Filosofia Analitica

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Filosofía analítica

Eike von Savigny Versión castellana de E rnesto G arzón V aldés

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Buenos Aires

Título del original en alemán: ANALYTISCHE PHILOSOPHIE © 1970 by Verlag Karl Albcr, Freiburg • Mánchen © 1974 by Editorial SUR, S. A., Buenos Aires

Printed in Argentina Impreso en Argentina

Queda hecho el depósito dispuesto por la ley 11.723

Esta edición de 2.000 ejemplares se terminó de imprimir el 30 de octubre de 1974 en la I mprenta

de los

B uenos A yres,

Rondeau 3274, Buenos Aires, Argentina.

s . a.

I. LA ACTITUD ANALÍTICA § 1. George Edward Moore George Edward Moore (1873-1958) no había nacido para filósofo; pero cuando lo fue, no tuvo más remedio que ser filósofo analítico. La vocación de filósofo la siente con más fuerza quien plantea preguntas radicales. El filósofo no pregunta de dónde viene el calor que hoy tenemos, sino de dónde viene, en última instancia, el calor; no pregunta para qué elijo ser zapatero y no sastre, sino para qué elijo una profesión, y si lo hago para poder vivir, entonces pre­ gunta para qué vivo; no pregunta cómo sé que lloverá sino cómo sé que hay nubes en el cielo, cuando yo sim­ plemente veo que están allí; no pregunta si he entendido las insinuaciones del cabaretista, sino cómo puedo com­ prender lo que quiere decir el guarda de tren que se dirige a mí y me dice: “su pasaje, por favor”, o lo que quiere decir mi vecino con las palabras “buenos días”. Antes de que Moore ingresara a la filosofía, no lo tortu­ raban cuestiones de este tipo; comenzó a investigar cues­ tiones filosóficas por una razón diferente: le sorprendió el filosofar de aquellos que planteaban este tipo de pre­ guntas, pues sus respuestas le parecían paradójicas. Los filósofos que no encuentran una última causa pueden dudar de que algo suceda en realidad; si no encuentran ningún sentido de la vida, dicen con ligereza que aqué­ lla carece de sentido; si no pueden justificar nuestro saber, sostienen entonces que no sabemos nada; si no encuentran ningún puente entre el lenguaje, el mundo y el espíritu, dudan de que los hombres puedan lograr algún tipo de comprensión recíproca.

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Todo esto le resultaba extraño a Moore; por esta ra­ zón, la filosofía lo fascinó. Si nosotros estamos conven­ cidos, por una parte, de que hay nubes en el cielo, enton­ ces no podemos sostener, por otra, que no tenemos idea alguna acerca de si hay nubes en el cielo. No podemos en la vida cotidiana decir algo que luego, en tanto filó­ sofos, negamos. Lo que es paradójico es, en verdad, atrac­ tivo; pero el que sea atractivo no es ninguna disculpa para regodearse con ello. Si fuera correcto que no tene­ mos idea alguna con respecto a las nubes, esto sería de enorme importancia (por ejemplo, para los pronósticos meteorológicos); por lo tanto, es necesario resolver si las cosas son como las dice el filósofo o si son como las diríamos no filosóficamente. Esta no es una actitud muy frecuente frente a la filosofía: esta no es la actitud que corresponde al papel que juega la filosofía en nuestra vida cultural. La persona supuestamente culta que se toma el trabajo de escuchar a un filósofo o de leer sus libros, puede encontrar que es fascinante oírle decir que la vida carece, en el fondo, de sentido. El oyente o el lector puede hasta sentir temor. Puede adquirir un pro­ fundo conocimiento. Puede quizás decir que a partir de ese momento la vida y los impulsos de la humanidad le han sido colocados bajo una luz totalmente diferente; puede decir que está profundamente conmovido. Pero no se sorprenderá si el filósofo es un gran artista de la vida, una persona a quien le gusta vivir y vive bien, que se alegra, que transmite conocimientos al mundo que lo rodea y al que le sucederá y que considera que esto es una tarea importante. El oyente se sentiría desagrada­ blemente sorprendido si el filósofo, en una aplicación consecuente de su conocimiento, se suicidase. Lo que de­ cía era fascinante; pero no había que tomarlo de esa manera. Si una persona que no es un filósofo actuara de manera similar, se diría de ella que es poco honesta o al menos poco seria. El agente de una exitosa compañía inmobilia­ ria que hiciera elevar los precios de los inmuebles de manera tal que los pobres se viesen obligados a vivir

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miserablemente y luego sintiera compasión por la suerte de aquéllos, sería considerado como un gran hipócrita. De quien afirma: “sería mejor estar muerto” pero sigue viviendo con gran entusiasmo, decimos naturalmente que no toma en serio su frase. Esto no sucede con el filósofo; no es un hipócrita y lo que él dice lo dice en serio. Pero decir algo en serio filosóficamente y transmitir honesta­ mente una convicción no significa, necesariamente, que tenga que atenerse a las consecuencias de lo dicho y que deba vivir de acuerdo con lo que dice. Precisamente de los filósofos se espera (y se les paga para ello) que solem­ nemente nos digan cosas fascinantes acerca de las cua­ les no necesitan preocuparse en la vida cotidiana. Una frase filosófica no es una frase cualquiera. Si se reflexiona sobre esto, habrá que conceder que no se hace aquí mucho favor al filósofo: en verdad, no se lo toma en serio. No es que se le trate como a un loco. Por el contrario, al sabio se le rinde homenaje. Lo que dice no es considerado como algo ridículo, sino más bien como no obligatorio, como algo que, en el mejor de los casos, nos conmueve. Según Moore, esta actitud no era aceptable. Tomaba al filósofo en serio; y esto significaba: lo tomaba literalmente. En su autobiografía (confróntese el índice bibliográfico) nos cuenta de qué manera cuan­ do estudiaba lenguas clásicas en Cambridge, con Russell, se encontró con el hegeliano McTaggart y le oyó de­ cir que el tiempo era algo irreal. Moore tomó esto tal como era dicho y consideró que era un disparate; pues de esta manera, le parecía, McTaggart ponía en duda aue los acontecimientos se sucediesen los unos a los otros. De haber tenido una mayor familiaridad con la filosofía, a Moore le habría parecido una lamentable equivoca­ ción hacer lo que hizo: tomar al pie de la letra las conse­ cuencias de la tesis de McTaggart; hubiera sido un error nronio de alguien que no sabe cómo moverse en los círcu­ los filosóficos. Como carecía de esta familiaridad, tomó la expresión de McTaggart como una afirmación y la dis­ cutió durante mucho tiempo, con muchos argumentos, empecinadamente y sin dar tregua. Le parecía que había

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que mostrar cuán falso era lo que McTaggart había dicho. La justificación de un conocimiento no puede hacerse sobre la base de una comprensión más o menos amplia sino que se lleva a cabo mediante el examen de aquello que debe ser correcto si se acepta la convicción en cues­ tión. No es posible decidir la cuestión acerca de si los planetas se mueven en círculos alrededor del sol, adu­ ciendo que el movimiento circular es el más perfecto, sino que para ello es necesario realizar innumerables observaciones del cielo nocturno. El hecho de que la pa­ labra alemana trotz exija el dativo, no se decide mediante un conocimiento del origen histórico-lingüístico de esta palabra, sino a través de una cuidadosa investigación de las costumbres lingüísticas de quienes hablan el alemán como lengua materna. Si en el derecho penal el dolo ha de ser imputado a la culpa o al delito, no puede ser deci­ dido mediante ninguna teoría ontológica acerca de la estructura volitiva de la acción, sino mediante una com­ paración de las dos teorías penales con el objeto de comprobar cuál de las dos sirve para fundamentar mejo­ res fallos. Moore mantuvo esta actitud natural en la vida cotidiana y en la ciencia, también en la filosofía, y nunca pudo dejar de sorprenderse de que en la filosofía las cosas tenían que ser de otra manera y que, por ejemplo, sobre la base de una comprensión metafísica de la esen­ cia de la realidad hubiese que reconocer que el tiempo es algo contradictorio y, por lo tanto, algo irreal, sin pre­ ocuparse por las consecuencias de esta afirmación frente al hecho, por ejemplo, de que los acontecimientos man­ tienen una sucesión en el tiempo. La actitud de Moore significaba adoptar la decisión de que uno puede adherir a A, cuando se puede decir B. Quien dice A tiene también que decir B —y en realidad los filósofos tendían a creer en todas las consecuencias de sus concepciones y a decir, en caso de que aquéllas entrasen en conflicto con los hechos: “tanto peor para los hechos”. Quien dice A tiene también que decir B. Para Moore esto significaba que había que ser cuidadoso y que sólo podía afirmarse A cuando se había verificado que

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también uno podía sostener B. De aquí surgió en Moore una nueva imagen externa del filosofar: trabajo de de­ talle en vez de construcción de sistemas. El sistema ético de Moore fue sólo un trabajo de la primera época que nunca fue retomado; lo que fue su trabajo principal y lo que siguió a aquellos primeros esfuerzos, fueron minu­ ciosas investigaciones de cuestiones particulares, siempre nuevas, que se le planteaban cuando intentaba resolver determinados problemas. A menudo se considera que la tarea de la filosofía consiste en esbozar una imagen uni­ taria, simple y amplia, del mundo, del hombre, del saber, de lo bueno y de lo malo. Cuanto más amplias son estas construcciones, tanto más difícil es coincidir con los he­ chos; y cuanto más simples son, tanto más claras son, pero también por esto deben violentar, con tanto mayor rigor, los hechos. Por lo tanto, para poder dar seguridad a un sistema, es necesario un enorme trabajo de detalle. Este trabajo lleva tiempo y la vida del filósofo es corta. Quien quiera, en tanto filósofo, llegar necesariamente a respuestas sistemáticas y unitarias, tiene que estar dis­ puesto a hacerlo a costa de la verdad. Moore era dema­ siado responsable como para aceptar un compromiso de este tipo. La renuncia al sistema le fue facilitada por un rasgo de su carácter que precisamente sus contemporáneos con­ sideraron como la nota fundamental de su personalidad: su extraordinaria modestia. Moore no tenía la pretensión de esbozar una nueva imagen del mundo o crear un nue­ vo “ismo”. Le bastaba avanzar pequeños pasos en cues­ tiones particulares. Cuando notaba oue había cometido un error, lo corregía él mismo; consideraba oue confesar un error no era ra^ón nara oue enroiceiera. sino una buena razón para deiar de lado un obstáculo oue blooueaba el progreso del conocimiento filosófico. Moore no tuvo nunca la ambición de formular aoodícticamente los conocimientos; por el contrario una de sus conclusiones más frecuentes, después de un largo examen de los argu­ mentos y los contra argumentos, es oue no es posible tener ninguna opinión firme. No es que rechazase la opinión

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firme cuando podía fundamentarla; pero cuando no lo lograba, también lo decía. La influencia de Moore en la filosofía analítica, al igual que la del último Wittgenstein y la de Austin y a dife­ rencia de la de Russell, Carnap y Ryle, no reside en los resultados de sus investigaciones (con excepción de sus resultados metaéticos; cfr. Infra); su influencia consis­ tió, principalmente, en haber presentado un modelo atrac­ tivo. Presentó una forma de filosofar, y la manera como él filosofaba impresionó a sus estudiantes. Moore, con­ juntamente con Russell, introdujo el entusiasmo por la filosofía analítica en uno de sus lugares de origen, es de­ cir Inglaterra (el otro fue Viena). Una de las razones fundamentales del comienzo de un rechazo general del entonces dominante hegelianismo inglés fue el hecho de que Moore se revelara contra él y comenzara a tomar el filosofar usual como algo que no era evidente. El rechazo del filosofar tradicional hizo que Moore adoptase una dirección especial. Cuando una afirmación suena tan falsa que parece una paradoja, suele uno reac­ cionar como si la considerase incomprensible. A menudo sucede que esto conviene más a quien formula la afirma­ ción antes que se considere que su expresión es simple­ mente falsa. Se dice por ejemplo: “si se elevan los sa­ larios, los obreros ganan menos”. Si esto se toma sin mayor consideración, entonces es obviamente falso. Pero uno también puede pensar que simplemente se ha que­ rido decir otra cosa, tal como, por ejemplo, que si se aumentan los salarios, suben los precios por encima del nivel del mercado, la producción no se puede exportar y tiene que ser reducida, lo que significa despidos o dis­ minución del trabajo y reducción del promedio de ingre­ sos, cosas que, en resumidas cuentas, anulan la ventaja del aumento de salarios. Esta afirmación es discutible en cada caso particular. La afirmación se escondía en la confusa paradoja; sólo cuando se analiza la confusa frase puede surgir algo discutible. Y como Moore en primer lugar (la mayoría de las veces) no se conformaba con calificar como simplemente falsa a una afirmación filo-

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sófica paradójica, se preocupaba por descubrir qué es lo que se escondía detrás de aquella; como en segundo lugar, muchas afirmaciones filosóficas no son tan claras como para que, a primera vista, puedan ser consideradas sin más como falsedades, y como, en tercer lugar, según Moore, las afirmaciones cotidianas, verdaderas y falsas, denunciaban problemas con respecto a sus componentes, el análisis de las proposiciones (contenido de los enun­ ciados) y de los conceptos se convirtió en su trabajo filosófico central, aunque desde luego no el único. Moore ha entrado en la historia de la filosofía analítica también como el defensor del sano sentido común del hombre. Así, demostraba, frente a las posiciones solipsistas, la existencia del mundo exterior levantando una mano y diciendo: “aquí hay una mano”, luego levantaba la otra y decía: “y aquí hay otra; por lo tanto hay, por lo menos dos objetos corporales”. Como es totalmente inverosímil que algún filósofo pueda sentirse conmovido por esta demostración —nadie ha discutido nunca que uno pue­ da levantarse y agitar sus manos en el aire; el filósofo lo único que ha hecho es formular ciertas ideas acerca de cómo se produce este hecho—, el procedimiento de Moore fue interpretado como si quisiera tan sólo señalar que los filósofos decían algo totalmente incomprensible. Moo­ re ha rechazado expresamente esta interpretación; no pretendía, por ejemplo, decir nada en contra de las co­ rrientes fenomenológicas que consideran que la mano es una construcción de datos sensoriales, sino tan sólo en contra de aquellos que ponen en duda, sin más, su existencia. Moore menciona precisamente a Kant como el objeto de su ataque; pero con respecto a la tesis de Kant de que las cosas son, desde el punto de vista tras­ cendental ideales y desde el punto de vista empírico reales, no puede decirse que Moore haya podido conmo­ ver las bases de las pruebas de Kant. Podría verificarse, en contra de la propia opinión de Moore, que su aplica­ ción filosófica del sano sentido común sólo podría servir nara refutar trivialmente ciertas afirmaciones y para in­ dicar que la tarea del filósofo es aclarar, de una vez, afir-

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maciones que han sido formuladas en forma paradójica. Quien en la actualidad, dentro de la filosofía analítica, habla de análisis, está pensando, por lo general, en una de estas dos cosas: el análisis empírico de un hecho o de un objeto (se da, por ejemplo, una descripción detallada de un proceso cualquiera en una reacción química o de la estructura de una molécula), o en el análisis lingüís­ tico de una expresión (se trata, p. ej., de encontrar una expresión más compleja que sea sinónima de la expresión soltero). Los análisis de Moore oscilan entre ambos. No estaba seguro, por ejemplo, de qué es lo que tiene in mente una persona cuando ve una mano y trataba, por lo tanto, de analizar la situación en la cual uno ve una mano: ¿se da realmente la mano en la conciencia? De ninguna manera; la persona ve, por ejemplo, sólo un lado de la mano. Pero tampoco esta superficie puede estar dada a la conciencia; en todo caso, esta aceptación traía consigo dificultades. (Puede pensarse, por ejemplo, en la distancia que separa al ojo del objeto; que para la per­ sona no significa diferencia alguna ver una superficie más pequeña en una mayor cercanía; que la superficie tiene propiedades que el ojo no percibe; etc.) Moore se inclina­ ba más bien a considerar que el elemento más simple de lo visto es un dato sensorial, por ejemplo, una mancha del color de la piel en un campo visual con cinco prolon­ gaciones más o menos paralelas. Este análisis parece ser empírico; había que mirar con atención para notar que lo que se ve es un dato sensorial. Y, en verdad, Moore exigía que se tuviese el mayor cuidado. Diferente es el caso del análisis de la propiedad bueno. Moore nos dice que bueno no es un complejo compuesto de componentes empíricos; su argumento principal, en este caso, consis­ tía en decir que en todo intento de encontrar una traduc­ ción empírica de bueno, se comprobaba que no formula­ mos ninguna afirmación lingüística sino ética. Esto es, sin duda, un análisis lingüístico, aun cuando su resul­ tado sea formulado de una manera casi ontológica; bue­ no es una cualidad simple, no analizable, es el último elemento del universo de los valores.

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Posiblemente no sólo está vinculado con la permanente y cuidadosa consideración que Moore realizaba de los argumentos y contraargumentos y con su disposición a aceptar nuevos argumentos que muy pocas veces le per­ mitían llegar a resultados definitivos, el que en el des­ arrollo ulterior de la filosofía analítica hiciera más es­ cuela su acribía que los resultados de su trabajo (la verificación de que bueno no puede ser resumido con si­ nónimos empíricos es el único resultado que hasta ahora ha resistido toda crítica). También jugaba aquí un papel importante la indecisión con respecto a su concepto de análisis. De manera ejemplar Moore abrió a la filosofía analítica el camino para su liberación de los métodos y del vocabulario de la tradición filosófica. No puede sor­ prender que mucha herencia problemática de la tradición se encuentre aún en la obra de Moore, entre otras, la idea de que un todo puede ser dividido en sus partes y que esta división, de alguna manera, tiene que estar impuesta de antemano, de acuerdo con la estructura interna de las cosas. Todavía no se había reconocido que era necesario saber claramente qué es lo que en verdad debía enten­ derse por división. (La cuestión vinculada con este asun­ to, es decir si la división correspondiente es unívoca o no, es otro asunto diferente que se encuentra en la autocrí­ tica que Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas formula a su Tractatus.) Por análisis de mi crema de afeitar puede entenderse, por ejemplo, tanto la indica­ ción de su composición química como la descripción de sus efectos; por análisis del concepto de simultaneidad puede entenderse tanto la teoría física de la medición del tiempo como una indicación de las reglas de uso de la palabra del lenguaje ordinario simultáneamente. Se­ gún el análisis que uno quiera llevar a cabo, son los argu­ mentos que juegan el papel esencial. Si no se sabe cla­ ramente cuál es el análisis al que uno aspira, entonces tampoco es claro cuáles son los argumentos esenciales; la investigación se vuelve insegura; no tiene una direc­ ción clara. A diferencia de la mayoría de los restantes filósofos analíticos que, en parte conscientemente y en

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parte sin mayor reflexión, se limitan a ciertos tipos de argumentos y, de esta manera, revelan claramente en su manera de trabajar qué significa para ellos análisis, el trabajo de Moore no tiene ninguna dirección defini­ tiva y no se apoya en una determinada base y, por lo tanto, no adopta un determinado tipo de investigación. La filosofía analítica tomó y conservó su nombre de los procedimientos de análisis de Moore y de Russell, no porque sus procedimientos heterogéneos puedan ser re­ sumidos con la palabra “análisis”, sino porque ambos tomaron como modelo la actitud analítica: el examen de las afirmaciones filosóficas desde sus consecuencias; la desconfianza frente a concepciones apresuradas y pro­ fundas; el cuidadoso trabajo en detalle; la exigencia de claridad y de prueba intersubjetiva; brevemente, la con­ vicción de que los patrones usuales del cuidadoso trabajo científico tenían también que valer para los filósofos. Con los Principia Ethica (1903), que junto con la Ética (1912) son sus únicos libros, Moore introduce, por pri­ mera vez en la filosofía, una polémica acerca de la posi­ ción de la ética que continúa hasta hoy y que siempre plantea nuevas cuestiones. El libro de Moore no era, sin embargo, una obra que exclusivamente tratara acerca de cómo ha de ser vista la ética o de qué tipo de ciencia es; no era pues una investigación primariamente “metaética”. Más bien Moore desarrolló aquí un sistema ético de carácter utilitarista. Trató de decir qué es lo bueno y cómo había que vivir. Sorprendentemente, la filosofía analítica se dedicó luego casi exclusivamente a cuestio­ nes metaéticas cada vez que se ocupó de la ética. En lugar de plantear, por ejemplo, la cuestión ¿qué es lo bueno? formulaba la pregunta: ¿qué significa cuando al­ guien dice aue algo es bueno? La contribución más importante de Moore a esta dis­ cusión, estrechamente vinculada con su obra, está cons­ tituida por dos tesis: primero, que nunca nadie hace una afirmación puramente empírica cuando dice que algo es bueno; el concepto de lo bueno es un concepto simple, es decir no analizable y, especialmente, no compuesto

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por componentes empíricos. Quien dice que el coraje es bueno no dice con esto (por ejemplo) que el coraje con­ duzca a la mayor felicidad del mayor número o que el coraje sea algo que todos aprecian. En segundo lugar, como la propiedad bueno no es una propiedad empírica, es decir como es una propiedad no-empírica ("non-natu­ ral”) y como no es analizable, no es posible inferir de la existencia de algún hecho (por ejemplo, del hecho de que todos deseamos algo) la propiedad de lo bueno, sino que la existencia de esta propiedad se verifica directa­ mente y como —a diferencia de lo que sucede con la pro­ piedad amarillo— no es posible hacerlo mediante la obser­ vación, la verificación de lo bueno se realiza mediante una capacidad especial, mediante la intuición (moral). Intuimos lo bueno, tal como vemos los colores, sólo que no lo hacemos con los ojos, sino a través de la intuición moral. En sentido estricto, esto vale sólo para aquellas cosas que, sin mayor fundamentación, pueden ser reconocidas como buenas, cosas que son buenas en sí, que son un fin último y que no son simplemente buenas en tanto medios para fines buenos. Según Moore, había así dos cosas: la simpatía personal de una persona por otra y el placer estético. A él le parecía evidente que eran buenas. Todas las otras cosas son buenas, en última ins­ tancia, sólo debido a su relación causal con los bienes úl­ timos. Así, por ejemplo, definía Moore la forma correcta de comportamiento como aquella que, en una situación dada, produce, en última instancia, más bien que cual­ quier otra acción alternativa. Por lo tanto, lo que es correcto es susceptible de mayor análisis; lo bueno es la única propiedad ética simple y, por consiguiente, no ana­ lizable; aparece, como componente, en todas las otras propiedades éticas. El punto saliente de la primera tesis de Moore, de que la propiedad de lo bueno no es analizable, es la afirma­ ción, que de aquí se sigue, de que no es definible empí­ ricamente. La pretensión de definir empíricamente los valores era llamada por Moore la “falacia naturalista”.

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En un intento de definición de este tipo se mezclan dos mundos: el mundo empírico y natural, y el mundo no empírico y no natural de los valores. Estas referencias metafísicas no son muy convincentes para filósofos sen­ satos; como Moore era sensato, apoyó su fundamentación de que las definiciones empíricas de lo bueno eran defi­ cientes en otros hechos; asi, por ejemplo, nosotros pode­ mos decir: lo que deseamos todos, es bueno, sin por esto decir algo trivial como: lo que deseamos todos, lo desea­ mos todos. De esta manera, se muestra que bueno no dice lo mismo que lo que todos nosotros deseamos. En pocas palabras, Moore, para reforzar la tesis ontológica de que la propiedad de lo bueno no es idéntica con el complejo empírico lo-que-todos-nosotros-deseamos, verificaba que la expresión lingüística bueno y la expresión lingüística lo que todos nosotros deseamos tienen distinto significado. W. K. Frankena tiene el mérito de haber mostrado que la “falacia naturalista” no es un caso especial de confusión del ser y el deber ser, sino el error que consiste en con­ fundir una verificación con contenido en el lenguaje con una verificación acerca de la igualdad de significado de expresiones del lenguaje. El que confunde la afirmación: lo que todos nosotros deseamos, es bueno, con la afirma­ ción de sinonimia “bueno” significa lo mismo que "lo que todos nosotros deseamos”, comete el mismo error que aquel que confunde la afirmación con contenido: los sol­ teros son hombres jóvenes alegres, con la afirmación de sinonimia “solteros” significa “hombres jóvenes alegres”, Con respecto a la segunda tesis de Moore uno podría, ante todo, investigar si funciona, es decir, si bueno desig­ na una propiedad no empírica que puede ser verificada por la intuición y, en segundo lugar, si la fundamentación de Moore es suficiente: ¿se sigue del hecho de que el adjetivo bueno no designe una propiedad empírica, que designa una propiedad no empírica? Y, en caso afirma­ tivo, ¿se sigue que su existencia puede verificarse me­ diante una intuición ética que nos dice que la proposición el placer estético es bueno es correcta? Las cuestiones re­ lacionadas con la segunda tesis no son cuestiones tan deci-

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didamente lingüísticas como las vinculadas con la pri­ mera; sin embargo, ambos grupos de cuestiones se con­ virtieron en temas centrales de la discusión metaética vinculada a Moore en la rama de la filosofía analítica que se dedicó al estudio del lenguaje ordinario. Ambas, pues, manejan argumentos que expresan verificaciones acerca del significado de expresiones. Como ya no trataremos más cuestiones de metaética, damos a continuación un breve panorama acerca de su desarrollo después de Moore. Excwrsus: La metaética analítica después de Moore La discusión metaética después de Moore ofrece, en la filosofía analítica, un bello ejemplo de desarrollo filo­ sófico. En su transcurso se fueron descubriendo supues­ tos tácitos que en trabajos anteriores no habían sido teni­ dos en cuenta o habían sido tomados como evidentes y que, después de una consideración más detallada, se mos­ traban como falsos, injustificados, menos plausibles o, en último caso, como necesitados de una mayor discu­ sión. Con respecto a la relevancia de los argumentos, y en general con respecto a su importancia, existió acuerdo amplio. El primer paso decisivo es la obra de Stevenson, Ethics and Language. La prueba de Moore para su tesis de que con respecto a expresiones valorativas, tales como el pla­ cer estético es bueno, puede decidirse mediante la intui­ ción ética, se basaba fundamentalmente en que acerca de ella no puede decidirse en forma empírica, de manera tal que la expresión no podía ser afirmación empírica alguna y lo bueno de algo tenía que ser una propiedad no empírica. Ahora bien, esta misteriosa intuición ética que juega un papel importante en la obra de los metaéticos intuicionistas después de Moore, tenía que ser sos­ pechosa para aquellos que no se conformasen con discur­ sos acerca de las diferencias fundamentales en las actitu­ des morales de los hombres: si las intuiciones de la gente son tan contradictorias, ¿cómo podía ser la intuición un

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medio de conocimiento? Stevenson encontró una grieta en la fundamentación de Moore y esto le ayudó a evitar recurrir a la intuición. Moore tenía razón cuando decía que los enunciados valorativos no son afirmaciones empíricas; pero de aquí no se sigue que fuesen afirmaciones no empíricas y que bueno fuese el nombre de una propiedad no empírica. Más bien los enunciados valorativos no son aserciones que puedan ser verdaderas o falsas y bueno y los demás adjetivos de valor no son nombre alguno de propiedades. Si esto es correcto, entonces la intuición no es un me­ dio para el conocimiento objetivo de los valores, ya que no hay valor alguno que conocer y que afirmar. La intui­ ción ética no es, entonces, otra cosa que un nombre colec­ tivo para aquel tipo de sentimientos positivos y negativos que nosotros tenemos, gracias a nuestra educación, con respecto a los hombres, las cosas, las acciones, etc. Ste­ venson trató de demostrar, a través de una investigación de las funciones de los enunciados valorativos, que ellos no son, en realidad, afirmación alguna. Los enunciados valorativos funcionan de una manera totalmente dife­ rente que las afirmaciones empíricas normales; no son usados para informar, comunicar, describir; no expresan ninguna convicción ni ninguna opinión y tampoco las provocan. Sirven más bien para provocar en el oyente actitudes positivas o negativas frente a las cosas llama­ das “buenas” o “malas” y para expresar esta actitud por parte de quien habla. La teoría de Stevenson recibió, por esto, el nombre de “emotivista”. Éste no le hace mucha justicia si se tiene en cuenta que Stevenson mismo for­ muló investigaciones muy completas acerca del proble­ ma de la discusión racional sobre cuestiones valorativas. Ella también existe para Stevenson; desde luego, sólo en la medida en que quienes discuten no están de acuerdo acerca de las propiedades empíricas de la cosa que hay que valorar. En tales cuestiones pueden acumular infor­ maciones acerca, por ejemplo, de alguien que no conoce a Heinrich Boíl y que no toca el piano. Pero si se han puesto de acuerdo en todas estas cosas, un enunciado

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valorativo tal como él no es culto, no puede ser funda­ mentado o atacado racionalmente; y quien introduzca en la discusión principios tales como la verdadera cul­ tura consiste en la inteligencia del corazón, no ofrece nin­ gún argumento, sino que intenta, mediante una “defini­ ción persuasiva” de cultura, que la otra persona abandone su actitud negativa con respecto a aquel que no conoce a Boíl y, además, no tiene preparación musical. Esto es tan irracional como la propaganda de un jabón de lavar. Stevenson, evidentemente, limitaba el argumentar ra­ cional a aquellas argumentaciones que versan acerca de si determinadas cosas tienen determinadas propiedades. Toulmin mostró en su libro, en defensa de la racionali­ dad de la ética, A n examination of tke place of reason in ethics, que Stevenson, inconscientemente, partía, al igual que los naturalistas y los intuicionistas, del presu­ puesto de que toda contradicción entre dos expresiones oue ha de ser tratada racionalmente se refiere al hecho de si existe o no una determinada propiedad. Los natura­ listas y los intuicionistas creen que expresiones contra­ dictorias de tipo ético, tales como el coraje es bueno / el coraje es malo, deben ser tratadas racionalmente; debido a este presupuesto tácito tenían que encontrar una pro­ piedad, en este caso el coraje, que debía ser afirmada o negada. Los naturalistas creían que bueno era una pro­ piedad que debía ser definida empíricamente; Moore, y después de él los intuicionistas, considera que no se tra­ ta de una propiedad empírica y toma lo bueno como una propiedad no empírica. Stevenson considera (y Toulmin coincide con él) que aquí no se trata de la existencia de una propiedad empírica o de una propiedad no empírica; debido al presupuesto tácito, infiere que la contradicción no nuede ser tratada con una argumentación racional. Por el contrario, Toulmin sostiene que toda contradicción en la que se trata de decidir cuál parte tiene las mejores razones, ha de ser tratada racionalmente y utilizar con respecto a las razones reglas de razonamiento. Y tal es el caso en las discusiones morales: uno aporta argumen­ tos racionales en pro o en contra del coraje y da reglas

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que pueden ser usadas para una decisión. Toulmin da dos reglas: una que es aplicable dentro de un código exis­ tente que exige el cumplimiento del deber y otra que es aplicable fuera del código y que exige el actuar altruista. Haré, en su libro The Language of Moráis, que es el libro metaético que más influencia ha tenido, objeta el nombre de reglas de inferencia dado a estas reglas de con­ tenido moral; Haré prefiere reservar este término para las reglas de inferencia lógica que son las únicas que no son atacables racionalmente. Racionales son sólo las dispu­ tas en las que se argumenta lógicamente. Si Toulmin no ha visto esto, es, obviamente, debido a un presupuesto inconsciente: el que la lógica se limita únicamente a aser­ ciones. Esto es totalmente falso, dice Haré, y desarrolla, en consecuencia, la etapa preliminar de una lógica de los imperativos. (El carácter imperativo de las expresiones valorativas había sido considerado expresamente por Stevenson como una razón para la no aplicabilidad de la lógica). Esto es posible, y cree Haré poder explicarlo me­ diante el hecho de que un imperativo tal como ¡cierra la puerta! puede ser dividido en un componente descriptivo que tú la puerta cierres, llamado “frástico” y un compo­ nente ¡por favor!, llamado “neústico”. La lógica intervie­ ne en el componente descriptivo. (Esta construcción tiene, por otra parte, extraordinarias dificultades lógicas; cfr. la literatura acerca de lógica deóntica.) La aserción tú cierras la puerta tiene el mismo frástico y como neústico sí. Lo que en los imperativos son los frásticos y los neústicos, son en los juicios de valor los componentes descrip­ tivos y los de significado valorativo. Este auto es bueno tiene, por ejemplo, el componente descriptivo eZ auto es rápido, seguro y económico; el significado valorativo re­ side en la recomendación que es como ha de ser enten­ dida en la expresión. A la inferencia que conduce de la frase el auto es rápido, seguro y económico, a la frase el auto es bueno, pertenece el criterio los autos rápidos, se­ guros y económicos son buenos; la inferencia es, por lo tanto, puramente lógica. Así, pues, mientras Haré acepta de Stevenson la com-

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probación fundamental de que las expresiones valorativas no afirman la existencia de propiedades y, por lo tan­ to, no son aserción alguna, no son ni verdaderas ni fal­ sas, sostiene, en cambio, que la lógica es aplicable a ellas. Finalmente, Baier en su libro The moral point of view deja de lado el presupuesto según el cual una expresión puede ser una aserción verdadera o falsa sólo cuando ex­ presa la existencia de una propiedad; más bien una expresión es verdadera o falsa cuando existen métodos universalmente reconocidos y aceptados para poder de­ terminar su verdad o falsedad. Según Baier, estos méto­ dos existen; los caracteriza en una forma similar a la de Haré: un juicio de valor es fundamentado, por lo pronto, invocando principios; y si se pregunta por la fundamentación de los principios, entonces esto se lleva a cabo mos­ trando las ventajas que su cumplimiento tiene o tendría. Entre Haré y Baier existe una diferencia fundamental en el sentido de que, según Baier, una vez que se han mostrado plenamente las consecuencias, es algo evidente la aceptación de un principo o su rechazo por parte de todo ser racional; por lo tanto, en última instancia, el des­ acuerdo ético reside en nuestra incapacidad para mostrar perfectamente las consecuencias de los principios éticos. Por el contrario, Haré señala que después de la descrip­ ción de la forma de vida que una moral exige, siempre queda pendiente la decisión acerca de si uno acepta o no esta forma de vida. La cuestión acerca de qué tipo de persona uno quiere ser no depende, en última instancia, de la razón. Este brevísimo esbozo puede servir como hilo conduc­ tor para la discusión metaética. No han sido citados im­ portantes libros e importantes problemas. Se han llevado a cabo interesantes investigaciones y acaloradas polémi­ cas, aún no terminadas, con respecto a la cuestión de la inferencia del deber ser a partir del ser (la cuestión de si los predicados de valor son empíricamente definibles es un aspecto parcial de esta cuestión); con respecto a los medios lingüísticos de expresión de las expresiones valorativas; con respecto a sus funciones; con respecto

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a la posición de las polémicas morales; con respecto a la posibilidad y obligatoriedad de la fundamentación de con­ vicciones éticas; con respecto a la cuestión de si existen o no propiedades valorativas; con respecto a la cuestión de si las expresiones valorativas, al igual que las empí­ ricas, pueden ser verdaderas o falsas y con respecto a la cuestión de si existe o no un conocimiento ético. (Cfr. el índice bibliográfico.)

II. LA FILO SO FÍA DEL LEN G U A JE FORM AL

§ 2. Bertrand Russell Bertrand Russell (1872-1970) es uno de los filósofos ac­ tuales más leídos y, seguramente, el que mayor influen­ cia ha tenido en general, de todos los filósofos analíticos (obtuvo en 1950 el Premio Nobel de Literatura), aun cuando Carnap y Wittgenstein hayan impuesto un sello más claro a la filosofía analítica. Esto está condicionado por el hecho de que Russell es el único filósofo de esta corriente que no sólo ha adoptado una posición acadé­ mica, sino que también se ha comprometido en las luchas sociales y políticas de la vida práctica. Por haberse opues­ to a la primera guerra mundial (no por ser pacifista sino como consecuencia de una bien meditada convicción de que esa guerra no merecía el sacrificio de tantas víctimas, a diferencia de la segunda guerra mundial) estuvo preso, como lo estuvo por participar en demostraciones contra las armas atómicas; y cuando tenía más de 90 años luchó activamente contra la guerra de los EE. UU. en Vietnam por estar convencido del carácter criminal de aquélla. Russell fue el único entre los filósofos analíticos que tomó posición frente a cuestiones pedagógicas y éticas y fundamentó teóricamente su actitud como parte de su filosofar. No escribió qué tipo de ciencia es la pedagogía, sino cuáles son los objetivos de la educación y qué es lo que habría que hacer para lograrlos; no sólo se preocupó por la posición de la ética desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, sino que también fundamentó máximas éticas, tales como, por ejemplo, qué es lo que uno debe hacer y qué es lo que uno debe omitir en el ma­ trimonio. Y, finalmente, no excluyó del ámbito del filo-

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sofar racional la cuestión acerca de si uno debe ser una persona religiosa o no, sino que fundamentó con argu­ mentos su respuesta negativa. En estas investigaciones Russell logra una casi increí­ ble medida de racionalidad que lo coloca en una posición muy próxima a la de la Ilustración. No espera todo de la razón, pero, según él, lo que tenemos que esperar pode­ mos obtenerlo sólo a través de ella. No es seguro que la razón pueda imponerse y que los hombres sean felices; pero es seguro que sin la razón no podrá hacerse nada. Razón significa, ante todo, la elección de los medios para los fines propuestos, con independencia de convenciones y de tabúes irracionales. Cuando un matrimonio, que se permite ciertas libertades en sus relaciones con terceros, es más feliz que otros, entonces debe proceder así; debe hacerlo en la medida en que sea más feliz. Si niños que son criados con menor rigor que otros, son luego perso­ nas más abiertas, más pacíficas y con instintos menos agresivos, entonces hay que dejar de lado el rigor; hay que hacerlo en la medida en que sea posible. Esto no sig­ nifica que Russell sea un defensor del libertinaje o de un “desarrollo” no dirigido del niño. Lo sería si éste fue­ ra un buen medio. No lo es porque es un mal medio: las capacidades del niño deben ser entrenadas y para eso es necesario un proceso dirigido de aprendizaje. Ser feliz con los demás es un arte que tiene que ser dominado; el que quiera dominarlo tiene que respetar ciertas nor­ mas de comportamiento. Contra lo que se dirige Russell es contra una dirección defectuosa que procede del te­ mor ante las consecuencias y de un exceso de falta de dominio que proviene del rigor y de la renuncia a tener en cuenta los objetivos de estos medios. Esto es no sólo irracional, sino que trae, como consecuencia, la incapaci­ dad para comprender que los medios pueden ser dife­ rentes y, por consiguiente, la incapacidad para pensar lo que sucedería con otras normas de comportamiento y, por último, la incapacidad para reflexionar acerca de cuánto mal puede hacerse al observar estas máximas de educación y esta moral sexual. Russell se vio inclinado

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hacia su pedagogía precisamente a raíz de la enorme con­ moción que experimentara por el carácter inhumano de la primera guerra y de su reacción tardía al rigor que sufriera siendo niño. Esta filosofía práctica de Russell ha tenido gran influen­ cia fuera de la filosofía analítica; en esta última influ­ yeron, sobre todo, sus investigaciones teóricas. Es difícil establecer aquí un punto de partida, pero si hay que hacerlo, entonces lo mejor es considerar a Russell como el inventor de la “construcción lógica” en tanto proce­ dimiento filosófico. La construcción lógica es un método que, dicho brevemente, sirve para ayudar al filósofo a salir de las dificultades que tiene con cosas del tipo A o que cree tener con ellas, al permitirle construir estas cosas con medios de la lógica, partiendo de cosas del tipo B, con las cuales el filósofo no tiene o cree no tener difi­ cultades. La primera aplicación de este método en su tra­ bajo On Denoting (1905) fue un acontecimiento filosó­ fico. Esta obra se refiere al tipo de problemas relacionados con la cuestión de cómo se debe hablar acerca de cosas que no existen. Russell tomó este problema del filósofo alemán Meinong. Pegaso no existe. Cuando alguien dice esto que está aquí es amarillo, sin señalar nada, es decir sin que exista algo sobre lo que él pudiera hablar, su expresión carece de sentido. Pegaso tiene alas no es una expresión sin sentido; pero, de acuerdo con la argumen­ tación aquí esbozada, la proposición carecería de sentido si aquello acerca de lo cual parece hablar no existiera, ya que entonces no existiría nada acerca de lo que él habla y, por consiguiente, hablaría acerca de nada. Como no ca­ rece de sentido, tiene que haber algo acerca de lo que habla: ¿existe entonces Pegaso? Con el objeto de poder liberarse de un hiperrealismo que acepta como existentes a Pegaso, a los unicornios y a los cuadrados redondos, por­ que de ellos se puede hablar, y acepta diversos niveles ontológicos porque los cuadrados redondos si existen no existen de la misma manera que Bertrand Russell, Russell se libera de las proposiciones acerca de tales cosas al construirlos lógicamente partiendo de proposiciones que

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no son problemáticas en este sentido. La proposición, su­ mamente problemática, el actual rey de Francia es calvo es tomada como ejemplo y recurre a la siguiente conjun­ ción compleja (una conjunción es la vinculación de pro­ posiciones mediante la partícula lógica y ) : Alguien es rey de Francia y vive ahora, y ningún otro es rey de Francia y vive ahora, y este hombre es calvo. En la escritura formal aparecen en esta construcción, además de las expresiones lógicas filosóficamente inofen­ sivas, sólo las expresiones adjetivas es rey de Francia, vive ahora y es calvo. Ya no se tienen aquí las dificul­ tades de la proposición original en el sentido de hablar aparentemente sobre algo que no existe. Lo que aquí se construye lógicamente no es el actual rey de Francia, si­ no afirmaciones acerca de él; estas afirmaciones, que traen dificultades (parecen hablar acerca de algo que no exis­ te) , se muestran como construidas por afirmaciones que no presentan estas dificultades y, por lo tanto, demues­ tran ser superfluas, es decir inofensivas. En cierta ma­ nera, uno ha quedado liberado de la problemática existen­ cia del problemático actual rey de Francia. Algunas cosas crean casi más dificultades que el actual rey de Francia porque uno pretende explicitarlas sin eli­ minarlas; pues uno está seguro que existen. A esta clase pertenecen, por ejemplo los números. ¿Qué es el número cinco? Existe ciertamente; continuamente contamos y for­ mulamos enunciados acerca de él, tal como, por ejemplo, que es idéntico a la suma de dos más tres. Pero, obvia­ mente, no existe en el sentido que existen cinco dedos. Sumar tres dedos más dos dedos y obtener así cinco dedos es un asunto simple; pero, sin duda, esto no es lo que hacen los matemáticos cuando demuestran que 2 + 3 = 5. Lo que los matemáticos tienen que saber acerca de los números lo había establecido ya el matemático italiano Peano en cinco axiomas sobre los números no-negativos (los “números naturales”, si se cuenta también el cero). De estos axiomas puede inferirse lógicamente el resto:

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(1) 0 es un número natural; (2) cada número natural tiene como sucesor un solo número natural; (3) 0 no es sucesor de ningún número natural; (4) los números naturales que son sucesores, son suce­ sores de un solo número natural; (5) si 0 tiene una propiedad y el sucesor de cada nú­ mero que tiene esta propiedad también tiene esta propiedad, entonces todo número natural tiene esta propiedad. El que un número es sucesor de otro significa que es en 1 mayor que el otro; por ejemplo, 3 es el sucesor de 2. Pero esto todavía no se sabe; más adelante será definida la suma de 1 de manera tal que 2 + 1 es igual al sucesor de 2. “Sucesor” es un concepto fundamental no definido al igual que “número natural” y “0”. No aparecen otros conceptos no-lógicos. Como de los cinco axiomas puede inferirse toda la teo­ ría de los números, la deducibilidad de la teoría de los números a partir de la lógica podría ser demostrada si se pudiese demostrar lógicamente estos cinco axiomas. Este camino fue recorrido por primera vez por Frege y después de él por Russell. Pero mientras en los axiomas aparecieran conceptos extralógicos, esta demostración era imposible; por esta razón, Russell tenía que encontrar para los tres conceptos definiciones que sólo trabajasen con conceptos lógicos y estas definiciones tenían que ser de un tipo tal que, a través de ellas, pudieran demostrarse lógicamente los axiomas. El problema es muy similar al que se plantearía si alguien quisiese demostrar lógica­ mente la proposición la tierra no es ninguna estrella fija y para este fin definiera la tierra como la clase vacía y es una estrella fija como que tiene un elemento; de aquí surge la proposición, lógicamente verdadera, la clase va­ cía no tiene ningún elemento. Ahora bien, esta frase no tiene utilidad alguna para los geógrafos; por el contrario, mediante definiciones tales como las que Russell daba para los conceptos fundamentales en los axiomas de Pea-

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no, surgía un sistema en el que podían derivarse todas las proposiciones que los matemáticos necesitan. (De esta manera se muestra, precisamente, una diferencia esen­ cial entre ciencias empíricas tales como la geografía y ciencias formales tales como la matemática.) Russell de­ finía, por ejemplo, los números como clases equinuméricas, por ejemplo el dos como la clase de todos los pares. El que esto pueda sonar como no natural, no es ningún contraargumento; lo que importa es que se trate de una definición precisa que sea útil. Más grave sería la obje­ ción de que la definición de dos a través de par es circular, porque un par es una clase con dos elementos. Pero la definición de Russell no presenta circularidad alguna. Frege había mostrado cómo se podía definir el concepto de lo equinumérico sin recurrir al concepto de número: dos clases tienen el mismo número de elementos cuando es posible encontrar una ordenación que vincula a cada elemento de una clase con cada elemento de la otra sin que al final quede sin vinculación ningún elemento de alguna de las clases. (El que existen tantas sillas como personas en una habitación puede ser verificado sin nece­ sidad de contarlos, es decir con tan sólo pedir que las personas presentes se sienten.) Para definir determina­ dos números es necesario establecer para esta ordenación determinadas prescripciones; no entraremos en esto ya que aquí tan sólo nos interesa el carácter del programa. En la realización del ambicioso programa de Frege, Russell descubrió una catástrofe: la teoría de los con­ juntos, de la que con definiciones adecuadas podía ser deducida la matemática, resultó ser algo lógicamente con­ tradictorio. Ahora bien, hay un teorema lógico fundamen­ tal que nos dice que en sistemas en los que es posible inferir contradicciones —es decir una proposición y su negación— es también posible deducir cualquier propo­ sición. Por lo tanto, las inferencias en los sistemas con­ tradictorios carecen de valor, pues pueden conducir a cualquier resultado. Cualquiera que sea la proposición inferida, siempre es posible también inferir su negación. Es fácil esbozar la inferencia de la contradicción en-

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contrada por Russell sin recurrir, para ello, a medios for­ males. Algunas clases tienen como elementos a clases, es decir son clases de clases; se puede, por ejemplo, compa­ rar la clase de las rosas con la clase de los lirios y comprobar que se trata de clases de flores, y si se buscan otras clases de flores, es posible incluirlas a todas en la clase de la clase de flores. Y algunas clases tienen la propiedad no sólo de estar constituidas por algunas clases cualesquiera, sino que entre sus elementos se cuentan ellas mismas. Esto es como si la clase de todos los escri­ torios fuera ella misma un escritorio, lo que naturalmen­ te no es así. Por el contrario la clase de todas las clases definibles en una línea es una clase definible en una línea (como demostración puede verse la línea anterior) y se contiene a sí misma como elemento, es un “auto-elemento”. La mayoría de las clases no son auto-elementos; sólo algunas lo son. Así tene­ mos, pues, por un lado, la gran clase de las que no son auto-elementos y, por el otro, la pequeña clase de las que son auto-elementos. Ahora bien, ¿es, por ejemplo, la gran clase de las que no son auto-elementos un auto-elemento o no? Tiene que ser alguna de las dos cosas. Si es un autoelemento, entonces se pertenece a sí misma, es decir —como contiene los no-auto-elementos— pertenece a los no auto-elementos; es por lo tanto un no auto-elemento cuando es un auto-elemento. Esto demuestra lógicamente que no puede ser un auto-elemento; por lo tanto es un no auto-elemento y pertenece a los no auto-elementos; se pertenece por lo tanto a sí mismo y es así un autoelemento cuando es un no auto-elemento. Esto demuestra lógicamente que no es, como habíamos demostrado lógi­ camente un no auto-elemento. Ambas cosas las hemos demostrado lógicamente: se puede demostrar lógicamente que es un auto-elemento como que no es un auto-elemento. La contradicción se ha inferido lógicamente. Fuera de la antinomia de Russell se han descubierto otras antinomias; y se plantea la cuestión de saber cómo pueden ser evitadas. De esta cuestión surgió la moderna filosofía de la matemática, llamada también “polémica

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de los fundamentos”. Su descripción correspondería a un trabajo especial; ni tan siquiera la esbozaremos aquí, tan sólo la insinuaremos: la solución de Russell se basaba en la teoría de los tipos que se apoya en la posibilidad de limitar la creación de clases: se introducen variables de primero, segundo, tercer, etc., tipo, y sólo puede decirse que A es un elemento de B cuando A es de un tipo infe­ rior a B. Con esta teoría expuesta en los Principia Mathematica esperaba Russell poder evitar la aparición de otras antinomias. Russell sostenía la idea de que la mate­ mática es deducible de la teoría de los conjuntos con la ayuda de definiciones adecuadas de los conceptos funda­ mentales de la teoría de los números. Esta actitud es llamada “logicismo”. Otro medio para evitar las antino­ mias, manteniendo el logicismo, es la teoría axiomática de los conjuntos de Zermelo: esta teoría debilita los axio­ mas de la teoría de los conjuntos de manera tal que sólo sea utilizado como axioma, que es lo que uno necesita. Los intuicionistas lógicos y los formalistas adoptan una dirección distinta a la de los logicistas. Los intuicionistas lógicos (Brouwer) diagnosticaron como causa de las difi­ cultades la aplicación apresurada de formas de pensar, que tienen significación en ámbitos finitos, a ámbitos infitos. Así por ejemplo, mientras tiene sentido decir que toda persona que vive en Munich o bien es masculina o bien femenina, porque es posible abarcarlas así a todas, o, en todo caso, es posible indicar qué es lo que se debe hacer para ejemplificar esta afirmación, no es absoluta­ mente indispensable que tenga sentido decir que cada una de las infinitas clases que existen se contengan a sí mismas como elemento o no; habría que mostrar, ante todo, qué habría que hacer para poder examinar una cla­ se cualquiera-Los intuicionistas utilizan así una lógica más reducida, con lo que no puede hacerse tantas cosas como con la lógica clásica, y que, sobre todo, sólo admite construcciones de entidades matemáticas fácilmente com­ probables, tales como las clases; de esta manera, se espera eliminar drásticamente la posibilidad de la aparición de antinomias.

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Finalmente, el formalismo (Hilbert) no se preocupa para nada por el significado que puedan tener los sím­ bolos matemáticos, sino que concibe todo el lenguaje de la matemática como un formalismo vacío, con el que se puede jugar en la medida en que, partiendo de deter­ minados puntos de partida, los llamados axiomas, con la ayuda de reglas para la creación de nuevas figuras, puedan crearse, paso a paso, nuevas figuras, los llamados teoremas. Los formalistas intentan, pues, mediante re­ flexiones, mostrar en forma adecuada este juego, de ma­ nera tal que ciertas figuras, llamadas contradicciones, no puedan ser creadas; demuestran esto de la misma mane­ ra que puede demostrarse que las reglas del ajedrez no permiten la creación de una posición que contiene dos reyes inmediatamente el uno al lado del otro. Se debe al exitoso trabajo de Russell en el campo de la matemática el haber mostrado que la precisión es una propiedad sobresaliente de un lenguaje que pueda ser útil para la solución de los problemas filosóficos. Esta precisión puede sólo lograrse en lenguajes formalmente construidos; sólo ellos tienen reglas válidas sin excep­ ción y exactamente formuladas; son construidos de una manera tan simple que, desde el comienzo, puede saberse qué sucederá con ellos. Como uno debe tan sólo formu­ lar teorías cuando se puede argumentar acerca de ellas y como sólo es posible argumentar acerca de ellas cuando están precisamente expresadas, habrá que procurar ex­ presar todas las teorías en lenguajes formales. Provo­ cando la polémica, Russell decía al respecto: “Muchas teorías populares no pueden ser traducidas en lenguajes exactos. Creo que esta es una de las razones por la que los lenguajes exactos son tan poco queridos” (Repites, pág. 694). Lenguajes inexactos son aquellos en los que aparecen expresiones con significado poco claro; el defensor de los lenguajes exactos tiene, pues, que mostrar de qué manera sus expresiones tienen un claro significado. La forma más directa en que una expresión puede tener significado era, según Russell, la consideración de que es

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el nombre de algo que nos es presente. De esta manera, la expresión se libera del peligro de ser vacía y de care­ cer de significado, tal como ocurre con la expresión pe­ gaso. Aquello que es el nombre de algo que está pre­ sente ante nosotros, es el nombre de algo cuya existencia está garantizada, no es, por lo tanto, un nombre vacío. Pero sólo los datos sensoriales nos pueden garantizar la existencia de algo; no son, por ejemplo, las sillas o la mesa, sino las impresiones que recibimos de las sillas y de la mesa lo que nos garantiza su existencia. Por lo tanto, las expresiones que pueden tener significado son las expresiones de cosas que se encuentran en el campo de los datos sensoriales. Tales son, por ejemplo, los nom­ bres de las manchas de color en el campo visual; en casos singulares utilizamos, en vez de diferentes nombres, la misma expresión: esto. Pertenecen también a este tipo las expresiones para las propiedades de las manchas tales como amarillo o sus relaciones, tal como se expresan, por ejemplo, en la frase esto está debajo de aquello o esto es más claro que aquello. Podría decirse que un lenguaje empírico exacto está totalmente constituido cuando en él el significado de todas las expresiones ha sido cons­ truido con medios puramente lógicos a partir de expre­ siones del lenguaje de los datos sensoriales. (En el § 10 describiremos brevemente construcciones de sistemas de este tipo, tal como fueron llevadas a cabo por Carnap y Goodman.) No sólo en la teoría del significado de Russell, sino también en su teoría del conocimiento, los datos de los sentidos constituyen el fundamento. Cuando yo sé o creo saber que hay ante mí una mesa, entonces la única justificación para ello son mis impresiones sensoriales: por ejemplo, la mancha con forma de mesa en mi campo visual y ciertas sensaciones táctiles típicas. Ellas consti­ tuyen la base; por lo tanto, debo partir de ellas para justificar mi saber. Sin embargo, no son estas impresiones elementos en los que se pueda confiar incondicionalmente. A veces tenemos buenas razones para dudar acerca de la confiabilidad de ciertas impresiones sobre la base del

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testimonio opuesto de otras impresiones. Y Russell refle­ xionó sobre una idea sumamente interesante que con­ duce a una especie de firme filosofía trascendental cien­ tífica: no tenemos ninguna razón para dudar como filó­ sofos de lo que aceptamos como científicos; y si la ciencia tiene razón, entonces los datos de los sentidos no pueden ser utilizados nunca como base para inferir directamente el mundo corpóreo. Por ejemplo, nuestras impresiones se modifican de acuerdo con el estado de los órganos senso­ riales, y las impresiones de la vista y del oído surgen, debido a la velocidad finita de la luz y del sonido, en clara distancia de aquello que creemos ver y oír. No puede aceptarse una similitud directa e inmediata entre la im­ presión sensorial y la cosa. No es necesario apartarse de la consecuencia radical, es decir, de que sólo las propias impresiones sensoriales han de ser reconocidas como exis­ tentes, es decir, del solipsismo, porque esta posición no es refutable. Pero Russell considera que ella repugna a la naturaleza del hombre. Por lo menos le repugna a él. No tratará de demostrarlo; pero dice qué hay que hacer si se quiere rechazarla. Para ello hay que aceptar determina­ das reglas de inferencia según las cuales pueda infe­ rirse de lo directamente percibido a lo no percibible. La aceptación de estos principios pone de manifiesto que no se es un solipsista. Por último, los datos de los sentidos son, según Russell, los últimos elementos del mundo. Por lo tanto, en la con­ cepción de Russell, sería útil reconstruir lógicamente a partir de los datos de los sentidos, los objetos corporales y la conciencia de otras personas, porque los objetos cor­ porales son filosóficamente más problemáticos que los datos sensoriales —sobre estos últimos se sabe algo más que sobre los primeros— y porque el espíritu de otra persona es más problemático que los objetos corporales; no sólo se sabe menos acerca de sus sentimientos que acerca de su peso, sino que también el tipo de su exis­ tencia es mucho más problemático. Las cosas del mundo corporal, aun cuando no dejen de tener problemas, son mucho más firmes que los estados anímicos de un tercero.

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Lo mismo sucede, por otra parte, con las cosas que teóri­ camente se postulan en la física, tales como los electrones o los cuanta. Russell estaría tranquilo si pudiese concebir estas cosas problemáticas como construcciones lógicas que parten de cosas menos problemáticas. Si un objeto A es construido lógicamente a partir de B, entonces no es necesario inferir del saber acerca de B con mayor o menor probabilidad, un saber acerca de A; lo que sucede más bien es que un saber acerca de B es, si­ multáneamente, un saber acerca de A. La construcción tiene, pues, la ventaja de volver superfluos principios para inferencias de probabilidad, por ejemplo, de datos sensoriales a objetos corporales. La construcción de objetos a partir de datos sensoriales tiene, aproximadamente, la forma de una prescripción para la traducción de enunciados sobre tales objetos, por ejemplo, el sol brilla, en enunciados muy complejos en los cuales juegan un papel todos aquellos datos senso­ riales que uno tiene cuando el sol brilla. El espíritu de otra persona es tratado de la misma manera: enuncia­ dos tales como él está triste son traducidos en enunciados muy complejos acerca de su situación corporal, los que a su vez son traducidos en enunciados complejos acerca de los propios datos corporales. Mediante dos pasos espe­ ciales que llevó a cabo en el transcurso de sus extensas investigaciones, llegó Russell a una concepción particu­ larmente simple. En primer lugar eliminó al agente de los datos sensoriales, el propio yo, que constituía un cuer­ po extraño en la construcción: reconoció en la forma de proposiciones básicas, tales como yo veo ahora una man­ cha marrón, un acostumbramiento a la gramática del len­ guaje ordinario. La situación puede reproducirse más económicamente con la expresión mancha marrón ahora. El propio espíritu, el yo, es construido como un com­ plejo de datos sensoriales en cuya especulación juega un gran papel la memoria. En segundo lugar, con respecto a la forma de las proposiciones básicas, Russell partió del hecho de considerarla como complejos de individuos (con nombres tales como esto) y propiedades; también

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los individuos, los datos sensoriales, son sólo complejos de cualidades. Las cualidades sensorialmente percibidas se convierten, así, en los únicos elementos de una imagen monística del mundo; y como a partir de ellas es posible construir lógicamente tanto el mundo espiritual como el corporal, esta imagen del mundo es neutral con respecto a la controversia entre el realismo y el idealismo; por esta razón recibió el nombre de “monismo neutral”. § 3. Ludwig Wittgenstein (Primera Filosofía) Ludwig Wittgenstein (1889-1951), quien antes de la pri­ mera guerra mundial conoció a través de Frege y Russell la lógica moderna y la forma logicista de la fundamentación de la matemática, comprendió, a través de Russell y Moore, que la tarea de la filosofía era lograr claridad a través del análisis de complejos opacos y mediante la mostración de su estructura. Ya en esta época parece haber recibido la influencia fecunda de los trabajos de Russell; con su Logisch-philosophischen Abhandlunq, que la mayoría de las veces es citado como Tractatus logicophilosophicus, cuyos resultados necesitaron larga prepa­ ración (v que se encuentran en parte contenidos en los “Diarios”) y que fuera publicado poco después de la gue­ rra, Wittgenstein se convirtió en uno de los principales exponentes del constructivismo lógico. El Tractatus es, al mismo tiempo, la obra en la que se utiliza en forma ejemplar la técnica de la construcción lógica para obte­ ner una imagen de la física de la construcción del mundo. Las investigaciones metafísicas de Wittgenstein en el Tractatus están tan estrechamente vinculadas con las igualmente importantes reflexiones acerca del significado de las proposiciones, que es difícil decir cuál fue el con­ texto de fundamentación y de motivación de esta obra. Nuestra exposición tiene en cuenta exclusivamente la necesidad de presentar, en un espacio reducido, la vincu­ lación entre estas ideas fundamentales. Quienquiera que investigue enunciados con sentido

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verificará, normalmente, que son muy complejos. Wittgenstein da una descripción muy unitaria para la cons­ trucción de proposiciones complejas y utiliza para ello la teoría desarrollada en la lógica moderna de las fun­ ciones de verdad. A es una “función” de B si A está es­ tablecida unívocamente por B; el que una proposición sea una función de verdad de sus componentes significa que su verdad o su falsedad (“valor de verdad”) es esta­ blecida inequívocamente cuando se establece, con respec­ to a cada una de las proposiciones que la componen, si son verdaderas o son falsas. Para la construcción con las funciones de verdad se usan conectivas extensionales, es decir, palabras lógicas que tienen la propiedad de que a partir de proposiciones cuyo valor de verdad está deter­ minado, crean una proposición compleja cuyo valor de verdad queda, a su vez, determinado. Si se prescinde de ciertas particularidades del lenguaje ordinario, estas pa­ labras lógicas son, por ejemplo, y, o no y si-entonces. Si sabemos que Juan viene y sabemos que Pedro viene, en­ tonces sabemos también que Juan y Pedro vienen. Por­ que no es ninguna conectiva extensional; si sabemos, por ejemplo, que Juan viene y que Pedro viene, no sabemos por esto si Juan viene porque Pedro viene. La manera como las conectivas establecen valores de verdad fue expuesta por Wittgenstein de una manera muy clara en las llamadas “tablas de verdad”. Como ejemplo presentamos más abajo la tabla de verdad para y. p y q son abreviaturas de proposiciones con las cuales se construye la proposición compleja p y q, por ejemplo, Juan viene y Pedro viene; p es la proposición Juan viene, q es la proposición Pedro viene. Cada una de ambas pro­ posiciones es verdadera o falsa; por lo tanto se pueden distinguir cuatro P verdadera verdadera falsa falsa

5 verdadera falsa verdadera falsa

PV Q verdadera falsa falsa falsa

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casos que corresponden a las cuatro líneas de la tabla de verdad. En el primer caso son ambas verdaderas; en­ tonces p y q es también verdadera. En el segundo caso p es verdadera pero q es falsa; en el tercero q es verdadera pero p es falsa; en el cuarto ambas son falsas. (No hay otros casos.) En el segundo, tercero y cuarto casos la com­ posición compleja p y q es falsa. Las cuatro líneas de la tabla de verdad corresponden a estos cuatro casos posi­ bles. De esta manera se han establecido para todos los casos posibles de la proposición compleja las condiciones de verdad; en cada caso es verdadera o falsa, por lo tanto tiene significado. Para poder mostrar aplicaciones a pro­ posiciones más complejas, damos la tabla de verdad para no. Éste es un caso especial; no transforma una propo­ P

verdadera falsa

íio-p falsa verdadera

sición p, por ejemplo, Juan viene, en una proposición compleja no-p, es decir, Juan no viene. Si p es verdadera, entonces no-p es falsa, y si p es falsa, no-p es verdadera. (No hay otros casos.) Así, pues, como para no-p ha sido establecido el valor de verdad para cada caso posible, no-p es también una proposición con significado. Como también p y q tiene significado, se muestra que también no-(p y q) tiene significado, lo mismo que p y no-q. La construcción de estas proposiciones se lleva a cabo gra­ dualmente: si con p y q e y se construye la proposición p y q, entonces con no se puede construir la proposi­ ción no-(p y q); y si con q y no se construye la proposición no-q, se puede luego, a partir de p y no-q, construir la frase p y no-q. A estos pasos de la construcción se aplica sucesivamente la tabla de verdad y se obtiene la tabla para proposiciones más complejas. Lo haremos aquí para la proposición no-fno-p y q) y escribimos al lado, para compararla, la tabla que ya conocemos, para p y q:

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p v e rd a d e ra v e rd a d e ra fa lsa fa lsa

« v e rd a d e ra (alea v e rd a d e ra (alea

n o -p (a lsa faina v e rd a d e ra v e rd a d e ra

n o -p y q fa lsa fa lsa v erd a d e ra fa lsa

n o -fn o -p yq)

v e rd a d e ra v e rd a d e ra fa lsa v e rd a d e ra

p y q

v e rd a d e ra fa lsa fa lsa fa lsa

Los cuatro casos representan “mundos posibles”. Como vemos, no-(no-p y q) es verdadera en más casos que o y q. Para no-(no-p y q) es indiferente que el “mundo real” que ha de ser descripto por una de las cuatro líneas, sea descripto por la primera, la segunda o la cuarta línea; en todos estos mundos posibles, la proposición es verdadera. Para p y q esto no es indiferente. Esta proposición es sólo verdadera cuando el mundo real es descripto por la pri­ mera línea. Cada proposición dice que el mundo real es así, que es verdadero; la primera proposición dice, pues, que el mundo real es tal como aparece en la pri­ mera, segunda o cuarta línea, mientras que la segunda dice que el mundo real se presenta como en la primera línea únicamente. Así, pues, no-(no-p y q) da un mayor “radio de acción” a los hechos, es decir, da la primera, la segunda y la cuarta línea, mientras aue p v q permite sólo el radio de acción de la primera línea. En todos los mundos posibles en los que es verdad p y q, es decir, en el primero, también es verdad no-(no-p y q)\ o, dicho de otra manera, el radio de acción de la primera proposición está contenido en la segunda. Si la primera es verdadera, también lo será la segunda. Esto significa: de p 1/ q “se sigue lógicamente” la proposición no-(no-p v a). Esto re­ sulta únicamente de la estructura lógica de ambas pro­ posiciones. Cuanto más grande es el radio de acción de una proposición, tanto menos se sabe, si es que se sabe, que es verdadera; se sabe tan sólo que uno de los mundos posibles en el que es verdadera, es el mundo real. Por lo tanto, p y q dice más que no-(no-p y q). Las dos siguientes proposiciones son casos extremos: no-(p y no-p) p y no-p no-p p verdadera falsa verdadera falsa verdadera verdadera falsa falsa

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p y no-p no deja ningún radio de acción para los hechos; la proposición no es verdadera en ningún mundo posible: es una “contradicción”. No-(p y no-p) admite todo mundo posible, no excluye a ninguno; como radio de acción tiene todos los mundos posibles. Es una “tautología”. Como no excluye nada, no sabemos nada más que lo que sabíamos antes, cuando sabíamos que era verdadera (cosa que de todas maneras sabemos); no dice nada. Éste es un punto muy importante en la filosofía de Wittgenstein: propo­ siciones que siempre son verdaderas, no tienen contenido empírico alguno, son analíticas; no existen juicios sinté­ ticos a priori. Como, según la convicción de Wittgenstein, la matemática es una parte de la lógica, sus proposiciones, en tanto lógicas, son proposiciones verdaderas; tienen, por lo tanto, validez universal, porque no tienen contenido emnírico. Hemos dado hasta ahora sólo una parte de la resnuesta de Wittgenstein a la pregunta de cómo tienen significado las proposiciones, es decir, la respuesta para las nronosiciones compleias: tienen significado porque son construi­ das extensionalmente, y, ñor lo tanto, en todo caso posible son verdaderas o falsas bajo el presupuesto de que sus comnonentes sean verdaderos o falsos, es decir, tengan significado. Estos componentes pueden, a su vez, deber su significado a su estructura extensional: pero así no se nuede continuar eternamente. Se llegará fatalmente a proposiciones que no son divisibles en otras y que, por lo tanto, son “proposiciones elementales”, pero que. a pesar de ello, tienen significado. Para ellas desarrolla Wittgenstein la teoría de la imagen pictórica del significado pre­ posicional; las proposiciones elementales tienen sentido porque son imágenes de estados de cosas. La teoría ha sido atacada a menudo; la proposición allí está un árbol ¡no es una fotografía del árbol!; pero ésta es una confu­ sión. En este contexto, Wittgenstein no entendía por ima­ gen nada que fuera similar a una fotografía, sino el con­ cepto matemático, con el nue estaba familiarizado, de “representación isomorfa”. Una representación isomorfa entre dos sistemas coordina cada cosa de un sistema con

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exactamente una cosa del otro sistema y viceversa, y lo mismo para cada propiedad o relación de los sistemas; y en verdad esta coordinación tiene que ser de manera tal que las propiedades y relaciones coordinadas de ambos sistemas entre las cosas ordenadas de ambos sistemas va­ len en ambos lados o no valen en ninguno. Sea un sistema, por ejemplo: Londres, París, Marsella, se encuentra al norte de, se encuentra al sur de; el otro: Luis XIV, Napo­ león, Talleyrand, vive antes que, vive simultáneamente con. Es posible coordinar de diferente manera las cosas Londres, París y Marsella con las cosas Luis XIV, Napo­ león y Talleyrand (Londres con Luis XIV, o Londres con Napoleón, etc.) y las relaciones se encuentra al norte de y se encuentra al sur de con los dos distintos tipos de relaciones vive antes que y vive simultáneamente con (se encuentra al norte de con vive antes que y se encuentra al sur de con vive simultáneamente con o al revés). Según cual sea la coordinación que uno elige se obtienen distin­ tas imágenes del hecho de que Londres se encuentra al norte de París y Marsella al sur de París; con la coordi­ nación (1) Londres-Luis XIV, París-Napoleón, MarsellaTalleyrand, se encuentra al norte desvive simultáneamen­ te con, se encuentra al sur de-vive antes que, se obtiene la imagen de que Luis XIV vive simultáneamente con Na­ poleón y Talleyrand antes que Napoleón. Esta imagen no es isomórfica, pues las relaciones que valen en los hechos no valen en la imagen. Con la coordinación (2) que coor­ dina las cosas exactamente y las relaciones de la siguien­ te manera: se encuentra al sur de, vive simultáneamente con, se encuentra al norte de-vive antes que, se obtiene como imagen que Luis XIV vive antes que Napoleón y Talleyrand vive simultáneamente con Napoleón; esta ima­ gen es isomórfica porque las relaciones que valen en los hechos también valen en la imagen. Para que un hecho sea una imagen de otro, sus elementos tienen que estar así coordinados entre sí; la coordinación (Wittgenstein la llama “regla de proyección”) es la que hace que un hecho sea la imagen de otro. Si una imagen es isomórfi­ ca, entonces es una imagen verdadera, si no es isomórfica,

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entonces es una imagen falsa. Como el hecho o bien es isomórfico o no lo es, o bien es una imagen verdadera o una falsa; si se concibe a un signo proposicional como un hecho, entones es o no es coordinable con otro determi­ nado hecho, es decir, no es una imagen posible de él, por lo tanto no es tampoco un enunciado posible, o es coor­ dinable, y según la coordinación es una imagen isomórfica y, por lo tanto, verdadera o no isomórfica y, por lo tanto, falsa del hecho. En el primer caso, la proposición es ver­ dadera; en el segundo, falsa. Para que algo sea una pro­ posición sobre un hecho es necesario, en primer lugar, su igualdad categorial con el hecho para que pueda coordi­ nárselo, es decir, para que pueda ser entendida como ima­ gen; si este presupuesto se cumple, entonces basta la coor­ dinación, la regla de proyección, para que una proposi­ ción sea una imagen verdadera o falsa del hecho, es decir, un enunciado con sentido acerca de él. “El método de la proyección es el pensar del sentido de la proposición” (Tractatus, 3.11): la proposición debe su significado al hecho de que, en caso de que sea posible, se la intencione como coordinada con el hecho. Para las proposiciones complejas, la teoría de la ima­ gen no es aplicable porque contiene conectivas; y a las conectivas no corresponde nada en los hechos. No hay nada que corresponda a “y” o “no” en el mundo; por con­ siguiente, se necesita, como explicación de por qué tiene significado, la teoría especial de la construcción extensional. ¿Cuál es el aspecto de las proposiciones elementales? No contienen ninguna proposición como elementos. En el lenguaje preciso, que Wittgenstein conocía y que Russell había desarrollado en los Principia Mathematica, existían como elementos de las proposiciones elementales los nom­ bres, es decir, expresiones que designaban exactamente una cosa. (No entraremos a analizar la controversia acerca de si Wittgenstein consideraba que en las proposiciones elementales aparecían sólo nombres de cosas elementales o también nombres de propiedades o relaciones simples.) Como las proposiciones elementales tienen que ser coor-

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dinables con los hechos, tienen los hechos simples a los que corresponden (“simples”, porque no contienen otros hechos como componentes) que contener por cada nom­ bre en la proposición elemental una cosa simple, indivi­ sible, un “objeto” como dice Wittgenstein. Así, pues, los hechos elementales se descomponen en objetos; estos “ob­ jetos”, una especie de átomos lógicos, constituyen la ma­ teria con la que están construidos todos los hechos. Los estados de cosas son hechos cuando existen, cuando las correspondientes proposiciones elementales son verdade­ ras; si son simplemente posibles, sin existir, entonces las proposiciones elementales que los describen son falsas. Las proposiciones falsas valen sólo en los mundos posi­ bles, no en el mundo real; por lo tanto, los mundos posi­ bles contienen, por lo menos, un estado de cosas no exis­ tente, mientras que el mundo real está construido exclu­ sivamente por hechos: “El mundo es. todo lo que es el caso” (Tractatus, 1). Es una vinculación de todos los he­ chos y por lo tanto el hecho más complejo: “El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas” (Tractatus, 1.1). El mundo no es una cosa ni una suma de cosas por­ que de los objetos que un mundo contiene no se sigue cómo están configurados con respecto a los estados de cosas; con la misma suma de objetos uno puede construir los mundos más diversos —por ejemplo, con rubio, de ojos azules, y Pedro se puede construir los mundos: Pedro es rubio y de ojos azules, o Pedro es rubio pero no de oíos azules, o no es rubio pero de ojos azules, o no es ni rubio ni de ojos azules. Todos los diferentes mundos posibles están construidos ñor un único y mismo conjunto de objetos. Pues los obje­ tos de cada mundo posible tienen nombres; los nombres aparecen sólo en proposiciones elementales que aparecen en la descripción de estos mundos posibles. Una propo­ sición elemental de la descripción de un mundo posible aparece también en la descripción de todo otro mundo posible; pues o bien vale en él y entonces tiene que apa­ recer, o no vale y entonces tiene que aparecer su nega­ ción y, de esta manera, aparece también en tanto compo­

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nente extensional de la negación. Así, pues, un objeto que aparece en algún mundo posible, aparece en todos. Los objetos son, por ello, simples, pues si fueran com­ puestos habría mundos posibles con estados de cosas que harían un uso separado de sus partes. En ellas no apare­ cerían los objetos compuestos; no aparecerían, pues, en todos los mundos posibles (cosa que hacen, como lo he­ mos visto). Este esbozo de la teoría del significado y de la meta­ física del Tractatus puede ser suficiente. Consideremos, por último, alguna de las consecuencias que Wittgenstein trazó para el límite entre lo que tiene sentido y lo que carece de él y para la posición de la filosofía. Hemos visto que las proposiciones elementales (y con ellas todas las otras proposiciones) tienen sentido en la medida en que son imágenes verdaderas o falsas de los estados de cosas en el mundo. Wittgenstein llama por eso al estado de cosas cuya imagen es una proposición elemental y cuya existencia ella sostiene, el sentido de esta proposición elemental. Proposiciones sin sentido son proposiciones que carecen de este estado de cosas, es decir, todas las pro­ posiciones que no se agotan en formular afirmaciones empíricas. Las proposiciones de la ética, de la estética y de la reli­ gión son, según el Tractatus, cognitivamente sin sentido, aun cuando puedan ser significativas para la vida del hombre. Wittgenstein consideraba que son las más im­ portantes, que son las realmente importantes; sólo que no todo lo que es significativo en el sentido de impor­ tante es también significativo en el sentido de que tiene sentido cognoscitivo. Es un error, por ejemplo, querer dar a la ética un falso brillo de cientificidad. Esto también tiene consecuencia para los enunciados filosóficos tales como los que formula el Tractatus. En ellos la razón es quizá más profunda. No se trata tan sólo de que la relación entre el estado de cosas empírico, por una parte, y las proposiciones empíricas, por la otra, no sea ella misma un estado de cosas empírico de manera tal que los enunciados acerca de ellas no sean enunciados

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empíricos y, por lo tanto, no tengan sentido cognoscitivo; mucho más profunda es la razón de que una proposición, para poder ser una imagen, tenga que mostrar la estruc­ tura categorial de aquello de lo que ha de ser una imagen. Sólo cuando muestra esta estructura puede ser conside­ rada como una imagen de un estado de cosas y, así, como un enunciado acerca de aquél. Pero no puede decir que la estructura categorial de un estado de cosas es tal como la muestra. Esta argumentación de Wittgenstein es una de las par­ tes más discutidas del Tractatus. Sacó la conclusión, pro­ fundamente honesta, pero no por eso menos paradójica, de que todo lo que había dicho en el Tractatus carecía de sentido (y esto también lo dice en el Tractatus). Esto no significa que no tuviera ninguna función: aquel que ha leído las proposiciones carentes de sentido desde el punto de vista cognoscitivo, llega finalmente a la concep­ ción de que no puede decir esas cosas sino sólo proposi­ ciones empíricas; y esto es todo lo que puede sacarse del saber filosófico. Como la filosofía no puede fundamentar ninguna proposición empírica —ésta es la tarea de las ciencias empíricas—, le queda tan sólo la tarea de aclarar tales proposiciones y de analizar su estructura y sus ele­ mentos fundamentales. Ésta es una actividad, pero de aquí no se obtiene un conjunto de proposiciones con sen­ tido. El Círculo de Viena y entre ellos su miembro más im­ portante, Rudolf Carnap, tomó de Wittgenstein la idea de la filosofía como la actividad de aclarar, mediante la utilización de métodos formales, el lenguaje de las cien­ cias empíricas. Naturalmente, esto se hizo sin adoptar el paradójico agregado de que, de esta manera, no surgían enunciados que tuviesen sentido desde el punto de vista cognoscitivo. La fundamentación radical de Wittgenstein parece haber estado motivada por el hecho de que no concedía ninguna importancia al hablar acerca del len­ guaje, cosa a la que Carnap, precisamente con su distin­ ción entre lenguaje-objeto y meta-lenguaje, concedía un marco muy preciso. El que tales enunciados no son ver-

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daderos o falsos en el sentido de los enunciados empíricos, es una concepción que ha persistido más allá del Trac­ tatus; pero Carnap insistiría en que los resultados me­ ta-lingüísticos tienen sentido en tanto son claramente comprensibles y pueden ser formulados como propuestas racionalmente fundamentables para la construcción del lenguaje científico. § 4. Rudolf Carnap Los comienzos filosóficos de Rudolf Carnap (nacido en 1891), y que es, sin duda, la figura más importante de la corriente formalista de la filosofía analítica, están estre­ chamente vinculados con la historia del Círculo de Viena. A este Círculo, que hasta 1938 celebró especies de semi­ narios para analizar cuestiones filosóficas (y que estudió profundamente, por ejemplo, el Tractatus de Wittgens­ tein), pertenecen, entre otros, Moritz Schlick, como jefe del grupo, como así también Otto Neurath y Friedrich Waismann; mantuvieron estrecha relación con él los ber­ lineses Cari G. Hempel, Herbert Feigl y Hans Reichenbach. Los miembros se consideraban a sí mismos como un grupo, intervenían compactamente en los congresos y pu­ blicaban como órgano de sus investigaciones la revista Erkenntnis; los que actualmente viven, trabajan sobre todo en los Estados Unidos y han tenido una influencia decisiva en la filosofía de aquel país. La mayoría de ellos o eran científicos de la naturaleza o habían sido educados en el pensamiento matemático y científico-natural; y la diferencia entre lo que era claro y no problemático y lo que era oscuro y sospechoso, era la que correspondía a la oposición entre la imagen que ofrecía la ciencia natu­ ral y la que ofrecía la metafísica contemporánea. Ambas disciplinas fueron los polos de una escala y la proximidad de un texto a uno de ambos polos determinaba el que la empresa de aclararlo fuera considerada con posibilidades de éxito o no. Determinaba también que se admitiera un concepto con respecto al cual no se pronunciaba ninguna

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sospecha concreta, en forma provisoria y sin aclaración o se resolviese suspender la aplicación de algún concepto hasta tanto no se mostrase su carácter inofensivo. A esta actitud correspondía una determinada motiva­ ción del trabajo filosófico. Al lado de las ciencias natu­ rales y de las matemáticas, la posición de la filosofía no era buena: lo que decía era bastante poco claro; fuera de las escuelas no existía ningún acuerdo; las discusiones filosóficas presentaban un cuadro que muy poco tenía que ver con el argumentar racional; por lo tanto, no se notaba progreso alguno que tuviese algo que ver con la renuncia o el afianzamiento de tesis sobre la base de argu­ mentos que contasen con aceptación universal. Si uno quería filosofar —y esto lo deseaban personas como Carnap porque se veían enfrentadas con cuestiones filosófi­ cas, sobre todo en el campo de la filosofía de la naturaleza y de la teoría del conocimiento—, entonces había que filosofar en sentido científico y estricto; no como si fuera una nueva ciencia natural, pero sí observando las reglas usuales en las ciencias naturales con respecto a la com­ prensión, fundamentación y control intersubjetivo. Había, pues, que rechazar la forma tradicional del filosofar; la palabra metafísica se convirtió en una especie de insulto. Esta actitud polémica se desarrolló conjuntamente con el progreso de los criterios de sentido, que serán descri­ tos más adelante, y con los esfuerzos de demarcación. A los fines de una mayor claridad, convendrá hacer aquí algunas observaciones acerca de ciertos ismos que representaban algunos de los miembros del Círculo de Viena, pero que no pueden ser considerados como comu­ nes a todos. “Positivismo” es la tesis que sostiene que todo saber comienza con los datos fácticos, unida a la tesis de que este dato se encuentra en los fenómenos de la percepción inmediata (impresiones, representaciones, sen­ saciones, etc.). El “empirismo” dice que todo saber co­ mienza con la experiencia sensible; se es positivista en el sentido descrito o “fisicalista” cuando se considera como la base para las determinaciones de las cosas el mundo corporal. Aplicado a la psicología, el empirismo fisicalista

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se convierte en béhav'vorismo, pues las comprobaciones externas acerca de lo que uno piensa, siente o pretende, son comprobaciones acerca de la conducta. Entendidas como teorías del significado en vez de teorías del saber y vinculadas en la época moderna a una correspondiente teoría del saber, afirman todas estas teorías que todos los enunciados con sentido deben su significado a comproba­ ciones acerca de lo sensorialmente percibible (empirismo), y son proposiciones o bien acerca de los datos sensoriales (empirismo positivista, en este contexto también “feno­ menalismo”) o proposiciones acerca de cosas del mundo corporal (fisicalismo) o en las proposiciones psicológicas, proposiciones acerca del comportamiento del hombre (behaviorismo). En tanto teorías ontológicas, significan que el mundo está constituido por ámbitos considerados como fundamentales. “Reduccionistas” son aquellas teorías que remiten un tipo de cosas a otro tipo considerado como más fundamental. Un ismo “lógico” es aquel que intenta presentar y fundamentar sus respectivas tesis con medios de la lógica formal. (Con respecto al logicismo [matemá­ tico], al intuicionismo o al constructivismo y al forma­ lismo, cfr. § 2; con respecto al nominalismo y el platonis­ mo, cfr. § 9.) Las cuestiones filosóficas que planteó el Círculo de Viena, y sobre todo Carnap, se referían principalmente a la teoría del conocimiento; gracias a una actitud que estaba fundamentalmente orientada hacia las ciencias na­ turales, el tratamiento de estos problemas se llevó a cabo en una dirección sumamente fecunda. Estos filósofos par­ tieron del hecho de que entre todos los candidatos, prin­ cipalmente las proposiciones de la ciencia natural podrían pretender expresar conocimientos seguros y, por lo tanto, todas tenían que ser examinadas con el criterio de ellas cuando se trataba de investigar su fundamentación y jus­ tificación. La teoría del conocimiento se convirtió entonces en teoría de la ciencia, y de esta manera un ámbito filo­ sófico comenzó a emanciparse como ciencia particular hasta tal punto que hoy constituye un inmenso campo de investigaciones fecundas, sumamente útiles y necesarias

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para las cuestiones prácticas de la metodología científica. Carnap fue uno de sus fundadores y uno de los miembros más significativos de esta corriente. Carnap considera que la tarea más importante de la filosofía es proporcionar, sobre la base de los resultados de las investigaciones lógi­ cas y de la teoría de la ciencia, reglas útiles —y esto sig­ nifica sobre todo reglas precisas— para el lenguaje de las ciencias empíricas. Por esta razón y porque también en todos los demás campos de la filosofía la claridad y la creación de medios claros de expresión tenía que ser el primer paso, dedicó Carnap una gran parte de la obra de su vida a la investigación general de las propiedades de los lenguajes formales. Clasifica el campo de las investigaciones lingüísticas, la semiótica, de varias maneras: primero sintaxis (sólo las reglas para la construcción y transformación de expre­ siones son aquí investigadas, su significado no es tenido en cuenta), semántica (más allá de la sintaxis, se tienen en cuenta los significados de las expresiones, pero no la situación y la persona que habla) y pragmática (se con­ sidera también la situación y la persona que habla). Car­ nap llevó a cabo investigaciones sintácticas y semánticas. En segundo lugar, toda investigación de una lengua puede ser o bien empírica, es decir, puede investigar un lenguaje (vivo o muerto) que tenga existencia empírica, o puede ser pura, es decir, que el objeto de la investigación está constituido por un lenguaje construido formalmente; Car­ nap se ha limitado casi exclusivamente a la semántica y a la sintaxis puras, es decir, a la investigación de lengua­ jes formales. Por último, en tercer lugar, toda investiga­ ción lingüística puede ser o bien general, es decir, sobre todos los lenguajes o un gran número de lenguajes defi­ nidos de determinada manera, o especial, es decir, por ejemplo, acerca del lenguaje (construido formalmente o empíricamente existente) de una determinada ciencia. Como se indicará brevemente en lo que sigue, Carnap se ocupó tan extensamente de la teoría de los lenguajes formales, que su filosofía puso un claro acento distintivo con respecto a los filósofos del lenguaje ordinario, los

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cuales también en un lenguaje, que generalmente es el ordinario, procuran aclarar problemas sin orientarse de antemano, y de una manera tan fundamental, con res­ pecto a este importante medio auxiliar. Originariamente creía Carnap que era posible carac­ terizar totalmente los lenguajes formales indicando sus sintaxis, y comenzó con la Sintaxis lógica del lenguaje. La descripción sintáctica de un lenguaje en el que pueda expresarse una parte de la lógica, la lógica proposicional, puede ser hecha brevemente de la siguiente manera con el objeto de mostrar los refinamientos más importantes de este lenguaje: “Alfabeto”: (,), H, K V, ->•, *—*, p, q, r, ru r 2). .. “Reglas de formación” para “expresiones admitidas” (aquí “proposiciones”): 1. p, q, r, Ti, r 2 . . . son proposiciones. 2. Si A y B son proposiciones, también son proposicio­ nes (~|A), (AAB), (AVB), (A-»B), (AB). Las “reglas de transformación” para los pasos permiti­ dos de proposiciones a otras proposiciones (la flecha gran­ de indica el paso permitido): 1. 2. 3. 4.

A, B = > (AAB); A, B = > (BAA). (A A B )= > A ; (A A B )= > B . A => (A V B ); A = > (B V A ). (AVB), (A-»C), (B -»C )=> C , etc.

El alfabeto contiene todos los signos que pueden apare­ cer; así, pues, si aparece en una expresión otro signo, entonces ésta no es expresión alguna del lenguaje. Las reglas de formación permiten para cada expresión que sólo contiene signos del alfabeto, la decisión unívoca acer­ ca de si es o no una proposición del lenguaje; por ejemplo, con respecto a la fórmula ( (pA (HQ)) V (H )) esto se lleva a cabo, paso a paso, de la siguiente manera: q es una proposición (Regla 1); como q es una proposición, (~~¡q) es una proposición (Regla 2); como ( |q) y (de

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acuerdo con la Regla 1) p son proposiciones (pA (H q)) es una proposición (Regla 2). Como r y r , son proposi­ ciones (Regla 1), (r-»r,) es una proposición (Regla 2) y por eso también lo es (~| (r«-»r,)) (Regla 2). De acuerdo con la Regla 2 también es una proposición ((pAC“ |q))V ( 1 ( r « r ,) ) ) . En nuestra descripción del lenguaje aparecen también otros signos, que tienen un aspecto formal, es decir, A y B. Ellos representan proposiciones del lenguaje, por ejem­ plo, p o (rB)

1 0 0 0

1 1 1 0

1 0 1 1

(A

B)

1 0 0 1

Con excepción del caso especial (HA), para cada una de las proposiciones complejas existen 4 diferentes posi­ bilidades de conferir a los componentes A y B distintos valores, es decir, de “interpretarlos”, o sea que hay cua­ tro diferentes interpretaciones posibles. (Los valores 1 y 0 significan la verdad y la falsedad de las proposicio­ nes.) La tabla indica qué valor corresponde a las propo­ siciones complejas en cada interpretación. La analogía de esta construcción semántica con la sintáctica, es decir, entre el concepto semántico de implicación lógica y el concepto sintáctico de deducción, se hace patente, por ejemplo, en los siguientes hechos: de acuerdo con la Re­ gla de transformación sintáctica 2 podemos pasar de (AAB) a A y de A, de acuerdo con la Regla 3, a (AVB) y, por lo tanto, de (AAB) a (AVB); esto significa que de (AAB) puede deducirse la proposición (AVB). En la construcción semántica, la tabla muestra: en todas las interpretaciones, es decir, líneas, en las cuales (AAB) obtiene el valor 1 (ésta es sólo la interpretación en la primera línea, es decir, con 1 para A y 1 para B ), obtiene también (AVB), el valor 1. 1 y 0 significan verdad y fal­ sedad de las proposiciones; la tabla muestra que en todos los casos de atribución posible de verdad o falsedad a A y B (esto significa en todas las interpretaciones), en las que (AAB) es verdadera, también (AVB) es verda­ dera. Esto significa que (AVB) se infieren lógicamente de (AAB). Como la expresión (AAB) debe leerse "A y B” y la expresión (AVB) ha de leerse "A o B”, esto significa que de A y B se infiere lógicamente A o B. Esto es muy razonable. Como tanto la construcción sintáctica

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como la semántica pueden ser llevadas a cabo en forma razonable de manera que se puedan representar las res­ tantes inferencias lógicas, sucede (comúnmente) en tales cálculos que una proposición es deducible (sintáctica­ mente) cuando es inferióle lógicamente (semánticamen­ te) de la otra. Pero la distinción de estos conceptos ha conducido a otras investigaciones muy importantes que tienen especial significación para la matemática; así, por ejemplo, la cuestión de saber, en una determinada defi­ nición semántica de la validez de las proposiciones, cuál es el sistema de reglas sintácticas que permiten la deduc­ ción de todas las proposiciones semánticamente válidas. Entre los conceptos que han de ser aclarados dentro del marco de la semántica figuran, entre otros, modelo, ver­ dad, validez universal, verdad lógica, necesidad y posibi­ lidad, extensión de un concepto y contenido de un con­ cepto (extensión e intención). Un segundo ámbito en el que Carnap realizara trabajos decisivos es el de la teoría de la lógica inductiva, o de la probabilidad lógica. Fue el primero en distinguir clara­ mente entre este concepto, con el que se trata de saber qué confiabilidad merece una determinada aserción en virtud de otras aserciones, y la probabilidad estadística en la que lo que interesa es saber cuán frecuentemente cosas de un determinado tipo aparecen en un determi­ nado conjunto de cosas. Ambos conceptos estuvieron con­ fundidos durante mucho tiempo. En el ejemplo siguiente, ambos juegan un papel. Supongamos que existe una asam­ blea electoral con cien electores. Entre ellos, 62 pueden ser partidarios de la Unión Demócrata Cristiana (UDC), quizá sólo 58. En el primer caso, la frecuencia de los partidarios de la UDC en la Asamblea es del 62 % y en el segundo, 58 %; o, dicho de otra manera, la probabilidad de que una persona en esta Asamblea sea partidaria de la UDC es, en el primer caso, 0,62; en el segundo, 0,58. Éste es un hecho objetivo de la naturaleza, totalmente inde­ pendiente de nuestro saber o de nuestra ignorancia. Su­ pongamos ahora que el presidente de la Asamblea no tiene conocimiento alguno acerca de este porcentaje. Lo

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único que sabe es que con relación al total de la pobla­ ción, el 56 % de las personas son partidarias de la UDC. No tiene ninguna idea acerca de si en la Asamblea en cuestión hay un porcentaje mayor o menor de partidarios de la UDC. El orador de la Asamblea afirma, sin dar razo­ nes, que hay 62 personas que son partidarias de la UDC y el secretario del partido que son 58. ¿A cuál de las dos personas deberá creer el presidente de la Asamblea? Ésta es una cuestión de lógica inductiva, que es independiente de los hechos de la naturaleza. Teniendo en cuenta el conocimiento acerca de la población en general —el pre­ sidente no tiene otro tipo de conocimiento— el presidente supondrá que tanto el orador como el secretario hacen cálculos demasiado optimistas, pero que el secretario con su 58 % está más cerca de la verdad que el orador con su 62 %. Este cálculo de la credibilidad de ambas aserciones con respecto al propio saber es independiente del hecho de que el orador con su cálculo apresurado realmente tenga razón, lo que puede suceder, si la frecuencia es tal como él la supone. Las cuestiones de probabilidad esta­ dística son cuestiones empíricas, las cuestiones de pro­ babilidad lógica o inductiva, son cuestiones lógicas. La tarea que Carnap se había planteado era la siguien­ te: desarrollar un sistema de reglas que pueda presentar, en forma precisa, la inferencia inductiva válida. Cierta­ mente, puede uno indicar reglas de este tipo, las unas a través de las otras. Por ejemplo, si uno sabe que a, b, c y d son cuervos, y se sabe además que a, b y c son ne­ gros, y si no se tiene ningún otro conocimiento adicional, la suposición de que d también es negro es más razona­ ble que la suposición de que b no es negro. Pero, de esta manera, no es posible llegar a un orden sistemático, no es posible examinar si las reglas encontradas son con­ ciliables entre si ni poder alentar la esperanza de abar­ carlas a todas. De lo que se trata es de una sistematiza­ ción de las inferencias inductivas válidas, de la misma manera que lo que le interesaba a Aristóteles era una sistematización de las inferencias deductivas válidas. La inferencia deductiva y la inductiva se diferencian de la

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siguiente manera: si las premisas de una inferencia de­ ductiva son verdaderas, entonces la conclusión también lo es; con respecto a las premisas de una inferencia de­ ductiva, la conclusión tiene la probabilidad suprema (en el sistema de Carnap, el valor 1). Con respecto a las pre­ misas de una inferencia inductiva, la conclusión tiene una probabilidad menor que la suprema, y con respecto a las distintas clases de premisas verdaderas, la conclu­ sión puede tener diferentes valores de probabilidad. Así pues, mientras que se puede simplemente afirmar la conclusión deductiva a partir de premisas verdaderas, la probabilidad inductiva de una proposición puede siem­ pre ser sólo afirmada con relación a premisas determi­ nadas. Probablemente mañana habrá buen tiempo tiene sentido sólo porque esta misma proposición podría ser expresada en forma más detallada: Teniendo en cuenta el estado del tiempo hoy, probablemente mañana hará buen tiempo. Desde un punto de vista técnico, Carnap se plantea, para la realización del programa, la tarea de definir una función de probabilidad c (h, e) = r que proporciona para la hipótesis h, teniendo en cuenta los datos de la experien­ cia e, un valor numérico r que se encuentra entre 0 y 1. Esto se lee así: la probabilidad de h con respecto a e es r. La idea básica en la construcción es la de la inferencia lógica parcial. Una ilustración algo primitiva nos ofre­ ce la tabla de la página 53. (A-*B) verdadera en to­ dos los casos, es decir en todas las líneas (valor 1), donde (AB) es verdadera (primera y cuarta línea); por eso (A-»B) se infiere lógicamente de (A«-»B). (AVB) no es verdadera en todos los casos en que (A-»B) es verdadera; luego en la cuarta línea (A