descuidada desenvoltura) aplicándola aun cuando no esté expresa en el original del Cortesano, adquiriendo progresivamente un sentido peyorativo o de reproche: «Aquellas desenvolturas y desasosiegos» (II, 16); «Torciendo el rostro o la persona con una desenvoltura desvergonzada y baxa…» (II, 50). No será extraño, por tanto, que cuando se utilice la palabra como concepto descriptivo de las técnicas del actor (y sobre todo de la actriz) la desenvoltura, desahogo o descompostura se acoja no ya solamente al sentido ponderativo que le dará el Diccionario de Autoridades de «graciosidad, facilidad y expediente en el decir» (recordemos las «expeditas lenguas» que Cervantes reclamaría al comediante en El Licenciado Vidriera) o su evocación de una danza representada, «haciendo y deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura», Quijote, II, 20), sino al de «atrevimiento y demasía» (según Covarrubias) o al de «desembarazo, desahogo, libertad y desvergüenza con liviandad» (según el Diccionario de Autoridades). Así lo indican textos como el de Juan Ferrer, Tratado de las Comedias en el cual se declara si son lícitas de 1613 (Cotarelo, 1904: 251.ª): Los representantes son la gente más libre y desenvuelta que para esto se puede hallar, y las mujercillas de buena cara y poca vergüenza, a las cuales a propósito les enseñan en sus casas los maestros de la obra a representar, tañer, cantar y bailar con grande desenvoltura y desvergüenza.

O como el de Luis Crespí de Borja en su Respuesta a una consulta sobre si son lícitas las comedias que usan en España de 1683 (Cotarelo, 1904: 197.ª): Llámase la descompostura, bizarría; la desenvoltura, donaire; la liviandad, entretenimiento, la insolencia desahogo, el escándalo ingenio, la mentira artificio...

Entenderemos también por qué la lexía gracia (donaire, agrado, comunicar talle y espíritu a las proporciones del cuerpo y sus movimientos) penetra en la visión crítica de la excelencia del representante: No acabaron de alabar la buena gracia del recitante, su buena memoria y el buen verso del poeta. (Alcalá Yáñez, 1946: 583)

Lo cierto es que el cuidadoso descuido o descuido cuidadoso prosperará en el contexto de lo teatral o teatralizante (incluida la danza), aunque nunca con la exactitud técnica cervantina. 3 Gracián (1984: 29 y 35) usará, en el mismo sentido de composición escénica, el término despejo:    «Ha de ir el cuerpo dançando bien derecho, sin artificio, con mucho descuido del mesmo modo que se lleva por la calle, sin enderezarse más de aquello que su natural le da […] Porque la afectación y presunción es cosa con que se desluce todo cuanto se obra bien; que tampoco se ha de ir mirando al techo, sino llevar los

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El despejo, alma de toda prenda, vida de toda perfección, gallardía de las acciones, gracia de las palabras y hechizo de todo buen gusto […] Consiste en una cierta airosidad, en una indecible gallardía, tanto en el decir como en el hacer, hasta en el discurrir […] Hasta ahora no se ha sujetado a preceptos, superior siempre a toda arte. Por robador del gusto le llamaron garabato; por lo imperceptible, donaire; por lo alentado, brío, por lo galán, despejo; por lo fácil, desenfado […] Agravio se le hace en confundirle con la facilidad; déjala muy atrás y adelántase a la bizarría. Bien que todo despejo supone desembarazo, pero añade perfección […] Por huir la afectación dan otros en el centro de ella, pues afectan el no afectar. Afectó Tiberio el disimular, pero no supo disimular el disimular. Consiste el mayor primor de un arte en desmentirlo, y el mayor artificio, en encubrirle con otro mayor.

Gallardía, acción, gracia, donaire, brío, desenfado, facilidad y despejo serán palabras directamente trasladables al contexto, otra vez, de la práctica actoral; lo veremos en Lope: «¿Quién podrá hacer el Adonis / en la de Venus que iguale / aquella gracia y destreza, / aquel despejo y donaire?» (Lo fingido verdadero, III, vv. 3084-87); pero también en El caballero Bailarín de Salas Barbadillo (Cotarelo, 1911: 239b): «Esta carne que ves en este cuerpo […] / porque le doble y tuerzo a cualquier lado / con notable despejo y desenfado…»; o en el aprendiz de gracioso de farsa de El examinador Micer Palomo: «A lo estudiado / añado yo mis gestos y mis voces, / mi mudanza de tono y mi despejo…» (Cotarelo, 1911: 326b); finalmente, como clave de la habilidad oratoria que el joven puede adquirir en la comedia, según José Tamayo en El mostrador de la vida humana de 1679 (Cotarelo, 1904: 562b): Sirve este ejercicio para cultivar la memoria; enséñanse en él los mancebos a hablar en público con despejo, a conformar los tonos de la voz con los afectos, y lo que es de gran gala y hermosura, se ensayan en proporcionar las acciones y usar del ademán de las manos con tanta propiedad que no menos parezca que hablan con ellas que con los labios.

Cervantes ha asimilado pues una construcción cultural perfectamente definida y que se ha instalado, merced al acentuado prestigio de la pedagogía retórica ciceroniana, en el contexto europeo. Lo interesante es como se deslizan estas lexías a todo tipo de representación del estatuto de lo real, incluido el bel composto exigible en, por ejemplo, la suprema experiencia del éxtasis místico destinada también a la comunicación intensa del cuerpo, de acuerdo con los códigos figurativos ya prescriojos serenos, mirando al descuido donde le pareciere, porque verdaderamente el Dançado es un descuido cuidadoso …» (Navarro Esquivel, 624: 43]); «Y saca a Carlos de aquí / (porque a los dos nos ha visto / con descuido cuidadoso) / celos de causas pequeñas…» (Tirso, Amar por señas, II, Obras Completas [1969: 1803b]); «Así Ozmín poco a poco, con cuidadoso descuido, se fue paseando por delante, cantando en tono bajo, como entre dientes…» (Alemán, 1992: 250); «… buscaba las ocasiones de estar conmigo con toda astucia y solicitud, y madama de Esternemberg se hacía halladiza con un descuido cuidadoso». (Duque Estrada, 1982: 360). Con toda evidencia aparece en el contexto de la elocuencia sagrada: «Usaron la sagrada erudición, induxéronla como medio, no como fin último; y así ésta es sólo passo para la persuasión dellos. Toparon con ellas sus discursos, no parece la buscaron, y en este cuidadoso descuido está la mayor arte…» (Pérez de Ledesma, 1985: 72).

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tos por la tratadística pictórica. En 1633 Vicente Carducho (1979: 398-405) establecía un repertorio concreto de la pose, mirada y gestualidad del cuerpo del místico extático: será bien proporcionado […] los ojos grandes, sublimes y eminentes, refulgentes y húmedos, los orbes de las niñetas iguales, el orbe inferior, que abraza la pupila, angosto y negro, el superior ígneo […] los movimientos varoniles y magnánimos, expertos y moderados, con severidad, apacibles y suaves, como recogido, y atento en sí. […] De rodillas, las manos […] levantadas al cielo, o al pecho, la cabeza levantada, los ojos elevados, lagrimoso y alegres, […] y los ojos cerrados, algo suspenso el semblante, el cuello torcido […] los hombros encogidos, y otras acciones según el afecto del devoto, que puede, o rogar, o ofrecer, triste, alegre, o admirado, que todo cabe en la devoción.

Algunos de sus seguidores como José García Hidalgo pedían a la representación del arrobamiento místico en sus Principios para estudiar el arte de la pintura (1691) que «no tengan las figuras en sus acciones demasiada violencia por que no se desgoncen y descompongan las figuras en sus acciones. No encaminen la cabeza a donde el cuerpo. Ni pierda el plomo de la garganta la figura plantada […]» (Sánchez Cantón, 1935: 125). Y es que existe una tradición crítica de la exteriorización del éxtasis que incorpora antropológicamente la corporalidad, pero la limita, cercenándola en su dislocada o libre expresión sensual. Por eso en la España de los siglos xvi y xvii, la simulación del éxtasis se identificaba mediante la expresión de «hacer visajes y meneos». En 1563, Francisco de Monzón, en una obra de tan expresivo título como Norte de idiotas relata el caso de una mujer capaz de trasmitir, mediante el lenguaje corporal, la pasión de Cristo: Sin hablar palabra, ni menear los labios, hacía diversos gestos y meneos exteriores que eran cierto indicio de haber diversos pensamientos y afectos en el espíritu que le causaban aquellos corporales movimientos. (Stoichita: 161).

Una alumbrada de Valencia fue acusada en 1582 de tener la costumbre de mostrarse en público «haziendo visages y meneos para representar espíritu y devoción». (Pons Fuster: 34). Y Miguel de Molinos comentaba en su Defensa de la contemplación que «no es necesario para orar perfectamente hacer ceremonias exteriores, cruces, movimientos y visages con los ojos, cabeza y manos». (1988, 216). En todos los casos, es evidente, se trata de codificar un arte de la simulación, discriminado supuestamente de la ortodoxia, pero representación al fin y al cabo. La elección de palabras como movimientos, gestos y, sobre todo, meneos y visajes, no es inocente y reaparece en la codificación de otra mirada interesada igualmente en comunicar una experiencia de representación en la frontera de lo lícito; una mirada que registra con pulcritud, al mismo tiempo que descalifica, la representación no ya de místicas o alumbradas embaucadoras sino de las actrices en escena.

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Este registro correrá a cargo igualmente de teólogos y clérigos que nos han legado, quizá, el mejor tratado de semiótica teatral que del barroco existe en los textos de la célebre controversia sobre la moralidad del arte escénico. Es el meneo, el motus agitatus, despreciable, zoomórfico y que tenía incluso el doble sentido de «trato o comercio». Son «los dichos y acciones y meneos y bailes y cantares lascivos y deshonestos» que condenaba el Padre Agustín Dávila en su Dictamen sobre la permisión de comedias en torno a 1600 (Cotarelo [1904: 208.ª]); son «los enredos y las marañas de los intermedios, [y] los meneos y visajes con que la representan» que denunciaba Fray José de Jesús María en su Primera parte de las excelencias de la castidad (Cotarelo [1904: 370.ª]); y las «mujeres mozas y hermosas vestidas […] que con donaire, con garbo, con gracia, con bizarría, con la expresión artificiosa de vivísimos afectos, con palabras dulces y tiernas, con amorosas caricias, con desdenes afectados, con risas cariñosas, con travesura de ojos, con acciones, con meneos, con gestos, con ademanes, están hacia todas partes arrojando fuego…» que registra la inquisitiva mirada de Ignacio Camargo en su Discurso theológico sobre lo theatros y comedias de este siglo de 1689 (Cotarelo [1904: 125.ª]). Hasta un actor (en El Caballero Bailarín de Salas Barbadillo) puede reivindicar su calidad interpretativa precisamente renunciando a la práctica de esta codificación: No soy cantor de máscara ni títere; que canto sin visajes ni meneos, y ésta en quien canta es propiedad muy buena, sereno el rostro y en la voz Sirena. (Cotarelo, 1904: 293.ª)

La mirada del éxtasis heterodoxo se convierte definitivamente en mirada obscena, pero en su sentido plenamente etimológico, es decir, lo que evidencia lo oculto o lo fuera de escena, inscribiendo en el documento para la historia lo que en principio, irónicamente, se deseaba anular, borrar. La visión del éxtasis y la excelsa reivindicación corporal de la mística se ajustan a un código de representación canónico aparentemente (desfallece y descompone su cuerpo por amor divino) pero, de hecho, transgrede la norma. Los mismo que el cuerpo de las actrices filtrado en sus movimientos, meneos y visajes a través de otra mirada reestructuradora y coactiva del código. En ambos casos nuestra lectura visual o eidética se pliega a una innegable método: el de la seducción. Entendida, eso sí, como base histórica de reflexión acerca de los dos polos sobre los que se observa la misma: el de la pura sugestión física y el de la estrategia retórica con la que comunicarla (Braudillad, 1979: 9). ¿Qué hace, si no, el padre Agustín Herrera en su Apología de las comedias de 1682 al mostrar, para que veamos lo que teóricamente él no desea que veamos, el verdadero arte u oficio de una actriz?: En […] todos los públicos teatros, […] representan mugeres que suelen ser de pocos años, de no mal parecer, profanamente vestidas, exhaustivamente adornadas, con todos los esfuerzos del arte de agradar, haciendo ostentación del aire, del garbo, de la gala y de la voz, representando y cantando amorosos, halagüeños y afectuosos

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sentimientos […] y aún desenvueltos desahogos. Son mugeres en quien el donaire es oficio, el encogimiento culpa, el desahogo primor, el agradar logro y la modestia inhabilidad. La profesión, al paso que las infama, las facilita, porque el mismo empleo que las saca a la publicidad del teatro a hacer ostentación de todo lo atráctico, sin demasiada temeridad persuade no será honradísima en el resistir la que tiene con deshonra el oficio de agradar. (Cotarelo, 1911: 335.ª)

La producción de meneos o gestos son la básica manifestación de la indocilidad del cuerpo de la farsanta o actriz para no significar, para no dejar de subrayar su rebelión frente al silencio o la negación de su imagen: Para tal oficio no buscan sino a las [mujeres] de mejor parecer y más desenvueltas, y que tengan más modo y arte para atraer los hombres, así sus modos de hablar como con sus gestos y meneos, y después que les enseñan a perder todo encogimiento, respeto y vergüenza, las meten en los teatros tales cuales ya ellas entonces pueden estar tan enseñadas y amaestradas. (Granja: 1980: 182)

La retórica de la gestualidad del actor del Siglo de Oro se deriva así de la antigua actio retórica y de la elocutio; pero traduce asimismo el canon establecido por Castiglione al traslucir el gusto aticista ciceroniano (De Oratore, III, XI 41-42 y XVIII 59-60) en el perfil del prestigio oratorio del verdadero actor (no del mero histrión o incluso general farsante): «… del hablar; en el cual todavía se requieren algunas cosas que no son necesarias en el escribir, como es la buena voz, no muy delgada ni muy blanda como de mujer, ni tampoco tan recia ni tan áspera que sea grosera, pero sonorosa, clara, suave y bien asentada, con la pronunciación suelta y con el gesto y ademanes que convengan con lo que se dice; los cuales (a mi parecer) consisten en ciertos movimientos del cuerpo no forzados ni curiosos, mas templados, con un semblante conforme y con un menear de ojos que traiga consigo gracia y ande concertado con las palabras y, cuanto más sea posible, signifique hasta con el gesto la intinción [sic] y el sentimiento del que habla…» (I, 33 [Castiglione, 1994: 160]). A Castiglione no le vale únicamente la belleza concebida según el patrón escolástico de la armonía y concordancia y así le une el de la gracia; un concepto que, derivado del contexto neoplatónico y cristiano, se convertirá en uno de los principales criterios para enjuiciar la elegancia y belleza que deben regir el comportamiento de los hombres y mujeres cultivados. No basta con la belleza exterior, con el dominio de las norma o el ornato del estilo, sino que en su actuar deben mostrar la gracia que deje ver la dignidad, naturalidad, sencillez, sentido de la oportunidad y comedimiento de la conducta, moderando el ornato y evitando el artificio, algo siempre unido a la simplicidad (cuidadoso descuido) y a la libre desenvoltura. 4 Por eso José Alcázar (Ortografía Castellana, ca. 1690) alababa en el genial representante Diego de Arias no sólo «la voz clara y pura y la memoria firme, la acción viva», sino el que mostrara «en cada movimiento de la lengua las gracias y en cada movimiento de la   Montes Serrano, 2006: 76-78. Véase el análisis del término grazia en la introducción de M.T. Méndez Baiges y J.M. Montijano a la antología de Vasari (1998: 34 y ss.).

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mano la musa» (Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1971: 335). Y por eso Juan de Cisneros y Tagle, al describir el Sarao con que se celebró el 1605 el nacimiento de Felipe IV, señala la gentileza de la propia reina a la «dio la naturaleza gran proporción y espíritu en sus acciones, y así en los movimientos de su persona se vieron mezcladas gravedad y gracia» (Ferrer, 1993: 244). Por el contrario, es evidente que las derivaciones peyorativas del movimiento (meneos, visajes, etc.) rompen desde el punto de vista estético y moral esta moderación, como la rompen los derivados (y, al mismo tiempo, antónimos) de los que dan cuenta asimismo numerosas referencias de la polémica teatral de la época. Será, por ejemplo, el descuido (pero artificioso, y no con medianía), al que se refiere en 1683 el Padre Pedro Fomperosa y Quintana: «Vense cada día ejercitar sus habilidades, no con descuido ni con medianía, sino con todo estudio y muchos primores» (Cotarelo, 1911: 267b). El despejo (por oposición a la mesura) que usa Pellicer de Tovar en su Idea de la comedia de Castilla (1635) para el poeta (que debe fundirse en el decir y accionar del propio actor): Así debe el poeta alternar cuerdo el modo, ya tierno, ya hinchado, ya humilde, ya soberbio, ya con mesura, ya con despejo, ya severo, ya apacible, siendo camaleón de afectos contrarios, para tener, en éxtasi dulce, suspensos y arrebatados los ánimos de los oyentes. (Sánchez Escribano y Porqueras Mayo, 1971: 267).

El desahogo (libertad o desembarazo en obrar o hablar) que se reprochaba a las comediantes en el anónimo Arbitraje político-militar de 1683: «Las farsantas se exponen a los ojos del teatro muy acicaladas y muy bien prendidas, con más ricas y nás vistosas galas que las princesas, afectando el melindre y el donaire y, sobre todo, el desahogo en el cantar, en el decir y en el bailar; solicitan con mil ademanes agradar a los mirones». (Cotarelo, 1911: 63b). Y también el desgarro (arrojo, desvergüenza, descaro) 5 y su derivado desgarrarse (en el sentido ambigüo de ademán de braveza o fiereza y —nótese la perversa connotación en el contexto de la actriz— de derramarse en vicios o entregarse a la vida licenciciosa —según el Diccionario de Autoridades—): así se infiere de la cita de Ignacio Camargo en su Discurso theológico sobre los theatros y comedias de este siglo (1689): «Alternado y entretejido todo esto con la torpe fealdad de los entremeses y otros sainetes impuros, con el inmodesto desgarro de las mujeres vestidas de hombres…» (Cotarelo, 1911: 125.ª) Es cierto que lo mejor (y lo peor) de las acciones y palabras del actor y de la actriz del teatro aureosecular se quedaron en los ojos y oídos de los espectadores. Pero éstos trasladaron su mirada a la palabra: se conformó así la codificación crítica que aún hoy nos permite seguir reconstruyendo las elocuentes cenizas de la historia de su arte.

   «No le quiero tampoco desgarrado / que a jácaras se de ni a la braveza, / que en versos la perfecta valentía / consiste en apacible melodía». (Alonso del Castillo Solórzano, Entremés del Casamentero [Cotarelo, 1904: 307b])

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El teatro áureo español y el seliten@t 1 José ROMERA CASTILLO Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

Tras una continuada y ya amplia trayectoria creo que es conveniente hacer una recapitulación de los estudios que un Centro de Investigación ha llevado a cabo sobre nuestro teatro del Siglo de Oro. Y qué mejor ocasión que este homenaje al estimado colega —y además amigo—, Luciano García Lorenzo, relacionado con el mismo, para hacerla ahora. En efecto, desde 1991, hemos formado un equipo —la mejor forma de trabajar—, compuesto por más de 30 investigadores, aglutinados en el Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías (SELITEN@T) de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, realizando una serie de actividades, bajo mi dirección, como puede verse en su página web (http://www.uned.es/ centro-investigacion-SELITEN@T), relacionadas con diversas facetas investigadoras de las que su nombre da cuenta. Dejando a un lado la escritura autobiográfica y la ligazón de la literatura con las nuevas tecnologías, una de ellas —la más fructífera, sin duda alguna— ha sido la atención a lo teatral, a través de cinco proyectos de investigación (subvencionados en convocatoria pública por el Ministerio de Educación y Ciencia); la publicación de textos teatrales 2 y la realización de numerosas    Este trabajo se inserta en el Proyecto de Investigación HUM2006-02641 (2007-2009), dirigido por mí, otorgado por el Ministerio de Educación y Ciencia.   Todos ellos publicados por Ediciones UNED, con prólogo de José Romera Castillo: José María Rodríguez Méndez, Reconquista (Guiñol histórico) y La Chispa (Aguafuerte dramático madrileño) (1999); Jerónimo López Mozo, Combate de ciegos. Yo, maldita india... (Dos obras de teatro) (2000); José Luis Alonso de Santos, Mis versiones de Plauto.«Anfitrión», «La dulce Cásina» y «Miles Gloriosus» (2002) e Íñigo Ramírez de Haro, Tu arma

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tesis de doctorado sobre la reconstrucción de la vida escénica, en todos los aspectos que configuran la representación teatral, 3 desde la segunda mitad del siglo xix 4 y siglo xx, 5 en diversos lugares de España, así como la presencia del teatro español en Europa y América, 6 en las que se ofrecen muchos datos de puestas en escena de nuestro teatro áureo en las localidades y espacios cronológicos estudiados en cada una de ellas. Me referiré ahora, por limitación de espacio, solamente a dos de nuestras empresas. La primera, se centra en los Seminarios Internacionales que el Centro celebra, anualmente, desde 1991, sobre algún aspecto monográfico de actualidad que no haya sido estudiado, con la profundización debida, en España. De los dieciocho Seminarios, llevados a cabo hasta el momento, hemos dedicado nueve al estudio de lo teatral, cuyos resultados se han plasmado en la publicación de sus Actas, en dos de los cuales ha participado nuestro homenajeado. He aquí su relación: Teatro histórico (1975-1998): textos y representaciones (eds. Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo, 1999), Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo xx (ed. Romera Castillo, 2002) —en el que participó nuestro homenajeado—, Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo xx (ed. Romera Castillo, 2003), Teatro, prensa y contra la celulitis rebelde, Historia de un triunfador, Negro contra blanca (Tres obras de teatro) (2005). Además, hemos editado de Juan Mayorga, Cartas de amor a Stalin, en Signa 9 (2000: 211-255); así como de Pilar Campos, Selección natural, y de Gracia Morales, Un horizonte amarillo en los ojos, en Signa 16 (2007: 167-193 y 195-220, respectivamente), que también pueden leerse en http://cervantesvirtual.com/hemeroteca/signa.   Las carteleras y las tesis completas pueden leerse en nuestra web: http://www.uned.es/centro-investigacion-SELITEN@T/estudios_sobre_teatro.html. En las notas siguientes reseñaré las publicaciones en formato impreso (la mayoría de ellas con prólogo mío).    Emilia Cortés Ibáñez, El teatro en Albacete en la segunda mitad del siglo xix (Albacete: Diputación / Instituto de Estudios Albacetenses, 1999); José Antonio Bernaldo de Quirós, Teatro y actividades afines en la ciudad de Ávila (Siglos xvii, xviii y xix) (Ávila: Diputación Provincial / Institución Gran Duque de Alba, 1998); Ángel Suárez Muñoz, La vida escénica en Badajoz 1860-1886 (Madrid: Támesis, 1997); M.ª del Mar López Cabrera, El teatro en Las Palmas de Gran Canaria (1853-1900) (Madrid: Fundación Universitaria Española, 2003); Agustina Torres Lara, La escena toledana en la segunda mitad del siglo xix (1996) —inédita hasta el momento—; Tomás Ruibal Outes, La vida escénica en Pontevedra en la segunda mitad del siglo xix (Madrid: Fundación Universitaria Española, 2003); Estefanía Fernández García, El teatro en León en la segunda mitad del siglo xix (León: Universidad, 2000); Inmaculada Benito Argáiz, De Teatro Principal a Teatro Bretrón de los Herreros (Logroño: Instituto de Estudios Riojanos / Ayuntamiento de Logroño, 2006) y Eva Ocampo Vigo, Las representaciones escénicas en Ferrol: 1879-1915 (Madrid: UNED, 2002).   Además del trabajo de Eva Ocampo Vigo: Francisco Reus, El teatro en Alicante: 1901-1910. Cartelera y estudio (Madrid / Londres: Támesis / Generalitat Valenciana, 1994); Francisco Linares Valcárcel, Representaciones teatrales en Albacete 1901-1923. Cartelera, compañías y valoración (Albacete: Instituto de Estudios Albacetenses «Don Juan Manuel» de la Diputación Provincial, 1999); Emilia Ochando Madrigal, El teatro en Albacete durante la Edad de Plata (1924-1936) (Albacete: Instituto de Estudios Albacetenses «Don Juan Manuel» de la Diputación Provincial, 2000); Paulino Aparicio Moreno, La vida escénica en Pontevedra: 19011924 (2000) —publicada en microforma por la UNED en 2001—; Paloma González-Blanch Roca, El teatro en Segovia (1918-1936) (Madrid: Fundación Universitaria Española, 2005); Ana Vázquez Honrubia, Llanes. Teatro y Variedades 1923-1938 (Llanes: El Oriente de Asturias, 2004); M.ª Ángel Somalo Fernández, El teatro en Logroño (1901-1950) —inédita hasta el momento— e Irene Aragón González, La vida escénica en Alcalá de Henares 1939-1982 (2006) —inédita hasta el momento—; además de otras en curso de realización.    Coral García Rodríguez, La vida escénica del teatro español del siglo xx en Italia (1960-1998) —parte de ella publicada como Teatro español en Italia: Valle-Inclán, García Lorca, Buero Vallejo, Sastre y Arrabal (Florencia: Alinea, 2003)— y Alfredo Cerda Muños, La actividad escénica en Guadalajara entre 1920 y 1990 (Guadalajara, México: Universidad de Guadalajara, 2002).

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nuevas tecnologías (1990-2003) (ed. Romera Castillo, 2004), Dramaturgias femeninas en la segunda mitad del siglo xx: espacio y tiempo (ed. Romera Castillo, 2005), 7 Tendencias escénicas al inicio del siglo xxi (ed. Romera Castillo, 2006), Análisis de espectáculos teatrales (2000-2006) (ed. Romera Castillo, 2007) y Teatro, novela y cine en los inicios del siglo xxi (ed. Romera Castillo, 2008). 8 Toda una larga y extensa labor de la que puedo afirmar, con gran complacencia, que ocupa un lugar destacado en el panorama de la investigación teatral (sobre textos y representaciones) tanto en España como fuera de ella, según la crítica especializada ha reconocido. La segunda, se fija en Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, editada, anualmente, bajo mi dirección, en formato impreso (por Ediciones de la UNED) y en formato electrónico (http://cervantesvirtual.com/hemeroteca/signa), que ha prestado también atención a lo teatral, como he tenido la ocasión de estudiar en alguno de mis trabajos. 9 Aunque ninguno de los Seminarios se haya dedicado explícitamente al examen del teatro español del Siglo de Oro, al igual que nuestra revista Signa, sin embargo su estudio ha ocupado un espacio, digno de ser tenido en cuenta, muy especialmente sobre sus puestas en escena —según la semiótica teatral propugna—, como a continuación expondré. 10 Se abre el telón… En primer lugar, me referiré al panorama trazado por Luciano García Lorenzo, «La presencia de los autores clásicos en la escena española y extranjera (2000-2005)» (ed. Romera Castillo, 2007: 91-105), cuyos objetivos el investigador los expone del modo siguiente: «observar los diferentes acercamientos en cuanto a los aspectos escenográficos y demás signos escénicos de los espectáculos»; mostrar «una evidente preocupación por las adaptaciones que de los textos se hacen, en ocasiones por personas ajenas a los montajes y otras, que cada vez son más, por los directores de los mismos» y «estudiar la recepción tanto de crítica como de público»; así como, por último, examinar «las causas de carácter social y/o político que han originado la elección y la interpretación escénica de los textos».   Un proyecto europeo, según iniciativa mía, compuesto por tres Seminarios Internacionales, realizado conjuntamente con la Universidad de Toulouse-Le Mirail (Francia) y la Universidad de Giessen (Alemania).   Las Actas del xviii Seminario Internacional, sobre El personaje teatral: la mujer en las dramaturgias masculinas en los inicios del siglo xxi, no las tengo en cuenta al no haber sido publicadas todavía.    Cf. de José Romera Castillo, «El teatro contemporáneo en la revista Signa dentro de las actividades del SELITEN@T» (ed. Romera Castillo, 2004: 123-141); trabajo que ahora amplío sobre nuestro tema. 10  Reseñaré solamente los trabajos que se han centrado específicamente en el estudio del tema propuesto, dejando de lado los que consignen referencias colaterales, como sucede, por ejemplo, en las Actas del VIII Seminario, Teatro histórico (1975-1998): textos y representaciones (eds. Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo, 1999), en las que se estudian referencias a personajes y acontecimientos de la época áurea, presentes en diversos autores y obras de nuestro teatro histórico actual; en las del XII Seminario, Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo xx (ed. Romera Castillo, 2003), donde se analizan relatos autobiográficos que hacen algunos hombres de teatro (Fernán-Gómez, Marsillach, Nieva, Boadella, etc.), en los que se constatan sus relaciones con los dramaturgos clásicos y los montajes de algunas de sus obras en los que participaron, etc.

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Los montajes escénicos de la Compañía Nacional de Teatro Clásico —como no podía ser de otra manera— han merecido la atención de directores e investigadores. José Luis Alonso de Santos, director de la CNTC (2000-2005), en «Sobre mis puestas en escena en la Compañía Nacional de Teatro Clásico» (ed. Romera Castillo, 2007: 27-34), ha centrado su atención en dos de sus montajes: La dama duende, de Calderón («una apuesta por una actualización del hecho teatral: no se trataba de reconstruir un cuadro del pasado, sino de elaborar un presente vivo y palpitante, a partir de elementos guardados en nuestro imaginario y en nuestra memoria artística, procurando dar un enfoque nuevo a realidades de otros tiempos») y Peribáñez, de Lope de Vega («una representación viva, palpitante y encarnada escénicamente en el presente, y que, a la vez, fuera una lectura respetuosa con la obra de Lope, que mantuviera su mensaje ético y estético, así como sus principales valores»). 11 Pero donde se ha estudiado más pormenorizadamente la presencia de nuestros clásicos en diversas carteleras de España ha sido en la sección monográfica de Signa (n.º 15, 2006), Puestas en escena de nuestro teatro áureo en algunas ciudades españolas durante los siglos xix y xx, bajo la coordinación de mi alumna Irene Aragón González (11-186), en la que varios miembros del grupo de investigación, producto de sus tesis de doctorado (mencionadas anteriormente), analizan las carteleras de «Ávila (siglos xvii, xviii y xix)», por José Antonio Bernaldo de Quirós Mateo (19-38); «León (1843-1900)», por Estefanía Fernández García (39-42); «Logroño (1889-1900)», por Inmaculada Benito Argáiz (43-72); «Las Palmas de Gran Canaria (1853-1900)», por M.ª del Mar López Cabrera (73-83); «Badajoz (1860-1900)», por Ángel Suárez Muñoz y Sergio Suárez Ramírez (85-96); «Pontevedra (1901-1924)», por Paulino Aparicio Moreno (97-113); «Alicante (19011910)», por Francisco Reus Boyd-Swan (115-124); «Segovia (1918-1936)», por Paloma González-Blanch Roca (125-148); «Albacete (1924-1939)», por Emilia Ochando Madrigal (149-158) y «Logroño (1901-1950)», por M.ª Ángel Somalo Fernández (159-186). 12 Todo un repertorio, que era desconocido hasta el momento, que puede ser de gran utilidad a los investigadores a la hora de examinar la estela que nuestros dramaturgos del Siglo de Oro han tenido en diferentes escenarios de distintas ciudades españolas, especialmente, y el valor socio-cultural que el hecho lleva consigo. El estudio del teatro de Miguel de Cervantes, en sus puestas en escena en estos últimos años, ha merecido la atención del dramaturgo José Luis Alonso de Santos, quien en «Homenaje a Cervantes. El autor dramático y la recepción teatral» (ed. Romera Castillo, 2006: 27-34), escrito con motivo de la celebración del cuarto centenario de la primera edición de la primera parte del Quijote, se centra en la drama11   Cf. además el trabajo de Pedro Moraelche Tejada (ed. Romera Castillo, 2007: 399-414) sobre las puestas en escena de tres piezas de Cervantes por la CNTC, que reseñaré después, así como el epígrafe «Teatro, publicaciones, prensa y nuevas tecnologías» de este trabajo. 12   Cf. además de José Romera Castillo, «Una bibliografía (selecta) para la reconstrucción de la vida escénica española en la segunda mitad del siglo xix», en Signa (n.º 9, 2000: 259-421), especialmente el apartado VIII «Pervivencia del teatro clásico» (341-345).

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turgia cervantina como un caso paradigmático de lo que le puede suceder a cualquier dramaturgo en su aceptación o rechazo por el público, en general, de su creación artística. Por su parte, Pedro Moraelche Tejada, integrante del SELITEN@T, en «Cervantes en la Compañía Nacional de Teatro Clásico (2000-2005)» (ed. Romera Castillo, 2007: 399-414), examina tres espectáculos, como tres formas distintas de adaptación de los clásicos: Maravillas de Cervantes (una reelaboración de los entremeses cervantinos, escenificada por Els Comediants, en 2000), La entretenida (una actualización de la comedia, dirigida por Helena Pimenta, en 2005) y El viaje del Parnaso (una adaptación teatral del poemario, bajo la dirección de Eduardo Vasco, en 2005). Sobre creaciones experimentales teatrales, basadas en algunas de las obras cervantinas, César Oliva, en «Experiencias de un espectador experimental. Algunas ideas sobre la modernidad escénica en España en los albores del siglo xxi» (ed. Romera Castillo, 2006: 99-102, especialmente), analiza, dentro del examen de otras realizaciones escénicas, el espectáculo operístico de la Fura dels Baus, DQ. Don Quijote en Barcelona (2000), como novedad escénica, siguiendo las pautas de su buen hacer teatral. Verónica Azcue Castillón, en «Pero… ¿dónde está la obra? En un lugar de Manhattan y el concepto de teatro de Cervantes» (ed. Romera Castillo, 2007: 255-265) —otra adaptación dramática del Quijote (2005), creada por Els Joglars con motivo también del cuarto centenario—, expone cómo a través del montaje se proporciona «una extensa reflexión sobre el proceso teatral concebido en su totalidad y considerado en todas sus etapas, desde la lectura e interpretación del director, pasando por la realización de la representación y hasta el acto de percepción del receptor». 13 Dos puestas en escena de obras de Calderón de la Barca por compañías y escenarios extranjeros han merecido la atención de los investigadores. Por una parte, un mismo espectáculo —dirigido por Alejandro González Puche, montado en Colombia y representado en Estados Unidos y diferentes lugares hispanoamericanos— ha sido analizado por Encarnación Juárez Almendros, en «Secularización y mensaje político en la representación de El gran teatro del mundo, de Calderón, por la Corporación Teatro del Valle (El Paso, Texas, febrero 2004)» (ed. Romera Castillo, 2007: 375-385) y por María Reina Ruiz Lluch, en «El gran teatro del mundo: un montaje trasatlántico producido en Cali por la Corporación Teatro del Valle» (ed. Romera Castillo, 2007: 501-513). Por otra parte, M.ª Giovanna Biscu, Mercedes Ariza y M.ª Isabel Fernández García, en «Dramaturgia de la recepción en La vida es sueño / La vita è sogno, de Lenz Rifrazioni» (ed. Romera Castillo, 2007: 267-283), 13   Cf. además los epígrafes «Los clásicos al cine y a la televisión» y «Teatro, novela y cine» de este trabajo; el artículo de Rosa Ana Escalonilla López, «Teatralidad y escenografía del recurso del travestismo en el teatro de Calderón de la Barca», en Signa (n.º 9, 2000: 477-508); así como las reseñas de Dolores Romero López sobre José Romera Castillo, Calas en la literatura española del Siglo de Oro, en Signa (n.º 9, 2000: 639-642) —con estudios sobre manuscritos calderonianos—; Fernando Rodríguez Mansilla sobre Enrique Rull, Arte y sentido en el universo sacramental de Calderón, en Signa (n.º 15, 2006: 625-628) y Mercedes López Suárez sobre la edición y estudio de Ana Suárez Miramón de la pieza de Calderón, El gran mercado del mundo, en Signa (n.º 14, 2005: 407-410).

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examinan el montaje que realizó la compañía italiana de teatro experimental de Rifrazioni, en el Festival Natura dei Teatri, en Parma (2003). 14 Además se ha estudiado una obra de una de nuestras dramaturgas áureas por Beatriz Villarino Martínez, «Dimensiones semántica y pragmática en El conde Partinuplés, de Ana Caro», en Signa (n.º 15, 2006: 561-587). 15 Teatro, publicaciones, prensa y nuevas tecnologías Encontramos estudios específicos sobre estos objetivos de estudio en las Actas del XIII Seminario Internacional, Teatro, prensa y nuevas tecnologías (1990-2003) (ed. Romera Castillo, 2004), en las que aparecen diversos trabajos relacionados con diferentes aspectos. Por lo que respecta al formato impreso, Felipe B. Pedraza Jiménez, en «El teatro áureo (texto y representación) en las publicaciones especializadas» (ed. Romera Castillo, 2004: 89-102), examina una serie de revistas (en las que se incluye Segismundo, tan cercana a García Lorenzo) y Actas (como las de las Jornadas de Teatro Clásico de Almagro y otras); estudio que amplía Manuel Pérez Jiménez, en «Panorama de las publicaciones periódicas de investigación teatral desde 1990» (ed. Romera Castillo, 2004: 103-121). Por su parte, M.ª Teresa Julio Jiménez, en «Rojas Zorrilla y su atractivo mediático (1990-2003)», se detiene en el examen de las representaciones de Entre bobos anda el juego (puesta en escena en varias ocasiones con diversos resultados, entre cuyos montajes destaca el realizado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico), Obligados y ofendidos, Don Diego de noche (atribuida) y Abre el ojo (con gran éxito de público), además de algunos otros montajes y lecturas dramatizadas de fragmentos de diversas obras del dramaturgo. Por lo que respecta a publicaciones electrónicas, 16 Francisca Martínez González, en «Proyectos teatrales en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes» (ed. Romera Castillo, 2004: 59-62, especialmente), da cuenta del contenido de las páginas electrónicas de la «Biblioteca de Autor», dedicadas a Lope y Calderón; así como los integrantes del SELITEN@T, Alicia Molero de la Iglesia, en «Los contenidos teatrales en la edición electrónica» y Sonia Núñez Puente, en «Teatro español en Internet: directores, compañías y actores» (ed. Romera Castillo, 2004, 399-411 y 413-432, respectivamente) constatan diferentes recursos electrónicos, algunos de ellos relacionados con nuestro teatro del Siglo de Oro. Asimismo, en la sección 14   Cf. además la aportación de José Luis Alonso de Santos (ed. Romera Castillo, 2007: 27-34), sobre su montaje de La dama duende, así como el epígrafe «Los clásicos al cine y a la televisión» de este trabajo. 15   Cf. además la reseña de Juan Vázquez García sobre el volumen de Jesús G. Maestro, El personaje nihilista. «La Celestina» y el teatro europeo, en Signa (n.º 12, 2003: 681-684). 16  A cuyo estudio dedicamos el VI Seminario Internacional, Literatura y multimedia, un volumen publicado por Visor Libros en 1997. Cf. además la reseña de Irene Aragón González del volumen de Ricardo Serrano Deza, Manual de análisis infoasistido de textos aplicado al teatro de los Siglos de Oro, en Signa (n.º 11, 2002: 341-344), obra publicada por Ediciones de la UNED, en 2001, dentro del radio de acción de nuestro Centro de Investigación.

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monográfica Sobre teatro y nuevas tecnologías, coordinada por Dolores Romero López, miembro del SELITEN@T, aparece el excelente y útil trabajo de José Manuel Lucía Megías, «Enredando con el teatro español de los Siglos de Oro en la web: de los materiales actuales a las plataformas de edición», en Signa (n.º 17, 2008: 85-129). Los clásicos al cine y a la televisión Dos de nuestros Seminarios se han centrado en el estudio de las obras teatrales llevadas a la gran y pequeña pantallas: Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo xx (ed. Romera Castillo, 2002) y Teatro, novela y cine en los inicios del siglo xxi (ed. Romera Castillo, 2008), en los que las adaptaciones de obras teatrales de nuestros dramaturgos áureos, en los periodos temporales indicados, han tenido estudios pertinentes. Sobre la segunda mitad del siglo xx han tratado Juan Antonio Hormigón, en «Los clásicos y el cine» (ed. Romera Castillo, 2002: 63-69), que constata, además de una serie de obras extranjeras, adaptaciones cinematográficas de piezas de nuestros clásicos desde 1914 a 1973 (El alcalde de Zalamea, La moza de cántaro, La dama duende, Fuenteovejuna, La vida es sueño y El mejor alcalde, el Rey) y Rafael Utrera Macías, quien examina, en «El teatro clásico español transformado en género cinematográfico popular: dos ejemplos» (ed. Romera Castillo, 2002: 71-89), La moza de cántaro, de Lope de Vega, llevada al cine por Florián Rey en 1954, y La leyenda del Alcalde de Zalamea, un film de Mario Camus de 1973, basado en las obras homónimas de Lope de Vega y Calderón de la Barca, El Alcalde de Zalamea, fundidas y adaptadas por el guionista Antonio Drove. La obra de Lope de Vega, El perro del hortelano, llevada a la pantalla por Pilar Miró (1996) —que dirigió para la Compañía Nacional de Teatro Clásico El anzuelo de Fenisa (1997)—, constituye el mejor acercamiento que se ha hecho a nuestros dramaturgos áureos dentro de la cinematografía española actual (con gran éxito de crítica y público). Es una excelente lectura, en modo alguno desvirtuada, aunque con una visión y estética acorde con la actualidad, como han estudiado M.ª José Alonso Veloso, en «El perro del hortelano, de Pilar Miró: una adaptación no tan fiel de la comedia de Lope de Vega», en Signa (n.º 10, 2001: 375-393); Isabel Díez Ménguez, en «Adaptación cinematográfica de El perro del hortelano, por Pilar Miró» y Rosa Ana Escalonilla López, en «La vigencia dramática de la comedia nueva en la película El perro del hortelano, de Pilar Miró» (ed. Romera Castillo, 2002: 301-308 y 309-319, respectivamente). Sobre las plasmaciones cinematográficas de obras teatrales de nuestros dramaturgos clásicos en los inicios del siglo xxi, conviene ver los panoramas, en los que hay referencias a nuestro tema, trazados por Emilio de Miguel Martínez, «Cine y teatro: pareja consolidada en el arranque del milenio» y Francisco Gutiérrez Carbajo, «El teatro en el cine español del siglo xxi: narratividad y dramatización» (ed.

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Romera Castillo, 2008: 35-56 y 57-77, respectivamente), 17 en los que se estudia la escasa fortuna que han tenido las adaptaciones cinematográficas Menos es más (producida en 2000 y estrenada en 2003), de Pascal Jongen, director francés afincado en España, una versión actualizada, descuidada y muy libérrima de la obra de Agustín Moreto, El desdén con el desdén, ambientada en la Sevilla actual, y La dama boba (2006), adaptada y dirigida por Manuel Iborra, basada en la obra homónima de Lope de Vega. La primera, la de Jongen, actualiza y deshace la pieza original, convirtiéndola en una comedia de jóvenes, un tanto planos e insulsos; mientras que la segunda, la de Iborra, más respetuosa con el texto original (del que sólo quitó los apartes, los arcaísmos y eliminó «las exhibiciones a la que Lope era tan aficionado», según el director), se convierte en un monocorde teatro filmado. Es curioso, además, que los dos directores hayan frecuentado el mundo de la televisión del que dejan indelebles huellas en sus respectivas películas. Los dos filmes pasaron sin pena ni gloria por las carteleras, muy lejos de lo que significó la recreación de otra pieza del maestro Lope por la maestra Pilar Miró. Por su parte, Ana Suárez Miramón ha realizado un excelente panorama sobre «Las producciones televisivas de teatro clásico» (ed. Romera Castillo, 2002: 571595), en el que se constata y estudia una pormenorizada relación de las obras emitidas por TVE de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Cervantes, Moreto, Ruiz de Alarcón, Guillén de Castro, Fernando de Rojas, Rojas Zorrilla, Vélez de Guevara y María de Zayas. Teatro, novela y cine Sobre adaptaciones de novelas llevadas a la escena en España, en los inicios de este siglo, tratan las aportaciones de Jerónimo López Mozo, «Cuando los personajes de papel suben al escenario: narrativa y teatro» (ed. Romera Castillo, 2008: 187202), donde se ofrece, dentro del extenso repertorio de relatos trasvasados al teatro, un apartado a las múltiples adaptaciones fílmicas del Quijote, realizadas con motivo del cuarto centenario de su publicación, 18 así como la de Marga Piñero, «El Buscón, versión de J. L. Alonso de Santos» (ed. Romera Castillo, 2008: 237-245), donde estudia la adaptación teatral del autor de Bajarse al moro de la destacada pieza de Francisco de Quevedo, estrenada en el Encuentro de Teatro Clásico de Valladolid, en el año 2000, por la compañía La Quimera, bajo la dirección de Tomás Martín y Andrés Cienfuegos.

17   Me he detenido también en su estudio en mi artículo, «Teatro, cine y narratividad en España en los inicios del siglo xxi», en ADE-Teatro (n.º 122, 2008: 215-222). 18   Cf. además de Catalina Buezo Canalejo, «De la novela al cine: El Caballero Don Quijote, de Manuel Gutiérrez Aragón» (ed. Romera Castillo, 2008: 389-402), donde estudia la recreación de la segunda parte del Quijote, llevada a cabo diez años después de haber dirigido la serie de televisión.

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Sobre novelas llevadas al cine en España, en los albores de nuestro siglo, 19 basadas en una adaptación teatral, hay que señalar el caso del Lazarillo de Tormes, que estudian Isabel Cristina Díez Ménguez, en «La adaptación cinematográfica del Lazarillo de Tormes, por Fernando-Fernán Gómez y José Luis García Sánchez» y Simone Trecca, en «La palabra al pícaro: Lázaro de Tormes (2000), de Fernando Fernán-Gómez y José Luis García Sánchez» (ed. Romera Castillo, 2008: 403-415 y 575-584, respectivamente), película basada en la versión teatral de Fernando Fernán-Gómez, autor también del guión, aunque con diferencias significativas entre éste y aquélla. Final En lo expuesto anteriormente se ha pretendido radiografiar una tesela del mosaico, a través del examen de dos actividades novedosas, realizadas en el Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías, que, junto a la empresa de reconstrucción de la vida escénica en algunos lugares de España y la presencia del teatro español en algunos escenarios de Europa y América —llevada a cabo en su seno, de la que ya tenemos numerosos y granados frutos, reseñados anteriormente— y a los estudios realizados por investigadores aisladamente o en otros Centros de Investigación, van configurando el retrato de la vigencia cultural en nuestra sociedad de obras de los dramaturgos áureos tanto en los escenarios como en otros lenguajes y formatos (audiovisuales y electrónicos). Sin duda alguna, estamos ante una forma más viva y cercana de acercarse a su estudio y a su recepción. Bibliografía citada José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds. (1999). Teatro histórico (19751998): textos y representaciones, Madrid, Visor Libros. José Romera Castillo, ed. (2002). Del teatro al cine y la televisión en la segunda mitad del siglo xx, Madrid, Visor Libros. —  ed. (2003). Teatro y memoria en la segunda mitad del siglo xx, Madrid, Visor Libros. —  ed. (2004). Teatro, prensa y nuevas tecnologías (1990-2003), Madrid, Visor Libros. —  ed. (2005). Dramaturgias femeninas en la segunda mitad del siglo xx: espacio y tiempo, Madrid, Visor Libros. —  ed. (2006). Tendencias escénicas al inicio del siglo xxi, Madrid, Visor Libros. —  ed. (2007). Análisis de espectáculos teatrales (2000-2006), Madrid, Visor Libros. —  ed. (2008). Teatro, novela y cine en los inicios del siglo xxi, Madrid, Visor Libros. 19  Un excelente panorama al respecto puede verse en el trabajo de Carmen Peña Ardid, «La novela en el cine español del siglo xxi» (ed. Romera Castillo, 2008: 313-359), donde, además, constata, al final del mismo, una relación (no completa) de obras de teatro llevadas al cine en este periodo; ampliación de otro de sus trabajos, «Los estudios de literatura y cine en España (1995-2003)», en Signa (n.º 13, 2004: 233-276), en el que se encuentran numerosas fichas bibliográficas referidas a obras de teatro llevadas a la gran pantalla.

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No todo el monte es orégano: más sobre el monte de La vida es sueño José María RUANO DE LA HAZA Universidad de Ottawa

Uno de los elementos escénicos en los teatros comerciales del Siglo de Oro que ha suscitado mayor interés entre los estudiosos de la Comedia es el monte de La vida es sueño, mencionado en la primera acotación de la segunda versión de la obra maestra de Calderón: «Sale en lo alto de un monte Rosaura, en hábito de hombre, de camino, y en representando los primeros versos va bajando». 1 Aparte de la multitud de acotaciones que aluden a la utilización de un monte o dos durante la representación de muchas comedias, encontramos varias alusiones a la construcción de este artilugio escénico en los documentos de reparaciones y gastos de los corrales madrileños (Ruano, 2000b: 192-99). En uno de estos documentos, de fecha 1678, Domingo Brea, carpintero, pide que se le paguen 150 reales «por la demasia que yço de poner dos pies derechos al tablado de la representazion y vna escalera cerrada de tablas que yço para subir al primer transito del tablado que se quita y pone con sus pernios» (Varey y Shergold, 1974: 118). Notemos, en primer lugar, que la escalera es cerrada, es decir, que tenía las caras laterales cubiertas por tablas; segundo, que servía para subir al primer tránsito o corredor o balcón encima del vestuario; y tercero, que era desmontable («que se quita y pone»). Quizá fuera esto último lo que influyera en el primer intento gráfico de reconstruir el monte teatral, que es el de David Castillejo (Castillejo, 1984, 103): 

 Todas las referencias a La vida es sueño remiten a mi edición de Clásicos Castalia (Ruano, 2000a).

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El monte de Castillejo posee una ventaja innegable: puede ser retirado del tablado cuando no sea necesario para la representación. Precisamente es éste uno de los problemas todavía sin resolver: ¿qué se hacía con el monte teatral cuando la acción se trasladaba, como sucede en gran parte de La vida es sueño, a una escena interior? Pero el ingenioso monte sobre ruedas de Castillejo no es aceptable por dos razones: primero, porque hasta ahora no hemos hallado ningún documento o acotación teatral en que se mencionen montes que se sacaban al tablado, como se sacaban, por ejemplo, las mesas, las sillas, o los escritorios; segundo, porque el espacio detrás de las cortinas del vestuario no poseía —al menos en el Príncipe, que es el lugar donde Castillejo sitúa su monte— la capacidad suficiente para ocultar tal artefacto. Según se desprende de los planos de Ribera de 1735, el vestuario del Príncipe tenía solamente 2,25 metros de profundidad (Ruano y Allen, 1994: 57). 2 En un artículo publicado en 1993, pero leído en un congreso en 1990, John J. Allen propuso dos hipotéticas reconstrucciones del monte de La vida es sueño en el Corral del Príncipe. Si hubiese sido en otro teatro o en la plaza de un pueblo, nada se podría objetar a tales hipótesis, pero al elegir el Príncipe como marco, creo que mi admirado colega se equivocó. Su primera reconstrucción hipotética sitúa el monte y la torre de Segismundo en los tabladillos colaterales (Allen, 1993: 36). El tablado del Príncipe permite desde luego tal disposición, la cual tiene, además, la ventaja de dejar libre el tablado central para las escenas de Palacio. Pero el mismo texto de La vida es sueño contradice tal esquema. Empecemos por la salida de Rosaura en «lo alto del monte». ¿Cómo puede la heroína calderoniana aparecer en la cumbre de este monte de Allen? ¿Saltaría del primer corredor a su cima? ¿Abrirían un boquete ex profeso en el muro que hay detrás de él solamente para descubrir a Rosaura detrás de una cortina? Recordemos que las comedias se repre

 El del Corral de la Cruz parece haber sido más profundo, 3,5 m según nuestros cálculos.

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sentaban por la tarde con luz natural y que no había manera de que Rosaura se situase desapercibida en lo alto de ese monte, como podría hacerse en un escenario moderno con luz artificial. ¿Saldría por la hendidura que se nota en el centro de ese monte, en contradicción de la dirección calderoniana de que salga «en lo alto»? En los textos teatrales áureos, la frase «en lo alto» designa invariablemente uno de los dos corredores que había encima del vestuario (Ruano, 2000b: 151-52 et pássim). ¿No deberemos, pues, aceptar que cuando Calderón dice que Rosaura aparece en lo alto quiere decir que debe aparecer en el primer corredor del teatro? Parecido problema surge cuando consideramos el uso de la torre de Allen en la tercera jornada de La vida es sueño. En las dos primeras jornadas, Segismundo podría aparecer en el lugar donde Allen sitúa la torre, pues la falta de proporción entre torre y actor no era algo que debiera preocupar excesivamente al público de la época, pero ¿cómo podrían los soldados que vienen a liberar a Segismundo en la tercera jornada derribar esa puerta desde dentro de la torre, tal como requiere la acción de la comedia (vv. 2228-33)? La respuesta es que no podían hacerlo porque, al menos en el Corral del Príncipe, ni la torre ni el monte podían estar situados donde los coloca Allen. 3 En una segunda reconstrucción hipotética en ese mismo artículo, Allen sitúa los montes otra vez en los tabladillos laterales; pero 

  Véase Ruano, 2000a, pp. 24-35.

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ahora son rampas escalonadas que descienden de los aposentos laterales (balcones) al tablado de la representación (Allen, 1993: 31): Nuevamente, si Allen hubiese situado estos dos montes en un teatro ideal, o en carros en una plaza de pueblo, nada se podría objetar; pero en el Corral del Príncipe madrileño esta disposición no constituye, en mi opinión, una hipótesis razonable. En primer lugar, porque no es lógico suponer que un arrendador o autor de comedias hubiese aceptado perder todas las entradas de los bancos y gradas que esos montes hubiesen tapado, amén del arrendamiento de los aposentos de ventana y de balcón que eran alquilados anualmente. Segundo, porque esa disposición haría imposible la representación de la gran mayoría de comedias que requieren el uso de un monte. El monte de los teatros comerciales, al menos en Madrid, era, tal como lo describe el carpintero Domingo Brea, una rampa escalonada que conectaba el corredor, o primer tránsito, con el tablado de la representación. Una escena de El condenado por desconfiado servirá para explicar su funcionamiento. Una acotación hacia el final de la tercera jornada dice que mientras Paulo se encuentra en el tablado, «Salen los labradores que pudieren, con armas, y un juez» (v. 2818). 4 Luchan el uno contra los otros y, según otra acotación, Paulo «Éntralos acuchillando y sale Galván por otra puerta huyendo, y tras él muchos villanos» (v. 2822). Nótese que al leer que «sale Galván por otra puerta» se infiere que Paulo saca de escena a los villanos por una de las dos puertas, generalmente tapadas por cortinas, que había en el vestuario de los teatros comerciales. Galván y uno de los villanos dicen exactamente cuatro versos después de la entrada al vestuario de Paulo. A continuación se oye su voz «dentro», es decir, detrás de las cortinas del vestuario. Cinco versos después, una acotación reza: «Baje Paulo por el monte rodando, lleno de sangre» (v. 2831). Notemos dos cosas: 1) que Paulo entra en el vestuario, detrás del tablado, por una de las dos puertas o cortinas del nivel inferior de la fachada del teatro; 2) que nueve versos después baja rodando por el monte. Y preguntémonos ahora, ¿dónde estaría situado ese monte en el corral del Príncipe? Me parece evidente que el monte tenía que estar donde el carpintero Domingo Brea colocó la escalera cerrada de tablas, es

 Todas las citas de El condenado por desconfiado remiten a la edición de Daniel Rogers (Molina, 1974).



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decir, entre el primer corredor y el tablado, tal como sugerí que se hizo para La vida es sueño (Ruano, 2000a: 31): Si suprimimos la puerta central en este dibujo, que representa la torre de Segismundo en La vida es sueño, Paulo saldría de escena con los villanos por una puerta, o cortina, lateral; Galván aparecería por la otra; y Paulo subiría al primer corredor y bajaría rodando por el monte hasta el tablado. ¿Cómo sube Paulo desde el vestuario al primer corredor? En el Príncipe lo haría por las escaleras que conectaban todos los niveles del edificio del vestuario, las cuales se encontraban, como estableció Manuel Canseco en su reconstrucción virtual, a la izquierda del tablado (Ruano, 2000b: 391): Tanto la bajada de La vida es sueño como la de El condenado por desconfiado pueden, pues, ser ejecutadas perfectamente situando el monte junto a la barandilla del primer corredor, la cual era desmontable. Esta posición corresponde con lo que deducimos del documento de reparaciones citado y de multitud de acotaciones. Por el contrario, si situamos el monte en un tablado lateral, como sugiere Allen en su segunda hipótesis, esta escena de El condenado por desconfiado no se hubiese podido representar en el Príncipe. Recordemos que Paulo se va del tablado por las cortinas del vestuario y que nueve versos después cae rodando por el monte. Tal como se puede comprobar en el plano de Ribera del Príncipe y en numerosos documentos de la época, no había comunicación directa entre el vestuario y los aposentos laterales de balcón, a los cuales el público sólo podía acceder entrando por las viviendas particulares adyacentes al corral (Ruano y Allen, 1994: 105-18). Es imposible, pues, que en el tiempo que transcurriría en recitar nueve versos, Paulo pudiera salir de escena por el vestuario y llegar, desapercibido por el público, a un aposento de balcón del Corral del Príncipe para caer rodando por el segundo monte hipotético de Allen (véase el plano de la página siguiente). Allen presentó sus reconstrucciones hipotéticas del monte de La vida es sueño en abril de 1990, cuatro años antes de la publicación de Los teatros comerciales del siglo xvii. Sin embargo, ocho años después, en 2002, reaparecieron en un artículo de Patricia Kenworthy publicado por el Bulletin of the Comediantes. La profesora Kenworthy resume breve, y en parte incorrectamente, la polémica sobre el monte de La vida es sueño para acabar apoyando la segunda reconstrucción hipotética de Allen, es decir, la de los montes laterales, con la ayuda de un dibujo, supuestamente

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de Lope de Vega, que se encuentra en el margen izquierdo de una página del manuscrito autógrafo de El cardenal de Belén. Efectivamente, en este manuscrito aparecen los dos montes en una posición muy parecida a la sugerida por Allen. Pero una lectura rápida del texto de esta comedia de santos —la cual, según la edición de la Parte XIII, fue representada por Balbín, probablemente Domingo Balbín, autor de comedias del que tenemos noticia allá por los años veinte del siglo xvii— sugiere que no fue destinada a los teatros comerciales. El elevado número de personajes, treinta y nueve, requeriría, aun cuando algunos papeles fuesen doblados, la fusión de dos compañías, típico de las comedias de encargo y de los autos sacramentales, pero no de las comedias que se repre-

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sentaban en los corrales, por la sencilla razón de que no había sitio para acomodar a tantos actores ni en el tablado ni en el edificio del vestuario. En segundo lugar, porque la mezcla de personajes alegóricos, históricos y bíblicos —El Demonio, El Mundo, los Reyes Magos, un Hebreo, un Ángel, San Agustín, San Dámaso, Roma, España, El Emperador Juliano, San Mercurio, y otros por el estilo— también señala que se trataba de una comedia de santos con visos de auto sacramental. Y, en tercer lugar, porque algunos de los efectos escénicos no se habrían podido realizar en un corral de comedias como el del Príncipe. Por ejemplo, en el primer acto, un personaje se arrima a una tramoya que ya estaría preparada al fondo del tablado, y, según la acotación, «Asido por el cuello a una invención se descubra en ella un Ángel, que le lleve del cabello de la otra parte, donde se descubra un tribunal con cuatro Ángeles, y un Presidente, o Juez, con una vara, en una silla, o trono» (Acto I). Estos vuelos en diagonal no podían hacerse en un teatro como el del Príncipe, pues necesitarían, en primer lugar, un juego de raíles embebidos por ambos extremos en andamios o en las paredes a los lados del tablado; es decir, en el Príncipe, en las paredes medianeras de las casas vecinales; y, en segundo lugar, una serie de poleas, garruchas y cuerdas, de las cuales se suspendía por un extremo un peso o plomada

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y por el otro la tramoya, como puede verse en este dibujo de Richard Southern (1962: 229). A no ser que supongamos que se embebieron esos raíles y se colocaron estas tramoyas y máquinas, con sus correspondientes tornos y contrapesos, por encima de esos montes, es decir, debajo del tejado colgadizo que había sobre el tablado y al nivel de los aposentos de desván, no es fácil comprender cómo pudo llevarse a cabo en el Príncipe esta escena de El cardenal de Belén. Pero suponer la existencia de tal maquinaria es claramente absurdo, no sólo porque el Príncipe, al contrario del Coliseo del Retiro, donde sí se hacían estos vuelos (Ruano, 1998: 166), no poseía las condiciones físicas para tales tramoyas, sino por el colosal gasto en que incurriría el arrendador, que hubiese protestado a gritos, y por escrito; sin mencionar el estropicio que causarían en la fábrica de las casas vecinas y en el edificio del corral. Pese a la multitud de documentos de reparaciones de los dos corrales madrileños que han sobrevivido (Shergold, 1989), en los cuales se describe en detalle la obra de albañilería más mínima, no hay evidencia alguna de que se hicieran jamás tales vuelos en los teatros comerciales madrileños. No es justificable, pues, concluir como hace la profesora Kenworthy, que, ahora, con el dibujo de los montes en El cardenal de Belén, podemos «reproducir y analizar una ilustración de la escenificación de una representación de corral en 1610» (Kenworthy, 2002: 283). En primer lugar, porque si somos consecuentes, y no seleccionamos solamente las partes del dibujo que se ajustan a nuestra interpretación, los montes tal como aparecen dibujados en el manuscrito ocuparían todo el tablado central y taparían parte del vestuario, lo cual haría imposible la representación de El cardenal de Belén. Y en segundo lugar porque lo que este dibujo sugiere es precisamente lo contrario de lo que afirma la profesora Kenworthy, es decir, cómo no se utilizaban los montes en un corral de comedias. Por ese preciso motivo, porque los montes no se colocaban donde indica ese dibujo, es por lo que Lope, o quien fuera, se vio en la necesidad de insertarlo. El dibujo es un mensaje al autor de la compañía, una especie de aviso como el más común «¡ojo!», de que esta colocación de los

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montes es excepcional. ¿Por qué? Porque así, como hemos visto, no se podía hacer, al menos, en el corral del Príncipe. El problema de los montes, ejemplificado en el manuscrito de El cardenal de Belén, muestra que hemos de ser prudentes antes de extraer conclusiones basadas en un único testimonio teatral. No quiere esto decir que El cardenal de Belén no pudiera ser representada, por ejemplo, por la compañía de Balbín, en el corral del Príncipe; pero si así fue, sería adaptando la escenografía. 5 Si Balbín representó El cardenal de Belén en el Príncipe, cosa que no sabemos, sería situando los montes en un lugar que permitiera a los actores subir y bajar del primer corredor al tablado y que no privara a los arrendadores del dinero que percibían por los bancos en los tablados colaterales, por las gradas junto al escenario y por los aposentos de ventana y de balcón, aposentos que, por cierto, eran los más caros, por su proximidad al tablado de la representación. Bibliografía citada John J. Allen (1993). «Staging» en The Prince in the Tower. Perceptions ��������������� of «La vida es sueño», ed. Frederick ���������� A. ������������������������������������������������������������� de Armas, Lewisburg, Bucknell University Press, pp. 27-38. David Castillejo (1984). El Corral de Comedias. Escenarios. Sociedad. Actores, Madrid, Teatro Español. Patricia Kenworthy (2002). «Lope de Vega’s drawing of the monte stage set», Bulletin of the Comediantes, 54.2, pp. 271-83. Tirso de Molina (1974). El condenado por desconfiado, ed. Daniel Rogers, Oxford, Pergamon. José María Ruano de la Haza (1987). «The Staging of Calderón’s La vida es sueño and La dama duende», Bulletin of Hispanic Studies, 64, pp. 51-63. —  (1995). «Introducción» en Pedro Calderón de la Barca, Andrómeda y Perseo, Kassel, Reichenberger / Universidad de Navarra. —  (1998). «La escenografía del teatro cortesano en la España de los Austrias» en Teatro cortesano en la España de los Austrias, ed. José M. Díez Borque, Cuadernos de Teatro Clásico, Madrid, Compañía Nacional de Teatro Clásico, pp. 137-168. —  (2000a) «Introducción» en Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, Madrid, Castalia. —  (2000b). La puesta en escena en los teatros comerciales del Siglo de Oro, Madrid, Castalia. José María Ruano de la Haza y John J. Allen (1994). Los teatros comerciales del siglo xvii y la escenificación de la Comedia, Madrid, Castalia. Norman D. Shergold (1968). «La vida es sueño: ses acteurs, son théâtre et son public», Dramaturgue et société, ed. Jean Jacquot, Paris, CNRS, pp. 93-109. —  (1989). Los corrales de comedias de Madrid: 1632-1745. Reparaciones y obras nuevas, London, Tamesis. Richard Southern (1962). The Seven Ages of the Theatre, London, Faber and Faber. John E. Varey y Norman D. Shergold (1974). Teatros y comedias en Madrid: 1666-1687, London, Tamesis.    Véase, por ejemplo, la adaptación de un auto calderoniano a un corral de comedias madrileño en Ruano, 1995: 52-57 y 266-342.

El aparte al público y la locución a los espectadores en la comedia del siglo de oro Javier RUBIERA Université de Montréal

El propósito de este breve artículo es llamar la atención sobre un recurso teatral empleado con maestría y con relativa frecuencia por algunos dramaturgos barrocos, pero que a mi parecer ha sido insuficientemente estudiado. Tras unas observaciones en torno a la literatura crítica al respecto, me detendré principalmente a hacer ciertas precisiones desde el punto de vista teórico y terminológico, tratando de proporcionar distinciones que sean operativas a la hora de analizar los textos dramáticos áureos. No creo que la cuestión del discurso teatral dirigido explícitamente al público haya sido tratada con rigor, ni de modo general ni de modo específico aplicado a la comedia barroca española. 1 En un artículo anterior, 2 ya resalté el hecho de la poca atención dedicada a esta técnica dramática y espectacular en obras lexicográficas   Tampoco para el caso de la comedia del siglo de oro la cuestión del «aparte» en general, aunque para el teatro francés se cuenta con un trabajo excelente sobre la materia desde la tesis doctoral de Nathalie Fournier, publicada en 1991 en versión revisada, que podría servir de orientación.   Continúo aquí, y retomo a veces, reflexiones sobre la técnica de apelación al público que desarrollé en una comunicación para el congreso Dramaturgia y espectáculo teatral en la época de los Austrias. España y América, celebrado en Monterrey en octubre de 2007, cuyos resultados pueden verse en un artículo, ahora en prensa, en el libro coordinado por Judith Farré. Uno de mis objetivos es animar a otros investigadores a matizar y contradecir, si es necesario, mis consideraciones sobre un campo no suficientemente explorado. Ahora que varios grupos de investigación se dedican a editar las comedias completas de Lope, de Calderón, de Mira de Amescua, de Rojas Zorrilla o de Moreto, por ejemplo, puede ser buen momento para «descubrir» ejemplos significativos que nos permitan conocer mejor este recurso técnico.

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teatrales recientes, 3 donde además se contienen afirmaciones confusas o muy discutibles. En mi opinión, y dicho muy rápidamente, la razón por la que no se ha estudiado correctamente esta técnica es porque, al ser muy poco utilizada en el teatro francés, los teóricos franceses —que marcan la pauta de la teoría teatral moderna— no le han prestado la atención debida y de ese modo se ha descuidado su estudio. Es muy significativo en este sentido que la obra clave y minuciosa de J. Scherer sobre la «dramaturgia clásica» no se refiera —no tiene por qué referirse— a la cuestión. Aunque de camino hacia lo que le importa, cuestiones estilísticas, Pierre Larthomas (2001: 249-255) sí considera este recurso que, según él, merecería un estudio más detenido. Por supuesto, en su fundamental análisis del lenguaje dramático no hay ninguna referencia al teatro español, en relación con el procedimiento que nos concierne. Entre Plauto y Pirandello hace algunas alusiones al teatro francés, necesariamente pocas, dado lo exiguo de su utilización. Salvo el ejemplo de los versos finales de L’école des maris, recuerda P. Larthomas que en Molière sólo hay el caso, magnífico eso sí, de un parlamento de Harpagon en L’Avare, y aun este podría deberse únicamente a una simple imitación de la Aulularia plautina. 4 Un solo caso en Molière, retengamos bien ese dato. Si a esta incuria general, de raíz francesa, se añade el tradicional poco interés de la crítica hispánica por cuestiones de «dramaturgia», se entenderá el descuido en el estudio de la técnica de apelación al público en la comedia barroca. ¿Lo emplean Lope, los valencianos o Tirso igual que Rojas, Moreto o Calderón?, ¿destaca particularmente alguno de ellos en su uso?, ¿está presente del mismo modo en comedias de capa y espada, en comedias religiosas y en tragedias, por ejemplo?, ¿sólo se dirige al público el gracioso o la graciosa? Al margen de los típicos casos al final de la comedia, ¿en qué momentos de la acción predomina su uso?, ¿qué función o funciones podían cumplir estos parlamentos?, ¿se pueden establecer diferentes modalidades?, ¿se usan por igual en comedias escritas para el corral que en comedias para la corte?, ¿señalaban los dramaturgos en acotación cuándo se decía un parlamento al público? Si no era así, ¿cuáles son los requisitos para que se deba considerar determinado enunciado como efectivamente dirigido ad spectatores? Varias de estas preguntas están aún por contestar, porque, además, no se han catalogado y estudiado suficientemente los ejemplos más significativos. Más allá de alusiones ocasionales en otras obras, para el caso concreto de la comedia española del xvii contamos con algunos, muy pocos, artículos que se refieran a esta técnica dramática. En una nota breve en el Bulletin of The Comediantes, el   Como muestra aportaba allí textos bien significativos de Forestier —en el diccionario enciclopédico de teatro coordinado por M. Corvin—, de P. Pavis y de A. González —en el diccionario de teatro del siglo de oro editado por Casa, García Lorenzo y Vega García-Luengos.    «Ici, de façon imprévue, les spectateurs sont interpellés, comme si avait disparu tout à coup cette limite plus ou moins abstraite qui sépare la salle de la scène. Un tel procédé, plus ou moins utilisé selon les époques et selon les auteurs, mériterait une étude attentive. Il ne nous intéresse içi que dans la mésure où son utilisation détermine le style» (Larthomas, 2001: 250). «C’est pourquoi, d’une façon plus générale, les adresses au public sont exceptionnelles et utilisées simplement pour obtenir des effets précis. ������������������������������������������������������������������������� L’avare de Molière interpelle les spectateurs peut-être simplement parce que l’Euclion de Plaute le faisait avant lui» (253).

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primero que trata la cuestión específicamente es Sturgis E. Leavitt en 1955, al que replica Raymond McCurdy al año siguiente en otra corta nota que le sirve de complemento. Estas son las dos referencias fundamentales, que incomprensiblemente no propiciaron estudios subsiguientes que, insisto, establecieran con rigor cuáles eran los casos más significativos de «apelación al público», su función, sus diferentes modalidades o la frecuencia de su uso según los autores y las épocas. Las importantes observaciones de Leavitt partían del examen de las obras dramáticas del siglo de oro contenidas en la BAE, en la NBAE y en la edición académica de las comedias de Guillén de Castro. Señalaba que era difícil precisar quién habría empezado a utilizar el procedimiento de que el gracioso se dirigiera a los espectadores, pero que en cualquier caso el uso es todavía muy limitado en Guillén, Ruiz de Alarcón, Tirso y Lope, de quienes recuerda ejemplos esporádicos. Calderón, sin embargo, sería «quite addicted to this form of humor» (1955: 28), como lo demostraría su uso en siete obras. Según Leavitt, Rojas limitaría esta técnica a momentos en los que el gracioso «gives utterance to some private philosophy», como en cuatro casos que indica, recordando que en uno de ellos (La traición busca el castigo) Mogicón recita noventa y cuatro versos de este tipo de «filosofía personal». Concluye Leavitt su nota con una observación importante muy a tener en cuenta: «Of the dramatists examined, Moreto is the one who makes the greatest use of this type of humor» (29) y señala que en Trampa adelante y en El parecido en la corte se encuentran los casos más agudos, de tal manera que en estas dos obras «Moreto establishes a world record, which will probably stand for all time». R. R. McCurdy dedica su nota, como bien indica el título, a completar las observaciones de Leavitt añadiendo más ejemplos en comedias de Rojas que no se recogían en el volumen 54 de la BAE examinado por Leavitt. Tras reflexionar sobre las intervenciones improvisadas de los graciosos en la comedia, trayendo a colación una cita de Lucrecia y Tarquino en la que se habla de representar «de repente», McCurdy aporta lo que él interpreta como parlamentos dirigidos directamente al público, pertenecientes a cinco piezas de Rojas Zorrilla, pero sin entrar en mayores disquisiciones críticas ni comentarios. Hay que esperar a los años ochenta para encontrar otras contribuciones importantes para la consideración de esta técnica, aunque ninguna de ellas se dedica monográficamente a la cuestión. Claire Pailler, Emilio Orozco, Susana Hernández Araico e Ignacio Arellano se refieren parcialmente al procedimiento en estudios de gran interés, sobre los que haré un comentario general. Tras la lectura de estos artículos se puede obtener la impresión de que el uso de parlamentos dirigidos al público es muy frecuente en la comedia española barroca. Sin embargo, en un corpus de cientos y cientos de obras pueden espigarse aquí y allá unas decenas de casos que debidamente seleccionados y colocados pueden dar la idea de una abundancia exagerada que no responde a la «realidad». Que en 1955 Leavitt se equivocó en sus cómputos es evidente para quien esté familiarizado con las comedias de Calderón o de Moreto, por ejemplo, y recuerde otros casos inequívocos de apelación al público que se le escaparon. Pero si nos fijamos bien, y aun contando con que es posible que

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tampoco los cómputos de Pailler (1980: 35) sean exactos, en 117 comedias calderonianas estudiadas la crítica francesa sólo encuentra 31 casos de comentarios dirigidos al público o al foro (?). 5 No parecen cifras como para sostener que Calderón los empleaba con asiduidad, ya que en más de ochenta comedias suyas no hay ocurrencias de este tipo. Ahora bien, si se acumulan las citas en pocos párrafos y se añaden referencias a otras obras en las que se utiliza el procedimiento, se produce un efecto distorsionado, sobre todo —y he aquí un segundo peligro— cuando se confunden casos evidentes de apelación al público con otros de comentarios metateatrales no necesariamente dichos directamente al espectador y que parecerían cumplir la función de romper la ilusión escénica. 6 Derivado de la despreocupación teórica por el procedimiento, un problema añadido es la falta de delimitación preliminar por parte de los críticos sobre lo que entienden por «apelación al público», mezclándose a veces ejemplos de muy distinta naturaleza y función. No parece adecuado situar en el mismo nivel, como si se tratara sin duda del mismo recurso dramático, parlamentos dichos directamente al público (con un vocativo explícito y una pregunta) y parlamentos en los que el per   «[…] he intentado distinguir los apartes de los comentarios dirigidos al público, o de los que van al foro. La separación, sin embargo, fue a veces difícil de establecer, por lo que consideramos el resultado global» (Pailler, 1980: 35).   Ignacio Arellano (1999: 307-308), de quien no suelo disentir, me parece que contribuye a este desenfoque en un trabajo por otra parte utilísimo en su conjunto. Al estudiar la comicidad escénica de Calderón, Arellano trata como undécimo y último punto la «ruptura humorística de la ilusión escénica». Según Arellano «el gusto de Calderón por denunciar la calidad ficcional de la representación» «se suele originar en dos direcciones: 1) Por la interpelación de un personaje al público, confesando la existencia de tal público y por ende la calidad ficcional de la representación teatral. 2) Por la reflexión irónica o paródica sobre las propias técnicas del desarrollo dramático». Continúa Arellano: «No voy analizar exhaustivamente este recurso, que se da según los cómputos de Pailler, más de 200 veces en la obra calderoniana. Observaciones como la de Mosquito (Escondido, pág. 678): ¿Qué papel me toca en esta comedia del caballero escondido? o Patacón (Manos, pág. 1081), que se burla de la técnica y de sus posibles críticos: que algún entendido que está de puntillas puesto no murmure que entra presto lo tapado y escondido, y antes de ver en qué para, diga, de sí satisfecho, que este paso está ya hecho son innumerables en Calderón». A pie de página recoge citas muy pertinentes o remite a Céfalo y Pocris, No hay burlas con el amor, Auristela y Lisidante, Los empeños de un acaso, El escondido y la tapada y Cada uno para sí. Creo que de la lectura de esta sección el lector concluirá que la apelación al público en las comedias de Calderón es frecuentísima. Para la comedia áurea en general, un desenfoque y unas conclusiones similares se obtendrían del artículo de Hernández Araico (1986: 66-67) en el que se alude también a varios supuestos casos de apelación al público que se interfieren con casos de referencias metateatrales. Dejo para otra ocasión mi comentario sobre otro aspecto común a la mayoría de estos trabajos: la función de ruptura de ilusión escénica de los parlamentos dichos al espectador, que creo que hay que matizar.

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sonaje hace un comentario metateatral, como en los dos ejemplos siguientes extraídos de El postrer duelo de España: Ginés Mosqueteros míos, ¿en qué comedia hasta hoy lacayo a longe se ha visto? (Segunda jornada, vv. 70-72) Benito Pero allí siento ruido. ¿Si es Gila? No, si ya no es que haya sido que el poeta ponga al margen de su nombre que Gila sale en hábito de hombre. (Segunda jornada, vv. 518-521)

Para el caso concreto de la comedia barroca española, según mi opinión, estos son los criterios básicos para comenzar a definir el recurso de la apelación o de la interpelación al público. 7 En primer lugar, hay que deshacer un malentendido bastante frecuente y distinguir el aparte al público de la locución a los espectadores. El criterio para la distinción es muy sencillo: fijarse en si el personaje está solo o no en escena. Para que un enunciado pueda caracterizarse como «aparte» debe ser dicho por un personaje en presencia de otros a los que se oculta la dicción —y por lo tanto el pensamiento— que entonces, si hay una marca concreta de interpelación, va explícitamente dirigida a los espectadores. Este tipo de aparte suele ser breve, de dos o tres versos, y normalmente no sobrepasará los nueve o diez. Diana   Todos vienen con sus damas, y Carlos viene con ellos. Polilla (Ap.[al público] Señores, si esta mujer, viendo ahora este desprecio, no se rinde a querer bien, ha de ahorcarse, como hay credo.) (El desdén, con el desdén, jornada tercera)

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Por otro lado, cuando el personaje está solo en escena y se dirige a la sala, entonces puede hablarse de «locución al público» y en este caso el soliloquio puede extenderse durante decenas de versos. 8    «Interlocución», «intercomunicación», «interpelación», «apelación», «alocución»: con el diccionario a la vista, por diferentes motivos ninguno de estos términos es completamente adecuado para referirse al fenómeno general que estudiamos; sin embargo, lo más frecuente en español es el uso de «apelación» o «interpelación». El más correcto sería «locución» (simplemente «acto de hablar»), que reservo para el discurso dicho por un personaje solo en escena. Evidentemente utilizo «espectadores» y «público» como sinónimos intercambiables. En francés el término adecuado es «adresse au public»; en inglés «aside to the audience», o «aside ad spectatores».    El caso más extenso que conozco es el de La traición busca el castigo de Rojas Zorrilla (los 94 versos de Mogicón), ya recordado por Leavitt. Por el modo en el que se integra en la acción de la comedia y por las ra-

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Diana Mira que voy al jardín. Polilla Pues ponte como una Eva, para que caiga este Adán. Diana Allá espero. Vase. Polilla ¡Norabuena, que tú has de ser la manzana y has de llevar la culebra! [Al público] Señores, ¡que estas locuras 1775 ande haciendo una Princesa! Mas, quien tiene la mayor, ¿qué mucho que estotras tenga? Porque las locuras son como un plato de cerezas, 1780 que en tirando de la una, las otras se van tras ella.     (El desdén, con el desdén, jornada segunda)

La segunda distinción necesaria surge cuando nos preguntamos cuáles son los requisitos para que se deba considerar determinado parlamento como «efectivamente dirigido al público», ya sea en aparte o como locución, porque como ya avancé, es dudoso que las frecuentes referencias metateatrales haya que entenderlas como forzosamente dirigidas al espectador de modo directo. Esta materia es más delicada, porque la práctica teatral contemporánea puede interferir en nuestra percepción de los textos y llamarnos a engaño. En las comedias del siglo de oro suele ser un personaje de gracioso o de graciosa el que establezca una relación directa con el espectador. Es bien conocida la función mediadora que juega este personaje entre el espacio de la representación y el espacio de la recepción y, como es normal, en ese juego de mediación el actor que representa al gracioso —quizás como sugerencia del director de escena— puede establecer con el público más contactos de los que el texto dramático escrito sugiere o indica. Que funcione, que tenga éxito es una cosa; que responda a lo que recoge el texto del xvii, otra bien distinta. 9 Llevando las cosas al extremo, es posible pensar en una representación en la que todos los apartes de una zones que di en su momento, el ejemplo más perfecto es el del comienzo de la tercera jornada de El licenciado Vidriera de Moreto (los 64 versos del gracioso Gerundio).    En este sentido no sabemos, además, casi nada de la técnica de los «graciosos» a la hora de representar. ¿Dirían todos sus apartes directamente al público, al que se abrirían desde su primera salida? ¿lo harían todos los actores de la misma forma? ¿habría diversas escuelas de actuación o diferentes modos de interpretar según la época? Aquí el terreno es muy resbaladizo y todo está sujeto a la especulación. Emilio Orozco (1988: 249250) pensaba que «dada la continua presencia de este tipo de personaje [lacayo, criado] en las obras de Calderón —incluso en las de más grave tema filosófico o religioso y en las situaciones más tensas y trágicas— la intercomunicación con el público, por la vía del comentario o crítica burlesca de los hechos que ocurren en la escena, tiene una propia y especial significación. Es forzoso suponer que en el obligado dirigirse al espectador y moverse hacia él y mirarle llamándole la atención, los gestos y movimientos del comediante subrayarían el aspecto cómico del aparte o del soliloquio con una intensa y desbordante expresividad grotesca». En su monumental estudio, poco es lo que Evangelina Rodríguez Cuadros (1998: 469-478) puede decir sobre el modo de representarse los apartes y en concreto sobre «la directa apelación metateatral al espectador» (473).

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comedia —me refiero a todos los apartes tradicionalmente entendidos como dichos «para sí» por cualquiera de los personajes— se digan directamente a los espectadores, como parte de una puesta en escena que no trate de suavizar la inverosimilitud del procedimiento sino todo lo contrario, es decir, subrayar la convencionalidad de la farsa, como es muy normal en escenificaciones contemporáneas. Pero hay que distinguir bien la pregunta sobre cómo representar hoy los apartes de la cuestión sobre cómo distinguir en los parlamentos de los textos de teatro barroco cuándo el poeta dramático indica que determinado enunciado debe decirse directamente al espectador, ya que nunca (?) se señalaba de modo explícito en acotación. 10 En un artículo anterior seleccioné y estudié detenidamente diferentes intervenciones del gracioso Polilla —disfrazado de Caniquí— en El desdén, con el desdén como paso previo para estudiar el extraordinario uso que hace Moreto de la apelación al público en El licenciado Vidriera. De lo allí observado se deduce que la principal marca explícita e inequívoca de apelación es el empleo de un vocativo que abre la comunicación con los espectadores. El vocativo más usual es el término «señores», pero pueden encontrarse otros: «señoras», «reyes míos», «caballeros», «mosqueteros míos», «Vuexcelencia», dependiendo del auditorio, de las circunstancias de la representación y de las intenciones del personaje-actor. Si no hay vocativo, es imprescindible que se emplee un imperativo («vean», «oigan», «sepan») o que en el discurso aparezca integrada una fórmula de tratamiento («vuesas mercedes», «vuesarcedes», «ucedes», «ustedes») que apele a los espectadores. En muy pocos casos se encuentra sólo la marca explícita en la forma verbal («¿No lo ven?»). Aunque no es imprescindible, es frecuente que en el parlamento dicho al público se formule una pregunta, lo que suele acentuar la complicidad con el auditorio, que se siente interpelado directamente. Todos los casos en los que no se pueda identificar una marca explícita del tipo de las que acabo de señalar entran dentro de lo discutible y deben separarse en otra categoría. En particular, queda por ver, tal como señalé en mi primer artículo sobre la apelación, el problema de aquellos apartes que, sin ninguna marca explícita y con apariencia de «dichos para sí», podrían decirse «al público» con un indudable efecto cómico. 11 Quede para otra ocasión este problema, junto con el análisis de la función o funciones de la técnica de apelación a los espectadores, que me llevará a considerar ejemplos señeros de este recurso en No hay burlas con el amor, El postrer duelo de España, Progne y Filomena, La traición busca el castigo, También la afrenta es veneno, Los empeños de una casa, El parecido en su corte, y, de nuevo, El licenciado Vidriera. 10  Soy consciente de que son peligrosas estas afirmaciones generales en la que se emplea el término «nunca» a propósito de un corpus tan amplio, y abierto a nuevos descubrimientos, como el de la comedia áurea. 11  Se trata, en principio, de apartes dichos para sí, pues no hay ninguna marca explícita de interpelación al público, pero son de esos enunciados que, dichos hacia la sala, proporcionarían un claro efecto cómico y acentuarían la complicidad del espectador en la farsa que se está representando. Creo que es potestativo del actor o del director decirlos o no al público. Depende también de si hay o no en la pieza otros parlamentos dirigidos inequívocamente a la sala, porque cuando esto ocurre, se instaura un clima de farsa en el que la comunicación escenario-sala es más fluida y más abiertamente lúdica.

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El teatro mitológico de Calderón y el drama wagneriano (I) Enrique RULL Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

Las relaciones entre el teatro de Calderón y Wagner han sido establecidas desde hace mucho tiempo y se siguen apuntando ocasionalmente. Suelen proceder de la idea del «arte total» o de la «síntesis de las artes», idea ya antigua divulgada entre los calderonistas por Valbuena Prat que fue en el siglo xx quien precisamente destacó esta coincidencia con más énfasis, incluso desde apreciables ediciones de autos calderonianos de los años 20 hasta en su libro sobre Calderón de 1941 y aun en otras obras. Modernamente es casi un tópico establecer la relación, aunque pocos estudiosos se han detenido a analizar en concreto el parentesco no sólo en la teoría sino con relación a las obras mismas. Entre éstos se hallan Judith Cabaud (1997), Jorge Mota y María Infiesta (1993), y algún otro crítico. Una síntesis discreta de los datos para la relación la realiza también Margarita Garbisu (2001: 101-110). En cualquier caso, nosotros en este trabajo nos proponemos establecer ciertas concomitancias y paralelos (no fuentes) entre Calderón y Wagner de forma muy específica, apelando esencialmente al teatro mitológico de Calderón, que es precisamente en donde más fácilmente se hace perceptible esa coincidencia concreta, no tanto por los temas o motivos en sí (que a veces también) cuanto por las características del género de espectáculo y musical, pero sobre todo por las ideas y cosmovisión en que se sustentan dichos temas. No es extraño que en este sentido Julio Caro Baroja llegase a afirmar un tanto irónicamente que, puestos a adscribir a escuelas a los artistas (de lo que él

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no era partidario evidentemente), de Wagner se podría decir que pertenecía a la «escuela de Calderón». 1 Ya desde alguna de sus obras tempranas, como El holandés errante, se pueden rastrear algunas concomitancias de sentido con el dramaturgo madrileño. Wagner en esta obra dramatizó la leyenda nórdica de este título, 2 leyenda emparentada con el mito de Ulises y del «judío errante» que, transmitida por los pueblos marítimos desde el siglo xv, y transcrita en una balada de Heine, fue el desencadenante para que el gran músico concibiese su famosa ópera como símbolo del tormento psicológico del hombre y de la tragedia de la redención. En ella el músico actualizó el drama del hombre que lleva a sus espaldas «el dolor del mundo» y que sólo puede paliar el amor. El autor, gracias al cromatismo simbólico de la nave (de velas rojas y arboladura negra) y atendiendo al poder redentor del amor, compuso una tragedia que no estaba lejos de las visiones saturninas de las negras naves calderonianas y de sus oponentes blancas, como por ejemplo ocurre en El divino Orfeo, como se indica en su acotación inicial: Suena un clarín en el carro primero, que será una nave negra, y negras sus flámulas, bandeloras y jarcias, y gallardetes, pintadas de áspides por armas, y dando vuelta en su popa El Principe de las Tinieblas y la Envidia con bandas, plumas y bengalas negras. (Calderón, 1986: 285)

Wagner creó su obra a partir de una maravillosa escenografía pictórica y teatral centrada en la visión de la naturaleza marítima (la tempestad, la nave y la costa), sugerida no sólo por la experiencia personal de un viaje a Noruega (Wagner, 1963: 154 y ss.), narrado por el mismo en su autografía, sino, creemos, que quizá también por una reminiscencia de su admirado Shakespeare en La tempestad, cuyo comienzo revela una tormenta similar a la que tuvo que padecer él en la realidad (Shakespeare, 1996: 9). 3 Fenómeno, por cierto, también frecuente en los dramas de Calderón y en sus autos. Tormentas que a veces se describen en una narración dramática (lo más frecuente), pero en otras ocasiones se dramatizan en una directa escenificación textual, como por ejemplo en Ni amor se libra de amor: Uno. Amaina, amaina, y de mar en través la nave puesta,   Véase el prólogo de Mota (1983).  Más conocida la ópera con el título de El buque fantasma (por los sucesos parisinos ocurridos en 1840), el motivo se remonta a una leyenda ancestral sobre apariciones de navíos malditos surgiendo de improviso sobre las aguas como presagio funesto. El holandés errante era el capitán de uno de estos barcos. Para todo lo relacionado con el tema y la ópera de Wagner puede verse el estudio y comentarios a la misma de Karl Schumann, Charles Osborne y Guy Ferchault (traducción de Ángel F. Mayo Antoñanzas) incluidos en el folleto del disco correspondiente a la grabación realizada por el Coro y Orquesta del Festival de Bayreuth, 1971, bajo la dirección de Karl Böhm y la dirección escénica de August Everding, Deutsche Grammophon, 1982. La fábula del judío errante relata de la condena de éste a permanecer en la tierra hasta el día del juicio final porque cuando Cristo pasó a su lado llevando la cruz, ese hombre gritó: «¡Más rápido! ¡Date un poco de prisa!» y Cristo, al que no conocían como Salvador se volvió y le dijo: «Voy, pero tú permanecerás aquí esperando hasta mi regreso».    Puede verse también la conocida traducción de Luis Astrana Marín, La tempestad (2000:685).  

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tantos embates resista. Otro. ¡A la mesana! Otro. ¡A la entena! Otros. ¡A la escota! Otros. ¡Al chafaldete! Todos. ¡Clemencia, cielos, clemencia! Siquis. ¡Ay, infelice de mí! Atamas. Pues nada el peligro enmienda el desahuciado naufragio, libre el gobernalle deja del timón; Norte y aguja el tino del rumbo pierdan, y dejándonos correr sin árbol, jarcia ni vela o muramos o vivamos a merced de la tormenta. (Calderón, 1969: 1958)

Por su parte, el músico y libretista alemán narra la leyenda del holandés condenado a vagar por los mares, bajando a tierra un día cada siete años, hasta encontrar la mujer que le fuese fiel hasta la muerte. La llegada del extranjero perturba la vida de la joven Senta hasta el punto de que al final se precipita al mar cuando el capitán y su navío son engullidos por las aguas. En ese momento se elevan al cielo, transfigurados, los cuerpos abrazados de los amantes. En el fondo lo que late en El holandés es el problema del libre albedrío (que se mantendrá siempre presente en él, como en Calderón) y la disposición del hombre para descubrir los valores superiores (el horizonte de la sabiduría) que se derivan de los sentimientos más nobles (piedad, amor) y que se sitúan por encima del miedo a la muerte. El tema de la «redención» por amor, que a partir de esta obra está presente en el resto de la creación wagneriana, muestra asimismo la relación con los personajes heroicos calderonianos que sobrepasan las aspiraciones meramente terrenales del viajero Ulises, si es que este personaje no portaba ya desde la Antigüedad elementos de un significado mucho más rico en simbología. Además el hecho de que sea un hombre (y un hombre que necesita redimirse) que atraviesa con su barco oscuro las aguas tormentosas de la vida no hace sino enlazar el mito primitivo con el tema de los autos en donde la redención por un amor espiritual además de un valor fundamental para el cristiano, resulta ser una alegoría de validez universal. Incluso la forma de expresión, entre la dualidad de la condena y el ansia de redención, modelado por el juego escénico de la tierra y el mar como límites de lo finito e infinito e intensificado por los cantos populares y las melodías aristocráticas, junto con la acción de los criados y la de los nobles, puede enlazar ciertos aspectos de esta ópera con el arte sacramental calderoniano de los textos mitológicos. Incluso la transfiguración de los protagonistas al término la obra musical es la misma que en el final del drama mitológico calderoniano Celos aun del aire matan:

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Subid, pues, restituidos a mejor ser, donde dioses, astros, planetas y signos, sol, luna, estrellas noten que aunque son nobles también las venganzas tal vez blasonadas desdicen de nobles (vv. 2441.2446) (Rull, 2004: 204)

En alguna representación moderna se ha insistido en aspectos que destacan lo demoníaco del holandés y de su nave con una proa amenazante, incluso desde el punto de vista sexual, lo que quizá sea pertinente en la concepción del mito desde la perspectiva inicial de la expectante Senta. 4 Si tenemos en cuenta el origen del tema en relación con la mitología clásica, es obvio el parentesco de la leyenda del holandés errante con el de la navegación interminable del Ulises odiseico y la espera fiel y constante de Penélope, puntos en los que la coincidencia con los personajes de Wagner del holandés y Senta es más que evidente. Igualmente, permítaseme considerar un auto sacramental, Los encantos de la culpa (c. 1645), de tantas resonancias míticas, del folklore tradicional y de la literatura homérica, como un cierto precedente del Tannhäuser wagneriano 5 (más incluso que la comedia calderoniana El mayor encanto, amor sobre el mismo tema, estrenada el 25 de junio de 1635), sobre todo en el episodio de la retención del caballero Heinrich von Ofterdingen (Tannhäuser) por Venus, la diosa del amor, episodio inspirado en parte en leyendas germánicas y en parte en poemas cultos como los de Tieck, Bechstein y Heine (Mayo, 1998: 123), pero de raíces primarias o paralelos claramente odiseicos. Sucede que, no solamente la coincidencia con el episodio homérico de Circe se puede relacionar remotamente con Wagner, sino sobre todo la simbología que subyace en las dos obras: un peregrino (Ulises-Heinrich) es retenido por los encantos de una maga-diosa de la sensualidad (Circe-Venus) en la isla Eea o en el Venusberg (o montaña de Venus), pero consigue sustraerse a estos atractivos, y tras fracasar la diosa-maga en sus afanes de retención del héroe mediante sus artes de seducción y, sobre todo, sus anhelantes ruegos (que en la escena primera de la    Por ejemplo en la escenografía de Harry Kupfer, muy discutible por otra parte, se insiste en aspectos semipatológicos de esta espera anhelante. Como dice Erich Rappl: «La concepción de Kupfer es una paráfrasis de la acción imaginada por Wagner. No es propiamente el Holandés sino Senta, una histérica hipersensible impulsada por sus emociones, quien se sitúa en el centro del drama» (Véase folleto de la versión en DVD de la ópera Der Fliegende Holländer, representada en el Festival de Bayreuth en 1985, por la Orquesta del Festival bajo la dirección de Woldemar Nelsson y la dirección escénica de Harry Kupfer. Traduzco el texto original de la p. 16). Creo que en conjunto, a pesar de lo sugerente de esta puesta en escena, son preferibles las versiones también en DVD de la obra de Wolfgang Sawallisch con la Öpera del Estado de Baviera en representación de 1975, o la de Leif Segerstam del Festival de ópera de Savonlinna de 1989, más fieles al texto literario original.   Creo que uno de los pioneros del calderonismo en establecer los paralelos de Calderón con Wagner fue Valbuena Prat en lo referente a estas dos obras, aunque sin extraer todos los matices y posibilidades que ofrecen «La lucha entre Ulises y Circe es como la de Venus y Tannhäuser» (Valbuena Prat, 1952: LX). Mucho antes, ciertas apreciaciones del paralelo ya la habían establecido algunos de los introductores de Wagner en España.

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ópera se expresan de forma obsesiva), 6 decide marcharse de allí alegando que su salvación está en María (la madre de Dios). Inmediatamente la escena se transforma desapareciendo en medio de un terrible estrépito 7 (mutación ésta típicamente calderoniana, como sabemos) y aparece un hermoso valle (un verdadero locus amoenus, pero también el paraíso perdido), y en el proscenio la imagen de la Virgen. Tannhäuser ha escogido la vía, como peregrino penitente que es, de la salvación por la ascesis frente a la sensualidad. El desarrollo de la ópera, complejo, vuelve no obstante, mediante la redención romántica por el amor de una mujer (Elisabeth), al punto de partida de la reintegración del héroe en el espíritu de salvación. Toda la obra es resultado de la «capacidad de síntesis cultural, del mito y de la historia» propias de Wagner, pues como dice Baudelaire, en un texto altamente revelador del sentido del drama que muestra la afinidad de su carácter con el de la obra calderoniana: «Tannhäuser significa la lucha entre dos principios que han escogido el corazón humano como campo de batalla: lucha entre Carne y Espíritu, entre Cielo e Infierno, entre Satanás y Dios» (Mayo, 1988: 126). Sabemos que Wagner leía a Calderón en voz alta por las noches y que causó en él «una impresión profunda y duradera», como confiesa él mismo en su Vida (1963: 502). Si leyó concretamente este auto o no, u otros similares, es difícil determinarlo, pero lo que sí es claro es su evidente parentesco, salvando distancias obvias (sobre todo, por la introducción de la extensa trama del torneo de canto). Bonilla y San Martín estudió con detalle las raíces de las leyendas de Wagner en su dimensión española (Bonilla, 1913) y señaló el parentesco de la montaña de Venus con el Monte de la Sibila, que constituye el fondo de la novela Guarino il Meschino de Andrea da Barberino publicada en 1391 y trasladada al español a principios del siglo xvi en el libro titulado Crónica del noble caballero Guarino Mesquino, en la que Guarino busca a la Sibila y la encuentra en la caverna encantada, con sus damas, en un jardín similar a un paraíso. Allí permanece con ella, quien trata de conquistarle, hasta que él decide volver al mundo y marchar a Roma a ver al Papa. El parentesco con Tannhäuser es patente. Entre otros relatos, Bonilla recuerda el famoso Canto de la Sibila en versiones provenzales, catalanas y valencianas de los siglos xv y xvi, personaje que también aparece en la Farsa del juego de cañas de Diego Sánchez de Badajoz. Sobre la maga o encantadora, «la Circe que atrae a los hombres y les hace olvidar el mundo con sus deleites y engaños», como dice Bonilla, aparece un relato en el Crotalón en todo semejante al personaje de la Venus wagneriana y a la Circe calderoniana: una encantadora que retiene en un paraíso al protagonista y le hace olvidar todo lo demás hasta que éste decide marchar y refugiarse en un monasterio (Bonilla,1913: 17-28). Evidentemente el tema del torneo del canto es de difícil encaje en las concepciones calderonianas y a duras penas puede relacionarse con algunos certámenes carac   Existen muchas versiones grabadas de la misma, algunas que siguen la versión de Dresde; otras, la de París; y otras, versiones mixtas. Una de las mejores sin duda es la de París realizada por el director húngaro Georg Solti con la Orquesta Filarmónica de Viena para la casa Decca (414 581-2).   Textualmente: «Ein furchtbarer Schlag, und der Venusberg versinkt» (acotación correspondiente al libreto de la versión discográfica referida, p. 62). En la traducción española de 1885, textualmente «Óyese un gran estrépito. Venus desaparece» (Wagner, 1985: 13).

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terísticos de algunos autos como La vacante general, o el ya mitológico que vamos a comentar ahora de El sacro Parnaso, este mucho más próximo no sólo por el tema mitológico sino también porque se refiere al canto (canciones en diversos metros leídas, a la última de las cuales acompaña la música): Siendo cántico, razón será que haga acuerdo la música y que acompañe a la glosa, repitiendo el verso que va glosado (Calderón, 1952: 793).

Pero sobre todo podemos emparentar estas obras en el sentido de las observaciones que al respecto hemos transcrito del texto de Baudelaire, y en algunos detalles de la acción, escenario y mutaciones que vamos señalando. Y que no se diga que el fundamento único de ambos textos reside en la base odiseica similar, porque es mucho más que eso. Por su parte, tanto Calderón como Wagner crean una dualidad muy similar, que ya en este último, como observara con detalle Baudelaire, es perceptible desde la introducción de la misma obertura en los dos temas que él llama «canto religioso» y «canto voluptuoso» y que forman una unidad, en lucha, semejante a los motivos calderonianos de la tentación, la caída y la redención de este y otros autos, motivos que se abrazan hasta que al fin «el tema religioso adquiere poco a poco preponderancia, por gradaciones, y absorbe al otro en una victoria apacible y gloriosa como la de un ser irresistible sobre un ser enfermizo y desordenado, como la de San Miguel sobre Lucifer». 8 Por otra parte, el Tannäuser wagneriano no es una obra aislada en el conjunto de las composiciones dramático-musicales de su autor, sino como muy bien ha visto Sylviane Falcinelli, por ejemplo, algunos elementos musicales de la obra han sido reutilizados por Wagner para su magno drama Parsifal, principalmente en el motivo unificador de su recorrido creativo «movido por un aliento que inspira la elevación espiritual» 9 y que, a la postre, determina la trayectoria culminante del ideal wagneriano, hasta la creación de este monumento, verdadero auto sacramental moderno, que fue dicha obra. Abundando en el tema, y permítasenos la posible digresión, el mismo hecho de dramatizar ambos autores el viaje del hombre en peregrinación a Roma, 10 que en Calderón concretamente se expone en el auto El Año Santo de Roma, añade otro punto de coincidencia, desde luego en el motivo del bivium o los dos caminos, pues como dice el Hombre: Pero entre dos, cuál es no determino el que elijan mis ojos,  Traduzco el texto «Richard Wagner et Tannhäuser à Paris» de Charles Baudelaire (1948, II: 438).  Traduzco el texto de Sylviane Falcinelli, inserto como parte del libreto en la edición discográfica del Tannhäuser (versión de Giuseppe Sinopoli, Deutsche Grammophon, 427625-2, 1988: 37). 10   Para el motivo del peregrino en el teatro de Calderón véase el excelente trabajo de Ana Suárez Miramón, «Peregrinos y pícaros en los autos de Calderón» (2001).  

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que no sé cuál me acerca o me desvía desta dulce armonía; uno de rosas es, otro de abrojos (vv.54-58) (Calderón, 1995: 128).

Incluso este paralelo de nuevo tiene lugar en la síntesis del motivo de la tentación, tan prolongado en el auto, en donde aparece la Lascivia (equivalente a la Venus wagneriana) en una torre con una copa dorada en la mano, torre que más tarde se hundirá, desapareciendo con ella la Lascivia «con terremoto» (Calderón, 1995: 258), de manera similar a la mutación del Venusberg, quedando, en lugar del palacio, una «umbría gruta». Desde el Romanticismo se consideró a Calderón un genio anticipador. Todos estos motivos coincidentes con Wagner justifican y corroboran más tarde que pueda ser así. Pero es quizá el auto El sacro Parnaso el que sistematiza de manera más explícita la simbiosis entre lo mitológico y lo bíblico, dando una medida más clara de los procedimientos que se pueden utilizar para este fin, hasta el punto de constituir una fantasía de un atrevimiento casi escandaloso. Por otra parte, El sacro Parnaso es un auto de configuración enteramente transreal, pues tanto el elemento base en el que se apoya como el elemento alegórico pertenecen al universo de lo transmundano o trascendente, sea éste pagano o cristiano. Cierto es que hay algunos personajes reales, como son los santos Jerónimo, Ambrosio, Gregorio, Tomás y Agustín, o las sibilas délfica, cumana, pérsica y tiburtina, pero están situados en una perspectiva intemporal que podríamos llamar ideal en cuanto que la acción se sitúa en un monte (el Parnaso simbólico, como el monte de Venus en el Tanhäuser) que los acoge a todos en una «síncopa de los tiempos», como dice el propio autor, para un extraño certamen, en el cual la Fe propone como asunto que canten en verso las excelencias del manjar espiritual sobre el natural, algo semejante a lo que hará también Wagner en Tannhäuser, como hemos señalado antes, aunque naturalmente procedente de diverso origen, y, con otro sentido muy distinto, en Los maestros cantores de Nürenberg, obra de la que Bonilla no es capaz de encontrar precedentes similares en España. Precisamente por eso es muy interesante que sea precisamente Calderón el que plantee en este auto un certamen de canto de características, otra vez, paralelas a la obra de Wagner. El monte es imaginado, y por tanto, irreal, pero no para todos. La Fe lo sustenta contra el Judaísmo, quien no lo toma como verdadero. Hay aquí, no sólo una alegoría, en la que la Gentilidad aparece como una fuerza precursora del «nuevo Parnaso», sino una verdadera transposición mística de la mitología. El Judaísmo no puede entender las razones del sentido de este monte: Las que veas que convencen de ese imaginado monte, que haces que hoy se represente real a la vista, no siendo más que un concepto aparente (Calderón, 1952: 796)

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En cierto modo, el paralelo mediante la alegoría devuelve el sentido religioso de la Antigüedad clásica, aunque sólo sea como mera prefiguración del mundo moderno en su síntesis de arte y cultura, de iconología y de significación. Queda, de esta manera, en el mundo, fijada una continuidad, una sucesión y un sentido de la historia, y lo maravilloso pagano, en este renacer de sus símbolos transfigurados, cobra una dimensión nueva y duradera. Así habrá de suceder con las recreaciones medievalistas y mitológicas de carácter nórdico que realizará el gran compositor alemán, como ocurre con Los maestros cantores. Por supuesto que la relación con Wagner se fundamenta seguramente en una coincidencia de temperamentos y tendencias estéticas, pero es bastante asombroso que el gran músico intuyera, desde otras latitudes tan distintas y otros bagajes tan diferentes, aspectos de concepción y cosmovisión tan cercanos al dramaturgo madrileño. En otros trabajos complementarios de éste tendremos ocasión de ir corroborándolo.

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Cervantes y el césar Carlos de Habsburgo: Don Quijote I, 32 y el Carlo Famoso (1566), de Luis Zapata de Chaves Antonio SÁNCHEZ JIMÉNEZ Universidad de Amsterdam

Desde el siglo xix la crítica ha rastreado las obras cervantinas buscando referencias que ilustraran la relación existente entre Miguel de Cervantes y los mecanismos de poder de la época, especialmente los controlados directamente por la dinastía de los Austria. Particularmente interesante resulta la actitud del autor hacia Carlos V, monarca que elevó la dinastía austríaco-española a la categoría de imperio. ¿Qué concepto tenía Cervantes del emperador Carlos V? ¿Glorifica y alaba su gobierno o, por el contrario, alberga críticas hacia su política europea y americana? ¿Le utiliza de modelo o de contraste para evaluar a los Austria subsiguientes? Se trata de preguntas complejas, que de responderse iluminarían notablemente la filosofía y obra cervantina. Nuestra intención en este trabajo es indagar acerca de la opinión cervantina sobre Carlos I centrándonos en un soldado del Emperador que el autor del Quijote menciona en varias ocasiones, el paladín trujillano Diego García de Paredes. Uno de los pasajes más enigmáticos de Don Quijote, el debate sobre la historia y la literatura de ficción que acontece en el capítulo XXXII de la Primera parte, proporciona algunas valiosas pistas acerca de las opiniones cervantinas sobre Carlos I. Este episodio narra cómo el cura Pedro Pérez venía acompañando a Sancho con la esperanza de devolver a don Quijote a su casa y antiguas costumbres. En una parada, el cura descubre que los habitantes de la venta de Juan Palomeque aprecian

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enormemente los libros de caballerías. Ansioso, el religioso solicita ver los libros que le mencionan, y «El primer libro que abrió vio que era Don Cirongilo de Tracia, y el otro, de Felixmarte de Hircania, y el otro, la Historia del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes» (Cervantes, 1998: 371). El cura reacciona contra los dos primeros, pretendiendo quemarlos al estilo del «donoso y grande escrutinio» de la biblioteca de Don Quijote. Cuando el ventero Juan Palomeque solicita una explicación, el cura le replica que «estos dos libros son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos» (1998: 371), un razonamiento parecido al que había condenado el Don Olivante de Laura en el capítulo VI: «el autor de ese libro —dijo el cura— fue el mesmo que compuso a Jardín de flores, y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que este irá al corral, por disparatado y arrogante» (1998: 79). Frente a estos libros «mentirosos» y «disparatados», el cura propone obras verosímiles, como el Tirante el Blanco (1998: 83), y también libros de «historia verdadera» como la Historia del Gran Capitán con la vida de Diego García de Paredes (1998: 371). En principio, la dicotomía parece un claro ejemplo del debate sobre la licitud de ciertas obras de ficción, que tantos apasionados tuvo a lo largo del siglo xvi, especialmente entre eclesiásticos como el personaje cervantino. Sin embargo, cuando el cura describe en detalle la Historia del Gran Capitán descubrimos que las hazañas que relata esta «historia verdadera» resultan bastante extravagantes: y este Diego García de Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia, y, puesto con un montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable ejército, que no pasase por ella. (1998: 371-372)

El cura se refiere a varios de los hechos, apócrifos e históricos, del soldado trujillano Diego García de Paredes, también conocido como «el Sansón de Extremadura y Hércules de España». La más famosa hazaña de este García de Paredes —el detener «a todo un innumerable ejército» sobre el puente del río Garellano— se asemeja sospechosamente a una habitual e inverosímil aventura de los libros de caballerías: el caballero se enfrenta victoriosamente a todo un ejército enemigo. De hecho, en una discusión con el cura del capítulo XLVII de la Primera parte, el canónigo de Toledo critica estos increíbles episodios en los execrables libros de caballerías: Pues ¿qué hermosura puede haber […] que cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de competientes, como sea contra ellos el señor del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la victoria por solo el valor de su fuerte brazo? (1998: 548)

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Como «el señor del libro» de caballerías ficticio que describe enojado el canónigo, en verano de 1503 el García de Paredes histórico se enfrentó con éxito a todo el ejército de Francia sobre el puente del río Garellano, en el Reino de Nápoles. El soldado extremeño realiza una gesta inverosímil que hace que un hecho histórico alcance proporciones propias de las ficciones caballerescas. Sin embargo, unas páginas más adelante, ya en el capítulo XLIX, el propio canónigo propone al mismo García de Paredes que protagonizó tal hazaña como modelo de héroe protagonista de libro provechoso: Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Cartago; […] un Diego García de Paredes, Estremadura; […] cuya lección de sus valerosos hechos puede entretener, enseñar, deleitar y admirar a los más altos ingenios que los leyeren. (1998: 563-564)

De todos los héroes que cita el canónigo de Toledo, García de Paredes destaca por ser el único en llevar a cabo hazañas increíbles e inverosímiles, e incluso temerariamente violentas. Entre un elenco de paladines sacados de la historia sagrada, clásica y española, el soldado extremeño sobresale precisamente por su parecido con los héroes caballerescos. De este modo, resulta difícil creer que un libro narrando sus hechos pudiera mejorar «las costumbres» del lector y enseñarle a ser «valiente sin temeridad» (1998: 564), como afirma el canónigo. Es decir, la «historia verdadera» de García de Paredes que recomiendan tanto el cura Pedro Pérez como el canónigo de Toledo narra hechos estrambóticos propios de libros de caballerías. La crítica ha percibido esta aparente contradicción en los argumentos del cura y el canónigo. Centrándose en el parecido entre las hazañas de García de Paredes y los libros de caballerías, muchos comentaristas del Quijote han señalado que los actos de García de Paredes resultan «hiperbólicos» (Rodríguez Marín, 1948: 13), e incluso que la Historia del Gran Capitán incluye tantas «exageraciones y falsedades que por ello se aproxima a la condición de los libros caballerescos» (Gaos, 1987: 646). Además, otros estudiosos denuncian directamente que tal parecido mina notablemente la dicotomía que establece el cura Pedro Pérez entre libros inanes («devaneos») y mendaces («mentirosos», «disparates») por una parte, y lo que «es historia verdadera» por otra (Canavaggio, 1958: 18). Sin embargo, lo que hasta este momento no ha señalado la crítica es que este falso contraste del cura también llama la atención del lector sobre una obra épica de finales del siglo xvi, el Carlo famoso. Esta relación entre los libros de caballerías, García de Paredes y el Carlo famoso resulta muy reveladora para el objeto de nuestro estudio. El cura declara extraer su información sobre el inverosímil García de Paredes de la anónima Historia del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba (Cervantes, 1998: 371), o más bien de su apéndice, la «Breve suma de la vida y hechos de Diego García de Paredes», que acompaña el libro, como ya señala el título del ejemplar que posee el ventero: «Historia del Gran Capitán con la vida de Diego García de Paredes» (Cervantes, 1998: 371). En efecto, los hechos de García de Paredes aparecie-

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ron impresos por primera vez en 1580, en Sevilla, en casa de Andrea Pescioni. El relato acompañaba la reimpresión de la anónima Crónica del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba y Aguilar, en la cual se contienen las dos conquistas del Reino de Nápoles (la Historia del Gran Capitán del cura cervantino). Conocemos dos ediciones posteriores de estos textos: una segunda en Sevilla (1582), y una de Alcalá de Henares (1584 o 1586). Asimismo, existen en la Biblioteca Nacional de Madrid tres manuscritos que contienen la «Breve suma» separada de la Crónica del Gran Capitán. Por consiguiente, la supuesta autobiografía que cita el cura fue un texto sumamente popular en la época, pues conoció gran número de impresiones y copias manuscritas. Todas las versiones narran las hazañas de García de Paredes en primera persona, desde que el héroe parte a Italia en 1507 hasta su muerte en Bolonia, en 1533. El contenido del popular relato resulta poco ejemplar, hasta el punto de que casi parece una narración «digna del valentón más desaforado», como afirma Marcelino Menéndez Pelayo (1968: cxxvii). Esta reacción resulta bastante comprensible, pues la relación de la vida del paladín extremeño incluye robos, provocaciones, desafíos, asaltos temerarios, etc. De hecho, uno de los episodios más largos narra cómo, de vuelta a Extremadura, García de Paredes echa al fuego de una venta cercana a Coria a un «rufián», dos «putas» y unos «bulderos», matando así a una de las mujeres. La supuesta autobiografía de García de Paredes cuenta, como vagamente resume el cura, cómo el trujillano destacó en numerosos episodios bélicos, realizando además varias proezas físicas de naturaleza bastante extravagante. Difícilmente podrían enseñar estas hazañas, por históricas que fueran, a ser «valiente sin temeridad», como proponía el canónigo. Por tanto, al proponer la Historia del Gran Capitán como modelo de lectura, el cura recomienda una obra violenta, poco edificante e inverosímil: la supuestamente mesurada y verosímil historia de García de Paredes comparte todas las características reprobables de los libros de caballerías. Este evidente parecido textual difumina la clara oposición que pretendían establecer el cura y el canónigo cervantinos. Esta ambigüedad no es el aspecto más destacado de las palabras de los dos eclesiásticos del Quijote. Lo que más llama la atención sobre el pasaje es la singular inexactitud del relato del cura: como ya anotó Diego Clemencín (1833: 513-514), nada se menciona en la «Breve suma» de la «rueda de molino en la mitad de su furia» ni del episodio del puente. El primer hecho formaba parte del anecdotario atribuido a García de Paredes (Fuente, 1967: 22), mientras que el segundo, referido a la batalla del río Garellano (1503), aparece en la Crónica del Gran Capitán (1908: 213-214) y en una relación manuscrita que no menciona el cura Pedro Pérez, la Historia del Gran Capitán (1908: 404). Estas gravísimas imprecisiones sugieren que Cervantes no debió de leer la historia de García de Paredes en la «Breve suma», sino en otra fuente igualmente famosa en la época, y también mencionada en el Quijote. Cervantes debió de encontrar la historia del valentón extremeño en el Carlo famoso (1566), una obra épica de Luis Zapata de Chaves. En el canto XXVII del Carlo famoso, Zapata narra pormenorizadamente las más conocidas hazañas de

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García de Paredes, siguiendo la «Breve suma», y añadiendo además otros detalles procedentes de las diversas crónicas sobre las campañas italianas del Gran Capitán. Así, Zapata menciona la batalla del Garellano, que había traído a colación el cura cervantino (2006: 131). Frente a la «Breve suma», el Carlo famoso presenta la ventaja de narrar las más conocidas hazañas de García de Paredes, incluyendo esta del Garellano, que el cura resume en el Quijote. Además, sabemos que Cervantes conocía bien este Carlo famoso, pues lo utiliza o menciona en varias ocasiones a lo largo del Quijote. Así, en el capítulo VII de la Primera parte, el cura y el barbero queman por descuido la epopeya de Zapata en el «donoso escrutinio» de la librería de don Quijote: No se pasó adelante con el escrutinio de los demás libros que quedaban, y así se cree que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con los hechos del Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que sin duda debían de estar entre los que quedaban, y quizás si el cura los viera no pasaran por tan rigurosa sentencia. (Cervantes, 1998: 88)

Los comentaristas cervantinos están de acuerdo en que estos «hechos del Emperador» de «Luis de Ávila» corresponden con el Carlo famoso de Luis de Zapata. Sin embargo, aparte de la cuestión de esta errata, el pasaje presenta otros problemas interpretativos. Por ejemplo, el fuego del escrutinio destruye, junto con una historia local en torno a leyendas procedentes de la ciudad de León (León de España), dos poemas épicos sobre las hazañas de Carlos V, La Carolea y el Carlo famoso. Cervantes parece protegerse de posibles acusaciones de falta de respeto con una cláusula ponderativa sobre la validez de estos textos: «que sin duda debían de estar entre los que quedaban». Sin embargo, con ambigüedad característica, y en la misma frase, incluye palabras que no aseguran que el cura los salvara de la hoguera de la censura: «quizás si el cura los viera no pasaran por tan rigurosa sentencia» (énfasis añadido). El pasaje resulta sumamente ambiguo: podría incluso revelar una cierta animosidad hacia el Carlo famoso e, indirectamente, hacia algunos hechos de su protagonista, Carlos V. Además, gracias a las imprecisiones del cura, este episodio llama la atención del lector sobre las inverosímiles hazañas de García de Paredes, que Zapata narra conjuntamente con los hechos del Emperador. Al subrayar esta yuxtaposición, Cervantes podría estar resaltando la interacción de historia y ficción que hallaba en muchas obras de su tiempo, entre ellas el Carlo famoso. Cervantes también podría estar poniendo en duda la veracidad de algunas relaciones de las victorias imperiales, o quizás la utilidad de estas campañas o de la guerra en general. La conexión estaba justificada, pues no en vano García de Paredes era soldado y compañero de Carlos V, como Cervantes leyó en el Carlo famoso (2006: 140). Las bravatas, violencia e imprudencia de García de Paredes contaminan a su general y rey, el propio Carlos V, que tantos honores le hizo. El Carlo famoso pone de relieve esta contaminación, al narrar conjuntamente las hazañas del Emperador y las del fanfarrón trujillano.

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Cervantes, lector tan ávido como perceptivo, notó esta conexión, que le hizo reflexionar sobre las virtudes y defectos de los Austria, así como sobre las virtudes y defectos de la política exterior de la España de su época. Las curiosas menciones de García de Paredes y el Carlo famoso en el Quijote constituyen un modo sutil de comunicar estas preocupaciones a sus lectores. Estas reflexiones sobre García de Paredes y Carlos V están en perfecta consonancia con uno de los temas más recurrentes en la totalidad de la obra cervantina: el debate sobre el perfecto soldado español. Este tema se convirtió en una obsesión durante el Siglo de Oro, bajo la forma del debate entre las armas y las letras, o fortitudo y sapientia (Curtius, 1990: 178-179). Ya desde la Antigüedad clásica se consideraba que Homero había defendido que un gran héroe necesitaba no sólo fuerza y valor militar, sino que debía compaginar ese valor con la inteligencia y prudencia (1990: 171). A partir de Homero, la descripción del héroe perfecto usando estas dos cualidades se hizo acostumbrada, y llegó a convertirse en objeto de un popular debate literario: ¿cuál era la más esencial de las dos?, ¿incluía el equilibrio perfecto más de la fortitudo o de la sapientia? Este animado debate entre armas y letras llegó al Siglo de Oro español, cuando las necesidades de mantener un imperio global otorgaban especial relevancia a la controversia. En Cervantes, el debate aparece a menudo en obras teatrales como El gallardo español (de Armas, 1981: 252-253) o La Numancia (de Armas, 1998: 104), e incluso en entremeses dedicados a otros temas, como el de «La guarda cuidadosa» (Cervantes, 1967: 107). Asimismo, encontramos alusiones al debate entre armas y letras en las Novelas ejemplares, especialmente en «El licenciado Vidriera» (Cervantes, 1982: 143-144). También cobra importancia en el Quijote, donde el tema, a través de la locura violenta de Don Quijote, se convierte en uno de los centrales de la obra. Dada su pasión por esta controversia, Cervantes debió de estar singularmente interesado en el Carlo famoso, pues el libro de Zapata de Chaves exploraba la esencia del soldado español en un debate literal entre representantes de armas y letras. La epopeya contiene una larga disputa entre dos soldados españoles, uno representante del ideal de la fortitudo —García de Paredes— y otro paladín que representaba la perfecta combinación fortitudo et sapientia —Juan de Urbina—. En este debate, Zapata imita un pasaje de las Metamorfosis en que Áyax de Telamón y Ulises se disputan las armas de Aquiles (Metamorfosis, libro XIII). Siguiendo de cerca a Ovidio, el canto XXVII del Carlo famoso traslada el debate al contexto de los modernos soldados españoles que entonces dominaban Europa y América. Como buen cortesano que era, Zapata se inclina por una combinación entre armas y letras, y desprecia las hazañas de armas si no van acompañadas de inteligencia y reflexión. Zapata elige a García de Paredes como modelo de fortaleza irreflexiva. De hecho, en su Miscelánea le describe como «valentísimo caballero y de grandísimas fuerzas» (1999: 76), y también como «Héctor y Aquiles de España» (1999: 149), comparándolo directamente a los héroes homéricos. Una ecuación semejante aparece en el Carlo famoso, donde García de Paredes desempeña el papel de Áyax en la contienda hasta el punto de imitar los gestos que hacía el héroe griego en la versión ovidiana (2006:

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140). García de Paredes de Zapata aparece en todo como un nuevo Áyax, fuerte pero peligrosamente agresivo. Frente a este desfavorable retrato, Zapata considera que Juan de Urbina poseía el equilibrio ideal entre fortaleza y prudencia, pues le define como «valiente y prudente» (1999: 149). En el Carlo famoso, Urbina desempeña el papel de Ulises, pues representa de nuevo la fortaleza templada por la prudencia, y acusa continuamente a su oponente de valor irreflexivo y violento (2006: 148). Cervantes pudo inspirarse en las alocadas y violentas hazañas de García de Paredes para idear su excesivo Don Quijote, y quizás viera en algunos aspectos de la política de Carlos I un ejemplo de este heroico pero en cierto modo irreflexivo valor militar. En todo caso, el manco genial encontró en el Carlo famoso una expresión completa del debate entre armas y letras que favorecía, frente a la fortitudo «irracional» propia de una «bestia fiera», un valor templado por la prudencia. Tanto Zapata como Cervantes vieron en García de Paredes un ejemplo de esa fortitudo reprobable. Además, el autor del Quijote parece llevar esta serie de asociaciones un paso más allá que Zapata. Cervantes sugiere en el capítulo XXXII de la Primera parte que el valor irreflexivo de García de Paredes equivale al de los violentos caballeros andantes de los libros de caballerías: las hazañas del soldado trujillano son ciertamente tan violentas como las de esos caballeros, y resultan igual de inverosímiles. Por tanto, en su locura Don Quijote también imita las acciones violentas de García de Paredes e, indirectamente, las del emperador Carlos V, cuyas hazañas narra el Carlo famoso. El destino paralelo de La Carolea, el Carlo famoso y violentos libros de caballerías como Amadís de Grecia y El caballero Platir sugiere esta conexión: las campañas de Carlos V pecan, al igual que las de estos caballeros, de fortitudo excesiva, pese a su indudable heroísmo. Un pacifista como Cervantes debió de dudar acerca del buen resultado de esas hazañas, y debió de defender un acercamiento más prudente a la milicia y a la política exterior. Quemar las epopeyas sobre Carlos V en la misma hoguera que los libros de caballerías indica al lector que todas estas obras contienen características igualmente reprobables: inverosimilitud y violencia excesiva. Cervantes también encontró en la obra de Zapata de Chaves otro tema que le preocupaba: el mecenazgo. Según los poetas de la época, los príncipes españoles se resistían a conceder un patrocinio suficiente a los escritores del momento. El Carlo famoso trata el asunto con gran valentía, y uno de los momentos en que más se insiste en el tema aparece precisamente en el canto XXVII de la obra, el mismo que contiene el debate entre las armas y las letras y las hazañas de García de Paredes. Allí, el autor generaliza unas quejas contra Fernando el Católico y las extiende a todos los monarcas en general (2006: 102). Zapata no se conforma con una atrevida mención de la justicia divina que, recuerda, alcanza también a los reyes y a los poderosos. El poeta de Llerena continúa su diatriba en la octava siguiente: Que si aquesto los reyes no tuviesen cuando así como dioses son honrados, yo creo bien que los hombres se anduviesen de sí, por los servir desacordados. ¡Oh, a quienes tanto Dios dio que pudiesen,

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procura[d], pues podéis, de ser amados!: buen rostro, oído fácil, larga mano hacen a un rey famoso y más que humano. (2006: 103)

Tras amenazarles con la ira de Dios, Zapata aconseja claramente a los reyes ser amables y dadivosos con los que les sirven, si quieren «ser amados» y si pretenden mantenerles a su servicio. Se trata de una opinión que Cervantes, escasamente recompensado por sus servicios a la Corona, debió de compartir vehementemente. Fuera por estas recomendaciones a los príncipes o fuera por su libre tratamiento de las hazañas de Carlos V, el Carlo famoso le costó la cárcel a Zapata. Los motivos de esta fulminante prisión permanecen envueltos en misterio. La orden de arresto hablaba, vaga y genéricamente, de deshonor a la orden de Santiago, quizás refiriéndose a las enormes deudas que acuciaban a Zapata. Sin embargo, parece improbable que Felipe II obrara con semejante severidad contra un antiguo amigo y compañero por una falta leve y común entre la nobleza de la época. Francisco Márquez Villanueva ha adelantado que la verdadera causa del encarcelamiento debió de ser la crítica insistente de la ingratitud real y del belicismo que Zapata realiza a lo largo de su obra (1966). De haber sido este el motivo, encontraríamos justificación a la siguiente afirmación de Zapata en la Miscelánea: Yo pensé también que en haber hecho la historia del emperador Carlos V, nuestro señor, en verso, y dirigídola a su pío y poderosísimo hijo, con tantas y tan verdaderas loas de ellas y de nuestros españoles, que había hecho algo. Costome cuatrocientos mil maravedís la impresión, y de ella no saqué sino saña y alongamiento de mi voluntad. (1999: 224).

Zapata indica que la «historia del emperador Carlos V», el Carlo famoso, dedicada a Felipe II, solamente le trajo la ira regia: el Carlo famoso provocó la cárcel de Zapata. Con el paso de los años Felipe II dulcificó las condiciones de la prisión: en 1569 se le trasladó a Hornachos, acompañado de su mujer e hijo. Luego se le llevó a la fortaleza de Valencia de la Torre, donde permaneció hasta su muerte, cerca de veinte años. Pese a estas mejoras finales, el Carlo famoso le costó a Zapata una durísima sentencia de cadena perpetua. De nuevo, Cervantes, que también sufrió cárcel, debió de identificarse con este autor. El peligroso carácter del Carlo famoso explica la ambigüedad con que Cervantes alude al libro de Zapata. El manco genial deja quemar la epopeya del extremeño en el capítulo VII de la Primera parte, aunque sugiriendo que quizás no fuera este el destino que merecía; también alude a la obra en otros pasajes del Quijote, aunque siempre con sumo secreto y cautela. Solamente un lector atento y experimentado reconocería estas referencias y las interpretaría como llamadas de atención. Con esas referencias Cervantes compara implícitamente el belicismo de Carlos V con García de Paredes y los caballeros andantes que enloquecieron a Don Quijote. Además, también critica la política exterior de los Austria por violenta y por confiar en la fortaleza más que en la prudencia. Por último, al llamar la atención sobre el Carlo

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famoso Cervantes pone de relieve la injusta prisión que sufrió Zapata y, por consiguiente, denuncia cómo otro Austria, Felipe II, trataba a sus súbditos. Ahora bien, ¿suponen estas llamadas de atención cervantinas una opinión desfavorable sobre Carlos V? Resulta difícil imaginar que un soldado y humanista español de comienzos del siglo xvii criticara al que los españoles de la época reconocían como uno de los monarcas más gloriosos de la historia nacional. En este sentido, todavía pesa la inequívoca condena que formuló Gregorio Mayáns: «Solamente en lo que toca a Don Quijote, no quiero passar en silencio que se engañan mucho los que piensan que Don Quijote de la Mancha es una representación de Carlos Quinto, sin más fundamento que antojárseles assí. Cervantes apreciava como devía la memoria de un príncipe i señor suyo de tanto valor i de tan heroicas virtudes, i muchas veces le nombró con la mayor veneración» (1750: 174-175). Las palabras de Mayáns se basan en apreciaciones sólidas, pero fueron escritas en pleno reinado de Carlos III, y por un ferviente partidario de una fuerte autoridad real. Don Quijote no es una «representación» satírica de Carlos V, pero sí que comparte algunas características negativas presentes en ciertas acciones del César. Cómo, si no, explicar los datos fehacientes que hemos enumerado: la quema de libros sobre Carlos V, los parecidos entre García de Paredes y el César, y las cautelosas referencias sobre la obra de Zapata. Si no pretendiera criticar algunos aspectos de la política de Carlos V —o de sus sucesores—, ¿por qué incluiría Cervantes estas menciones? ¿Por qué haría quemar el Carlo famoso? ¿Por qué La Carolea? De hecho, la cadena de asociaciones entre el Quijote y el Carlo famoso revela que Cervantes podría albergar algunas reservas acerca del gobierno de Carlos I y de los Austria. En primer lugar, el autor parece criticar que la España que creó el César Habsburgo padecía de un defectuoso balance en la relación entre armas y letras: las gloriosas gestas de Carlos se inclinaban demasiado hacia un belicismo excesivo, como el de García de Paredes, y que no obtenía buenos resultados en el ámbito internacional. En segundo lugar, Cervantes denunciaría que, quizás debido a este predominio de las armas, el gobierno de los Habsburgo no se preocupaba por recompensar debidamente a poetas como Zapata y Cervantes. En tercer lugar, el autor del Quijote llama la atención sobre el hecho de que los Austria permitían que escritores como Zapata y Cervantes sufrieran injustas prisiones. En suma, nuestro estudio descubre que Cervantes debió de compartir la opinión de Zapata acerca del emperador Carlos V: fue un gobernante glorioso, pero no exento de ciertos defectos que incrementó la política de sus descendientes. Bibliografía citada Frederick A. de Armas (1981). «Los excesos de Venus y Marte en El gallardo español», en Cervantes. Su obra y su mundo. Actas del I Congreso Internacional Sobre Cervantes, ed. Manuel Criado de Val, Madrid, EDI, 249-259. Jean-François Canavaggio (1958). «Alonso López Pinciano y la estética literaria de Cervantes en el Quijote», Anales cervantinos, 7, 12-107.

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El caso y la caída del Príncipe despeñado, de Lope de Vega Guillermo Serés Universidad Autónoma de Barcelona

Historia y leyenda de Navarra El hecho histórico que está en el origen de El príncipe despeñado es la muerte del rey Sancho IV de Navarra en Peñalén, en 1076, 1 como consecuencia de la venganza de un vasallo suyo cuya mujer había sido violada por aquel iracundo y lujurioso rey, nacido alrededor de 1039, hijo de García III Sánchez, el de Nájera, 2 y de Estefanía de Barcelona. 3 Es bastante probable que Lope se documentase en el Compendio historial, de Garibay:   Cito la comedia por la edición, en prensa, a cargo de Andrés Pozo, en la Parte séptima de comedias de Lope de Vega, coord., Enrico di Pastena, Milenio-Universidad Autónoma de Barcelona, Lérida-Bellaterra, 2008, 3 vols., III, pp. 1243-1390.   Rey de Navarra entre 1035-1054. El 1 de septiembre de 1054 se enfrentó a su hermano en la batalla de Atapuerca, donde perdió la vida.    Fue proclamado rey durante la batalla de Atapuerca, donde murió su padre (1054). El estudio de su reinado presenta a un hombre atrabiliario que removió a los nobles de sus cargos con una frecuencia inusitada hasta esos momentos; nombró alféreces o mayordomos a hombres jóvenes, que no habían pasado por los puestos más bajos del «escalafón», y en algún caso degradó a algún noble desde los cargos más altos citados a los de menos importancia. Esto ocasionó que entre la misma nobleza, de acuerdo con los hermanos del monarca, se fraguasen intrigas palaciegas, que culminaron con el asesinato del monarca en junio de 1076, al despeñarlo por un terraplén sobre el río Arga, en el actual despoblado de Peñalén (cercano a Villa-

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Escriben muchas crónicas de Navarra que el rey don Sancho García en los últimos años de su reino y vida se dio a los amores de una señora vasalla suya… mujer del conde don Pedro de Escaray, que dice ser señor de Pazuengos y de otras tierras de la sierra de Nájera y también de la villa de Funes… El rey don Sancho García, por hacer al conde ausente de la compañía de la condesa su mujer y dar fin a sus días, le envió por capitán principal de la frontera de Castilla, deseando con esta ocasión ganar los amores Della… Escribe más: que salía muchas veces a caza a la sierra por las comarcas de la villa de Pazuengos, donde la condesa habitaba y que un día, después de haber monteado y corrido por la sierra, fingiéndose cansado, llegó a Pazuengos y que, con cubierta de querer descansar, fue al castillo de la villa, donde moraba la condesa, y que ella, recibiéndole como a señor y rey suyo, usó el rey don Sancho García de la cautelosa malicia que Sexto Tarquino… había usado con la pudicísima nombrada matrona romana Lucrecia… No tardó este caso a aportar a oídos del conde… No cesando el conde en pensar continuamente la ocasión y orden que tenía en matar al rey…, hizo subir al rey a una muy alta peña de la ribera de Argo, llamada Peñalén, y estando contemplando la vista de el agua…, dio el conde al rey don Sancho García tal rempujón, diciéndole: ¡ah, rey tirano y alevoso!» Vasallo vengativo y alevoso que le arrojó por la peña abajo y, dando golpes, no paró hasta que muerto cayó el rey en el río. 4

Con todo, tampoco cabe descartar la Crónica de los reyes de Navarra, del príncipe Carlos de Viana, como quiere Menéndez Pelayo, que la antepone a las versiones de Garibay y de Mariana. 5 Pero, como era habitual, en él y en cualquier pieza histórica, Lope ha utilizado con mucha libertad los hechos históricos, ha reelaborado los materiales con elementos legendarios y se ha inventado los nombres de los personajes y de los lugares mencionados en ésta y en otras crónicas. 6 No menos habitual ha sido la ilustración complementaria con motivos de la Antigüedad grecolatina o bíblicos: la historias de Tarquino y Lucrecia, 7 o de David y Urías, respectivamente; cuando no la de Ciro (como indico abajo), príncipe expósito de Persia (vv. 2793-2794), que recuerda al nonato de Navarra. Pero tanto aquélla franca de Navarra). Al morir asesinado, sus hermanos implicados en el hecho (Ramón el Fratricida y Ermesinda) tuvieron que huir: el reino se dividió entre Alfonso VI de Castilla, que ocupó preferentemente las tierras de la actual Rioja, y Sancho I Ramírez de Aragón, que se apoderó de las del norte del Ebro, con Pamplona, si bien estos repartos sólo quedaron regularizados en 1087. Véase también Crónica de los reyes de Navarra, p. 66.   Libro III, pp. 94-98. La editora Ciria Matilla (pp. 24-25) prueba fehacientemente (y refuerza la tesis del editor anterior, Hoge) que Garibay es la fuente más probable, frente a Menéndez Pelayo, que apuesta por la Crónica de don Carlos, cuya segunda parte fue a su vez dividida en dos secciones: desde la muerte de Sancho de Peñalén hasta el fallecimiento de Sancho el Fuerte y desde Teobaldo I hasta Carlos III, a los que llamó los reyes franceses.   La opinión de Menéndez Pelayo la contradice documentadamente Hoge [1955], respaldado por la más reciente editora Soledad de Ciria (1992: 25-27), que, en cambio, no descarta «una cuarta fuente que debemos considerar..., la Crónica de los reyes de Navarra de Juan de Jaso» (p. 25), que también mencionaba Gigas (1921) y parece confirmar Elizalde (1981: 815-816).   Arista, por ejemplo, lo sacó de un término heráldico, que también rastrea otros nombres como Peralta, «le nom d’une ville navarraise»; lo mismo cabe decir de Ramón, Fortunio y otros.   MacCurdy (1994) cree que la reelaboración de la historia de Lucrecia en El príncipe despeñado es como un paso previo para el Peribáñez: aquélla «se compuso en 1602», ésta «entre 1609 y 1612»; ambas «tienen en común: ciertas analogías entre las fábulas…, concretamente la historia de Lucrecia» (p. 105).

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como éstas son historias que entroncan con motivos folclóricos presentes en varias tradiciones occidentales y orientales, como se deja ver con sólo echar una ojeada al argumento. 8 «Caer para levantar» El mito y motivo del príncipe despeñado que da título a la obra se ha estudiado especialmente como efecto escénico, 9 con los tablones y tramoyas que incrementan el simbolismo de la caída: el rey don Sancho, usurpador del trono de Navarra y mal caballero, muere despeñado. 10 En realidad, se trata de un énfasis escénico de las moralizantes «caídas de príncipes», cuyo libro antonomástico es el De casibus virorum illustrium, de Boccaccio, 11 donde el de Certaldo presenta y enumera buenas pruebas de cómo las gasta la caprichosa rueda de la Fortuna cuando de hacer   Gira en torno de la elección de rey entre dos príncipes: uno aún en el vientre de la reina viuda, doña Elvira, y apoyado por la facción de nobles encabezada por don Remón; la otra facción la encabeza su hermano, don Martín, cuyo candidato a la sucesión es el príncipe Sancho, hermano del rey difunto. ������������ Es coronado Sancho, quien, para garantizar su continuidad, acusa de adulterio a su cuñada Elvira, que se ve obligada a refugiarse en las montañas, cerca de Peñalén, donde precisamente vive don Martín y su esposa, Blanca de Cruzate. En esos parajes se enamora de doña Elvira Danteo, un serrano despechado de amor, protagonista de la acción secundaria y paralela, que ayudará a nacer al hijo de Elvira y lo llevará al pueblo, puesto que la Reina viuda le ha cedido temporalmente su custodia, para que lo críen y eduquen como se merece. Buscando a Elvira, llegan a Peñalén el rey y algunos cortesanos: serán testigos del bautizo del niño, apadrinado por doña Blanca, de quien se enamora inmediatamente el rey; quien, más tarde, ofuscado por la pasión que le despierta la casta mujer de su vasallo, alejará a su marido, obligándole a partir a una falsa guerra con el ejército de Francia, supuestamente encabezado por Remón. Con Remón, casualmente, se encuentra, en aquellos parajes, Elvira, pues igualmente se había refugiado allí, huyendo de la ira regia. Ambos deciden vivir como serranos, para no alejarse del hijo, príncipe heredero. Abajo, en Peñalén y una vez alejado don Martín, el rey Sancho logra entrar en la habitación de doña Blanca, que se resiste «in extremis» a ser violada, aunque no lo consigue. A su vuelta, y enterado por su esposa de la infamia regia, don Martín jura vengarse de Sancho, quien, para hacerse perdonar de su vasallo, le entrega cuatro villas. ����������������������������������������������������������������� Para acabar con la melancolía del rey, le aconsejan vaya a cazar a la sierra de Peñalén, donde unos pastores han visto unas fieras desconocidas. ���������������������������� Se trata en realidad de dos salvajes, don Remón y doña Elvira, que visten pieles y viven en cuevas. Simultáneamente, Martín persigue a un salvaje por los riscos; cuando lo alcanza, reconoce en él a su hermano Remón; tras unos momentos de duda, se abrazan y se cuentan sus respectivas peripecias. Don Martín confiesa que, loco de ira y dolor, ha ordenado abandonar al niño en el bosque, porque lo considera el motivo de su deshonra. Don Remón incita a su hermano para que, aprovechando que Sancho persigue a los salvajes, despeñe al usurpador y lave así su honra. Finalmente, Martín empuja a Sancho al vacío: la violencia de la caída le mata. Mientras, los serranos abandonan al niño en el bosque, creyéndolo fruto de un amor ilícito. Sin embargo, doña Elvira, que desconoce la identidad del niño, lo recoge y huye con él. Para que la venganza quede confirmada, el cadáver del Rey es llevado a hombros hasta la casa de doña Blanca y depositado en la misma cama en que la violó. Entonces entra la Reina madre con el niño en brazos y explica que lo encontró entre las hierbas y que ha decidido criarlo en lugar del hijo perdido. Don Remón y doña Blanca, sin embargo, reconocen al infante y el propio don Martín lo nombra allí mismo rey de Navarra.    Varey, 1990: 49-65. 10  Nos recuerda Varey, 1990: 52-55, que este simbolismo es incluso más patente en la refundición de la obra que hizo Juan de Matos Fragoso titulada La venganza en el despeño, publicada en la Parte XXXIV de Escogidas, pp. 240-281. 11   Había un título más largo: Los acaecimientos et casos de Fortuna que hobieron muchos príncipes et grandes señores; era una versión atribuida en su mayor parte a Pero López de Ayala y, supuestamente, finalizada por Alfonso de Cartagena. Véanse simplemente los trabajos de Naylor 1986 y 1992.

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«caer» a los grandes de la tierra se trata. El libro de Boccaccio fue, efectivamente, muy celebrado en el Otoño de la Edad Media, pero no sólo entonces, pues se seguía leyendo en el siglo xvii. 12 Sin embargo, sólo a finales de la Edad Media se interpretó la traducción de dicho libro (o de otros afines) como un Régimen (o Regimiento) de príncipes, 13 dado que allí se podía comprobar la triste suerte de personas importantes que, generalmente por el abuso del poder, acabaron sus días desastrosamente. Pero para el caso que nos ocupa, más relevante incluso que el de la caída o descensus, es el motivo del ascensus de un no nato expósito, criado por serranos, hijo de una reina huida de la corte y convertida en salvaje. Son tópicos complementarios que Lope nos presenta en tres momentos cruciales. En primer lugar, el encuentro del noble Remón y la reina Elvira, en que aquél es tildado de caballero salvaje: Elvira Voy a morir. Remón        ¿De quién, huyendo, corres, que apenas de los hombres te socorres? Elvira   Huyo de mí, que soy desdichas toda. ¿Quién eres tú con traje tan grosero? Remón Espera, y a mi amparo te acomoda, que soy, aunque salvaje, un caballero; soy buena sangre, soy reliquia goda. Elvira Espera, miraré. Remón       Mira, ya espero. Elvira ¡Es don Remón! Remón        ¡Jesús! ¿Qué miro agora? Elvira La reina soy. Remón        ¡Ay, Reina, mi señora!

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En segundo, cuando es la propia reina Elvira la que se ha transmutado en salvaje y adoptado otro nombre: Danteo Elvira

  Parece que deciende del monte un animal, y no es en vano; la noche me defiende no verle bien, porque con rostro humano parece que le veo. ¡Hola, pastor! Pastor ¿eres Danteo?

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12  Nos han llegado 72 manuscritos del texto latino del De casibus, y varias versiones impresas; de la versión romance se conservan ocho manuscritos medievales y dos del siglo xvi o xvii; así como tres ediciones impresas: Sevilla, 1495; Toledo, 1511, y Alcalá de Henares, 1552; véase Naylor 1992: 146-47. 13  Así, en el colofón de la edición de Sevilla, 1495, reza: «A loor et alabanza de Dios todopoderoso et de la immaculata soberana reina del cielo Virgen Santa María, madre suya, e en exemplo e castigo de todos los grandes emperadores, reyes, señores et señoras que sobre la haz de la tierra en este circular orbe dominan, cuyos señoríos non pueden exceder de pasar por tal vía, como los tales sean sojuzgados, a la mayor parte, so el desordenado poder de la Fortuna et su rueda.»

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Danteo   Danteo soy ¿quién llama? Elvira Lucinda. Danteo        ¡Ay cielo! Subiré si esperas.

Por fin, el tercer momento, crucial, es el encuentro de los salvajes con el Rey; sólo entonces se cerrará el círculo argumental: morirá el Rey y se facilitará la anagonórisis final: Fortunio Pues ten por cierto que en su gran montaña se han descubierto, habrá muy pocos días, ciertos nuevos estraños animales. Sancho ¿De qué manera? Fortunio       Son de forma de hombres vestidos, como rústicos salvajes, de blancas pieles y verdes hojas, coronadas de flores las cabezas, y con nudosas mazas en las manos. Hablan como nosotros, aunque poco; Huyen cualquier persona y dicen muchos que habitan en las quiebras de los riscos. Sancho ¡Prodigioso suceso, estraño caso! Haced que se aperciban mis monteros, que a Peñalén quiero partirme al punto.

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Un príncipe nonato y expósito Lope despliega todos los signos: el pellico como «marca exterior de un cambio de identidad y de espacio», o su alternativa: «irse a vivir entre pastores o campesinos, en una aldea: un estado algo más confortable y “civilizado”, pero siempre marcado por una radical diferencia, espacial y cultural, con respecto de la Corte». 14 Ambos casos se dan en El príncipe despeñado, pues el inocente hijo de Elvira, rey en potencia, crece como pastor entre pastores y, simultáneamente, la madre vive como salvaje en el bosque. 15 Recuérdese que en el mismo bosque se encuentra doña Elvira con el noble don Remón, exiliado precisamente por defender los derechos de la reina y su hijo. Ambos han asumido de tal modo esa condición de exiliados y refugiados en la naturaleza, que los pastores creen que son dos salvajes verdaderos. Por eso precisamente solicitan la intervención del rey Sancho antes citada, para que los capture y mate. La caza que organiza el Rey acabará con él mismo como pieza. El  Antonucci, 1995: 62.  Yarbro-Bejarano (1994: 183) insiste en que la discriminación de la mujer es más aguda y ejemplifica «the interprenetation of discourses on gender and power in Lope’s honor plays». 14 15

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vestido de salvaje aquí no oculta o enmascara un amor infeliz o la expiación de una culpa, como de costumbre, 16 sino que es consecuencia de una decisión injusta, de la violencia que se ejerce en dos personajes acomunados por un destino y un contexto: huir de la corte, ocultar su identidad y esconderse en el bosque, como les ocurre, «mutatis mutandis», a Rosaura y Segismundo. Como éstos, al final de la comedia los disfrazados recobran su identidad y su nombre, su honor y su lugar en la Corte. 17 Vinculado con el anterior, el motivo del príncipe expósito, cuyo modelo puede ser Ciro, 18 o cualquiera de los análogos: Paris, Moisés, José, Rómulo y Remo, etc. La diferencia radica en el que en este caso es nonato y con su identidad enmascarada: Martín       Con el grande enojo de que por el bautismo dese niño el Rey hubiese visto a doña Blanca, le he mandado llevar al mismo valle donde le hallaron, y que allí le dejen. Remón ¡Espantosa crueldad! Martín        Estaba loco; mas Dios, que le defiende en tantos daños, le librará de aqueste y de otros muchos.

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Como siempre, Lope universaliza los motivos particulares, incardinándolos en conceptos filosóficos contrastados. Tal ocurre con la noción metafísica y teológica de centro, 19 que suele complementarse con la de la piedra que cae fatalmente, como ocurre con el joven príncipe y su madre: Elvira  Asíos muy bien al pecho, Niño mío, y no os caigáis; mas en vuestro centro estáis, que está de desdichas hecho.

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Motivos más frecuentes y dinámicos son los casos de honor de Blanca y Elvira que articulan la obra. 20 El de la reina es puesto en entredicho por el nuevo rey Sancho al principio (vv. 351-360), luego se le restaura por los caballeros navarros (vv. 2981-2986) y se reinserta socialmente; parecido es el caso de Blanca, violada por el   Véase simplemente Egido, 1983  Como muy bien indica Blue (1979: 29), «there is a thematic unity that transcends scene and act boundaries and that there thermes of love, treason and honour are interrelated throughout the work». 18  Como sugiere Hoge (1950), aunque luego el propio Lope cite a Rómulo y Remo, amamantados por la loba, y se podrían citar otros muchos antecedentes, cultos o tradicionales. En Serés (1998) cito las principales fuentes. 19   Fray Luis de León trae, como suya, una versión excelente del centro de gravedad de la tierra en su Exposición del Libro de Job, p. 823: «a la verdad es cosa maravillosa estrañamente y secreto que cuerpo [el de la tierra] y pesadumbre tan grande se sustente en el aire que le cerca a la redonda... Y no basta lo que del centro se dice, porque eso es lo que no se entiende y espanta: que sea centro aquel punto más que otro cualquiera». 20   Véase simplemente Welles, 2000. 16 17

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Rey y luego moralmente recompensada. 21 Dichas pérdidas de honor comportan, simétricamente, sendas separaciones: doña Elvira de su hijo, doña Blanca de su marido, que, a su vez, se separa de su hermano. Al igual que el honor, el tema del amor también se deja analizar simétricamente, pues Danteo, como Sancho, ama ferinamente a Elisa; Martín, como Remón, demuestran amor puro, respectivamente, a Blanca y a la monarquía, encarnada eventualmente por doña Elvira. La justificación del tiranicidio Las palabras del jesuita toledano Juan de Mariana, autor del De rege et regis institutione, resultan lapidarias: «el rey debe estar sujeto a aquellas leyes que sancionó la república, cuya autoridad es mayor que la del rey». 22 Entre otras razones, porque el rey «nunca debe creerse dueño del estado ni de sus súbditos, sino un gobernante al que los ciudadanos han asignado unos recursos» (p. 64) y se apresura a dejar sentado que la potestas del rey tiene su origen en el pueblo, que, por lo tanto, tiene siempre la última palabra. 23 Tanto es así, y tanto traicionaría a la comunitas el rey que no cumpliera el cometido para el que se le nombró, que, en uno de los pasajes más celebrados de la obra, llega a justificar el tiranicidio, si lo requieren las circunstancias: Es preciso además tener en cuenta que han merecido en todos los tiempos grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos… ¿Por qué los dos Brutos están legitimados por la autoridad del pueblo?… Añádase a esto que el tirano es como una bestia fiera e inhumana… Llamarás cruel, cobarde o impío al que, al ver maltratadas a su madre o a su esposa, no las socorra, y ¿hemos de consentir que un tirano veje y atormente a su capricho a nuestra patria, a la cual debemos más que a nuestros padres?… Si [el rey] no dejara lugar alguno a la speranza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey… y si fuera necesario y no hubiera otro modo posible de salvar la patria, matar al príncipe como enemigo público, con la autoridad legítima del derecho de defensa. (pp. 77-80)

Concebido el tiranicidio, claro está, como forma de regulación del poder, no como acción revolucionaria, tal como se entiende en la obra que nos ocupa. Es una idea del príncipe que recuerda a la de la Roma republicana, pero también al monarca ideal de la Edad Media. 24 Entre nosotros, así lo traen las medievales Partidas com La analiza con detalle Blue, 1979: 19.   En Serés (2000) me ocupé de las principales fuentes, objetivos y contexto histórico de la obra de Mariana. Para la defensa y justificación del tiranicidio según Mariana, Fava, 1953. Complétese con Green, 1965; Gómez Moriana, 1968; Exum, 1974, y Crapotta, 1985. 23  Sobre la figura del rey en el teatro de Lope, véanse los estudios de Herrero, 1935; Maravall, 1972; Díez Borque, 1976: 129-194, y Young, 1979. 24  ����������������������� Lo recoge Santo Tomás, Summa, II-II, q. 42, q. 2: «regimen tyrannicum non est iustum, quia non ordinatur ad bonum commune, sed ad bonum privatum regentis, ut patet per Philosophum, in III Polit. [V, 4, 1279b6] et in Ethic. [X, 2, 1160b8]. Et ideo perturbatio huius regiminis non habet rationem seditionis». ���� Dante en su Monarchia, I, 12, va más allá, porque recuerda que el régimen político influye en la bondad o maldad del ciudadano: «Dice el Filósofo en su Política [III, 5, 1277b30] que, «bajo un régimen político malo, el hom21 22

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piladas por Alfonso el Sabio, con todos sus «debdos de naturaleza», el sentido ético de las leyes y la relación de reciprocidad moral del señor con los vasallos y «naturales» en general. 25 En ningún caso es frecuente el motivo del rey que se deja arrastrar por una pasión desenfrenada, mostrándose indignos de su función y condición. 26 Mucho más frecuente es la del monarca idealizado como el de tres de sus obras maestras: Peribáñez, Fuente Ovejuna y El mejor alcalde, el rey, aunque en estos casos la intervención del monarca es bastante mecánica, como un vicario del deus ex machina del teatro antiguo. Hay en estas obras, en efecto, una apología del monarca (del buen monarca, entiéndase), 27 que suele aparecer de cuerpo entero al final para otorgar justicia a sus vasallos; también se deja ver en El caballero de Olmedo. Por estos años, por otra parte, economistas y políticos vivían obsesionados por hallar un modo de «conservación» de monarquías. El desarrollo del maquiavelismo y de la teoría política basada en la prudencia ����������������������������������������������� —���������������������������������������������� la virtud cardinal en la aretología del siglo xvii— 28 no es sino la manifestación más patente del miedo, incluso pavor, que sienten los estados europeos y sus respectivas monarquías ante un descontento popular que pueda degenerar en subversiones del orden establecido. Como suele suceder en el teatro de Lope, en un momento dado se unen los dos motivos centrales, el tiranicidio y los salvajes, combinados con el del príncipe expósito: Martín Hermano, yo he venido a darle muerte a este tirano que, como has sentido, viene a cazar salvajes a este monte; que debes tú de ser, si alguno han visto. Remón También hay otro. Martín        ¿Quién? Remón          La Reina.

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bre bueno es mal ciudadano». ��������� Cf. «The ����������������������������������������������������������������������� King is below the law. It is his fundamental duty not to alter the preexisting legal order without the consent of his subjects, to protect every individual in his lawfully-acquired rights, and not to encroach upon them arbritrally» (Kern, 1948: 35) 25   El debdo implica reciprocidad entre señor y criado, como indican las Partidas (IV, XX, «De los criados...»; ley 4: «Qué debdo nasce entre los criados e los que los crían»), donde se especifica perfectamente el «debdo de criança» (Cuarta partida, xxiiii) y se refiere la compilación alfonsí al «debdo que han los omnes con los señores por razón de naturaleza». Así, aquél, el «debdo de criança» se gana «por costumbre» y «por bondad»; el de «natura» es «el que fazen los padres a los hijos»; el tercer, en fin, es «por piedad, como criar un fijo desamparado o echado». Baste ver El conde Lucanor: «Et un día... aquel mío enemigo fizo mucho mal et muchas desonras aquel omne con quien había tantos debdos» (Exemplo XIX, pp. 78-79). 26  McKendrick (2000: 36) lo ilustra con muchas comedias, comparando El príncipe despeñado con El postrer godo de España, para concluir que «It may be that in Lope de Vega, at least, the depiction of princely imperfection started out as the dramatist’s instinctive recognition that, since kings are men, the ideal of kingship must carry within it the sides of its own defeat». 27  Un excelente resumen de la crítica sobre la obra es el de Kirschner, 1977. Entre los estudios posteriores que desarrolla con gran sutileza el tema del título de su libro, destaca el prólogo de Profeti (1978) a su edición de Fuente Ovejuna; un buen ejemplo de crítica semiológica que atiende a los distintos planos en que se desarrolla la obra literaria. 28   Es muy recomendable, al respecto, consultar la obra, tan rica en datos, de Ferrari, 1945; véase también Fernández Santamaría, 1986.

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Martín           ¿Cómo? Remón Aquí vive conmigo en ese traje, y es suyo el niño que en tu casa crías, hijo del muerto Rey, rey de Navarra.

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Los tres se complementan con los temas del honor, la traición y el amor, que fundamentan moralmente la obra. Omnia bona mecum La máxima estoica parece desprenderse de las palabras del guarda cuando ayuda a huir a la Reina, que lleva consigo lo mejor de sí misma: Guarda ¡Huye, Reina, pues que van contigo todos tus bienes!   ¿Qué tienes tú que dejar, si llevas al Rey contigo?

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No sólo se refiere a que lleva consigo al príncipe; también recuerda el estoico omnia bona mecum o la variante: omnia mea mecum porto; 29 celebérrima frase atribuida a Bías y que resulta muy apropiada para el tipo de vida que va a llevar Elvira a partir de ese momento. Más abajo, la reina, con traje humilde, parece haber asimilado plenamente la máxima estoica que recomendaba por aquel entonces el capitán Fernández de Andrada: «quiero imitar al pueblo en el vestido…» (Epístola moral a Fabio, 166 ss.): Elvira   ¡Compañera soledad, de la desdicha en que vivo, monte nevado y altivo tened de mi mal piedad! ........   Huyendo la envidia vengo, la soberbia y la ambición porque sepáis cuáles son los enemigos que tengo.

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El discurso del conde Remón abunda en las mismas ideas: Remón 29

 Cf. Séneca, Ep., IX, 18.

Están las cosas en tan triste estado, que no hay hidalgo ya que corresponda a sus obligaciones y a sus leyes. ¡Tanta codicia es ya privar con reyes!

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La réplica pasional la da Martín, airado, que se dirige, destempladamente, a los elementos y a los reinos de la naturaleza: Martín Perdóname, sancto Abel, inocente de mi alma; que si eres vivo, yo juro al cielo, a sus luces altas, al mar, a la tierra, al fuego, hombres, yerbas, aves, plantas, de hacerte jurar por rey, luego que tome venganza.

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Mientras que, complementariamente, el rey es presa de su alienante pasión amo­ rosa: Sancho   Mira la fuerza de amor contra la ley de amistad,

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y de las cuatro pasiones tradicionales: Sancho   ¡Oh Arista, cómo parece que es el apetito loco! Aquello por quien padece, gozado, lo tiene en poco, y adquirido, lo aborrece.

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Gozo, dolor, vana esperanza, fugaz alegría; pasiones que necesariamente deben purgarse; 30 máxime en un rey que, como tal, quiera actuar. Por si no bastaba con la ruptura del «debdo de crianza» (véase nota 25) que le une a sus vasallos, su pasional contingencia justifica plenamente el tiranicidio. Bibliografía citada Fausta Antonucci (1995). El salvaje en la Comedia del Siglo de Oro, Pamplona, Universidad de Navarra-Universidad de Toulouse. William R. Blue (1979). «Dramatic Unity in Lope’s El príncipe despeñado», Hispanofila, 65, pp. 17-29. James Crapotta (1985). Kingship and Tyranny in the Theater of Guillén de Castro, Londres, Tamesis.

30  Son las cuatro pasiones tradicionales (alegría, dolor, miedo, tristeza), de lejanos orígenes platónico (Fedón, 83 b) y estoico (cf. Diógenes Laercio, Vitae phil., VII, 111; Cicerón, Tusculanas, IV, 11), aunque bien pronto cristianizadas (Cf. S. Agustín, De civ. Dei, xiv, iii, 2; Boecio, De cons. phil., I, verso 7, 25-28; Sto. Tomás, Summa, I-II, q. 25, a.4, etc.), previa sistematización aristotélica (Retórica, 1377 b-1388 b).

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Las tres justicias poéticas de La fuerza lastimosa (Lope de Vega) Frédéric Serralta Université de Toulouse-Le Mirail

En un estudio reciente (Serralta, 2007) intenté sentar las bases de una nueva teoría de la justicia poética en el teatro de Lope, teoría diferente a la vez de la explícitamente expuesta por el conocido investigador inglés Alexander Parker (1976 a y b) y de la que implícitamente subyace en no pocos estudios de la crítica actual. No me parece necesario retrazar previamente aquí, en mi introducción, los fundamentos de estos tres tipos de justicia, o sea, de los tres sistemas de conexión o coherencia entre lo que hacen los personajes y la situación final, feliz o infeliz, hacia la cual los lleva el dramaturgo —dicho de otro modo, de lo que es justo, según criterios desde luego variables, que les ocurra al final—. Prefiero ir recordando sus características respectivas al principio de los grandes apartados del presente artículo, en el cual me propongo reflexionar sucesivamente sobre la pertinencia de dichos tres enfoques críticos aplicados a una comedia de Lope, La fuerza lastimosa, que al respecto me parece ejemplar. Lo que sí creo imprescindible, sin embargo, ya que no se trata de una de las comedias del Fénix más citadas y conocidas, 1 es presentar a continuación un breve resumen de dicha obra. Vaya pues por delante un relato esquemático de la intriga: La princesa Dionisia, hija del rey de Irlanda, concede al conde Enrique una cita amorosa para la noche siguiente. Pero el duque Otavio, casualmente enterado del  Se representó sin embargo en el Festival de Almagro, en julio de 2001, dirigida por Eduardo Vasco.



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proyecto, consigue mediante un engañoso subterfugio que el Rey encarcele durante unas horas a Enrique, y haciéndose pasar por él goza esa noche a la Infanta, huyendo después hacia sus dominios señoriales. Libre de nuevo el inocente Conde, no comprende por supuesto las claras alusiones de Dionisia a su noche de amor, niega primero su participación en ella, pero finalmente, ante la dolorida indignación y las amenazas de la joven, dice que sí ha sido él, aunque inmediatamente después se marcha para España. Seis años más tarde, enferma la deshonrada Princesa de una grave melancolía, vuelve el conde Enrique a la corte de Irlanda con su esposa Isabela y sus tres hijos. El Rey, enterado por su hija de la (en realidad falsa) traición del Conde, le somete a éste de forma impersonal un caso idéntico, y la solución propuesta por el incauto Enrique es que el culpable mate a su mujer para casarse con la Infanta y salvar así su honor y el del reino. Con ello se obliga el Conde, como buen vasallo, cuando el Rey le revela que de él se trata, a matar a su amada Isabela. No se resuelve a hacerlo sino dejando que criados suyos la abandonen en una barca preparada para hundirse en pleno mar. Se lleva a cabo el cruel proyecto, pero, sin saberlo su marido, Isabela se salva gracias a la intervención del duque Otavio. Arrepentido luego Enrique, entra en una fase de locura-melancolía que imposibilita su boda con la Infanta. El conde de Barcelona, padre de Isabela, desembarca en Irlanda con una expedición militar para vengar a su hija. El duque Otavio, solicitado por el rey, regresa a la corte irlandesa, a la cual también consigue llegar Isabela, disfrazada primero de soldado. Disipados sucesivamente todos los malentendidos, desemboca la acción en la reparación final del honor de Dionisia, casada con Otavio, y la feliz reunión de la inocente familia de Enrique. Tales son pues los principales rasgos de la intriga de La fuerza lastimosa. Veamos ahora, como anunciado en la introducción, en qué medida se puede razonablemente observar en ella el funcionamiento eventual de cada uno de los tres tipos de justicia poética aludidos más arriba. Sería muy interesante examinar desde esta perspectiva la trayectoria de algunos personajes principales de la comedia, tanto el Rey y la infanta Dionisia como el conde Enrique. Pero el largo análisis que merecen ocuparía demasiado espacio, por lo cual me voy a atener al caso de un personaje a la vez episódico y totalmente determinante para la construcción del enredo: el duque Otavio, burlador inicial de la Princesa. Nuestro primer tipo de justicia poética, definido con alguna imprecisión por los dos estudios sucesivos de Alexander Parker y que voy a presentar de una manera forzosamente esquemática, 2 supedita en cierto modo la comedia a la estricta aplicación de una ética social, moral o religiosa, exterior a ella, haciendo pues de la obra algo así como la ilustración ejemplar de una justicia casi «teológica»: la situación —o mejor dicho el grado de satisfacción— final de los personajes correspondería exactamente a su merecido según las leyes de la moral corriente, tal como las aplica, comparte o interpreta el dramaturgo. La utilización de este concepto como instrumento de análisis implica pues que el crítico tome como punto de partida el destino  Para un análisis más pormenorizado, véase Serralta, 2007: 35-36.



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final de los personajes y busque después, en su comportamiento pasado, lo que les hace merecedores del castigo o de la recompensa que en el desenlace les otorga el autor. Centrándonos pues ahora en el personaje de Otavio, no podemos dejar de constatar que su «satisfacción» final es plena, total e indiscutible: inicialmente enamorado de la Infanta, acaba casándose con ella y accediendo así al futuro trono de Irlanda. Doble recompensa pues, sentimental y social. Pero, de cara a la ética más corriente, ¿qué ha hecho para merecerla? Primero, con una mentira grosera, matizada de cinismo e hipocresía, 3 ha obligado al Rey a encarcelar a su rival Enrique; luego, usurpando la identidad de éste, ha gozado a Dionisia, explícitamente satisfecho y consciente de su engaño, 4 huyendo después de la corte y siendo así el causante directo de todos los males de los demás personajes: la deshonra de la Infanta y del Rey, el dolor y la locura de Enrique, la muerte —milagrosamente evitada— de Isabela… Además, en total contradicción con la fidelidad ejemplar de los perfectos galanes de comedia, olvida por completo su pasión inicial por la Infanta en cuanto ve a Isabela, declarándose en el acto perdidamente enamorado de ella. 5 Y no hablemos de su comportamiento como vasallo, deshonrando primero a la hija del Rey y negándose después, aunque fugazmente, a servirle. 6 ¿Cómo puede todo ello tener perdón y desembocar en la espléndida recompensa final? De tan evidente desajuste se desprende una conclusión no menos evidente: la justicia poética a la Parker, fundada en criterios morales exteriores a la obra, no funciona en este caso —como, la verdad, tampoco funciona en muchos casos más—, o sea que no es un concepto operativo mecánicamente aplicable a la Comedia del Siglo de Oro. Conclusión que por supuesto no es nada original, ya que no hace sino confirmar importantes estudios anteriores (Pring-Mill, 1961 y 1968, Rubio, 1981). Ante la fragilidad del concepto parkeriano que acabo de evocar, por lo menos desde los años ochenta del siglo pasado ha ido apareciendo entre la crítica especializada un nuevo concepto de la justicia poética. Concepto difuso, sobre cual no conozco ninguna profundización teórica completa, pero que fundamenta y estructura no pocos de los mejores análisis recientes. Como el de Parker, se basa igualmente en nociones de índole moral, pero no exteriores a la comedia, sino en relación exclusiva con su propio contenido: los personajes alcanzan el destino final que merecen según su conformidad con los valores de un código peculiar, no sólo ético sino, diría yo, ético-dramático, que el dramaturgo ha pretendido ilustrar en su obra, o que por lo menos ha ido elaborando conforme perfilaba y matizaba con acciones sucesivas   Cuando el Rey le pregunta si es oportuno informar a su hija de la prisión de Enrique, le contesta, con un cinismo rayano en desfachatez: «De ningún modo, / que estorbas mi pretensión» (I, vv. 397-398). Cito el texto de la comedia, esta y las demás veces, por la edición citada en mi Bibliografía final.   Declara por ejemplo, pocas horas después de burlar a Dionisia: «Ni celos temo ya, ni amor me mata […] …Y yo engañé la más hermosa ingrata» (I, vv. 874-876).    «Bien perdido voy / por su divina hermosura […]. Todo me siento abrasar. / No sé cómo de la mar / pudo salir tanto fuego» (II, vv. 2295-2300).   Al emisario que le manda el Rey para que vuelva a la corte a capitanear sus ejércitos, contesta Otavio: «Si es por mi daño, Marqués, / en mi tierra estoy, no quiero / servirle» (III, vv. 2773-2775).

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la figura de su personaje. Cada comedia llevaría pues consigo su propio código moral, y la misma acción reprensible cometida por dos personajes insertos en dos obras diferentes sería justamente sancionada por el autor de dos maneras distintas, en función de las diferencias de comportamiento y de méritos de dichos personajes y de su evolución —más o menos «positiva»— en el transcurso de la comedia. Esta segunda versión de la justicia poética me parece desde luego mucho más convincente que la primera, en la medida en que se libra de apriorismos moralizantes y considera cada comedia como una creación artística independiente, autorregulada, y desvinculada por lo tanto de las rigurosas obligaciones éticas teóricamente aplicables a la vida real. Volvamos pues al caso del duque Otavio de La fuerza lastimosa, y veamos hasta qué punto sus posibles méritos acumulados en el transcurso de la obra son susceptibles de compensar en la mente del espectador sus indiscutibles culpas y pecados, y de hacerle a éste considerar como justo su triunfo final. Ya que no exactamente un mérito, pero al menos una fuerte circunstancia atenuante, es la intensidad de su amor inicial por la infanta Dionisia. La proclamación de su dolor como pretendiente no correspondido y de sus celos al enterarse de la cita nocturna que le ha dado ésta a su rival está llena de las tópicas alusiones a la fiereza de la dama desdeñosa y a la inevitable muerte del galán despreciado. 7 La fechoría que se prepara a cometer, a pesar de sus gravísimas consecuencias, se podría pues asimilar tal vez a uno de aquellos «yerros por amores» que en la Comedia aurisecular merecían como se sabe cierta dosis de indulgencia. El duque Otavio llega incluso, en un aparte, a afirmarse como un enamorado ejemplar al darle lecciones de amor cortés a su feliz rival, el cual ante la aceptación de su amada ha manifestado una impaciencia muy poco compatible con los viejos principios petrarquistas. 8 Bien es verdad que sus hechos desmienten ese fugaz arrebato de caballerosidad, ya que inmediatamente engaña al rey, goza a la Infanta y huye hacia las tierras de su ducado. Lo que se podría llamar la redención de Otavio se inicia más tarde, al final de la segunda jornada, cuando salva a Isabela del naufragio, ordenando que le den de comer, 9 la esconde como ella se lo ha pedido, 10 y finalmente, compadecido ante la desgraciada situación de la dama, la manda, acompañada por un criado suyo, hacia el puerto, para que de allí la lleven a Barcelona, 11 provocando todo ello el explícito agradecimiento de la desgraciada condesa. 12 Incluso se puede añadir a los méritos del Duque una lúcida toma de conciencia de las graves repercusiones de su culpa    «Siguiendo mi muerte voy / perseguido de una fiera…» (I, vv. 112-113); «Este amor ya por la posta / en mi muerte ha de parar» (I, vv. 179-180), etc.    «¡Cuán diferente que fuera [yo], / si ese bien me prometiera / de aquí a una semana, a un mes, / a un año, a un siglo, y después / que nunca más lo cumpliera!» (I, vv. 251-255).   II, vv. 2225-2243. 10   «Pues yo haré / que aquí tu persona esté / cuanto quisiere escondida» (II, vv. 2290-2292). 11   «Al puerto / con esta dama camina, / y en llegando a la marina, / la entrega a Atilio o Alberto, / que en este primer viaje / la pasen a Barcelona, /regalando su persona, / y para el matalotaje / haz que le den mil escudos» (III, vv. 2733-2741). 12   «No puedo pagarte más / que con obligar al cielo» (III, vv. 2731-2732); «Adiós, Duque generoso» (III, v. 2749).

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inicial sobre la infausta suerte de Isabela —aunque aparentemente le tienen sin cuidado los no menos infaustos resultados de su burla sobre el destino del conde Enrique y la infanta Dionisia. 13 Y finalmente, a la hora de la verdad, reconoce sus culpas y por ello le pide al rey que como castigo le dé la muerte merecida. 14 Todos estos méritos de índole ética, estos valores positivos, son los que en otros personajes de trayectoria comparable dan pie a los adeptos de nuestro segundo tipo de justicia poética para propugnar —hilvanando y profundizando las diversas etapas de su evolución—, la existencia objetiva de un código moral propio de cada comedia y específicamente determinado por las circunstancias del enredo. Y bien es verdad que no dejaría de ser coherente la visión de un duque Otavio primero vilmente cegado por la fuerza de su amor por la Infanta pero que seis años más tarde, a base de generosidad y de renunciación al nuevo y violento «flechazo» que le provoca la visión de Isabela, y al cabo de una paulatina evolución interior (?), consigue reanudar con las altas exigencias morales de su condición aristocrática y por lo tanto merecer su feliz destino final. E incluso, con un poco de imaginación, tampoco sería difícil convertir a Otavio en un desmelenado héroe romántico, primero arrebatado por la fuerza de su sino amoroso pero después redimido por su enconada y dolorosa lucha contra los demonios de su nueva pasión… Pero dejémonos de ironías fáciles. No tengo por qué considerar como ilegítima (por lo menos si se funda en un estudio pormenorizado de los datos objetivos del texto, y no en la proyección de interpretaciones personales y/o psicologizantes que pueden ser al mismo tiempo muy coherentes y más o menos ajenas a la mera literalidad de la obra) esta forzosamente larga y detenida construcción hacia dentro, sobre bases ético-dramáticas, del personaje de Otavio y de tantos más de la Comedia aurisecular. Tal vez se le podría oponer, sin embargo, un pequeño reparo. ¿Estaremos en este caso hablando de teatro, de esa creación, literaria desde luego, pero total y exclusivamente abocada a las pocas horas de un encuentro fugaz con un público determinado, y que sólo en las condiciones de una representación ante contemporáneos y paisanos del autor pudo corresponder a su genuina función inicial, o en realidad hablaremos tan sólo de literatura dramática, de ese texto que duerme en los estantes de las bibliotecas en espera de que un director de escena le dé nueva vida o de que un investigador extraiga de él, con mucho tiempo por delante, interioridades y coherencias psico-moralizantes? Puede ser que la distinción no les importe a amplios sectores de la crítica contemporánea, por lo cual me atendré a reconocer de nuevo la legitimidad, en el campo de la actual ciencia filológica, de análisis adosados a la segunda forma de justicia poética que a propósito del Otavio de La fuerza lastimosa se acaba a grandes rasgos de ilustrar. Pero lo que ya me parecería menos propio de una visión histórica del fenómeno teatral del xvii espa13   «¡Caso estraño y espantoso! / ¿Que de aquel atrevimiento / haya este mal procedido? / ¿Que mía la culpa ha sido / y de Isabela el tormento? / ¡Ved, a cabo de seis años / que esto a verdad se reduce, / el fruto que aquí produce / la causa de mis engaños! / Todo engaño y compasión / de una mujer inocente» (III, vv. 2752-2762). 14   «Hoy lo confieso y te pido / que la cabeza me cortes» (III, v. 3402-3403).

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ñol sería pretender que el equilibrio ético así recompuesto tras el sesudo estudio de un crítico moderno —fundado pues en la detenida lectura del texto— es el exponente objetivo de un nuevo sistema de valores morales que el dramaturgo, consciente o inconscientemente, intentaba en cierto modo promocionar. No se puede negar desde luego que las circunstancias atenuantes que Lope se esmera en otorgar a un personaje gravemente culpable como lo es el duque Otavio —siendo además frecuente en toda su obra dramática el mismo tratamiento «rehabilitador» de personajes por lo menos tan reprensibles como él— 15 hacen aceptable para el público su feliz destino final, pero en mi opinión no eran genuinamente dichas circunstancias los pilares de la construcción de un sistema de valores intrínsecos que a pesar de sus culpas les harían merecedores, en función de un código moral específico, de su envidiable destino futuro, sino los toques correctivos, de índole técnica o estética, con los que Lope hacía mínimamente verosímil —luego teatralmente aceptable— un desenlace feliz hacia el cual les ha conducido en realidad una «justicia» del tercer tipo, fundada en criterios originalmente muy alejados de cualquier preocupación ética o moral. En el estudio ya citado, donde se hallará una exposición más completa de mi teoría, traté de definir esta nueva clase de justicia poética como «un proceso […] inicial y prioritariamente abocado a la satisfacción artística de las expectativas que crea en el público una determinada ecuación teatral» (Serralta, 2007: 49-50), o, dicho de otro modo, «la exacta adecuación o correspondencia entre, por una parte, el destino infausto o feliz de los personajes tal como en el desenlace de su comedia lo sella definitivamente el dramaturgo, y, por otra, simplemente, las expectativas del público» (íd., 38-39). Con esta última expresión me refería a las expectativas «objetivas», las que el propio autor crea en la mente de los espectadores en función de las informaciones que con el mismo texto les va proporcionando. La primera de dichas informaciones, en La fuerza lastimosa como en muchas comedias más, es el título (repetido varias veces durante la segunda jornada en boca de varios personajes). Aquí nos anuncia de antemano que la obra se va a centrar en el caso del conde Enrique, inocente de la deshonra de la Infanta pero obligado como buen vasallo, después de sugerirle al rey la solución consistente en la muerte de la esposa del culpable, a matar a su no menos inocente esposa Isabela. Este enfoque prioritario se confirma a lo largo de casi toda la jornada segunda, cuando la conflictiva voluntad de obediencia de Enrique a su rey y la amorosa y ejemplar resignación de Isabela dan lugar a vibrantes escenas que hoy se llamarían melodramáticas —o incluso lacrimosas— y antes las cuales el público no podía sino desear la salvación de tan modélica pareja. Desearla, y también, consciente o inconscientemente, esperarla, en la medida en que el principio de la obra le ha dado otra información clave: el diálogo amoroso entre Enrique y la Infanta, la insistencia de él, la aceptación de ella, la escena nocturna en que el duque Otavio baja del balcón y apalea a los criados de Enrique, todo ello no nos ha orientado en absoluto hacia 15

  Véase Serralta, 2007: 47-48.

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cualquier tipo de final trágico sino más bien, bajo los oropeles de la comedia palatina, hacia el inocuo desenlace de los casamientos finales de la comedia urbana. O sea que, desde las primeras escenas, y sobre todo en cuanto, iniciado ya el acto segundo, aparece claramente el caso de «fuerza lastimosa» que afecta a Enrique e Isabela, el dramaturgo ha venido preparando, «formateando», al público para que aspire a que ambos personajes alcancen un desenlace feliz que será un factor determinante de su placer teatral, primero fundado en la compartida inquietud ante los sobresaltos y peligros que corren durante dos jornadas (la segunda y la tercera) y luego en el triunfo de su inocencia y felicidad. Lo que acabo de decir de las expectativas del público se podría asimismo aplicar a un tercer personaje, ya que no exactamente central, por lo menos igualmente importante: la engañada infanta Dionisia, ante cuya inocencia y sufrimiento también se crean en el espectador las condiciones de un apetecible desenlace feliz. Lo que en mi opinión el público percibirá como justo al final de la obra será que el conde Enrique, su esposa Isabela y la hija del Rey, o sea, los tres personajes directa o indirectamente victimas de la traición y alevosía de Otavio, recobren una felicidad total, porque así lo exige su placer teatral tal como de diversas maneras lo ha venido preparando el dramaturgo. Pero volvamos ahora, después de un rodeo que me ha parecido indispensable para ilustrar lo que he llamado la justicia poética del tercer tipo, al personaje de Otavio. De indudable valor funcional, en la medida en que su actuación en las primeras escenas es el motor inicial de la intriga, no por ello deja de ser un personaje secundario, y el público no tendría por qué fundar en él sus expectativas de un desenlace feliz. Lo normal parece que sería, al contrario, que recibiera un castigo proporcionado a sus culpas. Eso es precisamente lo que ocurre en otras comedias de Lope, a partir de un planteamiento dramático diferente, con algunos personajes tan culpables como Otavio (aunque sancionados con cierta indulgencia, tal vez porque un castigo demasiado riguroso podría empañar en cierto modo el placer de los espectadores y desvirtuar el ambiente de alegría y de intrascendencia lúdica que se les ha hecho esperar para el desenlace). 16 Pero Otavio, como se ha visto, finalmente se «salva». Y no opino que se salva merced a su «redención» moral tal como la evocábamos desde la perspectiva de nuestra segunda justicia, sino a causa de la estricta relación de dependencia que en La fuerza lastimosa existe entre su destino y el de uno de los tres personajes centrales, concretamente la infanta Dionisia. No se puede salvar a la princesa, personaje inocente, si no se salva al causante de sus males. Efectivamente, según los principios del decoro socio-dramático imperante bajo diversas formas en la Comedia del xvii español, ¿cómo podría, en una comedia sin tonalidad claramente trágica, conseguir la Infanta la restauración de su honor, indispensable para la casi musical composición de un final unánimemente alegre, si no es casándose con su burlador? Lo que antes he llamado circunstancias atenuantes de Otavio, amén de su repentina vuelta, en las últimas escenas, a su amor inicial, súbitamente 16

  Íd., 41-42.

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correspondido por Dionisia, 17 han servido a Lope, no para ilustrar un caso de culpa y redención, sino únicamente para hacer verosímil, para redondear artísticamente, una trayectoria de Otavio cuya finalidad era esencialmente funcional —o estética, si se prefiere—, indirectamente destinada a desembocar en la «salvación social» del personaje de Dionisia, luego a colorear con una mínima dosis de verosimilitud la satisfacción, una vez más, de las expectativas del público. 18 Clarísima ilustración de este tercer tipo de justicia que vengo evocando —justicia funcional, estética y no ética, relacionada con las expectativas y el placer teatral del público tal como lo prepara y determina el dramaturgo— son las palabras finales de la Infanta a su padre el Rey, que, aun teniendo muy en cuenta que habla un personaje y no el dramaturgo, no puedo dejar de interpretar como una especie de guiño de Lope ante los acérrimos partidarios de una justicia de base exclusivamente moral: … Y aunque el Duque merecía la muerte por sus traiciones, le quiero por mi marido, pues es mejor que me honres, que no que tú y yo quedemos sin honra y sin sucesores. 19

Recapitulemos ahora, para concluir, lo dicho sobre las tres justicias poéticas que he tratado de ilustrar con el ejemplo de La fuerza lastimosa. La primera, fundada en criterios morales exteriores al texto, la segunda adosada a un código igualmente moral pero interno, la tercera esencialmente basada en criterios estéticos relacionados con su recepción por el público… Si la primera me parece ya definitivamente obsoleta y defiendo la tercera como la más ceñida a la realidad histórica del fenómeno teatral —al momento en que el dramaturgo escribía sus comedias pensando en un público determinado—, no veo motivos suficientes para rechazar la segunda, en la medida en que las dos últimas no son de ningún modo incompatibles. Yo diría simplemente que proceden de dos perspectivas analíticas cronológicamente muy distintas, la una casi antes de la representación, o por lo menos durante la relación de la comedia con el público, la otra en la intemporalidad de sus lecturas posteriores. Cualquier investigador actual es naturalmente muy dueño, sobre bases textuales idénticas a las que yo he utilizado —los hechos moral o socialmente «negativos» 17   Véase el siguiente diálogo entre la Infanta y Otavio: «—¡Ay Dionisia! Mirándote, mi herida / vierte sangre de nuevo. —¿Venís bueno, / Otavio? —A tu servicio, y tan perdido / como agora seis años. —Sabe el cielo / que estoy arrepentida de no amaros» (III, vv. 2937-2941). 18  Si Lope se esfuerza aquí por dar una apariencia de legitimidad moral al «inmerecido» destino final de Otavio, en comedias probablemente menos cuidadas o de redacción más atropellada, como por ejemplo Los torneos de Aragón, el personaje malvado y fementido pero necesario para devolver el honor a una dama inocente se casa con ella en el desenlace sin que el dramaturgo crea necesario atribuirle la más mínima circunstancia atenuante (véase Serralta, 2007: 46). Prueba convincente, creo yo, de la primacía de los criterios funcionales sobre cualquier consideración ética o moral. 19  III, vv. 3424-3429.

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y «positivos» de personajes como Otavio o tantos protagonistas centrales de muchas comedias más conocidas—, muy dueño, digo, de afirmar la presencia en la obra de equilibrios socio-psicológico-religioso-moralizantes, cuando no de adentrarse resueltamente en las más recoletas interioridades anímicas de unos personajes de ficción. Pero por mi parte no creo inútil, aunque sólo sea como antídoto contra la tentación de posibles excesos sobre-interpretativos, recordar que, al menos cronológicamente, antes del brillante análisis crítico está la construcción de la comedia, y antes del lector está el público. Vaya, que lo primero es lo primero. Bibliografía citada Alexander A. Parker (1976a). «Aproximación al drama español del Siglo de Oro», en Calderón y la crítica: Historia y antología, eds. Manuel Durán y Roberto González Echevarría, Madrid, Gredos, pp. 330-357. —  (1976b). «Hacia una definición de la tragedia calderoniana», en Calderón y la crítica: Historia y antología, eds. Manuel Durán y Roberto González Echevarría, Madrid, Gredos, pp. 359-387. R. D. F. Pring-Mill (1961). «Introducción» a Lope de Vega, Five Plays, trad. por Jill Booty, New York. Isaac Rubio (1981). «El teatro español del Siglo de Oro y los hispanistas de habla inglesa», Segismundo, xv, 1-2, pp. 151-172. Frédéric Serralta (2007). «Hacia una teoría de la justicia poética en el teatro de Lope», en Locos, figurones y quijotes en el teatro de los Siglos de Oro (Actas selectas del XII Congreso de la Asociación Internacional de Teatro Español y Novohispano de los Siglos de Oro), eds. Germán Vega García-Luengos y Rafael González Cañal (Colección Corral de Comedias, 23), Almagro, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, pp. 35-51. Lope de Vega (1998). La fuerza lastimosa, en Comedias, Parte II, vol. 1, ed. Montgrony Alberola, Lleida, Milenio-Universidad Autónoma de Barcelona (PROLOPE), pp. 69-243.

El Buscón frente a la «poética picaresca» Florencio Sevilla Arroyo Universidad Autónoma de Madrid

Junto con el Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache, el Buscón cuenta en nuestra historia literaria como el tercer gran representante de la «novela picaresca». Su propio apelativo, unido al título más difundido de su relato, Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, dejan lugar a pocas dudas sobre su filiación literaria. Se inspira directamente en la tradición picaresca para remedar personajes, temas, motivos, diseños narrativos y demás peculiaridades propias de esa corriente «realista». Por todo ello, la crítica les reservó siempre un lugar de privilegio en los anales del género tanto al buscavidas como a su autobiografía, llegando a otorgarle la palma como «archipícaro» de la familia bribiática (Lazarillos, Guzmanes, Guitones, Justinas, Estebanillos, etc.) que puebla los títulos de esta serie narrativa. 1 Sin embargo, sobre el Buscón pesa, como una losa, su descalificación como «novela» y como «picaresca». Simultáneamente a la unánime aceptación de la obra como «novela picaresca», la inmensa mayoría de los estudiosos cuestiona seriamente ambos términos de la adscripción: no parece ser ni una verdadera «novela» ni una auténtica «picaresca». Peca, al parecer, por carta de menos en la articulación de los materiales narrativos y por carta de más en el abuso de los componentes bribiáticos.    De hecho, el Buscón es uno de los pocos títulos no cuestionados como picaresca, por más que se discuta su configuración genérica a todos los niveles. Recuérdese que incluso el Lazarillo de Tormes suele ser relegado al papel de precursor, así como el Marcos de Obregón o el Estebanillo González, por ejemplo, son directamente expulsados.

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Se diría que estamos ante una —permítasenos jugar del vocablo— «archipicaresca» irreductible al canon convencional del género, según lo institucionalizaran, conjuntamente, el de Tormes y el de Alfarache. 2 Tan evidente contradicción entre la filiación genérica, nítidamente picaresca, del libro y la naturaleza casi antipicaresca de su plasmación novelesca, ha sido achacada por los especialistas a numerosos motivos de naturaleza muy dispar: a la juventud e inexperiencia novelesca del autor, unidas a su afición a la galería de cuadros inconexos antes que a la trabazón orgánica; a la sobreabundancia de la agudeza ingeniosa, del retruécano mordaz, de la brillantez estilística y, en suma, del alarde conceptista capaz de sepultar cualquier otro nivel compositivo; a la mentalidad aristocrática de don Francisco de Quevedo y Villegas, capaz de aniquilar inmisericordemente las inquietudes de los desfavorecidos socialmente; etc. Desde luego, son todos considerandos de relieve y, sin duda, condicionantes decisivos de la peculiarísima factura literaria del Buscón, pero ni todos aliados explican cabalmente la deslumbrante arquitectura picaresca de la única novela escrita por Quevedo. Quizás por eso precisamente, la crítica se escinde en múltiples interpretaciones —que aquí no podremos ni siquiera enumerar—, casi siempre diametralmente encontradas, cuando se trata de explicar el relato quevedesco, con independencia de la cuestión que se esté debatiendo: tratándose del sentido, se oscila desde el esteticismo inocuo (Lázaro, Ynduráin) hasta el moralismo más sesudo (Parker, May, Dunn), pasando por el estilismo comprometido (Lida, Spitzer, Molho) y sin olvidar la sátira social o política, con tintes carnavalescos e implicaciones anti-conversas (Cros, Jhonson, Redondo); en el caso de la forma o de la estructura, se apuesta por la absoluta coherencia, ya argumental (Díaz-Migoyo, Taléns), ya distributiva (Morris), con la misma convicción que por la desarticulación inconsistente (Rico); y así sucesivamente. No extraña, en absoluto, que Fernando Cabo concluyese su repaso crítico apostando por la pluralidad explicativa: «paulatinamente se va aceptando la extraordinaria riqueza literaria de un texto en el que parece plausible suponer la concurrencia de componentes reacios a una explicación unívoca». 3 Pues bien, así las cosas —y sin mayor pretensión que contribuir a ilustrar la riqueza literaria de nuestra obra— creo que cabría replantear el diseño compositivo pergeñado por Quevedo para el Buscón a la luz de la subversión global que el brillante creador le aplica a la «poética de la novela picaresca» en todos y cada uno de sus rasgos configuradores. Y no se entienda que nos referimos a un diseño simplemente paródico del género, como tantas y tantas veces se ha sostenido. Antes bien, pensamos en una remodelación generalizada, y muy conscientemente asumida, del patrón picaresco para adaptarlo a los propios intereses; un verdadero replanteamiento de todas y cada una de las constantes compositivas del género en cuestión   Según nos enseñó don Fernando Lázaro Carreter en un artículo fundamental: «Para una revisión del concepto “novela picaresca”», en «Lazarillo de Tormes» en la picaresca, Barcelona-Caracas-México, Ariel, 1978 (1.ª 1972), pp. 193-229.   Fernando Cabo Aseguinolaza, ed. Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, Barcelona, Crítica, 1993, pp. 39-40.

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para rentabilizarlas mejor desde un enfoque aristocrático o, sencillamente, quevedesco…, como sugirió certeramente Antonio Rey Hazas. 4 El Buscón sería, en suma, la «novela picaresca», también a nivel estructural, de «don Francisco de Queuedo Villegas, Cauallero del Orden de Santiago, y señor de la Villa de Iuan Abad», según se estampó en la portada de su primera impresión (Zaragoza, 1626). Desde luego, nuestro «flagelo de poetas memos» —como gustaba llamarle Cervantes (Viaje del Parnaso, II, v. 310)— se instaló de lleno, a la sazón, en la tradición picaresca, a cuyo género «se incorpora, sin asomo de duda, la historia del buscavidas» (Lázaro Carreter, 1984: 78), siempre a la zaga de sus dos cabezas visibles: Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache. Incluso, acató abiertamente su factura literaria, su novedoso diseño narrativo: Pero el Buscón es, se dice, un relato picaresco. Lo que lo define en primer término y de manera más notable es el concebirse como la relación autobiográfica ficticia de un personaje sin honra y de baja extracción social. Esa fue la novedad fascinante del Lazarillo a mediados del siglo anterior, y en ella lo continuó, con talante distinro, el Guzmán, que gozaba de un extraordinario éxito cuando, a lo que parece, el relato quevedesco fue concebido. A ambas obras mira el Buscón, tanto a través de algunos episodios y personajes como, en un nivel más general, mediante ciertos aspectos de la organización de la autobiografía: genealogía deshonrosa, servicio a amos […], proceso de aprendizaje, etc. 5

Y no lo hizo precisamente de forma caprichosa y superficial, guiado acaso por una veleidad juvenil, y sin otro objetivo que aprovechar, casi inconscientemente, una corriente de moda para exhibir su virtuosismo conceptista, como tantas y tantas veces se ha dicho: «libro genial… y pésima novela picaresca […], obra muy juvenil (de hacia 1604) […]. Quevedo entró a saco en el repertorio de elementos constitutivos del género, dispuesto a competir con el anónimo quinientista y con el sombrío Alemán, para vencerlos a punta de ingenio». 6 Eso es lo que hicieron, aunque con miras muy diversas, la mayoría de los imitadores y continuadores del género, limitándose casi siempre a explotar su cascarón narrativo de manera insustancial, sin dejar de privarlo del potencial ideológico: ya fuese para endilgar los devaneos de una parlanchina incontinente (Picara Justina), ya para salvaguardar la dignidad social y moral de los escuderos (Marcos de Obregón), ya para acumular la moralina huera y cansina de un hablador bonachón (Alonso, mozo de muchos amos), ya para novelar las fechorías de un desvergonzado entre soldado y bufón (Estebadillo González), ya para… Pero ese no fue —creemos—, ni mucho menos, el caso de don Francisco de Quevedo. De haber sido así, el resultado habría resultado mucho menos visiblemente «picaresco». Sin embargo, salta a la vista —hemos dicho— la observancia de muchos de los rasgos de la «poética» en    En su edición de la novela: Francisco de Quevedo. Historia de la vida del Buscón, ed. Fernando Lázaro Carreter, introd. y notas Antonio Rey Hazas, Madrid, SGEL, 1982, pp. 87-91.   Fernando Cabo, ed. cit., p. 16.   Francisco Rico. La novela picaresca y el punto de vista, Barcelona, Seix Barral, 1982 (3.ª), pp. 120-121.

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cuestión (pseudoautobiografía de un andrajoso, origen vil, servicio a varios amos, fortunas y adversidades, afán de medro, etc.) y —mucho más importante— son patentes las distorsiones a las que se les ha sometido. Muy al contrario, estamos convencidos de que el joven Quevedo volvió la vista hacia los fundadores de la corriente picaresca con todas las consecuencias, tanto éticas como estéticas. Lo hizo muy a comienzos del siglo xvii, seguramente hacia 1604, 7 cuando el género disfrutaba de su mayor gloria en el panorama literario: «mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren», 8 ya sabemos. De resultas, hurgar por aquellos entonces en materia picaresca suponía involucrarse de lleno en una competencia sin cuartel por imponerse en el terreno narrativo, tal y como dio a entender agudamente Roberto Duport: Émulo de Guzman de Alfarache (y aun no se si diga mayor) y tan agudo y gracioso como don Quixote, aplauso general de todas las naciones. 9

Nada menos que el Guzmán (1599, 1602 y 1604, incluyendo el apócrifo) —la novela picaresca y barroca por excelencia— y el Quijote (1605, primera parte) —la novela moderna por antonomasia— andaban en la danza; y eso por no citar a la Pícara Justina (1605), al Guitón Onofre (1604) o al Rinconete y Cortadillo (1602?). Había demasiado en juego como para que un creador portentoso y un escritor ambicioso se adentrase a tontas y a locas en semejante jungla. Don Francisco de Quevedo hubo de participar en la mascarada picaresca con absoluta convicción y entrega. Al menos, nadie negará que se empapó de sus motivos con todo lujo de detalles, como bien nos recuerda Alberto del Monte: En el Buscón es perfectamente reconocible la temática del género picaresco: la madre de Pablos, Aldonza, deriva de la Celestina; el dómine Cabra del cura de Maqueda del Lazarillo; don Toribio del escudero del Lazarillo; Las influencias de la novela de Alemán son muchas: la aventura fracasada con una criada en la hostería de Malagón (Guzmán, I-ii-8) y en una hostería de Madrid (Buscón, III-5); las lamentaciones con un capitán por las dificultades que encuentra en la capital para obtener reconocimientos (Guzmán, I-ii-9; Buscón, II-3); los alimentos repugnantes ofrecidos al pícaro (Guzmán, I-i-3 y 4; Buscón, II-4); Ordenanzas mendicativas en el Guzmán (I-ii-2) y Premática contra los poetas en el Buscón (II-3); mendigos que obedecen un estatuto en el Guzmán (I-iii-2 y 3) y falsos caballeros que obedecen la regla del Buscón (III-1 y 2). De la novela de Juan Martí derivan los temas del pícaro siervo de estudiantes (II-6), del cortejador de monjas (II-7), del comediante (III-9). 10   Nos atenemos a la fecha mayoritariamente aceptada hoy por hoy, pese a que la novela no se publicó —como es sabido— hasta 1626 (Zaragoza, Pedro Verges, 1626). Un resumen ágil en Domingo Ynduráin, ed. Francisco de Quevedo. La vida del Buscón llamado don Pablos, Madrid, Cátedra, 1983 (5.ª), pp. 54-68.    Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, I-xxii, en Obras completas, ed. Florencio Sevilla Arroyo, Madrid, Castalia, 1999, p. 209a.   Lázaro Carreter, ed. cit., p. 6. 10  Alberto del Monte. Itinerario de la novela picaresca española, trad. Enrique Sordo, Barcelona, Lumen, 1971, pp. 122-123. Hemos alterado el sistema de referencias.

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Convenía extenderse en la cita, porque semejante madeja de influjos y paralelismos sólo es explicable desde la recreación atenta y concienzuda; jamás desde el acercamiento ocasional y apenas premeditado. Además de esa «imitación» ostentosamente buscada, nuestro poeta metido a novelista llevó a cabo un esfuerzo organizativo descomunal que se diría inspirado en el Lazarillo de Tormes. Si en la novelita de 1554 había incontables paralelismos, simetrías y contrastes —según nos hizo ver Lázaro Carreter (1978: 59-192)—, capaces de dotar al relato de una trabazón perfecta, en el Buscón —aunque sin rozar siquiera la maestría «novelesca» del anónimo— son mucho más visibles y constantes tanto los desvelos estructuradores como los empeños organizativos. De hecho, los bloques ternarios (tres libros: 7+6+7 [+3]; escuela, pupilaje, universidad; don Toribio, don Ramiro, don Felipe; aprendizaje, puesta en práctica, fracaso; etc.), los motivos repetidos (alcahuetas, rosarios, caricaturas, festines escatológicos, descalabros grotescos, etc.), los procesos trazados (afanes caballerescos, desvinculación familiar, ridiculización vergonzante, etc.) y las demás tentativas coherenciadoras (alivio de caminantes, congregación entremesil, sucesión en sarta, etc.) han sido insistentemente destacadas por los estudiosos (Spitzer, Díaz Migoyo, Taléns, Morris, Parker, Cros, etc.) y aquí no podemos ni siquiera enunciarlas. Baste con apuntar que el devenir autobiográfico del buscavidas, seguramente pensado a modo de proceso global que conduce de la infamia originaria hasta el descalabro delictivo final, 11 responde a una armazón esquematizada por Antonio Rey (1982b: 28) como sigue: Me parece que la novela arranca mediante un núcleo más o menos trabado, que abre y cierra la fase de educación del pícaro (libro I) en torno a tres episodios, siempre con don Diego Coronel: a) en la escuela, b) en el pupilaje de Cabra, c) en la Universidad de Alcalá. Se rompe, a continuación, el proceso iniciado, a causa de una sarta de episodios deshilvanados (capítulos 1, 2 y 3 del libro II). Vuelve a retomarse, mal que bien, sin constituir de nuevo un verdadero proceso (capítulos 4, 5 y 6 del libro II), hasta que se inicia el libro III, que fragua otra vez una articulación lógica, a través de la puesta en práctica del afán de medro presente siempre, esto es, a través de la intentona de escalada social, por supuesto, en tres fases: a) vida buscona del falso hidalgo con don Toribio y sus amigos, que fracasa en la cárcel, y, tras ella, b) nueva tentativa, mediante su transformación en don Ramiro Guzmán, falso mercader ennoblecido, que acaba igualmente mal, apaleado por un escribano, y c) última usurpación de una identidad honrada, de noble que ha heredado su alcurnia y su riqueza, esta vez, don Felipe Tristán, asimismo concluida con una doble paliza, ya definitiva, que deshace totalmente sus «pensamientos de caballero» (capítulos 1 a 7 del libro III). Y, a renglón seguido, el desenlace, que se configura de nuevo conforme al esquema de episodios deshilvanados en serie, de modo semejante a la ruptura anterior, sólo que ahora es actor quien antes únicamente era espectador (capítulos 8, 9 y 10 del libro III). 11  Así lo entiende, y no sin razón, Jenaro Taléns: «las tres partes de la novela quevedesca señalan tres etapas muy delimitadas: (A) Escuela de la vida (actor-aprendiz). (B) Escuela de la vida (espectador-aprendiz). (C) Actor en la vida a partir de las enseñanzas recibidas y fracaso final» (Novela picaresca y práctica de la transgresión, Madrid, Júcar, 1975, p. 50).

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Un esfuerzo organizativo —hemos de reconocerlo— que se compadece muy mal con el empeño puramente verbalista, con el interés simplemente estilístico, al que en tantas ocasiones se ha reducido la única incursión novelesca del gran poeta, casi siempre a la zaga de don Fernando Lázaro (1984: 94, 96 y 97): El Buscón se muestra, así, charla sin objeto, dardo sin meta, fantasmagoría. Domina en el Buscón, sobre todo, una burla de segundo grado, una burla por la burla misma, reflexivamente lograda, que no se dirige al objeto —con todas sus consecuencias sentimentales—, sino que parte de él en busca del concepto. El Buscón es una novela estetizante.

Tantos y tan sostenidos desvelos constructivos tienen que responder, necesariamente, a una voluntad decididamente organizativa; son el mejor exponente de una intención cohesionadora subyacente. Un designio novelesco —en suma— que, a nuestro entender, abarca incluso a la «poética» de la picaresco. Por eso, lo más importante es notar —en contra de lo que suele decirse— 12 que Quevedo entendió perfectamente tanto el sentido como la forma de los relatos picarescos que alcanzó a leer en plena efervescencia genérica. Calibró perfectamente el alcance ético del alegato, en defensa y para infamia suya, del pregonero toledano y comprendió rectamente la gravedad del sermón universal pronunciado por el galeote desde la atalaya de su arrepentimiento. En la misma línea, percibió agudamente la rentabilidad narrativa del diseño epistolar del primero y se dio cuenta de los entresijos confesionales del segundo. Para decirlo de un plumazo, vislumbró certeramente la «poética comprometida de la novela picaresca» (Rey, 1982). Sólo bajo ese supuesto se explica que fuese capaz de entresacar hasta las fibras más delgadas del tejido bribiático para volver a tejerlo a su antojo de nuevo, tanto en lo ético como en lo estético: éticamente, imponiendo al relato una perspectiva señorial capaz de erradicar cualquier asomo de dignidad social, e incluso humana, del hábitat picaresco —según nos han explicado varios especialistas (Molho, Cros, Redondo, etc.)—; estéticamente, replanteando con astucia sibilina el patrón compositivo del género para adaptarlo a su nuevo y maquiavélico cometido. Efectivamente, si reparamos con detalle en el tratamiento dispensado a los rasgos distintivos de la «poética picaresca» por don Francisco de Quevedo, descubriremos, en superficie, un acatamiento llamativamente sumiso de los mismos, pero, más en profundidad, una irreverencia subversiva encaminada a metamorfosearlos para que soporten la balumba carnavalesca y buscona. Nada más lejos de la incons12  Por ejemplo: «Quevedo no comprendió el Lazarillo (por mucho que lo admirara) ni el Guzmán. No comprendió que el pregonero y el galeote cuentan lo pasado para aclarar lo presente (y, por ahí, el mismo hecho de contar). No comprendió la magistral ambigüedad con que Lázaro ofrece su libro como pliego de descargo […], ni que la crudeza del Guzmán al pintarse indigno y malvado confirma su arrepentimiento y toda la historia —una vida entera— de su conversión […]. Es rasgo uniforme del libro, en efecto, forzar al Buscón a delatarse a sí mismo, inexplicablemente, para dar pie al chiste… de Quevedo» (Rico, op. cit., p. 127).

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ciencia creativa ni de la torpeza organizativa y nada más próximo a la «ferocidad estetizante» de Quevedo. Todas y cada una de las constantes compositivas del patrón —del Lazarillo y del Guzmán si se prefiere— han sido cuidadosamente mantenidas o suprimidas, reforzadas o debilitadas, potenciadas o invertidas y, en suma, convenientemente adaptadas al nuevo diseño «archipicaresco». 13 Resumiendo mucho, la novedad esencial del género picaresco estriba en la enunciación autobiográfica de un buscavidas que, desde el desarraigo socio-moral más o menos abyecto en que ha terminado, nos rememora sus fortunas y adversidades de antaño, comenzando por su vileza originaria y pasando por un continuo deambular de amo en amo, siempre con aspiraciones de medro. Obviando las inevitables peculiaridades o desviaciones de cada cual (el diseño epistolar del Lazarillo, la abundancia digresiva del Guzmán, el origen honrado del Marcos o el desarrollo dialogístico del Alonso, por ejemplo), ahí radica la vértebra de cualquier hijo legítimo del género. Y no otra cosa es lo que nos brinda, puntualmente, el de Quevedo: Pablos de Segovia, truhán redomado, da cuenta, en una carta (diseño epistolar), de su ajetreada peripecia vital (primera persona), consistente en una serie interminable de descalabros (fortunas y adversidades), sufridos al intentar zafarse de la infamia heredada (origen vil), arrimándose a algún noble (vida de servicio) para intentar ascender socialmente (afán de medro) (Sevilla, 2001: xxviiib). Pero bajo esa capa tan llamativamente bribiática se ocultan muchas traiciones al patrón genérico, siempre tendentes —venimos diciendo— a subvertirlo compositivamente. 14 Desenmascaremos algunas fundamentales. Autobiografía epistolar El Buscón se abre, a imagen y semejanza del de Tormes («Yo por bien tengo […] pues Vuestra Merced escribe se le escriba»; Prólogo, 3.a), atenido al doble patrón autobiográfico y epistolar: «Yo, señora, soy de Segovia…» (I-i, 565.a). Y, como es lógico, ambos rasgos perviven a lo largo de todo el relato, perpetuando la rememoración autobiográfica, con sus vaivenes entre el presente de la narración y el pasado de la acción, dirigida a un narratario omnipresente. Sin embargo, a poco que profundicemos, nos daremos cuenta de que ni uno ni otro procedimiento tienen consistencia alguna. El diseño supuestamente epistolar, tan diestramente manejado por el anónimo de 1554 para justificar y aun vertebrar todo el alegato del pregonero («parecióme no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi per13  Así lo sugerí, hace unos años, en la «Presentación» a mi edición de La novela picaresca española, Madrid, Castalia, 2001, pp. xxviiia-xxxb. Todas las referencias a los títulos del género se toman de esta edición, por lo que se incorporarán directamente en el texto las páginas correspondientes. 14  Se nos esconde por qué Yndurain lo achaca todo al descuido constructivo: «Es más, la falta de esfuerzo constructivo no depende solamente de la independencia de los casos o tipos que componen el libro: la incongruencia general del Buscón radica en que el autor conserva las formas y planteamientos de la novela picaresca, pero elimina o altera la función que esos elementos poseían en la estructura de base» (ed. cit., p. 19).

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sona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe»; Prólogo, 3.a), se diluye en permanentes apelaciones a un anónimo «vuestra merced» («Quiero confesar a vuestra merced», «apostaré que vuestra merced se espanta», «Por no cansar a vuestra merced», «si no lo ha vuestra merced por enojo», «como vuestra merced verá en la segunda parte», etc.), sin que sepamos nada de su personalidad, que termina confundiéndose con el genérico «lector» («Y por de dentro considere el pío lector lo que sentiría mi gallofería», «considérelo el pío lector») del Guzmán de Alfarache, aunque ni por asomo manejado con la intención moralizadora de Alemán. Se diría que se han mezclado alevosamente ambos procedimientos, el epistolar y el confesional, para que se anulen recíprocamente: las rapacerías de tan desvergonzado truhán —parece significar el planteamiento— no podían interesar a nadie ni, mucho menos, aleccionar a ninguno. Bien a las claras nos lo sugiere nuestro «rabí de los rufianes»: Dejo de referir otras muchas flores, porque, a decirlas todas, me tuvieran más por ramillete que por hombre; y también, porque antes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres. Mas quizá, declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeron mi libro serán engañados por su culpa (III-x, 602a).

La configuración autobiográfica, normalmente vertebrada por el llamado «caso» o estado de conciencia final (triángulo marital del pregonero, en el Lazarillo, y conversión del galeote en el Guzmán de Alfarache), desarrollaba un continuo vaivén entre narrador y protagonista encaminado a dotar de coherencia el devenir autobiográfico desde el nacimiento ignominioso hasta el desengaño final (piénsese en los «consejos y consejas» del segundo título). Aquí, en cambio, todo parece reducirse a una descarnada «primera persona gramatical» —como bien dijera Domingo Ynduráin (1983: 21)—, privada de la más mínima consistencia: todo se reduce a devaneos acrónicos mecánicamente repetidos, cuando no a flagrantes contradicciones entre las distintas perspectivas («no hay ni el más remoto ánimo de novelizar el ineludible tránsito de Pablos actor a Pablos autor»; Rico, 1982: 127). Por supuesto, no hay ni asomo del «caso»: no sabemos cómo, cuando, por qué, para qué ni ante quién rememora su pasado el protopícaro; tan sólo se nos garantiza que sigue en las andadas, vaciando así de cualquier alcance moralizador a su propio relato: Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme, no de escarmentado, que no soy tan cuerdo, sino de cansado, como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella, a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como vuestra merced verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres (III-x, 603.a).

No extraña, entonces, que los estudiosos hayan identificado esta primera persona con la voz de su amo, reduciendo al pícaro a la caja de resonancia de la mentali-

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dad quevedesca: «Todo delata, en último extremo, “la voz de su amo”: el ingenio de Quevedo, que se sobrepone y anula al inconsistente narrador» (Cabo, 1993: 37). Pero la maniobra es demasiado burda como para achacarla a simple torpeza novelesca de su creador, o —mejor aun— demasiado llamativa como para no detectar su verdadera intención: ridiculizar implacablemente la legitimidad del discurso picaresco, cuando no provocar la «disolución del pensamiento picaresco», como diría Molho (1968: 132). Por eso, el punto de vista aquí está regido por la abyección y desvergüenza presentes, superadas ya incluso las vergüenzas de antaño («Penséme morir de vergüenza», «me aparté tan avergonzado», «no pude disimular la vergüenza», etc.) y olvidadas también las antiguas obsesiones caballerescas («siempre tuve pensamientos de caballero», «mi intento de ser caballero», etc.), perpetuamente conducentes, en vista de lo vivido, a descalabros ignominiosos (ya desde muy temprano: «tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una, hablando con perdón, privada», I-ii-566b). Sin duda, nuestro artífice calibró bien las implicaciones del diseño autobiográfico-epistolar desplegado en los modelos, incluso puede que se percatase de sus entresijos compositivos e incluso de sus ventajas novelescas, pero sacrificó la coherencia y la organicidad del punto de vista en las aras de la desarticulación satírica con perfiles guiñolescos y carnavalescos. Ese era el mejor respaldo estético para dar un escarmiento a los pordioseros metidos a narradores de sí mismos: «¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos!» (III-vii, 597b). Origen vil Otro tanto ocurre —como bien puede suponerse— con el origen vil, pilar también fundamental de este tipo de relatos. Lo habitual es que estos desharrapados comiencen su peripecia vital recordando su nacimiento infame (Lazarillo, Guzmán, Justina, Estebanillo…), aunque ahora cabe la variante honrosa (Marcos o Alonso pueden servir de muestra), y así tenía que empezar, naturalmente, Pablos de Segovia: «Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo […] Estuvo casado con Aldonza de San Pedro» (I-i, 565a). Pero, si lo común es recordar la vileza de los progenitores, asumida desde la infancia con cierta inocencia y aun ingenuidad, según ocurre en el Lazarillo («Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo […]; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien»; I, 3b), ahora se trata de reforzarla hasta lograr la ignominia más degradante, sin dejar de acentuarla con el regodeo incluso del propio malnacido. Cierra la presentación de los mismos «dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien» (I-i, 565b), toda vez que los progenitores, ambos conversos, discuten sobre si el muchacho ha de seguir los pasos del padre ladrón o de la madre bruja: el primero acabará ahorcado y descuartizado, a manos del tío verdugo, Alonso Ramplón; la segunda terminará quemada por la Inquisición…

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No conforme con haber cargado las tintas degradantes hasta el retorcimiento guiñolesco más hiperbólico y despiadado, el creador manipula este rasgo genérico, reduplicando su desarrollo y añadiendo ingredientes nunca más vistos: Por una parte, la vileza originaria, aunque causante del determinismo social omnipresente durante todo el relato, solía quedar confinada al comienzo del mismo (Lazarillo), abarcando como mucho los primeros capítulos (Guzmán, Pícara). Aquí, en cambio, se prolonga durante la práctica totalidad de la autobiografía, llegando a alzarse como verdadero leit-motiv de toda la rememoración: se recupera intermitentemente («Llegué al pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas, hecho cuartos, a Josafad», II-iii, 582a), haciéndola extensiva a la parentela (Alonso Ramplón, II, i-iv), para anclar al pícaro ineludiblemente en su infamia originaria hasta convertirla en causa motriz del desenmascaramiento final («No creerá vuestra merced: su madre era hechicera y un poco puta, y su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo», III-vii, 596a). Por si no bastase, a tan infame cuna se oponen, sibilinamente, ciertos afanes nobiliarios («siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito»; I-i, 565b) —«pensamientos caballerescos» vimos que los suele llamar el autor— que obsesionarán al personaje hasta el final de sus memorias, impulsándolo a intentar zafarse de su mancha originaria («Iba yo entre mí pensando en las muchas dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había menester tapar primero la poca de mis padres, y luego tener tanta, que me desconociesen por ella»; II-ii, 578ª), al par que a usurpar el estatus nobiliario («Di, para acreditarme de rico que lo disimulaba, en enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno, el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi nombre»; II-v, 593ª), claro que sin conseguir más que otros tantos descalabros vergonzantes («Díjele que era don Ramiro de Guzmán y rióse mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama, y me vi llevar preso sin razón y con mal nombre, no sabía qué hacerme»; III-v, 593b). En fin, por si no bastase, el comienzo ab origine entronca directamente con otro de los ingredientes genéricos principales —como veremos enseguida—: los amos. Nuestro buscavidas comparte infancia nada menos que con don Diego Coronel («En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería bien naturalmente»: I-ii, 566a), el único amo —supuestamente noble— al que servirá, garantizando así un llamativo contraste entre las infamias de uno y otro, a la vez que la presencia de un testigo de excepción para desenmascarar al malnacido, según acabamos de ver. De nuevo —insistamos— resultan sospechosas las manipulaciones quevedescas operadas sobre la matriz genérica. No le basta con abandonar a un desgraciado a buscarse la vida en un mundo decididamente adverso y amoral: necesita pergeñar a la más vil de las criaturas y lanzarla al empeño imposible de conquistar una posición nobiliaria, sin ahorrarle tan siquiera un delator de su ignominia; una posición «caballeresca» —con mayor precisión— en un mundo busconamente caballeresco… A

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Quevedo no le importa, obviamente —al menos cuando se trata de bribones—, el comienzo ab origine si éste no garantiza implacablemente el final delictivo de su engendro. Y eso es lo que le ocurre, al pie de la letra, a nuestro buen Pablos de Segovia: su diseño originario contamina corrosivamente el resto de su peripecia vital. De este modo, el espacio narrativo no se rellena tanto con las «fortunas y adversidades» —rasgo genérico más que da al traste— de un desamparado como con los empeños continuos de un indeseable por zafarse de su abyección originaria y satisfacer sus afanes caballerescos. Con ello se disuelve —muy conscientemente— el entramado novelesco en una sucesión interminable de intentonas caballerescas coronadas con otros tantos escarmientos deshonrosos. Es un verdadero callejón sin salida que sólo podía desembocar en la delincuencia coronada por el asesinato («sacando las espadas […] limpiamos dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro», III-x, 603a), algo que nunca jamás ocurriría en la novela picaresca convencional… Servicio a varios amos Y no otra cosa podía ocurrir —si andamos acertados— con el servicio a varios amos, claramente rectificado para servir a los fines distorsionadores que venimos comentando. Cuando lo que cabría esperar es un aprovechamiento abusivo del procedimiento, una proliferación interminable de «amos» representativos de otros tantos temas, estamentos u oficios que zaherir, nos encontramos con una drástica reducción o casi supresión: Pablos sólo sirve a don Diego, y ni tan siquiera, pues en su relación prima el compañerismo y la amistad sobre el servicio. A primera vista, se diría que el narrador novel desaprovechó torpemente la mejor herramienta que le brindaba la tradición picaresca para clavar su estilete satírico en conductas, oficios y estamentos —según imponía el canon (ciego, fraile, escudero, ventero, capitán, etc.) y repitieron muchos continuadores (Alonso, mozo de muchos amos en mayor medida que ningún otro: capitán, sacristán, hidalgo, letrado, médico, viuda, autor, pintor, peraile, etc.)—. Pero la verdad es bien distinta y la supuesta inexperiencia novelesca responde —una vez más— a los designios demoledores de nuestro artífice. Es verdad que hay tan sólo un «amo» al que servir, pero también es cierto que se trata nada menos que de un «converso» rico —como afortunadamente descubrió Carroll B. Johnson (1974)—; uno de los Coroneles segovianos, con todas las implicaciones semánticas que ello supuso para la interpretación de la obra: un auténtico giro de ciento ochenta grados en beneficio del compromiso ideológico y en detrimento del esteticismo vacuo. Sin duda, ello se explica porque a Quevedo le importaba mucho menos aprovechar la galería de amos para censurar determinadas conductas más o menos amorales, pero socialmente toleradas, que denunciar los trapicheos de los nuevos ricos —entiéndase de la nobleza adquirida—, cuya conducta y parentela en el libro no resulta menos infamante que la del mismo buscavidas: «preguntóle su nombre al

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estudiante, y él dijo que se llamaba tal Coronel» (I-iv, 570b), «conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente» (III-vii, 595b), «dos que lo aguardaban para cintarearlo por una mujercilla, entendiendo por la capa que yo era don Diego, levantan y empiezan una lluvia de espaldarazos sobre mí» (IIIvii, 597b). Y por este camino, se llega pronto a la conclusión generalizada de que la nobleza está extirpada del Buscón, quedando reservada para el mismísimo creador. En el libro sólo aparecen determinadas variantes innobles, por más que históricas: adquirida (don Diego), heredada (don Toribio), fingida (don Pablos); un converso rico, un hidalgo pobre y un pícaro desvergonzado —si se prefiriese. 15 Pero aquí sólo nos importa poner de manifiesto el uso libérrimo de la poética picaresca por parte del creador o —mejor— su habilidad para someterla a su particular proyecto novelesco. Desde luego, el único amo existente se rentabiliza a las mil maravillas: representa un evidente contrapunto desde la infancia («Era de notar ver a mi amo tan quieto y religioso y a mí tan travieso, que el uno exageraba al otro o la virtud o el vicio»; I-vi-573b) y termina desenmascarando al viejo compinche cuando a punto estaba de lograr sus aspiraciones nobiliarias («[don Diego] díjoles que se aparejasen y, en viéndome a la noche en la calle, que me magullasen los cascos»; III-vii, 597a). Nadie podrá decir que el montaje es torpe o que no se ha novelado agudamente: el consabido recurso del «servicio a varios amos» se ha adelantado a la más tierna infancia, aliándose con el «origen vil» para garantizar la recíproca aniquilación social de criado y señor, dotando así de cierta coherencia a toda la intriga. Marcel Bataillon (1982: 172-173) lo vio con absoluta nitidez: El Buscón de Quevedo se decide enérgicamente a «negar su sangre», y sus «pensamientos de caballero» (el caballero representa en su vida un papel simbólico) siempre acaban mal, desde su cabalgada infantil de «Rey de gallos» hasta su caída del caballo bajo las ventanas de doña Ana. Justo castigo a su descaro. Y es que, después de otras varias estafas de honra, ya se atreve a pretender un matrimonio noble y resulta (colmo de la mala suerte) que sin saberlo ha puesto la mira en la propia prima de su antiguo amo Don Diego Coronel. Entonces se ve que esta aventura ha sido concebida como cima o culminación de toda la intriga novelesca: viene ya preparada, de lejos, por las relaciones de servicio establecidas desde la infancia entre el vástago de los Coronel y el del barbero ladrón y la bruja».

Por otro lado, la drástica reducción del número de amos aquí operada no merma en absoluto las posibilidades satíricas que su abundancia proporcionaba en otros títulos. Aunque con bastante menos coherencia novelesca, Quevedo se cuida muy mucho de suplir la ausencia de «señores» con permanentes desfiles de «tipos cómicos», casi entremesiles —esa era su especialidad—, contra los que arremeter. 15   Maurice Molho lo explicó con su habitual perspicacia: «La vida del Buscón […] se ha escrito para decir ese desierto, ese universo vacío de esperanza y rectitud, donde entre los caballeros arruinados y chirles y los judíos advenedizos, no hay lugar sino para los pícaros que en su tentativa ascensional no se tropiezan con más adversarios que otros pícaros que les precedieron en el camino del ennoblecimiento» («Cinco lecciones sobre el Buscón», en Semántica y poética (Góngora y Quevedo), Barcelona, Crítica, 1977, pp. 113-114).

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De resultas, por la novelita pasan una caterva interminable de alcahuetas, ladrones, estudiantes, rufianes, corchetes, frailes, soldados, hidalgos, pordioseros, monjas, comediantes, rameras, corchetes… y demás «personillas», siempre expuestas, a falta de «amos», a servir de carne del cañón satírico. Incluso, suelen ser convocados a juntas carnavalescas (comidas, desfiles, rondas, etc.) en los lugares más propicios (pupilajes, escuelas, universidades, ventas, plazas públicas, conventos, cárceles, etc.) para potenciar la caricatura. La ferocidad caricaturesca con la que Quevedo los ridiculiza, cosifica, animaliza y —a fin de cuentas— los deshumaniza es tan escalofriante como sobradamente conocida (Molho, Chevalier, Lía, etc.). Huelga seguir insistiendo. Sea cual sea el enfoque o el motivo que seleccionemos, la conclusión seguirá siendo la misma: todo en el Buscón está cuidadosamente delineado a imagen y semejanza del género picaresco, pero absolutamente todo ha sido meticulosamente retocado para ofrecer una contra-poética capaz de servir a las intenciones aristocráticas. Probablemente, su apabullante tensión verbal y su penosa desarticulación novelesca son los mejores aliados de la nueva propuesta quevedesca. Ni una ni otra, empero, deberían impedirnos apreciar en su justa medida la magistral aportación, ética y estética, realizada por el «señor de la Torre…» a la «novela picaresca». Absolutamente nadie replantearía la «poética» del género surgida de la confluencia Lazarillo-Guzmán con mayor consecuencia formal ni con más trascendencia semántica. Bibliografía citada Marcel Bataillon (1982). Pícaros y picaresca. La pícara Justina, vers. cast. Francisco Rodríguez Vadillo, Madrid, Taurus. Fernando Cabo Aseguinolaza (1992). El concepto de género y la literatura picaresca, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela. —,  ed. (1993). Francisco de Quevedo, La vida del Buscón, Barcelona, Crítica. Michel Cavillac (1994). Pícaros y mercaderes en el «Guzmán de Alfarache», Granada, Universidad. Maxime Chevalier (1992). Quevedo y su tiempo: la agudeza verbal, Barcelona, Crítica. Manuel Criado de Val, ed. (1979). La picaresca. Orígenes, textos y estructuras. (Actas del Primer Congreso Internacional sobre la Picaresca), Madrid, FUE. Edmond Cros (1967). Protée et le Gueux. Recherches sur les origines et la nature du récit picaresque dans «Guzmán de Alfarache», París, Didier. —  (1980). Ideología y genética textual. El caso del «Buscón», Madrid, Cupsa, 1980. —  (2006). El Buscón como sociodrama, prólogo de Antonio Chicharro, Granada, Universidad de Granada. Gonzalo Díaz Migoyo (1978). Estructura de la novela. Anatomía del «Buscón», Madrid, Fundamentos. Peter N. Dunn (1950). «El individuo y la sociedad en La vida del Buscón», Bulletin Hispanique, LII, pp. 375-396. Carroll B. Johnson (1974). «El Buscón: Don Pablos, Don Diego y Don Francisco», Hispanófila, 17, pp. 1-26.

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Armonía y discordia en el patio de Monipodio Alan E. Smith Boston University

Cuando Rincón y Cortado son conducidos por el mozo esportillero que ha sido testigo del hurto del pañuelo del sacristán, a la casa de Monipodio, el lector los acompaña a lo que resultará ser uno de los pasajes más formalmente conscientes de la producción cervantina. Si bien Casalduero nota en La española inglesa, relato que le sigue a Rinconete y Cortadillo en el orden impuesto por Cervantes, un «ritmo binario» y un «movimiento ternario» (1969: 121), también es cierto que esta escena en el patio de Monipodio está rítmicamente jalonada entre momentos de concordia y otros de discordia. Este ritmo social acompaña y se confunde con otro musical, que si bien se manifiesta como música física, apunta por analogía a la armonía social y hasta a la pitagórica música del cosmos. La música pitagórica La música en su complejidad teórica, parte del quadrivium promulgado por Boecio por toda la latinidad medieval, y original de los pitagóricos (Heninger 1974: 29), no parece haber sido objeto de estudio de Cervantes, según algunos (Diego 1951: 25, Salazar 1948: 21), si bien un estudioso tan minucioso de los conocimientos musicales de Cervantes como Miguel Querol Gavaldá da fe de lo que denomina su «pasión por la música» (1948: 12). Según este estudioso, «el elemento musical forma un hilo constante en el vasto tejido de la producción cervantina», en cuya obra

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«hallan eco todas las manifestaciones de su tiempo, ya sean corales, ya instrumentales, ya coreográficas, ora populares, ora aristocráticas» (12). Sabemos que Cervantes tenía suficientes conocimientos técnicos de la música como para mencionar una nota semimínima, como «semínima» en La entretenida y en el Quijote (Salazar 45). Y —con total pitagorismo— Dorotea indica que «la música compone las ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu» (Quijote I, 28, citado en Salazar 45). También bastante profundo es el dictamen de Sancho en casa de los duques, si bien lo dice el inefable escudero en un intento de amenizar: «Señora, donde hay música no puede haber cosa mala» (II, 34, citado en Querol 8). Y en el Persiles recuerda Querol Galvadá: «[…] en el capítulo VIII [del libro III], hablando del son de varios instrumentos juntos, escribe: “y de todos estos sones redundaba uno sólo, que alegraba con la concordancia, que es el fin de la música”. «La concordancia a que se refiere [añade Querol] tiene el mismo sentido que la Oda a Salinas de Fray Luis de León: concordancia de sonidos, armonía del espíritu y del universo entero» (27). Efectivamente, en esa «Oda a Salinas», Fray Luis expone la teoría pitagórica de la música celestial, a la que vuelve el alma, una vez conmovida por la música hermosa del maestro organista. Estas ideas de armonía universal y analógica llegan a Fray Luis, a Cervantes y a todo el renacimiento europeo por abundantes y numerosos conductos, y, tanto como el concepto platónico del amor, vertebran la cultura de ese momento, de arte armonioso y mundo cada vez más discorde. Pitágoras, en su academia, seis siglos antes de la era cristiana, dio el ejemplo de una vida templada e impartió su pensamiento de armonía y número. 1 El que acuñara la palabra filósofo (amante de la sabiduría, en vez del menos modesto hombre sabio) corrige la cosmología de Heráclito, en la cual la realidad se deshace en puro devenir fluido, perdiéndose el ser. Pitágoras postula entonces un mundo compuesto de formas esenciales que llama números, siendo el cuatro el número mínimo para definir un volumen, y uno de los más importantes en su esquema. A la vez, estos números se desprenden de una música ubicua, una armonía cósmica, que informa las estrellas, los hombres y los objetos todos, por más humildes que sean. Cuentan sus biógrafos helénicos que Pitágoras descubre las proporciones numéricas de la música al pasar por una fragua y oír los diferentes sones de los yunques martillados por los herreros 2 —¿por qué no ha de tener su música también un plato, un chapín y una escoba? El hombre también es música, por analogía con el mundo. Como se puede ver, hay mucho de Pitágoras en Platón, quien convierte el número en la idea, la armonía uni Este resumen de las ideas de Pitágoras se basa en Copleston 49-50 y Heninger 19-44 y 71-200.   Así lo cuenta André Dacier, en la traducción inglesa de 1707: «Pythagoras is honour’d with the Invention of harmonical Measures, and ‘tis related how this happen’d. They write, that one Day, after he had been meditating a long while on the Means of assisting the Hearing, as he had already found out ways to aid and assure the Sight, by the rule, the Compass, the Astrolabe, and other Instruments, and the Feeling by the Balance and by Measures, he chanc’d to go by a Smith’s Shop, and heard several Hammers of different Sizes, beating Iron upon the Anvil. He was mov’d with the Justness of the Harmony, and going into the Shop, he examin’d the Hammers and their Sound in regard to their Sizes; and being returned home, he made an Instrument on the Wall of his Chamber [etc.] (82-83).  

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versal en amor universal. Su Timeo, diálogo que no se deja de leer a lo largo de la edad media, es uno de los textos fundamentales en la difusión de las teorías pitagóricas. 3 Aristóteles, en su intento de refutarlas, las propaga en detalle en su Metafísica, donde dice: «puesto que [los pitagóricos] vieron que los atributos y las proporciones de la escala musical se podían expresar en números, luego, todas las demás cosas parecían en su naturaleza entera ser análogas [es la palabra clave] a los números, y el cielo entero ser una escala musical y un número (citado en Copleston 1962: 49). 4 Para los pitagóricos, el fin de la vida es ascender a esta armonía verdadera, tras purgar el cuerpo y el espíritu (Copleston 47-8), que, al conocerse a sí mismo, puede conocer el universo, ya que el hombre es un microcosmo analógico al cosmos. Como reseña Boecio en su pitagórico De música: «Nuestra mayor esperanza de oír la música de las esferas, parece, es conocer las proporciones armónicas de nuestra alma» (citado en Heninger 103). La música, según él, puede aumentar o disminuir las pasiones del alma (con lo que está de acuerdo con Dorotea) y da el ejemplo bíblico de David y Saul (Heninger 103). Uno de los grandes divulgadores del renacimiento, Baltasar Castiglione, indica así mismo en su Cortesano: «ha sido la opinión de muy sabios filósofos que el mundo está compuesto de música, y que el cielo en su movimiento hace una melodía, y nuestra alma misma también, y por eso se anima su virtud con música» (75). Y luego expresa uno de sus personajes el deseo de «probar esa excelencia que a Pitágoras y Sócrates les complacía en la música» (109). León Hebreo dice en sus Diálogos de amor, por boca de Filón: «La complexión de los elementos es su amistad de ellos. ¿Y no te parece a ti que, como los contrarios, puedan estar unidos juntamente, sin litigio ni contradicción, que es verdadero amor y amistad? Algunos llaman esta amistad armonía, música y concordancia. Y bien sabes que la amistad hace la concordancia, así como la enemistad causa la discordia» (56). Según S. K. Heninger, en su fundamental monografía sobre el pitagorismo, pauta de nuestro resumen, la concordia significa la reconciliación de opuestos, y es el motivo dominante en Pitágoras (147). Reincide Leon Hebreo: Pitágoras decía que, moviéndose los cuerpos celestiales, engendraban excelentes voces, correspondientes la una a la otra en concordancia armoníaca. La cual música celestial decía ser causa de la sustentación de todo el universo en su peso, en su número y en su medida. Señalaba a cada orbe y a cada planeta su tono y su voz propia, y declaraba la armonía que resultaba de todos. […] Siendo pues, el amor y la amistad causa de toda concordancia y habiendo en los cuerpos celestiales mayor concordancia, más firme y más perfecta que en todos los cuerpos inferiores, se sigue que entre ellos hay mayor y más perfecto amor y más perfecta amistad que en estos cuerpos bajos». (66)    «Through Plato’s writings, especially the Timaeus, Pyghagorean doctrine had entered the mainstream of Greek thought. It oversimplifies but slightly, in fact, to say that Socrates provided the method and the Pythagoreans the curriculum for Plato’s Academy. This is not to denigrate the achievement of Plato or to diminish his honor, but rather to place the Pythagorean school in better perspective. There is no doubt that much of Plato’s teaching was a graft on the stock of Pythagorean doctrine» (Heninger 21).   Traduzco las citas en inglés en el cuerpo de mi texto al castellano.

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De hecho, la metáfora de la armonía como amistad que León Hebreo subraya ya se halla en el Timeo de Platón: «Y por estas razones, y de estos elementos, que son cuatro, se creó el cuerpo del mundo, y fue armonizado según las proporciones, y por tanto tiene el espíritu de la amistad […]» (1164). Como veremos, Cervantes recoge, paródicamente, en su cuento musical de armonía y discordia, esta metáfora amigable, y la coloca, sorprendentemente, en boca de unos divertidísimos rufianes. Se habrá notado que la imaginación analógica es central en el pitagorismo. 5 La armonía universal, musica mundana para Boecio, se repetía en la musica humana. Isidoro de Sevilla indica (Liber de responsione mundi) que el mundo se comprende de cuatro elementos, el año de cuatro estaciones, y el hombre de cuatro humores (Heninger 168). Y León Hebreo resume; «todo el universo es un individuo, esto es, como una persona» (102). 6 Dicha analogía no sólo funciona entre el hombre individual y el cosmos, sino que opera en los grados intermedios, es decir, en las sociedades humanas. Como indica el inglés Thomas Stanley, a finales del siglo xvii, «lo que es armonía en el mundo, en una ciudad se llama buen gobierno, en una familia se llama templanza» (citado en Heninger 104). Recogiendo esta tradición, el señor Octavio afirma en El cortesano: «Siempre prefería el mando de un príncipe bueno, porque es un gobierno más de acuerdo con la naturaleza, y si sea lícito comparar cosas pequeñas con cosas infinitas, más como el gobierno de Dios, quien solo y único gobierna el universo» (305). Esta teoría del príncipe absoluto, por analogía con Dios, y de acuerdo también con el sistema heliocéntrico pitagórico, pone de manifiesto un aspecto político, diríamos, ideológico, de la visión del mundo pitagórico. Como indica Heninger: El hecho de unidad armónica —de concordia discors y e pluribus unum— se puede estorbar por un fallo en las partes o por oposición descarada. El resultado es el mal, relativo o absoluto. En consecuencia, el hombre tiene un imperativo moral de implementar la fuerza latente del cosmos cuando sea posible. La institución y mantenimiento del orden natural entonces se constituye en objetivo fundamental de cualquier código moral. Según esto, el respeto al orden subyace los principios de comportamiento promulgado por los pitagóricos [subrayado nuestro]. (256)

Resumiendo nuestro bosquejo de la doctrina pitagórica y su difusión, vemos que llega abundantemente al renacimiento europeo, y, desde luego, español, a través de Platón, Aristóteles, los padres de la Iglesia, y otros, algunos tan importantes como Ovidio en sus Metamorfosis (Heninger 50), o los helénicos Diogenes Laer   «The central belief in cosmos requires an acceptance of paradox (such as the coexistence of unity and multeity), of analogy (such as that between the four elements and the four bodily humors), and of mutability […]» (Heninger xiii).   Esta analogía entre el microcosmos y el cosmos, el hombre y el universo, de sello pitagórico, ha sido estudiada en la expresividad hispánica por Francisco Rico, quien en su libro, El pequeño mundo del hombre, la persigue desde la edad media hasta nuestros tiempos.

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tius 7 y sus discípulos, así como los muy conocidos León Hebreo y Baltasar Castiglione, a quienes Cervantes leyó (Castro 1973: 144, Avalle-Arce 1968: XX). De hecho, Cervantes menciona a León Hebreo en el prólogo al Quijote. 8 De esa doctrina pitagórica quisiéramos destacar tres aspectos: 1) el concepto de armonía musical y su inmediata metamorfosis en amor o amistad, o sea, armonía social, 2) la imaginación analógica, que se ve en las correspondencias no sólo entre el hombre microcosmos y el cosmos, sino en las agrupaciones sociales como la familia y los pueblos, y 3) la pauta de orden y obediencia que subyace la doctrina pitagórica, cuya contrapartida es la relación entre disonancia y disidencia. En el patio de Monipodio Veamos cómo aparecen estas ideas en Rinconete y Cortadillo. Los dos jóvenes, que se apoderan insensiblemente de la mirada narrativa, tienen ocasión de ver, desde la calle, una casa «no muy buena sino de muy mala apariencia» (237). 9 Pero este exterior desagradable esconde un interior hermoso, pues ven al entrar «un pequeño patio ladrillado, que de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino» (237). Tras esperar los jóvenes en compañía de varias pintorescas personas de apariencia hampesca, por fin llega Monipodio, quien, como su casa, tiene un aspecto exterior nada hermoso. «En efecto —dice el narrador, tras minuciosa descripción— él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo» (239). Si Monipodio, en analogía con su casa, tiene o no un interior distinto de su exterior, es cuestión que dejamos para luego. 10 Tras un interrogatorio, en el que Rincón y Cortado muestran tanto ingenio como ánimo, los dos amigos son admitidos en la cofradía, con los nuevos nombres de Rinconete y Cortadillo. Esta gestión se hace según la voluntad de Monipodio, pero también conforme al asentimiento de uno de los bravos y la confirmación unánime de todos los presentes, que así lo manifiestan, como dice el narrador, «a una voz» (245). Notemos que la caracterización «a una voz», aunque sea una expresión lexicalizada para designar la unanimidad, no obstante, en su textura literal se acopla a la analogía fónica y musical que aquí estudiamos. Esta concordia se interrumpe —primera interrupción de la serie— cuando entra «un muchacho corriendo y desalentado» quien avisa la llegada del alguacil.   En su libro VIII de su muy citado Vidas de los filósofos ilustres, escrito probablemente en el siglo III A.D., primera edición, en traducción latina, publicada por Georg Lauer en Roma, c. 1472 (Heninger 59, n. 3).    «Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas» (56).   Citamos por la edición de Avalle-Arce indicada al final. 10  Según Stephen Boyd, «el patio representa la objetivación de un “lugar interior” o sea, el estado espiritual de las personas que se congregan en él» (2002: 353). La planta de albahaca, que infunde su poderoso aroma al recinto, comenta Boyd, bien puede simbolizar a Monipodio, y cita la definición de Covarrubias de esta planta: «por ser su olor tan excelente […] puede ser rey de los de más olores» citado, según indica Boyd, por Bentley, si bien éste considera el patio, con sus objetos rotos, «emblemático de la decrepitud política, militar económica» (citado en Boyd 354).

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Ante la inquietud de la cofradía, Monipodio impone su orden de calma, con lo que «todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados» (246). Como se recordará, el alguacil reclama la bolsa que Cortado había hurtado al sacristán, pariente de aquel, y Monipodio la pide a los concurridos en el patio. Ante el silencio, el jefe se encoleriza. «Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto» (247) el joven declara su autoría, estableciéndose la calma, amenizada en seguida por la llegada de dos prostitutas y su bien cargado criado, con cuyas provisiones emprenden un alegre almuerzo, sentándose todos en círculo fraternal por orden de Monipodio «a la redonda» (249), configuración de armonía perfecta, según los pitagóricos. Pero «apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto los golpes que dieron a la puerta» (252). De nuevo, Monipodio manda «que se sosegasen» (252). Nótese que esta segunda interrupción se efectúa por el sonido (los golpes a la puerta). Cervantes recalca este detalle fónico, pues tras la entrada de la rasguñada Cariharta, comadre de la Gananciosa en el oficio, Monipodio le advierte al centinela que «de allí adelante avisase lo que viese con menos estruendo y ruido» (253). No deja de extrañar la susceptibilidad de este cacique de malhechores a los ruidos; quizás sorprenda menos en vista de la insistente analogía cervantina entre sonidos y sociedad, que, pitagóricamente, caracteriza el cuento. Consuelan a la Cariharta, quien había venido a quejarse de su amante Repolido, por la paliza que le había propinado, y «todos volvieron a su gaudeamus» 11 (256). La tercera interrupción discordante la ocasiona Repolido mismo al llamar a la puerta. De nuevo Monipodio logra restablecer la concordia, al lograr las paces entre los malavenidos amantes, diciendo, como cualquier príncipe renacentista: «En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá [de su escondite] no por amenazas, sino por amor mío [subrayado nuestro], y todo se hará bien» (259). Pero este conato de armonía se tuerce al reírse dos de los rufianes de una simpleza que dice Repolido, y éste reacciona de mala manera —cuarta interrupción de la armonía por la discordia. De nuevo Monipodio restablece la paz. El pasaje no tiene desperdicio, y nos detendremos en él: [Repolido], viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio volvió diciendo: —Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos ni hacer burla de los amigos, y más cuando ven que se enojan los amigos. —No hay aquí amigo —respondió Maniferro que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y pues todos somos amigos, dense las manos los amigos. A esto dijo Monipodio: —-Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales se den las manos de amigos. (260-61)

La repetición de la palabra «amigos» se enuncia de tres maneras distintas. Los matones, tanto Repolido como Chiquiznaque y Maniferro, la dicen desde su simple11   «Uno de los rasgos que mejor define a la novela y más ha llamado la atención de los estudiosos es la alegría que preside siempre su desarrollo, a pesar de la aberración social y moral que caracteriza a los miembros de la hermandad delictiva sevillana» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo xlii).

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za algo embarazada entre la avenencia y el amor propio. En la voz de Monipodio ya se oye cierta ironía paródica, que los bravos no penetran. Pero hay una tercera «voz», la de Cervantes, que produce con este verdadero tartamudeo de la amistad una parodia de la amistad cósmica pitagórica, tal como lo vimos —y sin duda lo vio él— en León Hebreo. Sin embargo, este pasaje de los «amigos» es una parodia no simplemente burlona, sino también un divertido homenaje al pensamiento de Pitágoras en este cuento, cuya banda variopinta está informada, como indica Manuel Durán, por «el cálido sentido de la fraternidad» (1974: 61). 12 En seguida, restablecida la armonía social, los presentes empiezan a tocar música, con instrumentos, por así decir, pedestres: «[…] la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba [énfasis nuestro] con el chapín. Monipodio rompió un plato e hizo dos tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba» (261). Monipodio, que ha estado restableciendo el círculo armónico repetidas veces agrietado de su comunidad durante toda la escena en el patio, ahora rompe el círculo somero del plato —pero sólo para descubrir su música—. Estos instrumentos, si no son los cuerpos propios, como cuando se chascan el índice y el cordial al tocar los «pitos», sí son pertenencias personales suyas, de tan estrecho acomodamiento a ellos como el zapatito de la Gananciosa. Este desplazamiento metonímico de objetos del mundo cotidiano hacia resonantes instrumentos musicales subraya la estrecha conexión entre música y vida, o entre armonía social y musical, que informa todo este episodio. Ante el asombro de Rinconete y Cortadillo, causado por la música casera, les explica Maniferro que es buena, y la compra a «Negrofeo» —es decir, Orfeo, y «el otro gran músico que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos postigos» que, según explica Avalle-Arce en una nota a su edición, se trata de «Anfión, arpista tan consumado que a su música las piedras se pusieron en su sitio para fundar la ciudad de Tebas […]» (261). 13 Ambos ejemplos, chocantes en la boca de un hombre no precisamente letrado, pese a su deformación, son apostillas pitagóricas por parte de Cervantes a este su cuento, pues ambos demiurgos, Orfeo y Pitágoras, 12  Sobre la central importancia de la amistad en Pitágoras, nos informa Heninger: «A prominent precept of the school was […] �������������������������������������������������������������������������������� “All is common among friends”. […] Devotion to friendship was a much publicized trait of Pythagoreans and gave rise to the well-known story of Damon and Pythias, who according to the dictionary maker Thomas Cooper were “two Philosophers of Pythagoras hys secte, in the league of friendship being eache to other most faithful”»(23). 13  María del Carmen Artigas interpreta este pasaje musical en un divertido sentido erótico; nada se opone a que ambos, el sentido musical-pitagórico y el erótico vibren simpáticamente en esta narración paródica, basada, como mantenemos, en la tónica de la armonía, o sea, el amor. ������������������������������������ Alan K. G. Paterson también comenta esta música: «But this is the sound of the underworld, an untuned and tuneless travesty of music, deprived of its worldly harmonies, no to speak of its divine origins» (112). ���������������������������������������������� Discrepo de este juicio, ya que la música produce placer (en los que la producen y escuchan), alegría y concordia, estableciendo la analogía entre sonidos placenteros y armonía social, de manera pitagórica. Sí es una parodia, pero no niega su modelo, sino que lo vuelve a enunciar en clave cómica y festiva.

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cambian las cosas con su música, que penetra en la naturaleza animada o muerta para poseerla y contagiarla de su armonía y orden. 14 Si las cuatro interrupciones que hemos visto parecen tener una relación orgánica dentro de la economía anecdótica —pues cada interruptor entra en el patio, y se incorpora, aunque fugazmente, a la sociedad allí reunida— no así la quinta y final, que desbanda definitivamente el grupo. Las canciones que entran en el ritmo de tan aleatoria instrumentación tienen que callar, ante el anuncio de la llegad de oficiales no sobornados: «Oyéronle los de dentro, y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron los chapines al revés, dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la música [subrayado nuestro] […]» (263). Se dispersan todos: «Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así bandada de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella recogida compañía [...]» (263). El «turbado silencio» que reemplaza «toda la música» es una frase extraña, porque el adjetivo «turbado» contradice los hechos narrados, en un nivel literal: el silencio es, en todo caso, «restablecido»; a fin de cuentas un silencio turbado es bulla o ruido. La contradicción se explica al comprender que ese adjetivo se ha desprendido de otro sustantivo y se ha desplazado a «silencio». O sea, se acopla lógicamente a otro sustantivo, a los cofrades, pues ellos sí quedan «turbados». Cervantes logra con este desplazamiento calificativo sintetizar en esta frase casi sinestésica un fenómeno acústico y otro emocional y social: esta es precisamente una síntesis pitagórica. Como se recordará, los oficiales pasan de largo, falsa alarma, pues, truco del narrador… ¿con qué fin? Creemos con el fin —ya no anecdótico— pero sí formal, de terminar la serie de vaivenes entre armonía y discordia, recogimiento y dispersión, de una manera contundente. Es importante, también, ver cómo operan las analogías pitagóricas en la ideología que informa este relato. Conforme con el duque Octavio, que comparaba a Dios al príncipe, Monipodio, dentro de las ideas que hemos visto, invita a la proyección intermedia al príncipe renacentista, y hasta a Dios; ya notó José Luis Varela las resonancias de religiosidad en el cuento, señalando, por ejemplo, que el vocablo «Dios» «aparece diez y nueve veces» (citado por Fox 1983: 139). Dentro de esta imaginación analógica de orden pitagórico, cobra sentido contextual la apreciación de Dian Fox, que «la Casa de Monipodio es un microcosmo y una parodia de la sociedad legítima» (139-40), es decir España y, más universalmente, el orden que rige las relaciones entre el hombre y su mundo. Evolución pitagórica cervantina En el mismo artículo, Dian Fox presenta un argumento convincente para ubicar este cuento, ya no dentro de un discurso picaresco, sino más bien pastoril (142). 14  Pitágoras convive en una comunidad órfica antes de su llegada a Italia, y fue comparado a Orfeo, domando a los animales salvajes con sus palabras, como Orfeo con su música (Heninger 31).

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Según apunta, «Rinconete y Cortadillo es un compendio a lo grotesco de convenciones halladas también en las Églogas de Garcilaso, la Diana de Montemayor, y su propia Galatea» (146). Esta apreciación coincide con la de Ronald Keightly, quien en su artículo «The Narrative Structure of Rinconete y Cortadillo, afirma: «Se ha prestado atención especial a los libros de pastores y su modelo bizantino por la sencilla razón de que su estructura […] guarda una notable semejanza con lo que hallamos en Rinconete y Cortadillo» (1982: 46). Concluye Keightly extrañado ante «la incongruencia chocante de tratar los elementos más bajos del comportamiento humano por medio de una forma desarrollada para expresar los sentimientos más nobles» (54). Creo que esta incongruencia puede resolverse, teniendo en cuenta el pitagorismo del cuento. Desde luego, el que estos dos críticos hayan notado estructuras pastoriles era de esperar, según vimos, pues la armonía arcádica del mundo pastoril, aquella Edad de Oro, es esencialmente homóloga a un orden de perfecta analogía entre la armonía del cosmos, la naturaleza, y sus moradores. El mundo pastoril opera bajo las armonías pitagóricas. Dentro de la armonía en el patio de Monipodio, el «jefe», Monipodio mismo, no creo pueda caracterizarse como ejemplo de «los elementos más bajos del comportamiento humano». Sus repetidas reimposiciones de la armonía social, es, hasta cierto punto, loable. Recordemos ahora que si bien su casa era fea por fuera, como él, su centro era limpio y ordenado. Tanto Casalduero como Predmore han visto los elementos positivos de este príncipe y señor paródico (El Saffar 1974: 39). 15 Miremos, por un momento, los extremos de la producción cervantina. Como acabamos de ver, Keightly asocia a Rinconete y Cortadillo con las novelas pastoril y bizantina. Ya Avalle-Arce comentó en su momento la originalidad del joven Cervantes frente al género pastoril, mundo de armonía perfecta, a partir de la primera escena de violencia en La Galatea (xv): cuchillos, sangre, homicidio son un ataque frontal a las convenciones de armonía del género. Si vamos al viejo Cervantes, a su Persiles, vemos un mundo opuesto: un esquema de orden restaurado. Como indica Manuel Durán, la estructura esencial del Persiles, «este proceso de purificación, de ir palpando desde la oscuridad y las sombras hasta la luz, de conseguir sapiencia a través del sufrimiento y amor fiel y casto, no es tan distinto del proceso prescrito por Platón en su República» (1974: 163) —ni tampoco del modelo pitagórico suyo que aquí estudiamos. Añade Durán: Las culturas orientales han desarrollado un distintivo diseño gráfico en el cual un laberinto, frecuentemente un círculo dentro de un cuadrado, y dividido en secciones conectadas, representa el universo: los hombres pueden aceptarlo como su mapa a seguir en la búsqueda de la meta, el centro, donde círculo, cuadrado y laberinto des15   Boyd nota: «Como hemos visto, se ha comentado el paralelo entre la albahaca puesta en el centro del patio y rodeada de los otros objetos y la posición central de Monipodio dentro de la comunidad criminal» (357). Y añade: «¿no podría también evocar algo muy diferente? Por su belleza visual, y en especial por la presencia invasora e invisible de su fragancia, ¿no se insinúa que, aun en un medio tan poco prometedor, siguen vivos unos restos, por leves que sean, de la natural bondad humana?» (361).

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aparecen, cuando el peregrino alcanza su meta, la unión con el cosmos. La composición del Persiles se parece mucho a este diseño oriental. (166)

Desde luego esta mandala recuerda la mandala pitagórica, publicada hasta la saciedad en la prensa divulgativa renacentista, y la unión con la luz que es Dios, tras haber purgado cuerpo y alma, una de las normas fundamentales de aquella doctrina, que Platón hace suya. Ahora podemos apreciar este cuento como eslabón más o menos central en una trayectoria cervantina pitagórica, que coincide en algunos aspectos con la que ofrece Ruth El Saffar en Novel to Romance (163), es decir, una evolución desde una postura disidente hacia otra mucho más conforme con el concepto de orden universal. El primerizo Cervantes contradice el mundo pastoril con (relativa) juvenil vehemencia; ataca un concepto de armonía que, además de desmentirse en la España que tan ingrata acogida le daba, tras su servicio y cautiverio, implica, como vimos, un orden, si bien analógico, no por eso menos vertical y absoluto. Unos quince años después, 16 un tanto más finamente, escéptico incluso frente a su propia vehemencia, escribe el cuento que aquí nos concierne. Ya no contradice, sino que «redice»; escribe una parodia que, sin embargo, ahora guarda algunos de los valores de aquel pitagorismo que promulgaba no sólo el orden, sino la balsámica armonía. A fin de cuentas, el bárbaro Monipodio tiene sus virtudes, y la amistad rebosa de este grupo en momentos de alegría. Finalmente, otros quince años después, escribe el Persiles, en cuya escala vertical valorativa el viejo Cervantes expresa su fe precisamente no sólo en la armonía cósmica, sino en sus jerarquizadas analogías, sin la nota dispar que pudiera ser a la vez discordante y disidente. Sin embargo, Cervantes es más complejo que cualquier diseño crítico, y el que proponemos se complica ante el inconformismo de su insoslayable segundo Quijote. No creo que sea necesario alisar semejantes inconsistencias. En este trabajo hemos procurado traer a relucir la relación cervantina con las ideas pitagóricas; creo que es un camino que podría ayudar a conocer mejor tanto la tónica de su genio como su irreductibilidad. Bibliografía citada María del Carmen Artigas (2002). «Curioso pasaje en Rinconete y Cortadillo: “la música de la escoba”». La Torre 7.24 (abril-junio), pp. 253-262. Juan Bautista Avalle-Arce (1968). «Introducción» a su edición de La Galatea de Miguel de Cervantes. Madrid, Clásicos Castellanos-Espasa Calpe. Stephen Boyd (2004). «Un espacio ejemplar cervantino: El patio de Monipodio en Rinconete y Cortadillo». En Memoria de la palabra: actas del VI congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro (Burgos - La Rioja 15-19 de julio 2002). Editadas por María Luisa Lobato y Francisco Domínguez Matito. Madrid, Iberoamericana; Frankfurt am Main, Vervuert, pp. 353-363. Joaquín Casalduero (1969). Sentido y forma de las «Novelas ejemplares». Madrid, ��������������� Gredos. 16

 Rey Hazas y Sevilla Arroyo fechan la obra «hacia 1600» (1996: xxv).

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Baldassare Castiglione (1907). The Courtier. Trad. por Thomas Hoby. Sin ��������������������� lugar, The National Alumni. Américo Castro (1973). El pensamiento de Cervantes. Nueva edición ampliada y con notas del autor y de Julio Rodríguez-Puértolas. Barcelona-Madrid, Noguer. Miguel de Cervantes (1987). El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. I, Ed. de Luis Andrés Murillo. Madrid, Castalia. — 1987. Las novelas ejemplares. I, Ed. Juan Bautista Avalle-Arce. Madrid, ����������������� Castalia. Frederick Copleston (1962). Greece and Rome. A History of Philosophy. ������������������ Westminster, Maryland, The Newman Press. André Dacier (1706). La vie de Pythagore, ses symboles, ses vers dorez, et la vie d’Hierocles. Paris. — (1707). �������� The Life of Pythagoras, with his Symbols and Golden Verses. Together with the Life of Hierocles, and his Commentaries upon the Verses. Collected out of the Choicest Manuscripts, and Translated into French, with Annotations. London. ������� Gerardo Diego (1951). «Cervantes y la música». Anales Cervantinos 1, pp. 5-40. Manuel Durán (1974). Cervantes. New York, Twayne Publishers. Ruth S. El Safar (1974). Novel to Romance: A Study of Cervantes’s «Novelas ejemplares». Baltimore and London, Johns Hopkins UP. Dian Fox (1983). «The Critical Attitude in Rinconete y Cortadillo». Cervantes 3, pp. 135147. León Hebreo (1960). Diálogos de amor. Trad. de El Inca Garcilaso de la Vega, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles. S. K. Jr. Heninger (1974). Touches of Sweet Harmony: Pythagorean Cosmology and Renaissance Poetics. San Marino, California, The Huntington Library. Ronald Keightly (1982). «The Narrative Structure of Rinconete and Cortadillo». Essays on Narrative Fiction in the Iberian Peninsula in Honour of Frank Pierce. Ed. R. B. Tate. Oxford, Dolphin, pp. 39-54. Alan K. G. Paterson (2005). «Language as Object of Representation in Rinconete y Cortadillo». En Stephen Boyd, Ed. A Companion to Cervantes’s «Novelas ejemplares». Woodbridge, Suffolk, Tamesis, pp. 104-114. Plato (1978). Timaeus. The Collected Dialogues of Plato. Ed., Edith Hamilton and Huntington Cairns. Princeton, ������������������������������� PUP, pp. 1151-1211. Miguel Querol Gavaldá (1948). La música en las obras de Cervantes. Barcelona, Castalia. Antonio Rey Hazas y Florencio Sevilla Arroyo (1996). «Introducción» a Rinconete y Cortadillo, de Miguel de Cervantes. 7. Obra completa. Madrid, Alianza Editorial. Francisco Rico (1988). El pequeño mundo del hombre: varia fortuna de una idea en la cultura española. Madrid, Alianza Editorial. Adolfo Salazar (1948). «Música, instrumentos y danzas en las obras de Cervantes». NRFH 2, pp. 21-56; 118-173.

Perspectivismo informacional y ritmo político en La vida es sueño Juan Luis SUÁREZ The University of Western Ontario

Entiendo por «perspectivismo informacional» el recurso dramático que consiste en la organización deliberada de un mensaje dirigido a un público masivo para explotar, dramáticamente, la «ambigüedad» y la «falta de confiabilidad», características que definen toda información transmitida a través de intermediarios. La posibilidad de practicar este tipo de perspectivismo descansa sobre dos principios de la teoría de la información. El primero es la ley de la información decreciente, de Jan Kahre, que dice que comparado con la recepción directa, un intermediario sólo puede disminuir la cantidad de información (2002: 14), 1 lo cual, aunque en diferentes grados, se aplica en nuestro caso tanto al espectador de la obra de teatro que asistió al primer estreno de La vida es sueño en el siglo xvii, como al lector de hoy que accede al texto ignorando o no la azarosa transmisión textual y la historia crítica de la obra. Recordemos que el teatro es siempre representación y, por consiguiente, su misma funcionalidad se basa en la posibilidad de reconstruir el mensaje «original» del autor. El segundo principio concibe la información en términos ontogenéticos, como developmental information, es decir, como algo que no está dado a priori, sino que va formando su propia historia conforme se desarrolla. �������������� Como ha dicho Susan Oyama, la información «neither preexits its operations nor arises from ran   «A fundamental, but somehow forgotten fact, is that information is always information about something» (Kahre, 2002, p. 3).

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dom disorder. It is neither necessary, in an ultimate sense, nor a function of pure chance, though contingency and variation are crucial to its formation and its function. Information is a difference that makes a difference, and what it ‘does’ or what it means is thus dependent on what is already in place and what alternatives are being distinguished» (2000: 3). Aunque ����������������������������������������������������� no lo plantean en estos términos, las teorías modernas de la recepción hacen del mensaje literario un cuerpo informativo en desarrollo, cuya apertura constitutiva —la apertura del texto, según Umberto Eco— explica el hecho de que los lectores de diferentes épocas y procedencias escojan alternativas diferentes a la hora de leer la «misma» obra. Sin embargo, la filología hace lo mismo, aunque en sentido inverso, intentando remontar el curso del tiempo que, recordemos, «ni vuelve ni tropieza», para ir distinguiendo las variantes extraídas a lo largo de la historia de un texto como única forma de encontrar el mensaje original del autor. Calderón, evidentemente, no pensaba en estos términos, aunque los avatares conceptuales de la retórica, la dialéctica y la lógica durante el siglo xvi, así como el desarrollo de la teoría y práctica de la perspectiva desde fines del siglo xv —con los tratados de Alberti, Viator, Durero, Serlio, etc.— 2 contribuyen a la formación de un discurso estético cada vez más autónomo en torno al cambio de siglo —el Pinciano, los textos de la polémica entre neoaristotélicos y lopistas, Gracián más adelante—, evidencia de una especial sensibilidad acerca del problema informativo. Esta sensibilidad está bien recogida en el Arte nuevo de Lope, quien consagra dos principios dramáticos fundamentales para un uso de la información como el descrito anteriormente. Se trata de la mezcla de géneros que se convierte en rasgo distintivo de la comedia nueva, el «minotauro de Pasife», y de la exigencia estética y comercial de variedad 3 que afecta a temas tan importantes como el de las unidades (acción y tiempo serán especialmente importantes), el decoro o la comercialización del texto dramático para satisfacer gustos particulares de los diferentes grupos sociales que acudían al corral de comedias. 4 No obstante, la variedad estética repercute directamente en la calidad de la información que se intenta transmitir, de manera que el acierto del autor teatral quedará en gran medida vinculado a su capacidad para conjugar variedad con exactitud y sacar el máximo partido al goce estético, de gran    «Los tratados españoles, quitando el de Torreblanca, son simple trasunto de los tratados italianos o franceses. En nuestro país se escribieron libros de perspectiva desde el siglo xvi: Rodrigo Gil de Hontañón, Hernán Ruiz el Joven, Juan de Arfe, Antonio de Torreblanca... Pero el primero que se publicó fue el incluido en El museo pictórico..., de Palomino, ya en el siglo xviii. Esto supone un retraso y una dependencia. Las bibliotecas españolas cuentan con la mayor parte de los tratados de perspectiva italianos y franceses (y también algunos alemanes e ingleses) en sus primeras ediciones; lo cual quiere decir que se manejaban en nuestro país. A excepción de los libros de Vitruvio, Alberti y Leonardo y el Vignola-Danti, el resto de los tratados están sin traducir, lo que significa que se leían en lengua original y por eso en nuestras bibliotecas no se encuentra casi ningún tratado alemán o inglés. Luego existían manuscritos de autores españoles con una circulación muy limitada, como es el caso de Torreblanca». Los títulos de los libros de Torreblanca son Los dos libros de Geometría y Perspectiva práctica, con una sección sobre la perspectiva en relieve y en la escena (Navarro, 1996, pp. 16 y 340).    Juan Luis Suárez, 1998.   Este aspecto ha sido estudiado por Margaret Greer y Andrea Junguito en «Economies of the Early Modern Spanish Stage» (2004).

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contenido intelectual como todo juego en parte gongorino, que produce este contraste. Calderón va a hacer de este reto el primer eje de su programa artístico. ¿Cómo maximizar el principio estético de variedad cuando se aplica a la información de la obra dramática? ¿Y cómo hacerlo teniendo en cuenta que la medida fundamental de la información, en términos de calidad es su confiabilidad? ���������������������� Es decir, «how well a message can be expected to be reproduced»? (Kahre, ����������������� 2002: 8). 5 Aquí es donde juega un papel fundamental la aparición de perspectiva artística 6 «entendida —según dice Antonio Fernández Alba— como proceso mediador para poder imaginar y reproducir, construir y gozar con fruición la realidad del mundo y su construcción desde la fuga imaginativa. La perspectiva, en definitiva, entendida como una máquina ingeniosa de memoria y mirada» (1996: 13). Cuando se analiza en términos de teoría de la información, esta perspectiva se basa en los siguientes principios. Por un lado, el principio de confiabilidad nos dice que no hay manera de codificar un mensaje para que sea perfecto en una sola transmisión (Kahre, 2002: 9), por lo que la idea de una recepción perfecta del mensaje contenido en La vida es sueño es ilusoria. Por otro, se ha de descartar la idea de un receptor ideal con una memoria perfecta que entiende todo de manera automática, porque éste simplemente no existe 7 ni como espectador ni como crítico. Y, finalmente, tenemos que aceptar que todo intercambio de información acerca de algo es asimétrico, tanto en lo que respecta a la diversidad de receptores, como en lo que se refiere a la relación entre el mensaje y aquello de lo que habla. Es decir, no es lo mismo lo que el texto de La vida es sueño nos dice acerca del mundo que representa, sobre el que Calderón tiene algo que decir, que lo que ese mundo nos dice acerca de La vida es sueño. Esto no sólo excluye interpretaciones literales basadas en la transparencia semántica del texto, sino que abre la posibilidad a una explicación de por qué a veces funcionan teorías de la interpretación como la que, por ejemplo, subyace al nuevo historicismo o a otras interpretaciones de cuño postmoderno. Sin embargo, esto hay que equilibrarlo con el principio de la información decreciente —cada intermediario disminuye la información…, y el teatro es intermediación—, por lo que una nueva teoría que descarta las interpretaciones anteriores de una obra es la que más información pierde, por más que la teoría sea lógicamente adecuada. En este sentido, la idea que Edward Friedman expone en su artículo «Redressing the Trickster» (2004) acerca de volver a vestir a las obras con las diferentes interpretaciones que las han explicado con anterioridad al momento en que estamos, se muestra especialmente acerta   «The reliability rel(B@A) is the probability to guess the right message A when the message B has been received, and A is the message sent. [...]. Before the message B has been received, there is already some probability of guessing the right A, i.e., the initial probability of incorrect interpretation is less than 100%, q0 < 1» (Kahre, 2002, pp. 8-9).   El perspectivismo del que habla Ortega y Gasset en las Meditaciones del Quijote (1984) y en los Papeles sobre Velázquez y Goya (1980).    «The mathematical theory of information is, however, not dependent on the existence of an ideal receiver. The role of the ideal receiver is to connect the information measure inf(B@A) to the corresponding ordinary use of the word “information”» (Kahre, 2002, p. 9).

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da: la complejidad de una obra del teatro barroco no se expone mediante una nueva teoría, sino con la armonización de las diversas teorías que han hecho la historia de ese texto, su desarrollo en cuanto información. También hay que decir que el uso de la perspectiva fomenta un cierto grado de autonomía moral, puesto que la decodificación de información es un fenómeno que, desde el punto de vista del individuo, implica la creación de un ritmo de vida acorde al desarrollo informativo en que consiste la ontogénesis. Según Javier Navarro, [l]a aparición de la perspectiva, al someter toda la imagen a un punto de vista único y determinado, introdujo la subjetividad en la representación [...]. Sin embargo, la evolución posterior de la perspectiva en un sentido de creciente subjetivismo hace aparecer la visión renacentista como básicamente objetiva [....]. En los estilos posrenacentistas, del Manierismo al Neoclasicismo, el uso de la perspectiva frontal, pero asimétrica, con el punto de vista muy lateral (El Lavatorio de Tintoretto), y de la perspectiva oblicua distorsiona la anterior objetividad. El espectador se ve obligado a apreciar las proporciones del objeto supeditadas a la visión de dos de sus caras que, en un caso por la lateralidad y en el otro por la duplicación de la fuga, dificultan la comprensión directa de esas proporciones, y aún más las verdaderas dimensiones del objeto. En el segundo caso se consigue una real oblicuidad de los planos, y en el primero una oblicuidad aparente, debida a la posición muy lateral del punto de vista. Esta oblicuidad introduce el dinamismo en los espacios representados, que contrasta con lo estático de la perspectiva frontal y simétrica renacentista (1996: 18).

La actividad estética teatral del xvii tiene un componente claramente dirigido al individuo, a cada individuo de cualquier época que vuelve a leer o a asistir a una representación de La vida es sueño y se vuelve a encontrar con algunos de los sentidos inscritos en el texto. Éste es, en última instancia, el tema por excelencia de La vida es sueño, la exploración que hace Calderón de esos espacios de la vida de la comunidad en los que el control de la información —recordemos cómo se opone el discurso de la corte de Basilio en la primer jornada al simétrico discurso de la corte del Segismundo triunfador al final de la obra— converge con la existencia de un ritmo, de una representación del tiempo. Sólo la lectura adecuada de este código mixto permite el ejercicio de cierta autonomía como la que Segismundo establece, de manera divergente, en los diferentes finales de las dos versiones de la obra (y la conquista de la autonomía es su principal problema). Por eso se puede decir que lo que hace el teatro barroco es entrenar a sus espectadores para ejercer de manera individual una capacidad para disponer, imaginativamente, del tiempo. Desde un punto de vista histórico, hay varios factores que contribuyen al desarrollo de este perspectivismo en el teatro barroco. Por una parte, el mensaje del texto dramático se adapta a las diferentes tecnologías disponibles en tiempos de Calderón, cuyo ensamblaje contribuye a crear el espectáculo total que es el teatro en el siglo xvii. Desde el punto de vista tecnológico y comercial hay que señalar que la generación de Calderón está perfectamente instalada ya en la llamada era de la imprenta con todo lo que conlleva —multiplicación de textos, cuestionamiento del rol

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del autor, etc.—, pero a la vez vive en el quicio que divide los dos episodios más significativos, según Hobart y Schifman en su Information Ages (1998), de la historia de la información al comienzo de la época moderna. La primera generación barroca vive a caballo entre la ruptura de la clasificación del conocimiento que se desencadena a causa de la multiplicación de textos que permite la imprenta y la reintegración del conocimiento en torno al análisis y la «numeracy» que Descartes encarna. Esa generación existe, en realidad, en medio del cambio de episteme del que habla Foucault en Las palabras y las cosas (1989). La historia de la transmisión textual de Calderón es buena prueba de la multiplicidad informativa que pueden alojar textos y títulos «calderonianos» y que obligan a cuestionar, como hizo Barbara Kurtz en su artículo «Who Wrote Calderón’s Autos?» (2004), o al menos matizar, la idea misma del autor de comedias llamado Calderón. Por otra parte, su formación en el Colegio Imperial de los Jesuitas es un dato histórico digno de tenerse en cuenta a la hora de entender la concepción de la información y del conocimiento que existe en el mundo en el que se formó Calderón. Pero hay más, Calderón es heredero de un conflicto que recorre todo el Renacimiento y se proyecta en el siglo xvii. Se trata de la quiebra que América y la ampliación del mundo provocan en una concepción sintética del conocimiento, basada en imágenes totales, que había fomentado el neoplatonismo renacentista. Esta concepción confía en la capacidad humana para crear una imagen que contenga toda la realidad, todo el universo (los teatros de la memoria se basan en esta idea), una imagen carente de punto de vista personalizado, pero capaz de representar de una vez, sin interferencias del paso del tiempo ni de las limitaciones humanas, una visión total de la realidad o de un aspecto completo de la misma. Aunque, probablemente, el mejor ejemplo teórico de este programa intelectual lo encontremos en Nicolás de Cusa y en su texto De la visión de Dios, la multitud de testimonios visuales que contiene un libro como Imágenes de la perspectiva, de Javier Navarro, o la tesis y la llamada «prueba documental» contenidas en El conocimiento secreto, de David Hockney (2002), muestran hasta qué punto el logro de esta imagen está ligado al desarrollo artístico de la perspectiva durante el Renacimiento y el Barroco. Sin embargo, este ideal construido en torno a los poderes de la imaginación se quiebra con el descubrimiento europeo de América y la consiguiente incapacidad de recoger en un instrumento finito toda la información provocada por este hecho. De un lado, tenemos el deseo de instantaneidad, de abarcar todo con una sola mirada, mientras que de otro, nos encontramos con el recordatorio de las limitaciones humanas que lleva a controlar la información a través de la organización lineal que permite la combinación de escritura alfabética y textualidad humanística. Los trabajos de Jesús Carrillo acerca de Gómara, Oviedo y Maldonado ponen de manifiesto otros tantos aspectos de este problema: el ascenso y declive de la subjetividad humana; la concepción del mundo como uno o como muchos; la domesticación de lo visible, de la variedad del mundo natural, mediante una combinación de imágenes y palabras como la que se encuentra en la versión original de la Historia general y natural; o la posibilidad misma de crear una imagen cenital que permitiera ver

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todo a la manera en que se mostraba en la perspectiva caballeresca, frente a la efectividad de los métodos humanísticos para dar cuenta del Nuevo Mundo, que encontramos en el Sueño de Maldonado. Por otra parte, el choque entre diferentes formas de conocer y de organizar la información se agudiza con la incorporación del escepticismo al debate acerca del conocimiento durante el siglo xvi, que contribuye al cuestionamiento del que había sido el pivote sobre el que se construía la transmisión de conocimiento e información en una cultura: la imitación. La consideración de las probabilidades negativas que lleva a cabo el escepticismo respecto de cualquier criterio de verdad y el incremento de la novedad procedente de América vienen a dibujar un marco en el que la información no es necesariamente el reflejo exacto y transparente de un mensaje que no necesita más que la aplicación inmediata de un proceso de decodificación basado en la continuidad de la tradición cultural. La información es ya mucho más que eso, es perspectiva. Para nosotros, esta concepción de la información está incrustada en La vida es sueño desde nuestro primer contacto con el texto, o mejor, con los textos. El caso de las dos versiones de la obra, separadas apenas unos años, pone de manifiesto cómo el paso del tiempo afecta la constitución del texto dramático y cómo su contenido cambia en función de criterios relacionados con el mercado teatral y textual de principios del siglo xvii. Pero sobre todo, nos hace cuestionar una vez más la idea de una línea de continuidad irrompible que liga la creación del autor con la unicidad del texto en que se plasma ésta y con la existencia de un mensaje unívoco cuyo desciframiento corresponde a la interpretación perfecta. La información disminuye con cada intermediario y las dos versiones de La vida es sueño nos hablan de un homenaje, comercial, al principio lopesco de variedad, aunque la doble versión del texto no es la única forma en que se actualiza la variedad. También se da a través de la multiplicidad de medios que conforman el fenómeno teatral en el Barroco, a través de sus diferentes medialities. Y, por supuesto, se manifiesta en la variedad de códigos literarios insertos en la obra (la astrología, la mitología, el gongorismo, etc.), que nos permiten hoy concebir obras como La vida es sueño a través de la imagen de un hipertexto que multiplica sus referentes cada vez que se intenta apresar un significado único. Este respeto al principio de variedad se repite en la duplicación de tramas que propone la obra desde el principio, y que supone un ejemplo de la maestría de Calderón en el manejo de la acción múltiple. La vida es sueño juega desde el principio con dos tramas separadas, la que se organiza en torno a Rosaura y la que lo hace alrededor de Segismundo, los cuales se cruzan tan solo tres veces en escena antes del final en el que aparecen juntos todos los personajes excepto el ya fallecido Clarín. Estos tres cruces, los tres encuentros de Segismundo y Rosaura, que la misma Rosaura recuerda y aclara al príncipe en el tercero de ellos, para que su discurso le sirva de hilo de narración de su propia identidad, serán fundamentales para conducir la acción hacia el desenlace y hacer avanzar la trama dentro de su aparente desorganización. Pero son momentos mínimos si los consideramos en el contexto de la

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comedia completa. Por otra parte, la organización de la obra por medio de estas dos acciones permite lo que será un recurso fundamental de la estética calderoniana en su búsqueda del perspectivismo más agudo que logra en La vida es sueño: la desorganización de la información mediante su agrupamiento en núcleos argumentales que se van alternando. Cada personaje es una trama informativa que se crea a partir de una historia personal, de manera que al contemplar la obra desde cada perspectiva individual se actualiza otro de los principios de la perspectiva barroca, la anamorfosis, es decir, una serie de «vistas diferentes de un mismo objeto, incluidas aquellas en que el objeto aparece terriblemente deformado por la oblicuidad de la intersección del plano del cuadro con la pirámide visual» (Navarro, 1996: 19). ¿No es esa distorsión la que aparece cuando comprobamos la existencia de un lado personal de Segismundo que intersecciona con el Segismundo creado para el discurso científico de Basilio? Recordemos, además, que en La vida es sueño nunca aparecen todos los personajes a la vez en escena, algo que permitiría, con la creación de una sola imagen frontal, comprender las diversas relaciones entre los múltiples personajes. Por el contrario, de la misma forma que Calderón juega desde el comienzo de la composición con la temporalidad de la ocasión y de la casualidad (el encuentro inicial de Rosaura y Segismundo es casual), el mecanismo dramático de La vida es sueño consiste en la desorganización de la información, en su disposición asimétrica con respecto al avance temporal de la trama, para que sea el espectador el que reconstruya y ensamble los trozos informativos que el autor desordena intencionalmente. El perspectivismo en La vida es sueño tiene, por tanto, dos caras. Una se refiere a lo que los personajes saben acerca de los otros personajes y de la trama en que tienen que hacer su vida. La otra se refiere a lo que los espectadores ya saben al comenzar la obra y lo que van aprendiendo conforme asisten a su representación o lectura. Donde mejor se observa este uso de la ontogénesis informativa es en los finales que tan claramente distinguen cada versión de la comedia. Por un lado, tenemos en ambos casos un ejemplo de la obra cuyo final no coincide con la declaración «final» de los matrimonios, sino que Calderón añade un puñado de versos que sirven para que Segismundo explique a la corte su interpretación del proceso que ha vivido a lo largo de la obra. Pero es que, además, este segundo final es diferente en cada una de las versiones. Cada uno de los finales hace referencia a una interpretación política que toma como punto de partida la realidad dominada, respectivamente, por la fortuna 8 —en el caso de la primera versión, más cercana al neoestoicismo de la generación anterior a la suya, la de Pedro de Valencia y los cortesanos de Felipe III— y la realidad dominada por la ocasión 9 —en la segunda versión, que consagra la forma barroca de entender la temporalidad y la política—.    «Sabed, si el verme os espanta, / que fue mi maestro un sueño, / que me dice y desengaña / que es una dulce mentira /cuanto en esta vida pasa; / porque cuando desperté, / todo es viento, todo es nada. / Bien como el representante, / que habiendo sido un monarca, / vuelve a ser esclavo vuestro / cuando la comedia acaba» (vv. 3285-3295).    «¿Qué os admira? ¿qué os espanta, / si fue mi maestro un sueño / y estoy temiendo en mis ansias / que he de despertar y hallarme / otra vez en mi cerrada / prisión? Y cuando no sea, / el soñarlo sólo basta: / pues

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Además, desde el punto de vista dramático esta multiplicación de finales nos conduce a algunas conclusiones: 1) La acertada intuición de Issac Benabú en Reading for the Stage: Calderón and His Contemporaries (2003) acerca de la comedia barroca como un género construido para ser leído desde el final. La vida es sueño es el mejor ejemplo de la «device of reading the action in reverse: i.e., looking at the ending of the play first in order to understand its development from the beginning» (Smith, 2004: 436). 2) La vida es sueño sólo se puede entender si se lleva a cabo un ejercicio de lectura que tenga en cuenta los diferentes finales de las dos versiones y puntualice el papel que el final múltiple (es decir, el añadido de una explicación final de Segismundo) tiene en la construcción del significado de la obra. 3) Si la obra se lee desde el final se pueden organizar los núcleos informativos que Calderón desordenada para agradar al público con sus sorpresas y novedades. 4) La vida es sueño es una obra acerca de la lectura, de la descodificación de la información, y en este contexto el político que triunfa es el que mejor lee y ensambla los signos de los tiempos. 5) La política se rige por dos formas del tiempo: una, la de la fortuna, que conlleva un tipo de discursividad global y homogeneizadora (Basilio), en la que el contexto determina todo lo individual; y una segunda dominada por la ocasión, por la casualidad, en la cual sólo es posible construir discursos parciales y heterogéneos, útiles políticamente mientras la configuración de las cosas permanezca, brevemente, en el mismo estado en que está durante el tiempo en que se sacan las conclusiones («el tiempo que me durare»). 6) Sólo desde el final se pueden reconstruir las leyes de ese mundo concebido a través de la metáfora del título. 7) El diferente caudal de conocimiento con que cada agente (personaje) lee los estados de la realidad, crea una jerarquía entre ellos respecto a su sensibilidad para percibir el tiempo, representar la realidad en términos de su temporalidad, desarrollar planes de acción basados en esta representación y, por último, imponerse en el ámbito político mediante la adaptación a los diferentes ritmos del mundo físico y social. Todos estos elementos contribuyen a entender cómo se origina y se construye este perspectivismo a través de la información en lo que será uno de los pilares de la dramaturgia calderoniana y que ya en La vida es sueño ha alcanzado una formulación bastante desarrollada. Quizás la consecuencia más importante de la fusión de así llegué a saber / que toda la dicha humana / en fin pasa como sueño, / y quiero hoy aprovecharla / el tiempo que me durare» (vv. 3305-3316).

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estos dos elementos estuviera ya contenida en la representación perspectiva: la necesidad de un sujeto para el cual el texto dramático se convierta en información. La perspectiva precisa del sujeto. Como ha dicho Navarro, «[u]na de las consecuencias de la representación perspectiva es la subjetividad que supone en relación con la posición del punto de vista con respecto al objeto o espacio representado y que se traduce en una dificultad de lectura de las formas y de las medidas reales del objeto» (Navarro, 1996: 19). Dos aclaraciones se hacen necesarias para concluir. La primera es que La vida es sueño es la primera y más lograda explicación moderna de la solución al problema cultural y político de cómo encarar la existencia en momentos de máxima complejidad. Creo que podemos estar de acuerdo en que lo barroco es la representación cultural de este primer momento de complejidad de la modernidad, que se da con una intensidad especialmente aguda a causa de las circunstancias históricas que se vienen acumulando desde finales del siglo xv. La solución a la que contribuye Calderón es doble. Por un lado, hace de la cultura el centro de la vida política, así como en cierta medida todo lo relacionado con el teatro —desde la consagración de su vida comercial hasta la dimensión comunitaria de la fiesta barroca— se convierte en la columna vertebral y en el lugar de reflexión para una comunidad política extremadamente variada y global. En segundo lugar, ofrece una propuesta de vida al ser humano individual que se presenta en La vida es sueño de la siguiente forma: la única manera de ejercer el papel de decodificador de la realidad para sobrevivir en medio de estas turbulencias es ocupar el lugar estético en que el individuo se convierte a la vez en actor y espectador de su propia realidad; o sea, el vértice de un espacio concebido como perspectiva. Sólo este lugar permite observar el paisaje del tiempo desde un punto de vista que ofrece una imagen de todo el sistema, aquella que muestra las causas y consecuencias más allá del reducido espacio del individuo, pero que hace de éste el límite y refugio que las olas del propio sistema económico, político y religioso no debe profanar. Este lugar estético se dibuja en la solución a la que llega Segismundo tras el tercer encuentro con Rosaura, la reflexión que acompaña a la liberación por parte de los soldados y la variada reflexión con que concluyen las dos versiones de la obra: «si fue mi maestro un sueño...». Es decir, es preciso acoger la definición de Panofsky (1973) de la perspectiva como forma simbólica y extenderla más allá de su marco estético para convertirla en la fórmula para la reconstrucción del ecosistema humano, una reconstrucción que requiere la participación del ser como agente de cultura, y en nuestro propio contexto, como lectores 10 autónomos dentro del mundo que hacemos y deshacemos, del mundo en el que vivimos. 10  En El delirio de Turing, de Edmundo Paz Soldán, Albert, el ya enfermo fundador de la Cámara Negra, afirma: «Le dije (a Turing) que en la literatura encontraba inspiración... Cómo decir lo más obvio con las palabras menos obvias... Cómo ocultar el sentido en un bosque de frases... La literatura es el código de los códigos. Le dije. Sentado en mi sillón. De espaldas a una ventana. Donde repiqueteaba la lluvia... Es un modo de ver el mundo. De enfrentarse al mundo. De enfrascarse en la batalla cotidiana... Tratando de ver lo que está oculto. Cubierto por una capa de realidad... Tratando de llegar al meollo» (2004, pp. 168-169).

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Iconografía y pintura en Nuestra Señora de Atocha, de Rojas Zorrilla Ana SUÁREZ MIRAMÓN Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

La obra de Rojas Nuestra Señora de Atocha, calificada por Mesonero, de «harto débil» aunque notaba su «cierto interés y algunos accidentes de mérito» (1952: XVIII), 1 presenta sin embargo algunas cualidades relevantes además de constituir un perfecto mosaico de los intereses y técnicas utilizados por el autor. Está escrita imitando el lenguaje medieval, 2 en correspondencia con la cronología del argumento (la aparición de la Virgen de Atocha en uno de los asedios de la capital por los árabes); trata un tema poco frecuente en la literatura dramática de la época, 3 como es el de la patrona de Madrid, pese a ser muy venerada desde el siglo xvii, muestra el afecto por la capital y lo más interesante, presenta una acumulación de elementos artísticos. En la obra están representadas las diferentes modalidades pictóricas (pintura de paisajes, de batallas, de nocturnos, escenas sangrientas y la tradición de San Lucas como patrono de los pintores) y a partir de los retratos y de la imagen se proponen reflexiones sobre el arte (el problema de materia y forma) que dejan traslucir la idea del Deus pictor y la de Dios como perfecto alfarero.  Citamos por este texto.  No es muy frecuente el uso del castellano medieval en el teatro barroco aunque sí lo utilizaron diferentes autores. Ver A. Salvador Plans (1992: 135-36).   En el Catálogo de la Barrera se cita una obra anónima con el título Castellano adalid y la conquista de Madrid y Lanini compuso la comedia Nuestra Señora de Atocha, Luzero de Madrid, posterior a la de Rojas.  

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La obra, publicada en 1645, en la Segunda parte de Comedias de Rojas, contaba en cuanto al tema, con algunos precedentes importantes no dramáticos, como el libro La patrona de Madrid y venidas de Nuestra Señora a España, de Fray Francisco de Pereda (1604), la Historia de la antigüedad, nobleza y grandeza de Madrid, de Jerónimo de la Quintana (1629), el extenso poema heroico de Salas Barbadillo, Patrona de Madrid restituida (publicado en 1609), dedicado a la «antiquísima y milagrosa imagen de Nuestra Señora de Atocha», y dos composiciones de Lope de Vega: dos cantos (VIII y IX) incluidos en el poema El Isidro (1599) y unas octavas dedicadas a exaltar el milagro que recoge Rojas y que, como demostró Entrambasaguas (1946: 532-538), formaban parte de un poema más extenso, dedicado a La Virgen de la Almudena, que se publicó en 1623. Según la tradición, la imagen había llegado a España traída por los discípulos de Pedro. Las primeras referencias a la imagen se remontan al siglo vii, en un texto de San Ildefonso, arzobispo de Toledo. En dicho texto se recomendaba a un sacerdote que visitase la ermita, situada junto a la vega del Manzanares, donde se veneraba una imagen cuyas características coincidían con la Virgen de Atocha. Situada en una primitiva ermita, fue sustituida por otra que se construyó donde hoy se ubica la basílica del mismo nombre. De acuerdo con la leyenda (que sigue Rojas) esa segunda ermita fue edificada por Gracián Ramírez, un caballero cristiano que al conocer la desaparición de la imagen la buscó en el campo del atochar. Cuando se disponía a construir la ermita fue atacado por los árabes y antes de que su mujer e hijas cayeran en manos de los enemigos prefirió cortarles la cabeza. Tras la milagrosa victoria cristiana, Gracián encontró vivas a su esposa e hijas, con sólo una pequeña huella del corte en sus cuellos. Es el primer milagro atribuido a esta imagen cuya talla representa una mujer sentada, de rostro muy oscuro y ojos rasgados, que lleva al Niño en su mano izquierda y a quien ofrece una manzana. El nombre de la Virgen parece derivar del campo de atochas (planta parecida al esparto) donde se encontró la imagen. A partir de 1523 se concedió el permiso para que se instalase la orden de Santo Domingo en el templo y con Felipe II se construyó una capilla dedicada a Nuestra Señora de Atocha, acogida al patronazgo real. En tiempos de Felipe III se extendió la devoción con el ejemplo de la familia real, que visitaba la ermita antes de entrar o salir de la Villa. Después, durante el reinado de Felipe IV, se reedificó el templo y en 1643 se nombró patrona de la Corte a la Virgen de Atocha, y de la Villa a la Virgen de la Almudena. Ese doble patronazgo se debió a la devoción que por ambas tenían los madrileños. Aunque la obra de Rojas es la primera dramatización que conocemos dedicada a la Virgen de Atocha, 4 otros dramaturgos incluyeron referencias interesantes a esta imagen, su tradición, llegada a Madrid y a su culto. Calderón, por ejemplo, aludió al carácter milagroso de la imagen («imagen divina») en La desdicha de la voz, y en Origen, pérdida y restauración de la Virgen del Sagrario nos dio más amplia informa

 La citada por la Barrera no se ha encontrado.

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ción sobre ella. Se refirió a la coincidencia de posturas («sentada en una silla») con otras imágenes, como la del Sagrario, y a la idéntica procedencia: Porque la Virgen de Atocha que está en Madrid, noble centro de Castilla, está sentada, del mismo modo, y es cierto que de Antioquia las trujo un discípulo de Pedro (Calderón: 1966: 577)

Por su parte, Pérez de Montalbán, al principio de El señor don Juan de Austria, se refirió a su nombre y origen al tratar del convento de dominicos que alojó al protagonista, negando que el nombre fuese por haberse encontrado en el atochar. Posteriormente, Antonio de Zamora (en El lucero de Madrid y divino labrador, San Isidro) introdujo el motivo tradicional que consideraba a San Lucas pintor de la Virgen («sagrada imagen de Atocha,/ soberano simulacro,/ que un evangelista hizo,/ y que un apóstol nos trajo»). La referencia a la autoría de la imagen de la Virgen por San Lucas forma parte de la primera jornada de la obra de Rojas y a ella dedica bastantes versos como introducción al tema pictórico que aparece fusionado desde el principio con el legendario y milagroso. 5 Podría afirmarse que el elemento legendario sirve a la ostentación pictórica del autor y en ello creemos reside la originalidad de Rojas en el tratamiento del tema. Utiliza todos los elementos proporcionados por la tradición sobre la Virgen, en general, y sobre la talla, en particular (su procedencia, su permanencia bajo tierra y su aparición nocturna), para desarrollar toda una galería pictórica donde los contrastes de luz y oscuridad tienen su paralelismo con el misticismo y sentido bélico de la época que evoca. 6 Además al plantear como eje estructural de la obra el motivo del retrato confundido hace girar toda la comedia alrededor de este género pictórico. Asimismo, al tratarse de la patrona de Madrid (Corte) le permite al autor pasearse por los lugares típicos y recordar en boca de Limonada 7 los ambientes más castizos de la ciudad donde pasó gran parte de su vida. Puede afirmarse que las octavas de Lope de Vega (dedicadas a la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV) constituyen el precedente literario de la obra de Rojas. En dicha composición se remitía a la estrella de Antioquia, a la época de duros enfrentamientos entre árabes y cristianos, a la acción heroica de Gracián Ramírez, la aparición de la imagen entre luces como el primer milagro conocido y la resurrección de las hijas y esposa del caballero, además de la venida de la imagen desde   La leyenda de San Lucas como pintor de la Virgen no parece anterior al siglo VI. El motivo puede verse en miniaturas, como en el Libro de Horas de Luis de Orléans del siglo xii, donde aparece el evangelista retratando a la Virgen. En la pintura del xvii el tema tuvo una gran difusión y, a diferencia de las representaciones medievales, siempre aparece la Virgen con el Niño en brazos.   La Virgen de Atocha comparte con la de la Almudena muchas coincidencias: su tez morena, su procedencia de Antioquía traídas un apóstol, su pérdida durante la invasión musulmana y su aparición milagrosa.   El nombre del gracioso resulta ya un homenaje a Madrid, en cuanto se consideraba la bebida más apreciada.

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Antioquia. Sin embargo la obra de Rojas se fija, ante todo, en cuantos elementos milagrosos se relacionan con la pintura. Nuestra Señora de Atocha se inicia cuando la mora Rosa, vestida de negro, hace su aparición con Mahomat en un llano del Manzanares, junto a la puerta de la Vega, y contempla su «muralla fuerte». La visión de Madrid desde las afueras permite una primera descripción de la ciudad por una persona que llega de fuera (Toledo) y ante todo se fija en el Manzanares 8 al que parece recordar («aquel río/ que de las sierras de castilla frío/ baja a Madrid tan quedo», 471,a); cita sus afluentes, el Jarama y Nares y el arroyo de Bronigal. La zona del río resulta ante sus ojos «una tela que tramó el estío/ con distintos colores,/ de un verde raso que es raso de flores» y donde «Manzanares humilde pone coto/ a esa tela florida y a ese soto» (471,a). Asimismo, su playa, arbolado, aves y peces conforma una perfecta estampa de paisaje idílico según el modelo de la pintura flamenca. La armonía de ese ambiente se rompe bruscamente por el recuerdo de la muerte de su hermano, Aben-Jucef, a manos de los cristianos, de modo que esa primera exaltación de los sentidos («vegas, flores y plantas, eco y río») queda amenazada por la ira y las «espinas» de Rosa quien, como un Nembrot femenino, se muestra deseosa de teñir de sangre el suelo madrileño. El contrapunto de esa visión ideal de Madrid lo ofrece Limonada, quien muestra su nostalgia por la ciudad («¡Ay, mi calle de Santiago,/ donde hay todo el año lodo» y elogia incluso el olor de la capital («¡Cómo me huele a Madrid/ sin ser las diez de la noche», 472,a), su cariño por la villa («Madrid, la patria mía»; «¡Ay, mía patria deseada!» 483,b) y la nostalgia de sus barrios castizos («donde hay en cada rincón/ para hacer la sinrazón,/ tabernas de agua envinada,/ hay uno e otro figón,/ donde venden sin trabajo/ tan disimulado un grajo,/ que le yantan por pichón», 483,b). Desde el principio de la obra la trama amorosa resulta una excusa para indagar en la pintura. Rosa confiesa estar enamorada de Fernando quien no puede corresponderla por amar a Leonor, hija de Gracián. El triángulo amoroso se complica por una confusión de retratos. 9 Cuando Fernando, bajo la promesa de volver a su cautiverio tras entrar en Madrid y ver a Leonor, entrega un retrato de su amada a Rosa, se confunde y en su lugar le da una imagen de la Virgen de Atocha («Dale un retrato de Nuestra Señora de Atocha, por darle otro»), la mora se estremece y siente gran temor («Yo, cielos,/¿de una pintura temor?», 474,a). Este temor responde al efecto que un retrato perfecto debía obrar ante quienes lo viesen y para eso debía estar pintado con colorido, fuerza y relieve (Pacheco, 1990: 524). Cuanto mayor fuese el parecido con el original más se podía identificar el retrato «con la misma persona retratada» (Gállego, 1972:259). En el caso de la imagen se acentúa el desconcierto y terror («helado sudor») de la mora. Tras intercambiar la imagen por el retrato de Leonor vuelve a especularse con la diferencia entre original y copia, tema muy frecuente en el teatro a partir de los tratadistas de arte que consideraban al retratado como si fuese la persona retratada. En este caso a Fernando no le importa ceder el  El afecto de Rojas por los ríos es otro elemento que se utiliza también en esta obra.   Motivo utilizado en Donde hay agravios no hay celos y Progne y Filomena como resorte dramático fundamental.  

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retrato de su amada («¿Qué le importa a mi afición/ cautivar este traslado,/ si al original me voy?, 474,c) pues piensa que solo es copia, pese a que en la época los retratos se caracterizaban por representar de forma real a la propia persona retratada. Esta idea justificaba que el dar un retrato a un galán constituyese un compromiso y sólo así se entiende el enfado de Leonor («¿para me escupir el rostro,/ me cuidaste pintorar?» 477,a) por permitir que su «trasladadura/ pinturada» y «semejadura» quedase en manos de la mora. Sin embargo, al fin decide que la libertad de Fernando bien vale el retrato («¿no me dirás/ el traslado si te quedas/ con todo mi original?», 477,b), que ha de sacrificarse («pues pintura, perdonad», 477,c) en aras del amor. El extenso diálogo sobre el retrato hay que relacionarlo con el poder de este género pictórico en la época. Equivalía a su posesión y era «símbolo de pasiones terrenales (Gallego, 1972: 259-60) por lo que no podía considerarse únicamente ficción enamorarse de una pintura. El teatro aprovechó muy bien esta propiedad pictórica para articular tramas dramáticas, y Rojas lo puso en práctica de modo ejemplar en otras obras 10 y en Nuestra Señora de Atocha se convierte en eje dramático doble: el retrato de Leonor sirve para dramatizar el conflicto humano; el de la Virgen, para dar una solución idealizada al conflicto bélico y exaltar a la patrona de la Corte. En ambos casos predomina el interés pictórico por encima del dramático. Si el retrato humano remite a su poder en la época, el divino permite indagar en la teoría del arte, en general, y del arte sacro, en particular, muy importante tras la Contrarreforma. A partir de la leyenda sobre el origen de la Virgen de Atocha (narrada por Fernando) se plantea el tema de materia y forma en arte, concretado aquí en la relación entre un madero y la imagen de Cristo primero, y la de Virgen, objeto de la obra, después. Se cuenta que primero fue María, quien tras la muerte de Cristo, «tallar procuró» «un leño con el cincel» y «dio a su imagen perfición», pero después San Lucas «diestro el más pinturador/ de cuantos Jerusalén/ artífices coronó», trató de «retratar» a la Virgen y lo hizo «sobre la escoltura», utilizando así sobre el relieve el color («dio/ a los sus diestros relieves/ un color y otro color»), las dos cualidades más elogiadas en los retratos, según Pacheco, porque permitían ver lo pintado como «saliéndose del cuadro» (Pacheco, 1990: 404) y así lo trató de hacer Lucas, aunque «del original/ salió la copia un borrón». La imposibilidad de que un hombre pudiese pintar «lo que Dios pintó» (473,b) formaba parte de las discusiones en torno al origen de la pintura (Calvo, 1981). Lucas no pudo acertar con el color de las mejillas de la Virgen, pues si el de una dama ya era difícil, el de la Virgen resultaba imposible y, pese a la «diestra mano» del evangelista, «copiarla bien no supió». Además de trazar la historia y descripción detallada de la imagen (medidas, colores, atuendo, posición, etc.) se fija sobre todo en la tez morena «porque el luengo curso de años/ la su tez ennegreció» (473,b) y contrasta esa oscuridad del rostro con la luz utilizada para denominar a la Virgen (sol, resplandor, alba, rayo, nube, lucero, cristal, antorcha, luna) en un primer juego de claroscuro. Tras perderse la ima10

  Ver Morir pensando matar, sobre todo la III jornada, vv. 2404-2411 (ed. Maccurdy, 1961).

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gen durante la invasión musulmana quedaron «láminas» y una de ellas pasó a Fernando, quien la dio por confusión con el retrato de Leonor. Rosa no puede entender, desde su visión ingenua, que pueda hacerse deidad una pintura y a través de sus dudas expone los problemas sobre materia y forma en arte. Niega que «esa deidad», «luz de la aurora y el sol», que «ayer era un basto leño», «vegetativo padrón», «inútil tronco ayer», adquiriese carácter divino al ser tallada («¿Pues cómo la hará deidad/ un borrón y otro borrón? (473, b-c). Insiste Fernando en asegurar que la «imagen/ non es madre de Dios», pero «pinturada» podrá «imitar María a Dios». Luego, para ejemplificar lo que dice, se refiere a la materia de los hombres («¿Tú e yo no somos dos leños», 473,c) para exaltarla gracias a la acción de Dios que quiso imitar los «leños» Si eso hizo el mismo Dios, «¿por qué no/ un leño podrá imitar / a la que es madre de Dios» (473,c). El razonamiento no convence a Rosa pero el diálogo sirve para mostrar un tema muy antiguo, recogido por el folklore y presente en cuentecillos difundidos en el Siglo de Oro, acerca de las reacciones que provocaba la transformación de un madero en imagen sagrada. Según Morán, 11 el tema permitía poner de relieve la capacidad casi divina del artista, el poder de las formas para actuar sobre los hombres y destacar así el «poder vivificador del arte». La dialéctica entre materia y forma en las imágenes sagradas afectaba al propio concepto de iconografía y constituyó una de las discusiones más célebres tras Trento, tal como reflejó Carducho en el capítulo VIII de sus Diálogos (1979: 372-376) y estudió David Freedberg (1989: 45-109). Tras esta teoría artística, la obra queda articulada en torno a la pintura, como registra la riqueza de términos artísticos presentes en las tres jornadas. Si en la primera es el retrato y la narración de las vicisitudes de la imagen lo que da origen al tema, en la segunda se abren nuevas vías de manifestación artística. En primer lugar, la relación de las batallas por parte de Celín, hermano de Rosa y «azote de Alá», conforman una pintura de historia. Destaca el color negro de los pendones moros y los rojos de fuego y sangre con que arrasó poblaciones, hombres y animales hasta transformar «con el humo» de su fuego «la rubia tela del día» (479,a). La estampa de muerte contrasta con la narración vitalista de Rosa. Al confesar su pasión por Fernando, el retrato vuelve a erigirse en elemento fundamental. Antes, con colores había resumido cuanto sintió al verse rechazada: «entonces a mi rostro,/ que antes era/ como tímido de nieve,/ le pintó sin diligencia/ al temple de sus palabras/ mil colores la modestia», 479,b). Esta variación del color en función del sentir expresa aquí el paso de la inocencia a la lucha de las pasiones, manifiesta por los «mil colores». Cuando Celín contempla el retrato («¿Es de Leonor esta copia?», no se explica cómo alguien «deja/ de aquel libre original/ tan divina copia presa» (479,c). El poder de sugestión de la pintura no sólo enfrenta a Fernando con Celín, quien porta en su estandarte el retrato de Leonor, sino que el moro se enamora de la imagen representada: «pues esta sombra que apenas/ es rasgo de su verdad/ ni de su hermosura seña,/ se pasó desde mis ojos/ a mi deseo» (480,a). Lo que se planteó como un «fin11

  Ver especialmente el capítulo «De madero a imagen».

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gido amor» para atraer al campo de batalla al enemigo se transforma en realidad por esa profunda capacidad del retrato de atraer y enamorar al grabarse en el alma su imagen («otro mejor me queda,/ que este es bosquejado en sombras/ y este pintado en idea», 480,b). A la idea petrarquista, según la cual la contemplación de la imagen de la amada acababa por grabarse en el alma, como estudió Serés (1996: 116-123), la fuerza de la pintura en la época (en que se escribe la obra) era tal que permitía con sólo la contemplación de un retrato obtener el mismo resultado. El ejemplo de Rubens al presentar extasiado a Enrique IV contemplando un retrato de María de Médicis, llevado por los ángeles como si se tratara de una la verdadera efigie de la Virgen, es revelador de cuanto significaba el retrato como objeto amatorio. Además del retrato, los nocturnos y el contraste con los juegos de luces están muy representados en la obra. La amenaza de Celín con destruir Madrid se presenta, desde el bando moro, con los tonos rojos de la violencia (ríos de «rojo matiz», «arroyos de sangre»), mientras que en el atochar todo es oscuridad y silencio. La acción de toda esta segunda jornada transcurre en una «negra noche» «cerrada» («cuanto con negros bosquejos/ pintura la mía ilusión,/ sombras, cara oriente son,/ y cara poniente lejos», 480,c), «jamás vista tan oscura», y donde sólo «late un can» y la «escuridad […] asombra». En el atochar aparece Leonor «con un hacha y un fanal» (481,c), después que Gracián hubiese mostrado a sus hijas desde la ventana «luces/ con resplandor divinal/» que subían y bajaban para mostrar cómo la Virgen estaba «posada en Atocha» (477,c). Las luces, manifestaciones de revelación misteriosa, dan paso a la historia (contada por Leonor) de muerte y violencia sufrida por Madrid desde el siglo VIII y sirven de preámbulo para buscar, «con antorchas» y «candelas» a la Virgen. Cuando todas las luces se apagan por el viento, Gracián relata su sueño anticipador que constituye una verdadera pintura religiosa con la misma estructura de planos: «Pinturando mi sentido/ las imaginaciones del sueño,/ Jacob segundo miré/ bajar e subir del cielo/ángeles a este atochar,/ e posada en medio de ellos/ la Virgen nuesa Señora,/ y el su chicote pequeño»(484,b). Tras «cavar la tierra», recorrer las cuevas y los sitios más inhóspitos, escuchan una voz que grita bajo el suelo («Dentro»). Entonces la tierra se abre, aparecen luces y se escuchan los acordes religiosos de las chririmías que dan paso a la escenificación del milagro, tal como dice la acotación: «Toquen chirimías y sube la Virgen con dos ángeles a los lados, con luces», 484,c). Su aparición transforma el rudo suelo del atochar en jardín cerrado gracias a la «Rosa» encontrada en el centro («Non es nuevo/ que la que se llama Rosa/ haya salido del suelo»). Salida del barro, la imagen simboliza la regeneración al igual que la rosa, consagrada a la Virgen, y la tierra, como antes se había hecho con el «leño» queda divinizada. Frente a la consideración de la tierra como «barro inútil,» (teoría del alcalde), Fernando ratifica su carácter sobrenatural: «É barro de que está fecho/ Cristo e la Virgen María,/ e por hacerle perfecto/ en el principio del mundo/ le masó su padre mesmo» (485,a). En medio de la noche oscura, y tras la aparición de las luces, se destaca la ermita construida como un «divinal cerrado huerto» (485,b), cercado de palmas, cedros, cipreses, lirios, torres y escalas, además de zarzas, atochares y el vellocino, en donde los colores

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y el arte representan un pequeño paraíso en medio de la guerra por recobrar el retrato. Con el cerco de Madrid comienza la jornada tercera, que tiene nuevamente al retrato como protagonista. El moro reta a Fernando a rescatar «la copia divina en rasgos» (486,a) y el cristiano responde al duelo: «cobrar la venganza trato/ de un retrato que perdí», 486,c). Al duelo se incorpora García quien, como prometido, no consiente ver el retrato de Leonor en poder de otro («la mi cochilla procura/ cobrar su pinturadura/ donde quiera que la viere»; «la pintura ha de ser mía», 486,c). Después Celín decide dar la batalla a Madrid. Gracián entonces, siguiendo la leyenda, degüella a su mujer y a sus hijas y después vence en la batalla (que se da en el escenario «dando tres vueltas», 490,b) y Celín, herido por haberse desbocado el caballo en el atochar, puede narrar la batalla que contempla, como otro cuadro más de hechos históricos trasladados al lienzo: «»Qué es esto, cielos, que miro?/ […] unos a otros se dan muerte/ sangrientos mis africanos» (490,c). Junto a este espectáculo, el moro ve también la aparición sobrenatural de la Virgen, que no se corresponde con la imagen de Atocha pero sí con el modelo que Pacheco había difundido para pintar a la Virgen, basándose en la imagen del Apocalipsis (12:1) «envuelta en sol y con la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de estrellas». La visión sucede tras presentar el cielo «luceros amontonados»:«¿Qué mujer es esta, cielos,/ que la blanca luna hollando/ oscurece con su luz/ las luces del mejor astro?/ […] pero de su frente hermosa/ ya la red desenmaraño,/ que la juzgué de cabellos/ y echo de ver que es de rayos» (490c). Con la recuperación del retrato, la resurrección de las mujeres (a las que sólo les quedan «dos señales en la garganta») y el perdón a los moros se da fin a una obra que ante todo resulta un mosaico de diferentes efectos pictóricos siendo el más importante el derivado del retrato. Bibliografía citada Pedro Calderón de la Barca (1996). Obras completas. I. Dramas, Madrid, Aguilar. Francisco Calvo Serraller (1981). Teoría de la pintura del Siglo de Oro, Madrid, Cátedra. Vicente Carducho (1979). Diálogos de la pintura, ed. de F. Calvo Serraller, Madrid, Turner. J. de Entrambasaguas (1946). Vivir y crear de Lope de Vega, Madrid, CSIC. David Freedberg (1989). El poder de las imágenes, Madrid, Cátedra. Julián Gállego (1972). Visión y símbolos de la pintura española del Siglo de Oro, Madrid, Aguilar. Raymond R. Maccurdy (1961). Morir pensando matar, de Rojas Zorrilla, Madrid, EspasaCalpe, S.A. Ramón de Mesonero Romanos (1952). Obras de D. F. de Rojas Zorrilla, Madrid, BAE. Manuel Morán y Javier Portús (1997). El arte de mirar. La pintura y su público en la España de Velázquez, Madrid, Istmo. Francisco Pacheco (1990). Arte de la pintura, Madrid, Cátedra, 1990. A. Salvador Plans (1992). «Nuestra Señora de Atocha de Rojas Zorrilla», en La fabla antigua en los dramaturgos del Siglo de Oro, Cáceres, Universidad de Extremadura. Guillermo Serés (1996). La transformación de los amantes, Barcelona, Crítica.

La relación de Lope de Vega con D. Felipe de África y un relato de Miguel de Cervantes en el Persiles (III, VI) José Carlos de TORRES MARTÍNEZ Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Vega Carpio y D. Felipe de África El día 3 de noviembre del año 1593 fue bautizado en el monasterio de El Escorial, con el nombre cristiano de Felipe de África, quien había sido llamado el Príncipe Muley Xeque (1566-1621), hijo, nieto y bisnieto de sultanes, de la dinastía reinante en Marruecos Sa’dīen. Fueron padrinos el rey Felipe II y su hija Isabel Clara Eugenia; ofició la ceremonia religiosa el cardenal D. García de Loaisa Girón y asistieron entre otros personajes principales el heredero don Felipe y el entonces cardenal archiduque Alberto de Austria. Entre el público asistente estuvo Vega y Carpio, quien debió llegar a conocer y tratar al neófito, de donde la escritura de la comedia La tragedia del rey D. Sebastián y bautizo del Príncipe de Marruecos. Nombre suscitado por la relación del joven príncipe marroquí con la tragedia lusa y la llegada de Felipe II al trono portugués, uniéndose las coronas de Portugal y España durante unos setenta años. Lope cita la comedia en la primera lista de El Peregrino en su patria (1603), como indica Avalle-Arce en su edición (Avalle-Arce, 1973), con el título abreviado de El Príncipe de Marruecos, para publicarse en la Onzena parte de comedias (1618).

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La comedia y su complejidad En la jornada primera se representa, entre otras escenas, el desastre bélico de Alcazarquivir (4 de agosto de 1578), batalla conocida como la de los Tres Reyes porque perecieron en ella el rey don Sebastián de Portugal; el sultán ‘Abd al-Malik, conocido en las crónicas como «el Moluco» y murió ahogado el sultán Muhammad «el Negro» (padre de Muley Xeque), al pretender huir sin suerte por el río Najāzin. En esta jornada sale fugazmente el Príncipe, cuya edad era de 12 años, motivo por el que no asistió al encuentro de tantas consecuencias para Portugal y España. En la jornada segunda se escenifica, entre otras, su estancia en Andújar y conversión cuando asiste a la romería solemnísima y popular de la Virgen de la Cabeza en Sierra Morena. Es el año de 1593 y el archivo jiennense de la capital conserva el conjunto de documentos que Coronas Tejada publicó en 1979: la estancia o viajes de Miguel de Cervantes por nuestra tierra jiennense según la comisión mandada por el administrador real Pedro de Isunza desde Sevilla. Jean Canavaggio, Alfredo Alvar, Manuel Fernández Álvarez y el propio Astrana Marín en su tiempo deducen que fue en la primavera de 1592 cuando Cervantes Saavedra pudo estar en Andújar por la documentación oficial. En la última jornada Lope lleva a las tablas, entre otras escenas, el proceso de bautismo que culmina en el citado monasterio escurialense. Se trata, por consiguiente, de una pieza literaria de las consideradas comedia de circunstancias. Por su complejidad, debido a que resulta un tanto deslabazada para una primera lectura, el maestro Menéndez Pelayo, al editarla en 1898, no la supo entender. El motivo fue que no pudo documentarse históricamente bien sobre quién fue el Príncipe de Fez y Marruecos de la obra dramática al no disponer de fuentes de archivos (sí leyó la historia local de Salcedo Olid). D. Marcelino se dio cuenta del valor histórico que el autor poetiza en su creación, pues es un testimonio precioso de cómo pudo ser la fiesta romera a finales del siglo xvi. Quien tuvo la fortuna de aclarar la personalidad del Príncipe de Fez y de Marruecos fue Oliver Asín (1953). Ya que hay varios personajes parientes de la familia real marroquí, que se convirtieron por aquella época al cristianismo, entre ellos un Felipe de África, algo posterior en fecha y más bien contemporáneo de Baltasar de Loyola, para quien escenificó Calderón de la Barca El gran Príncipe de Fez don Baltasar de Loyola, estrenada en 1669. Por el argumento dramático, muy concreto en varias escenas, el autor madrileño debió conocer y tratar a don Felipe de África, personaje que tuvo cierta importancia política en las relaciones de Madrid con el reino de Marruecos. Jaime Oliver piensa que, entre las aficiones varias del Príncipe, estaban el teatro, los toros y la poesía, motivo que facilitó a Lope el trato con D. Felipe, y que Oliver Asín demuestra en su investigación. El Príncipe, que siguió considerado socialmente en la corte de Felipe III, abandonó España en 1609 y marchó a Italia, donde vivió hasta su final en la ciudad de Bérgamo.

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Las fuentes históricas de la comedia Muley Xeque, como miembro de la familia real Sa’dí, fue hijo de Muhammad, quien tuvo que guerrear con Abd al-Malik, hermano mayor del difunto sultán Abd Allah al-Gálib, fallecido en enero de 1574. Por la parte europea y cristiana, el sobrino de Felipe II (1527-1598), D. Sebastián I, declarado mayor de edad en 1568 (1554-1578), decidió organizar una nueva cruzada contra el Islam del Norte de África, e influir por consiguiente en la guerra civil marroquí. Política contraria a los planes de Felipe II de no intervenir en territorio africano: la política mundial había desplazado su centro del Mediterráneo al Atlántico y países del centro europeo según la estrategia de Madrid. Los monarcas portugués y español se entrevistaron en Guadalupe sin variar su decisión el joven romántico D. Sebastián. Embarcó este en Lisboa al frente de 17.000 soldados, entre ellos el militar, poeta y políglota Francisco Aldana, muerto también en la tragedia del 4 de agosto. Lope de Vega, en la primera jornada de la comedia, de alrededor de cincuenta personajes en total, se vale en el relato de lo que le debió contar D. Felipe de África y lo que todo el mundo sabía en la época. Por su juventud, Muley Xeque fue trasladado a Mazagán (actual localidad de Jadida) antes de la batalla y posteriormente embarcado para España junto con su tío Muley Nazar. Este fue conducido a Utrera y el sobrino trasladado a Andújar por unos motivos que explica el historiador local Antonio Terrones y Robres en su clásica obra, muy conocida, de 1657. Felipe II trató de ampararlo al ser proclamado nuevo sultán Ahmad al-Mansur, hermano del desaparecido al- Malik y enemigo del joven príncipe y de su tío Muley Nazar. Vega Carpio recrea en esta primera jornada el encuentro de los dos reyes en Guadalupe, con el fracaso de disuadir Felipe II a su sobrino: «[...] / pero el ir en persona contradice / las causas que he propuesto muchas veces; / quisiera disuadir este propósito / con mis años, mi amor y mi experiencia, / a vuestra Majestad » (I, 431). Asimismo poetiza la partida de Lisboa, con sentidos versos de tan singular monarca: «¡Adiós, ciudad, madre mía; / vuélvame Dios a tu pecho!» (I, 441). Su aceptación cristiana del fin cuando comprende que todo está perdido en la batalla por haber errado la estrategia; etc. Hasta el autor saca a las tablas un capitán llamado Aldana, quien exclama cuando comprende la tragedia para el bando cristiano: «¡Ah, discreto y santísimo Felipe, / qué bien pronosticabas esta guerra! / ¡Triste de aquel que della participe: / ¡Mas muera yo! ¡Santiago, cierra, cierra! (I, 450). La segunda jornada, donde se representa además el ambiente lúdico o profano de una romería andaluza, es de gran interés histórico, social y lírico. Sin embargo se lee en los versos un error de fecha, ya que en vez de señalar el último domingo de abril se inscribe el primero para la celebración de la romería, la principal de Andalucía entonces. Lo importante de decir es que la descripción lopesca de escenas galantes, picarescas, canciones, etc., junto a la religiosidad popular de las gentes asistentes, coincide con el gran cuadro de Bernardo Asturiano de la romería, pintado casi ochenta años después, en época de Carlos II (AA.VV., 1997), restaurado reciente-

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mente por Ojeda Navío, donde hasta se recogen ciegos cantando, escenas galantes, feria de ganado, etc. Y la procesión, que empezó a cambiar la vida de Muley Xeque. Recordaré que en Andújar hubo una colonia morisca numerosa hasta la expulsión 1609. Vivió fuera de la muralla, posiblemente por la llamada calle Ollerías. Los colores de la cerámica tradicional de la ciudad los aportaron ellos. Vega Carpio deja este dato precioso en la comedia: «Zayde.-¿No has oído de esta ermita / de la que llaman bendita / los cristianos y aun los moros, / tan rica de mil tesoros / que le ofrecen?» (II, 461). El autor sabía, como señala Avalle-Arce, que los musulmanes reconocen a María como madre del profeta Jesús, de donde estamos en un caso de simpatía ajeno a la confrontación política y religiosa que hubo en las Alpujarras de Granada. Quien hace una descripción fotográfica del lugar es Cervantes en su novela citada, como demostraré más adelante. La jornada tercera de la comedia transcurre en Andújar para trasladar la escena a El Escorial después. Sigue contando el proceso de conversión, que se ve en peligro al intentar asesinar al príncipe algunos de los musulmanes de su séquito. Oliver Asín ha comparado ciertos personajes literarios con los históricos que da el historiador local Salcedo Olid en su conocido tratado de 1677. 1 Cuando culmina la escena del bautizo en El Escorial, Lope se representa en las tablas a través del personaje Belardo, quien confiesa que es la primera vez visita el monasterio (III, 513). Todo esto debió ocurrir en un viaje relámpago del dramaturgo a Madrid, pues vivía en Alba de Tormes al servicio del duque de Alba, y casado con Isabel de Urbina (fallecida en 1594). Él sufría destierro de la Villa y Corte por sus escándalos anteriores al matrimonio actual. La Romería Que Tan Bien Conocieron Lope Y Cervantes El motivo posible para escribir sobre tal fiesta creo que fue la conversión de Muley Xeque por el relieve político que le dio Felipe II. Al ser además la más importante romería de Andalucía, tanto Cervantes por haber vivido en la provincia de Córdoba y viajar luego por Andalucía, como Lope, por sus viajes a Sevilla, donde residía su amor Micaela de Luján, aunque ya casado con Juana de Guardo, les era fácil el asunto. Eso sí, Lope monta una comedia pensando en D. Felipe de África, el rey D. Sebastián de Portugal y Felipe II. Cervantes hace una crónica y la cuenta en un personaje un tanto peregrino, que ha hecho escribir bastante. Creo que el último ha sido Michael Nerlich (2005), quien llega a considerar el tema con más extensión que todos los demás estudiosos juntos. Pero volvamos a la sociedad y geografía en torno a los tiempos de aquella España. Y recordar que en 17 años acontece la conversión de Muley Xeque (1593) y la escritura de los dos autores indicados. Además   Aunque la interpretación de la historia del culto a Nuestra Señora de la Cabeza en este impreso sigue fuentes erróneas antiguas, su descripción de la romería es una fuente de datos histórica. Expone muy bien la leyenda religiosa de la aparición de la imagen a un pastor de Colomera, según la época barroca del reinado de Carlos II.

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Cervantes anduvo por las tierras jiennenses en 1591 y 1592 al servir a la administración real. Cito las localidades con cofradía para asistir al cerro el último domingo de abril, pueblos y ciudades donde estuvo Cervantes por documentación notarial; las señalo con una cruz. La fuente es un manuscrito devuelto al Santuario en época de la democracia (posiblemente por católicos republicanos: el edificio resultó destruido durante el asedio de 1936-1937). Dicho manuscrito lo estudiamos A. Cea y J. C. de Torres (1992, II: 29-40). En dicho texto se anotan alhajas, mantos, escrituras, etc., de Nuestra Señora, con los nombres de algunos donantes y es del siglo xvi: una coincidencia más con el tema. No se encuentra en su texto nombres de personas vinculadas al poder de la Corte. D. Felipe de África, al volver a visitar el Santuario tras la conversión, regaló una lámpara. El origen de la ermita, en el cabezo más alto de los cerros que las aguas del Jándula (“peñasco” en árabe) han ido socavando al granito, es militar. Vecina al camino secular para viajar desde la zona de Almodóvar del Campo (Ciudad Real) hasta el valle del Guadalquivir en las cercanías de Andújar (por donde se encuentran los restos arqueológicos de la antigua Isturgi romana). El cabezo, en la planicie al septentrión, contó desde antiguo con pozos de agua, ya que es un clima bastante seco, con vegetación mediterránea. Un motivo para que el lince viva desde hace siglos junto a otra fauna muy variada. Desde el siglo xii se sabe ahora que los cristianos, procedentes del castillo de Calatrava, alzaron un fortín al ser un lugar estratégico desde siempre para observar una buena parte de la Sierra Morena. Abandonado cuando la ofensiva almohade, el territorio lo reconquistó definitivamente Fernando III (Torres Jiménez, 2003). Falta documentación para conocer cómo fue la transformación de un culto apartado, propio de pastores y ganaderos, en la más importante romería andaluza. El Dr. Salzedo Aguirre, en el grabado que imprime al principio de su estudio en el siglo xvii, lo arropa con estos versos del Cantar de los Cantares: «Veni dilecte mi, egrediamur in agrum, commoremur in villis» («Ven, amado mío, salgamos al campo, habitemos en las aldeas», cap. 7) (Torres, 1986: 24). El relato cervantino en el «Persiles» (III, VI) Distinto es el contenido del relato de Cervantes al proporcionado por Lope de Vega, además del formal, novela bizantina el de aquel, mientras el dramaturgo escribe una comedia de circunstancias basada en la historia. A la etapa juvenil de Miguel de Cervantes por las tierras cordobesas con su familia, hay que recordar el período entre 1587 y 1600 de actividad como recaudador de la Monarquía. Si se comparan las localidades andaluzas visitadas en teoría durante tantos años por su función de inspección y recaudación (en muchas hay constancia documental de su presencia física) con las cofradías urbanas de Ntra. Sra. de la Cabeza que subían al cerro el último domingo de abril, hay una coincidencia muy alta: de 63 localidades andaluzas y manchegas con cofradía, 46 figuran documental-

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mente que Cervantes las visitó (o delegó en otra persona). La cruz indica la presencia del recaudador, y el número que precede a la localidad la antigüedad de la cofradía al regir costumbre y estatutos. 2 Provincia de Jaén

Provincia de Granada

  1. Andújar +   3. Colomera (de donde era el pastor) +   2. Arjona + 28. Alhama + 15.  Úbeda + 29.  Loxa + 20.  Baeza + 30. Archidona + 22.  Martos + 37. Guadix + 23. Alcalá la Real + 38.  Montefrío 26. Toreximeno + 57. Illora 27.  Villa de Torres + 32. Alcaudete + Provincia de Córdoba 33.  La Mancha de Jaén + 34.  Bailén +   4.  Lucena + 41.  Baños   5. Aguilar + 42.  Menjíbar +   9. Córdoba + 43.  Vílchez + 10.  La Rambla + 44.  Linares + 13. Iznájar + 49.  Villacarrillo + 14.  Baena + 50.  Lopera + 16. Rute + 52. Cazalilla + 17.  Benamexí + 53. Santiago + 18. Cabra + 54. Güelma + 19.  Bujalance + 61. Torrecampo + 25.  Montoro 31.  Monturque 39. Castro el Río + 40. Pliego + Provincia de Sevilla 48. Cañete + 51. Carpio 11. Osuna + 56.  Villafranca 24. Écija + 58.  Montilla + 35. Pedrera + 59.  Montemayor 36. Estepa + 60. Espejo + Provincia de Málaga Sin localizar   6. Antequera + 21. Teba + 63.  Vélez Málaga

47. Puentedogonzalo

   Me he basado en el libro de K. Sliva (1999) para buscar la documentación. También Torres (1994: 189195).

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En la provincia de Ciudad Real:   7. Almodóvar del Campo   8. Almagro 12. Ciudad Real 45. Torrenueva 46.  Valdepeñas 55. Almadén 62. Hinojosa La deducción es la siguiente: cuando Cervantes anduvo por la provincia de Jaén en 1591 y 1592 (es en 1593 cuando el príncipe Muley Xeque asiste a la romería), si no llegó a subir (no se conserva documentación de tales años en el archivo de Andújar, ni en la capital, que acredite su presencia personal como recaudador), sí que debió de conocer a quien(es) era(n) muy asiduo(s) romero(s) a la fiesta y conocía(n) muy bien el lugar y cómo se llegaba (el llamado Camino Viejo de herradura desde la ciudad hasta el cerro). El relato del Persiles contiene una crónica por los recuerdos de ciertos datos concretos que lo enriquecen respecto a una somera descripción: una cita mariana más que Cervantes escribe después del episodio en Guadalupe. La narración de la peregrina, «una peregrina, tan peregrina, que iba sola» (Persiles, 2002: 484), la he estudiado en varios trabajos. Verdad es que hay un contraste, muy cervantino por cierto, entre el personaje, una caricaturización literaria en su aspecto externo, como comenté al seguir el estudio de Luis Alburquerque (Torres Martínez, 2006: 163) y su relato. Aquella es una peregrina que se gana la vida a costa de la piedad de los fieles, como una profesional de la limosna. Mientras la descripción de la romería me parece casi válida para una guía turística. Lope de Vega, Cervantes, Salcedo Olid, el pintor Bernardo Asturiano y los archivos municipales son las grandes fuentes de conocimiento para la fiesta en aquella época (más el manuscrito citado) para conocer la riqueza del santuario y su construcción al derribar la ermita gótica precedente. 3 Voy a comentar los pasajes del relato cervantino que evidencian un conocimiento muy directo por algunos detalles de la informante. Por cierta lógica interna en el análisis no voy a seguir linealmente el relato. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que, de paso, como en reverencia, le besa las faldas (Persiles, 2002: 487).

La primavera en nuestra zona andaluza (como los inviernos) son irregulares respecto a la lluvia. Es más, antes de construirse la presa del río Jándula en el primer tercio del siglo pasado, podía suceder que no llevase agua (motivo del fracaso de  Un buen resumen del culto e historia en Gómez Martínez (2002).



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hacer una colonia para repoblar en la época de Carlos III por la presencia del paludismo) (Torres Laguna, 1981). Cervantes se refiere a un paisaje verde con niebla que sube del valle hacia los cerros que franquean su cauce (lluvia reciente). En la vertiente septentrional se alza el cabezo con una altiplanicie, quebrada desde luego, hacia el horizonte donde están Sierra Madrona y Sierra Quintana, ya en Castilla. El llamado Camino Viejo ganadero, de unas cuatro leguas, parte desde la ciudad hasta la subida a la primera fila de cerros; desciende hasta el arroyo del Gallo y desde él se encamina ya hasta el valle del Jándula, al que atraviesa por un vado donde se fabricó un puente de madera al que las riadas inutilizaban. Desde el valle el camino vuelve a subir por una fuerte pendiente hasta la altiplanicie que remata el cabezo. El viajero, que antes subía necesariamente en caballería (ahora hay la carretera de Andújar a Puertollano, aunque el Camino Viejo lo sigue usando la cofradía de la ciudad por tradición, y muchas personas más a caballo) tiene una doble perspectiva desde las alturas a uno y otro lado del valle. Desde los aledaños de «la casa de Nuestra Señora» (como reza el manuscrito) se contempla el cuadro del valle del Jándula, con más de cien leguas de sierra en todas direcciones. El visitante no olvida el «mar de sierras» que se divisa desde el antiguo fortín o castillo, donde se inició el culto militar y pastoril a Nuestra Señora. Si se piensa qué pudo haber en la época romana en aquel cerro (en los alrededores había pozos de agua), lo que se sugiere es un culto a una divinidad vial por haber una vereda secular desde el sur de la actual Castilla-La Mancha hasta el Betis, a la altura de los Villares, antigua Isturgi romana. Veo difícil de justificar históricamente la teoría de Michael Merlich. 4 Cervantes debía conocer ciertos cultos romanos, vías y caminos medievales: él o quien fuera su fuente de información. El segundo punto que necesita comentario es el siguiente párrafo, más extenso: En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte o, por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, solo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser poco más de media (Persiles, 2002: 487).

También el profesor Nerlich en su estudio ha tenido en cuenta este pasaje cervantino donde el novelista evoca un lienzo (posiblemente perdido en el incendio de 1735), y en línea con el pensamiento teórico que desarrolla. 5 Creo que los datos topográficos de Cervantes no se basan en un lienzo porque hay medidas nada imaginadas. Desde luego los de la altura están contemplados desde el Jándula. Asimismo creo que la pintura debió encargarse a raíz de la conversión de D. Felipe de África, ya que lo apadrinaron en El Escorial el rey y su hija   Véanse la Octava parte y la Decimoquinta parte de El Persiles descodificado.  Octava parte: La España emblemática.

 

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Isabel Clara Eugenia. No se sabe nada de la relación real con el culto antes de 1593. Hay además otro dato que comentar con la topografía del relato: el nombre antiguo del Cabezo. Hay un documento de Fernando III que habla del cerro llamado Cabeza Gorda, a la otra parte del río Jándula. 6 Visto, por consiguiente, desde la vertiente montañosa donde está el arroyo del Gallo. Igualmente las fuentes locales, de tipo histórico del siglo xvii, hablan del cerro Cabezón para referirse al mismo. Se comprende que se termine llamando de la Cabeza por motivos religiosos, ya que en la ciudad y su término hay mujeres con el nombre de Cabeza. Desde luego es un cabezo, como lo recuerda el novelista. El autor aúna recuerdos de religiosidad popular con detalles muy precisos de la situación geográfica: el enclave (Torres, 1989, III) y el detallismo topográfico, como marco natural de un culto basado en una imagen de las llamadas «milagreras» en el alma popular andaluza. Que lo cuente un personaje caricaturesco es verdad. Después está la interpretación de cada cervantista. Conclusión Añadir que Lope de Vega vuelve a citar a Nuestra Señora de la Cabeza como el quinto culto en importancia en El Peregrino en su patria, publicado en 1604. 7 Creo que la decisión de Felipe II, de trasladar la residencia del Príncipe Muley Xeque a Andújar, fue determinante para los sucesos que Salcedo Olid cuenta y sobre todo Vega Carpio. Cervantes pienso que ya había oído hablar de la romería, aparte de que pudo subir un año antes de 1593. Su decisión de redactar la narración del pasaje comentado no nos ha llegado, pero lo hizo magistralmente en el contexto, que tanto da que comentar. El no conocer la romería, y el contexto geográfico-histórico de aquella época, ha llevado a algún cervantista a no comprender el relato tan minucioso que hay, junto a la estampa de religiosidad popular (Sliwa, 2006: 486). Bibliografía citada AA.VV. (1997). La romería de la Virgen de la Cabeza en una pintura del siglo xvii, Córdoba, Caja Sur Publicaciones. —  (2006). Fuero de Andújar. Estudio y edición, Andujar, Gráficas Fidel Moral. Alfredo Alvar Ezquerra (2004). Cervantes. Genio y libertad, Madrid, Ediciones Temas de Hoy. Jean Canavaggio (2004). Cervantes, Espasa-Calpe («Colección Austral», n.º 587). Antonio Cea y José Carlos de Torres (1992). «Retrato de un Santuario. El pulso devocional de Nuestra Señora de la Cabeza en Andújar a través de un manuscrito del siglo xvi», en Actas de Religión y Cultura, v. II, Sevilla, Fundación Machado, pp. 29-40.  AA.VV. (2006). Fuero de Andújar. Estudio y edición, pp. 28-29, referido a 17-X-1236.  Ed. Avalle-Arce (1973: 447).

 

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No hay burlas con el censor: teatro áureo, poder e Inquisición 1 Héctor Urzáiz Tortajada Universidad de Valladolid

En un trabajo reciente, complementario de éste, ofrecíamos una panorámica general sobre la influencia de la censura en el teatro del Siglo de Oro, intentando dibujar el estado de la cuestión, resumir los problemas principales, exponer los puntos de vista encontrados que el tema suscita (ya que subyace una polémica sobre su verdadero alcance) y comentar las peculiaridades del proceso de revisión que sufría el teatro (Urzáiz, 2009). Las páginas que siguen completan ese estado bibliográfico de la cuestión sobre la censura teatral áurea y nos sirven para presentar las líneas prospectivas de una investigación ya en marcha, el Clemit-XVII, cuyas bases teóricas quedan más o menos asentadas de la forma que se explica a continuación (sin perjuicio de que algunos puntos de vista puedan modificarse todo lo que los nuevos datos dicten, ya que la materia crítica manejada es muy abierta). La información que puede aportar la nutrida comunidad investigadora que trabaja con manuscritos e impresos teatrales de los Siglos de Oro, así como con documentos de archivos y bibliotecas, es inagotable; por ejemplo, los numerosos proyectos de investigación sobre el teatro áureo abiertos en la actualidad, nos permitirán disponer a medio plazo de un enorme caudal de datos fundamentales. Pero cualquier otro trabajo de menor envergadura so  Este trabajo se inscribe en el marco del proyecto «Censuras y licencias en manuscritos e impresos teatrales del siglo xvii», del Plan Nacional de I+D (HUM2006-06590/FILO).

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bre esta materia que vaya viendo la luz nos será también de gran ayuda para esta labor de acopio. Por influencia, tal vez, de la denominada Nueva Historiografía de la Inquisición (que, desde hace algunas décadas viene revisando las ideas comúnmente admitidas acerca de las actividades de esa institución en España, y que no duda ya en proclamar la invención del Santo Oficio), en los últimos años se ha reavivado en los estudios sobre la literatura del Siglo de Oro la discusión en torno al carácter y la influencia de la censura: ¿fue medular o más bien superficial?; ¿predominó la civil o la eclesiástica?; ¿resultó perjudicial o beneficiosa? (también esta hipótesis se contempla); ¿hubo autocensura? Las acusaciones de exageración, prejuicios, falta de objetividad o falseamiento de datos que se han cruzado las diferentes corrientes de opinión entre los historiadores de la Inquisición española (a cuenta de su verdadera naturaleza, la cuantificación de sus víctimas, etc.) se han trasladado, en cierta medida, a algunos estudiosos de la literatura áurea, desconcertados ante el hecho de que las páginas más brillantes de nuestra historia se escribieran en la época de mayor presencia de la censura. Mientras que unos han hablado de su incidencia negativa, otros sugieren (o abiertamente sostienen) la tesis de que la censura supuso un cierto estímulo creativo. Si algunos culpan a la Inquisición de la discontinuidad cultural española, otros creen que, al fin y a la postre, y desde luego sin buscarlo, la sofisticación del sistema censor español supuso un acicate para los buenos escritores, al someterlos a un tour de force de ingenio que redundó en beneficio cualitativo. En el caso particular del teatro, y para complicar aun más las cosas, hay que tener muy presente que su doble naturaleza de texto literario y espectáculo visual afectaba también a su relación con las instancias censoras de la época, puesto que había unos cauces para el texto destinado a la imprenta y otros distintos para los que iban a ser representados, y, además, no se atribuía la misma peligrosidad a la letra de molde que a la palabra dicha de viva voz en público. Entre el peligroso eco que ésta producía y la autoridad intemporal de que aquélla gozaba una vez impresa, ¿qué habría de ser tenido por más temible para la santa fe y las buenas costumbres? Cuestiones de este cariz centraban las discusiones, eternas y a veces enconadas, de teólogos, filósofos e inquisidores. Y es que desde sus inicios, los espectáculos teatrales «han sido objeto de polémica debido a las dudas sobre su licitud o legalidad moral […] Esta persecución hunde sus raíces en el propio temor del ser humano a que sus afectos, sentimientos y vivencias sean expuestos sin tapujo alguno en los escenarios teatrales, pues existe en el ser humano un innato pudor y un rechazo a que su fuero interno sea exhibido sin reparos por las piezas dramáticas» (Cantero, 2002: 64). Conviene, pues, profundizar en la descripción de las prácticas censorias del teatro áureo, y a ello dedicaremos las presentes páginas, a modo de introducción de un próximo trabajo de conjunto que sirva como herramienta para analizar con mayor precisión el alcance de la censura civil e inquisitorial sobre uno de los grandes fenómenos culturales de la historia universal, el teatro español de los siglos xvi y xvii. La

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cuantificación de ese alcance, que permitirá pronunciarse con conocimiento de causa, ha de ser mucho mayor que hasta ahora. Ya en 1961 advertía el benemérito Edward Wilson que «una relación completa de cómo eran censuradas las obras teatrales en la España del siglo xvii está aún por escribirse», puesto que «sólo en unos pocos casos […] puede el lector moderno aprender cómo funcionaba el sistema [censor] en la práctica» (1961: 165-166). Él mismo puso el primer granito de arena en ese empeño, dentro de sus posibilidades, al publicar un buen número de casos interesantes de censuras de representación (1961 y 1973) y licencias de impresión de libros de teatro (1960 y 1963). Pero era el primero en reconocer que el repertorio de aprobaciones que él había sacado a la luz (a menudo demasiado breves y superficiales) no era suficiente para permitir generalizaciones, y por eso animaba a que «otros estudiosos interesados en la historia teatral española puedan investigar textos similares en otras bibliotecas y de otros dramaturgos» (1961: 167). Varios críticos que han realizado después algunas aportaciones importantes coinciden en que quedaba mucha tarea pendiente: así Fothergill-Payne («un estudio comparativo de las licencias concedidas, y más interesante aún, de las negadas, contribuiría considerablemente a nuestro conocimiento de las normas y teorías literarias de la época»; 1983: 1300), Ruano («la historia completa de la censura de obras teatrales del Siglo de Oro español [que demandaba Wilson] todavía no ha sido escrita»; 1989: 201), Cantero («queda todavía un largo camino por recorrer para que la historia de nuestra censura teatral pueda considerarse acabada»; 2002: 89) o Presotto («podría justificarse bajo varias perspectivas un proyecto de catalogación de las licencias teatrales del siglo de Oro»; 2007: 141). En importantes monografías dedicadas a la Inquisición o a la legislación sobre libros en el Siglo de Oro se ha comentado también la necesidad de hacer ese inventario, incluso se han hecho algunas aportaciones interesantes, pero limitadas. Así, en la magnífica dedicada por Reyes Gómez a El libro en España y América (2000), donde se aborda todo lo tocante a la censura en los siglos xv-xviii, la atención dispensada al teatro, sus aprobaciones y prohibiciones, es escasa. Y en el clásico Literatura e Inquisición en España, de Antonio Márquez, el teatro ocupa también un lugar limitado, a pesar de la importancia que otorga el autor a un hipotético estudio comparado de la censura teatral en el Renacimiento y en el Barroco: «Sería una gran contribución a la Sociología del Teatro y de la Inquisición. Solamente un estudio de este género podría justificar la continuidad o discontinuidad del teatro español en relación con la Inquisición» (1980: 154). No todo el mundo cree, sin embargo, que los efectos de la censura sobre el teatro del xvi fueran tan apreciables. En este sentido, Marc Vitse, tras su análisis del teatro religioso de esa época, «su (i)licitud y sus censuras», concluye que el combate entre el drama sacro renacentista y la censura fue «por desproporcionado, muy desigual y nos obliga a concluir a la limitadísima eficiencia de la censura teatral y del discurso que la justifica. Por lo menos, desde el punto de vista cuantitativo». Su propuesta, basada en el estudio de una parcela quizá demasiado específica, pero muy significativa a los efectos de la censura, nos parece ejemplar. No obstante, él

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mismo reconoce que «sigue entero el problema de su eficacia efectiva» en el aspecto cualitativo, donde reside —creemos— la clave del asunto (Vitse, 2005: 105). Sin olvidar que también en lo cuantitativo queda mucho por analizar antes de llegar a una conclusión válida para el conjunto teatral del Siglo de Oro y dejar asentada una necesaria y precisa periodización. Así se desprende, por ejemplo, del estudio de Marco Presotto, que ha estudiado el teatro del primer tercio de la siguiente centuria («ese período de definición de la organización de los espectáculos públicos que podríamos delimitar a los primeros treinta años del siglo xvii»), encontrando diferencias apreciables entre esos años y épocas posteriores: «Si nos limitamos a las licencias concedidas en los años 1600-1601, momento de gran discusión sobre la licitud del teatro, se da por descontado un mayor control [de la intervención censoria]. Las licencias parecen transmitir, en efecto, un aumento de la atención a los textos […] Ya desde los años cuarenta, la turbulenta historia del teatro conoció etapas de endurecimiento del control censorio, que cuajaron con el cierre de los teatros» (2007: 143-144). Volviendo al repaso bibliográfico sobre la censura teatral áurea, un magnífico estudio de conjunto es el que debemos a Maya Ramos (1998), dedicado al teatro novohispano pero con evidentes implicaciones para el conocimiento global del asunto. Víctor Cantero se ha acercado a la figura del censor literario, recogiendo el testigo de una tarea iniciada por Cambronero a finales del xix, cuando formuló «una irresistible invitación a quienes, como yo, sentimos sana curiosidad por conocer los entresijos, importancia y significación de un cargo público plenamente vinculado con la práctica dramática» (2002: 63). Ha hecho ya varias aportaciones a ese repertorio de licencias Agustín de la Granja (2006, 2006b), gran conocedor de los intrincados vericuetos de la controversia teatral. Señala, sin embargo, el citado Presotto que «la crítica ha puesto en general poca atención al sistema jurídico administrativo de concesión de las licencias para la representación». En su opinión, dado que carecemos de inventarios oficiales de las obras presentadas a las autoridades para su inspección, ha de ser la información contenida en los manuscritos la que nos ilumine sobre el paso por la censura: Falta hoy en día una visión global: establecer las fases de concesión del permiso de representación en el teatro comercial puede ayudar a reconstruir el número y la tipología de los obstáculos a los que se enfrentaba una obra antes de llegar al público […] la catalogación de las licencias teatrales del siglo de Oro puede ayudar a aclarar el efectivo sistema que se adoptaba y su relación con los reglamentos publicados, además de contribuir a definir los periodos de mayor o menor atención sobre determinados aspectos del texto teatral. (2007: 141)

Todos los estudiosos que se han acercado a este asunto han echado en falta, pues, una historia de la censura teatral del Siglo de Oro que recoja los elementos implicados: obras (prohibidas, modificadas, revisadas), autores, censores… Con la intención de dar respuesta esa demanda, en 2007 echó a andar un proyecto de investigación que pretende ahondar en las circunstancias concretas de la práctica censora

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sobre el teatro áureo. Es el mencionado Clemit-XVII («Censuras y licencias en manuscritos e impresos teatrales del siglo xvii»), radicado en la Universidad de Valladolid, que pretende recoger y análizar el mayor número posible de documentos relativos a la censura conservados en manuscritos e impresos teatrales, con el objeto de confeccionar un inventario de aprobaciones y sobre todo, de los pasajes prohibidos por la censura, arrojando así más luz sobre las controvertidas cuestiones que empezamos a desgranar: la intervención censora de la Inquisición, la reglamentación sobre censura teatral, la influencia y los contenidos de dicha censura. Transitando por la senda revisionista (cuando no negacionista) de la citada nueva historiografía de la Inquisición, en algunos estudios recientes dedicados a la censura teatral del Siglo de Oro se limita el alcance censor de dicha institución y se somete a reconsideración el papel de la Iglesia Católica como enemigo principal del arte de Talía a lo largo de los tiempos: ni la Iglesia, vienen a decir, ha tenido nunca nada contra el teatro (pese a que sus más conspicuos Padres relanzaran la vieja controversia sobre su licitud), ni su Santo Oficio ha participado siquiera en la censura de las obras teatrales. Sin embargo, se puede ofrecer una visión más ajustada a la realidad dejando hablar a los textos conservados, que a veces han sido utilizados para probar tesis radicalmente contrarias a las que parecen indicar. Para poder someter a más rigurosa consideración el papel jugado por la Inquisición y otros organismos religiosos (y políticos) en la censura del teatro áureo, conviene revisar cómo eran los procedimientos legales y su aplicación práctica. Estas cuestiones suscitan bastante polémica, y los pocos investigadores que se han ocupado de ellas muestran opiniones discrepantes. Por ejemplo, dos grandes conocedores de la censura literaria áurea como Enrique Gacto y Antonio Roldán sostienen, en las páginas del mismo volumen, puntos de vista muy divergentes acerca de la intervención de la Inquisición en la literatura y el teatro. Para el primero, «la importancia del [control inquisitorial sobre la literatura de creación a lo largo del llamado Siglo de Oro de nuestras letras] se manifiesta perceptiblemente a través de la institucionalización de la censura como una de las atribuciones centrales del Santo Oficio» (Gacto, 1991: 11). En opinión de Roldán, sin embargo, «el Santo Oficio, como tal institución, no intervino en la polémica [sobre la licitud del teatro] ni se pronunció en los medios de difusión de sus censuras —Índices, Expurgatorios o Edictos— sobre ninguno de los puntos controvertidos; por el contrario, guardó una estudiada neutralidad» (1991: 66). El mismo Wilson, que había leído a estudiosos como Marcel Bataillon o Joseph Gillet y contaba con los resultados de sus propias investigaciones, se mostraba dubitativo en este terreno y aventuraba con frecuencia opiniones contradictorias. En un artículo significativamente titulado «Inquisidores como censores en la España del siglo xvii», que trata de la intervención del Santo Oficio en obras de Góngora y Calderón, concluía: Los testimonios que he presentado aquí no son suficientes para proporcionar más que un veredicto parcial sobre la influencia de la Inquisición en la literatura de la España del siglo xvii. Uno no puede decir cuántas obras literarias fueron deforma-

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das por el hecho de que fueran tan censuradas como para contravenir las intenciones artísticas de un autor, o cuántas nunca se escribieron por razones similares. (Wilson, 1973: 54)

Y, ya en el terreno específicamente teatral, y a propósito de un interesantísimo caso calderoniano que él estudió al detalle, quitaba importancia a los efectos de la censura: Las modificaciones realizadas sobre El José de las mujeres por el maestro Rueda y Cuevas afectaron sólo a una única representación de la obra […] Considerado junto a los otros casos que he revisado, el hecho de que esta obra nunca fuera alterada en su versión impresa me parece que muestra que —al menos en el siglo xvii— la Inquisición a veces rectificó sus errores y no era siempre tan uniforme en sus decisiones como a veces se pretende. (Wilson, 1973: 54)

Tal vez Wilson no entendiera del todo bien las notas censorias de El José de las mujeres, y ello puede haber afectado a su correcta interpretación, ahora revisada por Rubiera (2006 y 2009). Como señala Presotto al respecto de la complejidad que entraña la confección del inventario de censuras teatrales que proponemos, «la primera dificultad consiste en la cantidad de material que hay que consultar y la grafía a veces ininteligible con la que los encargados redactaban las licencias. También es verdad que se utilizaban a menudo fórmulas preestablecidas, y muchas grafías se repiten» (2007: 141-142). De cualquier forma, y aunque lo habitual es que vinculara claramente a la Inquisición con la práctica censoria, ya se ve que Wilson tampoco cargaba en exceso las tintas sobre los resultados ni la influencia de su acción. Si en el recorrido por los numerosos casos que fueron objeto de su análisis encontró sobrados motivos para ver que las supresiones y enmiendas realizadas por la censura eran abundantes, su valoración final solía estar próxima a la idea de que tocaban sólo la corteza de las obras, dejando intacta su esencia. Así, por ejemplo, tras contrastar una serie de «breves y superficiales» censuras sobre obras de Calderón con otras en las que «los censores parecen haberse tomado sus obligaciones bastante en serio», llegaba a la conclusión de que «estos casos de torpeza censora no tuvieron más consecuencia que privar al público de algunas representaciones tempranas de un pequeño placer añadido» y de que, si bien «en Troya abrasada los cortes eran sustanciales, nadie puede considerar esa pieza como una obra maestra. Mucho de lo censurado en ella no supuso una gran pérdida para la literatura» (1961: 182). Pero no es eso lo que está en cuestión, al menos para un proyecto del tipo del que comentamos, en el que la cuantificación del fenómeno debe anteceder a su valoración. Hemos visto el caso del estudio de Vitse sobre la censura del teatro religioso del xvi, y otro buen ejemplo nos da, de nuevo, Presotto, pues su siguiente afirmación está contrastada por el estudio de un muestrario significativo de manuscritos de obras de Lope: «En cuanto a las censuras al texto literario, debe señalarse que resultan muy escasas en el corpus examinado. Se limitan a algunas palabras, o frases,

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y en pocos casos resultan tachadas estrofas enteras». Ahora bien, él mismo advierte que «en otros casos, en cambio, la primera licencia aportada al manuscrito se convierte en una verdadera reseña de una página entera, o censura muy detallada con indicaciones exactas sobre el fragmento que había que tachar u otros aspectos de la representación que había que cuidar con particular atención, hasta llegar a imponer el título para la pieza» (2007: 145 y 141). Roldán desliga por completo a la Inquisición de cualquier práctica de censura teatral, para mostrarla como una institución calculadamente neutral en las controversias suscitadas en la época. Concederle esa «estudiada neutralidad», desde su punto de vista, «no quiere decir que sus funcionarios, a título particular, no expresasen su opinión en asunto tan cuestionado; justamente el primer gran tratado contra las comedias —el de P. Mariana— es obra de persona que tanto tuvo que ver con la elaboración del Índice de Quiroga» (1991: 66). A pesar de que él mismo recuerda esta «coincidencia» —el índice al que se refiere es el de libros prohibidos que mandó preparar en 1583 el cardenal e Inquisidor General Gaspar de Quiroga, donde tanto intervino Juan de Mariana, «jesuita de campanillas» (Suárez, 2004: 11), y que supuso, por cierto, un incremento del grado de tolerancia respecto a la literatura de ficción—, le parece obvio afirmar que el Santo Oficio no estuvo nunca contra la licitud del teatro representado ni contra el género; una opinión institucional adversa está en clara contradicción con la pertenencia a la Inquisición de conocidos dramaturgos […] La neutralidad no quiere decir que no se pronunciara ante casos concretos, pero nunca sobre las comedias en general (Roldán, 1991: 66).

Aunque hace una escueta referencia a los «problemas inquisitoriales de mayor a menor envergadura» que tuvieron Lope, Montalbán y Calderón con tres o cuatro comedias (algunas ya en el xviii) y un auto sacramental, la relación de casos que se podría aducir es mucho más extensa. Roldán insistía en desligar la condición de inquisidor de la práctica de la censura teatral, estableciendo un «deslindamiento entre la opinión institucional y la expresada a título particular». Desde su punto de vista, la Inquisición no tuvo nada que ver con la censura, y si se conocen prohibiciones o actuaciones censorias llevadas a cabo por miembros de la Suprema, fueron hechas a título personal, o desprovistos de su condición de tales: «El hecho de concederse la licencia eclesiástica previa a la representación por el Vicario de la diócesis, en el que concurre algunas veces la condición de Inquisidor, es prueba suficiente de lo que vengo afirmando» (1991: 67). Estos inquisidores a tiempo parcial, que «a título particular» (quede claro) expresaban opiniones contrarias al teatro en general o a una obra en concreto, y que a veces ejecutaban acciones en contra de una obra en concreto o del teatro en general, pero no en calidad de inquisidores (circunstancia meramente «concurrente») sino de no se sabe muy bien qué, estos inquisidores, obvio es decirlo, eran miembros de

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la Iglesia Católica, institución que, al parecer, tampoco tuvo nunca intervención alguna en la controversia: La opinión institucional del Santo Oficio no pudo ser otra que la de la Iglesia y esta no condenó nunca de modo general y abstracto las representaciones (Roldán, 1991: 68).

Como afirmaciones así dejan poco margen al comentario, veamos otras cuestiones planteadas por Roldán que suscitan dudas más interesantes. Por ejemplo, reconoce el estudioso que le parece una incógnita la existencia o no de una censura, previa a la representación, por parte de la Inquisición: «Confieso que —ante la existencia de datos contradictorios— no logro hacerme cargo de cual fue la práctica real» (1991: 69). Se trata, en efecto, de un asunto complejo, ya que la normativa fue bastante cambiante según las épocas e, incluso, los lugares. Por ejemplo, ya desde finales del siglo xvi hubo una censura teatral en ciudades como Jaén, donde en 1595 se dio una normativa para el control previo de las obras teatrales (por parte del obispo o del provisor eclesiástico), o en Granada, donde fueron varias y crecientemente estrictas las cédulas municipales que, desde 1587, pretendían controlar la vida teatral (Granja, 1991). Pero la primera gran reglamentación de tipo general llegó en 1608, con las Ordenanzas Primeras del Teatro, que hacían recaer en el Consejo de Castilla la censura previa de las comedias. No sería hasta 1725 cuando la censura teatral previa saliera de la jurisdicción civil del Consejo y fuera a parar oficialmente a la Inquisición, en virtud de una Real Cédula promulgada por Felipe V que ordenaba que las comedias fueran «primero vistas, leídas, examinadas y aprobadas por el Ordinario, para que así se eviten y no se representen las que tuviesen alguna cosa contraria a la decencia y modestia cristiana» (Cotarelo, 1904: 640). Esta estricta reglamentación de 1608 (que se suele relacionar con un fragmento del Quijote donde el Cura pide que se cree la censura teatral) se aplicaba fundamentalmente en las grandes ciudades, pero el teatro se representaba en toda la Península y en algunos lugares habría tal vez menos vigilancia y mayor laxitud, abriéndose así la posibilidad de llevar a escena un teatro más espontáneo. Sin embargo, el brazo de la censura era largo: Sí es cierto que hubo cómicos de la legua y que no toda España era Madrid, pero nos falta un estudio documentado sobre las diferencias de control en proporción a la distancia de la Corte, aunque mecanismos había para ello, indudablemente […] ancha era España y muchas sus villas, ciudades y ocasiones de representación, lo que pudo dar lugar a transgresiones, pero autoridades locales había, «política de presencia» y, en todo caso, excepción sería, cabe pensar. (Díez Borque, 2002: 23)

En todo caso, con el Reglamento de 1608 se instituye la figura del Juez Protector de Teatros, encargado de mandar ver, examinar y dar licencia antes de entregar a los

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actores la copia de la comedia para su representación. Presotto resume así las diferencias de la censura en Madrid con otras ciudades: el sistema de obtención de la licencia, por lo menos al principio, era más complejo en Madrid que en las otras ciudades. En la corte tenía que ocuparse de ello un miembro del Consejo de Castilla, nombrado por el mismo Protector de los Hospitales o por un delegado suyo, que firmaba simplemente con una rúbrica la «orden de censura» con la que se hacía efectivo el nombramiento del censor. Este último, debajo de la rúbrica, escribía la «aprobación» a la que seguía la verdadera «licencia» con la misma rúbrica que aparecía en la precedente «orden de censura». Este procedimiento, que implicaba algunos pasajes de mano, se producía normalmente en un espacio de tiempo muy limitado, entre uno y tres días. Con los años, las «órdenes de censura» se redujeron cada vez más hasta omitir la fecha, así como la licencia que seguía a la aprobación que se redujo a una simple rúbrica. En otras ciudades, en cambio, parece que la censura se limitaba a un solo momento, a una sola mano que intervenía en el manuscrito para otorgar el permiso. En algunos lugares, y particularmente antes de 1615, la licencia aparece firmada ante un notario […] En algunos manuscritos, la licencia se limitaba a comprobar la presencia de aprobaciones concedidas en Madrid por ilustres censores y confirmaba sin más la autorización anterior; así aparece en comedias que se representaron en Lisboa. (2007: 142-143)

Un decreto de 1615 fijó el procedimiento para la censura teatral previa y delegó en el Consejo de Castilla (con jurisdicción nacional, no limitada a la Corte) la obligación de asistir a una representación particular antes de dar licencia, ya que se consideraba insuficiente la simple lectura del texto teatral para evaluar sus peligros potenciales: Que las comedias, entremeses, bailes, danzas y cantares que se hobieren de representar, antes que las den los tales autores a los representantes para que las tomen de memoria, las traigan o envíen a la persona que el Consejo tuviere nombrada para esto, el cual las censure, y con su censura dé licencia firmada de su nombre para que se puedan hacer y representar; y sin esta licencia no se representen ni se hagan, el cual las censurará, no permitiendo cosa lasciva ni deshonesta, ni malsonante, ni en daño de otros, ni de materia que no convenga que salga en público. (Cotarelo, 1904: 627)

Medio siglo después, en 1666, otro documento del Consejo de Castilla (un informe originado por la petición de Madrid a la regente Mariana de Austria de que levantase la suspensión decretada en 1665) insistía en que no bastaba la lectura de los textos: Y de esta forma son las [comedias] de estos tiempos, y cuando se llegan a representar, los autores la han primero representado ante uno del Consejo, que por celo y comisión particular, es Protector de las Comedias, y con jurisdicción privativa y por su mano se remiten al censor que tienen nombrado, que las registra y pasa, y quita

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de ellas los versos que hay indecentes, y los pasos que no son para representados los hace borrar, y hasta que están quitados no se da licencia para representarlas; y el primer día de la comedia nueva asiste el censor y fiscal de ellas para reconocer si dicen algo de lo borrado […] y no se dan licencias para hacerse en casas particulares sin preceder dar cuenta al Presidente del Consejo; y si algunas se dan, no son para comunidades ni a casas de señores solteros; y con estas prevenciones se aseguran cualesquier inconvenientes que puedan ofrecer. (Cotarelo, 1904: 174; los destacados son nuestros, y los hacemos en negrita para distinguirlos de los que hace Roldán, en cursiva, sobre algunos textos que también citamos nosotros).

Aunque en la letra de la ley la censura teatral previa recayera sobre una institución y una figura civiles (el Consejo y el Juez Protector de Teatros), no parece que, en la práctica, se pueda desvincular a la Iglesia ni a la Inquisición de esta actividad. Las personas en quienes delegaba ese Protector (a través de una nota de remisión censoria) pertenecían casi invariablemente a una u otra, o a ambas; era habitual que hiciera la censura previa eclesiástica el representante de la diócesis, es decir, del Ordinario (a veces inquisidor), que daba o no su aprobación, y la censura civil, el fiscal, que otorgaba la licencia. Y, como demuestran los «textos que dimanan del Santo Oficio» que manejó el propio Roldán, los intentos por controlar previamente el teatro fueron continuos, aunque de éxito desigual. Tan temprano como el 13 de junio de 1572 dirigió el Consejo al comisario de Salamanca, Francisco Sancho, la siguiente propuesta de censura previa del teatro: Entendiéndose que se hacen representaciones en vulgar de cosas de la Sagrada Escriptura, y que allí se tratan de las más sustanciales de ellas, ha parescido que se podía proveer que los que las hubiesen de representar las llevasen primero a los inquisitores para que las viesen y aprobasen; haréis, señores, que se platique sobre esto, y será bien que para mayor inteligencia destos daños se procure haber algunos destos autos y se vean (AHN, Inquisición, Libro 326).

Roldán se preguntaba si esta sugerencia de censura inquisitorial previa («que se limita por otra parte al teatro religioso») se plasmó «en alguna Carta del Consejo a los Tribunales de distrito» (1991: 72). En opinión de Pinto, que fecha el documento en junio de 1583, cuando se preparaba el índice inquisitorial de Quiroga, la propuesta fue efectivamente incorporada en la regla X del catálogo de libros prohibidos (1983: 278). Hay algún caso aislado que lleva a Roldán a reconocer que sí «hay, sin embargo, constancia, en los expedientes inquisitoriales, de haber realizado el Santo Oficio una censura previa a la representación y en fecha no tan temprana como es 1658», en referencia a Los tres portentos de Dios, de Vélez de Guevara, que fue presentada por el autor de comedias Francisco de la Calle, para su censura, al Tribunal inquisitorial de Valladolid, y que se la prohibieron. Claro, que lo relega a una nota a pie de página y desliza una nueva ocurrencia: «¿Esta censura previa a la representación es obligada, o, por el contrario, voluntaria y obsequiosa?». Para quitarle más impor-

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tancia a asunto tan inconveniente para su tesis, añade que «los calificadores, como tantas otras veces, discrepan en sus dictámenes» (1991: 73-74). Y, aunque eran habituales, en efecto, estas discrepancias entre los censores, 2 no parece que precisamente en este caso pueda apelarse a ese argumento, cuando el resultado fue el siguiente: «Censurada, que no se represente y votada que se prohíba y recoja por edicto». No mucho más fundamento tiene esta sugerencia (en forma de nueva pregunta sin respuesta) que Roldán cuela también en nota al pie: «¿Se limita este tipo de censuras, a lo que parece, a comedias de santos y autos?» No cabe ahora más que responder con un escueto no (hubo casos de censura inquisitorial previa con comedias de todo tipo), pero es verdad que las obras de contenido religioso se miraban con lupa (de gran aumento), por razones obvias. No eran las únicas: «La atención del censor aumenta en los dramas hagiográficos y de tema histórico, donde el revisor parece casi tener la obligación de redactar un juicio sobre el decoro y la fidelidad de la obra en relación con la materia tratada» (Presotto, 2007: 145). Habría mucho más que decir sobre Los tres portentos de Dios, pero lo haremos en otro trabajo (Urzáiz, 2009b). Valga lo dicho para dejar constancia de que este complejo episodio demuestra que la Inquisición vigilaba muy de cerca, y con recelo, el teatro, y que para conocer bien los mecanismos que regían la censura teatral y su verdadero alcance hay que revisar mejor los casos registrados y el mayor número posible de manuscritos y expedientes, ya que hay muchos otros testimonios en el mismo sentido. El moralista Juan Gaspar Ferrer, a comienzos del siglo xvii, denunciaba en su Tratado de las comedias (1618) la dificultad que tenían las autoridades para aplicar la normativa y controlar eficazmente los textos de las comedias representadas; su queja evidencia lo poco ajenas que eran Inquisición e Iglesia a la censura teatral previa: es imposible cumplirse esas condiciones […] porque aunque muestren al Santo Oficio o al perlado la comedia y las letras y los entremeses, después añaden ellos lo que les parece en el teatro […] Y así dicen cuanto quieren, aun después de haber refrendado lo que tienen (Cotarelo, 1904: 257).

Además de demostrar que la Inquisición habitualmente veía las obras teatrales antes de que se representaran, este documento (impreso en 1618, pero con aprobaciones de 1613) nos lleva a plantearnos hasta qué punto la estricta legislación se ejecutaba fielmente después en el día a día de tantos lugares como en España se hacía teatro. Según Presotto, en la práctica no debía ser fácil, ya que en las licencias que ha consultado rara vez se habla de estas revisiones censorias previas: «Resulta difícil pensar que se pudieran efectuar representaciones previas de todas las comedias», pues eran varias las obras nuevas que se presentaban a las autoridades en las misma fechas y ciudad, «con evidente dificultad de organizar la representación para    Wilson ya reseñó algunas polémicas entre censores a cuenta de El galán fantasma (véase ahora Iglesias, 2009). Otro caso curioso es el de Sólo en Dios la confianza (Garcés, 1996; Ruiz Urbón, 2009).

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el Protector» (2007: 144). Sin embargo, el propio lopista italiano recuerda algunos ejemplos que acreditan esta práctica de asistencia del censor a una representación previa (El blasón de los Chaves y La encomienda bien guardada). En cuanto a las infracciones cometidas en las representaciones públicas —señalaba Ferrer—, tampoco valía de nada «ponerles penas» a los responsables, porque al necio vulgo no le gustaba una obra si no tenía «algo torpe». Prueba de la gravedad del asunto era que los mismos defensores de las comedias vienen a dar por remedio que asista siempre a ellas un oficial del Santo Oficio, lo cual bien se ve cuán indecente y dificultoso es, pues sería necesario andar tras ellos por las villas y lugares del reino […] Pues los meneos y gestos, tampoco se escriben para poder ser primero examinados por el Santo Oficio o por los perlados y hombres doctos. (ibíd.)

Hay bastantes más documentos que muestran quejas de diferentes personajes sobre las dificultades de controlar las representaciones, así que verdaderamente algo de esto debía haber. Pero estamos de acuerdo con Díez Borque cuando dice que no cabe «apuntar como factor de libertad, según ha pretendido alguien, el que durante la representación pudieran contravenir lo prohibido, ya que no sólo había autoridades diputadas para comprobarlo, sino que, como muestra Sentaurens, a la censura previa seguía ‘una censura inmediata, ejercida directamente durante las representaciones’, y que podía suponer la modificación o prohibición de la obra» (2002: 24); el documento de 1666 del Consejo de Castilla que reproducíamos arriba confirma la existencia (teórica, al menos) de esa censura posterior, represiva. El de Juan Ferrer que acabamos de citar no deja dudas con respecto a la existencia de la censura previa, preventiva, e inquisitorial. Pero veamos con más detalles la información aportada por este moralista en su intervención en la controversia: El principio que tuvieron en Alemania las herejías fue por estas tales comedias [de clérigos amancebados, religiosos disolutos, monjas desenvueltas, y casamientos de religiosos y religiosas] […] En España ya comenzaban algunos entremeses de cosas semejantes, a lo cual acudió el Santo Oficio; y no es pequeño argumento de la ponzoña que en esta materia las comedias esparcen, el refrendarse en la Santa Inquisición antes que se representen. Los libros impresos en España con la sola aprobación del Ordinario se venden como no sean prohibidos nominatim en el catálogo. Pero los que llevan de Alemania o Francia, o de otras partes donde hay herejes, no se sufren vender en España que primero no sean refrendados en el tribunal de la Santa Inquisición y dada licencia de vendellos, por la sospecha grande que hay por venir de tierras donde hay herejes. Pues las comedias de España, que ni el autor dellas, ni la composición, ni los representantes habrán venido de reinos extraños, y con todo eso no las permiten representar hasta que sean reconocidas por tribunal donde se procede con tanto acuerdo, grande indicio es de la sospecha que ellas consigo llevan. Y así, como el Demonio ve que no puede usar en España de comedias que tanto descubran su principal intento (el cual es arruinar la fe) como aquellas, por causa de la Santa Inquisición, conténta-

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se con introducir con éstas la anchura de conciencia en materia de deshonestidad y otras malas costumbres, pareciéndole que siquiera algún día podrá tomar puesto por aquí (Cotarelo, 1904: 254-255).

Aunque Roldán reconoce que «la primera impresión que saca el lector de la lectura de este texto es la existencia de la censura de las comedias por parte del Santo Oficio», cree sin embargo que posiblemente esta fue la idea que quiso sembrar el P. Ferrer y manipuló hábilmente su alegato de dos formas. La primera, separando de los libros que venían de fuera las comedias y entremeses y haciendo recaer sobre estos, como medida excepcional, el tener que ser refrendados por la Inquisición; lo cual es cierto, pero no por ser comedias sino por la práctica habitual con cualquier libro que procediera del extranjero (1991: 76).

La segunda manipulación de Ferrer consistiría, en su opinión, en «la no especificación de tribunal cuando se refiere a la censura previa de las comedias en España: ¿Tribunal civil y eclesiástico ordinario, como era en realidad? ¿Tribunal inquisitorial, como el lector podría deducir de todo el párrafo anterior que se refiere a la vigilancia del Santo Oficio sobre libros extranjeros?» (ibíd.). Efectivamente, dado que Ferrer se acaba de referir en ese «párrafo anterior» al «tribunal de la Santa Inquisición», y que no menciona ningún otro, no queda más remedio que entender que ese «tribunal donde se procede con tanto acuerdo» que hacía que las sospechosas comedias no se pudieran representar sin ser aprobadas (a diferencia de otros textos literarios), ese tribunal, decimos, que impedía que el maléfico plan del Demonio prosperara en nuestro país, no era otro que el Santo Oficio. Veamos otro ejemplo. Se trata del testimonio de Bances Candamo (dramaturgo de cámara de Carlos II y teórico teatral), quien a finales del siglo xvii propuso, en su Teatro de los teatros, un nuevo sistema de censura que quiso unir a la conformación de una renovada preceptiva dramática. La poética de Bances, al decir de Marc Vitse, se resume así en lo tocante al control censorio: La censura permitirá una producción teatral «limpia» e «inculpable», gracias a la intervención de censores —de la Inquisición o del Estado— con sueldo adecuado y, más que todo, con pertinente formación teatral. La censura, también, y más allá del control de la actividad teatral inmediata, presidirá la elaboración de los criterios teóricos cuya validez busca Bances en la historia del arte teatral (Vitse, 2003: 736).

Las palabras del moralista Bances en lo referente al sistema censor vigente en su época, no dejan lugar a dudas sobre el asunto que estamos comentando: Y hoy tiene el Real Consejo un senador para juez en esta materia, un fiscal, un censor y un revisor; y, en fin, todo un tribunal en la forma destinado sólo a este cuidado, de quien no se puede presumir omisión alguna, como ni de el Santo Tribunal de la Fe, que tiene también un censor que primero las aprueba, y estos tienen señalados

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asientos en los dos teatros a fin de que vean si hay qué reformar en los trajes y acciones o si cumplen con lo que ellos han enmendado en los versos (Cotarelo, 1904: 76).

Ante la contundencia del documento, parece que se resquebraja la resistencia de Roldán, aunque desliza otra de esas preguntas sin respuesta: El texto inequívocamente parece sugerir la existencia de una censura previa y paralela a la civil, encomendada a la Inquisición. ¿Ha cambiado la situación a fines del xvii? (Roldán, 1991: 76).

No, en absoluto: la situación es la misma que a finales del xvi o comienzos del Por si no bastaran los documentos citados hasta ahora, con varias calas en muy diferentes momentos, veamos uno muy interesante (y concluyente) justo del año 1600, y que implica nada menos que al nuncio en Madrid, Domenico Ginnasi (arzobispo de Manfredonia), un personaje que dejó una interesante correspondencia, conservada en el Archivo Secreto Vaticano. El celo de Ginnasi en su cruzada contra cierto tipo de obras teatrales le llevaba a informar a la Santa Sede de los espantos que veía en España, donde las representaciones abundaban en elementos atentatorios contra la fe católica. El 6 de diciembre de 1600 escribía el Nuncio desde Madrid: xvii.

y lo que es peor, sus comedias han sido aprobadas por los Diputados, que son unos de la Inquisición y Auditores del Consejo; y manifesté esto muchas veces al Sr. Conde de Miranda y al Confesor de Su Majestad; y como no veía más remedio me dirigí finalmente con amonestaciones penales y advertencias de excomunión late sententia a los mismos comediantes (Vargas-Hidalgo, 1997: 134).

Cabe preguntarse qué intenciones ocultas albergaba un detractor del teatro como el moralista padre Ferrer para escribir el «texto manipulado» que hemos transcrito antes; o por qué un hombre como Bances, que propuso recuperar la fórmula de la expurgación para reformar moralmente el teatro, daba por sentada la existencia de la censura inquisitorial previa. Pues sencillamente, según Roldán, «las afirmaciones del P. Ferrer abonarían sus tesis de la ilicitud del teatro, en tanto que las de Bances Candamo […] serían apelaciones a la licitud moral del mismo y de la profesión, respaldadas por la sutil referencia al papel de control previo ejercido por el Santo Tribunal» (1991: 77). Pero el nuncio del Vaticano ¿qué perseguiría vinculando a la Inquisición española con la censura teatral previa? Entre los defensores del teatro también se manejaba el argumento del soporte implícito otorgado por la Iglesia y la Inquisición. Así lo hizo, por ejemplo, Diego de Vich en su Breve discurso [sobre] la Junta que hubo en Valencia en 1649 (c. 1650), donde abogaba en favor de la licitud de la Comedia por «habella oído muchas veces en el Palacio del señor arzobispo D. Isidoro y algunas en la Inquisición, en Predicadores, años ha; y no quiero creer que la Iglesia, en esta parte, haya vivido engañada hasta hoy» (Cotarelo, 1904: 589).

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Por cierto, el título de la obra de Vich (que es mucho más largo) alude a un importantísimo acontecimiento: el 26 de agosto de 1649 se reunió en la Iglesia del Hospital General de Valencia una Junta de teólogos, catedráticos, examinadores y calificadores del Santo Oficio para debatir la licitud de las comedias; su dictamen fue que eran «actos indiferentes» para la fe y las buenas costumbres. La presencia de un inquisidor en esa reunión propicia una nueva protesta de Roldán: «El hecho de haber intervenido el Calificador Luis Crespí de Borja determinó la utilización del nombre del Santo Oficio con fines dialécticos» (1991: 84). Y es que la decisión de esta Junta sentaría jurisprudencia y los partidarios del teatro apelaban a ella todavía en el siglo xviii, cuando sus enemigos volvían a la carga. Así lo hizo, por ejemplo, el actor y dramaturgo Manuel Guerrero para responder a los ataques de un jesuita. Pues bien, se queja Roldán de que «el ilustre cómico “olvida” decir que el Calificador del Santo Oficio, el Venerable Cre[s]pí de Borja, se había retractado del acuerdo de la Junta» (ibíd.). ¿Se deduce de ello desacuerdo inquisitorial con el indulto al teatro? Este inquisidor que emite su voto particular, ¿estaba, a su vez, a título particular en la Junta? ¿Pasaba por allí? Tiene razón Roldán (quien se «olvida», por cierto, de aclarar este punto) en que no se puede «adscribir al Santo Oficio una opinión monolítica en el tema de la licitud del teatro» (ibíd.); pero de ahí a negar cualquier intervención suya o de diversas jerarquías eclesiásticas en la censura hay demasiada distancia. En un trabajo a punto de publicarse, Francisco Florit propone un estudio de este asunto. Aunque es también su intención declarada contribuir a que no se asocie de forma automática la palabra censura con la Inquisición al hablar del teatro áureo, el profesor Florit ofrece un análisis mucho más objetivo de la documentación. Persisten, sin embargo, nuestras discrepancias con la idea de que Iglesia e Inquisición fueron ajenas a este fenómeno, y que todo el sistema censor recaía sobre autoridades civiles. Varias instancias políticas y religiosas intervinieron a partes iguales en él, aunque con muy diferentes motivaciones, confundiéndose muchas veces sus papeles. El interés de la Iglesia por controlar el teatro fue, además, temprano: Deste este momento [1548], y hasta tiempos por desgracia bien recientes, el poder eclesiástico ha tratado de censurar y reprimir aquellos espectáculos teatrales que no son de su agrado. En muchas ocasiones su control de la práctica teatral ha sido más directo que el ejercido por la propia censura gubernativa. Sin embargo, las razones que justifican el establecimiento de la figura del censor como cargo público van más allá de las pretensiones represoras del poder religioso. Tales motivos hemos de ubicarlos en la notable influencia y en el gran poder de convocatoria que el teatro ejercía sobre amplios sectores de la población (Cantero, 2002: 65-66).

Ya atisbaba Wilson que esa inocuidad de la censura teatral de mediados del posiblemente se debía a que a esas alturas ya estaban asumidos los mecanismos represores: «La superficialidad se debió quizás al hecho de que la mayoría de las obras de mediados del siglo xvii se conformaban a los requisitos oficiales» (1961: 182). xvii

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En efecto, hay aspectos medulares de las poéticas dramáticas de aquel tiempo que parecen no ser ajenos a ese efecto de adecuación al patrón oficial (censura inmanente lo llamaba Antonio Márquez) que se obtuvo tras años de machacar sobre el mismo clavo. Y si las obras teatrales consiguieron ir saliendo de los índices inquisitoriales fue en gran parte gracias a que la mayor fiscalización que sufrió desde finales del siglo xvi (cuando los mecanismos de control se multiplicaron y sofisticaron) hizo que el teatro acabara por adecuarse a las pretensiones del poder. «¿Cuántos de esos finales ortodoxos, convencionales, restablecedores de la armonía social perturbada durante la representación, y que parecen ir a contrapelo del desarrollo lógico del argumento, fueron imposiciones externas del censor?», se preguntaba Ruano (1989: 229). Quizá esto sea llevar las cosas demasiado lejos, y los efectos puedan «limitarse» a los que enuncia Presotto: Cabe recordar, en todo caso, el alto grado de autocensura de los dramaturgos de la época, siendo a veces los mismos autores también censores; por eso, los textos llegarían supuestamente preparados ante las autoridades para evitar sorpresas que conllevarían retrasos importantes de cara a la representación y en definitiva a la entera actividad comercial (2007: 141).

Este fenómeno se halla muy presente en el teatro áureo, donde es muy apreciable la pérdida de la singularidad creativa y la fuerza crítica de sus orígenes, en favor de unos usos acomodaticios que, en parte —pequeña, si se quiere—, la limitaron. Sí cabe, pues, admitir que «la obra de Calderón tanto como la de los otros dramaturgos áureos fue afectada por factores como la autocensura […] y otros por el estilo» (Ruano, 2005: 48), o que «el control de la organización del espectáculo en todos sus aspectos y la censura del texto condicionaron, obviamente, en forma destacable, el teatro áureo» (Díez Borque, 2002: 23). Es posible, en sentido contrario, que se pueda argumentar también la «poca severidad con que la censura civil se llevaba a cabo», apelando a que «estuvo normalmente encomendada a dramaturgos», y que muchos de ellos eran amigos. Parece asimismo lógico pensar que la proliferación de libros que se produjo en el xvii convirtió la función censora en algo mecánico, despachado las más de las veces el encargo con la afirmación rutinaria de que la obra no contenía nada contra la fe ni las buenas costumbres (ya en 1623 se quejaba el Inquisidor General Andrés Pacheco del descuido de los aprobadores). Esto afectaría sobre todo al teatro, puesto que «con el transcurso de los años la actividad teatral iría cada vez a más en todo el reino, y no es un despropósito suponer que los inquisidores se sintieran desbordados o incluso procedieran con mano blanda» (Granja, 2006: 435). No hay que olvidar tampoco que en ocasiones las obras teatrales eran aprobadas para su publicación con más facilidad que para su representación, ya que la censura solía ser más estricta con la palabra hablada que con la escrita. Véase de nuevo, por ejemplo, lo que decía Wilson sobre El José de las mujeres (cuya versión impresa salió airosa de la censura, a diferencia de la destinada a la representación), o el curioso

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caso de Los embustes de Celauro, de Lope, revisada por el mismo censor en ambas instancias, con resultados disímiles (Presotto, 2000). Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo con que esto fuera siempre así. Por ejemplo, dice Reyes Gómez que tras reanudarse, en 1635, la concesión de licencias para imprimir teatro, la enemiga de la Inquisición hacia el teatro siguió casi invariable, sobre todo en lo que respecta «a los libros de comedias, no tanto con las representaciones» (2000: 301). En efecto, un informe de la comisión que se creó para revisar el índice de libros prohibidos preparado por Zapata en 1632, «tan ásperamente contestado por los frailes» (Pinto Crespo, 1989: 191), mostraba una especial preocupación por las colecciones de teatro: es increíble el daño que hacen […] Y aun hace más daño un libro de éstos por la frecuencia con que se lee, que la representación misma de las comedias, que ni a todos tiempos ni a todas personas es cómodo el verlos. Y así, porque más efectivamente se ataje este mal, ha parecido a la junta proponer a V. A. que las comedias ya impresas […] se prohíban… Y los manuscritos que se componen para representar mande V.A. que con todo rigor y sin excepción se ejecute lo que muy ordinario se hace de que ninguna de nuevo se represente, sin que la mande ver primero el Santo Oficio y con aprobación suya y no de otra manera se pueda representar [AHN, Inq., Leg. 4435, exp. 7, f. 105].

Otro documento posterior, de 1666, incide en esta misma idea; se trata de un informe del Consejo de Castilla que ya hemos citado más arriba a otro propósito: […] ni tantos confesores doctos como han tenido las hubieran permitido, ni el Consejo tolerado ni dado licencia para poder imprimirlas, pudiendo causar más daño con leerlas como con oírlas, sin que se haya visto hasta ahora que ningún libro sea expurgado, argumento claro de que en ellos no ha habido cosa de escándalo (Cotarelo, 1904: 174).

Otra ventaja que podría arrojar un estudio detallado de las intervenciones censorias sobre las obras teatrales es la mejor delimitación del carácter de los contenidos prohibidos. La fórmula al uso nos habla del veto sobre todo aquello que fuera «contra la fe católica y las buenas costumbres» (lenguaje inapropiado, sexo, inmoralidades, críticas a las jerarquías eclesiásticas, etc.), de ahí que se asocie la práctica censora primordialmente con la Iglesia. Pero sería también deseable mayor precisión en este terreno, ya que muchas veces se desatiende la censura política por creer que «resulta insignificante el porcentaje de prohibiciones motivadas por razón de Estado o cualquier tipo de causa política» (Marsá, 2001: 29), cuando la realidad es que la preocupación por sacar los temas políticos de los libros fue en aumento con el paso del tiempo, sobre todo ya en el siglo xvii (Simón Díaz, 2000: 28), y que también ocurrió así con el teatro, donde hubo una cantidad algo más que «insignificante» de prohibiciones o alteraciones de comedias por razones políticas. De hecho, los motivos de conveniencia política eran aducidos frecuentemente por los detractores

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del teatro para pedir el cierre de los corrales o la prohibición de algunas piezas. Sin olvidar el trasfondo político de muchos dramas históricos ambientados en épocas remotas, que servían para ventilar cuestiones candentes de la actualidad de aquellos días, a modo de alusiones a problemas tocantes a los Austrias o sus ministros: «Se trata de la estratagema, tan antigua de la literatura, de alejar el aquí y el ahora para evitar identificaciones incómodas» (Fernández Mosquera, 2006: 277). Algo parecido ocurría en algunas comedias mitológicas, cuyas ambivalentes alegorías camuflaban a menudo, bajo su apariencia panegírica, críticas de cierto calado. Cómo no iba a estar expuesto, pues, a la vigilancia censoria un género susceptible de tantas interpretaciones políticas. Coincidimos, en este sentido, con Cantero en que «todos los poderes públicos, y por descontado la Iglesia, han manifestado un encendido interés por contrarrestar, censurar y limitar la libertad y espontaneidad de la práctica teatral», y que, incluso, «el poder eclesiástico fue en diversos momentos por delante del político [en la imposición de su talante represor]. De su adecuada complementación surgió un aparato censor que en reiterados dictámenes anuló el contenido de obras dramáticas de gran valor literario» (2002: 64 y 88). Negarlo, o tratar de disimularlo, en nada contribuye a esclarecer cuál ha sido su influencia en el devenir del teatro español. La importancia que tiene el estudio del fastidioso y tenaz acoso a la inteligencia que dichos poderes han llevado a cabo en España desde tiempos remotos, queda elocuentemente ponderada en las siguientes palabras de Gacto, con las que terminamos: El análisis de las tensiones entre poderes públicos y conciencia individual, y la reflexión sobre el significado que tuvo y sobre las consecuencias que produjo la institucionalización de instrumentos de represión social constituyen un ejercicio intelectual siempre saludable, dado el carácter atemporal (y, por tanto, de actualidad evidente) de las dificultades que lleva consigo siempre, de forma inevitable, la espinosa relación entre poder político y libertades ciudadanas (2006: 16-17).

En efecto, la relación entre el poder y las libertades civiles a través de ese instrumento represivo que es la censura, no sólo es un asunto de gran actualidad (cíclica actualidad, diríamos), sino que, si se buscan equivalencias en nuestros días, se encontrarán sin dificultad. Y su análisis no sólo es un ejercicio intelectual saludable, sino éticamente exigible. Bibliografía citada Carlos Cambronero (1899). «Apuntes para la historia de la censura dramática», Revista Contemporánea, 164, p. 605. Víctor Cantero García (2002). «El oficio de censor en nuestra historia literaria (siglos xvii‑xix): estudio y consideración de la censura dramática en la España decimonónica», Letras de Deusto, XXXII, 96, pp. 63‑89.

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Contra culteranos: ecos teatrales de una guerra literaria Germán VEGA GARCÍA-LUENGOS Universidad de Valladolid

La irrupción en el panorama literario de la nueva poesía abanderada por el Polifemo y las Soledades, a partir de 1613, habría de tener repercusiones de diferente género y signo en el teatro. Su huella más trascendente consistió en la gongorización progresiva del decir de los personajes de comedias y autos. Es más, esta adopción, que alcanzó a la mayoría de los poetas cómicos, incluso a los que como Lope se manifestaron más decididamente en contra en sus declaraciones explícitas, figura como uno de los grandes rasgos caracterizadores de la evolución de la comedia nueva hacia el estadio que representan Calderón y sus coetáneos. 1 Mucho menos trascendente en cuanto a sus efectos artísticos, aunque indicativa del mapa estético y personal de los creadores literarios, fue la reacción contra los nuevos modos expresivos por parte de los dramaturgos, sobre todo de los pertenecientes a las primeras fases. De este enfrentamiento existen abundantes testimonios en los textos y paratextos del teatro barroco desde la segunda década del siglo xvii hasta bastante después, con especial incidencia en los años veinte y treinta. Esta respuesta ofrece distintas formas, desde el ataque más o menos directo y serio, librado sobre todo en prólogos y dedicatorias, y no tanto en los textos dramáticos propiamente dichos, a las sátiras puestas en boca de diferentes personajes, con los graciosos como principales peones de esta guerra. Las chanzas anticulteranas llegaron 

  Véase, por ejemplo, la síntesis que sobre dicho proceso ofrece M. G. Profeti, 2002: 97.

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a convertirse en tópicos que habían perdido una buena parte de la carga semántica originaria, y podían aparecer incluso en las obras de dramaturgos que más bien deberían darse por aludidos. De los principales autores sondeados dentro de lo que se ha considerado el ciclo de Lope, es precisamente él quien aparece como el adversario más decidido de los nuevos modos, en justa correspondencia con las acometidas de los nuevos poetas, que le tuvieron por el representante más significado de los usos que querían cambiar. En efecto, pueden considerarse los versos del Fénix y, más aún, las dedicatorias incluidas en las diferentes partes, a partir de la Novena (1617), como el mejor reloj y termómetro del problema en el ámbito teatral. 2 Los momentos más arduos de la lucha de Lope contra los culteranos, tal como se refleja en los textos teatrales, se sitúan entre 1620 y 1625. Aunque ya antes se habían producido enfrentamientos muy notables, como los que rodearon la publicación de la Spongia de Torres Rámila y las reacciones que provocó. 3 A partir de 1630 se constatan menos implicaciones personales: el problema parece derivar hacia un juego ora de burlas, ora de intentos más o menos serios de demostrar la capacidad que Lope tenía de escribir también en claves culteranas. Una avanzadilla del combate en los versos entre los poetas cultos y Lope se encuentra en un breve pasaje de El anzuelo de Fenisa, comedia publicada en la Parte octava (1617), pero escrita muy probablemente entre 1604 y 1606, según Morley y Bruerton (1968: 281-282). 4 Naturalmente, nunca se puede asegurar que los versos en cuestión no correspondan a una morcilla posterior: Orozco […] verdad es que en España fui poeta. Campuzano Y ¿érades vos de aquellos impecables, cuyos versos destila en alambique la culta musa? Orozco Fui de los palpables, imitador de Laso y de Manrique. (Lope de Vega, 1963-1972: XXXI, 303.)

Puede considerarse un momento singular de la reacción del Lope dramático el prólogo de «El Teatro a los letores» de la Décima quinta parte (1621), donde defiende el estilo de siempre, la lengua «antigua», en que están escritas las doce comedias que incluye el libro frente al de los «poetas deste año»:   Resulta muy ilustrativo, por ejemplo, seguir el uso diacrónico del término «culto» en el teatro lopista, y comprobar cómo de un significado recto e inocuo pasa a convertirse en etiqueta marcada negativamente de los nuevos poetas.   La crónica del episodio con mención de las fuerzas contendientes puede verse en Barrera, 1972-1973: Cap. X. Ver también Rennert y Castro, 1967, 242 y ss.    Por lo que pueda ayudar a captar la evolución del proceso, se aducirán entre paréntesis las fechas de escritura de las obras de Lope que se citan. Para ello se han seguido las propuestas de Morley y Bruerton, 1968.

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Estas son suyas, en la lengua que los poetas deste año llaman antigua: ¡caso notable, que tengan muchos por bueno aquello sólo que no entienden! Creo que tienen razón; porque desconfiando de sus juicios, les parece cosa de poco ingenio la que con facilidad alcanza el suyo (Lope de Vega, 1853-1860: t. IV, XXIV).

Acaba Lope con la reivindicación de su importancia en la historia de la comedia nueva: Lea, pues, el desapasionado el libro, el que no quiere con una comedia sola escurecer novecientas y veinte y siete, que este Autor ha escrito, contando las que se llaman autos; perdonando los yerros que, por haber corrido por tantas manos, serán forzosos: y el que ha tan poco que las escribe no sea ingrato a lo que en su vida acertara sin esta carta de navegar (Lope de Vega, 1853-1860: t. IV, XXIV-XXV).

Tres años más tarde, habría de expresar de nuevo su crítica directa en la dedicatoria de La pobreza estimada, una de las comedias incluidas en la Décima octava parte (1623). El dedicatario, Francisco de Borja y Acevedo, Príncipe de Esquilache, era virrey en el Perú, y Lope aprovechó su lejanía para informarle del supuesto desastre y bipolarización acaecidos en el Parnaso: [Los poetas] se dividieron en bandos, como los güelfos y gebelinos, pues a los unos llaman culteranos, deste nombre, culto, y a los otros llanos, eco de castellanos, cuya llaneza verdadera imitan. Vuexcelencia, que no le ha visto, no podrá hacer discurso a este nuevo arte; pero le certifico, así las musas me sean favorables, que no tiene todo su diccionario catorce voces, con algunas figuras imposibles a la retórica, a quien niegan que sea el fundamento de la poética: digo, en las locuciones; que en lo demás ya sé que lo es la filosofía. Es finalmente tan escura, que tiene por hieroglífico a la puerta la cábala, y por letra, Plus ultra (Lope de Vega, 1853-1860: IV, 139-140).

En la Parte veinte (1625) se incluyen dos dedicatorias que interesan en esta historia. En la de Lo cierto por lo dudoso, de la que es beneficiario Fernando Afán de Ribera, duque de Alcalá, dice: Debiera Apolo hacer concilio de sus musas, y definir qué estilo debemos usar ahora para quietud de los elevados y singulares; que así se llaman los que, malcontentos de la verdad de la lengua, cuanto agradados de su vanidad y locura, penan en diferentes lugares como las almas (Lope de Vega, 1853-1860: I, 453).

Sigue a continuación la reflexión más extensa y con argumentos más variados de todas las que desgranó en los paratextos de sus piezas teatrales impresas. En la dedicatoria de Virtud, pobreza y mujer le refiere lo siguiente nada más y nada menos que al poeta Marino: En España no se guarda el arte, ya no por ignorancia, pues sus primeros inventores Rueda y Navarro le guardaban, que apenas ha ochenta años que pasaron, sino por

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seguir el estilo mal introducido de los que les sucedieron. Los versos cortos son castellanos antiguos, no usados en Italia, aunque he visto algunos en el Serafino; no despreciados de la lengua latina, como se ve en sus himnos, hasta guardar el rigor de los consonantes: dulce y dificultosa composición, que la falta del natural, que ha de ser el primero fundamento deste edificio, destierra con arrogancia, introduciendo en España la bárbara aspereza que llaman culta, por quien la defensa de la lengua (cuya gramática no sufre estas novedades) me debe tantas injurias (Lope de Vega, 18531860: IV, 212).

De esas injurias de que se queja Lope, recibidas por liderar la defensa de la lengua antigua, se hacen eco otros escritores que militan en su bando. Curioso es el testimonio que ofrece El engañarse engañando, de Guillén de Castro, publicada en la Primera parte de sus comedias (1624). Gonzalo informa al Duque del éxito de unas comedias que se han representado: Duque ¿Cuyas han sido? Gonzalo De Lope, que nació para escribillas, mas mi lengua se reporta. Fadrique Loco, ¿de qué te inquietas? Gonzalo ¿Hay aquí algunos poetas de los cultos? Fadrique Pues ¿qué importa? Gonzalo Pues ¿tendría yo más vida de cuanto a Lope de Vega oyesen que alabo? Duque Ciega pasión es. Fadrique Y conocida Adulfo Él es honrador de España, y ella es bien que le autorice. Gonzalo Y quien eso contradice imagino que se engaña. (Guillén de Castro, 1925-1927: III, 166)

Si entramos ya en el interior de las obras dramáticas de Lope nos encontraremos con bastantes alusiones. Como se adelantó, aquí el tono adoptado es jocoso, y normalmente corren a cargo de los graciosos. El punto más repetido es su oscuridad. «Culto» se convierte en sinónimo de «ininteligible». Así aparece en El saber puede dañar (1620-1625): Turín No está en culto el papelillo. Príncipe ¡Pluguiera a Dios lo estuviera, para que no le entendiera! (Lope de Vega, 1853-1860: III, 128.)

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O en Ay verdades que en amor (1625): Inés Es mi señora muy linda para que tú la desprecies; muy rica para buscarte, muy noble para quererte. Pienso que no hablo en culto, y si me entiendes, advierte que no te arrepientas tarde, que hay muchos que la pretenden. (Lope de Vega, 1916-1930: III, 520.)

Es el de los poetas cultos un lenguaje oscuro, críptico, apropiado para conjuros, se apunta en Guardar y guardarse (1620‑1625): Chacón

Para conjurarte estoy, señor, en lenguaje culto, por aquel candor brillante que viva luz y alma ostenta, con que canoro se argenta el piélago naufragante que de sus, te duelas, ojos. (Lope de Vega, 1916-1930: XII, 235.)

Un lenguaje hueco, es el matiz de la imputación de Amar, servir y esperar (1624‑1635): Feliciano Andrés

¿Ya te deslizas en culto? Por hablar con cascabeles, que es linda cosa el ruido, aunque no se diga nada, esta lengua disparada que tan dilatada ha sido, tabaco de ingenios es que los hace estornudar: toman humo para hablar y es todo viento después. (Lope de Vega, 1916-1930: III, 235.)

Es una forma de hablar propia de advenedizos y nuevos ricos, como el que se dibuja en El premio del bien hablar (1624): Luego compro mi lugar y en un coche me paseo, miro grave y hablo culto y quito el sombrero a dedos. (Lope de Vega, 1853-1860: I, 503.)

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«Culto» es término que se puede trasladar a otras realidades que se consideran artificiosas. Y, así, se dice en El servir a buenos (1620‑1625):

Como a la naturaleza, nunca el artificio iguala; más que los jardines cultos, estas malezas agradan. (Lope de Vega, 1916-1930: XIII, 584-585)

De la etapa final puede mencionarse el uso paródico que se hace en La boba para los otros (h. 1630): Fabio Bien puedes despedirte, que el crepúsculo crece y la tumba del sol se desvanece. Laura ¡Un poquito de culto por tu vida! Fabio Digo que el alba ostenta luz mentida. […] Laura ¿Entiendes, Fabio, tú del carro o coche donde van las estrellas? Fabio Vendrá muy a propósito por ellas sacar, Laura, la hora, después que el sumiller del sol, la aurora, le corre la cortina, esparciendo la niebla matutina. Laura Habla cristiano, o noramala vete. Fabio ¿Y eso no es culto? Laura No. Fabio ¿Pues qué? Laura Cultete. (Lope de Vega, 1916-1930: XI, 484-485.)

En El guante de doña Blanca 1630‑1635, Brito compara los guantes con los sonetos y remata así su enumeración de los distintos tipos:

Hay sonetones de nutra con estupendos vocablos, a quien llama la ironía cultos, por mal cultivados. (Lope de Vega, 1853-1860: III, 24.)

Al comienzo de El castigo sin venganza (1631), Ricardo apostilla sobre lo dicho por Febo:

Cierto que personas tales poca tienen caridad,

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hablando cultidiablesco, por no juntar las dicciones. (Lope de Vega, 1999: vv. 51-54.)

Y en la tercera jornada de El desprecio agradecido (1633), Sancho replica a Inés tras un discurso culterano: Basta, poética Inés, yo creo tu cultilona musa, y que eres vocablista tengo por cosa notoria. (Lope de Vega, 1916-1930: XII, 23.)

Donde más por extenso se explaya es en la loa de Las bizarrías de Belisa, representada en 1634 dentro de la primera fiesta del palacio de Buen Retiro. Así arranca: Aquí, si yo tuviera culta musa hiperbólica, pintara caballos que pudiera envidiarlos el sol... (Lope de Vega, 1872: 355.)

La postura de Tirso de Molina es clara. Precisamente, suya es la primera sátira anticulterana que se puede datar dentro de una comedia: 1615. Se encuentra en Amor y celos hacen discretos. Fue representada en Sevilla por Valdés y publicada bastantes años más tarde en la Parte segunda de las comedias del autor (1635). Vitoria lee a su hermana la Duquesa una carta amorosa del duque de Placencia, que afea por su estilo vulgar: Vitoria Bien parece que tienes el alma culta. ¿Quisieras tú que empezara como otro que me escribió: «El cielo hiperbolizó amagos de su luz clara en vuestros, de mi amor, ojos, animado sol el uno, norte el otro a quien Neptuno zafíreos rindió despojos»? Rasguélo en llegando aquí, viendo tan desatinados, atributos estudiados, y airada le respondí: «La metáfora que arroja

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causa a mis ojos querella, pues si uno es sol, otro estrella, yo, señor, seré bisoja». ¿Que querrás decir en eso? ¿No está culto este papel? Duquesa Ajústale al arancel del estilo que profeso, y que no sale verás de lo común y trillado del vulgo desatinado. Vitoria Mal contentadiza estás. ¿Es porque no ves, hermana, sustantivos y adjetivos, ni de atributos esquivos echa a perder una plana? ¿Porque no metaforiza propiedades indigestas con un Tito Livio a cuestas, que en romance latiniza? ¿Porque al gallo no promete el dulimán de escarlata, y en la perdiz no retrata coturnos de tafilete? Anda, hermana, por tu vida, que en dando en desencajar vocablos de su lugar, parecerán carne huida. (Tirso de Molina, 1848: 151.)

Otro de los pasajes en que por extenso se parodia la nueva poesía está al comienzo de Santo y sastre. La fecha de la obra plantea problemas a los estudiosos, que en algún caso han considerado precisamente esta sátira antigongorina como uno de los argumentos para pensar en su escritura temprana. Pendón trae a Dorotea los mensajes de sus muchos pretendientes. En el de uno de ellos se detienen especialmente: Pendón [...] Digo que este es lisonjero porque su dueño poetiza, (por no decir gongoriza); y es destos que al mes de enero llaman padre del candor; al sol, monarca diurno; cerúleo al cielo, y coturno al alba del esplendor. Dorotea Jesús perdone ese hidalgo

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si del modo que escribe ama. Pendón Fiscal cuadrúpedo llama de las liebres este al galgo; nieto, al amor, de la espuma; alcatifas de tabí a los prados, y a un neblí llamó estafeta de pluma. Dorotea ¡Que necio modo de hablar! Pendón Estos se llaman poetas con cáscara, no los metas en la boca, sin quebrar sus versos con un martillo; que si a gustarlos te pones, por ser poetas piñones te han de quebrar un colmillo. (Tirso de Molina, 1999-2003: II, 634-635, v. 25-48.)

Blanca de los Ríos se basa en este pasaje para opinar que el Mercedario escribió un primer borrador de la obra entre los años 1614 y 1615. Con posterioridad, en 1627, la obra habría sido reformada coincidiendo con las disposiciones legales de reprensión del lujo, que se reflejan en piezas como La huerta de Juan Fernández, que fecha en 1630 o 1632 (Tirso de Molina, 1958: 44 y 49). Esta teoría convence a su reciente editor Jaime Garau (Tirso de Molina, 1999-2003: II, 619-620), frente al parecer de Ruth L. Kennedy de que Santo y sastre fue escrita después de fines de enero de 1623 (1943: 38-42). Por lo que al pasaje antigongorino se refiere, pienso que no dificulta su datación en los primeros años veinte, que es cuando más arrecian este tipo de alusiones en los dramaturgos de la vieja guardia, como estamos viendo. El propio Tirso debió de escribir en esos años (entre 1621 y 1625) Celos con celos se curan, su tercera obra con pasajes anticulteranos. Hasta tres hay en este caso: uno en la primera jornada y dos en la tercera. En el segundo de ellos, el lacayo Gascón se expresa con ideas y palabras muy cercanas a las oídas anteriormente a Pendón. Como se podrá comprobar, una nota característica de las sátiras tirsistas, aparte de su extensión y regodeo, es la ejemplificación jocosa con expresiones culteranas disparatadas: Preténdese entretener [el Duque] en la de vueseñoría casa de placer —ansí jerigonzan critizantes—; enfádanle negociantes y por si los hay aquí vine a despejar el puesto, sin saber yo los favores que en república de flores libraba ese hermoso gesto…

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¿Gesto? No es vocablo culto. Ese aromático globo… ¿Globo dije? Soy un bobo. Ese brillático vulto… Peor. Esa hermosa cara… ¡Cuerpo de Dios! Deste modo se llama en el mundo todo. Lleve el diablo a quien compara al padre de Faetón los ojos y los cabellos, rayos ensartando en ellos las veces que rubios son. Golfo de ébano sutil los cabos negros hacía y al peine que los barría llamó escoba de marfil, nieto al amor de la espuma, y a un sacre que daba caza en el aire a una picaza, llamó corchete de pluma. Miren vuesirías dos cuál anda ya nuestro idioma: todo es brilla, émula, aroma, fatal… ¡Oh, maldiga Dios al primer dogmatizante que se vistió de candor ! (Tirso de Molina, 1999-2003: I, 319-321, v. 2111-2150.)

Juan Ruiz de Alarcón, quien pasa por ser uno de los dramaturgos más «sobrios» en cuanto al uso de recursos metafóricos y retóricos, también criticó los modos poéticos cultos en distintos momentos. Sus imputaciones principales son las de engaño y vacuidad. En La industria y la suerte (1620-1621), Jimeno encomia la discreción y propiedad de las palabras de Blanca contrastándolas con otras: No como algún presumido, en cuyos humildes versos hay cisma de alegorías y confusión de concetos, retruécano de palabras, tiquimiqui y embeleco, patarata del oído y engañifa del ingenio; que bien mirado, señor, es música de instrumentos, que suena y no dice nada. (Ruiz de Alarcón, 1957-1968: I, 205, v. 1257-1267.)

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La crítica contra los culteranos e incluso uno de los versos se repiten tal cual en la segunda parte de El acomodado don Domingo de Don Blas (h. 1632), donde el protagonista dice: Que la poesía fundada en hermosura de acentos es música de instrumentos que suena y no dice nada. (Ruiz de Alarcón, 2002: v. 1613-1616)

Antes, en el Examen de maridos (a. de 1628), Juan de Guzmán es rechazado como pretendiente por el vicio culterano: «¡A una mujer circunloquios / y no usados epitetos!» (Ruiz de Alarcón, 1997: v. 1813-1814). Otro tanto ocurre en Antonio Mira de Amescua. En La adversa fortuna de don Álvaro de Luna (1621-1624) 5, el gracioso Linterna se empeña en ser poeta culto: Diré «itinerar», «a bulto», «numen» y «morbo» diré, «macárronico» seré y habrá quien me llame culto. (Mira de Amescua, 2006: 204, v. 2417-2420.) 6

Mucha mayor presencia tendrá este motivo en su comedia, algo posterior, Cuatro milagros de amor, fechada por Vern Williamsen entre 1629 y 1631 (1977: 166), donde, en lo que conozco, se encuentra la utilización jocosa más extensa del culteranismo en la comedia. La obra es también una especie de examen de maridos alarconiano: dos damas, Ana y Lucrecia, tienen dos pretendientes cada una, que desean evaluar. Los cuatro, que darán lugar a otros tantos milagros de amor, ostentan defectos notabilísimos: cobardía, tacañería, desaliño y pedantería. Éste es el vicio de don Fernando. La seña principal de su tacha es su dicción rebuscada: «habla siempre jugando / del vocablo o por rodeos / y metáforas» (Mira de Amescua, 2005: 280, v. 256-258). Sus intervenciones hacen gala de un culteranismo feroz (con asomos de conceptismo), que terminará curándole el amor. He aquí, como muestra, su primera intervención en persona (antes ha mandado un papel no menos culto): El portátil aposento, que los cuadrúpedos tiran infaustos, seguí y no giran relámpagos en el viento como esos ojos radiantes, con quien intervalos tuve   La fecha la proponen sus editores modernos M. González Dengra y M. C. García Sánchez (Mira de Amescua, 2006: 35).   Le agradezco el apunte a mi buen amigo y experto máximo en el dramaturgo Agustín de la Granja.

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por el manto, opaca nube que gusanos sibilantes labraron, nocturnos velos del manto; ausentando vaya la luz abscondita y haya manifestación de cielos. (Mira de Amescua, 2005: 282, v. 317-328)

Sin duda, el más parco en esta práctica satírica entre los poetas cómicos más relevantes de las primeras generaciones es Luis Vélez de Guevara. El hecho de que se le haya imputado uno de los pasajes más conocidos de estas burlas culteranas, gracias al trabajo específico de L. K. Delano (1935), podría hacer creer lo contrario. El episodio se encuentra en El príncipe Escanderbey, e, independientemente de su autoría, merece la pena recordarlo. En el primer acto, el gracioso Laín declara a Amurates que es poeta: Amurates Que eres poeta? Laín Y precito crítico, culto sonoro, y soy poeta que ignoro aquello mismo que he escrito. Con un soneto acredito mis poéticos cuidados, puestos de los afamados poetas, y no entendidos; que son pocos escogidos, aunque muchos los llamados. A la gruta voraz sedienta Oronte, al abrasado cisne horror bruncula, no más radiante su esplendor tripula lóbrega noche en tienda de horizonte. El ver que fausto trépido Aqueronte confuso mueve, rígido regula, incauto los principios articula, si ver hacienda, derritiendo monte. Etrope leto ostenta reto efeto en las caducas olas del dios loco flamante espuma de candor perfeto. En montaraz halcón del alto Coco... Se entiende bien, Señor, este soneto? Amurates Yo no lo entiendo. Laín Pues ni yo tampoco. (Vélez de Guevara, 1634: f. 219v-220r.)

Pero muy probablemente este pasaje no se debe a la mano de Vélez, como he intentado mostrar en otro lugar (Vega García-Luengos, 1997: 356, n. 27). No se

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encuentra en la versión original de la pieza, que en realidad se llama El príncipe esclavo (primera parte), sino en una versión que difícilmente se puede imputar al dramaturgo. Restado este pasaje, solo he localizado en su teatro un par de alusiones jocosas rápidas. Quien haya leído los trabajos de C. G. Peale, que le atribuyen la condición de nexo temprano entre el gongorismo y la comedia, en especial el dedicado a su comedia Don Pedro Miago (Peale, 1993) puede pensar que está ahí la explicación: su adhesión a la nueva poesía sería la causa de que no quisiera criticarla. Pero las cosas no son tan fáciles. En primer lugar, porque esta militancia más o menos decidida no habría anulado la posibilidad de buscar la risa del público con la explotación de un motivo que parece tener asegurado su rendimiento comercial, como veremos seguidamente en Calderón y Rojas Zorrilla. Por otro lado, y más importante, porque el Vélez «gongorino» no es excluyente, sino que, como creo haber mostrado, convive en el tiempo con otro de estilo bastante más sencillo (Vega García-Luengos, 2006: 46-47). En efecto, las bromas con el culteranismo se constituyeron en lugar común, susceptible de ser utilizado por todos los poetas, incluso por aquellos más proclives a hacer que hablaran culto sus personajes, esos «pájaros nuevos», con los citados Calderón y Rojas como figuras significadas, contra los que dispararon Lope y los dramaturgos más veteranos. Se aprecia con claridad en el autor de Entre bobos anda el juego, quien en la tercera jornada de Sin honra no hay amistad puede decir: «Está hecho un Góngora el cielo, / más oscuro que su libro» (Rojas Zorrilla, 1861: 311). O incluir pasajes como este de Santa Isabel reina de Portugal: Rey Qué queréis? Tarabilla Quiero contarte cierto librillo que he escrito, que ha de ser muy importante a todas las damas cultas, y ha de venderse a millares si me andan bien los libreros. Rey Cómo se llama? Tarabilla Es notable título: «Disparatorio de todas las cultinantes: remedio para hablar culto cualquiera mujer de partes, que enfade a toda Lisboa y a treinta mil mundos canse». (Rojas Zorrilla, 1861: 268-269.)

O este otro de Los celos de Rodamonte: Baraunda Desde que con Doralice, y Mandricardo sobervio,

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en este Palacio entré, me echè a dormir, y sospecho, que soy catorze durmientes, cosa pesada es el sueño, què monedas passaràn desde el tiempo que yo duermo, que lengua se vsarà agora, mas yo de que me recelo. Que quien supo hablar la culta, cualquiera aprenderà presto (Rojas Zorrilla, 1640: f. 187r.)

Y de Casarse por vengarse: Cuatrín De peña en peña y no de rama en rama, por mi vestido más que por mi fama, lo que hay de aquí a Palermo he sincopado. Que esto es hablar de culto o de menguado. (Rojas Zorrilla, 2007: v. 3169-3172.)

También el mismísimo Pedro Calderón de la Barca —quien consagrara el «hipogrifo violento» como uno de los lexemas más evocados de la literatura española—, puede hacer burlas con esa forma de decir en No hay burlas con el amor: Inés Ahora reparo la causa. Leonor Cuál puede ser? Inés Que no os debéis de entender; que ella habla culto, tú claro, y así os estáis todo el día porfiando las dos. (Calderón de la Barca, 1973: 500.)

La ininteligibilidad del lenguaje culto es una vez más el factor principal de la gracia indudable que tiene el chiste del gracioso Escarpín en Los dos amantes del cielo, con el que finalizamos: Dolíale a un hombre una muela, vino un barbero a sacarla, y estando la boca abierta, «¿Cuál es la que duele?», dijo. Diole en culto la respuesta, «la penúltima», diciendo. El barbero, que no era en penúltimas muy ducho, le echó la última fuera.

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A informarse del dolor acudió al punto la lengua, y dijo en sangrientas voces: «La mala, maestro, no es esa». Disculpóse con decir: «¿No es la última de la hilera?» «Sí (respondió); mas yo dije penúltima, y ucé advierta que penúltimo es el que junto al último se asienta». Volvió mejor informado, a dar al gatillo vuelta, diciendo: «En efecto, ¿es de la ultima la mas cerca?» «Sí», dijo. «Pues vela aquí», respondió con gran presteza, sacándole la que estaba penúltima, de manera que quedó, por no hablar claro, con la mala y sin dos buenas. (Calderón de la Barca, 1959: 786-787.)

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Búcaro, bícaro, pícaro: Tristán como coda en La francesilla de Lope de Vega (espacios carnavalescos y ruptura de la ilusión escénica) Julio Vélez-Sainz Universidad Complutense de Madrid 1

Una de las vías de investigación del teatro áureo abierta por Luciano García Lorenzo y desarrollada a lo largo de su dilatada carrera se centra en el estudio y disección de los mecanismos lúdicos y carnavalescos inherentes a la representación teatral ora de géneros, ora de personajes donde estos están muy presentes. Sólo del año 2005 podemos encontrar estudios sobre los entremeses de Cervantes (2005a, 2005b), o sobre personajes que se acercan a estas esferas carnavalescas como el gracioso (2005c, 2005d), salidos de su péndola. En el presente trabajo seguimos la línea emprendida por García Lorenzo con el fin de estudiar la formación del primer gracioso de la comedia del Siglo de Oro, Tristán, lacayo de La francesilla (1595) de Lope de Vega, por medio de desentrañar el contexto histórico de las celebraciones prototeatrales de carácter carnavalesco. Javier Huerta Calvo y Manuel Sito Alba, entre otros autores, han destacado la imbricación entre el carnaval y las formas carnavalescas sociales que derivan de él a partir de analizar tres teatralidades. Para Huerta encontramos una división entre los textos vinculados cronológicamente al carnaval, los textos cuya temática se nutre del carnaval y los textos que, «sin referencia concreta al carnaval, se impregnan de   Este trabajo se enmarca en las líneas de investigación del Proyecto de Investigación Seminario de Estudios Teatrales (ref. 930128) desarrolladas al amparo del Programa Ramón y Cajal (Ministerio de Educación del Gobierno de España).

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la cosmovisión carnavalesca» (1999a: 17). Para Sito Alba la teatralidad primera sería el carnaval como ritual; la segunda (o preteatralidad) incluiría las farsas, espontáneas o improvisadas que se celebran en el carnaval y formarían la tercera las formas teatrales derivadas en segundo grado del carnaval y que son debidas a autores cultos (1987). Ya Mijail Bajtin destacaba la imbricación de la cultura popular con el teatro, para el bielorruso el carnaval se mantiene en una tierra de nadie entre el arte y el rito: «Because of their obvious sensuous character and their strong element of play, carnival images closely resemble certain artistic forms […] ������������������������� It [carnival] belongs to the borderline between life and art» (1968: 7). 2 De ���������������������������������� este modo, los tres niveles expuestos tienen una amplia fluidez que borra los límites entre unos y otros. Siguiendo a estos autores, planteamos que un análisis contrastivo entre las distintas costumbres populares corrientes en España y en Europa—la elección del rey de Gallos o del rey del carnaval, las Ágredas, los charivari franceses, la tierra de jauja etc.—y la creación de Tristán, el primer gracioso de la literatura española, revela una relación simbiótica entre las costumbres sociales y los personajes carnavalescos que las especulan. Las fiestas «teatralizadas» populares iluminan, así, los géneros teatrales carnavalescos de los entremeses, jácaras y mojigangas y el más popular de todos los personajes de la comedia: el gracioso. 3 La primera escena que interpreta el personaje que fue el génesis del arquetipo del gracioso nos ofrece una curiosa discusión sobre el lenguaje 4 pues presenta una lectura a dos voces de unos «papeles» que dirigen a galán y donaire sus respectivas amantes, Juana y Leonida. La distancia entre los espacios que ocupan ambos personajes queda marcada desde un principio, su ropa y habla los diferencia, incluso están contrastados onomásticamente pues el noble se llama Feliciano (derivativo obvio de Felix) y el lacayo se llama Tristán (derivativo de triste). En un primer momento vemos cómo el amante amo comienza a leer ansiosamente la carta: «‘Señor de mi vida’ ¡Bueno!» (v. 140); para pasar a encontrarse con una impertinente pregunta del gracioso: «¿Dijo con tilde «Señor»?»; Feliciano se extraña y le pregunta: Feliciano. ¿Por qué lo dices ahora? Tristán. Porque ya cualquier señora no dice más de «Senor». Feliciano. Ya este borracho comienza.    Tras la eclosión del bajtinismo se ha prestado mucha atención a los puntos en común entre teatro y carnaval. Destaquemos los clásicos estudios de Javier Huerta Calvo (1990) y Alfredo Hermenegildo (1995). Se puede consultar el número especial de Cuadernos de teatro clásico sobre el tema (1999b) dirigido por Javier Huerta Calvo.   Entre muchos otros, se pueden citar los trabajos de Schevill, Montesinos, Charles David Ley (1954) y Arjona (1939, 1937), Susana Hernández (14-27), Manuel Durán (1988: 7), aquellos que relacionan al gracioso con las fiestas de los locos (Forbes 78-83), los pastores bobos (Antonucci, 1994: 27-34; Diago, 1994: 19-26), el loco carnavalesco (Hermenegildo 1995). Para una completa bibliografía, cf. Lobato (1994).    Lope dice en su dedicatoria a La francesilla: «fué la primera en que se introdujo la figura del donaire, que desde entonces dió tanta ocasión a los presentes» (200-201). La obra fue representada por la compañía de Nicolás de los Ríos en 1596. En cuanto a la crítica, J. H. Arjona y Charles David Ley zanjaron la cuestión de la fecha hace ya casi cincuenta años. Nancy D’Antuono destacó las fuentes de la Commedia dell’arte de Alberto (un Messer Pantalone a la hispana) y Tristán (un Arlequín a lo Trástulo o Ganassa) en sendos artículos.

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Tristán. Dicen que tilde en dicción es perniabrir la razón, y se tiene a desvergüenza (vv. 141-8).

El primer comentario de un gracioso considerado como tal no tiene desperdicio pues la pregunta venía a cuento de hacer una anfibología. 5 El utilizar la tilde es como «abrir de piernas» (Perniabierto: Autoridades, III 228b) la «razón», el sentido de la oración, es decir, Tristán pretende corregir burlescamente la dicción de una dama por medio de una referencia sexual. El gracioso aparece como contrapunto burlesco de los personajes de la esfera superior, lo que hace por medio del lenguaje. A partir de este momento el gracioso interrumpe a cada paso la lectura de su amo y hace anotaciones jocosas al discurso de las cartas de amor, de tono serio, entre los nobles, es decir, sirve como coda burlesca. El gracioso retrotrae el lenguaje elevado del amo a la esfera del carnaval, lo que se acentúa a lo largo de todo el episodio: Feliciano. Tristán. Feliciano. Tristán.

«Hoy, cuando a beber pediste, mandé un búcaro bajar...» (vv. 149-50). «No sabe esa hembra hablar». «Y tú, ¿dónde lo aprendiste?» «Si mujer de punto fuera, «bícaro» escribir tenía» (vv. 149-153).

El lacayo continúa con los juegos de palabras, tras la catacresis («perniabrir la razón») del primer comentario sigue un calambur «bícaro». 6 Lo que nos acerca a un mundus significantis complejamente gracioso. Si bien la dueña dice que va a saciar la sed de su amado con un búcaro (jarra) de agua, el donaire transforma esta jarra en un «bícaro», es decir, un personaje de dos caras (bi-caro), lo que podría ser una referencia a Jano, el dios de las dos caras. El concepto se redondea en cuanto que como nos aclara Covarrubias que Jano es «iain, que cerca de los arameos y hebreos suena vino, de do se deriva el nombre Ianus, id est vinifer et vinosus, por aver sido el primero que plantó y cultivó las vides, y hizo vino del çumo o licor dellas y como no tuviesse experiencia de la calidad suya, se embriagó» (711 IIb). De esta manera, el personaje (ya identificado por su gusto por la cepa) exclama que la señora no sabe escribir, ni actuar, porque en vez de darle una jarra de agua debe dársela de vino, lo que es más apropiado y que ella al no hacerlo es una «necia» (v 159). Tengamos en cuenta, además, que el símbolo de las dos caras de Jano está relacionado con el respeto y reverencia que se les debe dar a los grandes señores; «porque si los señores tuvieran ojos en el cogote, pudieran ver la burla y el escarnio que van haciendo de ellos essos mismos que delante hincan la rodilla en el suelo, y no osan alçar a mirarlos» (Covarrubias 711b). Es decir, es símbolo del digno señor que no osa que se burlen de él en su au   Lope destaca el uso de la anfibología precisamente como otro de los mecanismos de darle gusto al vulgo (Arte nuevo vv. 318-321).    Que la expresión «bícaro» es un calambur lo demuestra el hecho de que no recojan el término ni el corde (http://corpus.rae.es/cordenet.html) ni el Corpus del Español de Mark Davies (http://www.corpusdelespanol. org).

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sencia, que es precisamente lo que está haciendo Tristán con Feliciano. El bícaro Jano funciona como símbolo supremo de la naturaleza bipolar del carnaval (Bajtin, 1968: 81), no en vano la compagnia dei Gelosi, de la primera commedia dell’arte italiana, lo utilizó como símbolo (Tessari 1985: 1-33), estos fueron ampliamente conocidos en España pues Lope hace referencia a ellos en varias comedias (D’Antuono, 1981: 22122) y podrían haber incluso servido de inspiración para la confección de don Quijote y Sancho (Vélez-Sainz, 2000). El bícaro Jano era, por último, uno de los símbolos utilizados por los defensores de la licitud moral de las comedias (Tessari, 1985). Como se puede ver, el parlamento del primer «gracioso» del teatro español esconde un oculto juego conceptual tan ingenioso como relacionado con una estética degradante y carnavalizadora en la que el galán, en este momento, también participa: Feliciano. «Y pícaro en cortesía, si a vos el papel viniera» (vv. 154-155).

Feliciano entra al trapo en el juego de los calambures, si Tristán había convertido el «bucaro» en «bícaro», ahora Feliciano lo convierte en «pícaro» en una clara referencia al donaire. El parlamento del gracioso sirve como suplemento burlesco, como coda jocoseria y contraste a la lectura de la carta de Feliciano, a la vez que sus constantes interrupciones no permiten el desarrollo de la acción principal. Igualmente, su verborrea conceptual anima al galán a participar en los continuos juegos de palabras. Tras clamar que la amada de Feliciano no sabe escribir, el gracioso decide darnos una idea de una que sí sabe. Señor y lacayo se disponen a leer cada uno una carta al público («Lee, que todos leeremos» (v. 165), de modo que se establece una lectura a dos voces, por dos lectores de esferas sociales distintas alabando cada uno un tipo de mujer diferente. La escena se puede resolver bien leyendo las cartas el uno al otro u ofreciendo una lectura a dos voces al público, en ambas posibilidades la posición antagónica de ambos espacios escénicos queda manifiesta. Leonida le comenta a Feliciano la dificultad de cualquier tipo de encuentro amoroso ya que «Son mis padres tan sutiles, / que siempre traigo conmigo / espías», y procura dejarle con esperanzas: «Pero si esperas / a la ocasión, y se escapa...», parlamento que Feliciano no podrá terminar. Por su parte, el lacayo lee en voz alta (lo que le reprende su amo repetidas veces), lo siguiente: «Tristán amigo, flor de amantes lacayiles...» (vv. 169-170). «Para ti labrando estoy un bravo cuello y camisa...» (vv. 173-174). «Y con ella irás a misa» (v. 177). «¡Oh quién fuera tu gualdrapa, porque limpiarme pudieras!» (vv. 180-181). «No tengas celos de mí, que hoy se ha despedido el paje» (vv. 184-185).

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Lo que le lleva al lacayo a exclamar «¡Bravo favor! ¡Brava cosa! / ¡Oh bien escrito papel!» De este modo ya se nos ha dado la explicación de lo que Tristán entiende como «buena escritura» y «buen habla». Mientras su amo, en la esfera social superior, recibe agua y promesas inconclusas de un posible encuentro, a Tristán le ofrecen vino, camisas limpias y la promesa cierta de un encuentro sexual con Juana la que, además, le promete no engañarle. Como hemos visto ambos mundus significantis son completamente opuestos. El estamento superior del feliz Feliciano es poco flexible en materias sexuales y placenteras y el estamento bajo de los lacayos aparece no tan sólo como divertida deformación burlesca, sino como un estamento distinto, más abierto en cuestiones de sexo y de vino. Así, el gracioso no nos ofrece sencillamente una «degradación» del mundo de los señores (como mantendría Montesinos), sino que, además de relacionarse con los bajos instintos se presenta como una coda, un lector burlesco, distinto, e, incluso, correctivo del mundo de los señores. Ambos mundos aparecen retratados como un «juego de signos» distinto, opuesto y, quizá, complementario del otro. Es destacable, por último, la cercana relación que se ve entre el gracioso y la escritura ya desde los albores de esta figura. Tristán vuelve a funcionar como coda en las respectivas despedidas de Feliciano y Tristán a Madrid. Como corresponde dentro de las preceptivas despedidas de la ciudad, Feliciano y Tristán destacan los ambientes en los que cada uno se mueve: el primero se acerca los centros de poder y de recreo, el Alcázar, los templos, edificios, casas, plazas, calles, audiencias, torres, fuentes, ríos, alamedas, prados, bosques; el segundo a los picarescos, las tabernas de Corte, lavaderos, pilares, baratillo (el rastro), herradores, lo que no resulta sorpresivo pues, claro, cada uno pertenece a una esfera de la sociedad distinta. Sí resulta interesante analizar las metáforas que utilizan cada uno para despedirse de la villa y corte. Feliciano menciona que Madrid es el «coraçón de España noble, / de donde reciben vida / los demás miembros conformes» (vv. 320-323), con lo que evoca la doctrina estoica del cuerpo político del estado. La capital es el centro del imperio de donde sale la sangre que da de comer al resto de las provincia y virreinatos (los «miembros»). Asimismo, recoge otra metáfora cercana a la propaganda del imperio el «Alcáçar del Rey, / más famoso entre los hombres, / por las águilas del Cesar, / que al mundo plus vltra pone» (vv. 324-327). Feliciano se hace eco del emblema de Carlos V, las columnas de Hércules y su plus ultra, aceptadas como símbolo del imperio desde 1518 (Rosenthal 1973: 198-230). Por su parte, Tristán mantiene que las tabernas de la corte son las «galera[s] en que yo solía / fundar mis estanteroles» (vv. 377-378) en una recreación burlesca de la metáfora de la nave del estado, donde Tristán trabaja como remero. A la metáfora del cuerpo político del estado y las columnas de Hércules, de raigambre culta, letrada y seria, Tristán contrapone una metáfora de carácter culto pero burlesco como la navis stultorum de un Sebastián Brant (1494), que aparece referenciada en obras clásicas del mundo picaresco como La lozana andaluza (Fontes, 1998: 433-445). Al igual que los parlamentos con respecto a la carta de sus amadas, las referencias culturales y literarias de uno

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y otro personaje en su despedida también se refieren a mundus significantis opuestos: las de Feliciano son cultas o semicultas, al mundo clásico, como la violación de Lucrecia por Tarquino (presente en las Décadas de Tito Livio o el Factorum et dictorum memorabilium de Valerio Máximo), a la literatura de moda, los personajes de Pármeno, Calisto y Melibea presentes en la obra de literatura laica más vendida del momento (Celestina); Tristán sirve de nuevo de coda y contraste pues sus menciones son al perro de San Roque y a las metáforas con que se relacionaba la sífilis (Francia, lamparones): A Dios Iuana, que sin duda me has pegado lamparones. pues voy a curarme a Francia, en vn rozin matalote. […] Vamos, y vaya conmigo, el alano de san Roque (vv. 382-390).

Tristán hace referencia al famoso «Perro de San Roque» sin rabo, santo importado de Francia (de Montpellier) y cuya festividad se celebra en muchos pueblos y ciudades de España (Suflí, Denia, Callosa de Segura, Alicante, Portugalete, Vizcaya, Badarán en La Rioja, y Garachico, en Tenerife) pues es el principal protector contra las pestes y las epidemias, por lo que tiene sentido que Tristán lo invoque ya que siente que Juana le ha pegado «lamparones», una «enfermedad conocida que nace en la garganta» (Covarrubias 749B) que consiste en unos tumores duros, «que se hacen en la glándulas conglomeradas del cuello» (RAE Autoridades 1734 355:A). San Roque y su perro, además, se relacionan con el mundo de los moriscos (González García 49-58), por lo que se relacionan con este submundo. Las referencias de cada uno de los personajes desvela un mundo simbólico contrapuesto a la hora de describir una misma realidad: el Madrid de sus anhelos. La ciudad sirve como elemento de contrapunto enaltecedor para uno y burlesco para otro. La interrelación entre el galán y el gracioso adquiere interesantes rasgos cuando vemos los espacios escénicos que ocupan, ya que varían de posición con respecto al otro a lo largo de la obra. En cierto sentido, esto descubre que las conexiones entre el galán (y su espacio señorial) con el gracioso (y su espacio carnavalesco) son fundamentalmente de naturaleza dialógica y lúdica. En las didascalias internas vemos que, al principio del viaje a Francia, Feliciano está a caballo y Tristán va delante de él a pie: ristán. Soy camarada y amigo T de ese hidalgo, criado digo, que siempre adelante paso. Digo que él viene tras mí, aunque a caballo, y yo a pie (vv. 975-79).

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El señor está en el espacio superior y el lacayo lo anuncia. El contraste entre ambos personajes se acentúa en estos momentos: Feliciano se declara «más que Feliciano» (v. 955) haciendo un juego de palabras con su nombre. Tristán también parte de su onomástica (Tristis) y se muestra mucho más preocupado y consciente porque prevé la pérdida de los mil escudos que llevan para mantenerse. La situación cambia al comienzo del segundo acto pues Feliciana ya no cabalga después de que Clavelia y Dorista les robaran mil escudos. Siguiendo la costumbre de la época el lacayo sigue al señor cuando éste va a pie. Sin embargo, el lacayo se burla del estamento superior: ¿Sabes en lo que se ve que en asno te han convertido? En que apenas has comido y vas caminando a pie. (1062- 1065) Una noche de a caballo cuesta mil años a pie. (1124-5) Tristán: Manda menos y anda más. Feliciano: ¡Ah villano! Tristán: Y labrador, que un jumento a andar enseña que va cargado de leña y descargado de honor (1097-1101).

Los roles se han invertido y Feliciano pasa a ser el melancólico y tristón. En este momento, se produce un momento de inversión simbólica de roles. Ambos personaje después de haber sido engañados se acercan a un hostal donde se encuentran con un hostalero que les hace un gaudeamus: Feliciano. «Entra, que a este hombre le ha dado la tarántola, Dirá que tiene por enero alberchigos» (vv. 1173-1174).

A la enumeración caótica de un sinfín de alimentos típica del gaudeamus, Tristán y Feliciano le añaden una nuevava alusión a la cultura carnavalesca de la tierra de Jauja, lugar utópico de felicidad para las clases populares (Camporesi 1989: 78-85). En otro pasaje, Tristán juega con los espacios escénicos del resto de los personajes y flota alrededor de ellos por lo que, además de este intercambio dialógico espacial vemos el gracioso actúa espacialmente como complemento de la acción principal. En la tercera jornada de nuestra obra podemos ver cómo Clavelia le pide a Juana que «Me has de enseñar / luego a tañer y cantar / en español […] Y esto de la zarabanda: / Que un pícaro como yo / sin gracias nunca medró» (vv. 2692-2697). En la acotación escénica se puede leer que «[El gracioso] acecha». Lo más probable es que Tristán esté asomando su cabeza desde el lado —así se ve en los grabados que reflejan escenas parecidas presentes por ejemplo en el Recueil Fossard. El gracioso está a la vez dentro y fuera de escena, es decir, entre la realidad ficcional de la obra

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y la realidad de los espectadores. Al igual que el carnaval sirve de puente entre la realidad de la escena y la externa, el gracioso se sitúa entre actantes y espectadores. Asimismo, puesto que los actores del Siglo de Oro tendían a quedar identificados con el papel que representaban (un galán sería siempre galán hasta que tuviera edad para ser «barba» y, en casos extremos como el de Cósme Pérez/Juan Rana, y Ángela Dido el actor y el personaje podrían quedar neutralizados), la situación doble del gracioso (fuera y dentro de la escena) podría servir para indicar uno de los topoi del teatro áureo, que el vulgo confunde la realidad de los actores y la ficción del teatro. Lope de Vega apunta esto mismo en su Arte nuevo: pues que vemos, si acaso un recitante hace un traidor, es tan odioso a todos, que lo que va a comprar no se le vende, y huye el vulgo de él cuando le encuentra; y si es leal le prestan y convidan, y hasta los principales le honran y aman, le buscan, le regalan y le aclaman (vv. 326-31).

Si el carnaval es un ritual de naturaleza teatral y algunas formas teatrales pertenecen a la esfera de lo carnavalesco, podemos ver un paso doble hacia un metateatro carnavalesco. Los personajes del carnaval actúan en el límite entre la vida y el arte (Bajtin 1968: 7), es decir, espacio liminal entre la realidad ficticia de la obra, que representa la vida, y la realidad carnavalesca de su propio personaje. Los espectadores podían entender el sistema de signos de los personajes y cómo estos hacían explícita la realidad ficticia de la obra. De esta manera, Lope, al introducir un personaje que hace continuas referencias a la realidad teatralizada del carnaval, crea un juego de espejos, una coda escénica llamada el «gracioso». Un personaje de teatralidad manifiesta y cuyo intérprete es confundido consigo mismo le habla a los espectadores sobre fiestas en las que los espectadores participan. En éstas la barrera entre el que actúa y el que observa es inexistente. Como rito de carácter teatral el carnaval es utilizado para romper la realidad de la ficción. La ruptura de la ilusión escénica que efectúa el gracioso al introducir el carnaval histórico en el teatral cumple una función de interés con respecto a la preceptiva literaria y moral de la época. El gracioso de este modo se mantiene de manera literal entre el espacio escénico de los actores y el de los espectadores. 7 En resumen, como rito de carácter teatral el carnaval es utilizado para romper la realidad de la ficción. De esta manera, las distintas posiciones espaciales del gracioso: dentro de la escena, fuera de la escena, por encima y por debajo de su señor y sus continuos comentos a la acción principal, hacen que el gracioso revele la naturaleza ficcional de la obra. El primer gracioso de la escena de nuestro teatro áureo funciona como una coda a la obra, un suplemento que sirve de puente entre los autores, la es  En mi opinión, la situación marginal que el gracioso ocupa en esta escena podría entenderse como una referencia a la licitud moral de las comedias. De hecho, la escena tiene todos los elementos que se criticaban en las mismas, este aspecto será objeto de futuras investigaciones.

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cena y los espectadores: un bícaro-pícaro capaz de estar dentro y fuera de escena, jugar con la obra y romper el velo de la ilusión escénica que sostiene al teatro mismo.

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Ferrante Gonzaga en la Comedia del Saco de Roma de Juan de la Cueva Ana VIAN HERRERO Instituto Universitario Menéndez-Pidal Universidad Complutense de Madrid

Se ha destacado abundantemente que Cueva no pretende reconstruir unos hechos en los dramas de tema nacional, sino ofrecer una ‘verdad moral’. Es muy evidente —también en el drama sobre la presa de Roma—, que el propósito del autor no es dar una versión objetiva de aquel acontecimiento internacional que conmovió a la cristiandad. 1 La construcción de personajes es un lugar privilegiado para percibir algunas de las intenciones del autor, tanto en las figuras históricas como en las ficticias, pero las primeras reservan sorpresas cuando las situaciones dramáticas se confrontan con los relatos y crónicas del suceso. De entre los personajes históricos introducidos por Cueva en la Comedia del Saco de Roma quiero fijarme ahora en uno de los más interesantes, Don Fernando de Gonzaga. Su primera aparición es muy sintomática. Es el Consejo de guerra el que impone el asalto a Borbón, pese a su propia posición inicial contraria (Cueva, 1917: 55-56) y a pesar también de la firme resistencia del capitán Morón (pp. 56-57); los solda  La concepción moral de la historia surge por doquier en los escritos y obras sobre el saqueo de Roma. Por otra parte, una mayoría de dramaturgos del periodo están más interesados en la utilidad didáctica de la historia que en su verdad factual, y usan el pasado como documentación para la teoría política coetánea, la historia como maestra para la acción política (Crawford, 1937: 169; Watson, 1971: 99 y, en especial, 200-201): Cueva «used the past as documentation for political theory and for the light which it might throw on contemporary political problems and thus serve as a guide for present political behaviour». Siguiendo a Watson, Kahn, 2006, sin novedad particular.

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dos, españoles y alemanes, desean el saco que han recibido como promesa a su falta de pagas desde que salieron de Florencia (pp. 56, 59-61), y Fernando Gonzaga apoya con calor esa determinación (pp. 56-58, 63). Se desvela a un Borbón (y eventualmente a un Gonzaga), incapacitado para controlar a sus hombres y obligado al asalto si no quiere provocar la guerra civil en sus propias filas. 2 Esta situación, que en lo que respecta al Condestable se corresponde en sus líneas más generales con la que se dio históricamente, se dramatiza con cuidado. Se presenta a un Borbón impotente para manejar disciplinariamente la situación que él mismo ha creado, víctima a la vez del concepto de honor y ardor militares de los españoles (p. 63), y obligado a poner por obra el asalto a la vista de las posiciones de Gonzaga (el alto mando del Consejo de Borbón más decidido al saqueo ab initio) 3 y de Avendaño (el soldado encargado de recordar a Borbón los compromisos contraídos con sus tropas y el peligro en el que está su misma autoridad, pp. 59-61). Por tanto dos agones decisivos, protagonizados por Gonzaga + Avendaño vs. Morón, y Gonzaga + Avendaño vs. mensajero, alejan la posibilidad de consideración político-moral del hecho por parte del más alto responsable y permiten la decisión de Borbón del asalto de Roma, dado, en efecto, en la historia y en el drama, al amanecer. Si cotejamos con la historia real, de acuerdo con los testigos de primera línea españoles o italianos, la desobediencia del ejército fue un factor importante, 4 pero no el único. Cueva no hace, ni hará más adelante tampoco, la menor alusión a la historia política interna ni a la diplomática oculta, negociaciones y conversaciones entre múltiples partes (en especial de Borbón y las fuerzas de la Liga), posibles órdenes secretas (de Carlos V y del Virrey de Nápoles al Condestable), etc. 5 Pero parece deseoso de dejar a los espectadores este aspecto muy claro: de no cumplirse las expectativas de los soldados son los dirigentes los que peligran. 6 Lo importante    «D. FER. «¿No ves los alemanes quebrantados / morir por entregarse desta tierra?/ ¿Los fieros españoles, alterados, / dar vozes por el fin de aquesta guerra? / Si agora desto fueren desviados / y del deseo que su pecho encierra, / verías a los unos y a los otros / volver las fieras armas a nosotros […]» (p. 57). Cito siempre por la edición de Icaza (Cueva 1917, vol. I), poniendo el n.º de página entre paréntesis.   Véase, en especial, su enfrentamiento con Morón (Cueva, 1917: I, 56-58); es él quien emplea el argumento decisivo de saqueo o guerra intestina en las propias filas: «verías a los unos y a los otros / volver las fieras armas a nosotros. / Pues si han de hazer cruda matança / en los que estamos de su mesma parte, / ¿cuánto mejor será darles vengança / de nuestros enemigos? y dest’ arte, / ensangrienten los bárbaros su lança / en Roma, y los de España en crudo Marte / pongan por tierra el muro de Quirino / hagan el pueblo igual con el camino./ CAP. M.- No vendré en tal acuerdo eternamente, / ni tal sentencia firmará mi mano./ D. FER.- ¿Por qué razón, oh capitán valiente? / CAP. M.- Porqu’es respecto aqueste de cristiano.- / D. FER.- ¿Soy de bando cristiano diferente? / CAP. M.- No digo tal, mas eres inhumano, / pues quieres que’el lugar que le fue dado / por Cristo a Pedro sea de ti assolado» (pp. 57-58).    Jiménez de Quesada (1991: 129, 131, 135-136); Santa Cruz (1922: 285); Francesco Guicciardini (1875: 92, 94, 100-101) y algunos testimonios recogidos por A. Rodríguez Villa (1875: 59, 105-113, 201-203) y A. Rodríguez Villa (1885: 177); Pastor (1952: IX, 304 y 313), y Vian Herrero (1994: cap. III, 21 y ss.).   Un resumen y documentación de conjunto sobre las vicisitudes del suceso en Vian Herrero (1994: 15-24).    Hay anuencia italiana al respecto (F. Guicciardini, 1875: 96 y 100). El problema era de indiscutible actualidad no sólo porque se estuviera preparando un ejército en condiciones análogas en la frontera de Portugal (Watson, 1971: 58), sino porque, de forma general, «el motín, a menudo perfectamente organizado, fue endémico en el ejército español del siglo xvi y en general delataba la imposibilidad en que se encontraba el gobierno de pagar a las tropas» (Lynch, 19732: I, 107), y también Parker (1972: 185-206, parte II, cap. 8).

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es, pues, que Cueva prescinde de la alta política para destacar un conflicto fundamental: los motivos de la indisciplina del ejército, responsabilidad, en su interpretación, más de los mandos que de los soldados. Un aspecto esencial serán las razones que mueven a la campaña a Ferrante Gonzaga, el hijo de la Marquesa de Mantua, como se verá más adelante; de momento sólo interesa registrar que Cueva lo presenta como el mando del Consejo más decidido al saqueo. Al enfrentarse con Morón, reprueba su blandura y lo descalifica como «estrellero» (p. 57) por anunciar el castigo divino de la muerte, en lo que desde luego no era Morón el único ‘profeta’: aparte la literatura de prodigios, todo escritor de los países en conflicto, independientemente de su posición ideológica, vio la muerte de Borbón como flagelo de Dios. 7 Otra cosa es que la idea convenga a Cueva, en cuyas obras es una constante el castigo del error moral o natural (Watson, 1971: 79). La primera jornada, al reducir y simplificar los hechos —cuestión en la que no me puedo detener—, introduce en el público algunos puntos de reflexión nucleares: la impotencia del capitán general es el principal resorte dramático, unido al ardor guerrero de los soldados españoles; sobresalen las alusiones al protagonismo de estos, reservando el de los luteranos a los contextos negativos, como amenaza religiosa, propia de 1527, pero agudizada y convertida en enfrentamiento crónico en los años de Cueva. 8 La realidad desmiente ese predominio español en la armada imperial, no sólo cualitativo sino numérico. Se subraya el conflicto entre personajes, una de las características de sus dramas nacionales. 9 El instinto dramático de Cueva da la espalda a la gran Historia y se zambulle en las historias pequeñas e individuales con la seguridad de atraer así a su público. Tras el exhorto último al ataque (una vez más de Gonzaga) producido en la jornada II —en la que aumenta la invención dramática frente a la historia—, Borbón arenga a sus tropas y dispone (de modo totalmente ficcional) su orden y estrategia. Gonzaga es el encargado de romper el muro con los alemanes, seguidos luego de capitanes y hombres españoles, entre los que se cuentan arcabuceros, piqueros y caballería; la infantería es italiana y rodea el Tíber, para rematar, junto con la piquería, a los que pudieran huir (p. 66). En esas disposiciones el dramaturgo prescinde de dar fe de lo que conmocionó a Europa entera y encontró sólo explicaciones esotéricas: que los imperiales tomaron Roma sin artillería, sin resistencia y con un ejército que apenas si podía sostenerse por el hambre. 10 En cambio se detiene en un



87).

 Véase Vian Herrero (1994: 39-48 y 142-243); sobre los presagios que rodean al suceso, Chastel (1983:

   Sito Alba (1983: 331, n. 614), recuerda, por cita de García Villoslada, una referencia del Cardenal de Lorena en 1562 a los desmanes realizados por los luteranos, similares a los realizados treinta y cinco años antes en Roma: habían «destruido los templos santos, asesinados los sacerdotes y religiosos junto al altar, pisoteadas las especies sacramentales», dejando así lo que para toda Europa fue la firma de su paso.    Scelfo Micci (1993: 121) subraya en otros dramas históricos «il contrasto tra i personnaggi» en general simbolizando abstractos morales opuestos, como en La muerte del rey Don Sancho. 10  Rodríguez Villa (1885: 123); Luigi Guicciardini (en Milanesi, 1867: 17, 155-156, 160-161); Warhafftige und kurtze Berichtung, en H. Schulz (1894: 46); Diario di Marcello Alberini romano, en C. Milanesi (1867: lvi).

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episodio adventicio, el del espía romano que confiesa venir con la intención de matar al Condestable (p. 68), de enorme rendimiento dramático. Nuevo dato significativo. Cuando Avendaño y Escalona, tras su actuación estelar en defensa de la honra de las damas romanas, luchan y matan a dos luteranos (p. 74), guardarán el botín con el propósito de devolver a las iglesias los bienes profanados, lo que implica entre otras cosas, proteger esos bienes también de Don Fernando Gonzaga: AV. ESC. AV. ESC.

—¿Qué hazes? ¿A qué aguardamos? ¿No oyes a Don Fernando que su gente retirando viene hazia donde estamos? Sígueme por esta parte, que si llega, es camarada y pedirá le sea dada desta nuestra presa parte. —Enviarélo y a la horca de donde lleve despojos, qu’éstos al ver de los ojos los llevará si se ahorca. —Estorbemos pesadumbre. —Calla, que es ese un figón bergamasco, gran poltrón, que le baxa su costumbre (p. 75).

Esta escena consagra, por fin, ante el espectador, la catadura moral reprobable de Don Fernando: su compulsividad para el ataque se había puesto de relieve en la primera jornada y al principio de la segunda se lo muestra desesperado ante cualquier dilación (pp. 66-67). Las razones —una vez más la codicia— aparecen ahora, y es lo significativo que lo hagan en un mando, frente al comportamiento ejemplar de los soldados. Aparece un guiño cómplice y educador para el público, donde se mezclan con habilidad la historia (con sus rumores), la invención y la ideología. Conviene ir por partes. Los capitanes italianos del ejército imperial eran Fabrizio Maramaldo, Marco Antonio Colonna y Ferrante o Fernando Gonzaga, el hijo de Isabella d’Este, marquesa de Mantua. 11 Entre las casas de grandes señores italianos colaboradores del Emperador el palacio de Pompeo Colonna destacó como principal refugio de muchos supervivientes aterrados, sobre todo los de mayor significación. 12 Estuvo ocu11  De acuerdo con Santa Cruz (1922: 285) y otros, Gaspar de Fründsberg (hijo de Jorge) era capitán de alemanes; el Marqués del Vasto, de españoles; el Príncipe de Orange, de caballos ligeros; Fernando Gonzaga, de italianos, y Albertín Jomeri, de albaneses. 12  Los Gonzaga y los Colonna fueron las dos familias de rango que colaboraron más estrechamente con la política carolina, no sin altibajos que sólo emergen en la correspondencia imperial y en cifra, y no en las crónicas oficiales. Aún así, Santa Cruz (1922: 269) registra que «el Cardenal Colonna, como era tan contrario al Papa …[sugiere al Emperador] tomarle [al Papa] a Roma, la cual a la sazón estaba muy odiosa al papa y muy despoblada de gente». El Emperador pensó dar Milán al marqués de Mantua (Federico Gonzaga), pero se

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pado por los enemigos personales del Papa y amigos del Emperador, y allí se había refugiado Isabella d’Este. 13 Fue respetado durante algunos días, pero tuvo que pagar por ello tasas altísimas; al final, según testimonio de Juan Bartolomé Gattinara, hermano del Gran Canciller, «...restorono con un solo mantello ed una sola camiccia». 14 Y es que ser imperial no era patente de corso, porque nadie escapaba de ese ejército indómito. 15 En situación parecida estuvieron los mismos diplomáticos carolinos, de modo que es comprensible el comentario de Pérez al Emperador, lleno de la ironía y el gracejo que acompañan a la mayoría de sus despachos oficiales: ...de manera que más daño se hace a los servidores de V. M. que a los deservidores, y con esto están todos malcontentos (Rodríguez Villa, 1875: 376).

En este contexto, la fama de Gonzaga (1507-1557) —que apenas contaba los 21 años en los días del saco (Milanesi, 1867: xxxix-xxx)— no fue la óptima. El caso de su madre, Isabella d’Este, narrado por el cardenal de Como en carta a su secretario, fue sonado: 16 su mansión era la única que quedaba ilesa después de varios días de asalto; era una casa fortaleza erizada de bastiones en el palacio de los Santos Apóstoles. La negociación para intentar salvarla corrió a cargo del capitán imperial Alejandro Novolara, de los Gonzaga; él y otro capitán español, «Don Alois de Corduba», pariente del Duque de Sessa, 17 iniciaron los tratos de las primeras cifras, tratos que implicaban no a «la marquesana et suoi beni et delli suoi servitori, ma per li altri», es decir, más de dos mil personas principales entre hombres y mujeres. La suma ascendió a 52.000 ducados. Los dos capitanes mencionados o negociadores principales repartieron a pachas los primeros 40.000 ducados; los 12.000 restantes se distribuyeron así: 2.000 para cuatro lansquenetes …e li altri 10 mila, vogliono dire quelli forestieri erono in casa, che secretamente pervennero in mano di don Ferrando figiuolo della marchesana di Mantua: il che non sapemo s’el fosse vero; ma quando fusse, saria molto disonesto (Como, en Milanesi, 1867: 481).

retractó porque de no dárselo a Franceso Sforza hubiera sido la guerra en Italia. En Bolonia le concedió la dignidad de duque, en la política de atraer a los príncipes italianos (Pastor, 1952: X, 45 y 54). 13  La fama de refugio del palacio Colonna alcanza a la literatura, como en los Hecatommiti del ferrarés Gianbattista Giraldi Cintio. 14  A. Rodríguez Villa (1875: 185). Más tarde asaltan también su posesión de Frascata (ibid.: 376). También «Lettera a Carlo V» (ibid.: 502); Pastor (1952: IX, 332-333) y Luzio (1908). Los Colonna están molestos, según Pérez, «que siendo servidores de V. M. los hayan así tratado» (A. Rodríguez Villa, 1875: 165). 15   Según el cardenal de Como «tutti li Spagnoli e Tedeschi, tanto prelati come ufficiali et cortisiani, che abitavono in Roma, sono stati saccheggiati et fatti prigioni dalli suoi spagnoli medesimi, et tratati più crudelmente che li altri; e saccheggiato et fatto prigione sino a Pereres spagnolo [se trata de Granvela], secretario dello imperadore con grandissima autorità, et fatto taglia duemila ducati» (Como, en Milanesi, 1867: 485486). V. también L. Guicciardini, en Milanesi (1867: 205). 16   Del sacco di Roma. Lettera del Cardinale di Como al suo segretario, en Milanesi (1867: 479-483). 17  Luis de Córdoba era el nombre del Duque de Sessa, que murió según Jiménez de Quesada (1991: 125) en los días del enfrentamiento entre Clemente VII y los Colonna, antes del saco.

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Ferrante evitó por dos veces que asaltaran la casa materna movilizando nada menos que al Príncipe de Orange para que contuviera a los lansquenetes. Ella y los suyos huyeron por fin a Ostia; entonces «in gran furia fu poi saccheggiato quello restava in casa» (Como, en Milanesi, 1867: 482). A la vez, un extraordinario mercado se organizó en Campo de’Fiori, en el Borgo y en Ponte Sisto, en el que se vendía todo lo robado (Pastor, 1952: IX, 337); en él aparecieron pronto las obras de arte por su valor negociable; al principio a precios muy inferiores a su valor real, hasta que Roma se inundó de avispados mercaderes de todas las latitudes. 18 Surgen pronto las connivencias en medio del río revuelto, y Ferrante Gonzaga, como uno de los cabezas del ejército de italianos, es uno de los mandos imperiales supuestamente implicados en el tráfico sucio de la venta de objetos de arte y reliquias. En la epistolografía del momento aparece su nombre y ello seguramente no era ningún arcano. Desconozco cómo el detalle pudo llegar a Cueva, 19 aunque la apropiación de obras de arte de los santuarios implicaba actos sacrí18  El cambio de manos de la riqueza está muy bien documentado. Juan Bartolomé Gattinara escribe al Emperador: «Gli lanzichinecchi in questa entrata di Roma si sono governati come veri luterani, gli altri come tra gli cristiani. La maggior parte dell’esercito e fatto rico per il gran sacco, quale è stato di molti millioni d’oro. Si crede que gran parte de’ Spagnoli con il bottino suo si retireranno a Napoli (en A. Rodríguez Villa, 1875: 186). Para un testigo presencial, los objetos valiosos eran baratos sólo por desconocimiento de los robadores, pero cuando el ejército de la Liga se había retirado y una vez desaparecida la amenaza de enfrentamiento militar, suben los precios con la llegada de entendidos mercaderes forasteros: «[...] daban por dos ducados lo que valía ciento; tapicerías y cosas de casa, bellos atavíos, por casi de balde. Vi vender doce paños de tapicería de oro riquísimos y una alhombra de seda bellísima, todo por cuatrocientos y cincuenta ducados. [Después] han venido mercaderes forasteros y ha subido algo el precio» (Ibid.: 139). El cardenal de Como atestigua la misma información, cómo tras la fogosidad inicial se sucede el pragmatismo mercantil y financiero: «Il sacco di Roma si fa per mercanti esperti et romani bene intelligenti, che importi al manco da sei in otto milioni di ducati; non gia che li inimici si possino valere di tanto, ma la città et paese è bene damnificato di questa somma; et fanno che, tra denari, oro et argento et gemme, li inimici habino trovato per più di uno millione di ducati et taglie di prigioni molto più che un altro millione; e dipoi cavati tutti li denari di Roma, hanno anco avuto in cedole de banchi a centinara di migliara di ducati (Como, en Milanesi, 1867: 488). Aun así, la venta de lo robado se debió de hacer a precios ridículos en relación con su valor real, por lo menos en los casos de algunos objetos muy valiosos, porque los saqueadores preferían los objetos preciosos convertibles en dinero: «Onde per ogni verso premendo li prigioni, e trovando spesso in diversi luoghi grandissimo tesoro occultato e sotterrato, divennono in brevissimi giorni talmente ricchissimi, che non solamente le vesti, pitture, sculture, e altri ornamenti di casa, benchè preciosi e di molto valore, furono allora da essi poco apprezzati; ma ancora i vasi, le croci, le figure e altre innumerabili cose di argento stimolarono assai meno che il prezzo della propria valuta. Solamente le bellissime gioie e l’oro puro, per ocupare poco luogo, e per essere conosciuto da ciascuno, tennero sopra altra cosa caro, facendosi pagare (come molte volte si vidde), nel vendere le anella, la valuta del peso solo, per non stimare altrimmenti quella delle perle, de’ diamanti, rubini, smeraldi, e altre pietre fine, intagliate con antichi e perfetti intagli, che in quelli erano legate, benchè valessino per sè sole molto più, che quanto per oro puro si facevono pagare (L. Guicciardini, en Milanesi, 1867: 235-236). Véase también Chastel (1983: 72-73). 19   Como explicaba en Vian Herrero (2006: 1075, n. 23), no sugiero —faltan datos para poder establecerlo— que Cueva haya tenido acceso a la correspondencia diplomática ni a crónicas inéditas. Pero ese cotejo es interesante para mostrar que Cueva estaba bien informado de algunos aspectos de los sucesos de Roma, aunque desconozcamos por qué camino le ha llegado la información. No es difícil que haya leído u oído contar relaciones, o que sus contactos personales, como los de cualquier hombre culto de su momento, le hayan abierto algunos canales de información no oficial ni pública, sin descartar siquiera que sus cuatro años en México, previos a la composición de sus dramas, le hubieran permitido el contacto con alguno de los muchos soldados «pláticos» de las campañas de Italia que continuaron su carrera en Indias. Véase también abajo, nota 32.

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legos difíciles de minimizar para las fuentes de información orales o escritas; pero no cabe duda de que Cueva ha oído campanas. La implicación de Ferrante es también por instigación materna: Isabella le hizo comprar objetos para luego restituirlos al Papa (contra reembolso, naturalmente), al menos en casos documentados. 20 La operación fraudulenta más notable del saco fue el robo de los tapices pontificios, tejidos por Rafael sobre cartones y destinados a adornar la Capilla Sixtina en las grandes ceremonias. Parece que con motivo de los funerales de Borbón esos tapices lucieron por última vez en el orden en que los concibió el artista. 21 La marquesa de Mantua, consciente de su enorme valor y de la probable dispersión, envió a su hijo Fernando quinientos escudos para que comprara los tapices a los soldados, con el objetivo, decía, de devolverlos un día al Papa. Dos de ellos se embarcaron con los bienes personales de Isabella: la Conversione di Saul y Paolo di fronte all’Areopago; pero el barco fue asaltado por piratas y pese a las gestiones de la marquesa con Andrea Doria, nunca los volvió a ver. Un año después figuraban en una colección veneciana; veinticinco años más tarde el condestable Henry de Montmorency los compraba de nuevo en Constantinopla y los regalaba al Vaticano en 1554. En todo aquel tráfico de objetos de arte, muchas intrigas señalan a los Gonzaga, en particular a dos militares aventureros, el capitán napolitano Fabrizio Maramaldo y su colega Don Fernando, con el que mantenía excelentes relaciones. Existe una carta reveladora del marqués de Mantua (Federico, hermano de Fernando Gonzaga) a Maramaldo pidiéndole «alcuni pezzi antichi» (Chastel, 1983: 76). El asunto debió de ser del dominio público: cuando Fabricio murió y quiso dejar una suma de dinero a la casa de San Pablo de Nápoles, no le fue aceptada la donación temiendo que se tratara de dinero procedente del saqueo (Chastel, 1983: 74-75 y 90). La carrera militar y política de Ferrante, después del saqueo, fue de todas formas meteórica, desempeñando algunos papeles políticos muy destacados, como capitán general de los ejércitos a la muerte del Príncipe de Orange, 22 y Virrey de Sicilia, entre otros. Con todo, en el tráfico de obras, Chastel afirma con motivos que es difícil precisar lo que hay de cierto y lo que se debe a exageración; pero lo importante es que esa imagen de Gonzaga, procedente de un rumor extendido que sí 20  A. Chastel (1983: 74-75; también pp. 14, 72-76, 82 y 89). La afición por el arte y las antigüedades venía de lejos en los Gonzaga, y el matrimonio de Francesco II e Isabella d’Este había reunido hermosas colecciones de contennido muy variado (Brown y Lorenzoni, 1982 y 1996; Rebecchini, 2000). Sus tres hijos (Federico II, Ercole y Ferrante) continuaron la labor coleccionista y de patronazgo (por ejemplo, Brown, Delmarcel y Lorenzoni, 1996). Además de pintura, tapicería y antigüedades, siempre signo de poder, están bien documentados los más amplios intereses adquisitivos de la marquesa de Mantua: instrumentos musicales, libros, artes decorativas, relojes, espejos, abanicos, perfumes, ropas y pieles. 21   Según un testimonio de una relación veneciana de junio de 1527 aportada por Chastel (1983: 74-77), junto a las vicisitudes posteriores de las piezas. También Cartwright (1903, II, 274) y Luzio (1908: 89). 22   «Don Fernando de Gonzaga che per la morte del Principe teneva il primo luogo dell’esercito perche il marchese del Guasto molto prima si era partito» (F. Guicciardini, 1875: 225). Igual que Jovio: «el cual después de la muerte del príncipe de Orange con consentimiento de todos los soldados había sido elegido capitán general» (Jovio, 1562: lxix vto.b; casi textual de Domenichi: Giovio, 1557-1558: 220vto.). El Gonzaga histórica, a diferencia del de Cueva, no tenía que tener demasiados motivos de inquina contra los alemanes después del saco: cae preso de los bande nere durante la guerra de Nápoles, «ma la furia dei Tedeschi lo riscattò» (F. Guicciardini, 1875: 170).

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parece corresponder a una realidad, llega al drama de Cueva y se integra de forma natural en la acción. El parlamento de Don Fernando que corona la jornada II resume escuetamente el castigo de Roma, asumiéndolo como victoria española, no imperial (en boca de un bergamasco), 23 y ordena la recogida del ejército y la sepultura de Borbón (pp. 75-76). Tales hechos no sucedieron así en realidad, porque como en otros casos, la jornada II ha mantenido un hilo tenue de historicidad que ha servido para conseguir algunos objetivos dramáticos e ideológicos: matizar la figura de Borbón, desculpabilizándolo de las intrigas políticas, exonerándolo también al introducir el intento de asesinato frustrado del espía, y castigando con la muerte providencial su impotencia para controlar a la tropa desmandada: no es poco a años escasos de la excomunión tridentina del Condestable, y el efecto dramático debía de ser intenso entre los asistentes. Se afianza también la visión nacionalista española (no imperial) del hecho de armas, y muy en especial el comportamiento honorable y caballeroso de los soldados españoles, en contraste con los lansquenetes. Se rebela en todo su esplendor la caracterización de Don Fernando Gonzaga, el «figón bergamasco», como una figura de ética turbia pese a desempeñar un alto puesto en el mando militar. No hay que pensar por ello, como Icaza (introd. a Cueva 1917: xlii), que así Cueva «se coloca, impasiblemente, fuera de toda moral; no la de hoy o la de entonces, sino la de cualquier tiempo». Me inclino por otra interpretación: si la ironía es uno de los recursos del drama de Cueva, aquí tiene una de sus epifanías destacadas. Al espectador no podría escapársele que en su enfrentamiento ideológico de la I jornada con el Capitán Morón los contrincantes no compartían terreno argumentativo ni principios morales, aunque pertenecieran al mismo campo militar. Las nuevas apariciones de Gonzaga presentan siempre a un mando beligerante e instigador del saqueo. Al inicio de la jornada III, frente a las pretensiones pacificadoras (pero actuaciones tibias y poco contundentes) del Príncipe de Orange (pp. 78-79), vuelve a hacer explícitos sus deseos de continuar la rapiña y el robo. 24 Un altercado y bravatas entre un soldado español (Farias) y un viejo lansquenete alemán acaba con esas disquisiciones para volver a presentar un episodio ejemplar a favor de los españoles: los dos van a dirimir en duelo una querella previa y Gonzaga los conduce ante Filiberto para que sentencie en la diferencia (pp. 79-82). 25 Filiber23   «Extraño ha sido el riguroso estrago / que en Roma habemos hecho con victoria, / dándole el justo y merecido pago / a su loca y altiva vanagloria. / Lástima daba ver el roxo lago / que por las calles iba, cuya historia / Roma celebrará en eterno llanto / y a España ensalçará en divino canto» (p. 75). 24   «D. FER.- Suplícote me sea concedido / de ti qu’el campo ande’n su exercicio, / qu’es robar, pues ya sabes qu’el soldado/ ha de ser de la guerra aprovechado. […] Hará punto y tendrá a injuria extraña / impedirle su intento, y con despecho / levantará un motín, que nos veamos / en más afrenta que jamás pensamos. Y por esta razón, oh valeroso / Filiberto, permite aprovecharse / del saco aquel exército furioso, / que su gloria es en esto recrearse» (p. 78). «Se partía en Italia del principio que la guerra debía sustentarse a sí misma», lo que explica que el ejército carolino se cobrara en Roma sus atrasos (Pastor, 1952: IX, 360). Pero es significativa la insistencia por parte de Gonzaga, y siempre con la amenaza del motín al frente y con la justificación de que Roma merecía ese castigo: «Dexa aquesa congoxa, esa tristeza; / que con razón ha sido castigada / su locura…» (p. 79). 25  Este tipo de bravatas, asociadas al orgullo nacional, debían de ser muy del gusto del público espectador, en la edad de oro de las rodomontadas. Dice Sito Alba (1983: 330) que una de las razones de la participación

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to es contundente en la escena de violencia en un monasterio: sentencia, con el aplauso zalamero de Gonzaga, un castigo ejemplar para el luterano (p. 85); así eran, o parecidos, los castigos ejemplares en los ejércitos del antiguo régimen. La única hipertrofia reside aquí en encarnar ese gesto en el sistemáticamente desobedecido Príncipe de Orange. En este caso, además, la violencia «organizada», desde el mando, persigue un objetivo añadido, ejemplar y tranquilizador: demostrar a los espectadores que la indisciplina en el ejército puede y debe ser domeñada con mano dura, que el orden puede triunfar sobre el desorden. Pero ha quedado atrás una alusión de Filiberto a la devolución de las reliquias (cita de la p. 78 de la Comedia) que merece comentario. Cuando el ejército abandonó Roma en febrero de 1528, algunos oficiales españoles, por escrúpulo de conciencia u obedeciendo órdenes superiores, recogieron reliquias y las devolvieron a Roma, lo que hizo posible la procesión reparadora de diciembre de 1528. 26 Desde principios de octubre de ese mismo año, Clemente había vuelto a Roma escoltado por la infantería y la caballería y desde fines de 1527 se había vuelto a decir misa en las iglesias. Con la capitulación del 5 de Junio hubo absolución plena para las acciones del saco, cuyos autores habían sido previamente excomulgados. 27 Aunque las espadas seguían en alto, los gestos simbólicos, por ambas partes, habían comenzado, y el más importante era el Tratado de Barcelona (junio 1529). 28 Es significativo que en este momento de la obra en que Filiberto recomienda la entrega de reliquias, sea Gonzaga el que vuelve a reclamar la prolongación del saqueo. En la Comedia, el Príncipe de Orange manda por fin retirar el campo de Roma y dirigirse por orden imperial a Bolonia, para asistir a la ceremonia de investidura de Carlos V. La orden se cumple esta vez por intermedio de Gonzaga, que no puede resistirse ante un mandato del Emperador. La IV y última jornada apenas si está concernida por la historia, pues ni siquiera la coronación imperial se refiere de modo fehaciente. Los intereses ideológicos se revelan aquí de modo muy explícito. Dos son las escenas principales: la que reúne a Gonzaga y al capitán Sarmiento, destinada a revisar el problema del enriquecimiento de la milicia, y la de la coronación del Emperador. La primera de ellas tiene un definitivo componente de distensión final: se reú­nen dos viejos amigos y Sarmiento le pide noticias a Gonzaga de su experiencia del saco, dando a entender su ingente enriquecimiento («Decidme cómo os ha ido / en el saco, del público probablemente residía en «la forma tópica de adjetivar a los españoles o a España, o referirse a estos términos, o a los que hacen sus veces, con el vocablo fiero. O la relación repetida de nuestras victorias»; o insistir en el tópico del patriotismo y la «valentía española» junto al «topos de la exaltación del catolicismo», de larguísima tradición en nuestro drama, y a la vez «recurso utilizadísimo por la épica de todas las culturas» (ibid.: 331). 26  A. Chastel (1983: 82 y 89). También para lo que sigue, pp. 168-172. 27  V. la minuta de la bula en A. Rodríguez Villa (1885: 235-248). 28  Los embajadores de Carlos V se ganaron a Clemente por dos vías: una, quitándole la preocupación sobre la premura de un concilio frente a la urgencia de pacificar Italia (lo que permitió iniciar las conversaciones religiosas) y otra, atender a sus deseos de sometimiento de Florencia (en lo que también intervino Ferrante). Así se preparó el terreno para la paz con el Papa (K. Brandi, 1943: 234).

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que he sabido / que alcançastes buena parte», p. 94) como informe recibido de un correo que llega a Barcelona y al que, en entreacto cómico y jocoso, describe cómo emborracha de vino de Malvasía. Gonzaga aprovecha para rendir unas cuentas muy autoindulgentes, 29 a la vez que vuelve a especializar por naciones los comportamientos de los vencedores y a colocar a los españoles como paladines del cristianismo: D. FER. —En el asalto romano es negocio tan cantado que no se halló soldado que no hinchese la mano, por donde bien se entendía que si a todos les sobraba, que a mí, que entre ellos andaba, tampoco me faltaría. Porque viérais por las calles ropas, tapices, vaxillas, sin estimarse, esparzillas, y esparzidas, no tocalles. Verdad es que los de España el robar exercitaban, contrario de lo que usaban los bárbaros de Alemaña. Éstos, ni templo dexaron, ni religión que no entrasen, ni imagen que no quemasen, ni monja que no forçaron. No procuraban dinero; que d’él no hazían cuenta; mas con una sed sangrienta satisfazían a Lutero. Pero la gente invencible de la nación española fue la que no pudo sola sufrir maldad tan terrible. Y así siempre los seguían y los hazían mil pedaços, y con sus valientes braços La cristiandad defendían […] (pp. 95-96). 30 29  La autoindulgencia descansa sobre todo en la idea pueril de que rebaja la propia responsabilidad de la acción el hecho de que todos lo hiciesen. Se puede cotejar con este testimonio: todos se enriquecieron menos el Príncipe de Orange, aunque según el cardenal de Como (Milanesi, 1867: 490) no precisamente por criterios éticos: «Fanno che molte fantazini habbino guadagnato quali 25 mila, quali 30 mila, quali 40 mila ducati per uno: pensate quello debbono aver guadagnato li capitanei! Il principe d’Orange non ha guadagnato cosa alcuna, et non ha un quattrino. Non credo già sia restato per conscienzia di guadagnare, ma forse per non aver saputo». 30  La especialización de actuaciones por nacionalidades (los españoles, el robo; los alemanes, las profanaciones religiosas) está presente en muchos relatos coetáneos.

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A Gonzaga le interesa, además, obtener una información no banal desde el punto de vista histórico: ¿Cuál ha sido la razón, te ruego me des aviso, por que aquí el gran César quiso hazer su coronación? Si a Roma tenía sujeta, y es uso allí coronarse, ¿qué le movió a’quí apartarse? (p. 96).

La explicación de Sarmiento coincide con la que fue oficial (p. 97). Por lo que respecta a la creación del personaje de Ferrante Gonzaga, caben, como conclusión, interpretaciones más matizadas que algunas emitidas sobre la generalidad de los caracteres. 31 Se pintan rasgos desmitificadores y desmesurados en la figura de Gonzaga, que había gozado de una fama significativa como condottiero y sustento de la política de la Casa de Austria en Italia y Europa, no sólo por llegar a ser virrey de Sicilia de 1535 a 1543, y gobernador de Milán de 1546 a 1555, 32 sino porque, aparte la realizada por Giuliano Gosellini, circuló en España una biografía suya muy conocida, la que hizo Alfonso de Ulloa (Ulloa: 1563). En la Comedia es arrogante e impetuoso, lo que no es Borbón. Pero no se ha «sacrificado su coherencia psicológica en beneficio de su funcionalidad escénica y finalidad didáctica», como cree de todos los personajes históricos de Cueva Matas Caballero (1995: 203), para denunciar como vicio que su teatro histórico «padece una grave ausencia de 31   «… podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que en esta obra ni tan siquiera nos encontramos con unos personajes mínimamente caracterizados, sino ante papeles que encarnan y simbolizan los dos sistemas de valores ensalzados: patriotismo español y catolicismo. Los caracteres son totalmente planos y se reducen a cumplir funciones simbólicas con el fin de que el público captara rápidamente, sin esfuerzo, el mensaje que encarnaban […] no se destaca ningún carácter de manera individual, sino que habría que hablar de un personaje colectivo, representado, no por los generales, y ni tan siquiera por el emperador Carlos V, sino por los soldados rasos —Avendaño, Escalona y Farias— que encarnan los valores ya comentados —patriotismo, catolicismo, valor, caballerosidad—» (Matas Caballero, 1995: 200-201). Guerrieri Crocetti (1936: 62) encontraba mayor interés en el desarrollo de los acontecimientos y la sucesión de grandes cuadros escénicos que en los caracteres. Cabría reconsiderar el interés de los caracteres —y la trascendencia de su tratamiento ideológico— en casos como el de Borbón o, más aún, el de Ferrante Gonzaga. Ruiz Ramón (1971: 129) pedía un estudio sociológico de los personajes de Cueva: «Juan de la Cueva adopta ante los crímenes de sus personajes una actitud impasible, libre de toda valoración moral, como si ésta no rigiera o no fuera necesaria en el universo del drama». No es aplicable al personaje de Gonzaga. 32  También ayudó a la restauración de los Médicis en Florencia y desde su puesto de poder en Milán estuvo turbiamente al tanto de la conjura aristocrática de Piacenza, que acabó con la vida de Pier Luigi Farnese en 1547. Fue fiel a la política de Carlos V durante toda su vida (contra franceses y turcos, realizando misiones en Flandes, etc.), pero durante su mandato en el Ducado de Milán provocó, con su política fiscal, el descontento popular y, sobre todo, el del patriciado, que lo acusó de mal gobierno y corrupción (Gianvittorio Signorotto, «Ferrante Gonzaga 1507-1557», Celebrazioni 500° aniversario della nascita di Ferrante Gonzaga, asequible en http://www.guastallacultura.it/Ferrante%20vita.htm (13 septiembre 2007). El escultor y medallista Leona Leoni, su protegido, realizó una medalla de bronce de Ferrante hacia 1555, representando a Hércules venciendo al león de Nemea con la leyenda «NE CEDE MALIS», para aludir a su absolución después de la acusación de malversación de fondos y de corrupción. La nombradía de Ferrante fue, pues, dudosa para muchos coetáneos, y no parece difícil que ello llegara también a conocimiento de Cueva.

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verosimilitud». No creo adecuado juzgar esta empresa artística con la misma contundencia doctrinal que se reprueba en Cueva. Más afinaba Wardropper: «Hay, pues, una tensión ideológica entre personajes y trama, entre hombres y circunstancias» (1955: 154). El personaje individual actúa egocéntricamente pero su acción repercute en la colectividad y «la colectividad, para obrar bien y eficazmente, tiene que obrar en cuanto colectividad» (ibid.). A partir de la crítica a los «antojos y intereses y apetito» de los capitanes imperiales, se manifiestan en la obra sevillana algunas puntas de censura, oblicua a veces, irónica otras, a los representantes del ejército imperial (Duque de Borbón, Fernando Gonzaga y Filiberto de Orange). Se afianza la intención moral: la dudosa condición ética de algunos mandos militares, su falsedad por ende, son valores morales que se dirigen a la realidad presente y, por tanto, a los intereses del público. El teatro tiene una responsabilidad reformadora de los comportamientos, debe poner en guardia contra algunos modos de gobierno y, en este caso, contra maneras de hacer la guerra. Hermenegildo (1994: 255) apunta que quizás el teatro de Cueva dejó de representarse por percibirse como no leal a la política oficial del trono. Cueva es el primero en servirse de la historia internacional (no sólo nacional) para fines dramáticos. Los sucesos de la presa de Roma ofrecían inmensas posibilidades de aprovechamiento dramático, y quizás aún más careciendo de prurito historiográfico u ocupándose de la historia pequeña antes que de la grande. Algunas de las omisiones, invenciones y alteraciones de los sucesos pueden obedecer a motivos dramáticos; otras a un deseo expreso de conducir a su público hacia la reflexión sobre hechos de su propio tiempo. Aunque el género no había comenzado con él, sí fue el primero en emplear estos temas para un público y un escenario amplios. Una vieja aseveración de Hermenegildo (1961: 287) —que era necesario estudiar a fondo las leyendas y los temas de sus dramas históricos para entender «los personalísimos motivos que movieron al autor»— seguía siendo necesaria en lo que atañe a Gonzaga y, desde luego, a la entera Comedia del saco de Roma de Cueva. La ironía sobre la organización militar y el sistema del poder se desvela como fértil en el primer aspecto mencionado. Lo segundo quedará para otra ocasión. BIBLIOGRAFÍA CITADA Karl Brandi (1943). Carlos V, trad. y not. Manuel Ballesteros Gaibrois, pról. y epíl. Antonio Ballesteros-Beretta, Madrid, Editora Nacional. Clifford M. Brown with the collaboration of Anna Maria Lorenzoni (1982). Isabella d’Este and Lorenzo da Pavia: Documents for the History of Art and Culture in Renaissance Mantua, Ginebra, Droz. —  (1996). «Concludo che non vidi mai la più bella casa in Italia. The Frescoed Decorations in Francesco Il Gonzaga’s Suburban Villa in the Mantuan Countryside at Gonzaga (14911496)», Renaissace Quarterly, 49, pp. 268-302. Clifford M. Brown and Guy Delmarcel with Anna Maria Lorenzoni (1986). Tapestries for the Courts of Federico II, Ercole and Ferrante Gonzaga, 1522-1563, ed. Robert S. Nelson, Seatle and Londres, University of Washington Press.

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Métrica y estructura en El verdadero Dios Pan de Calderón Marc Vitse Universidad de Toulouse-Le Mirail

Pocas veces, que yo sepa, se dio entre «comediantes» un diálogo tan continuo y tan prolongado como el que estamos sosteniendo Fausta Antonucci y yo, apasionados ambos por los problemas que se plantean a la hora de determinar las posibles maneras de segmentar los textos teatrales áureos. Será inútil repetir aquí las diversas fases de ese intenso intercambio, pues éstas ya se encuentran resumidas en el excelente estado de la cuestión que la estudiosa italiana redactó a modo de Introducción a un volumen recién salido y dedicado al tema de Métrica y estructura en el teatro de Lope de Vega (Antonucci, 2007). Sólo diré que, mientras nuestros respectivos estudios anteriores se interesaban todos por ejemplos sacados del acervo de la comedia de corral, hoy la atención se centrará en un auto sacramental de Calderón, el titulado El verdadero Dios Pan, magníficamente editado, en 2005, por la investigadora de Roma. La cual, tanto en su Introducción a la edición del auto (Antonucci, 2005: 45-61 y 67) como en un artículo inmediatamente posterior (Antonucci, 2006), volvía a reflexionar sobre este tema y se preguntaba «en qué medida podían servir[le] para el auto, un género teatral con características muy peculiares, las propuestas metodológicas para la segmentación del texto teatral hechas por otros estudiosos» (2006: 25-26) y, en particular, si la hipótesis de Vitse —la de defender «la primacía de lo auditivo en la construcción de la obra teatral áurea, sugiriendo buscar sus articulaciones internas en los cambios de forma métrica» (ibid.: 26-27)—, si dicha hipótesis, pues, aunque «ela-

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borada a partir de piezas de corral, podía funcionar para una pieza sacramental» (ibid.: 27). Y concluía… Pero no nos apresuremos y establezcamos primero lo que yo llamaría los hechos métricos, descritos ya, pero de manera algo insatisfactoria o algo incompleta, tanto por el editor antiguo (José María de Osma, 1949, Apéndice) como por la reciente editora de 2005.

Cuadro 1.  Sinopsis métrica vv. 1-40 silva de consonantes, con la presencia inicial (vv. 1-12) de una combinación de rimas según el esquema AbBAAcCDEEdD (o sea 5 versos + un eje central de pareados + 5 versos) vv. 41-856 romance á-a con canto englobado en romancillo hexasílabo á-a: vv. 379-386 vv. 527-530 (repetición de 379-382) vv. 543-544 (repetición de 385-386) vv. 561-562 (repetición de 385-386) vv. 569-576 (repetición de 379-386) (en la parte cantada del romance á-a [vv. 599-631], hay dos versos que rompen el esquema de asonancias por ser repetición, en ambos casos, del verso precedente: el v. 600 repite al v. 599 y el v. 602 repite al v. 601) vv. 857-1160 redondillas, con canto y baile englobado en romance á (vv. 945-956) vv. 1161-1386 endechas reales: estrofas de tres heptasílabos + 1 endecasílabo, con asonancia en í-o (los versos 1261-1262, 1323-1327 y 1347-1350, son versos heptasílabos de idéntica asonancia añadidos a las 3 estrofras concernidas) vv. 1387-1576 redondillas, con coplas cantadas englobadas de tipo muiñeira o gaita gallega: 12/11/10 con quebrado hexasílabo y asonancia en é-a (vv. 1431-1448) vv. 1577-2028 romance é-o, con seguidilla compuesta englobada y cantada (cabeza 7-5-7-5 con asonancia en é-o; estribillo 6-7-5 con asonancia, sucesivamente, en é-a, á-a, é-e, é-o (vv. 1685-1700)

O sea, una vez determinadas las formas englobadas de fácil adscripción —se corresponden todas, en nuestro auto, con pasajes cantados—, un conjunto métrico formado por seis elementos básicos (silva, romance á-a, redondillas, endechas reales, redondillas y romance é-o), resultado al que llegaba Fausta Antonucci en su sinopsis de 2005 (67), destacando con negritas cada una de las variaciones métricas mayores. Y era a partir de ellas como, combinándolas con la mutaciones escénicas y escenográficas, proponía un primer ensayo de estructuración del auto en siete «bloques fundamentales». Escuchémosla en su declaración teórica: […] una de las características de estos textos teatrales [los autos] es la claridad de su estructura dramática, funcional a la intención pedagógica que los rige y acorde con la sólida formación retórica del dramaturgo. […] Las variaciones métricas (en el nivel auditivo) y las mutaciones escénicas y escenográficas (en el nivel visual) subrayan las articulaciones mayores de esta estructura, como intentaré demostrar; quedando el deslinde de segmentaciones menores confiado a la sensibilidad del crítico (2005: 45).

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Y listemos los siete bloques —o «secuencias», con sus eventuales «subsecuencias»— nacidos de la aplicación concreta del modelo y que llevan cada uno su título y, si es el caso, su subtítulo: Cuadro 2.  Fausta I A 1-378. Diálogo Pan-Noche. Proposición y explicación de la hipótesis alegórica. A1. 1-40. Exordio A2. 41-274. Proposición de la hipótesis alegórica A3. 275-378. Respuesta negativa de la Noche B 379-576. Invocación a la Luna. Presentación de los demás personajes. La Luna aparece y baja al tablado C 577-856. La Luna y el Demonio. Primera «fineza» de Pan [primer duelo con el Demonio] y primer rechazo de la Luna D 857-1160. Segunda «fineza» de Pan y segundo rechazo de Luna E 1161-1386. Canto de amor a la Luna de Pan y Simplicidad, contrastado con el canto del Demonio y de la Noche F 1387-1576. Presentación de las ofrendas a la Luna; gana la contienda la cordera blanca de Pan G 1577-2028. Bodas entre Pan y la Luna. Segundo duelo entre Pan y el Demonio. Muerte de Pan. Resurrección y apoteosis eucarística G1. 1577-1700. La Luna escoge a Pan por esposo ante las protestas del Mundo y de las tres religiones G2. 1701-1931. Segundo duelo entre Pan y el Demonio. Pan mata al Demonio y muere a manos del Judaísmo, matando a su vez a la Sinagoga G3. 1932-2028. Resurrección y apoteosis eucarística. Final

Tal es la primera propuesta estructural —la llamaremos Fausta I— hecha por la editora de El verdadero Dios Pan. Porque, en su artículo de 2006, la misma Fausta nos ofrece un esquema sensiblemente diferente a modo de fruto de una reflexión profundizada sobre «la imbricación de lo visual y de lo auditivo en la construcción de El verdadero Dios Pan». Escuchémosla en su declaración teórica: Uno de los logros mayores de El verdadero Dios Pan me pareció desde un comienzo la estrecha imbricación de elementos visuales y elementos auditivos; a partir de ahí, me propuse investigar la relación entre cambios significativos en los niveles visual y auditivo, y las articulaciones mayores del auto a nivel argumental y retórico (2006: 25).

Lo auditivo, lo visual, lo argumental, lo retórico: he aquí los cuatro pilares de la nueva ley segmentadora, la de Fausta II. Con esta decisiva y densísima clarificación: Espero que haya resultado evidente, por lo que he dicho hasta ahora, que la mayor frecuencia con la que el criterio métrico ayuda a segmentar el auto no implica necesariamente una mayor importancia de lo auditivo con respecto a lo visual. Se trata simplemente, y perdóneseme lo obvio de la afirmación, de funciones distintas, que sólo en raras ocasiones coinciden para marcar articulaciones importantes del auto. En general, diría que lo auditivo (cambios de metro, pero también alternancia

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entre sonidos festivos y sonidos estremecedores, y, por qué no, el discurso retórico con sus partes y argumentos) construye prioritariamente la vertiente dinámica de la pieza, marcando el desarrollo de la acción, el desarrollo de la argumentación. En cambio, lo visual (apariencias, disposición de los actores en el tablado, sus vestidos y elementos accesorios) construye prioritariamente la vertiente icónica y simbólica de la pieza (2006: 33).

Y listemos las nueve nuevas secuencias ahora presentadas como constituyentes estructurales del auto mitológico de Calderón: 1 Cuadro 3.  Fausta II Versificación

Secuencias

Unidades de acción y argumentación

1-40 silvas

1

Exordio (invocación y captatio benevolentiae de Pan a la Noche)

41-378 romance á-a

2

Narratio y argumentatio (antecedentes del desarrollo ulterior; hipótesis alegórica)

379-576 romancillo cantado y romance á-a

3

Autopresentación de los personajes que protagonizan la vertiente teológica del argumento

577-858 romance á-a (en parte cantado)

4

Primer duelo entre Pan y el Demonio

5

Pan le restituye a la Luna la oveja perdida. Intercambio dialéctico entre Pan y las tres religiones

1161-1386 endechas reales cantadas en parte

6

Contraste entre el canto divino y el canto diabólico

1387-1576 redondillas con canto de gaita gallega

7

Presentación de los regalos a la Luna y victoria definitiva de Pan

1577-1929 romance é-o con canto de seguidillas

8

Segundo duelo de Pan y Demonio Pasión y muerte de Pan-Cristo

1930-2028 romance é-o

9

Epílogo: apoteosis eucarística

857-1160 redondillas con canto de romance á

E interroguémonos sobre las diferencias que se dan entre la ordenación de Fauta I y la de Fausta II, entre las once (A = 3 + B, C, D, E, F + G = 3) unidades de aquélla y las nueve unidades de ésta. Lo que las separa es, de manera evidente, la negación en Fausta II a jerarquizar las unidades aisladas en el trabajo de análisis. Así, la ordenación jerárquica primera en «bloques» o «secuencias» con sus eventuales «subsecuencias» (caso de A y G en Fausta I) deja sitio a la presentación igualita   Simplifico en extremo el cuadro de la página del artículo de 2006, conservando solamente los principales datos de las columnas 2, 3 y 4 del mismo («Versificación», «Secuencias», «Unidades de acción y argumentación») y haciendo caso omiso de las columnas 1, 5 y 6 («Tablado vacío [«Salidas»]», «Elementos visuales y/o auditivos que colaboran en el deslinde», «Unidades icónicas y espectaculares»).

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ria de las nueve secuencias de Fausta II. Por otra parte, el paso de once a nueve se explica por la reagrupación por Fausta II de lo que Fausta I había separado (se funden A2 y A3 y lo mismo para G1 y G2). Se constata pues un doble y contradictorio movimiento de separación (se deshace la unión estructural entre «bloques» y «subsecuencias») y de reunificación (se junten fragmentos antes dispersos). Pero no ahí para la cosa. Porque Fausta —Fausta III, esta vez—, en el quinto y último apartado de su estudio de 2006, se hace, con su acostumbrada honestidad intelectual, eco del debate que, a raíz de su comunicación de Pamplona, se verificó entre Eva Reichenberger, ella y yo. Allí le aconsejaba un servidor volver a jerarquizar las nueve secuencias de Fausta II «en macrosecuencias cuyo deslinde vendría dado exclusivamente por el cambio de forma métrica» (2006: 34). Sugerencia que, después de un par de objeciones sobre la posibilidad de considerar como englobada la secuencia 6 en endechas reales y sobre el caso de la silva apertural, ella acaba acogiendo para proponer una tercera y última segmentación del auto de Calderón: […] podemos reconocer en el texto una cuatripartición básica, formada por un exordio y un epílogo [secuencia 1; secuencias 8 y 9] que enmarcan dos grandes bloques organizados a su vez según un esquema tripartito (tres secuencias más tres secuencias: [2-3-4 y 5-6-7]), y que a su vez se organizan, a nivel de la dinámica de la acción, en torno a una serie continua de esquemas duales (parejas de personajes dicotómicos o complementarios, alternancia canto-recitado, alternancia forma métrica englobadora-forma métrica englobada, colaboración entre elementos visuales y elementos auditivos) (36).

Admirable remate de un largo recorrido y fascinante síntesis en que, frente a la reductora monomanía métrica vitsiana, encuentra su plena expresión esa voluntad totalizadora de no dejar de lado ni uno de los elementos constituyentes de la representación teatral, esa ansia multiforme por imbricarlo todo en una construcción ahora claramente regida por el criterio retórico, con la consabida repartición cuatripartita del exordio, de la narratio, de la confirmatio y del epílogo. La demostración, a estas alturas, parece perfecta, y los resultados obtenidos muy satisfactorios. Y sin embargo, sin embargo…, por el paisaje ideal —iba a decir edénico— dibujado finalmente por Fausta (Fausta III), se percibe, deslizándose como solapadamente, la presencia del Perturbador. Vitsus latet in forma. Y ¿qué es lo que nos murmura? Que hay que volver al principio, es decir, a la contemplación de los seis elementos básicos que integran el conjunto métrico que forma El verdadero Dios Pan (Cuadro 1). Que, después de este primer trabajo de identificación de dichos elementos, hay que entrar en la segunda etapa, ineludible, de su necesaria —en la inmensa mayoría de los casos— reagrupación o jerarquización. Que así es como se resuelven los problemas planteados por la silva inicial (vv. 1-40, secuencia 1 en Fausta II y Fausta III) y por la caracterización de las endechas reales de la secuncia 6 (vv. 1161-1386). En el primer caso, lejos de poder aislarse como (macro)secuencia autónoma, el pasaje en silva constituye, como en La vida en sueño (comedia) y como en El gran teatro del mundo (Vitse, 2006), por tomar dos ejemplos «indiscutibles»,

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la primera fase de la primera macrosecuencia, la que se extiende desde el verso 1 hasta el final del romance en á-a (v. 856). Mirándolo bien, vemos que consiste en una exacta adaptación al auto del modelo de apertura que encontramos en tantas y tantas comedias amatorias, esa apertura —o escena de exposición— en que un galán conversa con el «criado» o la «criada» de su dama para encontrar el camino que favorezca sus amores, cuyo relato no tarda en emprender en romance. Si esto es así, si la apertura en silva es parte integrante del primer «acto» (o primera macrosecuencia) del proceso dramático que informa todo el auto, entonces hay que abandonar la prevalencia del criterio retórico para volver al manejo de un criterio específicamente dramático: el que preside a la construcción de muchísimas comedias amatorias. En cuanto al estatuto de las endechas reales de la secuencia 6 de Fausta II —¿son o no son forma englobada?—, creo que mi profundización de dicha noción de forma englobada en mi reciente análisis del caso de Peribáñez (Vitse, 2007) me permite hoy decidir sin ambages que no se trata de una forma englobada porque no responde al criterio interlocutivo: el corto monólogo de Pan que abre esta secuencia supone, en efecto, la ruptura abrupta de su diálogo con Apostasía, Gentilidad y Judaísmo («Vanse los tres», v. 1160+), mientras que el final de las endechas corresponderá con la salida al escenario de un personaje no implicado en el diálogo anterior: Mundo. De modo que la secuencia 6, en endechas, no debe considerarse como forma englobada, sino como la segunda fase de la segunda macrosecuencia (vv. 8571576), una vez reagrupadas las secuencias 5, 6, 7, según sugiere finalmente Fausta III: «también veo la funcionalidad y la coherencia de considerar como una sola macrosecuencia las secuencias 5-6-7. De hecho, el marco métrico unitario de éstas [las redondillas de 5 y 7] coincide con una fuerte homogeneidad argumental, pues es aquí donde Pan, vestido de pastor, logra conseguir el amor de la Luna» (2006: 35). Finalmente, no valdrá la pena insistir sobre la validez de la reagrupación por la misma Fausta III de las secuencias 8 y 9 de Fausta II, reagrupación impuesta por la unicidad métrica del romance é-o, así como por la «homogeneidad argumental» del tercer momento de la aventura amorosa de Pan y Luna: el del último ataque de los rivales y de las bodas (eucarísticas) y triunfo final y de los amantes. Más interesante será, en cambio, cavilar sobre lo que nos separa —a Fausta y a mí—, aun cuando lleguemos a un resultado casi idéntico (tripartición vitsiana y cuatripartición faustiana), resultado en el que la métrica parece recobrar no poca de su importancia decisiva en el proceso segmentador. Todo puede parecer semejante o cercano. Todo, empero, es diferente y divergente. Y todo reside, en definitiva, en el sitio o rango exacto que se le otorga a la métrica. Tratemos ahora de hacer todo esto más explícito. En el Evangelio vitsiano, podríamos decir, In principium erat metrum: es la métrica, después de identificados sus elementos constitutivos, la que permite, gracias a un trabajo —forzosamente subjetivo— de reagrupación o jerarquización, la que permite, pues, determinar los momentos mayores (y a veces los menores) del desarrollo dramático, sin que nunca jamás sea lícito romper lo que el dios-poeta unió, sin

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que sea posible, digo, ir en contra de lo que nos dicen las unidades métricas dada por el escritor (desde este punto de vista, era inadecuado distinguir entre la secuencia 8 y la 9, designadas por la métrica unitaria del romance é-o como un conjunto único y, por lo tanto, como una unidad inquebrantable, susceptible de recibir, posteriormente, el título de macrosecuencia). Fue así como pude llegar a una segmentación tripartita de El verdadero Dios Pan, formado por los tres momentos de una aventura amorosa construida sobre el modelo de las comedias amatorias profanas: llegada del galán forastero que intenta encontrar una criada que le sirva de tercera y, disfrazándose de cazador, hace una primera tentativa de conquista, condenada al fracaso por el desdén de una dama esquiva (primer acto o jornada primera); segunda tentativa del galán pánico, cuyo servicio de amor acaba obteniendo, una vez vencidos los rivales, el sí de la amada (acto segundo o segunda jornada); y, después de un último duelo, feliz reunión de los amantes que se suben al cielo del amor (acto tercero o tercera jornada). Que las cosas queden claras. Aquí, la métrica no es sólo, cualitativamente, el primer criterio con relación a los demás criterios como el escenográfico, el escénico o el retórico… También la métrica es primera cronológicamente, o sea, que toda operación segmentadora debe empezar por establecer y contemplar los resultados obtenidos gracias a la métrica, valiéndose solamente en una segunda fase de todos los demás elementos —auditivos y visuales— que puedan ser útiles para segmentar. Ahí reside, creo, la diferencia esencial entre el modus vitsianus y el modus faustianus. Para mí, la métrica informa, en el sentido filosófico de la palabra (Aut.); para Fausta, la métrica, las más de las veces, confirma. Véase, si no, cómo consiente ella en la reagrupación de sus secuencias 8 y 9: las reúne, no prioritariamente a partir de su homogeneidad métrica, sino porque constituyen, en perfecta coherencia con su esquema retórico, el epílogo del discurso del auto calderoniano en que, precisa ella, «la presencia de la retórica es indudable» (35). Y se inscribirá en la misma óptica su (re)organización del núcleo central de la obra: […] el dramaturgo acude una y otra vez a un esquema dicotómico para construir el desarrollo argumental: ya he hablado más arriba de la disposición de los personajes en parejas de opuestos y/o complementarios, y ahora valdrá la pena insistir en que el núcleo central del auto, y de la historia de Pan, está formado por el binomio «vestido de cazador / vestido de pastor», «intento de seducción fracasado / intento de seducción logrado». Esto es lo que importa ver con claridad. Luego, podremos acudir a la segmentación en macrosecuencias métricas sugerida por Vitse y decir que este núcleo central dicotómico se refleja en la bipartición central del auto entre la macrosecuencia en romance á-a (secuencias 2-3-4 de mi propuesta de segmentación) y la macrosecuencia en redondillas (secuencias 5-6-7 de mi propuesta). Lo que, efectivamente, responde a las grandes articulaciones auditivas de la métrica (36; mío el subrayado).

Pues, otra vez, no. La que ha de prevalecer no es la dialéctica y su sistema —binario o dicotómico— de oposiciones; la que debe imperar y nos da la clave primera

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es la métrica que, con los tres momentos del movimiento dramático que nos señala, nos hace entender que Calderón escribe un auto amatorio, edificado con referencia al modelo correspondiente de la comedia profana y cargado, por el mismo caso, de no poco del poder poético y de seducción de dicha comedia. Verlo no es solamente ofrecer un fundamento que espero más convincente, cuando no más sólido, para la explicación de la fuerza estética de esas excepcionales creaciones de Calderón, el sin par «poeta de autos sacramentales» (como se decía «poeta de comedias»), el que sabe mejor que nadie mantener en toda su vigencia emocional y artística la «fermosa cobertura» poética del alma teológica de sus autos. Verlo es también, y quizá más que todo, acercarnos a los que imagino ser las etapas del proceso originario de la escritura teatral áurea. Según esa cronología genética —proceso mental porque previo a todo acto concreto de redacción— el poeta empezaría definiendo las grandes fases de la «historia» por dramatizar y les atribuiría luego un marcador métrico dominante (es decir, susceptible de recibir incrustaciones y modulaciones infinitas, pero siempre en su firme marco insertas). La métrica, en ese estadio preescritural, por así decirlo, resonaría más bien como la música de las esferas celestes, marcando ritmo en el poblado silencio de sus todavía callados números… Porque —y no tendría yo la consciencia tranquila si me quedara sin decirlo— si es verdad que la métrica revela ser, en mi concepción, una incomparable vía de acceso, hasta hace poco demasiado postergada, para una mejor comprensión de la Comedia Nueva, también es verdad que a la métrica no hay que pedirle más de lo que puede dar. 2 Elemento decisivo, a mis ojos, para entender el proceso creativo tal como se desarrolla en el silencio sonoroso del laboratorio del poeta, la métrica, ya hecha elemento auditivo concreto de la pieza escrita, no pasa de ser un componente más de esa polifonía teatral de la representación de la que nos hablaba Barthes. Allí, espacial y temporalmente, es donde y cuando intervienen todos los demás constituyentes del texto y del acto teatral, de los que Fausta Antonucci nos dio, para El verdadero Dios Pan, tan preciosa y tan funcional descripción. Y allí es donde pueden servir, con no poco provecho, para segmentaciones segundas (y no forzosamente segundarias). Así las cosas, que manifiestan una vez más cuán trabajoso es el reconocimiento del territorio métrico, cuán resbaladizo el uso del instrumento polimétrico en la inexcusable tarea de segmentación teatral, cuán problemática la delimitación adecuada de los poderes estructurales de doña Métrica. Lo cierto queda, con todo, que lo dicho en estas páginas no hubiera existido sin la investigación in progress y las aportaciones renovadas de la estudiosa de Roma. Gracias le sean dadas.

   Y eso que da mucho de sí, hasta en el nivel de la minisegmentación. Ver, sobre este punto, Vitse, 2007:196-198. Y véase, en El verdadero Dios Pan, la correspondencia «miniestructural» entre el grupo de los 12 primeros versos de la silva inicial y el movimiento escénico: cuando se pasa del esquema AbBAAcCDEEdD a la serie de los pareados, es precisamente cuando Pan empieza su descenso desde el pabellón del primer carro hacia el tablado.

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SIGLOS XVIII Y XIX

Amor cautivo y sin alas: otro inédito de Trigueros Francisco AGUILAR PIÑAL Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Una tibia mañana de primavera, el 18 de abril de 1772, en la iglesia Colegial de Osuna (Rodríguez Buzón, 1985; Banda y Vargas, 1995) dos jóvenes enamorados celebraron su enlace matrimonial, que iba a entroncar a dos familias acomodadas, una de Osuna y la otra de Morón, ambas notorias en la vida municipal, con propiedades urbanas y rústicas de labranza y ganadería, además de ostentar cargos políticos municipales en su historial. Los contrayentes eran: Antonio Villalón y Villalón, natural de Morón, y María Josefa Aranza-Aguirre y Ayala, nacida en Osuna en 1750. El único hijo de ambos, Miguel Villalón y Aguirre, fue bautizado en Morón el 11 de julio de 1779, ingresando como porcionista en el Colegio sevillano de San Telmo en 1791 (Gutiérrez Núñez, 2005), el mismo año en que su padre era admitido como Maestrante de Ronda. Aproximadamente, un mes antes de dicha boda, se celebró la llamada entonces «recepción de la novia» en el palacete de los marqueses de Pilares, 1 construido a comienzos del siglo xviii en una céntrica calle de Morón, y habitado en ese momento por los tíos del contrayente, que en esa noble vivienda familiar organizaron una fiesta de bienvenida a la novia, que es el tema de estos comentarios.   Desde el año 2000 es sede de la Casa de la Cultura de Morón y de la Fundación Fernando Villalón. A cualquier visitante le puede admirar el edificio, de tres plantas, la última para el servicio, cuya puerta de entrada y balcón principal están labrados en mármol, de estilo barroco, con el escudo de la Orden de Calatrava y elegante balcón de hierro forjado. El patio principal es porticado con doble arcada, columnas de jaspe rojo y escalinata con cúpula labrada en yesería. En este escenario se representó, sin duda, el espectáculo teatral del que se hablará a continuación.

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Según el censo de 1787, Osuna sólo tenía entonces 15.763 habitantes, siendo cabeza de jurisdicción, con señorío en seis poblaciones, entre ellas Morón de la Frontera. Pero el sesenta por ciento de la población eran jornaleros, mientras los propietarios de las tierras y de los títulos nobiliarios ocupaban todo el poder económico y municipal (Álvarez Santaló, 1991). Entre los hacendados, era sin duda el Duque de Osuna el de mayor poder efectivo. De él dependía la Universidad, como fundador y mantenedor de la misma, siendo la Casa Ducal la que nombraba, pagaba y destituía a sus catedráticos. Osuna y Morón contaban con Vicarías propias, de las cuales dependían los numerosos conventos que existían en ambas localidades. Los padres de la novia, que habían contraído matrimonio en la Colegial de Osuna el 16 de febrero de 1744, eran naturales de la villa ducal, lo mismo que sus abuelos paternos, Miguel de Aranza y Aguirre y María Rosalía Sánchez Pleytes, casados en julio de 1709. La madre de la novia, Teresa de Ayala y Aguirre, era hija del que fue Alcalde Ordinario de Osuna, por el estado noble, Juan Manuel de Ayala. Uno de sus hermanos, Manuel Aranza-Aguirre y Ayala, fue socio numerario de la Sociedad Económica de Amigos del País de Osuna, fundada en 1780 (Soria Medina, 1975). Pero, como en muchas familias, no faltó tampoco en ésta una «oveja negra», José de Aranza y Aguirre, sacerdote, hijo de Francisco Aranza y Aguirre y de María Coracho, contra quien se inició una causa criminal en 1750, acusado de concubinato y malversación de fondos, el cual llegó a ser detenido en 1784 (Huovinen, 1955.) El padre de la contrayente, también de nombre Miguel, se apellida Aguirre Pleytes en la partida de matrimonio, soslayando el apellido Aranza; confusión que afecta también a su hija Josefa, nombrada en su partida de bautismo como María Josefa de Aguirre y Ayala, mientras que en la relación testifical del ingreso de su hijo en San Telmo, figura como Aranza y Aguirre. Estas vacilaciones en los apellidos, tan frecuentes en la época, tienen su importancia a la hora de entender el texto que edito. En todo caso, esta enrevesada red genealógica viene a confirmar que los enlaces entre familiares solían ser moneda corriente y que ambas familias, los Aranza-Aguirre y los Villalón pertenecían a familias nobles, con cargos municipales en su historial, aunque, al parecer, el linaje del novio era algo superior al de la novia. Otros miembros destacados de esta familia serían los hermanos Aranza-Aguirre y Ayllón, Diego, Manuel y Francisco, que estuvieron vinculados a otros ilustrados del momento, como los hermanos Arjona Cubas, Alberto Lista, el padre Flores o el abate Marchena. Manuel fue miembro del Cabildo de la Colegiata y destacado liberal. Francisco, junto a Manuel María de Arjona, actuó como afrancesado en la Osuna napoleónica y tuvo que exiliarse a Francia, de donde regresó en 1821 para ocupar cargos en el municipio durante el Trienio Liberal (Díaz Torrejón, 2001.) Los Villalón (Pascual Barea, 1994), 2 cuyo ilustre linaje llega al poeta sevillano Fernando Villalón (1881-1930), conde de Miraflores de los Ángeles, tenían sus raíces en Marchena (Gutiérrez Núñez, 2001 y 2002), donde había nacido el abuelo del   Antonio Bohórquez Villalón, en sus Anales de Morón (1638) dice de este linaje que «era de mui noble sangre de las Montañas, y había tenido principio de la casa de los Duques de Bullón de Godofre, conquista-

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novio, Antonio Manuel Villalón Bohórquez, que llegó a ser Alcalde de Morón, y que tuvo de su segunda esposa, Catalina Aguayo y Casasola, de Loja, tres hijos: —  Juan, que fue sacerdote. — Diego, que fue el IV marqués de Pilares por su casamiento con la marquesa Jacoba Topete y Topete, y Alguacil Mayor de Morón entre 1750 y 1753. —  Francisco, que contrajo matrimonio, con dispensa papal por parentesco en tercer grado, con su prima Antonia Villalón Topete, de Morón, el 10 de septiembre de 1746. Es decir, que el hijo de ambos, Antonio (nuestro contrayente de 1772), del que desconozco su fecha de nacimiento, no podría haber nacido antes de 1747, siendo por tanto, dos o tres años mayor que la novia, de la que estaría verdaderamente enamorado, a juzgar por la pieza teatral de Trigueros que edito a continuación por vez primera. No hay caso, por tanto, para la moratiniana sátira de «el viejo y la niña». Cuando Antonio ingresa como porcionista (1791) afirman los testigos que los miembros de la familia Villalón «han sido y son tenidos y reputados en esta Villa (Morón de la Frontera) por hijosdalgos notorios de sangre, en propiedad y posesión, y obtenidos empleos de Justicias, y están emparentados con diferentes títulos de Castilla». Otro testigo, maestrante de Ronda, los enumera: «la señora condesa de Castelblanco, el señor conde de Miraflores, el señor marqués de Pilares y el señor marqués de Casa Estrada, todos vecinos y naturales de esta Villa» (Gutiérrez Núñez, 2005.) El marquesado de Pilares, 3 en la fecha de la boda, estaba en poder de Jacoba Topete y Topete, que lo había heredado de su hermana Josefa, condesa de Castilblanco, fallecida sin descendencia. Casada con Diego Villalón y Aguayo, marqués consorte, Jacoba Topete, IV marquesa de Pilares, tuvo un hijo, de nombre Antonio Villalón Topete, que figura ya en 1796 como V marqués de Pilares. Esta familia vivía en la antigua calle de las Morenas, en el citado palacete donde las dos familias iban a celebrar el «recibo de novia», haciendo de anfitrión el IV marqués, don Diego, en homenaje a su sobrino Antonio Villalón, del mismo nombre y apellido que su hijo. El festejo consistía, en esencia, en la representación de una comedia de Calderón de la Barca, Afectos de odio y amor, para la cual se pidió, por intermediación de fray Francisco Crespillo, una «introducción» al escritor Cándido María Trigueros, subdiácono, beneficiado de Carmona y paje particular del arzobispo de Sevilla, Francisco de Solís Folch de Cardona. Para cuidar su quebrantada salud, el escritor confiesa en este mismo año de 1772 a su gran amigo sevillano Juan Nepomuceno González de León el remedio recomendado por la ciencia médica: «el médico vuelve a decirme que me case» (Aguilar Piñal, 1987). No consta que siguiera el consejo, dores de Jerusalén». El carácter aristocrático de Osuna, en frase de un historiador moderno, se confirma por su apreciación de que está «hypertrophiée par ses palais» (AA.VV., 1971.)   El marquesado de Pilares es concesión de Felipe V en 1739 a D. Miguel Topete Venegas (1680-1756), al que sucedió en el marquesado su hija Beatriz (II marquesa), y sus nietas María Josefa y Jacoba Topete y Topete (III y IV marquesas, respectivamente). A comienzos del siglo XX, el marquesado era propiedad de Jerónimo Villalón-Daoiz, marqués de Villar del Tajo, hermano del poeta Fernando Villalón, conde de Miraflores de los Ángeles.

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pero los sentimientos que expresa en los versos que escribe para la bella joven de Osuna no son ciertamente los de un piadoso y desamorado célibe. Trigueros, a sus treinta y seis años, era ya un autor teatral conocido. En Madrid, la actriz María Ladvenant había protagonizado en 1763 su tragedia La Necepsis, adaptación de la Ipermestra de Metastasio (Garelli, 1977; Barbolani, 2006), y primer drama trágico representado en la capital desde hacía dos siglos, como asegura su primer biógrafo; suya es también la primera comedia de gusto neoclásico, El mísero y el pedante o Duendes hay, señor Don Blas (1763) y varios entremeses cómicos. De 1765 es otra tragedia, Los Bacanales o Ciane de Siracusa, sobre una idea de las Vidas paralelas de Plutarco. Sempere y Guarinos cita, además, otras tragedias salidas de la pluma de Trigueros antes de 1772: Hipólito, Orestes, Edipo rey, Polissena, Fedra, Alcestis, todas traducidas o acomodadas a nuestro teatro, pero sólo citadas y dadas por perdidas. Tragedias originales conservadas son: Viting (1768) prohibida por la Inquisición, El cerco de Tarifa o Los Guzmanes (1768), Egilona (1768) y El Czar Pedro III de las Rusias (1770?). Entre las comedias anteriores a 1772, Trigueros es autor de la ya citada Duendes hay señor Don Blas (1763), Juan de Buen Alma (1768) imitación del Tartufo de Molière, y Don Amador (1768), imitación de L’ indiscret de Voltaire. Según su primer biógrafo, como digo, escribió otras comedias perdidas, y «muchas otras que ha procurado suprimir, sin contar un sinnúmero de comedias pequeñas». 4 Por consiguiente, el acudir a la pluma de Trigueros para componer esta pequeña loa no responde a ningún capricho amistoso, sino a una bien acreditada reputación como autor teatral fecundo y respetado. La petición le llegó en mal momento, por su delicada salud y sus trabajos eruditos, pero no quiso desairar ni a los frailes ni al marqués de Pilares, que fue, sin duda, quien requirió sus servicios, aunque ignoro si recibió remuneración económica por su trabajo. He aquí la respuesta del escritor: Muy R. P. F. Francisco Crespillo 5 Amigo y Señor mío: aunque con la repugnancia que Vm. sabe tengo en el día a semejantes bagatelas, que sólo sirven especialmente entre ignorantes de dar a los que las hacen el nombre de Poeta, que los malos han hecho tan despreciable, por no desairar las instancias del R.P. Prior, y su empeño de Vm., admití el encargo de la presente loa o introducción, bien que no ciñéndome a muchas circunstancias, que por lo regular sólo sirven para hacer las obras ridículas: cónstale a Vm. que he estado ocupado en cosas muy de otra importancia, y que también me ha impedido el andar maluco: no obstante, ayer me dio nuevo recado de Vm. el Sr. Dn. Francisco de Silva, por lo que voy a despacharlo inmediatamente: pongo papel rayado y vamos a ejecutar el pensamiento que se me ha ofrecido: si después de pesado sale malo, tiene todas las circunstancias que le pudieran afear. Sírvase Vm. encargar que hagan entregar en Morón la adjunta, que no embío suelta al interesado por remitirle las resultas de un   Quiero suponer que este Amor cautivo y sin alas se ha de contar entre esas pequeñas piezas perdidas.  No sé quién puede ser este fraile, porque no aparece en ninguna de las demás cartas que se conocen de Trigueros, aunque hay una de un tal Miguel Crespillo, fechada en Puebla el 4 de diciembre de 1771, conservada entre los papeles de Trigueros de la Real Academia de la Historia (9-6057.)  

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encargo que no quisiera se extraviasen: lo qual, para él pudiera ser fácil. Vm. mándeme cosas más dignas, y perdone la tardanza; entretanto, ruego a Nuestro Señor guarde a Vm. muchos años. Mil expresiones al P. Prior. B.L.M. de Vm. su afmo. y oblig. servidor, Cándido M. Trigueros (rub.)

De esta respuesta se deduce que el texto le fue encargado por un «Padre Prior», de algún convento de Morón, muy probablemente de mínimos, ya que es la única Orden religiosa existente en La Puebla de Cazalla, y también en Morón de la Frontera, de donde procedía el destinatario (Gutiérrez Núñez, 2006). 6 El nombre de Trigueros era ya conocido, al menos, en la Baja Andalucía, como un joven prometedor, aficionado al teatro y dramaturgo de prestigio, contertulio en Sevilla del Asistente Olavide y activo académico de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, organismo cultural al que pertenecía desde 1758, con 22 años, y en el que había presentado en ese mismo año varias disertaciones, una sobre inscripción mitológica, otra sobre la idolatría, una tercera sobre el significado de las palabras «Chresto y cristiano» y una cuarta sobre el imán. Su decisión de historiar las antiguas religiones de la Hispania primitiva, que presentó a los académicos en 1767, se vio truncada por las dificultades de la empresa, pero al año siguiente ya elaboró un nuevo «Plan de estudios» para la universidad, publicado por mí en Barcelona (1984). En el año que nos ocupa, 1772, volvió a la epigrafía, estudiando una inscripción hebrea de la catedral sevillana y otra latina de Carmona. Cuando recibió el encargo de esta «Introducción» teatral estaba redactando sus «Rudimentos de gramática hebrea», necesarios para entender en su original la Sagrada Escritura, según dice explícitamente (Aguilar Piñal, 1966). Se comprende, pues, su mal disimulada molestia al recibir la petición para una obrita de escasa entidad, una «bagatela», según su consideración, que él no necesita para ser considerado poeta, y que le iba a distraer de ocupaciones más serias. Además, le obligaba a participar en un espectáculo teatral «calderoniano» en el que, con toda seguridad, no iba a tomar parte, aunque ignoro si conocía a los novios o a sus familias. Las presiones fueron tan insistentes y venían de tan alto que no pudo resistir por más tiempo y concluyó su loa, mejor «Introducción», a la que puso por título Amor cautivo y sin alas. La comedia de Calderón Afectos de odio y amor fue representada en 1763, el mismo año de la Necepsis de Trigueros, en el Coliseo de la Cruz, en el mes de abril, y por la misma actriz, María Ladvenant (Andioc, 2008). Mereció una recensión de Nifo en el Diario estrangero del 10 de mayo (nº VI, pp. 87-89) en la cual el conocido periodista turolense la acusaba de inverosímil por sus extravagancias, aunque reconoce que «hay cosas y afectos en esta comedia que nadie sino Calderón podía haber    Según las noticias que me remite Francisco Javier Gutiérrez Núñez, a quien agradezco su amabilidad, aparece ya en el catastro de 1751, como vinculado a la Casa Ducal de Osuna. En 1768 figura en .los documentos D. Diego Crespillo, como teniente de Alcalde Mayor de La Puebla de Cazalla. No hay rastro ni de Miguel ni de Francisco, pero es probable que pertenecieran a la misma familia. También es dudoso que el fraile sea mínimo, ya que el superior de esta Orden se llama «Corrector», no «Prior». Ignoro quién sea el intermediario Francisco de Silva, probablemente un recadero entre pueblos sevillanos.

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dado vida» (Palacios, 2002). La que salió de la pluma de Romea y Tapia en El escritor sin título, se fijaba solamente en los «disparates y hechos totalmente inverosímiles». Esta inverosimilitud ya había sido denunciada por Luzán en 1737, porque «los ejércitos de Rusia y Suecia se acampan en las riberas del Danubio, siendo así que este río no pasa por tales países» (Rodríguez Sánchez de León, 2000). Sin embargo, el Memorial Literario la elogiaba porque «agradaba mucho a las mujeres, por la defensa que se hace de ellas en la comedia y las leyes que se dictan a su favor» (Andioc, 1988). La heroína es una mujer guerrera, que critica a los que consideran a la mujer como un ser inferior. Según Emilio Palacios, «la presencia de mujeres guerreras ejercía un gran atractivo en el auditorio» (Palacios, 1966). Es, pues, una feminista el personaje que atrae a la joven de Osuna, requiriendo la representación de esta comedia en un festejo en el que ella iba a ser la protagonista principal. La comedia escogida había sido publicada, no sólo en las nueve partes (Moll, 1983), sino en pliegos sueltos en el siglo xviii, sobre todo en Sevilla, el gran centro editorial de comedias sueltas, que contribuyó de manera evidente a la difusión de Calderón entre el público femenino de la Baja Andalucía. Durante la estancia de la Corte en Sevilla, la comedia apareció en la imprenta de la Viuda de Leefdael (BN. T-7497) pero años antes ya lo había hecho el impresor José Antonio Hermosilla (BN. T-14823 y 14984). También se publicaron relaciones sueltas de la comedia, por ejemplo en la imprenta de Joseph Padrino (Aguilar Piñal, 1974a). Cualquiera de estas ediciones pudo haber sido leída por la joven Josefa de Aranza-Aguirre, sola o lo más probable en reunión de amigas, aunque también existían ediciones catalanas (Moll, 1971), salmantinas o valencianas (de Orga, en 1769). 7 Lo que no impide que pudiera haberla visto, ya que fue representada en Sevilla el 4 de abril de 1771, y en cada temporada de los años setenta (Aguilar Piñal, 1974b). En Madrid fue una de las comedias calderonianas más representadas, desde 1708 hasta 1798 (Andioc, 2008.) Las polémicas sobre la obra teatral de Calderón son bastante conocidas (Rossi, 1955; Rodríguez Sánchez de León, 2000; Álvarez Barrientos, 2000), sobre todo la referida a la prohibición de los autos sacramentales (Hernández, 1980), en las que domina la idea del poco aprecio que los críticos del xviii tenían por el genial dramaturgo, aunque era el escritor del Siglo de Oro más representado, con un promedio del 20% del total de comedias puestas en escena en los teatros de Madrid, al menos hasta la década de los 80, que baja a la mitad, según cómputo de Andioc (1970). La crítica neoclásica, muy severa con la inverosimilitud, la afectación y grandilocuencia en el estilo, la inmoralidad y la ausencia de las normas relativas a las unidades, nunca vio con buenos ojos el teatro de Calderón. Sin embargo, Inmaculada Urzainqui ha salido en defensa de la alta estima en la que tenían a Calderón los auténticos neoclásicos (Urzainqui, 1983), aunque en la lista que da de sus comedias más apreciadas no figura Afectos de odio y amor. Cita a los escritores que lo elogiaron, entre los que se encuentra, desde luego, Cándido María 

  Hay ejemplares en la Biblioteca Municipal de Madrid (1-81-9.)

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Trigueros. De otra forma, no creo posible que hubiera aceptado el citado encargo de «introducir» al autor y a su comedia ante los espectadores de Morón de la Frontera. «La función teatral —nos dice Emilio Palacios— empezaba con una Introducción, sobre todo al inicio de la temporada, para informar de las novedades que se habían introducido en la Compañía. Con motivo de la presencia de algún espectador ilustre o de una festividad religiosa, se convertía en una Loa». Esta pieza breve se engloba, sin más, en lo que se ha venido en llamar «teatro menor», «teatro breve» o «géneros menores» (Huerta Calvo, 1988), en el mismo cajón de sastre que los entremeses, sainetes, bailes, mojigangas, fines de fiesta, incluso jácaras y tonadillas, que animaban el espectáculo más literario de la obra principal, pero aumentando considerablemente el tiempo de la representación (Palacios Fernández, 1994 y 1996b). En algunos casos, como el de Calderón, el propio autor de la comedia lo era también de estos «complementos» populares (La Granja, 1981). La mojiganga era el contrapunto cómico en los dramas de honor (Rodríguez y Tordera, 1983); los sainetes han sido muy estudiados, incluidos los que iban acompañados de música (Subirá, 1927 y 1959), en especial los de Ramón de la Cruz; también los entremeses (Huerta Calvo, 1988); no así la loa, que precedía a la comedia para «introducir» al espectador en el ambiente de los cómicos, o en los elogios cortesanos (Subirá, 1968). 8 La época de esplendor de los géneros menores corresponde a la etapa más brillante de nuestro teatro, entre Lope de Rueda y Quiñones de Benavente (García Lorenzo, 1983), pero todos los estudiosos coinciden en el carácter burlesco de estas obras menores, incluidas las loas. Los neoclásicos, como se aprecia en La derrota de los pedantes, de Moratín hijo, eran contrarios a este teatro menor, sobre todo sainetes y tonadillas, por sus escenas de costumbres groseras o desordenadas. La vulgaridad era un enemigo a destruir (Palacios, 1994). Algo muy distinto, pero que también se puede considerar en este grupo, son los soliloquios o monólogos, que dieron comienzo en 1788 (Rhoades, 1989.) Entre Introducción y Loa existe alguna diferencia, que se manifiesta con mayor precisión en la segunda mitad del siglo xviii. 9 En la primera estaban presentes los tópicos al uso desde el siglo anterior: agradecimiento a los organizadores del festejo, alabanzas de la Compañía teatral, petición de benevolencia a los espectadores, de disculpas por los posibles errores, etc. Se citan dramaturgos dieciochescos que escribieron loas, como Cañizares, Lobo, Agramunt, Zamora, Comella, Rodríguez de Arellano, Moncín, Zavala, Valladares o el mismo Ramón de la Cruz, siempre de carácter cómico o cortesano. Pero no aparece en ninguna parte el nombre de Trigueros, de quien sólo conozco esta Introducción, que ofrezco como primicia. Subirá dice con acierto que estas son «fugaces piezas de circunstancia», y cita a un mal conocido escritor, Antonio Guerrero, 10 dedicado a escribir loas de asunto mitológi En este caso, el elogio es para los organizadores del festejo y en especial para la novia.   La última, y más conocida por su carácter moralista y polémico, es la Introducción o Loa que se recitó para la apertura del teatro en Sevilla (1795) de Juan Pablo Forner, muy distinta de la de Trigueros, donde se censura la actitud del pueblo sevillano ante las comedias, presionado por el clero. 10   Que no cito en mi Bibliografía de autores españoles del siglo xviii.  

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co entre 1760 y 1790, extrañas al habitual estilo de las loas, y que resulta un antecedente de la escrita por Trigueros (Subirá, 1968; Fernández Cabezón, 1989; Arellano, 1992; Palacios, 1996a). En casi todos los géneros breves el espectáculo es en verso, recitado y cantado, según las circunstancias, bien exigidas por el texto o por la ocasión (Álvarez Barrientos-Lolo, 2008). Este es el caso de Amor cautivo y sin alas, donde los protagonistas y el coro han de cantar, acompañados por la guitarra en algunas escenas. Otra circunstancia que concurre también en ésta es la de haberse escrito para una representación en casa particular. Se citan algunas Introducciones de este tipo, conservadas también en manuscrito: «Introducción para la comedia que se hizo a los años del Excmo.Sr. Conde de Salvatierra. Ejecutada por los Caballeros Pages y escrita por uno de sus criados», de Francisco de Castro; «Introducción para la comedia La fianza satisfecha», representada en casa particular en 1775, de Tadeo Moreno González. Con el nombre de Loa se conservan una para la boda del Condestable de Castilla y otra «para una comedia doméstica en casa de los condes de Oropesa», ambas anónimas (Simón Palmer, 1979). De «auténticas rarezas» son calificadas estas piezas breves por Emilio Palacios, quien advierte que «las loas para casas particulares ofrecen un camino virgen al investigador» (Ríos Carratalá, 1988 y 1996.) En el año de 1772 Ramón de la Cruz, en pleno apogeo dramático, estrena el 25 de septiembre en el teatro madrileño del Príncipe su zarzuela jocosa Las Foncarraleras, y en octubre su traducción de Hamlet. El impresor Ibarra edita La conjuración de Catalina, en traducción del Infante don Gabriel, y Sancha Los eruditos a la violeta de Cadalso. Moratín padre escribe a escondidas El arte de las putas. Nacen los poetas Manuel José Quintana, en Madrid, y Félix José Reinoso, en Sevilla. El ambiente literario no estaba dormido, ni en Madrid ni en Sevilla, donde cobraban vida los espectáculos escénicos, que por esos años vivían un renacimiento, bien que efímero, por obra del Asistente Olavide y sus amigos, entre los que destacan como dramaturgos, además del propio Asistente, el oidor Melchor de Jovellanos y el académico Cándido María Trigueros, pertenecientes a esta generación de amantes del teatro en la capital de Andalucía (Aguilar Piñal, 1974b; Plaza Orellana, 2003.) En su carta a fray Francisco Crespillo, Trigueros advierte que en su Introducción se va a alejar de las circunstancias del día «que por lo regular sólo sirven para hacer las obras ridículas». Tiene, pues, bien claro que quiere escribir algo novedoso, apartándose de la comicidad y vulgaridad que solían ser el sustrato de las loas acostumbradas. No tiene inconveniente en llamarla «loa o introducción», pero desde luego, su intento es escribir una «introducción», como se aclara en el título, en alabanza de la novia, María Josefa Aranza, culmen de la bondad, la virtud y la belleza. No está mal para una joven casadera de 22 años. La pieza, con acompañamiento musical de canciones amorosas, es una escena mitológica, con los dioses Venus y Amor como protagonistas, en la que la diosa pretende enderezar los descarriados y sensuales pasos de su hijo, que, como la mariposa, va de flor en flor, aprovechándose de ellas pero siendo inconstante y ligero en el amor. Venus convoca a varias ninfas de nombre alegórico para que la ayuden en su difícil empeño de hacer entrar en razón a su

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«altivo, travieso y voltario» hijo, al que «todos le quisieran firme/ y le quisieran sin alas». Amor no quiere someterse al yugo de las bellas y rechaza las consideraciones de la ninfa Razón, porque «sin razón, Amor busca/ lo que le alegra./ Quien le ofrece razones/ le da tristezas». Trata también de convencerle la Antigüedad, es decir, la Nobleza, pero él no quiere bellezas antiguas, sino nuevas. Ni le conmueve la juventud de la novia (aquí llamada la Niñez), porque, «cuando una joven sirvo/ cientos me esperan». La Zelebridad (o la Fama) que conlleva esta unión también lo deja indiferente, lo mismo que el Agrado, que cautiva los afectos, ya que, como proclama, «en vano quieren cansarse/ en que mi altiva viveza/ reducida a un solo objeto/ para él solo viva y muera». No es Amor un dios que se resigne a «ser sempiterno esclavo/ de una sola». Decididamente «no, que esperándome están/ a cientos siempre las bellas». Sin embargo, si Venus le propusiera el enlace con una joven que tuviera todas las cualidades juntas, quizás cambiaría de parecer. Es el momento en que las seis ninfas alegóricas salen a escena por detrás de Amor, quitándole el carcaj, el arco y las alas. Ya desarmado y atado, sale a escena la novia, mientras las damas componen el apellido ARANZA con unas tarjetas marcadas con la inicial de su nombre. «Esta vez no escapas», claman todos, mientras la madre Venus se la presenta confesando que la formó «ex profeso/ para que fuera perfecta». Amor se rinde y se compromete: «De hoy más prometo ser solo/ de quien tiene tales prendas»… «pues si las deseo todas/ a todas las hallo en ella». Aunque forzado, el final feliz resulta no solamente una exaltación de la novia, que sin duda estaría gozando con tanto halago, sino también una lección moral en defensa del matrimonio unido por amor, en tiempos de tanta inconstancia y frivolidad amorosa. Los protagonistas quizás fuesen los propios novios y sus amistades, damas de la boda, en una fiesta particular, donde Pepita Aranza rebosaría de felicidad al sentirse, en la escena como en la vida, el centro de atención de los asistentes. Es de suponer que ambas familias quedarían encantadas con el texto de Trigueros, que ofrezco a continuación, 11 en el que se puede apreciar la habilidad del autor para el verso, pero sobre todo el profundo conocimiento que tenía de los enredos amorosos de la época y de la psicología femenina, cuyos sentimientos conoce a la perfección. Pese a ser clérigo, su moral no acude nunca a la doctrina católica, sino a la secularización de las relaciones amorosas, simbolizada en el mundo pagano de la mitología, que tan bien conoce. El argumento y la ideología que lo sustenta parecen una consecuencia dramática de la notable influencia que por aquellas fechas ejercía el italiano Metastasio en las obras dramáticas de Trigueros (Garelli, 1977; Barbolani, 2006). En todo caso, es una Loa o Introducción que se aparta de los usos barrocos dominantes en la primera mitad del siglo xviii, para establecer un nuevo modelo de «teatro menor», erudito y no popular, serio y no cómico, que contribuye a la evolución neoclásica del teatro breve, como ya hiciera con sus comedias y tragedias, en 11   Inédito. Ha sido adquirido recientemente por la Biblioteca Universitaria de Sevilla, entre otros textos desconocidos de Trigueros (Ms. 333/233, folios 85-96). Tengo en prensa una descripción del manuscrito en los Cuadernos de Estudios del siglo xviii, de la Universidad de Oviedo.

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prosa o en verso, y después haría con las refundiciones de Lope de Vega (Aguilar Piñal, 1987.) *  *  * Introducción a la Comedia Afectos de odio y amor, que se ha de representar en casa del Sr. Dn. Diego Villalón, en el recibo de novia que en su casa ha de celebrar con motivo del casamiento de su sobrino Dn. Antonio Villalón con la Sra. Dña. Maria Josepha Aranza, asistiendo a ella los parientes de los novios.

Amor cautivo y sin alas Personas Amor Venus Afecto Razón Antigüedad Niñez Zelebridad Agrado Sale Venus, que puede venir acompañada de algunas damas que canten. Cantado Afectos y prendas las más estimadas, venid presurosas que Venus os llama. Afecto gracioso, Razón acertada, Antigüedad noble, Niñez celebrada, [H]Alago halagüeño, Zelebridad grata, venid presurosas, que Venus os llama. Salen Afecto, Razón, Antigüedad, Niñez, Zelebridad, Agrado. Afecto A tu sonoro precepto, Razón A tu acertada llamada,

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Antigüedad Con la debida presteza, Niñez Con la presteza que encargas, Zelebridad Venimos muy obedientes Agrado Qué nos quieres, qué nos mandas. Venus Quiero que me estéis atentos, y después de daros gracias, por la prontitud, con que vinisteis a mi llamada, pediros vuestro favor para la empresa más ardua. No ignoráis que tengo un hijo, a quien el Amor le llaman, de quien todos dicen mal y de quien ninguno escapa: travieso, altivo, voltario, cruel con los que le [h]alagan, mas tan dichoso que más le quiere a quien él más daña. Aquellos que más le adoran dicen más mal de sus tramas, todos le quisieran firme y le quisieran sin alas. Yo, como madre, le amo, quisiera que se enmendara, que fuera al gusto de todos, y que a ninguno enojara. Muchos medios he buscado para parar su inconstancia, quitarle las alas, y hacer suaves sus tramas; mas no pude conseguirlo, fueron en valde mis trazas. Pretendo, pues, que vosotros ayudéis mi justa causa y os esforcéis a rendirle. Hoy hacen en esta casa un gran festejo, en que todos celebran la boda grata del gallardo Villalón con la primorosa Aranza: Con la ursonense nobleza, la deste pueblo se esmalta: para ver tan justa fiesta

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convidado Amor se halla. Pues ha de venir aquí, Sorprended a su inconstancia, romped sus alas ligeras y esforzaos con tal traza que a gusto de todos quede rendido por vuestras armas… Mas ya viene: dad principio. Razón Quando por tan justa causa servimos, no escapará de tan agradable escuadra. Se va Venus y entra Amor con arco, carcaj y alas.





Amor (canta) Mas que mis inconstancias culpen las bellas, de flor en flor paseo como el aveja. Afecto Con razón tus inconstancias culpan, grato Amor, las bellas, pues los más firmes afectos los pagas con ligerezas. ¿Es posible que jamás ha de parar tu tarea de volver en desafectos las aficiones más tiernas? Yo un obgeto te preparo que, en dulce delicadeza, afectuosas ternuras opone a tus ligerezas: los más agradables lazos las más cariñosas prendas serán tu paga si quieres dexar de ultrajar las bellas. Amor (canta) Yo sé que mucho valen pasiones tiernas, pero vivir yo libre vale más que ellas.

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Razón Si a volátiles afectos resiste tu ligereza, entiendo que a la Razón quizá resistir no sepas. Afectos no moderados son poco justa cadena: resístete al oropel, mas rinde al oro tus riendas. Yo deseo que ya dexes la libertad que te afea, y en premio te ofrezco dar una joven [h]halagüeña que mui bien enseñar puede razón a la Razón mesma. Quien a la Razón resiste, de ser sinrazón se precia; no creo que te abandones a una extremidad como esta.





Amor (canta) Sin razón, Amor busca lo que le alegra. Quien le ofrece razones le da tristezas. Antigüedad La Antigüedad, tan buscada en toda apreciable esfera, doy por premio a tus mudanzas si ya las mudanzas dexas. Amor, ¿has de resistir a lo que todos aprecian? La nobleza acrisolada, la más antigua nobleza, a quien veneran los siglos, a quien los bronces veneran, ¿será posible que dexe de ser apreciable prenda para ti? ¿No has de admitir tan preciosa recompensa? Amor (canta) El amor mejor quiere, quando se alienta, que bellezas antiguas bellezas nuevas.

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Niñez Si a las bellezas antiguas prefieres bellezas nuevas y quieres más hermosura joven, que antigua nobleza yo te daré para premio de la deseada enmienda una joven, cuyos años, aun en la flor más perfecta, puede servir de disculpa si a todas dexas por ella.







Amor (canta) Yo soy un Amor solo, muchas las bellas, quando una joven sirvo, ciento me esperan. Zelebridad Si de la zelebridad puedo lograr que te muevas, y que tu alado deseo justamente se envanezca, ¿de qué sirve sola, a quien la misma fama celebra, si el buen nombre que se esparce por el orbe de la tierra, puede tener atractivo para quien lograr merezca ser únicamente dueño de lo que todos aprecian? Tal dama te ofrezco dar, solamente con que quieras, fixándote de una vez, olvidar la ligereza. Amor (canta) No quiero solamente las que celebran, sino a quantas me agradan doi mi fineza. Agrado Si el agrado buscas sólo, yo tengo la mejor prenda. Que, al que pretendiera agrados, puede fixar la carrera. Quanto la afabilidad,

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la risa y gracia más tierna, para cautivar afectos dicta estudiado a las bellas, tiene la que yo te ofrezco, pero por naturaleza. Ríndete, Amor, de una vez, detén al fin tu carrera, y dexarán de quexarse quantas maldicen tus flechas.



Amor (canta) No se para mi agrado con tales señas, que si hoy quatro me agradan, mañana treinta. Amor (representa) En vano quieren cansarse en que mi altiva viveza, reducida a un solo obgeto, para él solo viva y muera. Estas exageraciones de amar una sola bella, vivir suyo eternamente, respirar amante hoguera, y ser sempiterno esclavo de una sola, mala o buena, será bien que los amantes lo digan, mas no lo sientan. Por muy diversas razones, que haverles dicho pudiera, esta mi opinión antigua está clara y manifiesta. A la verdad, no es costumbre que de aquel modo se quiera, pues, aunque es moda decirlo, no es moda que verdad sea. Ni tampoco creo es moda el haver quien lo merezca. ¿Sugetarme yo a una sola, con una afición eterna, porque hoy me parece linda y mañana quizá es fea? ¿Porque otra es noble o juiciosa, me he de rendir sólo a ella,

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y quizá la noble es manca, y la juiciosa una vieja? No, que esperándome están a cientos siempre las bellas: Unas, agradables damas, las otras, jóvenes tiernas, quál afectos ex[h]alando, quál respirando finezas. No, amigos, todas merecen cortesías lisonjeras, mas esto de un amor firme, muéstrenme quién lo merezca. Servir una mientras gusta será cosa en razón puesta, mas, para quando no agrade, tener preparadas treinta. El que jura amor eterno, quando que miente no crean, jura con la condición de servirla y de quererla por quanto le es agradable, mientras agradable sea; mas, luego que no le agrade, es ya deudor de otras bellas. Por tanto, yo no me aparto de mi repetido tema: (canta) Mas que mis inconstancias culpen las bellas, de flor en flor paseo, como el abeja.

Sale Venus ¿Posible ha de ser, Amor, que a mi ley no te sugetas? ¿No ha de parar tu inconstancia…?

Amor No más, Madre, me reprendas. Si tú, que de la hermosura eres dadora perpetua, una linda hicieras sola, solamente la quisiera: Mas, siendo las bellas tantas, yo debo a todas quererlas; tú has repartido entre todas

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todas las amables prendas: Yo me fixaría en una si una todas las tuviera. Mas… Salen de golpe los seis afectos y asen por detrás al Amor, le quitan las alas, el arco y el carcax, le sugetan entregando la cinta con que le atan a Venus, o si huviere comodidad, a la novia. Después se forman en ala: cada uno traerá, o en el brazo o en la frente, una tarjeta con la primera letra de su nombre, y se colocarán de modo que formen el nombre ARANZA. Todos …esta vez no te escapas.

Amor Esta es traición o sorpresa, y Amor cautivo, mejor que no amor, es violencia.

Razón Ya, Señora, hemos cumplido, como veis, nuestra promesa: Tenéis al Amor sin alas y atada su ligereza. Deste modo os le entregamos, no se os escape la presa. Si después se quexan dél, quexáos vos de vos mesma.

Amor ¿Qué es esto? ¿Qué nombre es este que aquellas letras presentan?

Venus Este es el felice nombre de la muy preciosa bella que ofrecen esos afectos para que tú firme seas. Yo, que la formé ex-profeso para que fuera perfecta, mirando que aún no te rindes los hice que te prendieran.

Amor ¿ De manera que la que con mil afectos se esmera, adornada de razón, de antigüedad, de nobleza, de la más tierna niñez,

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la que la Fama vocea, la que es toda tierno agrado, y vos hicisteis perfecta, es, con las gracias de todas, tan solamente una bella? Venus Sí, la que miras presente, la que dicen esas letras.

Amor Pues ¿para qué me prendieron con ligaduras groseras, si pudieran fácilmente prenderme mejor con ella? No pensaba yo que en una tantas gracias se pusieran: a tanto esquadrón de gracias es debida la firmeza. Yo, que jamás las vi juntas, andube de bella en bella; pero, pues todas las lindas las puedo tener en ella, yo me escusaré el trabajo que a mi inconstancia le cuestan los infinitos gracejos que la llaman, y la alejan. De hoy más prometo ser solo de quien tiene tales prendas y si antes la encontrara, antes tubiera firmeza.

Venus Pues que tu arrepentimiento como sincero se muestra, y parece que es verdad viniendo con tales señas, yo la libertad te doy para que tú se la ofrezcas. (Le desata)

Amor Hacéis bien: yo ya no quiero que nadie libre me crea y sólo ser libre admito para darla tal ofrenda. En ella hay tantos respetos para que siempre la quiera,

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que no hay riesgo que se mude del Amor la ligereza. Si hoy la quiero razonable, mañana la admiro bella: ya su fama me entretiene, ya me arrastra su nobleza: un día, afable, la busco, otro, la pretendo afecta: de modo que aún mi inconstancia ha de causar mi firmeza, pues si las deseo todas, a todas las hallo en ella.

Afecto En seña de tanto aplauso, de tanta victoria en seña, vamos, y al punto aumentemos la fiesta, de tanta fiesta. Afectos de odio y amor, que es bien famosa comedia, entretenga un rato a quantos nuestro contento celebran.



Amor Sí, pero sea después de darles la enhorabuena a las dos nobles familias que en mis aplausos se estreman, de que con tan justo acierto su felicidad fomentan.

Todos en ala dexando en medio los que forman el nombre ARANZA (cantando)



Sea en feliz día, sea en hora buena, que, alegres, dos almas unidas y afectas para bien de todos tengan llama eterna.



Fin

C.M.Tr. (rubricado)

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Falsificación, política e historia literaria: Mateo Alemán, el padre Isla y Moratín 1 Joaquín ÁLVAREZ BARRIENTOS Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Los hombres de la Ilustración se encontraron ante el hecho de tener que dar sentido a un pasado histórico y estético que, a menudo, entraba en conflicto con sus principios. Resultado de ese conflicto son las valoraciones que sobre la arquitectura, la literatura y el arte medievales y barrocos hicieron muchos de ellos al enfrentarse a esas realidades que se escapaban a las reglas del buen gusto; si bien, en las décadas finales del siglo xviii, ese punto de vista se hizo más comprensivo y la mirada se acomodó, históricamente, a conceptos como lo irracional, lo gótico y otros antes negados. Pero la asunción de ese pasado no fue fácil y a menudo se necesitó intervenir sobre el patrimonio para hacerlo comprensible y aceptable. Un ejemplo de esta actitud intervencionista es el modo como se recibió el teatro clásico español durante parte del siglo y del siguiente, que consistió en aplicarle correctivos, en «refundirlo»; acción que significaba suprimir tiradas de versos, situaciones, escenas, personajes, lenguaje difícil y vulgar, y sustituir todo eso por nuevos momentos, personajes y lenguaje. En general, se tendía a simplificar la acción y la lengua poética, de forma que se proyectaran mensajes, actuales, y de manera que fueran entendidos por el público. Se trataba de reinterpretar el legado teatral español mediante su actualiza  Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación «El otro Parnaso: falsificaciones literarias españolas», HUM2007-60859, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia.

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ción ideológica y su adaptación ético-estética a las normas del ya señalado buen gusto. No hay que detenerse en consideraciones sobre el respeto, más bien falta de respeto, a la obra literaria, ni sobre la manipulación de la función del autor que tal acción supone. Sólo recordaré que fue práctica habitual, además de lucrativa, mientras se producía un debate sobre el reconocimiento de los derechos de autor y se gestionaba la interpretación de ese patrimonio. Esta práctica, aunque menos conocida, se dio también respecto de la prosa narrativa. Un caso de sumo interés es lo que Leandro Fernández de Moratín intentó con dos importantes novelas españolas: Guzmán de Alfarache y Fray Gerundio de Campazas, ambas unidas por el uso del exemplum como estrategia narrativa y signadas por objetivos morales y educativos que se presentan de un modo antiguo y prolijo, poco grato a los gustos del siglo xviii. Las de Moratín son dos intervenciones en las que confluyen diversos objetivos, desde didácticos a políticos, pasando por la señalada necesidad de interpretar el pasado. Sus dos proyectos parecen responder a un plan más amplio de reinterpretación de los «monumentos» de la narrativa española, para acercarlos al gusto de la época. Aunque no hay certeza sobre cuándo se embarcó en ellos, hay algunos elementos que ayudan a datarlos y los sitúan en los años de la Guerra de la Independencia. Por una carta de 1815, que cita García Lara (1999: 206) al estudiar el caso del Guzmán de Alfarache, en la que pide que le envíen a Francia la novela, hay que suponer que llevaba tiempo trabajando sobre ella; por su parte, Pérez Magallón fecha el intento de Fray Gerundio hacia 1811 (Fernández de Moratín, 2008: 1359). Nos encontramos, por tanto, ante proyectos pensados en los mismos años, durante la dominación francesa, que no se llevan a cabo seguramente por su salida de Madrid con las tropas josefinas, en los que pretende, para conseguir el efecto actualizador, aligerar el peso didáctico a la antigua de las obras, sus digresiones, en beneficio de una narración más directa, ya que considera, como otros en épocas anteriores, que esos excursos ejemplares son precisamente gravosos al lector y, por lo tanto, dificultan el logro de los fines perseguidos. Lo que caracteriza el trabajo de Moratín en ambos casos es su objetivo de reducir los relatos y obviar las digresiones morales, no porque ambos elementos (ficción y moral) sean incompatibles, sino por el modo en que se formula la enseñanza ética: de forma cercana a los sermones y, desde luego, desafiando la preceptiva clasicista, a base de interrupciones, interpolaciones, narraciones episódicas, etc. Las intervenciones sobre la novela de Mateo Alemán se dieron desde pronto, sobre todo a la hora de las traducciones, como muestran la ampliada versión al francés de Gabriel Brémond y más tarde la de Le Sage, que recorta las «moralités superflues» (cit. por Cros, 1967: 30), y conformó sin duda las intenciones de Moratín. Moreno Báez vio bien el modo en que el siglo xviii entendió el Guzmán y comprendió su necesidad de transformarlo, pues era testimonio representativo y característico de una época de conflictiva aceptación:

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Una obra tan eminentemente representativa de la época en que se produjo tenía que ser vista de una manera muy diferente desde el momento en que cambiara la actitud vital y se alterara la relación entre los valores, estéticos, políticos y religiosos, que habían determinado un tipo de cultura [...]. Por eso no es extraño que un escritor francés y de principios del siglo xviii gustara del Guzmán de Alfarache como narración pero hallara excesiva e impertinente la vehemencia con que el autor interrumpe el relato para fustigar con tono y estilo de predicador las flaquezas de sus lectores (1948: 31-32).

Para reformar la novela de Mateo Alemán, Moratín trabajó sobre un ejemplar de la edición madrileña de 1661, en el que expurgó, tachó páginas y suprimió cuanto le pareció oportuno (y fue mucho) para conseguir una narración más ajustada. Ese ejemplar, conservado en la Biblioteca Nacional de España, contiene además un índice al final, autógrafo de Moratín, que responde a cómo debía resultar el libro tras su poda, una nota biográfica sobre el autor, también autógrafa, y una carta apócrifa, en la que, supuestamente, Mateo Alemán explica las razones de su nueva versión. Esta carta no es autógrafa de Inarco Celenio, pero su contenido complementa bien algunas reflexiones, que se comentan a continuación, hechas en la reseña biográfica. Ambas, carta y nota biográfica, conforman el marco explicativo de la falsificación, pues se quiere hacer pasar el nuevo texto por de Mateo Alemán. Esta es la carta: He cumplido a lo que me parece con el mandamiento de Vuestra Excelencia, reduciendo la Vida de Guzmán a menor volumen, habiéndola descargado de las muchas consideraciones de moralidad que corren en lo impresso y que yo tube por muy esenciales para el uso común a fin de que no produxese en los flacos ánimos aquello mismo que se ordenó para su corrección y enseñanza. Pero como sea cierto que las personas en virtud criadas y nacidas no hayan menester que se las guíe de la mano para apartallas de la imitación del vicio, que ellas por sí lo saben hacer, así he creído que mi Señora la Duquesa podrá ya recibir en la lectura de esta mi obra todo el contento que se prometía y, si Dios plugiese de darme holgura y salud que no tengo, acaso daría nuevamente a la estampa la Vida de Guzmán en la misma forma en que a Vuestra Excelencia la presento, desataviada de algunas digresiones y de no pocos documentos que aunque mui saludables en sí se hacen inútiles para los buenos porque los saben y los practican y para los que no son tales, suelen ser enojosos y de ningún provecho. En Madrid, a .. de Hebrero de 16.. Mateo Alemán. 2

Como complemento de la impostura, en la nota biográfica señala que el autor del libro trató de mejorarlo «suprimiendo en él las digresiones largas y enfadosas que le hacen a cada paso insufrible. Ha conservado el texto en toda su pureza origi   BNM, ms. 6912, papel pegado al interior de la cubierta. Cros (1968: 40-41) transcribe el índice, la carta y la nota biográfica; también García Lara (1999: 203-205).

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nal sin añadir en él una sola sílaba. Con tal respeto debían tratarse composiciones de tanto mérito, y la presente (si ha logrado el editor 3 acertar en su empresa) conservará a la literatura española una novela de ingeniosa invención, objeto moral aplicable a las varias situaciones que ofrece en todos los tratados la vida humana, y escrita en castizo lenguaje español, sin los defectos que hasta ahora han advertido en ella los inteligentes». Además de la idea ético-estética que está detrás del proyecto, interesa el uso de lo falso para justificar o autorizar las manipulaciones que llevan a incorporar un nuevo canon. En cuanto al primer aspecto, la reducción del relato implica actualizar el modo de ofrecer la doctrina moral, que tan importante había sido en la narrativa dieciochesca, apartando las digresiones y cuanto, desde el punto de vista estético, se alejara de la preceptiva clasicista. Por otro lado, la intervención de Moratín se hace sobre una importante novela, que ya desde el siglo xvii había sufrido alteraciones y manipulaciones —las más famosas, la de Gabriel Brémond y la de Le Sage en 1777, bajo el título Histoire de Guzmán d’Alfarache, nouvellemente traduite et purgée de moralités superflues—, pero que no se consideraba un clásico o un emblema intocable, como si ocurría con el Quijote y el Lazarillo de Tormes, de los que no consta que se quisieran «adaptar». La tendencia del siglo era condensar, sintetizar, abreviar, de manera que el efecto fuera más inmediato; lo cual iba en sintonía con los tiempos, puesto que son innumerables los testimonios (no sólo españoles) acerca de reducir el tamaño de los libros y su extensión, pues el público gustaba más de dimensiones menores. De ahí, en parte, el triunfo del periodismo, que dosifica la lectura. Era, por otro lado, el modo de actualizar la tradición y el patrimonio cultural para darle vigencia y hacerlo comprensible al público contemporáneo; era un modo de apropiarse de esa tradición que, convertida en vehículo de los valores contemporáneos, daba valor a la España que nacía de la revolución española, después llamada Guerra de la Independencia. Porque, y se verá luego, el plan moratiniano tenía su dimensión política. Por otra parte, esta actitud «correctora» de Leandro Fernández de Moratín no es extraña, ni en sus colegas ni en él. Recuérdese cómo corrige los versos de su padre, por ejemplo, y cómo opina en los Orígenes del teatro español que La Celestina es una obra extraordinaria, pero que lo sería aún más si se hicieran desaparecer sus defectos. Curiosamente, en las páginas que le dedica en ese trabajo también especula sobre cuestiones de autoría, lo que le acerca a la actitud falsificadora que tiene ante el Guzmán, y también, como en éste, insiste en que esos defectos se pueden corregir «sin añadir una sílaba al texto», que es la base de su método corrector (Álvarez Barrientos, 2001). Lo llamativo es que, para justificar las transformaciones que pretende, finge un falso y, además, crea un nuevo tipo de lector, conveniente al nuevo producto que ofrece. Cros y García Lara han reparado en ello al señalar la distancia que existe   Aquí fluctúa la condición de Moratín, ¿autor, editor? Por su parte, Edmond Cros (1967: 43-45) he señalado las modificaciones más representativas, todas ellas dirigidas a clarificar la lectura de los contemporáneos y a que Mateo Alemán sirviera lo más posible a la cosmovisión ilustrada.

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entre «el discreto lector» de Mateo Alemán y «las personas en virtud criadas y nacidas», del apócrifo. Creo, por mi parte, que hay que reparar en que este nuevo lector tiene su antecedente en el receptor de la traducción de Le Sage, al que se refiere en su prefacio como «plusieurs personnes d’esprit», que son las que le empujan a purgar las moralidades superfluas. Es seguro que Moratín conocía esa traducción, muchas veces reimpresa. 4 Ahora bien, una vez que entra en el territorio de la falsificación, lo que hace encaja a la perfección con las estrategias de los falsarios, aunque el texto que produce —la carta— no sea de la mejor calidad. Por un lado, de acuerdo con las necesidades de la falsificación, la epístola funciona como preliminar o marco que quiere explicar y autenticar el nuevo texto; por otro, a éste se le da un título nuevo, con la consiguiente revalorización de la obra y lo que eso supone de reclamo publicitario. La carta, al mismo tiempo, legitima el producto y contribuye a modificar el valor de la historia literaria y el del canon a los que la novela pertenece, pues matiza los presupuestos desde los que fue escrita. Si se hubiera publicado, Leandro se habría convertido en el descubridor de un testimonio literario que, al igual que quiso hacer Nasarre con las comedias de Cervantes, servía para mostrar que la literatura española tenía, en su Siglo de Oro barroco, ejemplos destacados de producción clasicista. Pero, obviamente, la superchería estaba abocada al fracaso, cuando a Moratín le pidieran que enseñara el manuscrito; aunque no hay que explicar que no se editase porque pensara en las complicaciones que podía traerle. Más seguro es achacarlo a que su salida de Madrid, camino de Valencia, acabara con el proyecto. Un proyecto que, en mi opinión, formaba parte de un plan más amplio estéticopolítico, que tanto tenía que ver con reinterpretar el pasado literario, como con que esa tradición cultural pudiera apropiársela el gobierno josefino, o, lo que es lo mismo, la nueva España que se pretendía. Sabido es que el rey José promulgó varios decretos destinados a este fin, algunos de ellos relacionados con el teatro y la fiesta de los toros, otros con las ciencias y la ordenación de las instituciones que habían de gestionar todo ese patrimonio. Parte de ese plan sería la edición, también expurgada, de Fray Gerundio de Campazas, de la que queda el prólogo que había de ir al frente de la misma. 5 Este prólogo tiene una importante dimensión política y teórica,   Le Sage también tradujo el Quijote de Avellaneda, reeditado en España en 1732, siguiendo los criterios estéticos franceses, que le valoraban más que el de Cervantes, y que volvió a ser estampado en 1805. Quizá no haya que descartar una conexión entre esa edición y el proyecto de Moratín. Véase Álvarez Barrientos (2006).   En el manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de España, ms. 18668/4, se escribe: «Prólogo al Gerundio anunciando una nueva edición, sin fecha pero resulta posterior a [1]804, pues en él se cita la edición de este año. La letra no es de Moratín. Don Juan Antonio Melón la reconoció por la del escribiente de Moratín, Dámaso. NOTA. Don Juan Antonio Melón y don Manuel Silvela tienen este prólogo por de Moratín, y le tienen por suyo todos los literatos que lo han leído». Pérez Magallón cree que la edición de 1813, en cuatro vols., es aquella en la que había de ir el prólogo (Fernández de Moratín, 2008: 1799, nota 39). Sin embargo, caso de haber sido así, se debió desestimar la idea al abandonar Moratín Madrid, pues el texto que se ofrece es el completo, en tres tomos, junto con el último, que es una «colección de varias piezas relativas a la obra de Fray Gerundio de Campazas», ya incluida en la edición de 1787 (Madrid, Gabriel Ramírez). «El editor» la publica de nuevo porque aún quedan muchos Gerundios en España y «es necesario generalizar la sátira para ver si se logra desterrar para siempre esta casta de pedantes ridículos que deshonran la nación y dan la más baja idea de su ilustración». Sin ir más lejos, en Cádiz, en 1811, vio un cartel que anunciaba una «función de

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que sirve para explicar los presupuestos desde los que trabajaba a la hora de reinventar la narrativa española. Comienza con un encendido elogio del padre Isla, al que caracteriza como hombre dotado de «un talento original, de un amor extraordinario a la facultad» que profesaba, «generoso en instruir a sus semejantes», superior a la opinión común, lo que, todo ello, le hizo «víctima de su mismo celo», pues luchó «contra las preocupaciones, la costumbre, el interés, la envidia y cuantas viles pasiones rodean, fortifican y perpetúan el error» (2008: 1359); de modo que le suma a su propia causa. Relaciona después su obra con el Quijote de Cervantes, a quien pone por encima —«Cervantes no sufre rivalidad»—, y, apuntando al costumbrismo como forma de crítica que después han señalado los estudiosos, destaca su eficacia «en la pintura de los caracteres, de las costumbres y preocupaciones nacionales», por lo que mereció el aplauso de muchos y el resentimiento de quienes se vieron retratados: Recibió el padre Isla aquel aplauso indirecto, que es tal vez el que más puede lisonjear el orgullo de un autor, aquel que resulta de las sátiras, las calumnias, los artificios viles de la envidia y del amor propio ofendido, aquel con que, a su pesar, reconoce la superioridad del ajeno mérito la turba sediciosa de los necios presumidos de doctos, que no sufren jamás que impunemente se delate al público su mentida sabiduría […]. ¡Dichoso el autor que haya logrado merecer el odio de tan ruin caterva! (2008: 1360- 1361).

Cómodo en esa caracterización y conocedor del papel que desempeñaban los ataques de la ruin caterva, se identifica con Isla, con sus positivos objetivos renovadores, que él recupera para presentarlos como propios del tiempo presente, y destaca el «patriotismo» del jesuita, que, por la asimilación que realiza, es también el suyo. Pero esta explicación sirve para marcar las distancias políticas existentes entre el momento que le tocó vivir al jesuita —el del mal gobierno, la persecución del talento y la connivencia en el error— y el que vive él, pues aquel sabía «cuánto debe temer el que se atreve a combatir errores públicos, si por desgracia el gobierno que le debe animar y defender participa de ellos» (2008: 1361). Construye una imagen del jesuita que mucho debe al mito del héroe literario, del que se inmola por su público, y así cuenta que terminó Isla la novela, a pesar de todas las dificultades y de ser prohibida por la Inquisición en 1758; que el segundo tomo corrió manuscrito, lo que creó un grave problema textual, ya que ninguna de las copias, ni de las ediciones que se hicieron ilegales en Bayona, se ajusta al original, lo que permite justificar, en parte, las mutilaciones de su intervención: «Multiplicarónse las copias […], fueron acumulando omisiones, alteraciones y errores» que Isla no pudo corregir en su totalidad, pues, ya sexagenario, hubo de abandonar la patria (2008: 1363). A la hora de cuidar la edición que proyecta, y para recomponer el iglesia» que le convenció de la necesidad de reeditarlo: «Si en Cádiz, centro ya entonces de la corte y de la ilustración, se escribía y publicaba tal anuncio, que probablemente sería parto de alguno de los predicadores, ¿cuáles serían los sermones que predicasen?» (1813, I, s. p.). La edición de 1868 del prólogo, en las Obras póstumas, señala que la letra es de «don Dámaso» (1868, III: 200).

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texto, muestra gran interés en comparar el mayor número posible de ediciones y manuscritos —del cotejo de las ediciones completas extranjeras, por ejemplo, resulta que el autor hizo «considerables correcciones»—; lo que se han propuesto «los editores» es subsanar equivocaciones, suprimir «todo lo que al autor no le pareció necesario conservar, omitir además uno u otro pasaje y no añadir nada a lo que escribió este ilustre literato». Y de nuevo son las mismas palabras y método —quitar, pero no añadir nada ni cambiar lo que se deja, en lo que se separa absolutamente de la técnica de las refundiciones— que empleó al hablar de Guzmán de Alfarache y de La Celestina. Pero este interés transmite otra intención, que parece tener que ver con borrar su participación en el proyecto mediante el ocultamiento de la figura del editor, pues, si con Mateo Alemán disfrazaba su «autoría» recurriendo a la carta falsa, aquí se escuda en un plural o global «los editores», que han procedido en esto con tan escrupulosa reflexión que si aún viviera el sabio historiador de Fray Gerundio no dudarían presentarle su obra como hoy la publican y darle razón de todas las omisiones adoptadas por ellos y añadidas a las que él hizo ya. Vería que éstas recaen principalmente sobre aquellos pasajes en que se distrae, arrebatado tal vez del mismo celo o de su natural facundia, repitiendo en una parte lo que se dijo en otra; sobre aquellos en que ahora no recibiría el lector la instrucción ni el placer que hallaron nuestros padres, o porque el tiempo ha borrado ya la memoria de obras, de autores y de sucesos a que alude la crítica (y, por consecuencia, las gracias de la imitación ridícula desaparecen), o porque el progreso de las luces hace ya inútil una gran parte de la erudición que manifiesta en ellos, y aun ha descubierto equivocación en algunos de los principios que establece. Vería, en fin, que si una novela, como un drama, se alimenta de acción y ésta pide sucesiva rapidez en su movimiento para que excite con la novedad el interés, no se ha hecho supresión alguna que no haya llevado por objeto esta máxima fundamental del arte. El que sospeche que por no ser ahora tan voluminosa ha podido desmerecer en algo la Historia de Fray Gerundio, emprenda la lectura de la presente edición y la de las anteriores, y a pocas páginas llegará a conocer que solo el deseo de la celebridad del autor pudo empeñar a los editores en un trabajo de tal naturaleza (2008: 1364).

Los argumentos presentados son los mismos que los empleados al justificar las supresiones en el Guzmán de Alfarache; transmiten además el objetivo claro y común de un modelo literario y político que se quiere proponer: Por otra parte, si se considera que su publicación se hace al tiempo mismo en que una extraordinaria revolución va a mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos de la razón, de la justicia y del poder, y que en esta conmoción política muchos ministros del señor, desconociendo los altos designios de su providencia, que da y quita los cetros, han asegurado desde la cátedra de la verdad que una mudanza de dinastía era un conflicto de la religión, no solo no parecerá inútil, sino que será oportunísima la publicidad y la lectura de esta obra (2008: 1364).

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Y es oportuna porque, al igual que el escritor, el hombre de Iglesia se ha comprometido con proyectos políticos, se ha apartado de su ministerio, y, olvidado del dogma y de la moral, únicos objetivos de la predicación, se pierde en discusiones políticas que, aprovechándose de la estupidez del vulgo, la adula y la excita, pone en movimiento las inclinaciones feroces que es de su cargo reprimir, turba la quietud que debiera recomendar como el mayor bien de los hombres, y en vez de predicar a Jesucristo, ejemplo sublime de mansedumbre, de caridad, de amor, predica sus particulares intereses, derrama en los demás la hiel de su corazón y sacrifica a la destemplanza de sus pasiones tantas víctimas cuantos son los infelices a quienes su elocuencia infernal persuade y acalora (2008: 1365).

Por otro lado, el interés ecdótico que manifiesta Moratín en el prólogo, es compartido por «El editor» de 1813, quien señala que, a pesar del cuidado con que se ha procedido en la corrección, no extrañará que haya erratas y errores, «porque todas las ediciones anteriores están tan defectuosas, que en algunos pasajes apenas puede entenderse su verdadero sentido». Aun así, ha procurado subsanar los yerros y darla «al público en tamaño proporcionado para hacer más cómodo su uso» (1813, I, s. p.), lo cual es indicio también de cómo el criterio comercial se adaptaba a las preferencias ya señaladas de los nuevos lectores. El prólogo de Moratín es un ejemplo de cómo literatura y política se complementan y apoyan, del mismo modo que lo mostró en sus Orígenes del teatro español, al utilizar un punto de vista político a la hora de hacer historia literaria, de lo que también José Marchena dejó excelentes muestras en el «Discurso preliminar» a sus Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia, aparecidas en Burdeos en 1820, donde valoraba positivamente la obra de Isla. Ambos comprendieron que tanto la literatura como la ciencia tenían su política, y que ésta era inseparable de la política general. El párrafo final del prólogo es tanto un reconocimiento a la labor de Isla —lo que muestra el deseo de aparentar continuidad y cómo el nuevo gobierno y el nuevo proyecto se apropian de una figura del pasado, perseguida por la injusticia y la sinrazón—, cuanto el canto de esperanza por la nueva España que se quiere, en cuyo advenimiento está comprometido Moratín. En cierto modo, es una arenga política escrita en el mejor estilo de las proclamas de Quintana. Los escritores reconocen su condición política y ponen su talento al servicio de verdades interesadas. Leandro Fernández de Moratín se muestra como un intelectual integrado u orgánico, que trabaja para los objetivos del gobierno, renegando de su pasado y de otros ministerios anteriores a cuya sombra medró: Tantos años de ignorancia y de opresión no prometían mejores frutos. Cayó el trono cuya seguridad pensó establecerse en la miseria pública; la nación, engañada por sus magistrados, por sus escritores, por sus grandes, por sus caudillos, por los ministros del templo, ha combatido con el tesón que la caracteriza contra su propia felicidad. A pesar de todos sus equivocados esfuerzos, existirá en ella la religión, habrá leyes y patria, florecerán las ciencias, y su cultura la hará poderosa; no será un

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delito censurar errores funestos a la sociedad; y si alguno intenta seguir las huellas del esclarecido autor que con tanto celo como doctrina se declaró contra la profanación del púlpito, ni temerá que un tribunal de tinieblas le castigue, ni padecerá bajo el gobierno de un príncipe ilustrado y justo las aflicciones que turbaron el reposo de aquel sabio español. Su obra, restituida ya a la pública luz, anuncia el esplendor que se prepara a las letras, y los aplausos que reciba serán nuevas flores con que la posteridad reconocida corone su sepulcro (2008: 1365).

El nuevo régimen reconocía el valor de los mejores españoles al hacerlos suyos, y preparaba el terreno para la nueva y mejor España que saldría de la «extraordinaria revolución» en que se encontraba. Las fallidas acciones de Moratín perseguían reinterpretar y valorar la historia literaria española, establecer un nuevo canon acorde con los tiempos, que incluía la revisión de los formatos antiguos, y evidenciaba la relación cada vez más fuerte entre políticos y literatos. Bibliografía citada Mateo Alemán (1661). Primera y segunda parte del Guzmán de Alfarache, Madrid, Pedro del Val [con autógrafos y amputaciones de Leandro Fernández de Moratín], Biblioteca Nacional de España, ms. 6912. Joaquín Álvarez Barrientos (2001). «La Celestina, del siglo xviii a Menéndez Pelayo», en La Celestina: recepción y herencia de un mito, ed. Gregorio Torres Nebrera, Cáceres, Un. de Extremadura, pp. 73- 96. —  (2006). «El Quijote de Avellaneda en el siglo xviii», en El Quijote en el Siglo de las Luces, ed. Enrique Giménez, Universidad de Alicante, pp. 13-41. Edmond Cros. (1967). Protée et le gueux: recherches sur le origines et la nature du recit picaresque dans Guzmán de Alfarache, �������������� Paris��������� , Didier� �������. Leandro Fernández de Moratín «Prólogo para una nueva edición de Fray Gerundio», Biblioteca Nacional de España, ms. 18668/4. —  (1868). «Prólogo para Fray Gerundio», en Obras póstumas de D...., publicadas de orden y a expensas del gobierno de S. M., III, Madrid, Imprenta y Estereotipia de Rivadeneyra, pp. 200- 210. —  (2008). [Prólogo al Fray Gerundio], en Obras completas de los Moratines. Leandro, II, ed. Jesús Pérez Magallón, Madrid, Cátedra, pp. 1359-1365. Fernando García Lara (1999). «Moratín, fallido editor del Guzmán de Alfarache», en Ideas en sus paisajes. Homenaje al profesor Russell P. Sebold, eds. Guillermo Carnero, Ignacio Javier López y Enrique Rubio, Alicante, Universidad, pp. 203-214. Francisco José de Isla (1813). Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas por el padre…, Madrid, Imprenta que fue de Fuentenebro, 4 vols. Enrique Moreno Báez (1948). Lección y sentido de «Guzmán de Alfarache», Madrid, CSIC.

Traducir o adaptar: Comella y los dramas jocosos de Goldoni María ANGULO EGEA Universidad San Jorge de Zaragoza

Luciano Francisco Comella llegó a ser un auténtico depredador de argumentos, personajes y situaciones. Y con el fin de dotar de contenidos argumentales a su producción solicitó ayudas económicas para adquirir obras extranjeras de dónde obtener ideas para sus comedias. 1 Algunos de estos argumentos y situaciones teatrales los extrajo de la producción del dramaturgo veneciano Carlo Goldoni. Junto con los aspectos puramente teatrales, el elemento musical de algunas de las composiciones dramáticas de Goldoni fue lo que llamó la atención del dramaturgo catalán. El teatro lírico conoció una eclosión en el xviii. Algunos de los dramas jocosos del italiano sirvieron de inspiración a Comella para trasformarlos en zarzuelas. Hablo de trasformación porque Comella, más que traducir, se inspira o basa en los argumentos goldonianos. Este trabajo se centra en los tres dramas jocosos de Carlo Goldoni que adaptó, «connaturalizó» y convirtió en zarzuelas Luciano Comella: La isla de la pescadora (1778), La fingida enferma por amor (1797) y La dama voluble (1801). La zarzuela nueva (según dice en el manuscrito conservado en la Biblioteca Histórica de Madrid bajo la signatura Tea 1-118-19) La isla de la pescadora es una adaptación libre de Comella del drama jocoso Le pescatrici (1766) de Polisseno Fe-



  Véase la carta que recoge Dowling en Fernández de Moratín (1970: 257-258).

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gejo (Carlo Goldoni), con música original de Niccolò Piccinni y Pascuale Anfossi (Pasticcio). La obra de Goldoni fue estrenada en Roma (Pagán, 1997: 416). La pieza de Comella es una versión libre del texto goldoniano. Parece que tuvo como «adaptador musical» al compositor Pablo Esteve, según se dice en la partitura (BHM, Mus. 43-II) 2 y confirma la Cartelera de Andioc y Coulon (1996: 746). No sorprende que fuera Esteve el autor musical teniendo en cuenta que en aquellos momentos era compositor de música de los teatros públicos madrileños. Es más, dicho catálogo no da el nombre de Comella como traductor del libreto, sino que, simplemente, se lo adjudican al compositor Esteve. 3 Es Aguilar Piñal quien nombra a Comella como traductor del drama jocoso (III, 1983: 478). 4 Esteve y Comella trabajarían juntos en la confección de tonadillas para los teatros madrileños, pero la fecha de 1778 es algo temprana en el caso del dramaturgo catalán. Hasta el momento era el sainete titulado La bola de gas de 1779, la pieza más antigua de Comella de la que se tenía noticia de su estreno en los teatros públicos. Ahora bien, el dramaturgo llevaba al servicio de los marqueses de Mortara desde principio de los años setenta, por lo tanto, es muy probable que la primera pieza larga que estrenase el catalán fuera esta versión del drama de Goldoni en noviembre de 1778. 5 Además, el argumento, las ideas y los caracteres de los personajes de La isla de la pescadora recuerdan la comedia de música La Cecilia, estrenada por Comella después, precisamente en casa de los marqueses de Mortara. La isla de la pescadora mantiene la base argumental del drama de Goldoni. Comella cambia el título y se decanta por uno más evocador y exótico, y como era habitual en las zarzuelas españolas, transforma los tres actos en dos. Altera el planteamiento y el desarrollo de la acción, hasta el extremo de que no puede establecerse una comparación directa entre drama y zarzuela. Los nombres de los personajes han sido adaptados al contexto teatral español de la época. Comella ha cambiado sustancialmente el argumento goldoniano. No respeta ni el número, ni la vinculación entre los personajes, salvo en el caso de Irene, Patricio y el Conde que sigue el esquema marcado por Goldoni con Eurilda, Mastricco, Lindoro. Para los nombres de los pescadores, Comella apuesta por la sencillez pero remarca un matiz isleño y   En la partitura se registra primeramente el nombre del compositor original italiano, Piccini, pero también aparece en numerosas ocasiones el de Esteve.   Emilio Cotarelo fue quien primeramente comprobó el pago de 1500 reales por parte del Ayuntamiento a Pablo Esteve por La isla de la pescadora y afirmó que el compositor «era también poeta, pues suya es la comedia El amor filial muy representada en sus días» y que le pertenecían además otras como «la poesía de la zarzuela La isla de las pescadoras» (Cotarelo, 1899a: 505). Andioc y Coulon (1996: 576) confirman que Esteve recibió 1500 reales por la zarzuela, y 300 por un intermedio, que ha de ser el sainete o introducción con aprobaciones de 10, 12 y 14 de noviembre del mismo año, con el que estrenó La isla de la pescadora.   La zarzuela fue estrenada en el Teatro del Príncipe el 20 de noviembre de 1778. Fue la compañía de Manuel Martínez quien se encargó de la representación e intervinieron actores y cantantes de la talla de Nicolasa Palomera, Antonio Robles, Sebastián Briñoli o Miguel Garrido, entre otros. Estuvo en cartel del 20 al 22: La isla de la pescadora (zarzuela), Introducción; La duda satisfecha (Andioc y Coulon, 1996: 347).   Para todos estos datos y fechas sobre los primeros años de Luciano Comella en Madrid, véase Angulo Egea (2006: 25-28). Hasta este momento se pensaba que la primera comedia y zarzuela estrenadas en los teatros públicos madrileños del catalán habían sido La buena esposa y El puerto de Flandes, esta última también con música de Pablo Esteve, en 1781.

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pastoril con Marcela, Marina y Cosme. El cuarteto inicial, que permite el final en bodas, ha sido trasformado en un singular trío. Los modos y el lenguaje de las pescadoras de Comella no son especialmente bucólicas o pastoriles como se muestran las goldonianas, siguiendo en parte el esquema operístico de este tipo de personajes corales; sino representantes del pueblo llano, similares a otras mujeres de esta clase social de sus comedias sentimentales. El carácter de los personajes principales: la dama, el conde y el supuesto padre de la dama, reflejan aún mayores diferencias en Comella, respecto del original. El noble pasa a ser el usurpador del trono que le corresponde a Irene. Es el prototipo de noble ocioso, prepotente y mujeriego que pretendía criticar y corregir la ideología ilustrada. Patricio, el pescador y tutor de Irene, representa la honestidad, el hombre llano y trabajador. El Conde y Patricio son pues dos personalidades opuestas; dos clases sociales bien diferenciadas; dos sociedades que entran en conflicto. Conflicto social que, como señaló Jorge Campos (1969: 30-31) para La Cecilia de Comella se parece al de Peribáñez, pero que escapa de los convencionalismos barrocos, desde el momento en el que Irene se siente también atraída por el Conde y éste, verdaderamente enamorado de la dama, y transformado por el amor, siente más perder a su «pescadora» que el poder. En la obra, no sólo se recoge el abuso de poder del Conde sobre Irene, sino que esta prepotencia la ejerce el noble sobre todo el pueblo, representado en los pescadores, que finalmente apoyarán a su señora; en contraste con los soldados que no defenderán ni seguirán las órdenes del Conde, que se termina encontrando solo frente a toda la isla. Hay algo de insurrección popular, en efecto, ya que estas obras son también en ocasiones la imagen coral de todo un pueblo; pero de un pueblo con ideales ilustrados. 6 En cuanto a la escenografía y decorados, aspecto fundamental en las zarzuelas y en las comedias de la época, una vez más sirve de elemento diferenciador entre Comella y Goldoni. Para ambos el exterior representa una playa con algunas barcas y un conjunto de pescadores, que hacen las funciones de coro. Para el catalán todo transcurre en un país indeterminado. Lo que le interesa es el espacio de la isla, y exprime todos los recursos teatrales posibles. Comienza su zarzuela con un naufragio, situación inquietante y atractiva para el público de la época y que Comella incorporó en numerosas ocasiones a sus piezas teatrales. Estos gustaban en la escena por su espectacularidad, pero además permitían el enfrentamiento de los protagonistas con situaciones nuevas, inusuales y sorprendentes. En todo caso, el catalán era muy consciente del efectismo de comenzar la obra con una tormenta y naufragio y no dudó en poner en marcha el espectáculo. 7 En cuanto a lo musical, el primer acto, aunque no sigue las letras de Goldoni, sí puede apreciarse una estructura similar en cuanto al número de arias e intérpretes, así como el tono desenfadado y popular de los temas. Sin embargo, en el segundo   Para un estudio detallado de esta pieza y su comparación con el original goldoniano y con la versión que también realizó Ramón de la Cruz de Le Pescatrice, véase Angulo Egea (2009).   Para lo referente a la escenografía marina, los naufragios y demás en el teatro popular del Setecientos, véase Angulo Egea (2006: 199-208).

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acto, en el que el argumento de Comella tanto varía con respecto al del italiano, muchos de los números recuerdan canciones de la época que aluden a la dote de las damas; la obsesión de las mujeres por casarse; los principios morales por los que debe regirse una casada; los síntomas del celoso, etcétera. 8 La isla de la pescadora es una versión más que libre del drama jocoso de Goldoni. Puede afirmarse que «inspirado en» la pieza del italiano, tanto en lo teatral como en lo musical, refiriéndome en cuanto a esto último, a la libertad con la que recrea el dramaturgo catalán la letra de las arias que conforman su zarzuela. Las otras dos piezas objeto de este trabajo, según ha señalado Pagán, La fingida enferma por amor y La dama voluble son dramas jocosos tardíos basados en comedias goldonianas que sólo se conocen en español (Lafarga, 1997: 179). La libertad de adaptación con la que se ha comprobado que solía trabajar el catalán, influye de manera determinante en la dificultad para reconocer vestigios del italiano. Tanto es así que Rosalía Fernández Cabezón, tras analizar La fingida enferma por amor (1797), concluye que Comella tomó de Goldoni tan solo el nombre de la pieza, pero que en realidad adaptó una comedia de Molière intitulada, L’amour médecin (1665). 9 Strictu senso la comedia La finta ammalata no se parece demasiado a la zarzuela de Comella, mientras que el texto de Molière recoge algunos elementos que también se dan en La fingida enferma por amor: el disfraz de doctor que adopta el enamorado para introducirse en la casa y la certificación final del notario. Sin embargo, hay que insistir en lo expresado por Víctor Pagán en cuanto a que se trata de un libreto tardío versionado de la comedia La finta ammalata, estrenada en el carnaval veneciano de 1750. Luego, no es exactamente La finta ammalata. Además, la dramática de Molière vino a ser un referente, un suministrador de recursos escénicos, personajes y temáticas para toda la Europa del Setecientos. Es muy probable que la idea de una enferma fingida o «imaginaria», cuyo tratamiento permite en la obra abordar la situación de falta de credibilidad y del abuso del gremio de los médicos, como sucede en la comedia de Goldoni, estuviera inspirada en L’amour médecin y en otras comedias del dramaturgo francés, ya que era un asunto recurrente en su producción. 10 Ya indicó Emilio Cotarelo que L’amour médecin había penetrado «por conducto italiano» en la escena española. «Imitó o casi tradujo a Molière Carlos Goldoni en su Finta ammalata» (1899b: 25-26). 11    Véase el cuadro sobre los temas musicales de La isla de la pescadora que se recogen en Angulo Egea (2009).   En este trabajo poco conocido de la investigadora se analizan las adaptaciones del teatro italiano de Comella de El matrimonio secreto, El avaro, La fingida enferma por amor, La escuela de celosos y La Cifra (1998). 10   Víctor Pagán afirma que Goldoni «sabe recoger muy bien la tradición molieresca y la desarrolla, la aburguesa y fija para ella un lenguaje que determinará las prácticas del teatro lírico cómico de la segunda mitad del siglo xviii» (Lafarga, 1997: 186). 11  Cotarelo da cuenta de dos traducciones de la obra de Goldoni al castellano y representada en los teatros de Madrid y fuera durante el siglo xviii. «Hizo la primera versión hacia 1770 D. José Sedano, autor de otras varias piezas dramáticas, distinto del colector del Parnaso español, dividiendo su obra en tres actos escritos en prosa, como el original, y anónima fue impresa en Barcelona por Juan Francisco Piferrer, y de seguro antes en la corte, si bien no hemos visto impresión madrileña. Bastantes años después, D. Luciano Francisco Comella dio no una traducción, en el sentido riguroso de la palabra, sino una imitación o arreglo, hecho probablemen-

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Por lo tanto, se evidencia la relación entre ambas obras de Molière y de Goldoni, sin que ello signifique que Comella traduce la pieza francesa, sino que se basa en una versión musical anónima realizada sobre la comedia goldoniana. Comella, una vez más, hace su particular interpretación de la comedia de Goldoni. Se parece al italiano en que, a pesar del título, La fingida enferma por amor, el personaje que adquiere verdadero protagonismo no es la dama, sino el tutor de la joven, don Macario de Porras, un aspirante a filósofo, que, como con el doctor de Goldoni, se convierte en el centro de las sátiras del dramaturgo. 12 Esta zarzuela recuerda las comedias sentimentales de moda, pero también, se aproxima al estilo de las comedias de figurón del xviii. 13 Un figurón «moderno», eso sí, que trata a toda costa de ser un literato, un «filósofo de café». Macario, según consta en el dramatis personae, es un «hombre rústico que quiere hacerse filósofo». 14 En este nuevo figurón hay un espíritu de mejora, no se afianza, como sus antecesores, en costumbres trasnochadas. Sin embargo, la estupidez, ceguera y tozudez con la que se conduce le hacen igual de ridículo que los figurones supersticiosos de José de Cañizares. Hay que tener presente además que don Macario, fue representado en 1797 por el famoso actor Mariano Querol, experto en este tipo de caracteres. Por lo tanto, aún cobraría más importancia esta figura, junto a la de don Casto, frente al resto de personajes. Seguramente, a finales de siglo, resultaba más actual y rentable, desde un punto de vista cómico, dirigir la sátira hacia los «modernos literatos afrancesados» que hacia los ineficaces y oportunistas doctores, que venían siendo objeto de crítica desde mucho tiempo atrás. 15 En esencia, Comella recoge la intención satírica del dramaturgo italiano, si bien prefiere ocuparse del gremio de los literatos modernos más que del de los clásicos doctores. Con todo, don Carlos, para introducirse en la casa de su enamorada, se hace pasar por doctor y, para no ser descubierto, seguirá los consejos de su criada Matea (1797: 3). te por intermedio de una opereta italiana que no conozco, de la obra de Goldoni, con el título de La fingida enferma por amor, comedia de música en dos actos, que se representó en el verano de 1797. Como las demás del prolífico dramaturgo de Vich, está en verso esta obra, que ninguna otra mención merece. Debió de haberse impreso, pues Moratín la cita en su Catálogo dramático del siglo xviii, y en el Archivo de esta villa hay un manuscrito de la zarzuela, que fue también citada por el señor Cambronero en su interesante estudio sobre Comella (1899b: 25-26). 12   Véase el análisis que hace al respecto Fernández Cabezón (1998). 13  Para la comedia de figurón y los figurones en el siglo xviii, véanse los trabajos de Olga Fernández Fernández y de María Angulo Egea que se recogen en el monográfico dedicado a esta figura dramática que ha editado Luciano García Lorenzo (2007). 14  Se conserva de esta pieza tanto el manuscrito en la Biblioteca Municipal de Madrid (Tea 1-192-16), como el impreso en la Biblioteca Nacional de Madrid (Madrid, Imprenta de Cruzado. T-14816-1 y T-20548). 15   Fernández Cabezón ha establecido esta vinculación de los personajes de Comella con las ideas de Los eruditos a la violeta de Cadalso, en su análisis de La fingida enferma por amor (1998: 157-160). Y siguiendo las ideas de Mario Di Pinto (1988), identifica esta obsesiva crítica del catalán a los violetos, representado en este caso en la figura asexuada y presuntuosa del petimetre don Casto, con Leandro Fernández de Moratín. Siempre en el punto de mira de las sátiras de Comella, especialmente desde que estrenase La comedia nueva (1792). La relación de Comella con la producción de Cadalso se analiza detalladamente por medio del estudio y edición del sainete comellano El violeto universal o El café, en Angulo Egea (2001: 33-83).

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Señala Fernández Cabezón (1988: 156) que la dama en las comedias francesa e italiana está muy desdibujada en comparación con la entidad que adquiere en la pieza española. Goldoni no necesitaba definir demasiado el personaje de Rosaura porque se había convertido en su teatro en un arquetipo de dama enamorada «jovencita desprendida, asediada, maltratada, que vence pruebas por su constancia, su dignidad y firmeza de ánimo» (Herry, 1993: 18). 16 Ahora bien, Comella en su zarzuela le da mayor protagonismo a Ángela (equivalente de Rosaura) y, además, la presenta como una mujer muy decidida y emprendedora. Es más, la dama pone en tela de juicio la tutela que viene ejerciendo sobre ella don Macario, hasta el extremo de que le llega un auto de manos de un escribano en el que se le inhabilita para esta función. 17 Los escenarios son las típicas estancias burguesas: salón, gabinete, galería con vista del museo, «casa de la china», «galería de un literato» y el jardín. Aunque no nos encontramos con un gran aparato escénico como sí sucedía en La isla de la pescadora, la variedad de números musicales es sin embargo mucho mayor en esta zarzuela de ambientación burguesa. Veamos el cuadro: La fingida enferma por amor (1797) Ópera jocosa 18 Música de Melchor Ronzi Acto Primero

Acto Segundo

1.  Introducción (Joaquina Arteaga, Manuel García, Manuela Correa, Vicente Sánchez) «El silencio es necesario»

1.  Terceto de Matea, Ángela y don Casto (Joaquina Arteaga, Lorenza Correa y Bernardo Gil) «No dejes, señorita,»

2. Aria de la criada Dorotea (Manuela Correa) «Detente, ingrato, aleve»

2. Aria de Matea-marquesa del Cachirulo (Joaquina Arteaga) «A disipar mis penas»

3. Cabatina de Ángela (Lorenza Correa) «Yo no puedo, ¡ay Dios!, la causa»

3. Aria de don Macario (Mariano Querol) «Esta carta lo confieso»

16  Se habla del ciclo de Rosaura dentro del conjunto de piezas que escribió en el período de 1750-1752. En este papel se especializó Teodora Medebach, una de las actrices con quien más trabajó el italiano. Según cuenta Goldoni en sus Memorias, esta actriz era «una mujer con vapores; estaba a menudo enferma, o a menudo creía estarlo», y el dramaturgo se tomó la licencia de convertirla en personaje como «la finta ammalata» en el Carnaval de 1751 (Herry, 1993: 19). 17  Esta posibilidad legal la avalaban los puntos 8 y 9 de la Pragmática de 1776 referente a que los padres y tutores podían ser llevados a los tribunales (Fernández Cabezón, 1998: 156). 18  El censor de la obra, Santos Díez González la denomina «ópera bufa española» y no halla «reparo en que se permita cantar. Madrid y julio 8 del 1797» (h. 26r).

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Acto Primero

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Acto Segundo

4.  Quinteto de Carlos, Ángela, Dorotea, don Macario y don Casto (Vicente Sánchez, Lorenza Correa, Manuela Correa, Mariano Querol, Bernardo Gil) «Mira el amado objeto»

4. Dúo de Ángela y don Casto (Lorenza Correa y Bernardo Gil) «Que amor mi bien me tiene»19

5. Aria de Facundo-marqués de la Bacía (Manuel García) «Yo soy tan valiente»

5. Aria de don Casto20 (Bernardo Gil) «El ardor, el dulce fuego»

6. Aria de Carlos (Vicente Sánchez) «Si fijas en mis ojos»

6.�����������������������������������������  ���������������������������������������� Cuarteto de Carlos, Ángela, don Macario y don Casto (Vicente Sánchez, Lorenza Correa, Mariano Querol y Bernardo Gil) «Por garante el alma y vida»,

7. Aria de Ángela (Lorenza Correa) «Si al amor debo ligarme»

7.����������������  ��������������� Rondó de Ángela21 (Lorenza Correa) «Cuan terrible es mi tormento»

Final

Final. Todos: «Aviva, amor, aviva»

La música de esta particular zarzuela parece que es responsabilidad del compositor y violinista Melchor Ronzi (Andioc y Coulon, 1996: 722). 22 La dama voluble (1801) es una adaptación de Comella del drama jocoso La donna di genio volubile (1791) de Giovanni Bertati, 23 con música de Marco Antonio Portogallo, basado en la comedia La donna volubile (1751) de Carlo Goldoni (Pagán, 1997: 408). 24 Comella presenta en esta pieza un tipo de mujer inteligente, independiente, amante de la lectura, culta, noble y viuda que busca una sintonía con la naturaleza y 19  La letra de este dúo difiere de la del manuscrito que se anota al margen, parece que por el propio Comella. Cantan a un tiempo Ángela y don Casto: «Cupidillo en nuestros pechos / comunica tus amores /con tu antorcha sus ardores / cuida siempre de avivar» (h. 12v). 20  En el manuscrito precede al aria un breve recitado con el que don Casto responde a Ángela: Abandona el furor. Cede a mis ruegos. Yo te amo, te idolatro, óyeme al menos, tu desdén, tu rigor me dan la muerte. Duélate por piedad mi fiera suerte (h. 14v). 21  En el manuscrito el rondó se corresponde con un recitado y un aria. La letra es muy similar a lo im­ preso. 22  La partitura se conserva en la Biblioteca Histórica de Madrid con la signatura Mus. 249-II, 250-I. La música original del drama jocoso de Goldoni Lo speziale corrió a cargo de los compositores italianos V. Pallavicino y de D. Fischietti. En cambio, la música que se compueso para el libreto que se hizo sobre la comedia La finta ammalata, y que sirvió de inspiración a Comella, es anónimo (Pagán, 1997: 413-414). 23  No es la primera vez que Comella adaptaba un libreto de Giovanni Bertati, ya lo había hecho con L’avaro (1775), Il matrinomio segreto (1792). 24  El manuscrito (Tea 1-195-6) y la partitura (Mus 298-I, 298-II y 299-I) que registra también los títulos de La dama voltaria y La mujer inconstante se encuentran en la Biblioteca Histórica de Madrid.

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quiere encontrar un amor que esté en armonía con esta realidad. La condesa está buscando el amor ‘natural’, hasta el punto de creerse el amor bucólico de los pastores del poeta Garcilaso, a quien lee, representado en los jardineros que cuidan de su casa. Esta exaltación del amor pastoril, natural, le lleva a rechazar los múltiples pretendientes, estereotipos por otra parte de la corrupción en la que desemboca la superficialidad de la nueva vida urbana. Con todos y cada uno de los candidatos queda en privado para conocerles mejor, y a todos desenmascara ante el espectador. Este aspecto filantrópico del «amor natural» y de la «igualdad primitiva» tiene un importante papel en los dramas jocosos de Goldoni, tal y como ha señalado Franco Fido (1993, pp. 45-53). De hecho, varias piezas goldonianas recogen diálogos muy similares al citado con esta ingenua idea del poder natural e igualador del amor, como en la La bella selvagia, 25 y en I portentosi effetti della Madre Natura. Por otro lado, como ha estudiado Franco Fido (1993: 53-70) en el teatro de Goldoni, aparece en determinado momento un notable interés por el campo, como contrapunto a un mundo mercantil que produce cierto cansancio en el teatro burgués del siglo xviii. Fenómeno generalizado en la dramaturgia europea del Setecientos. Así se crean piezas en las que se enfrenta una teórica libertad campestre con el encorsetamiento de las fórmulas ciudadanas. En parte, este espíritu abierto es el que caracteriza a «la dama voluble», aunque también cierta falta de sociabilidad y excentricidad. La dama voluble transcurre en la casa de campo de la condesa, con galerías y vistas que siempre desembocan a un jardín. Jardín que tiene incluso huerto, que se encargan de cuidar, eso sí, los jardineros, que son los que adornan después la casa de la dama con naranjas, limas y fresas. Con La dama voluble Comella parece que se ajusta una vez más al espíritu de Goldoni, pero no a la letra. El cuadro musical de esta zarzuela también refleja sus peculiaridades: La dama voluble (1801) Ópera en dos actos Música de Manuel Antonio Portogallo Acto Primero 1.  Introducción (Cristiani, Calderi, Grandoti, Muñoz) «Somos cuatro pretendientes»

 Para esta pieza véase Calderone (1992).

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Acto Segundo 1. Aria de Isidro (Muñoz) «Teme ingrata de un amante»

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Acto Primero

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Acto Segundo

2. Polaca de la criada Laura (Gertrudis Cortinas) «Fuera pues una gran cosa»

2. Aria27 «El hombre que casa con mujer muy rica y bella»

3.  Quinteto de la Condesa, don Pedro, don Isidro don Bernardo y don Narciso (Carlota, Calderi, Muñoz, Grandoti, Cristiani)

3.  Quinteto La condesa, Laura, don Narciso, don Isidro y don Pedro (Carlota, Gertrudis, Cristiani, Muñoz, Calderi) «Esta carta lo confieso»

4. Aria de don Pedro (Calderi)

4. Aria de don Pedro (Calderi)

5. Cuarteto de don Pedro, don Isidro don Bernardo y don Narciso (Calderi, Muñoz, Grandoti, Cristiani) «Atónito, perplejo, confuso y asombrado»

5. Rondó28 de la Condesa (Carlota) «Oh venturoso instante»

6. Aria de Paco (Mariano Querol) «Perra, taimada, ay que graciosa»

6. Polaca de la Condesa (Carlota)

7. Rondó26 de la Condesa (Carlota) «Los amores campestres a decir verdad»

7. Contradanza de la Condesa (Carlota)

Final (todos) «Somos competidores mas siempre amigos fieles»

8. Recitado de la Condesa (Carlota) «Necios amantes viendo el desengaño» Final (Coro) «Oh que gozo, que alegría, Oh que noche de contento»

Tras el análisis detallado de estas tres traducciones de Comella de las piezas musicales del italiano Carlo Goldoni se pueden establecer al menos dos conclusiones importantes. La primera en relación a los dos dramaturgos. Ambos fueron hombres entregados a la escena, en parte esclavos de un público y metidos en el engranaje de una producción masiva para los teatros públicos. Esto les lleva a interesarse por reflejar  Las particelas registran «recitado» y no rondó.  Las particelas dicen que la canta el señor Torrellas, pero éste no aparece en el dramatis personae inicial. 28   Vuelve a ser «recitado» en las particelas. 26 27

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en sus obras las costumbres de su época, la ideología burguesa y las nuevas relaciones de poder entre la nobleza, la burguesía y el pueblo, la estructura jerárquica familiar, el papel destacado de la mujer en la sociedad, los problemas generados por los matrimonios de conveniencia, y un largo etcétera. Temática acompañada por la escenografía y acción teatral pensadas para entretener a un público que se reconocería en las ideas pero que también quería divertirse con el espectáculo. En resumen, dos hombres de teatro, entregados a su oficio y conocedores del arte dramático y del público al que se dirigían. La segunda conclusión está en relación con la labor de traducción de Comella, que se caracteriza fundamentalmente por una libertad absoluta en el manejo de las ideas, personajes, escenas y situaciones que recoge de otros autores. Comella más que traducir, se inspira en determinadas obras; le llama la atención algún personaje, se deja iluminar por un escenario y un ambiente; o encuentra un ángulo nuevo y moderno desde el que tratar el papel de la mujer en la sociedad de su época. Con Comella no puede hablarse siquiera de connaturalización, ya que en muchas ocasiones, estamos ante una pieza prácticamente nueva. La mayoría de las veces recoge los títulos originales porque sin duda formaban parte de cierto repertorio, y tal vez algunos espectadores, o censores, pudieran también evocar el precedente italiano, francés, inglés… En todo caso, hay que tener en cuenta que ya existían de las tres piezas de Goldoni comentadas, traducciones previas a las de Comella, y traducciones fieles. Al catalán no le interesaba tanto introducir a Goldoni, o a quien fuere, en los teatros españoles, como crear o recrear sus propias piezas. Seguir convenciendo al público de sus habilidades dramáticas, a los empresarios de su capacidad para llenar los teatros y a los censores de que seguía a los maestros europeos con sus adaptaciones.

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Luzán y la Ilustración José CHECA BELTRÁN Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Han sido muchas las discusiones sobre la existencia en la España del siglo xviii de un verdadero movimiento ilustrado: algunos lo niegan, otros lo reconocen solo en la segunda mitad del siglo, otros hablan de «Ilustración cristiana» y muchos sostienen la timidez intelectual de nuestros ilustrados dieciochescos. Se trata de un debate que solo tendría sentido si previamente se fijan con precisión los diferentes rasgos definitorios del pensamiento ilustrado y se comparan con el pensamiento individual de cada autor. Pero ni siquiera estamos seguros de qué es la Ilustración. En cualquier caso, se puede convenir en que existen unos cuantos rasgos que, sin mucha controversia, podemos considerar como ilustrados. Me serviré de ellos en este trabajo, cuyo objetivo es estudiar la relación con el pensamiento ilustrado de Ignacio de Luzán, un autor que murió en 1754 y que, por tanto, escribió casi toda su obra en la primera mitad del siglo xviii; un autor estudiado y conocido, sobre todo, por su producción literaria y teórico-literaria, y cuya relación con la Ilustración no ha sido analizada de manera monográfica. Su encuadramiento, o no, en el movimiento ilustrado añadiría un dato más acerca de la situación de este en la España de mediados del siglo xviii. Veamos, así pues, cuál fue la relación de la principal obra escrita de Luzán (dejamos aparte su biografía) con determinados rasgos conformadores de la Ilustración.

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Cosmopolita Para empezar, Luzán siempre demostró poseer una actitud cosmopolita. El aislacionismo español durante la época de los últimos Austrias había ocasionado serios perjuicios a la cultura española, y precisamente en los años en que Luzán escribía el debate político y cultural dirimía la conveniencia de abrirse al exterior. Reformistas y tradicionalistas discrepaban sobre el beneficio de las traducciones y sobre la actitud que, en general, había que mantener respecto de lo extranjero. Luzán escribió a este propósito en la Carta latina de Ignacio Philaletes: «Nadie me gana en lo de estar libre de toda preocupación contra los extranjeros» (Luzán, 1737: 12). Para los tradicionalistas, reconocer que los modelos culturales, científicos o políticos residían en un país extraño significaba una prueba de antipatriotismo, y esta era la acusación que solían lanzar contra quienes veían en Francia un modelo a imitar. Luzán, en el extremo contrario, encontraba en Francia el paradigma al que España debía acudir si deseaba salir de su letargo e incorporarse a la cultura europea; decía así en las Memorias Literarias de París: «No creo adular a una Nación, ni agraviar a las demás, si digo que París es el centro de las Ciencias y Artes, de las Bellas Letras, de la erudición, de la delicadeza y del buen gusto […] Y siempre que en cualquiera otra parte se echen los mismos cimientos, se pongan los mismos medios y concurran las mismas causas se conseguirán los mismos progresos y las mismas ventajas» (1751: 23). Naturalmente, quien se permitía una opinión de este tipo debía dejar constancia explícita de que ello no significaba ningún menosprecio de la patria y, por tanto, no era señal de antipatriotismo; de ahí que, en este caso, Luzán se curase en salud añadiendo que con este pensamiento no agraviaba a ninguna nación distinta de Francia. En esta línea, y a propósito de los estudios universitarios en París, Luzán se lamenta de la decadencia española frente al auge de los estudios en Francia: «así van dando vuelta las cosas del mundo; y los españoles, que ducientos años ha iban a enseñar a los franceses las Matemáticas y las Lenguas Eruditas, se verán tal vez necesitados de irlas a aprender a París» (1751: 197). Lo viejo y lo nuevo Pero la esencia del debate entre el pensamiento ilustrado y el pensamiento tradicionalista se hallaba en la confrontación entre lo viejo y lo nuevo. En efecto, la discusión sobre la conveniencia o no de las novedades debería ser uno de los elementos que nos proporcionara las mejores pistas acerca del carácter ilustrado de Luzán. No es necesario extenderse sobre el significado que la novedad poseía en una sociedad tan anclada en la tradición como era la sociedad española de principios y mediados del xviii, heredera de una concepción política, filosófica y religiosa poco proclive a los cambios, considerados mayoritariamente como peligrosos (recordemos la marginación que hubieron de sufrir en el cambio de siglo los llamados «novatores»). Con la llegada de los Borbones se perciben signos de cambio político,

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de transgresión del orden «austriaco». La batalla entre reformistas y continuistas se desarrolló en el campo político y en todos los ámbitos de la cultura, de ahí que también en las obras teórico-literarias de Luzán se adviertan huellas de dicho debate. Los comienzos de esta discusión en España obedecen al deseo de los reformistas de acercamiento a Europa, al deseo de abandonar esa periferia política y literaria en la que se hallaba España, y acercarse a la capital del momento, París. En Europa se criticaba a España por su atraso y su aislamiento, por su anacrónica adscripción al escolasticismo, en contraposición a una Europa empirista y librepensadora, mientras que en el ámbito literario es objeto de burla por su literatura barroca. París fue una referencia para todos: para unos fue un modelo positivo y para otros un modelo negativo. A veces los modelos negativos son tan importantes como los positivos en la conformación de una identidad. Para Luzán, el pensamiento literario francés era un modelo positivo, de ahí su reivindicación del clasicismo: si nos situamos en las primeras décadas del xviii, el neoclasicismo constituía una novedad frente a los más de 100 años de tradición barroca que entonces vivía España. Por otra parte, lo nuevo es lo que procede del centro literario, Francia en aquellos momentos, mientras que lo viejo se localiza en la periferia; lo nuevo es la moda, y la moda era París. Con la redacción de su Poética, Luzán es consciente —al menos así lo piensa él— de que está iniciando un trabajo nuevo, que nadie había realizado hasta entonces en España: «en las grandes empresas, aunque el éxito no sea feliz, sirve de galardón la gloria de haberse atrevido. Para mí bastará la de haber abierto camino» (1737: 128). Pero en la Poética hay algo más que opiniones literarias: en los preliminares y, concretamente, en las páginas tituladas Al lector Luzán demuestra su desprejuiciada adhesión a la novedad, aunque una vez más tenga que guardarse las espaldas ante los previsibles anatemizadores de la novedad. Curiosamente, en este prólogo de la Poética Luzán se refiere ya a las primeras repercusiones del texto manuscrito de esta obra: «habiendo entreoído, aun antes de acabar la impresión, no sé qué voces que, o me imputan lo que no digo o me trastruecan mis proposiciones, de modo que las desconozco yo mismo, he querido que estés prevenido por lo que, sin duda, oirás decir a otros, y por lo que te dirán tal vez a ti mismo tus propias preocupaciones». Luzán se defiende, así, anticipadamente de esas primeras lecturas que se están haciendo —o que él prevé que se van a hacer— de su libro, lecturas interesadas que podrían perjudicarlo porque parece que interpretan a Luzán como un introductor de novedades, acusación bastante grave por lo que se desprende de la importancia que el propio Luzán le concede: «Y primeramente te advierto que no desestimes como novedades las reglas y opiniones que en este tratado propongo; porque, aunque quizás te lo parecerán, por lo que tienen de diversas y contrarias a lo que el vulgo comúnmente ha juzgado y practicado hasta ahora, te aseguro que nada tienen menos que eso; pues ha dos mil años que estas mismas reglas, a lo menos en todo lo substancial y fundamental, ya estaban escritas por Aristóteles, y luego, sucesivamente, epilogadas por Horacio, comentadas por muchos sabios y eruditos varones, divulgadas entre todas las naciones cultas y, ge-

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neralmente, aprobadas y seguidas. Mira si tendrás razón para decir que son opiniones nuevas las que peinan tantas canas» (1737: 97). Si bien es cierto que las ideas literarias de Luzán proceden de la antigüedad, no es menos cierto que si estas poseen vigor y actualidad en 1737 es porque los franceses las han puesto de moda. Son ideas antiguas, pero modernas: Luzán se está defendiendo de la acusación de introducir novedades. Pero una vez que Luzán —para defenderse de los previsibles ataques— ha explicado que sus opiniones no son nuevas sino muy antiguas, y una vez que ha llamado en su ayuda a ciertas autoridades, recursos estos poco ilustrados —que se justifican por aquel clima represivo—, continúa su defensa recurriendo a dos nuevos argumentos, estos sí, plenamente ilustrados: la razón y la defensa de la novedad. Afirma que sus ideas proceden de la razón: me resultaría «muy fácil de probar que todo lo que se funda en razón es tan antiguo como la razón misma y, siendo esta hija del discurso humano, vendrá a ser con poca distancia su coetánea». Pero lo más avanzado de todo lo que escribe Luzán en estas páginas preliminares es su defensa de la novedad: «Fuera desto, ¿qué importa que una opinión sea nueva, como sea verdadera? ¿Aprobaríamos por ventura la terquedad de aquellos que hubiesen continuado hasta ahora el bruto manjar de silvestres bellotas despreciando el noble alimento del pan, por parecerles novedad el uso de él? Bueno fuera que desecháramos el oro de Indias porque viene de un Nuevo Mundo, y que por la misma antipatía a las novedades, hubiese aún quien cerrara los ojos por no ver la circulación de la sangre o las tubas falopianas, o los vasos lácteos u otros descubrimientos utilísimos para la física y para las matemáticas» (1737: 97-98). En resumidas cuentas, entendemos que Luzán recurre a un primer argumento «antiguo» —defender la antigüedad de sus ideas y su procedencia de las «autoridades»— y a dos argumentos «nuevos», el recurso a la razón y la defensa de la novedad. Entendemos, igualmente, que ese primer argumento «antiguo» era imprescindible en unos años en que, como hemos dicho, las novedades eran peligrosas. Recordemos, además, que Luzán se inscribe en una tradición basada esencialmente en el principio de autoridad, que él corrige subrayando el uso de la razón y de lo nuevo. Debemos interpretar que Luzán utiliza el recurso a la autoridad solo para dar fuerza a unas opiniones que ha adquirido a través de la razón: él sabe que las autoridades no siempre tienen razón, y lo demuestra poniéndolas en tela de juicio repetidamente a lo largo de sus obras. Progresos del siglo En consonancia con esta actitud ilustrada de defensa de la novedad, Luzán se manifiesta en repetidas ocasiones entusiasmado ante los inventos y los progresos del siglo que le tocó vivir: «Las ciencias y las Artes están hoy tocando casi a su perfección, mil descubrimientos, mil inventos, mil machinas, mil nuevos métodos allanan todas las dificultades y facilitan los estudios: En todas partes, en todas lenguas se

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habla, se escribe científicamente: el Templo de la Sabiduría es ya accesible a todos: una copia innumerable de Libros en todas materias no deja que desear a los que quieran instruirse. Academias, Universidades, Bibliotecas, Escuelas, Colegios, experiencias, viajes, premios, todo alienta, todo influye, todo se comunica; y esta comunicación, este comercio literario, ha producido en la República de las Letras tan exorbitantes riquezas…» (1751: 6-7). Evidentemente, Luzán desea la prosperidad de su patria, para lo que se adhiere al progreso, comparando a veces la situación española y la francesa, con el fin de enmendar los yerros y el atraso de España. Así, explica y, a veces, compara con las españolas, ciertas instituciones francesas y cierto tipo de textos educativos, con el objetivo de extraer ideas que mejoren los textos y las instituciones españolas: así, las cartillas para enseñar las primeras letras, métodos para el aprendizaje de la escritura, «libros de educación», gramáticas, academias francesas, universidades, escuelas, periódicos, bibliotecas, impresores, etc. Estas explicaciones dejan ver la admiración de Luzán por el mejor funcionamiento de todas estas cuestiones en Francia, que debería servir, a su juicio, como modelo para España. En sus Memorias literarias de París subraya la preocupación existente en Francia para dar una buena educación a las mujeres, de manera que «es muy común en las mujeres de París el estar harto bien instruidas en la Geografía, en la Historia y aun en la Filosofía, y en las Matemáticas». Enumera algunos libros muy útiles para las damas, las cuales asisten en París —dice— a clases de Física Experimental impartidas por el abate Mollet. Tras relacionar algunas obras escritas por mujeres, escribe: «y salen cada día nuevas obras que manifiestan cuán bien instruidas están en Francia, y especialmente en París, las mujeres. Y no dudo que igual instrucción produciría iguales efectos en otras partes de Europa» (1751: 47 y 50). Significativos son sus elogios a la lengua francesa, a los libros franceses y al conocimiento que de su lengua tienen los franceses: «Generalmente se nota que en París el común de las gentes habla con muchísima propiedad», gracias a la Academia Francesa y al «gran número de libros que han salido en esta lengua de un siglo a esta parte sobre todas las materias científicas y de todas las artes» (1751: 60). Como manifestación de aquella ingenuidad ilustrada, Luzán defiende el progreso lineal en el curso de los tiempos. Así se manifiesta en su Poética: «si hacemos reflexión a la mudanza de las costumbres y a la diversidad de genios […], cuanto más nos alejáramos hacia las primeras edades, hallaremos en todo menos arte y más sencillez». Asimismo, el progreso de las artes y las ciencias es siempre positivo: «con la cultura de las artes y ciencias parece, por decirlo así, que toda la naturaleza se desbasta y se labra, y ostenta en todo más aliño y aseo» (1737: 155). La felicidad; las instituciones Como buen defensor de una monarquía ilustrada, sabe ver la gran importancia de la política de Estado: «La gloria de levantar la poesía francesa a la perfección de

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que es capaz, no menos que a las demás Artes y Ciencias, estaba reservada a un gran Príncipe y a unos grandes ministros; a Luis XIV, a los cardenales Richelieu y Mazarinos, al gran Colbert, etc.» (1751: 70). Ilustrado es, consiguientemente, su discurso sobre la felicidad y los beneficiosos efectos de las luces: «¿De qué sirve el estudio, de qué la erudición, de qué la sabiduría más sublime, si encerrada en sí misma no se extiende en beneficio de la sociedad humana, y no contribuye a la felicidad de los demás hombres? ¿Y a quién se debe esta felicidad en los Estados sino a la instrucción fecunda, a la ciencia y a las luces de los que mandan y de los que obedecen?» (1751: 4-5). Igualmente ilustrada es la importancia que concede a las instituciones para el desarrollo de los pueblos, las ciencias y las artes. En su Oración gratulatoria a la Real Academia de la Historia, Luzán demuestra su entusiasmo y su fe en los organismos que están naciendo para dar esplendor y prosperidad a un país: «Tiempo vendrá, Real Academia, […], que este primer albor llegue a su mediodía y que estos cimientos crezcan […], y los sabios de Europa harán tributarios sus estudios a esta Real Academia» (2007: 21). Sebold subrayaba cómo en la Oración gratulatoria por su ingreso en la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, de 1752, Luzán definía al buen ciudadano como un «buen hombre» que «solo anhela que todos experimenten los efectos de su humanidad, que todos los imiten, y que se extienda a todas las naciones la buena fe, la policía, la cultura, la afabilidad, la generosidad y, finalmente, la verdadera felicidad humana, que pende de la práctica de las virtudes más sociables» (1737: 24). Métodos filosóficos Partiendo de que el método científico propio de la Ilustración fue el inductivo de la filosofía empírica, frente al deductivismo cartesiano, perteneciente a una etapa anterior, Sebold explicó el eclecticismo filosófico de Luzán en su Poética, quien opera de manera deductiva, cartesiana, pero también inductivamente. Sin embargo, la adhesión de Luzán al procedimiento deductivo podría desmentir su carácter ilustrado. En este sentido debemos recordar que un tratado de poética es esencialmente deductivo, parte siempre de unos principios generales, comunes, bien definidos, cuya aplicación determina las distintas opiniones sobre las obras y los autores literarios. Luzán, lógicamente, hubo de adaptarse a ello, pero lo peculiar de nuestro autor es que, a pesar de este procedimiento deductivo propio de las poéticas, Luzán confiere a la suya una dimensión inductiva poco común, dada la atención pormenorizada que dedica a las obras y autores particulares, de cuyo análisis también llega a principios generales. Es decir, Luzán aporta en su tratado de poética una dimensión inductiva donde en los dos últimos siglos había predominado un procedimiento deductivo. Ello se corresponde con sus palabras de adhesión al pensamiento de Locke: «el conocimiento de las cosas nos viene por los sentidos, debiendo pasar primero por este conducto todo lo que el entendimiento comprende» (1737: 34 y 39).

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Ciencias y letras Es en el ámbito de la confrontación entre ciencias y letras donde descubrimos al Luzán más apegado a la tradición: por ejemplo, tras explicar en las Memorias Literarias de París que el estudio de la Filosofía se hace en París según la división en Lógica, Física y Metafísica, parece lamentarse de que allí se prima el estudio de la Física, que se «estudia muy bien», pero muy pocos estudian la Lógica y la Metafísica. Parece lamentarse de que allí se lean poco Bacon, Leibnitz, Locke, Platón y Aristóteles, de ahí la falta de método y solidez en muchos de los textos franceses. Pero esto no le impide explicar con admiración los estudios de «Física» que se llevan a cabo en París: «los más pequeños insectos, los casi imperceptibles pólipos, las aves, los peces, los metales, las plantas, los cadáveres, los elementos, los planetas, las estrellas, todo se escudriña, todo se averigua y todo se rinde a la constante porfía de los astrónomos, de los naturalistas, de los matemáticos, de los químicos, de los botánicos y de los anatómicos» (1751: 124 y 129). Sin embargo, su fe en los avances de las disciplinas científicas es limitada: en la Oración gratulatoria a la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona subordina a las Letras ciencias como las Matemáticas, Medicina, Astronomía, Geometría, Física, etc. Quizás deberíamos relativizar el valor de esta opinión considerando el lugar y el público al que dirigía este discurso. La verdad es que su apología de las letras encierra un discurso plenamente ilustrado: tras reconocer que las ciencias «nos descubren y enseñan algunas cosas útiles para la vida», estima que solo las «buenas letras hacen un buen ciudadano que, apto y dispuesto para recibir en sí todas las ciencias y artes […] no solo entiende en su felicidad sino en la de los demás hombres: buen repúblico, ama y busca la prosperidad de su patria, el bien de su nación, buen vasallo, no respira sino para obedecer, para respetar y amar las leyes, los preceptos y la gloria de su rey» (2007: 324). Podría parecer que esa subordinación de las ciencias a las letras es poco «ilustrada», sin embargo esa definición del «buen ciudadano» como patriota, buen vasallo del rey, etc., es lo que marca el carácter ilustrado de este párrafo. Pedagogismo ilustrado Luzán es partidario de una literatura educativa, una literatura que haga llegar de manera deleitosa a la gente ignorante los principios morales y religiosos que la élite dominante y culta considera oportunos; así hicieron los antiguos griegos —dice— y así debe hacerse en todo momento: para que «el rudo vulgo» sea capaz de comprender las «verdades más especulativas de la religión y de la moral» es necesario ataviar estas «con traje vistoso y rico», con el fin de que así puedan ser comprendidas fácilmente (1737: 153). En esta línea, considera que la literatura es potencialmente educativa para «todo género de artes y ciencias, directa o indirectamente»: el poeta debe instruir a sus

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lectores «ya en la moral, con máximas y sentencias graves que siembra en sus versos; ya en la política, con los discursos de un ministro en una tragedia; ya en la milicia, con los razonamientos de un capitán en un poema épico; ya en la economía, con los avisos de un padre de familia en una comedia», etc. (1737: 197). En la órbita del pedagogismo ilustrado, relaciona los distintos géneros literarios con la enseñanza que a cada uno le es peculiar y reconocida. Historia crítica (principios y práctica historiográficos) La historiografía ilustrada se distingue por excluir de sus fuentes documentales todo aquello que no haya sido contrastado empíricamente, eliminando así las numerosas fábulas que se daban por ciertas, y se distingue también de la historiografía anterior por la creciente importancia que concede al contexto histórico —social, político y económico— en que acontecen los hechos culturales; me estoy refiriendo al llamado «sentido histórico». Luzán demuestra poseerlo en unos años muy tempranos; en las Memorias Literarias de París y refiriéndose a los autores franceses de tragedias dice, de manera muy innovadora para el año en que escribe, que «no repararon que los asuntos que eran verosímiles en la antigua Atenas y en la antigua Roma, son ahora totalmente inverosímiles en París y en todas partes. Ya el pueblo no cree en oráculos, ni en la cólera de los falsos dioses, ni en los manes, que quieren ser aplacados; ni se tiene por virtud heroica el vengarlos y aplacarlos con la sangre de sus agresores, ni la Historia fabulosa de los tiempos obscuros y heroicos puede hallar crédito en el auditorio presente. De aquí nace que, por más que se esfuerce el poeta, la impropiedad y la inverosimilitud del asunto hace inútiles todos sus esfuerzos, y hace caer con su natural peso la tragedia cimentada en falso» (1751: 86). Algo similar sucede cuando Luzán debe pronunciarse sobre la universalidad del gusto: a pesar de defender una poética única para todas las naciones y tiempos —tal y como era preceptivo defender en un tratado de poética—, es muy significativo que su discurso sobre esta cuestión incorpore opiniones en las que, con indudable sentido histórico, matiza ese universalismo clasicista; dice así en la Poética: «El clima, las costumbres, los estudios, los genios influyen de ordinario hasta en los escritos y diversifican las obras y el estilo de una nación de los de otra» (1737: 147). Además, Luzán sabe relacionar el progreso de las letras de un país con su progreso general; no olvida la importancia del contexto histórico en la historia cultural de ese país; en la Oración gratulatoria a la Academia de Buenas Letras de Barcelona escribe: «Yo no dudaré en pronunciar que si las Letras piden ya establecido un imperio para echar en él sus raíces, crecer y dilatarse, el imperio establecido no puede conservarse ni levantarse a su mayor felicidad y grandeza sin que preceda a su elevación la de las Letras». Continúa explicando que el valor de una nación no depende del valor de sus habitantes cuando la fundaron asolando todo cuanto encontraron a su paso, ni tampoco a la ambición de un conquistador que destruyó ciudades y vertió arroyos de sangre humana para reinar sobre las ruinas causadas por sus

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ejércitos, sino que «la sólida grandeza de una monarquía, su verdadera felicidad y la de sus vasallos, que es una misma, se deberá principalmente a las Letras [que] componen, suavizan y mudan las costumbres de las naciones, enseñando policía [urbanidad], cultura, sociedad y humanidad a los mismos hombres» (2007: 320). Es evidente que el pensamiento historiográfico de Luzán se enmarca en el canon ilustrado, en la llamada «buena Crítica»: en el Discurso apologético de Don Iñigo de Lanuza manifiesta que «no hay cosa que más contribuya a inquirir la verdad como la buena Crítica: al calor activo de sus rayos se acrisolan las ciencias y artes» (1741: 45). En Origen y patria de los godos precisa cómo debe ser esa buena crítica: «Cuando se ha de averiguar y establecer algún punto de historia, el primer paso que nos manda dar la buena crítica es acudir a las fuentes, a los autores más antiguos, coetáneos o inmediatos [de los hechos], y será desvarío en el sentir de los críticos más cuerdos el querer preferir las conjeturas de uno a las pruebas claras de otro; la autoridad de quien solo habla de paso y sin el debido examen a la de quien escribe muy de intento y distantemente […]». (2007: 91). Por otra parte, en su Disertación sobre Ataúlfo insiste en que solo «la crítica» puede «discernir entre tanta variedad lo cierto de lo incierto, lo verdadero de lo falso, lo más probable de lo menos probable. Pero no basta cualquiera crítica […]». Es menester que la crítica sea prudente y pese «con una fiel balanza fundamentos, razones, autoridades y conjeturas» (2007: 256). Ese pensamiento histórico ilustrado es defendido por Álvaro Soler y Guillermo Carnero, autores del «Estudio Preliminar» a las Conjeturas sobre la espada hallada en Peñafiel. Dicen a propósito de los métodos de estudio de Luzán: «Como espíritu ilustrado [Luzán] se interesa por el empleo de una metodología adecuada, en consonancia con su preocupación por cuestiones teóricas que atañen a la actividad historiográfica». Se refieren a la búsqueda de datos, la exactitud documental y el análisis formal y estilístico en sus Conjeturas. Finalizan los autores de este «Estudio Preliminar» reivindicando los principios críticos de Luzán, quien defiende la necesidad de disponer de datos y la depuración en la búsqueda de la verdad, inquietudes propias de los historiadores ilustrados, «en contraposición a la historiografía barroca» (2007: 39-40). En efecto, Luzán es muy consciente de la diferencia entre «conjeturas» (palabra con la que, intencionadamente, da título a este discurso) y demostraciones: «Estas conjeturas, que tumultuariamente he puesto en el papel esta mañana, necesitan de apoyos y fundamentos, y para hallarlos necesito yo de tiempo y de revolver libros» (2007: 45). En Origen y patria de los godos establece una tipología más elaborada sobre la investigación histórica distinguiendo entre «sólidos fundamentos», «razones claras y evidentes» y «probables conjeturas», los tres pilares sobre los que ha basado su estudio sobre el origen de los godos (2007: 214). Sin embargo, si en su pensamiento crítico Luzán es claramente ilustrado, su actividad investigadora no es, a veces, lo suficientemente rigurosa como para merecer encuadrarse en la historiografía ilustrada. Así sucede al menos en algunos de sus trabajos, donde se adhiere a algunas fuentes documentales a pesar de sus incoherencias, cita fuentes primarias sin haberlas consultado, o no toma en consideración fuentes imprescindibles, etc. (2007: 76-80, 252). A propósito de la Oración gratula-

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toria a la Real Academia de la Historia, Guillermo Carnero duda de la modernidad de Luzán en el ejercicio de la historia crítica cuando censura a los historiadores (a Tácito sobre todo) que denuncian el poder absoluto. Escribe Carnero: «Diríase que la Historia crítica es para Luzán inadmisible por cuestionar el ejercicio ilimitado del poder monárquico o las supuestamente inescrutables e incuestionables exigencias de la razón de Estado» (2007: xv). Efectivamente, el límite en su pensamiento histórico reside en la imposibilidad de escribir una Historia crítica con la monarquía. Los tiempos que corrían y sus ambiciones personales no lo permitían. Tampoco estaban los tiempos como para permitirse críticas a la Iglesia o a la religión, sobre las que Luzán guarda un significativo silencio a lo largo de su obra. Así pues, Luzán posee un pensamiento historiográfico claramente ilustrado. En cuanto a su labor como historiador, existen evidencias de, por una parte, su escrupulosidad a la hora de buscar y manejar los datos científicos necesarios en sus investigaciones, evitando los documentos que tienen «visos de fábulas y de cuentos vulgares» (2007: 141) y, por otra parte, su escaso rigor en algunas ocasiones. En definitiva, Luzán vivió en tiempos de crisis, entre dos épocas, lo que justificaría su eclecticismo filosófico, sus inseguridades historiográficas, etc. Pero es precisamente su pertenencia a una época de transición la que lo define como un hombre renovador, progresista, creo que ilustrado, que tiende a lo nuevo, y que si todavía se manifiesta prudente o silencioso en algunos puntos (monarquía y religión) es quizás debido al peso de la tradición y, sobre todo, al peso de la censura en una época en la que nadie podía manifestarse libremente sobre algunas cuestiones. Sin embargo, muchas de sus opiniones demuestran, como hemos visto, su adhesión a lo nuevo, a los cambios, a las imparables reformas de la Ilustración. Bibliografía citada Ignacio de Luzán (1737). La poética, o Reglas de la Poesía en general, y de sus principales especies, Zaragoza, Francisco Revilla (cito por la ed. de Russell P. Sebold, Barcelona, Labor, 1977). — �������� (1741). Discurso apologético de Don Iñigo de Lanuza, Pamplona, Joseph Joachin Martínez. — �������� (1751). Memorias literarias de París, Madrid, Gabriel Ramírez. — ������������������������������� (1990). Ed. Guillermo Carnero, Obras raras y desconocidas. I. Traducción de los epigramas latinos de C. Weigel. Carta Latina de Ignacio Philalethes. Plan de una Academia de Ciencias y Artes. Informe sobre Casas de Moneda. Informe sobre las Cartas de Van Hoey, Zaragoza, Institución Fernando El Católico. —  (2007).� Obras raras y desconocidas. III. Luzán y las academias. Obra historiográfica, lingüística y varia, ed. Guillermo Carnero, Zaragoza, Larumbre.

Costumbres teatrales del día de Difuntos. (El Tenorio de Zorrilla y sus antecedentes) Fernando Doménech Rico Real Escuela Superior de Arte Dramático

Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y la creación de una tradición Cualquier espectador que no sea de la generación de las videoconsolas, que en pocos años ha visto nacer y consolidarse una tradición tan ajena a las costumbres españolas como Halloween, recordará cómo no hace tanto tiempo, al llegar los primeros fríos, el primero o segundo día de noviembre, 1 se instalaba puntualmente el Tenorio de Zorrilla en las carteleras de los teatros de toda España. La costumbre reiterada y el recuerdo de los mayores, que siempre identificaron la celebración de los Difuntos con aquel «llamé al cielo y no me oyó», llevaba a pensar que la obra de Zorrilla se relacionó con esta fiesta desde sus mismos orígenes. Sin embargo, a Don Juan, a pesar de su habilidad para escalar claustros y otros lugares sagrados, le costó un cierto tiempo aposentarse en fecha tan señalada. Don Juan Tenorio se estrenó el 29 de marzo de 1844, y durante los años siguientes tuvo un éxito mediano, nada que hiciera presagiar el fenómeno social en que iba a convertirse durante más de un siglo: apenas 28 representaciones en los cinco años que median entre 1844 y 1849, muy lejos de los grandes éxitos del   El día de Difuntos es hoy el 2 de noviembre, pero parece que la fiesta ha variado con el tiempo, y en general se ha celebrado siempre el día 1, actual fiesta de Todos los Santos, que es, sin embargo, el día en que se visitan en la actualidad las tumbas de los familiares.

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momento, como La pata de cabra, de Grimaldi, pero también de otras obras de Zorrilla, como El zapatero y el rey, que entre 1842 y 1849 alcanzó cerca de 80 reposiciones (Caldera, 2001: 177-182). Lo curioso es que de esas 28 representaciones del Tenorio solamente una se diera en los primeros días de noviembre, la del mismo año del estreno, 1844, en que se repuso la obra el 1 de noviembre. 2 Sin embargo, este hecho no tuvo ninguna continuidad. Por el contrario, en esos años que van de 1844 a 1849 se pudieron ver en los teatros madrileños durante los días citados obras como Don Álvaro o la fuerza del sino, Muchachadas, Colón y el judío errante, Todo lo vence amor, Benvenuto Cellini, El robo de un hijo, La voluntad del difunto, El ayuda de cámara, Safo, La juventud del emperador Carlos V, La gloria del arte, Hernani, Saúl, Camino de Portugal, El duende y La novia impaciente. Curiosamente, sólo en 1848 se dio el 2 de noviembre una obra relacionada con Don Juan Tenorio, pero no precisamente el drama de Zorrilla, sino El hombre de mundo, la comedia de Ventura de la Vega que con justicia se ha considerado el anti-Don Juan (Herrero, 1963). Aparentemente, sólo un empresario tuvo la macabra ocurrencia de unir la celebración del día de Difuntos con las escenas de ultratumba y el convite al Comendador que forman parte de la leyenda de Don Juan, y fue tan poco feliz que no se le ocurrió repetir en las temporadas sucesivas. Es posible que a partir de 1849 se volviera a probar fortuna, pero no tenemos constancia de lo que sucedió en los años de 1849 a 1854. Sin embargo, el estudio de Irene Vallejo y Pedro Ojeda (2001) sobre la cartelera teatral madrileña de 1854 a 1864 nos da una información preciosa para conocer en qué momento se produjo esa conjunción entre una fecha y una obra que estamos estudiando aquí. Lo primero que destaca es que la costumbre fundamental era cerrar los teatros con motivo del día de Difuntos. Era ésta una tradición que, como veremos, se había impuesto en el siglo xviiii y había desaparecido en algún momento de los años 30, pero en los 50 se había vuelto a instaurar con todo rigor. Los teatros cerraron el 1 de noviembre de 1854, 1857, 1858, 1859, 1860, 1861 y 1863, y el 2 de noviembre de 1855, 1856 y 1862. Ahora bien, junto a esta costumbre antigua, se comenzó a establecer una nueva: la representación alrededor de estas fechas del Tenorio de Zorrilla. Los datos son los siguientes: — En 1854 no se representó el Tenorio en noviembre. — En 1855 se representó el 1 de noviembre en el Teatro Variedades. — En 1856 no se representó. — En 1857 se representó del 2 al 6 de noviembre en el Teatro Lope de Vega. — En 1858 se representó del 2 al 5 de noviembre en el Teatro Novedades. — En 1859 no se representó. — En 1860 se representó del 2 al 7 de noviembre en el Teatro del Príncipe.   El dato puede no ser significativo, ya que la obra se puso en marzo, abril, junio, octubre y noviembre de 1844.

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— En 1861 se representó en tres teatros: el 2 de noviembre en el Teatro Lope de Vega, del 2 al 5 de noviembre en el Teatro Novedades, y del 2 al 4 de noviembre en el Teatro del Príncipe. — En 1862 se representó en dos teatros: del 1 al 4 de noviembre (excepto el 2, en que cerraron los teatros) en el Teatro Novedades, y del 3 al 4 de noviembre en el Teatro del Príncipe. — En 1863 se representó del 2 al 5 de noviembre en el Teatro Novedades. Así pues, parece que, después de algunos intentos y bastantes vacilaciones, fue en la década de 1860 cuando se impuso la costumbre de celebrar el día de Difuntos con las tibias blasfemias y la redención del burlador de Sevilla. Porque lo que resulta altamente significativo es el hecho de que, en contra de lo que muchas veces se ha dicho, la representación del Tenorio en el día de Difuntos era algo completamente novedoso y carecía de antecedentes en el teatro español de los siglos anteriores. El Tenorio de Zamora, un falso antecedente No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, de Antonio de Zamora, tiene la fama, no sólo de ser el eslabón necesario entre el Burlador, de Tirso de Molina o de Andrés de Claramonte, 3 y la obra de Zorrilla, sino de haber inaugurado la costumbre de representar un Tenorio el día de Difuntos. Así lo afirma, por ejemplo, Juan Luis Alborg: La obra más importante de Zamora, y por la cual sobrevive en realidad, es la comedia No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, y Convidado de piedra, versión de las aventuras del Don Juan del Burlador de Sevilla, de Tirso, que por acomodarse mucho más que el original al gusto de sus contemporáneos y al estilo teatral de la época, se convirtió en pieza obligada en las representaciones del Día de Difuntos hasta que fue sustituida, en los días del Romanticismo, por el Don Juan Tenorio, de Zorrilla. (Alborg, 1980: 69).

Ignoro de dónde le llegaría la información al profesor Alborg: lo que se puede afirmar, a la vista de los estudios sobre la cartelera teatral madrileña de los siglos xviiii y xix, es que es falsa. Andioc y Coulon (2008) recogen cuarenta y una reposiciones de la comedia de Zamora en Madrid entre 1713, fecha de su estreno, y 1808, lo que supone un nivel muy alto de aceptación de la obra a lo largo de todo el siglo xviiii. Pues bien, solamente una de esas cuarenta y una puestas en escena se hizo en los primeros días de noviembre, en 1788, cuando la compañía de Eusebio Ribera representó la comedia el 30 de octubre y la mantuvo durante los dos días siguientes,   No entramos en la polémica acerca de la autoría de esta obra, que se ha reavivado en los últimos años con la aparición de un activo grupo claramontista.

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reponiéndola el 3 de noviembre tras la pausa que supuso precisamente la celebración del día de Difuntos el 2 de noviembre. Mayor proporción alcanzó la adaptación en cinco actos de la obra de Zamora que se vio en Madrid en las temporadas de 1804 a 1808 (Andioc y Coulon, 2008). De las ocho ocasiones en que se repuso sólo una se dio en las fechas relacionadas con el día de Difuntos, en 1804, cuando se puso en los Caños del Peral durante dos días, el 2 y el 3 de noviembre. El dato, con todo, es poco significativo, ya que durante esa temporada la obra se pudo ver a principios y mediados de agosto, en diciembre y en febrero de 1805, lo que indica que se trataba de una de las obras que la compañía tenía ensayadas para esa temporada y debía sacarle rendimiento. Durante los siguientes años del siglo xix la situación fue muy semejante: entre 1830 y 1849 No hay deuda que no se cumpla fue una obra con cierta presencia en los escenarios madrileños, ya que se repuso en 1830, 1832, 1836, 1837, 1839, 1843 y 1848 (AA.VV., 1961; Herrero, 1963). Sin embargo, solamente una de estas reposiciones se dio en los primeros días de noviembre, la de 1830, en que se representó la comedia el 2 de dicho mes en el Teatro de la calle de la Sartén. En esos años se pudieron ver en el día de Difuntos obras tan diversas como El último día de Pompeya (1831), El sí de las niñas (1835), La redoma encantada (1839), El terremoto de la Martinica (1841) o Don Álvaro o La fuerza del sino (1844). Es decir, en esas fechas se daban lo mismo comedias neoclásicas que dramas románticos, obras de gran espectáculo o comedias de magia. Precisamente el 2 de noviembre de 1838 se vio en el Teatro del Príncipe una de las obras más famosas de Antonio de Zamora, pero no se trataba de No hay plazo que no se cumpla, sino de El hechizado por fuerza, modelo de las comedias de figurón. Dos funciones en ciento cuarenta años son algo, pero no parecen suficientes para crear una tradición, más aún cuando las dos representaciones están separadas por cuarenta y dos años. La situación debía de ser muy semejante en el resto de España, o al menos eso es lo que resulta del estudio de Aguilar Piñal sobre la cartelera sevillana del primer tercio del siglo xix (Aguilar Piñal, 1968). El convidado de piedra, de Zamora, era una obra muy del gusto de los sevillanos, cosa lógica si se piensa en la especial vinculación del Burlador con la ciudad, y competía en popularidad con obras tan representadas en aquellos años como El sí de las niñas, Misantropía y arrepentimiento o El abate de L’Epée. Concretamente la comedia de Zamora se repuso en febrero de 1808, en enero, febrero, septiembre y diciembre de 1811, en octubre de 1812, febrero y julio de 1813, enero y junio de 1814, septiembre y diciembre de 1815, noviembre de 1816, enero de 1817, junio de 1818, agosto de 1819, febrero de 1820, marzo de 1821, enero y febrero de 1824, junio y septiembre de 1825, mayo de 1831 y junio y diciembre de 1835. Es decir, sólo en una ocasión, en 1816, la obra se representó en noviembre, precisamente el día 2 de este mes. En cambio, se representó cinco veces en febrero y cuatro en enero, meses que no parecen tener ninguna relación con las aventuras de Don Juan ni con el mundo de ultratumba.

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Con todos estos datos a la vista, se puede asegurar que el Tenorio de Zamora se había mantenido con muy buena salud en los escenarios españoles y era relativamente conocido en 1844, pero no tenía una vinculación especial con el día de Difuntos. Costumbres teatrales del día de Difuntos en el siglo xviii Y sin embargo, el repaso de la Cartelera teatral de Andioc y Coulon (2008) nos revela que hubo, efectivamente, ciertas costumbres teatrales alrededor del día de Difuntos durante los siglos xviiii y xix, costumbres que, no obstante, tenían poco que ver con Don Juan Tenorio y el Comendador Ulloa. La más importante de estas costumbres, que se mantuvo prácticamente durante todo el siglo es la de suspender las representaciones en el día de Difuntos para celebrar el «Jubileo de las Ánimas». Así sucede ya el 1 de noviembre de 1726 en el Teatro de la Cruz, 4 y se mantiene (en general el día 1, pero en otras muchas ocasiones el día 2) hasta la última temporada que recogen completa Andioc y Coulon, la de 1807-1808. En ocasiones se indica, como en esta última temporada en el Teatro del Príncipe, que «no hubo comedia según costumbre», expresión muy reveladora de hasta qué punto estaba asumida en los medios teatrales la suspensión de las representaciones. Antes de 1726, cuando todavía no se había asentado la costumbre de cerrar los teatros por la celebración de las Ánimas, parece que lo usual fue representar en los últimos días de octubre y primeros de noviembre una comedia de santos o, en todo caso, una comedia de devoción. En 1716 se representó en el Teatro de la Cruz desde el 23 de octubre hasta el 11 de noviembre La más amada de Cristo, Santa Gertrudis la Magna; en 1717, en el Príncipe, del 30 de octubre al 8 de noviembre, Antes santo que nacido, San Ramón Nonato; en 1718 se hacía en la Cruz Santa Rita de Casia mientras en el Príncipe se representaba El cardenal Cisneros... La costumbre se mantuvo después de 1726, coexistiendo con el cierre de los teatros por el Jubileo de las Ánimas: así, en 1727 Manuel de San Miguel representó en el Teatro de la Cruz A cual mejor, confesada y confesor, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús del 22 de de octubre al 9 de noviembre, excepto el día 2, en que no hubo representación por la citada fiesta; en 1738 Juana de Orozco puso en escena San Antonio de Padua del 27 de octubre al 1 de noviembre, cerrando a continuación el día 2. Esta primacía de las comedias religiosas probablemente fue descendiendo a partir de los años 40 del siglo (los datos de 1740 a 1745 son muy escasos) y ya en los 50 y 60 prácticamente ha desaparecido, viniendo a ser sustituida por obras de pura diversión, como las comedias de magia (en 1748 se puso en el Teatro de la Cruz Don Juan de Espina en Milán, en 1757 en el Príncipe Juana la Rabicorto  En el Teatro del Príncipe habían cesado las representaciones el 15 de julio «por estar hundiéndose las vigas maestras» (Andioc y Coulon, 2008: 126).

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na) o las comedias históricas de gran espectáculo, como el Antíoco y Seleuco que se pudo ver en el Teatro de la Cruz en 1771. A finales del siglo xviiii la situación había evolucionado en el sentido de hacer que las fechas alrededor del día de Difuntos no se diferenciasen del resto de la temporada teatral: lo mismo se representaban comedias sentimentales, como El abuelo y la nieta (Teatro del Príncipe, 1799) que comedias de figurón, como Un montañés sabe bien dónde el zapato le aprieta (Teatro de la Cruz, 1800). Esta situación fue la que heredó la época romántica, en donde, como hemos visto, resultaba indiferente el tipo de obra que se representaba en esas fechas. Y sin embargo... Un antecedente lejano Sin embargo, hubo en el siglo xviiii un antecedente muy claro de la vinculación del Tenorio al día de Difuntos. Se trataba, en efecto, de una obra con visitas de ultratumba e intervención de los muertos en la peripecia de la comedia. Pero no era ningún Tenorio, si bien su protagonista se llamaba don Juan: era El mejor amigo el muerto, y Devoción de las ánimas, comedia de la que se conocen al menos dos versiones, una de Rojas Zorrilla, Belmonte y Calderón, y otra de «tres ingenios» 5 (Urzáiz, 2002: 570). Ya Andioc y Coulon han señalado esta vinculación: Como se advertirá, La devoción de las ánimas y mejor amigo el muerto, y El mejor amigo el muerto se representan por la misma compañía y, con una sola excepción, el día de Todos los Santos o el de la conmemoración de los Difuntos, 1 y 2 (alguna vez: 3) de noviembre; de manera que debe de tratarse de una misma obra, a pesar de las dudas —perfectamente comprensibles— de Varey-Davis... (Andioc y Coulon, 2008: 938 n. M 49).

Efectivamente, los datos ofrecidos por los estudiosos franceses no ofrecen ninguna duda acerca de la relación perfectamente asentada durante el primer tercio del siglo xviiii entre El mejor amigo el muerto (para nuestra argumentación es indiferente que se trate de una sola comedia o de varias con el mismo tema) y el día de Difuntos. La comedia se representó en las siguientes fechas: — 1708. Teatro del Príncipe, 1 al 3 de noviembre. Compañía de José Garcés. — 1713. Teatro de la Cruz, 1 y 2 de noviembre; Teatro del Príncipe, 3 de noviembre. Compañía de José Garcés. — 1714. Teatro del Príncipe, 1 de noviembre; Teatro de la Cruz, 2 de noviembre. Compañía de José Garcés.   Andioc y Coulon (2008: 785) consideran que hay tres versiones, las dos citadas por Urzáiz y una tercera de Rojas Zorrilla.

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— 1715. Teatro de la Cruz, 1 y 2 de noviembre. Compañía de José Garcés. — 1718. Teatro de la Cruz, 11 de enero. Compañía de Juan Álvarez. — 1723. Teatro del Príncipe, 1 al 3 de noviembre. Compañía de Ignacio Zerquera. — 1725. Teatro de la Cruz, 7 al 9 de noviembre. 6 Compañía de Francisco Londoño. — 1726. Teatro de la Cruz, 2 de noviembre. Compañía de Ignacio Zerquera. — 1727. Teatro del Príncipe, 1 y 3 de noviembre. Compañía de Antonio Vela. — 1729. Teatro del Príncipe, 2 y 3 de noviembre. Compañía de Juana de Orozco. — 1731. Teatro del Príncipe, 2 y 3 de noviembre. Compañía de Juana de Orozco. — 1733. Teatro del Príncipe, 2 y 3 de noviembre. Compañía de Juana de Orozco. — 1734. Teatro de la Cruz, 3 y 4 de noviembre. Compañía de Ignacio Zerquera. — 1736. Teatro del Príncipe, 2 al 4 de noviembre. Compañía de José Garcés. A éstas hay que añadir dos representaciones de la comedia Fortunas de don Juan de Castro, o simplemente Don Juan de Castro, que puede ser un tercer título de la comedia, o bien podría tratarse de la obra de Lope de Vega en que se basaron las otras: — 1710. Teatro del Príncipe, 18 de diciembre. Compañía de José Garcés. — 1738. Teatro de la Cruz, 3 al 5 de noviembre. Compañía de Juana de Orozco. De acuerdo con estos datos, en los quince años en que se representó la comedia entre 1708 y 1738 solamente en dos ocasiones, en 1710 y 1718, no lo hizo en las fechas cercanas al día de Difuntos. En 1713 y 1714 se representó en los dos corrales de comedias, si bien por la misma compañía, la de José Garcés, que en esas fechas cambió el teatro con la compañía de José de Prado, tal como se hacía en varias ocasiones a lo largo de la temporada. Lo usual fue que una de las dos compañías de la Corte la representase uno, dos o tres días de los primeros de noviembre, coincidiendo con el Jubileo de las Ánimas. Aunque las más constantes fueron la compañía de José Garcés y la de Juana de Orozco, la obra no era patrimonio suyo, pues también la representaron Zerquera, Londoño, Álvarez y Vela, coincidiendo todos en las mismas fechas. Estamos, por tanto, ante una tradición sólidamente asentada de conmemoración teatral del día de Difuntos, tradición que probablemente venía de años atrás,   En el resumen que hacen Andioc y Coulon en la página 785 hay un error: señalan que la obra se representó en la Cruz el 4 de noviembre de 1725. En la reseña detallada de ese año que aparece en la página 124 se indica que las representaciones se produjeron del 7 al 9 de noviembre.

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pero que, por los datos que tenemos, se mantuvo al menos treinta años durante el primer tercio del siglo xviiii. El mejor amigo el muerto Las razones de esta preferencia son claras: la comedia, escrita en colaboración por Belmonte, Rojas Zorrilla y Calderón, era especialmente apropiada para representarse en las vísperas o novenas del día de Difuntos. Cuenta la fortuna de don Juan de Castro, noble gallego que, huyendo del amor prohibido que le profesa su joven y bella madrastra, da en Inglaterra en medio de un terrible temporal que hace naufragar «en la barra de Plemúa» (Plymouth) el barco en que viajaban él y el príncipe de Irlanda, Roberto, pretendiente al trono de Inglaterra. En el naufragio muere Lidoro, patrón del barco, hombre honesto pero cargado de deudas que no ha podido satisfacer. A consecuencia de ellas, su acreedor, un mezquino mercader inglés, exige que no se le dé sepultura mientras no se le satisfaga el dinero debido. El príncipe de Irlanda, a quien Lidoro ha sacado del agua librándolo de una muerte cierta, se desentiende para atender a sus pretensiones políticas. Sólo don Juan de Castro atiende a los ruegos de Tibaldo, el hijo del muerto, y da al inicuo mercader todas las joyas que lleva para satisfacer la deuda, con gran desesperación del criado Bonete, que no entiende la liberalidad de su amo. A partir de ese momento don Juan de Castro va comprobando cómo en este mundo traidor todo es mentira, nadie ayuda a sus prójimos y menos que nadie el que debe estarle agradecido. Como expresa el generoso don Juan en la cárcel a la que lo ha llevado su generosidad:  Lo primero que te digo es, si esta opinión te llama, que en teniendo hermosa dama no tendrás seguro amigo.  Si un amigo en baja suerte viste, y se ve con poder, te llegará a aborrecer hasta desear tu muerte.  Tu enemigo dirá que es al que en sus adversidades le hiciste dos amistades porque no le hiciste tres.  Si a algún amigo has fiado un secreto, lo dirá; y si lo calla, te hará cargo de que lo ha callado.  No tendrás amigo fiel si no hay de interés resquicio, y quien te haga un beneficio

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querrá comprarte con él.  Luego, si aquesto es así, más puesto en razón está tener un amigo allá que muchos de estos aquí (Belmonte, Rojas y Calderón, 7 1945: 475-476).

Como confirmación de esta teoría, don Juan se verá abandonado por todos aquellos que le deben favores y sólo contará con la ayuda del muerto, que, con la permisión divina, lo saca de la cárcel, lo libra de una muerte segura a manos del traidor Roberto, y le entregará finalmente la mano de la reina de Inglaterra y la victoria sobre sus enemigos merced a una invencible legión angélica. Esta estupenda y disparatada comedia, que enseña el respeto y amor que se debe tener a los fieles difuntos y la gran cantidad de beneficios que de ellos podemos esperar cuando al mundo nada le importa (yira..., yira...) no parece sino que esté escrita expresamente para la festividad de la Ánimas. En cualquier caso, resulta más apropiada para esa fecha que las hazañas de don Juan Tenorio y su poco respeto por el Comendador. Por ello no resulta nada extraño que se representase con tanta constancia en las primeras décadas del xviii. Ahora bien, como hemos visto, la comedia se repuso por última vez en 1738, ciento seis años antes del estreno de Don Juan Tenorio y más de ciento veinte antes de que se asentara la costumbre de representar la obra de Zorrilla en los primeros días de noviembre. Son demasiados años como para que lo podamos considerar un antecedente. Ni siquiera parece posible que se conservase la memoria de generación en generación entre los cómicos. La realidad es que Don Juan Tenorio creó su propia tradición. La obra de Zorrilla, estrenada en el momento en que el Romanticismo español perdía su vigor, se convirtió en emblema de las aspiraciones y ensoñaciones del público sólo a partir de los años sesenta, quince años después de su estreno. Son los años de gobierno de Narváez, entre la Vicalvarada de 1854 y la Gloriosa de 1868, años de desarrollo económico, pero de retroceso en las libertades y de momentos de crisis como la Noche de San Daniel y los fusilamientos del Cuartel de San Gil, de frustración de las aspiraciones liberales que acabarían con la revolución de 1868. Es posible que no sea casual la invención de tan curiosa costumbre con puntos de sacrílega (inocentemente sacrílega) en aquellos años prerrevolucionarios. Bibliografía citada AA.VV. (1961). Cartelera teatral madrileña. 1830-1839, Madrid, CSIC. Francisco Aguilar Piñal (1968). Cartelera prerromántica sevillana, Madrid, CSIC. Juan Luis Alborg (1980). Historia de la literatura española. Siglo xviiii, Madrid, Gredos.



 Los versos pertenecen al segundo acto, escrito por Rojas Zorrilla.

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René Andioc y Mireille Coulon (2008). Cartelera teatral madrileña del siglo xviiii (17081808) Segunda edición corregida y aumentada. 2 vol., Madrid, Fundación Universitaria Española. Luis de Belmonte, Francisco de Rojas Zorrilla y Pedro Calderón de la Barca (1945). El mejor amigo el muerto, en Pedro Calderón de la Barca, Comedias IV. Edición de Juan Eugenio Hartzenbusch, Madrid, Atlas, pp. 471-488 (BAE, 14). Ermanno Caldera (2001). El teatro español de la época romántica, Madrid, Castalia. Félix Herrero Salgado (1963). Cartelera teatral madrileña. Años 1840-1849, Madrid, CSIC. Héctor Urzáiz Tortajada (2002). Catálogo de autores teatrales del siglo xvii, 2 vol., Madrid, Fundación Universitaria Española. Irene Vallejo y Pedro Ojeda (2001). El teatro en Madrid a mediados del siglo xix. Cartelera teatral (1854-1864), Valladolid, Universidad de Valladolid.

Antecedentes y consecuentes de El afrancesado José FRADEJAS LEBRERO Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

Pedro Antonio de Alarcón es uno de los grandes escritores que se inspiraron de la Guerra de Independencia española. Y pienso en poetas —en prosa— como Honoré de Balzac, con su cuento El Verdugo (1830, traducido al español en 1853) y François Coppée (La Bendición), muy posterior, a finales de siglo. Los dos escritores franceses se manifestaron en un solo ejemplo, mientras que P.A. de Alarcón fue un historiador poético. En El carbonero alcalde, Viva el Papa, El extranjero y, sobre todo, el motivo de nuestra reflexión: El afrancesado (1856). Sobre ésta, y las otras historietas nacionales, se ha generado, desde siempre, una duda: ¿son originales o tradicionales? Tengo para mí que, como el caso de Balzac y Coppée, hay una real originalidad, sin embargo los hechos son tozudos y desde 1925 se han discutido las fuentes de El afrancesado, de quien los críticos —unánimemente, y con ligeras variaciones— afirman que: Es un relato histórico, como hacía pensar el dato aportado por Schopenhauer (1819) y corroboraba doña Emilia Pardo Bazán (1891) recordando, sin prueba textual, una desconocida obrilla dramática francesa. Es un relato tradicional «a través de los mil meandros de la tradición oral y readaptado a determinadas circunstancias españolas», según concluye Fernández Montesinos (1977). O hunde sus raíces en la historia clásica, según la opinión de Krappe (1925) que dio a conocer este texto de Apiano Alejandrino (siglo ii d.C). Tenemos, pues, unos supuestos antecedentes que, sin embargo, conviene reexaminar. El texto de Apiano (1980) dice así:

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Entre las desgracias notables acaecidas en Gonfo, se cuenta que aparecieron los cadáveres de veinte ancianos venerables, en la casa de un médico, recostados sobre el suelo como borrachos por la bebida y con copas cerca de ellos, que no presentaban ninguna herida, y que uno estaba sentado en una silla a modo de un médico que les hubiera suministrado veneno. 1

Cuando el Sr. Krappe planteó la posibilidad de la fuente lo hizo con estos condicionantes: 1. Un médico (¿envenenador?). 2. Una serie de ancianos muertos. 3.  Quizá después de una borrachera. Analicemos estos tres aspectos: ¿De quién eran partidarios estos ancianos? ¿De César que ha saqueado la ciudad, o partidarios de Pompeyo? No sabemos, pues, la causa de su muerte y el porqué. ¿Qué utilidad podían tener? Solo el consejo pues, siendo ancianos, no podían luchar. No hay razón para tal asesinato. Por otro lado, el texto no asegura que el posible médico fuera el envenenador. Y en otro aspecto, ¿por qué —si los hubiera matado— lo hizo? No hay razón de amigos-enemigos, partidarios o rivales. Tampoco, y esto es lo más significativo, sabemos cuál fuera la razón posible de su muerte. ¿La venganza? No ha lugar, y es el leitmotiv de García de Paredes. En este texto no aparece por ninguna parte y tampoco, aunque muerto el médico, sabemos si él se envenenó o envenenó a todos. Es posible un suicidio colectivo, según enuncia la traducción de 1536. Porque no aparecen en ningún momento —  La venganza. — El veneno, y — El mutuo asesinato. Todo se reduce a una semejanza, ya que —  Ancianos muertos (¿envenenados?). —  ¿Médico? Muerto. —  ¿Venganza? —  ¿Suicidio colectivo?    Veamos también la anónima edición editada en Alcalá de Henares, 1536: «Léese de Corfo una cosa digna de memoria y de piedad, que auiendo César como he dicho saqueado esta ciudad se hallaron en ella muchos cuerpos muertos de los más principales y más ilustres ciudadanos: los quales estaban en tierra sin herida ni golpe, sino como si por beodez estuvieran ansí, y cada uno tenía un cálice o vaso cabe la cabeça, y uno estaba en el tribunal con hábito de médico, el cual daba a conocer que auía dado a beuer la ponçoña a los otros, y después se la auía tomado él mismo por sí».

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Nada de esto aparece, es solamente la semejanza de dos cuadros del siglo i a.C y del siglo xix. Ni motivación, ni jóvenes oficiales enemigos, ni suicido voluntario del «médicoboticario». Y, lo que es peor: falta el caso del pueblo enemigo del invasor que corona al salvador que ha sacrificado su vida por su Patria. Sería fácil pensar que, habiéndolo leído Alarcón, creara e inventara aspectos tan fundamentales. 1. El auto-suicidio (envenenamiento) para, obviando la salva, hacer creíble la investigación. 2. Cumplimiento de una venganza. ¿Habrá algún texto antiguo en que estos dos motivos se produzcan … y que, además, tuvieran amplia difusión en España? El héroe —supuesto y médico de Apiano— es uno: ¿sabemos acaso si los otros ancianos se suicidaron o los asesinaron? Son, pues, demasiadas suposiciones. No obstante, el texto es ilustrativo y sugerente. Abrió una puerta. Hay, sin embargo, un dato curioso en el que no parece haberse reflexionado: los muertos en El afrancesado se producen por la confianza que ofrece el anfitrión a sus invitados. Confianza estimulada por la participación simultánea, de uno y otros, en el banquete con prolíficas libaciones. Esta confianza obliga a no hacer la salva que explica así Covarrubias (1611): nadie se asuste de ir a buscar una autoridad del siglo xvii, pues, como se verá, hay motivos y razones para ello. Salva.—Muy antigua cosa es el recatarse los reyes y príncipes, y particularmente los tiranos que reinan con injusto título, y assí se aperciben de guarda de soldados que cercan s persona; … [y aunque] el hierro no les empezca, suele matarlos aquello que más gusto tienen y más sabor, como es la vianda y la bebida [extendiéndose, en tiempos revueltos, el temor, también los nobles se precavían y eran llamados señores de salva]. Previnieron que el maestresala [o el gentilhombre de capa] poniendo el servicio delante del señor le gustase primero, sacando del plato alguna cosa de aquella parte de donde el príncipe había de comer, haciendo lo mesmo con la bebida, derramando del vaso en que ha de beber el señor alguna parte sobre una fuentecica [llamada salvilla] y bebiéndola. Esta ceremonia se llamó hazer la salva, porque da a entender que esta salva de toda traición y engaño. 2    He aquí el ritual en la Corte española, según Rodríguez Villa (1913): «El copero se mantenía un poco apartado del mayordomo y fuera del estrado, mirando siempre a S.M. para servirle la copa a la menor seña. En este caso el copero iba por ella al aparador, donde ya la tenía dispuesta el sumiller de la cava, quien, descubriéndola, daba la salva al médico de semana y al copero, y éste, tornándola a cubrir, la llevaba a S.M., precediéndole los maceros y el ujier de sala, tomándola en la mano derecha y llevando en la izquierda la taza de salva, con cuya misma mano izquierda quitaba la cubierta de la copa, tomaba la salva y daba a S.M. la copa en su mano, hincando una rodilla en el suelo, teniendo todo el tiempo que S.M. tardaba en beber debajo de la copa la taza de salva, para que si cayesen gotas no se mojase su vestido. Acabando ésta de beber, volvía el copero a poner la copa en el aparador de donde la había tomado».

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La alusión de la salva es, precisamente, la raíz de la venganza producida contra el tirano. Esto no se produce en Apiano. Hay otros textos clásicos en que esa simultaneidad se produce, confiando el culpable, por beber juntos el mismo veneno. El aspecto fundamental es tomar venganza del enemigo mediante el mutuo envenenamiento. Podríamos aplicar el motivo folclórico Q 582.8: Asesinato suicida por envenenamiento, que Thompson encuentra solo en Irlanda. Pero he aquí un texto de Plutarco de Queronea (1987): Vivían en Galacia dos de los más poderosos tetrarcas, Sinato y Sinorix, emparentados lejanamente entre sí. De ellos, Sinato estaba casado con una mujer joven, Camma de nombre, notable por su belleza y juventud, pero más admirada por su virtud. No sólo era sensata y amante de su marido, sino también inteligente, magnánima y extraordinariamente querida por sus subordinados a causa de su bondad y honradez. La hacía más ilustre el hecho de ser sacerdotisa de Artemis, a quien los gálatas honraban mayormente, y se la veía siempre en procesiones y sacrificios engalanada con gran magnificencia. Sinorix se enamoró de ella y, al no ser capaz ni de persuadirla ni de forzarla en vida de su marido, cometió una acción terrible, pues mató con un engaño a Sinato, y sin que pasara mucho tiempo, pretendió a Camma, quien pasaba largos ratos en el templo y llevaba la injusticia de Sinorix no con lamentos ni humillación, sino con sensatez, en espera de su oportunidad. Éste persistía en sus peticiones y no parecía, en absoluto, estar falto de argumentos plausibles de que, en todo lo demás, él se había mostrado mejor que Sinato, y que lo había matado por amor a Camma y no por ninguna otra malicia. Las negativas de la mujer no eran, en principio, demasiado duras, y después poco a poco parecía ablandarse. En efecto, parientes y amigos la presionaban al cuidado y favor de Sinorix, que tenía un gran poder, e intentaban persuadirla y obligarla. Finalmente cedió y lo hizo venir ante ella, ya que el consentimiento y la promesa de fidelidad había de ser en presencia de la diosa. Cuando llegó, lo recibió amablemente, lo condujo al altar y derramó una libación de una vasija. Ella bebió y le invitó también a é1. Era una bebida de leche y miel envenenada. Cuando vio que lo había bebido, rompió en claros gritos de júbilo, se postró ante la diosa y dijo: «Te pongo a ti por testigo, oh muy reverenciada divinidad, de que por este día sobreviví a la muerte de Sinato, sin haber disfrutado durante este tiempo de nada noble de la vida, más que de la esperanza de la justicia y con ella bajo hacia mi marido. Y a ti, el más impío de todos los hombres, que tus parientes te preparen una tumba en lugar del tálamo nupcial». Cuando el gálata oyó esto y sintió que el veneno actuaba ya y descomponía su cuerpo, montó en su carro experimentando temblor y agitación, y al punto cayó. Se cambió a una litera, y al atardecer murió. Camma aguantó la noche y, cuando se enteró que aquél había llegado a su fin, murió feliz y con alegría.

La primera objeción que salta a la vista es que la vengadora es una mujer. No creo que estos tiempos de la igualdad —dichosos o desdichados— tenga validez; sobre todo si pensamos en el hecho de que trece años después de El afrancesado se poetizara la hazaña —paralela— de Blanca de Armendáriz.

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La segunda objeción cae por su base desde tiempos antiguos: ¿cómo pudo llegar Plutarco a Alarcón? No le hacía falta, porque existían al menos cuatro versiones del siglo xvi, una de las cuales pudo haber leído cualquier español: Juan Luis Vives (1523), don Fray Antonio de Guevara (1529), Baltasar de Castiglione (1534) y Fernando Guzmán (1565). Como es lógico, con las discretas variantes de los traductores. No olvidemos la exaltación jubilosa de Camma. Pero, antes de abandonar el siglo xvi, quiero traer a colación otro texto curiosísima y con una variante sustancial: Llegando don Juan [Sin Tierra], Rey de Inglaterra, acompañado de infortunios a un monasterio [el de Suinashendum], visto que valía el trigo barato dixo: —Yo haré que antes de mucho se encarezca. De lo cual indignado el monje, con furiosa passión, echó ponzoña en un vaso, y porque el Rey la tomasse, bebió él primero, y assí murieron ambos juntos. Con título de piedad, le desatinó el demonio.

He aquí un tirano: Juan Sin Tierra, Rey inglés, y un abad que toma venganza por mor del espíritu de caridad (mal entendida, por supuesto). El P. Gabriel de Toro —toresano de pro— que al parecer fue Consejero y Confesor real, nos asegura que había tomado este texto de Polidoro Virgilio, autor de una Anglicae historiae, publicada en Basilea en 1546. La obra del Rey Gabriel es de 1548. ¿Cuán al tanto estaba el fraile, residente en Salamanca, de las novedades europeas! O quizá haya actuado la casualidad: como Consejero y Confesor de Don Carlos, ¿estuvo en Suiza poco antes de Mülbergh y, llevado de su curiosidad, leyó la reciente Historia de Inglaterra? Sea como fuere, el texto se encuentra en el Libro V de Polidoro. Y es significativo: que sea un hombre religioso (antecedente de las observaciones de Arturo Schopenhauer, un obispo español) y de Doña Emilia Pardo Bazán. Por tanto, es indudable que tenemos: A una mujer (Camma) que se suicida asesinando simultáneamente al asesino de su marido. A un fraile que se suicida asesinando a un Rey. En ambos casos, evitan la salva para no hacerse sospechosos. No hay, pues, acepción de personas en los posibles antecedentes y, en consecuencia, podemos situar a García de Paredes, el afrancesado, entre los varones que, invitando a sus amigos los oficiales franceses, se envenena a sí mismo —evitando en consecuencia la salva— a la vez que envenena a sus enemigos. Que el hecho sea heroico por ser hombre (y boticario para tener fácilmente el veneno —opio—) no es determinante. Bueno es que consideremos la influencia del cuentecillo alarconiano en su descendencia: obviaremos, por ahora, el aspecto femenino y vayamos al masculino: Eduardo Zamora Caballero, periodista y hombre culto hasta haber dirigido una Historia de España en el siglo xix, publicó una novela histórica, extensísima —tipo novela de folletín— sobre un héroe de la Guerra de la Independencia: El cura Me-

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rino (España en 1808), Madrid, Biblioteca Universal Ilustrada, 1872. En esta, no tan mala como pueda pensarse, extensa narración de la vida y hechos del cura Merino aparece, en el capítulo final del volumen I, una fidelísima imitación de la historieta de Alarcón llevada a cabo por el Boticario de Quintana de la Puente (Palencia). La imitación —extrema de Zamora— surge, como veremos, tres años después que se produjera otra versión, pero con protagonista femenino, la de don Ramón de Campoamor, más original —dama convertida en cantinera— y en verso. La protagonista es la navarra Blanca de Armendáriz (Drama Universal, 1869, Jornada V, Escena XXIX), episodio —según parece— poco conocido u olvidado, por lo cual lo reproduzco: Blanca de Armendáriz   —Llegué con este grupo de valientes a cierto pueblo de Navarra un día.   «Fiel a su patria, y a la fe traidora para acabar con mi brigada entera disfrazada y cruel, cierta señora se convirtió de pronto en cantinera.   «Viendo e1 vino y 1a joven, nos rendimos a1 goce de una innoble intemperancia y bebimos, bebimos y bebimos, exclamando a1 beber: —¡Viva la Francia!—   «Porque yo, astuto y receloso acaso 1a pregunté si e1 vino era un veneno, me miró 1a mujer, y apuró un vaso con pulso firme y corazón sereno.   «Hallándonos en guerra y en España, dudar debí de la mujer aquélla ... ¿quién resiste a1 prestigio que acompaña a un rey si es bueno, a una mujer si es bella?   «Al vernos vacilar, ella arrogante, —Ya el veneno os abrasa, os turba e1 vino— nos dijo audaz, brillando en su semblante la expresi6n infernal del asesino.  Y mostrando fanática en sus ojos un patriótico amor y un odio eterno, —¡Viva España! —grito con labios rojos como el tizón más rojo del infierno.   «Blanca, al mirar que echaban mis valientes la mano a sus inútiles espadas, una risa infernal muestra en los dientes, y un báquico delirio en sus miradas.   «Me lancé yo a matar aquella fiera; mas vi su cara de color de rosa, y caí sin matar por vez primera, porque al fin soy francés, y ella era hermosa.

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  «Y era además tan brava, que aquel día con risa tan gentil bebió el veneno, que, entreabierta, su boca parecía un vaso de cora1 de perlas lleno.   «Dispuestos ya a morir mis camaradas, uno jura, éste ruega, aquél suspira: era un caos de frases pronunciadas, una vez con ternura, otras con ira.   «— ¡Adiós, mi eterno amor! Allá te espero. —¡Qué risa de mujer! ¡Maldita sea! —¡Desgraciado de mí, porque me muero sin oír las campanas de mi aldea!   «—¡Nadie esta infamia sospechar podría! —¡Bendigamos a Dios, pues lo ha querido! —¿Qué dirás de nosotros, patria mía? —¿Quien pudiera morir donde ha nacido!—   «Dándose todos, a1 caer, la mano, se acuerdan al morir, aunque beodos, uno del padre, el otro del hermano, y de su madre y de la patria, todos.   «Y a1 fin, entre nosotros maldecida. como nosotros de sufrir cansada, soltó también 1a carga de la vida la mujer venenosa envenenada»—.

Pero las repercusiones femeninas no acaban aquí. Eduarda Feijóo de Mendoza, autora de un desdichado novelón titulado El Avia y el Miño (Episodio de la Independencia), Lugo, G. Castro, 1890, sitúa la escena en Galicia (Lugo, exactamente) y la acción es protagonizada por una mujer, la protagonista que, no obstante, melodramáticamente castiga al enemigo y ella se salva por fingir haber bebido el vino envenenado. En consecuencia, la objeción a una protagonista inicial u original queda obviada por una transformación novelesca normal. Don Ramón de Campoamor y Eduarda Feijóo cambian al heroico García de Paredes en una mujer. ¿Por qué, in principio, no pudo haberse transformado una mujer —sin ser transexual— en un heroico varón? Creo que el caso de Camma, vengadora de Sinoris mediante una libación matrimonial, es la posible fuente más verosímil y creíble. Conclusiones Dos textos nuevos: Plutarco (y sus derivados hispánicos: Vives, Guevara, Castiglione y Guzmán) con protagonista femenino y otro del siglo xvi, como los cuatro últimos, con un religioso como protagonista que citaban Schopenhauer y la Sra. Pardo Bazán.

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El protagonista de El Afrancesado tuvo un descendiente en Eduardo Zamora (El Cura Merino) y una cantinera —tan verosímil como el boticario de Padrón— y una burda imitación en Eduarda Feijóo. La presencia de protagonistas masculinos y femeninos en el siglo xix hacen creíbles las versiones del siglo xvi; pero aún más, la antigua y personal venganza de Camma hace verosímil la ausencia de la salva, por ser una libación matrimonial, como la de Blanca de Armendáriz en Campoamor, o la del boticario en García de Paredes. Ha habido un cambio sustancial: el significativo patriotismo de García de Paredes, Blanca de Armendáriz y sus secuelas, frente a la venganza matrimonial (Camma) y de la paradójica caridad: el abad inglés. Todos estos datos presentados avalan y, creo, manifiesta la tradicionalidad en los antecedentes y los consecuentes. Es curioso que El afrancesado y El verdugo de Balzac tengan antecedentes clásicos y nada de históricos: «un muchacho cuyos padres y hermanos habían sido hechos prisioneros y estaban atados, mató a todos por orden de su padre, con un hierro del que se había apoderado». Strabón: Historia, III, 4-17.

Bibliografía citada Alejandrino Apiano (siglo ii a.C) (1980). Historia de Roma: las guerras civiles. Trad. De A. Sancho Royo, Madrid, Gredos, t. II, Libro II, § 64, p. 228. — (1536). Historia de las guerras civiles de los romanos. Alcalá de Henares, Miguel de Eguía, L. II, Cap. X, fol. 46c. Mariano Baquero Goyanes. El cuento español del Romanticismo al Realismo. Revisado por la Dra. Ana Luisa Baquero, Madrid, CSIC. Ramón de Campoamor (1869). Obras Completas, Barcelona, Sopena, 1931, p. 314. (Drama Universal, Jornada V, Escena XXIX). Baltasar de Castiglione (1534). El Cortesano. Trad. De Juan Boscán, Barcelona, Orbis, 1985, Libro III, Cap. III, pp. 182-183. Sebastián de Covarrubias (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid, Turner, 1979. Voz Salva, p. 724a. José Fernández Montesinos (1977). Pedro Antonio de Alarcón. Madrid, Castalia (versión final de una obra editada por primer vez en 1955), pp. 124-147. William L. Fichter (1995). «El carácter tradicional de El afrancesado de Alarcón», Revista de Filología Hispánica, VII, pp. 162-163. Ana Freire López. «La guerra de la Independencia en la Literatura española (1814-1914)». — «La guerra de la Independencia en la novela española el siglo xix». — Ambos textos, inéditos y en prensa, me los ha facilitado mi colega, pues menciona a Zamora y Eduarda Feijóo. Fray Antonio de Guevara (1529). El reloj de príncipes. Ed. E. Blanco, Salamanca, ABL, 1994, Libro II, Cap. V, pp. 426-430. Francisco de Guzmán (1565). Triunfos morales. Alcalá de Henares, Andrés de Angulo, fol. 144.

antecedentes y consecuentes de El afrancesado

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Las comedias de Eugenio de Tapia Salvador GARCÍA CASTAÑEDA The Ohio State University

Eugenio de Tapia (Ávila, 18 de julio de 1776‑Madrid, 4 de agosto de l860), vivió 84 años y su longevidad le permitió ser testigo excepcional de los profundos cam‑ bios en la política y en las costumbres que trasformaron la vida española. 1 De for‑ mación y gustos clásicos, tuvo ocasión de presenciar el nacimiento y el ocaso de la escuela romántica pues sobrevivió no solo a la mayoría de sus contemporáneos sino incluso a algunos de los miembros más destacados de la nueva generación. Crono‑ lógicamente fue un hombre de entresiglos pero aunque evolucionó en política hacia el moderantismo apenas lo hizo en literatura. Buena parte de su producción literaria, tan variada como extensa, es de carácter crítico, moralizador y satírico, y sus experiencias políticas y vitales determinaron tanto los temas que trata como sus puntos de vista. Objeto de sus críticas fueron las costumbres de la sociedad de su tiempo, en especial, las de las clases medias. Me propongo examinar aquí sus cuatro comedias originales, Amar desconfiando o la soltera perspicaz, Un falso novio y una niña inexperta, El hijo predilecto o la parcialidad de una madre, y La madrastra. 2  Véase Valle y Bárcena (1859).   La madrastra. Comedia en dos actos y en verso. La autorización de la censura es de 1816. Estrenada el 19 de diciembre de 1831, se repuso dos veces. Publicada en Poesías, 1832; Amar desconfiando o la soltera suspicaz. Comedia en cuatro actos y en verso. Estrenada el 15 de junio de 1832 en el Teatro del Príncipe, re‑ puesta dos veces; El hijo predilecto o la parcialidad de una madre. Comedia en cuatro actos y en verso. Madrid: En la imprenta de Yenes, calle de Segovia, núm. 6, 1839. «No se ha representado, y se halla inserta en la Galería Dramática, colección de las mejores obras del teatro antiguo y moderno español y del extranjero, publi‑  

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*  *  * Eugenio de Tapia hizo nueve traducciones de obras francesas, además de cinco originales, una de ellas, Idomeneo, inspirada en otra de Cienfuegos, del mismo nom‑ bre. Las de Tapia son de carácter tan diverso como la tragedia, el drama trágico, la opera cómica, el melodrama y la comedia. A juzgar por las fechas de su publicación o de su estreno, escribió desde 1799 (Idomeneo) hasta una fecha indeterminada a mediados del xix pues el tema y el estilo de Un falso novio (1859) llevarían a consi‑ derarla escrita posiblemente en los años 30, al igual que Amar desconfiando (1832) y El hijo predilecto (1839). Cuando Tapia comienza a escribir para la escena coexisten el teatro post-barro‑ co al estilo de Comella, Zavala y Zamora y Valladares de Sotomayor, el clásico y la comedia lacrimosa. Combinaba esta última el espíritu burgués con el sentimentalis‑ mo y sus temas y situaciones llegarían más tarde al teatro romántico y a la novela por entregas. Sus protagonistas y ambientes eran los propios de una clase media, cada vez más próspera y más amplia, entre la que tuvieron gran éxito. Contemporánea era la obra de Moratín, el máximo representante de la comedia neoclásica, famoso ya tras el estreno de La comedia nueva en 1792, La mogigata en 1804 y El sí de las niñas en 1806. Los modelos de Tapia serían el Molière de las comedias de carácter y, más cer‑ cano, Moratín, cuyas obras ejercieron tanta influencia sobre Javier de Burgos, el marqués de Casa-Cagigal, Mor de Fuentes, Gorostiza, Martínez de la Rosa y otros autores españoles. Al igual que su maestro, Tapia estudia y critica en sus cuatro co‑ medias originales el modo de ser y las costumbres de la clase media urbana contem‑ poránea, conservadora, moralista, amante del dinero y muy consciente de su repu‑ tación. La madrastra, fue autorizada por la censura en 1816, Amar desconfiando o la soltera suspicaz se representó en 1832, El hijo predilecto o la parcialidad de una madre se publicó en 1839 aunque podría haber sido escrita después de 1823 a juzgar por las referencias que hace un personaje al «tiempo en que mandaban / los negros» y a las delicias de vivir durante la «Década ominosa» bajo «el paternal sistema / del absolutismo», y Un falso novio y una niña inexperta, impresa en 1859 junto con la Biografía de su autor, fue escrita «hace algunos años […] para representarse en una tertulia de varios amigos y amigas del autor». Aunque estas fechas son imprecisas, por la estructura de estas obras y los problemas de la sociedad que tocan, podrían fecharse, con excepción de La madrastra, en la tercera década del siglo. Son come‑ dias en cuatro actos, con excepción de Un falso novio que tiene tres, y en romances, con excepción de algunas cuartetas en esta obra, y de unas redondillas en El hijo predilecto. 3 En principio, respetan las tres unidades menos en esta última, cuyos tres primeros actos tienen lugar en un cortijo cercano a Sevilla y el último en esta cada en 1839 por el señor Delgado...» Publicada en Valle y Bárcena; Un falso novio y una niña inexperta. Co‑ media original en tres actos y en verso. Publicada en Valle y Bárcena.   En alguna de estas obras se da lectura en voz alta a algunos textos en prosa, como párrafos de un testa‑ mento (Hijo predilecto, IV, XV), y cartas de amor (Hijo predilecto III, viii, y Amar desconfiando, III, ix).

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ciudad, y cuya acción se desarrolla en dos días. Son comedias urbanas que transcu‑ rren en Cádiz, en Sevilla y en Madrid en época contemporánea, y en el interior de viviendas de la burguesía acomodada y de la pequeña nobleza, en habitaciones de tránsito o salones, siempre con tres puertas, un balcón o una ventana, lo que permi‑ te que sus habitantes, sus criados y quienes llegan de fuera, pueden encontrarse en un terreno común a todos. La decoración quedaría a gusto del director de escena pues el autor solo indica que la habitación está «bien adornada» o «bien amuebla‑ da». Aparte de algunas acotaciones escénicas indispensables, escasean las referentes a cómo han de representar los actores y de qué manera han de expresar sus senti‑ mientos. La acción es escasa pues lo que le interesa a Tapia es revelar las cualidades morales y humanas de sus personajes. Los galanes en estas obras son honestos y de intachable conducta. Don Jacinto y don Carlos son militares, Don Valerio, marino de guerra y D. Félix, gerente de una firma gaditana que comercia con ultramar; todos representan una nueva generación de jóvenes educados y sensibles, cuyas ideas contrastan con las de la anterior. Con la excepción de Amar desconfiando, en las restantes comedias hay un triángulo amo‑ roso en el que dos galanes se disputan el amor y la mano de una mujer. El rival de D. Félix, en La madrastra es Don Fabián, un hidalguillo manchego, primo de la protagonista, que viene a casarse con ella obligado por un extravagante testamento. Es un tipo —el del novio pueblerino— ya establecido en el teatro y que suele ser un figurón, un rústico o un bobo. Sin embargo, Tapia hizo de Fabián un joven inocen‑ te que solo habla «de sus cosechas, / de galgos y cacerías, / del buen vino de su tie‑ rra» (I, i) pero que es digno y tiene sentido común; Don Gonzalo, que compite con Don Jacinto en Un falso novio es un Tenorio provinciano, burgués, rico, «petimetre y fachenda» que enamora a las mujeres pero que teme el matrimonio («las carnes, Fabián, me tiemblan/ al pensar en esa carga/ que tantos míseros llevan», I, v); y Don Serafín, rival de su hermano Valerio en El hijo predilecto, es un señorito ignorante e inútil («Que estudie / la gente pobre y plebeya / pero los nobles y ricos, / no señor, que se diviertan», I, v), que vive entregado a la caza y al juego. 4 Excepto Amar desconfiando las demás obras tratan un tema semejante: el de la jovencita con dos pretendientes y las dificultades que ha de resolver para conseguir casarse con el que ama, que no es el elegido por sus padres pues los matrimonios se han convenido por las familias. 5 Estas muchachas, (Leonor es «linda, graciosa, mo‑ desta»), son hijas de familias burguesas, educadas en la obediencia y en el temor a las iras paternas pero su apacible exterior no revela sus ocultas pasiones. Como ocurría en El sí de las niñas, cuando sus padres arreglan un matrimonio de conve‑ niencia con un hombre al que no quieren y revelan que ya son fieles a otro, les tildan   El mismo tipo aparece en el poema «La holgazanería». La alabanza que hace Sebastián en El hijo predilecto de los piadosos trabajos de las monjitas — relicarios, dulces, pilas de agua bendita, vestir al Niño Jesús y peinarle la peluca —traen un eco indudable de la sátira anticlerical moratiniana.    La lectura de Usos amorosos del dieciocho en España de Carmen Martín Gaite, especialmente el capítulo III, «Las solteras y las casadas», pp. 113-136, da una idea general de la situación de las mujeres en aquel siglo. Como es sabido, cuando escribía Tapia en el primer tercio del xix, todavía perduraban muchas costumbres del siglo anterior.

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de hipócritas. En estas escenas, que también evocan la comedia lacrimosa, estas jó‑ venes desvalidas, medrosas y huérfanas de madre, se declaran culpables, como si fuera un delito no haberse atrevido a decir la verdad: «cedí, no tuve valor para ser ingenua y franca. Esta es mi culpa» (Isabel, El hijo predilecto, IV, vi). Pero ante la perspectiva de ir a un convento si no accede al forzado matrimonio, Leonor contes‑ ta: «Morir encerrada quiero / antes que un sí pronunciar / con falsedad en el tem‑ plo» (La madrastra, II, iii). Soledad, en Un falso novio es la «heroína de novela» que ridiculizó Tapia en varias ocasiones; tiene un álbum, lee mucho, «siempre libracos / de novelas» y recita una poesía de gusto ossiánico; una nota del autor dice «Téngase presente que aquí habla una mujer ilusa y necia que no dice sino disparates» (72), aunque , a pesar de serlo, sabe lo que quiere, es disimulada y quita el novio a Cristi‑ na. Esta, abandonada por su amante, no tiene otro pretendiente que el primo Jacin‑ to, un hombre de bien, y desilusionada y después de pensarlo, dice —«Deja que se tranquilice / mi corazón, y hablaremos / más despacio, y puede ser.../ Adiós; prose‑ guir no puedo»—, pero al cabo accede —«Tuya es mi mano»—, al parecer, sin en‑ tusiasmo. Un personaje excepcional es la marquesa de Amar desconfiando, una mu‑ jer activa e independiente pero con un carácter que muestra los destructivos efectos de los celos y de la enfermiza desconfianza en los hombres. La madre, ausente en el teatro clásico español e incorporada a la escena por Moratín, tiene aquí carácter propio; Tapia la muestra bajo aspectos muy poco favo‑ rables pues la irracionalidad y la avaricia de los padres llegan a ser irreflexiva pasión en estas obstinadas mujeres que intrigan y mienten para lograr sus propósitos. Doña Encarnación, no duda en desheredar injustamente a Valerio y quitarle la novia a favor de su hermano Serafín, quien la adula y finje obedecerla: «Así deben ser los hijos, / humildes, mansos y tiernos» (El hijo predilecto, II, vi); la vieja Doña Prisca también se deja engañar por un rico advenedizo, a quien favorece a costa de su pro‑ pio sobrino (Un falso novio); y en La madrastra hay tres personajes femeninos bien delineados, además de la protagonista Leonor: Doña Carmen, su madre la hipócrita Doña Mercedes, engañosa y hábil, que la aconseja, y la manchega Doña Engracia, madre de Fabián, que es inteligente y calculadora. Doña Carmen, una joven pobre y de la misma edad que Leonor se ha casado por conveniencia con don Juan, un comerciante próspero, cincuentón y encaprichado de ella. Es hombre razonable y bueno pero de carácter vacilante y débil y la ambiciosa Carmen, valiéndose de insis‑ tentes amenazas y de intrigas, pretende alejar de Cádiz a Leonor, hija de un primer matrimonio, para dominarle mejor. 6 De capital importancia es la figura del tío, tan habitual en el teatro del tiempo, y deus ex machina en estas comedias. Todos son entrados en años, ricos, con sentido práctico, solterones contentos de serlo y, en contraste con sus contemporáneos, re‑ presentan la razón, la tolerancia y la sensibilidad propias de la Ilustración. Recién llegados a la ciudad cuando tienen lugar las crisis en sus familias, las resuelven con tacto y energía, de manera satisfactoria para los enamorados. Descubren la verdad,   Otra conocida variante literaria del tema del viejo y la niña, en la que ésta domina al marido, le engaña o le maltrata.

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convencen a los obstinados padres, y con frecuencia dotan generosamente a la no‑ via; son el portavoz de Tapia, y les corresponde anunciar la moraleja final y concluir felizmente la comedia. Lo mismo hace el enfermizo Don Fernando, en El hijo preferido, quien dominado por su esposa está a punto de desheredar a Valerio pero los consejos de su hermano y su buen sentido le hacen reaccionar y obrar con justicia. Los criados tienen aquí los papeles tradicionales de servidores, intermediarios o confidentes de sus amos; traen y llevan recados y cartas, facilitan entrevistas, escu‑ chan ocultos y previenen a los amantes, aun a riesgo de perder su empleo. Algunos, como las criadas en La madrastra y en El hijo predilecto lo hacen por compasión y cariño a sus jóvenes amas, otros obran movidos por el interés como Pascual en esta última comedia, quien cínicamente dice que «Al sol me arrimo que más calienta; / es mi gramática parda, / esta es mi infalible regla, / seguir al más poderoso, / así en el mundo se medra» (I, i). Fabián, el criado del falso novio Don Gonzalo, «es mar‑ tagón, chismoso, / y miente que se las pela» y pretende, como es tradicional, ena‑ morar a Petra, sin conseguirlo. Sin embargo, están muy conscientes de lo precario de su empleo, y de las diferencias de clases y la sevillana Elena comenta con otro criado que «No tienen ley / los amos, son gente mala. / Mientras que nos necesitan / son blandos, y nos halagan; / pero si otra les ofrece / sus servicios, nos despachan. / Bien es verdad que lo mismo / nos portamos los criados, / mudando cual de cami‑ sa: / amor con amor se paga» (IV, i). Aunque ya no son propiamente «graciosos», otro papel propio de los criados, su vocabulario y sus insultos propios de la clase baja como «babieca», «panarra», «ganso», «cotorrona», «avestruz», «martagón», «mandria», «calzonazos» y «candongo», así como el modo de representar los acto‑ res a estos personajes de manera realista y apropiada a cada situación lograrían sin duda el deseado efecto. También son de carácter cómico el escribano Don Judas, falso, deshonesto, glotón y cobarde, en quien Tapia satiriza a los picapleitos y a los partidarios del «paternal sistema» absolutista (El hijo predilecto); y el barón del Fresno (Amar desconfiando), un afectado petimetre y malintencionado correveidile que encarna la murmuración y que ofrece grandes posibilidades de comicidad en la escena. *  *  * Tanto los críticos contemporáneos como los historiadores de la literatura de nuestro tiempo vieron a Tapia como un seguidor de Molière y de Moratín y advir‑ tieron en sus comedias un repertorio de temas, ya conocidos, en los que introdujo sus propias variantes. Tuvo el propósito moralizador y didáctico de «enseñar apro‑ vechando» y de escribir «comedias de carácter» al estilo de Molière aunque, como escribe Caldera, estas obras «pueden ofrecer unos rasgos interesantes de vario gé‑ nero pero no profundidad en la investigación y en la descripción psicológica» (1998: 426). La madrastra se estrenó el 19 de diciembre de 1831 y se repuso dos veces y Bre‑ tón de los Herreros en el Correo Literario y Mercantil (Bernaldo de Quirós, 113), la

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considera una «comedia muy moral», bien escrita y bien representada, con bellos versos y gracias en el diálogo, que fue aplaudida. La única objeción sería el haber parecido a algunos «demasiado repentino el arrepentimiento de la madrastra.» Para Caldera, «está todavía en la línea moratiniana a favor de la libre elección de esposo, pero el eje está desplazado hacia la representación del carácter de la madrastra». Tapia dibujó «con cierta fuerza» una mujer imperiosa y egoísta, cuyo carácter está muy bien trazado, así como el de Doña Mercedes, fría y astuta El repentino final obedece a la insuperable necesidad de conseguir el happy ending». La madrastra es una comedia de carácter en la que halla algunos motivos propios de las lacrimosas, «a alguna de las cuales parecía remitir, como El trapero de Madrid «(1988: 426-427). Miguel Ángel Muro coincide con Caldera y señala la inverosimilitud de la rápida y violenta mutación del desenlace (Muro, 2003: 1948). En su reseña de Amar desconfiando, que se estrenó en 15 de junio de 1832, Agus‑ tín Durán en El Correo (9. VII. 1832) alababa su «triunfo inesperado en una época tan contraria al género que cultiva […] el triunfo de la buena y alta comedia […] una comedia como se han visto pocas desde Moratín acá» al tiempo que destacaba que «consiguió […] incitar aquella sonrisa templada que indica el triunfo de la buena y alta comedia» a un público ilustrado (Bernaldo de Quirós, 11-112). A Bretón le pare‑ cieron perfectos los personajes del avaro y el chismoso, quienes dieron lugar a escenas bastante cómicas, así como la versificación y el diálogo. A su juicio, la marquesa estaba pintada con maestría aunque no le parecía un personaje «muy a propósito para causar grandes efectos en el teatro. (Correo Literario y Mercantil, 18.6.1832, en Bernaldo de Quirós, 113). Caldera hallaba ya rasgos plenamente románticos en la protagonista y observa que a no ser por el repentino final feliz de esta obra y de La madrastra, pare‑ cerían cercanas al drama. Y finalmente observa que El hijo predilecto, que no se llevó a las tablas, es una «garbosa comedia de carácter» (2001:42), todavía ligada a viejas fórmulas y en la que de nuevo toca el tema de las relaciones familiares. Estas comedias tratan de las razones que tienen las familias para aceptar o recha‑ zar a quienes quieren formar parte de ellas. Intervienen los padres y los hijos, y con una función providencial, los tíos, secundados todos por los imprescindibles cria‑ dos. Son obras realistas y en su argumento hay una mezcla de didacticismo, patetis‑ mo y solución feliz propios por un lado de la comedia moratiniana y, por otro, de la lacrimosa que, sin duda, Tapia tuvo muy presente (Caldera 1988: 426-427). El comportamiento de estos personajes y las relaciones entre ellos muestran una sociedad burguesa formada por una generación de gente madura de ideas fijas, acostumbrada a mandar sin consultar con nadie, insensible, amante del dinero, que ve el matrimonio como un negocio 7 y está muy consciente del status familiar, y otra generación joven formada por sus hijos, en la que la única preocupación parece ser el amor que conduce al matrimonio. 8 Afortunadamente, también entre la gente   Como dice Emilia, «para casarse no hay medio / más seguro que el tener / algunos miles de pesos» (Amar desconfiando, I, iii)    Las mujeres se casaban, por lo general, muy jóvenes, y el no hacerlo causaba gran preocupación en las familias. Don Pedro en Amar desconfiando advierte a sus sobrinas «Pasáis de los veinte, el tiempo / vuela, se

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madura hay personajes con sentido moral e ideología ilustrada que combaten la intransigencia y el egoísmo de los padres, les convencen y, dando un ejemplo de desprendimiento, dotan a las hijas para vencer la intransigencia paterna. Caldera advierte que el tópico más corriente de las compuestas en los años 20 época fue el de la desconfianza en las relaciones amorosas de los personajes debida a la dificul‑ tad de comunicarse entre ellos, como había surgido ya en El sí de las niñas (1988: 406-407). Las obras didácticas y moralizadoras concluyen con una moraleja y, estas come‑ dias abundan en frases lapidarias con las que los personajes defienden sus propios puntos de vista. El final feliz resulta del triunfo de la razón y de la tolerancia, tras intenso sermoneo, todo hay que decirlo, sobre la sinrazón y la intolerancia de sus antagonistas, que acaban convencidos o arrepentidos. Pero como ya observaron los primeros críticos de estas obras, tal cambio y tal arrepentimiento son tan radicales y repentinos que van en contra de su propio carácter y resultan artificiales e insince‑ ros. Con todo, hay personajes que no cambian su manera de ser o de pensar, como Serafín y su madre en El hijo preferido, y otros, como Doña Carmen (La madrastra) o la marquesa (Amar desconfiando) que se arrepienten, a mi juicio, momentánea‑ mente, obligadas por las circunstancias. Pero la reconciliación y el triunfo de la ra‑ zón en estos casos particulares no afectan fundamentalmente a la sociedad; los des‑ contentos y los rebeldes se conforman o fingen hacerlo y la situación de las mujeres dentro de la familia no cambia. Como recomienda Don Carlos a su sobrina en La madrastra: «Aprende, Leonor, si quieres / gozar ventura y descanso, / se dócil, y amable esposa, / y nunca aspires al mando» (IV, ix). Bibliografía citada José Antonio Bernaldo de Quirós Mateo (2003). El escritor Eugenio de Tapia, un liberal del siglo xix. Ávila, Obra Social Caja de Ávila. Ermanno Caldera (1992). La commedia romantica in Spagna. Pisa, ��������������� Giardini. —  (2001). El teatro español en la época romántica. Madrid, Castalia. Ermanno Caldera y Antonietta Calderone (1988). «El teatro en el siglo xix (I). (18081844)», en Historia del teatro en España, II, ed. José María Díaz Borque, Madrid, Tau‑ rus. Jorge Campos (1969). Teatro y sociedad en España, Madrid, Editorial Moneda y Crédito. Salvador García Castañeda (1993). «Eugenio de Tapia y la sátira política», en De místicos y mágicos, clásicos y románticos. Homenaje a Ermanno Caldera. Mesina, Armando Siciliano Editore, pp. 305‑314. —  (1996). «Eugenio de Tapia, escritor de costumbres», Crítica Hispánica, vol. XVIII, n.º 1, pp. 35-41. Jerónimo Herrera Navarro (1993). Catálogo de autores teatrales del siglo xviii. Madrid, Fun‑ dación Universitaria Española. Javier Huerta Calvo (2003). Historia del teatro español, II. Madrid, Gredos. pierde la tez. / Vienen las arrugas luego, / y adiós novios» (I, i).

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Diego Ventura Rejón de Silva, poeta Jerónimo HERRERA NAVARRO Fundación Universitaria Española

Diego Ventura Rejón de Silva y Lucas (Murcia, 1721-Madrid, 1788/1792), felizmente liberado de la nube de olvido con que le cubrió la fama de su hijo Diego Antonio Rejón de Silva y Barciela (Madrid, 1754-Murcia, 1796) —el académico autor del Diccionario de las nobles artes y del poema de La Pintura— ha despertado cierto interés entre los estudiosos de nuestra historia literaria por haber publicado en 1781 Aventuras de Juan Luis, historia divertida que puede ser útil, novela de aventuras en que mezcla el costumbrismo y la utopía con fin didáctico y moralizador, y que se corresponde perfectamente con el espíritu ilustrado de la época en que la vio nacer. En medio de una corriente crítica que especulaba con la casi desaparición del género novelesco en el siglo xviii, un artículo de Andrés Amorós [1979] en que desmentía su carácter de novela picaresca —como se había señalado muy a la ligera— y la incluía en el género didáctico, la rescató del olvido y ha permitido que en los últimos años haya sido estudiada desde otros puntos de vista [Soubeyroux 1988 y 1990, Álvarez Barrientos 1991, Ayala 1996, Dale 1999]. Sin embargo, hasta ahora no se ha prestado atención —salvo la muy de pasada del Marqués de Valmar— a la condición de poeta de Diego Ventura. El estudio de sus obras poéticas, algunas poco conocidas y otras absolutamente desconocidas, amplía y mejora el conocimiento que tenemos del personaje y del «mundo» que rodea al autor, lo que a su vez ayudará a valorar con mayor exactitud y rigor no sólo el conjunto de su obra —y por tanto su contribución mayor o menor a la historia literaria española— sino la que ha

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sido considerada como más importante y digna de estudio, es decir, las Aventuras de Juan Luis. Rejón gozó de cierta fama de poeta, como lo demuestra la correspondencia literaria que mantuvo con algunos de los poetas más acreditados y populares de su época. Sin embargo, la mayor parte de su obra poética quedó inédita. Sólo llegaron a ver la luz los siguientes poemas o libros (Aguilar Piñal, 1981), algunos publicados con los seudónimos «Diego Roxen» o «Ventura Lucas». 1 1.  Consideraciones de un pecador retirado a la soledad. Romance. Por D. Diego Roxen, ([S.l., s.i., s.a.]). Poema místico escrito en 1749. El propio autor lo considera «muy mediano» pues se trata de uno de sus primeros poemas. Repite los trillados lugares comunes de la alabanza de la vida retirada; el engaño de los placeres; la mentira del mundo; los peligros que acechan al hombre rodeado por el mal, personificado en el demonio; la fugacidad de la vida; el reconocimiento de la culpa del hombre y ejemplos de castigo (Jezabel, Acab, Absalón, Amón, Ocías y Manasés); por último, la penitencia como salvación, confiando en el perdón gracias a la misericordia divina. 2.  Romance heroico, que describe la historia de Susana, arreglada al Sagrado Texto (Madrid, Antonio Pérez de Soto, 1757). Poema escrito para participar en un certamen poético en el que éste era el tema propuesto. El autor demuestra un amplio conocimiento de la mitología clásica y de la Historia Sagrada. El estilo es correcto y sencillo no exento de algunos atisbos líricos, sin llegar a una gran altura. Prima lo narrativo y la consecución de la claridad. Así, conscientemente, se aleja de la oscuridad y de la complejidad barrocas. Fin didáctico y moralizador. Sigue fielmente el relato bíblico, pero se permite la libertad —y así lo dice expresamente— de describir a su gusto el jardín en que Susana es abordada por los dos jueces lascivos, y pinta con todo detalle un jardín neoclásico. 3.  Endechas endecasílabas, en que llora la muerte del Señor Don Fernando el Sexto, el triste Numen de Don Diego Rejón de Silva, dando aviso a un amigo de tan lamentable suceso (Madrid, Antonio Marín, [1759]). Poema elegíaco en que se trata la muerte del rey desde el punto de vista del tópoi del poder igualatorio de la muerte. Rejón, a pesar de que reconoce «un Plecthro, que harmonioso / no fue nunca, y ahora / el pesar le hará ser menos canóro» (fol. 246r.) 2 intenta elevarse por encima de sus versos sencillos y familiares, y busca el estilo más lírico y refinado: «Sombra fue el Rey Fernando, / luz apagada a un soplo, / leve paxiza Arista, / flor delicada, que marchitó Agosto» (fol. 247r.). Lo que destaca el poeta mediante una hipérbole extremada, es el llanto universal por la muerte del rey Fernando, llegando incluso al lamento cósmico: «Las Brillantes Antorchas / de ese celeste Globo / verán sus luces muertas / hoy de tantos suspiros a los soplos» (fol. 248r.). 4.  La locura más discreta que se dice executó la villa de Níjar, del Obispado de Almería, el dia trece de septiembre de este presente año de 1759. En la aclamacion de   La pertenencia a Rejón del seudónimo «Ventura Lucas», constituido por su segundo nombre de pila y el apellido materno Lucas, ha sido puesta de manifiesto y confirmada por su obra inédita, tanto poética como dramática.    Cito siempre por el ms. 5812 de la Biblioteca Nacional, Poesías varias.

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Nro. Catholico Monarca Don Carlos III (que Dios guarde). Su Autor Don Ventura Lucas (Madrid, Imp. del Diario, [1759]). Obra de circunstancias en quintillas. Califica las fiestas, que se celebraron en Níjar con motivo de la proclamación del nuevo rey, de «caso muy singular» y las describe con detalle. Son los propios regidores de la ciudad los que toman la decisión de dar de beber al pueblo: «Luego los Jueces dan orden/ que se traiga de beber,/ y que á los Jarros aborden,/ y al punto se dejó vér,/ por tal orden, el desorden./ Al Aguardiente se atreven,/ á beberlo se preparan,/ y tanto los codos mueven,/ que en lo ardiente no reparan,/ pues como Agua se lo beben.» (fol. 243v.). Y a consecuencia de ello, se produce un total y absoluto desenfreno que provoca abundantes altercados y actos vandálicos. Rejón parece querer disculpar a los Regidores y a la ciudad, por ser la causa de los desórdenes producidos el júbilo que sentían. Sin embargo, no quedaban en muy buen lugar las autoridades y se creaba un antecedente peligroso para el orden público. El caso es que debió de tener alguna resonancia, ya que inmediatamente se publicó otro escrito en que se desmentían los hechos y se consideraban exageraciones del autor, al que se acusaba de escribir de oídas. 3 5.  Desahogo fiel, festiva, y autorizada solemnidad, con que la muy Noble, Valerosissima, y Fidelissima Villa de Molina de Aragón (a imitacion de los demás Pueblos de España) reconoce, y proclama a nuestro cathólico Monarca Don Carlos III por Rey de España, y Señor de aquella. Su autor Don Ventura Lucas (Madrid, Imprenta del Diario, [1759]). Obra de circunstancias en prosa y verso en que Rejón describe en un estilo desenfadado, jocoso y que quiere ser ingenioso, las fiestas celebradas en Molina de Aragón con motivo de la proclamación de Carlos III. Prurito de originalidad que le lleva a pasar por alto la ceremonia propiamente dicha de proclamación. Lo justifica de esta manera: «Llegó esta lucida comitiva a los Tablados donde se havía de celebrar la Aclamazn., la qe. executaron de la misma forma qe. se ha hecho en otras partes, como nos refieren tantos papelones; y yo no repito, pr. no ser uno de tantos» (fol. 256v.). En cambio, detalla los preparativos, el amanecer del día señalado («La rubia Aurora ... a bofetones de luces / hizo qe. afrentadas marchen / las tinieblas, antes que / les diga mil claridades», fol. 251v.-252r.), las salvas («Triple salba rimbombante / qe. aterrorizó a estallidos / la vaga rejion [sic] del Ayre», fol. 252r.), el repicar de las campanas («hay qn. dice qe. mas huecas / quedaron desde este lance», fol. 252v.), un dosel bajo el que se colocó un retrato del rey Carlos III «s[ob]re un ayroso Bruto, qe. oprimia con las herraduras un corpulento Leon, cuya poblada guedeja era rustico tropheo de sus plantas» (fol. 253v.), la cabalgata, los adornos, la lluvia que se sumó a los actos, los caballos enjaezados con «el oro, los Diamantes y las Perlas», el Ayuntamiento, «un Bizarro esquadrón, espada en mano» (fol. 256v.), indulto de presos, un refresco («Huvo en aquesta ocasion, / quantas el    Bernardo Aguilera de la Fuente, Quexas, y satisfaccion del Alcalde de la Villa de Nijar, contra el papel, intitulado: La locura mas discreta, escrito por Don Ventura Lucas, sobre la proclamacion de nuestro Catholico Monarca Don Carlos III. (Que Dios guarde). Executada en dicha villa. Su Autor Don Bernardo Aguilera de la Fuente, Apassionado de dicho Alcalde. Con Licencia. En Madrid: En la Imprenta del Diario, que está en la calle de la Reyna. Se hallará en dicha Imprenta, y en las Librerias acostumbradas donde se vende el Diario. XXIV pp.

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Arte congela, / Zandia, Melocotón, / Orchata, Guinda, Limon, / y sre. todo, canela», fol. Fols. 257r.-257v.), iluminación de la villa y fuegos artificiales («Molina bella, / en estos Fuegos spre. / la Palma lleva. / Los de Luz, los de Trueno / ... A las Nubes se elevan / muy arrogantes, / y en faltando la llama / luego se abaten», fol. 258r.). Y termina con el siguiente estribillo en boca de sus vecinos que, además, sirve de fin: «Viva Nuestro Grande Carlos, / Viva en España Feliz, / viva, venza, triunfe, reyne, / y de años cuente un sin ... Fin» ������������������ (fol. 258v.). 6.  Ofrecimientos festivos que en aplauso del sobresaliente ingenio del Doctor Don Diego Cernadas (Cura de Fruime) escrivia en un Romance y Decimas, su apasionado Don Diego Rejón de Sylva; y la respuesta que en el mismo estilo y un soneto le embió en otro el expressado Cernadas (Madrid, Miguel Escribano, [1762?]). Obra laudatoria en estilo festivo y burlesco que no tiene más interés que comprobar el amplio abanico de elogios que se dispensaban mutuamente ambos poetas. 7.  «Fábula de Céfalo y Procris», (1763?), en Memorial Literario, XIV (1788), pp. 406-419. Octavas joco‑serias publicadas por el Marqués de Valmar (Cueto, 1953: LXVII, 503-506). Aunque considera que «sólo tiene mérito escaso y relativo», la califica de «obra desaliñada y conceptuosa, pero no exenta de desenvoltura y donaire» y «amena» (Cueto, 1953: LXI, CLXIV-CLXV). Con esta pieza burlesca, Rejón continúa la tradición del Siglo de Oro y lo hace con gracia e ingenio no exentos de intención satírico-literaria. Un ejemplo: «Invocar en mi amparo, será justo, / Ese del cielo pastelon brillante, / Mas ¿qué digo? La voz no dará gusto / A cualquier critiquillo malignante; / Y así a mudar estilo yo me ajusto; / Diré, farol diurno rutilante; / Y si aun con esto pone algun reparo, / Apolo sol; no puedo hablar mas claro» (Cueto, 1953: 503). 8.  Quejas de Mari-Blanca por que no la dejan lucir su belleza, en Memorial Literario, XV (1788), pp. 154-155. Rejón en este poema en octavas se hace eco de un pequeño acontecimiento de la vida cotidiana madrileña: La estatua de Diana —bautizada por el pueblo como la «Mariblanca»— que coronaba una fuente frente al hospital del Buen Suceso en la madrileña Puerta del Sol, se queja de que para cubrir su cuerpo desnudo le han puesto «una cosa a manera de Felonio» y una especie de coroza o montera en la cabeza, con que dice la gente que pasa que «en aguja me miro convertida» (fol. 79v.). Y concluye diciendo: «qe. me descubran pido por mi vida, / y goce de ser vista los placeres» (fol. 79v.). En esta ocasión Rejón actúa como cronista y poeta popular. No tiene más ambición que conectar con el público y escribe con gracia e ingenio. El resto de su obra poética se encuentra recogido en un tomo manuscrito que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, bajo la signatura ms. 5812. Se titula: Poesías Varias. Su Autor Dn. Diego Ventura Rejon Lucas y Silba. / Soy de Bernardo Diosdado Caballero, y no lleva fecha. En este tomo, se reúnen unos doscientos poemas de muy variada temática y extensión, entre los cuales se encuentran copiados los poemas 3, 4, 5, 7 y 8 que salieron a la luz pública, y al final del cual se han añadido ejemplares impresos de los números 1, 2 y 6, foliados siguiendo la numeración general del

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manuscrito. Un índice final, remitiendo al número de folio, relaciona su contenido. El corpus poético así reunido no lleva ningún orden y parece la colección completa de los poemas del autor. No van datados, pero el título de algunos señala la fecha de los hechos a los que hacen referencia, o se pueden fechar de forma aproximada por algún dato cronológico del título o del texto. El primero, corresponde a 1749 (Consideraciones de un pecador retirado a la soledad) y el último, a 1782 (Décimas para la dedicación de la Iglesia de Sn. Juan de Dios de Murcia). Abundan los romances, los sonetos y las décimas, pero también hay octavas, seguidillas y endechas. Lo primero que llama la atención, es el mantenimiento de la utilización de la poesía como instrumento habitual de comunicación en determinados ámbitos sociales. Se le sigue concediendo, por tanto, un valor práctico, utilitarista. Así, no sólo encontramos las usuales epístolas, sino que también abundan los poemas (romances, décimas, sonetos, etc.) que sirven para agradecer algún obsequio o regalo, para pedir algún favor o para felicitar las Pascuas o un cumpleaños. De este tipo son: Dando gracias de lo qe. se expresa en las siguientes Décimas (fols. 218r.-219v.), por haberle regalado un queso, perniles y chorizos («las nueve Musas rehacias / me cercan con mil placeres, / y para que tú te enteres, / luego que el regalo olieron, / sin llamarlas se vinieron / que en efecto son Mugeres»); Encargando una Arroba de cacao, décima, (fol. 217v.) o Remitiendo a su Amigo Dn. Eusebio Vergára un Memorial de un Pobrecto, romance (fols. 1r.2v.), en que explica el por qué del uso del verso en un caso como éste: «Ademas, que este Papel / á pedir vá, y de esta forma / siendo el pedir cosa dura / el Metro lo endulza, y dora.» (fols. ���������������� 1r.-1v.). La frecuente correspondencia con sus amigos de Murcia y Jumilla, en donde nació y vivió y poseía tierras, nos da a conocer pequeños detalles o acontecimientos de la vida cotidiana de la nobleza media, a la que pertenecía Rejón, tanto en Madrid como en Murcia. En todos estos poemas, se observa un uso familiar de la poesía, en que lo de menos es el valor literario de lo escrito. El verso adquiere en primer lugar, una función de comunicación, función referencial del lenguaje, y por eso, lo que prima es la sencillez y la claridad —suele utilizar el romance— sin que por ello el poeta, subsidiariamente, renuncie a incluir algunos juegos de palabras o rasgos de ingenio que hagan más elegante, llamativo o deslumbrante su escrito. De este tipo son: Pintura de la Villa de Jumilla y Vida que hacia en ella el Autor, en Carta a un Amigo (fols. 146v.-151v.), «quintillas sencillas» las denomina, en que describe la vida de estudiante que hacía entre frailes y curas; Dando la Enorabuena á un Amigo, qe. siendo Catedratico de Leyes en Murcia, se casó con una Parienta suya, qe. dixo ser Blanca y rubia, Pasqual de apellido, romance (fols. 42v.-44r.) o A un Amigo de Murcia que tardava en escrivir, romance (fols. 7v.-9v.), en que se refiere a varios aspectos de la vida murciana, etc. Por la familiaridad, cotidianeidad y sencillez —continuamente Rejón hace referencia a su estilo llano, propio de la grama y no del ciprés, del popular «adufe» en vez de la lira, etc.— estos poemas abundan en detalles costumbristas tratados con humor y rasgos de ingenio. Por ejemplo, la descripción que hace de un pobre, un infeliz suplicante. Es una descripción externa a través del estado de su ropa, hecha con gracia. Se

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refiere al sombrero: «chato y manchado»; al peluquín, que de «Peluca blonda» el tiempo ha convertido en «cofia»; no usa corbatín, pues «le sobran/ sin corvatin qe. le apriete/ muchas cosas que le ahogan»; la capa, rota; la camisa, «unica en la ropa blanca», «aunque sin chorrera y bueltas»; de la casaca y chupa «no puedo decir la forma»; las medias, «por todas partes respiran»; los zapatos tienen «mil vocas» y los calzones, ya se pueden imaginar «de lo demas de la ropa». Y concluye: «Aqueste és su fiel retrato, / que si despacio se nota / á los Nerones mas fieros / moverá á misericordia.» (2v.). Y en el romance Pintase la necesidad de un Pobre para mover á un Exmo. (96r-98a), Rejón se demora en estas descripciones realistas con el fin de predisponer al destinatario del poema en su favor: «Señor un Pobre me pide, / qe. le forme un Memorial, / creo, qe. tiene justicia, / y lo hago por caridad. / Su vestido os pintaré / ... / Su viejo sombrero; (empiezo) / ya de tanto recortar, / será dentro de mui poco / soli Deo clerical. / Consta su gran Peluquin / de cien Pelos, poco mas, / ó menos; qe. no es razon / en Pelillos reparar. /... / Esta es Señor la pintura, / si os pareciere caval, / haced, qe. el sugeto logre / efectos de esa bondad». En relación con estas inquietudes por las cuestiones sociales, hay que recordar que Diego Rejón de Silva fue elegido en 1778 diputado del barrio del Amor de Dios, uno de los 64 en que quedaba dividido Madrid, entre cuyas funciones se encontraba la de ocuparse de los pobres y menesterosos del barrio. Dentro de este ámbito realista y costumbrista, a veces, se llega a la sátira, como en el romance Pintura de una Vieja gorda, y con presuncion de Niña (108v.-110r.) o las décimas A lo qe. dicen (fols. 13v.-14v.), en que, sin excesos conceptuales y en un tono poético popular y sencillo critica el cotilleo y la murmuración en temas de honra y honor: ¿Marido á quien la honrrilla á quejarse le á obligado no saves que el ser honrrado se dejó con la Golilla? Tu opinion mas se amancilla (sic) desde Murcia hasta el Perú si entregado a Bercebú pueblas el Ayre á Gemidos; ¿no ves sufren mil Maridos? Pues ¿por qué no callas tu? Feliz Murcia á quien jamás falta asunto en tus corrillos de Damas, y Maridillos ó por nefas, ó por fás: placemes recivirás de que este caso suceda, Porche, Arenál, y Alameda pullas brotarán atroces sin que haia á embates de voces Malecon qe. bastar pueda.

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Otro grupo numeroso de poemas lo forma el que trata de temas literarios. Como hemos dicho antes, Rejón tuvo amistad y correspondencia literaria con otros poetas destacados, como José Joaquín Benegasi y Luján, José Villarroel y Diego Cernadas y Castro, conocido como el «Cura de Fruime», e incluso participó en una academia o junta poética que se reunía en la librería de José Matías Escribano, frente de las Gradas de San Felipe el Real. Rejón envía sus obras a sus colegas con un poema, elogia las que recibe o pide alguna que no encuentra en las librerías, como hace con una del Padre Fray Juan de la Concepción. También hizo crítica literaria de otros libros, «papeles» o poemas. Así, critica El Pensador de Clavijo y Fajardo desde una perspectiva conservadora en dos sonetos. En el de Radamantho al Pensador (52r.), porque lo que «como recto Juez pasar no puedo / es ver al gran Quebedo escarnecido / por tu grosera pluma con denuedo» y en el titulado Consejos de un Maestro anciano a un joben estudioso (51r-52a) que dice: «Hijo, si te quieres instruir / haz estudio formal del Pensador, / qe. por compendio, y cifra del primor / en la Corte escuchamos aplaudir, / obra contra la qual nadie imprimir / ha podido por or[de]n. superior, / contempla lo qe. pudo este escritor / por su celebre Pluma conseguir: / en él querido mio podras ver / Galicismos sobrados qe. admirar, / (que estos son su delicia, y su placer) / y no importa llegandolo á imitar, / como tu logres Docto parecer, / qe. tu Lengua te espongas (sic) á olbidar»; en cambio, hizo un encendido elogio de Los eruditos a la violeta en este soneto: ¡Gracias a Dios, que en castellano claro veo un papel escrito en nuestros días! Yo estoy para buscar cien chirimías, y al son de ellas dar brincos con descaro. Nadie, pues, ponga tacha, ni reparo en lo que afirman las verdades mías: Tú cultiquillo, tú, lo mismo harías a conocer cuanto lo dicho es raro; y si el lenguaje puro no es delito, tu papel, todo gracias, placentero; a los pedantes cortará el prurito de ser sabios sin costa (qué quimeras) pudiendo envidia dar tu bello escrito a los Islas, Losadas, y Riveras. 4

Por otra parte, critica abiertamente en unas décimas a los autores de varios «papeles» que se imprimieron con motivo de la muerte del Rey Fernando VI. Se titula Breve repaso á ocho papeles qe. se imprimieron quando la Muerte del Rey dn. Fernando (fols. 15v.-18r.) y se refiere a Juan Romea y Tapia, Pedro Calderón [Bermúdez de Castro], Diego Gallardo, Alonso Quadrado [y Fernández de Anduga], Antonio Vidaurre [y Orduña], [Diego Vicente] Carvajal, Ángel [Gabriel] Herrera y Antonio Herdara    Se debe de referir a Fulgencio Afán de Ribera, autor de una obra en prosa titulada Virtud al uso y mística a la moda (Pamplona, Juan Mastranzo, [1729]).

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[Cruzate]. «Ocho Grajos», «Ocho Cuervos» que «al Pindo quieren subir / pero no pueden trepar: a esfuerzos de su graznar / nos aturden, ¡qué trabajos!». Esta obrilla de crítica literaria, por el tema que trata, se debió de escribir en los años 1759 o 1760. Para Rejón, los ocho poemas tienen algún error, si no son horribles en conjunto. Ninguno se escapa de su juicio negativo, que extiende al de su autor. Sólo habla con cierta consideración de Romea y Tapia, del que reconoce que «el soneto no és malito», pero la canción real sólo es tal porque «á el Rey se ha escrito» y a la Glosa «mucho ripio le sobra,/ como es de Tapia la obra/ lindamente el ripio encaxa» (16r. La cursiva es mía). De D. Pedro Calderón, al que define como «expresion heroyca», dice: «solamente/ es Calderón en el Nombre» y «muestra su genio ramplón». De D. Diego Gallardo dice que cuenta el real entierro y que «nos pegó un gran petardo/ su sabio gallardo Numen» (la cursiva es mía). Sin embargo, señala el extraordinario éxito que tuvo publicado como pliego suelto y vendido por los ciegos. Del poeta murciano D. Alonso Quadrado —«Geroglifico funebre»- resalta un error en el primer renglón y que «de agudos sin ton ni son/ llenas tus coplas están». Sin embargo, trata al autor, paisano al fin, con cierta consideración; le llama «buen Quadrado». De D. Antonio Vidaurre, conocido autor de sainetes, dice: «un consonante errado,/ y un esdrujulo mal puesto», «su Glosa no ha disgustado,/ las Octavas son atroces,/ los sonetos son feroces» y el Romance «está reducido á voces». De Carvajal, «cortesano desengañado»: «sus decimillas... sin temer a un Malsin / pueden correr el confin; / el soneto es disparate». Sin embargo, le trata con más respeto y consideración. De D. Angel Herrera: sus octavas son «compendio de disparates/ epilogo de dislates». Y de D. Antonio Herdara: «Resuene alegre el Pandero / toque el Clarin la tarára, / que viene el famoso Herdara / gran Poeta Acrostiquero: / el hombre pone su esmero / en escrivir tontamente / y de su Numen cadente / vista una copla en rigor / parece no havrá peór / hasta leér la siguiente» (17v.-18r. La cursiva es mía). Por último, hay que recordar que el propio Rejón publicó una obra con este mismo motivo, las Endechas endecasílabas, que hemos visto más arriba, y que debió de contraponer a las aquí censuradas, parece ser que con el beneplácito de su amigo Benegasi. En otra serie de poemas, trata cuestiones relacionadas con la Poética. Así, en Pruevase sér uno de los defectos que hacen despreciable la Poesia, el escrivirla ignorando el Arte Poetica; fué asunto de Academia. Redondillas (fols. 19r.-20v.), aunque admite que «El que al Arte no limita / su travesura ingeniosa, / no hará maldita la cosa / ó hará una cosa maldita» y señala los errores más comunes en que caen los poetas que escriben «sin haver visto a Luzán / ni conocer á Rengifo», no obstante, pone por encima la naturalidad. Así, dice: «qualquier papelito / será gustoso, y cavál / siendo el decir naturál / aunque esté con Arte escrito». Para mayor abundamiento, en una carta en prosa refiriéndose a un sermón, nos dice cuáles son sus preferencias en relación con el estilo: «Confieso qe. muchos hecharán [sic] menos en esta oracion el violento disponer de las clausulas para que formen una seguida consonancia qe. llaman cadencia, y verdaderamte. es decadencia en qualquiera Predicador; y tambien aquellos clausulones relumbrants. con que sacando ntro. idioma de sus quicios, quieren algunos parecer discretos solo con no ser entendidos; po. á mi pr. qe. el ser-

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mon carece de ambos vicios me gusta mas, ps. spre. hé aborrecido la recancanilla, y sonsonete de lo clausulado, se me aflige el corazon quando en un escrito enquentro sombras, obscuridades, y lobregueces» (fol. 30r.) y en otra que escribe para vindicar dos de sus poemas, defiende la poesía, los equívocos y las buenas coplas «pues si el diestro en la Musica, y el Agil en la Danza son el objeto de los aplausos, por qué el que hace buenas coplas, ha de ser el Blanco de los desprecios?» (fol. 49v.) y «el Numen es adaptable a todas materias, confesando al mismo tiempo que es damnable el aplicarlo a vagatelas y futilidades» (fol. 50r.). Por otra parte, en Contra los que no gustan de la Poesía (21r.), se dirige «A los genios mordedores / que mal al Poeta miran», les llama «críticos censores» y «porque pierdan los estribos / repito en conceptos vivos / con mil Autores contestes / el que: «Carmina celestes / possunt adducere Dibos»», y, por último, le pide a Clío que «por confundir su Loquela / que vivan donde haia escuela / un Herrador, y un Telár». En relación con los temas literarios, hay que destacar un nutrido grupo de poemas que dedica al teatro. Rejón, por el contenido de estos poemas, pertenece al bando de los polacos y escribe con la intención de alabar a las actrices de la compañía, señalar algún detalle sobresaliente de una función, hacer un análisis crítico de la comedia, informar de los últimos acontecimientos teatrales, etc. Estas composiciones siguen el estilo sencillo y familiar, popular, en definitiva, pero aportan abundante información sobre el mundo teatral de la época. Por ejemplo, en el soneto Con la ocasion de haver baylado en una comedia de Teatro, Sevastiana Pereyra Mugér de Blanco, y Mariana Alcazar qe. lo és de Garcia, bulgo el Redentor, lo qe. ocasionó qe. dha. comedia produjo mas ganancias (35r.-35v.) hace referencia a los «dos prodigios, dos pasmos» que lograban redimir «la vejacion qe. á impulsos del sentir / llegaba el Polaquismo á padecer»; en las décimas a A la Sebastiana sola (35v.-36r.) que va a continuación de la anterior y debe de corresponder a la misma función, insiste en la idea de superación de una situación adversa de la compañía con estas palabras: «Oy por ti [Sebastiana] yá son bonanzas / las borrascas procelosas, / que amenazaron ruidosas»; en el romance En respuesta a una Carta de un Amigo (57r.-58v.), se refiere a la crisis que se produjo en 1763 ante la formación de las dos compañías de Madrid: «Estas [las compañías] aun no están compuestas, / qe. su ajuste es mas heroyco / Blason, qe. la division / del Imperio pr. Thedosio [sic]. / Nadie quiere la Autoria / (yo juzgo la quieren todos)»; y en Carta de un Polaco á otro, con la ocasion de haver firmado las compañias en el año de 1763. Decimas (69r.-69v.), recoge el nombramiento de «autora» de la compañía de los «polacos» a la famosa y joven María Ladvenant: «... y el qe. las listas coteja / pr. monstruosidad estima, / qe. hagan qe. una Moza gima, / para qe. triunfe una vieja. / Dicen qe. oculto enemigo / á los Polacos perdio, / y porque lo creo yo, / lo dho. no contradigo ... Ntra. Autora, y los demas / han firmado con protexta (sic), / y aquesto es á la hora de esta / lo que pasa, y nada mas: / y pues advertido estás, / que Mariquita enarbola / la Polaca Vanderola / no es justo qe. desmayemos, / quando todos conocemos / vale por mil ella sola». Rejón, apasionado de esta gran actriz, le dedicó dos poemas. El romance heroico titulado En alabanza de la Sra. Mª Lavenan, y las circunstancias qe. concurrieron siendo Prime-

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ra Dama y Autora (70r.-72r.) en que va enumerando los logros que ha conseguido como autora y que le han valido «fama heroica» en el «orbe» (unión de caudales de las dos compañías, restauración de la fiesta de la Madre del Sol, su capilla hecha parroquia, victorias de su compañía cómica incluso en agosto venciendo al calor) así como sus cualidades inigualables («Siendo Graciosa a todos complaciste; / en lo serio nos pasmas, nos asombras / y versos dices tú, qe. no lo han sido / hasta ser pronunciados pr. tu voca»), y las décimas En la muerte de Maria Lavenan prima. Dama de los Theatros de Madrid. (87v.-88r.) que empiezan con estos emocionados versos: «Reten el paso mortál / mira, qe. esa Losa fria / oculta á la qe. lucia / con aplauso universal: / repara como el fatál / golpe de la Parca ayrada, / rosa quedó deshojada, / mustio Clavél, sin verdor, / Estrella sin resplandor, / y Luna ermosa eclipsada...», en que también se observa su actitud estoica ante la vida. Por último, señalar que también escribió dos décimas muy elogiosas después de ver el Sesostris Tragedia qe. escrivió Dn. Ramon de la Cruz (88v.), del que se considera «amigo», y que él mismo escribió sainetes, letras de tonadillas y una tragedia, que se representaron en los teatros de Madrid. 5 Otro grupo interesante de poemas es el de circunstancias. Trata de los acontecimientos importantes de la vida pública, como la enfermedad y muerte del rey Fernando VI y las consecuencias políticas de los cambios que se presumían. Aparte de las endechas publicadas ya conocidas, Rejón escribió otros poemas que quedaron inéditos. Me parecen de interés porque reflejan el estado de opinión existente en ese momento. Así, un soneto sobre la enfermedad del rey, en que se refleja la incertidumbre que existía ante la posible muerte del monarca y una velada crítica a la política que estaba llevando: Varios discursos qe. se formaban, mientras la Enfermd. del Rey Dn. Fernando el 6o (39r-40a). «¿Qué hará Valparaíso, si el Rey muere? / Irse a la Mancha por la Posta luego. / ¿Y el Gran Alba? Al mirar perdido el Juego / es fuersa (sic) que entre sí se dessespere. / ¿Y Rojas? Marchará adonde le espere / su cabildo con Máquinas de fuego. / Con que aquesta baraja a verla llego / desbaratada, y rota; ya se infiere. / ¿Y nosotros, qué haremos? ¿Qué? Con lloros / dar nuestras esperanzas por burladas, / recelando el desfalco en los Tesoros, / y con las voluntades resignadas / lamentar, que nos falte un Rey de Oros, / y esperar, a que venga un Rey de Espadas» (actualizo ortografía). Otros poemas sobre este mismo asunto, en los que destaca su estoicismo, son los sonetos: A la muerte del dho. Rey proclamado en el dia de San Lorzo. y en igual dia llorado difunto (249rto) y Desengaño que ofrece el Regio Cadaver (249vto). Posteriormente, en otro soneto, se hace eco de la destitución del Marqués de la Ensenada por el rey Carlos III: Haviendo depuesto el Rey al Marqes. de la Ensenada (159rto). «Cayó de Rodas el Coloso fuerte, / cayó la estatua de Nabuco altiva, / la Torre, que a escalar los cielos iba, / en estrago y en polvo se convierte: / El gran templo Efesino nos advierte / su ocaso a impulsos de la llama activa, / y que todo se acaba, se derriba, / y de mil suertes muere nuestra suerte. / Que cayera el Marqués era preciso / pues tan alto subió (pero contemplo) / que es su caída misterioso aviso, / y de todo privado,   El estudio de la obra dramática de Rejón se publicará próximamente en Paso Honroso. Homenaje a Amancio Labandeira (en prensa).

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nuevo ejemplo / será el ver que acabaron de improviso / Marqués, Torre, Coloso, Estatua y Templo». 6 Además de a grandes acontecimientos, Rejón presta también atención a otros asuntos relevantes de la vida política o social, como el nuevo Concordato de 1753, al que dedica las décimas Al nuebo concordato en que se concedió al Rey la probicion [provisión] de todas las Prebendas (139r.-140r.); otras, A la estatua de Apolo que se puso en la Fuente del Prado en el Año de 1780, a qn. cubria su desnudez una Hoja de Yedra (233r.-233v.), y otras Celebrando un banquete que dio un señor, al que había de concurrir el Marqués de Esquilache, con el que se deseaba que a favor de un pretendiente se interesase el Conde de Maceda (fol. 39r.). Los poemas religiosos o místicos que giran alrededor de la crucifixión de Jesús o de la brevedad de la vida, no son más que repetición de lugares comunes y frases hechas, en los que se observa una actitud estoica de desengaño ante la vida. Más sentidos y originales son los poemas amorosos, como las décimas que glosan la redondilla «Aunque me muero por ti / tus desprecios agradezco, / por ver si así te aborrezco / y acava mi frenesí» (114r.-115r.); el poema Un Cavallero apasionado de una señora no se atreve a explicar su afecto (3a-4a), galante, sencillo y sincero en que se plantea un amor fuera del matrimonio, pero no ideal y aislado de la realidad, sino enmarcado en esa situación, lo que provoca que el poeta exhale su pena y que no sepa qué hacer; las Endechas endecasílabas a una ausencia (112r.-113r.), el soneto Pondera lo grande de un Amor (143v.-144r.) o las Seguidillas varias (234r.-240r.), de sabor popular, graciosas e ingeniosas, en que abundan los juegos de palabras, paronomasias y equívocos. Por último, encontramos algunos poemas singulares: Vida, Travajos, y Aventuras de Hercules Thevano hijo de Jupiter y Alcmena (159r.-188r.), de tema mitológico y heroico, escrito en seguidillas, con intención jocosa y burlesca. En el poema heroico en octavas Refierese una Batalla Naval (99a-102a), se narra una victoria conseguida contra los moros en primera persona, como si el poeta fuera el protagonista de una hazaña que ofrece al Rey Carlos III; hay algunas imágenes bien conseguidas, otras son archiconocidas; utiliza frases hechas y el recurso típico del Barroco del verso final recolectivo. El titulado Apuntaciones de un Cronista Frances pª la Historia de España del Siglo actual. Las dos primras. décimas no son del Autor (273r.-274v.) tiene una significación especial, porque en él Rejón contesta a una sátira contra la política del gobierno de Floridablanca, lanzada por la nobleza más conservadora, sobre todo en materia militar. Por los hechos a los que se hace referencia —llegada de un elefante, la fracasada expedición de Argel, la introducción de las charreteras en el uniforme de los oficiales, etc.— debe de corresponder a finales de la década de los 70, e incluso principios de la de los 80. Rejón, a todos los aspectos negativos que se señalan, contrapone los logros más destacados del reinado de Carlos III. Mezcla grandes realizaciones como el empedrado de las calles, la reforma de los estudios o de las órdenes religiosas, el Paseo del Prado o la Real Lotería, con pequeños avances sociales, culturales o de las costumbres, como que no se pongan mazas a los perros, la libertad en el trato, que se haya añadido

 Actualizo la ortografía.



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la cena al rancho de los soldados, la introducción de las tragedias, la mejora de las comedias o los conciertos en Cuaresma. Es evidente, que Diego Ventura Rejón de Silva no ha pasado a nuestra historia literaria justamente, pues su poesía y la del grupo de poetas que el marqués de Valmar denominó «poetas populares del reinado de Fernando VI» y que se reunían alrededor y bajo el magisterio de la figura de José Joaquín Benegasi y Luján, se definía —en palabras de Valmar, referidas a Benegasi pero que valen exactamente igual para Rejón- por su «facilidad, vulgaridad, frialdad, trivial donaire, cierta audacia satírica, pero sin entusiasmo ni elevación moral» (Cueto, 1953, t. LXI, p. LIII). No obstante, la obra poética de Rejón demuestra que poseía una amplia cultura clásica, visible en la facilidad con que maneja temas y personajes de la mitología clásica grecolatina y, al mismo tiempo, se encuadra dentro de la corriente tradicional de la poesía clásica española. Se considera continuador de «el gran Quevedo», pero lo es, desde luego, en el uso y abuso consciente de los juegos del lenguaje, de todos aquellos recursos y figuras que hábilmente utilizados crearon la poesía conceptista de nuestro Siglo de Oro, y que ya se había fosilizado en técnicas y patrones que se repetían en fórmulas desprovistas de ingenio. Rejón jugaba con las palabras y de una forma ya casi espontánea le salían los continuos equívocos y paranomasias, que llegaban a constituir la base y fundamento de muchos de sus poemas. Así, por ejemplo, el romance A un Amigo que se tardó en escribir (196r.-197r.), que empieza «En verso, y no en carta corta / pues no hará la Prosa presa / oy con despecho despacho / para qe. las cojas quejas» y sigue así hasta el final. Rejón, de esta manera, pretende mantener una tradición poética que se ha hecho popular, añadiéndole naturalidad y eliminando oscuridad con el fin de evitar la desaparición de la poesía que tantas glorias había cosechado en el siglo anterior, tal y como propugnaban los modernos abanderados del clasicismo, los puristas o neoclásicos. Lo que ocurre es que a Rejón, como a la mayor parte de los poetas contemporáneos, le falta inspiración y altura poética y por eso el resultado es mediocre, aunque aporte abundante información para el conocimiento de la vida y costumbres de la época, e incluso para la intrahistoria literaria del siglo xviii. Pero es importante señalar que Rejón no es un poeta «profesional». Escribe versos por afición y como signo de distinción, también por tradición. La mayor parte de sus poemas son versos porque tienen una medida y una rima, a los que añade algún detalle de ingenio: un «equivoquillo» o juegos de palabras, que a veces tienen una intención humorística consciente, como la contraposición «melodía / melonoche» o «salamanca / sala sin manos». Él mismo dice que sus poemas tienen también un valor lúdico, de diversión. En este sentido, es verdad que Rejón tiene una extraordinaria facilidad para lo jocoso, para dirigir asuntos serios, mitológicos o de la vida diaria, hacia lo desenfadado y divertido. En la sociedad madrileña del tercer cuarto del siglo xviii todavía se cotizaba la destreza en la poesía como rasgo de ingenio y motivo destacado de atención en tertulias y saraos, eco de las «justas poéticas» del siglo anterior. Por ello, a Rejón le piden que haga versos de repente y que dedique un poema a una vieja gorda que quiere pasar por niña. Esta misma

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intención tienen los poemas jocosos como la Fábula de Céfalo y Procris y los de ingenio en que el poeta tiene que glosar una redondilla, es decir, escribir una décima que termina con un verso de la redondilla, o aquéllos en que se da un pie forzado. Cuando Rejón se relaciona con Benegasi o «el Cura de Fruime», sus poemas incluyen estos mismos juegos de palabras e ingenio, y ellos le contestan en los mismos términos. Están usando la poesía como un juego dentro de una determinada convención poética y social, que procede de la tradición del siglo anterior. Pero a pesar de todo ello, Rejón no es un poeta popular en el sentido que le da Cueto. No escribe para llegar a la mayoría del pueblo. Escribe exclusivamente para sus amigos y su círculo social, pero no desdeña ampliar la difusión de sus obras. Por eso, se enorgullece cuando el Duque de Arcos elogia su Romance de Susana o un «Excelentísimo» le pide los borradores de sus poemas o algún poeta amigo le recomienda que imprima alguno de ellos. De todos modos, siempre se cura en salud y adopta una actitud humilde al reconocer la pobreza de su Musa, la tosquedad de su lira, etc., frente a la inalcanzable altura de un Fray Luis de León o un Quevedo. Pero posee una habilidad, y la cultiva con el fin de contribuir humildemente al mantenimiento de la tradición poética española. Por último, en relación con la ideología de Rejón, es muy significativo que no haya ni una sola mención directa ni indirecta a su novela las Aventuras de Juan Luis, que, como es sabido, es de 1781, 7 ni a los temas que aborda en ella [Amorós, 1979]. En una personalidad como la de Rejón que lo poetiza todo, se echan en falta poemas «serios» de contenido educativo, filosófico, político o social. Sólo encontramos una referencia a la Junta de Caridad y varios casos en que recomienda a «pobres» con unos versos, como hemos visto. Da la impresión de que se produce una evolución ideológica en Rejón a lo largo de su vida y de que en los últimos años, probablemente desde que en 1778 es elegido diputado de barrio, ganan terreno en su pensamiento las ideas ilustradas y se pasa a un género literario —la novela- más acorde con sus nuevas inquietudes filosóficas, políticas y, sobre todo, sociales. No olvidemos que la mayor parte de los poemas que forman parte de su colección manuscrita pertenecen a los años 1749-1780 y la ideología que traslucen es esencialmente conservadora (por ejemplo critica abiertamente El Pensador) aunque más adelante acepte y defienda los avances conseguidos en el reinado de Carlos III. Es un abanderado de la poesía quevedesca y conceptista, pero prefiere la claridad y la naturalidad en el lenguaje, más acorde con los nuevos tiempos. Finalmente, a partir de 1778, participa activamente en las Juntas de Caridad, institución ilustrada, en su condición de diputado de barrio (Soubeyroux, 1988] y parece que asume el espíritu reformador que lo abarca todo, lo que le lleva a escribir y publicar en 1781, al término de los tres años de mandato, sus Aventuras de Juan Luis.    Únicamente, uno de sus poemas se titula A un sugeto pidiéndole el 4.º Tomo de los Viages de Wanton (fol. 90v.-93r.), tomo que apareció en 1778, y corresponde a una novela encuadrada entre los relatos imaginarios y utópicos, género que tanto influyó en la novela de Rejón. Se trata de la novela del veneciano Zaccaria Seriman (1709-1784) Viages de Enrique Wanton á las Tierras incognitas Australes y al pais de las monas: en donde se expresan las costumbres, carácter y ciencia y policia de estos extraordinarios habitantes / traducidos del... inglés al italiano y de este al español por Gutierre Joaquín Vaca de Guzmán. Alcalà, Imprenta de doña Maria Garcia Briones, 1769-1778, en cuatro tomos.

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Historia divertida que puede ser útil. Así pues, su espíritu, aunque parte de la tradición, está abierto a las reformas y al progreso. Por eso, creo relevante destacar que el poeta total que es Rejón, sin embargo, no dude en cultivar el género novelesco, más moderno y adaptado a la sociedad de su época, para crear una obra, Las aventuras de Juan Luis, que es fiel reflejo de las contradicciones señaladas y del intento de encontrar un equilibrio entre tradición y modernidad. Teniendo en cuenta todas estas circunstancias, creo que Rejón y su obra constituyen un ejemplo paradigmático del momento de decadencia que vivía la poesía española —y la sociedad del Antiguo Régimen— después de los esplendores del Siglo de Oro, y de la pervivencia de la poesía como facultad que se practica en sociedad y para la sociedad, que se encuentra ya en plena crisis, como el propio Rejón testimonia. Y al mismo tiempo, por contraste, de cómo inicia la novela su andadura como género que se adapta mejor a las nuevas inquietudes de la sociedad. Bibliografía citada Francisco Aguilar Piñal (1981-2001). Bibliografía de Autores Españoles del siglo xviii, Madrid, CSIC, II, pp. 443, V, pp. 262, VII, pp. 76-77. Joaquín Álvarez Barrientos (1991). La Novela del siglo xviii, Madrid, Ediciones Júcar, pp. 228-232. Andrés Amorós (1979). «Las Aventuras de Juan Luis, novela didáctica del siglo xviii», en Estudios sobre Literatura y Arte dedicados al Profesor Emilio Orozco Díaz, I, Granada, Universidad de Granada, pp. 51-64. M. Ángeles Ayala (1996). «Aventuras de Juan Luis. Historia divertida que puede ser útil (1781) de Diego Ventura Rejón y Lucas», en Salina, n.º 10, pp. 88-94. Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar (1953). Poetas líricos del siglo xviii, Madrid, Atlas, I, pp. XLVIII-LIII. ������������������������� (BAE., LXI). Scot Dale (1999). ���������������������������������������������������������������������� «Costumbrismo y viajes en las Aventuras de Juan Luis (1781), de Diego Ventura Rejón y Lucas», Dieciocho, n.º 22-1, pp. 25-34. Jerónimo Herrera Navarro (1993). Catálogo de autores teatrales del siglo xviii, Madrid, Fundación Universitaria Española, pp. 374-375. Concepción de la Peña Velasco (1985). Aspectos biográficos y literarios de Diego Antonio Rejón de Silva, Murcia, Comunidad Autónoma de Murcia, pp. 12-21. Jacques Soubeyroux (1988). «Sátira y utopía de la corte en Aventuras de Juan Luis de Rejón y Lucas (1781)», en Carlos III. Madrid y la Ilustración, Madrid, Siglo xxi, pp. 379-417. — (1990-1991). «Sintaxe narrative et statut des personnages dans Aventuras de Juan Luis (1781) de Rejón y Lucas», en Melanges offerts à Paul J. Guinard. Hommages des dix-huitièmistes français, II, coord. Annie Molinié et Carlos Serrano, Paris, Éditions Hispaniques, pp. 205-218.

Panem et circenses: el teatro Bretón de Sepúlveda (Segovia) Carmen MENÉNDEZ-ONRUBIA Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

El espectáculo teatral fue consolidándose a lo largo del siglo xix como un producto de consumo de todas las clases sociales. Buena prueba de ello la encontramos no sólo en los numerosos coliseos que fueron levantándose en las distintas ciudades y poblaciones españolas, sino en la proliferación de teatros particulares y en la apertura de secciones dramáticas en asociaciones, sociedades y círculos recreativos. Mucho queda todavía por conocer de la actividad dramática en la España del siglo xix y comienzos del xx, si bien poco a poco van surgiendo trabajos que nos descubren cómo dicha actividad impregnó la vida cotidiana de la sociedad española de esos años. Como muestra de esta tarea de recuperación baste citar la que se lleva a cabo desde el Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y Nuevas Tecnologías, de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), a cuyo frente se encuentra el profesor Romera Castillo. Las Tesis doctorales y los trabajos de investigación para la obtención del Diploma de Estudios Avanzados (DEA) dirigidos desde ese Centro van poniendo de manifiesto la extensa e intensa vida escénica de la España decimonónica y la de los años iniciales del siglo xx. En idéntico sentido se orientan los trabajos de alguno de los componentes del grupo de investigación «Literatura, imagen e historia cultural» del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), a cuyo frente se encuentra el Dr. García Lorenzo, del cual formo parte.

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Las páginas que siguen pretenden contribuir al conocimiento de un espacio escénico, el teatro Bretón, localizado en una histórica villa de la vieja Castilla, Sepúlveda, enclavada en la provincia de Segovia. A desentrañar los avatares por los que pasó el edifico donde se encuentra el teatro Bretón, aún en uso, 1 desde que se dedicara a las representaciones teatrales en 1868, va encaminado el presente trabajo. El teatro Bretón La nueva sede de la Casa Consistorial de Sepúlveda, levantada en la Plaza del Trigo, obligó a desmantelar el teatro que allí se encontraba desde 1838 (Madoz, 1849: 183.) 2 La sesión inaugural de la actual casa Ayuntamiento se celebró el día 12 de agosto de 1868 (Menéndez Onrubia, 2007: 28). Pocos días más tarde estallaba una revolución de signo liberal que obligó a la reina Isabel II a exiliarse a Francia. Se abría así, tras el pronunciamiento de Topete en Cádiz el 19 de septiembre, al que se adhirieron Serrano y Prim, un periodo político y social conocido como sexenio democrático, que los sectores más progresistas esperaban desde hacía tiempo. Para preservar el orden y la convivencia en el municipio sepulvedano, los liberales de la localidad se reunieron el día 1 de octubre con el objeto de elegir una Junta revolucionaria, cuya presidencia recayó en Francisco Arroyo. 3 Apenas quince días después de la formación de la Junta revolucionaria, el 17 de octubre, los componentes de la misma tomaban el acuerdo de habilitar para teatro un local situado en Trascastillo, que se venía utilizando como almacén de granos. Se pretendía con ello que Sepúlveda no careciese de un lugar donde dar funciones dramáticas, signo de cultura y prestigio. Así, se invitó al Presidente de la sociedad que había disfrutado del de la Plaza del Trigo a instalarse en la alhóndiga emplazada en el número 20 de la calle Fernán González. En la Villa de Sepúlveda a diez y siete de Octubre de mil ochocientos sesenta y ocho, bajo la Presid[enci]a de D. Fran[cis]co Arroyo se reunieron los Sres. que componen la Junta Revolucionaria de la misma, que suscribirán, y todos unánimem[en]te acordaron: Que desde esta f[ec]ha se tenga por habilitado el local Alhóndiga sito en el trascastillo p[ar]a Teatro en esta Villa, de q[u]e carece por haberse destruido el que tenía con la obra de la nueva casa consist[oria]l, al que desde luego, previo reca  En el momento de la redacción de este trabajo (año 2008), el teatro Bretón se encuentra en fase de rehabilitación, financiada por la Junta de Castilla y León.   Enseguida tendremos ocasión de conocer el acuerdo tomado por la Junta revolucionaria de Sepúlveda en octubre de 1868, donde se corrobora la existencia de un local destinado a teatro con anterioridad a esta fecha.    Formaron parte de la Junta revolucionaria el mencionado presidente de la misma, Francisco Arroyo, y como vicepresidente Tomás Zorrilla; vocales: Gregorio Martínez Artacho, Francisco de Pedro, Ángel Collado Balza, Francisco González Fernández y Julián Orcajo Monte (AMVS, LAA. Comité Directivo Liberal. 1868, sesión del 1-X-1868, h. 1r-v, leg. 7). La transcripción de los documentos conservados en el Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda (AMVS) se ofrece con la ortografía y la puntuación modernizadas.

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do al Sr. Presid[ent]e de la Sociedad, a fin de que sean trasladados los muebles y demás útiles de la misma y proceder a su instalación, con cuya medida se da a esta población la categoría que la corresponde, siendo de más importancia que en encierre de granos del Pósito a que hoy se destina y que por su escaso n[úmer]o de fanegas puede seguirse empanerando en la panera del Depositario de fondos municipales por la insignificante renta q[u]e se satisface. Cuya determinación se recomienda al Ayuntam[ien]to p[ar]a que se lleve a efecto, en el caso de no poder quedar realizado antes de cesar esta Junta. Así bien se acordó como una de las necesidades que están reclamando preferente atención. 4

El teatro Bretón, como vemos, no fue construido de nueva planta. Por ello presenta una estructura inusual para la que era habitual en los coliseos levantados en el siglo xix en forma de herradura, modelo constructivo que se conoce como «a la italiana». 5 Su planta cuadrangular responde al uso primitivo al que secularmente se había destinado, que no fue otro que el de almacén de granos, panera o alhóndiga. 6 El edifico alhóndiga Por el pleito entablado por Luis González de Sepúlveda, dueño del edificio conocido como castillo, contra el cabildo sepulvedano hacia los años 80 del siglo xvi, conocemos que, junto a su casa, en la zona de Trascastillo, se estaba levantando un edificio destinado a alhóndiga. González de Sepúlveda trataba de demostrar que el solar era del linaje de los Proaño del que descendía. 7 Sus testigos declaraban a favor suyo que los cimientos de las casas, así como una pila y un lagar, que se encontraron al comenzar a hacer los de la alhóndiga, eran prueba de que en ese solar habían existido viviendas particulares, por lo que no podía ser considerado ese terreno como público o de propiedad concejil. Por las preguntas siguientes sean preguntados los testigos que son o / fueron presentados por parte de Luis Gonzalez de Sepul / veda vecino y rregidor de la villa de Sepulbeda en el pley / to que trata con el concejo y vecinos de la dicha villa de Sepulveda. / I.- Primeramente sean preguntados si conocieron a las / dichas partes e si conocieron e oyeron dezir a Juan de / Sepulbeda Regidor de la ciudad de Soria y rregidor / que fue de la dicha villa de Sepulbeda y a doña Juana de / Sepulbeda su hija muger que fue de Hernan Bravo de Sa / ravia vecino de la dicha ciudad de Soria y si tienen  AMVS, LAA. Comité Directivo Liberal. 1868, sesión del 17-X-1868, h. 15r, leg. 7.   Fue esta concepción del espacio teatral, ya desde mediados del siglo xviii, la que triunfó en el siguiente (Solá-Morales, 1984). Ballesteros Dorado (2003) analiza los efectos de este modelo constructivo a la italiana en el repertorio teatral español de la época romántica.   La planta de la alhóndiga sepulvedana se asemejaba bastante a la de Málaga (Carmona Rodríguez, 1997.)   Habían llegado a él según carta de venta otorgada el 17 de julio de 1545 en Soria por su madre doña Juana de Sepúlveda, la cual declaraba en dicha carta que habían pertenecido con anterioridad a su padre, don Juan de Sepúlveda (Martín Aymerich et alii, 1990: 100, doc. 79.)  

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noticia / del solar sobre ques este pleito a donde agora se hedifi / ca la alondiga de la dicha villa ques a donde dicen trascasti / llo en linde de las casas principales del dicho Luis Gon / zalez de Sepulbeda e por otra parte los muros hacia la pla / za e de la otra parte la torre y muro que cae a la barvacana / y la otra a la calle publica que ba por trascastillo. II.- Item si saben creen bieron y oyeron decir quel dicho solar jun / tamente con el solar en que el dicho Luis Gonzalez tiene hedificadas / sus casas fue propio del dicho Juan de Sepulbeda y de la dicha / doña Juana de Sepulbeda e como tal suyo propio lo tubieron / e poseyeron por tienpo y espacio de cinquenta años hasta / que lo vendieron al dicho Luis Gonzalez y en el enpezaron a erredi / ficar las paredes de las casas del dicho Luis Gonzalez / y otras tapias de calicanto que llegaban hasta el mu / ro de la barbacana y cerraron todos los dichos solares. III.- Item si saben etc. que por estar como estaban ausen / tes de la dicha villa de Sepulbeda los dichos Juan de Se / pulbeda y doña Juana su hija los dichos solares estaban abier / tos y sin puertas aportillados e por partes hendidos / las paredes asta los cimientos ansi lo questa hecho / casas como los solares y sobre ques este pleito y por es / ta rrazon entraban los vecinos de la dicha villa en ellos como / en suelos questaban abiertos e no por que fuese / publico ni concegil de la dicha villa […] V.- Item si saben etc. que por los dichos solares y suelos / parescia aver sido casas antiguas conjunto / con las quel dicho Luis Gonzalez tiene e parte dellas lo que / saben los testigos por los cimientos y (rresponsi…?) / que tienen con las dichas casas y porque al tiempo que / abrieron los dichos cimientos para edificar la dicha / alhondiga se descubrieron cimientos de casas y una / pila y un lagar que parescio dentro de ellos por don / de saben y tienen por cierto los testigos que las / dichas casas y solar heran de persona particular / y no del concejo de la dicha villa […] VII.- Item si saben etc. que la dicha villa al (presente?) / hedifica y tiene hedificadas unas casas para / el alhondiga en el dicho solar de suso deslindado / se junta y confina por la una parte con la pared / y casas del dicho Luis Gonzalez de suerte que la dicha pared / de las casas del dicho Luis Gonzalez a de servir / de arrimar a ella el trigo que se echare en la (dicha) / alhondiga y ansi mismo por aquella parte se le / ynpide que no caygan las aguas libremente / como solian en el dicho solar. VIII.- […] dichos sus suelos y solares ansi por / ser como son muchos y muy buenos y de mucho valor / y prescio como por ser como son solares y suelos an / tiguos de su linage y antecesores […] 8

El Ayuntamiento, por su parte, consideraba que este solar era suyo, hallándose deslindado del perteneciente a Luis González de Sepúlveda. Así consta en un documento datado en Sepúlveda el 28 de agosto de 1556 relativo a la toma de posesión de unos solares en Trascastillo, que tuvo efecto en esa fecha por parte de Diego González de Sepúlveda, en su propio nombre y en el de Luis González de Sepúlveda, su hijo (Martín Aymerich et alii, 1990: 101, doc. 82.) En el enfrentamiento entre el descendiente de los Proaño y el concejo por la construcción de la alhóndiga llegó a intervenir en 1587 el Rey Felipe II, a quien   Doy la transcripción de este documento, conservado en el archivo de la familia Cossío, según la ofrecen Martín Aymerich et alii (1990: 121, doc. 217.)

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se acudió para que se pronunciara sobre cierta pared y entrada a las torres de la villa. 9 Sin poder determinar por el momento cómo se saldó el pleito, lo cierto es que el edificio de la alhóndiga debió terminar de construirse en los años finales del siglo xvi. Su utilización como almacén de granos ya por esas fechas parece desprenderse del acuerdo tomado por los munícipes el 18 de marzo de 1599. Así, en la reunión celebrada ese día se menciona una alhóndiga vieja en la que debía almacenarse el grano que habría de repartirse entre los pueblos (Martín Aymerich et alii, 1990: 114, doc. 164.) La alusión a una vieja alhóndiga parece indicar que había otra nueva en uso. De lo que no cabe duda es que pocos años más tarde ésta estaba operativa, según acuerdo del 4 de julio de 1603. En esa sesión se aprobó que el Mayordomo de la alhóndiga de Trascastillo la «adereze […] para el año que viene» (Martín Aymerich et alii, 1990: 114, doc. 165.) Las reparaciones acometidas en el edificio pocas fechas más tarde, 1607 y 1608, 10 nos hablan de una construcción realizada con materiales de escasa calidad (cal, arena y canto.) Aunque hoy desconocemos en qué momento se llevara a cabo, parece que se adosó al edifico un pequeño habitáculo, al que en 1854 se alude como un «cuartito a ella [la alhóndiga] contiguo». 11 De nuevo se menciona el «cuartito que le está unido» a la alhóndiga en la sesión celebrada el día 5 de noviembre de 1856. Por el acta de la misma sabemos que dicho cuartito y el edificio panera, al que se refiere como «Londiga», eran de planta baja. 12 Quizá fuera en esa reducida construcción donde se almacenara el grano años más tarde, cuando se destinó la alhóndiga a otro uso, según veremos. Agobiado el consistorio porque la carestía del pan y otros artículos de primera necesidad había hecho aparecer en 1856 el hambre entre los sepulvedanos —situación que se prolongó hasta el siguiente año—, 13 acordó solicitar permiso al Gobernador de la provincia para enajenar el predio urbano. Con el dinero obtenido por su venta, el consistorio podría emplear en obras de interés común a las «clases menesterosas», distrayéndolas así «de la necesidad, madre del vicio y el delito». 14 Las vacías arcas municipales no podían solucionar esta lastimosa situación. Por ello, además de la enajenación de la alhóndiga y cuartito anejo a la misma, propusieron también la de «unos pedazos de terreno al sitio de Somosierra y la Dehesilla de estos Propios». 15

   Carta de Felipe II expedida en Valladolid el 30 de julio de 1587 (Martín Aymerich et alii, 1990: 106, doc. 103.) 10  ���������������� Martín Aymerich et alii, 1990: 115, docs. 166 ���������� y 167. 11  AMVS, LAA. 1854, sesión del 9-VIII-1854, leg. 7. 12  AMVS, LAA. 1856, sesión del 5-XI-1856, h. 67v, leg. 7. 13  AMVS, LAA. 1857, sesión del 21-III-1857, h. 32r, leg. 7. 14  AMVS, LAA. 1856, sesión del 5-XI-1856, h. 67v, leg. 7. 15  AMVS, LAA. 1856, sesión del 8-XII-1856, h. 72v, leg. 7.

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No debió llegar a tiempo, si es que lo hizo, la autorización del Gobernador civil de la provincia. La situación de hambre que padecían los jornaleros no podía prolongarse. Por ello, los diez mil reales o más que pensaban obtenerse con las enajenaciones, fueron adelantados por sepulvedanos adinerados. De este modo pudo darse ocupación «en obras públicas de utilidad a los jornaleros», solventando el consistorio la situación creada «por el excesivo precio q[u]e tienen los cereales y susistencias». 16 La enajenación de la alhóndiga de Trascastillo no se llevó a efecto, pero las campanas anunciándola volvieron a sonar en 1908, dando su último toque al año siguiente. El 23 de enero de 1906 el Rey Alfonso XIII sancionaba el acuerdo tomado por las Cortes de crear una Delegación Regia de Pósitos, dependiente del Ministerio de Fomento. Se pretendía con ello organizar estos establecimientos y acabar con los desmanes en ellos cometidos, verdadero lastre para su administración tanto económica como administrativa. 17 De este modo se pidió que las provincias recabasen la información relativa a los pósitos de su demarcación para saber cuál era el caudal de los mismos, así como sus bienes en fincas urbanas y rústicas. Si esos predios urbanos —alhóndigas o paneras— no desempeñaban el cometido para el que fueron instituidos, se procedería a su enajenación en pública subasta, consiguiéndose con ello un rendimiento económico que se aplicaría a satisfacer las demandas de los necesitados. Por el arqueo de granos que se hizo en la panera de Sepúlveda el día 31 de enero de 1908 tenemos conocimiento de que no contenía en esa fecha «cantidad alguna de grano». 18 A la vista de su inoperatividad, el Jefe de la sección provincial de Pósitos, en una comunicación dirigida al Ayuntamiento en agosto de1908, dictó reglas para el reparto del caudal del de la villa y «para la venta del local panera perteneciente al mismo». 19 El edicto que con fecha 10 de diciembre de 1908 promulgó el alcalde de la villa, Elías Gómez de Bonilla, hacía saber a los vecinos que la corporación municipal había tomado el acuerdo de enajenar el edificio alhóndiga, cuya venta se haría mediante subasta pública, si bien su precio de salida estaba por determinar. 20 La providencia fechada el 29 de enero de 1909 encargaba la tasación del inmueble a los maestros albañiles, vecinos de la villa, Miguel Barral Merino y Vicente López Antona, a quienes se les comunicó su designación al día siguiente. 21 Tras el 16  AMVS, LAA. 1856, sesión del 22-XII-1856, h. 78r, leg. 7. En ese momento ocupaba la alcaldía Guillermo del Castillo, secundado por los concejales Victoriano de Mazas y Cossío, Nicolás Velasco, Matías Vinuesa, Casto Gil, Francisco González Vega, Florencio Orcajo y Antolín Amatriain. Las funciones de secretario del Ayuntamiento las desempeñaba Antonio de la Plaza. 17  Las disposiciones legales en torno a los pósitos fueron recogidas por el Conde del Retamoso, Delegado Regio de Pósitos (1909). Un estudio sobre los mismos fue abordado por García Isidro (1929.) 18  AMVS. Libro de actas del arqueo del Pósito, 31-VIII-1904 a 31-III-1909, f. 43r, leg. 20. 19  AMVS, LAA. 18-VIII-1907 a 28-IV-1909, sesión del 9-VIII-1908, f. 28r, leg. 9. 20  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, h. 2r-v, leg. 14. 21  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, h. 3r-v, leg. 14.

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examen del edificio efectuado por ambos peritos, éstos informaron al alcalde el día 15 de febrero de 1909 que la panera del Pósito, «que consta de piso bajo y cubierta de tejado», cuyo estado de conservación calificaban como malo, y atendiendo, además, a «las condiciones de la localidad», consideraban que «su valor en venta es el de doscientas cincuenta pesetas». 22 Según estipulaban las reglas 1.ª y 2.ª de la Circular del Delegado Regio de Pósitos de marzo de 1909, todos los bienes inmuebles pertenecientes a los Pósitos habían de estar inscritos a su favor en el Registro de la Propiedad antes de procederse a su venta, concediéndose un plazo de dos meses para llevarlo a cabo. 23 Aunque fuera del plazo concedido de esos dos meses para su inscripción registral, el registrador de la propiedad Mariano López inscribió el edificio panera del Pósito a nombre del de la villa de Sepúlveda el día 22 de julio de 1909, señalando que, si bien la valoración de sus 400 metros era de 250 pesetas, constaban datos en el Registro de que su valor era superior a mil. 24 Cumplido este requisito, se confeccionó el pliego de condiciones de la subasta (23-VIII-1909), señalando el día 26 de septiembre para llevarse a efecto. 25 En el anuncio de la misma publicado en el Boletín oficial de la provincia de Segovia del lunes 30 de agosto de 1909, se recoge la apreciación de los tasadores relativa al «mal estado de conservación» del edificio. Llegado el día 26 de septiembre de 1909, en la sede de la Casa Consistorial se constituyó a las 11 de la mañana la Mesa que había de presidir la subasta. Formaban la misma el alcalde Elías Gómez de Bonilla, el síndico José María Zorrilla Cristóbal, el depositario de fondos municipales Esteban Sanz y Sanz, el médico titular Antonio de la Plaza González, el profesor de instrucción primaria Ángel Prieto Alonso, Julián de Miguel y Diego, mayor contribuyente, y el secretario del Ayuntamiento Crisanto del Castillo Barrero. No concurrieron como miembros de la Mesa ni el párroco ni el segundo mayor contribuyente. 26 El anuncio de la subasta en el Boletín oficial provincial indicaba que ésta se realizaría entre las 11 y las 12 horas del día señalado. 27 En la constitución de la Mesa y otros requisitos se invirtió media hora, quedando la mitad del tiempo para presentar las licitaciones. Cuando faltaban cinco minutos para dar por terminado el acto sin que hasta ese momento se hubiera presentado ninguna proposición, entregó la suya 22  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, h. 3v-4v, leg. 14. 23   Gaceta de Madrid (1909), 4 de marzo, pp. 559-560. El texto completo de esta Circular puede leerse en la recopilación del Conde del Retamoso (1909: 227-232.) 24  Registro de la Propiedad de Sepúlveda, tomo 1219, libro 18, finca n.º 1529, f. 222r-v. 25  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, h. 4v-6v, leg. 14. 26  En el acta de la subasta sólo se indica que no habían concurrido «los demás Señores designados para constituir la Mesa, a pesar de estar citados en forma con la antelación debida» (AMVS. Año de 1908. Expediente de enajenación…, h. 14r, leg. 14). La circular de la Delegación Regia de Pósitos del 13 de septiembre de 1907 señalaba las personas que habían de estar presentes en las subastas (Conde del Retamoso, 1909: 189190.) 27   Boletín oficial de la provincia de Segovia (1909), 30 de agosto, p. 4.

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en sobre cerrado Francisco Revilla Gómez, resultando ser el único interesado. Se le adjudicó provisionalmente el edificio por la cantidad ofrecida, 251 pesetas. Trascurrido el plazo legal de veinticuatro horas para la presentación de reclamaciones contra la subasta, el Ayuntamiento acordó aprobarla a favor del rematante. 28 Sólo faltaba para que Francisco Revilla fuera designado definitivamente adjudicatario del local alhóndiga la aprobación de la Delegación Regia de Pósitos, que otorgó el 29 de octubre de 1909. 29 Meses más tarde, el 27 de abril de 1910, Rosendo Ruiz Ansaldo, notario de Sepúlveda, extendía el protocolo de compra del edificio a favor de Francisco Revilla Gómez. Como vendedor del mismo y en representación del Ayuntamiento acudió su alcalde Pedro Abad de la Serna. 30 Resulta extraño por demás que, con anterioridad al otorgamiento de esta escritura, Francisco Revilla Gómez cediera gratuitamente el edificio al Ayuntamiento, cuando aún no era propietario de pleno derecho del mismo. En una instancia fechada el día 18 de noviembre de 1909 Revilla hace efectivo su deseo de hacer cesión gratuita del edificio que fue panera del pósito y que adquirió en subasta pública, con la condición de que no podrá destinarle a otros usos que al de Teatro para la localidad, ni llevar mayor alquiler en caso de arriendo que la cantidad de cincuenta pesetas, y todas las obras de reparación y conservación que no excedan de otras cincuenta pesetas, entendiéndose trasmitido el dominio de la finca desde ahora y para siempre jamás. 31

La corporación aceptó la cesión, comprometiéndose a escriturarla a su favor. 32 Sin embargo, llegado el momento, no compareció ante notario público a formalizar el contrato. Quizá los munícipes pensaran que el coste de esta operación era innecesario a la luz de cómo debieron desarrollarse los acontecimientos, según veremos enseguida. Con su escritura de propiedad en la mano y desdiciéndose del ofrecimiento hecho a la corporación municipal, Francisco Revilla Gómez vendió el día 30 de julio de 1910 a Esteban Sanz y Sanz el local panera del Pósito. El precio de venta resultó ser el mismo que el ofrecido en su licitación: 251 pesetas. 33 A su vez, Esteban Sanz,  AMVS. Libro de actas de sesiones del Pósito, sesión del 3-X-1909, h. 1r-v, leg. 20.  AMVS. Año de 1908. Expediente de enajenación..., h. 23r-24r, leg. 14. 30  Esta escritura, así como la que enseguida se citará, se custodia en el Archivo Histórico Provincial de Segovia (Protocolo. Año 1910, volumen 1. R[osendo] Ruiz [Ansaldo], protocolo n.º 73, 27-IV-1910). Como no han transcurrido aún los cien años que prescribe la ley para que pase a ser documento público, he podido consultarlo gracias a la autorización de la notario de Riaza M.ª Ángeles Álvarez Justo, quien en mayo del 2008 sustituía al notario de Sepúlveda Antonio Manuel Martínez Cordero. A ambos quiero expresar mi gratitud, así como a los diligentes Mauricio Arranz y Jesús A. García Martín. Hago extensivo mi agradecimiento por sus gestiones a la alcaldesa de Sepúlveda, Concepción Monte de la Cruz, y a la secretaria del Ayuntamiento, Esther Well Fadrique. 31  AMVS, LAA. 5-V-1909 a 21-XII-1910, sesión del 21-XI-1909, f. 19v-20r, leg. 9. 32  AMVS, LAA. 5-V-1909 a 21-XII-1910, sesión del 21-XI-1909, f. 19v-20r, leg. 9. 33  Archivo Histórico Provincial de Segovia. Protocolo. Año 1910, volumen 2. R[osendo] Ruiz [Ansaldo], protocolo n.º 132, 30-VII-1910. 28 29

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siguiendo los pasos de Francisco Revilla, propuso también al Ayuntamiento hacerle donación en 1911 del mencionado edificio. 34 Llegados a este punto es preciso hacer algunas consideraciones de importancia, relativas al precio de tasación de la panera para su enajenación, a cierta propuesta entre algunos integrantes de una sociedad teatral que ocupaba el edificio, y a los adquirientes sucesivos del bien urbano, Francisco Revilla Gómez y Esteban Sanz y Sanz. Por lo que a continuación se expondrá, parece que hubo un acuerdo para que la alhóndiga o panera del Pósito no pasara a manos ajenas y revirtiera de nuevo a las del Ayuntamiento, su poseedor desde el siglo xvi. No podía permitirse que un edificio de propios, es decir, de todos los sepulvedanos, se perdiera, máxime cuando estos bienes comunales escaseaban. Tampoco que la villa se quedara sin teatro. Resulta sorprendente que la valuación de la panera para su venta fuera en febrero de 1909 de 250 pesetas. Según hemos visto, Mariano López, registrador de la propiedad de Sepúlveda, en la inscripción primera que hizo del edificio el día 22 de julio de 1909 daba cuenta de que «según datos existentes en el registro vale más de mil pesetas». 35 Y así parece ser. Entre 1900 y 1905 el edificio panera, que figuraba como finca propiedad del Ayuntamiento, y exento por tanto de contribución territorial por riqueza urbana, estaba valorado en un precio de 5000 pesetas. 36 Desde 1906 y hasta 1909 su valor alcanzó las 3000, 37 rebajándose en noviembre de 1910 a 150 pesetas. 38 Pareciera que una pérdida de valor tan grande no respondiera tanto al estado del edificio, sino más bien al hecho de ser un bien de propiedad particular adquirido por 251 pesetas. Si su valor para la contribución por riqueza urbana se mantenía por encima del precio de subasta, el desajuste era evidente y la tasación en 250 pesetas para su enajenación en subasta, sospechosa. Según el pliego de condiciones para la subasta de la panera, cualquier licitador había de desembolsar no sólo la cantidad que alcanzara el bien subastado, cuyo precio de salida era de 250 pesetas, sino que de su cuenta corrían también, según estipulaba el apartado 10.º, «los gastos de subasta, anuncios y timbre por la formalización del contrato, y todos los demás que el mismo ocasione, así como los de escritura pública, su copia, impuesto de derechos reales y derechos de inscripción de la misma». 39

  LAA. 28-XII-1910 a 23-IV-1912, sesión del 8-III-1911, f. 13v, leg. 9.  Registro de la Propiedad de Sepúlveda, tomo 1219, libro 18, finca 1529, f. 222r. 36  AMVS. [Años de 1901 a 1906]. Repartimiento de la Contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal, leg. 13. Téngase en cuenta que estos repartimientos de la contribución y listas cobratorias del padrón de edificios y solares se realizaban, y así están fechadas, a finales del año anterior. Sin llegar a alcanzar el motivo, en la Copia del Registro fiscal de edificios y solares. [Año] 1906 la estimación era de 2000 pesetas (n.º 320). Esta Copia, aún en uso, se encuentra en el despacho de la alcaldía de Sepúlveda. 37  AMVS. [Años 1907 a 1910]. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares […] que aparecen en el Registro fiscal […], leg. 13. 38  AMVS. Año 1911. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares […], leg. 13. 39  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación […], h. 5v, leg. 14. 34 35

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El comprador, además, había de afrontar otros gastos si no realizaba el pago de la cantidad que hubiera alcanzado la licitación en los tres días siguientes. Perdería el depósito provisional —el 5 por ciento del precio de salida: 12,50 pesetas—, «con el cual y con otros bienes suyos […], responderá de los gastos de este remate y del nuevo que haya de celebrarse y de los perjuicios que al establecimiento se siga por la demora y por la diferencia entre el precio de adjudicación del primero y del segundo remate». 40 A no poco se arriesgaba el licitador y nada despreciable resultaba el monto total de la compra y de los gastos derivados de la transacción. 41 Por ello resulta sorprendente que Francisco Revilla Gómez, jornalero de profesión, pudiera hacer frente a todo ello. Más parece que se le utilizó como hombre de paja para que, al fin, revirtiese el edificio a su dueño secular, el Ayuntamiento, cabeza visible de la ciudadanía sepulvedana. No se explica que un jornalero que no contaba con vivienda propia regalase un inmueble que sobre los papeles era suyo. 42 Tampoco que pudiera hacer frente a los gastos derivados de esa adquisición, cuando su salario en estos años era de 2,50 o 3 pesetas diarias, 43 con el cual, quizá, llegara a cubrir, si es que lo hacía, los gastos de comida. 44 A todo ello se añadía el número de personas, seis, que habían de vivir de esos ingresos en 1909, año de la compra de la panera: además del cabeza de familia, esposa y cuatro hijas, hembras para mayor contratiempo. 45 Significativo por demás respecto de lo apuntado hasta ahora, es el hecho de que la proposición presentada por Francisco Revilla para participar en la subasta de la panera esté escrita, según todos los indicios, de puño y letra del secretario del Ayuntamiento, Crisanto del Castillo Barrero. 46 Añádase que el consistorio, en reconoci40  AMVS. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación […], h. 5v, leg. 14. El texto es parte de la cláusula 9.ª. 41   Sólo sabemos, por el momento, que la cuantía de la inscripción en el Registro de la Propiedad fue de seis pesetas. (Registro de la Propiedad de Sepúlveda, tomo 1219, libro 18, finca n.º 1529, f. 222v.) 42   Según el censo de población de 1910, habitaba la familia en una vivienda situada en el número 36 de la calle de San Millán (AMVS. Censo de población. Año 1910, leg. 12). Examinados los documentos del repartimiento de la contribución territorial por riqueza urbana relativos a los años 1901 a 1912, no figura como dueño de casa alguna (AMVS, leg. 13.) 43  En la segunda quincena de octubre y primera de noviembre de 1910 realizó a cuenta del Ayuntamiento obras de reparación en el camino del Val y en los cuartos de la carnicería, percibiendo por ello 2,50 pesetas al día. Invirtió en estos trabajos dieciocho días y tres cuartos. En ese mismo año se le pagaron a razón de tres pesetas diarias por veinte días de jornal empleados en la reparación de fuentes y cañerías de agua potable de la villa. (AMVS. Cuenta general de caudales. Año 1910, leg. 27.) 44   Como señala Palomares Ibáñez (1991: 761, nota 27), según la memoria elaborada por Álvarez Buylla a comienzos del siglo xx, tomando como base el presupuesto diario de gastos para un obrero casado y con dos hijos, en Segovia capital necesitaba al día 3,20 pesetas. El jornal diario tan solo cubría el 80 por ciento de la comida. 45   Según el censo de población de 1910 formaban la familia del sepulvedano Francisco Revilla Gómez, de 34 años, su esposa, Emilia Cristóbal Herrero, que contaba 29, y las cuatro hijas habidas hasta esa fecha: Josefa (27-IX-1900: 10 años), Celedonia (19-III-1902: 8 años), Marcelina (6-III-1905: 5 años) y Alejandra (6-VI1908: 2 años). AMVS. Censo de población. Año 1910, f. 18v, leg. 12. 46  AMVS. Año 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, h. 16r, leg. 14. Entre las hojas 15 y 16 se conserva cosido el sobre en el que se introdujo la proposición.

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miento a su colaboración, le concedió en enero de 1911 el puesto de encargado de la limpieza del matadero público, pasando así a ser empleado del Ayuntamiento con unos ingresos mensuales fijos. 47 Que los componentes de la sociedad que ocupaba el teatro Bretón, cuyo secretario, además de serlo del Ayuntamiento, era el mencionado Crisanto del Castillo Barrero, así como la corporación municipal, tenían interés en no dejar el edificio en manos ajenas lo prueba el siguiente documento conservado en un fragmento de hoja escrita a lapicero: Los socios que suscriben tienen el honor de proponer a la mesa, se ponga a discusión si se ha de comprar o no el local que actualmente ocupa la Sociedad el Teatro. Sepúlveda 6 de Enero 1908.

A continuación figuran los nombres de L. Sánchez de Toledo, Julio Montalbán, P. de la Serna, Ignacio Antón García, Matías Conde y Vicente de la Serna. 48 Fijemos ahora nuestra atención en el sepulvedano Esteban Sanz y Sanz, el cual compró a Francisco Revilla Gómez el edificio panera. Al menos oficialmente, porque pareciera que fuese él quien prestara el dinero a Francisco y costeara los gastos subsiguientes, con la condición de que ejerciese un mero papel instrumental. Esteban Sanz y Sanz era por estos años persona que disfrutaba de una situación económica más que desahogada. A su condición de rico comerciante (mercería, quincallería…) y propietario de distintos bienes raíces en la localidad, 49 unió la fortuna de su esposa, Eulalia Velasco Amatriain, única heredera de sus padres, Cayetano Velasco Vega y Eulalia Amatriain Pascual. 50 Era además, desde 1897, depositario de fondos municipales, así como de los del Pósito, cargo en el que sucedió a su suegro. 51 Persona de total confianza de la corporación municipal, actuó también como apoderado «para el cobro de intereses de las inscripciones del cuatro por ciento interior, procedentes de sus bienes [los mu47  Este acuerdo se tomó en la sesión celebrada el día 25 de enero de 1911, a la vista de la solicitud presentada por el interesado. Vacante la plaza por fallecimiento de Manuel Castilla Calvo, se le asignó en ese momento a Revilla con carácter interino, con un sueldo anual de 182,50 pesetas, pagaderas por trimestres vencidos. Además, el Ayuntamiento siguió haciéndole encargos de reparación de edificios, calles o bienes públicos. 48  Ayuntamiento de Sepúlveda. Documento sin clasificar. 49  En la lista confeccionada el 1 de enero de 1907 de los mayores contribuyentes por contribución directa, Sanz figura en tercer lugar, asignándosele la cantidad de 257 pesetas (AMVS, LAA. 13‑V‑1906 a 18‑VIII‑1907, sesión extraordinaria del 1-I-1907, f. 26r-27r, leg. 9). Poseía, además, bienes raíces. Entre 1907 y 1912 figura en el padrón de edificios y solares como dueño de tres: San Gil, 4; Bajada de San Cristóbal, 26; y Despoblado, 3 dpdo. (AMVS. [1907 a 1912]. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares […] que aparecen en el Registro fiscal […] para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13.) 50  Además de otros posibles bienes, el 29 de enero de 1915 Esteban Sanz, en representación de su esposa, registra a su nombre cuatro inmuebles situados en el casco urbano, valorados en 5500 pesetas: dos casas en la Plaza Mayor (nos. 1 y 10) y otras tantas en los números 1 y 2 de San Gil (Registro de la Propiedad de Sepúlveda. Diario de las operaciones del Registro… Empieza en 15 de Junio del año [19]11, f. 296v, asiento n.º 741.) 51  AMVS, LAA. Bienio 1895-1897, sesión del 26-V-1897, f. 101v-102r, leg. 8. En el folio 103r-v se conserva la instancia de Cayetano Velasco Vega solicitando, por motivos de edad, su sucesión en el cargo que venía desempeñando desde 1877.

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nicipales] vendidos». 52 Fue, a su vez, al menos desde 1890 y hasta 1911 administrador de las diligencias a Segovia, Riaza, Turégano y Aranda (Anuario, 1890-1911.) 53 De todo lo expuesto hasta ahora sobre la figura de este acaudalado comerciante, puede colegirse sin dificultad que no le resultaría gravoso adelantar el dinero para cubrir los gastos de la enajenación de la antigua alhóndiga. Recordemos que figuraba entre los componentes de la Mesa, y que ni él ni ningún miembro del consistorio podían entrar en la subasta. Además, ya en 1879 formaba parte de una sociedad teatral en Sepúlveda, integrada por personas relevantes de la localidad, algunas de las cuales ya han aparecido a lo largo de estas páginas. El interés, pues, de Esteban Sanz de que Sepúlveda no careciese de sala de espectáculos teatrales era manifiesto. No se explica de otro modo la cadena de hechos que hemos repasado: propuesta de compra del edificio por parte de algunos socios del teatro, adquisición del mismo en subasta y cesión graciosa de Francisco Revilla, la subsiguiente venta a Esteban Sanz y la donación de éste al consistorio. Parece que este fuera a grandes rasgos el proceso seguido para que los sepulvedanos continuaran siendo sueños de un local que les había pertenecido desde el siglo xvi. FUENTES DOCUMENTALES YBIBLIOGRAFÍA CITADA Fuentes documentales Archivo Histórico Provincial de Segovia. Protocolo. Año 1910, vols. 1 y 2, R[osendo] Ruiz [Ansaldo], protocolo n.º 73 (27-IV-1910) y protocolo n.º 132 (30-VII-1910.) AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1907. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1908. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1909. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13.  AMVS, LAA. 13‑VI‑1915 a 14-II‑1917, sesión del 15-IX-1915, f. 8v, leg. 9.   Compartió la administración desde 1906 hasta 1909 con Hilario Gozalo de Dios (Anuario, 1906-1909), y, de nuevo en solitario en 1910 y 1911 (Anuario, 1910-1911). El Anuario editado por Bailly-Baillière se fusionó en 1912 con el de Riera. Desde ese año varió la información suministrada. Parece probable que hasta la fecha de su muerte (11-VIII-1915) Esteban Sanz desempeñara esa administración. 52 53

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AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1910. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1911. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año 1912. Lista cobratoria del padrón de edificios y solares que comprende este término municipal y que aparecen en el Registro fiscal del mismo, formado con arreglo a las prescripciones contenidas en el Capítulo IV del Reglamento provisional de 24 de Enero de 1894, para la administración, investigación y cobranza de la contribución sobre edificios y solares, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año de 1908. Expediente formado para la enajenación en pública subasta del local panera del Pósito de esta Villa, leg. 14. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1901. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1902. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1903. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1904. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1905. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Año económico de 1906. Repartimiento de la contribución territorial que por riqueza urbana corresponde satisfacer a este término municipal en el expresado año, leg. 13. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Censo de población. Año 1910, leg. 12. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Cuenta general de caudales. Año 1910, leg. 27. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Libro de actas de sesiones del Pósito, leg. 20. AMVS = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Libro de actas del arqueo del Pósito, 31-VIII-1904 a 31-III-1909, leg. 20. AMVS, LAA = Archivo Municipal de la Villa de Sepúlveda. Libro de acuerdos (o actas) del Ayuntamiento (LAA): Leg. 7: 1854; 1856; 1857; 1868: Comité Directivo Liberal. Leg. 8: bienio 1895-1897. Leg. 9: 1906 (13‑V) a 1907 (18‑VIII); 1907 (18‑VIII) a 1909 (28‑IV); 1909 (5-V) a 1910 (21‑XII); 1910 (28‑XII) a 1912 (23‑IV); 1915 (13‑VI) a 1917 (14‑II).

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Leandro Fernández de Moratín, poeta: la sátira literaria Emilio PALACIOS FERNÁNDEZ Universidad Complutense de Madrid

El madrileño Leandro Fernández de Moratín es uno de los escritores más destacados de los reinados de Carlos III y Carlos IV, pero es sobre todo conocido como autor teatral en especial por El sí de las niñas (1806), que es la culminación de la dramaturgia neoclásica e ilustrada. Su creación poética es menos conocida y estudiada, pero él la tenía en gran estima, según recuerda su biógrafo F. Doménech (2003: 183). A pesar de que sus comedias fueron representas muchas veces y agraciadas con múltiples ediciones, la lírica llegó al público en menos ocasiones salvo los dos textos premiados por la Real Academia: el poema épico La toma de Granada por los Reyes Católicos (1779) y la composición crítica Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana (1782), y algunos otros poemas sueltos. Debido a los duros avatares de su vida y al espíritu perfeccionista del autor que limó sus versos hasta el final fue la razón de que publicara tarde las poesías completas en Obras dramáticas y líricas (París, 1825, 3 vols.), y en edición independiente en Londres el mismo año con el título de Obras líricas, al cuidado de Vicente Salvá. Un poco antes había impreso unas Fábulas futrosóficas o la filosofía de Venus en fábulas (Burdeos, 1821-1824, 2 vols.), que es una atrevida colección de versos eróticos, que responden a una modalidad cultivada por los vates ilustrados como he estudiado en un reciente artículo (2006). Con todo, la edición más asequible es la de Poesías completas (1995), presentada por Jesús Pérez Magallón.

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Para entender la lírica de Leandro Fernández de Moratín es preciso recordar antes sus opiniones sobre la poesía, considerada como estética literaria y sus juicios sobre los vates coetáneos con los que marca distancias defendiendo sus peculiaridades creativas. En este sentido hemos de recordar los Prólogos de sus libros poéticos, pero sus ideas resultan más precisas en la citada Lección poética (1782). Tras una breve introducción, dirigida a Fabio, sobre el desinterés de los vates de su tiempo por aprender la poética, va analizando en cada capítulo la poesía lírica, la épica y la dramática. En lo que se refiere a la lírica hace reconvenciones múltiples como leemos en el resumen que incluyó en el «Prólogo» que puso Moratín a la edición de sus obras de 1825: En la lírica, después de hablar de los argumentos triviales y de ningún interés, censura los vicios de estilo, las metáforas violentas, la exageración, la redundancia, los conceptos falsos, los juegos de palabras, los equívocos y los retruécanos. Culpa la perjudicial manía de componer de repente, y la de solicitar el aplauso del vulgo con bufonadas y chistes groseros que desacreditan a su autor y a quien los celebra. Desaprueba en los poetas antiguos el uso destemplado de voces y frases latinas, de que resulta un estilo afectado y pedantesco, aludiendo particularmente a las obras de Góngora, Villamediana y Silveira; y en los modernos la mezcla absurda de los arcaísmos con palabras, acepciones y locuciones francesas que, alterando la sintaxis de nuestro idioma, destruyen por consiguiente su pureza y su peculiar elegancia (Poesías completas: 240).

La censura moratiniana revisa negativamente el pasado Barroco español y a los seguidores modernos del mismo, sin olvidarse de los que usan arcaísmos y galicismos. Defiende la estética neoclásica, que es una síntesis e interpretación personal de las ideas teóricas leídas en Horacio, Boileau, y en especial en la Poética de Luzán y sus continuadores del xviii, según estudió Checa Beltrán (1998, 2004). El poeta debe tener numen creador e inspiración innata, pero al mismo tiempo necesita aprender las reglas que rigen la creación poética, o sea imitar a la naturaleza de manera artística: «El gusto y la razón, en verso y prosa, // la invención rectifiquen, que sin esto // jamás se acertará ninguna cosa» (Poesías completas: 226). Y los buenos modelos que imitará son «la hispana musa, la humilde sencillez griega y latina», afirma más adelante. En otros lugares recuerda otras ideas que orientan su estética: que se ha de huir del furor que domina al vate coplero; que es necesario añadir la experiencia vital de las cosas que se cuentan para que sea creíble; prefiere la imitación fantástica o general a la icástica; que se debe buscar el estilo adecuado, pero que sea personal a la vez; es preciso imitar a los grandes maestros aunque no se llegue a su maestría, pero no a los segundones; defiende la imitación amplificando los textos base a los que da un mayor desarrollo lingüístico, poético, ideológico, sentimental, o reelaborando otros conocidos. Siguiendo el modelo de Cervantes en el Viaje del Parnaso (1614) y acaso de manera más cercana a la República literaria (1656, pero reeditado en 1788) de Diego de Saavedra Fajardo, escribió Moratín La derrota de los pedantes (1789), un ensayo en

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prosa con lenguaje gracioso y censor, muy interesante para conocer su manera de interpretar el estilo poético que debía reinar en esta época. Defiende idéntica estética neoclásica, pero leemos unas nuevas opiniones sobre la función de la poesía y la misión del poeta. El texto moratiniano está dividido en cuatro partes. Al principio aparece la protesta de los malos poetas que intentan entrar en el Parnaso, de quienes enseguida conocemos que «no son ni poetas, ni sabios», sino que «son unas cuantas docenas de docenas de pedantones, copleros ridículos, literatos presumidos, críticos ignorantes, autores de tanta traducción galicada, tanto compendio superficial, tantos versecillos infelices que ni hemos inspirado ni hemos visto» (La derrota de los pedantes: 7), sin talento, enemigos de los preceptos del arte. Siguen luego dos arengas de un poeta pedante, una dirigida a Mercurio y otra a Apolo en las que hacen sus propuestas líricas sobre los temas y estrofas, busca la protección de un Mecenas y ayudas para su publicación, ofrece versos de escasa calidad, aunque el coplero supone que desempeña misiones más elevadas, ya que «siendo poetas debemos poetizar, debemos ilustrar a la nación». No olvidamos que pone en el espacio de los copleros a vates que trataban asuntos modernos, que estaban próximos a los ilustrados: «Se ajusta la paz, coplas a la paz. Nacen los gemelos, coplas a los gemelos. Nace nuestro Príncipe Fernando, coplas a don Fernando. Se hace el bombardeo de Argel, coplas a las bombas. En una palabra, casamientos, nacimientos, muertes, entierros, proclamaciones, paces, guerras, todo ha sido asunto digno de nuestros poetas» (La derrota de los pedantes: 51). Estos temas, cree que se hacen con una versificación, en coplas, y en un estilo inadecuado. Incluye también aquí a los poetas que tienen «afanes literarios» y se dedican a acumular «erudición gentílica, histórica y dogmática», con el fin de abrazar, unos todos los «ramos de la literatura», otros «el estudio de las ciencias» pero, a pesar de que ellos creen que «aspiramos por todos los medios a hacernos dispensadores de la ilustración pública», en realidad los tiene no por «sonoros elocuentes vates, sino copleros adocenados y misérrimos, y que nuestras obras se habían examinado en el Parnaso y que todas ellas estaban destinadas al quemadero». Igualmente tiene por pedantes a los poetas que hacen «tantas eruditas disertaciones sobre el lujo, sobre la inoculación, sobre el hacer feliz al reino con una hipótesis, dos ilaciones y un cálculo, sobre la excelente moral de los caribes y hotentotes, sobre hacer pan de avellanas en los años malos, sobre la mejor de las repúblicas posibles, sobre aumentar prodigiosamente la agricultura a fuerza de ruedas, tubos, émbolos, piñones y cilindros; sobre la tolerancia, sobre la tortura, sobre el patriotismo, sobre las chinches. ¡Pedantes!» (La derrota de los pedantes: 53), a los que tiene por «copleros adocenados y misérrimos» que son rechazados por Luzán, y a los que echa del Parnaso. La respuesta de Apolo ofrece una lección literaria y moral en un salón cuya arquitectura y escultura recordaban los modelos neoclásicos, acompañado de las Musas y el coro de poetas españoles pero, insatisfechos los malos poetas, tiene lugar una batalla que acaba con la derrota de los pedantes a manos de los buenos poetas del Parnaso. Su discurso, claro y luminoso, refleja los ideales de Moratín y de sus colegas neoclásicos describiendo los principios que deben animar a la nueva litera-

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tura. Nuestros literatos están llenos de contradicciones «ya que la cultura nacional nada necesita mendigar de los extranjeros», ni son necesarias las traducciones. Se pregunta anhelante: «¿Llegará el día en que se aprenda por principios?, ¿en que se estudien los grandes modelos de la Antigüedad?, ¿en que sepáis reconocer los que dejaron los autores de nuestro siglo de oro?, ¿aquellos que trayendo entre los despojos de las conquistas las ciencias y las artes que hallaron florecientes en la vencida Italia, las cultivaron después en su país, haciendo gloriosa entre los demás por su sabiduría a aquella misma nación que dio leyes al mundo por su política y sus victorias? Entonces no se instruían los españoles en compendios y polianteas. No era tan universal su literatura, porque era menos pedantesca, menos frívola. Los grandes hombres que ha producido España, entonces los produjo. Las obras de mérito que tiene la nación, entonces se escribieron. Estudiadlas» (La derrota de los pedantes: 68-69). Si Moratín se refiere a estudios y obras científicas de esta época obviamente no es muy defendible. Sí la literatura, la literatura de este siglo de oro, el Renacimiento, era menos pedantesca, menos frívola, y se convirtió en modelo universal para los otros países y puede seguir siéndolo a los poetas actuales que deben leerla. Se muestra cauteloso sobre la conveniencia de aprender los conocimientos científicos sólo en sabios extranjeros, porque también podemos hallar en nuestro país «algunos buenos originales que en algún tiempo ha producido», observándolas con objetividad, sin espíritu de partido: «se extinguirá, quizá, aquel espíritu de partido tan funesto a la sabiduría como a las costumbres, aquel espíritu de partido que hace creer a algunos que nada hay bueno en la nación, admirando con vergonzosa ignorancia cuanto fuera de ella se produce, y a otros, por el extremo opuesto, los empeña en defensas absurdas cuando se trata de manifestar con rectitud y desinterés el mérito de estas o aquellas obras» (La derrota de los pedantes: 70). Por el contrario valora lo nacional con esta rotunda afirmación: «Sería indecoroso a un escritor, a un orador o a un poeta, carecer de las prendas de estilo, lenguaje, versificación e inteligencia del genio y costumbres dominantes en su patria, en la cual y para la cual escribe; y estas prendas tan difíciles de poseer, unidas con otras, como necesarias, ni en los escritores franceses, ni en los de Italia, ni en los de la Antigua Roma, ni en los de Grecia pueden adquirirse» (La derrota de los pedantes: 71). Se muestra radical en lo que se refiere la conveniencia de la observancia del arte en las obras de ingenio: «porque la razón sola os enseñará que no es dado a la más fecunda fantasía hacer nada perfecto si las reglas, las abominadas reglas, no la señalan los debidos límites, y que igualmente yerran los que gradúan el mérito de sus producciones por los defectos que evitan, y la escrupulosa nimiedad en la observancia de los preceptos, cuando falta en ellas la invención, el talento peculiar de cada género y aquel fuego celestial que debe animarlas» (La derrota de los pedantes: 7374). Por otra parte, asume con convicción los valores de la monarquía borbónica ilustrada, recordando algunos de los temas que debían cultivar los buenos poetas: Rueguen al cielo que dilate y prospere la vida de Fernando, precioso vástago del tronco ilustre de Borbón, delicias de su madre augusta, sucesor digno de tantos héroes. Rueguen al cielo que, uniendo la piedad de su abuelo a la justicia, a la fortaleza,

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a la grande alma de su generoso padre, aprenda a su lado el arte de hacer felices a los hombres y reconozca por los altos ejemplos que de él reciba que ni la majestad ni el cetro son comparables a la virtud, que ella sola es el apoyo firmísimo del trono, que ella sola hace a los reyes imágenes de la divinidad en la tierra, que ella sola une en durables vínculos al vasallo con el monarca, y que sin ella los estados más poderosos se trastornan, se destruyen con ruina espantosa, y apenas dejan a la posteridad la memoria de que existieron. Rueguen al cielo que, al tiempo mismo que el joven príncipe se instruya en la escuela del valor, la paz, la amiga paz le halague con ósculo dulce, y entorno le sigan las ciencias, las artes todas, que moderan la natural ferocidad del corazón humano para que a su vista conozca cuánto es más dichosa una nación por ellas que por el temido honor de las armas, por los estragos de sus victorias, mal necesario tal vez, y siempre funesto a los vencidos y a los vencedores (La derrota de los pedantes: 75-76).

Para cumplir tal misión no hay que escribir versos despreciables, ya que «para ser buenos ciudadanos no es menester ser malos poetas, ingenios hay peregrinos que pudieran hacerlo, ingenios que yo conozco, que yo favorezco e inspiro, cuyas obras no muy bien conocidas todavía en un país en que la frivolidad y el pedantismo insultan impunemente al verdadero mérito, triunfarán al fin de la envidia y de las pequeñas pasiones que aspiran a oscurecerlas, y llevarán su nombre a la edad futura para honor inmortal de su nación y de su siglo» (La derrota de los pedantes: 77). Supone, pues, que existe ya una joven generación de poetas, amigos y gente con la que se reúne, que está capacitada para escribir este tipo de poesía neoclásica e ilustrada. Para hacerla con calidad deben aprender de los poetas que sirven de maestros a nuestros vates neoclásicos y al mismo Moratín: Balbuena, Ercilla, Garcilaso, Hurtado de Mendoza, Barahona de Soto, Cervantes, los Argensola, Balbuena, Jáuregui, Rioja, y el conde de Rebolledo, cuyo aire didáctico tanto les agradaba, los mismos modelos que recordaba por entonces Esteban de Arteaga en su libro La belleza ideal (1789). Son despreciados, por el contrario, prosistas y dramaturgos de los siglos xvi y xvii. Su pluma censora se acerca a escritores Setecentistas que desprecia como a Cañizares, Añorbe, Zamora, pero no quiere nombrar a los coetáneos por su afán de concordia. Queda claro cuáles deben ser los buenos modelos que debe imitar el poeta, en los que prefiere a los maestros clásicos (Horacio, Catulo, Virgilio, Propercio, Juvenal, Píndaro, Anacreonte, Alceo…), al italiano Tasso, y sobre todo a los españoles del «buen siglo de oro», Renacimiento, arriba citados. Resulta altamente demoledora la censura de los poetas que escriben sobre temas filosóficos y políticos, aunque no cita su nombre por afán de concordia, cuyas fuentes temáticas y estilísticas están en pensadores y poetas europeos modernos en vez de seguir los asuntos y el estilo de los maestros clásicos y de los renacentistas españoles como pide hasta aquí, es quizá exagerada o representaba una opción estética de Moratín, ya que los sitúa fuera del Parnaso con censura similar a la que hace de los vates populares de ínfima categoría. Insiste en que «la cultura nacional nada necesita mendigar de los extranjeros», pero tampoco se entretiene en describir cuáles eran las fuentes patrias, ni del Renacimiento ni modernas, que podrían utilizarse,

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salvo las Poéticas. Casa con este patriotismo cultural el interés mostrado por un poeta menor coetáneo Francisco Gregorio de Salas autor del Observatorio rústico, en donde se hace una descripción de la vida del campo y sus ventajas (1772), poema que tiene por muy bueno porque es español, aunque visto con objetividad deja mucho que desear si lo comparamos con otros modelos nacionales y extranjeros sobre las estaciones y el campo. Escribe un laudatorio soneto con motivo de su muerte «Para el sepulcro de don Francisco Gregorio de Salas» (1808), donde le llama «pastor sencillo», y al que añade una elogiosa nota: «Don Francisco Gregorio de Salas, capellán de las Recogidas de Madrid, vivió muchos años en la corte, estimado de cuantos le conocieron por la amenidad de su ingenio, su facilidad en improvisar, su afable trato y conversación, su probidad y sus costumbres inocentes. Copió en sus obras a la naturaleza, pero no la imitó, no supo hermosearla. Entre muchos epigramas que compuso, se hallan algunos muy graciosos; el Observatorio rústico, la pintura de La calle de san Antón y alguna otra de sus obrillas burlescas merecen leerse. Su persona valía más que sus escritos» (Poesías completas: 345), afirma. La lírica había comenzado la reforma a mediados de siglo con temas neoclásicos que repetían motivos clásicos y del Renacimiento (amorosos, égloga, poema épico...) que, salvo algunas matizaciones reflexivas, tratan asuntos muy literarios que no se acercaban a la realidad. No era extraño que apareciera algún grupo de poetas que quería enriquecer y modernizar esta poesía como el de la Tertulia de Olavide en Sevilla (1767-1776), cuyos referentes eran Trigueros y Jovellanos, y desde la que partió la epístola I del asturiano «Carta de Jovino a sus amigos salmantinos» (1776), en la que daba por superados los temas clasicistas y les invitaba a que se dedicaran a «más nobles objetos», utilizando un lenguaje y métrica nuevos o «didascálica poesía», según han recordado sendos estudios de Checa Beltrán (2005) y Palacios Fernández (2005). Y en este camino se estaban ejercitando gran parte de los jóvenes poetas de Sevilla, y de Salamanca, capitaneados por Juan Meléndez Valdés. Leandro Fernández de Moratín se había convertido en un poeta nítidamente neoclásico, que sigue con rigor los modelos clásicos y renacentistas, que cultiva los mismos géneros, que hace de su creación un ejercicio de laboriosa elaboración de sus versos con gran calidad formal. Escribe algunos poemas con mensaje ilustrado, aunque en ocasiones se desvirtúa éste por la brillantez del lenguaje poético, pero rechaza géneros, asuntos y temas al uso en los vates que bebían en los escritores europeos modernos que él rechaza con dureza según hemos visto arriba, por lo que hace que su lírica sea algo convencional. Cultiva las tres modalidades de la poesía: la lírica, la épica, la satírica, además de la poesía dramática. En la primera se incluyen poemas de asuntos personales sobre su vida, sobre el amor, las circunstancias políticas o sociales, la naturaleza, los motivos horacianos, presentados con los géneros neoclásicos al uso. Su poesía épica, una fórmula admirada por los vates clasicistas, queda circunscrita al poema que ganó el accésit al concurso de la Real Academia La toma de Granada por los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel (1779), que al tratarse de un tema tan antiguo tampoco se prestaba a hacer reflexiones hacia la historia moderna de España y se convierte

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en un ejercicio literario que solventa sin problemas. Otra cosa que llama la atención es el gran interés que tenía Moratín por la poesía satírica, ya que unas quince de las «Poesías sueltas» (romances, epigramas), además de la Lección poética, en los que manifiesta una voluntad reformista más sobre temas estéticos que sociales. Los epigramas están escritos con mucho ingenio. Entre los de asunto literario destacan los siguientes: «A un escritor desventurado, cuyo libro nadie quiso comprar» (1787?), que parece referirse a Forner; «A Pedancio» (1798), que se mete contra J. L. Munárriz, quien en los añadidos a la traducción de las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras (1798-99) de H. Blair daba opiniones negativas sobre el teatro de Moratín; «A Pedancio» (1801), también dirigida a Munárriz; «A Geroncio» (1804), tal vez Cristóbal Cladera o Quintana que habían censurado en la prensa su comedia La mojigata; «Irrevocable destino de un autor silbado» (1822). Incluso intenta teorizar sobre cómo debe escribirse tal tipo de poesía satírica en las «Notas» explicativas al romance «Más vale callar» (entre 1797-1812): «Hombres hay de tan adusto humor que no sólo no se ríen, sino que se enfadan de que se rían los demás. Si por ellos fuese, no existirían en la república de las letras ni el asno de Sancho, ni la fruncida Zapaquilda. Suponen que toda composición festiva y alegre es cosa de menos valor, como si fuera fácil encubrir las instrucciones con el deleite, pintar la deformidad del vicio entre chistes y donaires, y excitar sin torpeza la risa de los hombres de ilustrado talento, de las matronas y honestas vírgenes. Tal es nuestro orgullo, que no sufrimos la censura sino disimulada en forma halagüeña; sólo así pierden su repugnante austeridad los preceptos filosóficos, y nunca se reciben mejor que cuando el poeta sabe hermosearlos con pinturas agradables, los conceptos agudos y las gracias de la ironía. Los errores y los defectos humanos excitaron la risa de Horacio y la cólera de Juvenal; uno y otro, proponiéndose un objeto mismo, acertaron a desempeñarle por camino diverso» (Poesías completas: 314). Defendiendo su vocación clasicista toma como modelo a estos vates clásicos, únicos modelos que pueden imitarse para tal poesía, un tipo para la que exige «un plan poético, una conveniente distribución de sus partes, proporción y utilidad en sus ornatos y episodios, un objeto de utilidad al cual vayan encaminados todos los medios, imitación constante de de lo verdadero y de lo bello, elección y sobriedad en las descripciones, variedad y graduación en los caracteres, expresión en los afectos, solidez en el raciocinio, agudeza y decoro en las burlas, inteligencia en el uso del idioma, pureza en el estilo, facilidad y armonía en la versificación», define más adelante sobre la sátira poética. Frente a la sátira seria que escriben otros, él prefiere la burlesca: «¿Qué la cuesta en libres versos // maldecir y murmurar, // sátiras dictando alegre, // llenas de pimienta y sal?» (Poesías completas: 309). Y efectivamente utiliza un lenguaje cómico, lleno de gracia para censurar los vicios que son sólo de motivos literarios, en los que al parecer se encontraba más a gusto, como: «los literatos charlatanes»; los «eruditos hueros, de talento venal»; el «insípido hablador» y «el traductor audaz»; «novelistas indecentes, y políticos de desván»; tampoco faltan los «Disertadores eternos // de virtud y de moral, // que por no tenerla en casa // la venden a los demás» (Poesías completas: 311), donde pueden caber los poetas filósofos; los «co-

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pleros» y «autorcillos» que escriben, dice con ironía «haciendo del ancho teatro // púlpito de la verdad», contra el «rudo vulgo» que les admira y otro público variopinto de abates, moros, pillos de arrabal, contrarios al arte del Parnaso. Y efectivamente escribió muchos poemas satíricos, o satírico-burlescos, ya que casi la mitad de su producción lo es, pero gran parte son de asunto literario y en especial metapoéticos, que fue su gran afición hasta convertirse en gendarme de la literatura española en defensa de las ideas explicadas más arriba y que le produjo muchos enemigos tanto de escritores de la cultura popular como de los neoclásicos. Estuvo menos interesado en el cultivo de la sátira social y política, apareciendo con frecuencia sus censuras edulcoradas en un lenguaje demasiado poético. En «La Huerteida, poema épico-burlesco» (1787), estudiado por P. Regalado Kerson (1986), responde a la polémica suscitada por la publicación de Huerta del primer tomo de su Teatro español (1785), en cuyo «Prólogo del colector» da muestra de un nacionalismo desbordado, critica a los neoclásicos, y defiende el teatro barroco, y que le tacha de ignorante para hacer tal antología, con tantos tomos además, sin olvidarse malévolo que había estado desterrado en París sin que hubiera aprendido nada sobre Voltaire, Racine, ni «la pesadez insulsa y soporosa, la regularidad que Francia alaba» (Poesías completas: 521), con los mismos criterios que Jovellanos, Iriarte, Samaniego. Cambia de espacio literario en el romance «A una dama que pidió versos» (1792) en el que censura a poetas y dramaturgos populares en relación con las ideas defendidas en la Lección poética. En primer lugar se burla de un vate «que hace coplas a docenas» con dos cuadernillos de endechas, diez sonetos, veinticuatro redondillas, tres comedias, cien epigramas, ya que la «suerte enemiga» le condenó a ser poeta. «Eso no, que esto que llaman // inspiración, influencia, // numen, furor, los que envían // a Salanova cuartetas, // no es otra cosa que el diablo // que los hurga y que los ciega; // él los inspira, y así, // son tan diabólicas ellas» (Poesías completas: 551). Siguiendo las opiniones de la comedia metateatral La comedia nueva (1792), pone en cuarentena luego a los dramaturgos populares, también inspirados por Satanás, «que escriben monstruos en vez de comedias», que se anuncian en carteles o en los diarios, a los que llama «Sócrates a la violeta». Aparecen censurados en este orden: Valladares de Sotomayor; «el miserable Moncín», con sus nefandas roncalesas; Bruno Solo de Zaldívar con sus tramoyas; Luciano Francisco Comella, «nuestro Plauto moderno» con sus «farsas tripicalleras»; el «gótico» don Fermín de Laviano; Gaspar Zavala y Zamora, «execrable autor»; y también Sempere y Guarinos y Trigueros, lo que resulta curioso porque ambos eran neoclásicos e ilustrados. Menciona luego a otros personajes de la vida literaria como «el pestilente Nifo», periodista conservador, que anunciaba las obras dramáticas en sus periódicos, los poetas copleros Álvaro Guerrero, Lucas Alemán, y Antonio Cacea «con sus pérfidas impresiones» de los pliegos, ejemplo de «malos poetas» que tienen mucho éxito. Por eso se queja: «Todo es ignorancia, y todo // frivolidad e insolencia, // y el Parnaso castellano // yace morada desierta» (Poesías completas: 556). Pero vendrá un tiempo en que se olvide tanta oscuridad, en que «resucitadas las letras // de su perdido esplendor // la edad venturosa vuelva» (Poesías completas: 558), y esto será bajo el patrocinio del rey Carlos IV.

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Para entender la «Epístola a Andrés» (1802) queda claro en la «Nota» que le puso el autor: «Para manifestar los defectos de lenguaje y estilo en que han incurrido algunos poetas modernos, imaginó el autor que el medio más breve era componer un centón de muchas de sus frases y versos y presentársele el lector imparcial, para que juzgue lo que su buena razón le dicte. Pudo recoger sus materiales, con abundancia, entre varios autores; pero le pareció que reduciéndose a cuatro de ellos no más facilitaría de pasajes del centón con sus mismos originales. Esta precaución y de no haber añadido nada de su parte, le proporcionaron el desempeño de su objeto con toda la exactitud que en estos casos se requiere» (Poesías completas: 384). Sigue, pues, en guerra con los poetas denunciados en La derrota de los pedantes y, aunque hay muchos que cometen estos errores, lo que hace aquí es engarzar versos de los más significados que son Meléndez, Cienfuegos, Quintana y Sánchez Barbero, escribiendo un poema chusco. Deja en evidencia la distinta manera que tenían de tratar el tema del amor, que lo tiene por grave por toca «a la moral filosofía», la naturaleza, el paso del tiempo, la primavera, el paisaje, todo expresado «con inhumana jerigonza». En el romance «A Geroncio» (1803), nombre aparecido más arriba, dice el autor en la Nota explicativa: «En esta obra no hizo el poeta otra cosa que trasladar los diálogos que diariamente se repetían acerca de su persona y sus escritos» (Poesías completas: 341). Unos eran elogios exagerados por la amistad, pero también descalificaciones de los enemigos, y hasta el nombre de «Geroncio es traslado puntual de uno de los pedantes de aquel tiempo a quienes incomodaba». Pero en realidad lo que hace Moratín es dar respuesta a algunas de las censuras que había recibido su obra por aquellas fechas: la crítica de Cristóbal Cladera a El barón, y en que «no traduzca, no interprete, // no escriba versos jamás; // frailes y musas le tienen // hecho un trasgo de hospital», que quizá hace referencia a los problemas con la censura de El viejo y la niña. En la segunda parte justifica su proceder como escritor que le ha permitido tener «la estimación general, // aplauso y envidia excita // cuando llega a publicar» (Poesías completas: 335). Pero nadie camina por donde va, «ni nadie acierta con aquella // difícil facilidad», haciendo referencia a los códigos de su ideal neoclásico que practica, a la escasez de su obra, frente a la abundancia de la de los pedantes que tiranizan las tiendas, esforzándose en escribir cada día con mucho trabajo «lo que fuera regular», y negándose a hacer obras de éxito como «el drama sentimental» o «pequeñas piezas». También se defiende de las censuras recibidas por El barón por «literatos y doctos», dice con ironía, al que se acusa de ser traducción de un drama antiguo alemán. Luego arremete despectivo contra los escritores filósofos, ya que entre los que le censuran le tienen «yo soy muy sensible, soy // filósofo, y tengo ya // escritos catorce tomos // que tratan de humanidad, // beneficencia, suaves // vínculos de afecto y paz; // todo almíbares, y todo // deliquios de amor social» (Poesías completas: 338-339). También se defiende de que le traten de mal dramaturgo, y que él no está capacitado para «componer obras que piden // estudio, tranquilidad, // robustez y el corazón libre de todo pesar // no es empresa para mí», acaba.

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En la epístola «El filosofasto» (1813) presenta a don Ermeguncio, «aquel pedante // locuaz, declamador» vino a verle a su casa para conversar (Poesías completas: 361). Añade otros apelativos negativos de «importuno, presumido, embrollón», que emplea un lenguaje florido, y unos conocimientos impropios: «¡Cuánta doctrina acumuló, citando, // vengan al caso o no godos y etruscos!». Se quejaba de la corrupción de costumbres, de lo que sufre «la oprimida humanidad», lamentaciones que presenta de manera grotesca, mientras bebe con fruición su taza de chocolate. Y se lamenta de que él no tenga una actitud compasiva: «Claudio, si tú no lloras, pues la risa // llanto causa también, de mármol eres; // que es mucha erudición, celo muy puro, // mucho prurito de censura estoica // el de mi huésped; y este celo, y esta // comezón docta, es general locura // del filosofador siglo presente» (Poesías completas: 363). Y concluye que en el filósofo hay mucha doctrina, «pero poca virtud», porque es «picarón tramposo, // venal, entremetido, disoluto, // infame delator, amigo falso», y por lo tanto no tiene autoridad para la crítica. Algunos publican «centones de moral» y luego calumnian y mienten. Y después se convierte a Moratín en moralista: la corrupción familiar para pagar la dote de la hija, «y Rufino, que vendió por precio infame // las gracias de su esposa, solicita // una insignia de honor» (Poesía completa: 364), otro que gasta su dinero en los garitos «y habla de patriotismo», y concluye «Claudio, todos // ya predican ya virtud, como el hambriento // don Ermeguncio, cuando sorbe y llora… // dichoso aquel que la practica y calla» (Poesías completas: 365). El poema que ha empezado despreciando a los que se dedican a este falso moralismo, ha acabado por ser él mismo censor de la sociedad de su tiempo y de los vicios sociales, como si fuera el Jovellanos de las sátiras «A Arnesto». A través de sus poemas metapoéticos, y en particular satíricos, Moratín ha pasado revista a la literatura de su tiempo: unas veces censura a los autores de la literatura popular, poetas y dramaturgos de éxito con tan poco fundamento estético; otras se defiende él de polémicas que trajeron el estreno o publicación de sus obras (Huerta, Forner); muchas más salen mal parados sus compañeros poetas que escriben versos filosóficos e ilustrados aprendidos en los pensadores modernos, contra los que en ocasiones sube el tono censor en exceso contra Meléndez Valdés y sus amigos de la Escuela Salmantina como Quintana, Álvarez de Cienfuegos, Sánchez Barbero, pero también contra Trigueros y Sempere y Guarinos que siguen la misma tendencia. Siempre aparecerán bien vistos sus amigos Montiano y Luyando, Jovellanos, Llaguno y Amírola, Conde, Melón, Estala, Cabarrús, Bernasconi, Conti Signorelli... Bibliografía citada José Checa Beltrán (1998). Razones de buen gusto (Poética española del Neoclasicismo), Madrid, CSIC. —  (2004). Pensamiento literario español del siglo xviii español. Antología comentada, Madrid, CSIC. —  (2005). «Meléndez Valdés el debate literario de su época», en Juan Meléndez y su tiempo (1754-1817), ed. de Jesús Cañas Murillo, Miguel Ángel Lama y José Roso Díaz, Mérida, Editora Regional de Extremadura, pp. 57-76.

leandro fernández de moratín, poeta: la sátira literaria

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Fernando Doménech (2003). Leandro Fernández de Moratín, Madrid, Ed. Síntesis. Leandro Fernández de Moratín, Efrén de Lardnaz y Morante (1782). La toma de Granada por los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel, romance endecasílabo, Madrid, Imp. Joaquín Ibarra. Leandro Fernández de Moratín, Melitón Fernández (1782). Lección poética. Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana, Madrid, J. Ibarra; La derrota de los pedantes. Lección poética, ed. John Dowling, Barcelona, Ed. Labor, 1973. —  (1789). La derrota de los pedantes, Madrid, B. Cano. —  (1821-1824). Fábulas futrosóficas o la filosofía de Venus en fábulas, Londres [Burdeos], 2 vols.; «El editor a sus lectores», Madrid, El Crotalón, 1984. —  (1825). Obras dramáticas y líricas, París, Augusto Bobée, 3 vols. —  (1825). Obras líricas, publicada por Vicente Salvá, Londres, Imp. Española de M. Calero. —  (1995). Poesías completas. (Poesías sueltas y otros poemas), ed. Jesús Pérez Magallón, Barcelona, Sirmio. Emilio Palacios Fernández (2005). «Juan Meléndez Valdés, poeta social», en Juan Meléndez y su tiempo (1754-1817), ed. Jesús Cañas Murillo, Miguel Ángel Lama y José Roso Díaz, Mérida, Editora Regional de Extremadura, pp. 231-251. —  (2006). «Panorama de la literatura erótica en el siglo xviii», en Venus venerada: Tradiciones eróticas de la literatura española, ed. José Ignacio Díez y Adrienne L. Martin, Madrid, Editorial Complutense, pp. 191-239. Pilar Regalado Kerson (1986). «“La Huerteida” de Leandro Fernández de Moratín: un reflejo de la polémica del teatro de su tiempo», en Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Madrid, Istmo, II, pp. 487-498.

La musa becqueriana entre bambalinas: piezas de los Álvarez Quintero inspiradas en G. A. Bécquer Marta PALENQUE Universidad de Sevilla

Cuando, en 1944, se formó la asociación madrileña «Amigos de Bécquer» los animadores de la misma, Pedro Marroquín y Mariano Sánchez de Palacios, pidieron a Joaquín, el único de los hermanos Álvarez Quintero vivo, que fuese su presidente. Ya enfermo, aceptó solo a título honorario: Le agradó la idea de la Asociación, pues el poeta seguía siendo de la sincera de­ voción de él… y de su hermano Serafín. Joaquín miró el retrato de gran tamaño de Gustavo Adolfo que presidía el salón de biblioteca de la casa de los hermanos, y algo como una lágrima empañó por un momento los ojos de uno de los autores de Las flores (Sánchez de Palacios: 1971, 36).

La presidencia efectiva la ocupó Eduardo Marquina y, al inaugurar sus sesio­ nes, Joaquín había muerto. Pero este ofrecimiento era de justicia habida cuenta la veneración que Serafín y Joaquín Álvarez Quintero sintieron hacia Gustavo Adolfo Bécquer. Su fervor era tan especial que, como escribe Sánchez de Palacios, rayaba en la idolatría: se sabían sus versos de memoria y recordaban al dedillo datos y fe­ chas de su vida. Este amor se manifiesta en su propia obra, en la que, a manera de tributo, retomaron temas y motivos de las rimas y leyendas becquerianas, al mismo tiempo que citaron sus versos y aun le convirtieron en personaje de sus ficciones.

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Su fascinación por Bécquer tenía, además, algo de fetichismo, de tal modo que coleccionaron documentos y objetos artísticos relacionados con él o con su entorno. Citando el caso más relevante y conocido, fueron los propietarios del famoso Libro de cuentas en el que un jovencísimo Gustavo escribió sus primeros balbuceos litera­ rios. Así relataron cómo llegó a sus manos: Cierta mañana se presentó en nuestra casa una viejecita con un libro de au­ tógrafos de Bécquer. Lo llevaba para vendérnoslo. Le dimos por él lo que nos pi­ dió, que no fue desde luego lo que valía, ya que para nosotros era un tesoro ina­ preciable. Lo que no conseguimos que nos dijera fue la procedencia del tesoro (1969: 8882).

La historia parece un cuento, pero es seguro que fueron requeridos para otras compras. Entre los papeles de la Donación Montoto (Biblioteca General. Univer­ sidad de Sevilla, BUS) se encuentra una carta manuscrita que testimonia estos mer­ cadeos: con fecha 11 de junio de 1925, la señora Emilia Puyol (con domicilio en Madrid, Plaza de Manuel Becerra núm. 2, piso 3.º A) les ofrece unos «versos escri­ tos por G. A. Bécquer a los quince años de edad, dedicados a una tía mía». ¿Qué otras propuestas no recibirían? Se sabe que poseyeron algunos documentos bec­ querianos y que mantuvieron amistad con miembros de su familia. Según declara­ ron en varias ocasiones, percibían una suerte de afinidad espiritual entre ellos y Bécquer, de ahí que una litografía del retrato pintado por Valeriano Bécquer, pre­ sidiera, como imagen de un íntimo altar laico, su despacho madrileño y les acom­ pañase en sus horas de trabajo. Su afán coleccionista se resume en el pequeño Museo Álvarez Quintero localizado en el Teatro Enrique de la Cuadra de Utrera (Sevilla), ciudad natal de los autores, en donde hay, por ejemplo, un busto de Gus­ tavo en barro cocido, obra de Lorenzo Coullaut Valera, y un dibujo en lápiz grafito de Valeriano. Aquí está asimismo la litografía mencionada, que ahora flanquean sendas imágenes de los Quintero. Pero el acto por el que han quedado unidos a Gustavo Adolfo es la erección del monumento a su memoria que hoy se puede admirar (pese a que algunos salvajes, con pintadas y destrozos, se empeñen en lo contrario) en el Parque de María Luisa, en Sevilla, factura de Coullaut Valera. A su impulso decisivo (espiritual y económi­ co) se debe su ejecución tras varios infructuosos proyectos. Para recaudar fondos crearon una de sus piezas de tema becqueriano: La rima eterna, cuyos beneficios —de la representación teatral y de la edición como libro— revirtieron por completo en este homenaje. Los prefacios que redactaron para las Obras escogidas (Madrid, Librería de Fernando Fe, 1912, Edición del Monumento, y Madrid, «Bibliotecas Populares Cervantes», s.a., 2 vols.), las Obras completas de Aguilar (1937 y ediciones siguientes) y varios discursos conmemorativos son testigos impresos de esta alianza Bécquer-Álvarez Quintero.

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La musa becqueriana anima a los Quintero La carrera dramática de Serafín (1871-1938) y Joaquín (1873-1944) Álvarez Quintero comienza en 1888 con Esgrima y amor, juguete cómico representado en el Teatro Cervantes de la capital bética, a la que la familia se muda desde Utrera (Sevi­ lla) en 1878, y continúa en una serie ininterrumpida de títulos que, trasladados a Madrid, les van a convertir con el tiempo en autores de éxito. El ingreso de ambos en la Real Academia de la Lengua, en 1920 (Serafín) y 1925 (Joaquín), marca el apogeo de su consagración. Fueron escasos, sin embargo, los juicios positivos sobre su labor por parte de los intelectuales de su tiempo, que, con excepciones (Clarín, Juan Valera…), despreciaron la que entendieron desafección por los problemas del país y su especial atención al público pequeño burgués. Ha sido muy repetida la boutade de Ramón del Valle-Inclán, quien, cuando señalaba un camino para salir de la crisis teatral, apuntaba: «Fusilando a los Quintero…» (2000: 204). Torres Nebre­ ra (1998), Sánchez García (2001) y de Paco (2007) han valorado las opiniones críti­ cas vertidas acerca de su producción en ediciones recientes de algunos de sus títulos y proponen una lectura más objetiva. Los utreranos fueron ante todo dramaturgos, aunque también escribieron poe­ sía y ensayos breves (prólogos, discursos y notas diversas). La huella de Gustavo Adolfo Bécquer es perceptible desde sus colaboraciones en el periódico satírico sevillano Perecito, en 1887 (las rimas dan pie a composiciones humorísticas en ver­ so), y persiste en su obra lírica posterior, recogida en el tomo 7 de las Obras completas. Tal vez como medida de respeto, no le imitan, sino que le glosan y recrean. Lo mismo se observa en el teatro, donde títulos como La Venta de los Gatos, El amor que pasa, Becqueriana y la mencionada La rima eterna son referencias destacadas de este ejercicio intertextual. Mi objetivo es la lectura de las tres primeras. No tengo espacio suficiente para detenerme en la cuarta, de la que me ocupo en un ensayo en torno al monumento de Coullaut Valera 1. Johnson (1954) analizó dos de ellas (Becqueriana y La rima eterna) junto a obras de los dramaturgos mexicanos Ramón Ro­ dríguez Rivera y Antonio de Paula Moreno, y el español Eduardo Juliá Martínez. Además de las piezas directamente inspiradas en Bécquer, alguna rima ilustra otras páginas quinterianas de modo ocasional, como se observa en el monólogo El álbum de la bisabuela (Obras completas 6), donde la protagonista, Teresita, recuerda con añoranza a los poetas decimonónicos que participan en el volumen y, junto a frag­ mentos de Quintana, Martínez de la Rosa, Zorrilla, López de Ayala…, recita «La gota de rocío» (rescatada por José Gestoso de un álbum). Un camino distinto en la identificación Bécquer-Álvarez Quintero radica en la común estima por la poesía popular. Pero este es otro cantar.

   Un adelanto de este ensayo es el artículo «El poema hecho piedra: el escultor Lorenzo Coullaut Vale­ ra y la obra de Bécquer», en La Literatura Española del Siglo xix y las artes, 2008.

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La leyenda La Venta de los Gatos La Venta de los Gatos, El amor que pasa y Becqueriana fueron escritas cuando sus autores eran famosos y gozaban de los aplausos del público (tras el triunfo de El ojito derecho, 1897, La reja, 1897, La buena sombra, 1898, El patio, 1900, etc.). La primera, homónima del relato becqueriano, es la más temprana. Los Quintero y el compositor José Serrano crearon una ópera en dos actos con este título hacia 1900-1901 siguiendo un encargo de Ruperto Chapí, quien confió en ellos cuando planeaba la creación de una ópera española con destino al nuevo Teatro Lírico. Chapí buscó a los músicos de mayor prestigio (o bajo su protección, como era el caso de Serrano) y a libretistas de su confianza (Dicenta, Guimerá, Ramos Carrión, Delgado, Cavestany, Fernandez Shaw y los Quintero) (Iberni, 1995: 332-333). La historia de esta colaboración está llena de anécdotas a causa del pausado ritmo de trabajo del maestro, que no llegó a finalizar la partitura. La pieza se estrenó incon­ clusa y después de su muerte, en 1943, en el Teatro Principal de Valencia. Pero texto y música (al menos en esbozo o fragmentos) existían desde principios del si­ glo. Manuel Carretero pudo presentar el asunto de la obra y valorarlo el 25 de oc­ tubre de 1901: Los Quintero observan en su nuevo trabajo, como Bécquer, la sencillez. La ópera es alegre, tierna, apasionada, brillante y pletórica de vida en el primer acto; triste en el segundo; desgarradora en el tercero, aunque sin llegar nunca en la expresión del sentimiento trágico a las notas más agudas. Los autores del trabajo conservan intacto el carácter que a sus producciones dio Bécquer; aquel gran sentimental que penetraba, como nadie, la esencia misteriosa de las cosas. En la ópera la versificación corre fluida y esmaltada de pensamientos profun­ dos. Los personajes son pocos y la acción, que es sencillísima y encantadora, se desen­ vuelve en Andalucía, allá por el año 58… (25/10/1901: s.p.)

En cuanto a la melodía, apuntaba, a pesar de ser de asunto andaluz, no hay can­ tos populares; y la escenografía: cuatro decoraciones debidas a Amalio Fernández. Extraña tanta lentitud por parte de Serrano; más teniendo en cuenta que gracias a la protección de los hermanos alcanzó su primer éxito con El motete (1900), cre­ ciendo sus compromisos como la espuma. Entre las explicaciones se baraja su posi­ ble descontento con el libreto: la estrecha relación que mantenía con los utreranos le habría impedido confesárselo. Los Quintero ofrecieron una opuesta: fracasó el proyecto de Chapí y Serrano se dedicó a labores más fáciles; además, el levantino la tenía por su mejor obra, la que habría de asegurarle la gloria, y por este deseo abso­ luto de perfección nunca la dio por terminada (1969: 9299). Músico y escritores firmaron juntos distintas zarzuelas (La reina mora, La mala sombra…). En la recepción de la poesía becqueriana (y en la confección de su leyenda) tiene un especial interés su trasvase a otras artes. Rimas y relatos han pasado al papel

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pautado en numerosas ocasiones por gracia de compositores de la talla de Isaac Albéniz, Tomás Bretón, Ruperto Chapí... La música de salón decimonónica, es de­ cir, aquella destinada al entretenimiento de aristócratas y burgueses, las utilizó pron­ to como letras de canciones, casi siempre para piano. Sánchez Pedrote (1971) cita ejemplos de cómo los músicos se inspiraron en el espíritu becqueriano para cons­ truir géneros instrumentales o vocales (óperas, poemas sinfónicos, ballets, etc.). En 1936, los Quintero redactaron un poema dramático en verso sobre la misma narración, en tres actos y una loa, respondiendo de nuevo a un encargo, esta vez de la asociación sevillana «Amigos de Bécquer», dirigida por Santiago Montoto, que planeaba conmemorar el primer centenario del nacimiento del poeta. 2 El comienzo de la guerra trastocó las circunstancias del estreno, que tuvo lugar en el Teatro Ar­ beu de México, en 1937 (Compañía Josefina Díaz y Manuel Collado). En un princi­ pio se había pensado en María Guerrero como protagonista, pero sus compromisos lo impidieron. Con posterioridad, la representaría en Madrid, el 14 de mayo de 1940 (Álvarez Quintero, 1969: 9297-9298). Libreto de ópera y poema dramático ofrecen textos distintos. Me centro en el segundo, más extenso, en el que añadieron personajes al elenco becqueriano. 3 La narración en primera persona publicada por Gustavo en 1862 se estructura en dos partes separadas por varios años y acaece en Sevilla, en la llamada Venta de los Gatos, cuya situación cambió de forma lamentable en ese lapso, pues de ser un recinto de solaz, naturaleza y regocijo se transformó en un rincón triste a causa de su proximidad al recién inaugurado cementerio de San Fernando. Bécquer describe ese antes y después e imagina una historia de amor desgraciado cuyo progreso hace coincidir con la reforma urbanística. Los habitantes principales de su ficción-reali­ dad son el yo narrador, una pareja de enamorados: Amparo y el hijo del ventero, del que no se menciona nombre, y el propio ventero, que había acogido a la muchacha como hija suya desde la infancia. Primero, recuerda aquel espacio bullente de ale­ gría y amor; a continuación, su vuelta a Sevilla y a la venta (se cree que Gustavo re­ gresó a la ciudad, que había abandonado en 1854, hacia 1862), cuando conoce de boca del mesonero el desenlace: Amparo resultó ser hija «de un señor muy rico», que la había reclamado, y murió lejos de su casa y del amor. El hijo —que vio pasar su cadáver camino del cementerio— enloqueció. El narrador buscaba tipos caracte­ rísticos para pintar, pero encontró seres vivos con sufrimientos y penas. Los comediógrafos hacen coincidir el acto I (en la Venta) con la primera sec­ ción del relato; el II es la construcción del nudo (desarrollan información e incor­    Esta asociación se funda en 1936 con el fin de vigilar y organizar las fiestas que, en torno a Bécquer, habían de celebrarse al año siguiente en España y América. En la Donación Montoto (BUS) se conserva una copia mecanografiada de esta pieza, con firma autógrafa manuscrita, Mont. Ms. 12/3/7 (1-3), probable regalo de los utreranos a Luis o Santiago Montoto.    Utilizo la edición de las Obras completas 6 (1973), precedida de una dedicatoria a Santiago Montoto. El texto de la ópera se reproduce en el programa del Palau de la Música de Valencia (2003). Hay grabaciones de algunos fragmentos; remito al catálogo de la Biblioteca Nacional. La partitura se publicó en Madrid, Sección de Líricos de la Sociedad General de Autores de España, 1944. El relato inspiró a otros músicos, entre ellos Joaquín Turina: La Venta de los Gatos. Leyenda becqueriana para piano (1925).

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poran nuevas acciones y personajes) y salva el salto temporal; el III (en dos cua­ dros: Casa del Duque y Venta) se ajusta a la segunda parte de la trama becqueriana. El marco cronológico del drama se abrevia; también hay un paréntesis, pero queda reducido a unos meses. La acción transcurriría en torno a 1853; de I a II pasan «algunos días»; entre II y III median «unos meses». La ampliación del número de actores (Amparo y Lorenzo, Jazmina, el Duque de los Cedros, Pepe Rumbo, El Ventero y El Poeta; añaden gitanos, jaques, cantaores y guitarristas, un músico ambulante, un gracioso, de nombre Palmito…) incrementa la tensión dramática y da color y variedad al ambiente. Suman una acción secundaria que coadyuva en el desenlace trágico: en la separación de los amantes colaboran tanto la aparición del padre, el Duque de los Cedros, como los celos de Jazmina (que ayuda al Duque a lograr su propósito). Para equilibrar las fuerzas crean a Pepe Rumbo, el amigo leal que no puede impedir el desastre. Intensifican la intriga no declarando hasta la parte final del acto I que el Duque es el padre de Amparo y no el pretendiente, como todos los datos hacían creer. Pero la consecuencia es la misma: padre o amante, se la roba a Lorenzo. La que parecía una historia de rivalidad amorosa deriva en un conflicto más hondo: nada puede hacer Lorenzo frente a los derechos del padre. La ley y la sangre se imponen al amor. El acto III constituye el desenla­ ce: el primer cuadro es el de la decadencia de Amparo, ya Marquesa de los Almi­ nares; el segundo, el de su entierro. Gustavo Adolfo Bécquer es un personaje más del poema dramático y comparece en el acto I: El Poeta, que sale por la derecha, se cruza con Amparo cuando va hacia el colum­ pio. Uno y otra se miran con curiosidad, y el Poeta, que no es otro que Bécquer en su interesante adolescencia, se sienta en una de las mesas del fondo, y desde allí observa el lugar y el grupo de muchachas que junto al columpio se supone. Amparo es reci­ bida con alegría. El Poeta pide a Palmito un vaso de vino, que no prueba. Luego se pone a dibujar en un álbum que trae […] (1973: 7400).

Llega la noche y, «abstraído, creyéndose solo», declama la rima VIII. La jornada se cierra con la petición por parte de los novios del retrato que le han visto perge­ ñar: Lorenzo. […] Dígame a quién tenemos los dos que agradeserle… Amparo. Eso…, la grasia suya… pa recordarlo siempre. Poeta. ¿Qué importa quién yo sea? Un pobre artista en cierne; un infeliz muchacho que sueña y que no duerme; un pintor…, un poeta… Gustavo Adolfo Bécquer. Se marcha por el camino de la izquierda (1973: 7405-7406).

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Durante el acto III, la escena queda sola (Lorenzo oye unas campanas anuncian­ do un entierro y corre a comprobar la identidad del fallecido) y reaparece Gustavo: atraviesa como sonámbulo, envuelto en la capa, con el sombrero en la mano, «al aire la negra y rizada melena» (el referente parece el cuadro de Valeriano), se detiene, recita la rima LXVI («¿De dónde vengo?… El más horrible y áspero») y marcha hacia Sevilla. La triste intuición de la muerte y la soledad existencial del yo lírico que expresan los versos confirman el luctuoso acabamiento. El tipismo, el baile y el cante son ingredientes de la alegría que reina en la venta al inicio. Piropos, expresiones con gracejo, ocurrencias felices, siembran el diálogo y funcionan como frenos a la acción o subrayados del elemento dramático. Bécquer injerta en su relato dos cantares; en la pieza quinteriana el uso de la lírica popular se aprecia en su conjunto. Comienza con esta seguidilla con estribillo: La casa de Cupido disen que arde: yo he pasado por ella y humo no sale. ¡Eso sería que ar pasá tú por ella se apagaría! (7385)

En el original va en cursiva para diferenciarla de las que no son tradicionales y de mano de los autores (en redonda), como la copla que sigue: En er columpio pareses pajarito volandero: dichoso quien redes tenga y coja ar pájaro preso (7402).

O unas soleares: Te quiero más que a mi arma, te quiero más que a mi vía; quisiera estando a tu lao ser el aire que respiras. Ser el aire que respiras quisiera estando contigo, para meterme en tu pecho por er más durse camino (ídem).

Está claro que sabían requebrar y hablar de amores. También expresar penas y tristezas: Las dichas der mundo ¡qué poquito valen! Hojitas verdes que el invierno seca, se las yeva el aire (7431).

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Y tienen gracia en piropos como este de la gitana al Duque de los Cedros: Ande usté, cara de húsa, ojitos de emperaó; ande, pelito enrisao, bigotiyo de charó (7392).

La obra se cierra con una loa a Bécquer destinada a la función conmemorativa. La pronuncia una Sevillana, papel que —como precisan los autores— debía hacer la primera actriz de la compañía (previsiblemente, la que interpreta a Amparo; ofrecen una variante al texto en el caso de que fuese la encargada de Jazmina). Los versos cantan la vitalidad y permanencia de la Musa becqueriana, y condensan sus cualida­ des. Es una coda muy significativa, porque viene a encerrar la lectura que tanto los Quintero como los lectores de su época hicieron de Bécquer: destacan la raíz mesti­ za y paradójica de su inspiración, a un tiempo popular y aristocrática, sencilla y culta, apasionada y candorosa, casta y sensual… Se repiten los motivos de las golondrinas, el amor que pasa o las campanillas azules; aunque se hable también de esperanza, el poeta queda asimilado al dolor y a la resignación. Para los Quintero la poesía bec­ queriana concede a su público el enorme privilegio de conocer la profundidad de su propia alma; la lectura de sus versos viene a ser un místico acto de comunión: ¡No todo es en la vida lucha egoísta y bárbara, ni manchar nuestras manos removiendo la charca; horas hay en que un grito del corazón nos salva, y vibra en el espacio diciendo: ¡tengo un alma! ¡Gloria a Gustavo Adolfo, que la suya derrama solo buscando flores entre abrojos y zarzas! (7439)

Tienden a continuar, en definitiva, esa leyenda becqueriana iniciada desde la publicación de sus Obras (1871) por Ramón Rodríguez Correa. El amor que pasa o la rima X La comedia en dos actos, en prosa, El amor que pasa se estrenó en 1904, en Bue­ nos Aires, por la compañía Guerrero-Díaz Mendoza. Los Quintero la tenían entre las más queridas de su producción «por su asunto… y por otras cosas de corazón adentro» (Martínez Olmedilla, 1/2/1907: 167). Quizás esta afirmación tenga que ver con la cercanía que mantiene la trama con la biografía de Serafín y la separación

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de su esposa, Dolores Sánchez Mora. La fugacidad del gozo, el instante inasible y la imposible detención del presente están en la base de la rima X: «[…] Oigo, flotando en olas de armonías, / rumor de besos y batir de alas; / mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? / ¿Dime? —¡Silencio! —¡Es el amor que pasa!» Traducen este senti­ miento en la historia de un amor que pudo pero no llegó a ser a causa de la huida de uno de los amantes: Álvaro San Miguel, un hombre de mundo, rico y atractivo, que acude al pequeño y aburrido Arenales del Río para conocer a unos antiguos amigos de sus padres, ya fallecidos. Socorrito, la otra contendiente en el duelo de amor, es una joven desdichada, como todas las del pueblo, por la falta de hombres aptos para el matrimonio. El arribo de Álvaro a casa de Mamá Dolores, centro de la vida social del villorrio, produce una conmoción. Mamá Dolores entiende desde el principio que es un candidato ideal para convertirse en esposo de Socorrito, personaje feme­ nino destacado por su encanto y personalidad; los jóvenes se enamoran, mas Álvaro se resiste y abandona el pueblo prometiéndole escribir. Álvaro esquiva a la mujer que le encadena; Socorrito se queda con su tristeza y la seguridad de que él la olvi­ dará. La intuición que canta la rima X se convierte aquí en la fuga del objeto amo­ roso mismo, fuente de la felicidad de Socorrito. ¿Cuál es la moraleja? ¿Qué quieren que entendamos? ¿Que Álvaro se marcha porque el amor es imposible de alcanzar? ¿Que el hombre está condenado a un perpetuo anhelo? ¿Que una sola mujer no puede colmar esta búsqueda? Es peculiar que la pieza empiece con la cita de la rima LIII por parte del marido de Mamá Dolores, individuo sano y simpático borra­ chín: Don Rufino. Bien… bien… Está bien… ¡Pschá!… Otra golondrina… Digo que está bien… requetebién… Aquellas que aprendieron nuestros nombres… ¡Pschá!… Y así va todo… y ande yo caliente… y viva la gallina, y viva con su pepi­ ta… ¡Pschá!… Parece que tengo quince abriles (1982: 1269).

Como en otros títulos quinterianos, lo más sutil y vivo es la fábrica del monóto­ no ambiente provinciano, casi retrato de una emoción o una forma de existencia, 4 mientras el argumento es mínimo. Todas las mujeres del pueblo son víctimas de los hombres, bien sean sus conciudadanos (incapaces de amar y comprometerse), bien sean los ocasionales visitantes. La única con novio es la criada y se queda sola por­ que el mozo tiene que ir a quintas. La felicidad, cifrada en el casamiento, o no llega o se escapa. No hay conflicto real: Álvaro es la golondrina de El amor que pasa, pero sin tragedia; como dice Don Rufino, así son las cosas y mejor es aceptarlas. Los Quintero construyen un protagonista masculino de escaso relieve, pese a que que­ rían crear un ser intenso y atormentado: hijo de un perseguido político que se suici­ da en el exilio, huérfano de madre muy poco después, vive con un tío en París, falto    Escribía Pérez de Ayala (2002: 618-619) que el valor del ambiente hace pequeños a los personajes, me­ ros accidentes o tipos, y ponía como ejemplo el acto II de El amor que pasa. Ver también Cernuda (1994: 722)

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de verdaderos afectos, sin un hogar. Estos son los ingredientes en que se cuece su personalidad: «Y vivo errante, de aquí para allá, viajando casi siempre. […] Por temperamento soy volandero, soy inconstante… Aborrezco la estabilidad. Me gusta vivir sin echar raíces en el suelo. […] El recuerdo de mi padre me aparta de las cosas y de los hombres. Prefiero tratarlos de lejos, por encima… De todo y de todos, me contento con ver la espuma» (1982: 1284). Si un verso de la rima LIII abre el primer acto, dos de Ramón de Campoamor (de la dolora «Amor al vuelo») inauguran el segundo. Los pronuncia Álvaro: De nada, por agradable que sea, quiero quedar harto en la vida. Y muchísimo menos de la mujer. Primero que llegue el hastío —que llega—, me voy yo. Me gusta adorar­ las, pero como ha dicho el poeta, así, de prisa, de prisa todo al vuelo, todo al vuelo…

La comedia fue muy apreciada por el público en su estreno en Madrid, en no­ viembre de 1904. El Teatro Lara se llenaba todas las noches y, según expresan los comentarios en prensa, terminó afianzándose entre sus preferencias. A propósito de su elección para abrir la temporada del citado coliseo, escribía Francisco Fernández Villegas, Zeda (12/10/1905: 3): «Ciertamente cuantas más veces se ve la comedia de los hermanos Quintero mayores bellezas se descubren en ella […]; no se han limi­ tado, como ellos saben hacerlo, a copiar la realidad, han sabido sacar de ella, hacién­ dosela sentir al público, esa ley dolorosa del continuo pasar que nos hace ver la poca felicidad que hay en la vida como el resplandor de esas estrellas fugaces que en un punto brillan y se apagan». Las reseñas destacaron la acertada mixtura de gracia, ingenio, ternura y poesía, su acción sencilla y natural, la fina observación de la rea­ lidad que comparaban con un cuadro pictórico, el sentimiento melancólico, etc. La edición impresa va dedicada a Juan Valera y reproduce una carta suya como prefa­ cio (en su opinión el texto resumía el desequilibrio entre las aspiraciones y sensibi­ lidades femeninas y la grosería masculina). Esta obra llamó la atención de Torrente Ballester, quien en Teatro español contemporáneo se refería a la falta de motivaciones del protagonista, lo que achacaba a la nula profundización en las complejidades del alma humana o de la sociedad: «Aceptado el estatuto de superficialidad de los comediógrafos sevillanos, aceptada su resistencia a ver en la realidad lo que no sea amable, pícaro, sentimental o simple­ mente gracioso, es forzoso admitir que El amor que pasa es una buena comedia. Como todas las de sus autores, hecha de nada, hecha de espuma» (1968: 273). Ade­ más de admirar su factura dramática, valoraba su sereno reflejo de la vida normal. La rima X se cuenta entre las más conocidas de Bécquer y debió de ser muy del gusto de los Quintero, quienes tal vez aconsejaron a Coullaut Valera que la utilizase como una de las fuentes de inspiración del monumento hispalense. Aquí la rima fue transustanciada en las hermosas figuras femeninas que, sentadas en un banco, sim­ bolizan tres estadios del amor.

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Una ópera breve en torno a la rima XI En 1915, momento en que la obra becqueriana gozaba de un especial interés para los músicos, se estrenó en el Teatro de la Zarzuela Becqueriana. Ópera en un acto, con melodía de María Rodrigo, colaboradora de los hermanos en varios pro­ yectos (por ejemplo la zarzuela Diana Cazadora). Esta composición, en verso y pro­ sa, da cuerpo a la rima XI, diálogo entre el yo lírico y varias mujeres, abstracciones de formas dispares del sentimiento amoroso (la morena o la pasión, la pálida y rubia o la ternura, la incorpórea o lo imposible). La leyenda El rayo de luna es otra de sus fuentes. Los Quintero tejen una fantasía en la que son personajes La Ilusión, La Pasión, La Ternura, Una Ninfa del bosque y El Poeta, acompañados por un coro compuesto por Voces ocultas, Genios y Espíritus de la tarde. La acción se ubica en un bosque solitario, al atardecer. Los ecos becquerianos no están solo en la glosa de la rima sino en la elección de símbolos y colores, espacios, imágenes, adjetivaciones, metros y ritmos. El protagonista, El Poeta (álter ego de Gustavo), que dialoga con una Naturaleza que es encarnación de sus propios sentimientos o anhelos, canta su permanente búsqueda de un amor imposible. Renuncia a La Pasión («Yo soy ar­ diente, yo soy morena, / yo soy el símbolo de la pasión …») y a La Ternura («Mi frente es pálida, mis trenzas de oro; / puedo brindarte dichas sin fin…»). Finalmen­ te, al mismo tiempo que sale la luna, aparece La Ilusión («Yo soy un sueño, un im­ posible…), a la que, al contrario, persigue saliendo de escena. En la transición dan­ zan los espíritus y genios elementales celebrando el triunfo de La Ilusión mientras va ascendiendo la luna. Entra de nuevo La Ilusión escoltada por El Poeta y sobre­ viene el desenlace; la mujer incorpórea se desvanece cuando intenta abrazarla: El Poeta. ¡Fantasma cruel: voy a ti, que a tus brazos me empuja un impulso de Dios o Luzbel! Va alucinado a ella. Ella huye un punto, y luego se detiene y exclama con emoción suprema y acento divino. La Ilusión. ¡Soy incorpórea! ¡Soy niebla y luz! ¡No puedo amarte! El Poeta. Yendo a abrazarla con loco arrebato. ¡Oh, ven; ven tú! Al llegar el Poeta junto a la Ilusión, ésta se desvanece en azulada llama. El Poeta, presa de hondo estupor, da un grito y retrocede unos pasos. ¡Ah! ¿Qué es esto? ¿Era una llama? ¿Dónde está…? Como despertando de un doloroso sueño. ¡Visión fascinadora! ¡Fantasma engañador! Sollozando.

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¡Llora, poeta, llora, llora, tu loco amor! Cae, sollozando aún, sobre el tronco que hay en el suelo (1956: 3291-3292). 5

Esta ópera sintetiza la imagen del Bécquer perpetuo soñador, víctima del amor y del ideal. El «divino Bécquer» Serafín y Joaquín Álvarez Quintero divinizaron a Gustavo Adolfo Bécquer, a quien acostumbraban a retratar entre hipérboles. Para ellos su amado poeta era uno de los más grandes del xix y el más delicado, desgraciado y generoso. Su rápida consagración al filo de su muerte constituyó en su opinión un evidente acto de jus­ ticia. Comienza entonces a agigantarse su fama y leyenda, labor en la que desempe­ ñaron un importante papel (siempre con una especie de supersticioso respeto, como adorando a un ser ultraterreno y celestial). 6 Así cifraron el objeto del poema dramá­ tico La Venta de los Gatos: «exaltar nuevamente la memoria del poeta más popular y amado de los líricos del xix, el que le dio […] a la poesía de su siglo una hora de luz de luna» (1969: 9298). Las obras leídas en este artículo ejemplifican en parte este culto que, como ya he apuntado, tuvo otras consecuencias artísticas y simbólicas de gran trascendencia en la recepción de Gustavo Adolfo Bécquer en el siglo xx (la erección del monumento es una de ellas). Quede pues como un paso en el camino de futuras reflexiones. BIBLIOGRAFÍA CITADA Serafín y Joaquín Álvarez Quintero (1956). Becqueriana. Ópera en un acto, en Obras Completas 3, Madrid, Espasa-Calpe. —  (1969). «Gustavo Adolfo Bécquer. Semblanza», «La Venta de los Gatos» y «La Venta de los Gatos. Ópera», en Obras completas 7, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 8877-8893, pp. 9297-9298 y 9298-9299. —  (1973). La Venta de los Gatos. Poema dramático y El álbum de la bisabuela, en Obras Completas 6, Madrid, Espasa-Calpe. —  (1982). El amor que pasa. Comedia, Obras Completas 1, Madrid, Espasa-Calpe.

   Fue publicada como folleto de 15 pp. en Madrid, Imp. R. Velasco, 1915. Sánchez Pedrote la reproduce en apéndice, pp. 123-130.    Rubio Jiménez (2005: 187-189) recuerda a los Quintero en el repaso del influjo de Bécquer en la poesía española contemporánea; impronta extensible a otros géneros y artes (como ahora el teatro y la música). Ro­ mero Tobar (1993) ha editado el Libro de cuentas. Brown, Pageard, Benítez, Montesinos y otros ilustres bec­ querianistas les han mencionado asimismo o han recordado los trazos de la leyenda a la que aludo en el texto. Los límites de este ensayo hacen imposible una bibliografía más pormenorizada, de la que dejo fuera las varias reseñas de prensa en torno a las piezas quinterianas.

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—  (2003). La Venta de los Gatos. Valencia, Palau de la Música i Congressos de València. (Programa de la representación habida el día 8 de octubre de 2003 en el Palau de la Música de Valencia.) Manuel Carretero (25/10/1901). «Teatro lírico. La Venta de los Gatos», Vida Galante, s.p. Luis Cernuda (1994). «Los Quintero», en Obra completa 2, ed. D. Harris y L. Maristany, Madrid, Alianza, pp. 722-730. Luis G. Iberni (1995). Ruperto Chapí, Madrid, Instituto Complutense de Ciencias Musica­ les. Harvey L. Johnson (1954). «Cinco dramas inspirados en las Rimas de Bécquer», NRFH, 2, pp. 176-184. Augusto Martínez Olmedilla (1/2/1907). «¿Cuál es mi obra predilecta?», Por Esos Mundos, 145, pp. 166-167 y 169. Mariano de Paco (2007). Introducción a S. y J. Álvarez Quintero. El ojito derecho. Amores y amoríos. Malvaloca, Madrid, Castalia. Marta Palenque (2008). «El poema hecho piedra: el escultor Lorenzo Coullaut Valera y la obra de Bécquer», en La Literatura Española del siglo xix y las artes, Barcelona, Univer­ sitat/PPU, pp. 281-295. Ramón Pérez de Ayala (2002). Obras completas 4, Madrid, Fundación José Antonio de Castro. Leonardo Romero Tobar (1993). G. A. Bécquer, Autógrafos juveniles: Manuscrito 22.511 de la Biblioteca Nacional, Barcelona, Puvill. Jesús Rubio Jiménez (2005). Guía sobre los hermanos Bécquer en el monasterio de Veruela, Zaragoza, Diputación. Encarnación Sánchez García (2001). «El envés del 98: la imagen de España en el teatro de los Álvarez Quintero», en Orillas. Studi in honore di Giovanni Battista De Cesare I, Saler­ no, Paguro, pp. 309-318. Enrique Sánchez Pedrote (enero-abril 1971). «Bécquer y la Música (La Música en la época de Bécquer)», Archivo Hispalense, 165, pp. 77-130. Mariano Sánchez de Palacios (1971). Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Madrid, Gráficas Valera. Gregorio Torres Nebrera (1998). Prólogo a S. y J. Álvarez Quintero. El genio alegre. Puebla de las mujeres, Madrid, Espasa-Calpe. Gonzalo Torrente Ballester (1968, 2.ª ed.). «El amor que pasa», en Teatro español contemporáneo, Madrid, Guadarrama, pp. 264-279. Ramón M.ª del Valle-Inclán (2000). Entrevistas, Madrid, Alianza. ZEDA (Francisco Fernández Villegas) (12/10/1905). «Los del Lara», Nuevo Mundo, p. 3.

Calderón, Moratín y el reloj parado Jesús PÉREZ-MAGALLÓN McGill University

En 1934 Jean Sarrailh escribía una nota, publicada en Bulletin Hispanique, en la que llamaba la atención sobre algunos parentescos entre La comedia nueva de Moratín y La bottega del caffè de Goldoni. En el «Prólogo» que escribí para la edición de las dos obras maestras de Moratín (1994: 40-42) volví sobre el tema de la relación entre ambos dramaturgos, indicando alguna sugerencia que hasta el presente nadie había tenido en consideración. Pero en la nota de Sarrailh este apuntaba como «un petit détail plus précis» (198) a fin de subrayar la vinculación entre ambas obras la anécdota del reloj parado de D. Hermógenes (La comedia nueva, II, 4), comparándola con un diálogo algo más extenso en La bottega del caffè goldoniana (I, 3). En realidad, hay diferencias muy sustanciales entre la obra de Goldoni y la de Moratín; baste señalar que la última se desarrolla en el café, espacio único y colectivo en el que se entrecruzan las vidas o los fragmentos de vida de los personajes de la obra, en tanto que en la primera, la de Goldoni, el café está en una plaza a la que da ese establecimiento, así como una casa de juego y una barbería. El espacio mismo es más variado en Goldoni que en Moratín. Sin embargo, más adelante pude identificar exactamente el lugar en el que aparece un reloj parado, y no es otro que la jornada segunda de Basta callar, la comedia de Calderón publicada en la quinta parte de sus comedias. Pero veamos cómo aparece y cuándo el reloj en Calderón. En un momento determinado de la jornada primera, y con la intención de obtener información de Capricho, el criado gracioso de Ludovico (oculto tras el nombre de César), Margarita,

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princesa de Bearne enamorada del amo de Capricho, le regala un hermoso reloj de porcelana —«toma, / que no tengo aquí otra alhaja / más a mano, este reloj» (vv. 369-371)—, esmaltado de tulipanes y con diamantes, que llevaría con toda probabilidad, como sugiere Greer (203 n8), un retrato. Además de un uso enfadoso y obsesivo del reloj ya en dicha jornada, al pasar a la siguiente Capricho hace alusiones repetidas al reloj, por ejemplo, que vuelve «más puntual / que el mismo reloj», le dice a Margarita (vv. 1828-1829), insistiendo irónicamente en que por muchos relojes que le regalen nunca dirá... lo que ya le está diciendo. Poco después se encuentra con su amo. Éste pregunta «¿Qué hora será?» (v. 1941), a lo que Capricho responde de inmediato: «Seis y media» (v. 1941). Ante la incredulidad de César, que le dice «Mientes» (v. 1942) porque ve el sol declinar, el criado insiste: «No es posible que / reloj tan pintado mienta [...] El sol ha errado la cuenta, / porque decline o conjugue, / o haga lo que le parezca, / él puede engañarte, y este / no puede» (vv. 1942-1951). César se lo cree más o menos, para poco después comprobar que es mucho más tarde de lo que le había dicho el criado. Y hablando con Carlos dice: Este pícaro, este infame me engañó, que dijo que era más temprano, con que yo, sin presumir que pudiera esto sucederme, quise ver al duque, porque hiciera la obligación tiempo al gusto. Capricho Otra vez y otras ochenta vuelvo a decir que no son, señor, más que seis y media. Carlos ¿No ves cerrada la noche? Capricho ¿No ves tú la tapa abierta del infalible, y que no pueden ser más? Carlos A ver, muestra. ¿Cómo han de ser más si está parado el reloj, sin cuerda? Capricho ¿Qué llama sin cuerda usted, y parado? ¡Oh, cruel estrella! Vive el Señor, que el tris, tris, no se le oye. César Si no viera que eres loco, vive Dios, que había... Mas ello es fuerza no solo sufrirte, pero valerme de ti (vv. 2096-2115).

El reloj de Capricho vuelve a ser tema de conversación al menos en otras seis ocasiones en el resto de la comedia, porque el buen gracioso se preocupa en ade-

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lante de darle cuerda, incluso más de lo conveniente. Todavía en el cierre de la obra vuelve a mencionar el criado el asunto del reloj: «Pues acabemos diciendo, / puesto que cada uno está / con su afecto bien hallado / y yo con mi reloj mal...» (vv. 4095-4098). Dejando de lado cualquier interpretación del sentido que el reloj pueda tener aquí, allá o acullá (Calderón, Goldoni o Moratín), me parece al menos establecido por el momento de dónde pudieron tomar la anécdota del reloj parado tanto Goldoni como Moratín. Ahora bien, y ahora sí, la pregunta que se impone a partir de ahí es: ¿por qué razón Moratín ha escogido ese detalle cómico de Calderón? O, empezando por el principio, ¿qué función desempeñan Capricho y su reloj en Basta callar? Una de las llamémosle paradojas de la temporalidad calderoniana tiene que ver con la posición en que se encuentran el dramaturgo y su época entre un tiempo medido por la ciencia y la tecnología, el que explica y justifica el uso del reloj, y un tiempo que no puede medirse porque afecta a los afectos, el tiempo en el alma y extensión del alma, que diría san Agustín. Recuérdese que la orden de Cluny, siguiendo al papa Sabiano del siglo VII, introdujo en la vida monacal las siete horas de rezo con los siete toques de campanas a fin de escindir el tiempo ascético del rezo del tiempo «objetivo» que requerían otras actividades. En cierto sentido, es la paradoja, planteada en otros términos, que coexiste con la teoría bergsoniana de la duración frente al tiempo científico, espacializado y falsificado según Bergson. 1 En términos lacanianos, sin embargo, podríamos hablar de la oposición entre el tiempo adulto, cargado de significantes edípicos, y la ausencia de tiempo del niño —su eterno presente—, espacio donde habita el deseo. Se interprete como se interprete, el hecho es que hay una oposición entre dos conceptos de tiempo que se simbolizan perfectamente en Basta callar o, según ha explorado Greer, en comedias anteriores como Nadie fíe su secreto e incluso De un castigo tres venganzas. Rohland de Langbehn ofreció hace tiempo una interpretación de carácter simbólico del reloj de Capricho al relacionarlo con el campo semántico «de la temperantia, del gobierno monárquico y, sin duda, por extensión el gobierno de sí mismo, y la reserva, “sepes sapientiae, silentium”, el cerco del saber es el silencio» (597). Así, vincula la templanza con el hecho de que Margarita la pierde al entregarle el reloj a Capricho. En tiempos más recientes tanto Margaret R. Greer como J. L. Suárez se han acercado a este detalle de la comedia calderoniana. Según Greer, el reloj de Capricho —a quien Marín califica de «criado sin demasiada chispa» (95) mientras que Regalado lo tiene por «uno de los más brillantes ideados por Calderón» (I, 659)— se rompe porque el personaje es un rústico incapaz de comprender el delicado mecanismo de la bella pieza. A partir de ahí, Greer cree que lo que escenifica la trama de la comedia es una «incompatibilidad fundamental de dos conceptos de tiempo: 1) el tiempo del campo, de las pasiones humanas y de la naturaleza, medido por los ciclos del sol y 2) el tiempo urbano, el del rey y de la corte, medidos por relojes que   La idea estaba ya en Regalado, quien escribe: «Calderón estaba más cerca de Bergson que de su contemporáneo Boileau» (I, 661).

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deben sincronizarse con el reloj del palacio» (203). O, por decirlo en otros términos, entre el sol como reloj y el reloj mecánico que funciona al margen de aquel, o incluso entre un tiempo cronometrado —el obsesivo de Capricho— y ese «veloz metal del tiempo» (v. 3252) de que habla Serafina. Por su parte, J. L. Suárez ha visto en la temporalidad de Basta callar «un excelente ejemplo de la separación entre la cultura subjetiva, premoderna [...] y la cultura objetiva y organizadora que se impone con la irrupción de la técnica» (349). Que el tiempo —relacionado con la técnica y la ciencia y/o con el inevitable desengaño— es componente central de la cosmovisión calderoniana no se presta a discusión; pero señalemos, no obstante, que no es solo el tiempo el elemento de reflexión calderoniana en esta comedia. Como típica comedia palaciega, con elementos de capa y espada y la cierta dosis de enredo que conlleva, el planteamiento de la acción arranca de un desplazamiento espacial que consiste en trasladar a Serafina, Ludovico y el conde de Mompeller desde sus lugares originales hasta el ducado de Bearne, donde tendrán, como señala Marín, que enfrentarse provisionalmente «a un nuevo destino» (92). En ese contexto la comedia reflexiona sobre el papel del silencio como estrategia de relación social, que no de comunicación, cuando sobre el tapete se ponen contactos entre personajes de diversa y opuesta condición estamental. En efecto, Ludovico y Serafina no pueden colocarse en el mismo nivel de poder o de riqueza que el duque, Margarita o el conde. Así, la retórica del silencio de que habla Marín, y de la que han hablado otros críticos en la dramaturgia calderoniana y en las letras del siglo de oro (Egido 1986 y 2001), no desempeña aquí una función vinculada exclusivamente a la insuficiencia del lenguaje en relación a afectos inexpresables, sino más bien a la prudencia que debe regir las acciones de los individuos situados en un mundo cuyo control está en sus manos. Como señalaba Rohland de Langbehn, se trata aquí de «amores de personas de estamento mayor hacia otras de estamento menor y similares» (588 n3). Tal vez el resumen de Marín sea el más acertado: «Basta callar es importante no por la trascendencia de lo que los personajes dicen, sino por lo que no dicen a los que escuchan» (105). Por su parte, Ter Horst ha puesto el énfasis en ese papel del silencio al afirmar que «it speaks in its own cipher of suffering» (203). Atados por su posición social —su alcurnia, su sangre, su poder— no pueden hablar, de modo que «Language for the mighty —los poderosos— becomes in Basta callar a prison house from which they, unlike Ludovico and Serafina, cannot escape by means of liberating utterance» (Ter Horst 203). Estamos, desde luego, lejos del juego trasgresor de Diana, condesa de Belflor, y el secretario Teodoro en El perro del hortelano. Escribía Marín que nada hay en Basta callar «que le dé sabor francés» (89) y que «carece de signos suficientes para una identificación nacional» (89), y tal vez sea así en la apariencia, pero nadie puede olvidar que la obra trascurre en Francia y que son franceses sus personajes. Porque lo importante que parece haber olvidado el crítico es que ya en tiempo de Calderón, sobre todo en la segunda mitad de su vida, Francia se había convertido, gracias a las intervenciones de la Académie y sus preceptistas, en territorio desde el que el arte clasicista —y dentro de él las unidades dramáticas,

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entre las cuales la unidad de tiempo ocupa desde el renacimiento italiano un lugar preponderante— se promocionaba y contraponía abiertamente a los «desórdenes» propios de la comedia española, argumentos que servirían para encaramar a sus dramaturgos en la peana de una modernidad europea de la que quedarían excluidos los españoles. Así, no es de extrañar que una obra como En la vida todo es verdad y todo mentira, que se estrenaría en 1659 coincidiendo con la Paz de los Pirineos, o en el auto El lirio y la azucena o la paz universal, que celebró dicha paz además del matrimonio entre Luis xiv y María Teresa de Austria, aparezcan con evidencia detalles que muestran la conciencia calderoniana de lo que el teatro español mostraba como diferencia conceptual y práctica frente al francés. El mismo Marín pone el acento en el hecho de que «la unidad de tiempo que Calderón ha establecido es una exigencia de la acción misma» (93) que «no tiene nada que ver con el principio teórico general» (93). El problema es que Marín no ve, o no entra en él, el volumen de alusiones a la poética que aparecen en la comedia, negándose a encontrar en Calderón una exposición clara de su actitud ante el tiempo, no solo como concepto filosófico, sino en su plasmación dramática, lo cual es, por otra parte, inseparable de la unidad de tiempo. Así, por ejemplo, en la jornada segunda sale Capricho donde se encuentran Margarita y Flora, ante lo cual el gracioso trata de marcharse de inmediato; Margarita le pregunta por qué se va tan de prisa y Capricho le responde: «Porque, aunque en Francia se usan / más esparcidas llanezas / que en España y los prosistas / tienen poéticas licencias / para hablar con las madamas, / con todo eso, no quisiera, / usando mal del estilo, / que a algún crítico parezca / que es acción male morata / contigo hablar» (vv. 1816-1825). Palabras tan intrascendentes —que incluyen esas malas costumbres de procedencia plautina— ocultan, sin embargo, alusiones muy directas a principios clave de la poética clasicista: el decoro de los personajes —los criados no deben relacionarse con sus amos de igual a igual— y la verosimilitud, o sea, rechazo de malas costumbres que no resulten creíbles. Y, como subraya Regalado, «las palabras del criado trasgreden precisamente esa convención que escrupulosamente no quiere infringir, ironía que atribuye a las convenciones galas precisamente lo que prohíben» (I, 663). Sin embargo, al resumir que la acción está «condensada en dos días escasos» (94), Marín proporciona el dato que permite afirmar sin lugar a dudas que Calderón era consciente del juego temporal al que estaba sometiendo a sus personajes y el conjunto de la comedia. Y, sin embargo, el crítico no ha visto la relación que hay entre una serie de elementos temporales que él mismo recoge y comenta, y el significativo detalle de que el reloj de Capricho se pare y llegue a romperse. Sin embargo, ha sido Regalado quien ha propuesto una interpretación para la significación de ese reloj que va en una dirección bastante próxima de lo que aquí me interesa. En el capítulo 19 de su primer volumen, dedicado al asunto de «Calderón frente a la preceptiva del neoclasicismo», analiza con perspicacia y profundidad el papel de Capricho en esta comedia calderoniana. Sitúa Regalado sus comentarios sobre el reloj de Capricho en el contexto de una idea: que Calderón «gustó mucho de jugar con la unidad de tiempo [...] no sin hacer mofa de ella» (I, 657-58), citando

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a ese respecto El maestro de danzar y Mujer, llora y vencerás. 2 Otra cosa a la que hay que prestar atención es a lo que podríamos considerar como una aparente paradoja, pues, al mismo tiempo que el reloj parado de Capricho pone en cuestión la fiabilidad de ese tiempo técnico, tiempo espacializado, tiempo mecánico, símbolo de ese tiempo controlado que el clasicismo reclamaría para la acción dramática, la acción de Basta callar responde a una concepción en la que se asume plenamente la noción aristotélica de la unidad temporal. Como ha escrito Marín, en Basta callar Calderón «ha llegado a adoptar un principio: la velocidad con que el tiempo debe pasar» (93), pues, como el mismo crítico señala, «toda la acción trascurre desde la mañana de un día hasta la noche avanzada del siguiente» (93). Oportunamente recordaba Rohland de Langbehn (592 n9) que el Pinciano preconizaba como unidad de tiempo ideal la que abarcaba hasta tres días, 3 y eso le permite a ella afirmar que la unidad de tiempo es «guardada en su sentido lato» (592). Regalado ha subrayado que, respecto a las unidades dramáticas, Calderón «aunque las satirizó, no descartó situaciones dramáticas que se acoplaban a las unidades de tiempo y lugar interpretadas con cierta flexibilidad» (I, 661), poniendo como ejemplo El gran teatro del mundo y la representación en su interior de la obra Obrar bien, que Dios es Dios. A diferencia de las lecturas de Greer y Suárez, para Regalado en el reloj de Capricho Calderón despliega un jeu d’esprit «que ampara veladamente la maliciosa ironía del dramaturgo» (I, 659). En efecto, el pasar del tiempo del amo no tiene nada que ver con el del reloj del criado; para el primero es un tiempo psicológico, de duración afectiva, en tanto para el segundo es el juego de la maquinaria, o sea, pura medición tecnológica de una realidad tan alejada subjetivamente de su posible cuantificación objetiva, tiempo vivido (o vivenciado) frente a tiempo medido. La maquinaria del reloj de Capricho, ajustada, eso sí, a la del reloj palaciano, apunta al principio simbólico de la perfecta maquinaria del estado, a la vez que, según sugería Suárez (350), remite algo sutilmente a cuestionar el criterio de realidad, ya que nadie ni nada responde en la comedia a la pregunta implícita sobre el modo en que se regula el reloj de palacio, fuente segunda de la certeza de Capricho. Como afirma Regalado: «El reloj de Capricho mide un tiempo vacío y cuantificado que separa las zonas del día e impone una uniformidad que contrasta con el espacio escénico en el que se ventilan los conflictos y despliegan las pasiones de los personajes» (I, 661). Regalado, sin embargo, pone en relación el juego cómico del reloj con lo que llama «la destrucción calderoniana de las reglas neoclásicas» (I, 661), que, en su opinión, «se adelanta con creces a la crítica de las unidades de tiempo y lugar durante la segunda mitad del siglo xviii» (I, 661). Es una lectura que tiene muy en consideración, por un lado, la «presión» de la poética clasicista por parte de autores franceses; por el otro, la reafirmación de la poética generalizada y teorizada por Lope de Vega. Sobre todo, porque al preguntarle Ludovico/César a Capricho: «¿Qué frialdad de horas es ésta?» (v. 585), alude a uno de los criterios con que se va a juzgar, por los partidarios de la poética española de la comedia, el respeto a la unidad de tiempo.  

 Puede contrastarse esta opinión con lo escrito por Moir.  En efecto, López Pinciano escribe: «toda acción se finja ser hecha dentro de tres días» (III, 82).

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No obstante, la cuestión es que Calderón, más que formar parte de una campaña contra un neoclasicismo por nacer o un clasicismo derrotado desde hacía tiempo en España en el terreno dramático, no hace sino prolongar la actitud de Lope en su Arte nuevo y en su práctica teatral. 4 Y, si aceptamos que ese juego calderoniano con cuestiones de poética dramática está en el centro de Basta callar, podremos comprender con más facilidad por qué Moratín se vuelve a esa obra al componer La comedia nueva, obra que es la más extensa reflexión dramática sobre la poética del teatro. Si empezamos por el principio, creo que la primera razón, y fundamental, de que Moratín haya inscrito en su texto el detalle del reloj parado tiene mucho que ver con un hecho que a veces se ha malinterpretado o infravalorado. Me refiero a la recepción que los neoclásicos e ilustrados hacen de Calderón. Refiriéndome a Luzán, en otro lugar he hablado de la nostalgia del ingenio (Pérez-Magallón 2002b), y creo que ese estado es el que caracteriza globalmente la recepción neoclásica de Calderón a lo largo del xviii. Por supuesto, los apologetas calderonianos, espoleados a partir de la querella y las afirmaciones de los Böhl de Faber, pusieron el acento en las críticas formales o los cuestionamientos ideológicos para hablar en términos generales del «desprecio» de los neoclásicos hacia los grandes genios del teatro barroco. Al mismo tiempo, infravaloraban malintencionadamente las afirmaciones explícitas en las que se reconocían admirativamente los hallazgos y conquistas de dicho teatro. En realidad, y en La comedia nueva misma, Moratín dejó una de esas afirmaciones repetidas pero siempre con una especie de insatisfacción. Decía ahí don Pedro: «Ahora, compare usted nuestros autores adocenados del día con los antiguos y dígame si no valen más Calderón, Solís, Rojas, Moreto cuando deliran que estotros cuando quieren hablar en razón» (II, 6). Al utilizar la palabra deliran se ha querido ver una señal clara de menosprecio, pero dentro de la terminología poética de la época eso no hace más que aludir al predominio descontrolado del ingenio frente a lo que debiera ser equilibro de la razón. Unos años más tarde, en las notas que escribió para esta comedia, 5 afirmaba Moratín: «Los que aseguran que en El sí de las niñas se desprecia el mérito de Calderón solo porque allí se le nombra no saben leer» (1970: 192). Comentarios semejantes proliferan en las notas que escribió para El viejo y la niña. Es más, exponiendo el modo en que el éxito de una obra depende de factores completamente ajenos a la calidad y valores de la misma, pone como ejemplo el caso de «un escritor de conocido ingenio [que] da al teatro por primera vez una comedia intitulada La dama duende» (1970: 179). En resumen, todos son gestos que demuestran sin lugar a dudas una recepción crítica que no oculta la admiración y nostalgia por un ingenio sin comparación en la historia del teatro, pero que tampoco silencia los elementos ideológicos ya inaceptables ni las diferencias poéticas que los distancian. En relación a Basta callar, es muy posible que el reloj parado no haya sido el único elemento que Moratín leyó y trasladó a su teatro. No hay que olvidar que en  Debe verse Pérez-Magallón (2000 y 2002a).  Dichas notas fueron publicadas por John C. Dowling bajo el título de «Comentarios de Moratín a La comedia nueva».  

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Basta callar la princesa Margarita inicia la acción con un parlamento en el que se queja amarga e irritadamente de la situación de la mujer. En efecto, afirma la princesa: «¡Mal haya / el primer legislador / que hizo a la mujer vasalla / tanto del hombre, que quiso / que ellos hereden las casas / y ellas las obligaciones / [...] / dejándonos a nosotras / sin el libro y sin la espada / y sin el mando, a ser solo / la más inútil alhaja / de sus familias» (vv. 36-55). Moratín dialogará con ese parlamento desde La comedia nueva, aunque para plantear las cosas en otros términos, ya muy distantes en cierto sentido de los del tiempo de Calderón. Recuérdese la contraposición entre D.ª Mariquita y su cuñada Dª Agustina, en la que se articulan dos modos de interpretar y promover la posición de la mujer. Ahí D.ª Mariquita afirmará: «Yo sé escribir y ajustar una cuenta, sé guisar, sé planchar, sé coser, sé zurcir, sé bordar, sé cuidar de una casa; yo cuidaré de la mía, y de mi marido, y de mis hijos, y yo me los criaré. Pues, señor, ¿no sé bastante? ¡Que por fuerza he de ser doctora y marisabidilla, y que he de aprender la gramática, y que he de hacer coplas! ¿Para qué? ¿Para perder el juicio?» (II, 2). En ese aspecto, lo mismo que sucederá con el reloj, Moratín interpela a Calderón para ofrecer respuestas diametralmente opuestas porque están ajustadas a una realidad social nueva. No obstante, y como señaló J. L. Suárez, «el lector de Basta callar está tentado de ceder ante la fuerza simbólica e imaginativa del reloj que Capricho pasea por el escenario y reducir las posibles interpretaciones de la obra a las que se desprenden de la imagen del reloj [pues] la imagen del reloj casi establece su supremacía sobre el resto de la comedia» (359). Moratín, que era hombre de teatro y, en cierto sentido y a la manera de Calderón, contemplaba el mundo sub species theatri, minucioso y ávido lector de Teatro, incluido en primera posición el nacional, no pudo dejar de ver la fuerza cómica que el reloj muestra y desvela en la comedia calderoniana. Aunque no sabemos, o al menos no está demostrado, que Moratín conociera el Teatro de los teatros de Bances Candamo, ya Greer recordaba en su artículo (201) que Bances comparaba una comedia bien hecha con el movimiento ordenado del reloj. Al poner en manos del pedante D. Hermógenes un reloj parado, Moratín está, al mismo tiempo, recuperando un detalle cómico de alta intensidad en Basta callar y aludiendo al desorden general de la comedia de D. Eleuterio que D. Hermógenes, por intereses bastardos que nada tienen que ver con el arte, ha autorizado en cierto sentido con su silencio. Un silencio que ahora en el acto segundo de La comedia nueva rompe para confesar que El cerco de Viena no era en realidad tan buena como parecía y que, en efecto, algunos defectos tiene (II, 8). Veamos cómo transcurre la acción. Están reunidos D. Antonio, D. Eleuterio, D. Hermógenes, D.ª Agustina y D.ª Mariquita; D. Antonio anuncia que cuando él salía había empezado la primera tonadilla; sorpresa entre los reunidos y D.ª Agustina comenta: «No puede ser, si ahora serán...»; D. Hermógenes la corta: «Yo lo diré. (Saca el reloj.) Las tres y media en punto», ante lo que exclama Dª Mariquita: «¡Hombre! ¿Qué tres y media? Su reloj de usted está siempre en las tres y media». D.ª Agustina coge el reloj y constata que está parado. D. Hermógenes empieza a excusarse a su pedantesca manera: «Es

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verdad. Esto consiste en que la elasticidad del muelle...», pero es interrumpido por D.ª Mariquita: «Consiste en que está parado, y nos ha hecho usted perder la mitad de la comedia. Vamos, hermana» (II, 4). A su manera, Moratín también reflexiona sobre el tiempo en La comedia nueva, pero un tiempo relacionado estrechamente con la poética dramática y, por tanto, en función de cómo se entiende aquel en dicho contexto. Si Calderón presentaba un reloj, propiedad de la princesa, que era además un objeto de arte, a lo largo del xviii se había generalizado el uso de los relojes mecánicos de bolsillo, de ahí que un personaje de limitados recursos como D. Hermógenes, con numerosas deudas y poco contante a mano, pueda llevar uno. Por otra parte, el reloj mecánico, y la difusión de los ejemplares de bolsillo, están en relación tanto con el desarrollo de los talleres de relojeros como con la utilidad que para la realización de experimentos científicos relacionados con el tiempo tenía la posibilidad de controlarlo por medio de un instrumento técnico que fuera fiable y garantizara la credibilidad de los resultados. Razón y experimentación se unen para imponer una noción del tiempo que va reduciéndose al concepto cronométrico del mismo (y que más adelante obligará a una nueva conceptualización que incluya el tiempo psicológico, afectivo o vivencial). La comedia nueva pone de relieve la coincidencia entre el tiempo de la acción y el tiempo de la representación; de ahí que, a diferencia de lo que sucede en Basta callar, donde el reloj parado no impide que los conflictos afectivos se acentúen, desarrollen y resuelvan a su manera al margen de dicho reloj, en La comedia nueva el reloj parado no hace sino constatar el agravio de una pérdida: la del tiempo trascurrido en la representación dramática a la que los personajes querían haber asistido. Tratar de captar por qué razón Moratín ha recurrido a ese detalle cómico de Basta callar exige, además, recapitular la personalidad de D. Hermógenes. Este, más allá de su insufrible y proverbial pedantería, que retomarán Galdós o Clarín y que se convertirá en emblemática, es un ser doble, un hipócrita capaz de engañar despiadadamente a D. Eleuterio y de acabar abandonándolo a su suerte. Entre sus engaños se cuenta el silencio de sus propias opiniones sobre la comedia heroica El cerco de Viena. Sin embargo, el reloj parado va a venir a simbolizar el desprecio por la unidad de tiempo —símbolo a su vez no solo de las unidades, sino de todo el arte necesario para la composición de una comedia— del mismo modo que Calderón utilizaba el reloj parado de Capricho para reafirmar una manipulación temporal en la dramaturgia que no se dejaba regir por las agujas del reloj. De ese modo, Moratín enlaza con Calderón mediante la simple inscripción del detalle calderoniano en su propia comedia. Sin embargo, no es una incorporación mecánica, sino que sufre las trasformaciones a que lo somete Moratín: si Calderón se burlaba de quienes creían en poder encontrar una identidad entre el tiempo mecánico y el tiempo interior, Moratín parte de la coincidencia entre ambos, principio de particular importancia en la concepción neoclásica de la ilusión dramática.

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Relación bibliográfica de reseñas y críticas de Teresa, la pieza teatral de Clarín Leonardo ROMERO TOBAR Universidad de Zaragoza

Al preparar la sección dedicada al teatro clariniano en las Obras Completas de Leopoldo Alas, 1 siguiendo las pautas generales que habíamos dispuesto los editores de esta compilación, no incluí la relación bibliográfica de todas las críticas, notas de prensa y críticas de diversa extensión que la obra del autor de La Regenta había suscitado desde el momento en el que se hizo pública (1895) hasta la actualidad. Anuncié la publicación del repertorio bibliográfico como artículo pendiente de aparecer, y el homenaje que se tributa a Luciano García Lorenzo, indiscutible estudioso del hecho teatral, es la mejor ocasión de hacerlo. Como es bien sabido, Clarín había puesto una gran ilusión en el estreno de su «ensayo dramático» Teresa, aunque el público madrileño no lo acogió favorablemente. El «temido y odiado» crítico asturiano reaccionó con enorme virulencia tanto en la esfera pública con sus escritos periodísticos como en el ámbito privado de la comunicación epistolar; alguno de sus relatos breves —como el cuento «Un voto»— transforma en ficción poetizada la que debió de ser dolorosísima experiencia íntima del escritor. El estreno posterior de Teresa en Barcelona tuvo mejor acogida como también el de Oviedo, un año más tarde. La obra no ha vuelto a ser representada hasta el año 1984, en que recibió un cuidado montaje que se puso en escena también en Oviedo.   Leopoldo Alas Clarín, Obras Completas. XI. Varia, eds. Leonardo Romero Tobar y otros, Oviedo, ediciones Nobel, 2006.

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La corta carrera de representaciones escénicas de esta pieza contrasta con el interés que le prestaron críticos contemporáneos de Leopoldo Alas —Mariano de Cavia, el joven José Martínez Ruiz, Anselmo Lorenzo que popularizó el seudónimo galdosiano «Alejandro Miquis», Bernardo G. de Candamo, Mariano Miguel de Val—, a los que continuaron muchos estudiosos del teatro español moderno y los especialistas en la obra literaria del autor asturiano. El conjunto de estudios que siguen a los años cercanos al estreno de Teresa (20-III-1895), que limito en un artículo de «Alejandro Miquis» de 1909, han sido empleados en el estudios monográficos dedicados al autor y, especialmente a su obra teatral. 2 Excluyo del repertorio bibliográfico, por lo tanto, la investigación y la crítica en que se ha considerado bien el estreno de la pieza y subsiguientes reacciones de autor, críticos y públicos, bien la significación teatral y artística que ofrece esta breve obra dramática en la historia del teatro español. En la bibliografía que sigue sólo doy las referencias a gacetillas, reseñas y polémicas relacionadas directamente con el estreno de Teresa y excluyo cartas y textos del autor y otros escritores alusivos al texto dramático y sus circunstancias. En la edición que publiqué en 1976 hice uso generoso de las aportaciones críticas que se habían hecho con anterioridad y añadí la información sobre el estreno y sus circunstancias que yo había encontrado. En aquel trabajo me detuve en la consideración de las reacciones literarias y personales de Leopoldo Alas, aspecto sobre el que han hecho aportaciones sustanciales Roberto Sánchez, José María Martínez Cachero e Yvan Lissorgues en la monumental biografía que ha dedicado a Clarín. La lectura del manojo de fichas que siguen permite reconstruir con todo lujo de detalles lo que fue el enredo de la escritura, estreno y recepción pública de Teresa, una línea de trabajo que no tenía acomodo en el volumen XI de Obras Completas pero que invita a su ejecución, por lo cual doy la información bibliográfica en orden cronológico. Para elaborar el repertorio que sigue me he valido, además de mis propias pesquisas, de las aportaciones que formulan los clarinistas que cito en la Bibliografía secundaria. Bibliografía primaria 1895-III. Antonio Sánchez Pérez, «Noticias teatrales. Español», 2ª época, 2, Pro Patria (Martínez Cachero 78). 1895-III-21.— Anónimo, «El beneficio de la Guerrero», La Unión Católica. 1895-III-21.— Anónimo, «(Teatro) Español», El País (Romero Tobar 76). 1895-III-21.— Anónimo, «Teatro Español. Beneficio de María Guerrero», La Iberia. 1895-III-21.-Joaquín Arimón y Cruz, «Teatro Español. La niña boba. Teresa», El Liberal (Martínez Cachero 78). 1895-III-21.— C(arlos) F(ernández) S(haw), «Veladas teatrales», La Época (Romero Tobar 76).    Véase en el vol. citado en nota 1, las pp. 1299-1321, donde actualizo y resumo lo que se ha dicho sobre el teatro clariniano.

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Los deberes de la amistad: clarín biógrafo de pérez galdós Jesús RUBIO JIMÉNEZ Universidad de Zaragoza

Un pulso de titanes Pocas cosas hay más sencillas y gratas que escribir una carta a un buen amigo. La pluma discurre con facilidad por el papel y la intimidad permea el discurso. La situación se complica, sin embargo, cuando la carta es el resultado de una petición de datos sobre la vida del corresponsal, cuyo destino es la escritura de su vida por parte del amigo por encargo de un editor. Entonces, las dudas se agolpan en la mente, las ideas se resisten a pasar al papel, se remansa el ritmo de la escritura, la mano vacila y hasta puede quedar paralizada. Porque ya no se escribe para el amigo con cuya complicidad y reserva se cuenta, sino para un público anónimo y acaso hasta chismoso, que ha sentido la curiosidad o el capricho de conocer una vida contada por su protagonista. La espontaneidad deja paso a las vacilaciones, la intimidad se resiste a aflorar y la escritura se llena de datos más o menos objetivos, pero que dejan salvaguardada la intimidad. La transparencia es ganada por la opacidad y el discurso resultante es distinto. Un episodio de las relaciones entre Pérez Galdós y Clarín ilustra con singulares matices esta situación y los escritos a que dio lugar revelan las peculiaridades de discursos dispares como son la carta, la biografía y la autobiografía, que Clarín mezcló en su folleto Benito Pérez Galdós (Estudio crítico biográfico), publicado en Madrid por Fe en 1889. En una carta de Clarín a Galdós, fechada el 3 de mayo de

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1888, se leen las primeras noticias del curioso ensayo de biografía que le habían solicitado: Me han encargado de escribir en 32 páginas una biografía-crítica de usted para comenzar la biblioteca del Sr. Barros y le ruego que me mande aquellos datos biográficos y auto-biográficos que crea oportuno hacer conocer al público. Como hay ya varias biografías de usted espero que le mereceré yo algo excepcional y que no sepa todo el mundo. Tómese el trabajo de dedicarme una hora apuntando en letra clara, como esta v. gr., que se entienda bien, lo que usted quiere que el público sepa por mi conducto de su infancia, juventud, años de aprendizaje, historia de sus libros, traducciones de los mismos, etc. Ya sé que me veré negro para meter en 32 páginas eso y algo de lo mucho que yo sé de usted sin que usted me lo cuente, pero haré lo que pueda para sintetizar como dicen los animales. En fin, usted ya me entiende, que quiero algo nuevo, que pruebe que usted me dice a mí lo que no dice a todos. Esto no es pedirle que usted me cuente sus primeros amores, si no quiere. 1

Para entonces, los dos escritores hacía unos diez años que se carteaban, existía entre ellos una buena amistad y se sentían implicados un proyecto común de renovación literaria para dotar a la sociedad española de una verdadera corriente de novelas modernas. 2 Pérez Galdós era considerado el mayor novelista español y Clarín no sólo el mejor crítico, sino también un novelista notable tras la publicación de La Regenta. Se conocía la amistad de los dos escritores y el editor Barros debió ver alguna posibilidad de negocio en que uno contara la vida del otro, trazando su semblanza en un folleto, siguiendo la costumbre bien establecida de presentar la vida de escritores y otros artistas relevantes en artículos o folletos donde se daban datos sobre sus vidas y sus preferencias, satisfaciendo la curiosidad de sus lectores. Clarín debió ver en el encargo una ocasión de homenajear al amigo a la vez que allegaba algunos ingresos. Más lo primero que lo segundo y de aquí que le reclamara datos nuevos, que fueran más allá de lo sabido por todos, para que su biografía no se confundiera con otras ya publicadas en los periódicos sobre el escritor canario. Pérez Galdós, muy celoso de su vida personal, se vio sorprendido por la petición de su amigo y se resistió cuanto pudo a ofrecer los datos solicitados, pero sin traicionar o dejar abandonado al amigo. Clarín era tenaz e insistió varias veces en su petición. Al final, le arrancó a don Benito, que cuando se cerraba en banda era casi   Ortega (1964: 247). Modernizo la ortografía, signos de puntuación y algún otro detalle, citando sin más precisiones las cartas.    Las de Galdós a Clarín han tenido menos fortuna editorial; tan solo unas pocas fueron publicadas por Dionisio Gamallo Fierros, propietario de una parte notable del archivo epistolar de Clarín. En el archivo de Gamallo Fierros se conservan 66 cartas de Galdós a Clarín, cuya edición para Anales Galdosianos (2005 y 2006) he preparado en colaboración con Alan Smith y con la inapreciable ayuda de los sobrinos de Dionisio Gamallo Fierros, en particular Carmen y Antonio Deaño Gamallo. Para otros detalles remito a esta edición presentada con mi ensayo: «El envés de la literatura: Galdós a través de sus cartas a Clarín».

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imbatible, unas hermosas cartas sobre el oficio de escritor. Al cabo salió adelante la breve, pero entrañable biografía de Clarín sobre su amigo y este la agradeció, distendido ya y hasta complacido. Con el tiempo se convertiría en un ensayo ineludible en el estudio de los dos escritores, pero hasta donde se me alcanza, casi nada se ha dicho de su peculiar gestación, que ayuda a comprender mejor su textura y el alcance de sus afirmaciones. El 16 de mayo de 1888, contestó Galdós la carta de Clarín, que acabo de citar, comentándole que estaba muy ocupado corrigiendo Miau y que tan pronto como terminara con esa faena, le escribiría más largo «dando esos datos (y por días pienso en qué datos le podré dar) y hablaremos de la adaptación de novelas al teatro». Y acabando la carta, tras comentar sus trabajos de adaptación de Zaragoza para un libreto de ópera al que debía poner la música Chapí y algunas otras reflexiones, concluía: «…le daré datos… ¿pero qué datos, santo Cristo de Burgos?» A Galdós, siempre remiso a hablar de sí mismo y de su vida íntima, la situación le producía zozobra y cuando escribió de nuevo a Clarín el 8 de junio de 1888 no eludió el tema a la par que proporcionaba algunos de los datos solicitados. La carta es una espléndida autobiografía donde Galdós de una manera tan sencilla como rotunda descubre sus aficiones y sus inquietudes literarias en aquel momento. 3 Son muchos los asuntos que va desgranando al correr de la pluma: la distancia entre la vida del escritor y sus lectores; el escaso interés que tiene su vida en su opinión para ellos. Sus opiniones sobre el teatro, que le atraía desde niño, mientras que nunca se sintió tentado a escribir versos. Shakespeare comparece como su dramaturgo preferido y por el contrario piensa que el teatro hecho al modo calderoniano está mandado retirar. Ya puesto en el disparadero, Galdós le hablaba a Alas de que cada vez leía menos; se le caían de las manos los libros de los grandes autores, ya fueran europeos (Heine, Goethe), ya clásicos españoles. 4 Por el contrario, se hallaba a gusto leyendo un libro de ciencia y decía sentirse interesado sobre todo por la observación del mundo de la naturaleza y las costumbres de las gentes. Comparece así el Galdós observador y que traslada con exquisita fidelidad a sus libros estas observaciones. El 13 de julio le contestó Clarín satisfecho de las informaciones que le había remitido, pero deseoso de seguir recibiendo más para ir completando su dossier: Me agradan mucho y me convienen los apuntes que usted ha empezado a mandarme relativos a sus ideas y aun caprichos (ideas también) sobre estética y demás; de todo eso he de sacar partido y viene a ser lo principal… pero necesito otra cosa. Yo no tengo aquí ninguna biografía de usted ni de diccionario, ni de periódico; de memoria no se puede dar esa especie de cédula de vecindad que en toda biografía se necesita; yo apenas sé donde ha nacido usted, sé que fue en Canarias, pero eso no basta. Si Clarín, que pasa por amigo de usted (y es una de mis grandes cruces de literato este honor) se descuelga diciendo «Pérez Galdós nació en Canarias hará unos   Véase transcrita apéndice final para facilitar su lectura.  Pérez Galdós había sido un voraz lector y durante los años sesenta había reunido una selecta colección de traducciones de textos alemanes. Pérez Vidal (1994).  

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cuarenta años y después de estudiar con regular aprovechamiento latín y otras especies se trasladó a la península donde se puso a escribir novelas como quien se bebe vasos de agua, etcétera», se dirá que no traigo ningún dato nuevo, y que todo eso pude preguntarlo en la portería de su casa de usted. Compréndame usted, por los clavos de Cristo, que apura el tiempo. Yo necesito saber de usted más que cualquier provinciano que llegue a Madrid con su familia y les diga a sus hijos al verle a usted pasar —Mirad, ese es un gran novelista, se llama don Benito y tal y… eso… nació en Canarias— ¡Canario!, eso es poco: yo quiero hechos, hechos, como los positivistas. Su teoría de usted acerca de lo poco que el público debe saber de las mañas del artista, no es incompatible con mi legítima reclamación. Santo y bueno que no me diga usted nada de sus primeros amores (si es que no empezó usted por los segundos). Tampoco necesito la hoja de estudios, y si usted de pequeñuelo era aficionado a lo ajeno como Rousseau, que no lo creo, allá usted. Pero hay más, don Benito, hay más. Reasumiendo: mándeme usted impresos o manuscritos todos los datos relativos a su vida que se hayan publicado… y unos pocos más. Dígame usted a mi tanto como haya dicho a otros… y algo más si cree que lo merezco. ¿Es que le da a usted vergüenza de haber nacido en martes, por ejemplo? Pues pondremos lunes, pero vengan los datos. Por supuesto, sin prescindir de esas otras noticias que usted me ha ofrecido continuar y que son, repito, lo principal. El editor me apura; cree, porque usted se lo ha dicho, que ya me ha enviado usted lo que le pedía, y así estamos. Escríbame, por Dios y mándeme eso.

Durante las semanas siguientes, sin embargo, Galdós no dio señales de vida, lo cual puso a Clarín al borde de los nervios. Su propósito era pergeñar la biografía del amigo durante el descanso veraniego para que a la vuelta del verano entrara en imprenta. Los plazos se iban acortando y las nuevas noticias y los datos biográficos no llegaban. Le volvió a escribir angustiado desde Salinas (Avilés), el 24 de agosto de 1888: Mi querido don Benito! En vano le he escrito a usted pidiéndole de rodillas esos datos; usted no me ha enviado nada y el editor ya ha dicho al público que está en prensa la biografía de usted. Por Dios, cuanto antes me envíe algún artículo en que consten las señas de usted: lugar y fecha de nacimiento, etcétera, etc., en fin, lo que no puede omitirse. Por supuesto que es claro que a mi debía usted darme más elementos biográficos que a otros, pero en fin, si tanto puede la pereza, vengan a lo menos los generales de la ley. Mire usted que se lo pido de veras, con gran necesidad. ¿Qué dirá de la amistad nuestra el editor si ve que ni siquiera me da usted esas notas? Aunque lo biográfico será aquí lo de menos es indispensable y yo no puedo fiarme de mi pobre memoria. En todo el verano yo no he trabajado nada; lo primero que voy a hacer es eso de usted; espero tener en mi poder antes de ocho días lo que le pido. Si no…, no es usted mi amigo o será de bronce o peña. Y no le hablo de nada más que de eso…, vengan los datos. Suyo Clarín

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Galdós respondió con presteza desde Santander el 28 de agosto con otra carta memorable para conocer sus particulares puntos de vista. Tenía que salir de viaje con su amigo Alcalá Galiano y no quería dejar colgado a Clarín. La carta está llena de revelaciones sobre su vocación de escritor y cómo fue concibiendo y escribiendo sus novelas, desde los episodios a las novelas de costumbres contemporáneas, atrapado irremisiblemente en el complejo arte de novelar que cada vez le costaba más esfuerzo, ya que cada novela era un nuevo reto, acompañado de un intenso proceso reflexivo. Aún no había salido de Fortunata y Jacinta y ya rumiaba La Incógnita y Realidad. Y no desaprovechó la ocasión para insistir en dos asuntos de interés: su «aversión a que el escritor se desnude ante el público» y su recomendación a Clarín para que siguiera escribiendo novelas después de haber dado el magistral ejemplo de La Regenta cuya lectura tanto le impactó. Don Benito, por tanto, proporcionó algunos datos biográficos más, pero sin dejar de afirmar su desinterés por tales datos y reclamando respeto a la intimidad. Se supone que Clarín debía estar conforme con ello, pero no fue así, porque seguían faltando los datos biográficos estrictos que pedía y que le imposibilitaban escribir la semblanza del amigo con los anclajes cronológicos precisos para el caso. Galdós, sin embargo, estaba ocupado ya en otros asuntos y, además, surgió por entonces la propuesta de sus amigos para que entrara en la Academia. La encabezaba Marcelino Menéndez Pelayo que contaba con el apoyo de Emilio Castelar, el Marqués de Molíns, Juan Valera, Gaspar Núñez de Arce, Ramón de Campoamor y algún otro. Provocó una intensa polémica, pues se politizó la propuesta y Cánovas hizo una demostración de su fuerza política dentro de la Academia. Aunque se excusó con Galdós, lo cierto es que el sillón vacante lo ocupó el latinista Commelerán con gran escándalo social. De ello informó a Clarín el 29 de noviembre de 1888 con bastante precisión en una carta que fue publicada por Dionisio Gamallo Fierros. 5 Absorbido como estaba por este asunto no se acordó de añadir más datos para la elaboración de la biografía. O no quiso. El editor, sin embargo, seguía esperando la biografía comprometida y apremiando a Clarín, que se vio obligado a volver a la carga, solicitando los datos pendientes a su amigo. Lo hizo desde Oviedo el 9 de Diciembre de1888. Tras algunos comentarios sobre la polémica de la Academia le decía: El editor que va a publicar su biografía de usted escrita por mí me la pide con mucha necesidad. Y es el caso que yo no la he empezado siquiera ¡Me ha dicho usted tan poco! Casi nada; vengo a saber de usted (salvo lo que yo he visto, observado y adivinado) lo mismo que cualquiera que sepa que nació usted en Canarias sobre poco más o menos, isla arriba o abajo. En fin, si usted no me escribe más acerca de su interesante personalidad, con lo que tengo haré mi folleto; y si le habla a usted el editor dígale que para Nochebuena lo tendrá. Antes no.   Gamallo Fierros (1970). El episodio dio lugar a diferentes escritos satíricos de Clarín que no viene al caso historiar aquí. No se puede obviar, sin embargo, por completo, ya que justamente concluye la biografía de Galdós con un alfilerazo al mediocre latinista que privó de su sillón a Galdós: «¡Dichosos los pueblos y los Commeleranes que no tienen historia!» (Alas, 1991: 26).

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¿Y novela? ¿Qué tiene usted en el telar? Yo apenas escribo. Se me ha desarrollado un tumor crítico que no me deja pasar bocado de alimento condimentado por mis manos. En vano recurro a canículas de amor propio y benevolencia. Tengo entre manos una novela que no saldría maleja…., si usted me la quisiera escribir. Le escribo a usted muy tarde sin haber comido.

Pero don Benito ya no proporcionó más datos y unas semanas mas tarde, Clarín se daba por vencido y le escribía: No me ha contestado usted a mi última ni me ha mandado más datos. Ya no los quiero, llevo casi mediada la biografía. Merecía usted que metiéndome a conjeturas de su vida y gestas le pusiera y me pusiera en ridículo con hipótesis atrevidas…, pero no lo hago. Tomo a broma lo de que usted no quiera dar noticias y me las compongo como puedo. Pereda me ha escrito una carta «de cómo se conocieron ustedes» que me servirá mucho.

La siguiente carta de Galdós a Clarín que he visto corresponde ya al 5 de febrero de 1889. Aún coleaba la polémica de la Academia, pero la biografía ya estaba en la calle y Galdós la esperaba con cierta impaciencia, tratando de congraciarse con Clarín y de convencerle de que no eran necesarios los famosos datos: Me han dicho esta tarde que ya mandó usted mi biografía. ¿Ve usted cómo salió sin datos? Mejor que con ellos. Yo estoy avergonzado de verme retratado por tan excelsos pinceles.

En su siguiente carta, del 1 de marzo de 1889, Galdós le comenta en una anotación al margen a Clarín: «La biografía ha gustado mucho» y, ya en el cuerpo de la carta, se refiere tanto al espacio que le había dedicado en Mezclilla (1889) como a la biografía que por fin tenía en sus manos: Como usted no me había mandado Mezclilla pues ¿qué hice? La trinqué en casa de Fé, y me la he leído estas noches. Tiene algunos estudios admirables, y todo es como de su mano, muy espiritual, muy picante y pensado y escrito con muchísimo talento. De la parte que me toca en dicha obra, ¿qué he de decirle? Yo no sé que sería de nosotros los novelistas si usted se cuidase de decir que existimos. De modo que si usted no existiera, tendríamos que inventarlo. Únicamente le diré que creo se ha extendido demasiado en Miau, y que de Fortunata, que es a mi juicio, lo mejorcito que he hecho, habla poco. Yo sentí cierta pena, se lo confieso, al ver que no nombraba a Estupiñá, a Feijóo y a Moreno Isla. Pero esto es una impertinencia, esas impertinencias de los padres que tienen muchos hijos y que quieren que a todos se les tratara por igual, lo que no puede ser. Después vino a mis manos la biografía, que aún no he podido leer. No he hecho más que hojearla. Vi los datos de Pereda que me han causado verdadera emoción cuando los leía. Le aseguro a usted que prefiero aquellas líneas a toda la gloria litera-

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ria que pudiera alcanzar. La amistad así es la benignidad más grande que nos puede otorgar el cielo. Caramba. ¡Que siento no haberle dado ahora algunos datillos!

¿No había leído el breve ensayo o prefería mantener cierta calculada distancia? Quedaba en todo caso cerrado el episodio del proceso de recogida de datos por parte de Clarín para trazar la semblanza galdosiana, su escritura y su edición. Pero falta por ver cómo aprovechó Clarín la información que con tanta tenacidad arrancó a don Benito, venciendo sus reticencias. Galdós retratado por Clarín En una de las últimas cartas que he citado, mientras esperaba recibir su biografía, Galdós le comentaba a Clarín, echando mano del viejo tópico del ut pictura poesis: «Yo estoy avergonzado de verme retratado por tan excelsos pinceles». Era su forma de agradecerle al amigo el esfuerzo desplegado escribiendo su semblanza, tras vencer en parte sus prevenciones y habiéndole sacado algunas confidencias sobre su literatura. Lo más notable, visto desde hoy, es señalar que el pulso mantenido entre los dos escritores afectó profundamente al resultado final del proyecto. Y no solo por el contenido de las cartas intercambiadas que Clarín incorporó parcialmente a su ensayo, sino porque marcó su escritura completamente. Clarín lo apunta desde el comienzo: «Podría formarse un libro verde, o amarillo o colorado, como esos en que encuaderna la diplomacia sus garbullos internacionales, con las cartas y notas que han mediado entre el novelista insigne que va a ser objeto de mi cuento y… el que suscribe». 6 No exageraba un ápice al escribirlo, ni después al afirmar que Pérez Galdós «tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya» (7), por lo que había que ir a buscarla a sus libros donde proyectaba sus fantasías y sus deseos. Y no había tampoco pizca de exageración cuando decía: A un hombre así, cuesta sudores arrancarle la declaración de que efectivamente nació en Las Palmas, como ya creíamos saber todos por otros conductos. Me precio de ser entre los gacetilleros, más o menos bachilleres, de España, uno de los que tiene más trato y confianza con Galdós; habiendo de escribir una semblanza o cosa parecida del ilustre amigo, y con el propósito de obtener la mayor cantidad posible de noticias, para que por este lado a lo menos comenzara bien esta galería biográfica, valíme de mi amistad y un día y otro pedí al autor de Gloria datos y datos… Y después de larga y amabilísima correspondencia vinimos a parar en que Galdós no sabía a punto fijo lo que eran datos, lo que se le pedía; y en que, en todo caso, él había nacido en Las Palmas, ciudad de Las Afortunadas, como tenía declarado y se ratifi

  L. Alas (1991: 7). En adelante, remito a esta edición indicando las páginas en el texto.

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caba. Exagero algo, pero poco, como el curioso lector va a ver en seguida. Con las noticias que nuestro Autor nos da, apenas hay para llevar una cédula de vecindad regularmente escrita. (8-9)

Era cierto cuanto contaba y hasta salpica su escritura con expresiones y alusiones que ya había utilizado en sus cartas como la referencia a que con los pocos datos que le enviaba no se podía redactar ni «una cédula de vecindad». Clarín explotaba como podía las reticencias comunicativas de Galdós y sus cartas, aludiendo al anunciado viaje a Roma de una de ellas (8), extractando en las páginas siguientes las noticias de las dos cartas, que incluyo como apéndice, datos sobre su infancia, pero donde pesan más las ausencias que lo dicho: «Nada se me ocurre —añade— de mis primeros años. Aficiones literarias las tuve desde el principio, pero sin saber por dónde había de ir». (10) Son frases extraídas de las cartas galdosianas. Y a esto aún se añadía otra dificultad según Clarín: «los novelistas, y especialmente los novelistas de la clase de Galdós, son acaso los escritores que menos se dejan ver a sí mismos en sus obras. Esa impersonalidad del autor, de que tanto se ha hablado, sobre todo de Flaubert acá, (…) es en Galdós todavía más natural y segura, sin obedecer acaso a propósito técnico, a una creencia». (11-12). Y por ello se veía obligado a mezclar ya biografía y crítica, el hombre y el novelista para suplir los vacíos informativos sobre el primero, sobre todo de su primera edad —como si no hubiera tenido infancia— con lo que resultaba en sus obras completamente peninsular, madrileño de adopción y por agradecimiento: «Él es el primer novelista de verdad, entre los modernos, que ha sacado de la corte de España un venero de observación y de materia novelesca. (…) A Madrid debe Galdós sus mejores cuadros, y muchas de sus mejores escenas y aun muchos de sus mejores personajes». (13-14) Clarín logró salvar la primera de las tres partes de su semblanza con tan escasos datos, embutiendo algunas reflexiones sobre el arte de novelar y el proceso mismo de escritura. También la pauta de la segunda parte la dan las cartas enviadas por Galdós. Su arranque son 17 líneas de la segunda de las cartas que transcribo en el apéndice, copiando lo referente a su llegada a Madrid y sus inicios como novelista con cambios, aunque aparezca el texto entrecomillado y Clarín afirme que copia «de una de sus cartas en que más quiso decirme» (16). Los cambios no son inocentes y van desde reordenaciones y simplificaciones de frases a añadir un alfilerazo inexistente en la carta contra quienes estudiaban derecho con desgana. Aprovechó también para transcribir extensamente una carta que le había enviado Pereda con noticias de su relación con el novelista canario y que, como se ha visto en las cartas de Galdós, fue un detalle que le gustó. Clarín no se cortó y trasladó más de cuarenta líneas de Pereda, añadiendo: «He copiado todo lo anterior porque pinta a Galdós… y al retratista». (17) Con lo cual avanzaba más de una página en su semblanza galdosiana y en el folleto ya que debía alcanzar las 32 impreso… La carta de Pereda no ha sido todavía recuperada con lo que no es posible saber si procedió a transcribir literalmente el envío del montañés o alteró alguno de sus aspectos. Y como se trataba de enaltecer al amigo y andaba en pleno auge la

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polémica suscitada por el rechazo de la candidatura para su ingreso a la Academia, nada mejor que ingerir también en el folleto una alusión a la situación trasladando algunas frases de Menéndez Pelayo, defendiendo a Galdós a pesar de sus diferencias religiosas. Con unos retazos más de la carta galdosiana narrando cómo escribió sus novelas, combinados con frases en las que resume lo que en diferentes críticas fue diciendo de las novelas según las iba publicando, Clarín culminó la segunda parte de su ensayo, lo cual puede ser interpretado de dos maneras diferentes: una, negativa para Clarín, que vendría a decir que estaba apañando su escrito a base de retazos de otros textos suyos cuando no de otros en un trabajo más de oficio que de arte. La otra, que estaba pergeñando una visión de conjunto del personaje, dibujando sus líneas maestras, engrosando las líneas más positivas, para que no resultara desdibujado: la magnitud de su empresa novelística, la equiparación de su proyecto al de Balzac, Flaubert o Zola por más que las noticias que le había proporcionado sobre el proceso de creación de varias novelas tendía a rebajar su mérito y a esconderse. Poco más podía hacer por este lado como no fuera abundar en el análisis de sus novelas, asunto que excedía a todas luces lo deseado por el editor. Así que Clarín optó por un cambio de perspectiva que anuncia en el último párrafo de este capítulo: «Agotada, por ahora, la fuente de las noticias auténtica, todo lo demás que yo pudiera decir de oídas de la poco accidentada vida de Pérez Galdós, sería repetición de lo que han dicho los periódicos…» (20). En consecuencia, «Prefiero, a dar una edición más de esta clase de notas biográficas, terminar por esta vez mi cometido hablando de mi Galdós, es decir, del que yo conozco, trato, quiero y admiro». (20-21) La tercera y última parte del folleto es así el verdadero retrato íntimo y querido del amigo, adelantando su trazado con los términos que usó Clarín con más frecuencia en sus cartas para referirse a don Benito: el afecto y la admiración. Como don Benito en las suyas. El crítico dejaba paso así al hombre, la narración épica a la confesión lírica, haciéndose la biografía decididamente autobiografía porque el contenido de estas últimas páginas no es sino la evocación de su amistad desde que se conocieron en el viejo Ateneo, «en el Ateneo nuestro, el antiguo, el bueno, el de Moreno Nieto y Revilla, en el salón de retratos». (21) En ese espacio pinta y coloca el retrato de Galdós y lo hace con terminología premeditadamente pictórica, rememorando cómo lo vio allí mismo: Vi ante mí un hombre alto, moreno, de fisonomía nada vulgar. Si por la tranquilidad, cabal y seria honradez que expresa su fisonomía poco dibujada puede creerse que se tiene enfrente a un benemérito comandante de la Guardia civil, con bigote ordenancista, en los ojos y en la frente se lee algo que no suele distinguir a la mayor parte de los individuos de las armas generales ni de las especiales. La frente de Galdós habla de genio y de pasiones por lo menos imaginadas, tal vez contenidas; los ojos, algo plegados los párpados, son penetrantes y tienen una singular expresión de ternura apasionada y reposada que se mezcla con un acento de malicia… lo cual, mirando mejor, se ve que es inocente, malicia de artista. No viste mal… ni bien. Vis-

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te como deben hacerlo todas las personas formales; para ocultar el desnudo, que ya no es arte de la época. No habla mucho, y se ve luego que prefiere oír, pero guiando a su modo, por preguntas, la conversación. No es un sabio, pero sí un curioso de toda clase de conocimientos, capaz de penetrar en lo más hondo de muchos de ellos, si le importa y se lo propone. Se conoce que una de las disciplinas que menos le agradan a este literato… es la retórica. Es todo lo contrario de esos hombres de letras que en su vida han hablado en sus papeles más que de papel impreso o manuscrito; es de los artistas que no aman el material por el material. Si hubiera modo de ser novelista por señas, lo sería. Aunque en sus obras abundan los párrafos numerosos, pintorescos, llenos de colores, no hay aquí más que una válvula para otras tantas ideas e imágenes, no el prurito del período sonoro y rotundo, ni menos el afán pictórico-literario de hacer de las nueve o diez partes de la oración una paleta de colores. Cuando Galdós escribe mejor es cuando no piensa siquiera en que está escribiendo, y cuando tampoco el lector se fija en aquel intermediario indispensable entre la idea del autor y el propio pensamiento. Y Galdós escribe casi siempre así, y se puede decir que escribe… como viste, sin asomos de pretensiones, y porque no hay más remedio que escribir para explicarse. Su conversación no tira a ser chispeante, pero pocas veces deja de insinuar, si se trata de asuntos de importancia, algo que, si de pronto no brilla ni impresiona mucho, se va haciendo camino en nuestro espíritu y se hace recordar mucho tiempo después. Lo de latet anguis in herba se puede decir del ingenio de Galdós. Nadie como él para engañar a los tontos que no ven el talento sino cuando viste uniforme, cuando enseña bordaduras y cimeras que hieren los sentidos. Lo mismo que con él sucede con sus libros, cuya profundidad no quieren o no pueden conocer muchos, porque el autor no se lo anuncia con tecnicismos de estética o de sociología o de cualquier otra cosa de cátedra, ni tampoco con amaneramientos filosóficos o sentimentales, o declamatorios o populacheros. (21-22).

El casi milagroso uso de las cursivas del que hacía gala Clarín llena de matices su semblanza convirtiendo a Pérez Galdós en una silueta de la corte «poco dibujada», es decir, sin especiales rasgos personales, frecuentando un espacio de debate intelectual que Clarín consideraba el suyo ya con nostalgia desde Oviedo —«en el Ateneo nuestro»— y lo contrapone a los «hombres de letras» meramente profesionales y distantes de la vida para pintarlo como un «curioso» —inevitable resulta el recuerdo de Mesonero Romanos, El Curioso Parlante, maestro y modelo de Pérez Galdós en tantas cosas—, 7 deseoso de saber de la vida, discreto en su proceder y observador implacable de cuanto ocurría a su alrededor, que absorbía con la voracidad de una esponja insaciable y después lo trasladaba trasfundido a sus ficciones. Con una feliz expresión remachaba la singularidad de Galdós, actualizando un tópico clásico —«latet anguis in herba»— para definir al novelista: silencioso como una serpiente, pero igual de agudo y hasta peligroso. Ocultando detrás de una apariencia sencilla   Reaparece y se concreta la referencia páginas después: «El Curioso Parlante quería como a hijo de sus más caras aficiones al autor de los Episodios» (23). Relación fundamental no solo a título personal sino para comprender la formulación y desarrollo de su programa novelesco. Véanse, Beyrie (1976); Sebold (1981); Palomo (1989); Romero Tobar (1983); Rubio Cremades (1979).

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y hasta un punto descuidada, una inteligencia poco común y creador de unos libros de igual apariencia, aunque de una eficacia y profundidad enormes en su opinión. Cuando Clarín escribió estas magníficas páginas hacía más de diez años que trataba a Pérez Galdós y algunos más que leía sus libros desde que era estudiante de Filosofía y Letras en Madrid, atrapado por su peculiar ingenio, que tras una apariencia descuidada proponía nada menos que un programa de restauración de la novela popular, pero llenándola con los grandes asuntos que preocupaban a los españoles como la candente cuestión religiosa. El veneno literario del escritor canario infectó al joven Clarín que estaba realizando su tesis doctoral y ya no se inmunizó en toda su vida. Andaba en efecto, enfrascado en la lectura de filósofos alemanes alentado por sus maestros krausistas y poetas como Goethe, que ellos iban poniendo al alcance de los lectores españoles. Tanto en Pérez Galdós como en Clarín dejaron los krausistas españoles una impronta indeleble en la que se reconocerían con frecuencia. De afinidades espirituales hablamos en definitiva y no es casual que Clarín aluda en su biografía galdosiana a que «Galdós es hombre religioso» y que «en momentos de expansión le he visto animarse con una especie de unción recóndita y pudorosa, de esas que no pueden comprender ni apreciar los que por oficio, y hasta con pingües sueldos, tienen la obligación de aparecer piadosos a todas horas y en todas partes». (23) Señalaba que varios personajes y escenas de sus novelas nacían de este fondo religioso de su personalidad como había comentado en las novelas sobre las que había publicado ensayos hasta entonces, novelas en las que la cuestión religiosa era un asunto central porque así lo era en la sociedad española desde que la triunfante revolución de 1868 había proclamado la libertad religiosa que inútilmente después trató de frenar la reacción conservadora, dando pie a debates ideológicos durante la Restauración. En la escritura de Clarín las cursivas eran pinceladas delicadas y precisas como he comentado con referencia a cómo retrató a don Benito, con ellas acotaba y resaltaba los matices más finos. Otras veces, su pluma trazaba apenas unos rasgos rápidos, anotando asuntos que necesitarían desarrollos más morosos. Ocurre con cierta frecuencia en este folleto y en particular en el tramo final donde se vio obligado a recurrir a las notas a pie de página para aludir a varios asuntos que le hubiera gustado tratar: la fama de Galdós en el extranjero, sus relaciones con otros literatos, tanto de generaciones anteriores —Mesonero Romanos sobre todo—, como contemporáneos: Juan Valera. Su humorismo, sus aficiones a viajar, a la música o a la pintura… Y en fin, «De lo que no cabe hablar, ni en sumario, es de lo que es y significa Galdós en la novela moderna española; de esto no se puede tratar en cuatro palabras. Mi humilde opinión sobre el caso puede verla el lector desocupado en mis librejos Solos de Clarín, Sermón perdido, Nueva campaña, Mezclilla, etc.». (23) Al llegar al final de las páginas comprometidas, Clarín se daba cuenta de las carencias de su folleto, escrito con más dificultades de las que quizás pensó en un primer momento, pero consciente también de a quien iba dirigido por lo que ensayó un maridaje de opiniones críticas, recorrido cronológico y retrato personal del autor biografiado.

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Coda final: un pulso sin vencedor ni vencido La semblanza que Clarín escribió de Galdós se sitúa en un terreno intermedio entre la biografía y la autobiografía, es una mezcla de datos objetivos y confesiones personales que demuestran una vez más las peculiaridades del discurso biográfico donde, como advertía Leon Edel: La relación del biógrafo con el sujeto es el corazón mismo de la empresa biográfica. Idealizar al héroe o la heroína ciega al escritor de vidas al significado de los materiales, el odio o la animosidad hacen lo propio. Sin embargo, la mayor parte de las biografías tiende a escribirse con afecto y amor. Si sobreviene un envolvimiento emocional por parte del biógrafo, él o ella deben recordar que el amor es ciego. 8

Es sumamente difícil establecer un equilibrio entre la pasión que suscita el biografiado y la distancia que requiere la biografía para ser fiable cuando media una profunda amistad como ocurría entre Galdós y Clarín. Entre el biógrafo y el biografiado se establecen unas complejas relaciones y contar «vidas ajenas» no es nunca un acto inocente. La biografía limita por un lado con la historia, pero por otro, con los afectos más íntimos. El arte de la biografía es un arte noble y aventurado, ya que no es fácil moldear a un hombre o a una mujer a partir de documentos y palabras, mediando, además, entre el biógrafo y el biografiado unas relaciones afectivas. Se establece una tensión entre los hechos y la ficción, unos entrecruzamientos sobre los que conviene tener en cuenta, por seguir con Edel, que los biógrafos deben luchar constantemente para que sus sujetos no se apoderen de ellos y para no enamorarse de ellos. El secreto de esta lucha es aprender a ser un observador-participante. Una buena biografía implica cierto grado de envolvimiento, pues de otra manera la obra tiene poco sentimiento, sin embargo, al mismo tiempo, debe haber un gran control sobre el yo biográfico, de modo que sea posible una separación total. Un sentimiento de empatía no implica necesariamente una identificación. (…) En realidad, este problema de identificación está en el corazón de la biografía moderna y explica algunas de sus fallas más graves. (22-23)

Y añadía que el biógrafo «debe analizar sus materiales para descubrir ciertas claves que lo conduzcan a las verdades más íntimas de su sujeto, claves (…) de la mitología privada del individuo». «La apariencia pública es la máscara tras la que se oculta una mitología privada, el concepto privado de uno mismo que conduce a una vida dada, los sueños privados del yo». (23) «Cada vida adopta su propia forma, y un biógrafo debe encontrar la forma literaria ideal y única que la expresará». (23-24) Fue en estos aspectos donde Clarín encontró mayores dificultades dado el carácter reservado de don Benito. No pudo acceder a su prehistoria personal y tuvo que ser muy prudente en lo referente a su vida privada, entrando apenas a descubrir su relación amistosa y es por este lado por donde la emoción al cabo permea el dis

 Edel (1990: 9). En las siguientes citas, indico las páginas en el texto.

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curso. En esto, Clarín también fue un maestro y siempre encontró la manera de trasladar a sus escritos una dosis de sí mismo. Aquí, lo sabía bien, no servían para nada todas las teorías relativas a la impersonalidad del escritor que defendía en sus escritos naturalistas. Clarín escribió, en realidad, más que una biografía, lo que hoy se consideraría un reportaje en el que los fragmentos transcritos de las cartas suplen las respuestas a las preguntas directas; el retrato y las reflexiones de Clarín sobre Galdós ocupan el resto. Asunto bien distinto es que después se haya convertido en un texto crítico canónico sobre el novelista canario lo que comenzó siendo un reportaje hecho por encargo de un editor avispado. Yo prefiero leer más este ensayo biográfico-crítico como lo que en realidad fue en su comienzo: una de tantas conversaciones entre Clarín y Galdós presidida por la admiración y el afecto. Y de paso, Clarín le arrancó una entrevista inolvidable al más silencioso y hermético de nuestros novelistas. APÉNDICE Dos cartas de Galdós a Clarín I 8 de junio 1888 Mi querido Clarín: no estoy ya en Barcelona sino aquí y me apresuro a cumplir mi promesa. Eso de los datos biográficos me tiene preocupado. ¿Qué datos le voy a dar? No se me ocurre nada. Debo decirle que siento cierta repugnancia a entregar al público la vida privada. Nunca me han gustado los interviews ni la intrusión de los reporters en el hogar doméstico. Me parece a mí que los escritores, valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el vulgo o público como una pequeña muralla de la China, honesta y respetuosa. Le aseguro a usted que siempre, en toda mi vida, [he tenido] una repugnancia instintiva a la familiaridad (como no sea con una mujer guapa). Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos. Lo único que podría interesar algo es el sentir y el pensar de un autor cualquiera en asuntos de interés general, o de arte. Si sobre esto le he de decir algo, habría materia quizás y quizás materia inédita. Si sólo quiere usted datos propiamente biográficos, creo que serán tan desaboridos los que pueda darle que más vale que me los guarde. Además, usted, lo que se puede decir, usted lo sabe. Usted sabe que en mis verdes primaveras jamás me sedujo la poesía ni la versificación. No recuerdo haber tenido ninguna flaqueza versificante. El teatro sí me gustaba, y aun me entusiasmaba. Aún hoy, quizás por lo poco que voy al teatro, cuando voy, cualquier drama estúpido me produce una emoción viva, propiamente infantil. Yo también cultivé el teatro, y aún me atrevo a asegurar que una de las cosas que hice no dejaba de tener su intríngulis y algo de estructura convencional y algo de esa mecánica que contribuye al éxito de las obras dramáticas, según el canon que ha venido prevaleciendo de Calderón acá y que me parece que está mandado retirar. Me parece a mí que no hay dificultad seria para construir esas carpinterías ingeniosas, y que los ensamblajes, ingletes y enclavijados que dan el resultado de un éxito teatral, pueden obtenerse por medio de recetas o

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módulos (como los de los maestros de la carpintería de lo blanco que no sabían geometría) y, en suma, que no es ningún arco de iglesia hacer una obra dramática, aceptable y aún algo más. De todos los dramáticos que ha habido en el mundo, Shakespeare es el único que no se muestra carpintero. Por eso es el verdaderamente grande, el único. Él solo construye una rama del arte, sin precedente ni consecuencia. En fin, no quiero seguir; porque me parece que estoy disparatando, y que usted se reirá de mí. Sepa usted que no tomo con calor ningún debate literario de estos que agitan a nuestra inquieta juventud, ganosa de laureles. «¡Hombre, que la poesía se va a acabar!»... Bueno, hombre, por mí que se acabe cuando quiera... Hombre, que el teatro está pasando por una gran crisis... ¿qué quiere usted que hagamos? Pues llevamos con paciencia la carestía del pan, y no hemos de soportar la escasez de obras dramáticas...? ¡Que ya no hay autores!... que me cuenta usted. Pues yo no he de llorar por eso. Que la novela no debe ser esto sino aquello; que el naturalismo pasa, y va a volver la moda de Chateaubriand. Bueno: que venga la que quiera, En esto, incluso el petróleo. En esto, lo mejor es ponerse en brazos de la providencia; que cada uno eche de sí lo que tenga dentro; que cada uno se exprese como pueda, dejándose influir por la moda, que también es una ley, o manteniéndose autónomo. Lo que yo digo y que cuando se tiene algo dentro, se producen obras de valor, con sistema y sin sistema. Pero cuando no está encendida la linterna, por buenos que sean los soles no aparece nada en la pared. Le diré a usted que mi aversión a las disputas literarias es tal, que como no sea lo de usted o algo muy, muy bien escogido, no leo nada. La lectura ha llegado a fatigarme tanto, que rara vez cojo un libro en la mano. Tengo una buena biblioteca. Hace días, al volver de Barcelona, quise leer, y estuve cuatro días enloquecido. ¿Creerá usted (y no se ría de mí) que todo me aburría, que agarré a Heine, a Goethe, a otros grandes maestros, y no hallaba distracción ni encanto alguno en la lectura? Esto me puso en cuidado, y aun me preocupaba. Probé con los clásicos españoles, y lo mismo. Se me caían de las manos (No vaya usted a decir esto al público). Pues bien, al fin encontré el libro que me cautivó y me sedujo por entero, fijando mi atención. ¿Qué creerá usted que era, S. de Clarín? Pues era un tratado de física bastante extenso. Lo estoy leyendo con delicia. Consiste esto también en estados del ánimo transitorios. Pero fuera de esto, debo confesarle que hace algún tiempo lo que me atrae y me seduce es la verdad, los fenómenos de la naturaleza, y más aún los del orden social. Los libros hace tiempo que me seducen poco, salvo los nuevos, la novela española, más aún que la francesa, que ya se me está sentando en la boca del estómago. ¡La erudición! A esta la detesto, le tengo un verdadero odio corso. Averiguar si allá en el año de la Nanita los hombres pensaron o hicieron tal o cual cosa... Vamos, para esto sí que no tengo paciencia. Más que Homero o el Dante me gusta acercarme a un grupo de amigos, oír lo que dicen, o hablar con una mujer o presenciar una disputa, o meterme en una casa de pueblo, o ver herrar un caballo, oír los pregones de las calles, o un discurso de Rodríguez Sampedro o Vicenti el yerno de Montero Ríos. En fin, no quiero disparatar más, seguiré otro día, pues ahora estoy desocupado. Pero antes me ha de contestar usted a ésta. Hasta el 15 estoy aquí; después en Santander seguiremos platicando epistolarmente.

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Leerá V. mil disparates. Le enviaré Miau. Esta obra es débil. La publico porque la he escrito, y no gusto de guardar manuscritos. Contésteme. Suyo B. Pérez Galdós

II Santander 29 de agosto 88 Mi querido Clarín: sin juramento me podrá usted creer que pensaba escribirle, es decir que, aunque usted no me hubiera escrito su carta del 24, yo no me habría marchado de Santander sin contestar a la de usted de fecha anterior y recibida aquí no recuerdo cuando. Bien recordaba que le debía a usted unos datos biográficos; demonio con los datos... y aunque no sabía cómo salir del paso yo juro a usted que pensaba echarle unos párrafos. Bueno: ante todo, sepa que de mañana a pasado (y esto no es dato biográfico) me voy al extranjero a pasar una temporadilla. Me embarco para Inglaterra, ahí estaré unos días en compañía de mi amigo Alcalá Galiano, y luego salimos juntos para el continente. Pensamos ir a Italia. Yo estaré de vuelta en Madrid a principios de noviembre. Si quiere decirme algo, escríbame a Roma donde pienso estar alrededor del 20 de septiembre. Dirija usted la carta a la poste restante (en italiano Fermo in posta). No pienso ocuparme para nada de literatura en este viaje, pues le aseguro a usted que nada en el mundo me es más odioso y antipático que andar en líos literarios por esos mundos. Y cuando me sale un individuo de esos que hay en todas partes, y ese individuo me coge por su cuenta y me da la lata suponiéndome muy interesado en averiguar si en tal o cual parte hay novela o la hubo o debe haberla, me da dolor de estómago, me entra el spleen y no pienso más que en trincar la maleta de mano, y echar a correr. En Italia tengo algunos amigos; pero presumiendo que serán tan jaquecas como los literatos de todos los países (salvo contadas excepciones) no pienso ver a ninguno. En París, a la vuelta sí pienso ver a Boris de Tannenberg y quizás a otros. Y vamos a los datos biográficos. Mi patria es Las Palmas, ciudad de las Afortunadas. Nací el 10 de mayo de 1845, de manera que ya pasé ¡ay Dios mío! de los 43 años. Créame usted que nada se me ocurre decirle de mis primeros años. Aficiones literarias tuve desde el principio; pero sin saber por donde había de ir. Vine a Madrid [tachado: 62] 63 (sic) y estudié la carrera de leyes de mala gana (allá en el Instituto fui bastante aprovechado, aquí todo lo contrario). Tengo una idea vaga de que en los 3 o 4 años que precedieron al 68 se me ocurrían a mí unas cosas muy raras. Hice algunos ensayos de obras de teatro (todo bastante mediano, excepto una cosa que me parece valía algo, si bien me alegro hoy de que no hubiera pasado de las musas al teatro), y el 67 se me ocurrió escribir La Fontana de Oro, obra con cierta tendencia revolucionaria. La empecé aquí, y la continué en Francia. Al volver a España y hallándome en Barcelona estalló la revolución que acogí con entusiasmo. Después estuve algún tiempo atortolado sin saber qué dirección tomar, bastante desanimado y triste (no siendo exclusivamente literarias las causas de esta situación de espíritu). En

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aquel tiempo (del 68 al 71 y 72) era yo punto fijo en el Ateneo viejo, pero me trataba con poca gente, y apenas hablaba con dos o tres personas. El 73 escribí Trafalgar sin tener aún el plan completo de la obra. Después fue saliendo lo demás y las novelas de una manera inconsciente. Doña Perfecta la escribí para la Revista [de España] por encargo de León y Castillo y la empecé sin saber cómo había de desarrollar el asunto. La escribí a empujones, conforme iba saliendo, digo a empujones, para decir a trozos; pero sin dificultad, con cierta afluencia que en estos tiempos ya no tengo. Gloria fue obra de un entusiasmo de 15 días. Se me ocurrió un día pasando por la Puerta del Sol, entre la calle de la Montera y el Café Universal, y se me ocurrió de golpe, viendo con claridad toda la primera parte. La segunda es postiza y tourmentée. Ojalá no la hubiera escrito. Revilla tuvo la culpa de que yo hubiera escrito dicha segunda parte, porque me dijo (¡demonios de críticos!) que debía calar las consecuencias de la tesis y apurar el tema. Como usted ve, nada de esto merece la pena de que se cuente al público. Se lo digo, por carecer de otras noticias de más valor o porque las noticias de verdadero interés son de un carácter privado y reservado, al menos por ahora y por algún tiempo. Ya sabe usted mi aversión a que el escritor se desnude delante del público. Además, se ha abusado aquí tanto de los intervieus y va siendo tan cargante el entrometimiento del público en la vida privada que toda reserva es poca. Desde La desheredada para acá he ido advirtiendo que cada vez me cuesta más el trabajo, sin duda por ser éste más reflexivo. No tiene usted idea de lo que me dolió el parto de Fortunata, Miau no tanto, por ser obra ligera. El próximo invierno pienso emprender una obra de grandes dificultades, y ya me tiemblan las manos de pensarlo. Tengo el propósito de volver al espalda a los tipos vulgares y presentar una serie de personajes de elevados vuelos, unos, de alta posición los otros, es decir reunir en un cuadro diferentes figuras que descuellen por el talento, la riqueza, la cultura, etc... y [tachado: presentarlos de manera] hacer ver que éstos seres superiores dotados de grandes medios, no aciertan a realizar la vida en condiciones prácticas, quiero decir que constantemente se equivocan y no sólo se hacen infelices a sí mismos, sino que hacen infelices a cuántos les rodean. Creo que no he acertado a expresar mi pensamiento, que aún está en mí en forma caótica y nebulosa. De esta idea a lo que salga después habrá siempre mucha distancia. Quizás salga otra cosa, como suele suceder. Es lástima que usted no consagre a escribir novelas el tiempo y el ingenio que desparrama en trabajos de crítica, pues en la novela haría usted verdaderas maravillas (ya las ha hecho). No tiene perdón de Dios la tardanza en publicar las anunciadas. Pereda ha empezado La Puchera, de la cual tiene ya algunos capítulos. Estoy fatigado, y no sé si entenderá usted este palimpsesto. Si en el curso de mi viaje se me ocurre algo que a usted puede serle útil le pondré cuatro líneas, aunque sean muy garrapateadas. Me quedo con el cargo de conciencia de que no le satisfagan a V. mis datos, mejor dicho, que lo escrito no sean tales datos ni Cristo que lo fundó ilegible. Pero no acierto yo a salir del paso, pues si entro en ciertos detalles me parece que me curo en vanidad. Diviértase, tome baños, si el tiempo lo permite, trabaje poco en verano, y mande a su amigo que le quiere B. Pérez Galdós

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Bibliografía citada Leopoldo Alas, Galdós, novelista, Barcelona, PPU, 1991. Edición e introducción de Adolfo Sotelo. Jacques Beyrie (1976). «Problèmes ����������������������������������������������������������� du costumbrismo: Mesonero Romanos et le roman», Caravelle, XXVII, pp. 73-81. Leon Edel (1990). Vidas ajenas. Principia biographica, Buenos Aires, México-Madrid, Fondo de Cultura Económica. Dionisio Gamallo Fierros (1970). «La Academia, Galdós y Menéndez Pelayo. Una carta inédita de don Benito a Clarín», ABC, 10-XII. Soledad Ortega (1964). Cartas a Galdós, Madrid, Revista de Occidente, 1964. María del Pilar Palomo (1989) «Mesonero y Galdós (una vez más costumbrismo y novela)», en Galdós. Centenario de Fortunata y Jacinta. Actas., Madrid, Universidad Complutense, pp. 217-238. José Pérez Vidal (1994). «Los «maestros alemanes» en el aprendizaje de Galdós», Homenaje a Alonso Zamora Vicente, Madrid, Castalia, 1994, vol. IV, pp. 297-307. Leonardo Romero Tobar (1983). «Mesonero Romanos entre el costumbrismo y novela», Anales de Instituto de Estudios Madrileños, xx, pp. 243-259. Enrique Rubio Cremades (1979). «Galdós y las colecciones costumbristas del siglo xix», Actas del II Congreso Internacional de Estudios Galdosianos, I, Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria, pp. 230-257. Jesús Rubio Jiménez (2005 y 2006), «Sesenta y seis cartas de Galdós a Clarín». «Introducción: el envés de la literatura: Galdós a través de sus cartas a Clarín», Anales Galdosianos, XL y XLI, pp. 87-131. Alan S. Smith y Jesús Rubio Jiménez, eds. (2005 y 2006), «Sesenta y seis cartas de Galdós a Clarín», Anales Galdosianos, XL y XLI, pp. 133-197. Russell P. Sebold (1981). «Comedia clásica y novela moderna en las Escenas Matritenses de Mesonero Romano», Bulletin Hispanique, LXXXIII, 3-4, pp. 331-377.

Don Quijote y Cardenio cantan. El libreto del Don Chisicotte de Manuel García Maria Caterina RUTA Università di Palermo

Opera evocativa, non narrativa. Ci sono i mulini a vento, le bufere, i cavalli, gli scudi. Anche con Don Chisciotte mi sono comportato come faccio di solito: ho seguito la traccia, l’evocazione. Mi piace recuperare il filo della memoria storica del segno, della linea, della parola. Mimmo Paladino

Uno de los rasgos característicos de la escritura cervantina es su acentuada tendencia a la espectacularización, que, si bien presente en mayor medida en la narración de 1615, va más allá de las conocidas escenas de sello claramente teatral y se difunde por toda la obra aprovechando las potencialidades plásticas de la escritura. La plasticidad con la que se construyen los personajes en su actuación en las escenas de la novela ha creado iconos y emblemas que han quedado en la memoria de los lectores de todos los tiempos. El personaje de don Quijote se convirtió rápidamente en uno de los mitos de la cultura occidental de mayor fuerza evocativa, inspirando en los siglos sucesivos un sinnúmero de artistas en los distintos ámbitos del arte. Si

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así no fuera, sería inexplicable el éxito del Quijote en todos los campos de las artes visivas, desde las numerosas ilustraciones en tapices, óleos, grabados, cerámicas, hasta el cine y los dibujos animados. Cada artista siente el arrebato que emana del texto cervantino y lo reinterpreta según los cánones de su tiempo y el medio de realización elegido (Lolo., 2007). Las palabras citadas manifiestan una de las posibles actitudes que un artista polifacético como Mimmo Paladino asume frente a la obra maestra de Cervantes. Paladino, con motivo del IV Centenario del Quijote, además de rodar una película (2006), ha dedicado un «libro de artista» a la novela cervantina (2006) fijando en el papel los signos que expresen su reacción ante los pasos de la novela para él más significativos. Es éste un ejemplo entre los más recientes del interés que la obra cervantina sigue despertando entre los artistas de todas las artes en los primeros años del tercer milenio. Un amplio sector de la producción artística originad por el atractivo de la novela quijotesca lo integran las numerosas piezas musicales que se han compuesto en varias regiones del mundo, tanto en forma de ópera lírica como de zarzuela, de ballet o de piezas sinfónicas. El tema ha sido tratado abundantemente no solo en manuales de «Historia de la Música», sino en libros exclusivamente dedicados a este argumento, o en artículos basados en un enfoque muy determinado. Existen asimismo «Catálogos» que reúnen las noticias sobre autores, títulos y fechas procediendo por sectores geográficos o brindando un panorama más amplio. Quizás en este último caso no se puede tener seguridad alguna de que el recuento de las obras realizadas sea realmente completo. Lo que llama la atención, sin embargo, al considerar los datos reunidos, es que, al igual de lo que ha pasado con el teatro y el cine, el compositor o el libretista tienen que elegir entre la línea narrativa representada por las pseudo-aventuras de caballero y escudero o alguna de las historias interpoladas que jalonan la narración de las dos partes de la obra, o aún, en el caso que se quieran seguir las dos líneas, seleccionar algunos episodios tanto del eje narrativo principal como de las interpolaciones. La extensión de la obra cervantina y su inmensa riqueza semántica dificultan la intención de integrarla por completo en una única partitura, favoreciendo por otra parte tanto la música descriptiva como la composición que, aunque arranca de una anécdota específica, trasciende el detalle concreto captando sus valores universales. La polifonía del Quijote permite que compositores de cualquier tiempo y corriente artística, de la música barroca a la electrónica, encuentren en el texto el aliciente para su inspiración (Albertini, 2005: 87-107; Lolo, 2007). En la música italiana, por ejemplo, a partir de finales del siglo xvii, se encuentran varias formas de dramatización con títulos que o reproducen en italiano el título original de Cervantes o indican la selección temática elegida cada vez por libretista y músico. Entre otras piezas se encuentran Don Chisciotte in Sierra Morena de Zeno – Pariati - Conti - Matteis (1719), Don Chisciotte in corte della Duchessa de Pasquini- Caldara- Matteis (1727), Sancio Panza governatore dell’isola Barataria de Pasquini- Caldara (1733), Il curioso del suo proprio danno de Palomba- Piccinnni

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(1760), Don Chisciotte alle nozze di Gamace de Boccherini - Salieri (1770), que con el título en francés, Les noces de Gamache, fue el objeto del libreto de J. H. Dupin e T. Sauvage y música de Saverio Mercadante (1825) (Moro, 1992: 261-268). El mismo episodio de «Las bodas de Camacho y Quiteria», si salimos de Italia, inspira el celebérrimo ballet Don Quijote, de Ludwig Feodorovitch Minkus, estrenado en Moscú el 14 de diciembre de 1869. El tema de Marius Petipa evoca los acontecimientos de los capítulos 19-22 de la Segunda parte de la obra de Cervantes, aprovechando algunas sugestiones teatrales de la narración y suprimiendo otras, de manera que, en los límites de una historia bien determinada, no se pierdan las referencias generales al personaje principal y a la interpretación del Quijote vigente en aquellos años (Guzzo Vaccarino: 113-115). 1 En uno de sus trabajos Santiago López Navia, declarando correctamente, y quizás modestamente, su condición de simple aficionado a la música y no de especialista, se acerca al tema de los molinos de viento en relación con el tratamiento musical que las secuencias del episodio reciben de los distintos autores (1998: 329-334). Si en la audición de una composición de tipo sinfónico hay que intentar de forma individual relacionar música y hechos, en el caso de las óperas la letra ayuda a entender la operación que sus autores han querido realizar. Así el crítico pasa de la Don Quichotte suite de Georg Philipp Telemann a la ópera de Massenet, del Don Chisciotte de Pasiello al ballet de Minkus, del Don Quixote de Richard Strauss a la composición sinfónica de Roberto Gerhard, considerando el efecto emotivo y significativo de las notas que cada autor dedica al episodio más conocido de las aventuras quijotescas. La partitura del Don Chisciotte, opera bufa en dos actos del compositor sevillano Manuel García (1775-1832) ha sido rescatada del olvido por el musicólogo Juan de Udaeta, del Instituto Complutense de Ciencias Musicales (ICCMU), autor de la edición crítica de la misma. 2 Del documento manuscrito existen tres copias, dos depositadas en la Biblioteca Nacional de Francia y una en la «Colección Cervantes» de la Biblioteca Musical del Ayuntamiento de Madrid; el musicólogo las encontró cuando investigaba sobre la obra del cantante, compositor y guitarrista sevillano (2006: 211). La descripción filológica de los manuscritos lleva a la conclusión de que el «primer manuscrito» (Ms-11701) es el autógrafo, pero está incompleto «dando comienzo en el n.° 2 (Cavatina de Sancho)». El segundo (Ms-6533) es una copia en formato apaisado y está completo, la partitura «por lo tanto contiene la única    Me refiero también al Libretto di sala del «Teatro Massimo» de Palermo, representación del 20 de septiembre de 2006 en la versión de Alexander Gorsky. Sobre el mismo tema recuerdo, entre otras piezas, la comedia Las bodas de Camacho de Juan Meléndez Valdés con música de Pablo Esteve (Madrid, 1784), el ballet La bodas de Camacho y algunos pasajes del valiente Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza (Madrid, 1789) con coreografía de Domenico Rossi y autor de la música desconocido, el ballet Las bodas de Camacho de Federico Marco Antonio de Venua (Londres, 1822) y del compositor romántico alemán Felix Mendelssohn la ópera Las bodas de Camacho, que se estrena en Berlín en 1827 (Lolo, 2004: 1477-1500 y Mártinez del Fresno 2007: 627-661).   La operación de rescate fue posible gracias a la intervención conjunta de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha —Empresa Pública Don Quijote de la Mancha 2005 S.A. y la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, que patrocinaron el proyecto.

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copia existente de la Obertura y el n.° 1: Introduzione». El tercero es la copia fiel del segundo manuscrito de París (Udaeta, 2006: 211). Manuel del Pópulo Vicente García Rodríguez fue un tenor de excelente categoría, que incluso inventó modalidades del canto tenoril que han pasado a la normativa de la enseñanza específica de este nivel de voz (Exercises and Method for Singing, 1824). Asimismo se distinguió por la especial capacidad creativa que manifestó en la composición de una veintena de óperas y operetas, numerosas tonadillas y piezas de varios géneros. Entre sus méritos hay que incluir también haber sido padre de María Malibran, soprano dotada de capacidad vocal excepcional, cuya muerte juvenil la convirtió en mito; de Pauline Viardot, igualmente apreciada por los públicos de los teatros más exigentes, 3 y de Manuel Patricio García, atento estudioso de la voz humana y renombrado profesor de canto (Sadie, 1992: 345). García se había casado con la cantante Manuela Morales (1797) y sucesivamente con Joaquina Briones, las dos lo siguieron a turno en una vida muy movida y andariega y formando una unión familial y asimismo artística. Su carrera lo llevó a actuar, en una o más de sus facetas, en los teatros de Cádiz, en varios de Madrid, en los de Málaga y de otras ciudades españolas, de París, Nápoles, Roma, Londres, Nueva York, México en unos itinerarios en que estancias más prolongadas alternaban con repentinos cambios de sede. Murió de una enfermedad en París, donde fue enterrado en el cementerio del Père Lachaise. Tuvo muchos discípulos, algunos de ellos se hicieron muy famosos. Dotado de una voz entre tenoril y baritonal, lució en la interpretación de las óperas de Cimarosa, Rossini y Mozart, cuyo personaje de don Giovanni se convirtió en uno de sus caballos de batalla, además de cantar en muchas de sus composiciones (Radomski, 2002 y Romero Ferrer y Moreno Menguíbar eds., 2006). Según la conjetura avanzada en el libreto impreso en 2005 (Tambascio: 17-19), García compuso la ópera en el barco que lo llevaba con toda la familia a Nueva York, donde al parecer fue estrenada en 1827 en el Park Theatre. 4 De hecho, no hay elementos suficientes para confirmar esta fecha, pudiéndose suponer, por detalles técnicos relativos a la composición y a la ejecución, un estreno en Paris a su vuelta de la ciudad norteamericana (Udaeta, 2006: 212). La ópera no se estrenó nunca en España, después de un silencio de siglos, Don Chisciotte se representó en Tomelloso el 12 de noviembre del año 2005, con ocasión del IV Centenario de la publicación de la Primera parte de la novela cervantina. La ópera, que se representó también el 15 de noviembre en el Teatro Circo de Albacete, el 17 de noviembre en el Teatro Muncipal de Puertollano y el 19 de noviembre en el Teatro Municipal de Valdepeñas, siguiendo un itinerario manchego, llegó al teatro La Maestranza de Sevilla el 5 de abril de 2006.    «...Pauline Viardot, la mayor figura intelectual del mundo europeo de la música, la cantante que estimuló y estrenó a Schumann, a Brahms, a Gounod, a Saint-Saens, a Wagner, a Berlioz, compositora ella misma...», Tabascio, 2005: 18.    Véase también Radomsky, 2002: 310. El crítico rechaza la fecha de Nueva York indicada en Parsons y Stieger.

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En cuanto a su composición, la ópera se estructura en dos actos según las modalidades que se habían afirmado en la ópera italiana de comienzos del xix, empleando, por tanto, arias, cavatinas, duetos, recitativos, sextetos, quintetos. Manuel en principio exigía siempre la perfección vocal y respecto a esta ópera Udaeta afirma: «... el Don Chisicotte de García representa la aplicación concreta de la técnica belcantista en su más alta expresión.» (2002: 216). Hasta el día de hoy se desconoce el autor del libreto del Don Chisciotte; tengo en mis manos una edición con las versiones italiana y española, pero, colocando la opera en el «bel canto», según reza el titulo de unos estudios de James Radomski (2002) y de Juan de Udaeta (2006), y teniendo en cuenta, además, las costumbres musicales de la época, se puede considerar como original el texto italiano. Udaeta, incluso, apunta que el mismo García pudiera escribir el texto en virtud de su buen conocimiento de dicha lengua que dominaba en aquel entonces en los teatros europeos y del atento conocimiento de la obra de Cervantes, por lo menos de la Primera parte quiero precisar (2006: 213-214). 5 La historia se centra en el episodio de las dos parejas de Cardenio y Lucinda y de Fernando y Dorotea (caps. 23-46) y en el otro paralelo del engaño de Micomicona con el que los amigos acompañan a casa a don Quijote. 6 La construcción de la acción dramática está realizada de manera que se recuperan muchos elementos de la narración de la Primera parte de la novela. A base de referencias diseminadas a lo largo del diálogo se perfilan con signos bien marcados las figuras del caballero y de su escudero. Ferulino y Radipelo sustituyen al cura y al barbero con algunas variaciones que denuncian por parte del libretista una pizca de ironía y, supongo, de laicidad especialmente respecto a Ferulino, que se convierte en un «maestro de escuela» y que es asimismo «juez,/ consejero, secretario,/ archivero y canciller.» (35). El barbero, cuyo nombre declara abiertamente su oficio principal, es también «cirujano/ famoso y al tiempo médico,/ droguero...», habiendo sido antes «...barbero,/ boticario y gacetero» (35). Los dos, por lo visto, desempeñan varios e importantes oficios que se remontan nada menos que a la Academia de la Argamasilla, de la que son «miembros principales». 7 La acción escénica empieza con su llegada a la venta de Marcello y Brunirosa, que ya están al corriente de las locuras que de día y de noche va realizando el caballero. El aparte de la lista Brunirosa, confirma la presunción de los dos: «O che bei capi d’opera!»(35). 8 Los venteros relatan la hazaña de los molinos de viento a la que la amenazadora aparición del dueño de los molinos había puesto poco gloriosamen   Se han mencionado también los nombres de Andrea Leone Tottola, libretista ya de Il Califfo di Bagdad que nuestro autor había estrenado en Nápoles (1813), o de Paolo Rosich, autor de libretos de Rossini y del mismo García (Udaeta, 2006: 214).   La falta de representación le quitó a la ópera la posibilidad de incidir en la recepción del tema quijotesco en la música del siglo xix (Lolo, 2007: 136). En 1861 se estrenó Don Quijote en Sierra Morena, ópera en tres actos de Ventura de la Vega (adaptación de una obra suya de 1831) con música de Francisco Asenjo Barbieri que relata de manera bastante fiel al texto cervantino la historia de Cardenio (Lolo, 2007: 139).   Estos nombres, junto a los de los venteros, según Lolo constituyen «...una concesión al propio idioma en el que estaba escrita la ópera...», 2007: 135.    «! Oh, qué par de obras maestras!».

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te colofón, rebajando la idea del indómito valor del caballero. Brunirosa sigue contando el acometimiento del rebaño de «cabras y carneros». A la escasa consideración que el Coro y los venteros muestran para con don Quijote, Ferulino contesta explicando la razón de la locura del caballero, cuyas cualidades espirituales exalta afirmando: «Egli ha un ottimo core,/ [...]/ era la prima testa del paese,/ [...] presto o tardi/ ei ne sarà la vittima e vogliamo/ ad ogni costo ricondurlo a casa.» (36). 9 Hasta el momento no se ha mencionado a Sancho, se le introduce con la «cavatina» de la escena cuarta en la que se queja por la pérdida del asno utilizando expresiones de mucho cariño, como si se tratara de un ser humano, según se puede verificar en los versos que cierran su lamento: Tornami al fianco o caro, pace il mio cor non ha. Torna mio bel somaro O il duol mi ucciderà, sì, sì mi ucciderà. Oh! Oh! Oh! (37) 10

Lo encuentran Ferulino y Radipelo y se enteran por él de que don Quijote está cumpliendo su penitencia por la devoción a su dama entre «las rocas y los árboles», mientras el criado tendría que llevar la carta de amor a Dulcinea/ Aldonza. Sancho, además de no tener al rucio, ha perdido la carta y, ante la invitación a seguirlos a la venta, no puede dejar de aludir a la vergonzosa experiencia del manteamiento. Aparece Dorotea cantando una cavatina que denuncia su desolada condición de mujer, abandonada por el hombre que ella sigue amando y muy afectada por el dolor causado al padre, a cuyo amparo teme volver. Sus acentos evocan la tensión entre la languidez y el horror que distingue a algunas protagonistas de las contemporáneas óperas románticas: [...] Per lui tutto lasciai. L’amato genitore d’onta colmai e di dolor… Ah! Forse…la sua maledizion… Tremo d’orrore… qual funesto destin Tornar non lice all’albergo paterno. Oh me infelice! Notte e dì invan Al Ciel pietà domando. O Fernano! Infedel, crudel Fernando! (41) 11    «Tiene de oro/ el corazón, pero [...]/ Fue la mejor cabeza del lugar/ [...]/ pronto o tarde,/ será su propia víctima, y queremos/ a toda costa devolverlo a casa.» 10   “Vuelve, a mi lado, amigo,/ mi alma no tiene paz./ Vuelve, asno mío, o la pena/ sin ti me matará,/ sí, sí, me matará./ ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!» 11   «[...]/ Por él lo dejé todo/ y a mi padre colmado de deshonra/ y dolor.../ ¡Ay!...Por su maldición.../ Tiemblo de horror... ¿qué funesto destino/ me prohibe al albergue paterno retornar?/ ¡Aymé, infeliz! En vano noche y día/ pido al Cielo piedad./ Ah Fernando ! ¡ Ah, ���������������������������������� infiel! !Ah, cruel/ Fernando!»

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Entra en la escena el personaje de Cardenio, quien quisiera realizar su venganza contra Fernando, pero se da cuenta de que la lastimada Dorotea es sólo una víctima del cruel traidor al que busca para reparar la deshonra sufrida. El «duetto» entre los dos aclara su respectiva posición y permite comprobar que Cardenio, diferenciándose del personaje cervantino, no manifiesta ninguna enajenación además de disfrutar de una condición acomodada que le permite ejercer en la venta cierta liberalidad. Ferulino y Radipelo descubren que a la venta ha llegado una joven forastera que se ha encerrado en su cuarto y que ellos identifican como la infeliz Dorotea, demostrándose con ello sabedores de la historia de la pobre aldeana, contrariamente a lo que acontece en la novela. Con ella se puede realizar el plan para acompañar a casa al caballero, la joven fingirá ser Micomicona, hija del rey Micomicón, perseguida por un gigante que le ha quitado el reino. En el «aria» de la escena undécima, don Quijote, por fin introducido en la acción, muestra su habilidad retórica ensartando evocaciones de la cultura clásica y renacentista, en un texto que, sin embargo, en cierta medida ridiculiza al héroe. Léanse, por ejemplo, los versos finales en los que dedica su penitencia a la dama: Adorabile tiranna Di te degno esser vorrei. Per piacerti io mi farei Ogni membro mutilar, E fra tanto in questi orrori Voglio star in penitenza, e con rigida astinenza spettro o mummia diventar. (47) ���� 12

En la conversación con su amo, que en las ansiosas preguntas del caballero mantiene una impresionante fidelidad al texto cervantino, inclusive en los arcaísmos lingüísticos de la versión española («fablava», «facía»), menos relevantes en el texto italiano, el criado confiesa no haber llegado al Toboso por la pérdida de su cabalgadura. La diversa perspectiva de los dos guía el diálogo al divertido y asimismo patético contrapunto entre las dos respectivas visones de la dama y de la aldeana. San���� cho, después de soltar unos cuantos proverbios («Ma secondo il proverbio,/ quello che accade è sempre per il meglio,/ un mal produce il ben:/ “non cade foglia/ senza che il Cielo il voglia.”» (49), 13 le anuncia a su amo haber encontrado al paje de una reina que pide socorro contra un gigante usurpador��������������������������������� de su trono. La ������������������� reacción de don Quijote es inmediata y violenta, pero no menos loco se revela Sancho, quien está convencido de haber encontrado la ocasión para ganar su ínsula. Se vuelve a la ven12   «¡Oh, mi adorable tirana,/ quiero ser digno de ti!,/ por complacerte me haría/ cualquier miembro mutilar./ Mientras tanto en sitio horrible/ quiero estar en penitencia,/ y por la dura abstinencia/ espectro o momia seré.» 13   «Mas, según el refrán,/ lo que sucede es siempre/ para bien:/ “No cae la hoja/ si a Dios no se le an­ toja”.»

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ta, donde Lucinda, que conoce el pasado de Dorotea, está vigilada por cuatro hombres al mando de Fernando, que intenta en vano persuadirla de su amor. La ventera cree que la están llevando a la fuerza al convento, mientras tanto llega la comitiva que trae a don Quijote y, guiados por Ferulino y Radipelo, deciden utilizar unos disfraces que una compañía de cómicos ha dejado en la venta. Empieza la actuación de Dorotea y también Sancho, sin la aprobación de su amo, ofrece sus servicios a la «Nobilísima Señora», desmintiendo la actitud recelosa del texto cervantino. Dorotea se confunde, porque en esta versión del episodio aparece más emotiva y menos atrevida, e intervienen los demás invocando la protección del noble héroe. Las réplicas de don Quijote y del sexteto presente se adaptan al tono romántico de la ópera de comienzos del siglo xix, a pesar de la atmósfera burlesca del engaño. El Caballero decide partir con su escudero para emprender la empresa al día siguiente. Se pasa a la historia de Lucinda. Todos se quitan los disfraces y Sancho pide de comer, contagiando sus ganas a los dos amigos de don Quijote. Se adereza una abundante comida, no siempre habitual en esta clase de venta, que, de hecho en este caso, no aparece tan pobre y carente de habitaciones y comidas adecuadas a todo tipo de huéspedes, como lo es la de Palomeque en el Quijote cervantino. Entra Fernando cauteloso, mientras Cardenio sale del cuarto de Dorotea, los dos se reconocen y se declaran recíproco deseo de venganza con acentos de heroico arrebato: Cardenio Perrà chi misero così mi rende e i dritti offende di fede e onor. Ira feroce mi infiamma il petto, cada l’atroce vil traditor! Fernando Sangue dimanda quel sguardo atroce. Rabbia feroce gli avvampa in cor. Cada chi audace m’irrita e offende e l’alma accende d’altro furor!» (p. 62) 14 14   «Cardenio: ¡Caiga quien mísero/ así me vuelve,/ pisa y ofende/ mi fe y mi honor!/ La ira más fiera/ me inflama el pecho,/ ¡caiga el villano/ traidor atroz! — Fernando: Sangre reclama/ su atroz mirada./ La rabia abraza/ su corazón./ ¡Con cada audacia/ me irrita, ofende/ y mi alma enciende/ con más furor!»

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La providencial intervención de don Quijote, al atraer con sus gritos a los habitantes de la venta, impide que Fernando y Cardenio empiecen el duelo. Lucinda reconoce a Cardenio, a quien creía muerto, debido a una carta que Fernando le había hecho entregar en la venta; Fernando corre el riesgo de que se descubra su engaño y se encara otra vez con Cardenio en una atmósfera de gran tensión y emoción. Don Quijote quiere que le escuchen, al mismo tiempo Sancho presume «También mis opiniones/ os quiero exponer yo» (64). Llega a la venta el Oidor (64) sin tener, sin embargo, ninguna relación con el episodio del Cautivo al que nunca se alude y que, en cambio, ocupa un lugar importante en la novela cervantina. Ha viajado para ir a detener a Fernando, «raptor» de Lucinda, y, una vez hallado, no permite que nadie hable con él. En esta circunstancia empieza el Acto II, mientras tanto en el granero de la venta don Quijote está combatiendo su batalla contra los odres de vino que, junto a Sancho, transforma en el gigante Pandafilando, adversario de Micomicona. El Caballero aparece encima de la escalera ataviado con el atuendo con el que se acostumbraba a representarlo. En la agitación general Dorotea se arrodilla delante del héroe dándole las gracias. ¡Se busca la cabeza del gigante! Cardenio se ofrece para pagar el gasto del vino derramado. En la sala de la venta Dorotea se enfrenta con Fernando, acompañado por un guarda: Sorte crudele! Del tuo fatal rigore Vittima io son…che dico? Ah no! Il reo misfatto... il colpevole affetto… il cieco ardore infelice mi ha reso… Ah!.. Perché mai qui tratto io son? Che miro! La tradita mia sposa!.. Oh Dio! Al suo aspetto il rimorso crudel mi strazia il petto. (p. 74) 15

Fernando no cede a sus ruegos y Dorotea, después de rememorar los días de su amor y de su promesa, le pide con extrema sinceridad que la acoja, si no como esposa, al menos como esclava. Su humildad y constante afecto acaban por conmover a Fernando, quien, arrepentido, se siente liberado de la opresión de su misma maldad: Al fin respiro, che bel momento, rimorsi e smanie svanire io sento, contenta l’anima torna a goder. (p. ������� 76) 16

Se reconcilia también con Cardenio, de manera que todo el grupo invita al Oidor a liberar a Fernando, puesto que ya no hay razones para detenerlo. 15   «¡Ay, suerte cruel! De tu fatal rigor/ víctima soy. ¿Qué estoy diciendo? ¡Ah, no!../ Mala la acción... / culpables los deseos.../ el ciego ardor... me han hecho desgraciado.../ ¡Ay!... Pero ¿Porqué me traen aquí?/ ¿Qué veo? Ah...mi esposa traicionada./ Con sólo verla, oh Dios, me rompe el pecho/ el cruel remordimiento». 16   «Al fin respiro, qué buen momento,/ Pesares y ansias perderse siento/ Y el alma al gozo vuelve otra vez».

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Se pasa al asunto paralelo, el del engaño urdido contra don Quijote para llevarlo a su casa, todos colaboran con el desajuste de Sancho, que por la transformación de Micomicona en Dorotea ve esfumar el sueño de la ínsula. En el original, en cambio, Sancho nunca está seguro de la identidad de la princesa, habiéndose dado cuenta de que tiene las facciones de Dorotea ya en el comienzo de la acción. Ahora es don Quijote quien enfrena sus tentativas de denunciar la realidad y casi lo quiere matar para que no se esfume la gloria de su hazaña. Acuden los demás personajes con el coro de los pastores y campesinos que ayudan a Sancho a huir de los golpes del caballero. El ventero ha preparado el banquete en el jardín al que se transfiere toda la comitiva con el plan de engañar a don Quijote y, encerrado en una jaula, llevarlo a su casa. En la espera de un resultado positivo Ferulino no descuida las ventajas que pueden derivar del cumplimiento del engaño: «Ah! Se ����������������� riesce l’affare come spero/ fortuna far potremo/ che di matti a guarir non mancheranno.» (p. ���� 85). 17 Dorotea ����������������������������������������������������������������������������� presenta ��������������������������������������������������������������������� al caballero a su corte exaltando su valor con palabras dignas de un verdadero héroe: «Nato������������������������������������������������ al mondo pel ben dei mortali,/ scudo ai buoni, degli empi il terrore./ Di chi geme calmate il dolore,/ e all’ardir da voi freno si da…» (p. 86). 18 Luego todo el grupo anima a don Quijote a perdonar la culpa de Sancho. Se sientan a comer y llega el coro de campesinos y pastores para rendir homenaje a la reina y al héroe. Se aclaman el amor y el matrimonio, Baco y Esculapio sin que don Quijote olvide recordar a Dulcinea. Sumergido en un atmósfera de fábula, don Quijote no entiende lo que está pasando aunque intenta encontrar una situación parecida en la literatura caballeresca: «...Gli antichi eroi volavano/ nell’Indie e nel Perù./ E ��������������������������������������������������������������������������������� in gabbia rinserrato/ a forza strascinato,/ e in mezzo all’ombre, ai diavoli,/ ho l’aria di un cucù!» (p. �������� 92). 19 Interviene Brunirosa que, con la apariencia de una hada y mostrando cierto conocimiento del lenguaje caballeresco, pronuncia una profecía para convencer al caballero que el viaje en la jaula es imprescindible para la feliz conclusión de la hazaña. La parte central de su discurso con alusiones simbólicas vaticina el futuro del héroe junto a su Dulcinea: Quando il forte, tremendo e minaccioso leone della Mancia e la gradita, candida tortorella del Toboso, schiavi d’imene al fin daranno vita de’ leoncini al germe glorioso, l’eccelsa impresa allor sarà compita. Di gioia echeggerà l’etra in quel giorno il sol farà l’entrata in capricorno. (p. 92-93) 20   «Si sale bien la cosa/ fortuna hacer podremos,/ que locos por sanar no faltarán».   «Para el bien de los hombres nacido,/ bueno al bueno y al malo terror./ De quien gime calmad el dolor,/ sois el freno del bárbaro ardid...» 19   «...volaron viejos héroes/ por la India, el Perú./ En la jaula encerrado,/ arrastrado a la fuerza y/ en medio de las sombras,/ me parezco a un cucú.» 20   «Cuando el fuerte, tremendo, amenazante / león de la Mancha junto a la agradable/cándida tortolilla del Toboso, / esclavos de Himeneo den la vida / al germen glorioso de leoncillos, / se habrá cumplido al fin la excelsa empresa. / De gozo estallará el éter el día en que el / sol hará entrada en Capricornio.» 17 18

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La ventera asimismo exhorta a Sancho, hasta el momento poco convencido, a acompañar a su amo. Con la participación de todos los presentes parte el carro y Dorotea promete viajar hasta los confines de su reino para allí esperar al valeroso héroe. El coro de jóvenes y pastores con su exaltación de la alegría y del heroísmo confiere al final un toque sumamente festivo que, en la opinión de Begoña Lolo, (2007:136) difiere de la atmósfera en que terminan las dos tramas paralelas. Como he ido comentando en el sintético análisis del texto y como, por otra parte, se ha afirmada más veces, el libreto se mantiene bastante fiel a los capítulos cervantinos con unas variantes que no afectan al espíritu del Quijote en las líneas generales. El personaje femenino de Dorotea guarda el relieve que tiene en el original, pero pierde en energía y determinación en favor de tonos más remisivos que acentúan por un lado su estado de victima y por otro la violencia de los sentimientos de su seductor (Ruta, 2000: 159-199). Pero la parte del texto en la que las palabras de Cardenio y Fernando adquieren matices declaradamente románticos es la de su enfrentamiento. El tono de sus palabras se conforma al de los libretos de las óperas románticas italianas, cuya musicalidad está suportada por el ritmo de los versos y la sonoridad de las rimas. Cardenio, sin embargo, difiere en parte del personaje cervantino, no está loco, es más resuelto y disfruta de una situación acomodada. Esto le permite enfrentarse con su adversario, un tiempo querido amigo, colocándose en el mismo nivel tanto pasional como social; la igualdad de condición entre los dos justifica el final feliz en el que todos consiguen el respeto de su dignidad sin especial privilegio de nadie. También Lucinda muestra mayor fuerza de carácter respecto al personaje cervantino, pero su papel es complementario frente al de Dorotea, que parece resumir en sí la esencia de los demás En cuanto a don Quijote y Sancho, Begoñá Lolo, al remontar a las primeras versiones musicales que utilizan personajes de la novela cervantina, individúa dos criterios: o los dos personajes son respetados por su significado histórico, cultural y social del momento, o bien se les ridiculiza para incitar a la burla, llegando a veces a formas grotescas (2007: 124-125). Ahora bien, aunque todo lo que se refiere a los dos personajes en el libreto tiene una correspondencia en el texto cervantino, la gran mayoría de las palabras y acciones que se les atribuye, los ponen en ridículo acentuando sus respectivas debilidades y casi anulando las potencialidades positivas que muchas lecturas de la obra maestra cervantina han sabido detectar en el transcurso del tiempo. Aunque no faltan en los diálogos acentos anticipadores del heroísmo y sentimentalismo románticos, el tiempo no era maduro para descubrir la faceta idealista del personaje caballeresco y convertirla en emblema de la actitud invicta del héroe que no se detiene ante ningún inconveniente u obstáculo.

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Entre castros anda el juego. Otra versión de Las mocedades del Cid Antonio Serrano Jornadas de Teatro del Siglo de Oro

No es momento para detenerse a hablar de la pervivencia de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, en las carteleras españolas o en los repertorios de las compañías, pero no podemos dejar a un lado que constituye uno de los títulos más aceptados y más felices de nuestro teatro áureo. 1 La imitación de Corneille, el clasicismo del conflicto amor/honor, la atractiva personalidad del protagonista y su intrigante biografía constituyen, sin duda, elementos comprensibles para la constante reposición en nuestros teatros de la obra citada. Estas razones probablemente llevaron a los hermanos Juan y Miguel de Castro 2 a realizar una nueva versión, que se    Para esta cuestión vid. Luciano García Lorenzo, «Guillén de Castro. Obra dramática y puesta en escena», en Ignacio Arellano (Coordinador), Paraninfos, segundones y epígonos de la comedia del Siglo de Oro, Barcelona, Anthropos, 2004, pp. 51-59.   Juan de Castro Gutiérrez (1878-1937) fue un destacadísimo militar, que estuvo en las guerras de Cuba y Marruecos, desempeñó puesto de profesor en la Academia de Infantería de Toledo, ingresó en el Estado Mayor y, tras ser condecorado en numerosas ocasiones, se retiró con el grado de Teniente Coronel, en 1925. Murió, tras penosas circunstancias, en 1937. Además de la colaboración en la versión que nos ocupa, fue autor de la comedia La novatada (Madrid, R. Velasco, 1905) y de la zarzuela en dos actos Los hijos del aire (Madrid, R. Velasco, 1911). Su hermano Miguel (1889-1977) fue funcionario de la Administración del Estado, aunque destacó como escritor y periodista, obteniendo numerosos premios y galardones en certámenes de países europeos y americanos. Perteneció a la redacción de La Patria y colaboró con El Imparcial, El Heraldo de Madrid, y Blanco y Negro, entre otros, siendo elogiado por Azorín, Menéndez Pidal o Ricardo Catarineu. Publicó numerosas obras novelísticas y poéticas, incluso una antología de la poesía de su tiempo (h. 1919) bajo el seudónmo de Pedro Crespo. (Para la redacción de esta nota agradezco la colaboración de los iznajareños Manuel Galeote y Manuel Villalba.)

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estrenó en el teatro español de Madrid 3 y fue publicada muy pocos meses después en la colección «La novela teatral». 4 La presencia en dicha colección ofrece, ya en el subtítulo, algunos datos de interés, que se deben comentar. En primer lugar, los adaptadores, como a continuación se van a autodenominar, definen al texto como «tragicomedia», transgrediendo así el carácter genérico de «comedia» que la obra tenía, como todas, en el Siglo de Oro, aunque conservan, eso sí, la calificación de «famosa», como era frecuente en aquella época. Advierten, además, de la modificación estructural a que la han sometido, ya que, de las tres jornadas tradicionales, ha pasado a «cuatro actos, el último dividido en dos cuadros». Y siguen las advertencias. La obra de Guillén de Castro aparece como «refundida y adaptada a la escena moderna por...», lo que no deja de tener cierta trascendencia: los refundidores o adaptadores 5 sienten que ha pasado el tiempo, que hay que actualizar la obra en distintos aspectos, que ellos no van a especificar, y que tendremos que ser nosotros, los lectores, los que los vayamos desentrañando. Pero hay que insistir en la importancia que tiene esta expresión, más o menos ingenua, de que se adapta a la escena «moderna». Tras la modificación, ya indicada, de las jornadas, hay también una reducción de versos, ya que de los 3004 que hay en la obra de Guillén de Castro, 6 la adaptación de los hermanos Castro queda en 2670 versos. 7 Lo que no es mucho reducir, cuando de una adaptación se trata. 8 Y es que a principios de siglo xx, y mucho más en España, dominaba más el concepto de «retocar» el texto para llegar mejor al gusto del público, que el más actual de tomarlo como base para hacer sobre él una intervención dramatúrgica más radical, que sirva para expresar nuevas visiones o propuestas del mismo. 9 Pero con mucha más frecuencia, lo que se hace es una labor de poda y eliminación de lo superfluo, que puede llevar incluso a la supresión de cuadros o escenas. 10

  La obra se estrenó en el Teatro Español de Madrid el 24 de noviembre de 1922. Tuvo 25 representaciones, lo que representa un evidente éxito. La compañía fue nada más y nada menos que la de Ricardo Calvo, dirigida por él mismo, con escenografía de Colmenero y Brunet y con vestuario y figurines de Alonso y Vázquez Hermanos. (Vid. Dru Dougherty y María Francisca Vilches, La escena madrileña entre 1918 y 1926, Madrid, Fundamentos, 1990.)   Guillén de Castro, Las mocedades del Cid, refundida y adaptada a la escena moderna por Juan y Miguel de Castro, Madrid, 1923, número, 327.   Utilizaré indistintamente los términos «adaptadores», «refundidores» o algún otro, sin distinguir matices.   Citaré siempre por Guillén de Castro, Las mocedades del Cid, Madrid, Cátedra, 2001, ed. de Luciano García Lorenzo. A veces corrijo para actualizar la ortografía.    En realidad, el texto en sí lo integran 2649 versos, en los que acaba la acción conocida; pero tras estos versos, y con la acotación (Al acabar la obra y antes de caer el telón, el primer actor recitará el elogio que sigue), aparecen 21 versos (alguno hipermétrico, por cierto) como loa patriótica cidiana.    Hoy día se hacen a veces adaptaciones mucho más intensas en cuanto a la eliminación de versos.    En este caso es casi unánime que el autor de la versión sea también el director de la puesta en escena. Y la nómina va desde Grotowski o María Federica Maestri y Francesco Pitito con El príncipe constante a los paralelismos de Yoichi Tayiri y Kei Jinguji con El cerco de Numancia 10   «Peinar» se llama teatralmente a esa labor.

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Estróficamente no hay variaciones de hecho. En los pasajes en los que son coincidentes los Textos A y B 11 en general no hay cambios estróficos; no se reproduce una misma acción cambiando de estrofas. Y digo «en general» porque hay algunas excepciones. Por ejemplo, en el monólogo en el que Diego Laínez se indigna por la afrenta recibida del Conde Lozano y se lamenta de que su vejez ya no le permita vengar esa afrenta, Guillén de Castro lo expresa siempre en quintillas (vv. 358-427), mientras que en la versión de los hermanos Castro este monólogo aparece primero en redondillas (vv. 276-295) y después en quintillas (vv. 296-325). 12 Pero, insisto, no es esto lo habitual. Haciendo un cómputo completo, podemos apreciar que: — En la mayoría de las veces, no hay cambios significativos en las estrofas utilizadas; tan solo la supresión de 2 décimas («¡Cielos! Peno, muero, rabio...», v. 358) del Texto A, que los hermanos Castro han hecho desaparecer y las han sustituido por redondillas 13 unificando la locución. — Mantiene curiosamente el Texto B nueve versos en una combinación de trisílabos y decasílabos de una sola rima continua («Rodrigo, ¿queréis ser caballero?...», vv. 41) que suceden cuando el Rey Fernando arma caballero a Rodrigo, que constituyen casi unas formas de juramento y que pueden contener ecos de una recitación coral. Por su singular medida y combinación, sobresalen mucho del contexto adquiriendo innegable tono ceremonioso. Quizá para reforzar ese carácter ritual, están conservados astutamente. — En cuanto al tipo de estrofas utilizadas, las quintillas se mantienen (40 en ambos textos); las redondillas aumentan mínimamente en B (de 374 en A, pasan a 379 en B); y el romance disminuye: de 800 versos en A pasan a 638 en B. — La aportación más significativa del Texto B, en cuanto a estrofa y métrica se refiere, es la existencia de 62 versos hexasílabos en el acto tercero (vv. 12561317). La agrupación es caprichosa, formando cuatro series de ocho versos con rima alterna, pero no igual en cada serie (abababab / ababbaba / abbaabab / y abbabaab) y la finalización con tres series de diez versos (abbaaccbbc / abbaababab / y ababbaabab) y también con rima distinta entre las tres. Se trata de una combinación rara, poco usada y nada sistemática, que nos recuerda (aunque no por su tono ni por su asunto) a las utilizadas por el Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor en algunas de sus composiciones líricas. En el texto de los hermanos Castro aparecen cuando Rodrigo, camino del destierro, se encuentra casualmente en el campo con la princesa  Llamaré Texto A al de Guillén de Castro, y Texto B al de los hermanos Castro, en el siglo xx.   Es curioso este cambio porque diferencia una acción de hondo significado teatral: Diego Laínez va a coger una espada, y, al cogerla, el peso de ésta le hace tambalearse. Un cambio estrófico que provoca un cambio de tono en la locución del personaje. Es hábil este recurso. 13   Es cierto que en el texto de Guillén estas dos estrofas van inmersas en un ciclo de redondillas. Las décimas corresponden a un monólogo en el que Arias Gonzalo medita sobre el honor ofendido y se dirige a una de las espadas que tenía colgadas en el tablado. Pero no hay ni un cambio de tono, ni de acción, ni de espacio que justifique plenamente el cambio de décimas a redondillas. 11 12

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Urraca, tienen una conversación afectiva entre ellos, y acaba con la separación de ambos. Rodrigo queda solo y se ha dado cuenta de las preferencias de Urraca; él, como vasallo, no puede hacerle un desaire, Hartas pruebas das, Infanta, bella infanta de Castilla; hartas pruebas das en todo de tenerme en alta estima. Yo, en pago, por defenderte y honrarte, diera mi vida; pero el corazón, Infanta, otra cárcel lo cautiva, otros suspiros lo encienden y otros ojos lo iluminan. (vv. 1246-1256)

Tras la separación Rodrigo medita, con hondura y profundidad líricas, sobre los sucesos acaecidos y, ante todo, sobre su amor por Jimena. En la acotación correspondiente figura: «Rodrigo queda solo y, abstraído en pensamientos melancólicos, recitará la siguiente trova» (acot. v. 1256). Y si cito esta acotación, es por la importancia de la palabra «trova», que enlaza con las observaciones en cuanto al carácter métrico de estos versos que se han hecho anteriormente. Avanzando en aspectos teatrales, comprobamos que la Reina, personaje que aparece, aunque poco, en el texto de Guillén, en la versión de los hermanos Castro desaparece absolutamente. Es cierto que en el texto del xvii tiene poca trascendencia dramática; aparece en la escena de la ceremonia en la que Rodrigo es armado caballero. Por sus intervenciones conocemos que es su ahijado 14 ¿Qué os parece mi ahijado? (v. 26)

que siente gran admiración por él ¡Qué bien las armas te están! ¡Bien te asientan! (vv. 19 y 20)

funciones que en el Texto B va a asumir el Rey, 15 cambio éste inteligente y significativo, pues así adquiere en el Texto B mayor entidad dramática. E igual va a ocurrir, cuando en el Texto A, la Reina regala un caballo a Rodrigo como celebración del fausto acontecimiento, y le pide que lo monte, con el fin de que ella y sus damas admiren su gallardía sobre el corcel Pues eres ya caballero, ve a ponerte en un caballo,   Ella ha sido madrina de la ceremonia junto con el príncipe Sancho.   En este texto el Rey dice a su hijo Sancho: «Qué os parece, hijo, mi ahijado» (v.26). (El sentido de este término hay que tomarlo como «favorecido y protegido» que dice Autoridades.) 14 15

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Rodrigo, que quiero darte. Y yo y mis damas saldremos a verte salir en él. (vv. 82-86)

En el Texto B, sin embargo, es la infanta Urraca quien asume esa acción y parlamento, que van a ser muy útiles para el resto de la obra, ya que Urraca adquiere, en la versión que comentamos, muchísima mayor presencia e importancia dramática. Con estos parlamentos muestra Urraca desde el principio su amor por Rodrigo, hecho también presente, y quizá con más evidencia, en la versión de los hermanos Castro. Empezamos, pues, la obra y comprobamos que la desaparición de un personaje proporciona una mayor coherencia e intensidad en el conflicto. Podríamos incluso afirmar que ayuda a la supresión de una actriz; pero en estas escenas hay varios e indeterminados personajes femeninos, por lo que muy bien podría hacerse un doblete. No es, por tanto, un «recurso empresarial», sino una opción respecto al fortalecimiento del conflicto (y a mi juicio, muy acertada). Nada importante hay que reseñar respecto a los demás personajes. Todos se repiten en el Texto B, con las diferencias que ahora voy a reseñar, pero advirtiendo que ninguna de ellas tienen una trascendencia relevante en el argumento de la obra: —  En el texto de Guillén de Castro la infanta Urraca está sola en una ventana de su casa de campo, haciendo consideraciones líricas sobre la paz del campo (menosprecio de la corte y alabanza de la aldea) y recordando a Rodrigo, cuando ve un grupo de jinetes en el que se encuentra precisamente Rodrigo, que, como sabemos, ha burlado a los que pretendían detenerle y, con una mesnada de hidalgos parte Donde mis hados me guían, dichosos, pues me guiaron a merecer esta dicha. 16 (vv. 1354-1356),

aunque inmediatamente aclara cuál es la verdadera intención de su partida, que no es otra que A vencer Moros, y así la gracia perdida cobrar de tu padre el Rey. 17 (vv. 1369-1371)

Sin embargo, en el texto de los hermanos Castro, la infanta Urraca pasea por el campo, con las mismas loas a su paz y con el recuerdo de Rodrigo, y en ese caminar va acompañada de una criada, un tanto preocupada porque  Se refiere a la dicha del encuentro con Urraca.   En las citas de Guillén de Castro reproduzco siempre la misma puntuación y ortografía que aparece en la edición de Luciano García Lorenzo. 16 17

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acaso, señora mía, fue ya exceso el alejarnos tanto, que, según noticias, hay algaradas de moros en las tierras de Castilla. (vv. 1133-1137).

Fatigada Urraca, se sienta en una piedra y desde allí ven una tropa, se acercan hasta donde están los soldados, y se encuentran con Rodrigo. Sin embargo, en esta versión Urraca, o tiene claras noticias de dónde se encontraba Rodrigo y va a su encuentro, o no tiene estos datos, pero sale al campo con intención de encontrar al héroe. Mientras que en el Texto A el encuentro es fortuito, en el Texto B, es, en cambio, intencionado. Aparecen para ello acotaciones, apartes y expresiones muy sutiles, que, por su interés, exigen reproducir el pasaje íntegramente: Criada: Y acaso, señora mía, fue ya exceso el alejarnos tanto que, según noticias, hay algaradas de moros en las tierras de Castilla. Urraca: Cierto que escaramucean en las plazas fronterizas; mas tan cerca de la corte no es de temer su osadía ni entiendo cómo en tu pecho tan necio temor se abriga. Criada: No tienen de andar muy lejos, señora; bien lo atestigua el ver allí un campamento... (Señalando a la izquierda.) Urraca: (Fingiendo sorpresa.) ¿Qué dices? Me maravilla por acá tanto aparato de guerra. Criada: ¿Pues no sabías?... Son las gentes de Vivar que el buen Rodrigo acaudilla. Urraca: (Aparte.) (Cuando tú le llamas bueno, yo, ¿cómo le llamaría? Sigamos el disimulo.) Criada: Señora, señora, mira... Ve aquella tropa de hidalgos... ¡Jesús, y qué hermosa vista! Urraca: (Disimulando su ansiedad.) ¿Está con ellos Rodrigo? Criada: ¡Cómo si está! ¿Pues no miras?

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Es aquel, aquel que lleva la sobreveste amarilla. Urraca: (Aparte) (Bien haya mi atrevimiento, si logro lo que quería.) (Acercándose a donde está Aldonza.) Saber la ocasión deseo, la curiosidad me incita. 18 (vv. 1133-1165).

Las acotaciones (Fingiendo sorpresa) y los apartes (Sigamos el disimulo) y (Bien haya mi atrevimiento / si logro lo que quería.) denotan que la presencia de Urraca en la zona no es, en absoluto, casual, y que va allí por alguna noticia o, posiblemente, pero lo creo menos, intuición de dónde podría estar Rodrigo. — Mientras que en texto de Guillén de Castro es un Rey Moro quien acude a rendir pleitesía al rey Fernando por mandato de Rodrigo tras vencerle en una batalla, en el texto de los hermanos Castro son dos los reyes que realizan esta acción, recurso fácil para agrandar la gesta del héroe y, por ende, el poder del Rey. Y nada más. Con los mismos personajes del texto de Guillén de Castro, los hermanos homónimos realizan su versión. Otro aspecto importante, ante el que es conveniente detenerse, es el referente a las acotaciones. Sabido es que en el teatro de los Siglos de Oro éstas son escasas y escuetas; 19 los dramaturgos parece que tienen más preocupaciones textuales que del resultado final de la puesta en escena. Y no significa esto que adolezcan de falta de sentido teatral, sino que acuden a otros recursos (las acotaciones implícitas) y conceden al autor de la compañía los últimos detalles para la representación. Y no tiene menos importancia el conocimiento del «poeta» de la variedad y heterogeneidad extraordinarias, en sus aspectos espaciales y escenotécnicos, en los espacios de representación de la época, a los que cada función debía adaptarse. Por eso se limita muchas veces a exponer aquello que es imprescindible para la puesta en escena de su texto. 20 Por ello, poco o nada puede decirse del texto de Guillén de Castro que es paradigmático de su época en cuanto a las acotaciones. Sin embargo, hay un cambio importante en las acotaciones del texto de principios del siglo xx. En su adaptación, los hermanos Castro no ahorran esfuerzo alguno en dar a los posibles directores del texto todas las consideraciones que conside18  Al igual que se decía antes del texto de Guillén de Castro, también respeto la puntuación de los hermanos Castro. Corrijo, eso sí, evidentes errores de imprenta. 19   Que sean escasas y escuetas, en general, no impide que encontremos dramaturgos que las usan con una precisión, detallismo y abundancia fuera de lo común. El dramaturgo Antonio Fajardo y Acevedo es un ejemplo de ello. Vid. mi artículo «Cuando un cómico escribe comedias. Las dos pasiones de Antonio Fajardo y Acevedo», en Escenografía y escenificación en el teatro del Siglo de Oro. Actas del II Curso sobre teoría y prácticas del teatro, organizado por el Aula Biblioteca Mira de Amescua y el Centro de Formación Continua, celebrado en Granada (10-13 de noviembre, 2004), Roberto Castilla Pérez y Miguel González Denigra (eds.), Granada, Universidad, 2005, pp. 471-492. 20   Hay, como digo, excepciones. Incluso la llegada de Calderón significa, con su nueva mentalidad, un cambio importante en las costumbres y los usos, incluso en las relaciones con los autores de compañías. Pero ésta es una cuestión que nada nos atañe en este artículo.

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ran oportunas para su representación. Precisan, insisten, acumulan para un mejor resultado final. Y en este campo, muestran un notable conocimiento de lo que se suele llamar «carpintería teatral», del teatro «por dentro». Es éste un aspecto verdaderamente significativo. Orientan, indican, guían, ayudan tanto, que a veces exponen acotaciones que casi suplen la labor del propio director, convirtiéndose casi en notas de un cuaderno de dirección, incluso por la rapidez con la están redactadas: (Asombro de todos.) (Acot. v. 67) (Siéntanse los cuatro, estando contiguos el Conde Lozano y Diego Laínez.) (Acot. v. 135) Rey: ¡Diego Laínez! Conde: (Enérgico.) ¡Yo lo merezco! Rey: (Conciliador.) ¡Vasallos! (vv. 218-219).

Siempre son más detallistas. En el pasaje en el que el Rey expone a sus consejeros la posibilidad de que Diego Laínez sea nombrado tutor del Príncipe, tras lo que acontece la protesta del Conde Lozano y su posterior afrenta a aquel dándole una bofetada, en el texto de Guillén de Castro hay, como parece natural, pocas y escuetas acotaciones: (Vánse y quedan el Rey, el Conde Lozano, Diego Laínez, Arias Gonzalo y Peransules.) (Acot. v. 67) (Siéntanse todos cuatro y el Rey en medio de ellos.) (Acot. v. 135) (Dale una bofetada.) (Acot. v. 226) (Vase el Conde.) (Acot. v. 249). Sin embargo, en toda la secuencia del mismo texto de los hermanos Castro aparece: (El Rey, el Conde, Diego Laínez, Arias Gonzalo y Peransules.) (Acot. v. 129) (Siéntanse los cuatro, estando contiguos el Conde Lozano y Diego Laínez.) (Acot. v. 135) Conde: (A Peransules.) (Acot. v. 171) (Al Rey.) (Acot. v. 175) Diego: (Con ironía.) (Acot. v. 196) (Enérgico.) (Acot. v. 199) Conde: (Enérgico.) (Acot. v. 218) Rey: (Conciliador.) (Acot. v. 219) Conde: (Le da una bofetada a Diego Laínez; éste tendrá un báculo en la mano, que se le romperá en la refriega.) (Acot. v. 224)

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En general, las acotaciones del Texto B son tan precisas y prolijas, que casi constituyen un boceto dibujado de la escena, como ocurre, sobre todo, con la que antecede al comienzo del segundo acto, que reconozco demasiado extensa para una cita, pero que veo necesario traer aquí como demostración de lo que se afirma: (La escena aparece dividida en dos partes iguales: a la izquierda, jardín de palacio; a la derecha, plaza. El jardín está limitado, a la izquierda por la fachada principal del palacio, con puerta y escalinata practicables; al fondo, por un muro almenado; a la derecha, por otro perpendicular, igualmente almenado, que separa el jardín de la plaza y da acceso a ésta por un arco con puerta enverjada. La plaza está limitada, a la izquierda, por el muro antes dicho; al foro, por otro que es prolongación del fondo del jardín y en cuyo centro se abre un arco que deja ver una segunda plaza en la que supónese que se está celebrando un torneo; a la derecha, por una acera de casas con tres bocacalles. Al levantarse el telón, aparecen en las almenas del fondo, encima del arco que deja ver la segunda plaza, doña Urraca y Jimena en actitud de contemplar el torneo.) 21

Todo lo dicho queda demostrado con este ejemplo. En general, las nuevas acotaciones del texto de los hermanos Castro aportan detalles y observaciones, útiles para el director, de la puesta en escena sobre la acción (vv. 53, 74, ó 287), sobre la posición de los personajes en la escena (v. 135), sobre el espacio escénico (la larga acotación precedente), sobre la actitud, gestos, voz o movimientos de los actores (93, 195, 353, 1095, ó 1485), sobre las salidas y entradas (246, 275 ó 652), sobre el vestuario (602), sobre los ruidos interiores (736, 770 ó 1360) y sobre las acciones que se producen en el interior, fuera del campo visual del espectador (la lucha entre el Conde y Rodrigo, dos batallas que acaecen, las huestes de Rodrigo acampadas en el campo, etc.). 22 Pero es necesario comentar algunas acotaciones de los hermanos Castro, que se salen de la trayectoria habitual, y que, consciente o inconscientemente, son propias de una mentalidad nueva en lo dramatúrgico. Así sucede con la observación «atardece» (v. 1233), que, en el texto de Guillén de Castro, sería inútil, porque exigía unas equipaciones técnicas inexistentes en el siglo xvii. En otras ocasiones nos recuerda al Valle de las acotaciones imposibles de Luces de bohemia, 23 y del mismo carácter, aparecen en el Texto B (Rodrigo queda abstraído en pensamientos melancólicos.) (Acot. v. 1256) (Rodrigo queda acongojado recordando su desventura.) (Acot. v. 1317).

21   Quién sabe si éste es un detalle de la concepción más «moderna» del teatro como propuesta, tal y como ya advierten los adaptadores en la portada de la obra, que ya he comentado al principio del artículo. 22  Como ya se habrá observado, los números indican el verso anterior a la acotación. Citarlas todas resultaría prolijo. Por eso las omito. 23  Recuérdese el magnífico artículo de Marta Palenque «La acotaciones de Valle Inclán: Luces de Bohemia», Segismundo, 1983, 37-38, pp. 114-131.

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Sin embargo, de carácter radicalmente distinto es una acotación interesante (Rodrigo se irá despertando lentamente para dar tiempo a que el Leproso se vista con una túnica blanca de San Lázaro.) (Acot. v. 1462) con la que se nos muestra unos adaptadores muy preocupados por la puesta en escena, acudiendo en ayuda del director cuando ellos lo consideran, y que nos ponen de manifiesto su conocimiento de los entresijos de la representación. Queda, como final, hacer una revisión del orden de las escenas y/o secuencias que los adaptadores del siglo xx han hecho del texto de Guillén de Castro. Como afirmación general, habría que advertir que el Texto B no impone grandes cambios en la sucesión de acontecimientos del argumento de la obra respecto al Texto A; pero, desde luego, los hay. Veamos. En el texto de Guillen de Castro hay una escena (vv. 306-333) en la que Hernán y Bermudo, hermanos de Rodrigo, le van quitando las armas de la investidura para colgarlas en los soportes de la estancia. Pero es una escena que nada aporta al conflicto dramático, y los adaptadores, con buen criterio, prescinden de ella. Y el mismo destino sufre otra escena en la que Rodrigo se enfrenta a las huestes de un Rey Moro, que, tras realizar una de las razias habituales, es vencido y hecho prisionero por nuestro héroe y sus huestes después de una batalla a campo abierto (vv. 14291516). La batalla ocurre «adentro» como dice la acotación del verso 1428, y la conocemos por la narración de un pastor que la contempla. Ya a la vista del espectador sucede el enfrentamiento singular entre el Rey Moro y Rodrigo, con el consiguiente triunfo de nuestro héroe. La batalla y la detención no aportan nada al conflicto y el hecho importante en sí, la lucha de Rodrigo contra el moro y la lealtad sistemática para con su Rey don Fernando (que es lo verdaderamente importante de esta escena), queda patente en un momento posterior, que comentaremos más adelante. Cuando Rodrigo lucha con el Conde Lozano, padre de Jimena, y le da muerte, se produce un lógico revuelo: gritos, defensa del herido e intentos de detención. Y, en medio de todo esto, Rodrigo, en el Texto A, burla a sus atacantes y logra escapar. Sin embargo, en el Texto B, los acontecimientos suceden en Palacio, a la vista, entre otros, de la princesa Urraca, y es ella misma la que facilita a Rodrigo esconderse en uno de los jardines de Palacio. En cuanto a la acción en sí, las diferencias son mínimas, pero, sin embargo, éste es uno de los cambios significativos de la versión de los hermanos Castro. Con esta modificación se muestra, una vez más y con un solo gesto, insisto, el amor de Urraca por Rodrigo, la firmeza de la Princesa, y algo de aún mayor trascendencia: en el Texto A es Rodrigo, quien, tras dar muerte al Conde, acude a casa de Jimena para disculparse, maldecir su destino y justificar el asesinato por las leyes del honor. Esta acción resulta, sin duda, forzada y poco creíble. Sin embargo, al hacer que Rodrigo esté escondido en el mencionado jardín de palacio, es más fácil y lógica esta misma conversación con Jimena, que también se encontraba en Palacio, cerca de donde habían matado a su padre. La fluidez de los aconte-

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cimientos es total y un pequeño cambio nos muestra el olfato teatral de los hermanos Castro al que se ha aludido en alguna ocasión. Un momento importante en el texto adaptado por los hermanos Castro, es la escena que se desarrolla en Palacio en la que el Rey plantea a su Consejo de Estado, integrado por Arias Gonzalo, Peransules y Diego Laínez, su proyecto político (acontecimiento histórico, por otra parte) de dividir el Reino entre sus hijos, dado el estado de enemistad que hay entre los hermanos. Se refleja el desacuerdo de los Consejeros y ocurre al final el agrio enfrentamiento entre el Rey y el Príncipe heredero, don Sancho, que advierte al padre que guerreará con sus hermanos para unificar el Reino y para recuperar lo que considera que es suyo y se le ha robado (vv. 2719 y ss.). La escena es fuerte, dura, por su enorme magnitud política y por el enfrentamiento padre/hijo. Y de esa importancia son conscientes los adaptadores, que hacen una acotación simple, pero atinada. Lo que en el texto de Guillén de Castro ocurre en Palacio, en el Texto B, en la acotación inicial del cuadro segundo, se precisa: (Salón del trono en el Alcázar). Puede que parezca un detalle nimio, pero no lo es: la trascendencia de la conversación y del enfrentamiento hace que exija un lugar acorde, y éste no podía ser otro que el propio Salón del Trono. Otro detalle de trabajo detallista y acertado de los hermanos Castro. Hay un importante cambio en una de las trazas que plantean los dos textos. La engañosa muerte de Rodrigo la preparan Arias Gonzalo y el Rey en el Texto A (acotación verso 1968 y versos 2021-2037) y todo para provocar el impacto afectivo en Jimena (se desmaya cuando oye la noticia: verso 2046). Sin embargo en el texto de los hermanos Castro es la propia Jimena quien, ante toda la corte, hace correr el rumor (verso 2429 y ss.). El efecto dramático es, sin duda, mucho mayor. Sucede en la escena final y crea una sorpresa ante el desenlace, que atrapa al mismo espectador. Los hermanos Castro muestran aquí un conocimiento profundo del mecanismo de recepción de los espectadores y de los recursos teatrales. Y, finalmente, hay dos traslaciones de escenas que exigen un comentario conjunto. En el texto de Guillén de Castro, entre los versos 2115 y 2358, hay una escena en la que Rodrigo, acompañado de unos soldados da muestras de su profunda religiosidad defendiendo que se puede ser devoto y guerrero al mismo tiempo. Aparece ante ellos un leproso con el cuerpo muy llagado y asqueroso, dice la acotación del verso 2114, al el que Rodrigo, ante la repugnancia de sus servidores, coge de la mano («Que está gafa y asquerosa», dice el verso 2203) para sacarle de un tremedal en el que estaba a punto de ahogarse, le cubre con su gabán para protegerle del frío y, finalmente, comparte con él comida en un solo plato, en medio de la huída de los soldados, que se van asqueados. Tras la comida, y habiéndose quedado los dos dormidos, (El Gafo aliéntale por las espaldas, y desaparécese; y el Cid váyase despertando a espacio, porque tenga tiempo de vestirse el Gafo de San Lázaro.) (Acot. v. 2308). (Sale arriba con una tunicela blanca el Gafo, que es San Lázaro.) (Acot. v. 2324)

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Es una escena que tiene como finalidad principal mostrar el lado humano, y aun devoto, de un Rodrigo, que hasta ahora lo hemos conocido por ser fuerte, guerrero, decidido ante el conflicto amor/honor y arrojado caballero. Es, pues, el método para completar y enriquecer la complejidad de un personaje. Lo que podría ser más discutible es la situación de esta escena en el proceso de la acción dramática, que está a punto de finalizar, y quizá rompa el desarrollo de los acontecimientos que van a provocar el final feliz tan típico de la comedia. Por eso, lo que hacen los hermanos Castro es trasladar esta escena mucho más adelante, en concreto entre los versos 1318 y 1541. Y, con toda seguridad, es un acierto dramatúrgico. El espectador aún está iniciándose en el desarrollo de la acción y viendo el devenir de los personajes, y aquí, relativamente pronto, constata un aspecto importante de la personalidad de Rodrigo, que no conocía hasta ahora, pero que le va a enriquecer para juzgar todo lo que vaya viendo a partir de ese momento en la obra. La otra traslación significativa es menos compleja. Tras la batalla que contenía el Texto A, en la que Rodrigo vencía y apresaba a un rey moro (versos 1430-1516), el caudillo musulmán llega hasta la corte del rey Fernando para rendirle pleitesía por mandato de Rodrigo. Pues bien, en el texto de la adaptación la acción de la guerra se suprime (ya lo hemos comentado), pero la aparición del rey moro se transforma en dos (también lo he comentado), y todo ocurre precisamente en la escena final (versos 2429-2649). Es el momento en el que, en palacio, Jimena anuncia falsamente la muerte de Rodrigo ante toda la corte; en el que se anuncia la llegada de un caballero de Aragón (todos creen que es don Martín González, que ha vencido y matado a Rodrigo, pero es el mismo Rodrigo, que ha preparado la traza); en el que aparece, radiante, Rodrigo; y en el que se consuma el gran final con la boda de Jimena y Rodrigo. Todo es, pues, final feliz, triunfo, apoteosis. Y ahí está perfectamente encajada la entrada de dos reyes moros, que van a dar una nota de color teatral y muestra de la fidelidad y del poder naciente de Rodrigo. Otro acierto puramente teatral, espectacular, de los adaptadores. Lleva razón Luciano García Lorenzo en la introducción que precede a su edición mencionada de Las mocedades del Cid, cuando dice que es «pieza obligada en cualquier antología dramática de nuestra Edad de Oro, por breve que esta antología sea». 24 Y a la perpetuación de esta obra a principios del siglo xx, algo, y mucho, tuvo que ver la versión que de ella hicieron los hermanos Juan y Miguel Castro. Verdad es que la obra contenía aciertos dramáticos innegables, pero también es cierto que ellos hicieron una adaptación nada caprichosa, hecha con innegable rigor en algunos momentos, y realizada siempre por un conocimiento profundo de los recursos teatrales.

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  Op. cit., p. 11.

Lecciones de geografía - Escenarios del fin - de - siglo Paula Sprague Dartmouth College

Por su obra y por su biografía, Miguel de Unamuno (1864-1936) y Joan Maragall (1860-1911) son dos escritores comprometidos con el entorno social y cultural de la España que les tocó vivir. Se involucraron con el proyecto nacional finisecular en que estaba inmersa la intelectualidad del momento, y desde un principio ambos fueron enmarcados en tendencias consideradas antagónicas en donde predominaban las perspectivas españolistas versus las catalanistas. Sin embargo, tanto Unamuno como Maragall —ante todo, dos intelectuales con alma de poeta— utilizaron la poesía como un instrumento para cuestionar y mostrar los límites implícitos en todo proyecto identitario. Ambos situaron su visión respectiva dentro de un marco más amplio, pero al codificarla por medio de una gramática o léxico de geografía local, lograron transcender los postulados de una visión restringida, ya sea centralizadora o regionalista. En este trabajo nos aventuramos a resaltar algunos de estos paisajes, elaborando una posible lectura de la geografía poética que nos permita acercarnos a la capacidad significante de la geografía en la obra de estos dos poetas: del uso de los espacios y lugares como escenarios y metáforas de procesos políticos y vitales que estaban transformando la España de fin de siglo. Utilizando ejemplos de su obra poética señalaremos cómo estos dos escritores adaptaron nociones modernistas para construir y edificar unos paisajes emblemáticos que dieron el significado político característico a sus respectivas obras y que ha logrado sobrevivir a las siguientes generaciones.

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Motivados por eventos históricos contemporáneos, Unamuno y Maragall definen su postura ideológica en términos de la necesidad ética de que la libertad individual funcione en colaboración con la responsabilidad colectiva. Implícitamente, para su propio uso, vuelven a establecer en su obra la relación entre la ética y la estética que el Modernismo, en medio del que escribían, tendía a disminuir. Este acercamiento transforma la poética geográfica de ambos poetas de modo que hoy en día distinguimos en ella un anticipo de lo que proporciona el estudio de la geografía cultural; o sea, la representación de la cultura en la geografía. Los dos escritores hacen uso de su compromiso con el Modernismo en el sentido más amplio, empleando los paisajes y la naturaleza de sus respectivos entornos como vehículos simbólicos. En este sentido, los paisajes sirven en esta poesía para representar la batalla entre lo material y el espíritu que es la crisis resultante de la dependencia y rechazo de la sociedad industrial, un choque que ellos manifiestan artísticamente a través de sus geografías de significado y de estética. En el fondo, las diferentes actitudes representan vías para llegar a una nueva o restaurada organización política, y en este sentido, una condición modernizada. Tanto Maragall como Unamuno se saben figuras centrales en una transformación cultural que tendrá repercusiones políticas y sociales, que son seres privilegiados que pueden descubrir una profunda naturaleza en el entorno, y así, una percepción de la realidad. Dentro de este contexto, los paisajes, o expansivos o delimitados, son un tropo del espíritu humano que trasciende fronteras inmediatas. El Maragall vital En la colección titulada Poesies (1895), Maragall enlaza aspectos del espíritu con el paisaje en varios poemas, aludiendo así a una convivencia humana con la naturaleza en la que se detectan premisas del filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900). 1 Por ejemplo, la sexta parte del poema «Pirenenques» expresa el placer puro que el sujeto poético llega a sentir cuando abraza los horizontes de una mirada y al «hacerse entrar en la inmensidad del cielo». Este vitalismo reaparece en el poema que hace de epílogo a este libro, «Excelsior»; una composición en la que toda alusión a tierra firme conlleva asociaciones negativas con la inmovilidad, mientras que el mar es el lugar donde el sujeto poético puede realizar su meta —en este caso, el viaje eterno. El mismo vitalismo se encuentra en el poema «Les muntanyes», aunque la relación entre el sujeto y su entorno en este ejemplo se profundiza, llegando a ser más bien simbiótica. 2 En los versos de esta composición, el sujeto poético se transforma cuando, al crepúsculo y tras beber de una fuente, ha sorbido los secretos misteriosos de la tierra, y una dulce sabiduría le inunda, haciéndole ser el mundo en flor, el alma del viento que lo mueve todo. Joan Lluís Marfany explica que para Maragall, «El    Maragall tenía un profundo conocimiento de la obra de Nietzsche; había traducido obras importantes del filósofo alemán al catalán, además de obras de los románticos Goethe, Wagner y de Novalis.   El poema «Les muntanyes» figura como una sección del poema largo «Enllà».

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alma de un pueblo es el alma universal que emerge a través del suelo» (115). El sujeto, en este caso, es asumido por un materialismo sensual que traduce una esencia espiritual a la materia terrestre. El poema comunica con gran claridad la creencia de Maragall de que los paisajes son retratos del alma de la gente que los habita. De tono muy diferente es otra composición emblemática de Maragall, «La vaca çega». 3 El poema ejemplifica las consecuencias del enfoque costumbrista, pero esta vez en la ironía, a través de la representación de un ser completamente cerrado en su entorno, sin la posibilidad ni de ver ni de imaginar algo diferente. A través de este poema alegórico, Maragall expresa una visión a la vez individual y colectiva de su anhelo de transformar una cultura tradicionalista y rural en una moderna y nacional, construyendo un puente entre las tensiones sociales y las posturas contrarias presentes en la cultura contemporánea. En «La vaca çega», Maragall elabora como trasfondo un paisaje que parece, a primera vista, ser pastoral, siguiendo la estética «noucentiste» que predominaba en las letras catalanas. En esta composición, se perciben las praderas de fresca hierba, las laderas en las que oímos ruidos parsimoniosos, el arroyo que alimenta la fuente y un sol resplandeciente abrasador. La sencillez de las imágenes descritas, junto con la regularidad endecasílaba, contribuyen al fuerte impacto del poema. Ese impacto se debe al contraste entre ese contorno idílico rural y el protagonismo de la vaca ciega, inscrita en una atmósfera de transformación. El aspecto más notable del poema es el tono de resignada tristeza que rezuma en los versos; una tristeza que no solo proviene de la vaca, sino que surge de la misma esencia del poema. Aunque el animal ha quedado ciego en parte por una crueldad de la naturaleza (una catarata en un ojo), también el ser humano la ha perjudicado: un niño pastor le había sacado el otro ojo de una pedrada. El tono triste se convierte en frustración en el animal, y al final en una resignación insuperable. Ya desde el mismo título, sabemos que el sujeto, la vaca, es ciega; leyendo los versos aprendemos que además, no solo está absolutamente sola sino que sufre por su condición; choca contra árboles, se lastima el morro en la piedra del bebedero, toma agua con apatía, y finalmente, en un gesto trágico, alza su gran cabeza hacia el sol, percibiendo una luz que nunca podrá ver. En los dos últimos versos, de una forma precaria, el poeta proporciona algún consuelo al lector cuando hace evidente que la vaca sabe muy bien donde está y que puede desplazarse instintivamente por «esas sendas imborrables». Desde su publicación, la crítica literaria en general, ha enfocado comentarios sobre este poema a la observación de que en él se muestra el aprecio y el amor del poeta por el mundo natural de su tierra natal. Joan Coromines y Dámaso Alonso en los años 60, Jon Juaristi en 1997, y el inglés Arthur Terry (2001), publican la opinión crítica dominante sobre este poema, expresando la belleza de una profunda conexión entre el poeta y el mundo natural de su tierra natal; Juaristi reitera una opinón expresada por Coromines que enfatiza que la piedad hacia el animal es un 

  «La vaca çega» fue escrita en 1893, y publicada por primera vez en el poemario Poesies.

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sentimiento de afinidad prerracional «entre el ser vivo que sufre y el ser vivo al que le resulta intolerable la contemplación del sufrimiento del otro». (Juaristi 127). Terry ofrece que no hay ninguna sugerencia de que la ceguera del animal sea algo extraordinario; incluye el dato de que Maragall, en una carta a su colega Soler i Miquel, describió el poema como «flor de salut ociosa» (Terry, 2001, s/p), un estado de equilibrio que asegura la sinceridad de su compasión. Al final del poema, Maragall no ofrece ninguna reflexión sobre el significado de la escena, o de su conversión poética, y por eso el crítico, Terry, insiste que lo único que nos queda tras su lectura es la conciencia renovada del misterio de la vida y la fuerza vitalizadora que viene de la compasión. Pero en nuestra opinión, es un poema que conlleva una fuerte carga irónica, una ironía que se apoya en la auto-contradicción presente en el poema a través de la representación de la ceguera del animal en medio de una escena que se supone bucólica. Al final, la ceguera trasmite al lector el aislamiento implícito en una cultura local auto-complaciente y perseguidora de tradiciones estrechamente propias. Maragall crea una alegoría crítica sobre la realidad catalana, escrita en catalán y dirigida a un lector catalán, que es tradicionalista, sin ningún interés en la universalidad, y que lastraba, según el poeta, a la cultura catalana hacia la involución. El poema lleva a cabo un doble juego, reforzando el papel central que ocupa la lengua en la creación de una conciencia colectiva, a la vez que muestra la necesidad del vitalismo que el poeta detectaba en la cultura europea contemporánea. El poema, «La vaca ciega» entonces, expone el resultado de la trampa de la repetición, de aceptar lo conocido como lo único verdadero. Por otros escritos de Maragall, se conoce bien su crítica a la institucionalización y politización de las producciones culturales catalanas, y la repulsa que sentía hacia esa cultura altamente tradicionalista, auto-contemplativa que la alejaba de otras culturas europeas que él consideraba mucho más dinámicas. El poema aporta una reflexión sobre la Cataluña solipsista que tan dañino le parecía a Maragall, tanto más doloroso debido a su amor por la tierra, su gente y su lengua. Al final de su vida, en una carta a Unamuno, escrita en 1911, Maragall expuso ideas suyas sobre un acercamiento a la búsqueda de una identidad o construcción del colectivo: …esta alma ibérica que todavía somos tan pocos en sentir, hay que buscarla hacia adentro, hacia adentro de su Castilla los castellanos, …, hacia dentro de nuestra Cataluña los catalanes, hasta llegar a la raíz común. … hacia dentro de cada modalidad hasta encontrar la cuasi única de las modalidades, su substancia única, y sólo por aquí se va también al humanitarismo, a encontrarse todos los hombres hermanos ahondando en las diferenciaciones. (Epistolario 97).

Aun 18 años después de la publicación de «La vaca çega», sus observaciones van más allá de las construcciones nacionales para buscar enlaces a nivel del ser humano, por encima del esencialismo existencial, un concepto que, en una escala ontológica es paralela a las premisas modernistas en la escala de la estética.

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Central a este uso de los paisajes es la asimilación por Maragall de la formulación de Novalis del poder de redención de la poesía. Así, Maragall describe la poesía como «la palabra viva…», «…el ritme clar del Univers que parlara amb nosaltres…» Traspasa el folclore tan prevalente en el fin-de-siglo para convertir los iconos en mito a través de la poesía. De esta manera, trasciende una visión meramente descriptiva y costumbrista, para conectar con una esencia humana dinámica. Maragall constantemente reconoce que la transformación de la materia que él lleva a cabo en sus versos reside en el poder de las palabras en sí, diciendo «en ella s’abracen i es confonen tota la meravella corporal i tota la meravella espiritual de la Naturaleza» (Comas 45). Así, Maragall describe el trabajo del poeta como el descubrimiento del misterio, la verdad y la realidad absoluta que residen en la poesía. El papel de la poesía, entonces, es central en la concepción del mundo de Maragall, como comunica el protagonismo del paisaje en gran número de sus poemas, sobre todo los enfocados en temas cívicos. Pues fuera de la poesía el paisaje es algo que todo el mundo ve, comparte, y habita, siendo en principio objetivo y absoluto. El Unamuno eterno Sin formular una crítica concreta hacia su comunidad de la misma manera en que lo hizo Maragall, Miguel de Unamuno aprovechaba iconos del paisaje también para que su poesía trasmitiera verdades más grandes que los del individuo. Haciendo eco de un concepto de Maragall, Unamuno formuló que «La universalidad no se alcanza por vía de remoción o de exclusión de diferencias, sino muchas veces ahondando en éstas» (Imícoz Beunza 95). Esta es una afirmación de su auto-conocimiento cívico e individual que corre paralelo a la auto-conciencia estética. La paradoja implícita en la práctica de llegar a lo universal a través de lo particular es una vía de expresión modernista, puesto que contiene una fuerte fe en la intuición, y una tendencia anti-autoritaria. Es el objetivo del individuo (unamuniano) como observador crítico de la sociedad. Para la lectura de la geografía de Unamuno, propongo aquí el examen de un solo poema; «El mar de encinas» 4 es una composición que incorpora numerosos rasgos característicos de su poesía, uno de ellos siendo su complejidad de imágenes. En la última estrofa se nos descifra el lenguaje altamente metafórico al llegar a la revelación clave del poema: que este mar de encinas no es en sí el objeto de interés, sino que es reflector de una realidad: Es este mar de encinas castellano vestido de su pardo verde viejo que no deja, del pueblo a que cobija místico espejo. (53-56)   Unamuno compuso «El mar de encinas» en otoño, 1906, publicándolo un año después en la colección titulada Poesías.

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El sujeto del poema no es, como a primera vista parece ser, el bosque o el paisaje, sino el ser humano al que caracteriza con ese espíritu con el que creíamos que describía el bosque. Unamuno ha sido capaz de imaginar, crear, de construir el bosque como una metáfora de un universo invisible; el pueblo; el carácter y los orígenes de este bosque —su fuerza y su nobleza— son en definitiva el espíritu del hombre —o sea, lo divino en esta visión unamuniana. El objetivo último de este poema, que se consigue con el salto metafórico señalado aquí, 5 es de reconfirmar la visión del poeta de que esas cualidades espirituales, fuertemente ligados a la geografía de la escena, son las que deben determinar el nuevo formato nacional. Unamuno ha reservado esta revelación para el final de la última estrofa, y a lo largo del poema nos ha ido llevando hacia esta conclusión; estrofa a estrofa ha desgranado el paisaje, quitado sustancia concreta a la escena que suscita el título y a la naturaleza que, en un principio creemos, va a retratar. La imagen central del ‘mar de encinas’ no es más que el recuerdo de un bosque que existía en tiempos legendarios. El poeta en seguida resalta la excepcionalidad de este lugar antiguo cuando dice en la primera estrofa: «… los siglos resbalaron con sosiego / lejos de las tormentas de la historia, / lejos del sueño / que a otras tierras la vida sacudiera» (2-4). Desde esta primera estrofa, el «bosque» es un lugar insólito que existe entre la realidad y el recuerdo, no tocado por ninguno, y muy distante de la situación presente que el poeta vivía. Unamuno aquí rescata los árboles desaparecidos para emplearlos a lo largo del poema como vehículo metafórico. Tras las siguientes cuatro estrofas en las que el poeta profundiza en la imagen y refuerza la sensación de eternidad, perdurabilidad y uniformidad, la trasformación de la sustancia continúa, como muy bien se puede percibir en la quinta estrofa cuando dice: «Como los días, van sus recias hojas / rodando una tras otra al pudridero…» (17-18). Se destaca aquí una marcada distinción entre lo eterno y lo efímero, y los eventos concretos de la historia, representados por las hojas de los árboles. En «El mar de encinas» la materia que para otros pueblos sería la base de su historia y tradiciones nacionales, aquí se marchita y es desechada —evidente poetización de la «intrahistoria» unamuniana. Una vez que Unamuno ha mostrado que el bosque es espejo de lo divino, a partir de la sexta estrofa, nos introduce a la realidad del presente. Lo hace primero evocando la melancolía cuando nos revela que lo que hemos visto hasta ese punto solo existe en el recuerdo. Remarcando este contraste entre el presente y el pasado, en la novena estrofa encontramos los elementos visuales que identifican a la Castilla que Unamuno veía —ausencia de bosque, sequedad de tierra, colores ocres amarillentos— y que todo lector contemporáneo podría reconocer:

  El significado de esta metáfora en «El mar de encinas» emerge de una resolución de la distancia entre los significados literales y simbólicos, en el «momento icónico» formulado por Paul Henle y Paul Ricoeur. Según su teoría, la metáfora es la acción de la unión de elementos que no son iguales, que me parece describe muy bien el lenguaje metafórico de Unamuno.

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Es su verdura flor de las entrañas de esta rocosa tierra, toda hueso, es flor de piedra su verdor perenne pardo y austero (33-36)

En lugar de la frescura y la ilusión implícitas en esa lejana infancia —que me atrevería a llamar «infancia nacional» en este contexto— en el presente lo que queda es una ausencia, una larga espera, un ser en potencia proyectado sobre el pasado desde el presente y cuyo sujeto es el espíritu que define al pueblo. En definitiva, lo que queda es un profundo anhelo por el hombre nuevo que va a llegar. El efecto que la melancolía provoca en el lector en este punto del poema es de notable importancia. La melancolía ciertamente contribuye a que el tono de los versos sea íntimo, pero en última instancia también tendrá otro efecto todavía más positivo para entender la esencia de este poema. Julia ������ Kristeva ���������������������������� indentifica una potencia regeneradora en la melancolía cuando dice, «The artist consumed by melancholia is at the same time the most relentless in his struggle against the symbolic abdication that blankets him» (9). ������������������������������������������� Unamuno, introduciéndonos a un presente en donde ‘el bosque’ está ya ausente, no significa que abdique ante el vacío de la nada o la no-presencia, sino que insiste en el nuevo uso del espacio en donde encajará lo que él llamará ‘hombre nuevo’. El poeta aprovecha la quietud del momento para buscar y definir el inmutable carácter español. La desolación inmediata, como efecto de la melancolía en la que sitúa Unamuno a sus interlocutores es su herramienta más efectiva para la recuperación de la identidad colectiva perdida. Hasta este punto en el poema, Unamuno trata de representar la espiritualidad colectiva desechando la historia, poetizando la ausencia y evocando la melancolía a través del lugar. Ahora, en las estrofas diez y once somos testigos de una evolución invertida donde Unamuno poetiza sobre la esencia primigenia —el origen último de las cosas—. El poeta nos devuelve a unos tiempos prehistóricos —antes incluso de que apareciera el hombre y comenzara la historia humana—. Una vez que estamos en este punto, retrocede aún más hasta la creación desde el fuego de la misma madre tierra, que es el origen universal de todas las tierras. Es, todo corazón, la noble encina floración secular del noble suelo que, todo corazón de firme roca, brotó del fuego de las entrañas de la madre tierra (37-41)

El efecto de esta evolución invertida es doble: primero, evoca una sensación de eternidad al extenderse más allá de la historia humana; y segundo, sitúa esa esencia evocada entre las piedras del paisaje actual, así sugiriendo su perduración en el futuro. La permanencia en el paisaje es un lugar común en la percepción geográfica, en contraste con lo efímero de la conciencia humana. En el poema, de esta manera, el poeta crea o justifica el presente, encontrando sus orígenes en un pasa-

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do tan distante que está fuera de la historia y así no es ni discutible ni justifi­ cable. En las penúltimas estrofas, Unamuno nos abre paso a una nueva manifestación poética, importante en su visión ontológica de lo que es el lugar de la experiencia —específicamente, su manifestación de lo universal—. En este punto, el poema descubre la roca de la madre tierra que compone todos los lugares, y el bosque (la vida, la experiencia) ocupa la zona en que la tierra y el cielo aspiran a la unión. Unamuno formula en estos términos su percepción del concepto de lo universal español cuando metafóricamente une el cielo y la tierra castellana. Pero al final, cuando equipara la trascendencia del paisaje con el pueblo que lo habita, contradice su propia construcción jerárquica. Lo hace de tal manera —aplicando su propia filosofía de contrariedades— que crea con la contradicción su propia coherencia. En este poema puramente descriptivo, toda la acción en los versos es exclusivamente trópica —existiendo tan solo en el lenguaje y en la creación de significados, sin ninguna representación mimética—. Como se comentó antes, el bosque es símbolo del pueblo; el poema —«El mar de encinas»— simboliza entonces el escenario de la política y de la conciencia. La geografía, el lugar, es donde se inscriben los otros factores ya que es el escenario de la experiencia. Unamuno busca la fórmula para una regeneración en símbolos próximos y lejanos a la vez, distintos al presente y fuera de la historia concreta, pero inconfundiblemente eternos en su esencia. La meta de la poesía Una diferencia importante entre el trabajo de Maragall y el de Unamuno, como se ha demostrado arriba, se manifiesta en su actitud hacia el trabajo crítico; Unamuno expresa una postura melancólica o más bien nostálgica en gran número de sus obras, siendo ésta una postura efectiva para proyectos reconstitutivos, mientras que Maragall aboga, a través del vitalismo, por un estado de salud mental que no se conforma con la expresión de la tristeza. De hecho Maragall promovía que el «seny» es señal de salud, y que el artista debe responder al mundo exterior sin imponer en ello su propia personalidad (Terry, 2001, s/p). Esta contextualización de paisajes literarios sirve para subrayar el espíritu que alimentaba las tendencias paralelas y simultáneas en España en los últimos años del siglo xix y principios del xx; en la política, la de corriente regeneracionista / nacionalista / regionalista, y en el campo estético, la del Modernismo, con su énfasis en el instinto, el individuo y la esencia de las palabras. Precisamente este contexto heterogéneo hace evidente la pluralidad de vías existentes para lograr una modernización, que últimamente era la meta de ambas tendencias. Joan Lluís Marfany considera que el Modernismo es un proceso que no se puede reducir a los términos de movimiento ni exclusivamente literario, ni artístico, ni filosófico, ideológico ni social, sino que lo abarca todo. Así, entran en él tanto el rechazo de la ciudad industrializada, como la glorificación de la sociedad urbana, percibida como colectivo de

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subjetividad individual. No es obvia la capacidad del Modernismo de ser catalizador de cambio una vez reconocidas las fuerzas en oposición inherentes en él, como son el cambio versus el continuismo en las ideas, o el papel del centro versus el de la periferia como foco de poder. Es otras palabras, es productivo considerar el Modernismo como un proceso a través del cual estos dos escritores tratan de llevar a cabo la transformación, Maragall, de la cultura renaixentista catalana —tradicionalista y costumbrista— en una moderna y nacional, si no europea, y Unamuno, una castellana renacida a través del reconocimiento en elementos del presente real de una actualización de un pasado infinito. El uso de paisajes locales, por diferentes que sean, la representación geográfica, les sirve a ambos para llegar a la expresión política del espíritu humano del colectivo al que pertenecen porque estos paisajes proporcionan un lenguaje común que entra en diálogo con el presente, creando significados que los lectores respectivos luego volverán a encontrar al contemplar otros paisajes sin la mediación del texto. Bibliografía citada Dámaso Alonso (1962). «Lo infinito y lo realísimo (y su molde) en la poesía de Maragall», en Cuatro poetas españoles, Madrid, Gredos, pp. 81-133. Carlos Blanco Aguinaga (1954). Unamuno, teórico del lenguaje, México, Colegio de México. Enric Bou (2000). «El dialeg intel·lectual Madrid-Barcelona», en 1898: Entre la crisi d’indentitat i la modernització. Actes del Congrés Internacional celebrat a Barcelona, 20-24 d’abril de 1998, Vol. I, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, pp. 531-543. Antoni Comas (1984). Obra poética: Versión bilinüé. Joan Maragall, Edición, introducción y notas de Antoni Comas, Madrid, Castalia. Joan M. Coromines (1989). «“La vaca çega” de Joan Maragall: Visió tràgica», Miscel·lànea Joan Bastardas, vol. 2, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, pp. 167-186. Dezsó Csejtei (2004). Muerte e inmortalidad en la obra filosófica y literaria de Miguel de Unamuno, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca. Paul Henle (1958). «Metaphor», en Language, Thought & Culture, ed. Paul Henle, Ann Arbor, Michigan, University of Michigan Press, pp. 173-189. Teresa Imicoz Beunza (1996). La teoría poética de Miguel de Unamuno, Pamplona, Eunsa. Jon Juaristi (1997). El bucle melancólico: Historias de nacionalistas vascos, Madrid, Espasa Calpe. Julia Kristeva (1989). Black Sun, New York, Columbia University Press. Joan Maragall (1895). «La vaca çega», Poesies, Barcelona, Tipografía «L’Avenç». —  (1906). Enllà. Poesies, Barcelona, Tipografía «l’Avenç». —  (1971). Epistolario y Escritos Complementarios. Unamuno —  Maragall, Madrid, Seminarios y Ediciones. Joan Lluís Marfany (1990). Aspectes del modernisme, Barcelona, Curial. Paul Ricoeur (1977). The Rule of Metaphor: Multi-disciplinary Studies of the Creation of Meaning in Languages, trad. Robert Czerny, Toronto, ON; Buffalo, NY, University of Toronto Press. Egon Schwarz (1961). «Joan Maragall, Catalan Mediator of German Literature», Modern Language Notes, vol. 76, n.º 8 (dic.), pp. 800-807. Arthur Terry (2000). La poesía de Joan Maragall, 2.ª ed., Barcelona, Quaderns Crema.

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La significación de la novela de adulterio española en relación con la europea Jorge Urrutia Universidad Carlos III de Madrid

Pensé en escribir sobre la novela de adulterio. Me dirigí entonces a la orilla de un río. Allí me pregunté sobre la relación literaria entre adulterio y mujer porque, en la literatura, el adulterio masculino no parece significativo. Ya sabemos que la literatura es la literatura y la vida es la vida. Cada sistema tiene sus porqués y sus reglas. He empezado, como habrá sido fácil descubrir, parodiando el conocido ensayo de Virginia Wolf A room of One’s Own (Una habitación propia) y ello se ha debido a que creo digno de resaltar —sin ser el primero en hacerlo, claro es— que no exista un género novelesco en torno del adulterio masculino. Es indudable que, en la novela, el adulterio del hombre no necesariamente resulta doloroso ni negativo, incluso, a veces, todo lo contrario. Podrían traerse a colación hábitos de comportamiento, la organización de las relaciones humanas u otras observaciones sobre la vida social, que explican además las posiciones feministas, pero, personalmente, estimo preferible considerar aquí las significaciones literarias. Cabe que nos preguntemos por la razón del tema del adulterio. No ausente en la literatura anterior, se convierte en un lugar común durante la segunda mitad del siglo xix. En su Testamento literario el novelista Armando Palacio Valdés observaba, no sin cierto disgusto, que el adulterio era una constante de la novela de su tiempo y

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que los novelistas parecían no encontrar otro tema para tratar. 1 De hecho, Charles Baudelaire se lamentaba, en 1857, comentando Madame Bovary, de que Flaubert no había evitado los tópicos (p. 1009). Para demostrarlo, el poeta se hacía a sí mismo una serie de preguntas a las que inmediatamente contestaba: ¿Cuál es el territorio de la tontería, aquel más productivo en imbecilidades intolerantes? La provincia. ¿Quiénes pueden ser los personajes más insoportables? Las gentecillas que se agitan en actividades sin grandeza. ¿Cuál es la propuesta más gastada? El adulterio. Pero aun antes, el año 1849, en La Gaviota, de Fernán Caballero, un personaje, ante la pretensión de otros de escribir una novela, les advierte: «hacedme el favor, a lo menos […], de no sacar a la colada seducciones ni adulterios» (p. 340). Esto indica que el tema era ya un tópico en la época, lo que tampoco tiene nada de particular después del éxito continuado de La princesse de Clèves (1678), de Madame de La Fayette, o la importancia de Die Wahlvenvandtschaften (Las afinidades electivas, 1809), de Goethe. ¿Por qué, pues, esa insistencia en narrar traiciones matrimoniales? Leopoldo Alas, en Su único hijo (1891), una peculiar novela de adulterio porque ambos cónyuges mantienen relaciones fuera del matrimonio y llegan a saberlo, comenta la vida social de los años treinta y cuarenta del siglo xix diciendo que la moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los años románticos y que, por entonces menudeaban los adulterios. 2 Pero la novela de adulterio no responde necesariamente a una realidad social; todos sabemos que, en la literatura, la lógica de lo real se suspende. De responder a ella, cabría preguntarse si no se daban otras experiencias, además del adulterio, que merecieran que el novelista se detuviese en ellas con los mismos o similares preocupación, entusiasmo y calidad de observación. Dejo la orilla del río y vuelvo a casa. Allí los libros se amontonan sobre la mesa de trabajo, llegados de no se sabe dónde, no se sabe cómo, enviados muchas veces no se sabe por quién. Esta vez sí conozco su origen, lo remite Guojian Chen, un traductor al español de la poesía china. Leo sus páginas asistemáticamente y encuentro un poema que se titula «En contestación a mi esposo», escrito por una poetisa del siglo xvi conocida como La Esposa de Guo Hui. Bajo la ventana de verde gasa abro tu carta con gran alegría.    «Hoy parece que los novelistas se contentan con narrar episodios familiares. […] Sin embargo, en las relaciones de familia, por regla general, no ven otra cosa interesante que el adulterio. De cien novelas contemporáneas se puede afirmar que noventa se desenvuelven sobre este tema. Sin duda, por la constitución actual de la sociedad, es el adulterio la relación que engendra mayor número de episodios interesantes y pone en juego los más escondidos resortes del alma humana. Pero hay dentro del amor sexual matices seductores en los cuales no entra el adulterio» (p. 1273). La bibliografía figura al final del texto; entre paréntesis se indica el número de página.    «La moralidad pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos años románticos; los adulterios menudeaban entonces; los tenorios, un tanto averiados que quedaban en la ciudad en aquella época habían hecho su agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y de buena familia, se sabía de muchas que se habían escapado por un balcón, o por la puerta, con un amante; o sin escaparse se habían encontrado encintas si que mediara ningún sacramento» (p. 29).

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Me quedo con la boca abierta: no encuentro ni una sola letra. Pero no tardo en comprender tu idea: la hoja blanca es lo que más dice, porque no existen palabras humanas para expresar tu amor y tu añoranza (p. 156).

Es un hermoso poema de amor. Sin embargo, resulta sorprendente porque lo normal son los poemas de desamor. De hecho, incluso éste se escribe desde la ausencia, desde la infelicidad. La felicidad —para esta poetisa china, la compañía de la persona amada—, exista o no en la vida real, no parece ser una situación poética. Por eso resultan tan extraños los poemas del amor matrimonial. 3 Cuando se escribe desde la felicidad, pareciera que una amenaza se cierne sobre los personajes y, efectivamente, suele producirse alguna tragedia hecha abandono, desamor o traición. ¿Porque la felicidad nunca dura más que un instante o porque no era sino un espejismo? Es difícil responder a la pregunta, pero parece indudable que la literatura surge de la ausencia, del desamor, del abandono, de la traición. ¿Y qué mayor prueba de desamor o de traición que el adulterio? Como las estructuras profundas sólo pueden expresarse a través de estructuras de superficie, y éstas exigen la contextualización, es necesario construir un espacio y unas relaciones que definan a los personajes y delimiten su comportamiento. El microcosmos de la ciudad de provincia, por ejemplo, va a ser con frecuencia el espacio idóneo para que se precipiten las constricciones que caracterizan a la burguesía constituida ya como clase organizadora —no sé si siempre rectora— de la sociedad. El novelista portugués Eça de Queirós, en un artículo enviado desde París el 24 de julio de 1880, al hablar de Madame Bovary, viene a describir el tipo de mujer de estas novelas de adulterio: «Una pequeña burguesa de provincias, tal y como la crea la educación moderna, corrompida por el falso idealismo y por la sentimentalidad enfermiza, agitada por apetitos de lujo y por ansias de placer, debatiéndose en la estrechez de su clase como en una cárcel social, […] procurando alternativamente la felicidad en la devoción y en la voluptuosidad, suspirando siempre por algo mejor y arrastrando una existencia minada por esta enfermedad incurable: el desequilibrio del sentimiento y de la razón, el conflicto del ideal y de la realidad, ¡hasta que una mano llena de arsénico la libera de sí misma!» Es una descripción muy parecida a la que también hiciese del personaje de Flaubert Emilia Pardo Bazán en La cuestión palpitante (1883), un libro defensor del naturalismo que fuese importante para la novelística española. 4   En la literatura española llaman la atención, por ejemplo, las denominadas «Canciones del amor honesto», de las que fue autor un poeta contemporáneo, Ramón de Garciasol, por cierto, nada conservador ideológicamente.    «Emma Bovary nació en las últimas filas de la clase media; pero en el elegante colegio donde fue educada […] empezaron a depositarse en ella los gérmenes de la vanidad, concupiscencia y sed de goces, graves

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No deja de ser sintomático que, tanto Eça de Queirós como la Pardo Bazán, eximan de responsabilidad, por medio del silencio, al marido, a M. Bovary. El filósofo y, sobre todo, economista John Stuart Mill publicó en 1869 The Subjection of women (La esclavitud de la mujer), que encuentra, en la educación y en la distribución histórica de las funciones sociales, las diferencias existentes entre hombres y mujeres, en lugar de la igualdad esencial entre ambos. Considera que la situación femenina es la de una clase sojuzgada hasta la esclavitud y, por ello, las mujeres «viven en un estado crónico de corrupción e intimidación, o de las dos cosas juntas» (p. 86), una observación que no deja de explicarnos muchos aspectos de nuestros personajes. Lucien Goldmann decía que la novela era la búsqueda degradada de valores auténticos. 5 En la novela de adulterio la mujer suele buscar como valor auténtico el amor pero, dado que vive en un estado crónico de corrupción e intimidación, su búsqueda está degradada, el resultado acaba siendo negativo y puede llegar al adulterio. Como también decía John Stuart Mill, «Desde el momento en que un ser humano está bajo nuestro dominio y autoridad, mal podríamos pedirle sinceridad y franqueza absoluta» (p. 126). Debe tenerse en cuenta que el primer y fundamental motivo de que la búsqueda literaria del amor se vea degradada es que la propia búsqueda resulta ya impertinente. Una mujer casada no tiene derecho a ella. Si en las distintas culturas se dan situaciones similares dentro de sus variantes, la maldad del adulterio femenino viene determinada desde el libro de los libros, desde el libro sagrado, desde la Biblia. 6 Resulta representativo que, en un poema decimonónico de inspiración bíblica de Publio Hurtado, que se titula La mujer adúltera, cuando se apresta a recibir a su amante, la esposa deja de ser lo que era para convertirse en un Reptil que, oculto entre el ropaje, henchido el labio de mortal veneno, a herir se presta con placer salvaje a quien dolido le abrigó en su seno (p. 20).

La historia literaria suele olvidar que Cristo, en el Evangelio de San Juan (8. 9 y 11), le dice a los acusadores de la adúltera: «El que de vosotros esté sin pecado arrójele la primera piedra» y, en vista del silencio, dirigiéndose a la mujer: «Tampoco te condeno yo; vete y no peques más». Por el contrario el Evangelio de San Mateo (5, enfermedades de nuestro siglo. Poco a poco se van desarrollando estos gérmenes y depravan el alma de la joven, esposa ya y madre de familia. Sentimentales amoríos, hábitos de lujo incompatibles con su modesta posición de mujer de un médico rural, trampas y desórdenes crecientes, complican de tal modo su situación, que cuando los acreedores la apremian se envenena con arsénico» (p. 89).    «Le roman est l’histoire d’une recherche dégradée, recherche de valeurs autentiques dans un monde dégradé lui aussi mais à un niveau autrement avancé et sur un mode différent» (p. 23).   Aunque la ley antigua (Levítico 20, 10; Deuteronomio 22. 22) castigaba con la lapidación a ambos adúlteros, en el libro de los Proverbios (6, 29) sólo se advierte que no saldrá indemne quien toque a la mujer casada, y el capítulo 7 se refiere a los halagos femeninos seductores y pecaminosos.

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32) ya presenta la condena que se cierne sobre la mujer: «Quien repudia a su mujer […] la expone al adulterio y quien se casa con la repudiada comete adulterio». Es decir que la mujer casada, si es abandonada por el marido, lleva siempre consigo una marca infamante. Por si ya condena inicial arrastrada por la tradición libresca no fuera suficiente, las mujeres de las novelas de adulterio suelen ser inexpertas, incapaces de enfrentarse con las adversidades, por pequeñas que sean. No saben del mundo ni de la vida. Madame Bovary, por ejemplo, busca sus referencias vitales en la literatura. Así, el novelista nos dice que le parecía que algunos lugares ofrecían de por sí felicidad y recordaba paisajes escoceses sólo conocidos a través de las novelas románticas. 7 En algún momento se refiere expresamente a sus lecturas: «elle se rappela les héroïnes des livres qu’elle avait lus, et la legión lyrique de ces femmes adultères se mit à chanter dans sa mémoire avec des voix de soeurs qui la charmaient. Elle devenait ellemême comme une partie véritable de ces imaginations et réalisait la longue rêverie de sa jeunesse, en se considérant dans ce type d’amoureuse qu’elle avait tant envié» (p. 179). 8 Las protagonistas de novelas señeras como Madame Bovary (1857), del francés Flaubert, La regenta (1885), del español Leopoldo Alas, o O primo Basilio (El primo Basilio, 1878), del portugués Eça de Queirós, son mujeres sumidas en una vida que les parece vulgar, provinciana (aunque Luísa Carvalho viva en la Baixa lisboeta), y son también incapaces de liberarse realmente de ella. Sueñan con una salida hacia un mundo que suponen lleno de sorpresas y emociones. También de riquezas. Un mundo cuya teórica existencia aprendieron en la literatura. «Lia muito romances; tinha una assinatura en la Baixa, ao mês. Em solteira, aos dezoito anos, entusiasmara-se por Walter Scott e pela Escócia […] Ría-se dos trovadores, exaltara-se por Mr. de Camors [personaje de una novela de Octave Feuillet]; e os homens ideais, apareciam-lhe de gravata branca, nas umbreiras das salas de baile […]. Havia uma semana que se interesaba por Margarita Gautier» (p. 18). 9 Ana Ozores, por su parte, parece prepararse desde niña para su misticismo futuro. «Los libros que llegaban a sus manos no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese», leemos en el volu  �������������������������������������������������������������������������������������������������������� «Il lui semblait que certains lieux sur la terre devaient produire du bonheur, comme une plante particulière au sol et qui pousse mal tout autre part. Que ne pouvait-elle s’accouder sur le balcon des chalets suisses ou enfermer sa tristesse dans un cottage écossais, avec un mari vêtu d’un habit de velours noir à longues basques, et qui porte des bottes molles, un chapeau pointu et des manchettes!» �������� (p. 43).   El personaje de Flaubert es, de alguna manera, cervantino. ����������������������������������� Charles Dantzig, en su curiosísimo Dictionnaire égoïste de la littérature française dice que «Flaubert n’a écrit qu’un livre, Don Quichotte. Qui est Don Quichotte? Une imagination frêle exaltée par la lecture des romans de chevalerie. Qu’est-ce que Madame Bovary? Le roman des effects de la lecture de romans populaires sur une imagination frêle» (p. 306). Habría ������� otros elementos cervantinos en la novela de Flaubert, tales como el hecho de que el sujeto de la narración al principio de la obra cambie, poco después, a una tercera persona neutra, sin que el lector nunca sepa a quién correspondiera el nous inicial.    Leía muchas novelas; pagaba una suscripción mensual en la Baixa. De soltera, con dieciocho años, se entusiasmó por Walter Scott y por Escocia […]. Se reía de los trovadores, bebía los vientos por monsieur de Camors se figuraba a los hombres ideales con corbata blanca y a las puertas de las salas de baile […]. Hacía una semana que se interesaba por Margarita Gautier…

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men primero (p. 191). Luego tuvo acceso sin control a la biblioteca de su padre hasta llegar a Le génie du Christianisme y a Les Martyrs, de Chateaubriand. Y, más adelante, cuando es consciente de su hastío, se dice a sí misma que «no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia» (vol. I, p. 376). En cambio, la protagonista de Clemencia (1852), de Fernán Caballero, se conformaba con su marido «y rogó a Dios lo mejorase y trajese a mejor vida». La novelista explica por qué actúa de esa manera: «porque no había leído novelas, ni visto dramas de pasión, y conservaba intactas las puras doctrinas de moral cristiana, no deslustradas por mundanos sofistas» (p. 136). Si los novelistas del realismo no suelen opinar expresamente sobre el efecto de las lecturas en sus protagonistas, los de origen romántico, sobre todo si son de pensamiento conservador, y aunque sean mujeres, sí lo hacen, denunciando lo que estiman un peligro. Ángela Grassi, en El copo de nieve (1876), indica que su personaje, Clotilde, «llena de imaginación de las frívolas novelas que se fabrican en el día, […] quería imitar a las mujercillas despreciables, que sólo la perversión de todo sentido moral puede convertir en heroínas» (pp. 146-147). 10 El mundo y la vida aprendidos en la literatura explican el aburrimiento de estas mujeres y su deseo de cambio. Ahora bien, la vida de Emma o de Ana Ozores no había sido especialmente variada y divertida antes del matrimonio. La boda, por lo tanto, les abre un pequeño mundo de relaciones, por pequeño que sea, que antes les era desconocido. Su ennui personal surge de la desilusión por la diferencia entre lo imaginado y lo obtenido. En cualquier caso, ya decía Stendhal, en Le rouge et le noir (1830), que «L’ennui de la vie matrimoniale fait périr l’amour sûrement, quand l’amour a précédé le mariage» (p. 174). 11 Hacía Eça de Queirós, en la crónica parisiense que he citado antes, una observación importante cuando escribe que estas mujeres buscan la felicidad alternativamente en la devoción y en la voluptuosidad, porque aspecto muy característico es su religiosidad, incluso enfermiza. Comenta John Stuart Mill que «el caso es muy frecuente en los países católicos, donde la mujer desacorde con el marido busca apoyo en la otra autoridad ante la cual aprendió a doblegarse» (p. 324). El que el sacerdote sea también hombre no puede resultar inocente. Añade, sin embargo, el pensador inglés que si los protestantes y los liberales atacan la influencia del sacerdote sobre la mujer, lo hacen «menos porque es mala en sí que porque es una rival de la infalibilidad del marido y excita a la mujer a la rebelión» (p. 325). Es decir, el representante eclesiástico acaba siendo un elemento perturbador del orden social establecido. En la novela de la segunda mitad del siglo xix encontramos una serie de obras en torno al personaje de un sacerdote y a la relación de éstos con las mujeres, que pudiera iniciarse —para lo que a nosotros nos interesa aquí— en Madame Gervaisais, de los hermanos Goncourt (1869), cerrarse con Nazarín, de Pérez Galdós  Véase el artículo de Victoria Galván González citado en la bibliografía.  El aburrimiento de la vida matrimonial sin duda hace perecer el amor, cuando el amor precedió al matrimonio. 10 11

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(1895) y resumirse en una expresión en italiano del Dr. Andral, el médico de los extranjeros que pasan por Roma en la novela de los Goncourt: «Che volete? Siamo sotto i preti!» (p. 75). 12 Mme. Gervaisais, una mujer moderna e independiente, se instala en Roma con su hijo. Un día tiene lo que puede llamarse el encuentro con Cristo. Lee el famoso ensayo de Lamenais Essai sur l’indifférence en matière de religión (Ensayo sobre la indiferencia en materia de religión), pasa por el angelismo de Swedenborg y cae en manos de un sacerdote trinitario, el Padre Sibilla, que se afana por extirparle cualquier posibilidad de pensamiento sustituyéndoselo por ejercicios mecánicos de religiosidad. El padre Nazario, Nazarín, es, en cambio, un ser profundamente bueno que decide romper con la Iglesia institucional y recuperar una vida de pobreza propia del cristianismo primitivo. Sus actos, sin embargo, no traen sino desgracias y acaba en una suerte de delirio místico. Entre la mujer enloquecida por la acción del sacerdote y el sacerdote enloquecido por su propia creencia hay un territorio que Émile Zola cubre con la demostración de la imposibilidad del celibato eclesiástico, en La faute de l’abbé Mouret (1875) —que coincide en mucho con O crime do padre Amaro (1880), de Eça de Queirós—, 13 su denuncia de la falsa caridad cristiana en Lourdes (1894), la exposición de la Iglesia como poder, en Rome (1896), y la evidencia del necesario abandono de la disciplina eclesiástica, en Paris (1898). Pero queda una novela de Zola que posee una enorme importancia para nosotros, La conquête de Plassans (La conquista de Plassans, 1874), donde el padre Faujas se hace poco a poco señor de vidas y haciendas de una pequeña ciudad de provincias, empezando por conseguir el control absoluto sobre una mujer. El complemento necesario de todas estas novelas es La regenta, puesto que el sacerdote, Don Fermín de Pas, lucha por conseguir el dominio de la ciudad de Vetusta, pero también el corazón de Ana Ozores. Hasta el punto de que, cuando se entera del adulterio y de que el marido aún no ha tomado venganza piensa: «Él, él era el marido, y no aquel idiota que aún no había matado a nadie» (II, 493). De hecho, una de las singularidades de La regenta es que el sacerdote ocupa narrativamente el lugar del esposo. Me parece importante recordar este cruce de la novela de adulterio con la novela de sacerdote porque, gracias a ello, puede comprenderse que lo que subyace es un conflicto de poder. Por una parte, conflicto entre el poder eclesial y el poder civil, que responde al enfrentamiento entre los conservadores y los liberales. Por otra, el conflicto entre sí de los grupos conformadores de la burguesía política y económicamente dominante. 12  No considero aquí novelas, incluso anteriores, en las que el sacerdote no cobra la importancia que me interesa resaltar, como Les mémoires d’un prêtre (1860), de Albert Equiros, Une famille tragique (1861), de Charles Hugo, Le jardin du chanoine (1866), de Louis Ulbach, La confesión de l’abbé Passereau (1869), de Alfred Assollant, Le missionnaire (1869), de Erneat Daudet, Pepita Jiménez (1873), y Doña Luz (1879), de Juan Valera, Ángel Guerra (1891) y Tormento (1884), de Benito Pérez Galdós, entre otras. Véase el capítulo III del libro de Juan Ventura Agudiez citado en la bibliografía final. 13  Novela que, como es sabido, tuvo una primera redacción, al menos, en enero de 1875.

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Nietsche, en Jenseits von Gut und Bösse (Más allá del bien y del mal, 1886), afirma que «dondequiera el espíritu industrial ha conseguido la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático, la mujer tiende a la independencia económica y legal de un comisionista» (p. 165). El adulterio viene a ser, pues, una metáfora de cómo el dominado puede rebelarse y de las consecuencias de la pérdida de autoridad que ello implica. En el teatro realista del siglo xix, sobre todo en el género que se ha dado en llamar de alta comedia, el que mejor parece responder a la estructura social y a la estética de la burguesía, también encontramos con frecuencia el tema del adulterio. Uno de sus autores más representativos, José Echegaray, que compartió en 1904 el Premio Nobel de Literatura con Frédéric Mistral, estrenó en 1881, y con gran éxito, la obra El gran galeoto. A ella pertenecen estos versos dichos por la cuñada del hombre de negocios protagonista: El hombre es ruin y traidor, y exige de la mujer, por una hora de placer, una vida de dolor. La deshonra del esposo, de la familia la ruina y la frente que se inclina bajo sello vergonzoso. Como social penitencia, desprecio de los demás. ¡Y Dios que castiga aún más con la voz de la conciencia! (p. 680).

El gran galeoto presenta la crisis familiar que se desencadena cuando la sociedad empieza a murmurar sobre las posibles relaciones entre la esposa de un empresario y el hijo adoptivo de éste. Aún convencido de su inocencia, el empresario obliga al joven a marcharse. Los versos que he citado explican la razón: el desprecio social y la ruina de la familia. ¿Si un empresario es incapaz de gobernar su casa, qué garantía existe de que sabrá controlar sus negocios? La novela póstuma de Eça de Queirós, Alves & C.ª resulta más explícita. Godofredo da Conceição Alves, negociante en exportaciones a ultramar, descubre a su mujer en pleno adulterio y decide, como primera medida, devolvérsela a su padre y éste exclama, ante la sorpresa del marido: «¡Se casa con una hija de buena familia, la tiene cuatro años en su poder, y al cabo de cuatro de cuatro años le dice: ahora, niña mía, vuelve en compañía de tu padre! ¡No está mal! ¿Y si yo no la quiero en casa, mi querido señor?» (p. 53). El concepto de usufructo no está lejos de esta postura paterna. En la discusión siguiente entre ambos surgen una y otra vez frases como: «¡Lo peor son las habladurías!» o «Ni para usted ni para mí es bueno que se pongan a hablar por ahí!», que demuestran la importancia de lo que en España se llama «el qué dirán», es decir: la fuerza de la opinión de los demás y de sus comentarios.

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La segunda decisión del marido es la de batirse en duelo con el amigo traidor, pero éste le explica que batirse en duelo resultaría absurdo, porque «comprometería a doña Ludovina, daría a entender a la gente que hubo [….] adulterio, dejaría al señor Alves en una posición un tanto ridícula y perjudicaría a la firma comercial» (p. 95). La novela es una parodia, evidentemente, pero deja claro que las decisiones se toman para callar a la gente, evitar el ridículo, librar a la mujer de la mala fama y, sobre todo, mantener la firma comercial intacta y unida. Nada tiene esto que ver con la reflexión existencial de Innstetten al saber el posible adulterio que cometiera su esposa Effi Briest: «En la convivencia con los demás seres humanos se ha desarrollado un algo que, sencillamente, está ahí, y por cuyos raseros y por cuya normativa nos hemos acostumbrado a juzgarlo todo, a los demás tanto como a notros mismos. Atentar contra ese algo es imposible; la sociedad nos despreciaría y al final nos despreciaríamos nosotros mismos y acabaríamos por no ser capaces de soportarlo y por levantarnos la tapa de los sesos» (p. 305). En algún caso, aunque no exista legalmente adulterio porque no ha habido antes matrimonio, el efecto es el mismo. Lo importante es la reacción social ante el engaño pues, como dice Emilia Fiandra, en Desiderio e tradimento. L’adulterio nella narrativa dell’Ottocento europeo, «a soccombere è il tessuto sociale che si sgretola intorno agli adulteri» (p. 32). El mexicano Federico Gamboa publicó en 1903 Santa, una novela que obtuvo un enorme éxito y que habría que integrar en el subgénero de novelas de prostitución. Narra precisamente la vida de una bellísima prostituta quien acepta irse a vivir con un torero español triunfador en México. Su convivencia resbala hacia una relación típicamente matrimonial, porque la vida imaginada va borrándose ante los hábitos del día a día: «Su amor por el torero como que se desgastase con las semanas pacíficas, similares, sin parrandas ni bullas […]. Ella teníase imaginado cosas distintas […]: una continua juerga, la guitarra y la navaja, la manzanilla y la plaza de toros, […] El Jarameño brindándole los bichos que estoqueara. Y en vez de lo imaginado, lo real» (p. 210). El torero no la deja ir a las corridas por superstición y, un día que regresa temprano de la plaza, la sorprende con un amante. Símbolo claro de la hombría y el machismo, no puede consentir ser públicamente engañado porque perdería prestigio. Su negocio —permítanme el término— se vendría abajo. Por eso pretende matarla. 14 La pérdida simbólica de autoridad y prestigio del marido ante su grupo social es, creo yo, la razón de la importancia que cobra el tema del adulterio en la novela del siglo xix y explica el incremento de su escritura en su segunda mitad. Puede argumentarse que es una novela paralela al despertar de las reclamaciones feministas, pero estimo que mayor fuerza —puesto que no puede decirse que los novelistas se hagan eco, salvo excepciones, de esas demandas— tiene su valor de metáfora del poder inestable, la autoridad y la confianza en la sociedad burguesa. 14  Sólo la divinidad puede impedir el castigo. En la agresión, tropieza con una imagen de la Virgen que hay en el dormitorio y grita: «— ¡Te ha salvado la Virgen de los Cielos!... Sólo ella podía salvarte… ¡Vete! ¡Vete sin que yo te vea!, ¡sin que te oiga!» (p. 213).

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Falta y castigo de la adúltera La falta que cometiera la adúltera produce efectos en dos direcciones, hacia ella misma y hacia los que la rodean. La mujer suele sufrir las consecuencias de su acción incluso en las novelas de autores ideológicamente avanzados. La enfermedad, la locura o la muerte esperan a la vuelta de la esquina. Es sabido, por ejemplo, cómo Émile Zola explora los límites de la razón humana. Así, el descubrimiento de la falta parece que pudiera vencer la parálisis de Madame Raquin, mientras que Thérèse y Laurent resultan incapaces de soportar la propia culpa, lo que los conduce al suicidio. François Mouret, por su parte, se rompe intelectualmente al no poder soportar el rapto ideológico de su mujer, Marthe, por el sibilino abate Faujas, en La conquête de Plassans. Marisalada, la protagonista de La gaviota (1849), de Cecilia Böhl de Faber —autora que firmaba con el pseudónimo masculino de Fernán Caballero— es una joven dotada maravillosamente para el canto; a causa de una pulmonía cogida durante su relación ilícita con el torero Pepe Vera, pierde la voz. Emma Bovary va despeñándose hasta la propia muerte. De hecho, como recuerda Biruté Ciplijauskaité (p. 74), es la única de estas mujeres de las novelas de adulterio que pasa de un amante a otro porque, en cuanto se regulariza la relación, encuentra en el amante las mismas desilusiones que en el matrimonio. Luísa Carvalho enferma y muere, tras unos amoríos llenos de dificultades que Emilia Pardo Bazán, mujer al fin y al cabo, entiende en toda su fuerza cuando, en La cuestión palpitante, escribe: «El portugués Eça de Queirós, en su novela O primo Basilio —donde imita a Zola hasta beberle el alma— traza un cuadro horrible bajo su aparente vulgaridad, el del suplicio de la esposa esclava de su culpa» (p. 153). La referencia a Émile Zola es acertada porque no podemos dejar de recordar la esclava de su culpa que es la Teresa adúltera, asesina y recién casada de Thérèse Raquin (1867), ya citada. Ana, el personaje deseado por todos en La regenta (1884/85), termina la novela enferma y en «un delirio que le causaba náuseas». Lucía, la joven malcasada que protagoniza Un viaje de novios, de Emilia Pardo Bazán, resiste, por no cometer adulterio, a la declaración de amor y entrega del admirable Artegui. Sin embargo, ante la sospecha, es abandonada por el marido y se le hace el vacío en el pueblo. Effi Briest, la protagonista de la novela de Theodor Fontane (1892), enferma de cuerpo y espíritu, lamenta el daño hecho, incluso les dice a sus padres que es consciente de haberlos convertido en ancianos antes de tiempo y dispone su tumba. Edna Pontellier, la heroína de The Awakening (El despertar, 1899), de Kate Chopin, un personaje realmente consciente de sus actos, comprende que la presión social le hará la vida imposible y se adentra desnuda y definitivamente en el mar. Casos bien diferentes que muestran la indefectibilidad de una suerte de maldición. Y es que, como resume en un momento la narradora de El despertar, las cosas van evolucionando poco a poco en el entorno de estas mujeres o ellas mismas las han ido cambiando, casi sin sospecharlo, hasta situaciones que no pueden controlar:

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«Aún no sospechaba —dice— que era ella la que […] estaba aceptando dentro de sí misma nuevas circunstancias que influían en su entorno, transformándolo» (p. 79). Quisiera destacar por motivos bien diferentes dos novelas. Una es El comendador Mendoza (1877), de Juan Valera, en la que se presenta el caso de conciencia de la madre adúltera en secreto que no sabe cómo resolver el problema ético de que la hija vaya a heredar la fortuna de un padre que no es el suyo. Otra, la extraordinaria novela de Benito Pérez Galdós, El abuelo (1904), donde el personaje que da título a la obra pretende saber, sin llegarlo nunca a conseguir, cuál entre dos hermanas pequeñas es realmente su nieta cuando conoce que la nuera, antes de enviudar, tuvo una relación adúltera. En ambas novelas el personaje principal no es la mujer, sino el antiguo amante o el abuelo, pero el centro de la historia es la repercusión social del adulterio. En el siglo xix, escribe Michelle Perot en la Historia de la vida privada, dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby, «la deshonra sobreviene a causa de las mujeres, son ellas las que se sitúan siempre del lado del deshonor» (p. 205), tanto cuando descuidan sus responsabilidades domésticas y maternales, como cuando ocupan demasiado espacio exterior. Ante esa suerte de maldición indefectible, parece que la solución conviene buscarla en la corrección de los hábitos familiares anteriores al matrimonio. Así, los escritores más avanzados son defensores de la libre elección de esposo, entendiendo que ello haría disminuir el número de adulterios. Ramón de Campoamor es poeta que tiene fama de acomodarse a los gustos e ideología burgueses. Pero si eso es verdad, también lo es que se manifestó, bajo esa apariencia de acomodo, como fustigador de la moral de la burguesía española decimonónica. En un poema titulado «Si una pudiera hablar», elige un sujeto poético femenino para que exprese la injusticia del silencio impuesto a las jóvenes por las prescripciones sociales: Te escribo protestando, madre mía, que en pláticas de amor si es muy malo pecar, la hipocresía es mil veces peor. …………………………………………….. ¿Quién no anhela morir con la experiencia de que, si es bueno amar, un martirio sin gloria es la existencia por no poder hablar?

Lo que había callado hasta entonces la joven es que estaba enamorada de un hombre distinto al que su madre ha elegido para ella. Y termina el poema con esta estrofa: ¡Adiós! ¡Como una tromba de alegría voy de su amor en pos…! Espejo de mi alma, madre mía, ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!

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Nos quedamos sin saber, naturalmente, cuál fuera el resultado de esta decisión. Pero en los desconocidos efectos del ejercicio femenino de la libertad se ancla también la pregunta que el espectador se hace al final de Nora oder ein Puppenheim (Casa de muñecas, 1879), de Ibsen. ¿Qué hizo Nora cuando se marchó? El dramaturgo cree haber resuelto el drama al reclamar el derecho de la mujer a su libertad, pero no sabemos contra qué resistencias deberá combatir esa esposa que abandonó el hogar conyugal y, sobre todo, a sus hijos. El texto dramático, es sabido, sí tuvo que luchar contra las reacciones de los censores, de las actrices y del público y el propio Ibsen escribiría una versión alternativa del final, precisamente por negarse una de sus actrices habituales a interpretar el papel tal como estaba, como recuerda Roberto Alonge. Si la heroína del poema de Campoamor acuerda romper con sus obligaciones familiares por amor; si la Nora de Ibsen se marcha del hogar por dignidad personal; o si la Edna de Chopin abandona al marido en ejercicio de su libertad, otras mujeres se ven impelidas a la decisión más o menos definitiva por necesidades económicas surgidas de la frivolidad. Como dice el personaje narrador de Lo prohibido (1885), de Benito Pérez Galdós: «te he enseñado a arrastrar la felicidad conyugal por los mostradores de las tiendas de lujo» (p. 365). La propia Madame Bovary contrae deudas innecesarias, pero no son ellas las que la conducen al adulterio, lo que sí ocurre con la esposa del señor de Bringas, en la novela de Benito Pérez Galdós titulada precisamente La de Bringas (1884), a quien no es el amor lo que la motiva, ni la diferencia de edad con respecto al marido, ni los intereses distintos del uno y del otro, ni los demás tópicos constituyentes que aparecen una y otra vez en estas novelas, sino el miedo a no poder hacer frente a sus deudas, entre otras cosas porque carece de inteligencia y de propia estima. Se acerca a su admirador, Don Manuel María José del Pez, para poder pedirle dinero. Cuando, después de entregarse, Rosalía de Bringas recibe una carta que le niega la ayuda económica, lamenta haberse envilecido, pero decide seguir, ya sin preocupación ética alguna, por el camino emprendido, esperando tener más suerte. Al principio teme que el escándalo de su deuda le enfrente con el marido y que, tal vez, éste le diga como el Helmer de Ibsen le dijo a Nora: «No hay nadie que sacrifique su honor por el ser amado», pero luego —rapidísimamente en el texto novelesco— decide llevar de ahí en adelante una doble vida que le resulte rentable socialmente, por conservar su estatus matrimonial, y económicamente, pues obtiene dinero. Lo quiere todo y no está dispuesta a sacrificar nada. El novelista lo explica: «que en lo sucesivo supo la de Bringas triunfar fácilmente y con cierto donaire de las situaciones penosas que le creaban sus irregularidades. Es punto incontrovertible que, para saldar sus cuentas, […] no tuvo que afanarse tanto como en ocasiones parecidas descritas en este libro. Y es que tales ocasiones, lances, dramas mansos, o como quiera llamárseles, fueron los ensayos de aquella mudanza moral y debieron de cogerla inexperta y novicia» (p. 722). La novela termina con un estupendo ejemplo de la ironía galdosiana. El narrador se integra como personaje de la historia y, tras una recatada entrevista con la de

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Bringas, asegura que ella pretendió hacerlo su amante, a lo que negó por no comprometer la moral y la economía doméstica. 15 Cristina Naupert, en su libro Tematología comparatista entre teoría y práctica, establece cuatro fases narrativas que, con mayores o menores complicaciones y entrelazamientos, definirían la novela de adulterio como clase o subgénero: 1. Desigualdad de los cónyuges, bien por edad, bien por origen, bien por modo de pensar. 2. El dúo se convierte e trío porque el deseo individual de la mujer está en contradicción con la norma social. 3. El adulterio se desarrolla clandestinamente. 4. El marido descubre la traición y reacciona, generalmente castigando a la transgresora. Madame Bovary sigue este modelo, aunque el castigo no venga traído directamente por el esposo. Realmente puede decirse que, si no establece el modelo, sí al menos lo fija. Y con ella La regenta que, en su último capítulo, expresa con claridad la relación de la historia narrada con la escritura literaria: «Unos a otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban (…) el íntimo placer que les causaba aquel escándalo que era como una novela» (vol. II, p. 524). Tanto las mujeres de Campoamor, Ibsen o Chopin (muestras de libertad en la modernidad), como la señora Bringas de Pérez Galdós (ejemplo también de libertad, pero descarada y cínica) son ejemplos de modernidad y ninguna de ellas resulta castigada, en clara ruptura con lo que parecería ser una norma literaria. En el caso de la literatura española, existe una codificación profunda de las actuaciones sociales que se manifiesta con evidente constancia. Me refiero a la distinción entre honor y honra que permite articular la apreciación del adulterio y el castigo que parecería obligatoriamente sobrevenido. La honra frente al honor Américo Castro distingue claramente los dos aspectos literarios de este tema, uno referente a la inmanencia y otro volcado sobre la trascendencia social. Aunque suela conocerse como concepto calderoniano del honor, el primero en sistematizarlo fue Lope de Vega, quien simboliza la trascendencia social en la relación conyugal que, si existe adulterio, va unida a la venganza, ejecutada por el marido, el padre o el hermano.

15   «Quiso repetir las pruebas de su ruinosa amistad; mas yo me apresuré a ponerles punto, pues si parecía natural que ella fuese al sostén de la cesante familia [cesante porque cambió el gobierno y el señor Bringas se quedó sin trabajo], no me creía yo en el caso de serlo, contra todos los fueros de la moral y de la economía doméstica» (p. 722).

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Bances Candamo, un dramaturgo contemporáneo de Calderón, afirmaba —según recuerda el historiador y crítico Ángel Valbuena Prat (p. 444)—: «¿Qué pluma, por severa que sea, dirá que podrán las mujeres casadas hallar más a mano en ellas el deseo del adulterio que el horror del castigo, dándole a beber el uno junto al otro?». Es una cita importante porque muestra la supeditación del escritor, no tanto a un código social (los maridos españoles del siglo xvii no iban matando esposas como quien derriba mieses) sino a una verosimilitud literaria. Los propios dramaturgos saben de la crueldad del código y sus personajes se resisten a aplicarlo o, al menos, se quejan de ella: ¡Mal haya el primero que hizo ley tan rigurosa, pacto tan vil, duelo tan impío, y entre el hombre y la mujer es tan desigual partido, como que esté el propio honor sujeto al ajeno arbitrio!

De hecho, lo que importa literariamente no es tanto la venganza, por cruel que ésta sea, como la inquietud interior que sufre el vengador. Los versos de No siempre lo peor es cierto, de Calderón, además de la lamentación por la ley del honor y la honra, denuncian la desigualdad entre hombres y mujeres. Se dan maridos incapaces de matar a la esposa. En Las ferias de Madrid, de Lope de Vega, por ejemplo, ante la indecisión del marido, el padre de la mujer lo mata y propicia la boda de ella con el amante, salvando así la honra. Resulta evidente, por lo tanto, que la honra depende del eco social y nada tiene que ver con el ser en sí del adulterio. Como aclara Ramón Menéndez Pidal, el honor es la consideración que el hombre gana por su virtud o buenos hechos, mientras que la honra depende de la estimación y fama que otorgan los demás. La deshonra significa la muerte social y, por ello, sólo se corrige con otra muerte. Ésta es la base genérica que establece la verosimilitud literaria y que Tirso de Molina resume en tres versos de su comedia El celoso prudente: Nunca un español dilata la muerte a quien le maltrata ni da a su venganza espera.

El honor se posee y se hereda, pero resulta dañado por la pérdida de la fama, es decir, de la honra. Por eso Menéndez Pidal puede explicar que la venganza se entiende como un bien social que sólo se detiene ante el Rey, es decir: ante el interés superior de la nación. 16 16   «La venganza del honor es la defensa de un bien social que hay que anteponer a la vida propia o de los seres queridos; sólo cede ante el respeto al rey, o sea ante el bien común de la patria; tiene carácter de heroicidad estoica, de deber doloroso, que se cumple con sufrimiento sereno y decidido» (p. 28).

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Este concepto del honor responde a principios que regían en toda la Edad Media europea y siguen aún vigentes en muchos lugares durante los siglos xvi y xvii. Lo particular español es su formalización literaria hasta convertirlo en componente genérico. Los personajes del drama hispánico se debaten frente al conflicto de honra como los de la tragedia griega se revuelven bajo las premisas del hado, del fatum. Hay personajes que contornan y evitan la obligación vengadora, especialmente en la novela. Así, por ejemplo, en El celoso extremeño, de Cervantes, el marido, tras descubrir a su joven esposa durmiendo en brazos del galán, no toma la decisión de matarlos, sino que, por el contrario, rehace el testamento para doblarle la dote a la mujer y le aconseja que, a su muerte, se case con el joven, porque nunca pretendió ir contra su gusto. 17 Además de la transformación del motivo del viejo casado con mujer moza, ya que el marido no resulta ridículo ni digno de hazmerreír, Cervantes ofrece la figura de un marido burlado nada vengativo, sino que comprende sus propios errores y las nefastas influencias del entorno sobre una mujer joven y, como ya vimos, inexperta. Hay una novela olvidada, escrita en Italia aunque en español, y publicada por vez primera en Nápoles, por el impresor Joseph Roseli, en 1688, cuyo autor fue el sardo Conde de Villasalto y Barón de Sisini, entre otros títulos, llamado Joseph Zatrilla y Vico, Dedoni y Manca. Titulada Engaños y desengaños del profano amor. Tuvo dos ediciones más, en Barcelona, en 1737, por la que cito, y en 1756. 18 El Duque Don Federico de Toledo se enamora de Doña Elvira, que está casada con Don Félix. Valiéndose de distintas estratagemas, consigue entrar en relaciones con ella, cuyos padres y marido empiezan muy pronto a sospechar de su modo de comportarse. El padre se enfrenta decididamente con el Duque. El razonamiento de respuesta del enamorado puede resumirse en estos argumentos: se hizo amigo suyo para ayudarlo, 19 pero no ha traicionado su amistad porque se hicieron amigos cuando ya era amante de la hija, y no antes 20 y, si el padre calla, él lo ayudará económica y socialmente. 21 Ante este descaro y este cinismo, el padre, sorprendentemente, sabedor 17   «La venganza que pienso tomar desta afrenta no es ni ha de ser de las que ordinariamente suelen tomarse[…]. Así, quiero que se traiga luego aquí un escribano para hacer de nuevo mi testamento, en el cual mandaré doblar la dote a Leonora y le rogaré que después de mis días, que serán bien breves, disponga su voluntad, pues lo podrá hacer sin fuerza, a casarse con aquel mozo a quien nunca ofendieron las canas deste lastimado viejo; y así se verá que, si viviendo, jamás salí un punto de lo que pude pensar ser su gusto, en la muerte hago lo mismo y quiero que le tenga con el que ella debe querer tanto» (pp. 134/135). 18  Es una novela de academia que remite cualquier acción o pensamiento que se narre a numerosas referencias eruditas, porque, con cita del hispanista Willard F. King, se basa, «con insólita claridad y franqueza, [en] la opinión extremista sostenida por tantas academias españolas e italianas de que la ingeniosidad formal es el único valor de la literatura» (p. 192). 19   «Dispuse […] atraeros a mi amistad, como también a Don Feliz, vuestro yerno, con motivo de que, si por un lado os ofendía, pudiese por otro haceros todo el bien posible» (vol. I, p. 279). 20   «No niego que he faltado […], pero no con la infamia de haber sido traidor a vuestra amistad, porque la he granjeado después que os ofendí, para serviros; y no por valerme de esta seguridad para ofenderos» (vol. I, p. 280). 21   «Si piadoso os reportáis, disimulando con cordura esta flaqueza, os quedaré deudor toda mi vida, la que agradecido os sacrifico, desde luego con el deseo que he de conservar siempre de serviros» (vol. I, p. 280).

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de que «la reputación consiste en la opinión vulgar que más fácilmente cree lo que se dice, aunque no se obre, que no lo que se hace, si no se sabe» (vol. I, p. 275), sólo insiste en la necesidad del disimulo. Cuando la madre acude escandalizada al Duque, éste le contesta: «Faltáis a vuestra obligación, porque debiendo conservar la reputación de vuestra hija, la queréis infamar con la publicidad. […] Por mi parte procuro evitar cualquier escándalo, que puede ser perjudicial a vuestro honor, al paso que vos procuráis traerle manchado a los ojos del mundo» (vol. I, pp. 330-331). A lo que la madre responde: «Yo os ofrezco disimular la ofensa que me hacéis, mientras sepáis conservarla con secreto» (vol. I, pp. 332-333). El marido, va cediendo cada vez más ante los favores que le proporciona el Duque. Nombrado secretario de la Academia que éste crea, pasa el tiempo fuera de su vivienda, dedicado a disputar asuntos absurdos de inútil erudición. 22 Cuando un día descubre descompuesta la cama, confirma su presunción, pero ante sus quejas le dice la suegra: «Callad, callad, Don Félix, […] que vuestros desatinos son tan afrentosos y groseros que ya no se pueden tolerar; sois vos quien logra del Duque […] hasta el sustento de vuestra casa, sabiendo muy bien el fin de todo este agasajo» (vol. II, p. 392). Constante en la obra es hacer observaciones sobre la importancia de la discreción y el disimulo para que nadie del exterior conozca las relaciones adúlteras, ya que «más teme Dios el escándalo que la ofensa» (I, 114). Incluso se cita en apoyo la Biblia, pues los hijos de Jacob, «hallándose ofendidos de la violencia que el príncipe Siquén obró con su hermana Dina, supieron disimularla cautamente, reservando para su tiempo el castigo de su ofensa y el recobro de su honor violado» (I, 71). Final Engaños y desengaños del profano amor me parece buen ejemplo de cómo en la propia literatura se retuerce el código de la verosimilitud. El necesario secreto aparece en novelas del siglo xix, como Lo prohibido (1885), de Galdós, donde la familia de la mujer se hace claramente la desentendida. Ello explica también el comportamiento del marido de la regenta, cuando se entera del adulterio de su esposa. A lo largo de la novela de Leopoldo Alas se ha venido diciendo que el marido era un gran aficionado al teatro clásico español y que se sabía de memoria muchas tiradas de verso de las comedias. Él mismo advierte que se jubiló de regente de la Audiencia por no firmar más condenas de muerte aunque, eso sí, en el caso de que su mujer lo engañase llevaría a cabo una sangría.

22  Por ejemplo, discuten en la academia «sobre si fue mayor la ignorancia de Narciso, que enamorándose del objeto de su propia hermosura, murió desesperado de no poderla lograr; o si lo fue la de Faetonte, que queriendo gobernar los caballos y carroza del sol, cayó despeñado de aquella altura porque se metió a ejercer lo que no sabía» (vol. II, p. 173).

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Llega el momento de la verdad, descubre el engaño y se dice a sí mismo: «No es Calderón quien inventa casos de honor, es la vida, es tu pícara suerte, es el mundo miserable que te parecía tan alegre, hecho para divertirse y recitar versos… Anda, anda, corre, sube, mata a la dama, después desafía al galán y mátale también…, no hay otro camino» (vol. II, p. 473). Pero comprende que ya no está en el teatro, sino ante su propio drama de capa y espada. Y llegan las dudas: «¡Matarla! —eso se decía pronto— ¡pero matarla…! Bah, bah…, los cómicos matan enseguida, los poetas también, porque no matan de veras…, pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre… […] Mata el que se ciega, el que aborrece; él no estaba ciego, no aborrecía, estaba triste hasta la muerte. […] Al otro sí; Álvaro tenia que morir; pero frente a frente, en duelo, no de un tiro, no; con una espada lo mataría, aquello era más noble, más digno de él» (vol. II, p. 474-475). Primero pretende vengarse matando a los dos, inmediatamente comprende que no puede asesinar a la mujer que ama, luego tampoco le es posible matar al amante. La vida no es como la literatura. Los hombres con honor no pueden matar por el honor. La honra no vale una muerte. «De todas suertes las comedias de capa y espada mentían como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar una redondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto ni tan deprisa» (vol II, p. 485). Algo similar le ocurre al marido burlado de Anna Karenina, cuando se pregunta. «¿Qué lógica puede haber en matar a un hombre para restablecer la armonía? ¿Se resuelve con eso la cuestión?». 23 En La Regenta se resolverá el conflicto con un absurdo duelo que ninguno de los contendientes desea. El marido morirá en él de modo ridículo y el amante huirá fuera de la ciudad. Ana, la mujer adúltera, será rechazada por la sociedad de la pequeña ciudad de provincias. La vida real parece haberse impuesto a unos personajes que vivían en la ficción permanente. En La familia de León Roch (1879), novela de Benito Pérez Galdós, donde todos acusan a los protagonistas de un adulterio que nunca se ha cometido, precisamente porque ellos se resistieron, el personaje principal define la honra: «La honra verdadera no consiste en formulillas que se dicen a cada paso para escuchar debilidades y miserias; se funda en acciones nobles, en la conducta juiciosa y prudente, en el orden doméstico, en la veracidad de las palabras» (p. 338). La honra reside, pues, no ya en la estima social, sino en el propio orden de la sociedad. Es el pensamiento liberal decimonónico. En el fondo, los novelistas querrían, aunque no a la manera de Joseph Zatrilla en Engaños y desengaños del profano amor, conseguir un adulterio honrado, porque ya no tuviese sentido. La novela española de la segunda mitad del siglo xix se enfrenta, precisamente, con el conservadurismo extremo que sistematiza su concepto de realidad sobre pa23

 Citado por Juan Ventura Agudiez (ver bibliografía), p. 111.

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trones ideológicos de origen literario. Si la literatura insiste una y otra vez en los temas de adulterio y de deshonor es por el valor simbólico que éste adquiere no tanto por el hecho de la traición en sí misma, sino por su consecuencia social, hubiera o no existido. También, desde luego, porque siempre resultaron interesantes y atractivos para los lectores. El año 1609 Lope de Vega lo había escrito dentro de su Arte nuevo de hacer comedias: Los casos de la honra son mejores porque mueven con fuerza a toda gente.

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SIGLOS XX Y XXI

El grito de Fernando Quiñones José Luis BERNAL SALGADO Universidad de Extremadura

La indefinición benéfica de fronteras entre los tradicionales géneros literarios en la contemporaneidad ha permitido un feliz trasiego de la materia prima literaria a los diversos moldes formales en que se vierte la literatura, fundamentalmente en lo que atañe a su recepción. Es así que un determinado texto narrativo o poético puede explorar y potenciar sus posibilidades teatrales sin traicionar su naturaleza íntima, quizá porque esa naturaleza íntima se nutre de la permeabilidad genérica antecitada. De modo que con frecuencia encontramos textos potencialmente teatrales que no fueron escritos específicamente para el teatro, hecho nada extraño por cuanto desde los clásicos el teatro, en cuanto espectáculo, es un sumidero espléndido de lenguajes artísticos. Un buen ejemplo de ello es el caso de un escritor singular y personalísimo para quien la literatura carecía de sentido si no se desenvolvía sobre el escenario de la vida. Nos referimos a Fernando Quiñones (1930-1998), el escritor gaditano de entrañable recuerdo para todos los que tuvimos la fortuna de conocerlo. En su discurso de investidura como Doctor Honoris causa por la Universidad de Cádiz —Quiñones sí fue profeta en su tierra— afirmaba: «Nunca, tampoco, les consentí frialdad a mis páginas: la literatura es para uno, sobre todo, una proyección de la vida y no un ejercicio verbal por perfecto y meritorio que sea, no hay arte para mí si no huele a glóbulos rojos más que a papel» (Ramos Ortega, 1999: 9). Es obvio para el común de los mortales (la inmensa mayoría) que el arte literario que más huele a glóbulos rojos es el teatro, quizá porque el teatro no es sólo arte

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literario. La concepción vital-literaria, en unión indisoluble, de Fernando Quiñones es bien explícita al respecto. Manuel Ramos señala con acierto en su citado prólogo al número monográfico homenaje de la revista DRACO, dedicado al gaditano, lo siguiente: «él en donde de verdad escribía era en la calle: en el barrio de la Viña, en el Hospital de Mujeres, en la plaza de Abastos, en el Mentidero y, sobre todo, en la Caleta. A Fernando sólo le bastaba oír hablar a sus paisanos para echar a volar su imaginación. En la calle era donde de verdad él llenaba el depósito de su inspiración» (Ramos Ortega, 1999: 9). Esta actitud vital y artística explica, entre otras cosas, la devoción de Quiñones por el Flamenco, un arte especialmente hábil para captar el pulso de la vida (amén de ser un arte relacionado, en lo que ahora nos interesa, con una particular formalización del «grito», que no le era ajena a Quiñones). Ramos advierte con tino cómo uno de los rasgos más característicos de la obra de Quiñones es el «hibridismo, su voluntad de mezclar los géneros», a lo que se suma el eminente «carácter oral de sus textos» (Ramos Ortega, 1999: 10). 1 No debemos olvidar que, desde el título, la obra que nos interesa proclama esa mencionada condición oral del texto. Hernández Guerrero afirma, refiriéndose al conjunto de la obra de Quiñones: «El valor principal de su obra estriba [...] en el acierto con el que logra que una voz, un grito [la cursiva es nuestra] o una anécdota revelen la existencia de esa relación misteriosa y simbólica que rige el destino de los personajes y que estimula las emociones de los lectores...» (Hernández Guerrero, 1999: 46). A todo ello cabría añadir, y no es menudencia en los tiempos que corren, cómo Quiñones asumió con decisión —y sus escasas incursiones teatrales explícitas, con El grito a la cabeza, son una buena muestra de ello— la necesaria dimensión «ética» de su obra, haciendo valer el lema que enarboló la mejor literatura española del mediosiglo español, lema que formulara con inolvidable maestría José María Valverde: «Nulla aesthetica sine ethica, ergo: apaga y vámonos». En el caso de Fernando Quiñones, claro está, la diana de su compromiso ético no fue otra que Andalucía. La producción propiamente teatral de Fernando Quiñones es más bien escasa, si se compara con su obra poética o narrativa. Hasta el punto que cabría considerar que sus obras teatrales no son otra cosa que prolongaciones explícitamente dramáticas de su voz narrativa en la que las formas dialógicas o los monólogos cumplen un papel esencial, cuando no se trata claramente de adaptaciones de textos propios o ajenos. La primera obra propiamente teatral de Quiñones es Tres piezas de horror, fechada en 1961, inédita, y representada en el Teatro de verano José María Pemán de Cádiz el citado año. Se trata de una obra montada sobre «textos y sueños» de tres autores singulares: Lord Dunsany, el Infante don Juan Manuel y William W. Jacobs.   De especial relevancia para la adecuación teatral de su «voz literaria» resulta el rasgo, destacado por Hernández Guerrero (1999: 41-42), de su «lenguaje intensamente sensorial y sensitivo»; este autor afirma que los textos de Quiñones, dada su oralidad, podrían ser considerados quizás, entre otras cosas, «como apuntes destinados a su lectura en voz alta y, aún más, a su declamación teatral».

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En 1980 se estrenó, bajo la dirección de José Tamayo, en la plaza de toros de la Real Maestranza de Sevilla, Carmen, adaptación libre de la famosa ópera, cuyo libreto escribe nuestro autor. 2 También en 1980, el 13 de noviembre, se estrena, en el teatro Lope de Vega de Sevilla y bajo la dirección de José Tamayo, la que quizá sea su obra teatral más importante, Andalucía en pie. Aunque se trate de una obra híbrida o mestiza al emplear, en la senda de la ópera Carmen, diversos lenguajes y materiales. Nótese que Andalucía en pie se subtitulaba «propuesta escénica andaluza en música, imágenes y palabras». 3 Si dejamos ahora a un lado El grito, quizá la única pieza propiamente teatral de nuestro autor aunque se trate de la reelaboración de un texto en prosa anterior, el resto de obras teatrales, obviando las citadas, son adaptaciones de Quiñones de textos ajenos o adaptaciones ajenas de textos de Quiñones. Ese es el caso de Legionaria, el célebre relato breve de Quiñones que recibiría numerosas versiones escénicas desde 1979, en que se estrenara por la compañía Teatro del Mentidero, con la actuación única del actor Ramón Rivero, bajo la dirección de Pere Francesch, en el Teatro Falla de Cádiz. Versiones enriquecidas con tres pasajes de la novela Las mil noches de Hortensia Romero. Precisamente en este texto se inspira muy libremente otra versión teatral, continuación de Legionaria, titulada Si yo les contara (fórmula narrativa del lenguaje coloquial tan del gusto de Quiñones, empleada en su citada novela), que desde 1984 pondría en escena el Teatro del Mentidero y el actor Ramón Rivero, bajo la dirección de Nuria Masot. En 1986 se estrena en Cádiz, a cargo del grupo Teatro del Sur de Granada otra versión escénica de un relato de Quiñones: «El Testigo». Años después, en 1998, la compañía de teatro La Royal Strada Co., con actuación de Antonio Estrada, dirección de Pepe Ola y música de Manuel Bellón, estrena en Chiclana de la Frontera (Cádiz), dentro de la muestra La Nave del Teatro, la versión escénica de «Nos han dejado solos», relato breve incluido, como «El Testigo», en Nos han dejado solos. Libro de los andaluces (1980). Al año siguiente, 1999, esta misma compañía, bajo la dirección de Antonio Estrada y con la interpretación de Montserrat Torrent, estrenaría en el Teatro Municipal de la Casa de Cultura del Ayuntamiento de Chiclana de la Frontera, la versión escénica de «Nardi. Un retrato antiguo», relato de Quiñones incluido en El coro a dos voces (1997). En suma, como puede fácilmente comprobarse, si dejamos a un lado la temprana obra Tres piezas de horror, obra de Quiñones sobre textos ajenos, o sus obras híbridas de fuerte naturaleza musical, Carmen y Andalucía en pie (o Andalucía siempre, como se titularía después), El grito es su única pieza teatral primordialmente sujeta a un texto dramático propio, que a fin de cuentas es una adaptación de un relato anterior. Asimismo, las versiones escénicas de relatos breves de Quiñones nos advierten de la importancia del componente dramático en muchos de sus textos, lo  El texto se publicó en Sevilla, Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Servilla, 1980.   La Universidad de Cádiz ha publicado en 2007 una edición de la obra a cargo de Rosario Martínez Galán, quien ya le dedicara un estudio en el citado monográfico (Martínez Galán, 1999).  

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que ha facilitado el trasiego por parte de compañías teatrales de la materia prima narrativa a la escena con notable éxito. El grito: la reelaboración de un texto en prosa Como la prensa destacó tras el estreno de El grito, la obra de Quiñones era una «Comedia dramática andaluza sobre la emigración» (Samaniego, 1982). Es obvio que la reflexión dramática de Quiñones sobre una de las grandes lacras de la historia reciente andaluza: la emigración como destierro laboral forzoso para miles de familias, en un momento de despegue económico y político tras la transición democrática compleja y el canto del cisne que supuso para las fuerzas reaccionarias el fallido golpe de estado de 1981, es sumamente significativa y cobra una actualidad de no menos dramática vigencia en nuestros días con esa «emigración invertida» que vive Andalucía en la actualidad. La noticia de El País dando cuenta de la representación remitía al estreno esa misma noche de abril de El grito en el teatro Español de Madrid, bajo la dirección de Ángel Ruggiero y con la interpretación de Vicky Lagos e Ismael Merlo. La representación contaba, además, con la actuación en vivo del cantaor José Menese, cantaor cuyo compromiso con la izquierda en la transición política española había sido emblemático. Nuestra obra ocuparía en el teatro Español las funciones nocturnas del escenario donde se representaba Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán Gómez. La obra venía precedida, tras su estreno en Cádiz, el 29 de enero de 1982, de celebradas representaciones en catorce ciudades españolas de Andalucía, Extremadura, Baleares y levante. Como destacaba la crónica periodística, El grito procedía del relato El armario, incluido en el citado libro de cuentos Nos han dejado solos, publicado con notable éxito en 1980, ya que, entre otras cosas, había sido adoptado como libro de lectura en varios Institutos de Enseñanza Media de Andalucía. Los dos personajes de la obra pertenecen a una familia pueblerina andaluza, que el autor sitúa en la localidad gaditana de Alcalá de los Gazules; estos personajes habían emigrado diez años antes a la entonces República Federal de Alemania. Sobre el escenario, una mujer (Vicky Lagos) comenta su nueva vida y el alejamiento de su tierra frente a la presencia muda de su abuelo (Ismael Merlo). El cantaor José Menese interpreta antiguos cantes de tonás, en un papel de narrador anónimo, al que aludiremos más adelante. Asimismo, la crítica ya señaló que en el traslado del relato al texto teatral, el autor había optado por la viveza de los personajes en el escenario frente a la mera ficción literaria. «Ambos textos», dice el autor, «mantienen la misma frescura, básicamente son iguales con distinta forma. La contundencia del mensaje social de la obra queda más clara al estar formulado por unos seres inocentes, unos personajes que están vivos, no prototipos ni hechos a partir de un molde. La acción de la obra se desarrolla en un tiempo real, donde los personajes rememoran a rachas su vida pasada. Hay

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una situación de suspense y tensión desde el primer momento que estalla al final». La versión escénica, pues, le viene como anillo al dedo a las posibilidades dramáticas del relato y a su intención comunicativa de tono reivindicativo, como hace patente el mismo cambio de título. Quiñones era consciente de las posibilidades teatrales de su texto y afirma al respecto: «Soy un escritor que me debo a lo que me llega. En la dramaturgia el trabajo es una labor de equipo, el autor ya no es un dios absoluto. En la parte creativa intervienen además los actores y el director, como ha ocurrido en El grito. Para conocer el habla popular andaluza, Vicky Lagos, castellana, ha realizado un gran trabajo, y durante cinco meses ha estado cerca de Lola García, la mujer del guitarrista Rafael de Cádiz, que ha hecho las ilustraciones musicales. También Ismael Merlo y el director argentino Angel Ruggiero han pasado parte del verano pasado para compenetrarse con los ambientes e idiosincrasias del pueblo andaluz» (Samaniego, 1982). Antes de su representación en Madrid la obra había recorrido, como señalábamos, escenarios diversos de la geografía española, tras el arranque gaditano en enero de 1982. Los días 1 y 2 de marzo se representó en Cáceres, con escaso éxito de público, y allí tuvimos la fortuna de conocer el montaje de Ruggiero y las excelentes interpretaciones de Vicky Lagos e Ismael Merlo. Sin embargo, a la luz de la representación dramática, era indudable que el «texto» hecho «voz» tenía un valor y una fuerza innegables, con un pronunciado lirismo —nada extraño en la prosa de nuestro autor— y una tensión interna conmovedora. De manera que la primera conclusión a la que debía llegar el espectador no era otra que constatar la importancia del texto dramático en sí mismo, claro está que enriquecido y dramatizado por los actores, en una magnífica «lectura dramática» del texto. En El grito, el «grito-monólogo» de la protagonista es pues fundamentalmente una lectura dramática del texto (que no es otra cosa que la reelaboración del relato «El armario»). El tema de la obra, la emigración, si bien tocaba un conflicto endémico para Andalucía, en 1982 no tenía la vigencia que sí tuvo en los últimos lustros del franquismo, pero Quiñones sabe aprovechar el recipiente temático de la emigración para, ante los ojos del espectador (lector), mostrar el doloroso crecimiento del conflicto íntimo del emigrante, su drama, gobernado por dos rasgos fundamentales: el desarraigo y la incomunicación; rasgos que sí están muy presentes en la vida moderna y en la peripecia vital del hombre contemporáneo. La versión escénica que comentamos acentúa y destaca acertadamente, pues, los rasgos que ya estaban en el texto originario de El grito, el relato «El armario», publicado por su autor en la revista Nueva estafeta (Quiñones, 1979a). 4 Posteriormente «El armario», con escasísimas variantes, se incluiría, como adelantábamos, en Nos han dejado solos (Quiñones, 1980: 103-118), 5 formando parte de la sección ti  En 1979, poco después de aprobarse la Constitución española y en plena transición política, el tema de la emigración y el drama del exilio forzoso laboral (y por supuesto político) de miles de españoles sí tenía una viva actualidad. La remoción dramática del primitivo texto en prosa cumpliría en 1982 la función de revitalizar el tema y ahondar en sus mencionados rasgos fundamentales: el desarraigo y la incomunicación.   Recuérdese que tanto el relato homónimo «Nos han dejado solos», como «El Testigo», del mismo libro, también fueron llevados a la escena.

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tulada significativamente «Tres lozanas andaluzas», junto a otros dos relatos: «La honra» y «Legionaria». 6 En los tres relatos nos encontramos con una técnica semejante: el monólogo de la protagonista femenina. Las tres mujeres tienen claros puntos en común: Juana María Amaya, la joven gitana protagonista de «La honra», es una gaditana hasta la médula, guardiana de su honra y obsesionada por casarse, pese a ser una «chica de alterne». En el relato «Legionaria», origen de la novela Las mil noches de Hortensia Romero (Quiñones, 1979b), nos encontramos a Hortensia Romero Vallejo, apodada «La Legionaria», prostituta malagueña, que evoca su vida. Es curioso que en dicha evocación aluda al problema de su casamiento, lo que establece un claro nexo con Juana María Amaya, ya que, además, en algún momento se alude al club Pay-Pay donde trabaja ésta. La reelaboración de «El armario» como texto dramático en El grito implica la acentuación o cambio de algunos elementos, aunque respetando siempre la función originaria de estos. En todo caso, los textos básicamente son los mismos, y la reelaboración que exige la adaptación escénica del relato en prosa obedece a las siguientes razones: 1.ª El texto dramático es una «amplificación» de «El armario» (relato breve). 2.ª El texto dramático modifica (amplificación) los personajes. 3.ª El grito reestructura algunos de los elementos narrativos de «El armario» a fin de «dramatizar»; piénsese, por ejemplo, en el episodio del hijo muerto y el embarazo de Manoli; en la presencia del «abuelo»; o en la muerte de Julián. Pese a todo, en ambas obras hay unos elementos esenciales en los que radican sus posibilidades escénicas, que Quiñones sabe aprovechar con inteligencia: a)  «El armario»: un objeto simbólico. «El armario» es el título del relato en prosa, como sabemos, y a la vez un elemento clave en la narración, en la historia. El autor aprovecha la simbología del objeto para convertirlo en un elemento significativo por su sola presencia. En la versión dramática el armario también aparece pero no goza de la misma relevancia (o esta depende de la perspicacia del espectador) que en el relato. Ese «armario», en el relato en prosa, no es un simple «chisme», como lo llama la madre de la protagonista, por el contrario para Juani, fuera de su tierra, ese mueble representa la historia de su vida, su tradición, su origen, sus raíces, de ahí que, a través de él, evoque su infancia. El armario es como un microcosmos, y por eso, sobre todo por eso, no podía llevárselo a Alemania. Así, ese armario vacío, en una casa vacía, sin personas, cerrado en una casa cerrada porque sus habitantes han emigrado (lo vacío y lo cerrado son elementos que reflejan el paso del tiempo, del mismo tiempo que pasa para la protagonista), funciona como una especie de prolongación de la protagonista: también está marcado por el desarraigo (su función es guardar la ropa, pero está vacío) y la incomunicación (nótesense las referencias al silencio, como rasgo característico del pueblo andaluz y de la propia casa). Precisamente la obra dramática intensifica esa incomunicación al potenciar las posibilidades de la fonética andaluza en la voz de la protagonista (de manera más efectiva que en el relato), cuando Juani declara   Este último también llevado a las tablas desde 1979 por la compañía de Teatro del Mentidero, como señalábamos.

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que para la mujer es imposible e innecesario aprender alemán, les basta decir «Sí y No». b)  «El receptor del monólogo». En el relato existe un espectador del monólogo de Juani, se trata de «Aurori», una nueva emigrante a la que Juani contumazmente aconseja y alivia desde su experiencia. Este personaje aparece en El grito pero con distinto sentido, ya que sólo se habla de él. La función que Aurori tiene en «El armario» la desempeña propiamente «el abuelo» de Manoli. El abuelo en el texto dramático es un personaje diferente, con apreciables cambios respecto del relato, que gana protagonismo al representar ante nuestros ojos un «alter ego» —como correspondencia o complementación— de Julián, el marido; y al personificar, con palmaria efectividad, la incomunicación y el desarraigo de la emigración, dada la mudez voluntaria de que adolece. El papel de «el abuelo» (Ismael Merlo) dramatiza la acción, al presentarnos la situación de Manoli, la protagonista, desoladora: desarraigada e incomunicada (sin conocer la lengua extraña del país en el que vive, sin poder dialogar con su abuelo, sola en una casa extraña, en un país extraño). En El grito el abuelo es el espectador privilegiado, pero mudo, del recuerdo-monólogo de su nieta, doblemente doloroso por cuanto él sí conoce todas las referencias que se nos dan (el armario, el marido, el pueblo natal, etc.). c)  «El hijo». Es un elemento esencial en la versión escénica, felizmente amplificado por Quiñones, a partir del papel dramatizador levemente apuntado en el texto en prosa, donde leíamos: «Bueno; yo no estoy mal aquí, qué va. Que de cuando en cuando eche de menos a mi hijo y aquello, como todo el mundo, bueno, todas las cosas no pueden ser a gusto de una y como aquí no vamos a estarnos siempre...». En el relato, el hijo de Juani (Manoli) se había quedado en Andalucía, en San Fernando, con su hermana. Este personaje sufre en El grito una transformación radical: Manoli aparece en la obra ostensiblemente embarazada, hablándole incluso a ese hijo que lleva en las entrañas. En la obra Manoli cuenta cómo murió otro hijo suyo a causa de su incomunicación y desvalimiento. Este drama vivido por Manoli y Julián, que se hace responsable de la muerte del hijo, es un hito que marca o acentúa su proceso de desencanto en el texto dramático. Por contraste, el hijo futuro, venidero, representa la esperanza en un futuro mejor, y de hecho será lo único que le quedará a Manoli. d)  «El tiempo». El tiempo es un elemento clave que se entrecruza con otros a lo largo del texto, aunque en el relato llega a tener una identidad propia, que no se aprecia tan claramente en El grito. Recuérdese cuando Juani le dice a Aurori: «Esa es otra cosa que pasa aquí, Aurori: que en cuanto te descantillas con el tiempo, te coge el toro. Allí no, allí hay tiempo para lo que sea y un día te cunde como si fuera una semana». Obviamente «el tiempo» diferente y el paso del tiempo es otra de las angustias del emigrante. En El grito cobra, sin embargo, un significado añadido al entreverarse ese sentido del paso del tiempo diferente con la misma «duración» de la representación. e)  «Alemania: el exilio forzoso». La emigración por motivos laborales, como razón principal de supervivencia, es el «leitmotif» principal del relato, que enlaza

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con esa preocupación ética, ya comentada, presente en toda la obra de Fernando Quiñones. Tanto en el relato como en la obra dramática este motivo cumple un papel central, si bien en «El armario» el autor llega a unas conclusiones algo más nítidas. En el relato le dice el hermano de Juani a ésta: «Juani, a ti es quien te ha tocao la china de irte fuera». Esa «china» del lenguaje coloquial no es otra que la falta de trabajo y la necesidad perentoria de emigrar para sobrevivir, que le tocó a miles de españoles desde los años del desarrollismo franquista hasta el final del Régimen. Alemania, junto a Francia y Suiza, fueron destinos preferidos de esa emigración masiva. La entonces República Federal alemana ofrecía trabajo y un nivel de vida más elevado, apenas sí entrevisto por el españolito de a pie, desconocedor del idioma y con una preparación y especialización profesional muy limitada. Los emigrantes se marchaban con la esperanza de volver, de ahí la importancia económica que tuvo el ingreso de divisas en nuestro país, no sólo procedente del turismo. El emigrante, como los protagonistas de nuestros textos, nunca deja de pensar en lo que ha abandonado. Si el tiempo es importante, como señalábamos, el espacio no lo es menos, como verdadero escenario físico del desarraigo, del destierro. En el relato encontramos claras precisiones léxicas al respecto: «Tú y tu marido fuera» [la cursiva es nuestra], en referencia al matrimonio protagonista, mientras que el resto de la familia que permanece en Andalucía, aunque haya tenido que salir también del pueblo natal, se sitúa con precisión en un lugar concreto. Esa concreción espacial positiva se opone al «fuera» indeterminado y negativo del desarraigo. Quiñones no escamotea sino que destaca esa tensión constante entre el «allí» (Andalucía) y el «aquí» (Alemania), cuya distancia se exacerba mediante alusiones continuas a las diferencias temporales, horarias, culinarias, etc., que organizan la rutina diaria del emigrante. En realidad, el auténtico protagonista latente, aludido y esperado tanto en «El armario» como en El grito, y tras del cual están las opiniones más o menos fieles del propio autor, no es otro que Julián, el marido. Julián se sitúa frente al emigrante que se deja comprar por la «ropa nueva, tu dinerito ahorrado, tus transistores, la cocina y la lavadora automática, esa plancha, todo», como relata Juani a Aurori para animarla. Sin embargo, Julián «no se vende como los demás por diez duros y tres cacharros» y representa la dolorida conciencia política y el desarraigo que padecieron muchos emigrantes: «¡Mentira!, ¡Es mentira! ¡Y los que estamos aquí somos unos borregos y unos mamones, yo el primero! ¡Por lo menos que traigan a alguien que se queje por nosotros! ¡Cobardes! ¡Mamones!». Frente a este grito dolorido del emigrante, el andaluz que también le grita dentro nos dice, con motivo del relato de la fiesta del emigrante por Navidad, relato resaltado tanto en «El armario» como en El grito: «¡Una aceituna verde gorda! ¡una sola, pero en el bar del Trony con un disco del Menese!» (curiosa versión coloquial del paraíso perdido). Juani nos define a su marido: «Es mu sentío». Julián deja traslucir su posición política cuando afirma, de la mano de la famosa frase de Perogrullo arraigada en el lenguaje popular: «Los ricos son los ricos y los pobres son los pobres». No es extraño que como único refugio ante esa fatalidad vital Julián encuentre, con la prover-

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bial ayuda del vino, el flamenco, bien en la Peña o a través de las emisiones radiofónicas. f)  «La espera». La espera es como el esqueleto dramático o dramatizador de El grito y del propio relato. En El grito Manoli espera con el abuelo, en un progresivo aumento de la tensión, la llegada de Julián con el coche recién comprado (símbolo del falaz éxito económico del emigrante), hasta el dramático final explícito; en «El armario», Juani y Aurori esperan a sus maridos con idéntica tensión, hasta un final dramático, implícito. La espera, pues, marca la angustia del paso del tiempo y la tensión de esa llegada que no llega nunca. En las referencias a la «espera» se dará un juego de premoniciones, cada vez más intensas y cada vez más numerosas al acercarnos al final, lo que desemboca en una espera obsesiva y angustiosa. Leemos, por ejemplo, en «El armario»: «¡Si son las nueve y veinte...! ¿A ver si les habrá pasado algo?». En el relato sólo llegamos, premonitoriamente, a vislumbrar la muerte, mientras que en El grito la muerte es explícita y provoca, como cierre y conclusión del drama, el «grito» final del abuelo que rompe su mudez. g)  «El hábitat». El hábitat es otro elemento importante para comprender la dimensión real del desarraigo e inadaptación del emigrante en su nuevo medio. La descripción más o menos extensa del medioambiente de los personajes en El grito y en el relato está en función de esa comparación explícita o implícita entre Alemania y Andalucía. La descripción del nuevo ambiente es diacrónica, se relata desde una denigrante situación pasada, cuando vivieron como emigrantes en unos barracones, hacinados, con alusiones incluso a los problemas sexuales sufridos (y aunque se deja muy clara la estabilidad sexual de la pareja, no estaría de más recordar al respecto dos relatos próximos ya mencionados como «Legionaria» y «La honra»). A Juani, en «El armario», no le preocupa la competencia femenina, sin embargo advierte a Aurori: «Lo marranas y lo vivas que son estas alemanas, que se acuestan con el primero que ven». Obviamente las diferencias entre Europa y España en lo concerniente a los usos amorosos eran todavía entonces notables. La añoranza es tal que el nuevo hábitat es aceptable para el emigrante en tanto en cuanto recuerde a Andalucía. Los trenes —que marcan el paso del tiempo dramático en el exilio y la distancia— son vistos negativamente (ruido, movimiento, trasiego. Baste recordar las sensaciones que aquellos emigrantes inermes debieron sentir al llegar a las grandes estaciones ferroviarias alemanas) frente al silencio (por oposición a tráfago ciudadano e industrial) y quietud andaluces. También se opone la humedad y el clima riguroso del norte al cálido clima andaluz. El río, por el contrario, es visto positivamente, en el presente, cuando no hay ruidos y está limpio; de ahí que recuerde una imagen del río cuando la niebla tapa las fábricas y sólo se ve el agua y «un campito verde que hay por la otra banda, con unos árboles muy altos...». Juani se aferra a aquello que le recuerda a su tierra, tierra que aparece definida con una clara conciencia regional. Aurori es de Marchena y Juani le dice, refiriéndose a su pueblo: «Todo tiene que ser más o menos como en el nuestro, porque es igual, es Andalucía». En esta pasarela de contrastes, obviamente también hay referencias críticas a la comida alemana, de la que sólo salvan aquello que de alguna manera, si lejana, se vin-

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cula con la gastronomía andaluza. La alusión al vino es muy interesante, pues Juani (o Manoli en El grito) lo odia ya que es el causante de los males de Julián, al despertarle la conciencia del desarraigo (no está de más recordar que Quiñones, como antes otro gaditano, Rafael Alberti, fue representante de vinos andaluces por toda España). h)  «El Segundo texto». Hemos llamado así a una especie de segunda acción que, incluso distinguida tipográficamente y en apariencia desligada del relato principal, Quiñones intercala en cinco ocasiones en «El armario». En primera instancia la función de esta segunda acción parece ser distanciadora, sin embargo, en realidad se trata de un contrapunto que sirve para resaltar el drama que late en el texto principal o acción principal del relato. El grito, al no tener narrador, no puede emplear este recurso y lo sustituye —perdiendo el magnífico valor que desempeña en «El armario»— por las acotaciones musicales flamencas, bien de solos de guitarra o con las voces de Antonio Mairena, de Manolo Caracol y de José Menese. En este caso el flamenco une grito y drama antonomásticamente. En «El armario» el llamado «segundo texto» describe momentos del pueblo andaluz de Juani, en una prosa excelente, justa, morosa, descriptiva sin excesos, para revelarnos, sin decirlo explícitamente, la diferencia abismal que media entre los dos mundos y que nos ha presentado el monólogo de la protagonista. En dicho texto (acción secundaria) se alude recurrentemente a la casa cerrada con el armario en su interior, como un corazón mudo, sin vida, todo sumido en el silencio del pueblo. Obviamente el paralelismo narrativo entre los dos textos (voces narrativas) es clarísimo. Del pueblo andaluz, como anticipábamos, se nos resaltará su quietud, su luminosidad y su «silencio»; hasta el punto que podemos apreciar un juego premonitorio, que se hace evidente hacia el final, cuando se cierra el texto. Se nos ha descrito el ciclo de un día, hasta el alba siguiente, paradójicamente final, en que «un gallo canta bruscamente», y «el cielo se encapotó», y el cura va a dar la extremaunción, pues «uno de los feligreses está en las últimas» (final del texto). La premonición es clara: en el texto principal, que quedó en suspense, ya sabemos que Julián no llegará nunca. Sin embargo, en El grito nos encontramos con el final explícito: Julián ha muerto. No tendría, en fin, demasiado sentido establecer prioridades de calidad entre ambos textos. Ambos cuentan la misma historia, pero adaptan su lenguaje al cauce expresivo utilizado. La precedencia de «El armario» le da cierta ventaja, en aspectos tales como la calidad de la prosa empleada, o en la relación estructural entre los dos textos (principal y secundario) mencionados. Sin embargo, la representación dramática aporta la impresionante carga expresiva e interpretativa de la monologante protagonista. Ahora la palabra es voz, y el texto es también gesto y música, etc., en una polifonía enriquecedora tan del gusto de Fernando Quiñones. En suma, tras comparar los rasgos y elementos característicos de ambos textos, cabe concluir que Quiñones es el mejor lector de su propio texto al saber, en su adaptación dramática, canalizar en el escenario las posibilidades expresivas de su excelente texto en prosa, posibilidades nada ajenas, como venimos viendo, al lenguaje dramático en un fértil trasiego de la materia narrativa a la compleja y plural representación dramática de la misma historia.

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Bibliografía citada José Antonio Hernández Guerrero (1999). «Fernando Quiñones: un compromiso vital con su tiempo, con su espacio y con su lengua», en Draco, n.º 8-9, Cádiz, pp. 33-47. Rosario Martínez Galán (1999) «Andalucía en pie: una propuesta escénica de Fernando Quiñones», Draco, n.º 8-9, Cádiz, pp. 259-283. Fernando Quiñones (1979a). «El armario», Nueva estafeta, n.º 2, enero de 1979, pp. 30-38. — (1979b). Las mil noches de Hortensia Romero, Barcelona, Planeta. — (1980). Nos han dejado solos, Barcelona, Planeta (colec. Fábula). — (1997). El coro a dos voces, Madrid, Anaya & Mario Muchnik. Manuel J. Ramos Ortega (1999). «Prólogo. Fernando Quiñones (1930-1998)», en Draco, n.º 8-9, Cádiz, pp. 9-10. Fernando Samaniego (1982). Diario El País, 28 de abril.

La voluntad: Azorín, el maestro yuste y yecla Francisco CAUDET Universidad Autónoma de Madrid

Como bien dice María Martínez del Portal, en su edición crítica de La Voluntad (Cátedra), «Yecla —la ciudad y los campos— es el escenario que adquiere [en la novela La Voluntad] mayor protagonismo. [Yecla en La Voluntad] es el enclave más sostenido, el que cuenta con descripciones más puntuales y más logradas». A continuación, apostilla María Martínez del Portal, lo cual me parece igualmente muy acertado: «[D]iríase que es tierra [la de Yecla] dotada de fuerza, grandeza y maleficio: paraliza voluntades (determinando que todo, hombres y empresas, queden sin acabar, según observa el personaje J. Martínez Ruiz en el epílogo) y se convierte, en determinadas ocasiones, en símbolo de España…». Si esto último es aplicable a las barojianas Yécora y Alcolea del Campo, lo es también, y mucho antes, a las galdosianas Orbajosa y Segóbriga. Este extremo pone sobre el tapete la cuestión de que la novela azoriniana, como la barojiana, no rompió del todo con la novela galdosiana. Hay en la novela de Azorín, como en la de Baroja, una ruptura con la novela de la generación que les precede, y en particular con la obra novelística de Galdós, que es el autor más representativo de la generación anterior a la generación de Azorín y Baroja. Pero esa ruptura, importa insistir en ello, no se produjo en términos absolutos ni eliminando lo que es consubstancial a la novela: la trama y la metonimia. Por mucho que se diga lo contrario, hay en La Voluntad, trama. La hay aunque solamente fuera porque se trata de una novela de aprendizaje, de un Bildungsroman, y porque Azorín, un personaje metonímico, es más que Azorín. Este personaje, al que se le atribuye la autoría de la novela, simbo-

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liza un estado de ánimo colectivo o generacional, o que va más allá de Azorín, que es sobre todo un síntoma. Por otro lado, Yecla, el espacio principal de La Voluntad, es a la vez símbolo y una parte, un síntoma, de la totalidad España. Hay que poner énfasis, tal han hecho muchos críticos, en lo que separa a La Voluntad de la novela realista-naturalista que le precede, pero también hay que poner énfasis —ésa es mi propuesta— en lo que las une. A menudo tengo la sospecha, que doy por fundada, de que se suele hablar con machacona insistencia de la modernidad de La Voluntad o Camino de perfección, las dos novelas pioneras de la generación del 98, porque de una manera más o menos subliminal se pretende regatearle modernidad a la novela realista-naturalista. De haber habido, como dan por sentado los que gustan de las etiquetas, una edad de plata de la literatura española, ésta no habría empezado en 1902 sino hacia 1881, con la publicación de La desheredada, la primera gran novela del realismo-naturalismo español. Se confunden, por el interesado, caprichoso y equivocado derrotero crítico de conferir a 1902 ese valor inaugural, las categorías estéticas y las ideológicas. Se cae así en el error de enfrentar la supuesta no modernidad del realismo-naturalismo con la proclamada modernidad de la novela del 98. Se da por sentado —otro error más, como los anteriores ideológicamente interesado— que es menos moderna la ideología liberal-burguesa en que se sustenta la estética del realismo-naturalismo que la ideología prefascista o, si se prefiere, meramente irracional, en que, en buena medida, se sustenta la estética de la novela de la generación del 98. Hacer carrera universitaria en los tiempos de la dictadura franquista creó maneras discursivas ad hoc, lo que acaso explique que el discurso canónico de la crítica del interior haya obviado, por lo que respecta a este tema, 1) que el naturalismo pervive, en ciertos modos y maneras, en la novela de la generación del 98, por lo que la ruptura con el realismo-naturalismo no se produce en términos absolutos; 2) que las novelas de ambas generaciones comparten una crítica de las estructuras de poder político, económico y religioso de la Restauración; y 3) que, en este punto, la generación del 98, que hizo compatible con un subjetivismo de corte elitista, representa un retroceso. Que se haya pretendido enmascarar ese retroceso, valorando las categorías estéticas de la generación del 98 por encima de las de la generación del realismo-naturalismo, no tiene base ni tiene, por ello, solvencia académica. Esa crítica, que califico de insolvente, tiene, de un lado, una fundamentación ideológica, bien que afirme condenar esa categoría, y, de otro, es torticeramente mitificadora. Desde esa ideología se instala tal crítica en la negación de lo que la sustenta. Quien quiera entender, que entienda. En el prólogo a La Voluntad aparece Yecla como símbolo de un estado de cosas generalizado en España. Continuará teniendo protagonismo, como tal símbolo, a lo largo de las partes primera y tercera. Y también en el epílogo. «En las viejas edades, el pueblo fervoroso abre los cimientos de sus templos, talla las piedras, levanta los muros… palpita, vibra, gime en pía comunión con la obra magna». Esa función

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simbólica de Yecla se remonta, hay que añadir, al pasado y culmina, de ahí que les duela más al maestro Yuste y a Azorín, en el siglo en que habían empezado, en Europa, las grandes transformaciones sociales, políticas, económicas e ideológicas: «La multitud de Yecla ha realizado en pleno siglo xix lo que otras multitudes realizaron en remotas centurias». Se trata de un símbolo de la religiosidad nacional de masas que es comparada con la de antiguos ritos paganos. La piedra que se estaba utilizando para construir en el siglo xix esa iglesia, la iglesia Nueva, procedía de las mismas canteras de Monte Arabí que habían servido para construir el templo pagano del Cerro de los Santos. Es esa construcción, al cabo, un símbolo de la anacronía nacional. Este prólogo de La Voluntad es una suerte de pórtico donde se hallan inscritas las dos ideas motrices de la estructura narrativa de la novela: el eterno retorno nietzscheano —todo se repite con formas distintas—, y la fuerza ciega e inútil —un concepto tomado de Schopenhauer—, de la voluntad, que sucumbe, una y otra vez, al abandono y a la renuncia. No es otra la urdimbre de esta novela de Azorín, una urdimbre en torno a la que se va construyendo un ensamblaje que, como se considera en la novela es propio de las cosas humanas, tiene mucho, de sinuoso devenir. Ese ensamblaje de las cosas humanas lo monta/narra una subjetividad que va parsimoniosamente descifrando los signos de la realidad exterior en función de un persistente y personalísimo estado de ánimo interior. Yecla, como no podía ser de otro modo, es, en todo momento, un signo atenazado por ese estado de ánimo. «A lo lejos, una campana toca lenta, pausada, melancólica». Así empieza el capítulo I de la primera parte. Y uno se pregunta: ¿qué medida mide esa lentitud, ese ritmo pausado, esa melancolía? «El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo». La ciudad despierta y el lector se encuentran en un lugar que es único y a la vez parte significativa de una totalidad. Es ambas cosas ese lugar porque se ha convertido en metáfora de un país, España, que se ha quedado fuera de la Historia. Todo se llena de intencionalidad. Se critican y vituperan las creencias y se las necesita. Se proclama la inutilidad del progreso y duele tanto atraso. Se renuncia a la fama y es el mayor anhelo. El maestro Yuste pontifica: «La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo». Patrañas. La conciencia no crea el mundo; a lo sumo, inventa y narra. Para lo cual necesita el lenguaje, que nadie tiene en exclusiva por la sencilla razón de que es un acervo común. «No hay más realidad que la imagen, ni más vida que la conciencia», sigue pontificando el maestro Yuste. Más patrañas. La realidad y la vida son anteriores a la imagen y a la conciencia. El narrador no para de darnos señales, que parece no ver o que simplemente no las quiere ver, de que el maestro Yuste se engaña. Esas señales remiten a Yecla y a su entorno. El narrador acompaña su relato de esas señales, que son el punctum, la última ratio de su confusa verborrea. Confusa verborrea porque el lenguaje humano difícilmente puede competir con el lenguaje de la naturaleza. Ésta es siempre superior al hombre. Porque la naturaleza es ella misma un lenguaje que no necesita de palabras. Es/tiene otro lenguaje. «El error y

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la verdad son indiferentes. La imagen lo es todo. Y así es más cuerdo el más loco», proclama el maestro Yuste. Nuevamente incurre el maestro en el error. Acaso porque huye desesperadamente de aquel Nascendo morimur, el letrero del cuadro que cuelga en su despacho. Yecla y su entorno es un telón de fondo. Ese telón es para el narrador la realidad más real. Lo es porque el narrador lo va parsimoniosamente mostrando inmune a todas las contingencias. De la naturaleza ha tomado el hombre —parafraseo al narrador— los materiales para levantar sus casas y sus templos y para fundir el metal de sus campanas. Se trata de un proceso paulatino —discurre el narrador de esta novela de aprendizaje—porque en torno a las iglesias, a las ermitas, a los oratorios, a las capillas y a las campanas que tocan en multiforme campaneo o alrededor de los cercanos y remotos caminos «pululan, rebullen, hormiguean negros trazos que se alejan, se disgregan, se pierden en la llanura». ¿Dónde está el misterio de ese cúmulo de señales inasibles, en lo creado por el hombre, las iglesias, las ermitas, los oratorios, las capillas, las campanas, o en esos «negros trazos que se alejan, se disgregan, se pierden en la llanura»? Veamos otros ejemplos. El capítulo IV comienza así: «A lo lejos, en el fondo, sobre un suave altozano, la diminuta iglesia de Santa Bárbara se yergue en el azul intenso». El «suave altozano» y el «azul intenso» empequeñecen esa ya diminuta iglesia. El capítulo V tiene este comienzo: «En la placidez de este anochecer de agosto, Yuste y Azorín pasean por el tortuoso camino viejo de Caudete. El cielo se ensombrece poco a poco; comienzan a titilear las estrellas; una campana toca el Angelus. Y a lo lejos un cuclillo repite su nota intercandente…». La placidez del anochecer, el camino tortuoso, el cielo ensombrecido, el titilear de las estrellas, el canto del cuclillo… y uno se pregunta: ¿qué realidades se hallan detrás de los sustantivos anochecer, camino tortuoso, cielo, estrellas, cuclillo…? ¿Cómo apurar su sentido? ¿Basta con echar manos de una ristra de adjetivaciones? El narrador, acaso consciente ante ese escenario tanto de las limitaciones del lenguaje humano como de algunas de sus quimeras, hace hablar a Yuste de la propiedad, del Estado, del Ejército, del matrimonio, de la moral… Asegura el maestro Yuste: «Podrá hablarse cuanto se quiera del problema social; podrán invocarse sociólogos, economistas, filósofos… Yo no necesito invocar a nadie para saber que la tierra no tiene dueño, y que un príncipe, o un ministro, o un gran industrial, no tiene más derecho que yo, obrero, para gozar de los placeres del arte y de la naturaleza». Pero, ¿cómo mide usted, maestro Yuste, por un mismo rasero el arte y la naturaleza? ¿No resulta usted muy utilitarista al declarar que la naturaleza es para usted una fuente de placer? Y si goza de ese placer, ¿a qué viene transponer a la naturaleza su decaído estado de ánimo? «El maestro calla. Ha cerrado la noche. La menuda fauna canta en inmenso coro, persistente, monorrítmico. Y del campo silencioso llega al espíritu una vaga melancolía depresiva punzante». Usted podrá argüir que no es usted quien establece esas concomitancias de su estado de ánimo con las que atisba en naturaleza, sino el narrador. Pero, ¿quién es usted, maestro

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Yuste? ¿Quién es usted sino un muñeco en manos del narrador? ¿Y es Azorín el narrador? ¿Habla Azorín por sí mismo o lo hace por otro? El capítulo VII de la primera parte termina así: «Cae la tarde. Y al levantarse para regresar al pueblo el maestro ha observado que aquí, en estas lomas de la Magdalena, vivieron centenares de siglos antes unos buenos hombres que se llamaban los celtas, y muchos siglos después otros buenos hombres que se decían hijos de San Francisco, y que precisamente en estos parajes unos y otros pasearon su Fe ingenua y creadora, mientras ellos, hombres modernos, hombres degenerados, paseaban sus ironías infecundas…». Esas ironías, infecundas, de hombres degenerados, ¿son realmente propias de hombres modernos? ¿Consiste la modernidad en que todo gire en torno a un maestro y a un discípulo peripatéticos que convierten a la Naturaleza —lomas, parajes— y a la Historia —los celtas, los hijos de San Francisco— en una reiteración cíclica y ciega? Y si esa reiteración es la que igualmente constata en la huidiza fama, ¿por qué siente el maestro Yuste esa «tristeza filosófica», aunque solamente sea de manera «ligera», al constatar en su propio caso que las nuevas generaciones de periodistas desplazan a las que les preceden? Yuste, tortuoso y a la vez fácil es su verbo, añade: «—Azorín, la gloria literaria es un espejismo, una fantasmagoría momentánea… Yo he tenido mi tiempo de escritor conocido; ahora no me conoce nadie. Abre la colección de un periódico —que es una de las cosas más tristes que conozco—; mira las firmas de hace ocho, diez, veinte años… verás nombres, nombres de escritores que han vivido un momento y luego han desaparecido… Si alguna vez eres escritor, Azorín, toma con flema este divino oficio. Y después… no creas en la crítica ni en la posteridad…». Yuste y Azorín acababan de subir al Castillo: «Un ancho camino en zig zag conduce hasta la cumbre. Y desde lo alto, aparece la ciudad asentada al pie del cerro, y la huerta con sus infinitos cuadros de verdura, y los montes Colorado y Cuchillo que cierran con su silueta yerma el horizonte… Al otro lado del Castillo se extiende la llanura inmensa, verdeante a trechos, a trechos amarillenta, limitada por el perfil azul, allá en lo hondo de la sierra de Salinas. Y en primer término, entre olivares grises, un paralelogramo grande, de tapias blanquecinas, salpicadas de puntitos negros». Antes de reflexionar sobre la engañosa fama, Yuste se había sentado y había posado su mirada en aquellas tapias. En ese momento: «Dos cuervos vuelan por encima lentamente, graznando. Por un camino que conduce a las tapias avanza una ristra de hombres enlutados. Y el cielo está radiante, limpio, azul». Frente a este escenario, Yuste vuelve sobre la pérfida fama. A ella dice renunciar cuando —es el alter ego de Azorín, y éste lo es de Martínez Ruiz— la desea más que nada en el mundo. Falsea el maestro ese deseo y vuelve a instrumentalizar el entorno natural y humano para ese fin. De pronto, Yuste calla: «El sol declina en el horizonte. Y lentamente el tinte azul de las lejanas sierras va ensombreciéndose». En esos momentos, parece descifrar el lenguaje del sol en esa hora crepuscular cuando vuelve a tomar la palabra: «—Yo y todos mis compañeros fuimos jóvenes que íbamos a llegar… que llegamos sin duda… después vino otro público, vino otra gente… fracasamos… como fracasaréis voso-

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tros…». Parece, digo, descifrar Yuste el lenguaje del sol en esa hora crepuscular, pero ¿lo descifra o lo instrumentaliza? Y si instrumentaliza, como pienso, la Naturaleza, ¿acaso no hace lo mismo con la Historia? ¿De qué habla el maestro Yuste cuando exige de los jóvenes de entonces respeto para las ansias de fama, para los anhelos de permanecer de los que como él fueron otrora también jóvenes? ¿De qué habla el maestro Yuste cuando saca a colación la cuestión de la industria política, y si se muestra contra esa industria no por ello deja de mencionar sus pasadas ansias de haber sido una pieza de esa industria y hasta confiesa sus viejos anhelos de integrarse en aquel lamentable sistema de corruptelas? Hay mucho en ello de no consciente autoironía porque ése iba a ser el camino que iba a emprender Azorín, quien le dedica a su maestro, tras escuchar sus lamentaciones, estos comentarios que se cuida muy mucho de guardárselos para sí mismo: «[E]ste buen maestro, a través de sus cóleras, de sus sonrisas y de sus ironías, es un hombre ingenuo y generoso, merecedor a un mismo tiempo —como Alonso Quijano el Bueno— de admiración, de risa y de piedad». Azorín idealizaba a su maestro porque se estaba idealizando a sí mismo, exculpándose a sí mismo. Por eso digo que se trata de una no consciente autoironía. Naturaleza e Historia, espacio y tiempo, un flujo de correspondencias, un vocerío de gestos y palabras que insuflan vida, un ascenso sin meta ni fin preestablecidos, las dádivas de entregarse a la incertidumbre… Pero nada de eso le pasa por el magín al maestro Yuste. No se le pasa por el magín a pesar de que lo tiene ante sus ojos. Unos ojos cegados —no hay mayor ceguera— por el solipsismo. El narrador, sin embargo, ha hecho en su cuaderno estas anotaciones (cap. XII): La verdura impetuosa de los pámpanos repta por las blancas pilastras, se enrosca a las carcomidas vigas de los parrales, cubre las alamedas de tupido toldo cimbreante, desborda en tumultuosas oleadas por los panzudos muros de los huertos, baja hasta arañar las aguas sosegadas de la ancha acequia exornada de ortigas. Desde los huertos, dejado atrás el pueblo, el inmenso llano de la vega se extiende en diminutos cuadros de pintorescos verdes claros, grises, brillantes, apagados, y llega en desigual mosaico a las suaves laderas de las lejanas pardas lomas. Entre el follaje, los azarbes pletóricos serpentean. El sol inunda de cegadora lumbre la campiña, abate en ardorosos bochornos los pámpanos redondos, se filtra por las copudas nogueras y pinta en tierra fina randa de luz y sombra. De cuando en cuando una ráfaga de aire tibio hace gemir los altos maizales rumorosos. La naturaleza palpita enardecida. Detrás, la mancha gris del pueblo se esfuma en la mancha gris de las laderas yermas. De la negrura incierta emergen el frontón azulado de una casa, la vira blanca de una línea de fachadas terreras, los diminutos rasgos verdes, aquí y allá, en la escarpada peña, de rastreantes higueras. La enorme cúpula de la iglesia Nueva destella en cegadoras fulguraciones. Sobre el Colegio, en el lindero de la huerta, dos álamos enhiestos que cortan los rojos muros en estrecha cinta verde, traspasan el tejado Y marcan en el azul su aguda copa. Más cerca, en primer término, dos, tres almendros sombrajosos arrojan sobre el negro fondo del poblado sus claras notas gayas. Y a la derecha, al final del llano de lucidoras hojas largas, sobre espesa cortina de seculares olmos, el negruzco cerro de la Magdalena enarca su lomo gigantesco en el ambiente de oro. El

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pueblo duerme. La argentina canción de un gallo rasga los aires. En los olmos las cigarras soñolientas prosiguen con su ras-ras infatigable.

¿Ha renunciado el narrador como el maestro a apurar las claves significativas de lo anotado, de lo traducido/escrito en el cuaderno? ¿También al narrador como al maestro se le ha escapado todo ese sentido? En otro lugar declama el maestro Yuste: «Lo que da la medida de un artista es su sentimiento del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje». ¿Basta, me pregunto, con filtrar el paisaje por el laboratorio de los sentimientos? ¿No se merece el paisaje otra consideración? ¿Acaso no tiene el paisaje una autonomía, una entidad exclusivamente suya, incluso una complejísima textura de signos, una elaborada sintaxis, un lenguaje suyo? ¿Acaso no tiene asimismo el paisaje una naturaleza y un pasado y un presente y un futuro propios? ¿Qué certidumbres mueven al maestro Yuste a definir el paisaje en función de la emoción que produce en un artista? ¿Qué induce al maestro Yuste a creer que el artista tiene tal exclusiva? Las certezas, esos monólogos o prédicas del maestro Yuste, le condenan al pantanoso territorio del desvarío no extenso de toques paraesperpénticos. No cae en la cuenta, hacerlo hubiera sido impropio de su condición de solipsista, que de ese territorio le podría haber sacado el paisaje, esa otra realidad que se resiste a ser mera hechura de quien lo narra. Intuir o sentir que el paisaje es más, u otra cosa más, que la emoción que produce al artista no estaba a su alcance. Miraba con los ojos obnubilados de un pertinaz solepsista. Cuando el maestro Yuste calla y se oye, como al final del capítulo XIV, «en el silencio del crepúsculo el ruido monótono de la lluvia», es la naturaleza la que habla, la que narra una historia o muchas historias, acaso una serie interminables de historias, que tienen todas y cada una de ellas una o varias fábulas. Esa breve coda final contradice la afirmación del maestro Yuste, hecha en ese mismo capítulo XIV, de que «ante todo [en la novela] no debe haber fábula… la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria… todo menos simétrica, geométrica, rígida, como aparece en las novelas». Otra vez la certeza exclusivista. ¿Por qué no tomar también en consideración, maestro Yuste, que la vida, como la novela —eso enseña, entre otras cosas, la lluvia—, pueda unas veces ser diversa, multiforme, ondulante, contradictoria; y otras, simétrica, geométrica, rígida…? Jueves Santo en Yecla. Azorín y Justina visitan, de iglesia en iglesia, los monumentos. Una hilaza narrativa, que había quedado suelta —la vaga pasión de Azorín por Justina—, vuelve a enhebrarse con otras hilazas, y la iglesia Nueva de Yecla, así como los comentarios que sobre esta iglesia se habían hecho en el prólogo, convergen tras no pocos meandros en las aguas del cauce o trama de la novela. Ahora, en el interior de la iglesia, piensa Azorín «en la inmensa cantidad de energía, de fe y de entusiasmo, empleada durante un siglo para levantar esta iglesia, esta iglesia que apenas acabada ya se está desmoronando, disgregándose en la Nada, perdiéndose en la inexorable y escondida corriente de las cosas». ¿Tiene también, pues, la nove-

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la, toda novela, una inexorable y escondida corriente…? ¿Es el mismo e idéntico ese destino de las cosas que el que es obra de los hombres? ¿Es todo parte del mismo flujo? De ser así, esos pensamientos de Azorín contradicen el dictum de su maestro: «la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria…». En el Pulpillo, el maestro Yuste, acompañado de Azorín, da rienda suelta a materialidades como el porvenir de la clase labradora, «que es el sostén —dice el maestro— del Estado, y ha sido, en realidad, la base de la civilización occidental, de veinte siglos de civilización cristiana…». Curiosas reflexiones las de este nihilista. Pero no lo son tanto cuando nos aclara la verdadera preocupación que le empuja a hacer esas reflexiones: un día se pondrá fin a la pequeña propiedad y surgirá el monopolio de la tierra, el trust de la tierra y entonces «las máquinas harán su entrada triunfal en los campos, y la tierra, hasta aquí mezquinamente labrada, será magnánima y reciamente fecundada.[…] El labriego se acostumbrará prontamente al nuevo estado de cosas, tanto más cuanto que sus salarios serán más altos… Y los productos de la tierra, desde luego, serán más baratos y de mejor calidad…». Las compañías financieras y los bancos de crédito, que tengan en su posesión la tierra y capitales para explotarla, «llevarán al campo las máquinas y los procedimientos industriales, y realizarán una verdadera revolución, es decir, harán que la tierra que hasta ahora ha permanecido poco menos que estéril, sea fecunda, plenamente fecunda». Llegados aquí aparece una variante en la narración. El Abuelo, un campesino, es testigo, junto a Azorín, de la prédica del maestro Yuste. Hay que darle crédito al narrador por haber introducido con este personaje en la narración, como llega también a hacer el narrador de Camino de perfección, un sentido más amplio de la realidad. No creo que la relación que se establece en el ya citado pasaje de La Voluntad entre la modernidad de narrar sin fábula, de manera multiforme, ondulante, contradictoria…, sea un romper lanzas en favor de la modernización del país sino, al contrario, es una estrategia, consciente o inconsciente, por mantener el status quo. Pero el campesino, la víctima del status quo, que solamente tiene una presencia callada en estas narraciones supuestamente modernas, que no tienen —otro supuesto— fábula, y al parecer se desarrollan de forma multiforme, ondulante, contradictoria…, no está necesariamente por el status quo. O al menos no se le pregunta, en estas narraciones supuestamente modernas, si lo está. Se levantan así unos castillos estéticos sobre los frágiles cimientos de unas individualidades endebles. El discurso del maestro Yuste, prototipo de esas individuales, se resquebraja por todas partes. Aunque solamente sea porque muy poco de lo que dice en sus continuos monólogos tenía sentido a comienzos del siglo xx, cuando se escribe La Voluntad, ni menos en la hora presente. De ahí que haya que darle crédito al narrador, comentaba yo antes, por al menos haber hecho aparecer, aunque sea como convidado de piedra, al Abuelo, quien junto a Azorín escucha en silencio, pero no tiene un pelo de tonto —convidado de piedra no es de piedra—, el discurso del maestro. El narrador, que se ha fijado en el Abuelo, describe así su reacción tras escuchar el pronóstico de una revolución en la explotación de la tierra:

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«El Abuelo calla: sus manos se mueven incesantemente tejiendo el esparto. Sus ojuelos brilladores miran de cuando en cuando a Yuste, y una ligera sonrisa asoma a sus labios». Tal vez esa sonrisa, que entiendo es irónica, estaba socavando y devaluando el discurso del maestro Yuste, un discurso que, con independencia de que fuera diverso, multiforme, ondulante, resultaba a los oídos del Abuelo, posiblemente necesitados de las rigideces de la simetría y de la geometría, o simplemente de la lógica, demasiado contradictorio… Ocurre, por otra parte, que el ilogismo del maestro tiene su lógica, como detrás de toda negación de la existencia de fábula en la vida —lo pregonaba así la filosofía y la estética de la generación del 98— hay —eso ya no lo admitía, insisto, y por ello no lo pregonaba esa generación— una fábula. Esa lógica del maestro, que tiene una buena ración de ilogismo, de irracionalismo y de ausencia de fábula, va contracorriente —lo cual desbarata el discurso del maestro, el constructo verbal de su ilogismo irracionalista, voluntarista— de la lógica y la fabulación que necesita el Abuelo y la población campesina, no intelectual, iletrada —con necesidades perentorias, concretas, reales—, de Yuste. Puede que fueran estéticamente modernas —no parece que lo fueran sociológicamente— algunas de las cuitas del maestro Yuste, que también articula en presencia de Azorín y del Abuelo. Nótese que no se dirige al Abuelo, cuya presencia ignora el maestro: Caminamos rápidamente, Azorín, a una gran transformación social. Yo presiento que van a desaparecer muchas cosas que amo profundamente… Fíjate que esto que llamamos humanitarismo, es como una nueva religión, como un nuevo dogma. El hombre nuevo es el hombre que espera la justicia social, que vive por ella, para ella, sugestionado, convencido.[…] El arte, la pedagogía, la literatura, todo se encamina a este fin de mejoramiento social, todo está impregnado de esta ansia… […] El arte debe servir para la obra humanitaria, debe ser útil… es decir, es un medio, no un fin… Y vamos a ver cómo se inaugura una nueva crítica que atropelle las obras las obras de arte puro, que desconozca los místicos, que se ría de la lírica; y veremos cómo la historia, ese arte tan exquisito y tan moderno, acaba en manos de los nuevos bárbaros…

Siguiendo a Renan, el maestro Yuste considera a la historia el más aristocrático de los gustos. Lo mismo piensa del arte. Al Abuelo, y al pueblo, los ha exiliado el maestro tanto de la Historia como del arte. ¿Es un pensamiento moderno el del maestro Yuste? Tal vez sí... estéticamente. Pero aunque lo fuera, era un pensamiento que estaba abogando por mantener el status quo. O lo que es lo mismo: iba en contra de la modernización de las estructuras sociales, económicas, políticas... de Yecla y del resto de España. No otra es para mí la lógica del ilogismo del maestro Yuste, no otra es para mía la fábula de este maestro que se declaraba contrario a las fábulas. Terminadas las digresiones sobre la industrialización del campo, sobre el arte y la Historia, llega el crepúsculo. Yuste y Azorín abandonan la casa de Iluminada y dan «un paseo por la alameda. El cielo está gris; la llanura silenciosa». ¿Tenía el

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magisterio de Yuste algo que ver con ese estado del cielo y de la llanura o ese cielo y esa llanura estaban expresando/narrando algo que se le había escapado al maestro Yuste? Como sea, el maestro, a punto de morir, sigue con su fábula: «—¡Ah, la inteligencia es el mal!… Comprender es entristecerse; observar es sentirse vivir… Y sentirse vivir es sentir la muerte, es sentir la inexorable marcha de todo nuestro ser y de las cosas que nos rodean hacia el océano misterioso de la Nada…». ¿Explica esto que apostara, de un lado, por el arte puro, sin fábula, y que, de otro, recelara de la transformación del régimen de explotación agrícola? De ser en ambos casos así habría que darle la razón al maestro Yuste: la inteligencia es el mal. Pero la inteligencia, despojándola de esas ataduras, puede llevar a conclusiones de signo muy distinto. Una de ellas es que la inteligencia tiene también la potencia, contradiciendo al maestro Yuste, de ser el bien. Muertos el maestro Yuste y Justina, Azorín, de temperamento acomodaticio —no le hacía falta buscar justificación para ello en el magisterio de Schopenhauer—, cae en la cuenta de que Iluminada es «una fuerza libre de la Naturaleza, como el agua que salta y susurra, como la luz, como al aire». La mujer, de la que el maestro Yuste había dicho no dudar de que pudiera ser igual al hombre porque «sabemos que las perras sirven tan perfectamente como los perros para la caza y la guarda de las casas», la mujer, en este caso Iluminada, esa fuerza libre de la Naturaleza, le serviría ahora a Azorín para suplir su falta de voluntad. La fábula ha recurrido a esta hilaza narrativa que, tras la segunda parte de La Voluntad, tendrá el protagonismo que en la primera parte había correspondido al maestro Yuste. Al final de La Voluntad, como ocurre en Camino de perfección y en El árbol de la ciencia de Pío Baroja, es difícil saber si tiene más presencia en esas novelas la filosofía o la misoginia. Filosofía, de corte nietzscheano y schopenhauriano, la hay en las primeras novelas de Azorín y de Baroja, aunque de recuelo. La misoginia, al igual que la resistencia a la modernización del país introduciendo cambios radicales en la propiedad y explotación de la tierra y en la implantación de la industria, es algo asimilado y pregonado, sin el menor recato —¿por qué habían de tenerlo quienes estaban seguros de sus verdades?—, por ambos autores. En La Voluntad abundan los ejemplos. Y hasta se recurre, a pesar de las criticas, a la función de freno que desempeña la religión. Azorín comenta preocupado en la tercera parte de La Voluntad: «El labrador mira tristemente el porvenir: cada año la situación se agrava, el malestar se aumenta, la angustia crece. […] Hoy el labriego está ya muy cansado: la fe le contiene aún en la resignación. Dentro de algunos años —los que sean—, cuando la propaganda irreligiosa haya matado en él la fe, el labriego afilará su hoz y entrará en las ciudades». Pero aparece Iluminada y estos lúgubres presagios se esfuman. Azorín finalmente —otra ironía más— se refugia de la Historia en la fábula. Pero esta fábula, pues haberla la hay en La Voluntad, termina aquí. Azorín, que le entrega su voluntad a Iluminada, tal vez tenga una segunda salida. Es decir, tal vez tenga su fábula una segunda parte, otra novela. Azorín, o el narrador de La Voluntad, a pesar de que tienda en su prosa novelesca a los juicios contundentes, deja también que se entremeta por algún que otro

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resquicio la duda, la incertidumbre. Y es por esos resquicios donde entra siempre por sus fueros la fábula, la novela. Una de las escenas más patéticas de La Voluntad, la que describe la muerte de Justina, termina con estas palabras: «En la lejanía del horizonte el cielo blanquea con las inciertas claridades del alba: un gallo canta…». Parecen decirnos esas claridades y ese canto que quizás no todo conduzca a la Nada, o que al menos, antes de ir a parar a la Nada y también después, hay vida. La primera parte de La Voluntad, termina con un contrapunto parecido: «Fuera el campo reposa. En las cercanías pedrizas de las Moratillas las zorras gañen desesperadamente. Y en el silencio de la noche, sus largos gritos repercuten a través de la llanura solitaria como gemidos angustiosos». Las zorras gañen desesperadamente y sus gemidos son angustiosos pero están vivas. Al final de La Voluntad, se anuncia la posibilidad de una segunda vida —de una segunda novela— de Antonio Azorín. Como en los mejores novelas de folletín, se anuncia —¿la última ironía?— una nueva novela-entrega de la misma serie.

Experiencia y actuación, infancia e historia. De Rodrigo García a Giorgio Agamben Óscar CORNAGO Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

En la noche de la historia, cuando todo se confunde, la escena busca la infancia de la actuación para volver a mostrarse en forma de una potencia física, como afirmación natural de una capacidad que permita recuperar una experiencia no aprendida de la historia, una capacidad de sentir, de pensar, de actuar desde el cuerpo. No se trata de buscar un nuevo modo de representar la historia, sino de hacer visible una actitud personal frente a esa historia, frente al otro. Si el siglo xix fue el siglo de la historia y el siglo xx, hasta los años sesenta y setenta, cuestionó la posibilidad de esa historia, llevando al límite la maquinaria de la representación a medida que nos acercamos al siglo xxi se pone de manifiesto una necesidad de hacer visible un afuera de la representación que remite a la naturaleza física e individual de quien construye y mira esas representaciones, de quien las goza y las sufre. A lo largo de los años noventa se puede detectar esta tendencia en la escena española que estaba buscando nuevos cauces de expresión (Cornago, 2007). Esta visibilidad del cuerpo, de un cuerpo biológico al mismo tiempo que social, ha sido subrayada en ámbitos muy distintos y desde enfoques disciplinares también diversos. En el área de la filosofía política fue Foucault (2007) quien introdujo en los años setenta el concepto de «biopolítica», relacionándolo con la construcción del Estado moderno. 1 En 1995 aparece el primer volumen del proyecto Homo sacer, en el que Agamben toma como   «El nacimiento de la biopolítica» fue el curso que Foucault dictó en el Collège de France en 1979.



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hipótesis de trabajo el ingreso de la zoé, de la pura vida biológica común a todos los seres, en el bios, la vida en cuanto fenómeno social, en cuanto interacción del individuo con el grupo. La tesis de partida puede resumirse del siguiente modo: «el ingreso de la zoé en la esfera de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el contecimiento decisivo de la modernidad, que marca una trasnformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico» (Agamben, 1998: 13). El filósofo italiano explora las consecuencias de esta tesis en el campo de la filosofía del derecho y la filosofía política, sospechando que incluso «si la política parece sufrir hoy un eclipse duradero, este hecho se deba precisamente a que ha omitido medirse con ese acontecimiento fundacional de la modernidad» (Agamben, 1998: 13). En Arrojad mis cenizas en Eurodisney, de Rodrigo García, estrenada en el 2006 en el Teatro Nacional de Bretaña, lo que más se oye es el silencio. Este silencio es interrumpido al comienzo por unas voces deformadas electrónicamente, luego hay un ruido ensordecedor como de un motor en marcha, se oye también una canción lenta con acento latinoamericano —A veces digo a mi sombra…—, algunas intervenciones más de los actores, una música lejana de resonancias ceremoniales hacia el final y sobre todo proyecciones de textos en grandes caracteres, que no se oyen, pero llenan el escenario con el eco sordo de sus palabras. Antes y después de cada uno de estos momentos, lo que queda es el silencio en el que se resuenan los ruidos no amplificados que hacen los cuerpos al moverse. Se trata de un silencio escénico, naturalmente escénico, el silencio que hay cuando no se oye ninguna otra cosa. Son tiempos lentos, que parecen imitar en su transcurrir la pesadez de los mismos materiales que se utilizan en escena, como la miel o el barro; son tiempos oscuros y detenidos, y en estos tiempos el silencio se hace cada vez más denso, a medida que se va cargando con las resonancias que dejan las acciones y los materiales, el fuego que se acerca a los actores hieráticos, con la mirada fija en algún punto, los cuerpos mudos, la miel y el barro sobre la piel, la violencia física, el sexo, la familia, a modo de grupo escultórico, mirando también al infinito, junto al flamante jeep 4×4, que acabará cubierto con el barro que lleva en la ropa Jorge Horno, o los objetos adheridos a la piel, como el pan blanco de molde sobre el cuerpo cubierto de miel del actor, el pelo de la cabeza, cortado al cero en directo en la representación anterior, pegado por todo el cuerpo de Núria Lloansi o los espejitos en el cuerpo de Juan Loriente. Hay también unos hámsters arrojados a una pecera con agua, que nadan desesperadamente para no ahogarse, y unas ranas atadas con unos hilos al cuerpo exhausto de Jorge, un detalle minúsculo, con una tranquila melodía de fondo, después de la violencia del barro. Escenas viscosas y posiciones físicas le dan al cuerpo una forma inquietante, fantasmal en apariencia, pero cercano en su desnudez fatigada. Al final, una proyección de Núria Lloansi saltando en caída libre en paracaidas. El cielo azul de fondo, la tierra debajo, diminuta, y su cuerpo suspendido en el aire. Las imágenes han sido grabadas por alguien que está delante, acompañándola en la caída. Son imágenes también mudas, a medida que esa leve melodía se va apagando.

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Aunque una parte de ellas están acompañadas por un texto de Rodrigo García dicho por Núria. En un momento dice así: «Vi un enjambre de vida, vi un éxtasis aquí y allá, pensé en cada alma y en su trajinar cotidiano. / Prometo que me di cuenta de todo y, sin embargo, todo, todo, me supo a poco» (García, 2007: 31). La obra acaba con un texto proyectado: «La astucia ocupa el lugar de la sabiduría. Y ya no hay vuelta atrás». El carácter físicamente extremo de algunas de estas acciones parecería pedir, en un cierto imaginario espectacular y como ocurría en obras anteriores del autor, una banda sonora cargada de decibelios; sin embargo, están rodeadas de un silencio que las potencia. Cuando irrumpe un ruido o una voz, incluso la de los textos proyectados —la voz que más se escucha entre todo lo que ocurre en escena—, no tarda en imponerse nuevamente el silencio. De él participa el público con su actitud de espectador que mira, también en silencio; unos y otros silencios se funden en el espacio de la sala: el silencio de la escena y el silencio de la platea terminan situando a actores y espectadores en un espacio compartido, el espacio de una experiencia física —¿hay alguna experiencia que no lo sea?—, de algo que ocurre en un instante, en un escenario preciso donde un cuerpo es atravesado por una emoción. Este silencio escénico es también el silencio que acompaña a un acto de reflexión y creación a la vez, fenómenos que comparten una cierta condición escénica, que hacen visible una mirada, una distancia desde la que se busca una experiencia. Esta distancia, sobre la que se inaugura el fenómeno escénico, que hace posible la actuación frente al otro, pero también la reflexión teórica, es la que está en la base del cruce etimológico entre «teatro» y «teoría». La densidad de este silencio remite al tono personal, autorreflexivo, que tiene todo lo que está pasando en la obra, y que caracteriza el teatro de Rodrigo García. En la escena no hay personajes, sino cuerpos que actúan. Cuando dicen un texto tampoco tratan de darle una verosimilitud sicológica, lo cual no quiere decir que no estén actuados. Los textos se actúan, se convierten en acciones (verbales), tratando de conservar su condición de textos. Los actores no tienen una identidad social o sicológica, pero sí una identidad física, que despliegan a lo largo de la obra, unos cuerpos con los que trabajan, que llevan al límite sus fuerzas, unos cuerpos que se muestran y que dicen, embadurnados de miel, cubiertos con objetos extraños u oprimidos por el peso de las ropas llenas de barro, en el que se sumergen para salir de nuevo a saltar, rodar y golpearse por todo el escenario con el pesado fardo que llevan encima. A diferencia de estos, la familia Atahualpa, que entra en escena a mitad de la obra, cuando Juan Loriente y Núria Lloansi están tratando de follar por la cabeza, sí posee una clara identidad. Como una especie de ready-made social, el público no tarda en identificar a este grupo humano con una familia prototípica, compuesta de padre, madre, abuela, dos hijas y perrito. Pero en este universo físico de cuerpos opacos la transparencia referencial de la familia Atahualpa es más bien la excepción. Lo autorreferencial de los cuerpos y las acciones se extiende también a los textos, que no esconden su textualidad, sino al contrario, están presentados como tales.

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Además de esto, en la obra hay una identidad más, que carece de cuerpo, pero tiene una gran presencia: la de la persona que se expresa a través de los textos, y que rápidamente identificamos con el autor de la obra. Es una identidad construida gramaticalmente que comienza con la primera persona del singular con la que se abre el universo textual de la obra —Creí…—, y se combina con una segunda persona del singular, construyendo un diálogo consigo mismo, excepto en pasajes más descriptivos o teóricos, donde se emplea la tercera persona. Esta primera persona no sólo tiene una identidad social, sino que se dibuja frente a un horizonte cargado de referencias sociales, que dejan ver más clara esta identidad; no es solamente social, sino política, tanto a un nivel general como en un ámbito personal, lo que lo convierte en una voz con una decidida vocación moral. El medio textual de la obra está cargado de referencias directas a la sociedad europea expuestas con una voluntad crítica. Las franquicias, los comportamientos de la sociedad de consumo, las estrategias de venta, las manipulaciones mediáticas, las fisuras de los sistemas democráticos, la influencia de todo ello en las relaciones personales, se despliegan frente a un mundo de lo natural que parece cada vez más inaccesible. Este último aparece contrapuesto al primero, como dos universos extremos. La obra apuesta por este lado natural, pero sin embargo no puede deshacerse de esta conciencia social. «Y llega el nuevo día —se lee en la pantalla del fondo— y queremos olvidar el día anterior, transitado a trompicones y manotazos. / Pero no olvidamos el día de ayer. / Y el recuerdo se confunde hasta tal punto con la moral, que nos hace gente triste y con la capacidad de equivocarnos siempre» (García, 2007: 23). Por detrás de los juicios sarcásticos, ironías y caricaturas sociales, se deja ver una mirada melancólica que lo va barriendo todo hasta dejar sólo el silencio, su silencio. Este abigarrado panorama de críticas de costumbre, reflexiones personales y consideraciones políticas, llega hasta el espectador con la fuerza muda de las palabras proyectadas o dichas siempre con una cierta distancia. Ello contrasta con lo inmediato de lo que está ocurriendo en escena, con la fuerza de las acciones y lo crudo de los materiales empleados. Lo concreto de la acción escénica choca con lo difuso de esa voz gramatical, cargada de juicios y valores, de idealismo y necesidad de belleza. ¿Cómo seguir haciendo creíble un juicio moral entre tanta moralidad de diseño? ¿Cómo seguir hablando de la belleza entre tanta imagen prefabricada? Desde sus primeras creaciones a comienzos de los años noventa Rodrigo García ha defendido el escenario como el lugar de un conflicto que nace en primer lugar de las contradicciones de uno mismo, aunque esas contradicciones terminen encerradas en museos y teatros, en «galerías de arte y salas de conciertos que convierten una idea subversiva en un pasatiempo para la tarde del sábado. En esos contenedores —continúa el texto— nada es extraordinario, todo está en su sitio, acallado y quieto» (García, 2007: 22). Caricatura cómica de ese mundo en permanente contradicción es la escena en que Juan Loriente y Núria Lloansi tratan de copular con la cabeza. Están desnudos de cintura para abajo, y en la parte de arriba llevan unas camisetas; sobre una de las camisetas aparece escrito el nombre de Rousseau y en la otra el de Montaigne. En la siguiente obra de Rodrigo García, Versus, vuelve apare-

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cer el nombre del autor de obras como El contrato social, El Emilio o Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, un debate entre individuo y sociedad, entre naturaleza y Estado que llega a comienzos del siglo xxi desde los comienzos de la Ilustración y que no por azar es el centro también de una obra de Angélica Liddell, Perro muerto en tintorería: Los fuertes, del 2007. Puede resultar llamativo en mitad de este mundo escénico, lleno de referencias a la globalización, atravesado por los cuerpos y las acciones en estado bruto, los nombres de estos ilustrados del siglo xviii. En Infancia e historia, Agamben (2004) presenta Los ensayos, de Montaigne, como la última obra de la cultura europea fundada íntegramente en la experiencia. Agamben discute la dificultad de la experiencia desde el momento en que el sujeto de la experiencia y el sujeto de la ciencia se fundieron en una única instancia difícil de definir. Para comenzar dándole consistencia a este nueva identidad Descartes apeló a una categoría gramatical, la del sujeto, en el que se enunciaba el principio y fin de la acción de conocer y con ella del momento de la experiencia: pienso, luego existo. Antes de esto, experimentar y conocer, en un sentido científico del término, es decir, conocer empíricamente con una ambición de universalidad y un criterio de autoridad, eran acciones que remitían a sujetos distintos. La prehistoria de esta fusión entre lo abstracto de la ciencia y el cuerpo de la experiencia, entre lo universal y lo personal, no se encuentra, sin embargo, en el terreno de las ciencias experimentales, sino en un difuso espacio cercano a la mística y la magia, como la alquimia o la astrología, del que nacieron las ciencias. Hubo un tiempo, por tanto, en el que la experiencia no iba de la mano de un criterio de autoridad ni tenía que estar avalada por el régimen de la certeza. Tras esta suerte de enlace histórico el problema de la experiencia ha sido cada vez más el problema de la relación entre lo individual y lo universal, entre lo humano e inmediato, por un lado, y lo divino y abstracto, por otro, o entre lo que se piensa y lo que se siente. La experiencia, como explica Agamben en relación a Montaigne, queda como la experiencia de un límite, el límite entre lo sensible y lo inteligible. El fenómeno de la poesía moderna se presenta como una reacción ante esa expropiación de la experiencia en mano de otros ámbitos que la conforman previamente. No es casual que a esta necesidad de lo incierto como condición de la belleza se refiera Rodrigo García en la defensa de un medio natural que se ha ido negando a medida que las sociedades se han hecho más seguras económicamente. «La belleza aparecía —dice Núria en el texto final, mientras se proyectan las imágenes de ella misma cayendo en el aire— siempre, exclusivamente, en lo incierto». El movimiento, como la experiencia, participa de lo desconocido, de algo que no está previsto, exige la apertura y la posibilidad del desconcierto. A mayor seguridad menos belleza, también menos experiencia. Europa, a la que según el texto empieza a parecerse cada vez más España, se transforma en un cementerio de vidas programadas. Lo que queda es adoptar como guía el modelo de la naturaleza, ocuparse en «sudar, humedecerme, segregar fluidos, para afirmarme como algo real y relacionado con las ciencias naturales» (García, 2007: 22).

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La recurrencia a la naturaleza como contrapunto para pensar lo social ha ido ganando terreno en la obra de Rodrigo García, especialmente en sus últimas obras. Sin embargo, la recuperación de la experiencia ha de pasar, paradójicamente, también por el otro lado, por el lado de la palabra, un aspecto sobre el que viene reflexionando cada vez más este creador argentino, afincado en España desde 1989 y apadrinado por los teatros públicos de Francia y Suiza, con un enorme éxito, desde que fuera descubierto con After sun, del año 2000. A la vuelta de este último giro, desde Aproximación a la idea de desconfianza, estrenada también en Francia a comienzos del 2006, se vuelve hacia el lenguaje, hacia la palabra, que se tratan de presentar tal cual, como textos, construcciones gramaticales sobre las que sin embargo se levanta una sociedad y una política. «Nos toca con urgencia repensar el lenguaje, por el uso que de la lengua ha hecho la política» (García, 2007: 25). En este contraste entre mundos aparentemente distantes se insiste también en Cruda, vuelta y vuelta, al punto, chamuscada, estrenada en el 2007 en Salamanca, antes de pasar por el Festival de Avignon. Sobre un escenario desbordado con la vitalidad y el ritmo de un grupo de murga de un barrio marginal de Buenos Aires, se reflexiona sobre la historia, la idea de progreso y el lenguaje. Las últimas obras de Rodrigo García dejan ver la distancia, habitada por el silencio, que se abre entre el cuerpo y el pensamiento, entre la naturaleza y la sociedad, o entre lo que Agamben denomina infancia e historia. La infancia y la educación han sido temas constantes en la obra de Rodrigo García, sin embargo, esta infancia de Agamben no representa un estadio previo en un sentido biológico, sino un magma del que la historia está continuamente naciendo y con ella la posibilidad de la experiencia. No es solo la infancia que precede a la madurez, sino un estado latente a lo largo de toda la historia de una persona. La infancia apunta a una experiencia pura, previa al lenguaje, una experiencia muda, sin palabras, aunque sólo puede ser pensada desde el lenguaje, con el que nos hacemos presentes, como se dice en Esparcid mis cenizas por Eurodisney. «La constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje —argumenta Agamben (2004: 64)— es precisamente la expropiación de esa experiencia “muda”». El lenguaje, como la historia, es el límite de la experiencia, pero también su posibilidad; y viceversa, la infancia muda del hombre constituye la posibilidad de la historia y la experiencia. Porque existe este espacio previo de silencio el lenguaje es algo más que un juego gramatical, se construye frente a la posibilidad de una verdad, que es la verdad de la experiencia. La infancia convierte el lenguaje en un instrumento político y una acción ética. Sin infancia este último quedaría reducido a un mero mecanismo de representación y la historia a un juego. Una teoría de la experiencia implicaría, por tanto, una teoría de la infancia, cuya pregunta central sería: «¿existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?» (Agamben, 2004: 64). De este modo, el lenguaje y la historia son también un problema de la infancia, acontecimientos que tienen que ver con ese estadio previo a la palabra, relacionados con el misterio de la belleza, la experiencia en bruto y el mundo sensible. En Espar-

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cid mis cenizas en Eurodisney se apunta la conexión entre un mundo y otro, la repercusión entre el sitio desde el que nace el lenguaje, por un lado, y el uso de las palabras y la política, por otro, entre la experiencia de la belleza y la moral, o en otros términos, entre la infancia y la democracia. «Si hemos perdido la capacidad poética —dice Rodrigo García después de analizar los comportamientos lingüísticos que se generan en los espacios comerciales—, ¿cómo vamos a elegir representantes o empleados públicos?» (García, 2007: 24). Y poco antes se decía en la obra que si nos hubiéramos ocupado realmente en hacer democracia, nos gobernarían políticos con formación filosófica. De alguna manera, poesía y filosofía, en el sentido amplio de ambos términos, establecen una estrecha sintonía, como teatro y teoría o escena y pensamiento en la obra de algunos creadores (Cornago, 2006). Agamben trata de salvar esta idea de infancia, a la que miran tanto la poesía como la filosofía, salvar la idea de lo inefable para vincularla al espacio de la historia y el lenguaje. La experiencia remite a un mysterion que el hombre tiene por el hecho de tener una infancia —explica el filósofo—, pero este misterio va más allá del espacio de silencio en el que se crea, más allá de la mística o de lo inefable, constituye la base de la actuación ética, «es el voto que compromete al hombre con la palabra y con la verdad» (Agamben, 2004: 71). El panorama histórico que presenta Rodrigo García está tejido de relaciones, a nivel personal, profesional o político, relaciones de amistad, relaciones de trabajo o relaciones construidas por los sistemas políticos. Este es el punto de mira de una buena parte de su obra. Frente a este tejido social, que es también un tejido moral, se deja oír una voz en primera persona que mira desde la distancia. Se oyen sus palabras mudas, por un lado, y se sienten los cuerpos en escena y las acciones física, por otro. La sociedad de consumo convierte el espacio de las relaciones personales en objeto de compra-venta, a medida que el espacio del yo que queda por detrás se ve arrinconado. Bauman (2007: 24) explica el paso de la sociedad de productores a la sociedad de consumidores mediante esta «anexión o colonización, por parte del mercado de consumo, de ese espacio que separa a los individuos, ese espacio donde se anudan los lazos que reúnen a los seres humanos y donde se alzan las barreras que los separan». El primer texto de la obra, dicho por Juan Loriente, con la mirada perdida en el infinito y dos cuerdas sujetas a su cuerpo por las que descienden dos llamas de fuego, da cuenta de esta colonización de la vida personal por los espacios de consumo: «No entraremos ya a una tienda a algo tan bajo y rastrero como comprar algo que necesitemos. Entraremos a una tienda a existir» (García, 2007: 18). Cuando este tejido personal queda revestido por un sistema económico, el espacio mudo de la infancia da un paso atrás para reconsiderar su situación frente a la historia, frente al lenguaje y la posibilidad de la experiencia. Ese paso atrás es el que se hace visible en la obra de Rodrigo García, dejando al descubierto un ámbito (escénico) de actuación y reflexión que se construye desde el silencio de una mirada. Se trata de un espacio de transición, donde lo histórico, el lenguaje y la política irrumpen como construcciones sobre el magma informe de la infancia muda del hombre.

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En una conversación con Hugues Le Tanneur, incluida junto al texto de la obra en la edición de Antonio Fernández Lera para la colección de Pliegos de Teatro y Danza, Rodrigo García afirma que «nunca pisaría un teatro para ofrecer un discurso derrotista. Y menos empleando dinero público» (García, 2007: 34). Como apunta el entrevistador, en comparación con su obra anterior los últimos trabajos han acentuado lo irrevocable de un sistema económico y social, al sustituir el estruendo de la protesta por el silencio de la mirada y la presencia muda de los cuerpos. El resultado puede ser leído como un signo de resignación, como se sugiere en la conversación. A esta lectura responde el autor con su rechazo a un discurso derrotista. Su obra sigue dialogando, ciertamente, con los materiales —escénicos— desde los que siempre se ha pensado, aunque hayan cambiado su formulación. La acción, enunciada como posibilidad, ha estado siempre en el centro de este universo poético. No se trata de una acción en sí misma política o social, sino fundamentalmente escénica. Este paisaje físico, sin embargo, ha adquirido diferentes matices a la luz del horizonte de fondo que se ha ido mostrando. Frente a ese entramado de consideraciones sociales la presencia del cuerpo, desde la profundidad de su silencio, se resignifica como una postura política, o quizá podríamos decir, con Agamben, biopolítica. La posibilidad de la acción, afirmada en la obra desde el propio proceso físico de creación, se proyecta, ante ese telón de fondo de palabras, pensamientos y discursos, como una posibilidad también social, una invitación a la acción que es también una postura potencialmente política. En el último capítulo de Infancia e historia se incluye el prólogo a la reedición de esta obra en el 2001, con el título de «Experimentum linguae». Con este término Agamben se refiere a una utilización del lenguaje que deja ver sus límites como posibilidad de la experiencia, una apertura hacia otro mundo que necesita de las palabras pero no está contenido en estas. A través de este experimento se apunta a la pregunta fundamental que late detrás de cada palabra, qué significa hay lenguaje, qué significa hablo. La obra de Rodrigo García no es un experimento del lenguaje, es un experimento de actuación hecho desde un afuera de la actuación misma. La pregunta que se levanta sobre ese escenario de cuerpos está hecha desde un más acá del lenguaje, es un espacio previo que rodea el lenguaje, pero que queda en las afueras. Siguiendo el dispositivo de sus últimas obras, ese espacio está situado entre el público y la pantalla donde se proyectan los textos y se construyen las identidades. La pregunta que se deja sentir en ese espacio no es primeramente acerca del lenguaje, aunque este se haga presente en sí mismo, sino acerca de la actuación. Qué significa hay actuación, qué significa actúo. Es desde ese espacio previo, de cuerpos y emociones, de acciones y materiales en bruto, del que nace esta reflexión escénica sobre la infancia muda del hombre, y es porque existe esa infancia que la obra habla de una posibilidad —puesta en escena— de actuación. Es desde ese lugar físico e inmediato que la obra supera el derrotismo al que llevaría la sola observación del panorama social que se describe. Ese espacio previo, que Agamben curiosamente identifica con la voz, la palabra convertida en acción física, hace posible la ética, como señala el filósofo, y la posibilidad de seguir pensando —actuando— desde un

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afuera de la representación histórica. Es la posibilidad de esa voz, de esa actuación, la que hace posible una ética, es decir, un sentido de comunidad y de sociedad cuya verdad viene de fuera, de una infancia muda, de una experiencia sin palabras. Lo humano es ese espacio de transición, ese momento de ruptura en el que la historia se deja ver, por un instante, como una posibilidad de sentido, una posibilidad que se apaga en el momento siguiente, que dura justo el tiempo que tarda una vaca en olvidar que le han quitado su ternero, como dice Juan Loriente, en su papel de predicador visionario, biblia en mano, al final de Cruda, vuelta y vuelta, al punto, chamuscada, el tiempo que tarda un sentimiento en apagarse, el tiempo que dura la voz en el aire o el cuerpo en acción, el tiempo en que la actuación deja de ser una potencia física y se transforma en acto, o la experiencia se convierte en historia. Ese es el tiempo escénico, el momento frágil de una ruptura, que permite pensar un acto en función de una ética que comienza en el cuerpo. Bibliografía citada Giorgio Agamben (1998). Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida I, Valencia, Pre-Textos. —  (2004), Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, 2 ed., Buenos Aires, Adriana Hidalgo. Zygmunt Bauman (2007). Vida de consumo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Óscar Cornago (2006). «Teatro de ideas/teatro de acciones: el “ensayo” como género teatral o las resistencias de la palabra», en Tendencias escénicas al inicio del siglo xxi, ed., José Romera Castillo, Madrid, Visor, pp. 123-144. —  (2007). «Éticas del cuerpo», en Éticas del cuerpo. Juan Domínguez, Marta Galán, Fernando Renjifo, Madrid, Fundamentos, pp. 15-108. Michel Foucault (2007). Nacimiento de la biopolítica. Curso del Collège de France: 19781979, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica. Rodrigo García (2007). Aproximación a la idea de desconfianza. Esparcid mis cenizas en Eurodisney. Conversación, Madrid, Aflera.

Textos dramáticos y representaciones españolas entre los sefardíes de Oriente Paloma DÍAZ-MAS Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

Desde la segunda mitad del siglo xix hasta la II Guerra Mundial se produce una progresiva occidentalización de la cultura de los sefardíes asentados en tierras del antiguo imperio otomano (Turquía, Grecia, los Balcanes, Oriente Medio y Egipto) por causas políticas, sociales, económicas y culturales; algunos de los elementos determinantes de esa occidentalización son el desmembramiento del imperio otomano y el surgimiento de los estados nacionales y de la República de Turquía, que hace que las minorías religiosas y culturales pasen del régimen de millet al de ciudadanos nacionales; el colonialismo y la intervención de las potencias occidentales en el Mediterráneo Oriental; la implantación de sistemas de enseñanza occidentales; los cambios en las estructuras sociales, con la emergencia de una burguesía occidentalizada y el nacimiento de una clase obrera sefardí; la emigración de judíos orientales hacia Centroeuropa, Europa Occidental y las Américas (del Norte y del Sur), dando origen a redes familiares transnacionales; o la penetración en la sociedad sefardí de movimientos políticos contemporáneos (nacionalismos, socialismo, sionismo). Una de las consecuencias de ese proceso de occidentalización es el desarrollo de actividades culturales y literarias que hasta entonces no habían sido cultivadas por los sefardíes; entre ellas, el teatro. 1   Este artículo se ha realizado dentro del proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación HUM2006-03050/FILO «Los sefardíes ante sí mismos y en sus relaciones con España: identidad y mentalidades en textos judeoespañoles de Turquía y los Balcanes entre 1880 y 1933».

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Los sefardíes no sólo fueron espectadores del teatro que se hacía en los nuevos estados nacionales surgidos de las ruinas del imperio otomano, sino que también desarrollaron su propia actividad teatral. Contamos ya con importantes y significativos estudios sobre el teatro escrito y representado por los sefardíes del Mediterráneo Oriental desde la segunda mitad del siglo xix hasta las primeras décadas del xx (Romero, 1979, 1983, 1992a: 265-312; Ayala, 2005). Elena Romero, basándose en las ediciones conservadas de textos dramáticos en judeoespañol y, sobre todo, en la abundante información sobre piezas dramáticas y representaciones aparecida en la prensa periódica sefardí ha logrado documentar, entre los años 60 del siglo xix y los años 30 del xx, más de 550 representaciones dramáticas (Romero, 1979: 669-819) y más de ochenta obras teatrales impresas, unas publicadas en periódicos y otras en libritos aljamiados (Romero, 1979:829-875; Romero, 1992b). El teatro hecho por los sefardíes de Oriente nunca tuvo un carácter profesional y, en consecuencia, no hubo compañías estables, ni profesionales de la escena, ni locales dedicados exclusivamente a la representación de obras sefardíes, ni una estructura comercial organizada en torno a la actividad dramática. Fue, por el contrario, una actividad social y comunitaria, que se desarrollaba sobre todo en tres ámbitos: a) el escolar, donde las representaciones eran una actividad formativa com­ plementaria, con diversas finalidades (desde el aprendizaje de la historia o de las tradiciones del pueblo judío hasta el conocimiento de obras literarias de otras culturas o la práctica de lenguas, ya que, además de representaciones en judeoespañol, se documentan otras en hebreo, turco o francés); b) el político, como medio de difusión de ideologías, principalmente por parte de grupos y asociaciones socialistas o sionistas de distintas ciudades de Oriente; c) como actividad de las comunidades judías con motivo de festividades (especialmente, en las fiestas de Purim) o de celebraciones ocasionales, y frecuentemente con una vertiente benéfica, ya que son muchas las representaciones que se organizan para recaudar fondos destinados a distintas causas caritativas o solidarias. Además de obras de creación propia, los sefardíes representaron piezas dramáticas de otras culturas, tanto en la lengua original en que fueron escritas (hebreo, turco o francés) como traducidas a otras lenguas (búlgaro, turco, serbio) o al judeoespañol a partir de originales en francés, hebreo, yidish, italiano, griego, alemán, neerlandés, polaco, ruso o inglés, a veces a través de una traducción intermedia en otra lengua, que en la mayor parte de los casos era el francés (Romero, 1979: 61-80). Pero de los estudios se deduce que el teatro español estuvo ausente de los escenarios sefardíes: Hay que señalar por significativo el total desconocimiento del teatro español de todos los tiempos que han padecido los sefardíes durante los muchos años en que el teatro ha sido algo vivo en sus comunidades. Por lo singular y excepcional del caso debemos mencionar aquí un dato curioso: algunos autores españoles fueron conocidos en Yugoslavia gracias a las traducciones que de sus obras hicieron al serbocroata algunos sefardíes. Por carta a Ángel Pulido de Benko S. Davicho sabemos que tradujo el «gracioso capricho cómico» de Echegaray Un crítico incipiente y La caída de un

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ministro de Navaulle y Landa. Por su parte, su hermano Hayim Davicho, «antiguo consul general de Serbia en Trieste», tradujo El gran filón de Rodríguez Rubí y «más de 10 dramas de Echegaray, el cual, sin saberlo, está influendo a la drama original serba». Estas obras se representaron en el Teatro Nacional de Belgrado (Romero, 1992a: 290-291.)

Sobre la carta de Benko Davicho (o Davitscho, como él mismo escribía su apellido) volveremos después; pero nos interesa señalar ahora que este testimonio y otros similares nos permiten vislumbrar que en el paso del siglo xix al xx algunos sefardíes orientales, especialmente de las clases acomodadas de los países balcánicos (que fueron las más tempranamente occidentalizadas), tuvieron algún conocimiento del teatro español de la época, como lectores, en algún caso como traductores, y también como espectadores. Sefardíes lectores y traductores de teatro español Desde finales del siglo xvii las comunidades sefardíes de Oriente vivieron casi sin contacto con España; en la segunda mitad del siglo xix, la influencia occidental llegó principalmente a través de Francia y de la cultura francesa (Rodrigue, 1990) o del mundo cultural germanófono, por la cercanía física e influencia política del imperio austrohúngaro en los Balcanes. Sin embargo, ya desde los años 80 del siglo xix algunos sefardíes occidentalizados establecieron contacto con personalidades o instituciones españolas, a través de las cuales les llegaron también libros y periódicos publicados en España. Así, el periódico El Luzero de la Pasensia, que se publicó en Turnu Severin (Rumanía) entre 1885 y 1888, estableció intercambio con algunos periódicos y revistas que aparecían en España (sobre todo con prensa republicana y federalista) y publicó en sus páginas algunas colaboraciones de periodistas y publicistas españoles (Díaz-Mas y Barquín, 2007 y en prensa). Y sin duda no fue este el único caso. La difusión de libros y revistas españoles en algunos círculos de la burguesía ilustrada sefardí seguramente se intensificó a raíz de la campaña propagandística del senador liberal Ángel Pulido Fernández, quien desde 1904 publicó libros y artículos en favor del estrechamiento de relaciones entre los sefardíes y España y estableció correspondencia con más de un centenar de sefardíes dispersos por el mundo (cfr. Pulido Fernández, 1904 y 1905; Pulido Martín, 1945; Díaz-Mas, 2000 y 2001.) Una de las acciones de Pulido fue enviar a sus corresponsales libros y periódicos publicados en España, en parte para que estuvieran informados de la actualidad y la producción intelectual españolas, y en parte para procurar que el judeoespañol de los sefardíes orientales se rehispanizase. En su segundo libro menciona El Liberal, España, El Diario Universal y La Ilustración Española entre las publicaciones que enviaron ejemplares gratuitamente a una sociedad sefardí de Sarajevo, pero lamenta la escasa respuesta que la iniciativa tuvo por parte de otras revistas y periódi-

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cos (Pulido, 1905: 618). Solicitó también a escritores españoles que donasen ejemplares de algunas de sus obras a instituciones o bibliotecas comunitarias sefardíes; en su libro de 1904, el senador publica una carta en la que Juan Valera, aunque se muestra un tanto escéptico con respecto al verdadero interés de los sefardíes por la cultura española, accede a enviar varios ejemplares de Morsamor y Garuda o la cigüeña blanca: El intento de Vd.es muy patriótico, y puede, además, si se logra, ser muy útil para cuantos escribimos en lengua castellana, abriendo nuevo mercado à nuestras producciones y procurándonos más extensa fama y mayores provechos. Lo que me apesadumbra, haciéndome recelar que los mencionados judíos, y singularmente los que viven en Viena y en otras ciudades del imperio austriaco, no tienen muy vivos y eficaces deseos de cultivar el habla de Castilla y de perfeccionarse en ella, es lo fácil que les sería adquirir libros españoles acudiendo a los libreros, que se complacerían en enviarles todos cuantos pidiesen, ya desde París, ya desde Madrid o Barcelona. A pesar de lo dicho, añadiré yo y reproduciré aquello de que debemos ir hacia la montaña cuando la montaña no viene hacia nosotros. Tengo yo, por consiguiente, una verdadera satisfacción en remitir á Vd. dos obras mías para que usted tenga la bondad de enviarlas a la Sociedad Israelita de Viena La Esperanza, ó adonde mejor le parezca (Pulido, 1904: 126-127).

A las observaciones de Valera responde una de las pocas mujeres que mantuvieron correspondencia con el senador. Se trata de Mica Alcalay de Gross, una sefardí de Sarajevo residente en Trieste, quien resalta las dificultades que encontraban para conseguir publicaciones españolas: Que el Sr. Valera no se «apesadumbre» ni «recele» tanto de los judíos españoles en Austria; hay que tomar en consideracion que para la más grande parte de los mismos el aprender el castellano es un lujo particolar, pues para sostener la lucha por la existencia en el pais que viven no les sirve el castellano [...] Yo muchas veces decia á mis correligionarios: en vez del frances (no hablo de la Turquia) aprended el vero castellano, vereis la diferencia del idioma corrompido (permitame esa frase) que hablamos nosotros. Luego me responian con razón: «las maitresses francesas son facil encontrarlas; pero ¿donde sacár una española, ó sea un español?» Luego mas facil es comprar una obra en la ciudad que se vive, que hacerla traer de lejos. Tambien los libreros anticuarios ofren el ventaje [‘ofrecen la ventaja’] de poder adquirir una obra a menio precio para los menos bienestantes. Vd encuentra en dichos anticuarios (tanbien en Trieste hay un librero que revende y compra libros usados) las mas recientes obras en francés, inglés, aleman, italiano, menos en español (Pulido, 1905: 324-325; en esta y las siguientes citas respetamos las grafías, puntuación y acentuación de la fuente, ya que reflejan cómo escribían el español con caracteres latinos los sefardíes).

También Benito Pérez Galdós envió, por medio de Pulido, varios libros suyos (no indica cuáles) a la sociedad sefardí «La Esperansa» de Viena y a la «Sociedad Filodramática Israelita» de Salónica, según lo demuestran varias cartas conservadas

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en la Casa-Museo Pérez Galdós en Las Palmas (Chamberlin, 1981). No sabemos cuántos escritores españoles más respondieron al llamamiento de Pulido para que donasen sus obras, ni si enviaron obras dramáticas, lo cual hubiera podido servir para que algunas muestras del teatro español contemporáneo llegasen a los sefardíes orientales. Pero sí que tenemos testimonios de que algunos miembros de la burguesía sefardí leían de vez en cuando libros publicados en España, y que entre ellos había obras dramáticas. Así, la misma Mica Alcalay le comenta a Pulido en algunas de sus cartas la impresión que le produjo haber leído las obras de Echegaray o la Electra de Galdós (que se había estrenado en Madrid en 1901), 2 ilustrándonos de paso acerca de las dificultades que tenían los hablantes de judeoespañol para entender cabalmente las obras teatrales escritas en español de España: En mi ultimo viaje en Belgrado, speso [“con frecuencia”] encontré jovenes que manifestaban el pesar de no comprender el castillano actual, para leer las obras tan bien reputadas de autores modernos, las mas conocidas entre nosotros, Echegaray y Galdós. Del ultimo me ha regalado un joven abogado, Sr. Finzi, de Belgrado, diciendo con un profundo sospiro «aqui tiene la Electra, yo, por mis pecados, entiendo poco ó nada», y cuando mi hermano, amigo suyo, le contó el intusiasmo que esa grande produccion en su genero, produjo en mi, le respondio: «beata ella, que sabe por lo que vive» (Pulido 1905: 325-326.)

Precisamente fue Mica Alcalay quien puso en contacto a Pulido con Benko Davitscho, el traductor de Echegaray al serbio; parece que los dos pertenecían al mismo círculo de conaisseurs: miembros de la burguesía sefardí de Serbia y Bosnia, muy occidentalizados (y ya bastante alejados, por tanto, de la cultura tradicional de las generaciones anteriores, que habían vivido en unos Balcanes pertenecientes al imperio otomano), conscientes de sus orígenes hispánicos y —al contrario que la muchos de sus correligionarios, para quienes España era un mero referente del pasado histórico (Díaz-Mas, 2009)— con curiosidad por la cultura española. Así, Davitscho cuenta a Pulido que solía encargar a una librería de su ciudad que importase para él publicaciones españolas muy diversas, entre ellas una edición del Oráculo manual de Gracián; luego habla de las traducciones al serbio de dramaturgos españoles que habían realizado su hermano y él (a las que alude Romero, 1992: 290-291): Lo que por horas la Serbia empiezó a importar de España son los... bienes literarios. Creame Usted, que no es ninguna exageracion decirle que algunos autores de Madrid ya son conservados a Belgrado como si fueran de casa.   Como es bien sabido, el estreno fue muy controvertido por el carácter anticlerical de la obra. Se imprimió en Madrid ese mismo año, por la Viuda e Hijos de M. Tello y otra edición por Valparaiso Litografía e Imprenta Industrial; también en 1901 vio la luz en Oporto, por la Livraria Chardron ; volvió a darse a la imprenta en 1903, por los sucesores de Hernando. Hay ejemplares en la Biblioteca Nacional de España, signaturas 4/122021, T/16240, T/242051, T/50852, T/18543 y T/18541.

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Gracias a las traducciones de mi hermano, el Sr. H.S. Davitcho [sic], antiguo consulo general de Serbia a Trieste, en el Teatro Nacional de aqui se represendan, á mas de todas las joyas del Teatro Español, imprimidas fin hoy, mas de 10 dramas de Echegaray, el cual, sin saberlo, esta influendo á la drama original serba. Yo propio traducé de Echegaray su gracioso capricho comico entitulado «El critico incipiente» como tambien y «La caida de un ministro» de D. Ramon Navaulle y Landa. Cosa muy caracteristica constaté atras tres años cuando por prima ves se representó en el Teatro Nacional «El gran filon» traducido por mi hermano. La comedia de ese illustre autor dipinta tan bueno las flaquezas y las fuerzas de la vida politica de aqui, que en los circulos literarios se mantubó al principio la opinion que la comedia es un original escrito por mi hermano y que «Don Tomas Rodriguez Rubi» no es mas que un pseudonimo (Pulido, 1905: 402.)

Además de a José de Echegaray (1832-1916), Davitscho menciona a Tomás Rodríguez Rubí (1817-1890), político liberal y dramaturgo, cuya obra El gran filón (estrenada en España en 1874) es una crítica de la corrupción política; por lo visto, las corruptelas políticas eran similares en todas partes, hasta el punto de que el público serbio creía que la obra reflejaba la actuación de la clase política de su propio país. En cuanto al misterioso Ramón Navaulle y Landa, debe de ser error (quizás por una mala lectura de Pulido o de los impresores) por Ramón de Navarrete y Landa (1818-1897), escritor que alcanzó bastante fama en su época y publicó tanto con su nombre como con varios seudónimos (el más conocido de los cuales es el de Asmodeo); tiene, en efecto, una obra titulada Don Rodrigo Calderón o la caída de un ministro, que se imprimió en Madrid en 1841, se estrenó en el teatro Odéon de París el 9 de enero de 1845 y se publicó también en París en ese mismo año, traducida al francés con el título de Inès ou la chute d’un ministre. 3 Además de obras teatrales, Davitscho había traducido poemas de Campoamor, que fueron dramatizados por actores profesionales en el Teatro Nacional de Belgrado: Con la misma pasión que mi hermano tradució dramas españoles hizé yo traduciones de unas doloras de Campoamor, y las que imprimé en unos periodicos serbos hacieron apreciar Campoamor mas que Copée, Sully Prod’homme y Beaudelaire y nada menos que V. Hugo. Jamas puedo olvidarme el aplauso frenetico que tubo la prima dona [‘primera actriz’] de nuestro Teatro Nacional, cuando, por primera vez, en un matinée literario de la mancebería hebrea [‘los jóvenes judíos’] de Belgrado, declamó la dolora «Quien supiera escribir» de Campoamor —en mi traduccion (Pulido, 1905: 402.)   En la Biblioteca Nacional de España hay ejemplar de la versión española (signatura T/19242) y en la Bibliotheque Nationale de France de la traducción francesa (signatura GD-11960 Arsenal-Magasin). Sobre los autores mencionados pueden encontrarse datos en Rodríguez Sánchez (1994), s.v. Echegaray e Izguirre, José; Rodríguez Rubí, Tomás, y Navarrete y Fernández Landa, Ramón; para el estreno parisino de La caída de un ministro, cfr. Seminario de Bibliografía Hispánica, 1972: núm. 6929. Agradezco a mi compañera Carmen Menéndez Onrubia, investigadora científica del CSIC, sus orientaciones bibliográficas y su ayuda para identificar a estos autores.

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Para entender cómo y por qué llegaron al conocimiento de los sefardíes serbios estas obras españolas, hay que recordar que José de Echegaray, además de escritor y un importante matemático, fue ministro de Fomento y de Hacienda y obtuvo en 1904 el Premio Nobel de Literatura, todo lo cual contribuyó sin duda a dar dimensión internacional a su figura. Los hoy casi olvidados Tomás Rodríguez Rubí y Ramón de Navarrete y Landa fueron en su día escritores de éxito, y el segundo de ellos tenía además a su favor el haber sido traducido al francés, precisamente con la obra que Davitscho virtió al serbio (y cabe preguntarse si el traductor sefardí se basó en el original castellano, en el francés o utilizó ambos). En cuanto a Ramón de Campoamor (1817-1901), fue un autor muy conocido en España y en Hispanoámerica, Académico de la Lengua, con actividad política como diputado, senador y gobernador de Valencia. Serbia era desde 1882 un reino independiente, que como estado nacional había emprendido el camino de la occidentalización, fomentando la cultura serbia como una de las señas de identidad nacional, pero también tomando como referentes de modernidad París y Viena. En un contexto de curiosidad y apertura hacia la cultura del occidente de Europa, no es de extrañar que se suscitasen también cierto interés determinados autores españoles que, además de ser conocidos por su producción literaria, tenían un marcado perfil político; los sefardíes eran los únicos ciudadanos serbios cuya lengua materna era una variedad hispánica, y por tanto estaban en una posición ideal para hacer de difusores y traductores de obras dramáticas escritas en España.

Los sefardíes como espectadores de representaciones españolas No fueron estas lecturas las únicas influencias de la literatura española que llegaron a los sefardíes orientales en el paso del siglo xix al xx. En encuestas de campo modernas para recoger muestras de poesía oral sefardí se han recogido canciones populares o popularizantes españolas, que no pueden ser pervivencia de temas de tiempos de la expulsión, sino que hubieron de incoporarse a la tradición oral de los judíos de Oriente en épocas muy recientes. Así, Pedrosa (1995) ha señalado una de las canciones de amor más difundidas entre los sefardíes orientales es adaptación de un poema del escritor sevillano Luis Montoto y Rautenstrauch (1851-1929), publicado por primera vez en 1893, que se popularizó en la tradición oral española, y desde ella debió de llegar a los sefardíes. Edwin Seroussi (1990), Miguel Sánchez (1997: 55-56, 95-96 y 98) y Susana Weich-Shahak (2004: pista núm. 32 y p. 12 del libreto) han puesto de relieve la presencia en el repertorio de poesía oral sefardí de tangos, cuplés, charlestones, arias de zarzuela, etc, cantados en judeoespañol o utilizados como base de contrafacta. Y Romeu (2007) ha espigado referencias a la música moderna española en memorias y novelas autobiográficas escritas por sefardíes.

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Naturalmente, parte de esas canciones debieron de ser aprendidas por los sefardíes a partir de grabaciones para gramófono desde principios del siglo xx, de emisiones radiofónicas desde la generalización de la radio como medio de entretenimiento en los años 20 o del cine sonoro desde los años 30. Pero otras se conocieron y se aprendieron a través de representaciones teatrales y musicales en vivo. Una de las canciones más difundidas en la tradición oral de los sefardíes de Grecia es la que comienza Una pastora yo amí; pese a su apariencia judeoespañola, la canción no es ni pervivencia de un tema medieval ni creación sefardí, sino traducción al judeoespañol de un poema del escritor griego Georgios Zalokostas (18051858), que se hizo muy popular gracias a su inclusión en una opereta de Dimitrios Koromilas estrenada en Atenas en 1893 (Nar, 1997.) Si el teatro griego contemporáneo alimentó el repertorio de la poesía popular sefardí, lo mismo pasó con algunas representaciones de compañías españolas, que hicieron giras por ciudades del Mediterráno Oriental (principalmente de los Balcanes) y también en Viena, ciudad en la que por lo menos desde los años 80 del siglo xix existía una activa comunidad sefardí de origen turco y balcánico, compuesta en gran parte por jóvenes que acudían a estudiar a la universidad vienesa. Naturalmente, estas compañías españolas no se dirigían específicamente al público sefardí, de cuya existencia posiblemente ni siquiera tenían noticia: llevaban sus espectáculos —especialmente musicales y de variedades, en los que el baile y del canto facilitan la comunicación con el público salvando la barrera del idioma— a las más importantes ciudades de Centroeuropa y del Oriente Mediterráneo, y entre el público había una minoría (los espectadores sefardíes) que, por hablar una variedad del español, podían no sólo entenderles mejor que los demás, sino incluso aprenderse de memoria las letras de las canciones. Que lo antedicho no es una mera hipótesis, sino una realidad de la cual sólo han quedado trazas, lo demuestran varios testimonios de corresponsales de Pulido. Así, Rafael Mazliach, un comerciante de Viena, recuerda interpretaciones de música española con motivo de un viaje de Alfonso XII a Austria (suponemos que sería su viaje oficial a Francia, Bélgica, Alemania y Austria, en 1883), durante el cual actuó la famosísima soprano Adelina Patti (1843-1919), quien entre otras cosas cantó la habanera de Sebastián Iradier La Paloma («Si a tu ventana llega una paloma»), compuesta veinte años antes y todavía hoy muy conocida; y con el mismo entusiasmo evoca Mazliach algunas actuaciones de una tuna de Madrid: Me akodro yo de las visitas de S.S.M.M. en Vienna y Baden, onde se acujeron caji todos los Colonistas [‘miembros de la colonia sefardí’] á las Staciones de ferrovia, a la Aréna, al «Weilbourg», ecc. por conosser las altas Maestades; me akodro de la Jornada de Adelina Patti, que cantó tambien, aparti de operas españolas un canto de Yradier: «La Paloma», qual todos los mansebos y damas de la Colonia ambesaron [‘aprendieron’] y cantaron; me akodro de la Stagione de la «Studiantina española» de Madrid, que daban Conciertos en el Carl Theater, qualos fueron frequentados de toda la Jubentud de la Colonia y causó un cierto grado de amistad (Pulido, 1905: 308.)

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Esas representaciones de compañías y grupos musicales españoles no sólo se dieron en ciudades centroeuropeas, sino también balcánicas. En una larga carta remitida a Pulido, el salonicense Moisés Abravanel ofrece detallada información sobre la comunidad sefardí de Salónica, una ciudad en la que hasta la II Guerra Mundial la mayoría de la población era judía y, concretamente, sefardita. Uno de los datos que proporciona es que hacia 1895 ó 1896, había actuado allí una pareja de cantantes españoles: Ay circa 8/9 años vino en nuestra ciudad un couple de duetistas españoles illamados Lina Serano; 4 el arivo fue como un avenimento para nosos [‘la llegada fue un acontecimiento para nosotros’], todos fuemos sentirlos [‘fuimos a oirlos’]; mira como hablan, disian los unos, son Judios disian los inorantes (siendo el que habla español es judio para los no instruidos) todos aprendimos con curiosidad las cantigas por cantarlas a nuestras madres—y siempre en el publio quando algun duetto viene le demandan las cantigas del chiquito del Amor, etc., etc— i los españoles son mirados con sucesso [‘éxito’.]

El testimonio de Abravanel indica de qué modo estaba cambiando la cultura sefardí de Oriente en el paso del siglo xix al xx. Lo habitual en la transmisión oral es que las madres enseñen a los hijos las canciones que ellas aprendieron de sus madres y de sus abuelas, para que ellos las aprendan a su vez de memoria, y así han llegado hasta nuestros días, vivas en la tradición, muestras de la poesía de la Edad Media y de los Siglos de Oro; pero en la Salónica de finales del siglo xix los hijos aprendían de memoria las canciones de espectáculos musicales en castellano para enseñárselos a sus madres y enriquecer así, con elementos procedentes de una representación de una compañía española, el repertorio oral. Según Abravanel, ello contribuyó a crear en la ciudad macedonia un público sefardí fiel a los espectáculos que venían de gira desde España, que por lo visto eran más frecuentes de lo que pudiéramos pensar. Las giras de espectáculos españoles por ciudades del Oriente Mediterráneo, donde contaban con un público en el cual había judíos sefarditas, continuaron por lo menos hasta los años 50 del siglo xx, tal y como se refleja en algunos testimonios publicados recientemente. Así, Harry Moreno (nacido en Sofía en 1929), en su novela autobiográfica Caminando y hablando, evoca la presencia de espectáculos musicales en el Líbano, donde vivió durante su juventud, entre 1940 y 1950: La mayoría de las orquestas de música moderna procedían de España y muchas de Cataluña. Los hermanos Paps de Barcelona gozaron de buena fama en Beirut. Las cantantes Lolita Garrido y Paquita Serrano eran conocidas y queridas por medio país (apud Romeu, 2007: 15.)

  El nombre de la compañía (y de su primera figura) debía de ser Lina Serrano, aquí con la neutralización entre vibrante simple y múltiple característica del judeoespañol de Oriente. No hemos hemos podido obtener más información sobre esta compañía.

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Por tanto, aunque al parecer los textos dramáticos españoles no fueron llevados a la escena por los por sefardíes en su lengua original, el público sefardí oriental tuvo desde las últimas décadas del siglo xix algún conocimiento del teatro español, tanto por la lectura de obras de autores contemporáneos (algunas de las cuales tradujeron ellos mismos a otras lenguas nacionales), como por la asistencia a representaciones de compañías y grupos musicales españoles en gira por el Mediterráneo Oriental. Bibliografía citada Amor Ayala (2005). «Me vo dedikar enteramente al teatro djudio... Teatro sefardí de temática nacionalista judía: Iftakh de Sh. Y. Djaen (Viena, 1921)», Theatralia, VII, pp. 161174. Vernon A. Chamberlin (1981). «Galdós and the Movimiento pro-sefardita», Anales galdosianos, 16, pp. 91-95. Paloma Díaz-Mas (2000). «Repercusión de la campaña de Ángel Pulido en la opinión pública de su época: la respuesta sefardí», en España y la cultura hispánica en el sureste europeo, Atenas, Embajada de España, pp. 326-339. —  (2001). «Corresponsales de Ángel Pulido e informantes de Menéndez Pidal: dos mundos sefardíes», en Los trigos ya van en flores. ���������� Studia in ���������������������� Honorem Michelle Débax, ed. Jean Alsina y Vincent Ozanam, Toulouse, Universidad-CNRS, pp. 103-115. —  (2009). «España en la literatura sefardí: entre historia y ficción», en Alianzas enre Historia y ficción. Homenaje a Patrick Collard (= Romanica Gandensia XXXVII), ed. Eugenia Houvenaghel e Ilse Logie, Ginebra, Droz, pp. 225-236. Paloma Díaz-Mas y Amelia Barquín (2007). «Relaciones entre la prensa española y la prensa sefardí a finales del siglo xix: el caso de El luzero de la pasensia», en Ayer y hoy de la prensa en judeoespañol. Actas del simposio organizado por el Instituto Cervantes de Estambul en colaboración con el Sentro de Investigasiones Sovre la Cultura Sefardi Otomana Turka en los días 29 y 30 de abril de 2006, ed. Pablo Martín Asuero y Karen Gerson Şarhon, Estambul, Isis, pp. 37-46. —  (en prensa). «Cómo se hacía un periódico sefardí: El Luzero de la Pasensia de Turnu Severin (Rumanía)», en Actas del Coloquio Internacional dedicado al Judeoespañol: aspectos lingüísticos y literarios (Bamberg, 18-19 julio 2007). Albertos Nar (1997). «Una pastora yo amí. An Oriental Sephardic Folksong ant Its Origins», en The Jewish Communities of Southeastern Europe from the Fifteenth Century to the End of World War II, ed. I.K. ����� Hassiotis, ����������������������������������� Salónica, Institute for ���������������������������� Balkan Studies, pp. 365-374. José Manuel Pedrosa (1995). «Los dos besos: una canción apócrifa de don Luis Montoto y Rautenstrauch en la tradición oral», en su Las dos sirenas y otros estudios de literatura tradicional, Madrid, Siglo XXI, pp. 162-174. Ángel Pulido Fernández (1904). Intereses nacionales. Los israelitas españoles y el idioma castellano, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra. —  (1905). Españoles sin patria y la raza sefardí, Madrid, Establecimiento Tipográfico de E. Teodoro. Ángel Pulido Martín (1945). El doctor Pulido y su época, Madrid, Imprenta F. Domenech. Arón Rodrigue (1990). French Jews, Turkish Jews. The Alliance Israélite Universelle and the Politics of Jewish Schooling in Turkey 1860-1925, Boomington-Indianapolis, Indiana University Press.

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Juego de espejos entre identidades: las representaciones rituales de asunto carolingio en España y América Luis DÍAZ VIANA Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

1. Carlomagno y la morisma: tres escenarios y una misma historia En Pampacocha, pueblo del Perú perteneciente al distrito de Santa Rosa de Quives, de la provincia de Canta (Departamento de Lima), tiene lugar el día 14 de septiembre de todos los años la representación de «La historia de Carlomagno». Allí, entre los altos cerros que hay en la margen del río Chillón, a 3.358 metros de altura, una extraña comitiva comienza su marcha en esa fecha. Hacia las doce del mediodía, el almirante Balán va, seguido por un séquito vagamente ataviado a la turca o la morisca, al encuentro de su hijo Fierabrás, que le espera un poco más allá caracoleando con su caballo. Luego, todo el grupo se dirige hacia la plaza de la localidad acompañado por cantos que dicen: Por delante la calle, por esa calle derecho, entre medio de esa calle hay un pagano que viene (Cáceres Valderrama, 2005: 142).

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Y a las dos de la tarde irrumpe Fierabrás en la plaza, dando una vuelta por la misma montado en su corcel, como si simulara una larga cabalgada, y se apea —a la postre— para descansar. Después, comienza a desafiar con grandes gritos al emperador Carlomagno para que pelee con él en singular combate… En las lomas de Bracho, un descampado situado al noroeste de la ciudad mexicana de Zacatecas, una morisma tumultuosa se arremolina también anualmente, durante tres días del mes de agosto, aprestándose para una espectacular lucha. Las personas que ejecutan el ritual no son figurantes de una obra teatral, sino miembros de la Cofradía de san Juan Bautista. Los hay vestidos de romanos, de moros, de turcos, de decimonónicos soldados mejicanos o franceses del Segundo Imperio. Muchos llevan gafas de sol, como en las fiestas de moros y cristianos del Levante español, porque el astro rey aprieta. Y unos empuñan espadas, otros alfanjes, algunos fusiles con o sin bayonetas. ¿Qué ha reunido a esa tropa variopinta? «¿Qué tiene que hacer esta morisma —se pregunta Alfonso Alfaro al escribir sobre tan colorista ritual— en una tierra donde nunca ha habido moros y, mucho menos, alguna ocasión de enfrentamiento con ellos?» (Alfaro, 2001: 29). ¿Qué ha juntado de nuevo a Carlos Mango, como también se ha llegado a llamar en México al emperador francés, y al gigante Fierabrás entre semejante muchedumbre? En la localidad leonesa de La Baña, se representó en 1948 por última vez, el día del Corpus Christi —y después de algunos años sin realizarse—, la llamada Danza de Carlomagno, donde también comparecía éste con Balán y Fierabrás. Los encargados de efectuarla en los pueblos de esa comarca de La Cabrera eran —igualmente— integrantes de una Cofradía, la del Santísimo Sacramento de Robledo de Losada. Precisamente allí, la investigadora del CSIC Concha Casado encontró un manuscrito de aquella época con el texto anotado que se representaba hasta entonces; y pudo recoger alguna otra información interesante de informantes de la zona sobre el ritual, como que —por ejemplo— la indumentaria de los personajes consistía en calzón blanco de lino, media de lana blanca con dibujos y botas de cuero, más una banda ancha de lino con bordados polícromos a crucetilla. La única diferencia entre la indumentaria de los moros y los cristianos se reducía a la forma de colocarse esa misma banda de lino: los cristianos la cruzaban sobre el hombro derecho y los moros sobre el izquierdo (Casado, 1999: 51). Nada parecido pues a la heterogeneidad que caracteriza la vestimenta de la morisma de Zacatecas a la que nos hemos referido antes. De otro lado, la ejecución de «la danza» parece que resultaba igualmente bastante sobria: Los versos del texto se cantaban todos con la misma melodía; una melodía muy simple que nos recordó los cantares de ciego. Y en la representación se intercalaban paloteados, acompañados con sones de la gaita de fuelle. El día del Corpus tenía lugar la procesión con los danzantes y dos representaciones de la obra: una, por la mañana, para los pastores que marchaban al monte con el ganado y, la otra, por la tarde para todo el pueblo (Casado, 1999: 49).

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La historia que, sin embargo, se cuenta en los tres escenarios del ritual es, básicamente, la misma: Fierabrás de Alejandría provoca a Carlomagno para que el emperador o uno de sus Doce Pares combatan con él; sólo el joven Oliveros —a pesar de estar convaleciente— se dispone a pelear con el gigante; Fierabrás le ofrece que pruebe el mágico bálsamo que cura todas la heridas y habría obtenido en el Santo Sepulcro al saquear Jerusalén; Oliveros rehúsa, por no ser de caballeros ayudarse de otra cosa más que de la propia espada; luchan uno y otro, cada uno por su fe, y finalmente Oliveros vence con gran dificultad a su oponente; Fierabrás, ya muy malherido, pide ser bautizado; luego vienen otros episodios, aún más novelescos, como los que nos presentan la captura de los caballeros de Carlomagno por las huestes de Balán y su liberación de la torre o castillo en que se hallan encerrados por parte de la dama o princesa mora Floripes, que queda enamorada de uno de ellos, Guy de Borgoña. Las palabras de Oliveros rechazando el bálsamo, que dejaron de oírse hace años en La Baña, resuenan —sin embargo— todavía en Pampacocha: No quisiera yo nada tuyo No quiero, Fierabrás vencerte si no lo gano primero. por virtud del bálsamo…

2. De un teatro evangelizador a la resistencia callada En todos los casos que estamos comentando, el ritual que escenifica la historia de Carlomagno y los Doce Pares, incluyendo el combate con Fierabrás, no es una manifestación aislada, sino que hay o ha habido en zonas geográficamente próximas —como ocurre dentro del Perú— o en otras más lejanas —como en Méjico y en España— representaciones parecidas. A veces son verdaderas constelaciones de relatos que, aunque aluden a otros personajes —incluso históricos, como Garcilaso, Felipe II o don Juan de Austria—, vienen a contar el mismo asunto esencial: la conversión de un moro o turco vencido por un caballero cristiano. En la fiesta de la morisma de Bracho, en Zacatecas, se suceden tres obras distintas a lo largo de los días que dura el evento y concurren para tomar parte en él más de 8000 actores, que —en realidad y como ya se ha apuntado— no son tales, sino devotos de san Juan Bautista, a cuya degollación está dedicada la primera de esas piezas representables. No siempre la participación fue tan numerosa, pues como contaba a Alfonso Alfaro uno de sus informantes —general de los ejércitos cristianos, por más señas—, en 1945 los integrantes del festejo no superarían las 150 personas (Alfaro, 2001: 92). Coinciden los comentaristas y estudiosos de estos rituales en América en señalar que las representaciones que hoy perduran son únicamente los restos de un «teatro de la evangelización» que debió de hallarse en el pasado mucho más extendido espacialmente; dice, así, Cáceres Valderrama siguiendo a Warman (1985) que «la danza de moros y cristianos se empieza a gestar en el Perú». Y puntualiza acerca del caso que nos ocupa:

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La primera danza conocida durante la Colonia es la de los Doce Pares de Francia, en que se pone en escena a Carlomagno quien quiso conquistar España con su sobrino Rolando (…). La América española termina el siglo xviiii con una danza de moros y cristianos a cargo de los mestizos e indios. Así como en la Península, desde 1650, aproximadamente, no cuenta ya con la presencia del Virrey ni la más rancia aristocracia española colonial. Este grupo se encierra en sus propias diversiones, dejando a los mestizos y, sobre todo, a los indígenas festejar a su manera. La danza sigue siendo una de las principales diversiones públicas del periodo colonial (Cáceres Valderrama, 2005: 132).

Lo mismo ocurriría en México, donde —como explica Alfaro— «una fiesta de españoles (peninsulares o criollos) se fue convirtiendo en una celebración de mexicanos (indígenas o mestizos)», desvinculándose progresivamente de las elites y terminando por ser una expresión específica de las comunidades tradicionales de carácter rural; ya que los mismos representantes de la Iglesia católica han pasado a un segundo plano y son los cofrades quienes sustentan los festejos «en una afirmación de la autonomía simbólica de su espacio comunitario» (Alfaro, 2001: 30). La historia sobre Carlomagno y Fierabrás se difundiría en prosa y verso por las tierras conquistadas, pasando —con el tiempo— de servir como instrumento de dominación a constituirse en un modo callado de resistencia. Pues sí parece que hubo una intención clara por parte de los evangelizadores en sustituir las danzas y los combates rituales de las poblaciones prehispánicas por estas espectaculares representaciones que —de alguna manera— llamaban o movían a la unidad identitaria y a la integración. Los takis, consistentes —al parecer— en una exhibición teatralizada que combinaba canto, baile y luchas simuladas, aparecen ya precediendo el anda que lleva al inca Atahualpa como una demostración de su poder (Jiménez Borja, 1949: 31-32). La estrategia, desde luego, no era nueva y, antes de que los doctrineros del Nuevo Mundo la utilizaran, la Iglesia la había empleado mucho tiempo atrás para cristianar las prácticas paganas que se resistían a desaparecer en el viejo continente. Nunca quedaría muy claro, no obstante, en uno y otro caso, si fueron los evangelizadores los que hicieron coincidir los días de sus grandes festividades con fechas en que ya se celebraban antiguos ritos o los convertidos quienes se las arreglaban también para que tales efemérides se superpusieran. Sabemos, por el excelente trabajo de Irving Leonard (1996) acerca de los libros que leían los conquistadores de la pervivencia en ellos de las antiguas epopeyas carolingias, que —de algún modo— les servirían, como los romances, de espejo y de modelo. También nos consta, gracias a la obra de Arturo Warman (1985) la influencia que este género caballeresco tuvo en las manifestaciones públicas del periodo virreinal, conservándose —por su prolongación en otras expresiones más o menos humildes— hasta hoy. Y ello nos da una de las claves de la pervivencia del episodio de Fierabrás, pues en España —como pieza representable el día de El Corpus— se imprimieron durante siglos los pliegos que trataban de ese asunto, bajo el título de Historia Verdadera

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de Carlomagno y de los Doce pares de Francia, hasta bien empezado el siglo xx. El pliego figuraba, de hecho, en el catálogo de la Imprenta Hernando y lo hemos publicado recientemente con otras composiciones del fondo procedente de la misma que se guardaba en la Biblioteca de Filología del CSIC (Díaz Viana, 2001: 445-474). En tierras españolas este asunto carolingio no se difundió únicamente por vía de pliego en el marco de la denominada Literatura de Cordel. Como a menudo sucede en tal clase de producciones, y como ya señalamos en un trabajo específicamente dedicado a la Historia de Carlomagno y sus Doce Pares (Díaz Viana, 2003: 27-40), varias vertientes de transmisión coinciden en su probada vigencia a manera de auténtica encrucijada: conocemos, según hemos visto, un manuscrito (el del texto de la danza que se ejecutaba en La Baña) junto al que coexisten versiones orales de la misma composición; un pliego del xix (del que aquel manuscrito seguramente proviene) muy difundido a través de las masivas impresiones que hacía de su catálogo la editorial e imprenta Hernando y cuyo rastro se puede seguir hasta el repertorio editado por Manuel Martín, quien —con toda probabilidad— no hizo sino recopilar, ya a mediados del xviiii, «historias sagradas y profanas» conocidas en siglos precedentes; ese mismo corpus de historias se reimprime en varios lugares y por diversos editores a lo largo del xviiii; tenemos noticia también de una antigua tradición oral en que el asunto, aunque el modelo de composición y forma poética difieran, era el mismo y de la que han restado ejemplos como los «Romances de Calaínos (I y II)» o el «Romance de los Doce Pares de Francia», que en una versión del Cancionero de Romances de 1550 y otra procedente de un pliego suelto del xvi recogieron Wolf y Hofmann en su compilación de 1856, reeditada por Menéndez Pelayo dentro de la Antología lírica de poetas castellanos (1945); sabemos, por último, de una vasta tradición libresca de refundiciones sobre la leyenda de Carlomagno que remiten al libro publicado sobre este tema por Nicolás de Piamonte y recala —después— en el episodio quijotesco donde aparece mencionado por el héroe de Cervantes, tras su desventurado encuentro con los gigantes que son molinos, el bálsamo de Fierabrás (Capítulo X de la Primera Parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la mancha). 3. Los disfraces del pasado y la actualidad de los mitos Evidentemente un ritual no significa lo mismo en distintos espacios y tiempos. Pero ¿qué puede haber de coincidente, si algo hay, en estas representaciones de una misma historia basada en un igual o parecido texto? ¿Por qué Carlomagno y por qué los moros? ¿Qué motivos justifican la persistente presencia de este emperador legendario y de su retador Fierabrás en España, México y Perú? Puede pensarse que Carlomagno encarna a la perfección el mito de la unidad cristiana en Europa, hasta convertirse en uno de los mejores símbolos de ella. La escasa historicidad de algunas de sus pretendidas hazañas, en este sentido, no lo hacen menos atractivo para encarnar cierta utopía de unificación por encima de

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reinos y culturas, sino todo lo contrario. ¿Pero es esa utopía de integración el principal mensaje de estos rituales? Cáceres Valderrama recoge esta idea de que tales manifestaciones constituirían una «representación de la utopía», pero resume también otras interpretaciones —o respuestas— que se han venido dando sobre las posibles razones de su pervivencia: Una primera sería la que dan los estudiosos del hombre andino: sostienen que durante la Colonia los indios representaron las danzas de moros y cristianos porque encontraron que constituían una forma de expresión que ellos conocían desde el tiempo de incanato, donde tenían una vida rica en ceremonias. Una segunda respuesta es que los indios durante la Colonia y los campesinos en la actualidad, al estar sometidos a un sistema político y económico que los oprime y explota, encuentran en estas batallas rituales una forma de resistencia para protestar por su situación de

vencidos (Cáceres Valderrama, 2005: 147-148).

A la primera de estas justificaciones ya nos hemos referido y es verdad que puede explicar el motivo por el que estos dramas empezaron a representarse, pero no por qué ello sigue haciéndose. Tanto en Perú como en México hay aún momentos de aparente concordia y fraternidad entre los bandos opuestos de estas y otras representaciones parecidas, en que «bailan juntos moros y cristianos, intercambiando sombreros y tocados» (Cáceres Valderrama, 2005: 148) o desfiles que «los cofrades moros y cristianos realizan, hermanados, por las calles del centro de Zacatecas la mañana del domingo, antes del combate final» (Alfaro, 2001: 36). En cuanto a la hipótesis de que tales expresiones supongan una especie de desenlace feliz al drama de la conquista o una catarsis del trauma y shock del vencido, ya que —según Alfaro— «las poblaciones amerindias asistieron atónitas en el siglo xvi al colapso de un mundo…» (Alfaro, 2001: 31), cabe objetar que ello tampoco aclara por qué precisamente los moros sirven para expresar semejantes sensaciones y sentimientos. Una vía de comprensión la constituiría una identificación del moro con el «otro», con la alteridad, con una otredad en el tiempo, pues según también escribe Alfaro refiriéndose a la significación del Cantar de Roldán: El Islam había llegado a adquirir, cuatro siglos después de su irrupción en la conciencia europea, el rostro de la alteridad fundamental: aquella en que se confunden los rasgos de todo lo ajeno, tanto el paganismo clásico como el monoteísmo no trinitario. Los musulmanes, por supuesto, no reconocerían a unos correligionarios que «adoran a Apolo y a Tagavante», que veneran «ricas estatuas de Mahoma» y que increpan a «sus ídolos» cuando la suerte les es adversa (Alfaro, 2001: 50).

Que el «moro» fue durante siglos el «otro» esencial para muchas generaciones de españoles parece obvio. Como resulta bien sabido que, cuando dejó de ser el enemigo fronterizo e inmediato, surgió en los reinos cristianos esa moda literaria y cultural conocida después por «maurofilia», en que se mitificaba la caballorosidad

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y valentía del vencido para así resaltar aún más los propios valores. Pero ya en el texto de Alfaro que acabo de transcribir se sugiere una lejana identificación entre moros y paganos de toda clase que puede ofrecernos claves fundamentales de interpretación para intentar comprender por qué esos enemigos míticos han servido, en los rituales que estudiamos, para reinventar y reflexionar sobre la propia identidad —desde el pasado y en el presente— tanto en España como en el Nuevo Mundo. Ya que, según muestra también Gutiérrez Estévez (1993: 323-376) en un revelador trabajo sore el mismo tema, los «unos» literales de estos textos y rituales pueden pasar a ser convertidos en «otros» (es decir, los españoles transformarse en moros) y quienes habían sido tratados como «otros» (los indios) asumir una nueva posición como «unos». El episodio del desafío de Fierabrás a Carlomagno y la posterior lucha con uno de los Doce pares está presente también en buena parte de los dances aragoneses que han sido recogidos y estudiados por diversos autores. Su pujanza ritual y las sucesivas transmisiones tanto manuscritas como orales de la historia parecen haber contribuido a que los versos interpretados no se hallen tan cercanos a un texto impreso relativamente reciente como ocurre en el caso de la versión leonesa de La Baña. Veamos el momento del desafío de Fierabrás, por ejemplo: Dance de Sariñena. Hombre cobarde y sin virtud. Si no fuera dar batalla en ese día voy a publicar por todo el mundo tu cobardía (Beltrán Martínez, 1979: 196). Manuscrito de La Baña Carlomagno, ya has perdido todo tu honor y tu fama que antes había ganado, mas por Mahoma te juro que he de pregonar a voces tu cobardía por el mundo (Casado, 1999: 55).

Fierabrás queda equiparado en valor a los caballeros cristianos, pelea caballerosamente y aunque pide el bautismo al ser vencido no lo hace por esa desventajosa circunstancia, sino por propia convicción reconociendo que el dios cristiano es más poderoso que el suyo. En los dances, como en las otras teatralizaciones populares del tema, el «moro» no es inferior ni distinto, sino alguien que todavía no ha recibido el agua del bautismo que le hará del todo «igual». Dice Larrea Palacín que «el dance, cual nosotros lo conocemos y vive en el pueblo, es un drama sagrado en el que concurren la danza,

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el canto, el mimo y la poesía como elementos integrantes de la representación» (Larrea Palacín, 1952: 14). Y añade que «en cuanto es el dance una elaboración compleja, incluye dos elementos principales: la danza de espadas y las representaciones dramáticas» (Larrea Palacín, 1952: 23). En la opinión de este autor, estas danzas teatralizadas son un rito, por lo que «no podrá ya hablarse del dance como de un simple baile representativo» (Larrea Palacín, 1952: 19). Aventura Larrea también lo siguiente acerca de sus posibles orígenes: Por el lenguaje se deduce debieron ser escritos hacia el siglo xvii. Prohibidos los dances por la R. O. de Carlos III del 21 de junio de 1780 no parece que la continua alusión al rey Carlos debe entenderse a ese monarca, sino más bien a Carlos I como claramente aparece en una de las soldadescas de Velilla (Larrea Palacín, 1952: 21).

Y en Nota 15 de esa misma página puntualiza, en relación con esas repetidas alusiones al rey Carlos en los textos de otros dances, que «Ricardo del Arco me ha dicho más de una vez que cree en una alusión a Carlomagno» (Larrea Palacín, 1952: 21). Acerca de las fechas, que en los rituales siempre son importantes, pues a menudo pueden denotar —entre otras cosas— la existencia de celebraciones aún más antiguas que fueron cristianizadas, Larrea consigna interesantes datos con respecto a los dances, que valdrían también para los rituales americanos ya mencionados, pues el Corpus Christi —por ejemplo—, como recuerda Cáceres Valderrama, «se conmemoraba más o menos por el mismo tiempo en que la del Inty Raymi o gran Pascua del Sol» (Cáceres Valderrama, 2005: 133). Dice Larrea Palacín: Siempre y en todas partes se celebra, con motivo de la festividad que será, o no, la del Patrón del Pueblo, pocas veces la del titular de la parroquia. Su representación tiene, en la mayoría de los casos, el carácter de votiva, señaladamente los dedicados a san Roque, el abogado contra la peste, cuya protección contra el cólera memorable de fines del siglo pasado motivó la celebración de muchos dances: de San Blas, que defiende los males de garganta, y en cuyo día se bendicen frutos y piensos; de San Antón, protector de las caballerías y los animales domésticos, y de Santa Bárbara, que libra de las tormentas y pedrisco (Larrea Palacín, 1952: 13).

Y el mismo autor registra la pervivencia de 48 dances en Zaragoza (incluyendo barrio de las Tenerías en la capital), 33 en Huesca y en Teruel 17. Menciona también, como zonas en que se siguen representando, las provincias de Soria y Cuenca y Alta Cataluña (Larrea Palacín, 1952: 12 y 13). Las fechas en que tienen lugar los rituales que al principio aquí hemos comentado, junto a las de muchos dances (por lo que parecen ser preponderantes), aparte de la «movible» del Corpus Christi, son septiembre y agosto. En Zacatecas, la representación de la morisma se hace coincidir no con el día dedicado a San Juan, pero sí con el que se supone del martirio de tan santo patrono. Y todo ello, así como la escenificación de una obra que tiene como figura central a Fierabrás dentro de una fiesta en que también se representa el degollamiento del bautista, quizá tenga algo que ver con una creencia referida por Diego Clemen-

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cín en sus eruditos comentarios al Quijote, citando a Nicolás de Piamonte: «Y he leído en un libro auténtico de lengua toscana que habla de este Fierabrás de Alejandría que todos los días de San Juan Evangelista parecen los dos barriles encima del agua y no en otro tiempo» (Clemencín, 1943: 1094, Primera Parte, Cap. X, nota 12). Algo tienen que ver, pues, San Juan y Fierabrás finalmente: el hecho sustancial del bautismo dado por uno y recibido por el otro; el acto que separa, pero también puede unir a moros y cristianos. 4. Un pasado muy presente: la memoria reconstruida Ricardo del Arco Garay, otro destacado estudioso del dance, recoge en un texto del de Pallaruelo de Monegros (Huesca), que se representa el día 6 de agosto, las razones para la renovación del rito dadas por sus propios actores bajo la forma de diálogo entre personajes: Mayoral Ángel, rústico color, en esta vega criado, cultivamos nuestras fiestas, que nuestros antepasados nos dejaron por herencia, y vivimos retirados de la urbanidad y el Fausto (sic) y de hombres ilustrados. Confesamos claramente y por eso renovamos los principales misterios y deberes de cristianos. Todos los pueblos suspiran por su protección y amparo, al santo que más le gusta, o santa que es de su agrado; y toda esta devoción que nosotros celebramos, desde niños nuestros padres, hasta hoy día que se halla en nuestros pechos sellada. Repatan Por eso todos los años Ofrecemos nuestros triunfos A este santo, que elegimos Nuestro patrón, Antolín. (Del Arco Garay, 1943: 179).

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Haciéndose eco, precisamente, de algunas arriesgadas hipótesis de Del Arco, Larrea rebate alguna teoría, como la que suponía la dependencia del dance respecto al teatro sacramental y lanza una pregunta audaz: Lejos de ser (el dance) la corrupción pretendida de los misterios o autos sacramentales, por anterior a ellos resultaría ser su antecesor, y por ese motivo la continuación del teatro indígena (…) ¿Nos hallamos ante la supervivencia de representaciones en su origen anteriores a la evangelización de España? Quede en el aire la pregunta a falta de pruebas convincentes (Larrea Palacín, 1952: 19-20).

De haber algo de cierto en estas suposiciones, resultaría que el mismo mecanismo de resistencia o la misma contra-estrategia de incorporar restos anteriores de danzas y rituales a una nueva realidad (y de ahí la insistente referencia al paganismo y al bautismo en los textos de estas representaciones) habrían sido utilizados en el Nuevo y Viejo Mundo, por los dominadores y por los dominados. Las culturas populares se darían la mano por debajo de las celebraciones oficiales impuestas desde arriba con un guiño cómplice, de continente a continente. Porque ¿quiénes serían, finalmente, esos «moros» a los que se ha creído el «otro» irremediable? Parece bastante claro por todo lo visto que no un «otro» en el espacio, sino un «otro» en el tiempo. En un tiempo que no es exactamente el de la historia, sino el de la memoria reconstruida. De ahí que desfilen en estos rituales todas las identidades de lo que se ha sido, todos los disfraces del pasado. Todo lo que fuimos y que somos. Porque se ha elegido, a través del ritual —precisamente— no dejarlo de ser. Los rituales recuperan —por un instante— esa existencia plena, ese tiempo completo. Ha escrito Larrea Palacín a propósito de los «moros» del dance: Al niño se le dice moro antes de que reciba el bautismo; el vino sin aguar es moro; cristiano o bautizado el que ha sido mezclado con agua; los restos de edificios antiguos, sean árabes, romanos, griegos, fenicios, ibéricos o megalíticos son obras de moros. Nuestro amigo D. Julio Caro Baroja nos decía en cierta ocasión que en comarcas bastas (sic) donde no habían entrado los muslimes, hablaban las gentes de los moros como de habitantes que habían vivido en ellas y poseían técnicas más adelantadas que los indígenas, y el Sr. Baroja añadía que probablemente habría que identificar a tales moros con los paganos y, en este caso, concretamente con los romanos (Larrea Palacín, 1952: 33).

Los rituales populares recorren una senda paralela pero distinta a la de la historia y nos ofrecen en su puesta en escena un «pasado muy presente» (Alfaro, 2001: 107): el de la memoria colectiva nunca del todo rota y vivida desde el hoy. En Salientes, una aldea del Alto Bierzo leonés donde se acaba el mundo (o por lo menos la carretera), se cuentan historias sobre tesoros guardados por moros y moras, lo que es común a esa zona entera. Pero hasta hace poco se creía que las moras descendían de sus cuevas y dejaban a sus niños en lugar de los de las campesinas para que fueran bautizados: Acachenta, acachenta, que el tuyo acachentado está.

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Es decir, acata, agacha, baja la cabeza en señal de asentimiento para que la criatura sea bautizada. La informante que lo contaba aclaraba también que, cuando un bebé se dejaba en un ribazo, era bautizado y devuelto con los suyos a cambio del propio, que siempre se devolvía sano y salvo. Puesto que tales relatos legendarios sobre esos moros cercanos, del mismo lugar y prácticamente del mismo pueblo, eran narraciones que hablaban casi siempre de fugitivos por aquellos montes, nuestra informante comentaba —además— que de niña había creído identificar un fondo común entre las historias de moros y de maquis, entre el pasado y el presente. Quizá porque, como en el juego de identidades escenificado por los rituales que hemos seguido hasta aquí, sólo la imagen reflejada en un espejo hecho de tiempo o el leve golpe de agua del bautismo separan lo que se es de lo que no, la ficción de la realidad. Bibliografía citada Alfonso Alfaro (2001). Moros y cristianos. Una batalla cósmica, Zacatecas, Libros de La Espiral de Artes de México. Ricardo del Arco y Garay (1943). Notas de folk-lore altoaragonés, Madrid, CSIC. Instituto «Antonio de Nebrija». Biblioteca de tradiciones populares.-1. Antonio Beltrán Martínez (1979) Introducción al folklore aragonés (II), Zaragoza, Guara Editorial. Milena Cáceres Valderrama (2005). La fiesta de moros y cristianos en el Perú, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú. Concha Casado (1999). Danzas con palabras, Valladolid, Castilla Ediciones. Diego Clemencín (1943). El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra, notas y comentarios, ed. Luis Astrana Marín. Luis Díaz Viana (coord.; 2001). Palabras para el pueblo. Vol. II. La colección de pliegos del CSIC: Fondos de la Imprenta Hernando, Madrid, CSIC. —  (2003). «La Literatura de Cordel: Una encrucijada de tradiciones. Historias y romances carolingios del Fondo Hernando en tierras de León», en Literatura de tradición oral, León, Fundación Hullera Vasco-Leonesa, pp. 27-41. Manuel Gutiérrez Estévez (1993). «Mayas, españoles, moros y judíos en baile de máscaras. Morfología y retórica de la alteridad», en G. H. Gossen et al. (eds.), De palabra y obra en el Nuevo Mundo, vol. 3, Madrid, Siglo XXI, pp. 323-376. Arturo Jiménez Borja (1949). «Coreografía Colonial (1)», Mar del Sur, año II, nº 7, pp. 3141. Arcadio Larrea Palacín (1952). El dance aragonés y las representaciones de moros y cristianos, Tetuán, Editora Marroquí, Instituto General Franco de Estudios e Investigación Hispano-Árabe. Irving A. Leonard (1996). Los libros del Conquistador, México, D. F., Fondo de Cultura Económica. Arturo Warman (1985). La Danza de Moros y Cristianos, México, D. F., Instituto Nacional de Antropología e Historia. Fernando José Wolf y Conrado Hofmann (1945). Romances viejos castellanos (Primavera y flor de romances), segunda edición corregida y adicionada por Marcelino Menéndez Pelayo, en Antología de poetas líricos castellanos, vol. VIII, Madrid y Santander, CSIC.

Los poemas de guerra de Vicente Aleixandre Francisco Javier Díez de Revenga Universidad de Murcia

Los años de la Guerra Civil fueron para Vicente Aleixandre, como para tantos españoles, durísimos. El poeta, enfermo, intentó, como relató con todo detalle Alejandro Duque Amusco (1999: 49-63), marchar al exilio, pero fracasó en su propósito, lo que agravó aún más su situación. Aleixandre, víctima de una tuberculosis renal avanzada, que había obligado a extirparle un riñón en 1932, sufrió una recaída en abril de 1937, con las consiguientes secuelas: fiebre, alteraciones biliares y dolorosas manifestaciones renovesicales. Las duras condiciones del Madrid asediado agravaron su dolencia, y el poeta, que requería absoluto reposo, alimentación adecuada, campo y helioterapia, logra salir de Madrid, con un salvoconducto que le facilita Francisco Giner de los Ríos, y se refugia en Miraflores de la Sierra, que pronto se convierte en uno de los frentes militares más activos. Allí lee a Hölderlin y a los románticos ingleses, antes de retornar a la capital e instalarse en un piso de la calle de Españoleto, ya que la casa de Velingtonia había sido destruida por estar situada junto al frente de la Ciudad Universitaria (Duque Amusco, 1999: 54). En la casa de Españoleto recibirá la visita de Pablo Neruda, tal como recordará Aleixandre años más tarde (1987a: 126-129). «¡No puedes quedarte así. Tu estado es muy crítico!». Neruda, acompañado por Delia del Carril, viaja a Madrid desde Francia para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas en julio de 1937. Muchos años después, Aleixandre evocaría: «Yo estaba en cama, desde hacía tres meses, con una recaída de mi enfermedad renal. Los veo a los dos, a él y a Delia, sentarse en el borde de mi cama. Oigo la voz pausada, la voz acompañadora de Pablo.

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¡Tantos proyectos, tantas esperanzas! Pero él no quería hablar sino de mi invalidez. Soñaba. «Mañana te vienes con nosotros. Te llevamos a París. Allí, en un hospital que dirige un amigo nuestro, estarás como te hace falta, como necesitas». Se marcharon como una sombra. «Vendremos por ti», dijo como un susurro». (Duque Amusco, 1999: 55). Aleixandre, tras la bondadosa insistencia de Neruda, se plantea partir hacia el exilio con su hermana Conchita y su anciano padre, don Cirilo. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes debía dar él consentimiento para extender pasaportes. Pero, por su falta de fe en la burocracia administrativa, el poeta recurre a sus amigos María Zambrano y Dámaso Alonso, entonces en la Casa de Cultura de Valencia, dependiente del Ministerio. En febrero de 1938, Aleixandre escribe a Zambrano que ya había sido puesta en antecedentes por Luis Cernuda y Dámaso Alonso, y le envía datos y fotos de su padre, de su hermana y de él, junto a un certificado de su médico que recomienda «su rápida marcha al extranjero para someterse a cura solar, reposo y alimentación adecuada». Dámaso Alonso escribe al Ministerio advirtiendo de que Aleixandre «está enfermo desde hace quince años […] Este saldo humano está aguantando la guerra, sin encontrar los alimentos necesarios para defenderse. Ahora lleva tres meses en cama con fiebre constante. ¿No sería posible que la Casa de la Cultura obtuviera para él el pasaporte necesario para su viaje y el de los familiares?». La respuesta llega en marzo de 1938. El delegado ministerial recuerda que «la ley jurídico-militar impedía extender visados de salida a cualquier persona en edad militar». (Duque Amusco, 1999: 57-58). Aleixandre, tal como señala Duque Amusco, estaba fuera de toda sospecha, ya que colaboró en las publicaciones del bando republicano «y por lo tanto no era necesario pedirle «certificado de lealtad»» (1999: 52). El Ministerio le exigía un documento médico expedido por un tribunal militar que certificara las causas por las que se le debía declarar exento del servicio a las armas. El poeta responde en abril del 38 y advierte al delegado ministerial —Jacinto Vallelado— de que ha recaído en su enfermedad y que abriga serias dificultades para conseguir el certificado oficial. Sus esperanzas de salir de España acabaron con este telegrama, días más tarde: «Comunique Vicente Aleixandre Españoleto, 16 envíe a Casa Cultura certificado médico-militar como único válido stop. Transmítase». «A consecuencia de estas dificultades legales y administrativas, Vicente Aleixandre desistió de su propósito y se quedó en España, pudiendo decir, tal como recoge Antonio Colinas (1977: 10): «Quise vivir y he vivido la suerte de mi pueblo». Su posición de exiliado interior, vivida con enorme dignidad, fue el resultado —ahora lo sabemos— de su imposible exilio de 1938.» (Duque Amusco, 1999: 62-63). Los poemas de guerra de Vicente Aleixandre han sido deliberadamente olvidados durante décadas, pero hoy día, gracias a la edición de Obras completas que preparó Alejandro Duque Amusco, en 2001, están a disposición de todos los lectores, con el regalo añadido de que el editor cuenta las tribulaciones y aventuras de estas interesantísimas composiciones. He aquí una relación de los mismos con referencia a la suerte que cada poema ha corrido desde el momento de su producción:

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«El fusilado», publicado en el número 4 de El Mono Azul, el 17 de septiembre de 1936. Como señala Alejandro Duque es «el primer romance de Vicente Aleixandre en apoyo de la causa republicana» y «no ha dejado de reeditarse y de tener actualidad. Aparece en todos los romanceros de la guerra civil española» (2001: 1540). El propio Duque Amusco, con Irma Emiliozzi, lo incluyó en su edición de Nuevos poemas varios, de Vicente Aleixandre, en 1987b. Sorprende este poema por su excelente aire narrativo argumental con el que Aleixandre quiere dotar de veracidad a su romance, que cuenta la historia de un miliciano, valiente y aguerrido, héroe entre los héroes, que al final caerá prisionero debido a su arrojo y será fusilado por los rebeldes. Pero lo que no sorprende es la gran calidad del lenguaje poético de un Aleixandre muy avezado ya en el manejo de la imagen y de la metáfora, del más puro estilo de las cultivadas por otros poetas de su generación, entre ellos, sin duda, Federico García Lorca. El sentimiento de la naturaleza y del paisaje de la Sierra, donde tienen lugar las escaramuzas del joven héroe, la presencia de la noche amarga y adversa, en que cae prisionero, todo el ambiente y el conjunto se halla esmaltado por las más expresivas metáforas, comunes por otra parte a los muchos romances que se escribieron en la guerra: la luna de agosto que endurece los pechos, el nimbo rojo que ilumina el cuerpo del miliciano, el fusil como rosa de fuego que vomita espanto y muerte…, mientras que los traidores reciben los adjetivos más duros: hombres siniestros, lobos carniceros, turba de bandoleros… Incluso, Aleixandre rememora modos ancestrales y veteranos a la hora de formular su romance, cuando interrumpiendo la historia, surge la voz del juglar dirigiéndose a sus oyentes, juglar anónimo que invoca a la no menos anónima «voz que cantas la historia»: «Ay, voz que cantas la historia / que aquí escucháis de Granero: / acaba y narra hasta el fin, / maravilloso suceso / ocurrido en una noche / de temeroso recuerdo.» «Oda a los niños de Madrid muertos por la metralla». Apareció en Mundo Obrero, número 278, Madrid, 19 de noviembre 1936. Lo reprodujo el diario Ahora, el lunes 18 de enero de 1937. El poema fue incluido por Pablo Neruda y Nancy Cunard, en el número 2 de Les Poètes du Monde défendent le Peuple Espagnol, aparecido en La Chapelle, Reanville, 1937 (González Echevarría, 2002). Duque Amusco (2001: 15401541) señala las pocas veces que el poema ha sido publicado, desde que lo redescubriera en 1981 Antonio Fernández Ferrer, en un artículo de Bulletin Hispanique. Escrito en amplios versos libres, muy aleixandrinos, muestra con singular dramatismo el horror de la muerte, encelada contra la vida de los más pequeños, durante los bombardeos. Los tonos dramáticos, con una base realista muy personal, y, sin duda autobiográfica, se revisten de nuevo de una gran riqueza de imágenes, algunas de ellas de carácter visionario, muy del estilo de Vicente Aleixandre, quien, sin embargo, no quiere en ningún momento ocultar ni encubrir o enmascarar la crueldad de esos bombardeos, que destruyen las vidas infantiles: la niebla, la sangre, la noche, la metralla («súbita serpiente»), los gritos, los aviones («…buitres oscuros cuyo plumaje encierra / la destrucción de la carne que late»), ventanas, puertas, torres, tejados… todo se reduce a destrucción: «donde la nada estalló de repente». Sin ocultar,

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al mismo tiempo, referencias claras de signo político, como se puede leer en los dos últimos lapidarios versos. «Un puño clamoroso /rojo de sangre libre, / que la ciudad esgrime, iracunda, y dispara.» «El miliciano desconocido (Frente de Madrid)», en El Mono Azul, número 15, 11 de febrero de 1937. Muy olvidado igualmente hasta que Alejandro Duque lo incluye en Nuevos poemas varios de Vicente Aleixandre. De nuevo estamos ante un romance de guerra con todos los ingredientes que Aleixandre en esta faceta suya de poeta épico, asume plenamente, con dominio de todos los registros. De nuevo, el tono cercano (en este caso, estamos en el frente de Madrid) pone de relieve la proximidad del dramatismo de los días tan duros y crueles, que, sin embargo, no impiden la conjunción de imágenes brillantes junto a gestos muy del poeta como las sucesiones de verbos («salta, empuña, avanza, arrolla / mata, pasa, vuela, vence») que enmarcan el aliento colectivo del pueblo invicto ante el héroe anónimo, que representa a todos los héroes de cada día, en las calles de la ciudad mártir, Madrid. En este contexto hemos de situar la traducción que Vicente Aleixandre hizo del poema de Nancy Cunard «Para hacerse amar», única traducción que conservamos hecha por el poeta, realizada en plena Guerra de España y que Duque Amusco recoge en unas obras completas del poeta por primera vez, en 2001, aunque de forma incompleta. Estos son los datos que nos facilita Amusco: «Para hacerse amar. Apareció esta traducción de Vicente Aleixandre, la única que se le conoce de toda su larga vida literaria, en el núm. 1 de la revista Los poetas del mundo defienden al pueblo español, sin fecha ni lugar de impresión, pero Rafael Osuna, que ha estudiado a fondo la revista, apunta que no puede ser anterior a finales de enero de 1937, que es cuando llega Neruda —codirector de la publicación— a París, y que en esta ciudad o en su periferia se editaría este primer número (cfr. Rafael Osuna, Pablo Neruda y Nancy Cunard, Madrid, Orígenes, 1987, pág. 32). […] El texto debió de ser escrito en los primeros meses de la Guerra Civil, desde luego después de la muerte de Lorca, de cuyo asesinato se da noticia en la portada del número.» Hemos hallado el original de este poema, en francés, acaso hasta ahora inédito, en el lugar donde están los papeles de Nancy Cunard (1896-1965), en Texas, en la Harry Ramson Collection en la Universidad, de Austin. Nancy Cunard es todo un personaje tal como la recuerda en una simpática evocación Ramón J. Sender (2002). Hija de Sir Bache Cunard, un aristócrata inglés, dueño de la conocida naviera y compañía aérea del mismo nombre —y que estuvo casado con una norteamericana de la alta sociedad, amiga de Wallis Simpson—, tras el divorcio de sus padres y un breve matrimonio de dos años con un oficial británico veterano de la Gran Guerra, la joven Cunard, aparece en París en 1914, participa activamente en los movimientos poéticos más avanzados con Ezra Pound, Iris Tree, Diana Manners, Osbert Sitwell y otros, empieza a publicar sus poemas y protagoniza distintas historias amorosas, entre ellas una con Louis Aragon, que intenta suicidarse en 1928 tras su ruptura con la escritora.

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En 1927 crea una editorial que publica obras de Pound, Norman Douglas, Samuel Becket, etc. Estuvo en España durante la Guerra, en 1936, en el frente de Teruel y en Valencia, y, a su regreso a París, publica, con Pablo Neruda, la revista Los poetas del mundo defienden al pueblo español, que recogerá su poema traducido por Aleixandre, en 1937. Cunard había colaborado con Neruda en la organización del Congreso Internacional de Escritores Antifascistas de Madrid y Valencia en 1937 y, ese mismo año, ambos emprendieron la publicación de la revista, que, como se dice en sus portadas, ellos mismos componían a mano. Ramón J. Sender la evoca en el París de aquellos años y asegura que un secreto que casi nadie sabía es que estaba perdidamente enamorada del escritor Aldous Huxley, que no la correspondía. «Nancy me dijo un día que toda su vida había estado influida por Huxley. En realidad, Nancy es la protagonista de Contrapunto con el nombre de Marjorie Carling y de The Green Hat de Michael Arlen, con el nombre de Irish March.» (2002: 4). Aunque, como ha advertido previamente Sender: «Pero no hay que engañarse, Nancy Cunard se salvó por una dimensión del todo respetable: su pasión por la poesía. En todos los demás sentidos la gente de su tiempo la consideraba más que objecionable. No faltaban los que creían que su amistad era nociva y su intimidad vejatoria y denigrante. Yo nunca pensé tal cosa.» (2000: 3). El texto reproducido por Duque en las Obras completas, si lo comparamos con el original integrado en Los poetas del mundo defienden al pueblo español prescinde del final del poema, de un acróstico y un lema, que, siguiendo el texto original francés, y la traducción parisina, restablecimos en nuestro libro Las traducciones del 27. Estudio y antología (2007: 190), donde figura el texto en español completo: F.A.S.C.I.S.M.O. F ederación A sesina al, S ervicio del C rimen I nternacional, S ección de M uerte a los O breros españoles ¡P u e b l o e n p i e — N o p a s a r á n!

No se sabía mucho sobre el texto original que Aleixandre había traducido, y ni siquiera en que idioma podía estar escrito, ya que Cunard era inglesa. En todo caso, el único idioma que conocía Aleixandre algo era el francés. Incluso se llegó a dudar de que existiera un original, y que, en realidad, lo que publicaron en París en 1937 era un arreglo de Neruda y Aleixandre, con la connivencia de Cunard. Pero el descubrimiento del original desbarata todas estas hipótesis. Y nos confirma que Cunard escribía en francés sus poemas, lo que no está reñido con la afirmación de

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Sender de que «hablaba mal seis o siete idiomas, pero escribía, como se puede suponer, un inglés impoluto. Es decir, manchado deliberadamente de vez en cuando con alguna palabrota en francés o en español.» (2002: 5). También Sender se refiere a sus limitadas aptitudes como poeta: «Algunos, como digo, no la entendieron, otros la entendieron mal deliberadamente y, al morir, dejó una estela confusa que va aclarándose ahora, poco a poco. Su obra escrita no ayuda mucho, porque abusaba de los recursos de las escuelas vigentes entonces, especialmente el surrealismo y el dadaísmo. En cuanto a lo social y político, abrazaba las causas extremas, sin pertenecer a ningún partido, mientras viera en ellas un pretexto para discrepar y para poetizar. Sólo dejó un poema verdaderamente interesante en su vida: su propio recuerdo, es decir, Nancy Cunard» (2002: 5). Interesa recuperar el texto original francés del poema de Nancy Cunard. Fechado en septiembre de 1936, contiene una nota a máquina, escrita por la misma Cunard, que dice así: «(Ecrit au retour inmédiat d’ une semaine aux fronts de Teruel, mi-Septembre, 1936, à Valencia.) �������������������������������������������� Traduit en espagnol par Vicente Alelxandre; pu��� blié, je crois, dans un journal à Madrid en Octobre 1936. Publié dans le premier numero de la série, «Les Poètes du Monde défendent le Peuple Espagnol» série lancée par Pablo Neruda et moi-même, en France, été 1937. C’est la traduction en espagnol d’Aleixandre qui fut publiée ici.» (Díez de Revenga, 2007: 28-30). He aquí el texto original francés de «��������������������� Pour se faire aimer�� »: Pour se faire aimer du peuple Ils n’ont rien trouvé de mieux Que d’attaquer leur gouvernement, De fiers prêtes marchèrent avec eux. Amour catholique —mitrailleuses, révolvers— De saint murs explosaient des rafles d’acier, L’Église se ruine dans la dépense, Elle en est morte d’avoir tiré. C’est la repouse du peuple à l’outrage, —Juillet d’Espagne, O violence—. La Révolution se lève comme un seule homme : «!Présent, vous m’avez appelé!» Si les autres ont parlé de leur amour au peuple C’est le peuple lui-même qui répon, c’est le peuple qui sait aimer. Pour se faire mieux aimer du peuple Ils saoulèrent les soldats dans les garnisons «Pour défendre la République» Et les menèrent dans les rues de Barcelone. C’est là que fut la première des grandes moissons. De la mort rouge et noire, là le peuple se battit avec ses ongles nus, puis les armes lui fleurirent aux mains; c’est le peuple qui a vaincu. Pour se faire proprement aimer du peuple, ils ont amené les Maures, Et pour se faire aimer des Maures ils leur promettent terres et mosquées…

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Stupeur ! Sur les routes viennent des évèques et des prêtres Aux doigts pleins des croix et de scapulaires, Ils les collent aux Riffains mahométans. Les Riffaints hurlent: «Bas les mains, pourriture chrétiens!» Mais c’est avec un Coeur-de-Jésus sur leur fier couer d’Africain Et une bayonnette pas arrière qu’on les fait marcher. Les Maures ne comprennent pas. On leur avait dit qu’ils venaient à la foire de Séville... Pour une foire, c’est une foire, mais elle se nomme «Assassinat». Franco leur répète «À Cordoue vous prierez à Allah, Je vous donnerai la Mesquita de vos pères, A Madrid, beaucoup d’autres-- j’en bâtirai. » Il n’en est rien, mais rien; Il n’y a que le pain sec, l’angoisse et la haîne, Et le bourreau impérialiste qui rugit dans leurs lignes D’où les blancs féroces partent au massacre de leurs propres frères; Il y a les obus, la mort et le sang-- il y a les ruines. Pour se faire aimer des intellectuels ainsi que du peuple Ils viennent d’assasssiner, entre autres, García Lorca, Poète qui chantait le peuple, parlant à son peuple et au monde. « Exterminons», disent-ils, «notre culture»; Arriba España? C’est comme ça qu’on les aura.» Mais les intelectuels et le peuple ne le voien pas de cette façon; March, Cambó, tous les gros riches puissants, Eux ils comprennent très bien —mais c’est de l’étranger; Curieux ce manque de courage moral; pouquoi ont-ils fui, Que craignent-ils d’un peuple dont ils voulaient se faire aimer? Sognez-donc, ils pensent à tout... À la chimie, par exemple, à la science; Ils ont empoissonné l’eau avant d’être chassés de Tardienta, Leurs espions comuniquent avec des héliographes secrets Et des signes lumineux du haut des clochers la nuit. Portant nos couleurs (Ce sont de ces coups de théatre) Ils ont des aviateurs Qui atterrissent faissant le geste au poing levé Puis reçoivent les millices accourues à coups de mitrailleuses. Quant au travesti, ils y pensent, Ils revêtent nos monos bleux et les uniformes des loyaux Quand ils peuvent tourner cette duperie au profit de la mort. Attention, voici encore, Pour se faire mieux aimer, ils se servent de l’anatomie: Ils ont coupé les oreilles et les mains aux nôtres qu’ils tuèrent au Lomagorda Et mutilé les bouches qui chantaient l’Internationale; Mais le poing communiste reste crispé sur la terre dans la mort, loyale.

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Qu’il est splendide, l’internationalisme de la mort Qui grave sa signature sur les cadavres des paysans! Constat de la Croix Rouge, Front Aragonais, Septembre: «Testifions avoir vu, ce jour, nous-mêmes, Femmes, enfants tués par bombes d’avions allemands.» Mais il y a un internationalisme plus grand encore Qui mûrit comme une marée montante pour recouvrir le monde: C’est l’inernationalisme de la finale des révolutions, C’est la U. H. P. mondiale qui vaincra la mort. F. A. S. C. I. S. M. E. F édération A sassine, S ervice C rime I nternational, S ection M ort à l’ E spagne P e u p l e , d e b o u t! N ������������������ o pasarán

Como podemos advertir, los versos de la Cunard recogen bien su espíritu disconforme y rebelde que recordaba Sender, y revelan su actitud desafiante que abrazaba una causa extrema como pretexto para discrepar y poetizar. El poema conecta con los otros escritos durante la guerra por Aleixandre, aunque es mucho más agresivo y provocador, ya que en él se recogen muchos de los tópicos que se difundieron en la España republicana, sobre todo los relacionados con las tropas marroquíes del general Franco, así como las consignas y máximas más divulgadas por la propaganda militar republicana. Como señala Osuna, por el poema «desfila la galería humana típica del conglomerado fascista: moros, curas, militares y obispos…» (1987: 87). Como hemos podido advertir, el poema está salpicado de palabras en español, especialmente en el cierre del acróstico final. Y cuadra muy bien con la opinión que Sender nos deja finalmente de ella: «Era demasiado inteligente para ser la poetisa que ella habría querido ser realmente. Porque en la poesía moderna hay más dimensiones hacia el mundo subconsciente e incluso inconsciente que hacia el llamado entendimiento o intelecto. Y ella presumía de eso, de ser una entidad con más «inconsciente» que conciencia intelectual. En una de sus últimas cartas decía: «Me entiendo muy bien en el mundo de la infraconsciencia, pero soy incapaz de pensar». Ella, que era de una finura de percepción increíble, odiaba la psicología, como les sucede a muchos poetas modernos. Lo que nos queda de ella (y quedará por algunas

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generaciones) será su bonito nombre, su rara originalidad, la empresa de su madre, con los enormes trasatlánticos y aviones, y su última dirección en París: Nicho 9016. Colombarie, Pere Lachaise». Parece claro que el intermediario entre la Cunard y Aleixandre fue Pablo Neruda, quien de esta manera pudo contar en dos de los números de su revista con la firma de su amigo el gran poeta Vicente Aleixandre, a quien había visitado, como sabemos, poco antes en Madrid, y cuyas actividades durante la Guerra de España tan ignoradas han permanecido durante muchos años para sus lectores. Bibliografía citada Vicente Aleixandre (1987a). «La última vez que vi a Pablo Neruda», en Prosas recobradas, edición de Alejandro Duque Amusco, Barcelona, Plaza & Janés, pp.126-129. — (1987b). Nuevos poemas varios, edición de Alejandro Duque Amusco e Irma Emiliozzi, Barcelona, Plaza & Janés. — (2001). Poesías completas, edición de Alejandro Duque Amusco, Madrid, Visor. Antonio Colinas (1977). Aleixandre y su obra. Barcelona, Dopesa. Francisco Javier Díez de Revenga (2007). Las traducciones del 27. Estudio y antología, Sevilla, Vandalia, Fundación José Manuel Lara. Alejandro Duque Amusco (1999). «Vicente Aleixandre: el imposible exilio», en Tres poetas tres amigos. Estudios sobre Vicente Aleixandre, Federico García Lorca y Dámaso Alonso, edición de Francisco Javier Díez de Revenga-Mariano de Paco Murcia, Cajamurcia Obra Cultural, pp. 49-63. Antonio Fernández Ferrer (1981). «Un poema olvidado de Vicente Aleixandre: «Oda a los niños de Madrid muertos por la metralla»», Bulletin Hispanique, 83, 1-2, pp. 175-180. Roberto González Echevarría (2002). Los Poetas del Mundo defienden al Pueblo Español, París, 1937, Sevilla, Renacimiento. Rafael Osuna (1987). Pablo Neruda y Nancy Cunard, Madrid, Orígenes. Ramón J. Sender (2002). «Recuerdo de la inefable Nancy Cunard», Los Poetas del Mundo defienden al Pueblo Español, Sevilla, Renacimiento.

Los clásicos y la zarzuela: de refundiciones, adaptaciones y parodias 1 M.ª Pilar ESPÍN TEMPLADO Universidad Nacional de Educación a Distancia (Madrid)

La denominación de zarzuela para nuestro teatro musical del siglo xix desató, en el último tercio de dicho siglo, una controversia entre los que opinaban que era nombre demasiado antiguo, y de remembranzas clásicas calderonianas, y los que defendían una modernidad para nuestro teatro lírico. Posteriores investigaciones dieron la razón al compositor, musicólogo y erudito Barbieri cuando defendía los orígenes de nuestra zarzuela moderna (ss. xix y xx) como provenientes de la humilde tonadilla escénica, de la jácara y del baile, esto es, de las piezas intercaladas entre las jornadas de la comedia principal en nuestro Siglo de Oro, denominadas actualmente teatro menor o teatro breve. La zarzuela por tanto, y es obvio si se atiende a sus orígenes indicados, siempre tendrá constantes relaciones con nuestro teatro clásico, en sus dos modalidades: la zarzuela breve, de un acto, llamada zarzuela o género chico, y la zarzuela grande, es decir, la que tiene más de un acto, gran reto en pugna con la ópera cómica francesa durante el s. xix y cuyo primer éxito en nuestro país fue Jugar con fuego, estrenado en 1851.

  Esta contribución es básicamente la ponencia presentada en el Simposio Internacional Puesta en escena de los clásicos celebrado en el Instituto Cervantes de Chicago en colaboración con el CSIC durante los días 12, 13 y 14 de octubre de 2006, organizado y dirigido por el Dr. García Lorenzo a cuya generosa deferencia debí su invitación.

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A través de la zarzuela en general y especialmente por medio de alguna de sus modalidades genéricas, como el sainete lírico de los siglos xix y xx, evolución del paso-entremés-sainete áureo y dieciochesco (Espín Templado, 1987), pervivieron los restos del teatro menor clásico, evolucionado a través de los siglos; en la zarzuela, grande y chica, se recogieron las canciones y los bailes españoles aunando los vestigios de la tradicional tonadilla escénica y de los bailes intercalados en los entreactos desde el Siglo de Oro hasta la primera mitad del siglo xix, algunos de ellos herencia de los siglos xvii y xviiii, a los que se sumaron, como es lógico, otros nuevos y de influencia extranjera durante los ss. xix y xx. La presencia de los clásicos en la zarzuela la podríamos resumir en tres tipos de obras: En primer lugar, las refundiciones y adaptaciones más o menos libres; en segundo término, la pervivencia y/o paralelismo de ciertos elementos y ambientación de obras clásicas en zarzuelas originales. Por último, los clásicos han perpetuado su presencia a través del tiempo mediante el género parodia en todo tipo de zarzuelas. Refundiciones y adaptaciones Las refundiciones y/ o adaptaciones de obras clásicas a zarzuelas provienen en general de unos mismos autores, en la mayoría de los casos con intención de ennoblecer el teatro lírico mediante un libreto de calidad literaria y prestigio dramático. En la segunda mitad del siglo xix, fecha de renacimiento de la zarzuela moderna, además de Ventura de la Vega y de Gustavo Adolfo Bécquer que escribieron sendas zarzuelas sobre el capítulo de la Venta de Don Quijote, los autores que destacaron por su interés en entroncar la zarzuela con los clásicos fueron, sin duda, los saineteros por excelencia Tomás Luceño, y el poeta Carlos Fernández-Shaw, cuya vocación de ilustre libretista continuó su hijo Guillermo Fernández Shaw en el siglo xx. De estos tres autores fundamentalmente y de algún otro, contamos con refundiciones y adaptaciones de obras del teatro áureo cuyo autores preferidos serán Lope de Vega, Calderón, Francisco de Rojas, Cervantes (también novelista) y Sha­ kespeare. La obra de Lope de Vega La estrella de Madrid dará lugar a la obra igualmente titulada de López de Ayala con música de Arrieta estrenada en 1853 y otras dos obras de Lope, La discreta enamorada y Peribáñez o El comendador de Ocaña inspiraron sendas zarzuelas maestras escritas por los autores Guillermo Fernández-Shaw y Federico Romero con música del maestro Amadeo Vives ambas objeto de artículos y estudios literarios: Doña Francisquita y La Villana. (Izquierdo, 1987; 1983.) Doña Francisquita, estrenada en 1926, 2 como es sabido, se trata de una adaptación libre de la primera de las obras de Lope mencionadas, La discreta enamorada cuya acción transportan sus autores al siglo xix, época romántica, esquematizando   Zarzuela de reiterada permanencia en cartel y recientemente puesta en escena en el teatro de la Zarzuela en la temporada 2003-04.

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su argumento y actualizando su lenguaje, pero también «no perdiendo pasajes con símiles y metáforas de probada eficacia lírica», como la refundición del soneto que sirvió de germen de una de las romanzas más famosas de la zarzuela (Gavela García, 2003: 14-15.) ¡Qué mal se cura amor con invenciones! ¡Qué vano error sobresanar la herida, Si en las muertas cenizas escondida La viva lumbre al corazón le pones! Celos, desdenes, iras sinrazones, Tiene el alma alguna vez dormida ... ¡Oh cielos! con razón os han llamado mosquitos del amor, de amor desvelos: el humo de su fuego os ha engendrado. ¿Qué importa que se duerma un hombre,¡oh cielos! de pesadumbres del amor cansado si con sus voces le despiertan celos? (La discreta enamorada.) Por el humo se sabe Donde está el fuego; Del humo del cariño nacen los celos. Son mosquitos que vuelan Junto al que duerme Y, zumbando le obligan A que despierte. ¡Si yo lograra, de verdad, para siempre, Dormir el alma! ... En amores no vale Matar la llama, Si en las cenizas muertas Queda la brasa. (Doña Francisquita.)

La otra obra de Lope, Peribáñez o El comendador de Ocaña, será el texto base de la zarzuela La Villana, adaptación de 1927 mucho más fiel a la obra lopesca. Otro comediógrafo del Siglo de Oro cuyas obras serán reconvertidas a zarzuelas fue Francisco de Rojas. La adaptación/refundición de Entre bobos anda el juego se convertirá en Don Lucas del cigarral, estrenada en 1899, obra de Tomás Luceño y Carlos Fernández-Shaw 3 con música de Amadeo Vives, y Amo y criado convertida    Tomás Luceño y Becerra (1844-1931), ilustre sainetista madrileño, fue continuador de la labor de Ramón de la Cruz en el que se inspiró en varias de sus obras. Conocedor asimismo de nuestro teatro clásico, realizó numerosas y acertadas refundiciones entre las que se cuentan La hermosa fea, La moza del cántaro, Los Tellos de Meneses de Lope, El mayor monstruo los celos de

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en Lances de amo y criado, también de Tomás Luceño con música de Rafael Calleja, subtitulada «Comedia lírica en verso. Adaptación de Francisco de Rojas» que se estrenará en 1912. La dama duende, comedia de Calderón, se convertirá en La segunda dama duende, de Carlos Fernández-Shaw-Juan Antonio Cavestany /Amadeo Vives, denominada por sus autores «Refundición lírica en un acto» y estrenada en 1902. Cervantes, va a ser quizá el autor clásico más llevado a la escena de zarzuelas más o menos próximas a la fuente (tanto El Quijote como las novelas ejemplares o los entremeses) como veremos más adelante. Del teatro del siglo xviiii hay adaptaciones o refundiciones, aunque no en número excesivo; éstas se ciñen casi exclusivamente a sainetes de Ramón de la Cruz como el famoso Las castañeras picadas, refundido en tres cuadros por Carlos FernándezShaw con música de Valverde (hijo) y Tomás López Torregrosa estrenado en 1898, titulado 2ª parte de Las castañeras picadas, sainete original y en verso, de D. Ramón de la Cruz. Otros clásicos universales, como Shakespeare, no fueron olvidados en la creación zarzuelística: Carlos Fernández Shaw reconvirtió La fiera domada en dos versiones líricas: la primera, Las Bravías, en 1896, en colaboración con José López Silva con música de Ruperto Chapí, como «Sainete lírico en un acto dividido en cuatro cuadros basados en la comedia de Shakespeare, y la segunda, La moza bravía en colaboración con Antonio López Monís/José Cabás que se estrenaría en 1912 como «zarzuela en un acto, dividida en cinco cuadros en verso y prosa, original de——». Hasta aquí hemos hablado de las relativamente escasas refundiciones y zarzuelas adaptadas de obras clásicas de los Siglos de Oro y xviii, ciñéndonos prácticamente a los tres autores que en repetidas ocasiones las han llevado a escena: Tomás Luceño y los Fernández Shaw, Carlos y Guillermo, padre e hijo. Menos frecuentes todavía fueron las obras clásicas del siglo xix refundidas o adaptadas a zarzuelas: Hay que destacar el Don Juan de Zorrilla que su mismo autor reconvirtió en «zarzuela en tres actos y siete cuadros» con música del maestro D. Nicolás Manent, y estrenada en el teatro de la Zarzuela en 1877 (Espín Templado, 1993: 299-305.) Sin embargo en el siglo xix abundaron más las versiones operísticas, y por supuesto las zarzuelas parodias de obras clásicas, que trataremos más adelante por considerarlo un subgénero en sí mismo.

Calderón, Don Domingo de Don Blas de Ruiz de Alarcón, etc. Carlos Fernández-Shaw (18651911), poeta, dramaturgo y crítico teatral, consiguió su mayor fama como autor del sainete La Revoltosa (1897) en colaboración con J. López Silva. Gran conocedor de la literatura clásica, que trasladó a numerosos libretos de ópera: Margarita la Tornera (1909), La tragedia del beso (1910), El final de Don Álvaro (1911), El rayo de luna (1912), y La vida breve (1913), esta última con música de Manuel de Falla, y como muestran las zarzuelas aquí mencionadas, gran adaptador de nuestros clásicos al género chico.

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Elementos y recreación de los clásicos en zarzuelas originales Frente a la escasez de zarzuelas adaptadas o refundidas de obras clásicas, abunda, sin embargo, otro tipo de presencia más sutil de los clásicos en la zarzuela, y que me parece muy interesante. Me refiero a zarzuelas originales cuya acción tiene lugar en otros siglos, o en el caso del xix, en el primer tercio del siglo, y que por lo tanto desarrollan un ambiente de época, en cuanto a espacios, personajes, y tramas de enredo amoroso, de intriga…etc., pero que no son adaptación ni refundición de ninguna obra clásica concreta. Esta presencia de los clásicos se producirá a veces a través de la recreación biográfica de personajes famosos como Moreto, zarzuela en verso de 1854 de Agustín Azcona/ Cristóbal Oudrid, en la que el poeta y dramaturgo protagonista, Agustín Moreto, acompañado de su fiel servidor Tacón, que como es de rigor hace el papel del gracioso, dialogan cantando cómicos dúos: CANTADO MORETO  Es la vida del poeta Laboriosa, alegre, inquieta, esquivando los rigores de la suerte, sobre flores se consigue acaso andar; y entre elogios y asechanzas, entre dudas y esperanzas, cuando aplauden… qué delirio! cuando silban… qué martirio! No hay consuelo a tal pesar [………………………….] TACÓN   (Hablado) Aplaudir tanto a un poeta en palacio!- Yo creí que no toleraba aquí, los aplausos, la etiqueta. Pues me han de aplaudir…lo apuesto. también a mí- No hay excusa! Qué valdría él si mi musa no le inspirara?- Ni esto! (Esc. VI, Act.1º)

En ocasiones la zarzuela recrea grupos sociales o profesionales caracterizadores de una época, por ejemplo los cómicos en el caso de Los comediantes de antaño, de Mariano Pina y Bohigas, con música de Barbieri, también zarzuela en verso estrenada en el Teatro de la Zarzuela en 1874, «zarzuela grande, en tres actos, en la que Barbieri hace coincidir una serie de géneros típicamente españoles como la tonadilla de «De los novillos llegó la hora», con músicas más antiguas, que se apropian al período en que sucede la acción situada en el siglo xvii» (Casares Rodicio, 1994: 325.)

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En otras ocasiones, la presencia de los clásicos en la zarzuela se nos descubre cuando en ella se reproducen esquemas de la comedia áurea. Por ejemplo, en la zarzuela de Bécquer Tal para cual 4 (Adolfo García / Lázaro Núñez Robres) estrenada en el Teatro de la Zarzuela, el 5 de octubre de 1860, cuya acción «tiene lugar en el Real Sitio de San Ildefonso en tiempo de Felipe V», se reproduce la trama de Herir por los mismos filos de Calderón de la Barca, al tratarse en ambas obras del enredo subsiguiente a que los criados se disfracen de señores para correr aventuras sentimentales: Andrés, el lacayo, se viste con el traje y la capa de caballero de Alcántara de su propio amo, Don Juan de Saavedra, para hacer la conquista de Juana, vestida su vez, con las galas de su señora, Doña Leonor de Guzmán. El travestismo desemboca en confusiones imaginables, puesto que ambos nobles se aman y sus celos se despiertan al caer en los consabidos equívocos, hasta que se descubre el engaño. Recurso escénico ya utilizado asimismo en El amo criado de Francisco de Rojas Zorrilla. Vemos aquí claramente la pervivencia de la comedia áurea en la zarzuela y cómo ésta «repite una serie de elementos de la comedia aurisecular —el gracioso, el villano, el travestismo—, se inspira en ella y en la época que refleja […] o llega, incluso, a retomar elementos arquitectónicos como puede ser el doble hilo amoroso de amos y criados o la reconversión del galán a la del criado con valor cómico» (Fuente Ballesteros, 1990: 209-217.) 5 El lenguaje en este tipo de zarzuelas es fiel a la época que refleja, e incluso, como sucede en esta de Bécquer, cuya versificación y lenguaje son cuidadísimos, se juega con la glosa de los versos de la obra fuente, en este caso la de Calderón, (tal y como vimos en Doña Francisquita y Lope). Añade Bécquer en su zarzuela una evocación de las imágenes más estereotipadas de la poesía del siglo de oro, adornando el lenguaje de la fábula con todos los ecos del clasicismo español. Así, la zarzuela becqueriana va utilizando las metáforas más frecuentes en los poetas áureos. Por ejemplo, el ave que para Quevedo es «lira de plumas volante», para Góngora «cítara de plumas», para Soto de Rojas «clarín plumoso» o para Calderón «arpas de pluma», son metáforas que recogerá el poeta romántico. Veamos un logrado ejemplo de inspiración becqueriana basada en Casa con dos puertas mala es de guardar de Calderón en el parlamento de Marcela cuando ruega a Lisardo que se retire (Acto I, esc.1), y éste le contesta: Difícilmente pudiera Conseguir, señora, el sol Que la flor del girasol Su resplandor no siguiera;    Tal para cual, zarzuela en un acto original y en verso. Letra de Don Adolfo García. Música de Don Lázaro Núñez Robres, Madrid, Imprenta de José Rodríguez, 1860.   A este propósito Ricardo de la Fuente cita dos zarzuelas: La fama del tartanero de M. de Góngora y L. Manzano con música de J. Guerrero, de 1931 «donde las figuras del donaire clásicas son aquí Venancio y Felisa, en contrapunto a Carrillo y Blanca, y El mismo demonio de F. Manzano, musicada por Ruperto Chapí, de 1891» (Fuente Ballesteros, 1990: 209.)

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Difícilmente quisiera El norte, fija luz clara, Que el imán no le mirara Y el imán difícilmente Intentara que obediente acero le dejara. Si el sol es vuestro esplendor Girasol la dicha mía; Si norte vuestra porfía, Piedra imán es mi dolor; Si es imán vuestro rigor, Acero mi ardor severo; Pues ¿cómo quedarme espero, Cuando veo que se van Mi sol, mi norte y mi imán Siendo flor, piedra y acero?

Versos que en la zarzuela de Bécquer quedan plasmados en la siguiente metáfora: Como sigue el imán al acero, Como siguen las flores al sol, Permitid, piedra y astro, que os siga Un amante de acero y en flor.

Contrariamente a lo que se ha considerado como una simple «reminiscencia calderoniana venida al azar a la pluma de los autores dramáticos», 6 creo que, no sólo toda esta escena II, al igual que la escena XI, clara imitación consciente de los diálogos amorosos de la comedia clásica calderoniana, sino que toda la obra en general, es un intento deliberado y una rememoración explícita del teatro de Calderón, al que Bécquer y Luna «parafrasean» haciendo un guiño al espectador, como se puede ver, en el hecho de mencionarlo en los versos anteriores, y en este ejemplo, glosa de La vida es sueño, que sigue a continuación en la misma escena: Andrés: Por eso, como el que ausente de la que adora, se empeña en verla en un sueño ardiente, y cree soñar lo que siente y cree sentir lo que sueña, yo no me creo un truhán que sueña que noble es, sino que al verme galán pienso… que soy un don Juan que al dormir se torna Andrés.   En su edición del teatro de Bécquer señala J. A. Tamayo: «Los autores al escribir los versos de su cantable advirtieron que, sin intento deliberado probablemente, les había venido a los puntos de la pluma una clara reminiscencia calderoniana y, un poco en broma, anotan a continuación: Purito Calderón» (1949: 499, nota 3.)

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Esta rememoración o recreación de Calderón en la zarzuela coincide plenamente con la visión que tiene Bécquer del mundo a la manera de dramaturgos como Shakespeare o Calderón de quien cita varios dramas, y en especial La vida es sueño. 7 Las menciones a Calderón son frecuentes y no debidas a un recuerdo fortuito de unos versos del dramaturgo barroco, hasta en la escena final sale a relucir el modo de hacer comedia el dramaturgo, cuando el criado Andrés se disculpa del atrevimiento de haberle suplantado, le echa en cara que si se hubiera comportado como mandan los cánones del teatro clásico, en el que el amo no tiene secretos para con el lacayo, no se habría producido el equívoco: Andrés: Ese pecado es venial. De mis hábitos añejos ni un momento me olvidaba y el lacayo no se hallaba estando del amo lejos. Dije un día: pues del hombre me privó la providencia, algo es usar en su ausencia de su ropa y de su nombre. Y pues con esto acredito mi inocencia y buen deseo, y es mi Leonor según veo una Leonor que es un mito, sacamos en conclusión, don Juan que a poco te estrellas porque no sigues las huellas del ilustre Calderón. ¿Qué galán, si no es un payo, cuando el niño amor le inflama sabe el nombre de la dama y no lo dice al lacayo? Con esa fórmula usada no pudiera haber habido para un Saavedra fingido… Laura: Una Guzmán imitada.

La zarzuela finaliza con el final feliz de ambas parejas, a la manera de la comedia áurea. En mi opinión hay que considerar en esta zarzuela como un pequeño homenaje a Calderón de la Barca, autor que tanto fascinó a Bécquer como queda plasmado en multitud de citas a lo largo de su obra, y como, por otra parte, había entusiasmado    Ver al respecto el trabajo de Rubio (2008: 175-206), en el que documenta la frecuencia de las citas calderonianas de Bécquer a lo largo de su obra, a las que se suman las de esta zarzuela.

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a todo el movimiento romántico precedente. También hay que decir que esta zarzuela, junto con la otra zarzuela becqueriana cervantina La venta encantada, 8 se sitúan en la línea de dignificar el género dramático-lírico español, y de dotar a la renaciente zarzuela moderna, de temas clásicos de la tradición literaria hispana frente a la acusación de inspirarse en traducciones y arreglos o adaptaciones del teatro francés. Las versiones escénicas de El Quijote han sido muy abundantes a lo largo de la historia de la literatura dramática hasta nuestros días, pero en el siglo xix la zarzuela de Bécquer y García Luna habría sido la primera en presentar la versión musical, si Don Ventura de la Vega no se hubiera adelantado, de una manera bastante deshonesta en 1861 con el estreno de su obra Don Quijote de la Mancha, 9 de una larga sucesión de obras teatrales cervantinas en las que se alternan lo cantado con la declamación. 10 La venta encantada, zarzuela de inspiración cervantina, ocupa el segundo lugar en la producción conjunta de Bécquer y García Luna en cuanto a su escritura y composición musical, pues se imprimió en 1859, 11 sin embargo no se representó hasta después de la muerte de Bécquer, en 1871. La zarzuela de Adolfo García, a partir de su segundo acto, es pura invención (la lucha de Cardenio y Fernando, la intervención de los cuadrilleros, secuestro de Lucinda), apartándose de la novela cervantina, de cuyos capítulos XXXII a XXXVI de la 1.ª parte se extraen algunos pasajes. A pesar de que Tamayo acusa estas escenas de «poco cervantinas», y muy al uso de la comedia de capa y espada, lo cual es cierto, creo que la zarzuela resuelve muy bien el desenlace, introduciendo esta acción de capa y espada en la más fiel tradición de nuestro teatro clásico visto desde el punto de vista romántico.

   La venta encantada. Zarzuela en tres actos y en verso. Letra de Don Adolfo García. Música de Don Antonio Reparaz, Madrid, Imprenta de José Rodríguez, 1859.   El conocido, y ya veterano dramaturgo Ventura de la Vega había prometido a los jóvenes autores no sacar a la luz una obra teatral que había escrito tiempo atrás también inspirada en El Quijote, al conocer que éstos habían presentado La venta encantada al teatro de la Zarzuela para su representación. Adolfo García dedica la obra a Ventura de la Vega haciendo pública su promesa, evidentemente para comprometer más su cumplimiento, cosa que no sucedió, ya que D. Ventura estrenó su drama cervantino escrito en 1831, Don Quijote de la Mancha en Sierra Morena, convertido en zarzuela, a pesar de la promesa de no hacerlo, titulándolo simplemente, Don Quijote de la Mancha, con música de Asenjo Barbieri. La obra de Vega y de Barbieri se estrenó en 1861, el 23 de abril, fecha en la que se conmemoró la muerte de Cervantes. La venta encantada de Adolfo García fue representada por vez primera el 21 de noviembre de 1871, once meses después de la muerte de Bécquer sin que ninguno de sus autores pudiera por tanto haber disfrutado de su estreno, ya que García Luna había muerto tres años antes, el 25 de diciembre de 1867. El primer drama en tres actos y en prosa de V. de la Vega, escrito en 1831, se representó al año siguiente, sin ser impreso, aunque se conservan de él cuatro manuscritos. La versión zarzuela se imprimió en Madrid, Imp. J. M.ª Ducazcal, el mismo año de su estreno. Barbieri nos informa del estreno de esta zarzuela (legado Barbieri, Ms.14079) en el Teatro del Príncipe. 10   Véase al respecto Pérez Capo (1947), Muñoz Carabantes (1990: 155-190), Torres Nebrera (1992: 93140), y Espín Templado (2005: 21-31.) 11  Editada en la Imprenta de José Rodríguez formaba parte de la galería dramática «El Teatro» del editor Gullón, pero los autores no enajenaron la propiedad de su obra.

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La recreación de los clásicos en la zarzuela adopta tantas y diversas formas que no siempre está clara la consideración de las mismas como adaptaciones o como obras originales de inspiración clásica. Un ejemplo mixto entre adaptación de un clásico y originalidad creadora llevada a la zarzuela se da en La venta de Don Quijote, que Carlos F.-Shaw y el maestro Chapí estrenaron en 1902. 12 En esta «comedia lírica en prosa y verso», el nudo de la acción se inspira fundamentalmente en los capítulos XVI y XVII, de la primera parte de la novela cervantina, titulados respectivamente «De lo que sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba ser castillo» y «Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo». Sin embargo, sería inexacto hablar de una mera adaptación de esos dos capítulos ya que en la zarzuela no sólo intervienen personajes y pasajes de otros capítulos cervantinos, sino que se altera el orden de las secuencias narrativas de la novela, dando lugar así a muchas situaciones diferentes entre novela y zarzuela (Espín Templado, 2005: 24-25). Respecto al lenguaje en la comedia de Carlos Fernández-Shaw, aunque su aproximación al léxico cervantino está logradísima, los diálogos nunca son traslación directa del texto de Cervantes. De hecho, no se considera, en puridad, esta zarzuela como una adaptación de la novela cervantina, sino «una supuesta explicación de su génesis» (Torres Nebrera, 1992: 98). En efecto, la mayor originalidad de la zarzuela de Fernández-Shaw será la de convertir a Miguel de Cervantes en un personaje más al que introduce en la acción a partir de la escena IV como «El señor Miguel», quien en sus andanzas por tierras manchegas, y al presenciar casualmente el episodio ocurrido en una venta, se inspirará para la creación del genial Don Quijote. Será el Sr. Miguel, personaje de la zarzuela, quien impondrá la calma en el altercado sucedido en la venta, convenciendo a los presentes de la demencia de Don Alonso, y persuadiendo a éste, junto con el cura, de que debe regresar a casa y comenzar nuevas aventuras. En las dos últimas escenas de la zarzuela, un tanto unamunianas, el creador, Miguel de Cervantes y su criatura, Don Quijote, se presentan recíprocamente, terminando la obra con el monólogo final del Sr. Miguel quien reconoce que su inspiración proviene de la observación de la realidad: Miguel de Cervantes: ¡Qué extraña zozobra siento! ¡Dios le trajo a la posada! Ya está mi idea encarnada. Ya vive en mi pensamiento. 12  Recientemente ha sido puesta en escena en el teatro de la Zarzuela como nueva producción de la temporada 2004-05 bajo la dirección de Luis Olmos, con motivo del IV Centenario de la primera edición del Quijote.

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(Con ternura) Adios, pobre loco, adios. Nuestro encuentro bendigamos, Porque tal vez le debamos Ser inmortales los dos. ………………………. Hoy copia la realidad Lo que parece ficción. Delirios de mi invención Principian a ser verdad. ………………………

Este recurso escénico, el de Cervantes como personaje integrado en la zarzuela, se repetirá en El huésped del sevillano, de Enrique Reoyo y Juan Ignacio Luca de Tena, con música de Jacinto Guerrero, estrenada en 1926 e inspirada en este caso en la novela ejemplar La ilustre fregona, de la que toma en contadas ocasiones frases completas (Prieto Marugán, 2005). Sin ánimo de exhaustividad, podríamos citar bastantes zarzuelas en las que la presencia y huella de los clásicos se hace como una recreación libre, más allá de la fidelidad al texto o a la trama de la obra en cuestión, pero en cuya estructura, versificación, enredo y/ o lenguaje, se hacen presentes al espectador actual percibiéndolos como tales clásicos en su puesta en escena. Mencionaremos algunas de ellas teniendo en cuenta la categoría literaria de sus autores: Antonio García Gutiérrez y Adelardo López de Ayala. García Gutiérrez, conocido casi exclusivamente por ser primera figura del teatro romántico, dedicó varias obras al teatro lírico, entre ellas La espada de Bernardo, de 1853, zarzuela en tres actos y en verso cuya acción transcurre durante el reinado de Felipe IV, y La cacería real, asimismo zarzuela en tres actos, con música de Emilio Arrieta, inspirada en una comedia de Collé, La partie de Chasse de Henri IV, 13 y que el dramaturgo traslada en su versión al palacio del Pardo, y a sus inmediaciones «el día 15 de noviembre de 1704» protagonizada por el monarca español Felipe V. Del mismo García Gutiérrez, con música de Salvador Ruiz, tenemos la zarzuela Cegar para ver, de 1859, una comedia con visos de parodia sobre El sí de las niñas de Moratín. 13   La foret de Senart ou La partie de chasse de Henri IV. «Opéra comique en trois actes. Paroles ajustées sur la musique de Mozart, Beethoven, Ch.-m. Weber, Rossini, Meyerbeer, etc... Par Castil Blaze. Représenté pour la première fois, a Paris, sur le théatre Royal de L´Odeon, le 14 de janvier 1826. A ���������������������������� Paris, Chez Castil Blaze, Rue de Foubour Montmartre, nº 9, 1826». Si ������������������������������������������������������������������ bien es dudoso considerar esta obra como clásica cuando García Gutiérrez, 28 años más tarde, se inspira en ella estrenando la suya, La cacería real, en el Teatro del Circo de Madrid en 1854, sí es cierto que el honor y la honra del teatro clásico español están presentes en los versos del dramaturgo romántico español en la figura del villano revestido de «nobleza». Por otra parte, la escena del rey, sin que nadie le reconozca como tal, en la casa aldeana, nos trae a la memoria escenas parecidas de García del Castañar, o de El villano en su rincón y de otras comedias nuestras del siglo xvii» . (Espín Templado, 2004: 124). Para el problema de la inspiración de zarzuelas del siglo xix en óperas cómicas francesas, véase mi artículo citado. Esto nos lleva a otra cuestión distinta de los «clásicos en la zarzuela», aunque concomitante, ya que no pocas de estas obras traducidas o adaptadas de óperas cómicas francesas son de asunto histórico y tratan de procurar una ambientación «a la manera de los clásicos» en sus adaptaciones españolas.

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El otro insigne dramaturgo, Adelardo López de Ayala, también dedicó su inspiración a la «zarzuela en verso» de tintes clásicos en El conde de Castralla con música de Cristóbal Oudrid (publicada en 1856 y estrenada en 1882), en la que uno de los actores representa a Gil Vicente y que en su tercera representación fue suspendida por orden del «Sr. gobernador civil» según figura en su portada. Los clásicos parodiados en la zarzuela Pero sin duda la visión más divertida de los clásicos en la zarzuela será la que ofrezca el género de la parodia teatral. Ya que hasta aquí, me he detenido sobre todo en las zarzuelas basadas en los clásicos hasta el siglo xviii, destacaremos ahora las abundantes parodias de obras del xix, tan frecuentes y celebradas en este siglo en el que, tras un exitoso estreno se esperaba la consiguiente parodia del mismo, que solía llegar con frecuencia en forma de zarzuela. En el siglo xix, fue sin duda la parodia, dentro de la zarzuela, el género que más llevó a escena a los clásicos, y la obra parodiada por excelencia el Don Juan de Zorrilla, que como es bien sabido arrastró tras de si, una larga lista de Don Juanes de los que cito algunos 14 como muestra de su periódica y continua aparición en escena a lo largo de más de medio siglo desde su estreno: Cosas de Don Juan, 1854 de Bretón de los Herreros/ Rafael Hernando, El trust de los Tenorios, zarzuela cómica en un acto de Carlos Arniches y Enrique García Álvarez, con música de José Serrano, estrenada en el Teatro Apolo en 1910, o el Tenorio Musical, «Humorada en un acto», de Pablo Parellada con música de Tomás Barrera, estrenada en el teatro Apolo en 1912. No escasean parodias de otras obras románticas, ya clásicas entonces, como Los amantes de Teruel, en Los novios de Teruel, 1867, de Eusebio Blasco/Arrieta. «Drama lírico burlesco en verso». Tampoco se libraron de ser parodiadas obras teatrales de gran impacto de éxito en la época, y aquí amplío el concepto de «clásicos» a las obras muy conocidas ya en el momento de ser parodiadas y que luego nos han llegado como clásicas en la actualidad, como fueron las de Echegaray: Dos cataclismos (Dos Fanatismos), Ni se empieza ni se acaba (Cómo empieza y cómo acaba) o La sanguinaria de La pasionaria de Leopoldo Cano. En ocasiones, la zarzuela parodia integró muchos elementos de la revista política con música, una de las tipologías del Género Chico: por ejemplo en Tannhauser, el estanquero (Teatro Apolo, 1890), de Navarro Gonzalvo con música de J. Jiménez, a la parodia de la célebre obra de Wagner, unía su autor los sucesos políticos de aquel año de la etapa de la Regencia. 15  Para este tema véase Carlos Serrano (1996).  En esta zarzuela parodia, el protagonista wagneriano estaba simbolizado en un estanquero (Sagasta) al frente del estanco (el Gobierno de España), del que le querían despojar sus enemigos para dárselo al zapatero (Cánovas). La obra, en verso, abundaba en alusiones políticas —dentro del género parodia—, y todos sus personajes eran políticos (Gamazo, Pidal, Martínez Campos, y otros muchos a los que se aludía, aunque no salieran a escena, representantes de las disidencias en las diversas tendencias políticas dentro de la monarquía 14 15

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Tampoco se olvidó la zarzuela de parodiar a los clásicos extranjeros como el drama romántico Cyrano de Bergerac de Rostand que había sido estrenado traducido al castellano en el Teatro Español y que se convertirá en ¿Citrato?...¡De ver será!... Zarzuela cómica en verso de Gabriel Merino-Celso Lucio/ Caballero-Valverde (hijo), estrenada en el teatro de la Zarzuela en 1899. Timador será el Thermidor, drama histórico de Sardou, estrenado por Vico y la Tubau en el teatro de la Princesa. Asimismo las óperas clásicas fueron parodiadas en zarzuelas de Salvador Mª Granés, especialista en el género: Carmela (Carmen de Bizet), La golfemia, 1900 con música del maestro Arnedo sobre La Bohemia de Puccini, y de E. López Marín también con música de Arnedo, Simón es un lila, 1897 parodia de Sansón y Dalila de Saint-Säens. 16 Y finalmente la zarzuela, cerrando el círculo metateatral de este breve muestreo en su relación con los clásicos, no dudará en parodiarse a sí misma centrando su punto de mira, si no en obras clásicas en el sentido actual de la palabra, sí en obras emblemáticas en su época: El carbonero de Suiza (1871), de Ramos Carrión/ AcevesRubio, parodiaba El molinero de Subiza de Luis de Olona/Oudrid,), Churro Bragas, (1912) obra de Enrique García Álvarez- y Antonio Paso con música del R. Estellés parodiaba el gran éxito que supuso el estreno de la zarzuela grande de Joaquín Dicenta y Manuel Paso/Chapí, Curro Vargas en el Teatro Circo de Price en 1898. Asimismo, en 1895, La Dolores de Feliú y Codina, con música de Bretón no se libró de su parodia en la zarzuela chica Dolores…de cabeza del prolífico parodista Granés y El balido del zulu, parodia de la zarzuela La balada de la luz, de Eugenio Sellés, ambas estrenadas en 1900. Fue ésta una feliz manera de actualizar y recrear los clásicos a través de la zarzuela cómica y paródica, tarea que hicieron con frecuencia los libretistas durante el siglo xix, llevándolos a su escena en obras ahora clásicas para nosotros, espectadores del siglo xxi. Listado de comedias mencionadas según los apartados expuestos y por orden cronológico de estreno Comedias clásicas refundidas o adaptadas Siglos de Oro — La estrella de Madrid. López de Ayala/Arrieta, 1853. Zarzuela en tres actos y en verso. restaurada. Este tipo de zarzuela está más próxima a la revista política que a la parodia del clásico, en este caso la ópera de Wagner. 16  Para las parodias de Salvador M.ª Granés, véase la interesante tesis de Julián García León, recientemente defendida en la UNED, La parodia lírico-dramática. Las óperas parodiadas por Salvador María Granés (18381911), UNED, 2008.

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— Las Bravías. J. López Silva—C.Fndz.-Shaw/Chapí, 1896. Sainete lírico en un acto dividido en cuatro cuadros basados en la comedia de Shakespeare, La fiera domada (Teatro Apolo de Madrid.) — Don Lucas del cigarral. Tomás Luceño- Carlos Fernández-Shaw/ A.Vives, 1899. Refundición de Entre bobos anda el juego de Franciso de Rojas (Teatro Circo de Madrid.) — La segunda dama duende. Carlos Fernández-Shaw-Juan Antonio Cavestany/ Amadeo Vives, 1902. Refundición lírica en un acto de La dama duende (Teatro Apolo de Madrid.) — Lances de amo y criado. Tomás Luceño/Rafael Calleja, 1912. Comedia lírica en verso. — La moza bravía. C. Fernández-Shaw-Antonio López Monís/José Cabás, 1912. Zarzuela en un acto, dividida en cinco cuadros en verso y prosa (Teatro Apolo de Madrid.) — Doña Francisquita. Guillermo Fernández-Shaw-Federico Romero/ A.Vives, 1923 (Madrid Teatro Apolo.) — La villana. Guillermo Fernández-Shaw-Federico Romero/ A. Vives, 1927. Basada en Peribáñez y el comendador de Ocaña de Lope de Vega (Teatro de la Zarzuela de Madrid.) — La fama del tartanero. M. de Góngora y L. Manzano con música de J. Guerrero, 1931 (Teatro Lope de Vega de Valladolid). (Acción en Vejer, en 1811 durante la guerra de la Independencia.) De inspiración cervantina — La venta de Don Quijote. Ventura de la Vega/ Barbieri, 1831 (Estrenada en 1832 en el Teatro del Príncipe.) — La venta encantada. Adolfo García/Antonio Reparaz, 1859 (estrenada en 1871 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.) — La ínsula barataria. Luis Mariano de Larra/ Arrieta, 1864. — Las bodas de Camacho. Luis Mariano de Larra/ 1866. — El mesón del sevillano. José Estremera y Cuenca/Ramón Estellés, 1891. — La buena ventura. Carlos Fndez-Shaw-López Ballesteros/ Vives y Guervós, 1901. Zarzuela en un acto, en verso y prosa, inspirada en una novela de Cervantes (Teatro Apolo de Madrid.) — La venta de Don Quijote. Carlos Fndz.-Shaw/ Chapí, 1902. Comedia lírica en un acto en prosa y verso (Teatro Apolo de Madrid.) — El huésped del sevillano. Enrique Reoyo-Juan Ignacio Luca de Tena/ Jacinto Guerrero, 1926 (Madrid, Teatro Apolo, 3 de diciembre). Inspirada en la novela ejemplar La ilustre fregona.

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Siglo xviii — Las castañeras picadas. C. Fernández-Shaw /Valverde (hijo)-Tomás López Torregrosa, 1898. Sainete refundido en tres cuadros del sainete original de D. Ramón de la Cruz por C F-S., 1910. 2.ª parte de Las castañeras picadas de D. Ramón de la Cruz. Sainete original y en verso (Teatro Apolo de Madrid.) Elementos y presencia de los clásicos en zarzuelas originales Zarzuelas de ambientación áurea — Moreto. Agustín Azcona/ Cristóbal Oudrid, 1854. Zarzuela en tres actos y en verso. — Tal para cual. Adolfo García (Bécquer. García Luna) /Lázaro Núñez Robres, 1860. Zarzuela en un acto, original y en verso (Teatro de la Zarzuela de Madrid.) — Los comediantes de antaño. Mariano Pina y Bohigas /Barbieri, 1874. Zarzuela en verso (Teatro de la Zarzuela de Madrid.) — La espada de Bernardo. A. García Gutiérrez/ Barbieri, 1855. Zarzuela en tres actos y en verso. La acción se desarrolla durante el Reinado de Felipe IV (Teatro del Circo de Madrid.) — El conde de Castralla. Adelardo López de Ayala. /Cristóbal Oudrid, 1856. Zarzuela en tres actos y en verso (Teatro Circo de Madrid.) — El duende de palacio. G. Gutiérrez /Ruiz, 1862. — El mesón del sevillano. José Estremera y Cuenca/Ramón Estellés, 1891. — La linda tapada. J. Tellaeche/ Francisco Alonso, 1924. Teatro Cómico de Madrid. Zarzuelas de ambientación dieciochesca — Cegar para ver. A. García Gutiérrez/ Salvador Ruiz, 1859. (Estrenada en 1860 en el Teatro Circo de Madrid.) — El barberillo de Lavapiés. L. Mariano de Larra/ Barbieri, 1874 (Madrid, Teatro de la Zarzuela.) — Chorizos y polacos. L. Mariano de Larra/ Barbieri, 1876. «Zarzuela de costumbres teatrales del siglo xviii, en tres actos y en verso» (Teatro Circo del Príncipe Alfonso de Madrid.) — Don Gil de Alcalá. Manuel Penella Moreno. 1932 (Teatro Novedades de Barcelona.)

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Siglo xix — D. Juan Tenorio. José Zorrilla/Nicolás Manent, 1877. Zarzuela en tres actos y siete cuadros (Teatro de la Zarzuela de Madrid.) Zarzuelas Parodias de obras clásicas del s. xix — Cosas de Don Juan. Bretón de los Herreros/ Rafael Hernando, 1854. — Los novios de Teruel. Eusebio Blasco/Arrieta, 1867. «Drama lírico burlesco en verso». — Ni se empieza ni se acaba (Cómo empieza y cómo acaba.) — ¿Citrato?... ¡De ver será!... Gabriel Merino-Celso Lucio/ Caballero-Valverde (hijo), 1899. Zarzuela cómica en verso, Parodia de Cyrano de Bergerac de Rostand (Teatro de la Zarzuela.) — Timador. Salvador M.ª Granés, 1892. Parodia lírica en verso del drama histórico Thermidor de Sardou, estrenado por Vico y la Tubau en el teatro de la Princesa (Madrid.) — El trust de los Tenorios. Carlos Arniches-Enrique García Álvarez/ José Serrano, 1910. (Teatro Apolo de Madrid.) — Tenorio musical. Pablo Parellada/Tomás Barrera, 1912. «Humorada en un acto y cinco cuadros original de P. Parellada con música heterogénea de del maestro T. Barrera». Zarzuelas Parodias de Óperas y de zarzuelas de gran impacto a finales del siglo xix — El carbonero de Suiza. Ramos Carrión/ Aceves y Rubio, 1871 (Parodia burlesca en verso de El molinero de Subiza de Luis de Olona/Oudrid.) — Tannhauser, el estanquero. Navarro Gonzalvo / J. Jiménez, 1890. (Teatro Apolo de Madrid). Parodia de la ópera de Wagner. — Dolores…de cabeza o El colegial atrevido. Salvador M.ª Granés/ Luis Arnedo, 1895. Parodia de la zarzuela La Dolores de Feliú y Codina/ Bretón (1895.) — Simón es un lila. E. López Marín / Arnedo, 1897. Parodia de Sansón y Dalila de Saint-Säens. — La golfemia. Salvador M.ª Granés/ Arnedo, 1900. Parodia de La Bohemia de Puccini. — Carmela. Salvador M.ª Granés/ Tomás Reig, 1901. Parodia de Carmen de Bizet. — La Fosca. de Salvador M.ª Granés/Arnedo, 1905. Parodia en verso de la obra Tosca de Pucini.

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— Churro Bragas. Enrique García Álvarez y Antonio Paso/ R. Estellés, 1912. (Teatro Circo de Price de Madrid). Parodia de la zarzuela grande Curro Vargas de Joaquín Dicenta y Manuel Paso/Chapí, 1898. — El balido del zulú. Salvador M.ª Granés y E. López Marín/ Luis Arnedo, 1900. Parodia de la zarzuela La balada de la luz, de Eugenio Sellés/ Amadeo Vives. Bibliografía citada Gustavo Adolfo Bécquer (1949). Teatro, ed., introd. y notas de Juan Antonio Tamayo, Madrid, CSIC. Emilio Casares Rodicio (1994). Francisco Asenjo Barbieri, v. 1, Madrid, ICCMU. M.ª Pilar Espín Templado (1987). «El sainete del último tercio del siglo xix, culminación de un género dramático en el teatro español», Epos, pp. 97-122. —  (1995). «Zorrilla: Del teatro declamado a la zarzuela», en José Zorrilla, una nueva lectura, Congreso Internacional. Actas del Congreso, Valladolid, Universidad-Fundación Jorge Guillén, pp. 299-305. —  (2005). «La venta de Don Quijote: una original comedia lírica», Madrid, Ministerio de Cultura (INAEM), pp.21-31. —  (2006). «Inspiración y originalidad en los dramaturgos de nuestro teatro lírico respecto al teatro francés», Traducción y traductores, del Romanticismo al Realismo, Bern, Peter Lang, pp. 115-128. Ricardo de la Fuente Ballesteros (1990). «La pervivencia de la comedia áurea en la zarzuela», Cuadernos de Teatro Clásico, nº 5, pp. 209-217. Delia Gavela García (2003). «Doña Francisquita, enamorada discreta o la tradición discretamente teatralizada», Madrid, Ministerio de Cultura (INAEM), pp. 9-21. M.ª José Izquierdo (1987). «Doña Francisquita: Lope de Vega de nuevo en solfa», en La zarzuela de cerca, ed. y prólogo de Andrés Amorós, Madrid, Espasa Calpe, pp. 131-161. —  (1983). Doña Francisquita y La Villana. Dos zarzuelas basadas en textos de Lope de Vega, Madrid, Fundación Juan March. Manuel Muñoz Carabantes (1990): «Cincuenta años de teatro cervantino», Anales Cervantinos, XXVIII, pp. 155-190. Felipe Pérez Capo (1947). El Quijote en el teatro. Repertorio cronológico de 290 producciones escénicas relacionadas con la inmortal obra de Cervantes, Barcelona, Ed. Mills. José Priero Marugán (2005). El huésped del sevillano, Toledo, Editorial Ledoria. Jesús Rubio Jiménez (2008). «Las ideas teatrales de G. A. Bécquer», en Estrenado con gran aplauso. Teatro español 1844-1936, Madrid, Iberoamericana, pp.175-206. Carlos Serrano (1994). «Arniches y la parodia donjuanesca: El trust de los Tenorios (1910)», en Estudios sobre Carlos Arniches, ed. J. A. Ríos Carratalá, Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil Albert», pp. 177-188. —  (1996). Carnaval en noviembre. Parodias teatrales españolas de Don Juan Tenorio, Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil Albert». G. Torres Nebrera (1992). «Don Quijote en el teatro español del siglo xx», Cuadernos de Teatro Clásico, n.º 7, pp. 93-140.

Casona en la prensa de Cuba antes de la guerra civil: un cuento olvidado 1 Antonio Fernández Insuela Universidad de Oviedo

De la relación de Alejandro Casona con Cuba tenemos amplia información en los dos excelentes trabajos que en las Actas del «Homenaje a Alejandro Casona (1903-1965)» publicaron Roger González Martell (González Martel, 2004) y Jorge Domingo Cuadriello (Domingo Cuadriello, 2004). El trabajo del primero nos ofrece la correspondencia que Casona dirigió a su amigo el escritor hispanocubano Luis Amado Blanco, en la que da cuenta minuciosa de sus actividades teatrales y personales desde los primeros meses del exilio, sobre todo sus dudas, esperanzas y desilusiones respecto de lo que está sucediendo en España y de lo que espera a ésta una vez que ha vencido Franco. Además, también nos informa de las representaciones de Casona en Cuba con las que, de algún modo, estuvo relacionado Luis Amado Blanco. Por su parte, Jorge Domingo, que da a conocer la dilatada correspondencia del autor de La sirena varada con su amigo el pedagogo y también exiliado Domingo Almendros, nos ofrece también información sobre las tres —y desiguales— estancias de Casona en Cuba entre 1937 y 1939. Sin embargo, la relación de nuestro autor con ese país tan vinculado a Asturias ya había comenzado antes de 1937. Recordemos, p.e., su amistad con el escritor   Este trabajo está vinculado al proyecto de investigación IB05-065 («Alejandro Casona en su contexto socio-cultural: recopilación y estudio de textos periodísticos, radiofónicos, epistolares e inéditos varios»), financiado por la Consejería de Educación del Principado de Asturias y desarrollado en el Departamento de Filología Española de la Facultad de Filología de la Universidad de Oviedo.

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hispanocubano Alfonso Hernández-Catá, que había escrito un poema («Salmodia») como cierre de El peregrino de la barba florida, poemario de Casona de 1926, y que formó parte del jurado que concedió una mención al cuento «Bernardetto», que Casona presentó al concurso convocado por la revista madrileña Estampa en su número del 27 de noviembre de 1928 (Fernández Insuela, 1992: 476-478 y 482489). Con posterioridad, en 1935, ambos autores firmarán el texto teatral El misterio del «María Celeste», que tiene su punto de partida en el relato homónimo del propio Hernández- Catá incluido en su libro Los siete pecados (Hernández-Catá, 1930: 145-162), pero que luego, en la versión teatral, se amplía hacia el tema del paraíso perdido —y sus implicaciones ideológicas y sentimentales: odio, poder, amor, sexo— por los supervivientes de un misterioso naufragio en la isla en la que recalan. Aunque Casona se negó a publicar esta versión teatral por considerarla obra de compromiso, creo que merece una cierta atención, pues, en realidad, es mucho más que la dramatización del cuento de su amigo. Vamos a aportar algunos datos más acerca de la vinculación de Casona con Cuba. Como ya indicó el profesor Rodríguez Richart en su primer libro clave sobre Casona (Rodríguez Richart, 1963: 22, n. 17), éste colaboró en Social, prestigiosa revista de La Habana, en la que escribieron eminentes figuras cubanas: Juan Marinello, Alejo Carpentier, Fernando Ortiz, Lezama Lima, Nicolás Guillén, etc.. Pero también, en el limitado número de ejemplares que hemos podido consultar en la Hemeroteca Municipal de Madrid 2 y que van de 1929 a 1931, nos encontramos con textos de autores hispanocubanos (Rafael Suárez Solís o Hernández-Catá) y españoles (Halma Angélico, Jacinto Grau, Luis Fernández Ardavín, Alberti, García Lorca, Valle-Inclán, Antonio Espina, Eduardo Marquina, Juan Gil-Albert, Mauricio Bacarisse, Luisa Carnés, Pérez de Ayala, Luis de Oteyza, Ortega y Gasset o Antonio Robles). Y de Alejandro Casona hemos hallado alguna colaboración poética y algún cuento. Los poemas que hemos podido ver son tres, procedentes de La flauta del sapo, poemario que apareció en edición privada del propio autor en 1930, mientras estaba en el pirenaico Valle de Arán. Al primero, «Encanto de luna y agua» (Social, junio de 1931, p.18), lo precede la siguiente indicación editorial (regularizamos la grafía): No son frecuentes en España las ediciones privadas. La flauta del sapo, de Alejandro Casona, libro impreso en cortísimo número de ejemplares, destinados a sus amigos, revela a un gran poeta —ya antiguo amigo de Social—, del que pronto pregonará la Fama los altos méritos de dramaturgo. He aquí uno de sus más puros poemas de ese librito anticomercial que está teniendo, a pesar de su propósito casi secreto, la más viva y admirativa resonancia.

   Queremos agradecer al personal (de sala, administrativo y directivo) de la Hemeroteca Municipal de Madrid las atenciones que de modo habitual nos prestaron a los integrantes de nuestro proyecto de investigación sobre Casona.

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El texto del poema lleva como fondo un esquemático grabado de Phillip Hagreen que ocupa toda la página (la luna, varios pájaros, pequeños fragmentos de contornos de nubes y, al pie, una línea ondulada horizontal). La referencia a los futuros méritos dramáticos de Casona parece indicar que quien proporcionó a la revista el poema pertenecía al ámbito de amistades del autor, con conocimiento de alguna obra teatral ya escrita pero aún no estrenada. Nos inclinamos a creer que pudo ser Hernández-Catá, pero, añadamos, tal intermediación, si se produjo, muy posiblemente ya debió de ocurrir tiempo atrás, pues Casona ya había colaborado antes en Social. El segundo poema, «Querencia», y el tercero, «Estampa», ven la luz en el número de agosto de 1931, p. 51. En los tres casos hay alguna mínima diferencia textual (variantes léxicas, algún verso, etc.) respecto del versión de sus Obras Completas (Casona, 1966). Por lo que concierne a los relatos de Casona publicados en Social en el período que citamos, el primero es «Bernadetto», 3 que ve la luz en el número XIV, volumen 3, de marzo de 1929, pp. 30, 76, 77 y 80. 4 El texto lo fecha nuestro autor «[e]n el Valle de Arán, Diciembre 1928». Este texto, muy vinculado temáticamente a los dos poemarios previos de Casona, sobre todo a La flauta del sapo, y de tono barojiano —del Baroja de ambientes marineros— y valleinclanesco, aparece, pues, en Social mucho antes del tardío fallo del concurso de cuentos de Estampa a que aludimos líneas atrás. El jurado de éste recomienda su publicación, por lo que el relato de Casona verá la luz en la revista española el 7 de octubre de 1930 (Fernández Insuela, 1992: 482-489). También hay alguna mínima variante entre la edición cubana y la de Madrid. No editado en España, que sepamos, está otro cuento casoniano, «La noche de san Juan» (Social, n.º XV: 9, septiembre de 1930, pp. 40 y 84-86). 5 En la parte inferior de la primera página lleva una ilustración, firmada por «M», consistente en un rombo vertical dentro del que, sobre un fondo de dos casas en un monte, se muestra un primer plano de una cara de un joven barbudo, desdentado y boquiabierto. El texto finaliza con la indicación «En el Valle de Arán». Otro testimonio, pues, de que la estancia en aquellas apartadas tierras pirenaicas permitió a Casona dedicarse ampliamente a la creación literaria (poemas, cuentos, teatro). He aquí el texto de «La noche de san Juan», en el que regularizo la grafía, la puntuación y la composición gráfica:   En la edición de Estampa el cuento, como se señaló, se titula «Bernardetto», si bien al protagonista se le llama Bernadetto. En la edición de Cuba coinciden el título y el nombre del muchacho.   En las pp. 9 y 59 de este número de Social se publica «Burlador que no se burla», de Jacinto Grau, con la indicación, a modo de subtítulo, de que es una «escena del cuadro quinto de este drama inédito». Su comienzo es: «DON JUAN— (A los criados cuando cruzan la puerta). Hasta mañana a las siete.»   En Lès Casona escribió en castellano una pieza corta que tradujo al aranés Pedro Bustinduy como Era vigilia de san Joan. Representada por el grupo dirigido por Casona «El Pájaro Pinto», desarrolla una historia de amores entre dos jóvenes alrededor de esa noche. Da noticia de ella Feito (2003: 51-54), quien señala que el único texto conservado del padre de Casona, Gabino Rodríguez, lleva el título de «Fuego y agua de san Juan» (texto completo en Feito, 2001: 26-29).

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¡Pobre Aurá! ¡Cuántas maldiciones, cuántas mentiras crueles se amontonaron sobre tu carne renegrida y podre! 6 —Fue una venganza criminal, contra todos —decían los hombres, crispados de hieles inútiles. Las mujeres clamaban despeinadas a la luz roja de la mañana, apretando hipos de niño contra el pecho desnudo: —¡Una mordida de perro rabioso, malditos de vosotros; le habíais insultado, le habíais pegado! El párroco, transido de terrores antiguos, metía el cascajo de su voz teologal en el estridor de las querellas: —Pues no, yo no creo que lo hiciera por vengarse. Es más, ni creo que pudiera proponerse ningún fin humano. El mal por el placer del mal, eso fue: espíritu satánico. —¡Pues al barranco con él! —y aquí se unían todos—. ¡Que no nos manche el cementerio! 7 ¡Pobre Aurá!, ¡cuántas maldiciones, cuántas mentiras crueles sobre tu muerte! Pero Dios te habrá perdonado si en aquella hora bajó los ojos hasta tu alma, al resplandor del fuego y las estrellas... *  *  * Le llamaban Aura. Era un idiota corpulento y pueril. Cuando bajaba del monte con el saco limosnero y la alcuza, formaba siempre a su paso una doble acera de niños y de perros cobardes. Sabía cantar y bendecir, con una melopea de oración las dos cosas, meciendo los hombros pesados a compás. También sabía santiguarse y recitar trozos borrosos de romance; y si se lo mandaban bailaba, pero siempre acababa dando en tierra con su corpachón blando y resoplante. Todo era desproporcionado en él: el alma niña y el cuerpo gigantesco, la multitud de gestos y la escasez de palabras, el aspecto bronco y la ingenua ternura hecha de miedos y asombros. Lo más desproporcionado era la voz: una voz dulce, pequeñita, que al cantar le enredaba entre las barbas como un pájaro en un zarzal. Sonreía siempre, con una sonrisa quieta, sin contenido, y tenía un lenguaje escaso pero de múltiple sentido, hecho de gestos y palabras cardinales. Aurá era su expresión más amplia y repetida, su voz pasional; gritando aurá expresaba todos sus inocentes superlativos de gozo, de asombro, de miedo y de gula. Vivía en el monte y pasaba por conocer el lenguaje de los pájaros, que traducía en músicas y prosodias absurdas. —¿Cómo cantan los malvises en celo, Aurá? Y Aurá traducía el celo de los malvises: Firia forio, firia, forio, perejil, peraburibé,    «Podre: ax. Estropiáu por convertise la so materia orgánico en materia inorgánico. Eses peres tán podres.» (DALLA).   En su artículo con ciertas resonancias asturianas «¿Brujas otra vez?», Casona recuerda que en su pueblo había una bruja a la que querían los niños y los mayores pero, cuando murió, «el párroco no permitió que la llevaran al cementerio de las personas serias, y cuatro hombres descalzos la enterraron al pie de su árbol» (Arce, 1983: 133).

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péscala, péscala. ¡Chon,!, ¡chon!, ¡chon! 8 No bajaba al pueblo más de una vez por semana a buscar pan de caridad. Y los domingos también; pero esos días no pedía; bajaba atraído por el repique de campanas, entraba a la misa con una humildad medrosa de perro acostumbrado al palo, contemplaba asombrado de incienso y de colores las luces del altar, los paños almidonados, el iris de los vitrales; pasaba los ojos como dos manos emocionadas por la carne rubia de los angelotes, los detenía con gula en los racimos salomónicos de las columnas; cuando sonaba el artificio de campanillas y el cáliz consagrado brillaba en lo alto, se arrodillaba temblando de sabe Dios qué oscuras emociones, y en su pecho resonaba el doble golpear de la mano y el corazón. Después se quedaba dormido debajo del púlpito; eran sus misterios gozosos. Aquel día, en pleno monte, le hizo dar un salto el rumor de bronces que subía del pueblo. Tendió la oreja en la dirección del viento; una ráfaga le trajo de lleno el repique jovial de las campanas. ¡Domingo otra vez! Y se apresuró zanqueando monte abajo, hacia la misa. Al llegar al fondo de la torrentera se detuvo; corría fresco un arroyo de espadañas. Se metió de pies en él y se lavó la cara contra la corriente, riéndose al contemplar su cabezota quebrada en pedazos en el agua y sus barbas donde antiguas babas escarchadas ponían un prestigio de estalactitas. Sonaron de nuevo las campanas y siguió andando por la orilla, manoteando contar los hilos brillantes de las arañas tendidas en las urces altas. Olía a verano el campo de manzanillas. Unos bigardos de la aldea, en mangas de camisa, cercaban a hachazos un enorme roble seco. Junto a ellos, entre un bullicio de rapaces armados de podones, había un carro de vacas cargado de árgoma bronca y de ginesta. Aurá se quedó mirándolos desde lejos y volvió a reír con un alborozo pueril; le resultaba divertido ver bajar las hachas con su lengua de sol en el filo y no oír el golpe hasta después, cuando las hachas estaban otra vez en alto. Se acercó curioso. —Aurá, ahí viene Aurá el tonto —clamaron los rapaces. —¿Vas al pueblo, Aurá? Aura masticó unas palabras afirmativas. Uno de los bigardos tradujo: —Si no es domingo, tonto. Es san Juan de junio. Baja esta noche y verás. Ese roble, las árgomas, la ginesta, todo va a arder esta noche en la plaza. Hay que alumbrarle una buena hoguera a nuestro señor san Juan. Siguió el trabajo de leñadores. Cuando el cinturón de hachazos se ciñó del todo al árbol, hubo un ahogo sordo de crujidos y el tronco herido tembló. —¡Aparta! Se desplomó el roble con un estruendo de ramas quebradas. —¡Aurá!, clamó el idiota saltando de costado, sobrecogido. Rieron los mozos: —¡Que te coge! Pero el árbol ya no se movía. Aurá danzaba alegre y gesticulante alrededor de la copa derribada. De repente se detuvo, como si recordara algo penoso; se sonó con la manga, vacilando, y se volvió de nuevo monte arriba. ¡No era domingo!   Luis Miguel Rodríguez, generoso albacea y heredero de Casona, nos dice que estas palabras tan peculiares las pronunciaba un antepasado próximo de Casona.

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*  *  * Era la fiesta de san Juan, y las campanas repicaron muchas veces en el día. Revolaban azoradas las palomas, quebrándose los bandos en el garabato humeante de los cohetes. El valle se ensordecía de gritos y de músicas celtas. Aurá percibía desde lejos el guirigay de la fiesta sin atreverse a bajar. Toda la mañana vio pasar caravanas de romería, gaiteras de refajos y pañuelos, con caballos atalajados de flecos, con corderos votivos y canciones. Cuando cerró la noche, la llamarada roja de los foguerales alumbraba en la aldea un regocijo turnante de danzas en guirnalda y cantos llanos. La devoción cristiana reanimaba sin saberlo liturgias paganas y consagraba a san Juan las fogatas antiguas del solsticio de estío. Un ruedo de hombres y mujeres cercaba la hoguera grande, trenzados de las manos. Cantaban los hombres: ¡Señor san Juan! En la foguera ya no hay qué quemar. Contestaban las voces delgadas: ¡Que viva la danza y los que en ella están! Y el corro se apretaba al arrimo de la llama en la antistrofa gregoriana y grave: ¡Señor san Juan! Cuando apareció Aurá en medio de la plaza, hubo gritos de sorpresa y alborozo. No se había podido contener en el monte; el rumor de la fiesta y las luminarias habían podido en su curiosidad infantil más que el miedo a la gente. Se le admitió en la danza y la canción turnante se reanudó entre bisbiseos de inteligencia. Aurá cantaba también, emocionado, solemne. De pronto un bigardo le empujó por la espalda contra la hoguera: —¡Al infierno con él!. Aurá dio un grito de espanto y se echó atrás. Cayó de espaldas, pesado y largo, entre risas crueles. El corro volvió a cerrarse y siguió sin él. Cuando pudo levantarse ya no le dejaron sitio. Se apartó sacudiéndose, con una sonrisa humilde; en sus ojos, claros de infancia, no había rencor, no había más que el gozo pueril de la llama. Una hoguera de niños cantaba más allá: ¡Y a coger el trébole la noche de San Juan! El trébole, la llama, la danza... ¡Qué feria de emociones primarias para su alma lenta! Intentó acercarse a otro corro y lo rechazaron. Una moza le empujó con asco, dejándole entre las manos la sensación redonda de una cadera:

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—¡Babayo! 9 Sintió un rijo viril al contacto, pero fue una emoción fugaz; la llama lo borraba todo en él. Reía contemplando el fuego fascinante, ávido de calores rojos y canciones en rolde; y era una risa de todos los miembros que a veces le hacía prorrumpir en gritos y cabriolas. Pero ya no se atrevía a acercarse; observaba a distancia, esquivando el bullicio de la gente, y se pasmaba contemplando las siluetas danzantes proyectadas en sombras desmesuradas contra la cal de los muros, y los cohetes de colores que estallaban entre las estrellas. Le llamaron desde la taberna, donde se refugiaba la gaita y el naipe: —¿Quieres vino, Aurá? Aceptó, y al beber gesticuló grotesco con una náusea invencible. ¡Vinagre le habían puesto los muy perros! Tiró el vaso escupiendo, y salió de nuevo a la plaza. Un tropel de niños le envolvió, tirándole de la blusa, mayando, 10 echándole tierra a la cara. Un cohete huido y bajo vino a estallarle entre los pies... Aura sintió dominarle otra vez el miedo a la gente, y huyó bajo la sombra de los aleros, a la libertad del monte. En los primeros alcores se detuvo, vueltos los ojos a la aldea. Aún le llegaron las últimas canciones de las hogueras, que comenzaban a apagarse: —Ya vino san Juan Verde, ya vino y ya se vuelve... ¡Dios, no poder danzar en las hogueras! Corría el viento en la noche de junio. Delante de él se extendía el monte comunal, espeso de pinos, de maleza borde y de robledas. Siguió andando con los ojos llenos de recuerdos ardiendo. ¡Hogueras de san Juan! A medida que se internaba en el monte se espesaban los pinos cercados de árgoma bronca y mazorral, los alisos enjutos, los robles enyedrados de lianas y nidos. Se detuvo en un claro de campares. 11 La idea de la llama le obsesionaba, y en las sienes le zumbaba un ritmo de canción sanjuanera. Rompió a bailar bajo la luna desnuda. El viento frío de la madrugada le erizó la pelambre del pecho. ¡Dios, las hogueras!... Y de repente, con un rugido de inspiración, se llevó las manos al pecho, bajo la blusa, crispándola emocionado sobre el mechero de pedernal. Subió al cielo una débil columna de humo. Bien sabe Dios que no fue venganza, que no hubo heces de odio ni noción siquiera del inmenso daño. No quiso más que encenderle una hoguera suya, de adoración y gozo, a aquel san Juan Verde de los cantares. Poco tardó en crecer el fuego entre la fronda. Prendían las támaras como hierba seca, y las malezas altas se abrazaban a los troncos crepitantes de llamas y viento. Se calentaban las resinas, se enroscaban en sierpe las lianas, corrían las llamaradas como    «Babayu, —a, —o: ax. Que diz o fai coses tontes, allabancioses, propies d’una persona bocayona.» (DALLA). 10   «Mayar: v. Dar golpes [al trigu pa esgranalo, a la mazana pa esfacelo en cachos, a los tarrones pa esfacelos, a los oricios p’abrilos]. 2 Pegar, dar golpes [a daquién].» (DALLA). 11   «Campar, el: sust. Terrenu [ensin árboles, con pastu]. 2 Campera, terrenu [patente, con pastu y arrodiao de monte, de sierros].» (DALLA).

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torrentes espantados que huyeran monte arriba colgando jirones rojos en los árboles. En pocos minutos el bosque, recalentado al estío, fue una hoguera inmensa y rugiente. Aurá, en el claro de campares, bailaba borracho de gozos infantiles, tendiendo las manos a las llamas altas desgarradas de viento, en un anhelo de corro danzante y salmodiaba frases sueltas de la fiesta: —¡Señor san Juan... al trébole y al trébole... ¡aurááá! De la guájara espesa brotó el bramido de las alimañas; oyó un grito de pájaros enloquecidos que pasaron volando sobre él, y una torcaz con las plumas ardiendo vino a caer a sus pies jadeante entre la hierba. La miró atónito, y al levantar los ojos en busca del milagro empezó a darse cuenta confusa de su obra. Quemaba el aire espeso, silbaban las culebras de las cárcavas, los árboles se retorcían crispando al cielo las ramas ardientes; todo el mundo era un alarido rojo de llamaradas y resinas. Cuando el instinto le avisó era ya tarde; volvió los ojos inútilmente buscando una salida: el fuego le rodeaba cercando los campares, y se desbordaba monte abajo hacia los bálagos 12 y la granazón de los trigos. Una bocanada de viento y llama le cogió de lleno el rostro, derribándole. Giró sobre sí mismo con un grito sobrehumano, alzando al cielo los brazos, y cayó de espaldas, con fuego entre los cabellos. ¡Señor san Juan!... En el Valle de Arán.

A modo de muy breve comentario, digamos que es un texto realista que, en el fondo, formula una dura crítica al comportamiento innoble de un pequeño grupo social con un infeliz idiota, causante de un incendio que le provocará la muerte. El lenguaje, incluye algunos términos propios del asturiano, fonéticamente castellanizados («babayo», «bálagos») o no, por no ser esto fonéticamente necesario, pero con significación diferente a la del castellano («podre», «mayando», «campar»), 13 y desde el punto de vista estilístico, incorpora algunas expresivas comparaciones, a veces de cariz sinestésico («hachas con su lengua de sol en el filo», «garabato humeante», «manos emocionadas», «alarido rojo de llamaradas»). A nuestro entender, este cuento tiene el interés de que está vinculado, como antecedente temático, a dos de las principales obras teatrales de Casona: a La dama del alba (estrenada en 1944) y a Siete gritos en el mar (estrenada en 1952). Es sobradamente sabida la presencia de Asturias (su folclore, sus paisajes, etc.) en la trayectoria literaria de Casona (Palacio, 1963; Bernal Labrada, 1972), especialmente tras su marcha al exilio. 14 Sin embargo, ya antes de 1937, en su hasta entonces 12   «Bálagu, el: sust. 2 Montón [que se fai con yerba, con paya pa protexelo del agua]. 3 Montón [de yerba que se fai alredor d’un palu llargu y afitáu en suelu, p’almacenar lo que nun se mete na tenada]. 4 Paya [de trigu, de centén]. 5 Montón [grande de daqué]» (DALLA). En el DRAE aparece «bálago» significando «paja larga de los cereales después de quitarle el grano» o «paja trillada», pero nos inclinamos a creer que Casona se refiere al montón de hierba, pues la siega y la trilla del trigo o del centeno acostumbran a hacerse en Asturias con posterioridad a la festividad de san Juan. 13  Utiliza la palabra «fogueral», que no consta en el DRAE ni tampoco en el DALLA, donde sí aparece «Fogaral, el: sust. Fueu [fuerte na cocina, en llar]» 14  En 1942, en la revista oficial del Centro Asturiano de Buenos Aires comienza su artículo «Las tres Asturias», poco conocido en España, con este pasaje: Así llamo a las tres caras de una misma tierra que fui conociendo y aprendiendo a amar a lo largo de mi vida, y que hoy, desde el generoso exilio americano, se me presentan más claras cuanto más lejanas.

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corta vida literaria, había algunos testimonios de dicha presencia en textos poéticos, especialmente en La flauta del sapo. Por otra parte, los folcloristas y los antropólogos (Gómez Pellón y Coma González, 1986: 9-55) han puesto de relieve la importancia que la noche de san Juan, con sus «fogueras» y sus cantos, tiene en el calendario festivo asturiano. Por razones de espacio, digamos solamente que Eduardo Martínez Torner, el reputado folclorista colaborador de Menéndez Pidal y también amigo de Casona, con el que colaborará cuando ambos dirigen, respectivamente, el Teatro del Pueblo y el Coro del Pueblo de las republicanas Misiones Pedagógicas, ya había recogido en 1920 en su Cancionero musical de la lírica popular asturiana (Martínez Torner, 1986: 63 y 225) alguna de las coplas que Casona reproduce en su cuento. Pues bien, Casona recreará el ambiente de la festividad de San Juan en La dama del alba, en cuyo acto cuarto, que sucede la noche de san Juan, con sus gaitas, sus bigardos, sus niños, sus hogueras y sus danzas acompañadas de cantos —independientes o formando parte de una estrofa—, reproduce todos los versos que ya había utilizado en el cuento de 1930 (Casona, 2001: 131, 133, 143 y 148.), además de otros cantos típicos de esa fiesta en Asturias. Podríamos decir que la estancia en tierras alejadas de Asturias, los Pirineos del Valle de Arán y la Argentina del exilio, provocan en Casona el recuerdo de su tierra natal, bastante realista en el cuento de 1930 y teñido de fantasía idealizadora en el drama poético de La dama del alba. Y el pasaje del incendio del cuento creemos está en la base de otro incendio, también con resultado de muerte, del que habla en Siete gritos en el mar uno de los personajes fundamentales, la joven Julia Miranda, «pobre muchacha que viaja sola, encerrada en su camarote» del trasatlántico «Nalón» (Casona, 1969: 24) y que tiene un gran sentimiento de culpa desde los catorce años por haber encendido un fuego que causa la muerte de Raúl, su hermano de siete años: JULIA.— (...) También a él le gustaba salir de merienda conmigo, solos y escondidos (...). Recuerdo la última vez en el bosque de pinos. Era verano, con un viento caliente cargado de resinas. ¡Aquel viento maldito! Raúl trepaba a los árboles busLa primera fue la Asturias eglógica y patriarcal de mi infancia de niño aldeano, transcurrida en las verdes orillas del Narcea. Mi abuelo, herrero, forjaba cantando en el yunque de doble pecho de una fragua primitiva; la abuela reía en el corralón rodeada por el alboroto juvenil de las gallinas, y me contaba por las noches en voz baja cuentos de santos, diablos y aparecidos. Mi padre, maestro rural, nos enseñaba en la escuela humilde números y versos. Y a la atardecida me gustaba ir al encuentro de los pastores y vaqueros que bajaban de la sierra evocando en los repaires [sic: ¿rapaces?], entre el rumor virgiliano de las esquilas, los viejos romances de tradición oral: «¡Ay, un galán de esta villa!»... «Lunes era, lunes de Pascua Florida»... «Estando yo en la mi choza, pintando la mi cayada»... Todo era paz y belleza entonces ante mis ojos aprendices. En los ríos, bordeados de avellanos, armábamos la «nasa» para las truchas. En las romerías retumbaban la gaita y el tamboril bajo el estruendo de los voladores. En las «esfoyazas» se contaban largos rosarios de cuentos pícaros a la espera de la panoya roja. En las noches de invierno un viento cargado de brujas y trasgos silbaba en la techumbre de losas de aquella vieja casona que me vio nacer, y de la que tomé andando el tiempo mi nombre de escritor. Y allá arriba, en la sierra de los «vaqueiros de alzada», entre novillas color de miel, resonaba lenta y retorcida la larga canción astúrica, de musgo celta y soledad altiva. Era la Asturias de la poesía». (Casona, 1942: 2). Las otras dos Asturias son «la Asturias de la cultura» y «la Asturias del heroísmo y del martirio» antifranquista.

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cando nidos. Yo encendí el fuego para la merienda. Me gustaba ver las llamas retorciéndose. Y de repente, un golpe de viento a traición, un arroyo de brasas por el matorral..., el fuego de rama en rama, espantando los pájaros... En un momento todo el bosque era un inmenso círculo ardiendo... Y allí en medio, la voz aterrada de un niño que corría sin salida, gritando desesperado mi nombre..., cada vez más bajo, cada vez más bajo, hasta el último silencio. (Casona, 1969: 64-65).

Aunque sus protagonistas son física y psicológicamente distintos y si bien en el relato se ataca la injusticia de un grupo social en tanto que en el drama, que es una especie de auto sacramental moderno, se presenta el injustificado sentimiento de culpa de la desvalida Julia Miranda, nos parece que son claras las semejanzas de este pasaje del drama con la parte final del cuento que hoy recuperamos. Por tanto, creemos que un cuento de Casona de tema asturiano, publicado en Cuba en 1930 y hasta ahora olvidado, explica algunos elementos relevantes de dos de sus dramas estrenados en el exilio argentino varios lustros después, uno, La dama del alba, de reconocidas resonancias autobiográficas para Casona, y el otro, Siete gritos en el mar, una esperanzada reflexión sobre los conceptos de la culpa y de la regeneración. Bibliografía citada Adela Palacio (1963). «Presencia de Asturias en la obra de Alejandro Casona», BIDEA, 48, pp. 155-201. Alejandro Casona (2001). La dama del alba, edición de José Rodríguez Richart, Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas, 202, 19.ª ed. —  (1942). «Las tres Asturias», Asturias, Buenos Aires, 225, septiembre, 1942, pp. 2-3. —  (1969). Obras Completas. Tomo II, Madrid, Aguilar, 6.ª ed., —  (1966). Obras Completas. Tomo I, Madrid, Aguilar. Alfonso Hernández-Catá (1930). Los siete pecados, Madrid, Renacimiento, 5.ª ed. Antonio Fernández Insuela y otros (2004). Actas del «Homenaje a Alejandro Casona (19031965)». Congreso Internacional en el centenario de su nacimiento, Oviedo, Fundación Universidad de Oviedo / Ediciones Nobel. —  (1992). «Textos poco conocidos de y sobre autores asturianos: Alejandro Casona y Valentín Andrés Álvarez», BIDEA, 140, julio-diciembre, pp. 473-511. Diccionario de la Real Academia Española (2008). Madrid, Real Academia, ed. en http:// buscon.rae.es/draeI/. Citado como DRAE. Diccionariu de la Llingua Asturiana (2008). Uviéu, Academia de la Llingua Asturiana, ed. en http://www.academiadelallingua.com. Citado como DALLA. Eduardo Martínez Torner (1986). Cancionero musical de la lírica popular asturiana, Instituto de Estudios Asturianos, facsímil de la 1ª ed. (Madrid, Establecimiento Tipográfico Nieto y Compañía, 1920). Eloy Gómez Pellón y Gema Coma González (1986). Fiestas y rituales de Asturias. Periodo estival, Oviedo, Consejería de Educación, Cultura y Deportes del Principado de Asturias. Evaristo Arce (1983). Alejandro Casona, escritor de periódicos, Oviedo, ALSA. Hilda Bernal Labrada (1972). Símbolo, mito y leyenda en el teatro de Casona. Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos.

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Jorge Domingo Cuadriello (2004). «Alejandro Casona y su relación con Cuba», en Fernández Insuela y otros (2004), pp. 395-423. José Rodríguez Richart (1963). Vida y teatro de Alejandro Casona, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos. José Manuel Feito (2001). Biografía y escritos de Faustina Álvarez García (madre de Alejandro Casona) durante su estancia en Miranda. 1910-1916, Avilés, Azucel. —  (2003). Alejandro Casona, de maestro en Narciandi a inspector en el Valle de Arán, Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos. Roger González Martell (2004). «Alejandro Casona y Luis Amado Blanco: dos asturianos unidos por la amistad y el teatro», en Fernández Insuela y otros (2004), pp. 355-393.

Acotación y didascalia: un deslinde para la dramaturgia actual en español José-Luis GARCÍA BARRIENTOS Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

El hecho del que parte esta reflexión en honor de Luciano García Lorenzo, maestro, colega y amigo, es el uso reciente y cada vez más extendido en español, pero de momento sólo en el coto cerrado de teatristas y teatreros, del término «didascalia», cuya belleza es indiscutible, como sinónimo del más sencillo y claro «acotación», con el que entra por tanto en competencia (yo diría desleal) y al que es probable que termine desplazando y sustituyendo, debido a la fuerza invencible que impulsa este proceso: la del falso prestigio de lo raro. La indagación histórica de este corrimiento semántico es sin duda fundamental, y obviarla, como a pesar de todo haré, del todo imperdonable. Sirva de atenuante mi escasa competencia en esas lides. Escudado en ella, me atrevo a adelantar a título de inventario algunas impresiones, probablemente fantásticas, al respecto. Por ejemplo, la de que este uso superfluo y enseguida confuso de «didascalia» proceda directamente del francés, y la más arriesgada de que la vía de penetración haya podido ser el hispanismo canadiense, con el que tan ligado está precisamente nuestro homenajeado. Lo que parece claro es que se trata de un fenómeno muy reciente. 1   En francés «la palabra aparece en el siglo xix (antes de 1825 según el Dictionnaire Robert) en Paul-Louis Courier, en un momento en que se hace sentir la necesidad de un término adecuado. Es efectivamente entonces, con Pixerécourt en particular, cuando se afirma la necesidad de una puesta en escena pensada y elaborada» (DITL, 2005: 1). Para el español, valgan estos datos sintomáticos de la Real Academia Española: aparece por primera vez en sus diccionarios en 1983; en el CORDE se dan dos ocurrencias de un solo documento, un

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I El libro de Alfredo Hermenegildo (2001) Teatro de palabras: Didascalias en la escena española del siglo xvi puede servir de paradigma del uso de «didascalia» que se superpone a «acotación» y la desplaza. En la «Introducción» (7-52) se encontrará un resumen de los aspectos teóricos de la cuestión, abrumadoramente franceses, con Ubersfeld (1996) como punto de partida (19), y tan discutibles que no por falta de ganas sino de espacio tengo que dejar su discusión expresa y detallada para otro momento. Confío en que mi posición quedará enseguida clara, aunque tenga que ser al modo casi de una axiomática. Hermenegildo no discute la adopción del término eufemístico, que irrumpe sin más: «Estas marcas de representación son las didascalias» (14), y este concepto no coincide para él con el de acotación, sino que lo incluye: La noción de didascalia es más amplia que la de acotación escénica. Abarca las marcas presentes en todos los estratos textuales. Incluye las llamadas acotaciones escénicas y engloba la identificación de los personajes al frente de cada parlamento o en la nómina inicial (al principio de la obra o de cada uno de los actos), con sus nombres, naturaleza y función, la indicación de la segmentación escénica de la pieza (escenas, cuadros, actos), etc. Comprende en segundo lugar los elementos didascálicos integrados en el diálogo mismo. Dichos elementos quedan encerrados y encubiertos entre la maraña de signos que componen las intervenciones de los distintos personajes. Hemos llamado a la primera variante, con sus diversas modalidades, didascalia explícita. E identificamos la segunda como didascalia implícita (21.)

De forma breve y tajante, para mí la explícita coincide del todo con la acotación (que acoge todas las manifestaciones señaladas) y la implícita es a todas luces inadmisible (crea muchos más problemas de los que resuelve), por lo que no me extraña, por ejemplo, que Golopentia y Martínez (1994: 11) no las tomen en cuenta (33) ni que Gallèpe (1998) las deje de lado (37). Tampoco, aun discrepando, que, consecuente con admitir este híbrido de acotación y diálogo, Bobes Naves (1998: 813) proponga llamar a la implícita precisamente «didascalia», frente a la acotación (explícita). 2 Que el diálogo, ejerciendo su función representativa, pueda compartir con la acotación un mismo referente no autoriza de ningún modo, en mi opinión, a hablar de categorías intermedias o mixtas como esas presuntas «didascalias implícitas». verso de Leopoldo Lugones, «ni su erótica didascalia» (1909), citado por Navarro Tomás (1956), en un sentido ajeno, pues, al que es aquí pertinente; y el CREA registra ocho ocurrencias en siete documentos, el más antiguo de los cuales es de 1984.    Así las delimita en otro lugar: «llamaremos diálogo al habla de los personajes, escrita en el texto y realizada verbalmente en la escena; acotaciones, al habla del autor, que se incluye como anotaciones al diálogo en el texto escrito, y que no pasa verbalmente a la escena, pues se sustituye por sus referencias, y didascalias a las indicaciones que, sobre hechos escénicos, pueden encontrarse en el diálogo, y que pasa a la representación en forma verbal, como parte del diálogo, y en sus referencias, como las acotaciones.» (Bobes Naves, 1997: 174.)

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Ello no tiene consecuencias más que en el ámbito de una economía informativa. Si un personaje entra en escena y dice: «En este jardín umbrío...», sus palabras son diálogo al cien por cien, sin el más mínimo contagio de acotación; pero que permiten, eso sí, obviar una acotación previa del tipo «Un jardín umbrío». Eso es todo. De acuerdo con ese principio de economía, se puede proponer en todo caso un cierto carácter subsidiario de la acotación respecto al diálogo. El asunto presenta para mí unos perfiles más sencillos y claros, quizás porque los conceptos en juego se insertan en una verdadera teoría dramática, de la que derivan: la dramatología o teoría del modo teatral de representación que estoy empeñado en construir (García Barrientos, 1991, 2001, 2004). El rasgo decisivo a la hora de distinguir los dos modos (aristotélicos) de imitación, el narrativo y el dramático, es, a mi juicio, el carácter mediato o inmediato de las respectivas representaciones. Tanto la novela como el cine nos ponen en contacto con el mundo ficticio a través de una instancia mediadora, la voz del narrador y el ojo de la cámara; en el drama, en cambio, es el universo imaginario el que se presenta ante los ojos y los oídos del espectador directamente, sin mediación alguna (verdadera, no simplemente fingida o simulada) en ningún caso. Esta inmediatez del drama es la que determina la estructura peculiar de la obra dramática, que radica en la superposición de dos sub-textos nítidamente diferenciados que se van alternando en la línea de la sucesión textual, los que denominó Ingarden (1931) Haupttext (texto principal) y Nebentext (texto secundario o complementario), denominaciones a las que estorba sólo el matiz jerárquico, discutible, y que en español deberíamos seguir llamando simple, exacta y descriptivamente diálogo y acotación. Los rasgos en los que puede verificarse la inmediatez enunciativa de ambos se resumen en el estilo directo libre (es decir, no regido por voz superior alguna) de los diálogos y el lenguaje necesariamente impersonal de las acotaciones, que excluye el uso de la primera (y segunda) persona gramatical. Común a los dos sub-textos es, pues, el carácter objetivo de la enunciación. En mi opinión, acierta Ubersfeld (1977: 18) cuando afirma: «El primer rasgo distintivo de la escritura teatral es el no ser nunca subjetiva»; pero no, cuando traicionando ese «nunca», considera al autor el «sujeto de la enunciación» de las acotaciones. Si, como dice antes (17), la clave de la distinción lingüística entre los dos componentes está en la pregunta: ¿quién habla en el texto de teatro?, la respuesta es para mí clarísima: directamente cada personaje en el diálogo, y nadie (sí, nadie) en las acotaciones. Pues si realmente hablara el autor en las acotaciones, como cree ella y quizás la mayoría, ¿por qué no puede nunca decir «yo»? En cuanto a la nitidez de la distinción, pocos problemas plantean los límites del diálogo, lo que dicen efectivamente los personajes-actores (y quedaría grabado en una cinta magnetofónica) durante la representación. Decir que acotación es todo lo que no es diálogo servirá de delimitación precisa sólo si están rigurosamente establecidos antes los límites del texto que los engloba, lo que no ocurre siempre. Thomasseau (1984) propone llamar «texto» a los diálogos y «para-texto» a las acotaciones o didascalias más otras cuantas cosas, desde su punto de vista; en total (84-87): títulos,

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lista de personajes, primeras indicaciones espaciales y temporales, descripción del decorado al principio de cada acto, el para-texto de las didascalias y «los entreactos o texto eludido»; elementos todos que (excepto el asombroso último quizás) forman parte de lo que entiendo por acotación. Kurt Spang (1991: 49-56) habla en la misma línea de «texto» (diálogo) y «cotexto» (todo lo demás), con el agravante de que incluye en este último el posible prólogo. Contra llamar «texto» sólo al diálogo baste esta consideración: habiendo como hay obras sin diálogo, que constan sólo de acotación, como Acto sin palabras de Beckett, El pupilo quiere ser tutor de Peter Handke o ¿Se ha vuelto Dios loco? de Arrabal, ¿tendremos que decir que sólo tienen co-texto o para-texto, no texto, cuando aquellos conceptos sólo cobran sentido referidos a éste? No, el texto de teatro es ni más ni menos que la suma de diálogos y acotaciones, incluso cuando uno de los sumandos sea igual a cero. Los límites textuales de la obra dramática suelen darse marcados. El título señala el inicio, y el final puede expresarse de diferentes formas: mediante acotaciones del tipo «telón», «oscuro», «fin» o como ésta que cierra Egmont de Goethe: «Tambores. Al dirigirse Egmont hacia el piquete y a la puerta del foro cae el telón; cesa la música y una sinfonía triunfal pone fin a la obra». También con las últimas palabras del diálogo, dirigidas al espectador, como ya éstas del Coro, escritas por Eurípides probablemente para Alcestis y que se repiten en Andrómaca, Helena, Bacantes y (con mínimas variaciones) Medea: «Muchas son las formas de lo divino, y muchas cosas realizan los dioses contra lo previsto. Lo que se esperaba quedó sin cumplir, y a lo increíble encuentra salida la divinidad. De tal modo ha concluido este drama.». Era el cierre habitual en nuestro teatro áureo, por ejemplo el de esta obra de Lope de Vega: Mendoza. Aquí se acaba, senado, la Pobreza no es vileza, mas riqueza, si os agrada, para el autor y el poeta.

El final puede ser también sólo implícito, marcado, si se quiere, por el vacío o el blanco tras la última réplica o la última acotación, caso de La bastarda y de Clavijo de Goethe, respectivamente. Lo que, de acuerdo con el significado del prefijo «para-» (junto a, al margen de), debe llamarse para-texto es precisamente lo que encontremos fuera de los límites del texto, que es un compuesto de diálogos y acotaciones y sólo de eso. Importa distinguir los añadidos a y sobre la obra hechos por el autor mismo, que componen el para-texto autorial, de los que se deben a los editores y estudiosos o para-texto crítico. Según su posición, cabe hablar, en los dos casos, de para-texto preliminar (prólogo, dedicatoria o similares que lo preceden), pos-liminar (epílogo o asimilados consecuentes) e inter-liminar (como las notas a pie de página), en la posición más delicada, que exige por eso una nítida diferenciación.

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El para-texto autorial ofrece un adecuado campo de contraste con las acotaciones: el autor es verdadero sujeto de la enunciación del prólogo, el epílogo o las notas que haya querido añadir, y podrá hablar en ellas en primera persona (o no, pero según una libre elección estilística: lo decisivo es que puede hacerlo); no lo es, en cambio, de las acotaciones en la misma medida en que no lo es tampoco del diálogo: en éste fragmentado en múltiples otros sujetos, en aquéllas anulándose o enmudeciendo como sujeto en un discurso muy peculiar: objetivo, impersonal, sin voz alguna real ni imaginaria que lo profiera. Pues la acotación es en realidad pura escritura indecible, efectiva enunciación sin sujeto. Sobre estos nítidos perfiles, 3 ¿cómo encajar un concepto claro y distinto de didascalia? O sea, que no coincida con el de acotación, lo que lo haría innecesario, ni legitime ese híbrido que llaman didascalia o acotación implícita y representa el colmo de la confusión. Desde el punto de vista teórico, no hay casilla vacía donde encajarlo, rotundamente. Es posible distinguir con precisión el texto del para-texto en cualquier obra dramática, y dentro del texto, sus dos únicos componentes, diálogos y acotaciones. Es en la realidad o en la práctica (menos dócil a la lógica) de la escritura dramática, y precisamente de la más actual, donde he creído advertir un pliegue, un intersticio o un punto de fuga para dar cuenta de los cuales podría ser útil recurrir a la bella palabra «didascalia». Empecemos por sacar a relucir su significado de uso general. Pues ambos términos en cuestión lo tienen, y bien diferenciado. El DRAE, en su vigésima segunda edición, da tres acepciones de «acotación»: (1) «acotamiento»; (2) «Señal o apuntamiento que se pone en la margen de algún escrito o impreso» y (3) «Cada una de las notas que se ponen en la obra teatral, advirtiendo y explicando todo lo relativo a la acción o movimiento de los personajes y al servicio de la escena». Las dos primeras tienen un alcance más general. La (2) apunta a lo para-textual («en la margen de») que antes rechacé para el concepto teatral. La acepción (3) define en cambio con bastante tino y precisión ese sentido específico del término, que no difiere mucho, me parece, de la definición que yo mismo he propuesto de acotación como la notación de los componentes extra-verbales y para-verbales de la representación, virtual o actualizada, de un drama (García Barrientos, 2001: 45). Nótese ahora el carácter textual de la acotación («que se ponen en la obra teatral».) En cuanto a «didascalia» (del griego διδασκαλιʹα, enseñanza), la misma última edición del DRAE da estas cuatro acepciones: (1) «Enseñanza, instrucción»: (2) «En la antigua Grecia, instrucción que daba el poeta a un coro y a los actores»; (3) «En la antigua Grecia, conjunto de catálogos de piezas teatrales representadas, con indicaciones de fecha, premio, etc.»; y (4) «En la literatura latina, conjunto de notas que a veces, al comienzo de una comedia, daban noticias sobre su representación». La primera, ciertamente general, implica a mi entender ya algo para-textual, exterior a la obra (que instruye o enseña sobre ella) y también de carácter personal, que alguien da a alguien, lo que queda precisado en (2): el poeta a los intérpretes. El  Para más precisiones véase García Barrientos, 2001: 42-51.



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significado (3) no parece rescatable hoy, a no ser reducido a la extensión de (4), plenamente vigente y buen ejemplo ya de ese intersticio conceptual al que me referí antes y que constituye, en definitiva, el objeto de mi reflexión. Tales notas se siguen encontrando en las ediciones más recientes de obras dramáticas, sobre todo las referidas a su estreno (y eventualmente a otras representaciones) con indicación de fecha, teatro, premios si es el caso y sobre todo de algo fundamental, el «reparto», que al emparejar cada persona ficticia (papel) con la persona real (actor) que la representa da cuenta de la genuina doble o desdoblada naturaleza del personaje dramático. No obstante o por eso mismo, el reparto (y toda noticia sobre representaciones particulares) no puede considerarse parte del texto, interior a él, y por tanto acotación; carácter que por el contrario hay que atribuir sin discusión a la mera relación de las dramatis personae. El reparto y lo demás son, pues, para-textos, pero en una posición comprometida, generalmente dentro de los límites del texto y (no sólo por eso) con un estatuto demasiado cercano al de la acotación. He aquí una primera manifestación de lo que podría valer la pena denominar didascalia como concepto útil, claro y distinto del de acotación. Desafortunadamente a mi entender, la distinción conceptual entre los dos términos, nítida todavía en la vigente edición del Diccionario, está a punto de sucumbir a la confusión también en el uso general, pues en el avance de la 23.ª edición el artículo enmendado, que mantiene intactas las acepciones impares (1) y (3), modifica las pares así: (2) «En el teatro clásico, acotaciones al texto»; (4) «Indicación añadida al texto de una obra teatral que señala las particularidades de la puesta en escena». La (2) consagra expresamente la sinonimia de didascalia y acotación, aunque la restringe al teatro clásico, concepto, por cierto, que habría que precisar. La (4) parece hacer lo mismo de forma implícita, mediante una definición analítica que coincide en apariencia con la de acotación (3). Vistas de muy cerca, los matices diferenciales resultan decisivos para nuestro propósito, hasta el punto de que, resaltándolos, igual que me servía la (3) de acotación, la futura (4) de didascalia prefigura bien el concepto que propondré enseguida. Me refiero al carácter para-textual de la didascalia («indicación añadida al texto») y a su referencia (exclusiva) a la puesta en escena, frente a la acotación, escrupulosamente textual, y de referencia, si entiendo bien, más amplia («todo lo relativo a la acción o movimiento de los personajes y al servicio de la escena».) Este concepto de didascalia se diferencia, pues, del de acotación como el paratexto del texto. Pero su referencia a la puesta en escena no parece razón suficiente para justificar su acuñación como nueva categoría, en cierto sentido intermedia entre acotación y para-texto. Se requieren, a mi entender, otras condiciones restrictivas. Los ejemplos que enseguida examinaremos, característicos de la escritura dramática contemporánea, sugieren estas tres que propongo con carácter provisional: 1) que el sujeto de la enunciación sea el autor, 2) que se encuentre dentro de los límites del texto, y 3) que disimule su carácter para-textual, en vez de declararlo con marcas como la nota a pie de página, por ejemplo, o dicho de otra forma, que se haga pasar por parte del texto, que tienda a confundirse con la acotación, que se

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sitúe realmente en la frontera misma entre texto y para-texto. Cabe así formular ya una definición cuya utilidad pueda ponerse a prueba en el análisis del texto de las obras dramáticas y en particular de las más actuales: didascalia como disimulado para-texto autorial e inter-liminar referido a la puesta en escena. II Como paradigma del fenómeno al que me refiero podemos considerar el que ofrece Camino de Wolokolamsk I: Apertura rusa (Según motivo de Alexander Bek), de un dramaturgo tan influyente en el teatro actual como Heiner Müller (1985). Se trata en realidad de un texto narrativo en verso, que podría considerarse (aunque no se presenta expresamente como tal) un monólogo de su narrador-personaje, el Comandante. No hay acotación ninguna, naturalmente. Pero al terminar el texto narrativo (o impropiamente el monólogo) leemos este añadido textual que cabe considerar didascalia en la acepción apenas definida: Sobre la escenificación El papel del comandante deberían representarlo, si es posible, dos actores: uno (C1) que tiene o puede aparentar aproximadamente la edad del narrador, y otro actor o actriz joven (C2). C1 viste de civil, C2 uniforme. Los actores tendrían que poder alternarse. La distribución del texto entre C1 y C2 es trabajo para los ensayos. Separación de imagen y sonido: las armas han de verse, los disparos tienen que oírse, el lugar del espectador se halla entre el arma y el blanco. El ideal del indulto del desertor precisa un alto grado de realismo en la ejecución, para que pueda pensarse una guerra en la cual el indulto sea la solución realista. Bajo la sombra de la guerra atómica, que es la alternativa al comunismo, parece utópica. Formalmente el texto se basa en el drama breve de Pushkin, la variante rusa de la tragédie classique (22.)

El carácter opcional de lo que se propone descarta que se trate de una auténtica acotación y evidencia, contra la impersonalidad de ésta, un sujeto de la enunciación que no es otro que el autor. En cuanto a la referencia, bastaría el reconocimiento expreso del título de la nota o menciones como «es trabajo para los ensayos», aunque es cierto que la última frase parece salirse de lo concerniente a la puesta en escena. Claro que, si bien se mira (y con amplitud, a vista de ojo, no de microscopio), será difícil encontrar información sobre una obra que resulte del todo impertinente para su escenificación. De modo que el criterio de la referencia me parece el menos preciso de los que definen la didascalia. Podría objetarse también la posición, no inter-, sino pos-liminar. Creo que sin razón. Lo decisivo es si consideramos este texto dentro de los límites de la obra o fuera, como un añadido. Creo que basta la ambigüedad, tan característica de ella, para considerarlo didascalia. Pero es de la reciente dramaturgia en lengua española de la que quiero entresacar algunos ejemplos.

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Marca inequívoca de la didascalia frente a la acotación es el uso de la primera persona gramatical; pero incluso ella se debe sopesar en la balanza del sentido común. En la primera acotación, secuencia «Uno», de Casino, del dramaturgo argentino Javier Daulte (1998: 121), leemos: «Un bar. / Detrás de la barra un joven, casi un adolescente, al que llamaré El Niño: va de pantalón de combate y torso desnudo; es muy delgado, pecho hundido, más bien feo, medio pelado» (subrayado mío). Pero el uso de primera persona no se repite más. Las acotaciones que siguen se atienen a la estricta impersonalidad que las caracteriza. Se trata de un lapsus, de un momentáneo desaparecer del dramaturgo (bien genuino por cierto en el caso de Daulte) e irrumpir del escritor, de la marca del autor que lo delata allí donde por definición debe brillar por su ausencia; en definitiva de un flash didascálico, paratextual, en el texto de la acotación; y que se neutralizará, no tendrá consecuencia alguna, en la representación. Algo parecido ocurre en Sputnik del cubano Ulises Rodríguez Febles (2006), en la que leemos este texto tras el título, en letra redonda, diferenciada de la cursiva de las acotaciones, y sobre todo precediendo a la dedicatoria (cuyo carácter para-textual no admite dudas), pero cuyo contenido es casi en su totalidad el propio de las acotaciones que describen el espacio: Sugiero un escenario con escaleras de caracol, como espirales que se cierran o se abren al cielo o a otros espacios, y por donde suben o bajan personajes hacia sus casas o hacia las plazas, las calles… Habitaciones de las casas en diferentes alturas, con distintos tamaños… La Minsk debe ser auténtica. El sonido de su motor puede formar parte de la banda sonora. Aclaro que en la escena en casa de Katia y Serguei, las acotaciones deben ser dichas por los actores aun cuando sean acciones, emociones o pensamientos de los personajes (204.)

Aquí la primera persona es lo de menos, creo. El «aclaro que» me parece ocioso, de forma que su supresión no cambiaría nada; la de «sugiero» en cambio acabaría con el matiz de opcionalidad, que parece afectar sólo al primer párrafo (y a la banda sonora); después, al contrario, se acentúa la obligatoriedad con el «debe(n) ser». Eliminando la primera persona, ¿no se trataría de una acotación desubicada por preceder a la dedicatoria de la obra? El despliegue de soluciones alternativas delata a la didascalia, claro está que con distintos grados y matices. En la primera acotación de Criminal de Javier Daulte (1995) se describe así el espacio de toda la obra: «La acción se desarrolla en tres ámbitos: dos consultorios de psicoanálisis y la casa de Carlos y Diana. Estos ámbitos pueden estar delimitados entre sí, o puede optarse por la superposición de espacios.» (45). ¿Acotación o más bien didascalia? Esto último, habría que dictaminar, pues la acotación es constituyente del universo dramático y como tal no puede permitirse la duda entre diferentes posibilidades, que a la vez delata a un sujeto… Ahora bien, el carácter opcional afecta sólo a la frase en cuestión. Suprimiéndola, y

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nótese que no es en absoluto necesaria, la acotación no puede ser más genuina. Ello parece indicar que se trata de una «manera», de un tic o de una transgresión característica de un tipo de escritura muy actual. Aunque a veces tiene consecuencias mucho más decisivas, como en la pieza de Rodríguez Febles (2004a) Carnicería, subtitulada «Obra con dos versiones y un guión para performance». Tras la lista de «Personajes» y la acotación indiscutible «Época: Actual», leemos este párrafo: La obra tiene dos versiones de una misma historia. El objetivo es plantear dos enfoques de una misma problemática a partir de dos comportamientos diferentes del personaje protagónico. El director puede escoger para la representación la que más desee, obviando la otra, o seleccionar los dos enfoques en una misma función. También pueden presentarse de forma independiente. Otra opción es que en una misma función el espectador escoja por sí solo la propuesta que más desee. Esto ofrece dos alternativas para el espectador. La primera escena (1 o la tentación de la carne) es la misma para las dos versiones. Sugiero libertad para jugar con la estructura. También puede escoger el final que desee para la segunda versión. El autor prefiere el segundo. El epílogo puede ser prólogo: es un guión para una performance (87.)

Probablemente tras este procedimiento recurrente se trasluce siempre (también en Müller) la intención de reconocer la máxima autonomía a la puesta en escena. Y hay, por descontado, otras formas (pues la anterior lo es) de irrupción de una primera persona no gramatical: cualquier marca de subjetividad y hasta de «estilo» literario, por ejemplo. Consideremos el caso de El gordo y el flaco, de Juan Mayorga (2000). Tras el título y la didascalia con los datos del estreno, leemos en forma de acotación inicial, en letra cursiva y entre paréntesis: (Esta pieza puede ser interpretada por un gordo y un flaco o por dos hombres de peso semejante. Podría ser que el llamado «Flaco» fuese más gordo que el llamado «Gordo».) (En una habitación de hotel. La cama es de matrimonio. El Gordo y el Flaco apenas se parecen a Hardy y Laurel. Bueno, esa ropa en blanco y negro podría ser de Laurel y Hardy. Y, de vez en cuando, en un gesto, en un acento, estos tipos pueden recordar a Laurel y Hardy. Si es que todavía alguien guarda memoria de ellos.) (63.)

Las acotaciones que siguen apenas presentan de tanto en tanto alguna traza de esa rareza por impropio subjetivismo; por ejemplo (subrayados míos): (El Flaco, más expectante, observa al Gordo. Éste saca del minibar un montón de chocolatinas y un cronómetro —¿un reloj de arena?—. El Gordo se echa en la cama. Es su espacio natural; allí está como pez en el agua.) (79.)

O bien: «De pronto, no se sabe cómo, hay una navaja en la mano del Gordo» (105). Lo mismo puede decirse, agravado quizás por lo enigmático de la expresión,

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de este texto que aparece tras el título y a continuación de la lista de «Personajes», también con la marca tipográfica (cursiva) de las acotaciones, en El concierto de Ulises Rodríguez Febles (2004b): Lugar: Cuba, a veces puede parecer que es otra parte del mundo, y de algún modo lo es… Definitivamente lo es… Época: Siglo xxi (31.)

La obra De bestias, criaturas y perras del mexicano Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (2004), conocido como LEGOM, es toda ella un diálogo en tres bloques y entre dos voces, presentado tipográficamente al modo de los narrativos en estilo directo, es decir, introduciendo cada réplica tras un guión largo, seguramente como un gesto de negación o desintegración de los personajes, imposible en último término, pues en la puesta en escena las réplicas correspondientes a cada uno de los dos guiones fueron (y tendrán que ser) asumidas por dos actores, necesariamente desdoblados en sus personajes. La omisión del nombre de cada uno de ellos ante sus réplicas hace aún más radical la ausencia de acotaciones en el texto, puro diálogo (si excluimos los guiones y las tres cifras en romanos, I, II y III, que lo estructuran en tres bloques). Antes sólo encontramos, en página impar, el título completo, «De bestias, criaturas y perras / Si el amor fuera un ala / Pieza para cuatro manos» (9) y en la siguiente par (10): Personajes: — — Nota: A quién no le gustaría escribir una obra de amor con una bestia, una criatura y una perra. De bestias… la escribí por todos los que no. A todos los que quieran ahorrarse la obra de entrada les digo que la perra se sale con la suya. También la criatura, siempre sucede así. Los personajes no son, ni hacen, solo un poco. LEGOM

Dejemos lo de los personajes, que ya he dicho que leo como un gesto, desde luego provocativo. La nota me parece un ejemplo de didascalia en el sentido que propongo. Es sin duda un para-texto autorial, tan inequívoco que lleva incluso la firma, y aunque lógicamente preliminar, o sea, un pequeño prólogo del autor, metido dentro del cuerpo del texto, tras las marcas convencionales de inicio: el título y la evasiva presentación de los personajes. Es sólo su posición, y levísimamente su contenido, lo que dota a la nota de la ambigüedad característica de la didascalia: entre el para-texto autorial y el texto acotacional. La cuestión de la posición en este caso parece intencionada. Pero puede pensarse también que es una pura cuestión editorial. Así lo parece, por ejemplo, en el caso

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de Faros de Color de Daulte (1999), que se edita con otras piezas suyas en un volumen antológico de su Teatro. Tras el título (a lo que quizás obliga esta modalidad antológica, a diferencia de la edición exenta) y una didascalia que informa de las puestas en escena, elenco y equipo de dirección, viene (164) la lista de «Personajes» (ya acotación, a mi juicio) y a continuación se inserta un texto que reproduce «parte de la nota que aparecía en el programa de mano del espectáculo» (165), según reza una «Nota del Autor» a pie de página. Pero el texto aparece firmado, además de por él, por Gabriela Izcovich, directora con él del proyecto y actriz en el reparto. Se podría pensar que basta ponerlo delante de los «Personajes» o incluso delante del título de la pieza para que recobre su carácter prologal, exterior al texto, de nítido para-texto autorial (sin que la doble firma sea un problema). Pero, si lo leemos (165166), veremos dibujarse también una cierta ambigüedad que procede del contenido. Marco en cursiva lo que tiene o podría tener carácter textual, de acotación, sin ninguna transformación lingüística (otras partes cobrarían ese carácter simplemente reescribiéndolas): El artificio de prescindir de todo artificio Faros de Color es, antes que una textualidad escenificada, el resultado de un proceso que nació de la necesidad de realizar una experiencia donde lo actoral ocupase un lugar de privilegio, no con afán virtuosista ni exhibicionista, sino en la búsqueda de una teatralidad. Como directores del proyecto decidimos en primer término reducir la cantidad de personajes al punto de llegar a la ecuación: mínima cantidad de actores para un máximo aprovechamiento teatral. Esto condujo a la primer decisión del procedimiento escénico. Tres actores para cuatro personajes. La contradicción numérica se resolvió suponiendo que dos de los personajes (en este caso los masculinos) son físicamente idénticos. En cuanto al tratamiento escénico, Faros de Color se supone despojada. Pero no al modo de una economía escénica en cuanto a recursos escenográficos, de utilería, técnicos y lumínicos, sino que se ha radicalizado el despojamiento al punto de dejar totalmente al descubierto el espacio escénico. Literalmente no hay nada en el escenario más que sus propias paredes. No hay muebles, no hay copas, no hay comida, (aunque los personajes se ofrecen asiento, beben hasta el hartazgo, comen opíparamente.) No hay tampoco, en su reemplazo, mímica alguna. Los tres actores, de pie, transitan una historia donde nada es seguro, despojados de todo artificio posible, instando al espectador a construir un universo (incompleto) en su imaginación. La puesta en escena no termina siendo otra cosa que el ejercicio mental de alguien sentado frente a tres actores. El texto se fue modificando incansablemente a lo largo de los ensayos, no por sugerencia de improvisación alguna, sino por las propias necesidades del establecimiento de este código escénico. Es así como en Faros se unen en un punto difícilmente identificable dramaturgia, actuación y dirección, más aún, se confunden en la medida en que empiezan a ser una misma cosa.

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El resultado es, sospechamos, un artificio teatral que se percibe a través de la ausencia de artificios, lo cual, unido a lineamientos argumentales y narrativos, producen un sentido. Sentido que necesariamente nunca fue apriorístico. Javier Daulte / Gabriela Izcovich

Parecido es el caso de la didascalia que advierto en Huevos de Rodríguez Febles (2005), con la particularidad de que empieza afirmando que es un texto «sin didascalias evidentes», refiriéndose, claro, a las acotaciones. En posición más inequívoca, tras el título (pero se trata también de la edición antológica en un volumen de varias de sus obras, lo que obliga a que todo lo referente a cada una vaya tras el título) y antes de la dedicatoria y de la lista de «Personajes», se inserta este texto que me parece ejemplo acabado de didascalia en el sentido definido: ACLARACIONES AL DIRECTOR (AL LECTOR) Éste es un texto sin didascalias evidentes, pero donde éstas se sugieren. Las pausas están marcadas por espacios en blanco. Una pausa (espacio en blanco) demasiado extensa puede ser una acotación que el director debe resolver creativamente o una importante zona de silencio dentro de la obra. El tamaño de las letras indica en ocasiones la intensidad en que son dichas esas palabras o frases por los personajes. La obra ocurre en diversos planos espaciales y en dos épocas muy precisas (al menos la de 1980); la otra puede estar ubicada aproximadamente en 1993… La estructura puede ser organizada de otra manera (si lo decide para el discurso escénico el director). El uso de títulos de filmes y de obras de la literatura universal para algunos de los cuadros de la obra no es ninguna coincidencia. El perro (Memoria) no debe verse en escena… Ni tan siquiera ladrar, aunque lo hace. Y acaricia y muerde. Memoria está ahí, se puede tocar, acariciar, como buen perro que siempre nos acompaña… Y que a veces queremos espantar… (142.)

Hay que decir que en el libro antológico de Rodríguez Febles (2007) la referencia a las representaciones de cada obra (didascalia propiamente dicha según el DRAE) se hace como nota a pie de página, la misma en que aparece el título, que remite a ella. Esta ubicación pone de relieve el carácter para-textual de la didascalia con más claridad de lo que es habitual (presentarla como uno de los apartados del texto que sigue al título), hasta el punto de poner en entredicho la ambigüedad o el disimulo que nuestra definición provisional exige. Consideremos, por último, el caso de El cielo en la piel, pieza del dramaturgo mexicano Edgar Chías (2004), que carece de las convenciones propias de un texto dramático. Ni siquiera hay lista de personajes, ni personajes propiamente dichos. No hay acotaciones. Todo es diálogo, en realidad monólogo, o sea, discurso no repartido entre las posibles distintas voces (a determinar). Propiamente presenta el

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aspecto de un texto narrativo muy marcado por los usos personales, con algunos fragmentos de diálogo en estilo directo, tal como aparece en novelas o cuentos, introducidos por guiones largos, pero siempre subordinados a una presunta voz parecida a la narrativa. El texto se reparte en doce capítulos, cada uno con su título, un prólogo y un epílogo. Al final de éste no hay marca alguna más que el puro blanco tras las últimas palabras del texto: «Ahí te ves… Ahí te viste… Ahí te ves…» (64). En la página siguiente aparecen los datos del estreno, didascalia en el sentido común del Diccionario, o para-texto puesto en evidencia por su posición pos-liminar. Sigue un texto del autor sobre la obra titulado «Palabras para lo mismo (Ingenuidades y lo inútil)» (67-68); muy interesante porque se refiere a la forma ciertamente heterodoxa en que está escrito el texto 4 (sólo, claro está, si hemos de considerarlo un texto dramático, ¿y por qué estaríamos obligados a hacerlo?), pero de nítido carácter para-textual, no sólo por la posición sino también y sobre todo porque su objeto es el texto, del que habla inequívocamente desde fuera. Sin estos dos paratextos pos-liminares nada nos fuerza a relacionar este texto con el teatro. Nada excepto esta didascalia en el sentido que defiendo aquí, que leemos tras el título de la obra y dos citas textuales, de Rosario Castellanos y Eduardo Lizalde respectivamente, y antes del «Prólogo» con el que comienza ya el discurso narrativo/dramático: Instrucción La regla es muy simple: se trata de un relato a varias voces no necesariamente indicadas por el autor a favor del juego imaginativo que requiere una puesta en escena inteligente, es decir, un eficiente ejercicio de lectura: un atreverse a mostrar y conocer (10.)

Lo que importa, en definitiva, es identificar y estudiar adecuadamente, mediante más ejemplos y mejores análisis, el fenómeno que he venido señalando y que parece muy característico de la escritura dramática más reciente, llámese como se bautice. Quiero decir que el concepto de didascalia que pongo sobre la mesa de discutir está al servicio de dicho fenómeno, y no al revés. No me hago la más mínima ilusión de que el deslinde terminológico (y quizás teórico) que propongo llegue a prosperar. Tengo más que constatado con qué pasmosa facilidad se propaga el error, viento en popa a toda vela, y con qué penosa dificultad intenta abrirse paso a trancas y barrancas el acierto, contra viento y marea. Así que mi propuesta renuncia de buen grado a tener éxito y se conforma con tener razón.   Entresaco algunas afirmaciones, tan interesantes cuanto (y quizás porque) discutibles: «la composición ortodoxa de modalidad dialogal no siempre resulta eficaz, ni es la única, ni hace falta que lo sea. Somos testigos, lo hemos sido siempre, de que textos no dramáticos llegan a la escena […] No se extrañe el lector de que se encuentra ante un relato para la escena. Está escrito para ser dicho, es su intención el habla.» (67) «Como sea, es verdad que, quizás la única verdad clara y asequible, el teatro necesita de la literatura, no sabemos si decididamente del diálogo. El diálogo en todo caso se establece con el espectador. El teatro necesita de la literatura. La literatura es más que esta práctica replicada. Es algo más. Debe ser, eso cree el autor, una ciencia de la vida. Buena lectura.» (68.)

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 En las obras dramáticas el año de referencia es el de su estreno.



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Sobre Thornton Wilder, un dramaturgo olvidado, y Nuestra ciudad (1944), un estreno memorable Víctor GARCÍA RUIZ Universidad de Navarra

Thornton Wilder (Madison, Wisconsin 1897-Hamdem, Conectticut 1975) constituye un buen ejemplo de autor que durante su vida gozó de una enorme proyección, nacional e internacional, y que hoy está olvidado, nacional e internacionalmente. 1 Su enorme popularidad en el mundo anglosajón no se debió a que continuara una línea formal bien probada, o a que cultivara fórmulas teatrales muy del gusto del público. En realidad, Wilder fue un innovador de la forma teatral, que satirizó con deleite las herencias formales del teatro realista. Como intelectual, se interesó a fondo por las cuestiones contemporáneas, leyó e hizo amistad con algunas de las personalidades que han marcado el siglo xx, desde Sigmund Freud a Ernest Hemingway. En su país Wilder forma parte de las historias del teatro y sus textos están accesibles. En el mundo del teatro, su nombre estuvo, durante años, a una altura igual o superior a la de Arthur Miller o Tennessee Williams, en la estela del gran Eugene O’Neill. Desde Buenos Aires, María Martínez Sierra advertía al lector en 1962, con un poco de excesiva retórica, de los «ecos de las trompetas de la fama» (9) que hacía resonar el nombre de Wilder. Ignoro si en Estados Unidos se sigue reponiendo comercialmente Our town (1938), su obra más difundida y segundo Premio Pulitzer. En España Thornton Wilder es hoy un nombre desconocido o, como mucho, un nombre que    Agradezco al Centro de Documentación Teatral, y en especial a Berta Muñoz, su ayuda en la localización de los materiales de prensa. Las traducciones del inglés son mías.

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suscita malentendidos con Billy Wilder, el director cinematográfico. Hace poco, en 2004, se hizo una versión cinematográfica de una de sus novelas, El puente de San Luis Rey, con un prometedor reparto, filmada además en Málaga. Pero ni Robert de Niro, ni Kathy Bates, Geraldine Chaplin o Harvey Keitel, dirigidos por Mary McGuckian, lograron despertar el interés del público español en una película fallida. La cinta pasó con mucha pena y nula gloria, y casi nadie se fijó en el autor de la novela, cuya popularidad siguió estancada en el mismo oscuro lugar que ocupaba. Y, sin embargo, a Thornton Wilder —el único escritor en ganar el Pulitzer tanto en novela como en teatro— se debe uno de los hitos escénicos de la posguerra española; un hito, también bastante olvidado en nuestra historia teatral, a diferencia, por ejemplo, de La muerte de un viajante (10 de enero 1952), un hito que se beneficia del prestigio inalterado de Arthur Miller. Me estoy refiriendo al estreno de Nuestra ciudad, celebrado en el teatro María Guerrero el 29 de diciembre de 1944. De Wilder y de su presencia en España me propongo tratar en estas páginas. Thornton Wilder llevó una existencia cosmopolita, pintoresca a veces y sumamente errante. Durante muchos años vivió escindido entre su ser público de conferenciante, docente y hombre de sociedad, por un lado, y la necesidad de poner tierra de por medio para aislarse y escribir —hasta considerarse «one of the most extreme goers-alone I ever came across» (Kelly)—. Su padre, Amos Parker Wilder, fue también un hombre inquieto que hizo casi de todo, desde trabajar en una tienda de ultramarinos hasta enseñar en una escuela o ganar un doctorado en la Universidad de Yale. Era un hombre de principios sumamente sólidos, pero un tanto disparatado, con gran facilidad de palabra y pluma, con un marcada tendencia a intentar mejorar la vida de los demás —una «octopus-personality» (Kelly) que Thornton siempre luchó por quitarse de encima— pero negado para las dimensiones estéticas de la existencia. Esas cualidades le orientaron hacia el periodismo y llegó a comprometer su pequeño capital en hacerse propietario y editor de un periódico, el Wisconsin State Journal. Su matrimonio con Isabella Niven, hija de un pastor presbiteriano, nunca se rompió pero no fue un ejemplo de armonía. Eran demasiado distintos. Ella era una mujer con gran talento intelectual y sensibilidad artística, con un sentido religioso de tipo místico —en la línea de William James en The will to believe— frente al moralismo más bien rígido de su marido. Y no tenía nada de la entrometida ansiedad de Amos, un padre que hizo firmar a su hijo Thornton de quince años y a su hija Charlotte de catorce, un escrito redactado por él, de dos páginas, con un solemne compromiso de abstenerse para siempre de beber todo líquido destilado, fermentado o malteado. Compromiso que Thornton quebrantó innumerables veces a lo largo de su vida. Presionado por el escaso rendimiento del periodismo y la educación de los hijos, Amos logra en 1905 ser nombrado Cónsul General de los Estados Unidos en Hong Kong. Un honor, buenos ingresos y ventajas de diverso tipo, que precipitaron la disgregación del padre, la madre y los hijos, que en alguna ocasión llegaron a vivir repartidos entre tres continentes distintos. En 1906, Thornton, de nueve años, acudía a una escuela hongkongesa donde solo se hablaba y escribía

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en alemán, una lengua que llegó a dominar y que le permitió amar esa cultura y seguir de cerca el innovador teatro alemán. Isabella aguantó poco en aquella China posterior a la guerra de los bóxers y se fue con sus cuatro hijos a Berkeley (California) donde Thornton acudió a una escuela en inglés, recibió clases de violín, piano y baile, y formó parte del coro de la Iglesia Episcopal, aunque la de los Wilder era la «Congregational». En esos años de Berkeley, bajo la tutela exclusiva de su madre, Thornton empezó a dar muestras de talento creativo. En 1910 Isabella y los hijos —menos el mayor, Amos, que se quedó en California en la escuela protestante Thacher— cruzaron por tercera vez el Pacífico para reunirse con el padre que había obtenido un nuevo puesto, Cónsul General en Shanghai. Thornton e Isabel, trece y doce años respectivamente, fueron enviados a la Escuela Misional China de Chefoo (Yantai) en la provincia de Shandong, a 700 kilómetros al norte de Shanghai, un remoto enclave occidental sin más conexión que un vapor que subía por el Mar Amarillo una vez por semana. Los padres de la mayoría de los chicos eran misioneros protestantes, británicos, al igual que los profesores y administradores, bien escoceses —como el protagonista de la película Carros de fuego— o ingleses; la mayoría de los 120 alumnos de la escuela eran también británicos. Solo había una docena de chicos estadounidenses, un tanto acomplejados por su ignorancia del griego, el latín, el álgebra y la correcta pronunciación del inglés. Este fue el primer contacto de Thornton con el mundo grecolatino que tanto llegaría a amar y que daría pie a una de sus novelas más conocidas, The Ides of March (1948). Como en Berkeley, también en Chefoo Thornton llamó la atención por ser un chico peculiar que corría a solas cinco kilómetros en vez de jugar con todos al fútbol o al cricket. Al año de llegar a Shanghai, la madre marchó con los dos pequeños a Italia, dejando al padre en su puesto y a Thornton y Charlotte en Chefoo. Un año más tarde Thornton se unió a Amos hijo en la Thacher School de California, una escuela más bien cara donde Amos padre pudo colocar a sus hijos gracias a las redes sociales con sus compañeros de Yale. También allí Thornton fue pronto un excéntrico al que dejaban refugiarse, a su aire, en la biblioteca. Pronto empezó a hacer teatro en francés y en inglés, y a escribir innumerables obritas en un acto. Su padre, de acuerdo con las autoridades de la escuela, decidió corregir su huida de las actividades físicas enviándole a trabajar a una granja durante el verano. La imposición paterna se prolongó durante años. En 1914 Amos padre regresó desde China y la familia se reunió de nuevo. Pero no para bien ni por mucho tiempo. Amos era un hombre gastado, inservible para la convivencia diaria. La relación de Thornton con su padre terminó limitándose a herirle o a ser herido por él. Thornton fue a un college confesionalmente protestante, Oberlin College (Ohio), y, por insistencia paterna, se graduó en la universidad de Yale, con un «major» en Literatura inglesa y un «minor» en Latín. En suma: la educación de un «Wasp» en toda regla, con un desempeño mediocre como estudiante. Perdido en la vida, las conexiones de su madre y 900 dólares mensuales de su padre —que en Italia tendrían un cambio muy favorable— lograron colocarlo en la Academia Americana de Roma (Departamento de Estudios Clásicos); no era alumno ni becario pero podría estudiar Latín y arqueología por su cuenta. Y a su regreso a los

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Estados Unidos, sería fácil que alguna escuela lo tomara como profesor y empezara a mantenerse por su cuenta. Además de material clásico, durante sus ocho meses en Roma leyó a Pirandello y, en una librería, se encontró con el teatro expresionista realizado en Berlín entre 1917 y 1920 por Max Reinhardt, quien llegaría a dirigir una de sus obras, The Merchant of Yonkers (1938) —que terminaría siendo The Matchmaker (1954), y luego la película Hello, Dolly! (1969)—. Las cosas fueron como quiso su padre: Lawrenceville School (Nueva Jersey) sería su primer empleo. Pero antes, para reforzar sus credenciales, Thornton sugirió irse a París para mejorar su francés y a su padre le gustó la idea. En Lawrenceville, la escuela elegante adonde iban los futuros alumnos de la cercana universidad de Princeton, Thornton llegó a convertirse en una especie de Mr Chips a la americana; parecía haber nacido para enseñar. En aquellos años, empezó a interesarse por Lope de Vega, asistió al teatro en Nueva York, vio dirigir a Reinhardt, y escribió su primera novela, basada en sus meses romanos, poniendo gran interés en que no le tomaran por una Edith Wharton. El título fue The Cabala (1926). Como si quisiera parecerse a los personajes de Scott Fitzgerald en This Side of Paradise, marchó a Princeton como estudiante de doctorado; y después a París, donde —más «Generación Perdida»— hizo gran amistad con Hemingway y, sobre todo, con Gertrude Stein. En esos meses parisinos trabajó en su segunda novela, The Bridge of San Luis Rey (1927), fantasía teológica situada en el Perú virreinal e interrogación por el sentido de una catástrofe. La novela triunfó, fue su primer Premio Pulitzer (1928) y había vendido más de dos millones de ejemplares en 1958. En diciembre de 1926 estrena en off-Broadway su primera obra teatral, The Trumpet Shall Sound. Una tercera novela llegaría pronto, The Woman of Andros (1930), indagación lírica en un mundo pagano que ya presiente lo cristiano. Seguiría Heaven’s my Destination (1935), donde se refleja la Depresión, que él conoció en incontables viajes de tren cruzando el país de Este a Oeste. El protagonista, por cierto, se llama George Brush. Los años más felices de su vida fueron los que pasó como profesor —profesor amateur más que universitario profesional— de la Universidad de Chicago entre 1930 y 1936, en aquel ambiente de jazz, «Depression» y gángsters. Volvería a las aulas como Charles Eliot Norton Professor de la Universidad de Harvard en 19501951. Esta vez le costaría un agotamiento físico que le llevó al Massachusetts General Hospital, el mismo donde Pedro Salinas sería ingresado, ya de muerte, pocos meses más tarde, en noviembre de 1951. En octubre de 1937, Thornton escribía a su amiga Gertrude Stein: «Estoy escribiendo la obrita teatral más bella que se pueda usted imaginar». Era Our town. Su libertad espacial debía más a Pirandello, al teatro isabelino y al español del Siglo de Oro, que a las influencias orientales que invocaron algunos críticos. En enero de 1939, el estado del mundo en España, China y Europa hizo sonar la hora de un drama de guerra. Iba a ser The Skin of Our Teeth (1942), una extraña obra que dirigió Elia Kazan y que fue acusada de plagiar el Finnegans Wake de Joyce. Pero le valió su tercer Premio Pulitzer (1943). El juego de The Skin está en la combinación

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de dos planos temporales: el de las glaciaciones (acto 1), el diluvio universal (acto 2) y un vaga situación de posguerra europea (acto 3), vividos los tres por una moderna familia americana, los Antrobus de Excelsior, Nueva Jersey. Para Wilder, el antídoto contra las grandes catástrofes que amenazan y han amenazado siempre a la Humanidad consiste en el Humanismo de la tradición occidental; es decir, los Grandes Textos de Spinoza, Platón, Aristóteles y la Biblia. El título, que significa “por los pelos”, procede de un personaje que dice que la familia «en la Depresión salió adelante por los pelos» («we came through the depression by the skin of our teeth!», 101). The Skin se montó en el María Guerrero (27 octubre 1958) con un texto de Antonio de Cabo que no conozco. Este optimismo «condicional» de Wilder se combina en 1941 con su disposición para trabajar para el Departamento de Estado en diversos países de Suramérica, para ayudar a refugiados del nazismo; también, poco después, el famoso escritor decide ponerse el uniforme y tomar parte activa en la Guerra Mundial: el capitán y luego Mayor Wilder fue asignado a Inteligencia Aérea y enviado a diversos destinos en Europa y África. Por cierto que en la guerra civil española se había manifestado en contra del bando franquista. Durante una estancia en Roma se empezó a fraguar Los idus de marzo, una novela epistolar sobre Julio César y la idea del poder, que hace pensar en un libro que vendría poco después, Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar. Desde el final de la guerra y hasta el final de su vida, Wilder fue un soltero errabundo y muy generoso con sus hermanas, tanto Charlotte, enferma psiquiátrica, lobotomizada e ingresada en instituciones muy caras —en realidad, por celos hacia los éxitos literarios de Thornton, que ganó enormes sumas de dinero— como Isabel, que le hacía de secretaria y mujer de la casa. Algunos de sus muchos viajes a Europa tuvieron como fin buscar material para sus trabajos sobre Lope de Vega y los actores áureos. En su diario hay más de mil páginas con anotaciones sobre Lope, procedentes de sus visitas a las bibliotecas universitarias de Yale, Harvard, Columbia, la Pública de Nueva York, el Museo Hispánico (sic, Harrison: 259) y la colección privada del Duque de Alba en Madrid. Publicó dos ensayos: «New Aids toward Dating the Early Plays of Lope de Vega» que salió en un Festchrift dedicado al filósofo Karl Reinhardt, y «Lope, Pinedo, Some Child-Actors, and a Lion», más bien una Nota, que firmó como profesor de Harvard, en Romance Philology. ¿Para qué tanto leer sobre Lope?, se preguntaba. Para nada. Para lo mismo que uno lee el Finnegans Wake: para agudizar la atención en todo lo que uno lee. En cualquier caso, su español le valió para hacer de intérprete en 1949 a don José Ortega y Gasset en el Festival Goethe de Aspen (Colorado), donde también tradujo del alemán para otro participante. Antes de su muerte apacible en 1975, publicó dos novelas, The Eighth Day (1967), de corte religioso, y Theophilus North (1973), de corte autobiográfico; también estrenó un ciclo de piezas en un acto, Plays for Bleecker Street (1962), y una ópera, The Aclestiad (1962).

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*  *  * Nuestra ciudad fue uno de los éxitos que ayudó a consolidar la aventura del Teatro Nacional María Guerrero, comenzada en 1939, y dirigida por Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa. Más que en actores como Guillermo Marín o Elvira Noriega, la novedad del estilo interpretativo del María Guerrero radicaba en el efecto homogéneo del conjunto y en algunas novedades técnicas, como el «puente» para focos en el escenario, que sufragó el generoso y sólido crédito del Marqués de Valdeiglesias, comprensivo padre de Luis Escobar. Las primeras temporadas fueron de dificultades. La escasa subvención estatal no resolvía el problema de la taquilla, que seguía siendo imprescindible para la viabilidad del teatro. El primer éxito importante fue Dulcinea (2 diciembre 1941) de Gaston Baty. En la siguiente temporada, la 1942-43, hubo otro gran éxito, La herida del tiempo (17 noviembre 1942), de John B. Priestley (Time and the Conways), en versión y dirección de Luis Escobar. Con ella hizo pareja el estreno de Nuestra ciudad (29 diciembre 1944). Ambos tuvieron mucho que ver en la consolidación de un estilo y un público teatral nuevos en el Madrid de la inmediata posguerra. Parece ser que Escobar decidió posponer el montaje de Nuestra ciudad para aprovechar el éxito de la versión cinematográfica. En lugar de ver en esa coincidencia un inconveniente para la respuesta del público teatral, Escobar intuyó que las cosas eran al revés. La película no «tapa» la obra teatral; al contrario, la potencia. La película Our town, titulada en España Sinfonía de la vida, se estrenó en 1940, dirigida por Sam Wood y cualquiera puede verla, en cualquier momento y sin escrúpulos legales puesto que es de libre disposición, en . Obtuvo nominaciones para dos premios de la Academia, a la Mejor Película y a la Mejor Actriz pero no obtuvo ningún Óscar. Un casi irreconocible William Holden hacía el papel de George. La película no respeta la escenografía que el autor había previsto en su texto teatral, un escenografía radicalmente desnuda. De haberlo hecho, el resultado hubiera sido un espacio más vacío aún que lo que pudimos ver en Dogville (2003), del director danés Lars von Trier. Sam Wood, por el contrario, decidió recrear de forma realista la atmósfera de Grover’s Corner, el pueblecito de New Hampshire donde tiene lugar la acción, sus casas, sus calles, su templo, sus campos, sus interiores y sus exteriores. La otra gran diferencia con la versión teatral original está en el final feliz. El texto se corta y muestra solo la felicidad de Emily y George con su primer hijo (cuya llegada no forma parte de la acción teatral), pero no la muerte de la madre en su segundo parto, que es elemento sustancial del tercer acto y de toda la obra. Sí se mantiene, en cambio, el regreso de Emily al pasado, su dolorosa experiencia del tiempo irrecuperable y la grave lección acerca de la ceguera de los hombres para apreciar las pequeñas cosas de todos los días; que es, según Wilder, el asunto de Our town: «an attempt to find a value above all price for the smallest events in our life» (Wilder, «Preface»: 12). Para esta escena cumbre Wood empleó un eficaz montaje que permite la aparición simultánea de dos Emilies, la muerta que regresa con su

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traje blanco y la adolescente feliz en el día de su cumpleaños, ignorante de un futuro penoso que sí conoce el espectador. Un final tan «insatisfactorio» como George arrojándose sobre la tumba de su amada Emily, seguido por los comentarios relativizadores del Narrador, no resultaba apto para una productora de Hollywood en 1940. La película supuso, pues, un «gancho» publicitario que permitió a Escobar establecer su estrategia. Estrategia que, por lo que he podido comprobar, consistió en un camino intermedio entre la imitación de la película y la vuelta al espíritu de sencillez —y de ahorro— del original. Escobar sacó partido de aquellos elementos de la estética fílmica que, sin obligarle a hacer gastos, pudieran ser eficaces y, además, facilitar al espectador el reconocimiento. Lejos de sentir decepción, buena parte de la audiencia disfrutaría con esa posibilidad de «reconocimiento». Partiendo del análisis de las fotografías del montaje que se conservan en el Centro de Documentación Teatral de Madrid, veo que los elementos que toma el montaje madrileño son tres. En primer lugar, la escena del «drugstore», la declaración de amor entre George y Emily con unos batidos que el chico ni siquiera puede pagar. No oímos ninguna de las grandes palabras de amor, no hay besos apasionados sino una conversación en la que el pazguato de George tarda en enterarse de lo que le está pasando. En la película, la escena consiste en un plano único y cercano que toma a los dos actores de frente y les obliga a una intensa expresividad facial, de voz y gesto. En el María Guerrero la escena se planteó de la misma manera: los dos actores conversan de cara al público, en el proscenio, detrás de un tablón apoyado en dos caballetes, que hace de barra del establecimiento. La solución es buena. El tablón y los caballetes permiten al espectador visibilidad absoluta de lo que realmente importa en esta escena: el trabajo gestual y verbal de dos actores fijos en sus taburetes. Sobre el tablón no hay bebida alguna pero sí los libros de Jorge ceñidos por una correa, como en la película. Los otros dos elementos pertenecen al acto tercero y son: los paraguas —ojalá lograran humedecerlos y hacerlos brillar— que portan los vivos; y el diseño en altura del cementerio, que permite que las figuras se recorten vivamente sobre un cielo uniformemente blanquecino. ����������������������������������������������������������� «On the right-hand side, a little right of the centre, ten or twelve ordinary chairs have been have been placed in three openly spaced rows facing the audience. These ������������������������������������� are the graves in the cemetery [en ������������������������� la parte derecha del escenario, se han colocado diez o doce sillas normales en tres filas bien espaciadas de cara al público. Las sillas son las tumbas del cementerio]» dice la acotación (74). Un espacio, pues, muy simplista y en dos dimensiones. Pero si Escobar, Pérez de la Ossa o el escenógrafo y figurinista Víctor Cortezo conocían el texto inglés, no parecen haberlo tenido en cuenta. En cambio, puede que sí tuvieran en cuenta la escenografía del cementerio en Sinfonía de la vida y de ahí surgieran las gradas que permiten el juego en altura y el contraste con el fondo lechoso de la película. Pero ese efecto de contraste no se limita al tercer acto sino que se extiende a toda la obra. Lo cual me permite pasar al comentario de los elementos en que el montaje madrileño se aparte de la película, que son varios. En primer lugar, las dos

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desnudas estructuras de madera, a modo de andamiajes, que representan las casas de los Gibbs y los Webb. Maderos y plataformas no solo se recortan contra el fondo sino que borran el tono realista de la película; en esta, la cámara sigue a los actores por el exterior y el interior de las típicas casas de madera americanas. Con esta flagrante ficción del esquematismo, se borra la distinción dentro-fuera y se recupera el espíritu del montaje original. Wilder estaba convencido de que el teatro es, ante todo, «pretence», fingimiento deliberado y que, gracias precisamente a esa convención, lo particular se alza hasta lo universal. El fondo neutro aporta un sentido de profundidad espacial que impregna la acción de Nuestra ciudad con una dimensión de irrealidad, de algo sin lugar y sin tiempo —un efecto que se ve bien en una foto que incluye Martínez Sierra (22)—. Ese fondo visualiza aquella universalidad a que aspiraba Wilder. Es un elemento presente en la película pero en menor medida, solo en la parte final. Sobre este fondo juegan otros dos elementos que introdujo el montaje de Nuestra ciudad: el podio para el narrador, centrado en la escena y destacado por unos maderos verticales agavillados a modo de tapiz trasero; y las cruces del cementerio. Ninguno de los dos elementos figura en el original. En el María Guerrero, a las sillas donde se sientan los muertos se añadieron unas cruces que sobresalen por detrás de los personajes sedentes y estáticos. Esto añade un nuevo elemento de contraste con el fondo neutro, que hace pareja con las siluetas de los paraguas en el otro lado del escenario, y que destaca el contraste fundamental en la escena: los muertos inmóviles con sus cruces, los vivos moviéndose con sus paraguas. Las dos iniciativas me parecen acertadas, en conjunto. Aparte de consideraciones estrictamente escenográficas, creo que el tono apacible, ajardinado de los cementerios anglosajones resultaría incomprensible para el público español, que difícilmente identificaría como cementerio un espacio desprovisto de cruces. En un montaje como este, que empezaba con el telón levantado, todas las luces dadas y la «sorpresa» del escenario a la vista del espectador desde el primer momento, es decir, un montaje muy original que apuraba de diversas maneras las expectativas del espectador madrileño, me parece sensato añadir esas cruces indicativas que, además, cumplían de por sí una función plástica. No puedo calibrar la función, seguramente importante, de la iluminación, en manos de un gran experto, Rafael Martínez Romarate. La versión estrenada se debe a Juan José Cadenas. A diferencia de otra posterior de María Martínez Sierra y Jesús M.ª de Arozamena, Cadenas elimina algunas acotaciones y pasajes, entre ellos algún comentario humorístico sobre el matrimonio que quizá sonaría cáustico; cambia también los nombres de algunos personajes. Howie Newsome pasa a Onofre Nelson; Simon Stimson es Simón Simson y Rebecca, más llamativo, es Cristina. No creo que estos cambios onomásticos se deban a las campañas españolizadoras en el terreno lingüístico sino más bien al deseo de facilitar la fonética a actores y espectadores monolingües. La herida del tiempo, dos años antes mantenía una fonética inglesa fácilmente pronunciable por un español. En cuanto a Rebecca Gibbs ¿es que el nombre sonaba demasiado judío (London: 91)?

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No lo sé. Rebeca, la muy popular película de Hitchcock (1940), no parece haber planteado ningún problema de ese estilo. Lo que sí me sorprende es la intervención en esta empresa del señor Cadenas (1872-1947), hombre vinculado al mundo de la zarzuela, introductor de la opereta vienesa —tradujo y estrenó El Conde de Luxemburgo de Franz Lehár en Eslava (1910) con enorme éxito— y la revista moderna en España. Todo el mundo sabía que fue amante de la cupletista Consuelo Vello, la famosa «Fornarina». Ignoro sus vicisitudes durante la guerra civil pero en 1938 entró a formar parte de la Junta Nacional de Teatros y Conciertos establecida por el gobierno de Franco, presidida por Eduardo Marquina y de la que también formaba parte Luis Escobar. En 1943 Cadenas adquirió el Romea de Barcelona, teatro al que llegó Nuestra ciudad de gira el 9 de mayo de 1945. En la Autocrítica que escribió Cadenas para el estreno de Nuestra ciudad en Madrid (abc 29 diciembre 1944, p. 35), se muestra como un empresario teatral, no muy fino, pero sí con larga trayectoria de inquietud e interés por el teatro extranjero: Hace algunos años me di el gustazo, a costa de mi bolsillo, de presentar en el teatro Lara una obra que estaba haciendo furor en el «Vieux Colombier» de París. En aquella ocasión quise ofrecer a nuestro público de entonces, público de Frente Popular, indiferente y espeso, la emoción que yo había sentido al escuchar Elisabeth, la mujer sin hombre.

Termina evocando «un vago y lejano recuerdo… Hace muchos años. Darío Nicodemi se presentó con su compañía… y nos dieron los Seis personajes en busca de un autor. No quiero decir con esto que Thornton Wilder sea Pirandello…». En lo que respecta a por qué traducir a Wilder, Cadenas solo nos dice: «Por curiosidad leí y traduje esta obra, original y desconcertante. Por curiosidad quisieron conocerla Luis Escobar y Pérez de la Ossa; por curiosidad y por proporcionarse el placer de vencer las dificultades la han puesto en escena y ahora todos, con mucha curiosidad, se la ofrecemos al público». Ignoro cómo pudo llegar a su conocimiento el texto de Our town. Quizá mediante algún agente de derechos dramáticos relacionado con la Sociedad General de Autores, de la que Cadenas fue un tiempo Presidente, y que gravitaba mucho sobre los géneros musicales. Una gacetilla del periódico Informaciones (8 febrero 1945, p. 2) anunciando las cien representaciones de Nuestra ciudad, hablaba de la «rara unanimidad» con que la crítica había recibido la obra. Y fue así. Alfredo Marqueríe (abc, 30 diciembre 1944, p. 26-27) alababa rendidamente tanto el montaje y la actuación como la obra en sí. Sánchez Camargo desde El Alcázar (29 diciembre 1944) la calificaba de gran «poema teatral», certificaba la superioridad de la palabra teatral frente a la imagen fílmica y echaba de menos alguna nota de «color» en la escenografía. Gabriel García Espina (Informaciones, 30 diciembre 1944) se rendía sin condiciones a la novedad y, sobre todo, al impacto emocional del montaje: «No recuerdo haber salido nunca de un teatro con una carga de emoción semejante. Otras emociones de otro signo pue-

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den haber sido quizá más fuertes. Pero esta nueva, esta de anoche recién descubierta, procuraré guardarla intacta como una de mis experiencias más nobles de modesto espectador». Cristóbal de Castro (Madrid, 30 diciembre 1944) hablaba de «fantasía pueril, de tono y gesto primitivo» y desconcertante en el marcar los actores solo los gestos de planchar, repartir periódicos o colgar abrigos inexistentes en perchas que no existen. «Parecen todos sordomudos que hablan por señas». El diálogo patético de Emilia regresando a la muerte desde el pasado le parecía «una de las escenas más logradas del teatro contemporáneo». Jorge de la Cueva en el católico Ya (30 diciembre 1944) hace alusión al buen efecto de los trajes, luces y agrupaciones sobre el escenario desnudo y a cómo el montaje, en principio extravagante, «llega a imponerse por su sencillez, con toda eficacia». El celo vigilante del señor de la Cueva le lleva a advertir a sus lectores de que la «bellísima idea» de que vivimos sin valorar la vida, en algún momento «parece al servicio de un pensamiento materialista que choca con otro anterior de afirmación de eternidad». A Víctor Pascual, desde el barcelonés La prensa (10 mayo 1945, p. 3) le parecía que «de la vida eterna apenas se ocupa y esta es la causa de que deje en los ánimos una leve sensación de pesimismo, característico de la literatura anglosajona». El crítico de La Vanguardia, U. F. Zanni (10 mayo 1945), sin lanzar ditirambos, habla de la «admirable originalidad» de una comedia «bella y luminosa», escrita por un autor que «no piensa pero hace pensar»; destaca la versatilidad de Elvira Noriega-Emilia, tanto en la frescura de su papel de chiquilla como en el de difunta cargada de gravedad e intensidad. Termino este breve repaso a la recepción de Nuestra ciudad recordando algo que ya he tratado en otro lugar (García Ruiz 2007). El tono claramente extranjerizante de esta obra, mantenido en el montaje teatral, no parece haber suscitado mayores reacciones ni en los críticos ni en el público, aunque Junyent la calificara incidentalmente de «cien por cien americana» (El Correo Catalán, 10 mayo 1945, p. 3). Sin embargo, se produjo una pequeña reacción nacionalista. Franciso Azorín y José María de Quinto —colaborador este último de la revista falangista La Hora en los primeros años 50 y crítico teatral constantemente «crítico-realista»— aceptaron un curioso reto lanzado por Manuel Pombo Angulo desde el Ya (3 enero 1946), consistente en dar «réplica a esta ciudad lejana con una ciudad próxima» española; replicar «a la española— de un modo diametralmente opuesto» (p. ii y i) al drama de Thornton Wilder. Como «pasó más de un año y la réplica no llegó; entonces ni la modestia de nuestras plumas nos contuvo ya y aceptamos del sr. Pombo Angulo la sugerencia» (p. iii): decidieron escribir un «Momento rural» que titularon Nuestro pueblo: contestación a «Nuestra ciudad». La idea la explica un locutor, vestido «a la usanza de los labriegos castellanos»: «hablar de un pueblo también; que él fuese el protagonista; de uno de esos pueblos españoles tan polimorfos, tan alegres, tan viejos, tan católicos». Y que «desde el prólogo al último acto alient[e] una profunda e inigualable poesía» (3). El resultado es una visión costumbrista —a medio camino entre la futura película Bienvenido Míster Marshall y un sainete rural— de una sociedad fundamentalmente armónica donde hasta los mendigos siguen devotamente la Misa. Pero la angustia existencial y la intensidad de la obra americana se pierde

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en dos vías muertas: el conflictillo amoroso entre los hijos de las dos familias ricas que se odian; y el mundo de los muertos, que si en Wilder nos emocionaba, aquí queda reducido a una recalentada lección nacionalista: «[Los muertos sí hablan,] con una voz especial que contesta a nuestro recuerdo y a nuestras oraciones. Es un hilo invisible y misterioso que une costumbres y se llama tradición» (19). Otra huella menos directa pero que vale la pena indicar es la que pudo dejar el estreno de Wilder en algunos integrantes del grupo Arte Nuevo, que acusan influencias extranjeras de diverso tipo; por ejemplo, en la figura del Narrador que manipula no solo la acción sino la relación de los personajes con el público, en la desnudez escenográfica, y en la incorporación de espacios y elementos claramente norteamericanos. Sin negar otras influencias y aunque en algunos casos se trate de una trivialización, la de Wilder se puede ver en Un tic-tac de reloj de José Gordón y Alfonso Paso, Un día más de Alfonso Paso y Medardo Fraile, Barrio del Este de Alfonso Paso, Armando y Julieta de José María Palacio —«desde que a Thornton Wilder se le ocurrió lo del explicador, parece ser que esto de hablar al público se lleva mucho» (280)— y, sobre todo en Ha sonado la muerte de Alfonso Sastre y Medardo Fraile, que también citan a Wilder por El puente de San Luis Rey. El éxito de Our town en Broadway fue fabuloso. Se estrenó en el Henry Miller Theatre el 4 de febrero de 1938, producida y dirigida por Jed Harris, uno de los mejores hombres de teatro disponibles en esos años, pero con temperamento sumamente difícil. El papel de «Stage Manager» lo hizo Frank Craven, que figura como uno de los guionistas de la versión fílmica. «One �������������������������������������� of the finest achivements of the present stage» dijo el New York Times (5 febrero 1938, p. 18); para Alexander Dean «Wilder… has… broken the way for greater freedom in staging plays» (Yale Review 27, 1938, 836-38. 836). ������������������������������������������������������������������ De nuevo, pues, el énfasis en la escenografía. Wilder contó que «hacia el final de los años 20 había perdido el gusto de ir al teatro». ������������� El teatro se había vuelto soothing [calmante, tranquilizante]. «I began to look for the point where the theatre had run off the track, where it had chosen —and been permitted— to become a minor art and an inconsequential diversion» (Wilder, «Preface»: 7-8). En ��������������������������������������������������������������������������� aquellos primeros años, admirado por los montajes que pudo ver de obras clásicas en manos de Max Reinhardt y Louis Jouvet, y también por la novela vanguardista de James Joyce, por quien sintió pasión, La montaña mágica o À la recherche du temps perdu, Wilder empezó a escribir piezas en un acto, como The Long Christmas Dinner, donde intentaba «capture not verosimilitude but reality» (Wilder 1962: 11). La tan mentada desnudez escenográfica es el medio fundamental con el que Wilder pretende captar la realidad a costa de lo banalmente verosímil. «No ���� curtain. No scenary. The audience, arriving, sees an empty stage in half-light» (21). Así empieza Nuestra ciudad. Sin distracciones naturalistas. Llevando al extremo unas palabras de Molière, Wilder afirma que en el teatro todo lo que hace falta es un escenario y una o dos pasiones. Nuestra ciudad no es un cuadro costumbrista de la vida en un apacible pueblillo de Nueva Inglaterra entre 1900 y 1913. Es, ������������ como ya se ha dicho arriba, «an attempt to find a value above all price for the smallest events

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in our daily life» (12). ������������������������������������������������������������ Pero esos incidentes pequeños de la vida diaria solo encuentran su auténtica dimensión en contraste con la eternidad y la vastedad de la historia humana; de ahí que el narrador insista en ellos y traiga a colación tanto estadísticas como la antigüedad grecolatina. Para Wilder ese gran valor pertenece al interior de las personas. Wilder, tan aficionado a partir de modelos prestigiosos que se consideraba a sí mismo un «raterillo que solo roba en las mejores tiendas», en el caso de Our town se inspiró en el canto octavo del Purgatorio de la Divina Comedia: en ambos casos había «la misma paciencia, la misma espera, el mismo dolor silencioso, las mismas miradas oblicuas y de reojo hacia la tierra […] De ahora en adelante, los Muertos deben guardarse mucho de recordar su existencia terrenal; y de la irrupción de cuanto tenga que ver con la vieja naturaleza humana» (Kelly). El mensaje final de Our town es afirmativo y cristiano. Al rencor violento de Stimson, el organista borrachín y amargado («Yes, now you know! ��������������� That’s what it was to be alive! To move about in a cloud of ignorance… That’s the happy existence you wanted to go back to. ������������������������������������������������������ Ignorance and blindness»), responde con firmeza la señora Gibbs: «Simon Stimson, that ain’t the whole truth and you know it» (89-90); palabras que me recuerdan a las de Sonia en el inolvidable final de Tío Vania, o a las que escucha la desgraciada Tony en el desenlace de Los Buddenbrook. A diferencia de Arthur Miller o Tennessee Williams, Thornton Wilder ha quedado sin impacto permanente en el teatro español. Se me ocurren tres motivos para justificar el olvido. El primero, su distinta estatura como dramaturgo. Después, su ausencia de la línea dominante del teatro occidental del siglo xx, que ha sido la tragedia. Por último, no ha habido ningún autor dramático en España que haya hecho de Wilder su modelo o su inspiración, a diferencia de Miller o Williams, que dejaron huella duradera en autores importantes como Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre o la llamada Generación Realista. Bibliografía citada AAVV. (1949). Teatro de Vanguardia: 15 obras de Arte Nuevo, Madrid, Permán. Francisco Azorín y José María de Quinto (1946). Nuestro pueblo: contestación a «Nuestra ciudad. Momento rural, Madrid, Imprenta Progreso. Víctor García Ruiz (2003). «El teatro español entre 1939 y 1945», en Historia y antología del teatro español de posguerra. Vol. 1. 1940-1945, dirs. Víctor García Ruiz y Gregorio Torres Nebrera, Madrid, Fundamentos, pp. 11-146. —  (2005). «Don Quijote, Unamuno y Gaston Bay, unidos por Dulcinea», Príncipe de Viana, 236, sept.-dic., pp. 633-639. —�����������������������������������������������������������������������������������������   (2007). «El Teatro Nacional y el Teatro de Agitación Social: dos enemigos frente a frente», Anales de Literatura Española Contemporánea (alec) 32.2, pp. 147-60. John London (1997). Reception and Renewal in Modern Spanish Theatre: 1939-1963, London, Modern Humanities Research Association. Gilbert A. Harrison (1986). The Enthusiast: a life of Thornton Wilder, New York, Fromm Internacional Publishing Corporation.

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William P. Kelly (2009), «Eight times a doctor», The Times Literary Supplement (27 feb.), p. 7. María Martínez Sierra (1963). «Prólogo», Thornton Wilder, Obras escogidas, trad. M.ª Martínez Sierra, Madrid, Aguilar, pp. 9-49. Thorn[t]on Wilder (1945). Nuestra ciudad, adaptación castellana de José Juan Cadenas, Barcelona, Ediciones e.c.m.e. Reed. �������������������������������� Biblioteca Teatral (año 11, n.º 151), �������������������� Madrid, Arba, 1952. Thornton Wilder (1953). «Lope, Pinedo, Some Child-Actors, and a Lion», Romance Philology 7.1, pp. 19-25. —��������   (1962). Nuestro pueblo, trad. María Martínez Sierra, Teatro norteamericano contemporáneo, trad. María Martínez Sierra y otros, prólogo de Giovanni Cantieri Mora, 2.ª ed., Madrid, Aguilar, 37-102. Reed. ����������������������������������������������������� Madrid: Escelicer (colección Teatro 702), 1971. —  (1962). «Preface», Our town, The skin of our teeth, The matchmaker, London, Penguin Books, pp. 7-14.

Nueva idea de la tragedia nueva Luis IGLESIAS FEIJOO Universidad de Santiago de Compostela

En noviembre de 2007 nos reunimos en la Universidad de Chicago unos cuantos investigadores interesados por el tema de la tragedia en el teatro clásico español. Acogidos por la hospitalidad de Frederick de Armas y con el copatrocinio del Instituto Cervantes, fue también decisiva para mi participación la llamada de mi viejo amigo Luciano García Lorenzo. El libro que recoge las intervenciones del Congreso acaba de publicarse (De Armas, García Lorenzo y García Santo-Tomás, eds., 2008), pero no se incluye ahí mi trabajo, que he reservado para formar parte de este merecido y jubiloso homenaje. He querido respetar el texto de entonces, lo cual disculpará lo ceñido de la exposición sobre asunto ciertamente digno de un desarrollo más amplio, pues lo que Luciano me había demandado era una introducción general al tema, que diese pie para la discusión posterior. 1 *  *  * Permítaseme comenzar con una referencia autobiográfica: hace más de cuarenta y un años yo comencé a estudiar a la vez las obras dramáticas de Pedro Calderón de la Barca y de Antonio Buero Vallejo. Nunca he sido partidario de la especialización excesiva en una sola época, pues creo, con tantos otros, que el conocimiento de perspectivas diferentes proporciona altura de miras. Si en principio me centré más   Este trabajo se incluye dentro de la investigación desarrollada en el Proyecto sobre la obra de Calderón financiado por la DGICYT HUM2007-61419/FILO, que recibe fondos FEDER.

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en el autor contemporáneo, sobre el que redacté mi Tesis doctoral —y que también ha merecido la atención de Luciano—, en los últimos años he atendido más al del siglo barroco, del que coordino la edición de sus comedias, cuyas tres primeras Partes ya han aparecido. Esta referencia personal tienen por objeto destacar que, a la vez que me sumergía en el universo de los dramas buerianos, descubrí la hondura de sus planteamientos teóricos, pues, sin necesidad de ser Buero un erudito tratadista, su obra se revelaba como el producto de muy madura reflexión, unida, claro está, a la intuición creadora y al profundo conocimiento de los mecanismos escénicos. Uno de los puntos básicos de sus preocupaciones estéticas giraba en torno a la posibilidad de una tragedia contemporánea. Ello le había llevado a revisar los fundamentos del género desde sus orígenes griegos y, no siendo helenista, intentó vislumbrar en los ejemplos que han llegado hasta nosotros —sobre todo en Sófocles— la raíz de un espíritu que ha sobrevolado la conciencia occidental hasta nuestros días. Pero, además de constatar su pervivencia en épocas muy diferentes, pudo darse cuenta de cómo se habían impuesto en tiempos bastante recientes algunas ideas que distaban de coincidir con la riqueza que el universo trágico poseía en sus inicios. Así, su hondo pensamiento dialéctico rechazaba los dogmatismos que prescribían, por ejemplo, que la tragedia presuponía catástrofe final, desastre absoluto y completa derrota del héroe, vencido inexorablemente por el destino. No había sido así entre los griegos, y el ejemplo de obras como Las Euménides o Edipo en Colono, tragedias sin paliativos para quienes las escribieron y para el público que las contempló, lo llevó a acuñar el principio de que el motor oculto de la acción y el sentido de todo lo que se presenciaba era la esperanza, entendida como el ansia de conciliación final de las fuerzas desatadas en el conflicto escénico. 2 Tal como escribió en 1963 (Buero Vallejo, 1994, II, 692): «Toda tragedia postula unas Euménides liberadoras, aunque termine como Agamenón». No nos interesa ahora comentar lo ajustado o no de sus ideas respecto a la concepción general de la tragedia, aunque es evidente que son de suma importancia para entender su propia labor dramática. Lo que importa es subrayar cómo, después de haberlo leído, resultaba ya imposible para cualquiera —y lo fue, en efecto, para mí— asumir formulaciones que, se refiriesen a autores del siglo xvii o del xx, pretendieran asentar teorías que prescribían que el género trágico era esto o lo otro y no podía ser ninguna otra cosa. Por el contrario, se imponía trascender los tópicos e ir más allá de unas cuantas idées reçues, a fin de adoptar una visión dinámica, que contemplase sin apriorismos el decurso histórico de la tragedia a través de los siglos y tuviese en cuenta sus oscilantes modulaciones según tiempos y países. De esta manera es posible captar lo que puede haber de permanente en el género, pero a la vez sus innegables diferencias, que habrían de englobar a Séneca lo mismo que a Shakespeare, a Racine a la par de Ibsen. Y, por supuesto, es preciso estar atentos a   Aunque no creyese en la posibilidad de una tragedia moderna, Krutch, en su muy leído «The tragic Fallacy» (en Krutch, 1929), sostiene que la tragedia clásica es signo de fortaleza y serenidad, no de falta de esperanza: una profesión de fe.

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los cambios producidos a lo largo del siglo xx, cuando el mundo occidental posterior a la revolución liberal fija su atención en la vida del simple individuo. Así resulta factible captar desde «Le tragique quotidien» de que hablaba Maeterlink (1904, 179-201) hasta la concepción de la «Tragedy and the Common Man» (1949) de Arthur Miller (1967, 143-147). Se trata, por lo tanto, de encarar el análisis de tantas obras teatrales de países, lenguas y épocas diferentes sin caer en el reduccionismo de intentar ajustarlas a un único patrón, de manera que todo lo que no se atenga a él quede excluido del terreno trágico, hasta postular su imposibilidad en épocas modernas, como hizo Steiner en su The Death of Tragedy (1961). Pero esta no es ocasión para repasar las mil y una teorías que a lo largo de los siglos se han defendido acerca de tan crucial interrogante. Lo que importa es acercarnos al objeto de nuestro Coloquio pertrechados con los avisos que se deducen de esta introducción y plantearnos, así, algunos de los límites que el género trágico implica respecto al teatro español del Siglo de Oro y, más en concreto, al escrito en el siglo xvii desde que se acuñó la fórmula de la «comedia nueva». Dado que existen multitud de acercamientos al tema, no sobrará sugerir un par de notas previas. La primera advierte que se dejará enteramente de lado la consideración de la tragedia española en el siglo xvi, que ha merecido notables aproximaciones que, con todo, resultan de poca utilidad a la hora de atender a lo sucedido el siglo siguiente. La segunda previene que aquí no se va a intentar un repaso exhaustivo de lo que los estudiosos han aportado hasta el momento, pues ni muy a vista de pájaro habría tiempo para mencionar siquiera las contribuciones más importantes. Baste pensar que la bibliografía que hace más de veinte años elaboraron Nandorfy y Ruano de la Haza (1984) comprendía ya docenas de entradas, y desde entonces se ha escrito bastante más. La referencia que se hará a algunos trabajos ni supone que sean los más trascendentes ni implica ningún grado de menosprecio respecto a los que queden sin nombrar. Se trata tan sólo de perfilar el camino para llegar a una conclusión provisional, ordenando el trayecto con ciertos apoyos oportunos para alcanzar el fin deseado. Puede ser útil, ahora que parecen haber pasado las furias más exaltadas en torno a la deconstrucción, volver a pensar en cuestiones que siguen vigentes para todos nosotros. Partamos de un hecho bien sabido: la denominación «comedia» que engloba la inmensa mayor parte de la producción teatral de entonces (fuera de los géneros breves y el teatro sacramental) no implica otra conclusión que la que se deduce de su equivalencia con «obra teatral», como ya aclaraba don José Pellicer en 1635: «aunque todas las comedias que se representan [...] están por el uso comprehendidas con el nombre —al parecer, genérico— de comedias, no todas lo son» (en Sánchez Escribano-Porqueras Mayo, 1965, 224). De tal supuesto ya partía también Morby (1943) en su fundamental trabajo sobre la cuestión. Y, sin embargo, el peso de ese rótulo parece haber sido decisivo a la hora de rastrear la existencia del impulso trágico en la producción de la época. Como mucho, se aceptaba la posibilidad de la tragicomedia, basada no sólo en el empleo ocasional de tal denominación por

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parte de ciertos autores para algunas de sus obras, sino sobre todo por la propuesta que Lope de Vega hizo de la mezcla de lo cómico y lo trágico en su «Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo» (Rozas, 1976, y García Santo-Tomás, 2006). Por encima de su actitud defensiva al redactar los endecasílabos de su texto, lo que Lope proclama sin ironía es la necesidad de trascender las rígidas limitaciones que imponían los glosadores de Aristóteles y defendía la conveniencia, más aun, el deber que el autor de sus días tenía de ‘perder el respeto’ a clasificaciones y dogmas apriorísticos y respetar el principio de que el teatro había de imitar la vida real, en la que «lo cómico» y «lo trágico» se entremezclan. Su llamada a seguir el ejemplo que da «naturaleza» supone una formulación revolucionaria, no tanto por atenerse a los gustos del «vulgo» —es decir, del público— o buscar nuevas formas de «belleza» en la «variedad», sino para ser fiel a sí mismo como creador. Distinguir entre personajes ilustres o inferiores, entre acciones elevadas o particulares, entre estilo alto y humilde para separar los campos de tragedia y comedia no podía seguir manteniéndose, pues implicaba en sus días una doble traición: de un lado, a la realidad cotidiana para atenerse a prejuicios estamentales y, de otro, a la verdad estética, por renunciar al profundo sentido dialéctico que supone confrontar en el mismo universo teatral lo alto y lo bajo, lo serio y lo cómico. Esta actitud, que no era exclusiva de la escena española y que, por caso, podemos también verificar en Shakespeare, distó de ser entendida, entonces y aun a veces ahora. Son perceptibles las muecas de disgusto de no pocos estudiosos ante la mezcla de asuntos trascendentes con las chocarrerías de los graciosos, lo que ha llevado a veces a la descalificación global del teatro áureo como algo atípico, excepcional, propio sólo de una supuesta idiosincrasia española. Probablemente no resulta fácil penetrar en lo profundo de una mentalidad que no deseaba renunciar a nada, sino que entendía que los más altos grados de heroísmo pueden ser compatibles con las chanzas descalificadoras de un loco, como vemos en el temor de Tello frente al tono trágico que nimba la figura de don Alonso en El caballero de Olmedo, o en la del agónico infante don Fernando al lado de las bromas sobre el hambre en El príncipe constante, o aun en las irrisorias palabras del Malacuca torturado en El mayor monstruo del mundo. Haz y envés de una misma realidad, la balanza se asegura en su fiel porque existen dos platillos equilibrados, que acaso descubren lo mejor y lo peor del ser humano, lo patético al lado de lo ridículo, lo sublime junto a lo grotesco. Esta síntesis de contrarios no fue siempre fácil de percibir y menos aún resultaba susceptible de ser asumida por épocas más predispuestas a las distinciones netas entre uno y otro campo. Y, sin embargo, forma parte de la esencia de aquel teatro, que no puede ser entendido si no se vislumbra la profunda unidad que late en el fondo de lo que en la superficie algunos tildarían de aberrante. Sólo si partimos de la comprensión de esa realidad bifronte estaremos en condiciones de comprender de verdad las muestras de aquel mundo escénico que, además, no se ceñía a presentar seguidas las tres jornadas de la comedia, sino que las alternaba con loas, entremeses, bailes y otras piezas de menor tamaño, marcadas en su mayor parte por la

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risa y el jolgorio, de manera que ese contraste que podía darse ya dentro de la propia acción principal se duplicaba en el marco general de la representación de cualquier día en el corral. Dentro y fuera de la obra se repetía ese enfrentamiento, que no anulaba ninguno de sus constituyentes, sino que los englobaba en una dimensión superior, de forma que cada uno permitía descubrir por su contrario los aspectos relevantes del opuesto. Esto pudo parecer extraño y hasta extravagante en ciertas épocas y sin duda contribuyó a la escasa difusión del teatro clásico español desde el momento en que la estética que lo produjo dejó paso a otros modos, no sin que antes hubiese gozado de una extraordinaria difusión europea. A ello se sumó más tarde la consideración de la cultura española enntendida como algo atípico, fuera de los cauces generales que dominaban en Occidente, propagada también por los románticos, que veían en el solar hispano algo relacionable con lo árabe o lo africano («África empieza en los Pirineos») y que habrá de cristalizar en el siglo xx en el concepto de la «difícil universalidad española» y que hasta se convirtió en desafortunado eslogan turístico («Spain is different»). Para remachar el clavo sólo hacía falta que algún scholar especializado en el estudio de la comedia acabase por teorizar sobre su «singularidad». Es lo que, lleno de buena voluntad, hizo en 1959 Arnold Reichenberger, en un trabajo que conviene tomar más como un síntoma que como la posición individual de un investigador y por ello sirve de pauta para explicar algunas de las carencias que han esmaltado hasta hace no mucho el estudio de nuestro teatro clásico. Dado que una de las cuestiones que aborda es la de la tragedia, es preciso dedicarle cierta atención. Tras incidir en tópicos como la falta de unidad de las obras y de caracterización de los personajes, observa una homogeneidad esencial en la comedia, una uniformidad que elimina los rasgos propios de cada autor (ello explica que se haya profundizado tan poco hasta ahora en lo peculiar de cada uno). Al modo romántico, llega a definir el conjunto como una empresa colectiva, encarnación del sentimiento del pueblo hispano en el siglo xvii, lo que haría del español un teatro mucho más difícil de ser entendido que el de otros países para los no nativos. Y además parece que sólo existe un protagonista en todas las piezas: el pueblo español. Lamenta luego que falten elementos autobiográficos en nuestro teatro —lo que dista de ser exacto y, en todo caso, resulta consideración bastante extraña— e incide después en el escaso abanico de tramas, que parecen derivar de una única fórmula, repetida incansablemente para expresar los ideales, convicciones, aspiraciones y creencias de su público, sin trascenderlos nunca. Se plantea entonces por qué la tragedia griega es universal y la comedia, no; la razón estriba en que esta última se desarrolló en una sociedad cristiana y el cristianismo es una religión optimista con una visión antitrágica de la vida, que no se debatía en la escena, rasgo propio de un pueblo que poseía una visión del mundo inalterable e incuestionable. El teatro se basaba sobre dos pilares que sostenían todo el sistema ideológico: la honra y la fe. La primera es el principal obstáculo para su aceptación universal; la segunda resuelve todos los conflictos. Ambos hacen la tragedia prácticamente imposible, porque

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además el desenlace lo impide: si una obra concluye dejando al público con su sentido de la justicia pisoteado, entonces tenemos una tragedia. Una tragedia genuina debe terminar con destrucción, no forzosamente con la muerte del protagonista, pero al menos con la ruptura de su esperanza en la felicidad. Por lo tanto, por sus fundamentos dogmáticos, por su rígida ideología, por su falta de individuación, la comedia española es un producto cuya singularidad la hace extraña al pensamiento occidental moderno. No es fácil imaginar una visión más desacertada e inexacta de una creación tan amplia, extensa y varia. No carguemos las culpas sobre un artículo de hace medio siglo, por muy decepcionante que sea. Ya quedó dicho que debe ser tomado como la formulación explícita de ideas que eran bastante generales —que no creo haber distorsionado— y, aunque hemos avanzado mucho desde entonces, algunos de los presupuestos en que se basa siguen planeando sobre la consideración del teatro del Siglo de Oro y conforman aún varias de las ideas más extendidas en el pensamiento popular. Las obras se basan casi siempre en conflictos amorosos con el honor como recurso dramático permanente, pero la multiplicidad de matices, de variaciones sobre un mismo tema, permitió crear intrigas que se fueron haciendo más y más complejas. Ver todo el panorama como algo estático impidió por mucho tiempo advertir la evolución que se producía conforme pasaban las décadas y las diferentes personalidades de unos y otros dramaturgos. El tópico sobre la falta de caracterización de los personajes impidió captar los sutiles matices de que muchos están dotados. Et sic de cæteris... Para lo que hoy nos interesa, la somera caracterización de la tragedia griega o de la shakespeariana que se incluye en ese trabajo no puede ser más desacertada y se ve contradicha por la simple lectura de algunas de las obras de tales géneros. Suponer además que el cristianismo es incompatible con el espíritu trágico implica una generalización indebida, que sería contestada, según veremos. De momento, ya replicó Eric Bentley (1970) con una desdeñosa e insuficiente respuesta a Reichenberger, en la que apuntaba que la fe no es un obstáculo para apreciar una obra de arte: uno no necesita ser católico para comprender un gran poema católico (la contestación del propio Reichenberger, 1970, no merece mayor comento). Por los mismos años del trabajo antes glosado y con la misma intención generalizadora, pero con mucha mayor prudencia, publicaba Alexander Parker «La aproximación al drama español del Siglo de Oro» (1957). Su formulación de cinco principios que rigen la construcción de la comedia hizo fortuna durante décadas, sobre todo en la crítica anglosajona. Hoy parece claro que sus presupuestos de partida se ven condicionados por un enfoque fundamentalmente moral, a un paso de interpretar todas las comedias como lecciones de ética dirigidas al público, que habría de desentrañar los hilos de la acción para deducir cuál es el tema, entendido como un juicio importante sobre algún aspecto de la vida humana. El componente de juego, diversión, recreo y humor se evapora casi por completo ante la búsqueda de lo que se nos ofrece en relación con los «valores humanos»: «the theme of a play [cabe entender que de todas las obras] is the human truth expressed metaphorically by the stage fiction» (Parker, 1957, 6).

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Las conclusiones sobre el principio de justicia poética, la función de la causalidad dramática y la búsqueda de la «frustración» de los personajes no hacen otra cosa que cerrar el círculo y borran, a su juicio, la distinción entre tragedia y comedia. No es difícil deducir la razón: según este análisis, toda la comedia es seria. O, más bien, lo que se ha realizado es una selección de la que se ha excluido la totalidad de las que cabe llamar «comedias cómicas», pese a que suponen buena parte del corpus de nuestros clásicos: no hay una sola entre los ejemplos aducidos en el ensayo. Se ha sugerido alguna vez que los principios de Parker se aplicarían sobre todo al autor que centraba sus preferencias, Calderón de la Barca. Lo cierto es que en realidad éste es un dramaturgo mucho más polifacético de lo que suele asumirse y su visión como escritor sombrío y oscuro es una distorsión inaceptable, como alguna vez he dicho (Iglesias Feijoo, 2002). Con todo, Parker (1962) se enfrentó directamente con él y su idea de la tragedia, y forjó ahí el concepto de responsabilidad difusa, que se relaciona con el rastreo de la culpabilidad ante los hechos que se presencian en el desenlace. Sus análisis son perspicaces y sutiles, pero se basan siempre en la búsqueda de un reparto de la «culpabilidad moral» entre los personajes, entendida de forma un tanto anacrónica, como si la «condición humana» o la «norma natural» fuesen vistas de idéntica manera hoy que en el siglo xvii. Las consideraciones acerca de la «imprudencia» de Juan Roca o el «orgullo» de don Luis o el egocentrismo de todos (El pintor de su deshonra) parecen tener más relación con la moral burguesa que con la axiología de aquella época, y lo mismo se desprende de la concepción del amor y el matrimonio. Las reflexiones de Parker suponían, en cualquier caso, un benéfico intento de superar el prejuicio de que en un mundo cristiano la tragedia era imposible per se. La positiva recepción de su trabajo propició, en fin, que se planteara abiertamente la pregunta sobre la existencia o no de tragedias dignas de tal nombre en el teatro clásico español, aunque desde diferentes flancos se matizaran o corrigieran sus puntos de vista. A partir de él, el número de intervenciones críticas acerca de esta cuestión aumentó de forma significativa, hasta convertirse en un debate habitual entre los especialistas en el teatro del Siglo de Oro en general y los de Calderón en particular. Desde las aportaciones de Watson (1963), Edwards (1967, ampliado en Edwards, 1978) o C. A. Jones (1970) en los años inmediatos hasta el agudo artículo de Ruano de la Haza (1983, apostillado en Ruano de la Haza, 1985), han sido muchos los estudiosos que, partiendo de forma explícita de las ideas de Parker y rectificándolas al paso, se centraron en la posibilidad de una tragedia española. Ruano, en concreto, pasa revista a lo avanzado en las dos décadas anteriores 3 y formula su propuesta de «tragedia mixta» calderoniana, fusión de la cristiana y la neoaristoté   Para evitar la mención de multitud de trabajos, véanse en el artículo de Ruano y en sus bibliografías citadas las principales aportaciones sobre el tema hasta la fecha de su publicación. Muchos son los trabajos posteriores que admiten, asumen o defienden abiertamente, en mayor o menor medida, la existencia de tragedias en el teatro clásico español; valgan de ejemplo, entre muchos posibles, Rodríguez Cuadros (1989) o Greer (2005)

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lica. En su ceñido resumen cabe observar una cada vez más refinada indagación de un reducido número de obras, casi todas ellas centradas en el tema de la venganza sangrienta del honor. Una de las novedades que se producen en ese debate es la necesaria consideración de los efectos de la obra sobre el receptor, crucial en un campo en que se habla de tragedias, por la conocida acción de la catarsis ya planteada por Aristóteles y que no se ciñe al mero ámbito de los personajes, sino que trasciende sobre el espectador. Más tarde habrá que volver sobre ello. Sin embargo, es posible que en la consideración de los sutiles efectos que se descubren en estos dramas de Calderón se haya ido demasiado lejos al convertirlo, de campeón de una defensa de la venganza sangrienta como se le veía en el xix y aun en el xx (el famoso «honor calderoniano»), en debelador de ese código del honor. Tal código es un motivo que, por mucho que tuviera su correlato en la sociedad real, debe ser considerado sólo como un elemento dramático; es decir, el honor funciona en el teatro como un motor oculto, un signo cuyas implicaciones no debieran sacarse del escenario concreto que cada obra propone (Ruiz Ramón, 1978, 68-70). Por la misma razón, siendo así que cada obra termina en sí misma, no parece del todo oportuno aludir, para iluminar su desenlace, a informaciones que van más allá de él. Del mismo modo que carece de sentido preguntarse cuántos hijos tuvo en realidad Lady Macbeth, tampoco está muy claro que el final de El médico de su honra deba ser explicado en función del hecho de que el rey don Pedro acabaría muriendo en los campos de Montiel y sería sucedido precisamente por su hermano Enrique. Eso ocurre después de terminada nuestra «comedia famosa» y resulta información poco pertinente para explicar el caso de don Gutierre. Algo similar cabe afirmar de lo que ocurre en A secreto agravio, secreta venganza. La «discreción» de don Lope de Almeida puede ser objeto de discusiones varias, pero sus actos parecen tener escasa relación con el hecho de que el rey don Sebastián y parte de la nobleza portuguesa vayan a morir después en la batalla de Alcazarquivir. Sea lo que fuere, la sucesión de análisis que van acendrando los intentos de explicación del sentido de tales obras fue incorporando elementos dignos de consideración; uno de ellos fue, de nuevo, la atención a las reacciones del público, vía por la que se llegó a plantear el dilema entre identificación y distanciamiento del espectador respecto a lo que veía y oía en la escena. Sin llegar a asumir la tesis de que la comedia española es similar al teatro épico de Bertolt Brecht, con su conocido «efecto V», lo cierto es que por esa vía se consiguió liberar a nuestro teatro clásico de cualquier contaminación con los modos del drama realista y su fusión o confusión entre teatro y vida. La escena española, o para el caso la isabelina, no trabajaba sobre los principios de verosimilitud, identificación e ilusionismo que se impusieron desde fines del siglo xviii. Es una perspectiva necesaria para juzgar los aspectos trágicos o cualesquiera otros. Desde entonces han proseguido los intentos de perfilar los límites del tema que hoy nos ocupa. Por indicar alguno muy significativo, cabría recordar el volumen colectivo procedente del coloquio «Horror y tragedia en el teatro del Siglo de Oro»

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(AA.VV., 1983), del que cabe evocar al menos las aportaciones de Vitse (completadas por Vitse, 1983, y el básico Vitse, 1988) y Oostendorp. Un año más tarde apareció la monografía de Ruiz Ramón (1984), el cual se plantea su objetivo de manera más independiente y acaso con mayor amplitud de miras. Es imposible aquí recordar lo singular de lo mucho aportado desde entonces, que llevaba a Vitse (1997, 61) a proclamar hace diez años que la duda sobre nuestro tema es ya «totalmente obsoleta, y definitivamente caduca la irritante acusación de la supuesta incapacidad trágica de los españoles». Por ello, resulta más productivo repasar algunos puntos centrales de la discusión. El primero, que todavía sigue rondando, debe asumir que para los creadores de teatro en aquella época el espíritu trágico estaba presente, si no de otra forma, al menos como un componente posible de lo que escribían. De ello hablaba Lope de Vega en el «Arte nuevo» y por la misma razón denominó algunas de sus obras «tragicomedia» y aun «tragedia», como recolectó con minuciosidad e inteligencia Morby (1943) hace ya mucho tiempo. Se ha dicho que Calderón jamás utilizó este último nombre para ninguna de las suyas y se limitó a llamarlas «comedias» («tragicomedia» en los versos de despedida de A secreto agravio). Pero ya sabemos que eso equivale a calificarlas tan sólo de «obras teatrales», «plays», si hubiera escrito en inglés; yendo más allá de los meros subtítulos, que tampoco está claro que procedan siempre de don Pedro, en sus obras hallamos indicaciones incuestionables. Por evocar sólo un par de casos, al final de A secreto agravio, secreta venganza (Calderón de la Barca, 2007, 816) oímos a don Lope: «cuando vida y alma, atentas / a esta desdicha, a este asombro, / a este horror, a esta tragedia». Cerca también de la conclusión de El médico de su honra (ibid., 473) —y que tales palabras estén en el desenlace es cualquier cosa menos casual— escuchamos a don Gutierre: «de la tragedia más rara, / escucha la admiración». Y los ejemplos podrían menudear (véase una primera aproximación en Lobato, 2000). Sin duda, los autores tenían conciencia neta de que existía el territorio de lo trágico, que consideraban también propio por encima de las reticencias de comentaristas aristotélicos que querían embalsamar el género en su manera particular de entender al Estagirita. Bien lo proclamó Lope de Vega en el conocido prólogo «Al lector» de la edición barcelonesa de El castigo sin venganza, que siempre debemos repetir: «Advirtiendo que está escrita al estilo español, no por la Antigüedad griega y severidad latina, huyendo de las sombras, nuncios y coros, porque el gusto puede mudar los preceptos, como el uso los trajes y el tiempo las costumbres» (Lope de Vega, 1634). Ya lo había dicho Cervantes (1987, 326) dos décadas atrás, en el inicio de la segunda jornada de El rufián dichoso: «Los tiempos mudan las cosas / y perficionan las artes». Es preciso recalcarlo: ese terreno trágico no lo daban por ajeno, aunque no estuviesen obsesionados por el hecho concreto de escribir tragedias. Lo hacían si les interesaba, esto es, cuando tenían entre manos una historia que se adecuaba a los perfiles trágicos y así la proponían al público, que sabía distinguir perfectamente si se encontraba ante una «comedia» para reír y distraerse o si estaba ante otra, también llamada «comedia», que proponía alcances diferentes, aunque

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estuviera igualmente concebida para la distracción del espectador, como siempre fue la función del teatro. A lo que ninguno estaba dispuesto en el xvii era a escribir una tragedia griega o romana. Si Lope de Vega había forjado el sistema de la «comedia nueva», cabría decir que lo que pretendían él y los demás era adentrarse por el campo de una «tragedia nueva», que no estuviera sujeta a las normas que pretendían imponer los doctos, aquellos que le pidieron a Lope una Poética: «cualquiera de vosotros, / que ha escrito menos de ellas y más sabe / del arte de escribirlas, y de todo», como les contesta con desplante jaquetón. Y al hacerlo así se revelaban más fieles al espíritu original de los inicios del espíritu trágico entre los griegos y al propio teorizador que fue Aristóteles, que nunca habló de la necesidad de guardar las tres unidades, desconocidas por él. Lope de Vega es a este respecto mucho más aristotélico de lo que se suele admitir (véase, por ejemplo, Arellano, 2006, 20), pero no tiene remilgos en ir un paso más allá y prescindir de la rígida separación de nobles y personas particulares, como ya vimos. Para ello puede remontarse al Amphitruo de Plauto, mencionado en el «Arte nuevo», pero no lo exhibe como un antecedente, porque el concepto de tragicocomœdia era un imposible, un oxímoron, una broma, en definitiva. Lo que importaba era atender a la vida real y nada más. En cambio, los autores españoles se muestran más profundamente conscientes del sentido profundo de la tragedia al no insistir en hacerla coincidir siempre con el final catastrófico. Si no lo hay, no puede haber tragedia, se ha dicho muchas veces; por ejemplo, para descartar que lo sea El príncipe constante, que «lacks the one essential quality for tragedy, catastrophe at the end» (Reichenberger, 1960, 670). Pero ya Aristóteles en su Poética (1451a) había explicado que la acción debe incluir un cambio o «transición desde el infortunio a la dicha o desde la dicha al infortunio» (Aristóteles, 1974, 155), y por ello así lo recogerá González de Salas (2003, II, 592; cfr. 615). Y, aunque luego (1453a, pp. 170-171) aclare que es mejor que acabe en desdicha, algunas de las tragedias griegas que se han conservado muestran que, en efecto, las dos posibilidades estaban abiertas y ambas eran susceptibles de pertenecer al terreno de lo trágico. Pero para no pocos estudiosos, sobre todo hace años, la partida estaba jugada: como la sociedad española de la época y sus autores eran cristianos, no podía haber final infortunado, porque después de todo, los buenos recibirían su premio en el cielo y los malos su castigo en el infierno. Por somero que parezca tal planteamiento, se formuló muy en serio como la causa esencial de la inexistencia de una tragedia en la España del xvii. No es preciso comentar que, por muy fuerte que fuera entonces el sentimiento religioso —y lo sería en grado extremo en unos individuos y mucho menos en otros, como hoy y como siempre—, una cosa es la formulación de principios ideales y otra muy distinta la concreta experiencia personal de cada uno. Nunca existió lo que en algún momento se llamó «el pueblo teólogo», uniforme en sus creencias y seguro de sus acendradas convicciones. Ya Ciriaco Morón Arroyo (1982, 49-52) dedicó al tema sensatas precisiones, aunque su recurso a Unamuno pudiera ser entendido como una traslación indebida de vivencias actuales a una época me-

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nos «existencial». El pensador vasco comenzaba su Del sentimiento trágico de la vida anotando que la esencia del ser humano es «el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir» (Unamuno, 1913, 11), expresión que siempre me pareció inspirar la frase que Camus pone en boca de Caligula al explicar por qué pretende lo imposible: «Les hommes meurent et ils ne sont pas hereux» (Camus, 1958, 27). Pues bien, con excepción de los santos, que seguramente tampoco menudeaban por las calles españolas de entonces, los hombres del xvii se enfrentaban a la muerte y la infelicidad como tales hombres y no necesitaban haber leído a Kirkegaard o Nietzsche para comprender el sentimiento de finitud y las incertidumbres que comporta, o para experimentar el dolor ante las vicisitudes de la vida o para expresar la queja ante las injusticias que sufren. Esos hombres corrientes que asisten en el corral a la representación de una obra determinada pueden verse compelidos a presenciar asuntos trágicos, que sabrán relacionar —o no, depende de cada uno— con sus propios problemas. Llegamos así finalmente a un punto esencial, que ya asomó antes. La recepción de una obra concreta se produce en el público de acuerdo con su capacidad para descodificar las convenciones teatrales que le permiten interpretar lo que ve y, en definitiva, aseguran la posibilidad de la representación. Estudiosos como Oostendorp, Vitse, Ruano de la Haza y Arellano, entre otros, han insistido en la necesidad de tener en cuenta el modo en que una obra es recibida o, si queremos decirlo de otra manera, la forma en que el dramaturgo prepara los elementos que constituyen su «comedia» para que actúe sobre el espectador. A este respecto, se han citado algunas veces las palabras que el Pinciano incluyó en su diálogo sobre la Poética, que merecerían ser repetidas siempre que nos acercamos a una cualquiera de aquellos tiempos, sea para contemplarla, leerla o estudiarla (López Pinciano, 1953, III, 24): Y la diferencia que hay de los temores trágicos a los cómicos es que aquestos se quedan en los mismos actores y representantes solos y aquellos pasan de los representantes en los oyentes; y ansí las muertes trágicas son lastimosas, mas las de la comedia, si alguna hay, son de gusto y pasatiempo.

Desatendamos ahora el supuesto, muy propio de los doctos seguidores de la fusión de Aristóteles y Horacio que se había producido en la primera mitad del xvi, que implica que la tragedia conlleva una lección o enseñanza, camino por el que se evaporó casi totalmente el carácter de obra de distracción, de ocio, de diversión que también el teatro serio siempre ha de tener. Lo que nos importa es subrayar cómo el buen sentido del vallisoletano había percibido que, mientras el mundo de lo cómico suele agotarse en el jolgorio, la risa y el puro divertimento, los problemas de las obras serias, vale decir, las trágicas, dada la escueta dicotomía contemplada por él, actúan sobre el espectador de otro modo. A través de un proceso de identificación, que nunca es total porque jamás se pierde la conciencia de estar asistiendo a una

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ficción («identificación distanciada», cabría decir), se comparten los temores, presagios y catástrofes que rondan a los personajes. No se trata sólo ni principalmente de que hayan de actuar el terror y la piedad, de que hablaba Aristóteles. La catarsis corre siempre el riesgo de ser entendida como una propuesta dirigida al teatro docente, es decir, del que debe extraerse una lección, una enseñanza. Ahora bien, el escritor dramático que entra en el terreno trágico propone fábulas o intrigas que no mueran en sí mismas, sino que alcancen al espectador. La manera en que éste reaccione ya no es de su competencia, porque no le propone soluciones, dogmas o recetas. Del espectáculo saldrá el público enriquecido con la contemplación de algunos aspectos trascendentes de la vida, planteados al hilo de la historia que desarrollan unos entes ficticios. La relación que cada uno pueda realizar entre el universo desplegado en las tablas y la vida real es otra cuestión, que ya no compete al dramaturgo. En eso es muy clara la posición del «dogmático» Calderón, que deja abierta la puerta a las posibles respuestas del receptor, por mucho que hubiera quedado cerrada para algunos de los personajes. De lo anterior se deduce una conclusión elemental: el público entiende cada «comedia» desde unos presupuestos genéricos que deben ser atendidos cuando se procede al análisis. Quizá ha sido Arellano (1999, 8) quien más ha insistido en la necesidad de no introducir tergiversaciones y hacer, por ejemplo, lecturas trágicas de comedias cómicas: la construcción de una determinada pieza dramática se rige por convenciones ordenadas según ciertos códigos, asumidos tanto por el emisor (dramaturgo y compañía teatral) como por el receptor (público y lector del Siglo de Oro). Estos códigos específicos de cada una de las especies dramáticas que pudieran distinguirse (tema de investigación aún pendiente) funcionan como orientadores de la interpretación y sentido de las obras dramáticas. Ninguna lectura que ignore estos códigos puede resultar coherente.

Entonces lo mismo que hoy, cuando nos disponemos a enfrentarnos con una obra poseemos de antemano unas expectativas de recepción, que, desde luego, pueden verse pronto defraudadas, lo que obligaría a cambiar el registro para hacerla inteligible. Tan grotesco sería echarse a llorar por los golpes que se producen en uno de los cortos mudos de Chaplin como estallar en carcajadas ante las desgracias que asedian al rey Lear. Más o menos es lo que, sin relación alguna con el problema que hoy abordamos, pero con el buen sentido que le caracterizaba, afirmaba en 1977 el novelista Juan Benet (1997, 102; procede de una entrevista del año indicado): En esencia son los dos talantes básicos de la literatura. es decir, la comedia y la tragedia. Te pones a leer una comedia como The Tempest o una tragedia como Hamlet y desde la primera frase sabes si se trata de uno u otro tipo de obra. El uso discriminativo de ciertas palabras, la manera de hablar, el tono, te impulsan a pensar que estás en la comedia o en la tragedia.

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De esta manera, no parecen tener cabida los esfuerzos para rescatar los aspectos trágicos de, por caso, La dama duende, obra dominada por la alegría que proporciona la exhibición del ingenio de una dama y por la matemática perfecta de una estructura teatral insuperable, pero siempre desde las expectativas de recepción que posee el público, que sabe que, al final, todo ha de acabar bien. Por idéntica razón, resulta incomprensible la suma de intentos destinados a negar la dimensión trágica de no pocas obras, que preparan al espectador a lo largo de las tres jornadas hacia un desenlace en el que se imponen la muerte o el dolor. Que se rechace para estas últimas el estatuto de «puras tragedias» depende sobre todo del más o menos limitado concepto que de ellas tenga el estudioso. Los autores del xvii sabían que ese era un territorio que también les pertenecía y por él caminaron cuando lo consideraron oportuno. No nos extrañe por ello que mentes tan profundas como la de Schelling (1999, 484) llegasen a afirmar que el único autor con el que cabría comparar a Calderón era Sófocles. Pero, si entraron en ese campo, lo hicieron con valentía e independencia de criterio. Ellos no deseaban repetir los pasos de la «tragedia antigua». Por el contrario, lo que deseaban crear era una «tragedia nueva», liberada de las ataduras que querían imponer quienes creían que las formas artísticas nunca cambian ni deben cambiar. Lo que realizaban en la práctica era un «arte nuevo de hacer tragedias», como de Calderón dijo Ruiz Ramón (2000). Esa «tragedia nueva», concepto que alguna vez ha sido ya utilizado, por ejemplo por ter Horst (1977) en un trabajo con el que coincido escasamente, luego por Hernández-Araico (1986) y hace poco por Couderc (2007, 209-217), viene a sumarse a lo que otras veces se llama «comedia trágica» (Blanco, 1998; Profeti, 2000). No es cuestión de debatir cuál es el mejor rótulo. Lo importante, en definitiva, es asumir ya sin rodeos que nuestros autores clásicos no fueron ajenos a la llamada de ese género que, desde los albores de la literatura occidental entre los griegos, ha producido algunos de los ejemplos más señeros que siguen hablándonos a través de los siglos para enfrentarnos a enigmas y perplejidades que el hombre de hoy reconoce como propios. Bibliografía AA.VV., «Horror y tragedia en el teatro del Siglo de Oro», Actas del IV Coloquio del GESTE, Criticón, n.º 23, 1983. Ignacio Arellano. (1999) Convención y recepción. Estudios sobre el teatro del Siglo de Oro, Madrid, Gredos, 1999. — (2006). El escenario cósmico. Estudios sobre la comedia de Calderón, Madrid, Iberoamericana, y Frankfurt a. M., Vervuert. Aristóteles. (1974). Poética, ed. trilingüe de Valentín García Yebra, Madrid, Gredos. Juan Benet. (1997). Cartografía personal, Valladolid, Cuatro Eds.. Eric Bentley.(1970) «The comedia: Universality or Uniqueness?», Hispanic Review, XXXVIII, pp. 147-162. Mercedes Blanco. (1998). «De la tragedia a la comedia trágica», en Christoph Strosetzki, ed., Teatro español del Siglo de oro. Teoría y práctica, Madrid, Iberoamericana, pp. 38-60.

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Entre cambios y simetrías: el síndrome de Penélope en dos cuentos de Luisa Valenzuela, Ceremonias de rechazo y Viaje María Inés LAGOS University of Virginia

«Me interesa escribir aquello que yo no sé conscientemente» Luisa Valenzuela 1

Desde sus primeras narraciones Luisa Valenzuela ha explorado el tema del poder, tanto en las relaciones entre hombres y mujeres como en situaciones sociopolíticas, y la capacidad de la escritura para reflexionar sobre modelos y rituales. Un tema que se repite en sus textos es «el síndrome de Penélope», la mujer que espera la llegada (o llamada) del amante. Su primera novela, Hay que sonreír (1966) se inicia con la imagen de una mujer que espera, impaciente, que aparezca el hombre que la ha citado para media hora antes: Qué opio esperar. Con el pie izquierdo se rascó la pierna derecha en un gesto que quería decir resignación. Se llamaba Clara y ya estaba harta. También, a quién se le ocurre ponerse zapatos nuevos para esperar, y citarse en un lugar donde no se puede 

  Entrevista con Adriana Bergero (94).

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estar sentado. Y ese Víctor, que me hizo venir antes de las ocho para evitar el gentío y son casi las ocho y media y él ni señales de vida. Eso que yo ya debería conocerlo: se la pasa hablando de tranquilidad y aspira lo que dice como si fuera el humo de un cigarrillo fino, pero nada de tranquilidad. Porque él, mientras tuviese a quien imprecar, ni se acordaría de la cita. Y la pobre Clara, ya demasiado agotada de luchar contra sus propios defectos, no iba a ponerse ahora a atacar las pocas virtudes que le quedaban. Era puntual, inevitablemente. Lo esperaba desde antes de las ocho y él seguro que estaba sentado frente al mostrador de algún bar hablándole a algún desconocido y articulando con sabiduría palabras como silencio, para después quedarse callado y saborear ese silencio provocado por él. (11)

A diferencia de Clara, joven ingenua e inexperta que parece incapaz de tomar una determinación que la libere de su dependencia, enfrentadas a una situación semejante las protagonistas de dos cuentos posteriores de Valenzuela toman decisiones muy distintas. 2 Tanto en «Ceremonias de rechazo», de la colección Cambio de armas (1982), como en «Viaje», de Simetrías (1993), Valenzuela aborda el tema del abandono por parte del amado. En los dos casos, después de esperar inútilmente que los hombres las llamen por teléfono, las protagonistas deciden hacer algo. En el primer caso, Amanda —de «Ceremonias de rechazo»— rompe con el amante y se desprende de él y, en el segundo, la protagonista anónima decide hacer un viaje para mostrarle a Carlos que puede prescindir de su compañía. Aunque las narraciones tratan temas similares y en ambas las mujeres se transforman en agentes, ya sea para terminar o modificar una relación que no las satisface, examinadas comparativamente las dos situaciones revelan diferencias que vale la pena explorar. Si consideramos las simetrías y asimetrías, observamos importantes diferencias de actitud en cuanto al modo como se presenta el sentido de autodeterminación y la capacidad de cada una de las protagonistas para tomar decisiones como individuos y componer su propia vida como mujeres. 3 En mi lectura tendré en cuenta las siguientes propuestas teóricas pertinentes al análisis: en primer término me referiré al tema de la autodeterminación individual y, en segundo lugar, consideraré qué significa llegar a conclusiones sobre la mujer o las mujeres. En otras palabras, me interesa explorar cómo funciona el proceso de autodeterminación que transforma a los individuos en agentes y qué entendemos por mujer cuando en la vida diaria hablamos de lo que hacen, quieren y sienten las mujeres. Al reflexionar sobre los modos como se presenta literariamente la subjetividad femenina es conveniente tener en cuenta la distinción que propone Sherry Ortner en Making Gender. The Politics and Erotics of Culture entre «construir» y «hacer».   Según Sharon Magnarelli, «el problema esencial de Clara, uno que todos compartimos en mayor o en menor grado, es su incapacidad de ver más allá del discurso de la sociedad androcéntrica. Acepta palabras de las distintas instituciones como la verdad, y nunca comprende enteramente que el discurso sociopolítico no se emplea como instrumento para revelar la verdad y la realidad, sino más bien para ocultar o disfrazar, y con ello reprimirla y mantenerla en su lugar, es decir, servil» (567).   Uso aquí el término componer deliberadamente siguiendo la noción de componer una vida que utiliza Mary Catherine Bateson en Composing a Life.

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Ortner cuestiona el uso indiscriminado del término «construir / construcción» que se emplea en las ciencias sociales para referirse al proceso de formación del sujeto, y sugiere considerar también la noción de «hacer». Ortner opta por la relación dialéctica entre lo socialmente determinado («construir») y la elección personal del individuo implícita en el término «hacer» («to make»), subrayando así la capacidad de actuar, de tomar decisiones, que convierte al individuo en un ser humano. La propuesta de Ortner hace hincapié en que se trata de un proceso fluido y flexible. Otros críticos que emplean la categoría género como base de sus análisis coinciden en su rechazo de privilegiar la noción de construcción. Por ejemplo, a Lois McNay le parece que la idea de construcción que usan los críticos franceses deja poco espacio para la creatividad personal (6-10), y Kelly Oliver postula que la subjetividad no puede ser concebida sin tomar en cuenta «el proceso continuo de intercambios intersubjetivos» (151) ya que las intrincadas relaciones sociales llegan a formar parte de la subjetividad. 4 Ortner sostiene que muchas veces el debate se plantea entre un total construccionismo y un total voluntarismo, pero esta disyuntiva le parece innecesaria y equivocada (11). En parte se trata de un asunto de representación —asegura— y advierte que los tradicionales binarismos no ayudan a explicar mucho (12). Una de las situaciones en que mejor se pueden estudiar estas preguntas es a través de los juegos del género, asegura Ortner, y concluye sugiriendo que «nunca debemos perder de vista la(s) mutua(s) determinación(es) de agentes y estructuras, [y] el hecho de que los jugadores son ‘agentes’, hábiles e intensos estrategas que constantemente estiran el juego aun cuando lo están jugando, y el hecho simultáneo que los jugadores son definidos y construidos por el juego» (20). En los dos cuentos de Valenzuela que analizo podemos comprobar que las protagonistas tienen la capacidad de hacer, de cambiar, pero también en los juegos del género son definidas por el juego mismo. Al inicio de «Ceremonias de rechazo», Amanda espera la llamada de Coyote, el amante que no ha dado señales de vida. Impaciente, la mujer decide recurrir a un conjuro para lograr que aparezca, y coloca cuatro velas alrededor del teléfono. Su ritual surte efecto, sin embargo después de la cena, mientras ella supone que se irán juntos a su casa, él la deja en el autobús y él no se sube. Amanda no quiere caer en el estereotipo de la mujer víctima abandonada por el hombre, y decide que será ella quien le diga adiós al amante que va y viene a su antojo. Rápidamente se baja del autobús y se enfrenta a Coyote. Éste trata de enmendar su faux pas, entra a una florería y sale con una rosa roja de tallo largo que le entrega a Amanda. Pero después de recibir la rosa y antes de que él le dé una explicación, ella se sube en un taxi y se marcha. Amanda decide que este es el fin de su relación con Coyote, desconecta el teléfono y se da un baño purificador. Se aplica una máscara facial, se maquilla de un modo ritual rehaciéndose la cara, se depila, y se da un baño de sales, al que une sus propias aguas. De este modo cree deshacerse de toda huella de subordina  Sigo aquí una propuesta metodológica semejante a la que he utilizado en otros ensayos, por ejemplo, en «Hechura y confección» (Lagos, 411). Las traducciones a lo largo del trabajo son mías.

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ción inscrita en su cuerpo. 5 Así, a través del ritual, como una especie de exorcismo, Amanda intenta desligarse de las inscripciones corporales que le ha dejado su infructuosa relación para iniciar una nueva vida, una vida en la que ha cortado su dependencia de Coyote. Una vez terminado su proceso de purificación Amanda sale de paseo por el parque y tira la rosa, ya marchita, a las aguas pardas del río. Acaba el ritual recogiendo en el bosque una plantita que transplanta a su jardín, siguiendo la práctica de Coyote, quien con gran paciencia le había ido construyendo un jardín en su terraza. Esta vez, la protagonista agrega una planta que ella misma selecciona para cambiar el jardín, el que luego procede a regar con la manguera que le había instalado el amante rechazado. Amanda se moja de la cabeza a los pies, y canta. Y así, con el canto de Amanda, termina el relato. Z. Nelly Martínez, Marta Morello-Frosch, Dorothy Mull y Ksenija Bilbija han ofrecido perceptivas lecturas de este relato. Martínez sostiene que en «Ceremonias de rechazo» «la autora alegoriza la superación de la dependencia de la mujer con respecto al hombre, de lo masculino en relación a lo femenino» (175). Para Martínez los rituales que practica Amanda son «purificadores . . . presuponen una muerte simbólica y un renacimiento o recreación» (176). El modo bufonesco en que se maquilla desafía las convenciones (177), de manera que Amanda «se libera por fin de todo convencionalismo y se entrega a una auténtica celebración de su persona y de su libertad» (180). Marta Morello-Frosch, por otro lado, sugiere que Amanda se embarca en un proceso de renacimiento que lleva a cabo como una especie de partenogénesis que le permite liberarse y exorcizar la presencia de su amante de su cuerpo (1995: 692). Para Morello-Frosch el baño de Amanda no es tanto purificador sino un signo de renacimiento. De manera que con estos rituales la protagonista borra todo trazo de su pasado (1995: 692). «Se produce el renacer (físico y síquico) por el cuerpo» (1996: 119). De estos procesos rituales Amanda queda «aséptica, desinfectada» y «comienza a rehacer su jardín, obra del Coyote, con una planta silvestre, lo cual significa la clausura de su anterior dependencia» (1996: 119). Morello-Frosch concluye que «el sujeto femenino se reconstituye en un cuerpo liberado de textualizaciones previas» (119, mi énfasis). Aunque estoy de acuerdo con la carga simbólica y alegórica de las acciones de la protagonista que sugieren estas interpretaciones, me parece imprescindible considerar la complejidad de los procesos mediante los cuales el individuo negocia la manera en que compone su vida. Dorothy Mull usa gran cautela cuando afirma que por propia iniciativa Amanda se ha transformado, de ser una persona pasiva a la que Coyote llama «mamacita», a una especie de diosa que se acerca al arquetipo de la madre tierra (93). Mull subraya que esta historia no es sólo una historia de rechazo sino de afirmación, de celebración de un yo independiente (95), pero evita hablar de ello en términos absolutos. Y Ksenija Bilbija examina el uso del maquillaje en   Sandra Bartky ha sugerido que la mujer ha internalizado la mirada patriarcal de manera que inscribe en su cuerpo la marca de su subordinación. Según Bartky, la subordinación se manifiesta en la vigilancia que la misma mujer ejerce sobre su cuerpo al cuidar exageradamente su apariencia, pues su cuerpo debe aparecer en todo momento hermoso y atractivo (Femininity and Domination, 74-80).

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«Ceremonias de rechazo» y propone que la liberación de Amanda es «tentativa y para nada final» (96). Por mi parte sugiero que la escena del jardín, con la cual termina el relato, es clave para entender el proceso de transformación de Amanda. Sin embargo antes de considerar el significado metafórico de este relato voy a referirme a las reflexiones de Diane Elam sobre lo que entendemos cuando usamos el término mujer. En Feminism and Deconstruction. Ms. en Abyme, Elam afirma que no sólo no sabemos lo que las mujeres pueden hacer (27) sino que tampoco sabemos qué son las mujeres (27, «We do not yet know what women are»), ni qué han sido o hecho en el pasado. Sin embargo actuamos como si supiéramos y entendiéramos a qué se refiere la palabra mujer/mujeres. El sentido común nos dice que podemos hacer una serie de afirmaciones, por ejemplo, sobre la mujer y la pobreza, las revistas de mujeres, la mujer y el deporte, los logros de las mujeres, los estudios de la mujer, etc., y manejamos conceptos sobre lo que son y pueden hacer las mujeres. Elam sugiere que un modo de llegar a entender qué es ser mujer sin olvidar al mismo tiempo el carácter indeterminado de sus posibilidades de ser, es la «puesta en abismo», es decir, una estructura infinita de desplazamientos. 6 La puesta en abismo —como la que se observa en las cajas de cereal «Quaker Oats» en las que la imagen de un hombre sostiene una caja de cereal en la que se contiene a su vez la imagen del hombre sosteniendo una caja de cereal— ofrece una espiral de infinitas imágenes donde la representación no tiene fin. «El sujeto y el objeto cambian de lugar infinitamente dentro de la mise en abyme» (28), afirma Elam. Al no haber un emisor o receptor de la representación, por su infinita multiplicación del objeto, este tipo de representación «cierra la posibilidad de una relación estable sujeto/objeto. La ventaja de esta consideración es que reconoce que las posiciones del sujeto/objeto en la representación son infinitas e incalculables» (29). Aunque ciertamente este tipo de representación no es exclusivo de las mujeres, es especialmente importante tenerlo en cuenta para examinar nuestras ideas sobre la mujer —sugiere Elam— porque no hay un objeto o cosa en sí misma llamada mujer, ni hay una narración hecha por un sujeto que dé cuenta adecuadamente de lo que es el fenómeno mujer (30). 7 Esto no significa, sin embargo, adoptar una posición de relativismo nihilista, ni la imposibilidad de acción política por parte de las mujeres. Lo que le interesa explorar a Elam es el modo cómo las mujeres son «un espacio de cuestionamiento permanente» (32, «a permanently contested site of meaning»). «La historia de las mujeres —sostiene Elam— debe escribirse como en suspenso, en un presente que no está cómodo ni con el pasado ni con el futuro» (42). Las sugerencias de Elam nos ponen en guardia frente a las totalizaciones. Propongo, por lo tanto, leer los dos relatos teniendo en cuenta sus propuestas, es decir, que estas narraciones dan cuenta de situaciones   Elam las llama «infinite deferral» (27).   Elam sostiene que al utilizar la representación tipo mise en abyme, la deconstrucción desafía la postura fenomenológica. Es decir, la deconstrucción sugiere que por más representaciones diferentes y variadas que se recopilen de situaciones en las que han intervenido las mujeres éstas no nos van a permitir llegar a conocer la esencia de las mujeres (30).  

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provisorias de lo que es ser mujer, y de cómo los términos rechazo y transformación son borrosos y ambiguos. Si analizamos el final de «Ceremonias de rechazo» nos damos cuenta de que el «borrón y cuenta nueva» (94) de la protagonista no deja de presentar ciertos problemas. El jardín sugiere, en mi opinión, que comenzar de nuevo no significa empezar como tabula rasa, pues, como la misma Amanda reconoce, ella altera el jardín que ha construido Coyote, agregando una nueva «plantita» que ella selecciona, pero sin destruir el jardín que ya existe: Mucho más liviana de lastre, casi renovada, emprende a mediodía el camino de regreso no sin antes decidirse a cerrar el ciclo coyoteano con un acto vegetal: elige cuidadosamente una plantita silvestre de bellas hojas granate y la arranca de raíz. ¡Eso sí que es actuar por propia iniciativa! Porque el jardín de su terraza es obra de Coyote. Él lo fue armando con paciencia, trasplantando los yuyos más decorativos, robando una que otra planta, juntando gajos y rescatando macetas abandonadas hasta dejarle a Amanda una tupida fronda. (100, mi énfasis)

Enseguida, Amanda procede a regarlo con la manguera que Coyote había instalado. Es decir, el jardín que riega sigue siendo el que construyó él en la casa de ella y que ella poco a poco, tal vez, logrará transformar. La participación de Coyote, entonces, no desaparece, sino que es parte de su experiencia, de cómo se ha ido construyendo su mundo y su subjetividad. A partir de su acción e iniciativa el jardín se irá renovando, pero no puede anular la experiencia de su relación con Coyote que la ha hecho quien es en ese momento. Es cierto que ha decidido dejarlo, pero no puede borrarlo de su pasado, como lo sugiere la expresión «cerrar el ciclo coyoteano». Si bien es cierto que Amanda se empapa y se quita la ropa, y luego desnuda se mira en el espejo, hay una continuidad en ese cuerpo que intenta transformarse. Es necesario considerar que las relaciones intersubjetivas son fundamentales en la construcción de la subjetividad y que en gran medida dependemos de nuestra interacción con los otros, ya que, como afirma Oliver, «we cannot step out of the circulation of ourselves and our relations to others» (151). No obstante, esto no significa que Amanda no pueda recobrar su libertad o comenzar a re-hacerse, sino que al hacerlo no comienza desde cero sino con un bagaje personal que incluye las relaciones interpersonales. En el otro relato, la narradora anónima de «Viaje» se encuentra en una situación semejante a la de Amanda. Su amigo Carlos, con quien cree haber establecido una relación, no contesta sus llamadas. Le ha dejado varios recados pero él no responde, por lo que decide olvidarse de él. Para conseguirlo opta por hacer un largo viaje y borrar a Carlos de su vida. Pero anticipadamente se regocija pensando en la sorpresa que le va a dar a éste la capacidad de aventura e independencia de ella cuando le cuente a su regreso que ha estado nada menos que en Bali. Lleva consigo un cuaderno donde anotará sus reflexiones, las que metódicamente irá borrando. Irónicamente, sin embargo, su estrategia no la conduce a liberarse de Carlos porque no sólo piensa en él cuando anota y borra sus apuntes sino que lleva consigo un perfume

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que Carlos le ha regalado, aunque le queda poco. El relato cuenta el viaje de ida de la protagonista hasta su llegada a Bali, pero no su viaje de vuelta, y concluye algunos meses después de su regreso. Sabemos que, al contrario de lo que había planeado, no le ha mencionado su viaje a nadie, con excepción de una amiga a la que sólo le contó después de varios meses para explicar por qué había renunciado a su trabajo. Cuando se encuentra con Carlos y le dice que ha estado enferma, éste le comenta que le queda bien su palidez, se ve «cansada pero linda» (61). Este comentario contrasta con su opinión anterior de ella, a quien le había dicho: «‘ni vale la pena que te arregles, sos demasiado inteligente para ser linda’» (55). Nos damos cuenta, entonces, de que ha llegado transformada, diferente, y que él advierte el cambio; además, sabemos que ella terminó olvidándose de su cuaderno y que no ha borrado las meditaciones que escribió sobre su experiencia en el templo de Kali. Como a Ulises, el viaje la transforma. Está claro que el viaje actúa en ella de modos insospechados, no como había planeado. Nos preguntamos si ésta es una señal de que se ha resignado; sin embargo parece que no es así, pues su decisión de renunciar a su antiguo trabajo es prueba de lo contrario. Aunque su trabajo de courrier, una actividad aparentemente cosmopolita, le había permitido viajar mucho, en realidad se sentía como niña de los mandados, ya que sólo conocía los aeropuertos. El viaje a Bali parece haberle enseñado que no necesita borrar el cuaderno, sino sólo vivir, lo cual no significa que haya abandonado su voluntad y su capacidad de decidir. Tanto Amanda, de «Ceremonias de rechazo», como la protagonista de «Viaje» tienen conciencia de que sus relaciones amorosas no correspondidas las ponen en una posición subordinada, dependiente, de espera, y cuando toman conciencia de su dependencia ninguna de las dos está dispuesta a aceptar esa situación. 8 Las dos logran extirpar el síndrome de Penélope, pero de maneras diferentes. Mientras en «Ceremonias de rechazo» Amanda cree borrar a Coyote con el agua y el exorcismo, en «Viaje» la narradora tiene conciencia de que aunque se ha propuesto borrar a Carlos, un cuaderno borrado no es un cuaderno limpio: «Cuando vuelva éste va a ser de nuevo un cuaderno en blanco, pero todo borrado. Y me gusta» (54). Al final descubre que ya no se acuerda de lo que ella misma escribió en Bali y que no ha continuado borrando el cuaderno, pero parece haber alcanzado una profunda serenidad: no canta, ni se manguerea, ni trata de borrar nada, vive. Así, aunque los dos relatos comienzan aludiendo al síndrome de Penélope, que las protagonistas abiertamente rechazan, el modo como éstas se enfrentan a amantes que no les corresponden difiere. En el caso de «Ceremonias» Amanda se esfuerza por desprenderse de todo rastro del amante, pretendiendo comenzar una nueva vida simbolizada por la planta que trae del bosque a su jardín. Sin embargo el gesto de Amanda está teñido de la presencia de Coyote: es él quien le ha hecho el jardín y   Así describe la protagonista el sentimiento de dependencia que se ha propuesto rechazar: «Yo no soy una ciudadana de tercera. Sólo Carlos me hace sentir así cuando no aparece. Y cuando aparece a veces también: me siento mendigando mimos, reclamándole. Todo ��������������������������������������������������������� un desastre. Ahora ��������������������������������������� voy a ser una reina, con mis 550 dólares en Bali» (53).

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es él quien le ha instalado la manguera con que se purifica al final. Si bien es cierto que Amanda toma su vida en sus propias manos, su pretendido desligue absoluto de Coyote es imposible. Aunque puede vivir feliz sin él si así lo decide, está claro que no puede borrar sus huellas completamente porque su relación ya es parte de ella misma, como revela la presencia de la manguera y el jardín en la escena final (101). En «Viaje» la escritura provee a la protagonista de un arma más. Se pueden distinguir, por lo tanto, dos tipos de escritura, la que realiza en el cuaderno y la que se efectúa en su cuerpo. Si bien la experiencia en el templo de Kali queda escrita en su cuaderno, también, y más importante, ha quedado inscrita en su cuerpo. El texto que redactó durante el viaje y que olvida durante los meses desde su regreso demuestra que su experiencia fue más profunda y transformadora de lo que esperaba. En conclusión, aunque estos dos relatos se enfocan en el mismo tema, revelan experiencias diferentes, como lo son las mujeres mismas. En cada una de las narraciones la protagonista se transforma en agente capaz de liberarse de la pesada carga de la construcción cultural —aceptar la espera, el síndrome de Penélope— con una decisión propia, que contribuye a afirmar su capacidad de hacerse su vida como individuo. Los rituales de Amanda y el viaje de la narradora muestran dos modos de transformarse. Así, como sugiere Sherry Ortner, construcción cultural y hacer individual son dos caras de un proceso que se revela de modo manifiesto en los juegos del género, y, como propone Diane Elam, estos juegos son impredecibles, pues no es posible programar lo que es ser mujer (u hombre). Estos dos relatos de Luisa Valenzuela afirman la capacidad de transformación y autodeterminación de las protagonistas y, a través de la representación literaria, se nos permite a los lectores explorar algunos de los modos como se construye la subjetividad femenina al dar cuenta del carácter cambiante de los roles sexuales y de la capacidad del sujeto de hacerse su propia vida. Bibliografía citada Mary Catherine Bateson (1989). Composing a Life, New York, The Atlantic Monthly Press. Sandra Lee Bartky (1990). Femininity and Domination. Studies in the Phenomenology of Oppression, New York, Routledge. Adriana Bergero (1993). «Memoria y escritura, ‘armas contra el olvido’: Una entrevista con Luisa Valenzuela», Mester, 22, 1, pp. 89-102. Ksenija Bilbija (1996). «Maquillaje y escritura en ‘Ceremonias de rechazo’ de Luisa Valenzuela: hacia un cuerpo propio», Inti, 43-44, pp. 95-108. Diane Elam (1994). Feminism and Deconstruction. Ms. en Abyme, London, Routledge. María Inés Lagos (2006). «Hechura y confección: autorreflexión y subjetividad en dos novelas de escritoras latinoamericanas: En breve cárcel de Sylvia Molloy y Escenario de guerra de Andrea Jeftanovic», Revista de Estudios Hispánicos, 40, pp. 405-28. Sharon Magnarelli (1990). «Luisa Valenzuela», trad. Carolina Alzate C., en Escritoras de Hispanoamérica. Una guía bio-bibliográfica, ed. Diane E. Marting, editora de la edición en español, Montserrat Ordóñez, México, Siglo xxi.

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Editar a los clásicos contemporáneos: aspectos de la última voluntad de un autor 1 Javier LLUCH-PRATS Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

En la recuperación de nuestro patrimonio literario contemporáneo, que abre las puertas a su conocimiento, preservación y transmisión por medios como la edición filológica, hay situaciones editoriales —de las que nos ocupamos en estas páginas— que modifican y llegan a poner en jaque la autoría de un texto, manifestando así la necesidad de salvaguardarla, más allá de los discursos teóricos que la figura del autor ha generado. 2 Así, para el filólogo que se adentra en el taller de un escritor y selecciona un texto con el fin de restaurarlo, mas también para otros agentes del campo literario, constituye una premisa fundamental el respeto a la denominada última voluntad de un autor, esto es, aquella representada en la versión de una obra revisada y aprobada por él, dado que no puede darse por descontado que, por estar vivo, el autor controle todas sus publicaciones. Y es que esta voluntad deviene cuestión compleja y sin fácil receta por los muchos síntomas que puede presentar, los cuales condicionan el trabajo filológico y editorial (o deberían hacerlo), así como la   Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto de I+D+i HUM2007-63608/FILO (MEC.)  La democratización de la autoría a través de prácticas de escritura colectiva —como la fanfiction, donde importa más la historia que la firma del autor—, en nuestros días ha vivificado los postulados de Foucault, Barthes, Derrida o Iser en torno al sentido del texto, al dilema sobre su verdadero autor, a la muerte de éste y las fronteras de la literatura misma frente a otros discursos, a la preeminencia de la figura del lector para forjar las múltiples orientaciones de un texto. Para un análisis histórico de la institución del autor, así como las complejas relaciones entre la filosofía y la literatura occidentales, véase la aportación de Campillo (1992) a partir de los trabajos de Foucault y Derrida.  

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esfera receptora, dado que la disposición fidedigna de un texto incumbe al editor filológico y al estudioso de la literatura, al editor literario, al heredero y al albacea, al posible colaborador de un escritor y, por supuesto, al lector. A todos les afectan las vueltas de un autor sobre un texto, las incursiones externas a él, los modos en que las obras se transmiten, e incluso las disposiciones relativas a la Propiedad Intelectual y, en general, al derecho moral. Aspecto nuclear de relevantes tradiciones filológicas (angloamericana, rusa, alemana, italiana), la última voluntad es determinante para seleccionar el testimonio ideal y, por consiguiente, para establecer el texto-base de una edición. Sin embargo, no siempre se atiende con el rigor que requiere. Así, algunas cuestiones cuyo recordatorio al filólogo pueden parecerle una perogrullada, son basilares y tantas veces quedan desatendidas. Ya señaló Van Vliet (2006: 191-192) que, en este nuevo siglo, muchos editores americanos y europeos conciben la obra literaria como resultado de diferentes redacciones, de ahí que sea necesario aportar soluciones al problema que plantea la presentación de la historia de los textos en una edición crítica, base de otras que pueden difundir el texto al llamado gran público. 3 De modo que, en ámbito filológico, y a ambos lados del Atlántico, esta cuestión ha vivificado el debate disciplinar por causas como el valor concedido al manuscrito moderno promovido por los estudios de genética textual y, sobre todo, por el sesgo que provoca editar sólo un testimonio que no da cuenta de otros —cuando se conocen— y, por ende, ni de los designios de un autor ni de la significación de una obra. Todo ello ha propiciado que se muestre la multiplicidad textual frente a su unicidad, puesta en tela de juicio porque la norma es la inestabilidad del texto. De tal manera, la jerarquía en la disposición de los testimonios manejados depende de la metodología elegida para exhibir un texto que represente la intención del autor en un momento dado de su escritura, si bien que escoja un texto-base no exime al editor de dar cuenta en el aparato crítico de otras escrituras, anteriores o posteriores, puesto que de lo contrario se impide que el lector acceda a una realidad textual heterogénea y difícilmente se puede evaluar el trabajo como «crítico». Como las circunstancias vitales de cada texto difieren, al igual que el propósito de una edición, no es posible establecer una regla rígida para decidir qué texto elegir y cómo editarlo. Las obras literarias se configuran no como una entidad estable sino como parte de un proceso: no hay versión definitiva sino posterior, por ello es una ficción teórica la idea del original perfecto, acabado, definitivo, incluso cuando se tilda así una edición crítica. Es más, ésta no se presenta del mismo modo no sólo porque obedece, en primer término, a la subjetividad del filólogo y a la disponibilidad del proyecto editorial en que su trabajo se incluya, 4 sino también por la falta de un modelo en una misma filología, incluso de un estándar sobre el uso de códigos,   A través de una edición crítica, dicho respeto a la voluntad autorial permitirá contar con un texto riguroso y fiel a su hacedor. Al mismo tiempo, aunque se presente sin un aparato crítico de variantes, este texto debería tenerse en cuenta en reediciones de la obra, incluso en las divulgativas, para garantizarle al lector la fiabilidad del texto literario al lector.   Por ejemplo, en cuanto a criterios editoriales, véanse los de la editorial Crítica en Micó y Ramos (1993.)

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signos formales y notas diversas. En consecuencia, cada texto exige una solución individual e impone un problema más o menos complejo de acercamiento filológico (¿qué editar?) y de presentación al lector (¿cómo editarlo?): una edición crítica es el modo de resolver ese problema, el punto culminante de un proceso por el cual el filólogo nos acerca la forma que un autor escogió para un texto sobre la base de todos los testimonios e indicios accesibles del mismo, con el propósito de reconstruir el más acorde con las intenciones autoriales, propósito que sigue siendo, como hemos apuntado, una de las tareas filológicas y editoriales más delicadas. Si no se maneja un texto riguroso, las interpretaciones críticas pueden resultar arbitrarias, intempestivas e inseguras, como observó Tavani (1983: 9): arbitrarias, porque pueden elaborarse sobre datos que poco tengan que ver con las intenciones del autor; intempestivas, por realizarse antes de que se individualizaran y analizaran tales intenciones; e inseguras, porque al basarse en datos textuales no confirmados pueden revelarse falsas o ser desmentidas parcialmente. En este sentido, clarificador es Roberts (2002) con relación a la elaboración de unas Obras completas de Unamuno: Sin tener acceso a todo el material y todos los datos, no podemos empezar a comprender la evolución política de Unamuno, las completas y cambiantes reacciones del autor frente a la res publica española, su papel como intelectual y figura pública, su relación con su época y sus lectores, el verdadero significado de sus obras literarias y filosóficas, o la interrelación de su obra periodística con su producción literaria y filosófica (161.)

Por el contrario, ante un texto establecido tras un proceso crítico, las aproximaciones al mismo serán más seguras al responder a un objeto de estudio depurado de posibles manipulaciones y variaciones textuales. Por un lado, el escritor revisa su obra por voluntad perfeccionista, por evolución personal artística o ideológica, porque se lo solicita su editor, e incluso su legado literario puede verse alterado cuando sus herederos publican obras inéditas u obvian su disposición, abusan de sus poderes y editan textos con retoques ajenos a él, o que se garantizan como suyos, suplantando el privilegio autorial de crear nuevos textos. Pongamos por caso La arboleda perdida, las memorias de Alberti, cuyo quinto libro presenta cancelaciones relacionadas con su hija Aitana y amigos como Luis García Montero y Benjamín Prado (Muchnick, 1999). Por otro lado, las alteraciones de un texto —con frecuencia presentes ya en notas preparatorias y borradores—, también tienen que ver con el género en que se inscribe: así, es más probable que un drama se modifique para adaptarlo a un determinado público; que la menor variación de formas en un poema pueda trastocar su sentido primario y procurar un texto distinto; que la práctica de la reescritura incida en el desarrollo de nuevas redacciones de un texto narrativo, aun cuando en apariencia, y por la extensión del mismo, los cambios puedan parecer menores. En la recuperación del complejo y dinámico proceso de la creación literaria, si el filólogo respeta el momento de equilibrio último de la escritura delimitado por el autor, conseguirá restituir el privilegio que éste posee sobre su legado y evitará inje-

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rencias de las que, históricamente, tantos escritores se lamentan: así, en 1604, Lope de Vega escribió en su Epístola al contador Gaspar de Barrionuevo: «¿No os admira de ver que descuarticen / mis pobres musas, mis pesados versos, / y que de la opinión los autoricen? / Los versos pervertidos son perversos» (Vega, 1983: 192.) En el marco de la literatura contemporánea —donde los autores tampoco se ven libres de la perversión denunciada por Lope—, en primer lugar, la edición y el estudio de las obras ha de fundamentarse no sólo sobre su primera edición y sucesivas: si se conserva, también debe manejarse el dossier de génesis, 5 pues ya ha quedado demostrado cómo de esta forma se abren nuevos horizontes a la investigación, a la interpretación de las decisiones del autor, a la significación y la edición en sí de los textos. Aunque en la versión última el autor no creyera oportuno tener en cuenta sus esbozos previos, no se debe ignorar su existencia porque su exploración es imprescindible para una lectura global de la obra: el análisis de aspectos genéticos, esencial para reencontrar al escritor en su laboratorio, es uno de los resortes de toda edición moderna, a la que se adecua especialmente el modelo de edición crítico-genética, sobre el que volveremos. En segundo lugar, para analizar y presentar el devenir de un texto, imprescindibles son los testimonios de la fase editorial: desde ediciones en prensa, galeradas, ediciones príncipe e incluso copias de tipografía que sirvieran para ediciones posteriores. Asimismo, y en aras de una mayor precisión, es muy útil contar con documentación varia (agendas, epístolas o documentos personales), dado que refuerza la postura crítica del editor, mayor cuanto más familiarizado esté con el universo literario del autor y con la obra de que se ocupe. Sabido es que el filólogo, tras una identificación y ordenación de las variantes, puede subsanar errores, corregir lecciones o llegar a dirimirlas por conjetura; pero más que evaluador de la eficacia o no de las revisiones de un autor, ha de ser sensible intérprete de lo que es el registro impreso de un pensamiento en desarrollo. Con relación a textos propios de la literatura contemporánea, como hemos mencionado, existen varias situaciones editoriales estrechamente ligadas con la última voluntad de un autor. En ellas el filólogo ha de distinguir si una variante es voluntaria, por revisión del autor, o involuntaria, por carecer de su consentimiento. El autor también puede aceptar la ayuda de otros, lo que comporta que haya modificaciones mínimas o de gran calado e implica que el autor apruebe o no un trabajo ajeno que, por tanto, representará su voluntad en caso de admitirlo. Todo ello propicia revisiones que afectan al carácter y la finalidad de una obra, que llegan a convertirla en otra distinta; o bien que mejoran su concepción y estilo, concerniendo así a su calidad. El editor deberá respetar la norma del autor cuando entienda que éste ha aprobado las modificaciones, y tendrá que corregir descuidos, enmendar errores mecánicos o pulir injerencias de terceros. Las colaboraciones que un autor puede tener, si no son explícitas, tal vez las desvele una carta o una nota en un diario: si un testimonio X lo   Conjunto de los testimonios genéticos de una obra o de un proyecto de escritura (los denominados pretextos) que se han conservado, clasificados en función de la cronología de sus etapas sucesivas. Para otros conceptos propios de la crítica genética, véase F. Colla (2005: 289-296.)

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confirmara, al igual que habría que hacer con posibles conjeturas del editor, será necesario insertar una nota al texto acerca de la opción adoptada: un comentario filológico de la variante, el juicio valorativo que avale la decisión adoptada por el editor en función de los documentos manejados. Esas frecuentes situaciones editoriales de marcada incidencia en la autoría presentan, en buena medida, la siguiente casuística: A. Revisión de galeradas. Es un procedimiento habitual y ocasión idónea para una nueva intervención sobre el texto, y así para la introducción de variantes por el autor o por quien le ayude en tal revisión. El filólogo ha de tener presente que del manuscrito a las galeradas pueden localizarse no pocos cambios. Por ello, si contara con pre-textos, ha de cotejarlos con testimonios de esta fase pre-editorial. B. Primeras y sucesivas ediciones. En revisiones a posteriori es frecuente que el escritor u otros transformen una obra redactada. Valga señalar muestras de menor a mayor repercusión, como El jinete polaco (1991), novela de Muñoz Molina, quien afirmaba que en la edición de 2002 (Seix Barral) el lector no iba «a encontrar capítulos suprimidos ni añadidos, sino correcciones importantes para mí, pero menores. Como la puntuación y la musicalidad» (Astorga, 2002). O el caso de Pérez de Ayala, quien en la segunda edición de La paz del sendero (1903) añadió una breve explicación final («Glosa»), en la que leemos: Al dar a la estampa mi primer poema La paz del sendero, dilo también al olvido […] Si yo fuera tan poco escrupuloso para conmigo mismo que no me dejase guiar sino del concepto que actualmente tengo sobre la forma poética, es seguro que La paz del sendero habría padecido en la presente reedición sinnúmero de retoques y enmiendas. Pero lo reimprimo verbatim, tal como siempre ha sido, y por ende tal como debe ser. Considero que en habiendo publicado un libro, si el libro es sincero, el autor no tiene ya arbitrio ni potestad sobre él (Pérez de Ayala, 1916: 208.)

Pérez de Ayala contradice sus acciones futuras, pues tenía por costumbre retocar su obra e insertar cláusulas interpretativas, tal como hace con este mismo texto: por ejemplo, en la tercera edición (1924), después de «por ende tal como debe ser» añade este paréntesis: «(con sus defectos ingenuos y graciosos; graciosos para mí, claro, que soy su padre)» (198). Un tercer ejemplo: tras la reciente edición de Cien años de soledad, que revisa la magia de Macondo con la colaboración de García Márquez (2007), surgen varias cuestiones: las editoriales, ¿han de ceder paso en sus imprentas a este texto último? ¿Tiene sentido reimprimir los anteriores? E incluso cabe preguntarse cómo afecta una edición revisada a los traductores y los editores foráneos. Así también, al reunir sus textos en un volumen con posterioridad, puede ocurrir que un autor inserte adiciones, supresiones o transformaciones, si bien con frecuencia son otros quienes corrigen y compilan: Al aumentar el número de ediciones de las obras de autores afamados, los problemas textuales son tanto o más complejos que en épocas anteriores […] ediciones más tardías pueden presentar estadios textuales procedentes de ediciones primitivas co-

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rregidas posteriormente por el autor. Las reediciones, en numerosas ocasiones sin el permiso de éste, acumulan errores sucesivamente. Particularmente nocivas al respecto son las ediciones de Obras completas, póstumas en general, que no siempre recogen las primeras ediciones o aquellas que el autor había dado por definitivas (Blecua, 1983: 228.)

C. Reelaboraciones y refundiciones de un texto. Hay autores que reelaboran una obra y la presentan en evolución. Es el caso de Luis Álvarez Petreña, novela de Max Aub sucesivamente ampliada (1934/1965/1971). Otros revisan su obra en una fase avanzada de su carrera, por ejemplo: Los ilusos (1958), de Rafael Azcona, publicada póstumamente como «(Nueva versión)» en 2008. De la reelaboración deriva la refundición, esto es, la adaptación de ciertos pasajes o de la obra en su totalidad al gusto de otros autores, una conocida práctica extrapolable también a otras recientes, como hace la editorial 451 en su colección 451.Re:, donde se actualizan, adaptan y reescriben textos clásicos con la intención de acercarlos al lector del siglo xxi. D. Censura. Si la última versión de un texto se identifica con la voluntad del autor, hay obras excepcionales porque contienen variantes impuestas o inducidas por la censura. No pocos escritores (los exiliados republicanos españoles, entre otros) claudicaron ante la normativa gubernativa con el fin de llegar a sus lectores, lo que originó una autorización a sus textos coaccionada. En tales casos el editor ha de mostrarse cauto ante la premisa filológica «texto último como texto-base»: éste debería ser el último, mas el previo a las mutilaciones de la censura, siempre que el autor no lo revisara con posterioridad. A ello se añade una perniciosa consecuencia: la irresponsabilidad del censor determina la irresponsabilidad del censurado, y así la autocensura del escritor, quien la asume —más consciente que inconscientemente— al mantenerse activo el mecanismo censorio, por la posibilidad de publicar su trabajo. E. Textos inéditos; textos póstumos. ¿Ha de seguir vivo y lúcido el escritor o destruir todo antes de morir si no quiere ver impreso lo que se negó a publicar en vida? ¿Qué sucede con la edición de textos inéditos o aquellos cuyo autor no llegó a tiempo de publicarlos? En estos casos un tanto espinosos, los herederos suelen ofrecer una interesada respuesta, y en condicional: si hubiera podido lo habría publicado. Por ello, estas ediciones no pocas veces son polémicas, dada la intervención externa al texto o la desautorización del autor. Una peliaguda cuestión la plantean las obras de las cuales el autor renegó y aquellas que no llegó a ver publicadas. Acerca de estas últimas, Mainer (2003: 46) apuntó que para los herederos no es fácil tomar una decisión de ese calibre, si bien «en todas estas historias, la posición más desairada es la del filólogo o el historiador insaciable, en busca de notoriedad, de tesis doctoral o de ascenso académico». Ante el rechazo, el arrepentimiento y el deseo de ocultación, Mainer insistió en que: Hay razones para todos los gustos: unas veces las dicta una concepción exigente del legado personal (cuando se trata, sobre todo, de escritos muy precoces); otras, el repudio de lo más autobiográfico o de etapas (estéticas o ideológicas) que se tienen

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por superadas; a menudo, actúa la intranquilidad de la influencia reconocible (Blasco Ibáñez condenó a muerte La voluntad de vivir por no revelar los personajes que la habían inspirado pero no vaciló en publicar La horda, que tanto se parece a «La lucha por la vida», de Baroja)...

No obstante, la publicación de inéditos o de textos in fieri, al menos para especialistas, revela el modo de trabajar y la evolución estilística de un autor; el editor completa un trabajo, aclara su significado. En este sentido, respecto de la obra del poeta José M.ª Valverde, Rico (1999) afirmó con tino: Un autor es libre de acotar la presencia que quiere tener en la escena literaria de su época, la voz que deja oír en el diálogo vivo de la creación. Pero no puede elegir el lugar que le tocará en la historia. Pilar y Clara Valverde harán muy bien en no autorizar que [la editorial] Lumen (o Tusquets, o Hiperión, o Visor) saque a la luz otro libro que la compilación de 1990; se equivocarían, en cambio, si se opusieran a la difusión restringida, sólo para expertos o bibliotecas, de unas auténticas Poesías completas, como marrarían el tiro si pretendieran destruir todos los ejemplares de Hombre de Dios o de Espadaña.

Asimismo, refiriéndose al caso modélico de Kafka, cuya obra pasó inadvertida hasta después de su muerte, Borges (1975: 103) escribió: «Desoyendo la prohibición expresa del muerto, su amigo y albacea Max Brod publicó sus múltiples manuscritos. A esa inteligente desobediencia debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo». En suma, el derecho moral debe proteger a los autores, pero no permitir que los herederos bloqueen el conocimiento de un escritor aprovechándose de la propiedad de sus derechos. Hay documentos privados de relevancia pública, con enorme valor histórico: el material ha de estar a disposición de los investigadores y los lectores para analizar y conocer mejor la obra de un autor. (Esto suscita otra cuestión: ¿es inocente un autor consagrado? ¿Es posible que no intuya que de algún modo esos papeles acabarán por publicarse?) F. Modificaciones e intereses del editor literario. En ocasiones, a instancias de su editor, un escritor no sólo modifica o cancela determinados segmentos de una obra literaria, sino que procura un texto nuevo. Puede aceptar esa petición, si bien su acto más que voluntario responde a esa aquiescencia ante el editor. El cambio de título sería una sugerencia habitual, al igual que modificaciones de las imprentas y de los correctores editoriales. Así también, sin intervención del autor y, por lo general, sin declaración expresa de su intromisión, otros textos padecen modificaciones del editor que discuerdan con el espíritu de la versión original (es el caso de obras en inglés británico adaptadas al dialecto del público norteamericano). Por ello el filólogo siempre debe evaluar las variantes, su motivación y sus resultados. Sirva de botón de muestra Blasco Ibáñez, quien repudió muchas de sus obras de juventud (entre ellas: El Juez, La araña negra, Los fanáticos) y no quiso que se reeditasen, aun cuando tras su muerte editoriales como Cosmópolis las publicaron en ediciones baratas y de gran tirada, obteniendo pingües beneficios (Espinós, 1998: 21-22.)

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G. Textos deturpados. En el caso de correcciones de autor sobre un texto deformado por motivos técnicos o impropia corrección de galeradas en la imprenta, el filólogo deberá distinguir las lecciones auténticas de las accidentalmente auténticas. Por ejemplo, a principios del xx fue moneda corriente utilizar los moldes tipográficos para la doble impresión, en folletín y en libro. De modo que, y volviendo a Blasco, éste fue «consciente de las deficiencias de sus ediciones antiguas [Sempere], por lo que decidió revisarlas todas para su reedición en Prometeo después de la Gran Guerra» (Alonso, 2002: 24.) H. El plagio. Que haya autores que esgriman el concepto de intertextualidad no siempre es convincente cuando son acusados de duplicar obras que dan como propias. Por tanto, el editor literario y el filológico habrán de evaluar el grado de un posible plagio, si tuvieran indicios que lo apuntaran, con el fin de evitar situaciones incómodas relacionadas con la falta de respeto hacia la paternidad de una obra. I. Textos de carácter testimonial. Los escritores de diarios, epístolas o memorias exploran su pasado, modifican, crean. Hay quienes se autocensuran, seleccionan y deciden qué publicar o no; en el caso de las epístolas, algunos incluso conservan copias e incluyen variantes en el documento original. No obstante, aquí la última voluntad no se relaciona directamente con la publicación del texto, puesto que no se trata de su intención primera. Casi siempre es una tarea póstuma que debería ser escrupulosa con la naturaleza del documento, pues adecuarlo a convenciones editoriales, en esencia, lo altera. Se puede variar el texto para su legibilidad, mas todo el proceso habrá de ser muy respetuoso con él, impidiendo lecturas más cercanas al amarillismo, impropio de la tarea filológica. J. Cuestión de nombre (y de género). Como es sabido, incluso hoy en países donde la mujer no ha conseguido igualar sus derechos con el hombre, muchas escritoras firman con nombre masculino para que su trabajo vea la luz y sea tomado en serio. También entre nosotros fue algo común: pocas publicaban bajo sus nombres verdaderos. Es el caso de la exiliada María de la O Lejárraga, mejor conocida como María Martínez Sierra, quien escribió novelas, ensayos y obras de teatro firmadas por su marido, incluso aquellas de fuerte compromiso y reivindicaciones feministas. Tras la muerte de él escribió Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración (1953) y pidió reconocimientos y derechos de autor. Sin embargo: «En el duro mundo machista del franquismo de los años 50 nadie la creyó ni le dio satisfacción hasta que, a su muerte en 1974, nuevos estudios han averiguado que no sólo fue colaboradora, sino única autora de todo lo firmado por Gregorio» (Grillo, 2006: 445.) ¿Cómo editar un texto con redacciones múltiples? Así las cosas, la representación de la inestabilidad textual característica de las redacciones múltiples no sólo es un problema técnico: los cambios lo son también de significado. Por un lado, las ediciones filológicas, como hemos apuntado, deberían representar todas las dudas y los cambios del autor, asentando un principio de igual-

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dad para abordar tanto la primera como la última versión. Por otro, las ediciones con carácter más divulgativo, como mínimo, tendrían que presentar un texto fiable, cuya base podría ser, precisamente, el texto crítico elaborado por un filólogo. De tal modo, surge una pregunta clave: ¿cómo editar ese texto? Para ello, las pautas metodológicas siempre son matizables porque han de adecuarse a los problemas particulares de cada obra, de cada autor, y han de ayudar al editor a sortear cuantos problemas le puedan surgir al enfrentarse con variaciones que, con frecuencia, derivan de situaciones editoriales como las anteriores. El punto de partida es considerar la autoría en términos relativos, ya que un nuevo pre-texto o una edición anotada por su autor, por ejemplo, originarían una nueva versión. Además, a pesar de que la disposición del filólogo sea respetuosa con el autor y con la práctica científica, la publicación de su trabajo siempre dependerá de una editorial y de la disponibilidad para incluir o no, entre otros complementos, un aparato crítico de variantes o la reproducción de pre-textos. En España, piénsese sobre todo en el tipo de edición publicada por Crítica en sus colecciones Biblioteca Clásica y Clásicos Modernos, así como las ediciones —no todas— de Cátedra (Col. Letras Hispánicas) y de Castalia (Col. Clásicos Castalia.) Cuando nos ocupamos de la literatura contemporánea, en la mayoría de los casos se dispone del texto último considerado como tal por el autor, así como del post-texto —ediciones sucesivas y póstumas— y del pre-texto, es decir, el material que constituye su dossier genético (n. 5). Un criterio metodológico esencial de la crítica textual señala que la edición crítica de una obra literaria que tiene una tradición impresa debe hacerse, en general, tomando como base el texto de la última edición autorizada por el autor, pudiéndose concebir como el texto óptimo al representar el juicio ponderado y más maduro del autor. Es el caso de los textos modificados tras una primera edición. Y el texto último (frente a definitivo o editio ne varietur) debe ser considerado el lugar de la realización estética de la escritura. Pero no siempre se escoge esta última edición. Unas veces se edita el texto más difundido y representativo del autor; otras se adopta la primera edición, lo cual es especialmente adecuado cuando tuvo una importancia histórica y las ediciones posteriores modificaron sustancialmente su texto, de modo que no puede asegurarse que la última lo sea del mismo texto que la primera. Igualmente adecuado es cuando se quiere poner de relieve un texto respecto de una etapa concreta del autor. Así, en el supuesto de editar un poema vanguardista de principios del xx, si se escoge una versión revisada por su autor años después, el texto ya será otro por su sentido y el modo en que lo recibirá el lector. No obstante, una edición sólo podrá calificarse como «crítica» si en su elaboración se han utilizado todos los testimonios conocidos. En cambio, cuando se seleccione sólo un determinado texto, por muy ‘último’ y ‘óptimo’ que sea, sólo se exhibirá un estadio del proceso creativo, y crítica no es una edición que simplemente reimprime un texto y lo limpia de erratas, que a veces ni siquiera se comentan. Por ello, al editar filológicamente una obra, las diversas etapas de su escritura deberían recogerse en un aparato crítico. Si no cupiera esta posibilidad, habría que intentar publicarlo en un libro aparte o en ensayos particu-

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lares. Como ya hemos destacado, el filólogo también ha de recurrir a la documentación histórica y biográfica que le ayude a tomar decisiones sobre un texto. La calidad de una edición también la garantizarán la sensibilidad crítica del editor, su conocimiento de la época y de la enciclopedia vivencial y cultural del autor, cuya voluntad deberá limitar la libertad interpretativa del filólogo al establecer el texto. En primer lugar, si hubiera espacio disponible, en un estudio introductorio se debería explicar el proceso crítico de la edición y la historia del texto, aunque habitualmente esto se resume en una «Nota a la edición». Tal estudio y la posible reproducción de materiales genéticos en la edición nos acercará a la voluntad autorial y permitirá justificar en detalle el porqué de la elección de un estadio preciso del texto. En segundo lugar, las situaciones de revisión de un texto por parte del autor implican una distinción cualitativa y no cuantitativa: cuando las revisiones, no depende del número, perfeccionen la concepción original, estaremos ante la misma obra; en cambio, si afectan a la estructura orgánica textual y alteran sobremanera la edición primera, darán lugar a otra distinta; así, la edición debe tratar ese resultado como obra independiente; igualmente frecuente es su publicación junto con otro(s) testimonio(s), por ejemplo en columnas, una por versión. Por otra parte, en tales casos, recurrir a un texto e insertarle notas que recojan numerosas variantes no resulta útil y hace farragosa la lectura; es más, si es obra distinta conviene separarla y no situarla como versión previa o posterior de un texto. Por ejemplo, en reelaboraciones, al publicar los textos cabría similar opción: si los cambios son muy profundos, sería recomendable la publicación íntegra de cada una de las redacciones. Cuando el análisis de las variantes no revele esa fractura en dos textos, podría editarse la redacción última escogida por el autor y relegar las variantes al aparato crítico. Asimismo, y retomando un caso antes comentado, para el material no preparado para su publicación es idónea la edición facsimilar o bien de carácter ‘diplomático’, en la cual habrá que tener cuidado con la transcripción y por tanto con la disposición tipográfica y topográfica del original. En tercer lugar, y con relación a lo anterior, ante una misma obra con redacciones múltiples, cuando se elige un texto-base, como puede ser la primera edición por los motivos ya expresados, habría que dar cuenta de las variantes de redacciones sucesivas, pero también de las precedentes en sus pre-textos, cuando los haya. Aunque no hay una tendencia uniforme, las variantes se exponen en el aparato crítico al pie, al final o en el mismo texto (el método sinóptico que permite la visualización de la reconstrucción textual es más utilizado en textos poéticos que en prosa). Si bien no es normal mostrar al lector más de una versión, incluso hay autores que insertan variantes en sus propios textos, en una práctica de auto exhibición del proceso creativo. En este sentido, por la controversia que algunos trabajos editoriales muestran respecto de un modelo para editar redacciones múltiples, el dinamismo propio de la creación literaria lo proporciona un eficaz tipo de edición antes anunciado: la «edición crítico-genética», impresa o digital, en la cual se conjugan los datos reco-

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nocidos por el autor, cuantos registran las ediciones sucesivas del texto y los materiales de fases previas que consignan la etapa creativa y favorecen la interpretación de la obra y el análisis de su escritura. Además, este modelo incorpora un aparato crítico de variantes genéticas y evolutivas o editoriales, y reproduce, al menos parcialmente, siempre en función de las posibilidades con que cuenta el editor, el dossier genético de la obra. En el ámbito de la literatura latinoamericana del siglo xx, este modelo ha sido esencial para elaborar la Colección Archivos (Colla, 2005). Además, para dar cuenta del movimiento textual hoy día es recomendable esta edición en formato digital, tan poco desarrollado en España, donde los testimonios múltiples se convierten en hipertextos y permiten el «salto» de una a otra página y la visión sincrónica de distintos estadios textuales. Por tanto, el lector puede elegir qué versión leer, manejarla con mayor beneficio y seguir el proceso de gestación del texto. Sin embargo, en papel o en la pantalla, la edición no dejará de mantener viva la cuestión del respeto a la voluntad del autor del texto. En suma, todo viene a poner sobre el tapete el conflicto permanente del autor con su obra, conflicto en el que bien pudo pensar Antonio Machado cuando escribió en Proverbios y cantares: «No extrañéis, dulces amigos, que esté mi frente arrugada; / yo vivo en paz con los hombres / y en guerra con mis entrañas». Bibliografía citada Cecilio Alonso (2002). «Textos efímeros del 98: suplementos literarios de El Pueblo, El Imparcial, El Liberal y El País: índices», en Los textos del 98, eds. J. C. Ara y J.-C. Mainer, Valladolid, Universidad-CECE, pp. 13-111. Antonio Astorga (2002). «Muñoz Molina», ABC, Cultura, 21 de septiembre, p. 53. Max Aub (1971). Luis Álvarez Petreña, Barcelona, Seix Barral, Col. ���������������������� Biblioteca Breve. Rafael Azcona (2008). Los ilusos (Nueva versión), A Coruña, Ediciones del Viento. Alberto Blecua (1983). Manual de crítica textual, Madrid, Castalia. Jorge Luis Borges (1975). «Franz Kafka: La Metamorfosis», Prólogos con un prólogo de prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, pp. 103-105. Antonio Campillo (1992). «El autor, la ficción, la verdad», Revista de Filosofía, 5, pp. 2545. Fernando Colla (coord.; 2005). Archivos. Cómo editar la literatura latinoamericana del siglo xx, Poitiers, CRLA-Archivos. Antonio Espinós Quero (1998). La obra literaria de Vicente Blasco Ibáñez. Catálogo de las ediciones, Valencia, Diputación-Gremio de Libreros de Lance. Gabriel García Márquez (2007). Cien años de soledad, Madrid, Real Academia EspañolaAsociación de Academias de la Lengua Española-Santillana. Rosa M.ª Grillo (2006). «La memoria fragmentada (María Teresa León, Dolores Ibárruri, Rosa Chacel, Teresa Pàmies, Federica Montseny, María de la O Lejárraga)», en Escritores, editoriales y revistas del exilio republicano de 1939, coord. M. Aznar, Sevilla, Renacimiento, pp. 441-448. José-Carlos Mainer (2003). «De editores y herederos», Revista de libros, 75, pp. 46-47. María Martínez Sierra (1953). Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración, México, Gandesa.

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Luis Buñuel y el Apocalipsis del fin de siglo: Galdós, Mirbeau, Huysmans José-Carlos Mainer Universidad de Zaragoza

Acerca del Apocalipsis El paso del tiempo no es solamente el transcurso mecánico de aquellas unidades que hemos convenido que lo dividen: horas, años o minutos. Hace ya mucho que sabemos —lo recordó Kant— que es esencialmente una percepción mediante la cual articulamos el mundo en nuestra conciencia; Bergson vino a explicar luego que era un «dato inmediato» de la misma, un presupuesto de la experiencia vivida. Era obvio. Para entonces ya muchos habían sentido el tiempo como un aplazamiento angustioso de su propio final, del acabar de su sustancia que podía pensarse que estaba hecha de temporalidad inestable. La noción de tiempo no tiene otro sentido que recordarnos que hay algo que se concluye. Hubo un principio y hay un final: el primero siempre está remoto y nos vamos alejando de él; el segundo es además de inevitable, terrible. En su libro El sentido del final (1966), el ensayista Frank Kermode ha observado que tal cosa está presente incluso en la vulgar onomatopeya tic-tac que, en todas las lenguas, designa el ruidillo mecánico del reloj: no se limita a reme-

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dar un sonido siempre idéntico sino que distingue y evoca un génesis —tic— y un apocalipsis —tac— continuados. 1 Sabemos también que la historia registra muchos episodios de sensibilización colectiva hacia ese límite que nos enfrentará a nuestra responsabilidad, a alguna forma de juicio final: es tradición historiográfica recordar que así ocurrió en el año 1000 y el año 1900 fue, sin duda, el primer fin de siglo que se vivió con aguda conciencia de conclusión; el año 2000 que todavía tenemos tan cercano remedó, sin pasar de lo chusco, algunos de los dengues y de los miedos de otros finales del Tiempo. El libro de Kermode habla también de una noción asociada a esa conciencia de acabamiento, el mito de la Transición: «Antes del fin existe un periodo que no pertenece exactamente al fin ni al saeculum que lo precede sino que posee sus propias características». 2 Y explica que esa fue la creencia que reactivó Joaquín de Fiore a fines del siglo xii: se inspiraba en la idea de los tres años del Reino de la Bestia, recogida en el Apocalipsis, y fijó para 1260 la llegada del Anticristo, inicio de ese umbral del final. Por su lado, Rafael Argullol, en un persuasivo ensayo sobre el mismo tema, ha contrapuesto las nociones de catástrofe final que laten en los legados de Esquilo, el heleno, y Juan de Patmos, el hebreo («redención contra seducción, sumisión contra sacrilegio, revelación contra tragedia») y atribuye al segundo la noción de un largo crepúsculo, frente a las resolutivas conclusiones del primero. Y es aquella concepción la que ha latido todavía en los gustadores sucesivos de las escenografías finales: en el Miguel Ángel del Juicio Final, tan reminiscente de los mitos prometeicos, en el Goethe del Fausto, tan «empeñado en prolongar lo transitorio», o en el Wagner de la Tetralogía que nos «conduce a un apocalipsis como movimiento final de la gran sinfonía de la nostalgia». 3 También hacia 1900 se creyó vivir una Transición y Kermode recuerda que fueron los años del decadentismo, un sentimiento estrechamente emparentado con la idea de final cercano. Algo de ello debió guardar Luis Buñuel en su memoria subconsciente, o quizá ocurrió que su conciencia de habitante de un tiempo turbio e inseguro surgió al saberse, no sé si hijo póstumo de un siglo que moría al nacer él, o quizá hermano mayor de otro que empezaba cuando él tenía un año de edad. Seguramente, los más heridos por el tiempo son los solitarios, los sentimentales o los egoístas —tres atributos que suelen convivir— y, a despecho de las apariencias, Buñuel era uno de aquellos seres vulnerables. Pocos artistas de su tiempo han tenido más sensibilidad para lo apocalíptico; pocos han sido tan proclives a verse en la inminencia del fin, y también a la idea de vivir una transición, la última transición posible.    «Considero el tic-tac del reloj como un modelo de lo que llamamos trama, una organización que humaniza al tiempo al conferirle forma» (Frank Kermode, El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción (1966), trad. de Lucrecia Moreno de Sáenz, Gedisa, Barcelona, 1983, p. 52).    Ibidem, p. 23 y ss.    El fin del mundo como obra de arte. Un relato occidental (1991), Destino, Barcelona, 2000, pp. 38 y 98, respectivamente. Cf. para una visión más completa, la amena síntesis de Guillermo Fatás, El fin del mundo. Apocalipsis y milenio, Marcial Pons, Madrid, 2001.

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Los rasgos apocalípticos en su obra son muy abundantes. Resulta, por ejemplo, muy reveladora la paradójica ausencia de la palabra «fin» en sus últimas películas: La vía láctea, El discreto encanto, El fantasma de la libertad. 4 Por una parte, la falta corresponde a la concepción de su misma trama: no hay «Fin» porque no acaban y es así porque se basan en un esquema narrativo de itinerario de escenas sueltas, ligadas por mera contigüidad (de forma ejemplar, sucede así en El fantasma de la libertad donde los protagonismos se suceden como en el juego infantil de «tú la llevas»: unos personajes relevan a otros en la marcha de la acción). Pero todo itinerario lineal acaba por ser circular y la continuidad conduce a la repetición, como ya sucedía en El ángel exterminador: no hay liberación sino certeza de que volverá a ocurrir lo mismo. La sensación que se experimenta, al final de cada filme citado, es que se ha tocado fondo en algo más que la reiteración de un mecanismo. Se ha desencadenado el apocalipsis: al final de El ángel exterminador se oyen cargas policiales y explosiones en las calles de México; en El discreto encanto de la burguesía, los personajes centrales avanzan a pie por una carretera, precipitando su paso hacia la nada, rodeados de un paisaje sin rastro alguno de sentido; El fantasma de la libertad concluye con otra carga de las fuerzas de orden público y la atónita cabeza del avestruz del zoológico como único y estúpido testigo del caos. Claro está que son auténticos y aleccionadores «finales», en el sentido en que puede serlo la apocalíptica apertura del Séptimo Sello: finales o principios que bien podían prescindir, como han hecho, del rótulo sobreimpreso convencional. Agon: un filme nonato sobre el terrorismo El Buñuel de los últimos años confiaba cada vez menos en la sensatez de sus contemporáneos. Nada quiso saber de los sucesos parisinos de mayo de 1968 (que eludió con éxito) y la violencia sin motivo le inquietaba profundamente. En el decenio de los setenta la impresión de sinrazón se agudizó: los periódicos recogían a diario las hazañas de ETA y GRAPO, de los dos terrorismos irlandeses (unionistas y republicanos), de los comandos palestinos de Septiembre Negro, de la banda Baader-Meinhoff y de las italianas Brigadas Rojas. Fueron los años dorados de la violencia como pedagogía y de aquella dialéctica que aconsejaba la «agudización de las contradicciones» y, en el fondo, el ejercicio del masoquismo intelectual de entregarse a la acción… de los otros. El sueño de la Razón, cuando se aisla de la piedad, ha querido siempre dejar de ser Razón: producirse con la exactitud y el acierto de la intuición, con la precisión inapelable del disparo o la explosión. El terrorismo sobresaltaba la vida del embajador Rafael de Acosta (Fernando Rey) en El discreto   Debo la observación a Agustín Sánchez Vidal que lo ha hecho constar en varios momentos de sus trabajos buñuelianos. Cf. Luis Buñuel. Obra cinematográfica, JC, Madrid, 1984, p. 354, y Luis Buñuel, Cátedra, Madrid, 1991, p. 289, por ejemplo. Sobre la trilogía de sentido que forman El discreto encanto…, El fantasma… y Ese oscuro objeto…, cf. Linda Williams, Figures of Desire. A ������������������������� Theory and Analysis of Surrealist ���������������� Films, University of Illinois Press, Urbana, 1981.

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encanto de la burguesía y se convertía en un inquietante ritornello de explosiones alrededor de Mateo (otra creación del actor Fernando Rey) en Ese oscuro objeto del deseo, cuyo final presenta el estallido de una bomba, tras que hayamos visto a la encajera de Vermeer zurcir un encaje manchado de sangre. Buñuel quiso realizar un filme sobre la obsesión de aquellos años: Agon («acción» en griego clásico) era, a lo que parece, el título definitivo de un guión que escribió con su colaborador habitual, Jean Claude Carrière, tras eliminar un título muy revelador, El canto del cisne, y otros dos demasiado obvios en su humor de trazo grueso, Guerra sí; amor tampoco y Haz la guerra, no el amor. Y dos que hubieran sido muy gratos a André Breton: Una ceremonia suntuosa y Una ceremonia secreta. En sus memorias de 1982, Mi último suspiro, el autor precisa todavía más su objetivo: no será sólo el terror político sino lo que llama «la triple complicidad de ciencia, terrorismo e información», 5 lo que vale decir la mitificación de la tecnología, la beata admiración por la acción directa y la docilidad con que nos sometemos diariamente a la ducha de horror que supone la lectura de un periódico. El arranque del filme engarzaba con una vieja pasión viva desde sus primeros proyectos, la importancia de un cine puramente documental como primera articulación de una ficción parabólica: no pensemos sólo en Tierra sin pan, por supuesto, sino en elementos básicos de la estructura de La Edad de Oro. En este caso, se nos presentarían en forma de noticiario televisivo tres testimonios: 1) una reunión de galardonados con el Premio Nobel (en la sede del Reichstag alemán) que se propone eliminar con bombas atómicas los pozos de petróleo para concluir con los deterioros ocasionados por el alto consumo de energía, 2) las declaraciones de un ministro de Industria que se pronuncia contra el proyecto y, mientras se exhiben las imágenes correspondientes, elogia la afluencia de turismos particulares a las carreteras, en el inicio de las vacaciones; minimiza la importancia de la eliminación de bosques, porque así hay más papel para hacer periódicos, y se felicita de que haya más y más nuevos medicamentos (se muestra, al respecto, a un perro vivo en fase de disección)... Sus palabras sobre el feliz regreso de la sociedad a las viejas creencias religiosas dan paso a las imágenes de 3), donde toma la palabra el arzobispo Soldeville que anuncia la inminente parusía (última aparición de Cristo, antes del fin del mundo, según el texto del Apocalipsis, de Juan el Evangelista). Importa subrayar no sólo la referencia directa al texto bíblico sino que el nombre del arzobispo es casi el que aquel otro de Zaragoza, Juan Soldevila y Romero, que fue asesinado por un grupo anarquista en 1923 y cuya muerte había celebrado Luis Buñuel con sus amigos de la Residencia de Estudiantes, según recoge Mi último suspiro. 6 La función dialéctica del montaje —vieja lección de la pantalla soviética—, se evidencia aquí como pocas veces. Del documental se pasa sin transición alguna a la presentación de los personajes, que así se entienden como una secreción natural de una sociedad crédula, banal y ahíta: un grupo de jóvenes terroristas, Abel y Elysée, Norma y Brummel, que proceden de las filas burguesas. Norma es capaz de matar   Mi último suspiro, Plaza y Janés, Barcelona, 1982, p. 245.  Ibidem, p. 58.

 

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a sangre fría a los policías que le dan el alto a la salida de un supermercado; Brummel (a quien en un flash back se ve negándose a aceptar la disciplina de un campo de entrenamiento de guerrilleros) aparece en la reunión elegante como el retoño preferido de su madre. Los golpes de su grupo pretenden ser la vía hacia una subversión universal y destruir los símbolos más caracterizados de una Europa alegre y confiada: han pensado en la voladura del Concorde (niña de los ojos de la tecnología francobritánica) y luego, en la colocación de una bomba atómica en una barcaza al pie del Louvre, lo que destruiría el símbolo predilecto de una cultura nacional. Pero este último y definitivo atentado ha de ser suspendido porque, en tanto, ha estallado una bomba nuclear en Jerusalén. Se desencadenará la última guerra mundial y los imperialistas habrán hecho el trabajo de los terroristas, aunque —como dice el último comunicado del grupo— «si somos movilizados, prometemos asesinar a nuestros oficiales matándolos por la espalda» (vieja consigna anarquista que circuló en los años de la primera guerra mundial). El final —¿hubiera incluído la sobreimpresión ritual de «Fin»?— está minuciosamente calculado: en el cielo sombrío, se dibujaría el hervor del hongo atómico y en su cima se iría dejando ver un Cristo con la mano derecha levantada, inmóvil, rodeado de nubes negruzcas. El plano se aproximaría hasta poder advertirse que los ojos del Redentor son dos órbitas vacías. 7 El pensamiento político de Buñuel Conviene reconocer, de entrada, que no es fácil definir el pensamiento político de Buñuel. No faltan, sin embargo, confesiones y anécdotas en las que es preciso separar la coquetería y la sinceridad y la afectación de desengaño de aquello que es pesimismo de fondo. Lo más evidente es que, a despecho de una innegable aceptación de la disciplina política del comunismo durante algunos años de su vida, en Buñuel lo político se subordinó a la visión moral de las cosas y ésta al ámbito de su experiencia personal más individualista. En el texto «Mi pesimismo», ya a final de su vida, afirmó: «El surrealismo me ha hecho comprender que la libertad y la justicia no existen, pero me ha aportado también una moral (...). He ilustrado esa moral a mi manera que es muy particular porque creo que soy por naturaleza un espíritu destructor (...). Cada hombre me parece digno de interés pero cuando están reunidos, su agresividad queda libre convirtiéndose en ataque o en huída, ejerciendo violencia o sufriéndola. La historia de las herejías lo demuestra perfectamente y es esta la razón por la que me he interesado mucho por las herejías, como puede encontrarse en muchas de mis películas y sobre todo en La vía láctea. Me fascina ver que si unos hombres se reúnen alrededor de una convicción, si forman una sociedad    Luis Buñuel, Agón (sic), pról. de Pedro Christian García Buñuel y Jean Claude Carrière, Instituto de Estudios Turolenses, Teruel, 1995 (en la portada se reproducen los otros títulos posibles: «El canto del cisne», «Haz la guerra y no el amor», «Una ceremonia suntuosa», «Una ceremonia secreta» y «Guerra, sí; amor, tampoco»).

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fundada en una convicción, basta que uno de ellos difiera, aunque sea de forma ínfima, para que sea tratado como el peor de los enemigos». De ahí, concluye, su evidente preferencia por personajes como Nazarín y Robinson Crusoe, héroes solitarios: «En el fondo, siempre he elegido el hombre contra los hombres». 8 Es sabido que se definió «ateo, gracias a Dios». Lo cual quiso subrayar que consideraba que la vivencia más completa y rica del agnosticismo era la que partía de una creencia previa. Y que, en definitiva, otorgaba un alto valor a la experiencia espiritual de la trascendencia: para afirmarla o para negarla. Pero además, Luis Buñuel se integró muy conscientemente en una tradición cultural española, la del anticlericalismo. Que no solamente propaga el odio a los sacerdotes como administradores de la fe y los bienes de la iglesia; es también el deseo de una creencia desinteresada, de un ideal que, en el fondo, confluye con el evangélico. En todo caso, el cine de Buñuel ha dejado muy claro el fracaso de toda religión y la idea de que el ateísmo es el único humanismo posible: aquel que el marqués de Sade predica a Teresa en una memorable escena de El fantasma de la libertad. Si «la naturaleza se basta a sí misma», Dios es sólo una excusa de la crueldad y de la dominación que se practica entre los hombres. Y, como escribió Octavio Paz, Buñuel no cree en la culpa del hombre sino en la culpa de Dios. 9 Por supuesto, Buñuel ha llegado a saber así que la imaginación no delinque y que es bueno incluso dejarla en libertad porque se puede ser un buen burgués ordenado y un anarquista teórico o un asesino en potencia, un entusiasta de la entomología más feroz o un coleccionista de pistolas. Quien vierta su agresividad en el coleccionismo, o refugie su crueldad en la imaginación, no hará daño a nadie: el caso más paradigmático de esa dualidad está en el filme La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, pero puede rastrearse en otros muchos. Buñuel aborrece la hipocresía —como lo hace Modot, el héroe y víctima masculino de La edad de oro— pero a la vez siente un inconfesable atractivo por los que hacen de la doble moral un arte refinado. No siempre es fácil discernir entre el odio que profesa por los esbirros de la burguesía —polícía, obispos…— y el secreto culto que experimenta por los verdaderamente cínicos. Recuérdese que cuando logró tener actores de calidad en su etapa final, halló sus mejores paradigmas de una cosa y otra: Michel Piccoli, con su aire seductor y cínico, le sirvió de amigo repugnante y provocador de la pareja en Belle de jour, fue Ministro del Interior en El discreto encanto de la burguesía, el Marqués de Sade en La vía láctea y jefe de policía en El fantasma de la libertad; Julien Bertheau, con su aire de probo funcionario, fue el obispo obrero de El discreto en   «Mi pesimismo», Escritos de Luis Buñuel, pról. de Jean Claude Carrière, ed. de M. López Villegas, Páginas de Espuma, Madrid, 2000, pp. 35-39.   Sobre la relación de Sade y Buñuel, cf. ahora Manuel López Villegas, Sade y Buñuel. El marqués de Sade en la obra cinematográfica de Luis Buñuel, Instituto de Estudios Turolenses, Teruel, 1998, que no va más lejos de lo que sentó el brillante capítulo «Bajo la enseña del divino Marqués», en Agustín Sánchez Vidal, El mundo de Luis Buñuel, Caja de Ahorros de la Inmaculada, Zaragoza, 1993, pp. 219-243. Mucho antes, Octavio Paz había escrito: «El tema de Buñuel no es la culpa del hombre sino la de Dios. Esta idea, presente en todas sus películas, es más explícita y directa en La edad de oro y en Viridiana, que son para mí, con Los olvidados, sus creaciones más plenas y perfectas» («El cine filósofico de Buñuel» (1965), en Corriente alterna, Siglo XXI, México, 1976, p. 84).

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canto de la burguesía y el primer —y sensible— jefe de policía en El fantasma de la libertad; Fernando Rey, elegante e imponente, pero a la vez con algo de fragilidad atemorizada, pudo ser, a la vez, el Don Lope anarco-liberal que pasa a ser la víctima propiciatoria del rencor de Tristana, el cínico y desenvuelto Rafael de El discreto encanto de la burguesía y el perplejo y masoquista Mateo de Ese oscuro objeto del deseo. Cada pensamiento se fragua en un peculiar modo de existencia social. En las conversaciones con Tomás Pérez Turrent y José de la Colina, el arranque de la plática es precioso: Buñuel pide cafe con ron, «como en los pueblos de España. Estilo campo». Y a renglón seguido, a la primera pregunta sobre el ambiente de la Calanda de su infancia, proclama: «Completamente feudal». 10 No deja de ser curioso que, en 1939, al escribir su biografía para el MOMA usó ya el término «medieval», que también volvemos a encontrar en un texto de 1976, «Recuerdos medievales del Bajo Aragón», 11 y en capítulo inicial «Recuerdos de la Edad Media» de Mi último suspiro. ¿Qué entendía el autor por medieval? Vayamos al último texto citado: «En mi pueblo —hablo de los años de mi adolescencia, hacia 1913— puede decirse que vivíamos en plena Edad Media. Era una sociedad aislada, inmóvil, con una diferencia del clases muy marcada. El respeto y la subordinación del pueblo trabajador hacia los señores era total. La vida del pueblo dirigida por las campanas de la torre del Pilar se deslizaba horizontalmente en admirable y ordenada quietud sobre todo si se la compara con horrible vorágine y prisa de nuestros días. Las campanas señalaban las horas religiosas: misas, vísperas, ángelus, toque de agonía, sones de la campana grande, graves, profundos, para la muerte de un adulto o de otro bronce menos triste para la de un niño; arrebato en caso de incendio o bandeo de gloria los domingos y fiestas solemnes». 12 Obsérvese que no hay crítica alguna de un ritmo inmemorial, sino una suerte de aceptación de la «admirable y ordenada quietud»: es el tiempo del Génesis inocente, por oposición al Apocalipsis («vorágine y prisa») que vendrá luego. Y en ese tiempo de inocencia histórica, destaca su admiración por Don Luis González, «persona liberal y moderna, tipo perfecto de anticlerical decimonónico» que compró un Ford en 1919 —el primer coche— y que, cuando la expansión de la filoxera, plantó la primera cepa americana que tenía guardar escopeta al brazo. Su madre, doña Trinidad, «empleaba para sus abluciones íntimas un aparato cuyo uso escandalizaba a las púdicas señoras que, indignadas, con amplio gesto dibujaban su contorno muy parecido al de una guitarra». 13 ¿No estamos en el ámbito complaciente de una novela mágica de Gabriel García Márquez? No perdamos de vista esa mitificación de la infancia porque no alcanza a ocultar una realidad de la que el autor es muy consciente. Pertenece a una clase social privilegiada y su familia (señalemos que su padre, Leonardo, hizo fortuna en Cuba,   Tomás Pérez Turrent y José de la Colina, Buñuel por Buñuel (1993), Plot, Madrid, 1999, p. 15.   «Recuerdos medievales del Bajo Aragón», en Obra literaria, introd. y notas de A. Sánchez Vidal, Heraldo de Aragón, Zaragoza, 1982, pp. 235-244. 12   Mi último suspiro, ed. cit., p. 17. 13   ibidem, p. 18. 10 11

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instaló en Calanda un negocio de ferretería y se casó a los cuarenta cumplidos) forma un grupo avanzado y moderno, netamente burgués por sus gustos y convicciones pero superpuesto a una situación social profundamente arcaica, sin elementos intermedios de sutura. Lo significativo es que Buñuel siguió encontrando la misma descompensación de la sociedad española —entre el arcaísmo y la modernidad— en todos los pasos de su biografía hasta 1936: por ejemplo, en la Residencia de Estudiantes, clásico lugar de encuentro de los retoños de la burguesía liberal de provincias y referencia afectiva y cultural de primer orden. Retengo un hecho que es algo más que una de las anécdotas que el realizador cuenta a Pérez Turrent y De la Colina: «Nos disfrazábamos de todo: de barrendero, de ujier universitario, de cura. Era como una divertida forma de explorar las clases sociales. Un día fui a una tienda de ropajes de teatro y me vestí de cura, con teja, manteo y sotana, y bajo el brazo llevaba envuelto el disfraz de García Lorca, que me esperaba en la Residencia para disfrazarse también. De pronto, en el trayecto, ví venir a una pareja de la Guardia Civil, y me puse a temblar porque se podía encarcelar hasta por cinco años a quien se disfrazase de cura o militar». 14 La historia no puede ser más reveladora: el joven Buñuel y sus amigos convierten en un juego aquel sistema de identidades sociales cerradas que no acaban de entender muy bien o que no parece que les concierna. Lo único que advierten con claridad es la función de las instancias represoras y, entregados al juego, experimentan el vértigo de poder ser lo odiado, de competir con los encargados del orden social (también otro día, Buñuel se disfraza de teniente de Sanidad y arresta a un compañero que no lo reconoce). Síntomas de apocalipsis: Buñuel y Galdós Esa concepción «medieval» de la sociedad y aquel riesgo del juego de identidades son, sin duda, los mejores antecedentes para sentir con fuerza la inminencia del Apocalipsis. Sólo falta que lleguen imperiosas las exigencias de la propia subsistencia, que se perciba el desorden como referencia universal y que se viva el progreso como alienación y angustia; Buñuel debió vivir así la etapa —tras 1939— en que se precipitaron sobre él la necesidad de emanciparse económicamente de la tutela familiar, la catástrofe de dos guerras y la visión del mundo en crecimiento desde un lugar tan periférico y, a la par, tan convulso como Ciudad de México. La sensación de irremediabilidad de la injusticia (en lo social) y de impotencia de la bondad (en lo personal) invadió su obra. Alguien había de ser culpable… Y, al respecto de esa responsabilidad inconcreta, no parece casual la obsesión buñueliana por la imagen de Cristo, una imagen tan vinculada a los momentos capitales de la Humanidad, su Redención y su próximo final: Cristo es, sin duda, la presencia de Dios en el tiempo de los hombres. Y Luis Buñuel lo ve como un fraude. El presunto 14   Buñuel por Buñuel, ed. cit., p. 18. Algunas notas sobre la percepción del mundo por parte de Buñuel y sus amigos de la Residencia, en mi trabajo «Los herederos de Ramón Gómez de la Serna», en Luis Buñuel. El ojo de la libertad, Diputación Provincial de Huesca, 1999, pp. 47-64.

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Hijo de Dios es un tramposo que se nos presenta como mediador y que, de hecho, goza de las ventajas de las dos naturalezas, la humana y la divina, para dejar a los hombres en la peor de las estacadas. Repárese que habíamos observado ya dos temas capitales en el anticristianismo de Buñuel: 1) su odio por el clero, heredado de la burguesía culta y laica española que desprecia al cura habitualmente maleducado, interesado y vulgar (como los contertulios que toman chocolate con don Lope en Tristana), 2) el aborrecimiento por las disputas teológicas y el fanatismo egoísta de las sectas (patente en La vía láctea y Simón del desierto). La aversión por la figura de Cristo es el aspecto más teológico y complejo del síndrome anticristiano, pero también uno de los más tenaces y ricos en representaciones físicas: recuérdense al respecto la navaja-crucifijo de Viridiana, la reproducción del Cristo de Dalí en la comisaría de Eso se llama la aurora, el amanerado Cristo que se afeita en La vía láctea, el Ecce Homo que se ríe a carcajadas en Nazarín, el falso Buen Pastor de Simón del desierto… La acumulación de profanaciones no puede ser más significativa… Pero es que la imagen de Cristo fue un tema muy sugerente en el final del xix. En un ambiente de irracionalismo dominante, se registró una vuelta a lo evangélico y hasta a la esperanza de un nuevo Mesías; el tema estuvo presente en Tolstoi y en Dostoievski (recuérdese la parábola de «El gran inquisidor» en Los hermanos Karamasov), pero también en nuestro Unamuno: Cristo y Don Quijote «representaron» para el escritor la angustiosa voluntad de ser lo que son: el Hijo de Dios o un caballero andante de veras. 15 Galdós, por su lado, proporcionó una aportación capital al tema al escribir Nazarín (1895), novela que se inspiró seguramente en el caso del sacerdote y poeta catalán Jacint Verdaguer, víctima de su credulidad y su generosa concepción de las relaciones humanas. Más teólogo que Galdós, Buñuel buscó, al rodar en 1958 su filme inspirado en la narración galdosiana, el desengaño y el fracaso reiterados que llevan a la ruptura anímica del personaje. Y, con certeza, debió leer Halma, la continuación de Nazarín, porque esa historia de una fundadora tan abnegada como inestable, tan animosa como frágil, estuvo en la raíz de Viridiana (1961). Por supuesto, junto a otras cosas: el cineasta, siempre tan propenso a negar la trascendencia ideológica de sus obras y a reemplazarla por la remisión a sus obsesiones personales, asoció la imagen de la rubia e inaccesible Viridiana a la de la reina Victoria Eugenia por la que sintió una confusa pasión adolescente. Pero no nos engañemos: la plasmación de un transgresor sueño de infancia (gozar de la mujer soñada mediante un bebedizo, como hace don Jaime con su sobrina Viridiana) convivió, sin duda, con la otra dimensión llevada al filme (la bella utopía estorbada siempre por la invasión de la grosería, el abuso y, a fin de cuentas, del mal). En realidad, dos típicas obras de fin de siglo atrajeron la imaginación de Buñuel… pero para que hiciera otra cosa que la intuida por Galdós: donde el novelista quiso esbozar un nuevo tratado de la piedad civil, el advenimiento de un nuevo evangelio laico, Buñuel prefirió ver la imposibilidad de sustentarlo en una fe religiosa. En Nazarín, el propio sacerdote acaba aceptan15  Cf. el trabajo clásico «El retorno de Cristo», en Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos (trad. de M.T.Martínez), Taurus, Madrid, 1977, pp. 15-39; complementariamente, R. Griffiths, Révolution à rebours. Le renouveau catholique dans la littérature française de 1870 à 1914 (1966), Desclée de Bouwer, París, 1971.

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do la piedad más espontáneamente humana (la piña que le ofrece una campesina), lo que implica su renuncia a la caridad trascendida por la fe; en Viridiana, Jorge, un hombre pragmático y trabajador, hijo natural (como muchos héroes «positivos» de Galdós, por cierto), es el único triunfador de una galería de derrotados. Una de las novelas que Buñuel había leído con subido interés fue Misericordia (1897), otro relato finisecular que alguna vez pensó en adaptar a la pantalla. No lo hizo, a la postre, pero su lectura dejó una curiosa muestra de intertextualidad en la peripecia y el diálogo de Viridiana: una obra cuya configuración interna —la constitución de una colonia de mendigos por parte de una monja que ha debido renunciar a su vocación primera— tiene mucho de experiencia al borde del apocalipsis. También los brutales descubrimientos de la verdad de todos los personajes en el final de Misericordia (el egoísmo de los burgueses enriquecidos, la santidad de Benina, la transfiguración dolorosa del mendigo Almudena) debieron ser reconocidos por Buñuel como revelaciones de un fin de los tiempos. Como se recordará, al final del relato de Galdós, Juliana, la nuera de doña Paca, cree descubrir con espanto las huellas de la lepra en los feos eczemas que se rasca Almudena. Y en su diagnóstico, la aprensiva mujer se hace eco de la persistente creencia popular acerca de la contagiosidad de la lepra y de su carácter de castigo divino, asociado a oscuras culpas (en Levítico, XIII y xiv, el autor de la Biblia da toda clase de consejos y normas para la purificación de los leprosos, personajes que tendrían cierta importancia en los Evangelios). En España, la Real Orden de enero de 1878 legisló sobre el internamiento obligatorio de los mismos y los hospitales de leprosos —Trillo en Guadalajara, Parcent en Alicante…— adquirieron lúgubre renombre. Y el último atrajo la curiosidad estética de un escritor como Gabriel Miró en su juvenil libro Del vivir. Apuntes de parajes leprosos (1904). Sin embargo, lo que Galdós pudo tener presente en esta escena fue el papel que jugaba el terrible mal en las novelas Una cristiana y La prueba, ambas de 1890, de su amiga Emilia Pardo Bazán: el diagnóstico de la «enfermedad de San Lázaro» (así lo dice un personaje) que padece Felipe Aldao (cap. xiv de La prueba) determina el sacrificio admirable de Carmiña, su mujer, de la que está perdidamente enamorado su sobrino político (y narrador) Salustio Menéndez. Lector de Galdós, Luis Buñuel retuvo aquella exclamación de Misericordia («—Lo que tiene este hombre —dijo con espanto— es lepra… ¡Jesús, qué lepra, señá Benina!» —) que trasladó casi literalmente a una escena de su película Viridiana (1961), cuando los pordioseros acogidos por Viridiana rechazan a su cofrade enfermo —José, el leproso, prodigiosamente interpretado por un auténtico mendigo, Juan García Tienda— y le imponen un ominoso ostracismo, que parece un castigo medieval. De un fin de siglo a un fin de régimen: Buñuel y Mirbeau En sugestiva cercanía temporal con las dos primeras películas galdosianas, estuvo Le journal d’une femme de chambre (1964), inspirada en la novela homónima de Octave Mirbeau, que siguió al rodaje de El ángel exterminador. Al realizar ésta en

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México, había echado de menos un ambiente de lujo y actores elegantes y refinados; ahora lo tenía todo en Francia, e incluso a una actriz tan destacada como Jeanne Moreau. Además, Jean Renoir había rodado un filme sobre el mismo libro en 1946. Pero los dos Diarios se parecen muy poco: Renoir era un narrador naturalista cuya lección moral derivaba de la fidelidad casi documental de la observación; Buñuel abordaba la realidad con una marcada tensión simbolizadora, que le llevaba a un significativo expresionismo. ¿Qué pudieron ver uno y otro en un escritor casi olvidado que publicó en 1900 —el año que nació Buñuel— la novela que había de inspirarles? Octave Mirbeau fue un autor de escándalo, por más que hoy ande muy olvidado: fue íntimo amigo de los Goncourt y uno de los primeros miembros de su academia, destacó como periodista temible y narrador naturalista, peleó en favor de los pintores impresionistas y por la inocencia del capitán Dreyfus. Escribió novelas que causaron sensación en su tiempo: Sebastien Roch (1890), que narra sus recuerdos del colegio de jesuítas de Vannes, es un bildungsroman nada desdeñable, y El jardín de los suplicios (1899), una fantasía erótico-cruel sobre los refinamientos de las torturas chinas que ha fascinado a muchos adolescentes. Y fue además el primer propietario de «Los lirios» y «Los girasoles» de Vincent Van Gogh, que adquirió por doscientos cincuenta francos. Pese a lo bueno del negocio, Mirbeau hizo escribir al marchante que se los vendió una carta a su mujer en la que afirmaba que se los había obsequiado. Traducido tempranamente en España, Mirbeau debía ser para el escritor un recuerdo juvenil: una novela narrada en primera persona, más habilidosa y efectista que otra cosa, que hablaba de una burguesía pretenciosa y decadente, de una criada lista y ambiciosa, de erotismo clandestino y, en fin, de un sistema de relaciones sociales desgastado y absurdo, al borde del colapso. 16 La primera operación que practicó Buñuel en el Diario de una camarera fue trasladar la acción a los años treinta. No es modificación de peso porque solamente reemplazó un tiempo de acabamiento —el fin de siglo— por aquel otro momento histórico en el que él había percibido el apocalipsis de una forma de vida. Repárese que hizo lo mismo en Tristana, donde introdujo alusiones políticas —el liberalismo radical y anarquizante de don Lope— que el texto original no tenía. Había otro motivo para modificar la ambientación temporal, la venganza: en 1930 había tenido lugar el estreno de La edad de oro y el correspondiente escándalo que suscitó su retirada del cartel. Por eso, la manifestación de reaccionarios que cierra Diario de una camarera vitorea a Chiappe, nombre del prefecto de París que decidió el secuestro del filme de 1930. Pero estaba muy lejos de la voluntad del cineasta ilustrar un momento histórico particular. No hay, de hecho, una sola película de Buñuel que lo haga, pues su realismo es mucho más de esencias que de contingencias. Y, en tal sentido, Buñuel ha insistido (y alterado) varios elementos capitales de la novela de Mirbeau. En primer 16  Sobre Mirbeau, autor escasamente estudiado, la monografía clásica sigue siendo la de Martin Schwarz, Octave Mirbeau. Vie et oeuvre, Mouton, La Haya, 1966. Hay edición reciente y conjunta de Le calvaire, L’abbé Jules y Sebastien Roch en O. Mirbeau, Les romans autobiographiques, ed. R. y P. Wald Lasowski, Mercure de France, París, 1991.

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lugar, la particular condición de Celestine como testigo de los acontecimientos. La película borra cualquier implicación sentimental de la criada: mucho más que en el relato originario, la muchacha es cultivada, elegante, segura de sí misma. Su primera observación —que define su ruptura con un previsible pasado campesino— es que el campo, que divisa desde la ventanilla del tren, le parece triste; muy poco después, la señora le pregunta si «en París, las domésticas ¿tienen costumbre de perfumarse?», lo que indica su deliberado desclasamiento. En torno a ella y a su mirada segura y penetrante, va a girar todo un universo al que marcan la hipocresía, la ocultación y el rencor: el viejo maniático y fetichista que le pide que se calce y descalce a su vista; la pusilanimidad del señor Monteil que se queja de su mujer y busca los favores de la doncella; la estupidez campechana del capitán Mauzer que acabará por repudiar a su vieja criada y amante, Rose, para casarse con Celestine... El lector del relato advertirá, a cambio, que no queda ni el recuerdo del idilio de la protagonista y el joven tuberculoso en cuya casa sirvió, ni de la compasión que Celestine experimenta por el agobiado Monteil; se ha buscado mostrar la insolvencia moral de una clase social a través de una mirada implacable, muy bien servida por la interpretación impasible y distante de Moreau. El componente político estaba ya en la novela que, de hecho, reflejaba vivamente el clima de la polémica acerca del proceso Dreyfus, origen del movimiento de intelectuales progresistas pero también semillero de la constitución de Action Française (y, por ende, de los monárquicos «Camelots du Roi», que Buñuel conocería tan bien). Como se ha indicado, el director ha trasladado el conflicto a los días finales de la Tercera República y a la gestación del fascismo. José, el criado y asesino de la niña, es un hombre tan servil como cruel: en cuanto fascista, aparece siempre como un buen perro guardián de la burguesía (puede que Bernardo Bertolucci recordara algo de esto al configuar el siniestro personaje de Attila en Novecento, interpretado con tanta eficacia por Donald Sutherland: su condición de fidelísimo capataz de los señores y la violación y asesinato de un niño parecen apuntar a una llamativa deuda del filme italiano con el de Buñuel). El componente anticlerical fue, por otro lado, un significativo añadido del guión de nuestro autor y Jean Claude Carrière: el propio co-guionista hizo una desenfadada interpretación del cura y, además, se incrementó la importancia del sacristán, íntimo amigo y correligionario de José. Sacristán y criado de confianza se convierten así en portavoces del orden amenazado y, en tal sentido, reemplazan con su violencia la incapacidad de sus señores para defender su status: al primero le oímos que «los ministros, el gobierno, los jueces, son todos vendidos. Donde hay un bolchevique, hay un judío», lo que es casi un resumen de aquel síndrome pequeño-burgués que alimentó los fascismos. Buñuel sabe —y no se equivoca mucho— que los verdaderos fascistas son siempre los criados. Al final de la novela de Mirbeau, la criada Celestine se casa con José, un hombre viril y atractivo, y, pese a que mantiene alguna duda sobre la autoría de la violación y asesinato de la niña, parece que es feliz. En el filme, Buñuel proporciona una salida más airosa a la muchacha. Se casará con el capitán Mauzer y Monteil, su antiguo

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amo, acudirá como invitado a su boda e incluso saludará afectuosamente a Mauzer, con quien siempre había mantenido una enemistad violenta. La debilidad y la inconsecuencia definen a esa clase de propietarios provincianos en la que Celestine se ha instalado definitivamente. Y, en tanto, José ha logrado el sueño que, en el relato originario, comparte con la criada: se ha ido a vivir a su pueblo en la Bretaña y ha montado un cafe que se llama «À l’Armée Française», donde una consorte vistosa atrae a numerosa clientela. Desde la puerta de su establecimiento, presencia la manifestación fascista que cierra la película y que trae los augurios de aquello que espera a Francia: la drôle de guerre, la derrota y la humillación, el colaboracionismo de Vichy… Al final, en el cielo se dibuja un rayo que, sin ninguna duda, resume la irritación de la historia y del autor. El fantasma de la religión: el guión de Là-bas. El acercamiento más interesante de Buñuel al espíritu del fin de siglo no llegó a plasmarse en un filme sino en un guión, Là-bas, que elaboró con Jean Claude Carrière a partir de la novela homónima de Joris Karl Huysmans. En este caso, el cineasta abordaba uno de los relatos más emblemáticos y una figura mayor del momento finisecular. Huysmans perteneció al grupo que se reunía asiduamente en Médan con Émile Zola y fue —con Maupassant, Alexis, Céard, Hennique y el propio Zola— uno de los autores del famoso libro de 1880, Les soirées de Médan. Hombre de gustos refinados y excelente crítico de arte, siempre osciló entre la incredulidad y la fe, e incluso en una etapa de su vida aquel solterón impenitente (y, en su vida civil, estricto funcionario) profesó como cartujo. En 1884 escribió la Biblia de la sensibilidad decadente: À rébours, inspirándose en la figura de Robert de Montesquiu (el futuro Charlus, de Proust, que aquí se llama Jean Des Esseintes). Y en 1891 publicó Là-bas que es un verdadero museo de la nueva sensibilidad religiosa de un mundo obsesionado por las conversiones repetinas, los estadios de misticismo y el turbio lado del ocultismo y las creencias esotéricas. 17 De todo ello hay algo en nuestra novela. Buñuel la había leído antes de 1925 y, a buen seguro, en una de aquellas ediciones de Prometeo, traducida por Germán Gómez de la Mata y con prólogo de Vicente Blasco Ibáñez. Y ya sabemos que siempre le interesó la herejía y el mundo de las sectas, por lo que tenían de ruptura de lo convencional y, sobre todo, por la facili17  El guión de Là-bas fue editado por el Instituto de Estudios Turolenses en 1990. Huysmans ha contado con un culto bibliográfico minoritario pero significativo. La monografía de referencia sigue siendo la de Robert Baldick, La vie de J.-K. Huysmans, Denoël, París, 1958, y la biografía más reciente, aunque no muy original, es la de Alain Vircondelet, Joris-Karl Huysmans, Plon, París, 1990. A nuestros propósitos interesa más la monografía de Charles Maingon, L’univers esthétique de Joris-Karl Huysmans, Nizet, París, 1977. Mirbeau y Huysmans se conocieron y trataron. Uno y otro figuraron entre los interrogados en la muy importante Enquête sur l’évolution littéraire (1891), de Jules Huret (ed. Daniel Grojnowski, José Corti, París, 1991), donde Huysmans figura entre los «naturalistas» y Mirbeau entre los «neo-réalistes», pero uno y otro se reencuentran bajo el rótulo de «boxeurs et savatiers».

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dad con que se trocaban en formas de intolerancia. Pero además, en su caso, hay que tomar en consideración el atractivo más complejo de lo negativo, de la creencia vista en el espejo deformante de la fe a la que se opone. En el caso del satanismo, lo admirable era cómo todos los supuestos de ese culto remedaban, contradecían y negaban al cabo los de la práctica religiosa cristiana: si en otras ocasiones Buñuel había explorado la sutileza de la línea que separa el bien y el mal, ahora comprobaba lo muy poco que diferenciaba a Dios y al Diablo. El guión de Là-bas es espléndido y se basa en un hábil contrapunto de planos que también se encuentra en la novela: en una estructura muy abierta y, a la vez, escrupulosamente trenzada, Huysmans había alternado las andanzas de Durtal, un intelectual parisino, displicente y descreído, que indaga en la biografía de Gilles de Rais, y largos fragmentos de la propia investigación en los pasos de aquel hidalgo guerrero que fue compañero de Juana de Arco y acusado de asesinar niños para celebrar ritos satánicos, por lo que fue fue ahorcado y quemado. También en el guión se alternaron las evocaciones del mundo medieval y los acotecimiento que, en torno a Durtal, tienen como marco el mundo contemporáneo (que, por otra parte, se ha trasladado a la época presente). La alternancia no carece de humor crítico en algún momento significativo: por ejemplo, una escena nos mostraría un momento hogareño en una familia de la Edad Media, mostrando sus rostros extáticos alumbrados por el fuego del hogar, para fundirse a renglón seguido con la imagen de una familia de hoy, a la que ilumina el fulgor pálido de la pantalla del televisor. Buñuel no podía dejar de burlarse de uno de los síntomas más característicos de la alienación contemporánea… Y tampoco podía faltar la presencia del terrorismo, tan importante en Ese oscuro objeto del deseo: cuando Durtal realiza su primera visita a la casa de Carhaix, el campanero de Saint Sulpice, de París, se oye la explosión de un artefacto en un café cercano; en la segunda visita, los invitados han de desalojar la torre porque se ha recibido una amenaza de bomba. Y es precisamente esta escena la que da lugar a un brillante encadenado de secuencias: los perplejos amigos de Carhaix se asoman a ver lo qué pasa y su vista se fija en el vuelo muy bajo de un avión de pasajeros; la cámara sigue la marcha de aparato y lo observa tomar tierra en el aeropuerto de París; tras un plano general de sus instalaciones, advertimos una puerta en la que pone «Servicios espirituales» y, tras ella, varios clérigos (un rabino, un pastor protestante, un sacerdote católico…) que esperan ser requeridos por sus fieles; los altavoces llaman al sacerdote para atender a un moribundo y ahora seguimos sus pasos hasta la enfermería donde se encuentra el enfermo. El clérigo se incina sobre él y lo estrangula con sus propias manos para lograr así su condenación (sabremos entonces que el expeditivo sacerdote es Docre, el renegado, cuya figura domina la segunda parte del guión). Ese encadenado por el sistema que arriba (a propósito de El fantasma de la libertad) hemos asociado al juego infantil de «tú la llevas» es, por supuesto, un residuo remoto del sistema de asociaciones libres del cine surrealista, pero también es algo más: es un ejercicio de agilidad narrativa que, en este caso, recuerda poderosamente el espléndido uso de la continuidad por contigüidad en Family Plot (1978), el último

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filme de Alfred Hitchcock: la pareja protagonista circula en automóvil y de noche por una autopista urbana y está a punto de atropellar a una mujer visiblemente disfrazada; la cámara parece salir del interior del vehículo y sigue a la mujer, quien va a recoger el botín que es producto de un secuestro. De ese modo, la historia de los criminales se incardina en la de la divertida pareja protagonista —un taxista ocasional y una adivina sin mucho éxito— que estaban buscando al jefe de la banda para hacerle llegar una inopinada herencia. En todo caso, la obra de Buñuel y Carrière es notablemente fiel a la narración originaria. Así sucede, por ejemplo, con lo que concierne a Carhaix, el campanero. La misma presentación del curioso personaje, volteando con el empuje de su propio cuerpo las campanas de San Sulpicio, se halla literalmente en la novela. Y, por supuesto, su vinculación a esta notable iglesia parisina (hoy tan visitada por los lectores de Dan Brown y El código de Vinci), emplazada en un barrio tan elegante como discreto, que fue —a partir del Segundo Imperio— centro de difusión de una iconografía sacra refinada, enfática y cursilona que dio la pauta de la religiosidad burguesa que más podía odiar Buñuel. Pese a todo, el autor introduce algún cambio significativo en el relato de Huysmans. Las escenas referentes a la historia del cruel Gilles de Rais (presentadas por la voz de un narrador) buscan en el personaje una dimensión más romántica que perversa, contrariamente a lo que sucede en el libro. Buñuel tiene sus propias ideas acerca del personaje y unas veces muestra su patética obsesión por obtener dinero y otras, sin embargo, avidencia el amor que experimenta por los niños a los que asesina (la escena que lo presenta besando los labios de las cabezas cortadas hubiera sido, sin duda, uno de los morceaux de bravure que tanta tinta han hecho derrochar a los exégetas del cineasta). Pero si el tratamiento del pasado reviste cierta equívoca unción, muy cercana a los preceptos bretonianos, la historia más próxima ha sido también considerablemente enriquecida con respecto al texto de Huysmans. Éste, por ejemplo, había presentado la relación amorosa adulterina de Durtal y Madame Hyacinte Chantelouve, esposa de un ilustre historiador católico, como una sátira bastante cruel de los prejuicios de la burguesía católica y como un modo indirecto de reflejar el hastío y el desinterés por la vida ordinaria de su héroe. Buñuel, en cambio, ha hecho de la dama un personaje que tiene cierto parentesco con la Séverine de Belle de jour: ambas son dos burguesas insatisfechas y algo masoquistas que exageran su pudor, se entregan al ambiguo placer de la mala conciencia y disfrutan cuando se les hace el amor en las circunstancias menos propicias… Docre, el cura renegado, es el personaje que más ha crecido en manos de Luis Buñuel, mientras que apenas pasa de ser un figurante secundario en el relato de Huysmans. Arriba he relatado su singular entrada en el mundo de Là-bas. Pero, además, Buñuel y Carrière le han añadido aquí la existencia de una madre millonaria y viuda, todavía muy hermosa (aunque ligeramente coja, ¿como Tristana?) que concibió a su hijo, el sacerdote, al ser forzada cuando tenía catorce años. La participación de la dama en las misas negras que celebra su hijo induce a sospechar una relación incestuosa que, una vez más, remitiría a otra surgencia surrealista en el re-

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lato finisecular. Su suicidio, por último, confiere al Docre buñueliano una dignidad trágica de la que carece el personaje originario. Y fue precisamente lograr una escenificación convincente de la misa negra lo que se atragantó a Buñuel, según contó Carrière (no le arredraba la necesidad de rodar escenas «históricas»: lo había hecho en La vía láctea y El fantasma de la libertad, y —por supuesto— en La Edad de Oro). El guión sigue, sin embargo, con mucha fidelidad la novela, como se comprueba en la vestidura de Docre (la casulla sobre los paños menores), la desnudez de su madre o los transportes histéricos de las damas asistentes, e incluso se reproduce la expresión irónica de Durtal al comienzo del acto («Pero esto no es más que una simple misa rezada»). Buñuel había pensado que la misa concluyera su película y, al efecto, había trazado una conclusión muy suya: un plano de la capilla vacía, tras la entrada de la policía; otro plano del macho cabrío, usado en los ritos, que tira inútilmente de la cuerda (siempre hay animales-testigos en el cine de Buñuel) y, por último, un primer plano del torturado Cristo pintado por Grünewald (que en la novela de Huysmans ha sido descrito con mucho detalle al principio del texto). «Muy lejanas en la noche se oyen campanas»: tal era la postrera y significativa didascalia del guión que no llegó a la pantalla. Es una lástima que no fuera así… Si Buñuel ya había rodado —muy consciente del alcance de su título— El fantasma de la libertad (para preguntarse qué queremos decir cuando la reclamamos y qué pasa cuando queremos ejercerla), este reencuentro con una vieja lectura de Huysmans podría haber sido rotulado El fantasma de la religión, y no hubiera hecho mal papel junto a Nazarín, Viridiana, Simón del desierto o La vía láctea. Consuelo o coartada, superchería ridícula o verdad de conciencia, misterio o absurdo, Buñuel soñó siempre con el final de las religiones positivas, verdadera redención del hombre, pero también supo lo fuertemente hincadas que estaban en la conciencia colectiva. Aceptó con humorística resignación ser un testigo más de un crepúsculo muy lento de la fe y, en el fondo, heredó de la religión la idea del final de los tiempos, del apocalipsis. Siempre me ha llamado la atención la póstuma broma de Buñuel: hacer llamar a sus viejos amigos y a un sacerdote para confesarse y, al hacerlo, dejarles con la duda de su conversión. No lo traigo aquí como un dato para que especulemos sobre las convicciones reales de este ateo, gracias a Dios. Es para que comprobemos otra vez la angustiada conciencia de final que preside su obra.

Cenizas y diamantes en la producción de Fermín Cabal Carmen MÁRQUEZ MONTES Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

«Al arder no sabes si serás libre. / ¿Sólo quedarán cenizas y confusión / o se encontrará en las profundidades de las cenizas / un diamante estrellado?» Cyprian Norwid

Fermín Cabal (León, 1948) es una de las figuras de la escena española más completas y consecuentes en su devenir profesional. Compleja porque son muy diversas sus facetas, 1 y consecuente porque en todo momento ha sido fiel a un ideario estético e ideológico, a través del cual ha diseccionado la sociedad española desde sus inicios en los años setenta hasta el momento. Es un ejemplo de los creadores escénicos que se han formado desde la práctica, 2 careciendo de toda formación teatral, más allá de la lectura de textos dramáticos y de    Comienza como ayudante de dirección de Facio en La boda de los pequeños burgueses (B. Brecht) para Los goliardos, de ahí paso a trabajar, primero como actor y luego como gestor y dramaturgista en Tábano; luego ya inicia su labor como dramaturgo en solitario y también como director de escena; director y guionista de cine, guionista de televisión y también como articulista en diversas publicaciones y como autor de textos de ensayo. Amén de ejercitar como docente desde mitad de los años noventa.   En este sentido cfr. Santolaria (1996) y Oliva (2004:99).

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espectador sagaz, 3 quizá por ello tenga una visión del teatro bastante amplia y no esté constreñido por ninguna cortapisa de tipo estético o formal. Considero que tiene claramente asumida la idea de que el teatro es vida, son personas que se confrontan en la escena con unas problemáticas que deben resolverse al final para bien o para mal y que esos dilemas deben proceder de las incertidumbres y las incógnitas de los espectadores a los que se les presentan, 4 y ello porque son producto de un autor que vive esos mismos enigmas y trata de resolverlos, o al menos examinarlos, desde la escritura. Ésta es la peculiaridad del teatro escrito por Fermín Cabal, la necesidad de desarrollarse y crecer desde la escena. Se trata de una persona de una enorme curiosidad vital e intelectual 5 y como tal, carece de certezas, lo que le conduce a una continua indagación personal y teatral, sin conformismos, sino instalado en la duda, en el pensamiento crítico, que es la mejor vía de conocimiento. Esta carencia de sentido acomodaticio es lo que ha propiciado su evolución. Él mismo ha mencionado cómo a finales de los años setenta resultaba más cómodo continuar en Tábano o en otros grupos de teatro independiente, pero ya no le resultaba interesante, ya había cumplido una etapa y optó por abandonar esa certidumbre por un camino incierto en solitario. 6 Esa nueva senda lo conduce a aprender bastante de teatro en compañía de Ángel Ruggiero, 7 después el cine, la televisión y de nuevo el teatro. En consonancia con este devenir personal se debe abordar la producción teatral de Fermín Cabal. No se señalarán las obras colectivas con Tábano u otros grupos, ni las versiones, 8 debido a que nos interesa la producción en solitario del autor 9 y se irá revisando en orden cronológico de estreno, puesto que algunos de sus textos fueron escritos bastante antes de su estreno, pero el autor los revisó y reescribió cuando iban a ser estrenados. 10    Fermín Cabal menciona sus lecturas y los espectáculos que más le interesaron en diversas entrevistas, quizá la nómina más completa esté en Alonso de Santos (1982).   Bien es cierto que los grandes problemas con los que se enfrenta el hombre son idénticos en todos los tiempos, buena muestra de ello son los temas y motivos recurrentes presentes en todas las grandes obras, pero el modo de afrontarlos y las circunstancias van cambiando en el devenir histórico.   Para cerciorarse de ello baste con revisar las entrevistas (Alonso de Santos, 1982; García Ruiz, 1986; Leonard, 1987; Giella, 1994; VV. AA., 1998, entre otras) que le han realizado o leer las transcripciones de sus intervenciones en mesas redondas (Mesa de redacción, 1979; Mesa Redonda, 1985; Quién es quién, 1985; etc.) o algunos de sus numerosos artículos.    Cfr. en este sentido Alonso de Santos (1982).    Fermín Cabal menciona en todas sus entrevistas la gran importancia que tuvo para él su encuentro con Ángel Ruggiero, del que dice haber aprendido muchísimo, sostiene que la formación de este director argentino, tanto teatral como vital, significaron un descubrimiento para él, y que le mostró esa forma de hacer teatro que él intuía y que se le manifestó en esa larga colaboración. Este hecho da también buena muestra no sólo de la voracidad intelectual de Fermín Cabal, sino también de su generosidad y honestidad personal e intelectual.   Sólo se hará referencia a las versiones o traducciones cuando se considere que éstas han marcado de alguna manera la escritura de creación del autor.   Si bien es cierto que no podría entenderse tampoco sin el conocimiento de ese periodo de trabajo colectivo, como se ha mencionado con anterioridad y como el propio autor recuerda en cada una de sus intervenciones y entrevistas. Para tener una cabal visión de ese proceso se remite al trabajo de Cristina Santolaria, 1996. 10   Fermín Cabal ha manifestado en varias ocasiones que él es un dramaturgo por encargo y que a pesar de comenzar a escribir obras sin que se les hayan encargado casi nunca las termina y que sólo lo hace cuando le ponen un plazo para su entrega; en este sentido cfr. VV. AA, 1998: 77-78.

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La crítica habla del costumbrismo 11 inicial de Fermín Cabal, lo cual, desde luego, no es incierto, pero no considero que fuese una opción estética conscientemente tomada, sino que se trató de una necesidad. Hemos de tener en cuenta que el costumbrismo nace en un momento en el que se está produciendo el cambio de sociedad estamental a sociedad de clases y que hay una necesidad de dar cuenta de ello. De la misma manera, cuando Fermín Cabal se está forjando como dramaturgo, a mitad de la década del setenta, se está transformando la sociedad española de un estado totalitario a uno democrático, ese cambio tan brusco está modificando pautas y conductas y los creadores sienten esa misma obligación de registrar ese devenir. Si bien es cierto que al igual que en el xix hay dos modos de hacerlo, uno que mira hacia atrás añorando o fijando esos tipos que se van, al modo de Mesonero Romanos; otro es el que mira alrededor y hacia adelante con esperanza y espíritu crítico, al modo de Mariano José de Larra; éste es el de Fermín Cabal, quien, al igual que Larra, con una mirada perspicaz y visionaria, sondea el entorno y lo consigna en su obra. Partiendo de esta premisa, Tú estás loco, Briones (1978), presenta esos primeros momentos de la transición en los que unos se resisten al cambio mientras que otros se apresuran a ocultar cualquier rastro de su pasado colaboracionista, con el telón de fondo de esa masa que, esperanzada, recibe con gozo los nuevos acontecimientos. A pesar de que la obra porte en el título el nombre de Faustino Briones, no considero que éste sea el personaje más significativo en la obra, sino que se trata de un ser de cierta ejemplaridad, que le sirve a Fermín Cabal para confrontarlo con esos otros, cuyo prototipo es el doctor Borrego, 12 que son una mayoría y sobre los que recae la crítica de la obra. A saber, Faustino Briones, personaje nada grato y ejemplo deleznable del totalitarismo, es consecuente consigo mismo y con las ideas que ha profesado durante toda su vida, no es capaz de aceptar el mundo nuevo, no es traidor al sistema que le ha cobijado y dado una vida. Tiene el pundonor de seguir fiel a sus creencias, de manera que, por muy repulsivo que nos parezca, es un personaje trágico y por tanto tiene una cierta carga de grandeza dramática 13 que está completamente vetada al doctor Borrego y sus correligionarios. Éste personaje sólo movería a ironía o sería principal en un sainete o farsa carente de mayor interés que el de conducir a la risa burlesca. Por su parte, Briones sí aporta materia dramática con dosis trágicas, es imposible que sea asimilado por el nuevo sistema, sólo le queda la muerte. 14

 En este sentido cfr. Rubio Jiménez, 1989; Floeck, 1995; Pérez Jiménez, 1996; Oliva, 2004; entre otros.  Este doctor Borrego, de simbólico nombre, se ha reciclado al nuevo sistema sin la menor duda ni cuestionamiento alguno sobre su pasado, sino que se adhiere sin más a la incipiente democracia. 13  Percibo en este personaje, a pesar de las grandes diferencias, una cierta deuda con las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán. Además de las obras de Ibsen, Strinberg y otros dramaturgos finiseculares que muestran personajes incapaces de aceptar los cambios sociales. 14  A pesar de que en la versión estrenada se salva al personaje, del mismo modo que en la versión cinematográfica, lo cierto es que no resulta nada verosímil escénicamente. En ambos casos esos finales fueron concesiones del autor a los directores. Sobre esta cuestión cfr. Alonso de Santos (1982). 11 12

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Amén de lo citado, hay que reseñar que hallamos huellas en la obra del tono farsesco y paródico que había ensayado en su periodo anterior con Tábano, 15 baste con citar la escena en la que Briones mantiene un delirante diálogo con el retrato de Franco, 16 el cual hace los gestos que más fueron —y siguen siendo— repetidos, como el movimiento del brazo, o bien el apóstrofe «Franco, Franco, ¿porqué me has abandonado?» Recursos humorísticos que percibiremos en obras posteriores. Asimismo hay que constatar que el autor busca una salida para este personaje a través de la locura, pero ni siquiera la enajenación es una solución para él. Un año más tarde estrena, ya con un nuevo grupo y con dirección de Ángel Ruggiero, 17 Fuiste a ver a la abuela??? (1979), obra en la que se centra en la vida de esa masa, que mencionaba con anterioridad, que espera con ilusión la llegada de la libertad a España, después de haber tenido una educación férrea y marcadamente católica pensaba que todo se transformaría y traería éxitos a todos los niveles, pero pronto se percata que la vida de cada cual transita con más libertad pero con las mismas problemáticas. Si bien es Antonio Llantada el prototipo, realmente representa a uno de los muchos españoles de finales de los setenta. Por la temática tratada opta Fermín Cabal por estructurar la obra en base a diversas secuencias breves encadenadas, de manera similar a la azarosa y caprichosa memoria, en la que cualquier elemento, 18 sonido, olor, etc. traslada a un hecho pasado. Se ha instalado, pues, el autor en la memoria colectiva 19 de los españoles de finales de esos años setenta, sobre todo la de tantos seres anónimos y fracasados que poblaban las calles. Esta coincidencia entre los espectadores y lo que veían en la escena fue lo que propició el éxito de la misma, 20 tal y como mencionó la crítica. 21 Las ironías de la vida para esta familia es la constante, el deseo y las buenas intenciones conducen a menudo a lo contrario. Desde luego el recurso del humor está también presente, en este caso quizá para suavizar un poco el cúmulo de desencantos y la cierta sordidez, ahora traído sobre todo por las situaciones donde está muy presente el tema religioso, amén del franquismo, entre ellas mencionamos la segunda representación del belén en la que se 15  Recuérdese que ésta es la primera obra que firma Fermín Cabal, aunque fue estrenada también por Tábano con el autor como director, éste quería romper del todo con el tono farsesco, pero confiesa que ello le fue imposible por la resistencia de sus compañeros de grupo, cfr. VV. AA., 1997:168. 16  El que se hallaba en el despacho del doctor Borrego y del que ya solo queda la huella en la pared. 17  A partir de esta obra la colaboración con Ruggiero es constante, quien dirige con posterioridad a ésta ¡Vade retro! (1982), Caballito del diablo (1985) y Ello dispara (1990). La colaboración entre director y autor sólo finaliza con el fallecimiento del director. 18  Recordemos el andamiaje de la memoire involontaire proustinana que tanto juego ha dado en la creación. 19   Fermín Cabal ha hablado a menudo del proceso creativo de la pieza, en la que parte de unas cintas grabadas por los actores que trabajaban con Ruggiero, en las que hablan de sus vidas. Cfr. Alonso de Santos, 1982; Cabal y Alonso de Santos, 1985; VV. AA, 1997 o VV. AA, 1997. 20  A pesar del éxito la obra dejó de representarse porque la Sala Cadarso, donde se estrenó, fue cerrada por el Gobierno Civil, al ser denunciada la obra por «obscenidad y escándalo público». 21  Basten citar como ejemplo las palabras de Miguel A. Medina: «Se notaba el aire fresco y cercano, una sinceridad que rápidamente calaba en el receptor, una investigación dentro del ‘saber’ cuáles eran su posibilidades, sus medios, sus limitaciones» (1979: 186).

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le lleva a la hija de Antonio como regalo una botella de whisky, cinco mil pesetas y una china de hachís. ¡Vade retro! (1982) 22 transcurre al ritmo de una conversación, primero no deseada y luego apasionada, de dos seres que si bien son sacerdotes, podían haber tenido también cualquier otra profesión o creencia. Se trata de la confrontación de la juventud errática y de la vejez acomodaticia, 23 ambos personajes están llenos de dudas y contradicciones que van desmenuzando poco a poco. Por la fecha de la obra, estrenada en 1982 24, podría más bien rememorar una conversación entre dos militantes de izquierda, más concretamente del partido comunista, 25 cuya militancia durante los años anteriores había sido de un gran dogmatismo, pero a partir de la transición sufre grandes cambios. Vemos, por tanto, cómo Fermín continúa dando cuenta de los cuestionamientos de la sociedad española, desde diversas perspectivas. Esta noche, gran velada (1983) 26 significa un cambio estructural 27 y temático pues, si bien sigue presente la reflexión sobre el comportamiento humano y el modo de conducirse éste en situaciones conflictivas, toma una temática muy concreta y abandona ese muestreo de la sociedad española, ya que el boxeo y su mundo se circunscribe a una parcela pequeña. Pareciera una suerte de paréntesis o bien un interés momentáneo del autor por este tema, éste ha mencionado su interés por el tema y creo que quizá ver en el Festival de Caracas de 1981 Último round de Rodolfo Santana le decidió a escribirla, 28 aunque es difícil señalar las motivaciones a pesar de las pistas que pueda aportar el propio autor. Lo que sí es cierto es que hallamos un sector social marginado y la confrontación de un ser consecuente e íntegro que se ve abocado a la muerte por tratar de mantener su honestidad en un entorno plagado de engaño y falsedad. Quizá el boxeo, ese «deporte» en el que supuestamente es la fuerza de dos contendientes similares la que se pone en solfa, la que le sirva al autor para destacar que ni siquiera esta realidad queda libre de inmundicia por las maquinaciones y asuntos sucios. Así que Kit Peña no puede escapar a ese entorno hostil, lo que lo convierte en personaje dramático abocado a la muerte, como inconscientemente sabe y se reproduce en un premonitorio sueño. Caballito del diablo (1985) continúa mostrando un sector marginal de la sociedad, pero en esta ocasión la problemática presentada es de gran preocupación para   Con la que obtiene el Premio Mayte.   Como muy bien señaló Alberto Miralles (1982: 112). 24  Si bien Fermín Cabal había comenzado a escribirla en 1979, confiesa que en 1982 la reescribe de nuevo para su estreno. Recuérdese que en 1977, en la Reunión de Madrid, los secretarios generales del Partido Comunista Italiano —Enrico Berlinguer—, Partido Comunista Francés —Georges Marchais— y Partido Comunista Español —Santiago Carrillo— presentaron las líneas fundamentales del eurocomunismo. 25  Si bien Fermín Cabal manifiesta que lo que refleja en la obra es el modo de trabajar en Tábano, cfr. VV. AA., 1998: 97-98. 26   Que le supuso el Premio El Espectador y la Crítica, amén de diversos premios a sus intérpretes. 27   César Oliva menciona cómo con ¡Esta noche gran velada! (1983) y, sobre todo, con Caballito del diablo (1985) busca «salidas hacia un teatro más innovador» (2004: 167-168). 28  A ello hay que sumar que él y Santiago Ramos iban a un gimnasio y pensó que éste sería un boxeador perfecto al que «sólo faltaba ponerle unos diálogos adecuados» (VV. AA, 1997: 182). 22 23

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toda la sociedad, la droga, cuyo consumo había comenzado a extenderse de manera alarmante, constituyéndose en una de nuestras grandes heridas. Temática presentada también desde una sucesión de escenas y jugando con asociaciones. El texto se abre y se cierra de un modo similar, recurso adecuado y en sintonía con el tema tratado, anillo que estrangula por incapacidad de desembarazarse de él. Así, exactamente es como llega a él Blanca, la joven que, cansada de su tediosa vida, se zambulle en otra más amarga aún. Ella cree poder controlar esa nueva trampa, sobrevolando sobre la misma como los caballitos del diablo sobrevuelan el estiércol 29 sin mancharse de la inmundicia. Claro que eso es imposible en este caso y de joven periodista insatisfecha se convierte en camello y poco después en una joven fallecida por una sobredosis, muerte quizá buscada porque ya no hay otra salida. Junto a ella otra serie de jóvenes comparten las adversidades de una cotidianidad plagada de todas las trampas y artimañas que exige el dictador heroína, que desbarata cualquier amistad más allá de conseguir la dosis necesitada. A pesar de la dureza y sordidez temática, el autor ha dotado de lirismo y cierta ternura algunos pasajes, para limar la gran crudeza de la mayoría de las escenas. Incluso hay momentos de humor, sobre todo en los intentos de estos jóvenes por representar una versión de Romeo y Julieta, en los que se encuentran guiños a las formas de trabajo de los grupos del teatro independiente, hay burlas hacia la figura del director, etc. El teatro dentro del teatro y las escenas de los recuerdos y veleidades literarias de Blanca son los únicos testimonios de una existencia más allá de la subsistencia cotidiana con la droga. De nuevo el drama de uno de los muchos seres del entorno social de Fermín Cabal y de los espectadores que asisten a sus representaciones, que se ven reflejados en ella. Tema tratado sin cuestionamientos ni maniqueísmos, no se trata de llegar a certezas ni de hacer recriminaciones, sino de mostrar y confrontarse con la realidad compleja y proteica. Por estos momentos había terminado una pieza que aún sigue sin estrenar, Maladanza de Don Juan Martín (1984), 30 y que había comenzado a escribir bastante tiempo antes a instancia del grupo Tábano, 31 a la que había titulado Que vivan las cadenas. Con posterioridad la reescribió y dio el título con el que fue publicada, pero sin que llegase a interesar a ningún productor para ser llevada a escena. Se interna con ella en el teatro de corte histórico, si bien las concomitancias con el presente son notorias. Ya se comienza a ver claramente en el autor el desencanto de la flamante y europea democracia. De nuevo también está la decepción y el final trágico del personaje, que lucha por sus ideales pero que el sistema termina absorbiendo. La realidad de la guerra de la independencia y la esperanza de la vuelta del rey y su jura de la constitución muy pronto se torna en desolación por mor del terrible absolutismo

  Fermín Cabal ha explicado el significado del título en Alonso de Santos (1982) y Giella (1994).  Por la que recibe el Premio Dos de Mayo, del Ayuntamiento de Madrid. 31  Una amplia información sobre esta obra se encuentra en Santolaria (1996), Domínguez (1999) y Torres Nebrera (2001). 29 30

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y tras la breve luz del trienio liberal vuelve de nuevo a la oscuridad del absolutismo de Fernando VII. Mala combinación hacen las quimeras con la realidad. Pasa un periodo alejado del teatro 32 y vuelve a estrenar 33 en 1990, a instancias de Ruggiero y repitiendo el método de trabajo ensayado en Fuiste a ver a la abuela??? La pieza Ello dispara (1990) resulta un tanto compleja, en cuanto que, por una parte, se observa a un grupo de personas en su cotidianidad, el espectador es voiyeur de sus actos; por otra, al final, casi, se averigua que la profesión no es nada habitual, son terroristas. De manera que resulta inquietante esta confrontación de lo rutinario con lo excepcional. Un modo particular de tratar la temática del terrorismo, de nuevo la actualidad mostrada sin posicionamientos maniqueos. En 1993 vuelve a la escena con Travesía, 34 dirigida por él y en la que está ya la temática de la corrupción, dice Domingo en uno de sus parlamentos «[...] Hablan de democracia, de libertad, de honestidad..., ¡y se matan a mordiscos por ver quién mete la mano primero! Eso es España, amiguito, ¡eso es el mundo!». También está presente el gran desencanto por la política y la vida en general, a pesar del final esperanzador y de que uno de los personajes haya encontrado en la colaboración con una ONG la huida de su gran insatisfacción anterior. El espacio escénico representado es un barco, que sale de España hacia África, en una clara identificación con el motivo griego. En esta ocasión parece que al menos algunos de sus personajes han vuelto transformados por la catarsis de ese viaje. Si bien es cierto que también puede identificarse con la vida social española, pues a pesar de que ese barco no vaya a la deriva, sí que lo van algunos de sus viajeros, en clara consonancia con lo que el autor percibe en sí mismo y en la sociedad española. 35 Puede considerarse esta obra un antecedente de Castillos en el aire (1995), 36 en la que el desencanto de la anterior y de otras precedentes se torna ya en dura crítica a la vida política. Es casi una obra coral a pesar de sus sólo seis personajes, pues cada uno de ellos condensa en su comportamiento y acciones el de bastantes políticos de ese momento, 37 amén de las continuas referencias a personajes que son citados con sus nombres reales, lo que hace que alcance una gran verosimilitud y realismo con la situación de corrupción que vivió España en el último periodo del gobierno de Felipe González. Ésta es quizá la obra más polémica del autor, debido a que pocos espectadores estaban de acuerdo con ella, unos por considerarla casi una traición a la izquierda a la que el propio autor pertenece y otros porque la crítica no había sido lo suficien Años en los que se dedica al cine y la televisión.   Confiesa Fermín Cabal que entre 1982 y 1989 no escribió teatro (VV. AA., 1998: 185). 34   Había obtenido con ella el Premio Tirso de Molina en 1991. 35   Fermín Cabal dice en una entrevista «Los personajes responden un poco a ese movimiento de indolencia mental en el que vive el autor, están empapados de cinismo, de escepticismo, de derrota y de culpa. Es lo que yo respiro todos los días y los metabolizo a mi manera» (Zabildea y Cuadros, 1993: 13). 36  Estrenada en el Teatro de la Abadía el 27 de abril de 1995, bajo la dirección de José Luis Gómez. Recibió el Premio de la Crítica. 37  Así como de cantautores, escritores, directores de cine, etc. Muchos de ellos son los referentes ideológicos y culturales con los que se formaron los políticos de la obra y también los reales de la España de aquel momento. 32 33

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temente dura, sobre todo por el final. Sea como fuere, lo cierto es que Fermín Cabal realiza un muestreo, en las dieciocho escenas que conforman la obra, de las diversas esferas del poder y de cómo éste corrompe a los que lo detentan, enredándolos en unas redes de las que difícilmente se puede salir. Es significativa la enseñanza de Pirulo a Martínez, quien en una suerte de ciego muestra a éste último la picaresca política. Entronca con la tradición picaresca, al mostrar el deterioro de la vida política en la sociedad contemporánea, del mismo modo que lo hizo el autor de El Lazarillo, sólo que no desde la más estricta marginalidad, sino desde los cenáculos del poder. A pesar de las continuas referencias al presente se pueden extrapolar éstas para observar que la temática principal no es sólo esa corruptela del presente de la elaboración de la obra sino que se trata de una reflexión sobre los mecanismos del poder y el deleznable uso con el que operan los que lo detentan. Si bien es cierto que Fermín Cabal conocía muy bien el entramado político y venía mostrando en sus obras esa decadencia de la vida política y social española, pero si se considera la obra sólo desde esta perspectiva, es decir, desde la inmediatez de la representación de una realidad concreta y precisa no se abordaría esa universalidad que tienen los textos del autor y su preocupación por los grandes cuestionamientos e incertidumbres del hombre, sólo que estos son analizados desde la actualidad y con el imaginario del autor que no puede sustraerse a su acontecer social. Después del estreno de esta obra Fermín Cabal continúa en la dirección, y con respecto a la creación textual se refugió principalmente en los clásicos grecolatinos, 38 de los que realiza las versiones de Electra, basada en la pieza de Giradoux 39 y Medea, 40 en la que sigue los textos de Eurípides y Séneca. Versiones ambas dotadas de una gran contemporaneidad por Fermín Cabal y en las que se halla esa misma preocupación por el infortunio humano, las traiciones, conspiraciones y corruptelas del poder. Temas que continúan en Agripina, 41 donde refleja la decadencia y juegos de poder de la Roma de Nerón. Tanto ésta última pieza como las dos anteriores no son en un sentido estricto obras históricas, pues como afirma César Oliva con respecto a Agripina: Trata un tema de absoluta actualidad, con un lenguaje de hoy, y esto nos permite afirmar que Fermín Cabal no es un autor histórico, sino contemporáneo y realista, y que estas excepciones tienen sentido en tanto son fuentes que sirven al creador para reflexionar y hacer al público de hoy contemplar problemas de siempre (2004a: 30).

El abuso de poder, el deseo que no logra satisfacerse, las miserias humanas, los intentos por escapar de una vida insatisfactoria y las incertidumbres de la vida son 38  Además de realizar una serie de versiones y traducciones, entre las que habría que destacar El Búfalo Americano, de David Mamet. También hay que subrayar que se dedica con mayor continuidad a la docencia. 39   Que fue estrenada en el Teatro Romano de Mérida en 1997, dirigida por Eugenio Amaya. 40  Realizada por Karlik Danza Teatro y Aran Dramática, estrenada en el Teatro romano de Mérida con dirección de Eugenio Amaya. 41  Basada en textos de Tácito, Cayo Suetonio, Dión Casio, Juvenal y Séneca.

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temas siempre presentes en la producción de Fermín Cabal, en la mayoría de las ocasiones reflejadas desde problemáticas concretas de su devenir social y existencial, coherente siempre con la ética humana y los entresijos y recovecos por los que el acontecer vital conduce al hombre, la denuncia de las corruptelas, pero no con afán moralizador sino con la pretensión de reflexionar y escudriñar la condición humana. Quizá por todas estas motivaciones que han movido su producción decide el autor aceptar el encargo que le hace Eugenio Amaya para que escriba una obra sobre las víctimas de la dictadura de Pinochet, y que da lugar a Tejas verdes, 42 pieza basada en testimonios de los detenidos y torturados del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 en Chile. Para llevarlos a escena opta Fermín Cabal por el monólogo de siete mujeres: La desaparecida, La compañera, La doctora, La enterradora, La delatora, La abogada española y El alma en pena. Las siete escenas están encadenadas por referencias a la desaparecida Colorina, dotando de gran cohesión a la obra, creando de este modo una extraordinaria pieza sobre el dominio de un ser sobre el otro. A pesar de la crudeza del tema tratado no está exenta de lirismo; asimismo, a pesar de la deshumanización que es capaz de generar el hombre, también está presente la generosidad y la ternura. Es quizá uno de los textos más conmovedores de Fermín Cabal, porque ha sabido dosificar la tensión alejado de morbosidad, exponiendo unas circunstancias terribles con una gran contención. Fiel también esta última obra de Fermín Cabal con su ideario y con su estética teatral, que ha ido fraguando en el devenir de su producción acorde siempre con la temática tratada, sin buscar novedades pueriles sino efectividad dramática. De manera que puede afirmarse, como mencionaba al principio, que encasillarlo en una u otra tendencia o tratar de calificar las obras dentro de una u otra corriente sería un intento baldío, debido a que la obra obedece sobre todo a las inquietudes e intereses que el devenir profesional y existencial del autor ha ido estableciendo, por mor siempre de su gran curiosidad, compromiso y honestidad intelectual. En este recorrido por sus obras hemos rastreado su aprendizaje escénico y sus reflexiones sobre la condición humana, que no ha pretendido diseccionar sino exponer y explicarse. Desde luego con aciertos y fallas, pero siempre fiel a sus presupuestos y con su imaginario. Al modo de La Tierra de cenizas y diamantes de Barba y Grotowski la producción de Fermín Cabal es un ejemplo de trabajo, estudio y aprendizaje que nos ayuda a entender mejor los procesos sociales de España desde la década del setenta. Su obra es teatro y el teatro es, como dice Luciano García Lorenzo: juego, magia, comunicación, «imitatio», denuncia, evasión, pasatiempo... De Tespis y hacer caminos al whisky del café-teatro, de las máscaras al bikini, de Sófocles a Bertold Brecht, de Prometeo encadenado a Jesucristo humanizado y superstar, del 42  Estrenada en el Teatro López de Ayala de Badajoz en 2003 con dirección de Eugenio Amaya, con la compañía Arán Dramática. La versión inglesa, de Robert Shaw, fue estrenada en la sala del Off West End «The Gate» (Londres), con dirección de Thea Sharrock.

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verso trímetro yámbico —no apto para desasosegados— al término más vulgar rompiendo prejuicios y buscando el escándalo, de los pájaros de Aristófanes a unas picassianas palomas muertas en escena en dionisíaca ceremonia, con el fin de que el cómodo y pasivo receptor del espectáculo pueda ver de cerca una sangre que siempre y también en cualquier momento brota lejos... (1975: 9).

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Un novelista olvidado. (Aproximación bibliográfica a las novelas de José Montero Alonso) José MONTERO REGUERA Universidad de Vigo

«[...] no he conocido hasta ahora a ningún escritor que dé tan fácilmente, y sin tomar nota alguna, la impresión de la conversación con una persona. Esas son condiciones de novelista que tendrá usted que ver de aprovechar». Pío Baroja 1

La concesión, en el invierno de 1928, del Premio Nacional de Literatura 2 a José Montero Alonso (Santander, 1904-Madrid, 2000) vino a dar el espaldarazo definitivo a la labor periodística y literaria de este joven escritor —apenas veinticuatro años—, conocido sobre todo hasta ese momento por sus trabajos periodísticos apa   El texto procede de una carta autógrafa de Baroja a José Montero Alonso fechada en el 12 de enero de 1927, a raíz de un artículo publicado por el periodista en La libertad.    El tema para el Concurso Nacional de Literatura de 1928 era Antología de poetas y prosistas españoles, con semblanza de autor. Se quería premiar, según la convocatoria, un libro de lectura para las Escuelas Nacionales de niñas y niños. Así surge la Antología de poetas y prosistas españoles que en la primavera de 1930, la editorial Renacimiento puso a la venta. Véase la reciente edición facsímil del libro con prólogo de José Montero Reguera y Alexia Dotras Bravo (Montero Alonso, 2008).

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recidos en las publicaciones de la empresa Prensa gráfica (Mundo gráfico, Nuevo mundo, La esfera), a cuya plantilla pertenecía; pero también en otros, singularmente La libertad donde publicaba una sección de entrevistas con el tema genérico Cómo se hacen las cosas, que más tarde reforzó su contenido literario, ahora con el título Sobre qué hacen los escritores. Cansinos Assens se encargaba de la crítica de libros y Montero Alonso de la información: qué estaban preparando los escritores y los editores, proyectos, curiosidades en torno al mundo del libro. 3 El periodismo, sobre todo de corte literario, pero no exclusivamente, constituyó la columna vertebral del quehacer cotidiano profesional de José Montero Alonso, hasta sus últimos alientos, cuando, ya convertido en el Decano de los periodistas españoles —con el carnet de prensa más antiguo— recibió en 2000 la medalla de oro de la Asociación de la Prensa de Madrid. 4 Pero a la altura de 1928, no sólo era el periodismo la parcela literaria cultivada por nuestro escritor; paralela a esta se desarrolló una labor novelística muy desconocida y olvidada que hoy pretendo rescatar como homenaje a Luciano García Lorenzo, quien conoció y trató a José Montero Alonso. Una entrevista de Fernando Milla El 14 de mayo de 1925, el número 851 de Los contemporáneos donde José Montero Alonso publicaba la novela Una mujer desnuda, se abría con una entrevista del redactor jefe de aquella colección, Fernando Milla, al escritor; la entrevista venía acompañada de una caricatura por Aristo Téllez, con esta dedicatoria: «Al karaba de Pepe Montero Alonso, con nuestro cariño». La entrevista sirve de presentación del escritor que acababa de cumplir veintiún años, pero que ya tenía un cierto bagaje literario: había publicado en la misma colección, dos años antes, otra novela: El mismo amor; más novelas cortas y «Muy pronto publicaré una novela larga: Margot, doctora en filosofía». También tiene proyectos teatrales: «Sí; tengo, en colaboración con Manolo Castro Tiedra, el gran periodista y gran amigo, que para mí ha tenido siempre alientos y ayudas de padre, una zarzuela española, que creo que musicará el maestro Luna». Pero lo que más le atrae, aparte su profesión periodística, es la novela: «Creo que es un género más independiente, más de uno, sin sujeción a trabas ni convencionalismos. Hay muchos factores que en el teatro coartan la libertad y la espontaneidad del escritor. En la novela, por el contrario, el escritor —si se quiere— es plenamente sincero, y nada restringe sus ideas, sus sentimientos o su estilo. Siento, en fin, desde todos los puntos de vista, mejor la novela que el teatro». No llegará a publicar la novela larga anunciada, como tampoco otra, Nunca segundas tiples fueron buenas, anunciada como «en preparación» en 1931, 5 pero sí   Véase José Montero Alonso (1997: 15-16).   Véase la síntesis biográfica y literaria que preparé en Montero Reguera (2009).    Se anuncia como «En preparación» en la segunda hoja de cubierta del libro de José Montero Alonso (1931). Asimismo, participó en la colección La novela de hoy como autor de las presentaciones —en forma de entrevista— que abrían las páginas de algún tomo. Véase por ejemplo, Montero Alonso (1930).  

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una decena de novelas cortas que aparecieron en algunas de las colecciones de este tipo que proliferaron en el Madrid de principios del siglo xx, y que constituyeron el trampolín de muchos escritores de entonces, como bien ha recordado Francisco Ayala: «En el tiempo de mi juventud escribir novelas era todavía una profesión, y profesión muy honrada. Se era novelista como podía serse comediógrafo o dramaturgo, o abogado, o dentista. A decir verdad, la gente se aplicaba, en general al cultivo de las letras, para cualquiera de las ramas, sin necesidad de haberse planteado previamente cuestión alguna acerca del sentido de tal actividad». 6 Corpus de textos 7   1. María del Mar. Novela por [...]. Se publicó en la colección La novela de la mujer, año 2º, número nueve correspondiente al 27 de enero de 1923. Es un tomo de sesenta y dos páginas en formato pequeño, de 105 x 140 mm.   2. El mismo amor. Se publicó en la colección Los contemporáneos, año xv, número 735 correspondiente al 22 de febrero de 1923. Es un tomo de 24 páginas, sin numerar, en formato de 150 x 210 mm.   3. Una mujer desnuda. Se publicó en la colección Los contemporáneos, año xvii, número 851 correspondiente al 14 de mayo de 1925. Es un tomo de 26 páginas, sin numerar, en formato de 150 x 210 mm. Incluye algunas ilustraciones.   4. Una copla en la noche. Se publicó en La novela de amor, en el número 12, sin fecha. Debe ser posterior a 1925, pues no se cita en la entrevista referida más arriba. Es un tomo de 30 páginas sin numerar con formato 110 x 150 mm., con algunas ilustraciones en el interior de Y. Durán.   5. Un hombre, una mujer y una ciudad. Se publicó en la colección Los novelistas, año II, número 50 correspondiente al 21 de febrero de 1929. Ilustraciones en el interior de Gago, como también la portada. Es un tomo de cuarenta páginas con formato de 125 x 170 mm.   6. Ha gritado una mujer. Se publicó en la colección Los novelistas, año II, número 78 correspondiente al cinco de septiembre de 1929. Ilustraciones en el interior de Ramos, como también la portada. Es un tomo de cuarenta y ocho páginas con formato de 125 x 170 mm.   7. Ha gritado una mujer. Se reeditó en la colección La novela corta, 2ª. Época, n.º. 42, s. f., pero probablemente remite a los años cincuenta del siglo xx. Es un folleto de dieciséis páginas a doble columna con formato de 160 x 205 mm. No presenta variantes de interés con respecto al tomo de 1929.   8. Himno y marcha fúnebre de Riego, Madrid: Prensa Gráfica, 14 de junio de 1930. Se publicó en la colección La novela política, año I, número seis, correspondiente al 14 de junio de 1930. 32 páginas con ilustraciones de Roberto y   Francisco Ayala (1984:129).   El corpus que se describe a continuación es resultado de numerosas pesquisas en bibliotecas, librerías de lance y ocasión (reales y virtuales); no descarto que pueda aparecer algún testimonio más.  

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formato de 140 x 215 mm. Se trató de una colección de especial interés en el contexto previo a la instauración de la segunda república, como se deduce de los títulos que aparecieron: Alardo Prats y Beltrán, La noche de San Daniel, 10 de mayo de 1930; Ángel Lázaro, La noche de San Juan, 17 de mayo de 1930; Mariano Sánchez Roca, La sublevación del cuartel del Carmen (Unas horas de gobierno soviético en Zaragoza), 24 de mayo de 1930; Isaac Abeytua, Heroísmo, martirio y muerte de «El Empecinado», 31 de mayo de 1930; César González Ruano, Seis años de absolutismo, 7 de junio de 1930; José Romero Cuesta, Canovas, 21 de junio de 1930; Fernando López Martín, Torrijos, 28 de junio de 1930; Lázaro Somoza Silva, El siete de julio, 5 de julio de 1930; Juan del Sarto, «El Demonio» intenta asesinar a Pi y Margall, 12 de julio de 1930; Julio Romano, El bandolerismo andaluz en el campo, en las Cortes y en los periódicos, 19 de julio de 1930.   9. Caín. Guión cinematográfico. Se publicó en La novela del cine, año I, número 1 correspondiente al cuatro de abril de 1931 (Madrid: Editorial Castro). 42 páginas en formato de 120 x 170 mm. Se incorporan algunas fotografías, un par de páginas sin firma al principio sobre el actor mejicano José Mojica, y, al final, un artículo de S. E. Gallé sobre «El cine club y el gusto del público». 10. La divina traición. Se publicó en La novela de amor, número 35, sin fecha, pero posterior a la número cuatro (Una copla en la noche). Es un tomo de 34 páginas sin numerar con formato 110 x 150 mm., con algunas ilustraciones en el interior de Y. Durán. *  *  * Las novelas arriba descritas bibliográficamente incorporan una serie de rasgos comunes que las sitúan muy bien en el contexto de las colecciones de novela corta que tanto éxito tuvieron en el primer tercio del siglo xx: temática casi exclusivamente amorosa, fondo madrileño —un Madrid con frecuencia nocturno, golfo y prostibulario; Pérez de Ayala, Emilio Carrere y Pedro de Répide al fondo—, cierto elemento trágico, hábil manejo del lenguaje para describir ambientes y tipos, configurar diálogos ágiles y vivaces y llevar al lector hacia el desenlace final; elementos abundantes de contemporaneidad (referencias al tango —de moda en el Madrid de los años veinte—, los cuplés, a pintores del momento —Romero de Torres— etc.); 8 erotismo insinuante que se refuerza en algunos casos con portadas e ilustraciones muy sugerentes (vg. Una copla en la noche y La divina traición). Tanto en Himno y marcha fúnebre de Riego como en Caín, las novelas van por otro camino: el de la evocación histórica en el primer caso, campo en el que Montero Alonso se mostrará tiempo después como un consumado maestro del género, mezclada con elementos políticos en los momentos previos al advenimiento de la Segunda República; el de    «El maleficio del tango» se titulará uno de los capítulos de María del Mar; reaparecerá el baile argentino en otras novelas.

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la reflexión filosófica, en el segundo, sobre el sentido de la civilización y el papel que el hombre juega en ella. Este prometedor comienzo de Montero Alonso como novelista quedó truncado: ni se publicaron las dos novelas largas anunciadas a que me referí antes, ni volvió a tentar este género: periodismo, enseñanza y teatro —como crítico, pero también como autor o adaptador— dejaron en la penumbra estos escarceos novelísticos que hoy he querido recuperar y que reflejan bien una de las maneras habituales en que los escritores de comienzos del siglo xx querían darse a conocer y salir adelante: a través de novelas cortas publicadas en colecciones como las referidas. Bibliografía citada Francisco Ayala (1984). «El arte de novelar y el oficio del novelista» [1959], La estructura narrativa y otras experiencia literarias, Barcelona: Crítica. José Montero Alonso (1930). «Rafael de Morales. La novela que el joven escritor no puede concluir», en Rafael de Morales, Pequeñas cosas, novela publicada en La novela de hoy, año IX, número 414 de 18 de abril de 1930. —  (1931). Julio Romero de Torres. Vida, arte, gloria e intimidad del gran pintor, Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, s. f. [pero 1931], colección «El libro del pueblo», serie IX-2, número 19. —  (1997). Madrid en la vida de..., Madrid, Comunidad de Madrid - Universidad Complutense. —  (2008). Antología de poetas y prosistas españoles [1930], edición facsímil con prólogo de José Montero Reguera y Alexia Dotras Bravo, Vigo, Tórculo Artes Gráficas. José Montero Reguera (2009). «... Unas palabras verdaderas...: memoria en tres tiempos de José Montero Alonso», Páginas de historia literaria hispánica, León: Universidad de León, anejo II de Lectura y signo, pp. 305-321.

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María del Mar. En La novela de la mujer, núm. 9, 27 de enero de 1923.

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El mismo amor. En Los contemporáneos, núm. 735, 22 de febrero de 1923.

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José Montero Alonso en 1925. Una entrevista de Aristo Téllez (Los contemporáneos, n.º 851, 14 de mayo de 1925.

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Una mujer desnuda. En Los contemporáneos, núm. 851, 14 de mayo de 1925.

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Una copla en la noche. En La novela de amor, núm. 12, s. f. [h. 1925].

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La divina traición. En La novela de amor, núm. 35, s. f. [post 1925].

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Un hombre, una mujer y una ciudad. En Los novelistas, núm. 50, 21 de febrero de 1929.

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Ha gritado una mujer. En Los novelistas, núm. 78, 5 de septiembre de 1929.

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Caín. En La novela del cine, I, 1, 4 de abril de 1931.

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Ha gritado una mujer. En La novela corta, 2.ª época, s. f. [h. 1950]..

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los expedientes de censura de dos textos fundamentales de Carlos Muñiz: El grillo y El tintero Berta Muñoz Cáliz Centro de Documentación Teatral

La trayectoria de Carlos Muñiz como autor teatral se vio influida en gran medida por la actuación de la censura franquista, a semejanza de la de la mayoría de los dramaturgos de la llamada «generación realista» de postguerra, en la que se suele incluir a este autor 1. Creador de unos textos que reflejaban los aspectos más oscuros y difíciles de la vida cotidiana en la España de Franco, escritos con vocación de llegar hasta las capas de la sociedad más desfavorecida, al igual que los del resto de sus compañeros de generación, a lo largo de su carrera vería cómo la repercusión social de estas obras quedaba reducida a su recepción por un público minoritario, lo que se debió, en gran parte, a las dificultades que le fueron impuestas por la censura. 2   Aunque comúnmente se le incluye en la citada generación, la crítica acepta que el suyo es un realismo muy alejado del realismo tradicional y próximo al expresionismo. Así, Gregorio Torres Nebrera ha escrito al respecto: «esa aproximación de Muñiz a un realismo naturalista, strictu sensu, es escasa y matizada; por el contrario, la tendencia teatral de Muñiz desde el principio, se halla inclinada hacia un realismo expresionista, que participa tanto de los hallazgos esperpentistas como de las cotas estéticas que sugiere la fórmula de la ‘tragedia grotesca’ de don Carlos Arniches». (Torres Nebrera, 1986, p. 296).   El propio Carlos Muñiz afirmaba en una entrevista: «[el dramaturgo] ha de aspirar a que le acepten, y que de esa aceptación nazca una posibilidad de influir en el público. Ahora bien: en cuanto a mí, aspiro a que mi teatro tenga una posible aceptación en determinadas clases sociales. De hecho, la tiene en un amplio sector estudiantil y en otro, más limitado, de gente humilde». (Monleón, 1963, p. 27).

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En efecto, durante la dictadura franquista, con la única excepción que suponen la continuidad en los escenarios de Antonio Buero Vallejo y algunos estrenos emblemáticos y aislados de otros autores, lo cierto es que la inmensa mayoría de las manifestaciones de teatro crítico nacidas en el seno de la propia sociedad española quedaron reducidas a un fenómeno de minorías. (Otro tema son los estrenos de autores extranjeros cuya representación suponía para el régimen una forma de propaganda política). Y a ello contribuyeron también otros factores, especialmente el sistema empresarial, pero no cabe duda de que el papel de la censura fue fundamental a la hora de impedir que el teatro de la oposición antifranquista tuviera una mayor repercusión pública: prohibiciones totales, cortes, modificaciones, «visados» del ensayo general, autorizaciones para una única función, o para un determinado festival (como sucedió, en ocasiones, con el de Sitges), imposibilidad de emitir la obra por radio… Todos ellos son condicionantes que se repiten de forma abrumadora cuando nos acercamos a los expedientes tanto de los dramaturgos realistas, como de los autores del exilio y de los llamados «simbolistas» o del «Nuevo Teatro». (Muñoz Cáliz, 2005 y 2006). El caso de Muñiz, pues, no es ninguna excepción en el panorama del teatro crítico escrito durante la dictadura, sino que más bien sigue la tónica general de lo sucedido con estos autores y la censura. El propio autor, como el resto de los dramaturgos que tuvieron que convivir con la censura, era consciente de la dificultad añadida que esto suponía para su trabajo como creador: El teatro de mi generación está totalmente sometido a las reglas del juego autoritario del franquismo y tenemos que buscar formas de expresión que, de alguna manera y tangencialmente, puedan llegar hasta el público y nos permitan decir todo lo más posible de aquello que queremos decir en un momento en que sabemos que vamos a topar con el obstáculo a veces insalvable de la censura. […] El franquismo ha sido una escuela impagable. (Ragué Arias-Hijar, 1981)

De este modo, Muñiz se adscribía a una forma de actuar frente a la censura que consistía en tenerla presente a la hora de escribir con el fin de sortearla, lo que suponía adoptar una serie de estrategias creativas, como la de tratar ciertos temas de forma no explícita, aunque diciendo «lo más posible», como afirmaba el propio Muñiz; forma de afrontar la existencia de la censura que adoptaron, en distintos grados, todos los dramaturgos del realismo social, y que se conoció como posibilismo, término que se divulgó sobre todo a partir de la conocida polémica entre Antonio Buero Vallejo, que defendía esta actitud (y por quien Muñiz mostró siempre una declarada admiración), y Alfonso Sastre, quien defendía que había que hacer un «teatro imposible». (Buero Vallejo, 1960, y Sastre, 1960 a y b). Y decimos «todos» porque, tal como el propio Alfonso Sastre ha comentado muchos años después, «más bien había un problema de grado, se puede decir que éramos posibilistas todos, había que ser más o menos posibilista» (Alonso de Santos, 1998, p. 128). El mismo Alfonso Sastre confesaba haber sido posibilista cuando escribió En la red, al situar su obra en Argelia y no en Madrid; Lauro Olmo, uno de

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los autores más prohibidos por el franquismo, utilizó la parábola y el lenguaje indirecto en El cuerpo; Martín Recuerda aceptó suprimir todas las referencias a la guerra civil para poder estrenar su obra La llanura; el propio Rodríguez Méndez —probablemente, el que más se acerca a la postura imposibilista de todos ellos— aceptó suprimir algunas frases para poder estrenar algunas de sus obras. En realidad, el llamado posibilismo era la única actitud que podían adoptar los dramaturgos de este movimiento, pues carecían de sentido las obras guardadas en el cajón para quienes aspiraban a que su teatro tuviera una eficacia social. El posibilismo así entendido no sería sino un conjunto de estrategias encaminadas a poder realizar, dentro de la España de Franco, un teatro que ofreciera una visión del mundo contraria a la que intentaba imponer el régimen. Estrategias que podían afectar a los textos y al proceso de creación artística, pero también a la propia conducta pública de los dramaturgos. En este sentido, tal vez la mayor muestra de posibilismo en Muñiz habría que buscarla no en sus textos, sino en el hecho de haber aceptado un puesto como miembro de la Junta de Censura de Obras Teatrales; puesto que aceptó por consejo de Buero Vallejo, con la finalidad de salvar ciertas obras que, de otro modo, habrían sido prohibidas, según sus propias declaraciones. (O’Connor y Pasquariello, 1976: 15-16). No obstante, las disonancias entre Muñiz y el régimen pronto se harían notar, y así, tal como recordaría el propio autor, no habían pasado seis meses desde que comenzó a ejercer esta actividad «cuando recibí el cese por orden ministerial a raíz de haber firmado un escrito en defensa de los derechos humanos de los mineros de Asturias» (O’Connor y Pasquariello, 1976). Este intento de introducirse en las instituciones culturales del régimen para intentar desde allí abrir territorios antes vedados para el arte escénico, así como los roces con los responsables de unas instancias que pronto se desprenderán de su incómoda presencia, se reiterará en varios episodios de la vida del autor. Así, tal como recuerda Torres Nebrera, en 1959 fue nombrado jefe de programas dramáticos en Televisión Española, perdiendo este puesto al año escaso de ejercerlo, y poco después, fue nombrado responsable de programas dramáticos en Radio Juventud, puesto del que igualmente, fue despedido al poco tiempo. (Torres Nebrera, 2005: 15-16). Para conocer la opinión que los hombres del régimen tenían de Carlos Muñiz, además de consultar los expedientes de censura de las dos obras que vamos a tratar a continuación, hemos revisado el expediente que se le abrió desde el llamado «Gabinete de Enlace», creado por Manuel Fraga en los años sesenta para llevar el control de la actividad de los artistas e intelectuales españoles. 3 En dicho expediente podemos encontrar informaciones como la de que, por su edad, no pudo participar en la «Guerra de Liberación», y que «en la actualidad se manifiesta como de ideología socialista y hostil al Régimen». También se hace referencia a su actividad como escritor: «Aparte de su trabajo como funcionario de la Delegación de Hacienda de Madrid, se dedica con gran interés a la literatura, siendo autor de diversas obras de 

 IDD 107, sign. topográfica 8/67-81/71, signatura 448.

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teatro, modalidad en la que ha obtenido algunos premios». A continuación, se menciona El grillo: «esta última obra tiene cierta tendencia ‘social’, aludiéndose a algunos aspectos de la vida española desde un ángulo pesimista y con las notas peculiares de lo que se ha dado en llamar ‘teatro social’ o ‘realista’». También se alude a su cargo como censor: En el año 1962, Carlos Muñiz, a propuesta de la Sociedad General de Autores de España, es designado representante de dicha Entidad, en la Junta de Censura Teatral. (Su cese en este Organismo es decretado al firmar Carlos Muñiz la carta dirigida al Excmo. Sr. Ministro de Información).

Más adelante se hace referencia a sus obras presentadas a censura hasta ese momento, y a los dictámenes que estas habían recibido, 4 y a continuación se habla del estreno de El tintero, y del grupo que la representó: Esta representación estuvo a cargo del llamado «Grupo de Teatro Realista», en el que figuran diversos elementos de tendencias políticas marxistas o izquierdistas (como Alfonso Sastre, Juan Antonio Bardem, Gumersindo Julián Marcos Martínez, etc). En la obra El tintero se criticaba y ridiculizaba a diversos jefes de Televisión Española, de la cual Carlos Muñiz ha sido expulsado. En El tintero, según sus propias palabras, ha denunciado «los fallos de la burocracia española». La obra no tuvo éxito.

También se alude a sus influencias como autor, e incluso a sus amistades y las tertulias que frecuentaba por entonces, lo que, visto desde hoy, más que informarnos sobre Muñiz, resulta esclarecedor para conocer al propio régimen y su celo por controlar a los intelectuales: Especialmente aparece influenciado por Antonio Buero Vallejo y por Alfonso Sastre, autores españoles conocidos por sus tendencias políticas marxistas y que han formado profesional y políticamente a Carlos Muñiz. Carlos Muñiz frecuenta las tertulias literarias y políticas del Café Gijón, relacionándose con Alfonso Paso, Antonio Buero, Modesto Higueras, Tono y otros, También asiste a otra tertulia del Café Teide (cercano al Gijón). […] En sus conversaciones particulares, exterioriza una gran aversión al Régimen, así como un tono general de disconformidad con todo lo existente, característico también en sus obras. […] Mantiene relaciones con toda clase de individuos de tendencias políticas afines, tanto del interior como del exterior.

Por lo que se refiere a la relación de Muñiz con la censura, hasta ahora, sabíamos de sus problemas, fundamentalmente, por sus propias declaraciones (HerasRivera, 1974, pp. 4-5). Hasta el momento, con la única excepción de su obra

   Gracias a esta relación de obras podemos datar el documento en cuestión como posterior a junio de 1963 y anterior a marzo de 1964, ya que la última obra presentada a censura que aparece en dicha relación es El matrimonio del Sr. Mississippi, y en junio del 64 se presentó una adaptación realizada por Muñiz de Lola, espejo oscuro, que no se menciona.

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maestra, la Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos (Fernández Insuela, 2005, pp. 426-429), aún no se ha realizado un estudio de la censura de Muñiz a partir de los expedientes de sus obras, que se conservan actualmente en el Archivo General de la Administración Civil del Estado; solo cuando se realice dicho estudio podremos saber con certeza qué obras se le prohibieron, cuáles le fueron autorizadas únicamente para funciones de cámara, cuántos y cuáles fueron los cortes que se le impusieron y qué otros condicionantes sufrieron sus obras por parte de la censura. En las páginas que siguen nos limitaremos a analizar lo ocurrido con dos de sus obras más representativas estrenadas durante la dictadura: El grillo y El tintero. El expediente de censura de El grillo 5 El 15 de diciembre de 1956, la compañía del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo presentaba por primera vez a censura un texto de Carlos Muñiz. Se trataba de El grillo, que sería también su primer estreno; un texto marcadamente realista que describe las adversidades de una familia de clase humilde que aspira a vivir con dignidad. La obra únicamente fue leída por un censor, Adolfo Carril 6 (lo habitual era que las obras fueran censuradas por tres lectores, aunque en ocasiones, en los años cuarenta y cincuenta —no así a partir de los sesenta—, con la opinión de uno bastaba). Este decidió autorizar el texto de Muñiz, aunque le impuso importantes restricciones: en primer lugar, limitó su autorización únicamente para representaciones de cámara; 7 además, ordenó varios cortes, que, según explica el propio censor en su informe, iban encaminados a ocultar la condición de funcionario del protagonista; también limitó su representación para mayores de edad, y negó la posibilidad de su emisión por radio. En cuanto a su valor artístico, 8 Carril consideró que se trataba de una pieza de escasa calidad: tildó su valor literario de «discreto», y la definió como una «comedia de tipo social, de mediocres ambiciones, que desarrolla un tema amargo con cierta discreción». Además, añadía: «Teatralmente analizada, tiene algunos fallos y quizá pueda faltarle altura de expresión de arquitectura teatral y de procedimiento».

 Expediente 5-57, caja 71.697, Sección de Cultura (Ministerio de Información y Turismo).  Adolfo Carril Gómez fue miembro de la Junta de Censura de Obras Teatrales entre 1946 y 1962.   Recordemos que en las autorizaciones que se entregaban para representaciones de cámara se exigía que solo podrían entrar en el local de la representación los «asociados al teatro», que la entrega de localidades se realizaría únicamente «en el domicilio social del teatro», que se presentaría la autorización en la Delegación Provincial correspondiente del Ministerio de Información y Turismo en cuantas ocasiones fuera requerida la documentación.   Como hemos comentado en otras ocasiones (Muñoz Cáliz, 2005 y 2006), los censores también enjuiciaban la calidad estética de las obras en sus informes. De hecho, en la propia estructura del impreso que cumplimentaban los censores se deja ver esta importancia de la valoración de los aspectos artísticos, ya que, hasta 1963 (año en el que cambia el modelo de impreso), hay sendos apartados dedicados al «Valor puramente literario» de la obra y a su «Valor teatral».  

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Finalmente, y como es sabido, El grillo se estrenó el 31 de enero de 1957, en función única, en el teatro María Guerrero de Madrid, con dirección de Modesto Higueras, y obtuvo un aceptable éxito de crítica. Aunque en ocasiones los juicios de los censores se asemejaban a los de la crítica oficial (no en vano, algunos de ellos ejercían ambos oficios), en el caso de El grillo no deja de llamar la atención las diferencias entre los criterios del censor y los de los críticos de prensa. Así, frente a la restricción de la obra al ámbito de los teatros de cámara, Torrente Ballester afirmaba en las páginas de Arriba: «Es completamente injusto que El grillo no lo haya estrenado una compañía corriente, que se represente una sola vez —o acaso esas dos o tres a que el éxito obliga—» (1-II-1957); e igualmente, un redactor de La Vanguardia Española se expresaba en los siguientes términos: «Cuando un teatro minoritario encuentra la obra de un novel de positivos valores literarios como en el presente caso, ¿hay que resignarse a que no pase de una representación, la del estreno naturalmente? ¿No habría medio de conseguir para esas obras una vida menos efímera?» (12-II-1957). Las voces de los críticos también diferían mucho de los criterios del censor en lo referido a la calidad del texto de Muñiz. Así, por ejemplo, citando de nuevo a Torrente Ballester, este defendía así al autor y su obra: A mi juicio, el autor de El grillo es un autor teatral. No ya una promesa, que sería la mejor manera de escapar sin compromiso, sino un autor casi hecho. El grillo (título que no me gusta) revela unas dotes muy importantes, un dominio del oficio raro en un novel que, además es muy joven; cualidades de excelente dialogador, de atinado constructor, de buen catador de tipos, con sentido teatral de las situaciones y de las soluciones, con humanidad, con ternura, con ironía y humor. (Arriba, 1-II-1957).

E igualmente, Alfredo Marqueríe, cerraba su crítica con el siguiente comentario, no menos elogioso: Pero cuando las piezas llamadas «de costumbres» no se quedan en la superficie, sino que buscan y bucean en la profundidad de las almas de unos personajes, con impulso cordial, con ternura y con angustia al mismo tiempo, nacen obras como El grillo, donde se anuncia un autor, Carlos Muñiz, que tiene mucho y bueno que hacer y que decir en el actual teatro de España. (ABC, 1-II-1957).

Por último, destacamos el comentario del crítico y dramaturgo Adolfo Prego, quien, unos años más tarde (entre 1963 y 1965), se incorporaría a la Junta de Censura de Obras Teatrales: Sorprende en primer término la madurez del diálogo. Un diálogo de gran calidad literaria, pero sin falsedades, sin hinchazones poetizantes ni nada de esas armonías musicales que hacen suspirar a muchas gentes. Cada personaje dice lo que tiene que decir en forma directa. La palabra tiene un sonido de autenticidad. (Informaciones, 1-II-1957).

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Naturalmente, estas contradicciones resultan en verdad insignificantes en el conjunto de las muchas e importantes contradicciones de la dictadura franquista, pero creo que dibujan muy bien el incierto, movedizo y, en última instancia, agotador panorama en el que intentaron alzar su voz estos autores. A finales del año siguiente, el 28 de diciembre de 1957, el Teatro de Cámara del Instituto de Estudios Alicantinos solicitó autorización para volver a realizar una representación de cámara de esta obra, y en esta ocasión, el Delegado Provincial de Alicante, Luis Villó Moya, emitió un «Informe Moral» favorable a la autorización, en el que se puede leer que la obra «No ataca a la Moral, ni al Dogma Católicos. No hace referencia alguna a las instituciones del Régimen». Además, señalaba como factor favorable a la autorización el hecho de que la obra iba a ser representada como función de cámara y ensayo: «Se trata de un ensayo de drama social cuya representación no ofrece inconvenientes supuesto el reducido y escogido público que presencia estas representaciones de teatro de cámara». Al año siguiente, el 20 de junio de 1959, de nuevo este texto era presentado a censura, esta vez por la compañía del conocido actor Andrés Mejuto. En esta ocasión, se emitió un nuevo informe, esta vez a cargo del poeta y periodista Bartolomé Mostaza, quien escribió el siguiente informe: Es una comedia realista, muy apegada a los hechos anodinos y vulgares de la clase media baja. Su fuerte está en reflejar un ambiente y describir bastante bien los caracteres de los personajes. De diálogo es torpe y tampoco logra situaciones cómicas o dramáticas de verdadera intensidad. Por eso resulta aburrida. En el orden moral no tiene ningún reparo.

Las tachaduras propuestas por Mostaza iban en la misma dirección que las de Carril: Conviene sustituir la palabra «funcionario» por la palabra «empleado», y la palabra «despacho» o «ministerio» por la palabra «oficina», pues lo que sucede al protagonista, si fuera funcionario, no tendría razón de ser. Se ve que el autor no está fuerte en cuestiones de Derecho Administrativo.

No obstante, este censor eliminó la restricción para sesiones de cámara que pesaba sobre la obra, autorizándola para representaciones comerciales (con la calificación de edad correspondiente a mayores de 18 años, y con la imposición de no emitir la obra por radio). Sin embargo, la obra nunca llegó a estrenarse en el teatro comercial. Qué impedimentos, empresariales o de otro tipo, surgieron, es algo que posiblemente nunca sabremos. Lo cierto es que, dos años antes, cuando la obra tuvo su oportunidad de ser escenificada y llegó a ser aplaudida por la crítica, la censura había impedido que se representara en condiciones normales.

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El expediente de censura de El tintero 9 Esta farsa trágica sobre la vida de un oficinista, que probablemente sea la obra más conocida de Carlos Muñiz, fue presentada a censura con el título La vida sin ventanas (que luego se sustituiría por El tintero), por la compañía de Amparo Soler Leal, el 23 de noviembre de 1960, y tardó más de dos meses en ser autorizada, ya que la autorización definitiva está fechada el 30 de enero de 1961. Este primer dato, el retraso en su autorización (lo habitual era una semana o diez días, aproximadamente), ya nos pone sobre la pista de que no se trató de un proceso dentro de los límites acostumbrados. Entre los censores que leyeron la obra se encontraba el crítico del Alcázar, Manuel Díez Crespo. Este tildó de «discreto» tanto su valor literario como su valor teatral, y en su informe hizo algunos comentarios adversos: «Un tanto exagerada la descripción de esta historia del pobre oficinista. En algunos momentos, el lenguaje es ingenuo. […] Hay en esta obra cierta demagogia de bachillerato». Aun así, no todos los comentarios eran negativos, pues también afirmaba que, «No obstante, dentro del tono general, el autor mantiene con nervio su idea». En cuanto a su dictamen, este censor autorizó la obra solo para representaciones de cámara. La obra también fue enjuiciada por el religioso Manuel Villares, quien escribió el siguiente informe, que creo que vale la pena citar en toda su amplitud: Ciertamente parece que el propósito de la obra es laudable: fustigar el egoísmo, la ambición, la dictadura del dinero, el menosprecio de las necesidades ajenas, el desprecio de la persona humana. Para ello se ha buscado a este pobre Pérez, apocado y rutinario empleado, al que todos tratan despiadadamente. Todo le sale mal y no le queda otro recurso que el suicidio. La obra recarga tan ferozmente las tintas negras sobre este personaje y sus desgracias que, en lugar de conseguir el propósito del autor, lo que realmente se saca es un pesimismo absoluto ante la inexorabilidad del «sistema», como lo llama el autor. Si desde un punto de vista de la moral individual la obra podría pasar, no es así desde el punto de vista de la moral social, porque, aparte de ser falsa, es demoledora y de perniciosas consecuencias. Fomenta la amargura y el resentimiento y muchos que llevan una vida estrecha podrían creer encontrarse en el mismo caso. Con una interpretación benigna podría tomarse la obra como una diatriba contra la vida de la ciudad, porque el personaje siempre está pensando en el pueblo, en el campo, en el cielo estrellado, y su amigo el vagabundo vive tan a gusto en un banco del Retiro; pero no, porque en el pueblo le ocurren también cosas muy gordas, como el que cuando llega, su mujer está a punto de engañarle con el maestro del pueblo. Y puesto a escoger un personaje, ya podía haber echado mano de otro. […] En resumen, la obra me parece, tal como está, irrepresentable.

 Expediente 306-60, caja 71.715, Sección de Cultura (Ministerio de Información y Turismo).



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También leyó esta obra José María Cano, quien, a diferencia de los anteriores, la autorizaba para representaciones comerciales (aunque con tachaduras en seis de sus páginas). Este censor justificaba así su decisión: No está claro que el final de Pérez sea debido al suicidio. Más bien es el resultado de un accidente casual. Por lo tanto, no veo en esta solución problema moral. La obra deja un regusto amargo y pesimista, pero el espectador sensato advertirá enseguida la tremenda exageración que el autor emplea en la acumulación de circunstancias y en la pintura de los personajes que causan […] la desgracia de Pérez. La obra puede ser un estímulo de la justicia y la caridad con el prójimo.

Aunque lo habitual, como se dijo, era que cada obra fuera leída por tres censores, en este caso, ante la diversidad de opiniones, el texto fue sometido al juicio de otros dos lectores: el falangista Gumersindo Montes Agudo y el religioso Avelino Esteban y Romero. El primero de ellos se mostró rotundo en su dictamen prohibitivo; para este censor, el protagonista era el «prototipo de los desheredados, víctimas del egoísmo de la sociedad, justificación de la violencia y el rencor marxistas», y el tema de la obra no era sino la «lucha y fracaso de un ser débil que se estrella ante el materialismo burgués y el engranaje cruel de una sociedad capitalista». Además, definió la obra del siguiente modo: Obra típica de novel. Reiterativa. Con atisbos poéticos estrangulados por una motivación obsesiva, polémica, revolucionaria. Considero improcedente su autorización por las razones políticas alegadas. Es un panfleto lleno de violencia discursiva y pretensiones demagógicas.

Finalmente, Avelino Esteban y Romero emitió el siguiente «Informe moral»: … El conjunto da una pieza teatral que si no resulta amarga con negrura fatalista es porque el exceso de «fantasía» la hace inverosímil… y el lector termina por no tomarla en serio… […] En todo late una finalidad de crítica satírica, mordaz, aunque poco hábil y sin garra por falta de calidad teatral en el diálogo y escenas de la trama. […] No creo que se deba prohibir. Se debe castigar [subrayado en el original] al autor autorizándole esta comedia, y que se enfrente con el público, sin que la ominosa censura le convierta en un autor malogrado por falta de libertad intelectual para concebir obras de las calidades de esta historia-fantasía.

Este censor ordenó algunos cortes «en las referencias al adulterio» y en algunos «aspectos político-sociales», y restringió la autorización para mayores de 18 años, y «limitado itinerario». Su opinión debió pesar entre los miembros de la Junta, ya que finalmente se impuso el criterio de autorizarla para mayores de 18 años, y únicamente para la ciudad de Madrid. No obstante, la autorización se hizo esperar, ya que el informe del religioso está fechado a 19 de diciembre de 1960, y recordemos que esta se emitió un mes más tarde. Entre la emisión de este informe y la autoriza-

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ción definitiva, mediaron dos cartas del propio Muñiz y otra de José María de Quinto, dirigidas a José María Ortiz, jefe de la Sección de Teatro y máximo responsable de la censura teatral tras el ministro y el director general de Cinematografía y Teatro: Distinguido amigo: Después de nuestra conversación de ayer, en la que me expuso usted la posibilidad de que no se conceda la autorización solicitada por la compañía de María Amparo Soler Leal, para representar mi farsa La vida sin ventanas, basándose, al parecer, en que ofrece graves reparos de carácter social, he creído conveniente dirigirle esta carta, a fin de aclarar la intención de mi obra, la cual, por lo visto, no parece muy clara. En lo moral, no he pretendido otra cosa que fustigar determinados defectos de nuestra sociedad. Si consigo producir un efecto purificador en los espectadores, como espero que ocurra, me daré por satisfecho. En lo estético, mi única intención ha sido crear una farsa expresionista y, por ello, he precisado cargar las tintas. La farsa se caracteriza esencialmente por una exageración de los tipos, de las situaciones, de todo el material dramático. Y no creo que el hecho de que los ricos de mi obra sean más ricos, y los pobres, más pobres, y las relaciones entre unos y otros más disparatadas, suponga inconveniente alguno. El expresionismo y la farsa son formas grotescas, caricaturescas, y, por tanto, requieren exageración. En cuanto a lo social, estimo que no hay que temer ningún efecto pernicioso. Es más, personalmente, desecho «a priori» este supuesto. Lo único que he pretendido en este aspecto ha sido despertar la conciencia de nuestro público teatral, un público no precisamente en estado económicamente angustioso, sino todo lo contrario, acomodado y cómodo. Y basta con una simple lectura de la obra para comprender que esta y no otra ha sido mi intención. Sinceramente, estimo que el informe de censura que me leyó usted en su despacho es poco objetivo y, desde luego, no comparto con quien lo firme, la idea de que mi obra es demoledora. Es posible, sí, que un teatro como La vida sin ventanas resulte incómodo, pero nunca, creo, se puede considerar negativo y demoledor, más que si se enfoca realmente desde un punto de vista negativo. Espero haber cooperado con esta exposición a esclarecer la intención de mi obra. Así sea. Como usted sabe, La vida sin ventanas ha sido admitida para su representación en un teatro de Madrid durante la presente temporada, y temo que un retraso en el dictamen de censura pueda ocasionarme graves perjuicios. Por ello le encarezco una rápida respuesta, ya que la obra lleva en censura algo más de un mes y medio. En espera de sus noticias, queda de Ud. affmo. Fdo. Carlos Muñiz

Tan solo dos días más tarde, José María de Quinto, en nombre del Grupo de Teatro Realista, escribía una nueva carta a José María Ortiz, solicitando que «si es posible, la resolución de ese expediente sea muy pronta (habría que contratar ya a los actores ahora, pues los ensayos empezarían el día 23) y favorable». Además, ar-

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gumentaba a favor de la obra: «Confiamos como admiradores de los valores literarios, dramáticos y morales de la obra de Carlos Muñiz, en que la decisión de ustedes sea autorizarla. Para nosotros significaría una gran alegría, pues uno de nuestros propósitos —y quizá el más querido de todos— es ofrecer oportunidades a los nuevos autores españoles». Y una semana más tarde, el 19 de enero, Muñiz dirigía una nueva misiva a Ortiz: … Espero que usted comprenderá mi ansiedad: ayer me han llamado los promotores de la empresa Recoletos-GTR para decirme que el miércoles 25 estrenan la obra de Pirandello, programada en primer lugar para su temporada, Vestir al desnudo, y tienen que poner el viernes en ensayo la que ha de sustituirla inmediatamente. Como usted sabe, la obra elegida por ellos para ser representada a continuación es la mía; pero, naturalmente, necesitan saber a qué atenerse […] La situación, pues, para mí, no puede ser más desesperanzadora. Por primera vez en mi lenta carrera de escritor, se me ofrece la posibilidad de estrenar en Teatro Comercial. Si no lo hago ahora, acaso tarde mucho en poder hacerlo. Personalmente, considero vital esta coyuntura que se me ofrece. Por todo ello, encarezco de usted una pronta respuesta […]

Aún antes de recibir la autorización, la compañía solicitó el cambio de título por el que hoy definitivamente conocemos, y en esta ocasión Avelino Esteban y Romero volvió a emitir un nuevo informe, en el que advierte que, además del título, la obra ha sufrido otros cambios que considera positivos (otra muestra del posibilismo de Muñiz); entre ellos, el cambio del nombre del protagonista, que dejó de ser «Pérez» para llamarse, tal como hoy le conocemos, Crock: El cambio de título y de ambientación, así como el del nombre de sus personajes, ha quitado mucha «carga» político-social a esta obra, especialmente, por todo lo que tenía de simbolismo y posibles alusiones a nuestra situación enjuiciada por el autor. Los reparos de orden moral, en cambio, quedan casi intactos, concretamente, los referentes al adulterio o al menos relaciones de Jesusa con el Maestro. Con todo, no creo que ofrezcan especial peligrosidad ni sean una defensa del adulterio; más bien la reacción final del marido, aunque inadmisible como suicidio, es la reacción del «asco» como él dice por la conducta de la esposa.La poca garra de la trama y el que sea para un teatro de plazas muy limitadas permite tolerar su autorización. Si fuese posible cambiar el Maestro por un personaje cualquiera, sería mejor en conjunto. Para 18 años y limitación de teatros.Madrid, 28 de enero de 1961

Recordemos que la obra se estrenó, finalmente, el 15 de febrero de 1961, en el Teatro Recoletos de Madrid, por el Grupo de Teatro Realista, con dirección de Julio Diamante y protagonizada por Agustín González. Por lo que se refiere a las críticas, también en esta ocasión fueron, por lo general, positivas. Entre las más elogiosas destaca la de Alfredo Marqueríe, quien escribió: «Muñiz, que ya en El

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grillo nos dio muestras de su inspiración y de su brío de joven autor, ha proseguido brillantemente su prometedor rumbo con El tintero» (ABC, 16-II-1961). En cambio, Torrente Ballester se mostraba menos pródigo en elogios que con El grillo, y por el contrario, consideró que, aun alcanzando el autor sus «propósitos satíricos y morales», no lograba «hacer una obra de arte». Aun así, en lo referido al contenido de la obra, no consideró que pudiera ser perjudicial: «En cuanto al ‘mensaje’ de El tintero, acaso haya parecido a muchos espectadores corrosivo, pero no olvidemos que, en el tiempo que corre, empiezan a resultar corrosivos los mismos Padres de la Iglesia. No tengo nada que objetarle». (Arriba, 17-II-1961). Quien sí vio «reparos de orden moral» fue Nicolás González Ruiz, quien, al mismo tiempo —una vez más, las contradicciones internas del franquismo se manifestaban en sus palabras—, expresaba su deseo de «animar al autor a que prosiga adelante en su tarea». En los años sucesivos, la obra volvió a ser presentada a censura (trámite ordinario, cada vez que se iba a realizar una representación) en varias ocasiones. Así, en mayo de 1961, tan solo unos meses después de su estreno en el teatro comercial, a la compañía asturiana Gesto se le autorizó para una única función, con el argumento de que «para compañías comerciales, está limitada su representación en Madrid». Ese mismo año, en junio, se le denegó la autorización a la sección de teatro del Ateneo de La Laguna, por no coincidir el libreto que presentaron con el autorizado para su representación. Lo mismo sucedió con el grupo de cámara y ensayo El Candil, de Talavera de la Reina, al que en 1964 se le denegó la autorización con el argumento de que los libretos que habían presentado eran «ilegibles». En adelante, se autorizó a varios grupos aficionados en los años 1968 (compañía del tercer curso de Decoración FAE), 1969 (Grupo TAT de la Biblioteca Municipal de Tolosa) y 1972 (compañía del Banco Popular). Desconocemos lo que hubiera sucedido con el teatro de Muñiz en condiciones menos difíciles; de hecho, este teatro es una respuesta bien concreta, en su lenguaje y en sus temas, al contexto de la dictadura, y no se entiende sin tener en cuenta su génesis en dicho contexto. El intento del dramaturgo de expresar la voz de los perdedores del sistema, así como su propia actitud de probar estrategias en sus textos y hasta en sus ocupaciones profesionales para conseguir que esas voces silenciadas fueran escuchadas en lo posible, resulta bien coherente con su idea de que «la única actitud noble y posible es luchar, luchar sin descanso, con todos los medios al alcance» (Monleón, 1963, p. 28). Una actitud que resulta bien significativa de la lucha que tuvieron que llevar a cabo una serie de autores para intentar que el país fuera algo más libre, más igualitario y más solidario (Berenguer, 2008), o en otras palabras, que los valores de la contemporaneidad penetraran en una España que por aquel entonces parecía empeñada en seguir sumida en los tiempos del antiguo régimen.

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Bibliografía citada José Luis Alonso de Santos (et al.) (1998). «José Monleón conversa con Alfonso Sastre: El autor y el compromiso», en Conversaciones con el Autor Teatral de Hoy (I), Madrid, Fundación Pro-RESAD, pp. 109-134. Ángel Berenguer (en prensa). «Sistemas y procesos para el control de las estrategias creativas del “yo” en la sociedad contemporánea», Censura, dictadura, democracia. Antonio Fernández Insuela (2005). «La Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos: una desmitificación ejemplar de la historia», en Muñiz, pp. 425-432. Santiago de las Heras y Amador Rivera (1974). «Encuesta sobre la censura (y II)», Primer Acto, 166 pp. 4-11. José Monleón «Diálogo con Muñiz», en Muñiz (1963), pp. 23-28. —  «El tintero español», en Muñiz (2005), pp. 261-270. Carlos Muñiz, El tintero. Un solo de saxofón. Las viejas difíciles (1963). Madrid, Taurus, col. Primer Acto. —  Teatro escogido. Ed. Gregorio Torres Nebrera (2005). Madrid, Asociación de Autores de Teatro. (2 vols.) Berta Muñoz Cáliz (2005). El teatro crítico español durante el franquismo, visto por sus censores, Madrid, Fundación Universitaria Española. —  (2006). Expedientes de la censura teatral franquista, Madrid, Fundación Universitaria Española (2 vols.). Patricia O’Connor y Anthony M. Pasquariello (1976). «Conversaciones con la generación realista», Estreno, 2-2 pp. 8-28. María José Ragué Arias y Marisa Hijár (1981). «Carlos Muñiz y la generación perdida», El viejo topo, 54 pp. 72-73. Juan Antonio Ríos Carratalá, «Introducción a El grillo», en Muñiz (2005). pp. 117-121. Gregorio Torres Nebrera (1986). «Construcción y sentido del teatro de Carlos Muñiz», Anuario de Estudios Filológicos pp. 295-316. —  «Carlos Muñiz: entre la rebeldía y la insatisfacción», en Muñiz (2005), pp. 9-38.

Los clásicos durante el primer franquismo César OLIVA Universidad de Murcia

Los clásicos en los orígenes de los teatros nacionales El 13 de noviembre de 1940 se abría una nueva temporada en el Teatro Español de Madrid, hecho que lo acercaba de manera decidida a un moderno concepto que había aparecido en la escena española llamado Teatro Nacional. El Teatro María Guerrero ya lo era desde el 27 de abril de ese mismo año 1940. Luis Escobar, director del Teatro Nacional de la Falange, 1 había conseguido para su proyecto el antiguo Teatro de la Princesa de la calle Tamayo y Baus, en el que instaló su compañía, que hasta esa fecha era itinerante. En provincias, meses antes, presentaron La cena del rey Baltasar, de Calderón de la Barca, que fue la obra que sirvió para el estreno madrileño. Junto a ella, El entremés de la rabia, del propio Calderón, dirigido por Claudio de la Torre. La prensa saludó este acontecimiento con satisfacción, e incluso aportaba una primera referencia a la importancia del Siglo de Oro en ese momento: «La sala es la misma en que Fernando Díaz de Mendoza y María Guerrero hicieron […] los últimos esfuerzos por el prestigio del clásico teatral español». (Jorge de Juan, Ya, 28-4-1940). El resto de esa temporada, ya breve por las fechas en que tuvo lugar el citado estreno, y la siguiente, la 40-41, los textos clásicos se alternaron en el María Guerre  El Teatro Nacional de la Falange inauguró sus actividades el día del Corpus de 1938, presentando, en el enlosado de la Catedral de Segovia, El hospital de los locos, de Josep de Valdivielso, representada después en Santiago, Salamanca y Barcelona, siempre al aire libre.

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ro con los contemporáneos. Pero, a partir de la 41-42, fueron estos últimos los que caracterizaron la programación de ese Teatro Nacional. Digamos, como cifras generales, que en las doce temporadas que Luis Escobar lo dirigió, junto a Huberto Pérez de la Ossa, no llegó al 18 por ciento el número de obras clásicas que se hicieron frente a las contemporáneas. Fue en las primeras temporadas cuando más clásicos se vieron en el escenario del María Guerrero. En el Español, en cambio, la tendencia fue la opuesta. La mayoría de los textos que se montaron (el 65 por ciento) fueron clásicos, como veremos a lo largo de estas líneas. En las programaciones de las compañías privadas de décadas anteriores era normal incluir obras clásicas, aunque siempre en mucha menos proporción que contemporáneas. La razón de ser de esta nueva tendencia no fue otra que la carga ideológica con que se impregnaron aquellos textos antiguos. Era tan determinante esta razón, que bien podemos decir que, durante los primeros años del franquismo, los clásicos españoles sirvieron de respaldo y fortalecimiento del nuevo orden. ¿De dónde procedía esta idea? Indudablemente del pensamiento falangista que impregnó los primeros pasos del gobierno de Franco. A principios de 1938, Dionisio Ridruejo se había hecho cargo del área de Prensa y Propaganda en la zona nacional. Él fue quien impulsó la ideología tradicionalista en el teatro, y le dio un sentido nacionalista. «En estos momentos trascendentales en que se debate el porvenir de la Patria, el teatro debía resurgir como beligerante en el campo de las ideas —él que es maestro de la vida, como la Historia— para recoger las explosiones patrióticas que han llevado a una gesta de reconquista al glorioso pueblo español». 2 Años después, en sus Casi unas memorias (1976), matizaba aquellas intenciones: «No aspiraba sólo a crear unas compañías oficiales ni a controlar las privadas, sino a promover una serie de instituciones docentes y normativas —algo como la Comédie Française— y a promover centros experimentales, unidades de extensión popular, trashumantes o fijas, y a intervenir la propia Sociedad de Autores, organizando otras paralelas para actores, decorados, etc. En alguna medida me guiaba por la utopía falangista de la sindicación general del país y ello podía valer, claro está, para el cine, las artes plásticas, los espectáculos de masas y así sucesivamente» (ídem, p. 255). Junto a Ridruejo, otro de los ideólogos del momento que aportó su grano de arena a la organización teatral franquista fue Gonzalo Torrente Ballester. En su artículo «Razón y ser de la dramática futura», decía en 1937: «Se impone la vuelta a lo heroico y pedir prestados sus nombres a la épica, para, otra vez, como nos dice Esquilo, hacer tragedias con migajas del festín de Homero» (idem, 254). Por un lado, la influencia de los países fascistas que habían conformado un ideario estético épico y patriótico, como Italia y Alemania, y, por otro, la influencia de la experiencia de La Barraca —reconocida por estos y otros hombres de la cultura falangista, como el propio Luis Escobar—, movieron a conformar el primer elenco teatral del nuevo régimen. El éxito de El hospital de los locos hizo que, todavía en guerra, a la compañía se la denominara Teatro Nacional de la Falange. Junto al auto sacramental, su 

 En Rodríguez Puértolas, J. Literatura Fascista Española 1/ Historia, Ed. Akal, Madrid, 1986, p. 252.

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primer repertorio lo componían La vida es sueño, de Calderón; La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón; y algunos entremeses. Es decir, algo muy parecido a lo que García Lorca había programado con su grupo durante la II República. Sacar a escena a viejos héroes, o a una serie de galanes y damas que sirvieran a un orden superior establecido, bajo el tópico del honor, sería un seguro para promocionar el pensamiento del Siglo de Oro ajustado a las nuevas exigencias. Para ello se estableció por primera vez en la escena española, y siguiendo el modelo alemán, un sistema de teatros nacionales. Paradójicamente, el esfuerzo que hizo durante años la II República para constituirlos lo solucionó de un plumazo el nuevo régimen. Aquel 13 de noviembre de 1940, cuando se inauguraba un nuevo Teatro Nacional, se hizo nada menos que con La Celestina, texto que hasta entonces apenas había visto los escenarios españoles, gracias a una versión de Felipe Lluch. Pero todavía no era exactamente un Teatro Nacional, como sí parecía ser el María Guerrero. El Español, por su condición de primer teatro de Madrid, e incluso de España, había experimentado ciertas vacilaciones después del establecimiento del primer gobierno de Franco. «Desinfectado de la polilla roja, volvió a abrir sus puertas el Español», decía el ABC del 16 de abril de 1936. Y vaya que se desinfectó. Como que la compañía que se instaló casi inmediatamente allí, la de Ana Adamuz, puso en escena Malvaloca, de los Hermanos Álvarez Quintero, seguida de En Flandes se ha puesto el sol, de Eduardo Marquina; Canción de cuna, de Gregorio Martínez Sierra; La Dolores, de José Feliú y Codina; y Con viento de proa, de Antonio Casas-Bricio y José Méndez Herrera. Como quiera que el Español estaba habituado a ser arrendado a empresas de compañía, el Ayuntamiento de Madrid, su propietario, se tomó un tiempo (lo que quedaba de temporada) para estudiar qué hacía con el Teatro. Los críticos de diario habían señalado la poca entidad de obras y puestas en escena del elenco de Ana Adamuz, de manera que el 8 de julio de 1936 se publicaron, en el Boletín del Ayuntamiento capitalino, las bases que iban a regir la concesión del Español para la temporada siguiente. Eso no impidió que, durante el verano, en dicho escenario se vieran montajes de diversos grupos, como «El carro de la farándula» o el Teatro Nacional de la Falange de la Sección Femenina. El uso del antiguo Corral del Príncipe lo consiguió la compañía de María Guerrero y Díaz de Mendoza, 3 aunque hasta bien entrado diciembre no comenzó a programarlo. Hasta entonces, el escenario fue ocupado por otra compañía, la de Niní Montián 4 y Guillermo Marín, con repertorio parecido a lo que se veía en ese Teatro: Santa Isabel de España, de Mariano Tomás; El conde de Rochester, de H. Vere Steapode e Iván Noé, y cosas por el estilo. Como parecido fue el de la compañía de María Guerrero y Díaz de Mendoza, los titulares del Español, ya que empezaron con La Santa Hermandad, de Eduardo   Que no hay que confundir con la célebre María Guerrero fallecida en 1927. La nueva concesionaria del Español era sobrina de aquélla, y casada, precisamente, con un primo suyo, hijo de don Fernando Díaz de Mendoza y María Guerrero, es decir, que llevaban los mismos apellidos de sus parientes, los célebres actores.   Niní Montián había sido musa de los sublevados, ya que fue la principal actriz que actuó, junto a Rafael Rivelles, en los teatros de la llamada zona nacional durante la guerra civil.

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Marquina, y terminaron con En Flandes se ha puesto el sol, del mismo Marquina. Durante este período tuvo lugar (el 7 de febrero de 1940) un homenaje a Pedro Muñoz Seca, con la reposición de su obra Los chatos. Como es lógico, dadas las circunstancias, el autor fue presentado como mártir del Alzamiento. Esto nos mueve a pensar que no eran las compañías las que proponían el estilo y repertorio de este Teatro, sino las circunstancias. Nos encontramos, pues, en una temporada completa, y la anterior incompleta, con un local sin definir, y un repertorio totalmente a propósito de lo que entonces había. Pero la crítica esperaba mucho más de dicho escenario, tildando a la mayoría de aquellas representaciones de antiguas, con decorados y vestuario impropios de una institución como ésa. De ahí que el Ayuntamiento la sacara de nuevo a concurso la siguiente temporada. Y aquí empiezan los cambios. No porque se modificaran demasiado las bases (sólo se proponía ahora un arriendo por tres años), sino porque se presentó a concurso el propio Sindicato Nacional de Espectáculos Públicos (que así se llamaba). Su máximo responsable, Tomás Borrás, expuso un modelo de funcionamiento que se parecería bastante al de un Teatro Nacional. En principio, el Sindicato era una institución oficial, lo cual daba mucho más estabilidad económica que una empresa privada. Pero también, dicha oficialidad acercaba el Español a un concepto público de la cultura. No deja de ser curioso el equipo de gestión que ese Sindicato planteó, con el propio Tomás Borrás, como Director Artístico; Felipe Lluch, Director de Escena; Manuel Parada, responsable de la música; y Sigfredo Burmann, José Caballero y Manuel Concha, asesores de la plástica, es decir, escenógrafos. Algunos de éstos nombres están muy vinculados a proyectos republicanos, lo que no deja de ser significativo, no tanto por su paradoja ideológica como por la evidencia de que, salvo en el terreno de la autoría teatral, el tránsito de la profesión de la izquierda a la derecha se produjo con mucha más normalidad que la que cabía esperar. A lo cual hay que añadir que en ese equipo rector figuraba, como ayudante de dirección escénica, una persona que será fundamental en la vida de los teatros nacionales, y, sobre todo, en la presencia de los clásicos en este tiempo: Cayetano Luca de Tena. De aquella La Celestina llama la atención la diferencia que los programas hacían entre adaptador y director de la compañía (Felipe Lluch) y «dirección escénica» (Cayetano Luca de Tena). Todavía no se hablaba de Teatro Nacional, sino de Teatro de los Sindicatos de Falange. Lo cierto y verdad es que la representación de la obra atribuida a Fernando de Rojas fue recibida con excelentes críticas, sobre todo, por las innovaciones escénicas que presentaba. Fue entonces cuando, al menos en ese Teatro, desapareció la concha del apuntador, uno de los rasgos más característicos de la longevidad de nuestra escena. Por otra parte, no deja de ser significativo que la primera obra que se elige para una etapa que se antojaba de cambio fuera una de las más transgresoras de nuestra dramaturgia. Cabe pensar que la adaptación suavizaría las muchas aristas de la tragicomedia, ya que la censura de entonces no se andaba con paños calientes. Pero, sea como sea, La Celestina se mantuvo veinte días en cartel, cifra entonces interesante, aunque no rotunda.

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Junto a este título se programaron doce más de los cuales cuatro fueron clásicos (la ya citada Celestina, junto a Lope de Vega, Guillén de Castro y Shakespeare), cuatro contemporáneos (los Álvarez Quintero, los Machado, Benavente y Linares Rivas), y cuatro que hemos denominado de circunstancias, de las que vamos a destacar, siquiera sea por lo significativo del título, España una, grande y libre, recopilación de textos llevada a cabo por Felipe Lluch. Junto a todos estos títulos programados por la compañía oficial encontramos, en días sueltos, funciones de grupos y asociaciones de toda índole, debidas probablemente a compromisos políticos del propio Ayuntamiento. En esta primera temporada del Teatro Español no arrendado a la empresa privada, un hecho anecdótico merece nuestra consideración. Se trata del estreno de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, el 1 de abril de 1941. Fijémonos en lo significativo de la fecha (a los dos años de terminada la guerra civil), y en la no menos significativa presencia física de Franco en ese preciso estreno, probablemente, la única vez que acudió a una representación teatral. Basta leer las crónicas del momento para comprobar las estrechas relaciones que se produjeron entre el héroe medieval y el «héroe» del Movimiento. Cuando hablamos del nacimiento de los teatros nacionales, y de la presencia y uso de los clásicos españoles en este tiempo, siempre surge la penosa circunstancia de la prematura muerte de Felipe Lluch, en junio de 1941. Joven aún, sin haber cumplido los 40 años, con él se perdió, probablemente, una línea de tratamiento de la dramaturgia española. Una pérdida no absoluta, porque no podemos ignorar que Cayetano Luca de Tena, ayudante suyo y responsable de sus puestas en escena (lo fue de La casa de la Troya, y de España, una, grande y libre), se constituyó en continuador de la obra de Lluch. Cayetano Luca de Tena, que parecía demasiado joven para tomar las riendas de una institución como aquélla, tras la muerte de Lluch siguió siendo el director de escena del Español, pero bajo la tutela de Manuel Augusto García Viñolas, nombrado máximo responsable por el Sindicato del Espectáculo. Fue una temporada de transición, en la que García Viñolas ejerció más bien como gestor o intendente, encargando los montajes escénicos a varios profesionales, entre los que estaba el citado Luca de Tena. Siete producciones se hicieron en esta temporada, es decir, cinco menos que en la anterior, lo que significa una mayor permanencia de muchas de ellas en cartel, o, lo que es lo mismo, mayores éxitos. Los más considerables fueron La tragedia de Macbeth, de Shakesperare, en versión de Nicolás González Ruiz (40 días en cartel) y La dama duende, de Calderón, estrenada en junio de 1942, que llegó en pleno aplauso al verano, y sirvió de inauguración de la siguiente temporada. Cayetano Luca de Tena y los clásicos La prensa de Madrid informaba, el 25 de septiembre de 1942, de la celebración de una reunión de la compañía del Teatro Español, siendo ya director del mismo «el

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camarada Cayetano Luca de Tena» (sic), que apenas contaba con 25 años, y el citado González Ruiz, como asesor literario. Ya no figurará el Sindicato del Espectáculo como arrendatario, sino que sería la propia Vicesecretaría de Educación Popular, es decir, el gobierno, el principal responsable del Teatro. Ahora sí que estamos ante un teatro nacional con todas sus consecuencias, ya que el empresario de la sala de la Plaza de Santa Ana era la mencionada Vicesecretaría, junto al propio Ayuntamiento de Madrid, pues así figuraban ambos en los programas de mano de esa temporada. Lo importante de este hecho no es la circunstancia en sí de la designación de un jovencísimo director, sino que éste, Luca de Tena, mostraba un interés especial por los clásicos; no obstante había intervenido directamente en La Celestina, y alcanzado un notable éxito con la comedia antes citada, La dama duende. Por eso deja claro, desde el principio, que el Español se dedicaría principalmente a esa dramaturgia, hasta entonces no del todo considerada por las empresas privadas. Una dedicación que, como hemos señalado antes, procedía del único ejemplo de atención a los clásicos que se había producido en la España de esos años: La Barraca de García Lorca. Cayetano Luca de Tena dirigió todos los estrenos a partir de esa temporada 1942-43. En ésta fueron siete en total, de los cuales tres serían textos clásicos, y cuatro dramas románticos o posrománticos. La temporada se inauguró el 12 de octubre con El pleito matrimonial del alma y el cuerpo, de Calderón (12 de octubre), obra que se había estrenado el 2 de julio, en los jardines del Retiro, de ahí que sólo se hiciera tres días, aunque se repusiera en la Semana Santa siguiente. Inmediatamente después, Luca de Tena presentaba Peribáñez y el Comendador de Ocaña, de Lope de Vega, con sólo once días de programación, ya que, a primeros de noviembre, debía llegar el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Luego volvería Peribáñez durante otros pocos días. Tras esta obra, María Estuardo, de Schiller, un nuevo texto romántico, éste bastante inhabitual en los escenarios españoles, que fue, precisamente, el que más tiempo se mantuvo en cartel: dos meses. Tras Schiller, Un drama nuevo, de Tamayo y Baus, con apenas veinte días de representaciones. En Semana Santa, como antes dijimos, el auto calderoniano, más un espectáculo de piezas llamado Tríptico de la Pasión, debido al asesor literario Nicolás González Ruiz. Esta función fue todo un éxito, pues al mes que permaneció en cartel hay que añadir que quedó como función conmemorativa de las siguientes Semanas Santas. La temporada acabó con otro drama romántico, Don Álvaro o la fuerza del sino, no demasiado bien recibida por el público, pues estuvo apenas tres semanas en cartel, siendo sustituida por María Estuardo y por el Macbeth del año anterior. Esta primera temporada de Cayetano Luca de Tena como director absoluto del Teatro Español configuró una compañía estable con unos colaboradores así mismo estables. El elenco estaba encabezado por Elvira Noriega, primera actriz del Teatro de la Comedia, cuyo empresario la cedió a este Teatro Nacional. Sin embargo, la vida profesional de la Noriega en los años cuarenta se desarrollaría en el María Guerrero, a donde enseguida pasó desde el Español, para trabajar a las órdenes de Luis Escobar.

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En la siguiente temporada 43-44 descendió de nuevo el número de producciones: cuatro, de las cuales tres fueron clásicas y dos contemporáneas (ambas de Agustín de Foxá: Baile en Capitanía y Norte y Sur). También hubo reposiciones, como era normal en cualquier compañía de entonces: las de La dama duende, Don Juan Tenorio y el Tríptico de la Pasión, es decir, las que tenían cierta garantía de éxito. Los nuevos espectáculos clásicos fueron: El castigo sin venganza, de Lope de Vega, que, a pesar de las excelentes críticas, sólo estuvo quince días en cartel; Romeo y Julieta, de Shakespeare, que fue el que más tiempo se mantuvo (superó los dos meses); y Fausto 43, de Göethe, en versión de José Vicente Puente. A esas alturas, y a pesar de llevar dos únicas temporadas como director del Teatro Español, Cayetano Luca de Tena había dedicado una especial atención a los autores del Siglo de Oro. A partir de entonces, la 44-45, la pauta sería de un contemporáneo frente al resto de clásicos. En esa 44-45 fueron cuatro de éstos y uno actual: La cárcel infinita, de Calvo Sotelo, siendo los primeros: Fuenteovejuna, de Lope de Vega; Otelo, de Shakespeare; Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina; y una tragedia griega, Antígona, de Sófocles, en versión de José María Pemán. En la temporada siguiente, la 45-46, tres clásicos y uno contemporáneo: El monje blanco, de Eduardo Marquina. Los clásicos fueron: La discreta enamorada, de Lope de Vega; Sueño de una noche de verano, de Shakespeare; y La conjuración de Fiesco, de Schiller. Durante el verano estrenó El acero de Madrid, de Lope de Vega, de nuevo en los jardines del Retiro. En la 46-47 fueron cinco clásicos y dos contemporáneos: La ermita, la fuente y el río, otro drama de Eduardo Marquina, y El tiempo dormido, de Benn W. Levy. Los primeros fueron: El médico de su honra, de Calderón de la Barca; Ricardo III, de Shakespeare; La malcasada, de Lope de Vega y María Tudor, de Schiller. En la 47-48, Luca de Tena montó cuatro clásicos: El curioso impertinente, de Alejandro de Stefani (basado en la novela de Cervantes); El mercader de Venecia, de Shakespeare; El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, y El burgués gentilhombre, de Molière; más uno contemporáneo (Los sombreros de dos picos, de Claudio de la Torre y Álvaro de la Iglesia, en colaboración) y dos extranjeros (Leocadia, de Anouilh; y Luz de gas, de Patrick Hamilton). A toda esta relación de obras y autores habría que añadir las tradicionales reposiciones de Don Juan Tenorio, los montajes que realizó con el Teatro de Cámara, y otros acontecimientos político-culturales que eran programados por las circunstancias. Merece la pena agregar que las mencionadas revisiones de la obra de Zorrilla no eran siempre del mismo montaje. Aunque lo firmara Luca de Tena, lo normal es que cambiara el decorado (a veces de Burmann; otras de Burgos) y la pareja protagonista. Fueron diferentes los donjuanes Armando Calvo, Guillermo Marín, Alfonso Muñoz, José María Seoane y Enrique Guitart. Éste y Guillermo Marín llegaron a representar el mismo Tenorio, uno en función de tarde, otro de noche. Esto sucedió en octubrenoviembre de 1948. Sin embargo, desde la temporada 48-49 se iba a producir un notable cambio en el tipo de autores programados en el Teatro Español. Los clásicos pasaron a un segundo plano, pues fueron los autores actuales los que más se montaron por esta

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compañía. En esa citada 48-49 sólo se estrenó un autor del siglo xvii (y extranjero, Shakespeare: Hamlet), un contemporáneo español (Jardiel Poncela: Los tigres escondidos en la alcoba), y un extranjero (Priestley: Desde los tiempos de Adán), que ya había sido montada por el Teatro de Cámara. Se podría pensar que ese cambio de orientación fue debido a una eventual salida del Español de la compañía titular, que se instaló temporalmente en el Teatro Gran Vía. El elenco de Pepita Serrador fue invitado al coliseo de la Plaza de Santa Ana para un pequeña temporada. Pero no sería por esta razón tan sólo ese cambio de orientación, ya que en la siguiente temporada, la 49-50, y en el escenario habitual, se estrenaron dos autores, y ambos contemporáneos: Antonio Buero Vallejo (Historia de una escalera) y José López Rubio (Celos del aire), ambas con éxito extraordinario, y un clásico (El villano en su rincón, de Lope de Vega). Por cierto, que Celos del aire estuvo 119 días en cartel, mientras que la obra de Buero, 102. Esta experiencia quizás movió a Cayetano Luca de Tena a optar por obras de larga permanencia en cartel frente a la movilidad de años anteriores. En esa temporada 49-50 también se repuso el Hamlet de la anterior, seguramente porque fue uno de los mayores éxitos de su director. Alfredo Marqueríe decía a propósito que «La inmortal obra de Shakespeare fue representada con un rango escénico extraordinario […] Cayetano Luca de Tena ha sabido resolver con tanto lujo y grandeza como exquisita sensibilidad todos los problemas que el montaje escénico suponía. El clima escenográfico, la belleza de los trajes […] el valor arquitectónico conferido a la chácena del escenario, la impresionante atmósfera del castillo de Elsinor y de la aparición del fantasma, la originalidad audaz de presentar el monólogo del «ser o no ser» como desbordando el tablado y subrayando con oportuna luz de foso […] y muchos aciertos más, así como la soberbia música de fondo que preside la acción […] merecen el más encendido elogio» (ABC, 29-4-49). En la siguiente campaña 1950-51 sólo hubo una obra clásica (El villano en su rincón, de Lope de Vega), pero como reposición, frente a cinco contemporáneas (de Ruiz Iriarte, López Rubio, Armando Ocano y Faustino González Aller, Jorge y José de la Cueva y Priestley de nuevo). Y en la última campaña de permanencia de Luca de Tena al frente del Español, la 51-52, volvió a programar más clásicos que actuales: tres frente a dos (Buero Vallejo y Suárez Carreño). Los tres clásicos fueron: Ruy Blas, de Víctor Hugo; Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, y El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. También preparó, por entonces, un ciclo de zarzuelas con los títulos más conocidos del género. Luca de Tena, según la prensa de esos años, alcanzó notables éxitos en la programación del Teatro Español, sobre todo, con los autores clásicos. Su trayectoria se puede definir como la de un profundo conocedor de ellos. El citado Marqueríe, seguramente el crítico más reputado del momento, dijo a propósito del estreno de Fuenteovejuna: «Ni Reinhart, ni Meyerhold, ni Piscator, ni Bagaglia ni ninguno de los más famosos realizadores escénicos del mundo pudieron dar una versión tan universal y al propio tiempo tan fiel al genio de España y al de Lope de Vega como la que tuvieron anoche la fortuna de contemplar en el Español» (ABC, 13-10.1944).

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Ese continuo elogio sobre la labor como director escénico de Luca de Tena se puede rastrear en muchas otras ocasiones. Destaquemos esta otra, a propósito de El mercador de Venecia: «Una vez más hemos de repetir que estas realizaciones del Español nada tienen que envidiar a las mejores del mundo, haciendo honor a la asistencia oficial que se les presta» (ABC, 7-12-1947). Los clásicos como repertorio nacional El director del Español cubrió diez largos años de permanencia en ese teatro nacional, volviendo una década después, aunque para un período mucho más breve: dos únicos cursos. En esa docena de temporadas programó cincuenta y siete obras, de las cuales treinta y siete fueron de autores clásicos (comprendiendo entre ellos los ocho Shakespeare que hizo, un Molière, una tragedia griega y ocho dramas románticos) y veinte de contemporáneos. Todo esto sin contar las dos primeras temporadas, a las órdenes de Felipe Lluch y Manuel Augusto García Viñolas. En el último breve período que estuvo Luca de Tena al frente del Español, no eligió ninguna obra que no fuera clásica. De las ocho producciones que dirigió, entre 1962 y 1964, dos fueron de Shakespeare (otro de sus poetas favoritos); cinco, de poetas españoles, más el tradicional Tenorio. Los autores del Siglo de Oro fueron: Lope de Vega (El perro del hortelano y El arrogante español), Moreto (El lindo don Diego), Calderón (No hay burlas con el amor) y Tirso de Molina (La prudencia en la mujer). Mientras, en el Teatro Nacional María Guerrero, Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa dirigieron cincuenta y seis producciones: diez obras clásicas y cuarenta y seis contemporáneas. Es evidente que la tendencia prioritaria de este Teatro Nacional estaba enfocada a la escena actual. Pero llama la atención la presencia de obras de poetas áureos, como La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón; La vida es sueño, de Calderón; la Tragicomedia de don Duardos, de Gil Vicente; El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina; La dama boba, de Lope de Vega; El desdén con el desdén, de Moreto, además de La cena del rey Baltarsar, con la que inauguró el Teatro Nacional María Guerrero. Como clásica también habría que considerar una Electra, bien que firmada por José María Pemán, y dos dramas románticos: el consabido Tenorio, más Traidor, inconfeso y mártir, también de Zorrilla. Todo lo cual nos da una importante medida sobre la presencia de los clásicos en los escenarios españoles durante la primera década del gobierno de Franco. Uniendo los montajes de Luca de Tena con los de Escobar sacamos una primera conclusión: los teatros nacionales propusieron un modelo de repertorio ortodoxo y definitivo, con las comedias que más se han representado a lo largo de los años, aquéllas que el poso de los tiempos dejaron como ejemplo de una manera de escribir e interpretar. Esa manera que tan bien conocía Cayetano Luca de Tena, el cual, a finales de 1952, justo cuando acababa de cesar en su cometido como director del Teatro Español, empezó a escribir una serie de artículos tan relevantes como sorprendentes. En ellos, publicados en la revista Teatro, mostraba la manera como había que dirigir,

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al tiempo que filtraba su consideración hacia la escena clásica. Una consideración por demás discutible pues, a pesar de su reiterada apuesta por ellos en las programaciones que hizo, los considera demasiado lejanos del espectador actual. Quizás por eso hablaba de la dificultad de su representación, y del mérito que tenía la labor por él desarrollada. Pero oigamos sus propias palabras: «Todo el secreto de la representación de estos autores, que llamamos nuestros clásicos, estriba en la velocidad y lógica de las mutaciones escénicas. Lo que no se puede hacer es aburrir previamente, con intervalos repetidos, a un espectador que —generalmente— no se siente demasiado interesado por lo que ocurre. Los que asisten a estas representaciones tienen ya motivos de sobra para considerarlas soporíferas. La distancia que en ideas y expresiones le separa de los personajes, la forzosa ingenuidad de las tramas, el énfasis del lenguaje poético…, todo se confabula para que el espectador no interesado particularmente por su curiosidad o su preparación pronuncie, al resumir el juicio, palabras que oscilan entre “tostón”, “lata” y “rollo”. Esto sin contar con los que afirman que la obra “no se la salta un gitano”». 5 No deja de ser curioso que un director de escena como éste, que tanto había hecho por los clásicos, confiese el miedo a aburrir con ellos. Claro que eso también le servía para mostrar cómo su manera de hacerlos, alabada, como hemos dicho, por la crítica, remediaba buena parte de tales problemas. Por eso Luca de Tena mezclaba amor por los clásicos y miedo a que su recepción no fuera todo lo ágil que, como moderno director de escena, exigía a cada uno de sus montajes. Es lo que indica en este otro párrafo no menos significativo que el anterior: «Nuestro teatro del Siglo de Oro exalta y depura la expresión poética, literaria, “extra-teatral”, hasta un grado máximo. Calderón, Lope, Tirso, todos nuestros autores están llenos de elocuencia, de una exuberancia lírica que hace presumir que sería gustada —y hasta exigida— por el público de los “corrales”. Hoy, en cambio, sólo a trescientos años de distancia, el público español no tolera que el diálogo se salga del estricto cauce que marca la acción teatral. Cualquier digresión, por brillante que ésta sea literariamente, impacienta al espectador normal y hace que los críticos —espectadores de selección— apliquen despectivamente a la obra epítetos como “discursiva”, “literaturizante” y “conversacional”». 6 Pero estábamos hablando de un repertorio propio de esos primeros años del franquismo, no demasiado distante del inventario más tradicional de nuestro teatro del Siglo de Oro. Un repertorio que no nace de la nada, ya que hay que repetir que estos teatros nacionales se apoyaron en el trabajo que, durante la II República, habían llevado a cabo directores escénicos como Federico García Lorca y Cipriano de Rivas Cherif. Luis Escobar nunca negó esta referencia, sino que la honró. Ese repertorio lo constituyen títulos la mayoría de los cuales podemos considerar como indiscutibles. Nos estamos refiriendo a esa veintena de obras que conforman la   Cayetano Luca de Tena, «Ensayo general. (Notas, experiencias y fracasos de un director de escena)», en Teatro, núm. 3, enero de 1953.   Cayetano Luca de Tena, «Ensayo general. (Notas, experiencias y fracasos de un director de escena)», en Teatro, núm. 8, julio-agosto 1953, p. 41.

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base del teatro español áureo, obras ponderadas por la intelectualidad del siglo xix, estudiadas y analizadas por los mejores especialistas del siglo xx, y que, en estos momentos, cuentan con más ediciones críticas. De todos ellos, destaca la presencia principal de Lope de Vega, con textos considerados canónicos como Peribáñez, Fuenteovejuna, La dama boba, La discreta enamorada, El perro del hortelano, y otros menos conocidos, pero que forman ya parte de ese acervo cultural, como son: El castigo sin venganza, La malcasada, El villano en su rincón y El arrogante español o Caballero de milagro, esta última todo un descubrimiento para el espectador del siglo xx. Tras Lope, Calderón de la Barca aporta otros textos no menos representativos que los anteriores: La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, El médico de su honra, La dama duende y No hay burlas con el amor, comedia menos conocidas que las anteriores, pero de no inferior calidad. Junto a Calderón, Tirso de Molina, con tres títulos emblemáticos: Don Gil de las calzas verdes, La prudencia en la mujer y El vergonzoso en palacio. Sólo hubiera faltado El Burlador de Sevilla, pero recordemos que esta obra apenas si figuraba en los repertorios tradicionales, a excepción del montaje que hizo García Lorca para La Barraca. 7 Sirva, en cambio, como curiosidad, que el TEU de Madrid, bajo la dirección de Modesto Higueras, sí montó en el Español el drama atribuido a Tirso de Molina, el 11 de diciembre de 1942. Recordemos que el mismo Modesto Higueras, junto a su hermano Jacinto, formaban parte del grupo La Barraca, e hicieron El Burlador con García Lorca. Junto a esta triada de autores básicos del Siglo de Oro, figuran en el repertorio de los teatros nacionales otros poetas, mal considerados como menores, pero que son perfectamente representativos de la escena española de todos los tiempos. Me refiero a Ruiz de Alarcón (La verdad sospechosa), Rojas Zorrilla (Entre bobos anda el juego) y Agustín Moreto (El lindo don Diego y El desdén con el desdén). Como vemos, una veintena larga de títulos que se vieron en los escenarios de las primeras temporadas del Teatro Español, principalmente, pero también en el María Guerrero. Otro factor no menos interesante es el papel sociológico de estos autores en momentos tan determinantes para la vida social española como fueron los años posteriores al fin de la guerra civil, con la llegada de un nuevo régimen. Por la documentación que tenemos, resumida principalmente en las críticas y reseñas que los periódicos dejaron, bien podemos afirmar que los poetas del Siglo de Oro sirvieron como elemento de asentamiento de una ideología. El respeto de las adaptaciones, el subrayado de ciertos componentes patrióticos (exaltación de la unidad de España, enaltecimiento de los valores nacionales, alabanza de lenguajes del pasado, consideración de hazañas pretéritas como referente irrefutable de las recientes, etc.), el hecho en sí de estar haciendo algo importante e indiscutible, unido a una moderna concepción de la representación, hicieron de aquellos montajes verdaderas ceremonias sobre la grandeza y esplendor del nuevo espíritu nacional.   Para más datos de esta curiosa circunstancia, ver mi artículo «Don Juan denostado», pendiente de publicar en la revista del GETEA, de Buenos Aires.

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Para promocionar esos textos, y para que su proyección fuera trascendente, los clásicos debían tener nuevas funciones en ese marco ideológico, con unos presupuestos económicos especiales.. Ya, en plena guerra, el tema se resolvió con la creación del Teatro Nacional de la Falange. Terminada aquélla, el esfuerzo por lograr una distinta organización escénica se centró en los dos nuevos teatros nacionales: Español y María Guerrero. El primero, dedicado, como hemos visto, aunque no exclusivamente, a los autores clásicos, logró un sello especial de prestigio cultural, muy distante del resto de programaciones que se hacían en las empresas comerciales. El Español podía acometer extensos repartos, grandes decoraciones y un gasto en definitiva impensable para las compañías al uso. Para el propio Luca de Tena, montar a esos autores suponía «un regalo que se debe hacer a los realizadores teatrales en los momentos señalados […] Lujo teatral que podemos permitirnos los españoles en recuerdo de un pasado esplendor […] No se piensa en las taquillas, ni en recaudaciones, ni en duración en los carteles. No tiene siquiera el riesgo del estreno normal. Se sabe de antemano que su trama y sus palabras van a ser aceptadas sin discusión; que ningún crítico se atreverá a aventurar reparos de construcción ni de lenguaje a Pedro Calderón ni a Josep de Valdivielso» 8. Aunque estas palabras se refieren a montajes de autos sacramentales, es evidente que se pueden extender hacia todo el teatro áureo, debido al cuidado y reverencia que transmiten las críticas y reseñas de la época. Es lo que le hizo decir a Monleón que «el teatro oficial nacía vestido de un patriotismo grandilocuente». 9 Nuestros clásicos, pues, a pesar del esfuerzo de sus montajes, celebrados por la crítica y un buen número de intelectuales, tenían como objetivo principal que fueran presentados de manera digna, sin planteamientos previos sobre el sentido crítico y actual que debían de encerrar sus puestas en escena. De otra forma no se pueden entender las cifras que consiguieron. Como hemos estado viendo, son muchas producciones por temporada, muchos gastos de montaje, pocos los ingresos, y bastantes las reiteraciones en las soluciones de sus puestas en escena. Todo lo cual conduce a la idea de ver a los clásicos como piezas de museo, tocados lo mínimo en su adaptación (más para reducirlos que para darles nuevos brillos), y presentados con el polvo de los tiempos. Los clásicos, por consiguiente, sirvieron a un propósito de cultura oficial. La ausencia de escuelas, de técnicas que enseñar, de proyección de futuro, confirman la debilidad del invento. Un montón de títulos y estilos, con menos orden y concierto que el aparente, que apenas tuvo continuidad alguna. Ningún director ni ningún teatro fue espejo posteriormente de la labor de esos primeros años de teatros nacionales. Estas deficiencias se han achacado a los problemas de decir el verso o a la falta de tradición en montar a nuestros clásicos. Pero el Teatro Español, con sus virtudes y aciertos, olvidó la ascendencia de su trabajo con los clásicos, en beneficio de una oportuna y circunstancial utilización.  

 Revista Estreno, núm. 5, p. 43.   José Monleón, Treinta años del teatro de la derecha, Madrid, 1971, p. 18.

Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín recuerda, y el teatro en la transición política española Mariano de PACO Universidad de Murcia

Apenas transcurrido un lustro desde el comienzo de la transición política, Luciano García Lorenzo (1978-1980: 271-285) señaló en un esclarecedor artículo los acontecimientos que habían caracterizado los últimos cinco años del teatro español, suficientemente significativos como para poder diferenciar esa etapa de la precedente. Su interés por esta parcela de nuestra escena volvió a manifestarse al dirigir en 2002, cuando la perspectiva era mayor, un Curso de verano de la Universidad Complutense en El Escorial titulado «El teatro en la España democrática», en el que tuve la fortuna de participar, respondiendo a su amable invitación. He creído por ello oportuno elegir esta parcela, entre las numerosas a las que él ha dedicado su inteligente atención, para participar en su homenaje. La democracia había estimulado alentadoras expectativas en el teatro español, «tanto tiempo amordazado por la censura, que ponía trabas al autor para expresarse, al productor para sufragar el espectáculo, al actor para manifestarse en libertad y al público para conocer lo que sus artistas querían decirle desde la escena» (Serrano, 1997; 75-76). 1 Pero la esperanza se volvió pronto desencanto y surgieron voces que denunciaban el engaño: mediocridad de las carteleras, dominio de los empresa   Me he ocupado de la general desatención hacia los dramaturgos españoles vivos tras la muerte de Franco, con algunas muestras significativas de autores de distinta edad y actitud creadora, en De Paco, 2004, 145158.

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rios, imperio del «destape», y, sobre todo, el fraude de impedir la progresión de los autores por la interesada opinión 2 de que, muerto Franco, los textos anteriores habían dejado de ser valiosos en la actualidad. 3 El desaliento parecía contradecirse con la pronta puesta en escena de títulos paradigmáticos, recogidos por Francisco Ruiz Ramón en un «Balance del teatro español en la España post-Franco» en el que se refirió, con expresiones que hicieron fortuna, a la Operación rescate de «grandes textos dramáticos españoles de aquellos autores anteriores a la guerra civil cuya herencia estaba públicamente sin repartir, frutos de otro presente que había quedado interrumpido por la misma guerra civil y, subsiguientemente, por la dictadura franquista», así los estrenos de Valle-Inclán (Los cuernos de don Friolera, Divinas palabras), García Lorca (La casa de Bernarda Alba, Así que pasen cinco años) y Alberti (El adefesio, Noche de guerra en el Museo del Prado); y a la Operación restitución «de textos prohibidos en el pasado inmediato, casi antepresente, escritos durante la última década del franquismo» (Buero Vallejo, Martín Recuerda, Rodríguez Méndez (éxitos); Olmo, Nieva, Arrabal, y Matilla —fracasos, según Ruiz Ramón, por inadecuación de los códigos de la propuesta escénica y del texto o por falta de experiencia del público—). 4 Hubo, es cierto, grandes triunfos pero «el examen de la asignatura pendiente se saldó con un rotundo fracaso» que sirvió para fortalecer a los detractores y para ensanchar su número porque las pocas obras que se estrenaron en los primeros momentos de la transición respondían más «a un compromiso moral que al deseo real de rescatarlas del silencio que las envolvía» (López Mozo, 1986: 37). A la confusión contribuyó, en gran medida, la politización que envolvió algunos estrenos; el de El adefesio, de Rafael Alberti, es una buena muestra de la mediación políticosocial en la actividad dramática. Como escribió Pedro Altares en la recién nacida Pipirijaina (1976, 43), «la función queda hecha añicos. Gorgo no es un personaje poético de ficción: es María Casares, exilada e hija de exilados» y el autor es «el gran poeta comunista». En su comentario se mezclan los sucesos del exterior con el espectáculo de dentro. Hubo muchos aplausos pero el teatro Reina Victoria no fue una fiesta sino «el emotivo recuerdo colectivo de 40 años de lucha, y de luchadores de dentro y fuera, por la libertad. Que, como Alberti, aún está ausente…».   Alberto Miralles escribió hasta el fin de su vida textos dramáticos y teóricos en los que denunciaba una injusta situación que el tiempo iba cubriendo sin resolver; así, en «La memoria asesinada» (Miralles, 1998: 99-118) se refiere al pacto de silencio que se impuso tácitamente para salvar la democracia, que «se hacía imprescindible porque cualquier pequeña cata en las hemerotecas hubiera sacado a la cegadora luz de los rencores las opiniones más terribles sobre personalidades imprescindibles para llevar a cabo el proceso democrático» (106).   Así pensaba, por ejemplo, el crítico Eduardo Haro Tecglen (miembro además, de la Junta Consultiva del Centro Dramático Nacional), que en unos artículos en Hoja del Lunes «venía certificando la defunción de todo el teatro antifranquista». Ante esto, casi una veintena de autores y críticos publicaron un Manifiesto que denunciaba «el estado comatoso del teatro, aclarando sus causas», la principal de las cuales «era la falta de ayuda al teatro español vivo». El ofensivo artículo de Haro «El manifiesto de las denuncias» (Hoja del Lunes de Madrid, 29 de enero de 1979) y la respuesta de ellos en «No pasamos por el Haro» (Hoja del Lunes de Madrid, 5 de febrero de 1979) fueron episodios principales de esta enconada querella.   Ruiz Ramón (1982, 59-75). Estas ideas se recogieron después parcialmente en el capítulo X de Celebración y catarsis (Leer el teatro español), 1988, pp. 209-221.

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Lo ocurrido con José Martín Recuerda constituye un buen ejemplo de la situación dual que venimos señalando. La puesta en escena de su hasta entonces prohibida 5 Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca resultó triunfal; después siguió el «olvido» al que el autor, como otros, fue relegado hasta su aún próxima muerte. La representación se vio condicionada por el contexto político de modo más que evidente; los valores de texto y espectáculo, reconocidos de modo unánime fueron, sin embargo, más una mirada hacia el presente y el pasado inmediato que el germen del resurgir, en una nueva sociedad, de un teatro injustamente preterido. Observemos desde este punto de vista la recepción que el estreno de Las arrecogías en el Teatro de la Comedia, el 4 de febrero de 1977, tuvo en la prensa madrileña. Martín Recuerda había comenzado la escritura del texto en 1970 en España y la concluyó durante su estancia como profesor en California. El propósito de la misma unía una vivida fascinación por la heroína de Granada con la voluntad de «presentar las primeras víctimas españolas populares que, sintiendo en su entraña la conciencia de la libertad, dieron por ella su sangre». Estos elementos, la tragedia de Mariana Pineda y la época absolutista en la que vivió y murió conducían a una visión desde el presente del pasado ofrecido en la escena. El teatro histórico de sentido crítico, inaugurado en la posguerra por Buero Vallejo (que reflejó el terror de Fernando VII pocos años antes en El sueño de la razón y unos meses después en La detonación), favorece, como es sabido, la reflexión actual de los hechos dramatizados. El dramaturgo granadino había tenido al concebir su obra una genial intuición que sólo se documentó después (Orozco, 1977: 54-60) y que le hizo desplazar la perspectiva (ya en el mismo título) de la singularidad de Mariana al coro que formaban las presas del Beaterio; en este lugar, como muestra el libro de entradas y salidas, no sólo había recluidas por motivos morales y por delitos comunes, sino que en él se encerraban «sin tiempo», por razones políticas, mujeres de distintas clases sociales. El Beaterio no era en la realidad el refugio lírico en el que García Lorca colocó a Marianita sino un convento-cárcel (más cercano a la casa de Bernarda) que evocaba la sociedad convulsa y oprimida de la dictadura (Monleón, 1977b: 66). Esto distinguía la creación de Martín Recuerda (en varias críticas apareció la comparación con ventaja siempre para él) y además facilitó una identificación con el espectador que el director quiso destacar (Gortari, 1977: 62). Eran «momentos bastante desconcertantes, debido al periodo histórico que atraviesa nuestro país», como dijo el autor (Laborda, 1977: 50) y la «politización» parecía inevitable. Francisco Álvaro (1978: 12) señalaba en su primera intervención como «El Espectador»: «El estreno de Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca llegó al escenario de la Comedia con precisa oportunidad, cuando partidos políticos, centrales sindicales y organizaciones diversas formaban en mítines, manifestaciones y actos del más variopinto color un clamor unánime en pro de la    Justo Alonso presentó por vez primera el texto de Las arrecogías a censura en 1971; tres años después lo hizo la compañía de Aurora Bautista; en 1975, el Teatro-Club PEC; finalmente se autorizó la representación a Producciones Teatrales A. G. el 13 de diciembre de 1976 (Muñoz Cáliz, 2005: 311-315; 2006: 215-224).

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amnistía…Y «AMNISTÍA», con letras mayúsculas de grandes caracteres, era la palabra que, al entrar el espectador en la sala del teatro de la Comedia, figuraba en las pizarras colocadas en el balconcillo de las plateas y en el telón de fondo del escenario…». 6 Una nítida imagen de la mixtura la daba la portada de Reseña en el número 103 (marzo de 1977): la página se llenaba por completo con una fotografía de Concha Velasco en su papel de Mariana Pineda, con la frase, encima, de «La amnistía de la reconciliación» y, debajo, el título de Martín Recuerda. En el interior de la revista hay un artículo editorial sobre ese tema (pp. 2-3) y una crítica del espectáculo teatral, que comenzaba con estas palabras: «Una obra que nos recuerde y les recuerde la necesidad de la libertad es siempre bien recibida. Una obra sobre la libertad en estos momentos en nuestro país es sensitivamente recibida. Por eso las «arrecogías» del Beaterio de Santa María Egipcíaca han suscitado ese envolvente interés, como si de nuestros presos políticos se tratara» (Ricogarri, 1977: 21). En algún caso, se habló de que en este estreno se unieron «tres amnistías»: la del texto, retenido por el silencio administrativo; la de su autor, «exiliado de los escenarios»; y «la de una España que tanto en el siglo xix como en el xx se ha visto obligada a participar en el doloroso tránsito que separa a una sociedad obligada a vivir entre tinieblas, de una que a pesar de todo camina hacia la luz» (Fernández Torres, 1977: 15). 7 Esta situación era plenamente convergente con la implicación del público que Martín Recuerda había buscado en su texto, de manera especial en algunos momentos (Halsey, 2007: 17), como al final de la primera parte, cuando «las arrecogidas de las celdas de abajo se adelantan, junto a Mariana, para salmodiar con la misma furia, mientras van bajando las cuestas y llegando a los pasillos del teatro…» y se dirigen a los espectadores, señalándolos, con una directísima apelación (Martín Recuerda, 1977: 206-207): Nadie arrancará sus nombres de estas lenguas que tenemos, que son tuyos ¡y tuyos!, tuyos, ¡tuyos!, y las lenguas son de una. ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Dentro del pecho los guardamos! ¡Y tú! ¡Y tú! ¡Y tú!

Tal implicación, parte esencial del «iberismo» y de la «fiesta española» que el autor quería, favoreció sin duda el efecto «catártico» que se dejaba sentir incluso en algunas críticas. Enrique Llovet iniciaba con este párrafo la publicada en El País:   Entre las transformaciones que tuvo el texto destaca a este respecto la alocución final de la Actriz que encarna a Mariana de Pineda, incorporada después a la edición que preparó en la Editorial Cátedra Francisco Ruiz Ramón (Martín Recuerda, 1977: 284), en la que hay una clara referencia a la amnistía que, si «se hubiese dado unos meses antes», habría evitado la muerte de Mariana.    Fernández Torres (1977: 15) insistió en que, a pesar del tema de la amnistía, la obra no era «un alegato político» sino «un alegato ético»; esto provocaba que los personajes funcionasen como encarnación de unos principios, por lo que adolecen de «desarrollo interno».

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Me siento muy conmovido. Este espectáculo español tumultuosamente trágico, esclarecedor, dirigido e interpretado con rabia y fervor, me ha traspasado de tal manera que lo primero que deseo establecer es mi gratitud muy honda a quienes en él participan: gentes de mi casa, de mi pueblo, de aquí y de ahora, que de un soberano puñetazo acaban de colocar la fiesta teatral en el importante y altísimo lugar que en este país le corresponde. Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de José Martín Recuerda, que ha montado en la Comedia Adolfo Marsillach, abren otra vez las ventanas del viejo ámbito de nuestra escena y lavan, como agua lustral, rutina y mimetismos, importaciones abochornantes, cobardías y desánimos, mediocridades e insuficiencias. Ninguna distancia hay que perdonar aquí entre la concepción y la ejecución. Todo es como debe ser. Como va a tener que ser desde ahora.

Y Pablo Corbalán (1977: 23) decía en las primeras líneas de su crítica: Cuando el espectador abandona el teatro y sale a la calle después de haber asistido a la representación de Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca se siente envuelto por una borrasca de violenta hermosura, estética y moral, de relampagueantes luces y sentimientos liberados, de opresivas fuerzas derrumbadas, de limpia e inocente pasión estallante, de rebeldía herida y zamarreada, de fiesta tremenda y cruel en la que la sangre, el fervor de vivir, la tortura y el canto todavía luchan entre sí sobre los cuerpos de las víctimas de siempre, cuya única victoria se anuda en la solidaridad y en la muerte.

Esa emoción desatada tenía que ver con el sentimiento que unía la escena y la sala, tanto en la historia compartida como en la estructura del texto y de la representación. Martín Recuerda supo entremezclar la catástrofe de la criminal opresión y el júbilo popular como quizá sólo fuera posible en su tierra andaluza: «Hay algo que considero fundamental acierto de Las arrecogías: concebir su drama histórico, desarrollado en Granada, dentro de la luz, el patetismo e incluso la alegría de la copla y el baile de Andalucía. Esta intención, que en ningún momento puede calificarse como folklórica, no es ambiental. Participa del sustrato mismo del drama. Es su más claro e idóneo lenguaje» (Trenas, 1977: 35). Desde este ángulo, se entienden también unas afirmaciones del autor con motivo del estreno: «Andalucía es como una tierra sabia y pobre, como es sabia se ríe de su propia pobreza; es una Andalucía estoica. La raza, mezcla de judíos, moros, romanos cristianos, da al andaluz una sabiduría extraordinaria. He vivido ambientes desgarraos o populares desde mi infancia, que son los que llevo en mi sangre y a mi teatro, las sugestiones, la filosofía y las razones sociales de mi tierra. Entre García Lorca y yo ha mediado un millón de muertos» (Samaniego, 1977: 23). No era la primera vez que Adolfo Marsillach dirigía una obra de José Martín Recuerda; pero un suceso ocurrido poco antes del montaje de Las arrecogías puso en peligro la nueva alianza de autor y director. Martín Recuerda dirigió un escrito, junto con su amigo y compañero de generación José María Rodríguez Méndez, a la Sociedad de Autores en el que negaba a perpetuidad el permiso para interpretar o dirigir sus textos a nombres muy importantes de nuestro teatro, entre ellos Marsillach.

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Martín Recuerda reconoció que «aquello fue una torpeza» (Pérez Coterillo, 1977: 40) provocada por dificultades y malentendidos del momento, lo que permitió que el celebrado actor y director realizase uno de sus mejores trabajos, fundamentado precisamente en el respeto a los planteamientos del autor, en la potenciación de sus aciertos plásticos y en el «gran ejercicio de maestría» de su dirección de intérpretes. Trenas (1977: 35), que ponderaba el hondo andalucismo del texto, se refería así a su plasmación: «La concepción del espacio escénico —agua, música, rumores callejeros lejanos, copla y aljibes— sorprende por su belleza, pero no persigue exclusivamente esta finalidad de aclimatación estética, sino que define, desde lo andaluz, el tremendo alcance que puede adquirir en aquellas tierras solares el odio o la persecución política». Hubo acuerdo, salvando muy particulares discrepancias, en que el de Las arrecogías constituyó un «espléndido espectáculo dramático», dotado de «extraordinarios valores» que, «como suele suceder cuando de verdad existen, se apoderan de los intérpretes directos. Pocas veces hemos visto una representación conducida por los actores con tanto entusiasmo. A su talento y a su sensibilidad se unió su entrega, y todos ellos rivalizaron en dar a la palabra o al grito su justo y acertado acento» (Corbalán, 1977: 23). En la alabada puesta en escena de Marsillach no faltaron las referencias a otro de sus grandes triunfos, Marat-Sade, para el que había contado, como en éste, con la colaboración de Alberto Miralles. Pero sobre todo, como hemos apuntado, el aprecio y respeto hacia los valores del texto. López Sancho (1977: 64) lo indicaba con precisión: Adolfo Marsillach ha organizado toda la acción dentro del espléndido ámbito escenográfico construido por Amenos y Prunes, del cual se sirve con una estética que ya le es propia, que ya parece identificable y que viene desde su montaje del MaratSade y pasa por el de La señorita Julia. Sirve con él los designios de Martín Recuerda. Lejos de servirse a sí mismo, de torturar la obra dramática para reducirla a soporte de alardes de dirección, Marsillach recorta el frondoso texto original, aprieta sus valores visuales, inyecta un durísimo realismo vital, un radical feísmo goyesco en el vivir de esas mujeres que riñen, cantan, se lavan, suspiran, se rebelan, y densifica por estos modos el compacto grito de denuncia, la desgarrada proclamación contra la injusticia y el despotismo que profiere en su pieza Martín Recuerda.

El reparo mayor que conocemos, provenía, sin embargo, del crítico de Reseña, que advertía en el aplaudido espectáculo la falta de un nuevo lenguaje, ineludible para conformar un nuevo teatro (Ricogarri, 1977: 21). En el equipo autor del montaje están presentes profesionales catalogados como de los más serios y capaces del país. Pero no deja de ser triste el acudir a una escenografía abundante, rica y quizás excesivamente brillante como fondo esquemático y generador fundamental de un ambiente, como fondo —lógico, por cierto— a un texto literario y a unos actores que repiten sus gestos. Queremos decir, para aclarar-

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nos, que no se puede hablar con el mismo lenguaje. Si se dice algo distinto, hay que utilizar formas distintas.

Por otra parte, en más de un lugar se señaló con estas u otras palabras que «Martín Recuerda es la voz que se alza, por fin, desde un silencio en que se escondía el camino del teatro español de nuestro tiempo» (López Sancho, 1977: 65). También se destacó la valentía de la compañía privada que acometió la arriesgada empresa del montaje. E incluso se articularon ambas ideas: «El alegato de Martín Recuerda viene a demostrar que el único camino de posible revitalización del teatro comercial español vendrá traído de la mano de autores silenciados —tanto los de antes como los de ahora— y de caras que conecten con los sentimientos democráticos de un público que siempre ha ido por delante de la estrecha visión de los empresarios miopes de nuestro teatro» (Fernández Torres, 1977: 15). Por desgracia, lo sucedido después no confirmó estos augurios. La exaltación del momento se vio cubierta por realidades menos halagüeñas. La de Las arrecogías fue una puesta en escena (que gozó de dos años de mantenido éxito) teñida por la situación política del momento. Jaime Siles (1997) lo recordaba al comienzo de su crítica de un montaje realizado dos décadas después: Cuando esta obra se estrenó —o mejor: cuando las circunstancias políticas hicieron que, con siete años de retraso, se estrenara— fue vista como una interpretación refleja de un momento concreto de la historia en cuyo antiguo azogue desvaído espejeaba, en sombras acuosas, el funesto fantasma de la más inmediata realidad. Hoy […] Las Arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca admiten —y acaso tienen— una lectura diferente; […] entonces, parecían «política»; Las Arrecogías ahora son —y son sólo— naturaleza y materia teatral.

«Naturaleza y materia teatral»… que han generado extraordinaria estima. Pero también hemos de mirar como historia (reciente) de la escena el estreno de Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca en su contexto; para ver cómo el teatro mostró una relación con la sociedad que no se ha repetido; para ver, sobre todo, que, por diferentes motivos, muchas ilusiones de entonces se resolvieron en espejismos y los autores dramáticos hubieron de elegir forzosamente entre el «olvido» y la «reconversión». Como el teatro se ha «reconvertido». Pero éste es ya otro capítulo del mismo tema. Bibliografía citada Pedro Altares (1976). «Estreno de Alberti: Mientras llega la libertad», Pipirijaina, 1, pp. 43-44. Francisco Álvaro (1978). «Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipcíaca, de José Martín Recuerda», El espectador y la crítica (El teatro en España en 1977), Valladolid, pp. 12-16. Pablo Corbalán (1977). «Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda», Informaciones, 7 de febrero, p. 23.

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Proyectos y esbozos teatrales de Pedro Salinas en el exilio 1 José PAULINO AYUSO Universidad Complutense de Madrid

Presentación y contenidos Conocemos la antigüedad del interés de Pedro Salinas por el género dramático y también la atención con que dedicó algunos ensayos y críticas a Valle-Inclán y su esperpento, a Carlos Arniches, entre el sainete (imitado incluso por él en alguna obra) y la «tragedia grotesca», a Unamuno y su teatro trágico e intelectual, a Lorca y su inherente dramatismo. Ya a comienzos de 1936, él mismo había completado un drama en tres actos, titulado El Director. Misterio en tres actos. No es de extrañar que, tiempo después, y en otras circunstancias, las determinadas por su exilio en Estados Unidos, regresara a la escritura dramática y dedicara a esta actividad una buena parte de sus esfuerzos entre finales de 1942 y mediados de 1947. 2 Es necesario advertir que una buena parte de este tiempo, precisamente desde el verano de

  Los textos originales están depositados en la Houghton Library, de la Universidad de Harvard. La Residencia de Estudiantes, de Madrid, dispone de una copia, ahora en sistema digital, que es la utilizada aquí. Agradezco a la Residencia, como es de justicia, el permiso para reproducir los textos y las facilidades de su consulta. Este trabajo se inserta en el ámbito de investigación del Proyecto: «Literatura dramática y escena del exilio republicano español de 1939» (HUM 2007-60545.)   Está ya publicado, con precisos estudios, este teatro de Pedro Salinas (Marichal, 1957; Torres Nebrera, 1979; Moraleda, 1992. Y ahora: Salinas, 2007 a.) Gracias a su correspondencia, nos es conocido también el proceso cronológico de escritura de los textos (Ruiz Ramón, 1991: 22-23; Moraleda, 1992: 11. Salinas, 2007a y c.)

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1943 hasta 1946, Salinas estuvo en Puerto Rico, con tiempo y tranquilidad para contemplar el mar y escribir. Así que el tiempo del exilio, cargado de una constante preocupación moral por la situación de la sociedad tras la guerra, terminó por suponer, en el plano personal, una notable vuelta hacia sí mismo, un centramiento íntimo definitivo que le permitió una actividad creativa constante y variada. De este modo informa a Guillermo de Torre en 1950:«... escribo con regularidad y constancia fatales [...] La verdad es, amigo Guillermo, que nunca he dispuesto de mayor espacio de tiempo, de mayor calma exterior que ahora [...] Las inquietudes vienen de fuera, del estado del mundo, donde ocurre todo lo contrario: inquietud, temor, nerviosismo por doquiera, sobre todo aquí». 3 La dificultad aparece a la hora de publicar, según le parece, aunque sus poemas y relatos tendrán finalmente salida en Buenos Aires y en México, antes de su prematura muerte. Por las mismas fechas de la carta anterior, escribe en términos semejantes a Ramón Menéndez Pidal y a Guillermo de Torre: «Terminé hace un mes una, que no es novela, narración imaginaria, no muy larga [La bomba increíble], la cual se halla ya en prensa en Buenos Aires [... ] Y ahora escribo cuentos. De pronto me ha entrado esa gana. Y algún ensayo que otro. Todo lo cual determina un embotellamiento de original [...] Quería dar, por lo menos, un tomo de teatro, ya que no se puede representar [...] De modo que tengo las carpetas llenas de apuntes, que nunca cobrarán cuerpo pleno». 4 Otra vez lamenta el desconocimiento de su teatro en la carta a Guillermo de Torre: «Es como usted verá un embotellamiento de original que me descorazona mucho. Creo firmemente que mi teatro sería recibido por el público con gran interés; eso me dicen todos los que lo han oído leer, sin discrepancia. Y me da pena tenerlo en un cajón [...] Por fortuna me ocurre que tengo cada día más ganas de escribir y más temas». 5 Desde luego, conociendo también por otras cartas cómo se interesaba Salinas por su teatro, el entusiasmo que demostró por la única representación de La fuente del arcángel y las discusiones que sobre este tema mantuvo con Américo Castro o Dámaso Alonso, caben pocas dudas de que, al hablar de «embotellamiento», no se debía de referir sólo a las obras terminadas, sino a los apuntes que guardaba en carpetas y que contenían proyectos dramáticos. Algunos de ellos son los que ahora figuran aquí. Y es de suponer que, si no llegó a desarrollarlos, fue, por una parte, por ese descorazonamiento de no ver sus dramas representados y ni siquiera publicados; y además porque se interesó por otros proyectos narrativos, que sustituyeron a los dramáticos, puesto que la creación poética en verso le acompañó siempre. Conocida ya la breve pero muy coherente obra dramática de Salinas —un teatro eminentemente «poético»— y atendida por la crítica esta parte de su producción,  Salinas, 2007c: 1374.  Carta de Pedro Salinas a Ramón Menéndez Pidal (Salinas, 2007c:1349.)   Carta a Guilllermo de Torre (Salinas, 2007c: 1373.)  

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puede tener todavía interés sacar a la luz, bien sea en el ámbito de los estudios filológicos y literarios, algunos de esos materiales inéditos de las carpetas. Parece que una primera razón radica en la importancia del autor y en el sentido del teatro dentro del conjunto de su producción.. Si nadie puede discutir ahora su lugar preferente en la lírica del siglo xx, todo aquello que nos sirva para ampliar el conocimiento de sus intenciones y procesos, aunque sea en otros géneros, puede redundar en mayor y más precisa crítica y valoración de la parte fundamental (la publicada) de su variada obra completa. 6 Otra razón reside —de forma paralela a ésta— en la relación que podemos establecer entre los textos editados y los inéditos, entre esbozos y apuntes y obras literarias, de modo que los apuntes nos permiten también «completar y redondear» (en palabras de Enric Bou) esta perspectiva más precisa sobre Salinas, autor dramático. Hay que decir inmediatamente que estos apuntes y bocetos, en páginas mecanografiadas, no revelan aspectos desconocidos ni suponen cambio en la perspectiva que ya tenemos del autor y de su obra dramática. Si es natural que no tengan lugar en una edición como la magna de las Obras Completas en tres volúmenes (Salinas, 2007a, b, c), su conocimiento no será ocioso, pues ponen de manifiesto la insistencia de Salinas en algunos aspectos esenciales, reiterados, en la forma de su pensamiento y en los rasgos de su imaginación fabuladora. 7 En su brevedad y en su carácter reducido, casi de instantánea, aunque reflexionado, encontramos una vía de acercamiento al taller del autor, para comprender mejor cómo una idea se hace argumento o proyecto de historia y, luego, cómo pasa a ser un drama, merced al diálogo. Cumplen así estos apuntes la misma función que los borradores de un poema, que permiten seguir el proceso de escritura y apreciar, finalmente, por su descripción genética, los aciertos y caracteres del texto definitivo. Los proyectos que se incluyen aquí no llegaron a desarrollarse como dramas autónomos. Como se ve, siguen la tendencia dominante de la obra breve, formada por una situación dramática resuelta en pocas escenas, y, en realidad, no difieren demasiado de las que sí llegaron a tomar forma plena. En algunos casos puede considerarse incluso que su potencial dramático es mayor que el de algunos de los primeros textos acabados. En cualquier caso, ratifican y confirman la creatividad del autor, su interés mantenido por la forma dramática (detrás del cual hay una teoría), y las notas esenciales de esta transfiguración poética de la realidad que Salinas pretendía lograr también en el drama.

  Concluyendo lo que ya la crítica había dicho, resume Enric Bou (Salinas, 2007a: 1134): «el teatro no sólo completa y redondea las habilidades de un escritor con gran dominio del oficio, sino que nos proporciona nuevas posibilidades de lectura del conjunto de su obra».   La existencia de estos borradores es bien conocida, y en mi breve trabajo anterior sobre el teatro de Pedro Salinas (Paulino, 1995) hice referencia a ellos en una nota, si bien no me fue posible incluirlos, dadas las limitaciones de espacio y el enfoque particular del análisis literario. En la edición de las Obras Completas (Salinas, 2007a: 1561, n.38) el editor, Enric Bou, se refiere también a estas páginas y transcribe el proyecto titulado: «El hombre que vendió su pasado».

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Los Textos Bajo el título general de «Temas para Teatro» se agrupan materiales variados, algunos diálogos no terminados y sencillos resúmenes, a máquina, a veces repetidos con variantes y otras veces acompañados de apuntes rápidos manuscritos. Todos ellos distribuidos en cinco carpetas. Hemos seleccionado, en primer lugar, ocho textos que ocupan dos páginas mecanografiadas, bajo el título: «T[e]mas para obras de teatro». 8 En el margen izquierdo figura el título en mayúsculas y a continuación, sangrado, el resto del resumen, sin mantener bien alineado el margen. Muchos de estos esbozos tienen otras versiones, mecanografiadas o autógrafas, de las que doy cuenta complementaria. De este hecho podemos deducir que estas dos páginas representan un segundo momento de la fijación de la idea: el primero estaría recogido en los apuntes manuscritos, que luego, seleccionados, ordenados y depurados, pasarían a formar parte de este conjunto, con rasgos aún incipientes pero más perfilados. La cola. Una cola de gentes que están haciendo turno para ser socorridos. Es la cola de los deseos e ilusiones. Un secretario sale a preguntar lo que quiere cada uno para preparar la entrevista y así se sabe. [A] uno no se le ocurre querer nada; otro no sabe decidirse y deja pasar a todos delante. Otro pide insi[g]nificancias. Uno pide lo que otro, que habló antes, quería dar... Van entrando. Se los ve salir... por detrás, pero ya no los dejan hablar con estos. Cuadro final: día siguiente. Otra vez la mayoría de los mismos: se les dio todo lo que pedían, pero no les gusta. A empezar, de nuevo.

Hay también, entre los papeles, dos versiones manuscritas. El primer borrador parece más fragmentario y especifica, debajo del título: El «Auxilio Social». El segundo desarrolla los tipos que esperan y precisa la demanda con que acuden: dinero, un novio, la luna... Tal vez merece la pena rescatar estas líneas: «Dos jóvenes se encuentran, se enamoran y se van juntos de la cola; ellos se bastan. Son los suicidas en amor...» Y al final: «Sólo unos, los amantes y el santo no vuelven. Están en paz con la vida. Les gusta la vida así, lo que les dio». Salvada. La mujer de unos cuarenta que en un[a] estación se encuentra a uno, hablan y le cuenta el fracaso de su vida, gris y vacía. Ya es tarde. Viene a sentarse al otro lado un hombre que resulta ser poeta o novelista. Conversación. La mujer le envidia por pintar las cosas como se quieren y no como son. De pronto tiene una idea. Contarle una vida suya fantástica, imaginaria, llena de aventuras... Lo hace. El poeta se entusiasma y dice que la escribirá. Se ha salvado. Entonces el hombre primero, que lo ha oído todo, le dice que es mentira, al poeta. Éste responde que quién sabe.

El texto manuscrito presenta otra redacción, con pequeñas diferencias. El primer hombre sale un rato de la sala, mientras la mujer cuenta al Poeta (aquí lo es) su 

  Figuran bajo la signatura bMS Span 100 (995) en la carpeta primera y en la tercera.

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historia. Antes de la conversación de los dos hombres, llega un tren y ella sale. Parece (la letra es difícil) que caracteriza al otro como «Burgués» y así contrapone más las dos figuras: Burgués (inmediatez de la verdad realista) y Poeta (sentido vivificador de la invención.) La posible, Fin de una velada. El matrimonio acaba de celebrar los veinte años de su boda. Se van los invitados. Ellos, tristes, vacíos. Se observa que han sido compañeros en ganar dinero y fama, pero no son felices. La criada les habla de su juventud, de cuando ella vino a servirles. Cuadro segundo. Una muchacha hermos[a] vuelve de un baile. La ayuda la misma criada, de modo que no se advierta que han pasado —o podrían haber pasado— veinte años. Y la habla de su hermosura y juventud y de lo loco que está por ella su novio. Entra éste: la dice que ella es para él el móvil de la vida, el resorte de todas sus acciones. Ella dice que eso la hace temblar: es mucha responsabilidad para ella. Y si ella no fuera lo que es. ¿O no hubiera existido? Eso es imposible, dice él. Tiene que existir. Le pide que vaya a buscar algo que se dejó en el baile. Se mira el espejo, se gusta, pero se siente un poco triste. En esto entran, graves como autómatas, los padres, igual que en el cuadro 1. Vienen a traerla un cofrecillo de cartas. Las lee, son una correspondencia de hace veinte años sobre si debían tener una hija o no. Convencidos de que les estorbaría en sus planes, la madre se hizo abortar. No la quisieron. Ella no existe. Es la que pudo ser. «Y yo que creí que era la vida para alguien». Hay que resignarse. Desaparece mágicamente, dejando sólo su traje de baile en el centro del cuarto. Vuelve el novio. ¿Dónde está? Sus padres le dicen que ni hay ni hubo nadie. Pudo haber sido, eso es todo. Los tres quedan mirándose, el joven con odio a los posibles padres. 9

Hay otra versión mecanografiada. El comienzo es más contundente: «Padre y Madre, solos. La velada. Soledad. Palabras vana[s] que se cruzan. Criada entra a decir buenas noches y les felicita. Hace veinte años de su boda». Y en el diálogo de la joven con el novio se hace más explícito el juego de la ficción (del deseo): «Ella le dice que le hace temblar, que teme no ser nada de eso, ser una invención suya». La secuestrada. Una muchacha de aficiones soñadoras, desaparece de su casa. El policía interroga a los padres. Salió para una fiesta en taxi y no ha vuelto. Al policía se le ocurren motivos, y los padres, al rechazarlos, delinean el carácter de la m. Llegan mensajes telefónicos misteriosos. Uno de la m. que dice encontrarse muy bien. Se le pide al padre dinero por el rescate. La misma cantidad que él recibió muchos años antes por haber delatado a un joven que fue condenado a muerte. Vuelve la m. Por la ventana, como caída del cielo. El Pol[icía], los padres la interrogan. Ella se niega a decir dónde estuvo. Desde entonces, siempre distraída. Fue robada por unos ángeles que la hicieron restituir lo que el padre cobró por la muerte. Ella ya ha visto   En el resumen de la carpeta primera hay, además, una nota mecanografiada en el amplio margen izquierdo, que tiene también interés, tanto para ver las dudas respecto del comienzo como para entender el sentido de la acción dramática, desde el que parte la concepción de Salinas: «El matrimonio después de cenar con dos antiguos compañeros de los que estuvieron enamorados al principio de su carrera y que simbolizan las fuerzas de la vida, y recordar su juventud, se queda solo. Mejor así. Si hubieran amado no habían podido dedicar su energía total al banco. // La hija no habida, es la vida misma».

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otro mundo mejor y ya no estará nunca contenta en éste. E[s] el alma, Teresa, que vio a Dios y no se acostumbra ya a la tierra.

Hay otra versión también mecanografiada, con diversa redacción pero coincidencia completa en el orden y en lo sustancial de esta acción; aunque con pequeños matices: se manda, por ejemplo, quemar el dinero, no entregarlo. Y la causa de la delación resulta ser el deseo de educar mejor a su hija. Ladrones de frac. En el pasillo de un hotel elegante. Tres ladrones de frac entran cada uno en un cuarto. Se va[n] viendo las tres escena[s] sucesivas. La primera víctima es un científico que ha robado un invento, y se cree que el ladrón es un espía de la casa donde trabajaba. Trato: el ladrón no le robará, si él devuelve lo que robó, el invento. Segundo cuarto: una mujer ha robado su marido a otra y se van a escapar. El ladrón coge sus joyas. Amenaza: o se las lleva o que ella deshaga la cita y no rompa la felicidad de la otra mujer. Hecho. Tercer cuarto: Una mujer va a hacerse abortar o va a suicidarse, a robar una vida. El ladrón no la robará si renuncia y acepta la vida. Salen otra vez al pasillo y se preguntan: ¿Qué traéis? ¿Cada uno lo suyo? Sí, y se muestran las manos vacías. Muy bien. Saltan por la ventana. Son los ángeles guardianes.

Escrito a continuación, a tinta: «Uno se va a suicidar; otra a abortar; otra a fugarse». Y en el margen: «Antes se ve una mano que les manda, y una voz» Y: «La policía los ve salir por la ventana». Hay otra versión también mecanografiada, sustancialmente igual, pero a continuación hay notas manuscritas, que son las que parecen haberse incorporado como texto posterior al resumen primero. Así, se señala: «1. Suicidio. Va a robar su vida a Dios 2. Rapto 3. Abortar Una gran mano, entre bastidores, y una voz mandan a los ladrones a su misión. Al final llega la policía, los ve arrojarse por la ventana, pero sin caer». Camino de perfección. Entra por la ventana de un salón biblioteca un vagabundo, pero se sient[a] en una butaca como si estuviera en su casa? Entra la criada. La amenaza y la ofrece un billete. ¿Quién vive en esta casa? La viuda del héroe, cap[itán] X. La viuda le rinde un culto, le van a hacer una estatua, sus hijos son huérfanos nacionales. Ella querría casarse con el profesor de los niños, pero siente que su deber es no hacerlo, porque debe guardar la memoria del héroe. Entra la viuda y el pretendiente. Vag. y la criada se esconden. Hablan. Sí, ella le quiere y no quería a su marido, el héroe, que era un hombre en el fondo tosco y sin escrúpulos, a punto de quebrar cuando la guerra estalló. Pero su muerte lo ha cambiado todo. La misión de ella es mantener la idea falsa, pero heroica, del marido, viva. Será una mentira, pero es purificadora. Se salva un nombre, una idea. El pret. la admira más al verla ingresar en ese plano del sacrificio. Salen. Vag. dice a la criada que avise a su señorita que tiene visita. Él, sentado en la sombra, la hace dialogar con él. ¿Y [si] su mar. no hubiera

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muerto? ¿Y si volviera a su casa y a la vida? Eso, dice ella, sería morir para su nombre y para su amor. Ella quiere a su memoria, pero no a él. Seguirá queriéndole si des[a]parece. Sólo a costa de resignarse a su muerte vivirá en el amor de ella y en la fama. Él sale, ella se retuerce las manos, angustiada después de despedirse de él. Se oye un tiro: «Se salvó, se salvó».

Existe otro desarrollo, también a máquina, y una versión manuscrita, que parece ser el primer esbozo y es bastante diferente, con el mismo título: Tiene que girar sobre el caso de un héroe que muere en la guerra en circunstancias gloriosas, en una hazaña individual de gran realce. Se le glorifica inmediatamente. Pensión a su mujer, renombre a sus hijos. El hombre sucedido por su glorificación. Pero resulta que no murió de verdad (no se habían encontrado sus restos). Vivía en un rincón, como un burgués con otro nombre. Pero no puede, al cabo de años, resistir. Necesita el disfrute de su gloria. Se presenta. Se le toma por impostor. Su mujer le conoce en el fondo, pero se engaña haciendo como que no le conoce. Se abre un proceso. Escándalo nacional. Se le pide una repetición del acto (si es posible). Ya, no. Incapaz de vivir sin gloria ni con gloria, se suicida. Detrás queda la duda, de todos, la gran sombra. El hombre que vendió su pasado. Se lo vende un hombre experimentado de 40 años a un joven millonario tímido. Todos sus recuerdos se los pasa. Él se queda sin recuerdo[s]. Pero cuando vuelve una amante que tuvo a la ciudad y quiere reanudar sus relaciones con ella, ella ya no le reconoce: en cambi[o] va reconociendo al comprador del pasado, por lo que éste le dice de las horas que no vivieron juntos, pero que recuerda como tales. Y por fin ella se casa con él, basada en un ayer que es real sin haber existido. La vida sin memoria no tiene base.

Esta versión tiene otra más extensa, pormenorizada en sus detalles de los tipos y diferente también en su desarrollo: Acto I. Una casa de campo o un hotel de aeropuerto. A. es un joven de familia muy rica, solo con su madre. Ésta le ha dominado, de modo que aunque tiene 28 años, se siente sin pasado propio, con un pasado mostrenco e impersonal. En la misma casa está B.: explorador, escritor, aventurero, hombre de mundo, cansado de tanta experiencia, deseoso de borrar todo lo que ha escrito en su vida. Todas las mujeres y hombres le buscan para que les cuente cosas, porque es muy animado. En cambio, a A. no le hacen caso. [Una raya vertical parece marcar el cambio de escena o cuadro] En una escena se encuentran A. y B. A. cree muy feliz a B., pero éste le confiesa que le fatiga esa carga de lo vivido y pasado, que querría tener el alma libre y en blanco. Y B. [Es error: debe ser A.] le cuenta cómo a él le sucede lo contrario. A los dos se les ocurre, como un relámpago, la idea de cambiar. B. dice que no tiene más capital que su pasado y que no vale nada. [De nuevo, una raya vertical a tinta parece indicar cambio de escena] Entonces aparece el truchimán o traficante, como una sombra. Se acerca primero a uno y luego a otro y les propone el negocio de que B. venda su pasado a A. Regateo. A. tiene que convencer a su madre, que cree que es

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un timo. Por fin el truchimán les convence. Los dos se duermen, por su influjo hipnótico, y al despertarse ya se ha efectuado el trueque. [Nueva raya vertical] Entra un grupo de gente y se dirige a B. en busca de conversación, pero éste no dice nada interesante. En cambio, A. habla con brillantez inusitada de su pasado. Todos se acercan a él y van dejando solo a B. en un lado de la escena. Éste, en vez de parecer molesto, tiene la cara iluminada. Abre la ventana y mientras al otro lado el grupo escucha embebecido a A., mira al cielo, en luna, y respira hondamente, medio estirándose, medio alzando los brazos.

Se aprecia que, en esta versión, el interés recae más en B., el personaje que se libra de su pasado como de una carga, que en A., al contrario de lo que sugiere el primer resumen. A este boceto le añade manuscrito, en el margen, un comentario que nos indica, una vez más, la importancia de Unamuno para la creación dramática (y narrativa, en algunos cuentos) de Salinas: «La memoria es la base de la personalidad individual... Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es en el fondo sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza [?], el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir. Unamuno, Del sent. trágico, Cap. I». Éste parece ser un tema que interesó especialmente a Salinas, ya que encontramos huellas diversas: dos, al menos. La primera es una lista de personajes, tal como figuraría entre las didascalias de un drama. Lleva por título «Pasado». Y figuran: «Cándido. El joven millonario.// Andrés. El explorador, capitán, autor, retirado en la isla.// Don Fausto. El comerciante intercontinental. El gran político y diplomático.// Eugenia. La joven isleña que busca el pasado.// Rosa, María, Juana.: las tres hermanas que viajan.// Pablo. El novio de Rosa.// El capitán del avión.// El encargado del hotel.// Un camarero.// Esc. 1. Hall de un hotel. Tres núcleos de acción: dos serán grupos de sillones, para distintos grupos de gentes. Otro el mostrador del hotel y la caja. La otra es ya una parte de una escena, completamente dialogada. La incluyo al final de estos resúmenes, el último de los cuales es el siguiente: El hombre dividido. Un hombre dinámico: médico, escritor, político, enamorado, casado y con una amante. Desesperado de no poder ser tantas personas como tendencias, y que todos se quejan de que no les atiende bien, pacta con el diablo dividirse. Y nacen cuatro hombres: esposo, amante, poeta pobre y médico. Pero todos están descontentos, sienten que les falta algo y a ellas también. Una noche el poeta y el médico riñen y se matan. Y las dos mujeres, para lograr que no mueran los otros dos, renuncia la amante y vuelve a la unidad.

Hasta aquí los bocetos o «Temas» contenidos en las dos páginas de la carpeta que he señalado. Hay otras dos, en la siguiente carpeta, que también reúnen varios proyectos, bajo el título semejante de «Temas de dramas». El primero es precisamente este último que acabo de transcribir, «El hombre dividido». En él se especifican las causas del descontento y se deja algo ambiguo el final: «la amante no se

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contenta con el amante, el poeta pobre no tiene dinero, al médico le falta ilusión. Una noche el poeta y el médico riñen y se matan. Y entonces las dos mujeres, asustadas por s[i] riñen sus dos hombres, le devuelven la unidad y desparecen o se sacrifica una». Además de éste, hay otros cuatro textos, uno de ellos, titulado «El Chantajista», está tachado. Los tres proyectos restantes son los siguientes: ¿Quién será el muerto? En una casa de campo hay varias personas pasando unas vacaciones. De pronto se sabe que por un error la leche que han tomado un día tenía gérmenes de una enfermedad que a unos ataca y a otros no. Es decir, ¿habrá alguno atacado y morirá? ¿O todos se salvarán? La angustia y el desenlace. La muerte cerniéndose sobre las ambiciones, los amores, las pasiones de [a]quellos seres. El hijo. Una mujer tuvo un hijo que nació muerto hace diecinueve años. No ha dejado de pensar en él. Tiene una profunda envidia de una amiga del colegio con un hijo de la misma edad. Éste se enamora de la hija de A. y tiene[n] relaciones. La chica resulta embarazada y se hace abortar. El odio de la madre al muchacho es mayor. ¿Por qué ha hecho eso su hija? Se repite, en cierto modo, el caso: el hijo fracasado. Y allí está el hijo realizado, el otro. Pero entonces estalla la guerra: se va. Lo matan. Las tres mujeres quedan iguales.

Tanto el texto anterior como éste muestran una inventiva bastante convencional en el trazado de las líneas de la historia, y podríamos encontrar precedentes para cada una de ellas... y para las situaciones que proyecta, por ejemplo, el espacio limitado y una amenaza imprecisa de muerte. El final de «El hijo», sin embargo, puede evocar con sentido el cuadro final de la tragedia lorquiana Bodas de sangre. El último texto, en otra página, es el siguiente: Los suicidas./ Juan y Manuela van a un hotel a suicidarse. Son aún jóvenes, cuarenta años, se quieren, pero temen que el amor no pueda durar siempre y prefieren morir así. Todo preparado. En esto, en un cuarto de al lado, gritos. Una mujer se ha querido tirar por el balcón. Salen y la traen al cuarto. Es joven. Confiesa. Ha venido aquí con su esposo a suicidarse también, porque se quieren mucho pero no tienen dinero. Ella, a última hora, prefiere suicidarse sola y que él siga viviendo. Juan y Manuela se lo reprochan: ha faltado al pacto. Tiene que cumplirlo. Que espere al marido: ella se va. Juan y Manuela muy inquietos, pensado en los otros. ¿Se salvarían por dinero? Buscar solución para que todos se salven, viéndose unos en otros.

Las últimas palabras del apunte nos parecen perfectamente adecuadas al universo literario del autor y, como tantas otras sugerencias, evocan situaciones y perspectivas unamunianas. Se ven unos en otros. Ya la idea del desdoblamiento y la lucha de uno mismo dividido contra sí, podía evocar el drama El Otro. El carácter incipiente y poco preciso de este proyecto se evidencia porque no sabe cómo terminar: «Buscar solución para que todos se salven». Y esta salvación también pertenece de pleno derecho al sentido dramático de Salinas, que se articula, como ya se ha estudiado,

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sobre los dos motivos del conocimiento y de la salvación, en el centro del misterio de la existencia. Como he dicho, el tema de la busca de un pasado inexistente o, más bien, según parece desprenderse de estas varias aproximaciones, de las diversas actitudes ante el pasado, de su necesidad y de su busca, tentó de manera particular a Salinas. Hay un diálogo, que he visto muy incompleto, ya que le falta el comienzo, que quizás se encuentre entre otros papeles. Parece el desarrollo de la situación planteada en el esquema de personajes, y responde a un diálogo entre Jorge y Amp[aro]?, nombres, que, sin embargo, no coinciden con los anteriormente anotados. Dos aspectos llaman la atención. El primero, la posible coincidencia del tema del tiempo o ir hacia el pasado, que late también en Así que pasen cinco años, de García Lorca. El segundo, el carácter de la heroína, la joven aparentemente loca o alucinada, que es sujeto de una nueva y extraña lucidez, la que proviene de la poesía, la metafísica o el amor, que son tres modos de denominar el mismo nivel trascendente de existencia en la literatura de Pedro Salinas. Aunque breve, este fragmento de diálogo parece una página interesante y tan pertinente como otras publicadas en sus dramas: 10 [...] Los días no son nada, nada son los años. Blancos espacios. Esperando que los llenemos. Y si no sabemos llenarlos, así se quedan irremisiblemente. Volvemos la mirada atrás y sólo se ve esa sucesión de blancos y blancos, y todos juntos... Es horrible. Se llama vacío. No es nada... porque el pasado es algo, está lleno de algo... Jorge. Sí, lo está... Yo me acuerdo... Pero V. cómo ha pensado estas cosas en esta isla... Amp. Por eso. Me vi crecer entre pocas gentes, siempre las mismas. Sin darme cuenta me encontré con veinte años. ¡Veinte! ¡Qué me había pasado en esos veinte años! Nada. Y entonces me entró esta rara sed de pasado, ese afán de llenar las horas, de hacerme un pasado. Jorge. ¿Hacerse un pasado? ¿Cómo? Amp. No sé, no sé. Pero sí sé que vivir es hacerse un pasado. Eso de que vivimos pensando el futuro me parece una mentira. Nos lo imaginamos, es por fuera. Pero por dentro vivimos para guardarnos, para conservar algo de nosotros. Nuestros ahorros se llaman recuerdos. Nos salvamos de no ser recordados, recordándonos. Jorge. Sí, es verdad. Por eso al ver a un amigo de infancia nos entra una extraña expansión. Nos recordamos en él, no le recordamos. Del fondo del pasado él saca para nosotros realidades en que nos revivimos. Amp. Eso es, eso es. // El olvido no me asusta. Es como que se mueran las cosas, más natural. Lo espantoso es no tener nada que olvidar, porque eso es que nada ha nacido. ¿Sabe V. una cosa? Que tanto me ensimismé en busca de un pasado que, al no encontrarlo dentro de mí, quise buscármelo, ganármelo. Y un día me escapé... Jorge. ¡Caramba, qué romántico! Gran aventura. Amp. Nadie me creyó cuando dije lo que buscaba. Que iba en busca del pasado. Loca. Si por lo menos les hubiese dicho que iba tras mi porvenir. Pero el porvenir 10  No respeto aquí necesariamente la puntuación del autor. En cambio, mantengo las formas de denominación de los hablantes.

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siempre se encuentra. Nos espera todas las mañanas, al pie de la cama, sombra, pero nos sigue todo el día y a la noche se acuesta otra vez a velarnos el sueño. ¿Para qué afanarse por él? ¿Sabe V. andar hacia atrás? J. Nunca he probado. ¿Para qué? A. Eso es lo difícil. No se imagina V. lo bonito que sería ir a alguna parte andando hacia atrás. J. Volver, quiere V. decir. A. No, no. Ir, pero hacia atrás. 11

Temas y procedimientos dramáticos salinianos El esbozo titulado «El Chantajista» y la obra terminada con el mismo título nos permiten una primera aproximación a ese paso que media entre la idea inicial y su madura proyección escénica. El cambio es fundamental y decisivo, porque desaparece un ángel guardián, personaje «sobrenatural» pero externo, que intervenía en el apunte, y se convierte en un ser humano, de modo que, en el proceso dramático, Salinas hace inmanente lo sobrenatural, que es el amor mismo, ayudado por el espacio idílico e iniciado por un golpe de fortuna, por el juego de azar de dejar unas cartas, aparentemente comprometedoras, para que alguien las encuentre. Los caminos del amor son difíciles y el supuesto mal, la extorsión, conduce al bien, el encuentro feliz. Pero en el camino hay dos medios. Uno es la literatura, pues las cartas lo son, y de alto valor para quien las lee. Y, según su carácter creador, la fantasía depositada en ellas se hace realidad, hace aparecer verdaderamente al amante. El otro medio —muy teatral— es el disfraz, que permite no sólo un juego de engaño (a la vista del espectador), ocultamiento y seducción, sino una metáfora visual del aspecto erótico y metafísico de la busca de la amada, el tú, esencial y eterno, escondido tras las apariencias. Otros personajes imaginarios y fantásticos, quizás ambiguos, están también presentes en estos proyectos, así como en obras terminadas: «El parecido», «Ella y sus fuentes», «El precio», «La fuente del arcángel», por ejemplo, además de «Los santos». Ello nos remite a un aspecto fundamental, que es la relación de la ficción y la realidad o, mejor, la consideración del arte como creación (y revelación) de una verdad superior a la realidad empírica. Es la realidad embellecida, cambiada y, por ello, como dice el título del fragmento aquí presentado, «salvada». La idea de la fuerza superior es recurrente en los planteamientos dramáticos de Salinas. Esto se puede proyectar en la perspectiva de un trasmundo que cambia la visión del mundo («La secuestrada»). Por otra parte, existe también el sacrificio salvador, que redime una vida miserable para mantener una memoria heroica: en este sentido, la vida se 11  El uso de la inicial en vez del nombre completo se da en la segunda página del escrito original, que comienza en: «todas las mañanas, al pie de la cama...» Por tanto, en esa cuartilla hay solamente ocho líneas de escritura, lo que indica que el autor cortó aquí y ya no siguió el diálogo. Por el momento desconozco si comenzaba antes y cómo.

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embellece por un relato, que expresa el ideal inexistente y el sacrificio verdadero, hasta confundirse una y otro. A veces el planteamiento se interna en la representación de problemas metafísicos, pero de índole humanista, como es el de la identidad, bien por la existencia o no de un pasado en que reside la memoria de sí, bien por la multiplicidad compleja del ser humano, indivisible, sin embargo, bien por el deseo de una libertad que sea capaz de abandonar la carga de la fama, es decir, de realizarse desde sí misma. Pero el tema central (que es el tema vital, según Marichal) se compone de dos elementos, puestos en evidencia en estos resúmenes y esbozos: el primero es el de la felicidad, como capacidad de salir de sí (del inherente egoísmo del interés) y entregarse a la vida, tal como aparece en «La posible»; el segundo es el de las ilusiones, en las cuales se hace residir falsamente esa felicidad buscada («La cola»). Ante la amenaza de la muerte, se presenta el mismo tema, por contraste, bajo la forma de la duda y el desengaño, en «¿Quién será el muerto?» La solución a los conflictos parece establecerse en la conjunción del amor y la vida, como sustrato de esa felicidad. Así lo muestran quienes encuentran lo que buscan y no regresan a la cola, que son, precisamente, el santo y los amantes. Por tanto, en estos textos los conflictos dramáticos pueden reducirse a dos motivos o esquemas básicos. El primero está constituido por el deseo y su insatisfacción, que lleva a una busca equivocada, a una decisión que aísla y se hace estéril si va contra el amor. El segundo se caracteriza como un conflicto moral. Tal vez sea la otra cara del anterior, pero tiene su propia elaboración temática, ya que hay un juicio ético implícito sobre todo aquello que supone traición a la vida. Así se muestra en «Ladrones de frac», «La posible», «El hijo», «Los suicidas». Puesto que en el conflicto late siempre la posibilidad del error, de la decisión equivocada, en el desenlace la justicia poética se presenta también como justicia moral (ratificando la relación de correspondencia de ética, vida y arte, en la síntesis que es el amor). Es el caso muy patente de «La posible», de «Los suicidas» y, sobre todo, de «Los ladrones de frac» (cada uno ha de devolver lo que ha robado) y de «La secuestrada» (el rescate de la vida de la hija es el precio de una traición y muerte anterior). Para concluir, estos bocetos ratifican que el teatro de Pedro Salinas se sitúa preferentemente en los límites de la realidad, allí donde hace aparecer fuerzas y presencias que escenifican lo misterioso, lo maravilloso, lo inesperado, sea en el plano de la existencia o en el plano moral, de modo que esa realidad se transforma, cargada ya de ambigüedad, como ocurría en «Los santos» o en «El parecido», transformando a la vez la vida de los personajes. Pero esos límites son también los que se establecen entre lo material y lo espiritual, el ser y el poder ser o haber sido, de modo que todo tiene, de alguna manera, presencia escénica, aunque sea proyección subjetiva; y por ello los deseos, las ilusiones, los riesgos que desafían las leyes naturales pueden resultar medios de convocar al ser a aquello que aún no existe. Todo queda resumido en la confluencia de lo real y lo poético, en cuanto que lo poético es la fuerza elevadora y reveladora, creadora, en definitiva, que la acción dramática muestra, el diálogo propone y el espectador debe acoger con ánimo de contemplación desinteresada.

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Bibliografía citada Ernesto Capdevielle (2002). Teatro poético contemporáneo. Temas y lenguaje en la obra dramática de Azorín y Pedro Salinas, Madrid, Universidad Complutense. (Recurso Electrónico.) Hugo Cowes (1965). Relación yo-tú y trascendencia en la prosa dramática de Pedro Salinas, Buenos Aires, Eudeba. John Crispin (2002). «Amor/mundo en peligro. Pedro Salinas ante la sensibilidad moderna», Revista de Estudios Hispánicos, XXXVI-1. pp. 23-35. Mario Maurin (1954). «Tema y variaciones en el teatro de Pedro Salinas», Ínsula, 104, pp. 1 y 3. Pilar Moraleda (1985). El teatro de Pedro Salinas, Madrid, Pegaso. —  (1991). «La vocación dramática de Pedro Salinas», Ínsula, 540, pp. 22-23. Wilma Newberry (1971). «Pirandellism in the Plays of Pedro Salinas», Symposium, 25, pp. 59-69. Stephane L. Orringer (1995). Pedro Salinas. Theater of Self-Authentication, New York, Peter Lang. José Paulino Ayuso (1995). «La ironía en el teatro de Pedro Salinas», en Letras de la España Contemporánea. Homenaje al Profesor José L. Varela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, pp. 269-279. Francisco Ruiz Ramón (1991). «Para una cronología del teatro de Pedro Salinas», Ínsula, 540, pp. 20-22. —  (1979). «Salinas dramaturgo: ¿compromiso o evasión?», en Estudios sobre Literatura y Arte dedicados al Profesor Emilio Orozco Díaz, Granada, Universidad, vol. III, pp. 189201. Pedro Salinas (2007a). Obras Completas I. Poesía. Narrativa. Teatro, ed. Enric Bou y Montserrat Escartín, Madrid, Cátedra. —  (2007b). Obras Completas II. Ensayo, ed. Enric Bou y Montserrat Escartín, Madrid, Cátedra. —  (2007c). Obras Completas III. Epistolario, ed. Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid, Cátedra. —  (1952). Teatro. La cabeza de Medusa. La Estratoesfera. La isla del tesoro, Madrid, Ínsula. —  (1957). Teatro completo, ed. Juan Marichal, Madrid, Aguilar. —  (1979). Teatro. La fuente del arcángel. La bella durmiente. El Director. Caín o una gloria científica, ed. Gregorio Torres Nebrera, Madrid, Narcea. —  (1992). Teatro completo, ed. Pilar Moraleda, Sevilla, Alfar. Gregorio Torres Nebrera (1977). «Teoría del teatro en Pedro Salinas», Ínsula, 370, p, 10. Carmen Pérez Romero (1995). Ética y estética en las obras dramáticas de Pedro Salinas y T. S. Eliot, Cáceres, Universidad de Extremadura. (Anejos del Anuario de Estudios Filológicos, 17.)

Variaciones escénicas para una farsa trágica Emilio PERAL VEGA Universidad Complutense de Madrid

Constituye una obviedad afirmar, a estas alturas, que la recepción escénica del teatro lorquiano, dentro y fuera de España, es inmejorable —la Comédie Française estrenó Yerma, en montaje dirigido por Vicente Parral, el 20 de mayo de 2008, e idéntica pieza se representa entre los días 13 y 15 de julio de 2008 en el Weill Auditorium de Kfar Shmaryahu (Israel), con la dirección de Ofira Hening—; pero no es menos cierto que Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, pieza cuyas excelencias he intentado hacer ver en algunas aportaciones previas (Peral Vega, 2001, 2004 y 2008), ocupa una posición umbrosa a la que, sólo en los últimos años, comienzan a llegar rayos de luz dignos de ser tenidos en cuenta. A la ya histórica aproximación sinfónica de Bruno Maderna —Don Perlimplín (1962)— le seguiría la no menos brillante de la Compañía Estable de la Sala Mirador, creadora de un deleitoso espectáculo de marionetas que, estrenado en 1989, partía de la versión que hiciera Robert Lenton en 1965, y algunas otras tentativas, tales la del Grupo Esperpento de Sevilla (1978); la titulada Don Perlimplino, a cargo del Teatro Mobile de Roma (1982); la de José Luis Gómez para el Teatro Bellas Artes (1990), en un espectáculo que integraba Quimera y la obra que nos ocupa; la de la «Escuela de Teatro de las Rozas», bajo la dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente en 1993; la lectura artaudiana propuesta por Antonio Díaz-Florián —repuesta en 2004 para el Teatro de Madera de Madrid— y estrenada en la Sala Margarita Xirgu del Teatro María Guerrero el 20 de octubre de 1993, y la muy sugerente tentativa que, bajo la batuta de Manuel Gutiérrez Aragón, subiera al escenario del Teatro de la Zarzuela, el 25 de

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septiembre de 1998, con motivo del centenario por el nacimiento de Lorca, con dirección musical de José Ramón Encinar. Más allá de los referidos en este sucinto repaso, pocos habían sido los intentos de adaptación escénica de un texto que se resiste, de forma contumaz, a una lectura unívoca y, en consecuencia, a una interpretación lineal sobre las tablas. Un hecho que está en el origen mismo de la obra, algunas de cuyas versiones previas (Ucelay, 1996) parecían indicar un nuevo decantamiento de García Lorca por el teatro de títeres; indefinición genérica que sumar al carácter proteico de sus protagonistas, en especial de Perlimplín, pelele depositario de la mejor tradición cómica siglodorista y, a un tiempo, héroe trágico de una pieza cuya rápida evolución desde un registro risible a un clímax de conmoción empece su encarnación por cualquier actor de tres al cuarto. Los últimos años han sido testigos de una revaloración crítica de la pieza que ha corrido pareja a su llegada —no continua, pero sí frecuente— a los escenarios. Si hay un montaje que destaque entre los demás ese es, a no dudarlo mucho, el realizado por Omar Porras, un colombiano de nacimiento y suizo de adopción, a quien se debe la creación del Teatro Malandro, una de las experiencias teatrales más significativas de los últimos años y, desde luego, la más sensible a la tradición dramática española fuera de nuestras fronteras; un grupo, sí, que «mezcla el espíritu de compañía y de la experimentación. Un laboratorio de creación escénica que invita a los comediantes a no adormilarse en los brazos de la razón» (Sabbatini / Porras, 2005: 8). 1 Con una poética esencialmente carnavalesca, basada en la risa grotesca —de carácter tragicómico— y el empleo reincidente de la máscara como elemento fundamental para la recuperación del sentido puro del drama, la consagración del Teatro Malandro llegaba en 2006, gracias a la calurosa acogida que la Comédie Française brindó a su espectáculo Pedro et le commandeur [Peribáñez y el Comendador de Ocaña]. Y ello a pesar de que Porras había pensado inicialmente en Fuente Ovejuna, considerada en un primer momento como «la más grande obra de arte escrita por Lope de Vega». Una opinión que cambió a medida que se acercaba al Peribáñez, pieza en la que el Fénix «va todavía más lejos, [puesto que en] el final de la obra pone sobre el tapete la condición justiciera del rey» (Plain, 2006: 15). El marchamo «grotesco» de los malandros encontraba correctivo natural en la palabra desnuda de la poesía lorquiana, y más aún en el tamiz de sugerencias hilvanado en el Perlimplín, un universo propio en el que «la noche de anís y de plata brilla en los tejados de la ciudad» (Porras, 2004). Con dirección de Yves Beaunesne, Fredy Porras diseñó una coreografía naive, plagada de objetos con dimensiones y líneas antirrealistas, tal el caso de las paredes desestructuradas que cobijaban a Perlimplín y Belisa, y las ventanas, de trazo infantil, por las cuales accedían los amantes de la díscola esposa. Una escenografía que trasparenta una comprensión esencial del texto, sobre todo en lo   En efecto, en los montajes de la agrupación se evidencia, por un lado, su querencia a la dramaturgia hispana —Bodas de sangre, de Federico García Lorca, Ay! Quixote (2001), a partir de la novela de Cervantes, Don Juan (2005), de Tirso de Molina, y Pedro et le commandeur (2006), de Lope de Vega— y, por otro, un pretendido eclecticismo en la selección de las obras: Ubu roi, de Jarry (1991), La tragique histoire du docteur Faust, de Marlowe (1992), La visite de la vieille dame, de Dürrenmatt (1993), Othello, de Shakespeare (1995), las Bakkhantes, de Eurípides, y hasta L´histoire du soldat, de Stravinsky.

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que se refiere al cuadro segundo, aquel que se desarrolla en la habitación matrimonial, proyección mental, en su desmesura, de la inseguridad del pelele para enfrentarse al cuerpo femenino tendido sobre las sábanas. Si Lorca imaginaba para dibujar el subconsciente de su protagonista «[...] una gran cama con dosel y penachos de plumas» (1996: 260), el Teatro Malandro concibió un suelo quebradizo, compuesto por piezas rotas, que alcanzaba expresión acabada en una cama desnuda, compuesta igualmente por trozos ensamblados, metáforas uno y otra de la inseguridad tambaleante de Perlimplín y su certeza cercenada al acercarse a la carne impura de Belisa. Elemento coadyuvante a la brillantez del conjunto fueron las máscaras diseñadas por Isabelle Matter, todas las cuales pueden considerarse herederas de la commedia dell´arte, en especial la que cubría el rostro del protagonista y que acrecentaba su vertiente más grotesca. Si entendemos —como ya demostré en otro lugar— que Perlimplín nace de un proceso de hibridación entre el Pantalone clásico y el Pierrot decadentista, no ha de sorprendernos la enorme nariz que adereza su rostro postizo como evidencia de la primera referencia ni, claro está, las desmesuradas cejas —diría yo que charlotianas, en la consideración del bufón cinematográfico como una proyección moderna del citado Pierrot— y la boca encarminada como prueba de la segunda. Por lo demás, Amor de don Perlimplín… constituye el testimonio más acabado del proceso de humanización que, partiendo de nuestro teatro del Siglo de Oro, realizó García Lorca con la farsa como forma dramática nuclear; de ahí que, en pro del equilibrio —Valle-Inclán dixit— entre la perspectiva cosificadora inherente al grotesco y la más próxima del poeta en su veta más trágica, Omar Porras optara por sustituir los dos acerados duendes originales por un grupo coral de seres feéricos imbuidos de candidez, y también que dibujara sobre la escena una resolución —con la consabida muerte del vejete patético— sencilla, regada por tonos de un azul simbolista como correctivo, ahora sí claramente trágico, de la ridícula chaqueta verde con que aparece Perlimplín en escena y las premonitorias luces amarillas que habían servido para abrir la acción dramática. En la estela de las aportaciones del Teatro Malandro se sitúa Con Belisa (Amor de Don Perlimplín con Belisa en su jardín), un espectáculo que llegó a la «Sala Pequeña» del Teatro Español a finales de marzo de 2007. Jaume Villanueva dirigía una propuesta cuyo título marca una interpretación diversa de la farsa lorquiana, pues que otorga lugar central a la protagonista femenina haciéndole centro de una acción con marcados tintes simbólicos. Montaje singular sobre todo en lo que toca a la coreografía —de Montse Sánchez— y al diseño gráfico —a cargo de Joanna Garderer y Tono Cristòfol— por cuanto conjuga actores convencionales y marionetas —manipuladas en escena por los propios intérpretes— en un escenario de evocación daliniana cuyas perspectivas y proporciones han sido sabiamente alteradas, a fin de ofrecer un espacio antirrealista que, ocupado casi íntegramente por el cuerpo de Belisa, evoca en el espectador la desazón irracional de Perlimplín. Un escenario, sí, minúsculo que contrasta con la desproporción del cuerpo tumbado, siempre tumbado, de Belisa, cuyas piernas torneadas adquieren una sensualidad si cabe mayor por enormes respecto de los objetos inertes —un armario y un cabecero de

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cama— que ocupan las tablas; un escenario, además, radicalmente inclinado en su parte más baja hacia el espectador, como elemento simbólico añadido, pues como precipicio hacia la nada cabe ser entendida la existencia de Perlimplín una vez que la casualidad hace que Belisa se cruce en su camino. Pero no todo resultaba armónico en el conjunto. No convencía, ni con mucho, el hecho de que los personajes de Marcolfa y Perlimplín —tan diferentes en su génesis, una como fuerza motora del caso trágico, otro como recipiente pasivo— fueran interpretados por una misma actriz Maite Brik, ni tampoco la equívoca interpretación a la que se prestaba el desdoblamiento del vejete en forma de títere; tanto por lo primero como por lo segundo, la condición proteica de Perlimplín quedaba diluida en la belleza visual del espectáculo hasta el punto de generar una obra por completo ajena a los intereses primeros del poeta granadino. Enmendado la plana a Jaume Villanueva —cuya propuesta escénica, por otra parte, no tenía tacha— habría que objetar que Amor de don Perlimplín… no es esencialmente la expresión trágica del deseo sino, más bien, la rebelión creativa que contra ese deseo desata su indudable protagonista, que no era, desde luego, aquella que daba título a su versión. Enormemente sugestiva fue la puesta en escena ideada por el grupo japonés Ksec Act, con la que se inauguraba la temporada en el madrileño Teatro de la Abadía el 21 de septiembre de 2006, bajo la dirección de Kei Jinguji. Un grupo dedicado, casi de forma exclusiva y desde su fundación, al teatro español, en una historia de veintiocho años en la que destacan montajes como Ligazón, de Valle-Inclán (1980), El arquitecto y el emperador de Asiria, de Fernando Arrabal (1981), La vida es sueño, de Calderón de la Barca (2000) o La Numancia, de Cervantes (2007), así como una marcada predilección por García Lorca: Así que pasen cinco años y Bodas de sangre (1984), La casa de Bernarda Alba (1986), Yerma (1995 y 1999), Doña Rosita la soltera (1996) y, claro está, la pieza que nos ocupa, estrenada por vez primera en 2004. Curtidos en la mejor tradición dramática nipona, los excelentes actores de la formación, estáticos en sus movimientos y con una dicción grandilocuente y perfectamente modulada, supieron sacar al texto todo su partido trágico, en especial la pareja protagonista, encarnada por Tadayoshi Sakakibara, como Perlimplín, y Eriko Shimizu, en el papel de Belisa. Una de las licencias más controvertidas de la adaptación —realizada con idéntico esmero por Yoichi Tajiri— consistía en introducir diversos fragmentos de Ligazón en el texto lorquiano, ya que, en opinión de Tajiri, «en la obra no se describe suficientemente por qué la adolescente Belisa llega a casarse con don Perlimplín, que está en el umbral de la vejez. De ahí que hayamos probado a describir a la madre y a Marcolfa, que logran que la embriagada de amor Belisa acepte dicho matrimonio, transformándolas en los personajes de la madre y la alcahueta (la Raposa) de Ligazón, de Valle-Inclán» (Programa de mano, 2006). Aunque el intento iba bien encaminado, lo cierto es que la propuesta escénica —ya de por sí compleja— añadía a la inconveniencia visual de los subtítulos, en lengua tan ajena a la nuestra, la irrupción de un lenguaje y un estilo completamente diversos a los del poeta granadino, razón por la cual el público menos avezado no acabó por entender el envite que se ofertaba. Y aún más, puesto que la

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cuña valleinclanesca se hacía mucho más explícita con la irrupción física del joven afilador, con el que se pretendía hacer «ver a los espectadores el quimérico […] objeto» del amor de Belisa, una lectura esta también alejada del propósito lorquiano, toda vez que en la transformación dionisíaca de Perlimplín en un donjuán joven —y, por tanto, en su antítesis más radical— reside buena parte de la magia final del drama; ambigüedad buscada como también es pretendido el ocultamiento que a los ojos del espectador proyecta Lorca evitando la posibilidad de que presenciemos el engaño con que Belisa, entregada al amor de cinco hombres, paga la primera noche de bodas al vejete, porque no de otra cosa se trataba al fin que de configurar un deseo latente, castrador y turbador, pero nunca explícito. Por lo demás, la obra sorprendía por el arrobado vestuario —de Kazue Takahashi—, el envolvente y elocuente sonido —por Mitsuhiro Nakagawa—, la soberbia iluminación —ideada por Hirofumi Suzuki— y la escenografía toda, pergeñada por el ya citado director del espectáculo. Un rectángulo metálico con las paredes abiertas servía de único marco para la acción; en él se acumulaban objetos diversos, todos ellos significantes: desde la enorme —porque gigante es la inseguridad de Perlimplín— cama de hospital —y enfermiza la pasión de Belisa—, hasta el desmesurado reloj que marcaba el inexorable paso de un tiempo vital para el vejete y perdido con inconsciencia por la joven, pasando por el solitario retrete, como digno depositario de pulsiones vividas también en soledad, y el espejo deformante —Valle-Inclán vuelve a colársenos sin querer— en el que Perlimplín gesta su postrera aventura, aquella por la cual asume una condición nunca vivida, la de seductor, para, cobijado tras una capa roja, atraer la atención de Belisa y, después, darse muerte con el fin de dejarla vivir en libertad plena, eso sí, revestida «por la sangre gloriosísima de mi señor», tal y como sentencia Marcolfa ante el difunto cuerpo del pelele. Una actuación soberbia, como decimos, enriquecida por una expresión corporal cuidada al milímetro y que acentuaba, de un lado, los fortísimos componentes pantomímicos del texto (Peral Vega, 2008) y, de otro, la asunción de los actores como autómatas cuyos movimientos eran dictados por una instancia ajena a ellos, esto es el deseo, entendido como casualidad cruel que irrumpe y avasalla en la vida. Aspectos ambos que nos hablan, una vez más, de una concepción antirrealista de la pieza, todavía más evidente por cuanto la acción desarrollada entre las cuatro paredes del rectángulo opresor se veía duplicada por el reflejo, en forma de sombras —casi diríamos que chinescas—, proyectadas sobre las paredes del escenario; sombras, sí, que abrían el cuadro —tétrico y mortuorio— hacia los laterales, a un tiempo que aparecían amenazantes en el lado frontal al público como resultado del reflejo de los actores en el espejo esperpéntico, balanceado sin control al término del drama, precisamente cuando Perlimplín descubre ante el mundo la duplicidad de su alma, escindida en dos máscaras dispares. Haz de sugerencias múltiples al que habría que añadir, por último, la utilización de un maquillaje grotesco, de marcado corte expresionista, mediante el cual quedaban perfiladas las aristas más trágicas del cuadro. Montaje total, en resumen, a pesar de una recepción crítica que cuando no tibia resultó claramente miope ante la originalidad y talentos exhibidos, pues si de algo no ado-

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lecían ni el texto de Lorca ni la propuesta de Ksec Act era de inocencia, de ahí que resulte en todo punto desafortunado el calificativo de «japo-naïf» lanzado desde las páginas de El País. En 2008, la Sala Tribueñe de Madrid, en producción propia, albergaba el último de los montajes que analizamos, bajo la dirección de Irina Kouberzcaya, que fuera seleccionada como finalista para el I Premio Valle-Inclán de Teatro concedido por El Mundo en su convocatoria de 2007 gracias a su versión del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Valle-Inclán. Intento loable, sobre todo por las limitaciones físicas que el espacio ofrecía, soportado por una actuación irregular en la que destacaban Antorrín Heredia, en el papel protagonista, y Sabela Hermida, como Belisa. Consciente de la multiplicidad de estéticas que Amor de don Perlimplín… alberga en su breve desarrollo, el principal objetivo de Kouberzcaya radicaba en saber dar cuenta de todas ellas: desde la más vulgarmente cómica hasta la poética más pura pasando por la esperpéntica y la grotesca, y todo ello mediante la explicitud escénica de un erotismo exacerbado como forma de culminación gozosa y, a un tiempo, de dolor irresistible, extremos del diapasón bien acompasados por los acordes del flamenco, forma musical genuina tan próxima al universo lorquiano y que cumple función prioritaria en la puesta en escena. Otra cosa bien distinta es la lectura que la directora rusa realiza de la resolución trágica, salvando a Perlimplín de la muerte y convirtiendo el luctuoso «jardín de cipreses y naranjos» en un espacio para la resurrección, como poco acertado —creemos— es el ajusticiamiento escénico de Belisa, transfigurada en una especie de parca tentadora que encuentra, como el Don Juan zorrillesco, justo castigo en las garras del amor. Interpretaciones ambas que se apartan del propósito esencial de la farsa y que desvanecen las evidentes connotaciones cristológicas del personaje, cuya sangre ha de verterse en el acto orgiástico y ritual que pone fin a la acción como vehículo de liberación carnal para Belisa, investida a partir de ese momento de un alma sana que le permita enfrentarse a un existencia sin las ataduras del deseo. Como se deducirá a través de este somero repaso, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín comienza a tener un hueco escénico al lado de otras creaciones lorquianas. Motivo de satisfacción es que los montajes más sobresalientes de los últimos años hayan sido gestados y comandados —a excepción de Con Belisa— por agrupaciones y directores extranjeros, pero es prueba, a un tiempo, de una más de las tareas pendientes que a nuestros profesionales del teatro les queda por realizar, a veces demasiado empeñados en seguir ofreciéndonos una visión monocorde del genio dramático lorquiano. Y es que en Perlimplín encontró Lorca el personaje masculino que mejor transparentaba sus obsesiones en escena, por lo que es precisamente la escena —y más que ninguna la pública— la que debe abrirse, sin tapujos, a este canto de sacrificado amor, de «amor huido» y, al fin, con la muerte vivificado.

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Bibliografía citada Ignacio Amestoy (1990). «José Luis Gómez y el teatro poético», Primer Acto, 236, pp. 7679. Amor de don Perlimplín… (2006). «Programa de mano», Teatro de La Abadía. Anónimo (2006). «Un Lorca japonés abre mañana la temporada del Teatro de la Abadía», ABC, 19 de septiembre. Anónimo (2007). «Espectáculo de títeres sobre Lorca», El País, 23 de marzo, p. 61. Macarena Caffarena González (1978). «Andalucía: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, de García Lorca, por el grupo Esperpento de Sevilla”, Pipirijaina, 7, pp. 25-26. Con Belisa (2007). «Programa de mano», Teatro Español, Temporada 2007. Carlos Galindo (1990). «“En esta obra, Lorca apunta los misterios de la carne, del amor, la vejez y la muerte”: José Luis Gómez presenta en Madrid Quimera y Amor de don Perlimplín...», ABC, 14 de octubre, p. 115. Belén Gopegui (1989). «Don Perlimplín: repesca de voces en off», El Público, 75, p. 52. Lorenzo López Sancho (1990). «Don Perlimplín y Belisa en el jardín expresionista de José Luis Gómez», ABC, 17 de octubre, p. 103. Emilio Peral Vega (2001). «Burla clásica-burla moderna: el personaje de Perlimplín», en Tiempo de burlas. En torno a la literatura burlesca del Siglo de Oro, ed. Javier Huerta Calvo, Emilio Peral Vega y Jesús Ponce Cárdenas, Madrid, Verbum, pp. 223-244. —  (2004). «Morir y matar amando: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín», Arbor, número monográfico Crítica teatral y cánones del gusto, 699-700, marzo-abril, pp. 691702. —  (2008). De un teatro en silencio. La pantomima en España de 1890 a 1939, Barcelona, Anthropos. Omar Porras (2004). «Programa de Don Perlimplín», Laussanne, La Manufacture, julio 2004. Rosana Torres (2006). «Ksec Act abre la temporada de La Abadía con un Lorca japo-naif», El País, 20 de septiembre, p. 38. Pura Ucelay (ed.; 1996). Federico García Lorca, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, Madrid, Cátedra. www.ksec-act.com www.salatribuene.com/Dossierperlimplin.pdf

Las referencias cristológicas en Luces de bohemia Eduardo PÉREZ-RASILLA Universidad Carlos III

Don Gay: Maestro, tenemos que rehacer el concepto religioso, en el arquetipo del Hombre-Dios. Hacer la revolución cristiana, con todas las exageraciones del Evangelio. (…) Max: Hay que resucitar a Cristo. (LB, Escena III)

Infunde respeto asomarse a Luces de bohemia. La reflexión crítica y erudita sobre ella es inmensa, ya desde La realidad esperpéntica, de Zamora Vicente (1969, citado aquí por 1988), hasta los estudios más recientes de Álvarez Novoa (2000), Rubio (2006) o García Barrientos (2007), o los trabajos sobre la estética valleinclaniana, con atención preferente al esperpento, de Díaz Plaja (1972), Cardona y Zahareas (1987) y Oliva (2003), o la monumental reconstrucción biográfica y epistolar de Hormigón (2006-7), entre otros. En su libro, Rubio se propone restituir Luces de bohemia a su horizonte teatral inmediato, como contrapeso de lecturas tan legítimas y necesarias como arriesgadas, entre las que menciona la comparación con la Divina comedia, de Dante (Schiavo), con Edipo en Colona, de Sófocles (Orringer) o el Ulises, de Joyce (Villanueva) o la interpretación de Smith, que la relaciona con la Pasión de Cristo (Rubio, 2006: 54). Consciente de que las interpretaciones de LB como una reescritura de un modelo mítico-literario corren el peligro de forzar el sentido del texto para ajustarlo a la

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pretendida referencia o de perderse en especulaciones arbitrarias, me permito volver sobre algunas sugerencias de Smith (1989), porque entiendo que el errático viaje nocturno de Max Estrella presenta concomitancias con el relato de la pasión de Cristo difícilmente soslayables. Un análisis detallado de estas requeriría un espacio más amplio, pero sirvan estas líneas para apuntar una eventual senda de investigación. La comparación entre LB y la pasión de Cristo es recurrente. En ocasiones proceden de alguna inercia expresiva, pero su arraigo muestra hasta qué punto esta relación acude espontáneamente cuando ha de explicarse algún pasaje. Así, Sobejano compara el encuentro entre Max y la Lunares con Cristo ante la Magdalena (Sobejano, 1966: 95). En 1971, a raíz de la escenificación que de LB presentó Tamayo, Florencio Segura se refiere, en una crítica estimable y rara vez citada, al Vía crucis en quince estaciones por el que pasa Max Estrella, quien es engañado (I), explotado (II), despojado (III), despreciado e ignorado (IV), encarcelado (V), maltratado (VI), humillado en su dignidad más íntima (VIII), estremecido de rabia e impotencia ante la injusticia (XI), hasta morir (XII) absurdamente de hambre y de frío (Segura, 1971: 604-5). Cardona y Zahareas interpretan el incidente del clavo que hiere la sien de Alejandro Sawa/Max Estrella en el ataúd, y la mención de la peluca de nazareno, como una alusión simbólica a la corona de espinas de Cristo que, sugeriría, a su vez, la Crucifixión del Poeta por la Sociedad (1987: 110-1). Rubio compara atinadamente las ignominiosas voces que se entrecruzan en la Escena XI con un pasaje de la Pasión: En el improvisado Gólgota madrileño son una brazada de fariseos. Componen un retablo atroz. Son como los judíos en los retablos de la Pasión. (115). García Barrientos asocia el itinerario de Max con el Vía crucis (135) y a Max y a don Latino con Cristo y el Cirineo (145). La utilización de materiales de los Evangelios o de la tradición cristiana no es nueva en Valle. Se ha hablado de Flor de Santidad como parodia de los misterios del rosario y se ha entendido La lámpara maravillosa como parodia de los Ejercicios espirituales, de San Ignacio (Flynn, citado por Díaz Plaja, 1972: 129 y por Blasco, 1995: 10). La cabeza del Bautista constituye una transgresión más del motivo evangélico de Salomé. Y destacan los elementos cristológicos, paradójicamente compatibles con los diabólicos, en don Juan Manuel de Montenegro, el protagonista de las Comedias bárbaras, cuyo itinerario pasa por un descenso a los infiernos de la maldad —Tengo miedo de ser el diablo, dice al final de Cara de plata— hasta el camino de penitencia que supone Romance de lobos y que se consuma con la purificación por el fuego y por el padecimiento de la violencia que ejercen sobre él sus propios hijos. La acotación última asegura que tiene en el rostro la altivez de un rey y la palidez de un Cristo. Con este extraño martirio, esta ceremonia ritual que culmina en una inmolación o sacrificio concluye el singular Vía crucis de don Juan Manuel (Doménech, 1999: 40-41). Y no me parece irrelevante que en la versión de Luces de bohemia de 1920, se hablara de España como de una deformación grotesca de la civilización heleno-cristiana.

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Valle no es una excepción entre los modernistas en el tratamiento actualizador y heterodoxo de la figura de Cristo, arquetipo frecuente en los años últimos del siglo xix y primeros del xx, justamente los evocados en LB. Dramas como El Cristo moderno, de Fola Igúrbide (1904), o relatos como Cristo en la tierra, de Antonio Palomero (Fuentes, 2005: 50-53) o Jesucristo en Fornos, precisamente de Julio Burell (Fuentes, 2005: 45-49), el posible modelo del Ministro de la Gobernación de LB, así lo atestiguan. Fuentes considera que hasta tal punto se da la simbiosis, que a Cristo se le hace pasar por un bohemio y el bohemio, en algunos casos, encarna a Cristo. (Fuentes 2005: 24). Esta asociación entre el bohemio y Cristo debió de convertirse casi en un lugar común. Calvario figura entre los títulos firmados por Sawa (Mbarga, 2005:26). Ricardo Baroja creía vislumbrar en el bohemio Cuadrato, que fue encontrado muerto de inanición en una casa de dormir de los barrios bajos, la vaga veladura húmeda que el Greco puso en las pupilas del Cristo crucificado (R. Baroja, 1989: 149-155). Pío Baroja, entre la ironía y el desprecio, define a la bohemia como una pequeña secta cristiana de menor cuantía hecha para uso de desharrapados de café. (Pío Baroja, 1985: 125). Las descripciones que de Sawa presentan Zamacois (1969: 173-4) —quien explica que su figura descollaba y resplandecía y se fija en su media melena, en su pálido rostro, su perfil judaico enmarcado por una barba nazarena— o Claudio Frollo (En Mbarga, 2005:20-21), que lo asemeja a un apóstol, subrayan la similitud con la tradicional iconografía cristológica. La publicación de la Vida de Jesús, de Renan (1863, citado aquí por 2005), con su negación de la divinidad de Cristo y de la inspiración sagrada de los Evangelios, estimulaba un tratamiento humanizado de su figura, liberada de la mitificación constrictora a la que la Iglesia lo había sometido. Este Jesús, excepcional como ser humano, imbuido de un fuerte sentimiento religioso, moralmente estricto consigo mismo, cuya doctrina se emancipa de las autoridades religiosas y civiles, rodeado de seguidores fascinados por su magisterio, ofrecía atractivas posibilidades literarias. Smith estima que el personaje de Max Estrella resulta de una superposición entre la figura de Cristo y las de Dionisos-Zaratustra-Prometeo imaginadas por Nietzsche, e insiste en la condición paradójica de este mito (derrota victoriosa, muerte que es vida, destino que es libertad), convertido en lo que denomina mito-viga, concepto no explicado, pero comprensible desde la comparación de este procedimiento con el empleado por Joyce (70). El motivo mítico-literario de referencia sostiene la trama de la obra y aporta las claves para su interpretación, no a través de la mirada originaria, sino desde una relectura transgresora de la sacralidad. Villanueva (1994) ha explorado las semejanzas entre las obras de Valle-Inclán y Joyce, y destaca el asombroso paralelismo entre Ulises (1922) y LB, prácticamente coetáneas. Y observa atinadamente cómo la crítica ha circunscrito en exceso la obra valleinclaniana a la tradición hispánica, en detrimento de la relación con lo que sucedía en otros ámbitos de la cultura europea (55). Villanueva cita una carta de Joyce a Carlo Linati, escrita el 21.IX.1920, en la que el novelista explica que su intención con Ulises es presentar el mito sub specie temporis nostri (Ellman II, 1982: 94-95), propósito que

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el autor del estudio compara con la explicación del esperpento proporcionada en la escena XII de LB. (Villanueva: 67). Sin embargo, a la hora de elegir modelo, Villanueva se inclina por la semejanza con la propia Odisea o por la visita de Dante al infierno, acompañado por Virgilio en la Divina comedia. Pero las referencias —habitualmente irónicas o paródicas y casi siempre sutiles e ingeniosas— de la novela de Joyce al poema homérico podrían servir, por analogía, para advertir las alusiones apuntadas por Valle-Inclán. Smith entiende que la referencia dominante en LB se encuentra en el relato evangélico: Es notable la coincidencia de motivos entre la obra maestra del Valle-Inclán dramaturgo y los Evangelios: se despoja a un hombre de su capa, que sirve luego para un juego de azar; ese hombre es arrestado por soldados y centuriones romanos, apaleado y escupido; preso, establece un diálogo con un reo bueno; tiene discípulos que lo aclaman como maestro; ocasiona el cambio de nombre en otro (…) celebra una última cena conmemorativa; es llorado por dos mujeres y vive después de su muerte. (Smith, 1989: 57).

A partir de estas concomitancias proponemos un recorrido por las escenas de LB, a las que, como hipótesis de trabajo, podemos considerar estaciones de un singular Vía crucis. De las quince escenas de que consta LB, catorce se dedican al periplo de Max Estrella hasta su muerte y enterramiento, el mismo número que las estaciones del Vía crucis. La escena que cierra LB es significativamente titulada última y no décima quinta, siguiendo la correlación de las anteriores. Los estudiosos sitúan la acción de la obra en la primavera, con la excepción razonada de Álvarez Novoa (2000: 226-7). Una primavera que, por el frío en las horas del amanecer, imaginamos temprana, quizás en las últimas semanas de marzo o en las primeras de abril. Si a esta circunstancia añadimos la presencia esplendente de la luna, mencionada en las acotaciones iniciales de tres escenas distintas, cabría imaginar que es una noche de luna llena, aunque ciertamente Valle no lo diga de forma explícita. Se habla en la escena IV de La luna sobre el alero de las casas partiendo la calle por medio (40), en la X, de La luna lunera (113) o en la XII, de la luna clara (130). También en la IV se habla del claro lunero (51). Este plenilunio al comienzo de la primavera coincidiría con la Pascua judía, es decir, con la Semana Santa en la que se desarrolla la pasión de Cristo. Valle no siguió el orden cronológico de los acontecimientos de la pasión ni el de las estaciones del Vía crucis, pero tampoco lo hizo con los acontecimientos históricos aludidos en LB. El dramaturgo opera mediante rupturas y traslaciones, de modo que la identificación no se produzca de manera plena ni entre personajes ni en la secuencia del relato. Los personajes, en un juego metateatral, van representando diferentes papeles y ni siquiera Max Estrella se circunscribe a una sola función. La diferencia explicada por Hormigón (2002: 148-152), a partir de Althusser, entre estructuras latentes abiertas y cerradas resulta adecuada para entender esta disolución del héroe, lo que provoca la fractura, al menos momentánea, con el modelo de

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referencia. La identificación Max-Cristo se quiebra significativamente en ocasiones, como sucede en las escenas VI y XI. Más clara aún es la condición poliédrica del personaje de Don Latino. Se ha hablado de la relación entre el poeta latino Virgilio y don Latino, pero cabe también pensar en Pedro, fundamento de la iglesia romana (latina) y heredero de la primacía de Cristo. Pero don Latino presenta además rasgos de Judas, del Cirineo —como quería García Barrientos— o de los evangelistas. Y de este recurso a la funcionalidad situacional participan muchos personajes secundarios. En la Escena I encontramos el eco de dos elementos de la pasión de Cristo: el anuncio de la muerte y la traición de Judas. El Vía crucis dedica precisamente su I estación a la condena a muerte de Jesús. En el relato evangélico, Cristo advierte a sus discípulos: ¿Sabéis que dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del hombre será entregado para que lo crucifiquen? (Mt. 26,2). En la I escena de LB oímos cuatro referencias explícitas a la muerte: Max: Pudo esperar a que me enterrasen. (5) Madama Collet: Otra puerta se abrirá. Max: La de la muerte. Podemos suicidarnos colectivamente (6) Max: (…) Con cuatro perras de carbón, podríamos hacer el viaje eterno. (6) Max: Estoy muerto. Otra vez de noche (9)

La actitud de don Latino en esta escena revela su deslealtad y su avaricia, que relacionamos con la venta de Jesús por parte de Judas. El cotejo entre los versículos de los evangelios y las réplicas de don Latino es elocuente: El que conmigo mete la mano en el plato, ese me entregará. (Mt. 26, 23) Don Latino: ¿Niña, no conoces otro vocabulario más escogido para referirte al compañero fraternal de tu padre, de ese hombre grande que me llama hermano? (10) Y al instante, acercándose (Judas) a Jesús, dijo: Salve, Rabí. (Mt. 26, 49) Don Latino: ¿Cómo están los ánimos del genio? (9) Algunos pensaron que, como Judas tenía la bolsa, le decía Jesús: Compra lo que necesitamos para la fiesta, o que diese algo a los pobres. (Jn. 13, 29) Madama Collet: ¿Trae usted el dinero, don Latino? Don Latino: Madama Collet, la desconozco, porque siempre ha sido usted una inteligencia razonadora. Max había dispuesto noblemente de ese dinero. (10)

Cabría relacionar la tentativa de arrepentimiento de Judas (Mt. 27, 3 y ss.) con la falsa voluntad de don Latino de arreglar la situación: Latino: (…) Pero aún se puede deshacer el trato (11), que se prolonga en la escena II con el desplante de Zaratustra ante la reclamación de Max en presencia de don Latino: ¿Y ese sujeto de qué se queja? ¿Era mala la moneda? (15)

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En la escena II se consuma la traición de don Latino/Judas, y puede asociarse la escena con el interrogatorio de Cristo que en casa de Caifás, el sumo pontífice, adonde acuden los escribas y los ancianos (Mt. 26, 57), en cuyo atrio se enciende un fuego improvisado, en el que se calienta Pedro, que terminará negando por tres veces al Maestro (Lc. 22, 55-57). Valle, sin embargo, diseminará esas negaciones a lo largo de LB, hasta culminar la historia en la escena XII. Acaso una broma paródica asocia la cueva de Zaratustra, quien permanece con los pies entrapados y cepones en la tarima del brasero (14) con el palacio del sumo pontífice. Zaratustra ha sido relacionado con el librero Gregorio Pueyo (Zamora Vicente, 1988: 33-34), a quien se recuerda, a partir de los testimonios de Insúa, Zamacois, Gómez de la Serna y Cansinos Asséns, como editor y protector de los escritores jóvenes. ¿No es imaginable considerarlo como una suerte de «sumo pontífice» de esa joven literatura? Felipe Sassone, que lo evoca con afecto, lo recuerda provisto de una nariz enorme, nariz de máscara grotesca, que asocia con la que inspira el célebre soneto de Quevedo (Sassone, 1958: 311), soneto que, precisamente termina con los sarcásticos versos: Nariz descomunal, nariz tan fiera/ que en la cara de Anás fuera delito. Anás era el suegro del sumo sacerdote, Caifás, y a Anás llevan primero a Cristo los judíos del relato evangélico (Jn. 18, 12-24). En la discusión sobre el tema religioso, es Zaratustra quien defiende los valores establecidos con argumentos hipócritas: Sin religión no puede haber buena fe en el comercio. (19) Las disquisiciones religiosas, que aportan las referencias cristológicas más explícitas, quedarían así reforzadas. En una curiosa translación irónica nos desplazamos a la fundación de la Iglesia: Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi iglesia. (Mt. 16, 18) Don Gay: Maestro, hay que fundar la Iglesia Española Independiente. Max: Y la sede vaticana, El Escorial. Don Gay: Magnífica sede. Max: Berroqueña. (19)

En la escena III el laurel de la taberna de Pica Lagartos podría verse como una referencia paródica del huerto de los olivos. Pero, como ya señaló Smith, la principal asociación con el relato evangélico hay que buscarla en la capa que Max empeña (27) para poder comprar un décimo de lotería, es decir, sirve también para un juego de azar, lo que le asemeja al Cristo cuyas vestiduras se sortean. Se corresponde con la estación X del Vía crucis. Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado. La túnica era sin costura, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: «no la rasguemos, sino echemos a suertes sobre ella para ver a quién le toca», a fin de que se cumpliese la Escritura: «Dividié-

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ronse mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes». Es lo que hicieron los soldados (Jn. 19, 23-24).

Cabría apurar otra semejanza. Pica Lagartos acusa a Max y a don Latino de doctrinarios (33). Zamora Vicente (1973: 23) da al término doctrinarios, en este contexto, el significado de «Fanáticos, enemigos del orden», acepción no muy alejada de la consideración que sobre Cristo tiene el Pontífice (Mc. 14, 63-64). En la escena IV, ya la acotación inicial sugiere una etapa del Vía crucis, por burlesca y degradada que sea: Máximo Estrella y don Latino de Hispalis se tambalean asidos del brazo por una calle enarenada y solitaria. (40). La estación II del Vía crucis presenta a Cristo cargado con la cruz y en la V recibe la ayuda del Cirineo para transportarla. El prendimiento de Max, a cargo de los soldados romanos (40) y el centurión (53), de que había hablado Smith, constituye el núcleo de la escena, junto con la relación entre los modernistas y los discípulos de Cristo, el Maestro. Como a Cristo en su Pasión, seguirán a Max a una prudente distancia y después desaparecerán discretamente. Su aspecto, su condición coral y sus palabras se asemejan a la imagen distorsionada de esos discípulos. La iconografía popular que representa a los apóstoles no está muy alejada de la descripción de los modernistas: estos sujetos de las melenas (55), asociación inequívocamente remarcada por sus réplicas: ¡Acompañamos al Maestro! ¡Acompañamos al Maestro! (55) Pero los modernistas ejercen también otras funciones. Sus gritos de ¡Muera! ¡Muera! ¡Muera! (49 y 57), a los que se une la exclamación del propio Max: Muera el judío y su execrable parentela (57) evocan las voces que pedían la muerte de Cristo, aunque en LB el destinatario de los gritos sea el odiado Maura. Permítasenos imaginar la elección para la vacante de la Academia, que ha quedado libre tras la muerte de Galdós, como un remedo paródico de la elección entre Cristo y Barrabás para el indulto del preso a que se acostumbra en la Pascua. Max y Cristo son preteridos. Hay entre vosotros costumbre de que os suelte a uno en la Pascua. ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos? Entonces de nuevo gritaron, diciendo: ¡No a éste, sino a Barrabás! (Jn. 18, 39-40). Clarinito: Maestro, nosotros los jóvenes impondremos la candidatura de usted para un sillón de la Academia. (…) Max: Nombrarán al sargento Basallo. (49)

El discurso encendido de Max evoca el ejemplo de abnegación que Cristo ofrece de sí mismo. Yo soy el primer poeta de España ¡El primero! ¡El primero! ¡Y ayuno! ¡Y no me humillo pidiendo limosna! ¡Y no me parte un rayo! ¡Yo soy el verdadero inmortal, y no esos cabrones del cotarro académico! (49)

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Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho. (Jn. 13, 12-15)

Y el trasiego de la detención de Max recuerda el prendimiento de Cristo. Llega el sereno, meciendo al compás el farol y el chuzo. Jadeos y vahos de aguardiente. El capitán Pitito revuelve el caballo. Vuelan chispas de las herraduras. Resuena el trote sonoro de la patrulla que se aleja. (56) Judas, pues, tomando la cohorte y los alguaciles de los pontífices y fariseos, vino allí con linternas, y hachas, y armas. (Jn. 18, 3)

En la escena V, el interrogatorio de Serafín el Bonito a Max Estrella remeda los interrogatorios a Cristo por parte de Anás, Caifás, Herodes, e incluso Pilatos, aunque las referencias a este último encontrarán mejor acomodo en la escena VIII. En ambos interrogatorios se produce una fractura entre las preguntas y las respuestas: el reo elude las contestaciones que esperarían quienes los interrogan, mediante el silencio (Cristo) o la burla (Max). Las réplicas de uno y otro evaden las respuestas o las trasladan a un plano diferente. Y la violencia está presente en ambas situaciones: Max: Donde yo vivo, siempre es un palacio. (62) Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo. (Jn 18, 37) Serafín el Bonito: ¿Sabe usted quién soy yo? Max: Serafín el Bonito. Serafín el Bonito: ¡Como usted repita esa gracia, de una bofetada, le doblo! Max: ¡Ya se guardará usted del intento! (62) ¿Qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído qué es lo que yo les he hablado; ellos deben saber lo que les he dicho. Habiendo dicho esto Jesús, uno de los alguaciles, que estaba a su lado, le dio una bofetada diciendo: ¿Así respondes al pontífice? (Jn. 18, 21-23) Se oyen estallar las bofetadas y las voces tras la puerta del calabozo (64) Y acercándose a él, le decían: ¡Salve, rey de los judíos!; y le daban de bofetadas (Jn. 19, 3)

En la escena VI se produce una suerte de desdoblamiento: Max Estrella se muestra como trasunto de Cristo —la detención de Max remite al prendimiento y a la condena de Cristo: Fue contado entre los malhechores (Mc. 15, 28)—, pero tam-

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bién el propio Mateo: víctima inocente, asesinada de noche por los verdugos y sicarios, o la coincidencia de la edad, treinta años, muy semejante a la que tradicionalmente se atribuye a Cristo. La cohorte, pues, y el tribuno y los alguaciles de los judíos se apoderaron de Jesús y le ataron y le condujeron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, pontífice aquel año. Era Caifás el que había aconsejado a los judíos: «Conviene que un hombre muera por el pueblo». (Jn. 18, 14) El llavero: Pues andando. Gachó, vas a salir en viaje de recreo. (…) El preso: Llegó la mía… Creo que no volveremos a vernos… (70-71)

Smith (58) ha subrayado el paralelismo entre el cambio de nombre a Mateo —convertido en Saulo— y el encargo de difundir la religión nueva, con la misión de Cristo a los apóstoles, narrada precisamente en el evangelio de Mateo (Mt.28, 19). En la escena VII los paralelismos son sólo indirectos. Todo gira en torno al protagonista de la historia, que no está presente, lo que recuerda irónicamente al siguiente pasaje evangélico: Llevaron a Jesús a Casa de Caifás al pretorio. Era muy de mañana. Ellos no entraron en el pretorio por no contaminarse. (Jn. 18, 28) Pero se habla de él y de su pasión: Don Latino: ¡Venimos a protestar contra un indigno atropello de la policía! Max Estrella, el gran poeta, aun cuando muchos se nieguen a reconocerlo, acaba de ser detenido y maltratado brutalmente en un sótano del Ministerio de la Desgobernación. (73-74)

Las disquisiciones teosóficas se muestran como trasunto paródico de las discusiones teológicas en los interrogatorios a Cristo. Y no debe pasar inadvertido el uso del ambiguo término iluminado por don Latino. (82) La escena VIII, el encuentro con el Ministro de la Gobernación, recuerda al interrogatorio al que el Gobernador Poncio Pilatos somete a Cristo: Desde entonces Pilatos buscaba librarle (Jn. 19,12). Continúan las referencias directas a la pasión: Max: He sido injustamente detenido, inquisitorialmente torturado. En las muñecas tengo las señales. (94)

Ya Smith estableció el paralelismo entre la escena IX y la última cena (58-9). El empleo litúrgico del vino en la cena de Cristo encuentra también un paralelismo irónico en el ritual laico de vino y poesía. Max: Rubén, acuérdate de esta cena. Y ahora mezclemos el vino con las rosas de tus versos. (109)

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Ese paralelismo se prolonga en unas discusiones que tiene precisamente como motivo la existencia o no la de la vida después de la muerte. Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros de nuevo en el reino de mi padre (Mt. 26,29) Max: Para mí, no hay nada tras la última mueca. Si hay algo, vendré a decírtelo. (109)

La intervención de Judas en la última cena se hace presente por la mezquina actitud de don Latino: Yo me bebo modestamente una chica de cerveza, y tú me apoquinas en pasta lo que me había de costar la bebecua. (106)

Más sutil es la asociación insinuada entre Don Latino y los cuatro evangelistas. Don Latino: Y el fruto de la Nada: los cuatro elementales, simbolizados por los cuatro evangelistas. (107)

Precisamente la animalización de Don Latino podría constituir una parodia de los símbolos animales de los evangelistas: Perro (escenas II y VIII), Camello (escena IX), Cerdo (escena X), Buey (escena XII). La escena X recoge otra concomitancia mencionada por Smith (59), la referencia a la peluca de nazareno (117), de Max Estrella, tal como la percibe La Lunares. Ese encuentro con La Lunares parece, como sugería Sobejano, un trasunto degradado de la Magdalena, citada en el Evangelio como una de las mujeres que acompañaban a Cristo en la Cruz (Jn. 19, 25). O acaso a la Verónica, que no aparece en los Evangelios, pero sí en la tradición del Vía crucis, en cuya VI estación se la presenta limpiando el rostro de Jesús. La escena XI presenta un anticipo de la muerte, mediante la imagen inequívoca de la piedad: Una mujer, despechugada y ronca, tiene en los brazos a su niño muerto, la sien traspasada por un agujero de bala (125)

Paralela de: Otra escritura dice también: «Mirarán al que traspasaron» (Jn. 19, 37)

O ejemplificadora de la terrible amenaza proferida por Cristo: Le seguía una gran muchedumbre del pueblo que se herían y se lamentaban por Él. Vuelto a ellas Jesús, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por

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vosotras y por vuestros hijos, porque días vendrán en que se dirá: Dichosas las estériles y las que no engendraron, y los pechos que no amamantaron. (Lc. 23, 28-30)

En la estación VIII del Vía crucis, en consonancia con estas palabras, las mujeres de Jerusalén lloran por Jesús. La escena XI, premonitoria y traslaticia, está plagada de referencias que anticipan la muerte del héroe y señalan la verdadera naturaleza de las víctimas de la Pasión: el chico anónimo, ajeno a los personajes principales, convertidos en meros testigos de cuanto sucede, en una escena cuya singularidad dramatúrgica no ha sido suficientemente señalada, y, supuestamente, el preso catalán a quien han asesinado impunemente mediante la aplicación de la ignominiosa ley de fugas. La estación XI del Vía crucis se refiere a la crucifixión de Jesús. Desde la perspectiva anticipatoria, se sugiere el descenso a los infiernos de Cristo tras su muerte. Max: Latino, sácame de ese círculo infernal (127) Max: Latino, ya no puedo gritar (…). Nuestra vida es un círculo dantesco (128)

En la invitación de Max a Latino: Te invito a regenerarte con un vuelo (129), vemos una irónica réplica del suicidio de Judas (Mt. 27, 3-5). Y no olvidemos que Rubio asociaba los gritos de los vecinos con las voces de los retablos de la pasión. En la escena XII muere Max y la estación XII del Vía crucis recoge la muerte de Cristo. Max, que no se sostiene, recuerda a las tres caídas de Cristo evocadas en las estaciones III, VII y IX del Vía crucis: Max: Ayúdame, que no puedo levantarme. ¡Estoy aterido! (130) Max: Ayúdame a ponerme en pie. Don Latino: ¡Arriba, carcunda! Max: No me tengo (131) Latino: Levántate. Vamos a caminar. Max: No puedo (131)

Y todo culmina en la muerte: Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: Eli, Eli, lama sabachtani! Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mt. 27, 46) Max: ¡Si Collet estuviera despierta!... Ponme en pie para darle una voz. Don Latino: No llega tu voz a ese quinto cielo. Max: ¡Collet! ¡Me estoy aburriendo! (135)

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Todo está acabado (Jn. 19, 30) Max: Estoy muerto (137)

Pero no sin que antes se sugiera una relación paródica con el mal ladrón: Don Latino: Max, está completamente borracho y sería un crimen dejarte la cartera encima, para que te la roben. Max, me llevo tu cartera y te la devolveré mañana. (137)

La vecina, Cuca, desempeña el papel de las mujeres que acompañaban a Jesús. No son casuales las expresiones de la vecina al comprobar que Max está muerto: La vecina: ¡Santísimo Cristo, un hombre muerto! (139) La vecina: ¡Santísimo Señor! ¡Esto no lo dimana la bebida! ¡La muerte talmente representa! (…) ¡Que se queda esto a la vindicta pública; señá Flora! (139)

Palabras en las que puede verse un eco degradado del relato evangélico: Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado (…), rogaron a Pilatos que les rompiesen las piernas y los quitasen. (Jn. 19, 31)

Y especialmente relevante parece el guiño a las tres negaciones de Pedro: Pedro negó de nuevo y al instante cantó el gallo. (Jn. 18, 27). En LB, tras negar don Latino por tercera vez el carrik a Max, el reloj de la iglesia da cinco campanadas bajo el gallo de la veleta (134). La escena XIII recuerda al descendimiento de la cruz, recogido precisamente por la XIII estación del Vía crucis: Madama Collet y Claudinita, desgreñadas y macilentas, lloran al muerto, ya tendido en la angostura de la caja, amortajado con una sábana (140)

Lo que evoca a las mujeres de que habla el Evangelio (Mt. 27, 55-56), a la tradicional imagen de la piedad y al entierro de Cristo: tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia (Mt. 27, 59). La intempestiva irrupción de don Latino aporta un grotesco anuncio de la resurrección: Don Latino: ¡Ha muerto el Genio! ¡No llores, hija mía! ¡Ha muerto y no ha muerto! ¡El Genio es inmortal! (141)

Smith (59) ha hablado del clavo como remedo de la coronación de espinas a partir de la sugerencia de Cardona y Zahareas. Cabe pensar también en los clavos

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de la crucifixión o en la lanzada: uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado. Y al instante salió sangre y agua. (Jn. 19, 34). Nos permitimos relacionar la ridícula obstinación en la eventual catalepsia mostrada por el excéntrico Basilio Soulinake con la promesa de resurrección, o, lo que es semejante, con la no muerte. ¡Mi amigo Max Estrella no está muerto! (147) ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? (Lc. 24,5)

En la escena xiv el entierro de Max sugiere por sí solo un paralelismo con el de Cristo, recordado también por la xiv estación del Vía crucis, y subrayado por las referencias a la eternidad en Valle. Es precisamente la muerte de Cristo la que altera la consideración que de ella tenía el pensamiento griego. Y ahí se enmarca la discusión entre Rubén Darío y el Marqués de Bradomín, trasuntos quizás de José de Arimatea y Nicodemo. (Jn. 19, 38-42) El Marqués: Nosotros divinizamos la muerte. No es más que un instante la vida, la única verdad es la muerte… Y de las muertes yo prefiero la cristiana. (156)

Terminado propiamente el Vía crucis, la escena última contiene alusiones a la resurrección de Cristo. Don Latino: ¡El Genio brilla con luz propia! (165)

Para lo que hay que recordar que una de las acepciones de Genio significa «deidad» o «espíritu». Y don Latino, mezquino vendedor de literatura por entregas, se convierte en grotesco trasunto de los evangelistas: Don Latino: ¡Yo he tomado sobre mis hombros publicar sus escritos! ¡La honrosa tarea! (…) ¡Soy su fideicomisario! (165-6)

Quien remata su discurso con la cita, fuera de contexto, de dos versos del poeta mexicano Salvador Díaz Mirón: Semejante al nocturno peregrino, mi esperanza inmortal no mira al suelo. (165-6)

Finalmente, asistimos a una desalentadora inversión del relato evangélico: Judas/Don Latino vive con sus monedas y son las mujeres que acompañaban a Max quienes se suicidan. No parece descabellada la idea de que Valle pensara en el Vía crucis a la hora de redactar LB. Después, lo interpretó con genial libertad, por supuesto.

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Bibliografía citada Carlos Álvarez Novoa (2000). La noche de Max Estrella, Barcelona, Octaedro. Pío Baroja (1985). Juventud, egolatría, Madrid, Caro Raggio. Ricardo Baroja (1989). Gente del 98. Arte, cine y ametralladora, Madrid, Cátedra. Javier Blasco Pascual (ed.: 1995). Introducción y notas a La lámpara maravillosa, Madrid, Espasa-Calpe. Rodolfo Cardona y Anthony Zahareas N. (1987). Visión del esperpento, Madrid, Castalia. Guillermo Díaz Plaja (1972). Las estéticas de Valle-Inclán, Madrid, Gredos. Ricardo Doménech (1999). Introducción a Romance de lobos, Madrid, Espasa-Calpe, 15.ª ed. Richard Ellmann (ed., 1982). Cartas escogidas. James Joyce, vol. II, Barcelona, Lumen. (Traducción Carlos Manzano) Víctor Fuentes (ed., 2005). Cuentos bohemios españoles, Madrid, Renacimiento. José Luis García Barrientos (2007). «Luces de bohemia de Valle-Inclán», en Análisis de la dramaturgia, Madrid, Fundamentos-Resad. Juan Antonio Hormigón (2002). Trabajo dramatúrgico y puesta en escena, 2 vols., Madrid. ADE. —  (2006-7). Valle— Inclán. Biografía cronológica y epistolario, 3 vols., Madrid, ADE. Jean-Claude Mbarga (ed., 2005). Alejandro Sawa. Declaración de un vencido, Madrid, Libertarias. Eloíno Nacar Fuster y Alberto Colunga Cueto (trads., 1995). La Sagrada Biblia, Madrid, BAC, 15.ª ed. César Oliva (2003). El fondo del vaso, Valencia, Universitat de València. Nelson R. Orringer (1994). «Luces de bohemia: Inversion of Sophocles Oedipus at Colonus», en Hispanic Review, n. 62, pp. �������� 185-204. Enest Renan (2005). Vida de Jesús, Madrid, EDAF. Jesús Rubio Jiménez (2006). Valle-Inclán, caricaturista moderno. Nueva lectura de Luces de bohemia, Madrid, RESAD-Fundamentos. Felipe Sassone (1958). La rueda de mi fortuna, Madrid, Aguilar. Florencio Segura (1971). «Luces de bohemia. R. M. Valle-Inclán», en Reseña, n. 50, pp. 6046. Alan E. Smith (1989). «Luces de bohemia y la figura de Cristo: Valle-Inclán, Nietzsche y los románticos alemanes», en Hispanic Review, 57: 1, pp. 57-71. Gonzalo Sobejano (1966). «Luces de bohemia, elegía y sátira», en Papeles de Son Armadans n. 127, pp. 89-106. Darío Villanueva (1994). «Valle-Inclán y James Joyce», en Joyce en España I, Francisco Tortosa y Antonio Raúl de Toro Santos, eds., La Coruña, Universidad, pp. 55-72. Eduardo Zamacois (1969). Un hombre que se va. Memorias. Buenos Aires. Alonso Zamora Vicente (1973). Introducción y notas a Luces de bohemia. Madrid, EspasaCalpe. —  (1988). La realidad esperpéntica, Madrid, Gredos.

Marquina: Un dramagurgo olvidado 1 Francisco Ruiz Ramón Vanderbilt University

El 21 de enero de 1979 se publicaba en El País una nota recordando el nacimiento de Eduardo Marquina en Barcelona cien años antes con una breve reseña de su vida y su obra. Después nada que trascendiera la escueta nota en la prensa. Ni un nuevo libro, ni artículos significativos, ni —mucho más importante— reposición alguna de sus obras dramáticas en los escenarios. El año en que se cumplía el centenario de su nacimiento ninguno de los teatros de Madrid donde estrenó con éxito sus dramas históricos, de 1908 (Las hijas del Cid), a 1943 (María la viuda), parecía guardar memoria de aplausos ni entusiasmos, como si el teatro de Marquina nunca hubiera existido o como si perteneciera a una lejana y olvidada centuria sin punto alguno de contacto con nuestros tiempos. A este respecto tal vez valga la pena volver a recordar lo sucedido en otro centenario. En 1966 se celebró el nacimiento de tres dramaturgos: Benavente, Arniches, Valle-Inclán. Este último provocó una verdadera avalancha de escritos, conferencias, simposios, homenajes nacionales e internacionales, síntomas de un interés y una admiración por su obra que no parece haber decrecido desde entonces. Junto a Valle-Inclán, convertido en maestro, no sólo de presente, sino de futuro, Benavente y Arniches hacían figuras de estatuas de sí mismos, varadas en un pasado que parecía lejanísimo, como si fuera el pasado de una sociedad de otro espacio, un pasado    Estas páginas están escritas como palinodia a una ponencia leida en la Université de Bourgogne (Dijon) y publicada en Hispanística (XX-11-1993, pp. 205-211).

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momificado, imposible de resucitar o, incluso, de recordar medianamente bien. 2 Frente a la celebración plural, en muchas lenguas y latitudes del centenario de ValleInclán, un Valle-Inclán, más actual en nuestro hoy que en el suyo, la celebración del Centenario de Benavente y de Arniches tenía la frialdad de un acto oficial de compromiso. Aunque antes de 1908 Marquina hubiera estrenado ya algunos dramas es en ese año de 1908 cuando con el estreno de Las hijas del Cid comienza la fecunda carrera dramática de nuestro autor cuyo teatro va asociado a gloriosos nombres de la escena española: María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, Catalina Bárcena, Josefina Díaz, Lola Membrives, Margarita Xirgu… La abundante obra teatral de Marquina suele agruparse en tres géneros dramáticos: drama histórico en verso, comedia realista en prosa y, también en verso, el drama «rural» o «rústico» (como solía denominarlo el famoso crítico Enrique DíezCanedo). En el primero y en el último es donde consiguió sus más resonantes éxitos y son los que definen mejor su personalidad de dramaturgo. En el drama histórico de Marquina pueden señalarse dos etapas cronológicas que, aunque formalmente idénticas, son temáticamente distintas. La primera etapa se extiende desde 1908 hasta los años inmediatamente anteriores al final de la primera guerra mundial. Es la etapa en la que estrena en marzo de 1908 Las hijas del Cid, Doña María la brava (1909), En Flandes se ha puesto el sol (1910), El rey trovador (1912), Por los pecados del rey (1913), Las flores de Aragón (1914), El gran capitán (1916). Dramas en su mayor parte de carácter heroico y legendario, en los que, servido por una versificación rica y variada, se propone a la contemplación de los espectadores un universo dramático estribado en la exaltación de las llamadas entonces virtudes de la «raza» (vocablo hoy inusitado): nobleza, caballerosidad, pasión, generosidad, espíritu de sacrificio, fidelidad. A través del entusiasmo poético y de la creencia —táctica al menos (luego volveremos sobre esto)— en unos valores de «raza», el pasado español, encarnado en unas figuras históricas de excepción, imponía sobre la escena su esplendor y su magia. Pese al éxito de este tipo de drama histórico en el que hace figura indiscutible de maestro, 3 Marquina siente muy viva la necesidad del cambio y el peligro del anquilosamiento. Así, refiriéndose al momento —1915, 1916— en que el género del drama histórico-poético estaba en alza y se cotizaba bien todavía en el mercado de valores literario-teatral, escribe Marquina: «Los éxitos menudeaban y el género cundía, pero todos, no sé por qué, sin reflexión y como de instinto nos habíamos confinado prematuramente al cultivarlo entre innecesarios tabiques de una suerte de mampostería histórica que le acortaban el vuelo a la invención poética y eran ocasionados en función del público, a un súbito empacho de monotonía. Olvidamos, tal vez, la feracísima variedad de temas humanos, vivos, realistas, fabulosos o auténticos que fue característica gloriosa de nuestro teatro clásico o barroco, en definitiva español, para darle un natural apellido inconfundible y legítimo». (Marquina, 1944: 351) Aunque  Véase a este respecto García Lorenzo (2005).   Basta para cerciorarse leer el libro de Andrés Amorós (2005).

 

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escritas estas líneas muchos años después de aquellos años de la primera guerra europea, con ocasión de la publicación de sus Obras Completas por Aguilar en 1944, dejan ver, como otras declaraciones de Marquina, su honradez intelectual y su catalana perspicacia profesional, además de su conciencia alerta de escritor. La segunda etapa del drama histórico, producida en circunstancias históricoideológicas muy otras, da como resultado, en los años que van desde el final de la Dictadura de Primo de Rivera a la instauración de la República y la guerra civil, obras en que leyenda y heroísmo se concentran en lo religioso: El monje blanco (1930), Teresa de Jesús (1932) o La Santa Hermandad (1937). En 1927 comienza el ciclo del drama poético «rural» o « rústico», formado de cinco piezas: Fruto bendito (1927), La ermita, la fuente y el río (1927), Salvadora (1929), Fuente escondida (1931) y Los Julianes (1932). Josefina Díaz, la actriz que en 1933 encarnaría la Novia de Bodas de sangre de Lorca, interpreta la Andrea de Fruto bendito, y Margarita Xirgu, que en 1934 interpreta la Yerma lorquiana, interpreta la Deseada de La ermita, la fuente y el río, la Nadala de Fuente escondida y la Fulgencio de los Julianes. Dentro del panorama del «teatro rural» español, el de Marquina ocupa un puesto muy especial, pues, rompiendo tanto con el pintoresquismo superficial como con el desgarro tremendista, instaura, mediante la utilización del verso, ni con función retórica ni con función exclusivamente lírica, nuevos espacios dramáticos que junto con los de Valle-Inclán, anunciaban los espacios dramáticos de Lorca o Casona. En ninguno de sus tres mejores «dramas rústicos» —La ermita, la fuente y el río, Salvadora, Fuente escondida— es la intriga, el caso o la anécdota lo fundamental, sino el conflicto de la protagonista consigo misma y con su mundo circundante. Marquina dramatiza un conflicto entre fuerzas contrarias —instinto y sociedad— con valor de símbolo poético. De toda su obra dramática es el drama histórico el que cimentó en su tiempo su fama de dramaturgo y el que hoy se asocia a su nombre y a su puesto en la historia del teatro español del primer cuarto del siglo xx y —fuerza es reconocerlo— el que le ha valido el rechazo de las generaciones de posguerra. En él debemos centrar nuestra atención con ánimo de entenderlo. Ahora bien, ¿es esto posible hoy? La pregunta me parece insoslayable. Consideremos, pues, el problema de su posibilidad hoy. El solo enunciado de drama histórico desencadena hoy todo un sistema de asociaciones cara a la historia del teatro occidental contemporáneo que es necesario no ocultar ni esquivar para que nuestra aproximación crítica a lo que el drama histórico significaba o quiso significar para Marquina y su público coetáneo no se quede en inauténtico historicismo o en estéril ejercicio retórico, mal crónico de tantos homenajes. De no hacerlo así desembocaríamos, además, en un rechazo y en un simple acto de insolidaridad intelectuales con aquel tipo de teatro o en una falsa —por relación también a nuestro tiempo— apología, que es lo que sucedió, por ejemplo, cuando en 1961 se repuso, como homenaje a Marquina, En Flandes se ha puesto el sol en un escenario madrileño. La extrema negación de Primer Acto fue la respuesta a la no menos extrema afirmación de la prensa diaria.

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¿Cómo entendemos hoy el nuevo renacer del drama histórico surgido en la Europa de después de la Segunda Guerra Mundial? Analizando el fenómeno de lo que denominé hace unos años (Ruiz Ramón, 1978: 215 ss.) la nueva ola del drama histórico, llegaba a las siguientes conclusiones: en nuestro tiempo la vuelta al drama histórico suele producirse desde una aguda conciencia de las contradicciones del presente, con intención de revelar las fuerzas, subrepticias o patentes, que lo configuran. La elección de la materia histórica mediante personajes y situaciones problemáticas del pasado —un pasado también problemáticamente abordado— apunta, en efecto, a hacer visible, distanciándola, la realidad histórica del autor y sus públicos con intención de provocar en éstos una toma de conciencia de las contradicciones latentes, así como una subsiguiente toma de posición que conduzca a una posible acción coherente que transforme, desviándolo, el proceso histórico en marcha. Por su invitación a asumir esas contradicciones puestas de relieve por el nuevo drama histórico, éste, aunque no sea explícitamente político, supone en su raíz intencional la necesidad o la posibilidad de una opción política. Por parte del dramaturgo el nuevo drama histórico suele ser el resultado de una acción intelectual crítica previa de desenmascaramiento de la Historia, a la vez en el pasado y en el presente, que, como toda acción de desenmascaramiento, desemboca, o pretende desembocar, en una operación de desmitificación. El drama histórico contemporáneo es por ello un auténtico ejercicio de desalienación, pues lo que se propone en última instancia es mostrar la no existencia de lo que la cultura occidental ha solido entender por «Fatalidad», núcleo de una visión trágica, pero anti-histórica, de la Historia. La función del nuevo drama histórico —una de ellas— es la puesta en disponibilidad del sujeto de la historia presente, incitado desde un escenario a reconfigurarla o juzgarla, a partir y en virtud de la plasmación analógica que el dramaturgo le ofrece en la acción dramática del proceso de la pérdida de esa misma disponibilidad por parte del sujeto de la historia pasada. La homología o analogía, según los casos, de las situaciones históricas —la de los personajes del drama y la de los espectadores— son suscitadas por el dramaturgo para provocar, precisamente, su destrucción: lo que fue pudo no ser, pero fue por una serie de razones o sinrazones que el drama asume; en cambio, lo que es en el espacio histórico del espectador —y es aquí donde funciona la analogía u homología con el «fue» del espacio histórico de los personajes del drama— podría no ser o ser otro del que es —y es aquí donde se produce la ruptura de la analogía entre el es del espectador y el fue del personaje, entre el presente y el pasado. En consecuencia, el propósito medular de la confrontación analógica entre pasado y presente que el drama histórico propone o propicia hoy, es la de negar, dialécticamente, la necesidad y la racionalidad de esa misma analogía. El ejercicio de desmitificación, a la vez del pasado y del presente, que caracteriza al nuevo drama histórico, debe tener —o a lo menos lo pretende— su contrapartida o su correlato en el ejercicio de liberación del espectador tanto del pasado mitificado como del presente en vías o en peligro de mitificación y de fijación.

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Entendido así, el drama histórico de nuestro tiempo resulta ser, y en ello está más revolucionario sentido, una especie de cortocircuito dialéctico de la continuidad fatal «pasado-presente». Es desde este modelo de drama histórico, cuya estructura intencional he tratado de resumir, desde el que ha solido interpretarse el modelo de drama histórico de Marquina, el cual, obviamente, parece dotado de otros caracteres. Surgido en plena crisis de la conciencia nacional, después del llamado entonces «Desastre del 98», en un contexto histórico desgarrado por graves problemas políticos, sociales y económicos, el drama histórico que Marquina propone a sus públicos a partir de 1908-1909 confrontado a las duras realidades de su presente —recordemos el trauma nacional de la «semana trágica»— va a representar el pasado español como fuente de mitos nacionales, encarnados escénicamente en personajes interpretados y aceptados por el público como modelos de un modo y estilo de ser valiosos y como condensaciones de caracteres históricos percibidos como quintaesencia de la colectividad nacional. En esos momentos la función más aparente de ese estilo de drama era la de suministrar a una sociedad en crisis unos arquetipos salvadores que por medio del entusiasmo lírico y de la comunión sentimental de autor y público, el pasado histórico español, encarnado en figuras heroicas de excepción, se impusiera brillantemente sobre la escena, servido por los mejores actores, actrices y escenógrafos de la época, a la vez que propusiera una lección de grandeza que exaltara al convaleciente y traumatizado espíritu patriótico y lo reconciliara consigo mismo. Era ese público, heredero del que muy pocos años antes había aplaudido a Echegaray, consagrado urbi et orbi por el premio Nobel, el público con el que Marquina tenía que contar si quería estrenar se teatro histórico. En realidad era el único público que llenaba los teatros públicos anteriores a la Primera Guerra Mundial y anteriores a la explosión europea de las vanguardias históricas, a las que en el teatro español les esperaba la trivialización y la estrangulación escénicas y, finalmente, la invisibilidad en el gueto minoritario. Ese público, salido de la sociedad de la Restauración, a la que Galdos describiría en profundidad, capa a capa, en sus Novelas contemporáneas, era el público, heredero legítimo y en activo, de aquella sociedad cuyos rasgos ético-sociales resumía Ortega, volviendo la vista atrás para apuntar adelante, como estribados en «el amor a la ficción jurídica, a la pomposidad, a la exterioridad, a contentarse con la apariencia» y —concluía Ortega— «como más característico que todo esto, como más pernicioso, como raíz y origen de lo dicho, el fomento de la incompetencia» (Ortega y Gasset, 1966-7: 282). Es decir, la sociedad para la que años más tarde, Valle-Inclán inventará el esperpento como forma ad hoc para representarla. A diferencia de Valle-Inclán, Marquina no eligió un teatro de la disidencia cuya función era la de desafíar, dividiéndolo, al público, creando en él una ruptura entre la desagradable imagen histórica del pasado proyectada en el espacio escénico y la imagen histórica reconfortante el pasado inscrita en el espacio de la conciencia colectiva, sino que, muy al contrario, intentará por todos los medios mantener y salvar la unidad entre escena y sala, entre drama y sociedad, como posible terapéutica para

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salvar de la bancarrota la conciencia en crisis, conscientemente asumida o no, de la sociedad española postcolonial traumatizada por todos los fantasmas concitados por el 98. Al naufragio de la conciencia histórica del presente no debía corresponder, en ese teatro, como corolario necesario, el naufragio de la conciencia histórica del pasado. Esta tenía que ser rescatada teatralmente en los escenarios —el del teatro público y el de la conciencia colectiva del público— mediante su transformación en viático que pudiera ayudar a vencer el pesimismo o detener el desánimo y a salir de ambos. Frente a la crítica de los hombres del 98, Marquina propone la curación por el rescate del pasado, rescate que, obrando a modo de medicina bienhechora y reconstituyente, temple y fortalezca el ánimo mientras llega la curación definitiva. Frente a la catarsis, a la vez de signo grotesco y trágico, que Valle-Inclán terminará asignando como función primera a su teatro, Marquina asignó al suyo una función celebrativa. Representante de un teatro de la continuidad, propone, en última instancia, la vuelta al Héroe para salvar en él, purificándolos en una ceremonia escénica de comunión con los orígenes de la tradición, los mitos históricos que la conciencia nacional veía encarnados en un arquetipo de valor universal. Frente a la desmitificación de la historia, Marquina elegirá su remitificación. Valle, representante por excelencia en España de un teatro de la ruptura —ruptura con un modo de mirar, de sentir y de juzgar la historia y ruptura con un modo de representación y con un estilo de dramaturgia ilusionistas— y él mismo como ciudadano y escritor «un espagnol de la rupture» (Lavaud, 1991), proclama y celebra en su teatro la agonía y la muerte del Héroe en el que habían encarnado, mediante un largo proceso institucionalizador, todos los mitos históricos nacionales. La función política de su teatro será sustituir la visión heróica de la realidad, convertida por la Historia misma como narración unívoca en celebrativo modus mirandi, por una visión antiheroica y colectiva, en donde lo irracional y sus oscuras fuerzas soterradas, libres de toda represión, irrumpan violentamente barriendo la falsa racionalidad que, como un dique, había pretendido contener lo que Franco llamaría más tarde los demonios nacionales. El último bastión de esa falsa racionalidad de la Historia, instrumentalizada y manipulada desde la mentalidad y el pensamiento hegemónicos por la sacralización de la Tradición como razón suficiente y fundamento indiscutible del «ser de los españoles», bastión contra el que se estrellaba la negación crítica — entendida como fuente del caos histórico de sus demonios—, era el Héroe, mediante cuya gestión redentora brillaba victorioso y eterno el Orden supremo y bello sobre los escenarios del teatro público de la conciencia colectiva española. El teatro contemporáneo, el que irrumpe en Francia en 1896 en el Ubu roi de Jarry o el asumido en España entre 1920 y 1927 —dos décadas antes de Ionesco y Beckett— por Valle-Inclán se va a lanzar al asalto del Héroe, que es el asalto a la Razón histórica occidental, para destruir no sólo su imagen o su icono, institucionalizados y sacralizados en los escenarios, sino también cuanto le servía de pedestal y de marco en el teatro occidental: desde la interpretación ideológica y no sólo estética, de la teoría aristotélica del drama, hasta la estructura —física y dramatúrgica— del teatro a la italiana y del teatro de la ilusión y, en ellos, de la consiguiente relación

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entre escena y sala. Ahora bien, en Valle-Inclán el héroe dramático al que había que desenmascarar en escena, invitando a su destrucción en ella como ente teatral, no era, en absoluto, el antiguo «héroe» del teatro clásico, sino su «Doble» estereotipado, y mitificado como estereotipo, por la tradición del teatro neorromántico e ilusionista de la burguesía decimonónica y su heredera de principios del siglo xx. En Marquina, en cambio, la finalidad de su visión de la Historia no era la de provocar en el espectador la transformación de la mirada histórica, sino su depuración. El héroe de Valle-Inclán y el de Marquina no eran el mismo héroe visto de distinto modo. El héroe al que Valle-Inclán «esperpentizaba» en escena no era el héroe de Lope o de Calderón, sino el de Echegaray. El héroe de Marquina, en cambio, al que se proponía volver, era el «auténtico», es decir el desalojado por su «doble» en la conciencia histórica nacional. La diferencia fundamental entre el drama histórico neo-romántico español y el drama histórico de Marquina —y es esta diferencia a la que casi nunca se ha tenido la precaución de plantear (se ha hecho justamente al revés)— es que aquéllos daban por «auténtico» al que no era sino su falso «Doble», mientras que el de Marquina trataba de disociarlos reinstalando al primero en el escenario del drama para desalojar al segundo del escenario de la historia. La prueba quizás podamos encontrarla en uno de sus dramas históricos de más éxito: En Flandes se ha puesto el sol (1910). Reparemos, de entrada, en la dedicatoria: «A la memoria de todos los muertos generosos que lejos de la Patria, España, tienen sepulcros de frío y de olvido para renovar en ellos un tributo consciente de honor y piedad escribo este canto». ¿Qué muertos? En la memoria colectiva de los españoles —los españoles de fines de diciembre de 1910, en que tiene lugar el estreno español de En Flandes se ha puesto el sol en el teatro de la Princesa de Madrid— los muertos españoles con tumbas lejos de la Patria no eran sólo los de Flandes, sino también, más próximos en el tiempo, los de la guerra de Cuba, y más próximos aún, aunque no lejos de la Patria, en sentido geográfico, tan próximos que todavía estaban calientes: los muertos de la Semana Trágica, enterrados muy pocos meses antes. Situado ante este horizonte de muertos parece revelar un significado oculto —pero mal oculto adrede— tras el espeso bosque de signos heróicos y de desplantes —«¡España y yo somos así, señora!»— que obliga a conectar con lo que podríamos llamar sus contradicciones estructurales, las cuales, como en toda obra de arte, no son nunca gratuitas, no están en ellas porque sí. Cada uno de sus cuatro actos lleva un título: I) España y Flandes, II) La represión, III) La Guerra, IV) La paz. Durante el primer acto, en el que se crea, tanto visualmente como ideológicamente, el espacio dramático en que va a alojarse toda la acción y su sentido, la ocupación de Flandes por los españoles está vista —y esto es fundamental— desde el punto de vista del pueblo ocupado, víctima de la crueldad y la violencia destructora de los ocupantes. Todo el acto está construido de modo que el espectador —los españoles— se identifiquen con las víctimas, identificación que, como correlato ob-

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vio, implique, a su vez, la distanciación emocional, ya que no intelectual, de una imagen gloriosa de España: justamente la imagen del «Doble». De entre las varias escenas de este acto, y de entre los varios ejemplos que fácilmente pueden aducirse, he elegido por su clara significación, que ahorra todo comentario, una situación y, en ella, unas pocas frases lapidarias. Ante la inminente y temida llegada de los españoles, contra cuya barbarie se nos ha informado mediante una cadena de signos dramáticos, dos personajes, viejos ambos, Juan Pablo, dueño de la casa y Martín Frobel, impresor, tienen el siguiente diálogo: Juan pablo. No queda espacio que perder; el día alumbra aún claro y tienen los del tercio tiempo de regresar antes que acabe. Los traerá hasta nosotros el sendero y acaso entren en casa, Martín Frobel. Martín. ¡Mi prensa! Juan Pablo. Tú lo has dicho. Martín. ¡Estoy perdido! Juan Pablo. Tu prensa: la palabra para todos, La verdad para todos triunfadora De toda tiranía. (…) Tu prensa, el gran pecado, Dios sin velos, Como aquel día del mayor milagro, Cuando al morir Jesús, se abrió el del templo. Si dan con ella, estás perdido, Frobel; Ni tú te salvarás, ni ella se salva; Que pobre, humilde y viejo, con tu prensa, ¡tu eres la libertad, y ellos España!

Esta oposición España//Libertad se mantendrá patente y actuante sobre el espectador, mediante imágenes dramáticas —verbales, visuales, auditivas— cada vez más intensas, cada vez más terribles, durante el resto del acto, y permanecerá también, aunque subyacente —y es esto lo que me interesa recalcar— y en sordina, como necesario e inescapable marco semántico de referencia durante el resto del drama. El sentido último y más profundo del drama estriba, no en la mitificación heroica del pasado, sino en la plasmación de la contradicción entre una imagen individual del heroísmo y una imagen colectiva de la destrucción de la libertad de un pueblo por ese mismo heroísmo. La conciliación final que el drama de Marquina propone al espectador, única capaz de resolver la trágica contradicción de la historia nacional —y el tema del drama es, repito, loa plasmación de esa contradicción— sólo puede existir cuando la libertad —y es la fiesta de la libertad lo celebrado en la escena final del drama— rescate en ella y para ella el heroísmo, dándole nueva dirección y sentido creador, no destructor. La historia de España sólo puede rescatarse creadoramente cuando el heroísmo estribe en la libertad, no en la destrucción de la libertad.

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El único modo viable de rescatar hoy el drama histórico de Marquina sólo puede consistir en hacer aflorar en él, desde el fondo mismo de su estructura, el subyacente sistema de contradicciones que lo vertebra. Para ello tendremos que ir en nuestra lectura más allá de nuestros prejuicios como más allá de sus ropajes. No es justo olvidar que, después de todo, o más exactamente, antes de todo, Marquina es también el autor de este verso que figura en su poema dedicado a Pérez Galdos titulado Lírica electoral (Amorós, opus. cit.: 29): «sobre el fango de España conservadora y vil».

La estética del heroísmo en Marquina se levanta sobre ese fango de España conservadora y vil. No hay que olvidarlo, pues que el autor lo recuerda. Entre el modelo de exposición textual del héroe como fantoche o espantapájaros capaz de conjurar por el ridículo o la náusea la tentación de la identificación de los espectadores al hacer imposible el placer estético de la piedad y el temor aristotélico inscritos en el circuito de producción/recepción del teatro de la identificación y el modelo de la exhibición del héroe como mesías que, rescatando a los espectadores de la parálisis del presente, les llevara a celebrar, por la identificación, el pasado como forma eficaz y posible de construcción del porvenir, es decir, entre dos modelos antagónicos de representación dramática del moderno héroe teatral, pero sometidos a la mediación de idéntica interpretación escénica —aberrante para un modelo, pero no para el otro— el público español de entonces pareció preferir el modelo de Marquina. Frente a un teatro de la ruptura y la discontinuidad prefirió un teatro de la continuidad cuya última ratio política no era la curación traumática por el extrañamiento y la ruptura, sino por la identificación y la comunión. Frente a la elección de la realidad histórica cercana y antiheroica de Valle, la elección de la más alejada y heroica, aquella con la que, no existiendo ya en el presente real de autor y espectador ningún punto sólido de contacto, existía, en cambio, en el pasado imaginario de ambos, ritualizado en la comunión teatral gracias a la interpretación escénica. Bibliografía citada Andrés Amorós (2005). Correspondencia a Eduardo Marquina, Madrid, Castalia. Luciano García Lorenzo (2005). «Ruiz Iriarte, Paso, Gala, Muñiz y Buero Vallejo ante el centenario (1966) de Arniches, Benavente y Valle-Inclán», en Jacinto Benavente en el teatro español. Ed. de Mariano de Paco y Francisco Javier Díez de Revenga. Murcia, Fundación Caja Murcia, pp. 155-177. Eliane et Jean Marie Lavaud (1991). Valle-Inclán, un espagnol de la rupture, Dijon, Actes SudPapiers. Eduardo Marquina (1944). Obras Completas, vol. II, Madrid, Aguilar. José Ortega y Gasset (1966-67). Obras Completas, vol. I, Madrid, Revista de Occidente. Francisco Ruiz Ramón (1978). Estudios de teatro español clásico y contemporáneo, Madrid, Fundación Juan March/Cátedra.

Definiciones de la autoría intelectual femenina durante el Modernismo (1890-1940): la perspectiva de Margarita Nelken (1896-1968) Íñigo Sánchez-Llama Purdue University

Estudios recientes del hispanismo destacan la importante contribución de las escritoras españolas a la producción cultural hispánica elaborada durante el primer tercio del siglo xx. 1 Roberta Johnson propone el término de «modernismo social» para diferenciar la orientación estética de la literatura modernista escrita por mujeres (Johnson, 2003: 3). Las escritoras modernistas, a diferencia de sus coetáneos masculinos, se interesarían no tanto por la evocación de épocas pretéritas sino más bien por la representación de un futuro utópico «menos nostálgicas sobre la tradición y más específicas sobre el presente» (Johnson, 1996: 172). Maryellen Bieder vincula tales empresas intelectuales con el desarrollo de una obra literaria femenina en la que se encarnan los ideales modernos de la «Nueva Mujer» (Bieder, 1992: 301324). ¿En qué manera las transformaciones culturales acaecidas en el período modernista (1890-1940) permiten configurar una subjetividad autónoma para el género femenino? Desde un punto de vista filosófico, Hanna Arendt (1906-1975) atribuye a la modernidad el establecimiento de una perspectiva que prestigia la acción del sujeto autónomo en detrimento de una contemplación pasiva adscrita a los tiempos antiguos (Arendt, 1954: 76). 2 Escritoras españolas contemporáneas apre  Existen en el hispanismo monografías solventes que han explorado la pujante contribución de la escritoras españolas modernistas: Johnson, 2003; Kirkpatrick, 2003 y Mangini, 2001.   Para un estudio del desarrollo de la filosofía de la modernidad durante el período modernista, véanse Bauman, 2007: 404-451 y Valverde, 2003: 295-336.

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cian esta importante mutación histórica. Carmen de Burgos (1876-1932) así nos lo indica en 1912: «nosotros estamos en uno de esos momentos de transición en los que se transforma la faz de una sociedad entera» (Burgos, 1912: 5). La autora vinculará en La mujer moderna y sus derechos (1927) el «nuevo período histórico» con el impacto de la Primera Guerra Mundial (1914-1918): «[Estamos] en el momento preciso de prepararse frente a un porvenir que trata de romper con el pasado, en un desbordamiento, tanto o más que impetuoso cuanto mayores son los obstáculos que se le opone» (Burgos, 2007: 5). Carmen de Burgos acepta con entusiasmo los avances tecnológicos, científicos y sociales asociados con una modernidad entendida como «un mayor desenvolvimiento de la cultura» y «una generalización del espíritu crítico» (Burgos, 2007: 8). Tempranos ensayos de la escritora nos advierten, sin embargo, de la necesidad de incorporar a la causa del feminismo las ideas modernas para garantizar su plena consolidación. Es particularmente llamativo el paralelismo semántico entre el léxico feminista de la autora y expresiones consagradas en España, al menos, desde 1890 por el movimiento regeneracionista. 3 La marginación secular padecida por la mujer española se interpreta como una manifestación arcaica inscrita en el «marasmo», «engaño» e «indiferencia» retardatarios que, a su juicio, impiden la renovación moderna de la sociedad española (Burgos, 2007: 8-9). La obra ensayística de Margarita Nelken (1894-1968) debe situarse en este contexto histórico. Si Carmen de Burgos define el feminismo como «el partido social que trabaja para lograr una justicia que no esclavice a la mitad del género humano, en perjuicio de todo él» (Burgos, 2007: 7); Nelken intensifica este diagnóstico afirmando que «la cuestión feminista en España es, ante todo, o, mejor dicho, en su esencia una cuestión puramente económica» (Nelken, 1919: 27). Su influyente obra ensayística puede encuadrarse en el modernismo antiburgués que considera desde 1848, según Raymond Williams (1921-1988), el arte como «vanguardia liberadora de la conciencia popular» (Williams, 1989: 34). El impacto del modernismo en los discursos de género presenta consecuencias ambivalentes. Rita Felski considera significativo que la androginia intelectual asumida por las tendencias artísticas modernistas disuelva los rígidos códigos patriarcales heredados del período victoriano (Felski, 1995: 92). En el ámbito español Shirley Mangini recuerda que ciertos rasgos artísticos del modernismo (v.gr. atemporalidad, psicologismo y fragmentación) permiten a la mujer artista «reflejar su rebeldía ante el patriarcado, aunque lo haga frecuentemente de modo velado» (Mangini, 2001: 115). Felski, de todos modos, señala la paradoja discursiva de los códigos estéticos modernistas dado que la androginia o el esteticismo feminizados se basan precisamente en la devaluación del género femenino (Felski, 1995: 112). 4 Complejo resulta determinar la autoría intelectual femenina desde el   Para una muestra representativa de obras españolas que postulan la necesaria modernización de la sociedad hispánica durante el período modernista, véanse Ganivet, 1905; García Morente, 1932; Ortega y Gasset, 1921 y Unamuno, 1977: 47-144. Para un análisis reciente sobre los fundamentos filosóficos de este proyecto moderno, véase Storm, 2001.   Para una interpretación diferente sobre el modernismo que acentúa sus efectos emancipatorios, véase Moi, 2006: 87-100.

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proyecto modernista. Las evidentes transgresiones de ciertos roles sexuales auspiciados por este movimiento artístico son simultáneas a marcados prejuicios sexistas negadores del libre discurrir del talento femenino en la esfera pública contemporánea. Las propuestas modernistas, en cualquiera de los casos, son útiles para cuestionar las caricaturas tendenciosas trazadas en el siglo xix sobre la identidad femenina. Los juicios críticos de Carmen de Burgos condenan los excesos melodramáticos impuestos sobre la mujer por la estética romántica e idealista: «si he de confesarlo claramente, la pluma femenina no ha hecho más que perjudicar a su sexo. Jorge Sand y Madame de Staël crearon mujeres envenenadas con gérmenes morbosos» (Burgos, 1912: 17). La escritora respalda, en cambio, la elegancia formal de la poesía de Rubén Darío (1867-1916) o el «modelo de sinceridad» característico de la obra de Juan Ramón Jiménez (1881-1958) (Burgos, 1912: 12). El esteticismo modernista de Carmen de Burgos hunde sus raíces en el moderno sentimiento desinteresado de la belleza. El futuro de la literatura moderna, según observa, radica en la adopción de categorías artísticas andróginas cuya aplicación permita trascender el género sexual: «desde luego, que sin caer en prejuicios ni exclusivismos, debiéramos ir hacia la literatura por el arte, sin la idea fija del amor y escribir obras de hombres solos con conflictos que despierten el interés y obras en que las mujeres se mantengan por su interés espiritual» (Burgos, 1912: 16-17). Margarita Nelken dignifica la autoría intelectual femenina inspirándose también en las premisas artísticas modernas asumidas por el modernismo. 5 Valor estético, belleza formal y solvente contenido filosófico son algunos de los rasgos enfatizados por la autora en su monografía, Las escritoras españolas (1930). Su valoración tampoco obvia el compromiso feminista apreciable en las autoras seleccionadas. 6 Simone de Beauvoir (1908-1986) cuestiona en El segundo sexo (1949) el alcance de la producción artística femenina debido a la existencia de condicionantes patriarcales: «A decir verdad, no se nace genio: se llega a serlo, y la condición femenina ha hecho imposible hasta ahora ese devenir» (Beauvoir 2000: 215). Nelken, por el contrario, elabora en Las escritoras españolas un nutrido catálogo de autoras que destaca por sus méritos literarios y relevancia en el contexto general de las letras hispánicas. Es importante observar el marcado entusiasmo estético palpable en sus juicios críticos. Tales observaciones enfatizan no sólo los rasgos artísticos de la producción literaria analizada sino que configuran además un lúcido análisis textual ejecutado bajo premisas modernas. 7 El interés de Margarita Nelken por la literatura española escrita por mujeres obedece a varios factores. Ofrecer extensos ejemplos de escritoras de otras épo  Para un estudio pormenorizado de las premisas modernistas desarrolladas en el género literario del ensayo, véase Adorno 2003: 11-34.   Para un análisis reciente sobre la orientación feminista apreciable en la obra literaria de Nelken, véanse Mary Lee Bretz, 1998: 100-126; Cruz-Cámara, 2004: 7-28; Guizar-Álvarez, 2006: 57-69; Martínez, 2007: 51124 y Ugarte, 1994: 264.   Para un análisis de la importancia de Las escritoras españolas en el hispanismo contemporáneo, véanse Mangini, 2001: 208 y Preston, 2002: 276.

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cas configura un legitimador catálogo de precedentes distinguidos. Es importante también para la autora rebatir los prejuicios tradicionalistas que desestiman el feminismo y otros proyectos surgidos de la modernidad por su carácter foráneo en España. En 1932 Nelken responde de manera explícita a tales objeciones recordando la existencia inmemorial de escritoras españolas capaces de producir en su respectivo contexto histórico una obra literaria de amplio alcance intelectual: Para detener en los mantenedores de la tradición —o más exactamente, en quienes juzgan tradicional todo los que les huele a viejo— el gesto decididamente contrario, tenemos, por cierto, abogadas incomparables: desde aquella Helvia, a quien su hijo, Séneca el filósofo, dedicó De consolatione in Helviam, en acción de gracias a la cultivadísima inteligencia que tanto había contribuido a formar la suya, hasta doña Emilia Pardo Bazán, en quien crítico tan inexorable como Clarín veía fervorosamente un sabio, pasando por nuestras latinistas medievales, nuestras fundadoras y nuestras neoclásicas del tiempo de los Austrias, nuestras cultas y latiniparlas dieciochescas, nuestras musas románticas, y tomando como vigía para otear todo el panorama de nuestro intelecto a la Doctora de Ávila, modelo representativo e inigualado de esas hembras castellanas que, por sumar a las virtudes específicamente femeninas la entereza y claro entendimiento del varón, han merecido la comparación con el pan candeal, también representativo de Castilla, y cuya corteza envuelve lo tierno de la masa inferior. Mas nada resulta superficialmente tan distante como las épocas, y así nuestras estudiantes de hoy, afanosas de graduarse, se creen más próximas a Madame Curie que a Teresa de Ávila; para honra suya y gala nuestra queremos pensar que se equivocan. Pero bien está que anhelen emular a la sabia polaca y las guíe en su emulación el temple de la doctora castellana (Nelken, 1932: 8-9).

Son constantes en la obra ensayística de Nelken las referencias a creadoras españolas del pasado más o menos inmediato. La condición social de la mujer en España recuerda los méritos de la académica y doctora, María Isidra Quintina Guzmán de la Cerda (1768-1803), y la obra ensayística de Concepción Arenal (1820-1893). Nelken, sin embargo, añade un recordatorio importante: «son muchas las que, menos genialmente, con menos gloria, pero no con menos energía y buen deseo, pueden, a través de los tiempos, considerarse compañeras de estas dos ilustres españolas» (Nelken: 1919: 11). Las escritoras españolas articula en 1930 el reto planteado en esta declaración de principios. La erudición de la autora se aprecia en su riguroso conocimiento de los repertorios bibliográficos escritos en décadas anteriores por Juan P. Criado y Domínguez (Literatas españolas del xix, 1889) o Manuel Serrano y Sanz (Apuntes para un biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, 1903-1905). Para Nelken, es importante demostrar en su monografía una premisa esencial: «en España, la cultura femenina ha sido siempre un factor harto importante: tal vez bastante más que en cualquier otro lugar» (Nelken, 1930: 10). La autora considera que las obras de Criado y Domínguez o Serrano y Sanz, aun suponiendo una meritoria investigación académica, parecen conformarse, no obstante, con la

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insuficiente recopilación de autoras sin incluir rigurosos análisis críticos. Nelken propone más bien «atenernos a aquellos nombres que realmente alcanzan una significación, bien sea por la propia personalidad a que van unidos, o como comparsas directos en la evolución de los distintos géneros de nuestra literatura» (énfasis de la autora) (Nelken, 1930: 11). Margarita Nelken dedica varios capítulos de Las escritoras españolas a la labor intelectual desarrollada por las mujeres latinas del mundo antiguo y, durante la Edad Media, por eminentes letradas judías, musulmanas y cristianas. La escritora española que resalta, sin embargo, en el canon propuesto por Nelken es Santa Teresa de Jesús (1515-1582). Naturalidad expresiva, llaneza en el estilo, transcripción palpitante de los giros y modismos del habla popular, grosso modo, definen el armónico estilo de la mística castellana. En opinión de Nelken, Santa Teresa de Jesús, «el más grande de nuestros místicos» (Nelken, 1930: 84), practica una tendencia franciscana «ya que sólo de amor se alimenta» en la que «se tiene [siempre] presente la humanidad de Cristo» (Nelken, 1930: 67). La belleza formal de su obra literaria y la genuina reproducción del sentimiento amoroso le permiten crear una obra de alcance universal debido a su genial manifestación de «dotes elevadísimas de lirismo» (Nelken, 1930: 51). La trayectoria biográfica de Santa Teresa también es reivindicada por haber trascendido la pasividad impuesta sobre su género sexual en su contexto histórico (Nelken, 1930: 105). ¿Cómo es posible la integración de la obra mística de Santa Teresa en el espíritu secular de la modernidad? En otros estudios de crítica de arte escritos por Nelken se manifiesta sin ambages su entusiasmo estético hacia el Renacimiento que «en el arte [es] una consecuencia directa de la floración humanista, que aspiraba a romper los estrechos moldes medievales» (Nelken, 1953: 53). Idéntico resurgir intelectual se aprecia en la Alemania setecentista debido a la existencia de unas condiciones estéticas que definen «una época de maravilloso esplendor del espíritu» (Nelken, 1943: 8). Nelken es consciente de las dificultades que encuentra el ideal renacentista en la España moderna debido al condicionante arcaico de la «prohibición inquisitorial» y el «despotismo religioso» (Nelken, 1953: 88-89). La perspectiva de Nelken, sin embargo, inspirándose en las premisas teóricas del historicismo schlegeliano, 8 considera que esos influjos antimodernos no pudieron impedir la manifestación enérgica del individualismo hispano heredado de la época medieval. El «realismo del arte español», a su juicio, «afirma, por encima de las barreras impuestas a la libre expansión de la inteligencia y la sensibilidad por la intolerancia de la Contrarreforma, los derechos inquebrantables del genio creador» (énfasis de la autora) (Nelken, 1953: 89). No parece gratuito entonces que Nelken elogie la universal belleza literaria de la obra de Santa Teresa de Jesús precisamente por haber textualizado el «realismo del arte español, trasposición de la realidad más directa a la región más depurada del intelecto» (Nelken, 1930: 101). Nelken también ofrece un ecuánime balance de la auténtica realidad cultural de la España moderna. Aceptar el indudable influjo   Para un análisis reciente sobre el impacto del historicismo schlegeliano en el desarrollo discursivo de la crítica española contemporánea, véase Flitter, 2006: 153-199.

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antimoderno del estamento eclesiástico español no le impide advertirnos de otras realidades heterodoxas también visibles en la época: Quien se representara a nuestras escritoras de los siglos xvi y xvii únicamente entregadas a las efervescencias de la mística, al anhelo de adquirir ciencia, o al de expresar en verso sus afanes y melancolías, incurriría en grave error. En el mismo en que aquel que se imaginara estos siglos enmarcados por un rigorismo constante y absoluto (Nelken, 1930: 141).

Margarita Nelken no sólo enfatiza el mérito de la literatura española escrita por mujeres en los siglos xvi-xvii. Las escritoras españolas también incluye un balance positivo sobre la contribución femenina al desarrollo de la Ilustración hispánica durante el siglo xviii. La autora presta especial interés a la figura de Josefa Amar y Borbón quien «no aspira ya a lo que puedan hacer las mujeres; lo da por hecho, y en 1786 presenta a la Sociedad Económica Matritense un escrito titulado, Discurso en defensa del talento de las mujeres» (Nelken, 1930: 175). Margarita Nelken propone una interpretación del romanticismo español divergente con respecto al análisis negativo de Carmen de Burgos. La autora elabora un juicio alternativo que anticipa el que será desarrollado décadas más tarde por Susan Kirkpatrick en Las Románticas. Escritoras y subjetividad en España, 1835-1850 (1989). Nelken propone que la eclosión de mujeres poetas durante las décadas de 1840-1850 se debe a un movimiento literario, el romanticismo, cuyas características esenciales (v.gr. «desahogo del sentimiento», «lúgubres tañidos de desesperación») sólo cobran sentido apoyándose en la colaboración femenina» (Nelken, 1930: 187). Según la autora, figuras como Carolina Coronado (1820-1911) o Gertrudis Gómez de Avelleneda (1814-1873) revelan una estética literaria en la que se manifiesta otro rasgo definidor del arte hispánico: «el papel de España, en la historia del espíritu humano, ha sido siempre infundir a las reglas el soplo de su libertad» (Nelken, 1930: 187). En la historia literaria decimonónica Nelken destaca la importante contribución de Fernán Caballero (1786-1877) y Emilia Pardo Bazán (1851-1921) cuyas obras «junto con la de Santa Teresa de Jesús, constituyen no sólo un valor de producción, sino de irradiación. No sólo por lo que supone en sí su significado, sino con relación al rumbo de toda la literatura patria» (Nelken, 1930: 208). Los juicios críticos de Nelken dignifican la producción literaria de ambas autoras por su impacto en las letras decimonónicas. Pese a su afán discursivo, la obra narrativa de Fernán Caballero recupera la genuina tradición hispánica realista: «el realismo, aun dulcificado por una visión empeñadoramente [sic] optimista —salvaba, autorizándolo, el vuelo de la imaginación» (Nelken, 1930: 219)—. En el caso de Emilia Pardo Bazán, Las escritoras españolas destaca su cosmopolitismo, el decidido empeño por modernizar las letras hispánicas y la creación de una influyente obra literaria de alcance internacional. Las escritoras españolas establece un balance productivo entre la modernidad adoptada con entusiasmo en la obra crítica de Margarita Nelken y el conocimiento

definiciones de la autoría intelectual femenina durante el Modernismo...

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de una realidad autóctona de la que se recuperan sugestivas disidencias de los códigos patriarcales. Construir un sólido catálogo de precedentes afirma con rotundidad los derechos de la autoría intelectual femenina en las letras hispánicas de 1930. Nelken manifiesta su entusiasmo estético hacia los principios modernos de la originalidad, el subjetivismo, la automía, la libertad artística y el individualismo del genio creador frente a cualquier tipo de restricción ideológica. Las escritoras españolas vincula lúcidamente la causa del feminismo con la modernidad evitando, no obstante, la adopción de una esfera literaria separada para la creación femenina. Los intereses académicos de esta monografía destacan un variado catálogo de géneros literarios practicados por las escritoras españolas. Poetas distinguidas, eminentes mujeres letradas, insignes novelistas, célebres dramaturgas o excelsas ensayistas protagonizan una obra erudita que revela tanto su compromiso con la causa del feminismo como la precisa aplicación de los principios de la crítica moderna contenidos en la definición del Diccionario de la lengua castellana de 1899: «Arte de juzgar de la bondad, verdad y belleza de las cosas» (Real Academia Española, 1899: 284). Esta solvente monografía, en definitiva, integra en su desarrollo textual el compromiso feminista de la autora y el no menos importante reconocimiento del mérito estético moderno apreciable en la literatura española escrita por mujeres. Bibliografía citada Theodor W. Adorno (2003). «El ensayo como forma», Obra completa, trad. Alfredo �������������� Muñoz Brotons, ed. Rolf Tiedemann, vol. 11, Madrid, Akal, pp. 11-34. Hanna Arendt (1954). Between Past and Future. Six Exercises in Political Thought, Cleveland, Meridian Books. Simone de Beauvoir (2000). El segundo sexo, trad. Alicia Martorell, vol. 2, Madrid, Cátedra. Mary Lee Bretz (1998). «Margarita Nelken’s La condición social de la mujer en España. Be��� tween the Pedagogic and the Performative», Spanish Women Writers and the Essay. Gender, Politics, and the Self, eds. Kathleen M. Glenn y Mercedes Mazquiarán de Rodríguez, Columbia, University of Missouri Press, pp. 100-126. Carmen de Burgos (1912). Influencias recíprocas entre la mujer y la literatura, Logroño, Imprenta y Librería de La Rioja. —  (2007). La mujer y moderna y sus derechos, Madrid, Ayuntamiento. Zygmunt Bauman (2007). «Modernidad, ambivalencia y fluidez social». Las contradicciones culturales de la modernidad, trad. Maya Aguiluz y Enrique Aguiluz, eds. Josetxo Beriain y Maya Aguiluz, Barcelona, Anthropos, pp. 404-451. Maryellen Bieder (1992). «������������������������������������������������������������ Woman and the Twentieth Century Spanish Literary Canon. ���� The Lady Vanishes», ALEC, 17.3, pp. 301-324. Juan P. Criado y Domínguez (1889). Literatas españolas del siglo xix, Madrid, Imprenta de Antonio Pérez Dubrull. Nuria Cruz-Cámara (2004). «Matando al ángel del hogar a principios del siglo xx: las mujeres revolucionarias de Margarita Nelken y Federica Montseny», Letras Femeninas, 30.2, pp. 7-28. Rita Felski (1995). The Gender of Modernity, Cambridge, Harvard University Press.

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El río de Blas de Otero Ricardo Senabre Universidad de Salamanca

La literatura —y más específicamente la poesía— es un producto de la memoria. Nace no sólo de lo que el escritor ha vivido, soñado, imaginado, sino, sobre todo, de lo que ha leído, de lo que ha ido conformando su visión del mundo y, a la vez, le ha impulsado a escribir. Se nutre de las vivencias de otros, pero también de sus hallazgos expresivos, de su forma peculiar de mirar las cosas y de las formas acuñadas para traducir esa mirada. El escritor ha sido antes lector, y cuando escribe tiene ante sí el vastísimo repertorio de discursos que forman la tradición literaria. De ellos parte, bien para repetirlos —actitud que, por sí sola, lleva al calco y, por consiguiente, no ofrece el menor interés—, bien para aprovecharlos y transformarlos convirtiéndolos en formas nuevas. Por eso en sus obras resuenan a veces ecos de sus modelos lejanos, de igual manera que en la lengua de cualquier hablante perduran algunos rasgos de los modelos idiomáticos con cuya imitación aprendió a hablar. Recordar, pues, a Blas de Otero equivale a recordar sus lecturas, el sustrato sobre el que erigió su propia obra, las voces múltiples de las que brotó su voz personal. Algunas aparecen ocasionalmente citadas, aludidas, recreadas en sus versos, y la crítica se ha referido en numerosas ocasiones a los intertextos del poeta, a las acuñaciones ajenas que con frecuencia se deslizan, como deliberados homenajes, entre los versos propios. Otras veces, los modelos se ocultan en estratos más hondos. Son los estímulos permanentes, los radicales, aquellos que fueron determinantes en el poeta a la hora de elegir el quehacer esencial de su vida. Tomemos algún ejemplo. En el

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temprano Cántico espiritual de cuya aparición se cumple ahora medio siglo, el sujeto se dirige a Dios con estas palabras: Gimo y clamo hacia Ti como un pecado, girasol de tu gracia en esta niebla. El pecado es el «no», la gracia el «sí»; nosotros una interrogación. ¡Tuércele el cuello al signo que interroga, ponlo de pie, brillante y decisivo!

La incertidumbre del ser humano, oscilante entre la gracia y el pecado, lo convierte en una «interrogación». El signo de interrogación se asocia inmediatamente al cisne, con toda seguridad gracias al recuerdo de unos versos de Rubén Darío («Los cisnes», en Cantos de vida y esperanza): ¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello al paso de los tristes y errantes soñadores? .................................................................................... Yo interrogo a la Esfinge que el porvenir espera con la interrogación de tu cuello divino.

El deseo de escapar de la incertidumbre equivale, pues, a suprimir la interrogación, que por su forma es —no lo olvidemos— un cisne. Y surge inmediatamente otro recuerdo literario: el del soneto de reacción antimodernista debido al poeta mexicano Enrique González Martínez que comienza con los conocidísimos versos: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje / que da su nota blanca al azul de la fuente». Esta nueva asociación permite la formulación del verso de Otero ya mencionado: Tuércele el cuello al signo que interroga.

Y conviene añadir que, además de las asociaciones literarias, se produce otra, quizá previa, de naturaleza estrictamente lingüística en la mente del poeta: la semejanza fónica entre cisne —vinculado a la «interrogación» gracias a Rubén Darío— y signo, cuya relación con el concepto se debe a la denominación gramatical «signo de interrogación». Aquí no acaba todo. Recordemos el comienzo de los versos citados: Gimo y clamo hacia Ti como un pecado, girasol de tu gracia en esta niebla.

El sujeto se ha convertido en un «girasol» que busca el «sol» de la gracia a través de la «niebla» de incertidumbre que lo envuelve. El uso de la imagen del «girasol» es de estirpe barroca. Recordaré sólo unos ejemplos de Calderón de la Barca. En la

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comedia No hay cosa como callar, y en un binomio expresivo todavía imperfecto, la dama es un «imán» y el enamorado un «girasol»: Imán de rayos, tras sí arrebatado me lleva, girasol de tu hermosura...

En No hay burlas con el amor declara el galán: Yo soy aquel que dos años viviente girasol fue de la luz de tu beldad.

En Polifemo y Circe, el gigante es, puesto que se halla en la misma situación que los enamorados de las comedias de enredo, «girasol tornasolado» de Galatea; en También hay duelo en las damas, el seductor al acecho de presas femeninas es «girasol / de puertas y de ventanas». Podrían citarse muchos otros casos, pero no es éste el lugar ni parece necesario. Lo importante era subrayar que los versos de Cántico espiritual citados al principio son una urdimbre, un espeso tejido de recuerdos diversos, una confluencia de ecos y modelos cuya originalidad, como ya hicieron notar los teóricos del Renacimiento, no es la de sus diversos componentes, sino la del conjunto. De igual modo que los rasgos de un niño, considerados aisladamente, pueden repetir los de distintos miembros de su familia, pero la agrupación de esos rasgos en un rostro forma un todo único que no tiene precedentes, en los versos de Otero lo novedoso es la agrupación armoniosa, con un nuevo sentido, de estímulos de origen y valor dispares. Examinemos otro caso más oscuro. En Ángel fieramente humano hay un poema en el que asoman, si bien un tanto diluidos, motivos de un pasaje narrado en el Apocalipsis de san Juan (II, 10), cuando el ángel ofrece un libro al profeta: «Toma y cómelo [es decir, “aprópiate de su contenido”] y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel». Y acaba con esta indicación: «Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas y a los reyes numerosos». Pues bien: en el poema de Ángel fieramente humano evoca el sujeto lírico los años pasados de soledad y desamparo «en las salas de recibir de los médicos, / al borde de los confesonarios, / junto a las faldas frías y las muchachas pálidas de la última remesa», y todo ello sin tener siquiera un libro a mano donde apoyar descuidadamente la cabeza, ni una pequeña flor ni nada que mereciese la pena de morir en aquel instante.

Aquí, el recuerdo ajeno es más hermético, o se encuentra en un estrato más escondido. Exactamente, en los últimos versos del poema «Tres recuerdos del cielo», que Rafael Alberti incluyó en su libro Sobre los ángeles, donde hay muchos «ángeles» que pueden asociarse con el ángel del Apocalipsis, dicho sea de paso, aunque su

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función sea diferente. En el poema de Alberti se evoca un paraíso perdido —que es, sin duda, el tempo de la infancia lejana—, y el autor escribe, remitiendo a su vez a Bécquer: Era la era en que la golondrina viajaba sin nuestras iniciales en el pico En que las campanillas y las enredaderas morían sin balcones que escalar y estrellas La era en que al hombro de un ave no había flor que apoyara la cabeza.

Este último verso es decisivo: «al hombro de un ave no había flor que apoyara la cabeza». Y recordemos de nuevo los versos de Otero, donde se menciona la carencia de un libro «donde apoyar descuidadamente la cabeza» y de una flor. Naturalmente, no hay aquí repetición, sino uso, aprovechamiento para erigir algo nuevo, porque en literatura nada se crea ex nihilo ni, en rigor, se destruye; únicamente se transforma. Leer a un poeta es, así, en buena medida, releer sus lecturas; más exactamente: leer la interpretación que hizo de sus lecturas, el flanco significativo que descubrió en ellas, el matiz que incorporó a su memoria. En suma: leer a un poeta es leer también a otros poetas anteriores. Aun a costa de dar un rodeo, puede ser oportuno que nos adentremos ahora en un ejemplo de mayor complejidad que los anteriores y que nos permitirá calibrar una faceta de Otero hasta ahora sólo aludida. Partiremos para ello de un texto muy conocido: el romance «La monja gitana», de García Lorca. A solas y en silencio, la monja «borda alhelíes / sobre una tela pajiza» y se entrega a sus recuerdos y reflexiones. «Por los ojos de la monja / galopan dos caballistas», precisa el poeta. Y añade: ¡Oh qué llanura empinada con veinte soles arriba! ¡Qué ríos puestos de pie vislumbra su fantasía!

Esta enigmática afirmación sobre los «ríos puestos de pie», que parece haber desconcertado a muchos lorquistas, ha merecido una glosa más llena de buena voluntad e imaginación que de acierto: la de Gustavo Correa, que su libro sobre Lorca, en muchos puntos iluminador, explica: «Los ríos que serían el camino para llegar a esta llanura empinada de veinte soles, se han antropomorfizado de pronto poniéndose en pie y constituyendo un obstáculo al libre fluir de su fantasía». Pero nada en el texto avala esta conjetura interpretativa, y tampoco el tono exclamativo del enunciado. Desde otra perspectiva, la imagen lorquiana ha sido entendida acudiendo a unos versos de Eduardo Marquina —poeta admirado por el Lorca adolescente, como es bien sabido— en su obra dramática en verso La ermita la fuente y el río, de muy prolongado éxito, estrenada en 1927. En el acto I, don Anselmo habla del ciprés que hay junto a la ermita:

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La luz lo empapa, lo anega, pero él, recio, se despega de su engarce terrenal y austero y noble, en su brío, verde, undoso, se le ve romper el aire vacío con la majestad de un río que se pusiera de pie.

De aquí se deduciría la equivalencia entre río puesto en pie y «ciprés». Pero, aun admitiendo que la génesis de la imagen lorquiana estuviera en los versos de Marquina —lo que la cronología y los datos que hasta ahora conocemos obligan a poner en duda—, no hay por qué pensar que el mantenimiento a ultranza de la equivalencia conserve también el mismo valor de río, y, de hecho, no resulta fácil entender, con las informaciones que ofrece el texto, la razón por la que la monja ensimismada tendría que vislumbrar cipreses mientras borda. Lo que sucede es que el eco de Marquina, en el caso de que exista —porque hay manuscritos del romance anteriores a la fecha del estreno de La ermita, la fuente y el río— es únicamente formal. En el poeta catalán, río tiene tan sólo el significado del diccionario; en el romance lorquiano, por el contrario, su valor se deriva de una dilatadísima tradición poética, que hace del río imagen de la vida humana —ya en el canciller Ayala y en Jorge Manrique— y, por reducción, del hombre. Es la reflexión expresada en la «Epístola moral a Fabio»: Como los ríos, que en veloz corrida se llevan a la mar, tal soy llevado al último suspiro de mi vida.

O en estos versos de León prodigioso (1636), de Cosme Gómez Tejada de los Reyes: Séanse pues los hombres arroyos pobres, ríos de altos nombres, que ríos y hombres de una misma suerte ha de sorber el mar, tragar la muerte.

Si, como ser destinado a perecer en el «mar» de la muerte, el hombre es un «río» que corre hacia la desembocadura, lo lógico es pensar en la imagen de un hombre tendido. Lo intuyó muy bien Blas de Otero —seguramente con el recuerdo de los versos de Lorca— en el soneto «La tierra», de Ángel fieramente humano, cuyos tercetos dicen: Pero viene un mal viento, un golpe frío de las manos de Dios, y nos derriba. Y el hombre, que era un árbol, ya es un río.

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Un río echado, sin rumor, vacío, mientras la tierra sigue a la deriva. Oh Capitán, mi Capitán, ¡Dios mío!

Si el hombre decrépito y cercano a la muerte es un «río echado» es porque el joven y vigoroso, distante aún de la desembocadura, puede ser un «río puesto en pie», erguido y en la plenitud de sus fuerzas. Y esto es lo que aparece en las fantasías y los ensueños de la monja, por cuya imaginación han pasado antes «dos caballistas». La monja evoca sus años de mocedad, y Lorca ha acertado a expresarlo de modo insuperable. La lectura de Otero arroja así luz retrospectiva sobre el texto del poeta granadino y aclara su sentido. Pero, al mismo tiempo, acredita la fidelidad del autor a ciertos modelos expresivos. Recordemos el verso citado de Ángel fieramente humano: Y el hombre, que era un árbol, ya es un río.

Dejando ahora al margen la tradición que respalda la imagen del hombre como «árbol» —y cuyo rastreo abriría un sinfín de nuevas conexiones—, conviene anotar que en uno de los últimos poemas de Otero, incluido en Hojas de Madrid con el título «Penúltima palabra» y que, significativamente, comienza con el verso «Dentro de poco moriré», aún leeremos: Veo los ríos, me conmueven. Contemplo un árbol, quedo absorto. El mar inmenso me parece corto de luces frente a muertos que se mueven.

También mucho después de Ancia, en un soneto titulado «Que es el morir» —verso de Jorge Manrique referido al «mar», como resulta ocioso advertir—, los tercetos dicen: El árbol. Permanece. A contra viento. Junto al río, escuchando el movimiento de las piedras del fondo removidas. Yo soy. Un árbol. Arraigado. Firme. Aunque, en el fondo, bien sé que he de irme en el río que arrastra nuestras vidas.

Una vez más, el hombre acaba convertido en río, en fluencia que camina hacia su extinción. No estará de más repetir, aunque resulte superfluo a estas alturas, que, como ya se ha indicado antes, el núcleo de la fecunda imagen radica en la conocida formulación de Jorge Manrique, que constituye una metáfora doble: río = «vida» y mar = «muerte». La imagen es ya un bien mostrenco e irrenunciable, y la historia de sus infinitos usos ocuparía, si se hiciese, un volumen considerable. Forma parte de

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ese gigantesco sedimento de hallazgos expresivos que el escritor utiliza a su antojo y que, precisamente por ello, reaparece durante siglos, en ocasiones sometida a una sutil transformación, hasta llegar a nuestros días. Otero se nutre de la imagen en varias ocasiones. Por ejemplo, en el soneto «La tierra», de Ancia (cuyo título en Ángel fieramente humano era «Lo eterno»), se lee: Sólo el hombre está solo. Es que se sabe vivo y mortal. Es que se siente huir —ese río del tiempo hacia la muerte—.

Se reconoce sin dificultad el origen de la metáfora, y el uso del demostrativo en «ese río» es ya una señal que el autor coloca para recordarnos el vínculo con un texto ajeno apuntando hacia él. Pero la mera repetición anularía en el texto cualquier efecto artístico. Lo que hay es un aprovechamiento y una transformación del modelo. En rigor, Manrique habla del «río» de la vida hacia el «mar» de la muerte. En Otero, la expresión es más abstracta: el hombre es un «río del tiempo» hacia la muerte. La segunda parte de la imagen manriqueña —la referida al «mar»— no aflora a la superficie del discurso. El sujeto tampoco es ya la vida, sino el ser humano, y lo que se desliza y huye es el tiempo. Entre Manrique y Blas de Otero se ha interpuesto el Quevedo más grave y meditativo; el que parafrasea, por ejemplo, el salmo xix: ¡Cómo de entre mis manos te resbalas! ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!

Es el mismo Quevedo que afirmaba en carta a don Manuel Serrano del Castillo fechada en 1635: «Vivimos tiempo, que no se detiene, ni tropieza, ni vuelve». Sólo una mirada superficial puede, por tanto, considerar calco inerte el uso de la imagen en Blas de Otero. Examinemos otro caso que puede resultar ilustrativo. Se trata del poema «Epístola moral a mí mismo», incluido en el libro Que trata de España (1964). El sujeto trata de superar la idea de que la vida es algo triste y maligno, y concluye: No pienses que toda la vida es esta mano muerta, este redivivo pasado, hay otros días espléndidos que compensan, y tú los has visto y te orientaron Todo tiene su término; desecha esos pensamientos y vámonos al campo a ver la hermosura de la lavandera antes que el río muera entre sus brazos.

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Sobre el recuerdo visual de una imagen frecuente hace años —la lavandera entregada a su tarea en la orilla del río— se erige el recuerdo de un verso famoso, que cierra la «Epístola moral a Fabio»: Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé; rompí los lazos. Ven y verás al alto fin que aspiro antes que el tiempo muera en nuestros brazos.

Si el río es el «tiempo», como veíamos en el ejemplo anterior, la asociación entre río y brazos explica la evocación de la lavandera. Se incita a gozar de los placeres que la vida nos ofrece, representados por «la hermosura de la lavandera», antes de que pase el tiempo y todo perezca («antes que el río muera entre sus brazos»). Una vez más, la venerable acuñación manriqueña se ha transmutado en algo diferente merced a la incorporación de otro hallazgo literario, en este caso el verso postrero de la «Epístola moral a Fabio». La equivalencia entre «tiempo» y río se da igualmente en otros textos de Otero, como el poema «¿Yo entre álamos y ríos...?», de Que trata de España, o en estos versos de «Un vaso en la brisa», perteneciente a Pido la paz y la palabra: Lo mejor será que me someta a la tempestad, todo tiene su término, mañana por la mañana hará sol y podré salir al campo. Mientras el río pasa.

Es evidente que la doble metáfora de Manrique constituye un pilar de sustentación en todo el edificio lírico de Blas de Otero. Pero, como se verá con mayor claridad, actúa siempre como estímulo, como punto de partida, no como dechado que repetir, incluso en aquellas ocasiones en que se mantiene estrictamente la ecuación manriqueña. En el poema «Muerte en el mar», de Redoble de conciencia, el mar es, en efecto, la muerte, aunque hay otro «mar», absolutamente ajeno a Manrique, referido a la salvación y que el sujeto reclama: Salva, ¡Oh Yavé!, mi muerte de la muerte. Ancléame en tu mar, no me desames, amor más que inmortal. Que pueda verte.

En «Tabla rasa», del mismo libro, se reproduce la equivalencia, ya en los primeros versos de la composición: Posteriormente entramos en la Nada. Y sopla Dios, de pronto, y nos termina. Aquí, la tierra fue. Aquí, la grada del mar. Aquí, la larga serpentina de los planetas. Ved. La Nada en pleno...

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El soneto «Invasión» comienza: Maravilloso mar el de la muerte. Tocar el fondo, al fin, tocar el fondo. No hender las olas en que hoy me escondo, sino hacer pie pisando, ahondando fuerte.

También el poema titulado «Relato», de Ancia, es muy explícito en este sentido: Recuerdo. No recuerdo. El viento. El mar. Un hombre al borde del cantil. El viento. El mar desamarrando olas horribles. Un hombre al borde de un cantil. Recuerdo. No recuerdo. Los brazos alzados hacia un cielo ceniciento. El viento. El golpe de las olas contra las rocas. Un hombre al borde de la muerte.

Pero un núcleo imaginativo se muestra fecundo cuando abre el camino a otras derivaciones, como el tronco del árbol se expande en ramas diversas, todas con un origen común y, sin embargo, de diferente longitud y grosor. Si la equivalencia entre mar y «muerte» es coherente con la consideración del río como imagen de la vida, del ser humano o del tiempo, también es compatible con las ecuaciones «vida» = navegación y «ser humano» = navío. Cuando en el poema inicial de En castellano leemos: Aquí tenéis mi voz zarpando hacia el futuro,

el verbo zarpar «salir un barco del lugar en que estaba fondeado» exige la previa conversión del sujeto en navío. En la versión definitiva del poema «Paso a paso», incluido en Ancia, Otero escribe: Tachia, los hombres sufren. No tenemos ni un pedazo de pan con que aplacarles; roto casi el navío y ya sin remos... ¿Qué podemos hacer, qué luz alzarles?

La identificación del navío con el ser humano nos lleva a una nueva conexión, apuntada en el verso «roto casi el navío y ya sin remos», ya que sus primeras palabras reproducen las de un verso de fray Luis de León en la «Canción de la vida solitaria»:

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¡Oh, monte, oh fuente, oh río! ¡Oh secreto seguro deleitoso! Roto casi el navío a vuestro almo reposo huyo de aqueste mar tempestüoso.

Hay que advertir que la conversión del mar «muerte» en mar «vida» no es una contradicción —porque la vida contiene en sí misma una muerte cierta— y, además, se inscribe en la dilatada y fértil tradición de la fórmula «mar del vivir», que se encuentra ciertamente en fray Luis de León, y en abundancia, pero como eslabón de una cadena de imágenes que tiene origen remoto: el libro de Job, san Agustín y otros Padres de la Iglesia y, en general, toda una línea de literatura ascética, religiosa y moral que ha cultivado insistentemente la imagen hasta nuestros días. Su desarrollo puede sintetizarse con facilidad: la vida es una navegación y, por ello, una permanente amenaza de naufragio. El poema «Proal», de Pido la paz y la palabra, comienza con la transformación imaginativa de la fórmula «levar anclas»: Éste es el tiempo de tender el paso y salir hacia el mar, hendiendo el aire. Hombres, levad los hombros sonoramente, bajo el sol que nace.

En «Palabras reunidas para Antonio Machado» (de En castellano), la tierra francesa en que murió el poeta se convierte en un mar: De pronto, toco la tierra que borró tus brazos, el mar donde amarró la nave que pronto ha de volver.

El soneto «Mar adentro», de Redoble de conciencia, exhibe un rico despliegue de imágenes en torno al sujeto-barco internándose en el mar de la muerte. Para empezar, el «río» del tiempo incrementa su dramatismo al mudar su naturaleza: Oh montones de frío acumulado dentro del corazón, cargas de nieve en vez de río, sangre que se mueve me llevan a la muerte ya enterrado.

En este peculiar «río» del tiempo se encuentra el sujeto-navío: A remo y vela voy, tan ladeado que Dios se anubla cuanto el mar se atreve; orzado el car, le dejo que me lleve... Oh llambrias: recibid a un descarriado.

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(También aquí resuena, diluido, el recuerdo de fray Luis de León: «¡Oh ya seguro puerto / de mi tan luengo error! [...] Sierra que vas al cielo / altísima [...], recíbeme, recíbeme en tu cumbre, / recíbeme, que huyo perseguido / la errada muchedumbre...»). Al final, el sujeto lírico de los versos se descompone en varias imágenes equivalentes, todas ellas desprendidas de la imagen nuclear, para traducir la impresión de navío desarbolado y roto que lo representa desde el comienzo: Oh témpano mortal, río que vuela, mástil, bauprés, arboladura mía halando hacia la muerte a remo y vela.

Como puede comprobarse, tanto el «río» manriqueño como el «navío» luisiano han sufrido tales mutaciones que es necesario esforzarse para reconocerlos bajo la superficie del texto. Y, con un leve desplazamiento, este hombre-navío, convertido a veces en náufrago, contagia su condición a la escritura, transformada en movimiento natatorio salvador. El poema «Nadando y escribiendo en diagonal», incluido en el libro Que trata de España, utiliza en este sentido la imagen de la escritura que preserva del olvido los momentos felices para que sirvan de consuelo o de baluarte contra la adversidad: Yo recuerdo la niñez como un cadáver de niño junto a la orilla, ahora ya es tarde y temo que las palabras no sirvan para salvar el pasado por más que braceen incansablemente hacia otra orilla donde la brisa no derribe los toldos de colores.

El entramado de imágenes que sostiene en buena parte la poesía de Blas de Otero y caracteriza al sujeto de sus versos es, pues, de gran coherencia: la vida es un «mar» agitado por el que navega el ser humano como un navío o como un náufrago. El «mar» es una amenaza de muerte, de disolución final en el extremo del tiempo, como lo es al recibir el agua del río en su desembocadura. La condición de navegante en busca de puerto seguro —muy relacionada con algunas odas de fray Luis de León— convierte en acciones asimiladas cualesquiera actos de la existencia: comenzar algo es «zarpar», una dificultad es un «ahogamiento» (lo que facilita incluso la creación del neologismo españahogándose), y hasta el amor puede ser una forma de navegación y desarrollar fórmulas conexas. En el soneto «Cuerpo tuyo», de Redoble de conciencia, que luego aparecería como «Brisa sumida» en Ancia, las posturas alternantes del acto amoroso convierten al sujeto «río» en «puente», y viceversa: Puente de dos columnas, y yo río. Tú, río derrumbado, y yo su puente abrazando, cercando su corriente de luz, de amor, de sangre en desvarío.

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En Ángel fieramente humano el cuerpo femenino es sucesivamente «río de oro / donde hundidos los brazos, recibimos / un relámpago azul», y «mar de oro» donde, amando las manos, no sabemos si los senos son olas, si son remos los brazos, si son alas solas de oro...

Una vez más, la inmersión y el movimiento natatorio son la base de estas trasposiciones. En el soneto «Ni Él ni tú», de Redoble de conciencia, «sábanas son el mar, navío el lecho», lo que facilita la proyección del núcleo imaginativo hacia el ámbito amoroso. En el poema «Un momento estoy contigo», sobre todo en su primera versión —la de Redoble de conciencia--, aparece nítidamente explícito el uso. El sujeto evoca primero un momento pasado: Estoy contigo, todavía más que pierna y pierna en su primera etapa, sí, todavía más, en tu entrepétalo.

Y añade más adelante: ¿Ves cómo el mar se viste y se desviste ante tu vista? Así, isla mía, verte. Entrar desde la orilla, hollarte, hundirme hasta ahogarme en tu mar, contra las sábanas.

La corrección de Ancia, que sustituye «contra las sábanas» por «marbella viva», sólo conseguía atenuar levemente la claridad de la imagen, donde el hundimiento en el cuerpo equivale al ahogamiento en el mar. De este modo se enlaza con otro campo asociativo muy fecundo también en la tradición literaria: el binomio amor / muerte, muy transitado en todas las literaturas y que ahora debo dejar al margen. El uso de unas bases expresivas tradicionales es en Blas de Otero, como en todo poeta auténtico, libérrimo. Nunca hay calco servil, sino nuevo impulso hacia otras fórmulas aún inexploradas. Cada avance en literatura, como en arte o en ciencia, es un peldaño añadido a esa larguísima escalera a la que el artista o el científico se encaraman; un peldaño que, a su vez, servirá de apoyo a otros posteriores. O, si se prefiere con palabras más cercanas al lenguaje imaginativo de Otero: cada poeta verdadero es un afluente que desemboca en el río inagotable de la poesía y le aporta su caudal. Y el de Blas de Otero fue copioso y fecundo —lo sabemos ahora, cuando ya se ha cumplido más de medio siglo de su primer libro—, aunque el «río» particular del poeta llegase demasiado pronto a su desembocadura.

Un fragmento inédito de Las brujas de Barahona, de Domingo Miras Virtudes Serrano Universidad de Murcia

Mi entrañable amigo y singular estudioso del teatro español Luciano García Lorenzo, a quien se dedica este merecido homenaje, terminaba su prólogo a Las brujas de Barahona (2005: 14), refiriéndose a lo efímero del paso de esta magnífica obra por los escenarios españoles, tras su estreno el 27 de agosto de 1992, en el Teatro Central de Sevilla, dentro de los fastos de la Exposición Universal: «El contenido de la obra nos sobrecoge y despierta la conciencia del lector o del espectador, pero, esto es así, porque el universo dramático que se ha conformado lo ha sido a través de una palabra dramática como la practicada por un dramaturgo que merece algo más que tres tardes de un agosto festivalero». También el autor, interrogado por mí un año después del suceso, expresaba un «contradictorio y confuso» sentimiento al contemplar la dignidad del producto escénico y lo breve de su trayectoria ante el público (Serrano, 1993: 22); pero quienes nos interesamos por el mundo de lo teatral sabemos que este no se rige siempre por las leyes lógicas de la calidad de los textos o de sus puestas en escena sino que inquietantes y ocultas fuerzas —¿mágicas?— confluyen a veces para provocar su catástrofe o su encumbramiento. Lo cierto es que, por esta corta vida sobre las tablas, pocos espectadores pudieron contemplar aquel montaje en el que, para los conocedores de su antecesor literario, escrito entre 1977 y 1978, Premio Lebrel Blanco 1979, que apareció publicado en la colección Austral de Espasa-Calpe el mismo año

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de su estreno (Miras, 1992), 1 se había realizado una curiosa modificación que sólo el público de las representaciones tuvo la oportunidad de recibir, aunque, en muchos casos, no fuera consciente de la primicia que presenciaba. Por eso, al plantearme qué hacer para esta colaboración, no dudé ni un momento. Las brujas de Barahona ha sido un texto del que nos hemos ocupado tanto Luciano García Lorenzo como yo misma con cariño y admiración, y qué mejor destino tendrían estas páginas inéditas que ocupar un lugar en el libro que se ofrece al profesor y amigo. Tras solicitar la autorización a Domingo Miras, a quien desde aquí doy las gracias por su siempre incondicional aquiescencia a mis peticiones, rescaté las carpetas de aquel año 92, en el que trabajé el texto para la escena, y encontré los folios mecanografiados que el autor escribió entonces para sus brujas y que sólo la representación hizo públicos. Aunque hay quienes no lo entendemos, ha llegado a convertirse en costumbre el que un texto, clásico o contemporáneo, que excede la convencional duración de dos horas, ha de ser manipulado y cercenado, independientemente de sus valores artísticos, con o sin piedad, hasta adaptarse a esa norma no escrita pero vigente en nuestra escena, salvo que el montaje (de superiores dimensiones) venga avalado por la firma de un director al que se le acepta cualquier transgresión. A propósito de esta práctica aminoradora, comenta Alberto Fernández Torres (2008: 56) en su reciente edición de El edicto de Gracia, de José María Camps, Premio Lope de Vega 1972, que parte de las críticas negativas que aquella obra sufrió tras su estreno «se tuvieron que ver fuertemente influidas por los numerosos cortes que sufrió el texto para reducir la duración del espectáculo de tres a dos horas»; y en el mismo lugar apunta el crítico el hecho de que el propio Camps entendió la situación hasta el punto de «reescribir completamente una de las escenas para limitar su extensión». Miras, que acompaña al Edicto de Camps con su Fedra en el volumen prologado por Fernández Torres, por haber sido Accésit el mismo año 72 del Lope de Vega, se vio obligado, también por cuestión de límites, a reescribir varias escenas de Las brujas de Barahona y a modificar sustancialmente la construcción interna de dos de sus principales personajes (Juana y Quiteria de Morillas) en una de ellas, la Escena III de la Segunda Parte del drama; y es justamente tal modificación interna, contenida en la breve secuencia que transcurre entre estas dos mujeres, madre e hija, poco antes del desenlace, lo que he querido aportar ahora por parecerme rara avis en la dramaturgia de su autor. Cuando ya parecía estar finalizada la adaptación del texto; efectuadas las dolorosas labores de amputación y refundición que (siempre supervisadas por Miras),    Para la redacción del texto, el autor obtuvo una beca de la Fundación Juan March. En la «Memoria» que fue remitiendo a dicha entidad durante la elaboración del trabajo, ofrece las fuentes documentales en las que se basó para la reconstrucción de sucesos y personajes. Tanto el proceso como la mayor parte de los personajes se encuentran recogidos en los documentos del Archivo Diocesano de Cuenca; Sebastián Cirac Estopañán (1942) da cuenta de muchos de ellos así como de usos brujeriles extraídos de las declaraciones de los procesados. En 1527 tuvo lugar un proceso por brujería en Cuenca donde se tomaron declaración, entre otros a Quiteria de Morillas y a Francisca la Ansarona (leg. 96, n.º 1425 y leg. 99, n.º 1441, respectivamente), allí se afirma que la madre de Quiteria, que también era bruja, «murió desesperada».

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como responsable de la dramaturgia, hube de realizar con el director, mi buen amigo y admirado Alberto González Vergel; ya avanzados los ensayos, Domingo Miras me comunicó un día por teléfono que había escrito de nuevo la escena penúltima del drama, y que me enviaba el texto. La acción de esta secuencia, por si algún lector no la recuerda, transcurre en un «Tabuco en la muralla septentrional de Pareja, con más aspecto de cueva que de aposento» (Miras, 1992: 178). Allí han ido a parar una serie de personas acusadas de brujería, apresadas en medio de la noche, tras haber tomado parte, según declaraciones propias, de sus anónimos acusadores, de sus captores y de lo que el receptor ha conocido, en el mágico vuelo nocturno, en la diabólica misa negra y en el desenfrenado aquelarre que se dan en las tres secuencias que componen la Escena II de Segunda Parte. Los prisioneros van pasando por turno a una estancia del piso superior para ser interrogados bajo tortura hasta que confiesen sus delitos, mientras que quienes se encuentran en aquel siniestro lugar escuchan los alaridos del martirio de los otros, y esperan el propio. Se hallan recluidas en tal dependencia Quiteria de Morillas, la bruja mayor del aquelarre y protagonista del drama, que sobresale sobre el resto del grupo por su personalidad fuerte y su empeño en conocer la verdad de lo que las ha colocado en aquellas espantosas condiciones; La Ansarona, su discípula más directa pero también su radical oponente; Violante Alonso, una mujer del pueblo con fama de bruja; Juan López y Teresa, su hija, que tuvieron participación en el vuelo y en los actos siguientes pero que manifiestan su perplejidad por verse en situación tan extremada, siendo, como son, de linaje más noble que las pueblerinas mujeres que los acompañan. También concurre allí la adolescente Ana la Roa, al decir del dramaturgo «bruja dudosa». Juan y Teresa López desaparecieron de la versión escénica, en la que se rebajó el número de integrantes propuesto en el texto original (treinta y siete con nombre propio, función específica u oficio individual, además de cuadrilleros, hombres, mujeres y muchachos del pueblo de Pareja, diablos y diablesas con sus correspondientes cabalgaduras, frailes, arrieros, y las voces de un Predicador y de un coro de cantantes invisibles); o se fundió el texto de un personaje con más extenso papel con el de otro que lo tenía más breve; o fue eliminado un personaje, y su texto, modificado, pasó a otro, como sucede en esta escena al ser sustituida Ana la Roa por Aldonza la Pajarera. No obstante, hasta veinte de los personajes pudieron permanecer gracias a que la estructura en escenas independientes con distintos ambientes permitía a los actores doblar papeles. Los comentarios de lo padecido en manos de los torturadores; las expresiones de temor y el recelo de Quiteria sobre la delación de que han sido víctimas por parte de Ansarona; las acusaciones de unas sobre otras se ven cortadas en ambas versiones (textual y escénica) por la irrupción del Cuadrillero (mediada la Escena III) cuando arroja en aquel espacio a la maltrecha Juana de Morillas. En el texto publicado, Juana, que venía de sufrir el tormento, tras una breve conversación con su hija en la que no surge ningún aspecto íntimo de su relación materno-filial, hace mutis detrás de la cortina que cubre una parte reservada del aposento, donde se recoge

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para hacer sus «necesidades»; acto seguido tiene lugar un breve diálogo entre Juan, Teresa, Ansarona, y Quiteria, y el guardián, que había vuelto a subir al lugar de los interrogatorios, reaparece empujando a Ana la Roa. Juana reaparece ya muerta, colgada de una viga. Como apuntábamos al principio, el cambio más sustancial de todos los que sufrió el texto para pasar al escenario, digno de ser analizado como una interesante variable en la construcción de los personajes, no sólo de esta pieza sino del conjunto de la dramaturgia de su autor, es el que se opera en la psicología de madre e hija cuando, antes de ocultarse Juana en el reservado, se produce entre ellas un desahogo emocional más propio de dos personajes de drama sentimental que de estos seres transgresores que, en el resto del desarrollo dramático, no han exhibido más sentimientos humanos que los relacionados con el miedo, el odio, la envidia, la soberbia o, en algún momento, la admiración por las hazañas de Quiteria (como hace Juana mientras su hija está desdentando al ahorcado en la Escena III de la Primera Parte). He analizado en otros lugares que estos seres, marcados por el doble rasgo de no inocentes-no culpables, no propician el acercamiento emotivo ni entre ellos mismos ni con el receptor. A lo largo del proceso dramático Juana aparecerá rústica y popular, o bruja atemorizadora de quienes fían de sus artes mágicas, y hasta es capaz de quitarse la vida por evitar el sufrimiento pero en ningún momento se dejará llevar por un arrebato sentimental. Con su hija, pasa sin transiciones de la admiración por los actos que esta es capaz de acometer a considerarla una cobarde medrosa, porque Quiteria prefiere mantenerse oculta después de haber oído a unos clérigos hablar algo sobre las brujas. Quiteria, por su parte, tampoco establece con su madre más relaciones que las necesarias. Desde que salió expulsada del pueblo donde vivía, comparte la casa de la anciana y allí ejerce la profesión a la que ambas se dedican, lo que las hace colaborar a veces o chocar otras y proferirse algún que otro insulto, sí se produce el desacuerdo. Además, desde un punto de vista de concepción dramatúrgica general, los personajes de Miras se tratan con distancia y a distancia se perciben; aunque soporten duros castigos, no provocan el acercamiento, sino la reflexión. Juana es desvergonzada en los momentos de libertad y resuelta al elegir su fin, pero ni una sola vez en todo el proceso dramático se muestra sensible ni preocupada por el desapego de su hija, ni intenta ella, como madre, aproximación alguna. El propósito del autor de poner en cuestión la acción del poder lo lleva a crear personajes a través de cuyas catástrofes se pueda reflexionar, alejando al receptor de la actitud participativa. 2 Aunque son víctimas de fuerzas superiores, y soportan injustamente su peso, en su condición transgresora llevan aparejada la falta de emoción y afectos y el alejamiento de quienes los contemplan. Tal es el perfil escénico de   De esta tipología se aparta Saturna, la madre de Pablos, el pícaro quevedesco, en la personalísima reutilización del personaje hecha por Miras en La Saturna. El sentimiento maternal lleva a esta mujer a recorrer los caminos de España para buscar, sin medir los esfuerzos y sacrificios que ha de realizar, la carta que indulte a su otro hijo del castigo de azotes que ha de recibir del verdugo.

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Quiteria, la más conseguida mujer de las que pueblan el universo dramático de Domingo Miras. Ella no posee sentimientos ni abnegación como Saturna y, sin embargo, su potente figura tiene la tragicidad que le proporciona el conocerse condenada a un destino fatal que la señala como víctima. Por esto resulta tan atípico que este personaje se plantee siquiera lo que su madre piensa o siente, como manifiesta en la secuencia que transcribiremos a continuación La segunda modificación, con tener menor rotundidad sobre la construcción de los personajes, resulta también de interés, como ejemplo de un autor que reescribe su obra a pie de escenario. La disputa entre Quiteria y Ansarona, iniciada tras el mutis de Juana se reanudará en el texto literario con la llegada de Ana la Roa y en el representado con la presencia de la Pajarera. En ambos casos discuten duramente; no hay que olvidar que Francisca la Ansarona, calificada de «bruta» por Juana de Morillas, ocupa el puesto más bajo de la pirámide social y, aunque seducida por las artes de Quiteria (Escena I de la Segunda Parte), teme a todos, es rencorosa y tiene celos de quienes rodean a la que ha sido reina de la noche y su maestra. Sus expresiones lo manifiestan cuando en la versión literaria acusa veladamente a Ana la Roa de haber cometido pecado nefando con la bruja mayor. En la representación, el Cuadrillero arrojará con las otras, en lugar de a Ana, a Aldonza la Pajarera. Ella, en la Escena I de la Primera Parte, ya aparece ejerciendo labores con las brujas experimentadas como aprendiza, se declara admiradora de Quiteria y es acogida en casa de esta, donde ha de dormir con la madre y la hija en el único colchón que hay en la miserable vivienda de las hechiceras, después de haber sido apaleada como escarmiento público en la Escena siguiente. Por eso, la denuncia contra ella y no contra Ana, en la misma situación de esta secuencia, conjuga bien con el proceso dramático y se convierte en un arma peligrosa en boca de la despechada Ansarona, como podrá advertirse en la trascripción del fragmento que finalmente contempló el público. Texto de la Escena III de la Segunda Parte de Las brujas de Barahona, tal y como se representó en 1992

(Tabuco en Pareja.)

Violante. ansarona.

—¡Al hueso te han llegado esos goliases!  ¡Ay, Sancho Dientes!... ¡Y qué dientes de lobo enseñabas, al — apretar las cuerdas! —¡El hijo de puta!... ¿Le sangran las ronchas? —Sangrar, no, pero se hinchan y supuran si no se vendan como te he hecho a ti.

Colindres. Violante.

(Se oye gritar fuera a Juana.) Quiteria.

 ¡Me la matan! Cierta estoy que perece en el trance. No aguan— tará esto, está muy acabada.

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Colindres.

—Tu madre tiene más rejo que muchas jóvenes.

(Gritos de Juana.) Camacha.

 Pero, ¿qué es esto, Dios?... ¿Por qué nos han prendido? ¿Qué — hacemos aquí, Quiteria? Quiteria. —Nada sé de lo que puede pasar. Camacha. —¿Y tú, Violante, sabes alguna cosa?... ¡Danos una luz, dinos algo! Violante. —¿Y qué os voy a decir yo, hija de mi vida? Yo de mí, sé de cierto que estoy aquí por tener caridad; que anoche fueron a prender a Juana de Morillas a su casa, pero ella se escapó por el corral y se vino a esconder a la mía. Por la preciosa sangre de nuestro Señor me pidió que la ocultase y así lo hice yo con cristiana misericordia. Y mira cuál es mi paga, que esta mañana fueron a registrar, hallaron a mi comadre en la alacenilla, y acá nos trujeron a las dos. Camacha. —¿Y cómo no está Juana con nosotras? (Gritos de Juana.) Colindres. Quiteria. Violante.

 ¿Es que no la has oído? Ahí arriba la tienes, dándole mancuer— da. —¡Que no lo ha de aguantar!... ¡Seguro que me la matan! —Has de ver que no es así. En seguida vendrá.

(Gritos de Juana.) Camacha. Quiteria. Colindres. Camacha. Ansarona. Quiteria. Ansarona. Quiteria. Ansarona. Quiteria.

—¿A ti, qué te han hecho?  Me han apretado cuerdas a los brazos y las piernas. — —También a nosotras nos darán ese trato. —¿Qué dices tú, Ansarona, que estás tan callada? —Por eso que estoy callada, nada digo. —¿Y no será más bien que ahora estás calladica porque antes estuviste parlera en demasía? —¡Déjame, Quiteria! —Aquí se puede hablar, amiga. Ahí arriba es donde había que callarse. —¿Y qué tengo yo de hablar aquí? ¿Tengo acaso el cuerpo para hablar, cuando estoy hecha pedazos? —¿Y yo, qué?... ¿O es que a mí me han bañado con agua de rosas?

(Gritos de Juana.) Camacha. —Quiteria, no te lo calles, dínoslo: ¿Qué esta pasando?... ¿Por qué esta locura?...

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Quiteria. —Yo no sé decirte, pero pienso lo que pienso y temo lo que temo. Camacha. —¡Ay, Madre de Dios!... ¿Y qué es lo que temes? Quiteria. —La negra sospecha que yo recelaba, en qué mala hora me la eché a la espalda. ¡Mirad, si no tenía yo razón!... ¿Es, o no es, mal año de brujas? Ansarona. —¡Mal año para tu sangre!... ¿Pues no dijiste anoche que eso fue un negro viento que te pasó por la cabeza? Quiteria. —El tino perdí yo cuando el emplume. Me maliciaba que había de pasar alguna cosa de este pelaje, y andaba juiciosa y avisada. Pero me emplumaron y perdí la cordura. Anoche fui a Barahona a que todas me viesen allá, y hoy me asen los gavilanes del Gobernador con el unto en el cuerpo. ¡Bien empleado se me está por necia! (Gritos de Juana.) Camacha. —Si te hubiesen prendido con el rosario en la mano, lo mesmo hubiera sido. Quiteria. —¡He sido una simple!... Ansarona. —¡No, sino ruin, mala y perversa!... ¡Por tu culpa estoy yo aquí, que me untaste tú a la fuerza!... ¡Así mueras! (Cuadrillero entra con Juana de Morillas.) Cuadrillero. —¡Aquí tienes a tu madre, Quiteria!... ¡Y ve preparando el cuerpo por si precisara dilatar tu declaración, que has dicho menos de lo que sabes!... Quiteria. —¡He dicho todo!... ¡Juro por mi salvación que he dicho cuanto sé! Cuadrillero. —¡No te cagues, que no eres tú quien va ahora!... ¡Vamos, entras tú, Auñonera!... ¡Vamos, deprisa! ¡Apremia!... (Empujándola se lleva a la Camacha.) Camacha. —(Resistiéndose y siendo arrastrada.) ¡No! ¡No, no!... ¡Ah!... ¡No! Quiteria. —Ni sus años han mirado, ni su flaqueza... ¡Más me duele su trato que el mío! ¡Deje, deje que la vende! juana. —¡No, déjame tú!... ¿No hay siquiera una vacinilla en este tabuco?... ¡Hémonos de hacer encima nuestras necesidades? Colindres. —En ese aposentillo está la vasija. Quiteria. —No se mueva, que yo la traeré. juana. —¿Aquí, ante todos?... ¿En eso me tienes?... Quita, ¡quita!, no me toques... puedo yo sola... ¡quiero ir sola! Una miaja de... mareo... no es nada… ¡No me toques, te digo!... ¡Que me sueltes! Quiteria. —¡Rómpase la cabeza si es su gusto, vieja loca!...

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juana.

 ¡Quiero ir yo sola... sin que nadie me ponga otra vez las manos — encima!... Tenías tú razón, Quiteria... tenías razón. Estando yo ahí arriba ha llegado un correo de Cuenca..., y el secretario Cuevas ha leído la carta al gobernador… Todas las presas… van al monasterio de Monsalute... y allí las juntarán... con las que están prendiendo... en otros pueblos. Luego, las llevarán... a ser juzgadas por la Santa Inquisición... Lo que tú pensabas... Agorera, que ha resultado... cierto. ¡Mal año ha sido! Quiteria. —¡Ay, la conversa de aquellos dos clérigos maldecidos! 3 juana. —Bien dijiste que con nuestras costillas lo habíamos de pagar… (Juana hace ademán de entrar.) Quiteria. —Pero pagar, ¿el qué? (Juana se detiene.) ¿Cuál es la desgracia que nosotras estamos pagando? ¿Dijeron eso? juana. —No, no lo dijeron. Y, en todas maneras, ¡qué puede importarnos ya! Cuando nada se remedia, de nada sirve saberlo. Quiteria. —¡Yo sí lo quiero saber! ¡Lo quiero saber aunque de nada me sirva! Juana. —Hija, no te entiendo. Muchas veces he pensado en ese afán tuyo por saberlo todo, esa querencia de saber por saber, que no es propia de nosotras, y me has parecido una extraña. Era como si te fueses lejos y me dejases sola, como si te olvidaras de mí, y como si me tuvieras en poco y me despreciaras... por más ignorante y más torpe... Quiteria. —Madre, madre mía, cómo ha podido pensar eso, ¿por qué no me lo ha dicho hasta ahora? Juana. —No sé, puede que por vergüenza... me dolía reconocer que tú vuelas más alto, y hasta sentía mi poquico de rencor. Quiteria. —Pero, madre, qué locura, yo nunca pensé ofenderla, perdóneme... Juana. —No, hija, perdóname tú que bien poco hace que he vuelto a experimentar esa negra envidia: cuando han leído la carta de los inquisidores y he visto cómo se cumple y se confirma cuanto tú tenías dicho, como si lo hubieras visto desde una altura a la que yo no puedo llegar..., me sentí... humillada y rebajada por mi propia hija. No sé si me entiendes...    Hasta esta queja de Quiteria el texto respeta, con algunos cortes y modificaciones no sustanciales, el original publicado pero en el diálogo que viene a continuación y que hemos significado en cursiva comienza lo que su autor denominó, con su habitual sentido del humor, en el ejemplar mecanografiado que me facilitó entonces: «Pegote a la escena penúltima de Las brujas de Barahona para que Juana de Morillas hable más en su última escena». El mutis había de hacerlo la tristemente desaparecida Queta Claver, que encarnaba al personaje de la madre Morillas y, al parecer, encontraba muy precipitada su salida de escena. A fin de que el lector perciba con claridad la índole del cambio que comentamos, transcribimos las líneas que siguen en el ejemplar publicado en Espasa-Calpe, p. 184 entre las que se intercaló el nuevo texto: Quiteria.—¡Ay, Ay, la conversa de aquellos dos clérigos maldecidos! Juana.—Quiteria que nadie pase a esta recámara. (Sale y corre la cortinilla, cerrando con ella la puerta.). Tras el mutis, habla el desaparecido Juan López y continúa la escena sin la presencia de Juana hasta que, alertada por Violante, en la representación, y por Teresa López, en el original literario, Quiteria descubre, al descorrer la cortina, que su madre se ha ahorcado.

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Quiteria. —Ahora veo, madre, cuán poco hemos hablado la una con la otra, cuántas cosas debimos decirnos y se quedaron sin decir... Juana. -Ya no hay remedio, hija, las dos estamos delante de la muerte… Perdóname si puedes, y adiós. Quiteria. —¿Adiós? ¿Por qué se despide, a qué viene eso? Juana. —¿Me he despedido? No hagas caso, se me va la cabeza... (Se dispone a salir.) Quiteria: que nadie pase aquí dentro. (Entra en la recámara.) Quiteria.

 ¡Dios se apiade de nosotras!... Los procesos del Santo Tribunal — se sabe cuando empiezan, mas no cuando acaban, ni cómo. Colindres. —No te pongas en lo peor, que por muchas maneras puede todo arreglarse. Ansarona. —¡A mí nada han de hacerme, que el que sufre fuerza, no es culpado! ¡Lo dicho, Quiteria! ¡He dicho que me untaste a la fuerza con amenazas de muerte!... ¡Tú sí mereces que te quemen! ¡Acuérdate cómo me agarraste la garganta y me cortaste el resuello! Quiteria. —¡La tripa debí abrirte con los dientes! Ansarona. —¡Todo cuanto sé de ti, lo he dicho! ¡Y cuanto he oído! ¡Y cuanto he querido!, ¡Todo cuanto sirva para mandarte al brasero, bruja, bruja, bruja! … Quiteria. —¡Miren, mi hermana enamorada! ¡La que tanto me quería!... (Cuadrillero hace entrar a La Pajarera.) Cuadrillero 2. —¡Aquí estarás con esas!... ¡Ya te llamarán a declarar! 4 Colindres. —¡Ira de Dios, ahora la Pajarera! ¡No va a quedar ni una para simiente! Pajarera. —(Llorando en el suelo.) ¡Ay, ay, madre, madre mía, madre, ay!... (Se oye fuera un alarido de La Camacha). ¡Ay! ¿Qué es eso? ¡Aaah! ¿Qué ha sido ese grito? Violante. —Es la Camacha, que está en el tormento. Dios, qué va a ser de nosotras. (Arrecian los lloros de La Pajarera.) Quiteria. —No llores, Aldoncica, ten buen ánimo. Ansarona. —¿Pensaste que escaparías, piojosa? Aguarda, aguarda que te pasen a ese cuarto y veras lo que te espera… Quiteria. —¡Calla la boca!   En adelante se opera el cambio de protagonismo que explicábamos más arriba, al ser sustituida Ana la Roa por la Pajarera. Este fragmento fue denominado por su autor en el ejemplar mecanografiado que obra en mi poder: «Pegote a la escena penúltima de Las brujas de Barahona para que pueda salir la Pajarera en vez de Ana la Roa». Fue totalmente reescrito porque, aunque el sentido venía se ser el mismo, el cambio del personaje hacía necesario aludir a la situación inicial que se dio entre la Pajarera y Quiteria.

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Ansarona. —¡No quiero! Quiteria. —(A La Pajarera.) ¿Cómo fue prenderte? ¿No estabas con Martina la Nieva? pajarera. —(Entre sollozos.) A ella... la cogieron... los cuadrilleros de Casasana…; yo corrí no sé por dónde y topé con los de aquí... ¡Quiteria! ¡Dicen que nos van a quemar! ¿Es verdad eso, Quiteria? ¿Es verdad? Ansarona. —¡A ti, sí! ¡A ti y a Quiteria, sí! ¡Por brujas, y por hacer bellaquerías las dos juntas en la cama! Quiteria. —¿Qué dices tú, rata? ¿Cómo te atreves a decir una cosa así? Ansarona. —¿Es que no vivió en tu casa cuando la azotaron y no dormíais juntas? ¡Ocho o diez días al menos! ¿O es que lo vas a negar? Quiteria. —¿Y de ahí sacas que hacíamos lo que dices, lengua de alacrán? Ansarona. —¡Sí, de ahí! ¡De ahí, y de lo que luego vino! Quiteria. —¿Estás hablando de ti mesma? Ansarona. —¡Estoy hablando de ella! ¡De los ojos que te pone! ¡De cómo te mira la boca cuando habla contigo! ¡De cómo se te arrima y te toca con el cuerpo! ¡Si por brujas no os quemasen, os quemarán por eso! ¡Yo lo diré, lo he de pregonar! ¡Es tu manceba! Quiteria. —¡Hija de puta!... Pajarera. —Pero, ¿qué dice?... ¿Está loca? Quiteria. —¡Sí, sí lo está! ¡Está loca de puro miedo!... ¡Y de envidia, de celos, de todo!... Ven aquí, Aldonza, siéntate a mi lado, no le hagas caso, ni la mires siquiera. Ansarona. —¡Así, bien junticas las dos!... ¡Las tortolicas! ¡A sobarse bien esas carnes, a quererse!... ¡Y yo, sola como un perro, pero enfrente! ¡A ver cuanto pueda y a decir cuanto vea!... ¡A haceros quemar, brujas amancebadas! Pajarera. —¡Eso es mentira, embustera! Ansarona. —¿Mentira?... ¡Estos ojos te han visto! ¡Yo espié por la noche la casa de las Morillas cuando tú estabas allí! ¡Y te vi revolcarte con Quiteria y con siete diablos! Quiteria. —¡Perra encelada! Pajarera. —¡Mientes, mientes, mientes! Ansarona. —¡No me lo ha dicho nadie, lo he visto yo! ¡Yo! Violante. —Quiteria, mucho tarda tu madre. ¿No le habrá ocurrido algo, que se haya mareado o cosa así? Quiteria. —¡Madre! ¡Madre, conteste!... ¡Madre!... ¿Le pasa algo?... ¿Me oye?... ¡Madre!... (Descorre la cortina y, con un ahogado grito, la arranca de un tirón. Cuelga ahorcada Juana de Morillas. Oscuro.)

Las Brujas de Barahona es una de las obras más singulares de la dramaturgia española contemporánea. Estructura, intención, personajes, historia, lenguajes, hacen de esta pieza un ejemplo de teatro en el que a las preocupaciones éticas y políticas de su autor se aúnan logros plásticos y literarios de muy alta calidad artística. Magia

un fragmento inédito de las brujas de Barahona, de domingo miras

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y realidad confluyen en un texto que, como pretendía Domingo Miras al plantearse su escritura, es barroco, ritual, transgresor, abigarrado, violento. No habría sido justo que una de sus partes que tuvo cuerpo y voz en el verano de 1992 quedase para siempre en el olvido. Bibliografía citada Sebastián Cirac Estopañán (1942). Los Procesos de hechicerías en la Inquisición de Castilla la Nueva (Tribunales de Toledo y Cuenca), Madrid, CSIC. Alberto Fernández Torres (2008). «Estudio preliminar» a José María Camps, El edicto de Gracia. Domingo Miras, Fedra, Madrid, Asociación de Directores de Escena, Premios «Lope de Vega» (1972-1973), pp. 9-34. Luciano García Lorenzo (2005). «Domingo Miras y Las brujas de Barahona: un teatro en libertad», en Domingo Miras, Teatro Escogido II, coord. Virtudes Serrano, Madrid, Asociación de Autores de Teatro, pp. 9-14. Domingo Miras (1992). Las brujas de Barahona, ed. de Virtudes Serrano, Madrid, EspasaCalpe, Austral. Virtudes Serrano (1993). «Domingo Miras», entrevista, Primer Acto, 247, enero-febrero, pp. 13-22.

«(Auto)bioficciones» femeninas en La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca K. M. SIBBALD McGill University

Elemental, depurado, el título del drama lorquiano nos facilita la entrada en la casa de Bernarda Alba donde compartimos la vida de algunas mujeres dentro de un lugar que, en distintos momentos, es convento, 1 infierno o casa de guerra (92), y siempre una verdadera fortaleza con «muros gruesos», cadenas, trancas y llaves de dos vueltas (45-6). Entramos en un drama constituido por «art by privation» (Steiner: 1980, 19), el cual no dispone de las figuras simbólicas de Bodas de sangre, ni de las didascalias informativas de El público, ni de las convenciones clásicas como el coro en Yerma, ni de los prólogos contestatarios como el de La zapatera prodigiosa, para crear la ilusión de que experimentamos la vida rutinaria de otros. Sin duda García Lorca suprimió mucho aquí para que su obra tuviera «severidad y sencillez» (cit. en Hernández: 1981, 38), pero, al supuesto criterio del autor: «¡Ni una gota de poesía! ¡Realidad! ¡Realismo!» (cit. en Del Río: 190, 248), tenemos que yuxtaponer la lúdica «advertencia del poeta que estos tres actos tienen la intención de un documental fotográfico.» En efecto, son unas vidas en blanco y negro, instantáneas tomadas con intención, entre las cuales aparecen varios episodios que son, o pretenden ser, auto/biográficos.

   He utilizado por todo el estudio la edición de Juan Bardem y las referencias a estas páginas aparecen directamente en el texto.

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Claro que La casa de Bernarda Alba no es ni biografía ni autobiografía tradicional. And yet, and yet… Demos otra vuelta a la tuerca. En su «pacto autobiográfico» Philippe Lejeune señalaba la identidad como «the actual starting point for autobiography; resemblance is the unattainable goal of biography» (Lejeune: 1982, 213), una division frágil que William C. Spengemann convirtió en lo que él percibió como «the movement of autobiography from the biographical to the fictive mode» (Spengemann: 1980, xiv), mientras que del griego «bios» (vida) y «graphe» (escritura), William H. Epstein formuló su nueva categoría de figuras «transcursivas» que nos puede ayudar aquí. Las vidas de estas figuras seudobiográficas son «vividas» plenamente en el discurso cultural e histórico y leídas (y aquí podríamos decir también «vistas» textualmente en escena) en «an activity of subjection, violence committed in the guise of interpretation» (Epstein: 1991, 222). ��� En el siglo xx auto/biografía, historia y ficción se han acercado porque, como dice Susanna Egan, «fiction ensnares reality from the beginning» (Egan: 1984, 5), y añade Hayden White que «it does not matter whether the world is conceived to be real or only imagined: the manner of making sense of it is the same» (White: 1978, 98). �������������������������������������������������������������������� En esta reducción o «proceso de ficcionamiento» (Márquez Rodríguez: 1991, 40), se destruyen las divisiones genéricas y se da una forma híbrida que aquí denominaremos «(auto)bioficción». A lo largo del drama que es La casa de Bernarda Alba hay una serie de estas (auto)bioficciones, unas «reales», que pertenecen directamente al mundo aquí proyectado (las memorias de Poncia y las pequeñas historias de Paca la Roseta, de Adelaida y de la hija de la Librada), y otras transcursivas, arraigadas en la semiosis de la superstición religioso-folclórica (las «biografías» de San Miguel, San Bartolomé, Santa Librada y Santa Bárbara). De hecho, todas son ficticias, pero estructuran «personalmente» el drama y crean la ilusión de la realidad que vemos. No obstante, si Brecht sabía cuánta distancia había entre la vida y el teatro, García Lorca también. La casa de Bernarda Alba no documenta ni testimonia la vida de las mujeres en los pueblos de España: lo que tenemos es una estilización de un cierto tipo de vida según la creencia del autor de que «El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y del sentimiento del hombre» (cit. en Bardem: 1964, 13). Por cierto, no faltan en el drama «detalles auténticos» de la realidad. Existieron la casa y su dueña despótica, ambas descritas por García Lorca para la primera lectura de la obra en presencia de sus amigos: Hay, no muy distante de Granada, una aldehuela en que mis padres eran dueños de una propiedad pequeña: Valderrubio. En la casa vecina y colindante a la nuestra vivía «doña Bernarda», una viuda de muchos años que ejercía una inexorable y tiránica vigilancia sobre sus hijas solteras. Prisioneras privadas de todo albedrío, [vivían en] un infierno mudo y frío en ese sol africano, sepultura de gente viva bajo la férula inflexible de cancerbero oscuro. (Morla Lynch: 1958, 488-89).

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También era real la figura de Pepe de Roma, o Pepico el de Roma; con el apellido sonoro y de abolengo andaluz de Benavides, era nativo de Romilla y se casó con dos de las hijas del segundo matrimonio de Doña Francisca Alba Sierra, Amelia, quien murió en el parto, y Consuelo, hermanastras ambas de Magdalena y Prudencia, hijas del primer matrimonio. 2 También en el pueblo vivían Maximiliano y Enrique Humanas, mientras que, según Francisco García Lorca, «la abuela de unas amigas nuestras y lejanísimas parientes […] víctima de una locura erótica» (Francisco García Lorca: 1980, 377), era el original de María Josefa. 3 Para completar la ilusión, esos elementos reales se fijan en un ambiente pueblerino creíble donde se hablaba (como Bernarda y sus hijas) de reales y no pesetas, se usaba un arca y no el modernísimo armario de luna (que Bernarda les compró a los novios), se refería (como Angustias) al bote de esencia y no al frasco de perfume, o a retrato en vez de fotografía, y se vestía de gala (como María Josefa) en «traje negro de “moaré”» (66). 4 Todo viene de una era rememorada y reconocida por García Lorca como vigente. Magdalena nota el paso del tiempo en el cambio de la moda (el velo blanco de las novias y vino de botellas en las fiestas), pero consta con amargura que «nos pudrimos por el qué dirán» (60), y Prudencia dice automáticamente al ver el anillo de Angustias: «Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas» mientras que Adela, rotunda, asienta: «Las cosas significan siempre lo mismo» (91). En esta sociedad se marca la dura separación entre hombre y mujer, visible igualmente en la división entre las mujeres rezando la letanía en la casa y los hombres en el patio con una copita de aguardiente y sus cuentos verdes de hazañas varoniles (33), y en la sentencia de Bernarda: «Hilo y aguja para las hembras. Látigo y mula para el varón» (54). Las que se rebelan contra su suerte sufren las consecuencias, como consta en El Defensor de Granada del 19 de septiembre de 1923, donde se leía, bajo el título «Un infanticidio: para ocultar su deshonra, entierra a su hija», una noticia que recuerda el linchamiento de la hija de la Librada, mientras que, con palabras como «ataque de locura» y «enajenación mental», se explicaba el suicidio de Dolores Rodríguez Rodríguez, de 29 años, anunciado en El Defensor de Granada el 25 de septiembre de 1923, quien, como Adela, terminó «ahorcándose de una viga en una habitación de su domicilio» (cit. en Morris: 1990, 18). Las observaciones de García Lorca son exactas, sus transferencias fidelísimas y hasta antropológicamente puntuales. En esta riqueza de «documentación» que viste de realidad a los personajes en escena irrumpe una serie de personajes «invisibles» (Galán Font, 49). Éstos deben   Francisca Alba tuvo siete hijos, Prudencia, Magdalena y Pepe del primer matrimonio, y Amelia, Consuelo, Marina y Alejandro del segundo (Morris: 1990, 42; García-Posada: 1985, 3). Denoto en bastardilla los nombres propios llevados al drama.   También documentados son: Tronchapinos, que, según Poncia, «cuando decía Amén era como si un lobo hubiese entrado en la iglesia» (48), un sochantre en la Catedral de Granada que conoció cierta fama «anecdótica» reportada en El Defensor de Granada (11 de octubre de 1924) (Morris: 1990, 17); y «el viudo de Darajalí», cuyo parentesco con la vega de Granada estaba en los nombres de «los cortijos denominados Vado de los Guardas […] de Darajalí y el Caure» (Madoz: 1848-50, 156).   Es decir, una época de acuerdo con las fechas de Francisca Alba que murió el 22 de julio de 1924, a la edad de sesenta y seis años.

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su existencia a un proceso (auto)biográfico al realizarse lo que describe Virginia Woolf como la decisión del autor de darnos «much more than another fact to add to our collection [al darnos] the creative fact; the fertile fact; the fact that suggests and engenders» (Woolf: 1967, 228). Así García Lorca contextualiza la tragedia de la voluntad de dominio en La casa de Bernarda Alba. Al abrir el drama nos informamos por los comentarios entre Poncia y la Criada que la titular de la casa, Bernarda, es odiada y temida por todos, sean de la casa, de la familia política o del pueblo: «¡Mandona! ¡Dominanta!», es «Tirana de todos los que le rodean» (46). El secreto de su poder reside en su riqueza (es propietaria de campos de cultivo y dueña de las mejores manadas) y en la rigidez de su moral tradicional (apoyada en los chismes que le trae Poncia). He aquí las dos vertientes de la obra: el dinero y el deseo, que las (auto)bioficciones matizarán. En su rol de biógrafa Poncia describe la situación inmediata en la casa: «Le quedan [a Bernarda] cinco mujeres, cinco hijas feas, que quitando Angustias, la mayor, que es la hija del primer marido y tiene dinero, las demás, mucha puntilla bordada, muchas camisas de hilo, pero pan y uva por toda la herencia» (47), pero es la Criada, con sus palabras «autobiográficas», quien nos revela la complejidad aquí: «Fastídiate, Antonio María Benavides, tieso con tu traje de paño y tus botas enterizas. ¡Fastídiate! ¡Ya no volverás a levantarme las enaguas detrás de la puerta de tu corral! […] Yo fui la que más te quiso de las que te sirvieron» (49). Se describe un ambiente autoritario, clasista y farisaico. Bernarda pontificará los responsos en latín, pero no ve la tormenta que se le viene encima al contentarse con regocijarse del escándalo foráneo. Como consecuencia, se entiende mejor la primera bioficción, la de Paca la Roseta, que cuenta Poncia a solas con Bernarda: Anoche ataron a su marido a un pesebre y a ella se la llevaron en la grupa del caballo hasta lo alto del olivar […] Ella, tan conforme. Dicen que iba con los pechos fuera y Maximiliano la llevaba cogida como si tocara la guitarra. ¡Un horror! [Y pasó] lo que tenía que pasar. Volvieron de día. Paca la Roseta traía el pelo suelto y una corona de flores en la cabeza. (56-57).

Frente a tal lubricidad, Bernarda no puede contener su deseo por más detalles, pero concuerda, con pudor beato, que «es la única mujer mala» del pueblo, sentimiento que Poncia refuerza («Porque no es de aquí» [57]), añadiendo la disculpa («Y los que fueron con ella son también hijos de forasteros. Los hombres de aquí no son capaces de eso» [57]), que en seguida Bernarda niega («No, pero les gusta verlo y comentarlo y se chupan los dedos de que esto ocurra» [57]). La bioficción confirma no sólo la hipocresía de la mentada honra de la casa sostenida por el doble estandar del patriarcado, sino que también resalta la ceguera de Bernarda en cuanto a sus hijas y el deseo. Mientras que Bernarda está ocupada con Don Arturo y las particiones, Poncia, Martirio y Amelia confeccionan la segunda bioficción: la de Adelaida, rica y con novio, pero triste (»ahora ni polvos se echa en la cara») y prisionera del mismo («no

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la deja salir ni al tranco de la calle» [59]). Por miedo de Bernarda y sus «puñaladas», y de «esta crítica que no nos deja vivir» [59]), Adelaida no vino al duelo, avergonzada de la historia de su padre y el origen de sus tierras —historia, en efecto, perversa: Su padre mató en Cuba al marido de su primera mujer para casarse con ella. Luego aquí la abandonó y se fue con otra que tenía una hija y luego tuvo relaciones con esta muchacha, la madre de Adelaida, y se casó con ella después de haber muerto loca la segunda mujer (59).

Muy a propósito viene la semblanza de una hija rica pero encarcelada, la complicación de un segundo matrimonio y la prueba de la infamia de los hombres que condenan a las mujeres al sufrimiento mientras que ellos violentan, indemnes, el código social. Martirio, como mediadora de esta bioficción, sugiere «una terrible repetición» en el sino mujeril, lo que tiene resonancia en la obvia conexión entre los nombres Adelaida y Adela, ambos con la significación de «heredera». También se recalca el hecho de que deseo y dinero configuran el drama al ilustrar la bioficción lo que las hermanas luego concuerdan: los hombres pueden hacer lo que quieran y «El dinero lo puede todo» (63). Pepe pretende a Angustias, la hermana mayor pero la única rica, dejando a Adela rabiar contra la duplicidad del hombre traidor: «Yo no puedo estar encerrada… ¡Yo quiero salir!» (63). La única verdadera (auto)bioficción del drama es la de Poncia, quien relata su noviazgo con Evaristo el Colín. Hija de una prostituta (83), Poncia tiene cierta vulgaridad en el hablar pero un sabio conocimiento de las relaciones entre hombre y mujer. Pone en evidencia la ingenuidad, vergüenza y miedo de las hermanas que tienen que o pasar por la institución de la reja (como Angustias) o negarse (como Martirio). ¡Qué diferencia entre «las cosas de conversación» entre Pepe y Angustias, o la amargura de Martirio después de una noche esperando a un pretendiente que nunca llegó, y la memoria visceral de Poncia: Era muy oscuro. Lo vi acercarse y al llegar me dijo, buenas noches: Buenas noches, le dije yo, y nos quedamos callados más de media hora. Me corría el sudor por todo el cuerpo. Entonces Evaristo se acercó, se acercó, que se quería meter por los hierros y dijo con voz muy baja: ¡ven que te tiente! (70)

Otra vez Poncia marca la diferencia entre hombre y mujer en el matrimonio y, si admite la posibilidad de cierta satisfacción física, aconseja una igualdad de violencia en la pareja —que jamás las de «alguna instrucción» (69) emplearían. Poncia entiende el instinto sexual y, después del humor crudo de sus memorias, sugiere a Adela, ahora muy desmejorada y desmoronada («está mala» [70], «se le está poniendo mirar de loca» [71]), la solución de esperar a formar un segundo matrimonio con Pepe, que «hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra, se casará con la más joven, la más hermosa» (73) de las hermanas. Pero Adela ya ha dejado de lado la institución de la reja («¡Mi cuerpo será de quien yo quiero!» [72]) y el consejo es

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inútil y demasiado tarde, como entiende el público al comentar Poncia la ropita de cristianar que necesitará Angustias después del casamiento. Como en la primera parte de su (auto)bioficción, Poncia sigue hablando del sexo, ahora a propósito de los segadores que llegaron al pueblo, «buenos mozos» y muy machos (»dando voces y arrojando piedras» [75]), a la vez símbolos del erotismo y de la violencia. Y Poncia hace ver la figura discursiva de «una mujer vestida de lentejuelas que bailaba con un acordeón, y quince de ellos la contrataron para llevársela al olivar» (76), el «sex symbol» del pueblo que deja a las hermanas o desconcertada (Amelia) o amargada (Adela). Luego Ponce rememora que ella, como madre, dio dinero a su hijo mayor para que fuera con otra prostituta itinerante porque «los hombres necesitan estas cosas» (76). Es lógico que de semejante libertad no gocen las mujeres, pero Adela en seguida entiende la alusión sexual, repitiendo «con pasión» el canto de los segadores que piden «rosas / para adornar su sombrero» (77). De esta manera se junta la escena «real» del rechazo de Bernarda del abanico con flores rojas y verdes de Adela, la «ficticia» de Paca la Roseta, que vino con «una corona de flores en la cabeza» después de una noche de libertinaje, y la bioficción con la que termina el segundo acto. Domina en la escena una combinación de sexo y violencia —furia de Angustias por la pérdida de su retrato de Pepe, cólera de Bernarda por el qué dirán y luego los gritos de afuera que anuncian el castigo de la hija de la Librada, la soltera «que tuvo un hijo no se sabe con quién […] Y para ocultar su vergüenza lo mató y lo metió debajo de unas piedras, pero unos perros con más corazón que muchas criaturas, lo sacaron y como llevados por la mano de Dios lo han puesto en el tranco de su puerta. Ahora la quieren matar. La traen arrastrando por la calle abajo, y por las trochas y los terrenos del olivar vienen los hombres corriendo dando voces que estremecen los campo» (67). Y termina el acto con la plena identificación de Bernarda («¡Acabar con ella antes que lleguen los guardias! ¡Carbón ardiendo en el sitio del pecado!) y de Adela ([cogiéndose el vientre]: ¡No! ¡No!» [87]) con el incidente turbulento. Todo se aclara y el público sabe que Adela ya ha entrado en relaciones con Pepe, e incluso puede estar encinta de él, hecho que traerá un castigo inevitable. Aquí terminan las (auto)bioficciones radicadas en la «realidad» del texto. Los dos primeros actos preparan in crescendo el desarrollo final y es en el tercer acto donde vemos otro tipo de biografía, procedente de las hagiografías de los Libros de Santos y convertida en bioficción en su forma más apoteósica al referirse a la vida y muerte de Santa Bárbara. Con consumada maestría, García Lorca viene introduciendo esta nueva forma desde el principio del drama en una serie de tres «one-liners» cuyo funcionamiento coincide con esta actividad discursiva al fusionar «events, whether imaginary or real, into a comprensible totality capable of serving as the object of a representation in a poetic process» (White: 1978, 125). Veamos. En el primer acto hay la mención del «ángel San Miguel, y su espada justiciera», referencia que recuerda al guardián que castiga los pecados de la carne y que, en boca de Bernarda, refuerza la ley del padre y su voluntad de poder «Con la llave que todo lo abre, y la mano que todo lo cierra» (51). Luego, en el segundo acto, al demandar

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Angustias la devolución del retrato, Amelia replica «Ni que Pepe fuera un San Bartolomé de plata», imagen que recuerda no sólo el milagro de Lipari y el frustrado robo de la estatua del santo, sino la escena del Juicio Universal de la Capilla Sixtina y la figura monumental masculina desnuda que pintó Miguel Ángel. Ambas alusiones vuelven más tarde en el tercer acto, cuando María Josefa dice con palabras certeras: «Pepe el Romano es un gigante. Todas lo queréis. Pero él os va a devorar» (101), y Angustias se da cuenta de que, si Martirio ocultó el retrato de Pepe, Adela lo ha robado en persona: «¡Ladrona! ¡Deshonra de nuestra casa!» (104). De las tres mini-hagiografías aquí, la más interesante es la mención de Librada, vecina y madre de la infeliz madre soltera. Su nombre es el de una santa conocida por toda Europa, variamente llamada Wilgefortis, Unencumber y Kümmernis, y que es, probablemente, el origen de la popularmente llamada «mujer barbuda», o en términos médicos más modernos del concepto de anorexia nervosa por la correspondiente patología endocrinológica del crecimiento del vello facial (Lacey: 1982, 1816-17), además de ser el primer ejemplo de mujer crucificada en la iconografía religiosa. Tiene la santa un culto considerable en España, y su imagen se ve en las capillas de Bayona y de la Catedral de Sigüenza, y en la notable escultura, con faldas de telas del siglo xviii, de Pedro de Mena en Valladolid (Arias Martinez: 1995, 81-2), en la que posiblemente García Lorca reparó por su curiosa iconografía durante su segundo viaje a Castilla en el verano de 1917 bajo la tutela de don Martín de Berruete. Reverenciada especialmente por las mujeres por su ayuda con los «males femeninos», Santa Librada era la patrona de las prostitutas y las mujeres en parto, que rezaban «¡Santa Librada, / Santa Librada, / que la salida / sea tan dulce / como la entrada! (www. notesfrom spain.com/2007/03/31). Al nombrarla aquí, García Lorca intensifica el gesto de Adela y anuncia la reacción patriarcal de Bernarda e hijas que repudiarán a Adela, por ser entre «las mal nacidas» deshonradas (104). A partir del tercer acto García Lorca usa la mini-hagiografía de otra manera: la historia de Santa Bárbara llega a ser la (auto)bioficción del sufrimiento y muerte de Adela misma. 5 Gracias a la Leyenda áurea, sabemos que Dioscoro, padre de la hermosísima Bárbara, la tenía encerrada en una torre para que no la vieran los hombres (Farmer: 1978, 28), pero, al bautizarse ella (y añadir una tercera ventana en su torre por la Trinidad), el padre, furioso, la denunció a la justicia. Torturada pero indómita, muere a manos de su padre a quien se le ordenó acabar con ella. En el mismo momento le cayó un rayo a Dioscoro, reduciéndolo a cenizas (Attwater: 1965, 57), y de ahí que la Santa sea patrona de los que están en peligro de una muerte inminente y en memoria de la cual se dice: «Nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena» (Ramsden: 1983, 93). En la (auto)bioficción era una noche oscura en la que sale Adela fascinada por las estrellas para mirarlas «de modo que se iba a tronchar el cuello» (94). Bernarda acaba con las historias que tal vez los antiguos sabían que hemos olvidado (95) y manda a las hijas a dormir. Sola con Poncia, se mofa de las aprensiones de ésta, pero Poncia la advierte: «Pero no estés segura [de la boda entre    Para una excelente estudio ver Bull (1970, 117-23). Me limitaré aquí a señalar las alusiones al mito en el texto lorquiano.

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Angustias y Pepe]. A lo mejor, de pronto, cae un rayo» (96). Y, tal como lo vio Poncia, «hay una tormenta en cada cuarto» (97) que estalla pronto: deja Adela a Pepe en el corral, lista para denunciar «el horror de estos techos» (102) y a aceptar su martirio a manos de «los que dicen que son decentes» (»me pondré la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado» [102]). Aunque Bernarda quisiera «tener un rayo entre los dedos» (103), sólo sale con la escopeta en busca de Pepe. Traicionada por su hermana Martirio, Adela se suicida, muerte gráficamente captada para el público por Poncia: «(Se lleva las manos al cuello): ¡Nunca tengamos ese fin!» (105). Vemos en el drama el desmoronamiento del mundo doméstico de Bernarda, condenada al fin a andar en lenguas y vivir eternamente la mentira. Si el objetivo de la biografía tradicional es «exterminar la ambivalencia» (Bauman: 1991, 7), los instintos del dramaturgo aquí son de celebrar esa misma ambivalencia en estas (auto)bioficciones que nos deleitan con una complicada red simbólica de una aparente realidad. Bibliografía citada Manuel Arias Martínez, Manuel y Luis luna (1995). Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Madrid, Ministerio de Cultura. Donald Attwater (1965). The Penguin Dictionary of S����� aints. Londres. Zymunt Bauman. (1991). Modernity and Ambivalence. ������������������� Cambridge, Pollity. Judith M. Bull (1970). «“Santa Bárbara” and La casa de Bernarda Alba», Bulletin of Hispanic Studies 47. pp. 117-23. Susanna Egan (1984). Patterns of E�������������������������� xperience in Autobiography. Chapel Hill, University of North Carolina Press. William H. Epstein (1991). Contesting the Subject: Essays in the Postmodern Theory and Practice of Biography and Biographical Criticism. West Lafayette, Purdue U.P. David Hugh Farmer (1978). The Oxford Dictionary of Saints. ������������������������ Oxford, Clarendon Press. Eduardo Galán Font (1989). Claves de La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca. Madrid, CICLO. Federico García Lorca (1964). La casa de Bernarda Alba. Prólogo de D. Pérez Minik. Observaciones y notas de dirección de J. A. Bardem. Barcelona, Aymá. — (1981). La casa de Bernarda Alba, ed. Mario Hernández. Madrid: Alianza, 1981. — (1983). La casa de Bernarda Alba, ed. Herbert Ramsden. Manchester, Manchester U.P. Francisco García Lorca (1980). Federico y su mundo. Madrid, Alianza. Miguel García Posada (1985). «Bernarda Alba y sus hijas», ABC (4 de julio), p. 3. J. Hubert Lacey (1982). «Anorexia Nervosa and A Bearded Female Sain���� t», British Medical Journal 285, pp. 1816-17. Philippe Lejeune (1982). «The autobiographical contract». En Tzvetan Todorov (ed.) French Literary Theory Today: A Reader, trad. R. ������������������������������������������� Carter. �������������������������������� Cambridge, Cambridge University Press, pp. 192-222. Alexis Márquez Rodríguez (19991). «Raíces de la novela histórica», Cuadernos Americanos 28, pp. 32-49. Carlos Morla Lynch (1959). En España con Federico García Lorca. Madrid, Aguilar. C. B. Morris (1990). La casa de Bernarda Alba. Londres: Grant & Cutler.

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Pepita entre don Juan y Rivas Cherif Gregorio Torres Nebrera Universidad de Extremadura

1. La herencia de la novela emblemática de Valera, 1 y una de las más significativas de toda la narrativa española del xix, se ha concretado en el cine, en la ópera y en el teatro. Entre 1925 y 1975 la historia de la atractiva y joven viuda y el gallardo seminarista interesó a varios cineastas en España y en México como Agustín García Carrasco (1925), Emilio Fernández (1945) 2 o Rafael Moreno Alba (1975). El prestigioso músico Albéniz, con el libretista Francis Money-Courts, la convirtió en ópera en 1896, reorquestada luego por el compositor Sorozábal a finales de los años cuarenta. Y volviendo a los años veinte, también los amores de Pepita y don Luis fueron objeto de adaptación teatral por parte de Cipriano Rivas Cherif. A tal adaptación está dedicado este trabajo. 3   A este aspecto le dedica Óscar Barrero un breve apartado al final de su importante estudio introductorio que encabeza su excelente edición anotada de Pepita Jiménez (Madrid, Biblioteca Nueva, 2006; por esta edición haré todas las citas de la novela) Allí (pp. 103-104) Barrero se hace eco, por supuesto, de la adaptación de Rivas y del juguete cómico de los Álvarez Quintero Pepita y don Juan (1925) «que viene a ser apenas un desfile, ante Antoñona y una Pepita felizmente casada y con un hijo, de personajes literarios femeninos» de la narrativa coetánea a don Juan más la Preciosa de Cervantes, y representado para recabar fondos con los que costear un monumento al gran novelista cordobés. Una de las primeras ediciones comentadas y anotadas de la novela, entre las recientes, fue la de Luciano García Lorenzo, en 1977, para una colección de clásicos editada por Ed. Alhambra.   Estas dos versiones fílmicas de la novela se recordaron y proyectaron en el II Congreso Internacional sobre Don Juan Valera celebrado en Cabra en 2005, y cuyas Actas aparecieron al año siguiente, publicadas por la Delegación de Cultura del Ayuntamiento egabrense.    C. Rivas Cherif. Pepita Jiménez. Novela famosa de don Juan Valera, refundida en tres actos de teatro. Madrid, «El Teatro Moderno» 183, 1929.

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En la génesis de esta versión teatral tuvo mucho que ver el entusiasmo, casi la pasión, de don Manuel Azaña, cuñado de Rivas, por la vida y obra de Valera, incluida su novela más celebrada, que don Manuel se encargó de editar y prologar para la colección «La Lectura» (1927; antecedente de los posteriores «Clásicos Castellanos»), según refiere el mismo Rivas en la Autocrítica publicada el día del estreno en el diario ABC (17 de enero de 1929): No hace mucho se publicó en los «Cuadernos Literarios» que administra la revista La Lectura, un curiosísimo estudio sobre «La novela de Pepita Jiménez» Manuel Azaña, su autor, señalado antaño con el Premio Nacional de Literatura por un ensayo todavía inédito acerca de La vida de don Juan Valera, apunta en aquellas páginas el motivo real que inspiró al autor de Pepita esta su más famosa novela. Compuesto y escrito el original para solaz de lectores, cúmpleme declarar mi intención escénica, que puede parecer irreverente si el éxito no logra justificarla a ojos vistas: no pretendo sino restaurar la verdad sentimental de los sucesos de los actos humanos que dieron pábulo a la preciosa versión literaria de Valera, reintegrándola a una acepción dramática evidente.

Si acudimos al ensayo aludido por Rivas, encontraremos que don Manuel Azaña afirmaba allí que don Juan se había inspirado en un caso conocido en sus cercanías, pues una pariente suya, doña Dolores Valera y Viaña, que había sido novia de un tal Felipe Ulloa, se vio casada por intereses crematísticos con su vetusto tío don Casimiro Valera, y provocando de paso que el joven Ulloa se acogiese, despechado, al arrimo del Seminario. Ya viuda, la muchacha sedujo a su antiguo novio aprovechando una estancia temporal del seminarista en Cabra, obligándole a ahorcar los hábitos y casarse con ella. «Valera se atuvo al suceso de su pariente doña Dolores —comentaba Azaña— para imitarlo infligiendo a Pepita la viudez precoz y prestándole la independencia personal y la situación social adecuadas al propósito benigno de la novela». 4 La obra iba a estrenarla, inicialmente, Margarita Xirgu, actriz preferida de Rivas, si bien una temporal enfermedad alejó temporalmente de la escena a la gran actriz, y el autor/director del proyecto tuvo —sin dejar de contar con la colaboración y el asesoramiento de la Xirgu— que recabar de la empresa del Teatro Fontalba permiso para incluir en el reparto a la joven actriz Carmen Carbonell, que hizo una excelente interpretación de la hacendada mujer que se resistía a ser una viuda para siempre o la esposa de un talludo varón. También refiere a tal extremo el autor en la antecitada Autocrítica: «Margarita Xirgu, directora magnífica, acreditada en tantos fastos del teatro español, ha puesto mi comedia en escena con emoción de colaboradora. Gracias a su maestría he podido, siguiendo su pauta, ultimar los ensayos en que nos ha faltado su presencia ejemplar, por una enfermedad de que ya está, gracias a Dios, convaleciente. Si la suerte me resta el prestigio de su autoridad personal con el público del estreno, la seguridad en la disciplina de su compañía me 

  Cito por Obras Completas de Azaña. México, Ed. Oasis, 1966, vol. I, p. 1043.

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la ha dado a mí para aceptar con gusto la ocasión de que Carmen Carbonell, hasta hoy dama joven, pueda probar graciosamente la justicia con que la Empresa de Lara ha discernido en ella para otra temporada el puesto de primera actriz». 5 Cipriano Rivas Cherif, nuestro primer director moderno en el teatro español del siglo pasado (incluido el antecedente de Martínez Sierra) fue un hombre experimentadísimo en la escena desde casi todos sus ángulos posibles (de la enseñanza a la escritura dramática) y no pasó por alto, por supuesto, el ejercicio de la adaptación dramática de un texto narrativo. 6 En este caso fue autor-adaptador y director de una novela que ofrecía una inicial e importante dificultad: lo más considerable en la misma es pura introspección vertida en el analítico espacio textual de una correspondencia que va permitiendo al lector otear, con fina capacidad de escrutador entre líneas, como el deán al que se dirigen las cartas, los matices cambiables de la sensibilidad del pre-ordenado, cayendo centímetro a centímetro en la tela de araña de una mujer que sabe, con discreción sabia y decidida, conseguir lo que más desea y le va a la medida. Hasta llegar a la sección narrada en tercera persona y titulada «Paralipómenos» la novela casi resulta estática, y lo poco que en ella se cuenta es a través del monodiálogo epistolar del seminarista con su preceptor y director espiritual. Así pues Rivas se las había con un texto original, apenas dialogado en más de su mitad, y con una acción externa poco menos que inexistente: unas visitas de cortesía, un paseo a caballo, unas cortas y discretas frases cruzadas en ocasional conversación, y muy poco más. Rivas contaba de antemano con una ayuda eficaz: la acción la situaría en una casa de campo, o de pueblo, de sabor y aditamentos andaluces, ocupada por familia pudiente, con criadas, aperadores y gobernanta; espacio con el que el teatro costumbrista, más en concreto el teatro de los Álvarez Quintero, ya había familiarizado a un público posible. De hecho los tres actos en que Rivas organiza su adaptación suceden en la huerta de Pepita y en el interior de la casa de ésta, los dos primeros, y en el patio de la casa de don Pedro el tercero. Así, con espacios sólo de interior, el adaptador parece acercarse a la «interioridad» que define la esencia de la novela. A su modo Cipriano Rivas ha entendido, y respetado, lo básico de la novela, y así se lo reconoció algún crítico, como Paulino Masip, desde El Heraldo: «Rivas Cherif ha vencido con seguridad fácil de hombre de teatro todas las dificultades que se presentaban. En los tres actos está toda la novela, en espíritu y en letra, toda la letra, naturalmente, que en ellos cabe» (19-I-1929), si bien las reticencias a esta adaptación fueron casi generalizadas. Por ejemplo Fernández Almagro («El señor Rivas Cherif tiene, por fuerza, que forzar, precipitando los acontecimientos, y que resol   La obra se estrenó en el mencionado Teatro Fontalba el 18 de enero de 1929. Díez-Canedo recordaba en su crítica que esa misma temporada había sido pródiga en adaptaciones teatrales de novelas: Tigre Juan, de Pérez de Ayala, a cargo de Julio de Hoyos, y Boy, de Coloma, por Linares Rivas. Y el mismo Rivas había intervenido en una escenificación de la pieza teatral de Valera Asclepigenia dentro de la programación del Teatro Experimental «El Caracol».    Para todo lo relacionado con este autor es imprescindible la muy documentada monografía deJuan Aguilera Sastre y Manuel Aznar Cipriano Rivas Cherif y el teatro español de su época (1891-1967). Madrid, Publicaciones de la ADE,1999. Para esta adaptación véanse en concreto las pp. 149-150.

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ver en pinceladas de color entero y brusco lo que en la auténtica versión original es matización lenta y exquisita. De donde se viene, en conclusión, que el escaso enredo —o ninguno, como confesó el propio Valera— no basta a cubrir de interés los tres actos, desasistidos de otras compensaciones que el autor buscó y halló en punto a conceptos, expresiones y ambiente»; La Voz, 19-I-1929) o de Luis Calvo («De la novela de D. Juan Valera quedan el lance, la aventura, la anécdota, lo externo, lo incidental y accidental, lo que promueve la entrañable crisis de pasión en Pepita y don Luis; pero esta crisis, y sus motivaciones, y su desarrollo íntimo y espiritual, tan bellos y densos en la novela, se hurtan al espectador. Lo contrario hubiera sido más adecuado a la escena: aprovechar el lance amatorio para realzar la crisis dramática, siguiendo o no la pauta del insigne novelista»; ABC 19-I-1929). Más comprensivo —admiración por Rivas y elegancia proverbial en su manera de hacer la crítica— resultó Díez-Canedo desde su sección de El Sol: «En el empeño de trasladar Pepita Jiménez del libro a la escena ha sabido , a mi ver , aprovecharse de las ventajas y eludir las dificultades que le salían al paso. Ha sido en primer lugar fiel al espíritu de Valera, resignándose a perder lo que le era propio e intransferible de la cantera originaria al nuevo edificio […] A mí me parece una adaptación ejemplar, hecha con extraordinario tino y acierto. Veo en ella, además, mano de autor dramático»; dicho lo cual, es también el momento de señalar algunas tachas, que resultan enormemente atenuadas después de reconocer el talento teatral del adaptador: «algún atropello expositivo por de pronto; cierto sabor de lengua escrita, mejor que hablada, en los trozos largos, a cuenta de la fidelidad en la transcripción . Lo segundo era inevitable, tratándose de una novela española […] Lo primero es más grave quizá, porque, sin los razonamientos que se desarrollan en las cartas del seminarista don Luis de Vargas a su tío, el deán, el enamoramiento de Pepita y Luis tiene mucho de flechazo, y no basta el antecedente para desvirtuar la sensación inmediata que el movimiento escénico procura» (19-I-1929). 2. Rivas inicia la escasa acción de su adaptación escénica aludiendo a la visita a la huerta de Pepita referida brevemente en la carta del 8 de abril, pero que en realidad desarrolla la excursión del grupo de burgueses cordobeses al Pozo de la Solana, propiedad de don Pedro de Vargas, que se nos relata en la posterior y larga carta del 4 de mayo. En la primera secuencia, dialogada entre Antoñona (el ama de Pepita, personaje al que Rivas le concede mucha mayor importancia que tiene en la novela) 7 y dos criadas, se nos pone en antecedentes respecto a las circunstancias que rodean a los protagonistas —Pepita y don Luis—: la condición de hijo natural del seminarista; de viuda joven y malcasada, hasta cierto punto, de la mujer y su probada habilidad como amazona; de las posibles pretensiones de don Pedro y del carácter algo simplón y aldeano de Currito. Rivas necesita facilitar la ocasión de que el vetusto pretendiente y la joven viuda queden solos en el tablado, desarrollando una escena de aproximación que en la novela falta (pudo existir, pero no es referida al no haber sido presenciada por el único narrador en la parte epistolar) y que sería paralela a la   Y que justifique los tres adjetivos concedidos por Valera al personaje, «picotera, alegre y hábil como pocas» (p. 238 ed.cit.). Personaje que fue interpretado por la actriz Pascuala Mesa.

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que sí refiere don Luis respecto a su encuentro a solas con Pepita. 8 Una escena en la que se resume los intentos de casorio del terrateniente corrido con la atractiva dama que don Luis da por evidentes en sus reflexiones epistolares (explícitos ya desde la segunda carta) y que habían sugerido risueñamente las criaditas en el comienzo de la escenificación. Pero también sirve para que advirtamos que la viuda no parece interesarse por el futurible marido cincuentón, mostrando en cambio cierto interés por el joven seminarista. Es Antoñona la encargada de sacar a relucir, con su espontáneo desparpajo, aspectos del pasado y del presente de don Luis: su niñez, la posibilidad de enrolarse en lejanas misiones tras ser ordenado, su atractivo físico. Es el diálogo entre don Luis y el Vicario, en la versión teatral, el que Rivas aprovecha para poner en boca del primero algunas de las consideraciones que el seminarista vierte en la correspondencia dirigida al deán: su deseo de retornar pronto al Seminario pese a los continuos agasajos recibidos, que casi llegan a incomodarle, o los propósitos casorios de su padre. Rivas reparte entre los dos dialogantes frases literales del discurso epistolar de Valera. Así el Vicario afirma de Pepita, en la comedia, que la dama «realizó al casarse el más sublime de los sacrificios. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria. Su tío don Gumersindo era poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquiera persona regular hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, pero don Gumersindo era un ser extraordinario.-D. LUIS.-Tengo oído decir que era el genio de la economía.-VICARIO.-No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta la edad de ochenta años ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Con todos sus defectos, don Gumersindo era afable, servicial, compasivo. Empezó don Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre. Y un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando después de varios requiebros, entre burlas y veras, don Gumersindo soltó con la mayor formalidad, y a boca de jarro, la siguiente categórica pregunta: «Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?»… La madre contestó por ella: «Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto, cuando usted quiera». La envidia se desencadenó contra ella en los días que precedieron a la boda y algunos meses después» (pp. 14-15), parlamento extraído íntegramente, con intervalos, del texto de la primera carta de don Luis (pp. 148-153). Y el cotejo textual podría extenderse hasta el final de la escena; recurso al que Rivas acude en otros varios momentos de la obra, como ya fue señalado por la crítica que enjuició el estreno. La secuencia siguiente del acto primero, entre el Vicario y Pepita, que Rivas toma ya de la sección «Paralipómenos», sirve para constatar la afamada religiosidad de la mujer (faceta que don Luis pondera de continuo en sus cartas, porque es cualidad de dominio público) y cómo esa imagen es utilizada por la dama, como una nueva Marta tirsista, para evitar las pretensiones matrimoniales del maduro don    «Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los demás se habían quedado atrás» (Pepita Jiménez, p. 204).

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Pedro, incluso con su poquito de exageración. Una escena que tendrá su prolongación en otra similar entre ambos personajes, ya en el acto siguiente. Y a continuación, en nueva escena colectiva, se insiste en las ocupaciones, tareas y delicias de la vida de aldea que, a modo de idilio clásico, deben ir separando paulatinamente al aprendiz de sacerdote de su sagrado ministerio, tal como don Luis lo deja entrever en su correspondencia. Todos, empezando por la melosa y sagaz Antoñona, invitan al apuesto joven a participar en comidas, fiestas y diversiones propias del lugar, entre las que no faltan las que tienen que ver con la pleitesía y homenaje debidos a la viuda («No, ahora no te puedes marchar sin que Pepita se ofenda contigo. Pues qué, ¿no vas a estar aquí para cuando la Virgen de la Soledad estrene el manto nuevo que ella le regala?», le dice el Vicario —p. 20—) y, sobre todo, ha de escuchar el seminarista opiniones y comentarios de la misma Pepita acerca de su vocación y del concepto que de él se está haciendo la dama, lo que por fuerza ha de estimular más todavía a quien ha sido puesto en medio de un locus amoenus que tiene a la mujerVenus por centro de atención y de admiración. Pepita, habilidosa en su hacer y decir, se atreve a opinar sobre la vocación religiosa de don Luis en términos que el galán debe entenderlos en otras direcciones paralelas, pero no precisamente tendentes al celibato. 9 Son diálogos de Rivas fundados en las reflexiones de don Luis vertidas en la carta del 7 de mayo: «La visita diaria de esa mujer, y el oír cantar sus alabanzas de continuo, hasta al padre vicario, me tienen preocupado; divierten mi espíritu hacia lo profano, y le alejan de su debido recogimiento» (p. 219). El encuentro a solas de la pareja en ciernes que la novela nos ofrece en la carta del 4 de mayo (pp. 204 y ss. de la ed. cit.) cierra el acto primero de la adaptación, convirtiendo en sintetizador diálogo escénico, con citas literales, lo que se relata en las páginas indicadas de la novela —incluido el reto que asume don Luis de prepararse como jinete, salvo la derivación final que aclara el campo libre que tiene don Luis respecto a Pepita, eliminando por boca de la propia mujer las posibilidades de don Pedro, una confidencia que, como tal, no la encontramos en la novela, pero que Rivas necesita colocar en este lugar para que el acto acabe con el seminarista pendiendo de una dualidad: la ordenación sacerdotal lejos de Pepita o el matrimonio a su lado. Sibilinamente la mujer le ha hecho ver que ha roto su proverbial recogimiento, desde que enviudó, porque ha descubierto en don Luis «una luz en las tinieblas» (p. 24). 3. Se inicia el acto segundo haciendo referencia a un incidente, menor en la novela, pero que en la adaptación teatral se le procura mayor relevancia: la ofensa    Copio el siguiente parlamento de Pepita, que es invención total de Rivas (aunque alguna frase la pudo tomar de la novelita Mariquita y Antonio) y con el que la mujer está incitando tanto al padre como al hijo bajo la apariencia de sus deliquios espirituales: «Yo no le veo más dificultad sino que me parece, y ha de perdonarme don Luis que me meta en honduras, que tal vez cree, llevado de su ilusión, que los favores del cielo se consiguen en seguida y no hay más que llegar y triunfar […] Contaba un amigo de mi marido […] que cuando estuvo en ciertas ciudades de América era muy mozo y pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo lánguido americano: «¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos si puede!» Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los que pretendemos alcanzarle en un abrir y cerrar de ojos?» (pp.20-21).

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inferida a Pepita por el tronado conde de Genazahar en el casino pueblerino —referido en la parte narrada de la novela— y la contundente defensa del honor de la dama por parte de don Luis de Vargas. No se escenifica tal ofensa, sino que se refiere en la conversación de Antoñona y doña Casilda con la interesada (dando de paso ocasión al lucimiento de la actriz que encarnaría tal personaje secundario como al actor que tuvo encomendado el papel del sobrino Currito) 10 y como preámbulo a otra secuencia que sí tiene tratamiento más singularizado en la obra de Valera, como es el expectante desfile del seminarista, ya avezado jinete sobre espléndida montura, paseando por delante de la casa de Pepita. Es la escena relatada al comienzo de la carta del 12 de mayo («No bien sintió Pepita el ruido y alzó los ojos y nos vio, se levantó, dejó la costura que traía entre manos y se puso a mirarnos» etc; p. 221), en la que Rivas sí hubo de poner diálogo de su cosecha, convirtiendo treinta líneas de la novela en una simpática secuencia teatral dispuesta en la relación de dos espacios (el dentro de la escena y el fuera, al otro lado de la ventana del foro) de formalización casi cinematográfica, pero con la cámara fija en uno de los espacios. Rivas sabe introducir unos matices muy expresivos de la evolución psicológica de Pepita: así la diligencia con la que se levanta de la silla de costura que se apunta en la novela (desde la perspectiva menos justificada del caballista, desde la calle y a una cierta distancia) se sustituye en la dramatización por una acotación en la que se plasma bien claramente el impacto que en la mujer va ocasionando, progresivamente, don Luis («Va a levantarse y no puede, en un momento de ligerísimo desmayo»; p. 28). Y lo que es un párrafo, en la novela, centrado en el comportamiento vistoso del caballo, sobre las losas de la calle pueblerina y el dominio del jinete, refrendado por el orgulloso elogio del padre, Rivas lo convierte en una escena de interior en la que Pepita tiene una participación dialogada que en ese momento la novela le niega, y que el adaptador aprovecha para resumir una información que en la novela llegará bastante más adelante, como es la del adelantado regreso al seminario del teólogo y el emplazamiento del mismo en casa de la dama para la galante y educada despedida. Antes queda por narrar los posteriores encuentros de la pareja, cada vez más linderos de la pasión, proceso que Rivas va a ir abordando a lo largo de este acto segundo. Para ello Rivas ha de acudir más frecuentemente a lo narrado cuando entramos en la sección «Paralipómenos». En concreto debemos acercarnos al pasaje contenido en las pp. 149-158 de la edición que utilizo para tener el referente exacto del texto modelo sobre el que Rivas redacta la escena siguiente entre Pepita y el Padre Vicario, de la que es, lógicamente, un apretado resumen, pero en la que Rivas vuelve, como en ocasiones anteriores y posteriores, a transcribir literalmente varios textos valerianos, incluso convirtiendo en acotaciones escénicas los párrafos en que Valera describe el cuidado de Pepita para que nadie oiga lo que le va a desvelar a su confesor o su desesperado llanto, derribada en tierra, cuando el sacerdote abandona la escena. Y por supuesto es casi idéntica a la que se plasma en la novela la 10

 Y que fueron respectivamente Eugenia Illescas y Salvador Marín.

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intervención de Antoñona en socorro de su señora. Sólo se altera la traslación textual en el último parlamento de la perspicaz criada, 11 que Rivas convierte en el enlace para la secuencia siguiente —rompiendo el hilo narrativo del modelo— con la llegada de don Pedro, según había quedado dispuesto en la escena teatral (que no en la narrada) de los caballistas paseando por delante de la reja de la dama. Y lo hace el adaptador poniendo en boca de la mujer (personaje al que Rivas otorga un relieve escénico superior al que ya tenía en la novela) una sonora y expresiva jerga gitanesca que le da una simpática expresividad a ese remate de escena (y que don Juan se había permitido usar en la última de las cartas de la primera parte de la novela):«¡Fullero de amor, indinote, maldecido seas; malos chusqueles te tagelen el drupo, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando» (p. 37). 12 La escena siguiente, dialogada entre don Pedro y Antoñona, y en la que se desvela a los ojos del padre la causa del extraño comportamiento del hijo, tiene su correlato en la secuencia de «Paralipómenos» en la que la misma Antoñona, con la decisión que la caracteriza, visita al propio don Luis para hacerle ver que no puede comportarse así con su señora. Y las razones sin pelos en la lengua que la fámula le inserta al seminarista (a partir del párrafo que comienza «Tengo que decir que lo que estás maquinando contra mi niña es una maldad»; p. 274) son traspasadas, a trechos, al parlamento del mismo personaje en la adaptación teatral, incluida la referencia a los pellizcos de monja que el personaje propina al indeciso seminarista como rehiletes de castigo, referidos en la novela aquí y páginas atrás. 13 Así, en la novela como en la comedia, Antoñona preparará el encuentro de los jóvenes amantes en la intimidad de la noche sanjuanera, como se sugiere en el relato. Una breve escena costumbrista con las retozonas criadas dará paso a la escena que remata el acto segundo, y que lógicamente debe corresponderse al encuentro entre don Luis y la enamorada viuda, escena que resume lo narrado en las pp. 292 y ss. de la novela. Rivas convierte en sintetizador y ágil diálogo, acorde con la intención de Valera, lo que en la novela es un largo y discursivo razonamiento de Pepita acerca de las pocas posibilidades que tiene don Luis de hacer frente a las tentaciones (sobre todo femeninas) del mundo, y la no menos extensa y argumentada contestación del seminarista. Rivas, tomando pie en varias frases del referido diálogo, inventa uno nuevo que reduce brevísimamente, y a sus más esenciales términos, la batalla dialéctica que, llena de recovecos, alusiones y digresiones, se plantea entre la pareja, de la que doña Pepita ha de resultar la vencedora y don Luis el vencido. Como en el final de 11  Rivas deposita sobre este personaje, émulo en su caracterización y función de tantos graciosos de la comedia barroca, eficientes en la solución de conflictos de sus señores, una buena parte en la solución de la trama. Y su sagacidad —ya reconocida por Valera— la deja constatada el adaptador en este aparte de la misma Antoñona: «Gato hay, gato hay, que a mí no se me da gato por liebre, y a la niña se le va la vista de tanto coser…¡Guarda, que soy podenca!» (p.29). 12  Frase en caló que en su momento analizó Carlos Clavería, Hispanic Review 16, 1948, pp. 97-119. 13   «Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a don Luis, sus palabras y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle» (p. 246).

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la secuencia narrativa, también en el final del acto se sugiere el primer encuentro carnal de los enamorados, pero Rivas, para aligerar la escena con alguna acción, introduce en la mitad de la misma un significativo detalle que procede de lo contado en la carta del 6 de junio: primero la unión de manos y luego el beso, pasaje (p. 239) que se recoge en la acotación de la p. 43 del texto teatral. 4. Lo escenificado en el acto tercero corresponde por entero a lo tratado en la parte narrada en tercera persona y a las cartas del deán que conforman el Epílogo de la novela. Rivas tiene la habilidad de enlazar el diálogo informativo de la primera escena, para poner al espectador al corriente de lo que ha pasado en el intermedio temporal entre ambas jornadas, con lo comentado en la otra escena inicial del acto segundo: ofensa inferida a la persona de Pepita por el conde de Genazahar y caballerosa defensa por parte de don Luis. Retrasa así el adaptador hasta un momento posterior, de mayor tensión y como preámbulo al desenlace feliz, la teatralización de la secuencia de impacto sicológico que Valera ofrece a continuación, cual es el momento en que don Luis siguió —ya totalmente seducido— a Pepita hasta su dormitorio, cuando la dama confiesa su estrategia de seducción y compone un estado de contrición que todavía hace más eficaz dicha estrategia, puesto que la secuencia acaba con la más encendida declaración de amor que hubiera imaginado decir nunca don Luis de Vargas, y de la que Rivas se hace eco —fragmentaria pero literalmente— en la escena penúltima, convirtiendo en literaria acotación la transcripción exacta del último párrafo de la secuencia narrativa aludida («La contestación de don Luis…»; p. 309) con sólo sustituir los tiempos verbales en pasado, propios del relato, por los tiempos en presente, habituales en las acotaciones. Antes de esa secuencia la adaptación gira en torno de un incidente, decisivo en la lectura que hace Pepita, y que la novela narrará con posterioridad al encuentro íntimo de la pareja: la aludida defensa del honor de la dama en el casino local. Porque, en efecto, el acto tercero principia con la convalecencia de don Luis tras su duelo a sable con el desvergonzado conde de Genazahar, incidente que, narrándose en la novela, se hurta a la escena, pese a su interés teatral, ya que hubiese supuesto la intercalación de un espacio escénico nuevo, como era el casino. Rivas lo sustituye por el simple y apresurado relato de Currito, como testigo del mismo. Tiene así el espectador breve e indirecta noticia de lo que Valera desarrolla en varias páginas de los «Paralipómenos» (320-327) poniendo el adaptador en boca del testigo-cronista bastantes frases literales del relato, como la llegada con cierta arrogancia de don Luis hasta la sala de juego o su pública declaración de abandonar la carrera sacerdotal. Rivas ha de convertir en breve conversación lo que es dilatado relato en tercera persona, inventando en boca de los personajes que escuchan las palabras de Currito las preguntas o los comentarios que hacen producir o progresar las mismas (en ocasiones, tomándolas de la voz del propio narrador). Tarea que obliga, lógicamente, a retocar en un mínimo porcentaje el texto valeriano, y, sobre todo, a reducirlo notablemente, ya que todo lo acaecido lo cuenta (muy abreviadamente) un testigo y no se produce ante el espectador. Pongamos un ejemplo concreto, del que se pueden extraer conclusiones aplicables a otros muchos momentos de la adaptación, acerca de la labor

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que va haciendo Cipriano Rivas. Don Luis, sin entender demasiado del juego de naipes, decide retar al conde en su propio terreno. Leemos en la novela: —Veo que se juega. Me siento inspirado. Usted talla. ¿Sabe usted, señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase? —Tendría chiste ¿eh? ¡Usted ha cenado fuerte! —He cenado lo que me ha dado la gana —Respondonzuelo se va haciendo el mocito. —Me hago lo que quiero. —Voto va… —dijo el conde; y ya se sentía venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo. —Ea —dijo el conde, sosegado y afable—, desembaule usted los dinerillos y pruebe fortuna. —Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato. —No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego —dijo don Luis—. Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana usted. —Así es, amiguito; tiene usted un entendimiento macho. —Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho como hay tantos por ahí. —¡Vaya si viene usted parlanchín y si saca alicantinas! Don Luis se calló; jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna que ganó casi siempre. El conde comenzó a cargarse. —¿Si me desplumará el niño? —dijo— Dios protege la inocencia. Mientras que el conde se amostazaba, don Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez. —El fin de todo esto —dijo— es ver si yo me llevo esos dineros o si usted se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde? —Es verdad. Pues, ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de usted, debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite. —¿Qué es eso? ¿Se me quiere usted largar? ¿Quiere usted tomar el olivo? —Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí en este montón de dinero, ¿no hay ya más que en la banca? Currito miró y contestó: —Es indudable. ¿Cómo explicaré —preguntó don Luis— que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto? —Eso se explica —respondió Currito— diciendo: ¡copo! —Pues copo —dijo don Luis dirigiéndose al conde—: va el copo y la red en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes que su enemigo el tres.

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El conde, que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar. Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego; pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude. El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último descubrió por la pinta el rey de copas y se detuvo. —Tire usted —dijo el capitán. —No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja usted el dinero. El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa. Don Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo. Después de un corto silencio habló el conde: —Curita, es menester que me dé usted el desquite. —No veo la necesidad. —¡Me parece que entre caballeros!... —Por esa regla, el juego no tiene término —observó don Luis; por esa regla, lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar. —Deme usted el desquite —replicó el conde sin atender a razones. —Sea —dijo don Luis—; quiero ser generoso. El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla. —Alto ahí —dijo don Luis—. Entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de usted? El conde se quedó turbado y confuso. —Aquí no tengo dinero —contestó—; pero me parece que sobra mi palabra. (pp. 321-324)

pasaje que en la comedia se queda reducido a estas escasas líneas:

Currito. —Dijo esto y esto más: «Veo que se juega. Me siento inspirado. Usted talla. ¿Sabe usted, señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase?» Se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Don Pedro. —¿Pero tu primo entiende el monte? Currito. —No se calentó mucho la cabeza para entenderlo. Jugó unas cuantas veces y tuvo tan buena fortuna que ganó casi siempre. Antoñona. —Es una sentencia que los afortunados en amores son desgraciados en el juego; pero más cierto parece que cuando acude la buena dicha, acude para todo. Currito. —El conde se amostazaba. Mi primo quiso acabar de una vez. «El fin de todo esto, dijo, es ver si yo me llevo esos dineros o si usted se lleva los míos. Pues, ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Curro, dime tú: ¿cómo explicaré que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto?» «Eso se explica, respondí yo, diciendo copo» «¡Pues copo!»,

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dijo mi primo dirigiéndose al conde. El conde fue tirando cartas. Al cabo, echó con rabia la baraja sobre la mesa. Luego pidió el desquite. «Sea, dijo mi primo; pero entendámonos antes: ¿dónde está el dinero de la nueva banca de usted?...» Aquí no tengo, contestó, pero me parece que sobra mi palabra» (pp. 50-51)

La secuencia tercera de este acto se corresponde, siguiendo el mismo orden de secuencias de la novela, con el momento en que don Luis se sincera con su padre reconociendo el amor que siente por Pepita, «y declararle su intención de casarse con ella». Rivas, tras un inicio preparatorio de tal diálogo que el adaptador compone de nueva planta, transcribe, en este caso con casi total coincidencia, el diálogo de la mañana del 27 de junio recogido en la novela (pp. 328-330) y resume en los parlamentos finales de Don Pedro los contenidos de las dos cartas cruzadas entre el deán y el hermano, que le han puesto en antecedentes de lo que le está ocurriendo a su hijo. La escena última de la comedia glosa la frase que abre la última secuencia de la novela antes del Epílogo, de nuevo epistolar, «Al mes justo de esta conversación y de esta lectura [la habida entre don Luis y su padre y la de las cartas cruzadas entre el deán y don Pedro] se celebraron las bodas de don Luis de Vargas y de Pepita Jiménez» (p. 334). Y del mencionado Epílogo toma Rivas la compensación a los buenos oficios terceriles de Antoñona procurándole una nueva convivencia con su marido (remedo claro de los enlaces de los criados propiciados por el galán y la dama, en la comedia barroca, cuando los tales habían conseguido su logro particular). Pero aprovecha también Rivas otros momentos de la larga confidencia de don Pedro a su hermano, en la carta antes referida, para redactar los últimos parlamentos del personaje en este final. Así don Pedro ha de reconocer en su epístola que le gustaría revivir en su persona aquella antigua historia de la viuda cuando fue incitada a contraer matrimonio con el anciano pariente «para que me sonriese al morir como si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano» (p. 332) y, ce por be, se lo dice, como un galante piropo de sereno galán vencido en la lid, a la que es ya prometida oficial de su hijo. Y en el siguiente parlamento copia el adaptador otro pasaje de la mencionada carta. Queda el ultílogo final, como en las comedias de enredo barrocas, que naturalmente ha de ser un guiño de homenaje al autor refundido para la escena. Rivas lo pone en boca de Antoñona, con el desparpajo verbal que caracteriza a este personaje en la novela como en la comedia: «¡Mucho será que don Juanito Valera, que tanto gusta de romances, no dé en la intención de sacar esta historia en papeles! ¡Y la gente creerá que es un cuento!» (p. 62). Don Juan Valera, cuando puso punto final a su novela, acudió a referencias pagano-literarias, recordando que el merendero de Pepita, en donde los novios se habían visto por vez primera, se había transformado en un agradable espacio dedicado al amor, adornado con sendos cuadros que representaban el mito de Psique y Eros y los personajes de la emblemática novela de Longo, además de «una copia

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hecha con bastante esmero en mármol de Carrara, de la Venus de Médicis» (p. 344) que preside la sala. Rivas altera esas referencias paganas finales del texto modelo por otras de cariz devoto, al hacer que Pepita manifieste su alegría y la inestimable colaboración en su felicidad del bueno del vicario con esta promesa: «¡He de comprar siete lindas espadas de oro con que adornar el pecho de la Santa Madre de mi Niño Jesús!» (p. 62), frase que el adaptador ha tomado de un pasaje anterior de la novela: cuando los recién estrenados amantes se despiden tras el encuentro de la noche sanjuanera, Pepita se había sentido un poco pecadora, y para compensar su falta, «hizo promesa a la imagen de la Soledad […] de comprar siete lindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar su pecho» (p. 310). Venus sustituida por María; Eros por el Niño Jesús: un modo efectivo de hacerse perdonar el atrevimiento de haber seducido a un hombre de iglesia. Tal vez era un intento por parte de Rivas de captar la benevolencia de la platea al filo del último telón.

VARIA

Música popular - música culta. Una revisión crítica Ismael FERNÁNDEZ DE LA CUESTA Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

Cuestión de terminología El binomio «popular-culto» referido a la música y a los demás ámbitos de la cultura es más intelectual y abstracto que real. No obstante, los términos «popular» y «culto» son frecuentes en la manera de hablar y en los escritos de los musicólogos. Asociados, ambos términos constituyen una oposición binaria, y como tantos otros arquetipos que usamos para pensar y hablar están en relación de oposición y de mutua exclusión. Las oposiciones binarias se encuentran en todos los mitos y por tanto, según el filósofo Claude Lévi-Strauss, 1 son los síntomas del modo como funciona la mente humana, del modo como operan el lenguaje y el pensamiento. Estas oposiciones a las que sometemos la realidad para intentar entenderla, conceptualizarla y expresarla mediante las palabras, son hoy objeto de la crítica desconstructiva que proclama Jacques Derrida y sus seguidores. Al criticar la lógica de la oposición, los desconstructivistas señalan las limitaciones del significado de las palabras habladas y escritas, e insisten en que las polaridades que presentamos en nuestros mensajes, en nuestro pensamiento y en nuestro lenguaje han sido construidas realmente mediante el establecimiento de selecciones y abandonos que han dado preferencia   Claude Lévi-Strauss, L’homme nu, París, Plon (Les Mythologiques, IV), 1971. Vid. Paul Innes, «Oposición binaria», Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, Michael Payne (comp), Barcelona, Paidós, 2002, p. 510.

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y privilegio a unos valores, argumentos, ideas, con detrimento de otros. Esta observación general de la moderna fenomenología sobre la lógica, los presupuestos y las estructuras del pensamiento occidental, es aplicable a formas de expresión muy frecuentes en la musicología, particularmente cuando de manera drástica y grosera establecemos los binomios música culta-popular, oral-escrita, teórica-práctica, religiosa-profana, así como tantas otras ideas y palabras contrapuestas que nos sirven para acotar el campo de la realidad musical en multitud de fenómenos, y reflejarlos en nuestro lenguaje. Música popular y culta Los términos «popular» y «culto» no siempre han estado asociados ni, por tanto, han sido opuestos. Su acepción ha variado considerablemente a lo largo de los siglos. El moderno concepto de «pueblo» y su adjetivo «popular» aparecen a finales del siglo xviii, en tiempos de la Ilustración y del Naturalismo. Durante el siglo xix se instala con fuerza después de un largo proceso de búsqueda de identidad de los pueblos, regiones y naciones. 2 Para los hombres del Romanticismo esta identidad se manifestaba en las costumbres, los hábitos y las tradiciones ancestrales en una determinada región. Según ellos, éstas ya no estaban vigentes en las clases aristocráticas y burguesas de su tiempo, antes bien permanecían vivas en las clases menos altas de la sociedad. Así, pues, la naturaleza del «pueblo» y de la «nación» estaba expresada, en su raíz más profunda y estable, por la manera de ser y de vivir de los hombres y mujeres pertenecientes a estas clases sociales, mayoritarias. Por eso, para establecer la genuina literatura, la auténtica música, el verdadero arte del país, se reclamaba el estudio y conocimiento de las tradiciones de estas clases sociales que, con más propiedad, constituían el pueblo. La acepción del adjetivo «popular» depende, todavía hoy, del concepto de «pueblo» que nació durante el Romanticismo.   En el pensamiento Occidental se han mezclado varios conceptos de «pueblo». Uno de ellos es el heredado del populus romano con una carga jurídica e institucional similar al demos griego, por ejemplo, en la expresión «populus senatusque romanus», significado que no tiene el término plebs con el cual se designa, a veces despectivamente, el conjunto de los ciudadanos vistos fuera de la estructura social. El otro concepto de «pueblo» es cristiano, entroncado con el que aparece en el Antiguo Testamento. Aquí los pueblos poseen su identidad radicamente por su ascendencia (Génesis, c. 10, 11 y 12). Es, por tanto, la raza la que los diferencia. El pueblo judío posee el sello de estar constituido por los descendientes de Abraham. Éstos tienen la conciencia colectiva de pueblo elegido cuyo patrimonio es un lugar asignado por Dios, la tierra prometida. Los cristianos se consideran «pueblo», no por su ascendencia sino por su fe (Gál. 3, 26-29), sin referencia a un determinado ámbito geográfico. Curiosamente la palabra «pueblo», populus, laòs, no aparece en el Nuevo Testamento sino como cita de algún pasaje del Antiguo Testamento y como metáfora del pueblo judío: «genus electum, regale sacerdotium, gens sancta, populus adquisitionis… qui aliquando non populus, nunc autem populus Dei» (I Petr. 2, 9-10; vid. Éx. 19, 6; Is. 23,20). La literatura eclesiástica seguirá esta idea que manifiesta la epístola de San Pedro. El «pueblo» estará adjetivado como «fiel» o «de Dios», y la universalidad que denota la palabra latina populus y plebs o sus equivalentes griegas laòs y plêzos usados por la Biblia en sentido de multitud o masa de hombres más o menos cohesionada, choca frontalmente con el particularismo que expresará más tarde la famosa sentencia de la Paz de Augsburgo de 1555 y es la base del nacionalismo religioso: «Cuius regio eius religio».

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El adjetivo «culto» y su abstracto «cultura» son más difíciles de acotar. Pueden usarse —de hecho se usan— de manera casi ilimitada. Con el término «culto» etiquetamos en una primera instancia todo lo que es producido por los seres humanos, en contraposición con lo que es producto de la naturaleza o forma parte de ella y llamamos «natural». Pero «naturaleza» es también una abstracción. Como tal, también este concepto tiene historia, origen, crecimiento semántico, uso. La naturaleza podría situarse consiguientemente dentro de la cultura o como parte de ella. Con una perspectiva ecologista podría decirse, inversamente, que la cultura es la naturaleza, por cuanto la especie humana está integrada en ella como un estrato más. No es ésa, sin embargo, la acepción más común. Desde mediados del siglo xix, la cultura ha recibido múltiples definiciones. Su principal referencia común, en general, ha sido la visión del ser humano en su desarrollo antropológico integral orientado a su perfección. Contemplado así, lo «culto» se opone a lo «popular», tal como se ha descrito anteriormente, entendiendo lo «popular» como lo «natural», esto es lo que no se ha desarrollado antropológicamente. 3 Así las cosas, es realmente complicado, por no decir arbitrario, establecer los límites objetivos del binomio «popular-culto» aplicado a la música. A mayor abundamiento, la música contemplada en su diacronía se nos presenta en múltiples tipos de oposiciones binarias similares a la que intentamos describir como «culto-popular», a saber: de clase o de cultura «alta-baja»; de tradición «oral-escrita», «teórica / especulativa-práctica», etc. Merece la pena detenerse en la somera descripción de estos binomios con el fin de comprender mejor aquél del que estamos tratando. Tradición oral-tradición escrita Para poder seguir con más agilidad el surco de la música en el tiempo, me parece necesario empezar deslindando una primera oposición, importantísima en la música, quizá más que en otras manifestaciones humanas, a saber, música de tradición oral (audio-oral) —música de tradición escrita. Por su naturaleza, la música pertenece al medio audio-oral y no al escrito. La música es esencialmente una acción, una «ejecución», una «performance». Por tanto, se realiza en el tiempo y no en el espacio. Se va al aire y desaparece en el momento mismo en que se está ejecutando. La música posee la misma condición de algo que ni fue ni está ligado sino secundariamente a la fijación escrita, pero designamos paradójicamente hoy literatura. Escrito musical, partitura, escrito literario, literatura, son etiquetas que abusivamente presiden desde tiempos relativamente recientes la producción musical y verbal, la música en sí, la poesía, la narración, etc., aunque éstas sean, por su origen y en su realización, de naturaleza audio-oral. Platón hace una observación del todo pertinente sobre este particular en el libro 10 de su Repú  El principal pensador que dio expresión a esta doctrina fue Matthew Arnold, especialmente a través de su libro Culture and Anarchy, London, Smith, Elder & Co, 1869.

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blica. 4 El filósofo griego define a la poesía como aural, temporal, por oposición a la pintura, que es visual, espacial. 5 El acto de realización de una pintura o de cualquier obra de arte plástica es, en general, íntimo del creador artista. El pintor pinta su cuadro en su estudio sin exhibir su acción temporal de pintar ante un público. El cuadro se ofrece al exterior una vez realizado, normalmente cuando se expone en un espacio al alcance de la visión del público. El observador de la obra, «vidente» en sentido etimológico, puede experimentar dentro de sí, en un acto temporal, lo que antes experimentó el creador en su realización. Pero la obra está ahí, plástica, inmóvil, en el espacio. Entre la obra del creador, ya expuesta, y la visión del receptor de la misma no hay intermediarios. Una vez que la obra plástica ha salido del pensamiento y de las manos del artista, éste ha perdido todas sus opciones de entregar personalmente su arte a los potenciales receptores de la obra en una acción aislada. Cada receptor, espectador, es dueño y señor de contemplar la obra artística y de crear dentro de sí mismo, sin ejecutantes intermediarios, el eidos, la species, la imagen —según la feliz teoría de Aristóteles— con el mismo ímpetu artístico profundo que llevó al artista en su momento a crearla, primero, en su mente y llevarla, luego, al exterior, a producirla plásticamente. En la recepción de la música no ocurre así. La contemplación de la partitura no conduce a la escucha de los sonidos representados en ella. Y por eso, la obra musical supera la realización plástica de la escritura y necesita ser actuada, llevada al aire cada vez que haya de ser recibida por el escuchante. La realización efímera es la única posibilidad que tiene el receptor oyente de entrar en contacto con la obra artística. Extinguido el acto, la obra realizada ya no existe sino en la memoria del receptor y en una realidad plástica, la partitura, que es directamente perceptible por la vista pero no por el oído. Hasta la invención de la escritura musical, el artista creador tenía varias posibilidades de hacer llegar su creación a los demás. La opción más básica y universal era la de crear la música en su propia realización, esto es practicando la llamada composition in performance, mediante la aplicación de una técnica o habilidad ya sea innata, ya previamente aprendida. Otra segunda opción era la de transmitir él mismo a los oyentes la música que, almacenada en su memoria, había sido previamente creada por él o por otro. Finalmente, cabía la posibilidad de confiar su creación a la memoria de otro creador para que éste realizara la transmisión a los demás. En estas dos últimas opciones, el realizador tiene un margen propio para crear nuevas formas, adornos, etc., dentro de los límites de la obra dada. De esta manera el ejecutante se convierte también en compositor.  Platón, República, 10, 603b.� Vid. Platonis Rempublicam, Ed. S. R. Slings, Oxford, 2003.  San Pablo, y tras él toda la tradición cristiana, expresó la preeminencia de lo audio-oral frente a lo visual como principio y causa de la evangelización, al afirmar que la fe penetraba en el interior de los hombres mediante la escucha: «fides ex auditu», he pístis ex akoês (Rom. 10, 17). El cristianismo prendió con extraordinario vigor en una sociedad, la romana, donde el «spectaculum», esto es «lo que se ofrece a la vista», era forma íntrínseca de vida social y donde el ciudadano era sobre todo un «homo spectator». La vista y oído son, sin embargo, dos factultades sensitivas de rango superior con respecto al tacto, al olfato y al gusto, según Aristóteles, Ética a Nicómaco, 10, 5.  

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El uso de la escritura para fijar la música no intervino en el proceso de realización de la música, esto es en la conexión entre el escuchante y el realizador, sino entre el compositor y el intérprete, entre el creador y el realizador. Por tanto, la escritura vino a sustituir a la memoria o a ayudarla, según la vieja teoría de Platón. Pero la música no dejó de ser un arte oral-aural de cualquier manera que llegara a realizarse, esto es, con el subsidio de la escritura o sin él, porque el mecanismo de la ejecución seguía siendo el mismo en ambos casos. Como puede colegirse, el binomio «oral-escrito» referido a la música es desigual en sus dos términos. Obviamente empezó a usarse, y no de manera del todo adecuada, después del nacimiento de la escritura musical. Sólo cuando la música deja de confiarse a la memoria o a la hábil repentización de un realizador, y se deposita y fija en un soporte plástico como es la página de un códice, de una partitura, para que alguien la realice, se produce una oposición, ciertamente asimétrica, entre música de tradición oral y música de tradición escrita. Dentro de la tradición oral, salvo en el caso de la repentización, composition in performance, la música va a necesitar un «medium» que lleve al aire, cada vez, la obra artística. La inadecuación de la oposición «oral-escrito» en la música tiene, además, otro motivo. En la realización de un texto musical escrito, el ejecutante músico tiene todavía un amplio margen para la oralidad, proporcionado por la temporalidad de la música, donde él es soberano e independiente del creador. Miles de matices de ritmo, de articulación, de dinámica, momentos dejados para la ornamentación y otros tantos elementos sutiles que constituyen las cualidades del más elevado arte musical, sólo son activados por la sintonía entre el realizador-intérprete y el receptor-oyente. En esta activación de la música por el realizador o ejecutante de la obra escrita, se da la condición fugaz del arte de la oralidad, que es añadido al arte puesto por el compositor. Música de cultura alta y baja, clásica y ligera Otro sinónimo de la oposición «culto-popular» es el binomio «alto-bajo», en este caso referido a la música y a la cultura en general. La expresión «cultura alta» (high culture) aparece, como otros binomios, en el siglo xix opuesta a la «cultura baja» (low culture). Los términos se refieren originariamente a la cultura de las clases sociales alta y baja. Sin embargo, desde una perspectiva puramente estética, lo «alto» suele referirse también al arte y a las manifestaciones artísticas autónomas, no funcionales o prácticas, exentas intencionalmente de cualquier utilización como producto comercial, aunque finalmente termine siendo objeto de comercio. Sometido a las leyes del comercio, lo «bajo» estaría destinado al público en general y sería un arte de menor calidad y estéticamente poco estimable (la música urbana, mediática, ligera, etc.), en tanto «lo alto» tendría como destinatario a una élite social y sería muy apreciado por ella (la música clásica, de concierto, etc.). El binomio «altobajo» referido a la música no define siempre el arte musical, sino muchas veces el escenario donde se realiza.

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Música religiosa y profana «Religioso-profano» es otra etiqueta distintiva que enfrenta de manera irreconciliable dos ámbitos de la música, dos usos, quizá dos tipos, y no tanto dos estéticas. En la cultura Occidental, este etiquetado no es reciente, como otros ya señalados, antes bien remonta a los primitivos tiempos del cristianismo. El distanciamiento de la religión cristiana monoteísta con respecto a la religión politeísta grecorromana se estableció mediante el rechazo por los cristianos del ritual de gestos, sacrificios, bailes, danzas y música, propiciado por la liturgia pagana para ser sustituido por el ritual de la palabra, la lectura, la recitación de la Biblia, el recuerdo y la predicación de los hechos, milagros y doctrina del Evangelio. Las puras recitaciones de textos bíblicos en el ritual cristiano terminaron siendo verdaderos cantos y consiguieron carta de naturaleza como obras musicales tras un proceso evolutivo impulsado por una ornamentación vocal, enfática, cada vez más compleja. Entretanto, la música de las fiestas y celebraciones no religiosas y de los ritos paganos se refugiaba en la zona del substrato individual y social. Entendida como contraria o extraña a la religión y a la moral del fiel cristiano, esta música permaneció en manos principalmente de los histriones, como hábito a veces tolerado y siempre fustigado por las autoridades eclesiásticas. 6 Avanzada ya la Edad Media y sobre todo durante el Renacimiento, la música practicada en el ámbito religioso y fuera de él terminaría equiparándose. El binomio música profana-música religiosa llegaría a tener, por tanto, un equilibrado balance en Occidente. La plataforma social antagónica que dio lugar al desarrollo de la música religiosa y de la profana no impidió, así pues, su convergencia tecnológica, formal y estilística producida en el ámbito escolástico del quadrivium medieval. Así, por ejemplo, la canción cortesana de los trovadores no exhibió otras formas y estilos que los de la himnodia y tropos litúrgicos. Música especulativa y música práctica Las primitivas Escuelas eclesiásticas y posteriormente las Universidades del Medioevo consagraron la división entre música especulativa, o teórica, y música práctica, como realidades casi antagónicas. La preeminencia de la música especulativa sobre la práctica tuvo un fundamento social y de clase. Aquélla era objeto de aprendizaje en las Escuelas y estaba ligada al ejercicio de la inteligencia. Ésta, la música práctica, era un simple oficio que cualquier habilidoso podía ejercer, aun sin conocer los fundamentos, esto es, la ratio que daba a sus realizaciones su condición de    Ver algunos de los textos más representativos de los furibundos ataques de los Padres eclesiásticos contra la música de los histriones y principalmente contra la danza, en mi breve monografía: «El baile en la iglesia: La rúbrica sobre la danza en el Ceremonial de la Coronación de los Reyes de la Biblioteca de El Escorial», La Música en el Monasterio del Escorial, Actas del Simposium 1-4 de septiembre de 1992, San Lorenzo de El Escorial, 1992, pp. 321-341. Vid. también los datos de mi Historia de la Música 1. Desde los orígenes hasta el ars nova, Madrid, Alianza, 1983, varias reed. post., passim.

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arte y de arte superior. Así, en los ámbitos escolásticos circulaban unos versos, a modo de aforismo, en el que se definía al músico especulativo como sabio y al realizador musical como bestia: «Musicorum et cantorum magna est distantia: isti dicunt illi sciunt que componit musica, nam qui canit quon non sapit diffinitur bestia» 7 Los fundamentos históricos de este binomio se encuentran en la antigüedad griega. Las consecuencias de índole filosófica y ética que los filósofos clásicos Platón y Aristóteles y los seguidores de la escuela pitagórica, como Aristógenes de Tarento (s IV BC), discípulo del propio Aristóteles, sacan de la música producida por instrumentistas y demás intérpretes tendrán autonomía propia en el pensamiento occidental grecorromano y medieval. La consideración de la música como ciencia especulativa ya la sugiere el gramático Fabio Quintiliano (35-96 AC). 8 Más tarde Agustín de Hipona (354-430) sancionará la distinción que hará fortuna durante toda la Edad Media. 9 Sólo en tiempos de la Ilustración se dará por superada la polarización entre música especulativa y práctica, como puede verse en los tratados de J. J. Rousseau (1712-1778) 10 y de Antonio Eximeno (1729-1808). 11 Transversalidad y simbiosis de los binomios en la música Los precedentes binomios culto-popular, escrito-oral, alto-bajo, religioso-profano, especulativo-práctico referidos a la música tienen cierta correspondencia. Así, según las épocas a que se refieran, pueden usarse como sinónimos los términos «culto», «escrito», «alto», «religioso», «especulativo», y asimismo pueden aparecer semejantes sus opuestos, «popular», «oral», «bajo», «profano», «práctico». Durante largos periodos de la historia, la música escrita sólo es de clase alta, es de índole religiosa, sobre ella se construye la especulación y es consiguientemente culta. La música popular es de tradición aural/oral instalada en las clases menos altas, no la escriben sino las personas cultas para estudiarla y especular sobre ella y no es, por lo general, de naturaleza religiosa. Las oposiciones binarias conceptuales que acabamos de describir y su sinonimia revelan el proceso de simplificación de nuestro sistema de conocimiento, basado en   Todavía en el siglo xvi lo recoge Franchino Gafori (Lodi, 1451-1522), Theorica musice. Milan, Filippo Mantegazza, impensa Io. Petri de Lomatio, 1492. Lib. I, cap. 5.    M. Fabii Quintiliani, Institutionis Oratoriae, Lib. ������������������������������������������������������������� I, �������������������������������������������������������� 10, 22-33: ed. bilingüe, traducción y comentarios de Alfonso Ortega Carmona: Quintiliano de Calahorra, Sobre la formación del orador, doce libros, Salamanca, Universidad Pontificia, 1999, pp. 142-146. ��������   ����������� Augustinus, De musica , I, 3,4-6.� Obras completas de San Agustín, vol. XXXIX, ������������������������������� Madrid, BAC,������������ traducción de Alfonso Ortega,����������������� 1987, pp. 78 ss. 10   J.-J. Rousseau, Lettre sur la musique française, Paris,1753. Dictionnaire de musique, 1768. 11   Antonio Eximeno. Del origen y reglas de la música con la historia de su progreso, decadencia y restauración, edic. italiana 1774, ed. castellana 1796.

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la analogía, que busca una mayor eficacia productiva con la mayor economía de medios y de recursos conceptuales y lingüísticos. Un recorrido por la historia de la música confirma, además, que la polarización de los conceptos «popular-culto» y de sus correlatos es artificial y no refleja la complejidad del hecho musical contemplado con una perspectiva ya sea sincrónica o diacrónica. Desde el punto de vista antropológico es irrelevante la división de la música en los antedichos polos contrapuestos. En todo caso habría que considerar otros parámetros, muy en especial los complicados mecanismos psicológicos que actúan en la creación y producción de la música, así como los efectos de todo tipo que el arte de los sonidos causa en el propio ser humano, independientemente de si es culto, popular, religioso, profano, de clase baja o alta, etc. Es cierto que a lo largo de los tiempos las clases sociales pueden preferir determinadas formas, técnicas, estilos de música, y asociarlos a determinados tiempos, espacios y circunstancias vitales o sociales, creando una escenografía particular. Pero estos parámetros y esta escenografía social no tienen por qué afectar radicalmente a la música hasta el punto de aislar y distinguir la que se realiza en las diferentes clases sociales, pues éstas pueden tener preferencias similares. En una fiesta cortesana cerrada, de clase social alta, y en una fiesta abierta a toda la sociedad, de clase baja, la música no se distingue especialmente por su función primaria antropológica y social, ni por sus formas y estilos, sino, entre algunos síntomas, por el grado de complicación tecnológica, por el ropaje externo que exhibe y por otros distintivos menos sustanciales del arte musical. Cuando el Cancionero de Palacio, de los siglos xv y xvi (Madrid, Biblioteca de Palacio 2-I-5), incorpora en su repertorio la canción «Tres morillas me enamoran en Jaén» (n.º 17) 12 y otras para ser cantadas en las fiestas cortesanas o en alguna de las representaciones teatrales del Palacio, lo hace dotando de superestructura polifónica «culta» a unas piezas que han nacido y han sido usadas monódicamente en un ámbito social muy distinto, que hoy llamaríamos «popular». A mayor abundamiento, la música de las celebraciones litúrgicas más solemnes era compuesta por eximios músicos poniendo en ella lo mejor de su arte y oficio. Esta música religiosa, creada por un músico de alto nivel cultural, artístico, y ejecutada por cantores e instrumentistas muy cualificados, estaba destinada a la edificación y devoción de los todos los fieles de cualquier condición social, así reyes, cortesanos y burgueses como criados y labriegos. A todos ellos su religión les imponía la obligación de asistir a los actos litúrgicos. En estas celebraciones religiosas todos los fieles escuchaban el mismo gran arte que compositores e intérpretes ponían también en las obras destinadas a las celebraciones festivas cortesanas y aristocráticas de los palacios y casas de los nobles. J. S. Bach compuso sus cantatas y oratorios para ser escuchados por todos los fieles de cualquier condición social, en tanto muchas obras no religiosas estaban destinadas a los nobles y cortesanos del palacio de los príncipes y de los aristócratas a los que sirvió. El excelso arte de Bach su asombrosa técnica contrapuntística, sin 12   Cancionero musical de los siglos xv y xvi, transcrito y comentado por Francisco Asenjo Barbieri, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Tipografía de los Huérfanos, 1890, ed. Fac. 1987, p. 254.

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distinción, tuvo estos dos escenarios. Compárense sus cantatas sagradas compuestas para los servicios de las fiestas y domingo del año, con sus cantatas profanas creadas con motivo de algún hecho, circunstancia o celebración, como pudo ser el nacimiento de un príncipe o de un aristócrata. 13 Y asimismo, los preludios, fugas y fantasías para el órgano en la iglesia pónganse al lado de las que debían ejecutarse fuera de la misma para un público más selecto. Así cotejadas, difícilmente podrán diferenciarse por la naturaleza de su armazón armónica, contrapuntística. La característica de las cantatas religiosas será muchas veces únicamente su referencia a corales tradicionales ¿Cuál es, por tanto, el distintivo puramente musical de lo religioso y lo profano, de lo culto y lo popular, de la clase social alta y baja, en las obras de J. S. Bach y de tantos músicos de los siglos xvi, xvii y xviiii? La historia de la música nos ofrece infinitos testimonios del uso transversal de formas, motivos y materiales diversos que han pasado de un lugar a otro como elementos vivos migratorios. La centonización dentro de un repertorio como el gregoriano es un caso muy conocido de este movimiento migratorio de fórmulas y motivos deslocalizados. El uso de cancioncillas de diversa procedencia, llamadas jarchas, en las canciones cortesanas musulmanas como las muwashahas es otro de los casos de esta migración. Asimismo podríamos traer como ejemplo las célebres ensaladas del siglo xvi construidas con materiales dispersos. En su De Musica libri Septem, (Salamanca 1577) el gran tratadista músico del siglo xvi Francisco de Salinas intentó cohonestar los dos polos de música especulativa y música práctica. Salinas aplica a la música lo que Vitruvio dice sobre la arquitectura: «Los que intentan ejercitarse sólo manualmente, sin estudiar, no pueden realizar nada eficazmente. Y los que confían tan sólo en la teoría y en las letras, dan la impresión de que persiguen la sombra, no la realidad. Por fin, los que aprenden una y otra cosa, como adornados por todas las armas, llegan a conseguir pronto una gran autoridad en lo que se propusieron». 14 Para explicar muchos fenómenos musicales de naturaleza melódica y rítmica, el mismo Francisco Salinas aporta indistintamente ejemplos tomados de la tradición oral, canciones castellanas, 15 italianas, 16 germánicas, 17 etc., y de las obras de grandes compositores. 18 Es antigua la técnica de usar materiales que podríamos llamar vivos, o incluso «de derribo», cualquiera que sea su origen, para forjar obras nuevas. Sobre todo, es éste un procedimiento relacionado por lo general con el 13  Compárense, por ejemplo, la cantata profana Hercules auf dem Scheidewege (BWV 213) compuesta para celebrar el Nacimiento del Príncipe Friedrich Christian, 5 de sept. 1733, y la cantata coral religiosa con el conocido texto del coral Wachet Auf, ruft uns die Stimme (BWV 166), para el Domingo XXVII después de la Trinidad, 25 de noviembre de 1731. 14   Francisco Salinas: Siete libros sobre la música. Primera versión castellana por Ismael Fernández de la Cuesta. Madrid, 1983, prólogo, p. 24. 15   Manuel García Matos, «Pervivencia en la tradición actual de canciones populares recogidas en el siglo xvi por Salinas en su tratado De musica libri septem», Anuario Musical, XVIII, 1963, p. 77. Salinas, opus cit.. p. 557 ss. 16  Salinas transcribe una melodía que dice se parece a la que cantaban las vendedoras de castañas en Roma, opus cit. p. 748, ver también otras referencias a canciones italianas en las pp. 622, 625, 635, etc. 17  Salinas, opus cit. p. 612 18  Salinas, opus cit. p. 461.

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funcionamiento de nuestro cerebro, con la activación de arquetipos secretamente almacenados en él. Tal procedimiento tiene a veces también una explícita intención estética, estilística y hasta política, en el caso todavía reciente, del nacionalismo musical. Así, pues, aunque puede hacerse un uso funcional, programático, intencional de la música, y de hecho así ha ocurrido a lo largo de los siglos, considerada como puro arte sonoro, carece de intenciones y se somete mal a cualquier tipo de cliché, máxime si es de clase social. *  *  * El intercambio y la simbiosis entre música popular y música culta sólo se ha planteado en los dos últimos siglos después de establecerse el binomio «popularculto» tal como lo entendemos hoy. Uno de los teóricos del nacionalismo musical español, Felipe Pedrell (1841-1922), basó su discurso en un pensamiento atribuido a Antonio Eximeno expresado en la siguiente frase: «Sobre la base del canto nacional debería construir cada pueblo su música». 19 Los estudios del folklore musical en los Conservatorios europeos y en las Academias dedicadas a la composición e interpretación de la música tenían por objeto dotar de materiales sonoros a los músicos para la creación y comprensión de una música identificada con la tradición. El rebrote de nacionalismo que se advierte en los primeros años del siglo xxi en ciertos países y regiones vuelve a incidir en la música tradicional, «popular», para encontrar su identidad cultural y política. Francisco de Salinas, por el contrario, entendió ya en el siglo xvi que la música poseía la misma naturaleza, los mismos elementos estructurales básicos, en cualquier ámbito, por la historia, la geografía, en definitiva por su categoría temporal o espacial o social. La vuelta a este pensamiento magistralmente expresado por un gran humanista del Renacimiento no podría ser hoy sino muy enriquecedor. BIBLIOGRAFÍA citada Mattew Arnold (1869). Culture and Anarchy, Londres, Elder. Francisco Asenjo Barbieri (1890). Cancionero musical de los siglos xv y xvi, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Augustinus (1978). De musica, ed. Alfonso Ortega, Madrid, BAC. Antonio Eximeno (1774). Del origen y reglas de la música, Roma. Ismael Fernández de la Cuesta (1983). Historia de la música I. Desde los orígenes hasta el «ars nova», Madrid, Alianza. — (1992). «El baile en la iglesia», La música en el Monasterio del Escorial, El Escorial. Franchino Gafori (1492). Theorica musicae, Milán, Filippo Mantegazza.

19   Vid. José Sierra, «Sobre la base del canto nacional debería construir cada pueblo su música (P. Antonio Eximeno)», Revista de musicología, 10, nº 2, 1987, pp. 647-652.

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Manuel García Matos (1963). «Pervivencia en la tradición actual de canciones populares recogidas en el siglo xvi por Salinas en su tratado De musica libri septem», Anuario Musical, XVIII, pp. 77 y ss. Claude Lévi‑Strauss (1971). L’homme nu, París, Plon. Platón. Platonis Republicam (2003). ed. S. R. Slings, Oxford. J. J. Rousseau (1768). Dictionnaire de musique, París. — (1753). Lettre sur la musique, París. Francisco Salinas (1983). Siete libros sobre la música. Primera versión castellana por Samuel Fernández de la Cuesta, Madrid, Alpuerto. José Sierra Pérez (1987). «Sobre la base del canto nacional debería construir cada pueblo su música (P. Antonio Eximeno)», Revista de Musicología, 10, pp. 647-652.

Una nota crítica sobre la Literatura Comparada Jesús G. MAESTRO Universidad de Vigo

No se puede expulsar a la crítica de la investigación literaria. R. Wellek (1959/1998: 87).

Preliminares En este trabajo se expone un modelo gnoseológico de interpretación de la Literatura Comparada, o Modi sciendi comparationis litterariae (modos científicos de la comparación literaria). De los cuatro modos de las ciencias efectivamente existentes —definiciones 1, clasificaciones 2, demostraciones 3 y modelos—, son estos últimos, los modelos, los   Las definiciones, o functores nominativos, son procedimientos que forman Términos a partir de Términos [T < T], bien por vía genética (el Quijote como obra literaria construida por Cervantes), bien por vía estructural (Dulcinea como invención de don Quijote). En el primer caso, el artífice es un sujeto operatorio (Cervantes escribe el Quijote), que actúa como término dentro del campo categorial; en el segundo caso, el artífice es un término estructural exclusivamente (don Quijote como término estructural dentro de la novela que lleva su nombre).   Las clasificaciones, o functores determinativos, son procedimientos que, a partir de relaciones dadas en el campo, establecen otros términos [T < R], simples o complejos, dentro del sistema que constituye el campo gnoseológico. La construcción de las clasificaciones puede ser ascendente (de las partes al todo) o descendente (del todo a las partes). Las totalidades que integran o constituyen las clasificaciones pueden ser atributivas (partitivas o hematológicas, relativas al concepto estoico de merismos, traducido al latín como partitio) o distributivas (divisorias o diairológicas, relativas al concepto estoico de diairesis, traducido al latín como divisio).   Las demostraciones, o functores conectivos, forman Relaciones a partir de Relaciones [R < R]. Es, por ejemplo, el caso de las cadenas hipotético-deductivas que conducen al establecimiento de identidades. Son

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que permiten dar cuenta del modus operandi de la Literatura Comparada. En el caso de la Teoría de la Literatura, el modo más adecuado no corresponde a los modelos, sino a las definiciones y a las demostraciones y, sobre todo, a las clasificaciones. ¿Por qué? Porque la Teoría de la Literatura procede mediante a) relaciones que dan lugar a términos [R > T] (clasificaciones), b) uso de términos que dan lugar a nuevos términos [T > T] (definiciones) y c) uso de relaciones que dan lugar a nuevas relaciones [R > R] (demostraciones). Por su parte, la Literatura Comparada opera esencialmente mediante la comparación de materiales literarios entre sí, es decir, mediante la relación de términos, de modo que dados los términos literarios (autor, obra, lector, transductor) se procede a su relación crítica [T > R]. Modelos Los modelos, o functores predicativos, son contextos determinantes o armaduras que establecen Relaciones definidas a partir de los Términos del campo gnoseológico. Adviértase que la relación es la figura gnoseológica por excelencia en la que se basa la Literatura Comparada. Por esta razón, los modelos son los procedimientos esenciales del ejercicio ontológico y gnoseológico de la Literatura Comparada, desde el momento en que ésta se basa en la comparación, es decir, en la Relación, de materiales literarios, dados como Términos (autor, obra, lector y transductor) en el campo categorial de la Literatura. Las relaciones son operatorias según dos tipos de criterios. En primer lugar, las relaciones pueden ser isológicas (dadas entre términos de la misma clase: autor con autor, obra con obra…) o heterológicas (dadas entre términos de clases diferentes: un autor en una obra, una obra en un lector, un autor en un lector…). En segundo lugar, las relaciones pueden ser distributivas (dadas con el mismo valor en cada parte del todo: el impacto de una obra en una totalidad de lectores) o atributivas (dadas con distinto valor en cada parte del todo: el impacto de una obra en un lector concreto y distinto de los demás). Modelos Construcción / Estructuración

Atributivo

Distributivo

Isología

metros

paradigmas

Heterología

prototipos

cánones

1. Los Metros son modelos isológicos atributivos (la familia romana de la época de la República es metro de la familia cristiana); en el contexto de la Literatura figuras fundamentales en sistemas de pensamiento como el popperiano, y tienden a incurrir, cuando se desarrollan aisladamente, en la falacia teoreticista.

una nota crítica sobre la literatura comparada

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Comparada, son metros todos los estudios que destinados a comparar un autor con otro (Cervantes y Shakespeare), una obra con otra (Odisea y Divina commedia), un lector con otro (Unamuno y Borges ante el Quijote), un transductor con otro (la recepción y puesta en escena de Calderón en el Romanticismo polaco y en las vanguardias alemanas de comienzos del siglo xx). 2. Los Paradigmas: son modelos isológicos distributivos (la tangente a la curva es paradigma de la velocidad de un cuerpo móvil); en el caso de la Literatura Comparada, son paradigmas las interpretaciones que objetivan, bien la influencia que un lector célebre de una obra literaria puede ejercer sobre otros lectores (Borges como lector de la Divina commedia o el Quijote), bien el impacto que un transductor o intérprete de una obra literaria puede ejercer sobre otros transductores o intérpretes (los traductores del Quijote al alemán en los siglos xviii y xix, por ejemplo, cuyo texto de la obra cervantina influyó sin duda en los lectores de lengua alemana durante la Ilustración y el Romanticismo; la traducción española, indudablemente paradigmática, que Dámaso Alonso hizo al español de la novela de Joyce Retrato del artista adolescente). 3. Los Prototipos: son modelos heterológicos atributivos (la vértebra tipo de Oken es prototipo del cráneo de los vertebrados); en el contexto de la Literatura Comparada, son prototipos todas las interpretaciones que den cuenta del impacto de un autor en una obra (la influencia de Apuleyo en el Crótalon), de una obra en un autor (la Odisea en James Joyce), de un lector en un autor (el público ovetense como receptor de La Regenta, capaz de influir en un Leopoldo Alas que escribe Su único hijo con cierto ánimo reconciliador frente a sus lectores más inmediatos), de un lector en una obra (Borges como lector de la Divina commedia en Nueve ensayos dantescos), de un transductor en un autor (la puesta en escena que hace Grotowski del teatro de Calderón), y de un transductor en una obra (la traducción de Ludwig Tieck del Quijote al alemán en 1799). 4. Los Cánones: son modelos heterológicos distributivos (el gas perfecto es modelo canónico de gases empíricos); en el caso de la Literatura Comparada, son cánones aquellas interpretaciones que codifican normativamente el impacto histórico que determinados lectores y transductores han ejercido sobre otros lectores e intérpretes, los cuales han asumido las propuestas interpretativas de los primeros como criterios de referencia para organizar sus propias lecturas e interpretaciones. Suele tratarse con frecuencia de trabajos que dan cuenta de contribuciones críticas, y no tanto creativas. Los estudios de Curtius, Auerbach o Rico sobre la Edad Media latina, la literatura como mimesis de la realidad, o la presencia de la lírica renacentista italiana en la literatura española, constituyen, respectivamente, ejemplos de investigaciones que codifican determinados cánones literarios en el campo gnoseológico de la Literatura Comparada. Diré, en consecuencia, que en el ámbito de la Literatura Comparada, son los functores relativos o predicativos, es decir, aquellos en que se objetiva la relación

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—o comparación— entre los términos del campo —autor, obra, lector, transducción—, los que constituyen la figura gnoseológica fundamental, esto es, la figura gnoseológica que permite constituir los contextos determinantes o armaduras que dan lugar a la Literatura Comparada como realidad efectivamente existente, como ontología y como metodología. Se observa de este modo que las clasificaciones (relaciones que dan lugar a términos), tan propias y útiles de una Teoría de la Literatura, no ayudan mucho a la Literatura Comparada, disciplina en la que los modelos, es decir, las relaciones obtenidas a partir de términos, son las relaciones decisivas, desde el momento en que en ellas se objetiva, operatoriamente, esto es, gnoseológicamente (material y formalmente), la comparación. Hacia la crítica gnoseológica de la Literatura Comparada Los términos del campo de la Literatura son, como sabemos, autor, obra, lector y transductor. Lo que hace la Literatura Comparada es relacionar estos términos tomándolos de sistemas literarios diferentes, dadas sus condiciones lingüísticas, históricas, geográficas, culturales, etc... De este modo, el teórico de la literatura se enfrenta a un cuadro en el que el eje de ordenadas y el eje de abcisas disponen los términos cuyo cruce da lugar a las relaciones. El cierre categorial se produce cuando operatoriamente se agotan las posibilidades factibles de establecer nuevas relaciones más allá de los límites del campo categorial de la literatura, porque todas las variantes están objetivadas como posibilidades reales dentro de la metodología de la teoría de la literatura y dentro de la ontología de la literatura, gnoseológicamente organizada mediante la figura de la relación, es decir, como Literatura Comparada. Si tenemos en cuenta que las relaciones, como he indicado, pueden ser, según su construcción, de isología (igualdad de valencias entre términos relacionados) o de heterología (desigualdad de valencias), por un lado, y, por otro, según su estructuración, de distribución (igualdad en las características partitivas de los términos relacionados) o de atribución (especificidad en las características partitivas de los términos relacionados), tendríamos el siguiente Modelo: Modelo

Autor

Obra

Lector

Transductor

Autor

Isología Atributivo

Heterología Atributivo

Heterología Distributivo

Heterología Distributivo

Obra

Heterología Atributivo

Isología Atributivo

Heterología Distributivo

Heterología Distributivo

Lector

Heterología Atributivo

Heterología Atributivo

Isología Distributivo

Heterología Distributivo

Transductor

Heterología Atributivo

Heterología Atributivo

Heterología Distributivo

Isología Distributivo

una nota crítica sobre la literatura comparada

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Ahora bien, a este modelo gnoseológico hay que añadirle los contenidos de una Literatura Comparada, es decir, su ontología: los términos literarios de su campo categorial. Como se trata de modelos, o functores predicativos, esto es, contextos determinantes o armaduras que establecen relaciones definidas a partir de los términos del campo gnoseológico, el resultado es, como he indicado anteriormente, la constitución de metros (modelos isológicos atributivos), paradigmas (modelos isológicos distributivos), prototipos (modelos heterológicos atributivos) y cánones (modelos heterológicos distributivos), de tal manera que éste será, en consecuencia, el Modelo gnoseológico de la Literatura Comparada, o Modi sciendi comparationis litterariae (modos científicos de la comparación literaria). Modi sciendi comparationis litterariae Modelo

Autor

Obra

Lectores

Transductores

Autor

Isología Atributivo

Heterología Atributivo

Heterología Distributivo

Heterología Distributivo

metro

prototipo

canon

canon

Obra

Heterología Atributivo

Isología Atributivo

Heterología Distributivo

Heterología Distributivo

prototipo

metro

canon

canon

Lector

Heterología Atributivo

Heterología Atributivo

Isología Distributivo

Heterología Distributivo

prototipo

prototipo

paradigma

canon

Heterología Atributivo

Heterología Atributivo

Heterología Distributivo

Isología Distributivo

prototipo

prototipo

canon

paradigma

Transductor

La correcta lectura o interpretación de este cuadro, en el que se objetivan gnoseológicamente los Modos Científicos de la Literatura Comparada o Modi sciendi comparationis litterariae, exige tener en cuenta los siguientes criterios, que voy a exponer de acuerdo con la implantación de la Literatura Comparada en cada uno de los tres ejes del espacio gnoseológico (sintáctico, semántico y pragmático).

Gnoseología de la Literatura Comparada: sintaxis En primer lugar, hay que advertir en el cuadro de los Modi sciendi comparationis litterariae la existencia de tres sectores, dados en symploké en el eje sintáctico del espacio gnoseológico, y al margen de los cuales el ejercicio de la Literatura Comparada es imposible. Se trata, obviamente, de los términos, la relaciones y las operaciones.

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A. Los Términos del campo categorial de la Literatura, es decir, los materiales literarios (autor, obra, lector y transductor), dados en el eje de ordenadas o eje vertical (y) y en el eje de abcisas o eje horizontal (x). B. Las Relaciones que pueden establecerse entre los términos del campo categorial de la Literatura, es decir, entre los materiales literarios de ambos ejes (ordenadas y abcisas), y en las que se objetiva gnoseológicamente la figura fundamental que hace posible la ontología y el ejercicio de la Literatura Comparada: la relación o comparación entre los materiales literarios. C. Las Operaciones que sólo puede ejecutar el comparatista, es decir, el sujeto operatorio o sujeto gnoseológico, al poner en relación racional, causal y consecuente, los términos del campo categorial de la literatura, es decir, los materiales literarios (autor, obra, lector y transductor).

Se observará que estos tres niveles coinciden en su nomenclatura con los tres sectores del eje sintáctico del espacio gnoseológico. Permiten identificar y definir los componentes lógico-materiales que intervienen en la interpretación y ejercicio de la Literatura Comparada, al actuar del comparatista como sujeto operatorio, los hechos literarios como términos o materiales literarios y la relación como figura gnoseológica que hace posible la comparación o interpretación crítica dada entre los términos. Gnoseología de la Literatura Comparada: semántica En segundo lugar, ha de advertirse que los materiales literarios que figuran en el eje de ordenadas o vertical (y) desempeñan unas funciones causales específicas, frente a las funciones que ejercen los materiales literarios que figuran en el eje de abcisas u horizontal (x), los cuales están en ese eje precisamente en función de sus propias codificaciones, objetivaciones, consecuencias y sanciones, como trataré de justificar a continuación. En la explicación de cada una de estas funciones se objetiva, desde el punto de vista de su significación en la relación entre los términos, ejecutada por el comparatista o sujeto operatorio, la semántica de los Modi sciendi comparationis litterariae o Modos científicos de la Literatura Comparada. En el eje semántico del espacio gnoseológico, la Literatura Comparada se explicita, de acuerdo con criterios ontológicos, en primer lugar, en los materiales literarios, o términos del campo categorial, y, en segundo lugar, en las relaciones dadas entre ellos, y cuya ejecución compete a las operaciones del comparatista o sujeto operatorio. Sumariamente, puede decirse que el eje de ordenadas o vertical llevaría la iniciativa, pero no determinaría la consecuencia, que correspondería al eje de abcisas u horizontal. Dicho de otro modo, «el eje vertical propone» y «el eje horizontal dispone». Veamos cómo. Las figuras del eje vertical son causales. Se trata de materiales literarios que figuran gnoseológicamente como entidades que son causa y eficiencia de la relación literaria ejecutada por el comparatista o sujeto operatorio. De este modo, cabe admitir

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que el autor es causa eficiente de la obra literaria, que escribe, construye, idea, elabora... A su vez, la obra literaria es un texto susceptible de interpretación por otros autores, lectores y transductores, en la medida en que éstos son capaces de analizar las ideas objetivadas formalmente en el texto como material literario de referencia. La obra literaria permite ser interpretada, se ofrece a la lectura, es legible en la forma y la materia de las ideas en ella objetivadas. Del mismo modo, el lector, quien interpreta para sí el significado y las ideas de los materiales literarios que consume, puede ser objeto de manipulación por parte de los transductores que disponen la pragmática de la comunicación literaria y que en ella intervienen, con frecuencia, con intenciones normativas. El lector se convierte, de este modo, en objeto de manipulación por parte de un transductor. Es un consumidor objeto de estadísticas, estudios sociológicos y económicos, impactos sociales, etc. En este contexto, el transductor necesita siempre de autores, obras y lectores para actuar sobre ellos frente a terceros, esto es, frente a nuevos autores, obras y lectores. El transductor es generador de sistemas normativos y artífice de cánones, a los que da forma objetiva con la pretensión de imponerlos distributivamente sobre una totalidad de receptores, mediante múltiples recursos a su alcance (editoriales, prensa escrita, instituciones académicas y científicas, centros educativos, ministerios de cultura, leyes estatales o gremiales, censura, fondos públicos o presupuestos privados, órdenes religiosas y credos ideológicos, etc…) Ésta es la acción de las figuras del eje de ordenadas o eje vertical: actuar en primer lugar. En manos del comparatista o sujeto operatorio, son causa eficiente de la relación o comparación literaria entre los términos del campo categorial. Veamos ahora qué hacen las figuras del eje horizontal y cómo actúan. Ante todo, hay que decir que actúan en segundo lugar. No son causa eficiente de la relación que establece el comparatista, sino consecuencia codificadora, objetivadora o sancionadora de ella. Ahora bien, estas consecuencias —codificaciones, objetivaciones y sanciones— presentan propiedades distintivas y específicas en cada caso, ya que en este eje horizontal, o de abcisas, el comportamiento de las figuras —autor, obra, lectores (en plural) y transductores (en plural)— es determinante en la consecución de la relación o comparación literaria.

El autor en la Literatura Comparada En el eje de abcisas, o eje horizontal, la figura del autor acusa recibo de la influencia, impacto o interacción, de otro autor. Este «acuse de recibo» puede dar lugar a consecuencias de analogía, de paralelismo, o de antinomias, es decir, a resultados analógicos, paralelos o dialécticos. En suma, la acción del autor, como ente en el eje de abcisas que determina el desenlace de la relación o comparación literaria con el resto de los materiales literarios, es una acción de registro o codificación, en la que se objetiva el resultado y la consecuencia de tales relaciones literarias. El autor acusa recibo de la influencia o interacción con otro autor, dando lugar a metros (isología atributiva); de su personal lectura o interpretación de una obra literaria, esto

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es, de un prototipo (heterología atributiva); de su relación no menos personal con un lector específico, en quien objetiva un prototipo de receptor (heterología atributiva), o con el prototipo de crítica de un transductor (heterología atributiva). En el eje de abcisas, la figura del autor corresponde a la figura de un registrador o codificador de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, que son objeto de relación o comparación por parte del comparatista en tanto que sujeto operatorio. La obra literaria en la Literatura Comparada En el eje de abcisas, o eje horizontal, la obra literaria desempeña gnoseológicamente el papel de una figura objetivadora del impacto, interacción e influencias consumadas de facto por cualquier material literario precedente, que el comparatista, de forma racional y lógica, haya tomado como referencia. Así, una obra literaria concreta puede objetivar la influencia efectiva de un autor concreto, y dar lugar a un prototipo (heterología atributiva). Del mismo modo, resulta frecuentísimo comprobrar la presencia formalmente objetiva de un texto en otro, lo que permite analizar como metros dos o más textos literarios (isología atributiva). A este tipo de relación Genette (1982), desde criterios estructuralistas, la denominó intertextualidad, al designar la relación de copresencia, eidética y frecuentemente, de un texto en otro, y calificar al primero —o eficiente— de hipotexto (aquí en el eje de ordenadas o vertical) y al segundo —o consecuente— de hipertexto (aquí en el eje de abcisas u horizontal). También es frecuente el caso de obras literarias que objetivan la influencia o presencia de un lector, o de una interpretación fuertemente personalizada en la figura de un lector, dotado de cualidades o atribuciones modélicas, y que da lugar a un prototipo específico de lectura (heterología atributiva), por no hablar de obras en las que la influencia objetivada, incluso con carácter normativo, procede ya no de un lector más o menos cualificado o distinguido, cuya lectura se propone como un autologismo, sino de un transductor más o menos poderoso e influyente, cuya interpretación se propone como un dialogismo, con pretensiones incluso canónicas, las cuales dan lugar a un prototipo más imponente incluso que el proporcionado por un lector modélico (heterología atributiva). Adviértase que el transductor no es un lector cualquiera; el transductor es un lector en posesión de recursos tales que le permiten imponer, con carácter normativo e institucional, sus propias interpretaciones sobre otros lectores. El transductor, como explicaré más adelante, no actúa desde el autologismo interpretativo, es decir, no formula interpretaciones personales, para sí, sino que actúa desde el dialogismo interpretativo, es decir, publica interpretaciones que son resultado de los criterios de una comunidad científica, ideológica o gremial, pero siempre institucional, de la que forma parte, y desde la que se pretende, a partir de un prototipo de lectura, imponer un canon de interpretación. Es decir, a partir de las ideas de un gremio de lectores, el transductor pretende imponer un sistema de normas. Sólo merced a un transductor una Poética puede convertirse en una Preceptiva. El lector, por sí mismo, no puede hacerlo. El lector care-

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ce de los medios de que dispone el transductor. La obra, en suma, actúa desde el eje de abcisas como una entidad en la que se objetivan las relaciones literarias establecidas por el comparatista o sujeto operatorio entre los términos del campo gnoseológico de Literatura, esto es, entre los materiales literarios.

El lector en la Literatura Comparada En el eje de abcisas o eje horizontal, el lector no es un lector único, sino una pluralidad de lectores. La obra literaria no puede ser leída por un único lector, en primer lugar, porque el lector no existe realmente como una entidad única, singular o unívoca, sino como un conjunto de receptores, es decir, como una pluralidad, como una sociedad, como un público; y, en segundo lugar, porque la literatura, o concretamente la obra literaria, que ha sido leída por una única persona, no puede considerarse como literatura, ni como obra literaria, porque no habrá salido de manos de su autor, quien se convertirá, onanistamente, en su primer y último lector. La literatura, para serlo efectivamente, ha de exponerse al público, y ha de implantarse y circular en un contexto comunicativo, pragmático y social, de consecuencias semiológicas, políticas e históricas. Una obra literaria leída por una única persona —que sólo podrá haber sido su autor— es un autologismo, no una obra literaria cuya recepción e implantación sociales hayan tenido lugar. Desde el punto de vista de la recepción literaria, no cabe, pues, hablar de un lector único. Por esta razón, en el eje de abcisas, el lector será siempre y necesariamente una comunidad de lectores, esto es, una sociedad política que interpreta de forma colectiva y plural una obra literaria, la cual podrá resultar relevante desde algún criterio histórico, económico o estadístico, entre otros varios, alternativos o simultáneos. De un modo u otro, el lector, definido como aquel ser humano que interpreta para sí de modo crítico y científico las ideas y los conceptos objetivados formalmente en los materiales literarios, desde su posición consecuente en el eje de abcisas o eje horizontal del espacio gnoseológico de la Literatura Comparada, desempeñará ante todo las funciones correspondientes a una figura consecutiva, a modo de vértice y lado común entre los ángulos consecutivos que forman la obra y el transductor. El lector interpreta la obra literaria para sí, y está a merced de la interpretación que para los lectores impone un transductor. La labor del lector es siempre consecutiva, entre la obra literaria que recibe y consume, y las interpretaciones literarias que recibe y consume del transductor. Así se explica que una sociedad de lectores pueda recibir el impacto, la interacción o la influencia de un autor modélico, de una obra de referencia, o de un transductor lo suficientemente competente y poderoso como para imponerse en sus interpretaciones, desde el modelo institucional y normativo de un canon, que necesariamente habrá de ser histórico, social y político (heterología distributiva). Puede suceder también que quien imponga una interpretación literaria a un lector no sea la figura de un autor de prestigio universal, ni una obra cuya validez general haya sido reconocida, ni tampoco un transductor institucionalmente poderoso. Puede

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suceder que, en tales contextos, no institucionales, ni normativos, quien imponga a un lector una interpretación de este tipo sea otro lector. Este tipo de imposiciones interpretativas, de lector a lector, o de receptor a receptor, en el caso de culturas bárbaras, ágrafas o analfabetas, es característica de sociedades naturales, o sociedades no organizadas políticamente, en torno a un Estado, es decir, de sociedades filárquicas (como las tribus), de sociedades sanguíneas (como las familias), o de sociedades autistas (como las sectas). Así, determinadas sociedades tribales interpretarán acríticamente sus orígenes o identidad mediante la transmisión automática y reiterativa de relatos o rituales míticos en los que se manifestarán sus fantasías ancestrales. Del mismo modo, determinadas sociedades organizadas desde criterios familiares y consaguíneos, articulados como células sociológicas de su desarrollo colectivo, se servirán de determinados códigos o leyes, escritas o tácitas, pero sin duda sacralizadas (el fundamento de la norma sería aquí el sacramento, en lugar del código civil), con el fin de mantener la unión de sus miembros y la estructura de sus clanes. Por otro lado, es evidente que el autismo gremial de determinadas sectas, o grupos ideológicos cerrados e irracionales, exige de sus miembros la identidad con determinados textos fundacionales, la sumisión hacia determinadas figuras emblemáticas y numinosas, y la obediencia a una serie de ideologemas al margen de los cuales la secta (feminista, nacionalista, culturalista, religiosa, terrorista...) proscribe toda forma de vida. Cuando un lector recibe la imposición de una interpretación literaria por parte de un transductor institucional o estatal, o de una obra o de un autor codificados como de referencia en una tradición histórica, política y social, esta interpretación opera de forma heterológica (procede de una fuente que no es otro lector) y distributiva (se impone socialmente sobre una amplia comunidad de lectores, más allá de clases, grupos, gremios y naciones). Este tipo de interpretaciones son constitutivas de cánones, desde el momento en que se imponen mediante sistemas normativos, institucionales y estatales, por encima de dialogismos que identifican a minorías secesionistas o disidentes y, por supuesto, ignorando, o incluso reprimiendo, a autologismos que brotan de individuos cuya posición resulta marginal o insular, por muy genial u original que pretenda presentarse. Sin embargo, cuando un lector recibe la imposición de una interpretación literaria por parte de otro lector, es decir, de una figura igual a sí misma, isovalente al propio lector que recibe tal interpretación, ésta opera de forma isológica (procede de una fuente idéntica o analógica), y distributiva (su impacto, como su intención y su valor, son unívocos y personales, en todo caso gremiales, pero no pretenden validez universal, ni mucho menos extrapersonal o extragremial). Su distribución corresponde al gremio. Es una «distribución autista». Este tipo de interpretaciones son constitutivas de paradigmas, únicamente válidos en los límites del gremio que los genera, autoriza e impone, entre sus miembros. Sucede a veces que un gremio pretende imponer a todos como canon lo que sólo es un paradigma para los miembros del gremio. Es lo que sucede de hecho en la posmodernidad con toda esa serie de grupos, sectas, y gremios autistas, que, desde el discurso victimista de las minorías, pretenden imponer, sirviérdose del imperialismo editorial y académico de los Estados Unidos, una reforma, destrucción,

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sustitución o, simplemente, adulteración, del canon. En realidad estos grupos autistas disputan en el seno de la globalización por imponer como «canon» para todos lo que sólo es, y será, un «paradigma» para ellos. Porque la interpretación feminista de la literatura sólo es un «paradigma» de lo que las feministas son capaces de interpretar en la literatura, pero no de lo que la literatura es para los que no piensan como ellas, desde los criterios dialógicos de su sectarismo. Y porque, del mismo modo, la interpretación culturalista o indigenista de determinadas literaturas sólo es un paradigma de lo que tales culturas son capaces de interpretar émicamente en sus materiales literarios o antropológicos como «paradigmas», pero no de lo que esos materiales literarios son para los que se sitúan éticamente en otra cultura 4. El lector, pues, es siempre, en el eje semántico del espacio gnoseológico en que se explicita la Literatura Comparada, una figura consecuente con lo que recibe, consume e interpreta para sí. Cuando el lector decide reaccionar frente a las consecuencias que se le imponen o que se esperan de él, entonces se convierte en un transductor. Es decir, se convierte, desde la dialéctica, la analogía o el paralelismo, en un intérprete para los demás, esto es, en un transductor. Esta interpretación dativa —para otros— es la génesis de la transducción. El transductor en la Literatura Comparada En el eje de abcisas o eje horizontal se sitúa el transductor en el desarrollo de su más amplia actividad dentro del espacio gnoseológico de la Literatura Comparada. El transductor, cuya labor se orienta a interpretar la literatura para los demás, nunca actúa sólo, sino en colaboración con otros transductores, desde una estructura mediática e institucional, con frecuencia estatal y preferentemente académica (dialogismo), y siempre lo hace desde la imposición de un sistema normativo avalado por un conjunto de superestructuras históricas, políticas y sociales (normas). En consecuencia, el transductor es aquí, en el eje de abcisas, una pluralidad de transductores coordinados en un dialogismo único que busca imponerse normativamente desde estructuras políticas y estatales. El lector casi siempre actúa sólo, pero el transductor no. El transductor jamás opera desde autologismos. Siempre pertenece a un gremio, a un dialogismo públicamente codificado, y normativamente operativo. El gremio puede ser institucional, y formar parte de un Estado, o no, y actuar entonces como una sociedad gentilicia, es decir, como una sociedad filárquica (dirigida por una   Me sirvo aquí te los términos emic / etic según la nomenclatura que de ellos hace el Materialismo Filosófico (Bueno, 1990; Maestro, 2007: 58-93) a partir de las investigaciones lingüísticas de Pike (1954). Esta distinción se ha hecho clásica en Antropología Cultural y en la Etnología, y que fue diseñada por Pike a partir de la Lingüística. Emic designa la perspectiva que adopta el punto de vista del agente del fenómeno que se esté estudiando. Por ejemplo, una perspectiva emic podría ser la aseveración de la primitiva comunidad cristiana: «Jesús hizo milagros efectivos como muestra evidente de que Yahvé estaba de su parte». Etic designa la perspectiva del investigador cuando adopta un punto de vista que no es el del agente del fenómeno que estudia, sino el suyo propio a partir de una metodología y teoría críticas y racionales. Una afirmación etic: «Jesús realizó acciones que la gente interpretó como milagros».

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suerte de patriarca, como las tribus), autárquica (gobernada al unísono desde el autismo de sus miembros, como las sectas) u oligárquica (coordinada según los intereses comunes del gremio, como los nacionalismos), que son tres tipos de sociedad gremial de tipo natural o gentilicio, esto es, de sociedad no desarrollada estatal o políticamente. Los transductores más potentes son los que actúan desde una sociedad política organizada como Estado. Sin embargo, cuando los Estados son políticamente débiles, o frágiles, a su sistema normativo suele imponerse, con mayor o menor éxito, el discurso dialógico con el que pretende identificarse un gremio determinado, el cual, movido por intereses económicos y psicológicos, trata de imponer a toda costa su alternativa, es decir, sus propias normas. De este modo, la relación que el comparatista, como sujeto operatorio, puede establecer, entre los términos literarios dados en el campo gnoseológico, al tomar como referencia la figura del transductor, se reduce básicamente a dos tipos, como se refleja en el cuadro expuesto anteriormente. En primer lugar, el transductor, desde el eje de abcisas o eje horizontal, sanciona normativamente, amparado por las estructuras de poder y de saber desde las que interpreta la literatura, el impacto, relación o influencia de autores, obras y lectores, desde la heterología (dado que su categoría es normativa, supraestructurada y dominante) y desde la distribución (ya que trata de imponerse por igual sobre todas las partes y clases que integran la totalidad de público y lectores). El transductor transmite y transforma para los demás la interpretación de las ideas objetivadas formalmente en los materiales literarios, y lo hace con la intención consumada de constituir un canon. Sin embargo, en el desarrollo de sus actividades y objetivos, el transductor puede encontrarse con un adversario tan poderoso como él: otro transductor. Otro sujeto que interpreta, también para los demás, y de forma diferente, dialéctica o antinómica, los mismos materiales literarios. No cabe hablar aquí de metros, esto es, de figuras dadas en isología (igualdad de valencias entre las entidades en conflicto), porque no hay dos transductores iguales en sus competencias, superestructuras y teleologías, ni en el desenvolvimiento de su finis operantis, ni en equidad o identidad de atribuciones (idéntico impacto e idénticas consecuencias sobre una misma masa de lectores), porque la fuerza y resultados de cada operación de transducción es diferente en cada tiempo, en cada espacio y ante cada público. Surge aquí el conflicto de las interpretaciones y la lucha por imponerlas. Los gremios académicos disputan entre sí. Múltiples grupos ideológicos luchan intestinamente y sin tregua alguna por desplazar del poder a quienes lo ejercen. Babel quiere ser la Academia, desde el irrracionalismo de autologismos absurdos y estériles, desde la necedad de lo «políticamente correcto», y desde la imposición de dialogismos gremiales carentes de todo fundamento lógico y científico. Y la Academia contra Babel se impone desde el uso de la razón, la coherencia de la ciencia y el ejercicio de la dialéctica, tres facultades de las que la tropología posmoderna y el psicologismo gremial carecen por completo. La fuerza de Babel es la psicología de la secta y la retórica de la fe. La Academia es lo que siempre ha sido: conocimiento racional, crítico, dialéctico, científico y lógico. Cuando un transductor se relaciona dialécticamente con otro transductor, el canon queda neutralizado y discutido, y en

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su lugar se impone un paradigma, es decir, una relación determinada por la isología de las interpretaciones y por su distribución equitativa entre las partes o clases que constituyen la totalidad de sus receptores. Por esta razón los gremios posmodernos no pueden constituir cánones, sino sólo proponer paradigmas: paradigmas de sus gremiales interpretaciones de la literatura, y no cánones interpretativos que puedan ser utilizados por todos al margen de las ideologías de cada grupo, dadas en los dialogismos gremiales o en los autologismos personales. Porque el canon está sancionado normativamente, pero el paradigma no: el paradigma está solo propuesto gremialmente. El canon da cuenta de un sistema de normas objetivado en la Historia, la Economía, la Sociedad, la Estética, la Política y el Estado. El paradigma simplemente da cuenta objetiva de la ideología de un gremio. El canon es resultado de la Norma de una sociedad política. El paradigma es expresión, es petición de principio, del dialogismo de una sociedad gremial, autista pero con pretensiones universalistas, minoritaria pero con afán imperialista. El paradigma es, en suma, la pretensión gremial de socavar retóricamente un canon científicamente correcto. En consecuencia, la figura del transductor desempeña, en el eje semántico del espacio gnoseológico de la Literatura Comparada, la función sancionadora de quien acaba por imponer un canon en la interpretación de los materiales literarios. Gnoseología de la Literatura Comparada: pragmática En tercer lugar, y como he ido apuntando, ha de advertirse que en el ejercicio de la Literatura Comparada el comparatista o intérprete, sujeto operatorio que establece relaciones o comparaciones entre los términos o materiales literarios, desemboca, a través del manejo de autologismos de autores y lectores, de dialogismos de comunidades de lectores y de gremios de transductores, en las consecuencias de las preceptivas estéticas y de los sistemas normativos instituidos y sostenidos por los transductores de las sociedades políticas y estatales, frente a las sociedades naturales, gremiales o gentilicias. Así pues, atendiendo a la relación pragmática de las figuras autológicas (autor o lector), dialógicas (gremios de lectores y transductores) y normativas (los transductores como institución política), ha de darse cuenta de las siguientes situaciones, relativas a prototipos, paradigmas y cánones. Se trata, en suma, de los tres sectores del eje pragmático del espacio gnoseológico de la Literatura Comparada: autologismos o prototipos, dialogismos o paradigmas, y normas o cánones. Autologismos o prototipos Los autologismos dan lugar a prototipos, es decir, sólo permiten atribuciones puntuales de sujetos concretos a materiales concretos, al margen de toda isología. Los autologismos son discursos e interpretaciones personales que un sujeto postula o proyecta sobre términos literarios específicos (una obra, un autor, un lector). No

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por casualidad los prototipos sólo se dan en el cuadro de los Modos Científicos de la Literatura Comparada a partir de los casos derivados del eje de abcisas o eje horizontal, cuando éste se despliega bajo el domino de agentes únicos y unívocos: el autor y la obra. Por el contrario, el lector y el transductor, desde el eje de abcisas, siempre actúan en grupo, nunca en solitario y nunca aisladamente. La relación comparativa entre términos literarios como el autor y la obra sólo puede dar lugar a metros y a prototipos. Porque es una relación que emana de autologismos, dados en condiciones de isología (autor : autor; obra : obra), las cuales desembocan en metros, o de autologismos dados en condiciones de atribución (autor > obra; obra > autor), las cuales desembocan en prototipos. Dialogismos o paradigmas Los dialogismos dan lugar a paradigmas, es decir, permiten distribuciones isológicas (entre términos iguales: de lector a lector, o de transductor a transductor), pero no heterológicas (entre términos de valencias desiguales: de lector a transductor, o de transductor a lector). ¿Qué significa semejante distribución? Significa el triunfo de la endogamia en la transmisión y transformación de una interpretación, es decir, supone que una interpretación sólo prosperará entre los miembros de una misma clase, grupo o familia. Dicho de otro modo: los paradigmas son interpretaciones endogámicas. Sólo son intercambiables acríticamente entre los miembros de un mismo grupo. Se trata de interpretaciones gremiales de los materiales literarios, sólo válidas para los miembros del gremio y sólo operativas dentro de los límites del gremio. Fuera del gremio resultan ilegibles o inaceptables. Son ideas endogámicas, discursos que sirven de base y fundamento a grupos moralmente muy cohesionados, y cuyo objetivo último no es el conocimiento científico y crítico, ni mucho menos dialéctico, sino la preservación unitaria de sus miembros por encima de cualesquiera consecuencias internas y al margen de cualesquiera influencias externas. Las interpretaciones paradigmáticas tienen como base el dialogismo acrítico y endogámico de un gremio autista. Feminismos y nacionalismos son los ejemplos más expresivos de este tipo de figuras gnoseológicas, al tratarse de agrupaciones cuya preservación depende de la isología de sus miembros —todos son acríticamente iguales entre sí— y de la distribución equitativa de sus funciones —todos sirven endogámicamente para lo mismo, al mismo fin y desde la misma idea—. Fruto de dialogismos gremiales y endogámicos, los paradigmas son formulaciones de sociedades que no pueden constituirse en Estado, es decir, de sociedades gentilicias, o sociedades no políticas, lo que constituye su principal limitación a la hora de disputar contra el canon que pretenden socavar y reemplazar desde su endogamia paradigmática. El paradigma es, en suma, el canon de un gremio, no el Canon al que pueden referirse todos los gremios, incluso para discutirlo, y para negarlo, lo cual constituye la forma más positiva de reconocer la existencia, actualidad y potencia operatoria de un Canon.

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Normas o cánones Las normas engendran y fundamentan cánones. Pero las normas requieren, para ser efectivas, las operaciones de un poder igualmente efectivo, desarrollado e impuesto ontológicamente frente a otros poderes alternativos. El producto entre la distinción de materiales e instrumentos de la crítica da lugar a cuatro situaciones o modulaciones de crítica: a) crítica dialógica, o crítica que desde unas opiniones o teorías se realiza sobre otras opiniones o teorías; b) crítica logoterápica, en la que el instrumento de la crítica es una amonestación verbal que pretende disuadir de una conducta o de una acción determinadas; c) crítica translógica, consistente en la invectiva ejercida mediante instrumentos reales dirigidos a opiniones, doctrinas o teorías; y d) crítica ontológica, que usa, como instrumento para ejercer la crítica, objetos, acciones o realidades, y, como objeto de la crítica, también objetos, acciones o realidades. La construcción de un canon moviliza los cuatro tipos de crítica a que me acabo de referir, de modo que la primera y la cuarta son esencialmente metodológicas, mientras que la segunda y la tercera resultan sobre todo pedagógicas: 1) la crítica dialógica se dirige académica e institucionalmente contra gremios y comunidades endogámicas (dialogismos), con el fin de desacreditarlos desde principios normativos y científicos (el Congreso científico es la modalidad más expresiva en la que tiene lugar el ejercicio de este tipo de crítica); la crítica logoterápica se ejerce desde las instituciones educativas más elementales, con intención pedagógica y correctiva (la Escuela es la institución más representativa del desarrollo de esta modalidad crítica); la crítica translógica va más allá de la mera educación escolar y social para imponerse desde las formas de una educación política y estatal, mediante el uso de todo tipo de instrumentos dirigidos a reprimir, suprimir o transformar las ideas no autorizadas (la Censura es, en este sentido, la figura más representativa de esta modalidad crítica); y 4) la crítica ontológica remite a la destrucción física de toda fuente o entidad generadora de ideas adversas (la guerra es la acción más extrema exigida en última instancia por la implantación y desarrollo de este tipo de crítica). Se ha atribuido a un autor inglés de cuyo nombre no quiero acordarme que una lengua es un dialecto que dispone de ejército propio. Lo mismo podríamos decir de un canon: es un paradigma que dispone de un Estado propio. El Canon es el paradigma de un Imperio. Es decir, dispone de superestructuras transductoras para imponerse de forma heterológica (sobre entidades diferentes y dominables: autores, obras y lectores) y de modo distributivo (con la misma intensidad sobre todas las clases, miembros y entes). Sólo la isología de un lector frente a otro lector, y sobre todo de un transductor frente a otro transductor, puede subvertir el canon, limitándolo a ser un paradigma, válido únicamente en los límites que abastece tal o cual Estado, o tal o cual gremio, capaz de enfrentarse y socavar el poder de imposición que caracteriza a una sociedad políticamente organizada. El canon se impone a los autologismos de los individuos y a los dialogismos de los gremios, y se impone mediante la fuerza superestructurada de los transductores: intermediarios, profesores, críticos, censores, periodistas, funcionarios de ministerios de educación y cultura,

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instituciones estatales, sistemas educativos, centros de investigación, etc. El canon (normativo) es la forma que la Academia tiene de imponerse a los paradigmas (dialógicos) de la endogamia gremial y autista, cuya génesis más primitiva remite a los autologismos de los grupos fundamentalistas que operan como un solo y único individuo, por lo demás, y en casos extremos, completamente enajenados y desposeídos de razón. En suma, para ir concluyendo, diré que los materiales literarios del eje horizontal o de abcisas actúan como figuras codificadoras (autor), objetivadoras (obra), consecutivas (lector) y sancionadoras (transductor) en la determinación de la relación con los materiales literarios del eje vertical o de ordenadas, que resultan codificados en el autologismo de una autor, objetivados formalmente en una nueva obra literaria, difundidos consecutivamente en una o varias comunidades dialógicas de lectores, y sancionadas de forma normativa y sistemática por una entidad o una institución en la que se ejecuta la transducción literaria, histórica, social y políticamente. Ha de tenerse en cuenta igualmente la siguiente observación. En el eje vertical o de ordenadas (y) se sitúan materiales literarios que funcionalmente actúan como entidades únicas: un autor, una obra, un lector, un transductor. Pero en el eje horizontal no todo lo que está está como material literario que funciona individualmente, es decir, hay entidades —el lector y el transductor— que actúan siempre de forma colectiva, esto es, en grupo, por su pertenencia a un gremio, sociedad o colectividad de lectores o de transductores. Esto significa que la isología persiste en tanto que designa la cualidad genérica de ser «lector», pero no necesariamente la cantidad numérica de los «lectores». Lo mismo cabe decir respecto a la isología atribuida a los transductores. Con todo, lo verdaderamente importante en los casos de relación entre Lector > Lectores y Transductor > Transductores es que, dada la pluralidad social, histórica y política de destinatarios, no cabe ya hablar de metros, sino de paradigmas. ¿Porqué? Porque la isología de partida no puede sostenerse hasta el final si un lector actúa sobre varios lectores. No cabe hablar entonces de metros. Dicho de otro modo, si un autologismo (la interpretación de un único lector) actúa sobre un dialogismo (una sociedad de lectores) da lugar a un paradigma, no a un metro. Pero si un dialogismo (la interpretación de una sociedad de lectores) se instituye en norma (la interpretación de una sociedad de transductores), entonces el dialogismo da lugar a un canon. Porque la interpretación del grupo se convierte en interpretación sistemática, articulada institucional y políticamente. La Poética se convierte así en Preceptiva. Paralelamente, el impacto de un lector sobre varios lectores no puede ser solamente atributivo, tiene que ser necesariamente distributivo. Porque impacta en una sociedad de lectores y porque impacta por igual en cada lector. Y al ser distributivo, e isológico (de lector a lectores), es paradigmático, y no canónico. Y no es canónico porque los lectores por sí mismos no ponen las leyes que determinan la interpretación de los materiales literarios: las leyes las pone el transductor. Él es quien dispone, como intermediario (críticos, editores, intérpretes, profesores, etc.),

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de los medios operativos para hacerlo. Los lectores son votantes, eligen o rechazan, mientras que los transductores son los únicos que tienen acceso al Parlamento: legislan. La isología implica aquí isovalencia cualitativa (hablamos de entidades que pertenecen a una misma clase: lectores), pero no isonomía numérica (no es lo mismo un lector único que una comunidad de lectores, y ni mucho menos que una sociedad política de transductores). Un lector único sólo puede ser autor de autologismos. Una comunidad o gremio de lectores siempre será artífice de uno, o en todo caso de varios, dialogismos. Y una sociedad política de transductores, que actúan desde un Estado, o desde un Imperio —como hacen hoy por hoy quienes interpretan desde Estados Unidos y Angloamérica la Literatura para el Mundo—, puede ser, y de hecho es, artífice de sistemas normativos, preceptivas y cánones. El profesor de universidad, el académico, el periodista, el crítico literario, el censor de revistas científicas y publicaciones periódicas, etc., modernamente actúa desde los imperativos de una transducción, desde el momento en que decide quien publica y quién no publica esto o lo otro. Es, en suma, el mismo trabajo que hacía un censor inquisitorial en el siglo xvii español. En todo caso, hoy día el «hereje» no va a la hoguera. Simplemente lo que escribe es tipificado como políticamente incorrecto, y su supuesta condena se salda con que su trabajo no ve la luz en Hispanic Review, por ejemplo. Del mismo modo, muchos de los trabajos elaborados en USA, Canadá, y los países Americanos de lengua española cuyos profesores universitarios siguen acríticamente los dogmas de la política imperial norteamericana, son constantemente autores de trabajos que apenas tienen impacto científico en los modos europeos de interpretación literaria. Nunca ha sido tan acusado el divorcio metodológico entre Europa y América como en estos momentos lo es. Pero el Imperialismo académico de Estados Unidos tiende a imponerse, aunque, de forma paradójica, se imponga precisamente más en las mentes de quienes políticamente dicen oponerse a él. Porque el discurso de las minorías autistas, la retórica de grupos y gremios que reclaman para sí una identidad ajena a los demás seres humanos, la ideología de lobbies y colectivos beligerantes, como nacionalismos, feminismos y culturalismos varios, no son más que desarrollos y articulaciones de un imperialismo político cuyo principal fundamento se objetiva, se apoya y se articula en los medios y recursos de que dispone el imperio norteamericano, a través de sus universidades, editoriales e instituciones académicas, organizadas sobre el inmenso arsenal presupuestario de cientos de miles de millones de dólares. Sin las infraestructuras del Imperio Romano, sin sus calzadas, sin su economía, sin su organización política y social, las sectas cristianas originarias nunca podrían haber llegado a la capital del Imperio, a Roma, ni podrían haberse hecho nunca con el poder de ser una religión de Estado. Del mismo modo, sin las infraestructuras del imperio que tanto denuestan, sin el poder del Imperio Estadounidense, del que forman parte efectiva, y al que deben su nacimiento, existencia y sostenimiento, los grupos minoritarios actualmente operativos, sectas feministas, nacionalistas, culturalistas, neohistoricistas, indigenistas, et altera..., no tendrían la más mínima posibilidad de sobrevivir. De hecho, estos grupos sólo existen

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en el mundo capitalista y occidental, al amparo del Imperio estadounidense que dicen criticar, y protegidos por el sistema político y universitario norteamericano que los reconoce como gremios ideológicos y académicos políticamente correctos. Estos grupos no se desarrollan en el denominado «tercer mundo» con la misma soltura que en el «primero» o en el «segundo», porque en aquél carecen de la infraestructura política que el Imperio ha desarrollado en éstos. Pero, con todo, operan en el tercermundismo bajo la forma de ong’s u organizaciones equivalentes, sin darse cuenta de que lo que están haciendo, en nombre de la solidaridad y la justicia es, por más que se lo nieguen a sí mismos y a los demás, imponer una nueva forma de colonización y una nueva forma de explotación: la colonización posmoderna ejecutada por el primer mundo y la explotación de la miseria que proporciona el tercer mundo. Y lo mismo puede decirse de la exportación de la Literatura Comparada a geografías en las que están implantadas culturas que carecen de una organización política isovalente a la Europea. Incorporar a la Literatura Comparada, que es una invención europea y etnocéntrica, las culturas y las literaturas de China, Polinesia o Mongolia, por ejemplo, no es más que una forma de colonización posmoderna, en términos de comparatismo, de esas culturas y de esas literaturas. Porque en realidad no es otra cosa que la reconstrucción etic, desde Europa, de una literatura emic, Made in Oriente. Que la posmodernidad ignore, o quiera ignorar, por irreflexión e irracionalismo, que lo que está haciendo al imponer su modelo de Literatura Comparada sobre culturas y literaturas no europeas es una forma de colonización antropológica, académica y metodológica de primer orden, llevada a cabo con los mecanismos más sofisticados de nuestro tiempo, desde la infraestructura analítica y científica hasta la retórica y la sofística destinada moralmente a justificar todos sus actos ante la opinión pública, no sólo no exime a los posmodernos de ser causa directa de esta neocolonización, sino que los hace directamente responsables de sus consecuencias. En nombre de la solidaridad no se puede colonizar al otro, aunque sea para ayudarlo. En términos morales, la colonización es igual de injusta siempre, se haga en nombre de la Fe (cristianismo), en nombre de la Razón (Ilustración), o en nombre de la Solidaridad (posmodernidad). Y si no, espérese a ver el coste de la factura que el colonizado pasará a la crítica posmoderna llegado el momento oportuno. No se olvide que desde el canon se explica el paradigma, pero no a la inversa, es decir, ningún paradigma, ninguna propuesta distributiva de lectura o de interpretación, planteada por un gremio de lectores o de críticos, por muy cualificados o modélicos que éstos sean, puede convertirse por sí misma en una explicación del canon, porque las normas de un grupo no son las normas de la interpretación literaria, sino las normas que identifican a un gremio de intérpretes. Por esta razón, el feminismo nunca podrá constituir un canon de interpretación literaria, desde el momento en que se construye sobre la supresión o la ignorancia de una serie de atributos de lectura explícitamente excluidos de sus imperativos distributivos, desde los cuales se anula o deroga todo lo codificado como masculino o machista. Un canon no se puede construir a partir de la supresión psicológica o ideológica de lo

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indeseado, cuando lo indeseado es una parte atributivamente esencial de la estructura a la que se refiere ese canon: la literatura construida o interpretada por seres humanos dotados de aparato sexual masculino y de sistema hormonal igualmente masculino. El «canon feminista» no existe como tal, porque no puede darse como canon, sino sólo como paradigma, es decir, no existe como sistema normativo esencial al campo categorial de los materiales literarios, sino como paradigma, o sistema de pautas de comportamiento dialógico dado solamente entre los miembros de un gremio o grupo, en este caso, el gremio de las feministas. El canon es un sistema de normas que afecta a una totalidad. El paradigma es un sistema de pautas de interpretación que caracterizan a un grupo, y que como tal lo identifican ante otros grupos de intérpretes, respecto a los que mantienen relaciones de analogía, paralelismo o dialéctica. El canon rebasa las normas del grupo y los dialogismos del gremio, así como, por supuesto, los autologismos de cualquier intérprete individual, por muy prestigioso que sea o que se le considere. El canon impone unas normas ante las que sólo cabe la interpretación científica y crítica, no el psicologismo gremial ni el autologismo personal. En el estudio de las lenguas y las literaturas clásicas se han señalado dos vías de transmisión a través de las que nos ha llegado el conocimiento de autores y textos de la Antigüedad: papiros aislados que han ido apareciendo, y que pertenecían a particulares, y colecciones que obedecían a cánones elaborados por filólogos helenísticos. La primera es una vía de transmisión autológica o personal, y por ello se la considera al margen del canon, que sería identificada con la segunda vía de transmisión, normativa e institucional. La primera es una vía de transmisión que opera antológicamente a través de lectores: alguien adquiere para su uso personal la obra de un autor, que hoy recuperamos como la adquisición histórica de un particular (autologismo). Es un criterio de lector. La segunda es una vía de transmisión no sólo colectiva o gremial (dialogismo), sino incluso institucional o estatal (normas), que llega hasta nosotros codificada históricamente como un canon en el que se identifica, por ejemplo, el paradigma de los filólogos alejandrinos. La segunda es la vía canónica o normativa, y es obra de transductores. Sin duda hay confluencias frecuentes, de modo que varios autores pueden llegar a nosotros por las dos vías, la autológica y la normativa. En otras ocasiones un autor llega a ser canónico sólo por una parte de su producción (Cervantes novelista), mientras que otras de sus obras sólo nos han llegado porque interesaron a algún lector (Cervantes dramaturgo). Autores hay a quienes el canon ignoró e ignora, y sólo los conocemos a través de papiros particulares (autologismos), en el caso de autores de la Antigüedad, o a través de lecturas gremiales o sectarias (dialogismos), como sucede con muchas figuras enarboladas posmodernamente por el feminismo. Quienes incorporan este tipo de obras y autores no canónicos al canon son, en unos casos, los filólogos modernos, y en otros, los gremios posmodernos, y no siempre con éxito por todos consensuado. A partir de esta exposición gnoseológica se puede analizar y criticar la Literatura Comparada, incluyendo en esa crítica las clasificaciones y taxonomías que con

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tanta frecuencia han proliferado durante el siglo xx, desde Paul van Tieghem (1931) hasta Claudio Guillén (1985), limitadas habitualmente sólo a obras, o sólo a autores, o sólo a tendencias puntuales e inconexas, mejor o peor trasplantadas de teorías literarias, en boga en el momento de efectuar tales trasplantes. La Literatura Comparada no es un modelo parasitario de la Teoría de la Literatura. La Literatura Comparada es el Modelo por excelencia de la Teoría de la Literatura. Bibliografía Jorge Luis Borges (1982). Nueve ensayos dantescos, Madrid, Espasa-Calpe. Gustavo Bueno (1990a). Nosotros y ellos. Ensayo de reconstrucción de la distinción emic / etic de Pike, Oviedo, Pentalfa. Miguel de Cervantes Saavedra (1605-1615). Don Quijote de la Mancha, Barcelona, Crítica, 1998. Ed. de F. Rico. — (1799). Leben und Thaten des scharfsinnigen Edlen Don Quixote von la Mancha von Miguel de Cervantes Saavedra übersetzt von Ludwig Tieck, Berlin, Bey Johann Friedrich Unger. Gérard Genette (1982). Palimpsestes. La littérature au second degré, Paris, Seuil. Trad. esp. de C. Fernández Prieto: Palimpsestos. Literatura en segundo grado, Madrid, Taurus, 1989. Claudio Guillén, (1985). Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada, Barcelona, Grijalbo. Jesús G. Maestro (2007). Los materiales literarios. La reconstrucción de la Literatura tras la esterilidad de la «teoría literaria» posmoderna, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo. Kenneth L. Pike (1954). Language in Relation to a Unified Theory of the Structure of Human Behavior, Glendale, Summer Institute of Linguistic. Reed. en The Hague, Mouton 1971 (2.ª ed. revisada). Paul van Tieghem (1931), La littérature comparée, Paris, Colin, 1951. Miguel de Unamuno, (1905). Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, Cátedra, 1988. Ed. de Alberto Navarro González. René Wellek (1959). «The Crisis of Comparative Literature», en P. Werner (ed.), Proceeding of the IIIrd Congress of the International Comparative Literature Assotiation / Actes..., University of Carolina Press. Reimpr. en Concepts of Criticism, Yale University Press, 1963 (282-298). Edited and with an introduction by Stephen G. Nichols. Trad. esp.: «La crisis de la literatura comparada», Conceptos de crítica literaria, Universidad Central de Venezuela, 1968 (211-220). Trad. esp. parcial de M. J. Vega Ramos: «La crisis de la literatura comparada», en M. J. Vega y N. Carbonell (eds.), La literatura comparada. Principios y métodos, Madrid, Gredos, 1998 (79-88).

Preludio homérico Antonio PRIETO Universidad Complutense de Madrid

Me había acostado tras contemplar un cielo limpio, estrellado, que invitaba a una admiración ajena a la soberbia de querer averiguarlo. Era el mismo cielo, con su juego de azules, que llevaba siglos sosteniéndose, mirándonos con su silencio desde que nos incitó a crear la palabra y la beatitud de hablarle fecundando el mundo extraordinario del diálogo. Pero a la mañana siguiente, cuando abrí los ojos para registrar al día, el color dominante era el gris, el intenso gris de la lluvia que se apretaba consigo mismo para impedir que el sol nos bautizara con su luz transportadora de miradas. —Pero ¿dónde vas? —me preguntaron en tono acusatorio. —A Correos —me defendí—; a recoger unos libros. La voz que me preguntaba tenía razón. No era el momento más adecuado para salir sin ninguna protección, como yo pretendía hacerlo olvidado de coger un paraguas o una gabardina. Sentía la lluvia golpeando sobre la terraza con una monotonía que sonaba a llanto, a quejido por tener que visitar un mundo despreciador de la ciudadanía. Tenía la impresión de que se nos habían agotado las palabras propias que acercaban y que sólo sabíamos ya proferir insultos o repetir sonidos vacíos debido a la desviación política de la semántica. Me entristecía no saber cómo salir de casa para ir a recoger el paquete de libros. Carecía ya de memoria para defenderme, incluso de las palabras precisas que me explicaran. Mi desmemoria me había distanciado de la visita a mis amigos los libreros de antiguo porque en más de una ocasión adquirí libros que ya poseía al haber-

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los olvidado. Ahora compraba por catálogos y antes de pedir un texto consultaba en los ficheros si lo tenía en la biblioteca. Pero no me entristecía en exceso mi pérdida de memoria porque, a cambio, me procuraba la alegría de comprobar los libros que tenía en casa e incluso el precio que habían adquirido en la actualidad. Y, junto a ello, los catálogos me proporcionaban el goce de adquirir algo que tenía la sospecha de necesitar. No me importaba reconocer que el tiempo, armado en el más constante de los ocho vientos de la torre de Andrónico, se había llevado demasiadas páginas de mi memoria. Si bien es cierto que recordaba perfectamente el nombre y apellidos de mis compañeros de colegio, también lo era que olvidaba con frecuencia los de algunos de mis colegas de Universidad, aunque esto no fuera demasiado grave. Era, pensaba, cosas de la edad que ya me fueron anunciadas por mis antecesores, y que comencé a experimentar en los años que precedieron a mi jubilación. Lo intentaba disimular en clase acudiendo a metáforas y analogías. Sin embargo fui familiarizándome con esta deficiencia y acabé acomodándome hasta encontrar en ello el gozo de la novedad: veía muchas cosas aposentadas, incluso los libros, como si estuvieran recién adquiridos. De este modo encerraba indudable placer ir recorriendo los libros que se alineaban en las estanterías porque siempre existía alguno que había olvidado y se me ofrecía con la sorpresa de recién adquirido. Me encantaba, pues, pasear entre ellos e ir descubriendo cómo las lagunas de mi memoria me proporcionaban la satisfacción de encontrar lo desconocido y el acicate de querer conocerlo. Creo que encontrarme con lo nuevo y releerlo como si jamás hubiera sido materia o alusión en una de mis clases, me fue creando una animación que desconocía y que, al crecer, me concedió la libertad de una mayor rebeldía. Era como si al gozar de una nueva vida también me estuviera concedida la libertad de interpretar los textos y variar los pasajes o escenas de su argumento. Eso sí, en el fondo, subyacente, proseguía mi admiración y respeto por la voluntad del escritor expuesta en su escritura. Lo advertí primero con la Ilíada de Homero y creo que con su ejemplo podré acercarme a exponer la realidad de esas lecturas que descubría nuevamente. Digamos que me encontraba en la lección del canto XXII, al que una tardía antigüedad ya conocía por «canto de la muerte de Héctor». Es aquel momento en el que Aquiles viste la armadura fabricada por el cojitranco Hefesto y pleno de furia se apresta a combatir contra el noble Héctor, quien permanece fuera de las murallas de Troya, con ansia de luchar contra Aquiles, desoyendo las súplicas de Príamo su padre. Los dioses, con Zeus al frente, también están en Troya e intervienen en el combate, especialmente la ojizarca diosa Palas Atenea, que ayuda al Pelida Aquiles. En un instante, Héctor quiere pactar con Aquiles que el que primero muera pueda ser conducido junto a sus familiares y amigos. Pero el fiero Aquiles, el de los pies ligeros, rehúsa todo pacto y arroja su pica, de luenga sombra, sobre Héctor, pastor de huestes. Al fin, Aquiles, de la casta de Zeus, dio muerte a Héctor y pudo saciar su venganza taladrando los pies de su enemigo, atándolos a la caja del carro, con el cuerpo dejando que la cabeza golpeara contra el suelo. Entonces fustigó a los caballos, le-

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vantando el arrastre del cuerpo de Héctor gran polvareda, con la negra cabellera esparcida y la cabeza mutilándose. Obviamente mi quebrantada memoria recordaba perfectamente este episodio tantas veces comentado en clase, pero ahora sobre su lectura y memoria presionaba la actualidad de una civilización que contra el honor de Héctor y la perseguida gloria de Aquiles había proclamado «haz el amor y no la guerra». Y la de Troya fue, era en Homero, la realización creadora de una guerra, con la participación en ella de unos dioses en los que ya Occidente no creía. Anticipándose a este descreimiento actual, que tanto se contrasta con la suicida fe islamista, la civilización occidental llevaba siglos desacreditando a los dioses mitológicos desde un tal Evémero. El mismo Isidoro de Sevilla, tratando acerca de la Iglesia y las sectas, aclaraba que aquellos a quienes los paganos llamaron dioses fueron hombres a quienes después de su muerte comenzaron sus congéneres a venerar de acuerdo con la vida y méritos que tuvieron. Así les consideraron dioses y les dieron culto, fueron incrustándose en las vidas y esperanza de los humanos hasta ese proceso en el que la civilización occidental comenzó a burlarse de los dioses y a llamar a Venus alcahueta y hechicera, a Ceres la panadera, a Apolo el antorchero, a Mercurio el cartero, a Baco el borracho empedernido, etcétera. Tales apelaciones indicaban, naturalmente, una negación de ellos como dioses que permitía insultarlos o burlarse de su divinidad porque era insultar o burlarse de la nada, de lo que no existía. ¿Y cómo podía jugar yo esta presión de las civilizaciones sobre la lectura de Homero? ¿Cómo podía creer que Atenea recogió la pica que Aquiles lanzó contra Héctor, errando, y la sacó del suelo en el que se había clavado devolviéndosela a Aquiles sin que Héctor, pastor de huestes, lo percibiera? Porque además, y esencialmente, toda aquella guerra de Troya era, como tal, algo que repugnaba a la inteligencia de mi civilización, tan hipócrita predicadora de la paz contra el honor y la gloria bélica. Su misma proclamación era aceptar algo tan absurdo, tan periclitado, como la lucha por una mujer llamada Hélena que el troyano Paris le había robado a un griego, su marido. La civilización había superado ya estas pequeñeces, mostrando científicamente que transcurridos cuatro o cinco años se apagaban las atracciones sexuales hacia una misma persona, y por tanto cambiar de pareja pertenecía a un hecho de naturalidad civilizadora, con lo que el rapto de Hélena dejando al buen Menelao sin esposa no era ya motivo de argumento dramático sino acto cotidiano en nuestra avanzada civilización. Era absurdo pensar en nuestro siglo que por el adulterio de una mujer se encendiera una guerra y no podíamos prestarle nuestra actualidad a esos viejos versos ni siquiera apelando a las rígidas leyes de Augusto cuyo eco llega, en los inicios del siglo IV, a los padres iliberritanos que trataron del adulterio, el aborto y el divorcio, en el concilio de Elvira, celebrado en la ciudad romana de Iliberis, el hoy barrio granadino del Albaicín. Pero, por otro lado, yo era alguien viciado en las lecturas clásicas, sin que la desmemoria las hubiera borrado, y reconocía que si negaba el entendimiento de ese canto de la muerte de Héctor, con la intervención de los dioses, perdería el grandioso sentido del episodio titulado «el rescate de Héctor», acaecido cuando ya se relató

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el funeral de Patroclo y se apagaron los juegos funerarios en su honor. Como un contraste de estos honores celebrados en memoria y gloria del gran amigo de Aquiles, el cuerpo de Héctor, despedazado y envuelto en polvo yacía a la espera de que los buitres y los perros carroñeros lo devoraran. Y es en este trance cuando yo apreciaba, alejando cronologías vencidas por la actualidad, que se realizaba el momento más humano de la Ilíada, el de mayor proyección si quería atenderlo nuestro tiempo. Pues era el momento en el que Príamo, padre de Héctor y rey de Troya, venciendo orgullos y odios, decide ir al encuentro del victorioso Aquiles para rogarle que le permita llevarse el cadáver del hijo al interior de Troya. Es el extraordinario instante en el que dos enemigos, dos hombres se encuentran, se miran cargados de humanidad y se comprenden. Algo que me conmovía y me condujo a trasladarlo a la narración histórica de Una y todas las guerras. Se produjo tal armonía que Aquiles pudo dormir tranquilo en su tienda junto a Briseida, la de hermosas mejillas, y el benéfico Hermes meditó cómo escoltar al anciano Príamo mientras éste descansa despreocupado. Al fin, el cuerpo de Héctor regresa a su casa y pueden llorarlo sus padres, su esposa y los troyanos en la encendida pira. Podrán luego sus hermanos y amigos recoger los blancos huesos de Héctor y depositarlos en un áureo cofre y después enterrarlos. Tranquila, humanamente, porque Príamo les señala cómo la amistad de otro hombre, de Aquiles, le ha prometido que no teman ningún ataque hasta que llegue la duodécima aurora. Un libro conduce a otro, como apuntaba Petrarca en su epístola dirigida desde Valchiusa, hacia 1346, a Giovanni Anchiseo de Incisa. En ella, el poeta toscano manifiesta su pasión por los libros, su apreciar cómo discurren con nosotros, o cómo un libro incita al encuentro con otro. Petrarca va ejemplarizando con el entusiasmo por Terencio que le llegó por la lectura de las Tusculanas de Cicerón, al igual que fue recibiendo el Timeo platónico, Aulo Gelio, Apolonio de Rodas... «et illud ab Horatio Flacco, imo vero ab ómnibus concorditer delatum Homero poetarum principi». El canto de la Ilíada, en el que yo veía mucho amor, me conducía a una elegía de Propercio en la que éste expresaba que «plus in amore ualet Mimnermi uersus Homero...», defendiéndose de la épica ante su amigo Pontico. Con lo cual me iba al arcaico poeta griego Mimnermo, conductor de su amor dedicado a la Nanno, por la que se preguntaba qué vida o qué placer podía existir sin la dorada Afrodita. Pregunta que me recordaba el «¿qué verso sin amor dará contento?» de La Araucana, pero, sobre todo, me inducía a conectar con los elegíacos romanos Cornelio Galo, Tibulo y Propercio, señalados en Tristia (IV, 10) por Ovidio, dedicados a una amada única, Lycoris, Delia, Cynthia, al igual que parece ser que Mimnermo se dedicó a la Nanno y Petrarca lo haría con Laura. Había obtenido mi cátedra en la Universidad Complutense todavía joven y conducido siempre por un afán de lecturas y acudir al diálogo que ellas me ofrecían. Pero ya no todas las obras me ofrecían la oportunidad de que fueran arropadas por mi memoria salvando la desviación que toda actualidad mantiene sobre el pasado. La Ilíada que yo había leído de niño, protestando de que los dioses protegieran a éste o aquel personaje, no era la Ilíada que leí cuando ya conocía que los dioses no

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existieron o con la que ahora dialogaba comunicándole que una civilización teóricamente empeñada en hacer el amor y no la guerra no podía entender o aceptar al Aquiles buscador de la gloria en la batalla o al Héctor que rehusó el consejo paterno de escudarse entre las murallas de Troya y se quedó a combatir contra Aquiles en la arena por una razón ética y moral. Escribía que mi repaso por los libros alineados en mi biblioteca no siempre me permitían establecer un diálogo salvador de los vacíos de la memoria y con el que intentaba disolver los desvíos de la variable actualidad. —No importa mucho ir perdiendo la memoria —afirmaba. —Llegará un día —me decían— que ni siquiera podrás nombrar las cosas. Habrás olvidado el nombre que tienen. —Ese día —respondía— dialogaré más conmigo mismo, como si yo fuese una obra que debo leer para aprender a dialogar. Porque no siempre la memoria defendiéndose del desvío que provocaba la actualidad, tenía un pasado tan enérgico como el de aquellos hexámetros de la Ilíada. Porque yo seguía amando y comprendiendo a Troya, a los belicosos Aquiles y Héctor, aunque mis oídos se hubieran llenado del sonido de «haz el amor y no la guerra». También era amor, intenso amor, hasta darle nacimiento a la ira y al honor, lo que Aquiles y Héctor habían sentido con sus mujeres. No, no siempre mi memoria iba guardando sus raíces. Recuerdo un día en el que mi vista, repasando estanterías, se posó en unos tomos, cuatro, en cuyos tejuelos se leía: La Gran Conquista de Ultramar. No recordaba que esos volúmenes los hubiera adquirido algún día aunque sí tenía la sensación de que La Gran Conquista, en la edición de Louis Cooper, había sido objeto de mi atención para una de las lecciones que, relacionadas con Alfonso X, formaban parte de mi programa de oposiciones a cátedra, ya que en el «noble prólogo» se decía que «nos, don Alfonso, mandamos trasladar la ystoria de todo el fecho de Ultramar...» Aquel mandato regio respondía a la «curiosidad» que existía por el conflicto entre las civilizaciones cristiana y musulmana iniciado cuando el siglo xi comenzaba y de lo que era testimonio la extraordinaria crónica que redactó en latín el arzobispo Guillermo de Tiro. No lograba recordar más, ni siquiera la hermosa historia de los caballeros hermanos que fueron convertidos en cisnes para eludir la muerte, aunque sí me venía a la memoria el sueño de Horacio convirtiéndose en cisne para volar al cielo de la inmortalidad. Acertaba a relacionar que los conflictos entre Occidente y el mundo islámico de la actualidad no dejaba de ser una herencia lejana de los vividos en las páginas medievales que era conveniente conocer aunque ahora tanto disfrazaran las distintas cuestiones económicas. De este modo, mi ignorancia de la materia me conducía a leer aquellos cuatro tomos como si estuviese preparando de nuevo unas oposiciones, lo cual no dejaba de tener cierto encanto renacentista y me alejaba de aquella consideración de Mimnermo sobre la odiosa vejez que torna irreconocible al hombre, dañando sus ojos y su razón.. Porque, al igual que una nube alejada por desconsiderado viento, yo recordaba el tiempo de preparación de mis oposiciones como una etapa feliz en la que de vez

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en cuando visitaba la casa de mi vecino Luciano García Lorenzo para descansar un rato, y luego poder entregarme plenamente a la lectura directa de obras y obras que anotaba en fichas soñadas para cumplir su comunicación en clase; fichas que ahora ya visito con alguna frecuencia para recordar cosas que se llevó mi memoria antecediéndome en el inevitable camino.

La comicidad en el arte y la literatura Kurt SPANG Universidad de Navarra

Lo cómico es fruto de la imperfección. Entre hombres perfectos en un mundo perfecto no podría haber comicidad ni risa. K. Spang

Hablar en serio de la comicidad puede resultar en sí mismo cómico; pero como los alemanes por determinación genética y dictamen del resto de los europeos no tenemos sentido del humor parece que siendo alemán puedo considerarme la persona idónea para presentar estas reflexiones. Y para que se vea más claramente mi falta de humor debo confesar que por primera vez en mi vida me cito a mí mismo en el lema que he puesto a este trabajo. No es por presunción sino porque en mi opinión esta frase resume la quintaesencia de la comicidad y nos va a servir de base para las elucubraciones que siguen. Trataré de explicarlo con más detenimiento. He dividido estas reflexiones en tres partes: en la primera intento presentar una definición de lo cómico, en la segunda la aplico al arte en general y en la última muestro la incidencia de lo cómico en la literatura.

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¿Qué es lo cómico? Lo cómico no es un concepto estético, ni siquiera exclusivamente literario, su origen ha de buscarse en el ámbito de la antropología. El hombre es el único ser capaz de detectar lo cómico y de reírse; una de sus múltiples características y no la de menor importancia es precisamente su condición de homo ridens. Ante las solicitudes de la vida el hombre reacciona de dos maneras psicosomáticas opuestas: o bien trágica o bien cómicamente. El filósofo y sociólogo alemán Helmuth Plessner sostiene incluso que en la risa tanto como en el llanto el hombre reacciona a determinados estímulos primero con el espíritu y a continuación con el cuerpo. Es decir debemos presuponer una aprehensión intuitiva o racional del fenómeno, de la situación o de la expresión que con mucha frecuencia desencadena una reacción corporal. En realidad, estas reacciones, la racional y la corporal, forman dos extremos que permiten innumerables actitudes intermedias. Llama la atención que al intentar definir lo cómico y la comicidad nos encontramos con una multitud de conceptos que giran a su alrededor. Muchos de ellos se relacionan de manera más o menos estrecha entre sí o hasta cierto punto se solapan, sobre todo el concepto de la risa, porque no hay comicidad sin risa, las dos son caras de la misma medalla. Y la misma risa se manifiesta en numerosas facetas cuyos extremos son la sonrisa, por un lado, y la carcajada, por otro. Habría que precisar términos como el humor, lo risible, lo ridículo, la ironía, la sátira, lo grotesco, lo burlesco, lo caricaturesco y muchos otros que pululan en el campo semántico del humor. Un estudio aparte merecerían las voces castellanas «gracia y gracioso» en relación con el humor y la risa. Una de las primeras cuestiones que hay que aclarar es si lo cómico reside en el sujeto o en el objeto. Parece que el desencadenante de lo cómico siempre es un fenómeno ajeno al sujeto, incluso cuando la fuente de la comicidad es el propio sujeto éste tiene que distanciarse de sí mismo porque la percepción de lo cómico requiere el distanciamiento, la relativa no-implicación. Precisamente por ello sólo el hombre es capaz de detectar lo cómico ya que él es el único ser vivo con competencia de convertirse él mismo en objeto de sus reflexiones y, por tanto, de descubrir también sus propias debilidades e incongruencias. Otra cosa es si es capaz de reírse de ellas. Ahora bien, ¿cuáles son los factores desencadenantes de lo cómico? Como ya anuncié en el lema, son las imperfecciones en el sentido de discrepancias de lo normal en las más diversas manifestaciones: en inadecuaciones, desajustes, incongruencias, desproporciones, etc. Una de las imperfecciones más cómicas es la que emana de la expectación defraudada; la normalidad incumplida en el sentido de que se abre una discrepancia entre lo que se espera usualmente de las cosas y los comportamientos y la insignificancia del resultado. «Los montes dan luz a un ridículo ratón» dice Horacio en la Epistula ad Pisones. Salta a la vista que lo cómico es necesariamente un concepto vago y flexible, no solamente porque es mutable histórica y geográficamente sino también porque es aplicable a innumerables casos particulares. Lo que resulta ridículo al hombre medieval no necesariamente lo es para el del

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siglo xxi, los ingleses posiblemente no se ríen de todos los chistes franceses o españoles. Eso no significa que no haya chistes «universales», por así decirlo, porque existen defectos e incongruencias humanas que no se ciñen a una nación ni a una época. Todos poseemos una especie de antena sensible para detectar las desviaciones de la normalidad. Porque esta capacidad de discernimiento de discrepancias y de distanciamiento la vamos adquiriendo y perfeccionando a través de la convivencia en la comunidad; es un aprendizaje muy aconsejable, por lo demás, ya que los conceptos de normalidad varían de una comunidad a otra y hasta de una persona a otra y, algo no menos importante, lógicamente están sometidos a cambios en el tiempo y el espacio. La imperfección más llamativa es desde luego la que observamos en el hombre, en sus reacciones y comportamientos; lo que no excluye las anomalías, por así decir, naturales: deformaciones y desproporciones en las cosas, en animales, plantas, paisajes, en la naturaleza en general. Ahora bien, si éstas se declaran cómicas es porque el hombre las descubre y declara como tales. La naturaleza no produce intencionadamente fenómenos cómicos. El hombre como ser natural y cultural a la vez constituye un caso particular, ya que en él se observarán imperfecciones naturales, innatas, y otras, por así decir, culturales, generadas por sus acciones y reacciones. Es más, el mismo hecho y la misma actuación pueden ser cómicos para unos e irritantes y ofensivos para otros. Si una persona es portadora de una imperfección no la considerará cómica, más bien se sentirá ofendida o indignada si otros la encuentran risible. Eso implica que la ridiculización sólo es limpiamente risible si la imperfección es inocua, si por lo menos existe un asentamiento por parte del implicado. Hay discapacitados que aceptan su defecto y son capaces de distanciarse de él y consecuentemente de reírse de sí mismos. Igualmente en situaciones que no atañen a la integridad personal —pongamos por caso la conocida broma del que aplasta una tarta en la cara de otro— la implicación personal destruye normalmente la comicidad para el maltratado y anula su capacidad de risa porque se le resta la capacidad de distanciamiento. Luego, la comicidad depende de la inocuidad de la imperfección o de su consciente aceptación. La comicidad fracasa cuando una persona o un grupo carecen de normas y valores y, por tanto, de un concepto consensuado de la normalidad. Es decir, para funcionar, el receptor dentro de su comunidad debe disponer de criterios de lo normal, de sentido común para poder así distinguir una situación cómica de otra irritante o provocadora; si no, la persona y la sociedad irán perdiendo la capacidad de percepción de lo cómico. A falta de límites fiables se establece un margen de tolerancia mal interpretada cada vez mayor y se instala la dificultad de averiguar en qué punto termina la comicidad y donde empieza la infracción de los buenos modales y la falta de pudor. Nuestra sociedad está a punto de perder esta orientación y, por tanto, también el sentido del sano humor. En una época de relativismo y del «todo vale» se desvanece la comicidad para ceder el sitio a la incertidumbre o la chabacanería —y desgraciadamente no sólo en cuestiones de comicidad—.

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Si la normalidad es el criterio distintivo no extraña que existan —como ya mencioné— conceptos divergentes de lo cómico según los países, las culturas o las épocas históricas, porque lo que se considera normal va cambiando, aunque generalmente dentro de unos determinados límites fijos; por ejemplo, Dios, la tortura, la enfermedad y la muerte, el dolor o el desprecio de la dignidad humana, la explotación del hombre, el abuso de menores y bastantes situaciones más no pueden o no deberían ser nunca objeto de risa y comicidad. Es de suponer que la globalización va a ir ampliando e internacionalizando cada vez más el concepto de normalidad, hecho positivo, por un lado, porque irá ampliando nuestro horizonte de expectativas, pero probablemente no va a ser siempre para bien de las irrenunciables normalidades e idiosincrasias nacionales. Es el momento de preguntarse por la función de lo cómico porque dará respuesta a un tiempo a la pregunta por su cometido en el arte y en la literatura. Se me ocurre que en primer lugar la comicidad es una posible reacción al descubrimiento de nuestras imperfecciones y sirve, por tanto, para luchar contra la tentación de ignorarlas; ayuda a conseguir el necesario distanciamiento crítico de las cosas y de sí mismo, riéndose de ambos. Es igualmente una especie de liberación de las tensiones que imponen lo otro y el otro, lo ajeno y lo extraño, las anomalías. En este sentido puede ser útil distinguir entre dos tipos fundamentales de risa a los que remite el sociólogo francés E. Dupréel quien distingue entre risa de inclusión y risa de exclusión. La primera crea comunidad y cohesión estimulando la solidaridad; en cambio, la segunda pone fronteras y aspira a aislar a una persona de otra o un grupo de otro (Dupréel, 1949: 26-29); a menudo se maneja también para esta última el concepto de risa de superioridad. Se observa además en esta distinción que lo cómico no es el único desencadenante de la risa. Ahora bien, sea cual sea la intencionalidad, a la gente le gusta reír, es más, la carencia de esta capacidad se considera patológica porque normalmente corre parejas con la incapacidad de descubrir las imperfecciones propias y ajenas. El que no sabe reír a la larga resulta ridículo. Por otro lado, como dice Yepes (1996: 223), «Reírse es ser feliz por un momento. La extraordinaria y singular capacidad humana de tomarse las cosas a broma se ejercita cuando se ha ingresado, de algún modo, en la región de lo lúdico». Si esto es el caso de lo que podríamos llamar risa sana y liberadora, la risa de exclusión funciona como castigo para distanciarse o sancionar cualquier rigidez ya que normalmente se espera cierto grado de flexibilidad en el comportamiento. Estableciendo una tipología de lo cómico se pueden distinguir, según el factor desencadenante, tres tipos fundamentales: la comicidad de persona, de situación y de lenguaje, si bien con numerosas variantes y solapamientos casi inevitables debido a que el hombre, en términos de Ortega, se halla siempre en su circunstancia; por ello, en la mayoría de las situaciones cómicas está presente el hombre en una situación ejerciendo además una de sus actividades preferidas: hablar. El primer tipo, el de la comicidad de persona, se basa en una imperfección psíquica y física del hombre que desencadena comicidad, o bien a través de su aspecto y o de su comportamiento. Más que nunca aquí la normalidad constituye el criterio

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distintivo. Lógicamente, el margen de libertad es considerable y cambiante, sujeto a los valores vigentes en cada momento y en cada lugar. Como vimos ya, existen, a pesar de todo, criterios supratemporales y supraespaciales de las imperfecciones que nunca pueden ser consideradas cómicas ya que, ineludiblemente, toda comicidad está sometida a una dimensión ética. El segundo tipo, la comicidad de situación estrechamente relacionado con el primero, se genera a través de una desproporción o anomalía situacional. En estos casos la conducta de una o varias personas no es compatible con el comportamiento habitual; en casos extremos se caracterizan por su carácter extravagante o absurdo. Por cierto, es curioso analizar la reacción de los receptores del teatro del absurdo; la intencionalidad de este teatro es indudablemente seria ya que su objetivo es demostrar lo absurdo de la existencia precisamente a través de situaciones y actuaciones absurdas y anómalas. Sin embargo, el público, que debería reconocer y aceptar la seriedad de la tesis defendida, no pocas veces descubre primero el lado cómico de estas situaciones. Es francamente difícil captar la sinrazón y lo absurdo sin aplicar las categorías de la razón y de la lógica y ello hace que a menudo la mostración verbal y teatral de lo absurdo de entrada resulte cómica y ridícula. El tercer tipo, la comicidad del lenguaje, surge a través del uso llamativo y desacostumbrado de la lengua echando mano de la infracción, de la hipercorrección y de la ambivalencia, etc. Innumerables chistes se aprovechan de estas posibilidades y naturalmente también la literatura. (¿Vd. no nada nada? No, no traje traje). Una graciosa combinación de la comicidad situacional y lingüística se presenta en el chiste del bedel que reprehende a una alumna que lleva un escote desbordante con la observación: «Señorita, aquí se viene para aprender y no para enseñar»). Resumiendo los aspectos principales llegamos a la conclusión de que lo cómico es fruto de la imperfección. El criterio para detectarla es la normalidad que es un concepto flexible y mudable espacial y temporalmente. El hombre es el único ser capaz de descubrir y aprehender la comicidad. Observamos lo cómico en la naturaleza y en el hombre; surge sólo si es inocuo o si cuenta con el asentimiento del implicado. La visión cómica contribuye a la compensación de nuestras imperfecciones y a distanciarnos de ellas con la risa como válvula de escape y fuente de felicidad. Lo cómico en el arte Como la inmensa mayoría de las obras de arte tematizan al hombre en su circunstancia, las categorías de la comicidad antropológica o existencial que acabamos de ver se aplican igualmente al arte. 1 Es lógico que sea así porque el arte bueno es una mirada profundizadora sobre el hombre y su circunstancia, lo presenta y analiza in   Hay quien atribuye, como E. Souriau (1948), lo ridículo al mundo de la vida mientras que lo cómico se reserva para el arte en el que se realizaría un refinamiento y una sublimación de la risa bruta y agresiva cotidiana. No creo que pueda sostenerse esta tesis ya que tanto hay comicidad en el día a día como risa en la obra de arte sublime.

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sertándolo en mundos posibles. Sería fascinante ir indagando en más detalles de la específica plasmación de lo cómico en las diversas artes. Baste aquí la constatación que está vinculada con el substrato y los recursos propios de cada arte. Sin ningún afán de exhaustividad enumeraré algunos casos que considero muestras de lo cómico en las artes: en pintura lo veo, por ejemplo, en los cuadros caricaturescos del Bosco o en muchas oníricas y lúdicas representaciones de Marc Chagall; hasta no carecen de destellos cómicos y graciosos las pinturas de Dalí y de Magritte. En escultura se detectan elementos cómicos en las «obesidades» de Botero o las «anorexias» de Giacometti. En la música instrumental existen géneros dedicados convencionalmente a lo cómico como ocurre en el scherzo y el divertimento. Los que conocen el Carnaval de los animales de Saint Saëns saben de lo que estoy hablando, también lo encontramos en la opera bufa o la zarzuela. Recuerden como muestra la melodía y el texto de ¿Dónde vas con mantón de Manila, dónde vas con vestido chiné? de la Verbena de la Paloma. Del cine cómico ni hace falta hablar y tampoco de las posibilidades cómicas de la danza, de la pantomima, de los payasos. Tengo dificultades para hallar comicidad en arquitectura; será porque generalmente las edificaciones tienen una función seria y pragmática aunque tampoco faltan las desproporciones y desajustes en determinados edificios; pero es difícil de averiguar si se idearon con intenciones cómicas. Sospecho que la obra de Gaudí puede ser paradigmática en este sentido. Una dificultad de otra índole surge con las obras de arte no figurativas ya que no representan ni hombres ni situaciones. Aun así a menudo un cuadro «abstracto» puede resultarnos triste o alegre y cómico sin que podamos discernir claramente el desencadenante; parece que la imperfección y la desproporción también son realizables de modo no figurativo. Se me vienen a la mente los cuadros alegres de Joan Miró. Ahora bien, si algunas veces nos sonreímos ante una obra de arte contemporánea no siempre es porque representa la imperfección del hombre sino porque es una pretenciosa impostura (Spang, 2006) y, por tanto, también imperfecta, pero de otra manera. La comicidad de una obra de arte puede realizarse abarcando o bien la totalidad o bien sólo partes. Hay géneros artísticos ya de por sí cómicos y otros que admiten la comicidad como elemento de distensión o diversión dentro de un contexto serio sobre todo en la literatura. Lo cómico en la literatura La comicidad en literatura no se distingue de la antropológica y de la de las otras artes, sólo que se vehicula en un substrato distinto, a saber, en el código verbal. Tal vez cuesta menos crear comicidad en la literatura ya que por naturaleza representa personas en situaciones disponiendo para ello de la herramienta más sutil y refinada y, sobre todo, más conceptual, que es el lenguaje. De modo que la literatura puede aprovechar todas las posibilidades de comicidad, la personal, la situacional y la verbal. Se practica en los tres modos de la lírica, la narrativa y la dramática; cada uno con ciertas particularidades pero también con notables solapamientos; intentaré mostrar

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ambos fenómenos en esta última parte. A la literatura se puede aplicar igualmente la distinción entre comicidad total y parcial en el sentido de que hay obras totalmente estructuradas y elaboradas con intenciones y recursos cómicos y otras en las que partes de la obra se plasman cómicamente para crear contrastes con lo serio o lo trágico. En algunos casos se ha ido formando una convencionalización genérica en el sentido de que determinados géneros se conciben a priori con estructura y tono cómicos, como ocurre en la farsa, la comedia, en el entremés y el sainete. Sin embargo, la inmensa mayoría de los géneros como configuraciones particulares de los tres modos, admiten tonos, temas y fondos tanto serios como cómicos. En los modos con historia, es decir, en la narrativa y la dramática, es fácil crear situaciones cómicas con figuras que actúan de modo cómico. Y como el substrato exclusivo en la narrativa y el principal en la dramática es el lenguaje, la comicidad verbal también se consigue sin problemas. Es más, las tres posibilidades de creación de comicidad en estos modos se interrelacionan casi obligatoriamente. La lírica, como modo sin historia, no presenta una trama dinámica y progresiva, pero sí una situación emocional: plasma estados de ánimo, una evocación, reflexión o aspiración. Como la narrativa, la lírica depende únicamente del código verbal mientras que la dramática dispone de múltiples códigos extraverbales lo que aumenta sus posibilidades de comicidad. Todo tipo de parodia, independientemente del modo y del género en el que se escribió el original parodiado, tiende a lo cómico porque opera con la exageración y la desproporción ridiculizando de muchas maneras obras o elementos preexistentes, su estilo o sus particularidades técnicas. Es decir, rompe con la «normalidad» de la obra parodiada. Lo cómico en la lírica Lo lírico plasma un estado anímico, una situación emocional; gira alrededor de la subjetividad. De allí su predilección por consideraciones y especulaciones contemplativas. Esta actitud presupone también un distanciamiento de lo vivido que puede incluir, si le interesa al poeta, la posibilidad de descubrir imperfecciones, desviaciones de la normalidad y, por tanto, de comicidad. Son numerosos los poemas de tono irónico o simplemente juguetón; en casos extremos pueden llegar a la caricatura y la burla mordaz. La poesía burlesca de Quevedo es un tesoro ejemplar estudiado ejemplarmente por Ignacio Arellano. Fijémonos un momento en un modelo muy popular de la poesía burlesca quevediana, el soneto: A un hombre de gran nariz Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa érase una alquitara medio viva érase un peje espada mal barbado;

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era un reloj de sol mal encarado, érase un elefante boca arriba, érase una nariz sayón y escriba, un Ovidio Nasón mal narigudo. Érase el espolón de una galera, érase una pirámide de Egito, las doce tribus de narices era; érase un naricísimo infinito, frisón archinariz, caratulera, sabañón garrafal, morado y frito.

Se ve claramente que Quevedo se aprovecha en este poema del procedimiento de la caricatura grotesca llevando la exageración de un defecto corporal a límites desmesurados y fuera de toda normalidad. Es una desproporción inconmensurable, un caso de comicidad mordaz que puede resultar embarazosa si la persona contra la que se dirige existe realmente. Lo grotesco casi siempre es hiriente y constituye el límite en el que la comicidad se puede volver ofensiva suscitando en el receptor compasión con la persona ridiculizada. No todos los casos de comicidad lírica son tan insidiosos y crueles. Se comprueba en el poema de Gustavo Adolfo Bécquer. Rima 56 ¡Qué hermoso es ver el día coronado de fuego levantarse, y a su beso de lumbre brillar las olas y encenderse el aire! ¡Qué hermoso es, tras la lluvia, del triste otoño en la azulada tarde, de las húmedas flores el perfume beber hasta saciarse! ¡Qué hermoso es, cuando en copos la blanca nieve silenciosa cae, de las inquietas llamas ver las rojizas lenguas agitarse! ¡Qué hermoso es, cuando hay sueño, dormir bien… y roncar como un sochantre… y comer, y engordar! ¡Y qué desgracia que esto sólo no baste!

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Es un caso típico y logrado de la llamada ironía romántica que plasma el desencanto y la inadecuación entre actitudes opuestas tan frecuentemente criticada y lamentada en el Romanticismo: el entusiasmo y la solemnidad de la evocación del paisaje y del ambiente en la que, de repente, irrumpe lo baladí de las necesidades corporales, la banalidad cotidiana relativiza la exaltación de las estrofas anteriores. La dolorosa experiencia del abismo entre la supuesta libertad ilimitada de la razón humana y las pedestres limitaciones a las que está sometido el hombre por las trabas y restricciones de su corporalidad. El deseo irrefrenable de emancipación tropieza con la dura cotidianidad frustrante. La reacción y el remedio es la ironía basada en la comicidad del contraste entre lo sublime y lo trivial. Un último ejemplo lírico que quisiera presentar es más reciente. En él podemos observar un caso de comicidad generada por el autodistanciamiento irónico del poeta. Se trata de un breve poema de Miguel d’Ors con el título categórico: Cosas que no soporto en un poema Que suceda en Lisboa. Que se proponga ser original. Que hable de los dorados cuerpos de los etcétera. Que diga Espacio o Punto (e incluso sin mayúsculas). Que lleve algún versito metido para adentro, o abuse del azul. Que las manías de Cernuda emule. Que le pueda gustar a Octavio Paz. Que esté escrito en Valencia. Que sea mío.

La impresión que se saca de la lectura de este poema es la de que el poeta está tomándose el pelo a sí mismo bajo el pretexto de criticar a otros. Enumera una serie de supuestos defectos de poetas y poemas ajenos para, a primera vista, destacar y elogiar la propia manera de hacer. Pero como vuelta y choque final, muy parecido al recurso de la ironía romántica, d’Ors introduce una autocrítica brutal en el último verso; resulta doblemente cómico e irónico porque esta afirmación se hace precisamente en un poema del propio Miguel d’Ors en el que hasta aparecen algunos de los defectos criticados. Lo cómico en la narrativa Como vimos ya, tanto en la narrativa como en la dramática se crea una historia en el sentido de que el escritor inventa figuras conflictivas que se mueven en un tiempo y un espacio para ilustrar el tema y la problemática. Esta circunstancia constituye para el autor el presupuesto ideal para crear, si lo exige el tema que se propone plasmar en la narración, figuras y situaciones cómicas. Serán reflejo literario de las posibilidades cómicas que tratamos al principio. Como nos movemos en el ám-

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bito del arte verbal, la creación de comicidad de lenguaje a través de los juegos de palabra y la comicidad lingüística en general no es infrecuente. Las narraciones constituyen un espejo de los conceptos de normalidad y de su transgresión a lo largo de los siglos. Sin duda, la literatura puede suministrar un valioso fondo de materiales para estudiar la evolución o simplemente la mutabilidad de lo cómico y por ende, de las diversas normalidades. Y sospecho que también permitirá descubrir que, a pesar de las variaciones en el tiempo, existe un patrimonio permanente e invariable de rasgos caracterológicos y de situaciones cómicas que se inauguran con Los caracteres de Teofrasto y no han perdido validez hasta nuestros días. Las posibilidades de producir intencionalmente imperfecciones en la narrativa son numerosas. (Descartamos aquí los casos de imperfecciones involuntarias que naturalmente pueden generar también efectos cómicos aunque de otra índole y contraproducentes). La propia extensión de una obra narrativa ya puede ser fuente de comicidad transformándose en señal de desproporción respecto del horizonte de expectativas del lector que opera con un preconocimiento y una sensación de cual tiene que ser la extensión «normal» y clasificará una exageración extensional como fuente de comicidad. Tal vez sea más llamativa la exageración por defecto que por exceso como nos lo demuestra la dimensión microscópica de los llamados microcuentos. Un caso extremo dentro de los extremos lo constituye aquel cuento famoso del recién fallecido Augusto Monterroso que ocupa una sola oración: «Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». Entre la expectativa no satisfecha de recibir más información sobre la situación aludida y la extrañeza que producen los pocos elementos mencionados se produce una sensación de desamparo que se resuelve en la risa o la sonrisa, muy a menudo acentuadas todavía por el final inesperado. Veamos un ejemplo de un microcuento: G. Loring, ¿Sería fantasma? Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los obscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: —Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas? —Yo no —respondió el otro— ¿Y usted? —Yo sí —dijo el primero y desapareció.

El título de este microcuento despierta la curiosidad del lector de forma lúdica; juega con la convicción de todos de que no hay fantasmas, insinuando, sin embargo, la posibilidad de su existencia. A lo largo de las pocas líneas se descubre la desproporción entre la realidad y la sospecha que al final se cumple en la ficción que sugiere que realmente existen los fantasmas. La extrema brevedad del cuento sorprende por la desproporción respecto de la extensión normal de un cuento y la misma cortedad que no admite discusiones hace surgir otro juego con la norma, la discrepancia entre verdad y mentira, entre el saber seguro y la absurda afirmación de su contrario que no corresponde a la normalidad vivencial. La reacción del lector también será la sonrisa y el divertimiento.

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Resulta imposible tratar aquí las innumerables posibilidades de intercalar episodios y situaciones cómicas en aquellas novelas, cuentos y otros géneros narrativos que se conciben como narraciones serias. Un caso clásico y muy vivamente discutido en la literatura española es el Quijote repleto de figuras y situaciones cómicas, de tal modo que durante mucho tiempo la novela se consideró exclusivamente obra cómica y de entretenimiento. El hecho de que estos episodios y personajes tienen mucho calado se descubrió más tarde, al observar que Cervantes no sólo se vale de la comicidad por la comicidad sino que siempre remite a una problemática vital con validez y trascendencia universales. El dilema de si se debe reír del caballero de la triste figura o compadecerle acompaña al lector a través de toda la novela y es precisamente el reflejo del dilema en el que vive el hombre bueno que en su empeño de hacer el bien tropieza en todas partes con la incomprensión y los impedimentos de la dura realidad. En este caso particular el protagonista hasta su «conversión» final no es capaz ni tiene intención de reconocer que sus aspiraciones de perfección tropiezan siempre con las imperfecciones de los hombres y del mundo, hasta con la suya propia de no caer en la cuenta de que no se puede ser tan perfecto como lo sugieren los libros de caballerías. Es una comicidad sublime la del Quijote porque pone en juego altos ideales de la humanidad, la actuación quijotesca es la sutil demostración cómica de la imposibilidad de ser perfecto. Son raras las novelas en las que no haya episodios, figuras o situaciones cómicas, a veces ocultas y exquisitas como ocurre p. ej. en Los santos inocentes de Miguel Delibes. Azarías se presenta varias veces contando objetos yendo del uno al once y saltando luego al cuarenta y tres. Es otro de los casos en los que una situación cómica roza el límite de la aceptabilidad o de la inocuidad porque no sabemos si reírnos de la graciosidad o compadecernos de la discapacidad de la figura porque «reírse de un viejo inocente es ofender a Dios», opina la Régula que cariñosamente cuida de Azarías. Lo cómico en la dramática Como los dramas se estructuran también como historia con figuras, tiempo y espacio, con la diferencia de que está vez la historia no se narra sino que se actúa, casi todos los aspectos que señalamos en la comicidad narrativa se aplican también a la dramática. Lo que se añade ahora es la multiplicación de códigos. De esta manera la comicidad se hace más palpable y variopinta. La imperfección, la desproporción y el desajuste no sólo se formulan verbalmente sino que realmente saltan a la vista y al oído. Los códigos de la decoración, de los accesorios, la vestimenta, la iluminación, los efectos sonoros, etc. aumentan el espectro de las posibilidades de generar comicidad. La dramática es el único modo en el que la comicidad ha dado lugar a un género que se considera encarnación de lo cómico; hasta la voz procede del mismo étimo; me refiero a la comedia que Aristóteles define así:

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La comedia es […] imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que lo risible es parte de lo feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad que no causa dolor ni ruina. 2

La comedia está concebida como momentánea suspensión del orden establecido, es decir, de la normalidad. No es casualidad que en sus orígenes griegos queda patente su relación con las fiestas báquicas con su consabido desenfreno y liberación de los instintos. Aunque la comedia no es el único género dramático cómico, se considera arquetipo de la plasmación dramática de lo cómico. Castigat ridendo mores se ponía como lema a la commedia dell’arte y puede servir de caracterización de la actitud fundamental que subyace a lo cómico en el drama. Y este castigar implica la invitación a la mejora. Al drama también puede aplicarse la distinción entre comicidad total y parcial en el sentido de que el drama puede construirse en su totalidad sobre la base de aspectos cómicos o intercalar elementos cómicos como es precisamente el caso del gracioso. Es también digno de mención un aspecto curioso de la recepción de lo cómico en la dramática. Mientras que determinadas situaciones pueden resultar escandalosas e indignantes en otros modos y géneros no cómicos, en la comedia, la farsa, el entremés o el sainete pueden ser cómicas e incitar a la risa. Es decir, el contexto en el que se producen las situaciones cambia la evaluación y el efecto de la misma actuación. Así los apaleamientos, las bofetadas o la ridiculización delante de otras figuras causa divertimento en los mencionados géneros pero sublevaría y encolerizaría al público en una tragedia, en una epopeya o una novela. El carácter cómico y despreocupado de los géneros cómicos induce al espectador a aplicar criterios distintos y a no tomar en serio unas actitudes y unos comportamientos que no toleraría en otras circunstancias. Además, la dramática constituye, como ya adelanté, un excelente espejo de los cambios en la valoración de lo cómico a lo largo del tiempo. Situaciones que al espectador medieval y hasta al de los siglos xvii o xviii todavía resultaron altamente cómicas en el xx y el xxi han perdido su capacidad cómica porque han cambiado las normas de comportamiento y, con ellas, el concepto de normalidad. De un modo general, lo cómico parece estar más sometido a cambios que lo trágico. Será porque las situaciones que causan la tragicidad son más estables, menos sometidas al paso del tiempo, a las costumbres y modas, por lo cual los criterios de la «normalidad» en las situaciones trágicas no cambian o por lo menos no cambian tan frecuente y llamativamente como los de lo cómico. Eugenio Asensio afirma en su Itinerario del entremés que el entremés representa algo como vacaciones morales porque según él la risa sobre los vicios y defectos alivia y en cierto sentido los excusa. Sin embargo, opino que el entremés en particular y lo cómico en general principalmente quieren castigar y amonestar aunque sea   Aristóteles, Poética 1449.ª. Tanto Platón como Aristóteles rechazan la ridiculización en el sentido de herir mediante la risa, sólo toleran la risa benévola con la intención de mejorar las debilidades humanas.

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riendo y haciendo reír para mostrar así el contraste entre el mal expuesto y el bien supuesto. En el fondo, digan lo que digan los relativistas, nunca hay vacaciones éticas, los postulados de la moral no admiten tregua. Lo que no significa que no debamos y no podamos reírnos a gusto de lo cómico sano y sobre todo de nosotros mismos. Podría ser un estimulante apropiado para ello una réplica sacada de La venganza de don Mendo que ilustra además que en el drama también funciona con eficacia la comicidad verbal. Don Mendo lo sugiere «esdrujulosamente»: P. Muñoz Seca, La venganza de don Mendo Siempre fuisteis enigmático y epigramático y ático y gramático y simbólico, y aunque os escucho flemático, sabed que a mí lo hiperbólico no me resulta simpático.

Sin embargo, si los esdrújulos no crean simpatía la risa sí lo hace. Ergo rideamus, porque riendo se entiende la gente. Ahora bien, tampoco se debe caer en el extremo de ridiculizarlo todo; con lo cual vuelve a asomarse el alemán sin sentido del humor. A ver si entre todos encontramos el punto. Bibliografía citada Eugène Dupréel (1949). «Le problème sociologique du rire», Essais pluralistes, Paris, PUF. Emile Souriau (1948).����������������������������� «Le risible et le comique», Journal de Psychologie normale et pathologique, 41, pp. 145-148. Kurt Spang (1993). «Aproximación a lo cómico», Géneros literarios, Madrid, Síntesis, 1993. —  (2006). «Bellas artes, artes feas», Nueva Revista, 105, pp. 92-107. Ricardo Yepes (1996). Fundamentos de antropología, Pamplona, Eunsa.

Tabula Gratulatoria Juan Aguilera Sastre, Universidad de La Rioja. María Paz Aguiló, CSIC. María José Albalá Hernández, CSIC. María Dolores Albiac, Universidad de Zara­ goza. Jane W. Albrecht, Wake Forest University. José Luis Alonso de Santos, Escritor. Alfredo Alvar Ezquerra, CSIC. Carlos Alvar Ezquerra, Centro de Estudios Cervantinos. Pedro Álvarez de Miranda, Universidad Autó­ noma de Madrid. María Rosa Álvarez Sellers, Universidad de Va­ lencia. Paola Ambrosi, Università di Verona. Ignacio Amestoy, Escritor. José Amor y Vázquez, Brown University. Andrés Amorós Guardiola, Universidad Com­ plutense de Madrid. Alicia G. Andreu, Middlebury College. Ignacio Arellano, Universidad de Navarra. Yolanda Arencibia Santana, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Concha Argente, Universidad de Granada. Ayuntamiento de Granada. Manuel Aznar Soler, Universidad Autónoma de Barcelona. Pedro Bádenas de la Peña, CSIC. V. S. Bagno, Universidad de San Petersburgo. María Jesús Bajo, Junta de Andalucía. Ana Isabel Ballesteros, San Pablo-CEU. Andrés Barcala Muñoz, CSIC. Eduardo Béjar, Middlebury College. Isaac Benabu, Universidad de Tel Aviv.

José Manuel Blecua, Real Academia Española. Carmen Bobes Naves, Universidad de Oviedo. Antonio Bonet Correa, Real Academia de Be­ llas Artes de San Fernando. Laureano Bonet, Universidad de Barcelona. Jean François Botrel, Université Rennes 2. Enric Bou, Brown University. Francisco Brines, Real Academia Española. Kenneth Brown, University of Calgary. Catalina Buezo, Universidad Complutense de Madrid. Francisco de Bustos Tovar, Universidad Com­ plutense de Madrid. José Jesús de Bustos Tovar, Universidad Com­ plutense de Madrid. Ernesto Caballero, Escritor. Carmen Cabrera, San Pablo-CEU. Juan Manuel Cacho Blecua, Universidad de Zaragoza. Antonia Calderone, Università di Messina. José Camões, Universidade de Lisboa. Ysla Campbell, Universidad de Ciudad Juárez. Jesús Campos, Escritor. José Luis Canet, Universidad������������� de Valencia. Rodolfo Cardona, Boston University. Manuel Canseco, Director de escena. Antonio Carreño, Brown University. Concha Casado Lobato, CSIC. María José Casado Santos, Universidad de Cas­ tilla-La Mancha. Alessandro Cassol, Università degli Studi de Milano. Pedro M. Cátedra, Universidad de Salamanca. Antonio Cea Gutiérrez, CSIC.

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Anthony Close, Cambridge University. María José Conde, Universidad de León. Catherine Connor, Swietlicki, University of Vermont. Matilde Conde, CSIC. Trevor J. Dadson, Queen Mary, University of London. Elizabeth B. Davis, Ohio State University. Emilia I. Deffis, Université Laval. Arcadio Díaz Quiñones, Princeton University. Juan María Díez Taboada, CSIC. Diputación Provincial de Zamora. Ricardo Doménech, RESAD. Steve Dworkin, University of Michigan. Edition Reichenberger: Roswitha, Theo y Eva Reichenberger y Juan Luis Milán. Alberto Egea Fernández-Montesinos, Centro de Estudios Andaluces. Sofía Eiroa Rodríguez, Escuela Superior de Arte Dramático de Murcia. José Manuel Escudero Baztán, Universidad de Navarra. Manuel Espadas Burgos, CSIC. Jean-Pierre Etiénvre, Casa de Velázquez. Jaime Fernández S. J., Sophia University. José Ramón Fernández, Escritor. Luis Fernández Cifuentes, Harvard University. Emilio Fernández-Galiano, CSIC. Natalio Fernández Marcos, CSIC. Pura Fernández Rodríguez, CSIC. Raúl Fernández Sánchez-Alarcos, Universidad Pablo de Olavide. Emilia Fernández Tejero, CSIC. Matilde Fernández, CSIC. Teodosio Fernández, Universidad Compluten­ se de Madrid. Teresa Ferrer, Universidad de Valencia. Diane Fox, Brandeis University. Ana María Freire, UNED. Fundación Juan March. Eduardo Galán, Escritor. Antonio Gallego, Real Academia de Bellas Ar­ tes de San Fernando. Cecilia García Antón. Almudena García González, Universidad de Castilla-La Mancha. Pilar García Mouton, CSIC. Jesús García Sánchez, Visor Libros. Claudio García Turza, Universidad de La Rio­ ja. Josune García, Editorial Cátedra. Mercedes García-Arenal, CSIC.

tabula gratulatoria

Rosa Garrido, Trent University. Miguel Ángel Garrido Gallardo, CSIC. Delia Gavela García, Universidad de La Rioja. Mary Malcolm Gaylord, Harvard University. David T. Gies, University of Virginia. Juana Gil, Universidad Complutense de Ma­ drid. Ryan Giles, University of Chicago. David Gitlitz, University of Rhode Island. Javier Gomá, Fundación Juan March. José Luis Gómez, Director de escena. Guillermo Gómez Sánchez-Ferrer, CSIC. Esther Gómez-Sierra, University of Manches­ ter. Aurelio González, Colegio de México. Joaquín González Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha. Miguel González Dengra, Universidad de Gra­ nada. Agustín de la Granja, Universidad de Grana­ da. Margaret Greer, Duke University. Francisco Gutiérrez Carbajo������� , UNED. Guillermo Heras, Director de escena. Emilio Hernández, Festival de Almagro. Esther Hernández Hernández, CSIC. Juan Antonio Hormigón, RESAD. Julio Huélamo Kosma, Centro de Documenta­ ción Teatral, Madrid. Federico Ibáñez, Editorial Castalia. James Iffland, Boston University. Víctor Infantes, Universidad Complutense de Madrid. Instituto de Estudios Zamoranos Florián de Ocampo. Pablo Jauralde, Universidad Autónoma de Ma­ drid. Junta de Castilla y León. Manuel Lagos, Área de las Artes, Ayuntamien­ to de Madrid. Miguel Ángel Lama, Universidad de Extrema­ dura. Dolores Lara, CSIC. José Lara, Universidad de Málaga. Donald R. Larson, Ohio State University. Francisco LaRubia Prado, Georgetown Uni­ versity. Jesús Lasagabaster Madinabeitia, Universidad de Deusto. Isaías Lerner, CUNY. Milena Locatelli, Università di Pescara. Begoña López Bueno, Universidad de Sevilla.

tabula gratulatoria

Luis López Molina, Université de Genéve. Santiago López Navia, Instituto de Empresa. José Manuel Lucía Mejías, Centro de Estudios Cervantinos. Agnes Lugo-Ortiz, University of Chicago. Eduardo Manzano, CSIC. Elena Marcello, Universidad de Castilla-La Mancha. Tomás Marco, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. José Manuel Marrero Henríquez, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Adrienne L. Martín, University of California, Davis. Vincent Martin, University of Delaware. Rafael Martín Martínez, Universidad Carlos III de Madrid. Juan Antonio Martínez Berbel, Universidad de La Rioja. Pilar Martínez Olmo, CSIC. Ángel Martínez Roger, RESAD. Ramón Martínez, Universidad Complutense de Madrid. Juan Matas, Universidad de León. Miguel Ángel Mateos Rodríguez, Ayuntamien­ to de Zamora. Christopher Maurer, Boston University. Melveena McKendrick, Oxford University. Domingo Miras, Escritor. Emilio Miró González, Universidad Complu­ tense de Madrid. Manuel Molina, CSIC. José Monleón, Escritor. Alberto Montaner, Universidad de Zaragoza. Juan Montero, Universidad de Sevilla. Silvia Monti, Università di Verona. Ciriaca Morano, CSIC. Cristina Moreiras­Menor, University of Michi­ gan. Bárbara Mujica, Georgetown University. Emilio Muñoz, CSIC. Manuel Muñoz Carabantes, I.E.S. Clara Cam­ poamor, Móstoles. Francisco Nieva, Real Academia Española. Alejandro Nieto, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Patricia O’Connor, University of Cincinnati. Margarita del Olmo, CSIC. Esperanza d’Ors, Escultora. Carmen Ortiz García, CSIC. Rafael Osuna, Duke University. Blanca Oteiza, Universidad de Navarra.

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Maite Pascual Bonis, Escuela Navarra de Tea­ tro, Pamplona. José Antonio Pascual Rodríguez, Real Acade­ mia Española. Susan Paun de García, Denison University. C. George Peale, California State University. Margarita Peña, UNAM. José Antonio Pérez Bowie, Universidad de Sa­ lamanca. Juan Carlos Pérez de la Fuente, Director de es­ cena. Daniel Pérez González, Teatro Principal, Za­ mora. Alfonso E. Pérez Sánchez, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Carmen Pinillos, Universidad de Navarra. Elide Pitarello, Università di Venezia. José Manuel Polo de Bernabé, University of North Carolina. Randolph D. Pope, University of Virginia. Marco Presotto, Università di Venezia. José Manuel Prieto, CSIC. Berislav Primorac, University of Windsor. Miguel Ángel Puig-Samper, CSIC. Mariano Quirós, CSIC. Asunción Rallo, Universidad de Málaga. Concepción Reverte Bernal, Universidad de Cádiz. Geoffrey Ribbans, Brown University. Francisco Rico Manrique, Real Academia Es­ pañola. Milagros Rodríguez Cáceres, Universidad de Castilla-La Mancha. Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, Real Aca­ demia de Bellas Artes de San Fernando. Fernando Rodríguez de la Flor, Universidad de Salamanca. Fernando Rodríguez-Lafuente, Diario ABC. María del Carmen Rodríguez Santos, Diario ABC. Gloria Rokiski Lázaro, Universidad Complu­ tense de Madrid. Alberto Romero, Universidad de Cádiz. Elena Romero, CSIC. María Victoria Romero Gualda, Universidad de Navarra. Elisa Romero Fernández-Huidobro, I.E.S. El Greco, Toledo. M. Reina Ruiz, University of Arkansas. Verónica Ryjik, Franklin and Marshall Colle­ ge. Kasimierz Sabik, Universidad de Varsovia.

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Roberto Salgueiro, Universidad de Santiago de Compostela. Francisco Sáez Raposo, Universidad Autóno­ ma de Barcelona. Nicasio Salvador Miguel, Universidad Com­ plutense de Madrid. Silvia Sánchez Delgado, Documentalista. José Sanchís Sinisterra, Escritor. Javier Sanjinés, University of Michigan. Mario Santana, University of Chicago. Cristina Santolaria, Comunidad de Madrid. Margarita Santos Zas, Universidad de Santiago de Compostela. Carmen Sanz Ayán, Real Academia de la Histo­ ria. Santos Sanz Villanueva, Universidad Complu­ tense de Madrid. Lia Schwartz, CUNY. Juan Serraler, Editorial Fundamentos. Ricardo Serrano Deza, Université de Trois Ri­ viéres. Juan Ángel Serrano Masegoso, Escuela Supe­ rior de Arte Dramático de Murcia. Josep Lluís Sirera, Universidad de Valencia. Chris Sliwa, Fayetteville State University. Adolfo Sotelo Vázquez, Universidad de Barce­ lona.

tabula gratulatoria

María Victoria Spottorno, CSIC. José Luis Suárez García, University of Colora­ do. Henry W. Sullivan, Tulane University. Gustavo Tambascio, Director de escena. María Luisa Tobar, Università di Messina. Antoni Tordera, Universidad de Valencia. Marcella Trambaioli, Università del Piemonte Orientale. José Ramón Urquijo, CSIC. Lola Vargas-Zúñiga, Junta de Andalucía. Eduardo Vasco, Compañía Nacional de Teatro Clásico. Roberto Véguez, Middlebury College. Harry Vélez Quiñones, University of Puget Sound. Juan Carlos Vidal, Instituto Cervantes, Chica­ go. Francisco Villacorta Baños, CSIC. Pedro Manuel Víllora Gallardo, Escritor. Elizabeth R. Wright, University of Georgia. Ana Zamora, Directora de escena. Amalia Zomeño, CSIC. Mar Zubieta, Compañía Nacional de Teatro Clásico. Miguel Zugasti, Universidad de Navarra.

EN BUENA COMPAÑÍA

ESTUDIOS EN HONOR DE LUCIANO GARCÍA LORENZO

En buena compañía. Estudios en honor de Luciano García Lorenzo reúne los trabajos que le dedican destacados especialistas en literatura e historia, como muestra de amistad y reconocimiento por la labor que ha desarrollado durante décadas a favor de la cultura española. Su actividad se ha centrado no sólo en el mundo académico, sino que lo ha rebasado hasta llegar a la gestión cultural, en la que ha desempeñado importantes cargos como la dirección del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, entre los años 1997 y 2004.

EN BUENA COMPAÑÍA ESTUDIOS EN HONOR DE

LUCIANO GARCÍA LORENZO

Joaquín Álvarez Barrientos Óscar Cornago Bernal Abraham Madroñal Durán Carmen Menéndez-Onrubia (coords.) I SBN 978 - 84 - 00 - 08923 - 8

9 788400 089238

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