Contra el elitismo: Gramsci: Manual de uso

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Índice

Portada Sinopsis Portadilla En caso de duda: volver a Gramsci Introducción Economicismo Guerra de posición/guerra de maniobra Revolución pasiva Hegemonía Sentido común Filosofía de la praxis Jacobinismo Voluntad colectiva Nacional-popular Bibliografía Créditos

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Sinopsis

La rotundidad y el vigor de las tesis de Gramsci vuelve a estar de actualidad, especialmente en España, donde una buena parte de la izquierda reivindica de nuevo sus enseñanzas. Pero, ¿realmente se conoce bien a Gramsci? Este libro se nos presenta como un más que oportuno «Gramsci para todos». Ofrece una selección y análisis de aquellos de sus textos y conceptos de mayor actualidad así como una guía de sus posibles aplicaciones.

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CONTRA EL ELITISMO Gramsci: Manual de uso — Maite Larrauri y Dolores Sánchez Prólogo de Íñigo Errejón

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En

caso de duda: volver a Gramsci

Antonio Gramsci vuelve a estar de moda. Los analistas lo citan para sonar sofisticados, los vendedores de marketing político aderezan el humo con él, los conservadores lo nombran como una excursión traviesa en el campo adversario para mostrar su capacitación para el mal, la izquierda echa mano de sus términos para parecer contemporánea, «lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer» sirve para un roto y un descosido o para postular lo de siempre. Es más que discutible que se le lea y más aún que se le estudie, pero Gramsci, de nuevo, está de moda. En cierto modo, Gramsci aparece en Occidente, en los países con Estados sólidos y sociedades civiles más complejas, cada vez que la transformación política puede ser pensada sin necesidad de escaparse a utopías lejanas de países en desarrollo o de microexperiencias locales; es decir, cada vez que el cambio adquiere una posibilidad nacional inmediata. En España, tres elementos están en el origen de la renovada actualidad de Gramsci. En primer lugar, el llamado movimiento 15-M de 2011 demostró la posibilidad de articular una mayoría diferente más allá de los términos tradicionales de la disputa política: recordaba así que la política es siempre, en primer lugar, una lucha por el sentido. Pero recordaba también que en los Estados desarrollados la transformación política es posible, siempre que no la imaginemos como un día D o asalto final al castillo, sino como una suma compleja y contradictoria de iniciativas culturales, sociales y electorales-institucionales que van cambiando los equilibrios de fuerzas en favor de los gobernados. En segundo lugar, en toda Europa la crisis y las políticas oligárquicas han dejado un terreno social fragmentado y dislocado en el que, no obstante, resuena una y otra vez la pregunta por la unidad: ¿cómo construir comunidad y un nuevo acuerdo social que proteja a pesar de la desarticulación? Es el problema del pueblo, de la generación de una voluntad general que aúne y supere la suma de demandas particulares, ansiedades e intereses solapados reuniéndolos en un plano superior, «universal», capaz no sólo de criticar sino de hacerse cargo de la situación de incertidumbre proponiendo otro horizonte. Diríamos que en Europa, entre la incapacidad de las élites para integrar parte de las reivindicaciones y dolores de los gobernados, y la dificultad de estos para tejerlas en una propuesta superadora de país, la cuestión central es y será hasta su solución la del 11

retorno del pueblo como voluntad colectiva y el marco institucional para darle respuesta. Es exactamente aquello a lo que Gramsci dedicó el corazón de su vida intelectual, por lo que es lógico que su obra esté de renovada actualidad: ¿cómo las necesidades de los de abajo pueden devenir interés general y refundación nacional? Por último, en torno a y partiendo de una cierta lectura de Gramsci —diríamos posmarxista o constructivista— se ha desarrollado una escuela teórica —a partir fundamentalmente de los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, y en la que me inscribo— que pone la hegemonía en el centro de forma de entender la política y de sus apuestas militantes, y que ha tenido mucha relevancia en la reflexión al calor del ciclo progresista o nacional-popular latinoamericano y en la reflexión sobre los fenómenos de populismo progresista y democrático en Europa. En España, esta escuela ha estado particularmente presente en las discusiones teóricas, la creación y el discurso y campañas electorales de los primeros años de Podemos, plagando de términos gramscianos la esfera mediática y política española. Así, en buena correspondencia con su voluntad de ser un intelectual estrechamente vinculado al compromiso político, Gramsci se ha colado en el debate público español como referencia teórica pero sobre todo como clave práctica para leer un desafío concreto al orden establecido. La obra más conocida y quizás la más difícil de Gramsci son los Quaderni del Carcere, escritos en cautiverio. Además de las dificultades materiales, logísticas y de salud a las que tuvo que hacer frente, Gramsci tuvo que escribir pensando en burlar la censura de sus carceleros, lo que le obligó a ir más allá de la semántica y los códigos de la Tercera Internacional. Este contratiempo inicial llenó sus textos de metáforas y trufó sus reflexiones políticas de recorridos y términos militares, literarios o religiosos que ampliaron y elevaron su pensamiento. Tal vez la censura inicial obligó a Gramsci a pensar más allá del marxismo doctrinario que le rodeaba y, por ello, le haya hecho sobrevivir con mucho mayor prestigio y vigor a los colegas que no fueron obligados a tal esfuerzo intelectual y a esa propia tradición. Tal vez por eso cada generación pueda discutir con su Gramsci y extraer distintas lecciones. En mi caso, que me pidieran prologar el libro ha sido, además de un honor, una magnífica invitación a releer de la mano de Maite Larrauri y de Dolores Sánchez al que quizás sea el pensador que más ha influido en mi manera de entender la política, y sin duda al que más horas he dedicado. Al regresar a Gramsci me he topado con fragmentos a los que no acudía desde mi tesis doctoral, defendida en mayo de 2011. Al leerlos en un contexto político y personal muy distinto, me han sugerido reflexiones que entonces me parecieron menores o me pasaron desapercibidas. Gramsci dice que un intelectual no es un creador solitario, sino un traductor que es capaz de encarnar las ideas en los hombres de su tiempo, por eso las autoras eligen el título Contra el elitismo y han trabajado un manual que acerca y concreta algunas de las categorías centrales en el pensamiento

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gramsciano, como ya hiciese el argentino Daniel Campione en su obra Para leer a Gramsci. Así pues, en consonancia con este espíritu, me permito ahondar brevemente en las reflexiones del libro y señalar las tres lecciones más importantes que, tras su lectura, puede extraer de Gramsci alguien comprometido con el avance del cambio político en España, con sus dificultades en estos años, con sus posibilidades futuras y con sus tareas. Espero que contribuyan, como este libro hace, a popularizar el estudio de Gramsci, a extender la pasión por la riqueza de sus categorías y a forjarlas como mejores herramientas para entender y transformar el presente. También a conectarnos con quienes antes de nosotros escudriñaron los enrevesados textos de Gramsci y los tradujeron en nuestro país, animados por la misma voluntad de contribuir a un pensamiento emancipador rico, no dogmático, inspirador, sólido y abierto.

TRES LECCIONES CLAVES PARA NUESTRO PRESENTE: Esencialismo o hegemonía La primera lección es la de la incompatibilidad del economicismo con la hegemonía. Esta diferencia entre enfoques teóricos, que puede parecer abstracta o académica, tiene sin embargo enormes consecuencias políticas prácticas. Larrauri y Sánchez señalan cómo ya un joven Gramsci apunta a que el factor más importante para explicar las transformaciones históricas no son los condicionantes económicos sino la existencia de «una voluntad social colectiva», en ausencia de la cual cualquier condicionante es inútil. El hecho decisivo, en su opinión, es la transformación cultural y subjetiva que hace que un grupo pase de la defensa de determinados intereses «económico-corporativos» a su planteamiento en un plano «universal», que postula otra ordenación general de las cosas y se hace cargo del resto de intereses. Esta es una operación de naturaleza fundamentalmente cultural y relacional, de la articulación entre grupos. Ningún hecho económico tiene una significación política asociada necesaria, si no es a través de su inscripción en uno u otro discurso. Así es como el neoliberalismo ha conseguido que los pobres sean losers, por ejemplo. Las personas no deducen sus posiciones políticas de su posición en el sistema productivo, del lugar geográfico donde viven o de ninguna característica de su nacimiento. Toman posiciones en la vida política a través de identidades, que son relatos racionales y emocionales que generan solidaridad y cercanía con unos y diferencia o animadversión con otros. Estas identidades no existen antes de la disputa política, sino que son el resultado y corazón de la misma. Para el economicismo o cualquier otro esencialismo, los sujetos existen antes de la política. Para el enfoque de la hegemonía, la

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política construye los sujetos. El primer enfoque conducirá a querer «revelar» la verdad, por duro que esto sea, hasta que las masas, a menudo por un empeoramiento económico, la descubran. El segundo enfoque, a construir explicaciones e identificaciones alternativas. El primero creerá que la operación por la que los de arriba mandan debe ser desenmascarada; el segundo, que debe ser comprendida, aceptada como históricamente cierta y asumida para, partiendo de ese sentido común existente, rearticularla en otra propuesta de orden. Gramsci señalaba que una idea era «históricamente verdadera» en la medida en que «se conviertan concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universales […]» Alertaba por el contrario contra las visiones ingenuas que creían que «ciertos fenómenos se destruirían apenas se encuentre una justificación o una explicación “realista”». En las sociedades avanzadas, el poder de los grupos privilegiados descansa fundamentalmente sobre su capacidad para generar consenso sobre su labor de dirección, sea este consenso más activo y entusiasta o más pasivo: identificar su conducción del país con el avance general —que no necesariamente igualitario— de los intereses de todos y cada uno de sus miembros, al tiempo que desmoralizar, disgregar o asustar sobre posibilidades de conducción alternativa. Esta operación no es una «mentira», una «ocultación» o un «engaño», que se vayan a resquebrajar el día en que el pueblo sea confrontado con la «verdad» por fin descubierta. Es una construcción determinada de orden social y político que le otorga a cada uno una posición, enseña a los subalternos a mirar el mundo con las gafas de los grupos rectores y genera certezas, preferencias, valores y enemigos comunes. Si fuese un engaño, una alienación, sería más sencilla de combatir que si se tratara de una explicación satisfactoria y anclada en el sentido común. Una buena parte de las discusiones políticas en las fuerzas progresistas o transformadoras remiten en última instancia a esta diferencia e incompatibilidad entre el enfoque economicista o esencialista y el enfoque de la hegemonía. Sostengo que el primero ayuda a condenar moralmente a los que mandan y a los que obedecen; ¿Cómo puede pasar que después de todo la gente les siga votando?, es algo así como un bálsamo para minorías, mientras que el segundo obliga a preguntarse qué hay de cierto en el relato que vincula a los sectores subalternos con los grupos dirigentes, y por tanto cómo cortocircuitar esa identificación y sustituirla por otra.

La primacía de la guerra de posiciones La segunda cuestión es quizás de las más estudiadas en Gramsci, y alude a la dualidad «Guerra de movimientos / Guerra de posiciones». El italiano, como es sabido, utiliza metáforas militares que impregnan la vida de su tiempo, en torno a la diferencia de las

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guerras de asaltos de caballería a aquellas en las que el desarrollo industrial y de la defensa estabiliza amplios y complejos frentes de trincheras. Estas metáforas bélicas le sirven para explicar la diferencia entre la lógica política que prima en diferentes tipos de sociedades y Estados. Estudia la Revolución soviética de Octubre de 1917 y los sucesivos fracasos al intentar emularla en Europa Occidental, y concluye que la transformación política sólo reviste un carácter principalmente insurreccional en sociedades civiles poco desarrolladas en las que el estado es apenas un conjunto de instituciones coercitivas tomables al asalto. En este tipo de países prima la guerra de maniobra, como sucesión de ataques rápidos y audaces. En lo que él llama Occidente, por el contrario, las instituciones de la sociedad civil acorazan y acolchan las instituciones del poder duro, funcionando como un sistema de «trincheras y casamatas» que naturaliza el orden existente y lo reproduce y oxigena; un sistema por tanto muy resistente frente a las «irrupciones catastróficas» (crisis económica, escándalos, desafíos sorpresivos, etcétera). En este tipo de sistemas políticos, el adversario no se desploma automáticamente ni sus defensas se desbaratan y pierden consistencia ante los golpes de la fortuna. Tampoco, por su diversificación y anclaje en el sentido común, se conquistan de una vez por todas en un blitz o guerra relámpago. En ellos lo difícil no es avanzar sino mantener y consolidar una posición, hacerla «irreversible». En los Estados modernos sigue existiendo el tipo de lógica que conocemos metafóricamente como «guerra de movimientos», pero es más bien un momento parcial e interno a la guerra de posiciones, que es la lógica general de la política. Tenemos que entender entonces la guerra de posiciones no en términos de ritmo, no es una apelación simple a ir «paso a paso», pues la historia a veces avanza a gatas y otras veces a saltos. Tampoco en términos de ambición: reforma o revolución. La diferencia entre «movimientos» y «posiciones» es la que va de la lógica política que prima el golpe de mano a la persuasión, del choque al cerco —a un cerco que es mutuo, esto es, que se ejecuta tanto desde el Estado como desde quien intenta tomar posición en él—, de aquella que da los bandos por constituidos a aquella que prima la lucha cultural por construir el sentido y por tanto las posiciones. Gramsci no excluye la guerra de movimientos en los Estados desarrollados, pero la subordina como un momento «táctico» de la guerra de posiciones. Una cierta lectura simplificada del leninismo, que lo entiende como la técnica del putsch, ha querido ver en este momento excepcional la verdad intrínseca de la política, mientras que los momentos de disputa de posiciones serían apenas el ropaje para tiempos aburridos. Esta visión no sólo invierte los términos de Gramsci, haciendo de la guerra de posiciones sólo una función de la verdadera guerra de movimientos, sino que incluso olvida que las más audaces maniobras se inscriben en procesos de conversión más amplios de los que ayer

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desafían en la propuesta de orden futuro, y que a menudo la suerte de los revolucionarios no se dirime tanto en la noche de conquista del palacio como en la recogida de basuras de la mañana siguiente. De acuerdo con la visión de Gramsci, hemos de comprender la guerra de posiciones como la actividad que modifica el equilibrio de fuerzas entre grupos —y por tanto los acuerdos jurídicos, institucionales y económicos, en suma, de distribución de los bienes sociales— mediante una pugna permanente, que no se cierra nunca (y eso es la democracia), cuyo objetivo es, de entre las múltiples voluntades desagregadas, aunar, conformar y movilizar un proyecto de interés general con fuerza moral, estéticaemocional intelectual y social suficiente como para conducir el rumbo del país. Incluso los gestos más audaces corren el riesgo de ser inocuos si no se inscriben dentro de una apuesta sostenida por construir una mayoría nueva partiendo del sentido común de época existente. El proceso de cambio español nos ofrece un buen ejemplo de la importancia de este par conceptual. La situación de crisis orgánica del sistema político español se puso agudamente de manifiesto con la masiva y espontánea movilización social del 15-M, que despertó simpatías transversales y mayoritarias en la sociedad española. Sin embargo, no fue capaz de alterar la correlación institucional de fuerzas ni menos aún de sustituir las instituciones oficiales por otras nacidas de la organización popular. El programa oligárquico de ajuste económico y disciplina social por la vía del empobrecimiento y la precariedad siguieron adelante pese a desenvolverse entre altos índices de indignación y enfado social. En las elecciones europeas del 25 de mayo de 2014, Podemos irrumpió en el escenario político con el propósito de convertir esa indignación transversal en una «voluntad colectiva nacional-popular», en términos ya entonces explícitamente gramscianos. Desde entonces se desarrolló una acelerada guerra de maniobras, en la que tanto Podemos como posteriormente las candidaturas municipalistas se entregaron a un blitz en el plano electoral, de nuevo en términos del momento ya explícitamente gramscianos. Esta fue la lógica que presidió los años 2014 y 2015. El impacto sobre el sistema político fue notable, en términos de resultados electorales nacionales, conquistas municipales, transformaciones en los partidos, en las instituciones estatales, en el lenguaje político o en las políticas públicas. Pero, como señala Gramsci: «los asaltados no se desmoralizan ni abandonan las defensas, ni siquiera en medio de las ruinas, ni pierden la confianza en sus propias fuerzas ni en su porvenir. Por supuesto las cosas no se quedan tal cual; pero no se desarrollan fulminantemente y con paso progresivo y definitivo […]» (Cuaderno 7, párrafo 10).

No sólo los defensores de que España no cambiase —y, por tanto, de mantener los privilegios de unos pocos— fueron capaces de reagrupar y mejorar sus defensas desgastando a los referentes del cambio político, sino que aprovecharon los momentos de 16

impasse o bloqueo para retomar la iniciativa en pos de una restauración del orden cuestionado. Una restauración que, como todas las dignas de tal nombre, conlleva siempre su rejuvenecimiento con la inclusión de propuestas, palabras y símbolos de sus opositores. Hoy, en un clima social diferente, en el que las expectativas sobre la economía lentamente mejoran mientras las expectativas sobre la política se estancan y en algunos casos se pudren, en un clima de resaca de las esperanzas puestas en los años más acelerados, las posibilidades del cambio político pasan inexorablemente por entender la primacía de la guerra de posiciones. Sin aquel blitz las posiciones del cambio jamás habrían llegado tan lejos, pero hoy su desarrollo depende de la capacidad de consolidarlas —inscribirlas en la vida cotidiana y sus valores y conquistas en el sentido común— y ampliarlas adaptándose a un clima nuevo en lugar de esperando a la próxima coyuntura de excepcionalidad. La ciudadanía española ya es, en su amplia mayoría, consciente de la corrupción, la ineficacia y la falta de respeto por el pueblo español de quienes aún nos gobiernan. Pero las razones para su destitución tienen que ser anudadas en un proyecto general de orden con autoridad y prestigio, capaz de ofrecer un rumbo alternativo con garantías también para los sectores hoy dubitativos o recelosos. Una propuesta que no se quiera de parte, sino que aspire a integrar también a sus adversarios: un proyecto nacional-popular. Con esto llegamos a la tercera lección de Gramsci para nuestro tiempo en España: los contornos de la hegemonía.

La hegemonía como mestizaje Hegemonía es el término más estirado de Gramsci, a menudo de forma incorrecta como sinónimo de «ir primero» o «ganar». Para Gramsci, sin embargo, el término tiene otro significado: implica la capacidad de dirección por medio de la combinación de coerción y consentimiento con la preponderancia del segundo. En ocasiones anteriores me he permitido desgajar de esta definición al menos tres dimensiones que nos permitan profundizar y concretar más el concepto para trabajar políticamente con él: 1. Un actor es hegemónico cuando ejerce sobre el resto una «dirección intelectual y moral», esto es, propone metas y criterios de valoración, incluso palabras con las que pensar, que tarde o temprano acaban siendo aceptadas —siquiera sea parcialmente— incluso por sus adversarios. 2. Un actor es hegemónico cuando es capaz de representar fines universales, cuando produce una metonimia por la cual la parte representa al todo. No se trata de una operación de propaganda sino de construir, cultural, económica e

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institucionalmente, un orden en el que su avance coincide con el avance general de la sociedad. Al mismo tiempo, es capaz de dispersar o neutralizar a los adversarios a los que no logra integrar, pero será tanto más fuerte cuanto más integre. 3. En tercer lugar, un actor ha consolidado su hegemonía cuando incluso quienes quieren desafiarlo han de hacerlo en sus propios términos y por los cauces institucionales y culturales que ha construido, de tal manera que, incluso si pierde el poder político, ha transformado tanto a sus adversarios que prevalece su hegemonía. Nótese que en estos tres elementos o componentes de la hegemonía, la función de dirección no está necesariamente ligada al ejercicio del poder político. Es, por el contrario, superior y anterior: un grupo social sólo es capaz de sustituir un orden por otro, un poder por otro, si incluso antes de conquistar el poder ya marca el rumbo de su sociedad definiendo lo justo y lo injusto, lo deseable y lo intolerable, lo posible, las aspiraciones de mejora y de progreso. A esto, con Gramsci, le hemos venido llamando ser «dirigentes antes que gobernantes». Esta actividad no es, como se puede deducir fácilmente, sólo cometido de los representantes políticos sino que recae con más fuerza en todas las actividades que, precisamente al amparo de no ser «políticas», normalizan explicaciones sobre lo que nos pasa, sobre lo que nos gustaría ser o sobre lo que nos angustia, generan lazos afectivos y orgánicos entre gobernantes y gobernados extendiendo los valores y prejuicios de los primeros e instalan patrones morales y estéticos. Los medios de comunicación, las series de ficción, los formatos de las redes sociales, el deporte, la música, las novelas o las asociaciones religiosas o de ocio, son esas instituciones de la sociedad civil que contribuyen a normalizar y fortificar un orden determinado o, en otras ocasiones, a normalizar y extender su alternativa. Hay un último componente fundamental a la hora de pensar la hegemonía: estamos ante una forma de poder político cuya extraordinaria fuerza descansa en su inestabilidad. La hegemonía no está nunca cerrada ni asegurada. En la medida en que representa la capacidad de dirección, y que el consentimiento a esta dirección es libre, quienes dirigen han de ganárselo cotidianamente, y la forma de renovarlo es incluyendo parte de las reivindicaciones de quienes están en una posición subalterna. Es decir, en términos de Gramsci, la forma normal de ejercicio de la hegemonía es la revolución pasiva, o integración parcial de las demandas del adversario o de grupos subordinados. Esto implica, en cualquier caso, que la hegemonía es un régimen de poder por naturaleza mestizo. Los críticos liberales o conservadores suelen espetarnos que la pretensión hegemónica es totalitaria, porque aspira a reunir a toda la sociedad en torno a un solo rumbo. En lo político, son cuanto menos cínicos porque saben que no existe sociedad alguna sin rumbo colectivo, pero como hoy son ellos los que lo marcan (por

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ejemplo anteponiendo el pago de los intereses de la deuda al de la sanidad) prefieren ponerse la camiseta de la neutralidad y la libertad individual y confiar en que su hegemonía siga siendo invisible y, por ello, inderrotable. En lo teórico, quizás han alcanzado a comprender que por su propia naturaleza la hegemonía necesita del consentimiento libre y es siempre una relación recíproca. Es una tensión por ver quién dirige, sí, pero una tensión intrínseca y necesariamente pluralista y democrática, que se lleva mal con todas las utopías del fin de la historia porque sabe que su apertura es sinónimo de libertad. Para quienes gobiernan, esto significa que su estabilidad dependerá de su capacidad de dar respuesta, aunque sea en un sentido distinto, a la mayoría de expectativas o intereses de los gobernados. Y haciéndolo, su poder mutará. Aquí hay siempre una tensión entre lo que se influye y lo que se absorbe, que marca toda acción de gobierno. Para quienes aspiran a transformar una situación, la conquista de la hegemonía implica partir del sentido común existente, esa «filosofía de los no filósofos» que construye las verdades evidentes de cada tiempo. Si sólo se quedasen con los dos pies en él, no transformarían nada; si situasen los dos pies fuera de él, serían extraños a su sociedad y por tanto marginales. Han de anclarse en los «núcleos de buen sentido» que ofrece todo momento histórico para, a partir de ellos, postular un proyecto nuevo que incorpore a sus adversarios y les dé un papel. Como se ve, la construcción de una hegemonía alternativa no es simple negación o voluntad de demolición de un sistema determinado, sino la voluntad de construir, a partir de ese escenario institucional y cultural, un orden alternativo. Es, por tanto, siempre necesariamente un orden mestizo. Incluso los proyectos más radicales de transformación social viven su despliegue como una negociación permanente en la que experimentan avances y retrocesos, fundamentalmente dependiendo de su capacidad para persuadir e integrar en un plano diferente: para hacerse Estado. ÍÑIGO ERREJÓN

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Introducción

En 1972, Michel Foucault y Gilles Deleuze mantuvieron un diálogo que se publicó con el título «Los intelectuales y el poder». Foucault afirmaba que los intelectuales que luchan contra el poder tenían que hacerlo allí donde este se encontraba, en el saber, en la verdad, en la conciencia, en el discurso. Todo un programa de acción que, en efecto, le llevaba a decir que la teoría que los intelectuales crean y discuten es una práctica. Deleuze, a su vez, suscribiendo el punto de vista de Foucault formulaba una expresión que se ha citado abundantemente: «una teoría es una caja de herramientas», tiene que funcionar, tiene que servir. La obviedad de que una herramienta lo es si sirve no prejuzga, sin embargo, la finalidad para la que sirve. O, por decirlo de otra manera, no lleva inscritos los usos para los que está prevista. Diremos que un martillo sirve para clavar clavos, pero nadie me impide que con él rompa algo a propósito. Recuerdo en este punto una de las enseñanzas del propio Deleuze sobre Spinoza. El comerciante holandés Blyenbergh, en su correspondencia con Spinoza, le reprochó a este que su concepto de «potencia» era inmoral, puesto que sólo contemplaba el bien y el mal como resultados de un crecimiento o decrecimiento de la potencia de un individuo. Tal y como indica Deleuze, el problema que planteaba Blyenbergh no era ninguna tontería: descargar con todas mis fuerzas un palo sobre la cabeza de alguien es una demostración de potencia, pero yo he cometido un crimen. Spinoza elabora una respuesta a esta objeción en la Ética, estableciendo que sí existe un criterio para determinar si se está haciendo buen uso o mal uso, porque el bien es el resultado de una composición y el mal es el resultado de una descomposición: si lo descargo sobre un tambor, me compongo con el tambor para producir un sonido; si la descargo sobre la cabeza de alguien, sólo hay composición si observo mi brazo y el palo, pero si veo el resultado, es descomposición. En la descomposición no hay aumento de la potencia, o sólo lo hay en el gesto pero no en el conjunto y por eso está mal. Una herramienta se puede usar de muchos modos. El que planteamos en este libro no es el único posible: Gramsci puede ser leído e interpretado de varias maneras, sus enseñanzas pueden tener diversos usos. El que ofrecemos está determinado por un momento histórico, por un lugar concreto: la revolución iniciada por el movimiento 15M ha hecho presentes discursos políticos nuevos, inspirados algunos de ellos por los escritos de Gramsci. El vocabulario político se ha visto trufado de expresiones, análisis, conceptos que provienen de esa teoría. Queremos que sean muchos los que puedan manejar estos términos para que sean muchos más los que puedan entrar en las 21

discusiones y ser protagonistas de lo que está sucediendo. Hemos elegido nueve conceptos y once fragmentos de los Cuadernos de la cárcel. Gramsci entró en la cárcel en 1927, cuando ya el fascismo de Mussolini había triunfado y comenzaban las leyes que poco a poco harían desaparecer todas las garantías democráticas. Salió en 1937 para morir. Por lo tanto, el contenido de los Cuadernos fue redactado dentro de la cárcel y sometido a la censura que el propio Gramsci se aplicaba a sí mismo para que le dejaran seguir desarrollando su trabajo. El resultado es que no escribe nunca sobre la situación contemporánea, jamás nombra a Mussolini ni a sus gobernantes, ni se refiere al fascismo. O más bien habría que decir que quizá no hizo sino hablar de todo eso, pero bajo el velo de referirse a otra cosa, a otros períodos históricos, a otros países. Uno de los retos de la lectura de los Cuadernos estriba justamente en poner de manifiesto la interpretación que Gramsci hace del fascismo, oculta por debajo de otros análisis. Hemos traducido a Gramsci. Aparte de pasar los textos del italiano al castellano, los hemos «traducido» también con el sentido que Gramsci da a la «traducción»: trasladando unos textos de un país a otro. Es así como habla de «traducir» la experiencia de la revolución bolchevique a los países occidentales, sabiendo que la traducción no puede copiar el original. Hemos llevado a cabo la acción lingüística individual de traducir los textos, pero hemos querido participar igualmente de la acción colectiva emprendida en nuestro país de traducir lo que dice Gramsci para entender nuestra historia. Gramsci afirma que las enseñanzas de Maquiavelo no sirven para los poderosos porque estos ya las saben y las aplican, pero en cambio El príncipe es un libro que las pone al alcance del pueblo, de quienes no saben cómo es la política porque nunca han gobernado. Eso mismo puede decirse de la teoría gramsciana de la política, de la hegemonía: ha sido practicada y también conocida por quienes han dirigido y dominado los destinos de un país, pero ahora se trata de que se convierta en una herramienta para hacer política que resulte útil a quienes no han ejercido el poder. En la reciente biografía sobre Gramsci, Angelo d’Orsi lo presenta como un hombre que ha fracasado en todas las facetas de su vida: como militante del Partido Comunista Italiano (PCI), como integrante del movimiento comunista internacional, incluso a nivel individual, como marido y como padre. Ciertamente, siguiendo las vicisitudes de su vida, resulta sorprendente la cantidad de dificultades que tuvo que arrostrar. Hace comprensibles las dos frases más famosas que cita continuamente: «El mundo es grande y terrible» y «Pesimismo de la inteligencia pero optimismo de la voluntad». Curiosamente, ninguna de las dos es suya: la primera es de Rudyard Kipling, la segunda de Romain Rolland. La inteligencia se vuelve pesimista cuando comprueba que el mundo es tan terrible que mejorarlo es una tarea ingente. Y, sin embargo, existe la voluntad, impulsada por otra energía diferente.

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Escribir 29 cuadernos de reflexiones y análisis de la vida cultural y política, proponiendo una visión original del marxismo, es una hazaña gigantesca, en especial cuando sabemos de su soledad y aislamiento políticos y afectivos, acompañados de una salud desastrosa. Gramsci se nos presenta así como una prueba encarnada de que hay razones para confiar en el optimismo de la voluntad. Maite Larrauri

Todas aquellas personas que tenemos tendencia a utilizar el pasado como un potente foco que ayuda a disipar las numerosas sombras que le dan opacidad al presente solemos, a veces, darnos de bruces con algunas evidencias que estaban ahí, pero que no éramos capaces de ver. Y mucho menos de interpretar. Algo de eso nos ha pasado con Antonio Gramsci y sus Cuadernos de la cárcel. Hemos pasado, estamos en ello, una temporada intensa redescubriendo a Gramsci y su estimulante repertorio de conceptos, análisis y reflexiones desde la cárcel, espoleadas por la viveza de la discusión política en España desde que un grupo de jóvenes decidieron dar un paso al frente y salir del marco de los intercambios teórico-académicos para intervenir en el primer plano de la escena política. La escena política necesitaba de una renovación intelectual, de la frescura de los debates teóricos más allá de la Academia y de los gabinetes de los politólogos especializados. Durante estos últimos años se han vuelto habituales términos y expresiones como «hegemonía», «consentimiento y/o coerción», «bloque social e histórico», «guerra de maniobra y de posición», «disputar el espacio»; estos y tantos otros han vuelto al primer plano de los análisis y de acaloradas discusiones. Pero no es la primera vez que esto sucede en España. A pesar de que cada nueva generación tiende a descubrir el Mediterráneo y tiene el derecho de hacerlo, en los setenta del siglo pasado ya habían tenido lugar polémicas de fuste similar. En las postrimerías del franquismo, para los dirigentes de las luchas antifranquistas, especialmente para los comunistas de entonces, figuraba en el orden del día la necesidad urgente de discurrir las salidas de la dictadura. Sirva esta introducción para rendir un homenaje privado y público a un político de entonces, de alta capacidad intelectual, como fue Jordi Solé Tura, que desde los años sesenta había traducido e introducido algunos de los textos de Gramsci en España. Y no sólo fue un traductor de sus textos en sentido literal, sino que fue un traductor de su pensamiento como guía para la acción política.

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No creo que nos dejemos llevar por la amistad, ni que la pasión nos nuble el sentido de la justicia, cuando pensamos que muchas de las páginas de análisis político escritas por Solé, la mayoría de las que se referían a España en revistas clandestinas como Bandera Roja, rezumaban inteligencia y comprensión gramscianas. El problema de la guerra de posición, del debate cultural, de la construcción de la hegemonía por una nueva mayoría social, el asunto fundamental de la pluralidad política, del acceso por vía electoral al poder del Estado, la crítica al marxismo soviético, todas estas cuestiones fueron abordadas con el apoyo de las reflexiones de Gramsci y, sin duda, sus aportaciones enriquecieron los debates, más allá de las respuestas del marxismo de manual y de las vulgatas soviéticas. Chantal Mouffe, en su libro Gramsci y la teoría marxista, escrito en 1979, se pronunció en términos parecidos cuando afirmó que si la historia de la teoría marxista durante los sesenta podía caracterizarse por haber sido el reino del althusserianismo, a partir de entonces, sin ninguna duda, «entramos en una nueva fase: la del gramscismo». La autora afirmaba que desde hacía algunos años (desde 1968) habíamos asistido a un desarrollo sin precedentes del interés por el trabajo de Antonio Gramsci y que la influencia de su pensamiento era cada vez más amplia en numerosas áreas de la reflexión marxista. «Este fenómeno —insistía—, que se ha desarrollado con la ola de acontecimientos de 1968, está ciertamente vinculado a la renovación del interés entre los intelectuales por las posibilidades de transformaciones revolucionarias en los países de capitalismo avanzado. A continuación de un período de pesimismo que había dado lugar a que los intelectuales dirigiesen su atención al Tercer Mundo, pensando que este era el vínculo más débil en la cadena imperialista y el punto natural de arranque del proceso revolucionario, está ahora emergiendo una nueva forma de ver los usos sobre las condiciones en el Oeste.» Hacemos nuestro este punto de vista: después de las décadas de omnipotencia del pensamiento neoliberal, de arrasamiento del Estado de bienestar, de puesta en cuestión de los valores de la igualdad y de los derechos humanos, una nueva emergencia del pensamiento gramsciano ha venido para ayudarnos a repensar qué hacer. No debemos, pues, elevar a Gramsci a la categoría de genio ni de guía; simplemente es un clásico y el paso del tiempo no lo desgasta; por el contrario, lo hace más interesante, más útil, más plástico. Una última consideración que no queremos dejar de destacar: la importancia de que en España y por vías no siempre directas ni claras se ha producido una trasmisión intergeneracional. Lo que pasó con Gramsci en los setenta, los esfuerzos de Solé Tura pero también de filósofos como Manuel Sacristán —otro de los introductores de Gramsci en nuestros lares y maestro de numerosos discípulos— no han sido una raíz rota. Es probable que cuarenta años después aquellos gramscianos hayan dado su fruto. Un fruto

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más rico, más complejo, más actual, pero es de bien nacidos reconocer de dónde venimos, sobre todo en este reino de la desmemoria en el que vivimos. Dolores Sánchez Durá

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Economicismo

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 13, párrafo 17: En la «relación de fuerza» hay que distinguir diversos momentos o grados, que fundamentalmente son los siguientes: 1) Una relación de fuerzas sociales estrechamente vinculada a la estructura, objetiva, independiente de la voluntad de los hombres, que puede ser medida con los sistemas de las ciencias exactas o físicas. Sobre la base del grado de desarrollo de las fuerzas materiales de producción tienen lugar los reagrupamientos sociales, cada uno de las cuales representa una función y tiene una posición dada en la producción misma. Esta relación es lo que es, una realidad rebelde: nadie puede modificar el número de las empresas y de sus empleados, el número de las ciudades con su población urbana, etc. Este punto de vista fundamental permite estudiar si en la sociedad existen las condiciones necesarias y suficientes para su transformación, permite, dicho de otra manera, controlar el grado de realismo y de viabilidad de las diversas ideologías que han nacido en el mismo terreno, en el terreno de las contradicciones que se han generado durante su desarrollo. 2) Un momento sucesivo es la relación de las fuerzas políticas, es decir la evaluación del grado de homogeneidad, de autoconciencia y de organización alcanzados por varios grupos sociales. Este momento puede ser a su vez analizado y diferenciado en grados diversos, que corresponden a los diversos momentos de conciencia política colectiva, en el modo en que se han manifestado hasta ahora en la historia. El primero y más elemental es el económico-corporativo: un comerciante siente que debe ser solidario con otro comerciante, un fabricante con otro fabricante, etc., pero el comerciante todavía no se siente solidario con el fabricante; siente la unidad homogénea, y el deber de organizarla, del grupo profesional, pero todavía no la del grupo social más amplio. Un segundo momento es aquel en que se alcanza la conciencia de la solidaridad de intereses entre todos los miembros del grupo social, pero todavía en el ámbito meramente económico. En ese momento ya se plantea la cuestión del Estado, pero sólo en cuanto a alcanzar una igualdad político-jurídica con los grupos dominantes, ya que se reivindica el derecho a participar en la legislación y en la administración y quizá modificarlas, reformarlas, pero dentro del cuadro ya existente. Un tercer momento es aquel en el que se alcanza la conciencia de que los propios intereses corporativos, en su desarrollo actual y futuro, superan el ámbito corporativo, de grupo meramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más claramente política, que marca una clara transición de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, es la fase en la que las ideologías germinadas precedentemente se convierten en «partido», se enfrentan y se combaten hasta que una sola de ellas, o al menos una única combinación de estas, comienza a prevalecer, a imponerse, a difundirse en toda el área social, determinando no sólo la unicidad de los fines económicos y políticos, sino también la unidad intelectual y moral, poniendo todas las cuestiones en torno a las cuales se desencadena la lucha no en un plano corporativo sino en un plano «universal», creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados. […] 3) El tercer momento es el de la relación de las fuerzas militares, inmediatamente decisivo según el caso. (El desarrollo histórico oscila continuamente entre el primero y el tercer momento, con la mediación del segundo.) Pero tampoco este momento es identificable de manera inmediata y esquemática; también se pueden distinguir grados: el militar propiamente dicho o técnico-militar y el político-militar. En el desarrollo de la historia, estos dos grados se han presentado formando una gran variedad de combinaciones. Un ejemplo típico que puede servir como demostración es el de la relación de opresión militar de un Estado sobre una nación que busca su independencia del

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Estado. La relación no es puramente militar, sino político-militar y, de hecho, una opresión de este tipo sería inexplicable sin una situación de disgregación social del pueblo oprimido y la pasividad de su mayoría; por lo que la independencia no se podrá lograr con fuerzas puramente militares sino militares y político-militares. […] Otra cuestión conectada con las anteriores es la de ver si las crisis históricas fundamentales están inmediatamente determinadas por crisis económicas. […] Se puede excluir que, por sí mismas, las crisis económicas inmediatas produzcan acontecimientos fundamentales; sólo pueden crear un terreno más favorable a la difusión de ciertos modos de pensar, de plantearse y de resolver las cuestiones que afectan a todo desarrollo ulterior de la vida de un Estado. Por otra parte, todas las afirmaciones respecto a períodos de crisis o de prosperidad pueden dar lugar a juicios unilaterales. En su compendio de historia de la Revolución francesa (ed. Colin), Mathiez se opone a la historia vulgar tradicional, que a priori «encuentra» una crisis que coincide con las grandes rupturas de los equilibrios sociales, y afirma que hacia 1789 la situación económica inmediata era más bien buena por lo que no se puede decir que la catástrofe del Estado absoluto se debiera a una crisis de miseria.

1 Hay que partir de una premisa: nuestra lectura del mundo, de lo que sucede, de lo que escuchamos, vemos y leemos, está mediatizada por nuestra concepción del mundo «espontánea». No es «espontánea» porque no tiene su origen en nuestra libertad. Es más bien un conjunto de fragmentos deslavazados de filosofías pasadas, de ideas, creencias y certezas incorporadas a nuestro lenguaje. Es nuestro sentido común. Cuando aprendemos a hablar, reproducimos el sentido común, lo apuntalamos.

2 De los fragmentos que forman nuestro sentido común de hoy en día, algunos están vinculados a la teoría marxista. Tenemos un «marxismo espontáneo» que hemos incorporado y hacemos valer a la hora de interpretar los fenómenos históricos. Uno de los elementos fundamentales de nuestro «marxismo espontáneo» es el economicismo, es decir, creer que la economía es el primer principio explicativo de lo que sucede, que los acontecimientos económicos son los que mueven el mundo, que todo lo que sucede puede tener una explicación económica: la sucesión de las civilizaciones, las guerras y las conquistas, los cambios sociales y culturales, las crisis de los Estados, etc. Gramsci señaló el economicismo como un obstáculo a la hora de interpretar correctamente el mundo. En uno de sus primeros artículos —titulado inequívocamente «Contra El capital»— critica la concepción del marxismo que se considera una ciencia. «La historia —escribe— no es un cálculo matemático.» Y este punto de vista acompañó todos sus escritos posteriores. 30

3 El economicismo es una especie de determinismo. La economía como determinante, dice Gramsci, nos hace ver que los hechos históricos más relevantes tienen su explicación en el malestar o bienestar económico. Por ejemplo, se interpretará que la Revolución francesa de 1789 no fue sino producto de una situación económica que arrastró a las masas a asaltar las calles de París y la Bastilla. La fuerza de los argumentos economicistas se debe a que, cuando el acontecimiento ya ha tenido lugar, la pregunta de «¿A quién beneficia esta situación?» siempre tiene una respuesta. Esa respuesta transforma a estos argumentos en infalibles, haciendo que el efecto del enriquecimiento de unos se convierta en la causa que desencadenó el proceso.

4 Ya en «Contra El capital», un artículo de juventud, afirma Gramsci que el factor más importante para analizar los cambios históricos no son los hechos económicos sino que la sociedad manifieste «una voluntad social colectiva». También nuestro «marxismo espontáneo» sostiene que son necesarias las condiciones objetivas y las condiciones subjetivas. Sin embargo, afirmar que los cambios revolucionarios exigen que sus protagonistas los realicen no deja claro cómo establecemos la relación entre lo objetivo (la economía) y lo subjetivo (la voluntad de la sociedad). Porque, de nuevo, podríamos estar afirmando que es la estructura económica de un país la que determina la existencia de unas fuerzas sociales revolucionarias y que la fluctuación política es siempre una expresión inmediata de la base económica. Existe, sin duda, un elemento mecánico y otro voluntario en una sociedad. Pero, como dice Gramsci, el desplome del adversario no sucederá jamás mecánicamente. La prueba es que el automatismo mecánico de la historia tiene que potenciarse políticamente, y si el factor humano fracasa, entonces el automatismo también fracasa: y eso justamente es la demostración de que el automatismo no existe. Lenin hizo la revolución en contra de las condiciones teóricas que planteaba El capital de Marx.

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Al peligro del economicismo se opone el del voluntarismo subjetivista, o sea no valorar lo mecánico, sólo la voluntad. Creer, por ejemplo, en la justicia de una táctica y lanzarla independientemente del análisis del momento. Gramsci critica en repetidas ocasiones a los espartaquistas alemanes. En ellos ve una sucesión de ambos errores: el espontaneísmo economicista que espera el derrumbe de la sociedad al final de la Primera Guerra Mundial y el voluntarismo de las repetidas llamadas a la huelga general en un momento en que la iniciativa política había dejado de estar en el movimiento obrero. La historia tiene como uno de sus factores la economía, pero la complejidad del proceso entero es lo que hay que desentrañar. El texto de Gramsci que citamos tiene que ayudarnos a entenderlo.

6 El texto plantea la existencia de tres elementos que hay que tener en cuenta cuando se analizan los conflictos sociales: el elemento económico, el político y el militar. El elemento económico, la estructura, es la realidad rebelde. Rebelde ante la voluntad, rebelde porque es la realidad de la que hay que partir, nos guste o no nos guste: el tejido industrial, la población en las ciudades y en el campo, el número de empleados, el nivel educativo de la gente, la ocupación de las mujeres, la mortalidad infantil, etc. Es todo lo que puede reducirse a números, a estadísticas, aquello a lo que pueden aplicarse métodos de las ciencias positivas para su análisis. Determina lo que es necesario, son las condiciones sin las cuales no puede llevarse a cabo ninguna transformación. Pero el elemento decisivo es el segundo, el elemento político. Y en él podemos discernir tres momentos: el primero, el momento corporativo, vinculado estrechamente a la economía; el segundo, el momento de la conciencia política y de los primeros pasos en la organización; el tercero, el momento de la voluntad colectiva y del partido político. El tercer elemento hace alusión a las fuerzas militares. Puede, sin duda, ocurrir que el conflicto se traduzca en términos militares o político-militares. Después de todo lo que sabemos y hemos vivido (por ejemplo, nuestra guerra civil de 1936-1939) podemos afirmar que es deseable que el conflicto no se dirima nunca en estos términos.

7 Nos centraremos en el elemento político. Hay una gradación temporal, corporativismoautoconciencia-partido, que es como una catarsis, una transformación subjetiva de los componentes de un grupo social. 32

Gramsci utiliza la palabra catarsis en un sentido clásico. En efecto, Aristóteles escribió acerca de la catarsis o purificación de los sentimientos que lleva a cabo la tragedia: los espectadores, mediante la identificación con los personajes trágicos, elevan sus sentimientos, los limpian de su aspecto más irracional, y de este modo se vuelven mejores personas. Gramsci, que siempre considera que las pasiones humanas forman parte de la realidad histórica y política, utiliza la idea de la catarsis como elevación necesaria del elemento subjetivo. No opone la pasión a la razón; la catarsis política no cancela la pasión, la transforma en un sentimiento mejor. El primer momento de este proceso es el corporativismo; es el punto de partida. El corporativismo sólo tiene en cuenta intereses particulares de un sector económico: los comerciantes, los trabajadores asalariados, los funcionarios. La solidaridad se expresa como un movimiento entre los componentes de una misma corporación. Gramsci habla de «clases subalternas» refiriéndose a la disgregación, la falta de cohesión y de organización de los grupos sociales que sólo se mueven por intereses corporativos. La catarsis comienza con la conciencia de solidaridad entre distintos sectores de un grupo social. El movimiento consciente de este momento puede proponer reformas, pero no alcanza al Estado. Un sindicato puede agrupar sectores diferentes y mostrar una solidaridad que supera el corporativismo, pero sus objetivos son todavía parciales. La catarsis culmina cuando los intereses que mueven a un grupo social dejan de ser estrictamente económicos. La posición subalterna de un grupo social se convierte en aspiración hegemónica, es decir que de lo corporativo/particular se ha pasado a lo universal. La voluntad colectiva generada en este tercer momento, y materializada en un partido político, representa una unidad de muchas voluntades parciales en el ámbito político y en el ámbito cultural.

8 Así, el elemento político de la relación de fuerzas en un conflicto se manifiesta en el tránsito de la estructura (los hechos económicos) a la superestructura (la configuración de una voluntad colectiva). Hemos saltado asimismo del ámbito de la necesidad, esa «realidad rebelde», al ámbito de la libertad, ahí donde otro orden de cosas es posible. Esta combinación de necesidad y libertad se opone a un «marxismo espontáneo» y reductor. Esta posición de Gramsci permite entender la previsión histórica de otra manera a como se interpreta la previsión en el campo de las ciencias físico-naturales. Prever un acontecimiento histórico no es aplicar una causalidad estructural y mecánica, no es ver la inexorabilidad de un futuro ya comprendido en un pasado y un presente, no es aplicar 33

unas leyes como las de las ciencias naturales. Prever es tener un programa político, y la previsión es un elemento del triunfo porque la realidad es también fruto de la voluntad. Esa es la fuerza transformadora del grito «¡Sí, se puede!». Querer fuertemente es identificar los elementos necesarios para que la realización de la voluntad política sea posible.

9 La lectura que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe realizan de la crítica gramsciana del economicismo plantea una consideración no menos importante que las anteriores: si dejamos de lado el economicismo, el sujeto político no tiene por qué ser un sujeto de clase. No sólo hay que superar el «marxismo espontáneo» de creer en un desarrollo causal de la historia impulsado por la sucesión de los distintos modos de producción y sus crisis, sino que el protagonismo de la revolución social pendiente no tiene por qué ser exclusivo de la clase obrera. En efecto, parece bastante lógico: si los individuos sólo adquieren conciencia de sí y se organizan como alternativa política a partir del momento en que abandonan sus intereses corporativos particulares para articular una propuesta universal con vocación hegemónica, no se puede pensar que existen como sujetos políticos antes de las luchas políticas. Los antifranquistas, fascistas, comunistas, socialistas, feministas, ecologistas, activistas de todo tipo son sujetos políticos no determinados necesariamente a serlo: si las fuerzas productivas no determinan los sucesos políticos, tampoco el lugar que ocupan los individuos en las relaciones de producción es determinante para adquirir una posición política. No podemos decir que esta conclusión sea así de explícita en el pensamiento de Gramsci, pero no deja de ser verdad que nos ofrece la posibilidad de pensarla con bastante base. Lo que afirman Laclau y Mouffe además se puede relacionar inmediatamente con otras aportaciones teóricas modernas acerca de la constitución de los sujetos: Foucault, Bourdieu, Butler, por ejemplo. En todos ellos se puede encontrar el deseo de superar el esencialismo en la historia, si por esencialismo entendemos el establecimiento de la identidad de un sujeto a partir de elementos que pertenecen a una realidad subyacente y apolítica, sean estos naturales, sexuales, sociales: para el esencialismo existen los obreros, las mujeres, los homosexuales como sujetos políticos antes de la política.

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Gramsci no empleó jamás la palabra alienación. Esta constatación es un elemento más para adoptar la idea de que con la superación del economicismo, tenemos que abandonar asimismo la idea de que existen posiciones de clase estructurales que están llamadas causalmente a ser revolucionarias. Sólo si pensamos que pertenecer a una clase social determina una conciencia política, sólo si pensamos en términos economicistas, es posible atribuir la falta de conciencia o la conciencia equivocada a un fenómeno de alienación, de engaño, de autoengaño. Durante montones y montones de años hemos asistido a la repetición machacona por parte de la izquierda de que «las masas están alienadas», «la clase obrera está alienada», «la televisión aliena», etc. «No hay más tonto que un obrero de derechas», citaba Errejón para ilustrar la argumentación de izquierdas basada en la alienación. Del mismo modo que hay quienes piensan, desde un «marxismo espontáneo», que una crisis económica brutal engendra por sí misma las condiciones revolucionarias, esos mismos creen que por debajo del velo del engaño que es la alienación respira una naturaleza indudablemente revolucionaria.

11 La alternativa de Gramsci al economicismo y a la teoría de la alienación es el concepto de «hegemonía». El consenso, como veremos, no es la alienación.

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Guerra de posición/ guerra de maniobra

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(1) Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 7, párrafo 10: Me parece que en este sentido se podría recordar cómo la técnica guerrera cambió en la última guerra pasando de la guerra de maniobra a la guerra de posición. Recordar el librito de Rosa […], el más significativo de la teoría de la guerra de maniobra aplicada a la ciencia histórica y al arte de la política. El elemento económico inmediato (crisis, etc.) era considerado como artillería campal en la guerra, teniendo como objetivo abrir una brecha en la defensa enemiga, suficiente para que las propias tropas irrumpieran y obtuvieran un éxito estratégico definitivo o, por lo menos, necesario para el éxito definitivo. Naturalmente en la ciencia histórica la eficacia del elemento económico inmediato era bastante más compleja que el uso de la artillería campal en la guerra de maniobra, ya que se concebía como teniendo un doble efecto: 1) el de abrir la brecha en la defensa enemiga después de haber desestructurado y de haber hecho que el enemigo perdiera la confianza en sí mismo y en las propias fuerzas y en su porvenir; 2) el de organizar fulminantemente las propias tropas y el de crear los cuadros o al menos el de poner a los cuadros existentes (elaborados hasta ese momento por el proceso histórico general) fulminantemente en el lugar de encuadramiento de las tropas diseminadas; el de crear fulminantemente la concentración de la ideología y de los fines que hay que conseguir. Era una forma de férreo determinismo economicista, con el agravante de que sus efectos eran concebidos como muy cercanos en el tiempo y en el espacio: por eso era un auténtico misticismo histórico, una especie de esperanza en fulguraciones milagrosas. La observación del general Krasnov (en su novela) de que, durante la guerra, la Entente (Inglaterra no quería la victoria de la Rusia imperial para que la cuestión oriental no se resolviera definitivamente a favor del zarismo) impuso al Estado Mayor ruso la guerra de trincheras (absurda dado el enorme desarrollo del frente desde el Báltico hasta el mar Negro, con grandes zonas pantanosas y boscosas), mientras que la única posible era la guerra de maniobra, sólo tiene una apariencia de verdad. En realidad, el ejército ruso intentó la guerra de maniobra y de ataque, especialmente en el sector austríaco (también en Prusia, en los lagos de Masuria) y obtuvo triunfos parciales brillantísimos aunque efímeros. La guerra de posición no sólo está constituida por trincheras propiamente dichas, sino por todo el sistema organizativo e industrial del territorio que está detrás del ejército desplegado y que es lo que permite especialmente el tiro rápido de los cañones, de las metralletas, de los fusiles y de su concentración (aparte de su abundancia, y el poder sustituir rápidamente el material perdido después de un ataque). En el frente oriental se ve de inmediato la diferencia que la táctica rusa de ataque obtenía en sus resultados en el sector alemán y austríaco: también en el sector austríaco, después del paso del mando a los alemanes, esa táctica termina en un desastre. Lo mismo pudo observarse en la guerra polaca de 1920, en la que la invasión irresistible fue frenada en Varsovia por Weygand y por la línea mantenida por los oficiales franceses. Con todo esto no se quiere decir que la táctica de asalto y de ataque y la guerra de maniobra tengan que ser consideradas como ya desaparecidas en el estudio del arte militar: sería un grave error. Pero en las guerras entre los Estados más avanzados industrial y civilizadamente, deben considerarse como reducidas a una función más táctica que estratégica, del mismo modo que sucedía con la guerra de asedio en el período precedente de la historia militar. La misma reducción debe aplicarse en el arte y la ciencia de la política, al menos en lo que respecta a los Estados más avanzados, en los que la «sociedad civil» se ha convertido en una estructura muy compleja y resistente ante las «irrupciones» catastróficas del elemento económico inmediato (crisis,

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depresión, etc.): las superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la guerra moderna. Del mismo modo que un ataque repentino de artillería contra las trincheras adversarias, que aparentemente lo había destruido todo, en realidad sólo había destruido la superficie de las defensas y, cuando los asaltantes avanzaban, se encontraban frente a unas defensas todavía eficaces, asimismo sucede en la política durante las grandes crisis económicas: ni las tropas asaltantes, por efecto de la crisis, se organizan fulminantemente en el tiempo y en el espacio, ni menos aún adquieren espíritu agresivo; por el contrario, los asaltados no se desmoralizan ni abandonan las defensas, ni siquiera en medio de las ruinas, ni pierden la confianza en sus propias fuerzas ni en su porvenir. Por supuesto las cosas no se quedan tal cual; pero no se desarrollan fulminantemente y con paso progresivo y definitivo como esperarían que sucediese los estrategas del cadornismo político. El último hecho de este tipo fueron los acontecimientos de 1917. Marcaron un giro decisivo en la historia del arte y de la ciencia de la política. Por lo tanto se trata de estudiar, en profundidad, cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden a los sistemas de defensa en las guerras de posición. Digo «en profundidad» a propósito, porque han sido estudiados, pero desde un punto de vista superficial y banal, como hacen algunos historiadores de la moda con las rarezas de los trajes de las mujeres o lo que sea; o desde un punto de vista «racionalista», o sea persuadidos de que ciertos fenómenos se destruirán apenas se encuentre una justificación o una explicación «realista», en resumen como supersticiones.

(2) Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 13, párrafo 7: «Cuestión del “hombre colectivo” y del “conformismo social”.» Deber educativo y formativo del Estado, que tiene siempre la finalidad de crear nuevos y más altos tipos de cultura, de adecuar la «cultura» y la moralidad de las más amplias masas populares a la necesidad del desarrollo continuo del aparato económico de producción, por tanto de elaborar también físicamente tipos nuevos de humanidad. Pero ¿cómo podrá cada individuo particular incorporarse al hombre colectivo y cómo se llevará a cabo la presión educativa sobre los particulares, obteniendo su consenso y su colaboración, haciendo que la necesidad y la coerción se conviertan en «libertad»? Cuestión de «derecho», cuyo concepto tendrá que extenderse, comprendiendo también esas actividades que hoy caen bajo la fórmula del «indiferente jurídico» y que son del dominio de la sociedad civil que opera sin «sanciones» y sin «obligaciones» taxativas, pero no por ello deja de ejercer una presión colectiva y de obtener resultados objetivos de elaboración en las costumbres, en los modos de pensar y de obrar, en la moralidad, etc. Concepto político de la así llamada «revolución permanente», que surgió antes de 1848, como expresión científicamente elaborada de las experiencias jacobinas desde 1789 hasta Termidor. La fórmula es propia de un período histórico en el que todavía no existían los grandes partidos políticos de masas ni los grandes sindicatos económicos y la sociedad estaba todavía, por decirlo así, en estado fluido bajo múltiples aspectos: mayor retraso en el campo y monopolio casi completo de la eficiencia político-estatal en pocas ciudades o incluso en una sola (París, por ejemplo, en Francia), aparato estatal relativamente poco desarrollado y mayor autonomía de la sociedad civil respecto de la actividad estatal, determinado sistema de las fuerzas militares y del armamento nacional, mayor autonomía de las economías nacionales respecto de las relaciones económicas del mercado mundial, etc. En el período posterior a 1870, con la expansión colonial europea, todos esos elementos mutan, las relaciones organizativas internas e internacionales del Estado se vuelven más complejas y compactas y la fórmula del 48 de la «revolución permanente» acaba siendo elaborada y superada en la ciencia política con la fórmula de «hegemonía civil». Sucede en el arte político lo que sucede en el arte militar: la guerra de movimiento se convierte cada vez más en guerra de posición y se puede decir que un Estado gana una guerra en la medida en que la prepara minuciosa y técnicamente en tiempo de paz. La estructura compacta de las democracias modernas, las organizaciones estatales y el complejo de asociaciones de la vida civil son para el arte político como las «trincheras» y las

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fortificaciones permanentes del frente de la guerra de posición: hacen que el elemento del movimiento sólo sea «parcial», cuando antes era «toda» la guerra, etc.

1 Gramsci usa metáforas bélicas para formular algunas partes muy importantes de sus reflexiones en torno al movimiento revolucionario, a sus fracasos, logros y objetivos. Si pensamos en los acontecimientos que rodearon su vida, en su experiencia vital, no puede extrañarnos esta tendencia «belicista» de sus escritos en la cárcel. Tenía veintitrés años cuando estalló la Primera Guerra Mundial e Italia sufrió una auténtica sangría en esa guerra de trincheras que machacó a Europa además de producir amputaciones de un territorio acabado de unificar. La omnipresencia del vocabulario y las metáforas militares no es sólo una característica del pensamiento de Gramsci, sino un rasgo del pensamiento marxista clásico, desde Marx a Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin o Trotski. 1917 fue el año en que estalló la Revolución rusa en plena guerra de posiciones entre los imperios centrales o Triple Alianza y la Triple Entente formada por Francia, Inglaterra y Rusia. Cuando Gramsci piensa sobre el triunfo espectacular, en diez días, de la Revolución de Octubre en ese marco de empate, lo hace en términos militares: de avances y retrocesos de las fuerzas contendientes. En definitiva, imagina la revolución, las luchas políticas, como oleadas que intentan alcanzar objetivos y que son detenidas o retrasadas de una forma u otra. La Revolución de Octubre se propulsa contra un real y metafórico Palacio de Invierno que es desbordado y tomado. Tal como Eisenstein lo monta en su famosísima película. Pero, cuando Gramsci vuelve a pensar, una década después y ya en la cárcel (a finales de los años veinte y principios de los treinta), los escenarios militares de la Primera Guerra Mundial, y cuando reflexiona sobre lo que ha pasado en esa categoría geográfica, histórica y política que denomina «Occidente», las oleadas de asalto de las masas, de la clase obrera como núcleo esencial de ellas, ya no representan con la misma nitidez la idea de la lucha o victoria final.

2 Según reflexiona Buci-Glucksmann, en la cárcel muchas cosas separaban ya a Gramsci de Lenin: el fracaso de la revolución en Occidente (desde 1923), el afianzamiento del fascismo como Estado, la gran crisis de 1929 y la reorganización capitalista «desde arriba» con los nuevos modos de control autoritario y represivo de las masas ligados a la 41

penetración del Estado en el conjunto de la sociedad y la economía. Sin hablar del desarrollo del Estado estalinista y de la modificación de las relaciones entre «Oriente» y «Occidente». De este cambio de cuadro estratégico, piensa la autora, Gramsci deducirá que el modelo de revolución frontal, violenta («la guerra de movimiento o maniobra»), el hundimiento del Estado en un doble poder, como había sucedido en la Rusia de los soviets y que él denomina «guerra de movimiento», es ya inadecuado para la estructura de los países capitalistas desarrollados y para su Estado. Se verá, pues, abocado a explorar, mucho antes de la experiencia frentista de 1935 diseñada por la III Internacional contra el fascismo, otra nueva estrategia ofensiva de la revolución en Occidente: «guerra de posición», estrategia de la hegemonía.

3 Hay que preguntarse sobre los contenidos militares de ambas formulaciones: «guerra de posición» y «guerra de maniobra». «Guerra de posición» remite, sin duda, a lo que supuso bélicamente la Primera Guerra Mundial, cuando las guerras de trincheras y todo el aparato defensivo que implicaban se hicieron más que populares entre las poblaciones militarizadas o movilizadas en el año 1914. Las trincheras eran sistemas de contención de los ataques enemigos. Sistemas atroces, pero muy bien diseñados porque contenían los avances que se estrellaban contra líneas de defensa muy bien concebidas. Ocupar una línea enemiga era relativamente fácil en un blitz, o guerra relámpago, pero luego había que sostener ese avance. Además, para ocupar la trinchera había que dejarse la piel — esto, sea dicho, sin metáfora alguna— en las alambradas, casamatas y todo tipo de defensas erigidas para ralentizar y detener la carga enemiga. De hecho, el problema militar no era avanzar —o retroceder, en su caso—, era mantener. Consolidar, sumar, fortalecer: de hecho, todas las defensas que consolidaron las conquistas de los vencedores acabaron demostrando o visualizando la debilidad de los atacantes. Esos términos eran de uso habitual entre los contemporáneos: blitz, o ataque repentino y arriesgado que se propulsaba sin aviso en territorio enemigo o guerra de trincheras o posiciones, que a la larga decidió el final de la Primera Guerra Mundial. Sobre todo porque dejó exangües a los imperios centrales. Pero esto no era lo único en lo que estaba pensando Gramsci. Además pensaba en la Italia fascista y su triunfo más o menos fácil. De hecho, la famosa Marcha sobre Roma no fue algo muy diferente a un blitz. Si queremos entender a Gramsci como un testimonio intelectual del momento en el que escribe, tenemos que tener en cuenta todos estos factores contextuales, que no eran 42

menores. Además, una evidencia resplandecía más allá de toda duda razonable. Los fascistas habían sabido atacar, marchar y avanzar; pero también habían conseguido con los años (entre 1925 y 1937) un elevado grado de consentimiento. El régimen de Mussolini —es decir, el fascismo— había conseguido encuadrar a organizaciones de masas muy amplias: a los jóvenes, a las mujeres, a los campesinos, a los obreros de las fábricas, en las organizaciones de masas «dopo il lavoro» (que en la España de Franco encontró una traducción un tanto original como «Educación y Descanso»). Por lo tanto, su convicción en que el centauro (el poder del Estado) era bifronte, tal como lo había descrito Maquiavelo, se reafirma. Una naturaleza dual escindida en dos campos que se ponen en juego de manera dialógica y sucesiva o simultáneamente: por un lado fuerza/dominación/violencia y, por otro, consentimiento/hegemonía/civilización.

4 En la cabeza de Gramsci se teje una triple respuesta muy entrelazada conceptualmente: la idea de la revolución como una cabalgada o un blitz, que había triunfado en las jornadas de Octubre del 17 pero que, después de veinte años, parecía puesta en cuestión; los procedimientos y las formas, pero también las funciones y maneras, en que se produce la dominación y, por ende, la subordinación; y, por último, la famosa antinomia Oriente/Occidente. Sobre el blitz ya hemos hablado. En cuanto a la cuestión de los procedimientos, Gramsci piensa sobre la forma insurreccional de la revolución: los famosos diez días que conmovieron al mundo en los que los bolcheviques encontraron el camino para hacerse con el poder utilizando las palabras correctas —paz, pan y tierra—: estas les permitieron conectar con los deseos de sectores muy diversos de la sociedad rusa y construir una nueva mayoría social incontenible. Lenin fue el intérprete de lo que las masas deseaban. Y, por ende, el partido bolchevique. Todo fue fácil: de las consignas a la acción final. Ocupación del Estado y volver la página. Cabría preguntarse quién ocupó a quién. Y esto hace Gramsci: preguntarse si esa acción insurreccional, rápida y decidida, casi sin oponentes, sería posible en sociedades más complejas como las de Occidente. Esta reflexión no hace que Gramsci niegue la importancia de la guerra de maniobra ni que renuncie a ella, sino que la considera intransferible a Occidente, o más bien como un momento de la guerra de posición. No son pues dos estrategias opuestas. La estrategia revolucionaria justa en cada momento es aquella que encuentra la justa relación entre las dos. Todo ello nos llevará al problema de pensar la hegemonía y la guerra de posición en Occidente como una estrategia hacia ella.

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5 Sobre la célebre antinomia Oriente/Occidente no podemos dejar de leer a Gramsci en un texto una y mil veces citado: En Oriente, el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva e informe; en Occidente, entre el Estado y la sociedad civil existía una relación equilibrada y detrás de la debilidad del Estado se podía vislumbrar inmediatamente la sólida estructura de la sociedad civil. El Estado era sólo una trinchera avanzada detrás de la cual se encontraba una sólida cadena de fortificaciones y de casamatas; teniendo en cuenta que esto era variable de Estado a Estado, pero precisamente por eso era preciso analizar atentamente este fenómeno a nivel nacional. (Cuaderno 7, 16)

Hacemos nuestro el esquema de Perry Anderson sobre las oposiciones que contienen los textos de Gramsci que tratan de la antinomia Oriente/Occidente. En Oriente: la sociedad civil es primitiva, gelatinosa, la presencia del Estado es preponderante sobre ella, la estrategia que se corresponde con esta sociedad es la de la guerra de maniobra y el ritmo de la revolución se caracteriza por la rapidez. En Occidente: la sociedad civil es desarrollada y robusta, el Estado está equilibrado con respecto a la sociedad civil, la estrategia adecuada es la de la guerra de posición y el ritmo es más lento.

6 En los textos propuestos encontramos una articulación de todos estos elementos de análisis. En el primero, Gramsci critica la concepción determinista o catastrofista de las crisis económicas. El autor confiere una importancia muy relevante a las crisis en el proceso de cambio histórico. De hecho, lo que él categoriza como «crisis orgánica» es un concepto fundamental en su manera de entender la transformación del Estado. La crisis orgánica contamina, afecta a todas las facetas de la vida política y social: economía, cultura, vida social y moral. De esa crisis puede surgir un nuevo bloque capaz de representar un nuevo orden universal. Pero esa concepción de crisis orgánica tiene poco que ver con la manera en que el marxismo de su época ve las crisis económicas como causas directas de las revoluciones. Como se dice en el texto, el férreo determinismo economicista, cuyos efectos se conciben como rapidísimos en el tiempo y en el espacio, es «un auténtico misticismo histórico, una especie de esperanza en fulguraciones milagrosas». El autor concibe esta manera de entender las crisis económicas que, como consecuencia, iban estrechamente 44

unidas a la convocatoria de huelgas generales y movilizaciones frontales, como «guerras de maniobra». Hay, en este texto, una crítica al libro de Rosa Luxemburgo Huelga de masas, partido y sindicatos. Según Gramsci, las concepciones economicistas van acompañadas de un cierto espontaneísmo y confianza, casi mística, en el poder revolucionario del movimiento obrero per se. Disiente Gramsci en el texto de la aseveración de Krasnov, comandante del décimo regimiento cosaco del Don en la Primera Guerra Mundial, que formaba parte de los ejércitos de la Entente, y que aseguraba que Inglaterra, para impedir la hegemonía de Rusia, había impuesto a las fuerzas zaristas la estrategia perdedora de la guerra de posición. Insiste en que para ganar en los Estados más avanzados con sociedades civiles complejas y desarrolladas no se puede recurrir a esa estrategia porque las «irrupciones» catastróficas provocadas por elementos económicos inmediatos, como las «crisis económicas o las depresiones», se estrellan contra las superestructuras de la sociedad civil, que son como las trincheras en la guerra moderna. En el segundo texto hay una crítica al concepto de «revolución permanente» de Bronstein/Trotski. Este concepto lo entiende Gramsci como pertinente para el período anterior a 1848, es decir, para el proceso de la Revolución francesa que fue dirigido por los jacobinos. Entonces, la sociedad era fluida y la sociedad civil tenía una gran autonomía respecto del Estado. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la sociedad se densifica y se hace más compleja, y entra en una relación de interpenetración con el Estado (Estado integral). Estos cambios estructurales mutarán las formas, procedimientos y modos de las estrategias de cambio revolucionario. Por eso al final del segundo texto podemos leer que «la fórmula de hegemonía civil» es una superación en el terreno de la ciencia política de «la fórmula de la revolución permanente»: la guerra de movimiento se va transformando en guerra de posición. Es el tiempo del hombre colectivo, que es el hombre que vive y se educa en el tiempo histórico del Estado educador, en el que la sociedad civil actúa como cemento de la colectividad, en el que el derecho es un «indiferente jurídico», es decir es igual para todos, en el que la libertad se antepone de varias maneras a la necesidad y a la coerción.

7 Un Manual de uso debe servirse de ejemplos para facilitar el manejo de un pensamiento tan rico como el de Gramsci y ha de valer como fuente de inspiración para la comprensión y análisis de las coyunturas políticas, así como para la elaboración de líneas 45

de acción. El cambio de estrategia que supone pasar de la guerra de maniobra a la de posición nos sirve, como quiere Gramsci, para aprender del arte militar y extraer conclusiones para la política. En España nos es muy útil esta distinción para entender algunos acontecimientos de nuestra historia más o menos reciente. Cuando acabó la Guerra Civil, la estrategia de la guerra de maniobra se prolongó de manera defensiva con las guerrillas que intentaron desde los montes, las sierras y el mundo rural continuar una guerra de desgaste contra los vencedores. Había una razón muy poderosa, amén de la estricta supervivencia: la necesidad de aguantar hasta que la Segunda Guerra Mundial, que estalló pocos meses después, tuviera un perfil definido y obtuviera un triunfo frente al fascismo. Sin embargo, llegó el 45 y el final de la contienda y la geoestrategia internacional: el inicio de la Guerra Fría y los movimientos en las fuerzas aliadas hicieron que cualquier esperanza de liquidar el franquismo quedara orillada. En 1953, el reconocimiento del régimen dictatorial por parte de Estados Unidos, hizo que el Partido Comunista de España (PCE), principal fuerza de oposición en el interior, se replanteara su política, que ya desde 1948 estaba en proceso de revisión. En la segunda mitad de los cincuenta se discutió y aprobó una nueva estrategia basada en lo que hemos venido en denominar «guerra de posición»: la llamada «política de reconciliación nacional», basada en desarrollar la oposición interior. La nueva estrategia consistía básicamente en cerrar los escenarios bélicos, los abiertos en el territorio que aún quedaban, si bien las guerrillas estaban en trance de desaparecer, pero también los simbólicos que se apoyaban en la continuación de adscribir posiciones identitarias e ideológicas en función de dónde se hubiera estado en la Guerra Civil. Se trataba de cerrar el escenario bélico para abrir espacios para la política, para la guerra de posición frente a la dictadura. Guerra de posición que debía de basarse en la articulación de una oposición interna ligada a la mayoría de los trabajadores. Hay documentos internos del PCE de aquella época que, leídos hoy, parecen haber sido escritos por comunistas que hubieran conocido los escritos gramscianos sobre la lucha por la hegemonía. Por ejemplo, Santiago Carrillo sostuvo en un artículo de Nuestra Bandera de 1948 lo siguiente: La experiencia nos ha enseñado a nosotros, comunistas españoles, […] que bajo las condiciones del fascismo no es posible defender a los trabajadores desarrollando organizaciones de masa ilegales, de oposición. El régimen policíaco y terrorista impide su desarrollo y actividad. Esa misma experiencia nos ha enseñado que tratar de crear tales organizaciones de masa, de oposición, conduce a aislar los elementos de vanguardia del conjunto de los obreros y trabajadores.

En 1956, la declaración de la dirección comunista «Por la reconciliación nacional. Por una solución democrática y pacífica del problema español» era muy clara sobre lo que se denominó un cambio táctico, si bien devino en un verdadero cambio estratégico: 46

Los comunistas estamos dispuestos a establecer los acuerdos, pactos, alianzas y compromisos necesarios, de sentido democrático, en cualquier sector de la vida nacional, incluso con fuerzas que no se plantean aún luchas por la abolición de la dictadura, y que por el momento sólo propugnan demandas de carácter parcial. Los comunistas estamos dispuestos a apoyar todo lo que represente un paso adelante en el mejoramiento de la situación del pueblo y a marchar con cuantos vayan por ese camino aunque discrepemos en otros aspectos.

De estas nuevas políticas surgieron nuevas organizaciones de masas, como las primeras comisiones obreras o los sindicatos democráticos de estudiantes, que defendieron intereses parciales, sectoriales y que supusieron una ruptura con las organizaciones sindicales anteriores a la guerra. En estas nuevas formas de agrupación, la adscripción se realizaba por compartir objetivos para mejorar las condiciones de vida, de defensa, los derechos elementales de reunión, expresión y manifestación que habían sido abolidos y eran perseguidos. Los estudiantes defendían una universidad democrática en una sociedad democrática. A nadie se le preguntaba si sus orígenes eran unos u otros ni a qué bando pertenecían sus padres. Para concluir: a finales de los años cincuenta, la oposición antifranquista había cambiado de estrategia, y de la guerra de maniobra pasó a la guerra de posición.

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Revolución pasiva

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 15, párrafo 8: El concepto de «revolución pasiva» en el sentido de Vincenzo Cuoco, atribuido al primer período del Risorgimento italiano, ¿puede relacionarse con el concepto de «guerra de posición» frente al de guerra de maniobra? Es decir, estos conceptos posteriores a la Revolución francesa y al binomio ProudhonGioberti, ¿pueden justificarse con el pánico creado por el terror de 1793, del mismo modo que el sorelismo con el pánico posterior a las matanzas en París de 1871? Es decir, ¿existe una identidad absoluta entre guerra de posición y revolución pasiva? O, al menos, ¿existe o puede concebirse todo un período histórico en el que los dos conceptos se tengan que identificar, hasta el momento en que la guerra de posición se vuelve a convertir en guerra de maniobra? […] Un problema es este: en la lucha Cavour-Mazzini, en la que Cavour es el exponente de la revolución pasiva-guerra de posición y Mazzini el de la iniciativa popular-guerra de maniobra, ¿no son ambas indispensables en la misma precisa medida? Sin embargo, hay que tener en cuenta que mientras Cavour era consciente de su papel (al menos en cierta medida) en cuanto que comprendía el papel de Mazzini, Mazzini no parece que fuera consciente del suyo y del de Cavour; si, por el contrario, Mazzini hubiese sido consciente, es decir, si hubiese sido un político realista y no un apóstol iluminado (o sea, si no hubiera sido Mazzini), el equilibrio resultante de la confluencia de las dos actividades hubiera sido diferente, más favorable al mazzinianismo: esto es, el Estado italiano se habría constituido sobre bases menos retrasadas y más modernas. Y puesto que en cada acontecimiento histórico se verifican casi siempre situaciones parecidas, habría que ver si se puede extraer algún principio general de ciencia y arte político. Se puede aplicar al concepto de revolución pasiva (y se puede documentar en el Risorgimento italiano) el criterio interpretativo de las modificaciones moleculares que, en realidad, modifican progresivamente la composición precedente de las fuerzas y, por tanto, se convierten en la matriz de nuevas modificaciones. Así, en el Risorgimento italiano se ha visto cómo el paso de elementos siempre nuevos del Partito d’Azione al cavourismo (después de 1848) ha modificado progresivamente la composición de las fuerzas moderadas, liquidando el neogüelfismo por un lado, y por otro empobreciendo el movimiento mazziniano (a este proceso pertenecen también las oscilaciones de Garibaldi, etc.). Este elemento, por lo tanto, es la fase originaria de aquel fenómeno que fue llamado más tarde «transformismo» y cuya importancia, hasta la fecha, parece ser que no ha sido puesta de manifiesto, como se debe, como forma de desarrollo histórico. […] Esta es una ejemplificación del problema teórico, planteado en la Miseria de la filosofía, acerca de cómo tenía que entenderse la dialéctica: que cada miembro de la oposición dialéctica tenga que intentar serlo todo en sí mismo y poner en la lucha todos los recursos propios políticos y morales, y que sólo así se puede obtener una superación real; esto no lo entendían ni Proudhon ni Mazzini. Se me puede decir que tampoco lo entendían Gioberti ni los teóricos de la revolución pasiva y «revoluciónrestauración», pero la cosa cambia: en estos últimos, la «incomprensión» teórica era la expresión práctica de la necesidad de la «tesis» de desarrollarse al completo, hasta el punto de lograr incorporar una parte de la propia antítesis, para no dejarse «superar», es decir, que en la oposición dialéctica en realidad sólo la tesis desarrolla todas sus posibilidades de lucha, hasta conseguir hacerse con los supuestos representantes de la antítesis: en esto justamente consiste la revolución pasiva o revolución-restauración. En este punto hay que considerar la cuestión del paso de la lucha política de «guerra de maniobra» a la «guerra de posición», lo que en Europa aconteció después de 1848 y que no fue entendido por Mazzini y los mazzinianos aunque sí por otros; el mismo paso se dio después de 1871, etc. La cuestión no era fácil de entender entonces para hombres como Mazzini, dado que las guerras militares no daban el modelo sino que las doctrinas militares se desarrollaban en el sentido de la guerra de movimiento […] Hay que decir que para obtener esos resultados históricos no era necesaria la insurrección armada popular, como pensaba Mazzini hasta la obsesión y sin realismo, como si fuera

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un misionero religioso. La intervención popular, que no fue posible en la forma concentrada y simultánea de la insurrección, tampoco se dio en la forma «difusa» y capilar de la presión indirecta, lo que por el contrario era posible y quizá hubiera sido la premisa indispensable de la primera forma. La forma concentrada o simultánea se había vuelto imposible por la técnica militar del momento, pero sólo en parte, es decir que la imposibilidad que existía en cuanto a la forma concentrada y simultánea no se había hecho preceder por una preparación política ideológica de largo alcance, orgánicamente predispuesta para despertar las pasiones populares y hacer posible la concentración y el estallido simultáneo.

1 El concepto de «revolución pasiva» tiene una posición central en el pensamiento político de Gramsci. Desde que lo formula en 1930, readaptando un término de Vincenzo Cuoco, es clave para abordar sus reflexiones sobre la revolución. Cuoco llama «revolución pasiva» a la que tuvo lugar en Italia como reacción a la extensión de las ideas de la Revolución francesa que las tropas napoleónicas exportaron a Italia.

2 Gramsci define el concepto «revolución pasiva» a partir de una reflexión histórica. Parte de pensar los efectos que en la historia contemporánea han producido los procesos de cambio que él identifica con la pasividad de las masas y con la actividad de las élites. Es decir, con la revolución «desde arriba» o «revolución sin revolución» o «revoluciónrestauración». Para ello compara el Risorgimento italiano, exponente de la revolución pasiva, con la Revolución francesa. La Revolución francesa es la representación de un proceso desde abajo de movilización y participación de masas con un resultado de éxito de los valores progresistas y de las ideas jacobinas: como dicen Laclau/Mouffe, la plebs (el Tercer Estado) se acaba constituyendo en populus (pueblo) y representando a la totalidad de la nación. En esta comparación, el Risorgimento es presentado como un fracaso o, al menos, un intento fallido en el proceso de modernización auténtica de Italia, una modernización en el sentido ilustrado, como progreso social y político.

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Para comprender mejor el texto citado hay que partir del contexto político en el que Gramsci lo escribe. Gramsci, en 1930, escribe sobre la revolución en un momento de derrota del movimiento obrero y popular, tal como ya hemos comentado en el texto anterior. Gramsci intenta entender cómo ha sido posible que la contrarrevolución haya triunfado y cuáles han sido los mimbres que han servido para tejer este desenlace.

4 Este concepto encierra una crítica al mecanicismo de la III Internacional, que sigue llamando en 1930 a la insurrección a la clase obrera como sujeto revolucionario predeterminado por la historia, un sujeto que, tarde o temprano, tendría que acabar triunfando. Gramsci necesita explicarse las derrotas en otros términos, construyendo una gramática política dinámica que tenga en cuenta las fuerzas en presencia, los escenarios políticos, las relaciones de dominación y sus equilibrios y reequilibrios.

5 Para entender el texto son necesarias algunas claves históricas. El Risorgimento, que de forma repetida y significativa aparece en los Cuadernos de la cárcel, hace referencia al proceso de unificación italiana que se produce a lo largo del siglo XIX y culmina en 1870. Los protagonistas del proceso de unificación más relevantes son Cavour, Mazzini y Garibaldi. Y si los estudiamos a la luz de Gramsci, podríamos resumir sus trayectorias políticas de esta manera. Cavour (1810-1861) fue primer ministro de Vittorio Emanuele II y artífice de la unidad italiana «desde arriba», sin vertebrar el norte y el sur, con el sacrificio de los obreros del norte y de los campesinos del sur. Fue el representante de la alianza entre la aristocracia terrateniente y la gran industria y la banca del norte. Garibaldi (1807-1882) fue el adalid militar que se constituyó en el caudillo de la unificación. Para Gramsci, sin embargo, representa a alguien que es todo lo contrario a un carácter nacional; más bien representa un estilo provincial/folclórico, propio de una clase privada de universalidad. En el marco del Risorgimento entendido como una «revolución pasiva», la figura de Garibaldi demuestra para Gramsci la intrínseca incapacidad del Partito d´Azione para imprimir al movimiento del Risorgimento un carácter más marcadamente popular y democrático. Mazzini (1805-1872) fue un liberal/republicano. Fundador del Partito d´Azione y 53

propulsor de la unidad italiana sobre bases republicanas/populares. Perdió la iniciativa, al igual que Garibaldi, y fue progresivamente incorporado a la política de Cavour, auténtico artífice de las bases del nuevo Estado. Mazzini no concibe un proyecto político norte/sur que cohesione todo el país, es decir, toda Italia, y lo modernice.

6 En el texto hay otras referencias que son importantes para entender la argumentación de Gramsci: el neogüelfismo de Gioberti y el sorelismo de Georges Sorel. Gioberti y su neogüelfismo representan para Gramsci un claro ejemplo de lo que entiende por «revolución pasiva» en el Risorgimento. Gioberti fue un sacerdote que en las primeras décadas del siglo XIX influyó poderosamente en la unificación de Italia defendiendo una federación de Estados italianos que tuvieran al papa como cabeza y guía. El neogüelfismo es un conglomerado de valores tradicionales y reformadores que, de hecho, configura la ideología dominante y la tiñe de moderantismo. Georges Sorel representa para Gramsci una respuesta a la crisis del marxismo de finales del siglo XIX y principios del XX. Ante la creciente complejidad del capitalismo, la falta de unidad de la clase obrera en la Primera Guerra Mundial, Sorel propugna un sindicalismo basado en el espontaneísmo revolucionario, en la mística de la huelga general, los mitos de refundación nacional capaces de conectar con los sentimientos de injusticia, miedo, anti-estatalismo; y la crítica y el desprecio a la política de los partidos y el Parlamento.

7 En la segunda parte del texto citado, Gramsci considera que la revolución pasiva puede entenderse como «una ejemplificación de un problema teórico», el que Marx plantea en su libro Miseria de la filosofía. Proudhon escribió un libro titulado Filosofía de la miseria que Marx critica en Miseria de la filosofía. Marx, en este libro, usa términos de la dialéctica de Hegel para entender el devenir histórico como sucesión en el tiempo de tres momentos: tesis, antítesis y síntesis. La síntesis resultante, a su vez, se convierte en la tesis del siguiente desarrollo, y así a lo largo del proceso histórico. La tesis es el estado de las cosas, y la representa la situación del poder en un momento determinado. La antítesis son las fuerzas que se rebelan, que se le oponen, que niegan la tesis. La síntesis es fruto del cambio que la lucha de la antítesis contra la tesis 54

permite, es la sociedad nueva resultante, es el estado de cosas después de la confrontación. La síntesis tiene que ser una superación de la tesis, sólo así estamos ante una situación nueva. Marx analiza el modo en el que Proudhon utiliza la dialéctica hegeliana. La base de su crítica consiste en decir que, para Proudhon, tesis y antítesis son los dos lados presentes en toda sociedad y que representan el aspecto positivo y negativo de una situación. El cambio revolucionario consistiría entonces, según Proudhon, en despojar a la situación del lado malo y dejar que el lado bueno perviviera. El modo de razonar de Proudhon le parece a Marx más propio de los sofistas que de Hegel. Es como si Proudhon dijera: «Napoleón es un gran hombre; ha hecho mucho bien, pero también ha hecho mucho mal». Aplicada esta manera de razonar a situaciones sociales, dice Marx, podríamos afirmar que la esclavitud o el feudalismo tienen su lado bueno y su lado malo; que hay que suprimir lo malo y quedarse con lo bueno; que en el feudalismo había gremios y unas costumbres caballerescas, también servidumbre y privilegios; y que se debe suprimir la servidumbre de la gleba y los privilegios de los nobles y quedarse con las agrupaciones gremiales y con las maneras caballerescas. Marx concluye que, en efecto, no hay síntesis en la dialéctica de Proudhon. Lo que defiende Proudhon es la existencia de ciertas categorías eternas en la historia, que deben ser depuradas de sus aspectos negativos. Siempre existirá, según Proudhon, la división del trabajo, y hay que suprimir lo que de negativo tiene esta división.

8 Según Gramsci, lo que no entienden Proudhon ni tampoco Mazzini (o sea, uno en teoría y otro en la práctica) es que, en una lucha («oposición dialéctica»), cada miembro de la oposición (o sea, la tesis y la antítesis, el Estado y las fuerzas revolucionarias) tiene que, en palabras de Gramsci, «intentar serlo todo en sí mismo», o sea, luchar con «todos los recursos propios políticos y morales». Proudhon no sabe que la superación de la contradicción tesis/antítesis depende de que la síntesis represente una totalidad que supera los dos momentos, totalidad que se dará en la forma de una afirmación nueva sintética. La burguesía revolucionaria francesa supera la contradicción del feudalismo, no salva formas «buenas» de organización del feudalismo. Tampoco Mazzini entendió en la práctica que su iniciativa política y de lucha tenía que englobar lo que Cavour representaba y lo que el propio Mazzini era: Mazzini tendría que haber propuesto una fórmula de superación que diera a Cavour el papel que interesaba a Mazzini. Esta habría sido la manera de «serlo todo en sí mismo». El Estado 55

italiano resultante de una acción de superación de la contradicción Cavour/Mazzini no llegó a existir porque Cavour defendió la pervivencia de lo que él representaba, incorporando elementos secundarios, de maquillaje, de la revolución que quería Mazzini. Y Mazzini no tuvo la iniciativa para dirigir un nuevo Estado más moderno. Cavour desarrolló la tesis incorporando parte de la antítesis.

9 No cabe duda de que para quienes desean frenar una ascensión de la revolución, la revolución pasiva es una excelente estrategia. La revolución pasiva hay que entenderla como reacción, como respuesta. Giuseppe Tomasi di Lampedusa ya lo dijo: el objetivo del Estado, de los conservadores, es que todo cambie para que nada cambie. Una revolución sin revolución. La revolución pasiva de Cavour en Italia permitió a la burguesía llegar al poder sin Revolución francesa: es el síntoma de una ausencia de jacobinismo, sinónimo de revolución sin las masas, de fracaso de un proyecto autónomo de estas, de la inexistencia de una alianza real entre el campo y la ciudad o entre la clase dirigente del norte y las masas campesinas del sur, de la carencia de un proyecto de Estado laico, etc. También traduce la incapacidad de la burguesía italiana para realizar una revolución económica de carácter nacional. Por otro lado, es un ejemplo del transformismo. El transformismo es esa transformación «molecular» del bloque subalterno porque sus dirigentes son cooptados y algunos de sus puntos programáticos asimilados. Gramsci quiere resaltar la iniciativa de las clases dominantes incorporando las élites del proyecto mazziniano al partido de Cavour.

10 El análisis del Risorgimento le llevará a extraer, como dice en el texto, «algún principio general de arte político». A las alturas de 1930 parece que Gramsci se inclina por pensar que, desde 1870, la pérdida de iniciativa revolucionaria de las clases populares vertebradas por el proyecto jacobino puso en manos de la burguesía conservadora, de las elites dominantes, una estrategia de reformas desde arriba, quebrada por la Revolución rusa en Oriente pero, de hecho, fundamentalmente incólume en Occidente. Así pues, el caso italiano se convierte en una manera de explicar un proceso mucho más general. La revolución pasiva no es una excepción italiana sino más bien la norma en 56

la que se han ido configurando los cambios en Occidente desde 1848 o 1871. Así lo explica Thomas en su libro The gramscian moment: Gramsci entendió pronto que el concepto de «revolución pasiva» podía indicar una vía no peculiar hacia la modernidad, emprendida también por otras naciones-Estado, en ausencia del «momento jacobino» nacional-popular que había caracterizado la experiencia de la Revolución francesa. Además, en un tercer momento —después de tomar el término de Cuoco, primero, y utilizarlo después para entender el Risorgimento— Gramsci emplea el concepto de manera más extensa para significar la pacífica e integradora naturaleza asumida por la hegemonía burguesa en la época del imperialismo, particularmente en la Europa Occidental, pero con efectos determinantes en la periferia colonial. La revolución pasiva, concluye Thomas, se convierte en el proyecto burgués hegemónico para un período histórico entero. Domenico Losurdo también propone una interpretación muy similar: la fase de revolución pasiva no debe confundirse ni con la contrarrevolución ni con el desplome ideológico y político de la clase dominante, porque la burguesía mantiene la iniciativa incluso cuando ya no es clase revolucionaria, manteniendo su hegemonía sobre las clases trabajadoras.

11 En el texto, Gramsci se cuestiona si «revolución pasiva» y «guerra de posición» son conceptos que deben identificarse durante un lapso de tiempo concreto «hasta que la guerra de posición se convierta en guerra de maniobra». Pero el pensamiento de Gramsci parece reflejar que más que una etapa podría ser un período muy largo. Tan largo que, visto desde 1930 y con el empate catastrófico de fuerzas que el fascismo ha establecido en Italia posibilitando un «Estado reaccionario de masas», se podría concluir que la revolución pasiva y la guerra de posición, es decir, la disputa de hegemonías entre el bloque dominante y las nuevas mayorías sociales ha adquirido un aliento largo y se libra en un escenario muy amplio, ético/político, social y cultural.

12 El concepto de revolución pasiva sirve para cuestionarse muchos procesos históricos en el siglo XX y en los momentos actuales, y entender la naturaleza de los cambios sociales, políticos, económicos y culturales. 57

En España, el concepto de «revolución pasiva» puede ser muy útil para entender procesos históricos como, por ejemplo, la Transición del franquismo a la democracia. En la segunda mitad de los sesenta y en los setenta, el antifranquismo reunió unos segmentos de población que crecieron tanto en cantidad como en capacidad de representación de las aspiraciones democráticas y de modernización social y cultural. De hecho, en aquel entonces, el final de la dictadura era visto (y temido) como un momento de crisis profunda de un régimen que podía implicar un recambio de la clase dirigente y la posible dominación de una nueva mayoría social con un proyecto democrático o radical democrático de signo contrario al que había representado el régimen de Franco. Al filo del año 1976, el temor de la dirigencia política y económica franquista a perder el control fue muy serio. Como reacción, se abandonó la falta de iniciativa que el régimen había tenido hasta la muerte de Franco, y se inició una gran operación reformista desde dentro, concretada en la Ley de la Reforma Política que fue votada en referéndum en diciembre de 1976, y que salió ganadora en las urnas por una inmensa mayoría de votantes. No importó que fuera un referéndum celebrado sin libertades, ni partidos ni sindicatos de oposición, sin libertad de prensa y con una televisión pública en manos del régimen. Pese a las objeciones de la oposición, era la crónica de una muerte anunciada. A partir de ese momento, los impulsores de la gran maniobra reformista, representados por el jefe del Estado Juan Carlos I y el presidente del Gobierno Adolfo Suárez, se vieron con una nueva «legitimidad» y recobraron gran parte de la iniciativa que habían visto puesta en cuestión por las movilizaciones populares que no cesaban ni daban tregua. Esta gran operación, que en el fondo perseguía una función restauradora del orden que estaba siendo seriamente puesto en cuestión, se puede entender mejor desde los supuestos intelectuales de lo que hemos expuesto anteriormente como revolución desde arriba, sin las masas: intentar que la iniciativa continuara siendo del bloque histórico que había dominado la escena política durante la dictadura y que hundía sus raíces en el siglo XIX. No hay que entender que la Transición no supuso un cambio de régimen, una ruptura con el anterior, una nueva etapa constitucional que ponía un punto final a una dictadura de orígenes y hechuras fascistas. Porque la ruptura de una u otra forma se realizó, y se pasó de un régimen dictatorial a uno democrático. Pero este nuevo régimen se construyó desde la dirección de un bloque de fuerzas políticas, sociales y económicas que transitaron desde un lado a otro preservando, en lo esencial, sus intereses y privilegios. Además, el nuevo partido político que se creó desde arriba, la UCD, se formó con las élites que habían gobernado durante décadas, pero también practicando eso que hemos analizado como transformismo o cooptación de sectores dirigentes de otros grupos. 58

La exitosa operación que fue la Transición se debió sin duda a que la derecha, vinculada más o menos estrechamente a la dictadura o incluso en sus márgenes, supo utilizar las gafas de la oposición para repensarse y reconstruirse de manera duradera. Una canción, que se convirtió en un icono de la época, Libertad sin ira, himno de la UCD, sintetizaba mejor que nada la manera de utilizar las banderas antifranquistas al servicio de otros fines. Libertad sin ira, es decir, desde la equidistancia, desde un cierre del conflicto en el que antifranquistas y franquistas aparecían perfectamente iguales. Una tesis y una antítesis que se unen, desprendiéndose de lo negativo, como quería Proudhon. Pero bien sabemos que eso no ha sido una nueva síntesis, una superación de la contradicción, en la que las fuerzas del cambio hayan demostrado su iniciativa.

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(1) Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 19, párrafo 24: Todo el problema de la conexión entre las diversas corrientes políticas del Risorgimento, o sea de sus relaciones recíprocas y de sus relaciones con los grupos sociales homogéneos o subordinados existentes en los diferentes sectores históricos del territorio nacional, se reduce a la siguiente cuestión de hecho fundamental: los moderados representaban un grupo social relativamente homogéneo, por lo que su dirección sufrió oscilaciones relativamente limitadas (y en cualquier caso según una línea de desarrollo orgánicamente progresiva), mientras que el así llamado Partito d´Azione no se apoyaba específicamente en ninguna clase histórica y las oscilaciones sufridas por sus órganos dirigentes, en último análisis, se componían según los intereses de los moderados: es decir, históricamente el Partito d’Azione estuvo guiado por los moderados: la afirmación atribuida a Vittorio Emanuele II de que «se había metido en el bolsillo» al Partito d’Azione o algo parecido es prácticamente exacta y no sólo por los contactos personales del Rey con Garibaldi, sino porque de hecho el Partito d’Azione fue dirigido «indirectamente» por Cavour y el Rey. El criterio metodológico sobre el que es preciso fundar el propio examen es este: que la supremacía de un grupo social se manifiesta de dos maneras, como «dominio» y como «dirección intelectual y moral». Un grupo social es dominante de los grupos adversarios a los que tiende a «liquidar» o a someter incluso con la fuerza armada y es dirigente de los grupos afines y aliados. Un grupo social puede y, es más, debe ser dirigente antes de conquistar el poder gubernamental (esta es exactamente una de las condiciones principales para la conquista del poder); después, cuando ejercita el poder, incluso si lo mantiene con fuerza, se convierte en dominante pero debe continuar siendo «dirigente». Los moderados continuaron dirigiendo el Partito d’Azione incluso después de 1870 y 1876, y lo que se conoce como «transformismo» no ha sido sino la expresión parlamentaria de aquella acción hegemónica intelectual, moral y política. En este sentido se puede decir que toda la vida estatal italiana a partir de 1848 se caracteriza por el transformismo, o sea, por la elaboración de una cada vez más amplia clase dirigente dentro del cuadro fijado por los moderados después de 1848 y la caída de las utopías neogüelfas y federalistas, con la absorción gradual, pero continua y obtenida con métodos diversos en cuanto a su eficacia, de los elementos activos presentes en los grupos aliados así como en los grupos adversarios y que parecían enemigos irreconciliables. En ese sentido, la dirección política se convirtió en un aspecto de la función de dominio, en cuanto que la absorción de las élites de los grupos enemigos conduce a la decapitación de estos y a su aniquilamiento por un período muy largo. De la política de los moderados aparece claramente que se puede y se debe tener una actividad hegemónica incluso antes de estar en el poder y que no hay que contar sólo con la fuerza material que el poder da para ejercitar una dirección eficaz: la brillante solución de estos problemas ha hecho posible el Risorgimento en las formas y dentro de los límites en los que se llevó a cabo, sin «Terror», como «revolución sin revolución», o sea como «revolución pasiva», por emplear una expresión de Cuoco en un sentido algo diferente a como la emplea Cuoco. ¿En qué formas y con qué medios lograron estabilizar el aparato (el mecanismo) de su propia hegemonía intelectual, moral y política? En formas y con medios que pueden ser llamados «liberales», esto es, a través de la iniciativa individual, «molecular», «privada» (o sea, no mediante un programa de partido elaborado y constituido según un plano que preceda a la acción práctica y organizativa). Por otra parte, eso era «normal» dada la estructura y la función de los grupos sociales representados por los moderados, de los cuales los moderados eran el grupo dirigente, los intelectuales en sentido orgánico.

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1 El proyecto de Gramsci, tal como ya decíamos en «Guerra de maniobra/guerra de posición», es encontrar una adecuada traducción en el Oeste de las perspectivas que habían guiado al proletariado a la victoria en Rusia, a partir de sus críticas y desacuerdos con la política de la III Internacional y el ascenso del fascismo en Italia. Intenta buscar una teoría adecuada de la hegemonía proletaria en una época de crisis orgánica y de revolución pasiva en el Estado burgués, y desarrollar así un programa que pueda proveerle de fuentes históricas y recursos conceptuales para volver a plantear una perspectiva abandonada entonces por la Comintern: las políticas de frente unido. La reelaboración conceptual que le sirve a Gramsci para pensar en torno a la revolución, desde que inicia la escritura de los Cuadernos, se apoya en la siguiente tríada: guerra de posición/guerra de maniobra, revolución pasiva, hegemonía. Los tres conceptos se sostienen entre sí y forman un núcleo indiscernible porque unos pasos llevan a otros. Hemos desarrollado los dos anteriores haciendo referencia al concepto de hegemonía, al que nos dirigía tanto la ausencia de un proyecto autónomo revolucionario en el caso de la revolución pasiva acompañado de una iniciativa «desde arriba», como el cambio de estrategia de la guerra de maniobra a la guerra de posición.

2 En el texto, Gramsci vuelve sobre uno de sus topos preferidos, el del Risorgimento y su peculiar relación de fuerzas en presencia. Parte de la afirmación de que el Partito d’Azione de Garibaldi fue, de hecho, dirigido indirectamente por los moderados, por Cavour y el Rey. Ello le lleva a preguntarse cómo se puede caracterizar la hegemonía de un grupo social sobre otros. Según Gramsci, la hegemonía o supremacía de un grupo social puede manifestarse como «dominio» y como «dirección intelectual y moral». «Dominar» es lo que hace con los adversarios a los que pretende liquidar o someter, y en cambio «dirigir» es lo que hace con los grupos afines. Una de las condiciones para conquistar el poder es justamente la de ser dirigente antes de ejercer el poder, y después seguir siéndolo. Como ya hemos visto al hablar de la «revolución pasiva», los moderados consiguieron ser dirigentes en la política italiana del siglo XIX (entre 1848 y 1870) porque fueron capaces de absorber a las élites de los otros partidos, de descabezarlos, de dejar sin proyecto propio a los progresistas, de absorber sus propuestas, de aniquilarlos 64

políticamente para un largo tiempo; fueron capaces de ser dirigentes antes que dominantes. Para Gramsci, «la dirección intelectual y moral» es capital para el ejercicio de la hegemonía. Así pues, la manera en que los moderados se convierten en el grupo social dirigente conlleva un problema de construcción, disputa, conquista y ejercicio de la hegemonía.

3 Pero ¿qué es para Gramsci la hegemonía? No es esta una pregunta que tenga una respuesta simple ni fácil. Una vez más, nuestro autor avanza por aproximaciones para dar una respuesta a esta pregunta. Ya hemos visto que la hegemonía —la supremacía de un grupo sobre otro— es dominio y es dirección intelectual y moral. Así pues, es fuerza y consentimiento. Como dice Thomas, sobre el concepto de hegemonía descansa, más que en ningún otro, el crédito y la fama contemporánea de Gramsci. Y se distingue por cuatro características: en primer lugar, denota una estrategia que se propone la producción de consentimiento, como opuesto a la coerción; en segundo lugar, el terreno de su desarrollo es la sociedad civil, antes que el Estado; en tercer lugar, el territorio en el que opera es el Oeste, el apropiado para la guerra de posición, en oposición al Este, favorable a la guerra de maniobra; y, en cuarto lugar, puede ser aplicado por igual a las estrategias de liderazgo de la burguesía o del proletariado, porque es una teoría genérica y formal del poder social.

4 Es fundamental preguntarse por la concepción de Gramsci acerca del papel de la sociedad civil y del Estado en la construcción y ejercicio de la hegemonía. En un fragmento de los Cuadernos de la cárcel (Cuaderno 12, párrafo 1), Gramsci afirma que existen dos niveles superestructurales, aquel que se puede llamar el nivel de la «sociedad civil», es decir, el conjunto de organismos llamados vulgarmente «privados», y el de la «sociedad política o Estado». El primero corresponde a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce sobre toda la sociedad, y el segundo al de la dominación directa o de mando que se expresa en el Estado y en el gobierno «jurídico». Se puede decir que Gramsci diferencia entre el nivel de la sociedad civil y el del Estado. La sociedad civil sería, pues, el lugar de la hegemonía que ejercen unos sobre otros, o sea, sobre toda la sociedad. La sociedad civil está atravesada, pues, por el 65

conflicto y la lucha entre grupos, especialmente dominantes y subalternos. Es el lugar de la disputa, de la relación de fuerzas entre los de arriba y los de abajo. También es el lugar donde se cohesionan los dominantes y, a su vez, los subalternos. Y esa cohesión se establece en una disputa constante que alinea unas filas y otras, sumando y restándoles apoyos y fuerzas. Es el espacio de la política, de relaciones de conflicto y de consenso. El otro nivel, el del Estado o sociedad política, sería el lugar de la dominación directa, del Estado que él denomina Stato carabiniere: aparato militar/jurídico/administrativo. Parece, pues, en principio, el lugar de la fuerza y no del consentimiento.

5 Desarrollaremos, en primer lugar, el concepto de sociedad civil. En este locus se producen, se construyen, las formas de la hegemonía que podemos concretar en la conversión de la voluntad particular en general y su aceptación por toda la sociedad: la transformación de lo que es interés económico/corporativo en interés general. Es así como se genera y fabrica el consentimiento. Una actividad hegemónica presupone una confluencia de intereses económicos, y la formulación y diseminación de un modo de vida y una concepción del mundo en el tejido social. Para Gramsci, esta relación entre lo material/económico y la generación de modos de pensamiento morales e intelectuales y de comportamientos ético-políticos es crucial para la hegemonía. Así, a partir de un cierto momento, la burguesía abandonó su condición de casta cerrada y su autodefinió como un organismo continuamente en movimiento, capaz de absorber, asimilándola a su nivel cultural y económico, a toda la sociedad. Por lo tanto, la función del Estado se transformó. El Estado se convirtió en educador. Gramsci nos dice que la revolución que aporta la burguesía a la concepción del derecho y del Estado reside de manera muy particular en la voluntad de conformar a toda la sociedad. Gramsci señala que escuelas, bibliotecas, asociaciones voluntarias, clubs, grupos religiosos, universidad, grupos de presión, nombres de calles, etc., todas estas instituciones, estructuras y prácticas socioculturales no son otra cosa que «el poderoso sistema de fortificaciones que hacen de la sociedad civil el formidable complejo de trincheras y fortificaciones de la clase dominante». No es lo mismo alta cultura o cultura de élites y cultura popular: la forma de operar de esta última en la sociedad civil, de construir un sentido común de época, es la base del consentimiento o consenso. Gramsci nos llama la atención acerca de lo importante que resulta analizar empresas, editoriales, periódicos, revistas, publicaciones, medios de comunicación, cine, es decir, todo lo que pueda influir en la opinión pública. Es evidente que hoy estas bases de fabricación de lo que Bourdieu llama doxa y Gramsci sentido 66

común se han vuelto más complejas y sofisticadas. Un elemento nuevo, que vincula la sociedad civil y el Estado, se añade a esta lectura de la hegemonía de Gramsci, lo que autores como Althusser, Buci-Glucksmann o Thomas desarrollarán como «aparatos ideológicos y culturales». Lo que Althusser denominará aparatos ideológicos de Estado son estructuras que generan y diseminan los modos de pensar y el sistema de creencias tanto de los grupos dominantes como de los subalternos. Estos aparatos ideológicos de Estado, como la escuela o el ejército, interpelan e identifican a los sujetos, al tiempo que los inscriben en un conjunto de prácticas y sistemas de reconocimiento e integración.

6 Debemos preguntarnos ahora cuál es la relación entre el Estado y la sociedad civil y si realmente son dos niveles o instancias separadas. Gramsci utiliza la palabra Estado en dos sentidos: «Estado» como Estado gendarme, aparato militar/jurídico/administrativo (Stato carabiniere) y «Estado» como un ensamblaje que abarca tanto la sociedad civil como el Estado en su acepción restringida. A esta interpenetración de ambas esferas o niveles la denominará «Estado integral». El Estado integral está fundado sobre un equilibrio hegemónico, una «combinación de fuerza y consenso equilibrada en proporciones varias sin que la fuerza prevalezca en gran medida sobre el consenso». Se trata de dos esferas distintas pero íntimamente relacionadas que también podemos resumir como dictadura más hegemonía, o sociedad política más sociedad civil, es decir, una hegemonía revestida de coerción. Esta teoría de Gramsci rompe con la concepción clásica de que sociedad civil y Estado son esferas separadas. «El Estado —dice Gramsci— es el conjunto de actividades prácticas y teóricas con que la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominación, sino que gestiona el logro del consenso activo sobre aquellos a los que dirige.» Como ya hemos analizado en los capítulos anteriores, de todo ello se deducen estrategias diferentes: al mayor desarrollo de la sociedad civil y a la mayor complejidad del desarrollo económico corresponde la guerra de posición. La guerra de posición es un conflicto de hegemonías contrapuestas en una contienda ideológica y cultural que comparte un campo de batalla definido por estructuras complejas y una sociedad civil desarrollada. El centro de esta confrontación es el Estado, y, por ello el conflicto socioeconómico es necesariamente político. Después de la Revolución francesa, dice Gramsci, la burguesía fue capaz de presentarse a sí misma como un Estado integral, con todas las fuerzas intelectuales y 67

morales necesarias y suficientes para organizar una completa y perfecta sociedad. Thomas analiza muy bien el proceso a partir de 1870. La sociedad civil, desde ese momento, lejos de ser opuesta al Estado aparecerá como el complemento del Estado, tendiendo hacia —y reflejando— una organización racional, el sistema de derechos y la igualdad jurídica que distinguirá al Estado moderno: «El Estado integral, entendido en este sentido más amplio, es el proceso de condensación y transformación de las relaciones de clase en formas institucionales». La hegemonía aparece como una nueva práctica política consensual distinta de la mera coerción, aunque, como afirma Thomas, la sociedad civil es el terreno en el que las clases sociales compiten por el liderazgo social y político o la hegemonía sobre otras clases sociales. Sin embargo, tal hegemonía está garantizada en última instancia por la captura del monopolio legal de la violencia encarnada en las instituciones de la sociedad política.

7 La teoría de la hegemonía se complementa con el concepto de crisis de hegemonía, contrahegemonía y bloque histórico. El bloque histórico es el sujeto político de la hegemonía. Surge de la imbricación de dos instancias: la infraestructura económica que es, en parte, su condición de posibilidad, por un lado, y, por otro, la superestructura. Lo importante es que Gramsci destaca que este bloque o sujeto político no preexiste antes de su construcción en la lucha política por la hegemonía, y puede deshacerse si una opción contrahegemónica es capaz de disputarle el campo y de convertirse en una nueva opción que represente los intereses generales de la sociedad.

8 En nuestro Manual de uso, para usar a Gramsci como un instrumento para entender mejor la política y la historia del tiempo presente, vamos a intentar comprender cómo el propio Gramsci y su teoría de la hegemonía se convirtieron en los años sesenta y setenta en el centro de un debate en el seno de la izquierda y de los partidos comunistas occidentales. Se trata de analizar el período en que el PCI elaboró la política del compromiso histórico, y también la continuidad que esta polémica tuvo en la formulación del eurocomunismo. La polémica principal se estableció en torno a la concepción de la sociedad civil y de 68

la guerra de posición en su seno, porque de la interpretación que se hacía en aquel momento se extraían importantes consecuencias de táctica y de estrategia. Mucho se ha insistido en que Gramsci fue un leninista que reformuló el concepto de hegemonía de Lenin basado en la primacía del proletariado, capaz de establecer un frente de alianzas con otras fuerzas subalternas como el campesinado, y que su concepto de hegemonía no suponía la desaparición del concepto de revolución clásica ni el abandono del concepto de dictadura del proletariado. Pero no se puede negar que sus concepciones sobre el consentimiento de los dominados —el «poderoso sistema de fortificaciones que hacen de la sociedad civil el formidable complejo de trincheras y fortificaciones de la clase dominante»— y sobre el Estado —como última instancia de la dominación basada en la fuerza pero con profundas defensas en la sociedad— establecieron las condiciones de posibilidad de otras lecturas políticas en Occidente. Y eso sucedió primero en Italia, en su país de origen, donde, en el PCI, desde Togliatti hasta Berlinguer posibilitaron otras iniciativas que tuvieron en cuenta, entre otros factores, la importancia de las alianzas y la gestación de unas políticas nacionales basadas en sus propias peculiaridades. Berlinguer propuso abiertamente el tema del pluralismo democrático, de la conquista de la hegemonía respetando la vida parlamentaria y la contienda electoral, y jugó la carta del compromiso histórico como un acuerdo nacional popular «por abajo», entre las fuerzas progresistas integradas en la órbita cultural de la democracia cristiana y las bases vinculadas al Partido Comunista como un partido nacional italiano. El papel preeminente otorgado al cambio cultural, a los intelectuales, a la reforma de los aparatos del Estado como la escuela, a los sindicatos, todo ello resonaba con acentos gramscianos. El eurocomunismo se empeñó en defender la coexistencia entre cambio social, cultural y económico y democracia pluralista, con la expresa renuncia al concepto marxista-leninista de dictadura del proletariado. Los detractores de estas políticas acusaron a los políticos italianos, Berlinguer o Ingrao, de hacer una lectura liberal de la sociedad civil más deudora de teóricos liberal-conservadores como Alexis de Tocqueville que del marxismo. En tiempos más recientes que los del eurocomunismo, las lecturas que autores como Laclau/Mouffe/Errejón han hecho desde la década de los ochenta hasta nuestros días, enunciadas en sus propuestas de «democracia radical», parten de volver a pensar las relaciones de fuerza hegemónicas y contrahegemónicas, y la construcción de nuevas mayorías sociales populares. Piensan que las concepciones gramscianas sobre la sociedad civil, el sujeto político o el pluralismo democrático posibilitan una concepción radical de la democracia en la cual el conflicto político pueda encontrar su expresión en la confrontación de las fuerzas políticas en presencia.

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(2) Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 10, párrafo 44: […] Partiendo de la filosofía como concepción del mundo y de la actividad filosófica, no concebida solamente como elaboración «individual» de conceptos sistemáticamente coherentes, sino además y especialmente como lucha cultural para transformar la «mentalidad» popular y difundir las innovaciones filosóficas que se demostrarán «históricamente verdaderas» en la medida en que se conviertan concretamente, es decir histórica y socialmente, en universales, la cuestión del lenguaje y de las lenguas «técnicamente» debe ponerse en primer lugar. […] De ahí se deduce la importancia que tiene el «momento cultural» incluso en la actividad práctica (colectiva): todo acto histórico no puede no ser cumplido por el «hombre colectivo», esto es, presupone alcanzar una unidad «cultural-social» por la que una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de los fines, se consolidan conjuntamente sobre la base de una (igual) y común concepción del mundo (general y particular, transitoriamente operante —por vía emocional— o permanente, por lo que la base intelectual está tan enraizada, asimilada, vivida, que puede llegar a convertirse en pasión). En la medida en que esto sucede, puede verse la importancia de la cuestión lingüística general, es decir, de alcanzar colectivamente un mismo «clima» cultural. Este problema puede y debe ser vinculado con la doctrina y la práctica pedagógica según la cual la relación entre el maestro y el estudiante es una relación activa, de relaciones recíprocas y, por lo tanto, todo maestro es siempre estudiante, y todo estudiante, maestro. Pero la relación pedagógica no puede estar limitada a las relaciones específicamente «escolares», por las cuales las nuevas generaciones entran en contacto con las anteriores y absorben de ellas las experiencias y los valores históricamente necesarios «madurando» y desarrollando una personalidad histórica propia y culturalmente superior. Esta relación existe en toda la sociedad en su complejidad y en cada individuo respecto a otros individuos, entre grupos de intelectuales y no intelectuales, entre gobernantes y gobernados, entre élites y seguidores, entre dirigentes y dirigidos, entre vanguardias y cuerpos del ejército. Cualquier relación de «hegemonía» es necesariamente una relación pedagógica y se verifica no sólo en el interior de una nación, entre las diversas fuerzas que la componen, sino también en la totalidad del campo internacional y mundial, entre complejos de civilizaciones nacionales y continentales. Por eso se puede decir que la personalidad histórica de un filósofo individual es fruto también de la relación activa entre él y el ambiente cultural que él quiere modificar, ambiente que a su vez actúa sobre el filósofo y que, al constreñirlo a una continua autocrítica, funciona como «maestro». Una de las mayores reivindicaciones de los modernos intelectuales en el campo político ha sido la así llamada «libertad de pensamiento y de expresión del pensamiento (prensa y asociaciones)» porque sólo donde existe esa condición política se realiza la relación maestro-discípulo en el sentido más general que recordábamos más arriba, y en realidad se realiza «históricamente» un nuevo tipo de filósofo que podría llamarse «filósofo democrático», es decir, filósofo convencido de que su personalidad no se limita al propio individuo físico, sino que es una relación social activa de modificación del ambiente cultural. Cuando el «pensador» se contenta con el pensamiento propio, «subjetivamente» libre, esto es, abstractamente libre, hoy en día resulta ridículo: en efecto, la unidad de ciencia y vida es una unidad activa, en la que sólo así se realiza la libertad de pensamiento, es una relación maestro-alumno, filósofo-ambiente cultural en el que actuar, de la que extraer los problemas necesarios que hay que plantear y resolver, es decir, se trata de la relación filosofía-historia.

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Gramsci se enfrentó al desafío de entender el fascismo, y ver sin tapujos que sus conceptos no permitían explicarlo. Para empezar a ver las cosas como Gramsci hay que partir de la idea de que el fascismo es un fenómeno de masas y no la dictadura de unos pocos sobre una inmensa mayoría aplastada pero crítica. Si el fascismo es un fenómeno de masas, está claro que entre las masas están las masas populares, por lo tanto, pequeña burguesía, campesinado y clase obrera. No enteramente, de acuerdo. Sometidos también a la represión, sobre todo su parte más consciente, de acuerdo. Pero al final, el fascismo italiano obtuvo consenso popular, del mismo modo que el franquismo, nuestro fascismo particular, también lo obtuvo. ¿Cómo es posible?

2 La importancia del concepto de «hegemonía» se cifra en su intención de explicar cómo funcionan las sociedades occidentales modernas sin caer en la tentación de hablar de la alienación. El consenso en el que se basa la hegemonía de un grupo social dirigente, su supremacía en cuanto a establecer cuáles son las aspiraciones universales de una sociedad, no es engaño. Casi podríamos desear en algunas ocasiones que lo fuera: sería mucho más fácil de combatir. El consenso de los dirigidos es la prueba de la capacidad dirigente de un grupo social, de una clase. Conseguir que los dirigidos adopten como suyas unas formas de vida, unos comportamientos que no son los más destinados a favorecer sus intereses, es algo que requiere la participación de una pluralidad de estamentos, de aparatos ideológicos. En el caso del fascismo, del italiano y también del nuestro, el papel de la Iglesia católica fue fundamental: ayudó al desarrollo de un sentido común que aceptaba como interés general lo que en realidad no era sino el interés particular de un determinado grupo social.

3 Pero esa pedagogía que llevan a cabo los aparatos ideológicos no es adoctrinamiento básicamente. Adoctrinando no se impone un punto de vista de manera eficaz. Los medios de comunicación, la escuela, las asociaciones culturales y las iglesias son elementos fundamentales para producir un fenómeno de catarsis (tal y como explicamos en el apartado de «Economicismo»): traducen lo propio de un grupo social y le hacen adquirir un sentido cultural universal. 71

Por ejemplo: ¿qué vehicula una revista como Hola? ¿Qué aspiraciones sociales muestra? ¿Qué pasiones transforma? Tiene razón Rubén Juste cuando pone de manifiesto que la aparición del exministro de Economía socialista Miguel Boyer, junto con su esposa Isabel Presley, en la portada de la revista Hola en 1992, enseñando su casa a todos los españoles, marcó un punto álgido de triunfo del consenso de la hegemonía en España de una clase adinerada, superficial, ignorante y además hortera.

4 El texto de Gramsci que citamos aquí arranca con una identificación entre filosofía, concepción del mundo y lenguaje. Por supuesto que no se refiere a las filosofías de los filósofos, ni al pensamiento y a la teoría individual de estos, sino a la mentalidad, a la filosofía de los más, a esa filosofía «espontánea» que todos tenemos anclada en nuestro sentido común y que nos hace compartir puntos de vista, formas de vida, prácticas cotidianas, creencias y certezas. Pues bien, el causante principal de nuestra filosofía «espontánea» es el lenguaje. Esta afirmación es muy relevante porque a través de ella podemos llegar a entender que existe una relación fuerte entre lo que pensó y escribió Gramsci por un lado, y las teorías sobre el lenguaje que han supuesto un vuelco de lo que hasta el siglo XX se había pensado. Nuestro interés de poner de manifiesto la relación entre Gramsci y alguna teoría del lenguaje en particular, por ejemplo el pragmatismo, no tiene una finalidad erudita sino instrumental. No somos las primeras en afirmar que, si bien Gramsci no se declara pragmático (es más, el conocimiento que tuvo del pragmatismo a través de algunos comentaristas italianos le llevó a separarse de esa filosofía), su teoría se vuelve más eficaz si la vinculamos justamente con las teorías pragmáticas.

5 ¿En qué punto coinciden un filósofo del lenguaje como Wittgenstein, un filósofo pragmático como Dewey, un filósofo nietzscheano como Foucault, una feminista como Butler y el propio Gramsci? Creemos que se puede resumir en que todos ellos tienen en común dos cosas: por una parte, piensan que el sujeto y el objeto de un discurso, de una práctica, de un comportamiento no preexisten a estas actividades; y, por otra, sostienen que la realidad sólo es visible a través de las gafas del lenguaje. Es el lenguaje el que determina los contornos del objeto y el lugar y la identidad del sujeto. La palabra discurso significa que el lenguaje tiene lugar en espacios y tiempos 72

determinados, en «escenarios» determinados: es una palabra realizada en el teatro de la acción. El discurso de un médico, de una juez, de un profesor, de una madre, constituyen la relación misma entre quien lo emite y quien lo recibe. Por eso, mantener un discurso tiene efectos en la realidad. A ello se han referido las teorías pragmáticas hablando de la performatividad del lenguaje. O lo que es lo mismo, hablar es actuar. Si hablar un lenguaje es incorporar una forma de vida por la que aprendemos cuándo, cómo, de qué manera intervenimos en el mundo, si es así como se constituyen los objetos de los que hablamos y sobre los que actuamos y los sujetos que encarnan el sentido de lo que dicen, el interés de la política por el lenguaje es una consecuencia directa.

6 Las identidades colectivas han sido construidas políticamente. «Ser catalán», «ser homosexual», «ser feminista», como dice Errejón, no es ni una revelación ni un engaño. No es una revelación porque no existen los sujetos políticos antes de la política, en la naturaleza social de los hechos; no es un engaño porque la construcción del sujeto no es un velo superpuesto a una realidad natural subyacente. Dos millones de personas en la calle diciendo que son una nación pueden constituir una nación. Si se consigue la catarsis por la que los individuos pasan a sentirse como parte de un universal, si cuando se ataca a uno, la percepción es que se ataca a un colectivo que implica una totalidad, se ha llevado a cabo una transformación, una creación, una construcción de identidad o de subjetividad. Como dice Owen Jones, Margaret Thatcher consiguió que su partido, su grupo social, fuera hegemónico el día en que los obreros ingleses se vieron a sí mismos como clase media. El consenso había sido efectivo. Pero las subjetividades no son una realidad cerrada. Si lo fueran, no habría historia ni cambio social. Es cierto que el que se siente clase media participa de una forma de ser clase media, vive y siente como las clases medias. Sus hábitos, gestos y comportamientos están incorporados a su manera de ser, y con la repetición de estos apuntala aún más la dirección hegemónica de la sociedad. Sin embargo, el juego permanece abierto. Es ahí donde el papel de los intelectuales y de los filósofos se vuelve decisivo como artífices de un cambio de mentalidades, de subjetividades.

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El texto citado de Gramsci señala inequívocamente que la filosofía como concepción del mundo es objeto de una contienda porque la mentalidad popular puede transformarse. Una contienda que tiene la forma de una relación pedagógica maestro-estudiante. En el texto se señalan varias situaciones que pueden ser entendidas dentro de esa relación maestro-estudiante porque, como dice Gramsci, esa relación existe en toda la sociedad y no sólo en los ámbitos puramente académicos. La hegemonía, el modo en que las sociedades occidentales establecen la supremacía política de un grupo social gracias al consenso, es una relación pedagógica. Esta relación pedagógica propia de la hegemonía tiene dos características: es recíproca y es libre. Recíproca significa que todos somos maestros y estudiantes al mismo tiempo: gobernantes y gobernados, dirigentes y dirigidos, intelectuales y no intelectuales. Y libre porque pone de manifiesto que no estamos ante una relación de coerción, que el aprendizaje y la transformación se llevan a cabo con nuestro consentimiento.

8 Los filósofos, al formar parte de una sociedad en la que existe una hegemonía, también participan del consenso respecto de la cultura a la que pertenecen. La historia de un país entra en relación pedagógica con el filósofo. Creer en la independencia plena del propio pensamiento es ridículo, por lo que el filósofo democrático es aquel que es consciente de su papel de modificador-modificado, de maestro y de estudiante dentro de un determinado ambiente cultural. Es importante saber siempre quién educa a quién. Si bien hay una parte pasiva en la identidad de cada cual, también de los intelectuales y de los filósofos, reconocerla es ya una forma de actividad. Los filósofos han sido educados por la historia, y pueden ser a su vez educadores, contribuyendo a que la hegemonía existente se refuerce o arrimando el hombro para lograr cambiarla.

9 Las canciones, las películas, las series televisivas, los libros, las tertulias: todos estos son elementos de fabricación de consenso. Las feministas lo sabemos porque lo hemos experimentado: se deben cambiar la publicidad, los argumentos de las películas, las letras de las canciones, los comentarios públicos y privados, el lenguaje, las metáforas, en resumen, tiene que cambiar la percepción de las mujeres por parte de los varones y por 74

parte de las propias mujeres para que el mundo deje de ser androcéntrico y patriarcal. Ningún intelectual es ajeno a esta batalla hegemónica. El sentido es objeto de la contienda. Podemos observar las resistencias del bloque hegemónico que todavía hoy dirige nuestra sociedad a que el régimen franquista sea denominado fascista. Ningún acontecimiento histórico o social tiene sentido por sí mismo. Cuando se usan expresiones como «la pobreza energética», o «la trama» o «los cuidados» no se le está poniendo nombre a cosas que eran visibles y comprensibles antes de la operación de construcción de esos objetos a los que ahora todos nos referimos. Son gafas nuevas. Si todo el mundo empieza a mirar con estas gafas, a hablar con estas palabras, quien las ha introducido ha construido el terreno de juego y las reglas de juego: puede ganar.

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Sentido común

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 11, párrafo 12: Hay que destruir el prejuicio muy extendido de que la filosofía es algo muy difícil por el hecho de ser la actividad intelectual propia de una determinada categoría de expertos especialistas o de filósofos profesionales y creadores de sistemas. Por lo tanto, hay que demostrar preliminarmente que todos los hombres son «filósofos», definiendo los límites y los caracteres de esa «filosofía espontánea», propia de «todo el mundo», o sea, de la filosofía contenida: 1) en el lenguaje mismo, que es un conjunto de nociones y de conceptos determinados y no sólo palabras gramaticalmente vacías de contenido; 2) en el sentido común y en la sensatez; 3) en la religión popular y, por tanto, en todo el sistema de creencias, supersticiones, opiniones, modos de ver y de obrar que se encuentran en eso que generalmente se llama «folklore». […] Por la propia concepción del mundo se pertenece siempre a un determinado grupo, justamente al de todos los elementos sociales que comparten un mismo modo de pensar y de actuar. Se es conformista de algún conformismo, se es siempre hombre-masa u hombre-colectivo. La cuestión es esta: ¿de qué tipo histórico es el conformismo, el hombre-masa al que se pertenece? Cuando la concepción del mundo no es crítica y coherente sino ocasional y disgregada, se pertenece simultáneamente a una multiplicidad de hombres-masa, la propia personalidad está compuesta de un modo extraño: en ella se encuentran elementos del hombre de las cavernas y principios de la ciencia más moderna y avanzada, prejuicios de todas las fases históricas pasadas con tintes localistas e intuiciones de una filosofía por venir que será propia del género humano unificado mundialmente. Criticar la propia concepción del mundo significa, por tanto, hacerla unitaria y coherente y elevarla hasta el punto en el que se encuentra el pensamiento mundial más avanzado. Significa, por lo tanto, criticar también toda la filosofía que ha existido hasta la fecha, en cuanto que ha dejado estratificaciones consolidadas en la filosofía popular. El inicio de la elaboración crítica es la conciencia de aquello que es realmente, es decir, un «conócete a ti mismo» como producto del proceso histórico desarrollado hasta ahora que ha dejado en ti mismo una infinidad de huellas recibidas a beneficio de inventario. Inicialmente hay que hacer ese inventario. […] Crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos «originales», significa también y especialmente difundir críticamente verdades ya descubiertas, «socializarlas» por decirlo de alguna manera y, por lo tanto, convertirlas en la base de acciones vitales, elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y de manera unitaria el presente real es un hecho «filosófico» mucho más importante y «original» que el hallazgo por parte de un «genio» filosófico de una nueva verdad que permanece como patrimonio de pequeños grupos de intelectuales. Conexión entre el sentido común, la religión y la filosofía. La filosofía es un orden intelectual, lo que no pueden ser ni la religión ni el sentido común. Ver cómo, en la realidad, ni siquiera la religión y el sentido común coinciden, sino que la religión es un elemento del disgregado sentido común. Por otra parte, «sentido común» es un nombre colectivo, como «religión»: no existe un solo sentido común sino que también es un producto y un devenir histórico. La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común y, en ese sentido, coincide con la «sensatez» que se contrapone al sentido común. […] En efecto, no existe la filosofía en general: existen diversas filosofías o concepciones del mundo y siempre se elige entre ellas. ¿Cómo se realiza esta elección? Esta elección ¿es un hecho meramente intelectual o es más complejo? ¿Y no sucede a menudo que entre el hecho intelectual y la norma de conducta hay contradicción? ¿Cuál será en ese caso la verdadera concepción del mundo: la que lógicamente se afirma como hecho intelectual o la que resulta de la actividad real de cada uno, que está implícita en su acción? Y, puesto que el actuar es siempre un actuar político, ¿no se puede decir

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que la filosofía real de cada uno está contenida toda ella en su política? Este contraste entre el pensamiento y la acción, es decir, la coexistencia de dos concepciones del mundo, una afirmada en las palabras y otra encontrando explicación en la acción efectiva, no se debe siempre a mala fe. La mala fe puede ser una explicación satisfactoria para algunos individuos singularmente considerados, o también para grupos más o menos numerosos, pero no es satisfactoria cuando el contraste se verifica en la manifestación vital de amplias masas: entonces eso no puede ser sino la expresión de contrastes más profundos de orden histórico social. Significa que un grupo social, que tiene su propia concepción del mundo, aun cuando sea embrionaria, que se manifiesta en la acción, y por tanto de vez en cuando, ocasionalmente, esto es, cuando ese grupo se mueve como un conjunto orgánico, ha adoptado, por razones de sumisión y subordinación intelectual, una concepción ajena, de otro grupo, y la afirma con palabras y cree seguirla porque la sigue «en tiempos normales», esto es, cuando la conducta no es independiente y autónoma, sino sometida y subordinada. Así pues, no se puede separar la filosofía de la política y, por el contrario, se puede mostrar que la elección y la crítica de una concepción del mundo es también un hecho político. […] (Quizá es útil «prácticamente» distinguir la filosofía del sentido común para mejor indicar el paso de uno a otro momento: en la filosofía están especialmente marcados los caracteres de elaboración individual del pensamiento; en cambio, en el sentido común, los caracteres difusos y dispersos de un pensamiento genérico de una cierta época en un cierto ambiente popular. Pero cada filosofía tiende a convertirse en sentido común de un ambiente también restringido —de todos los intelectuales—. Se trata, por tanto, de elaborar una filosofía que teniendo ya una difusión porque está conectada a la vida práctica e implícita en ella, se convierta en un renovado sentido común con la coherencia y el nervio de las filosofías individuales: esto no puede suceder si no se siente siempre la exigencia del contacto cultural con la «gente sencilla».)

1 Gramsci nos parece un pragmático excepcional. Se plantea los mismos problemas que el pragmatismo americano respecto de las ideas. Tiene en común con Dewey el interés por saber en qué consiste la fuerza de las ideas, desterrando el carácter meramente ideal, espiritual, que a menudo se les atribuye. Una idea no es una representación de algo sino que es una acción. De ahí viene la palabra pragmatismo: las ideas son acciones porque son intervenciones en el mundo, porque alteran, cambian la realidad. Son siempre la respuesta a un problema, pensamos con ideas para dar solución a una situación práctica. Estoy perdida en el bosque, busco un camino, pienso en cómo salir de allí, trazo un mapa mental (una idea): encontraré un camino o no, será el mejor camino o no; en cualquier caso, mi idea —mi mapa—, estará directamente comprometida con el resultado real. La fuerza —la materialidad de las ideas— consiste en que no son emanaciones espirituales e inconsistentes, sino que el mundo es el que es porque los humanos pensamos y elaboramos soluciones prácticas. Y puesto que nuestro mundo está constituido por las relaciones que mantenemos entre nosotros, habrá que concluir que las relaciones humanas son una realización de nuestras ideas. En múltiples ocasiones, Gramsci se refiere al hecho de que las relaciones humanas son más impalpables e invisibles que la materia de la física: es fácil ver a un hombre y a 80

una mujer, pero hay que estar más entrenado para ver la existencia, entre ellos, de una relación de dominación. Pero no por ello se puede concluir que las relaciones no son materiales, porque están insertas en la materia, incorporadas a ella, y la prueba es que su construcción y destrucción son arduas. Si las relaciones humanas fueran fruto de ideologías, entendidas como un conjunto de ideas inmateriales, acabar con ellas sería una cuestión de convencimiento, de sustitución de unas ideas por otras.

2 Son ideas las que forman esa «filosofía espontánea» de la que habla Gramsci. Su afirmación de que todos somos filósofos, no filósofos profesionales pero sí pensadores filósofos, se debe al hecho de que todos pensamos, y pensamos en la práctica de nuestras vidas, para solucionar problemas, para lograr resultados, para conseguir el mejor mapa de la situación. Sin embargo, nuestras ideas no proceden de nuestra iniciativa y de nuestra libertad sino del lenguaje, del sentido común y de las creencias, de todo eso junto y revuelto. Todos somos filósofos porque todos somos seres pensantes y aplicamos el pensamiento a nuestras acciones, pero nos movemos en el seno de una concepción del mundo colectiva, pertenecemos a un colectivo que comparte un lenguaje, un sentido común y un universo de creencias. Cuando nuestros sentimientos nos inclinan más por una cosa que por otra, cuando elegimos, cuando actuamos, una parte más o menos grande de lo que hacemos está comprendida en el «hombre-masa» u «hombre-colectivo» del que formamos parte. La expresión «filosofía espontánea» alude a dos aspectos que pueden aparecer como contradictorios. Por ser «filosofía» es una actividad de pensamiento, de elaboración de ideas, pero por ser «espontánea» nos sitúa en la pasividad, en el conformismo. Gramsci se propone desarrollar esa contradicción enseñando cómo dar el paso de un sentido común pasivo a un sentido común activo (que llamará en italiano «buon senso» y que hemos optado por traducir como «sensatez»). De esta manera, no considera que los humanos vivan en el error y la alienación; afirma la capacidad de todo ser humano de pensar y ser filósofo y separa los aspectos menos conscientes y más conformistas de los que son críticos.

3 Los sentimientos, las pasiones, son la energía que nos mueve a la acción, operan sobre nuestra voluntad. Son también producto de nuestra manera de vivir, están hechos 81

igualmente de lenguaje, de sentido común y de creencias. La crítica al sentido común no parte de pensar en una humanidad racional que cancele la vida de los sentimientos. Gramsci no es un ilustrado, aunque es un gran admirador de la Ilustración: esta le parece un mito, un mito que allanó el paso a la revolución. Los mitos son ideas políticas, pero no bajo la forma de frías utopías o de razón doctrinaria, sino en la de fantasías que operan como energía identificadora de una voluntad colectiva.

4 Con el transcurso de la historia, el sentido común se estratifica, está formado de capas geológicas procedentes de pasadas concepciones del mundo e incluso atisbos de un pensamiento futuro. En resumen, en nuestras cabezas conviven varios sentidos comunes. Por ello, la filosofía espontánea no es unitaria sino más bien disgregada, cuando es pasiva. Iniciar un proceso de crítica de la conciencia, de autoconciencia, tiene que ser en primer lugar hacer «el inventario» de todos las huellas que las diferentes ideas dominantes han dejado en nuestras mentes. Desde muy joven, Gramsci utiliza el imperativo délfico «conócete a ti mismo» para hacer una llamada a la conciencia crítica. Y este uso lo prolonga a lo largo de toda su vida y de todos sus escritos. La autoconciencia le parece un elemento esencial, el arranque y primer paso de la voluntad política. Tenemos a nuestro alcance un ejemplo que puede ilustrarnos. El feminismo de segunda ola (años ochenta del pasado siglo) aplicó la autoconciencia como primer paso de su liberación: las mujeres se autoanalizaban, buscando en sus sentimientos, en sus acciones, qué elementos del orden simbólico masculino vivían en ellas a su pesar. Hacían el inventario de los rasgos que las llevaban a la reproducción de la dominación masculina en sus vidas, en sus costumbres y en sus gestos, en sus amores, en sus palabras, en sus mitos y en sus sueños. El pensamiento feminista nació a partir de la autoconciencia.

5 Si la sensatez, como núcleo sano del sentido común, puede encontrarse es porque, a veces, existe una contradicción entre lo que pensamos conscientemente, fruto de nuestra filosofía espontánea, y nuestras conductas. No es una cuestión de mala fe, no hay hipocresía o engaño: hay contradicción. Por supuesto, Gramsci piensa que lo que decimos y lo que hacemos «en tiempos normales» ha sido conformado a través del 82

lenguaje y del sentido común. Pero no siempre son «tiempos normales». Y ahí está la cuestión. En el texto, Gramsci dice que, «en tiempos normales», la conducta no es «independiente y autónoma, sino sometida y subordinada». Sin embargo, en la acción política se manifiesta una concepción del mundo diferente, autoconsciente. ¿Cuál es nuestra filosofía, la que decimos que tenemos o la que ponemos en práctica con nuestros actos? En un mundo en el que existe una fuerza hegemónica, que domina y dirige la sociedad, aprendemos a comportarnos según las reglas de juego imperantes. Pero no todo lo aprendemos, no todo lo obedecemos, nuestras subjetividades no están perfectamente constituidas. La historia no ofrecería cambios y revoluciones de no ser así. Hay un resto que escapa al sometimiento y a la subordinación. Y cuando ese resto aflora en la acción política, entra en contradicción con el discurso del hombre-masa, del hombre-colectivo, con la filosofía espontánea fruto del sentido común. En la acción política hay un momento de autoconciencia. Es también el momento de la organización, del encuentro entre individuos que comparten una experiencia y que comienzan a entender que sus problemas, sus dolores, su inconformismo con lo que sucede, no son privados e individuales, sino que son públicos y políticos. A partir de ese momento pueden elevar lo individual a universal y constituirse como una voluntad colectiva. Entre lo que es fruto de nuestra experiencia, aunque en muchas ocasiones sin palabras y contra el sentido común de una época, y las palabras del discurso dominante que son las que vienen espontáneamente a nuestras mentes y a nuestras bocas para explicar lo que pasa, ¿cuál de las dos es más verdadera? Gramsci lo tiene claro: actuar en la escena pública es hacer política y la filosofía de cada cual está «contenida toda ella en su política». Apelar a la sensatez es señalar el punto en el que, desde dentro de nosotros mismos, podemos realizar una crítica a nuestra filosofía espontánea y poner algo de orden, un orden que vincule lo que hacemos, como fiel reflejo de nuestra experiencia más auténtica, y la filosofía más activa, menos espontánea, con la que ahora interpretamos lo que hacemos.

6 El sentido común siempre prefiere lo que hay, el orden presente. Una voluntad colectiva que quiera cambiar el orden de las cosas tiene que cambiar el sentido común: sólo así puede llegar a ser hegemónica. Veamos un ejemplo del sentido común que dominaba la sociedad en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando la socialdemocracia triunfaba en 83

algunos países del norte de Europa y la influencia de su cultura se podía percibir en la mayoría de los países capitalistas. Entonces los ideales de libertad y de igualdad caracterizaban gran parte de sus políticas. Sus argumentos eran de sentido común: la desigualdad de riqueza y de estudios es un obstáculo para la consecución de una vida más libre; la igualdad se consigue nivelando la sociedad y poniendo límites a los privilegios, por lo que el Estado debe legislar para conseguir un acceso universal a ciertos derechos por parte de toda la población; una mayor igualdad es garantía de libertad. El neoliberalismo, actualmente hegemónico, cambió el sentido común de la socialdemocracia de la siguiente manera: ahora se puede pensar como algo razonable que la libertad individual es incompatible con la intervención y ampliación del Estado; que hay que estar muy atentos ante los excesos legislativos; que la igualdad que se obtiene a partir de la intervención estatal puede convertirse en falta de iniciativa y en una especie de totalitarismo. El sentido común del neoliberalismo disocia la libertad de la igualdad y proclama que la desigualdad es garantía de libertad. La crítica al neoliberalismo tiene que conseguir cambiar el sentido común que lo sostiene. Para ello tiene que encontrar el núcleo de sensatez, a partir de una práctica política que lo ponga de manifiesto. Eso exactamente es lo que ha hecho la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en nuestro país. Visto desde el sentido común neoliberal, el desahuciado es alguien próximo a un delincuente porque incumple sus compromisos, adquiridos libremente, con la banca; tiene de qué avergonzarse ya que nadie lo había obligado a embarcarse en un crédito hipotecario; se había hecho una imagen de sí mismo superior a lo que era y pierde su casa por todo ello. La rabia y la impotencia de la persona desahuciada, al encontrarse en esa situación, se entiende cuando sabemos que esa argumentación es la que el sentido común le ofrecía para entender su dolorosa experiencia. Y sin embargo, algunos de los desahuciados supieron apoyarse en un resto de resistencia, privado de discurso inicialmente, pero vivo, real. Cuando empezaron a juntarse, a organizarse, lo que no tenía palabras las encontró, las inventó. ¿Es sensato considerar que la gente desahuciada tiene que pagar por lo que ha hecho y que los directivos de los bancos, apoyados por algunos partidos políticos, tienen que ser defendidos por la justicia? ¿Es la justicia justa cuando se pone de parte de los poderosos y en contra de los débiles? Y así se ha llegado a resquebrajar el sentido común neoliberal. Se comienza a pensar que la existencia de personas a las que se desahucia y se pone de patitas en la calle, cargados con sus enseres y con sus hijos, es una imagen ignominiosa. Ahora la vergüenza ha cambiado de bando: lo que la causa es que una sociedad democrática pueda actuar de esa manera contra sus ciudadanos más pobres.

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7 Gramsci presta mucha atención al papel de los intelectuales en la sociedad. Son fundamentales para producir cambios en el sentido común. La filosofía de un filósofo individual, si es influyente, tiende a convertirse en sentido común de todos los intelectuales en un momento histórico determinado. Y de esa manera se pasa del pensamiento individual al colectivo. Por eso termina esta cita haciendo un llamamiento a la elaboración de una filosofía que conecte con la vida de la gente sencilla y que renueve el sentido común a partir de la crítica a la filosofía espontánea. Y eso es la «filosofía de la praxis».

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Filosofía de la praxis

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 11, párrafo 12: Una filosofía de la praxis sólo puede presentarse al principio en actitud polémica y crítica, como superación del modo de pensar precedente y del pensamiento concreto existente (o mundo cultural existente). Por tanto, fundamentalmente como crítica del «sentido común» (después de haberse basado en el sentido común para demostrar que «todos» son filósofos y que no se trata de introducir ex novo una ciencia en la vida individual de «todos», sino de innovar y de hacer que sea «crítica» una actividad ya existente) y, por lo tanto, de la filosofía de los intelectuales, que ha dado lugar a la historia de la filosofía, y que, en cuanto individual (y se desarrolla en efecto esencialmente en la actividad de los individuos singulares particularmente dotados), puede considerarse como los «picos» del progreso del sentido común, por lo menos del sentido común de los estratos más cultos de la sociedad, y a través de estos también del sentido común popular. Así pues, una puesta en marcha del estudio de la filosofía debe exponer sintéticamente los problemas nacidos del proceso de desarrollo de la cultura general, que se refleja sólo parcialmente en la historia de la filosofía que, sin embargo, no existiendo una historia del sentido común (imposible de construir por ausencia de material documental) sigue siendo la fuente máxima de referencia para criticarlos, demostrar su valor real (si lo tienen todavía) o el significado que han tenido como anillos superados de una cadena y fijar los problemas nuevos actuales o el planteamiento actual de los viejos problemas. […] La filosofía de la praxis no tiende a mantener a la «gente sencilla» en su filosofía primitiva del sentido común, sino a conducirla a una concepción superior de la vida. Si afirma la exigencia del contacto entre intelectuales y gente sencilla no es para limitar la actividad científica y para mantener una unidad en el bajo nivel de las masas, sino precisamente para construir un bloque intelectual-moral que haga políticamente posible un progreso intelectual de las masas y no sólo de escasos grupos intelectuales. El hombre activo de masa opera prácticamente, pero no tiene una clara conciencia teórica de este obrar suyo que, incluso, es un conocer el mundo en cuanto que lo transforma. Su conciencia teórica, por el contrario, puede estar históricamente en contraste con su obrar. Casi se puede decir que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria), una implícita en su obrar y que realmente lo une a todos sus colaboradores en la transformación práctica de la realidad, y una superficialmente explícita o verbal que ha heredado del pasado y ha acogido sin crítica. Sin embargo, esta concepción «verbal» no deja de tener consecuencias: renueva un grupo social determinado, influye en la conducta moral, en la dirección de la voluntad, de un modo más o menos enérgico que puede llegar hasta el punto en el que la contradicción de la conciencia no permite ninguna acción, ninguna decisión, ninguna elección y produce un estado de pasividad moral y política. La comprensión crítica de uno mismo sucede, por lo tanto, a través de una lucha de «hegemonías» políticas, de direcciones contrastantes, primero en el campo de la ética, después en el de la política, hasta alcanzar una elaboración superior de la propia concepción de la realidad. La conciencia de ser una parte de una determinada fuerza hegemónica (esto es la conciencia política) es la primera fase para una ulterior y progresiva autoconciencia en la que teoría y práctica finalmente se unifican. Tampoco la unidad de teoría y práctica es un dato de hecho mecánico, sino un devenir histórico, que tiene su fase elemental y primitiva en el sentido de «diferenciación», de «separación», de independencia apenas instintiva, y avanza hasta la posesión real y completa de una concepción del mundo coherente y unitaria. Aquí se entiende por qué hay que poner de relieve cómo el desarrollo político del concepto de hegemonía representa un gran progreso filosófico además del político-práctico, porque necesariamente implica y supone una unidad intelectual y una ética conforme a una concepción de la realidad que ha superado el sentido común y se ha convertido en crítica, aun cuando sea dentro de límites todavía estrechos.

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1 El papel de los intelectuales en la sociedad es uno de los temas centrales de los Cuadernos de la cárcel. Desde el primer momento en el que Gramsci se enfrentó a una larga condena, tuvo en mente que tenía que desarrollar una investigación en torno a ese problema. Si bien considera que todos los humanos poseemos una función intelectual, en la medida en que podemos aplicar el pensamiento a lo que hacemos ya que cualquier trabajo físico comporta un mínimo de actividad intelectual, cuando escribe acerca del papel de los intelectuales se está refiriendo a las personas que poseen un cierto prestigio por encima de los demás, debido a que escriben, publican, asesoran, opinan, enseñan. Los intelectuales son dirigentes, son constructores de consenso. El vínculo de este tema con su concepción de la hegemonía es evidente.

2 Gramsci considera que los intelectuales no son un grupo autónomo, independiente, sino más bien que cada grupo social tiene sus propios intelectuales. El empresario capitalista crea al científico economista. De ahí proviene la denominación de «intelectual orgánico». Pero no podemos caer en la lectura rápida de considerar que los intelectuales pertenecientes a un determinado grupo social son propagandistas, ajenos a la búsqueda de la verdad. Su función en tal caso sería fácilmente desenmascarable. Los intelectuales, que pertenecen a un grupo social, organizan el consenso, pero no son forzosamente intelectuales de partido. Los intelectuales no son creadores originales. Ese papel corresponde a los filósofos individuales. Más bien los intelectuales son comentaristas, intérpretes. Pero su trabajo resulta fundamental ya que configura la filosofía de una época histórica determinada, que acaba siendo la filosofía del hombre-colectivo, de amplias masas populares, la filosofía espontánea: una masa de sentimientos y de concepciones del mundo, amalgamada con la religión y productora de sentido común.

3 La importancia que Gramsci confiere a los intelectuales es una consecuencia directa de 90

su antieconomicismo y de la anulación que lleva a cabo de la separación entre estructura económica y superestructura. La clave de un cambio revolucionario hay que buscarla en el componente subjetivo, cultural, en las ideas. Antes de seguir adelante, conviene recordar que todos esos términos (ideas, subjetivo, cultural) tienen que ser interpretados a la luz de lo que Gramsci ha intentado explicar acerca del consenso hegemónico. No se trata de salir del marxismo vulgar para caer en los brazos de un idealismo trasnochado. Hay que comprender lo que es materia y lo que es idea de otra manera. Existe, sin duda, una materia-materia que es el objeto de estudio de las ciencias positivas (biología, química, física, geología, etc.): es prácticamente eterna, y si sufre cambios con la historia, estos son bastante imperceptibles debido a su lentitud. Y existe otra materia, una materia-historia formada por las relaciones humanas, una materia encarnada. Partiendo de este segundo caso, de la materia-historia, podemos entender que las ideas no pululan por el cielo abstracto, no se oponen a la materia porque justamente forman la materia. La materia de la que está hecha la humanidad es histórica toda ella, lo que nosotros vemos y conocemos es esa materia-historia formada por las relaciones humanas, materia-idea: no existe una humanidad natural al margen de la historia. Cuando Gramsci critica el marxismo vulgar lo hace señalando que la expresión «materialismo histórico» ha sido entendida erróneamente poniendo el acento en «materialismo» y no en «histórico». Repite machaconamente que las relaciones humanas tienen la consistencia de la materia porque no son evanescentes como una ideología, pero, al mismo tiempo, tampoco son tan duraderas o eternas como la materia física porque son fruto de nuestras concepciones del mundo, de nuestra filosofía espontánea, y por tanto están sometidas a cambios, a aparecer y a desaparecer en la historia.

4 A juicio de Gramsci sería de lo más interesante para un investigador que se ocupa de los cambios históricos, así como para un militante que quiere impulsar la revolución, estudiar una historia del sentido común. Esa historia nos ofrecería la posibilidad de conocer el papel de los intelectuales en un momento histórico, la importancia de lo que dijeron, el modo en el que sus discursos conformaron una realidad. Gramsci declara que no existe el material documental que permita tal historia. Con una distancia de 40 años, el inmenso trabajo como archivista de Foucault es una refutación a esto: su historia de los sistemas de pensamiento nos presenta el sentido común de una época histórica recogido en todo tipo de documento escrito, ya sea este un horario de un hospital, una sentencia judicial o un manual de buenas costumbres, y las subjetividades de una época (los locos, los 91

delincuentes, los médicos, los jueces, los policías, la sexualidad de los hombres y de las mujeres, etc.) como fruto de las prácticas básicamente discursivas que atestiguan los documentos analizados. No pudiendo hacer una historia del sentido común, Gramsci habrá de usar la historia de la filosofía para buscar en ella alguna respuesta. Si la filosofía individual tiene un papel tan importante en la historia es porque influye en el sentido común de la gente más culta de una sociedad, o sea, en los intelectuales. Toda filosofía individual tiene como objetivo influir en la conducta humana. Es una respuesta a ciertos problemas que la época histórica contemporánea de un pensador le presenta. Los intelectuales son los mediadores entre las propuestas de las filosofías individuales y las concepciones del mundo que alcanzan a la mayoría de la población. Ese ha sido el papel de la religión durante siglos. Hoy en día, los medios de comunicación cumplen mejor esa labor de mediadores.

5 Las personas que comienzan a participar en la acción política sufren una contradicción que, en este texto, Gramsci formula como la existencia de una doble conciencia, o de una doble hegemonía: por un lado tienen una concepción del mundo implícita en lo que hacen; por otro tienen una concepción del mundo explícita, reflejada en las palabras con las que dicen y conocen la situación. Aun cuando sin duda la conciencia más auténtica es la que está unida a la acción, aun cuando los discursos con los que nos contamos lo que sucede pueden ser aparentemente más superficiales, las consecuencias de esta contradicción van en detrimento de la acción revolucionaria. La conciencia explícita refuerza la hegemonía existente, influye en la voluntad y es un obstáculo para el triunfo de esa otra hegemonía que lucha por cambiar el estado de las cosas. Por ejemplo, uno de los elementos que corresponde a la filosofía espontánea y que ha pervivido durante siglos es la idea del sentido común de que el mundo tiene una existencia objetiva, de materia-materia, y que eso es la realidad. La mirada histórica se abre camino con dificultad. Y eso se debe al hecho de que separamos lo que somos de lo que pensamos, nos parece que la humanidad es básicamente la misma a lo largo de los siglos y que lo que cambia son las ideas (desencarnadas); somos incapaces de vernos a nosotros mismos y a los demás como un producto histórico. Para muestra de ello, pensemos en las mujeres a lo largo de la historia. El sentido común tiende a creer que básicamente las mujeres del pasado eran como nosotras y que lo que ha cambiado son las leyes, las costumbres, los discursos, las formas de vida. Como si, por fuera de la historia, existiera la mujer natural, la que nos iguala a todas a lo largo y lo ancho de la 92

geografía y de los tiempos. Sin embargo, a todas luces, lo que hace a las mujeres de hoy en un país como el nuestro, lo que las constituye, son sus leyes, sus costumbres, sus discursos y sus formas de vida: esas son las ideas encarnadas, esas son las relaciones humanas, y los humanos no viven al margen de sus relaciones con los demás. La persistencia de esa convicción del sentido común aun la hace más dañina, porque es causa de un gran conservadurismo y siempre facilita las cosas a quienes quieren que el mundo no cambie.

6 Las ideas son acciones, son prácticas, tanto las individuales como las colectivas. Las colectivas son los comportamientos que obedecen a la filosofía espontánea de una época. Pero el problema que Gramsci se plantea una y otra vez, en cuanto militante revolucionario, es el de saber cómo se lleva a cabo el convencimiento que permite pasar del pensamiento a la acción. Parte de la constatación de un elemento que, sin duda, está vinculado a lo que la situación histórica le enseñó: que la verdad no es suficiente para persuadir y que, sin embargo, es la persuasión la que se convierte en voluntad. Casi podríamos decir que es un problema que se arrastra desde los inicios mismos de la filosofía: tampoco Sócrates, pese a tener razón, logró persuadir a sus jueces, y estos lo condenaron a muerte. La persuasión es más sentimiento que razón. Gramsci sabe que tiene que haber una conexión no meramente racional con la gente, si se la quiere convencer. El sentido común, la filosofía de una época, está compuesto de todas aquellas evidencias de las que la gente está persuadida. Todo movimiento revolucionario que aspire a cambiar el sentido común tendrá que saber que no puede llevar a cabo una crítica del sentido común desde una posición totalmente exterior a este. Tendrá que tener un pie dentro y un pie fuera. Para ello, los intelectuales tienen que sentirse próximos a la gente sencilla. Sólo así puede llevarse a cabo una catarsis fruto de la persuasión. Los intelectuales que luchan por un cambio en la hegemonía no pueden estar de acuerdo con todas las convicciones propias del sentido común de una época, porque justamente es lo que quieren cambiar: hay que despojarlas de su parte más opuesta a la realidad de lo que somos y hacemos. Pero sí pueden coincidir con una parte de los sentimientos de la gente: ese es su pie dentro.

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La «filosofía de la praxis» es el nombre que Gramsci da a su concepción del materialismo histórico. Es una filosofía crítica para purificar el sentido común de todos sus elementos caóticos, contradictorios, espontáneos: quiere hacer a la gente más autoconsciente, un paso inevitable cuando se desea que los humanos sean sujetos de sus propios actos, más libres de dirigir sus propios destinos. Un humanismo, como han dicho algunos intérpretes. Pero un humanismo basado en la actividad política práctica, o sea, en la voluntad. Es cierto que puede parecer que el pensamiento de Gramsci sirve igualmente a quienes quieren un cambio revolucionario y a quienes se oponen, ya que la descripción de cómo se consigue ser una fuerza hegemónica no prejuzga que esa hegemonía tenga uno u otro signo. Y en estos tiempos en los que la misma palabra revolución ha perdido gran parte de su significado histórico porque muchos han sido los movimientos, partidos, gobiernos que se han puesto esta etiqueta y han realizado cosas muy diferentes y opuestas, lo fundamental es entender de qué revolución está hablando Gramsci. En uno de sus fragmentos de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci se hace una pregunta que podría ser una piedra de toque mediante la cual saber de qué lado estamos: «¿Queremos que existan siempre gobernantes y gobernados o queremos crear las condiciones en las cuales la necesidad de la existencia de esta división desaparezca?». La filosofía de la praxis enseña a las clases subalternas a gobernar, pero a gobernar a partir de asumir que esa perpetua división que produce y reproduce las élites de gobernantes y las masas de gobernados es histórica, responde a una necesidad histórica, y puede desaparecer. Es fundamental querer que esa división desaparezca. No sirve responder que Gramsci es un ingenuo, que siempre ha habido y que siempre tendrá que haber gobernantes y gobernados. Quienes lo dicen es posible que tomen partido por la no naturalidad de esa división, pero mantienen al mismo tiempo que la diferencia es de carácter técnico, entre los que saben y los que no. El imperativo ético de Gramsci es un humanismo que apuesta por la desaparición justamente de esa barrera, la que justifica la división del trabajo con su eterna consideración de la superioridad de unos trabajos sobre otros, una división que es la base para esa otra entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Que una sociedad necesite estar ordenada no tiene por qué implicar que exista quien manda y quien obedece: en el fondo del sentido de la palabra democracia subsiste un anhelo de soberanía, no sólo de soberanía para un pueblo, sino también para cada persona, hombre o mujer, perteneciente a esa ciudadanía.

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Jacobinismo

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 6, párrafo 87: Afirmaciones de Guicciardini de que para la vida del Estado dos cosas son absolutamente necesarias: las armas y la religión. La fórmula de Guicciardini puede ser traducida en otras varias fórmulas, menos drásticas: fuerza y consentimiento, coerción y persuasión, Estado e Iglesia, sociedad política y sociedad civil, política y moral, […] derecho y libertad, orden y disciplina, o, con un juicio implícito de sabor libertario, violencia y engaño. De cualquier manera, en la concepción política del Renacimiento, la religión era el consenso y la Iglesia era la sociedad civil, el aparato de hegemonía del grupo dirigente, que no tenía un aparato propio, es decir, no tenía una propia organización cultural e intelectual, pero sentía como tal la organización eclesiástica universal. Sólo se está fuera del medioevo por el hecho de que abiertamente se concibe y se analiza la religión como instrumentum regni. Desde este punto de vista hay que estudiar la iniciativa jacobina de la institución del culto del «Ser Supremo», que aparece, por lo tanto, como un intento de crear identidad entre Estado y sociedad civil, de unificar dictatorialmente los elementos constitutivos del Estado en sentido orgánico y más amplio (Estado propiamente dicho y sociedad civil) en una búsqueda desesperada de tener en un puño toda la vida popular y nacional, pero aparece también como la primera raíz del Estado moderno laico, independiente de la Iglesia, que busca y encuentra en sí mismo, en su vida compleja, todos los elementos de su personalidad histórica.

1 En este texto, Gramsci trata de un tema al que es especialmente afecto: el de la religión. No es extraño que un pensador como Gramsci, que siente un especial interés por las formas y las maneras en que se produce el consentimiento sin coerción, o al menos preponderantemente sin ella, se encuentre subyugado por las formas que, a lo largo de la historia, han permitido a la Iglesia católica ser hegemónica en Occidente. En la concepción política del Renacimiento, la religión era el consenso y la Iglesia era la sociedad civil. Pero, además, Gramsci recalca que era el aparato de hegemonía del grupo dirigente que no tenía aparato propio, es decir, una organización cultural e intelectual propia: no le hacía falta, puesto que para ello disponía de la organización eclesiástica «universal». Gramsci manifiesta reiteradamente la «admiración» que siente por la larga experiencia histórica de la Iglesia y la religión católicas como instrumentos de persuasión, de consentimiento y de dominación en Occidente. Le parece que la fuerza de la Iglesia católica reside en la «unión doctrinal» de sus intelectuales y de las masas, luchando para impedir que en su seno se formaran dos religiones, una de los intelectuales y otra de las «almas simples». «Los jesuitas —añade Gramsci— han sido incontestablemente los 98

mejores artesanos de este equilibrio y, para conservarlo, han imprimido a la Iglesia un movimiento de progresión que tiende a dar ciertas satisfacciones a las exigencias de la ciencia y de la filosofía, pero a un ritmo tan lento y tan metódico que los cambios no son percibidos por la masa de los simples, aunque aparezcan “revolucionarios” y demagógicos a los “integristas”.» Gramsci insiste en que vincular a los intelectuales con la gente de abajo es el secreto del éxito de la Iglesia en su manera de articular la unidad de un «bloque social» católico cohesionado: imponía una disciplina de hierro a los intelectuales para que no sobrepasaran ciertos límites en la sofisticación intelectual, a la vez que mantenía a los pobres en su ignorancia. En estas reflexiones late la preocupación de Gramsci por la importancia que para el ejercicio de la hegemonía tiene la integración de la sociedad civil. Esta cuestión está relacionada con su concepción del sentido común. Porque durante siglos, hasta el surgimiento de una burguesía con un proyecto propio y autónomo revolucionario, la religión fue el cemento de ese sentido común que señalaba el territorio cultural o la concepción del mundo compartida. Gramsci afirma que en el Renacimiento se da un paso que rompe con la Edad Media, al considerar a la Iglesia como un instrumento del reino, es decir, un medio del que el Estado incipientemente moderno se puede servir para sus fines. No es difícil, además, añadir que ese territorio de consentimiento fue especialmente fructífero con las mujeres, que eran el objetivo central de los discursos y prácticas civilizatorias, esto es, prácticas para reconducir los excesos masculinos. En cualquier caso hay que decir que las mujeres disfrutaron en ese ámbito de cierto protagonismo y participación.

2 Las diferencias con la filosofía de la praxis son importantes porque la unidad que esta filosofía debe procurar a su bloque social no puede basarse en mantener a la gente sencilla en la ignorancia, ni puede impedir a los intelectuales elaborar doctrinas sofisticadas, sino que hay que «construir un bloque intelectual-moral que haga políticamente posible un progreso intelectual de masa y no sólo de algunos grupos intelectuales escasos». Allí donde la Iglesia rebaja y limita, la filosofía de la praxis debe elaborar y elevar. Podemos resaltar igualmente hasta qué punto es importante para Gramsci no determinar el desarrollo de la cultura —la superestructura— en función de lo que el marxismo llamaba la infraestructura. Si bien Gramsci siempre considera las fuerzas productivas y el desarrollo de las relaciones de producción como la condición de 99

posibilidad de ese bloque social, no cae en el reduccionismo economicista tan extendido entonces y ahora. El cemento de ese bloque tiene que ver con la cultura, los hábitos, las prácticas y las concepciones del mundo. Y en ese terreno, la Iglesia y la religión católica lo fascinan a consecuencia de la eficacia con la que históricamente han cumplido esa función.

3 Nuestro Manual de uso no puede soslayar la cuestión religiosa en España. La batalla de las clases dirigentes en la segunda mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX por consolidar su hegemonía a través de la escuela en España es una de las disputas más feroces que se dan entre proyectos enfrentados: el del bloque dominante y el de los que están alejados del núcleo central de la dirigencia y que elaboran su propio proyecto educativo basado en los principios de la Escuela Nueva. El proyecto de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) encontró su cauce en las políticas educativas de la Segunda República e hizo de la universalidad y la laicidad sus emblemas político-culturales. Este proyecto o programa de reforma cultural y moral fue derrotado y arrasado hasta sus raíces durante el franquismo que, sin embargo, tuvo que retomar algunas de sus líneas a partir de los setenta porque sus intentos de modernización no podían evitar la ampliación de la escolarización general y obligatoria. La democracia hereda y consagra un modelo educativo dual público/privado, en el que la Iglesia se fortifica para conservar una red de escolarización muy importante. La escuela concertada es deudora de todo lo que hemos analizado, de esa preocupación por constituirse en un instrumento de agregación entre las clases sociales, como una sociedad perfecta y que aspira a ser autónoma del Estado moderno y laico: no es una escuela para todos, pero alardea de serlo; no es una escuela de pobres, pero está presente en barrios de muy diferente composición social; no es una escuela de ricos, pero aspira a formar a los hijos de las clases dirigentes; no es una escuela pública, pero se presenta como un conjunto de centros «sostenidos con fondos públicos»; no es una escuela integradora, pero ese es el mensaje que lanza a la sociedad; no es una escuela plural, pero no ceja en la defensa del lema «libertad de enseñanza». Cabe preguntarse por qué ese denodado empeño en defender una red escolar segregada de la pública: sin lugar a dudas es una cuestión de hegemonía. Cuestión de no renunciar a moldear un sentido común de época. Es la vía peculiar en que la Iglesia en España interviene y conforma la sociedad y, aunque los retrocesos son muy importantes porque la sociedad se ha modernizado y convertido en mucho más laica, es una de las bases más sólidas del voto de la derecha y del mantenimiento de un Estado en parte 100

fallido porque no consigue establecer su propio proyecto de reforma intelectual y moral de manera integral.

4 Entre las reflexiones que Gramsci realiza sobre la alta cultura y la cultura popular, hay un paso intermedio que no podemos de dejar de lado: su análisis de la Reforma protestante como un factor de reforma de masas, de reforma de la cultura popular, en la que la alta cultura juega un papel subordinado a la penetración de las nuevas ideas en las masas populares. En este sentido establece una interesante comparación entre la Reforma protestante, el Renacimiento y la Ilustración en Francia. Gramsci afirma que la Reforma luterana y el calvinismo suscitaron, allí por donde se extendieron, un amplio movimiento popular, mientras que el Renacimiento permaneció siendo aristocrático. Los países protestantes —dice Gramsci— pudieron resistir tenaz y victoriosamente a la cruzada de los ejércitos católicos gracias al movimiento popular de masas. Francia, por su parte, fue desgarrada por las guerras de religión, con la victoria aparente del catolicismo, pero conoció una gran reforma popular en el siglo XVIII con las Luces, el volterianismo, la Enciclopedia, reforma que preparó y acompañó a la Revolución de 1789. Gramsci propone la filosofía de la praxis como una filosofía política porque corresponde a esa conexión entre Reforma protestante y Revolución francesa: tiene que ser la culminación de todo un movimiento de reforma intelectual y moral que supere la oposición entre cultura popular y alta cultura.

5 En 1989, en la celebración del bicentenario de la Revolución francesa, se editó un excelente libro/diccionario dirigido por M. Vovelle, historiador que fue nombrado por el Gobierno francés Comisario responsable de los fastos, y que calificaba así a los jacobinos y al jacobinismo tomando a Gramsci como autoridad marxista indiscutible: La tradición marxista, repensada por Antonio Gramsci, ve en el jacobinismo la esencia de la Revolución, como revolución burguesa y democrática. El antifeudalismo fundador, producto de la unión ciudad/campo, será en este caso superado por la expresión de una voluntad nacional-popular, dominada por la «ilusión heroica» y puesta al servicio de un discurso universalista. Los jacobinos fueron, pues, los protagonistas, el «partido», que pudo superar el estadio de una estrategia de

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compromiso, en provecho de un modelo ético político de intervención radical y de realización de la hegemonía burguesa sobre la nación.

En la segunda parte del texto que estamos analizando, Gramsci no oculta su admiración por el jacobinismo y por los jacobinos. Estos toman la religión como una cuestión de Estado, del nuevo Estado burgués revolucionario, del Estado moderno que, paradójicamente, debe ser laico, para lo cual buscan identificar Estado y sociedad civil. El culto al Ser Supremo es un momento álgido del jacobinismo. Después de lo que ellos consideran excesos de la descristianización —que se puede resumir como anticlericalismo radical—, Robespierre pensó que el componente popular de la religión no podía ser desdeñado e intentó construir una nueva imaginación popular en torno a un deísmo que se centrara en popularizar unas nuevas creencias basadas en un Ser Supremo que debía encarnar los principios cívicos y asumir la sacralidad que había sido transferida desde la desacralización del monarca. En junio de 1794 (20 pradial) se celebró por primera vez la Fiesta del Ser Supremo, que fue escenificada por el pintor David y oficiada por Robespierre. Pocas semanas después, el 27 de julio (9 termidor), los jacobinos fueron derrotados y su cúpula dirigente, con Robespierre y su fiel amigo SaintJust al frente, decapitados. Parece que Gramsci piensa que los jacobinos —especialmente Robespierre—, al impulsar una nueva religión de Estado, el culto al Ser Supremo, invaden las fronteras de la sociedad civil estableciendo de una manera dictatorial la unidad entre ambos, pero que de este modo el Estado se procura un instrumento propio, autónomo, separado de la Iglesia y por lo tanto, por este atajo, busca sus propios fundamentos históricos, su autosuficiencia como Estado moderno. Y, paradójicamente, al impulsar esta nueva religión, se laiciza, se separa de la Iglesia y de su poder secular al servicio de Roma. El nuevo Estado jacobino necesita una nueva religión, en cierto sentido un nuevo sentido común, un nuevo horizonte de referencias intelectuales, morales y ético-políticas separadas de la Iglesia católica y de la obediencia papal.

6 Gramsci se alinea sin duda entre los defensores de la Revolución francesa proponiéndola como una revolución desde abajo, como un triunfo de la burguesía revolucionaria que logra convertir en universales sus ideas de reforma; es decir, que logra a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII disputar la hegemonía a los privilegiados del Antiguo Régimen, a los que caracteriza como una casta que se muestra incapaz de representar a la nación que surge de la plebs, del Tercer Estado. En nuestros días, esta posición de Gramsci está bien distante de la manera en que las 102

revoluciones son entendidas, porque tanto la Revolución francesa como la rusa han sido sistemáticamente desacreditadas y demonizadas por el pensamiento liberal y conservador. Los conservadores de todo tipo rechazan absolutamente la revolución a la que juzgan desde el principio como una catástrofe, producto del pensamiento ateo moderno, y que debe interpretarse como un castigo de Dios a los caminos extraviados emprendidos por la humanidad, cuyas huellas deben borrarse, por lo tanto, tan completamente como sea posible. La actitud liberal típica introduce un cierto matiz: su fórmula es «1789 sin 1793». En resumen, lo que desearían los liberales sensibles es una revolución descafeinada, como dice Zizek, que huela lo menos posible a revolución. Para la historiografía liberal que representa de manera destacada Furet, el terror, tanto en la revolución francesa como en la rusa, es una condición necesaria y contenida en la idea misma jacobina, que no es más que el antecedente de la idea comunista. La Revolución francesa y la rusa, si bien gozaron de grandes defensores, especialmente los que se inscribieron en la tradición radical democrática, jacobina y, después, los herederos de la tradición marxista en torno a la III Internacional, también encontraron, desde sus orígenes, un frente político intelectual de detractores que vinculó la crítica de los defensores del Ancien Régime con una escuela de conservadores y liberales, creadores de una vulgata del «verdadero» significado de las revoluciones como portadoras de la violencia y la dictadura, condiciones ineluctables y matriciales de su existencia. La novedad de nuestra época es que tampoco la mayoría de los intelectuales de la izquierda defienden ya el jacobinismo, puesto que no se compadece con el gusto o la sensibilidad del tiempo presente: ya no hay nadie que rompa una lanza por la complementariedad de la Virtud y el Terror, o por la necesidad del Terror para que reine la Virtud. Las palabras de Saint-Just «Lo que produce el bien general es siempre terrible» ya sólo las pronuncian sus detractores.

7 Gramsci comparte con la tradición liberal la consideración de que las revoluciones se caracterizan por ser fundacionales y suponen rupturas, y un tiempo de destrucción del orden antiguo y construcción de un orden y tiempo nuevos. Sin embargo, para Gramsci la Revolución francesa es un modelo de reforma intelectual y cultural, en la que las nuevas ideas —las Luces— se convertirán en política, en el marco de una lucha en la que la correlación de fuerzas posibilita la construcción de una nueva mayoría que representa a toda la nación, de un nuevo sujeto político que, en una onda larga, acabará imponiéndose a los intentos de restauración. Y lo hará de manera 103

que obligará a toda Europa a resignificarse. Es decir, que su marco liberal/constitucional definido por la tríada Libertad, Igualdad y Fraternidad marcará un nuevo territorio y abrirá una nueva época, en la que un nuevo sentido común acabará penetrando un populus que será crítico e intolerante con los privilegios y tendrá la igualdad y la libertad como ideales reguladores. Gramsci admira y defiende a los jacobinos porque, en definitiva, hasta 1848 los efectos de su obra de gobierno impidieron la restauración en sentido estricto. E incluso cuando esta se produce no lo hace limitando las conquistas jacobinas y arrasándolas, sino por la vía de lo que él llama revolución pasiva: es decir, otorgando en parte lo conseguido, aunque circunscribiendo los efectos y retomando el control hegemónico.

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Voluntad colectiva

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 13, párrafo 1: La causa de los sucesivos fracasos en los intentos de crear una voluntad colectiva nacional-popular tiene que buscarse en la existencia de determinados grupos sociales, que se forman a partir de la disolución de la burguesía de las ciudades, en el carácter particular de otros grupos que reflejan la función internacional de Italia como sede de la Iglesia y depositaria del Sacro Imperio Romano, etc. Esa función y la posición consiguiente determina una situación interna que se puede llamar «económicacorporativa», esto es, políticamente la peor de las formas de sociedad feudal, la forma menos progresiva y más estancada: siempre faltó, y no podía constituirse, una fuerza jacobina eficiente, exactamente la fuerza que en otras naciones ha suscitado y organizado la voluntad colectiva nacionalpopular y ha fundado los Estados modernos. ¿Existen las condiciones para esa voluntad? O, dicho de otra manera, ¿cuál es la relación actual entre esas condiciones y las fuerzas opuestas? Tradicionalmente, las fuerzas opuestas han sido la aristocracia de la tierra y más generalmente la propiedad de la tierra en toda su complejidad, con su carácter particular italiano, que es una especie de «burguesía rural», herencia del parasitismo dejada a los tiempos modernos por la ruina, como clase, de la burguesía de las ciudades […]. Las condiciones positivas hay que buscarlas en la existencia de grupos sociales urbanos, convenientemente desarrollados en el terreno de la producción industrial y que hayan alcanzado un determinado nivel de cultura histórico-política. No es posible la formación de voluntad colectiva nacional-popular a no ser que las grandes masas de campesinos cultivadores irrumpan simultáneamente en la vida política. Es esto lo que había entendido Maquiavelo gracias a la reforma del servicio militar, es esto lo que hicieron los jacobinos en la Revolución francesa, en esta comprensión hay que identificar un jacobinismo precoz de Maquiavelo, el germen (más o menos fecundo) de su concepción de la revolución nacional. Toda la historia desde 1815 hasta nuestros días muestra el esfuerzo de las clases tradicionales por impedir la formación de una voluntad colectiva de este tipo, por mantener el poder «económico-corporativo» en un sistema internacional de equilibrio pasivo. Una parte importante del moderno Príncipe tendrá que estar dedicada a la cuestión de la reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión religiosa o de concepción del mundo. También en este terreno encontramos en la tradición ausencia de jacobinismo y miedo al jacobinismo […]. El moderno Príncipe debe y no puede no ser el pregonero y el organizador de una reforma intelectual y moral, lo que después significa crear el terreno para un ulterior desarrollo de la voluntad colectiva nacionalpopular hacia la realización de una forma superior y total de la civilización moderna. Estos dos puntos fundamentales —formación de una voluntad colectiva nacional-popular de la que el moderno Príncipe es al mismo tiempo el organizador y la expresión activa y actuante, y la reforma intelectual y moral— tendrán que constituir la estructura del trabajo […]. ¿Puede existir una reforma cultural, o sea elevación civil de los estratos deprimidos de la sociedad, sin estar precedida de una reforma económica y de una mutación en la posición social y en el mundo económico? Por eso una reforma intelectual y moral no puede no estar vinculada a un programa de reforma económica; es más, el programa de reforma económica es exactamente el modo concreto con el que se presenta toda reforma intelectual y moral. El moderno Príncipe, desarrollándose, altera todo el sistema de relaciones intelectuales y morales en cuanto que el hecho de que se desarrolle significa que todo acto se concibe como útil o perjudicial, como virtuoso o vicioso, tan sólo en la medida en que tiene como punto de referencia al moderno Príncipe mismo y sirve para incrementar su poder o combatirlo. El Príncipe toma el lugar, en las conciencias, de la divinidad o del imperativo categórico, se convierte en la base de un laicismo moderno y de una completa laicización de toda la vida y de todas las relaciones de costumbres.

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1 Gramsci emplea la palabra jacobinismo como cualidad que tienen algunas organizaciones, algunos individuos y algunas teorías. Los jacobinos, en cuanto grupo político, ejercieron un papel dirigente en la Revolución francesa de 1789. Gramsci señala a Maquiavelo (1469-1527) como un precursor jacobino; dice que la revolución bolchevique siguió, en cuanto al modo de ejercer una dirección política, las huellas del jacobinismo francés; y desea que el Partido Comunista Italiano sea jacobino. Su admiración por el jacobinismo podríamos cifrarla en lo siguiente: fueron capaces de llevar a cabo hechos difícilmente reversibles, como es por ejemplo el laicismo del Estado francés. En este sentido encarnan un ideal revolucionario: el de cambiar de raíz las cosas, no quedarse a medias, lograr que la historia dé un paso adelante. Por ello, el jacobinismo es la antítesis de la revolución pasiva.

2 A Maquiavelo le dedica gran atención Gramsci en sus escritos, tanto en los Cuadernos de la cárcel como en escritos anteriores. Su interés está basado, por un lado, en que plantea un discurso político, no ético; y, por otro, en que enseña cuál es el arte de gobernar, de hacer política, que muy probablemente ya conocen aquellos que siempre la han hecho pero que, sin duda, desconoce el pueblo. Sin embargo, la palabra maquiavelismo ha popularizado la idea de que se trata de una manera de obtener lo que se quiere, una forma engañosa, astuta e inmoral de conseguir los fines perseguidos en la acción. Sin duda han sido individuos cercanos a la Iglesia católica y sus seguidores quienes han logrado que ese sea el sentido de esta palabra. Se podría decir que aquellos jesuitas que vilipendiaron los escritos de Maquiavelo fueron muy astutos y muy engañosos, y hasta muy inmorales por haberlo hecho. O sea que fueron maquiavélicos. Ganaron, sin embargo. Y hoy en día hay que salir al paso de lo que el lenguaje nos obliga a pensar cuando utilizamos el vocablo maquiavelismo. Maquiavelo defiende la autonomía y especificidad de lo político, como una actividad humana que tiene sus reglas y sus patrones de comportamiento, y enseña a quienes quieren gobernar que no puede ser una ética abstracta la que guíe sus decisiones. Por ejemplo —dice—, no se puede ser bueno y generoso siempre, porque hay que saber perseguir y castigar los desmanes; no se puede perdonar a los malhechores. 109

3 La ética siempre es más popular que la política. Más si cabe ahora mismo, cuando la política y los políticos han caído en tan gran desprestigio. Pero quizá esa buena prensa que tiene la ética por encima de la política también viene de lejos, en un país católico como el nuestro, y no es sino una secuela de la eficacia con la que los jesuitas atacaron a Maquiavelo. Nuestras conciencias se tranquilizan cuando piensan que existe una ley superior y anterior a la política, y que esa ley moral es la que legitima unas acciones y otras no. El paso más difícil de entender para todos aquellos que se adentran en el mundo de la política es que las decisiones, como dice Chantal Mouffe, son incondicionadas, no dependen de ningún código o teoría que las trascienda, son en este sentido libres. Con anterioridad, otra pensadora, Hannah Arendt, también concluyó, leyendo a Maquiavelo —y coincidiendo en lo que Gramsci y más tarde Mouffe sostuvieron—, que política y libertad son lo mismo: las acciones políticas introducen novedad en la historia, son una creación, son una muestra de la libertad incondicionada de los humanos. Arendt sigue a Maquiavelo cuando señala que la bondad moral, para serlo, no puede mostrarse en público, a riesgo justamente de no ser tan impecable como quiere parecer, si tiene interés en dejarse ver de esa manera. La bondad pertenece al terreno privado, la política es exhibición. Un ejemplo de esta primacía popular de la moral sobre la política la podemos ver en la palabra nueva postureo, que algunos medios de comunicación han puesto en circulación. El postureo implica exhibición, es una postura que se convierte en imagen para ser reproducida. Con la palabra postureo los medios de comunicación quieren condenar algunos gestos como inauténticos, como interesados, se quiere señalar una diferencia radical entre autenticidad e impostura. Pero todo lo que rodea a la política se hace en la plaza pública, ante la mirada de los demás: no sólo lo que se dice sino también vestirse de una u otra manera, moverse, besarse, llorar, reírse, poner un gesto duro. En el terreno político, todo sucede bajo los focos de la luz pública, porque eso es la política: espacio público. Y bajo la luz pública, bajo los focos, estamos en una especie de teatro. El mundo de los sentimientos verdaderos está en otra parte, en la parte privada y oculta de nuestras vidas. A favor de la política, podemos añadir que es mejor que la política no sea un asunto de buenos y malos porque, de lo contrario, convertimos a los adversarios en enemigos, y se puede llegar a encontrar incluso una justificación moral para eliminar a los enemigos.

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4 Hoy diríamos, con un lenguaje moderno, que Maquiavelo busca empoderar al pueblo que quiere gobernar y desterrar a los que siempre han ocupado puestos políticos. De esta manera es un abanderado de un pueblo soberano que quiere ser el artífice de su propia historia. Es verdad que lo que escribe puede servir a las dos partes, a quienes quieren conservar el poder que ya tienen (la Iglesia católica-romana en tiempos de Maquiavelo) y a quienes quieren cambiar los Estados en un sentido de progreso. Pero en la medida en que enseña el arte de la política, está enseñando al que no sabe, por lo que es esencialmente revolucionario. Maquiavelo escribe su obra más conocida, El príncipe, pensando que la renovación política tenía que venir de manos de un príncipe que supiera dirigirla. Gramsci quiere que sea el partido político revolucionario, el Partido Comunista en su época, el que encarne al príncipe. El moderno príncipe, o sea el partido revolucionario, tiene que conseguir que se forme una «voluntad colectiva nacional-popular» y para ello debe protagonizar, dirigir, «una reforma intelectual y moral».

5 ¿En qué consiste esa reforma intelectual y moral? Es una tarea educativa dirigida hacia la parte más ignorante, más deprimida de la sociedad. Puesto que Gramsci dice «nacionalpopular», podemos decir, nosotras también, que está dirigida al pueblo. El pueblo será el sujeto colectivo de la revolución cuando se constituya en voluntad colectiva. El pueblo tiene que superar una fase de corporativismo (como vimos en «Economicismo») y tiene que adquirir una conciencia de sí mismo. Y el papel del partido es en este punto fundamental. En la catarsis de las conciencias, el partido actúa como «imperativo categórico» o como «la divinidad».

6 El imperativo categórico es la fórmula empleada por Kant para referirse a la ley moral universal que, según él, rige las conciencias de todos los humanos. Dice así: «Actúa de tal manera que tu conducta pueda convertirse en norma para todos los humanos, en condiciones similares». Es decir, actúa como un legislador, piensa cuando haces algo si 111

querrías que eso mismo fuera ley para todos, incluido tú mismo. ¿Quieres un mundo en el que esas cosas sucedan y te sucedan? Responder a esta pregunta orienta la acción, nos impide hacer algunas cosas —o sabemos que estamos actuando mal cuando las hacemos —. Y sirve para juzgarse a uno mismo y a los demás; es una condición de humanidad. Es fundamental el carácter de universalidad que se le quiere dar al imperativo categórico. Kant tiene la pretensión de que es válido en todo tiempo y en todo lugar. Hoy en día son muchos los filósofos que siguen afirmando esto mismo. Gramsci, sin embargo, les lleva la contraria, argumentado que la fórmula de este imperativo, aun cuando en su abstracción parece útil, no supera un ambiente cultural determinado que puede parecernos en otro momento histórico supersticioso, inmoral o bárbaro. El ejemplo que pone Gramsci lo hace grande a nuestros ojos, y es el siguiente: un marido celoso actuará matando a su mujer y queriendo al mismo tiempo que todo marido se comporte de la misma manera en similares circunstancias. Se nos dirá que no sirve el ejemplo porque divide a la humanidad en varones y mujeres, y en consecuencia determina una ley para los varones que no rige para las mujeres: el marido celoso kantiano no quiere ser tratado de la misma manera que la mujer del marido celoso. Pero es que el mundo está hecho de diferencias y cada individuo, en su propia comunidad, se ve autorizado a hacer determinadas cosas por una lógica del deber, por un imperativo categórico que sólo sirve para el universo de la comunidad histórica a la que pertenece. Gramsci sabe que dirigimos nuestras vidas con arreglo a imperativos categóricos que nos señalan límites a lo que hacemos, que tienen una autoridad moral sobre nuestras acciones. Pero considera que el imperativo categórico es histórico, vinculado a un tiempo, a un espacio. Es universal sólo para una comunidad, o sea, no es universal. Cada individuo actúa según su propia cultura y «todos los humanos» son su ambiente, los que piensan como él.

7 Cuando Gramsci afirma que el moderno príncipe, el partido revolucionario, tiene que ocupar en las conciencias el lugar del imperativo categórico está justamente partiendo del hecho de que pueden existir diferentes imperativos categóricos y de que una reforma cultural y moral, necesaria para la creación de una voluntad colectiva, se lleva a cabo cuando, en la conciencia de la gente, una autoridad se sustituye por otra autoridad. La autoridad de la Iglesia católica ha dirigido, más en el pasado que ahora mismo, las vidas de los individuos. Introdujo en las conciencias un dios al que obedecer, y se convirtió en el imperativo categórico de una época. Cuando Victoria Kent se opuso a la 112

concesión del voto a las mujeres en 1933, aduciendo que las mujeres votarían lo que sus confesores les dijeran y que de esa manera la República saldría perdedora, tenía razón. Clara Campoamor defendió, sin embargo, que había que dar ese paso. En la inmediatez, la historia corroboró la opinión de Victoria Kent; con una mirada más larga, sin esa libertad las mujeres no podían llegar a ser ciudadanas y no hubieran podido sacudirse la autoridad de la Iglesia. La autoconciencia requiere libertad.

8 La conciencia es un lugar en el que se obedece a determinados valores y criterios. Es una obediencia voluntaria, de lo contrario hablamos de constricción. La distinción que han establecido las feministas italianas entre poder y autoridad es pertinente: mientras que el poder es el que alguien se atribuye y ejerce, la autoridad no puede atribuírsela un individuo o una institución a sí misma sin el movimiento de reconocimiento de los demás. Se podrá querer tener autoridad además de poder, pero si quienes tendrían que reconocerla no lo hacen, no hay modo de obligarlos. No se puede obligar a reconocer a una autoridad, es un movimiento libre de cada cual hacia aquello a lo que se le da autoridad en la propia conciencia. Eso es el consenso, una obediencia voluntaria de las conciencias hacia una autoridad reconocida.

9 Un partido jacobino, decidido a cambiar irreversiblemente, revolucionariamente, a un pueblo, tiene que convertirse en una autoridad en las conciencias de la gente para lograr así una reforma cultural y moral: que el pueblo deje de obedecer a lo que para él tiene autoridad y que es la causa de su subalternidad y comience a reconocer autoridad en las propuestas, en los modos de vida diferentes que encarna el partido revolucionario. El pueblo que ha transformado su conciencia y ha roto el consenso que regía su vida, está en posición de dirigir un cambio en la sociedad, un cambio hacia otro consenso.

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Nacional-popular

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Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 21, párrafo 5: En una nota de la Crítica fascista del 1 de agosto de 1930 se lamenta que dos grandes periódicos, uno de Roma y otro de Nápoles, hubieran iniciado la publicación por entregas de las siguientes novelas: El conde de Montecristo y Joseph Balsamo de A. Dumas, y el Calvario de una madre de Paolo Fontenay. Escribe Crítica: «El siglo xix francés ha sido, sin duda, un período áureo para la novela por entregas, pero deben tener un concepto muy bajo de los propios lectores esos periódicos que reimprimen novelas de hace un siglo, como si el gusto, el interés, la experiencia literaria no hubiesen cambiado nada desde entonces hasta ahora. Y no sólo esto, ¿por qué no tener en cuenta que existe, a pesar de las opiniones contrarias, una moderna novela italiana? Y pensar que esa gente está dispuesta a derramar lágrimas de tinta sobre la infeliz suerte de las letras patrias». Crítica fascista confunde diversos órdenes de problemas: el de la falta de difusión entre el pueblo de la llamada literatura artística y el de la no existencia en Italia de una literatura «popular» por lo que los periódicos se ven obligados a proveerse en el extranjero. […] [En Italia] no existe, de hecho, ni una popularidad de la literatura artística, ni una producción autóctona de literatura «popular» porque falta una identidad de concepción del mundo entre «escritores» y «pueblo», es decir, que los sentimientos populares no los viven los escritores como propios, ni los escritores tienen una función «educativa nacional», o sea que no se han planteado ni se plantean el problema de elaborar los sentimientos populares después de haberlos revivido y adoptado. […] para muchos lectores, la «novela por entregas» es como la «literatura» de clase para las personas cultas: conocer la «novela» que publicaba La Stampa era una especie de «deber mundano» de portería, de patio en común; cada episodio daba lugar a «conversaciones» en las que brillaba la intuición psicológica, la capacidad lógica de intuición de «los más distinguidos», etc.; se puede afirmar que los lectores de novelas por entregas se interesan y se apasionan por sus autores con mucha mayor sinceridad y con un interés humano más vivo que el que se manifiesta en los salones llamados cultos por las novelas de D’Annunzio o por las obras de Pirandello. […] La literatura «nacional», también llamada «artística», no es popular en Italia. ¿De quién es la culpa? ¿Del público que no lee? ¿De la crítica que no sabe presentar y exaltar ante el público los «valores» literarios? ¿De los periódicos que en vez de publicar por entregas «la novela moderna italiana» publican el viejo Conde de Montecristo? Pero ¿por qué en Italia el público no lee mientras que sí lo hace en otros países? Y, por otra parte, ¿es cierto que en Italia no se lee? ¿No sería más justo plantearse el problema de por qué el público italiano lee la literatura extranjera, popular y no popular, en vez de leer la italiana? […] ¿Qué significa el hecho de que el pueblo italiano lea preferentemente escritores extranjeros? Significa que sufre la hegemonía intelectual y moral de los intelectuales extranjeros, que se siente más vinculado a los intelectuales extranjeros que a los de su país, esto es que no existe en el país un bloque nacional intelectual y moral, ni jerárquico ni mucho menos igualitario. Los intelectuales no salen del pueblo, aun cuando accidentalmente alguno de ellos sea de origen popular, no se sienten vinculados al pueblo (aparte de la retórica), no lo conocen y no sienten sus necesidades, sus aspiraciones, sus sentimientos difusos, y más bien, en relación con el pueblo, muestran desapego y carencia de interés, una casta es lo que son y no una articulación del pueblo mismo, dotada de funciones orgánicas. La cuestión tiene que extenderse a toda la cultura nacional-popular y no restringirse sólo a la literatura narrativa: lo mismo tiene que decirse del teatro, de la literatura científica en general (ciencias de la naturaleza, historia, etc.). ¿Por qué en Italia no surgen escritores como Flammarion, por qué no ha nacido una literatura de divulgación científica, como en Francia y en otros países? Esos libros extranjeros, traducidos, son leídos y buscados y a veces conocen grandes éxitos. Todo esto significa que toda la «clase culta», con su actividad intelectual, está separada del pueblo-

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nación, no porque el pueblo-nación no haya demostrado o demuestre interesarse por esta actividad en todos sus grados, desde los más ínfimos folletines hasta los más elevados: llega a buscar los libros extranjeros porque el elemento intelectual indígena es más extranjero que los extranjeros frente al pueblo-nación. […] Los laicos han fracasado en su tarea histórica de educadores y elaboradores de la intelectualidad y de la conciencia moral del pueblo-nación, no han sabido dar una satisfacción a las exigencias intelectuales del pueblo: justamente por no haber representado una cultura laica, por no haber sabido elaborar un moderno «humanismo» capaz de difundirse hasta los estratos más toscos e incultos, como era necesario desde un punto de vista nacional, por haberse mantenido vinculados a un mundo anticuado, mezquino, abstracto, demasiado individualista o de casta. La literatura popular francesa, que es la más difundida en Italia, representa, por el contrario, en mayor o menor grado, en un modo que puede ser más o menos simpático, ese moderno humanismo, ese laicismo a su manera moderno […].

1 En este texto, Gramsci muestra su intenso amor por la literatura, y hasta qué punto le concedía un papel esencial en la formación de las identidades colectivas. Retoma aquí algunas de las preocupaciones que constituyen la médula de su pensamiento cultural antielitista. Porque toda su pasión por la lectura se convierte en rechazo, por un lado, a la «alta cultura» entendida como una cuestión de minorías y, por otro, al desapego de los intelectuales respecto del pueblo. El odio al elitismo es otra forma de expresar el odio a los indiferentes que ya había manifestado en un texto de juventud escrito en 1917: «Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida. Por eso odio a los indiferentes».

2 Aparece en este texto enunciada la combinación de esos dos adjetivos que recorrerán la escritura de sus Cuadernos de la cárcel y que constituyen un núcleo conceptual: «nacional-popular». Cabe, pues, preguntarse con qué intenciones reúne estos dos términos. Es muy significativo de nuevo ver su recurso a la Revolución francesa, considerada por él un éxito en la construcción de un nuevo Estado para oponerla al Risorgimento italiano, como proceso en parte fracasado: Francia representa un tipo acabado de desarrollo armónico de todas las energías nacionales, y en especial, de las de los intelectuales porque estos representan una corriente cultural nacional-popular. Sin embargo, en Italia, según Gramsci, no existe una literatura popular, y ello porque sus escritores no sienten como el pueblo, lo que les impide asimismo llegar a ser educadores. 118

Podemos entender que Gramsci propone que sólo se puede construir una nación en la medida en que lo popular —el pueblo— consienta activamente, participe en este proyecto, y para ello la cultura, entendida como un abanico amplio que comprende lengua, educación, literatura, periodismo, etc., es un factor fundamental y de primer orden. Porque se trata en definitiva de encarnar en un bloque histórico/social/intelectual y moral la emergencia de una voluntad popular, colectiva y general. Y en esta articulación de este nuevo sujeto político es muy importante —no secundario— el papel de los intelectuales como mediadores culturales, como ya hemos desarrollado en el capítulo «Sentido común». Ya en años anteriores a su encarcelamiento Gramsci había dedicado mucha atención a un tema que está estrechamente conectado con el del fracaso del Risorgimento como proceso modernizador en Italia: el de la cuestión meridional. Precisamente había reflexionado sobre el problema de la identidad nacional italiana en la medida en que pensaba que la desarticulación de los ejes norte/sur y ciudad/campo, que estaban en la base de la ausencia de cohesión de Italia como Estado-nación moderno, podía ser estudiada en las formas culturales. Entonces advertía que el desarrollo desigual cultural reflejaba «una estructura diferente de las clases intelectuales, una disimetría en su relación con el Estado». En el texto propuesto hay, además, una crítica a los intelectuales laicos por no haber representado bien una cultura laica, por no haber sabido elaborar un moderno «humanismo» capaz de difundirse hasta los estratos más toscos e incultos, como era necesario desde un punto de vista nacional, por haberse mantenido vinculados a un mundo anticuado, mezquino, abstracto, demasiado individualista o de casta. Es decir, que no han sabido heredar desde un ángulo opuesto o distinto la función de los clérigos que eran capaces de hacer esa labor de fabricar un consentimiento activo que fue tan eficaz durante siglos. Thomas opina que Gramsci utiliza aquí el término humanismo en su sentido popular-laico, conocedor como era de los grandes avances de la tradición humanista, particularmente el logro de presentar una nueva imagen del hombre como centro del universo. Es decir, «humanismo» como opuesto a jerarquía eclesiástica y casta.

3 La función nacionalizadora de la cultura es crucial, según Gramsci, en cuestiones centrales para la vida de las personas y de los pueblos. Como la lengua: en Italia, el proceso de unificación tiene que afrontar el desafío de una pluralidad lingüística y dialectal que Gramsci no estima que sea un obstáculo. Él defiende el uso y el 119

conocimiento del sardo, pero su defensa de la riqueza de la diversidad italiana y de la unificación lingüística no obsta para que se enfrente al problema de que la lengua es un factor de hegemonía para las clases dominantes. Es evidente que una lengua que se impone sobre una realidad plural y fragmentada desde políticas lingüísticas dominantes conforma un consenso que puede estar al servicio de la dominación y del sometimiento de los humildes, que no poseen por su parte sino un instrumento de comunicación que carece de la misma autoridad. Para Gramsci, toda lengua nacional supone clases dominantes que la practiquen y que amplíen su uso a las clases dominadas, que así son implicadas y rearticuladas a través de un discurso que a su vez las construye como tales.

4 Pero no menos importante para los fines nacionalizadores es la literatura, especialmente la popular porque es allí donde se aprende el uso de la lengua culta y donde se establecen las relaciones de cercanía con la lengua escrita, se ejercita y se aprende a leer y a mejorar la escritura y, por ende, a recibir toda una serie de referencias, pautas, actitudes, a fantasear, a desear, a identificarse positiva o negativamente, a construir una manera de estar en la sociedad, como individuos y como miembros de una colectividad. En este sentido, la formación de una conciencia nacional supone cosas aparentemente tan triviales como una literatura para la infancia o ensayos de vulgarización científica escritos a sus conciudadanos. O los folletines que eran publicados por entregas en los periódicos y que se constituyen en una literatura de masas. Supone también procesos ideológicos y/o religiosos de masa, tal como ya hemos visto que sucedió en la Reforma protestante o la Revolución francesa, que suscitan una «reforma intelectual y moral» a escala de una nación (o de varias naciones). Gramsci elabora una suerte de catálogo del género de las novelas populares que, como ya hemos visto, eran las más leídas en Italia: novelas como las de Victor Hugo o Eugène Sue, de carácter netamente ideológico-político, de tendencia democrática ligada a las ideologías de 1848 —que, por cierto, siguen produciendo efectos democratizadores, como es el caso de Los miserables—; novelas de tipo sentimental, que expresan lo que él llama «democracia sentimental»; novelas de pura intriga pero con contenido conservador reaccionario; la novela histórica a lo Dumas o Ponson du Terrail —el primero impregnado de sentimientos democráticos genéricos y «pasivos» y el segundo favorable a los aristócratas—; la novela policíaca a lo Holmes; la novela negra de fantasmas y terror; la novela de aventuras geográfico-científicas a lo Verne. Insiste en que cada uno de estos subgéneros tiene aspectos nacionales diferentes, y en que podemos encontrar en 120

ellos un nacionalismo implícito hábilmente insinuado en el relato. Las anotaciones sobre la novela popular de Gramsci pueden ser repensadas a la luz de la cultura popular de masas actual para preguntarnos cómo las diferentes manifestaciones culturales pueden funcionar como un conjunto de referentes que deben cambiar los usos, las prácticas y las cabezas de la gente, pero teniendo siempre un pie dentro de lo que podría ser relacionado con sus esquemas conceptuales previos y no situándose en una exterioridad tal que haga imposible cualquier aproximación entre ambos mundos: el de la cultura con mayúscula y el de la popular. La música, el cine, las series televisivas, la novela y tantas otras cosas deben ser instrumentos de disfrute a la vez que de conocimiento y de cambio cultural individual y colectivo. Por ejemplo, son paradigmáticas algunas series históricas de la BBC, que han hecho más por el conocimiento histórico popular que la mayoría de los libros de texto editados en este país.

5 La cultura debe ser pues, a través de la mediación de los intelectuales, un factor de cohesión nacional-popular. El fracaso de esta empresa es también el fracaso de la articulación de un bloque contrahegemónico. Gramsci llega a lamentar que en italiano «nacional» y «popular» no sean sinónimos como sucede en otras lenguas (en castellano ocurre lo mismo que en italiano). La lengua reflejaría, en este caso, la misma secesión que en la sociedad italiana habría entre unos intelectuales paternalistas y el pueblo.

6 En esta línea de análisis de los cambios culturales con claros objetivos de contenido nacional-popular, nuestro Manual de uso no puede dejar de rememorar ejemplos de políticas paradigmáticas en nuestro pasado reciente: las misiones pedagógicas, las colonias escolares, las bibliotecas populares y escolares, las universidades abiertas, la educación de adultos, los ateneos populares, las escuelas modernas, las publicaciones de la literatura clásica en colecciones como Novelas y Cuentos, la buena literatura infantil como la que escribió Elena Fortún para estimular otra mirada sobre la infancia, comprensiva e igualitaria, fueron propuestas de la Institución Libre de Enseñanza y de la Segunda República para modernizar España. En esas mismas décadas, la mirada popular democrática de Galdós o la apuesta por el reformismo humanista y feminista en la defensa de las mujeres de Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán extendieron otra 121

forma de ver a las mujeres. En los años cuarenta, el grito contra la brutalización y la misoginia de la sociedad española, una sociedad fascistizada, fue lanzado con gran éxito de lectores por Carmen Laforet en esa gran novela incalificable que fue Nada, que se sigue editando y leyendo en la actualidad. En el ambiente de disidencia cultural que durante las décadas de 1960 y 1970 acompañó al antifranquismo hubo manifestaciones culturales que cohesionaron y proporcionaron mitos, iconos, banderas compartidas por los estudiantes y por los obreros jóvenes, como por ejemplo la Nova Cançó, que llegó a impregnar incluso la capital de la España castellana y centralista, o revistas como Triunfo, que fue de las más vendidas, o los primeros años de periódicos como El País; la enorme difusión de cartelería pop con imágenes antiimperialistas o de movimientos de derechos civiles como la de Angela Davis, Luther King u otros; programas de televisión de la primera Transición como La edad de oro o La bola de cristal; revistas contraculturales como Ajoblanco o feministas como Vindicación feminista. Estos elementos fueron fundamentales para la emergencia de una nueva voluntad colectiva.

7 Gramsci entiende la idea de «nación» como un escalón necesario para la disputa política. A pesar del internacionalismo del análisis del marxismo-leninismo, él sitúa la nación —el nivel de lo nacional— como instancia que condensa las relaciones de confrontación y de disputa de las fuerzas en presencia. No se puede entender su concepto de «nación» en el sentido del nacionalismo romántico, como una entidad inmanente, ahistórica, preexistente desde sus orígenes hasta la actualidad, como la plasmó en su día el presidente del Gobierno de España, Aznar, en un programa de Historia de España que más bien pertenecía al mundo del siglo XIX y de las Historias generales que al del XXI, o como la utiliza el presidente Rajoy en la actualidad cuando dice que España es la nación más antigua de Europa. En Gramsci, lo nacional-popular no se identifica con un nacionalismo esencialista: hay una clara opción por la política como vía de construcción de bloques sociales que incorporan elementos de referencia identitaria, en la medida que les son necesarios para su disputa de la hegemonía y para desarticular/rearticular una nueva voluntad general. Jordi Solé Tura —uno de los pocos introductores de Gramsci en España—, en un artículo publicado en la revista Taula de canvi en 1976, «La qüestió de l’Estat y el concepte de nacionalitat», se planteaba el hecho nacional catalán en términos que continúan teniendo vigencia en la actualidad. Partía de la afirmación de Albert Soboul, que se compadece muy bien con el pensamiento de Gramsci, de que «nación» y «patria» 122

son nociones no definidas de una vez y para siempre y que en cada etapa del movimiento histórico se afirman, bajo una máscara que puede parecer inmutable, en unas realidades sociales nuevas y continuamente en movimiento. Solé Tura afirmaba entonces —y seguramente lo mantendría ahora— que, más allá de cualquier determinismo, el carácter de clase de un movimiento nacional no es nunca un hecho inmutable. Creer, por ejemplo, que el origen burgués —es decir, la hegemonía burguesa inicial— de un movimiento nacional lo hace perpetuamente burgués es un «primitivismo teórico y político». Y viceversa, también lo es no tener en cuenta la mezcla de contenidos de clase que hay en todo movimiento nacional. No se pueden ignorar los resultados de la lucha constante por la hegemonía, el carácter del adversario común, las transformaciones de este adversario, los cambios en las posibles alianzas extranacionales, «como si todo el movimiento nacional fuera prefigurado por un pasado histórico inmutable»; eso sería una muestra de dogmatismo inoperante. Podemos concluir que lo «nacional-popular» se construye en la disputa política, en la lucha por la hegemonía, y que no pertenece a lo inmanente, a las esencias, sino al campo abierto de la definición política y, especialmente, al territorio de las transformaciones culturales.

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Contra el elitismo Maite Larrauri Gómez y Dolores Sánchez Durá No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

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Índice Sinopsis Portadilla En caso de duda: volver a Gramsci Introducción Economicismo Guerra de posición/guerra de maniobra Revolución pasiva Hegemonía Sentido común Filosofía de la praxis Jacobinismo Voluntad colectiva Nacional-popular Bibliografía Créditos

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6 8 10 20 26 36 48 60 76 86 95 105 114 124 126