Magister En Estudios Culturales

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Ciudad y Globalización: De lo Letrado a lo Global-Mediático

Autor Compilador: Carlos Ossa S.

Edición: Federico Galende Berenice Ojeda Diseño y Diagramación: Sandra Gaete Z.

* Sólo uso con fines educativos

Libertad 53 / Santiago / Chile fono: (56-2) 386 6422 fax: (56-2) 386 6424 e-mail: [email protected] www.universidadarcis.cl

ÍNDICE

I Programa de la Asignatura 1.1. Descripción General 1.2. Objetivos 1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía 1.3.1. Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización 1.3.2. Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas 1.3.3. Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática

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II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad

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Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización Lectura Nº 1 Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”, en Universitas Humanistica Nº 56 Lectura Nº 2 Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental Lectura Nº 3 Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX Lectura Nº 4 Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada Lectura Nº 5 Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas Lectura Nº 6 Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo. La Política del Estilo en la Cultura Contemporánea Lectura Nº 7 Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos. Algunas Observaciones sobre el Modernismo de Nueva York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire

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Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas Lectura Nº 1 Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles Lectura Nº 2 De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Invención de lo Cotidiano. I Artes de Hacer Lectura Nº 3 García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Modernidad”, en Imaginarios Urbanos Lectura Nº 4 Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina Lectura Nº 5 Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en Herlinghaus, Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Modernidad. Melodrama e Intermedialidad en América Latina Lectura Nº 6 Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del Carrito”, “La Comuna de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado para un Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Temblor”, en De Perlas y Cicatrices Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática Lectura Nº 1 Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cultural Lectura Nº 2 Jameson, Fredric, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1988 Lectura Nº 3 Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformaciones Radicales en Marcha”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html Lectura Nº 4 Sassen, Saskia, “La Ciudad: Lugar Estratégico / Nueva Frontera”, en http://www.ub.edu.ar/revistas_digitales/default.htm Lectura Nº 5 Sassen, Saskia, “Las Mujeres en la Ciudad Global. Explotación y Empoderamiento”, en http://www.lolapress.org/elec1/artspanish/sass_s.htm Lectura Nº 6 Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de Redes, en http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

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I Programa de la Asignatura

1.1. Descripción General La finalidad de este módulo es describir la relación que existe entre cultura urbana y modernización, pues implica aceptar un proceso heterogéneo y disonante donde las luchas simbólicas y materiales por conquistar el sentido de la ciudad determinan no sólo la vida cotidiana, sino también los discursos académicos, los trazados del dinero y las urgencias del poder. La historia moderna es —fundamentalmente— urbana y, al interior de sus múltiples direcciones, acontece una serie indeterminada de fenómenos que se cruzan, envuelven y dispersan con diferentes velocidades y trayectos. Sin embargo, un rasgo de continuidad logra pervivir en el acto de pensar y habitar la urbe, una característica inclemente pero constante alberga los diversos episodios que constituyen su lenguaje: la reestructuración permanente del paisaje, los cuerpos, las mercancías y los destinos. El pensamiento racional, por ejemplo, ha concebido un modelo urbanístico a través del cual materializar su plan filosófico, configurando espacios geométricos con patrones rectilíneos y cuadrículas perfectas para celebrar un orden uniforme y abstracto. Desde el renacimiento, las influencias de las nociones cartesianas y los perspectivismos visuales impusieron una urbe regular y/o concéntrica que testimoniaba el triunfo de la racionalización por encima de las marcas religiosas del retiro y la escatología. El sujeto, eje de la circulación; el interés, objeto del viaje y, la producción, punto de encuentro exponencial, se convirtieron en metas y planificaciones. El ascenso de la modernidad ha estado unido a diferentes concepciones urbanísticas que estructuran el tiempo y el espacio de acuerdo a una sucesión de problemas de movimiento, habitabilidad y proyecto; el poder, la mirada, el flujo, la identidad, la segregación social, etc., son elementos de la disputa por el control, la dirección o la ruina de la ciudad. En el siglo XIX, el trabajo industrial y una economía neoimperial convierten a las urbes en centros definitivos de migración, progreso y desgracia. Por ellas pasan (ahora) las riquezas, las hegemonías y los individuos definiendo los lugares de la prosperidad y el déficit. En la actualidad podría decirse que la ciudad es un sitio destinado a la producción de subjetividades transnacionales que intentan realizar una diferencia dentro de las contiendas de la globalización. La espacialidad urbana trama inéditos transcursos que van desde la secularización de la estética hasta la abstracción del capital, haciendo que las transformaciones introducidas por la modernización capitalista acrecienten la dimensión dramática y textual de la misma. De esta forma, la base territorial y geográfica se convierten en un proscenio de conflictos donde se ponen a prueba las representaciones de la política, la cultura y la sociedad. La ciudad registra y moviliza las rivalidades entre las aceleraciones de la economía, las resistencias de las comunidades, los abandonos de la burocracia o la impunidad de los poderes, haciendo evidente el resultado disímil que cada uno de ellos deja en la convivencia dia-

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ria. Asimismo, las hablas estandarizadas de la comunicación ordenan redes que asimilan a los sujetos a estructuras disciplinarias; modifican los desplazamientos e inauguran —permanentemente— áreas singulares y masivas de distinción entre lo exclusivo y popular. Desde la ciudad como teatro de la acción humana hasta la ciudad virtual, diversos autores han intentado entender el sentido de los cambios que las urbes producen y cómo éstos afectan, no sólo economías, sino también signos, aporías y estéticas. Las comunicaciones insertan lenguajes, pedagogías y modelos en las diversas formas culturales de la oralidad, la fiesta, el consumo, etc., reorganizando el sensorium moderno con nuevas prácticas de visibilidad, transformación, ruptura y castigo. El afán modernizador ha logrado vestir a la ciudad con distintas capas de un progreso desigual cuya violencia fundante debe inaugurarlo todo, advirtiendo de esta forma que no hay un pasado cautivo que deba protegerse de la huella o el sedimento. Sin embargo, esta memoria frágil que habita lo privado y lo público, es compensada con una serie de escrituras literarias, científicas, culturales o mediáticas que se apropian de nombres y lugares, disponen los recorridos y determinan la ocasión de los viajes. A pesar de las certezas arquitectónicas y las vigilancias sociales, la ciudad siempre desborda sus superficies legibles, al encontrarse con acciones de rompimiento que permiten la apertura hacia otros tropos, como lo pensaba Kandinsky: “una gran ciudad construida según todas las reglas de la arquitectura y de pronto sacudida por una fuerza que desafía los cálculos”.1 Mientras la literatura del siglo XIX se concentró en constituir las narrativas de la nación y la filosofía intentaba descifrar la multiplicidad enigmática del lenguaje, las ciudades articulaban el nacionalismo, la economía internacional y las comunicaciones industriales en una sola imagen de alteridad y confianza. Entonces, la palabra urbana —escoltada por la forma científica— se convierte en un objeto de dominación y libertad, pudiéndose someter a través de ella lo incivilizado, bárbaro y aciago, además de ampliar la sensibilidad con nuevos inventos, placeres y tecnologías: leyes universales incuestionables y sistemas de exclusión precisos diagraman la urbanización del capitalismo. La ciudad ya no es un territorio físico, sino una rejilla clasificatoria de costumbres, clases, posiciones, figuras, temas, etc., donde una nueva episteme del control, la voluntad y el deseo impone un concepto de naturaleza humana occidental que acerca y distancia a las culturas no metropolitanas. El siglo XX, por su parte, es la edad de las metrópolis complejas, donde el flujo, la fragmentación y las migraciones, unidos al capital global, despliegan, bajo modos de producción urbana disímiles, una utopía errática que termina convertida en un régimen concentracionario de viviendas uniformes y vida social opaca que convierte los cuerpos cívicos en objetos de intercambio. A su vez, el mercado, la política y el arte, tienen la posibilidad de realizar faenas híbridas de obediencia y confrontación. “...La ciudad —indica Ángel Rama— empezó a vivir para un imprevisible y soñado mañana y dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador. Difícil situación para los ciudadanos. Su experiencia cotidiana fue la del extrañamiento”.2 La evolución de las urbes modernas acrecienta la doble convicción de encierro y bienestar, de conflictos inevitables derivados de un economicismo irredento sin compasión ni mesura. En ese contexto, la investigación urbana clásica concentró su aten-

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Kandinsky, Vasili, De lo Espiritual en el Arte, España, Editorial Gustavo Gili, 1974, p. 60. Rama, Ángel, La Ciudad Letrada, Hanover, Ediciones del Norte, 1984, p. 96.

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ción en los problemas de gestión, administración, violencia y democracia, siendo escasas las referencias a “variables culturales”, mencionándose sólo como complemento para ilustrar ciertos problemas que requerían retrato antropológico. El interés por documentar a la ciudad desde relaciones más transversales —donde las lecturas recogieran también lo asistémico o residual y permitieran historizar el recorrido, a veces esquivo, de las identidades, los cuerpos y las hablas— resalta el papel de la cultura urbana como un sistema complejo de poderes, saberes, instituciones y sujetos en permanente mutación, cruce y desigualdad. La preocupación por estos aspectos es una de las bases de los estudios culturales, al identificar los trazos de este espesor cultural, discursivo y mediático que usan los grupos cuando tratan de testimoniar su memoria, con las claves del género, la etnia o la clase, rompiendo así con viejos clivajes y autoridades, en una operación que Raymond Williams definió como la “política del modernismo”. En la actualidad no es posible imaginar un solo modelo para los fenómenos urbanos. Convertidas en piezas intermitentes de un mapa movedizo —como afirma Juan Villorio— las ciudades se encadenan a lógicas y representaciones que tienen más de un significado. De todas maneras, la idea de una red invisible organizada a través de estrategias informáticas parece ser la figura determinante de la posciudad, ahí donde se privilegia el flujo por sobre el encuentro y en donde las personas se relacionan por medio del acceso, más que por la participación. Sin duda, las ciudadanías clásicas y republicanas no son un modo de expresión de estos tiempos donde prolifera la atomización y el repliegue, pues la transferencia de la escena política a las cadenas electrónicas de comunicación, ha dado a lo público una dimensión cada vez más escenográfica, haciendo difícil precisar qué ciudadanías alimentan lo social con sus pulsiones, arrebatos y querellas. La ciudad encerrada en la metáfora de los negocios y las oportunidades produce diversos retratos de sí misma para el turismo, el marketing y la inversión; a su vez, sigue interrumpida por noticias de violencia, crimen y azar. La globalización redefine lo urbano e incrementa la percepción de ausencia de centro; las corporaciones rigen el destino de las ciudades y la carencia de proyectos colectivos deja a los ciudadanos fuera de cualquier meta solidaria. Por su parte, el deterioro ritual de las calles parece entregarlas al mero ejercicio de los tráficos, las transacciones legítimas e ilegítimas, los tacos y la remodelación arquitectónica. La modernización ha permitido un tipo de cultura urbano-mediática que ya no responde a funciones territoriales, menos a políticas de fronteras, mas bien mezcla y refunde, en la aceleración de los signos, las horas de lo económico, lo social y lo cotidiano, como si hubiera una comarca diversa y propia donde suturar la dispersión y organizar por adelantado los acontecimientos, amontonando residuos y pedazos de códigos periodísticos, radiales, publicitarios o televisivos que nombran y posibilitan el ver. Los textos recogidos por este escrito, organizan una lectura histórica y teórica de los impulsos y configuraciones de la trama urbana en un intento por constatar el irregular tránsito de la cultura y el poder por el mundo cotidiano, con sus nombres, actividades y labores más características.

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1.2. Objetivos a. Describir el proceso de construcción simbólica de la ciudad, a través del orden de la escritura y las representaciones sociales que genera. b. Describir y caracterizar disímiles discursos e identidades que operan en el formato urbano, con especial interés en los trazados de borde, resistencia y lectura crítica. c. Explicar y definir los principales elementos de la transformación urbana y las implicancias económicas, técnicas, estéticas y políticas que ocurren en el espacio, la circulación y la imagen de la ciudad. d. Definir el papel que las comunicaciones juegan en la desurbanización contemporánea al coordinar la ciudad desde redes y eficacias telemáticas.

1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía 1.3.1. Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización La ciudad es materialidad y alegoría de la organización espacial de la cultura y la modernización. Por este motivo es ella una red de estaciones, centros, caminos, viviendas y, al mismo tiempo, un lenguaje explicativo, clasificatorio y normalizador de los símbolos, las mitologías y las representaciones urbanas. El proceso modernizador se realiza en la ciudad mediante disímiles géneros textuales y políticos: una extensa malla de comunicaciones, mercancías, disciplinas y goces la ordenan y desarman de acuerdo a la voluntad del poder y a luchas por su control y diseño. Es un tejido irregular de abstracciones y coyunturas, de pliegues y tensiones que hacen de la vida una zona de tránsito y postergación. Legislaciones, burocracias, modelos de planificación, mapas y planos determinan la forma y regularidad de la ciudadanía, autorizan la circulación de lo institucional y excluyen la otredad de discursos informes o lenguas irredentas que habitan lo urbano. En los trabajos de Adrián Gorelik, la modernización presta a la ciudad latinoamericana los signos de lo nuevo y permite realizar la distancia histórica con la barbarie; una máquina de significantes trabaja en las leyes urbanas de lo moderno. Las reformas que acontecen privilegian las proyecciones de un poder seguro e inexorable que celebra un futuro único, administrado por tecnologías del consenso y poblaciones uniformadas en el trabajo. Desde el estado liberal clásico al nacional desarrollista, se urden distintos planes para convertir la urbe en zona de armonías y ciclos regulares incapaces de ser desafiados por las continuas mareas de desorden que el progreso causa en su arrolladora faena. Hay tres ciclos expansivos —señala Gorelik— que determinan los procesos de urbanización: “En el primer momento, el de las modernizaciones ‘liberal-conservadoras’ de finales de siglo, el flamante estado coloca en la ciudad el objeto por excelencia de la reforma: la ciudad real que se expande debe ser reconducida a su ideal civilizador, porque su desarrollo sin límites lleva al caos y a la destrucción de los lazos sociales. Hay una idea de ‘ciudad moderna’ que repele el desorden profundo que introduce la modernización urbana y que preside los inten-

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tos de reforma pública en pos de ‘otra’ modernización. Ese es el doble juego que explica la paradójica definición de ‘reformismo conservador’ para las elites estatales de finales de siglo: el estado se construye en la onda expansiva que vuelve inevitables los procesos de universalización racional de los derechos públicos y los potencia y cristaliza en nuevas instituciones, pero su propia constitución es parte del intento supremo por reconciliarlos con un puñado de valores pretéritos de la sociedad tradicional, de los que se considera custodio”.3

El segundo momento lo determina la vanguardia artística y política, que intenta reformar y alterar los regímenes de ordenamiento con una intervención estética y social destinada a visibilizar lo ausente y legitimar lo “otro”. La ciudad es un campo de reyertas que tiene la doble ventaja de servir a los anhelos de porvenir y, a su vez, construir la tradición que lo resguarde. La vanguardia busca la movilidad de los tiempos y la trasgresión de códigos y normas para justificar el advenimiento de una etapa revolucionaria que necesita dar sentido —paradojalmente— a una esencia que no puede sacar ni del pasado colonizado ni del presente enajenado. La tercera fase, marcada por el desarrollismo, viene a consolidar la urgencia modernizadora que fuerza a todos los protagonistas urbanos a subsumirse en las estructuras tecno-burocráticas y las depuraciones económicas. La planificación eficiente y el diseño proyectivo se utilizan como fórmulas de contención de los crecimientos impensados y los costos marginales, pero al final se configura una órbita de regulaciones, actos preventivos y señales obligadas que protegen el control político y cultural, a pesar de las descalibraciones generadas por la imaginación fáustica. Las grandes capitales europeas del siglo XIX organizaron la homogeneidad individual, señala Richard Sennett, como un modo de contener los peligros de las masas y sus aspiraciones enervantes. El desplazamiento por anchas avenidas incrementaba la soledad cívica y estimulaba la indiferencia social. Los individuos, convertidos en los destinatarios de una planificación urbana abstracta, eran incorporados al movimiento de los centros fabriles y distanciados de sus rituales familiares. El cuerpo era un objeto de velocidad que la economía necesitaba en circulación. El individualismo urbano termina siendo, entonces, un sistema de relaciones de extrañamiento: los sujetos pueden vivir juntos pero no compartir un sentimiento común de sociedad. Indica Sennett: “Los cuerpos individuales que se desplazaban por el espacio urbano poco a poco se independizaron del espacio en que se movían y de los individuos que albergaba ese espacio. Cuando el espacio se fue devaluando en virtud del movimiento, los individuos gradualmente perdieron la sensación de compartir el mismo destino que los demás”.4 La urbe logra construir un dispositivo de aislamiento capaz de mantener cohesionada a la población, pero ello no se traduce en una vida urbana rica en experiencias sino al contrario, en la asimilación de ritmos productivos que subjetivizan el capital al interior de los cuerpos y limitan los gestos y poses a un conjunto de ejemplos predeterminados. El ideal urbano es proteger a los individuos del movimiento de las muchedumbres con su cadena de peligros y alteraciones. Los urbanistas dejan de ser meros administradores para convertirse en estrategas de la circulación de los cuerpos, organizando intrincados juegos de llegada y salida que impidan a la multitud robar el tiempo para ejercitar la protesta y el 3 4

Gorelik, Adrián, Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización, www.bazaramericano.com/ Sennett, Richard, Carne y Piedra, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, p. 344. Sólo uso con fines educativos



ocio. Un modo de impedir las amenazas de los sujetos estacionarios fue ampliar el uso de la calle para el transporte, de esta forma, la velocidad creó nuevas formas de contacto y encomienda, la técnica se puso al servicio de los desplazamientos rápidos, lo público se transformó en un orden orgánico regido por horarios y compromisos y, lo privado, dispuso la intimidad y el reparo, pero también la exclusión y lejanía de los beneficios modernos. El valor de la palabra para describir la experiencia urbana encuentra en la crónica un momento estético y reivindicativo, señala Julio Ramos. La escritura detallada y episódica de los momentos callejeros donde lo monumental se encuentra con lo contradictorio, hace de ella una forma literaria anticanónica de discursos periféricos, bajos y mundanos. Pero esta nueva estilística no resulta del afán de novedad que traen las innovaciones literarias unidas a la creciente autonomía formal del arte modernista, sino de la temporalidad fragmentaria que introduce la modernidad liquidando el anhelo de obras permanentes y detenidas en el tiempo. La crónica estiliza los trastornos de la modernización y media entre productores y receptores con un texto frágil e inteligente que embellece la barbarie de la máquina y la usura del comercio. La ciudad encuentra en estos relatos fúlgidos —como los llama José Martí— una manera de documentar su mercantilización sin la vergüenza de la acusación utilitaria. La crónica, al pretender una independencia discursiva respecto a la materialidad sin rostro que el capitalismo extiende por sobre lo social, imagina una virtud inquisitiva y una moral trascendente. El cronista, al desviarse de la escritura profesionalizada (periodismo), salva el “instante auténtico” que el lenguaje reserva para las cosas significativas. Sin embargo, la distancia lograda muta en cosificación al convertirse en una actividad compensatoria de la trivialidad citadina, asumiendo la imagen de una narratividad diferenciadora ante la abultada oferta de mercancías serializadas. La crónica, de acuerdo a Julio Ramos, expresa en su morfología y sintaxis la disposición ideológica de la sociedad moderna y en última instancia, los tipos de representación y comunicación que en ella habitan: “Es decir, al reescribir la fragmentariedad del periódico el cronista trabaja con la temporalidad segmentada de la ciudad, en un plano estrictamente formal”.5 El cronista, al recuperar las ruinas de la vorágine productiva y de los cuerpos diezmados por los patrones de orden, busca reconstruir la originalidad destruida por la ciudad. Si la escritura es un modo de recuperar lo arrasado por la producción, la investigación de Ángel Rama, entonces, describe los dispositivos letrados que unifican el territorio a un sistema de textos que disponen los significados y sus límites y hacen de la producción cultural un modo de poder invisible y silencioso. Los mitos sociales que recorren la ciudad y la atraviesan con múltiples discursos de furia, redención y fracaso, fomentan sujetos idílicos que sirven de ejemplo para enfrentar las dinastías y obediencias surgidas de la conquista simbólica de los cuerpos y los espacios. En los sectores populares, la modernización vista como expropiación y chantaje, motiva respuestas de bandolerismo o mesianismo religioso: el rebelde y el santo alimentan los relatos de la periferia con simpatía o excomunión. Asimismo, en el sector letrado, que defiende el esfuerzo individual de la intromisión del Estado disciplinario, convierte en portadores de una resistencia heroica a periodistas y abogados. Verdad y ley moralizan lo

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Ramos, Julio, Desencuentros de la Modernidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2003, p. 165.

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público con demandas de racionalización, orden y denuncia de la arbitrariedad. La prensa se convierte en la ampliación más importante de la letra moderna: el periódico controla los flujos y digresiones, normaliza lo anodino e incorpora las novedades resultantes del creciente comercio internacional, además, retiene a la ciudad con memorias cortas y episódicas que integran las fragmentaciones, los quiebres y las crisis del modelo. La prensa es la artífice de la autonomización de aquellos signos que dan a la ciudad una independencia respecto de sus coyunturas y particularidades, éstas —aunque son el contenido diario de las noticias— sólo testimonian los efectos de la modernización sin alcanzarla ni reducirla. La letra impresa y su régimen de credibilidad institucional establece las diferencias entre naturaleza y discurso, obligando a la primera (tramada por las tradiciones de la cultura rural) a desintegrarse ante las exigencias de las pautas civilizatorias: la oralidad es desplazada por la letra; el paisaje por la avenida; el salvaje por el flaneur. En una línea complementaria, José Luis Romero piensa la masificación urbana como el instante de constitución de la sociedad moderna. Las corrientes migratorias que toman por asalto a la ciudad generan una novedosa fisonomía: la presencialidad de múltiples tradiciones, culturas y territorios compaginados por un nuevo hábitat. Este hecho trastocará las mentalidades y formas de convivencia; no sólo la extensión geográfica cambia, sino que nuevas yuxtaposiciones de viviendas, barrios, tránsitos y modos sociales pasarán a insertarse en el diagrama de la vida cotidiana. El orden atemporal de la ciudad clásica, sostenido por jerarquías estrictas y divisiones severas, da paso al vaivén de mercancías y sujetos de procedencias diversas que las transportan. La mezcla de lugares, mitos y subjetividades que la ciudad tolera, permite una especie de archipiélago simbólico donde compiten por sobrevivir muchedumbres seducidas por la luz eléctrica, el cine, la radio, la moda y el ascenso social. La ciudad organiza y distribuye a las masas: en el campo industrial las convierte en proletariado; en el ámbito de la entretención en consumidores; en los intersticios de la revuelta en clase peligrosa y en el regazo de la educación en patriotas. El rápido crecimiento demográfico obliga a reestructuraciones continuas de los servicios, las políticas de vivienda y las zonas de habitabilidad. Las masas se vuelven un problema y estimulan los discursos filantrópicos del encauzamiento moral y los policiales de la vigilancia y el fichaje preventivo. Los inmigrantes, las clases medias pauperizadas, los campesinos, la oligarquía y los millonarios recientes, arman un complejo abanico de contactos, desconfianzas y utilidades recíprocas que dinamizaban la urbe con tareas de bienestar, insurgencia y disciplinamiento. La fuerza que une a todos los grupos no es estable, pues el desarraigo y la movilidad serán aspectos que —rápidamente— empujarán a los sectores más débiles a la anomia, la desintegración identitaria y la sumisión. Así, las ciudades masificadas no tendrán una disposición compacta y la desafiliación pasará a convertirse en un rasgo urbano perdurable que favorecerá una sociedad escindida. La ubicación espacial, económica y política de las masas, señala Romero, fue transitoria y por lo mismo no representaba demandas estratégicas, aunque sí tácticas, debido a que no eran una clase arraigada en una conciencia sino un colectivo multiforme a la espera de una oportunidad. La industrialización contribuyó a normalizar a la multitud, con empleos fijos y salarios regulares, y fortaleció los procesos de inclusión que minimizaron la primera agresividad radical de los sectores populares. El discontinuo e irregular comportamiento masivo es lentamente es transformado. La organización de la ciudad es sometida a las reglas ingenieriles y una sincronización estilística convierte lo arquitec-

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tónico y social en citas de las armonías propuestas por la fábrica y la máquina. Un sentimiento mecánico, afirma Stuart Ewen, impone una racionalidad urbanística fría, escueta y corporativa. Lo urbano se compone de principios formales exactos y de tecnologías aplicadas que fusionan la vida práctica con lo artificial en un solo proceso de creciente abstracción y funcionalidad. La arquitectura, el diseño y el arte constructivista exaltan un arrogante “estilo modernista” que sustenta el emblema de la ciudad industrial. El tiempo ya no está afuera ni es anterior a la dinámica urbana, que manifiesta su plena contemporaneidad con los avances científicos, las secuencias laborales y los mercados integrados mediante nuevas concepciones de edificación que desafían (en magnitud y recursos) la serenidad del espacio: el acero y el cemento describen la materialidad cultural de una época separada del pasado, de la decoración fútil, promoviendo construcciones limpias y enérgicas justificadas por la ideología del industrialismo. La sociedad, en su conjunto, es atravesada por las convicciones técnicas y estéticas del orden funcional: la casa y el trabajo pertenecen a un mismo espíritu de programaciones y eficiencias incuestionables. En este contexto, el arte moderno imagina a la ciudad como un sistema de proyectos de diseño y: “...las poblaciones urbanas y sus necesidades era algo que debía medirse sociológicamente, para llegar así a las condiciones mínimas de vivienda que requerían. El visionario de Morris era el artesano creativo, recuperado de la ‘horrible e intranquila pesadilla de la ingeniería moderna’; el de Gropius era el ingeniero social culto, el fabricante de políticas, el tecnócrata que distribuiría las necesidades vitales racionalizadas a una masa de consumidores modernos”.6 La visualidad urbana está cargada de íconos de trabajo, producción y movimiento programado. Hombres y mujeres se adaptaban a la publicidad del consumo eficaz imaginando la vida moderna como predecible, cambiante y ordenada. El movimiento, señala Marshall Berman, es la base de las grandes transformaciones urbanísticas, cuando descubre en la política inmobiliaria de los años sesenta, esa nueva conciencia del intercambio de imágenes, que al separarse de sus fuentes históricas, se vuelven incorpóreas e impersonales. Una política de códigos reemplaza las relaciones sociales y enmudece los conflictos con autopistas, parques, avenidas, hipermarkets y desconexión filial. La propiedad urbana se desprende de la territorialidad ancestral para entrar de lleno a los signos mercantiles y, la fase modernizadora, se expande para abarcar a todo el mundo y coronar la cultura mundial del modernismo. Las ciudades acrecientan y dividen en múltiples fragmentos las relaciones personales unidas por idiomas, extraordinariamente privados, como es el caso del Nueva York reestructurado por Robert Moses, quien logra remodelar los centros urbanos más antiguos de la capital norteamericana. Para Berman, la ciudad relata de modo inmejorable los avatares del arte y el pensamiento, y reconociendo tres modernismos unidos entre sí: apartado, negativo y afirmativo. El primero busca una fuga y aspira a un objeto puro de reflexión y estética; el segundo opera como una revolución permanente contra la totalidad de la existencia moderna: era “una tradición de tradición vencida” (Harold Roseriberg), “una cultura adversaria” (Lionel Trilling), una “cultura de negación” (Renato Poggioli). La obra de arte moderna “no molesta con su agresiva estupidez” (Leo Steinberg). La visión afirmativa del modernismo la desarrolló, en la década de los sesenta, un grupo heterogéneo de escritores, incluyendo a John Cage, Lawrence Alloway, Marshall McLuhan,

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Ewen, Stuart, Todas las Imágenes del Consumismo, México, Editorial Grijalbo, 1991, p. 169.

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Leslie Fiedler, Susan Sontag, Richard Poirier y Robert Venturi. Los temas de esta tendencia se relacionan con el afán de unir todas las actividades humanas en un solo proceso de conjunción y novedad: se animaba a los escritores, pintores, bailarines, compositores y cineastas a trabajar juntos en las producciones y realizaciones de comunicación mixta que crearían artes más ricas y multivalentes. Estas líneas determinaron la cultura crítica del modernismo sesentesco que intentó revertir —en el plano político y simbólico— las consecuencias de un capitalismo totalizante capaz de convertir su estructura y movilidad en el contenido de la vida urbana. Marshall Berman habla de las épicas contrahegemónicas que se constituyen en respuesta a este acontecimiento, relacionándolas con las grandes transformaciones de la espacialidad que modifican la percepción, el recorrido y la estetización de la mirada. Pensamiento crítico, cultura alternativa y ciudad reformada se convierten en los materiales de discusión de una época marcada por la plasticidad y la adaptación que busca conciliar lo vivido con lo pensado y mutarse sin desgarros de continuidad. En estos textos podemos constatar esa lógica totalizadora donde la forma de la ciudad es la forma de su orden social, como ha dicho Lewis Munford. Allí, la escritura se despliega como una fuerza de comprensión e integración que los individuos deben aprender en sus múltiples manifestaciones (gráficas, legales, estéticas, sociales, etc.) para mantener un sistema de valores colectivos, respetarlos y transgredirlos. En conjunto, los autores convocados estructuran un pensamiento ramificado de problemas culturales y políticos, pues establecen a la ciudad como una invención permanente, de carácter inabarcable pero susceptible de interpretación y lectura, donde pueden ser comprendidos los asuntos fundamentales de la vida contemporánea. Por ello, intentando sumarse a la movilidad de la ciudad más que atraparla en la cosificación de la palabra, estos análisis enuncian relaciones, dominancias y torceduras.

Bibliografía Fundamental Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”, en Universitas Humanistica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, 2003, pp. 10-27. Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, pp. 338-377. Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio/Ediciones Callejón, 2003, pp. 149-184. Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, Hanover, USA, 1984, pp. 71-104. Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas, Argentina, Siglo Veintiuno Editores, 2004, pp. 319-389.

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Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo. La Política del Estilo en la Cultura Contemporánea, México, Grijalbo S.A., 1988, pp. 163-178. Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos. Algunas Observaciones sobre el Modernismo de Nueva York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire. La Experiencia de la Modernidad, Madrid, España, Editorial Siglo XXI, 1997, pp. 301-367.

1.3.2. Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas La ciudad como despliegue de una racionalidad instrumental disciplinante, no puede retener al interior de sus códigos la diglosia de los sujetos que entran y salen de la significación. El conflicto entre las hablas ordenadoras y las lenguas alterantes permite revisar la diferencia que subyace en los cuerpos y sus rituales cuando enfrentan al régimen de veracidad de lo urbano y su pedagogía visual. Lo cotidiano se hace multiforme en las instrumentalidades menores de las razas, los géneros, las clases y las migraciones: mientras una parte de las prácticas se somete al proyecto urbanístico y su dispositivo de normalidad, otra parte se hace ilegible y opaca en los ritos y procedimientos de uso y consumo de la urbe. La parcelación de lugares sociales provocados las mercancías y las distancias estéticas impuestas por la visualidad hegemónica del capital, comparten su dominio con sujetos y memorias que hablan desde zonas no funcionales, donde el texto de la ciudad que se construye trata de explicar fisuras, mostrar desigualdades y recordar pérdidas. La uniformidad de los códigos dominantes se entremezcla con las subculturas y los sujetos periféricos llevan todos los discursos sin ser ninguno en especial. La identidad —de acuerdo a Celeste Olalquiaga— se hace transitoria y múltiple, y sin embargo, retiene pequeños símbolos de individualidad y contexto. De esta manera, lo urbano excede a la planificación laboral y encuentra lugares de transgresión, placer y burla que unen el carnaval, la procesión, la exclusión, la locura, el consumo y la negación. No es sólo el trazado oficial de cartógrafos, alguaciles y empresarios con sus figuras regulares quienes administran las fuerzas productivas; por otras veredas circulan discursos del asombro y la desazón buscando leer las marcas del cuerpo cuando no está en manos del trabajo o del ocio inducido, para dejar así constancia del exceso y la degradación. La urbe es un invento del poder y el deseo y, en cualquier parte, el conflicto entre ambos firma y anula a quienes han trabajado por ellos. Así, Ítalo Calvino propone un recorrido metafórico por ciudades indecibles, hechas de la conjetura, el diálogo y la imaginación, ciudades determinadas por un contrato que deben mantener y justificar escritores y lectores; sin él, las ciudades se derrumbarían al igual que los textos que las acompañan. Un emperador melancólico y un mercader ingenuo quedan atrapados en la inmensidad de urbes exóticas, concéntricas, microscópicas, bidimensionales o arcaicas, mientras intentan describirlas y retener el murmullo que las levanta. Calvino reflexiona sobre la ciudad moderna y las “razones secretas” que llevan a hombres y mujeres a vivir en el centro de sus certezas y derrotas. Una geografía de espejismos, donde los edificios no recuerdan ninguna piedra o los muertos flotan entre los vivos, permite advertir entre líneas un punto de conexión donde historia y literatura entretejen el tiempo urbano. “A veces —comenta Calvino— me basta una vista en escorzo que se abre justo en medio de un paisaje incongruente, unas luces que afloran en la niebla, el diálogo de dos transeúntes Sólo uso con fines educativos

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que se encuentran en pleno trajín, para pensar que a partir de ahí juntaré pedazo por pedazo la ciudad perfecta, hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados por intervalos, de señales que uno envía y no sabe quién las recibe”. Inventadas por una conversación y recordadas por un libro, las ciudades retienen objetos y palabras en lugares imposibles a los que sólo puede llegar un discurso autónomo y fugitivo, ajeno a instrucciones, abierto a nuevos caminos... Si los intervalos y las combinaciones no siempre obedecen a una transparencia racional, es porque la ciudad no se reduce al panoptismo y la especulación. Existen otros poderes sin intención de totalidad y de ellos habla Michel de Certeau cuando describe las estrategias y tácticas para vencer la presencia anónima de la fuerza y rastrear conjuntos de intersubjetividad paralelos a los regímenes oficiales. Las prácticas urbanas proponen desviaciones a las jerarquías, e incluso, no reproducen el deterioro de los conceptos o el pánico de las instituciones. La enunciación peatonal, indica De Certeau, es una forma presente, discontinua y fáctica de eludir la disciplina. Gracias a ella, el orden espacial se abre a otros significantes, desvaneciendo las cosas obligatorias, las repeticiones inútiles y los actos sumisos. Una episteme urbana sería aquella donde la lengua no queda inmovilizada por las reglas de convivencia, sino que vitaliza accidentados e ilegítimos lugares con una retórica del andar, es decir, con un impulso político y estético que da habitabilidad a los sujetos y las remembranzas que elaboran. Las palabras, al sostener una complicidad franca con el andar callejero, liberan nuevas cifras y recados. Los nombres adquieren texturas insospechadas, mientras que las imágenes dejan de reseñar lo previsible y, a cambio, vuelven significativa la calle al volverla próxima, horizontal y desconocida. En el paseo urbano el sujeto encuentra una experiencia y un relato (cuando no rentabiliza ni ordena los signos) que produce hablas menos técnicas y funcionalistas, urdidas por leyendas, recuerdos y sueños excedidos e ignotos. Los transeúntes encuentran en las prácticas del andar un modo de demorarse y evadir esos espacios iluminados por la vigilancia en el afán de interrumpir cualquier descanso, ardid o autonomía. El no lugar, señala De Certeau, son los pasos dados en lo imprevisible y oscuro, donde “pasados robados a la legibilidad” y “tiempos amontonados” vuelven a simbolizar el dolor y el placer del cuerpo. La calle no es una comarca escenográfica para celebrar superficies y mercados; en litigio permanente sus dialectos y posibilidades viven en ambigüedad y contradicción, recogiendo los saldos de modernizaciones incompletas y sociedades desfasadas. Néstor García Canclini examina los contrasentidos entre la homogenización productiva y la expresividad cultural que gestan un movimiento de diferencias y confrontaciones identitarias determinando lo visible e invisible de la urbanización. Los consumidores y ciudadanos se mueven en un territorio desigual y aprenden a responder a la usura de la economía con prácticas colectivas de encuentro. A pesar del deterioro o el abandono, hay ciertos sitios urbanos que sirven a la cohesión y la demanda, resignificándose con fantasías heterogéneas. Mientras la cuadrícula urbana reproduce el orden, múltiples ficciones la atraviesan y superan. Es en los viajes, dice Canclini, donde se certifican mejor los desajustes entre lo vivido y lo imaginado. La narrativa urbana, segmentada por relatos idílicos o depredatorios, propone diversas versiones de un mismo lugar: los citadinos, el de las agencias de turismo o la crónica roja. Descripciones unidas a los signos de la cotidianeidad, el lujo o la violencia delictual que proponen una ciudad hecha de imaginarios disímiles. El viaje pone en evidencia las muchas ciudades que existen en un mismo nombre y el paisaje que ofrecen descifra los diversos orígenes, tramas y trabajos que han debido realizarse para lograr esta yuxtaposición no buscada y, a veces, resultado de

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la equivocación, el odio o el descuido. El viaje, en todo caso, no refiere únicamente a un desplazamiento físico, más bien señala un descalce imaginario, por medio del cual se puede pensar otra ciudad sin problemas ni injusticias, habitable y serena, dispuesta a acoger y no a expulsar. A su vez, el viaje delata las formas de segregación barrial y privatización de las calles estimuladas por unas políticas del miedo y la seguridad. Pobres y ricos se atrincheran para protegerse de alguna de las manifestaciones del mal; los ritos y conversaciones familiares giran en torno de la inseguridad y los medios para defenderse. Lo público, convertido en zona de peligro, se desurbaniza, haciendo que las personas convergan hacia mundos arquitectónicos específicos donde puedan cumplir con el anhelo de tranquilidad y decencia. El mall, con su promesa de ciudad limpia y ordenada que niega y aplaza a la ciudad vandálica y pobre, permite a Beatriz Sarlo describir las crisis del desarrollismo. Ya no existe un centro ni menos la civilidad que escudriñaba sus símbolos de nación y progreso. En la actualidad hay muchos centros, con ofertas diferentes según la ubicación y la condición socioeconómica; hechos de cristal, luz y dinero, simulan una ciudad más ordenada, eficaz y específica. Los shopping-center (como otrora fueron llamados) modifican la subjetividad y la mirada, al encapsularlas en los contornos de objetos que destellan marcas. El diseño funcional y la racionalidad arquitectónica que los define, los convierte en miniaturas urbanas en donde se consumen —a la misma velocidad— etiquetas, mercancías, identidades y sujetos. El mall es el producto de una lógica totalitaria que garantiza que todos los sitios sean uno solo, y, como dice Beatriz Sarlo, nadie puede perderse en su interior. Este hecho lo convierte en un artefacto ensimismado, al cubrirse con las estéticas globales y locales que desde la publicidad, el estilo internacional o el nacionalismo comercial, justifican su renuncia al exterior, convertido en intemperie masiva y calurosa. La ciudad no es polis ni fin democrático, tan sólo escena audiovisual reproduciendo sin fatiga una serie de discursos iguales donde cambian los personajes y la música. No hay un porvenir compartido. Encontrarse es visitar, en los malls, los deseos de acceso y movilidad social que la política no quiere cumplir. Por ello: “El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en él. (...) Se nos informa que la ciudadanía se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shoppings pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo: ágora, templo y mercado, como en los foros de la vieja Italia romana. En los foros había oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se maniobraba; en los shoppings también los ciudadanos desempeñan papeles diferentes: algunos compran, otros simplemente miran y admiran. En los shoppings no podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más plena”.7 Mientras la ciudad no puede cumplir ninguna de sus promesas y obligaciones y sólo recuerda la huida, el mall instala un “simulacro” de urbanidad compensatorio: allí la ciudad no tiene historia ni cumple nada, pues todo está realizado y concluido por el mercado. En el mall se desmovilizan los individuos ante el tráfico frío de un tiempo sin cualidades, pero en la industria cultural encuentran las piezas emotivas que la racionalización les quita. Una estética hecha de pedazos de heroísmo, moral y compasión repone las historias mínimas, que, celebradas por la cultura, promueven el espectáculo del pluralismo. El mundo popular urbano, advierte Carlos Monsiváis, 7

Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, p. 18.

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tiene un discurso aporético que responde a los poderes con acatamiento o insubordinación, mediante operaciones retóricas que mezclan lo sentimental, lo literario y lo comunicacional. El melodrama se transforma en el texto central de este ejercicio donde hombres y mujeres populares condensan en el drama una doble figura. Una primera, de negación, vinculada al carácter mítico y fatal del tiempo, a la opresión histórica inmodificable y a la subordinación religiosa y, una segunda, de afirmación, ligada a la modificación continua de los mensajes culturales, la conciencia de una etnicidad legendaria y la hibridez estética del arte y la artesanía. En el melodrama se juntan diversas tramas literarias que diseñan la ciudad: la cursilería plana, el grotesco político, la carencia interminable, la sexualidad liberada y las emociones moralizadas. El melodrama deja de ser un género menor de la literatura industrial, para convertirse en un sistema de enunciación y en una estructura narrativa que tiñe todo con el lento verbo de la redención y la desgracia. La telenovela es, sin duda, el modo narrativo urbano sustancial que unifica los desencuentros sociales con las pasiones privadas, dándoles un momento de justicia que ninguna institución puede alcanzar, pero también es un armazón de conformidad y prejuicio que busca reponer un orden “natural” en el que cada cosa y significado ocupa una posición determinada. La telenovela entreteje los mecanismos de representación de lo popular, los dispositivos de comercialización televisiva y los imaginarios del bien y el mal modernos, para construir una textualidad de estereotipos, fatalismos, condenas y una estética de transgresiones moderadas, identidades reivindicadas y obstáculos salvados. El melodrama trabaja con la luminosidad de la fantasía y el ocre realismo de las desigualdades, reconstruye la voluntad, observa los sentimientos y exalta delirios de amor, decepción y regreso para narrar esos tiempos de náusea y carnaval que inundan los barrios, los parques y avenidas. Pedro Lemebel recorre, a través de breves crónicas, los baldíos y fulgores de la urbanización, trazando la historia de cuerpos desvalidos y castigados por las acciones punitivas de la homogeneidad social auspiciada por una cultura autoritaria, machista y auto referente. La sociedad chilena, con sus glamoures democráticos “aterciopelados” por una moral histérica y vengativa, hace de la ciudad el eco y sombra de su mandato. Cuerpos entregados a la producción cumplen —simétricamente— los planes de las clases dominantes; sistemas comunicacionales obsecuentes confirman la parodia de la autoridad; economías depredadoras dividen el derecho al lujo y el horror. Y en los bordes cansinos de la ciudad, otros sujetos habitados por la extrañeza intentan sobrevivir. Lemebel examina infinidad de matices, palabras huérfanas y recorridos miserables que rodean a los discursos del bienestar. La ciudad, no es buena ni mala, sólo está ahí, continua y reparada, aceptando los cambios de ropaje ideológico y el triste oportunismo de verdugos y cómplices, mirando cómo los sexos se marchitan y las violencias moralistas humillan lo diferente. El exitismo económico inventa un país reconciliado que ofrece una política de pactos y consuelos disimulando lo periférico, retrasando su llegada, evitando su presencia. Las crónicas urbanas recuperan esos lugares y Lemebel muestra cómo fuera del capítulo de la prensa, el cerco oficial y la comodidad intelectual, muchos están a la deriva saboteándola con deleites escasos. Los diversos textos reunidos en esta sección trazan un mapa azaroso e irregular de los relatos y las acciones que se mueven por las orillas de la vigilancia, la cumplen y dispensan. Las actividades cotidianas están marcadas por el control y el desorden de los desplazamientos, ritos, deseos e ideologías, que mutan su tiempo y sentido en consonancia con la estructura urbana definida por su territorialidad normativa, diversión industrializada e insubordinación callejera.

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Bibliografía Fundamental Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial S. A., 1999, pp. 19-39. De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Invención de lo Cotidiano. I Artes de Hacer, México, Ediciones de la Universidad Iberoamericana, 1996, pp. 103-115. García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Modernidad”, en Imaginarios Urbanos, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Eudeba, 1999, pp. 69-104. Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, pp. 13-33. Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en Herlinghaus, Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Modernidad. Melodrama e Intermedialidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2002, pp. 105-123. Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del Carrito”, “La Comuna de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado para un Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Temblor”, en De Perlas y Cicatrices, Santiago de Chile, Lom Ediciones Ltda., 1998, pp. 36-38; 78-80; 119-120; 145-146; 169-170; 199-201; 202-203.

1.3.3. Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática La globalización impone un nuevo modelo de percepción urbanística, privilegia las interconexiones y descuida los vínculos, favorece la velocidad de las mercancías y la desmovilización de los sujetos debilitando las representaciones densas (pueblo, nación, futuro, etc.), mediatiza los acontecimientos realzando la factura dramática y olvidadiza de lo real. El tiempo material del trabajo se anarquiza, mientras que la presencia global del capital se concentra en redes financieras, en poderes corporativos y economías especulativas que están interesadas en la democratización del acceso y la privatización de la riqueza. La ciudad se parece a un plano informático que debe garantizar los flujos y distribuir los recursos con eficacia y regularidad. Lo cotidiano, preso de las diversas formas de la mediatización, con sus operaciones publicitarias de lujo y consumo, refuerzan la lejanía social haciendo de lo urbano una experiencia fragmentada y dispersa que pone en crisis la promesa de razón y bienestar. Las identidades no sólo las reelaboran los colectivos en su necesidad de afirmación y territorio, también las imágenes de “nosotros” y “los otros” ya no provienen, exclusivamente, de los patrimonios y las tradiciones, sino de las redes de tráficos monetarios, simbólicos y comunicativos que informan la economía y las finanzas, la cultura y el mercado de las industrias, el turismo y las políticas migratorias.

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La extensa bibliografía sobre la sociedad global y el modelamiento que efectúa de lo urbano, hace visibles ciertas tendencias: por ejemplo, la organización de una cultura internacional del consumo que tiene en los jóvenes un destinatario principal por su interés en lo tecnológico, lo individual y lo transitorio. En acuerdo con lo anterior, David Harvey estudia los cambios de la espacialidad arquitectónica como formas independientes y autónomas que fijan criterios de prestigio y esteticidad negados por el modernismo funcionalista. El palimpsesto de la posmodernidad (fiel al retazo y lo efímero) reutiliza las tradiciones vernáculas adaptándolas a los nuevos marketings urbanísticos. El espacio se convierte en un texto flexible y fuertemente estetizado gracias a tecnologías de imitación que permiten simular los viejos materiales de los estilos clásicos. La diversidad se presenta como la alternativa al concepto monolítico del modernismo. A través de ella, las ciudades se despliegan en abigarradas mezclas, procedimientos de concentración del parque inmobiliario y un eclecticismo radical que opera con los signos del kitsch, la ostentación y los modelos informáticos. La arquitectura posmoderna privilegia el “diseño”, pensando a la urbe como un conjunto discontinuo de proyectos, donde los códigos de la temporalidad fracasan en su intento de una idea lineal del presente. La arquitectura se convierte en un producto historicista de citas arbitrarias que subvierten el pasado más que continuarlo. En cierto sentido, tal como lo afirma Charles Jenks, una “fuerza esquizofrénica” organiza la vida urbana con entradas disímiles que mitigan cualquier deseo de totalidad o integración. Lo colectivo cede paso a un individualismo extremo que sólo se interesa en las experiencias de la heterogeneidad, el gusto y la técnica. La predilección por los arcaísmos y las anarquías sugiere que la posmodernidad arquitectónica es más lúdica y experimental,contraria a las regulaciones y zonificaciones del modernismo que limitaban la imaginación con bloques monumentales de acero y cemento. El ornamento y la decoración se transforman en una política que ayuda a soportar el desfase entre vivienda y sociedad, ambas desconectadas de lo público y unidas por los caprichos de la moda, la exacerbación noticiosa del crimen, el entretenimiento inducido y la especulación de la tierra. Por su parte, Frederic Jameson destaca la filigrana estrecha entre la arquitectura y su respaldo a la creciente abstracción del capital, al punto de invisibilizar las relaciones sociales por medio de discursos neutros de progreso urbano. Las mediaciones arquitectónicas entre estética y economía sugieren niveles notoriamente intangibles del capital financiero que usa a la ciudad de mapa e interconexión. Los grandes rascacielos conjugan la utopía mercantil de convertir al capitalismo en la comunidad: lo civil y lo corporativo establecen una alianza formal e ideológica que sella el destino de las ciudades (como el caso de Nueva York). Los movimientos dialécticos de la construcción y la destrucción de la propiedad sirven a Jameson para estudiar las implicancias teóricas que la economía genera cuando transforma los territorios y reorienta su valor más allá de su peso comercial. Los diferentes argumentos usados para explicar este fenómeno se divorcian y segmentan, casi imitando el plano urbano, y tienden a justificar las visiones esteticistas de los arquitectos, las lecturas conspirativas del sistema financiero o las cualidades históricas de los urbanistas. Sin embargo, ninguna de ellas condensa el problema del capital convertido en un lenguaje multivocal que puede articular precios, discursos, modelos, estructuras, sistemas y: “el tiempo y una nueva relación con el futuro como un espacio de necesaria expectativa de acumulación de ingresos y capital —o, si lo prefieren, la reorganización estructural del tiempo mismo en una especie de mercado de futuros— son ahora el último eslabón en la cadena que conduce desde el capital financiero, a

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través de la especulación con la tierra, a la estética y la producción cultural o, en otras palabras, en nuestro contexto, a la arquitectura”.8 En la lectura de Jesús Martín-Barbero, la comunicación refuerza el paradigma informacional de circuitos, enlaces y conexiones, cambiando los modos de acceder a la ciudad y de narrarla. Pero este hecho tiene sus antecedentes en el modo visual que las muchedumbres practican a la hora de percibir y conocer lo urbano. El sensorium une a la ciudad con la cultura popular y las imágenes del cine y los sonidos de la radio entregan los protocolos necesarios para afincarse, modernizarse y trabajar. La creciente uniformación de los códigos comunicacionales deteriora la sociabilidad. A cambio, simulacros de experiencia completan la pérdida, entonces la televisión concentra en sus programas fragmentados una narratividad esquiva, disociada y mítica. La mirada se privatiza, replegándose al interior del hogar; desde ahí observa la sustitución de lo público por paisajes catódicos centrados en breves y transversales operaciones que unen el ocio, el trabajo, el juego, la compra o la investigación. El desarraigo urbano es proporcional a las aceleraciones de los poderes de la información que tejen los episodios y travesías distantes con las parábolas de una globalización ubicua y virtual. La comunicación logra unir los pedazos de convivencia social ahora desarticulados por crecimientos inorgánicos y desequilibrios políticos. Los ciudadanos se enfrentan al dilema de la discontinuidad entre los territorios reales y los mediáticos. Mientras en los primeros todavía hay expresiones de sociedad y proyecto, en los segundos la reducción al consumo e individualismo contribuyen a la fragilidad constante de la ciudad y su verosímil. Al respecto, Barbero consigna tres movimientos de transformación de la urbe: la despacialización que reduce la historia social a flujo; el descentramiento que vuelve equivalentes todos los sitios en función de su utilidad informacional; y la desurbanización que restringe el uso social a favor de la volatilidad de las mercancías y los mensajes. “En la hegemonía de los flujos y la transversalidad de las redes, en la heterogeneidad de sus tribus y en la masificada diseminación de sus anonimatos, la ciudad virtual resultaría no sólo la más cumplida realización de la neutra y contradictoria ‘utopía de la información’ sino la metáfora del último territorio sin fronteras”.9 Las nuevas demografías sociales, con sus rediseños del trabajo, permiten a Saskia Sassen reflexionar sobre las condiciones de la lucha política y la contestación social organizada en las horquillas de la economía mundial, viendo a las ciudades como fronteras en disputa. A su vez, la globalización concentra en las mujeres novedosas mediaciones entre nuevos nichos profesionales y viejas maneras de subalternidad y explotación. La ciudad global organiza y demanda servicios especializados que exigen profesionales de dedicación exclusiva, incapaces por sus jornadas horarias, de asistir un hogar por sí mismos. Ello ha provocado el retorno de las “clases de servicios”, compuestas en su mayoría por hombres y mujeres inmigrantes y migrantes. En paralelo, Sassen se pregunta si la globalización tiene un lugar y cómo reconocerlo a fin de definir una política que lo resista, pues si existe un sitio donde se aloja el poder global, éste, por más hipermóvil que sea, está enclavado en ciudades globales y en “zonas” de

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Jameson, Frederic, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro Cultural, Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999, p. 239. 9 Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html.

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procesamiento para el usufructo. La economía corporativa necesita descentralización y, al mismo tiempo, posiciones fijas que le ayuden a movilizar los inmensos recursos, infraestructura y empleados que utiliza en la producción de capital. La ciudad global engarza a los trabajadores, los servicios y las industrias en una serie de funciones que van desde la informalidad a la precarización, con empleos manuales mal pagados, ejecutados por una fuerza laboral indefensa compuesta por inmigrantes y mujeres. Aunque las principales ciudades desarrolladas y en vías de hacerlo coinciden en la formación de una “nueva geografía” de centros y márgenes, reforzando las desigualdades, la presencia creciente de inmigrantes realizando las tareas de apoyo global tienden a generar un acontecimiento político no menor: el poscolonialismo. De esta manera, en las urbes globalizadas podemos presenciar contradicciones evidentes: áreas de concentración exclusiva del poder corporativo y la sobrevaloración de sus fines como indispensables y únicos, aglutinamiento desproporcionado de trabajadores desechables marcados por una desvalorización estratégica que los une a bajos salarios y desprotección legal. Siguiendo esa línea, el texto de Manuel Castells muestra el diseño de red impuesto por una economía simbólica que transforma a la informática en la ruta inevitable de la sociedad contemporánea. No habla sólo de un conjunto de núcleos urbanos que han alcanzado un nivel privilegiado, sino de un sistema que puede enlazar, en grados distintos, centros de producción y mercados en línea. La red desplegada sobre el mundo reproduce, al interior de cada nación, un micro modelo global respaldado por ideologías corporativas y estados neoliberales. El escenario propuesto no describe las funciones clásicas que la ciudad ha jugado en favor del comercio y la banca, pues “…desde la perspectiva de la lógica espacial del nuevo sistema, lo que importa es la versatilidad de sus redes. La ciudad global no es un lugar, sino un proceso. Un proceso mediante el cual los centros de producción y consumo de servicios avanzados y sus sociedades locales auxiliares se conectan en una red global en virtud de los flujos de información, mientras que a la vez restan importancia a las conexiones con sus entornos territoriales”.10 Las empresas electrónicas invaden el ámbito de la industrialización con un diseño laboral flexible, incrementan la oferta de servicios y operacionalizan múltiples funciones de registro, contabilidad y ordenamiento de información que deja sin trabajo a miles de personas. El paradigma informacional se convierte en una estrategia económica de máxima rentabilidad y las ciudades globales definen localizaciones, separadas por países y continentes, para sus procesos de fabricación, ensamble y consumo. Así, los prototipos son realizados en centros industriales del primer mundo con estándares de vida muy altos para los operarios y profesionales; la producción en serie, en plantas filiales de rango medio y con una población laboral estacionaria y, el producto en venta, en las cadenas mundiales donde se adapta a la idiosincrasia del cliente y absorbe a empleados con baja seguridad social y remuneraciones deficientes. Las tecnologías de la información cambian la espacialidad cotidiana de la ciudad; sus efectos, sin embargo, todavía son inciertos y motivan el aumento de tendencias que supuestamente debían eliminar, como por ejemplo, el trabajo asalariado o la recuperación de los centros urbanos. En suma, la política, unida a un régimen informático, han introducido singulares condiciones de habitabilidad y producción en la ciudad, separando por un lado la materialidad de las relaciones sociales y, por otro, inaugurando un espacio-tiempo virtual que autodespliega una economía de servicios y fantasías electrónicas. 10

http://www.hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

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Los autores seleccionados caracterizan el discurso de la globalización como totalizante y fragmentario, indicando el desbalance entre la realidad social comprimida por grandes poderes y los imaginarios telemáticos presentados como oportunidades de expansión subjetiva y logro personal. La ciudad global es un escenario extraño y desigual; concurren a él heterogéneos fenómenos para los cuales no existe una explicación unificadora, a pesar de la indiscutible racionalidad capitalista que los define.

Bibliografía Fundamental Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cultural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu Editores, 1998, pp. 85-118. Jameson, Fredric, “El Ladrillo y el Globo: Arquitectura, Idealismo y Especulación con la Tierra”, en El Giro Cultural. Escritos sobre el Posmodernismo 1983-1988, Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 1999, pp. 213-248. Martín-Barbero, Jesús, “De la Ciudad Mediada a la Ciudad Virtual. Transformaciones Radicales en Marcha”, en http://www.comminit.com/la/tendencias/lact/tendencias-15.html. Sassen, Saskia, “La Ciudad: Lugar Estratégico / Nueva Frontera”, en http://www.ub.edu.ar/revistas_digitales/default.htm Sassen, Saskia, “Las Mujeres en la Ciudad Global. Explotación y Empoderamiento”, en http://www.lolapress.org/elec1/artspanish/sass_s.htm Castells, Manuel, “El Espacio de los Flujos”, en El Surgimiento de la Sociedad de Redes, en http://www. hipersociologia.org.ar/catedra/material/Castellscap6.html

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II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad*

Unidad I: La Cultura Urbana y la Modernización Lectura Nº 1 Gorelik, Adrián, “Lo Moderno en Debate: Ciudad, Modernidad, Modernización”, en Universitas Humanistica Nº 56, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Javeriana, 2003, pp. 10-27. “La promesa alquímica del Modernismo de transformar cantidad en calidad a través de la abstracción y la repetición ha sido un fracaso, un engaño: magia que no funcionó. (...) Una vergüenza colectiva tras ese fiasco ha dejado una importante laguna en nuestro entendimiento de la modernidad y la modernización”, Rem Koolhaas.

1 Debatir lo moderno en América Latina es debatir la ciudad: la ciudad americana no sólo es el producto más genuino de la modernidad occidental, sino que, además, es un producto creado como una máquina para inventar la modernidad, extenderla y reproducirla. Así fue concebida durante la Colonia, primero, para situar los enclaves desde donde producir el territorio de modo moderno; en las repúblicas independientes, después, para imaginar en esos territorios las naciones y los estados a imagen y semejanza de la ciudad y su ciudadanía; en los procesos de desarrollo, hace tan poco tiempo, para usarla como “polo” desde donde expandir la modernidad, restituyendo el continuo rural-urbano según sus parámetros, es decir, dirigidos a producir hombres social, cultural y políticamente modernos. Se sabe que Sarmiento, a mediados del siglo XIX, usó la ciudad como anclaje polar de la civilización frente a la doble barbarie de la naturaleza americana y el pasado español; y se sabe también que cuando escribió en el Facundo esa metáfora de tanta resonancia futura, todavía no había conocido la ciudad “moderna” que le servía de modelo, Buenos Aires. Pero ese “desconocimiento” no hace más que mostrar la funcionalidad ficcional del artefacto ciudad en el pensamiento sarmientino y, me atrevo a decir, por extensión, en la cultura americana: no hace falta conocer la ciudad, ni hace falta * La bibliografía que a continuación se presenta corresponde a la reproducción textual de los textos señalados. Sólo, en algunos casos, y para efectos de la edición de este texto de estudio, se modificaron las notas al pie de página.

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que las ciudades realmente existentes cumplan efectivamente con los principios de ese imaginario, ya que para él la ciudad es la modernidad y la civilización por definición, más allá de las características reales que encarne en cada momento. La ciudad, como concepto, es pensada como el instrumento para arribar a otra sociedad —a una sociedad precisamente moderna—; por lo tanto, su carácter modélico, ideal, no puede ser puesto en cuestión por los ejemplos de ciudades sin duda imperfectas que produce esta sociedad real: “Inventar habitantes con moradas nuevas” fue la consigna de Sarmiento que con mayor capacidad de síntesis muestra la circularidad de la convicción iluminista sobre las virtudes educativas de la modernidad urbana. Esto significa que, en América, la modernidad fue un camino para llegar a la modernización, no su consecuencia; la modernidad se impuso como parte de una política deliberada para conducir a la modernización, y en esa política la ciudad fue el objeto privilegiado. Podría hacerse una historia, por supuesto, de los múltiples vaivenes en la valoración de esa identidad ciudad-modernidad: pocas décadas después de Sarmiento, hacia el Centenario, la oposición a la palabra civilización que encarnaba la ciudad cambiaría de signo; ya no estaría emblematizada por la palabra barbarie sino por otra de connotaciones nada desdeñosas, cultura, bajo la influencia del pensamiento alemán que comenzaba a computar las “pérdidas del progreso”. Pero es evidente que se trata de vaivenes internos al pensamiento moderno, al intento plenamente moderno por conducir y controlar la modernización desde la cultura: no hay que olvidar que la última y seguramente más audaz puesta en práctica de la oposición cultura-civilización fue la realizada por un amplio sector de las vanguardias radicales, con figuraciones bastante diferentes de las del regeneracionismo nacionalista del Centenario, pero que sintonizaban un común malestar y buscaban dar respuesta a problemas análogos. Esta rápida introducción al problema de la relación ciudad/modernidad busca simplemente poner de manifiesto algunos de los presupuestos del título que nos convoca, hacer evidente que someter a debate “lo moderno” supone una instancia nueva, de ajenidad a ese pensamiento: lleva implícito una distancia de la propia modernidad urbana, y es esa distancia lo que hace posible contemplarla como un artefacto en reposo, ya incapaz de conducir a formidables procesos de transformación; como un escenario más que como una máquina. Entonces, ¿terminó lo moderno?; ¿o estamos viviendo el momento de su máxima realización?; ¿o apenas una etapa más de su “proyecto inconcluso”? Es fácil reconocer en cada una de esas preguntas posiciones aguerridas del debate cultural de apenas una década atrás: post-modernismo, hipermodernismo (en sus variantes de crítica a la ideología o de antimodernismo heideggeriano) y modernismo enragé. Es fácil coincidir, también, en que, al menos en lo que atañe a la ciudad y de acuerdo al paisaje de ruinas que emerge del vendaval neoconservador, esas preguntas hoy suenan extrañas, como suena un debate escolástico cuando se han perdido sus claves de inteligibilidad. Debe reconocerse, sin embargo, que en América Latina ese debate implicó un regreso a la tematización de la ciudad después de más de dos décadas de alejamiento. Uno de los ejes de esta ponencia es mostrar que los años setenta implicaron en nuestra región una reacción antiurbana y antimoderna de la que recién el debate suscitado por este clima de ideas post-moderno nos ha sustraído, produciendo un retorno masivo del interés cultural por la ciudad como clave de lectura de la modernidad, interés del cual este mismo Encuentro es sin duda consecuencia. Pero voy a intentar mostrar, en segundo lugar, que se trata de un regreso muy particular, que ya ha perdido todo contacto con aquella dinámica

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modernidad/modernización que, creo, le daba un sentido muy preciso a los imaginarios urbanos en nuestra región. Hoy vemos la ciudad, en cambio, desde la perspectiva del flâneur: enfocamos en sus fragmentos dispersos, la recorremos buscando el sentido autónomo de nuestros pasos, construyendo significados liberados de toda marca de la propia ciudad, encontrando en sus proyectos las señas de una modernidad que puede visitarse como las ruinas de las ciudades históricas; prestando casi excluyente atención a las redes simbólicas, a los rizomas, a las prácticas desterritorializadas; leyendo de modo vanguardista los productos de la más crasa realidad del consumo urbano, convirtiéndolos en una nueva clase de “arte en las calles”, de happening para disfrutar entre conocedores. El interés actual por la ciudad moderna se ha desprendido de la propia ciudad como dispositivo modernizador, es decir, de lo que la ciudad ha significado históricamente en nuestras historias modernas. Me propongo revisar cómo se produjo ese regreso y cuáles son sus implicancias actuales, al menos en lo que toca a una perspectiva desde ese rincón sur de América que es la Argentina. Para que esa revisión sea productiva, creo que debe hacerse por fuera de las coordenadas en que ese mismo regreso post-moderno a la ciudad ha colocado la cuestión de la modernidad. Por eso, desde la cita inicial de Koolhaas, intento realizar un deslinde específico entre el modernismo, la modernidad y la modernización que merece alguna aclaración preliminar. Al menos desde el conocido libro de Marshall Berman, “All that is solid melts into air”, se ha generalizado una definición en que la modernidad aparece como la dialéctica entre la modernización —los procesos duros de transformación, económicos, sociales, institucionales— y el modernismo —las visiones y valores por medio de los cuales la cultura intenta comprender y conducir esos procesos—; para Berman, esa dialéctica fue muy rica e intensa en el siglo XIX y decayó en el XX por causa de la fragmentación de las esferas. Fue, en cierto sentido, un nuevo planteo dentro del marco puesto por Max Weber, en el que los valores culturales hacían de clave para entender el origen de los procesos de transformación moderno-capitalistas; un regreso culturalista a Weber —que había quedado cristalizado por tanto tiempo en las lecturas funcionalistas—, análogo al que había realizado varios años antes de Berman, con objetivos muy diferentes, Daniel Bell, en su lapidario juicio sobre una modernidad que había perdido sus raíces culturales. Es indudable el valor polémico que tuvo en su momento la caracterización de Berman —su Marx modernista, por ejemplo, es brillante—: colocar la densidad de la experiencia moderna en la dialéctica modernismo/modernización implicó una ingeniosa oposición al reduccionismo de las lecturas hegemónicas que mezclaban, por conveniencia pero sobre todo por ignorancia, diferentes momentos y vertientes del modernismo y les transferían las connotaciones propias de los procesos de modernización, proponiendo como novedad —como post-moderno— una serie de claves de lectura de esos procesos que, en verdad, provenían de muchas de aquellas vertientes plenamente modernistas. Pero, aun coincidiendo con aquella intención, creo que hoy conviene precisar el modernismo no como una respuesta “esencial” de la cultura moderna —verlo como “respuesta”, además, nos retrotrae a las posiciones mecanicistas sobre la relación cultura/estructura—, sino como un manojo de movimientos fechados en un ciclo agotado dentro de la modernidad. La situación creada después del agotamiento del modernismo, bifurcada entre el propio modernismo que no se podía hacer cargo de su agotamiento, ya que se autoconsideraba la “respuesta esencial”, y un post-modernismo que invirtió la valoración pero man-

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teniendo el reductivismo de considerar al modernismo como equivalente a la modernidad —y por lo tanto sólo dijo “mal-mal” donde antes se había dicho “bien-bien”, sostuvo alguna vez Franco Rella—, esa situación, es justamente lo que ha producido la laguna en nuestro entendimiento de la modernidad y la modernización, a la que referimos en la cita inicial. El modernismo, en todo caso, debe ser analizado como una de las canteras de respuestas explotadas en la modernidad para entender la modernización. La modernidad es tomada aquí, entonces, como el ethos cultural más general de la época, como los modos de vida y organización social que vienen generalizándose e institucionalizándose sin pausa desde su origen racional-europeo en los siglos XV y XVI (y aquí me apoyo en un autor como Giddens), y la modernización, como aquellos procesos duros que siguen transformando materialmente el mundo. Colocar la ciudad como objeto de indagación, precisamente, por su combinación íntima y constitutiva de procesos materiales y representaciones culturales, lleva a ver el funcionamiento conjunto de esas dos categorías, obliga a tratar de entender sus lógicas recíprocas. En ese sentido, cuando digo que en la ciudad latinoamericana la modernidad fue un camino para la modernización, intento presentar la voluntad ideológica de una cultura para producir un determinado tipo de transformación estructural. América se caracteriza, así, como un territorio especialmente fértil para los conflictos modernos: porque si en Europa los conflictos de valores se van generando y densificando a lo largo del tiempo, en relación más o menos directa con los estímulos que producen los procesos de transformación material, muchas veces notamos en la historia americana que las cuestiones valorativas y conceptuales aparecen en el mismo momento, o incluso antecediendo a los procesos que las generaron en sus lugares de origen. Muchas veces, insisto, las ideas y los climas culturales demuestran viajar más rápido que los objetos y procesos a los que refieren, y en eso radica buena parte de la riqueza potencial de una historia cultural local, en la posibilidad de explotar ese desajuste permanente, para notar que sus resultados no pueden sino ser originales y específicos. Mi pregunta sobre el momento actual, en todo caso, es si no deberían buscarse nuevamente en la cultura algunas de las claves para entender las traumáticas transformaciones en curso. Ya que mi hipótesis es que, por el contrario, los estudios culturales actuales de la modernidad urbana se han distanciado de toda posibilidad de comprender esa relación recíproca, esa producción mutua de sentido, y enarbolando ese desinterés como oposición a la modernización, terminan acompañando —justificando— la modernización actual que se niegan a comprender.

2 Si no es la modernidad como categoría de época, lo primero que habría que definir entonces es qué es lo que ha terminado para que hoy podamos debatir “lo moderno”; cuál es ese paisaje que debe observarse hacia atrás para ver los mensajes que guarda para nuestro tiempo. Especialmente refiriéndonos a la ciudad, creo que hoy puede afirmarse que lo que terminó es un ciclo fundamental de la modernidad, que en el último siglo y medio se consustanció con ella; especialmente en América, porque en su transcurso se construyó casi toda nuestra historia moderna. Bernardo Secchi ha planteado que en los años setenta de este siglo entró en crisis una serie de parámetros estructurales de todo un

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ciclo de la ciudad moderna: el crecimiento y la expansión ilimitada. Crecimiento que resultó por largo tiempo concentración en el espacio: “concentración del trabajo en la fábrica, de la población en la ciudad, del dominio en una clase...”; en la simetría de la expansión y la concentración se constituyó el ciclo progresista de la ciudad moderna, su tensión adelante “como tentativa de dominio del devenir”. A partir de ese diagnóstico, podría decirse que lo que caracterizó al ciclo expansivo fue una triple tensión reformista: hacia afuera en el territorio, hacia adentro en la sociedad y hacia adelante en el tiempo. Es decir, la expansión urbana, la integración social y la idea de proyecto. En el marco de esa triple tensión reformista, modernizante, progresista en sentido estricto, no sólo crecieron las ciudades, sino que proliferaron en occidente los socialismos municipales y la urbanística como profesión, como gestión e ideología pública. Ese marco de expansión continua definió las propias hipótesis fundacionales de la modernidad urbana, formó su universo con la certeza tan íntima de la necesidad de derribar las fronteras territoriales y sociales: se trata de una expansión que no puede imaginarse sino como inclusiva porque el mercado urbano moderno, el mercado residencial, la clave que convierte a la ciudad en una industria capaz de competir con las otras industrias y no sólo hacerles de sede, es un mercado que supone un ciudadano; siguiendo a Weber, es un mercado que supone la ficción de la equivalencia como parte necesaria de su dinámica expansiva. América Latina —el “otro Occidente” según la figura de Merquior—, presenta una particularidad dentro de ese ciclo expansivo occidental, que podría resumirse en dos cuestiones culturales que lo recorren y definen: la cuestión del vacío, como metáfora de la necesidad de reemplazo radical de una sociedad tradicional y de apropiación de una naturaleza amenazante; y la cuestión del la reforma “desde arriba”, la definición del estado como agente privilegiado de la producción de aquella triple expansión. Entre ambas se define la vocación tan específicamente constructiva de la modernidad en la región, la relación íntima entre modernidad y modernización encarnada en la ciudad. Creo que es importante, para analizar la peculiar “recuperación” cultural de la ciudad en esta actualidad post-expansiva, revisar previamente, aunque sea de modo sucinto y aún a riesgo de parcialidad y esquematismo, las claves principales de los tres momentos que, a mi juicio, muestran la expansión en su máximo despliegue: el momento de la “modernización conservadora” de finales del siglo XIX; el de las vanguardias de los años treinta; y el del desarrollismo de los años cincuenta y sesenta.

3 En el primer momento, el de las modernizaciones “liberal-conservadoras” de finales de siglo, el flamante estado coloca en la ciudad el objeto por excelencia de la reforma: la ciudad real que se expande debe ser reconducida a su ideal civilizador, porque su desarrollo sin límites lleva al caos y a la destrucción de los lazos sociales. Hay una idea de “ciudad moderna” que repele el desorden profundo que introduce la modernización urbana y que preside los intentos de reforma pública en pos de “otra” modernización. Ese es el doble juego que explica la paradójica definición de “reformismo conservador” para las elites estatales de finales de siglo: el estado se construye en la onda expansiva que vuelve inevitables los procesos de universalización racional de los derechos públicos y los potencia y cristaliza

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en nuevas instituciones, pero su propia constitución es parte del intento supremo por reconciliarlos con un puñado de valores pretéritos de la sociedad tradicional, de los que se considera custodio. Esta radical ambigüedad del estado “liberal” se manifiesta especialmente en su modo de considerar la ciudad: el fundamento de toda la normativa de intervención urbana desarrollada en el siglo XIX es que la ciudad, librada a sus propios impulsos (es decir, a su “modernización” por el mercado), lleva a la confusión y la enfermedad. Un fundamento sin analogías en ninguna de las certezas que dan lugar a la mayoría de los instrumentos jurídicos liberales que se sistematizan contemporáneamente: simplificando, para los códigos civiles o penales los individuos no son naturalmente ladrones o criminales que deban ser reformados por medio de acciones positivas que afecten al conjunto de la sociedad. En todo caso, la reforma urbana es el resultado de la firme perduración, en los reformadores liberales, de las ideas urbanas tan poco liberales que sustentaron desde temprano en la modernidad la creación de imaginarios utópicos; comenzando, por supuesto, por la Utopía de Moro. A la pregunta de cómo ordenar la sociedad, cómo regularla, cómo legitimarla racionalmente una vez que los fundamentos externos han caído, el pensamiento político respondió muchas veces con metáforas de ciudad; pero, al mismo tiempo, colocó en la ciudad, a través de la tradicional metáfora organicista, la manifestación material de la “enfermedad” moderna, de cuya curación depende la salud de la sociedad que la habita, estableciendo una hipótesis de larga duración sobre las relaciones sociedad/forma urbana. La idea iluminista —que preside hasta ahora buena parte de la fundamentación de la urbanística— de que la sociedad puede transformarse a través de la ciudad, proviene tanto de los intentos de fundar otra sociedad, en la que no existan desigualdades, como de la convicción de que la ciudad moderna ha introducido —o es manifestación de— un desorden que debe ser resuelto para el mejor funcionamiento de la sociedad tal cual es. Es por ello que, tradicionalmente, la vivienda digna y la ciudad sana han sido prerrequisitos del orden social; pero, en el reverso de esta matriz explicativa del dominio (explorada por una larga y diversa lista de teóricos que van desde Engels a Foucault), es importante entender que también es esa tradición de reforma la que instituyó el derecho de ciudad como paso previo y necesario a la ampliación de la ciudadanía. En pleno ciclo expansivo, el estado liberal en formación reacciona oponiéndose a la expansión, pero descubre azorado, en ese mismo gesto, que no dispone de los recursos técnicos, jurídicos o ideológicos para hacerlo, porque lo que está en juego es el laissez faire como interés y como doctrina, es decir, su propia identidad. En esa tensión se debate la intervención urbanística finisecular, y los principales dispositivos “modernos” que proyectan la ciudad son su mejor encarnación: el “Boulevard de circunvalación”, como búsqueda de un freno y control para la expansión urbana pero, al mismo tiempo, como modo de distribución idealmente equivalente del territorio urbanizable y como disparador del nuevo ciclo de especulación que terminaría por superarlo una y otra vez; el parque público, como ámbito por excelencia de la figuración burguesa —el “intercambio de sombreros” en los paseos de la elite—, pero también como territorio privilegiado de la figuración de futuros urbanos y sociales alternativos —es decir, ámbito de reproducción de la figuración social como espectáculo de la ciudad burguesa, pero también ámbito de producción de sociedades figuradas—; y, en ciudades plenamente modernas como Buenos Aires, la grilla de calles regular amanzanada, tan repudiada por su monotonía y por su funcionalidad a la racionalización capitalista del territorio, pero que fue a su vez la marca de la

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voluntad política del estado por guiar la expansión, y al hacerlo ofició de vía de propagación del espacio público a toda la ciudad, de medio de integración potencial de los nuevos sectores populares al corazón urbano, convirtiendo toda la ciudad en un tablero de mezcla cultural, de simultaneidad social y manifestación pública, de fiesta y de protesta. El espacio público de la ciudad decimonónica, inventado “desde arriba” por el estado con el fin de integrar y sujetar una sociedad que percibe al borde de la disolución y la anarquía, es el producto de esas tensiones, el medio moderno, productor de modernidad, con que se busca alcanzar una modernización armónica y sin conflictos, aunque el conflicto se muestra rápidamente como la contracara necesaria de la ampliación de la arena política que abre la nueva ciudad. Así se gesta el territorio público de la expansión y, sobre él, el ideal de una relación orgánica entre modernidad y modernización, entre determinados tipos de espacio público urbano y modalidades de la ciudadanía. Centros cívicos, boulevards, perspectivas con fachadas continuas clasicizantes, monumentos republicanos, parques: artefactos que produce el discurso político y urbanístico moderno, que propone reformar la ciudad a través de un modelo de intervención confiado en su capacidad de garantizar el pasaje de una sociedad tradicional a otra moderna: no es fácil entender hoy esa confianza ni justificar las tantas injusticias que se realizaron en su nombre, pero es indudable que ella produjo algunos de los paisajes urbanos más memorables de la región.

4 El segundo momento es el de la vanguardia, clave para pensar algunas de las peculiaridades de nuestra modernidad urbana. En principio, debe advertirse que colocar a la vanguardia en esta saga constructiva, de producción de imaginarios urbanos modernos que figuren efectos modernizadores, pone fuertemente en cuestión la acepción tradicional de vanguardia, de acuerdo a lo que se identificó como el rasgo central en la vanguardia clásica: su negatividad, su carácter destructivo, el combate a la institución. En América Latina, por el contrario, la principal tarea que se propuso la vanguardia fue la construcción simultánea de un futuro y su tradición. Tarea que comienza en los años veinte y que, a su manera, prefigura la del actor social que rápidamente se va a mostrar en condiciones de ponerla en práctica: el estado nacionalista benefactor que surge de la reorganización capitalista post-crisis. En los años treinta, vanguardia y estado confluyen en la necesidad de construir una cultura, una sociedad y una economía nacionales, lo que termina por desmentir los otros dos postulados clásicos de la vanguardia: su combate a la tradición, su internacionalismo. Pero podría decirse que, justamente por eso, la vanguardia latinoamericana, lejos de ser una versión menor o degradada de la vanguardia clásica europea, nos permite en realidad comprender mejor rasgos fundamentales de los procesos de renovación modernista centrales, revisar su propia historia a la luz de uno de sus productos más legítimos. En principio, hay que entender que algunos de los mismos autores que hoy parecen respaldar los paseos sin rumbo por la ciudad, especialmente Benjamin, permitieron pensar hace treinta años el rol de la vanguardia en la metrópoli: entender la vanguardia inmersa en el proceso de irrupción capitalista en la estructura de la morfología urbana. La recepción de

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Benjamin de los años sesenta permitió dilucidar la “dialéctica de la vanguardia” que había conducido a los sueños luminosos desde la más radical negatividad. Una dialéctica constructiva que permite trazar el puente que conecta a la vanguardia artística, definida por su carácter cáustico, con la ciudad modernista, definida por su constructividad; el puente que va de la Zürich del Cabaret Voltaire a la Frankfurt de la administración socialdemócrata; de las provocaciones de Duchamp a la Grobstadt descualificada y homogénea de Hilberseimer, como analogía a la cadena de montaje; el puente que va de Breton, como quería Benjamin, a Le Corbusier. Pues bien, esta revisión de las vanguardias es lo que permite entender desde una nueva perspectiva la tensión existente entre arquitectura moderna / estado en los años treinta en Latinoamérica, como momento constructivo por excelencia. Sólo desde una revisión a fondo del episodio de las vanguardias históricas puede tener significado pensar el término en Latinoamérica, ver cómo se encarnaron sus valencias de acuerdo a los diferentes procesos modernizadores que se ensayaron en el continente. Pero no porque haya ocurrido el típico malentendido transculturador, en el que se “importa” desplazando en tiempo y significado los contenidos “reales” de las vanguardias, sino porque América ocupa un lugar activo en su desarrollo: si la arquitectura y la ciudad fueron el polo positivo de la dialéctica productiva de la vanguardia, si fueron su polo modernizador frente a una modernidad que podía al mismo tiempo —como lo hicieron tantas figuras de la vanguardia— regodearse en aquello que esa modernización hacía desvanecer, Latinoamérica, el Sur, fue el polo positivo en su dialéctica espacial: fue el lugar donde la construcción más que posible era inevitable. Así se entiende el iter alternativamente optimista y angustioso de los viajeros buscando interlocutores locales para ejecutar ese mandato: Lasar Segall, Wladimiro Acosta, Richard Neutra, Le Corbusier, Hannes Meyer. El territorio americano no fue sólo el lugar de la carencia (de sentido de lugar, de historia, de tradición): también, y justamente por eso, fue el lugar donde lo nuevo podía emerger puro: “soto le stelle impassibili, sulla terra infinitamente deserta e misterosa (...) non deturpato dall’ombra di Nessun Dio”, como señalaba el poeta Dino Campana en su viaje alucinado por la pampa de comienzos de siglo. Esta constructividad explica, por una parte, la principal característica de las vanguardias locales: la búsqueda de orden, como queda expresado de modo magistral por las citas de dos figuras tan diferentes en tantos otros aspectos como Lucio Costa y Alberto Prebisch “As ‘revoluçôes’ —como os seus desatinos— sâo, apenas, o meio de vencer a encosta, levando-nos de um plano já arido a outro, ainda fértil —exatamente como a escada que nos interessa, quando cansados, em vista de alcançar o andar, onde estâo o quarto e a cama. Conquanto o simple fato de subi-la —dois a dois— já possa constituir, áqueles espíritos irrequietos e turbulentos que evocam a si a pitoresca qualidade de ‘revolucionários de nascença, o maior —quiçá mesmo o unico— prazer, a nós outros, espíritos normais, aos quais o rumoroso sabor da aventura nâo satisfaz —interessa, exclusivamente, como meio de alcançar outro equilibrio, conforme com a nova realidade que, inelutável, se impôe”,

escribió Costa en ese texto fundamental de la vanguardia carioca, “Razôes da nova arquitetura”, en 1930. Alcanzar otro equilibrio: parece el eco de Prebisch cuando afirmaba, en los textos con que introducía en Buenos Aires la renovación arquitectónica europea: Sólo uso con fines educativos

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“Cada hombre, cada época tiende a obedecer esta apremiante necesidad de orden. Orden que resulta de un equilibrio armónico entre la vida exterior, el espíritu y la naturaleza, la idea y la forma (...). Cada época busca su equilibrio. (...) Nuestra época busca realizar ese acuerdo, ese equilibrio, busca un clasicismo, su clasicismo”.

No se trata de moderatismo, o al menos no sólo de eso, sino de la respuesta cultural a un problema específico de la modernización americana: el clasicismo es la respuesta de la vanguardia a la necesidad de producir una esencia de la cultura nacional. Es la misma respuesta que daba Borges en su celebración del suburbio: en esos márgenes de la ciudad Borges le hace recuperar a la ciudad moderna sus claves más arcaicas, las que provienen de la pampa, pero a través de una lengua que apuesta hacia el futuro: por eso se caracterizó tan bien ese período borgiano con el oximoron de “criollismo urbano de vanguardia”, cuyo carácter paradójico debe ser incluso potenciado con la inclusión de la vocación clasicista. En segundo lugar, esa constructividad explica la apelación al estado, característica decisiva en las dos vanguardias arquitectónicas y urbanas más importantes de Latinoamérica, la brasileña y la mexicana, donde más que en ninguna otra parte la arquitectura de vanguardia fue arquitectura de estado. En su ruptura de lanzas con la arquitectura académica, las vanguardias van a encontrar un aliado fundamental en el estado, al que le ofrecen una serie de figuras con las cuales va a producir el imaginario de la modernización territorial y urbana que estaba afrontando como desafío contemporáneo. Así como el siglo XIX fue el de la construcción de los estados y, por su intermedio, de las naciones y las nacionalidades, es a partir de la consagración de los nuevos roles públicos en la década del treinta con la reestructuración del sistema económico internacional, cuando se va a intentar la conformación de sistemas económicos nacionales integrados: agua, caminos, aviones, comenzaron a señalar el interés estatal en desplegar tramas nacionales más extensas y complejas que las que habían cumplido su rol en la etapa de la imposición del orden y el progreso; las figuraciones de esa modernización fueron las que llenaron las formas vanguardistas con su apelación simultánea a la tradición que debía fundamentarlas; ese marco de ambigüedad es el territorio común en el que estado y vanguardia se construyeron mutuamente. La principal peculiaridad de las vanguardias en Latinoamérica, por ello, y desde allí hay que juzgarlas, es que en la dialéctica constructiva de la vanguardia han arrancado desde el vamos del polo constructivo, lo que fue tempranamente advertido por la crítica literaria: la propuesta más ambiciosa y radical de los años veinte en cada país no fue la disolución de la autonomía o el combate a la institución Arte, sino la construcción de una lengua nacional. Aquí no podía plantearse la tabula rasa, porque el problema local por excelencia era la tabula rasa: no había un pasado académico para aprovechar y reciclar, sino un vacío a llenar, lo que explica el salto sin mediaciones por encima de la historia hacia mitos de origen, para inventarle un pasado a una “comunidad nacional” que lo necesitaba para formarse como tal. Podría decirse que las vanguardias se imponen en nuestros países porque se hacen capaces de disputar la autoridad para representar el pasado más que la eficacia para adecuarse a la transformación técnica. Si para Brecht “lo que venga extinguirá su pasado”, para las vanguardias locales, lo que venga lo construirá. Esa es la certeza que se proyecta veinte años más tarde en el mito de origen y futuro por excelencia de Latinoamérica: Brasilia.

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5 El tercer momento del ciclo expansivo ya está, como muestra la mención de Brasilia, contenido en esta revisión de las vanguardias: el momento desarrollista. Nunca antes la modernidad urbana presidió de tal modo —de modo tan ideológico y prescriptivo— la modernización. Y nunca antes el estado había asumido de modo tan completo el conjunto de las tareas culturales para producir la transformación social: si a fines del siglo XIX encontramos un estado que entronca en el ciclo expansivo a pesar suyo (la modernidad aparecía allí como figura de orden que debía controlar la modernización); y si en los años treinta la entente vanguardia/estado se produce en los hechos (la modernidad vanguardista como constructora de identidad para conducir a una modernización nacional emprendida por el estado); en el desarrollismo, el estado va a reunir toda la tradición constructiva, incorporando en su seno la pulsión vanguardista: el estado se vuelve institucionalmente vanguardia moderna y la ciudad, su pica modernizadora. A partir de la certeza funcionalista de que la ciudad es una gigantesca fábrica de hombres modernos, punto final del continuo rural-urbano que debía promoverse, en los años cincuenta la cultura urbana occidental formalizó en Latinoamérica una gran cuestión y una gran esperanza. ¿Cómo acelerar la urbanización sin exacerbar los problemas que vienen asociados al crecimiento?: una planificación inteligente y previsora debería poder evitar en estas tierras los problemas que la modernización de mercado de los países centrales había engendrado décadas atrás. El vacío latinoamericano, planificación mediante, devenía ahora pura potencialidad: América Latina aparecía ante la mirada del mundo occidental como el laboratorio de una verdadera modernización, que pudiera eludir los costos que los países desarrollados venían computando desde la posguerra. Sólo se necesitaba relevar los problemas y formular las preguntas, capacitar a los técnicos y estudiar las respuestas apropiadas, para asentar sobre esa base sólida, científica, los planes con que los gobiernos esperaban actuar. En ese gesto nacen y se consolidan las ciencias sociales en la región, marcadas fuertemente por la vocación planificadora y en íntimo contacto con la visión de la sociología norteamericana sobre el problema de “los países subdesarrollados”. Y aquí conviene nuevamente establecer la especificidad latinoamericana de la relación modernidad/modernización, porque este mismo período ha sido señalado como el momento clave de autonomización de las esferas, cuando la modernización se vuelve un término exclusivamente técnico, precisamente bajo inspiración del funcionalismo norteamericano que va a alimentar al desarrollismo. Para Habermas, por ejemplo, es la teoría de la modernización funcionalista que se estiliza en los años de posguerra, la que desgajó a la modernidad weberiana de sus orígenes culturales e históricos (el moderno racionalismo occidental) para convertirla en un patrón de procesos de evolución social neutralizados respecto del espacio y el tiempo: un conjunto de procesos acumulativos que se refuerzan mutuamente; leyes funcionales de la economía y el estado, de la ciencia y la técnica, aunados en un sistema autónomo no influenciable. Sin embargo, es posible afirmar que en América Latina las teorías del desarrollo buscaron restaurar, a través de una preceptiva profundamente cultural y política sobre la modernidad, la posibilidad del control de la modernización, la búsqueda de recuperar el comando que el mundo desarrollado había perdido sobre los procesos que engendraba: la ciudad fue pensa-

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da nuevamente como una partera de cultura moderna, es decir, como la inventora de una sociedad moderna. La clave radicaba en esa fórmula casi mágica del período: la planificación. Se trataba de formar especialistas (contra la generalización de la formación humanista); integrar equipos interdisciplinarios en todas las ramas de la administración; y realizar estudios regionales aplicados como experiencias piloto que produjeran fuerza ejemplificadora. La mística constructiva con que se autorrepresentaba ese momento histórico —sólo comparable al momento épico de construcción de la nación en el siglo XIX— otorgaba un rol destacadísimo al estado, pero dentro suyo a los técnicos, como su vanguardia. Y en el imaginario desarrollista, la arquitectura y el urbanismo, a través justamente de la planificación, generaron los epítomes del perfil técnico moderno comprometido; por eso, entre otras cosas, las oficinas más variadas de planeamiento gubernamental en la región se colmaron en esos años de arquitectos jóvenes que en el curso de esa experiencia devinieron sociólogos, demógrafos, economistas, geógrafos, como parte de ese proceso de formación de las ciencias sociales. Lo que se planteaba en los años sesenta, entonces, era una propuesta de expansión de la modernidad —para extender sus beneficios o, en clave más de izquierda, la potencialidad de sus conflictos— que aplicaría las fórmulas del estructural-funcionalismo panamericanizadas por las ciencias sociales desde los años cincuenta: las relaciones centro/periferia implican en la estructura de la sociedad y de la economía de los países latinoamericanos un dualismo tradicional/moderno que debía resolverse en la universalización deliberada del sector modernizador, es decir, la ciudad. La ciudad, nuevamente como figura de orden modernista, concebida a través de una ideología organicista enfrentada a la metrópoli moderna realmente existente, a su modelo de modernización, desigual y excluyente. Hay que recordar que la ideología dominante sobre la ciudad en el ethos desarrollista, y sobre todo en el de sus técnicosfuncionarios que la leían en clave de izquierda, era el organicismo de matriz anglosajona, fortalecido desde la posguerra por el suceso del Plan de Londres, con la casi aislada excepción de quienes proyectaron Brasilia, curiosamente, el gran emprendimiento urbano del período, y tal vez eso explique el poco suceso que tuvo entre los planificadores de la región (y el blanco fácil que resultó, y resulta todavía, para la crítica bienpensante).

6 Bien, hasta aquí el curso de la relación entre modernidad y modernización en el ciclo expansivo. Va a ser precisamente de la refutación de aquella figura de la “planificación” como última derivación de la preceptiva modernista, que nacería, muy poco tiempo después, en Europa y en los Estados Unidos, la reivindicación de la ciudad realmente existente a través de una diversidad de lecturas que serían reunidas, bastante más tarde, bajo el nombre de “post-modernismo”. Me refiero a comienzos de los años sesenta, al surgimiento de los movimientos de reacción contra “la promesa alquímica del Modernismo”. Ya los años cincuenta habían visto el surgimiento de la revisión de algunos fundamentos urbanísticos del modernismo, como los de la Carta de Atenas, iniciándose un proceso de reivindicación de cualidades tradicionales de la ciudad que se habían despreciado en blo-

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que, como la vida bulliciosa favorecida por la vieja “calle corredor” y sus diferentes escalas de espacios urbanos, en un intento explícito por volver a comprender, desde el interior de las propuestas modernistas todavía, el fenómeno de la ciudad por fuera de la simplificación programática. Pero la crisis de una idea sobre la ciudad moderna rápidamente se sobreimprimió a la crisis del crecimiento y la expansión, es decir, al final del ciclo expansivo. ¿Qué hacer con la ciudad moderna y con las ideas sobre ella una vez terminado ese ciclo? Indudablemente, las respuestas modernistas estaban asociadas muy directamente a la expansión —para celebrarla o refutarla. ¿Se puede pensar la modernidad y la modernización sin expansión? En ese caso, ¿qué significaría? ¿Cómo repensar la ciudad por fuera de los modelos de pensamiento que ese ciclo había generado, en el nuevo marco de deslocalización industrial, desmembramiento de los centros terciarios, flujos inversos entre la ciudad y el campo con el resultado de una nueva urbanización difusa y la proliferación de periferias internas, vacíos en tejidos compactos, viejas áreas industriales abandonadas como monumentos desoladores de una modernidad fracasada? Este es el marco en que se produce el regreso a la ciudad en Europa en los años sesenta. Insisto: regreso no porque el modernismo no considerara a la ciudad, sino porque lo hacía bajo un “deseo de ciudad” completamente diferente, atendiendo a su carácter proyectual abstracto; ahora se trataba de un regreso a la ciudad considerada en sus cualidades existentes, históricas o contemporáneas. Creo que en ese regreso deben leerse intentos por responder a aquellas preguntas generadas por la nueva situación, aunque todavía no se habían formalizado de ese modo y estaban lejos de visualizar la ciudad emergente. En este sentido, la intensa apelación a la historia en las nuevas propuestas podría verse como una manera de reconocer la heterogeneidad y la dispersión provocada por el fin del ciclo “progresista”. La historia —y pienso en la obra de una figura clave como Aldo Rossi— procuraba funcionar en la producción de un imaginario sobre la ciudad como el proyecto en la urbanística modernista: como argamasa, como contención de las partes, como guía para reconducir una totalidad cuya promesa de integración ya no podía buscarse en el futuro, sino en el pasado. Pero por eso suponía a la vez un regreso a la ciudad, a aquella parte de la ciudad negada por el modernismo: los valores de la ciudad tradicional como núcleo de sentido para el rediseño de la ciudad moderna. Hubo otros caminos de regreso a la ciudad: el camino de la recuperación del espacio público de la ciudad decimonónica, como instrumento de revitalización de la sociabilidad urbana en los viejos centros abandonados y tugurizados, frente a la promesa fallida de nuevos modos de sociabilidad en los monótonos suburbios modernistas; y el camino, más asociado a experiencias norteamericanas como las de Robert Venturi, del pop, que reivindicó lo popular urbano a través de la recuperación estética de los productos de la industria cultural de masas, tan despreciados por la alta elaboración formal modernista institucionalizada en la posguerra. En todos los casos, al final del ciclo expansivo la cultura arquitectónica respondió volviendo a la ciudad, rechazando in todo aquella figura del técnico que suponía una mutilación absoluta de la riqueza urbana a través de los intentos autoritarios de control planificado que, para colmo, en la nueva situación parecían además de inmorales, ineficaces. Como dije, esas fueron algunas de las diferentes tendencias que luego serían confusamente reunidas bajo la denominación de post-modernismo, aunque es fácil comprender el carácter moderno de sus búsquedas en la ciudad. Lo cierto es que, a partir de esa amalgama, el post-modernismo quedó asociado como categoría a los intentos de regreso a la ciudad, y es por eso que parece post-modernis-

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ta la revaloración cultural de la ciudad que comenzó en la última década en América Latina; un postmodernismo que vendría a confirmar el típico desfasaje temporal periférico, ya que habría llegado con dos décadas de atraso. Sin embargo, aquí hubo otro post-modernismo, hoy completamente olvidado pero, me atrevería a decir, más literalmente post-moderno, en tanto fue una completa refutación no sólo al modernismo, sino a la modernidad y la modernización. Es importante detenerse en este fenómeno si queremos comprender mejor nuestra cultura urbana actual, el tipo de desfasajes producidos en la reciente “vuelta” a la ciudad. En el mismo momento en que estallaba aquella rebelión contra la planificación en occidente, avanzados los años sesenta, en Latinoamérica también se produjo una crítica devastadora al planificador desarrollista, pero muy diferente. En principio, se lo criticó no por el autoritarismo de la planificación modernista, sino por su reformismo, por haber confiado en que a través del estado se podía llegar a dar una verdadera planificación social, ya que eso era lo que se mantenía como objetivo final. En segundo lugar, estas críticas radicalizaron otro aspecto de aquella figura: la visión organicista, que roto ya todo lazo con sus moldes modernistas, impuso un rechazo radical a toda modernización, y particularmente a la modernización que se afincaba en la ciudad. Lo que lleva al principal contraste con aquel redescubrimiento de la ciudad en el pensamiento urbano europeo de esos mismos años: en nuestra cultura urbana, la ciudad se convirtió en el enemigo jurado de toda transformación verdadera, es decir, revolucionaria. La ciudad moderna, el motor de la transformación desarrollista, se equiparó a la mezquindad de las clases que se habían identificado con ella: las clases medias, cuyo objetivo no habría sido otro que domesticar el ímpetu revolucionario; éste, en definitiva, como parecía mostrar el ejemplo cubano, venía del mundo rural, es decir, en todo caso —y así se tradujo en grandes metrópolis de la región, como Buenos Aires— de las incrustaciones rurales en la ciudad moderna manifestadas en la “villa miseria”. El ejemplo de Cuba, en este sentido, era completo: porque gracias a la revolución allí se había logrado imponer la planificación organicista que tenía como modelo las experiencias progresistas anglosajonas, el mismo modelo de toda la región pero que había fracasado en otras partes, especialmente en Chile, el otro gran laboratorio de la planificación en la década, donde se las había buscado imponer a través del reformismo desarrollista, interrumpido por la reacción golpista. El contraste entre esos dos ejemplos pareció probar que los errores de la planificación no habían sido técnicos, sino políticos: confiar en el estado burgués para llevarla a cabo. Pero, justamente por eso, en el pensamiento urbano latinoamericano las convicciones técnicas de la planificación no se modificaron en esencia. Planificar seguía siendo lo correcto, pero para planificar, primero había que hacer la revolución. Si el principal error había sido confiar en el estado burgués, la solución consistió en reemplazarlo por la figura del Pueblo, a través del uso polivalente y cuasi religioso de la noción de “participación popular”, en la que no se modificaba en absoluto la autoimagen del técnico como mediador privilegiado. Viceversa, la identidad “de izquierda” de la planificación como marca disciplinar, explicada estructuralmente en el carácter “progresista” del ciclo expansivo que le da origen, y explicada institucionalmente en la larga maduración de la alianza constructiva con un estado modernizador, volvía imposible la recusación de esas críticas por izquierda, si a su vez mantenían fundamentalmente sus presupuestos de siempre.

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7 Todo ese ensamble de posiciones y situaciones históricas se tradujo en un momento fuertemente antiurbano. Se ha señalado que el 68 europeo también tuvo sus episodios antiurbanos: es muy conocido el grito de guerra a la ciudad que pronunciaban los estudiantes parisinos mientras levantaban los adoquines para las barricadas: “sous le pavé, la plage”. Pero podría decirse que ese antiurbanismo estuvo radicado sólo en algunos sectores de la sociedad y la política, sin impactar en la cultura arquitectónica europea sino excepcionalmente —que una de esas principales excepciones haya sido la sociología urbana francesa no es secundario en este análisis, ya que ella fue tan influyente en las matrices con que la ciudad ha sido pensada en las últimas décadas en América Latina—; no saldrían del clima de ideas antiurbano los principales movimientos renovadores del pensamiento arquitectónico que, precisamente, se afincarían en las diversas maneras del redescubrimiento de la ciudad. Y ahora quizás podamos entender un poco mejor la imposibilidad local de introducir en esos mismos años tal redescubrimiento, aunque pudiera coincidirse en los contenidos reivindicados. Como vimos, el regreso a la ciudad se produjo en occidente a través de la reivindicación de la historia, el espacio público o lo popular. Pero si en Europa la historia es la ciudad, como reservorio de cultura, la historia aparecía entonces por aquí —al menos en la región del Río de la Plata— en su versión revisionista, como la reivindicación de la barbarie que nuevamente nos coloca fuera de la ciudad. Asimismo, el espacio público, como categoría principal de la política burguesa, ni siquiera podía pensarse como problemática aunque, de haberse hecho, no habría sino ratificado el carácter contrarrevolucionario de la ciudad frente al verdadero sujeto histórico latinoamericano que residía en el mundo rural —volver sobre los pasos perdidos. Finalmente, así como el modo de trabajar la cultura popular de la estética pop es hiperurbano, porque utiliza temas de la cultura de masas que se afinca en la ciudad, lo que se iba a encontrar aquí como cultura popular, en cambio, era la “cultura de la pobreza”, es decir, la manifestación de los modos de vida alternativos a la ciudad burguesa en la “villa miseria”. (Y conviene detenerse en ese pasaje curioso que se produjo de las ciencias sociales a la política, por el cual la “cultura de la pobreza”, que había nacido como categoría antifuncionalista que buscaba explicar los mecanismos culturales por los cuales se producía una eficaz adaptación de los sectores populares migrantes a la ciudad, de la sociedad tradicional a la moderna, pasó a reivindicarse como una modalidad esencial de resistencia de esos sectores, de la que había que extraer modelos de conducta para una sociedad liberada). Podrían señalarse diversas manifestaciones de esta sensibilidad antiurbana en otras instancias de la cultura, por fuera de las disciplinas que se ocupaban de la proyectación de la ciudad. Por una parte, en términos de la cultura académica, encontramos en esos años algunas obras muy influyentes, como la de Richard Morse o la de Ángel Rama, que muestran una refinada elaboración de estas posiciones. Morse venía proponiendo desde temprano la inversión de certezas que produciría la más radical ruptura con la teoría de la modernización: América Latina no era el lugar del cambio, sino un refugio de los valores que el mundo occidental había perdido por culpa de la modernidad; la historia cultural de la ciudad latinoamericana de Morse, que culminará con su deslumbramiento por el universo popular carioca, fue el instrumento para identificar una edad dorada y a los sujetos que, precisamente a tra-

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vés de la carnavalización de todos los valores urbano-moderno-burgueses, podrían en la actualidad ser portadores de su vitalidad revulsiva. Rama es un caso más extraño, pero tal vez por eso más útil para ver hasta qué ámbitos llegó la vena antiurbana. Si Morse produce su rebelión antimodernizadora como respuesta crítica a la mirada paternalista dominante en el latinoamericanismo académico de su país, los Estados Unidos, desde un país como el Uruguay, cuyos logros indudables en el siglo XX, sociales y culturales, estuvieron asociados a la temprana y exitosa extensión de una cultura moderna urbana, mesocrática y laica, Rama, analista agudo de los procesos de transculturación —es decir, de la riqueza de los contactos culturales—, terminó produciendo en los años setenta un texto en el que opuso de modo maniqueo una cultura real latinoamericana a otra impuesta por la ciudad letrada. Oposición que funciona en su último libro, póstumo, como clave interpretativa de toda la historia latinoamericana: el triunfo de la ciudad letrada fue el triunfo de la racionalidad moderna occidental que habría mantenido sumergidos los estratos esenciales de la cultura popular tradicional local. Por otra parte, hay un paralelo exacto en la cultura juvenil de la época, expresada en la recusación de la ciudad que realiza el hippismo; y aquí debo agregar, nuevamente, que al menos así fue en la Argentina, donde se produjo esa paradoja tan peculiar que es la existencia de un movimiento de rock mayormente antiurbano. Hay cantidad de canciones de esos años, de fuerte impacto e influencia, que conjugaban en todas sus declinaciones los temas de la huída de la ciudad, como lugar del gris, del encierro, de la corrupción de las conciencias: “El oso”, de Moris (la historia de un oso encerrado en un circo como metáfora de la prisión urbana), o “Toma el tren hacia el sur”, de Spinetta (himno del hippismo setentista que emigraba de Buenos Aires a los pueblos de la Patagonia), por citar algunas de las más conocidas e influyentes en más de una generación, pero se me ocurre una larga lista que podría funcionar para entender los distintos frentes de ataque de aquel extendido clima de ideas contra la ciudad. De todos modos, lo que me interesa sostener con todos estos ejemplos, es que este clima antiurbano debería ser nuestro post-modernismo legítimo: nuestro post-modernismo real, el análogo de lo que en otros lugares significó la crítica al modernismo, aquí fue una recusación completa a la modernidad y la modernización encarnadas en la ciudad.

8 Mi hipótesis, entonces, es que el ciclo expansivo en América Latina produjo la ciudad como artefacto capaz de realizar la articulación progresista de la modernidad y la modernización; el fin de ese ciclo, que en Europa encontró una serie de respuestas que propusieron diferentes vueltas a la ciudad como modo de revisar las versiones urbanas del modernismo, aquí produjo en cambio un clima de ideas radicalmente antiurbano, antimoderno y antimodernizador; por eso digo, más legítimamente post-moderno. Pero la post-modernidad, al menos en la cultura urbana, quedó asociada exclusivamente a aquellos retornos a la ciudad; por eso, recién en los últimos años parece que el post-modernismo hubiera llegado a Latinoamérica, junto con una serie de enfoques que han recuperado la noción de modernidad y en el marco de un clima de revaloración de la ciudad y de muchas de sus claves modernistas.

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Por eso creo que es posible decir que esta asunción reciente del post-modernismo —insisto: esta vez como adecuación de algunos motivos de aquella rebelión contra el modernismo que en occidente significó una revaloración de la ciudad— se montó sobre un borramiento completo. Espero que haya quedado claro que no trato aquí de hacer una “reivindicación” póstuma de algunos de los momentos del ciclo expansivo, ni de la ruptura que produjo el post-modernismo que llamo provocativamente “real”; simplemente intento mostrar el borramiento sobre el cual se monta la actual vague moderna y el sinsentido de tanto prefijo post. Porque como todos los borramientos, impide hacer explícitas las discusiones, los conflictos, entender las continuidades o las rupturas; por lo tanto, lo que se produce es una acumulación de motivos en capas superpuestas e incomunicadas, que favorece la utilización y la mezcla indiscriminada de tópicos de las más disímiles canteras ideológicas o temporales. Dije al comienzo que el interés actual por la ciudad moderna se ha desprendido de la propia ciudad como dispositivo modernizador; este sí es un elemento de la tradición ideológica de la ciudad moderna en Latinoamérica que me interesa recuperar: la relación, productiva, tensa, conflictiva, entre modernidad y modernización. Nuestro “post-modernismo real” había roto en bloque con ambos términos; ahora, en cambio, presenciamos una recuperación de la ciudad modernista pero que ha roto sus lazos con la modernización. Me refiero especialmente a los recorridos de la crítica cultural por la ciudad, quizás los que más han contribuido con esa superposición: así como en los setenta se había roto con Parsons para pasar a Marx y, sobre todo, a la lectura engelsiana sobre “el problema de la vivienda”, así en los ochenta se superpusieron indiferenciadamente ambas, y se agregó a Marx, Foucault. Es decir, se criticó simultáneamente a la ciudad por antirrevolucionaria y por autoritaria. Y desde allí se han redescubierto en los noventa los encantos callejeros, a través de recorridos que apelan indistintamente a Benjamin o a Michel de Certeau. Pues bien, para seguir con el juego de prefijos, esa debería ser llamada nuestra post-post-modernidad. Es decir, si nuestra postmodernidad se radica en la rebelión contra la ciudad, en esta mezcla indiferenciada hay que entender nuestra situación contemporánea cuando hablamos de la ciudad. Nunca la cultura urbana estuvo más fragmentada, produjo tantas imágenes, reprodujo tantas figuras. Pero no por el reconocimiento de posiciones enfrentadas inconciliables sobre diagnósticos comunes, sino por la acumulación de visiones de la ciudad como estratos geológicos incomunicables entre sí, que reproducen —y justifican— la mezcla de tiempos de la ciudad post-expansiva. Cortado el flujo continuo del tiempo progresista, caída la tensión modernista que otorgaba un sentido y un proyecto a la heterogeneidad material de la ciudad, el paisaje urbano aparece como una yuxtaposición de artefactos efímeros con restos de infraestructura obsoleta, tejido decadente, fábricas abandonadas, enormes vacíos, viviendas precarias en los intersticios y, de pronto, como enclaves autosuficientes, incrustaciones radiantes de novedad técnica o social, con la trama invisible pero omnipresente de los medios electrónicos configurando nuevos recorridos, nuevas fruiciones; la ciudad es ya definitivamente un patchwork en el que cada fragmento libera su sentido, pero en esa libertad no predomina la “diferencia”, sino el contraste y la desigualdad. Esa es la modernización actual, post-expansiva, cuya mezcla de tiempos replica la lectura cultural de la ciudad como ruina de la modernidad. Este retorno de la mirada cultural actual a la ciudad está marcado por los patrones del debate postmoderno, pero no ha hecho las cuentas con él, ni con las posiciones anteriores de rechazo a la ciudad.

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De hecho, convive con la mirada planificadora que reaparece con sus presupuestos técnicos autonomizados de toda fundamentación cultural o política en la actual reestructuración de la ciudad por el mercado, tanto como con los procesos de reterritorialización que esas intervenciones producen, y que son alimentados —y a su vez la potencian— por la ideología antiurbana del suburb y la autopista, hija dilecta de nuestra pastoral post-moderna real, hoy travestida al ecologismo. Es, como se ve, un retorno a la ciudad que prescinde de las transformaciones ocurridas en la ciudad. Un retorno que ha fijado un conjunto de modalidades de abordaje del fenómeno urbano —el elogio de la fragmentación y el recorrido aleatorio, que en Benjamin tiene un rol interpretativo de los estratos más profundos en la relación modernidad/modernización, y en de Certeau es una modalidad de resistencia populista a los supuestos foucaultianos del dominio absoluto— que prescinden de las preguntas que los originaron, sin advertir los cambios en la propia ciudad y los efectos sobre nuestro modo de pensar y procesar esos cambios. Es decir: el recorrido del flâneur, fragmentario y disperso, hoy no hace más que reproducir y celebrar la fragmentación y la dispersión, la mezcla de tiempos de la ciudad que resulta de la modernización conservadora; en ese escenario, tales recorridos no implican una liberación del “proyecto” autoritario de la modernidad, sino una sujeción al “destino” —aun más autoritario porque elude por definición el designio de los hombres— dictado por la economía de mercado como ideología única. ¿Qué es la ciudad moderna en América Latina? ¿Cómo se vincula con los procesos de modernización? ¿Qué significa la tradición de intervención estatal como vanguardia? ¿Cómo articularla con los otros procesos de producción de la ciudad? Estas son algunas de las preguntas ausentes en el actual clima cultural de revalorización de la ciudad que propongo retomar. Para ello, creo que es necesario, en primer lugar, desarmar esa superposición de momentos, la naturalidad de la mezcla actual, revisando las claves del ciclo expansivo pero, sobre todo, el pasaje clave de los años sesenta-setenta, notando cuáles fueron sus peculiares modalidades locales de enfrentar el fin de la expansión, para volver a discutir cuál podría ser el sentido de una revalorización de la ciudad, en términos culturales pero también políticos, en un nuevo ciclo que también espera de definiciones complejas. Caídas al parecer definitivamente las respuestas que dio el modernismo, fechadas como están por necesidad en el ciclo expansivo, queda por ver, en definitiva, cómo se salva en la ciudad post-expansiva la laguna que produjo en nuestro entendimiento sobre la modernidad y la modernización.

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Lectura Nº 2 Sennett, Richard, “Individualismo Urbano”, en Carne y Piedra. El Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental, Madrid, España, Alianza Editorial, 1997, pp. 338377.

CAPÍTULO DIEZ Individualismo Urbano El Londres de E. M. Forster

1. LA NUEVA ROMA A un hombre de negocios americano que caminara por Londres en vísperas de la Primera Guerra Mundial se le podría haber perdonado que pensara que su país nunca debería haberse rebelado contra Gran Bretaña. El Londres eduardino exhibía su esplendor imperial en hileras de impresionantes edificios que se prolongaban milla tras milla, magníficos edificios del gobierno en el centro flanqueados por las densas células financieras y comerciales de la City al este y, al oeste, las imponentes mansiones de Mayfair, Knightsbridge y Hyde Park, que hacia el oeste iban dejando lugar a residencias más de clase media pero aún imponentes, todas ellas en estuco ornamentado. Las ciudades americanas como Boston y Nueva York tenían avenidas impresionantes, por supuesto —las mansiones de la Quinta Avenida de Nueva York, la nueva Back Bay en Boston— pero Londres exhibía los despojos de un dominio global desconocido desde el Imperio Romano. Henry James había denominado al Londres eduardino “la Roma moderna”, y por sus dimensiones y riqueza la comparación parecía correcta. Al contrario que en la ciudad antigua y que en los islotes de riqueza de Boston y Nueva York, en la moderna capital imperial la continuidad inexorable de su tejido ceremonial parecía aislada de los escenarios, igualmente vastos, de pobreza y miseria social. Un político francés podía envidiar la ciudad por otras razones. Aunque la cocina inglesa hacía que fuera impensable residir en Londres de manera permanente, el francés que se arriesgaba a visitar la ciudad podía sorprenderse por el orden político de la ciudad, pues la envidia de clase parecía entre los ingleses más fuerte que la lucha de clases y las clases altas esperaban y obtenían el respeto de las clases bajas en la vida cotidiana. En efecto, muchos visitantes continentales se percataban de la gran cortesía de los trabajadores ingleses con los desconocidos y extranjeros, cortesía que no encajaba ni mucho menos con el estereotipo del inglés que detestaba “lo extranjero”. El visitante procedente de París podía comparar Londres, que nunca había conocido una revolución, con los estallidos que habían acontecido en París desde 1789, en 1830, 1848 y 1871. El joven Georges Clemenceau, por ejemplo —que, pese a Sólo uso con fines educativos

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ser un mártir gástrico, recorría las calles de Londres en un estado de asombro sociológico—, relacionó el orden interno de la ciudad con su fortuna imperial. Esta ciudad inimaginablemente próspera había aplacado, pensaba Clemenceau, a sus pobres con los despojos de la conquista. Por supuesto, las primeras impresiones son engañosas respecto a la felicidad de los lugares y de la gente, y a menudo son preferibles precisamente por esa razón. Estas falsas impresiones son, sin embargo, instructivas. Comparemos Londres y Roma. La Roma de Adriano se encontraba en el centro de un imperio que los emperadores y sus ingenieros mantenían unido, física y socialmente, mediante una enorme red de carreteras. Los destinos de la capital y de las provincias eran mutuamente dependientes. El Londres eduardino tenía una relación diferente con sus posesiones. Con el crecimiento de Londres y de otras ciudades británicas a finales del siglo XIX, el campo inglés se vació rápidamente, víctima de una crisis impulsada por el comercio internacional. Las ciudades inglesas se alimentaban cada vez más con el grano que crecía en América y se vestían con la lana de Australia y con el algodón de Egipto y de la India. Esta discontinuidad se produjo rápidamente, en una generación del periodo eduardino. “Todavía en 1871 más de la mitad de la población vivía en pueblos o en ciudades de menos de veinte mil personas —señala un observador— y solamente una cuarta parte en las ciudades, mientras que en ese cálculo se empieza a hablar de ciudad a partir de los cien mil habitantes”.1 Cuarenta años después, cuando E. M. Forster escribió Howards End, la gran novela en la que contrasta la ciudad y el campo, tres cuartas partes de la población inglesa vivía en las ciudades y una cuarta parte se hallaba en la órbita del gran Londres, dejando una estela de campos desolados y pueblos en la miseria. La Roma de la época de Adriano necesitó seiscientos años para alcanzar las dimensiones del Londres de Eduardo VII. La transformación geográfica contemporánea alcanzó a todas las naciones occidentales durante la última mitad del siglo XIX. En 1850, Francia, Alemania y Estados Unidos, al igual que Gran Bretaña, eran sociedades predominantemente rurales. Un siglo más tarde eran predominantemente urbanas, con una considerable concentración en sus núcleos. Berlín y Nueva York crecieron aproximadamente al mismo ritmo que Londres cuando el campo nacional se sometió al flujo del comercio internacional. Los cien años que van de 1848 a 1945 se denominan con razón la época de la “revolución urbana”. No obstante, el crecimiento de las manufacturas y de los mercados libres, tal y como lo previó Adam Smith, no puede explicar por sí solo un cambio urbano tan rápido. Lo mismo que Nueva York, París o Berlín, Londres no era predominantemente una ciudad de grandes empresas manufactureras, ya que el terreno urbano era demasiado caro. Tampoco eran estas ciudades centros de libre mercado, sino los lugares donde los gobiernos, los grandes bancos y los trusts intentaban controlar los mercados para sus mercancías y servicios a nivel nacional e internacional. Las ciudades no crecieron solamente porque atrajeran víctimas —víctimas de los desastres rurales o de las persecuciones políticas o religiosas, aunque las hubiera en abundancia. También acudían voluntariamente numerosos jóvenes sin ataduras, empresarios de sus propias vidas que no se desanimaban por la falta de capital o trabajo. La “revolución urbana”, como la mayoría de los cambios sociales repentinos, fue un acontecimiento predeterminado que inicialmente se experimentó como un crecimiento casi incomprensible. Por una parte, Londres parecía ejemplificar el fuerte crecimiento repentino que estaba produciéndose en las ciudades del mundo occidental y, por otra, parecía prometer que semejante situación no tenía por qué ser un desastre.

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El segundo contraste entre la Roma imperial y el Londres imperial era que Roma sirvió de modelo a ciudades por todo el Imperio romano. Durante la gran explosión urbanizadora que se produjo a finales del siglo XIX, Londres se fue distanciando cada vez más de las ciudades inglesas, particularmente de las situadas en el Norte y en los Midlands como Manchester y Birmingham. Clemenceau imaginó que la ciudad inglesa era un lugar estable, donde el progreso de la industria había colocado a las personas en un lugar fijo de acuerdo con la ley del más fuerte. Su ilusión habría estado más justificada en las ciudades industriales llenas de molinos, fábricas y astilleros que en Londres. Aquí la economía reunía compañías navieras, la artesanía, la administración de la industria pesada, de las finanzas y del imperio, además de un comercio muy activo en artículos de lujo. Así, el crítico Raymond Williams afirma que sus “relaciones sociales... eran más complejas, estaban más mistificadas” que en el norte.2 En Howards End, Forster escribe acerca de Londres de manera similar señalando que “el dinero se había gastado y recuperado, las reputaciones se habían ganado y perdido, y la ciudad misma, emblemática de sus vidas, crecía y decaía en un movimiento continuo”.3 La comparación ilusoria con Roma podía haber sugerido al visitante impresionado por la grandeza de Londres que un gobierno firme tenía controlado al pueblo. Un control central de ese tipo era lo que las ciudades de los visitantes buscaban para sí: después de las agitaciones de la Comuna de 1871, las autoridades de París habían perfeccionado los instrumentos de un gobierno eficiente y centralizado de la ciudad; en Nueva York, tras la eliminación de la organización Boss Tweed, los reformadores también estaban intentando forjar esas herramientas de control cívico racional. No obstante, al contrario que Nueva York o París, Londres carecía de una estructura de gobierno central. Hasta 1888, Londres “no tuvo más gobierno ciudadano que la Junta Metropolitana de Obras, docenas de pequeñas juntas parroquiales y parroquias, y cuarenta y ocho consejos de tutelaje”.4 Su gobierno central siguió siendo comparativamente débil después de las reformas de 1888. Sin embargo, la ausencia de una autoridad política central no significaba la ausencia de poder central. Ese poder estaba en manos de los grandes terratenientes que controlaban importantes extensiones de terrenos de la ciudad. Desde la construcción de las primeras plazas de Bloomsbury en el siglo XVIII, el desarrollo urbano de Londres eliminó invariablemente las casas y las tiendas de los pobres para crear hogares destinados a la clase media o a los ricos. El hecho de que los terratenientes hereditarios controlaran extensos terrenos posibilitó estas repentinas transformaciones, con escasas restricciones públicas. Los aristócratas terratenientes tuvieron libertad para construir y el resultado de sus planes urbanos de “renovación” fue una mayor concentración de los pobres, que cada vez vivían más hacinados. Como una Comisión Real sobre la Vivienda de las Clases Trabajadoras observó en 1885: Son demolidos los tugurios, lo que en general redunda positivamente para la vecindad desde el punto de vista sanitario y social, pero no han sido sustituidos por ningún tipo de alojamiento para los pobres... En consecuencia, la población sin techo se aglomera en las calles y patios vecinos cuando comienzan las demoliciones, y cuando se construyen los nuevos edificios poco se hace para aliviar esta nueva presión.5

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Durante el siglo XIX, los planes de desarrollo urbano empujaron la pobreza hacia el este de la City financiera de Londres, al sur del Támesis y al norte de Regent’s Park. En los lugares del centro en que persistió la pobreza, siguió dándose en bolsas concentradas, ocultas por el estuco. Antes que en París, de manera más global que en Nueva York, Londres creó una ciudad de espacios separados y homogéneos desde el punto de vista de la clase. En su desarrollo Londres reflejó las grandes diferencias de riqueza que caracterizaban a Inglaterra, Gales y Escocia en su conjunto. En 1910, el 10 por ciento de la población formado por las familias más acomodadas de Gran Bretaña poseía aproximadamente el 90 por ciento de la riqueza nacional. El uno por ciento más rico ya poseía por sí solo el 70 por ciento. La sociedad urbanizada mantuvo las divisiones preindustriales entre pobreza y riqueza, aunque de nuevas formas. En 1806, el 85 por ciento de la riqueza de la nación estaba en manos del 10 por ciento más rico y el uno por ciento poseía el 65. A lo largo del siglo, algunos magnates terratenientes se empobrecieron y su lugar en esa clase superior fue ocupado por industriales y hombres de negocios imperiales. Por contraste, la mitad de la población vivía de ingresos que sólo comprendían el 3 por ciento de la riqueza nacional y muy pocos londinenses no se veían afectados por la escasez.6 Por lo tanto, Clemenceau estaba equivocado: los despojos de la conquista no habían llegado a la masa de la población. Si se tienen en cuenta estos datos relativos a la moderna ciudad imperial, ¿cómo puede explicarse la sensación de satisfacción y de orden público que tenía el visitante? Aunque la inquietud social sin duda se dejaba sentir, también había muchos londinenses que estaban impresionados por el hecho de que su capital hubiera conseguido cosechar los beneficios del capitalismo sin los desafíos de la revolución. Esta estabilidad no podía explicarse por la indiferencia inglesa hacia el sistema de clases. Aunque “no se puede decir que la lucha de clases sea una prerrogativa inglesa”, como señala el crítico Alfred Kazin, los ingleses han sido mucho más sensibles a la idea de clase que los americanos y los alemanes. Kazin piensa, por ejemplo, en lo que George Orwell escribió en 1937: “Adonde quiera que te vuelvas, te das con esta maldición de la diferencia de clases como si fuera un muro de piedra. Pero no es tanto un muro de piedra como la pared de cristal de un acuario”.7 Otras fuerzas parecían mantener a esta ciudad, grande y desigual, alejada de la revolución abierta. El urbanista Walter Benjamin denominó a París “la capital del siglo XIX”, basándose en su cultura ejemplar. Londres también puede considerarse la capital del siglo XIX por su individualismo ejemplar. El siglo XIX frecuentemente se ha denominado la “era del individualismo”, una expresión que Alexis de Tocqueville acuñó en el segundo volumen de La democracia en América. El lado agradable del individualismo puede ser la confianza en uno mismo, pero Tocqueville vio su lado más negativo, que concibió como una especie de soledad cívica. “Cada persona —escribió— se comporta como si fuera una extraña respecto al destino de los demás... Por lo que se refiere a su intercambio con sus conciudadanos, puede mezclarse con ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; existe sólo en sí mismo y para sí mismo. Y si sobre esta base sigue existiendo en su mente un sentimiento de familia, ya no existe un sentimiento de sociedad”.8 Según Tocqueville, esta clase de individualismo puede aportar un cierto orden a la sociedad: la coexistencia de personas replegadas sobre sí mismas, que se toleran entre sí por indiferencia. Semejante individualismo tenía un significado particular en el espacio urbano. La planificación urbana del siglo

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XIX intentó crear una masa de individuos que se desplazaran con libertad y dificultar el movimiento de los grupos organizados por la ciudad. Los cuerpos individuales que se desplazaban por el espacio urbano poco a poco se independizaron del espacio en que se movían y de los individuos que albergaba ese espacio. Cuando el espacio se fue devaluando en virtud del movimiento, los individuos gradualmente perdieron la sensación de compartir el mismo destino que los demás. El novelista E. M. Forster tenía en mente el individualismo tocquevilliano cuando en 1910 escribió Howards End. Su libro comienza con la frase: “Sólo conecta...”, una orden tanto social como psicológica. La novela de Forster nos muestra una ciudad que parece mantenerse unida socialmente precisamente porque las personas no están conectadas de manera personal. Viven vidas aisladas e indiferentes que establecen un desafortunado equilibrio en la sociedad. La novela refleja la transformación extraordinariamente rápida experimentada por Londres durante la gran revolución urbana. Al igual que a muchas otras personas de su época, a Forster le pareció que la velocidad era el hecho central de la vida moderna. El ritmo del cambio lo epitomiza la aparición de los automóviles y Howards End está repleta de anatemas contra la nueva máquina. La tendencia tocquevilliana aparece cuando Forster describe el Londres eduardino como una ciudad muerta aunque latiendo con cambios frenéticos —si Londres es una ciudad de “ira y telegramas”, dice, también está llena de escenas de “estúpida insensibilidad”. Forster pretende evocar la omnipresente, aunque oculta, apatía de los sentidos como resultado de la vida cotidiana de la ciudad —algo invisible para el turista que pasea—, apatía que se da tanto entre la gente acaudalada y elegante como entre la masa de pobres inmersos en el flujo de la vida. El individualismo unido a la rapidez tiene un efecto letal sobre el cuerpo moderno. Éste carece de conexiones. Howards End describió todo esto a partir de una historia un tanto sensacionalista de un niño ilegítimo, una herencia disputada y un asesinato. Como Virginia Woolf —que no era una entusiasta de la novela— comentó, Forster nos invita a leerla como un crítico social más que como un artesano de su arte. “Nos da un golpecito en el hombro —observó— y tenemos que notar esto, que atender a aquello”.9 De hecho, Howards End frecuentemente presenta al lector en unos pocos párrafos acontecimientos cataclísmicos que alteran la suerte de las personas, de manera que el autor puede volver a reflexionar sobre su significado a su tiempo. Si bien el novelista de ideas a menudo pagó un precio artístico por pensar demasiado, esta novela concluye con una idea sorprendente que sigue siendo provocativa: el cuerpo individual puede recuperar una vida capaz de percibir por los sentidos si experimenta el desplazamiento y la dificultad. El mandato de “Sólo conecta...” sólo pueden obedecerlo quienes reconocen que existen impedimentos reales para su movimiento individual rápido y libre. Una cultura viva trata la resistencia como una experiencia positiva. En este capítulo examinaremos más de cerca la evolución de la sociedad moderna que condujo a la condena del individualismo urbano por parte del novelista —las experiencias del movimiento y de la pasividad corporales sobre las que basa su relato. Su sorprendente desenlace sugiere una nueva forma de pensar acerca de la cultura urbana.

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2. ARTERIAS Y VENAS MODERNAS El diseño urbano del siglo XIX facilitó el movimiento de un gran número de individuos en la ciudad y dificultó el movimiento de grupos, los amenazadores grupos que aparecieron en la Revolución Francesa. Los planificadores urbanos del siglo XIX se basaron en sus predecesores ilustrados, que concibieron la ciudad como arterias y venas de movimiento, pero dieron un nuevo uso a esas imágenes. El urbanista de la Ilustración había imaginado individuos estimulados por el movimiento de la muchedumbre de la ciudad. El urbanista del siglo XIX imaginó individuos protegidos por el movimiento de la muchedumbre. Tres grandes proyectos marcan este cambio a lo largo del siglo: la construcción de Regent’s Park y Regent Street en Londres, a inicios del siglo XIX; la reconstrucción de las calles parisinas en la época del barón Haussmann a mediados de siglo y la construcción del metro de Londres a finales de siglo. Las tres fueron empresas de enorme magnitud. Aquí sólo estudiaremos la manera en que estos proyectos enseñaron a la gente a moverse. Regent’s Park En el París y el Londres del siglo XVIII, los planificadores habían creado parques como pulmones de la ciudad, más que como refugios, al estilo de los jardines urbanos de la Edad Media. El parque-comopulmón del siglo XVIII exigía vigilar las plantas. En París, a mediados del siglo XVIII, las autoridades cerraron con verjas el parque real de las Tullerías, que antes era público, para proteger las plantas que proporcionaban el aire saludable a la ciudad. Las plazas urbanas del gran Londres comenzadas durante el siglo XVIII también fueron rodeadas con verjas a inicios del siglo XIX. La analogía del parque con un pulmón era, como observa el urbanista contemporáneo Bruno Fortier, sencilla y directa: la gente que circulaba por las calles-arterias de la ciudad podía pasar alrededor de estos parques cerrados, respirando su aire fresco igual que la sangre se renueva en los pulmones. Los planificadores del siglo XVIII se basaron en la premisa médica contemporánea de que, en palabras de Fortier, “nada de lo que es móvil y forma una masa puede corromperse”.10 La mayor obra de planificación urbana de Londres, la creación de Regent Street y Regent’s Park a inicios del siglo XIX, emprendida por el futuro rey Jorge IV con el arquitecto John Nash, se basó en el principio del parque-como-pulmón, pero adaptado a una ciudad donde era posible una mayor velocidad. Configurado a partir del antiguo Marylebone Park, la extensión total del Regent’s Park es enorme. Nash deseaba que esta gran extensión de tierra estuviera nivelada y decidió hacer el pulmón de Regent’s Park principalmente de hierba, más que de árboles. Muchos de los árboles que ahora vemos en el parque, como los que rodean la rosaleda que lleva el nombre de Queen Mary’s Rose Garden son de origen posterior. Un espacio abierto grande, llano y con hierba podía parecer una invitación a los grupos organizados, y durante la era victoriana esa invitación a veces fue aceptada. Pero el plan de Nash estaba concebido para impedir semejante uso del espacio formando un muro con el considerable volumen de tráfico que circulaba rápidamente por la carretera que rodeaba el parque. Muchas plantas y edificios dispersos a lo largo del cinturón fueron eliminados para que los carruajes pudieran desplazarse con fluidez y finalmente el lecho de un canal que surcaba Regent’s Park se vio también alterado para que no obstaculizara el tráfico. Dickens pensaba que el cinturón que circundaba el parque parecía

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una pista de carreras. Asimismo se construyeron algunas carreteras interiores para que pudiera desplazarse con rapidez un volumen considerable de tráfico de carruajes. Si el Londres de Nash era un lugar para la velocidad, parecía un espacio poco adecuado para individuos. Las plazas urbanas que aparecieron en Londres en el siglo XVIII aparentemente desmienten el hecho de que Londres es fundamentalmente una ciudad de casas individuales. Las imponentes casas que daban a las plazas estaban construidas en amplias manzanas de quince a veinte edificios para dar la impresión de una severa unidad. Las ordenanzas de edificación de Londres, especialmente una ley promulgada en 1774, prohibían las señales u otras marcas individuales. En Bloomsbury los sencillos bloques de viviendas contrastaban con la profusión floral de las plazas. Los mismos también trazaban una clara delimitación entre lo externo y lo interno, lo público y lo privado. Aunque Regent’s Park es mayor que estas primeras plazas, en el diseño de Nash, las casas individuales daban a Regent’s Park a través del tráfico, como si el parque fuera una suerte de plaza. Nash dio congruencia a las casas empleando generosamente el estuco, el medio del que se servía el arquitecto para crear ilusión. Cuando está húmedo, puede moldearse como las grandes piedras que sustentan los palacios renacentistas o se puede derramar en moldes para crear elaboradas columnas con delicados detalles. En las hileras de casas de Regent’s Park Nash empleó el estuco en las fachadas a fin de armonizar estos inmensos bloques y darles una especie de ritmo. Sin embargo, este material de construcción podía significar también separación social. Los bloques que rodeaban Regent’s Park eran magníficos de una manera casi arrogante. Por la complejidad de sus adornos trazaban una línea entre el espacio del parque y el tejido urbano exterior. Ese tejido era desigual, pobre y caótico. En las áreas que rodeaban Regent’s Park, el plan de Nash empujó hacia el norte a los pobres que habían vivido en esos terrenos, en dirección a los distritos de Chalk Farm y Camden Town. El inmenso espacio delimitado por las grandes mansiones con fachadas de estuco, así como el flujo de tráfico, hicieron que fuera difícil penetrar en el parque. Por lo tanto, en sus primeros años Regent’s Park estuvo en buena medida vacío. El diseño vinculaba el movimiento rápido con el “descongestionamiento”, un útil término en la jerga de los planificadores. Este movimiento rápido, además, era un transporte individualizado en cabriolés y carruajes. En el plan de Nash, el tráfico no venía al parque desde los alrededores inmediatos —porque más allá de las magníficas fachadas pocas personas se podían haber permitido un carruaje—, sino desde el centro de la ciudad. En su extremo sur, Regent’s Park se comunica con el gran bulevar creado por Nash, Regent Street. Para crear este bulevar Nash tuvo que enfrentarse con una serie de obstáculos insalvables —como una iglesia que no podía ser derribada—, que se vencieron mediante el expediente de trazar una calle que rodeaba lo que no pudiera destruir. Una vez más, la calle fue diseñada para un tráfico abundante, en este caso tanto peatonal como de carruajes. Y también aparecieron las inmensas manzanas de edificios uniformes. En Regent Street éstos también cumplían funciones comerciales, porque Nash planificó un espacio comercial continuo al nivel de la calle —mientras que las tiendas en las casas más antiguas de Londres habían sido adaptadas de una manera más irregular a partir de sus intenciones domésticas originales. Nash trasladó a la calle el principio de las galerías comerciales de Londres, que eran basílicas de techo de cristal con tiendas a lo largo del eje. Regent Street fue un acontecimiento trascendental en la historia del diseño urbano. Unía un tráfico

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continuo y abundante a una función única al nivel de la calle. Esta disposición creó una división entre la calle y la zona que se encontraba detrás de los edificios que daban a la misma, como sucedió en el parque que Nash construyó al norte. El comercio no invadió las calles laterales, el tráfico de carruajes no podía penetrar mucho en la antigua maraña y la orientación del flujo peatonal de la calle discurría a lo largo del eje, como en una basílica, en lugar de transversalmente a la misma. La calle de una sola función creó una división espacial similar a la del trabajo. Así, el trazado de la calle sólo servía para el tráfico comercial, mientras que los espacios cercanos se utilizaban con fines artesanales o comerciales que no tenían por qué guardar relación con la calle. El conjunto formado por Regent’s Park y Regent Street dio un nuevo significado social al movimiento. La utilización del tráfico para aislar y descongestionar el espacio, como sucedió en Regent’s Park, impidió la reunión de una muchedumbre con un fin determinado. La presión del movimiento peatonal lineal en Regent Street dificultó, y aún lo sigue haciendo, que, por ejemplo, se reuniera una muchedumbre para escuchar un discurso. Por el contrario, tanto la calle como el parque privilegiaron el cuerpo individual en movimiento. Desde luego, Regent Street nunca ha sido, ni antes ni ahora, un lugar sin vida. Además, Nash apenas dejó algo escrito que indicara cuáles debían ser las consecuencias sociales de sus diseños. Como muchos urbanistas ingleses, aborrecía la clase de teorización a la que se dedicó Boullée. Sin embargo, el movimiento de masas en una calle con una sola función era el primer paso que había que dar para privilegiar a los individuos con sus propios intereses en medio de una multitud. Las tres redes de Haussmann La obra de Nash en Londres prefiguró los proyectos que el emperador Napoleón III y su principal planificador urbano, el barón Haussmann, llevaron a cabo dos generaciones después en París. Tenían en mente los movimientos de masas, pues habían vivido las revoluciones de 1848 y 1830, y conservaban vivos recuerdos de la Gran Revolución de la época de sus abuelos. Mucho más de lo que sabemos en el caso de Nash, conscientemente trataron de privilegiar el movimiento de los individuos para reprimir el de las masas urbanas. El plan de remodelación de París en los años cincuenta y sesenta se debió al propio Napoleón III. En 1853, “el día que Haussmann prestó el juramento como prefecto del Sena”, el historiador David Pinckney escribe: Napoleón le entregó un mapa de París en el que había trazado con cuatro colores diferentes (que indicaban la urgencia relativa de cada proyecto) las calles que se proponía construir. Este mapa, obra de Luis Napoleón solo, se convirtió en el plano básico para la transformación de la ciudad en las dos décadas siguientes.11

Con esta guía, Haussmann llevó a cabo el mayor proyecto de renovación urbana de los tiempos modernos, destruyendo buena parte del tejido urbano medieval y renacentista, construyendo nuevas fachadas uniformes en calles rectas y envolventes por las que discurría un considerable volumen de tráfico rodado y conectando el centro de la ciudad con sus distritos exteriores. Reedificó el mercado central de París utilizando un nuevo material de construcción, el hierro colado —gritaba a su arquitecto

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Baltard: “¡Hierro! ¡Hierro! ¡Nada más que hierro!”.12 Construyó grandes monumentos como la Ópera de París, rediseñó los parques de la ciudad y creó una nueva red subterránea de gigantescas cloacas. En el trazado de las calles, Haussmann volvió a aplicar los principios romanos de linealidad, aunque de nuevas maneras. Napoleón III había entregado a su prefecto poco más que un cuidado bosquejo. Para hacer las calles reales del plano Haussmann construyó altas torres de madera a las que se subían sus ayudantes —a los que llamaba “geómetras urbanos”— a fin de trazar con compás y regla unas calles rectas sobre los antiguos muros de la ciudad. Los geómetras urbanos dirigían su atención, especialmente al norte y al noreste, a zonas de casas de obreros, talleres y pequeñas fábricas. Al atravesar estos territorios, Haussmann separó y dividió las comunidades de los pobres con bulevares por los que discurría el tráfico. Como en el cinturón de Nash que circundaba Regent’s Park, el tráfico creó un muro de vehículos en movimiento, tras el cual se hallaban fragmentados los distritos pobres. Además, la anchura de las calles estaba calculada teniendo en cuenta los temores de Haussmann a la movilidad de una multitud sublevada. La anchura de la calle permitía que dos carros del ejército se desplazaran en paralelo, lo que permitiría que la milicia, en caso necesario, disparara hacia los lados de la calle. Como en torno a Regent’s Park, las calles estaban delimitadas por un bloque continuo de edificios, con tiendas a la altura de la calle y viviendas sobre las mismas, los inquilinos más ricos más cerca de la calle y los más pobres más cerca del cielo. La renovación de los distritos más pobres afectó casi exclusivamente a las fachadas de los edificios: “Los constructores tenían que ajustarse a ciertos límites de altura y levantar las fachadas prescritas, pero detrás de esas fachadas podían construir viviendas estrechas y sin ventilación, y muchos de ellos lo hicieron”.13 Haussmann y sus geómetras dividieron la ciudad en tres “redes”. La primera consistía en el laberinto de calles que formaban originalmente la ciudad medieval. La reforma de Haussmann se centró en cortar edificios y enderezar calles en las proximidades del Sena, para que el tráfico rodado pudiera pasar por la ciudad vieja. La segunda red consistía en calles que comunicaban la ciudad con la periferia, más allá de sus muros, denominados octroi. Cuando las calles llegaron a la periferia, la administración de la ciudad empezó a controlar efectivamente localidades que ahora estaban conectadas con el centro. La tercera red era más amorfa. Consistía en calles que comunicaban las principales vías de la ciudad y las redes primera y segunda. De acuerdo con el proyecto de Haussmann, las calles de la primera red eran arterias urbanas como las que L’Enfant había construido en Washington. La relación entre la forma edificada y el cuerpo en movimiento era importante y el avance de los vehículos o los individuos estaba marcado por monumentos, iglesias u otras estructuras. La calle que unía el Palais Royal, justo al norte del Louvre, con la nueva Ópera era una arteria de la primera red, igual que la rue de Rivoli, que unía el ayuntamiento con la iglesia de Saint-Antoine. Las calles de la segunda red eran las venas de la ciudad. Su movimiento sería principalmente de salida de la ciudad, orientado al comercio y la industria ligera, porque Haussmann no deseaba atraer a más pobres al centro. Aquí importaba menos la naturaleza precisa de las edificaciones de la calle. El Boulevar du Centre, que hoy conocemos como Boulevar de Sébastopol, era una vena de este tipo, que se extendía desde la Place du Châtelet a la puerta de Saint-Denis, al norte de la ciudad. Esta gran calle

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ejemplificó el control social que implicaba la forma lineal. Con una anchura de casi 30 metros y más de un kilómetro y medio de longitud, el Boulevar de Sébastopol dividió en dos una zona congestionada, irregular y pobre. Las antiguas calles y el tejido de edificios no se comunicaban con esta vena, pues con frecuencia desembocaban en el bulevar en ángulos difíciles o incluso intransitables. El Boulevar de Sébastopol tampoco tenía la misión de alimentar esos espacios fragmentados que se encontraban detrás de sus fachadas. Por el contrario, su finalidad era transportar mercancías hacia el norte. De hecho, Haussmann lo concibió como una calle de un solo sentido en esa dirección. En este tipo de vías la segunda red debía ser un espacio donde los vehículos pudieran moverse con rapidez. La tercera red constaba tanto de arterias como de venas. La propuesta de Haussmann —que no se llevó a cabo— para la rue Caulaincourt es típica de este modelo. Abordaba el problema de cómo desplazar carretas cargadas con mercancías rodeando el cementerio de Montmartre, en el extremo norte de la ciudad, comunicando las venas de la segunda red al este y al oeste. Aquí Haussmann se vio obligado a perturbar a los muertos en lugar de a los vivos, trazando parte de la vía por el cementerio. En un estilo inimitablemente francés, ello le condujo a prolongados pleitos con las familias de los difuntos, en los que se regateó el precio por disponer del aire sobre los muertos. Pero el proyecto de la calle Caulaincourt despertó una oposición más seria, porque expresaba de manera patente cómo la nueva geografía parisina de la movilidad violaba todos los aspectos de la vida urbana. En su gran estudio sobre la cultura parisina del siglo XIX, Walter Benjamin describió las galerías de techo de cristal como “capilares urbanos”, pues todos los movimientos que daban una vida vibrante a la ciudad estaban concentrados en estos angostos pasajes cubiertos llenos de singulares tiendas, pequeños cafés y grupos de gente. El Boulevar de Sébastopol fue escenario de otro movimiento, un impulso divisor, un movimiento direccional demasiado rápido, demasiado apremiado, como para vincularse con esos remolinos de vida. Una vez más como Regent Street, el Boulevar de Sébastopol constituía, en su forma primitiva, un espacio vivo. Si bien dividía a la multitud urbana como grupo político, arrojaba a los individuos que iban en carretas, carruajes o a pie a un remolino casi frenético. Sin embargo, su trazado también resultó ser ominoso, pues, al privilegiar el movimiento por encima de los derechos de la gente, se habían dado dos nuevos pasos: el tráfico quedó divorciado del diseño de los edificios situados a lo largo de la calle, sólo importaba la fachada; y la vena urbana convirtió la calle en un medio de escapar del centro urbano, más que de habitar en él. El metro de Londres Se suele relacionar con el metro de Londres la revolución social que llevó a la gente a la ciudad. Pero los ingenieros del metro habían aprendido del sistema de redes de Haussmann y su objetivo era tanto sacar a la gente de la ciudad como llevarla a ella. Ese movimiento hacia afuera tuvo un carácter clasista con el que incluso el más resuelto flâneur de las calles debe simpatizar. Los sirvientes domésticos eran el grupo individual más amplio de trabajadores pobres que existía en Mayfair, Knightsbridge, Bayswater y otros distritos acaudalados de Londres a finales del siglo XIX, como en las zonas acomodadas de París, Berlín y Nueva York. Relacionado con los sirvientes domésticos existía un ejército secundario de trabajadores de servicios: reparadores de aparatos domésticos, proveedores, tratantes de coches, caballos, etc. Los sirvientes que vivían en los hogares de sus patrones

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compartían con ellos la intimidad de la vida familiar. Durante la temporada social londinense, que cada año duraba desde finales de mayo hasta agosto, llegaba del campo un tercer ejército de unas veinte mil muchachas para asistir a las damas jóvenes en el arreglo de sus vestidos y cabellos cuando eran presentadas en sociedad. El Londres eduardino es la última época de la historia europea en que los ricos y los pobres vivían en esa intimidad doméstica. Después de la Gran Guerra las máquinas irían desplazando paulatinamente a los sirvientes. Sin embargo, la mayor parte del ejército secundario de trabajadores que servía a los hogares acomodados, así como el gran número de administrativos y empleados de menor categoría requeridos por la burocracia imperial y la ciudad, vivían hacinados en las congestionadas bolsas del viejo Londres que habían dejado intactas los proyectos de los grandes terratenientes. A mediados del siglo XIX, muchos de estos trabajadores pobres pero con empleo se hacinaban en zonas del East End y del South Bank anteriormente habitadas sólo por delincuentes o por inquilinos temporales como los marineros. Las bolsas de pobreza del centro y las casas de East End y del South Bank revelaban una ciudad muy diferente de los monumentos de estuco imperial. Aquí cabría pensar que finalmente se había llegado a una ciudad que se parecía a la antigua Roma, la Roma de la miseria masiva. Sin embargo, en contraste con las viviendas, insulae, de la antigua Roma y, desde luego, con los vastos suburbios que habían surgido en otras ciudades europeas, Londres construyó la miseria a una escala arquitectónica más reducida. En Inglaterra, como escribe el urbanista Donald Olsen: “La unidad de vivienda y la unidad de construcción suelen coincidir, mientras que en el continente la primera es sólo una parte de la segunda”, y consiste en hileras de casas individuales a lo largo de la calle.14 En las zonas realmente míseras del East End, vivían familias enteras en habitaciones individuales de pequeñas casas. El metro contribuyó a transformar su condición. En la mitad superior del 50 por ciento que tenía acceso al 3 por ciento de la riqueza nacional, el transporte barato que proporcionaba el metro permitió explorar la posibilidad de vivir mejor en otro sitio. El desarrollo de las cooperativas de viviendas facilitó el capital para realizar ese sueño. En la penúltima década del siglo XIX, la marea urbana que había anegado Londres comenzó a fluir hacia el exterior. Gracias a la mejora del transporte público, los trabajadores pobres que podían reunir el dinero tenían la posibilidad de abandonar el centro de la ciudad para vivir en casas adosadas propias al sur del Támesis y al norte del centro en distritos como Camden Town. Como las viviendas de los privilegiados, estas modestas casas adosadas consistían en bloques uniformes, con pequeños patios individuales y retretes en la parte de atrás. Para Forster y sus contemporáneos de clase media, su calidad arquitectónica era terrible. Las casas eran deprimentes y húmedas, estaban mal construidas y sus retretes exteriores apestaban. Sin embargo, según los parámetros de la clase trabajadora, representaban un logro inmenso. La gente no dormía en el mismo piso que en el que comía. El olor a orina y de heces ya no impregnaba el interior. Ciertamente, el metro sirvió tanto de arteria como de vena. Contribuyó a hacer accesible el centro de Londres, especialmente al consumo masivo en los nuevos grandes almacenes que aparecieron en las dos últimas décadas del siglo XIX. Hasta entonces había sido posible vivir en el acaudalado West End de Londres aislado de los pobres que no formaran parte del servicio doméstico, que vivían en el East End. Sin embargo, como observa la historiadora Judith Walkopwitz, desde los años ochenta, “el paisaje

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imaginario predominante en Londres ya no estaba geográficamente limitado, sino que sus límites eran transgredidos indiscriminada y peligrosamente”.15 No obstante, los transgresores eran más a menudo compradores que ladrones. No obstante, si el metro, como sistema de arterias y venas de Londres, creó una ciudad más mezclada, esta mezcla tenía límites bien delimitados. Durante el día, la sangre humana de la ciudad fluía bajo tierra hacia el corazón. Por la noche, estos canales subterráneos se convertían en venas que vaciaban el centro, cuando la gente cogía el metro para ir a su casa. Con el tránsito masivo, según el modelo del metro, había cobrado forma la geografía temporal del centro urbano moderno: congestión y diversidad por el día, descongestión y homogeneidad por la noche. Y esa mezcla por el día no implicaba un contacto humano significativo entre las clases. La gente trabajaba y compraba, y después regresaba a su casa.

3. COMODIDAD En la poesía de Baudelaire, la velocidad aparecía como una experiencia frenética y el hombre urbano como si viviera al borde de la histeria. De hecho, la velocidad fue adquiriendo un carácter distinto durante el siglo XIX, gracias a las innovaciones técnicas introducidas en el transporte. Éstas proporcionaron comodidad al cuerpo que viajaba. La comodidad es un estado que asociamos con el descanso y la pasividad. La tecnología del siglo XIX fue extendiendo esta clase de experiencia corporal pasiva. Cuanto más cómodo se encontraba el cuerpo en movimiento, tanto más se aislaba socialmente, viajando solo y en silencio. Por supuesto, la comodidad es una sensación que se puede despreciar con facilidad. Pero el deseo de comodidad tiene un origen digno: la búsqueda de descanso para los cuerpos fatigados por el trabajo. En las primeras décadas de trabajo fabril e industrial durante el siglo XIX, los trabajadores permanecían en sus tareas sin descanso a lo largo del día mientras pudieran mantenerse de pie o mover sus miembros. A finales de siglo, era evidente que en esas condiciones la productividad disminuía a medida que avanzaba el día. Los analistas industriales percibían el contraste entre los trabajadores ingleses, que a finales de siglo trabajaban generalmente jornadas de diez horas, y los obreros alemanes y franceses, que trabajaban jornadas de doce o catorce horas: los obreros ingleses eran mucho más productivos por hora. La misma diferencia de productividad se daba entre los trabajadores manuales que trabajaban en domingo en contraste con aquellos a los que se les daba un día de descanso. Los obreros que descansaban el domingo trabajaban con más ímpetu el resto de la semana. La lógica del mercado sugería a los capitalistas puros como Henry Clay Frick que “la mejor clase de trabajador” era el que deseaba trabajar todo el tiempo, aquel cuyas energías eran estimuladas por la posibilidad de llevar su cuerpo hasta el límite para hacer dinero. Pero el cansancio atestiguaba una economía diferente en la realidad. En 1891, el fisiólogo italiano Angelo Masso explicó la relación entre fatiga y productividad. En su libro La Fatica demostró que la gente se siente cansada mucho antes de que sea incapaz de realizar más esfuerzos. La sensación de fatiga es un mecanismo de protección en virtud del cual el cuerpo controla sus propias energías, protegiéndolo del daño que una “sensibilidad menor”

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causaría al organismo.16 Esta sensación protectora de fatiga marca el momento en que la productividad comienza a disminuir drásticamente. La búsqueda de la comodidad en el siglo XIX tiene que entenderse en este contexto. Las carreteras cómodas para viajar, igual que los muebles y lugares cómodos para descansar, inicialmente tenían la función de facilitar la recuperación de los excesos corporales que marcaba la sensación de fatiga. No obstante, la comodidad tomó desde el principio otro rumbo, en el que se convirtió en sinónimo de comodidad individual. Si la comodidad reducía el grado de estimulación y receptividad de una persona, podía servir para aislarse de los demás. La silla y el carruaje El antiguo griego en su andrón, o la pareja romana en su triclinio estaban reclinados o en pie de manera sociable. Esta postura sociable del cuerpo para descansar contrastaba con la postura sedente “patética” o vulnerable, como en el teatro antiguo. En el período medieval, el sentarse casi en cuclillas se convirtió en una postura sociable, aunque dependiente del rango del que se sentaba. El mueble más común para el descanso era el taburete bajo sin respaldo o los arcones bajos. Las sillas con respaldo estaban reservadas para los personajes importantes. En el siglo XVII ya había complejas normas de etiqueta que determinaban cómo, cuándo y con quién se sentaba la gente, como en el Versalles de Luis XIV. Una condesa tenía que permanecer de pie ante una princesa de sangre, pero podía sentarse en un taburete ante una princesa que no estuviera emparentada colateralmente con el rey. Las princesas de ambas clases se sentaban en sillas con brazos, excepto en presencia del rey o de la reina. En ese caso la princesa nocolateral debía permanecer en pie y la de sangre real podía permanecer sentada, pero sólo en una silla sin brazos. El estar de pie se convirtió en una postura respetuosa. Todos, desde las princesas a los sirvientes, debían permanecer de pie en presencia de sus superiores sociales, que disfrutaban de la comodidad de sentarse. En la Era de la Razón, las sillas permitieron posturas sedentes más cómodas, reflejando así una relajación gradual de las formas cortesanas de Versalles. El respaldo de la silla se convirtió en algo tan importante como el asiento y además se curvó de tal manera que fuera posible apoyarse en él. Los brazos se bajaron para moverse con libertad a uno y otro lado. Este cambio se acentuó alrededor de 1725 y apareció en sillas informales con nombres evocadores de la naturaleza como bergère, la “silla del pastor”, en la que probablemente no se sentó nunca ningún pastor. El fabricante de muebles Roubo señaló que en esas sillas una persona podía descansar el hombro contra el respaldo “mientras que la cabeza queda completamente libre a fin de que no se desarregle el peinado de las damas o los caballeros”.17 La comodidad del siglo XVIII, por lo tanto, significaba libertad de movimientos incluso estando sentado, de manera que fuera posible apoyarse a uno u otro lado y hablar cómodamente con los que estaban alrededor. Esta libertad para volverse y moverse caracteriza tanto a las sillas más sencillas como a las más caras del siglo XVIII. Las preciosas sillas de madera “Windsor”, que adornaron las casas pobres de ingleses y americanos de la época, sostenían la espalda, como la aristocrática bergère, si bien estaban abiertas para permitir libertad de movimientos. Las sillas del siglo XIX cambiaron sutil pero poderosamente esta experiencia de sentarse llanamente gracias a las innovaciones introducidas en la tapicería. Hacia 1830, los fabricantes de sillas colocaron

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muelles debajo de los asientos y en los respaldos. Sobre los muelles pusieron gruesos almohadillados, empleando crines de caballos plegadas o la lana cardada que se obtenía con las nuevas máquinas de hilar. Las sillas, los divanes y los sofás adquirieron así un tamaño enorme y su diseño se sobrecargó. El tapicero francés Dervilliers comenzó a fabricar ese tipo de sillas en 1838, denominándolas “confortables”. Siguió con varios modelos como el confortable senateur de 1863 y la confortabe gondole de 1869, que se parecía a una barca en la que era posible inclinarse a los lados. En todas estas sillas “confortables” el cuerpo se hundía en la estructura envolvente y tenía dificultades para moverse. Con el avance de los procesos de fabricación en masa, particularmente con el tejido mecánico de cojines, las sillas quedaron al alcance de un público amplio. La “silla confortable” en el hogar de un obrero o de un empleado era un motivo de orgullo y lugar de descanso de las preocupaciones del mundo. La comodidad en esas sillas implicaba un tipo de postura que, según el historiador Sigfried Giedion, “se basaba en la relajación... en una actitud libre y natural que no puede describirse como estar sentado ni como estar tumbado” en comparación con épocas anteriores. En el siglo XIX sentarse implicaba un ritual de relajación, pues el cuerpo se hundía en la silla tapizada y quedaba inmovilizado. Esta misma capitulación caracterizó la mecedora del siglo XIX. En su forma del siglo XVIII, como en la mecedora Windsor, el suave movimiento derivaba del impulso de los pies de la persona sentada. Cuando los fabricantes del siglo XIX les añadieron muelles se produjeron movimientos mecánicos más complicados. En 1853 se registró la primera patente americana de lo que ahora denominamos “silla reclinable de oficina”, en aquella época conocida simplemente como silla. Su movimiento mediante muelles y espirales significaba que la “relajación” provenía de pequeños y con frecuencia “inconscientes cambios de posición”.18 Apoyar la espalda en una silla de oficina reclinable sustentada por muelles es una experiencia física diferente de la de recostarse en una silla mecedora de madera. Para experimentar comodidad, el cuerpo se mueve menos y los muelles realizan el trabajo de los pies. La unión de comodidad y pasividad corporal hizo acto de presencia en el más privado de los actos que se realizan sentados. El desarrollo de los retretes a mediados del siglo XIX continuó la tendencia a la higiene del siglo XVII. Pero las tazas de cristal-vítreas y los asientos de madera de la era victoriana sobrepasaron las inquietudes utilitarias. Con los imaginativos diseños de las tazas y la porcelana pintada, los más exuberantes de estos retretes se consideraban parte del mobiliario. Sus fabricantes previeron que la gente descansaría cuando se sentara en ellos, igual que descansaba en otros asientos. Algunos estaban provistos de anaqueles para revistas, otros de estantes para vasos y bandejas. Incluso se botó un ingenioso “mecedor Crapper” —llamado así por su inventor— a los mares del comercio victoriano. La defecación se convirtió en una actividad privada en el siglo XIX —al contrario que un siglo antes, cuando era habitual charlar con amigos mientras uno se sentaba en una chaise-percé bajo la cual había un orinal. En el aseo, que ahora contenía un baño, un lavabo y un retrete, uno se sentaba tranquilamente, pensando, quizás leyendo o bebiendo algo, sin ser molestado. Este mismo retiro era posible en sillones en otros lugares más públicos de la casa, sillones en los que una persona exhausta después del trabajo tenía derecho a no ser molestada. El asiento para viajar siguió la misma trayectoria de comodidad individualizada. Las técnicas de tapicería de Dervilliers también se aplicaron al diseño de los interiores de carruajes. Los muelles que

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había en la parte inferior de los carruajes se acolcharon cada vez más para amortiguar el traqueteo. La comodidad del carruaje hizo que el aumento de velocidad fuera llevadero para los pasajeros, que en los vehículos antiguos habían sufrido más cuando iban deprisa. Estos cambios alteraron las condiciones sociales del viaje. En el siglo XIX, el vagón del ferrocarril europeo llevaba de seis a ocho pasajeros situados unos frente a otros, disposición que derivaba de las grandes diligencias tiradas por caballos. Cuando se aplicó al tren, argumenta el historiador Wolfgang Schivelbusch, provocó “turbación en los viajeros, sentados frente a frente en silencio” porque el ruido que hacía el carruaje tirado por caballos había desaparecido.19 Sin embargo, la cómoda uniformidad del vagón de ferrocarril permitía que la gente leyera. El vagón de ferrocarril, lleno de cuerpos apretados que leían o miraban en silencio por la ventana, marcó un gran cambio social que se produjo durante el siglo XIX: el del silencio utilizado como una protección de la intimidad individual. En las calles, al igual que en el vagón de tren, la gente comenzó a considerar un derecho personal el que los extraños no la hablaran, a ver las palabras de los extraños como una violación. En el Londres de Hogarth o en el París de David el hablar a un extraño no tenía ninguna connotación de violar su intimidad. En público la gente esperaba hablar y que la hablaran. El vagón de ferrocarril americano, tal y como se desarrolló en los años cuarenta del siglo XIX, colocó a los pasajeros de manera que prácticamente estaba asegurada la tranquilidad individual. Sin compartimentos, el vagón de ferrocarril americano hacía que todos los pasajeros dirigieran la vista hacia adelante, mirando a la espalda de los demás en lugar de a sus rostros. Los trenes americanos frecuentemente surcaban distancias inmensas —desde la perspectiva europea—, pero para los visitantes del Viejo Mundo resultaba chocante el que se pudiera cruzar el continente norteamericano sin tener que dirigir ni una palabra a nadie, aunque no existieran barreras físicas entre los viajeros del vagón. Antes de la aparición del transporte de masas, señaló el sociólogo Georg Simmel, rara vez se había visto obligada la gente a ir sentada junta en silencio, simplemente mirando durante un tiempo prolongado. Esta manera “americana” de sentarse en un transporte público apareció también en Europa en la forma de sentarse en cafés y pubs. El café y el pub Los cafés del continente europeo deben sus orígenes a la coffeehouse inglesa de principios del siglo XVIII. Algunas de estas coffehouses empezaron a aparecer como meros apéndices de las estaciones de diligencias y otros como empresas autónomas. La compañía aseguradora Lloyd’s de Londres comenzó como una coffeehouse y sus reglas caracterizaban la sociabilidad de la mayoría de los lugares urbanos. El precio de una taza de café otorgaba a la persona el derecho a hablar con cualquiera en el local de Lloyd’s. Lo que impulsaba a los extraños a charlar en el café iba más allá de la mera charlatanería. Hablar era el medio más importante de obtener información acerca del estado de la carretera, o sobre la ciudad y los negocios. Aunque las diferencias de rango social resultaban evidentes en la apariencia de la gente y en su dicción, la necesidad de hablar con libertad dictaba el que las personas las ignorasen mientras estuvieran bebiendo juntas. La llegada del periódico moderno a finales del siglo XVIII agudizó, si acaso, el impulso de hablar. Colocados en anaqueles en los locales, los periódicos ofrecían temas de discusión, pues la palabra escrita no parecía más cierta que la hablada.

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El café francés del Antiguo Régimen tomó su nombre de la coffehouse inglesa y funcionaba de manera muy similar: los extraños discutían en él, murmuraban y se informaban con toda libertad. En los años anteriores a la Revolución, a menudo surgieron grupos políticos de estos encuentros de café. Al principio se encontraban en el mismo café muchos grupos diferentes, como era el caso del Café Procope en la orilla izquierda. Cuando se produjo el estallido de la Revolución, cada grupo político de París tenía el suyo. Tanto durante como después de la Revolución la mayor concentración de cafés se daba en el Palais-Royal. Aquí, a inicios del siglo XIX, se inició un experimento que iba a transformar el café como institución social. El experimento consistió sencillamente en colocar unas cuantas mesas fuera de la galerie de bois que discurría por el centro del Palais-Royal. Estas mesas exteriores privaron a los grupos políticos de su cobertura. Los clientes se sentaban allí más para mirar a la gente que pasaba que para conspirar. El desarrollo de los grandes bulevares de París llevado a cabo por el barón Haussmann, particularmente en las calles de la segunda red, estimuló ese uso del espacio exterior. Las anchas calles proporcionaron mucho más espacio para que el café se extendiera. Aparte de los cafés de la segunda red, había dos centros de vida de café en el París de Haussmann, uno ubicado en torno a la Ópera, donde se encontraban el Grand Café, el Café de la Paix y el Café Anglais, y el otro en el Barrio Latino, cuyos cafés más famosos eran el Voltaire, el Soleil d’Or y el François Premier. Durante el siglo XIX, los clientes de los grandes cafés procedían de las clases media y alta, ya que el precio de las bebidas desanimaba a los consumidores pobres. Además, en estos grandes cafés los parisinos actuaban igual que los americanos en sus trenes. El que iba al café esperaba que se respetara su derecho a estar solo. El silencio en estos amplios establecimientos resultó desagradable para las clases trabajadoras, que se aferraron a la animación de los cafés intimes que había en las calles laterales. Se suponía que los que se sentaban a una mesa exterior de un gran café permanecerían allí cierto tiempo. Los que preferían cambiar frecuentemente de escenario se quedaban de pie en la barra. El servicio a estos cuerpos fijos era más lento que a los parroquianos que estaban de pie. En los años setenta del siglo XIX, por ejemplo, se convirtió en práctica común que los camareros mayores se vieran relegados a las mesas exteriores de los cafés, de manera que su lentitud no fuera interpretada como un fallo. En las terrazas, los clientes habituales permanecían en silencio contemplando cómo pasaba la gente; se sentaban allí como individuos, absortos en sus propios pensamientos. En la época de Forster había varios grandes cafés al estilo francés en Londres, cerca de Picadilly Circus, pero el local más universal de la ciudad para beber sin duda era el pub. Pese a su ambiente acogedor, los pubs eduardinos de Londres habían asimilado algunas de las maneras públicas de sus primos continentales, los cafés. Si la gente charlaba de pie en la barra, se podía sentar en cualquier otro sitio sola y en silencio. La mayoría de la gente en París iba al café que quedaba más cerca, igual que sucedía con los pubs en Londres. “En el café del bulevar, de la Opera y del Barrio Latino la base del negocio era el habitué más que el turista o el elegante de paseo con una demimondaine”.20 Por supuesto el pub no tenía una relación espacial con la calle como la del café. Daba la impresión de ser un espacio de refugio, en cuyo interior se mezclaban los familiares olores de la orina, la cerveza y las salchichas. Pero el parisino que mataba el tiempo en la terraza de un café también estaba desconectado de la calle. Se hallaba en un ámbito muy similar al del americano que atravesaba un continente en silencio, pero ahora era la

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gente de la calle la que aparecía como un paisaje, como un espectáculo. “Media hora en los bulevares o en una de las sillas de los jardines de las Tullerías tiene el efecto de un espectáculo teatral infinitamente entretenido”, escribió el viajero Augustus Hare.21 Ahora bien, tanto en el pub como en el café, este espectáculo podía tener lugar en el teatro de los propios pensamientos mientras se estaba sentado. La multitud exterior que constituía ese espectáculo ya no presentaba la amenaza de una turba revolucionaria —ni tampoco la gente de la calle interpelaba a quien estuviera tomándose su cerveza o su fine. En 1808, los espías de la policía que buscaban peligrosos elementos políticos en París pasaron una buena parte del tiempo infiltrando cafés. En 1891, la policía desmanteló el departamento dedicado a la vigilancia de los cafés. Este ámbito público de individuos que se movían y observaban —tanto en París como en Londres— ya no formaba parte del terreno político. Como la silla, el café proporcionaba un espacio de comodidad que unía lo pasivo y lo individual. Sin embargo, pese a todo esto, el café era, y sigue siendo, intensamente urbano y cortés. Se estaba y se está rodeado de vida, aunque uno se sienta distanciado. El espacio de comodidad dio un nuevo giro a la introversión cuando la arquitectura urbana comenzó a estar sellada mecánicamente. Espacio sellado Los planificadores del siglo XVIII habían intentado crear una ciudad saludable a partir del modelo de un cuerpo sano. Como ha observado el urbanista Reyner Banham, la tecnología constructiva de la época no servía para ese propósito. Los edificios tenían corrientes de aire, pero estaban mal ventilados. El movimiento de aire en su interior era irracional y la pérdida de calor, si había algún tipo de calefacción, exagerada.22 A finales del siglo XIX, comenzaron a abordarse estas dificultades de respiración en el interior de la piedra. Puede parecer que la aparición de la calefacción central no sea un gran acontecimiento en la historia de la civilización occidental, no más que la silla mullida. Sin embargo la calefacción central, al igual que adelantos similares relacionados con la iluminación interior, el aire acondicionado y la eliminación de los desperdicios, creó edificios que cumplieron el sueño ilustrado de un entorno saludable —con un coste social. Porque estas invenciones aislaron los edificios del entorno urbano. Debemos a Benjamin Franklin la idea de caldear una habitación con aire caliente irradiado, más que con un fuego. Franklin creó la primera “estufa Franklin” en 1742. El inventor de la máquina de vapor, James Watt, caldeaba sus oficinas con vapor en 1784. A principios del siglo XIX empezaron a caldearse con vapor edificios grandes. La caldera que producía el vapor también podía producir agua caliente, que se distribuía por cañerías a cada habitación cuando era necesario, en lugar de ser llevada por sirvientes que calentaban el agua en la cocina. En 1877, Birdsill Holly realizó en Nueva York experimentos encaminados a proporcionar a varios edificios calefacción de vapor y agua caliente a partir de una sola caldera. El problema de estas invenciones era doble: los edificios estaban tan mal aislados que el aire caliente se filtraba al exterior y estaban tan mal ventilados que el aire caliente permanecía estancado en el interior. El problema de la ventilación podía ser resuelto, y lo fue en cierta medida, cuando la Sturtevant Company puso en funcionamiento una calefacción por aire en los años sesenta del siglo XIX, pero esta nueva tecnología seguía adoleciendo de los problemas derivados de los escapes. Cuando los arquitec-

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tos comenzaron a sellar los edificios, también se ocuparon del problema de una circulación eficaz del aire, dirigiendo el aire fresco al interior del edificio y expulsando el viciado al exterior. La utilización de materiales aislantes efectivos y flexibles vino con posterioridad, en la segunda y tercera décadas del siglo XX; en el siglo XIX los métodos de sellar se centraron en el diseño. Uno de ellos fue el empleo de materiales nuevos como hojas continuas de vidrio para cerrar los huecos de las ventanas, una innovación que se introdujo en los grandes almacenes en los años setenta del siglo XIX; otro fue instalar conductos de ventilación que cumplían la antigua función de las ventanas. El enorme Royal Victorian Hospital, acabado de construir en 1903 en Belfast, Irlanda del Norte, contaba con tales conductos. El sellado de los edificios también avanzó gracias a los progresos en el alumbrado. La luz de gas de los edificios del siglo solía tener escapes, a menudo peligrosos. Los materiales utilizados por Thomas Edison para producir luz eléctrica se convirtieron en 1882 en un punto de referencia de los constructores británicos en los nuevos edificios, como sucedió en Francia y Alemania unos años más tarde. En 1882, la luz eléctrica también sustituyó a la de gas en el alumbrado de las calles. La utilización de la luz eléctrica en los grandes edificios urbanos significó que los espacios interiores podían ser incluso más utilizables e independientes de las ventanas que daban a la calle. Finalmente sería posible eliminar las ventanas de edificios provistos de luz eléctrica uniforme. La nueva tecnología rompió el vínculo necesario en las construcciones anteriores entre la iluminación interior y el exterior. Todas estas tecnologías podían ser aplicadas a los edificios urbanos existentes. La luz eléctrica, por ejemplo, podía servirse de las antiguas salidas de gas; las cañerías de la calefacción y los conductos de la ventilación podían instalarse en los pisos o en la escalera. La mayor fuente de incomodidad física en los edificios grandes —la subida a pie de numerosos tramos de escaleras— generó una nueva forma urbana. Cuando se eliminaron los rigores de la subida vertical mediante la tecnología del ascensor, nació el rascacielos. El ascensor comenzó a utilizarse en edificios en 1846, al principio impulsado por hombres que manipulaban los contrapesos, más tarde por máquinas de vapor. El edificio Dakota de Nueva York y el hotel Connaught de Londres utilizaban energía hidráulica para subir y bajar el aparato. La suerte del ascensor dependía de su seguridad y Elisha Graves Otis lo convirtió en 1857 en una máquina segura al inventar unos frenos automáticos para el caso de que fallara el suministro de energía. Estamos tan acostumbrados a los ascensores que no percibimos con facilidad los cambios que nos han provocado en el cuerpo. El esfuerzo aeróbico del ascenso ha sido sustituido en buena media por la inmovilidad. Además, el ascensor permitió que los edificios se convirtieran en espacios sellados en una forma enteramente nueva: en pocos segundos es posible alejarse de la calle y todo lo que contiene. En los edificios modernos, que llevan sus ascensores hasta garajes subterráneos, el cuerpo pasivo puede perder todo contacto físico con el exterior. De todas estas maneras, la geografía de la velocidad y la búsqueda de la comodidad condujo a las personas a esa condición de aislamiento que Tocqueville denominó “individualismo”. Sin embargo, en una época cuyo emblema arquitectónico es la sala de espera del aeropuerto, no parece que haya muchas personas que pasearan por las adornadas calles del Londres eduardino pensando: “¡Qué insulso!” Además, los espacios y la tecnología de la comodidad han producido placeres reales en la ciudad moderna. Un neoyorkino pensaría, por ejemplo, en un edificio muy admirado construido quince años después de que Forster escribiera Howards End: la Ritz Tower, en la esquina noreste de la calle 57 y Park

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Avenue. Provisto de calefacción central y con una altura de cuarenta y un pisos, cuando la Ritz Tower fue inaugurada en 1925, era el rascacielos más alto del mundo occidental y el primero que sólo albergaba viviendas. Sus pisos retranqueados, de acuerdo con una ordenanza municipal de 1916, permitieron la construcción de terrazas babilónicas a gran altura, mientras que los ruidos de la calle quedaban amortiguados y las vistas daban en aquel tiempo a un espacio vacío. “Parecía verticalidad pura a medida que se estrechaba —escribe la historiadora de la arquitectura Elizabeth Hawes—, como un telescopio que, a través de sus pisos retranqueados, se elevara hasta las nubes”.23 La Ritz Tower era tan eficiente como espectacular. La instalación interna del sistema de calefacción y de aire acondicionado, diseñado por el constructor, Emery Roth, era impecable, de tal manera que los ocupantes de los pisos ya no dependían tanto de las ventanas. Incluso hoy, cuando la Ritz Tower está rodeada de otros rascacielos y esa esquina de Park Avenue es un escenario horrible de congestión de tráfico, dentro del edificio se tiene una gran sensación de calma y paz en el corazón de la ciudad más neurótica del mundo, ¿Por qué habría que resistir? Howards End dio una respuesta,

4. LA VIRTUD DEL DESPLAZAMIENTO Contra la organización social de la velocidad, la comodidad y la eficiencia, E. M. Forster invocó la virtud de una clase de movimiento más psicológica, que impide a la gente sentirse segura. El autor puede no parecer muy adecuado para esa tarea. El hombre que ordenó: “Sólo conecta...” también declaró en Dos vivas por la democracia: “Odio la idea de las causas y si tuviera que escoger entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, espero que tendría los redaños suficientes como para traicionar a mi país”.24 En Howards End la heroína reflexiona: “Hacer el bien a la humanidad era inútil; los variopintos intentos realizados estaban extendidos como velos en esta inmensa área, produciendo un gris universal como resultado”. Por el contrario, “hacer bien a una persona, o... a unas pocas, era lo más que se atrevía a esperar”.25 El mundo del artista parece particular y pequeño. Sin embargo, dentro de este ámbito íntimo, surgen desafíos monumentales a la comodidad. El novelista nos convence de que tienen que surgir. Howards End describe la suerte de tres familias que se cruzan en la modesta casa de campo inglesa Howards End. La familia Wilcox vive principalmente para el dinero y el prestigio, pero también posee enorme energía y resolución. Es parte de la nueva elite urbana de la época eduardina. La familia Schlegel está compuesta por dos hermanas huérfanas y relativamente adineradas, Margaret y Helen, y su hermano menor, que viven para cultivar el arte y elevadas relaciones personales. La tercera familia procede de un estrato mucho más bajo de la sociedad y está formada por el joven empleado Leonard Bast, cuya amante se convertirá en su esposa. Dado que Forster no era bueno ideando tramas, sus historias se leen como crucigramas abstractos, con todos los elementos claramente elaborados. Helen Schlegel tiene un romance breve pero lamentable con el hijo menor de los Wilcox. La señora Wilcox muere; su esposo se casa con la mayor de las hermanas Schlegel, Margaret; tanto Helen como los otros hijos de Wilcox odian el matrimonio. Helen traba amistad y se acuesta con el empleado de clase obrera Leonard Bast, cuya repugnante esposa resulta

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que fue amante del anciano Mr. Wilcox durante su primer matrimonio. El desenlace de estas historias se produce en Howards End cuando el hijo mayor de Wilcox ataca a Leonard Bast, que ha ido al campo para encontrarse con su amada Helen. Leonard muere; el hijo de Wilcox es acusado de homicidio y va a la cárcel; el desastre reconcilia a Wilcox padre con su esposa; la hermana soltera y su hijo se instalan en Howards End, que se convierte en su hogar. La novela se salva por los desplazamientos humanos que exige la acción, desplazamientos que Forster describe con una prosa casi quirúrgica. Para comprenderlos, hay que ver Howards End como la mitad de un proyecto más amplio, pues esta novela está relacionada con otra —Maurice— que Forster comenzó a escribir inmediatamente después de publicar Howards End en 1910. La segunda novela contaba la historia de un amor homosexual entre un corredor de bolsa de la clase media alta y un sencillo guardabosques. Una historia que transgrede los límites del sexo y de la clase debería, según los cánones de la época, acabar en desastre. Por el contrario, Maurice acaba con la felicidad del caballero, por lo demás convencional y vinculado a su clase, en brazos de un sirviente. Forster dijo: “Se imponía un final feliz... Estaba decidido a que al menos en la ficción dos hombres se enamoraran y siguieran estándolo para el siempre jamás que permite la ficción”.26 Howards End también narra un relato de sexo ilícito entre personas de clases distintas: el affair de una noche de Helen Schlegel con Leonard Bast. Howards End no acaba con el “para siempre” de amor ficticio con el que concluye Maurice. Por el contrario, se produce un asesinato: el personaje más conformista y respetable de la novela asesina a Leonard Bast y va a la cárcel. Se descubre la traición: Margaret Schlegel se entera de que su esposo le ha mentido en cuanto al sexo y al dinero. Aunque también se logra la felicidad: Helen Schlegel, la intrépida transgresora sexual, se traslada con su hijo ilegítimo a la casa campestre de Howards End. Todos los personajes de Howards End se sienten inseguros de sí mismos al final, no encuentran la confirmación de su identidad que Maurice encuentra en la homosexualidad. Sin embargo, aunque los personajes de Howards End pierden la seguridad en sí mismos, son estimulados físicamente por el mundo en que viven y logran conocerse mejor mutuamente. Forster concibió el desplazamiento en cierta manera como Milton la expulsión del Jardín del Edén en el Paraíso perdido. En la novela de Forster, los desplazamientos personales tienen una dimensión social específica. Los lectores de Forster podrían haber pensado al principio, por ejemplo, que comprendían muy bien a las hermanas Schlegel, que encajaban con la imagen de la “Solterona glorificada”, un estereotipo de la joven liberada que apareció en las páginas del Macmillan’s Magazine en 1888. Macmillan’s describió a la Solterona glorificada a la vez con admiración y con condescendencia. No deseaba vivir “en una posición de dependencia y sometimiento”, quería extraer “la mayor cantidad posible de placer de cada chelín”, pretendía “encontrar la felicidad y los placeres intelectuales y ocuparse comparativamente poco del entorno social”.27 La Solterona glorificada pagaba su libertad con la pérdida de la sexualidad y la maternidad. En Howards End, Margaret y Helen Schlegel subvertían la figura de la Solterona glorificada de distintas maneras: Margaret, al encontrar su realización sexual con Wilcox aunque sigue siendo crítica e independiente en relación con él; Helen, incluso más radicalmente al convertirse en una madre felizmente soltera. Sin embargo, las hermanas no comprenden totalmente lo que han hecho y hacia el final de la novela han dejado de intentar explicarse sus actos o de analizarse.

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Howards End es una novela poco usual porque los personajes repetidas veces intentan saber quiénes son mediante la mirada, el olor y el contacto con sus entornos. Como sucede con el sexo, los estereotipos del lugar se resquebrajan poco a poco. Cuando Margaret Schlegel ve por primera vez las habitaciones bajas con vigas de Howards End, por ejemplo, piensa que ha encontrado la Inocencia y la Paz: “Salón, comedor y vestíbulo... eran sencillamente tres habitaciones donde los niños podían jugar y los amigos refugiarse de la lluvia”.28 Esto contrastaba con “el espectro de la grandiosidad que Londres estimula” y que “quedó [enterrado] para siempre cuando pasó del vestíbulo de Howards End a su cocina y escuchó la lluvia a uno y otro lado donde las aguas del tejado la dividían”.29 Al final de la novela, estos estereotipos ya no funcionan. Forster prepara el camino para este cambio cuando Henry Wilcox declara a Margaret, abrumado por sus propias desgracias y por las de su hijo: “No sé qué hacer. Estoy destrozado, estoy acabado”. En ese momento la novela podría caer en la sensiblería sentimental. Forster lo evita gracias a la respuesta de Margaret: “Ella no sintió ningún efecto repentino... no le rodeó con los brazos... [Wilcox] se acercó a Margaret arrastrando los pies... y le pidió que hiciera lo que pudiera por él. [Margaret] hizo lo que le pareció más fácil, se lo llevó a recuperarse a Howards End”.30 Aunque su esposo está destrozado, la vida plena e independiente de ella comienza ahora. Para recuperarse, él debe vivir sin las beaterías que dominaron su pasado: tiene que aceptar a la hermana “deshonrada” de Margaret y la independencia de ésta. Será un lugar que lo ponga a prueba y lo transforme. Quizás la declaración más sutil de este libro sea cuando Margaret dice a su hermana que en Howards End tienen que “luchar contra la uniformidad. Diferencias, eternas diferencias, introducidas por Dios en una familia, para que siempre haya color; quizá pesar, pero color en el gris cotidiano”.31 La casa de campo se ha llenado de las incertidumbres y provocaciones de la vida viva. Esta cambiante sensación de lugar es tan importante para el autor como para sus personajes. El modelo de la casa de la novela fue el hogar en el que vivió de niño de los cuatro a los catorce años, cuando él y su madre se vieron obligados a marcharse. Pese a todo le parecía providencial el haberse separado de este hogar de la infancia: “Si el campo me hubiera acogido entonces, el lado conservador de mi carácter se habría desarrollado y mi liberalismo se habría atrofiado”; o, como lo expresó de manera aún más contundente al final de su vida: “Las impresiones recibidas allí... todavía resplandecen... y me han dado un punto de vista concreto sobre la sociedad y la historia. Es un punto de vista de clase media... que ha sido corregido por contactos con aquellos que nunca han tenido un hogar en [este] sentido y tampoco lo desean”.32 El desplazamiento se convierte así en algo muy diferente en esta novela del mero movimiento, del movimiento detestable y carente de significado, que para Forster ejemplificaba el automóvil. Los desplazamientos humanos deben impulsar a las personas a ocuparse de los demás allí donde estén. Así, la posibilidad de un desplazamiento positivo aparece incluso en las descripciones de Londres, cuando las hermanas Schlegel pierden su hogar en la ciudad, como el joven autor en el campo. En ese momento, Forster señala de manera más general: “El londinense rara vez comprende su ciudad hasta que le corta... las amarras; los ojos de Margaret no se abrieron hasta que el alquiler de Wickham Palace [su casa en la ciudad] expiró”.33 En cierta ocasión Forster dijo a su amigo Forrest Reid acerca de su propia vida: “Estuve intentan-

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do conectar y utilizar todos los fragmentos con los que nací”.34 Los personajes de sus novelas también lo intentan. Sin embargo, los lugares donde la gente conecta en las novelas de Forster carecen de la “sencilla unidad de las cosas” que el filósofo Martin Heidegger imaginó en una granja de la Selva Negra alemana, una morada perdurable, “concebida para las distintas generaciones que se reúnen bajo un techo, que muestra el carácter de su viaje a través del tiempo”.35 Howards End es un lugar donde la discontinuidad se convierte en un valor positivo. Alfred Kazin escribe e acerca de la esperanza que Forster expresa en Howards End de que “una sociedad con resentimiento de clase, con orgullo de clase y protectora de las clases pueda llegar a pensar en una ‘camaradería’ más profunda y más antigua como uno de sus rasgos distintivos”.36 Tanto en Maurice como en Howards End Forster trata de mostrarlo transgrediendo los límites sexuales y de clase. Pero en Howards End también reflexiona sobre un posible significado moderno del lugar. Su idea de lugar no es la de un santuario. Por el contrario, es un escenario donde las personas están vivas, donde exhiben, reconocen y abordan las partes discordantes de sí mismas y de los demás. ¿Qué significado puede tener esta crítica para nosotros, que vivimos en ciudades discordantes, rebosantes de diferencias, de razas, etnias, sexualidades, clases y edades distintas? ¿Cómo puede una sociedad multicultural necesitar el desplazamiento más que la seguridad y la comodidad?

Notas Raymond Williams, The Country and the City (Nueva York: Oxford University Press, 1973), p. 217. Ibíd., p. 220. E. M. Forsrer, Howards End (Nueva York: Vintage Books, 1989; Londres, 1910), p. 112. Judith R. Walkowitz, City of Dreadful Delight: Narratives of Sexual Danger in Late-Victorian London (Chicago: University of Chicago Press, 1992), p. 25. 5. Housing of the Working Classes, Royal Commission Report 4402 (1884-85); pp. 19-20; citado en Donald J. Olsen, Town Planning in London: The Eighteenth and Nineteenth Centuries, 2a ed. (New Haven: Yale University Press, 1982), p. 208. 6. Véase la tabla sobre la distribución del capital nacional elaborada a partir de las estadísticas estatales de impuestos en Paul Thompson, The Edwardians: The Remaking of British Society, 2ª ed. (Nueva York: Routledge, 1992), p. 286. 7. Alfred Kazin, “Howards end Revisited”, Partisan Review LIX .1 (1992), pp. 30 y 31. 8. Véase Alexis de Tocqueville, Democracy in America, 4ª. ed., vol. II (Nueva York: H. G. Langley, 1845). 9. Virginia Woolf, “The Novels of E. M. Forster”, The Death of the Moth and Other Essays (Nueva York: Harcourt, Brace, 1970), p. 172. 10. Bruno Fortier, “La Politique de l’Espace parisien”, en La Politique de l’espace parisien a la fin de l’Ancien Régime, ed. Fortier (París: Editions Fortier, 1975), p. 59. 11. David Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris (Princeton: Princeton University Press, 1958), p. 25. 12. Véase G. E. Haussmann, Mémories, vol. 3 (París, 1893), pp. 478-483; citado en Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris, p. 78. 13. Pinckney, Napoleon III and the Rebuilding of Paris, p. 93. 14. Donald Olsen, The City as a Work of Art: London, Paris, Vienna (New Haven: Yale University Press, 1986), p. 92. 15. Walkowitz, City of Dreadful Delight, p. 29. 16. Angelo Masso, Fatigue (Londres, 1906), p. 156; citado en Anson Rabinbach, The Human Motor: Energy, Fatigue, and the Origins of Modernity (Nueva York: Basic Books, 1990), p. 136. 17. Roubo; citado en Sigfried Giedion, Mechanization Takes Command (Nueva York: Oxford University Press, 1948), p. 313. 18. Ibíd., p. 404. 19. Wolfgang Schivelbusch, The Railway Journey (Berkeley: University of California Press, 1986), p. 75. 20. Ibíd., p. 216. 1. 2. 3. 4.

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21. Augustus J. C. Hare, Paris (Londres: Smith, Elder, 1887) p. 5; citado en Olsen, The City as a Work of Art, p. 217. 22. Véase Reyner Banham, The Well-Tempered Environment, 2ª ed. (Chicago: University of Chicago Press, 1984), pp. 18-44. 23. Elizabeth Hawes, New York, New York: How the Apartment House Transformed the Life of the City, 1869-1930 (Nueva York: Knopf, 1993), p. 231. 24. E. M. Forster, Two Cheers for Democracy (Londres: Edward Arnold, 1972), p. 66. 25. Forster, Howards End, p. 134 26. E. M. Forster, Maurice (Nueva York: W. W. Norton, 1993), p. 250 (“terminal note”). 27. Anónimo, “The Glorified Spinster”, Macmillan’s Magazine 58 (1888) pp. 371 y 374. 28. Forster, Howard’s End, 209-210. 29. Ibíd., p. 210. 30. Ibíd., p. 350. 31. Ibíd., pp. 353-354. 32. Ambos comentarios se citan en Alistair M. Duckworth, Howards End: E. M. Forster’s House of Fiction (Nueva York: Twayne/ Macmillan, 1992), p. 62. 33. Forster, Howards End, p. 113 34. Carta a Forrest Reid, 13 de marzo de 1915, citada en P. N. Furbank, E. M. Forster: A Life (Nueva York: Harcourt Brace Jovanovich, 1978), vol. II, p. 14. 35. Martin Heidegger, “Building Dwelling Thinking”, en Heidegger, Poetry, Language, Thought (Nueva York: Harper & Row, 1975), p. 160. La cursiva es del original. Basado en la conferencia pronunciada en Darmstadt, Alemania, el 5 de agosto 5 de 1951. 36. Kazin, “Towards end Revisited”, p. 32.

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Lectura Nº 3 Ramos, Julio, “Decorar la Ciudad: Crónica y Experiencia Urbana”, en Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XX, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio/Ediciones Callejón, 2003, pp. 149-184.

V. DECORAR LA CIUDAD: CRÓNICA Y EXPERIENCIA URBANA

Con frecuencia, el racionalismo va de la mano del disfrute de la vida, pues, en general, quien piensa racionalmente, descubre asimismo que los placeres de la vida deben ser gozados. Por otra parte, el racionalismo exige una visión del mundo sobria y clara, realista y desnuda, por lo que el racionalismo no tarda en descubrir que la crueldad y la abominación impiden el pleno disfrute de la vida: o bien hay que erigir en bello lo abominable [...] para conseguir el pleno disfrute de la vida, o bien se han de cerrar los ojos a la abominación y a la crueldad, y seleccionar lo bello para que, convertido en estéticamente “selecto”, permita un disfrute sin perturbaciones. No obstante, lo mismo en un caso que en otro —lo mismo en la afirmación de la crueldad que en su repudio—, se trata siempre, pese a la pretensión racionalista de autenticidad sin afeites, de un disfrazar estéticamente lo abominable, de su hipertrofia o de su acaramelamiento: se trata de un escamoteo mediante la “decoración”. H. Broch, Poesía e investigación

En varios sentidos, para los escritores finiseculares la crónica es una instancia “débil” de literatura. Es un espacio dispuesto a la contaminación, arriesgadamente abierto a la intervención de discursos que —lejos de coexistir en algún tipo de multiplicidad equilibrada— pugnan por imponer su principio de coherencia. En el capítulo anterior vimos cómo a pesar de las quejas de los modernistas, que en general idealizaban la totalidad —autónoma y “pura”— del libro, la heterogeneidad de la crónica cumplió una tarea importante en el proceso de constitución de la literatura. Paradójicamente, el encuentro con los discursos “bajos” y “antiestéticos” en la crónica posibilita la consolidación del emergente campo estético. Ahora quisiéramos explorar otros usos de la crónica en el fin del siglo. Veremos cómo la crónica, en tanto forma menor, posibilita el procesamiento de zonas de la cotidianidad capitalista que en aquella época de intensa modernización rebasaban el horizonte temático de las formas canónicas y codificadas. Esto es algo, por cierto, que Martí notaba ya en el “Prólogo al Poema del Niágara” (1882). Para Martí, la modernidad implicaba la experiencia de una temporalidad vertiginosa y fragmentaria, que anulaba la posibilidad misma de “una obra permanente”, “porque las obras de los tiempos de reenquiciamiento Sólo uso con fines educativos

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y remolde son por esencia mudables e inquietas”.1 “De aquí esas pequeñas obras fúlgidas” (p. 209), que como la crónica, surgidas de la misma fragmentación moderna, constituían un medio adecuado para la reflexión sobre el cambio. Sin embargo, no nos proponemos idealizar la “marginalidad” ni la “heterogeneidad” de la crónica. Por el contrario, intentaremos ver cómo la flexibilidad formal de la crónica le permitió convertirse en un archivo de los “peligros” de la nueva experiencia urbana; una puesta en orden de la cotidianidad aún “inclasificada” por los “saberes” instituidos. Retomaremos una pregunta que nos hicimos anteriormente: ¿por qué, en plena época de la racionalización de la prensa, prolifera la crónica modernista? ¿Qué utilidad podía tener el emergente sujeto estético, protuberante y enfático (por su ansiedad) en la crónica, para la moderna industria cultural? Retórica del consumo. La crónica —como el periódico mismo— es un espacio enraizado en las ciudades en vías de modernización del fin de siglo. Esto, primeramente, porque la autoridad (y el valor) de la palabra del corresponsal se basa en su representación de la vida urbana de alguna sociedad desarrollada para un destinatario deseante —aunque a veces ya temeroso— de esa modernidad. De ahí, como hemos señalado, la estrecha relación entre la crónica —y su forma epistolar— y la literatura de viajes, fundamental entre los patricios modernizadores. Aun en la época de Martí, el relato de viaje, la correspondencia, en términos temáticos, era sumamente heterogéneo. Con notable intensidad intelectual, Martí escribía sobre prácticamente cualquier aspecto de la cotidianidad capitalista en los Estados Unidos, según comprobamos especialmente en sus Escenas norteamericanas. Pero ya en la época en que Darío, Nervo y Gómez Carrillo, hacia los noventa, son corresponsales modelos, las exigencias del periódico sobre el cronista han cambiado notablemente. En esa época el cronista será, sobre todo, un guía en el cada vez más refinado y complejo mercado del lujo y bienes culturales, contribuyendo a cristalizar una retórica del consumo y la publicidad. Veamos: Muebles de todos los estilos —descollante el modern style— certifican la rebusca de la elegancia al par que el firme sentimiento de la comodidad. En todo hallaréis el don geométrico y fuerte de la raza y la preocupación del hogar. Es la muestra de todo lo logrado en la industria doméstica bajo el predominio de la preocupación casera [...].2

No habría que analizar a fondo la entonación, la disposición adjetival, la apelación a cierto tipo de destinatario, muy del fin del siglo (burgués, refinado y doméstico) para reconocer ahí la emergencia de una retórica publicitaria. Se trata, por cierto, de Rubén Darío, muy a gusto en la gran Exposición de

1

Martí, Obra literaria (Biblioteca Ayacucho, 1978), p. 207. Sobre la relación entre la crónica y la temporalidad moderna, véase la valiosa lectura de las Escenas de Fina García Marruz, “El tiempo en la crónica norteamericana de José Martí”, en García Marruz et. al., En torno a José Martí (Burdeos: Editions Bière, 1974). 2 Rubén Darío, Peregrinaciones (París y México: Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1901), p. 63. Las crónicas sobre París incluidas en ese libro aparecieron inicialmente en La Nación, como correspondencias de Darío sobre la Exposición de París de 1900.

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París (1900), donde percibía la realización de una de las utopías que atraviesan al modernismo (acaso sin dominarlo): el ideal de una modernidad capitalista, tecnológica, y a la vez estética: Más grande en extensión que todas las Exposiciones anteriores, se advierte desde luego en ésta la ventaja de lo pintoresco. En la del 89 prevalecía el hierro —que hizo escribir a Huysmans una de sus más hermosas páginas—; en ésta la ingeniería ha estado más unida con el arte; el color, en blancas arquitecturas, en los palacios grises, en los pabellones de distintos aspectos, pone su nota, sus matices, el cabochón y los dorados, y la policromía que impera, dan por cierto, a la luz del sol o al resplandor de las lámparas eléctricas, una repetida y variada sensación miliunanochesca.3

La estilización en la crónica transforma los signos amenazantes del “progreso” y la modernidad en un espectáculo pintoresco, estilizado. Obliterada la “vulgaridad” utilitaria del hierro, la máquina es embellecida, maquillada, y el “oro” (léxico) modernista es aplicado a la decoración de la ciudad. En la Exposición, antecedente directo de la moderna industria del entretenimiento, se silencia la diatriba del arte contra la mercantilización. En cambio, el cronista es seducido por la promesa de su encuentro con un nuevo público —masificado— cuyo contacto la industria cultural le facilitaría al arte. Porque al menos en la Exposición —en la escena del entretenimiento y del ocio— el mercado mismo cubría su rostro utilitario, abriendo incluso un espacio para la “experiencia” de lo bello en la ciudad. Benjamín señalaba que las “Exposiciones Universales son lugares de peregrinación al fetiche que es la mercancía”.4 Habría que añadir, en cuanto a Darío, que el cronista es un fervoroso peregrino: Rodeado de un mar de colores y de formas, mi espíritu no encuentra ciertamente en dónde poner atención con fijeza. Sucede que, cuando un cuadro os llama por una razón directa, otro y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas o la melodía de sus tintas y matices. Y en tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación de muchas páginas. Mil nebulosos poemas flotan en el firmamento oculto de vuestro cerebro; mil gérmenes se despiertan en vuestra voluntad y en vuestra ansia artística [...].5

En la exposición de arte, como en las otras “novedades”, en infernal competencia los objetos interpelan al consumidor. Ese es el llamado de la mercancía: “cuando un cuadro os llama por una razón directa, otro y cien más os gritan las potencias de sus pinceladas”. El objeto de arte, incorporado al mercado, ya no aparece como cristalización de una experiencia particularizada y “original”. Ahí Darío más bien celebra la producción en serie de objetos bellos, ante los cuales el espectador figura claramente

3

“En París”, Peregrinaciones, en Obras completas, Viajes y crónicas, t. III, (Madrid: Afrodisio Aguado, S.A., 1950), pp. 382-383. W. Benjamin, “París, capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, traducción de J. Aguirre (Madrid: Taurus, 1980), p. 179. 5 Darío, “En el gran palacio”, Peregrinaciones, p. 46. 4

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como un virtual comprador. Y el desliz que sigue al “llamado” de las mercancías es aún más revelador: “en tal caso pensáis en la realización de muchos libros, en la meditación de muchas páginas. Mil nebulosos poemas flotan en el firmamento oculto de vuestro cerebro”. Acaso también la poesía podría producirse en masa, como los cuadros que buscaban comprador. En las crónicas de Gómez Carrillo el carisma de la mercancía, siempre de lujo, es aún más intenso, en una retórica —tan actual— en que el fetichismo es explícitamente erótico: “la suntuosidad de los escaparates, con el perpetuo atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”.6 El sujeto, en el contexto de esa cita, es un paseante en Buenos Aires: Para prolongar el encanto de la hora me dejo guiar por un amigo y penetro en una tienda que, desde afuera, no me ha parecido sino enorme. ¡Cuál no es mi sorpresa al hallarme de pronto trasladado a la verdadera capital de las elegancias! ¿Es el Printemps, con sus mil empleados gentiles y su perpetuo frou-frou de sedas ajadas por manos aristocráticas? [...] ¿Es el Louvre y su interminable exposición de objetos preciosos? [...] Es todo eso junto; es el alcázar de los ensueños femeninos, es el antro en que las brujas han amontonado lo que hace palpitar el alma de Margarita; es, en una palabra, el palacio de las tentaciones (p. 67).

y luego añade: No es la dulzura desinteresada que proporciona un museo, en efecto, lo que en lugares cual éste se nota. Es el temible, el imperioso, el titánico deseo. ¿Cómo resistir a todo lo que atrae? En las tiendas, en general, los objetos no aparecen ante la compradora sino a través de los cristales de las vidrieras [...] Aquí lo más raro y lo más caro, lo más frágil, lo más exquisito [...] está al alcance de las manos. Y las manos, las pálidas manos, nerviosas, se acercan, tocan digo, no, acarician, lo que la coquetería codicia, y poco a poco, al contacto con lo que es tibio y suave, una embriaguez verdadera aduéñase del ánimo mujeril (p. 69).

A medida que la mercancía adquiere vida —en la palpitación erótica, “tibia y suave”— el consumidor la pierde, en su “embriaguez” y pérdida del “ánimo”, ahí celebradas. Esa es, precisamente, la lógica del fetichismo. Más significativo aún, el fetichismo de la mercancía se representa como experiencia estética. La tienda sustituye al museo como institución de la belleza, y la estilización —notable en el trabajo sobre la lengua— opera en función de la epifanía consumerista. En Gómez Carrillo, de modo un poco inflado y grotesco, encontramos una de las consecuencias extremas de la autonomización de la esfera estética en la sociedad moderna: la separación de lo estético y cultural de la vida práctica, predispone el arte autonomizado, “desinteresado”, al riesgo de su incorporación por la misma racionalidad opresiva de la que el arte buscaba autonomizarse. En Gómez Carrillo, o antes en Darío, la estética del lujo, una de las ideologías de la autonomización, bien podía representar una crítica a la economía utilitaria de la eficiencia y productividad dis-

6

E. Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires (Madrid: Perlado, Páez y Cía., 1914), p. 32.

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tintiva del capitalismo; economía que atraviesa el uso mismo de los lenguajes desestilizados, tecnologizados, de la burocracia (y la bolsa) moderna. El lujo —la estética del derroche— en la economía de la literatura finisecular, podría leerse como una subversión del utilitarismo de los otros discursos, propiamente orgánicos del capitalismo (incluida la información). Pero a partir de ese momento crítico de la voluntad autonómica, el espacio distanciado de lo estético se reifica, se objetiva (en el “estilo”) y resulta fácilmente apropiable como actividad consolatoria, afirmativa, como compensación de la “fealdad” de la modernización. La estilización, en la poética del lujo, al rechazar el valor de uso de la palabra, queda inscrita como la forma más elevada de fetichización, donde la palabra es estricto valor de cambio, reconociendo en la joya (mercancía inútil por excelencia) un modelo de producción. Y esto, ya a fin de siglo, preparaba el camino para el desarrollo de un arte kitsch, definitorio de la cultura de masas moderna. En un trabajo muy lúcido, María Luisa Bastos lee en las crónicas de Gómez Carrillo una aplicación del “estilo” modernista a las necesidades del emergente mercado del lujo, y la interpreta como una especie de vulgarización de la estética inicialmente “alta”, autónoma, y acaso radical del modernismo.7 En el fondo, coincide con la lectura de Rama, Jitrik y Pacheco que veían dos momentos en el modernismo: uno crítico y radical, antiburgués, y una segunda etapa, en que el modernismo, ya a comienzos de siglo, se convertía en la estética de los grupos dominantes. Las crónicas de Gómez Carrillo, o mejor incluso, lo que él denominaba su literatura aplicada a la moda,8 vendría a representar esa segunda etapa (que Pacheco reconoce, con simpatía, en los boleros de Agustín Lara). No obstante, la lectura de las dos etapas —una inicial de plenitud, otra involuntariamente paródica o de trivialización en el kitsch— establece una cronología que disuelve la complejidad misma del momento inicial. Darío, en su ambiguo “El rey burgués”, ya en Azul, reflexionaba sobre el peligro que atravesaba, desde el comienzo, toda su producción: el recinto interior del rey burgués —allí visto con gran desprecio— estaba colmado de objetos de lujo: el poeta, con su maquinita musical, corría el riesgo de quedar incorporado como un objeto más. El propio Martí, que anticipadamente criticó la voluntad autonómica, en sus sistemáticas críticas del lujo, definía así uno de los posibles usos de la belleza, de lo estético autonomizado: El amor al arte aquilata el alma y la enaltece: un bello cuadro, una límpida estatua, un juguete artístico, una modesta flor en lindo vaso, pone sonrisas en los labios donde morían tal vez, pocos momentos ha, las lágrimas. Sobre el placer de conocer lo hermoso, que mejora y fortifica, está el placer de poseer lo hermoso, que nos deja contentos de nosotros mismos. Alhajar la casa, colgar de cuadros las paredes, gustar de ellos, estimar sus méritos, platicar de sus belle-

7 8

M. L. Bastos, “La crónica modernista de Gómez Carrillo o la función de la trivialidad”, Sur, 350-351, 1982, pp. 66-84. El proyecto de Gómez Carrillo de generar una literatura aplicada, un arte “útil” para la emergente industria cultural, encuentra una instancia privilegiada en La mujer y la moda. El teatro de Pierrot (Madrid: Mundo Latino, 1920). Ahí señala Gómez Carrillo: “La moda es superior a la lógica, superior a la belleza misma” (p. 50).

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zas, son goces nobles que dan valía a la vida, distracción a la mente y alto empleo al espíritu. Se siente correr por las venas una savia nueva cuando se contempla una nueva obra de arte. [...] Es como beber en copa de Cellini la vida ideal.9

Ahí también la esfera de lo bello, reificada, es incorporada al mercado como objeto decorativo, compensatorio, crítico del utilitarismo, si se quiere, pero en última instancia afirmativo de la misma lógica de la racionalización (y mercantilización del mundo). La literatura —en la misma crítica de la modernización que dispone la voluntad autonómica— es reincorporada al campo del poder como mecanismo decorativo de la “fealdad” moderna, sobre todo urbana: el escritor modernista como maquillador, cubriendo el peligroso rostro de la ciudad. De ahí que desde la “primera etapa”, la “radicalidad” de la voluntad autonómica —la lógica del derroche— fuera sumamente imprecisa y frágil. La cronología (primero la radicalidad y luego la incorporación) disuelve esas contradicciones. Y habría que poder hablar de las contradicciones porque ya en el fin de siglo se debate la ambigua relación entre la literatura (como discurso autónomo) y el poder que caracterizará el siglo XX. El problema radica en pensar la cultura dominante como un bloque homogéneo y estático. El campo del poder, sobre todo en la modernidad, es fluido y desterritorializador, lo que tampoco quiere decir que no establezca redes de dominación. Para explicar más a fondo esa flexibilidad, y las contradicciones que la misma presupone para la voluntad de autonomía estética, conviene retomar el problema de la crónica en el periódico y la relación entre la literatura y la “fealdad” urbana. Representar la ciudad. ¿Qué significaba, en el fin de siglo, la “ciudad”? Para Sarmiento —como para muchos patricios modernizadores— la ciudad (casi siempre en negrillas) era un espacio utópico: lugar de una sociedad idealmente moderna y de una vida pública racionalizada. De ahí que en Sarmiento podamos leer etimológicamente el concepto de la “civilización” —y de la “política”— en su relación con “ciudad”. Hacia el último cuarto de siglo, en parte por el proceso real de urbanización que caracteriza muchas de las sociedades latinoamericanas de la época, el concepto de la ciudad —que en buena medida sigue legitimando el discurso del cronista— se ha problematizado.10 En Martí la ciudad aparecerá estrechamente ligada a la representación del desastre, de la catástrofe, como metáforas claves de la modernidad. La ciudad, para Martí y muchos de sus contemporáneos (particularmente, aunque no sólo, los literatos) condensa lo que podríamos llamar la catástrofe del significante. La ciudad, ya en Martí, espacializa la fragmentación —que ella misma acarrea— del orden tradicional del discurso, problematizando la posibilidad misma de la representación:

9

Martí, “Oscar Wilde”, La Nación, 10 de diciembre, 1882, Obra literaria, p. 292. En cuanto a la reificación de la esfera estética, conviene recordar estas palabras de Benjamin: “If the concept of culture is a problematical one for historical materialism, the desintegration of culture into commodities to be possessed by mankind is unthinkable for it [...]. The concept of culture as the embodiment of entities that are considered independently, if not of the production process in which they arose, then of that in which they continue to survive, is fetichistic”. One Way Street (Londres: New Left Books, 1979), p. 360. 10 Cfr. Á. Rama, La ciudad letrada (Hanover, N. H.: Ediciones del Norte, 1984), particularmente el capítulo “La ciudad modernizada”. Véase también Gutiérrez Girardot, Modernismo (Barcelona: Montesinos, 1983), particularmente pp. 73-157.

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En esta marejada turbulenta, no aparecen las corrientes naturales de la vida. Todo está oscurecido, desarticulado, polvoriento, no se puede [distinguir], a primera vista, las virtudes [de] los vicios. Se esfuman tumultosamente mezclados (OC, XIX, 117).

La ciudad, en ese sentido, no es simplemente el trasfondo, el escenario en que vendría a representarse la fragmentación del discurso distintiva de la modernidad. Habría que pensar el espacio de la ciudad, más bien, como el campo de la significación misma, que en su propia disposición formal —con sus redes y desarticulaciones— está atravesado por la fragmentación de los códigos y de los sistemas tradicionales de representación en la sociedad moderna. Desde esa perspectiva, la ciudad no sólo sería un “contexto” pasivo de la significación, sino la cristalización de la distribución de los mismos límites, articulaciones, cursos y aporías que constituyen el campo puesto por la significación. Por cierto, la metáfora de la catástrofe no era nueva en el momento de su inscripción martiana. Fueron los propios iluministas los que situaron la metáfora en el centro mismo de su retórica. En 1851, por ejemplo, Sarmiento interpreta los efectos de un terremoto en Chile: Interesa esto tanto más cuanto que el temblor es un buen estimulante para que el público ponga atención en asunto de arquitectura, en cuya solución lleva la vida, el reposo, cuanto no la fortuna. Si la tierra gusta de temblar es éste un perverso gusto de que no debemos culpar ni a la Providencia ni al gobierno. Nuestro único medio de hacer frente al amago, es extinguir el peligro mejorando la construcción de los edificios, porque si no hubiese de caérsenos la casa encima, un temblor sería ocasión de admirar sin miedo las sublimes luchas de la naturaleza. Un temblor es, pues, para los hombres, una cuestión de arquitectura.11

Es significativo el desliz de la descripción a la inscripción metafórica del desastre: “Interesa todavía este asunto, porque los temblores sobreviven en el momento preciso que una extraña revolución se está operando a nuestra vida” (p. 347). El desastre, sin duda, podrá ser un fenómeno natural, externo al discurso; su representación, sin embargo, transforma el acontecimiento en condensación de los diferentes significados que el “caos” —el peligro, el desorden— pueden tener en una coyuntura dada. A lo largo del XIX (por lo menos) la catástrofe es lo otro por excelencia de la racionalidad. En su extremo, condensa el peligro del “caos” revolucionario. Sin embargo, para Sarmiento, en su exacerbada fe en el orden virtual del discurso (en este caso arquitectónico) el terremoto cumple una función positiva: desmantela el espacio tradicional, posibilitando la reorganización y modernización de Valparaíso y Santiago. La catástrofe problematiza la arquitectura del orden tradicional, y así posibilita la construcción de la nueva ciudad, de la modernidad deseada. En el relato sarmientino de la historia, la catástrofe no constituye una fisura insuperable. Por

11

D. F. Sarmiento, “Los temblores de Chile” (1851), Obras, vol. II (Buenos Aires 1900), p. 347.

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el contrario, la catástrofe registra el punto de una nueva fundación a partir del cual adquiere impulso el devenir del progreso. En Martí, particularmente en las Escenas norteamericanas, donde es central su reflexión sobre la modernidad, la catástrofe también es una figura clave. Sin embargo, la carga de la metáfora —y su relación con la teleología iluminista— se complica notablemente. En sus notables crónicas, “El terremoto de Charleston” e “Inundaciones de Johnstown”, por ejemplo, la representación de la catástrofe presupone una crítica del iluminismo epitomizado por Sarmiento. Notemos, brevemente, el lugar del transporte (icono del orden iluminista) en la siguiente descripción: Los ferrocarriles no podían llegar a Charleston, porque los rieles habían salido de quicio, o estallado, o culebreaban sobre sus durmientes suspendidos. Una locomotora venía en carrera triunfante a la hora del primer temblor, y dio un salto, y sacudiendo tras sí como un rosario a los vagones lanzados del canil, se echó de bruces con su maquinista muerto [...] Otra a poca distancia seguía silbando alegremente, la lanzó en peso el terremoto, y la echó a un tanque cercano (OC, XI, 71).

Ahí, evidentemente, la catástrofe no promueve el orden de la ciudad: destruye —insiste Martí— todos los emblemas de la modernidad (sobre todo el mercado). Pero posibilita, mediante la destrucción de la ciudad, el retorno al origen que el progreso obliteraba: “Los bosques aquella noche se llenaron de gente poblana, que huía de los techos sacudidos, y que se amparaba de los árboles, juntándose en lo obscuro de la selva para cantar en coro” (OC, XI, 71). El desastre paradójicamente genera el reencuentro de la comunidad, la reconstrucción del coro. Y son los negros (en plena época de conflictos raciales en EUA), los que guían el retorno a lo otro de la ciudad, a la selva; retorno, a su vez, que implicaba la restitución del poder del mito y la imaginación (lo propio de la literatura), interrumpido en la ciudad por el desencantamiento racionalizador: “el espanto [del desastre] dejó encendida la imaginación tempestuosa de los negros” (p. 68). Inventar la tradición, el origen; “recordar” el pasado de la ciudad, mediar entre la modernidad y las zonas excluidas o aplastadas por la misma: ésa será una de las grandes estrategias de legitimación instituidas por la literatura moderna latinoamericana a partir de Martí. Porque en la literatura, como sugiere Martí en “Nuestra América”, habla el “indio mudo”, el “negro oteado”. La literatura, en efecto, se legitima como lugar de lo otro de la racionalización. Por cierto, no sólo en Nueva York, Londres, o en la misma París (de Baudelaire) la ciudad condensaba la problemática de “lo irrepresentable”, la “desarticulación”, la “turbulencia”, la crisis de las categorías tradicionales de representación. También en muchas zonas de América Latina el proceso de urbanización finisecular fue bastante radical y decisivo. Como señala J. L. Romero, no todas las ciudades cambiaron homogéneamente.12 Hubo “ciudades estancadas”, pero especialmente en las ciudades puertos, como Río de Janeiro, La Habana, Montevideo, las transformaciones fueron notables. Y sobre todo en

12 J. L. Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas (Buenos Aires: Siglo XXI, Argentina, 1976), especialmente los capítulos

“Las ciudades patricias” y “Las ciudades burguesas”.

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Buenos Aires y la ciudad de México, ejes de la modernización literaria finisecular, los cambios fueron intensos, tal como registra —de modo a veces mistificador— toda la literatura urbana del periodo, particularmente en las crónicas y en la ya emergente novela. El proceso de transformación de las ciudades rara vez fue calculado, aunque particularmente en la Buenos Aires del intendente Torcuato de Alvear, y en el México porfirista fue decisiva la influencia del proyecto de racionalización (y previa demolición) del espacio urbano que el barón de Haussmann realizó en el París de Napoleón III.13 Sobre todo en Buenos Aires, al decir de Romero, “se decidió por las demoliciones”, cuyo primer foco fue la renovación radical de los centros tradicionales de la “gran aldea”. Estas transformaciones, como sugería Lewis Mumford con respecto a las ciudades europeas del siglo XIX, no fueron simplemente “físicas” o materiales: la reorganización y racionalización del espacio cristalizaba una transformación de los espacios simbólicos de la época.14 Observemos, en Apariencias (1892) del mexicano Federico Gamboa, los deslices figurativos en la descripción de la ciudad “reconstruida”: Era una calle en proyecto y como son en su mayoría las calles nuevas, situadas en el rumbo elegante del ensanche de las grandes ciudades, que ofrecen un aspecto singular y característico: las aceras, anchas y recién embaldosadas; las casas en construcción, con su acumulamiento de materiales, los huecos, sin andamios, sin marco, de puertas y ventanas, como cavidades de cráneos antediluvianos; los andamios, que semejan arboladuras de navíos fantasmas; los solares, cercados con empalizadas irregulares en las que se miran anuncios multicolores de diversiones públicas y de medicinas de patente; a trechos una pequeña hondonada o diminuta prominencia que todavía conservan un musgo verde y abatido [...]15 (énfasis nuestro).

“Conservar”, paradójicamente, ahí es una palabra clave; es una palabra insertada, como para enfatizar su fragilidad, en ese paisaje configurado por la retórica del desastre. La ciudad, en Gamboa, es el reverso de la conservación, es una fuerza que reorganiza el espacio, el mundo-de-vida, con un impulso iconoclasta. Esto, literalmente: la ciudad es iconoclasta en tanto desarma los íconos, los sistemas tradicionales de representación; “destruye” —si se quiere— las figuras, el espacio como figura, de la cultura tradicional. Ese es también el tema de L. V. López en otra olvidada novela de la época, La gran aldea: “¡Cómo habían cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires!”16 Escribir, para López, y en buena medida para Gamboa, era recordar —o inventar la tradición— que la fuerza iconoclasta de la moderni-

13

La transformación de París posterior a 1848 fue un objeto privilegiado de W. Benjamin en su proyecto (inconcluso) sobre los pasajes y las arcadas parisinas. Cfr. su “París capital del siglo XIX”, en Poesía y capitalismo. T. J. Clark estudia la relación entre la “haussmannización” de París y los sistemas de representación en The Painting of Modern Life: Paris in the Art of Manet and His Followers (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985). 14 Sobre el cambio en la estructura urbana en Europa desde fines del siglo XVI, L. Mumford señala: “[las] nuevas fuerzas favorecían la expansión y dispersión en todas las direcciones, desde la colonización de ultramar hasta la organización de nuevas industrias, cuyos perfeccionamientos tecnológicos cancelaban, sin más ni más, todas las restricciones medievales. La demolición de sus murallas urbanas era tanto práctica como simbólica”. La ciudad en la historia (1961), traducción de E. L. Revol (Buenos Aires: Ediciones Infinito, 1979), p. 555. 15 F. Gamboa, Apariencias (Buenos Aires: Jacobo Peuser, 1892), pp. 369-370. 16 L. V. López, La gran aldea (Buenos Aires: Imprenta de Martín Biedna, 1884), p. 141.

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zación desmantelaba: la retórica del desastre es sistemáticamente nostálgica, aunque desde diferentes ángulos y posiciones políticas. Los testimonios finiseculares de la “crisis” generada por la urbanización se multiplican. Esos testimonios comprueban las tensiones desatadas por la modernización —al menos para la literatura— y también para los grupos sociales identificados con las instituciones, los íconos y los espacios simbólicos que la racionalización urbana deshacía. Sin embargo, también es notable, paradójicamente, cómo la modernización, por el reverso de su impulso demoledor, promovió la “reconstrucción” de territorialidades, a veces usando las máscaras, los disfraces de una tradición reificada. Así como la modernización destruía los modos tradicionales de representación e identificación al mismo tiempo generaba nuevas imágenes, frecuentemente pasatistas, simulacros de la tradición y del orden social, en respuesta —compensatoria— a los cambios violentos que efectuaba. Este aspecto “reconstructivo” y compensatorio de la modernización es notable, por ejemplo, en el historicismo monumentalista que domina en la arquitectura del México finisecular. También la importancia que cierta noción de lo natural recobra en el periodo modernizador del porfiriato es índice de ese impulso reconstructor en México. Israel Katzman señala: Desde el año de 1880 se empiezan a construir casas de campo en el Paseo de la Reforma, y como después se estaba perdiendo el ambiente campestre, en 1889 se decretó exención del impuesto predial por cinco años a los que dejaran al frente de sus casas un jardín de ocho metros por lo menos.17

También en el Buenos Aires del Intendente Pueyrredón, en los 1870, en plena época de urbanización, se introdujeron muchos “espacios recreativos”, “lugares de esparcimiento” en la ciudad orientada a la productividad y eficiencia tecnológica.18 Un notable cronista de la época, Eduardo Wilde, comenta sobre la inauguración del novedoso Parque Tres de Febrero en 1875: Buenos Aires te reclamaba [...] En el límite de su plantel, ni un árbol, ni un jardín, ni un sitio desahogado, ni una ancha avenida; en sus pequeñas plazas, ni sombra ni frescura, ni vegetación que cambiara su vida con el veneno de nuestros pulmones.19

Aire puro en la ciudad maldita: ahí Wilde no sólo comenta sobre la invención de un espacio natural en la ciudad, sino sobre una de las funciones que su propio discurso, en la crónica, cumpliría en las décadas finales del siglo. Aunque la modernización demolía los sistemas tradicionales de representación, causando tensiones sociales, a la vez fomentó la producción de imágenes resolutorias de esas contradicciones; fomentó, incluso un discurso de la crisis y densificó la memoria de cierto pasado. Repre-

17

I. Katzman, La arquitectura del siglo XIX en México, vol. I (México: UNAM, 1973), p. 35. Cfr. Instituto de Arte Americano. La arquitectura de Buenos Aires (Buenos Aires: Universidad Nacional, 1965), pp. 33-35. 19 E. Wilde, Páginas escogidas (Buenos Aires: Ángel Estrada y Cía, s.f.), p. 206. 18

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sentar la ciudad, representar, es decir, lo irrepresentable de la ciudad, no fue entonces un mero ejercicio de registro o documentación del cambio, del flujo, constituido por la ciudad. Representar la ciudad era un modo de dominarla, de reterritorializarla, no siempre desde afuera del poder. Así como Haussmann en París, o Alvear y Limantour, en Buenos Aires y México, demolieron a la vez que reorganizaron los espacios urbanos en función de un monumentalismo espectacular y pasatista, la industria cultural (en el periódico) pudo encontrar en los nuevos literatos agentes de producción de imágenes reorganizadoras de los discursos que la ciudad —y el periódico mismo, en otras de sus facetas— desmantelaban.20 Periodismo, fragmentación, narrativización. El periódico moderno, como ningún otro espacio discursivo en el siglo XIX, cristaliza la temporalidad y la espacialidad segmentadas distintivas de la modernidad. El periódico moderno materializa —y fomenta— la disolución del código y la explosión de los sistemas estables de representación.21 El periódico no sólo erige lo nuevo —lo otro de la temporalidad tradicional— como principio de organización de sus objetos, tanto publicitarios como informativos; también deslocaliza —incluso en su disposición gráfica del material— el proceso comunicativo. En el periódico la comunicación se desprende de un contexto delimitado de enunciación, configurando un mundo-de-vida abstracto, nunca totalmente experimentado por los lectores como el campo de su existencia cotidiana. En ese sentido, el periódico presupone la privatización de la comunicación social, así como epitomiza el sometimiento del sujeto —en el proceso de esa privatización— bajo una estructura de lo público que tiende a obliterar, cada vez más, la experiencia colectiva. En ese sentido, el periódico hace con el trabajo sobre la lengua lo que la ciudad hacía con los espacios públicos tradicionales. No está de más, por eso, leer el periódico como la representación (en la superficie misma de su forma) de la organización de la ciudad, con sus calles centrales, burocráticas o comerciales, con sus pequeñas plazas y parques: lugares de ocio y reencuentro. Se trata, en parte, de que el periódico es una condición de la “unidad” de la nueva ciudad. Ahí el comerciante, el político y hasta el literato, se comunican con el sujeto privado. En el periódico se establecen las articulaciones que posibilitan pensar la ciudad —desterritorializadora— como un espacio social congruente: el sujeto urbano experimenta la ciudad, no sólo porque camina, por zonas reduci-

20

En The Painting of Modern Life, T. J. Clark señala: “The city was eluding its various forms and furnishings, and perhaps what Haussmann would prove to have done was to provide a framework in which another order of urban life —an order without an imaginery— would be allowed its mere existence [...]. Capital did not need to have a representation of itself laid out upon the ground in bricks and mortar, or inscribed as a map in the minds of its city-dwellers. One might even say that capital preferred the city not to be an image —not to have form, not to be accessible to the imagination, to readings and misreadings, to a conflict of claims on its space— in order that it might mass-produce an image of its own to put in place of those it destroyed. On the face of things, the new image did not look entirely different from the old ones. It still seemeed to propose that the city was one place, in some sense belonging to those who lived in it. But it belonged to them now simply as an image, something occassionally and casually consumed in places expressly designed for the purpose —promenades, panoramas, outings on Sundays, great exhibitions, and official parades. It could not be had elsewhere, apparently; it is no longer part of those patterns of action and appropriation which made up the spectator’s everyday lives. I shall call that last achievement the spectacle, and it seems to me clear that Haussmann’s rebuilding was spectacular in the most oppressive sense of the word” (p. 36). 21 Ese es uno de los temas constantes en Marshall McLuhan. Haroldo de Campos señala la importancia que “las técnicas de la espacialización visual y los títulos de la prensa cotidiana” tuvieron en Mallarmé. Cfr. H. de Campos, “Superación de los lenguajes exclusivos”, América Latina en su literatura, edición de C. Fernández Moreno (México, Siglo XXI, 1979), p. 281.

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dísimas, sino porque la lee en un periódico que le cuenta de sus distintos fragmentos. Pero más importante aún, nos parece, es el hecho de que el periódico (como las tiendas modernas), en su propia organización del lenguaje (o de las cosas) queda atravesado por una lógica del sentido que también sobredetermina la disposición del espacio urbano. Lógica del sentido profundamente fragmentaria, desjerarquizadora, constituida por una acumulación de fragmentos de códigos, en que los lenguajes se sobreimponen, yuxtaponen o simplemente se mezclan, con discursos de todo tipo y procedencia histórica imprecisable. El periódico, como la ciudad, es un espacio derivativo por excelencia, aunque es cierto que en él también proliferan los intentos de recomponer el espacio, de articular la fragmentación. Por otro lado, como sugiere Benjamin, la fragmentación no puede leerse simplemente en términos formales o descriptivos. Para Benjamin, la forma del periódico cristaliza la disolución de lo social —de la “experiencia” comunitaria— que él veía encarnada en la narrativa tradicional: Las aspiraciones interiores del hombre no tienen por naturaleza un carácter privado tan irremediable. Sólo lo adquieren después de que disminuyen las probabilidades de que las exteriores sean incorporadas a su experiencia. El periódico representa uno de los muchos indicios de esa disminución. Si la Prensa se hubiese propuesto que el lector haga suyas las informaciones como parte de su propia experiencia, no conseguiría su objetivo. Pero su intención es la inversa y desde luego la consigue. Consiste en impermeabilizar los acontecimientos frente al ámbito en que pudiera hallarse la experiencia del lector. Los principios fundamentales de la información periodística (curiosidad, brevedad, fácil comprensión y sobre todo desconexión de las noticias entre sí) contribuyen al éxito igual que la compaginación y una cierta conducta lingüística. (Karl Krauss no se cansaba de hacer constar lo mucho que el hábito lingüístico de los periódicos paraliza la capacidad imaginativa de sus lectores.) [...] La atrofia creciente de la experiencia se refleja en el relevo que del antiguo relato hace la información y de ésta a su vez la sensación.22

Resultaría difícil precisar el lugar histórico de ese tipo de comunicación narrativa, nostálgicamente evocada por Benjamin. De cualquier modo, la lectura de Benjamin de la escritura moderna (en Baudelaire y Proust, entre otros) como intento (siempre agrietado, en la alegoría) de reconstruir un ámbito comunicativo orgánico, es un buen índice de una ideología que de hecho impulsó mucha producción intelectual, sobre todo en esa etapa inicial del capitalismo avanzado. La problemática de la fragmentación es fundamental para entender la función ideológica de la crónica en el fin de siglo latinoamericano. La crónica sistemáticamente intenta re-narrativizar (unir el pasado con el presente) aquello que a la vez postula como fragmentario, como lo nuevo de la ciudad y del periódico. Por ejemplo, si la Exposición de París era el espectáculo de la novedad, el gesto de Darío opera por el reverso, viendo en cada acontecimiento un fragmento articulable en la continuidad que la visión impone:

22

W. Benjamin, “Sobre algunos temas de Baudelaire”, Poesía y capitalismo, p. 127.

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La moda parisiense es encantadora; pero todavía lo mundano moderno no puede sustituir en la gloria de la alegoría o del símbolo a lo consagrado por Roma y Grecia. [...] Por la noche es una impresión fantasmagórica la que da la blanca puerta con sus miles de luces eléctricas [...] Es la puerta de entrada de un país de misterio y de poesía habitado por magos. Ciertamente, en toda alma que contempla estas esplendorosas féeries se despierta una sensación de infancia. [...] Aquí lo moderno de la conquista científica se junta a la antigua iconoplastia sagrada [...].23

Imponer la tradición, la experiencia arcaica, la “sensación de infancia” sobre lo moderno, ligado ahí a la tecnología y a la ciudad: ése será el gesto distintivo del cronista y de la propia industria cultural que ahí describe, y en la que participa. En Martí, por otro lado, el acontecimiento —el fragmento de la temporalidad urbana— se relaciona directamente con el discurso periodístico, informativo. Según sugerimos antes, Martí arma sus crónicas como lecturas de las diferentes noticias que aparecen en el espacio fragmentado del periódico. Lee la variedad del periódico y con el mismo movimiento reflexiona sobre la problemática de su fragmentación: ¿Cómo poner en junto escenas tan varias? Allá en las resplandecientes soledades del Ártico, doblan al fin sobre su almohada de nieve la cabeza unos expedicionarios valerosos; aquí, en colosal casa, resuenan ante millares de oyentes absortos, los acordes sacerdotales y místicos de la música excelsa, la más solemne de las artes humanas. En los árboles, todo es verdor. En los rostros, todo es alegría. En Irlanda, todo es susto. En San Francisco, vencieron los enemigos de los chinos. En mostradores de las librerías, luce la obra monumental de un anciano de ochenta y dos años. En torno a mesa rica, juntarse para celebrar glorias patrias los mexicanos de Nueva York. Masas enardecidas se reúnen a protestar contra los asesinos de los ministros ingleses en Irlanda y contra los asesinos de los patriotas de Irlanda por los soldados ingleses. Ha habido festival grandioso. Guiteau entra ya en su celda de muerte. Susúrrase que va a haber mudanza importante en puestos diplomáticos (OC, IX, 303).

A primera vista pareciera que se trata solo de un problema de composición, de la “sintaxis” de la crónica. Pero el problema de la disposición de las noticias en la crónica está ideológicamente sobredeterminado, precisamente porque la información era un modo de representación, como sugería Benjamin, que cristalizaba la problemática del orden y de la comunicación en la sociedad moderna. Es decir, al reescribir la fragmentariedad del periódico el cronista trabaja con la temporalidad segmentada de la ciudad, en un plano estrictamente formal. De ahí que la ciudad, en la crónica martiana, no sea sólo “objeto” representado, sino un conjunto de materiales verbales, ligados al periodismo, que el cronista busca dominar en el proceso mismo de la representación. El cronista sistemáticamente busca rearti-

23

Darío, “En París”, Peregrinaciones (Obras completas, III), pp. 385-386. En otra crónica sobre la Exposición señala: “Y como el espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que se relacionan con todos esos nombres y lugares. Asuntos de amor, actos de guerra, belleza de tiempos en que la existencia no estaba fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día”, Peregrinaciones (París, 1901), p. 43.

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cular los fragmentos, narrativizando los acontecimientos, buscando reconstruir la originalidad que la ciudad destruía. A su vez, en la crónica —no sólo las martianas— esa voluntad de orden integradora de la fragmentación moderna, se semantiza en lo que podríamos llamar la retórica del paseo. Es decir, la narrativización de los segmentos aislados del periódico y de la ciudad a menudo se representa en función de un sujeto que al caminar la ciudad traza el itinerario —un discurso— en el discurrir del paseo. El paseo ordena, para el sujeto, el caos de la ciudad, estableciendo articulaciones, junturas, puentes, entre espacios (y acontecimientos) desarticulados. De ahí que podamos leer la retórica del paseo como una puesta en escena del principio de narratividad en la crónica. Paseo y privatización del sujeto urbano. A partir de la crónica sería posible armar una tipología de los diferentes modos de representar la ciudad finisecular. Dos tipos de “miradas” son dominantes. La primera, totalizadora, presupone la distancia del sujeto como condición de la representación. Darío: Visto el magnífico espectáculo como lo vería un águila, es decir, desde las alturas de la Torre Eiffel, aparece la ciudad fabulosa de manera que cuesta convencerse de que no se asiste a la realización de un ensueño. La mirada se fatiga, pero aún más el espíritu ante la perspectiva abrumadora, monumental.24

En esa representación el espacio se encuentra notablemente jerarquizado: desde la altura, el sujeto tiende a demarcar la heterogeneidad urbana, condensando su multiplicidad en el cuadro del “magnífico espectáculo”. Esa mirada panóptica, al decir de Michel de Certeau, es un núcleo productor de la cartografía profesionalizada por la urbanística en el siglo XIX. Su sentido presupone la transformación del hecho urbano en un concepto de la ciudad.25 No obstante, particularmente a fines del siglo XIX, el concepto de la ciudad se problematiza a medida que la ciudad progresivamente pasa a ser el espacio del acontecimiento, de la contingencia instaurada por el flujo capitalista. La mirada panóptica, en la cita anterior de Darío, se “fatiga”: su capacidad ordenadora es mínima. Caminar sería un modo alternativo, en la crónica, de experimentar —y dominar— la contingencia urbana.26 En el paseo, la crónica representa (y se nutre de) un nuevo tipo de entretenimiento urbano, muy significativo en términos de las transformaciones que sufre la disposición del espacio en el fin de siglo. El paseo —la flanería, más bien— era una nueva institución cultural. En la Argentina de los ochentas, L. V. López señala: 24

R. Darío, “En París” Peregrinaciones (Obras completas), p. 380. M. de Certeau, The Practice of Everyday Life, traducción de S. F. Rendall (Berkeley: University of California Press, 1984), pp. 93-94. 26 En la siguiente exploración del paseo nos han resultado fundamentales los siguientes trabajos: W. Benjamin, “El flâneur”, en Poesía y capitalismo, pp. 49-83; K. Stierle, “Baudelaire and the Tradition of the Tableau de París”, New Literary History XI, 1980, 2, pp. 345-361; M. de Certeau, “Walking in the City”, en The Practice of Everyday Life, pp. 91-110; T. J. Clark, The Painting of Modern Life (particularmente el capítulo “The View from Notre-Dame”, pp. 23-78); y Silvia Molloy, “Flâneries textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, en la edición de Lía Swartz e Isaías Lerner, Homenaje a Ana María Barrenechea (Madrid: Castalia, 1984). 25

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En fin, yo, que había conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semi-tendero, semi-curial y semi-aldea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdía su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán.27

Por supuesto, caminar en la ciudad, incluso pasear, era una actividad milenaria, seguramente ligada a la estructura de la plaza pública, centro de una ciudad relativamente orgánica y tradicional. Pero como sugiere López, flanear era un tipo de entretenimiento distinto, que él mismo relaciona con la modernización de Buenos Aires. La flanería es un modo de entretenimiento distintivo de esas ciudades finiseculares, sometidas a una intensa mercantilización que además de erigir el trabajo productivo y la eficiencia en valores supremos, instituyó el espectáculo del consumo como un nuevo modo de diversión. El tiempo libre del nuevo sujeto urbano también se mercantilizaba. En México pintoresco, artístico y monumental (1880) Manuel Rivera Cambas señala el carácter de clase del nuevo entretenimiento que amenazaba, incluso, con desplazar el teatro como centro de diversión: Actualmente es el paseo vespertino una necesidad para la clase social que puede dedicarse al descanso; en otro tiempo no era el paseo sino el teatro, la diversión favorita y solicitada por la sociedad mexicana [...] 28

La flanería es corolario de la industria del lujo y de la moda, en el interior de una emergente cultura del consumo: Las calles de Plateros encierran establecimientos con todo lo que puede satisfacer el más exigente capricho del gusto o de la moda; grandes aparadores con muestras, tras enormes cristales; multitud de damas elegantes recorren esas calles [...].29

Por otro lado, la flanería no es simplemente un modo de experimentar la ciudad. Es, más bien, un modo de representarla, de mirarla y de contar lo visto. En la flanería el sujeto urbano, privatizado, se aproxima a la ciudad con la mirada de quien ve un objeto en exhibición. De ahí que la vitrina se convierta en un objeto emblemático para el cronista. Justo Sierra señala: ¿Cómo se traduce en castellano el verbo francés flâner [...]? Vaguear caprichosamente con la seguridad de no ser cazado por el pensamiento interior, como una mosca por una araña; vaguear con la certeza de la perpetua distracción para los ojos, con la certeza de objetivar

27

L. V. López, La gran aldea, p. 144. M. Rivera Cambas, México pintoresco, artístico y monumental (1880) (México: Editora Nacional, 1967, reimp.) vol. I, pp. 258259. 29 M. Rivera Cambas, p. 198. 28

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siempre, de no caer en poder de lo subjetivo [...]; vaguear basculado por la gente, afianzándose de los cristales de los escaparates [...] mirando al interior de las casas. 30

Incómodo entre la muchedumbre, aunque a la vez agotado por los límites del interior, el sujeto privado sale a objetivar, a reificar el movimiento urbano mediante una mirada que transforma la ciudad en un objeto contenido tras el vidrio del escaparate. La vitrina, en ese sentido, es una figura privilegiada, una metáfora de la crónica misma como mediación entre el sujeto privado y la ciudad. 31 La vitrina es una figura de la distancia entre ese sujeto y la heterogeneidad urbana que la mirada busca dominar, conteniendo la ciudad tras el vidrio de la imagen y transformándola en objeto de su consumo. En Gómez Carrillo, la poética consumerista de la crónica es aún más enfática. También en él reencontramos la atracción que en el paseante ejerce “la suntuosidad de los escaparates, con el perpetuo atractivo de lo lujoso, de lo luciente, de lo femenino”. El cronista-flâneur, agobiado por el ruido urbano busca refugio. En las zonas del comercio de lujo (la calle Florida, en Buenos Aires), encuentra un lugar alternativo: [La calle Florida] está hecha con arte exquisito, de lo que hay en Europa de más distinguido, de más animado, de más brillante, de más moderno. [...] Y, en efecto, eso es, con sus innumerables tiendas de amenas suntuosidades, con sus letreros áureos que corren por los balcones anunciando trajes y mantos, [...] con sus escaparates llenos de pedrerías, con sus numerosas exposiciones de arte. Y al mismo tiempo es otra cosa más risueña y más íntima: es casi un salón en el cual nadie tiene prisa (El encanto de Buenos Aires, p. 50).

En el paseo, el cronista transforma la ciudad en salón, en espacio íntimo, precisamente mediante esa mirada consumerista que convierte la actividad urbana y mercantil, como señalamos antes, en objeto de placer estético e incluso erótico. Por el reverso del intento de contener la ciudad, de transformarla en un espacio íntimo y familiar, la ansiedad del cronista-flâneur es notable. Esa ansiedad en varios sentidos es el impulso que desencadena tanto la flanería como la escritura sobre la ciudad en la crónica. La incomodidad del cronista-flâneur en la ciudad presupone la redistribución del espacio urbano de acuerdo con la oposición entre las zonas de la privacidad y la vida pública y comercial. En el paseo el sujeto privado sale de una zona residencial para hacer turismo en su propia ciudad, en los centros del espacio público que progresivamente se han ido comercializando, convirtiéndose en “extraños” y “alie-

30 31

J. Sierra, Obras completas (México: UNAM, 1949) vol. VI, Viajes, p. 73. Ph. Hamon, Introduction PH. Hamon, Introduction a l’analyse du descriptif (París: Hachette, 1981). Hamon señala: “Une deuxième métaphore court également avec insistance dans le métadiscours sur le texte en général et le texte descriptif en particulier; celle du texte-magasin. La métaphore de la fenétre-vitrine peut d’ailleurs être considérée comme ‘filée’ a partir de celle du magasin, ou inversement. Le magasin, c’est le lieu ou se vendent les produits d’un travail, des ‘articles’ (la description, nous l’avons déjà noté, est aussi le lieu d’un “decoupage” et d’un ‘travail’ sur le lexique), magasin de ‘primeurs’, de ‘nouveautés’, ou encore magasin de ‘détail’”.

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nantes” para el sujeto privado (burgués).32 El consumo —y los discursos de la cultura de masas que lo sostienen— comenzará a mediar entre los dos campos de la experiencia urbana. Conviene remitirse a la historia de esa polarización en la ciudad de Buenos Aires: El comercio de Buenos Aires colonial, en gran parte producto del contrabando, se realizaba en infinidad de pequeños locales incluidos en la misma vivienda, como cuartos que dieran a la calle o zaguanes. Al irse extendiendo, este sistema fue tomando una a una de las casas más importantes, por lo que comenzaron a construirse aquellas con locales especiales para alquilar. Pero la intensificación de las actividades y el mayor volumen de mercaderías planteaban problemas de espacio que hicieron correr las viviendas hacia atrás, y, finalmente, usar todo el edificio como negocio. Las estructuras de hierro permitían techar los patios, con lo cual se conseguía un amplio espacio cubierto e iluminado. Luego vino el próximo paso, consistente en construcciones especiales para los comercios. Eran característicos de la época los almacenes de ramos generales, tanto en la ciudad como en la campaña; tenían vastos depósitos y salones de exposición y venta de productos.33

La otra cara de esa división del trabajo sobre el espacio urbano fue el surgimiento de las nuevas zonas residenciales. En Buenos Aires, la primera calle propiamente habitacional o residencial fue la Avenida Alvear, hacia 1885. Las zonas residenciales, hacia el norte de la ciudad, se distinguían por su introversión que traducen sus fachadas y las defensas de sus jardines delanteros. Son mansiones para admirar de lejos [...]. Apenas el espectador se acerca a ellas, la espesura férrea de la reja italiana o Luis XV, la tapia estriada o la balaustrada de gruesas pilastras le impiden la visión. La casa puede ser vista de cerca sólo por quien tiene acceso a ella [...].34

El interior —fundamental para la literatura finisecular— es el espacio de una nueva individualidad que presupone la progresiva disolución de los espacios públicos, comunitarios, en la ciudad moderna. En el paseo el sujeto privado —desde la extrañeza que implica su mirada turística sobre el espacio urbano— busca salir del interior, en un gesto no necesariamente crítico, que en todo caso comprueba la necesidad de construir y consolidar los campos de identidad colectiva, de clase. La propia ciudad

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Incluso Sarmiento, para quien la ciudad había sido el lugar de un orden público deseado, escribe sobre el problema de la “alienación” del nuevo sujeto urbano hacia 1885 en “Un gran Boulevard para Buenos Aires” (Obras, vol. XLII, Buenos Aires, 1900, pp. 246-253). Citamos: “El viejo Buenos Aires se lo arrendamos a los pulperos, al gobierno nacional, y los cuarteles, hoteles, aduana, dependientes y gente ocupada de cosas vulgares, de trabajar como negros, y de otras ocupaciones” (p. 252). Ahí Sarmiento le pedía al intendente T. de Alvear que construyera un nuevo boulevard para conectar los barrios residenciales con el centro, para que la gente de ‘bien’ “venga de vez en cuando a darse una vuelta por curiosidad, por ese antiguo Buenos Aires, con gobierno, con aduana, con catedral, y todo género de negocios, almacenes y pulperías” (p. 252). Esa es la mirada turística del sujeto privado. 33 Instituto de Arte Americano, La arquitectura de Buenos Aires, p. 65. 34 B. Matamoro, La casa porteña (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1977), p. 48.

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(conformando la capacidad reterritorializante del poder moderno) proveerá los medios para la reinvención de la comunidad. Esa sería una de las funciones de la crónica y de la industria cultural en aquella época de entrada a la modernidad. Paseo y reinvención del espacio público. El paseante —sujeto curioso— sale en la crónica a expandir los límites de su interioridad. De paseo, no sólo reifica el flujo de la ciudad, convirtiéndola en materia de consumo, e incorporándola a ese curioso estuche —o vitrina— que es la crónica. Además, el cronistapaseante, en el divagar turístico que lo individualiza y distingue de la masa urbana, busca —en el rostro de ciertos otros— las señas de una virtual identidad compartida. En la respuesta a la soledad del interior, el cronista investiga la privacidad ajena, convirtiéndose en voyeur: mirón urbano. En Gutiérrez Nájera encontramos la gesticulación del voyeur: “He salido a flanear un rato por las calles [...] Tristes de aquellos que recorren las calles con su gabán abotonado, mirando por los resquicios de las puertas el fuego de un hogar”.35 Si la ciudad (y el periódico mismo, como decía Benjamin) fragmentaba y privatizaba la experiencia social, la crónica —por el reverso de la fragmentación— genera simulacros, imágenes de una “comunidad” orgánica y saludable. Ésa es, por ejemplo, la función de la oralidad en la crónica, que entre los discursos mercantilizados y tecnologizados del periódico, continuaba autorrepresentándose como conversación o charla familiar. “La novela del tranvía”, excelente cuento de Gutiérrez Nájera, es un buen ejemplo de cómo el cronista, en su paseo por la ciudad, reinventa un espacio colectivo, en este caso mediante el chisme (modo de representación tradicional, antiprivado por excelencia).36 En esa crónica el paseante toma un tranvía y se encuentra en un ámbito radicalmente extraño y desconocido: No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas (p. 109).

La extrañeza, más allá de la ciudad, se proyecta sobre las relaciones entre la gente misma en el tranvía: “¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado, y con hijas” (p. 110). El sujeto, a lo largo de la crónica, no simplemente informa sobre la ciudad; por el reverso de la información, conjetura, inventa, haciendo de la crónica, en última instancia, un relato de ficción.37 De nuevo ahí comprobamos el gesto antinformativo de la crónica, que continuamente viola las normas de referencialidad periodística. Más aún, la ficcionalidad ahí es concomitante a la voluntad de recrear (en el chisme) el espacio colectivo precisamente desarticulado por la fragmentación y dislocación urbana. El narrador, en “La novela del

35

M. Gutiérrez Nájera, “Las misas de Navidad”, en Cuentos de cuaresmas del Duque Job, edición de F. Monterde (México: Ediciones Porrúa, 1966), pp. 37-38. 36 “La novela del tranvía” aparece reimpresa en C. Monsiváis, A ustedes les consta. Antología de la crónica en México (México: Era, 1980), pp. 109-114. 37 Es significativo que muchas de las crónicas de Gutiérrez Nájera, Rubén Darío, Eugenio Cambeceres, Casal o incluso Martí operen en el límite entre la referencialidad y la ficción. La marginalidad funcional de la crónica consiste en ese juego con las fronteras del género. En efecto, muchas de las “ficciones” de estos autores se publican inicialmente como crónicas.

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tranvía”, le inventa a cada uno de los pasajeros una vida, les inventa tramas en una impostura —siempre irónica— que enfatiza el desconocimiento de la privacidad del otro, es decir, la creciente dificultad de concebir una esfera vital colectiva, compartida, en la ciudad moderna. Dada su brevedad, quisiéramos citar una crónica de Gutiérrez donde el dispositivo del chisme y del voyeur (en respuesta a la soledad urbana), son aún más transparentes: Una cita Acostumbro en las mañanas pasearme por las calzadas de los alrededores y por el bosque de Chapultepec, el sitio predilecto de los enamorados. Esto me ha proporcionado ser testigo involuntario de más de una cita amorosa. Hace tres días vi llegar en un elegante coche a una bella dama desconocida, morena, de ojos de fuego, de talle esbelto y elegante. Un joven, un adolescente, casi un niño, la aguardaba a la entrada del bosque. Apeóse ella del carruaje que el cochero alejó discretamente, acercóse el joven temblando, respetuoso, encarnado como una amapola, demostrando en su aspecto todo que era su primera cita, y fue necesario que la dama tomara su brazo que él no se atrevía a ofrecerle. Echaron a andar ambos enamorados por una calle apartada y sola. Interesóme la pareja y seguílos yo a cierta distancia. Lloraba la dama, la emoción del niño subía de punto a medida que se animaba la conversación que entre sí tenían. Algunas frases llegaron a mi oído: no eran dos enamorados: eran madre e hijo. Sin quererlo supe toda una historia, una verdadera novela que me interesó extraordinariamente, que me hizo ser no sólo indiscreto, sino desleal, porque venciendo mi curiosidad a mis escrúpulos me hizo acercar más y más a la pareja que abstraída en la relación de sus desdichas, no me apercibía, no oía mis pisadas sobre las hojas secas de los árboles derramadas por el suelo. Aquella mujer era un ángel, un mártir; aquel niño un ser digno de respeto, de interés y de compasión, que se sacrificaba al reposo y al respeto de la sociedad por su madre. Había en aquella historia dos infames que merecen estar marcados por el hierro del verdugo: dos hombres que han sacrificado a aquellos dos seres desgraciados y dignos de mejor suerte.38

Ese “acercarse más y más” al otro es distintivo de la curiosidad chismosa. No sólo postula un oír, sino un contar la vida del otro: el deseo de hacerla pública. Su reverso —su referente borrado— es la privacidad urbana, la fragmentación de lo colectivo que hace de la ciudad un cruce de discursos enigmáticos, a veces ilegibles, desde la perspectiva del sujeto privatizado. Por cierto, Gutiérrez ahí anticipa algunos aspectos de “Las babas del diablo”. Pero si en el cuento de Cortázar el otro finalmente es un objeto perdido e irrecuperable, en Gutiérrez Nájera se domestica el peligro y la sexualidad desatada de la ciudad en la afirmación de la estructura familiar. La literatura —la ficción, ahí— todavía podía postular la reinvención de un espacio orgánico estable, a contrapelo del peligro de la ciudad, que efectivamente deshacía las formas tradicionales de la familiaridad.

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M. Gutiérrez Nájera, “Una cita”, publicada originalmente en El Nacional el 3 de septiembre de 1882 y reimpreso en Cuentos completos y otras narraciones, edición de E. K. Mapes (Fondo de Cultura Económica, 1958), p. 307.

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Por otro lado, habría que enfatizar el carácter de clase de la constitución de cualquier espacio público, en tanto campo de identidad. El “chisme” en última instancia no incluye a “todos”. En la misma disposición oral de las crónicas, que generalmente, a fin de siglo, siguen organizándose como causeries o conversaciones, es notoria la exclusividad que erige la voz del chisme y los límites ansiosamente protegidos de la “comunidad” reconstruida. Gutiérrez Nájera: La pobre crónica, de tradición animal, no puede competir con esos trenes-relámpago. ¿Y qué nos queda a nosotros, míseros cronistas [...]? Llegamos al banquete a la hora de los postres. ¿Sirvo a usted, señorita, un pousse-café? [...] En cambio, esa hora es propicia para las pláticas amenas, intencionadas y... de porvenir. Vuelve a abrirse en vuestras manos, ¡oh hechiceras volubles! El abanico [...].39

La oralidad —la plática amena— bien puede oponerse al lenguaje tecnologizado de la información, e incluso proyectarse como un simulacro de familiaridad, de (cierta) comunidad, en el interior del ámbito fragmentado del periódico. Pero sobre todo es una oralidad que interpela —no sin ironía, en Gutiérrez Nájera— a los lectores de una clase social capaz de identificarse con ese tipo de “comunidad” cristalizada en la plática del club. Es decir, hay que evitar la idealización abstracta de los “espacios de discusión” (Habermas), e incluso de sus modelos retóricos, siempre socialmente sobredeterminados. La oralidad de la crónica es un procedimiento inclusivo, un dispositivo de formación del sujeto social. Esa inclusión de cierto otro en la crónica tiene su reverso exclusivo. ¿Qué había en el “exterior”? Paseo y representación del “exterior” obrero. En su archivo de los “peligros” de la cotidianidad moderna, la crónica sitúa la “problemática” de la proletarización en un lugar prominente, siempre a la vista del ansioso cronista. Incluso en Martí, quien a lo largo de los 1880 en Nueva York generalmente apoyaba las luchas del activo movimiento sindical, la ambigüedad en la representación de las nuevas fuerzas sociales es irreductible: “Tenía el Bowery, el Broadway de los pobres, un aire de campaña [durante una huelga en 1886]: y tanto hombre robusto y sombrío inspiraba respeto, pero daba miedo [...]” (OC, X, 398). Ante otra muchedumbre obrera, la policía consuela al cronista: “Surgen de entre la masa negra los cascos pardos de los policías” (OC, XI, 105) y “levántanse por entre la muchedumbre cubiertas de capucha azul humilde las cabezas eminentes de los policías de la ciudad, que ordenan la turba” (OC, IX, 424). Ante la energía física, incontenible, de las multitudes, el discurso en la crónica irá constituyendo sus propios mecanismos disciplinarios. Para el cronista, ante la emergente cultura obrera, una opción era la obliteración —mediante el escamoteo decorativo— del peligroso cuerpo del otro. Todavía en la Argentina cercana al Centenario, llena de inmigrantes, de un emergente movimiento sindical, muy marcado por el anarquismo, para Gómez Carrillo era posible escribir lo siguiente:

39

M. Gutiérrez Nájera, Obras inéditas, edición de E. K. Mapes, p. 8.

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y si alguna duda me cupiese, no tendría más que ver los lindos desfiles de obreritas que marchan, ligeras y rítmicas, en busca de alguna cercana rue de la Paix [...] Son las mismas de todos los días, son las de ayer, son las de siempre: son las que, con sus gentiles coqueterías, alegran las horas en que las damas ricas duermen; son las tentadoras humildes, que van acariciando visiones de amor y de alegría [...].40

En Gómez Carrillo el gesto decorativo es exacerbado. En cambio, mucha de la literatura argentina, desde los ochenta (Cambaceres, J. M. Miró), había relatado el terror que el nuevo “bárbaro” —según la retórica de la época— producía en el interior de los grupos dirigentes. Después de describir el lujosísimo interior de la vivienda de su protagonista, el narrador de La bolsa de Julián Martel (J. M. Miró) señala: del otro lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de gente [...]; bultos entre los cuales ve el doctor relumbrar, como los de un gato, dos ojos que quizás pertenecen a algún ser hambriento de esos que vagan por las noches [...] con el puñal en el cinto.41

El terror no necesariamente contradice el gesto decorativo; en cambio habría que pensar el embellecimiento de la miseria urbana como uno de los efectos del terror, de la paranoia de una clase que en su mismo proyecto modernizador —de erradicar la “barbarie” campesina— había generado nuevas contradicciones, que ya a fin de siglo relativizan su hegemonía. La ciudad, no cabe duda, ya en la época de la crónica modernista, era el espacio de esas contradicciones. En respuesta a esas tensiones, la crónica elabora, en la figura del paseante, otros modos de representación del “exterior” obrero. La divagación casi turística hacia los márgenes de la ciudad será otro gesto distintivo del cronista-paseante. En esos paseos el cronista emerge nuevamente como un productor de imágenes de la otredad, contribuyendo a elaborar un “saber” sobre los modos de vida de las clases subalternas y así aplacando su peligrosidad. Concentrémonos en una crónica de Eduardo Wilde, “Sin rumbo”, titulada como la novela posterior de E. Cambaceres: “Caminando, caminando, me fui hasta las orillas de la ciudad, cerca de las quintas [...]. Por los alrededores se ven hombres y mujeres que habitaron antes el centro y que la ciudad, en su eterno flujo y reflujo, ha arrojado a las orillas”.42 La primera marca de diferenciación del otro es su carencia de propiedad, su carencia del interior que define al sujeto que sale de paseo: Más allá se diseminan las casas pequeñas y los pequeños ranchos, con sus ventanas microscópicas y dislocadas, por las cuales se ve un interior vacío y desposeído, donde una familia sin genealogía gestiona el expediente de su vida hambrienta (énfasis nuestro, p. 122).

40

E. Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires, p. 28. J. M. Miró, La bolsa (Buenos Aires: Guillermo Kraft, 1956), pp. 62-63. 42 E. Wilde, “Sin rumbo”, Páginas escogidas, edición de J. M. Monner Sans (Buenos Aires: Ángel Estrada y Cía, 1939), pp. 99-105. 41

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Desposesión y carencia de genealogía: por el reverso de la descripción del otro, se precisa el campo propio de identidad. El sujeto va a la “orilla”, al límite de la ciudad, no a ser otro, sino a constatar su diferencia, es decir, a consolidarse. Si el otro, por definición, es el exterior del discurso —es lo particular-contingente por excelencia— en Wilde encontramos (como antes en Sarmiento) la funcionalidad del cuadro, la escena generalizadora, que condensa y clasifica la heterogeneidad y el peligro: “todos tienen la marca de la miseria y del vicio en la cara y ese modo de mirar limosnero que choca y entristece” (p. 123). Pero incluso en Wilde la contingencia de lo particular se resiste al dispositivo del cuadro estereotipo: [un mendigo] me abordó, pidiéndome céntimos para completar [...] un capital destinado al sustento de ese día. Yo había salido a ver la naturaleza siempre bella y a resolver ideas en mi cabeza, mientras recogía con mis sentidos los variados aspectos. El pobre caballero me lo descompuso todo cambiando el curso de mis pensamientos (énfasis nuestro, p. 124).

El contacto con el mendigo impide el ensimismamiento, desarticulando el “todo” generalizador, el estereotipo, que inventa el paseante, como modo de ordenar el “caos” de la ciudad, cada vez más proletarizada. Es significativo ese aspecto disciplinario, ordenador, del paseo que pasa a ser, luego, un mecanismo narrativo de cierta criminología finisecular. En La mala vida en Buenos Aires (1908), por ejemplo, escribe Eusebio Gómez, criminólogo: Ahora internémonos en los bajos fondos de la ciudad de Buenos Aires; veamos cómo operan los “caballeros del vicio” y del delito: sorprendámoslos en sus siniestros conciliábulos; recorramos los antros en que se reúnen para deliberar o para gozar de los beneficios de su parasitismo; escuchemos sus conversaciones; examinémolos en todos los detalles de su personalidad. Será necesario, para ello, sacrificar muchas conveniencias y, sobre todo, vencer profundas repugnancias; pero, hagámoslo, y al final de la jornada, de seguro que no habrá para aquellos, en lo íntimo de nuestro yo, un sentimiento de odiosidad ni un deseo de venganza [...].43

La retórica del paseo, ya formalizada en la crónica, se convirtió en un modo paradigmático de representación de los peligros de la nueva vida urbana. Cronistas y prostitutas. Acaso ninguna figura social de la época encarne el “peligro” de la ciudad proletarizada como la prostituta. La prostituta es una condensación, en los discursos sobre la ciudad (la novela naturalista Santa, de F. Gamboa, sería un ejemplo clásico), de los “peligros” de la heterogeneidad urbana. Como señalaba G. Simmel, la prostitución es el emblema del impacto de las leyes del intercambio sobre las zonas más “íntimas” o “privadas” de la vida moderna.44 Es decir, la prostituta representa la intervención del mercado en las zonas más protegidas del “interior”. La prostitución —lejos de ser una

43 44

Eusebio Gómez, La mala vida en Buenos Aires (Buenos Aires: Juan Roldán, 1908), pp. 39-40. Georg Simmel, “Prostitution” (1907), On Individuality and Social Forms, edición de D. N. Levine (Chicago: The University of Chicago Press, 1971), pp. 121-126.

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anomalía— puede verse como modelo de las relaciones humanas en el capitalismo. Los discursos sobre la modernidad no cesaron de reflexionar sobre esto, condensando en la prostituta, no sólo un amenaza a la vida familiar burguesa, y una “figura” de la sexualidad moderna, sino también la “peligrosidad” de la nueva clase obrera. En su lúcida lectura de la Olimpia de Manet, el historiador de arte T. J. Clark traza la relación entre la cultura burguesa de París, la prostitución y la función ideológica —siempre tensa y contradictoria— del impresionismo. Para Clark la representación de la prostituta era un lugar simbólico, donde se reflexionaba sobre una experiencia sexual desterritorializada, sumamente problemática para la cultura dominante, no sólo por el hecho de la desnudez (y de la prostitución misma), sino porque esa desnudez, a mediados del siglo pasado, era un “signo de clase”.45 El impresionista, de modo muy contradictorio, por su lugar subalterno respecto de la cultura dominante, vendría a cubrir la desnudez, sometiendo su particularidad (y peligro) a las formas canónicas y procesadas del desnudo. (Según Clark, la radicalidad de Manet está en la ambigüedad y en las aporías que confronta la puesta en forma del cuerpo del otro en esa especie de desnudo irónico que es la Olimpia). En el Buenos Aires del fin de siglo la prostitución comenzaba a ser un problema amenazante, en que se debatía incluso la capacidad disciplinaria de la policía urbana. Las prostitutas —como sugiere el propio Gómez Carrillo en El encanto de Buenos Aires— salían a la calle, incontenidas por los lugares institucionales del prostíbulo o la casa de citas. De ahí que la prostituta fuera uno de los objetos privilegiados de la “ciencia” de la criminología, según comprueba la proliferación de libros como La mala vida en Buenos Aires de Eusebio Gómez. Más aún, según señala Ernesto Goldar, ya en el Buenos Aires finisecular comenzaba el flujo inmigratorio de prostitutas, muchas veces traídas involuntariamente por la siniestra organización de Zwi Migdal que administró la trata de blancas, que estallaría luego en la década del 20 (y que sería fundamental para Arlt).46 Para nosotros ese trasfondo es significativo: remite a la ciudad borrada o mejor, decorada y domesticada, por muchas crónicas finiseculares. Gómez Carrillo: Antes de acostarme vuelvo a abrir mi ventana para contemplar el espectáculo de la calle expresiva. [...] El ir y venir lento, tan lento como en todas partes, de las vendedoras de caricias, sugiere ideas de infinita piedad. ¡Ah! ¡Las cortesanas de la Avenida de Mayo! [...] ¡Si por lo menos tuvieran algo de provocador, algo de perversas, algo de diabólicas! [...] Pero van, las pobres, una tras otra, sin coqueterías, casi sin aliento, y cuando, de trecho en trecho, se detienen para atraer a un hombre que pasa precipitado o distraído, nótase que el movimiento de su cabeza, que se yergue, es puramente mecánico. Desde mi observatorio no veo ni sus miradas ni sus sonrisas. Pero bien sé cómo son [...].47

45

T. J. Clark, “Olympia’s Choice”, The Painting of Modern Life, pp. 78-146. Ernesto Goldar, La “mala vida” (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1971). 47 Gómez Carrillo, El encanto de Buenos Aires, p. 33. 46

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Ahí el sujeto no es un flâneur, el lugar de la “mirada” es mucho más seguro y protegido: un interior desde el cual, nuevamente, se borra la particularidad del objeto —su aspecto amenazante— y se produce una escena generalizadora. La prostituta es “cortesana” que inspira “piedad”. A pesar de su “piedad” el sujeto insiste en registrar la distancia: desde el “observatorio”, la mirada domestica la calle. Por otro lado, más “empírica” que esa mirada distanciada, era la salida a las orillas prostibularias. También Gómez Carrillo sale de paseo. En una crónica titulada “El tango” escribe: Es un barrio lejano, sórdido y casi desierto. En el suelo, lleno de agua, las raras luces del alumbrado público se reflejan con livideces espectrales. Por la acera, verdadera “vereda”, como se dice aquí, marchamos a saltos sobre los charcos [...] Mas no son muchachas de Francia, no, ni tampoco gracias finas y estilizadas lo que vamos a ver, sino flores naturales del fango porteño y ondulaciones porteñas48 (énfasis nuestro).

No le hacía falta ver al cronista una prostituta estilizada: la estilización —carnet de identidad “literario”— es lo que su discurso le proveería al mundo representado, dominándolo. Sobre la miseria despiadada de la ciudad se impone el mapa de la otra ciudad, estrictamente libresca: Pero lo extraño, lo inexplicable, es que el tango que esta noche veo en este bajo y vil bouge de Buenos Aires no se diferencia del tango parisiense en ningún detalle esencial. Las bailadoras de Luna-Park son, de fijo, más hermosas, más lujosas, más graciosas y más airosas que las de aquí. El baile es el mismo. ¿Consistirá tal fenómeno en que la influencia del refinamiento parisiense ha llegado ya hasta tan miserable y lejano arrabal? (pp. 176-177).

Es el cronista quien le impone al miserable arrabal el refinamiento parisiense, la estilización de cierta ciudad literaria. Porque: ¿Dónde está la ciudad? [...] –¿Dónde está la ciudad? [...] Yo también me lo pregunto cuando, en ciertas tardes tibias, me pierdo gustoso, guiando un cochecito minúsculo, sin rumbo fijo, por entre las frondas de las avenidas (p. 233).

La ciudad es borrada por el discurso estetizador. Hay muchos encuentros entre cronistas y prostitutas, no siempre tan sublimados como el de Gómez Carrillo. En sus crónicas sobre París (la ciudad ideal), Darío registra cierta ansiedad: En la orilla derecha, por la enorme arteria del bulevar, los vehículos lujosos pasan hacia los teatros elegantes. Luego son las cenas de los cafés costosos, en donde las mujeres del mundo que se cotizan altamente se ejercen en su tradicional oficio de deslumbrar al pichón. [...] Cerca de la Magdalena y de la plaza de la Concordia, está el lugar famoso que tentara la pluma

48

“El tango”, en El encanto de Buenos Aires, p. 171.

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de un comediógrafo. Allí esas “damas” enarbolan los más fastuosos penachos, presentan las más osadas túnicas, aparecen forradas academias, o traficantes figurines [...] Por la calle del Faubourg Montmartre y de Notre-Dame-de-Lorette, asciende todas las noches una procesión de fiesteros, tanto cosmopolitas como parisinos, afectos al Molino-Rojo y a las noches blancas. Nadie tiene ya recuerdos literarios y artísticos para lo que era antaño un refugio de artistas y literatos. Además, se sabe de la mercantilización del Arte49 (énfasis nuestro).

¿No podría hablarse, partiendo de esa descripción de las prostitutas con “túnicas” y “fastuosos penachos”, de una prostitución modernista? Por cierto, en esa crónica es notable cómo tras describir a la prostituta, Darío reflexiona sobre la mercantilización del arte, uno de sus tópicos favoritos. Nuevamente: París nocturno es luz y único, deleite y armonía: y, hélas delito y crimen [...] Sabe que con el oro todo se consigue, en las horas doradas de la villa de oro, en donde el Amor transforma ese rincón de alegría, en donde hace algunos años todavía se soñaba sueños de arte y se amaba con menos interés [...] se dice que los artistas de hoy, los mismos artistas, no piensan más que en la ganancia [...] (p. 1056).

De la prostitución a la mercantilización del arte: el desliz, en Darío, es constante, y nos obliga a sospechar, de entrada, que en la prostituta el cronista proyectaba algunas de las condiciones de posibilidad de su propia práctica. Porque, ¿no es la crónica, precisamente, una incorporación del arte al mercado, a la emergente industria cultural? ¿Y no era la mercantilización, según el idealismo profesado por muchos modernistas, una forma de prostitución? Un extraño paseo —paseo-esquizo, habría que añadir— del poeta Fernández en De sobremesa de J. A. Silva, intensifica la sugerencia: Eran las doce menos veinte minutos cuando salí al boulevard y me confundí con el río humano que por él circulaba. [...] Caminé durante un cuarto de hora con paso bastante firme y... ¿Cartas transparentes?, me dijo un muchacho, que guardó el obsceno paquete al volverlo a mirar. La luz de las ventanas de una tienda de bronces me atrajo, y caminando despacio, porque sentía que las fuerzas me abandonaban, fui a pararme al pie de una de ellas. Una mujer pálida y flaca, con cara de hambre, las mejillas y la boca teñidas de carmín, me hizo estremecer de pies a cabeza al tocarme la manga del pesado abrigo de pieles que me envolvía, y sonó siniestramente en mis oídos el pssit, pssit, que le dirigió a un inglés obeso y sanguíneo. [...] Me fijé luego en la ventana [...] Me pareció que estaba preso entre dos muros de vidrio y que jamás podría salir de allí. [...] Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre el hielo.50

49 50

Rubén Darío, “París nocturno”, Obras completas, cuentos y novelas, IV (Madrid, Afrodisio Aguado, 1955), pp. 1053-1054. J. A. Silva, De sobremesa (1896) (Bogotá: Editorial de Cromos, 1920), pp. 156-158.

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El paseante inicialmente aparece protegido por un parapeto que lo “envuelve”, que lo interioriza en ese “pesado abrigo de pieles”. Sin embargo, al pie de la vitrina, el contacto con la prostituta estremece —saca de sí— al sujeto, que inmediatamente se contempla “preso entre dos muros de vidrio”. El desplazamiento metonímico, de la prostituta al yo atrapado en la vitrina, es revelador. Como señalamos anteriormente, la vitrina es uno de los objetos privilegiados por el paseante. La vitrina es un objeto que nos remite al consumo, en tanto mediación entre el sujeto urbano y su mundo. Pero a la vez, la vitrina es una metáfora mediante la cual cierta escritura finisecular (particularmente en la crónica) autorrepresenta su sometimiento a las leyes del mercado. El paseo de Fernández es doblemente significativo: sitúa al sujeto doblemente “atrapado” por el cristal justo al lado de la prostituta que vende sus servicios. Y esto precisamente en una novela en que el intercambio económico de objetos artísticos y el tema general de la mercantilización son fundamentales. Fueron muchas las quejas —y las pequeñas obsesiones— de los modernistas contra el dinero. Por el reverso de sus frecuentes y ansiosos reclamos de pureza (en la modernidad incluso la pureza es altamente cotizable, como es el caso de inutilidad del lujo), el poeta figuraba, sobre todo en las crónicas, como trabajador asalariado. Y en el momento en que el escritor —rotos los velos— se reconoce en el interior de la vitrina, comienza a verse como otro —como prostituta, a veces— y se complica, entre otras cosas, la disposición decorativa de la belleza. A partir de ese momento el literato, incluso el cronista, cesa de ser un flaneur. Martí: crónica y cotidianidad. La crónica es un tipo de literatura menor; forma fragmentaria y derivada, pero fundamental para el campo literario finisecular. Como forma menor, genéricamente imprecisa, posibilita el procesamiento de zonas emergentes de la cotidianidad hasta el momento excluidas de los modos más estables de la representación literaria (o artística). Pero, en abstracto, no es posible postular el signo político de “lo menor”. Según hemos visto, en el caso de la crónica la misma indisciplina y flexibilidad formal del género bien podía ser un dispositivo disciplinario, una puesta en orden de la cotidianidad aún “inclasificada” por las formas instituidas. Aun así es cierto que la heterogeneidad de la crónica, al menos en Martí, le permitió al literato una salida del campo del “arte” y de la “alta cultura”. Esas salidas, en Martí, se resisten a producir una imagen decorativa de la ciudad. Por el reverso de la función decorativa que tiende a cumplir la crónica modernista, Martí registra la miseria, la explotación, que las formas entonces más avanzadas de la modernidad (en los Estados Unidos) generaban: De los techos de las casas de vecindad, que son las más en los barrios pobres, cuelgan racimos de piernas. De abajo, de muy abajo, se ve allá, en las alturas de un séptimo piso, una camisa colorada que empina un jarro lleno de cerveza, como una gota de sangre en que ha caído otra de leche. La luna da tintes de azufre a las cabelleras amarillas, y vetea de bilis las caras pálidas. De una chimenea a otra, buscando ladrillos menos calientes donde reclinarse, pasan medio desnudos, como duendes, los trabajadores exhaustos, enmarañado el pelo, la boca caída, jurando y tambaleando, quitándose con las manos los hilos de sudor, como si fuesen destejiendo las entra-

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ñas. En la acera donde los niños consuelan el vientre sediento echándose de bruces sobre las baldosas tibias, se tienden al pie de un árbol canijo o en los peldaños de la escalinata, las madres exangües, desfallecidas por la rutina de la casa, mortal en el verano: las mejillas son cuevas; los ojos, ascuas o plegarias; de si se les ve el seno no se ocupan; apenas tienen fuerzas para acallar el alarido lúgubre de la criaturita que se les muere en la falda (OC, XII, 22).

Ahí es comparable la distancia enfática que separa al sujeto del objeto representado, el cuerpo obrero. Distanciamiento semántica e ideológicamente cargado, notable asimismo en el estilo grotesco (nada celebratorio) de la descripción. La fragmentación, como rasgo del otro, atraviesa la disposición descriptiva misma. Pero igualmente notable es la ausencia de embellecimiento de la miseria. El cuerpo del otro —conjunto de fragmentos— aparece en oposición amenazante para el sujeto, pero permanece indomesticado. La miseria ahí no es pintoresca o dócil, en contraste a la retórica del paseo de Wilde o Gómez Carrillo. La crónica martiana no decora, no resuelve las tensiones de la ciudad: al contrario —muy por el reverso de los patrones de la prosa estilizada que domina en la crónica modernista— parecería que la fragmentación del cuerpo del otro contamina, con su violencia, el espacio mismo del discurso, el lugar seguro del sujeto que a la vez reclama distancia. Ya hacia 1881, sus primeros textos sobre Nueva York —donde Martí por cierto no era un turista— registraban su ambigua posición ante las culturas marginales y obreras de la ciudad. Posición de distancia, y hasta de miedo, pero al mismo tiempo de afiliación: Amo el silencio y la quietud. El pobre Chatterton tenía razón cuando añoraba desesperadamente las delicias de la soledad. Los placeres de las ciudades comienzan para mí cuando los motivos que les producen placer a los demás se van desvaneciendo. El verdadero día para mi alma amanece en medio de la noche. Mientras hacía anoche mi paseo nocturno habitual muchas escenas lastimosas me causaron pena. Un anciano vestido en aquel estilo que revela al mismo tiempo la buena fortuna que hemos tenido y los tiempos malos que comienzan para nosotros, se pasea silenciosamente debajo de un farol callejero. Sus ojos, fijos sobre las personas que pasaban, estaban cuajados de lágrimas [...]. No podía articular una sola palabra (OC, XIX, 126).

El paseante busca un espacio alternativo en la ciudad, en la soledad de la noche. Pero en su búsqueda de un lugar vacío —propio— en la ciudad, el sujeto es interpelado por la mirada del otro. Acaso sea posible leer ahí no sólo un encuentro sino una proyección del sujeto en el otro. Otro que “revela los buenos tiempos que hemos tenido y los malos tiempos que comienzan para nosotros”. En buena medida esas palabras describen al propio Martí exiliado, recién llegado a Nueva York, y desde aquellos primeros textos sometido al mercado como escritor asalariado. En efecto, a pesar de sus irreducibles contradicciones, en el Martí neoyorquino opera el concepto del escritor como otro, el escritor como trabajador. La crónica es el lugar donde se pone en práctica ese concepto. Por otro lado, ese acercamiento de Martí a las zonas marginadas de la ciudad —a la materia “antiestética” de la ciudad— no puede explicarse solamente en términos de una experiencia personal. Esa relación está mediada —como indicamos anteriormente— por las luchas en el interior del campo inteSólo uso con fines educativos

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lectual; pugnas entre diferentes posiciones y conceptos literarios. En Martí el rechazo del lujo y de la escritura como decoración urbana supone una crítica de la incorporación de lo estético, como esfera autónoma, por la industria cultural. Sin embargo, esa crítica a la vez se apoya en las formas “bajas” y menores del periodismo para atacar a cierto tipo de intelectual “alto”: La historia que vamos viviendo es más difícil de asir y contar que la que se espuma en los libros de las edades pasadas: ésta se deja coronar de rosas, como un buey manso: la otra, resbaladiza y de numerosas cabezas como el pulpo, sofoca a los que la quieren reducir a forma viva. Vale más un detalle finamente percibido de lo que pasa ahora, vale más la pulsación sorprendida a tiempo de una fibra humana, que esos rehervimientos de hechos y generalizaciones pirotécnicas tan usadas en la prosa brillante y la oratoria [...] [Cuando] se habla mano a mano en las plazas con el desocupado hambriento, en el ómnibus con el cochero menesteroso, en los talleres finos con el obrero joven, en sus mesas fétidas con los cigarreros bohemios y polacos [...], entonces vuelven a entreverse con realidad terrible las escenas de horror fecundo de la revolución francesa, y se aprende que en Nueva York, en Chicago, en San Luis, en Milwaukee, en San Francisco, fermenta hoy la sombría levadura que sazonó con sangre el pan de Francia.51

La crónica le permitió a Martí una salida —desterritorializada— a la calle. Le permitió una crítica del libro, así como una reflexión, muy avanzada, sobre los riesgos de la voluntad autonómica de la literatura. Crítica del interior, ya proyectada en sus minuciosos testimonios de la cotidianidad capitalista, hechos a veces con la misma materia verbal, fragmentada y derivada, de la ciudad moderna.

51

Martí, Nuevas cartas de Nueva York, edición de E. Mejía Sánchez (México: A Siglo XXI, 1980), p. 79.

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Lectura Nº 4 Rama, Ángel, “La Ciudad Modernizada”, en La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, Hanover, USA, 1984, pp. 71-104.

IV La ciudad modernizada La modernización que se inaugura hacia 1870, fue la segunda prueba a que se vio sometida la ciudad letrada, mucho más riesgosa que la anterior pero, al mismo tiempo, por la ampliación del circuito letrado que presenció, más rica de opciones y de cuestionamientos. Las gacetas populares de la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, en México, (muchas ilustradas por José Guadalupe Posada), como las hojas sueltas y revistas gauchescas en el Río de la Plata, hicieron fuego sobre los “doctores”. Nuevamente, como cuando la Emancipación, un sector recientemente incorporado a la letra desafiaba el poder. También lo hicieron los nuevos intelectuales, en especial los pedagogos que estaban surgiendo y retomaban, sin haberla conocido, la lección de Simón Rodríguez. En su libro De la legislación escolar (1876), el educador uruguayo José Pedro Varela, arremetía contra ellos y contra la Universidad que los producía: “Como clase, los abogados no son mejores que las otras profesiones, ni más morales, ni más justos, ni más desprendidos, ni más patriotas; pero son más atrasados en sus ideas y más presuntuosos”.1 Los atacaba porque pertenecían a esas clases que, decía, “son las que hablan, las que formulan las leyes, las que cubren de dorados la realidad”, comprobando la disociación entre las dos ciudades: los universitarios no interpretaban ni representaban en sus escritos la realidad, sino que la cubrían de dorados. Con perspicacia mayor que la de José Martí, quien en 1891 hablaría de “letrados artificiales” oponiéndoles —fuera de tiempo— un “hombre natural” al que sabrían interpretar los caudillos que sobre tales hombres naturales edificarían sus dictaduras, José Pedro Varela comprueba que los doctores universitarios habían venido engranando cómodamente en el poder de los caudillos y que “el espíritu universitario encuentra aceptable ese orden de cosas, en el que reservándose grandes privilegios y proporcionándose triunfos de amor propio, que conceptúa grandes victorias, deja entregado el resto de la sociedad al gobierno arbitrario”.2 Era la crítica, desde las nuevas tiendas racionalistas y, pronto, positivistas, del medio siglo posterior a la Emancipación en que se había reconstruido la ciudad letrada mediante dos equipos intelectuales —conservadores y liberales— que se turnaron en el poder y concluyeron en una amalgama liberal-conservadora que ya reconocía hacia 1862 en Colombia, José María Samper.3 Bajó la advocación de Spencer, Pestalozzi o Mann, la manera de combatir a la ciudad letrada y disminuir sus abusivos privilegios consistió en reconocer palmariamente el imperio de la letra, introduciendo en ella a nuevos grupos sociales: es el origen de las leyes de educación común que se extienden por América Latina desde la que en 1876 redacta el mismo Varela y, desde la misma fecha, la progresiva transformación de la Universidad que al incorporarse al positivismo se amplía con escuelas técnicas que atemperan la hegemonía de abogados y médicos. Dos curvas estadísticas remontan en el períoSólo uso con fines educativos

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do y explican la demanda de personal técnico o semipreparado: la demográfica y la de exportaciones, aunque ninguna de ellas da el vertiginoso salto de la curva de urbanización que consagra el triunfo de las ciudades, cumpliendo después de varios siglos con el cometido asignado e imponiendo sus pautas al contorno rural: “casi todas las capitales latinoamericanas duplicaron o triplicaron la población en los cincuenta años posteriores a 1880”.5 “These cities were primarily conceived as bureaucratic centers; commerce and industry had almost no part in their formative period” ha dicho Claudio Véliz, explicando que sus habitantes “were employed in the service, or tertiary sector of the economy and included domestic servants as well as lawyers, teachers, dentists, civil servants, salesmen, politicians, soldiers, janitors, accountants, and cooks”.6 Una parte considerable de ese terciario (nombre que en América Latina no es sino una modernización de una costumbre que se remonta a los orígenes de la Conquista) correspondió a las actividades intelectuales. A las ya existentes en la administración, las instituciones públicas y la política, se agregaron las provenientes del rápido crecimiento de tres sectores que absorbieron numerosos intelectuales, estableciendo una demanda constante de nuevos reclutas: la educación, el periodismo y la diplomacia. Sólo la segunda pareció disponer de un espacio ajeno al contralor del Estado aunque salvo los grandes diarios y revistas ilustradas, la mayoría de los órganos periodísticos, que siguieron siendo dominantemente políticos como era ya la tradición romántica, retribuyeron servicios mediante puestos públicos, de tal modo que las expectativas autónomas del periodismo se transformaron en vías de acceso al Congreso o a la Administración del Estado. Aun con estas limitaciones, fue sin duda un campo autónomo respecto a la concentración del poder, como la fue también la función educativa en la medida en que creció suficientemente como para no poder ser controlada rígidamente desde las esferas gubernamentales. Es difícil estimar si este crecimiento del terciario se acompasó proporcionalmente con el desarrollo de la economía, aunque el rasgo rumboso y nuevo rico que lo distinguió le dio una preeminencia pública considerable que algunos historiadores interpretan como prueba de su excesivo crecimiento o de la apropiación de riqueza que efectuó. Con todo, lo realmente cierto fue la idealizada visión de las funciones intelectuales que vivió la ciudad modernizada, fijando mitos sociales derivados del uso de la letra que servían para alcanzar posiciones, si no mejor retribuidas, sin duda más respetables y admiradas: fue “la maestra normal” (Manuel Gálvez) que fijó los sueños de las jóvenes de la baja clase media o fue “el doctorado” (M’hijo el dotor, en la feliz fórmula de Florencio Sánchez) que ambicionaron para sus descendientes tanto los estancieros ricos como los tenderos inmigrantes, unos y otros analfabetos. La letra apareció como la palanca del ascenso social, de la respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder; pero también, en un grado que no había sido conocido por la historia secular del continente, de una relativa autonomía respecto a ellos, sostenida por la pluralidad de centros económicos que generaba la sociedad burguesa en desarrollo. Para tomar el restringido sector de los escritores, encontraron que podían ser “reporters” o vender artículos a los diarios, vender piezas a las compañías teatrales, desempeñarse como maestros pueblerinos o suburbanos, escribir letras para las músicas populares, abastecer los folletines o simplemente traducirlos, producción suficientemente considerable como para que al finalizar el siglo se establecieran las leyes de derecho de autor y se fundaran las primeras organizaciones destinadas a recaudar los derechos intelectuales de sus afiliados. En el sector letrado académico, el ejercicio independiente de

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las profesiones llamadas aún “liberales”, o la creación de institutos que proporcionaban títulos habilitantes (maestros, profesores de segunda enseñanza) instauraron un espacio más libre, menos directamente dependiente del Poder, para las funciones intelectuales, y será en este cauce que comenzará a desarrollarse un espíritu crítico que buscará abarcar las demandas de los estratos bajos, fundamentalmente urbanos, de la sociedad, aunque ambicionando, obsesivamente, infiltrarse en el poder central pues en definitiva se lo siguió viendo como el dispensador de derechos, jerarquías y bienes. Los límites de este incipiente proceso autonómico originado por la ampliación de la base económica liberal, se pueden apreciar analizando los mitos sociales que irrumpieron en las ciudades, sobre todo si se los coteja con los que por la misma fecha se desarrollaron en la zona norteamericana del continente. Desde luego siguieron funcionando los grandes mitos sociales de las clases bajas y aun con una intensidad desconocida, en la medida que la modernización alcanzó buena parte de su riqueza sobre las espaldas de la clase campesina: de ahí que los dos grandes mitos, simbolizados en el rebelde y el santo, cobraran una principalía que estuvo abonada por el bandolerismo y el mesianismo religioso de la época, concitando la adhesión de los estratos inferiores que sacralizaron ambas figuras en tanto portadores de la resistencia a la opresión de los poderes, figuras románticas que desafiaban el orden injusto de la sociedad custodiado por las instituciones y figuras solitarias, en lo que representaban la debilidad asociativa de los hombres de las zonas rurales. Junto a estos mitos que invadieron los suburbios capitalinos y se prolongan hasta nuestros días gracias a la masa de inmigrantes rurales que los pueblan, comienzan a diseñarse los mitos letrados y urbanos a que hicimos referencia, pero ninguno de ellos alcanza supervivencia ni, sobre todo, se graba hondamente en el imaginario popular. Si se cotejan dos zonas de intenso trasplante europeo, como son los Estados Unidos y el Río de la Plata, se observa que en esta última no alcanzaron esplendor los mitos individuales que se producen en la primera. Ya Darcy Ribeiro observó que “los descendientes de inmigrantes no consiguieron aún estampar su impronta en la ideología nacional”7 argentina, lo que se hace evidente si se evoca la extraordinaria difusión del mito del pionero en los Estados Unidos, el conquistador y colonizador de tierras de indios que ha originado toda la filosofía de la “frontera” ya cuyos prototipos (el cowboy) se consagraron millares y millares de folletos populares en el XIX y se busca algún equivalente de similar entidad en el sur. Su inexistencia impone reconocer la fuerza constrictiva que en el sur ejerció la oligarquía dueña de tierras, paralizando el esfuerzo democratizador que en el norte cumplieron los pioneros sedientos de tierras. La “conquista del desierto” en la Argentina sigue de cerca a la “conquista del Oeste” en los Estados Unidos, pero la primera es llevada a cabo por el ejército y la oligarquía, mientras que la segunda concedió una amplia parte a los esfuerzos de los inmigrantes, a los que tuvo que recompensar con propiedades. Este reconocimiento del esfuerzo individual, al margen y aun contra el poder del Estado, es el mismo que alimentó los mitos urbanos norteamericanos que se definieron en el “self-made man”. En el campo letrado proveyó de dos figuras heroicas y solitarias: el periodista y el abogado, que hasta el día de hoy y contra toda evidencia realista dada la extraordinaria concentración del poder que se ha efectuado en los Estados Unidos, siguen alimentando el imaginario popular. Ese periodista que escribe en un pequeño diario pueblerino, en el cual denuncia las injusticias y las arbitrariedades de los poderosos a los que concluye venciendo y ese abogado pobre que ante los tribunales vence las maquia-

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vélicas conjuras de los ricos y restablece los derechos o la inocencia del acusado, son mitos urbanos y letrados que no se desarrollaron en América Latina. Contrariamente a un extendido prejuicio acerca del individualismo anárquico de sus habitantes, parecen apuntar a una situación exactamente opuesta, al enorme peso de las instituciones latinoamericanas que configuran el poder y a la escasísima capacidad de los individuos para enfrentarlas y vencerlas. Los mitos parten de componentes reales pero no son obviamente traducciones del funcionamiento de la sociedad sino de los deseos posibles de sus integrantes. Son condensaciones de sus energías deseantes acerca del mundo, las cuales en la sociedad norteamericana se abastecen con amplitud en las fuerzas individuales mientras que en las latinoamericanas descansan sobre una percepción aguda del poder, concentrado en altas esferas, y simultáneamente sobre una subrepticia desconfianza acerca de las capacidades individuales para oponérsele. Dicho de otro modo, la sociedad urbana latinoamericana opera dentro de modelos más colectivizados, sus mitos opositores del poder pasan a través de la configuración de grupos, de espontáneas coincidencias protestatarias, de manifestaciones y reclamaciones multitudinarias. Los mitos de campesinosobreros-y-estudiantes que poblaron los discursos de la izquierda, sobre todo la estudiantil, desde la modernización en adelante, son visiblemente urbanos y letrados, descendientes del pensamiento europeo también, sin equivalente en la sociedad norteamericana. Efectivamente, comenzó a manifestarse desde fines del XIX una disidencia dentro de la ciudad letrada que configuró un pensamiento crítico. Tuvo multiplicidad de causas, entre las cuales cuenta un sentimiento de frustración e impotencia (que remedó el de los criollos respecto al poder español en la Colonia) y una alta producción de intelectuales que no se compadecía con las expectativas reales de sociedades que parecían más dinámicas de lo que lo eran, las que serían incapaces de absorber esas capacidades, forzándolas al traslado a países desarrollados. Pero ese pensamiento no dejó de moldearse dentro de estructuras culturales que aunque se presentaban modernizadas repetían las hormas tradicionales. Alguna vez señaló Vaz Ferreira que quienes no habían llegado a tiempo para ser positivistas, habían sido marxistas, apuntando más que a una crítica de cualquiera de ambas filosofías, a las adaptaciones que han experimentado en tierras americanas las doctrinas recibidas del exterior: obligadamente se ajustaron a las tendencias y comportamientos intelectuales elaboradas por las vigorosas tradiciones internas. Del mismo modo que no tuvimos el romanticismo idealista e individualista alemán, sino el romanticismo social francés, haciendo de Víctor Hugo un héroe americano, del mismo modo el sociologismo positivista engranó con enorme éxito en la mentalidad latinoamericana, siendo Comte y Spencer pensadores a quienes se rindió culto, no sólo por sus claras virtudes explicativas sino porque esa doctrina se adaptaba a los patrones colectivizados de la cultura regional, permitía interpretarla por grupos y por clases como se había hecho desde siempre, (salvo que con un instrumental modernizado más persuasivo), y, lo que es más grave, permitía que se siguiera trabajando en un cerrado marco regional al que se aplicaba una teoría que en cambio postulaba una interpretación universalista. Pues, a pesar de las admoniciones de Simón Rodríguez, el espíritu colonizado seguía flotando sobre las aguas. Así fue que la disidencia crítica siguió compartiendo acendrados principios de la ciudad letrada, sobre todo el que la asociaba al ejercicio del poder. Aunque de hecho estaba produciendo un pensamiento opositor independiente, sólo tangencialmente atacaba la tradicional concentración del poder. Dirigía la crítica a sus ejercitantes y a

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las filosofías que ponían en práctica, procurando suplantar a los unos y a las otras. Una divisa colonial pareció regir este mecanismo que ha seguido funcionando hasta hoy y que en algunos países —México— tiene flagrantes expresiones: “Buen rey y mal gobierno”. De todas las ampliaciones letradas de la modernización, la más notoria y abarcadora fue la de la prensa que, al iniciarse el siglo XX, resultó la directa beneficiaria de las leyes de educación común propuestas por abnegados pedagogos, tal como para Inglaterra ya observara Arnold Toynbee, proporcionándonos una prensa popular, exitista y en ocasiones amarillista, como en Buenos Aires el diario Crítica (Botana, 1913), aunque el mayor éxito les cupo a los periódicos-empresas que concluyeron siendo los pilares del sistema y parte ostensible de la ciudad letrada: es el caso de La Nación en Buenos Aires u O Estado de São Paulo, en el Brasil. Contrariamente a las previsiones de los educadores, los nuevos lectores no robustecieron el consumo de libros sino que proveyeron de compradores a diarios y revistas. El combate contra la ciudad letrada que encaraba José Pedro Varela, resultó en la ampliación de sus bases de sustentación y en el robustecimiento de la escritura y demás lenguajes simbólicos en función de poder. Este fue explícitamente el proyecto de Sarmiento, más avizor acerca de los efectos de la educación sistemática que los integrantes de la generación joven que apostaron a una democratización que cuestionara sus poderes. Los integrantes de la generación modernizadora que vivieron lo suficiente ingresaron a las alternativas de la cooptación, acompasada a las transformaciones que vivía el poder. Es evidente en la evolución del mexicano Justo Sierra. En 1878, desde su juvenil periódico La libertad atacaba a “esos milagros humanos que se llaman constituciones abstractas”, a “los espesos fantaseos de los fautores de códigos sociales y democráticos”, oponiéndoles el “hecho práctico de que el derecho y el deber, en lo que tienen de humano y real, son un producto de la necesidad, del interés, de la utilidad”.8 Sería Justo Sierra quien, al fin de largos esfuerzos, conseguiría la reconstitución de la Universidad, que fue siempre la joya más preciada de la ciudad letrada, dotándola de un explícito carácter sacrosanto que se llamó autonomía, a la cual José Vasconcelos agregaría la divisa según la cual por su boca racial hablaba nada menos que el Espíritu. No de otro modo actuaron en 1918 los jóvenes rebeldes de la Universidad de Córdoba, en la Argentina, al reclamar que fuera autónoma y el órgano de conducción de la sociedad, en una típica estrategia del ascenso social de un nuevo sector o clase que busca alcanzar una instancia de poder. La Universidad seguía siendo así el puente por el cual se transitaba a la ciudad letrada, como lo había sido en el siglo XIX cuando preparaba a los equipos del poder, sobre todo ministros y parlamentarios, dotándosela ahora de un campo operativo más libre que le permitiera cumplir tanto la función modernizadora como la integradora de la sociedad. En un período agnóstico asumía plenamente las funciones que le habían correspondido a la Iglesia, cuando integraba el poder bicéfalo (el Trono y la Tiara). Más allá de los alegatos de la reforma universitaria cordobesa y de la intensa ideologización democrática que desplegó, se trató de una sustitución de equipos y doctrinas pero no de un asalto a los principios que estatuían la ciudad letrada, los cuales no sólo se conservaron, sino que se fortalecieron al redistribuirse las fuerzas mediante nuevas incorporaciones. Los abogados debieron compartir el poder con las nuevas profesiones (sociólogos, economistas, educadores) y la clase media se integró al sistema, pero ni aún así los abogados fueron desplazados de una tarea primordial de la ciudad letrada: la redacción de códigos y de leyes, para la cual obtuvieron la contribución del nuevo equipo filológico

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que se desarrolló, fortaleciendo el tradicionalismo, para compensar el trastorno democratizador que se vivía. La asombrosa y desproporcionada Réplica que formuló Rui Barbosa en 1902 al proyecto de código civil que examinaba el Senado brasileño, no respondió a un capricho egotista como se ha dicho frecuentemente, sino al cumplimiento cabal de la función letrada, que tendría consecuencias profundas en la jurisprudencia brasileña. Invocando a Bentham (“Tales palabras, tal ley”) defendió el principio de que “um código civil há de ser obra excepcional, monumento da cultura de sua epoca” pues “sôbre ser um cometimiento científico, é urna grande expressao da literatura nacional”9 por lo cual su escritura debía ser rigurosa, clara y, además, disipar todos los equívocos posibles. En el caso de los códigos y las constituciones, el rígido sistema semántico de la ciudad letrada encontraba justificación plena, pues resultaba obligado que respondieran a un unívoco sistema interpretativo. Este sólo podía fundarse en los dos principios lingüísticos citados (origen etimológico y uso constante, o sea secular, por una comunidad), por lo cual remitían fatalmente a la tradición de la lengua, religaban con los ancestros ultramarinos. De aquí procede la nota tradicionalista corrientemente anexa al funcionamiento de la ciudad letrada y también la importante contribución que a su sostén dieron los estudiosos de la lengua americana, visto que era el instrumento que con mayor alcance regía el orden simbólico de la cultura. El proceso modernizador desde 1870 fue acompañado —sutilmente compensado—por la creación de las Academias de la Lengua que hasta ese momento no habían existido en América y que, tal como se formularon y organizaron, fueron religaciones con las fuentes europeas. Todas las Academias hispanoamericanas nacieron como “correspondientes de la Academia española” desde la primera fundada, la colombiana, de 1872. Sólo dos excepciones parciales podrían citarse, que correspondieron a las naciones más dinámicas: la brasileña (de 1896), de la que observó con sagacidad Oliveira Lima que “criouse mais para consagrar a futura língua brasileira do que a passada língua portuguesa”10 y la argentina, estatuida como fraternidad de escritores simplemente, quizás reconociendo la pretendida autonomía de una lengua que en 1900 el francés Abeille celebraba como “nacional”, no como “castellana”, Al margen de la sabida ineficacia de estas academias, salvo la colombiana que contó con el mejor equipo lingüístico americano, su aparición fue la respuesta de la ciudad letrada a la subversión que se estaba produciendo en la lengua por la democratización en curso, agravada en ciertos puntos por la inmigración extranjera, complicada en todas partes por la avasallante influencia francesa y amenazada por la fragmentación en nacionalidades que en 1899 provocaba el alerta de Rufino José Cuervo: “Estamos, pues, en vísperas de quedar separados, como lo quedaron las hijas del Imperio Romano”. Contra esos peligros la ciudad letrada se institucionalizó. Generó un equipo capacitado de lingüistas, que desarrolló un espléndido período de estudios filológicos, aunque su acción resultó más eficaz donde ejerció directamente la administración del Estado: fue el caso colombiano en que el fundador de la Academia de la Lengua, Miguel Antonio Caro, también habría de ser presidente de la República. Pero a la ciudad letrada de la modernización le estarían reservadas dos magnas operaciones en las cuales quedaría demostrada la autonomía alcanzada por el orden de los signos y su capacidad para estructurar vastos diseños a partir de sus propias premisas, sustrayéndose a las coyunturas y particularidades del funcionamiento vivo de la realidad. Una de ellas tuvo que ver con el vasto contorno de la Natu-

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raleza y las culturas rurales que se habían venido desarrollando autárquicamente. La otra con el propio diorama artificioso que constituía la ciudad y que aun seguía trabando la independencia de los signos. A la primera operación competía la extinción de la Naturaleza y de las culturas rurales, inicial proyecto dominador que, por primera vez de modo militante, llevaron a cabo las ciudades modernizadas, buscando integrar el territorio nacional bajo la norma urbana capitalina. En su “Alocución a la Poesía” (1823) para que abandonara Europa y pasara a América, Andrés Bello le había propuesto dos grandes temas: la Naturaleza y la Historia. Sólo el segundo fue atendido por los poetas en tanto que el primero, a pesar de la suntuosidad de Heredia, no dejó de trasuntar la cosmética de la escuela europea donde fue aprendido, sin alcanzar el acento auténtico que quedó reservado al énfasis heroico o a las delicias amorosas. A pesar del programa romántico insistentemente proclamado, a pesar de que no hay lugar común más empinado en el pensamiento extranjero que la “ubérrima naturaleza americana”, América Latina no contó en el XIX con una escuela literaria de la envergadura del “trascendentalismo” norteamericano que dio Nature de Emerson ya en 1836, el Walden de Thoreau en 1854 y los libros de viajes de Herman Melville, antes de publicar Moby Dick en 1851, ni contó con un movimiento de artistas paisajistas como los de la Hudson River School que prohijó el “iluminismo” pictórico con nombres que van de Thomas Cole y Albert Bierstadt hasta Frederick Church (1826-1900), a quien le debemos espléndidos paisajes suramericanos como no los acometieron los pintores locales, a quienes en cambio se les pidió la gran parada militar, las gestas heroicas o los retratos burgueses. Si algo testimonia el ingénito espíritu urbano de la cultura latinoamericana es este desvío por las esplendideces naturales, que si todavía fueron obligados compromisos románticos, rápidamente se agotaron al llegar la modernización. Es característico que el venezolano Pérez Bonalde entonara una Oda al Niágara, la que fuera prologada entusiastamente por el escritor que aun durante la modernización defendió tenazmente el tema de la naturaleza: fue José Martí que vivió quince años en los Estados Unidos y recibió el impacto tardío de los “trascendentalistas”, consagrando artículos admirativos a Emerson y a Whitman. Entre los latinoamericanos no hubo en todo el siglo XIX un Thoreau que fuera a vivir en la naturaleza, a proclamar sus glorias y a escribir su Diario; los escritores residieron en las ciudades, capitales si era posible, y allí hicieron sus obras, en ese marco urbano, aunque las espolvorearan del color local de moda que exigía “naturaleza”. Dada esta tradición urbana, no hubo mayor problema en trasladar la naturaleza a un diagrama simbólico, haciendo de ella un modelo cultural operativo donde leer, más que la naturaleza misma, la sociedad urbana y sus problemas, proyectados al nivel de los absolutos. Lo hicieron sagazmente los dos mayores poetas de la modernización, Rubén Darlo y José Martí, quienes construyeron estructuras de significación, más engañadoramente estéticas en el primero y más dramáticamente realistas en el segundo.11 Pero seguía en pie otro problema, constituido por la producción cultural de los hombres presuntamente naturales que vivían en esa Naturaleza, en realidad constituido por sus principales construcciones simbólicas, como la lengua, la poesía, la narrativa, la cosmovisión, los mensajes históricos, las tradiciones largamente elaboradas, las cuales fluían dentro de un sistema productivo mayoritariamente oral que tenía peculiaridades irreductibles a los sistemas de comunicación urbana. En su carta-prólogo al Martín Fierro (1872), José Hernández describe detalladamente su tarea investigadora, como de novelista naturalista, para conocer los hombres y las costumbres de que trata en su

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libro. Concluye diciendo que se empeñó en retratar “lo más fielmente que me fuera posible, con todas sus especialidades propias, ese tipo original de nuestras pampas, tan poco conocido por lo mismo que es difícil estudiarlo, tan erróneamente juzgado muchas veces, y que, al paso que avanzan las conquistas de la civilización, va perdiéndose casi por completo”.12 En quien fue el más tesonero adalid de los hombres de la cultura rural rioplatense cuando recibieron el impacto destructor de la política liberal, estas precisiones metodológicas al comienzo de su obra testimonian dos cosas que veremos repetidas en otros libros de la llamada “literatura gauchesca” y, con más amplitud, en muchos otros referidos a las costumbres y a las producciones culturales del campo americano: (1) la aplicación de un instrumental que aspira a ser realista, probo y científico, cuya sola existencia denota la distancia que existe entre el investigador y el objeto observado, entre dos diferentes mundos a los cuales pertenecen, respectivamente, y que aun siguen siendo los de la civilización y la barbarie, aunque ya no sea ésta la palabra que se usa para describir a los rurales; (2) la complementaria comprobación de que el estudio se refiere a una especie que ya está en vías de extinción, a la manera de las investigaciones antropológicas sobre remanentes de pueblos primitivos. La investigación civilizada se aplica a un universo cultural que está desintegrándose y que se perderá definitivamente pues carece de posibilidad evolutiva propia. En la medida en que ese universo agonizante funciona a base de tradiciones analfabetas y usa un sistema de comunicaciones orales, puede decirse que la letra urbana acude a recogerlo en el momento de su desaparición y celebra mediante la escritura su responso funeral, pues la operación de Hernández, como la de muchos costumbristas, fue escrituraria y, en principio, destinada al público alfabeto urbano. El imprevisible éxito de El gaucho Martín Fierro situó al libro en la frontera entre ambas comunidades: mientras unos —los menos— lo leyeron, los otros —los más— lo oyeron leer o recitar y comenzaron a conservarlo en la memoria como una lección fija que ya se rehusaba a los sistemas transformativos orales. La modernización ejecuta similares operaciones en lugares entre sí apartados del continente, pues con diversos grados, las culturas rurales golpeadas por las pautas civilizadoras urbanas comienzan a desintegrarse en todas partes y los intelectuales concurren a recoger las literaturas orales en trance de agostamiento. Por generoso y obviamente utilísimo que haya sido este empeño, no puede dejar de comprobarse que la escritura con que se maneja, aparece cuando declina el esplendor de la oralidad de las comunidades rurales, cuando la memoria viva de las canciones y narraciones del área rural está siendo destruida por las pautas educativas que las ciudades imponen, por los productos sustitutivos que ponen en circulación, por la extensión de los circuitos letrados que propugnan. En este sentido la escritura de los letrados es una sepultura donde es inmovilizada, fijada y detenida para siempre la producción oral. Esta es, por esencia, ajena al libro y a su rigidez individualizadora, pues se modula dentro de un flujo cultural en permanente plasmación y transformación. Rige para este material la observación de Levi-Strauss de que todas las variantes componen el mismo mito, lo que no sólo reconoce su adaptación a diferentes circunstancias concretas, sino también la introducción dentro de él del factor histórico (difícilmente medible en los mitos de las culturas primitivas pero fácilmente comprobable en las invenciones verbales de las culturas rurales), el cual aporta variantes sobre el flujo tradicional, en cierto modo atemporal adaptándolo a los requerimientos de las circunstancias históricas. A pesar del reconocido

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conservatismo de las culturas rurales, derivado del tempo lento de su evolución, y a pesar del apego a la lección trasmitida por los mayores, derivado de su sistema educativo que concede rango superior a la sabiduría de la experiencia, esas culturas nunca estuvieron inmóviles, ni dejaron nunca de producir nuevos valores y objetos, ni se rehusaron a las novedades transformadoras, salvo que integraron todos esos elementos dentro del acervo tradicional, rearticulándolo, eligiendo y desechando sobre ese continuo cultural, combinando sus componentes de distinta manera y produciendo respuestas adecuadas a las modificaciones históricas. Se podría argumentar que no es radicalmente diferente el procesamiento cultural urbano aunque el ritmo de éste sea mucho más acelerado, las sustituciones más rápidas, la individuación de los productos más exigente. Pero sobre todo es diferente el recorte que las culturas urbanas introducen en su peculiar flujo, la nítida conciencia con que trazan los límites que separan del conjunto a un producto y lo incorporan a un nivel distinto, superior, reclasificándolo dentro de casilleros diferentes que responden a demandas también diferentes. Así son producidas las obras literarias. En el hemisferio brasileño de América Latina, la recopilación (segregadora y limitadora del continuo) estuvo a cargo de uno de los intelectuales de ardiente espíritu modernizado, imbuido de las diferentes escuelas científicas europeas de su tiempo, de Gervinus, Buckle y Curtius, a Scherer y Julian Schmidt. Se trató del famoso San Pablo de la escuela teuto-sergipana, Silvio Romero (1851 - 1914) quien procuró dominar el instrumental científico, riguroso y eficiente, de que era capaz la cultura europea de la época,13 para aplicarlo a la recopilación de las literaturas orales del Brasil: los Contos populares do Brasil en 1883, y los Contos populares do Brasil en 1885, precedidos por los Estudos sôbre a Poesia Popular no Brasil aparecidos en la Revista Brasileira en 1879-80. Ya en éstos fue visible que había quedado atrás la fe romántica en lo que Grimm llamara la “infalibilidad popular”, reemplazada por el análisis metódico (científico) de un material que era desprendido de su función cognoscitiva, en cuanto sistema de vida de una comunidad, para incorporarlo a lo que ya no podía ser otra cosa que literatura. Para este caso André Malraux también habría dicho que los dioses entraban al Museo del Arte, como estatuas, simplemente. Fue también ésa la norma que rigió la expansión del costumbrismo y de la novela realista. Sus autores se basaron en parecidos preceptos, más o menos científicos, que fijaban la especificidad de un nuevo campo, dentro de la estricta división del trabajo que propugnaba el pensamiento positivista al servicio de la estructura económica y social en curso. Esta división del trabajo no sólo distribuía los países para funciones diferenciales y dentro de ellas a los individuos para especialidades recortadas dentro de la totalidad, sino que también fijaba rejillas ordenadoras y clasificadoras de los materiales. Por primera vez en América Latina, comenzaron a construirse las literaturas, obedeciendo a la redistribución que había organizado el romanticismo y tardíamente se aplicaba al continente. En la época asistimos a la eclosión de las primeras historias literarias (de la del mexicano Francisco Pimentel a la del brasileño Silvio Romero) que diseñan urdimbres discursivas donde se reúne y organiza un material heteróclito, articulando sus diversos componentes para que obedezcan a un plan previamente asignado. Ese fue el cumplimiento del proyecto nacionalista. Retrasadamente, ya dentro de otras perspectivas metodológicas, se cumplió con las proposiciones románticas, nacidas en Europa cuando allí se establecieron las condiciones socio-económicas que parcialmente se repitieron en América medio siglo después. El concepto de literatura tomó cuerpo, susti-

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tuyendo al de bellas letras y, a la manera como lo habían interpretado Louis de Bonald y Madame de Staël, se legitimó en el sentimiento nacional que era capaz de construir. Esta nueva especificidad deslindó un campo del conocimiento con bases autónomas. Como les ocurriera a los románticos, este diseño fue en parte consecuencia de, y en parte fortalecido por, las humildes producciones orales de las culturas rurales, pues la concepción nacional se acrecentó con el ingrediente popular, cuya larga historia y cuyo conservatismo otorgaron amplia base legitimadora a la nacionalidad. Era previsible que fuera el Brasil, país cuya producción literaria más articuladamente había contribuido a la constitución nacional, donde primero se recurriera a la rica aportación popular, aunque muy pronto lo reiteraría en la Argentina Ricardo Rojas, como avanzado de un nacionalismo que se impondría en todo el continente entrado el siglo XX. No sólo había que diseñar una nueva rejilla clasificatoria, usando el concepto de literatura, para incorporar esos materiales populares; era también necesario que estuvieran muriendo en cuanto formas vivas de la cultura rural. Su agonía facilitó la demarcación de los materiales y su trasiego a la órbita de las literaturas nacionales. Un crítico ha observado que “Nineteenth-century costumbristas, for instance, who were responsible for the collection and preservation of such material were activated by this sense of imminent loss even when they also resigned themselves to its inevitability”,14 lo que debe verse dentro del marco general que así sintetiza un historiador: “Elsewhere, progress as conceived and implemented by the elites tended not only to impoverish but to deculture the majority. As the folk culture lost to modernization, the options for the majority diminished”.15 La constitución de la literatura, como un discurso sobre la formación, composición y definición de la nación, habría de permitir la incorporación de múltiples materiales ajenos al circuito anterior de las bellas letras que emanaban de las élites cultas, pero implicaba asimismo una previa homogenización e higienización del campo, el cual sólo podía realizar la escritura. La constitución de las literaturas nacionales que se cumple a fines del XIX es un triunfo de la ciudad letrada, la cual por primera vez en su larga historia, comienza a dominar a su contorno. Absorbe múltiples aportes rurales, insertándolos en su proyecto y articulándolos con otros para componer un discurso autónomo que explica la formación de la nacionalidad y establece admirativamente sus valores. Es estrictamente paralelo a la impetuosa producción historiográfica del período que cumple las mismas funciones: edifica el culto de los héroes, situándolos por encima de las facciones políticas y tornándolos símbolos del espíritu nacional; disuelve la ruptura de la revolución emancipadora que habían cultivado los neoclásicos y aun los románticos, recuperando a la Colonia como la oscura cuna donde se había fraguado la nacionalidad (en el Brasil es la obra pionera de Capistrano de Abreu); redescubre las contribuciones populares, localistas, como formas incipientes del sentimiento nacional y, tímidamente, las contribuciones étnicas mestizadas; sobre todo, confiere organicidad al conjunto, interpretando este desarrollo secular desde la perspectiva de la maduración nacional, del orden y progreso que lleva adelante el Poder.16 La literatura, al imponer la escritura y negar la oralidad, cancela el proceso productivo de ésta y lo fija bajo las formas de producción urbana. Introduce los interruptores del flujo que recortan la materia. Obviamente no hace desaparecer a la oralidad, ni siquiera dentro de las culturas rurales, pues la desculturación que la modernización introduce da paso a nuevas neoculturaciones, más fuertemente marcadas por las circunstancias históricas. Para éstas, la ciudad letrada será ciega; también para el similar

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proceso que ocurre dentro de la misma ciudad, donde se prolonga la producción oral mezclándose con la escrita y dando lugar a nuevos lenguajes, sobre todo a través de la mezzo-música y del teatro. La apropiación de la tradición oral rural al servicio del proyecto letrado concluye en una exaltación del poder. Es ése claramente el objetivo de las conferencias que pronuncia Leopoldo Lugones en Buenos Aires en 1913, delante de los miembros del Poder Ejecutivo, reunidas tres años después en su libro El payador: Titulo este libro con el nombre de los antiguos cantores errantes que recorrían nuestras campañas trovando romances y endechas, porque fueron ellos los personajes más significativos en la formación de nuestra raza. Tal cual ha pasado en todas las otras del tronco greco-latino, aquel fenómeno inicióse también aquí con una obra de belleza. Y de este modo fue su agente primordial la poesía, que al inventar un nuevo lenguaje para la expresión de la nueva entidad espiritual constituida por el alma de la raza en formación, echó el fundamento diferencial de la patria.17

Es un manifiesto arcaizante e idealizante que combina los lugares comunes de la retórica patriótica, agregándoles énfasis: “cantores errantes”, “trovando romances”, “nuestra raza”, “tronco greco-latino”, “entidad espiritual”, “alma de la raza”, patria al fin. En el mismo prólogo se comprueba la base realista en oposición a la cual se formula este discurso: corresponde a los inmigrantes del sector inferior de la sociedad que estaban metidos en la misma ciudad y habían demostrado su capacidad para la producción oral y escrita: La plebe ultramarina que a semejanza de los mendigos ingratos, nos armaba escándalo en el zaguán, desató contra mí al instante sus cómplices mulatos y sus sectarios mestizos. Solemnes, tremebundos, inmunes con la representación parlamentaria, así se vinieron. La ralea mayoritaria paladeó un instante el quimérico pregusto de manchar a un escritor a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal.18

Esta “plebe ultramarina” ya había producido los sainetes teatrales y sobre todo ya había modelado, con múltiples y dispares contribuciones, una expresión musical y poética de arrasadora influencia en la ciudad: el tango. Su vitalidad en la época en que hablaba Lugones, su plebeyismo urbano, su desenfadado encabalgamiento entre la oralidad y una torpe escritura, su ajenidad de los círculos cultos, pero más que nada su incontenible fuerza popular, hacían que fuera imposible incorporar el tango a los órdenes rígidos de la ciudad letrada. Tendría que esperar su ocaso a mediados de siglo para que también fuera recapturado por la escritura y transportado a mito urbano. La otra magna operación de la ciudad letrada tuvo que ver con la ciudad misma y fue por lo tanto más ardua y sutil que la cumplida con las culturas orales de la vida rural. La concentración de la urbe remedaba la concentración del poder que ocupaba su centro, pero también abarcaba dispares fuerzas que estaban en tensión y amenazaban sin cesar con una erupción de violencia que subvertiría la estructura jerárquica. La ciudad real era el principal y constante opositor de la ciudad letrada, a quien

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ésta debía tener sometida: la repentina ampliación que sufrió bajo la modernización y la irrupción de las muchedumbres, sembraron la consternación, sobre todo en las ciudades atlánticas de importante población negra o inmigrante, pues en la América india el antiguo sometimiento que la Iglesia había internalizado en los pobladores seguía sosteniendo el orden. El período modernizado, bajo su máscara liberal, se apoyó en un intensificado sistema represivo, aunque sus efectos drásticos se hicieron sentir más sobre la región rural que sobre la ciudad misma, pues trasladó a los sectores inferiores urbanos, en especial a los organizados de los obreros, una pequeña parte de las riquezas derivadas de la intermediación comercial y de la incipiente industrialización. Más eficaz que esas concesiones, posibles gracias al sometimiento rural, fue el plan educativo que se aplicó primordialmente a los habitantes de las ciudades y les abrió perspectivas de ascenso social. En la misma medida en que los cuadros sindicales compartían los principios básicos de la modernización, incluyendo la política de los campos que fue vista desde la misma perspectiva urbana con que la evaluaron positivamente los intelectuales (es excepcional en el continente el anarquismo ruralizado de los Flores Magón en México), el proyecto educativo no sólo fue bien recibido sino reclamado ardientemente como una palanca igualitaria. Tardíamente, hacia 1930, la frustración de estas expectativas condujo a intelectuales y dirigentes sindicales de la baja clase media a enarbolar las reivindicaciones agrarias y aun indígenas o negras, como una bandera persuasiva en que se cobijaban sus propias reclamaciones.19 Las ciudades en que se arracimaron ingentes migraciones rurales internas y a veces aún mayores externas, comenzaron a cambiar bajo este impacto que desbordó las planificaciones fundacionales y creó toda suerte de entorpecimientos a las comunicaciones, complicadas además por el funcionamiento intermediador de las ciudades-puertos en una economía exportadora-importadora vertiginosamente aumentada. Por primera vez se presenció, en la corta duración de una vida humana, la desaparición o trasmutación de los decorados físicos que la acompañaban desde la infancia. Lo que ocurrió en el París de 1850 a 1870, bajo el impulso del barón de Haussman, e hizo decir a Baudelaire que la forma de una ciudad cambiaba más rápidamente que el corazón de un mortal, se vivió hacia fines de siglo en muchas ciudades latinoamericanas.20 La ciudad física, que objetivaba la permanencia del individuo dentro de su contorno, se trasmutaba o disolvía, desarraigándolo de la realidad que era uno de sus constituyentes psíquicos. Por lo demás, nada decía a las masas inmigrantes, internas o externas, que entraban a un escenario con el cual no tenían una historia común y al que por lo tanto contemplaban, por el largo tiempo de su asentamiento, como un universo ajeno. Hubo por lo tanto una generalizada experiencia de desarraigo al entrar la ciudad al movimiento que regía el sistema económico expansivo de la época: los ciudadanos ya establecidos de antes veían desvanecerse el pasado y se sentían arrojados a la precariedad, a la transformación, al futuro; los ciudadanos nuevos, por el solo hecho de su traslado desde Europa, ya estaban viviendo ese estado de precariedad, carecían de vínculos emocionales con el escenario urbano que encontraban en América y tendían a verlo en exclusivos términos de interés o comodidad. Eran previsibles los conflictos y la literatura de la época los reflejó, aunque acentuando el matiz xenófobo, pues fueron los ciudadanos ya establecidos, descendientes de viejas familias, quienes escribieron. No obstante, el problema era más amplio y circunscribía a todos: la movilidad de la ciudad real, su tráfago de desconocidos, sus sucesivas construcciones y demoliciones, su ritmo acelerado, las mutaciones que introducían las nuevas costumbres, todo contribuyó a la inestabilidad, a la pérdida de

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pasado, a la conquista de futuro. La ciudad empezó a vivir para un imprevisible y soñado mañana y dejó de vivir para el ayer nostálgico e identificador. Difícil situación para los ciudadanos. Su experiencia cotidiana fue la del extrañamiento. A reparar ese estado acude la escritura. Cumple una operación estrictamente paralela a la desempeñada con las culturas orales de los campos. Con los productos de éstas había logrado fundar persuasivamente la nacionalidad y, subsidiariamente, la literatura nacional, beneficiándose de su desintegración y de su incapacidad para reproducirse creativamente dentro de una vía autónoma. Analógicamente lo hará con la propia ciudad, acometiendo la reconstrucción del pasado abolido con fingida verosimilitud, aunque reconvirtiéndolo subrepticiamente a las pautas normativas, y además movedizas, de la ciudad modernizada. Si con el pasado de los campos construye las raíces nacionales, con el pasado urbano construye las raíces identificadoras de los ciudadanos. Y en ambos casos cumple una suntuosa tarea idealizadora que infundirá orgullo y altivez a los auténticos descendientes de aquellos hombres de los campos, de aquellos hombres de las grandes aldeas, forzando a los advenedizos pobretones llegados del exterior a que asuman tales admirables progenitores. La escritura construyó las raíces, diseñó la identificación nacional, enmarcó a la sociedad en un proyecto, pero si por un momento los hombres concernidos por esos designios se hubieran puesto a reflexionar, habrían convenido en que todo eso que resultaba tan importante eran simplemente planos dibujados sobre papel, imágenes grabadas en acero, discursos de palabras enlazadas, y aún menos y más que eso lo que las conciencias alcanzan a soñar a partir de los materiales escritos, atravesándolos con la mirada hasta perderlos de vista para sólo disfrutar del sueño que ellos excitan en el imaginario, desencadenando y encauzando la fuerza deseante. De las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma a La gran aldea del argentino Lucio V. López, de los Recuerdos del pasado del chileno Pérez Rosales al México en cinco siglos de V. Riva Palacios, durante el período modernizado asistimos a una superproducción de libros que cuentan cómo era la ciudad antes de la mutación. Es en apariencia una simple reconstrucción nostálgica de lo que fue y ya no es, la reposición de un escenario y unas costumbres que se han desvanecido y que son registradas “para que no mueran”, la aplicación de una insignia goetheana según la cual “sólo es nuestro lo que hemos perdido para siempre”. Una investigación más detallada permite descubrir lo previsible, sabiendo que no hay texto que no esté determinado por una situación de presente y cuyas perspectivas estructurantes no partan de las condiciones específicas de esa situación: esa nutrida producción finisecular está signada por la ideología del momento y más que un retrato de lo ya inexistente, que por lo tanto no puede acudir a ofrecer la prueba corroborativa, encontramos en esos libros una invención ilusoria generada por el movimiento, la experiencia del extrañamiento, la búsqueda de raíces, el afán de una normatividad que abarque a todos los hombres. Cuando la ciudad real cambia, se destruye y se reconstruye sobre nuevas proposiciones, la ciudad letrada encuentra la coyuntura favorable para incorporarla a la escritura y a las imágenes que —como sabemos— están igualmente datadas, trabajando más sobre la energía desatada y libre del deseo que sobre los datos reales que se insertan en el cañamazo ideológico para proporcionar el color-real convincente. Esta función ideologizante de la ciudad pasada se aprecia aún mejor si se observa que debe componérsela con la otra parte del díptico que se produce en las mismas fechas y nos dota de las obras utópicas sobre la ciudad futura. Esta otra parte complementaria de la actividad letrada sobre la ciudad

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ya se había producido en las letras occidentales, en especial bajo la inspiración de los utopistas (Robert Owen, Saint-Simon, etc.) y nos dotó de piezas claves, como la de William Morris (News from Nowhere) o la de Edward Bellamy (Looking Backward) así como innumerables proyectos de realización, muchos de los cuales se orientaron hacia el “nuevo continente” como en el Renacimiento.21 Sin embargo, quizás el vuelo más desembarazado de la imaginación haya que buscarlo en las visiones de ciudades soñadas de lo que correctamente Rimbaud llamó Les Illuminations. Esta producción de utopías no entusiasmó en América Latina a los grandes escritores cultos y frecuentemente fue obra de aficionados. Para el caso del Uruguay una estuvo a cargo de un rematador, Francisco Piria (Uruguay en el año 2000) y otra de un espléndido pintor, Pedro Figari (Historia Kiria). La construcción de la ciudad futura no fue menos obra del deseo y la imaginación, no fue menos respuesta al movimiento desintegrador del sólido escenario de los hombres, que la construcción de la ciudad pasada, salvo que ésta pudo ser engalanada con el discurso verosímil del realismo decimonónico. Por lo cual es imprudente manejar como referencias históricas rigurosas, las que aparecen en la multitud de libros sobre Buenos Aires, Montevideo, Santiago, México o Río de Janeiro antiguos, que colmaron la época. Más adecuado es leerlos como la parsimoniosa edificación de modelos culturales que quiere establecer una nueva época, respondiendo al extrañamiento en que viven los ciudadanos. Su fundamental mensaje no se encontrará en los datos evocativos, sino en la organización del discurso, en los diagramas que hacen la trasmisión ideológica (tan intensa en libros que aparentemente sólo quieren testimoniar la objetiva realidad del pasado), en el tenaz esfuerzo de significación de que es capaz la literatura. Pues ésta —conviene no olvidarlo— no está sometida a la prueba de la verdad, sus proposiciones no pueden ser enfrentadas con los hechos externos; sólo pueden ser juzgadas interiormente, relacionando unas con otras dentro del texto y por lo tanto registrando su coherencia más que su exactitud histórica. En el mismo momento en que se disolvían los hechos externos, naciendo de esa disolución liberadora, pudo desplegarse el discurso literario que edificaba una ciudad soñada. Un sueño el futuro, un sueño el pasado, y sólo palabras e imágenes para excitar el soñar. Desaparecidos los datos sensibles, esos significantes del lenguaje urbano, se conquista el derecho de redimensionarlos de acuerdo a las puras significaciones que se quiere trasmitir a quien no será otra cosa que un lector. Aún éste, desprendido de los asideros reales, parece ser absorbido por el universo de los signos. La vida arraigada a que estaba acostumbrada se disuelve, es arrastrado por el movimiento transformador que no cesa y sin duda pierde pie; sólo puede recuperarse, sólo puede reencontrar analógicas raíces, en el vicario mundo que construyen los signos. A la fijeza persuasiva que los distingue, ellos agregan una condición que no es sólo hija de los tiempos que corren, sino de su peculiar naturaleza: constituyen modelos culturales que es posible manipular con destreza, pueden ser acondicionados a variadas estructuraciones de la significación, pueden reemplazarse fácilmente unos por otros, según las pulsiones del imaginario. Trazan entre todos un movimiento continuo, aunque éste, como el de la tierra, finge la solidez, la inmovilidad, el arraigamiento. Cuando desde fines del XIX la ciudad es absorbida en los dioramas que despliegan los lenguajes simbólicos y toda ella parece devenir una floresta de signos, comienza su sacralización por la literatura. Los poetas, como dijo el cubano Julián del Casal, son poseídos del “impuro amor de las ciudades” y contribuyen al arborescente corpus en que ellas son exaltadas. Prácticamente nadie esquiva este come-

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tido y todos contribuyen a la tarea sacralizadora: “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver, no habrá más penas ni olvido”. Se diría que no queda sitio para la ciudad real. Salvo para la cofradía de los poetas y durante el tiempo en que no son cooptados por el Poder. En esa pausa indecisa se los ve ocupar los márgenes de la ciudad letrada y oscilar entre ella y la ciudad real, trabajando sobre lo que una y otra ofrecen, en un ejercicio ricamente ambiguo a la manera en que lo veía Paul Valéry: “hésitation prolongée entre le son et le sens”. Durante esa vacilación están combinando un mundo real, una experiencia vivida, una impregnación auténtica con un orden de significaciones y de ceremonias, una jerarquía, una función del Estado. El poder tiende siempre a incorporarlos y la traza de este pasaje queda registrada en la palabra poética. Es la distancia que va de la tersura y el irónico temblor de “¿Recuerdas que querías ser una Margarita Gautier?” al estruendo del Canto a la Argentina. Aun así, debe convenirse que los miembros menos asiduos de la ciudad letrada han sido y son los poetas y que aun incorporados a la órbita del poder, siempre resultaron desubicados e incongruentes.

Notas al Capítulo IV: La ciudad modernizada 1

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De la legislación escolar. Montevideo, Imprenta de El Nacional, 1876, pp. 81-2. Asimismo, en p. 64, denuncia como falsa la contradicción caudillaje-civilismo que enarboló el liberalismo: “Nuestra organización política, sin embargo, con su complicado mecanismo, con su multiplicidad de funciones y funcionarios, supone una población ilustrada y educada en la práctica de las instituciones democráticas, de manera que de aquella realidad y de esta suposición resulta que vivimos en un engaño y una mentira permanente. Una cosa dicen las leyes y otra los hechos; a menudo las palabras son bellas y los actos malos, y a menudo también la mentira oficial no es ni más audaz ni más evidente que la mentira de los partidos que se hallan fuera del poder”. Ibidem, p. 68. En el mismo sentido, en p. 85: “En las palabras suele haber pues, antagonismo: pero en la realidad existe la unión estrecha de dos errores y de dos tendencias extraviadas, el error de la ignorancia y el error del saber aparente y presuntuoso: la tendencia autocrática del jefe de campaña, y la tendencia oligárquica de una clase que se cree superior. Ambos se auxilian mutuamente: el espíritu universitario presta a las influencias de campaña las formas de las sociedades cultas, y las influencias de campaña conservan a la Universidad sus privilegios y el gobierno aparente de la sociedad”. José María Samper, Historia de un alma, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1948, 2 vols., t. II, pp. 171-78, referidas a su amistad con Torres Caicedo: “yo iba creyendo que sí podía haber un liberalismo conservador o un conservatismo liberal aceptable para todos los hombres patriotas, sinceros y desinteresados en su amor al bien”. Richard M. Morse (con Michael L. Connif y John Wibel): The Urban Development of Latin America, 1750-1920. Stanford, Center for Latin American Studies, 1971; Nicolás Sánchez Albornoz, La población de América Latina, Madrid, Alianza Universidad, 1977, cap. 5 “Gobernar es poblar”. José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, Siglo XXI, 1976, p. 252. Claudio Véliz, The Centralist Tradition of Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1980, pp. 234-5. Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1972 (2a ed. rev.) p. 468. Justo Sierra, Obras Completas, México, UNAM, 1977 (ed. Agustín Yáñez), t. IV, Periodismo político. A su campaña política de 1878 en La libertad, corresponde también esta declaración de principios que puede vincularse a la citada del colombiano Samper: “Declaramos, en consecuencia, no comprender la libertad, si no es realizada dentro del orden, y somos por eso conservadores; ni el orden, si no es el impulso normal hacia el progreso, y somos, por tanto liberales” (t. IV, p. 146). Rui Barbosa, Obras completas, Rio de Janeiro, Ministerio da Educação e Saúde, 1953, vol. XXIX, t.II, pp. 92-3: “Com que outra coisa, a não ser comas palavras, se haviam de fazer as leis? Vida, propiedade, honra, tudo quanto nos é mais preciso, dependerá sempre da seleção das palabras” (Ibidem, t. III, p. 304). V. su ensayo “As línguas castelhana e portuguesa na América” (1906) en Impressões da América Espanhola (1904-1906), Rio de Janeiro, José Olympio, 1953 (ed. Manoel Da Silveira Cardozo).

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He estudiado el punto en mi prólogo a Rubén Darío, Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977 y en mi ensayo Indagación de la ideología en la poesía (Los dípticos seriados de Versos sencillos) en Revista Iberoamericana, 112-113, julio-diciembre de 1980. Poesía gauchesca, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. 192. V. Antonio Candido, O método crítico de Silvio Romero, São Paulo, FFCLUSP Boletim No. 266, 1963 (2a ed.). Jean Franco “What’s In a Name? Popular Culture Theories and Their Limitations” en Studies in Latin American Popular Culture, vol. 1, 1982, p. 7. E. Bradford Burns, “Cultures in Conflict: The Implications of Modernization in Nineteenth-Century Latin America” en Elites, Masses, and Modernization in Latin America, 1850-1930, Austin, University of Texas Press, 1979, pp.76-7. El mejor exponente mexicano fue la obra de Justo Sierra Evolución política del pueblo mexicano (1900), a la cual parece apuntar José C. Valadés, a pesar de exceptuarla, en su requisitoria contra la historiografía porfirista: “Fue durante el régimen porfirista cuando la historia oficial tomó sólido asiento. Hija de una innatural paz, esa historia fraguada por los adalides literarios del porfirismo, cubrió con el espeso manto de la autoridad, ideas, hombres y hechos que parecían contrarios al ensalmo pacifista; y si conservó algunas figuras y pensamientos fue a guisa de adorno para sus páginas” (El porfirismo. Historia de un régimen. El crecimiento, México, Patria, 1948, p. XXV). El payador, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 14. Ibidem, p. 15. V. François Bourricaud “Algunas características de la cultura mestiza en el Perú contemporáneo” en Revista del Museo Nacional, t. XXIII, Lima, 1954; también mi ensayo “El área cultural andina (hispanismo, mesticismo, indigenismo)” en Cuadernos Americanos, XXXIII, 6, México, nov-dic. 1974. En Mi diario, del mexicano Federico Gamboa, esta queja del 25 de abril de 1895, “¡Mi México se va! El vetusto Café de Iturbide tan lleno de carácter y de color local, propiedad de franceses desde su fundación, ya pasó a manos yanquis, con brebajes de allá, y parroquianos de allá...” Y un año antes, el 12 de abril: “Como el mejor día vendrá una piqueta y ni rastros dejará de ella, bueno es que quede siquiera un boceto de esta nunca bien ponderada botica en la calle del Coliseo, que todo México conoce y ha conocido de algunos lustros más”. (Diario de Federico Gamboa, (ed. José Emilio Pacheco), México, Siglo XXI, 1977, p. 54 y p. 52, respectivamente). V. Utopismo socialista (1830-1893). Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, (ed. Carlos M. Rama).

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Lectura Nº 5 Romero, José Luis, “Las Ciudades Masificadas”, en Latinoamérica: Las Ciudades y las Ideas, Argentina, Siglo Veintiuno Editores, 2004, pp. 319-389.

7. LAS CIUDADES MASIFICADAS La crisis de 1930 unificó visiblemente el destino latinoamericano. Cada país debió ajustar las relaciones que sostenía con los que, en el exterior, le compraban y le vendían, y atenerse a las condiciones que le imponía el mercado internacional: un mercado deprimido, en el que los más poderosos luchaban como fieras para salvar lo más posible de lo suyo aun a costa de ahogar en el fango a sus amigos de ayer. Comenzaba una era de escasez que se advertiría tanto en las ciudades como en las áreas rurales. La escasez podía negar a ser el hambre y la muerte. Pero fue, además, el motor desencadenante de intensos y variados cambios. De pronto pareció que había mucha más gente, que se movía más, que gritaba más, que tenía más iniciativa; más gente que abandonaba la pasividad y demostraba que estaba dispuesta a participar como fuera en la vida colectiva. Y de hecho hubo más gente, y en poco tiempo se vio que constituía una fuerza nueva que crecía como un torrente y cuyas voces sonaban como un clamor. Hubo una especie de explosión de gente, en la que no se podía medir exactamente cuánto era el mayor número y cuánta era la mayor decisión de muchos para conseguir que se contara con ellos y se los oyera. Una vez más, como en las vísperas de la emancipación, empezó a brotar de entre las grietas de la sociedad constituida mucha gente de impreciso origen que procuraba instalarse en ella; y a medida que lo lograba se trasmutaba aquélla en una nueva sociedad, que apareció por primera vez en ciertas ciudades con rasgos inéditos. Eran las ciudades que empezaban a masificarse. Todo se gestó desde la época de la primera guerra mundial y a lo largo de los diez años que le siguieron. Los países europeos y los Estados Unidos ajustaban trabajosamente sus economías, en parte para restañar sus heridas y en parte para situarlas en la posición más ventajosa desde allí en adelante. Pero la tarea era difícil y en 1929 el complejo armazón financiero y monetario de los vencedores se sacudió con inusitada violencia. El crac de la bolsa de Nueva York desarticuló todo el sistema y arrastró casi instantáneamente a las piezas menores. Poco después comenzaron a advertirse las consecuencias secundarias de la catástrofe, que afectaban a la economía misma, y los protagonistas del drama resolvieron actuar drásticamente para salvarse. Entre los pasos que dieron, uno muy importante fue ajustar cada uno sus relaciones con los países de su periferia, en los que vendían productos manufacturados y compraban materias primas. Las ventas se retrajeron y los precios se desbarrancaron. El pánico multiplicó los efectos del nuevo plan y a las consecuencias económicas de la crisis se sumaron los efectos sociales y políticos. Era inevitable que los poseedores latinoamericanos de la riqueza repitieran la maniobra de que habían sido víctimas. Reducidos a aceptar las condiciones del mercado internacional, procuraron ajustar la vida interna de cada uno de sus países para que los perjuicios no tuvieran que pagarlos ellos solos y, de ser posible, que los pagaran exclusivamente los demás. Hubo revoluciones, cambios en la política Sólo uso con fines educativos

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económica, modificaciones sustanciales en los mecanismos financieros y monetarios, y ajustes en las relaciones entre el capital y el trabajo, muchas veces perfeccionados, cuando fue necesario, con una enérgica política represiva de las clases populares. Para ellas no hubo misericordia y ni siquiera consejo. Caídos vastos sectores en la miseria, buscaron en su horizonte cómo salir de ella. Una de las salidas pareció a muchos la emigración hacia las ciudades. En algunas comenzaban precisamente entonces a desarrollarse ciertas industrias, fuera para sustituir importaciones, fuera porque los capitales extranjeros habían comenzado a radicarlas, fuera porque al calor de esos primeros incentivos se despertara en los capitalistas locales la tentación de hacer inversiones industriales. Así había comenzado a aparecer una demanda de trabajo urbano con buenos salarios que desató la imaginación de muchos desocupados rurales. Empezó una bola de nieve, cuyas consecuencias fueron amargas. Había desarrollo urbano y, al mismo tiempo, desempleo y miseria urbana, porque la oferta de trabajo superaba siempre a la demanda. Algo mejoró la situación a partir de 1940, cuando la segunda guerra mundial provocó una activación del aprovisionamiento de los beligerantes. En poco tiempo aparecieron inusitadas fuentes de trabajo, aunque siempre la demanda de empleos fue superior al número de plazas vacantes. No fue difícil advertir en los años que siguieron a la segunda guerra mundial que, en casi todos los países latinoamericanos, la vieja estructura socioeconómica resentida en 1930 no había logrado recuperarse y que se insinuaba en ella un cambio espontáneo e imprevisible. Hechos aislados revelaban que se abrían nuevos caminos, pero era imperceptible el sistema en el que se insertarían. Y al cabo de muy poco tiempo se advirtió que se cobraba conciencia de ese fenómeno, y que se empezaba a trabajar en proyectos de ordenación del desarrollo económico para corregir con un sentido nuevo y nuevas posibilidades las viejas estructuras. Múltiples posibilidades parecían ofrecerse a los países latinoamericanos en la década de 1940. La situación desmejoró luego un poco, pero, con todo, ciertas perspectivas quedaron abiertas para muchos países latinoamericanos: sólo los viejos esquemas eran irrepetibles, y era necesario correr el albur de elegir uno nuevo y de explorar sus posibilidades en los hechos. Fue una era de tanteos, aún no agotados, para encauzar los nuevos problemas de una sociedad convulsionada. Pero, como en el caso de la explosión social de fines del siglo XVIII, la que se produjo después de la crisis de 1930 consistió sobre todo en una ofensiva del campo sobre la ciudad, de modo que se manifestó bajo la forma de una explosión urbana que transformaría las perspectivas de Latinoamérica. Ciertamente hubo muchas ciudades que no alteraron su ritmo de crecimiento y muchas que permanecieron estancadas. Pero Latinoamérica asistió al despegue de cierto número de ciudades, algunas de las cuales alcanzaron muy pronto la categoría de metrópolis; otras, en cambio, comenzaron entonces su desarrollo, pero en condiciones tan favorables que asumieron precozmente una condición de grandes ciudades en potencia y demostraron que lo llegarían a ser en un plazo no muy largo. De todos modos, unas y otras se transformaron en polos de tal significación en su región y en su país que influyeron decisivamente sobre el conjunto. Las regiones y los países giraron, aún más que antes, alrededor de las grandes ciudades, reales o potenciales. Y cada una de ellas constituyó un foco sociocultural original en el que la vida adquirió rasgos inéditos. El fenómeno latinoamericano seguía de cerca al que se había producido en los países europeos y

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en los Estados Unidos, pero adquirió caracteres socioculturales distintos. En algunas ciudades comenzaron a constituirse esos imprecisos grupos sociales, ajenos a la estructura tradicional, que recibieron el nombre de masas. Y allí donde aparecieron, el conjunto de la sociedad urbana comenzó a masificarse. Cambió la fisonomía del habitat y se masificaron las formas de vida y las formas de mentalidad. A medida que se masificaban, algunas ciudades de intenso y rápido crecimiento empezaron a insinuar una trasformación de su fisonomía urbana: dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos. La anomia empezó a ser también una característica del conjunto. Fue un proceso que se inició sordamente con la crisis de 1930 y que prosigue hoy, acaso más intensamente, hasta caracterizar y definir la situación contemporánea de Latinoamérica. Y acaso no sea menos significativo que, por un efecto de demostración, comenzaron a masificarse también muchas ciudades en cuyas sociedades no se habían constituido masas. 1. LA EXPLOSIÓN URBANA En las primeras décadas del siglo XX se produjo en casi todos los países latinoamericanos, con distinta intensidad, una explosión demográfica y social cuyos efectos no tardaron en advertirse. Más se tardó en identificar el fenómeno y más todavía en distinguir lo estrictamente demográfico de lo social. Hubo, notoriamente, un crecimiento de la población con decidida tendencia a sostenerse y acrecentarse. Pero inmediatamente comenzó a producirse un intenso éxodo rural que trasladaba hacia las ciudades los mayores volúmenes de población, de modo que la explosión sociodemográfica se trasmutó en una explosión urbana. Con ese rostro se presentó el problema en las décadas que siguieron a la crisis de 1930. En México, la revolución de 1910 desató un proceso de desarraigo rural que se canalizó, a partir de 1920, en una decidida marcha hacia las ciudades: documenta el fenómeno la vasta novelística de la revolución, a partir de Los de abajo de Mariano Azuela, publicada en 1916, y de La sombra del caudillo, que publicó Martín Luis Guzmán en 1929. En el Perú, en la década de 1920, comenzaron los serranos a bajar hacia Lima por el camino que se había abierto desde Puquio. “Al mismo tiempo —relata José María Arguedas en Yawar Fiesta— por todos los caminos nuevos bajaron a la capital los serranos del Norte, del Sur y del Centro”. La crisis de las salitreras llevaron millares de desocupados a las ciudades chilenas; la de la agricultura pampeana a las ciudades argentinas; la del café y la sequía de los sertones a las ciudades brasileñas. En casi todas partes aparecieron los mismos hechos. Explosión demográfica y éxodo rural se combinaron para configurar un fenómeno complejo e incisivo, en el que se mezclaba diabólicamente lo cuantitativo y lo cualitativo, cuyo escenario serían las ciudades elegidas para la concentración de esos inmigrantes desesperados y esperanzados a un tiempo. Prolíficos en sus lugares de origen, los inmigrantes lo siguieron siendo en las ciudades en las que se fijaron y donde constituyeron un conjunto agregado, perdido en la complejidad de la sociedad tradicional. Una vez instalados, siguieron aumentando en número. Familias numerosas se arracimaban en los antiguos barrios pobres o en las zonas marginales de las ciudades, acaso agrupadas por afinidades de origen los de un mismo pueblo o una misma región. Y a medida que el grupo crecía, su presencia se hacía más visible y alertaba acerca del fenómeno demográfico que se estaba produciendo. Si alguno

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de los inmigrantes salía de su gueto y aparecía en otro barrio, llamaba la atención de la sociedad tradicional y merecía un calificativo especial: era el “peladito” de la ciudad de México o el “cabecita negra” de Buenos Aires. Se veía que la ciudad se inundaba, y el número de los recién llegados, de los ajenos a la ciudad, siguió creciendo a una velocidad mayor que la que desarrollaron para alcanzar los primeros grados de la integración. Los inmigrantes internos traían vivo el recuerdo de su lugar de origen: las zonas rurales deprimidas o las aldeas y pequeñas ciudades empobrecidas. El brasileño Jorge Amado dio en Gabriela, cravo e canela una imagen brillante de esos inmigrantes fugitivos de la sequía del sertón. Campesinos, muchos querían seguir siendo campesinos y tentar fortuna con cultivos en alza. Pero otros, campesinos también, adivinaban las posibilidades de la ciudad; y los que conocían algún oficio o tomaron la decisión de aprenderlo, se quedaron en las ciudades. Así crecieron Ilheus, Bahía, Recife, y sobre todo San Pablo, con la gente que empezaba a sentir la crisis del café sumada a la que emigró del Nordeste. Pero no todos los inmigrantes venían del campo, Muchos se arrancaban de pequeñas o medianas ciudades que acentuaban su decadencia: de Ayacucho o Cajamarca en el Perú, de los pueblos de la sabana en Colombia, de San Carlos de Salta o Moisesville en Argentina. Así se creó la imagen de la ciudad abandonada, como aquella de los llanos venezolanos llamada Ortiz por Miguel Otero Silva en su novela Casas muertas, o la de Comala donde sitúa Juan Rulfo a Pedro Páramo, o, en fin, la ilusoria Macondo que evoca Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. La miseria sin esperanzas echaba de la ciudad a los jóvenes, a los que no se resignaban a enterrarse vivos en la ciudad que se moría, a los que todavía tenían fuerza moral para intentar reconstruir su vida en otra parte. Y la vieja ciudad apuraba su caída, abandonadas y en ruinas la mayoría de sus casas, y poblada solamente por viejos que arrastraban sus trabajos y sus días. Hubo, pues, pueblos y ciudades de diversa magnitud a los que la explosión urbana no contagió su dinamismo ni benefició con la movilización sociodemográfica que produjo. Por el contrario, fueron sus víctimas. A costa de su despoblación crecieron otros pueblos que empezaban desde la nada en regiones donde aparecía una nueva fuente de riqueza que desataba las imaginaciones. “He oído decir a los camioneros —explicaba el personaje de Casas muertas— que, mientras Ortiz se acaba, mientras Parapara se acaba, en otros sitios están fundando pueblos”. Estos entraban en la explosión urbana, pero al precio de la declinación de otros, que se acababan ante la impotencia de sus antiguos pobladores, que no entendían quién movía los hilos de su destino. Pero a veces no se acababan del todo. Quienes no emigraban solían encontrar ciertas débiles formas de vida que sostenían, en parte al menos, el armazón del poblado. Una economía mínima lo alimentaba. Pero los nuevos tiempos ofrecieron otras opciones a muchos de ellos, si el azar de una carretera los ponía en la ruta del desarrollo. Y sobre todo, si alguien descubría que el somnoliento paraje escondía algún encanto capaz de atraer el flujo del turismo. Signo de los tiempos, la vocación turística crecía en las grandes ciudades y desbordaba sobre los pequeños rincones en los que se conservaba alguna huella de ese pasado que se perdía irremisiblemente en las grandes ciudades. Y la prodigiosa organización de esa nueva industria del turismo orientaba la curiosidad, inventaba el indescriptible encanto de un lugar, y de pronto insuflaba nueva vida a la vieja ciudad que parecía moribunda. Un cuidado folleto con unas sugestivas fotografías redescubría un lugar: su silenciosa plaza, su vieja

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iglesia, sus añosas casonas alguna de las cuales alojaba un desvanecido recuerdo de la historia patria. Las caravanas de turistas, extranjeros y nacionales, empezaron a alimentar la vida artificial de algunas ciudades, entre las cuales estaban las que con justicia podían ser designadas como “ciudades-museo”, como Taxco o Guanajuato en México, como Antigua Guatemala, como Villa de Leyva en Colombia o la misma ciudad de Cuzco en Perú. Y a la inversa de las “ciudades-dormitorio”, éstas, deshabitadas por las noches, lucían una bulliciosa actividad durante el día, entre el ir y venir de los autobuses de turismo, los automóviles, los grupos que se desplazaban sacando fotografías o comprando souvenirs. Este disimulo del estancamiento no sólo alcanzó a ciudades a las que la emigración había vaciado sino a muchas que, quizá, arrastraban su inmovilidad desde mucho tiempo. De otras muchas ciudades, ciertamente, no pudo decirse que se disimulara el estancamiento. Nacidas durante la colonia o surgidas luego, en un momento favorable para la región, nada estimuló su crecimiento. Sería imposible enumerarlas porque su cantidad supera de lejos al de las ciudades en proceso de crecimiento; y sería ocioso porque sus nombres no resuenan fuera del país al que pertenecen. Pero se puede recordar el nombre de algunas, elegidas al azar, o acaso entre las más significativas en las vísperas de la erupción urbana: Popayán, San Cristóbal, Ouro Preto, Maldonado, Concepción del Uruguay, Loja, Sucre, León. Ni por ellas, ni por otras muchas como ellas, pasó la explosión urbana, porque los movimientos migratorios y los fenómenos que los acompañaron no podían producirse sino donde existía un polo de atracción y una posibilidad, efímera o duradera, de desarrollo. Como antes el oro y luego el caucho, el petróleo despertó por estos años una viva esperanza. Con la ilusión del petróleo iban los inmigrantes venezolanos de Casas muertas, en busca de ese “oriente” más allá del cual estaba Ciudad Bolívar, una ciudad que en la década del treinta no llegaba a 20.000 habitantes y que cuadruplicaría su población al llegar a 1970. Más espectacular era el crecimiento del emporio petrolero de Venezuela, Maracaibo: apenas 100.000 habitantes en la década del treinta, y luego, 235.000 en 1950, 420.000 en 1960 y 660.000 en 1970. Y de alguna significación fue el crecimiento de la ciudad de Comodoro Rivadavia, levantada en el desierto petrolero de la Patagonia argentina, y que pasó de 5.000 habitantes en la década del treinta a casi 90.000 en 1970. Pero lo que más poderosamente atrajo la atención de los que querían abandonar las zonas rurales o las ciudades estancadas fue la metrópoli, la gran ciudad cuya aureola crecía en el impreciso comentario de quien sabía algo de ella, y aun más a través de los medios masivos de comunicación: los periódicos y revistas, la radio y, sobre todo, el cine y la televisión, que mostraban a lo vivo un paisaje urbano que suscitaba admiración y sorpresa. La gran ciudad alojaba una intensa actividad terciaria, con mucha luz, con muchos servicios de diversa índole, con muchos negocios grandes y chicos, con mucha gente de buena posición que podía necesitar criados o los variados servicios propios de la vida urbana. La atracción era aún mayor si la ciudad había comenzado a dar el salto hacia la industrialización. Era un buen signo. Quienes comenzaban a proyectar la instalación de fábricas buscaban una infraestructura favorable, buena provisión de agua y energía, buenos transportes y comunicaciones; esperaban hallar un aparato eficaz para la comercialización y quizá aspiraban a participar en los privilegios acordados a ciertas zonas para localizaciones de industrias y a aprovechar la proximidad de los grandes centros financieros, administrativos y políticos. Esa gran ciudad era la preferida. Allí podría el inmigrante encontrar “trabajo urbano”: en los servicios, en el comercio o en

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la industria, y quizá con altos salarios si se alcanzaba el nivel de preparación suficiente como para ser un trabajador calificado. Pero el gran centro urbano ofrecía más. El trabajo urbano se hacía en compañía de otros trabajadores con quienes compartir, primero la tarea, y luego el comentario, las reacciones, quizá la lucha contra la patronal a través de sindicatos que ofrecían la posibilidad de una intensa participación en la vida social. El trabajador vivía en un ambiente urbano, compacto, tentador. De día las calles estaban llenas de gente y sólo verlas era un espectáculo; de noche se iluminaban, y también encendían sus luces los negocios, los cines, los teatros, los cafés. Había donde ir. Y los domingos se ofrecían diversiones populares que reunían muchas gentes y en las que hasta se podían dejar de lado las represiones cotidianas. Quizá lo más duro era tener un techo; pero a la larga se la conseguía, bueno o malo. Y desde la vivienda, primaria quizá, pero urbana al fin, parecía que se tenía el derecho de reclamar todos los beneficios de la vida urbana, aquellos de que gozaba el que ya estaba establecido e integrado. Hasta el consumo empezaba a parecer posible: una radio, un refrigerador, quizá a la larga un televisor. Todo eso parecía ofrecer la gran ciudad al inmigrante, que se acercaba a ella con esa encadenada esperanza del cuento de la lechera. El problema era llegar, e inmediatamente después introducirse en el misterioso tejido social de la ciudad. Era difícil conseguir un techo, un trabajo, un amigo familiarizado con la ciudad que iniciara al recién llegado en sus secretos. Pero poco a poco se conseguía, unas veces en los núcleos deprimidos de la ciudad y otras veces en las zonas marginales. Y cuando se conseguía, la masa inmigrante se encontraba agregada al conjunto de las clases populares tradicionales y multiplicaba su número, esto es, acrecentaba enormemente la proporción numérica de las clases populares en relación con las otras clases. Muchos tuvieron la sensación de que la ciudad podía estallar en cualquier momento, porque, además, la tasa de crecimiento vegetativo era alta en las clases populares. Y algunas estallaron. Las tensiones sociales se intensificaron, porque el crecimiento desmesurado de la población urbana originó un círculo vicioso: mientras más crecía la ciudad más expectativas creaba y, en consecuencia, más gente atraía porque parecía que podía absorberla; pero, en rigor, el número de quienes se incorporaban a la estructura urbana era siempre superior a lo que la estructura podía soportar. Era inevitable que la explosión urbana, nacida de una explosión sociodemográfica, desencadenara a su vez graves explosiones sociales en el seno de las ciudades. Las migraciones y el alto índice de aumento vegetativo concurrieron para provocar el crecimiento cuantitativo de las ciudades. Otras circunstancias concurrirían para que se produjera, en la nueva estructura social de las ciudades que crecían, una transformación cualitativa que influiría sobre los caracteres de la explosión urbana. Pero, de todos modos, lo más visible fue el aumento numérico de la población. Sólo alrededor de diez ciudades superaban, en el año 1900, los 100.000 habitantes. Pero en 1940 cuatro ciudades —Buenos Aires, México, Río de Janeiro y San Pablo— sobrepasaban el millón, alcanzando la primera a los dos millones y medio; contaba pues, entre las mayores ciudades del mundo. Para ese año, cinco ciudades sobrepasaban el medio millón: Lima, Rosario, La Habana, Montevideo y Santiago de Chile, de las cuales esta última tocaba ya el millón. Y once ciudades sobrepasaban los 200.000 habitantes: tres en Brasil —Recife, Salvador y Porto Alegre—, tres en Argentina —Avellaneda, Córdoba y La Plata—, una en México —Guadalajara—, una en Bolivia —La Paz—, una en Colombia —Bogotá—, una en Venezuela —Caracas— y otra en Chile —Valparaíso.

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En el curso de los treinta años siguientes la situación se precipitó. Ocho capitales no sólo sobrepasaron el millón sino que, derramándose sobre extensas áreas metropolitanas, alcanzaron cifras comparables a las de las ciudades más pobladas del mundo: dos de ellas, México y Buenos Aires, sobrepasaron los ocho millones y medio de habitantes. Cuatro capitales —Santiago, Lima, Bogotá y Caracas— tuvieron un crecimiento vertiginoso. Santiago se acercaba al millón en 1940 y llegó a 2.600.000 treinta años después; pero en el mismo plazo Lima pasó de 600.000 a 2.900.000, Bogotá de 360.000 a 2.540.000 y Caracas de 250.000 a 2.118.000. Tan vertiginoso fue el crecimiento, que de todas ellas podría decirse lo que Antonio Gómez Restrepo escribía de Bogotá muy al principio de este proceso: “Los bogotanos vamos siendo una colonia cada día más pequeña en nuestra tierra natal; pero esta misma superabundancia de gentes, si por una parte ha contribuido a la formación de los nuevos barrios residenciales y de otros, muy bien acondicionados, para empleados y modestos funcionarios, ha arrojado sobre los suburbios una masa confusa que ha buscado refugio en un conglomerado de habitaciones míseras, faltas de toda higiene”. Las migraciones arrinconaban a la sociedad tradicional de la capital, se filtraban en ella o acaso la cercaban. Menos se notó en las capitales que no llegaron por entonces a alcanzar los dos millones de habitantes: Montevideo y La Habana. Entretanto otras ciudades que no tenían rango de capitales habían alcanzado un crecimiento notable. Río de Janeiro, que dejó de ser la capital brasileña en 1960, había pasado de 1.800.000 habitantes en 1940 a 6.700.000 en 1970 en el área metropolitana; pero su crecimiento fue menos intenso que el de San Pablo, cuyo prodigioso desarrollo puso de manifiesto todos los elementos que contribuyen al proceso latinoamericano de urbanización. Con una población de 1.326.000 en 1940, la ciudad industrial extendida sobre una amplia área suburbana y rebasando esos límites inconteniblemente, alcanzó en el conjunto de la zona metropolitana, en 1970, una población de 7.750.000. Otras ciudades brasileñas crecieron considerablemente: de 1940 a 1970 Recife pasó de 250.000 a 1.200.000 habitantes; Porto Alegre de 350.000 a poco más de un millón, y Salvador de Bahía de 350.000 a un millón. A más de un millón llegó también hacia 1970 la población de dos ciudades colombianas del valle de Cauca, Cali y Medellín, ambas constituidas en centros comerciales e industriales de zonas muy ricas, pero cuya población rural optó por la emigración: más de 400.000 campesinos llegaron a Medellín entre 1938 y 1968 para instalarse en los “barrios piratas” de la ciudad. Y a muy cerca de los dos millones alcanzaron hacia 1970 dos ciudades mejicanas: Guadalajara, antigua capital del Estado de Jalisco y tradicionalmente la segunda ciudad del país, que pasó de 229.000 en 1940 a un millón y medio en 1970, y aun más si se considera su área metropolitana; y Monterrey, la nueva metrópoli industrial crecida al pie del Cerro de la Silla, que contando apenas 150.000 habitantes en 1940 llegó a 1.200.000 en 1970. No menos trascendental —a escala nacional y regional— fue el crecimiento de otras ciudades que están cerca del medio millón de habitantes, como Guayaquil en Ecuador o Barranquilla en Colombia; y aún otras que oscilan más allá o más acá del medio millón, como Maracaibo en Venezuela, Puebla en México o Rosario o Córdoba en Argentina. En todos los casos el polo urbano funcionó como una opción frente a la crisis de las áreas rurales y, en cada caso a su escala, provocó las migraciones, las concentraciones de población y la explosión urbana. Pero lo más significativo fue que la misma influencia ejercieron las innumerables pequeñas explosiones urbanas. Decenas y decenas de ciudades que tenían entre veinte y cuarenta mil habitantes hacia 1930 multiplicaron su población por tres o por cuatro en cua-

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renta años, y a veces por más, produciéndose en pequeña escala los mismos fenómenos sociales que en las grandes ciudades. Ciudades con 200.000 habitantes se sintieron masificadas y vieron su infraestructura superada por el crecimiento de la población. Y casi podría agregarse que aun en ciudades más pequeñas todavía pero de crecimiento acelerado se advirtieron los mismos efectos. La explosión urbana modificó la fisonomía de las ciudades. Se quejaron de ello quienes las disfrutaron antes, apacibles y sosegadas, pero, sobre todo, con una infraestructura suficiente para el número de sus habitantes. Los invasores las desfiguraron e hicieron de ellas unos monstruos sociales que revistieron además, por los mismos años, los caracteres inhumanos que les prestó el desarrollo técnico. Alguien llegó a decir que las ciudades eran ya “invisibles”. Un testimonio es el del peruano Sebastián Salazar Bondy, que reunió sus observaciones sobre su ciudad en un libro que tituló Lima, la horrible. Y refiriéndose a la explosión urbana y a la masificación de la ciudad escribía en 1962: “Hace bastante tiempo que Lima dejó de ser... la quieta ciudad regida por el horario de maitines y ángelus, cuyo acatamiento emocionaba al francés Radiguet. Se ha vuelto una urbe donde dos millones de personas se dan de manotazos, en medio de bocinas, radios salvajes, congestiones humanas y otras demencias contemporáneas, para pervivir. Dos millones de seres que se desplazan abriéndose paso... entre las fieras que de los hombres hace el subdesarrollo aglomerante. El caos civil, producido por la famélica concurrencia urbana de cancerosa celeridad, se ha constituido, gracias al vórtice capitalino, en un ideal: el país entero anhela deslumbrado arrojarse en él, atizar con su presencia el holocausto del espíritu. El embotellamiento de vehículos en el centro y las avenidas, la ruda competencia de buhoneros y mendigos, las fatigadas colas ante los incapaces medios de transporte, la crisis del alojamiento, los aniegos debido a las tuberías que estallan, el imperfecto tejido telefónico que ejerce la neurosis, todo es obra de la improvisación y la malicia. Ambas seducen fulgurantes, como los ojos de la sierpe, el candor provinciano para poder luego liquidarlo con sus sucios y farragosos absurdos. La paz conventual de Lima, que los viajeros del siglo XIX, y aun de entrado el XX, celebraron como propicia a la meditación, resultó barrida por la explosión demográfica, pero la mutación fue sólo cuantitativa y superficial: la algarada urbana ha disimulado, no suprimido, la vocación melancólica de los limeños, porque la Arcadia colonial se torna cada vez más arquetípica y deseable”. Tales fueron los efectos de la explosión sociodemográfica. Pero nadie quiere renunciar a la ciudad. Vivir en ella se convirtió en un derecho, como lo señalaba Henri Lefebvre: el derecho a gozar de los beneficios de la civilización, a disfrutar del bienestar y del consumo, acaso el derecho a sumirse en cierto excitante estilo de enajenación. Las ciudades crecían, los servicios públicos se hacían cada vez más deficientes, las distancias más largas, el aire más impuro, los ruidos más ensordecedores. Pero nadie —o casi nadie— quiso ni quiere renunciar a la ciudad. Focos de concentración de fuerzas, las ciudades ejercieron cada vez más influencia sobre la región y el país. Y en las ciudades adquirieron cada vez más influencia las masas, esas formaciones sociales que las tipifican desde que se produjo la explosión urbana. Ciertamente, la explosión urbana ha desencadenado una revolución, latente y perceptible. O acaso sea la forma en que se manifiesta una revolución ciega, nacida del proceso social. Pero la ciudad, fiel a su vocación, comenzó a someter a severo tratamiento a la revolución ciega y fue abriéndole los ojos. Poco a poco empezó a tentarla con el fruto agridulce de la ideología.

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2. UNA SOCIEDAD ESCINDIDA En aquellas ciudades donde se produjo la concentración de grupos inmigrantes la conmoción fue profunda. Muy pronto se advirtió que la presencia de más gente no constituía sólo un fenómeno cuantitativo sino más bien un cambio cualitativo. Consistió en sustituir una sociedad congregada y compacta por otra escindida, en la que se contraponían dos mundos. En lo futuro, la ciudad contendría —por un lapso de imprevisible duración— dos sociedades coexistentes y yuxtapuestas pero enfrentadas en un principio y sometidas luego a permanente confrontación y a una interpenetración lenta, trabajosa, conflictiva, y por cierto, aún no consumada. Una fue la sociedad tradicional, compuesta de clases y grupos articulados, cuyas tensiones y cuyas formas de vida transcurrían dentro de un sistema convenido de normas: era, pues una sociedad normalizada. La otra fue el grupo inmigrante, constituido por personas aisladas que convergían en la ciudad, que sólo en ella alcanzaban un primer vínculo por esa sola coincidencia, y que como grupo carecía de todo vínculo y, en consecuencia, de todo sistema de normas: era una sociedad anómica instalada precariamente al lado de la otra como un grupo marginal. Antes de que sufriera el complejo proceso social que lo convertiría en el núcleo fundamental de la masa urbana, tal como apareció en las ciudades de Latinoamérica a partir de la primera guerra mundial, el grupo inmigrante ofreció el aspecto de un conjunto humano heterogéneo: familias, mujeres y hombres solos, todos entregados a una especie de azar del que dependía la nueva etapa de sus vidas. Venían de áreas rurales —generalmente próximas, remotas algunas veces— o de pequeñas ciudades que abandonaban convencidos de que no había horizontes para ellas, y llegaban a los bordes de las ciudades que constituían su meta. En Lima —cuenta José María Arguedas— los que habían llegado primero consiguieron trabajo doméstico en casa de los ricos de su pueblo que también se habían desplazado hacia la capital. Y ya familiarizados con la ciudad, estos últimos acogieron a los que llegaban en olas sucesivas. “Y sin que nadie lo organizara —escribe en Yawar Fiesta—, la entrada de los puquios, como la de todos los serranos, se hizo en orden: los “chalos” ayudaron a los “chalos” [...] los “mistis” a los “mistis” [...] relacionándolos con la sociedad [...] Los estudiantes también se ayudaron en el mismo orden, según el dinero de sus padres; los pobres buscaron cuartitos, cerca de la Universidad o de la Escuela de Ingenieros, se acomodaron en los cuartos para sirvientes, en las azoteas, bajo las escaleras o en las casas señoriales, antiguas, que ahora que están a punto de caerse, son casas de alquiler para obreros y para gente pobre”. En algunas ciudades había lugares fijos para la concentración de los inmigrantes, como relata el brasileño Jorge Amado en Gabriela, cravo e canela refiriéndose a la de Ilheus. Para llegar allí había que salir del centro, dejar atrás la feria donde las barracas estaban siendo desmontadas y las mercaderías recogidas, y atravesar los edificios del ferrocarril. “Antes de comenzar el Morro de Conquista —sigue diciendo Jorge Amado— estaba el mercado de los esclavos. Alguien, hacía mucho tiempo, había llamado así al lugar donde los “retirantes” acostumbraban acampar, en espera de trabajo. El nombre había pegado y ya nadie lo llamaba de otra manera. Allí se amontonaban los sertaneros huidos de la sequía, los más pobres de cuantos abandonaban sus casas y sus tierras ante el llamado del cacao. En otras ciudades la llegada era aun más formal. En las argentinas, la emigración era por tren y el arribo a las estaciones ferroviarias, en las que descendían de cada convoy decenas de familias de extraño aspecto y

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estrafalario equipaje que buscaban al que esperaban que fuera a recibirlas: un inmigrante anterior que tenía previsto algún acomodo. En otras partes los autobuses rurales volcaban la misma carga. Y desde el apeadero empezaba la peregrinación, unas veces hacia los barrios viejos y deprimidos de la ciudad, como el Tepito en México, y otras hacia los bordes despoblados, tierra de nadie en la que era posible instalarse con la condición de renunciar a todos los servicios: los cerros que rodean a Caracas o a Lima, las zonas bajas próximas a Buenos Aires, los basurales de Monterrey o las salitrosas tierras del desecado lago Texcoco en México. Un rancho precario, quizá levantado en una noche, consolidaba la situación del inmigrante que, desde el día siguiente, comenzaba la ardua labor de acercarse a la estructura en la que reinaba la sociedad normalizada, un acercamiento que terminaría en su integración después de un plazo imprevisible que, quizá, podía alcanzar a más de una generación. En rigor, el grupo inmigrante no era todavía una sociedad y no podía contraponer un sistema a otro. Lo que se oponía al sistema de la sociedad normalizada entre cuyos vericuetos quería entrar, era el pecho descubierto de un conjunto humano indefenso, sin vínculos que lo sujetara, sin normas que le prestaran homogeneidad, sin razones válidas para frenar, en última instancia, el desborde de los instintos o, simplemente, del desesperado apremio de las necesidades. Era un conjunto de seres humanos que luchaban por la subsistencia, por el techo, esto es, por sobrevivir; pero que luchaban también por tratar de vivir, aunque el precio de ese goce fuera alto. Y ambas luchas entrañaban la necesidad de aferrarse en algún lugar de la estructura de la sociedad normalizada, seguramente sin autorización, acaso contra determinada norma, quizá violando los derechos de alguien perteneciente a aquella sociedad y que miraba asombrado al intruso. Podía la otra sociedad ofrecer techo y trabajo al intruso, podía prestarle apoyo caritativo para atender la salud y la educación de los hijos; pero pasaría mucho tiempo —nadie podría decir cuánto— hasta que los inmigrantes descubrieran y aceptaran que todo lo que constituía la estructura de la sociedad normalizada les pertenecía también a ellos. Entretanto sus actitudes estaban presididas por la certidumbre de que todo era de los otros: el grifo de agua, el banco del paseo, la cama del hospital, todo era ajeno y para todo había otro que tenía mejor derecho. La sociedad normalizada visualizó el conjunto inmigrante que se filtraba por sus grietas como un grupo uniforme. Constituía a sus ojos la “otra sociedad”, cuya existencia se conocía de oídas pero cuya presencia se rehuía. Cuando alguno de sus miembros aparecía fuera de su gueto, la sociedad normalizada lo observaba con curiosidad, lo reconocía como diferente de la clase popular normalizada y lo dejaba pasar. Fue diferente cuando la “otra sociedad” apareció formando un grupo. Para entonces seguramente habían logrado los inmigrantes fortalecer ciertos vínculos que empezaban a aglutinarlos, y acaso entrevieron que podían oponer a la estructura algo más que la expectativa individual: la fuerza de un grupo, una fuerza multiplicada porque se ejercía sin sujeción a normas y de manera irracional. Era la fuerza del que se siente ajeno a aquello que ataca y que carece de frenos para la acción. Se los vio en las calles de México, Bogotá o Buenos Aires en grupos compactos, ajenos a las reglas de la urbanidad, atropellando el sistema que para los demás era pactado y apoderándose o destruyendo lo que era de “los otros”, de la sociedad normalizada. Naturalmente, el efecto que la aparición de esa sociedad anómica operó sobre la sociedad normalizada fue intenso, precisamente porque el centro del ataque del nuevo grupo era el sistema de normas

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vigentes, al que ignoró primero y desafió después. La sociedad normalizada sintió a los recién llegados no sólo como advenedizos sino como enemigos; y al acrecentar su resistencia, cerró no sólo los caminos del acercamiento e integración de los grupos inmigrantes sino también su propia capacidad para comprender el insólito fenómeno social que tenía delante de los ojos. Quizá contribuyera a decidir esa actitud el creciente número de la sociedad anómica y la impresión arrolladora que ofrecía no sólo por el número sino también por su agresividad. También fue intenso y decisivo el efecto que la confrontación con la sociedad normalizada tuvo sobre la sociedad anómica. Ésta la había elegido como presa, pero al mismo tiempo como modelo. La confrontación se resolvió en una lenta y sostenida coerción de la sociedad normalizada para obligar a la otra a aceptar el acatamiento de ciertas reglas básicas, y luego para ofrecerle los mecanismos para una incorporación que, al cabo de cierto tiempo, resultaba forzosa. Y a partir de esa situación, las dos sociedades trabajaron sordamente, y a su pesar, en un proceso de integración recíproca, cuyas alternativas se manifestaron y se siguen manifestando en la vida cotidiana y en las formas de la vida social y política de aquellas ciudades latinoamericanas donde, a distinta escala, se produjo la irrupción inmigratoria. La integración recíproca comenzó a partir del momento en que los grupos inmigrantes consiguieron un techo y, sobre todo, un trabajo. De ello derivaron necesidades y obligaciones que forzaron el contacto y la familiarización. Fue necesario aprender a tomar un autobús, a conocer las calles, a llegar hasta el estadio de fútbol; quizá fue necesario gestionar un documento de identidad y llegar un día hasta un puesto policial. Pero lo que puso en marcha la integración fue su progresiva inserción en el tejido social de la sociedad normalizada. Fue, sin duda, una etapa importante aquella en que los grupos inmigrantes tomaron contacto entre sí, afianzaron los vínculos que unían a los del mismo pueblo o la misma región, adquirieron un principio de solidaridad que les prestaría confianza y fuerza en la difícil operación de asediar la estructura. Pero la decisiva fue la siguiente, fue el contacto con quienes pertenecían a la sociedad tradicional y estaban en condiciones de iniciarlos en los secretos. Fueron, naturalmente, los sectores populares de la sociedad normalizada los que cedieron primero ante la presión de los recién llegados y se abrieron a la comunicación, pero no faltaron grupos de la pequeña clase media —tanto o más deprimidos que los sectores populares, y en cierto sentido marginales también— que se mostraron benévolos y, finalmente, solidarios con los sectores inmigrantes. No todos, sin duda. Hubo recelo, temor a la competencia y, sobre todo, ese mal expresado sentimiento de superioridad que siempre alegan los urbanos frente a los rurales. Pero por allí aparecieron las grietas por las que el nuevo grupo pudo introducirse, echar raíces y comenzar su emparentamiento o su solidaridad con gente ya arraigada. Por lo demás, la situación de crisis favoreció la aproximación. Si los inmigrantes eran desocupados, también había desocupados en las clases populares tradicionales de la ciudad y en algunos sectores de la pequeña clase media. Si la miseria se extremaba y había que abandonar el cuarto para buscar refugio en un rancho del borde urbano, el arraigado se encontraba con el recién venido; y se encontraba en las colas de los que buscaban trabajo, en las ocupaciones ocasionales que uno y otro conseguían, y acaso en la olla popular que un gobierno o una institución caritativa ofrecía a los más miserables. Y luego estaban las mujeres, menos prevenidas, cuyo contacto solidario anudaba unos lazos a los que los hombres se plegaban luego. Fue la fusión entre los grupos inmigrantes y los sectores populares y de pequeña clase media de la

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sociedad tradicional lo que constituyó la masa de las ciudades latinoamericanas a partir de los años de la primera guerra mundial. El nombre con que se la designó, más frecuente que el de multitud, adquirió cierto sentido restringido y preciso. La masa fue ese conjunto heterogéneo, marginalmente situado al lado de una sociedad normalizada, frente a la cual se presentaba como un conjunto anómico. Era un conjunto urbano, aunque urbanizado en distinta medida, puesto que se integraba con gente urbana de antigua data y gente de extracción rural que comenzaba a urbanizarse. Pero muy pronto su fisonomía fue decididamente urbana y lo fue su comportamiento: constituyó una sociedad congregada y compacta que, en cada ciudad, se opuso a la otra sociedad congregada y compacta que ya existía. Así se presentó el conjunto de la sociedad urbana como una sociedad escindida, una nueva y reverdecida sociedad barroca. La masa urbana fue no sólo anómica sino básicamente inestable. La constituían, en principio, sectores inmigrantes y sectores ya arraigados que, en cierto modo, se desarraigaban de la sociedad tradicional cuyas normas habían acatado hasta poco antes. Esto acentuaba la anomia. Pero acaso la acentuaba aún más la aparición sucesiva de nuevas promociones en cada uno de los sectores integrantes de la masa. Cada promoción nueva traía un nuevo índice de integración, nuevas expectativas con respecto a la estructura de la sociedad tradicional, nuevas estrategias para enfrentarse con el monstruo que ellas temían menos que la generación de sus padres. El juego se fue tornando diabólico, porque a medida que crecía la integración crecía la anomia. Y sin embargo, la masa fue adquiriendo cierta homogeneidad radical y, a poco, cierta claridad acerca de sus objetivos. Quedó claro que la masa no quería destruir la estructura hacia la que se había lanzado; que, por el contrario, tenía por ella un respeto absoluto, así como por los principios en que se sustentaba; que su plan no era modificarla sustancialmente —como pensaban ciertos grupos arraigados y disconformistas de la sociedad tradicional— sino, simplemente, aceptarla como estaba y corregirla solamente en lo necesario como para que se abriera; que su objetivo final era que cada uno de sus miembros se fuera incorporando a ella para gozar de sus bienes y luego para ascender de rango dentro de su escala. Esos objetivos eran inequívocos; pero como no podían satisfacerse rápidamente, y como los que los alcanzaban se separaban rápidamente de la masa, creció en ésta la agresividad contra la estructura y la sociedad normalizada que dominaba en ella, entibiándose poco a poco el sentimiento primigenio de adhesión. Al acentuarse la hostilidad de la masa se renovaba la de la sociedad tradicional, puesta a la defensiva. El juego seguía siendo diabólico, y muchas políticas fueron imaginadas para romper ese círculo vicioso. La formación de la masa urbana —contemporánea en las ciudades latinoamericanas del proceso de industrialización— adquirió cierta peculiaridad en relación con la nueva situación ocupacional. Para muchos, especialmente mujeres, la esperanza de insertarse o de prosperar en la estructura se asoció a la posibilidad de introducirse en el servicio personal de alguien que perteneciera a la estructura. Era la esperanza de Gabriela en la novela de Jorge Amado. “Voy a quedarme en la ciudad; no quiero vivir más en el campo. Me voy a contratar de cocinera, de lavandera, o para limpiar la casa de los otros... Agregó en un recuerdo alegre: Yo anduve de empleada en casa de gente rica, aprendí a cocinar”. Por esa vía se obtenía casa y comida, un salario, pero, sobre todo, un tutor, alguien de quien aprender cómo funcionaba la estructura, alguien con cuyo apoyo pudiera extenderse esa primera relación establecida en ella.

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A partir de esa relación toda una vasta parentela y una fila interminable de amigos y paisanos podía beneficiarse con esa brecha abierta en la estructura. Pero esa perspectiva no atraía a los hombres, y menos a los más ambiciosos. Fueron los altos salarios industriales los que sedujeron a muchos, que no repararon en si tenían las condiciones necesarias para alcanzarlos. Se necesitaba capacidad y voluntad para el aprendizaje. Y los que pudieron satisfacer esas condiciones se incorporaron a la nueva aristocracia de los sectores populares, que fue el proletariado industrial. Junto a ellos hubo los que no tenían una idea clara de lo que querían o, acaso, los que no tenían capacidad suficiente para definir sus fines. Fueron muchos los que se conformaron con hallar un trabajo no calificado, quizá en las obras públicas y en la construcción —obsesión de los gobiernos asediados por estas renovadas y crecientes masas urbanas que pedían trabajo— o acaso en los servicios municipales que se extendían a medida que crecía la población urbana. No faltaron los que intentaron con diverso éxito el pequeño comercio ambulante que puede iniciarse casi sin capital, o los que aprendieron algunos oficios o artesanías para obtener un jornal diario. Y hubo los que aceptaron su destino de marginales y cayeron en formas abyectas de abandono, acaso lindando con el delito: el tráfico ilegal, la prostitución, el robo o el juego robustecieron sus posiciones en las ciudades en las que el crecimiento de la población acrecentaba las posibilidades de anonimato. Una gama tan amplia de posibilidades no ofrecía, sin embargo, mucha seguridad a los miembros de esta nueva sociedad que se constituía en las ciudades: ni a los inmigrantes ni a los sectores populares arraigados que se unieron a ellos en esta desesperada aventura del ascenso social. El juego seguía siendo diabólico, y mientras crecían las posibilidades que la ciudad ofrecía, más crecía la demanda de oportunidades que reclamaban los ya arraigados, los inmigrantes de la primera hora y los que sucesivamente se agregaban a ellos en ininterrumpidas olas. La ciudad seguía creciendo y la competencia se hacía más despiadada: por lo demás, tanto como en el seno de la sociedad normalizada, pero más al desnudo puesto que no existía para aquéllos un cuadro de normas ni un sistema convencional de formas. Y ese sentido competitivo —un verdadero “sálvese quien pueda” de los que marchaban “abriéndose paso”— conspiró contra la homogeneidad de la masa, de la que se desprendían cada día los “triunfadores”, esto es, aquellos que lograban insertarse firmemente en la estructura. Así quedó al descubierto que la masa no era una clase sino un semillero del que saldrían los que lograban el ascenso social y en el que quedarían los que, al no lograrlo, consolidarían su permanencia en las clases populares acaso descendiendo algún peldaño en la escala. Por eso la masa fue inestable. Sus miembros no se sintieron nunca miembros de ella, ni ella existió, en rigor, sino para sus adversarios. Nunca quisieron sus miembros formar “otra” sociedad, sino incorporarse a ésa en la que se habían introducido e insertado trabajosamente, ésa que admiraban y envidiaban, ésa que, sin embargo, los rechazaba y a la que, por desdén, agredían. Drama de odio y amor que el individuo conoce bien, pero que las sociedades sólo raramente llevan al plano de la conciencia. Si el proyecto personal de cada uno de sus miembros no podía unir a la masa, sino, por el contrario, desunirla, el sentimiento de fracaso de aquellos que quedaban en ella le prestó una ocasional homogeneidad. La sociedad normalizada —pacata, temerosa e inhibida para entender la magnitud del fenómeno social que tenía delante de sus ojos— la vio, por eso, como una sociedad enemiga. La observó en ciertas calles céntricas los días de fiesta, acaso desde un balcón o desde un automóvil, y la vio como una

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hidra de mil cabezas. La vio en un estadio, enfervorizada hasta los límites de la irracionalidad, y acaso la vio alguna vez en su propio ambiente —los tugurios y los rancheríos—, reducida de masa, abstracta y colectiva, a angustioso conjunto de seres humanos individuales y concretos, agobiados por la miseria y la desesperanza, impotentes frente al monstruo que los mantenía sometidos y cuyos designios no alcanzaban a entender. Si alguna vez expresaron sus sentimientos fue cuando operaron como masa, muchos unidos, los recién llegados y aquellos ya integrados que se les sumaron para expresar su protesta. Así ocurrió algunas veces en algunas ciudades, provocando fenómenos inusitados que revelaron la intensidad de las transformaciones que la aparición de una masa, de una sociedad anómica, podía provocar en el seno de una ciudad hasta poco antes controlada por una sociedad normalizada. Volcada hacia la violencia, la masa ponía al descubierto la fuerza de que era capaz cuando lograba galvanizarse, y mostraba de paso las debilidades y las grietas que presentaba la estructura de la sociedad tradicional. Así ocurrió en Buenos Aires el 17 de octubre de 1945 y en Bogotá el 9 de abril de 1948. Ambas ciudades habían crecido rápidamente en número a causa de las migraciones internas; ambas habían visto formarse alrededor de la ciudad tradicional un cordón de barrios populares; y ambas verían polarizarse contra la sociedad tradicional la nueva masa, en la que se fundían los grupos inmigrantes con los sectores de clase popular y de pequeña clase media que más habían sufrido la crisis y la recesión económica. La masa que se concentró en la Plaza Mayo de Buenos Aires el 17 de octubre, pidiendo la libertad del coronel Juan Perón, provenía en gran parte de los distritos obreros del sur de la capital: Avellaneda, importante centro industrial, Berisso, sede de la industria de la carne, Lanús, Llavallol y otros menores, todos poblados por clases muy humildes y por trabajadores industriales de no muy larga data. Pero provenía también de la ciudad misma, de los barrios populares y de pequeña clase media. El conjunto mostraba, acaso, un color de tez un poco más oscuro que el que solía verse hasta entonces en el centro de Buenos Aires, más oscuro sin duda que el que predominaba en la sociedad tradicional. Y si ésta identificó a la masa por el color de la tez, llamando a sus miembros “cabecitas negras”, el caudillo popular la identificó con el nombre de “descamisados” que aludía a su condición marginal. La estructura, por entonces en manos de los partidarios de Perón, prestó su apoyo a la concentración de la masa a través del ejército y la policía; pero también la Confederación General del Trabajo, en la que convivían ya obreros arraigados y recién venidos, tomó partido declarando la huelga. El conjunto amenazó con la violencia y la sociedad tradicional temió el saqueo; pero la masa se abstuvo de toda violencia excepto el acto —simbólico para la sociedad tradicional— de lavar sus fatigados pies en las fuentes de la Plaza de Mayo. Ciertamente, la masa no sabía bien lo que quería; pero una fractura producida en la estructura de la sociedad tradicional permitió que algunos de sus miembros le ofrecieran algo que parecía un programa, resumido en la delegación de todo el poder en manos de aquel en quien depositaban su esperanza. En Bogotá, la masa que copó la ciudad como desesperada respuesta al asesinato de su caudillo, Jorge Eliécer Gaitán, sorprendió a la sociedad tradicional no sólo por su número sino también por su actitud. A diferencia de la del 17 de octubre porteño, tenía ya poco que esperar, puesto que aquél en quien confiaba estaba muerto. No salió a defenderlo sino a vengarlo, y la cuota de violencia fue mucho mayor. En la sociedad normalizada bogotana se conocían bien los ingredientes sociales que tradicional-

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mente la componían: eran, como se decía en el siglo XIX, los hombres de levita y los de ruana. Muchas veces se habían enfrentado y la confrontación había llegado a alimentar la guerra civil, en los términos clásicos de las sociedades patricias o burguesas. Ahora, en 1948, la sociedad tradicional descubrió que la masa que llenaba la ciudad el día del bogotazo no se componía exclusivamente de los hombres de ruana, arraigados y participantes, aunque marginalmente, de la sociedad normalizada. Era una multitud diferente, en la que abundaban los recién llegados, inmigrantes originarios de las áreas rurales y para quienes la ciudad era todavía algo que no les pertenecía. Fue su peso el que multiplicó la fuerza de los sectores arraigados y marginales, dándole a la nueva masa un distinto comportamiento social caracterizado por la indiscriminada agresividad contra la ciudad, que todos sus miembros —arraigados o recién venidos— coincidían ahora en considerar como algo ajeno, como algo propio de la “otra sociedad”. Cuando J. A. Osorio Lizarazo quiso, en su libro Gaitán, describir las fuerzas que constituían la multitud del bogotazo, no hizo hincapié en la presencia del grupo inmigratorio, aunque seguramente estaba incluido en varios de los factores que enumeró; pero describió el conjunto de los grupos, minoritarios y sutiles, que se agregaron a ese cauce de los que todavía no eran nada para inspirarles unas actitudes radicales a través de fáciles consignas. “De todos los extremos llegaban presurosas gentes empujadas por la angustia”, escribía. Y agregaba más adelante: “Las moléculas anónimas que componen el pueblo eran arrebatadas por una vorágine. Y provenían de todas partes. Era el hombre de clase media, condenado a vivir en la más indescifrable angustia, en una puja martirizada entre la ficción de su vida, el hambre silenciosa, la necesidad de aparentar categoría social con un juego miserable, y que siente minada la voluntad y depravada el alma ante la crueldad de la lucha. Era el obrero ingenioso y locuaz, que busca estériles compensaciones a su miseria. Era el sombrío trabajador de pasiones tenebrosas, embrutecido por el alcohol que le entregaba el estado para pervertir el ambiente moral con el instrumento de las recompensas burocráticas. Era el hampón envuelto en delincuencia, porque no disfrutó de una instrucción para guiar sus instintos, que desde la infancia sufrió una enfurecida persecución, no encontrando jamás un defensor, que sólo conoció el aspecto fúnebre y espantoso de la vida. Era el pueblo, multiforme, heterogéneo, monstruoso y quemado por todas las pasiones de la venganza, del odio y de la destrucción”. Fluida y numerosa, la nueva masa urbana fue perdiendo agresividad en el curso de las décadas siguientes. El proceso de industrialización se acentuó y con él se multiplicaron las posibilidades ocupacionales. Y si no todos, por cierto, muchos de los miembros de aquella masa inestable y desorientada fueron encontrando los caminos para alcanzar o fortalecer su inserción en el tejido social. Tres décadas es muy poco tiempo para que ese proceso se consume, de modo que el proceso empezó pero continúa, y se manifiesta cada vez con caracteres diferentes. Eso sí, con caracteres menos dramáticos, aunque no menos inquietantes. Las masas son formaciones sociales virtuales, y una circunstancia cualquiera puede operar como factor desencadenante de su aglutinación. Y es evidente que tanto las pequeñas clases medias como los sectores populares han conservado la capacidad de masificarse, sobre todo en aquellas sociedades urbanas que, por el volumen de su población, han perdido la capacidad de ejercer el control social sobre los individuos. Ciudades multitudinarias, las masas existen virtualmente en ellas. Pero independientemente de que puedan aparecer en algunas ocasiones comportamientos de masa, sus miembros parecen tender cada vez más a integrarse como individuos en el tejido social.

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Evidentemente, tanto las pequeñas clases medias como las clases populares quedaron dislocadas tras las primeras experiencias de su masificación. Quedó en duda si el individuo económicamente deprimido podía mejorar su condición por su propio esfuerzo, como aseguraba la ideología del ascenso social, o si tenía que apelar a la presión colectiva, y esa duda influyó sobre las ideologías y los comportamientos. Pero toda la estructura social acusó el golpe de esa experiencia de masificación. Para algunos sectores, quizá mayoritarios, sirvió paradójicamente para acentuar su preocupación por la conquista individual del éxito económico y del ascenso social, y en la medida en que la industrialización y la reactivación económica los estimulaban, los límites entre las clases populares y las pequeñas clases medias se hicieron más fluidos e indefinibles. Una decidida propaganda a favor del mayor consumo contribuyó a desvanecerlos, pues los objetos que constituían signos de status quedaron, por una u otra causa, al alcance de muchos. No se detuvieron del todo las migraciones de población rural hacia las ciudades, y esa circunstancia mantuvo la inestabilidad de las clases populares urbanas. Pero además fue produciéndose, entretanto, la renovación generacional de esa masa fraguada en la agitada interpenetración de los grupos inmigrantes y los grupos arraigados. Nuevas promociones nacieron y se criaron en la protesta, en la progresiva clarificación de la situación de clase. Y como eran muchos los que nacían, fueron muchos naturalmente los jóvenes que, llegados a cierta edad, empezaban a pedir trabajo en una estructura económica que crecía, pero nunca lo suficiente como para satisfacer totalmente la demanda. Hubo desempleo juvenil, y mucho tuvo que ver con ello la formación de bandas que se deslizaron hacia la delincuencia, como los “gamines” bogotanos, capaces de operar sin escrúpulos ni temores en la carrera Séptima. Pero también hubo desempleo de adultos y, lo que es más grave y significativo, hubo un creciente subempleo que ponía a miles de familias en la incertidumbre acerca del pan de cada día. Sin ingresos fijos ni suficientes, alojados en viviendas precarias y generalmente sin los servicios imprescindibles y sin posibilidad de conservar la unidad familiar, vastos sectores sociales —los últimos estratos de la masa— constituyeron un mundo dos veces marginal: porque habitaban en los bordes urbanos y porque no participaban en la sociedad normalizada ni en sus formas de vida. Ese mundo marginal —el mundo de los rancheríos y acaso de algunos otros distritos— manifestó ostensiblemente su condición anómica. No era exactamente una clase obrera, aunque hubiera algunos obreros en su seno. El conjunto, pese al trabajo de las mujeres y los niños, era un complejo social por debajo del nivel de la subsistencia. Constituía, para la sociedad normalizada, “otra sociedad”, irreductible e irrecuperable. Así se fijó físicamente la sociedad escindida, una sociedad barroca, y se podría decir que, en algunas ciudades, el espectáculo de lujo ostentoso —como el de las cortes barrocas— que ofrecía la sociedad normalizada era contemplado desde los rancheríos de los cerros por millares de seres que componían la sociedad anómica. A la agresividad de la primera hora siguió cierta resignada domesticidad; pero entretanto, como en la parisiense “corte de los milagros”, nadie podría entrar a los rancheríos sino protegido por un dispositivo de seguridad. Quizá pertenecieran también a la “otra sociedad”, a la sociedad anómica, algunos sectores de trabajadores de condición media: jornaleros o peones de trabajo esporádico, mal incorporados a la estructura y proclives al descenso social. Pero los que sin duda no pertenecían a ella, sino a la sociedad normalizada, fueron los que se incorporaron a las nuevas y privilegiadas actividades de la industria.

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En muchas ciudades se constituyó en pocas décadas un proletariado industrial más o menos numeroso que se transformó en la élite de las clases populares, con tendencia a escapar de esos cuadros. Con altos niveles de ingresos, considerable capacidad adquisitiva y cierta organización sindical, el proletariado industrial pudo alcanzar una situación que le estaba vedada a otros sectores populares. En poco tiempo se había transformado en un importante factor de poder capaz de obtener considerables beneficios. Planes de vivienda largamente financiados por el estado o por los sindicatos aseguraban a muchos discretos departamentos en buenos monobloques levantados en áreas urbanizadas que contrastaban con los rancheríos surgidos en los cerros, en las tierras anegadizas o en los basurales. Servicios de protección de la salud, clínicas excelentemente instaladas, seguros y vacaciones en buenos hoteles de la costa o la sierra a precios accesibles, otorgaban al proletariado industrial sindicalizado una situación que lo alejaba del resto de la clase trabajadora. Se insinuaba su desviación hacia los rangos de la pequeña clase media, que se acentuó con la posibilidad de ofrecer a los hijos una educación de nivel secundario y, eventualmente, de nivel universitario. De ese modo se consolidó la posición del proletariado industrial dentro de la sociedad normalizada y su progresiva separación del resto de las clases populares. Un atajo para trasponer los límites entre las clases populares y las clases medias fue el acceso al sector terciario. Era éste, tradicionalmente, el reino de la mediana clase media; pero el creciente desarrollo de la educación de nivel secundario permitió a muchos jóvenes de clase popular ponerse en condiciones de buscar una salida hacia las actividades mercantiles o administrativas. La relación obrero-empleado fue la expresión de la fluidez de los límites entre las clases populares y la mediana clase media. Sin duda era importante la capacidad, pero con todo el tránsito no fue fácil. La manera de vestirse, el lenguaje o las formas de trato social denunciaban el origen y acusaban una diferencia que servía para decidir situaciones parejas. Quienes provenían de la clase media contaban con esa deletérea superioridad que daba una educación de familia y algunas generaciones de asentada estabilidad en la sociedad normalizada. Por lo demás, el desarrollo industrial y la activación económica multiplicaron las posibilidades de la mediana clase media: creció el número de sus miembros, pero creció el volumen de las actividades terciarias en casi todas las ciudades. Quien contaba con un apoyo familiar o con vinculaciones importantes podía confiar en que tendría su empleo o en que empezaría su carrera profesional sin zozobras. Empero, poco a poco la competencia se hizo más dura. El número de la mediana clase media siguió creciendo y fue sobrepasando las posibilidades de la estructura, porque no sólo aspiraban a las tradicionales posiciones de clase media los que por su origen pertenecían a ella, sino todos aquellos que, desde arriba o desde abajo, tenían expectativas de clase media: el hijo de obrero industrial o el joven de clase alta descendido en sus aspiraciones y posibilidades. Así, se masificaba la mediana clase media, a medida que perdía holgura y libertad de movimiento. A diferencia de lo que ocurría dos generaciones antes, no fue fácil obtener graciosamente un empleo para un hijo de familia sin otro título. El estado y las empresas sabían que podían elegir mejor y empezaron a exigir ciertos estudios para cualquier trabajo: primarios al principio, luego secundarios, acaso universitarios en muchos casos. Las profesiones empezaron a cerrarse también. Fuera de que las universidades lanzaban millares de graduados, el ejercicio profesional se hizo más difícil. Las mutuali-

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dades restringieron el campo de acción de médicos y dentistas; la industrialización de los productos medicinales el de los farmacéuticos; los grandes estudios el de los abogados y las grandes empresas constructoras el de los arquitectos. No se tardó mucho en oír hablar de un proletariado profesional. Hasta se masificó la actividad mercantil, oscilando entre el supermercado y la boutique. Sólo crecía, para los imaginativos y los audaces, ese vasto campo de los servicios intermedios —las comisiones, los seguros, la venta de inmuebles—, y especialmente aquellas actividades nuevas que crecían en los ambientes urbanos: la de las modelos, la de los promotores de publicidad, la de los productores de espectáculos en la radio, la televisión o el cine. Crecían también las posibilidades de los que se inscribían en los cuadros de la creciente tecnocracia. Las organizaciones empresariales, públicas o privadas, perfeccionaban cada vez más su funcionamiento de acuerdo con nuevos métodos, y requerían mayor número de técnicos, desde los que operaban las computadoras electrónicas —pieza maestra de la nueva tecnocracia— hasta los altos especialistas en estudios de costos, de factibilidad o de organización empresarial. Ingenieros, físicos, economistas, estadísticos, sociólogos y psicólogos eran requeridos por las grandes corporaciones para constituir los equipos dedicados a planear y realizar las complicadas obras que requería el desarrollo industrial. Y crecían también los cuadros dedicados a actividades que merecían cada vez más atención: la salud, la asistencia social y la educación, campos en los que se multiplicó el número de profesionales de especialidades cada vez más circunscriptas en apariencia, pero que, desprendidas de otras más amplias, apuntaban a nuevos problemas creados por una sociedad cada vez más compleja y cuyos nuevos y diversos engranajes requerían permanente atención. La sociedad entera se masificaba y se masificaban las funciones que la sociedad requería: la asistencia social, una preocupación nueva que aparecía en el mundo masificado; la atención médica, y no sólo para las clases populares sino también, progresivamente, para las demás clases; y más aún la educación, cuyo desarrollo cuantitativo parecía condenarla a cierto descenso del nivel, perceptible en todos los grados y especialmente en la universidad, antes de élite y poco a poco masificada, especialmente en las grandes ciudades. Era explicable, pues, que quienes se dedicaban a todas esas tareas no tuvieran —o no se preocuparan por tener— la convencional distinción del antiguo vendedor de una tienda de lujo, o del antiguo notario de familia, o del reposado médico de cabecera, o del prestigioso abogado. En la mediana clase media de los profesionales y los empleados nadie tenía tiempo que perder, puesto que casi todo el mundo tuvo que desempeñar dos funciones para poder sobrevivir. Trabajaba el marido y la mujer, y aun así costaba trabajo sostener cierto tren de vida. Pero la masificación obligaba a modificar los esquemas tradicionales y la mediana clase media llegó a desdeñar aquella pacata preocupación por las apariencias que había sido su rasgo predominante dos generaciones atrás. Al masificarse se liberó de muchos prejuicios y, como la de Londres, decidió abandonar el cuello blanco. De lo que no se liberó fue de su anhelo de ascender económica y socialmente. Como en una institución jerárquica, había que alcanzar el grado superior. Y del desesperado esfuerzo pudo salir la ansiada promoción hacia la alta clase media, una clase que era casi alta. Pertenecían a ella todos los que habían triunfado en las profesiones, en el comercio o en las actividades empresariales y, en consecuencia, habían acumulado fortunas que les permitían independizarse del trabajo cotidiano y comenzar tímidamente a deslizarse hacia la vida ociosa: poder jugar golf un día laborable o poder disponer de tres semanas para hacer un viaje a las Bahamas fuera de la época convenida de vacaciones, eran triun-

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fos sobre la rutina que sólo podía conseguir quien estuviera ya en el más alto nivel de la estructura. Otros, entretanto, habiendo llegado a ese mismo nivel, estaban todavía en la etapa de consolidación de las posiciones y no podían insinuar su vocación por el ocio. Los ejecutivos de alto nivel, un sector que creció considerablemente en esas décadas, se caracterizaron por su celosa dedicación a un trabajo que solía sobrepasarlos, hasta hacer de ellos las víctimas predilectas del infarto. Era un trabajo diabólico, porque agregaba a las tareas intelectuales de dirección las preocupaciones inherentes a la adopción de decisiones importantes y comprometedoras; pero agregaba también toda la parafernalia de las relaciones públicas, que incluía las diversiones forzosas: las comidas de cierta etiqueta, las reuniones de night-club, los cocktails, los teatros, todo lo necesario para instalar a la vida de los grandes negocios en un terreno que se asemejaba a la del ocio y aun a las formas de vida de la clase alta, pero que se realizaba fuera de las horas de oficina y después de haber agotado las fuerzas en la discusión de un contrato o el planeamiento de una operación importante. Una casi delirante persecución de los signos de status —premonitorios de la situación a la que se aspiraba— agregaba a los compromisos y a las preocupaciones de la vida societaria los que correspondían a la vida privada: era menester habitar en los barrios altos, pertenecer a clubes exclusivos, frecuentar ciertos ambientes y poseer todo lo que se consideraba indispensable. Porque, en rigor, el ejecutivo de alto nivel que quería consolidar su posición, aspiraba, él también, al ascenso social y a su incorporación a la clase alta. Era un proyecto algo difícil pero no imposible. Las clases altas habían sufrido también el impacto de la masificación y estaban en plena crisis. El primer signo de ella fue la pérdida del papel de élite de toda la sociedad que habían desempeñado hasta pocas décadas antes. Se había quebrado su unidad, y se podía llegar a ella con más facilidad que antes, si se cumplían ciertos requisitos. Subsistía, ciertamente, en muchas ciudades una clase alta tradicional que defendía desesperadamente su posición de privilegio: pero era solamente un privilegio social que consistía en abrir sus filas lo menos posible, en acentuar su retracción y en conservar el culto de los linajes y los apellidos. De su mismo seno se desplazaban muchos de sus miembros hasta las nuevas clases altas, engrosando las filas de los empresarios y los industriales para sobreponerse a la crisis de las viejas fortunas. Quedaba abierto, pues, el camino que comunicaba a las antiguas y a las nuevas clases altas, desconcertadas todas frente a la sociedad masificada de la que querían ser la élite y cuyo juego las sorprendía y las alarmaba. Pragmáticas, las clases altas optaron por dirigir aquellos procesos que podían entender —los económicos y los políticos principalmente— y se mantuvieron a la expectativa de los problemas sociales que, cada cierto tiempo, irrumpían en la superficie de la vida cotidiana y alteraban sus planes. No lograron, pues, ser la élite del conjunto de la sociedad escindida sino, solamente, de la sociedad normalizada, adoptando frente a la otra una actitud defensiva, corregida con intentos de hegemonía cuando las circunstancias le indicaban la necesidad de medidas coactivas o la posibilidad de aplacar al enemigo con sabias y oportunas concesiones. En la sociedad industrializada y de consumo masivo, las oportunidades de enriquecimiento aumentaron. Grandes fortunas se constituyeron, y sus poseedores se instalaron sin vacilación en la clase alta, cualquiera fuera su origen. En poco tiempo se familiarizaron con los signos de status, y hasta la resistencia de las clases altas tradicionales —que los periódicos conservadores seguían llamando aristocracia— sucumbió frente a su poder económico. Los linajes se fueron desvaneciendo para dejar lugar precisa-

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mente, a los clanes económicos en los que se mezclaban fortunas de diverso origen, como lo probaban las listas de los directorios de los bancos y las grandes empresas: un apellido de prestigio social valía la presidencia, y atrás de él se entremezclaban otros que representaban distintas líneas de ascenso social. Pero hasta las clases altas se masificaban. La fortuna no podía impedir que a su poseedor lo empujaran en las calles, ni que tuviera que hacer cola en los ascensores. Viajar en la primera clase de un avión de línea obligaba a casi tantas incomodidades como si se viajara en la clase turística. Y si surgían inconvenientes en el dispositivo propio de privilegio, nadie podía estar seguro de encontrar un taxi o una mesa en el más exclusivo de los restaurants o de obtener una comunicación telefónica. Era inevitable que la aparición de una masa, sometida a sucesivos cambios y operando de diversas maneras, repercutiera sobre el resto de la sociedad urbana. La masa primigenia se decantó y constituyó una sociedad marginal y anómica que se instaló al lado —y enfrente— de la sociedad normalizada. Sufrió el impacto de la industrialización, como lo sufrió la sociedad normalizada. Pero ésta acusó también las repercusiones de la presencia de la masa, en términos cuantitativos y cualitativos. La sociedad normalizada no adquirió los caracteres de masa, pero se masificó cualitativamente, acaso en un proceso preparatorio de la integración, a plazo imprevisible. 3. METRÓPOLI Y RANCHERÍOS En poco tiempo, aquellas ciudades donde se había constituido una sociedad escindida empezaron a revelar en sus estructuras físicas la peculiaridad de su estructura social. Construida originariamente a cierta escala, se había ensanchado luego para dar cabida a la sociedad burguesa, y había sido provista de una moderna infraestructura de servicios suficiente para su número. Pero la explosión urbana modificó ese número y la ciudad física amenazó con explotar también. En un principio —en el shock originario—, el número fue lo que alteró el carácter de la ciudad, y lo que atrajo la atención acerca de que algo estaba cambiando. Se vio más gente en las calles; empezó a ser trabajoso encontrar casa o departamento; comenzaron a aparecer viviendas precarias en terrenos baldíos, que muy pronto constituyeron barrios; se hizo difícil tomar un tranvía o un autobús. Pero no se tardó mucho en advertir que empezaba a cambiar el comportamiento de la gente en las calles, en los vehículos públicos, en las tiendas. Antes se podía ceder cortésmente el paso. Ahora era necesario empujar y defender el puesto, con el consiguiente abandono de las formas que antes caracterizaban la “urbanidad”, esto es, el conjunto de reglas convencionales propio de la gente educada que habitaba tradicionalmente la ciudad. De pronto se descubrió que para entrar en un cine había que hacer cola. El número cambió la manera de moverse dentro de la ciudad. Las estrechas calles del casco viejo resultaron insuficientes para la creciente concentración de personas. ¿Cómo detenerse a conversar con un amigo en el centro financiero de la ciudad? Hasta las calles tradicionales de paseo —desde la calle Florida de Buenos Aires hasta la calle del Conde en Santo Domingo— empezaron, más tarde o más temprano, a ponerse nerviosas. Poco a poco se descubría que nadie conocía a nadie. El número sobrepasó las posibilidades del transporte urbano. Aumentaron los automóviles, desaparecieron los tranvías para ser reemplazados por más ágiles autobuses, pero a casi todas las horas, y especialmente en las de pico, hubo que contar con un rato largo para salir del centro con el propio automóvil y acaso con otro más largo para hacer la cola en la parada del autobús. El subterráneo se transformó en una necesidad

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urgente, y México lo puso en funcionamiento. Hasta entonces sólo Buenos Aires lo poseía, desde 1914; pero en las últimas décadas las autoridades de diversas capitales comenzaron a proyectar su trazado. Entretanto, costosas redes viales de tránsito rápido —como las autopistas caraqueñas o el Periférico mejicano— se construyeron para resolver los problemas del tránsito, sin poder evitar graves interferencias con el sistema tradicional de comunicaciones que correspondía a las viejas formas de convivencia. Ensanches, repavimentaciones y severos controles de tránsito procuraron aliviar la gravedad de los problemas creados, sobre todo, por el número inconteniblemente creciente de automóviles, y cuya expresión fueron los endiablados embotellamientos que llegaron a ser parte del paisaje urbano de las metrópolis latinoamericanas. Dónde dejar un automóvil se transformó en una cosa generalmente más importante que aquello que se quería hacer cuando se emprendió la marcha en él. El número alteró en las ciudades la densidad de población por hectárea. A la fisonomía tradicional de las ciudades, un poco chatas, reemplazó la que les confería la cantidad creciente de casas de departamentos: en el centro, primero, y en los barrios poco a poco. Un día apareció, en Caracas, la masa arquitectónica del El Silencio, y otro día la Torre Latinoamericana en México, como desafíos a la ciudad colonial que quedó a sus pies. Eran monumentos erigidos en homenaje al poder del estado, de los bancos, de las compañías de seguros, de las grandes empresas extranjeras. Enseguida aparecieron las casas de departamentos propiamente dichas, nuevas formas de la vivienda familiar. En rigor, eran expresión de una nueva forma de vecindad. La casa de departamentos de alto nivel atrajo a quienes querían dejar las viejas casonas, con sus patios y sus numerosos cuartos, que exigían un abundante servicio doméstico. Y por cada dos o tres casas demolidas surgía un edificio de ocho o diez pisos con veinte o treinta departamentos para otras tantas familias. Pero la casa de departamentos no era sólo un tipo de vecindad sino también un tipo de arquitectura. Su mole disminuía la cuota de sol que recibían las calles y condenaba a los árboles de las aceras. Las calzadas parecieron más estrechas, y resultaron así de hecho al aumentar el número de vecinos que aspiraban a estacionar sus automóviles. La ciudad empezó a tomar un aire monumental, lo que empezó a designarse como un aire moderno, con los altos prismas de cemento. Correlativamente, el número modificó el valor de la tierra urbana. Ante la perspectiva de que creciera la demanda, los terrenos grandes se subdividieron y, en las afueras, comenzaron a lotearse los solares de las viejas quintas que, con el crecimiento de la ciudad, habían quedado enclavadas en zonas de población creciente. Los valores subieron acentuadamente, sobre todo cada vez que la amenaza de la inflación aconsejó la inversión en bienes raíces. Entonces los valores se tornaron especulativos. Se supuso que la tendencia era poblar tal o cual barrio, tal o cual calle y, a veces, tal o cual cuadra de una calle, señalada por el snobismo de los “buscadores de prestigio”; entonces el valor de la tierra subía desmesuradamente, en parte porque aumentaba la demanda y en parte porque sobre esos puntos se focalizaba la especulación. Sobre el valor de la tierra urbana y suburbana —loteada y ofrecida publicitariamente como la tierra prometida— había que cargar los gastos del loteo, de la publicidad, de la promoción de las ventas, pero, sobre todo, la suma aproximada que debían compartir los que especulaban con el negocio de bienes raíces: los vendedores que promovían la primera venta y que pretendían hacerle pagar al primer comprador una prima por las ganancias que obtendrían luego al revender. Y los sectores de medianos y bajos ingresos que aspiraban solamente a adquirir una vivienda para alojarse

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debían dirigirse hacia los sucesivos anillos periféricos que iban apareciendo, donde todavía los precios no hubieran entrado definitivamente en la espiral especulativa. Finalmente, el número replanteó el problema de los servicios públicos. Previstos e instalados para servir a un cierto radio con una determinada y estable densidad de población —generalmente en una época en que los costos eran relativamente bajos—, la expansión de la zona edificada y, sobre todo, el aumento de la densidad de población por hectárea empezó a someter a un desafío cotidiano a los servicios públicos. Exigidos al máximo por la aparición y el crecimiento de los centros industriales de intenso consumo, los servicios de agua, de drenaje y de energía empezaron a resultar insuficientes y fue menester afrontar la renovación y ampliación de las redes prácticamente sin pausa y sin límites, puesto que cada metrópoli tenía preanunciada a su alrededor un área metropolitana. Lo mismo pasó con los servicios de recolección de basuras, pesadilla metropolitana cuyo descuido permitía que se acumularan en dos días de huelga o feriados montañas de desperdicios mal acondicionados en los lugares más céntricos y cuidados de la ciudad. El correo padeció de crónicas demoras, los teléfonos se saturaron de llamadas a pesar del perfeccionamiento técnico de sus equipos, los bomberos se tornaron impotentes para el cumplimiento de sus tareas específicas y de las nuevas que tuvo que afrontar en las complejas metrópolis, y la policía se vio sobrepasada no sólo por el aumento de los delitos comunes sino también por el incremento de nuevos peligros de los que la sociedad quería precaverse: el tráfico de drogas, las agresiones de bandas juveniles, la guerrilla urbana. Ni las escuelas ni los hospitales dieron abasto. Hasta los cementerios se vieron colmados de muertos y sin sitio disponible para los que morían cada día. Tantos y tan profundos cambios no influyeron de la misma manera sobre todos los sectores de la metrópoli, generalmente una ciudad ya vasta y compleja antes de que se desencadenaran. Influyeron particularmente en el casco antiguo, pero no siempre de la misma manera. Unas veces el centro administrativo, comercial y financiero se desplazó rápidamente, y el casco viejo empezó a deteriorarse y a descender de categoría. Quizá algún día llegaría a recuperar cierta dignidad, protegido por quienes descubrieron que valía la pena restaurarlo, acaso pensando en la atracción del turismo; pero entretanto los negocios bajaron de nivel, las viejas casas quedaron semiabandonadas o se transformaron en vecindades y las calles otrora aristocráticas y sosegadas se transformaron en bullicioso campamento de los grupos juveniles que jugaban al fútbol o desarrollaban sus peligrosas andanzas por las proximidades. Solían quedar habilitados los edificios de los bancos, algunos negocios mayoristas, acaso algunas dependencias gubernamentales y quizá la propia Casa de Gobierno, cerca de la Catedral y del Cabildo, si subsistía como melancólico recuerdo de la ciudad colonial. Pero al terminar las horas de actividad el barrio quedaba desierto y adquiría los rasgos de un rincón suburbano. Hubo algunas metrópolis en la que el casco viejo no perdió nunca ni su función ni su dignidad y mejoró al compás del progreso de los barrios más adelantados. Tal fue el caso de Santiago de Chile, el del sector norte del centro de Buenos Aires, en cierto modo el de Río de Janeiro. Allí subsistieron buenos hoteles —si no los mejores—, y los centros de tracción para turistas y viajeros, a los que se agregaron nuevas casas de departamentos y edificios públicos. Una cierta continuidad se mantuvo en ellas entre el viejo centro modernizado y las nuevas áreas de la ciudad. Progresaron sin exceso las zonas vecinas al viejo centro, integradas de antiguo y habitadas generalmente por familias de pequeña clase media y clase popular en las que alternaban las casas de familia

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de medianos o escasos ingresos con las tradicionales casas de vecindad y con los comercios modestos. Fueron zonas de paso, en un tiempo suburbios, que se beneficiaron con la marcha radial del desarrollo urbano sobre todo a favor de las buenas comunicaciones. Pero lo significativo de su desarrollo fue la influencia que ejerció su arraigada integración. Si urbanísticamente esas zonas aseguraron la continuidad de una ciudad que tendía a extenderse periféricamente, socialmente fueron el hogar de ciertas avanzadas de los grupos inmigrantes que hicieron allí —en sus zonas más deprimidas— los primeros ensayos de su integración. En un barrio así de la ciudad de México, cerca del Tepito, estaba “La Casa Grande”, esa inmensa vecindad que describe Oscar Lewis en su Antropología de la pobreza. “Los inquilinos de La Casa Grande —dice— vienen de veinticuatro de las treinta y dos divisiones políticas de la nación mexicana. Algunos, desde el lejano sur, de Oaxaca y Yucatán; otros de los estados norteños de Chihuahua y Sinaloa. La mayor parte de las familias han vivido en la vecindad durante lapsos de quince a veinte años, y otras, tantos como treinta años. Más de un tercio están ligadas por parentesco de consanguinidad, y casi un cuarto de las mismas están emparentadas por maridaje y compadrazgo. Estos lazos, así como las rentas congeladas y la escasez de viviendas que sufre la ciudad, ayudan a la estabilidad del vecindario. Algunas familias de ingresos elevados, cuyas viviendas se atiborran de buenos muebles y objetos eléctricos, esperan una oportunidad para mudarse a mejores barrios, pero la mayoría están contentas y aún orgullosas de vivir en La Casa Grande. El sentido de comunidad es muy fuerte, especialmente entre los jóvenes que pertenecen a los mismos grupos con amistad de toda la vida y que asisten a las mismas escuelas, a los mismos bailes en los patios, y que con frecuencia se casan entre sí. Los adultos tienen amigos a quienes visitan, con los que salen, y a los que piden dinero prestado. Grupos de vecinos organizan rifas y participan en tandas, y juntos celebran las festividades de los patrones de la vecindad, las posadas y otras fiestas”. Precisamente porque en esos barrios se realizaron esas experiencias de integración, quedaron incluidos en el ámbito de la “otra sociedad”. Eran barrios de masa, reductos de la sociedad anómica. De ellos huía la sociedad normalizada, evitando el contacto con grupos que le parecían ajenos, y en su huida estimulaba la formación de nuevos distritos residenciales de clase alta en los que funcionarían reglas tácitas para preservar la intromisión de gente de condición social inferior, caracterización que significó por mucho tiempo no sólo cierto nivel de ingresos sino también cierto arraigo y cierto proceso previo de ascenso. La dispersión por clases caracterizó el desarrollo de las ciudades de sociedad escindida: no era un fenómeno nuevo, sin duda, pero nunca había tenido caracteres tan netos y evidentes. Fue una dispersión hacia la periferia. En Río de Janeiro originó, sucesivamente, el desarrollo de Copacabana, Ipanema, Leblón, Gavea y Tijuca; en Santiago de Chile, de Providencia y Tobalaba, en Caracas de Sabana Grande, Chacaito y los barrios que surgieron más allá del Country Club; en Bogotá de Chapinero y Chicó; en Montevideo, de Pocitos y Carrasco; en Buenos Aires, del barrio Norte y San Isidro; en Lima de Miraflores y Monte Rico; en México, de San Ángel y el Pedregal. Coexistían en ellos el suburbio residencial y, poco a poco, el refinado centro comercial de moda. Sus habitantes acusaban un deseo de tranquilidad y reposo, pero era evidente que marchaban en busca de “exclusividad”, contando con que el precio de la tierra y la distancia evitarían invasiones indeseables: era necesario poseer automóvil para poder vivir tan lejos de los lugares de trabajo, y poco después se necesitó no sólo un automóvil por familia sino

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dos o tres. Surgieron los negocios de alto nivel, las boutiques de lujo, los bares y restaurants más sofisticados, los clubes nocturnos exclusivos, los clubes de golf o tenis más cerrados, todo lo necesario, en fin, para que, finalmente, el suburbio residencial se transformara en un gueto de clase alta con sus propias convenciones y normas —lo que era necesario tener, lo que era necesario decir, lo que era necesario pensar— y siempre preocupado por la aparición de un intruso, de gente, según una expresión reveladora, que no es “como uno”. Eran los distritos de la élite de la sociedad normalizada. Sin duda, también pertenecían a la sociedad normalizada los barrios de clase media. Los había antiguos y tradicionales, dentro de la ciudad algunos, como la Colonia Roma en México, el Cordón en Montevideo, Belgrano o Flores en Buenos Aires, o suburbanos otros. Con el aumento del valor de la tierra esos barrios consolidaron la posición de sus habitantes y muy pronto aparecieron en ellos casas de departamentos con ciertas pretensiones que publicaban la condición ascendente de quienes compraban su vivienda en propiedad horizontal. Pero el desarrollo de las clases medias suscitó el problema del alojamiento de los nuevos grupos, especialmente de los de medianos ingresos. Un empleado o un profesional corriente, aun próspero, no podía alcanzar a satisfacer el costo de una vivienda de cierto nivel. Ciertamente, pertenecían a la sociedad normalizada, pero tuvieron que aceptar soluciones más modestas y poner sus ojos en barrios suburbanos. A veces fue el estado el que desarrolló una política, más o menos eficaz, de construcción de viviendas, calificadas generalmente como “para empleados”, con lo que se quería indicar exactamente que no eran barrios obreros y populares. Sistemas de préstamos y largos créditos permitían a un cierto número —o mejor, a un corto número— de beneficiarios conseguir una casa adecuada a sus aspiraciones. Otras veces fueron empresas imaginativas las que programaron loteos o construcciones para clase media —generalmente mediana—, con el mínimo de comodidades y de aislamiento que pretendían. Solían ser chalets unifamiliares o grandes casas de departamentos multifamiliares, monótonos quizá, pero dotados de comodidades e instalados en áreas parquizadas que permitían hablar, con mayor o menor propiedad, de una “ciudad-jardín”. Y cuando la empresa se emprendía en gran escala, generalmente con una fuerte inversión estatal, surgían verdaderas ciudades completas y cerradas en su ámbito, como la Ciudad Satélite de México o como Ciudad Kennedy en Bogotá. Del proletariado industrial, no todos los miembros se radicaron en los suburbios específicamente industriales. Los barrios construidos por los sindicatos se instalaban siguiendo otros criterios. Pero muchos prefirieron la proximidad de las fábricas y, en todo caso, los permanentes y renovados problemas habitacionales provocaron la aparición de conglomerados en sus cercanías. Necesitadas de la infraestructura urbana, las plantas industriales surgieron en ciertos barrios de la ciudad o acaso en algún suburbio: rehuyendo el centro pero sin despegarse mucho de él. Sólo cuando el crecimiento de la ciudad hizo difícil la permanencia o la expansión de la fábrica se decidió trasladarla a zonas más abiertas. Así ocurrió que en algunas ciudades se desarrollaron zonas específicamente industriales. Unas veces constituyeron un cordón que rodeaba a la ciudad, como en Buenos Aires; otras se prolongaron en alguna dirección, como en San Pablo, donde se alinearon sobre el camino a Santos. Pero otras ciudades que nacieron con la industria misma crecieron consustanciadas con ella y crearon apretados complejos de fábricas y viviendas que repetían el cuadro de los antiguos barrios industriales de las grandes ciudades. Sólo allí donde se establecieron localizaciones preestablecidas para “parque industrial” se mantuvo un

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principio de sofisticación. De todos modos, resultó inevitable la formación de núcleos habitacionales en las zonas industriales, tanto dentro de la ciudad como en su zona periférica. Pero fueron muy distintos los que se formaron espontáneamente de los que levantaron más tarde el estado o los sindicatos. Los primeros eran tugurios donde se hacinaba la gente en estrecha promiscuidad, pero también en solidaria camaradería. Eran los conventillos como los que describía el chileno Nicomedes Guzmán en Los hombres oscuros y en La sangre y la esperanza. Para ellos, más que para el resto de la ciudad, era el ambiente malsano, las calles sucias, la existencia abigarrada. Los segundos, en cambio, se instalaron en lugares parquizados y tenían ya los caracteres de las viviendas modernas e higiénicas. Eran, prácticamente, barrios de pequeña clase media, en los que solía no faltar el jardín de juegos para niños o la artística fuente. Pero su número, aun en las ciudades ricas, fue siempre escaso en relación con el de los aspirantes, y muchos obreros industriales tuvieron que seguir viviendo en zonas deprimidas, pues aun con altos salarios no podían afrontar el desafío del valor especulativo de la tierra. De todos modos, buena parte de los obreros industriales, con alta capacidad profesional, trabajo estable, buenos salarios y poderosas organizaciones sindicales que los amparaban y les proporcionaban servicios sociales, fueron inscribiéndose en la sociedad normalizada, de la que recibían beneficios y de la que esperaban recibir aun más. Sólo la vivienda seguía constituyendo un obstáculo insalvable, como si la ciudad física se resistiera a consagrar su posición privilegiada. Y para otros trabajadores con altos ingresos la situación fue semejante, como lo era para los que escapaban de la condición de asalariados para trabajar por su cuenta: transportistas que llegaban a tener su propio camión, mecánicos que instalaban un pequeño taller, pintores o albañiles que lograban trabajo independiente y terminaban formando pequeñas empresas constructoras. Todos ingresaron en la ciudad normalizada —en la zona intermedia y difusa que separaba a la clase obrera de la pequeña burguesía—, esperando resolver un día el problema de alcanzar una vivienda apropiada a su nueva condición. Quienes, ostensiblemente, no pertenecían a la sociedad normalizada fueron los pobladores de los rancheríos, esas formaciones suburbanas que, sin ser nuevas del todo, crecieron intensamente después de la crisis de 1930. Su crecimiento se aceleró sobre todo después de 1940 y finalmente llegaron a ser un polo en la estructura física de muchas ciudades, reflejo de su estructura social. Con nombres diversos se los conoció en cada país: callampas en Chile, villas miseria, y luego, simplemente, villas en Argentina, barriadas en Perú, favelas en Brasil, cantegriles en Uruguay, ciudades perdidas en México, pueblos piratas en Colombia, y genéricamente, en casi todas partes, invasiones, construcciones paracaidistas y, sobre todo, rancheríos. El nombre tenía casi siempre curiosas y significativas implicaciones: solía entrañar una actitud irónica o una afirmación polémica de lo que, hasta entonces, sólo parecía merecer una actitud vergonzante. Este último carácter tenía la población de los barrios pobres incluidos en la ciudad, que evitaba el uso de la palabra callejón, corralón o conventillo. Pero la formación de los nuevos barrios suburbanos reveló un cambio de actitud en los invasores. Los rancheríos no fueron patrimonio exclusivo de las metrópolis. En ellas fueron más numerosos, más poblados, y su significación social fue mayor. Pero aparecieron en otras muchas ciudades de diverso tipo. En México proliferaron en un balneario de lujo como Acapulco, desde cuyos cerros parecían vigilar el desborde de la riqueza, mientras sus habitantes se introducían por entre las rendijas de la sociedad ociosa tratando de obtener algún provecho. Crecieron también en Culiacán, la capital del

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estado de Sinaloa, una ciudad enclavada en una rica región agrícola y sin desarrollo industrial. Un cinturón de miseria que creció rápidamente reunió más de doce barrios de inmigrantes, compuestos de tugurios insalubres y desprovistos de servicios públicos, en los que se especulaba con el agua potable y se robaba la luz de los cables públicos. Y se multiplicaron, naturalmente, en Monterrey, una ciudad de 1.300.000 habitantes en la que se fueron instalando más de nueve mil industrias. Una densa red de colonias miserables se apretó alrededor de la ciudad misma y a lo ancho de su área metropolitana, calculándose que aumentaba cada año en 40.000 habitantes aproximadamente. Casuchas hechas con cartones o con bolsas viejas de plástico alojaban una población creciente que carecía de todos los servicios, especialmente las cinco colonias constituidas en los basurales. Se calcula que vive en esas condiciones el 40 % de la población, pero que el 70 % carece parcialmente de ellos. Con caracteres semejantes podrían describirse los rancheríos de otras muchas ciudades. Como en Monterrey, el desarrollo eruptivo de las industrias provocó la aparición de rancheríos en las ciudades argentinas de Rosario y Córdoba, así como en otras que rondan apenas los 50.000 habitantes, como Zárate y San Nicolás; en la mejicana de Puebla, donde en los barrios periféricos hay 100.000 personas que carecen de agua y se ven sitiadas por los basurales; en las venezolanas de Maracaibo y de Santo Tomé de Guayana, naciente emporio al que se calcula que llegan mil personas por mes y que ya ha sobrepasado los 150.000 habitantes; en las colombianas de Medellín, que recibió alrededor de medio millón de habitantes desde 1938, de Manizales que aloja una sexta parte de su población —unas 40.000 personas— en sórdidos barrios ubicados en cerros constantemente amenazados por deslizamientos de tierras, de Barranquilla y de Cartagena; en las brasileñas de Porto Alegre y Belo Horizonte, invadidas, como San Pablo, no sólo por migrantes de la región sino también del deprimido nordeste del país; en la peruana de Chimbote, donde la industria metalúrgica se desarrolla desde 1958 y en la que un 20% de la población se aloja en barriadas. Pero la aparición de los rancheríos tampoco fue exclusiva de las ciudades que se industrializaron. Como Acapulco o Culiacán, otras razones determinaron en otras partes su aparición. Las migraciones se dirigieron también hacia ciudades medianas e importantes cuya actividad era fundamentalmente administrativa y comercial, por el solo hecho de ser centros activos donde parecía verosímil encontrar trabajo y mejores condiciones de vida, y el resultado fue la formación de cinturones de miseria. Aparecieron en las ciudades peruanas de Piura, Chiclayo, Huacho, Ica o Tacna, y especialmente en Arequipa, donde sobre una población de alrededor de 120.000 habitantes, un 10% habita en los barrios de emergencia; en la mejicana de Guadalajara, todavía eminentemente comercial pese al empuje del suburbio de Tlaquepaque; en la ecuatoriana de Esmeraldas, puerto exportador que de 15.000 habitantes en 1951 pasó a más de 50.000 en 1972, y cuyos barrios pobres —El Malecón, Vida Suave, Pampón— alojan casi mil familias en condiciones subhumanas; la brasileña de Recife, en cuyos mocambos —chozas de barro, ramas y chapas situadas en los mangués del río— sobrevive multitud de familias —más de 100.000 personas— gracias a los cangrejos del repugnante barro del río impregnado de sucios desperdicios según relata Josué Castro. Pero los más numerosos, los más poblados y los más representativos fueron y siguen siendo los rancheríos que se constituyeron en las grandes ciudades. En Buenos Aires, un censo de 1966 estimaba la población de las villas miseria del área metropolitana en 700.000 personas. En cada una de ellas se repetían los mismos caracteres: las viviendas precarias, la promiscuidad familiar, la aglomeración

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infrahumana de vastos grupos en una extensión limitada, la falta de servicios elementales. El 35% de los inmigrantes se concentró en esas villas miseria, pobladas con gentes provenientes no sólo del interior del país sino también de los países vecinos, especialmente Bolivia y Paraguay. Instaladas en zonas periféricas —excepto alguna situada cerca del puerto—, son poco visibles para el porteño normal, que puede pasar largos años sin verlas y hasta sin acordarse de ellas. Menos aún las ve el turista; y cuando aparecieron cerca de la autopista que conduce al aeropuerto internacional de Ezeiza, se levantó pudorosamente un muro que las ocultara. Tampoco divisan fácilmente, ni el ciudadano común ni el turista, las ciudades perdidas de México. Alguien debe advertir al despreocupado turista que se dirige a contemplar las bellezas de Puebla que, mientras recorre la calzada Zaragoza, deja a su izquierda las colonias de Netzahualcóyotl. Terminado el desecamiento del lago Texcoco, quedaron disponibles 6.500 hectáreas de tierras salitrosas que empezaron a ser ocupadas por migrantes que venían del interior del país y gentes que habían tenido que abandonar su vivienda en los barrios céntricos de la ciudad. Quizá llegaron las colonias de Netzahualcóyotl a albergar un millón de personas, para quienes tener agua potable, luz, drenaje o servicios de comunicaciones constituyó una sostenida obsesión, frustrada una y otra vez. Allí observó Oscar Lewis a la familia de Jesús Sánchez, un migrante veracruzano que había comprado un lote en la colonia para construir en él la casa que “se levantaba al descubierto en la llanura sin árboles, a cierta distancia del polvoroso camino, en un conjunto de cinco o seis casas”. Con el tiempo la edificación se fue haciendo más apretada y se constituyeron barrios compactos, algunos de los cuales empezaron a tener algunos servicios. Pero Netzahualcóyotl no es, por cierto, la única ciudad perdida de la ciudad de México: se habla de 452, que alojarían cerca de dos millones de personas en parecidas condiciones. Pero crecen, porque el número de pobladores aumenta, tanto de los que siguen viniendo del interior como de los que abandonan el centro para radicarse en las zonas periféricas, sobrepasando los límites administrativos de la ciudad y extendiéndose por una creciente área metropolitana. Quizá la más sorprendente proyección de ese proceso sea la formación de las 39 colonias que se han formado en Ecatepec, extendidas sobre dos mil hectáreas y con una población de 180.000 habitantes. Ninguna de las calamidades propias de los rancheríos faltan en ellas, pero agrega una más: en la época de las lluvias, las aguas inundan las casas hasta un nivel de cincuenta centímetros. En otras ciudades no se ven fácilmente los rancheríos: en Santiago de Chile, en San Pablo, en Guayaquil. Hay que mirar con alguna atención o es necesario ir expresamente donde están instalados. Pero en ciertas metrópolis el cuadro adquiere una particular intensidad porque han surgido en los cerros que la rodean y la ciudad anómica forma una especie de anfiteatro que rodea a la ciudad normalizada. Es agradable tomar cocktails en el hotel Tamanaco en Caracas; pero es inevitable que el que se cree observador sea observado por cientos de millares de ojos desde los cerros. Y al anochecer, acaso resulten pintorescas las luces que se encienden en las laderas: nada puede hacer olvidar, sin embargo, los tugurios que iluminan y el cuadro urbano en el que se despliegan. Una imagen semejante ofrece Lima, dominada por el cerro San Cristóbal. Por la falda de ese cerro y de otros vecinos empezaron a trepar las barriadas, que se extendieron también por los arenales del valle del Rimac. Era la obra de los migrantes rurales que llegaban a la capital, unas veces lenta y man-

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samente y otras de manera agresiva y en masa. Desde 1945, pero sobre todo después de 1950, el movimiento se fue haciendo cada vez más intenso. Precisamente en 1945 fundó un grupo decidido la barriada de San Cosme, en un cerro ocupado sin autorización. El presidente José Luis Bustamante y Rivero expresó entonces la sorpresa de todos al juzgar el hecho en su Mensaje al Perú. “Este fenómeno social —decía—, que no ha podido ser contenido por las autoridades, obedece fundamentalmente [...] al aumento anormal de la población de la capital por la afluencia de forasteros provincianos [...] y el último brote de este morbo demográfico ha sido la ocupación por más de quince mil personas de un paraje de Atacongo para fundar la llamada ‘Ciudad de Dios’”. Pronunciadas estas palabras en los últimos años de la década del cuarenta, el “morbo” siguió desarrollándose cada vez más. Acaso más de un 10% de la población de la capital peruana habite en barriadas. Quizá sean los de Lima los rancheríos más rápidamente organizados, y aquellos cuya población demuestra más decidida voluntad de integrarse. “Al realizar la invasión de una zona determinada — escribe José Matos Mar— lo primero que hacen es dividir el terreno en lotes de diversos tamaños y, previa inscripción de familias, se los reparten. Cada familia procede inmediatamente a edificar su vivienda en estos lotes, para la cual utilizan toda clase de materiales de construcción, a fin de asegurar con su presencia un derecho. En esta forma organizada, que se repite en todos los casos, inician la vida de la barriada y paralelamente fundan una asociación de pobladores, la cual en un primer momento es constituida por los promotores de la invasión, que generalmente son mestizos urbanos. Posteriormente, ya instalados, elegirán sus propias autoridades”. Esa capacidad de organización se debió a que, para hacer la invasión, se trasladaron desde sus pueblos de la sierra a la capital comunidades enteras, que luego conservaron no sólo su organización sino también sus costumbres. Sus pobladores bajan al centro para ganarse la vida, pero su actitud es gregaria. Todos juntos constituyen la “otra sociedad”, cuyo espectáculo entristece y deprime a los limeños de las clases acomodadas. Una vasta expansión de la ciudad de Bogotá hacia el sur, después de la calle 1 A, de oriente a occidente, se produjo sobre todo después de 1945. Los rancheríos ocuparon tanto las estribaciones de los cerros como la parte llana, y crecieron como en todas partes: con viviendas precarias y sin servicios públicos. Se calcula que la mitad de la población bogotana vive en tugurios, y buena parte de ella en esos rancheríos periféricos cuyo conjunto constituye un panorama desolador. Pero el bogotano normal no tiene por qué pasar de la calle 1 A hacia el sur. Su vida se desarrolla en otros lugares y, si es de clase acomodada, se desplaza progresivamente hacia el norte, hacia la calle 57 si vive en Chapinero, hacia la 92 si vive en Chicó; son muchas calles las que lo separan de la expansión hacia el sur. Tampoco son excesivamente visibles las favelas de San Pablo. Ciudad industrial, atrajo una nutrida inmigración tanto de la región circunvecina como del nordeste, especialmente del estado de Ceará. Pero ni todos los migrantes obtuvieron trabajo en las fábricas, ni los salarios industriales permitieron enfrentar el precio especulativo de la tierra. La ciudad creció en todas direcciones: hacia Santo Amaro, hacia Santo André, más allá de la avenida Agua Branca, Rua Guaicurús y, sobre todo, más allá del Tieté, tratando de trepar la sierra de Cantareira, en los barrios de Tremembé y Guarulhos. Una pobre edificación aloja cientos de miles de personas. En cambio, en Río de Janeiro los cerros fueron de muy antiguo las zonas preferidas para las invasio-

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nes, y lo volvieron a ser cuando los veteranos de la guerra de Canudos buscaron dónde establecerse: se quedaron en el cerro Providencia y allí surgió la palabra favela que luego se generalizaría. Pero el crecimiento de las favelas empezó después de 1930 y fue acelerándose rápidamente. Quizá alojen un 20% de la población de la ciudad. Cubrieron las faldas de los cerros, pero también algunas zonas llanas dentro y fuera del perímetro urbano, e introdujeron el tipo de vivienda rural. Dato significativo, no fue sólo la vivienda lo que denotó la supervivencia rural: fueron también las costumbres y las creencias, tan vigorosas como el culto de San Jorge o el espiritismo y, sin duda, viejos resabios de las culturas africanas. Acaso todo esto preste a la sociedad de los “favelados” una homogeneidad mayor aún que la de los invasores limeños, cuyo vínculo es predominantemente social. Y en ambos casos la homogeneidad se traduce en una contraposición con la sociedad normalizada. Contrapuestas las dos sociedades en casi todas las metrópolis y ciudades donde se formó una masa de doble origen, externo e interno, la oposición se materializa en el ámbito físico. La metrópoli propiamente dicha es de la sociedad normalizada y los rancheríos de la sociedad anómica, aunque, en el fondo, los dos ámbitos están integrados y no podrían vivir el uno sin el otro. Son dos hermanos enemigos que se ven obligados a integrarse, como las sociedades que los habitan. Pero del enfrentamiento a la integración hay un largo trecho que sólo puede recorrerse en un largo tiempo. 4. MASIFICACIÓN Y ESTILO DE VIDA Si el espectáculo de la fisonomía física de muchas ciudades latinoamericanas sugería la idea de que alojaban una sociedad escindida, revelaba de inmediato una diversidad de estilos de vida. Sensación muy distinta tuvieron, seguramente, los viajeros del siglo XIX que describieron ciudades de aspecto homogéneo habitadas por sociedades compactas, cualesquiera fueran los grados de diferenciación social que las caracterizaban. Pero el observador que se enfrentaba con las ciudades que sufrieron más intensamente los efectos de la crisis posterior a 1930 no sólo percibió grados de diferenciación sino verdaderos abismos sociales. Ciertamente, las migraciones y las polarizaciones sociales que enseguida se produjeron, transformaron a las ciudades en una yuxtaposición de guetos, zonas urbanas poco comunicadas entre sí o con contactos muy superficiales y convencionales. No se necesitaba mucho tiempo para descubrir que en cada uno de ellos se vivía de distinta manera. Y no sólo era evidente que se diferenciaba el modo de vida de las gentes que vivían en los suburbios aristocráticos del que llevaban los habitantes de los rancheríos: aún dentro de cada uno de esos sectores se apreciaba una diferenciación que parecía más profunda precisamente porque estaba a veces velada por ciertas engañosas coincidencias anteriores. Quien miraba de cerca los rancheríos limeños aprendía pronto a distinguir los que se formaban con gentes que venían de Ayacucho o Cajamarca; en México distinguiría los que reunían gentes de Tepoztlán de los que se constituyeron con gentes de Oaxaca o de Veracruz; y en Buenos Aires, los que se componían de bolivianos o paraguayos de los que estaban integrados por santiagueños o correntinos. Y no sólo percibiría la diferenciación nacida del distinto origen geográfico, sino también la que se derivaba de la diversa condición social originaria, de la aptitud para incorporarse a la vida urbana y al mundo tecnológico, del grado de alfabetización o de la tendencia a dejarse arrastrar hacia la vida delictiva. Del mismo modo, el observador de los distintos grupos de la sociedad normalizada advertiría la existencia

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de barrios “exclusivos”, diferentes unos de otros no sólo por los niveles de vida sino también por su estilo. Grupos altos, medios o populares, semejantes en algunos rasgos exteriores, acentuaron su diferenciación en el seno de la sociedad escindida según su grado de cosmopolitismo, de aceptación del cambio, de tradicionalismo, o según el tipo de sus expectativas. Muchos vivían como querían, pero muchos más vivían como podían, contrastando a cada momento sus tradiciones con las circunstancias creadas por el cambio. De todos modos, el contraste fundamental quedó patente entre la sociedad normalizada y la sociedad anómica: una y otra acusaban diferencias tan profundas que el espectáculo de su contigüidad pareció explosivo. Tenía cada grupo, en conjunto, actitudes tan diferentes que podía suponerse que eran dos mundos en contacto más que dos sectores de una sociedad que, en última instancia, vivía en común. Detrás de esas actitudes había diversas concepciones del mundo y de la vida, tan diversas que parecían irreductibles. La situación era, por cierto, muy compleja. La sociedad normalizada tenía un estilo de vida de marcada coherencia. Era heredado y tradicional, y estaba sustentado por la experiencia cotidiana de algunas normas inamovibles y de ciertos cambios, lentos y bien asimilados, que le otorgaban flexibilidad y vigor al mismo tiempo. Legado de la vieja burguesía, un poco señorializada con el tiempo, conservaba la consistencia necesaria como para enfrentar los nuevos cambios —éstos de ahora muy acelerados— con la esperanza de no perder su coherencia. Pero los cambios fueron demasiado acelerados y profundos. Pese a la recia contextura del legado recibido, las circunstancias cuestionaron ciertas actitudes y pusieron en evidencia que eran insostenibles frente a las nuevas situaciones reales. Una cierta duda hacía mella en esa sociedad normalizada, que hubiera querido defender hasta el fin su estilo de vida pero que comprendía la necesidad de adecuarse a la nueva situación. Fue esa misma crisis la que obligó a la sociedad normalizada, sacudida y dubitativa, a recibir en la sociedad que hasta entonces era coherente a nuevos grupos que vivían de otro modo. No era, en rigor, un solo modo, sino muchos. Y esta inserción de grupos de tan diversas actitudes terminó de sacudir a la sociedad normalizada, que vio en la masa que se constituía la expresión de un mundo ajeno. No exageraría quien dijera que la primera sensación fue una extraña mezcla de asco y de desprecio. El que tenía el hábito de ceder el paso quedó azorado frente al que atropellaba para conquistar un lugar, y el que se bañaba todos los días tuvo un gesto de repugnancia frente al que ostentaba indiferente su desaseo. La sociedad normalizada tardó algún tiempo en acostumbrarse a la idea de que se había incorporado a la estructura en que antes se movía ella sola, un grupo diferente que, por el momento, parecía irreductiblemente distinto en cuanto a sus actitudes básicas y en cuanto a las normas a que se atenía. En rigor, esa masa no tenía un sistema coherente de actitudes ni un conjunto armonioso de normas. Cada grupo tenía las suyas, y era la sociedad normalizada la que le prestaba una unidad de que carecía. Precisamente por eso constituía una sociedad anómica. No poseía ésta un estilo de vida, sino simplemente, muchos modos de vida sin estilo. Y acaso fuera esa anomia lo que más comprometía el juego de las influencias recíprocas. En los cuarenta años que siguieron a la crisis de 1930 no avanzó mucho el proceso de integración profunda de las dos subsociedades que componían la sociedad escindida. Pero, sin duda, avanzó algo, aunque por extraños caminos. Puede decirse que, aunque parezca paradójico, avanzó en la medida en que, cada día, mayor número de miembros de la masa se sintieron llamados a la participación y se enfrentaron con la sociedad normalizada. El diálogo empezó algu-

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nas veces con insultos y desafíos, pero empezó y no se detuvo. Se deslindaron los intereses comunes y, sobre todo, se identificaron aquellos puntos de la estructura donde la masa podía morder. Aquellos que, en conjunto, constituían una sociedad anómica, poseían, en particular, una cultura originaria que, en algunos casos, les permitió reducir sus propias normas a las de la sociedad normalizada. Por lo demás, la necesidad obligaba. Muchos empezaron a imitar los modos de comportamiento de la sociedad normalizada: las fórmulas de cortesía que, sin duda, le eran familiares, los principios de acatamiento a las jerarquías, las reglas del juego para cierto tipo de relaciones. Pero acaso imitaron más: la manera de tomar un vaso o un tenedor, o de poner un mantel en la mesa, o de vestir a un niño. Y acaso más aún, cómo actuar frente al estado y sus agentes, cómo exigir. Y todavía más: cómo juzgar ciertos actos, cómo decidirse ante ciertas opciones, cómo pensar sobre ciertos temas que entrañaban un compromiso. Esa imitación no implicaba haber internalizado los supuestos de la estructura: era, generalmente, una repetición superficial de actitudes que habían sido observadas y juzgadas convenientes y beneficiosas. La imitación era una defensa típica de quien pasaba tímidamente al ataque. Por esa vía la integración comenzaba, difícilmente, a través de una adaptación cautelosa a las exigencias primarias de la estructura propia de la sociedad normalizada. Algo identificaba, sin embargo, a estas dos sociedades tan diversas: la coincidencia en la revolución de las expectativas. El migrante recién llegado se parecía al más alto ejecutivo en que los dos querían dejar de ser lo que eran. Eso había instaurado la crisis: el triunfo definitivo de la filosofía del bienestar, definitivo sobre todo por la incorporación multitudinaria a ese credo de gentes que hasta la víspera no se hubieran atrevido a acariciar la esperanza de romper el círculo de fuego de la miseria. Pero una vez en la ciudad, aun en el último peldaño del sector deprimido de la sociedad, parecía legítimo esperar el éxito económico y el ascenso social. Mejores salarios deseaba el que aún no había conseguido su primer trabajo, porque ya sabía en qué iba a gastar el primer dinero que llegara a sus manos: una cama, una ropa, una sortija, y luego quizá una radio, y quizá una batidora, y quizá un refrigerador. Y mejores salarios o mayores rentas deseaba el alto ejecutivo porque hacía tiempo que sabía en qué gastarlos: un departamento en un barrio de más alto nivel, un segundo coche para su esposa, un yate, una casa de fin de semana con pileta de natación, dos criados para que ostentaran su chaleco a rayas o su impecable saco blanco. Los proyectos no tenían límite una vez producida la revolución de las expectativas, y en ese cauce común se encontraron la sociedad anómica y la sociedad normalizada. Ciertos rasgos comunes acercaban a todos los sectores de la sociedad normalizada. Todos, cualquiera fuera su nivel, se sentían poseedores de un derecho preexistente no sólo a lo que cada uno tenía, sino también al conjunto de la estructura, a la que le habían impreso su sello y se habían acostumbrado a usar según un sistema aceptado de normas. Había una manera de circular por la carrera Séptima de Bogotá, y se sabía quiénes podían detenerse a conversar en el Altozano, como había en Buenos Aires una manera de discurrir por la calle Florida o de conducirse en el teatro Colón; y había una manera de comportarse en la limeña plaza de toros de Acho o en la fiesta del Grito en la mejicana Plaza del Zócalo. Cada uno creía tener su puesto definitivamente adquirido y sabía a qué reglas debía someterse para disfrutarlo y mantenerlo. Era un derecho adquirido. Pero la conmoción social que siguió a la crisis de 1930 le opuso a quienes se sentían usufructuarios de la estructura en cualquiera de sus niveles, un grupo social inesperado que reclamaba un sitio en ella sin que pareciera tener otro derecho que el

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de un asaltante de caminos. La primera actitud de la sociedad normalizada, en todos sus niveles, fue de rechazo a los que consideraba intrusos, y se unificó con tal fuerza en la defensa de un estilo de vida tradicional que la unión llegó a derivar en extrañas alianzas políticas policlasistas. Pero los efectos del impacto de la nueva masa fueron variados y contradictorios, quizá porque se produjo en medio de una crisis que obligaba a rever otras muchas cosas. Mientras la mayoría se congregaba en defensa del mundo del pasado, otros —acaso de las nuevas generaciones— descubrieron en la nueva situación otras opciones vitales. Cuestionado desde fuera el estilo de vida de la sociedad normalizada, también empezó a ser cuestionado desde adentro. El cuestionamiento iluminaba lo que había de caduco y de irrecuperable en aquel estilo de vida, y restaba autoridad y argumentos a sus defensores. Un día aparecieron en el seno de la sociedad normalizada algunos —jóvenes, generalmente— que se declararon en libertad frente al estilo de vida que sus padres se empeñaban en conservar incólume. Fueron los rebeldes, en quienes indirectamente resonaba de singular manera el clamor de la sociedad anómica. Si hubo normas que empezaron a parecer caducas e irrecuperables a los ojos de algunos miembros de la sociedad normalizada, no debía extrañar la tolerancia que éstos empezaron a mostrar para aquellos que las violaban o las desconocían. Los rebeldes se transformaron en aliados objetivos de la sociedad anómica. Pero algunos fueron más lejos y acusaron una tendencia radical, transformándose en aliados subjetivos en la medida en que empezaron a sentir vivamente la seducción de la anomia, que era como una puerta abierta para escapar de una sociedad que se hacía más estrecha y rígida a medida que crecían sus temores y acentuaba su actitud defensiva. Quizá la seducción de la anomia liberara, sobre todo en las nuevas generaciones, los impulsos primarios y los designios irracionales que toda sociedad constriñe eficazmente. Frente a la estructura cuestionada y amenazada, pareció lícito a algunos buscar su salvación individual dando libertad a su vocación no comprometida con la estructura, a sus sentimientos antes tan controlados, a los impulsos de una voluntad que no quería ser constreñida. La crisis generó una visión crítica de la sociedad, y de ésta nació una actitud disconformista más o menos extendida. Como el fenómeno social latinoamericano prolongaba el que se había producido con análogas características en los países europeos después de la primera guerra mundial, muchas respuestas para las nuevas situaciones llegaron de allí antes de que las situaciones se hubieran presentado. Pero también hubo respuestas originales ante la crisis. Quizá la más notoria en la turbada Latinoamérica de las décadas del treinta y del cuarenta fue un creciente escepticismo que ganó a las nuevas generaciones. Pero el disconformismo creció más tarde, cuando el efecto de la conmoción se hizo patente en las ciudades y se acentuó el repliegue de la sociedad tradicional. Fue entonces cuando empezó a difundirse en el seno de las nuevas generaciones de la sociedad normalizada la tentación de una vida sin barreras. Se manifestó como una exacerbación del disconformismo tradicional, de la bohemia artística y literaria, de la bohemia estudiantil. Creció en las ciudades el número de los que practicaron el “vive como quieras” y se vio liberarse a las mujeres de viejos prejuicios: aumentó el número de las que seguían carreras universitarias, de las que tenían empleos o ejercían profesiones, de las que concurrían con amigas y amigos a cafés y restaurants y llegaban tarde a sus casas, de las que se vestían con una audacia inusitada cinco años antes. Cuando se difundió el uso del pantalón y la minifalda, fueron muchachas de todas las clases sociales las que acataron los nuevos usos. Y empezó a parecer normal, en

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las familias de clase media o alta, que los jóvenes de ambos sexos quisieran dejar la casa paterna para instalarse en un departamento que quería tener aire de atelier. ¿A qué norma había que sacrificar la libertad, la vocación o, simplemente, las tendencias espontáneas, si todas estaban cuestionadas y muy pocas parecían resistir el embate de la masificación? Un día aparecieron los hippies y empezó a crecer el número de los drogadictos, reunidos en los bares, en las disquerías o en los clubes nocturnos que practicaban el culto de la media luz. El disconformismo se manifestó en el abandono de la preocupación por un futuro “normal”, según el criterio de las personas mayores y conservadores. Fueron muchos los que no se sintieron obligados a seguir una “carrera de provecho” y se volcaron al estudio de la psicología o la sociología. Muchos quisieron hacer cine, o tocar la guitarra, o, simplemente, no hacer nada fijo, y experimentar las delicias, antes prohibidas, de la vida del juglar. Muchas familias empezaron a consentir una vida mixta, entre familiar y juglaresca, que acalló los escrúpulos y estimuló el disconformismo de los menos audaces. Los más audaces se deslizaron muchas veces hacia un disconformismo peligroso. La vieja estructura estaba cuestionada, sin duda, y no podía sostener la vigencia de cierto estilo de vida ni el primado de cierto tipo de normas. Pero no estaba muerta, y a medida que crecía la impotencia de los que querían defenderla con argumentos crecía también el dispositivo de seguridad para proteger las últimas líneas del sistema. Un desafío al sistema mismo acarreaba automáticamente el funcionamiento de ese dispositivo. La estructura toleraba que sus normas fueran violadas, pero no que se atacaran sus fundamentos; y el disconformista que se hacía cargo del desafío solía pagar cara su audacia: el rechazo ostensible o silencioso que significaba su extrañamiento. No menos caro, y acaso más, solía ser el precio impuesto a quien se deslizara hacia una política radicalizada. Si el disconformista adoptaba el género de vida del activista revolucionario, el dispositivo de seguridad funcionaba, y no sólo era extrañado del seno de la sociedad normalizada sino perseguido y duramente castigado por el estado. Las clases altas y las clases medias fueron, sin duda, las más celosas defensoras de los últimos bastiones de la estructura; pero no todos sus sectores defendieron con el mismo vigor el estilo tradicional de vida. Hubo grupos tradicionalistas: quizá los más conservadores o los de más viejo arraigo, que se sentían depositarios de un legado que se consustanciaba con su posición aristocratizante. Encerrados en un círculo cada vez más estrecho, velaban por el prestigio de sus apellidos y conservaban lo que podían de aquellas costumbres y formas de vida que heredaron de sus mayores. En los viejos clubes o en las sociedades de beneficencia, en los conciertos y las fiestas, una vaga atmósfera decadente impregnaba la convivencia de quienes se resistían a ceder a la presión de los cambios. Los sectores no tradicionales, en cambio, se manifestaron más ágiles, en parte porque muchos de sus miembros habían llegado a sus filas no hacía mucho tiempo. Quizá por eso algunos intentaron asimilar lo que podían de esas formas de vida de los sectores conservadores. Pero estaban demasiado urgidos por establecer y consolidar el control de lo que parecía una nueva estructura y no era sino una metamorfosis de la antigua. Sin duda lo lograron, y esa conquista repercutió sobre el estilo de vida que elaboraron y adoptaron, invistiéndolo del prestigio que le proporcionaba su posición eminente y, sobre todo, su poder. Era el estilo de vida que correspondía a una cultura cosmopolita, creación de las metrópolis, o mejor dicho, de una capa común a muchas metrópolis de las que integraron el nuevo mundo urbano de Latinoamérica, relacionado, sobre todo, con los Estados Unidos. En todas ellas crecían los

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grupos que se envanecían de ser cosmopolitas, de hablar varias lenguas de las que intercalaban palabras en la conversación cotidiana, de vestir como en las grandes capitales, de deslizarse toda la jornada a través de un sistema de actividades que suponían su inserción en el mundo y no en su país o su ciudad. Era una cultura en la que la amistad y el diálogo iban siendo reemplazados por las formas convencionales de las relaciones públicas, y en la que la espontaneidad parecía tan inadecuada y peligrosa como en una corte barroca. Era una cultura de secretarias ejecutivas, de cocktails, de reuniones de alto nivel realizadas en una sala a la que un móvil de acrílico prestaba su frialdad, de agendas saturadas de fechas comprometidas y de decisiones adoptadas en complicidad con la computadora amiga. Esa cultura era, sin duda, propia de las metrópolis, pero no específica de cada metrópoli. Era la que habían creado entre todas bajo la seducción del modelo elaborado en las grandes ciudades de los Estados Unidos, y en la que quedaron sumergidos y atrapados sus creadores, víctimas y usufructuarios a un tiempo: los grandes empresarios, los abogados influyentes, los científicos enloquecidos por el paper que debían presentar a un congreso con el objeto de que no dejaran de invitarlos al próximo, los gestores de las grandes empresas multinacionales, los artistas de éxito, los promotores de la parafernalia publicitaria, los organizadores de grandes espectáculos, las reinas de la belleza que aspiraban a ser modelos internacionales, y todos los que trataban de ser internacionales antes de ser o acaso olvidados de ser. Toda una corte de imitadores y de aspirantes a ingresar en sus filas alimentaba esa cultura cuya resonancia multiplicaba los medios masivos de difusión y consagraba el creciente prestigio del poder social. Era, acaso, la cultura que correspondía al mundo industrial y especialmente a la era tecnológica; pero era una cultura que subestimaba la vida privada y la espontaneidad. Típica de una sociedad escindida y barroca, las élites habían aceptado el sacrificio de ofrecerse como espectáculo a los demás. Las torres modernas —vidrio y aluminio, de ser posible— se transformaron en los baluartes de esta cultura cosmopolita o, si se quiere, multinacional. Porque no sólo la economía se fue haciendo multinacional, sino también la peculiar cultura creada en gran parte por quienes la manejaban y por los creyentes de esa nueva fe, en la que se trasmutaba, sin diferenciarse demasiado, la antigua fe del siglo XIX en el progreso. Baluartes y símbolos de ella eran también los Sheraton internacionales y los Hilton internacionales, entre los que se desplazaban los habitantes de las torres de vidrio y aluminio, quizá sin saber bien si estaban en México, San Pablo o Buenos Aires, porque las diferencias desaparecían en el ambiente cosmopolita e internacional. Sólo el perfil y el color de la tez del personal de servicio podía sembrar alguna duda. Y acaso algún viajero llegara a sospechar que la camarera que lo atendía regresaba a un rancherío periférico cuando terminaba su escrupuloso trabajo. Un estilo de vida tan decididamente fundado en la dependencia de una sociedad exigente rechazaba la posibilidad de que aquellos que habían optado por la extroversión se reencontraran en algún momento consigo mismos. La renuncia a un estilo interior de vida era el precio que había que pagar por el éxito. Se inventó una cultura convencional para paliar la dura experiencia de la orfandad interior. Fue la cultura de los best-sellers, de los espectáculos que no había que dejar de ver, de la exposición que era necesario haber visitado. Hasta se inventó un uso convencional del ocio, dedicado a un golf ejercitado como un rito o a unos viajes a los lugares en los que convenía haber estado. Era exterior y enajenadora, pero era, en el fondo, una cultura y acaso la única compatible con el estilo de vida de una élite enajenada. Quizá su expresión más diáfana fuera la preocupación por el status y por la posesión de sus

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signos. Las cosas perdieron valor por sí mismas y se convirtieron en símbolos. Era una alegría diabólica —en el más estricto sentido de la palabra— la que producía gozar las cosas saboreando al mismo tiempo la envidia de los que no las poseían. Sólo una nube enturbiaba la sensación de poderío que experimentaban las nuevas élites: su masificación inevitable e incontenible. Sus miembros eran, sin duda, los privilegiados de la nueva sociedad, pero los privilegiados eran muchos. Alguno pudo tener su avión particular. Acaso un Boeing que le permitía hacer viajes intercontinentales. Pero aun ése tuvo, alguna vez, que someterse al rigor cósmico de la cola. Nada tan revelador de la nueva sociedad como la cola de los privilegiados. Y aun en los lugares más exclusivos y manejados por la propia élite, se vio instalar el self-service en el elegante buffet y se vio a los privilegiados hacer cola ante la seductora mesa de los platos fríos. Fue un doloroso descubrimiento comprobar que había muchos más privilegiados que localidades en un teatro de revistas semipornográficas y lujosas o en el ring-side de un estadio de box. Triste cosa fue para un gran empresario tener que confesar a su huésped que no había podido conseguir localidades, a pesar de la intervención de todos los gestores oficiosos que manejan los hilos de la gran ciudad. Pero nadie podría sorprenderse de su impotencia: en el proceso de masificación de la gran ciudad hay un momento en que no hay hilos ni quien los maneje. Es el momento en que vuelve a la memoria el viejo símbolo de Babel. Fueron las clases altas y las altas clases medias —las nuevas élites— las que introdujeron un nuevo estilo de vida en las ciudades latinoamericanas, sin duda luego de un progresivo reemplazo de las influencias europeas por la de los Estados Unidos. Tanto en el resto de las clases medias como en las clases populares, por el contrario, se advirtió cierta apelación a las formas tradicionales de vida, quizá porque sus miembros deseaban que quedara bien claro que pertenecían a la sociedad normalizada. Eran, por lo demás, clases necesariamente conservadoras, no en el sentido político de la palabra sino en cuanto a respetar ciertos valores acuñados de antiguo: se podía ser liberal, socialista o comunista y seguir siendo conservador de esos valores. Se notaba, precisamente, en la perpetuación de su estilo de vida tradicional. Cierto terror a un salto en el vacío que pusiera en peligro un ascenso difícilmente conquistado —o, en todo caso, estimado suficientemente como para no comprometerlo en balde—, aconsejaba moderar las acciones. La casa siguió siendo lo que había sido, aunque el tocadiscos o el aparato estereofónico reemplazara al piano. La lucha por el ascenso siguió perturbando las mentes, pero el nivel de la aventura no sobrepasó nunca el de la seguridad. Y si creció la tentación del consumo, raramente el monto de las cuotas mensuales que debía pagar la familia sobrepasaba las posibilidades de su presupuesto. Frente al delirio de las clases altas y de las altas clases medias, frente a la modestia de las clases populares normalizadas y frente a la pujanza sin canales de la nueva masa, las medianas clases medias constituyeron el sector más estable. Renovaron el estilo de vida burgués dentro de una concepción entre antigua y moderna, en el que el sentido de la medida no impedía del todo cierto alarde de audacia; y como que era burgués de origen, se mostró sólido y equilibrado. En el fondo, ese estilo de vida del núcleo central de las clases medias se fundaba en el reconocimiento de que en ninguna sociedad —ni en la antigua mercantil ni en la nueva industrial y tecnológica— eran incompatibles el ocio y el trabajo; no estaba en sus posibilidades ni en sus tendencias, ciertamente, desdeñar el trabajo; pero su filosofía se dirigía a alcanzar una cultura del ocio, o mejor, un estilo interior de vida en el que el ámbito

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de lo privado constituyera el reducto eficaz contra la masificación. En el seno de ese estilo de vida se reelaboró un nuevo sistema de normas, elástico y firme al mismo tiempo, y sobre todo un conjunto de pautas para la vida individual que entrañaba la reivindicación de ciertos valores antiguos: los morales, los estéticos, los intelectuales. Clase consumidora como todas, formó parte de su estilo de vida el consumo de los productos de cultura y la preocupación por la calidad de la vida. Conservadoras también a su manera, las clases populares fieles a las normas de la sociedad normalizada persistieron en su forma de vida tradicional. Fuera de su incorporación al consumo, poco cambió en sus actitudes, que acusaron la influencia de las medianas clases medias a las que anhelaron incorporarse y trataron de imitar. Fue expresión de esa tendencia la adopción prematura, por parte de quienes aspiraban al ascenso social, de las formas de vida y de mentalidad de las clases medias, cada uno a la espera de que su ascenso se materializara en su nivel de ingresos y le fuera posible transformar sus expectativas en realidad. Pero esas clases populares fueron las más sensibles y las más indefensas frente a las nuevas situaciones, y sufrieron rápidamente el proceso de masificación. Aceptarla fue para ellas un problema de supervivencia, fuera de que no tuvieron otra alternativa. Engrosaron las filas de los sindicatos y pudieron remediar parte al menos de sus carencias gracias al apoyo colectivo. Ciertamente, poco tenían que perder y mucho que ganar cediendo a la masificación. Fue distinto el caso de las medianas clases medias. La masificación fue para ellas una experiencia dolorosa porque atacaba, precisamente, ese anhelo de interioridad que caracterizaba a sus miembros, celosos de su individualidad y de su condición de personas diferenciadas. Duro fue para el pequeño burgués que cultivaba amorosamente su ámbito privado avenirse a las nuevas y ásperas condiciones de la vida colectiva; y encontrarse sumido en una multitud o agregado a una cola le pareció un agravio a su dignidad. Unidos por una condición común y por un proceso de cambio que todos sufrieron por igual, los distintos estratos de la sociedad normalizada mantuvieron cierta homogeneidad que se manifestó en ciertas coincidencias en sus estilos de vida. Pero la sociedad anómica que se constituyó a su lado, y frente a ella, careció de supuestos comunes que integraran a sus diversos grupos. Era, pues, inverosímil que pudieran ostentar un estilo de vida definido. Tuvo cada grupo su modo de vida, pero el conjunto se definió, en cada ciudad, por su aire abigarrado y, finalmente, por su anomia. El conjunto fue anómico. Pero no porque lo fuera cada grupo, sino como resultado de su azarosa yuxtaposición en el ámbito urbano en el que habían coincidido. Cada grupo traía, en rigor, un estilo de vida, bien definido, por cierto, puesto que correspondía a tradiciones casi seculares, inclusive los tradicionales grupos populares urbanos que más pronto cedieron a la presión de los grupos inmigratorios. Pero el nuevo ambiente de las ciudades y las duras condiciones creadas por la incorporación de los grupos recién llegados disolvieron rápidamente esos estilos de vida hibridándolos y destruyendo su armonía interna. Quedó en el seno de cada grupo, quizá, un conjunto de hábitos y creencias, de normas y actitudes que provenían de su tradición; pero los principios básicos fueron quebrados por la adopción de otros muy disímiles, de los que no podían prescindir quienes afrontaban la dura experiencia del trasplante y la forzosa adecuación a nuevas situaciones. Acaso en un plano muy profundo pudiera descubrirse que el inmigrante optaba, secreta o inconscientemente, por el estilo de vida de la sociedad a la cual decidía incorporarse. Si abandonaba el ámbito rural por el urbano, abandonaba también su estilo de vida tradicional y aceptaba el cuadro de posi-

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bilidades que la ciudad podía ofrecerle. Pero su opción no estaba situada en el plano de la conciencia, puesto que las motivaciones de su éxodo eran elementales y se relacionaban la mayor parte de las veces con el duro problema de la subsistencia. Conservaba, pues, lo que podía de su bagaje cultural, abandonaba lo que no podía conservar y adoptaba lo que era imprescindible para sobrevivir. Pero, sin duda, a partir de una predisposición favorable a su incorporación al mundo urbano. Por eso fue contradictoria la actitud de los grupos migratorios frente a la sociedad normalizada y a la estructura a la que se incorporaban. Objetivamente, esa estructura era el sistema elegido, la mejor de las opciones posibles, la meta capaz de provocar una decisión tan grave y difícil como era la del desarraigo del hogar ancestral. Los grupos migratorios adhirieron a ella, con tanta más facilidad cuanto que compartían sus fundamentos sociales, políticos y religiosos. Y llegaron a ella no para destruirla ni modificarla, sino, simplemente, para incorporarse y disfrutar de los bienes que ofrecía compartiéndolos con los que formaban parte de ella. Pero no era fácil llegar a esa participación. Quienes detentaban la estructura se mostraron recelosos y esquivos, y los recién llegados sintieron el rechazo y comprobaron la fortaleza del dispositivo de resistencia que se montaba contra ellos. Contra esa resistencia fue el odio, no contra la estructura misma. Y cuando la resistencia pareció insuperable, hubo estallidos de incontenible cólera destructiva que parecieron actos de hostilidad profunda. Eran, acaso, actos de despecho y resentimiento, y por eso mismo de adhesión secreta. Frente a la sociedad normalizada y a la estructura, la nueva masa —los grupos migratorios y los sectores a los que primero se integraron— había adoptado la actitud de pedir y esperar: fue la espera inútil la que provocó su irritación y su estallido. Sin duda la anomia que caracterizaba a esa masa permitía la irrupción temperamental de los más violentos. Hubo, luego, un acostumbramiento a la violencia, acaso estimulado por el sentimiento de que sólo la violencia podía inducir a los más obstinados custodios de la estructura a conceder lo que se les pedía. Pero la violencia pública fue accidental, y la violencia privada no sobrepasó los límites de lo que podía esperarse de una sociedad urbana que rápidamente se tornaba multitudinaria. En la existencia cotidiana la nueva masa trabajaba oscuramente para conquistar un lugar en la estructura, y cada uno de sus miembros competía con sus iguales para obtener un trabajo, un techo y el alimento de cada día. En esa existencia cotidiana, la nueva masa elaboró un modo de vida dentro del cuadro de la más sostenida miseria. Pero no era una miseria cualquiera: era la peor de las miserias, puesto que estaba enclavada en el seno de ciudades en las que señoreaba una poderosa plutocracia de cuya concepción del mundo formaba parte el uso de un lujo ostentoso y agresivo. Ciertamente, sin esa riqueza no se hubiera podido constituir este modo de vida de la miseria, puesto que se desarrolló a costa de las sobras de una sociedad opulenta. Fue llamativo el espectáculo de todo lo que se pudo crear con los desperdicios sin valor de la sociedad industrial, de todo lo que pudo obtenerse con una mínima capacidad adquisitiva, de todo lo que se le pudo arrancar a las sociedades de consumo, acaso explotando sabiamente el complejo de culpa que las embargaba. Vivir casi sin nada en una sociedad montada sobre la escala del valor del dinero constituyó una extraordinaria proeza de esta nueva masa. Casi se inventó una cultura material de los desperdicios: casas, muebles, utensilios, todo salió de lo que les sobraba a otros. Y en ese marco se constituyeron familias, se criaron niños y crecieron adolescentes, confrontando lo que les faltaba con lo que les sobraba a otros, o peor aún, a ese mundo indefinido de los productos industriales que dejaba en los vaciaderos de basura bolsas de nylon, pedazos de madera.

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chapas inservibles, latas diversas, trapos o prendas de vestir, y hasta sobras de alimentos, que podían llegar a ser suculentas si provenían de restaurantes de lujo. Hubo un modo de vida material, subsidiario de los desperdicios del mundo industrial. Pero hubo también un modo de vida moral, subsidiario de una sociedad de consumo. Como las “Marías” mejicanas, hubo en todas partes los mendigos especializados en conmover a los ricos. Sin duda hubo otros muchos mendigos. Pero estos eran expresión inequívoca de la sociedad escindida. Una moral del abatimiento nació de esa conducta dictada por la necesidad. Su regla de oro fue que la necesidad lo justificaba todo: los métodos refinados del engaño, la astucia delicada para sortear dificultades que parecían insuperables, la apropiación de los bienes del prójimo, la venta de sí mismo si era necesaria. A veces, la estructura misma atacaba a las víctimas de la pobreza, a través del ignominioso chantage de funcionarios o policías que explotaban la inseguridad de sus víctimas para empujarlas o mantenerlas en la vida delictiva. Y el descreimiento creciente acerca de las posibilidades de salir del círculo de la miseria empujaba al delito a quien no quería caer en él, como empujaba a las muchachas a la prostitución, a los jóvenes a la formación de agresivas bandas de rateros, a los hombres y mujeres desencantados al alcohol. Todo eso formó parte del modo de vida de la sociedad anómica. Pero no fue todo. A medida que se consolidó el proceso de integración comenzaron a aparecer individuos y grupos que lograron escapar del círculo de la miseria total. Llegaron a ser, simplemente, pobres. Aun con bajos salarios mejoraron sus viviendas y sus condiciones de vida. Algunos comenzaron a tener conciencia de su situación y llegaron a tener opiniones. Un lento trabajo de personalización comenzó a arrancar de la masa a algunos de los que habían inaugurado su nueva vida incluyéndose en ella. Algunos llegaron a tener opiniones políticas, y en su modo de vida quedó incluida una suerte de militancia. Rara vez con autonomía y claridad frente a sus objetivos: generalmente pasaron a ser clientela política de quien veía en ellos una fuerza potencial para lanzarla como catapulta en una sociedad que cuestionaba los sistemas tradicionales de representatividad. Y de ese modo dieron un paso más en la estructura incidiendo en una de sus brechas, llevados de la mano de quienes las estaban abriendo. No llegó a elaborar la sociedad anómica un estilo de vida. Pero en los tortuosos caminos de la integración empezó a vislumbrar un conjunto de nociones que recibieron el apoyo de sus protectores, de los que los adulaban o de los que los inducían a nuevas actitudes. No llegó a elaborar la masa anómica un estilo de vida, pero en el turbio trajín de sus contactos con la estructura comenzaron a macerarse algunas tendencias oscuras —como en todos los orígenes— con las que poco a poco se elaboraría, o se está elaborando, un estilo de vida nuevo al que parecen concurrir ciertas actitudes que cobraron vigencia en el seno de la sociedad normalizada. 5. MASIFICACIÓN E IDEOLOGÍA No sólo suscitó la masificación esas transformaciones que se operaron en las formas de vida de los distintos grupos de la sociedad escindida. También suscitó una renovación profunda y sutil de las ideologías que sustentaron a las nuevas situaciones y les propusieron vías de salida en relación con el juego de los distintos factores que operaban en la vida social, económica y política. Nadie quedó ajeno a esa sacudida que conmovió las opiniones tradicionales.

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Sin duda la crisis despertaba una urgente curiosidad por entender sus términos, por adivinar sus secretos y avizorar sus perspectivas. Como en todas las crisis, la tendencia a la concientización creció intensamente, y las interpretaciones se sucedieron, las fórmulas explicativas se simplificaron y los criterios interpretativos terminaron en vagas apelaciones a palabras clave. En un torrente de palabras desembocó la aguda concientización que produjo la crisis, repetidas unas veces como estribillos, otras veces como argumentos y muchas como expresiones convenidas que identificaban a amigos y enemigos. Eran, a veces, palabras vulgares provistas de una significación especial; pero otras veces quisieron ser palabras técnicas de la ciencia política, de la economía o la sociología, empobrecidas y degradadas en sus contenidos. Muchas ideas quedaron sepultadas en el mar de palabras que suscitó esa forma maligna de concientización, estimulada por una crisis difícil de entender. La dificultad consistía sustancialmente en que la masificación renovaba el problema de las relaciones entre individuo y sociedad. En Latinoamérica no se había producido una crisis social e ideológica semejante desde la irrupción de la sociedad criolla. Y al repetirse, se reanudó una discusión en la que se echó mano de viejos argumentos. Y no era correcto, porque si morfológicamente las situaciones se parecían, los protagonistas del proceso social se diferenciaban profundamente. Hubiera sido difícil establecer otra cosa que una analogía superficial entre los grupos criollos que emergieron con la Independencia, algunos constituidos en montoneras, y las nuevas masas urbanas. Pero lo cierto es que las nuevas masas obligaron a pensar en las relaciones entre individuo y sociedad, y esos pensamientos cristalizaron en opiniones que arraigaron tanto en los sectores de la sociedad normalizada como en los de la sociedad anómica. La iniciativa de esa revisión de las relaciones entre individuo y sociedad partió, naturalmente, de la sociedad normalizada, y en particular de los grupos más preocupados por la política y la economía. La aparición de las masas cuestionó su propia ideología y, en consecuencia, se apresuraron a examinarla, unos con ánimo de defenderla hasta el fin y otros para establecer si convenía corregirla y adaptarla a las nuevas circunstancias. Era una tarea que no se emprendía de modo tan vehemente desde los tiempos de la irrupción de la sociedad criolla y de la Independencia. Entretanto, la masa anómica cuya formación provocaba tantas reacciones permanecía ajena a esta ahincada preocupación de interpretar las situaciones sociales y de definir su propio papel. Cada uno de los grupos que la componían arrastraba cierta cosmovisión originaria pero se mostraba incapaz de adecuarla a las condiciones reales o de revisarla críticamente: un haz de nociones heterogéneas y de prejuicios componían el confuso esquema con el que la masa en formación, como conjunto, comenzó a enfrentarse con el casi lóbrego mundo urbano. Sólo algunas experiencias felices en el camino de la compenetración más profunda de los grupos migrantes con ciertos sectores de la sociedad tradicional pudieron ayudar a organizar una ideología ajustada no sólo a las necesidades y deseos de la masa sino también a las posibilidades de respuesta de la sociedad normalizada y, en general, de la estructura. La masa empezó a aprender el arte difícil de alternar el ruego y la exigencia, precisamente porque empezó a intuir que su mayor fuerza iba a ser, poco a poco, no la suya propia, sino la convicción que se arraigaba progresivamente en la sociedad normalizada acerca de los derechos y de la legitimidad de las aspiraciones de la masa. Esa convicción debilitaría, ciertamente, el frente ideológico de la sociedad normalizada. Pero no arraigó rápidamente. Aun después de percibir la presencia de la nueva masa persistió la vieja ideología

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en la sociedad normalizada, dentro de la cual se contraponían sin excluirse conformistas y disconformistas. Tradicional y fuerte, la ideología conformista mantenía su apoyo a una concepción liberal de la sociedad, y proponía a cada uno de sus miembros el camino del ascenso social individual por la vía del esfuerzo, la capacidad y la competencia. Era una ideología que se tornaba cada vez más conservadora a medida que crecía el número de los competidores. En respuesta, la ideología disconformista proponía un cambio estructural destinado a generalizar la participación: tímidamente los partidarios del progreso a la manera del siglo XIX y más audazmente los que no vacilaban en afirmar la necesidad de una reforma socialista o una revolución. Excepto algunos espíritus perspicaces —por lo demás, alertados por la experiencia europea de posguerra—, la mayoría de la sociedad normalizada tardó en imaginar y prever la magnitud del impacto que produciría la presencia de la masa. Pero a medida que el impacto se manifestaba sobre sectores particulares de la estructura, distintos grupos de las élites comenzaron a abandonar su fluidez y se dispusieron a revisar sus posiciones. Poco a poco, corrientes más o menos nutridas de opinión empezaron a plegarse a sus actitudes y proyectos, y compusieron al fin un cuadro ideológico nuevo en el que se disolvía la problemática tradicional para dejar paso a la que suscitaba la trasformación social desencadenada por la presencia de la masa. Dos tipos de actitudes quedaron esbozados: la de los que se negaban a reconocer su significación y la subestimaban y la de los que decidieron aceptar el hecho consumado de su aparición como un dato insoslayable de la realidad. Los primeros —los que subestimaron el nuevo hecho social— reaccionaron según su condición de conformistas o disconformistas. Celosos de la conservación incólume de la estructura, los conformistas adoptaron una actitud despectiva frente a la masa, estrecharon sus filas, se resistieron a toda concesión y pasaron a la defensiva sin intentar otra estrategia: fueron los conservadores clásicos, liberales originariamente pero volcados cada vez más hacia la defensa sin concesiones de sus privilegios. Por su parte, los disconformistas tradicionales, partidarios de una transformación de la estructura según las reglas que consideraban inconmovibles del mundo industrial, identificaron a la masa como un proletariado lumpen, sin conciencia de clase ni vocación de lucha, y dedujeron que, en última instancia, la masa era objetivamente un aliado potencial de la estructura vigente. Así, coincidiendo en eso con los conservadores clásicos, adoptaron también una actitud despectiva frente a la masa: fueron los progresistas, los reformistas y los revolucionarios cuyos esquemas ideológicos respondían a los principios del radicalismo o del marxismo, en los cuales vibraban las indestructibles reminiscencias del pensamiento ilustrado y del liberalismo filosófico. Los segundos —los que aceptaron el nuevo hecho social— comenzaron a revisar tanto su estrategia como su interpretación de la sociedad y sus proyectos futuros. Atentos a los pequeños hechos para adivinar cuanto antes el sentido general del proceso que se desenvolvía ante sus ojos, aguzaron el análisis y la imaginación, ayudados por la experiencia de los fenómenos sociales europeos de posguerra. Pero muchos pusieron principalmente sus miras en lo que el fenómeno tenía de particular y de local, y lograron esbozar los principios de una ideología nueva para canalizar las tendencias eruptivas de la masa dentro de normas que aseguraran la conservación de lo fundamental de la estructura. Coincidiendo con los disconformistas, intuyeron que la masa era objetivamente un aliado potencial de la estructura y elaboraron, por una parte, una estrategia para mantenerla satisfactoriamente adherida a

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ésta, y por otra, una ideología inédita que significara una interpretación válida de las situaciones reales y que pudiera alcanzar el consenso de aquellos a quienes proponía un cambio: fue el populismo. El cambio propuesto seguía las líneas del que se realizaba espontáneamente, mediante la lenta integración de grupos o individuos de la masa en la sociedad normalizada. Acaso el cambio propuesto sólo consistiera en facilitar y acelerar esa tendencia espontánea. Pero lo verdaderamente importante era que la nueva ideología exigía que el cambio se realizara dentro de las líneas fundamentales de desarrollo de la estructura según su propio sistema de fines. Para asegurar ese objetivo, el cambio debía ser manejado desde la estructura, por mano de quienes fueran sus notorios e insospechables defensores. Esos defensores componían el estado, concebido como una entidad abstracta de la que no se puntualizaba cuál era la filiación social. Así aparecía como tutor del proceso de cambio en el programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia cuando proponía “construir la nación sobre un régimen de verdadera justicia social boliviana, sobre bases económica y políticamente condicionadas con sujeción al estado”. Un régimen autoritario garantizaría el ejercicio de esa tutela, que el general colombiano Rojas Pinilla identificaba con la verdadera democracia. “Democracia —decía— es la mejor interpretación de la voluntad soberana del pueblo; democracia es oportunidad para que todos trabajen honrada y pacíficamente; democracia es el otorgamiento de garantías sin discriminación alguna; democracia es gobierno de las fuerzas armadas. ¿Quién puede dar oído a las voces que hablan de gobierno despótico y de poderes omnímodos? Vosotros diréis ahora si preferís la democracia de parlamentos vociferantes, prensa irresponsable, huelgas ilegales, elecciones prematuras y sangrientas y burocracia partidista, o preferís la democracia que los resentidos llaman dictadura, de tranquilidad y sosiego ciudadano, obras de aliento nacional, garantías para el trabajo, técnica y pulcritud administrativa y mucho campo para la verdadera libertad y las iniciativas del músculo y de la inteligencia”. Tales condiciones propuso la nueva ideología del populismo para que la estructura promoviera la aceleración del moderado cambio a que aspiraban aquellos que pretendían incorporarse a ella: eran los que componían la nueva masa urbana y que, en principio, sólo parecían querer ayuda para alcanzar el nivel de la subsistencia y la seguridad, cualesquiera fueran las condiciones que se le impusieran. Pero la nueva ideología buscaba más que una resignada aceptación de esas condiciones. Buscaba el consenso de aquellos a quienes proponía el cambio, y lo persiguió despertando en la masa los legítimos motivos de resentimiento que tenía frente a ciertos sectores de los que ya pertenecían a la estructura y estaban arraigados en ella. Fue una ideología combativa, y en sus principios estaba la pulcra identificación de los adversarios y enemigos. El programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario boliviano de 1941 los enumeraba: “Denunciamos como antinacional toda posible relación entre los partidos políticos internacionales y las maniobras del judaísmo, entre el sistema democrático liberal y las organizaciones secretas y la invocación del socialismo como argumento tendiente a facilitar la intromisión de extranjeros en nuestra política interna o internacional, o en cualquier actividad en la que perjudiquen a los bolivianos”. Judíos y masones, pero sobre todo liberales y socialistas, fueron reconocidos como hostiles a la nueva ideología que, efectivamente, se declaraba antiliberal y antisocialista. Se declaraba, en rigor, enemiga de los que se resistían a aceptar el nuevo hecho social, tanto conformistas como disconformistas. La ideología del populismo fue implacable frente al marxismo, precisamente porque proponía otro modelo de cambio, fundado en el abandono de las líneas fundamentales del desarrollo de la estructu-

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ra según su propio sistema de fines. Casi tan implacable, pero menos, fue con el liberalismo, combatido más de manera verbal que efectiva. Jorge González von Marées, fundador del Movimiento Nacional Socialista Chileno elogiaba el fascismo italiano, del que afirmaba que era un movimiento mundial. Y explicaba: “Significa el triunfo de la ‘gran política’, o sea, de la política dirigida por los pocos hombres superiores de cada generación, sobre la mediocridad, que constituye la característica del liberalismo; significa también el predominio de la sangre y de la raza sobre el materialismo económico y el internacionalismo”. Cauto y realista, el brasileño Getulio Vargas aludía a la necesidad de moderar el liberalismo sin condenarlo del todo. “El individualismo excesivo que caracterizó al siglo pasado —decía en 1932— necesitaba encontrar límite y correctivo en la preocupación predominante del interés social”. Para los grupos que intuyeron y elaboraron la ideología del populismo, la presencia de la masa urbana constituyó una experiencia imborrable. Fue su fuerza potencial y presumiblemente incoercible lo que los instó a procurar su consenso, y tanto como identificar a sus enemigos pareció importante exaltar los valores tradicionales que conservaban los miembros de la masa urbana insertos en sus ideas y creencias. Los grupos migratorios, sobre todo, pero también los grupos populares arraigados que se mezclaron con ellos, conservaban casi incólume su patrimonio cultural y se necesitaba poco para suscitar su reavivamiento. Una apelación al fondo telúrico que sin duda yacía en su cultura, a calidades básicas de los grupos autóctonos y, sobre todo, a los contenidos vivientes del criollismo, pareció —y resultó— eficaz para volcar a favor de la nueva ideología el consentimiento de vastos grupos que, en la ciudad que les era ajena, oían exaltar lo que les era propio y habían sentido hasta poco antes menospreciado. “La cultura no es sino la expresión de lo telúrico”, decía el filósofo boliviano Roberto Prudencio; y su compatriota Jaime Mendoza declaraba: “Cuando se habla del indio implícitamente se alude a la tierra”. Dicho en las ciudades, para quienes añoraban sus lares y se sentían impotentes frente al monstruo que los atraía y los rechazaba a un tiempo, palabras como ésas sacudieron las conciencias y atrajeron la voluntad de muchos, que acaso lloraran al escucharlas. Un decidido paternalismo, sincero, espontáneo y sentimental en unos, calculado y artero en otros, fue acogido como el único camino eficaz para acelerar el proceso de incorporación de los marginales a la estructura. La figura de los protectores se agigantó a los ojos de los indefensos, y la esperanza en Dios y acaso en un ocasional y carismático caudillo que parecía encarnar su misericordia sedujo a quienes, inmersos ya irremediablemente en el mundo industrial, ignoraban los diabólicos secretos que se ocultaban en el revés de su trama. El populismo fue consentido. Una apelación de éxito indudable y legítimo fue la que se hizo al nacionalismo. Unos más que otros, todos los países latinoamericanos habían sufrido la ofensiva del capital internacional, y la figura del “gringo” constituía uno de los elementos de la mitología popular. El populismo se volvió contra ellos y exaltó el sentimiento de patria. Fue, a veces, una apelación retórica, pero en todo caso suscitó una doble respuesta: revivió el espontáneo y profundo sentimiento de adhesión de los nativos que amaban su tradición, y despertó en los recién llegados o en sus hijos el deseo de manifestar polémicamente que ellos también eran solidarios con ese patrimonio que constituía la nacionalidad. Una ola de fervorosa adhesión a la patria impregnó a la nueva masa urbana, seducida por la inesperada revelación de que los que antes los menospreciaban, los consideraban ahora como sus iguales en la fraternal unión de la nación que todos esperaban recuperar de manos de los conquistadores, de los explotadores apátridas, de los representantes del imperialismo y del capital multinacional. Fue un sentimiento creciente

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que condenó, bajo el estigma de “cipayos”, a quienes medio siglo antes creyeron que la salvación de los países latinoamericanos —de la ignorancia, de la miseria— sólo podía lograrse aceptando el papel de núcleos periféricos en el mundo industrial. Se manifestó en cierta reivindicación de los principios del criollismo, de los caudillos que los habían adoptado y defendido en la época que siguió a la Independencia, y de sus tradiciones culturales: un intencionado retorno al folklore reveló cuánto había de polémico en ese culto del nacionalismo que pareció identificarse con formas políticas consustanciadas con el propósito de no perder el control de esa masa que, con su sola presencia, parecía amenazar a la estructura. Ya lo habían dicho los nacionalistas argentinos: “Los movimientos nacionalistas actuales se manifiestan en todos los países como una restauración de los principios políticos tradicionales, de la idea clásica del gobierno, en oposición a los errores del doctrinarismo democrático, cuyas consecuencias desastrosas denuncia. Frente a los mitos disolventes de los demagogos erige las verdades fundamentales que son la vida y la grandeza de las naciones: orden, autoridad y jerarquía”. Quizá algunos creyeron que para asegurar el triunfo de la nueva ideología era necesario abandonar todo el sistema de la tradicional democracia consagrada en casi todos los países latinoamericanos por sus constituciones al comenzar la crisis. Pero sólo en Brasil, con el Estado Novo impuesto por Getulio Vargas después del golpe de estado de 1937, llegó a intentarse una organización corporativa, por lo demás muy efímera. En rigor, la fuerza de la estructura capitalista y la influencia de los esquemas liberales y neoliberales que alimentaban el sistema mundial, impidieron que se fuera demasiado lejos en la busca de los mecanismos para instrumentar el populismo. Y la crisis de los países nazifascistas en 1945 desalentó nuevos experimentos. Quedó, pues, en pie lo que la nueva ideología no había negado nunca: la antigua ideología del ascenso social, que suponía, en el fondo, una concepción liberal de la sociedad apenas alcanzada por los dardos de los nuevos ideólogos, robustecida acaso por la decisión del populismo de fortalecer y modernizar el sistema capitalista. “No hay en esa actitud —decía el brasileño Getulio Vargas refiriéndose a la suya— ningún indicio de hostilidad al capital, que, al contrario, necesita ser atraído, amparado y garantizado por el poder público. Pero la mejor manera de garantizarlo está, justamente, en transformar el proletariado en una fuerza orgánica de cooperación con el estado y no dejarlo que, por el abandono de la ley, se entregue a la acción disolvente de elementos perturbadores, privados de sentimiento de patria y de familia”. Era un pensamiento inequívoco, expresado en términos semejantes por el argentino Juan Perón cuando afirmaba que “nosotros defendemos la posición del trabajador y creemos que sólo aumentando enormemente su bienestar e incrementando su participación en el estado y la intervención de éste en las relaciones del trabajo, será posible que subsista lo que el sistema capitalista de libre iniciativa tiene de bueno y de aprovechable frente a los sistemas colectivistas”. Algo sacudió, sin embargo, la ideología del ascenso social. Si el populismo invitaba a cada uno de los miembros de la masa a esforzarse por ascender, su número, la competencia entablada y la rigidez del sistema tornaban impracticable para muchos la invitación. Entretanto, las necesidades de la masa urbana eran cada vez más urgentes y mayores, hasta adquirir los caracteres de una amenaza, no sólo porque provocaron reacciones multitudinarias y agresivas sino porque podían estimular deslizamientos hacia tendencias y doctrinas revolucionarias. Atento a esa amenaza, y para neutralizarla, el populismo proclamó el principio de que la sociedad estaba obligada a subvenir a las necesidades primarias de

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quienes carecían de recursos y de protegerlos contra la explotación de que los hacía víctimas el sistema. En esos términos quedaba expresada la ideología de la justicia social, tal como debía ser puesta en práctica por un estado paternalista y benefactor: su objetivo debía ser el bienestar social. Pero una vez enunciada, la ideología del ascenso social quedaba cuestionada. ¿Hasta dónde llegaba la obligación de la sociedad que aspiraba a la justicia social? ¿No debería llegar, acaso, a ofrecer todo aquello por lo que se afanaba el que luchaba por su ascenso social? La cuestión quedó planteada casi como un juego pendular entre dos ideologías, la liberal y la populista. No una oposición excluyente, como ocurría entre la ideología liberal y la marxista, sino, simplemente, como un equilibrio inestable entre dos concepciones mal delimitadas que parecían ser compatibles: la justicia social acudía en apoyo de los que no lograban el ascenso social; o, quizá, perfeccionaba la condición de los que empezaban a ascender. El problema consistía en que cada vez podía exigirse más de la justicia social del populismo, en tanto que la plena vigencia del sistema capitalista y de la sociedad de consumo invitaba a cada uno a la aventura del ascenso social. Para muchos, la justicia social del populismo fue un trampolín para lograrlo, en tanto que para otros fue un trampolín para tratar de profundizarla más allá de los límites tolerados por el populismo. ¿Cuáles eran esos límites? La respuesta del populismo era inequívoca: aquellos que separaban su teoría de la justicia social de la que sustentaba el marxismo, fundada en el principio radical de la socialización de los medios de producción. Los sostenedores de la ideología del populismo sabían que marchaban sobre el filo de una navaja y vigilaban cuidadosamente los deslizamientos peligrosos. Era imprescindible para ellos que la ideología de la justicia social no pusiera en peligro a la ideología del ascenso social, consustanciada con la sociedad liberal y el sistema capitalista. Proclamada desde la estructura —cuyo símbolo podía ser un balcón del palacio presidencial—, sostenida por lúcidos sectores de la economía, de la iglesia y de las fuerzas armadas, esta ideología en la que se combinaban transaccionalmente la del ascenso social y la de la justicia social fue acogida con vehemente entusiasmo por la masa anómica. Multitudes enardecidas exteriorizaron su apoyo en las plazas públicas de muchas ciudades, y en casi todas hubo vastos grupos que se sorprendieron viéndose acariciar una esperanza. Era, en verdad, por lo que suspiraba el marginal, migrante o arraigado, que arañaba el nivel de la subsistencia: una ayuda inmediata para subvenir a sus necesidades, una oportunidad para incorporarse a la estructura y un apoyo para ascender dentro de ella. Así, la sociedad anómica empezó a elaborar oscuramente su propia ideología, caracterizada por una ambivalencia imperceptible todavía, puesto que se fundaba simultáneamente en una concepción individualista y competitiva de la sociedad —liberal en última instancia— y en una concepción gregaria o colectivista que buscaba antes la justicia que el éxito y que hundía sus raíces en el romanticismo social. Eran dos concepciones intrínsecamente incompatibles. Pero la incompatibilidad era de principios y, en consecuencia, conceptual, profunda y difícilmente perceptible sin un atento examen. No fue, pues, descubierta de inmediato. La ideología de la justicia social fue entrevista, simplemente, como una nueva forma de la caridad y la beneficencia, sobre todo allí donde fue utilizada para respaldar una política demagógica y era obligatorio dar las gracias al benefactor. En nombre de la justicia social recibió la masa lo que se le quiso otorgar —mejores salarios, beneficios sociales, quizá una vivienda para algunos—, pero cada uno de sus miembros siguió pensando que su verdadero objetivo era su integración en la estructura y su ascenso personal dentro de ella.

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Ese sentimiento era lo que determinaba los movimientos de cada uno, aunque ocasionalmente se sumara a ciertas formas masificadas de comportamiento para expresar sus reacciones y sus deseos, quizá porque se lo permitía el ambiente multitudinario que se constituía en algunas ciudades. Oscuramente quizá, cada uno de los miembros de la masa aspiraba a dejar de serlo, y sus aspiraciones no se detenían en los niveles de la clase popular sino que tocaban los de las pequeñas burguesías. Sin duda amaba y admiraba la estructura, y más aún si oía que desde ella se lo llamaba a participar más intensamente en sus responsabilidades y en sus bienes, si escuchaba desde ella la defensa de sus propias ideas y creencias antes subestimadas, si descubría que no era despreciable por ser mestizo o, simplemente, por ser pobre. Ese amor y esa admiración se manifestaron en la exaltación de una patria que antes consideró injusta porque lo rechazaba y ahora consideraba justa porque lo contaba manifiestamente entre sus hijos. ¿Cómo no amar y admirar una estructura cuyos enardecidos defensores declaraban que ellos, antes condenados por incapaces para incorporarse al proceso de modernización, eran en realidad sus verdaderos sostenedores y los imprescindibles artífices de su grandeza? Así lo declaraba, por ejemplo, el programa del Movimiento Nacionalista Revolucionario de Bolivia: “Afirmamos nuestra fe en el poder de la raza indomestiza; en la solidaridad de los bolivianos para defender el interés colectivo y el bien común antes que el individual, en el renacimiento de las tradiciones autóctonas para moldear la cultura boliviana”. Un vigoroso sentimiento nacionalista impregnó la nueva ideología de las masas anómicas, para quienes su devoción patriótica significaba la esperanza de alcanzar una patria justa y, sobre todo, el reconocimiento de que no se sentían marginales sino integrados en la estructura. En ella podría ahora cada uno intentar su personal aventura de ascenso social como los que pertenecían a ella de antiguo. Pero la adhesión de la masa anómica a la estructura no era pasiva ni estable, acaso como resultado de la intensa politización que fue ganando las ciudades. Dependía de que siguiera funcionando como lo proponía el populismo, de que se profundizara y acentuara esa línea; y creció la conciencia de que se oponían a ello otros sectores ideológicos que, de predominar, devolverían a la estructura su orientación anterior. Era, pues, una adhesión condicionada, y sus términos fueron cambiando no solamente al compás de las situaciones de hecho —críticas, cada cierto tiempo— sino también al de cierto esclarecimiento doctrinario logrado en la comunicación con otros grupos urbanos de distinta tendencia política, especialmente en las ciudades que se industrializaban. La ambivalencia ideológica del comienzo comenzó a desplegarse poco a poco, y con el tiempo creció el número de los que descubrieron la contradicción: no eran concurrentes ni compatibles la vieja ideología del ascenso social y la nueva de la justicia social. Confusamente combinadas en el populismo, las dos ideologías se fueron identificando y entraron en conflicto, porque, llevadas hasta sus últimas consecuencias, una conducía al fortalecimiento de la estructura y otra la debilitaba más de lo que podían tolerar quienes la habían propuesto, al fin, por razones de estrategia. Más allá de cierto punto, ese debilitamiento comportaba el riesgo de su destrucción revolucionaria, y los defensores de la estructura empezaron a pensar si no habrían ido demasiado lejos. Pero en la masa anómica algunos empezaron a pensar, por el contrario, que era necesario llegar hasta las últimas consecuencias que comportaba la ideología de la justicia social, sobrepasando los límites previstos por el populismo.

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El enfrentamiento sería inevitable, tarde o temprano. Los que optaron por llevar hasta sus últimas consecuencias la ideología de la justicia social comenzaron a deslizarse desde las filas de la masa anómica hasta los sectores disconformistas de la sociedad normalizada. Se vio en Brasil después de 1961, en Bolivia después de 1964. Y en esta fluctuación de los grupos sociales y de las posiciones ideológicas se exteriorizaba la magnitud y profundidad del impacto de la masificación urbana.

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Lectura Nº 6 Ewen, Stuart, “Sentimientos Mecánicos”, en Todas las Imágenes del Consumismo. La Política del Estilo en la Cultura Contemporánea, México, Grijalbo S.A., 1988, pp. 163-178.

Capítulo VII SENTIMIENTOS MECÁNICOS

En su novela A Rebours (1880), J. K. Huysmans anunció el ascenso de un nuevo e impecable orden: ¿Existe, en cualquier parte de la Tierra, un ser concebido en los placeres de la fornicación y nacido en los dolores de la maternidad que sea más deslumbrante y más destacadamente hermoso que las dos locomotoras puestas en servicio recientemente por la Northern Railroad?... Naturaleza... ha pasado su día.1

“Lentamente, a través de una mezcla de moralidad, espíritu práctico e insatisfacción ante el gusto burgués”, observa Brent Brolin, historiador de los estilos arquitectónicos, “la estética de las formas exactas de la máquina ha ganado prestigio”. Presagiando el argumento de Adolf Loos en “Ornamento y Crimen”, el darwinista social Herbert Spencer vio el desarrollo de una estética de la máquina como signo del avance de la civilización, el emblema de un orden superior.2 Antes consideradas simples y utilitarias, las fábricas y las plantas de energía comenzaron a asumir una posición “clásica”, como modelos de “simplicidad estructural y proporción armoniosa”.3 Para muchos europeos, Norteamérica sirvió como un faro que iluminaba el futuro estético. Europa cargaba aún el fardo de su pasado feudal. Su imaginería estaba aún directamente influida por una aristocracia poderosa, aunque “degenerada”. Sin embargo, Estados Unidos ofrecía una conexión más progresiva con la historia, que miraba más hacia el futuro que hacia el pasado. Mientras los estadunidenses advenedizos intentaban rodearse de los elementos de la cultura europea “elevada”, su linaje estaba cuestionado. Sus vínculos con las tradiciones de la elegancia y el lujo resultaban intentos poco convincentes. Por otra parte, la separación de América y Europa permitía a esta última desarrollar una cultura utilitaria por sí misma, sin tener que permanecer, continuamente, en ceremonias. En 1864, un inglés que visitaba Estados Unidos descubrió las semillas no deliberadas de una nueva estética en los surcos regulares de la tecnología industrial: El estadunidense, aunque adhiriéndose a sus principios utilitarios y económicos, ha desarrollado involuntariamente, en algunos objetos a los que se ha dedicado el corazón tanto como la mano, un grado de belleza que no iguala ninguna otra nación... [un] equilibrio de líneas, proporciones y masas que puede contarse entre las causas fundamentales de la belleza abstracta.4

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Las grandes exposiciones industriales de fines del siglo XIX proporcionaron a los europeos más razones de excitación. A pesar del pretencioso ornamentalismo de los salones de exhibición en sí, los salones estaban llenos de implementos simples —incluso herramientas de granja— interpretados por los europeos como poseedores de una estética particular estadunidense. A diferencia de los motivos decorativos, que rendían homenaje a la jerarquía hasta en la más humilde de las apariencias europeas, la simplicidad liberada que adornaba las herramientas norteamericanas sugería, no sólo modernidad, sino democracia: una liberación ante las inequidades del pasado. En la Centennial Exposition de Filadelfia, en 1876, un espectador alemán se vio pasmado por la simplicidad no premeditada del diseño utilitario de los productos. Para él esto presagiaba el futuro. “La industria estadunidense en su progreso”, reportó, “rompe con toda tradición y toma nuevos senderos que nos parecen fantásticos”.5 De modo evidente, la historia europea también ofreció prototipos para delinear una estética moderna. Los historiadores de la arquitectura y el diseño señalaron repetidamente al Palacio de Cristal, en la exposición de Londres de 1851, como una de las primeras estructuras “funcionalistas”, diseñada por Joseph Paxton con partes prefabricadas de hierro colado, hierro forjado y vidrio.6 Otros comentaron un molino de algodón de siete pisos, erigido en Manchester en 1801, o los diseños de Claude Nicholas LeDoux, el arquitecto del “proyecto de las salinas”, una ciudad industrial —construida por encargo de Luis XVI— en la Francia del siglo XVIII.7 Algunos historiadores han hurgado incluso más atrás para localizar a los progenitores del diseño moderno.8 Pero debido a que la búsqueda de un estilo moderno a fines del siglo XIX y principios del XX se hallaba tan cargada ideológicamente, tan comprometida con una separación del pasado, la distante, “joven” e “inculta” Norteamérica proporcionó a muchos europeos un símbolo más poderoso de orientación y nuevo compromiso. La innovación que se fomentaba entre las grietas del ornamentalismo europeo podía ser significativa, pero la celosa búsqueda del futuro encontró mayores posibilidades en la “tierra virgen” estadunidense. Laszlo Moholy-Nagy, el diseñador constructivista húngaro y profesor de la Bauhaus, por ejemplo, localizaba las raíces de su visión modernista en su temprana visión del perfil de Manhattan en revistas de viajes, que le compraba en Hungría su tío, Gusti Bacsi. “Me parecía entonces”, recordaba en una carta a su esposa Sibyl (8 de julio de 1937), “que los rascacielos de Nueva York eran el destino de mi vida”.9 Muchos estadunidenses concordaban con esta localización del destino. Los nuevos edificios, como el Flatiron, en la Calle Veintitrés y la Quinta Avenida de Manhattan, se concebían como un monumento colectivo a la nueva era. Del edificio Flatiron, una cuña saliente y afilada que todavía domina el Parque James Madison, Edgar Saltus comentó que este rascacielos temprano era un punto de referencia visible, dramático, histórico: “Su frente se eleva hacia el futuro. Su parte trasera está vuelta hacia el pasado”.10 Cualquiera que sea la fuente de inspiración, las primeras décadas del nuevo siglo atestiguaron una aceleración en las descripciones de lo moderno, tanto en Europa como en Estados Unidos. Peter Behrens, en su trabajo de diseño para la Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft, intentó investir todos los elementos del diseño corporativo con los principios desnudos, aunque estetizados, de la producción en serie. Incluso el trabajo de publicidad que realizó (carteles, logotipos, folletos, etcétera) estaba imbuido de sensibilidad industrial. Sus diseños de tipografía y bocetos de carteles sugerían deliberadamente

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“armonía matemática... precisión absoluta de todos los elementos... unidad de todas las partes ensambladas”.11 El estudio de Behrens, arquetipo de diseñador industrial (corporativo) moderno, tenía impacto inmediato en la codificación de un estilo moderno. Trabajando como asistente de Behrens, Le Corbusier desarrolló algunas ideas sobre formas que después moldearían la visualización del progreso por la gente del siglo XX. En su manifiesto Towards a New Architecture, Le Corbusier resumió su concepción referida a la necesidad de un estilo moderno. “La vida moderna”, afirmaba, “demanda, y está esperando, un nuevo tipo de planeación”. El pensamiento arquitectónico ofrecía pocos consejos. Para Le Corbusier, el arquitecto se hallaba empantanado en “un desdichado estado de retrogresión”, el cual aprisionaba todas las artes decorativas.12 El involuntario profeta del nuevo estilo, el héroe de la época moderna, sostenía, era el ingeniero. Su frío ojo matemático construía un nuevo orden mundial sobre el caparazón decadente del antiguo. El ingeniero nos coloca “en armonía con la ley universal”, “logra la armonía”.13 En un mundo dominado por mentiras estilísticas, el ingeniero era el heraldo de una verdad universal transhistórica. Su visión no se encadenaba a ninguna sensibilidad particular de un momento o un lugar. Trascendía la especificidad; su gloria descansaba sobre el eterno “placer de las formas geométricas”.14 Pero contra la pulcra geometría que el ingeniero aplicaba a la maquinaria o la fábrica, el manto del viejo mundo todavía dominaba los reinos de la vida social y privada. Para Le Corbusier, la tensión entre las estructuras materiales del industrialismo y las imágenes del pasado que aún se aferraban al hogar y a gran parte de la esfera pública, constituían una mezcla peligrosa: El desconcierto se apodera de nosotros... si fijamos la vista en los viejos y carcomidos edificios que forman nuestra concha de caracol, nuestra habitación; nos aplastan en nuestro diario contacto con ellos, pútridos, inútiles e improductivos. En todas partes pueden verse máquinas que sirven para producir algo y producirlo admirablemente, de una manera pulcra... No existe un vínculo real entre nuestras actividades diarias en la fábrica, la oficina o el banco, las cuales son sanas, útiles y productivas, y nuestras actividades en el seno familiar, las cuales son desdeñadas a cada paso. La familia está siendo aniquilada en todas partes y las mentes de los hombres son desmoralizadas por la servidumbre frente a los anacronismos.15

Para Le Corbusier, la esfera visual de la vida cotidiana necesitaba reconciliarse con las realidades de la fábrica, reformulada en torno a los principios estéticos derivados de las prioridades de la ingeniería corporativa. “Inspirado por la ley de la economía y gobernado por el cálculo matemático”, el ingeniero representaba la vanguardia fortuita de un nuevo, y cada vez más “universal”, orden social. Su misión escueta —coordinar elementos dispares de producción en un aparato bien aceitado y de funcionamiento perfecto— era generar dispositivos y estructuras adecuados para lograr la armonía social. Entendiendo el estilo moderno como un recurso para la socialización bien regulada, él proponía como esencial “crear el espíritu de la producción en serie” en la vida diaria de la población industrial.16 “Si desafiamos el pasado, aprenderemos que los ‘estilos’ ya no existen más para nosotros, que ha aparecido un estilo perteneciente a nuestro propio periodo; y que ha ocurrido una revolución”. El hogar

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moderno, afirmaba, debe sincronizarse con el orden del día. No sólo debe ser “hecho en la fábrica”; debe convertirse en una “máquina para vivir”.17 La creencia de Le Corbusier en la sincronización estilística del trabajo y la vida coincidía con una apreciación más general del estilo moderno como un medio para la integración social. El crecimiento del industrialismo desde el XIX expandió exponencialmente la capacidad de la sociedad para producir, pero sus ritmos habían engendrado también el desarrollo de una clase trabajadora cada vez más militante y organizada. En las primeras décadas del siglo XX, Europa y Estados Unidos fueron sacudidos por explosiones de violencia laboral, por el surgimiento de un movimiento obrero en gran parte socialista. Como la fábrica intentaba introducir un orden calculable a la esfera de la producción, algunos razonaron que sus motivos podían inspirar orden y armonía en el efímero teatro de la vida cotidiana. Un mundo social, que reforzara los valores industriales en el hogar y en el trabajo, fue previsto como el complemento y la reiteración de la promesa del progreso industrial. Si la continua tensión entre los viejos caparazones y las nuevas realidades daría por resultado, sin obstáculos, la destrucción revolucionaria, un estilo que reflejara los principios de la fábrica podría domesticar a las masas cada vez más peligrosas. Como proclamó Le Corbusier una y otra vez a lo largo de las páginas de su manifiesto apasionado: Arquitectura o Revolución. La Revolución puede ser evitada.18

Las pautas utilitarias que regían la ingeniería, arraigadas en el ascenso de la corporación industrial moderna, provocaban el surgimiento de una nueva estética del poder: calibrada, francamente geométrica, escueta, sustentada en la sincronía de las partes móviles. Contra los restos osificados del pasado ornamental, ésta proyectaba un aura de vitalidad y movimiento. Particularmente en Europa, donde el bagaje de la historia había elevado los estilos aristocráticos a un pedestal sagrado, este nuevo universo prometía conceder honores al presente, glorificar las demandas corporativas al futuro. Desde principios del siglo XX, las corporaciones europeas y norteamericanas siguieron la directriz establecida por Peter Behrens y Walter Rathenau en la AEG, adoptando y promulgando la estética de la línea fundamental. Alguna vez rebajado como imitador advenedizo de grandezas a las que no tenía derecho legítimo, el capitalista tomó posesión de lo suyo. Los valores y prioridades corporativas no tenían que ocultarse más en un escudo de respetabilidad inapropiada, sino que comenzaban a asumir su propia iconografía, que encerraba los contornos modernos de la vida económica. Pero no sólo los diseñadores corporativos veían en la estética mecánica el estilo del futuro, el estilo para todas las épocas. Como en la mayoría de los movimientos revolucionarios, las fuerzas que se combinaron para atacar al antiguo régimen estaban compuestas por una alianza extraña y agitada. Si la nueva estética ponía en primer plano las estructuras de la corporación industrial, también se dirigía a muchos otros que buscaban liberar al futuro de las cargas del pasado. Para algunos, el atractivo de la estética mecánica estaba en su abierto ataque a la imaginería de la inequidad social, su celebración de un aparato industrial que podía producir, como nunca antes, los recursos del bienestar material universal. Dentro del moderno aparato de producción —a pesar de sus

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muchas implicaciones opresivas en el presente— veían los fundamentos estructurales de una nueva sociedad igualitaria en la cual surgirían nuevas normas de calidad. La escuela de diseño Bauhaus, fundada en Dessau, Alemania, por Walter Gropius (1919), estuvo motivada por tales visiones. Esta escuela, “para preparar a los jóvenes estudiantes en el trabajo manual, el trabajo mecánico y, a la vez, como diseñadores”, estaba influida por una conjunción de fuerzas.19 La geometría simple y la eficiencia se volvieron el emblema de sus productos e indicaban una relación con el diseño industrial a gran escala. Como en el caso de Le Corbusier, la práctica de Gropius con Peter Behrens (que comenzó en 1908) le proporcionó un vínculo poderoso con los principios de la ingeniería y la economía. “Fue Behrens”, recordaría Gropius en 1965, “quien me introdujo primero en la coordinación lógica y sistemática” de los proyectos de diseño.20 Pero al lado de las lecciones que extrajo de la AEG, Gropius y sus asociados estaban profundamente influidos por las ideas socialistas de los “artes y oficios” de William Morris. Buscaban contribuir al desarrollo de una sociedad en la que la creatividad sería fomentada, y en la cual las necesidades humanas definirían las fuerzas de producción. Después de rechazar el elitismo y decadencia del arte académico, o de “salón”, la Bauhaus se interesó en revigorizar “el arte espontáneo tradicional que ha impregnado la vida de todos” dentro de las tradiciones locales de la manufactura anterior al siglo XIX. La Bauhaus declaró continuar el espíritu de Williams Morris (y John Ruskin), y buscar “un medio para reunificar el mundo del arte con el mundo del trabajo”. Sin embargo, el empeño de Morris estaba absolutamente atado al pasado. Para 1919, era claro para Gropius que la animosidad inquebrantable de Morris contra la máquina, y su afinidad con la manufactura preindustrial, relegaba al olvido las alternativas propuestas. “La oposición de Morris frente a la máquina”, apuntaba con un dejo de resignación, “no podrá contener las aguas”. El mundo de la máquina de producción en serie había llegado para quedarse.21 Si la Bauhaus aceptaba el modo industrial de producción como su contexto inevitable, su proyecto era humanizar el mundo de la máquina. El adiestramiento en diseño y construcción, afirmaba Gropius, debe comenzar con una comprensión del ser humano. Sólo en “su disposición natural para entender la vida como un todo” sería capaz el diseñador de dar una dirección positiva al proceso industrial. Sin embargo, conforme al espíritu sobrevalorado de la estética mecánica, la propia comprensión de Gropius de la “vida como un todo” estaba definida, esencialmente, por frías herramientas de medición. Mientras que las ideas de Morris suponían una clase obrera que guiara su propio futuro, Gropius mantenía una perspectiva gerencial. Las poblaciones urbanas y sus necesidades eran algo que debía medirse sociológicamente, para llegar así a las condiciones mínimas de vivienda que requerían. El visionario de Morris era el artesano creativo, recuperado de la “horrible e intranquila pesadilla de la ingeniería moderna”; el de Gropius era el ingeniero social culto, el fabricante de políticas, el tecnócrata que distribuiría las necesidades vitales racionalizadas a una masa de consumidores modernos. Gropius hablaba de la Bauhaus como un regreso “a la honestidad del pensamiento y el sentimiento”; pero sus ideas estaban inextricablemente unidas a un apuntalamiento de cálculo racional y eficiencia industrial.22 Al aceptar un enfoque economicista de las necesidades humanas, Gropius, y gran parte de lo que produjo la Bauhaus, permanecieron íntimamente ligados a las premisas subyacentes de la moderna ideología corporativa. Para otros miembros de la Bauhaus, la estética de la máquina podía ayudar a lograr el socialismo.

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Al comienzo de su carrera, el diseñador húngaro Laszlo Moholy-Nagy participó en el movimiento constructivista, un grupo de vanguardia que veía en las imágenes de la máquina una sugestión y posibilidad de transformación social. En su biografía de Moholy-Nagy, su esposa Sybil habla de su común “fe en la salvación del hombre a través de la realización de imágenes”. La imagen de la máquina, sostenía Moholy-Nagy, refleja la fuerza espiritual de la era moderna: “La realidad de nuestro siglo es la tecnología: la invención, construcción y mantenimiento de las máquinas. Ser un usuario de éstas es poseer el espíritu del siglo. Ha remplazado al espiritualismo trascendental de épocas pasadas”. Así, veía la máquina como una fuerza de democratización. Bajo su poder abrumador, “todos son iguales ante la máquina”.23 Barría las viejas estructuras del pasado porque no tenía lealtad intrínseca con ninguna tradición o clase. Para Moholy-Nagy, la “idea constructivista” representaba el pensamiento de una vanguardia artística, un faro para el proletariado. Puesto que las corporaciones abrazaban la estética mecánica como una personificación de los ideales corporativos, muchas tendencias dentro de la vanguardia izquierdista vieron la máquina como la creadora de condiciones históricas para el socialismo, para la revolución proletaria. En su artículo de 1922, “Constructivism and the Proletariat”, Laszlo Moholy-Nagy habló de la máquina, y su imaginería, como una fuerza inexorable para el cambio: Ésta es la raíz del socialismo, la liquidación final del feudalismo. Es la máquina que despertó al proletariado. Debemos eliminar la máquina si queremos eliminar el socialismo. Pero sabemos que no hay una cosa semejante al retroceso de la evolución. Éste es nuestro siglo: tecnología, máquina, socialismo. Fabriquen su tranquilidad con ello; carguen con su tarea.24

Si la máquina había creado las condiciones inevitables para el socialismo, el arte constructivista podía despertar una nueva conciencia comunitaria entre el proletariado. Esbozando ideas después popularizadas por Marshall McLuhan, Moholy afirmaba que la era de la palabra impresa había llegado a su fin. “Las palabras son pesadas, oscuras”, sostenía. “Su significado es evasivo para la mente no entrenada”. La imaginería visual, por otra parte, habla “el lenguaje de los sentidos”. El constructivismo, como la expresión visual de la era de la máquina, habla el lenguaje desencadenado de las verdades esenciales. El constructivismo no es proletario ni capitalista. El constructivismo es primordial, sin clase ni antepasado. Expresa la forma pura de la naturaleza, el color directo, el ritmo espacial, el equilibrio de la forma. El nuevo mundo de las masas necesita el constructivismo porque requiere fundamentos sin engaños. Sólo el elemento básico natural, accesible a todos los sentidos, es revolucionario. En el constructivismo, la forma y la sustancia son uno... El constructivismo es sustancia pura... El constructivismo es el socialismo de la visión.25

Aunque sus obras e ideas juveniles estaban identificadas con los ideales socialistas, la carrera posterior de Moholy-Nagy sólo nos recuerda la afinidad entre los modernismos corporativo y radical. Las mismas imágenes que al principio de su vida habían arrancado las fachadas del pasado, para revelar la inevitabilidad del socialismo, se volvieron esenciales para las visiones del futuro que fueron promul-

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gadas, desde los años veinte, por las enormes corporaciones industriales y sus asistentes industrias de imagen. La máquina, sus líneas claras, angulares, y su avance en apariencia perpetuo proporcionaron la metáfora más palpable para la fuerza y el progreso de la era de la máquina. Como un símbolo “trascendental”, podía ser empleada —simultáneamente— por una variedad de intereses opuestos. Diego Rivera, el muralista mexicano, veía en la máquina un componente esencial dentro de la nueva iconografía revolucionaria de la clase obrera. Comunista, Rivera colocaba a los trabajadores y la maquinaria tomados del brazo en sus murales; ellos constituían un moderno “héroe colectivo, hombre y máquina”, que, imaginaba, remplazaría a “los héroes tradicionales antiguos del arte y la leyenda”. Comprendían “la nueva raza de la era del acero”. A pesar de estas intenciones, el poder de su obra cruzó las líneas de clase de la sociedad capitalista. Llevado a Detroit en 1932 por Henry Ford, para decorar el Garden Court con techo de vidrio del Instituto de Artes de Detroit, Rivera pintó una “maravillosa sinfonía” que reconciliaba las enormes fuerzas productivas del capitalismo con los ideales visionarios del marxismo. “Marx hizo la teoría”, decía él, “Lenin la aplicó con su sentido de la organización social a gran escala... y Henry Ford hizo posible el trabajo del Estado socialista”.26 La imaginería de la máquina, la cual para un artista comunista describía la llegada al poder de la clase trabajadora, era, al mismo tiempo, consolidada por los capitalistas estadunidenses para glorificar al coloso industrial que gobernaban. Verdaderos herederos de una sabiduría decimonónica, estos desolladores del mundo visual no dudaron en apropiarse de cualquier imagen —sin importar sus orígenes—, a fin de representarse a sí mismos ante un mundo en libertad. De acuerdo con los pronósticos modernos de Oliver Wendell Holmes respecto a la autonomía, e intercambiabilidad, de las imágenes, la verdad “primordial” de la máquina era adaptable a una multitud de usos. Quizá no sorprenda que Moholy-Nagy, quien en su juventud delineó una visión moderna de la rebelión proletaria, finalizara empleando esta visión como un diseñador de publicidad y exhibiciones corporativas. Moholy-Nagy, y otros, supusieron que su arte había desarmado la realidad moderna hasta la sustancia, pero ayudaron a inventar la visión del futuro que, en sí misma, iba a convertirse en una fachada, una apariencia para expresar un sentimiento de posibilidad trascendente y de logro tecnológico. Para mediados de los veinte se institucionalizó la interacción del modernismo radical y el comercial. Aprovechando “el poder del artista para decir cosas que no podrían decirse con palabras”, la publicidad, el diseño industrial y la industria de la moda comenzaron a trazar la imaginería futurista del movimiento del arte moderno. Al referirse a los usos comerciales potenciales del arte moderno, Earnest Elmo Calkins apuntó “la conveniencia innata de las nuevas formas para expresar el espíritu del industrialismo moderno”.27 Al tratar de “librarse de los lazos de la tradición y ponerse en camino hacia mundos de imaginación nuevos y desconocidos”, razonaba, el modernismo artístico ha proporcionado a la publicidad y el diseño industrial una gramática irresistible de sugestión, una gramática que podía ofrecer un vínculo sigiloso, pero persuasivo, entre los productos por vender y las aspiraciones populares. En las líneas escasas y geométricas que se imponían en la moda femenina, en las abstracciones simples que comenzaron a adornar los empaques, en la nítida claridad del escaparate de la tienda, podía verse la influencia de la estética mecánica que moldeaba los contornos visibles de la vida diaria. En un escrito de 1927, Calkins

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apuntaba que la influencia del “nuevo arte” se estaba volviendo casi universal, lo empleaban incluso fabricantes “cuyos bienes se hallan lejos de los influidos ordinariamente por el estilo”: El color y el diseño modernos estilizan, no sólo productos hasta ahora habituales en la clase del estilo —sedas, grabados, telas, textiles, trajes, sombreros, zapatos y ropa deportiva—, sino también papeles para escribir y sobres sociales, alimentos, automóviles, materiales para construcción, muebles para el hogar, portadas de libros, decoración de interiores, mobiliario y baratijas.28

Los ángulos funcionales de la planta de energía, la fábrica, la columna de ganancias y pérdidas, se convertían en un signo de la época. Con el surgimiento del ahora familiar “estilo internacional” de la arquitectura —al iniciarse la década de los treinta—, esta perspectiva moderna tuvo un alcance global. Las oficinas centrales corporativas alrededor del mundo comenzaron a proyectar un compromiso devoto con los principios de la eficiencia económica y la racionalidad instrumental. Como ha descrito el estilo internacional el arquitecto Philip Johnson, “las estructuras de acero y concreto al fin se volvieron la esencia de un nuevo estilo”. Llevando las invocaciones de Louis Sullivan a su resultado lógico, “el ornamento fue rechazado por completo, los techos eran planos, las columnas expuestas... La máquina se volvió un objeto de culto —el fervor a los silos de cereales con elevador”.29 Como escribió en 1933 Talbot Hamlin, un crítico de la escuela internacional, ésta era una arquitectura motivada por consideraciones puramente “sociológicas y económicas, interesadas principalmente en la economía, la eficiencia y lo escueto... una rendición completa a la máquina industrial”.30 Entre el inicio de los años veinte y fines de los treinta, la estética mecánica sufrió una metamorfosis significativa. Surgida de las invenciones imaginativas de futuristas, constructivistas, dadaístas y otras tendencias del modernismo,* la primera concepción de la máquina horadó un borde claramente político. En sus movimientos hipercinéticos o las líneas geométricas proyectadas, unificaba la belleza de la máquina con un asalto agresivo sobre las desigualdades, la decadencia y la decepción del orden antiguo. Era, tímidamente, un arte de conflicto y desorden. Esto puede verse en las construcciones nauseabundas de El Lissitzky, o escucharse en la disonancia de doce tonos de Schoenberg o Bartok. Incluso la “armonía” de la ingeniería de Le Corbusier sólo podía realizarse a través del derrocamiento de un pasado viejo y putrefacto. El atractivo de las cosas por venir, tal y como las concebían Moholy-Nagy y otros, expresaba una sensación de desafío, de contradicción, de alternativas críticas. Aun cuando los capitalistas patrocinaron a Diego Rivera, sus murales estaban llenos de “martillos y hoces, estrellas rojas y retratos poco halagüeños de Henry Ford, John D. Rockefeller, J. P. Morgan y otros capitalistas enriquecidos por la explotación”.31 Una presentación en rápido cambio, a veces caótica, de la vida social moderna era, en su obra, transformada en formas simbólicas imaginísticas. El filo mellado marcó un límite muy disputado entre las energías del presente y las promesas utópicas del futuro. En los treinta, mucho de esto cambió. Las primeras angustias del estilo modernista brotaron en Europa, pero estuvieron influidas dramáticamente por Norteamérica; sus ciudades, diseños locales, su * En los países anglosajones, el término modernism (modernismo) designa en general a las vanguardias artísticas de principios de siglo. (N. del E.)

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carácter democrático. La siguiente ola modernista dominó en Estados Unidos conforme las empresas comerciales comenzaron a inspirarse en los cambios artísticos de Europa. Irónicamente, a la sociedad industrial estadunidense se le presentaban visiones de su propia vitalidad moderna, de su propia y abundante energía, mediada a través de las visiones de arquitectos, artistas y diseñadores europeos que buscaban un lenguaje para el futuro. La primera de tales confrontaciones llegó en 1913, con el Seventh Regimen Armory Show; los neoyorquinos tuvieron ahí una primera mirada escandalizada frente a la trayectoria del arte moderno. Para los años veinte, el escándalo había desaparecido. Como parte del surgimiento de la “ingeniería de consumo”, las concepciones modernistas de estructura y orden, de relaciones de forma elemental, se integraban a la imaginería comercial de la publicidad, el empaque y el diseño de productos. En el reino del estilo, Norteamérica había mirado hacia Europa para establecer sus normas. Ahora, conducida por la lógica del mercado, comenzaba a tomar parte activa en la definición estilística de la modernidad, que dejaba su huella en casi todos los aspectos de la vida cotidiana. Sin embargo, conforme el modernismo se convirtió en un mecanismo de comercialización, sus afinidades cambiaron. Como la voz de la resistencia ante la imaginería invasora del viejo orden, el modernismo representó una búsqueda de las verdades elementales, de la “honestidad de una expresión” apropiada para la nueva era. Como un revestimiento del mercado de consumo, sus intenciones se volvieron cada vez más pasivas; su contenido político radical enmudeció. La forma principal de cambio que alentaba se circunscribía a la prevista “obsolescencia del estilo”. El término “modernización” había sido despojado de gran parte de su imperativo social y reducido a una “nueva cualidad o carácter otorgado a un producto”.32 La trasvaloración de lo moderno se hizo tangible cuando los diseñadores industriales regresaron a los tableros de dibujo durante los treinta. Con la Depresión, la máquina se había roto; su lustre se había empañado. Las personas no tenían trabajo; el carácter distintivo del consumidor boyante de los veinte se había agotado. En un intento por estimular los mercados, las industrias estadunidenses de consumo se comprometieron cada vez más con el brillo del diseño industrial.33 Dentro de este contexto, las líneas afiladas y agudas de la resistencia dieron paso al aspecto suave y lubricado de la línea aerodinámica. La línea aerodinámica se convirtió en el aspecto del futuro, el “primer enfoque nuevo y sólo estadunidense de la forma”.34 Mientras heredaba el manto de lo moderno, también rechazaba gran parte de lo que, hasta ese momento, había definido al modernismo. Aunque obtuvo sus puntos de referencia de las máquinas (particularmente aeroplanos), representaba un dramático rompimiento con los compromisos anteriores de la estética mecánica. Ya para finales de los veinte, Calkins había apuntado los límites que la estética mecánica colocaba ante las prioridades de la comercialización. “La eficiencia”, declaró, “no era suficiente. La máquina no satisfizo al alma”.35 Con la línea aerodinámica, la máquina era dotada de un espíritu. Sus apariencias eran decididamente metálicas, pero las formas aparecían sin intersticios y redondeadas, orgánicas. En un periodo de crisis industrial, cuando la confianza en las capacidades progresivas de la máquina menguaba, ésta era una visión mecánica más esférica, suavizada, humanizada; purificada de las complejidades mecánicas y la angularidad amenazadora. Si la misión inicial del modernismo fue despojar de engaños al mundo de los objetos, revelar y estetizar su funcionamiento interno, la línea aerodinámica representó un regreso al encubrimiento. La conexión entre ingeniería y diseño, tan esencial para la fe del movimiento moderno, había sido rota.

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“Cuando la ingeniería dirige la estilización”, afirmó J. Gordon Lippincott, “los diseñadores pierden gran parte de su creatividad”.36 El modernismo hizo una vez un llamado a la unidad de la forma y la sustancia; ahora se convertía en un caparazón fluidamente sugestivo, envuelto alrededor de un mecanismo interior y oculto que era mistificado. Para 1940, el diseñador Harold Van Doren señaló que “la tendencia hoy es definitivamente ‘cubrir las cosas’, haciéndolas ver cada vez menos mecánicas, ‘aerodinamizándolas’... Estamos envolviendo todo en empaques, empaques de metal”.37 Los diseñadores y otros guías industriales continuaron empleando el lema publicitario “diseño funcional” para imprimir a sus productos la fe moderna; pero la función estaba cada vez menos conectada con la utilidad y resultaba cada vez más ideológica. Refrigeradores, tostadores, radios, calentadores de agua y sacapuntas, todo se estampaba con un aspecto moderno. Las capacidades aerodinámicas de cada uno eran irrelevantes en relación con su uso, pero relevantes en cuanto a la imagen de estar al día, y a sus ventas. Henry Dreyfuss, un actor principal en el teatro de lo moderno, admitió sin dificultad que la “forma de lágrima”, la cual adornaba muchos productos aerodinamizados, no tenía nada que ver con las realidades aerodinámicas.38 “La verdadera aerodinamización”, coincide Van Doren, “no es, ni con mucho, tan importante ni tan a menudo lograda en los problemas del diseño industrial como piensa el público. Pero es un fenómeno que ningún diseñador puede ignorar”.39 La forma principal de resistencia para la que se diseñó el producto aerodinamizado fue la resistencia a las ventas de parte del cliente. Mientras el grito de batalla “la forma busca la función” seguía escuchándose —principalmente como un lema publicitario—, las prioridades del mercado garantizaban que el nuevo imperativo rector sería el de la forma busca la ganancia. El siglo que comenzó con una visión impetuosa de arriesgarse más allá del ornamento y descubrir la belleza de la verdad esencial, había redescubierto la mentira. Fuera de las excrecencias del movimiento moderno, la máquina de la ingeniería de consumo creó una exhibición de ritmo rápido de apariencias siempre en evolución, cada una comprometida con el futuro, cada una destinada a convertirse en el pasado. Con el desarrollo de la línea aerodinámica (y de lo que la siguió), el siglo XX se comprometía con una nueva forma abstracta de ornamentación, que reflejaba, en gran medida, las estructuras, relaciones de poder y nociones de valor intrínseco de una sociedad de mercado mundial. Mientras la economía requiera conceptos de valor que sean inherentemente móviles y abstractos, mientras las corporaciones y burocracias luchen por imaginar el mundo como un mecanismo comprensible y controlable, mientras el mercado de consumo demande la destrucción perpetua de bienes e imágenes a fin de continuarse, cada una de estas prioridades estará uncida a la estética dominante. En tanto alguna recuperación del estilo tradicional seguía marchando en el desfile progresivo de los sueños que pronto serían obsoletos, nuevos contornos de visión también emergían, y derivaban su poder, no de asociaciones con una élite del pasado, sino de la potente demanda de propiedad del futuro. Así como las tradiciones aristocráticas de la ornamentación suscribieron las prerrogativas hierocráticas de la sociedad que las generó, el moderno itinerario del estilo estetizó los contornos modernos del poder. Nos ocuparemos ahora de estos contornos.

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Notas 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26 27 28 29 30 31 32 33 34 35 36 37 38 39

Citado en Brent C. Brolin, The Failure of Modern Architecture, 1976, p. 46. Ibid., p. 49. Basset Jones, “The Modern Building Is a Machine”, en The American Architect-Architectural Review, núm. 125, 30 de enero de 1924, p. 97. Sheldon Cheney y Martha Candler Cheney, Art and the Machine, 1936, portada. Arthur J. Pulos, American Design Ethic, 1983, pp. 159-160. Alfred Auerbach, “What Is Modern?”, en Arts and Architecture, núm. 65, marzo de 1948, pp. 9, 28, 62. Frank A. Randall, History of the Development of Building Construction in Chicago, 1949, p. 12. Véase también Philip Johnson, Writings, 1979, p. 218. Véase, especialmente, Siegfried Giedion, Mechanization Takes Command, 1948; también Joseph Rykwert, The First Moderns, 1980. Sibyl Moholy-Nagy, Moholy-Nagy: Experiment in Totality, 1950, pp. 141-142. Munsey’s Magazine, julio de 1905, p. 390. Tilmann Buddensieg y Henning Rogge, Industriekultur: Peter Behrens and the AEG, 1984, p. 187. Le Corbusier, Towards a New Architecture, 1927, p. 45. Ibid., p. 1. Ibid., p. 41. Ibid., pp. 276-277. Ibid., pp. 11, 13. Ibid., pp. 4-7. Ibid., p. 289. Walter Gropius, “Education Toward Creative Design”, en American Architect, núm. 150, mayo de 1937, p. 27. Ibid, The New Architecture and the Bauhaus, 1965, p. 47. Ibid, “Education Toward Creative Design”, p. 27. Ibid, “Sociological Premises for the Minimum Dwelling of Urban Industrial Populations”, 1929, reditado en Scope of Total Architecture, 1961. Sybil Moholy-Nagy, op. cit., p. XII. Ibid., p. 19. Ibid., p. 21. Hayden Herrera, Frida, 1983, pp. 134-135. Earnest Elmo Calkins, “Beauty: The New Business Tool”, en The Atlantic Monthly, núm. 140, agosto de 1927, p. 153. Ibid., p. 154. Philip Johnson, Writings, 1979, p. 29. Talbot Faulkner Hamlin, “The International Style Lacks the Essence of Great Architecture”, en American Architect, núm. 143, enero de 1933, pp. 12-16. Hayden Herrera, op. cit., p. 115. Roy Sheldon y Egmont Arens, Consumer Engineering, 1932, p. 2. Harold Van Doren, Industrial Design, 1940, p. 13. Arthur J. Pulos, op. cit., p. 393. Earnest Elmo Calkins, op. cit., p. 147. J. Gordon Lippincott, Design for Business, 1947, p. 209. Harold Van Doren, op. cit., pp. 90-91. Henry Dreyfuss, Designing for People, 1955, p. 77. Harold Van Doren, op. cit., p. 137.

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Lectura Nº 7 Berman, Marshall, “En la Selva de los Símbolos: Algunas Observaciones sobre el Modernismo en Nueva York”, en Todo lo Sólido se Desvanece en el Aire. La Experiencia de la Modernidad, Madrid, España, Siglo Veintiuno Editores, 1988, pp. 301-367.

La Ciudad del Globo Cautivo [...] es la capital del Ego, donde la ciencia, el arte, la poesía y ciertas formas de locura compiten en condiciones ideales por inventar, destruir y restaurar el mundo de la realidad fenomenal [...]. Manhattan es el producto de una teoría no formulada, el manhattanismo, cuyo programa [es] existir en un mundo totalmente fabricado por el hombre, vivir dentro de la fantasía [...]. La ciudad entera se convirtió en una fábrica de experiencia hecha por el hombre, donde lo real y lo natural dejaron de existir. [...] La disciplina bidimensional de la Cuadrícula crea una libertad nunca soñada para la anarquía tridimensional [...]. La ciudad puede ser al mismo tiempo ordenada y fluida, una metrópoli de rígido caos. [...] Una isla mítica donde la invención y la comprobación de un estilo de vida metropolitano, y su arquitectura concomitante, podrían ser realizadas como experimento colectivo [...]. Unas islas Galápagos de nuevas tecnologías, un nuevo capítulo en la supervivencia de los más aptos, esta vez una batalla entre especies de máquinas [...]. Rem Koolhaas, Delirious New York Al salir de paseo después de una semana en cama, los encuentro demoliendo parte de mi manzana y, completamente helado, aturdido y solitario, me uno a la docena de personas que, en actitud humilde, observan a la enorme grúa hurgar voluptuosamente en la mugre de años [...] Como de costumbre en Nueva York, todo se derriba antes que hayas tenido tiempo de tomarle cariño [...] Se podría pensar que el simple hecho de haber durado amenaza a nuestras ciudades como fuegos misteriosos. James Merrill, “An urban convalescence” “¡Ustedes trazan líneas rectas, llenan los huecos y nivelan el suelo, y el resultado es nihilismo!” (Del irritado discurso de la autoridad que presidía la Comisión que informaría sobre los planes

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de ampliación). Repliqué: “Perdóneme, pero eso, hablando en propiedad, es justamente lo que debe ser nuestro trabajo”. Le Corbusier, L’urbanisme

Uno de los temas centrales de este libro ha sido el destino de “todo lo sólido” en la vida moderna: “desvanecerse en el aire”. El dinamismo innato de la economía moderna, y de la cultura que nace de esta economía, aniquila todo lo que crea —ambientes físicos, instituciones sociales, ideas metafísicas, visiones artísticas, valores morales— a fin de crear más, de seguir creando de nuevo el mundo infinitamente. Esta fuerza arrastra a todos los hombres y las mujeres modernos a su órbita, y los obliga a abordar la cuestión de qué es esencial, qué es significativo, qué es real en la vorágine en que vivimos y nos movemos. En este capítulo final, quiero incluirme en el cuadro y explorar y situar algunas de las corrientes que fluyen por mi propio entorno moderno —la ciudad de Nueva York— y que han dado forma y energía a mi vida. Durante más de un siglo, la ciudad de Nueva York ha servido como centro internacional de comunicaciones. La ciudad no solamente se ha convertido en un teatro, sino en una producción, en una presentación en diversos medios cuyo público es el mundo entero. Esto ha dado una resonancia y una profundidad especial a mucho de lo que aquí se hace y dice. Buena parte de la construcción y el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida moderna. Muchas de las estructuras más impresionantes de la ciudad fueron planificadas específicamente como expresiones simbólicas de la modernidad: Central Park, el puente de Brooklyn, la Estatua de la Libertad, Coney Island, muchos rascacielos de Manhattan, el Rockefeller Center y muchas más. Otras áreas de la ciudad —el puerto, Wall Street, Broadway, el Bowery, el Lower East Side, Greenwich Village, Harlem, Times Square, Madison Avenue— han adquirido peso y fuerza simbólicos con el transcurso del tiempo. El impacto acumulativo de todo esto es que el neoyorquino se encuentra en medio de una selva de símbolos baudelairiana. La presencia y profusión de estas formas gigantescas hacen de Nueva York un lugar extraño y rico para vivir. Pero también hacen de ella un lugar peligroso, pues sus símbolos y simbolismos luchan interminablemente entre sí por el sol y la luz, se esfuerzan por aniquilarse unos a otros y se desvanecen juntos en el aire. Por lo tanto, si Nueva York es una selva de símbolos, es una selva en la que las hachas y las excavadoras están siempre en funcionamiento y las grandes obras caen constantemente por tierra, en la que los marginados pastorales encuentran ejércitos fantasma, y los Trabajos de amor perdidos se interrelacionan con Macbeth, en la que surgen continuamente nuevos significados junto con los árboles edificados y caen con ellos. Comenzaré esta sección con un análisis de Robert Moses, cuya carrera pública se extiende desde

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comienzos de la década de 1910 hasta finales de la de 1960, que es probablemente el mayor creador de formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX, cuyas construcciones tuvieron un impacto destructivo y desastroso sobre mis primeros años y cuyo espectro, todavía hoy acosa a mi ciudad. A continuación analizaré la obra de Jane Jacobs y de algunos de sus contemporáneos, quienes, enzarzados en combate con Moses, crearon un orden de simbolismo urbano radicalmente diferente durante los años sesenta. Finalmente delinearé algunas de las formas y de los ambientes simbólicos que han surgido en las ciudades de los setenta. Al desarrollar la perspectiva de las metamorfosis urbanas de las cuatro últimas décadas, pintaré un cuadro en el que pueda situarme, tratando de captar las modernizaciones y los modernismos que han hecho de mí, y de muchos de los que me rodean, lo que somos.

I. ROBERT MOSES: EL MUNDO DE LA AUTOPISTA Cuando actúas en una metrópoli sobreedificada, tienes que abrirte camino con un hacha de carnicero. Simplemente voy a seguir construyendo. Puedes hacer todo lo posible por detenerme. Máximas de Roben Moses... ... Ella fue quien me abrió los ojos acerca de la ciudad cuando dije: Me pone enfermo verlos levantar un nuevo puente como ése en pocos meses y yo no puedo encontrar tiempo siquiera para escribir un libro. Ellos tienen el poder, eso es todo, replicó. Es lo que todos queréis. Si no lo puedes tener, reconoce por lo menos lo que es. Y ellos no te lo van a dar William Carlos Williams, “The flower” ¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió su cráneo de un hachazo y devoró sus cerebros y su imaginación [...] ¡Moloch cuyos edificios son el juicio! Allen Ginsberg, “Howl”

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Entre los muchos símbolos e imágenes con que Nueva York ha contribuido a la cultura moderna, en los últimos años uno de los más llamativos ha sido la imagen de la ruina y la devastación modernas. El Bronx, donde yo crecí, se ha convertido en la contraseña internacional de las pesadillas urbanas de nuestra época: drogas, pandillas, incendios premeditados, asesinatos, terror, miles de edificios abandonados, bloques transformados en solares cubiertos de basuras y ladrillos. Diariamente, cientos de miles de conductores, al utilizar la autopista del Bronx que pasa por el centro del barrio, ven la horrible suerte corrida por el Bronx, aunque quizá no la comprendan. Esta vía, aunque atascada noche y día por el tráfico pesado, es rápida, mortalmente rápida; los límites de velocidad son transgredidos rutinariamente, incluso en las rampas de entrada y salida, con pasos a nivel y peligrosas curvas; convoyes ininterrumpidos de enormes camiones, con conductores ceñudamente agresivos, dominan el campo de visión; los coches zigzaguean insensatamente entre los camiones: es como si en esta autopista se apoderara de todos una prisa desesperada e incontrolable por salir del Bronx a la mayor velocidad que les permitan sus ruedas. Una ojeada al paisaje urbano del norte o del sur —es difícil hacer algo más que echar rápidas ojeadas, pues buena parte de la autopista está bajo el nivel del suelo, enmarcada por muros de ladrillo de una altura de tres metros— sugerirá la causa: cientos de edificios abandonados y tapiados y esqueletos de construcciones consumidas y carbonizadas; docenas de manzanas donde no hay nada más que desperdicios y ladrillos rotos. Diez minutos por esta ruta, dura prueba para cualquiera, es algo especialmente horrible para aquellos que recuerdan el Bronx tal como era antes: que recuerdan estos barrios tales como en otros tiempos eran y se desarrollaban, hasta que esta misma autopista atravesó su corazón, haciendo del Bronx, por encima de todo, un lugar del que hay que salir. Para los hijos del Bronx, como yo, esta autopista lleva una carga especial de ironía: mientras corremos a través del mundo de nuestra infancia, apresurándonos por salir de él, aliviados a la vista del final, no somos meros espectadores, sino también partícipes activos en el proceso de destrucción que nos rompe el corazón. Dominamos las lágrimas y pisamos el acelerador. Robert Moses es el hombre que hizo posible todo esto. Cuando oí a Allen Ginsberg preguntar a finales de la década de 1950: “¿Quién fue esta esfinge de cemento y aluminio?”, de inmediato tuve la seguridad de que, aunque el poeta no lo supiera, Moses era su hombre. Como el “Moloch que entró tempranamente en mi alma” de Ginsberg, Robert Moses y sus obras públicas entraron en mi vida justo antes de mi Bar Mitzvah,* contribuyendo a poner fin a mi infancia. Ha estado siempre presente, de una manera vagamente subliminal. Todas las grandes edificaciones, dentro o alrededor de Nueva York, parecían ser, de alguna manera, obras suyas: el puente Triborough, la autopista del West Side, docenas de vías-parque en Westchester y Long Island, las playas de Jones y Orchard, innumerables parques, urbanizaciones, el aeropuerto Idlewild (ahora Kennedy), una red de enormes pantanos y centrales eléctricas cerca de las cataratas del Niágara; la lista parecía extenderse infinitamente. Había sido el inspirador de un acontecimiento que tuvo una magia especial para mí: la Feria Mundial de 1939-1940, a la cual asistí desde el vientre de mi madre y cuyo elegante logotipo adornó nuestro apartamento * Festividad judía que señala el momento en que un niño —a los trece años— puede ser considerado adulto en algunos aspectos. [N. T.].

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de muchas maneras —programas, banderines, tarjetas postales, ceniceros—, simbolizando la aventura humana, el progreso, la fe en el futuro y los heroicos ideales de la época en que me tocó nacer. Pero entonces, en la primavera y el otoño de 1953, Moses comenzó a hacerse presente en mi vida de un modo diferente: proclamó que estaba a punto de abrir una inmensa autopista, cuya escala, costos y dificultades no tenían precedentes, a través del corazón de nuestro barrio. En un principio no podíamos creerlo; parecía venir de otro mundo. Ante todo, casi ninguno de nosotros era propietario de un coche: el propio barrio y las líneas de metro que llevaban al centro definían el flujo de nuestras vidas. Además, incluso si la ciudad necesitaba esa autopista —¿O era el Estado el que la necesitaba? (en las operaciones de Moses, nunca estuvo claro el lugar que ocupaban el poder y la autoridad, salvo para el propio Moses)—, los rumores ciertamente no podían querer decir lo que parecían decir: que la autopista avanzaría como un ariete a través de una docena de barrios sólidos, asentados y densamente poblados como el nuestro; que unas 60 000 personas de clase obrera o media baja, en su mayoría judíos, pero con muchos italianos, irlandeses y negros entremezclados, serían expulsadas de sus hogares. Los judíos del Bronx estaban perplejos: ¿podía un judío como nosotros querer hacernos esto? (Teníamos poca idea de la clase de judío que era, o de lo mucho que nos interponíamos en su camino). E incluso si quería hacerlo, estábamos seguros de que eso no podía suceder aquí, en Estados Unidos. Todavía nos llegaban los últimos rayos del New Deal: el gobierno era nuestro gobierno, y en el último momento se haría presente para protegernos. Y sin embargo, antes de que llegáramos a darnos cuenta, allí estaban las palas mecánicas y las excavadoras, y la gente estaba siendo avisada de que era mejor que se fuera deprisa. Los vecinos miraron aturdidos a los demoledores, miraron las calles que desaparecían, se miraron unos a otros, y se fueron. Moses avanzaba, y no había poder temporal o espiritual que le pudiera cerrar el paso. Durante diez años, desde fines de los cincuenta hasta mediados de los sesenta, el centro del Bronx fue machacado, perforado y aplastado. Mis amigos y yo solíamos subirnos al parapeto del Grand Concourse, donde había estado la calle 174, para vigilar el progreso de las obras —las inmensas excavadoras y palas mecánicas y las vigas de acero y madera, los cientos de obreros con sus cascos de diversos colores, las grúas gigantes que se elevaban muy por encima de los tejados más altos del Bronx, las explosiones y los temblores de la dinamita, los hirsutos y dentados peñascos de roca recién arrancada, los paisajes de la devastación que se extendían a lo largo de kilómetros hacia el este y el oeste, hasta donde alcanzaba la vista—, y nos maravillábamos de ver nuestro bello barrio transformado en ruinas sublimes, espectaculares. En el instituto, cuando descubrí a Piranesi, me sentí inmediatamente identificado. También solía ir, de regreso de la biblioteca de Columbia, al sitio de la construcción y creía estar en medio del último acto del Fausto de Goethe. (Tendrías que habérselo agradecido a Moses: sus obras te dan ideas). Sólo que aquí no había un triunfo humanista que compensara la destrucción. De hecho, una vez que las obras hubieron concluido fue cuando realmente comenzó la ruina del Bronx. Kilómetros de calles a lo largo de la autopista quedaron sofocados por el polvo, los humos y el ruido ensordecedor: lo más impresionante era el rugido de los camiones de una potencia y un tamaño que el Bronx no había visto nunca, arrastrando sus pesados cargamentos a través de la ciudad, con destino a Long Island o Nueva Inglaterra, a Nueva Jersey y a todos los puntos del sur, noche y día sin interrupción. Edificios de

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apartamentos que durante veinte años estuvieran habitados de manera estable se vaciaron, a menudo prácticamente de la noche a la mañana; numerosas y empobrecidas familias negras e hispanas, que huían de suburbios todavía peores, fueron trasladadas masivamente, con frecuencia bajo los auspicios del Departamento de Bienestar, que llegó a pagar rentas excesivas, propagando el pánico y acelerando la huida. Al mismo tiempo, la construcción había destruido muchas manzanas comerciales, separado a otras de la mayoría de sus clientes y colocado a los comerciantes al borde de la bancarrota, además de hacerlos, por su forzado aislamiento, mucho más vulnerables al delito. El gran mercado abierto del distrito, en la avenida Bathgate, todavía floreciente a finales de la década de los cincuenta, fue diezmado. Un año después de que se abriera la autopista, lo que quedaba se esfumó. De este modo, despoblado, económicamente reducido, emocionalmente destrozado —por grave que fuera el daño físico, peores fueron las heridas internas—, el Bronx estuvo en condiciones de caer en la temible espiral de las plagas urbanas. Moses parecía complacerse en la devastación. Cuando se le preguntaba poco después de que se terminara la vía a través del Bronx, si las autopistas urbanas como ésta no planteaban problemas urbanos especiales, replicaba impacientemente que “la cosa tiene muy pocas dificultades. Existe un cierto malestar, pero hasta eso se ha exagerado”. En comparación con sus anteriores autopistas rurales y suburbanas, la única diferencia en este caso consistía en que “hay más casas que se interponen... más gente que se interpone, eso es todo”. Se jactaba de que “cuando actúas en una metrópoli sobreedificada, tienes que abrirte camino con un hacha de carnicero”.1 Aquí la equiparación subconsciente —entre animales muertos que serán descuartizados y comidos y “gente que se interpone”— es suficiente para dejarnos sin respiración. Si Allen Ginsberg hubiese puesto tales metáforas en boca de su Moloch, nunca se le habría permitido expresarlas impunemente: simplemente habrían parecido excesivas. El talento de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica. Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la mitología cultural: Luis XIV, Pedro el Grande, el barón Haussmann, José Stalin (aunque fanáticamente anticomunista, Moses era muy aficionado a citar la máxima estalinista: “No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”), Bugsy Siegel (constructor magistral de la masa, creador de Las Vegas), “Kingfish” Huey Long; el Tamburlaine de Marlowe; el Fausto de Goethe; el capitán Ahab; Mr. Kurtz; el ciudadano Kane. Moses hizo todo lo que pudo por elevarse a una altura de gigante e incluso llegó a disfrutar de su creciente reputación de monstruo, la cual creía intimidaría al público y mantendría a raya a sus posibles oponentes. Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a

1

Estas declaraciones son citadas por Robert Caro en su monumental estudio, The power broker: Robert Moses and the fall of New York, Knopf, 1974, pp. 849, 876. El pasaje del “hacha de carnicero” ha sido tomado de las memorias de Robert Moses, Public works: a dangerous trade, McGraw-Hill, 1970. La valoración de Moses de la autopista del Bronx fue realizada en una entrevista con Caro. The power broker es la fuente principal de mi relato acerca de la carrera de Moses. Véase también mi artículo sobre Caro y Moses, “Buildings are judgement: Robert Moses and the romance of construction”, Ramparts, marzo de 1975, y el simposio en el número de junio.

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acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner coto al hombre y sus máquinas. A finales de la década de 1960 lo consiguieron finalmente: Moses fue paralizado y privado de su poder para construir. Pero su obra nos rodea todavía, y su espíritu continúa acosando nuestras vidas públicas y privadas. Resulta fácil especular sobre el poder personal y el estilo de Moses. Pero hacer hincapié en esto tiende a oscurecer una de las fuentes primarias de su amplia autoridad: su habilidad para convencer a un público masivo de que era el vehículo de fuerzas impersonales de la historia, el espíritu en movimiento de la modernidad. Durante cuarenta años fue capaz de apropiarse de la visión de lo moderno. Oponerse a sus puentes, túneles, autopistas, urbanizaciones, embalses, estadios, centros culturales, era —o así lo parecía— oponerse a la historia, al progreso, a la propia modernidad. Y pocas personas, especialmente en Nueva York, estaban dispuestas a hacerlo. “Hay personas a las que les gustan las cosas tal como están. No puedo darles ninguna esperanza. Tienen que seguir avanzando. Este es un gran Estado, y hay otros Estados. Que se vayan a las Rocosas”. 2 Moses tocó una cuerda que durante más de un siglo ha sido vital para los neoyorquinos: nuestra identificación con el progreso, con la renovación y la reforma, con la perpetua transformación de nuestro mundo y de nosotros mismos. Harold Rosemberg lo llamó “la tradición de lo Nuevo”. ¿Cuántos judíos del Bronx, semillero de todas las formas de radicalismo, estaban dispuestos a luchar por el carácter sagrado de “las cosas tal como están”? Moses estaba destruyendo nuestro mundo, y sin embargo parecía estar actuando en nombre de los valores que nosotros habíamos abrazado. Puedo recordarme contemplando desde arriba las obras de la autopista del Bronx, llorando por mi barrio (cuya suerte preví con la precisión de una pesadilla), jurando guardar la memoria y el espíritu de venganza, pero luchando asimismo con algunas de las perturbadoras ambigüedades y contradicciones expresadas por la obra de Moses. El Grand Concourse, desde cuyas alturas observaba y pensaba, era en nuestro distrito lo más parecido a un bulevar de París. Entre sus rasgos más destacados estaban las hileras de grandes y espléndidos bloques de apartamentos de los años treinta: simples y claros en sus formas arquitectónicas, ya fueran geométricamente angulosas o biomórficamente curvas; de brillantes colores con sus ladrillos en contraste, sus aplicaciones de cromo y sus amplias superficies de vidrio, bellamente intercaladas; abiertos al aire y la luz, como si quisieran proclamar la buena vida que se ofrecía no sólo a los residentes de elite, sino a todos nosotros. El estilo de esos edificios, conocido hoy día como art decó, en su origen fue llamado “moderno”. Para mis padres, que orgullosamente describían a nuestra familia como una “familia moderna”, los edificios del Concourse representaban el colmo de la modernidad. No podíamos permitirnos vivir en ellos —aunque vivíamos en un edificio pequeño y modesto, pero aun así arrogantemente “moderno”, mucho más abajo— pero podían ser admirados gratis, como las filas de maravillosos transatlánticos en el puerto (los edificios, hoy en día, parecen buques de guerra ametrallados en el dique seco, mientras que los transatlánticos casi han desaparecido).

2

Discurso ante la Junta de Urbanismo de Long Island, 1927, citado en Caro, p.275.

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Al ver cómo era derribado uno de los más encantadores de estos edificios para dejar paso a la autopista, sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna. Pues a menudo el precio de hacer avanzar y expandir la modernidad es la destrucción no sólo de instituciones y ambientes “tradicionales” y “premodernos”, sino también —y aquí reside la verdadera tragedia— de todo lo más vital y hermoso del propio mundo moderno. En el caso del Bronx, gracias a Robert Moses, la modernidad del bulevar urbano fue sentenciada por obsoleta y hecha pedazos por la modernidad de la autopista interestatal. ¡Sic transit! Ser moderno resultaba mucho más problemático y más peligroso de lo que yo había pensado. ¿Cuáles fueron los caminos que llevaron a la autopista del Bronx? Las obras públicas organizadas por Moses a partir de la década de 1920 expresaban una visión —o mejor dicho, una serie de visiones— de lo que podía y debía ser la vida moderna. Quiero articular las formas características de modernismo que Moses definió y realizó, para señalar sus contradicciones internas, sus amenazadoras corrientes subterráneas —que salieron a la superficie en el Bronx— y su significado y valor perdurables para la humanidad moderna. El primer gran logro de Moses, hacia fines de la década de 1920, fue la creación de un espacio público radicalmente diferente de todo lo que había existido con anterioridad: el parque estatal de Jones Beach, en Long Island, justo fuera de los límites de la ciudad de Nueva York, a orillas del Atlántico. Esta playa, que fue abierta en el verano de 1929 y ha celebrado recientemente su cincuentenario, es tan enorme que fácilmente podría contener medio millón de personas en un tórrido domingo de julio, sin dar la sensación de estar congestionada. Como paisaje, su característica más notable es la sorprendente claridad del espacio y la forma: extensiones de arena absolutamente planas, deslumbrantemente blancas, se extienden hacia el horizonte en una amplia banda recta, cortada por un lado por el claro, puro e infinito azul del mar, y, por el otro, por la precisa línea ininterrumpida, de color marrón, del paseo de acceso. El gran despliegue horizontal está jalonado por dos elegantes casas de baño art decó, de madera, ladrillo y piedra, y a medio camino entre ellas, en el centro del parque, por un surtidor monumental, en forma de columna, visible desde todas partes, que se eleva como un rascacielos, evocando la grandeza de las formas urbanas del siglo XX simultáneamente complementadas y negadas por este parque. Jones Beach ofrece un despliegue espectacular de las formas primarias de la naturaleza —tierra, sol, agua, cielo— pero aquí la naturaleza aparece con una abstracta pureza horizontal y una claridad luminosa que sólo la cultura puede crear. Podemos apreciar la creación de Moses todavía más cuando nos damos cuenta (como explica Caro con claridad) de que buena parte de este espacio era antes terreno pantanoso y baldío, inaccesible e intransitable, hasta la llegada de Moses, y de que éste realizó una espectacular metamorfosis en escasamente dos años. En Jones Beach hay otro tipo de pureza que es crucial. Allí no hay intrusión de negocios o comercios modernos: no hay hoteles, casinos, transbordadores, lanchas costeras, saltos de paracaídas, máquinas tragaperras, burdeles, altavoces, puestos de perritos calientes, letreros de neón; no hay suciedad, ruidos, ni desorden.* De ahí que incluso cuando Jones Beach está ocupada por una * Pero el espíritu de empresa norteamericano nunca se da por vencido. Los fines de semana, una procesión ininterrumpida de avionetas vuela por encima de la orilla, escribiendo en el cielo o llevando carteles que anuncian las glorias de diversas

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multitud del tamaño de la población de Pittsburgh, su ambiente consigue seguir siendo notablemente sereno. Contrasta radicalmente con Coney Island, sólo a unas pocas millas al oeste, a cuyo público de clase media cautivó inmediatamente desde su apertura. Toda la densidad e intensidad, el ruido y el movimiento anárquicos, la vitalidad desharrapada que se expresan en las fotografías de Weegee y en los grabados de Reginald Marsh y son celebrados simbólicamente en “A Coney Island of the mind”, [“Una Coney Island mental”] de Lawrence Ferlinghetti, son borrados del mapa en el paisaje visionario de Jones Beach.** ¿Qué aspecto tendría una Jones Beach mental? Sería difícil de expresar en poesía, o en cualquier clase de lenguaje simbólico que dependiera del movimiento dramático y del contraste para causar impacto. Pero podemos ver sus formas en las pinturas diagramáticas de Mondrian, y más tarde en el minimalismo de los años sesenta, en tanto que las tonalidades de su color pertenecen a la gran tradición del paisaje neoclásico, desde Poussin, pasando por el joven Matisse, hasta Milton Avery. En un día de sol, Jones Beach nos transporta el gran romance del Mediterráneo, de la claridad apolínea, de la luz perfecta sin sombras, la geometría cósmica, las perspectivas ininterrumpidas que se extienden hacia un horizonte infinito. Este romance es por lo menos tan viejo como Platón. Su devoto más apasionado e influyente en el mundo moderno es Le Corbusier. En este texto, escrito el mismo año en que se abrió Jones Beach, justo antes de la gran quiebra, delinea su sueño moderno clásico: Si comparamos a Nueva York con Estambul, podemos decir que una es un cataclismo y la otra un paraíso terrenal. Nueva York es excitante y perturbadora. También lo son los Alpes; también lo es una tempestad; también lo es una batalla. Nueva York no es hermosa, y si estimula nuestras actividades prácticas, hiere nuestro sentido de la felicidad [...]. Una ciudad puede abrumarnos con sus líneas quebradas; el cielo es desgarrado por sus perfiles hirsutos. ¿Dónde encontraremos reposo? Si vas al Norte, las agujas festoneadas de las catedrales reflejan la agonía de la carne, los sueños punzantes del espíritu, el infierno y el purgatorio, los pinares vistos a través de la luz pálida y la niebla fría. Nuestros cuerpos piden sol. Hay ciertas formas que dan sombra.3

marcas de soda, vodka, dicos y sex-clubs, políticos y proposiciones locales. Ni siquiera Moses pudo encontrar la forma de impedir el acceso de los negocios y los políticos al cielo. ** Coney Island compendia lo que el arquitecto holandés Rem Koolhaas llama “la cultura de la congestión”: Delirious New York: a retrospective manifesto for Manhattan, especialmente pp. 21-65. Koolhaas ve en Coney Island un prototipo, una especie de ensayo, de la “ciudad de torres”, intensamente vertical, de Manhattan; compárese con el despliegue radicalmente horizontal de Jones Beach, sólo acentuado por el surtidor, la única estructura vertical permitida. 3 L’urbanisme, pp. 64-66. Véase Koolhaas, pp. 199-223, acerca de Le Corbusier y Nueva York.

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Le Corbusier quiere estructuras que opongan la fantasía de un sur sereno y horizontal a las realidades sombrías y turbulentas del norte. Jones Beach, justo más allá del horizonte de los rascacielos de Nueva York, es una concreción ideal de este romance. Es irónico que, aunque Moses vivió en perpetuo conflicto, lucha, Sturm und Drang, su primer triunfo y aquel del cual parecía estar más orgulloso medio siglo más tarde, fue un triunfo de luxe, calme, et volupté. Jones Beach es el Rosebud gigantesco de este ciudadano Cohen. Las parkways (vías-parque) de Northern y Southern State, de Moses, que llevan desde Queens a Jones Beach y más allá, abrieron una dimensión nueva a la pastoral moderna. Estas vías, con su artístico paisaje y su fluida circulación, aunque un tanto raídas después de medio siglo, todavía están entre las más bellas del mundo. Pero su belleza no emana (como, por ejemplo, la de la autopista de la costa de California o la senda de los Apalaches) del entorno natural que rodea la ruta: surge del ambiente creado artificialmente por la propia ruta. Incluso si estas vías-parque no unieran nada ni llevaran a ninguna parte, seguirían constituyendo una aventura en sí mismas. Esto es especialmente válido para la vía-parque de Northern State, que atraviesa la zona de las suntuosas fincas que Scott Fitzgerald inmortalizara en El gran Gatsby* (1925). Los primeros paisajes viales de Moses en Long Island representan un intento moderno de recrear lo que el narrador de Fitzgerald, en la última página de la novela, describe como “la vieja isla que en otros tiempos floreciera ante los ojos de los marineros holandeses: el pecho fresco y verde del nuevo mundo”. Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecnopastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era, recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus propias ruedas. Moses, que nunca aprendió a conducir, se estaba convirtiendo en el hombre de Detroit en Nueva York. Para la gran mayoría de los neoyorquinos, no obstante, su verde nuevo mundo solamente ofrecía una luz roja. Jones Beach y las primeras vías-parque de Moses en Long Island deben ser situados en el contexto del crecimiento espectacular de las actividades e industrias del esparcimiento durante el boom económico de los años veinte. Estos proyectos en Long Island tenían por finalidad abrir un mundo pastoral justo más allá de los límites de la ciudad, un mundo hecho para las vacaciones, el juego y la diversión... para quienes tuvieran el tiempo y los medios para salir. Las metamorfosis de Moses durante los años treinta deben de ser vistas a la luz de las grandes transformaciones en el significado

* Esto generó encarnizados conflictos con los propietarios de las fincas, y permitió que Moses adquiriera fama de defensor del derecho del pueblo al aire puro, el espacio abierto y la libertad de movimientos. “Era estimulante trabajar para Moses”, recordaba uno de sus ingenieros medio siglo más tarde. “Hacía que te sintieras como parte de algo grande. Eras tú el que luchabas por el pueblo, contra esos ricos propietarios de fincas y legisladores reaccionarios [...]. Era casi como una guerra” (Caro, pp. 228, 273). De hecho, sin embargo, como demuestra Caro, prácticamente todas las tierras de las que Moses se apropió eran pequeñas viviendas y granjas familiares.

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de la construcción misma. Durante la gran depresión, mientras las industrias y los negocios privados se hundían y el desempleo masivo y la desesperación se incrementaban, la construcción dejó de ser una empresa privada para convertirse en una pública, y en un imperativo público, serio y urgente. Prácticamente todas las obras importantes realizadas en los años treinta —puentes, parques, carreteras, túneles, embalses— fueron realizadas con dinero federal, bajo los auspicios de los grandes organismos del New Deal: CWA, PWA, CCC, FSA, TVA. Estos proyectos fueron planificados en torno a objetivos sociales complejos y bien articulados. Primero, tenían por fin crear negocios, aumentar el consumo y estimular el sector privado. Segundo, darían trabajo a millones de desempleados, contribuyendo a comprar la paz social. Tercero, acelerarían, concentrarían y modernizarían las economías de las regiones en que eran construidas, desde Long Island a Oklahoma. Cuarto, ampliarían el significado de “lo público”, haciendo demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material como espiritualmente, a través de las obras públicas. Finalmente, con su utilización de estimulantes nuevas tecnologías, los grandes proyectos del New Deal encarnaban la promesa de un futuro glorioso que comenzaba a surgir en el horizonte, un nuevo día no sólo para unos cuantos privilegiados, sino para la totalidad de la nación. Moses fue quizá la primera persona en Estados Unidos que captó las inmensas posibilidades del interés de la Administración Roosevelt por las obras públicas; captó también la medida en que el destino de las ciudades de Estados Unidos iba a ser fraguado, a partir de entonces, en Washington. Ahora en posesión del cargo de comisionado de parques estatales y urbanos, estableció vínculos estrechos y duraderos con los planificadores más enérgicos e innovadores de la burocracia del New Deal. Aprendió cómo liberar millones de dólares de fondos federales en un tiempo notablemente breve. Luego, contratando un equipo de planificadores e ingenieros de primera fila (principalmente procedentes de las filas del desempleo), movilizó un ejército laboral de 80 000 hombres y se puso a trabajar en un gran programa de choque para regenerar los 1 700 parques de la ciudad (todavía más degradados en el nadir de la Depresión que hoy) y crear cientos de parques nuevos, además de cientos de campos de juego y varios zoos. A finales de 1934, Moses acabó el trabajo. No solamente hizo gala de sus dotes para una brillante administración y ejecución; también comprendió el valor de realizar las obras públicas como si fuesen espectáculos públicos. Llevó a cabo el reordenamiento de Central Park y la construcción de su zoo y su estanque trabajando veinticuatro horas diarias, durante los siete días de la semana: brillaban los focos y refulgían los martillos mecánicos durante toda la noche, con lo que no sólo se aceleraban las obras, sino que también se creaba un nuevo espacio de representación que mantenía cautivado al público. Los mismos obreros parecían contagiados de su entusiasmo: además de mantener el ritmo infatigable impuesto por Moses y sus capataces de paja, en realidad se adelantaban a ellos, tomando la iniciativa, aportando ideas nuevas y yendo por delante de los planes, de manera que los ingenieros se veían obligados una y otra vez a volver a sus mesas a la carrera y reelaborar los planes para incluir los progresos que los obreros habían realizado por su propia cuenta.4 Este es el romance moderno de la construcción en su mejor momento, el romance celebrado por el Fausto de Goethe, por Carlyle y Marx, 4

Para detalles sobre este episodio. Caro, pp. 368-372.

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por los constructivistas de los años veinte, por las películas sobre la construcción soviética del período del plan quinquenal, y los documentales de la TVA y la FSA y los murales de la WPA de finales de los años treinta. Lo que en este caso dio autenticidad y realidad especial al romance que el hecho de que inspiró efectivamente a los hombres que ejecutaron las obras. Al parecer fueron capaces de encontrar sentido y estímulo en un trabajo físicamente agotador y mal pagado, porque tenían una cierta visión de la obra en su totalidad y creían en su valor para la comunidad de la cual formaban parte. El tremendo aplauso público que Moses recibió por sus obras en los parques de la ciudad le sirvió como trampolín hacia algo que para él significaba mucho más que los parques. Se trataba de un sistema de autopistas, vías-parque y puentes que entrelazarían toda el área metropolitana: la autopista elevada del West Side, que se extendería a lo largo de Manhattan, cruzando el nuevo puente Henry Hudson de Moses, hasta el Bronx, y a través de éste, hasta Westchester; el Belt Parkway, que rodearía la periferia de Brooklyn desde el East River al Atlántico, unido a Manhattan a través del Brooklyn-Battery Tunnel (Moses habría preferido un puente) y al Southern State; y —éste era el meollo del sistema— el proyecto Triborough, una red enormemente compleja de puentes, accesos y vías-parque que unirían a Manhattan, el Bronx y Westchester con Queens y Long Island. Estos proyectos eran increíblemente caros, pero Moses se las arregló para convencer a Washington de que pagara la mayoría de ellos. Técnicamente eran brillantes: la ingeniería de Triborough todavía es un texto clásico en nuestros días. Contribuyeron, al decir de Moses, a “entretejer los cabos sueltos y los márgenes deshilachados de la tapicería arterial metropolitana de Nueva York” y a dar a esa región enormemente compleja una unidad y una coherencia que nunca había tenido. Crearon una serie de nuevos y espectaculares accesos visuales a la ciudad, mostrando la magnificencia de Manhattan desde muchos nuevos ángulos —desde el Belt Parkway, el Gran Central, el alto West Side— y nutriendo a toda una nueva generación de fantasías urbanas.* La ribera del Hudson, en la parte alta de la ciudad, uno de los más bellos paisajes urbanos de Moses, es especialmente impresionante cuando nos damos cuenta de que (como muestra Caro en imágenes) era un erial con chabolas y basureros hasta que él llegó. Cruzas el puente George Washington, y bajas, das la vuelta y te deslizas por la suave curva de la autopista del West Side; las luces y las torres de Manhattan relampaguean y resplandecen ante tus ojos, elevándose sobre el verdor lozano del Riverside Park, y aun si eres el más mortal enemigo de Moses —o, en este caso, de Nueva York— te sientes conmovido: sabes que estás en casa una vez más, que la ciudad está ahí para ti, y puedes agradecer esto a Moses. En los últimos años de la década de 1930, cuando Moses estaba en la cúspide de su creatividad, fue canonizado en el libro que, más que cualquier otro, estableció el modelo del movimiento moderno en arquitectura, urbanismo y diseño: Space, time and architecture, de Sigfried Giedion. La obra de * Por otra parte, estos proyectos hicieron una serie de incursiones drásticas y casi fatales en la cuadrícula de Manhattan. Koolhaas, en Delirious New York, p. 15, explica incisivamente la importancia de este sistema para el ambiente neoyorquino: “la disciplina bidimensional de la cuadrícula crea una libertad nunca soñada para la anarquía tridimensional. La cuadrícula define un nuevo equilibrio entre el control y el descontrol [...]. Con su imposición, Manhattan está inmunizado para siempre contra toda [nueva] intervención totalitaria. En una sola manzana —el área más amplia posible que puede caer bajo el control arquitectónico— desarrolla una unidad máxima de ego urbanístico”. Fueron precisamente estas fronteras del ego urbano las que el ego del propio Moses intentó hacer desaparecer.

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Giedion, que se dio a conocer primero en forma de conferencias en Harvard en 1938-1939, desarrollaba la historia de tres siglos de diseño y planificación modernos y presentaba la obra de Moses como su culminación. Giedion ofrecía grandes fotografías de la recién terminada autopsia del West Side, el cruce de trébol de la isla de Randall y el cruce de corbata del Grand Central Parkway. Estas obras, decía, “demostraron las grandes posibilidades inherentes a nuestra época”. Giedion comparaba las vías-parque de Moses con la pintura cubista, con las esculturas y los móviles abstractos y con las películas. “Como sucede con muchas de las creaciones nacidas del espíritu de esta época, la belleza y el significado de la vía-parque no pueden ser captados desde un único punto de observación, como era posible hacerlo desde una ventana del castillo de Versalles. Sólo el movimiento puede revelarlos, siguiendo el flujo permanente, como prescriben las reglas del tráfico. La sensación de espacio-tiempo de nuestra época raras veces se puede sentir con tanta precisión como cuando se conduce”. 5 Así pues, los proyectos de Moses no sólo marcaron una nueva fase en la modernización del espacio urbano, sino también un nuevo paso en la visión y el pensamiento modernistas. Para Giedion y toda la generación de los años treinta —formalistas y tecnócratas seguidores de Le Córbusier o del Bauhaus, marxistas, incluso neopopulistas agrarios— estas vías-parque crearon un campo mágico, una especie de cenador romántico en el que podían entrelazarse el modernismo y el pastoralismo. Moses parecía ser la única figura pública mundial que comprendía “la concepción espaciotemporal de nuestra época”; además tenía “la energía y el entusiasmo de un Haussmann”. Esto lo hacía ser “singularmente capaz, como lo fue el propio Haussmann, de responder a las oportunidades y necesidades de la época” y estar singularmente capacitado para construir “la ciudad del futuro” en nuestros días. En 1806, Hegel consideró a Napoleón el Weltseele [alma del mundo] a caballo; en 1939, para Giedion, Moses tenía la apariencia del Weltgeist [espíritu del mundo] sobre ruedas. Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa celebración de la tecnología y la industria modernas: “Construyendo el Mundo de Mañana”. Dos de los pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial, y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba.* Moses, en su calidad de Comisionado de Parques, había reunido el terreno en el que se realizaría la feria. Con la velocidad del relámpago, unos costes mínimos y su típica mezcla de amenaza y amabilidad, había arrebatado a cientos de propietarios un terreno de las dimensiones del centro de Manhattan.

5

Space, time and architecture, pp. 823-832 [Espacio, tiempo y arquitectura, Barcelona, Dossat, 6ª ed. 1979]. * Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocultos de este futuro. “La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano”, escribía, “de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública”. Esta correcta profecía es citada por Warren Susman en su excelente ensayo “The people‘s fair: cultural contradictions of a consumer society”, incluido en el catálogo del Queens Museum, Dawn of a new day: the New York World’s Fair, 1939/40, NYU, 1980, p. 25. Este volumen, que incluye interesantes ensayos de diversos autores y espléndidas fotografías, es el mejor libro sobre la feria.

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En este asunto, el logro que más lo enorgullecía fue haber destruido los memorables montículos de cenizas y basura de Flushing, inmortalizados por Scott Fitzgerald como uno de los grandes símbolos modernos del desperdicio industrial y humano: un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen como trigo, formando lomas, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman forma de casas y chimeneas y humo que se eleva y, finalmente, con un esfuerzo trascendente, de hombres que se mueven vagamente y se desmoronan en el aire polvoriento. Ocasionalmente, una línea de coches grises se arrastra siguiendo una huella invisible, emite un crujido horrible y queda en reposo, e inmediatamente los hombres gris ceniza se arremolinan con sus espaldas de plomo, y levantan una nube impenetrable, que oculta a nuestra vista sus oscuras operaciones. (El gran Gatsby, capítulo 2)

Moses hizo desaparecer esta escena espantosa, transformando el lugar en el núcleo del recinto ferial, y más tarde en Flushing Meadow Park. Esta acción provocó en él una rara efusión de lirismo bíblico; invocó el hermoso pasaje de Isaías (61:1-4) que dice: “el Señor me ha ungido y me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos, y sanar a los de quebrantado corazón; para anunciar la libertad de los cautivos y la liberación a los encarcelados [... para darles] en vez de cenizas una corona [...] Restaurarán las ciudades asoladas, los escombros de muchas generaciones”. Cuarenta años más tarde, en sus últimas entrevistas, todavía señalaba este hecho con especial orgullo: “Soy el hombre que destruyó el Valle de las Cenizas, poniendo en su lugar una corona”. Con esto —con la fe ferviente de que la tecnología y la organización social modernas podían crear un mundo sin cenizas— llegó a su fin el modernismo de los años treinta. ¿Qué hizo que las cosas fueran mal? ¿Cómo se volvieron amargas las visiones modernas de los años treinta en el curso de su realización? La totalidad de la historia exigiría mucho más tiempo para ser descifrada y mucho más espacio para ser contada de los que tengo aquí y ahora. Pero podríamos replantear las preguntas de manera más limitada, que encaje en la órbita de este libro: ¿Qué fue lo que llevó a Moses —y a Nueva York y a los Estados Unidos— de la destrucción del Valle de las Cenizas en 1939 a la creación de unos eriales modernos mucho más espantosos y más incultivables una generación más tarde, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia? Debemos buscar las sombras en las visiones luminosas de los propios años treinta. El lado oscuro estuvo siempre presente en el propio Moses. He aquí el testimonio de Frances Perkins, ministra de Trabajo con Franklin Delano Roosevelt, quien durante muchos años trabajó junto a Moses y admiró durante toda su vida. Recuerda el sincero cariño popular por Moses durante los primeros años del New Deal, cuando construía patios de juego en Harlem y el Lower East Side; sin embargo la perturbó descubrir que él, por su parte, “no quiere a la gente”. Esto me perturbaba, porque él hacía todas esas cosas por el bienestar del pueblo [...]. Para él, eran personas deleznables, sucias, que tiraban botellas en Jones Beach. “¡Ya verán! ¡Les ense-

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ñaré!” Ama al público, pero no como personas. El público es para él [...] una gran masa amorfa que necesita bañarse, que necesita airearse, que necesita esparcimiento, pero no por motivos personales, sino simplemente para ser un público mejor.6

“Ama al público, pero no como personas.” Dostoievski nos advirtió repetidamente que la combinación de amor a la “humanidad” y odio a las personas reales era uno de los riesgos fatales de la política moderna. Durante la época del New Deal, Moses consiguió mantener un equilibrio precario entre los dos polos ofreciendo una felicidad real no sólo al “público” al que amaba, sino también a las personas a las que aborrecía. Pero nadie puede mantener semejante equilibrio para siempre. “¡Ya verán! ¡Les enseñaré!” Aquí la voz es inconfundiblemente la de Mr. Kurtz: “Era muy sencillo”, dice el narrador de Conrad, “y al fin de cada sentimiento idealista, resplandecía ante ti, brillante y terrorífico, como un relámpago en un cielo sereno: ‘¡Exterminad a todas las bestias’!”. Debemos saber cuál fue para Moses el equivalente al comercio de marfil africano de Mr. Kurtz, qué oportunidades históricas y fuerzas institucionales abrieron las compuertas de sus impulsos más peligrosos: ¿Cuál fue el camino que lo llevó del radiante “darle en vez de cenizas una corona” a “tienes que abrirte camino con un hacha de carnicero”, a la oscuridad que desgarró el Bronx? En parte la tragedia de Moses fue que uno de sus grandes logros no sólo lo corrompió, sino que finalmente lo minó. Este triunfo, al contrario que las obras públicas de Moses, en su mayor parte fue invisible: sólo a finales de la década de 1950 comenzó a ser percibido por los periodistas. Fue la creación de una enorme red interrelacionada de “autoridades públicas” capaces de reunir sumas de dinero prácticamente ilimitadas para destinarlas a obras, de las que no se rendía cuentas a ningún poder, ejecutivo, legislativo o judicial.7 La institución inglesa de la “autoridad pública”, fue injertada en la Administración pública de los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Se le otorgó poderes para vender bonos para la construcción de determinadas obras públicas, como por ejemplo puentes, puertos, ferrocarriles. Una vez terminado el proyecto, cobraría peajes por su uso hasta que los bonos fueran pagados; en ese punto normalmente dejaría de existir, y cedería la obra pública al Estado. Moses, sin embargo, comprendió que no había razones para que una autoridad se limitara en el tiempo y el espacio: mientras entrara dinero —digamos de los peajes del puente de Triborouhg— y mientras el mercado de bonos fuese estimulante, una autoridad podría cambiar sus antiguos bonos por otros nuevos, cobrar más dinero, construir más obras; mientras siguiera entrando dinero (todo él libre de impuestos), los bancos y las instituciones inversoras estarían encantados de suscribir nuevas

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Frances Perkins, Oral history reminiscences, Columbia University Collection, citado en Caro, p. 318. Un análisis definitivo de las autoridades públicas en Estados Unidos se puede encontrar en Annemarie Walsh, The public’s business: the politics and practices of government corporations, MIT, 1978, especialmente capítulos 1, 2, 8, 11, 12. El libro de Walsh contiene bastantes materiales de interés acerca de Moses, pero Walsh sitúa la obra de Moses en un vasto contexto social e institucional que Caro tiende a dejar de lado. Robert Fitch, en un perspicaz ensayo de 1976, “Planning New York” trata de deducir todas las actividades de Moses de la agenda de cincuenta años establecida por los financieros y funcionarios de la Regional Plan Association; aparece en Roger Alcaly y David Mermelstein, comps., The fiscal crisis of American cities, Random House, 1977, pp. 247-284.

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emisiones de bonos, y la autoridad podría seguir construyendo indefinidamente. Una vez que los bonos iniciales estuviesen pagados, no sería necesario acudir al gobierno federal, estatal o municipal o a personas, en busca de dinero para construir. Moses probó en los tribunales que ningún gobierno tenía derecho legal ni siquiera a mirar los libros de una autoridad. Entre finales de la década de 1930 y finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques, puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas, que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su rotación cada vez más amplia. En la década de 1930, Kenneth Burke sugirió que, pensemos lo que pensemos del valor social de Standard Oil y U. S. Steel, la obra de Rockefeller y Carnegie como creadores de estos complejos gigantes tenía que ser valorada como triunfo del arte moderno. La red de Moses de autoridades públicas claramente no desentona en esta compañía. Cumple uno de los primeros sueños de la ciencia moderna, sueño renovado en muchas formas del arte del siglo XX: la creación de un sistema en movimiento perpetuo. Pero el sistema de Moses, aun cuando constituye un triunfo del arte moderno, comparte algunas de las ambigüedades más profundas de ese arte. Lleva tan lejos la contradicción entre “el público” y las personas que finalmente ni siquiera las personas que están en el centro del sistema —ni siquiera el propio Moses— conservan la autoridad para dar forma al sistema y controlar sus movimientos en perpetua expansión. Si volvemos a la “biblia” de Giedion, comprenderemos algunos de los sentidos más profundos de la obra de Moses, que el propio Moses nunca captó realmente. Giedion veía en el puente de Triborough, el Grand Central Parkway, la autopista del West Side, expresiones de “la nueva forma de la ciudad”. Esta forma exigía “una escala diferente a la de la ciudad existente, con sus rues corridors [calles corredores] y su división rígida en pequeñas manzanas”. Las nuevas formas urbanas no podían funcionar libremente dentro del marco de la ciudad del siglo XIX: por lo tanto, “es la actual estructura de la ciudad la que debe cambiar”. El primer imperativo era éste: “Ya no queda lugar para la calle de la ciudad; no se puede permitir que persista”. Giedion adoptaba un tono de voz imperial en este punto que recordaba mucho al del propio Moses. Pero la destrucción de las calles de la ciudad era, para Giedion, únicamente un comienzo. Las autopistas de Moses “miran hacia adelante en el tiempo, cuando, una vez realizada la necesaria cirugía, la ciudad hinchada artificialmente se vea reducida a su tamaño natural”. Dejando a un lado las peculiaridades de la visión de Giedion (¿qué hace que un tamaño de una ciudad sea más “natural” que cualquier otro?), vemos aquí cómo el modernismo toma una nueva y espectacular dirección: el desarrollo de la modernidad ha hecho que la ciudad moderna misma resulte pasada de moda, obsoleta. Ciertamente, las personas, visiones e instituciones de la ciudad han creado la autopista: “A Nueva York corresponde el honor de la creación de la vía-parque”. 8 Ahora, sin embargo, por una dialéctica aciaga, porque la ciudad y la autopista no van juntas, la ciudad debe desaparecer.

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Space, time and architecture, pp. 831-832.

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Ebenezer Howard y los discípulos de su “ciudad jardín” han estado sugiriendo algo así desde comienzos de siglo (véase supra, capítulo 4). La misión histórica de Moses, desde su perspectiva, es crear una nueva realidad superurbana que deje bien claro el carácter obsoleto de la ciudad. Para Giedion, atravesar el puente de Triborough es entrar en un nuevo “continuo espacio-tiempo” que deja atrás, para siempre, la metrópoli moderna. Moses ha demostrado que es innecesario esperar un futuro remoto: tenemos la tecnología y los medios organizativos para enterrar la ciudad aquí y ahora. Moses nunca tuvo la intención de hacer esto: a diferencia de los diseñadores de la “ciudad jardín”, sentía un auténtico cariño por Nueva York —a su manera ciega— y nunca quiso hacerle daño. Sus obras públicas, cualquiera que sea la opinión que nos merezcan, tenían por objeto agregar algo a la vida ciudadana, no sustraérselo a la propia ciudad. Seguramente habría retrocedido ante la idea de que la Feria Mundial de 1939, uno de los grandes momentos de la historia de Nueva York, sería el vehículo de una visión que, tomada literalmente, representaría la ruina de la ciudad. Pero ¿cuándo han comprendido las figuras históricas mundiales el significado a largo plazo de sus actos y obras? Sin embargo, las grandes construcciones de Moses de los años veinte y treinta, en y alrededor de Nueva York, sirvieron como ensayo para la reconstrucción infinitamente mayor de todo el tejido de Norteamérica después de la segunda guerra mundial. Las fuerzas motrices de esta reconstrucción fueron el Federal Highway Program, dotado con muchos miles de millones de dólares, y las amplias iniciativas suburbanas en el campo de la vivienda de la Federal Housing Administration. Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades. Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses; pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.* Los proyectos de Moses de los años cincuenta y sesenta no tenían prácticamente nada de la belleza de diseño y la sensibilidad humana que habían distinguido sus obras tempranas. Conduzca treinta kilómetros más o menos por el Northern State Parkway (años veinte), gire entonces y cubra la misma distancia siguiendo la Long Island Expressway paralela (años cincuenta/sesenta), reflexione y aflíjase. Casi todo lo que Moses construyó después de la guerra fue construido en un estilo indiferentemente brutal, hecho para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión,

* Por lo menos Moses fue lo suficientemente honesto como para llamar al hacha de carnicero por su nombre real, como para reconocer la violencia y la devastación que había en el corazón de sus obras. Mucho más típica de la planificación de la posguerra es una sensibilidad como la de Giedion, para quien “una vez realizada la necesaria cirugía, la ciudad hinchada artificialmente se veía reducida a su tamaño natural”. Este autoengaño genial, que supone que las ciudades pueden ser descuartizadas sin sangre, heridas, o gemidos de dolor, señala el camino a la “precisión quirúrgica” de los bombardeos de Alemania, Japón y, más tarde, Vietnam.

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sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural. Ahora Moses parecía burlonamente indiferente a la calidad humana de lo que hacía: la pura cantidad —de vehículos en movimiento, toneladas de cemento, dólares recibidos y gastados— parecía ser lo único que lo impulsaba. En esta última, y peor, de las fases de Moses, aparecen tristes ironías. Las crueles obras que rompieron el Bronx (“más gente que se interpone, eso es todo”) formaron parte de un proceso social cuyas dimensiones hicieron que hasta la megalomaníaca ansia de poder de Moses pareciera insignificante. En los años cincuenta ya no construía de acuerdo con sus propias visiones; más bien encajaba bloques enormes dentro de un molde preexistente de reconstrucción nacional e integración social que él no había hecho ni había podido cambiar sustancialmente. Moses fue en su mejor momento un auténtico creador de nuevas posibilidades materiales y sociales. En su peor momento se volvería no tanto un destructor —aunque destruyó bastante— como un ejecutor de directrices e imperativos que no eran los suyos. Había ganado el poder y la gloria abriendo nuevas formas y medios para experimentar la modernidad como una aventura; utilizó ese poder y esa gloria para institucionalizar la modernidad en un sistema de tristes e inexorables necesidades y aplastantes rutinas. Irónicamente se convirtió en foco de la obsesión y el odio personales de la masa, incluyéndome a mí, justo cuando había perdido la visión y la iniciativa personales y se había convertido en un Hombre de la Organización; llegamos a conocerlo como el capitán Ahab de Nueva York en un punto en que, aunque todavía llevaba el timón, había perdido el control del barco. La evolución de Moses y sus obras en los años cincuenta subraya otro hecho importante en relación con la evolución de la cultura y la sociedad de la posguerra: la escisión radical entre el modernismo y la modernización. A lo largo de este libro he tratado de mostrar una interacción dialéctica entre el despliegue de la modernización del medio —y particularmente del medio urbano—, y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas. Esta dialéctica, crucial a lo largo de todo el siglo XIX, siguió siendo vital para el modernismo de los años veinte y treinta; es fundamental en el Ulises de Joyce, en Tierra baldía de Eliot, en Berlín, Alexanderplatz de Döblin, en El sello egipcio de Mandelstam, en Léger, Tatlin y Eisenstein, en William Carlos Williams y Hart Crane, en el arte de John Marin y Joseph Stella y Stuart Davis y Edward Hopper, en la ficción de Henry Roth y Nathanael West. En los años cincuenta, no obstante, después de Auschwitz e Hiroshima, este proceso de diálogo había llegado a un punto muerto. No es que la cultura misma se hubiese estancado o vuelto regresiva: había abundancia de brillantes artistas y escritores, en la cima de sus capacidades o cerca de ella. La diferencia es que los modernistas de los años cincuenta no sacaban su inspiración o energía del medio moderno que los rodeaba. Desde el triunfo de los expresionistas abstractos a las iniciativas radicales de Vavis, Mingus y Monk en jazz, La caída de Camus, Esperando a Godot de Beckett, El barril mágico, de Malamud; y El yo dividido de Laing, las obras más estimulantes de esta época están marcadas por la distancia radical de cualquier medio común. El medio no es atacado, como lo fuera en tantos modernismos anteriores; simplemente no existe. Esta ausencia es dramatizada indirectamente en las que probablemente sean las novelas más ricas y profundas de los años cincuenta, El hombre invisible de Ralph Ellison (1952) y El tambor de

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hojalata de Günter Grass (1959): ambos libros contenían manifestaciones brillantes de la vida política y espiritual vivida en las ciudades del pasado reciente —Harlem y Danzig en los años treinta— pero aunque ambos escritores se adelantaron cronológicamente, ninguno de los dos fue capaz de imaginar o describir el presente, la vida de las ciudades y sociedades de la posguerra en que aparecieron sus libros. Esta ausencia puede ser en sí misma la prueba más notoria de la pobreza espiritual del nuevo ambiente de la posguerra. Irónicamente, esa pobreza podría haber nutrido efectivamente el desarrollo del modernismo al forzar a los artistas y pensadores a echar mano de sus propios recursos y explorar nuevas profundidades de espacio interior. Al mismo tiempo, corroyeron sutilmente las raíces del modernismo al aislar su vida imaginaria del mundo moderno cotidiano en el que los hombres y las mujeres reales tenían que moverse y vivir.9 La escisión entre el espíritu moderno y el entorno modernizado fue una fuente primaria de angustia y reflexión a finales de la década de 1950. Al avanzar la década, las personas imaginativas se empeñaron, cada vez más, no solamente en comprender este gran abismo, sino también, mediante el arte, la acción y el pensamiento, en saltar por encima de él. Este fue el deseo que animó a libros tan diversos como La condición humana de Hannah Arendt; Advertisments for myself de Norman Mailer, Life Against Death de Norman O. Brown y Growing up absurd de Paul Goodman. Se convirtió en la obsesión que los consumía, pero que no se consumaba, compartida por dos de los protagonistas más vitales de la literatura de ficción de finales de la década de 1950: la Anna Wolf de Doris Lessing, cuyos cuadernos rebosaban de confesiones incompletas y manifiestos inéditos en favor de la liberación, y el Moses Herzog de Saul Bellow, cuyo medio de comunicación eran unas cartas inconclusas y nunca enviadas a todos los grandes poderes de este mundo. Finalmente, no obstante, las cartas fueron terminadas, firmadas y enviadas; gradualmente surgieron nuevas formas del lenguaje modernista, a la vez más personal y más político que el lenguaje de los años cincuenta, con el que los hombres y mujeres modernos pudieron enfrentarse a las nuevas estructuras físicas y sociales que habían crecido en torno a ellos. En este nuevo modernismo, los motores y sistemas gigantescos de la construcción de la posguerra desempeñaron un papel simbólico central. Por ejemplo, en “Howl”, de Allen Ginsberg: ¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió su cráneo de un hachazo y devoró sus cerebros y su imaginación? [...] ¡Moloch, la prisión incomprensible! ¡Moloch, la cárcel sin alma de las tibias cruzadas y el Congreso de las penas! ¡Moloch, cuyos edificios son el juicio![...] ¡Moloch, cuyos ojos son mil ventanas ciegas! ¡Moloch, cuyos rascacielos se levantan en las largas calles, como Jehovás infinitos! ¡Moloch, cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! ¡Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas coronan las ciudades! 9

Acerca de los problemas y paradojas de ese período, el mejor análisis reciente es el ensayo de Morris Dickstein, “The cold war blues”, que aparece como el capítulo 2 de sus Gates of Eden. Para una polémica interesante acerca de la década de 1950, véase el ataque de Hilton Kramer a Dickstein, “Trashing the fifties”, en The New York Times Book Review, 10 de abril de 1977, y la respuesta de Dickstein del 12 de junio.

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¡Moloch! ¡Moloch! ¡Apartamentos robot! ¡Suburbios invisibles! ¡Tesoros de esqueleto! ¡Capitales ciegos! ¡Industrias demoníacas! ¡Naciones espectrales! ¡Manicomios invisibles! ¡Veletas de granito! ¡Se deslomaron llevando a Moloch al Cielo! ¡Pavimentos árboles, radios, toneladas! ¡Llevando la ciudad al Cielo que existe y está en todas partes, rodeándonos! [...] ¡Moloch, que temprano entrara en mi alma! ¡Moloch, en quien soy una conciencia sin cuerpo! ¡Moloch, que asustándome me sacó de mi éxtasis natural! ¡Moloch, a quien me abandono! ¡Despertad en Moloch! ¡Desde el cielo la luz se derrama!

Aquí suceden muchas cosas notables. Ginsberg nos insta a que experimentemos la vida moderna no como un yermo vacío, sino como una batalla épica y trágica de gigantes. Esta visión dota al medio moderno y a sus hacedores de una energía demoníaca y de una talla histórica mundial que probablemente supera incluso la que los Robert Moses de este mundo reclamarían para sí. Al mismo tiempo, la visión tiene por objeto despertarnos, como lectores, para hacernos igualmente grandes, ampliando nuestros deseos y nuestra imaginación moral hasta tal punto que nos atrevamos a medirnos con los gigantes. Pero no podremos hacerlo hasta que reconozcamos sus deseos y poderes en nosotros mismos: “Moloch, que temprano entrara en mi alma”. A partir de aquí, Ginsberg desarrolla unas estructuras y unos procesos del lenguaje poético, una interacción entre relámpagos de luz y estallidos de un mundo de imágenes desesperado, y una acumulación de líneas y más líneas solemnes, repetitivas, salmódicas, que recuerdan y rivalizan con los rascacielos, las fábricas y las autopistas que detesta. Irónicamente, aunque el poeta retrata el mundo de la autopista como la muerte de los cerebros y la imaginación, su visión poética da vida a su inteligencia y su fuerza imaginativa subyacente: de hecho, les da una vida más completa de la que sus propios constructores fueran capaces de darle. Cuando mis amigos y yo descubrimos el Moloch de Ginsberg, y pensamos de inmediato en Moses, no sólo estábamos cristalizando y movilizando nuestro odio; también estábamos dando a nuestro enemigo la talla histórica mundial, la terrible grandeza que siempre había merecido, pero que nunca recibió de quienes más lo amaban. No podían soportar dirigir la mirada al abismo nihilista que sus palas mecánicas y sus apisonadoras habían abierto: de ahí que se les escaparan sus honduras. Por lo tanto, sólo cuando los modernistas comenzaron a enfrentarse a las formas y sombras del mundo de la autopista fue posible ver ese mundo tal como era.* ¿Comprendió Moses algo de este simbolismo? Difícil es saberlo. En las escasas entrevistas que concedió durante los diez años transcurridos entre su retiro forzado10 y su muerte a los noventa y dos años, todavía fue capaz de prorrumpir en denuestos hacia sus detractores, mostrarse desbordante de ingenio, energía y tremendos proyectos, negarse, como Mr. Kurtz, a ser descartado. (“Todavía realizaré mis ideas [...]. Les mostraré la que se puede hacer [...]. Volveré [...]”). Llevado incesantemente en su limusina (uno de los pocos lujos que conservaba de sus años de poder) de arriba abajo por Long Island

* Para una versión ligeramente posterior de este enfrentamiento, muy diferente en sensibilidad, pero de igual poder intelectual y visionario, véase “For the union dead”, de Robert Lowell, publicado en 1964. 10 Un relato detallado de este asunto se puede encontrar en Caro, pp. 1132-1144.

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soñaba con una gloriosa escollera azotada por las olas a lo largo de 150 kilómetros, o con el puente más largo del mundo, que uniera Long Island con Rhode Island, cruzando el Sound. Este anciano poseía una grandeza trágica innegable; pero no está claro que alcanzara alguna vez el conocimiento de sí mismo que supuestamente acompaña a esa grandeza. Replicando a The power broker, Moses apelaba dolidamente a todos nosotros: “¿No soy el hombre que destruyó el Valle de las Cenizas, poniendo en su lugar una corona para la humanidad?” Es cierto, y por ello le debemos rendir homenaje. Y sin embargo no destruyó realmente las cenizas, sólo las trasladó a otro lugar. Porque las cenizas son parte de nosotros, por rectas y suaves que hagamos nuestras playas y autopistas, por velozmente que conduzcamos —o nos conduzcan—, por lejos que lleguemos recorriendo Long Island.

II. LOS AÑOS SESENTA: UN GRITO EN LA CALLE –La historia —dijo Stephen— es una pesadilla de la que trato de despertar. Desde el campo de juego, los muchachos levantaron un griterío. Un silbato vibrante: gol ¿Y si esa pesadilla te tirase una coz? –Los caminos del Creador no son nuestros caminos —dijo el señor Deasey. Toda la historia se mueve hacia una gran meta, la manifestación de Dios. Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo: –Eso es Dios. ¡Hurra! ¡Ay! ¡Jurrují! –¿Qué? —preguntó el señor Deasy. –Un grito en la calle —contestó Stephen. James Joyce, Ulises Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy por un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle. Claes Oldenburg

El mundo de la autopista, el medio moderno surgido después de la segunda guerra mundial, alcanzaría la cima del poder y la confianza en sí mismo en los años sesenta, en los Estados Unidos de la Nueva Frontera, la Gran Sociedad, el Apolo en la luna. Me he centrado en Robert Moses como agente neoyorquino y encarnación de ese mundo, pero el secretario de Defensa, McNamara, el almirante Rickover, el director de la NASA, Gilruth, y muchos otros, estaban librando batallas similares utilizando la misma energía y crueldad, mucho más allá del Hudson, e incluso más allá del planeta Tierra. Los desarrollistas y los devotos del mundo de la autopista lo presentaban como el único mundo moderno posible: oponerse a ellos y a sus obras era oponerse a la modernidad misma, luchar contra la historia y el progreso, ser un ludista, un escapista atemorizado ante la vida y la aventura, el cambio y el

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crecimiento. Esta estrategia fue eficaz porque, efectivamente, la gran mayoría de hombres y mujeres modernos no quieren oponerse a la modernidad: sienten su estímulo y creen en sus promesas, aun cuando obstaculizan su camino. Antes de poder luchar eficazmente contra los Molochs del mundo moderno, era necesario desarrollar un vocabulario modernista de oposición. Esto fue lo que Stendhal, Buechner, Marx y Engels, Kierkegaard, Baudelaire, Dostoievski, Nietzsche, hicieron hace un siglo: esto fue lo que Joyce y Eliot, los dadaístas y los superrealistas, Kafka, Zamiatin, Babel y Mandelstam, hicieron a comienzos de este siglo. Sin embargo, dado que la economía moderna tiene una capacidad infinita para desarrollarse de nuevo, autotransformarse, la imaginación modernista también debe renovarse y reorientarse una y otra vez. Una de las tareas cruciales para los modernistas en los años sesenta fue enfrentarse al mundo de la autopista; otra fue demostrar que éste no era el único mundo moderno posible, que había otras y mejores direcciones en las que podía moverse el espíritu moderno. Invoqué “Howl” de Allen Ginsberg al final del capítulo anterior, para mostrar cómo, hacia finales de la década de 1950, los modernistas estaban comenzando a enfrentarse al mundo de la autopista y a combatirlo. Pero este proyecto no podía llegar muy lejos a menos que los nuevos modernistas fueran capaces de generar visiones afirmativas de unas formas de vida moderna alternativas. Ginsberg y su círculo no estaban en condiciones de hacerlo. “Howl” fue un modo brillante de desenmascarar el nihilismo demoníaco que habita el corazón de nuestra sociedad establecida y de revelar lo que hace un siglo Dostoievski llamaba “el desorden que es en realidad el grado más alto del orden burgués”. Pero lo único que Ginsberg podía sugerir como alternativa para llevar a Moloch al cielo era su propio nihilismo. “Howl” comenzaba con un nihilismo desesperado, una visión de “jóvenes excéntricos con cabezas de ángel [...] las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, famélicas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer, buscando una dosis de droga”. Finalizaba con un nihilismo sentimental y sensiblero, una afirmación global y estúpida: “¡El mundo es sagrado! ¡El alma es sagrada! [...]. ¡La lengua y la polla y la mano y el culo son sagrados! / ¡Todo es sagrado! ¡Todas las personas son sagradas! ¡Todos los lugares son sagrados!”, etc. Pero si los modernistas incipientes de la década de 1960 querían dar la vuelta al mundo de Moloch y Moses, tenían que ofrecer algo más. No pasaría mucho tiempo antes de que encontraran algo más, una fuente de vida, energía y afirmación que era tan moderna como el mundo de la autopista, pero radicalmente opuesta a las formas y los movimientos de ese mundo. Lo encontrarían en un lugar donde muy pocos de los modernistas de los años cincuenta habrían soñado con buscarlo: en la vida cotidiana de las calles. Esta es la vida que el Stephen Dedalus de Joyce señala con su pulgar, la que invoca frente a la historia oficial que enseña el señor Deasy, representante de la Iglesia y el Estado: Dios está ausente de esa historia de pesadilla, da a entender Stephen, pero está presente en los gritos fortuitos, aparentemente rudimentarios, que llegan de las calles. Wyndham Lewis estaba escandalizado por esta concepción de la verdad y el contenido, que él llama despreciativamente “simplismo”. Pero ésta era justamente la intención de Joyce: sondear las profundidades inexploradas de las ciudades de los simples. Desde la época de Dickens, Gogol y Dostoievski hasta la nuestra, en eso ha consistido el humanismo modernista. Si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es el notable libro de Jane Jacobs The death and life of the great American cities. Frecuentemente se

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ha valorado la obra de Jacobs por su papel en el cambio de orientación de la planificación urbana y comunitaria. Esto es cierto y admirable, pero sólo sugiere una pequeña parte del contenido del libro. Al citar extensamente a Jacobs en las páginas siguientes, quiero transmitir la riqueza de su pensamiento. Creo que su libro ha desempeñado un papel crucial en el desarrollo del modernismo: su mensaje es que buena parte del sentido que los hombres y mujeres modernos buscaban con desesperación, estaba, de hecho, sorprendentemente cerca, cerca de la superficie y proximidad de sus vidas: todo estaba allí, sólo con que aprendiéramos a excavar.11 Jacobs desarrolla su punto de vista con una modestia engañosa: todo lo que hace es hablar de su vida cotidiana. “El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado ballet en la acera”. Continúa describiendo veinticuatro horas de la vida de su calle y, por supuesto, de su propia vida en esa calle. A menudo su prosa resulta simple, casi torpe. No obstante, cultiva, de hecho, un género importante del arte moderno: el montaje urbano. A medida que avancemos en su ciclo de veinticuatro horas es probable que tengamos la sensación de lo déjà vu. ¿No hemos pasado antes por esto en alguna parte? Pues sí, si hemos leído, o escuchado, o visto “Nevski Prospekt” de Gogol, Ulises de Joyce, Berlín, sinfonía de una gran ciudad de Walter Ruttmann, El hombre con la cámara cinematográfica de Dziga Vertov, Bajo el bosque de leche de Dylan Thomas. De hecho, cuanto mejor conozcamos esa tradición, más apreciaremos lo que Jacobs hace con ella. Jacobs comienza su montaje por la mañana temprano: sale a la calle a sacar su basura y a barrer los envoltorios de caramelos que arrojan los estudiantes de bachillerato en su camino al instituto. Al hacer esto experimenta una satisfacción ritual y, mientras barre... “Observo los otros rituales mañaneros: el señor Halpert que abre el candado del carrito de la lavandería atado a la puerta del sótano. El yerno de Joe Cornacchia que apila las cajas vacías de las delicatessen, el barbero que saca su silla plegable a la acera, el señor Goldstein que dispone los rollos de alambre que indican que la ferretería está abierta, la mujer del portero del edificio que deposita a su rollizo hijo de tres años, con una mandolina de juguete en el vestíbulo, lugar privilegiado donde aprende el inglés que su madre no sabe hablar”. Entremezclados con estos rostros conocidos y amigos están los cientos de extraños que pasan: amas de casas con cochecitos de bebé, adolescentes que cotillean y comparan su cabello, jóvenes secretarias y elegantes parejas de mediana edad de camino a sus ocupaciones, obreros que salen del turno de noche y hacen una parada en el bar de la esquina. Jacobs observa, gozando de todo: experimenta y evoca lo que Baudelaire llamaba la “comunión universal” al alcance del hombre o la mujer que sabe cómo “tomar un baño de multitud”. Más tarde, llega el momento de que ella se vaya corriendo a su trabajo: “E intercambio mi despedida ritual con el señor Lofaro, el frutero grueso y bajo que, con su delantal blanco, está frente a su puerta en la calle, un poco más arriba, cruzado de brazos, de pie, con un aspecto sólido como la tierra misma. Nos saludamos con la cabeza, echamos una rápida mirada calle arriba, volvemos a mirarnos y 11

The death and life of great american cities, Random House y Vintage. Los pasajes que siguen corresponden a las pp. 50-54. Para un interesante análisis crítico de los puntos de vista de Jacobs, véase, por ejemplo, Herbert Gans, “City planning and urban realities”, Commentary, febrero de 1962; Lewis Mumford, “Mother Jacobs’ home remedies for urban cancer”, The New Yorker, 1 de diciembre de 1962, reeditado en The urban prospect, Harcourt, 1966; y Roger Starr, The living end: the city and its critics, Coward-McCann, 1966.

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sonreímos. Hemos hecho esto muchas mañanas durante más de diez años, y ambos sabemos lo que significa: todo va bien”. Y así Jacobs nos lleva a lo largo del día hasta la noche, cuando los niños vuelven a casa del colegio y los adultos del trabajo, y aparece una plétora de nuevos personajes —hombres de negocios, estibadores, jóvenes y viejos bohemios, aislados solitarios— que recorren la calle en busca de alimento, o bebida, o juego, o sexo, o amor. Gradualmente la vida de la calle se reduce, pero nunca se detiene. “Conozco el ballet de las profundidades de la noche y sus temporadas mucho mejor, de despertarme mucho después de medianoche para atender a un niño, y sentarme en la oscuridad, viendo las sombras y oyendo los sonidos que llegan de la acera”. Se pone a tono con esos sonidos. “A veces hay dureza y cólera, o un sollozo triste, triste... hacia las tres de la mañana se canta, se canta muy bien”. ¿Hay por allí una gaita? ¿De dónde puede venir el gaitero, y a dónde va? Nunca lo sabrá; pero este mero conocimiento, que la vida de su calle es inagotablemente rica, mucho más de lo que ella (o cualquier otro) podría captar, la ayuda a conciliar un buen sueño. Esta celebración de la vitalidad, la diversidad y plenitud de la vida urbana es de hecho, como he tratado de demostrar, uno de los temas más antiguos de la cultura moderna. A lo largo de la época de Haussmann y Baudelaire, y bien entrado el siglo XX, este romance urbano cristaliza en la calle, que aparece como el símbolo fundamental de la vida moderna. Desde la “calle Mayor” de la ciudad pequeña hasta la “Gran Vía Blanca” y la “Calle de los Sueños” metropolitanas, la calle ha sido vivida como el medio en que pueden encontrarse, chocar, fusionarse y encontrar su destino y significado último, todas las fuerzas modernas, materiales y espirituales. En esto pensaba el Stephen Dedalus de Joyce cuando hacía su críptica sugerencia de que Dios estaba allá afuera, en el “grito en la calle”. Sin embargo, los artífices del “movimiento moderno” después de la primera guerra mundial en arquitectura y urbanismo arremetieron radicalmente contra este romance moderno: marcharon al grito de guerra de Le Corbusier: “Tenemos que acabar con la calle”. Fue su visión moderna la que se impuso en la gran ola de reconstrucción y nuevo desarrollo que comenzó después de la segunda guerra mundial. Durante veinte años, en todas partes las calles fueron, en el mejor de los casos, abandonadas pasivamente y con frecuencia (como en el caso del Bronx) destruidas activamente. El dinero y las energías fueron encauzados hacia las nuevas autopistas y la vasta red de parques industriales, centros comerciales y ciudades dormitorio a que las autopistas daban origen. Irónicamente, entonces, en el transcurso de una generación, la calle, que siempre había servido para expresar una modernidad dinámica y progresiva, vino a simbolizar algo sucio, desordenado, indolente, estancado, agotado, obsoleto: todo lo que, supuestamente, el dinamismo y el progreso de la modernidad dejarían atrás.*

* En Nueva York, esta ironía tiene una peculiaridad especial. Probablemente ningún político norteamericano encarnó tan bien el romance y las esperanzas de la ciudad moderna como Al Smith, quien utilizó como himno de su campaña presidencial de 1928 la canción popular “East Side, West Side, por toda la ciudad... recorreremos bajo la luz fantástica las calles de Nueva York”. Fue Smith, sin embargo, quien nombró y apoyó ardientemente a Robert Moses, la figura que contribuiría más que nadie a destruir esas calles. Los resultados de las elecciones de 1928 mostraron que los americanos no estaban dispuestos a aceptar las calles de Nueva York. Muy al contrario, como se vio, los norteamericanos estaban encantados de adoptar “las autopistas de Nueva York” y de pavimentarse a su imagen.

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En este contexto deberían estar claros el radicalismo y la originalidad de la obra de Jacobs. “Bajo el desorden aparente de la vieja ciudad”, dice —y “vieja” significa aquí moderna del siglo XIX, los restos de la ciudad de la época de Haussmann—, Bajo el desorden aparente de la vieja ciudad hay un orden maravilloso capaz de mantener la seguridad de las calles y la libertad de la ciudad. Es un orden complejo. Su esencia es el intrincado uso de las calles, que entraña una constante sucesión de ojos. Este orden se compone de cambio y movimiento, y aunque es vida y no arte, imaginativamente podríamos llamarlo la forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza.

Así pues, debemos esforzarnos por mantener con vida este “viejo” ambiente, ya que sólo él es capaz de nutrir las experiencias y los valores modernos: la libertad de la ciudad, el orden que existe en estado de cambio y movimiento perpetuo, la evanescente pero intensa y compleja comunicación y comunión cara a cara de lo que Baudelaire llamó la familia de ojos. Jacobs sostiene que el llamado movimiento moderno ha inspirado una “renovación urbana” de miles de millones de dólares cuyo paradójico resultado ha sido la destrucción de la única clase de entorno en que se pueden realizar los valores modernos. El corolario práctico de todo esto —que al principio suena a paradoja, pero que de hecho es perfectamente coherente— es que en nuestra vida urbana, por el bien de lo moderno debemos conservar lo antiguo y oponernos a lo nuevo. Con esta dialéctica, el modernismo adquiere una nueva profundidad y complejidad. Leyendo The death and life of great American cities, hoy en día, podemos encontrar muchas profecías acertadas, además de indicios, sobre la dirección que tomaría el modernismo en los años futuros. En general estos temas no fueron advertidos cuando se publicó el libro, tal vez ni por la misma autora; aun así, allí están. Jacobs eligió, como símbolo de la vibrante fluidez de la vida de la calle, la actividad de la danza: “Podríamos llamarlo la forma artística de la ciudad, y compararlo con la danza”, específicamente “con un intrincado ballet en que los bailarines solistas y los conjuntos tienen papeles específicos que se refuerzan milagrosamente entre sí y componen un todo ordenado”. De hecho esta imagen resultaba gravemente engañosa: los años de disciplinada preparación de elite que requería este tipo de danza, su estructura y técnicas de movimiento precisas, su coreografía intrincada, estaban muy alejados de la espontaneidad, apertura y sentimiento democrático de la calle que describe Jacobs. Irónicamente, sin embargo, aun cuando Jacobs asimilara la vida de la calle a la danza, la vida de la danza moderna luchaba por asimilar a la calle. A lo largo de los sesenta y en los setenta, Merce Cunningham y luego coreógrafos mas jóvenes como Twyla Tharp y los miembros de la Grand Union construyeron su trabajo en torno a los movimientos y modelos de no danza (o, como sería llamada más tarde, la “antidanza”); a menudo se incorporaban a la coreografía el azar y la suerte, de manera que al comenzar los bailarines no sabían cómo terminaría su danza; a veces se abandonaba la música, para ser reemplazada por el silencio, la estática de la radio o cualquier ruido de la calle; objetos encontrados tenían un papel central en la escena, y también en ocasiones sujetos encontrados, como cuando Twyla Tharp introdujo a un grupo de pintores callejeros para que cubrieran las paredes como contrapunto a los bailarines que cubrían el suelo; a veces los bailarines salían directamente a las calles de Nueva York,

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a sus puentes y sus techos, actuando espontáneamente con las personas u objetos que encontraban a su paso. Esta nueva intimidad entre la vida de la danza y la vida de la calle fue solamente un aspecto de la gran conmoción que afectó a casi todos los géneros del arte norteamericano durante los años sesenta. En el Lower East Side, cruzando la ciudad desde el barrio de Jacobs, aunque al parecer ella lo ignorara, en el momento mismo en que terminaba su libro, unos artistas imaginativos y aventurados trabajaban para crear un arte que estuviera, como decía Allen Kaprow en 1958, “preocupado, hasta maravillado, por el espacio y los objetos de la vida diaria, ya sean nuestros cuerpos, vestidos, habitaciones o, si fuera necesario, la amplitud de la calle 42”. 12 Kaprow, Jim Dine, Roben Whitman, Red Grooms, George Segal, Claes Oldenburg y otros se estaban alejando no sólo del idioma imperante del expresionismo abstracto, de los años cincuenta, sino también de la monotonía y el aislamiento de la pintura como tal. Experimentaron con una gama fascinante de formas artísticas: formas que incorporaban y transformaban materiales no artísticos: trastos, desechos y objetos recogidos en la calle; ambientes tridimensionales que combinaban la pintura, la arquitectura y la escultura —y a veces también el teatro y la danza— y que creaban evocaciones distorsionadas (habitualmente de manera expresionista) pero nítidamente reconocibles de la vida real; “happenings” que abandonaban los talleres y las galerías por la calle, reafirmando su presencia y emprendiendo acciones que se incorporarían a las calles y enriquecerían la propia vida espontánea y abierta de las calles. El Edificio en llamas, de Groom, de 1959 (que prefigura su espectacular Ruckus Manhattan de mediados de los años setenta) y La calle: mural metafórico, de Oldenburg, de 1960, desmantelado hace mucho tiempo, pero conservado en una película, figuran entre las obras más interesantes de esos días impetuosos. En una nota sobre The street decía Oldenburg, con la ironía agridulce típica de este arte: “La ciudad es un paisaje que vale la pena disfrutar; lo cual maldito si es necesario cuando vives en la ciudad”. Su búsqueda de disfrute urbana la llevó en peculiares direcciones: “La suciedad tiene hondura y belleza. Me gusta el hollín y el tizne”. Hizo suyas “la mugre de la ciudad, la perversidad de la publicidad, la enfermedad del éxito, la cultura popular”. Lo esencial, decía Oldenburg, era “buscar la belleza donde no se supone que se encontrará”.13 Ahora bien, este último precepto ha sido un imperativo modernista permanente desde los días de Marx y Engels, Dickens y Dostoievski, Baudelaire y Courbet. Adquirió especial resonancia en la Nueva York de los sesenta, porque a diferencia de la “Empire City” física y metafísicamente expansiva que inspirara a generaciones anteriores de modernistas, ésta era una Nueva York cuyo entramado comenzaba a decaer. Pero esta misma transformación que hacía que la ciudad pareciera agotada y arcaica, especialmente si se la comparaba con sus competidoras suburbanas y del Sunbelt más “modernas”, dio a los nacientes creadores del arte moderno un brillo y una agudeza especiales. “Estoy por un arte”, escribía Oldenburg en 1961, “que sea político-erótico-místico, que haga algo más que sentarse sobre su trasero en un museo. Estoy por un arte que se entremezcle con la mierda de todos los días y salga ganando. Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy 12 13

Citado en Barbara Rose, Claes Oldenburg, MOMA y New York Graphic Society, 1970, pp. 25, 33. Nota sobre la exposición de La calle, citada en Rose, p. 46.

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por un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle”.14 Una profecía notable de las metamorfosis del modernismo de los años sesenta, en que una enorme cantidad de arte interesante, de muchísimos géneros, versaría sobre la calle, y a veces se haría directamente en la calle. En las artes visuales, ya he mencionado a Oldenburg, Segal, Grooms, et al.; Robert Crumb se uniría a ellos a finales de la década. Mientras tanto, Jean Luc Godard, en A bout de souffle, Vivre sa vie, Une femme est une femme, hacía de las calles de París un personaje activo y central, captaba su luz fluctuante y sus ritmos espasmódicos o fluidos de un modo que asombraba a todos y abría toda una dimensión nueva en el cine. Poetas tan diversos como Robert Lowell, Adrienne Rich, Paul Blackburn, John Hollander, James Merrill, Galway Kinnell, situaban las calles de la ciudad (especialmente, pero no exclusivamente, las de Nueva York) en el centro de sus paisajes imaginativos: se puede decir, en efecto, que las calles irrumpieron en la poesía norteamericana en un momento crucial, justo antes de que irrumpieran en nuestra política. También las calles desempeñaron papeles dramáticos y simbólicos cruciales en la música popular de los años sesenta, cada vez más seria y sofisticada: en Bob Dylan (la calle 42 después de una guerra nuclear en “Talkin world war three blues”,“Desolation row”), Paul Simon, Leonard Cohen (“Stories of the street”), Peter Townshend, Ray Davies, Jim Morrison, Lou Reed, Laura Nyro, muchos de los escritores de Motown, Sly Stone y muchos más. Mientras tanto, una multitud de artistas escénicos salía a las calles, cantando e interpretando toda clase de música, bailando, representando o improvisando obras teatrales, creando happenings y ambientes y murales, saturando las calles con imágenes y sonidos “político-erótico-místicos”, confundiéndose con “la mierda de todos los días” y por lo menos algunas veces saliendo ganando, aunque en ocasiones se engañaran y engañaran a los demás en cuanto a la vía elegida. Así el modernismo regresó a su diálogo de un siglo de antigüedad con el entorno moderno, con mundo creado por la modernización.* La incipiente Nueva Izquierda aprendió mucho de este diálogo, haciendo finalmente una importante contribución a él. Muchas de las grandes manifestaciones y confrontaciones de los años sesenta fueron obras notables de arte cinético y ambiental, en cuya creación tomaron parte millones de personas anónimas. Esto ha sido señalado con frecuencia, pero también se debe señalar que los artistas —aquí como en todas partes— fueron los primeros legisladores no reconocidos del

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Declaraciones para el catálogo de “Entornos, situaciones, espacios”, exposición de 1961, citadas en Rose, pp. 190-191. Estas declaraciones, mezcla maravillosa de Whitman con el dadá, también son recogidas en Russell y Gablik, en Pop art redefined. pp. 97-99. * La afirmación de que la calle, que no estaba presente en el modernismo de los años cincuenta, se convierte en un ingrediente activo del modernismo de los años sesenta, no se sostiene en todos los medios. Incluso en los tristes años cincuenta, la fotografía continuó nutriéndose de la vida de las calles, como lo había hecho desde sus inicios. (Obsérvense también los debuts de Robert Frank y William Klein). La segunda en calidad de las escenas de calle de la ficción norteamericana fue escrita en los años cincuenta, aunque trataba de los años treinta: la calle 125 antes y durante las revueltas de Harlem de 1935, en El hombre invisible, de Ralph Ellison. La mejor escena, o serie de escenas, se escribió en los años treinta, en Call it sleep, de Henry Roth, que trata de la calle 6 Este, en dirección al río. La calle se convierte en una presencia vital para sensibilidades tan diversas como las de Frank O’Hara y Allen Ginsberg ya al finalizar la década, en poemas como “Kaddish”, de Ginsberg y “The day lady died”, de O’Hara, que pertenecen al año de transición de 1959. Excepciones como éstas deberían ser señaladas, pero no creo que contradigan mi argumento de que a continuación vino un gran cambio.

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mundo. Sus iniciativas mostraron que los viejos lugares, oscuros y decadentes, podían resultar ser —o ser convertidos en— notables espacios públicos; que en las calles del siglo XX de la Norteamérica urbana, tan inadecuadas para el tráfico del siglo XX en constante movimiento, eran el medio ideal para movilizar los corazones y las mentes de nuestro siglo. Este modernismo dio una riqueza y una vibración especiales a una vida pública que, en el transcurso de la década, se hacía cada vez más abrasiva y peligrosa. Más tarde, cuando los radicales de mi generación se sentaron frente a los trenes que transportaban tropas, detuvieron los trámites en cientos de ayuntamientos y juntas de reclutamiento, desparramaron y quemaron dinero en el parqué de la Bolsa, hicieron levitar el Pentágono, realizaron solemnes actos de conmemoración de las víctimas de la guerra en medio del tráfico en horas punta, dejaron caer miles de bombas de cartón en las oficinas de Park Avenue de la compañía que hacía las auténticas, e hicieron innumerables cosas más, brillantes o estúpidas, supimos que los experimentos de los artistas modernos de nuestra generación nos habían mostrado el camino: nos habían mostrando cómo recrear el diálogo público que, desde Atenas y Jerusalén en la antigüedad, ha sido la más auténtica razón de ser de la ciudad. De este modo el modernismo de los años sesenta contribuyó a renovar la abandonada y fortificada ciudad moderna, del mismo modo que se renovaba él. Hay otro tema profético crucial en el libro de Jacobs que nadie parece haber advertido en su momento. The death and life of great American cities nos ofrece la primera visión plenamente articulada de la ciudad por una mujer desde los tiempos de Jane Addams. En cierto sentido la perspectiva de Jacobs es todavía más plenamente femenina; escribe a partir de una domesticidad intensamente vivida, que Addams sólo conociera de segunda mano. Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos. Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle, día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen.* Jacobs nunca usa expresiones como “feminismo” o “derechos de la mujer”: en 1960 había pocas palabras más alejadas de las preocupaciones habituales. Sin embargo, al desarrollar una perspectiva femenina acerca de un tema público fundamental y al hacer que esa perspectiva fuera rica y compleja, aguda y atractiva, abrió las compuertas a la gran ola de energía feminista que estalló al finalizar la década. Las feministas de la década de 1970 harían mucho por rehabilitar los mundos domésticos,

* Contemporánea de la obra de Jacobs y similar en textura y riqueza es la ficción urbana de Grace Paley (cuyas historias están situadas en el mismo barrio) y la de Doris Lessing, al otro lado del océano.

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“ocultos a la historia”, creados y sostenidos por las mujeres a lo largo de los tiempos. Argumentarían también que muchos de los modelos decorativos tradicionalmente femeninos, tejidos, colchas y habitaciones, no sólo poseían su propio valor estético, sino también el poder de enriquecer y profundizar el arte moderno. A cualquiera que haya conocido a Jacobs en persona, la autora de The death and life, a la vez tiernamente doméstica y dinámicamente moderna, esta posibilidad le parecería razonable de inmediato. Así pues, Jacobs no sólo fomentó una renovación del feminismo, sino también una conciencia masculina cada vez más amplia de que las mujeres tenían algo que decirnos acerca de la ciudad y la vida que compartíamos y de que, por no escucharlas hasta ahora, habíamos empobrecido nuestras vidas tanto como las de ellas. El pensamiento y la acción de Jacobs anunciaron una importante nueva ola de activismo —y de activistas— comunitarios en todas las dimensiones de la vida política. Muy a menudo estas activistas eran esposas y madres, como Jacobs, y habían asimilado el lenguaje —celebración de la familia y el barrio, y su defensa frente a las fuerzas externas que destrozarían su vida— que ésta hiciera tanto por crear. Pero algunas de sus actividades sugieren que un lenguaje común y un tono emocional pueden ocultar visiones radicalmente opuestas de lo que es y de lo que debería ser la vida moderna. Cualquier lector cuidadoso de The death and life of great American cities se dará cuenta de que Jacobs celebra la familia y el vecindario en términos característicamente modernos: su calle ideal está llena de extraños que pasan, de personas, de multitud de clases, grupos étnicos, edades, creencias y estilos de vida diferentes; su familia ideal es aquella en que las mujeres salen a trabajar, los hombres están en casa buena parte de su tiempo, ambos padres trabajan cerca de casa en unidades pequeñas y de fácil control, de manera que los niños puedan descubrir y crecer en un mundo en que hay dos sexos y en el que el trabajo tiene un papel central en la vida cotidiana. La calle y la familia de Jacobs son microcosmos de la diversidad y plenitud del mundo moderno en su conjunto. Pero para algunos que a primera vista parecen hablar su lenguaje, la familia y la localidad resultan ser símbolos de un antimodernismo radical: por el bien de la integridad del barrio, todas las minorías raciales, las desviaciones sexuales e ideológicas, los libros y las películas polémicos, las modas de música y de vestir minoritarias, deben ser mantenidas a distancia; en nombre de la familia, la libertad económica, sexual y política de la mujer debe ser aplastada, debe ser mantenida en su lugar, literalmente dentro del vecindario durante las veinticuatro horas del día. Esta es la ideología de la Nueva Derecha, un movimiento internamente contradictorio pero enormemente poderoso, tan viejo como la propia modernidad, un movimiento que se vale de todas las técnicas modernas de publicidad y movilización de masas para hacer que la gente se vuelva contra los ideales modernos de vida, libertad y búsqueda de felicidad para todos. En todo esto, lo que es perturbador y digno de ser destacado es que en más de una ocasión los ideólogos de la Nueva Derecha han citado a Jacobs como uno de sus santos patronos. ¿Es del todo fraudulenta esta asociación? ¿O es que hay algo en Jacobs que da lugar a este abuso? A mí me parece que bajo su texto modernista hay un subtexto antimodernista, una especie de contracorriente de nostalgia por una familia y un vecindario en los que el individuo podía sentirse seguramente insertado, ein’feste Burg, un refugio sólido contra las peligrosas corrientes de libertad y ambigüedad en que se ven atrapados todos los hombres y las mujeres modernos. Jacobs, como tantos modernistas, desde

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Rousseau y Wordsworth hasta D. H. Lawrence y Simone Weil, se mueve en una zona de media luz en la que la línea entre el modernismo más rico y complejo y la mala fe más burda del antimodernismo modernista es muy tenue y huidiza, si es que existe. La perspectiva de Jacobs también presenta otro orden de dificultades. Algunas veces su visión parece positivamente pastoral: insiste, por ejemplo, que en un barrio vivo, con una mezcla de tiendas y viviendas, con una constante actividad en las aceras, con una fácil vigilancia de la calle desde las casas y las tiendas, no existirá el delito. Al leer esto, nos preguntamos en qué planeta estaría pensando. Si releemos con algo de escepticismo la descripción que hace de su manzana, podremos ver cuál es el problema. Su inventario de los vecinos tiene el aire de un mural de la WPA o de una versión hollywoodense de la tripulación de un bombardero de la segunda guerra mundial: todas las razas, credos y colores trabajando juntos a fin de mantener América libre para usted y para mí. Podemos oír pasar lista: “Holmstrom... O’Leary... Scagliano... Levy... Washington...” Pero, un momento: aquí está el problema. En el bombardero de Jacobs no hay un “Washington”, es decir no hay negros en su manzana. Esto es lo que hace que su visión del vecindario parezca pastoral: es la ciudad antes de que los negros fueran a ella. Su mundo va de los sólidos blancos de clase obrera en el escalón inferior a los profesionales blancos de clase media en el superior. Por encima no hay nada ni nadie; sin embargo, en este caso lo más importante es que tampoco hay nada ni nadie por debajo: en la familia de ojos de Jacobs no hay hijastros. No obstante, en el transcurso de los años sesenta, millones de negros e hispanos convergerían en las ciudades americanas, en el preciso momento en que los trabajos que buscaban y las oportunidades que habían encontrado los inmigrantes pobres anteriores estaban alejándose o desapareciendo. (En Nueva York esta situación la simbolizó el cierre de los astilleros de Brooklyn, que en el pasado fuera la empresa que más trabajo daba en la ciudad). Muchos de ellos se encontraron en una situación de pobreza desesperada y desempleo crónico, se vieron marginados tanto racial como económicamente, formando un enorme lumpenproletariat sin perspectivas ni esperanzas. En estas condiciones no resulta sorprendente que la rabia, la desesperación y la violencia se propagaran como la peste, y que cientos de barrios urbanos a lo largo de toda Norteamérica, estables en el pasado, se desintegraran completamente. Muchos barrios, incluyendo el propio West Village, de Jacobs, se conservaron relativamente intactos, e incluso incorporaron algunos negros e hispanos a su familia de ojos. Pero a finales de la década de 1960 estaba claro que, en medio de las disparidades de clase y las polarizaciones raciales que atenazaban la vida urbana norteamericana, ningún vecindario urbano, ni siquiera el más vivo y saludable, podría estar a salvo del delito, la violencia fortuita, la rabia y el temor generalizados. La fe de Jacobs en el carácter benigno de los sonidos que le llegaban de la calle en medio de la noche, estaba destinada a convertirse, en el mejor de los casos en un sueño. ¿Qué luz arroja la visión de Jacobs sobre la vida del Bronx? Incluso si se le escapan algunas de las sombras de la vida del barrio, es maravillosa a la hora de captar su resplandor, un resplandor tanto interno como externo que los conflictos étnicos y de clase podrían complicar, pero no destruir. Cualquier hijo del Bronx que recorra la calle Hudson con Jacobs reconocerá y deplorará muchas de nuestras calles. Podemos recordar cómo sintonizábamos con sus suspiros, sonidos y olores y sentirnos en armonía con ellos, aun cuando sabíamos, tal vez mejor que Jacobs, que también había bastantes

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disonancias. Pero hoy buena parte de ese Bronx, nuestro Bronx, ha desaparecido, y sabemos que nunca volveremos a sentirnos tan a gusto en ninguna otra parte. ¿Por qué desapareció? ¿Tenía que desaparecer? ¿Había algo que hubiéramos podido hacer para salvarle la vida? Las pocas y fragmentarias referencias de Jacobs al Bronx ponen de manifiesto su ignorancia esnob de habitante del Greenwich Village: su teoría, sin embargo, sugiere claramente que los barrios pobres pero vibrantes como los del centro del Bronx deberían ser capaces de encontrar recursos internos para mantenerse y perpetuarse. ¿Es correcta la teoría? Y es aquí donde entran Robert Moses y su Autopista: Moses transformó una entropía potencial de largo alcance en una catástrofe inexorable y repentina; al destruir desde fuera docenas de barrios, dejó para siempre la incógnita de si se habrían hundido o se habrían renovado desde dentro. Pero Robert Caro, partiendo de la perspectiva de Jacobs, hace una convincente defensa de la fuerza interior del Bronx central, si lo hubiesen dejado a su aire. En dos capítulos de The power broker, ambos titulados “una milla”, Caro describe la destrucción de un barrio situado a un kilómetro y medio aproximadamente del mío. Comienza pintando el adorable panorama del barrio, mezcla sentimental pero reconocible de la calle Hudson de Jacobs y El violinista en el tejado. El poder de evocación de Caro nos hace sentir conmocionados y horrorizados cuando vemos aparecer a Moses en el horizonte avanzando inexorablemente. Resulta que la Autopista del Bronx habría podido describir una ligera curva y bordear el barrio. Incluso los ingenieros de Moses consideraron viable el cambio trazado. Pero el gran hombre no aceptaría tal cosa: desplegó todas las formas de fuerza y fraude, intriga y mistificación que estaban a su alcance, obsesivamente decidido a convertir este pequeño mundo en polvo. (Cuando veinte años más tarde Caro le preguntara cómo había sido posible que un cabecilla de la protesta popular desapareciera súbitamente, la respuesta de Moses fue críptica pero intencionada: “Después de haber recibido un golpe de hacha en la cabeza”).15 La prosa de Caro se vuelve incandescente y totalmente devastadora cuando muestra cómo se propaga la enfermedad de la autopista, manzana a manzana, año a año, mientras Moses, como un general Sherman reencarnado, asolando las calles del Norte, deja una estela de terror desde Harlem al Sound. Parece cierto todo lo dicho por Caro en este caso, pero no es toda la verdad. Hay más preguntas que debemos hacernos. ¿Qué habría sucedido si los vecinos del Bronx de los años cincuenta hubiesen estado en posesión de las herramientas conceptuales, el vocabulario, la generalizada simpatía pública, la capacidad de movilización masiva y propaganda que los residentes de muchos barrios americanos adquirirían en los años sesenta? ¿Qué habría sucedido si, como los vecinos de la parte baja de Manhattan retratados por Jacobs unos años más tarde, hubiésemos conseguido impedir la construcción de la horrible autopista? ¿Cuántos de nosotros todavía viviríamos en el Bronx, preocupándonos y luchando por él como algo nuestro? Algunos de nosotros, sin duda, pero sospecho que no serían tantos, y en cualquier caso —duele decirlo— no sería yo. Porque el Bronx de mi juventud estaba poseído, inspirado, por el gran sueño moderno de la movilidad. Vivir bien significaba ascender socialmente, y a su vez esto significaba marcharse físicamente; vivir la propia vida cerca de casa era

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Citado en Caro, p. 876.

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no estar vivo. Nuestros padres, que habían ascendido y se habían marchado de Lower East Side, creían esto con la misma devoción que nosotros, aun cuando es posible que sus corazones se rompieran al irnos. Ni siquiera los radicales de mi juventud discutían este sueño —y el Bronx de mi niñez estaba lleno de radicales—; su única queja era que el sueño no se estaba cumpliendo, que la gente no podía moverse con suficiente rapidez, libertad o igualdad. Pero cuando ves la vida de este modo, ningún barrio ni entorno puede ser algo más que una etapa en el transcurso de la vida, la plataforma de lanzamiento hacia vuelos más altos y órbitas más amplias que las tuyas propias. Hasta Molly Goldberg, diosa de la tierra del Bronx judío, tuvo que irse. (Después de que Philip Loeb, que representaba el papel de marido de Molly, hubiera sido eliminado —por la Lista Negra— del aire y, poco más tarde, de la tierra). Teníamos, como dice Leonard Michaels, “la mentalidad de los tipos del barrio que, tan pronto como pueden, se van pitando”. Así pues, no teníamos forma de oponernos al engranaje que movía al sueño americano, puesto que también éramos movidos por él, aun cuando supiéramos que era posible que ese engranaje nos destrozara. A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara. Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos, y a qué velocidad, y a qué precio humano. Una noche de 1967, en una recepción académica, me presentaron a otro hijo del Bronx, mayor que yo, que había llegado a ser un famoso futorólogo y creador de argumentos en favor de la guerra nuclear. Acababa de regresar de Vietnam, y yo participaba activamente en el movimiento contra la guerra, pero en esos momentos no quería complicaciones, de manera que le pregunté, en cambio, por sus años en el Bronx. Tuvimos una charla bastante agradable hasta que le conté que la carretera de Moses iba a llevarse por delante todo vestigio de nuestra infancia. Bien, dijo, cuanto antes mejor; ¿no comprendía yo que la destrucción del Bronx vendría a satisfacer el imperativo moral básico del propio Bronx? ¿Qué imperativo moral? —pregunté. Rió, vociferándome en la cara: “¿Quiere saber cuál es la moral del Bronx? ‘¡Vete, guapo vete!’” Por una vez en mi vida el estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían enseñado a hacer y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera? Me retiré y me fui a casa cuando comenzaba a dar explicaciones sobre Vietnam. ¿Por qué la risa del futurólogo me dio ganas de llorar? Se reía de algo que a mí me parecía uno de los hechos más crudos de la vida moderna: que la escisión en las mentes y la herida en los corazones de los hombres y las mujeres modernos en movimiento —como él, como yo— eran tan reales y profundos como los impulsos y sueños que nos hicieran marchar. Su risa contenía toda la confianza fácil de nuestra cultura oficial, la fe cívica en que Norteamérica superaría sus contradicciones internas mediante el simple recurso de alejarse de ellas. Reflexionando sobre todo esto, vi con más claridad lo que mis amigos y yo estábamos haciendo cuando, a lo largo de la década, cortábamos el tráfico. Intentábamos abrir las heridas internas de

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nuestra sociedad, de demostrar que seguían allí, cicatrizadas pero jamás curadas, que se extendían y supuraban, que a menos que fueran tratadas con rapidez empeorarían. Sabíamos que las brillantes vidas de los que ascendían velozmente estaban tan mutiladas como las vidas asoladas y enterradas de quienes se interponían. Lo sabíamos porque nosotros mismos estábamos aprendiendo a vivir en la vía ascendente y a amar su ritmo. Pero esto significa que, desde el comienzo, nuestro proyecto estaba lleno de paradojas. Trabajábamos para ayudar a otras personas y otros pueblos —negros, hispanos, blancos pobres, vietnamitas— a luchar por su hogar, cuando nosotros huíamos del nuestro. Nosotros, que sabíamos tan bien lo que era perder las raíces, nos lanzábamos contra un Estado y un sistema social que parecía estar arrancando o destruyendo las raíces de toda la humanidad. Al cortar el camino, cortábamos nuestro propio camino. Mientras comprendimos nuestras divisiones internas, éstas infundieron en la Nueva Izquierda un profundo sentido de la ironía, una ironía trágica que marcaba todas nuestras producciones espectaculares de comedia política, melodrama y farsa superrealista. Nuestro teatro político aspiraba a hacer comprender al público que también él participaba en el desarrollo de la tragedia americana: todos nosotros, todos los americanos, todos los hombres y mujeres modernos, nos precipitábamos a una carrera emocionante, pero desastrosa. Individual y colectivamente, debíamos preguntarnos qué éramos y qué queríamos ser, hacia dónde corríamos, y a qué coste humano. Pero no había manera de reflexionar sobre todo esto bajo la presión del tráfico que nos arrastraba: de ahí que fuera necesario detenerlo. Y así quedó atrás la década de los sesenta, con el mundo de la autopista encaminándose hacia una expansión y un crecimiento todavía más gigantescos pero atacado, asimismo, por una multitud de apasionados gritos en la calle, gritos individuales que podían convertirse en un llamamiento colectivo que irrumpiera en el corazón del tráfico y detuviera los motores gigantescos o, por lo menos, los hiciera funcionar más lentamente.

III. LOS AÑOS SETENTA: DE REGRESO A CASA CON TODO Soy un patriota de Fourteenth Ward, Brooklyn, donde me crié. El resto de los Estados Unidos no existe para mí, excepto como idea, o historia, o literatura [...]. En mis sueños regreso a Fourteenth Ward, igual que un paranoico vuelve a sus obsesiones [...]. En plasma del sueño es el dolor de la separación. El sueño sigue vivo después de que el cuerpo es enterrado. Henry Miller, Primavera negra Cortar tú mismo tus propias raíces; tomar la última comida en tu viejo barrio [...].

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Releer las instrucciones en la palma de tu mano; descubrir allí que la línea de la vida, quebrada, mantiene su dirección. Adrienne Rich, Shooting script La filosofía es en realidad añoranza, necesidad de sentirse en casa en cualquier lugar. ¿A dónde vamos, entonces? Siempre a casa. Novalis, Fragmentos

He descrito los conflictos de los años sesenta como una lucha entre formas opuestas de modernismo, a las que he llamado simbólicamente “el mundo de la autopista” y “un grito en la calle”. Muchos de los que nos manifestamos en esas calles nos permitíamos esperar, hasta cuando la policía y los furgones se dirigían hacia nosotros, que algún día quizá naciera de esas luchas una nueva síntesis, una nueva forma de modernidad por la cual todos pudiéramos andar en armonía, en la cual todos nos sintiéramos en casa. Esa esperanza fue uno de los signos vitales de los años sesenta. No duró mucho. Ya antes de finalizar la década, había quedado claro que no se estaba produciendo una síntesis dialéctica y que tendríamos que dejar todas aquellas esperanzas en “suspenso”, un largo suspenso, si queríamos avanzar en los años que teníamos por delante. No se trataba únicamente de que la Nueva Izquierda se desintegrara: que perdiéramos nuestra habilidad para estar simultáneamente en marcha y cortando el paso y así, como todos los bellos modernismos de los años sesenta, se hundiera. El problema era más hondo que eso: no tardó en ponerse de manifiesto que el mundo de la autopista, con cuya iniciativa y dinamismo siempre habíamos contado, comenzaba a hundirse a su vez. El gran boom económico, prolongado contra todas las expectativas durante el cuarto de siglo que siguió a la segunda guerra mundial, estaba a punto de concluir. La combinación de inflación y estancamiento tecnológico (causada en gran medida por la todavía inacabada guerra de Vietnam), además de una crisis energética mundial (que en parte podemos atribuir a nuestros éxitos espectaculares), iba a cobrarse su precio, aunque a comienzos de los años setenta nadie podía pronosticar lo elevado que sería. El fin del boom no puso a todo el mundo en peligro —los muy ricos estaban bastante bien protegidos como suelen estar— pero la visión de todos sobre el mundo moderno y sus posibilidades ha tenido que ser remodelada. El horizonte de la expansión y el crecimiento se contrajo bruscamente: después de décadas de rebosar de energía lo bastante barata y abundante como para crear y recrear el mundo incesantemente una y otra vez, las sociedades modernas tendrían que aprender rápidamente cómo utilizar sus energías decrecientes para proteger los recursos cada vez menores de que disponían e impedir que todo su mundo se extinguiera. Durante la década de prosperidad que siguió a la primera guerra mundial, el símbolo dominante de la modernidad fue la luz verde; durante el espectacular boom que siguió a la segunda guerra mundial, el símbolo central fue la red de autopistas federales, por lo que un conductor podía ir de costa a costa sin encontrar ningún semáforo. Pero las sociedades modernas

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de los años setenta estaban forzadas a vivir bajo la sombra del límite de velocidad y la señal de “stop”. En estos años de movilidad reducida, en todas partes los hombres y mujeres modernos tuvieron que reflexionar seriamente sobre la distancia y la dirección a donde querían ir, y buscar nuevos medios para poder avanzar. De este proceso de reflexión y búsqueda —un proceso que sólo acaba de comenzar— han surgido los modernismos de los años setenta. Para mostrar cómo han cambiado las cosas, quiero retroceder brevemente al extenso debate acerca del significado de la modernidad en los años sesenta. Una de las últimas aportaciones de interés a este debate, y tal vez una especie de recordatorio, fue el artículo titulado “Historia literaria y modernidad literaria”, del crítico literario Paul De Man, escrito en 1969. Para De Man, “toda la fuerza de la idea de modernidad” reside en el “deseo de borrar cualquier cosa anterior”, a fin de conseguir “un punto de partida radicalmente nuevo, un momento que pudiera ser un auténtico presente”. De Man utilizaba, como piedra de toque de la modernidad, la idea nietzscheana (desarrollada en Uso y abuso de la historia, 1873) de que es necesario olvidar deliberadamente el pasado para conseguir o crear algo en el presente. “El despiadado olvido de Nietzsche, la ceguera con que se lanza a la acción despojada de toda experiencia previa, capta el auténtico espíritu de la modernidad”. En esta perspectiva “la modernidad y la historia son diametralmente opuestas entre sí”.16 De Man no daba ejemplos contemporáneos, pero su esquema podría incluir fácilmente a todos los tipos de modernistas que durante los años sesenta trabajaron en una gran variedad de medios y géneros. Entre ellos estuvo Robert Moses, desde luego, cortando a hachazos el mundo de la autopista a través de las ciudades y haciendo desaparecer todos los vestigios de la vida que existía antes; Robert McNamara, pavimentando las junglas de Vietnam para construir ciudades y aeropuertos al instante e incorporando millones de aldeanos al mundo moderno (la estrategia de Samuel Huntington de la “modernización forzada”) por el método de reducir a escombros su mundo tradicional; Mies van der Rohe, cuyos cubos modulares de vidrio, idénticos en todas partes, estaban consiguiendo dominar todas las metrópolis, descuidando por igual todos los entornos, como el gigantesco monolito que emerge en medio del mundo primitivo en 2001, de Stanley Kubrick. Pero no debemos olvidar el a la apocalíptica de la Nueva Izquierda en su delirio terminal hacia 1969-1970, que se recreaba en visiones de hordas bárbaras que destruirían Roma, escribiendo “Derribad los muros” en todos los muros, y se dirigirían al pueblo con el lema “Combatid al pueblo”. Desde luego esto no fue todo. Argumenté antes que algunos de los modernismos más creativos de los años sesenta consistieron en “gritos en la calle”, visiones de mundos y valores que la marcha triunfal de la modernización estaba pisoteando o dejando atrás. Sin embargo, aquellos artistas, pensadores y activistas que desafiaron al mundo de la autopista dieron por sentado que su energía era inagotable y su impulso inexorable. Vieron en sus obras y acciones una antítesis, enzarzada en un duelo dialéctico con una tesis que pugnaba por silenciar todos los gritos y borrar todas las calles del mundo moderno. Fue esta lucha entre modernismos radicalmente opuestos la que dio a la vida de los años sesenta gran parte de su interés y coherencia. Lo que ocurrió en los años setenta fue que, cuando los motores gigantescos del crecimiento 16

En Blindness and insight, pp. 147-148.

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y la expansión económica se pararon, y el tráfico empezó a detenerse, las sociedades modernas perdieron bruscamente su capacidad de hacer desaparecer su pasado. A lo largo de los años sesenta, la cuestión había sido si debían o no hacerlo; ahora, en los años setenta, la respuesta era que no podían simplemente. La modernidad ya no podía permitirse el lujo de lanzarse a una “acción despojada de toda experiencia previa” (como decía De Man), de “borrar cualquier cosa anterior con la esperanza de conseguir finalmente un auténtico presente... un nuevo punto de partida”. Los modernos de los años setenta no podían permitirse el lujo de aniquilar el pasado y el presente a fin de crear un mundo nuevo ex nihilo; debían aprender a entenderse con el mundo que tenían, y actuar desde él. Muchos modernismos del pasado se han encontrado a sí mismos mediante el olvido; los modernismos de los años setenta se vieron obligados a encontrarse a sí mismos mediante el recuerdo. Los modernistas anteriores habían barrido el pasado a fin de encontrar un nuevo punto de partida; los nuevos puntos de partida de los años setenta estaban en los intentos de recobrar formas de vida pasadas, que estaban enterradas pero no muertas. El proyecto en sí no era nuevo; pero adquirió una nueva urgencia en una década en que el dinamismo de la economía y la tecnología modernas parecía decaer. En un momento en que la sociedad moderna parecía perder su capacidad de crear el mundo feliz del futuro, el modernismo se encontraba sometido a intensas presiones para descubrir nuevas fuentes de vida mediante imaginativos encuentros con el pasado. En esta sección final, trataré de describir varios de estos encuentros imaginativos en diversos medios y géneros. Una vez más organizaré mi argumentación en torno a símbolos; el símbolo del hogar y el símbolo de los fantasmas. Los modernistas de los años setenta tendieron a obsesionarse por los hogares, las familias y los barrios que habían abandonado para ser modernos al estilo de los años cincuenta o sesenta. De ahí que haya titulado esta sección “De regreso a casa con todo”.* Los hogares hacia los que se orientan los modernistas de hoy en día son espacios mucho más personales y privados que la autopista o la calle. Además la mirada al hogar es una mirada “hacia atrás”, hacia atrás en el tiempo —una vez más radicalmente diferente del movimiento hacia adelante de los modernistas de la autopista, o del movimiento libre en todas direcciones de los modernistas en las calles—, hacia nuestra propia infancia, hacia el pasado histórico de nuestra sociedad. Al mismo tiempo los modernistas no tratan de mezclarse o fundirse con su pasado —en esto se distingue el modernismo del sentimentalismo— sino más bien de “regresar con todo” al pasado, es decir hacer que recaigan sobre su pasado las personas en que se han convertido en el presente, llevar a esos viejos hogares unas visiones y unos valores que pueden chocar radicalmente con ellos y tal vez volver a poner en escena las luchas trágicas que los impulsaron a dejar sus hogares en otros tiempos. En otras palabras,

* He tomado prestado este título de una obra de los años sesenta, el álbum de Bob Dylan Bringing it all back home, Columbia Records, 1965. Este álbum brillante, tal vez el mejor de Dylan, está lleno del radicalismo superrealista de finales de los años sesenta. Al mismo tiempo, su título y el título de algunas de las canciones —“Subterranean Homesick Blues” (Blues subterráneo de la Nostalgia). “It‘s alright, ma, I‘m only bleeding” (No pasa nada, mamá, sólo estoy sangrando)— expresan un vínculo muy intenso con el pasado, los padres, el hogar, casi completamente ausente de la cultura de los años sesenta, pero muy presente una década más tarde. Este álbum puede ser visto hoy como un diálogo entre los años sesenta y los años setenta. Aquellos de nosotros que crecimos con las canciones de Dylan sólo podemos esperar que él mismo haya aprendido tanto como aprendimos nosotros de su obra en los años setenta.

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la relación del modernismo con el pasado, resulte lo que resulte, no será fácil. Mi segundo símbolo está implícito en el título de este libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Ello significa que nuestro pasado, cualquiera que haya sido, es un pasado en proceso de desintegración; anhelamos aprehenderlo, pero es escurridizo y carece de base; volvemos la mirada en busca de algo sólido en que apoyarnos, sólo para encontrarnos abrazando fantasmas. El modernismo de los años setenta fue un modernismo con fantasmas. Uno de los temas centrales de la cultura de los años setenta fue la rehabilitación de la memoria y la historia étnica como parte vital de la identidad personal. Esta ha sido una evolución notable en la historia de la modernidad. Los modernistas de hoy ya no insisten, como hicieron con tanta frecuencia los modernistas de ayer, en que debemos dejar de ser judíos, o negros, o italianos, o cualquier otra cosa, para ser modernos. Se puede decir que las sociedades en su conjunto aprenden algo, las sociedades modernas de los años setenta parecen haber aprendido que la identidad étnica —no sólo la propia sino la de todos— resulta esencial para la profundidad y plenitud de la personalidad que la vida moderna promete y abre a todos. Esta conciencia hizo que Raíces, de Alex Haley, y Holocausto, de Gerald Green, tuvieran una audiencia no solamente inmensa —la mayor de la historia de la televisión— sino también activamente comprometida y genuinamente conmovida. La respuesta a Raíces y Holocausto, no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo, sugiere que, cualesquiera que fueran las cualidades de que pudiera carecer la humanidad contemporánea, nuestra capacidad de empatía era considerable. Desgraciadamente, espectáculos como Raíces y Holocausto no tienen profundidad suficiente para transformar la empatía en una auténtica comprensión. Ambas obras presentan versiones excesivamente idealizadas del pasado familiar y étnico, en las que todos los antepasados son hermosos, nobles y heroicos, y todo el dolor, el odio y los conflictos emanan de grupos opresores “externos”. Esto aporta más al género tradicional del romance familiar que a una conciencia étnica moderna. Pero también en los setenta era posible hallar algo auténtico. La exploración de la memoria étnica más impresionante de este período fue, creo yo, Woman warrior, de Maxine Hong Kingston. Para Kingston, la imagen esencial del pasado familiar y étnico no son las raíces, sino los fantasmas; el subtítulo de su libro es “Memorias de una infancia entre fantasmas”.17 La imaginación de Kingston está saturada de historia y folklore, mitología y supersticiones chinas. Transmite una viva sensación de la belleza y plenitud de la vida en una aldea china —la vida de sus padres— antes de la Revolución. Al mismo tiempo, nos hace experimentar los horrores de esa vida: el libro comienza con el linchamiento de su tía embarazada, se abre paso a través de la pesadilla de una serie de crueldades, abandonos, traiciones y asesinatos socialmente impuestos. Se siente acosada por los fantasmas de las antiguas víctimas, cuya responsabilidad asume al escribir sobre ese pasado; comparte el mito de América de sus padres como un país de fantasmas, multitudes de sombras blancas, irreales y mágicamente poderosas a la vez; teme a sus propios padres como fantasmas —después de treinta años todavía no está segura de conocer los nombres reales de estos inmigrantes y, por lo tanto, no está segura del suyo propio—

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Woman warrior: memoirs of a girlhood among ghosts, Knopf, 1976; Vintage, 1977. Los temas de este libro están desarrollados, con más amplitud histórica pero menos intensidad personal, en una especie de continuación, China men, Knopf, 1980.

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perseguidos por pesadillas ancestrales, y de las que tardará toda su vida en despertar; se ve a sí misma metamorfoseándose en un fantasma, perdiendo su realidad corporal aun cuando aprende a caminar erguida en el mundo fantasmal, “a hacer cosas fantasmales todavía mejor que los fantasmas”, a escribir un libro como éste. Kingston tiene la habilidad de crear escenas individuales —ya sean reales o míticas, pasadas o presentes, imaginadas o experimentadas directamente— con notable franqueza y luminosa claridad. Pero la relación entre las diferentes dimensiones de su ser nunca se integra o elabora; al dar bandazos de un plano a otro, sentimos que la obra de arte y vida todavía está en proceso de elaboración, que todavía está trabajando en ella, dando vueltas a su vasto reparto de fantasmas con la esperanza de encontrar algún orden significativo en el que finalmente pueda sentirse en terreno firme. Su identidad personal, sexual y étnica sigue siendo escurridiza hasta el final —precisamente del modo que los modernistas han señalado siempre que está condenada a serlo la identidad moderna— pero demuestra un gran valor e imaginación al mirar a sus fantasmas a la cara y luchar por encontrar sus nombres propios. Sigue estando dividida o dispersa en una docena de direcciones, como una máscara cubista o la Muchacha ante el espejo de Picasso; pero siguiendo sus tradiciones, transforma la desintegración en una nueva forma de orden que es parte integrante del arte moderno. Una confrontación igualmente poderosa con el hogar, y con los fantasmas, tuvo lugar en la trilogía del Performance Group Three Places in Rhode Island, desarrollada entre 1975 y 1978. Estas tres obras se organizan en torno a la vida de un miembro de la compañía, Spalding Gray; dramatizan su evolución como persona, personaje, actor y artista. La trilogía es una especie de Búsqueda del tiempo perdido, siguiendo la tradición de Proust y Freud. La segunda obra y más convincente de las tres, Rumstick Road,18 representada por primera vez en 1977, se centra en la enfermedad y desintegración gradual de la madre de Gray, que culmina en su suicidio en 1967; la obra representa los intentos de Gray por comprender a su madre, a su familia y a sí mismo, como niño y adulto, por vivir con lo que conoce y con lo que nunca conocerá. Esta indagación angustiada tiene dos precursores notables: el largo poema de Allen Ginsberg, “Kaddish. (1959) y la novela de Peter Handke, Un pesar superior a los sueños (1972). Lo que confiere a Rumstick Road su carácter particularmente impresionante y el sello distintivo de los años setenta es la manera en que utiliza las técnicas de actuación del grupo y las formas artísticas plurales de los años sesenta para explorar nuevas honduras del espacio interior personal. Rumstick Road incorpora música grabada y en directo, danza, proyección de diapositivas, fotografía, movimientos abstractos, iluminación compleja (incluidas luces intermitentes), vistas y sonidos en vídeo, con el fin de evocar formas de conciencia y de ser diferentes pero entrecruzadas. La acción consiste en discursos directos de Gray al público; dramatizaciones de sus sueños y ensoñaciones (en las que a veces interpreta a uno de los fantasmas que lo asedian); entrevistas grabadas con su padre, con sus abuelas, con viejos amigos y vecinos de Rhode Island, con el psiquiatra de su madre (en que remeda sus palabras a medida que

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El guión de Rumstick Road, está reeditado, junto con las notas de dirección de Elizabeth LeCompte y unas pocas fotografías borrosas, en Performing Arts Journal, III, 2, otoño de 1978. The Drama Review, nº 81, marzo de 1979, ofrece unas notas sobre las tres obras de Gray y James Bierman, junto con excelentes fotografías.

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salen de la cinta); diapositivas que muestran la vida de la familia a través de los años (Gray es a la vez un personaje de las fotos y una especie de narrador y comentarista como en Nuestra ciudad); algo de la música que más significó para Elizabeth Gray, acompañada de danza y narración. Todo esto se desarrolló en un entorno extraordinario. El escenario está dividido en tres compartimentos iguales; en algunos momentos la acción se desarrolla simultáneamente en dos, y a veces en los tres. En el centro del proscenio hay una cabina de control audiovisual ocupada por un director técnico que actúa en la sombra; directamente debajo de la cabina hay un banco que a veces se usa como sofá del psiquiatra, donde alternativamente Gray interpreta a un terapeuta (o “examinador”) y a diversos pacientes. A la izquierda del público, retranqueada para formar una habitación, hay una ampliación de la casa familiar de los Gray en Rumstick Road, donde transcurren muchas escenas; en ocasiones el muro se borra y la habitación se transforma en una cámara interior de la mente de Gray en la que se desarrollan diversas escenas inquietantes; pero incluso cuando ha desaparecido la imagen de la casa, su aura se mantiene presente. A la derecha del público hay otra habitación con un gran ventanal que representa la propia habitación de Gray en su antigua casa. Durante la mayor parte de la obra, esta habitación está dominada por una enorme tienda hinchable, roja, en forma de cúpula, iluminada desde dentro, mágica y amenazadoramente sugestiva (¿el vientre de una ballena?, ¿el útero de una madre?, ¿un cerebro?); sobre, dentro o alrededor de esta tienda, que aparece como un personaje espectral por derecho propio, se producen numerosas acciones. Avanzada la obra, cuando Gray y su padre han conversado finalmente acerca de su madre y su suicidio, los dos, juntos, levantan la tienda, sacándola de la habitación por la ventana: sigue siendo visible y extrañamente luminosa, como la luna, pero ahora está situada a distancia y en perspectiva. Rumstick Road sugiere que ésta es la clase de liberación y reconciliación posible para todos los seres humanos del mundo. Para Gray, y para nosotros en la medida en que podamos identificarnos con él, la liberación nunca será total; pero es real, y ha sido ganada: Gray no solamente ha mirado al abismo, sino que ha bajado a él y ha sacado a la luz sus profundidades para todos nosotros. Los otros actores le han ayudado: su intimidad y reciprocidad, desarrollada a lo largo de años de trabajo de grupo, le son absolutamente vitales para descubrirse, enfrentarse y ser él mismo. Esta producción colectiva dramatiza las formas de evolución de los colectivos teatrales a lo largo de la última década. En el ambiente intensamente politizado de los años sesenta, cuando entre las cosas más estimulantes de la escena norteamericana se encontraban grupos como el Living Theatre, el Open Theatre y la San Francisco Mime Troupe, sus vidas y obras colectivas eran presentadas como salidas de la trampa de la privacidad y la individualidad burguesa, como modelos de la sociedad comunista del futuro. En los relativamente apolíticos años setenta, pasaron de ser sectas comunistas a convertirse en algo así como comunidades terapéuticas cuya fuerza colectiva podía permitir a cada miembro comprender y abarcar las profundidades de su vida individual. Obras como Rumstick Road muestran la dirección creativa que puede tomar esta evolución. Uno de los temas centrales del modernismo de los años setenta fue la idea ecológica del reciclaje: encontrar nuevos significados y posibilidades de las viejas cosas y formas de vida. Algunos de los reciclajes más creativos de los años setenta, en toda Norteamérica, se produjeron en los barrios empobrecidos que Jacobs celebraba a comienzos de los años sesenta. La diferencia que la década ha

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traído consigo es que las iniciativas que parecían una alternativa deliciosa en los tiempos del boom de los años sesenta se presentan hoy como un imperativo desesperado. El más importante, y tal vez el más dramático, de nuestros reciclajes se ha producido precisamente en el lugar en que por primera vez se representó públicamente el ciclo vital de Spalding Gray: el barrio que hoy se conoce como SoHo, en la parte baja de Manhattan. Este distrito de talleres, almacenes y pequeñas fábricas del siglo XIX entre las calles Hudson y Canal era literalmente anónimo; no tuvo nombre hasta hace aproximadamente una década. Después de la segunda guerra mundial, con el desarrollo del mundo de la autopista, el distrito sufrió grandes destrozos por obsoleto y los urbanistas de los años cincuenta lo pusieron en la lista de la demolición. Estaba previsto que fuera destruido para dejar sitio a uno de los proyectos más acariciados de Robert Moses, la autopista de Lower Manhattan. Esta vía iba a abrirse paso a través de la isla de Manhattan, del East River al Hudson, derribando o aislando grandes zonas del South y el West Village, Little Italy, Chinatown y el Lower East Side. Mientras los planes para la construcción de la autopista cobraban fuerza, muchos industriales abandonaron el barrio, anticipando así su destrucción. Pero entonces, a comienzos y mediados de los años sesenta, una memorable coalición de grupos diversos y generalmente antagónicos —jóvenes y viejos, radicales y reaccionarios, judíos, italianos, WASP, puertorriqueños y chinos— lucharon empecinadamente durante años y finalmente, con gran sorpresa por su parte, triunfaron, consiguiendo que el proyecto de Moses fuera borrado del mapa. Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares. Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial. SoHo ha surgido también como arena para la liberación de las mujeres artistas, que han irrumpido en escena con una abundancia, talento y confianza en sí mismas sin precedentes, luchando para imponer su identidad en un barrio que luchaba por imponer la suya. Su presencia individual y colectiva está en la base del aura de SoHo. Una tarde de otoño, vi a una encantadora joven con un bello vestido color vino, que evidentemente regresaba de “Uptown” (¿una representación?, ¿una beca?, ¿un trabajo?), subiendo las largas escaleras que conducían a su nave. En un brazo llevaba una gran bolsa de la compra, de la que sobresalía un pan francés, mientras que con la otra equilibraba delicadamente sobre el hombro un gran atado de tablones de metro y medio de largo: una expresión perfecta, me pareció, de la sexualidad y la espiritualidad modernas de nuestros días. Pero justo al volver la esquina, por desgracia, acechaba otra figura arquetípicamente moderna: el agente inmobiliario que, durante los

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años setenta, hizo fortuna en SoHo mediante especulaciones fantásticas, y expulsó de sus hogares a muchos artistas sin esperanzas de poder pagar los precios que su presencia había contribuido a fijar. También aquí, como en tantas escenas modernas, las ambigüedades del desarrollo seguían su curso. Justo bajo la calle Canal, el límite del centro de SoHo, el caminante que se dirigiera hacia el Norte o el Sur, o que saliera del metro en la calle Franklin, podría sobresaltarse al divisar lo que a primera vista parece un edificio fantasma. Es una gran masa vertical, tridimensional, que reproduce vagamente la forma de los rascacielos que lo rodean; sólo que, al acercarnos, descubrimos que si cambiamos de ángulo parece moverse. En un momento parece ladearse, como la torre inclinada de Pisa; al desplazarnos hacia la izquierda, parece arrojarse hacia adelante casi encima de nosotros; girando un poco más, se desliza como un barco que pusiera rumbo a la calle Canal. Es la nueva escultura en acero de Richard Serra, llamada TWU en honor del Transit Workers’ Union (Sindicato de Trabajadores del Transporte) que estaba en huelga en el momento en que la obra fue instalada, en la primavera de 1980. Consta de tres inmensos rectángulos de acero, cada uno de los cuales tiene unos tres metros de ancho y unos once de alto, formando una “H” de lados desiguales. Es tan sólida como puede serlo una escultura, pero varias características le dan un aire fantasmal: su capacidad para cambiar de forma dependiendo de nuestro punto de vista; las metamorfosis de su colorido, un luminoso bronce dorado en un ángulo o un momento dado, que se convierte un instante más tarde o un paso más allá en un gris plomo inquietante; su evocación de los esqueletos de acero de los rascacielos que la rodean, del dramático empeño en acercarse al cielo que hicieron posible la arquitectura y la ingeniería modernas, de la expresiva promesa que todos estos edificios hicieron durante su breve fase como esqueletos, pero que la mayoría de ellos incumplieron patentemente una vez terminados. Cuando podemos tocar la escultura y recostarnos en las esquinas de su forma de H, nos sentimos en una ciudad dentro de otra ciudad y percibimos el espacio urbano por encima y alrededor de nosotros con una claridad y nitidez particulares, pero nos sentimos protegidos de los impactos de la ciudad por la masa y la fuerza de la obra. TWU está en una pequeña plaza triangular en la que no hay nada más, con excepción de un arbolito, plantado aparentemente cuando la escultura fue instalada y orientado hacia ella, de frágiles ramas pero exuberantes hojas, que al final del verano da una sola flor blanca, grande y hermosa. La obra ha sido colocada algo apartada del camino habitual, pero su presencia ha comenzado a crear un nuevo camino, arrastrando magnéticamente a la gente hacia su órbita. Una vez allí, miran, tocan, se inclinan, se recuestan y se sientan. Algunas veces insisten en participar más activamente en la obra e inscriben sus nombres y pensamientos en sus costados: “NO HAY FUTURO” es una inscripción reciente, con letras de casi un metro de altura; además, las fachadas inferiores se han convertido en una especie de quiosco, adornado con los innumerables signos, gratos e ingratos, de los tiempos. Hay quienes se enfadan por lo que les parece la profanación de una obra de arte. A mí me parece, no obstante, que todo lo que la ciudad ha añadido a TWU ha sacado a la luz su singular profundidad, que nunca habría emergido si hubiese permanecido intacta. Las capas acumuladas de signos, arrancadas o quemadas periódicamente (no podría decir si por la ciudad, por el propio Serra, o por espectadores solícitos), pero renovadas perpetuamente, han creado una nueva configuración, cuyos contornos sugieren un irregular horizonte urbano de una altura de casi dos metros, mucho más oscuro

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y profundo que el vasto campo de arriba. La densidad e intensidad del nivel inferior (la parte al alcance de las personas), ha transformado este sector en la parábola de la construcción de la propia ciudad moderna. Constantemente la gente llega más alto, esforzándose en dejar su marca —¿se suben los unos sobre los hombros de los otros?— y hay incluso, a una altura de unos tres o tres metros y medio, un par de pegotes de pintura roja y amarilla, lanzados espectacularmente desde algún lugar de abajo (¿se trata de una parodia de la action painting?) Pero ninguno de estos esfuerzos puede ser algo más que una tenue luz en el gran cielo de bronce de Serra que se eleva por encima de nosotros, un cielo que se vuelve más brillante en contraste con el mundo más oscuro que hemos construido abajo. TWU genera un diálogo entre la naturaleza y la cultura, entre el pasado y el presente de la ciudad —y su futuro, los edificios todavía con las vigas al aire, todavía potencialmente infinitos—, entre el artista y su público, entre todos nosotros y el entorno urbano que une todas nuestras líneas de la vida. El modernismo de los años setenta, en su mejor momento, consistió en este proceso de diálogo. Puesto que he llegado hasta aquí, quisiera usar este modernismo para generar un diálogo con mi propio pasado, mi propio hogar perdido, mis propios fantasmas. Quisiera regresar al punto en que comenzó este ensayo, a mi Bronx, que sólo ayer era vigoroso y pujante y hoy es un espacio yermo de ruinas y cenizas. ¿Puede el modernismo dar vida a esos huesos? En un sentido literal, evidentemente no: sólo una inversión federal masiva, unida a una participación popular activa y enérgica pueden devolver realmente la vida al Bronx. Pero la visión y la imaginación modernistas pueden dar a nuestras mutiladas ciudades interiores una razón por la que vivir, pueden contribuir u obligar a que nuestra mayoría no urbana comprenda que le interesa el destino de la ciudad, pueden sacar a la luz su abundancia de vida y belleza, enterrada pero no muerta. Para enfrentarme al Bronx, deseo hacer uso de dos medios diferentes, que florecieron en los años setenta, y fusionarlos; el uno es de muy reciente invención, el otro es bastante antiguo, pero ha sido elaborado y desarrollado recientemente. El primer medio recibe el nombre de earthwork, “obras de tierra” o “arte de tierra”. Se remonta a comienzos de la década de 1970, y su espíritu más creativo fue Robert Smithson, que murió trágicamente en un accidente aéreo a los treinta y cinco años, en 1973. Smithson estaba obsesionado por las ruinas hechas por el hombre: montones de escoria, chatarra, minas a cielo abierto abandonadas, canteras agotadas, lagunas y arroyos contaminados, el cúmulo de desperdicios que ocupaba el lugar de Central Park antes de la llegada de Olmsted. A lo largo de los primeros años de la década de 1970, Smithson recorrió el país de arriba abajo, tratando inútilmente de interesar a los burócratas del gobierno y las empresas en la idea de que Una solución práctica para la utilización de áreas devastadas sería el reciclaje del agua y la tierra en términos de “arte de tierra”... El arte se puede convertir en un recurso que medie entre el ecologista y el industrial. La ecología y la industria no son calles de una sola dirección. Más bien, deberían de ser encrucijadas. El arte puede contribuir a proporcionar la dialéctica necesaria entre ambas.19 19

“Untitled proposals”, 1971-1972, en The writings of Robert Smithson: essays and illustrations, edición de Nancy Holt, NYU, 1979, pp. 220-221. Para las visiones urbanas de Smithson, véanse sus ensayos “Ultra-moderne”, “A tour of the monuments of Passaic, New Jersey” y “Frederick Law Olmsted and the dialectical landscape”, todos ellos en este volumen. Sólo uso con fines educativos

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Smithson se vio obligado a recorrer grandes distancias, a través de los desiertos del Oeste Medio y el Sudoeste de los Estados Unidos; no vivió para ver el inmenso yermo abierto en el Bronx, lienzo ideal para su arte, prácticamente frente a la puerta de su casa. Pero su pensamiento da muchas pistas sobre la forma en que podríamos proceder. Es esencial, diría con certeza, aceptar el proceso de desintegración como marco de nuevos tipos de integración, usar los escombros como medio para construir nuevas formas y hacer nuevas afirmaciones; sin ese marco y ese medio, no puede producirse un crecimiento real.* El segundo medio que quiero usar es el mural histórico. Los murales prosperaron en el período de la WPA, cuando fueron encargados para dramatizar ideas políticas y radicales en general. Volvieron con fuerza en los años setenta, a menudo financiados con el dinero federal de la CETA. De acuerdo con el espíritu dominante en los años setenta, los murales más recientes subrayaban la historia local y comunitaria, en vez de la ideología mundial. Además —y ésta parece ser una innovación de los años setenta—, a menudo los murales eran realizados por miembros de la comunidad cuya historia evocaban, de manera que podían ser a la vez sujetos, objetos y público de arte, uniendo la teoría a la práctica dentro de la mejor tradición modernista. El mural comunitario más interesante y ambicioso de los años setenta parece ser el de la Gran Muralla, ejecutado en Los Ángeles por Judith Baca. El arte de tierra y los murales comunitarios ofrecen los medios para expresar mi sueño modernista del Bronx: el Mural del Bronx. El Mural del Bronx, tal como yo lo imagino, debería ser pintado en los muros de contención de ladrillo y hormigón que se extienden a lo largo de la mayor parte de los 13 kilómetros de la autopista del Bronx, de manera que cada viaje en automóvil yendo o viniendo del Bronx se convirtiera en un viaje por sus profundidades enterradas. En los lugares en que la autopista va por encima o cerca del nivel del suelo y el muro se reduce, la visión del conductor de la vida pasada del Bronx se alternaría con vistas panorámicas de su ruina presente. El mural podría mostrar cortes transversales de calles, de casas, incluso de habitaciones llenas de personas, tales como eran antes de que la autopista las atravesara. Pero se remontaría a más atrás, a los primeros años de nuestro siglo, a los momentos culminantes de la inmigración judía e italiana, con un Bronx que crecía a lo largo de las líneas del metro en rápida expansión y (en palabras del Manifiesto comunista) “poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra”: a las decenas de miles de obreros de la confección, impresores, carniceros, pintores de brocha gorda, peleteros, sindicalistas, socialistas, anarquistas, comunistas. Aquí está D. W. Griffith, cuyo antiguo edificio del Biograph Studio está todavía en pie, sólido aunque descuidado y estropeado, al borde de la autopista; aquí está Sholem Aleichem, mirando el Nuevo Mundo y diciendo que era bueno, y muriendo en la calle Kelly (en la manzana en que nació Bella Azburg); y allí está Trotski en la calle 16, a la espera de su revolución (¿hizo realmente papeles de ruso en oscuras películas mudas?

* Hacia fines de los años setenta, algunas autoridades y comisiones de arte locales comenzaron a responder, iniciándose la construcción de algunas obras impresionantes de arte de tierra. Esta incipiente gran oportunidad presenta también grandes problemas, enfrenta a los artistas con los defensores del medio ambiente y los expone a la acusación de que crean una belleza meramente cosmética que disfraza la rapacidad y brutalidad empresarial y política. Para un relato lúcido de las formas en que los artistas de tierra han planteado y dado respuesta a estos temas, véase “It’s the Pits” Village Voice, 2 de septiembre de 1980.

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Nunca lo sabremos). Ahora vemos a una burguesía modesta, pero vigorosa y confiada, surgiendo en los años veinte en las proximidades del Yankee Stadium, paseando un rato al sol por el Grand Concourse, descubriendo el romance en las barcas con forma de cisne de Crotona Park; y no muy lejos, las coops, la gran red de colonias de viviendas obreras, construyendo en régimen de cooperativa un nuevo mundo junto a los parques del Bronx y Van Cortlandt. Avanzamos hacia la desolada adversidad de los años treinta, las colas de desempleados, la ayuda doméstica, la WPA (cuyo espléndido monumento, el Palacio de Justicia del Bronx, se levanta justamente por encima del Yankee Stadium), pasiones y energías radicales estallando, batallas campales en las esquinas entre estalinistas y trotskistas, cafeterías y confiterías inflamadas por las conversaciones durante toda la noche; y luego hacia la ansiedad y la excitación de los años de posguerra, la vuelta de la opulencia, los barrios más vibrantes que nunca, aun cuando más allá de los barrios comienzan a abrirse nuevos mundos, la gente compra autos, comienza a ponerse en movimiento; hacia los nuevos inmigrantes del Bronx —de Puerto Rico, Carolina del Sur, Trinidad— nuevos tonos de piel y de vestidos en la calle, nuevas músicas y ritmos, nuevas tensiones e intensidades; y, finalmente, hacia Robert Moses y su terrible autopista destruyendo la vida interior del Bronx, transformando la evolución en degeneración, la entropía en catástrofe, creando la ruina sobre la que está construida esta obra de arte. El mural tendría que ser ejecutado en una serie de estilos radicalmente diferentes, a fin de expresar la asombrosa variedad de visiones imaginativas que emanan de estas calles, casas, patios, carnicerías kosher, confiterías y tiendas de golosinas aparentemente uniformes. Barnett Newman, Stanley Kubrick, Clifford Odets, Larry Rivers, George Segal, Jerome Weidman, Rosalyn Drexler, E. L. Doctorow, Grace Paley, Irving Howe, estarían todos allí; junto con George Meany, Herman Badillo, Bella Abzug y Stokely Carmichael; John Garfield, el Sidney Falco de Tony Curtis, la Molly Goldenberg de Gertrude Berg, Bess Myerson (monumento icónico a la asimilación, la Miss América del Bronx de 1945) y Anne Bancroft; Hank Greenberg, Jake La Motta, Jack Molinas (¿fue el atleta más notable del Bronx, su maleante más depravado, o ambas cosas?); Nate Archibald; A. M. Rosenthal del New York Times y su hermana, la dirigente comunista Ruth Witt; Phil Spector, Bill Graham, Dion y los Belmont, los Rascal, Laura Nyro, Larry Harlow, los hermanos Palmieri; Jules Feiffer y Loy Meyers; Paddy Chayevsky y Neil Simon; Ralph Lauren y Calvin Klein, Garry Winogrand, George y Mike Kuchar; Jonas Salk, George Wald, Seymour Melman, Herman Khan: todos ellos y muchos más. Los hijos del Bronx se sentirían animados a regresar y a ponerse en el cuadro: el muro de la autopista es lo suficientemente grande como para dar cabida a todos; a medida que se abarrota se aproximaría a la densidad del Bronx en su mejor momento. Conducir a través de todo esto sería una experiencia rica y extraña. Los conductores podrían sentirse cautivados por las figuras, los ambientes y las fantasías del mural, los fantasmas de sus padres, de sus amigos, hasta de ellos mismos, como sirenas seduciéndolos para que se lanzaran al abismo del pasado. Por otra parte, muchos de estos fantasmas presionarían y empujarían, morirían por saltar a un futuro más allá del Bronx y sus muros y unirse al flujo del tráfico que se aleja. El Mural del Bronx terminaría donde termina la autopista, donde se une a la autopista de Westchester y Long Island. El final, la frontera entre el Bronx y el mundo, estaría señalado por un arco gigantesco, siguiendo la tradición de los monumentos colosales concebidos por Claes Oldenburg en los años sesenta. Este arco sería circular e hinchable, sugiriendo a la vez un neumático

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de automóvil y un donuts. Completamente hinchado tendría un aspecto indigestamente duro como donuts, pero ideal como neumático para una huida rápida; desinflado parecería agujereado y peligroso como neumático, pero como donuts invitaría a sentarse a comer. He retratado el Bronx de hoy en día como un escenario de desastre y desesperación. Ciertamente hay todo esto, pero hay mucho más. Abandonad la autopista y conducid algo más de un kilómetro hacia el sur, o medio kilómetro hacia el norte, en dirección al zoo; entrad y salid por calles cuyos nombres están señalados en las intersecciones del alma —Fox, Kelly, Longwood, Honeywell, Southern Boulevard— y encontraréis manzanas tan parecidas a las manzanas que abandonasteis hace mucho tiempo, manzanas que pensabais desaparecidas para siempre, que os preguntaréis si estáis viendo fantasmas, o si vosotros mismos sois fantasmas que rondan estas calles concretas con los espectros de vuestra ciudad interior. Los rostros y los rótulos son hispanos, pero la vibración y la cordialidad —los viejos tomando el sol, las mujeres con sus bolsas de la compra, los niños jugando a la pelota en la calle— se sienten tan próximos a casa que resulta fácil tener la sensación de que nunca se ha salido de casa. Muchas de estas manzanas son tan confortablemente anodinas que casi podemos sentir cómo nos fundimos con ellas, casi acunados, hasta que, al volver una esquina, toda la pesadilla de la devastación —una manzana de esqueletos quemados y negros, una calle de cascotes y cristales por la que no va nadie— surge ante nuestros ojos despertándonos bruscamente. Entonces podemos comenzar a comprender lo que vimos antes en la calle. Han sido necesarios los esfuerzos más extraordinarios para rescatar de la muerte a estas calles anodinas, para recomenzar en ellas la vida cotidiana desde la base. Esta empresa colectiva es el resultado de la fusión del dinero gubernamental con el esfuerzo —“justicia sudada” la llaman— y el espíritu de los vecinos.20 Se trata de una empresa arriesgada y precaria —podemos sentir los riesgos cuando vemos el horror justo al volver la esquina— que para ser realizada requiere de una visión, una energía y un coraje fáusticos. Estos son los habitantes de la nueva ciudad de Fausto, sabedores de que cada día deben volver a ganarse la vida y la libertad. En esta obra de renovación el arte moderno toma parte activa. Entre las gratas calles resucitadas nos encontramos con una enorme escultura de acero que se eleva varios pisos hacia el cielo. Sugiere la forma de dos palmeras que se inclinan de modo expresionista la una hacia la otra formando un arco de entrada. Se trata del “Sol de Puerto Rico”, de Rafael Ferrer, el árbol más nuevo de la selva de los símbolos de Nueva York. El arco nos conduce a una red de jardines, Fox Street Community Garden. La obra es imponente y lúdica a la vez; retrocediendo podemos admirar su fusión, al estilo de Calder, de formas macizas y curvas sensuales. Pero la obra de Ferrer adquiere una hondura y una resonancia singulares por su relación con su emplazamiento. En este vecindario, en su mayoría puertorriqueño y abrumadoramente caribeño, evoca el paraíso perdido del trópico. Confeccionada con materiales industriales, sugiere que la alegría y la sensualidad que pueden obtenerse aquí en Estados Unidos, en el Bronx, deben venir —y vienen, de hecho— de la reconstrucción industrial y social. De estructura negra, pero pintada con grandes manchas y brochazos abstractos y expresionistas de vívidos colores

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Véase el volumen Devastation/resurrection: the South Bronx, preparado por el Bronx Museum of the Arts en el invierno de 1979-1980. Este volumen ofrece un excelente relato de la dinámica del urbicidio y de los comienzos de la reconstrucción.

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—rojo vivo, amarillo y verde por la cara que da al Oeste, y rosa, celeste y blanco por la que da al Este— simboliza las maneras, diferentes pero quizás igualmente válidas, en que los habitantes del South Bronx, operando con sus nuevas formas, pueden dar vida a su mundo. Estas personas, a diferencia del público de TWU, de Serra, en el centro, no han grabado inscripciones en el arco de Ferrer, que parece ser un popular objeto de orgullosa contemplación en la calle. Tal vez ayude a quienes atraviesan un pasaje crucial y atormentado de su historia —y de la nuestra— a comprender hacia dónde van y quiénes son. Espero que les ayude; sé que a mí me ayuda. Y a mi entender, de esto se trata el modernismo.21 Podría seguir hablando de otras incitantes obras modernistas de la pasada década. En cambio, he pensado dejar el Bronx con un encuentro con algunos de mis propios fantasmas. Al llegar al final de este libro, observo cómo este proyecto, que me llevó tanto tiempo, se mezcla con el modernismo de mi época. He estado excavando para sacar a la luz algunos de los enterrados espíritus modernos del pasado, intentando explorar una dialéctica entre su experiencia y la nuestra, esperando ayudar a la gente de mi época a crear una modernidad futura más plena y libre que las vidas modernas que hemos conocido hasta ahora. ¿Pueden ser llamadas modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado? Para muchos pensadores, todo el objetivo del modernismo consiste en deshacerse de todas estas rémoras, de manera que el mundo y el yo puedan ser creados de nuevo. Otros creen que las formas verdaderamente distintivas del arte y el pensamiento contemporáneo han dado un salto cuantitativo más allá de las diversas sensibilidades del modernismo, ganándose el derecho a llamarse “posmodernos”. Quiero responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso. En los últimos doscientos años, el mundo moderno ha cambiado radicalmente en muchos aspectos; pero la situación del modernista que trata de sobrevivir y crear en medio de la vorágine ha continuado siendo sustancialmente la misma. Esta situación ha generado un lenguaje y una cultura del diálogo, que ha acercado a los modernistas del pasado, el presente y el futuro y ha permitido que la cultura modernista siga viva y pujante hasta en los momentos más espantosos. A través de este libro he tratado no sólo de describir la vida del diálogo modernista, sino también de desarrollarla. Pero la primacía del diálogo en la vida del modernismo en curso hace que los modernistas nunca puedan prescindir del pasado: deben seguir siempre acosados por él, desenterrando sus fantasmas, recreándolo incluso cuando se rehacen y rehacen su mundo. Si alguna vez el modernismo consiguiera desprenderse de sus chatarras y sus andrajos y de los

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Véase Carter Ratcliff, “Ferrer’s Sun and Shade”, Art in America, marzo de 1980, pp. 80-86, para un perspicaz análisis de esta obra. Pero Ratcliff no se da cuenta de que, entremezclada con la dialéctica de la obra de Ferrer, el emplazamiento de esta obra —la calle Fox en South Bronx— tiene su propia dialéctica interior.

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incómodos eslabones que lo atan al pasado, perdería todo su peso y su profundidad, y la vorágine de la vida moderna se lo llevaría inevitablemente. Sólo manteniendo vivos los lazos que lo atan a las modernidades del pasado —lazos que son a la vez íntimos y antagónicos— puede ayudar a los hombres y mujeres modernos del presente y el futuro a ser libres. Esta manera de entender el modernismo debería ayudarnos a clarificar algunas de las ironías de la mística contemporánea “posmoderna”.22 He argumentado que el modernismo de la década de los años setenta se distinguió por su deseo y poder de recordar, de recordar tanto de lo que las sociedades modernas —independientemente de cuáles sean sus ideologías o sus clases dominantes— quieren olvidar. Pero cuando los modernistas contemporáneos pierden contacto con su propia modernidad, y la niegan, únicamente se hacen eco del autoengaño de la clase dominante, convencida de que ha superado los problemas y peligros del pasado, y mientras tanto se alejan y nos alejan de la fuente fundamental de su propia fortaleza. Hay otra pregunta inquietante que es necesario plantearse acerca de los modernismos de los años setenta. ¿En conjunto, añadieron algo? He mostrado cómo un cierto número de individuos y grupos pequeños se enfrentaron a sus propios fantasmas, y cómo, de estas luchas interiores, obtuvieron un significado, una dignidad y belleza para sí mismos. Todo esto está bien, pero ¿pueden estas exploraciones personales, familiares, locales y étnicas generar algún tipo de visión más amplia o de esperanza colectiva para todos nosotros? He tratado de describir algunas de las diversas iniciativas de la última década de una forma que mostrara su meollo común y ayudara a algunas de las numerosas personas y grupos aislados a darse cuenta de que su afinidad espiritual es mayor de lo que creen. Pero no puedo pretender saber si de hecho harán que estos vínculos humanos sean más firmes y si ello dará origen a algún tipo de acción comunitaria o colectiva. Tal vez los modernos de los años setenta se contentarán con la luz interior y artificial de sus cúpulas infladas. O tal vez, algún día cercano, sacarán las cúpulas por sus ventanales, se abrirán las ventanas unos a otros y trabajarán en la creación de una política de autenticidad que nos incluya a todos. Cuando suceda, si sucede, esto marcará el momento en que el modernismo de los años ochenta inicie su trayectoria. Hace veinte años, al finalizar otra década apolítica, Paul Goodman anunció la gran ola de radicales e iniciativas radicales que estaba a punto de surgir. ¿Cuál fue la relación de este radicalismo emergente, incluyendo el suyo propio, con la modernidad? Goodman argumentó que si los jóvenes de hoy se encontraban “creciendo en el absurdo” sin una vida honorable, o siquiera significativa, que desarrollar, la fuente del problema “no es el espíritu de la sociedad moderna”; más bien, “es que este espíritu no ha realizado lo suficiente”.23 La lista de posibilidades modernas que Goodman reunió bajo el título de “Las revoluciones perdidas” está hoy tan abierta y es tan apremiante como entonces. En mi presentación de las modernidades de ayer y de hoy, he tratado de señalar algunas de las formas en que el espíritu moderno podría continuar avanzando para realizarse mañana. ¿Y qué podemos decir de pasado mañana? Ihab Hassan, ideólogo del posmodernismo lamenta la terca negativa de la modernidad a desaparecer: “¿Cuándo terminará la Época Moderna? ¿Ha esperado

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Para un breve análisis, véase Introducción, nota 24. Growing up absurd: problems of youth in organized society, Random House, 1960, p. 230.

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alguna época el Renacimiento, el barroco, el período clásico, el romántico, el victoriano, tanto tiempo? Tal vez, únicamente la Baja Edad Media. ¿Cuándo terminará el modernismo y qué viene después?24 Si la argumentación general de este libro es correcta, los que esperan el final de la Edad Moderna pueden tener la seguridad de tener un trabajo fijo. Es posible que la economía moderna siga creciendo, aunque probablemente en nuevas direcciones, adaptándose a las crisis crónicas de energía y medio ambiente creadas por su propio éxito. Las futuras adaptaciones exigirán grandes agitaciones sociales y políticas; pero la modernización siempre ha prosperado en el conflicto, en una atmósfera de “incertidumbre y agitación permanentes”, en la cual, como dice el Manifiesto comunista “todas las relaciones estancadas y enmohecidas... quedan rotas”. En tal atmósfera, la cultura del modernismo seguirá desarrollando nuevas visiones y expresiones de la vida: pues los mismos impulsos económicos y sociales que transforman incesantemente el mundo que nos rodea, para bien y para mal, también transforman las vidas interiores de los hombres y las mujeres que lo habitan y lo mantienen en movimiento. El proceso de modernización, aun cuando nos explote y atormente, da vida a nuevas energías y a nuestra imaginación y nos mueve a comprender y enfrentarnos al mundo que la modernización ha construido, y a esforzarnos por hacerlo nuestro. Creo que nosotros y los que vengan después de nosotros, seguiremos luchando para hacer de este mundo nuestro hogar, incluso si los hogares que hemos hecho, la calle moderna, el espíritu moderno, continúan desvaneciéndose en el aire.

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Paracriticisms: seven speculations of the times, p. 40.

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Unidad II: Poéticas y Prácticas Urbanas Modernas Lectura Nº 1 Calvino, Ítalo, Las Ciudades Invisibles, Madrid, España, El Mundo, Unidad Editorial S. A., 1999, pp. 19-39.

I

No es que Kublai Jan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el emperador de los tártaros sigue escuchando al joven veneciano con más curiosidad y atención que a ningún otro de sus mensajeros o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar; que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Jan conseguía discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.

Las ciudades y la memoria. 1 Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.

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Las ciudades y la memoria. 2 Al hombre que cabalga largamente por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte largavistas y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos. Las ciudades y el deseo. 1 De la ciudad de Dorotea se puede hablar de dos maneras: decir que cuatro torres de aluminio se elevan en sus murallas flanqueando siete puertas del puente levadizo de resorte que franquea el foso cuyas aguas alimentan cuatro verdes canales que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno de trescientas casas y setecientas chimeneas; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas de cada barrio se casan con jóvenes de otros barrios y sus familias intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, hacer cálculos a base de estos datos hasta saber todo lo que se quiera de la ciudad en el pasado el presente el futuro; o bien decir como el camellero que allí me condujo: “Llegué en la primera juventud, una mañana, mucha gente iba rápida por las calles rumbo al mercado, las mujeres tenían hermosos dientes y miraban derecho a los ojos, tres soldados tocaban el clarín en una tarima, todo alrededor giraban ruedas y ondulaban carteles de colores. Hasta entonces yo sólo había conocido el desierto y las rutas de las caravanas. Aquella mañana en Dorotea sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida. En los años siguientes mis ojos volvieron a contemplar las extensiones del desierto y las rutas de las caravanas; pero ahora sé que éste es sólo uno de los tantos caminos que se me abrían aquella mañana en Dorotea”. Las ciudades y la memoria. 3 Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte a Zaira, la ciudad de los altos bastiones. Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus soportales, qué chapas de zinc cubren los techos; pero ya sé que sería como no decirte nada. La ciudad no está hecha de esto, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia hasta el suelo de una farola y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el hilo tendido desde la farola hasta la barandilla de enfrente y las guirnaldas que empavesan el recorrido del cortejo nupcial de la reina; la altura de aquella barandilla y el salto del adúltero que se descuelga de ella al alba; la inclinación de una canaleta y el gato que la recorre majestuosamente para colarse por la misma ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de pronto desde detrás del cabo y la bomba que destruye la canaleta; los rasgones de las redes de pescar y los tres viejos que sentados en el muelle para remendarlas se cuentan por centésima vez la historia de la cañonera del usurpador de quien se dice que era un hijo adulterino de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle.

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En esta ola de recuerdos que rehuye la ciudad se embebe como una esponja y se dilata. Una descripción de Zaira tal como es hoy debería contener todo el pasado de Zaira. Pero la ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas. Las ciudades y el deseo. 2 Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora enumerar las mercancías que se compran a buen precio: ágata ónix crisopacio y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán dorado que se asa sobre la llama de leña de cerezo estacionada, y espolvoreada con mucho orégano; hablar de las mujeres que he visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces —así cuentan— invitan al viajero a desvestirse con ellas y a perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción de Anastasia no hace sino despertar los deseos, uno tras otro, para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas al día trabajas tallando ágatas ónices crisopacios, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma y crees que gozas de toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo. Las ciudades y los signos. 1 El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo e intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son. Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna; las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales indican lo que está prohibido en un lugar —entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente— y lo que es lícito —dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes. Desde las puertas de los templos se ven las estatuas de los dioses representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la

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frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se empeña en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante... Las ciudades y la memoria. 4 Más allá de seis ríos y tres cadenas de montañas surge Zora, ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más. Pero no porque deje, como otras ciudades memorables, una imagen fuera de lo común en el recuerdo. Zora tiene la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto, en la sucesión de sus calles, y de las casas a lo largo de las calles, y de las puertas y ventanas de las casas, aunque no haya en ellas hermosuras o rarezas particulares. Su secreto es la forma en que la vista se desliza por figuras que se suceden como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni una nota. El hombre que sabe de memoria cómo es Zora, en la noche, cuando no puede dormir, imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, la estatua del ermitaño y el león, el baño turco, el café de la esquina, el atajo que lleva al puerto. Esta ciudad que no se borra de la mente es como un armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen esta ciudad de memoria. Pero inútilmente emprendí viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo, desapareció. La tierra la ha olvidado. Las ciudades y el deseo. 3 De dos maneras se llega a Despina: en barco o en camello. La ciudad es diferente para el que viene por tierra y para el que viene del mar. El camellero que ve despuntar en el horizonte del altiplano los pináculos de los rascacielos, las antenas radar, agitarse las mangas de ventilación blancas y rojas, echar humo las chimeneas, piensa en una embarcación, sabe que es una ciudad pero la piensa como una nave que lo sacará del desierto, un velero que está por zarpar y el viento que hincha ya sus velas todavía sin desatar, o un vapor con su caldera vibrando en la carena de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las hosterías donde tripulaciones de distinta bandera se rompen la cabeza a botellazos, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer peinándose.

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En la neblina de la costa el marinero distingue la forma de la giba de un camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas manchadas que avanzan contoneándose, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco, y ya se ve a la cabeza de una larga caravana que lo lleva del desierto del mar hacia el oasis de agua dulce, a la sombra dentada de las palmeras, hacia palacios de espesos muros encalados, de patios embaldosados sobre los cuales danzan descalzas las bailarinas y mueven los brazos, ya dentro, ya fuera del velo. Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos desiertos. Las ciudades y los signos. 2 De la ciudad de Zirma los viajeros vuelven con recuerdos muy claros: un negro ciego que grita en la multitud, un loco que se asoma en la cornisa de un rascacielos, una muchacha que pasea con un puma sujeto por una traílla. En realidad muchos de los ciegos que golpean con el bastón en el empedrado de Zirma son negros, en todos los rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos se pasan horas en las cornisas, no hay puma que no sea criado por el capricho de una muchacha. La ciudad es redundante: se repite para que algo llegue a fijarse en la mente. Yo también vuelvo de Zirma: mi recuerdo abarca dirigibles que vuelan en todas direcciones a la altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes subterráneos atestados de mujeres obesas que se sofocan. Los compañeros que venían conmigo en el viaje juran en cambio que vieron un solo dirigible suspendido entre los pináculos de la ciudad, un solo tatuador que disponía sobre su mesa agujas y tintas y dibujos perforados, una sola mujerona apantallándose en la plataforma de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad empiece a existir. Las ciudades sutiles. 1 Se supone que Isaura, ciudad de los mil pozos, surge sobre un profundo lago subterráneo. Dondequiera que los habitantes, excavando en la tierra largos agujeros verticales, han conseguido sacar agua, hasta allí y no más lejos se ha extendido la ciudad: su perímetro verdeante repite el de las orillas oscuras del lago sepulto, un paisaje invisible condiciona el visible, todo lo que se mueve al sol es impelido por la ola que bate encerrada bajo el cielo calcáreo de la roca. Por eso, dos clases de religiones se dan en Isaura. Los dioses de la ciudad, según algunos, habitan en las profundidades, en el lago negro que alimenta las venas subterráneas. Según otros, los dioses habitan en los cubos que suben colgados de la cuerda cuando asoman en el brocal de los pozos, en las roldanas que giran, en los cabrestantes de las norias, en las palancas de las bombas, en las palas de los molinos de viento que suben el agua de las perforaciones, en los andamiajes de metal que encauzan el enroscarse de las sondas, en los tanques posados en zancos sobre los techos, en los arcos delgados de los acueductos, en todas las columnas de agua, las tuberías verticales, los flotadores, los rebosaderos, subiendo hasta las veletas que coronan los aéreos andamiajes de Isaura, ciudad que se mueve hacia lo alto.

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Enviados a inspeccionar las provincias remotas, los mensajeros y los recaudadores de impuestos del Gran Jan regresaban puntualmente al palacio real de Kemenfú y a los jardines de magnolias a cuya sombra Kublai paseaba escuchando sus largas relaciones. Los embajadores eran persas sirios coptos turcomanos; es el emperador el extranjero para cada uno de sus súbditos y sólo a través de ojos y oídos extranjeros el imperio podía manifestar a Kublai su existencia. En lenguas incomprensibles para el Jan, los mensajeros referían noticias escuchadas en lenguas que les eran incomprensibles: de ese opaco espesor sonoro emergían las cifras percibidas por el fisco imperial, los nombres y los patronímicos de los funcionarios depuestos y decapitados, las dimensiones de los canales de riego que los magros ríos alimentaban en tiempos de sequía. Pero cuando el que hacía el relato era el joven veneciano, una comunicación diferente se establecía entre él y el emperador. Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino con gestos: saltos, gritos de maravilla y de horror, ladridos o cantos de animales, o con objetos que iba extrayendo de su alforja: plumas de avestruz, cerbatanas, cuarzos, y disponiendo delante de sí como piezas de ajedrez. De vuelta de las misiones que Kublai le encomendaba, el ingenioso extranjero improvisaba pantomimas que el soberano debía interpretar: una ciudad era designada por el salto de un pez que huía del pico del cormorán para caer en una red, otra ciudad por un hombre desnudo que atravesaba el fuego sin quemarse, una tercera por una calavera que apretaba entre los dientes verdes de moho una perla escondida y redonda. El Gran Jan descifraba los signos, pero el nexo entre éstos y los lugares visitados seguía siendo incierto: no sabía nunca si Marco quería representar una aventura que le había sucedido durante el viaje, una hazaña del fundador de la ciudad, la profecía de un astrólogo, un acertijo o una charada para indicar un nombre. Pero por manifiesto u oscuro que fuese, todo lo que Marco mostraba tenía el poder de los emblemas, que una vez vistos no se pueden olvidar ni confundir. En la mente del Jan el imperio se reflejaba en un desierto de datos frágiles e intercambiables como granos de arena de los cuales emergían para cada ciudad y cada provincia las figuras evocadas por los logogrifos del veneciano. Con el sucederse de las estaciones y de las misiones, Marco se familiarizó con la lengua tártara y con muchos idiomas de naciones y dialectos de tribus. Sus relatos eran ahora los más precisos y minuciosos que el Gran Jan hubiera podido desear y no había pregunta o curiosidad a la que no respondiesen, y sin embargo toda noticia sobre un lugar remitía la mente del emperador a aquel primer gesto y objeto con el que Marco lo había designado. El nuevo dato recibía un sentido de aquel emblema y al mismo tiempo añadía al emblema un sentido nuevo. Quizá el imperio, pensó Kublai, es sólo un zodíaco de fantasmas de la mente. –El día que conozca todos los emblemas —preguntó a Marco— ¿conseguiré al fin poseer mi imperio? Y el veneciano: –Sire, no lo creas: ese día serás tú mismo emblema entre los emblemas.

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II

–Los otros embajadores me informan sobre carestías, concusiones, conjuras, o bien me señalan minas de turquesas recién descubiertas, precios ventajosos de las pieles de marta, propuestas de suministros de armas damasquinas. ¿Y tú? —preguntó el Gran Jan a Polo— vuelves de comarcas tan lejanas y todo lo que sabes decirme son los pensamientos que se le ocurren al que toma el fresco por la noche sentado en el umbral de su casa. ¿De qué te sirve entonces viajar tanto? –Es de noche, estamos sentados en las escalinatas de tu palacio, sopla un poco de viento —respondió Marco Polo. Cualquiera que sea la comarca que mis palabras evoquen a tu alrededor, la verás desde un observatorio situado como el tuyo, aunque en lugar del palacio real haya una aldea lacustre y la brisa traiga el olor de un estuario fangoso. –Mi mirada es la del que está absorto y medita, lo admito. ¿Pero y la tuya? Atraviesas archipiélagos, tundras, cadenas de montañas. Daría lo mismo que no te movieses de aquí. El veneciano sabía que cuando Kublai se las tomaba con él era para seguir mejor el hilo de sus razonamientos, y que sus respuestas y objeciones se situaban en un discurso que ya se desenvolvía por cuenta propia en la cabeza del Gran Jan. O sea que entre ellos era indiferente que se enunciaran en voz alta problemas o soluciones, o que cada uno de los dos siguiera rumiándolos en silencio. En realidad estaban mudos, con los ojos entrecerrados, reclinados sobre cojines, meciéndose en hamacas, fumando largas pipas de ámbar. Marco Polo imaginaba que respondía (o Kublai imaginaba su respuesta) que cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí, y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto del cual había zarpado, y los sitios familiares de su juventud, y los alrededores de su casa, y una plazuela de Venecia donde corría un niño. Al llegar a este punto Kublai Jan lo interrumpía o imaginaba que lo interrumpía con una pregunta como: –¿Avanzas con la cabeza siempre vuelta hacia atrás? —o bien: –¿Lo que ves está siempre a tus espaldas? —o mejor: –¿Tu viaje transcurre sólo en el pasado? Todo para que Marco Polo pudiese explicar o imaginar que explicaba o que Kublai hubiese imaginado que explicaba o conseguir por último explicarse a sí mismo que aquello que buscaba era siempre algo que estaba delante de él, y aunque se tratase del pasado era un pasado que avanzaba a medida que él avanzaba en su viaje, porque el pasado del viajero cambia según el itinerario cumplido, no digamos ya el pasado próximo al que cada día que pasa añade un día, sino el pasado más remoto. Al llegar a cada nueva ciudad el viajero encuentra un pasado suyo que ya no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres o no posees más, te espera al paso en los lugares extraños y no poseídos. Marco entra en una ciudad: ve a alguien que vive en una plaza una vida o un instante que podrían ser suyos; en el lugar de aquel hombre ahora hubiera podido estar él si se hubiese detenido en el tiempo mucho tiempo antes, o bien si mucho tiempo antes, en una encrucijada, en vez de tomar por un camino hubiese tomado por el opuesto y al cabo de una larga vuelta hubiera ido a encontrarse en el lugar de aquel hombre en aquella plaza. En adelante, de aquel pasado suyo verdadero o hipotético, él queda excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad

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donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizás había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado; ramas secas. –¿Viajas para revivir tu pasado? —era en ese momento la pregunta del Jan, que podía también formularse así: ¿Viajas para encontrar tu futuro? Y la respuesta de Marco: –El otro lado es un espejo negativo. El viajero reconoce lo poco que es suyo al descubrir lo mucho que no ha tenido y no tendrá.

Las ciudades y la memoria. 5 En Maurilia se invita al viajero a visitar la ciudad y al mismo tiempo a observar viejas tarjetas postales que la representan como era: la misma plaza idéntica con una gallina en el lugar de la estación de autobuses, el quiosco de música en el lugar del puente, dos señoritas con sombrilla blanca en el lugar de la fábrica de explosivos. Puede ocurrir que para no decepcionar a los habitantes, el viajero elogie la ciudad de las postales y la prefiera a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de límites precisos su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Maurilia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Maurilia provinciana, no compensan cierta gracia perdida, que sin embargo se puede disfrutar ahora sólo en las viejas postales, mientras que antes, con la Maurilia provinciana delante de los ojos, de gracioso no se veía realmente nada, y mucho menos se vería hoy si Maurilia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue. Hay que guardarse de decirles que a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, que nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones hasta los nombres de los habitantes permanecen iguales, y el acento de las voces, e incluso las facciones; pero los dioses que habitan bajo esos nombres y en esos lugares se han marchado sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros. Es inútil preguntarse si éstos son mejores o peores que los antiguos, dado que no existe entre ellos ninguna relación, así como las viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta. Las ciudades y el deseo. 4 En el centro de Fedora, metrópoli de piedra gris, hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. Mirando el interior de cada esfera se ve una ciudad azul que es el modelo de otra Fedora. Son las formas que la ciudad hubiera podido adoptar si, por una u otra razón, no hubiese llegado a ser como hoy la vemos. Hubo en todas las épocas alguien que, mirando a Fedora tal como era, imaginó el modo de convertirla en la ciudad ideal, pero mientras construía su modelo en miniatura Fedora ya no era la misma de antes y lo que hasta ayer había sido su posible futuro ahora sólo era un juguete en una esfera de vidrio. Fedora tiene hoy en el palacio de las esferas su museo: cada uno de sus habitantes lo visita, escoge la ciudad que corresponde a sus deseos, la contempla imaginando que se refleja en el estanque de las medusas que debía recoger las aguas del canal (si no lo hubiesen secado), que recorre subido a lo alto del baldaquín la avenida reservada a los elefantes (ahora proscritos de la ciudad), que se des-

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liza a lo largo de la espiral del minarete en caracol (que no volvió a encontrar la base desde donde se levantaría). En el mapa de tu imperio, oh Gran Jan, deben encontrar su sitio tanto la gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras de las esferas de vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son sólo supuestas. La una encierra todo lo que se acepta como necesario cuando todavía no lo es; las otras lo que imagina como posible y un minuto después deja de serlo. Las ciudades y los signos. 3 El hombre que viaja y no conoce todavía la ciudad que le espera al cabo del camino, se pregunta cómo será el palacio real, el cuartel, el molino, el teatro, el bazar. En cada ciudad del imperio cada edificio es diferente y está dispuesto en un orden distinto: pero apenas el forastero llega a la ciudad desconocida y pone la vista en aquel apeñuscamiento de pagodas y buhardillas y henares, siguiendo el entrelazarse de canales huertos basurales, distingue de inmediato cuáles son los palacios de los príncipes, cuáles los templos de los grandes sacerdotes, la posada, la cárcel, los bajos fondos. Así —dice alguien— se confirma la hipótesis de que cada hombre lleva en su mente una ciudad hecha sólo de diferencias, una ciudad sin figuras y sin forma, y las ciudades particulares la rellenan. En Zoe no es así. En cada lugar de esta ciudad se podría sucesivamente dormir, fabricar herramientas, cocinar, acumular monedas de oro, desvestirse, reinar, vender, consultar los oráculos. Cualquier techo piramidal podría cubrir tanto el lazareto de los leprosos como las termas de las odaliscas. El viajero da vueltas y vueltas y sólo tiene dudas: como no consigue distinguir los puntos de la ciudad, se le mezclan incluso los puntos que en su mente son distintos. De esto deduce lo siguiente: si la existencia en todos sus momentos es enteramente ella misma, la ciudad de Zoe es el lugar de la existencia indivisible. ¿Pero entonces, por qué la ciudad? ¿Qué línea separa el dentro del fuera, el estruendo de las ruedas del aullido de los lobos? Las ciudades sutiles. 2 Ahora diré de la ciudad de Zenobia que tiene esto de admirable: aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones, se sitúan a distintas alturas, sobre zancos que se superponen unos a otros, unidas por escaleras de mano y aceras colgantes, coronadas por miradores cubiertos de techos cónicos, depósitos de agua, veletas, de los que sobresalen roldanas, sedales y grúas. No se recuerda qué necesidad orden o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por eso no se sabe si quedaron satisfechos con la ciudad tal como hoy la vemos, crecida quizá por superposiciones sucesivas del primero y por siempre indescifrable diseño. Pero lo cierto es que si a quien vive en Zenobia se le pide que describa cómo sería para él una vida feliz, la que imagina es siempre una ciudad como Zenobia, con sus pilotes y sus escalas colgantes, una Zenobia tal vez totalmente distinta, con estandartes y cintas flameantes, pero obtenida siempre combinando elementos de aquel primer modelo. Dicho esto, es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenobia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los

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años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella. Las ciudades y los trueques. 1 A ochenta millas, de proa al viento maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semillas de amapola y la caravana, que acaba de descargar costales de nuez moscada y pasas de uva, rellena sus albardas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras iguales en todos los bazares, dentro y fuera del imperio del Gran Jan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de las mismas cortinas espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia, sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre bolsas o barriles, o tendidos sobre pilas de alfombras, a cada palabra que dice uno —como “lobo”, “hermana”, “tesoro escondido”, “batalla”, “sarna”, “amantes”— los otros cuentan cada uno su historia de lobos, hermanas, tesoros, sarna, amantes, batalla. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar uno por uno todos los propios recuerdos, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufemia, la ciudad donde en cada solsticio y cada equinoccio intercambiamos nuestros recuerdos. Recién llegado y buen conocedor de las lenguas del Levante, Marco Polo no podía expresarse sino extrayendo objetos de sus maletas: tambores, pescado salado, collares de dientes de facocero, y señalándolos con gestos, saltos, gritos de maravilla o de horror, o imitando el aullido del chacal y el grito del búho. No siempre las conexiones entre un elemento y otro del relato eran evidentes para el emperador; los objetos podían querer decir cosas diferentes: un carcaj lleno de flechas indicaba ya la proximidad de una guerra, ya la abundancia de caza, ya una armería; una clepsidra podía significar el tiempo que pasa o que ha pasado, o bien la arena, o un taller donde se fabrican clepsidras. Pero lo que hacía precioso para Kublai cada hecho o noticia referidos por su inarticulado informador era el espacio que quedaba en torno, un vacío no colmado de palabras. Las descripciones de ciudades visitadas por Marco Polo tenían esta virtud: que se podía dar vueltas con el pensamiento entre ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo. Con el paso del tiempo, en los relatos de Marco las palabras fueron sustituyendo a los objetos y los gestos: primero exclamaciones, nombres aislados, verbos secos, después giros de frase, discursos ramificados y frondosos, metáforas y tropos. El extranjero había aprendido a hablar la lengua del emperador, o el emperador a entender la lengua del extranjero. Pero se hubiera dicho que la comunicación entre ellos era menos feliz que antes; es cierto que las palabras servían mejor que los objetos y los gestos para catalogar las cosas más importantes de cada provincia y cada ciudad: monumentos, mercados, trajes, fauna y flora; sin embargo cuando

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Polo empezaba a decir cómo sería la vida en aquellos lugares, día tras día, noche tras noche, se le ocurrían menos palabras, y poco a poco volvía a recurrir a gestos, a muecas, a ojeadas. Así, para cada ciudad; tras las noticias fundamentales enunciadas con vocablos precisos, seguía con un comentario mudo, alzando las manos de palma, de dorso o de canto, en movimientos rectos u oblicuos, espasmódicos o lentos. Una nueva suerte de diálogo se entabló entre ambos: las blancas manos del Gran Jan, cargadas de anillos, respondían con movimientos compuestos a las ágiles y nudosas del mercader. Al crecer el entendimiento entre ambos, las manos empezaron a asumir actitudes estables que correspondían cada una a un movimiento del ánimo en su alternancia y repetición. Y mientras el vocabulario de las cosas se renovaba con los muestrarios de las mercancías, el repertorio de los comentarios mudos tendía a cerrarse y a fijarse. Hasta el placer de recurrir a ellos disminuía en ambos; en sus conversaciones permanecían la mayor parte del tiempo callados e inmóviles.

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Lectura Nº 2 De Certeau, Michel, “Andares de la Ciudad. Mirones o Caminantes”, en La Invención de lo Cotidiano. I Artes de Hacer, México, Ediciones de la Universidad Iberoamericana, 1996, pp. 103-115.

Capítulo VII Andares de la ciudad Mirones o caminantes

Desde el piso 110 del World Trade Center, ver Manhattan. Bajo la bruma agitada por los vientos, la isla urbana, mar en medio del mar, levanta los rascacielos de Wall Street, se sumerge en Greenwich Village, eleva de nuevo sus crestas en el Midtown, se espesa en Central Park y se aborrega finalmente más allá de Harlem. Marejada de verticales. La agitación está detenida, un instante, por la visión. La masa gigantesca se inmoviliza bajo la mirada. Se transforma en una variedad de texturas donde coinciden los extremos de la ambición y de la degradación, las oposiciones brutales de razas y estilos, los contrastes entre los edificios creados ayer, ya transformados en botes de basura, y las irrupciones urbanas del día que cortan el espacio. A diferencia de Roma, Nueva York nunca ha aprendido el arte de envejecer al conjugar todos los pasados. Su presente se inventa, hora tras hora, en el acto de desechar lo adquirido y desafiar el porvenir. Ciudad hecha de lugares paroxísticos en relieves monumentales. El espectador puede leer ahí un universo que anda de juerga. Allí se escriben las formas arquitectónicas de la coincidatio oppositorum en otro tiempo esbozada en miniaturas y en tejidos místicos. Sobre esta escena de concreto, acero y cristal que un agua gélida parte entre dos océanos (el Atlántico y el continente americano), los caracteres más grandes del globo componen una gigantesca retórica del exceso en el gasto y la producción.1 ¿A qué erótica del conocimiento se liga el éxtasis de leer un cosmos semejante? Al gozarlo violentamente, me pregunto dónde se origina el placer de “ver el conjunto”, de dominar, de totalizar el más desmesurado de los textos humanos. Subir a la cima del World Trade Center es separarse del dominio de la ciudad. El cuerpo ya no está atado por las calles que lo llevan de un lado a otro según una ley anónima; ni poseído, jugador o pieza del juego, por el rumor de tantas diferencias y por la nerviosidad del tránsito neoyorquino. El que sube allá arriba sale de la masa que lleva y mezcla en sí misma toda identidad de autores o de espectadores. Al estar sobre estas aguas, Ícaro puede ignorar las astucias de Dédalo en móviles laberintos sin término. Su elevación lo transforma en mirón. Lo pone a distancia. Transforma en un texto que se tiene delante de sí, bajo los ojos, el mundo que hechizaba y del cual quedaba “poseído”. Permite leerlo, ser un Ojo solar, una mirada de dios. Exaltación de un impulso visual y gnóstico. Ser sólo este punto vidente es la ficción del conocimiento. 1

Ver de Alain Médam, “New York City”, en Les Temps modernes, ago.-sep. de 1976, pp. 15-33, texto admirable; y su libro New York Terminal, París, Galilée, 1977. Sólo uso con fines educativos

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¿Habrá que caer después en el espacio sombrío donde circulan las muchedumbres que, visibles desde lo alto, abajo no ven? Caída de Ícaro. En el piso 110, un cartel, como una esfinge, plantea un enigma al peatón transformado por un instante en visionario: It’s hard to be down when you’re up. La voluntad de ver la ciudad ha precedido los medios para satisfacerla. Las pinturas medievales o renacentistas representaban la ciudad vista en perspectiva por un ojo que, no obstante, nunca había existido hasta ese momento.2 Inventaban a la vez el sobrevuelo de la ciudad y el panorama que éste hacía posible. Esta ficción ya transformaba al espectador medieval en ojo celeste. Hacía dioses. ¿Será de un modo diferente desde que los procedimientos técnicos organizaron un “poder omnividente”?3 El ojo totalizador imaginado por las pinturas de antaño sobrevive en nuestras realizaciones. El mismo impulso visual obsesiona a los usuarios de las producciones arquitectónicas al materializar hoy la utopía que ayer sólo era una pintura. La torre de 420 metros que sirve de proa a Manhattan sigue construyendo la ficción que crea lectores, que hace legible la complejidad de la ciudad y petrifica en un texto transparente su opaca movilidad. ¿La inmensa variedad de texturas que se tiene bajo la mirada es algo más que una representación, un artefacto óptico? Es una analogía del facsímil que producen, por medio de una proyección que es una especie de colocación a distancia, el que planifica el espacio, el urbanista o el cartógrafo. La ciudadpanorama es un simulacro “teórico” (es decir, visual), en suma un cuadro, que tiene como condición de posibilidad un olvido y un desconocimiento de las prácticas. El dios mirón que crea esta ficción literaria y que, como el de Schreber, sólo conoce cadáveres,4 debe exceptuarse del oscuro lazo de las conductas diarias y hacerse ajeno a esto. Es “abajo” al contrario (down), a partir del punto donde termina la visibilidad, donde viven los practicantes ordinarios de la ciudad. Como forma elemental de esta experiencia, son caminantes, Wandersmänner, cuyo cuerpo obedece a los trazos gruesos y a los más finos [de la caligrafía] de “texto” urbano que escriben sin poder leerlo. Estos practicantes manejan espacios que no se ven; tienen un conocimiento tan ciego como en el cuerpo a cuerpo amoroso. Los caminos que se responden en este entrelazamiento, poesía inconsciente de las que cada cuerpo es un elemento firmado por muchos otros, escapan a la legibilidad. Todo ocurre como si una ceguera caracterizara las prácticas organizadoras de la ciudad habitada.5 Las redes de estas escrituras que avanzan y se cruzan componen una historia múltiple, sin autor ni espectador, formada por fragmentos de trayectorias y alteraciones de espacios: en relación con las representaciones, esta historia sigue siendo diferente, cada día, sin fin. Cuando se escapa a las totalizaciones imaginarias del ojo, hay una extrañeza de lo cotidiano que no sale a la superficie, o cuya superficie es solamente un límite adelantado, un borde que se corta sobre lo visible. Dentro de este conjunto, quisiera señalar algunas prácticas ajenas al espacio “geométrico” o

2

Ver Henri Lavedan, Les Répresentations des villes dans l’art du Moyen Âge, París, Van Oest, 1942: Rudolf Wittkower, Architectural Principles in the Age of Humanism, Nueva York, Norton, 1962; Louis Marin, Utopiques: jeux d’espace, París, Minuit, 1973; etc. 3 Michel Foucault, “L’oeil du pouvoir”, en Jeremy Bentham, Le Panoptique (1791), París, Belfond, 1977, p. 16. 4 Daniel Paul Schreber, Mémoires d’un névropathe, París, Seuil, 1975, pp. 41, 60, etc. 5 Ya Descartes, en sus Regulae, hacía del ciego el garante del conocimiento de las cosas y de los lugares contra las ilusiones y engaños de la vista.

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“geográfico” de las construcciones visuales, panópticas o teóricas. Estas prácticas del espacio remiten a una forma específica de operaciones (de “maneras de hacer”), a “otra espacialidad”6 (una experiencia “antropológica”, poética y mítica del espacio), y a una esfera de influencia opaca y ciega de la ciudad habitada. Una ciudad trashumante, o metafórica, se insinúa así en el texto vivo de la ciudad planificada y legible.

1. Del concepto de ciudad a las prácticas urbanas El World Trade Center es la más monumental de todas las formas del urbanismo occidental. La atopía-utopía del conocimiento óptico lleva en su seno desde hace mucho el proyecto de superar y articular las contradicciones nacidas de la concentración urbana. Se trata de manejar un crecimiento de la reunión o acumulación humana. “La ciudad es un gran monasterio”, decía Erasmo. La vista en perspectiva y la vista en prospectiva constituyen la doble proyección de un pasado opaco y de un futuro incierto en una superficie que puede tratarse. Inauguran (¿desde el siglo XVI?) la transformación del hecho urbano en concepto de ciudad. Mucho antes de que el concepto mismo perfile una forma de la Historia, supone que este hecho es tratable como unidad pertinente de una racionalidad urbanística. La alianza de la ciudad y el concepto jamás los identifica, pero se vale de su progresiva simbiosis: planificar la ciudad es a la vez pensar la pluralidad misma de lo real y dar efectividad a este pensamiento de lo plural; es conocer y poder articular. ¿Un concepto operativo? La “ciudad” instaurada por el discurso utópico y urbanístico7 está definida por la posibilidad de una triple operación, descrita en seguida: 1. la producción de un espacio propio: la organización racional debe por tanto rechazar todas las contaminaciones físicas, mentales o políticas que pudieran comprometerla; 2. la sustitución de las resistencias inasequibles y pertinaces de las tradiciones, con un no tiempo, o sistema sincrónico: estrategias científicas unívocas, que son posibles mediante la descarga de todos los datos, deben reemplazar las tácticas de los usuarios que se las ingenian con las “ocasiones” y que, por estos acontecimientos-trampa, lapsus de la visibilidad, reintroducen en todas partes las opacidades de la historia; 3. en fin, la creación de un sujeto universal y anónimo que es la ciudad misma: como en su modelo político —el Estado de Hobbes— es posible atribuirle poco a poco todas las funciones y predicados, hasta ahí diseminados y asignados entre múltiples sujetos reales, grupos, asociaciones, individuos. “La ciudad”, como nombre propio, ofrece de este modo la capacidad de concebir y construir el espacio a partir de un número finito de propiedades estables, aislables y articuladas unas sobre otras.

6 7

Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, París, Gallimard, Tel, 1976, pp. 332-3. Ver Françoise Choay, “Figures d’un discours inconnu”, en Critique, abr. de 1973, pp. 293-317.

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En este lugar que organizan operaciones “especulativas” y clasificadoras, 8 una administración se combina con una eliminación. Por un lado, hay una diferenciación y redistribución de partes y funciones de la ciudad, gracias a trastrocamientos, desplazamientos, acumulaciones, etcétera; por otro, hay rechazo de lo que no es tratable y constituye luego los “desechos” de una administración funcionalista (anormalidad, desviación, enfermedad, muerte, etcétera). Sin duda alguna, el progreso permite reintroducir una proporción creciente de desechos en los circuitos de la administración y transforma los déficits mismos (en salud, seguridad, etcétera) en medios de los cuales valerse para apretar las redes del orden. Pero, en realidad, no deja de producir efectos contrarios a los que busca: el sistema de ganancias genera una pérdida que, bajo las formas múltiples de la miseria que está fuera de él y del desperdicio que está dentro, cambia constantemente la producción en “gasto”. Además, la racionalización de la ciudad entraña su mitificación en los discursos estratégicos, cálculos fundados con base en la hipótesis o la necesidad de su destrucción por medio de una decisión final.9 En fin, la organización funcionalista, al privilegiar el progreso (el tiempo), hace olvidar su condición de posibilidad, el espacio mismo, que se vuelve lo impensado de una tecnología científica y política. Así funciona la Ciudad-concepto, lugar de transformaciones y de apropiaciones, objeto de intervenciones pero sujeto sin cesar enriquecido con nuevos atributos: es al mismo tiempo la maquinaria y el héroe de la modernidad. Hoy día, cualesquiera que hayan sido las transformaciones de este concepto, fuerza es reconocer que si, en el discurso, la ciudad sirve de señal totalizadora y casi mítica de las estrategias socioeconómicas y políticas, la vida urbana deja cada vez más de hacer reaparecer lo que el proyecto urbanístico excluía. El lenguaje del poder “se urbaniza”, pero la ciudad está a merced de los movimientos contradictorios que se compensan y combinan fuera del poder panóptico. La Ciudad se convierte en el tema dominante de los legendarios políticos, pero ya no es un campo de operaciones programadas y controladas. Bajo los discursos que la ideologizan, proliferan los ardides y las combinaciones de poderes sin identidad legible, sin asideros, sin transparencia racional: imposibles de manejar. El retorno de las prácticas La ciudad-concepto se degrada. ¿Quiere decir que la enfermedad padecida por la razón que la ha instaurado y por sus profesionales es la misma que padecen las poblaciones urbanas? Tal vez las ciudades se deterioran al mismo tiempo que los procedimientos que las han organizado. Pero hay que desconfiar de nuestros análisis. Los ministros del conocimiento siempre han supuesto que el universo está amenazado por los cambios que estremecen sus ideologías y sus puestos. Transforman la infelicidad de sus teorías en teorías de la infelicidad. Cuando transforman en “catástrofes” sus extravíos, cuando quieren encerrar al pueblo en el “pánico” de sus discursos, ¿es necesario, una vez más, que tengan razón?

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Se pueden relacionar las técnicas urbanísticas, que clasifican espacialmente las cosas, con la tradición del “arte de la memoria” (ver Frances A. Yates, L’Art de la mémoire, París, Gallimard, 1975). El poder de construir una organización espacial del conocimiento (con “lugares” destinados a cada tipo de “figura” o de “función”) desarrolla sus procedimientos a partir de este “arte”. Determina las utopías y se reconoce hasta en el Panoptique de Bentham. Forma estable pese a la diversidad de contenidos (pasados, futuros y presentes) y de proyectos (conservar o creer) relativos a las condiciones sucesivas del conocimiento. 9 Ver André Glucksmann, “Le totalitarisme en effet”, en Traverses, núm. 9, intitulado Villepanique, 1977, pp. 34-40.

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Más que mantenerse dentro del campo de un discurso que conserva su privilegio al invertir su contenido (que habla de catástrofe, y ya no de progreso), se puede intentar otra vía: analizar las prácticas microbianas, singulares y plurales, que un sistema urbanístico debería manejar o suprimir y que sobreviven a su decadencia; seguir la pululación de estos procedimientos que, lejos de que los controle o los elimine la administración panóptica, se refuerzan en una ilegitimidad proliferadora, desarrollados e insinuados en las redes de vigilancia, combinados según tácticas ilegibles pero estables al punto de constituir regulaciones cotidianas y creaciones subrepticias que esconden solamente los dispositivos y los discursos, hoy en día desquiciados, de la organización observadora. Esta vía podría inscribirse como una continuación, pero también como una vía recíproca del análisis que Michel Foucault ha hecho de las estructuras del poder. La ha desplazado hacia los dispositivos y los procedimientos técnicos, “instrumentalidades menores” capaces, mediante la sola organización de “detalles”, de transformar una multiplicidad humana en sociedad “disciplinaria” y de manejar, diferenciar, clasificar, jerarquizar todas las desviaciones concernientes al aprendizaje, la salud, la justicia, el ejército o el trabajo.10 “Estas triquiñuelas, a menudo minúsculas, de la disciplina”, maquinarias “menores pero sin falla”, sacan su eficacia de una relación entre los procedimientos y el espacio que redistribuyen para hacerlo su “operador”. Pero a estos aparatos productores de un espacio disciplinario, ¿qué prácticas del espacio corresponden, del lado donde (se) valen (de) la disciplina? En la coyuntura presente de una contradicción entre el modo colectivo de la administración y el modo individual de una reapropiación, esta cuestión resulta sin embargo esencial, si se admite que las prácticas del espacio tejen en efecto las condiciones determinantes de la vida social. Quisiera seguir algunos procedimientos —multiformes, resistentes, astutos y pertinaces— que escapan a la disciplina, sin quedar, pese a todo, fuera del campo donde ésta se ejerce, y que deberían llevar a una teoría de las prácticas cotidianas, del espacio vivido y de una inquietante familiaridad de la ciudad.

2. Hablar de los pasos perdidos La diosa se reconoce por su paso Virgilio, Eneida, I, 405 La historia comienza al ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética. Su hormigueo es un innumerable conjunto de singularidades. Las variedades de pasos son hechuras de espacios. Tejen los lugares. A este respecto, las motricidades peatonales forman uno de estos “sistemas reales cuya existencia hace efectivamente la ciudad”, pero que “carecen de receptáculo físico”.11 No se localizan: espacializan. Ya no se inscriben en un conti-

10 11

Michel Foucault, Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975. C. Alexander, “La cité semi-treillis, mais non arbre”, en Architecture, Mouvement, Continuité, 1967.

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nente como esos caracteres chinos cuyos locutores, con el dedo índice, bosquejan con ademanes sobre la palma de la mano. Sin duda alguna, los procesos del caminante pueden registrarse en mapas urbanos para transcribir sus huellas (aquí pesadas, allá ligeras) y sus trayectorias (pasan por aquí pero no por allá). Pero estas sinuosidades en los trazos gruesos y en los más finos de su caligrafía remiten solamente, como palabras, a la ausencia de lo que ha pasado. Las lecturas de recorridos pierden lo que ha sido: el acto mismo de pasar. La operación de ir, de deambular, o de “comerse con los ojos las vitrinas” o, dicho de otra forma, la actividad de los transeúntes se traslada a los puntos que componen sobre el plano una línea totalizadora y reversible. Sólo se deja aprehender una reliquia colocada en el no tiempo de una superficie de proyección. En su calidad de visible, tiene como efecto volver invisible la operación que la ha hecho posible. Estas fijaciones constituyen los procedimientos del olvido. La huella sustituye a la práctica. Manifiesta la propiedad (voraz) que tiene el sistema geográfico de poder metamorfosear la acción para hacerla legible, pero la huella hace olvidar una manera de ser en el mundo. Enunciaciones peatonales Una comparación con el acto de hablar permite llegar más lejos12 y no quedarse tan sólo en la crítica de las representaciones gráficas, al intentar, sobre los bordes de la legibilidad, un más allá inaccesible. El acto de caminar es al sistema urbano lo que la enunciación (el speech act) es a la lengua o a los enunciados realizados.13 Al nivel más elemental, hay en efecto una triple función “enunciativa”: es un proceso de apropiación del sistema topográfico por parte del peatón (del mismo modo que el locutor se apropia y asume la lengua); es una realización espacial del lugar (del mismo modo que el acto de habla es una realización sonora de la lengua); en fin, implica relaciones entre posiciones diferenciadas, es decir “contratos” pragmáticos bajo la forma de movimientos (del mismo modo que la enunciación verbal es “alocución”, “establece al otro delante” del locutor y pone en juego contratos entre locutores).14 El andar parece pues encontrar una primera definición como espacio de enunciación. Se podría, por otra parte, extender esta problemática a las relaciones que el acto de escribir mantiene con lo escrito y hasta trasladarla a las relaciones de la “pincelada” (el gesto y la gesta del pincel) con el cuadro que se ejecuta (formas, colores, etcétera). Aislada desde un principio dentro del campo de la comunicación verbal la enunciación sólo tendría una de sus aplicaciones, y su modalidad lingüística sería únicamente la primera marca de una distinción mucho más general entre las formas empleadas en un sistema y los modos de empleo de este sistema, es decir, entre dos “mundos diferentes” pues “las mismas cosas” se enfocan según formalidades opuestas. Considerada bajo este aspecto, la enunciación peatonal presenta tres características que de entrada la distinguen del sistema espacial: lo presente, lo discontinuo, lo “fático”. 12

Ver las indicaciones de Roland Barthes, en Architecture d’aujourd’hui, núm. 153, dic. de 1970-ene. de 1971, pp. 11-3: “Hablamos nuestra ciudad [...] simplemente al habitarla, al recorrerla, al mirarla”; y Claude Soucy, L’image du centre dans quatre romans contemporains, París, CSU, 1971, pp. 6-15. 13 Ver los numerosos estudios consagrados al tema desde John Searle, “What is a Speech Act?”, en Max Black (ed.), Philosophy in America, Londres, Allen and Unwin, e Itaca, N.Y., Cornell University Press, 1965, pp. 221-39. 14 Émile Benveniste, Problemes de linguistique générale, París, Gallimard, t. 2, 1974, pp. 79-88, etc.

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Para empezar, si es cierto que un orden espacial organiza un conjunto de posibilidades (por ejemplo, mediante un sitio donde se puede circular) y de prohibiciones (por ejemplo, a consecuencia del muro que impide avanzar), el caminante actualiza algunas de ellas. De ese modo, las hace ser tanto como parecer. Pero también las desplaza e inventa otras pues los atajos, desviaciones o improvisaciones del andar, privilegian, cambian o abandonan elementos espaciales. De este modo Charlie Chaplin multiplica las posibilidades de su bastón: hace otras cosas con la misma cosa y sobrepasa los límites que las determinaciones del objeto fijan a su utilización. Igualmente, el caminante transforma en otra cosa cada significante espacial. Y si por un lado, sólo hace efectivas algunas posibilidades fijadas por el orden construido (va solamente por aquí, pero no por allá); por otro, aumenta el número de posibilidades (por ejemplo, al crear atajos o rodeos) y el de las prohibiciones (por ejemplo, se prohíbe seguir caminos considerados lícitos u obligatorios). Luego, selecciona. “El usuario de la ciudad toma fragmentos del enunciado para actualizarlos en secreto”.15 Así crea una discontinuidad, sea al operar selecciones en los significantes de la “lengua” espacial, sea al desplazarlas por el uso que hace de ellas. Dedica ciertos lugares a la inercia o al desvanecimiento y, con otros, compone “sesgos” espaciales “raros”, “accidentales” o ilegítimos. Pero eso introduce ya en una retórica del andar. En el marco de la enunciación, el caminante constituye, con relación a su posición, un cerca y un lejos, un aquí y un allá. Debido a que los adverbios aquí y allá son precisamente, en la comunicación verbal, los indicadores de la instancia locutora16 —coincidencia que refuerza el paralelismo entre la enunciación lingüística y la enunciación peatonal—, hace falta agregar que esta marca (aquí, allá) necesariamente implicada por medio del andar e indicativa de una apropiación presente del espacio mediante un “yo”, tiene igualmente como función implantar otro relativo a este “yo” e instaurar así una articulación conjuntiva y disyuntiva de sitios. Al respecto señalaré el aspecto “fático”, si como tal se entiende, aislada por Malinowski y Jakobson, la función de términos que establecen, mantienen o interrumpen el contacto, tales como “¡hola!”, “bien, bien”, etcétera.17 La marcha, que unas veces persigue y otras se hace perseguir, crea una organicidad móvil del medio ambiente, una sucesión de topoi fáticos. Y si la función fática, esfuerzo para asegurar la comunicación, ya caracteriza el lenguaje de las aves parlantes del mismo modo que constituye “la primera función verbal adquirida por los niños”, no sorprende que anterior o paralelamente a la elocución informativa, también brinque, aunque ande en cuatro patas, baile y se pasee, pesada o ligera, como una serie de “¡hola!” en un laberinto de ecos. De la enunciación peatonal que de esta forma se libera de su transcripción en un mapa, se podrían analizar las modalidades, es decir, los tipos de relación que mantiene con los recorridos (o “enunciados”) al asignarles un valor de verdad (modalidades “aléticas” de lo necesario, de lo imposible, de lo posible o de lo contingente), un valor de conocimiento (modalidades “epistémicas” de lo cierto, de lo excluido, de lo plausible o de lo impugnable) o en fin un valor concerniente a un deber hacer (modali-

15

Roland Barthes, op. cit.; Claude Soucy, op. cit., p. 10. "El aquí y el ahora delimitan la instancia espacial y temporal coextensiva y contemporánea de la presente instancia de discurso que contiene el yo" (E. Benveniste, op. cit., t. 1, 1966, p. 253). 17 Roman Jakobson, Essais de linguistique générale, París, Seuil, 1970, p. 217. 16

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dades “deónticas” de lo obligatorio, de lo prohibido, de lo permitido o de lo facultativo).18 El andar afirma, sospecha, arriesga, transgrede, respeta, etcétera, las trayectorias que “habla”. Todas las modalidades se mueven, cambiantes paso a paso y repartidas en proporciones, en sucesiones y con intensidades que varían según los momentos, los recorridos, los caminantes. Diversidad indefinida de estas operaciones enunciadoras. No se sabría pues reducirlas a su huella gráfica. Retóricas caminantes Los caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de asimilarse a los “giros” o “figuras de estilo”. Hay una retórica del andar. El arte de “dar vuelta” a las frases tiene como equivalente un arte de dar vuelta a los recorridos. Como lenguaje ordinario,19 este arte implica y combina estilos y usos. El estilo especifica “una estructura lingüística que manifiesta sobre el plano simbólico [...] la manera fundamental de un hombre de ser en el mundo”20 ; connota una singularidad. El uso define el fenómeno social mediante el cual un sistema de comunicación se manifiesta en realidad; remite a una norma. Tanto el estilo como el uso apuntan a una “manera de hacer” (de hablar, de caminar, etcétera), pero uno como tratamiento singular de lo simbólico, el otro como elemento de un código. Se cruzan para formar un estilo del uso, una manera de ser y una manera de hacer.21 Al introducir la noción de una “retórica habitante”, vía fecunda abierta por A. Médam,22 sistematizada por S. Ostrowetsky23 y J. F. Augoyard,24 se supone que los “tropos” catalogados por la retórica proporcionan modelos e hipótesis para que el análisis cuente con maneras de apropiarse de los lugares. Dos postulados, me parece, condicionan la validez de esta aplicación: 1) se supone que las mismas prácticas del espacio corresponden a manipulaciones sobre los elementos básicos de un orden construido; 2) se supone que son, como los tropos de la retórica, desviaciones relativas a una especie de “sentido literal” definido por el sistema urbanístico. Existiría entonces una homología entre las figuras verbales y las figuras caminantes (respecto a estas últimas, ya se contaría con una selección estilizada con las formas del baile) en la medida en que unas y otras consisten en “tratamientos” u operaciones que se refieren a unidades aislables,25 y funcionan con “arreglos ambiguos” que desvían y desplazan el sentido hacia una equivocidad,26 del mismo modo que una imagen movida altera y multiplica el objeto fotografiado. Bajo

18 19 20 21

22 23 24 25 26

Sobre las modalidades, ver Hermann Parret, La Pragmatique des modalités, Urbino, 1975; A. R. White, Modal Thinking, Ítaca, N. Y., Cornell University Press, 1975. Ver los análisis de Paul Lemaire, Les Signes sauvages. Une philosophie du langage ordinaire, Ottawa, Université d’Ottawa et Université Saint-Paul, 1981, en particular la introducción. A. J. Greimas, “Linguistique statistique et linguistique structurale”, en Le Français moderne, oct. de 1962, p. 245. Sobre un terreno contiguo, la retórica y la poética en el lenguaje de señas de los sordos, ver E. S. Klima y U. Bellugi, “Poetry and song in a Language without sound”, estudio preliminar, San Diego, Cal., UCSD, 1975; y E.S. Klima, “The Linguistic symbol with and without Sound”, en J. Kavanagh y J. E. Cuttings (eds.), The Role of Speech in Language, Cambridge, Mass., MIT, 1975. Alain Médam, Conscience de la ville, París, Anthropos, 1977. Sylvie Ostrowetsky, “Logiques du lieu”, en Sémiotique de l’ espace, París, Denoël-Gonthier, Médiations, 1979, pp. 155-73. Jean-François Augoyard, Pas à pas. Essai sur le cheminement quotidien en milieu urbain, París, Seuil, 1979. En su análisis de las prácticas culinarias, Pierre Bourdieu juzga decisivos no los ingredientes sino su tratamiento (“Le sens pratique”, en Actes de la recherche en sciences sociales, núm. 1, feb. de 1976, p. 77). J. Sumpf, Introduction a la stylistique du français, París, Larousse, 1971, p. 87.

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estos dos modos, una analogía resulta admisible. Agregaría que el espacio geométrico de los urbanistas y los arquitectos parecería funcionar como el “sentido propio” construido por los gramáticos y los lingüistas a fin de disponer de un nivel normal y normativo al cual referir las desviaciones del “sentido figurado”. En realidad, este sentido “propio” (sin figura retórica) resulta imposible encontrarlo en el uso corriente, verbal o peatonal; es solamente la ficción producida por un uso también particular, el uso metalingüístico de la ciencia que se singulariza por esta misma distinción.27 La acción caminante se vale de las organizaciones espaciales, por más panópticas que sean: no les resulta ni extraña (no sucede en otra parte) ni conforme (no recibe su identidad de ellas). Ahí crea una sombra y algo equívoco en ellas. Ahí insinúa la multitud de sus referencias y citas (modelos sociales, usos culturales, coeficientes personales). Ahí ella misma es el efecto de encuentros y ocasiones sucesivos que no cesan de alterarla y de hacerla el blasón del otro, es decir, el propalador de lo que sorprende, atraviesa o seduce sus recorridos. Estos diversos aspectos instauran una retórica. Hasta la definen. Al analizar, a través de los relatos de prácticas de espacio, este “arte moderno de la expresión cotidiana”,28 J. F. Augoyard descubre dos figuras de estilo fundamentales: la sinécdoque y el asíndeton. Este predominio, creo, destaca a partir de sus dos polos complementarios una formalidad de las prácticas. La sinécdoque consiste en “emplear una palabra con una significación que forma parte de un sentido diferente de esta palabra”.29 Esencialmente, nombra una parte en lugar del todo que la integra. De esta forma, “cabeza” representa “hombre” en la expresión “ignoro el destino de una cabeza tan valiosa”; de la misma manera, la cabaña de mampostería o el montículo de tierra representa el parque en la narración de una trayectoria. El asíndeton es la supresión de nexos sintácticos, conjunciones y adverbios, en una frase o entre varias frases. De la misma manera, en el andar, selecciona y fragmenta el espacio recorrido; salta los nexos y las partes enteras que omite. Desde este punto de vista, todo andar sigue saltando, o brincando, como el niño que anda “en un solo pie”. El andar practica la elipsis de posiciones conjuntivas. En realidad, estas dos figuras caminantes remiten una a la otra. Una dilata un elemento de espacio para hacerlo representar el papel de un “más” (una totalidad) y sustituirlo (la bicicleta o el mueble en venta tras una vitrina vale para una calle entera o para un vecindario). La otra, por elisión, crea a partir de lo “menos”, abre ausencias en el continuum espacial, y retiene sólo unos trozos escogidos, incluso unas reliquias. Una reemplaza las totalidades con fragmentos (un menos en vez de un más); la otra las separa al suprimir los nexos conjuntivos y consecutivos (una nada en vez de cualquier cosa). Una densifica: amplifica el detalle y miniaturiza el conjunto. La otra corta: deshace la continuidad y desmantela la realidad de su verosimilitud. El espacio así tratado y modificado por las prácticas se transforma en singularidades amplificadas y en islotes separados.30 Por medio de estos adelgazamientos, ampulosidades y fragmentaciones, trabajo retórico, se crea un fraseo espacial de tipo antológico (compuesto de

27

Sobre la “teoría de lo propio”, ver Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Minuit, 1972: “La mythologie blanche”, pp. 247-324. 28 J .F. Augoyard, op. cit. 29 Tzvetan Todorov, “Synecdoques”, en Communications, núm. 16, 1970, p. 30. Ver también Pierre Fontanier, Les Figures du discours, París, Flammarion, 1968, pp. 87-97; y Jean Dubois et al., Rhétorique générale, París, Larousse, 1970, pp. 102-12. 30 Sobre este espacio que las prácticas organizan en “islotes”, ver Pierre Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, Ginebra, Droz, 1972, p. 215, etc.; “Le sens pratique”, pp. 51-2.

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citas yuxtapuestas) y elíptico (hecho de agujeros, lapsus y alusiones). En el sistema tecnológico de un espacio coherente y totalizador, “ligado” y simultáneo, las figuras caminantes sustituyen recorridos que poseen una estructura de mito, si al menos se entiende por mito un discurso relativo al lugar/no lugar (u origen) de la existencia concreta, un relato trabajado artesanalmente con elementos sacados de dichos comunes, una historia alusiva y fragmentaria cuyos agujeros se encajan en las prácticas sociales que ésta simboliza. Las figuras son acciones de esta metamorfosis estilística del espacio. O más bien, como dice Rilke, “árboles de acciones” en movimiento. Mueven hasta los territorios paralizados y maquinados del instituto médico-pedagógico “donde” los niños retrasados se ponen a jugar y a bailar en el granero sus “historias espaciales”. 31 Estos árboles de acciones bullen de un sitio a otro. Sus bosques caminan en las calles. Transforman la escena, pero no pueden quedar fijados por la imagen en un solo lugar. Si pese a todo se necesitara una ilustración, serían las imágenes-tránsitos, caligrafías verde-amarillo y azul metálico, que aúllan sin gritar y rayan el subsuelo de la ciudad, “bordados” de letras y cifras, acciones perfectas de violencias pintadas con aerosol, escrituras de Sivas, grafías danzantes cuyo fragor de carros de metro acompaña las fugitivas apariciones: los graffiti de Nueva York. Si fuera verdad que se manifiestan los bosques de acciones, su andar no sabría cómo detenerse dentro de un marco, ni el sentido de sus movimientos circunscribirse dentro de un texto. Su trashumancia retórica arrastra y desvía los sentidos propios analíticos y aglomerados del urbanismo; es un “vagabundeo” de la semántica,32 producido por masas que desvanecen la ciudad en ciertas de sus regiones, la exageran en otras, la dislocan, fragmentan y apartan de su orden no obstante inmóvil.

31

Ver Anne Baldassari y Michel Joubert, Pratiques relationnelles des enfants a I’espace et institution, París, Crecele-Cordes, 1976 ; y de los mismos autores “Ce qui se trame”, en Parallèles, núm. 1, jun. de 1976. 32 J. Derrida, op. cit., t.1, 1966, pp. 86-7.

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Lectura Nº 3 García Canclini, Néstor, “Ciudades Multiculturales y Contradicciones de la Modernidad”, en Imaginarios Urbanos, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Eudeba, 1999, pp. 69-104.

II Ciudades multiculturales y contradicciones de la modernidad ¿Qué es una ciudad? Partamos de esta pregunta elemental, que no está respondida hoy de un modo taxativo, como en el pasado, en la bibliografía sobre cuestiones urbanas. Uno puede recorrer estrategias con las cuales se ha tratado de dar respuestas a esta pregunta sobre la ciudad, pero no llega a soluciones estabilizadas, definitivas, sino a un conjunto de aproximaciones que dejan muchos problemas irresueltos. Quisiera transitar rápidamente por algunas de las “soluciones” más usadas en distintos momentos de la teoría urbana, de manera que podamos desembocar, con cierto soporte histórico, en los problemas que hoy nos plantea estudiar las ciudades, y sobre todo las grandes ciudades. Una primera aproximación a la pregunta sobre qué son las ciudades ha consistido en oponerlas a lo rural, o sea concebir la ciudad como lo que no es el campo. Este enfoque, que durante la primera mitad del siglo tuvo un fuerte desarrollo, llevó a oponer en forma demasiado tajante el campo como lugar de las relaciones comunitarias, donde predominan las relaciones primarias, a la ciudad, que sería el lugar de las relaciones asociadas de tipo secundario, donde habría mayor segmentación de los roles y una multiplicidad de pertenencias. Creo que, dada la importancia que ha tenido este esquema en la Argentina, a través de uno de sus teóricos mundiales que fue Gino Germani, no necesito extenderme mucho. Germani hablaba de la ciudad como núcleo de la modernidad, precisamente porque era el lugar donde nos podíamos desprender de las relaciones de pertenencia obligadas, primarias, de esos contactos intensos de tipo personal, familiar y barrial propios de los pequeños pueblos o las pequeñas ciudades, y pasar al anonimato de las relaciones asociativas, electivas, donde se segmentan los roles, que él estudiaba desde su particular herencia funcionalista. Entre las muchas críticas que se han hecho a esta oposición tajante entre lo rural y lo urbano me gustaría recordar que esa distinción se queda en aspectos exteriores. Es una diferenciación descriptiva, que no explica las diferencias estructurales ni tampoco las coincidencias que a veces se dan entre lo que ocurre en el campo o en las pequeñas poblaciones y lo que ocurre en las ciudades. Por ejemplo, cómo lo rural está dividido por conflictos internos a causa de la penetración de las ciudades. O, a la inversa, en nuestras ciudades latinoamericanas, muchas veces estamos diciendo que son ciudades invadidas por el campo. Uno ve, de pronto, campesinos circulando, aun en carros con caballos, usos de espacios urbanos que parecen campesinos, como si nunca fuera a pasar un coche, es decir, intersecciones, entrelazamientos entre lo rural y lo urbano, que vuelven insuficiente o insatisfactoria esa definición de lo urbano por oposición con lo rural. Sólo uso con fines educativos

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Un segundo tipo de definición que tiene una larga trayectoria, desde la escuela de Chicago, se basa en los criterios geográfico-espaciales. Wirth definía la ciudad como la localización permanente relativamente extensa y densa de individuos socialmente heterogéneos. La crítica que se ha hecho a esta caracterización geográfico-espacial es que no da cuenta de los procesos históricos y sociales que engendraron las estructuras urbanas, la dimensión, la densidad y la heterogeneidad. En tercer lugar ha habido criterios específicamente económicos para definir qué es una ciudad, viéndola como resultado del desarrollo industrial y de la concentración capitalista. Efectivamente, la ciudad ha propiciado una mayor racionalización de la vida social y ha organizado del modo más eficaz, hasta una cierta época, la reproducción de la fuerza de trabajo por medio de la concentración de la producción y del consumo masivo. Autores como Manuel Castells, ya en su libro La cuestión urbana, que sigue teniendo un gran interés como visión histórica, decía que estos criterios económicos dejaban fuera aspectos ideológicos, que él trató en aquella obra de un modo rudimentario. Luego, se volvió común cuestionar este modo economicista de analizar la ciudad, la experiencia cotidiana del habitar y las representaciones que los habitantes nos hacemos de las ciudades. Otros autores, por ejemplo Antonio Mela, que tiene un artículo excelente en la revista Diálogos (nº 23), dice que hay dos características que definirían a la ciudad a partir de la experiencia del habitar. Una es la densidad de interacción y la otra es la aceleración del intercambio de mensajes. Él aclara que no son sólo fenómenos cuantitativos, pues ambos influyen a veces contradictoriamente sobre la calidad de la vida en la ciudad. Hay aumento de códigos comunicativos que exigen adquirir nuevas competencias, como lo percibe cualquier inmigrante que llega a la ciudad y se desubica, tiene dificultades para situarse en esta densidad de interacciones y esta aceleración de intercambio de mensajes. Cuando se comienza a ver esta problemática, con las migraciones de mediados de siglo, se coloca el problema de quiénes pueden usar la ciudad. Esta línea de análisis, que trata de poner, para decirlo en términos de Mela, la problemática urbana como una tensión entre realización y expresividad, ha llevado a pensar también a las sociedades urbanas como lenguaje. Las ciudades no son sólo un fenómeno físico, un modo de ocupar el espacio, de aglomerarse, sino también lugares donde ocurren fenómenos expresivos que entran en tensión con la racionalización, con las pretensiones de racionalizar la vida social. Han sido sobre todo las industrias culturales de la expresividad, como constituyentes del orden y de las experiencias urbanas, las que han tematizado esta cuestión. Podríamos decir que, en cierto modo, todas estas teorías —si estamos pidiendo una definición de lo urbano— son teorías fallidas. No nos dan una respuesta satisfactoria, dan múltiples aproximaciones de las cuales no podemos prescindir, que hoy coexisten como partes de lo verosímil, de lo que nos parece que puede proporcionar cierto sentido de la vida urbana. Pero, la suma de todas estas definiciones no se puede articular fácilmente, no permite acceder a una definición unitaria, satisfactoria, más o menos operacional, para seguir investigando las ciudades. Esta incertidumbre acerca de la definición de lo urbano se vuelve mucho más vertiginosa cuando llegamos a las megaciudades.

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Megalópolis: crisis y resurgimiento Hace sólo medio siglo las megalópolis eran excepciones. En 1950, sólo dos ciudades en el mundo, Nueva York y Londres, superaban los ocho millones de habitantes. En 1970, ya había once de tales urbes, cinco de ellas en el llamado tercer mundo, tres en América Latina y dos en Asia. Para el año 2.015, según proyecciones de las Naciones Unidas, habrá 33 megaciudades, 21 de las cuales se hallarán en Asia. Estas megalópolis impresionan tanto por su desaforado crecimiento como por su compleja multiculturalidad; nos desorienta su heterogeneidad, el cruce de migrantes de muchas regiones del país y de gente procedente de otros países. Esto puede ocurrir tanto si estamos en el primero, en el segundo o en el tercer mundo. Dentro de la lista de megaciudades están Los Ángeles, México y París, Moscú, Sao Paulo, Tokio y Buenos Aires. En estas megaciudades se está transformando el punto de vista con el que podemos analizar lo urbano. Ya no sirven los estudios o las predicciones hechas para esas mismas ciudades por los urbanistas de la primera mitad del siglo. La escuela de Chicago, que durante varias décadas ofreció al mundo el paradigma sobre lo urbanomoderno, no es considerada hoy más que como antecedente de interacciones mucho más complejas entre los centros históricos y los suburbios que ellos se dedicaron a estudiar, o entre la planificación y la autogestión urbana, que se han vuelto radicalmente distintos. En los años ochenta el desarrollo de un urbanismo posmoderno en Los Ángeles, Nueva York y en muchas otras ciudades, pareció ofrecer nuevas claves que algunos usaron para extender al resto del mundo ese modo de ver la fragmentación o la multiculturalidad, y otros consideraron decisivos modelos de ciudades globales. ¿Qué pasa hoy en las megaciudades? Si tomamos un libro reciente, el de Paolo Perulli, Atlas Metropolitano, el cambio social en las grandes ciudades, encontramos que comienza su trabajo diciendo que la crisis de las ciudades, que fue uno de los núcleos del análisis urbano hasta los años ochenta, hoy es vista de otra manera. Dice que, en realidad, estamos en un cierto retorno a las ciudades o lo que otro autor, también italiano, Aldo Bononi denomina “un renacimiento de las ciudades”. Hay metrópolis con una fuerte recuperación económica, parcial interrupción del declive de población, grandes proyectos de renovación urbana y de transformación física de las ciudades. Se ha hablado de los años ochenta como una década de regreso al centro de las ciudades, de recentralización urbana, mientras que los años setenta fueron años de crisis de las ciudades y dispersión territorial. Perulli cita a París y Berlín como ejemplos de revitalización. La primera, París, porque recoge hoy los frutos de grandes políticas urbanas emprendidas en décadas anteriores, Berlín gracias a los procesos de unificación alemana y europea. Pero también hay metrópolis regionales que están asumiendo un nuevo papel en esta dirección, especialmente en las áreas del arco meridional europeo, Barcelona, Munich, Lyon, Zurich, Milán, Frankfurt, Stutgart. En suma, se observa un relanzamiento de las ciudades, aumenta el empleo en algunas, no sólo el terciario, incluso el industrial, que estaba en declinación, se conectan nuevas redes de infraestructurales inmateriales, se emprenden o se completan grandes obras públicas. Creo que no necesito extenderme mucho para que ustedes hayan asociado ya la posibilidad de que ciudades latinoamericanas puedan vivir esta experiencia. Hay signos incipientes en esta dirección. Es claro que en México y Sao Paulo, por lo menos, podrían encontrarse estas características. O podríamos pensar en metrópolis regionales, ejes interurbanos, como en el Mercosur. Se habla de carreteras

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nuevas, y de otro tipo de conexiones, incluso electrónicas, entre Sao Paulo y Buenos Aires con muchas mediaciones, o Santiago-Buenos Aires-Montevideo. Evidentemente, los procesos de integración del Mercosur están contribuyendo a esto, pero creo que hay ya otros procesos también globalizados que están caminando en esa dirección. En este contexto debemos repensar qué está ocurriendo con la dimensión cultural de nuestras ciudades. En una situación de crisis, cuya especificidad en la periferia comenzamos a describir en la conferencia de ayer, con posibilidades de reactivación muy parcial, vemos un dinamismo que quizá no esperábamos cuando hablábamos de las crisis de ciudades como México y Sao Paulo hace diez o quince años. Esa crisis no ha desaparecido: en algunos indicadores encontramos agravamiento, por ejemplo la contaminación, la falta de resolución de problemas urbanos estratégicos y estructurales. Pero también se aprecian otros procesos muy dinámicos, que tienen algunos de sus soportes en movimientos culturales. Las dos multiculturalidades urbanas Aquí podríamos considerar una doble transición. Hablábamos del pasaje de las ciudades a las megaciudades, estos grandes conjuntos urbanos que han conurbado, que han interactuado con otras ciudades y las han incorporado. Pero también hay un pasaje de la cultura urbana a la multiculturalidad. La discusión que había hasta hace quince o veinte años sobre qué es lo específico de nuestra cultura urbana, en obras como las de Henry Lefebvre, ahora debe colocarse de otro modo. Pareciera que en la actualidad la búsqueda no es entender qué es lo específico de la cultura urbana, qué la diferencia de la cultura rural, sino cómo se da la multiculturalidad, la coexistencia de múltiples culturas en un espacio que llamamos todavía urbano. Cuando diseñaba el proyecto de investigación para la ciudad de México mi primera intención fue preguntarme ¿cuál es la cultura urbana en la ciudad de México, qué es lo específico culturalmente? Y tuve que llegar a reconocer que, en realidad, había por lo menos cuatro ciudades de México. Las diferentes ciudades contenidas en una megalópolis se hacen presentes al considerar su historia. En algunos países hemos olvidado esa dimensión histórica, por ejemplo en la Argentina. Pero la historia se nos ha manifestado como parte de la reestructuración que las migraciones han traído a las ciudades. La complejidad multicultural de grandes urbes como Buenos Aires, México o Sao Paulo es, en gran medida, resultado de lo que las migraciones han hecho con estas ciudades al poner a coexistir a múltiples grupos étnicos. Ésta es una experiencia que Buenos Aires tenía desde fin del siglo pasado cuando llegaron grandes migraciones europeas. Buenos Aires ha sido una de las primeras ciudades pluriculturales en el mundo, donde lo multiétnico era muy visible. Pero esto ha sido poco trabajado, salvo por parte de algunos historiadores, porque la tendencia era más bien a construir una unidad nacional y a encontrarnos satisfechos con las maneras en que, sobre todo los grandes flujos migratorios, español e italiano, se iban disolviendo en una estructura que era representativa de una unidad nacional, de ese “crisol de razas”. Sin embargo, en los últimos años el crecimiento explosivo de las ciudades debido a las migraciones del cuarenta al ochenta, nos ha llevado a situaciones tan paradójicas como la que describía Xavier Albó cuando decía que por el volumen de población, pero no sólo por eso, tal vez Buenos Aires era la tercera ciudad boliviana. O cuando se afirma, también en Estados Unidos y en México, que Los Ángeles es la

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cuarta ciudad mexicana. Podría decirse, a su vez, que la ciudad de México es una de las mayores ciudades mixtecas o purépechas, dos de las principales etnias no originadas en el valle de México, el antiguo valle del Anahuac, sino en otras regiones del país, pero que tienen enclaves muy numerosos, de miles de personas, dentro de la ciudad de México. No obstante, debemos advertir que la multietnicidad no es el único rostro de la multiculturalidad contemporánea. Llegué a pensar que la ciudad de México es por lo menos cuatro ciudades a partir de una observación de Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles. Dice Calvino: “A veces ciudades diversas se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre. Nacen y mueren sin haberse conocido, incomunicables entre sí. En ocasiones, hasta los nombres de los habitantes permaneces iguales, y el acento de las voces e incluso las facciones. Pero los dioses que habitan bajo los nombres y en los lugares se han ido sin decir nada y en su sitio han anidado dioses extranjeros”. Veamos cuáles son las cuatro ciudades discernibles en la capital mexicana. La primera es la ciudad histórico-territorial. Cualquiera puede darse cuenta de su importancia al percibir la cantidad de edificios construidos en la época precolombina y en la colonia que aún subsisten. La historia de esta ciudad, fundada en 1324 en un pequeño islote, durante el periodo de Moctezuma I, sigue presente en la megalópolis contemporáneo. No es indispensable ir al Museo Nacional de Antropología o al Museo del Templo Mayor, los dos más visitados de México, para enterarnos cómo vivían los sesenta mil habitantes que al llegar los españoles ocupaban trece kilómetros cuadrados. La segunda ciudad que descubrimos es la ciudad industrial. Es la urbe que se opone a la histórico territorial porque no abarca un espacio delimitado al modo tradicional, sino que se expande con el crecimiento industrial, la ubicación periférica de fábricas y también de barrios obreros y de otros tipos de transportes y servicios. Podríamos decir que la principal característica es que la ciudad industrial va desterritorializando lo urbano. Se van desdibujando los nítidos márgenes que fijaban la ciudad y nos daban idea de dónde estábamos, hasta dónde llegaba el lugar al que pertenecíamos. Algunos datos de México (pero podríamos dar semejantes de Sao Paulo y de otras ciudades) son significativos. En 1940, la capital mexicana aportaba al producto nacional el 32 por ciento; en 1980, llega al 48 por ciento. La ciudad de México, que tenía 1.600.000 habitantes en 1940, tiene ahora unos 17 millones. El crecimiento de estos últimos cincuenta años se aprecia tanto en las cifras de habitantes o de la producción industrial y de la mancha urbana, como en la conurbación con otras ciudades y zonas rurales. Los 27 municipios conurbados de la periferia son precisamente los que registran tasas de crecimiento más elevadas en los últimos veinte años, mientras la densidad de habitantes tiende a disminuir en el centro histórico de la ciudad. Este es un fenómeno que se repite en muchísimas otras ciudades. Tiene que ver con la degradación de los centros históricos y, por lo tanto, con una recomposición de lo que entendemos como cultura urbana. Cambian los usos del espacio urbano al pasar de ciudades centralizadas a ciudades multifocales, policéntricas, donde se desarrollan nuevos centros a través de los shoppings, de otros tipos de urbanización, tanto populares como de clases altas, que por distintas razones abandonan el centro histórico. Así nos resituamos en una ciudad diseminada, una ciudad de la que cada vez tenemos menos idea dónde termina, dónde empieza, en qué lugar estamos. En los estudios con pobladores de la ciudad de México vemos una bajísima experiencia del conjunto de la ciudad, ni siquiera de la mitad, ni de la cuar-

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ta parte. Cada grupo de personas transita, conoce, experimenta pequeños enclaves, en sus recorridos para ir al trabajo, para ir a estudiar, para hacer compras, pasear o divertirse. Pero son recorridos muy pequeños en relación con el conjunto de la ciudad. De ahí que se pierda esta experiencia de lo urbano, se debilite la solidaridad y el sentido de pertenencia. Nos preguntábamos en el libro Consumidores y ciudadanos ¿qué significa ser chilango, o sea ser habitante de la ciudad de México, o ser paulista, o ser porteño en Buenos Aires? Creo que esto ha cambiado radicalmente en las últimas generaciones como consecuencia, entre otras razones, de esta diseminación de la mancha urbana. La industrialización de bienes materiales ha sido, quizá, la principal responsable de este proceso. Pero debe señalarse, además, la otra industrialización: de las comunicaciones, de la cultura. En las encuestas y entrevistas acerca del consumo cultural, de los usos de la ciudad y de los imaginarios urbanos, encontramos repetidamente que se ha perdido la experiencia del conjunto. Pero, al mismo tiempo, hallamos referencias a actores comunicacionales que hacen intentos por recomponer esa totalidad. Algunos ejemplos: el helicóptero que recorre diariamente la megalópolis y transmite por los canales de Televisa nos cuenta cada mañana cómo está la ciudad, dónde hubo choques, por dónde no hay que circular. Esto también lo podemos escuchar por radio, en México y en otras ciudades. Es un simulacro, hacen como que nos están diciendo cómo es la ciudad vista desde arriba, casi como Dios. Pero ese simulacro es, en buena medida eficaz, nos permite orientarnos en el tránsito y ayuda a desarrollar imaginarios sobre aquello que desconocemos; también, sobre los lugares que nunca vamos a querer conocer, porque son emblemas de inseguridad, de peligro, algo de lo cual hay que escapar. Estos nuevos actores sociales a veces parecieran saber más que el intendente de la ciudad, más que los políticos, más que los movimientos populares urbanos, porque cada uno de estos actores tradicionales parece ocuparse de pequeños fragmentos. Incluso, en las teorías sobre lo urbano es un lugar común pensar que las grandes ciudades son implanificables. No obstante, esa tendencia está cambiando. Si la planificación urbana estuvo en descrédito durante los años ochenta, algunos libros recientes, y por ejemplo el congreso internacional de arquitectos que hubo hace dos semanas en Barcelona (junio de 1996), insinúan una vuelta a la pretensión de pensar en conjunto la ciudad. Sin embargo, lo que aparece aun en los planes urbanos es que se intentan dinamizar sólo algunas zonas que se consideran estratégicas. Pero los problemas estructurales de la ciudad, los grandes temas del conjunto urbano, se consideran inabarcables desde la perspectiva de muchos políticos. Así, se hacen en la ciudad de México los cinco grandes proyectos que se empezaron en el sexenio pasado, o se puede en Buenos Aires intentar Puerto Madero u otras experiencias aisladas, olvidándose de reconsiderar la ciudad como algo global. En las teorías urbanísticas de fin de siglo se registra una tensión entre la necesidad de encarar estructural y globalmente las crisis urbanas y la tendencia a aceptar la desagregación, la disgregación, sobre todo en las grandes ciudades. Esto ha llevado a pensar en una tercera ciudad. Cuando en los quince o veinte últimos años los economistas y los urbanistas advirtieron que la industrialización ya no era el agente económico más dinámico en el desarrollo de las ciudades, se empezaron a considerar otros impulsos para el desarrollo, que son básicamente informacionales y financieros. Se volvió necesario, entonces, reconceptualizar las funciones de las grandes ciudades. Su núcleo no se halla ya en la ciudad histórica, construida en un territorio delimitado, ligada a un espacio que todos percibían como

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propio de esa ciudad, que tenía su núcleo en el centro histórico, en los grandes edificios monumentales que revelaban cuál había sido el origen. Luego, vino la industrialización que generó la gran expansión de las manchas urbanas, pero tampoco eso pareciera ser ahora lo decisivo, menos aún en sociedades en desindustrialización como son las latinoamericanas. En la medida en que la economía presente no se caracteriza tanto por el pasaje de la agricultura a la industria y de ésta a los servicios, sino por la interacción constante entre agricultura, industria y servicios sobre la base de procesos de información que rigen la tecnología de gestión y comercialización, debemos ir hacia otra concepción de lo urbano. Las grandes ciudades son el nudo en que se realizan estos movimientos de comunicación. Las principales áreas metropolitanas se vuelven, en una economía plenamente internacionalizada, escenarios que conectan entre sí a diversas sociedades. Es por esto que Saskia Sassen ha hablado de ciudades globales refiriéndose a Nueva York, Tokio y Londres, o Manuel Castells se ocupa de “la ciudad informacional”. Este proceso puede observarse también en una ciudad bastante estancada desde el punto de vista arquitectónico, como Buenos Aires, donde el crecimiento se presenta en la arquitectura ligada a la globalización, promovida por empresas informáticas de grandes transnacionales, edificios corporativos y shopping centers, que son aquí los signos de modernidad o posmodernidad. Si bien las urbes siguen siendo espacios de concentración de fábricas, que a veces se notan tanto por la contaminación, donde además hay mayor oferta de industrias culturales, como radio y televisión, estas funciones más tradicionales están cediendo lugar a nuevas agencias o nuevos actores comunicacionales. La ciudad se conecta ahora dentro de sí y con el extranjero ya no sólo por tradicionales transportes terrestres y aéreos, por el correo y el teléfono, sino por el cable, el fax y los satélites. La nueva oferta informacional está modificando muchos hábitos culturales y estrategias de consumo. No voy a extenderme en la descripción de estos cambios, ya bastante conocidos, pero sí me gustaría subrayar cómo incitan a rediseñar el estudio de las culturas urbanas. ¿Qué significa para la teoría urbana encontrar una ciudad disgregada, sin centro, o donde el centro importa poco, que no sabemos bien hasta dónde llega, y es reorganizada, redimensionada en la experiencia cotidiana, por estos procesos comunicacionales? Entonces, hay que tomar en cuenta no sólo una definición sociodemográfica y espacial de la ciudad, sino una definición sociocomunicacional. Ahora veamos cómo coexisten estas tres ciudades: la histórico territorial, la ciudad industrial y la ciudad informacional o comunicacional. Ésta es la pregunta central de la multiculturalidad urbana en la actualidad. Vivimos la tensión entre tradiciones que todavía no se van (tradiciones barriales, de formas de organización y estilos de comunicación urbana) y una modernidad que no acaba de llegar a los países latinoamericanos, cuya precariedad no impide, sin embargo, que también lo posmoderno ya esté entre nosotros. La coexistencia no regulada de varios modelos de desarrollo urbano en países dependientes genera, a la vez, comunicaciones ágiles y embotellamientos, acceso más o menos simultáneo a una vasta oferta cultural internacional y la dificultad de gozarla porque el museo o el teatro queda a una hora o dos de nuestra casa y el transporte es deficiente, porque se corta la luz cuando llueve y debemos regresar de la computadora a la máquina de escribir, porque tenemos fax pero hace dos meses que no arreglan el teléfono. Más que una ciudad, esto parece un contradictorio y caótico videoclip. Más que una ciudad informacional a veces tenemos la sensación de vivir en ciudades donde es muy difícil comunicarse. Contra-

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dicciones como las de Buenos Aires y México se registran en otras ciudades más modernas de América Latina. En Río de Janeiro o en Sao Paulo, donde apenas empieza a instalarse la fibra óptica, están tan desbordadas las comunicaciones telefónicas que los universitarios y las empresas a veces tienen que esperar las nueve o las diez de la noche para poder conectarse al e-mail, porque no hay líneas durante el día. Existe el correo electrónico, se multiplican las computadoras, hay miles y miles de usuarios que están creciendo constantemente, pero la deficiencia de infraestructura impide situarse de modo competitivo en esta nueva situación de las redes globales. Los imaginarios como patrimonios urbanos La ciudad videoclip es la ciudad que hace coexistir en ritmo acelerado un montaje efervescente de culturas de distintas épocas. No es fácil entender cómo se articulan en estas grandes ciudades esos modos diversos de vida, pero más aún los múltiples imaginarios urbanos que generan. No sólo hacemos la experiencia física de la ciudad, no sólo la recorremos y sentimos en nuestros cuerpos lo que significa caminar tanto tiempo o ir parado en el ómnibus, o estar bajo la lluvia hasta que logremos conseguir un taxi, sino que imaginamos mientras viajamos, construimos suposiciones sobre lo que vemos, sobre quiénes se nos cruzan, las zonas de la ciudad que desconocemos y tenemos que atravesar para llegar a otro destino, en suma, qué nos pasa con los otros en la ciudad. Gran parte de lo que nos pasa es imaginario, porque no surge de una interacción real. Toda interacción tiene una cuota de imaginario, pero más aún en estas interacciones evasivas y fugaces que propone una megalópolis. Los imaginarios han nutrido toda la historia de lo urbano. Los escritores y los críticos literarios lo han puesto de manifiesto con particular énfasis. Rosalba Campra, en un artículo titulado “La ciudad en el discurso literario”, que se publicó en Buenos Aires, en la revista Sic, empieza preguntándose ¿dónde se fundan las ciudades? “En lo alto de un monte para defenderse, dice, a orillas del mar para partir, o, como suelen responder los mitos, a lo largo de un río para encontrar un eje de orientación y dar sentido al propio grupo”. Pero las ciudades, agrega, también se fundan dentro de los libros, o se fundan a partir de libros; y ella va siguiendo en ese espléndido trabajo cómo las ciudades han estado conectadas con libros fundantes, libros que han hablado de cómo se conquista un desierto, cómo se distingue a la ciudad del desierto, cómo se delimitan los espacios, cómo se construye entonces a partir de lo que se imagina que puede ser una ciudad. A veces este proceso puede ser dramático, como sabemos por gran parte de la literatura y del cine que hablan de las ciudades. Pienso en las ciudades dramáticas, trágicas a veces, de Win Wenders, y en La ciudad ausente de Ricardo Piglia. En México tratamos de estudiar esta diversidad de imaginarios urbanos viendo cómo la ciudad era constituida en el discurso periodístico de cada día, en la radio y la televisión. En México, como en muchas grandes ciudades, hay suplementos especiales que aparecen semanalmente, y a veces todos los días en algunos diarios, que hablan de la ciudad y que dejan hablar a la ciudad. El estudio hecho por un miembro de nuestro grupo, Miguel Ángel Aguilar, revela que el discurso periodístico sobre la ciudad de México es en un 50 por ciento lo que el regente o las autoridades o los medios, en suma los agentes hegemónicos, dicen sobre la ciudad. Un lugar menor se concede a lo que los actores sociales de base, los ciudadanos, piensan o hablan de ella. ¿De qué modo la televisión y la radio han multiplicado los espacios de comunicación urbana?

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En general, las radios lo hacen de un modo más participativo, con el teléfono abierto, permitiendo la expresión de los ciudadanos y encontrando también formas de clientelismo en esta apertura para incentivar su mercado. En cambio, la televisión suele ser más autoritaria y más censurada, nos habla muchas veces de la ciudad desde el helicóptero o desde el estrado de Zabludowsky, o de algún otro locutor privilegiado. Estos distintos discursos, a su vez, son recibidos de maneras diferentes, en los espacios íntimos donde también se constituye el sentido urbano. En algunas investigaciones sobre imaginarios urbanos realizadas en la ciudad de Bogotá por Amando Silva, y en Los Ángeles por Mike Davis, así como en el libro dirigido por Mario Margulis La ciudad de la noche, referido a Buenos Aires, se aprecia la importancia de estos microespacios. Hicimos una experiencia parecida a la de este último libro, estudiando los salones de baile, que son importantes como lugares de agrupamiento generacional en la ciudad de México, así como los sitios donde se hacen recitales rockeros, los hoyos fonkis y otros semejantes. En medio de la descomposición de las megaciudades esos lugares son marcas, establecen una especificidad y así reordenan una problemática, que voy a tratar mañana, la de lo público y lo privado. Se establece un espacio propio para algunos sectores, donde se puede bailar, “sentirse a gusto como en la propia casa”, según dijo una asistente habitual de estos salones de baile en México; de manera que estos lugares, que son públicos, en gran medida funcionan como privatizados, como lugares que se apropian algunos sectores: son semipúblicos y semiprivados a la vez. Hemos intentado averiguar por qué lo imaginario tiene tanta importancia en la constitución de la ciudad. En México nos podemos remontar a los relatos precolombinos y de los conquistadores que refundaron la ciudad. Creo que también sería posible hacerlo en Buenos Aires. Esas narraciones constituyen un tipo de patrimonio diferente del patrimonio que estamos habituados a reconocer. Si el patrimonio urbano, el patrimonio histórico visible, material, es descuidado, mucho más ocurre con el patrimonio invisible o no tangible, según las dos denominaciones que suele usar la Unesco para referirse a él y que ha llevado a crear una sección dentro del área de cultura para estudiar este patrimonio invisible o intangible. Este patrimonio constituido con leyendas, historias, mitos, imágenes, pinturas, películas que hablan de la ciudad, ha formado un imaginario múltiple, que no todos compartimos del mismo modo, del que seleccionamos fragmentos de relatos, y los combinamos en nuestro grupo, en nuestra propia persona, para armar una visión que nos deje poco más tranquilos y ubicados en la ciudad. Para estabilizar nuestras experiencias urbanas en constante transición. Quiero destacar esta distinción. Podemos hablar de un patrimonio visible, o sea de los monumentos, los museos, las grandes avenidas, los edificios que enorgullecen a una ciudad y le dan una continuidad histórica, y también de algo que el folclore ha trabajado en distintas épocas, así como otro tipo de registros que han sido estudiados desde la comunicación masiva o desde el trabajo antropológico de la cultura llamada inmaterial, pero que pocas veces han sido pensados como parte del patrimonio que también hay que conservar de algún modo. Quizás una de las razones para justificar el ocuparse ahora de este patrimonio, es que tenemos más maneras de preservarlo y de guardarlo: lo podemos filmar, ya no sólo fotografiar, lo podemos registrar en formas sonoras muy sofisticadas, y transmitirlo y reproducirlo en discos compactos y en otros procedimientos más ágiles que cuando había que ir hasta un museo para enterarse de cómo había sido la ciudad en otra época.

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Estas innovaciones están suscitando internacionalmente nuevas reflexiones sobre los vínculos entre cultura urbana y patrimonio. Además, incitan a repensar lo que esto podría significar para la escuela y las comunicaciones masivas como custodios y transmisores del patrimonio intangible. Este patrimonio no es, de ninguna manera, inferior en importancia al visible. Es más: en ciudades que no tienen un gran patrimonio histórico material, todavía significa más para la población la búsqueda de signos intangibles de identidad, formas de orientación, de evocación y de memoria. Pero ¿cómo estudiar este patrimonio tan escurridizo, cómo apreciarlo y organizarlo? Para responder hemos tratado de introducir algunas nociones desde las ciencias sociales en la teoría sobre el patrimonio. Hay que reconocer, en este sentido, que uno de los motivos por los que los científicos sociales se interesan poco en las cuestiones del patrimonio es porque parece que sólo tuviera que ver con el pasado; se presenta como una cuestión de arqueólogos, restauradores, historiadores. Pero, si deseamos entender el origen y el sentido histórico de la contemporaneidad, es preciso pensar qué hacer con el patrimonio. Por lo tanto, tenemos necesidad de reformular qué entendemos por patrimonio de un modo vivo, no embalsamado, como algo que nos está apelando todavía hoy. Una noción de Pierre Bourdieu, la de capital simbólico, me parece útil para redefinir lo que hoy podemos entender por patrimonio cultural en relación con sus usos sociales. Bourdieu no transpuso la noción de capital simbólico hasta el patrimonio, pero es legítimo hacerlo, en el sentido de que el patrimonio no es un conjunto de bienes estables y neutros, con valores y sentidos fijados de una vez para siempre, sino un proceso social que, como el otro capital, se acumula, se renueva, produce rendimientos, y es apropiado en forma desigual por diversos sectores. Aunque ese conjunto de bienes materiales e inmateriales que llamamos patrimonio cultural parece estar disponible para que todos lo usen, cada sector se vincula con él según las disposiciones subjetivas que ha podido adquirir y según las relaciones sociales en que está inserto. Por eso el patrimonio de una nación, o de una ciudad, es distinto para diferentes habitantes. Representa algunas experiencias comunes, pero también expresa las disputas simbólicas entre las clases, los grupos y las etnias que componen una ciudad. ¿Quiénes cuentan la ciudad en las crónicas, en las películas, en las canciones y en las exposiciones, quiénes tienen los recursos para difundir estas representaciones de lo urbano a través de libros y revistas, conciertos y discos, museos, radio y televisión? La estructura y la propiedad de los medios de producción y comunicación cultural deben ser analizados como parte de los dispositivos por medio de los cuales se conforman los patrimonios compartidos y también las divisiones entre los patrimonios de unos y otros sectores en la ciudad. La otra noción que me parece fecunda para repensar esta cuestión es la de “comunidades imaginadas”, de Benedict Anderson. La obra de Anderson suele ser citada como punto de partida para una reconceptualización de las identidades contemporáneas, porque ese autor puso en evidencia que el nacionalismo es una artefacto cultural y no un objeto natural. La constitución del nacionalismo a través de la imaginación en la historia, dice Anderson, no lo vuelve falso, como se advierte en la gente que está dispuesta a realizar colosales sacrificios por sus limitadas imaginaciones de lo que es lo nacional. Podemos citar también a otros historiadores, como Serge Gruzinsky en Francia, o Renato Rosaldo, antropólogo de Estados Unidos, semiólogos como Armando Silva, en Colombia, que han demostrado el importante papel que juegan las ficciones, los imaginarios colectivos, en la formación de las identi-

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dades. Este tipo de aproximación tiene consecuencias para la construcción de la ciudadanía cultural, porque esta ciudadanía no se organiza sólo sobre principios políticos, según la participación “real” en estructuras jurídicas o sociales, sino también a partir de una cultura formada en los actos e interacciones cotidianos, y en la proyección imaginaria de estos actos en mapas mentales de la vida urbana. ¿Qué es lo que hay que guardar, qué se debe conservar, qué es lo más importante para quienes vivimos en una ciudad? Muchos presupuestos que guían la acción y las omisiones de los ciudadanos derivan de cómo percibimos los usos del espacio urbano, los problemas de consumo, tránsito y contaminación, y también de cómo imaginamos las explicaciones a estas cuestiones. Voy a presentar mañana el estudio sobre imaginarios urbanos que hicimos en México a partir de las fotografías de la ciudad y de cómo las vieron grupos focales a los que les mostrábamos las fotos. Sintéticamente, les anticipo una conclusión que ilustra lo que vengo diciendo. En la exploración con estos grupos, aun en los sectores con más nivel educativo, no hallamos visiones de conjunto sobre la ciudad. Hasta en los sectores más politizados o más organizados para defender algo de la ciudad, suele haber visiones restringidas del propio barrio, sector o grupo social al cual se pertenece y de las instituciones con las cuales cada uno se relaciona. Casi nadie habla de la ciudad en su conjunto y casi nadie identifica causas estructurales que en la literatura de ciencias sociales son muy conocidas acerca de por qué la crisis del tránsito, de la contaminación u otras acontecen en la ciudad. En este sentido, hablamos de una cultura prepolítica, una cultura preestructural, que se reduce a pequeños espacios. Investigar esto es del mayor interés para desarrollar la ciudadanía en nuestras ciudades, que adquiere más importancia cuando ciudades como la de Buenos Aires y México están a punto de elegir su primer intendente o gobernador no designado por el Poder Ejecutivo. ¿Cuánto se puede decidir en las elecciones y cuánto hay que decidir en otras instancias que requieren una elaboración continuada y una acción perseverante desde una cultura ciudadana? Contestar a esta pregunta puede ser un motivo para renovar la vinculación entre científicos sociales y políticos, entre la universidad y la administración pública.

Preguntas – Se hace una pregunta que no se grabó con claridad sobre las relaciones entre lo público y lo privado, y acerca de si las tendencias a la privatización conducen a la desintegración social. – García Canclini: De acuerdo con lo que venimos analizando, diría que la relación entre desintegración urbana y recomposición o reactivación no puede ser concebida en términos de equivalencias. No todas las formas de privatización llevan a la desintegración. Pueden hacerlo en el sentido en que a veces separan, cuando llevan que cada uno diga “éste es mi lugar, aquí nadie se mete y yo tampoco me voy a meter ni me voy a exponer en los lugares de riesgo”. En tales casos, se trata de limitar las experiencias urbanas, las vivencias y la solidaridad en la ciudad. Pero también hay experiencias de privatización, o sea de limitación de espacios y de apropiación privada que, en medio del abandono de los Estados respecto de las ciudades, de las negligencias, pueden funcionar como reactivadoras o preservadoras de patrimonios, de espacios vivibles dentro de la ciudad. Entonces, no asociaría desintegración versus

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reactivación o renovación con la oposición público-privado. En segundo lugar, deseo decir que, sin políticas públicas para la ciudad, una suma de privatizaciones y de defensas aisladas, no puede resolver los problemas urbanos. Hay problemas que son estructurales, compartidos, o tienen que ser resueltos en forma compartida. Algunos son superevidentes, como la contaminación, que no discrimina demasiado entre clases sociales para oscurecemos los pulmones. Aunque también puede haber diferentes formas de protegerse o de purificar, en forma restringida, el ambiente. Otros tipos de contaminación o de dramas urbanos son más selectivos y atacan especialmente a los sectores más desprotegidos, menos calificados educacional y económicamente. Pero creo que, en buena medida, las ciudades están expresando de un modo localizado esta tensión, que se vive en general en los países periféricos, entre impulsos a la participación más competitiva en un mercado mundial de innovaciones tecnológicas, culturales y sociales; y, por otro lado, políticas hacia adentro que segmentan cada vez más desigual y asimétricamente a la población. Se permite que un cinco o un diez por ciento de los ciudadanos se vincule con estas innovaciones internacionales y se beneficie de vivir en las grandes ciudades, y una enorme población, cada vez en situaciones más degradadas, es excluida o semincorporada bajo discriminaciones. – ¿Qué concepción de lo imaginario sería más útil para analizar la relación entre lo instituido y lo instituyente? – García Canclini: Estamos en un momento en que sería empobrecedor afiliarse a una sola tendencia. Nos encontramos en el cruce de muchas contribuciones al estudio de lo imaginario. Autores como Armando Silva incorporan el psicoanálisis, pero hay momentos de su libro Imaginarios urbanos en que usa la distinción lacaniana entre lo imaginario y lo simbólico, y otros en que no lo hace. Creo que, ante ciertas necesidades de interpretación, a veces es útil esta distinción pero, en gran parte de los estudios, prevalece otra noción más antropológica de lo imaginario, como algo parecido a lo que Lacan llama simbólico, es decir, el conjunto de repertorios de símbolos con que una sociedad sistematiza y legaliza las imágenes de sí misma, y también se proyecta hacia lo diferente. Dada la relativa indeterminación epistemológica en que se halla aún la noción de imaginarios y la fertilidad que revela en diferentes usos, no me privaría de esas tres contribuciones ni de otras. Habría que mencionar también los enfoques de lo imaginario colectivo, desplegados en las reorientaciones sociosemióticas de la antropología y de la sociología. Estos análisis han permitido considerar que hay estructuras, legalidades, que rigen lo imaginario y generan su construcción y su renovación. En ese sentido, no haría tanta escisión entre lo institutivo y lo instituyente. El riesgo que señalábamos cuando hablábamos del patrimonio visto en forma embalsamada, solidificada, como existiendo de una vez para siempre, se presenta en esa distinción. En realidad, lo instituyente, no sólo lo creativo sino lo que se apoya en algo instituido a partir de lo cual se puede imaginar, está siendo reconceptualizado, reimaginado una y otra vez. Este proceso se me hizo evidente cuanto trabajamos sobre fotografías en la ciudad de México, desde los años cuarenta hasta la actualidad, y vimos cómo los fotógrafos registraron la ciudad. Estaban reinterpretando, reelaborando el patrimonio visual en función de lo actual, desde la mirada de hoy. Pero lo actual es un momento de transición.

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Bibliografía Aldo Bononi, “La machina metrópoli”, ponencia presentada al simposio The Renaissance of the City in Europe, Florencia, 6 al 8 de diciembre de 1992. Rosalba Campra, “La ciudad en el discurso literario”, Sic, N° 5, Buenos Aires, mayo de 1994. Manuel Castells, La cuestión urbana, México, Siglo XXI, 1974. ______________ La ciudad informacional, Madrid, Alianza, 1995. Mike Davis, City of Quartz, New York, Vintage Books, 1992. Néstor García Canclini, “Consumidores y ciudadanos”, México, Grijalbo, 1995. Peter Hall, “La ville planétaire”, Revue Internationale des Sciences Sociales, París, UNESCO, nro. 147, marzo 1996. Mario Margulis, La cultura de la noche. La vida nocturna de los jóvenes de Buenos Aires, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1994. Antonio Mela, “Ciudad, comunicación, formas de racionalidad”, Diálogos, 23, Lima, junio de 1989. Paolo Perulli, Atlas metropolitano. El cambio social en las grandes ciudades, Madrid, Alianza, 1995. Saskia Sassen, The global City. New York, London, Tokyo, Princeton University Press, 1991. Armando Silva, Imaginarios urbanos. Bogotá y Sao Paulo. _____________ Cultura y comunicación urbana en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1992. Edward W. Soja, Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Londres-Nueva York, Verso, 1989.

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Lectura Nº 4 Sarlo, Beatriz, “Abundancia y Pobreza”, en Escenas de la Vida Posmoderna. Intelectuales, Arte y Videocultura en la Argentina, Buenos Aires, Argentina, Compañía Editora Espasa Calpe Argentina, 1994, pp. 13-33.

Capítulo I Abundancia y pobreza

1. CIUDAD En muchas ciudades no existe un “centro”. Quiero decir: un lugar geográfico preciso, marcado por monumentos, cruces de ciertas calles y ciertas avenidas, teatros, cines, restaurantes, confiterías, peatonales, carteles luminosos destellando en el líquido, también luminoso y metálico, que baña los edificios. Se podía discutir si el “centro” verdaderamente terminaba en tal calle o un poco más allá, pero nadie discutía la existencia misma de un sólo centro: imágenes, ruidos, horarios diferentes. Se iba al “centro” desde los barrios como una actividad especial, de día feriado, como salida nocturna, como expedición de compras, o, simplemente, para ver y estar en el centro. Hoy, Los Ángeles (esa inmensa ciudad sin centro) no es tan incomprensible como lo fue en los años sesenta. Muchas ciudades latinoamericanas. Buenos Aires entre ellas, han entrado en un proceso de “angelinización”.* La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los “barrios audiovisuales”) que en los años veinte, donde la salida al “centro” prometía un horizonte de deseos y peligros, una exploración de un territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la ciudad, de una punta a la otra. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más ordenados, mejor vigilados, con más luz y mayores ofertas materiales y simbólicas. Ir al centro no es lo mismo que ir al shopping-center, aunque el significante “centro” se repita en las dos expresiones. En primer lugar por el paisaje: el shopping-center, no importa cuál sea su tipología arquitectónica, es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura, donde todos los extremos de lo urbano han sido liquidados: la intemperie, que los pasajes y las arcadas del siglo XIX sólo interrumpían sin anular; los ruidos, que no respondían a una programación unificada; el claroscuro, que es producto de la colisión de luces diferentes, opuestas, que disputan, se refuerzan o, simplemente, se ignoran unas a otras; la gran escala producida por los edificios de varios pisos, las dobles y triples elevaciones de los cines y teatros, las superficies vidriadas tres, cuatro, cinco veces más grandes que el más amplio de los negocios; los monumentos conocidos, que por su permanencia, su belleza o su fealdad, eran los signos más poderosos del texto urbano; la proliferación de escritos de dimensiones gigantescas, arriba de

* En las páginas finales de este libro los lectores encontrarán la bibliografía con la que cada capítulo ha hecho su diálogo.

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los edificios, recorriendo decenas de metros en sus fachadas, sobre las marquesinas, en grandes letras pegadas sobre los vidrios de decenas de puertas vaivén, en chapas relucientes, escudos, carteles pintados sobre el dintel de portales, pancartas, afiches, letreros espontáneos, anuncios impresos, señalizaciones de tránsito. Estos rasgos, producidos a veces por el azar y otras por el diseño, son (o fueron) la marca de una identidad urbana. Hoy, el shopping opone a este paisaje del “centro” su propuesta de cápsula espacial acondicionada por la estética del mercado. En un punto, todos los shopping-centers son iguales: en Minneapolis, en Miami Beach, en Chevy Chase, en New Port, en Rodeo Drive, en Santa Fe y Coronel Díaz, ciudad de Buenos Aires. Si uno descendiera de Júpiter, sólo el papel moneda y la lengua de vendedores, compradores y mirones le permitirían saber dónde está. La constancia de las marcas internacionales y de las mercancías se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo interplanetario a Cacharel, Stephanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y McDonalds, en una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos de las etiquetas del mundo. La cápsula espacial puede ser un paraíso o una pesadilla. El aire se limpia en el reciclaje de los acondicionadores; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claroscuro, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerrados, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia. Como en una nave espacial, es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras. Como en una nave espacial, se pierde con facilidad el sentido de la orientación: lo que se ve desde un punto es tan parecido a lo que se ve desde el opuesto que sólo los expertos, muy conocedores de los pequeños detalles, o quienes se mueven con un mapa, son capaces de decir dónde están en cada momento. De todas formas, eso, saber dónde se está en cada momento, carece de importancia: el shopping no se recorre de una punta a la otra, como si fuera una calle o una galería; el shopping tiene que caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre, aunque no del todo, las trampas del azar. Los que no acepten estas trampas alteran la ley espacial del shopping, en cuyo tablero los avances, los retrocesos y las repeticiones no buscadas son una estrategia de venta. El shopping, si es un buen shopping, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado. Quienes usan el shopping para entrar, llegar a un punto, comprar y salir inmediatamente, contradicen las funciones de su espacio que tiene mucho de cinta de Moebius: se pasa de una superficie a otra, de un plano a otro sin darse cuenta de que se está atravesando un límite. Es difícil perderse en un shopping precisamente por esto: no está hecho para encontrar un punto y, en consecuencia, en su espacio sin jerarquías, también es difícil saber si uno está perdido. El shopping no es un laberinto del que sea preciso buscar una salida; por el contrario, sólo una comparación superficial acerca el shopping al laberinto. El shopping es una cápsula donde, si es posible no encontrar lo que se busca, es completamente imposible perderse. Sólo los niños muy pequeños pueden perderse en un shopping porque un accidente puede separarlos de otras personas y esa ausencia no se equilibra con el encuentro de mercancías. Como una nave espacial, el shopping tiene una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa ciudad siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida,

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barrio suburbano o peatonal. A nadie, cuando está dentro del shopping, debe interesarle si la vidriera del negocio donde vio lo que buscaba es paralela o perpendicular a una calle exterior; a lo sumo, lo que no debe olvidar es en qué naveta está guardada la mercancía que desea. En el shopping no sólo se anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. A diferencia de las cápsulas espaciales, los shoppings cierran sus muros a las perspectivas exteriores. Como en los casinos de Las Vegas (y los shoppings aprendieron mucho de Las Vegas), el día y la noche no se diferencian: el tiempo no pasa o el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades. La ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar a la ciudad. Por eso, el shopping olvida lo que lo rodea: no sólo cierra su recinto a las vistas de afuera, sino que irrumpe, como caído del cielo, en una manzana de la ciudad a la que ignora; o es depositado en medio de un baldío al lado de una autopista, donde no hay pasado urbano. Cuando el shopping ocupa un espacio marcado por la historia (reciclaje de mercados, docks, barracas portuarias, incluso reciclaje en segunda potencia: galerías comerciales que pasan a ser shoppings-galería) lo usa como decoración y no como arquitectura. Casi siempre, incluso en el caso de shoppings “conservacionistas” de arquitectura pasada, el shopping se incrusta en un vacío de memoria urbana, porque representa las nuevas costumbres y no tiene que rendir tributo a las tradiciones: allí donde el mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace sentir su fuerza. El shopping es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en el shopping. En el shopping puede descubrirse un “proyecto premonitorio del futuro”: shoppings cada vez más extensos que, como un barco factoría, no sea necesario abandonar nunca (así ya son algunos hoteles-shopping-spa-centro cultural en Los Ángeles y, por supuesto, en Las Vegas). Aldeas-shoppings, museos-shoppings, bibliotecas y escuelas-shoppings, hospitales-shoppings. Se nos informa que la ciudadanía se constituye en el mercado y, en consecuencia, los shoppings pueden ser vistos como los monumentos de un nuevo civismo: ágora, templo y mercado como en los foros de la vieja Italia romana. En los foros había oradores y escuchas, políticos y plebe sobre la que se maniobraba; en los shoppings también los ciudadanos desempeñan papeles diferentes: algunos compran, otros simplemente miran y admiran. En los shoppings no podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX, una arqueología del capitalismo sino su realización más plena. Frente a la ciudad real, construida en el tiempo, el shopping ofrece su modelo de ciudad de servicios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las tradiciones y de su entorno. De una ciudad en miniatura, el shopping tiene el aire irreal, porque ha sido construido demasiado rápido, no ha conocido vacilaciones, marchas y contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos más amplios. La historia está ausente y cuando hay algo de historia, no se plantea el conflicto apasionante entre la resistencia del pasado y el impulso del presente. La historia es usada para roles serviles y se convierte en una decoración banal: preservacionismo fetichista de algunos muros como cáscaras. Por esto, el shopping sintoniza perfectamente con la pasión por el decorado de la arquitectura llamada posmoderna. En el shopping de intención preservacionista la historia es paradojalmente tratada como souvenir y no como soporte material de una identidad y temporalidad que siempre le plantean al presente su conflicto.

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Evacuada la historia como “detalle”, el shopping sufre una amnesia necesaria a la buena marcha de sus negocios, porque si las huellas de la historia fueran demasiado evidentes y superaran la función decorativa, el shopping viviría un conflicto de funciones y sentidos: para el shopping, la única máquina semiótica es la de su propio proyecto. En cambio, la historia despilfarra sentidos que al shopping no le interesa conservar, porque en su espacio, además, los sentidos valen menos que los significantes. El shopping es un artefacto perfectamente adecuado a la hipótesis del nomadismo contemporáneo: cualquiera que haya usado alguna vez un shopping puede usar otro, en una ciudad diferente y extraña de la que ni siquiera conozca la lengua o las costumbres. Las masas temporariamente nómades que se mueven según los flujos del turismo, encuentran en el shopping la dulzura del hogar donde se borran los contratiempos de la diferencia y del malentendido. Después de una travesía por ciudades desconocidas, el shopping es un oasis donde todo marcha exactamente como en casa; del exotismo que deleita al turista hasta agotarlo, se puede encontrar reposo en la familiaridad de espacios que siguen conservando algún atractivo dado que se sabe que están en el “extranjero”, pero que, al mismo tiempo, son idénticos en todas partes. Sin shoppings y sin Clubs Mediterranée el turismo de masas sería impensable: ambos proporcionan la seguridad que sólo se siente en la casa propia sin perder del todo la emoción producida por el hecho de que se la ha dejado atrás. Cuando el espacio extranjero, a fuerza de incomunicación, amenaza como un desierto, el shopping ofrece el paliativo de su familiaridad. Pero no es ésta la única ni la más importante contribución del shopping al nomadismo. Por el contrario, la máquina perfecta del shopping, con su lógica aproximativa, es, en sí misma, un tablero para la deriva desterritorializada. Los puntos de referencia son universales: logotipos, siglas, letras, etiquetas no requieren que sus intérpretes estén afincados en ninguna cultura previa o distinta de la del mercado. Así, el shopping produce una cultura extraterritorial de la que nadie puede sentirse excluido: incluso los que menos consumen se manejan perfectamente en el shopping e inventan algunos usos no previstos que la máquina tolera en la medida en que no dilapiden las energías que el shopping administra. He visto, en los barrios ricos de la ciudad, señoras de los suburbios, sentadas en los bordes de los maceteros, muy cerca de las mesas repletas de un patio de comidas, alimentando a sus bebés, mientras otros chicos corrían entre los mostradores con una botella plástica de dos litros de Coca-Cola; he visto cómo sacaban sandwiches caseros de las bolsas de plástico con marcas internacionales que seguramente fueron sucesivamente recicladas desde el momento en que salieron de las tiendas cumpliendo las leyes de un primer uso “legítimo”. Estos visitantes, que la máquina del shopping no contempla pero a quienes tampoco expulsa activamente, son extraterritoriales y sin embargo la misma extraterritorialidad del shopping los admite en una paradoja curiosa de libertad plebeya. Fiel a la universalidad del mercado, el shopping en principio no excluye. Su extraterritorialidad tiene ventajas para los más pobres: ellos carecen de una ciudad limpia, segura, con buenos servicios, transitable a todas horas; viven en suburbios de donde el Estado se ha retirado y la pobreza impide que el mercado tome su lugar; soportan la crisis de las sociedades vecinales, el deterioro de las solidaridades comunitarias y el anecdotario cotidiano de la violencia. El shopping es exactamente una realización hiperbólica y condensada de cualidades opuestas y, además, como espacio extraterritorial, no exige visados especiales. En la otra punta del arco social, la extraterritorialidad del shopping podría afectar lo que los sectores medios y altos consideran sus derechos; sin embargo, el uso

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según días y franjas horarias impide la colisión de estas dos pretensiones diferentes. Los pobres van los fines de semana cuando los menos pobres y los más ricos prefieren estar en otra parte. El mismo espacio cambia con las horas y los días mostrando esa cualidad transocial que, según algunos, marcaría a fuego el viraje de la posmodernidad. La extraterritorialidad del shopping fascina también a los muy jóvenes, precisamente por la posibilidad de deriva en el mundo de los significantes mercantiles. Para el fetichismo de las marcas se despliega en el shopping una escenografía riquísima donde, por lo menos en teoría, no puede faltar nada; por el contrario, se necesita un exceso que sorprenda incluso a los entendidos más eruditos. La escenografía ofrece su cara Disneyworld: como en Disneyworld, no falta ningún personaje y cada personaje muestra los atributos de su fama. El shopping es una exposición de todos los objetos soñados. Ese espacio sin referencias urbanas está repleto de referencias neoculturales donde los que no saben pueden aprender un know-how que se adquiere en el estar ahí. El mercado, potenciando la libertad de elección (aunque sólo sea de toma de partido imaginario), educa en saberes que son, por un lado, funcionales a su dinámica, y, por el otro, adecuados a un deseo joven de libertad antiinstitucional. Sobre el shopping, nadie sabe más que los adolescentes que pueden ejercitar un sentimentalismo antisentimental en el entusiasmo por la exhibición y la libertad de tránsito que se apoya en un desorden controlado. Las marcas y etiquetas que forman el paisaje del shopping reemplazan al elenco de viejos símbolos públicos o religiosos que han entrado en su ocaso. Además, para chicos afiebrados por el high-tech de las computadoras, el shopping ofrece un espacio que parece high-tech aunque, en las versiones de ciudades periféricas, ello sea un efecto estético antes que una cualidad real de funcionamiento. El shopping, por lo demás, combina la plenitud iconográfica de todas las etiquetas con las marcas “artesanales” de algunos productos folk-ecológico-naturistas, completando así la suma de estilos que definen una estética adolescente. Kitsch industrial y compact disc. La velocidad con que el shopping se impuso en la cultura urbana no recuerda la de ningún otro cambio de costumbres, ni siquiera en este siglo que está marcado por la transitoriedad de la mercancía y la inestabilidad de los valores. Se dirá que el cambio no es fundamental ni puede compararse con otros. Creo sin embargo que sintetiza rasgos básicos de lo que vendrá o, mejor dicho, de lo que ya está aquí para quedarse: en ciudades que se fracturan y se desintegran, este refugio antiatómico es perfectamente adecuado al tono de una época. Donde las instituciones y la esfera pública ya no pueden construir hitos que se piensen eternos, se erige un monumento que está basado precisamente en la velocidad del flujo mercantil. El shopping presenta el espejo de una crisis del espacio público donde es difícil construir sentidos; y el espejo devuelve una imagen invertida en la que fluye día y noche un ordenado torrente de significantes.

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2. MERCADO Escuchado hace poco, un domingo, bastante después de mediodía, en un restaurante que se iba vaciando. Los padres de la chica le preguntaron qué quería para su cumpleaños. Ustedes ya saben, dijo la chica, la operación que me prometieron el año pasado cuando cumplí catorce. Le ofrecieron, en cambio y para ver si la convencían, un mes en una playa del Caribe, vacaciones de ski para ella y una amiga, clases particulares de patín aeróbico o de ala delta, zapatillas con tacómetro, autoinflables, modelo antiguo con suela fina, ribeteadas de satén con forro de cibellina sintética para el après-ski, permiso para que su amiguito se quedara a dormir todas las noches, un vestido de fiesta Calvin Klein original, un reproductor de discos compactos superliviano para llevar en el monedero, una muñeca inflable de Axl Rose tamaño natural, una muñeca inflable de Luis Miguel tamaño natural, una cama de gimnasia pasiva y un gabinete de rayos ultravioletas, lentes de contacto verdes, gris acero y turquesa, un holograma de su cabeza tamaño natural, un mural para su pieza reproduciendo la primera foto que le habían sacado después de nacer, corte de pelo, colocado de pestañas permanentes y teñido de las cejas, una fiesta en la disco que eligiera, un osito Sarah Kay gigante. Quiero la operación, insistió la chica. Me parece que tus caderas están bastante desarrolladas para tu edad, razonó la madre. No me gusta mi trasero, aseguró la chica. No le veo nada de particular, dijo el hermanito. Precisamente, dijo la muy terca. Sos muy chica todavía para decidir, dijo el padre. Todas mis amigas se hicieron algo o se van a hacer algo para festejar los quince, y yo no quiero ser la única estúpida. Lo estúpido es operarse, dijo el hermanito, con lo que debe doler. Nadie me entiende, dijo la chica. El padre se puso serio: te entendemos perfectamente; a nadie se le puede negar ese derecho, pero sale carísimo. Más caro va a salir que a mí no me quiera nadie, no me saquen fotos en la playa ni salga en las revistas. Caro va a ser eso, puro gasto de terapia y sin que yo pueda trabajar de nada cuando sea más grande. Algo de razón tiene en eso, dijo la madre. Nadie te preguntó cuánto había costado tu lifting, dijo la chica, sin darse cuenta de que no tenía que atacar a sus aliados. Mi lifting lo pagué yo; fui al sanatorio con una bolsa llena de moneditas y todavía sobró plata. Vaya a saber de dónde la sacaste, dijo la chica. La plata no tiene olor, dijo el hermanito. Del estudio saqué la plata, dijo la madre. ¿Del estudio de quién?, preguntó el hermanito. Idiota, este chico es idiota, dijo el padre. Así como soy, con este trasero chato, hasta ir al colegio me da vergüenza. Todas las chicas se hicieron cosas: ensanche del puente nasal, alzado de los pómulos, abultamiento de labio inferior, implante de pelo para achicar la frente, retoque de mentón, tetas más grandes, tetas más redondas, depilación definitiva del pubis, serruchado de la última costilla, caderas, alzado de glúteos, cavado de tobillos, enderezado de los dedos de los pies, levante del empeine, achicamiento de muñecas, implante de doble músculo en los pectorales, redondeado de los brazos, alargue de huesos, estiramiento del cuello, peeling con ácidos naturales. ¿Y si pidiera implantes de pelo lacio? Eso es mucho peor, porque no se sabe si se va a seguir usando. Eso sí que es tirar la plata a la basura, como los tatuajes de este tarado. Conmigo no te metas, reaccionó el hermanito. No somos millonarios dijo la madre. ¿Qué tiene que ver eso con mi regalo? Desde que entré al

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secundario te hiciste las bolsas debajo de los ojos, te enderezaste el tabique, te infiltraron con colágeno dos veces y te operaste la panza para volver a usar traje de dos piezas. ¿Cuántas veces cumpliste años desde que entré al secundario? Tres. ¿Cuántas operaciones te hiciste? Pero no todas fueron con anestesia total y, además, la culpa de la panza la tuvieron ustedes dos. Conmigo no se metan, dijo el hermanito. Esta bien, dijo el padre, pero no pidas otra cosa hasta los dieciocho. A los dieciocho voy a ser millonaria y vivir en Miami, dijo la chica. Después, la madre comentó que ella se iba a hacer dos retoques antes de que nadie se diera cuenta porque se le estaban cayendo un poco los párpados. A dos retoques por año, si vivo hasta los setenta y cinco, son más o menos setenta retoques, pero nunca se sabe lo que van a ir descubriendo por el camino. El que verdaderamente necesitaba operarse era el padre. Con esas ojeras, si lo echaban del trabajo no iba a conseguir un puesto decente en ninguna parte. Este año me opero yo también, dijo el padre. Al fin y al cabo de mí dependen más cosas que de todos ustedes juntos. Somos libres. Cada vez seremos más libres para diseñar nuestro cuerpo: hoy la cirugía, mañana la genética, vuelven o volverán reales todos los sueños. ¿Quién sueña en esos sueños? La cultura sueña, somos soñados por los íconos de la cultura. Somos libremente soñados por las tapas de las revistas, los afiches, la publicidad, la moda: cada uno de nosotros encuentra un hilo que promete conducir a algo profundamente personal, en esa trama tejida con deseos absolutamente comunes. La inestabilidad de la sociedad moderna se compensa en el hogar de los sueños, donde con retazos de todos lados conseguimos manejar el “lenguaje de nuestra identidad social”. La cultura nos sueña como un cosido de retazos, un collage de partes, un ensamble nunca terminado del todo, donde podrían reconocerse los años en que cada pieza fue forjada, el lugar de donde vino, la pieza original que trata de imitar. Las identidades, se dice, han estallado. En su lugar no está el vacío sino el mercado. Las ciencias sociales descubren que la ciudadanía también se ejerce en el mercado y que quien no puede realizar allí sus transacciones queda, por así decirlo, fuera del mundo. Fragmentos de subjetividad se obtienen en esa escena planetaria de circulación, de la cual quedan excluidos los muy pobres. El mercado unifica, selecciona y, además, produce la ilusión de la diferencia a través de los sentidos extramercantiles que toman los objetos que se obtienen por el intercambio mercantil. El mercado es un lenguaje y todos tratamos de hablar algunas de sus lenguas: nuestros sueños no tienen demasiado juego propio. Soñamos con piezas que se encuentran en el mercado. Hace siglos, las piezas venían de otras partes, y no eran, necesariamente mejores. La crítica de los sueños fue uno de los grandes impulsos en la construcción de imágenes de sociedades diferentes. Hoy, entonces, son los sueños seriales del mercado los que están aquí para ser objeto de la crítica. El deseo de lo nuevo es, por definición, inextinguible. Algo de esto supieron las vanguardias estéticas, porque una vez que estallan las compuertas de la tradición, de la religión, de las autoridades indiscutibles, lo nuevo se impone con su moto perpetuo. También en el mercado o, mejor dicho, en el mercado más que en ninguna otra escena. Hoy el sujeto que puede entrar en el mercado, que tiene el dinero para intervenir en él como consumidor, es una especie de coleccionista al revés. En lugar de coleccionar objetos, colecciona actos de adquisición de objetos. El coleccionista de viejo tipo sustrae los objetos de la circulación y del uso para atesorarlos: ningún filatelista manda cartas con las estampillas de su colección; ningún apasionado de

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los soldaditos de plomo permite que un niño juegue con ellos; las cajas de fósforos de una colección no deben usarse. El coleccionista tradicional conoce el valor de mercado de sus objetos (porque ha pagado por ellos) o conoce el tiempo de trabajo coleccionístico que ha invertido en conseguirlos si no han llegado a él a través de la venta y la compra. Pero también conoce el valor, digamos sintáctico, que esos objetos tienen en la colección: sabe cuáles le faltan para completar una serie, cuáles son los que de ningún modo pueden ser canjeados por otros, qué historia está atrás de cada uno de ellos. En la colección tradicional, los objetos valiosos son literalmente irreemplazables aunque un coleccionista pueda sacrificar alguno para conseguir otro más valioso todavía. El coleccionista al revés sabe que los objetos que adquiere se deprecian desde el instante mismo en que los toca con sus manos. El valor de esos objetos empieza a erosionarse y se debilita la fuerza magnética que hace titilar las cosas en las vidrieras del mercado: una vez adquiridas, las mercancías pierden su alma (en la colección, en cambio, las cosas tienen un alma que se enriquece a medida que la colección se enriquece: la vejez es valiosa en la colección). Para el coleccionista al revés, su deseo no tiene objeto que pueda conformarlo, porque siempre habrá otro objeto que lo llame. Colecciona actos de compra-venta, momentos perfectamente incandescentes y gloriosos: los norteamericanos, que algo saben de estas peripecias de la modernidad y la pos-modernidad, llaman shopping spree a una especie de bacanal de compras en la cual una cosa lleva a la otra hasta el agotamiento que cierra el día en las cafeterías de las grandes tiendas. El shopping spree es un impulso teóricamente irrefrenable mientras existan los medios económicos para llevarlo a cabo. Es, al pie de la letra, una colección de actos de consumo en la que el objeto se consume antes de ser ni siquiera tocado por el uso. En el polo opuesto al coleccionista al revés están los excluidos del mercado: desde los excluidos que, de todas formas, pueden soñar consumos imaginarios, hasta los excluidos a quienes la pobreza encierra en el corral de fantasías mínimas. Ellos agotan los objetos en el consumo y la adquisición de objetos no hace que éstos pierdan su interés; para ellos, el uso de los objetos es una dimensión fundamental de la posesión. Pero, salvo en el caso de estos rezagados de la fiesta, el deseo de objetos hoy es casi inextinguible para quienes han entendido el juego y están en condiciones de jugarlo. Los objetos se nos escapan: a veces porque no podemos conseguirlos, otras veces porque ya los hemos conseguido, pero se nos escapan siempre. La identidad transitoria afecta tanto a los coleccionistas al revés como a los menos favorecidos coleccionistas imaginarios: ambos piensan que el objeto les da (o les daría) algo de lo que carecen no en el nivel de la posesión sino en el nivel de la identidad. Así los objetos nos significan: ellos tienen el poder de otorgarnos algunos sentidos y nosotros estamos dispuestos a aceptarlos. Un tradicionalista diría que se trata de un mundo perfectamente invertido. Sin embargo, cuando ni la religión, ni las ideologías, ni la política, ni los viejos lazos de comunidad, ni las relaciones modernas de sociedad pueden ofrecer una base de identificación ni un fundamento suficiente a los valores, allí está el mercado, un espacio universal y libre, que nos da algo para reemplazar a los dioses desaparecidos. Los objetos son nuestros íconos cuando los otros íconos, aquellos que representaban a alguna divinidad, muestran su impotencia simbólica; son nuestros íconos porque pueden crear una comunidad imaginaria (la de los consumidores, cuyo libro sagrado es el advertising, sus rituales el shopping spree, su templo los shopping-centers, y la moda su código civil). Sin embargo, los objetos se escapan (y no sólo se escapan a los deseos de quienes no pueden

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entrar con desenvoltura en el mercado o ni siquiera pueden pisarlo). Aquello que los hace deseables, también los vuelve volátiles. La inestabilidad de los objetos se origina precisamente en su libro sagrado y en los saberes que la enciclopedia de la moda codifica cada temporada. Son valiosos porque cambian constantemente y, por paradoja, también pierden su valor porque constantemente cambian: la vida no logra apoyarse en ellos y nadie querría usar un par de zapatillas viejas sólo por el hecho de que ha sido feliz cuando las llevaba puestas. A veces, el sentimentalismo puede salvar a los objetos de la desaparición: se guardan las camisetas de un equipo de fútbol, o el vestido de casamiento, o el primer delantal escolar. Así, el sentimentalismo es una forma psicológica del coleccionismo. Pero, en general, el pasado marca los objetos sólo como vejez, y no existen defensores de objetos viejos del mismo modo que existen conservacionistas de ciudades o de edificios: sólo lo público llama a la preservación. Los objetos privados envejecen rápido y de esta vejez sólo podría salvarlos el diseño perfecto. Pero ni siquiera éste: los objetos de diseño perfecto terminan en el museo o las colecciones; los objetos de diseño “común” (en general, los objetos muy marcados por la moda) sólo se conservan cuando no pueden ser reemplazados por otros más nuevos y mejores. El tiempo fue abolido en los objetos comunes del mercado, no porque sean eternos sino porque son completamente transitorios. Duran mientras no se desgaste del todo su valor simbólico, porque, además de mercancías, son objetos hipersignificantes. En el pasado, sólo los objetos de culto (religioso o civil) y los objetos de arte tenían esa capacidad de agregar a su uso un plus de sentido que los volvía más significativos. Hoy, el mercado puede tanto como la religión o el poder: agrega a los objetos un plus simbólico fugaz pero tan potente como cualquier otro símbolo. Los objetos crean sentido más allá de su utilidad o de su belleza o, mejor dicho, su utilidad y su belleza son subproductos de ese sentido que viene de la jerarquía mercantil. No es indiferente que los objetos que ocupan el centro y la cima de la jerarquía sean más bellos (mejor diseñados) que los que forman la base y los escalones intermedios. Sin duda, el mercado no es una nave de locos que adjudica más puntaje a una etiqueta sin examinar sus cualidades. Pero, siempre, el puntaje de una marca, una etiqueta o una firma tiene otros fundamentos, además de sus cualidades materiales, de su funcionamiento o de la perfección de su diseño. Todo esto se sabe. Sin embargo, los objetos siguen escapándosenos. Se han vuelto tan valiosos para la construcción de una identidad, son tan centrales en el discurso de la fantasía, marcan tan infamantemente a quienes no los poseen, que parecen hechos de la materia resistente e inabordable de los sueños. Frente a una realidad inestable y fragmentada, en proceso de metamorfosis velocísimas, los objetos son un ancla, pero un ancla paradójica, ya que ella misma debe cambiar todo el tiempo, oxidarse y destruirse, entrar en obsolescencia el mismo día de su estreno. Con estas paradojas se construye el poder de los objetos: la libertad de quienes los consumimos surge de la necesidad férrea que tiene el mercado de convertirnos en consumidores permanentes. La libertad de nuestros sueños de objetos escucha la voz del apuntador más poderoso y nos habla con ella. El mundo de los objetos se ha ampliado y seguirá ampliándose. Hasta hace pocas décadas, lo que podía comprarse y venderse tenía una materialidad exterior que sólo excepcionalmente entraba en la intimidad de nuestros cuerpos. Hoy, no existe un territorio donde el mercado, en su imponente marea generalizadora, no esté plantando sus tiendas. Se sueñan objetos que modificarán nuestros cuerpos y este es el sueño más feliz y más aterrador. El deseo, que no ha encontrado un objeto que lo colme aun-

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que sólo sea transitoriamente, ha encontrado en la construcción de objetos a partir del propio cuerpo el non plus ultra donde se unen dos mitos: belleza y juventud. En una carrera contra el tiempo, el mercado propone una ficción consoladora: la vejez puede ser diferida y, no es posible afirmarlo ahora pero quizás sí mañana, posiblemente vencida para siempre. Si la vejez indigna de las mercancías expulsó la temporalidad de nuestra vida diaria (el tiempo de los objetos sólo pesa a quienes no pueden reemplazarlos por otros más nuevos), ahora se nos ofrecen objetos que alteran nuestro cuerpo: prótesis, sustancias sintéticas, soportes artificiales, que entran en el cuerpo durante intervenciones que lo modifican según las pautas de un design que cambia cada quinquenio (¿quién quiere los pechos chatos que se usaron hace diez años o la delgadez de la década del sesenta?). En el escenario público, los cuerpos deben adecuarse a la función perfecta, resistente a la vejez, que antes se esperaba de las mercancías. No hay motivos para rechazar esta tecnología quirúrgica imitando el escándalo con que las señoras honestas del novecientos se abstenían de teñirse el pelo. La cuestión no pasa por horrorizarse hoy ante intervenciones que nosotros mismos consideraremos inocentes dentro de una década. Sin embargo es necesario preguntarse qué busca una sociedad en estos avatares de la ingeniería corporal o del design de mercado. ¿Quién habla en nuestros sueños de belleza? ¿Qué pasará con nosotros si logramos no sólo prolongar la vida sino, sencillamente, abolir la muerte?

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Lectura Nº 5 Monsiváis, Carlos, “El Melodrama: “No te Vayas, mi Amor, que es Inmoral Llorar a Solas”, en Herlinghaus, Hermann (editor), Narraciones Anacrónicas de la Modernidad. Melodrama e Intermedialidad en América Latina, Santiago de Chile, Editorial Cuarto Propio, 2002, pp. 105-123.

Las variedades del sentimiento melodramático Tan importante como la historia del melodrama, aunque mucho menos estudiada es la historia de su público en América Latina. A lo largo de dos siglos, las generaciones sucesivas obtienen del melodrama lo básico de su educación sentimental y del idioma adecuado para las pasiones. El campo de aprendizaje son las obras de teatro, las canciones, las versiones de la historia patria, la religiosidad popular, algunos poemas, las películas, las telenovelas. Ah, las contrariedades de la vida tanto más amargas cuando ninguna tecnología las promueve y registra. Si el melodrama comienza en el siglo XVIII, su público se concreta en el siglo XIX, y sus atmósferas formativas afectan desde el principio a las familias y las parejas, y aprovisionan los momentos climáticos de cada existencia con frases convenientes y gestos adecuados, los mismos que al cabo del tiempo se vuelven humor popular. El melodrama sedimenta las reacciones útiles en las ciudades, adiestra para la localización del Bien y el Mal, y cultiva como géneros semiliterarios a las rutinas del proceso amoroso y de los pleitos de familia. Del universo del llanto innegociable y negociado se nutren las voces de la entrega apasionada, de la urgencia de expiación, de la duda que se redistribuye en canallez o en sacrificio, del heroísmo que se agazapa tras el infortunio. En el siglo XIX, las sociedades latinoamericanas promueven el melodrama: el religioso, el histórico y el más visible y audible, el de los amores frustrados. En el primer caso, el catolicismo genera obras de teatro, novelas y poemas, donde sufrir es ganar puntos celestiales. ¿Qué son las narraciones sobre los mártires del primer siglo de la era cristiana, sino melodramas donde paladines y heroínas ratifican su credo monoteísta ante las fieras en el Coliseo de Roma o ante las llamas que los convertirán en teas humanas en la Via Appia? ¿Qué es la poesía narrativa de temas religiosos sino “chantajes de la trascendencia”? Y la “prosa poética” confirma a la vez el afán de espiritualidad y el prestigio de la cursilería. El descubrimiento de la catarsis Un ancestro involuntario del melodrama es la tragedia griega, de la que muy transformada se adopta la catarsis, la gran práctica de limpieza anímica, expresada como asombro, desgarramiento, dolor extremo, llanto puro y simple. En el siglo XIX, los cronistas de Lima, Bogotá, Caracas, Ciudad de México, Montevideo, Buenos Aires, Quito, La Paz, abundan en descripciones de la compenetración de los espectadores con las obras de teatro, del público que se vuelve feligresía al escenificarse la Pasión. La catarsis depura y libera de las sensaciones de iniquidad y pecado, y le permite a los espectadores contemplarse en sus imágenes ennoblecidas y concluir: “Si somos capaces de la emoción solidaria, somos mejores de lo que creíamos nosotros y quienes nos conocen. A la catarsis se le une el chantaje sentimental, la operación que utiliza a los espectadores como Sólo uso con fines educativos

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personajes apelando a los nobles sentimientos, entre los que se incluyen la indefensión y el miedo. A los personajes acorralados que ceden a las presiones del suicida en potencia o de la mujer que el día entero se asila en el llanto, se les añade el lector (el espectador), (el testigo) que también halla imposible resistir al chantaje. En el período que va de la segunda mitad del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX, los cronistas teatrales atestiguan la misma creencia: no sólo los espectadores, también los actores se someten a la absoluta verdad de lo que se escenifica. “Esto que me conmueve, sin que lo supiese con claridad, ya me ha ocurrido o podría ocurrirme. El melodrama ocurre en mi interior”. Las obras son didácticas, porque enseñan a pactar sentimentalmente con la realidad, sinónimo estricto del fatalismo durante más de un siglo. En estos melodramas piadosos, la mayoría de los protagonistas centrales y algunos de los secundarios son producto de una tesis: lo que le confiere sentido a la existencia es ser como Cristo, olvidarse de los intereses propios (mejor aún, afirmar que los únicos intereses propios son los comunitarios), y de suplicio en suplicio ganarse el cielo. (Esto último, digamos, queda claro en las escenas donde madres y padres, al costo de su vida, protegen a sus vástagos para “darles una educación digna”, o en el altruismo de los hijos inocentes que se echan la culpa de todo para redimir a los indignos). Gracias al melodrama y por así decirlo, los mártires, los santos y las vírgenes abandonan sus nichos y se enfilan hacia las recámaras, las cocinas, las calles, los lugares non sanctos y las cárceles. El melodrama es un método “teológico” al alcance de todos, y esto explica las obras teatrales sobre la Pasión, y el aluvión de imágenes sufrientes en atrios y tiendas, y esto explica también a las prostitutas que mueren como vírgenes arrepentidas (Santa, de 1903, la novela de Federico Gamboa y las cuatro películas consiguientes). La fe se divulga bajo una premisa: uno o varios de los personajes de la obra o del relato sustituyen a Cristo y mueren por los pecados de todos. Cristo reencarna múltiplemente y la moraleja es simple: quien no se conmueve es un apóstata. Sin el esquema de Cristo en la Cruz no surge el melodrama familiar, el subgénero más vigoroso. Pero ya es un Cristo en el mundo, al ritmo de la secularización de los dramas tradicionales y de lo ubicuo de las equivalencias del Infierno y el Cielo. Ante las miradas piadosas lanzadas al cielo, el espectador se siente debidamente representado y se felicita por la emoción casi mística que más tarde una buena cena permitirá asimilar. Los melodramas son correctivos de familia y de clase social, y en este sentido funciona extraordinariamente el determinismo del género. En las escenas finales de El mártir del Gólgota, el centurión convertido a la verdadera fe no llega a tiempo para salvar al Redentor, que muere tras emitir las Siete Palabras y el público vive la resurrección de su felicidad. A fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, los espectadores se conmueven cristianamente con tal de justificar “el éxito” o el fracaso en la vida. Si Cristo que es Dios murió en la Cruz abandonado por casi todos, yo, que soy únicamente humano, tengo esperanzas de morir en condiciones menos adversas. Se ha insistido: el melodrama es factor de la modernidad porque no privilegia la mentalidad colectiva (los Fuenteovejuna, los todos a una) y se concentra en el carácter y el temperamento del individuo. El teatrófilo que asiste a todos los estrenos, y se agita y demuda para colmar las expectativas morales de sus acompañantes, se demuda al enterarse del extravío de una honra, y se confunde cuando el villano se vuelve bueno para no tener de qué arrepentirse. Y el público de teatro, algo muy distinto a la

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suma de los asistentes, se considera vencedor del pecado y propietario de la dignidad, un sentimiento que sólo es auténtico si es colectivo. La Historia: “Hagamos de cuenta que fuimos basura / vino el remolino y nos alevantó” El surgimiento de las naciones independientes exige en América un proceso secularizador que también toma muy en cuenta el acto fundador del cristianismo, la Crucifixión. Los Padres de la Patria, los caudillos del génesis de las nacionalidades, dan su vida por los que habrán de ser sus conciudadanos, y van con paso firme hacia el cadalso o el paredón guiados por la promesa: han de resucitar en la gratitud nacional, en ese “Tercer Día” de libertades y soberanía indiscutida. Por fuerza, en la divulgación de la Historia se usa, cortesía del melodrama, del esquema cristiano, así la naturaleza de los hechos sea efectivamente trágica, porque los ciudadanos en potencia, aturdidos y exaltados, no asimilarían un discurso de estructura jurídica, y requieren de frases perpetuables en mármol, casi arrojadas desde la Cruz: “Patria, he aquí a tus hijos”. La Historia, también, le expropia al melodrama algunas técnicas narrativas y el amor por lo rotundo que bien demanda la caída del telón: “He arado en el mar/ Va mi espada en prendas. ¡Voy por ella!/ ¡Tiren aquí, cobardes! ¡Al pecho de un patriota!/ La Historia me absolverá”. Y la enseñanza melodramática del civismo y de los procesos nacionales imita la divulgación catequística (pinturas y grabados incluidos) y acude al patriotismo para convertir a seres comunes y corrientes en paladines de la Libertad. (La Historia, de modo literal, es el Cielo y el Paraíso o, para los réprobos, es el Infierno). A los próceres de las naciones redimidas se les tributa en las ceremonias “eterno loor”. Sin cesar, los hechos históricos reales devienen episodios donde lo ocurrido se reelabora en función del juego de sorpresas del melodrama. Los ciudadanos, los patriotas, los nacionalistas, los simples estudiantes de la primaria y la secundaria, se convencen de lo siguiente (con otras palabras): la Historia es la serie interminable cuyos resultados se captan más adecuadamente a través de la emoción. Y a los grandes acontecimientos los suele fijar la óptica melodramática. Si en las revueltas y las revoluciones los seres humanos son “hojas en la tormenta”, la visión más difundida de las naciones alterna las mitologías del impulso con los sacudimientos graves. Y el determinismo se desplaza de lo público a lo íntimo. “Si a mi país le ha ido como le ha ido, ¿por qué a mí no?” En el desfile histórico los gestos imperiosos se convierten en mínimas y máximas obras de teatro. En 1952, Eduardo Chibás, político cubano de oposición, se suicida en gesto de protesta durante la transmisión de su programa radiofónico, y la acción desmesurada borra o relega el significado político. En su última arenga, Evita Perón le profetiza a sus descamisados: “Volveré y seré millones”, y la frase comode-la-lotería reverbera y se torna promesa de la eterna campaña. Y en circunstancias diversas los gobernantes exhiben sus sentimientos o la cultura de sus países a ello los obliga, y lloran al leer sus Informes a la Nación, desvían sus aventuras sexuales hasta tornadas piezas de gran-guiñol, solicitan el perdón de sus pueblos con rostro demudado ...

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El camino al close-up Los teatrófilos (las parejas y las Familias) aprenden moral en los reclinatorios de los templos y en las tramas donde el perdón se dispensa a las altas horas de la agonía del personaje. La heroína aferra el telón y lanza su parlamento inacabable mientras el villano, con falsa suavidad, le recuerda la hipoteca que arruina a la dinastía. Y en eso se encuentran cuando el cine mudo desplaza o minimiza al melodrama teatral, y la dramatización corporal se adueña de los espectadores, solidarizados con la sublimación del instinto, tan requerida por los aspavientos en la pantalla. Acto seguido irrumpe el cine sonoro, la gran escuela del melodrama del siglo XX, al que rigen los usos y costumbres de la industria norteamericana. Lo urbano se impone, y con ello la conveniencia de variar de escenarios y de idioma dramático. El gran cineasta D. W. Griffith y la Víctima Perfecta Lilian Gish quedan en lontananza, y se entronizan las mujeres que sufren a pesar suyo: Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck. Los prejuicios del modernismo continúan pero su reubicación los debilita. No es lo mismo condenar a la adúltera en un pueblo que prodigarle anatemas en un conjunto habitacional. Al melodrama le impone límites la comedia de Hollywood, cuyas heroínas, más libres y ansiosas de igualdad, expresan la modernización impuesta por el crecimiento demográfico, el inicio de la feminización de la economía y el arribo de las mujeres a la enseñanza superior. El melodrama tradicional da por hecho el arrinconamiento femenino y los cambios sociales obligan a revisar las nociones del adulterio, la honra, la prostitución, el machismo invicto, etcétera. La infeliz seducida por un malvado no tiene porqué optar entre el alquiler de su cuerpo o el suicidio; ya puede incluso educar por su cuenta al hijo o la hija del engaño. La prostituta que camina con maravillosa desfachatez sigue siendo objeto de regaños morales, pero el éxito del film depende del ritmo de sus caderas y el movimiento de sus labios. En algún momento de la década de 1950, el espectador apoya y/o exige la actualización del melodrama porque no quiere que el gusto por el género le impida comprender las transformaciones urbanas. Se sabe manipulado (“Me encanta cómo le hacen para que siempre se me llenen los ojos de lágrimas”), y está al tanto de las astucias de la cámara que trascienden con facilidad el mensaje explícito. (Nada de lo que se dice equivale a lo que se muestra). Además, las megalópolis, los centros de la moda, se renuevan a diario y la explosión demográfica implanta otras normas de trato, más directas y menos rígidas. Los manuales tradicionales del comportamiento en América Latina (el Catecismo del Padre Ripalda, el Manuel de Carreño, la autoridad indiscutida del paterfamilias) vienen a menos por la prisa de ajustarse a la modernidad. Y en este contexto, el melodrama fílmico divide sus encomiendas: por un lado analiza con crueldad lo que se opone a la modernidad y extrae a su público de las profundidades feudales; por otro, ratifica mañosamente sus prejuicios, no tanto por las condenas morales como por el repertorio de frases desesperadas: “Ni pienses en recoger tus cosas, nada de lo que hay aquí, ni siquiera mi corazón”. Ante el avasallamiento de Hollywood, la industria fílmica de América Latina levanta sus versiones del melodrama, desbordantes, vinculadas al exceso y a las genealogías de la desdicha: “El amor engendró al dolor que engendró a la resignación que engendró a la desesperación que engendró a la autodestrucción que engendró a la tragedia...” las cinematografías de Argentina, Brasil y México (preponde-

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rantemente) acometen con ferocidad el melodrama porque en la incontinencia argumental y el tumulto de los diálogos concentran su singularidad y, lo más importante, sus posibilidades artísticas. Los films clásicos de latinoamérica del período 1935-1955 (aproximadamente) son por lo general melodramas delirantes, genuinos atisbos de la tragedia, que se sustentan en actuaciones desmedidas y perfectas, en destrezas técnicas, en aciertos de directores y guionistas, en el uso eficaz o magistral de la música. El melodrama, en una síntesis forzada pero tal vez no inexacta, es la expresión frenética y al fin de cuentas divertida de una necesidad: el espectador quiere hallar en su vida el argumento teatralizable o filmable o radionovelable o telenovelable cuya mayor virtud es la garantía de un público muy fiel, él mismo. El melodrama fílmico: “¿No es cierto que se sufre más a gusto en lo oscurito?” El melodrama es el elemento de mayor arraigo de la industria cultural. Así atraigan y emocionen en gran medida el cine cómico, el de acción y el del espectáculo, nada supera al melodrama, con sus variantes, agonías y revitalizaciones, que sigue siendo el espejo familiar por excelencia, el escenario de la ética escondida en las tramas, de las aventuras de la desventura. Al tanto de las inclemencias del destino, los personajes y los espectadores acatan las reglas de la creencia íntima y la creencia pública, y en la butaca o en la pantalla viven a fondo la teatralización, creen en la belleza de los enfrentamientos desesperados, y admiran el frenesí, el sufrimiento compartido y las expiaciones en cabeza ajena. El melodrama incorpora las tramas que ninguna memoria ni la de sus autores podría retener, los close-ups que santifican a las pecadoras, los éxtasis musicales, los diálogos y los monólogos del arrebato. Y los espectadores deciden que en la reiteración está el gusto y miran con sorpresa lo que han visto toda su vida. ¿Tienen una conciencia estricta del melodrama? Sí, desde luego, pero a su manera, porque, como se quiera, sólo en la década de 1970 se cancela la actitud que califica de melodramas los productos que rechaza. Apenas en fechas recientes se goza del melodrama, así con ese término y con la asistencia de un recurso: localizar el humor involuntario y burlarse de lo que conmovió a las generaciones anteriores. El melodrama fílmico es la piedra de toque de la sensibilidad colectiva, y convierte “el Valle de Lágrimas” en un espectáculo orgullosamente comercial. Si se quiere comprobar el peso del melodrama, además de los testimonios sociales y familiares, examínense los índices de taquilla y la ansiedad de la industria cinematográfica que no quiere modernizar el melodrama para seguir reconociendo a su público. El melodrama mexicano por antonomasia, Nosotros los pobres (1947, de Ismael Rodríguez), dura un año en su cine de estreno, y como todo gran melodrama se va transformando en forma de vida. En un año (1950) el sesenta por ciento de las películas mexicanas son melodramas. Sólo el fenómeno absolutamente sui géneris de Cantinflas y la invención del símbolo del charro (tal y como lo vocaliza Jorge Negrete), sobrepasan o igualan al melodrama mexicano, un género en sí mismo, el exceso que al tornar increíble la noción del pecado instrumenta la secularización. Al observar a la familia dispersa para siempre a la pecadora que musita sus interminables Últimas Palabras, al hombre abatido por todos los males, el espectador se siente salvado por el momento, ahora que ve la película y aprende de paso “las claves de la vida urbana”. Si en lo personal atraviesa por dificultades, razón de más para que se sumerja en el melodrama.

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Hay dos etapas perceptibles del melodrama fílmico en América Latina. La primera, que va de 1935 a 1955 o 1960, aproximadamente, es la marcada por el estilo comunitario (las vecindades del cine mexicano, los conventillos del cine argentino, el gusto por las chanchadas del cine brasileño), por la indistinción en suma entre las reacciones del grupo y la de cada uno de sus integrantes. A la segunda, orientada por las divulgaciones de Freud muy señaladamente, la aparición del inconsciente entre los haberes personales, la distinguen las dudas sobre la sinceridad, parte del acceso a la modernidad. Del melodrama teatral al thriller, el melodrama domina con plenitud el siglo XX. La crítica no lo afecta en lo esencial y ni la política ni la enseñanza del nacionalismo ni la catequesis se atreven a prescindir del aliado indispensable. Los dramones distribuyen sus lecciones: si se sufre a solas se pierde lo mejor del sufrimiento, la vida es una trampa gigantesca de dolores que se callan o se gritan, movilizados por frases terribles. Y es un rito semanal asistir a versiones distintas del acabóse de un núcleo familiar disuelto por el llanto. La música popular: “Yo sé bien que estoy afuera” En algunos géneros de la música popular, la eficacia melodramática es la mitad de las razones del éxito. Nadie canta más a gusto que al sentir a la canción inspirada en su vida. El oyente (el cantante) se apropia del papel del rechazado, el enamorado, el sufridor, y lo desarrolla en dos o tres minutos y a lo largo de la velada. Encontrarse convertido en el personaje de las canciones. ¿Quién rechaza ese papel? ¡Ah! Ser, y con un sonido memorable, el viudo de sí mismo, el inconsolable, el marginado, el sustituido malamente, el que regresa al pueblo después de un viaje corto o prolongado: Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada errante en la sombra te busca y te nombra... Vivir, con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez. Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida...

Los tangos suelen ser historias interpretadas como cuentos de la vecina o el pariente, o como las memorias culpables donde el pasado resucita a la luz del lunfardo: Flaca, fané y descangallada, la vi esta madrugada salir de un cabaret.

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Flaca, tres cuartos de cogote y una percha en el escote bajo la nuez. Nunca creía que la vería en un requiesca in pache tan cruel como el de hoy. ..

Fiera venganza la del tiempo... El personaje confiesa su historia: “Y pensar que hace diez años/ fue mi locura/ que llegué hasta la traición por su hermosura”. Y otro género muy popular también en América Latina, la canción ranchera, es melodramática porque el sentimiento trágico, según la Ideología del Macho, si no lo confiesa todo se debilita: Ya me canso de llorar y no amanece ya no sé si maldecirte o por ti rezar, tengo miedo de buscarte y de encontrarte donde me aseguran mis amigos que tú vas. Hay momentos en que quisiera mejor rajarme, y arrancarme ya los clavos de mi penar, pero mis ojos se mueren sin mirar tus ojos y mi cariño con la aurora te vuelve a esperar. Ya arrancaste por tu cuenta las parrandas, paloma negra, paloma negra, ¿dónde, dónde andarás? ... (Paloma negra de Tomás Méndez)

Y otro género culminante, el bolero, en el Caribe, es en Centroamérica, en México, en Sudamérica, el dibujo de un sufrimiento o un deslumbramiento o un recuerdo, donde la tristeza es sinónimo de la felicidad (y a la inversa): Tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas. Sutil llegaste a mí como la tentación, llenando de inquietud mi corazón. Yo no concebía como se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí. Por eso me pregunto, al ver que me olvidaste, ¿por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti? (Tú me acostumbraste de Frank Domínguez)

Los intérpretes no profesionales de estos géneros (es decir, los oyentes) están al tanto: en materia de melodrama todo es ejemplo y nada es advertencia, y la canción popular es un intermediario

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entre las penas y su registro perdurable, entre los abandonos y su fraseo entrañable, entre la juventud (momento mitológico) y su eternización en la memoria. Las canciones son el puntal del melodrama, cuyo uso en el cine latinoamericano no deriva de las pautas de Hollywood, sino del papel efectivamente central de la música en el imaginario melodramático de sus abonados sentimentales (casi todos). La telenovela: melodrama que se alarga, espectadores que rejuvenecen, trama que ni ‘Funes el memorioso’ podría recapturar La radionovela en América Latina “esencializa” el melodrama al concentrarlo en los sonidos ambientales, las frases que retumban a la hora de los quehaceres domésticos, y los vínculos entre argumentos laberínticos y voces que se identifican con estados de ánimo. El ejemplo clásico, El derecho de nacer del cubano Félix B. Caignet, es un relato del drama del bastardo en la sociedad del prejuicio, de la infelicidad de las negras en un medio que sólo las admite como nodrizas (el personaje de Mamá Dolores), de la elección de la infelicidad de por vida en vez del aborto. En 1949, El derecho de nacer paraliza América Latina, y el uso del verbo no es metafórico, y anuncia la conversión de las amas de casa en recipientes de historias que sintetizan fielmente sus biografías ideales, abrumadas por los diálogos y monólogos de la exasperación y selladas por el sentido deceso de uno o más de sus personajes centrales, o, de no haber muertes, por la fiebre catártica que devasta los últimos capítulos. A través de los equívocos, los desencuentros, las maldades, las incomprensiones y las entregas a la persona indebida, se llega al final feliz. De 1957 a 1960 (aproximadamente) la telenovela se implanta, entre traiciones y homenajes al melodrama tradicional. ¿Cuál es su herencia reconocida y reconocible? La urgencia de conmover, el papel de la familia como el universo donde se vuelven indistinguibles el desamparo y la sobreprotección, la injusticia que persigue a manera de aureola a la pareja protagónica y sus seres queridos, el caos que hace las veces de hilo argumental. En este legado interviene, con la lejanía y la cercanía del caso, la novela del folletín de la segunda mitad del siglo XIX, con sus climas febriles, sus villanos abominables, sus santas y coquetas, sus seres ingenuos, su entorno devorado por el chisme. (En las telenovelas, el chisme es, simultáneamente, el coro griego que señala la imposibilidad de huir de un Destino que si algo tiene es la información de primera y última mano, y es también el método narrativo a tal punto primordial que a momentos podría decirse que los protagonistas no dialogan, intercambian chismes sobre sí mismos). ¿En qué se aparta la telenovela del melodrama teatral y fílmico? En la trama ajustable a las demandas o indiferencias del público que impone doscientos capítulos de más o finales abruptos; en la intromisión de los anuncios comerciales que negocian al infinito la catarsis; en las seguridades del espectador “faltista” (nada se pierde con no ver un capítulo, porque de hecho el argumento es secundario y lo significativo no es el precipicio de enredos y pasiones contrariadas, sino la dicha de asomarse al paisaje inabarcable que todo hecho narrativo contiene); en la certeza del “canje provisional de la identidad”: este personaje es como yo, o yo debiera ser como él, o a mí no me gustaría hallarme en su lugar. En las telenovelas consideradas “clásicas”, de El derecho de nacer a la peruana Simplemente María, de la mexicana Gutierritos a la brasileña Los hermanos Coraje, suelen anularse las ventajas de la suspensión de la credibilidad otorgada por los comerciales y el sinnúmero de capítulos, porque el mérito de las

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pasiones no es su intensidad (exigible en el teatro y el cine por razones de tiempo) sino su flexibilidad para acomodarse con los escenarios, muebles y vocabulario, de la modernidad pactada. El espectador “adopta” a los personajes que le interesan y en los comentarios de la casa y del pasillo a horas de oficina, comprueba cuánto le apasionan o cuánto le aburre imaginarse su destino. El determinismo del melodrama: “¿Qué por qué no me suicidé? Porque me di cuenta que no podía irme de esta vida habiendo sufrido tan poco” De acuerdo a los códigos del melodrama, la obligación del pobre es sufrir, y la del rico es engañarse pensando que el paraíso comienza en el cúmulo de propiedades. Ya para 1980, se desintegra la estructura ideal de la telenovela, donde la dicha de la desdicha lo era todo, y la atención se centra en la hazaña mnemotécnica de retener los abismos de la trama. Se diluyen las emociones propias de los espectadores del melodrama tradicional y, algo básico, son otros los escenarios, por lo común de una clase social indefinida, entre la clase media y la burguesía sin ostentaciones. Se jubila visualmente a la pobreza, antes en sí misma melodramática (un conjunto de viviendas populares es peor augurio que una tormenta), y se renuncia a la estrategia del determinismo que trasladaba la mala suerte de la escenografía a los sentimientos. A fin de cuentas, y esto lo entienden bien los productores de telenovelas, es la pobreza el delito que precipita las situaciones crispadas, los rostros disueltos en lágrimas, el deseo de exhibir sin tapujos el deseo. Y la pobreza requiere de cuartuchos, de hacinamiento, de semblantes lívidos no se sabe si por el hambre o la angustia. Esto ya no lo admite el público de la clase social que sea, ansioso de espiar por el ojo de la cerradura lo que no le es dado conocer, los ambientes del lujo, las sensaciones que se toman su tiempo porque no hay que ir a trabajar. La telenovela es un género de aspiraciones sociales que, por razones de censura y “buen gusto”, evita el tema de la pobreza o lo presenta mitificado. Tómense algunos de los temas imprescindibles del melodrama, el perdón por ejemplo y obsérvese su uso en la telenovela. En la etapa marcada por las tradiciones, lo usual es el manejo de tres tipos de perdón: el concepto católico que todo lo concentra en Dios, y hace del perdón un acto de la generosidad divina en beneficio de los mortales; la práctica machista que hace del perdón un acto de humillación: “Ya comprobé que como ser humano no vales nada, por eso te perdono”, y el típico de las relaciones amorosas: “Perdón, vida de mi vida, perdón si es que te he faltado”. En la medida en que la literatura es también cultura popular, el concepto de perdón habitual es del victimario que le perdona al otro o a la otra su condición de víctima: “Te perdono que me hayas hecho malgastar seis balas”. Eso, trasladado a la telenovela, arrastra muy reelaborados los esquemas cristianos de la culpa, el castigo y el perdón, y en las décadas recientes, incorpora ideas y términos que son en lo substancial mera mitología de consumo. Y el perdón se vuelve tan provisional como la culpa. Es tal el poderío de convencimiento del género que sus invenciones en muy buena medida se toman el catálogo de (falsos) reflejos condicionados de los latinoamericanos, y por eso se entremezclan los melodramas y los conceptos religiosos. Se critica a las telenovelas por su “maniqueísmo” y su división simplista del mundo en buenos y malos. Desde la industria se responde durante un tiempo: no hay maniqueísmo (quién sabe qué es eso) sino demanda de público. Luego, al agotarse el esquema tradicionalista, las exigencias del consumo exigen una complejidad creciente, donde, así sea hipócritamente, ya se admiten temas prohibidos. La

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pareja que no pasó por el matrimonio, los gays, etcétera. Una consigna actual busca matizar los personajes: “Ni ángeles ni Demonios”, es parte de una reconstrucción de las telenovelas, que tardaron demasiado tiempo en admitir la metamorfosis profunda de la moral social. Y la industria de la telenovela se enfrenta al enemigo tradicional y, de modo involuntario, al gran apoyo del melodrama: la censura, que en aras del rating acepta a los personajes complejos, a la divulgación de psicología y sociología, al habla cotidiana, a una estrategia comercial basada superficial pero drásticamente en la madurez del público. La televisión privada no lo ignora: salvo muy contadas excepciones, los santos carecen de rating o de ranking. En cambio, un villano es una aportación del melodrama perfeccionada por la certeza de la impunidad del capitalismo salvaje. La nueva telenovela se propone incorporar las nuevas formas de vida y de expresión verbal porque de otra manera se deshace del público que ni siquiera tiene ganas de reírse del melodrama tradicional y sus variantes. Los melodramas fílmicos proporcionan en el siglo XX estereotipos, que cada diez o quince años, al provocar ya la risa, demandan expectativas. Se pasa del estremecimiento del alma al estremecimiento del choteo. Los estereotipos que circulan son los antiguos lugares comunes modificados por la ironía y el sarcasmo. Lo “sagrado” persiste, pero a sus horas. Y el oportunismo de la industria de la telenovela la lleva a renunciar a la herencia del melodrama para de manera todavía incierta encontrar en los nuevos usos y costumbres la zona catártica. El thriller: la modernización del melodrama El cine retiene el melodrama y para ello lo actualiza y le consigue un ámbito apropiado: la descomposición social, como lo demuestran los thrillers de la histeria homicida y el valor insignificante de la vida humana (Un ejemplo: Pulp Fiction). El ir y venir del habla agresivísima, del desprecio a la vida humana y el desbordamiento de cadáveres, entretiene más que los productos donde la pareja o la familia se convierten en estatuas nada más por salvar su felicidad. El thriller, género en auge, se constituye en el espejo distorsionado de feria donde los personajes viven con energía grotesca los papeles antes inconcebibles. (Cuando el derrumbadero social se extiende, el espectador pasa del melodrama al grand guiñol). Donde anidó el pecado hoy reinan el narcotráfico y el hampa política, la sociedad se deteriora y una de las defensas posibles es la estética agresiva que busca hacerle justicia a la rapidez de la desintegración. Se extinguen en las grandes ciudades las alternativas a la vida áspera, regimentada por la violencia. La pobreza vuelve a ser un escenario de moda al no poner de realce el moralismo sino la estética de la fealdad. El thriller, mezcla de aventura, drama policíaco, drama amoroso, y violencia última, es un traductor eficaz de la actualidad de jueces y comandantes corruptos, de edificios ruinosos, de sexo que se prodiga con indiferencia, de cocainómanos y heroinómanos. El narco corroe el sistema de justicia, genera nociones efímeras de la vida, vigoriza la crueldad y la violencia, exalta la impunidad y potencia la sensación de aislamiento en medio de la multitud. Y si el thriller no permite la morosidad de los sentimientos y actúa “a brochazos” para describir las vidas que se extinguen furiosamente a los 25 o los 30 años, el melodrama continúa, aliviado por el cinismo que sólo concibe a lo romántico si lo ubica en un museo. En la realidad, ya no opera el destino sino la operación que va de una computadora a otra, de una casa de bolsa a otra, de un grupo financiero a otro, de un crimen a otro. Al estar “globalizado”, el

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destino o como quiera llamársele cobra múltiples formas y ya no es lo que se ensaña con el individuo sino lo que minimiza a la gran mayoría que se llama especulación financiera, narcotráfico, prepotencia gubernamental, corrupción policíaca, terrorismo de índole variada. “No todo en la vida es amargura, también existen los melodramas” En materia de melodramas, el público (lo general) y el espectador (lo aún más general) se transforman al límite y se mantienen fieles a su primera devoción, todo a lo largo de un siglo. Al comienzo, el melodrama es la escuela tiránica a cuyas enseñanzas todos se someten. ¿Quién podría discrepar del castigo a los pecadores, quién se opondría a la tesis teocrática: el pecado es la huída del ordenamiento divino y, por tanto, es en sí mismo el caos? Y el espectador y el público, vueltos una sola entidad, arrancan del melodrama la sabiduría que se reparte en frases memorizadas, gestos arquetípicos, decisiones que desembocan en la autocompasión, certidumbre de que la vida es la continuación del melodrama sin otra caída del telón que los Santos Óleos o el acta de defunción. El devoto de los melodramas fílmicos se sumerge en la sala de cine o en el cobertizo del pueblo, dispuesto a entrenarse para la hazaña magnífica: vivir en un mundo adverso (El melodrama es un género dirigido a los vencidos de antemano que radican su única oportunidad de triunfo en su condición misma de espectadores). El público se unifica ante los acontecimientos de la pantalla, suspira, ríe, llora, se recupera como la única persona concebible. Al concluir esta etapa, se extrae del melodrama la madurez posible, que es con frecuencia la obtención de elementos estéticos para sobrellevar los dramas domésticos o incluso la sordidez. La telenovela diluye las técnicas del melodrama porque carece de las ventajas de la continuidad estricta, pero sus ventajas son numerosas, y la primera de ellas es la dimensión demográfica del público, siempre contabilizable en los millones de personas que contemplan al mismo tiempo una serie de éxito. Al intervenir la demografía, la telenovela se convierte en un genuino idioma de los países de habla hispana, y concentra su poder persuasivo no tanto en los personajes como en las atmósferas. Siempre, el medio social es el protagonista culminante, aunque no lo parezca así en relatos de cenicientas, de princesas que se hacen a sí mismas, de familias que luchan por el poder para no tener que reunirse los fines de semana. Y el espectador ve en el melodrama al equivalente de un hecho turístico: existe esta telenovela donde los personajes aún disponen de tiempo que dedicar a su vida privada. Al diluirse la fe en los rituales catárticos, el melodrama se limita aún más y parece condenado a la banalización no obstante su dominio de las masas y precisamente gracias a esto. ¿Cómo poner al día la historia de la anciana muda que vive con sus ojos todas las pasiones, o la de la madre que abandona a su hija recién nacida y no consigue recuperarla, o la del hombre tan bueno que al ser acusado injustamente no se defiende para no contrariar el designio de Dios? El avasallamiento de la razón cínica, la crítica a la cursilería, la desaparición gradual de la censura, la imposibilidad de concentrar una carga emocional con cortes cada tres minutos, en suma, todos los detalles de la vida urbana de hoy, deshacen el influjo del melodrama, o eso parece. O eso parece. En la década de 1990 surgen los talk shows, o como se les dice en Norteamérica, los reality shows, esas concentraciones de seres atraídos por la confesión al aire libre. De modo paulatino, los talk shows, iniciados en Norteamérica y regionalizados con celeridad por conductoras como Cristina

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Saralegui, le devuelven al melodrama su impulso de epopeya peleonera, divertida y lacrimógena por la vía más sencilla: transferir el peso de los argumentos y los monólogos enardecidos de la industria del espectáculo al espectador. Al cabo del larguísimo periódico histórico en que el melodrama es la pedagogía sentimental y la guía para el manejo de las situaciones familiares y las crisis de la pareja, el público, o mejor, las infinitas manifestaciones individuales del público, toman la palabra. El momento es el adecuado, al verificarse el cumplimiento de la profecía de Andy Warhol: en el futuro todos tendrán derecho a quince minutos de fama. Todo se combina: las divulgaciones freudianas y post-freudianas, el tamaño inverosímil de las ciudades, la indiferencia ante las opiniones ajenas (el derrumbe de qué Dirán), la pérdida del miedo al ridículo y el hambre de protagonismo. “Sólo sé que existo si la cámara me capta”. Las cámaras de televisión sustituyen a la Historia, a la Gran Familia, a la mirada de reconocimiento de la sociedad en pleno. Y el Control Remoto es lo más parecido a la inclusión en el porvenir. El conductor o la conductora del programa elige el tema y los participantes le aportan sus biografías, tanto más elocuentes cuanto que al decirse por vez primera en público sorprenden enormemente al biógrafo que es el autobiógrafo. “De manera que mi vida es así de interesante. ¡Quién lo hubiera pensado!” Los temas son inagotables: las parejas que no se soportan porque sólo las une el interés sexual y no el amor por la buena música, las esposas de strippers que no se encelan porque éstos se desnudan ante un público variado (que incluye mujeres), las mujeres con senos grandes o con senos pequeños, las madres de diez hijos preocupadas porque en contra de las estadísticas ninguno de ellos es gay, las parejas de lesbianas que sólo riñen al mediodía, los machos de voz tipluda ...Los temas invitan a la especialización de obsesiones y usos del tiempo. El melodrama se potencia gracias a los talk shows o reality shows en una etapa de inusitado esplendor. No sólo no ha muerto, ahora el secreto de su éxito está por fin en las manos de su querido público.

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Lectura Nº 6 Lemebel, Pedro, “La Leva”, “Del Carmen Bella Flor”, “El Río Mapocho”, “La Loca del Carrito”, “La Comuna de Lavín”, “El Metro de Santiago”, “Presagio Dorado para un Santiago Otoñal”, “Los Tiritones del Temblor”, en De Perlas y Cicatrices, Santiago de Chile, Lom Ediciones Ltda., 1998, pp. 36-38; 78-80; 119-120; 145-146; 169-170; 199-201; 202-203.

La Leva (o “la noche fatal para una chica de la moda”) Al mirar la leva de perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada, la quiltra flaca y acezante, que ya no puede más, que se acurruca en un rincón para que la deje tranquila la jauría de hocicos y patas que la montan sin respiro. Al captar esta escena, me acuerdo vagamente de aquella chica fresca que pasaba cada tarde con su cimbreado caminar. Era la más bella flor del barrio pobretón, que la veía pasar con sus minifaldas a lunares fucsia y calipso, cuando los sesenta contagiaban su moda destapada y fiebres de juventud. Ella era la única que se aventuraba con los escotes atrevidos y las espaldas piluchas y esos vestidos cortísimos, como de muñeca, que le alargaban sus piernas del tobillo con zuecos hasta el mini calzón. En aquellas tardes de calor, las viejas sentadas en las puertas se escandalizaban con su paseo, con su ingenua provocación a la patota de la esquina, siempre donde mismo, siempre hilando sus babas de machos burlescos. La patota del club deportivo, siempre dispuesta al chiflido, al “mijita rica”, al rosario de piropos groseros que la hacían sonrojarse, tropezar o apurar el paso, temerosa de esa calentura violenta que se protegía en el grupo. Por eso la chica de la moda no los miraba, ni siquiera les hacía caso con su porte de reina-rasca, de condesa-torreja que copiaba moldes y figurines de revistas para engalanar su juventud pobladora con trapos coloridos y zarandajas pop. Tan creída la tonta, decían las cabras del barrio, picadas con la chica de la moda que provocaba tanta envidiosa admiración. Parece puta, murmuraban, riéndose cuando el grupo de la esquina la tapaba con besos y tallas de grueso calibre. Y puede haber sido el calor de ese verano, el detonante culpable de todo lo que pasó. Pudo ser un castigo social sobre alguien que sobresale de su medio, sobre la chica inocente que esa noche pasó tan tarde, tan oscura la boca de la calle tenía sombras de lobo. Y curiosamente no se veía un alma cuando llegó a la esquina. Cuando extrañada esperó que la barra malandra le gritara algo, pero no escuchó ningún ruido. Y caminó como siempre bordeando el tierral de la cancha, cuando no alcanzó a gritar y unos brazos tentáculos la agarraron desde las sombras. Y ahí mismo el golpe en la cabeza, ahí mismo el peso de varios cuerpos revolcándola en el suelo, rajándole la blusa, desnudándola entre todos, querían despedazarla con manoseos y agarrones desesperados. Ahí mismo se turnaban para amordazarla y sujetarle los brazos, abriéndole las piernas, montándola epilépticos en el apuro del capote poblacional. Ahí mismo los tirones de pelo, los arañazos de las piedras en su espalda, en su vientre toda esa leche sucia inundándola a mansalva. Y en un momento gritó, pidió auxilio mordiendo las manos que le tapaban la boca. Pero eran tantos, y era tanta la violencia sobre su Sólo uso con fines educativos

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cuerpo tiritando. Eran tantas fauces que la mordían, la chupaban, como hienas de fiesta la noche sin luna fue compinche de su vejación en el eriazo. Y ella sabe que aulló pidiendo ayuda, está segura que los vecinos escucharon mirando detrás de las cortinas, cobardes, cómplices, silenciosos. Ella sabe que toda la cuadra apagó las luces para no comprometerse. Más bien, para ser anónimos espectadores de un juicio colectivo. Y ella supo también, cuando el último violador se marchó subiéndose el cierre, que tenía que levantarse como pudiera, y juntar los pedazos de ropa y taparse la carne desnuda, violácea de moretones. La chica de la moda, supo que tenía que llegar arrastrándose hasta su casa y entrar sin hacer ruido para no decir nada. Supo que debía lavarse en el baño, esconder los trapos humillados de su moda preferida, y fingir que dormía despierta crispada por la pesadilla. La chica de la moda, estaba segura que nadie serviría de testigo si denunciaba a los culpables. Sabía que toda la cuadra iba a decir que no habían escuchado nada. Y que si a la creída de la pobla le habían dado capote los chiquillos del club, bien merecido se lo tenía, porque pasaba todas las tardes provocándolos con sus pedazos de falda. Qué quería, si insolentaba a los hombres con su coqueteo de maraca putiflor. Nunca más vi pasar a la chica de la moda bamboleando su hermosura, y hoy que miro la leva de quiltros babeantes alejándose tras la perra, pienso que la brutalidad de estas agresiones se repite impunemente en el calendario social. Cierto juicio moralizante avala el crimen y la vejación de las mujeres, que alteran la hipocresía barrial con el perfume azuceno de su emancipado destape.

Del Carmen Bella Flor (o “el radiante fulgor de la santidad”) Año a año, el rito carreteado de las procesiones congrega la misma turba de fieles que, desde temprano, espera el paso glamoroso de la Virgen del Carmen. La Patrona de Chile, la bella aparición que corona el largo desfile de colegios, bandas de scout, seminaristas de ojos lacios por el celibato, bomberos en traje de gala, monjas sufrientes y toda la alegoría religiosa que cruza el centro de Santiago en el ondear de los pañuelos. Al compás de pitos y redobles de tambores, aleluyas y marimbas de orfeón; la arqueología aristócrata desfila cargando rosarios, estandartes, pendones dorados y heráldicas de alcurnia. Señores grises del Opus Dei y damas enjutas, torcidas por el servicio social y la caridad conservadora. Las mismas señoras de verde, amarillo y rosado; todas teñidas de rubio ceniza, todas de collar de perlas cultivadas, todas respingonas oliendo a polvos Angel Face. Casi todas con su empleada mapuche caminando dos pasos más atrás, arrastrándola a la fuerza para evangelizarle las mechas tiesas. A ver si la india cabizbaja, se conmueve con el radiante fulgor de la santidad. A ver si la convence la virgen en persona. La reina del ejército, que le salvó la vida al general Pinochet en el atentado extremista. La inmaculada que se apareció a los soldados patriotas en plena batalla, por allá en la Independencia. Tan divina de café y amarillo cuando no había tele a color. La madre del Carmelo, la más elegante, la más regia y española de ojos celestes que mira sobre el hombro a toda esa patota de vírgenes ordinarias; vírgenes de población, vírgenes de gruta, vírgenes de animita, cholas de hollín y desteñidas por la intemperie. Vírgenes huasas de Andacollo, Pelequén, Las Rosas, Las Viscachas, Peña Blanca. Vírgenes que salen como

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callampas a pedir del populacho. Fíjate tú. Lo único que falta es una virgen de la marihuana para los volados. No te digo. Tanta virgen de medio pelo, aparecida de última hora. Como esa Tirana del norte, sin apellido, congregando a tanto roto, a tanto punga, que con la excusa de la manda, se lo pasan tres días borrachos, comiendo a destajo, drogados y felices bailando esas danzas paganas a toda pampa los herejes. Así, para Chile, la madre de Cristo tiene variadas representaciones de todas las categorías; siendo la Señora del Carmen la patrona oficial que cuenta con un séquito de camareras. Algo así como un fansclub de señoras pitucas encargadas del ajuar sagrado. Ser camarera de la virgen casi asegura un bungalow celestial, sólo por mantener los terciopelos limpios, desempolvar los rizos de la peluca, ponerle naftalina a los pañales del niño, y una vez al año, desfilar con el escapulario en el pecho, que las distinguen como siervas de la imagen que se tambalea en los andamios floridos. Escoltada por cadetes de la Escuela Militar, la imagen religiosa, recorre la ciudad bajo una nevada de pétalos. Antes que ella, ya han pasado otros altares móviles, como el Ángel de Chile que arranca aplausos ataviado con el pabellón nacional, la coraza guerrera y su minifalda recatada. Reflejado en los cristales del Citibank, el arcángel se convierte en el Titán Neoliberal que salvó la economía de la herejía marxista. Se parece a Ultramán, repiten los niños encandilados por sus ojos de vidrio, que miran turnios alguna mosca en el altísimo. Más atrás, meneándose tiesa, la Sagrada Familia reparte la postal doméstica, el tríptico conservador que panfletea la derecha en democracia. A su paso de yeso colorido, la familia chilena se reconcilia con la prédica de los altoparlantes, los Ave Marías y todo el jolgorio de la fe, que rumbea con los acólitos al vaivén fragante de los inciensarios. Las estatuas milagrosas opacan a los maniquíes de las vitrinas, la piedad contrasta con la policía conteniendo a la multitud, y los saludos de los cardenales miden popularidad en los aplausos del rating callejero. También el alcalde, en tenida sport, reparte cruces a los comerciantes ambulantes que mandó desalojar de ciudad gótica; sólo faltan Gatúbela y El Guazón. Al final, grita la gente, viene la Virgen del Carmen envuelta en un fogonazo de flores amarillas. Tan linda ella, como un cisne blanco. Tan super star, como una miss extranjera que visita Chile, que no pisa el suelo porque sólo viene de paso.

El río Mapocho (o “el Sena de Santiago, pero con sauces”) En verano parece una inocente hebra de barro que cruza la capital, un flujo de nieves enturbiadas por el chocolate amargo que en invierno se desborda, desconociendo límites, como una culebra desbocada que arrasa en su turbulencia las casas de ricos y pobres levantadas en sus orillas. Porque este río, símbolo de Santiago, se descuelga desde la cordillera hasta el mar, cortando el flaco mapa de Chile en dos mitades, y en su recorrido nervioso, atraviesa todas las clases sociales que conforman la urbe. Desde las alturas de El Arrayán, donde los hippies con plata instalaron su tribu ecológica y mariguanera, sus casitas de playa, con piscina y amplia terraza para mirar el río en pose de yoga o meditación trascendental. La comunidad naturalista, donde las señoras hippies con guaguas rubias a poto pelado,

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hacen quesos de soya y recetas macrobióticas escuchando música New Age. Tan inspiradas por la precordillera de lomas y quebradas, y el rumor del Mapocho que se lleva en la corriente sus olores dulces de sándalo, incienso y pachulí hasta mezclarlos, más abajo, con la caca negra de los pobres. A lo mejor, este Mapocho que se dice río, es sólo un caudal mugriento que no tiene que ver con la idea de remanso verde y aguas cristalinas, como aparece en las fotos del Welcome Santiago. Es lo contrario de las imágenes turísticas que tienen los ríos en Europa. Por eso contrasta con las mansiones y palacetes modernos del Barrio Alto. Más bien, afea el Barrio Alto con su torrente ordinario. Y aunque los alcaldes de estas comunas fi-fi lo decoren con murallones de piedras y enredaderas y parquesitos con estatuas y macetas de jazmines, el roto Mapocho sigue viéndose moreno, entierrado y muy indio en sus porfiadas desconocidas. Sigue corriendo pendiente abajo, Santiago abajo, sin mirar el lujo firulí que bordea el lodo de esas playas con estacionamiento privado. Sigue desbarrancándose amurrado, dando tumbos en los tajamares coloniales, que en el setenta y tres, vieron pasar cadáveres sonámbulos y rajados por un yatagán. Más abajo, el Mapocho no se detiene frente al Forestal que pinta de verde su ruta, como si la memoria de su paso se llevara en las hojas que caen, los besos y las promesas de amor que se juran las parejas mirando el sol poniente. El Mapocho no sabe de amor ni de romanticismo en su carrera loca y sedienta por llegar al mar. Por eso no ve a los enamorados mirándose a los ojos en esa escenografía parisina que le pusieron los milicos en el sector céntrico. Esas barandillas cursis y puentes rococó que quisieron travestir al roto Mapocho como un Sena de Santiago, pero con sauces. Siempre hay algo de vergüenza cuando un turista pregunta por el Mapocho, y los santiaguinos lo muestran diciendo que más arriba viene clarito, clarito, pero la mugre de la ciudad, los desagües y mierdales colectivos de las alcantarillas lo dejan así, como una arteria fecal donde los mojones son truchas para las gaviotas despistadas que picotean hambrientas. Las nubes de gaviotas que emigran corriente arriba, por la contaminación de las playas y, a la altura de la Estación Mapocho, transforman el río en un puerto sin mar. Y pareciera que desde allí este río ya no tiene que poner caras de Támesis o Danubio azul para complacer a la ciudad remozada. Al oeste de Santiago, el Mapocho se explaya a sus anchas besando la vasta deshilachada de la periferia. Como si se encontrara a sus anchas en ese paisaje de callampas, latas y gangochos, y cariñoso, suaviza su andar armonizando su piel turbia con este otro Santiago basural y boca abajo, con este otro Santiago, oculto por el afán moderno de tapar el subdesarrollo con escenografías pintorescas. Como si el desguañangado Mapocho se encontrara por fin entre los suyos, transformando la violencia de su corriente en un arrullo de té con leche para el sueño proleta. Como si bruscamente se pusiera tierno, aplacando su marea resentida en un oleaje dorado por la penumbra de la tarde que, sin retorno, se lo lleva al mar.

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La loca del carrito (o “el trazo casual de un peregrino frenesí”) De verlo continuamente cruzar la ciudad con su indumentaria de travesti doméstico, con su figura lunfarda, de mendiga, vieja bruja, señora tirilluda que detiene el tránsito con su espejismo teatral para la sorpresa de la gente. La loca del carrito no tiene destino en su paseo lunático que arrastra por las calles sin ver a nadie, sin percatarse de las risas burlescas que deshilachan aún más su falda de franela a cuadros, el trapo poblador que, sin pretensión, le cubre sus huesudas rodillas de pajarraco artrítico, rumbeando la tarde a bordo de su poética trasgresión. De su pasado no hay rastro, en la estela locati que dejan sus zapatones de hombre chancleteando la vereda lunar que alborota desafiante. Apenas recoger, sin seguridad, el testimonio que narró de él un periodista para un documental de la tele a la hora de las noticias. “Antes era un talentoso estudiante de arquitectura, pero al morir su madre quedó así”. Y eso fue lo único que se supo de él, televisado a la fuerza, esquivando el ojo de la cámara con un desdén de garza principesca, evitando así el sapeo camarógrafo de esos programas acusetes sobre los locos que aún andan sueltos en la urbe. Por ahí, por calle Lira, Carmen o Portugal, cerca del antaño glorioso barrio travesti de San Camilo, su silueta desguañangada descalabra la lógica peatonal del apurado medio día. Más bien, es un reflejo donde la mirada ciudadana se desconoce con rubor, en el desorden de su peregrina bufonada sexual. La loca del carrito conduce su bote de supermercado coleccionando mugres que Santiago desecha en su flamante modernidad. Por ahí agarra una muñeca manca y la arropa con ternura subiéndola a su barca rodante. Por acá se enamora de un trapo desflecado que lo rescata para cubrirse la cabeza. Y así, con el trapito anudado en su barbilla sin afeitar, como una abuela sureña o una extraña Madre de Plaza de Mayo, desaparece en el fragor del tráfico, dejando su alucinado delirio como una estampa irreal que se esfuma en el traqueteo neura del centro. Todos lo han visto, de alguna manera la ciudad se ha acostumbrado a ser testigo de su paso orillando el pleamar de su destino menguante. Acaso traficando autónomo su caricatura libertaria que amalgama oposiciones de género, lucha de clases, estéticas bastardas del filosofar vivencial que muda los harapos de un neo edipo en el arrastre del duelo materno con su parturiento trapear. Todos vemos a diario su tranco sin prisa, hurgueteando en la basura revistas o libros viejos que luego comercia en la vereda de un Supermercado, explicando con clara lucidez la lectura de su contenido. Allí, vendiendo retazos literarios y fotocopias de textos suyos, es un elocuente sujeto cultural que contradice la imagen trastornada de su evadida contemplación. Alguien le compra, con algún estudiante dialoga, algún tonto se mofa incómodo de su apariencia gitana y vagabunda. Pero ella no lo ve tras el vidrio de su ausente cotidiano. No engancha su altivo tornasol de locura con la estupidez del machismo ambiental. Y cuando la noche santiaguina relumbra cobriza en los guiñapos de la tarde, la loca del carrito recoge su mudanza de libros parchados, y sin ningún apuro, como si ordenara un valioso jardín de perlas, diademas y cachureos, se marcha acunada por el rechinar de las ruedas, se confunde con una sombra más que despide el arrebol mohoso de los edificios espejos, cuando cruza la calle Portugal entre los bocinazos y el “deténgase” amarillo del semáforo. Se desliza justo por ese color intermedio entre el “PARE/SIGA”. Como si eligiera de alfombra ese relumbro que pinta de oro su equipaje marginal, cuando se va navegando en el asfalto y deja como un chispazo la lírica errante de su alocado frenesí. Sólo uso con fines educativos

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La comuna de Lavín (o “el pueblito se llamaba Las Condes”) Como un merengue enrejado, Las Condes es la comuna que da el ejemplo de un vivir pirulo, económicamente relax, modelo de organización y virtud con sus jardincitos recortados y sus veredas limpias donde pasean el ocio los habitantes de este sector de Santiago, el vergel clasista dirigido por su alcalde que lleva el pandero en la organización feudal del condominio chileno. Así, desde “el pueblito llamado Las Condes, que está junto a los cerros y lo baña un estero”, la postal musical que hizo famosa Chito Faró, la canción turística que mostraba una capital de tonadas y gente sencilla, poco queda que comparar con la actual comuna de Las Condes. El emperifollado Barrio Alto, sembrado de torres y experimentos arquitectónicos, edificios cuadrados y piramidales, como maquetas de espejos para saciar la imagen narcisa y garantizada del Chile actual. Entonces este idilio de comuna, donde todo el mundo es feliz, recuerda un lindo país de cuentos, tal vez el reino de Oz donde el mago es su alcalde, un derechista con sonrisa eucarística que hizo la primera comunión en el Opus Dei. Un alcalde con cara de ostia, el colmo de santurrón, el colmo de buena gente, preocupado de regular el canto de los pájaros para que no molesten la modorra ensiestada de los ricos que apoyaron su candidatura, los vecinos pitucos que besan las manos al edil por la lluvia milagrosa que hizo caer solamente en Las Condes, para limpiar el cielo, cuando Santiago era un pantano espeso de smog, por allá en el invierno seco que mató tanta guagua pobre con su aire irrespirable. Entonces Don Lavín, con su optimismo de boy scout de plaza, se asomó a la ventana y cayó en depresión porque la nube rancia del smog no lo dejaba ver la escenografía Walt Disney de su gloriosa comuna. Hay que hacer algo, le dijo a su secretaria preocupada en retocarse la sonrisa que, por orden del jefe, todos llevaban en la municipalidad. Es el colmo que esta cochinada de aire ensucie hasta la cara del Señor. Porque el cielo es el rostro de Dios, le repitió Don Lavín a su secretaria que lo miraba con la boca abierta como quien contempla una santa aparición. Por supuesto Señor Alcalde, pero la solución está en su mano, ya que usted habla con Dios por teléfono le puede pedir una lluvia con detergente. Cómo se le ocurre que voy a molestar a Dios por una lluvia, para eso está el dinero que en esta comuna sobra. Todo se puede comprar con plata, hasta una simple lluvia. No faltaba más. Comuníqueme rápido con mis amigos de la Fuerza Aérea para pedirles que nos bombardeen el cielo con lluvia deshidratada. Y así los vecinos de Las Condes vieron caer la lluvia por metro cuadrado que les regaló su alcalde, la vieron caer con los ojos húmedos, como un maná para el pueblo elegido, y reiteraron su apoyo a la gestión edilicia que en las siguientes elecciones se tradujo en la votación más alta de la historia. Pero no fue sólo por eso que lo reeligieron con honores y retretas de triunfo, también por la organización del tránsito que le puso semáforos hasta a los coches de guaguas, también por la seguridad antidelictual que les puso alarmas a las flores de los jardines. Por contar en la comuna con un paco por habitante, por las misas de matiné, vermut y noche realizadas en colegios, parques y supermercados para agradecer al altísimo el poder vivir en este cielo de comuna. Lo volvieron a elegir porque sólo los ricos se merecen tener un santo de alcalde, un hombre tan bueno que perfectamente podría ser el próximo Papa, declaró un general que lo conocía de niño. Además por la gran fiesta que preparó para el año nuevo, los miles de fuegos artificiales que encendieron el cielo comunal como una gran noche de gala para la nobleza. Sólo uso con fines educativos

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Así, la fruncida comuna de Las Condes es una reina rubia que mira por sobre el hombro a otras comunas piojosas de Santiago, la estirada y palo grueso comuna de Las Condes, prima hermana de Providencia y compañera de curso en las monjas con Vitacura y La Dehesa, marca un alto rating en el firulí del status urbano. Es el ejemplo de un sistema económico que se pasa por el ano la justicia social, es la evidencia vergonzosa de un nuevo feudalismo de castillos, condominios y poblaciones humildes que hierven de faltas y miserias, de habitantes tristes y habitantes frívolos y cómodos que lucen el esplendor de sus perlas cultivadas por el exceso neoliberal.

El Metro de Santiago (o “esa azul radiante rapidez”) Con esa música de clínica privada y esos azulejos de carnicería que empapelan los túneles, el Metro santiaguino es la evidencia disciplinada que nos dejó la dictadura. Un Metro tan limpio, tan brillante como cocina de ricos. Tan pulcro como si nunca se usara, como esos juguetes caros que las mamás no dejan que los niños rayen o ensucien. Un Metro que a tantos años de construido, se ve como nuevo en su azul celeste y radiante rapidez. Tal vez el pasajero que día a día va y viene en la cinta de metal bajo la tierra, no sabe que al comprar el boleto una cámara lo sapea haciendo la fila, cruzando la máquina. Una cámara lo sigue bajando la escalera, lo mira sentado esperando el carro en esas estaciones donde no hay nada que mirar, excepto esos murales abstractos y geométricos que los cuidan como Capilla Sixtina, o la propaganda de las teleseries donde la estética publicitaria vende colegialas a medio vestir con una frutilla en la boca. Nada que mirar, salvo esos informativos culturales atrasados, o esos aparatosos diarios murales que muestran vida y obra de poetas del año de la pera, vitrinas de la cultura nacional que la gente mira distraída para matar el tiempo, mientras viene el tren, la culebra plateada del orgullo nacional que cruza la ciudad del Barrio Alto a la periferia. Así, viajando por la línea uno se recorre el mapa social de la urbe que va desde la estación Escuela Militar, llena de boliches pirulos y ventas de comida diet para perros, hasta la Estación Neptuno, la última del recorrido, el terminal donde las tiendas pitucas son puestos de empanadas y sopaipillas en la vereda. El destino final de los trabajadores, que bajan del Metro bostezando, para hundirse en el olvido de su rutina laboral. El Metro de Santiago no se parece a otros trenes urbanos de latinoamérica. Su travesía de intestino subterráneo es mucho más impersonal, mucho más fría la relación que nunca se establece entre los pasajeros sentados uno frente a otro evitando mirar al de enfrente, tratando de hacerse el orgulloso con la vista fija en la ventana tapiada por la oscuridad del túnel. Como si la paranoia ambiental evitara el cruce de miradas, bajara la vista al periódico, al libro latero que se finge leer solamente para no contaminarse con otros ojos, igual de esquivos, igual de temerosos por la camisa de fuerza donde todo gesto está controlado por la mirada sospechosa de los guardias, por el ojo invisible que mantiene el orden en esa voz de aluminio repitiendo por los parlantes “Se ruega no sentarse en el piso”. Pero los estudiantes no están ni ahí con esa orden, y se instalan a pata suelta en el suelo, alterando la compostura acartonada del Metro con su pendeja transgresión. Sólo uso con fines educativos

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La única vez que el Metro fue desbordado por la pasión ciudadana, ocurrió durante una concentración por el NO en el Parque O’Higgins. Entonces los carros se repletaron de cantos y gritos y banderas por el retorno a la democracia. Todo el mundo cantando, saltando con: “el que no salta es Pinochet”. Y el tren también brincaba como conejo en sus ruedas de goma. El fino tren se zangoloteaba como micro pobre con el vaivén del “Y va a caer”. El tren ya se reventaba de cabros revoltosos rayando con spray, escribiendo “Pico pal Pinocho, Muerte al Chacal”, ante los horrorizados ojos de los guardias que no podían controlar esa tormenta humana. Esa fue la única vez que el Metro cobró vida, la única vez que cruzó la ciudad como una pizarra del descontento, como un tren de juguete escapado de la intocable vitrina, porque luego, lo lavaron, lo lustraron, volviéndolo a su flamante hipocresía vehicular. Quizás, el higiénico fantasma del Metro refleje falsamente la educada mueca que atrae la plata y el turismo, quizás es un espejo reluciente donde se puede ver un Santiago engominado por el trapo municipal. Tal vez lo único que altera su delicada travesía son los cuerpos suicidas que manchan con sus tripas el pulcro escenario del subterráneo nacional.

Presagio dorado para un Santiago otoñal Hay algo de fracaso en esa luz dorada que atardece temprano cuando llega el otoño, cuando las pintas coloridas de los santiaguinos van tomando el apagado gris ratón o café tierra de la ropa invernal. Y en este cambio de uniformes las dueñas de casa corren a la lavandería a limpiar los abrigos, parkas e impermeables para afrontar los hielos que se avecinan. Porque este año hizo tanto calor, hasta abril los cabros andaban en manga de camisa. Con treinta grados en Semana Santa, como si fuera acabo de mundo las viejas miran con desconfianza el calorcillo tardío que aún mantiene verdes las hojas de los árboles, cuando otros años los contados parques de la capital estaban alfombrados de oro viejo. Así, con la amenaza del Apocalipsis, catástrofes y desastres, las mujeres observan con desconfianza las bondades de este otoño tropical. Extrañan la suave lluvia que en esta estación arrastra tristemente los recuerdos del ardiente verano. Echan de menos la ventisca polar que trae el romadizo, las toses y gripes que se resguardan con bufandas, chales y gorros de lana. Sienten nostalgia del olor a tierra mojada, del barro y la escarcha que entume el paisaje social de una ciudad que no siente suyo este clima ocioso y templado. Requieren del olor a parafina de la estufa, que nos recuerda que somos pobres, aunque la economía diga que estos calores son producto de las ventajas del modelo neoliberal. Quizás la capital necesite de estas estaciones intermedias como el otoño, para prepararse a resistir la crudeza del invierno. Para encontrarle alguna justificación al tejido punto canutón, punto araña, punto panal de abejas, punto arroz, punto garbanzo, punto argolla, punto maíz, punto coliflor, jersey y correteado en las mangas de la chomba, para la Jacqueline que este año va al colegio. En lana palo de rosa, calipso, verde agua, verde nilo, amarillo pato o celeste Jacinto, que son los colores chillones con que los pobladores arropan su pobreza. Porque las diferencias sociales del otoño, también se dividen por colores. Así, los tonos jaspeados tipo Cachemira o Shetland, demarcan el status de abrigarse con clase, de recibir el frío con buen gusto, con tejidos a máquina que parezcan artesanales, como se usan dice la cuica, “para la Francisquita que este año también va al college”. Sólo uso con fines educativos

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Tal vez, la delicada ternura que ponen las mujeres pobladoras en sus tejidos a mano, entibia como una caricia los tiritones húmedos que acechan a los niños al llegar el frío. Y quizás, no es sólo eso, también es una excusa para intercambiar informaciones sobre sus vidas, de juntarse a compartir puntos y tejidos del un, dos tres al derecho y un, dos, tres al revés. Con doble hebra para mi marido que llega tarde todas las noches, vecina. Con puños reforzados para el Ricardo que pasa día y noche con la patota de la cuadra, vecina. Con calados en el pecho para mi hija de dieciocho, que llega con plata cuando va tanto al centro y nadie sabe para qué doña Juana. Con cuello de tortuga para mi hijo menor, que lo han echado de todos los colegios y ya no sé qué hacer señora Kika. En fin, pareciera entonces que el tejido colectivo de mujeres urdiendo al sol, en la puerta de sus casas, cumpliera otros propósitos además del fin práctico del chaleco, la bufanda o los guantes. Es una organización que hilvana experiencias y dolores al traqueteo de los palillos, al baile sin censura de la lengua que transmite el pelambre informativo de la cuadra. Es una manera oblicua de hacer política en ausencia del macho. Al igual que el famoso barrido de la vereda, que puede durar horas pasando la escoba en la misma baldosa, limpiando el mismo lugar, como si fuera la terapia pensante que las mantiene unidas, en el rito de armar y desarmar la sociología del barrio y el país. A puro escobazo despellejan a esa pituca de la tele que no les gusta. A puro trapeado de piso cacarean sobre el precio del pan. A puro lustre de cera comentan la mentira encorbatada de los políticos, y ese metro volador que costó tanta plata y no sirve pa ná, porque igual hay que tomar otra micro para llegar a la pobla. Por eso, a estas alturas del año, ellas echan de menos el otoño tradicional que no llega. Y no es sólo por romanticismo. Por eso andan presagiando un terremoto y extrañan la basura otoña que otros años en esta fecha cubre las aceras, la lluvia de hojas tristes que las obliga a, barrer una y otra vez la vereda, para armar su política parlanchina, su breve espacio camuflado de orden y aseo donde ellas, todas juntas, todas cómplices con el otoño, fingen amontonar hojas secas urdiendo la política hablantina de su doméstica conspiración.

Los tiritones del temblor (o “afirma la tele niña”) Como si fueran pocas las desconocidas del monstruo natural donde fue plantado este país. Que la sequía, el rebalse o la marea borracha del suelo que cada cierto tiempo nos aporrea con un terremoto. Cuando parece estar todo bien, cuando casi estamos tranquilos, mirando la tele, tomando té a la hora de once. Más bien, un poco más tarde por ese calorcillo de presagio que hace aullar a los perros, a los gallos cantar a deshora y picarle los sabañones a la vieja que preocupada se asoma al apocalipsis violáceo del atardecer, pensando: no vaya a ser cosa que venga un remezón. Porque hace tanto tiempo que el Señor no nos mueve la payasa. Y no termina de pensarlo, cuando los platos empiezan a castañetear en la cocina, la ampolleta pestañea, y al grito de: está temblando, todos contienen la respiración con tranquilo terror diciendo: ya va a pasar, ya va a pasar. No se preocupen. Y ese primer grito, se multiplica como un eco-pánico por los barrios de la ciudad que se paraliza oscilante. Desde el junior al gerente, la inestabilidad del piso los une en la misma gota de tensión

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sudando el miedo, contando los eternos segundos que dura ese primer tiritón, ese primer meneo que detiene hasta las reuniones de ministros, presidentes, economistas y centros de madres, que con el poto a dos manos, esperan que pase ese pequeño vaivén. Ese primer vals que pilla a los cuicos a la hora del aperitivo en la torre diez. Y al cristalino tintineo de las copas, la palta reina social se pone seria, manteniendo el nerviosismo con la mueca helada de la formalidad. Tranquilos, total del suelo no vamos a pasar, bromea un paltón haciéndose el simpático, mirando con horror el vértigo de la altura que cuncunea en el suelo tan abajo, tan lejos, que es inútil pensar en el ascensor y menos en la escalera, que es lo primero que se desarma en esos rascacielos-rascas, esos edificios antisísmicos que oscilan como monos porfiados al hacerse más cumbianchero el remezón. Al bambolear de un lado a otro la coctelera del zangoloteo burgués y su “valseada oscilación”. A esa altura el temblorcillo amenaza terremoto, al minuto de movimiento la histeria social ya cortó la luz, el gas y el agua, y todos se amontonan en los marcos de las puertas esperando que se acabe este vaivén que no pasa, que sigue cada vez más fuerte, que pega sus rebencazos zamarreando puertas y ventanas con su corcoveo subterráneo. Entonces, en el clímax de los batatazos y la quebradera de vidrios y murallas, la loca anticuaria agarra las porcelanas, el ejecutivo el computador, una vieja salva un espejo para que no se cumplan los años de mala suerte, y en las villas y condominios, el castillo consumista baila peligrosamente en los electrodomésticos que se tambalean al borde de la mesita. Que el equipo Samsung que aún no lo pagamos. Que el Atari del niño gordo agárralo que se cae. Que desenchufa el microondas y la centrífuga que puede haber cortocircuito. Pero lo más importante, quizás en lo único que coincide la preocupación del salvataje social, es en sujetar el aparato de televisión, aunque la casa se venga abajo. La enorme tensión que dura el breve tiempo del zamarreo urbano, saca a flote la fe en el éxtasis religioso que se arrodilla, se persigna, se golpea el pecho, se arrepiente clamando ¡Misericordia Señor! Acabo de mundo, grita el abuelo arrancando pilucho al medio de la calle. Al lado de la vecina, irreconocible por la máscara de placenta que tiene en la cara. Pero no importa, porque todo el barrio está así, a medio vestir, en calzoncillos, sin la placa de dientes, chascones como los pilló el terremoto. Nadie se va a fijar en la facha, cuando el país está al borde del cataclismo, por única vez solidarios en la emergencia del desamparo divino. Total, cuando pase el temblor faltará tiempo para comentar estas cosas, mientras tanto hay que buscar la radio a pilas para escuchar dónde fue el epicentro. Al tiempo que se escucha la sirena de las ambulancias y la ciudad regresa lentamente, todavía con susto, a su calma habitual. Casi siempre con la voz de un funcionario de gobierno apaciguando a la ciudadanía, diciendo que todo está controlado, que por suerte no fue peor, porque el epicentro estuvo lejos de Santiago. En los típicos puebluchos de adobes que se desarmaron en la batahola del tierral. Que los Intendentes de esas Regiones tienen todo a su cargo. Y los cientos de damnificados pueden estar tranquilos, durmiendo a cielo abierto acunados por el sobresalto de las réplicas.

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Unidad III: Posciudad y Globalización Mediática

Lectura Nº 1 Harvey, David, “Posmodernismo en la Ciudad: Arquitectura y Diseño Urbano”, en La Condición de la Posmodernidad. Investigación sobre los Orígenes del Cambio Cultural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu Editores, 1998, pp. 85-118.

4. Posmodernismo en la ciudad: arquitectura y diseño urbano A mi entender, el posmodernismo en el campo de la arquitectura y del diseño urbano significa, en grandes líneas, una ruptura con la idea modernista según la cual la planificación y el desarrollo debieran apoyarse en proyectos urbanos eficaces, de gran escala, de alcance metropolitano y tecnológicamente racionales, fundados en una arquitectura absolutamente despojada de ornamentos (las austeras superficies “funcionalistas” del “estilo internacional” modernista). En cambio, el posmodernismo cultiva una concepción del tejido urbano necesariamente fragmentada, un “palimpsesto” de formas del pasado superpuestas unas a otras, y un “collage” de usos corrientes, muchos de los cuales pueden ser efímeros. En la medida en que la metrópoli no se puede controlar sino por partes, el diseño urbano (nótese que los posmodernistas no hacen proyectos sino diseños) busca simplemente tener en cuenta las tradiciones vernáculas, las historias locales, las necesidades, requerimientos y fantasías particulares, de modo de generar formas arquitectónicas especializadas y adaptadas a los clientes, que pueden ir desde los espacios íntimos y personalizados, pasando por la monumentalidad tradicional, hasta la jovialidad del espectáculo. Todo esto puede florecer recurriendo a un notable eclecticismo de estilos arquitectónicos. Sobre todo, las concepciones posmodernistas difieren radicalmente de las modernistas en su forma de considerar el espacio. Mientras que los modernistas ven el espacio como algo que debe modelarse en función de objetivos sociales y, por consiguiente, siempre están al servicio de la construcción de proyectos sociales, los posmodernistas conciben el espacio como algo independiente y autónomo, a lo que puede darse forma de acuerdo con objetivos y principios estéticos que no necesariamente se inscriben en un objetivo social englobante, excepto, quizá, la realización de algo bello, intemporal y “desinteresado” como fin en sí mismo. Por diversas razones, conviene tener en cuenta el sentido de este desplazamiento. En primer lugar, el medio construido es uno de los elementos del conjunto de la experiencia urbana que ha sido siempre un eje vital para la constitución de nuevas sensibilidades culturales. La apariencia de la ciudad y la manera de organizar sus espacios forman la base material a partir de la cual pueden pensarse, evaluarse y realizarse una serie de posibles sensaciones y prácticas sociales. Una dimensión de Soft city de Raban puede volverse más o menos dura por la manera en que se da forma al medio construido. Recíprocamente, el diseño urbano y la arquitectura han sido el eje de una considerable polémica que giró

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en torno del modo en que los juicios estéticos pueden o deberían ser incorporados a la forma fijada en el espacio, y con qué efectos sobre la vida cotidiana. Si experimentamos la arquitectura como comunicación; si, como afirma Barthes (1975, pág. 92), “la ciudad es un discurso y este discurso es, en realidad, un lenguaje”, deberíamos prestar mucha atención a lo que se dice, sobre todo porque, habitualmente, absorbemos estos mensajes en medio de otras múltiples distracciones de la vida urbana. El arquitecto Leon Krier forma parte del “gabinete interno” de consejeros del príncipe Carlos sobre cuestiones vinculadas con la arquitectura y el diseño urbano. La impugnación de Krier al modernismo que apareció (un efecto especial) en 1987 en Architectural Design Profile (n° 65) posee un interés directo porque informa el actual debate público en Gran Bretaña en el plano más alto y en el más general. Para Krier, el problema central es que la planificación urbana de los modernistas trabaja fundamentalmente a través de la zonificación mono-funcional. En consecuencia, la circulación de gente entre las zonas, a través de arterias artificiales, se convierte en la preocupación central del planificador, y esto genera un modelo urbano que, en la opinión de Krier, es “anti-ecológico” porque origina pérdidas de tiempo, de energía y de terreno: “La pobreza simbólica de la arquitectura actual y del paisaje urbano es resultado y expresión directa de la monotonía funcionalista tal como se define en las prácticas de zonificación funcional. Los principales tipos de construcción y modelos de planificación modernos, como el Skyscraper [Rascacielos], el Groundscraper, el Distrito Comercial Central, la Zona Comercial, la Plaza Pública, el Suburbio Residencial, etc., son invariablemente hiper-concentraciones horizontales o verticales de usos particulares en una zona urbana, en un plan de construcción o bajo un techo”.

Krier compara esta situación con la “buena ciudad” (por su carácter ecológico), en la que “el conjunto total de las funciones urbanas” se desarrolla dentro de “distancias compatibles y placenteras que pueden salvarse a pie”. Teniendo en cuenta que este tipo de forma urbana “no puede crecer extendiéndose en amplitud y altura” sino sólo “a través de la multiplicación”, Krier busca una forma de ciudad integrada por “comunidades urbanas completas y finitas”, cada una de las cuales constituye un barrio urbano independiente dentro de una gran familia de barrios urbanos que, a su vez, configuran “ciudades dentro de una ciudad”. Sólo en estas condiciones será posible recuperar la “riqueza simbólica” de las formas urbanas tradicionales que se fundaban en “la proximidad y el diálogo de la mayor variedad posible y, por lo tanto, en la expresión de la verdadera diversidad que se pone de manifiesto en la articulación significativa y auténtica entre espacios públicos, tejido urbano y horizonte”. Krier, como algunos otros posmodernistas europeos, propone la restauración y recreación activa de los valores urbanos “clásicos” tradicionales. Esto significa restaurar un tejido urbano más antiguo y habilitarlo para nuevos usos, o crear nuevos espacios que expresen las concepciones tradicionales con toda la sagacidad que proporcionan la tecnología y los materiales modernos. Mientras que el proyecto de Krier no es más que una de las numerosas orientaciones posibles que los posmodernistas pudieron cultivar —que poco tiene que ver, por ejemplo, con la admiración de Venturi por Disneylandia, el suburbio de Las Vegas y la ornamentación suburbana—, machaca sobre cierta concepción del modernismo

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como su punto de partida reactivo. Por lo tanto, conviene considerar hasta dónde y por qué el tipo de modernismo que desacredita Krier constituye un rasgo tan dominante en la organización urbana de posguerra. Los problemas políticos, económicos y sociales que enfrentaron los países capitalistas avanzados inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial fueron tan vastos como severos. La paz y prosperidad internacionales debían construirse, de alguna manera, a partir de un programa que tuviera en cuenta las aspiraciones de pueblos que habían entregado masivamente sus vidas y energías a una lucha que se describió (y se justificó) como una lucha por un mundo más seguro, por un mundo mejor, por un futuro mejor. Más allá de cualquier otro sentido que esto pudiera tener, no significaba sin duda un retorno a las condiciones de pobreza y desempleo de pre-guerra, a las marchas contra el hambre y las ollas populares, a los barrios miserables y a las penurias, y a la inquietud social y la inestabilidad política a las que esas condiciones podían tan fácilmente prestarse. Las políticas de la posguerra, para seguir siendo democráticas y capitalistas, tenían que responder a los problemas de la plena ocupación, de la vivienda decente, la previsión social y el bienestar, y crear una base amplia de oportunidades para la construcción de un futuro mejor (véase la Segunda parte). Mientras que las tácticas y condiciones diferían según los lugares (por ejemplo, el grado de destrucción en tiempos de la guerra, el nivel de centralización aceptable en el control político o el grado de compromiso con el Estado de bienestar), la tendencia, en todas partes, era recurrir a la experiencia de producción y planificación masivas de los tiempos de guerra como forma de lanzar un vasto programa de reconstrucción y reorganización. Era casi como si una nueva y revivificada versión del proyecto de la ilustración surgiera, como el ave fénix, de la muerte y la destrucción del conflicto global. La reconstrucción, remodelación y renovación del tejido urbano constituían ingredientes esenciales de este proyecto. Este fue el contexto en el que las ideas del CIAM, de Le Corbusier, de Mies van der Rohe, de Frank Lloyd Wright y de otros pudieron imponerse como lo hicieron, menos como una fuerza de ideas dominantes sobre la producción que como un marco teórico y justificación de aquello con lo cual estaban comprometidos ingenieros de mentalidad práctica, políticos, constructores y urbanistas, en muchos casos por meras razones sociales y económicas o por necesidad política. Dentro de este marco general, se analizaron toda clase de soluciones. Por ejemplo,