Ciudad Express: arquitectura, literatura, ciudad
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Índice
Prólogo
Introducción
Capítulo I. Utopías - Fantasías
Metrópolis
La Red
El tranvía 25
La peste
Capítulo II. Laberintos
Borges y la arquitectura
La traza
Las sombras de la calle 53
Un reflejo
Capítulo III. Silencios
Crónicas marcianas
Los susurros en los capiteles
El águila de Plaza Italia
Capítulo IV. Narrativa
La ciudad y los perros
La memoria I
La memoria II
Viajeros I
Capítulo V. Límites
"Triste Le Ville"
Descubrir
La mujer desnuda
El límite
Capítulo VI. Fragmentación
Conclusiones-express a partir de las cinco conferencias de Ítalo Calvino
Hollywood Park
Viajeros II
Desde Bogotá
Bibliografía

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MET00002657-B

Ciudad express

En los usos cotidianos de la palabra “express” se evidencia un carácter emergente en el gusto de la época: la agilidad y rapidez logradas por la

Arquitectura, literatura, ciudad

simplificación de los aparatos operativos y el juego arbitrario de partes o fragmentos sobre estructuras leves e inestables. Desde esa óptica y mirando constantemente a la literatura, este texto señala aspectos del espacio arquitectónico y urbano a fines del siglo XX: las fantasías individualistas confrontadas a las utopías sociales y los

categorías para observar la ciudad contemporánea.

Centro de Estudios de la Sociedad Central de Arquitectos Montevideo 938 - CP 1019 - Buenos Aires, Argentina Tel: 4815-4075, 4812-3644 / 3986 / 5856 - Fax: 54-11-813-6629 [email protected] / www.socearq.org

Ciudad express Juan Carlos Pérgolis

conceptos de laberinto, silencio, narrativa, límite y fragmentación como

Juan Carlos Pérgolis

nobuko

CIUDAD EXPRESS ARQUITECTURA, LITERATURA, CIUDAD

Juan Carlos Pérgolis

nobuko

Pérgolis, Juan Carlos Ciudad Express: arquitectura, literatura, ciudad - 1a ed. - Buenos Aires: Nobuko, 2005. 162 p.; 21x15 cm. ISBN 987-584-013-0 1. Arquitectura I. Título CDD 720

Sociedad Central de Arquitectos Fundada el 18 de marzo de 1886 COMISIÓN DIRECTIVA Período 2004-2007 Presidente: Arq. Daniel Silberfaden Vicepresidente 1º: Arq. Juan Carlos Fervenza Vicepresidente 2º: Arq. Mauro Romero Secretario General: Arq. Luis María Albornoz Prosecretaria: Arq. Flora Manteola Tesorero: Arq. Ricardo Koop Protesorera: Arq. Cristina Fernández Vocales Titulares Arq. Ma. de las Nieves Arias Incollá, Arq. Andrés Petrillo, Arq. Luis Bruno, Arq. Carlos Berdichevsky, Arq. Cristian Carnicer Vocales Suplentes Arq. Norberto D'Andrea, Arq. Carlos Roizen, Arq. Matías Gigli, Arq. Mario Boscoboinik, Arq. José Luis Sciarrotta, Arq. Ana María Cabarrou, Arq. Guillermo Martínez, Arq. Guillermo García Fahler, Arq. Néstor Magariños, Arq. Gabriel Turrillo, Arq. Rodrigo Cruz, Arq. Agustín García Puga Vocal Aspirante Titular Sr. Gustavo L. Ferrari Vocal Aspirante Suplente Sr. Carlos Raspall

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Acuarela de tapa, gentileza María Isabel Velasco Diseño general: Florencia Turek Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina / Printed in Argentina La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, no autorizada por los autores, viola derechos reservados; cualquier utilización debe ser previamente solicitada. ISBN 987-584-013-0 © 2006 nobuko Febrero de 2006 Este libro fue impreso bajo demanda, mediante tecnología digital Xerox en bibliográfika de Voros S.A. Av. El Cano 4048. Capital. [email protected] / www.bibliografika.com En Argentina venta en: LIBRERIA TECNICA Florida 683 - Local 13 - C1005AAM Buenos Aires - Argentina Tel: (54 11) 4314-6303 - Fax: 4314-7135 E-mail: [email protected] - www.cp67.com ‹ FADU

- Ciudad Universitaria Pabellón 3 - Planta Baja - C1428EHA Buenos Aires - Argentina Tel: (54 11) 4786-7244

A mis amigos de La Plata, que están lejos o ya no están.

ÍNDICE

PRÓLOGO

7

INTRODUCCIÓN

9

CAPÍTULO I. Utopías - Fantasías

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Metrópolis La red El tranvía 25 La peste

21 26 27 28

CAPÍTULO II. Laberintos

61

Borges y la Arquitectura La traza36 Las sombras de la calle 53 Un reflejo CAPÍTULO III. Silencios

Crónicas Marcianas Los susurros en los capiteles El águila de Plaza Italia En el micro 8

50 54 55 56 59 67 71 72 73

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CAPÍTULO IV. Narrativa

La ciudad y los perros La memoria I La memoria II Viajeros I CAPÍTULO V. Límites

79 84 85 86 89

"Triste Le Ville" Descubrir La mujer desnuda El límite

98 100 101 102

CAPÍTULO VI. Fragmentación

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Conclusiones-express a partir de las cinco conferencias de Ítalo Calvino Hollywood Park Viajeros II Desde Bogotá BIBLIOGRAFÍA

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PRÓLOGO

LA ARQUITECTURA Y LA PALABRA La arquitectura ha adquirido una nueva dimensión, la de la palabra. Esto no quiere decir que ahora se escriba sobre arquitectura. Vitruvio inauguró ese capítulo en Occidente hace ya veinte siglos. Bajo su influencia surgieron los tratados del renacimiento, los ensayos del siglo XVIII, los manuales del siglo XIX y los manifiestos y programas del siglo XX. Ahora el asunto es bien distinto. Hablar sobre arquitectura, escribir sobre ella, posee hoy en día una dimensión especial en la cual las ideas priman sobre la materia. No se trata ya de contar cómo son o deben ser los edificios, ni de analizar sus estilos o sus propiedades materiales. Tampoco se trata de reescribir su historia, de teorizar sobre ella o de insistir en la aguda y necesaria crítica social sobre sus agentes y sus resultados. A través de una liberación de la mente, la arquitectura puede convertirse en otra cosa, en muchas, incluso en algo etéreo, liviano como propone Juan Carlos Pérgolis en este libro. Hacer liviana la arquitectura no es una tarea fácil. Sobre ella se acumulan incontables y pesadas cargas: la de su propia historia, la de explicaciones y argumentos que requiere para ser entendida, la del dinero que contribuye a producir y que la aplasta, la de las leyes que la reglamentan, y la estupidez que la empequeñece... Solo el poder de la palabra y la libertad de la imaginación permiten hablar de arquitectura en dimensiones inmateriales y recorrer, casi volando, diferentes espacios, diferentes mundos. Ciudad express es un libro insólito en su contenido y en su forma. Es un libro sobre arquitectura y es una meditación sobre la ciudad, sobre una 7

ciudad, mejor aún, sobre el recuerdo de una ciudad. Es uno y muchos ensayos a la vez. Al leerlo se desentrañan sensaciones acerca de ese fenómeno obvio y enigmático del espacio y del tiempo. Es prosa y es poesía. Es difícil clasificarlo en una de las categorías convencionales ¿Es historia? ¿Es teoría? ¿Es crítica? Juan Carlos Pérgolis no es un novato en las lides literarias, cuenta ya con varios libros e infinidad de ensayos y artículos publicados. Aquí, sin embargo, ofrece una cara desconocida de su personalidad, la de un escritor avezado que puede pasar confortablemente de lo puramente arquitectónico a un sencillo relato de memorias; del difícil argumento a la frase evocadora. Su memoria y su amplio conocimiento del mundo de la arquitectura y de los otros mundos se manifiestan aquí con plenitud. Y sin decirlo abiertamente, rinde en su libro un homenaje personal y profundo a Borges y a Calvino. Ciudad express es un libro de texto que enseña, de manera muy distinta, a entender la arquitectura a través de ese intrincado laberinto de ideas, sensaciones, intuiciones y recuerdos que existen en el interior de la mente, no en las obvias explicaciones del exterior que nos rodea y que tenemos que sufrir o disfrutar, apreciar o rechazar todos los días. ALBERTO SALDARRIAGA ROA Coordinador Académico Maestría en Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura Universidad Nacional de Colombia

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INTRODUCCIÓN

La palabra “express” ha sido utilizada casi exclusivamente en el ámbito del correo postal para designar la correspondencia tramitada con prelación y, por ello, con mayor rapidez en la entrega. Sin embargo, en los últimos años se ha generalizado su uso en otros campos: una marca fotográfica con el agregado “express” sugiere un más rápido proceso de revelado; un supermercado-express indica un modo más ágil de realizar las compras. En estos usos aparentemente arbitrarios del término se puede detectar un “carácter emergente” en el llamado gusto de la época: la agilidad y rapidez logradas por la simplificación de los aparatos operativos. Hoy vemos que esta palabra en el marco del habla, la parte más dinámica y cambiante del lenguaje, proyecta significaciones (significados de uso) referidos a la ligereza lograda mediante estructuras livianas, leves, en el límite de la inestabilidad: ese otro carácter que surge y da a entender el juego arbitrario de partes independientes (fragmentos) sobre estructuras casi imperceptibles por su levedad. Con esa intención fue estructurado (o desestructurado) este texto. Aunque cada capítulo se inicia con el comentario sobre algún aspecto que caracteriza el manejo del espacio arquitectónico y urbano en este fin de siglo, la aparente coherencia que nos debería conducir a la inmediata observación de ejemplos gráficos se rompe ante el análisis de un texto literario. A esto le sigue, en cada capítulo, una serie de tres anécdotas, que basadas en mi nostalgia por la ciudad de La Plata, intentan –con las dificultades del caso– sugerir conformaciones emocionales y espaciales, 9

o ambas a la vez, ya que no hay espacio ajeno a las emociones ni, recíprocamente, emociones sin espacialidad. Este esquema aleatorio resultó de algunas convicciones que el paso del tiempo fue modelando como obsesiones. La primera, que surgió de las lecturas de Calvino, Eco, Lyotard, Calabrese y otros autores contemporáneos, es el profundo rechazo que siento por las tesis magistrales, indiscutibles y de una única lectura referida al marco de los grandes horizontes, en palabras de Eco, o de los metarrelatos en las de Lyotard: la cultura, el urbanismo, las teorías, etc., cuyas inabarcables amplitudes y obligatorias referencias (las referentes) terminaron por ahogarlos en discursos densos que encuentran su razón de ser solamente en el regocijo de usar el lenguaje. Ante esta peste del lenguaje, que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, Calvino sugiere que la literatura (y quizá solo ella, enfatiza) pueda crear los anticuerpos que la contrarresten. La literatura muestra un camino: el de la levedad que se crea en la escritura con los medios lingüísticos propios del poeta. Sus imágenes son emociones concebidas a priori y luego proyectadas como tales. Observar el espacio arquitectónico o urbano en la narrativa nos permite alejarnos de esos grandes horizontes, descubrir los pequeños relatos, los acontecimientos que le dan “sentido” en el cercano entorno de la experiencia emocional, más íntimo y profundo que los “significados” que intentan explicarlo en las referentes lejanas de algún horizonte establecido. Esta es la segunda convicción, la prevé el reemplazo de los sistemas rígidamente jerarquizados por redes menores, locales, sin jerarquías visibles y que se van entretejiendo sobre la urdimbre del mundo afectivo. Esa misma intención intervino en la conformación, pretendidamente “leve” de la estructura de este texto, que no existe más allá de las partes que se arman como “redes locales” en torno a cada aspecto observado en la arquitectura o en la ciudad. Pero aún en el interior de esas partes, las relaciones intentan ser tan ligeras, que pueden romperse (fragmentarse) con facilidad. Cada lector arma su propia red a partir de sus emociones, siguiendo el hilo conductor que estas le van trazando en el interior de cada capítulo o entre los fragmentos que escoja de cada uno de ellos. El “sentido” del espacio 10

resulta entonces de la experiencia emocional; así enunciado, quizá se podría decir que esa es la tercera convicción. Los vacíos entre las partes, los silencios entre las frases, las tensiones entre los volúmenes construidos, permiten armar esas infinitas redes: la reflexión (y la emoción) que el silencio posibilita, el vacío que da “sentido” al texto puesto que rompe la actitud discursiva y posibilita que aparezca (o se “cuele”) el relato. Ojalá que este texto permita esa libertad. Varios de los temas que inician los capítulos y algunos comentarios sobre obras literarias han sido presentados a modo de ensayos temáticos en el Magazín Dominical del diario El Espectador de Colombia y otros en conferencias académicas en diferentes universidades. El tema de la fragmentación pude discutirlo en la Cátedra UNESCO de Comunicación Social que se desarrolló en Bogotá y en la Bienal Panamericana de Urbanismo realizada en Luján, Argentina. Todo este debate permitió hacer ajustes y aclaraciones, buscar algunas líneas de coherencia y romper intencionalmente otras para facilitar la arbitraria lectura del texto. También el seminario electivo sobre este tema, dictado durante dos semestres en la Universidad Nacional de Colombia, me aportó una valiosa discusión y diferentes puntos de vista que se incluyeron en el texto. El desplazamiento de las utopías en favor de las fantasías, la intención laberíntica, el énfasis en el silencio, la ambigüedad de los límites, la confrontación entre discurso y narrativa y la fragmentación como carácter surgente en el gusto de la época, son los aspectos que he considerado notables en el manejo de los espacios urbanos y arquitectónicos hoy. El texto intenta verlos desde otro ángulo, el de los escritores, los que con sus medios lingüísticos trabajan el espacio y las emociones con habilidad más explícita que la que nos permiten nuestros recursos de arquitectos. JUAN CARLOS PÉRGOLIS

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CAPÍTULO I Utopías - Fantasías

En una publicación sobre la arquitectura actual en Moscú, Alexandre Rappaport analiza la llamada “arquitectura de papel” que están experimentando algunos grupos de esa ciudad: una serie de dibujos, pinturas y batiks de gran contenido plástico, que intentan ser una arquitectura fantástica e irrealizable (por eso el nombre: queda en el papel). La confronta con la arquitectura visionaria de los años 20, cuando el apogeo utópico de la Revolución y observa que no se trata ya de una utopía, sino de una fantasía contestataria que no pretende descubrir las necesidades históricas o metafísicas del proyecto arquitectónico. Ya no existe una identificación utópica de las intenciones subjetivas, la fantasía propone un esquema posible pero no obligatorio o normativo... la fantasía es libre de aquella doctrina teórica dogmática que acompañó los parámetros de la arquitectura utópica de la primera mitad del siglo XX. No todos los espacios arquitectónicos se manifiestan necesariamente a través de su construcción. Se puede hablar de muchos otros modos de expresión, capaces de concretar una idea espacial: la literatura de Borges, la música de Edgar Varesse, la pintura de Piero della Francesca, etc. Han conceptualizado excelentes ejemplos de arquitectura “no construida”; sin embargo, lo que aleja a estas manifestaciones rusas actuales de la condición arquitectónica no es su expresión sino la falta de un discurso que las contextualice, que les dé coherencia como resultado de un pensamiento.

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Del número de ciudades imaginarias hay que excluir aquellas donde se suman elementos sin un hilo que los conecte, sin una regla interna, una perspectiva, un discurso.

Responde Marco Polo cuando Jublai Kan –en Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino– le describe una ciudad fantástica, llena de elementos absurdos y sin relación entre sí. A través de este párrafo de Calvino, se hace evidente que la fantasía no basta para imaginar la ciudad –o la arquitectura– si los elementos imaginados, por fantásticos que sean, no están integrados a un discurso. La existencia de éste, como estructura que soporta las imágenes fantásticas, es lo que diferencia a la “utopía” de la “fantasía”, pues la primera implica un pensamiento global, ordenado y racional, en el cual las formas (urbanas o arquitectónicas) son solamente una de sus expresiones. Históricamente, las utopías han buscado la definición de sociedades ideales, aunque sus manifestaciones más visibles hayan sido los modelos urbanos o las formas arquitectónicas en que esas sociedades se desarrollarían. Mientras que en la fantasía el único objetivo es la imaginación en sí misma, en la utopía prevalece un pensamiento social, una perspectiva de condiciones idealmente perfectas. Estas utopías son inherentes al carácter social del hombre, a sus pensamientos e ideales, a sus aspiraciones y a sus ansias de perfección; aparecen –como señala Tafuri– en los laboratorios de ideas de los intelectuales, donde se generan proyectos ideológicos que esperan hipotéticas posibilidades o coyunturas de realización. Así, han acompañado a los procesos del pensamiento occidental concretando y protegiendo las ideas como los mandalas en oriente. El pensamiento utópico está siempre presente en los momentos de transformación social y va convirtiéndose de un modelo inaplicable (por carecer de condiciones que permitan su inserción histórico-geográfica) en otro modelo que, basado en las posibilidades de cambio de la realidad, se expresa como un proyecto resultado de la planificación. Una sociedad que no apunta al cambio es decadente en lo intelectual y en sus estructuras. Esto equivale a decir que una sociedad sin utopías –que son la expresión de la voluntad de cambio– muestra la falta de dinámica, 14

propia de la agonía del ente colectivo y da lugar a todas las manifestaciones del individualismo y sus fantasías. La utopía con su intención social apunta a lo colectivo, la fantasía surge del punto de vista particular y de los objetivos y anhelos individuales. Karl Manheim definió las utopías como aquellos estados del espíritu que resultan desproporcionados en relación con la realidad en que ocurren; observó también el carácter colectivo de ese estado, ese consenso o reconocimiento de la correlación utopía-orden social y resumió así el concepto: “un individuo por sí solo no puede desgarrar la situación histórico-social en que vive”. Se podría completar esa frase, diciendo que si bien un individuo solo no puede desgarrar la situación histórico-social en que vive, si puede disimularla o maquillarla, ya sea con sus propias fantasías o con fantasías provenientes del orden establecido. Una fantasía así manejada se convierte en un elemento de control que anula el pensamiento utópico permitiendo, incluso, una sensación de “cambio” a nivel individual que satisface la necesidad y la expectativa de transformación del ente colectivo: fomenta la llamada “salida individual” con todas sus connotaciones de “arribismo” que, vistas en ese contexto, no se consideran de ese modo, sino que sugieren la idea de “progreso personal”... Hoy vemos –algunos con asombro- cómo las fantasías de ese “progreso”, a través del consumo anularon el pensamiento utópico, convirtiendo los objetivos sociales en una serie de manifestaciones del más desenfrenado individualismo. Y la arquitectura no escapa a eso. La utopía es moral, la fantasía no necesita serlo (y esa facilidad es uno de sus atractivos) ya que siendo el resultado del pensamiento individual, no necesita del consenso colectivo, ese que fija las pautas de aquello que es moral y aquello que no lo es. La fantasía, vista de esa forma, es atomizante del “todo-social” y quizá, así haya sido manejada a través de las imágenes de bienestar sugeridas por el consumo como parte de un programa, de un orden establecido que busca satisfacer la necesidad de cambio a nivel individual, para que en la realidad nada cambie: la fantasía conservadora contra la utopía progresista. La arquitectura actual carece de utopías porque la sociedad actual carece de un proyecto ideológico, ya que alegremente reemplazó el pensamiento 15

social (con su enorme carga utópica) por la búsqueda de un bienestar individual inmediato; y es precisamente esa inmediatez en el logro de los objetivos lo que impide cualquier proyecto utópico, aún en arquitectura. A la vez, esa misma arquitectura de hoy, trata de explicarse a través de una asombrosa acumulación de gestos y formas en su lenguaje, olvidando que los elementos de la fantasía, sin un discurso que los conecte, no tienen la capacidad de explicar el mensaje de la arquitectura, más allá de hacer evidentes los rasgos de una u otra moda ocasional. Retomando la conclusión de la ya citada frase de Calvino: es evidente que la sola fantasía no basta para imaginar la ciudad o la arquitectura. La forma particular, el gesto aislado, resultado ambos de la fantasía individual del proyectista, son incapaces de explicar el hecho arquitectónico que los contiene; les falta el consenso social que les de el reconocimiento y el contexto histórico que los enmarque. Es más, esa acumulación de gestos y formas sin contenido pueden transformar fácilmente el concepto de “ciudad amena en su variedad” en el de “ciudad agobiante”. La arquitectura consecuente con el pensamiento utópico –cualquiera que este sea, como lo mostró la historia– es decir, inserta en una ideología que al buscar un cambio exprese la dinámica vital de la sociedad, manifiesta una dimensión temporal más allá de la eventualidad de la moda y sus gestos, por fantásticos que esto s sean. Es muy significativo que actualmente las propuestas fantásticas rusas estén tan cercanas al concepto occidental de “moda” y por lo tanto sean las más empecinadamente antiutópicas e individualistas. En ellas la forma ya no es el objetivo final del proyecto; no existe memoria, ni siquiera algún nivel histórico del desarrollo de las estructuras socio-culturales. La forma pierde su significado simbólico y la idea utópica del tiempo y la eternidad busca ser un único flujo del tiempo, como episodios temporales que se insertan en la corriente de las diversas situaciones. La actitud rusa responde a una situación extrema, comprensible en su contexto, como golpe de péndulo hacia el lado opuesto. Pero fuera de ese contexto (y se podría decir que aún dentro de él) duele ver la intrascendencia de una arquitectura sin contenido, que responde solamente a formas o a 16

forzados discursos de una moda que el consumo acelera cada día más y por ello la hace más rápidamente deshechable. El Movimiento Moderno propuso la gran (y última) utopía arquitectónica de nuestro siglo: hacia los años veinte concretó, en su intención de cambiar la sociedad a través de la arquitectura y del urbanismo, todas las ideas sociales y las utopías del siglo XIX, sobre la base del pensamiento racional heredado del siglo XVIII. Se puede estar o no de acuerdo con sus formas, aun con sus resultados (en el ámbito urbano, muy dudosos) e incluso con su mismo contenido teórico, pero es innegable que la audacia del pensamiento utópico y la magnitud de la reflexión social que encierra, no han podido ser reemplazados por las múltiples intenciones que aparecieron más tarde. El Movimiento Moderno no murió el día en que derribaron algunos bloques de vivienda masiva que se habían convertido en comunidades marginales (creerlo así sería como querer explicar el mundo a través de una anécdota). Fue muriendo lentamente a partir de la Segunda Posguerra, cuando comenzó a ser absorbido por la sociedad de consumo como bandera de un modo de vida “occidental y moderno”, al tiempo que el mundo fue transformando la utopía que encierra la conciencia social, en la individualista fantasía de las formas por sí mismas. Esta observación aparece teñida, indudablemente, por una óptica “moralista” que contempla la necesidad de justificación social y reconocimiento consensual del proyecto arquitectónico. En este sentido, el Movimiento Moderno, especialmente en su período de preguerra, fue el resultado de una actitud moral inscrita en un pensamiento de ideal social expresado en la utopía. Sin embargo, muchos autores contemporáneos tratan de explicarlo –y también de atacarlo– a través de su estética inmediata. También muchas corrientes arquitectónicas en la década de 1980 intentaron superarlo e ir “más allá” mediante actitudes estetizantes nuevas en relación con el discurso de las formas del Movimiento Moderno, sin ver que de ese momento de la historia de la arquitectura es más interesante descubrir –en las 17

formas– la presencia de la utopía y la voluntad de cambio hacia un ideal social, que la simple denotación formal, que podemos o no compartir, pero que sin duda encierra la poética (no siempre accesible) del pensamiento utópico.

Romeo y Julieta. Arquitectura de papel de Sergei Barkhin (1975). 18

Esto no significa confrontar una supuesta polaridad “moral-utopía contra estética-fantasía”, sino tratar de ver, de descubrir, a través de una poética (la de las formas de la utopía), que el mensaje estético del pensamiento utópico va más allá de sus formas, subyace en su contenido social.

Decoración urbana. Arquitectura de papel de Evtsovitch y Hisman (1985). 19

Proyectos para el monumento de la tercera Internacional y esquema para la ciudad del futuro. Arquitectura visionaria (V. E. Tatlin, 1920). 20

METRÓPOLIS1 Utopía - Fantasía en la novela de Thea Von Harbou Sin duda, el nombre de Fritz Lang, director de Metrópolis, resulta más conocido que el de Thea von Harbou, su mujer y autora de la novela homónima en la que se basó el filme. Entre ella y la película existe una gran coherencia, ya que la versión cinematográfica es respetuosa y fiel respecto de la novela. Pero, la idea de Modernidad que surge de una y otra difiere en algunos aspectos. El cine permitió una expresión fragmentaria, donde cada secuencia constituye un manifiesto, articulado en la totalidad por los muy pocos carteles con texto (propios del cine mudo) que el director logró definir como vacíos que exaltan el valor de las partes. La continuidad del texto literario, por momentos demasiado discursivo, enfatiza una totalidad en la que los capítulos no detallan partes sino que organizan un recorrido sin interrupciones entre principio y fin. Esa ruptura de la unidad en el filme, expresa el significado de la Modernidad quizás tanto como las imágenes urbanas que muestra, ligadas a la iconografía de los futuristas y al Constructivismo Ruso; a diferencia de lo estrictamente arquitectónico que connota las construcciones de los años previos a la expansión del Movimiento Moderno, cuando subyacía, de un modo evidente, el peso de la tradición clásica en ritmos y referencias formales por detrás de los “volúmenes puros”: imágenes que aún hoy asociamos con los regímenes totalitarios y nos permiten evocar los diseños de la época fascista o la fría síntesis del neoclasicismo de Albert Speer. Pero el sentido de Modernidad está en el texto. Así como en la Ilíada, el tema (la ira de Aquiles) permite narrar una guerra (la de Troya) y un episodio emocional (el triángulo AgamenónHelena-Paris), en la novela de Thea von Harbou el tema surge de la venganza de Rotwang el inventor de las máquinas de la ciudad, cuya mujer lo abandonó por Fredersen, el amo y dictador de Metrópolis. A partir de este nudo temático y con el telón de fondo de la ciudad, encontramos dos niveles de discurso o medios para desarrollarlo: la tensión y posterior revuelta obrera y el romance entre el hijo de Fredersen y una líder proletaria. 21

Sin embargo, la importancia de la lucha de clases en el desarrollo del texto y las imágenes de vértigo urbano y velocidad (mejor expresadas en la novela que en el filme) presentan a la Modernidad como único y gran tema, al que los desarrollos argumentales concurren como partes: Las casas recortadas en conos y cubos por las guadañas en movimiento de los reflectores, brillaban, parecían alzarse, descender, danzar al compás de la luz que acariciaba sus flancos como la fina lluvia [...] el estruendo del tráfico de cincuenta millones, la locura mágica de la velocidad [...].

El significado de la ciudad vertiginosa y la contradicción entre el proletariado y los “señores de la ciudad” como paradigmas de la Modernidad, quedan expresados en el comportamiento del operario que, cuando es reemplazado por el hijo del amo de Metrópolis, sale a la calle a ocupar el lugar social de éste y se deslumbra con lo que ve: [...] el obrero 11.811, el hombre que vivía en una casa-prisión bajo el tren subterráneo de Metrópolis, que no conocía otro camino que el que iba desde su agujero a la máquina y viceversa, este hombre vio por primera vez en su vida la maravilla del mundo que era Metrópolis: la ciudad de noche, brillando bajo millones y millones de luces. Vio el océano de luces que inundaba las avenidas y calles interminables con un brillo plateado. Vio el rápido parpadeo de los anuncios eléctricos [...] Una voz le había dicho: “en mis bolsillos encontrarás dinero más que suficiente”. Dinero suficiente... ¿para qué? Para arrastrarse por aquella ciudad, aquella ciudad poderosa, celestial, infernal: para abrazarla con todas sus fuerzas, aun en la impotencia por dominarla; para desesperarse, para lanzarse a ella [...].

Así, el hombre de la ciudad moderna accede y participa de ella a través del dinero; el último texto transcrito, sitúa a Metrópolis en la órbita capitalista: la ciudad de la burguesía, esa que encuentra “en hacer dinero la única actividad que realmente significa algo para sus miembros”, según palabras 22

de Marshall Berman, que explican el objetivo de la vida frenética que corre por las calles de Metrópolis. Pero el mismo párrafo también sitúa temporalmente la ciudad y lo hace tan profundamente como las imágenes tecnológicas; Metrópolis es de nuestro siglo o del futuro, ya que un hombre como el obrero 11.811 no pudo existir antes, no solo por su identidad proletaria sino por su conducta en relación con la ciudad. 11.811 no se comporta como el “hombre de la calle” que Berman describe caminando por la Avenida Nevski en San Petersburgo, ni como el ciudadano moderno que refiere Baudelaire, ese que aparece en la escena urbana cuando: [...] las transformaciones físicas y sociales que quitaron a los pobres de la vista, ahora los traen de nuevo, directamente al campo visual de todos [...] los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más pobres (se refiere a las intervenciones urbanas del Barón Haussmann en París) permiten a sus habitantes pasar por esos huecos y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de la ciudad y del resto de la vida [...].

El operario 11.811 descubre las partes –para él– desconocidas de la ciudad por una causa fortuita, pero estas no son partes de “su” ciudad, ya que la de los trabajadores de las máquinas no es Metrópolis sino una contraparte (de la cual depende) que se encuentra bajo tierra, más profunda que las vías de los trenes subterráneos. Tampoco nuestro obrero es el hombre del subsuelo, al que Chernichevski hace decir: “Tenía miedo a ser visto, a ser reconocido. Ya tenía el subsuelo en el alma...” y que ante un acontecimiento violento (una pelea en un bar) despierta a la vida y busca ser reconocido, identificado por la sociedad. Nada de eso ocurre a nuestro 11.811, quien encontró por casualidad su salida individual; no quiere reconocimientos, solo quiere aprovechar, vivir. En este sentido, von Harbou propuso un hombre más cercano a nuestros años que a la década de 1920, cuando escribió la novela. Metrópolis no se relaciona con territorio alguno. Es un fenómeno grandioso pero aislado: no forma parte de ningún país o sistema de ciudades. 23

Presuponemos (sin saberlo) que es una capital, o quizás solamente sea una ciudad con un “amo”, sin otra estructura política que esa; algo así como una ciudad-estado del Medioevo; y es esa falta de inserción territorial lo que permite una gran libertad a von Harbou para plantear el tema. Como fenómeno de la Modernidad, Metrópolis termina bruscamente en el deslinde con un medio rural atrasado y muy cercano: un campo que incluso desconoce la existencia de la ciudad-maravilla. Este rasgo contradictorio es propio de la génesis de la ciudad moderna del siglo XIX; podría ser la imagen que Süskind muestra de París en su novela El Perfume. Sin embargo, es algo aún presente en la estructura urbana de Alemania en la década de 1920. Cuando Josafat –amigo del hijo de Fredersen– es obligado a abandonar Metrópolis, cae en paracaídas, al poco tiempo de vuelo, en un campo donde lo recibe una niña: ¿Dónde estaba la ciudad más próxima? No había ninguna ciudad en muchos kilómetros a la redonda. ¿Dónde estaba el ferrocarril más cercano? No había ferrocarril en muchos kilómetros a la redonda. Josafat se incorporó. Miró a su alrededor. Hasta donde alcanzaba la vista se extendían campos, praderas y bosques serenos a la luz crepuscular. El escarlata del cielo iba desvaneciéndose ya. Cantaban los grillos. Sobre las colinas distantes se adivinaba una tenue neblina y las primeras estrellas aparecían con su brillo inmóvil en el cielo sin mácula.

Esta imagen romántica del medio bucólico que contradice a la gran ciudad es la misma que define a la madre del amo Fredersen cuya actuación es una referencia moral frente a la conducta moderna: Era ya la una de la madrugada cuando Joh Fredersen llegó a casa de su madre. Se trataba de una granja de un solo piso, con tejado de paja, edificada en lo más alto de uno de los gigantes de piedra de Metrópolis, no lejos de la catedral. La rodeaba un jardín rebosante de lirios, malvarrosas, guisantes de olor, amapolas y narcisos, todo ello presidido por un enorme, majestuoso castaño. Joh Fredersen era hijo único y su madre le había amado mucho. Pero 24

el Amo de la gran Metrópolis, el Amo de la ciudad-máquina, el cerebro de la Nueva Torre de Babel se había convertido en un extraño para su madre y también ella le era hostil [...].

La contradicción acentúa la imagen fáustica de Fredersen; el ambiente romántico en el que vive la madre, su carácter duro y su rigidez ante principios tradicionales, la acercan al significado de la pareja de ancianos, que en la última parte de la obra de Goethe aparecen amenazadores desde su pasividad campesina. Pero a diferencia del Fausto, la salida que propone von Harbou no es la inevitable alternativa del progreso (la Modernidad) sino un retorno al sentimiento o un ir más allá del “progreso”: aquí, el proceso lleva a través de la ideología a lo sensible. En la novela subsiste la confrontación clásico-romántico en una dialéctica similar a la que encontramos en la arquitectura de Schinkel, en las primeras décadas de 1800; o en el Fausto de Goethe (terminado en 1831, un año antes de su muerte). La dicotomía clásico-romántico entendida como la oposición razón-sentimiento, en la que la primera conduce inevitablemente al progreso –paradigma de la Modernidad– y el segundo se relaciona con la tradición, muestra la ciudad “impura”, ambiciosa y egoísta contra el campo, ese medio rural de nobles y firmes principios morales. Esta dicotomía y la fuerte ruptura entre Metrópolis, la ciudad de las máquinas y el campo cercano, permitiría ubicar la ciudad en un Tercer Mundo que aún no existía (o no había sido definido como tal) en el momento de la creación de la novela. Por otra parte, la imagen feudal de Fredersen, el amo, nos recuerda otra frase de Marshall Berman: En el siglo XX, los intelectuales del Tercer Mundo, portadores de una cultura de vanguardia en una sociedades atrasadas, han experimentado la escisión fáustica con especial interés.

Esta escisión no la experimenta el amo Fredersen, un héroe moderno que significativamente no conforma un “personaje malo” ni en la novela ni en el filme; la experimenta su hijo Freder, quien constituye una especie de “antihéroe” débil y de convicciones románticas, cuya personalidad se articula en torno al sentimiento. 25

El desenlace de la novela, a través de este antihéroe y del antimoderno sentimiento de venganza en Rotwang el inventor, es la destrucción de la ciudad y la sociedad modernas para ser reemplazadas por otras, posiblemente premodernas (¿posmodernas?), más cercanas a las emociones, como la autora indica al introducir el libro: “Entre el cerebro y el músculo debe mediar el corazón”. Pero es justamente en esa destrucción donde encontramos la última y más notable imagen de Modernidad: Metrópolis, el gran pensamiento, el gran logro del progreso, la gran construcción que se destruye a sí misma confirmando las palabras de Marx y su paráfrasis en el título de la obra de Berman: “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La Red Algunas veces, los platenses nos hemos sentido muy seguros moviéndonos sobre una trama urbana nítidamente ortogonal o deslizándonos por los claros ángulos de las diagonales. No me puedes negar la satisfacción que sientes (y no debería referirme solo a ti) cuando asocias tu pensamiento racional con la perfecta forma de la ciudad. Sin embargo, la vida diaria con sus incertidumbres, explosiones y ansiedades, con sus aciertos y desengaños, no surge del orden de esta trama sino del caos y la –aparente- arbitrariedad de una malla tejida con hilos de tensión y líneas de fuerza que como una red de pescadores cubre la ciudad. Quizás no lo has notado (yo tampoco había reparado en ello) la gran cantidad de torres y agujas que hay en La Plata, aunque su presencia no sea tan significativa como en otras ciudades latinoamericanas de origen colonial. Más allá de la Catedral, que domina el panorama platense, hay iglesias menores, parroquias barriales y capillas de colegios e instituciones religiosas, visibles en otra época por la presencia de sus torres, hoy ocultas por las nuevas construcciones en altura. Pero afortunadamente aún existe la red que se genera entre las agujas que señalan al cielo, aunque se estrelle contra las fachadas de los nuevos edificios de departamentos o se rompa irremediablemente en los pararrayos de los edificios de oficinas. El daño que esta ambiciosa arquitectura hace en 26

la malla virtual es irreparable: por cada orificio que quiebra su continuidad, escapa sin retorno alguna vieja emoción de la ciudad. Nunca se sabrá cuantas ilusiones susurradas en torno a un helado de Pérsico, se fueron para siempre por un irresponsable agujero causado en cercanías a San Ponciano, ni cuantas expectativas de domingo por la mañana se escaparon por otro daño, vecino a San José. La rotura del invisible hilo que unía la aguja de la Catedral con la torre roma del Sagrado Corazón no pudo impedir que ideales progresistas y utopías ya no sean. Aún recuerdo –y ojalá perdure– la imagen de la torre de la iglesia de Tolosa, destacándose como un dedo sobre el bajo perfil de la ciudad, cuando los platenses mirábamos hacia donde los hitos señalaban, sin tener la pretensión de querer estar allá. El tranvía 25 A veces temo (porque sé lo distraída que puedes ser) que te hayas encontrado con el fantasma del tranvía 25; ese que algunas noches –no todas– recorre las penumbras platenses arrasando a quien se le atraviese. Sé también que nadie (o casi nadie) puede verlo, aunque muchos hayamos oído los espantosos alaridos de su cobrador deforme, desvarío genético, alucinación gris, desde la plataforma trasera.

No hay otro motivo para tu silencio. También hay quienes aseguran –aunque con una sombra de duda– haber visto los chispazos que produce el trole cargado de nostalgias de obreros que van a un frigorífico que ya no es; destellos en un cable inexistente aún envuelto en las nieblas tempranas del camino a Berisso y en los alientos brutales de los italianos que vuelven a su Isla Paulino. Nada de eso se ve en la incierta presencia del tranvía fantasma. Pero su encuentro en alguna empedrada calle platense puede ser definitivo...

No hay otro motivo para tu silencio.

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Yo nunca lo vi, pero intuyo haber olido el tufo (que hoy es pieza de colección en mi memoria) mezcla de petróleos viejos, vino ácido de la Isla, axilas progresistas y eructos trasnochados que impregnaban sus asientos de madera con tablitas: una clara, una oscura, una clara... un infinito que mis dedos nunca acabaron de contar, aunque estuvieron cerca, casi pisando un límite en el que ahora prefiero no pensar. Pero triste de aquel que en estas noches se encuentra con la equivocada y errática mole plateada cuyas ruedas chirrían eternas consignas populares al doblar lentamente la esquina de 1 y 60...

No hay otro motivo para tu silencio. Me preocupa.

La peste En mi reciente viaje a La Plata me dediqué casi obsesivamente a recorrer los lugares de mis recuerdos. Casi no quedó rincón de la ciudad que no volviera a pisar, como queriendo reafirmar mis huellas anteriores. Sin embargo, no tuve valor para volver a la gruta del Bosque, esa insólita manifestación (rocas y cuevas artificiales) que nos dejó algún trasnochado gesto del Romanticismo; ese lugar misterioso de mi infancia, paseo de los domingos y territorio de tanta historia trágica en años de la dictadura. Vi la gruta desde lejos, una tarde en que caminaba con un amigo por la orilla del lago. Me pareció verla blanca, pintada con cal, aunque tal vez fue una alucinación. Una horrible alucinación que me hizo pensar en el antiguo blanqueado sanitario a las casas de los muertos por la peste... No quise acercarme ni hacer comentarios. ¿Cómo pudo haber sido lugar de tortura y muerte el mismo de nuestros juegos y fantasías infantiles? Sé que allá no podrá ser jamás, pero quisiera que aquí, en mi memoria, la gruta del Bosque fuera siempre el lugar de las coronas de novia, esas flores blancas que crecen en largas ramas bajo el frío sol de otoño y que quizás ahora no sean tan blancas, aunque echen cal sobre el recuerdo de la peste. Los muertos testimonian para que la memoria no se confunda. 28

NOTA VON HARBOU, Thea. Metrópolis. Barcelona: Orbis, 1977, 189 pp. Siguiendo el texto de la 1º ed. publicada en lengua inglesa en 1927.

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Vista de una de las cópulas de la ciudad de La Plata. 29

CAPÍTULO II Laberintos

Cuando Evans descubrió el Palacio de Cnossos, lo asoció con el laberinto del mítico edificio que Dédalo construyó para el rey Minos en ese lugar de la isla de Creta. El arqueólogo fundamentaba esa asociación en la complejidad de la planta del palacio y en la derivación de la palabra “laberinto” del lidio lðaðbðrðuðsð ð=ð hacha, por la gran cantidad de símbolos de doble hacha encontrados en Cnossos, pintados o tallados en las paredes...

... en todo laberinto subyace una duda La duda aparece ante una situación ambigua, pero, ¿qué rasgo de la ambigüedad en la arquitectura expresa su condición laberíntica? En el Palacio de Cnossos, la complejidad de la planta sugirió a Evans la presencia del mítico rey Minos; sin embargo, Cnossos es complejo sin ser aparentemente ambiguo y sus rasgos laberínticos surgen de la repetición de un único tipo de espacio: el recinto al final del corredor. Innumerables pasillos –ordenados ortogonalmente– conducen a innumerables salas. Cuando el número de un fenómeno o una situación sobrepasa el umbral que nuestra razón admite, surge la duda. Así, Cnossos es más ambiguo en nuestro mundo de significaciones espaciales que en su realidad física. Al mismo tipo de laberinto corresponden las descripciones de Jorge Luis Borges, en particular la Biblioteca de Babel:

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El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales [...] la distribución de las galerías es invariable, una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas.

La uniformidad lograda por la repetición del tipo espacial impide la orientación y genera la duda ante la ambigüedad que caracteriza al laberinto. Pero la observación recíproca no es válida: existen también arquitecturas ambiguas que no producen dudas sino “inquietud”; en estos casos la expresión espacial no es laberíntica sino contradictoria. Estos ejemplos han sido observados por Robert Venturi en su texto Complejidad y contradicción en la arquitectura (en el que curiosamente no se habla de laberintos). Venturi sitúa la contradicción en el contraste paradójico que sugiere la conjunción “aunque”. Así, se puede hablar de edificios “cerrados aunque abiertos”, “sencillos por fuera aunque complejos por dentro”, “simétricos aunque asimétricos”, etc.; todos son ejemplos en los que el fenómeno de “lo uno y lo otro” no implica ni la condición laberíntica ni la duda, sino la inquietud ante el contraste. San Carlo alle Quattro Fontane, la pequeña iglesia barroca de Borromini en Roma, es uno de los edificios más ricos en este tipo de manifestaciones: el tratamiento casi igual de las cuatro alas insinúa una planta en cruz griega, pero las alas distorsionadas según el eje este-oeste sugieren una cruz latina y la continuidad de los muros da a entender una planta circular deformada. La citada inscripción en grafía lineal (lðaðbðrðuðsð) es el único testimonio del laberinto anterior a Herodoto, quien no se refiere al laberinto cretense –que es mencionado solo en textos posteriores– sino a uno egipcio, quizás el templo funerario de Amenhemet III en Heracléopolis. Después de Herodoto, la palabra laberinto es aplicada a otros edificios sacros de particular complejidad como las grutas de Nauflios, el santuario hipóstilo de Lemnos o el subterráneo de la tumba de Porsena en Chiusi. La entrada y salida del laberinto tendría un significado iniciático de ida al Más Allá y de regreso... 32

... el laberinto implica una situación de reflejo. Los reflejos (y los espejos) duplican realidades, pero todos sabemos que detrás de una situación doble existen una verdad y una mentira. El laberinto –como la vida– propone ambas simultáneamente y el atractivo que ofrece es el de permitirnos escoger: la verdad resulta de nuestra opción y no hay verdad más cierta que aquella que escogemos como tal. Realidad y reflejo son igualmente válidos y entre ambas instancias se conforma una nueva realidad mayor en la que, muchas veces, ambos términos son inseparables y cada uno de ellos existe porque ahí, muy cerca, está el otro para confrontarlo o completarlo. La realidad (y la arquitectura es realidad) tampoco existiría sin la ilusión y su magia reside en nuestra posibilidad de alterarla, porque modificando el reflejo podemos cambiar una realidad. Desde el Renacimiento, es decir desde cuando se volvió a concebir la representación en perspectiva, realidad y reflejo alcanzan una nueva dimensión. Junto al pequeño templo de San Sátiro en Milán, Bramante concluyó la ya iniciada iglesia de Santa María Presso San Satiro con la planta en cruz latina. Allá, la dificultad creada por la falta de espacio para el presbiterio fue solucionada con un recurso pictórico: se sugirió la existencia de un amplio espacio mediante un efecto óptico de perspectiva conseguido con pintura y relieves sobre el estuco del muro; así se sustituyó el espacio real inexistente por una ilusión en un efecto de típico sesgo laberíntico, el de los espejos enfrentados. Pero, es en la dualidad ciudad-jardín donde realidad e ilusión (o reflejo) muestran su máxima significación. Las villas señoriales que se construyeron en los límites de las viejas ciudades de trazado medieval abren uno de sus frentes a la ciudad y el otro a los jardines que se pierden en los bosques vecinos; en medio, el edificio juega el papel del plano del espejo entre una realidad urbana con su traza laberíntica de callejuelas y plazas y el jardín ilusorio, ordenado y simétrico, intencionalmente laberíntico para ser fiel a la realidad que duplica. Sin embargo, la lectura puede hacerse en ambos sentidos y cualquiera de los dos lados puede ser realidad o ilusión reflejada en el todo “ciudad-villa-jardines”. De este modo, la simetría se asimila conceptualmente a la imagen del laberinto (no se puede negar la simetría como instancia de reflejo) y cobra vida 33

propia a través de diseños puntuales en los jardines; como tales los vemos en la Villa d’Este en Tivoli (1550) o, más tarde en Schönbornschlosser (1726) hasta llegar a principios del siglo XIX con la reflexión de Karl Schinkel quien proponía la ciudad como foro del pensamiento (la razón) y el jardín como imagen de la ciudad (el sentimiento). El signo gráfico del laberinto puede representar una planta circular o cuadrada, que muestra siempre un complejo de recorridos, uno de los cuales conduce desde el exterior hasta el centro. La forma cuadrada es la más antigua, está documentada sobre una tablilla micénica de Pilos, reaparece más tarde sobre una teja de la Acrópolis de Atenas y luego en varias monedas de Cnossos y del Ática. La forma circular aparece por primera vez en la cultura etrusco-itálica de Tagliatella y luego en una moneda (también de Cnossos) del siglo III a.C. ...

... en el centro de cualquier laberinto se encierra una verdad. La verdad se revela progresivamente. Acceder a la Verdad a través de un recorrido fue objetivo, a la vez que expresión, de los primeros cristianos en cuyas basílicas el eje entrada-altar simbolizaba el camino entre el mundo terrenal exterior y el mundo celestial interior que el fiel debía recorrer pausadamente, solo y observado desde la distancia por las impersonales columnas que flanquean la nave del templo. En estos edificios el recorrido no es laberíntico, es una tensión recta, direccional y rítmica; los meandros que anteceden a la Verdad están en el fiel, en su laberinto íntimo de acceso a la Revelación. Ludovico Quaroni compara la estructura de la Ciudad Prohibida de Pekín con las llamadas “cajas chinas” que se ubican unas dentro de otras en largas secuencias o sea, un conjunto de espacios concéntricos, cercados, colocados también unos dentro de otros, para determinar a lo largo de un recorrido axial, una sucesión de perspectivas centrales. Atravesando la puerta de un recinto se encuentra un espacio nuevo, más pequeño pero más interesante, que se deja atrás para entrar en otro ámbito aún menor pero más atractivo. La jerarquía de valores selecciona los espacios en el tiempo, juntándolos en precisas secuencias, dosificadas y rítmicas. La 34

Ciudad Prohibida de Pekín que encierra al Palacio Imperial, está precedida por la Ciudad China y rodeada por la Ciudad Tártara. Angkor Vat en Camboya y Madura en la India son ciudades-santuario; la primera es una composición regular y controlada que constituye un enorme monumento budista cuyas partes funcionales se pierden entre una decoración que compite con la exuberancia de la selva que las rodea. La segunda es una composición espontánea de pórticos y piscinas, dispuestos en torno a un santuario hindú, encerrados en un primer cinturón de murallas en los que los “gopuram” suceden a las puertas, luego un segundo cinturón protege a las nuevas construcciones agregadas y así, sucesivamente, en una serie homogénea de áreas crecientes en dimensiones y riqueza de las torres. La misma estructura cerrada, unitaria y de lectura laberíntica de los santuarios-ciudad, la tienen algunas ciudades-palacio, como la que construyó la dinastía aqueménida en la llanura de Persépolis. En este conjunto, la sucesión de apadanas, salas con columnas, escaleras menores y habitaciones se modulan a partir de la geometría del cuadrado como forma generadora. Sin embargo, la falta de ejes ordenadores dominantes en la composición y la arbitraria disposición de los módulos, producen la desorientación propia de la imagen laberíntica. En el mundo romano, el laberinto está presente en un grafismo pompeyano y en muchos mosaicos de piso en Italia, España, las Galias y en África del Norte. La forma más frecuente en estos pavimentos es el laberinto cuadrado. Más tarde, el signo fue acogido por el arte paleocristiano, el ejemplo más antiguo es el mosaico de la basílica de San Reparato en Orléansville, Túnez, hacia el año 328. En las alegorías cristianas del alto medioevo, el laberinto simbolizaba las pruebas que el devoto debe afrontar antes de alcanzar la Jerusalén celestial...

... un laberinto es una imagen de muchas imágenes. Desde este punto de vista, el laberinto se asocia con la idea de “caos”, aunque su expresión formal busque una geometría ordenadora y el signo que lo representa –ya sea cuadrado o circular– se convierta en una imagen cerrada y de fácil lectura. 35

Para entender el laberinto como expresión del caos, debemos atenernos a dos consideraciones: la primera, entender que el caos se manifiesta en el interior del sistema, en cada uno de los recorridos erráticos, en tanto que solamente una alternativa (la que conduce al destino y no es manifestación caótica sino “ordenada”), escaparía a esta pauta. De este modo, un laberinto no es cualquier recorrido o situación tortuosa e inconclusa: es la evidencia simultánea de varias alternativas, de las cuales solo una culmina felizmente. Así, el caos se expresa más en la multiplicidad de posibilidades que en el colapso o falla de la mayoría de ellas. El laberinto plantea una escogencia entre una gama de alternativas similares y es también en esa homogeneidad de la oferta donde se genera la situación caótica. Algo similar ocurre en la arquitectura, cuando la obra ofrece múltiples lecturas, entre ellas varias erráticas desde el concepto racional de la significación arquitectónica. Este sería el caso de algunas obras de Antoni Gaudí como la casa Battló o en especial, las construcciones del parque Güell, en las cuales la posibilidad de significaciones metafóricas ofrecen alternativas fallidas para la comprensión de la obra. En el edificio de la Löwengasse, en Viena, obra del pintor Hundertwasser existe una cantidad tan grande de elementos, lenguajes, formas y vegetación, de equivalente jerarquía sígnica, que resulta imposible involucrarlos en una única línea de lectura; allí siempre se produce la sensación de haber accedido a la comprensión de la obra por el camino equivocado. El laberinto que aparece en el proceso de comprensión y significación de las formas adquiere una dimensión mayor que la complejidad ofrecida por la obra misma. La segunda consideración que debemos hacer para entender al laberinto como expresión del caos, se refiere a la dimensión temporal. Considerado en la imagen borgiana, el laberinto propone una infinitud; sin embargo nuestra percepción –y comprensión– parcial de esa escala, limita la observación a un período o fragmento del todo que se considera como una estructura de comportamiento estable. La repetición de situaciones indiferenciadas jerárquicamente, produce una monotonía de particular ritmo en la cual la duda subyace como detonadora del caos. 36

Este es un caso particular de secuencia rítmica, a la vez que expectativa ante la incertidumbre que sugiere que el tiempo y la forma pueden romperse en cualquier momento. En esta observación, la indefinición temporal en las formas arquitectónicas implicaría una alternativa de origen laberíntico, como la situación planteada en los edificios con curtain-wall de Mies van der Rohe en la década de 1950. Los bloques del conjunto de Lake Shore Drive en Chicago o el Seagram en nueva York se expresan en fachada como fragmentos indiferenciados de una textura aparentemente infinita, en los que intencionalmente el arquitecto no enfatizó los remates ni las aristas para acentuar esa “infinitud” opuesta a una tradición arquitectónica que siempre buscó la imagen del edificio “contenido entre límites”. En las iglesias francesas e italianas de la plena Edad Media, el laberinto (llamado dédalus en esa época) se repite con cierta frecuencia como tema decorativo; y en determinados ambientes alcanza un valor esotérico en relación con su naturaleza iniciática. A partir de los siglos XV y XVI, el laberinto fue adoptado por los diseñadores de jardines que realizaron laberintos con recorridos entre arbustos. Por lo menos en la disposición de los primeros jardines existió una connotación esotérica enmarcada en la simbología del Humanismo...

... el laberinto está en cada uno de nosotros. En la dualidad entre el mundo de la razón y el mundo del sentimiento, el concepto de laberinto pertenece al segundo. La razón, circunstancia de una sola variable es lineal. Pero los meandros de la esfera del sentir son resultado de muchas variables simultáneas (algunas inmanejables) que se expresan en la imagen laberíntica. Quizás por ese motivo, en la arquitectura utópica, que es expresión del pensamiento racional, no encontramos espacios laberínticos sino regularidad y orden. Desde la Isla de Tomás Moro hasta el Movimiento Moderno en arquitectura, la razón acompañó a la utopía en su contenido social y en el camino hacia las “formas puras” y recibió de la psicología fenomenológica (básicamente de la escuela de Graz) el aporte teórico de la univalencia de las percepciones y del proceso de significación racional fundamentado en 37

la descomposición del todo en sus partes. Ni el arte cubista de las Vanguardias, ni la arquitectura moderna, ambos expresiones de ese aporte teórico, plantean laberintos: la razón los explica o nos acompaña en el proceso de comprensión. Contrario a la dispersión y a la individualidad de las formas en la urbanística moderna, la ciudad vista por el gran maestro de la imagen laberíntica, Gian Battista Piranesi, es un tejido de elementos continuos, sin jerarquía en la organización y sin relaciones definidas entre los monumentos; son imágenes del sentimiento y como tales, lo son también de la fantasía:

Torreón y laberinto de la Villa Pisani. Grabado del siglo XVII. Vista frontal. 38

expresan la contraparte de la utopía y en ellas no hay arquitectura del objeto, del “edificio” como entidad autónoma y perfecta, sino el laberinto onírico de formas urbanas que se desvanecen y entremezclan, quizá muy cercano –no como imágenes sino como contenido subyacente– a esa ciudad que cada uno de nosotros lleva por dentro. Una ciudad-sentimiento en la que la trama urbana real se pierde para dar lugar a otra trama virtual, producto de nuestras significaciones, emociones, recuerdos, presente, espacios y vivencias que conforman una ciudad laberíntica, que no por imaginada es menos real.

Planta del Palacio de Cnosso, en Grecia. 39

Planta de San Carlo Alle Quattro Fontane, en Roma 40

Villa francesa en Caprarola. El edificio actúa como el plano de un espejo entre la ciudad laberíntica y el jardín reflejo. 41

Villa D’Este. Jardines con laberintos. 42

Schönbornschlosser. Jardines con laberintos de arbustos. 43

Mapa de la Ciudad Perdida, Pekín. 44

Mapa de Argkor Vat, Camboya. 45

Mapa del palacio de Persépolis, Irán. 46

Torreón y laberinto de la Villa Pisani. Grabado del siglo XVII. 47

Palacio de Cnosso, en Grecia. Vista interna. 48

San Carlo Alle Quattro Fontane, en Roma. Vista interna. 49

BORGES Y LA ARQUITECTURA2 Los laberintos de Borges en el ensayo de Cristina Grau Cristina Grau es arquitecta y profesora de la escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia, España. Con esa óptica sondea la idea del espacio y la presencia de la arquitectura en la obra de Jorge Luis Borges. Como era de esperarse –ya que nos ha ocurrido a casi todos los arquitectos– el análisis de Cristina Grau se origina en las imágenes de laberintos que el escritor propone en su obra. La reflexión sobre el laberinto lleva a la autora a plantearse la relación entre espacio literario y espacio “de la realidad”. Pero esta confrontación deja por fuera otra observación, que de haberse hecho hubiera cambiado, quizás, el tono del ensayo: ¿por qué a los arquitectos nos cuesta tanto asumir como real el espacio narrado? Con la misma tranquilidad con que describimos y explicamos una obra arquitectónica construida, a diario encontramos en textos y revistas de arquitectura el análisis de proyectos no construidos... esto es, reflexión y crítica sobre la espacialidad a partir de planos y dibujos. Esta arquitectura no construida, pero sí dibujada, puede ser tan real o irreal como la descrita en la literatura. Pero es evidente que para el arquitecto, el dibujo como sistema de codificación del espacio implica “realidad”, la narración en cambio, expresa “irrealidad”. Con este vicio de la formación arquitectónica, Cristina Grau se interna, ordenada mental y metodológicamente en los laberintos de Borges. Así, el ensayo adquiere un fuerte tono académico, una innegable connotación de discusión “de facultad de arquitectura” y el carácter de resultado de una cuidadosa y estructurada investigación. Tal vez muchos, aun siendo arquitectos, disfrutemos más perdiéndonos en la realidad de los laberintos de Borges que en la irrealidad del ordenado análisis que busca explicarlos. La autora inicia el recorrido por los espacios borgianos a partir de los primeros poemas, publicados en España antes de su regreso a Buenos Aires en 1921. Allí encuentra referencias a Madrid, Sevilla y Palma de Mallorca, al mar y a la catedral de palma, como un barco “que puja por romper las mil 50

amarras” y aquí hay un logro metodológico en la investigación, ya que estos poemas –quizás no tan difundidos– dieron a Cristina Grau una base para entender las imágenes que Borges confronta al volver a su ciudad, una ciudad “casi desconocida, distinta también de la que idealizara en el recuerdo”. Realmente, el Buenos Aires de Borges es más Borges que Buenos Aires, aunque no por ello sea menos real. Como todas las ciudades, también Buenos Aires es muchas ciudades a la vez. Una de esas es la de Borges, asumida e interiorizada por los porteños, fácil de ver con un mínimo esfuerzo allá donde no existe y quizás, tampoco existió. Pero Buenos Aires, pese a los millones de destinos individuales que lo abarrotan, permanecerá desierto y sin voz, mientras algún símbolo no lo pueble [...].

Y fue Borges, quien dijo esa frase, quien inventó el símbolo que para muchos hoy puebla Buenos Aires, porque: [...] la ciudad está en mí como un poema que aún no han logrado detener las palabras [...]. Fragmento del poema Vanielocuencia Y también: [...] Yo soy el único espectador de esta calle si dejara de verla se moriría [...]. Fragmento del poema Caminata Grau analiza estas y otras imágenes, quizás con mayor rigor que emoción, por eso concluye diciendo que la ciudad de Fervor de Buenos Aires es como: 51

Esos libros de arquitectura en los que el fotógrafo, en un exceso de celo, aparta todo lo que estorba, muebles y personas, para que el lector no pierda ningún detalle. El resultado es tan aséptico, tan impersonal, que se hace imposible localizar las imágenes; ponerle nombres a las cosas, pies a las fotos.

Como todas las ciudades, Buenos Aires es una suma de anécdotas, rincones, detalles, alucinaciones y fantasías. Entrar a una ciudad, ya sea narrada, dibujada o construida, abiertos a la emoción, nos acerca a otra realidad, a esa que no siempre la ciudad deja ver... Mi patria –Buenos Aires– no es el dilatado mito geográfico que esas dos palabras señalan; es mi casa, los barrios amigables, y juntamente con esas calles y retiros, que son querida devoción de mi tiempo, lo que en ellas supe de amor, de penas, de dudas.

Vale la pena leer con detenimiento este primer capítulo del libro de Cristina Grau, donde se señalan muchas, muchísimas referencias a la arquitectura y a la ciudad. La secuencia cronológica de los ejemplos escogidos por la autora permite entender parte de la historia de Buenos Aires, la ciudad difícil y cambiante, de áspera poesía, a la vez que descubrir el Buenos Aires de Borges, el de los barrios amigables y la periferia maleva, que pudo o no haber existido, pero que está allí, materializándose en los textos tanto como el otro Buenos Aires se materializa a orillas del Río de la Plata. El resto del libro se dedica a los laberintos, la imagen espacial de mayor relevancia en la obra de Borges, a la vez que la más inquietante para el lector: Cristina Grau los asocia con Kafka y observa dos modos de expresar la identidad laberíntica en los relatos: como estructura del texto (argumentos que contienen otros argumentos, secuencias recurrentes, etc.) y como figura que forma parte del contenido de la narración. La autora se introduce en el mundo de los laberintos tratando de descifrarlos, transformando en dibujos las narraciones de Borges. Así descubre sucesiones de espacios por adición: 52

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores interminablemente. La distribución de las galerías es invariable [...].

Logra representarlo y por supuesto, quitar la magia que la narración encierra, al suponer que es sencillamente la uniformidad espacial lo que impide la orientación del lector. Se trata, sin duda, de un excelente ejercicio académico que le pone razón a la fantasía, concretándola en dibujos y planos, el código de expresión más inmediato en las facultades de arquitectura... pero que cae como un rocío químico desfoliando los árboles del bosque de la fantasía... Es mucho más feliz el resultado del análisis de los laberintos de las duplicaciones y simetrías y de los laberintos de vía única (Capítulos III y IV). El primero con la referencia a los espejos: Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplicación espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos. Su infalible y continuo funcionamiento, su persecución de mis actos, su pantomima cósmica, eran sobrenaturales desde que anochecía [...]. EL

HACEDOR

o La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y la afirman. HISTORIA UNIVERSAL

DE LA INFAMIA

En el Capítulo IV, el laberinto de vía única es observado como el resultado de adiciones o subdivisiones infinitas: Alguien me dijo: no has despertado a la vigilia sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente. 53

El Capítulo V, “La ciudad como laberinto”, aparece como el más atractivo del libro, tal vez por el juego que la autora realiza entre las imágenes de Borges y las de Piranesi, entre textos y dibujos. Toma como ejemplos las “Carceri d’invenzione” y el cuento La ciudad de los inmortales e incluso conduce una entrevista con el escritor hacia el tema del cementerio de la Recoleta en Buenos Aires y descubre el recinto que hay por detrás de la portada neoclásica, esa pequeña ciudad de los muertos, que si se hace una abstracción de la escala, tiene grandes coincidencias con la ciudad que Borges describe en el cuento El inmortal. Así, parece cerrarse un ciclo, que comenzó con las imágenes del Buenos Aires de Borges para terminar con las imágenes del Buenos Aires “real”. Una lectura especial merecen las conversaciones entre Borges y Cristina Grau, transcritas en el libro. Allí el escritor habla de la arquitectura y de la ciudad, de Frank Lloyd Wright y del Palacio de Cnossos en Creta, desde su percepción de no-vidente. Ese espacio, mezcla de presente y de recuerdos, donde las duplicaciones y las simetrías articulan en la mente todo aquello que la visión niega. La traza El plano de La Plata es una réplica del Universo. Esa verdad que subyace en la geometría del cuadrado, en la exacta disposición de las diagonales, en el énfasis en el punto central y las simetrías, la desconocen los platenses, aunque intuyan o sospechen que hay algo más allá del simple trazado de la ciudad. No quiero entrar en los detalles que me condujeron a esa conclusión que explica, en parte, la relación de los platenses con su ciudad y, en especial, la preocupación –que compartimos– por el estudio de la traza. Creo también, que los fundadores de la ciudad no llegaron a esa solución mirando hacia arriba, sino observando cuidadosamente hacia abajo, reflexionando sobre estructuras mucho más pequeñas que son reflejos de una misma (y única) estructura que se repite infinitamente. La Plata es un paso intermedio en un continuo sin origen ni final, pero lo que cambie en La Plata deberá inevitablemente cambiarse arriba y abajo para mantener el orden de algo que no comienza ni termina. 54

Me preocupa que alguna alucinada voluntad urbanística quiera alterar la precisa traza platense, romper un equilibrio del cual la ciudad es solamente una instancia, un momento. Nadie sabrá nunca cuántas estrellas se apagaron por la inútil apertura de la Plaza Italia, ni se conocerán los desórdenes que a modo de locos isótopos (o en el confín del Universo) producen las arbitrarias urbanizaciones en la periferia de la ciudad. A veces me pregunto si habrá un anverso de La Plata, una ciudad invertida y exacta, como el otro lado de una misma hoja, que refleje la continuidad hacia abajo así como esta La Plata refleja –aparentemente– la continuidad hacia arriba. Las sombras de la calle 53 Ayer pensaba que en tus recorridos cotidianos por La Plata, poco tienes que caminar por la calle 53 entre 7 y 12; sin embargo, vale la pena hacerlo. Las sombras que proyectan en el piso los árboles de la calle 53 –en ese tramo– son huecos profundos y negros, aunque nunca nadie haya caído dentro de ellos. Si miras con cuidado en su interior, unos minutos antes del mediodía, verás cosas asombrosas. Le decía un amigo, que allí cada uno ve lo que quiere ver; yo en cambio, creo que vemos todo aquello que el mundo (no se por qué razón) no se atreve, no quiere o no puede mostrar en la superficie. Este mundo tiene, sin duda, mucho más de lo que nos muestra en su ordenada cronología. Hay quienes afirman que a través de esas sombras ven a sus muertos queridos, todos juntos, en lugares y momentos que jamás pudieron compartir. Yo una vez vi, llegando a calle 11, en la mancha negra que proyectaba una rama de tilo apenas florecida, el eterno pasar de una misma pareja por una misma esquina (que reconocí en Plaza Rocha) como si el disco del tiempo se hubiera rayado y sonara siempre la misma imagen. El tiempo no existe más allá de la sombra. Ese día busqué –infructuosamente– mis huellas en el patio de la Escuela N°2 ó en las galerías del segundo piso del Colegio Nacional, pero la mancha negra me mostró otras huellas, que no entendí, en otros patios y en otras galerías que ahora estoy pisando y recién ahora entiendo. 55

No quieras explicarte lo que allí veas, aunque tengas la certeza de que es parte de tu vida: el tiempo se confunde en el fondo de las sombras de los árboles de la calle 53.

UN REFLEJO Siempre me inquietó esa extraña posibilidad que ofrece el Observatorio Astronómico del Bosque, con sus telescopios para mirar las estrellas y con las profundas sondas de sus sismógrafos que permiten escuchar –o ver– lo que pasa en el interior de la tierra. Visitar el Observatorio era como pisar un umbral en medio de dos infinitudes y así lo sentía cuando caminaba entre las pequeñas construcciones neoclásicas, con balaustradas y columnas, abiertas al bosque de eucaliptos, al universo de los astros y a las entrañas del planeta. En uno de esos edificitos perdidos entre los árboles, detrás de la cúpula enana del llamado “Buscacometas” hay una puerta metálica, ya oxidada y cubierta de yuyos en mis años de adolescencia. Allí nace una escalera, que con signos de poco uso, desciende algunos escalones. Después de varios intentos, una tarde húmeda, otoñal, bajé hasta encontrar, al final, otra puerta igual a la que había dejado atrás, que se abría (con el mismo óxido y el mismo pastizal) en una idéntica fachada blanca frente a otro bosque de eucaliptus igual, humedecido por la tarde de otoño. Algo me decepcionó; el Observatorio ya no era como un umbral mágico entre dos firmamentos, sino como una maqueta apoyada sobre un espejo que separa (o une) dos escenas iguales. Cuando bajé la segunda vez, llevé un pedazo de ladrillo para escribir, como testimonio de mi aventura, mi nombre en la pared que enfrentaba al mundo del otro lado. Pero, algo no estaba bien, una imperceptible diferencia me intranquilizaba. Tardé mucho rato en darme cuenta que allá yo era zurdo y que el otro lado es solamente un reflejo, una ilusión, como las estrellas o las vísceras de la tierra... Esa sensación de estar pegado a una estrecha capa de realidad entre dos mundos ilusorios me alejó para siempre del Observatorio, de sus telescopios 56

y de esa puerta que quizás no debí abrir jamás, para mantener la fantasía de los astros en el cielo y las incógnitas subterráneas que enmarcan y agrandan nuestra estrecha realidad. No vayas al Observatorio, pero si lo haces, ve a mirar hacia lo lejos, evita abrir puertas cotidianas.

NOTA 2

GRAU, Cristina. Borges y la Arquitectura. Madrid: Cátedra, 1989, 189 pp.

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Vista de un edificio en La Plata 58

CAPÍTULO III Silencios

Recorrer un plano arquitectónico con la vista, imaginar un espacio, recrearlo –o crearlo– en el pensamiento, son actividades del silencio. Ese silencio de las formas, cuyos inaudibles bajos parecen resonar golpeando nuestro interior. Porque la actividad comunicante de las formas (y por ello de la arquitectura) excluye el sonido, aunque nos da a entender que deriva de él. Quizás por esto, el diálogo que mantenemos con el espacio arquitectónico es una experiencia personal, íntima, un contacto entre formas que emiten su silencioso mensaje y nuestro yo más profundo. Por ese motivo, enfatizar el silencio de los muros (que son la piel de la arquitectura) crea distancias en la comunicación, ya que al espacio lo entendemos por los límites que lo contienen: membranas, bordes, piel o muros que lo definen. La idea del espacio sin límites escapa a nuestra capacidad comprensiva, que elementalmente se basa en la identidad denotativa de las formas, en su geometría silenciosa que intuimos como protectora de un misterio. Reforzar de algún modo ese silencio es exponer crudamente el misterio que se oculta en las formas, más allá de su comprensión, más allá de la realidad, exigiendo una excusa a la razón, así como tratamos de explicar o justificar las imágenes de Giorgio de Chirico en la irreal dimensión del mundo onírico. En El regreso del poeta (1911) o en Musas inquietantes (1916) de Chirico, exalta el silencio de una arquitectura no comunicante y lo hace desnudando las formas hasta mostrar el misterio que subyace en su interior. De este 59

modo se rompe cualquier relación entre las imágenes (arquitectónicas o antropomorfas) de la composición y entre estas y nosotros: la comunicación se interrumpe y el callado mensaje de cada forma descontextualizada se encierra en un Silencio aún mayor, más de lo que la razón admite... Observando la obra de de Chirico, podemos concluir que los sonidos de la arquitectura provienen de su relación con el contexto. Así, el castillo de Ferrara que aparece como telón de fondo en Musas inquietantes agrega al mutismo de su forma el hermetismo consecuente de su imposibilidad de relación con el medio en que aparece inserto en la obra. Del mismo modo se apagan los sonidos del tren que se insinúa en el primer plano de El regreso del poeta, como si el hermetismo de las imágenes absorbiera cualquier posible sonido. Cuanto más pura es la forma, más fácilmente deja entrever el misterio de su geometría y resulta, por lo tanto, más silenciosa. No nos extraña, entonces, la dificultad para entender el significado de la arquitectura moderna entre algunos críticos y teóricos “posmodernos” de las décadas de 1970 y 1980, que ingenuamente confundían significaciones con “estridentes” metáforas o con “sonoras” reminiscencias. Por ser el final de un proceso de búsqueda de las formas puras, iniciado en el Neoclasicismo, el Movimiento Moderno terminó de liberar la esencia (el Misterio) de las formas de la arquitectura, silenciando sus mensajes connotativos. Muy cercana a las propuestas de de Chirico, encontramos la frase de Le Corbusier que define la arquitectura como el juego sabio y correcto de los volúmenes bajo la luz: allí no hay señales auditivas, solamente imágenes visuales de una plástica descarnada conformada por volúmenes sueltos, ajenos a todo contexto y relacionados entre sí más en la intención del arquitecto que en la realidad. Otra posibilidad de hacer énfasis en el silencio de la arquitectura sin disminuir su capacidad comunicante, se encuentra en el manejo de las escalas, proporciones y “ritmos” de los elementos y formas que la componen. A diferencia de la presentación rotunda y descarnada de las formas puras que evidencian abiertamente el misterio de la geometría, esta otra actitud ha configurado interesantes ejemplos en la historia de la arquitectura: en 60

ellos, el diálogo aleja al observador, interponiendo un telón de serena gravedad que permite insinuar –sin mostrar– la esencia que subyace detrás de las formas. La mezcla de inquietud y respeto que esta arquitectura silenciosa pero no hermética produce en quien la observa les valió, a algunas construcciones, el acceso al reconocimiento colectivo: los llamados “grandes espacios” en la historia. En el Panteón de París, Soufflot, al combinar elementos de origen griego y romano logró, con proporciones y secuencias rítmicas un espacio quieto y callado, que más que dialogar con el observador, parece observarlo fríamente desde la distancia. En la Escuela Española de Equitación en Viena, la solemnidad del tratamiento del ámbito de presentaciones ecuestres, lograda por medio del lenguaje clásico y la escala, consigue que el silencio del espacio acalle aun el golpear de los cascos. Pero es en el Teatro Olímpico de Palladio, en Vicenza, donde la arquitectura se convierte en el mejor ejemplo de un testigo silencioso y distante, capaz de albergar (sin interferir) las escenas de Edipo Rey, obra para la cual fue concebido. Palladio logró, en esta obra, sugerir el misterio de las formas por medio de una geometría legible bajo el recubrimiento de todo el repertorio clásico de que disponía en los últimos momentos del renacimiento: en el Manierismo. Todas estas obras tienen un común denominador: evidencian que el silencio de la arquitectura deriva del sonido –como se sugiere al inicio de este escrito– y presentan al silencio, no por sí mismo, sino por una notable y emocionante ausencia de sonido. De esta manera, el código del mensaje arquitectónico no sufre interferencias ni desvirtúa su calidad de sistema visual, aunque comparta rasgos, términos y situaciones con los sistemas auditivos; pero su esencia reside en el silencio de las formas. A esos ejemplos podríamos agregar obras de Robert Adam, de Ledoux, Weinbrenner, Boullée y otros maestros neoclásicos, cuya discusión estética giró en torno al concepto de “sublime” como cualidad subjetiva, contrapuesto al de “belleza” como cualidad absoluta. En todos esos arquitectos nos asombra el silencio que emana de sus construcciones, que a primera vista parecen excesivamente frías aunque generadoras de intensos estados emocionales en el observador. ¿Qué relación existe, entonces, entre estas obras de helado lenguaje arquitectónico y la emoción que nos provocan? 61

Es evidente que al hablar de “emoción” ante el espacio, nos referimos al estado de ánimo o al sentimiento que nos produce una cualidad subjetiva del mismo. Es decir, a la respuesta a una sugerencia que aparece más allá de la observación formal y su interpretación denotativa, que como la “belleza” en el concepto neoclásico, responde a un absoluto.

El proceso del poeta, de Giorgio de Chirico (1911). 62

Esa cualidad subjetiva proviene del Silencio. No del silencio físico del ámbito, sino del intencionalmente exaltado silencio de las formas que permite entrever una punta de su misterio, la “grandeza sobrehumana” de la que hablan los teóricos neoclásicos: la cualidad sublime que encierra la perfección de las formas

Musas inquietantes, de Giorgio de Chirico (1916). 63

Panteón de París, de J. G. Soufflot (1757). 64

Teatro olímpico, de Andrea Palladio, Vicenza (1580). 65

Altar de la Buena Fortuna, diseñado por Goethe, Weimar (1777) 66

CRÓNICAS MARCIANAS El silencio de las ciudades marcianas en la novela de Ray Bradbury3 La primera edición de Crónicas Marcianas de Ray Bradbury apareció en la década de los años cincuenta, los años más importantes para la literatura de ciencia-ficción, cuando la euforia de la Segunda Posguerra comenzaba a diluirse ante los problemas cotidianos de la sociedad; cuando el hombre descubría –otra vez– que más allá de la “empresa común por la libertad” (como denominaron los Aliados a la Segunda Guerra Mundial), y que más allá de los afanes antitotalitaristas (que reemplazaron unos totalitarismos por otros) seguía siendo el mismo hombre en su esencia. La conquista y colonización de Marte no difieren, para el autor, de otras conquistas y colonizaciones anteriores, en la tierra. Por eso, las crónicas y sus imágenes son nostálgicas y quizá esa sea la respuesta a la pregunta que se formulara Borges en los últimos días del otoño de 1954, cuando prologaba el libro: ¿Qué ha hecho este hombre de Illinois –Bradbury– para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? Bradbury ha puesto, dice Borges, sus largos domingos vacíos, su tedio americano, su soledad... Hay tres tipos de ciudades en el libro: las ciudades marcianas, las terrestres y las que los terrestres construyen en Marte. De las primeras, Bradbury solo nos deja entrever un modo de vida ideal, casi sin descripciones físicas: sobre ellas hablará más tarde, cuando estén deshabitadas, vacías y abandonadas; cuando sean territorio de la nostalgia. Las ciudades terrestres, o mejor dicho: la vida en las ciudades terrestres es terrible (también por ello el hombre busca una nueva vida en Marte); son ciudades grises y ásperas, el ambiente para toda la mezquindad del pensamiento humano, para la angustia, la represión, la monotonía y el miedo. Más que descripciones de ciudades terrestres (ciudades norteamericanas) Bradbury sugiere atmósferas, contextos: excepto cuando interviene la nostalgia ante el inminente viaje; entonces aparecen lugares, imágenes, esquinas y árboles vistos con los ojos de una partida, idealizada como si no fuera posible el retorno... 67

También son terribles las ciudades que los hombres construyen en Marte, ciudades provisionales, “de urgencia”, en las que ni siquiera los nombres demuestran entusiasmo ante la empresa colonizadora: Ciudad Aluminio, Aldea Eléctrica, Detroit II... Afortunadamente para Marte –como entidad y como lugar– duran poco ya que sus materiales son burdos, perecederos y ante una nueva guerra en la Tierra, los colonizadores regresarán enloquecidos de patriotismo, olvidando la aventura-juego en Marte; regresarán de un lugar donde siempre estuvieron de paso, en tránsito y con ese sentimiento hicieron las ciudades, regresarán a incinerarse en el holocausto de una guerra, la última. La vida cotidiana de los marcianos aparece ajena a la ciudad, pero esta existe, cercana, como se puede leer en los últimos capítulos del libro. La primera expedición terrestre sucumbe fácilmente ya que es anticipada en los incomprensibles sueños de las mujeres de Marte. La segunda, recorre diversas casas tratando de hacerse oír, explicar su exitoso viaje desde la Tierra y recibir los consecuentes honores, hasta terminar encerrados en un manicomio, celebrados por los locos. En este recorrido de casa en casa no se ve la ciudad: es un espacio similar al de algunos suburbios con casas dispersas en las ciudades norteamericanas. El éxito corresponde a la cuarta tentativa, cuando los marcianos ya habían muerto por los virus de varicela que llevaron las tres primeras expediciones; ahora sí, los conquistadores pudieron conocer las maravillosas ciudades marcianas: A la tarde siguiente, Parkhill se dedicó a hacer ejercicios de tiro al blanco en una de las ciudades muertas, rompiendo los cristales de las ventanas y volando las puntas de las frágiles torres [...].

Pero años más tarde, cuando los terrestres regresan a su planeta atraídos por la guerra y Marte queda vacío, un solitario cohete llega con una familia para reiniciar la vida allá, en el cuarto planeta: llegan para ser los nuevos y futuros marcianos. Los chicos abrieron enormemente los ojos, llenos de fervor. La ciudad muerta yacía ante ellos, adormilada en un cálido silencio, como en un verano creado artificialmente por algún marciano hacedor de climas. 68

Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera muerta. Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas: unas columnas caídas, un templo solitario y más allá, la arena otra vez. Nada más. Un desierto blanco a lo largo del canal y encima, un desierto azul [...]. A Michael le gustó la primera ciudad, pero los demás no le hicieron caso, pues no confiaban en juicios apresurados. La segunda ciudad no le gustó a nadie. Era un campamento terrestre de casas de madera ya casi destruido. La tercera le gustó a Timothy. Era una ciudad bastante grande. La cuarta y la quinta eran demasiado pequeñas, y la sexta provocó la admiración de todos, incluso de mamá que se sumó a los ¡ah! y ¡oh! y a los ¡mirad eso! Era una ciudad de cincuenta o sesenta enormes estructuras, en pie todavía; las calles estaban sucias, pero empedradas y en medio de las plazas, uno o dos surtidores trazaban aún unos círculos húmedos [...].

También los marcianos idearon ciudades para subyugar a la tercera expedición, que se entregó mansamente a la sensiblería nostálgica de un mundo dejado atrás: Es un pueblo con aire enrarecido pero respirable, señor. —Y es un pueblo idéntico a los de la Tierra —dijo Hinkston, el arqueólogo— increíble. No puede ser pero es —el capitán John Black lo miró inexpresivamente. —¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen paralelamente, Hinkston? —Nunca lo hubiera creído, capitán. —... y dígame si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios en el porche; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un piano y quinto... ¿es lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza musical titulada, aunque parezca mentira, “Hermoso Ohio”? [...]. 69

Aquí Bradbury especula exitosamente con dos aspectos de la nostalgia: la Tierra dejada atrás y el tiempo pasado, el de la infancia de los conquistadores en sus pequeños pueblos de provincia de los estados Unidos. Así, en la ciudad alucinada, señala aquellos aspectos cotidianos y emotivos que la cultura norteamericana se empeñó en enfatizar a través de las imágenes de Hollywood: porches amables y pasteles en las ventanas de las cocinas... no hay astronauta que pueda resistirse a la sensiblería. Después de los conquistadores de la cuarta expedición llegaron los colonizadores a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los peregrinos [...] Dejaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas [...] Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños [...] En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta desierto, con una luminosa algarabía de tubos de neón y amarillas lámparas eléctricas. En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte y otras más preparaban en la Tierra su partida [...]. Los segundos hombres fueron, pues, también norteamericanos. Salieron de las viviendas colectivas y de los trenes subterráneos y después de toda una vida de hacinamiento en los tubos, latas y cajas de Nueva York, hallaron paz y tranquilidad junto a los hombres de las regiones áridas, acostumbrados al silencio [...] Trajeron cinco mil metros cúbicos de madera de pino de Oregón, para construir la décima ciudad y veinticinco mil metros de abeto de California y levantaron a martillazos un pueblo limpio y claro, a orillas de los canales de piedra. En las noches de los domingos se iluminaban los vidrios rojos, azules y verdes de las iglesias y se oían los himnos numerados. “Cantaremos ahora el 79”. “Cantaremos ahora el 94” [...] Comenzaron a organizar la vida de la gente, sus bibliotecas, sus escuelas, comenzaron a empujar a las mismas personas que habían venido a Marte escapando de las escuelas, los reglamentos y los empujones. 70

Era por lo tanto inevitable que algunas de estas personas contestaran con otros empujones. Parecía a veces que un enorme terremoto hubiera arrancado de raíz una ciudad de Iowa y en un abrir y cerrar de ojos un ciclón fabuloso se hubiera llevado a Marte toda la ciudad, sin una sacudida.

Detrás de los hombres que sentaron las bases de la colonización, viajaron las mujeres. Ansiosas y emocionadas, en vísperas del viaje, dos amigas recorren su ciudad terrestre: Flotaron en un inmenso suspiro sobre una ciudad ya remota, una ciudad que se hundía detrás de ellas, en un río negro, y subía ante ellas una marea de luces y color intocables. Un sueño ahora ya manchado por la nostalgia, con temibles recuerdos que se alzaban demasiado pronto [...] Flotando serenamente, remolineando, miraron en secreto un centenar de queridos amigos que dejaban atrás, gente a la luz de las lámparas y encuadradas por ventanas que parecían moverse con el viento. No hubo árbol en que no buscaran viejas confesiones de amor grabadas allí y ya marchitas; no hubo acera que no recorrieran deslizándose sobre campos de mica. Por primera vez advirtieron que la ciudad era hermosa y que las luces solitarias y los antiguos ladrillos eran hermosos y sintieron que los ojos se les agrandaban ante aquella fiesta. Todo flotaba en un tiovivo nocturno, con entrecortadas ráfagas de música y voces que llamaban y murmuraban desde casas hechizadas blancamente por la televisión [...].

Es que no hay ciudad más hermosa que la ciudad que dejamos atrás, aquella que, pensamos, jamás volveremos a ver. Los susurros en los capiteles Sé que tienes la costumbre de caminar por el centro de La Plata en esas horas ambiguas que sin ser noche, no se arriesgan aún a ser madrugada. Yo también tenía esa pasión por el paseo en horas inciertas y conozco los peligros a que se expone quien, sin quererlo, oye los sonidos que el tiempo congeló en los capiteles de pilastras y columnas de las viejas fachadas platenses. 71

Quiero prevenirte para que no te dejes tentar, para que rechaces por absurdo e imposible lo que oigas –o creas oír– en la esquina de 7 y 49, testigo (aparentemente) mudo y distante de la historia de nuestra ciudad, cuyos ruidos aún hoy y para siempre se guardan en las hojas de cemento y en las volutas de yeso, bajo capas de smog y excrementos de pájaros. Hay momentos (afortunadamente pocos) en que los ruidos se escapan por las aristas de los capiteles y suenan confusos, superpuestos en fragmentos incoherentes que solo la memoria puede interpretar. Cuídate de esa extraña conjunción de historia y recuerdos con las columnas y pilastras del Pasaje Dardo Rocha, la esquina del antiguo Jockey y el edificio que era del Banco Hipotecario... Yo lo viví una vez (y lo revivo en innumerables pesadillas) aunque la aparición de un trasnochado taxi me llevó lejos de la locura, salvando mi razón de los embates de la memoria ante un único, eterno y desesperante gemido que encerraba las risas del micro del Jockey saliendo para Punta Lara; las canciones de Vianello en viejísimas películas italianas cuyos ecos alguna vez llegaron desde el cine Gran Rocha; el crujir de zapatos amarillos de los muchachos de la París (eran los años cincuenta); susurros de noches de allanamiento, terror y muerte; comentarios obscenos de empleados públicos al mediodía; mi propia voz (y ahí creí enloquecer) hablando con mi madre en la cola del correo y años más tarde con un amigo, en arcaicas intransigencias políticas. Todo eso y quizás mucho más –que intencionalmente olvido– casi destroza mi estabilidad emocional. Espero que me escribas pronto, ojalá contándome que abandonaste esas caminatas en horas equivocadas o que, al menos, evitas ciertos lugares demasiado cargados de una historia con códigos que solo la memoria puede descifrar. El águila de Plaza Italia Todavía recuerdo nuestra Plaza Italia entera, antes que un desvarío urbanístico –allá por los primeros años cincuenta– rompa en dos mitades ese espacio unitario y continuo, centralizado en el monumento. En esa época yo era un niño que veía con asombro cómo la calle 7 se abría paso sobre la 72

plaza, partiéndola en dos mitades; pero con más fascinación que asombro seguíamos los trabajos de los obreros que con grúas y aparatos desarmaban la altísima columna de piedra con su enorme águila metálica, para rearmarla un poco más allá, en una de las dos nuevas mitades. Quiero contarte algo que nunca conté a nadie (y creo que mis amigos de entonces tampoco lo hicieron) porque era el patrimonio más preciado, terrorífico y secreto en nuestro mundo de juegos infantiles. Te pido que vayas a comprobarlo porque, a veces, la imagen me aflora en medio de algún sueño grato o al mirar otros cielos, con otras estrellas, sin Cruz del Sur. También te pido, que si es cierto, no me lo digas porque no te creería. El primero que lo vio fue un chico que vivía en diagonal 74, del otro lado de la plaza; llegó agitado y nervioso a contarnos en tono de broma (el tono obligado por la inseguridad o el espanto) que allá sobre el ocre y azul del atardecer de invierno se veía, en su lugar original, la silueta del monumento recién trasladado. Era como un perfil nítidamente recortado a través del cual se opacaban los colores del cielo. Al terror inicial siguió una familiaridad respetuosa y cómplice hacia el fenómeno que alejaba nuestros juegos hacia otros sectores de la plaza. La última vez que lo vi, muchos años después, comprendí que la silueta del monumento en su lugar original era un reflejo de la memoria. Comprendí también, que no es el hombre quien debe mover las señales de la historia, porque se opaca el cielo y se borran las estrellas. Espero que confirmes mi recuerdo, aunque no me lo digas. Puedes ir a Plaza Italia en alguna noche de verano, esas de calor, insomnio y cerveza. Mira hacia el norte –como siempre hicimos los platenses– o hacia el eje de la calle 7. En el micro 8 Sentir que me observan a través de un espejo me produce una molesta sensación de apatía crítica, como si estuvieran juzgando con indiferencia mis más íntimos y apreciados pensamientos. Ese sentimiento llegó a exasperarme cuando noté que los choferes de los colectivos –o micros, como los llamamos en La Plata– nos miraban a nosotros, sus pasajeros, a través del adornado espejo que colocaban más arriba del parabrisas. 73

Esa desagradable experiencia la tuve por primera vez en el coche N°19 de la vieja línea 8, cuando no pude soportar la helada mirada que a través del espejo pasó sobre mí, en su recorrido por la informe masa de personas que íbamos a bordo. Intenté vengarme en un próximo viaje con el mismo conductor, primero manteniéndole la mirada (no pude) y luego, clavando mi vista en su nuca, en el deslinde entre el borde blanco de la camisa y los primeros mechones de pelo amarillo. Nada alteró la rutina de su apática observación. Tiempo después coincidimos en otro vehículo (tal vez, el coche Nº 34) de la misma línea y allí descubrí que si yo observaba simultáneamente a los pasajeros que él recorría con la vista, podía sentir fragmentos de lo que ellos pensaban, aunque el rápido paso de la mirada me impedía volverlos coherentes. Muchas tardes abordé intencionalmente ese colectivo tratando de descifrar intimidades que el veloz recorrido de la visión del conductor volvía partes de totalidades inaccesibles. Creo que fue un par de años más tarde cuando encontré al chofer de mirada blindada, caminando por calle 44. Al llegar a la esquina de 6, sus pies ya no tocaban el suelo y al cruzar la Plaza Italia iba más alto que los árboles. Lo seguí con la vista hasta que se convirtió en un punto entre las redondas nubes del cielo platense.

NOTA BRADBURY, Ray. Crónicas Marcianas [1º ed. Buenos Aires: Sudamericana, agosto de 1955]. Santiago de Chile: Minotauro, 1989, 244 pp.

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Vista de una de las plazas principales de la ciudad de La Plata. 75

CAPÍTULO IV Narrativa

No romperemos con la metafísica si metemos lenguaje por todas partes, al contrario, consumaremos la represión de lo sensible y del goce. LYOTARD, J. F. “Discurso y figura”, en Tomar partido por lo figural. Barcelona: G. Gili: 1971

Contradiciendo la tradición que propone que lo visible es legible, audible e inteligible y por ello, la forma como se organizan las palabras conduce a significados, Lyotard señala en el citado texto, que lo visible no es lo que se manifiesta sino que es “una pantalla de apariencias... un ruido que tapa una voz”. Ni la arquitectura ni la urbanística escapan al concepto de que no hay lenguaje sin engaño... Los ideales de la Modernidad se basaron en la dinámica y el cambio, en el vértigo que todo lo vuelve inestable, como lo ejemplificó Marshall Berman con la frase de Marx que da título a su libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire. Pero visto desde la arquitectura y la urbanística (y pese a los esfuerzos de ambas en favor de la disolución de la unidad) algo fracasó o no se articuló con los ideales de la Modernidad, justamente en los programas más cercanos y que más fielmente parecieron apoyarlos. Dinámica, 77

cambio y vértigo sugieren (y requieren) una levedad, una ligereza tal, que ni la arquitectura ni el urbanismo –especialmente este último– pudieron lograr, encerrados en la densidad de sus discursos; el ruido tapó la voz. El silencio es lo contrario del discurso, continúa Lyotard en el mismo texto, es: [...] la violencia y a la vez la belleza, pero es su condición, puesto que se halla del lado de las cosas que dan que hablar y que hay que expresar [...] el silencio resulta del desgarrón a partir del cual un discurso y su objeto se sitúan como interlocutores. Semejante violencia pertenece al fondo del lenguaje, constituye su punto de partida; presiona para que se desee lo verdadero como significación acabada de la exterioridad del objeto [...] Esta violencia convierte al objeto en signo y simétricamente, al discurso en cosa.

Nos asombra ver cómo la arquitectura y el urbanismo olvidaron, en medio de su pesadez discursiva, las imágenes visuales, la levedad del pensamiento y, como dijera Calvino, “esa manera de ver el mundo fundada en la filosofía y en las ciencias; esa ligereza que se crea en la escritura con los medios lingüísticos del poeta”, o retomando términos de Lyotard, en los enunciados correspondientes al juego de experimentación con la lengua. El discurso ahogó, sin remedio, a la urbanística. La arquitectura encontraría más fácilmente alguna salida (aun en la opresión del lenguaje que la encierra) si encauzara sus mensajes a través de enunciados narrativos. La levedad de estos enunciados, consecuente con una mayor cantidad de juegos del lenguaje, que pueden incluir al mismo tiempo denotativos, prescriptivos, interrogativos, valorativos, etc. Aligeraría el pesado discurso denotativo que hoy caracteriza a la arquitectura: el “he oído decir” reemplazaría al actual “van a oír” (LYOTARD. La condición posmoderna. Cap. VI) con una rearticulación de la temporalidad que junta pasado y presente en una actitud evanescente –leve– a la vez que inmemorial. Hoy vemos cómo el discurso de la ciudad es usado de manera frívola, oportunista y negligente; cada día más ruidoso y con mayores estridencias que impiden descubrir en el silencio el verdadero significado de la ciudad. En un alto porcentaje pasa lo mismo con la arquitectura; se pierden las significaciones (aquellas que surgen del uso cotidiano) en medio de la alharaca. 78

Ante tal situación, solamente la narrativa, con su capacidad para sugerir y constituir significados de uso posibles a las formas, puede señalar el camino para salir de este encierro. La narrativa propone la alternativa de la levedad porque es a la vez exacta e indeterminada, precisa y ambigua, todas cualidades necesarias para significar, ya que es en el margen de esa libertad, en el límite de lo incierto y ligero, donde se puede entrever lo que una vez llamamos “el misterio”; me refiero al Silencio que permite acceder a la interioridad de las formas, que son ambiguas y exactas, indeterminadas y precisas. Así tal vez, el camino de la narrativa sea el software que rescate los ideales que estuvieron en el origen de la Modernidad, con su vertiginosa dinámica escondida tras la densidad discursiva de los programas que intentaron llevarla a cabo en la arquitectura y la urbanística.

LA CIUDAD Y LOS PERROS Acontecimiento y narración en la novela Vargas Llosa4 En la novela de Vargas Llosa, Lima es la ciudad de los años sesenta con su perfil metropolitano que ocupa un amplio territorio; es la ciudad que creció desde el interior, envolviendo barrios y otros asentamientos hasta recostarse sobre el Pacífico. Es la Lima marítima de Barranco, Miraflores y San Isidro, donde el paisaje de fondo es un mar gris, recortado sobre un cielo húmedo, brumoso y también gris. Pero además, es la Lima de los barrios, cada uno muy diferente y con rasgos muy propios en sus imágenes y en sus estructuras sociales. Todavía en esos años, el centro mantenía sus significaciones: la Plaza San Martín y la Colmena eran “los lugares”, el paseo de los domingos, los cines grandes y lujosos. Claro que esta Lima marítima y tranviaria de los años sesenta está hoy, para nosotros; tan lejana como la Lima interior de Ricardo Palma, más por el deterioro que por el crecimiento que la conformó. Vista desde hoy, parece que esa ciudad fue un instante efímero, entre las décadas del cincuenta y el setenta, en la larga historia de Lima. 79

El epicentro de la ciudad marítima es Miraflores, el nuevo centro que se conformó sobre la Avenida Larco, en las pocas e intensas cuadras que van desde el Parque de El Pacífico hasta la costanera, compitiendo con el centro histórico: Desde allí se ve entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, se escucha el rumor del mar y, si la niebla no es espesa, se distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores [...].

Y ya en el interior de Miraflores: La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la Avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que desde lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza aquella, la detiene y la mata. Entre Porta y la Avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré, termina súbitamente doscientos metros al oeste, en el malecón de la Reserva, una serpentina que abraza a Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima [...] Encerradas entre la Avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina [...]. 80

Esta imagen del pequeño barrio inserto como un enclave entre la Avenida Larco y el mar, es una de las mejores descripciones que permiten la identidad, el ambiente vecinal y la –todavía- modesta escala del crecimiento de la ciudad en ese sector, que contrasta por su cercanía con la Avenida Larco, que ya evidenciaba su futuro, congestionado y vital: Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la Avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes [...].

Pero la identidad barrial como principal escenario de los acontecimientos novelados no impide ver la dimensión de la ciudad. En la prosa de Vargas Llosa es notable la presencia de esas dos escalas urbanas: el fragmento, particular en sus características y la gran ciudad continua que lo envuelve, en la que el lector se mueve a través de grandes recorridos-descripciones: A las diez, la Avenida Salaverry estaba solitaria, de cuando en cuando, pasaba un ruidoso tranvía a medio llenar. Bajaba hasta la Avenida Brasil y se detenía en la esquina. No cruzaba la ancha pista lustrosa, su madre se lo había prohibido. Contemplaba los automóviles que se perdían a lo lejos, en dirección al centro y evocaba la Plaza Bolognesi, al final de la avenida, tal como la veía cuando sus padres lo llevaban a pasear: bulliciosa, un hervidero de coches y tranvías, una muchedumbre en las veredas, las capotas de los automóviles semejantes a espejos que absorbían los letreros luminosos, rayas y letras de colores vivísimos e incomprensibles. Lima le daba miedo, era muy grande.

Entre los dos extremos de la observación: la particularidad íntima del barrio –Miraflores– y la heterogeneidad hilvanada por la continuidad de la gran ciudad, se destacan sectores, otros barrios y lugares que exaltan esa variedad de la metrópoli. En el borde mismo del centro aparece una imagen recurrente en el texto, el continuo integrado por la Plaza Dos de Mayo, remate de la Colmena, 81

principal avenida céntrica, con la Avenida Ugarte, la vía republicana en la antigua traza de la muralla que encerraba la ciudad histórica: [...] iba hasta la Plaza Dos de Mayo, seguía la Avenida Alfonso Ugarte hasta su colegio y me paraba siempre en la tienda de la esquina [...].

El centro muestra su dualidad: lugar de estudio y trabajo de la clase media (“ella le contó luego que trabajaba en una oficina del centro y que antes había estudiado taquigrafía y mecanografía en una academia”) y el lugar del paseo dominguero (“el cine Metro es bonito –dijo ella– Muy elegante”). Todavía en esos años no había llegado al centro la brutal degradación que después lo caracterizó y era aún “el lugar” de la ciudad: Bajo el reloj de la Colmena, instalado frente a la Plaza San Martín, en el paradero final del tranvía que va a El Callao, oscila un mar de quepis blancos. Desde las aceras del Hotel Bolívar y el bar Romano, vendedores de diarios, choferes, vagabundos, guardias civiles contemplan la incesante afluencia de cadetes: vienen de todas direcciones, en grupos y se aglomeran en torno al reloj, en espera del tranvía [...].

O, en el siguiente párrafo: Subieron al Expreso, se sentaron juntos. La Plaza San martín estaba llena de gente que salía de los cines de estreno y caminaba bajo los faroles. Una maraña de automóviles envolvía el cuadrilátero central [...].

En el otro borde del centro, en la salida hacia la costa, está el Paseo Colón, también herencia republicana del antiguo perímetro amurallado: Avanza por Paseo Colón, despoblado como una calle de otro mundo, anacrónico como sus casas cúbicas del siglo XIX que solo albergan ya simulacros de buenas familias, fachadas que arden de inscripciones, paseo sin autos, con bancos averiados y estatuas [...].

La descripción de cada fragmento de la ciudad, se convierte en la novela de Vargas Llosa, en una imagen de la gente que lo habita. Así se entiende la génesis de esa Lima policlasista y estratificada, que tendrá su mejor 82

expresión hacia finales de la década del setenta, antes de que la violenta “terciarización” la convierta en un continuo de ciudad informal, aun en los enclaves más “exclusivos”. Lince es el sector bajo de la clase media, un viejo relleno de la ciudad en el crecimiento del centro hacia el mar: [...] camina por las calles lóbregas de Lince: ralas pulperías, faroles moribundos, casas a oscuras [...].

Sobre el mar, el autor observa el viejo barrio de La Perla, antiguo asentamiento independiente, ya incluido en la mancha urbana: A sus costados, las viejas casas de La Perla, altas, con las paredes cubiertas de enredaderas y verjas que protegían jardines de todas dimensiones.

Barranco, el más tradicional asentamiento ribereño, destino del primer ferrocarril que determinó la expansión al mar: Alberto camina por las serenas calles de Barranco, entre casonas descoloridas de principio de siglo, separadas de la calle por jardines profundos. Los árboles altos y frondosos, proyectan en el pavimento sombras que parecen arañas. De vez en cuando, pasa un tranvía atestado; la gente mira por las ventanillas con aire aburrido [...] camina hasta la plaza iluminada y la elude, tuerce hacia el malecón que intuye al fondo, no muy lejos, detrás de una mansión de muros crema, más alta que las otras y bañada por la luz oblicua de un farol. En el malecón se aproxima al parapeto y mira: el mar de Barranco no es el de La Perla, que siempre da señales de vida y en las noches murmura con cólera; es un mar silencioso, sin olas, un lago [...].

Finalmente, los sectores ya degradados que anticipan el común denominador de deterioro que invadirá la ciudad, como el entorno de la Plaza de la Victoria: Al atravesar la Plaza de la Victoria, enorme y populosa [...] la aglomeración lo obliga a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los 83

perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. En la esquina de 28 de Julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias [...].

La Lima tranviaria, de recorridos lentos y percepciones tranquilas, donde enmarca la acción Vargas Llosa, hoy no existe; pero el autor deja entrever una punta de futuro que muestra cómo serán los desplazamientos en los años setenta: sus viajes en el “Expreso” indican el futuro en el que los tranvías serán reemplazados por los buses municipales, los “Bussing”, que crearán una nueva diferenciación social entre los destartalados transportes a los barrios y los pulcros “Bussing” a la costa: “El Expreso de Miraflores, iluminado y reluciente como una nevera; lo rodea (allí dentro) gente que no ríe ni habla”. Pero, Lima va mezclando sus gentes. Así como en la novela, “el barrio ha dejado de ser una isla, un recinto amurallado”, donde: [...] advenedizos de toda índole, miraflorinos de 28 de Julio, de Reducto, de la calle Francia, de la Quebrada, muchachos de San Isidro e incluso de Barranco, aparecieron de repente en esas calles que constituían el dominio del barrio.

Pero en menos de veinte años toda la ciudad recibiría la enorme migración rural que triplicó su población homogeneizando la imagen informal y terciaria, que cierra la etapa de expansión de la amable ciudad marítima con un centro de ciudad interior. La ocupación del territorio disponible entre los tres valles obligó a reutilizar la ciudad, aprovechando sus vacíos y reduciendo sus espacios. La Lima costera definió una ciudad cuya sola evocación nos llena de nostalgias, donde “el viento de la madrugada irrumpe sobre La perla, empujando la neblina hacia el mar y disolviéndola”, esa ciudad donde “el asfalto queda solitario y húmedo por la neblina”. La memoria I A veces siento que cuando te hablo de La Plata, tú estás pensando en otra ciudad, mejor dicho en otra La Plata. Temo que las referencias que hago, no signifiquen para ti lo mismo que para mí y me preocupa que los lugares que mi 84

nostalgia describe sean, en la ciudad que tú llevas por dentro, simples esquinas por donde cruzas las calles o intrascendentes plazas que rodeas sin mirar. Porque hay tantas La Plata como habitantes tiene. No todos los que caminábamos a diario por diagonal 77 la veíamos igual o detallábamos los mismos pasos. Algunos, quizás, a fuerza de ver repetidamente la misma escena parcial trasladamos su significado a toda la calle o a todo el recorrido. La memoria de La Plata es ambigua, está hecha de muchas memorias, de muchos gestos y de muchos sentimientos. Sé que tuvimos coincidencias en el tiempo y en el espacio (que permitieron esta amistad) pero sé también que basta que hayamos visto el mismo árbol desde diversos ángulos, en distintos días o que hayamos incorporado su imagen a diferentes emociones, para que hoy hablemos de dos árboles distintos. Por último, la ciudad que yo recuerdo ya no existe –eso pude comprobarlo– pero tampoco existe la que tú crees ver, porque lo que se fijó en tus recuerdos te impide ver lo nuevo. La memoria guarda lentamente las imágenes recientes y es reacia al cambio... ¿Podremos algún día tener el mismo árbol, la misma calle o la misma esquina en nuestros recuerdos? La memoria II Insisto en querer definir la memoria, aunque no te podría decir si se trata de un mecanismo muy simple que funciona a partir de muy pocos datos o por el contrario, viendo sus resultados, deduzco que es algo muy complejo. También parecería ser una manifestación de nuestra ingenuidad, porque de otro modo no se explica la sutil y precisa escogencia de imágenes que conforman mis recuerdos de La Plata. Sé que la memoria hace trampas a la realidad y que cuando leas mis comentarios dirás que La Plata no es así, que estoy confundido. No lo estoy: acepto con gusto las trampas de la memoria y le ayudo a hacerlas. Por ejemplo, escogí como recuerdos de diagonal 77 tres pedazos de tres paredes: uno rosado, del muro que encerraba una vieja construcción entre las calles 5 y 6; otro color crema en la esquina de diagonal 80 y por último, uno gris, con musgo verde amarillento (de humedad y sombra) entre 3 85

y 4. Con estas tres imágenes, que son solamente textura y color, puedo reconstruir mi recorrido diario al Colegio Nacional, con todas las emociones de cada día de cada uno de los seis años de bachillerato en una única emoción-síntesis-recuerdo. Podría hacer lo mismo con otras calles y con otros recorridos. Por eso, cuando estuve en la Plata, evité algunos itinerarios y preferí la fantasía del recuerdo, aunque incluya algunas trampas a la comprobación de la realidad. Ahora me aparecen dudas y a veces pienso que en mis recuerdos no hay fantasías, ni trampas que los adornen. Te decía que la memoria de La Plata es ambigua pero creo que no es así: la ambigüedad está en nosotros cuando dudamos de los recuerdos.

VIAJEROS I Se fue de Berlín fascinado con la Schloss Strasse, calle que recorrió incontables veces entre la Rathaus Steglitz y la Walther-Schreiber-Platz. Se encantaba mirando el comercio cotidiano alineado en ambas aceras o sencillamente caminando bajo los frondosos árboles, sintiendo el rumor del tránsito y descubriendo en todo ello algo de su calle 7. Muchas tardes de primavera se sentaba en un banco de Villa Borghese a mirar atardeceres romanos. Buscaba un asiento cercano a la Vía Veneto, para rescatar esa mezcla de ciudad y verde que tantas veces había vivido en los atardeceres de alguna plaza platense. Creyó –ingenuamente– encontrar las estrellas del cielo de La Plata en el cuadrado cielo de la Plaza Mayor de Madrid e identificó ciertos gestos de las viejas fachadas de diagonal 80 en alguna perdida calle parisina, cercana al mercado de pulgas de Clignancourt. Llegó a pensar que la Plaza Taksim de Estambul tenía algo de su Plaza San Martín... Volvió feliz a La Plata contando las maravillas de los mundos diferentes que había conocido, aunque quizás fueron más recuerdos y asociaciones con la vida cotidiana de su ciudad que descubrimientos y novedades de tierras lejanas. Lo contaba en La Plata, ante un auditorio de platenses que esperaba oír, con admiración y asombro, lo que él les estaba narrando: su propia ciudad. 86

NOTA VARGAS LLOSA, Mario. La ciudad y los perros. Buenos Aires: Seix Barral, 1989, 394 pp.

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Vista de una de las plazas internas de la ciudad de La Plata. 87

CAPÍTULO V Límites

El límite circunscribe algo, más allá del cual ya no se encuentra; pero más acá, ese algo aparece en toda su intensidad. Así, el límite no pertenece a ese algo o cosa pero tampoco le es ajeno. Por lo tanto, es un término al que es posible acercarse indefinidamente sin poder jamás alcanzarlo.

... la magia del límite subyace en la imposibilidad de llegar a él. La anterior es una de las definiciones más imprecisas y menos satisfactorias que podemos encontrar en cualquier diccionario, ya que identificar algo (como en este caso, el límite) por lo que no es y pretender situarlo explicando dónde no se encuentra, evidencia la abstracción del concepto. Sin embargo, la idea de límite es cotidiana y concreta en el habla. Es la más abstracta y ambigua realidad que manifiestan las formas, hasta tal punto que no dudamos en aceptar la definición de la palabra “forma” que proponen las teorías de la percepción, y la identificamos como “el límite (borde, contorno, perímetro) de algo”. Entonces, también el concepto de “forma” se vuelve impreciso, como si necesitáramos una sombra de duda que encierre expectativas ante una convención tan cotidiana como es el código de las formas. En sus Seis propuestas para el próximo milenio, Italo Calvino cita al escritor italiano Giacomo Leopardi, quien sostenía que el lenguaje es tanto más poético cuanto más vago e impreciso. También decía Leopardi que “las 89

palabras lejano, antiguo y otras análogas son muy poéticas y agradables porque sugieren ideas vastas e indefinidas” y las descripciones de la noche también son poéticas “porque al confundir la noche los objetos, el alma no concibe sino una imagen vaga, indistinta, incompleta”. Saber que existe un límite satisface una necesidad de seguridad, pero a la vez, ignorar su situación exacta, intuirlo como inalcanzable, aporta esa dosis de incertidumbre o magia que encierran (o que necesitamos que encierren) las formas, cotidianas, literarias, arquitectónicas... Más allá del límite de las formas están las tensiones que generan y que permiten su articulación entre sí y con el espacio. Usualmente vemos la arquitectura como “masa” definida por sus formas, pero la existencia de la masa implica el concepto de tensión; entre ambos hay un límite que llamamos “de la forma” porque nuestra observación y comprensión del fenómeno se realiza a través de ella. Sin embargo, todo límite define dos territorios y nuestro límite que identifica la “masa” a través de la forma, observado desde un lado, haciéndolo desde el otro, “delimita” la tensión. Una fachada es el borde de lo construido (la arquitectura) pero lo es también del espacio de la calle que la antecede. A esta la entendemos como tensión (como eje o como recorrido) y a la arquitectura como “masa”; pero ambos términos son inherentes el uno al otro y, al compartir una misma frontera, son inseparables: el límite pertenece al lado desde el cual miramos... El exterior es siempre otro interior, decía Le Corbusier, aunque el mito del interior sea uno de los procesos fundamentales del pensamiento inconsciente más difíciles de exorcisar, como define Bachelard en Formación del espíritu científico. Al hacer arquitectura construimos masas y creamos tensiones, pero también se puede operar por el camino inverso: a través de la intervención en el sistema de tensiones se pueden concretar las formas, que en este caso aparecen “más allá del límite”, ya que el límite pertenece a “nuestro lado” y éste ahora es el de las tensiones. De este modo, las formas se convierten en fragmentos de una red con nuevos significados, consecuentes con la nueva aproximación a la creación arquitectónica, que en el ámbito de la ciudad se expresa mediante 90

acciones puntuales organizadoras de dicha red, basadas en el concepto de intervención sobre el fragmento (la masa) y simultáneamente sobre el esquema de tensiones. El arquitecto alemán Oswald Mathias Ungers identificó así esta conceptualización: Percibimos la ciudad a través de imágenes, de metáforas, de modelos, de signos, de símbolos, de alegorías... la realidad corresponde a lo que nuestra imaginación percibe como tal.

Frase esta que explica la de Jorge Luis Borges: “La ciudad que vemos no existe”. Este pensamiento fue la base teórica del plan de ordenamiento de París, desarrollado por los arquitectos Salat y Labbé en años recientes; ellos agregaron: La ciudad está formada por las trazas de su elaboración y es objeto e imagen real y virtual. Es el conjunto de la totalidad de las memorias y de todos los instantes, estable y renovada a la vez. El presente de la ciudad es un fragmento de memoria paradojal. En su instantaneidad excede y contiene todas las memorias parciales y toda la historia futura.

Haciendo evidente que la ciudad no puede ser escrita (construida) en modo definitivo. Así, la ciudad atomizada por los conceptos de la urbanística moderna, que exaltó el significado de la masa, llega a perderse como unidad bajo el efecto de la velocidad de los desplazamientos y los ejemplos arquitectónicos se convierten en hitos referenciales del sistema de tensiones. La aceleración de la velocidad o el vacío urbano pasan a ser la antirrealidad (derrealidad) de una ciudad recorrible pero invisible desde el movimiento. Se deconstruye el “todo-masa” en función del “todo-tensión estructural” y a la estética de la utopía modernista le sucede la no estética o antiestética de la heterotopía del fragmento: es el inicio del fin de la realidad, como señalan Salat y Labbé, mirando el mismo límite desde el otro lado. Para Kant, el numen es, por definición, el concepto de límite del conocimiento. Así, el conocimiento numénico (de la cosa en sí) presupone una 91

intuición intelectual que el hombre no posee. Por ello, en el numen subyace un concepto negativo, que Kant en cierta forma hace positivo considerándolo el sustrato inteligible del fenómeno: cuanto más progresa la ciencia, más reconoce sus límites, que se van ampliando conforme a sus progresos, a la vez que se amplían nuestros conocimientos, pero el límite siempre circunscribe el campo del conocimiento...

... aunque creamos haber pasado un límite, siempre habrá otro, el mismo, el LÍMITE. El límite más notable en la arquitectura está dado por su capacidad de sostenerse como etimológicamente lo sugiere la palabra “arquitectura”. Una construcción que oculta o disimula esa capacidad portante, es decir que se muestra “atectónica”, evidencia la peligrosa cercanía de un límite, el de la estructura, cuya posibilidad de colapso crea una inquietante expectativa en el observador, que ante esa situación extrema no puede sino ver la construcción como masa y como tensión simultáneamente, desde ambos lados de un límite que oscila peligrosamente. Para el historiador formado en la observación de la arquitectura clásica –o renacentista– el espacio se concibe cerrado, limitado y tangible, características que no son propias de la arquitectura gótica, como señala Jantzen en su obra La Arquitectura Gótica, cuando se pregunta ¿qué es lo propiamente gótico en los límites espaciales de esa arquitectura? La respuesta deja entrever que así como no hay luz natural en esas construcciones cuyos vitrales convierten la luz en una brumosa atmósfera de color, tampoco existe un claro antagonismo entre apoyo y peso que exprese la cualidad tectónica y la comprensión de la masa, como ocurría en los antiguos templos clásicos o en las densas construcciones románicas de la primera época de la Edad Media, en las que las columnas y los arcos de medio punto están formados por piedras que soportan un peso, y reafirman la ley de la gravedad y su sometimiento a ella. La arquitectura gótica niega la gravedad para realizar el milagro de un espacio que está por encima del mundo.

Concluye Jantzen, ya que es aparentemente ingrávida, vertical y ascendente (“éxtasis de la vertical”, definió Worringer), diáfana y transparente, con el 92

aparato técnico de sostén ubicado en el exterior, como un exoesqueleto oculto desde el mundo interior, ese mundo celestial donde nada interfiere con la filigrana de piedra y los vidrios de colores que ascienden audazmente hasta que la vista se pierde en las altísimas bóvedas de una cubierta que visual y constructivamente se integra con las paredes. Pero esta indefinición del límite y la inquietud producida por un espacio comprensible más como tensión que como masa, no sobrevive a la Edad Media. La sociedad renacentista redefine la presencia del hombre en el espacio físico, cultural, urbano y arquitectónico y con ello reaparece un elemento de la tradición clásica que expone abiertamente su significado de límite: la cornisa, que baja las alturas a la escala humana. Así lo vemos en el campanile que Giotto agrega a Santa María del Fiore, en Florencia, una construcción aún gótica en su lenguaje pero no en sus intenciones, o en las posteriores obras de Brunelleschi (San Lorenzo, Santo Spirito) y de Alberti (Sant’Andrea) que ya no son verticales ni ascendentes. Nuevamente predomina la masa sobre la tensión, reafirmada por las limitantes cornisas en ámbitos serenos y tranquilos para un hombre que ahora no necesita los significados de “inquietud” ni las connotaciones celestiales de la verticalidad ascendente. La imposibilidad de superación del límite está ligada a la imperfección y a la finitud de nuestra mente; es decir a la limitación del ser humano. De este modo, el concepto pasa de la teoría del conocimiento a la metafísica...

... quizás no nos atraiga tanto la idea de pasar el límite como la emoción de bordearlo indefinida y desafiantemente. En la idea de metamorfosis subyace la descarnada acción de atravesar un límite, situación que, por definición, resulta inalcanzable. Por ello, las metamorfosis nos intrigan y nos golpean en la seguridad que sentimos en un mundo de fenómenos que se miran de uno u otro lado, evitando así, esa dualidad reservada para el mundo onírico. En La Isla del Tesoro (1942) René Magritte muestra la transformación de vegetales en aves, contradiciendo las alas extendidas con las raíces aferradas a la tierra, situación que el historiador Waldberg trata de explicar (por esa necesidad que tenemos de explicarlo todo, aún lo inexplicable) como “el angustioso contrasentido de la naturaleza humana”. En la obra El Imperio de la Luz (1954), 93

el mismo artista muestra la metamorfosis del día en noche en una imagen cuyo contenido mágico la vuelve inaceptable... también Escher nos demostró que caminar demasiado cerca de un límite es bordear lo inadmisible... Sin embargo, las transformaciones espaciales, que son el objeto de la arquitectura, no son entendidas como metamorfosis ya que siempre ocurren dentro de los límites que establecen la tectónica, la satisfacción de necesidades y la significación. Una metamorfosis es incontrolable, ajena a nuestras intenciones; las transformaciones espaciales y su devenir son cambios inducidos por nuestra propia existencia en busca de sus espacios. Ni las propuestas arquitectónicas del grupo Archigram en la década de 1960, ni los experimentos metabolistas de los arquitectos japoneses en los años siguientes, lograron –pese a sus intenciones- superar esos límites. La obsesión de Archigram por romper parámetros tradicionales de la arquitectura tales como la imagen o la relación forma-función, vista veinte años después se evidencia más como juego o divertimento tecnológico (y esto la ubica en un terreno fuertemente limitado) que como alternativa. El llama-

Palacio de la Ciencia y la Tecnología, en La Villette, París. 94

do Metabolismo Japonés mostró edificios “que parecen transformables” sin poder –obviamente– serlo en la realidad, el resultado fue un gesto que intentaba señalar el límite más que una intención de atravesarlo. Deberíamos asumir, entonces, que la arquitectura no puede superar sus límites porque la condición existencial del hombre, a la que debe responder en tanto configura sus espacios existenciales, es limitada; de no ser así, la arquitectura perdería su contenido significacional y su capacidad simbolizante, es decir, perdería su razón de ser más allá de la función. Situación límite, según Jaspers, es aquella inevitable; es decir, es aquella en la que el hombre no puede llegar a encontrarse (la culpa, el sufrimiento, la muerte) y de la cual, a la vez no puede evadirse, ya que señala el límite de su condición existencial. El único modo de superarla es permanecer dentro de los límites...

... junto a la noción de límite existe la de infinito, pero más acá de ambas está el mundo de los fenómenos imprecisos, indefinidos, los fenómenos de la existencia.

Instituto del Mundo Árabe, París. 95

La Isla del Tesoro, de René Magritte (1942). 96

El Imperio de la Luz, de René Magritté (1954). 97

“TRISTE LE VILLE” La idea de límite en el cuento de Abelardo Castillo5 Existen pueblos tristes, perdidos en las más remotas regiones de cualquier país. Son poblaciones olvidadas, ajenas a los grandes ejes de movilidad, metidas en territorios desconectados de los flujos comerciales. Pueblos de viejos, que vieron sin asombro y con rápido olvido, cómo las generaciones más jóvenes emigraban a las ciudades. Pueblos que alguna equivocación del pasado fundó en sitios que nunca serían o, lugares cuyo destino torció algún capricho de la historia, marginándolos de la vida. Pero también hay poblaciones olvidadas a las puertas de las grandes ciudades. Su tristeza es mayor porque el error del destino resulta más evidente, la emigración más fácil y la amnesia para vivir sin los que se fueron es más difícil. Son pueblos que quedaron en los triángulos muertos entre las vías que convergen a la ciudad y por ello nunca serán parte de la misma, pero tampoco serán el centro de una amable campiña porque la cercana metrópolis lo impide. Casi abstracta en el atardecer, o como devastada por una desolación, era igual (me pareció igual) a cualquier inocente estación de pueblo. Ni más miserable o fantasmal, ni más pérfida.

Así se encuentra el protagonista con “Triste Le Ville”, pueblo-destino de los muertos tristes, que Abelardo Castillo sitúa en cercanías de Buenos Aires, en el quizás más desolado triángulo de territorio que rodea la ciudad, el comprendido entre las rutas nacionales 2 y 3, más allá de las últimas conurbaciones. Un pensamiento me tranquilizó: Buenos Aires no podía estar lejos. Vi la ventanilla de pasajes cerrada; quizá hasta me quedaba tiempo de recorrer el pueblo antes del primer tren de regreso. Imaginaba una plaza con altoparlantes y muchachas, una banda municipal, un loco inofensivo [...].

Pero en “Triste Le Ville” hay un doble error del destino: uno, el que marginó a tantos pueblos de la vida metropolitana; el otro, el del protagonista 98

del cuento que equivocadamente pasó un límite que no le correspondía y ocupó en la muerte el lugar asignado a otro, al Hombre Triste. La narración es una reflexión y un juego con el límite; el tema es precisamente, el cruce de esa sutil línea que separa la vida de la muerte; porque el mayor límite que conoce el hombre es el de la finitud de su propia existencia, aquí expresado como un viaje en un tren suburbano, realizado por azar en lugar de otra persona. [...] Esa tarde vi el boleto perdido. Estaba allí, sobre el piso del andén. Algo, la misma fuerza que me mandó reparar en él entre otros tantos de su misma especie, me impulsó a recogerlo. O quizá fue pura casualidad [...] El dueño del pasaje no se veía por ninguna parte. Y entonces se me ocurrió ocupar su lugar [...] me sedujo la aventura de un viaje a cualquier parte y no lo pensé más.

Atravesar un límite es una opción, algo inherente a las expectativas del hombre, pero más que atravesarlo, la magia está en el desafío de bordearlo. Por ello, el nudo temático del cuento radica en ese instante, en la excitación de los apenas dos minutos que transcurren entre el encuentro del pasaje y la salida del tren. Allí se plantea el desafío al límite, las dudas y los temores. [...] Porque en dos minutos pasan estas cosas, vi al hombre triste [...] con desesperación buscaba algo en sus bolsillos. El boleto, naturalmente; sé que no me importó. Vi su cara pavorosa y lo odié [...] ahí enfrente, buscando un boleto, sombrío y agazapado detrás de una columna gris. Como un hermano de pesadilla, estaba mi antítesis y mi demonio.

Como toda opción, el cruce del límite es una acción individual, de hecho imposible, porque el límite siempre estará más allá como deja entrever el autor al abandonar al protagonista en un lugar sin salida ni retorno: limitado espacialmente pero ilimitado en la eternidad. Castillo plantea el cruce del límite a través de la acción cotidiana de un viaje en tren suburbano; “subió y bajó gente, como ocurre en todos los trenes”, pero solo uno de los pasajeros viajaba hacia más allá del borde. 99

El tren ya iba vacío. Algo pude presentir entonces, de haber puesto empeño [...] pero el sueño me envolvió con su agua profunda y caí en él como hacia el centro de un río circular [...] cuando desperté, vi el cartelón rectangular. Sobre fondo negro, con letras blanquísimas se leía “Triste Le Ville”.

Más allá de un límite habrá otro, quizás el mismo. Sin embargo, en “Triste Le Ville”, el protagonista superó la finitud temporal del hombre y la eternidad y en el error de ocupar la muerte de otro definirá su nuevo límite: la vida (en la muerte) en la desolación del pueblo triste. Desde aquel día hasta hoy he recorrido mil veces este pueblo, su miserable plaza y sus calles sin nadie, que eran la muerte de otro. Cada piedra, cada sombra que la tristeza del crepúsculo dibujaba para siempre sobre las tapias, está hecha a semejanza del corazón del hombre triste [...] No queda una hoja en ningún árbol, no queda la trama de una hoja, la veta de una piedra cuya implacable memoria no sea tan nítida para mí como la mano que ahora se mueve bajo mis ojos.

Descubrir Todas las calles de La Plata son rectas. Cada seis cuadras, en ambos sentidos, hay una avenida. Todas las avenidas desembocan en plazas. La ubicación de las diagonales es previsible: son simétricas en el plano. Podría seguir enumerándote situaciones que muestran a La Plata como una ciudad sin sorpresas, inscrita en el orden y la regularidad. También los platenses son previsibles. Al limitado espectro laboral que ofrece comportamientos establecidos hay que agregar la rutina de costumbres arraigadas. La moda incide lentamente cambiando algunos rasgos de las mismas tradiciones. Todos los veranos se toma cerveza, todos los domingos se almuerza afuera. Puede ser en una u otra cervecería o en uno u otro restaurante de moda. Pero de pronto, en una húmeda tarde de otoño, como lo son todas, te parece que el sol vuelve más anaranjada la pared que siempre fue blanca o que una brisa más fresca te golpea de frente, al doblar la esquina de 6 y 49 y te hace estremecer. 100

Quizás descubras que con el avance de la primavera, las sombras son más intensas y todo gana un nuevo relieve y que, con el invierno, los árboles destapan las fachadas, dejándote ver una cornisa que nunca habías notado o el inesperado marco que encierra una ventana. Las sorpresas de La Plata son pequeñas, pero surgen de la magia de aguzar los sentidos: los brotes de los árboles de calle 43 o el ruido de las hojas secas que pisas en las aceras de 44. No esperes en La Plata la sorpresa fantástica, ni la perspectiva explosiva, aunque el contenido de una frase dicha en el tono de siempre, en el contexto de la misma conversación en la cervecería habitual, cambie tu modo de ver el mundo o descubras –por ti mismo– que la vida es muy diferente cuando caen las naranjas de los árboles de calle 47. Hay ciudades que se ofrecen, La Plata te obliga a buscar, a mirar de cerca, a descubrir lo enorme en el pequeño gesto de la misma rutina, a sacar a la luz las sorpresas y las perspectivas que llevamos por dentro. La mujer desnuda Fue a principios de diciembre –lo recuerdo por el aire caliente que anunciaba el verano– cuando vimos correr una mujer desnuda por la Plaza San Martín. Ni yo, ni los dos compañeros de universidad con quienes estaba, dábamos crédito a tan insólita situación a esa hora en que La Plata pasa de la modorra de la siesta, al olor a jabón y al entusiasmo del paseo de la tarde. Decidimos seguir su veloz carrera que se dirigía hacia la esquina de diagonal 80. Otros tuvieron nuestra misma iniciativa (o curiosidad) y al salir de la plaza, por calle 6, un grupo de ocho o diez personas corría tras la espalda húmeda de sudor, tras las nalgas que brillaban con el sol y las sombras del pavimento todavía caliente. En el cruce con la calle 48, reparamos en su figura reflejada en las vitrinas de los comercios, deshaciéndose en mil fragmentos entre las telas, entre los objetos, entre los bronces de las puertas. También vimos que un resplandor opaco, como la cola de un cometa, envolvía en una sola mancha dorada a la ya numerosa comitiva de los corríamos detrás. Las últimas cuadras de diagonal 80 nos acercaban a la estación del ferrocarril. No había señales de cansancio –no había ninguna señal- en la mujer 101

desnuda que corría balanceando los brazos y el cabello, ajena a la multitud que la seguía; tampoco en nosotros, que nos dejábamos llevar –sin dudasen su fosforecente estela. Entró a la estación por la puerta de la esquina. Allí nos apretamos, nos empujamos, pero conseguimos pasar por el estrecho corredor y por la sala de boleterías, para verla cuando saltaba ágilmente sobre la última puerta del último vagón de un tren ya en marcha, que partía del andén 5. Entonces la multitud se frenó y fue dispersándose sin comentarios. Ya no nos unía el resplandor sin brillo de la cola del cometa. Nunca nos preguntamos quién era, ni a dónde fue. Por el cielo de La Plata pasan muchas estrellas fugaces, a veces algunos cometas, pero no nos dejamos involucrar en sus locas carreras. El límite Me pregunto cuál es el límite de la ciudad de La Plata. Podría decirte qué o dónde no es La Plata, pero me resulta imposible definir un perímetro que la encierre o un rasgo que al desaparecer repentinamente me indique el fin de nuestra ciudad sin murallas ni empalizadas. El límite es un término al cual es posible acercarse indefinidamente, sin poder jamás alcanzarlo... ¿Qué motivó a los fundadores a encerrar el cuadrado perfecto de La Plata en una avenida de circunvalación, tan fácilmente rebasable sobre el plano infinito de la pampa? ¿Fue el equilibrio de la razón o la desolación de la planicie eterna que los obligó –como hoy nos obliga a nosotros- a buscar límites imposibles? Ahora sé que el límite de nuestra ciudad está más allá de mí, de mi pensamiento y de mi memoria. Cada vez que creo alcanzarlo y completar la imagen de La Plata (que es conocimiento de mí mismo) aparece otro límite, quizás el mismo, más lejano...

NOTA CASTILLO, Abelardo.” Triste Le Ville”, en Diez narradores argentinos. Barcelona: Bruguera, 1977, 213 pp. 5

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Vista de los bosques de La Plata. 103

CAPÍTULO VI Fragmentación

Este planteamiento-propuesta sobre el valor del fragmento ante el detalle, implica considerar la arquitectura y la ciudad como redes comunicacionales, teniendo en cuenta también, que la hipótesis básica surge de la confrontación de dos maneras de relacionar el todo con las partes. Una de ellas, identificada con el pensamiento de la Modernidad y con la arquitectura y la urbanística del Movimiento Moderno, propone la relación entre el todo y las partes como un sistema único, lineal y cerrado. En él, las partes y la totalidad se explican mútuamente; las partes actúan como “detalles” que ayudan a entender el todo, a la vez que este resulta de la integración de las primeras. La otra manera, considera la independencia de las partes, tomándolas fuera de una pretendida totalidad. La primera condujo, en el marco del pensamiento moderno, al discurso en torno a la búsqueda de significados; la segunda intenta “encontrar sentidos”. En el marco de este modo de ver la relación todo-partes ya no se trataría de explicar las significaciones arquitectónicas o urbanas a través de elementos físicos como pueden ser los constitutivos de la arquitectura o las plazas, calles, tejido de vivienda y edificios singulares para la ciudad: se trata, ahora, de identificar redes, estructuras tensionales entre acontecimientos que expliquen el sentido o el no-sentido de la arquitectura y la ciudad. A la manera de relacionar el todo con las partes a través de un sistema único, actitud que identificamos con la de la arquitectura y el urbanismo modernos, 105

la llamamos detallar, por el origen etimológico de la palabra que –como señala Calabrese– implica la noción de cortar (tagliare); a la otra manera, la denominamos fragmentar, cuya etimología implica romper (frangere). Lo cortado es escogido por el sujeto, es el resultado de una opción, un “a priori” con la certeza de reconstitución de la unidad a partir de partes con bordes nítidos, fácilmente reinsertables en el todo. El fragmento, lo roto, es irregular, arbitrario, tiende a independizarse de la totalidad de la cual proviene, ya que su reconstrucción es hipotética pero no cierta. Un fragmento puede ser equivalente a otro o a otros, un detalle es único y en esa particularidad radica su peso discursivo en el sistema que integra, cuya mejor –y más trágica– ejemplificación es la ciudad actual, con su incapacidad para absorber la dinámica del cambio... Una estructura fragmentaria es inestable, leve, en ella importan tanto las partes como los vacíos o tensiones que integran esas partes a la red, esos espacios (o “silencios” en el lenguaje de Lyotard) que permiten la aparición de los relatos y que dan lugar a las ambigüedades y al “más o menos” propio de la duda, creando consecuentemente, una actitud favorable al cambio. La ciudad moderna fue detallada, cortada y organizada en partes intencional y forzadamente “coherentes” con un todo, fue zonificada en áreas funcionales (administrativas, residenciales, comerciales, industriales, etc.) sin tener en cuenta que la idea de ciudad es más cercana a la imagen de una red tensional entre fragmentos arbitrarios que a la de un sistema de partes especializadas que tratan de explicar una totalidad, la que recíprocamente, intenta explicarse a través de esos “detalles”. A partir de esas premisas teóricas, la hipótesis se propone en los siguientes términos: La ciudad actual, derivada del pensamiento moderno, se desintegró, pero no en la dinámica de la fragmentación sino en el estatismo que implica el concepto de detalle. La arquitectura moderna también resultó de la desintegración de la totalidad en volúmenes detallados funcionalmente y el énfasis en esta arquitectura de masas creó una actitud discursiva, pesada y densa, ajena a la espontánea fragmentación del todo, lo que hubiera evidenciado las tensiones entre las partes permitiendo la conformación de una red de acontecimientos espaciales. 106

La ciudad se cortó cuidadosamente, pero no se rompió en la espontaneidad de sus procesos; cada parte se ahogó en sí misma, en la aridez de su propia y detallada especialización, con una estabilidad impuesta y en un sistema lineal que a diferencia de una “red”, no evidencia las tensiones, los silencios que permiten acceder al sentido, a los significados de uso, es decir a los relatos. Esa primera hipótesis se articula con otra, derivada de la observación de la arquitectura y de la ciudad desde el punto de vista de la cultura: Existe una estrecha correlación entre identidad cultural e identidad espacial, que la comunidad, para su coherencia como tal, debe integrar en la imagen de la ciudad, en la lectura y comprensión de cada uno de sus espacios urbanos y arquitectónicos, los que más allá de un significado, deben evidenciar un sentido. Umberto Eco llama “enciclopedia” a la idea de cultura derivada del pensamiento moderno y del estructuralismo, que define un conjunto orgánico en el que cada elemento tiene una relación ordenada jerárquicamente con los demás, es decir que forma parte de un gran y único sistema. Así, la cultura convertida en un metarrelato funcionaría como un horizonte general de orden, una idea global del saber, pero cuando estamos frente a un elemento cultural aislado (que es lo que nos sucede corrientemente) ese horizonte se pierde y recurrimos solamente a la organización interna del elemento o en todo caso, a su región inmediata. Este concepto de “localidad” de cada elemento cultural, que eco plantea en su obra Lector in fabula, define una red de relaciones inmediatas, cercanas entre sí pero ajenas al gran horizonte o metarrelato de la cultura y se aproxima al concepto de “fragmentación” en el que cada acontecimiento de la cultura constituye un sistema en sí mismo, ligado tensionalmente a otros, pero independiente de cualquier marco totalizador. Aquí no se detalla la parte que explica el todo ni se requiere de este como horizonte al referir y explicar cada parte. Esta aproximación nos permite escoger libremente un corpus de objetos culturales arquitectónicos o urbanos como elementos comunicables, como acontecimientos que valen en sí mismos a la vez que mantienen las pautas de cualquier modelo comunicacional, esto es, indagar en objetos culturales que, como señala Calabrese, cumplan los siguientes requisitos: 107

Ser creados por un sujeto (individual o colectivo). Estar originados según ciertos mecanismos de producción. z Manifestarse a través de formas y contenidos. z Poder transmitirse por ciertos canales. z Ser recibidos por un destinatario (individual o colectivo). z Ser determinantes de ciertos comportamientos. z z

Al liberarse la observación del peso del metarrelato cultural como referente obligado, se pueden rastrear conexiones entre objetos de diferente origen (ya no necesariamente por series culturales), los que al no tener que explicarse mútuamente (y con la totalidad) permiten la búsqueda de un sentido, más allá de un significado, ya sea a nivel del inconsciente individual, del colectivo o del de la propia obra. A través de esas relaciones podemos intentar formular un “gusto de la época”. Ese concepto de “gusto” surge de un juicio de valor en el marco de una categoría estética. Desde este punto de vista, la observación que hagamos sobre la ciudad o sobre la arquitectura, en tanto sus identidades como lugares de cruce de redes y superposición de fragmentos culturales, no se limita a la descripción de formas significantes sino a la comprensión de los juicios de valor que provocan en la sociedad: su aceptación o rechazo. Esta aproximación intenta ser el paso siguiente al análisis semiótico de la arquitectura y la ciudad, que a partir de sus elementos físicos determinó la secuencia formas-usos-significaciones, en la cual los usos (o significados de uso)resultan determinantes tanto de las formas como de las significaciones. Ese acercamiento semiótico, a través de categorías morfológicas, llevó a la observación de un proceso cíclico por medio del cual la comunidad da forma a sus espacios y esto s a su vez proyectan nuevas significaciones en la comunidad y así sucesivamente. La intención de acceder a lo construido (arquitectura o ciudad) a través del “gusto” rearticula la relación habitante-espacio, que en la aproximación anterior era considerada como una linealidad sujeto-objeto. Ahora se trata de ver a ambos simultáneamente, en tanto “cada sociedad define unos sistemas de valores, más o menos normativos, con los cuales se juzga a sí misma”, como observa Calabrese en su texto La era neobarroca. Por ello, la 108

secuencia planteada en esta etapa de la investigación se puede expresar como “formas-juicios estéticos de valor-sentido”. Este paso de la observación de categorías morfológicas a estéticas, parecería dejar por fuera los juicios morales, a partir de una categoría ética. De hecho, esto s han sido considerados implícitos en la estética, atendiendo a la “estetización de masas” que parece penetrar a nuestra sociedad, en un proceso nunca visto anteriormente y consecuente con la importancia adquirida por los medios actuales de información y comunicación. Detalle y fragmento están en el espíritu de este tiempo conllevando la pérdida conceptual de la totalidad. Sin embargo, como ya se observó, la idea de “detalle” o parte especializada alcanzó un notable desarrollo en el marco de la Modernidad, con la arquitectura y el urbanismo del Movimiento Moderno, a través de la intención funcionalista y de la expresión de las “formas puras”; ambas pautas reforzaron la idea de una fuerte correlación entre las partes y el todo explicándose mútuamente: el resultado fue una arquitectura de volúmenes sueltos y una ciudad de sectores especializados. Resulta obvio señalar la influencia que sobre este pensamiento y estos resultados tuvo la psicología fenomenológica de la percepción, con sus propuestas de equivalencia estructural entre las percepciones y de significación resultante de un proceso de descomposición del todo en sus partes. Por su contemporaneidad, es difícil rastrear el origen de la intención fragmentaria, aunque por “origen” no se deba entender un único punto de partida sino –como definió Benjamin– “un vórtice en el flujo del devenir”, es decir, un carácter surgente. Encontramos fragmentación en el reemplazo de los grandes sistemas ideológicos por el actual (y desaforado) individualismo, no solo en la expresión geográfica de las naciones sino también en la situación de las utopías colectivas propias del pensamiento social, por un enorme espectro de fantasías individuales sin un hilo rector que las conecte (como se observó en el Capítulo I: Utopías - Fantasías). La arquitectura y la ciudad de hoy son ejemplos muy evidentes de esta situación. Pero, encontramos fragmentación en toda la escala de observación que realicemos y en cualquier corpus de objetos culturales que escojamos, aún en aquellos supuestamente más domésticos: series de televisión basadas en 109

la repetición de un mismo fragmento (entre McGiver y 90210 Berverly Hills, casi todas son válidas) o en las cotidianas telenovelas. Filmes de aceptación masiva como la serie Guerra de las Galaxias o los protagonizados por Schwartzenegger, que parecen ubicarse en el otro extremo de obras literarias como El nombre de la Rosa, de Eco o las Cosmicómicas, de Calvino, que basan por igual sus estructuras en la idea del fragmento jugando sobre soportes inestables o leves. Pero, es en el campo de la publicidad comercial en televisión y en los cómics, donde vemos a diario el bombardeo de imágenes sueltas en la primera y la pérdida de la estructura secuencial de cuadros-detalle en los segundos, donde la ruptura de tiempo espacio (Calvin & Hobbes) da lugar a una nueva intención compositiva: la descomposición. La fragmentación en arquitectura parece ser el objetivo de la actual “deconstrucción”, que no muestra totalidades a través del orden de la geometría euclidiana, sino que busca expresarse a través de fragmentos relacionados por tensiones. En el Parc de la Villette, el arquitecto Tschumi superpuso tramas para evidenciar lo azaroso: tramas de puntos distribuidos uniformemente, tramas de tensiones que organizan recorridos, tramas de espacios verdes... los vacíos entre ellas se acercan a la idea de los vacíos entre las palabras, que planteara Lyotard, como esos silencios que en medio del discurso permiten acceder a significaciones más profundas, allí “donde el ruido no tapa la voz”. Otras actitudes, como la de Peter Eisenman, intentan la disolución del todo a través de la intención en la composición, cambiando estructuras tradicionales por otras aleatorias (como la de la molécula de ADN, por ejemplo) o, en general, la de otros arquitectos que buscan, mediante la introducción de pautas de distorsión, romper las estructuras o las relaciones temporales, evidenciando el “acontecimiento” antes que la forma. Pero, en todos los casos, la posibilidad de lo fragmentario en la arquitectura radica en ese énfasis por el silencio, por los vacíos y por las tensiones en contra de la concepción estática de las masas, aunque nuestra formación ligada al pensamiento clásico y su articulación con la Modernidad, nos lleve a mirar (y a comprender) con más facilidad lo estático que lo dinámico, la masa y no la tensión, la materia y no la energía, el sujeto y el objeto y no la relación tensional entre ambos... 110

La introducción del pensamiento fragmentario en arquitectura no es tan directa como puede serlo en el campo de la música a través del manejo del “tiempo”; o en el de la literatura, que ya desde el siglo pasado nos mostró un excelente ejemplo con los Frammentisti italianos o, en el cine y los mass-media, cuyos medios expresivos permiten demostrar con mayor facilidad, que en cualquier narración existen estructuras más profundas y más abstractas que la literalidad de lo que se está narrando. Retomando la mencionada obra de Calabrese, podemos citar: Estos niveles más profundos son los que reducen la complejidad a estructuras cada vez más elementales que acentúan la visión de las partes en contra de la totalidad ordenada y clásica.

Por ese motivo, en la arquitectura se plantea un desafío: el de mirar el límite entre la masa y la tensión desde ambos lados simultáneamente y esto no es tan fácil en tanto concebimos a priori que el espacio se organizó, desde lo clásico hasta la Modernidad, a través de una geometría y por lo tanto, tiene confines o límites que gradúan las relaciones (interior-exterior, apertura-cierre, etc.). La arquitectura del Movimiento Moderno, con su expresión a través de las formas puras acentuó ese límite visto desde el lado de la forma y propuso una gestalt –o se nutrió de ella– basada en la relación unívoca y directa entre las partes y el todo como soporte del proceso de significación. Esta gestalt, fundamentada en la psicología fenomenológica de la percepción, no permitió la fragmentación sino la correlación entre el todo y los detalles en el marco de una geometría clásica y fuertemente acotada. Volviendo sobre un concepto planteado al inicio de este texto, en tanto la parte y el todo se explican mútuamente, la primera no conforma un fragmento sino un detalle de la totalidad y entre ambos (detalle y totalidad) se da una única línea tensional que va de uno de los términos al otro. Este fue uno de los pilares teóricos de la arquitectura del Movimiento moderno, expresado en las conocidas frases “menos es más”, de Mies van der Rohe o “la arquitectura es el juego sabio y correcto de los volúmenes bajo la luz”, de Le Corbusier. La primera expresa un manifiesto a favor de los sistemas más legibles (comprensibles, significables) a través del menor 111

número posible de elementos que los detallan y la segunda muestra la intención de lograr que la totalidad-arquitectura sea comprendida por medio de la visualización de sus volúmenes-detalles. Es obvio que el destino de este pensamiento en arquitectura serán las “formas puras” y los volúmenes sueltos que detallan una totalidad legible por partes. La tradicional ciudad continua, estructurada en calles y plazas, acompañadas por largos paramentos y con el solo acento de los edificios singulares, se cortó en partes “detalladas” ante la gestalt de la Modernidad. Esto se puede ver tanto a nivel de la estructura urbana como de los ejemplos arquitectónicos: la ciudad creció en extensión y aumentó considerablemente el número de sus habitantes, pero mantuvo el rol de centro territorial, aglomerado denso y circunscrito a una forma. El funcionalismo, expresado a través de una secuencia de dicotomías como “ciudad-campo” y “centro-periferia” organizó jerárquicamente las relaciones de vecindad. Hoy resulta innegable que esas tradicionales relaciones están siendo reemplazadas por otro tipo de vecindades consecuentes con la pertenencia de los habitantes a diferentes redes de comunicación e información: académicos de distintos países que comparten una misma red o financistas interconectados con centros y bolsas extranjeros podrían hablar de cercanías mayores con esas terminales que con sus propios vecinos. Este y otros ejemplos relativos a la tecnología de las comunicaciones y al desarrollo de los transportes evidencian que la forma de la ciudad representada por ese espacio central, aglomerado y circunscrito era solo una imagen del funcionamiento de la ciudad moderna. Se puede intuir una hipótesis que sugiere que ese tipo de esquema urbano está siendo superado por los hechos y existe una tendencia a la dispersión del asentamiento y a la baja densidad poblacional. Esto significa la conformación de fragmentos funcionalmente arbitrarios, de límites imprecisos, con sus habitantes incorporados a distintas redes y con una imagen cuya lectura no necesariamente configura una identidad urbana específica. Por lo tanto, también el “sentido de ciudadanía”, de pertenencia a la ciudad, estaría mostrando signos de disolución. Así aparece, en primer lugar, la pérdida del tradicional sistema urbano jerarquizado, que da lugar a una red interconexa basada en los diferentes 112

tipos de información y comunicación, en la que no se puede individualizar un centro en el sentido físico-espacial o hacer coincidir esa centralidad con determinadas actividades que aparecen dispersas en los nodos de la red, de acuerdo con sus diferentes especialidades. Por su inserción en diferentes escalas (regionales, internacionales, etc.) y por la diversidad de redes a las que pertenecen, el comportamiento de estos nodos está atenido a imprevistas variables y por lo tanto, es impredecible y se aproxima a la idea de “estructuras inestables” que se plantea en la Teoría del Caos. Esta situación revalúa los modos de estructuración tradicionales, basados en jerarquías territoriales, distancias físicas, centralidad y homogeneidad regional: ya no son válidos los métodos de la “racionalidad fuerte” y de la planificación urbana a escala macro. Por el contrario, resultan aplicables los modelos débiles como la auto-organización y la intervención puntual, que rompen con los metarrelatos del urbanismo o de la cultura, a partir de los cuales se intentaba deducir linealmente los sucesos urbanos. El primer elemento de significación de la ciudad tradicional, la trama, que estructurada en calles y plazas (espacios para el recorrido y para la permanencia) definía las manzanas, ahora se pierde por la previa desaparición de su referente significacional: la continuidad. Dentro de este pensamiento, en el Plan de Reorganización de París, los arquitectos Salat y Labbé señalan: La legibilidad aparente de la ciudad encierra una ilegibilidad secreta: la de las antiguas coherencias de los órdenes y desórdenes del pasado. La ciudad está constituida por fragmentos de antiguas tramas, recubiertos de tramas ordenadoras artificiales creadoras del sentido o del no-sentido; es palimpsesto y laberinto. La ciudad no puede ser escrita en modo definitivo [...].

La edilicia de vivienda, ese plasma continuo que conforma la textura del asentamiento y los edificios singulares pierden su carácter de elementos de significación en la nueva ciudad fragmentada y dispersa en extensos territorios y vista desde la velocidad de los desplazamientos. Ahora la arquitectura se convierte en el envoltorio de la velocidad acelerada; esto implica aproximarse a ella más desde el lado de las tensiones entre las masas que 113

desde las masas mismas, como se hizo tradicionalmente y fue enfatizado en la Modernidad. Parece que la observación debería realizarse desde la geometría fractal y el énfasis en los vacíos, los silencios que Lyotard indica como más allá de lo visible en el texto. Porque en la volatilización provocada por la velocidad, la arquitectura cristaliza la masa y se convierte en la puesta en escena de la ciudad... de la ciu-

La ciudad fragmentaria. Diseños para la preparación de la maqueta que 114

dad como escenario, donde la escenografía entreteje fragmentos para las escenas de los diferentes momentos que constituyen los acontecimientos. Por este camino nos introduciremos en esa manera de ver el mundo fundada en la filosofía y en las ciencias; con esa levedad que se crea –como señala Calvino– con los medios lingüísticos del poeta, asumiendo el paso de la utopía de la totalidad a la heterotopía del fragmento.

se expuso en la XVII Triennale di Milano. Arduino Cantafora (1987-1988). 115

Mensajes personales, fotografía de Matthew Klein, con montaje de M. Klein y M. Glasser. 116

Conclusiones-express a partir de las cinco conferencias de Ítalo Calvino6 En el libro que reúne las conferencias que no alcanzó a dictar en Harvard, Calvino observa y reflexiona sobre la literatura del milenio que está terminando. Lo llama “el milenio del libro” por su significación en la conformación de nuestra cultura, aunque hoy nos preguntemos por su suerte ante la tecnología de la información en esta era postindustrial. Su fe en el futuro de la literatura se basa en el conocimiento de que hay cosas que solamente ella puede dar. Por ese motivo, dedica las conferencias que componen el libro a resaltar algunos valores, cualidades o especificidades de la literatura, tratando de situarlos en la perspectiva del próximo milenio. Pero esos valores pueden ser vistos también en otros campos, que a primera vista parecerían ajenos al de la literatura, como la arquitectura o la urbanística... A lo largo de los capítulos que conforman este ensayo sobre la arquitectura y la ciudad, he querido señalar algunos aspectos que hacen parte del discurso teórico actual sobre esos temas, teñidos también por el cambio de siglo y de milenio. Intenté mantener la relación arquitectura-literaturaciudad, acompañando las reflexiones teóricas con análisis de obras literarias, ensayos y cuentos de distinta índole. Puedo concluir diciendo algo ya anticipado en la introducción: creo en la validez de una arquitectura y un urbanismo que se acerquen a los métodos de la literatura y a través de ellos se alejen de los grandes marcos de referencias o metarrelatos que ahogaron los discursos urbanos y arquitectónicos, en los que muchos hemos perdido la fe. Dedicaré la primera conferencia a la oposición levedad-peso y daré las razones de mi preferencia por la levedad”.

Con esta frase inicia Italo Calvino el Primer Capítulo, o la primera conferencia, en Seis propuestas para el próximo milenio. Luego agrega, en relación con su trabajo: He tratado de quitar peso a las figuras humanas, a los cuerpos celestes, a las ciudades; he tratado, sobre todo, de quitar peso a la estructura del 117

relato y del lenguaje [...] advertí que entre los hechos de la vida que hubieran debido ser mi materia prima y la agilidad nerviosa y punzante que yo quería dar a mi escritura había una divergencia [...] estaba descubriendo la pesadez, la inercia, la opacidad del mundo [...].

En los sucesivos textos que conforman este ensayo sobre la arquitectura intenté señalar la necesaria levedad que esta y la ciudad deberían transmitir independizándose del metarrelato o gran horizonte en que se las enmarca. La arquitectura –o la ciudad– vistas con la natural modestia con que vemos los objetos de la cultura pierden su densidad y su peso, crean redes de comunicación limitadas a un pequeño entorno de conocimientos sin la obligación de referirlos a algún horizonte cultural inaccesible, del mismo modo como asumimos los hechos de la vida que valen en sí mismos y en sus cercanías, en ese vecindario de afectos y emociones profundas con que los rodeamos. Vistos de este modo, la arquitectura y la ciudad se convierten en experiencias vitales, lejos de forzados “referentes” (esa manera de llamar a las referencias “más altas”) que conducen al establecimientos de significados. Porque parecería que hemos confundido significar con comparar. La propuesta de levedad que hace Calvino (y que intenté hacer surgir a través de los textos de este ensayo), se aproxima más a la experiencia que lleva a encontrar “sentidos” que a la definición de “significados” como conocimiento enciclopédico o informaciones parciales referidas a grandes horizontes... Es la propuesta de otro modo de ver la arquitectura y la ciudad, quizás con esa visión indirecta con que Perseo pudo dominar a la Medusa, como cita el autor. Vale decir, una visión reflejada, que en el caso de los espacios construidos para nuestra existencia, se pueden reflejar en el espejo del sentimiento y de la emoción: en la experiencia vital y profunda con respecto a ellos. Hoy todas las ramas de la ciencia parecen querer demostrarnos que el mundo se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del Adn, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos [...].

Lo más duro o lo más pesado no es necesariamente la base estructural, sugiere este comentario de Calvino; quizás por ello se derrumbaron las 118

grandes utopías o se desarticuló el proyecto moderno de la arquitectura y el urbanismo, como intenté sugerirlo en uno de los textos precedentes, donde señalé que es evidente la mala elección de software (la parte leve) del Movimiento Moderno, cuyos programas rígidos y densos, dependientes del gran metarrelato, terminaron aplastados por este. La levedad en arquitectura se refiere, más que a las formas, a los programas, es decir a las intenciones, que como se verá más adelante deben ser coherentes también con el lenguaje. —No romperemos con la metafísica si metemos lenguaje por todas partes —dice Lyotard— al contrario, consumaremos la represión de lo sensible y del goce. El adjetivo “frívolo” que hoy utilizamos con frecuencia para hablar de la arquitectura actual o de las concepciones urbanística evidencia esta crisis del lenguaje, cuyo exceso se utiliza para tapar la carencia de sentido con rebuscados y densos discursos sobre significación. “Existe una levedad del pensar que puede hacernos parecer pesada y opaca la frivolidad”, señala Calvino, la frivolidad del gesto vacío, de la adhesión a modas que buscan salvar una arquitectura sin intenciones y sin inteligencia con la que resulta muy difícil compartir la experiencia. ¿Cómo percibimos la rapidez –tema de la segunda conferencia– en la arquitectura? Calvino la define, en literatura, como la velocidad del tiempo narrativo, que se puede dilatar o contraer en función de la eficacia narrativa de los acontecimientos. La arquitectura y la ciudad también nos narran acontecimientos; sin embargo, muchas veces las sentimos densas y opresivas, enmarcadas en inalcanzables horizontes (por ejemplo, el de La Cultura) y sin la posibilidad de ser consideradas como elementos culturales en sí mismas, sin sentido por fuera de las referencias preconcebidas. Una construcción o un espacio de la ciudad, incapaces de expresarse y de ser comprendidos a través de los pequeños relatos, carecen de esa rapidez que define Calvino, impidiéndonos verlos en sus organizaciones internas y situarlos en la pequeña red de su entorno cultural inmediato. Esto no es una cuestión de “arquitectura monumental o arquitectura doméstica”, no es un problema de escala o 119

tamaño sino una relación entre la obra y su capacidad para que el hombre se acerque a ella como a uno más de los elementos de su corpus cultural. Me llama particularmente la atención, ver algunos ejemplos de la arquitectura del Movimiento Moderno inscritos en esa pesadez discursiva, ya que el vértigo de la velocidad y el cambio han sido los parámetros básicos de la Modernidad. Tal vez la arquitectura, uno de sus más importantes programas, no supo expresar aquello que tan claramente desarrolló Leopardi y cita Calvino: La rapidez y la concisión del estilo agradan porque presentan al espíritu una multitud de ideas en sucesión tan rápida que parecen simultáneas y hacen flotar al espíritu en tal abundancia de pensamientos o de imágenes y sensaciones, que éste no es capaz de abarcarlos todos y cada uno plenamente, o no tiene tiempo de permanecer ocioso y privado de sensaciones.

Como en las otras conferencias, aquí también el autor presenta el valor contrario: La rapidez no pretende negar los placeres de la dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el curso del tiempo [...] la divagación o digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua [...].

El mejor ejemplo de esta técnica, en arquitectura, lo muestra el tratamiento que dio Miguel Ángel al muro exterior del ábside de San Pedro, donde una violenta fuerza que asciende desde el basamento del edificio y es encauzada por las pilastras, se frena y dilata sucesivamente en los capiteles y cornisas, para encauzarse por los nervios de la cúpula y, previo a otros frenos, parece ser expulsada hacia el cielo por la parte alta de la linterna. Este juego con las tensiones, que también manejó hábilmente el Barroco, parece hoy olvidado o haberse alejado de las intenciones de la arquitectura. Una vez más debemos reconocer que el gesto fácil e inmediato reemplazó a la intención y que el trabajo obvio con los volúmenes, hizo olvidar que la arquitectura es también tensión, fuerza que acerca, aleja y articula las formas. 120

Estoy convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable” [concluye el autor].

En la tercera conferencia se define la exactitud a través de tres aspectos: un diseño de la obra bien definido y bien calculado; la evocación de imágenes nítidas, incisivas, memorables y el lenguaje más preciso posible como léxico y como expresión de los matices del pensamiento y de la imaginación. Más adelante podemos leer: “tengo la impresión de que el lenguaje es usado cada vez más de manera aproximativa, casual, negligente”. Calvino se refiere al uso arbitrario e irreflexivo de las palabras en el lenguaje oral y lo contrapone al escrito que permite una mayor reflexión y sucesivas correcciones. Pero, aunque en el lenguaje oral es donde más se notan la negligencia y el descuido, esta observación es válida también para otros lenguajes, entre ellos el de la arquitectura, el de las imágenes de los massmedia y el del corpus de objetos que conforman el gusto del momento. No es difícil ver que vivimos rodeados de adjetivos innecesarios, superfluos y arbitrarios; de neologismos sin sentido, que buscan tocar las fibras sensibles de un gusto condicionado por el consumo y de sustantivos que intentar redefinir lo ya definido, matizándolo con aureolas de novedad. La arquitectura, inserta en los mecanismos comerciales, no escapa a esta tendencia basada en el mal uso del lenguaje: se recarga de gestos que buscan adjetivar formas y recurre a juegos gramaticales que tratan de dar significación a proyectos cuya única intención es el éxito comercial. No hay inyecciones de lenguaje que contrarresten la carencia de intenciones. Por el contrario, el exceso de lenguaje mal empleado vuelve inconsistentes las imágenes arquitectónicas y acentúa la carencia de una necesidad interna que debería caracterizarlas “como formas y como significados, como capacidad de imponerse a la atención”. Por su sentido social, por sus costos, por su responsabilidad como productora de señales para las generaciones futuras, la arquitectura no puede basar su significación en gestos arbitrarios, usados despreocupadamente según una moda, que como tal es efímera y deshechable en poco tiempo. “La literatura (y quizás solo ella) puede crear los anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje”, concluye Calvino. 121

Pero, exactitud y vaguedad no resultan antónimos en el lenguaje de la poesía. Leopardi, quien enfatizó que el lenguaje es tanto más poético cuanto más vago e impreciso, sugiriendo una belleza de lo indeterminado, en realidad estaba exigiendo una atención precisa y meticulosa (exacta) en la composición de cada imagen, en la definición minuciosa de los detalles, en la selección de los objetos y en el logro de la atmósfera deseada para alcanzar la vaguedad. Leopardi, a quien elegí como adversario ideal de mi apología de la exactitud –dice Calvino– resulta ser un testigo decisivo a favor... El poeta de lo vago puede ser solo el poeta de la precisión.

Basta con mirar algunos ejemplos de la arquitectura para entender el concepto del autor: a menos de quince años de construidos, muchos edificios llamados “posmodernos” por su manejo del lenguaje, que en su momento fueron parámetros de la moda y que generaron tantos escritos sobre sus “actitudes comunicantes” hoy los vemos como rasgos de una moda que pasó o como chistes lingüísticos ya viejos y repetidos; algo que no ocurre con otras obras, que aunque parecen atraernos por su lenguaje, intuimos algo más profundo por detrás de él. Quizás, ese algo sea la coherencia entre lenguaje y sentido, que se deja entrever como una presencia subyacente en el adecuado uso gramatical y sintáctico de los elementos. El uso lenguaje no es arbitrario ni gratuito. El gusto por la composición geometrizante [...] tiene como fondo la oposición orden-desorden, fundamento de la ciencia contemporánea. El universo se deshace en una nube de calor, se precipita irremediablemente en un torbellino de entropía, pero en el interior de ese proceso irreversible pueden darse zonas de orden, porciones de lo existente que tienden a una forma, puntos privilegiados desde los cuales parece percibirse un plan, una perspectiva. La obra literaria es una de esas mínimas porciones en las cuales lo existente cristaliza una forma, adquiere un sentido, no fijo, no definitivo [...] como un organismo [...]. 122

La literatura resulta ser, vista desde ese punto de vista, un fragmento de estabilidad sobre un sistema inestable y, evidentemente, cuanto más cercana sea la arquitectura a los métodos y a la intención de la literatura, más fácilmente mostrará su papel de fragmento estable sobre una ciudad cada día más dispersa e inestable. De este modo, sobre la derrealidad urbana (por su inestabilidad y por la virtualidad de sus redes) la arquitectura asumirá su nuevo rol de freno a la velocidad de los desplazamientos, de punto donde la energía se cristaliza en masa. Calvino inicia la conferencia sobre “visibilidad” observando que lo que Dante trata de definir en La divina comedia es el papel de la imaginación, la parte visual de la fantasía, que puede ser anterior o contemporánea a la imaginación verbal del poeta. De este comentario se deducen dos tipos de procesos imaginativos: el que parte de la palabra y llega a la imagen visual y el que parte de la imagen visual y llega a la expresión verbal; el primero es propio de la lectura ya que nos sugiere escenas a partir de un texto y el segundo se refiere a la expresión y transmisión de las imágenes interiores. En ambos casos –y en toda la conferencia– subyace el verbo “sugerir” como palabra clave en la concepción del término “visibilidad”, ya sea en las imágenes que sugiere un texto o en la expresión que logra el poeta a partir de sus imágenes interiores. Desde este punto de vista podríamos referirnos a la capacidad que tiene la arquitectura para generar imágenes vívidas y a la capacidad del proyectista para concretar en la obra sus concepciones espaciales. Pero las dos instancias actúan sobre el único resultado, comprensible a través de la experiencia participativa, actitud no tan cercana a la idea de “significación” como a la de comprensión del “sentido” de la arquitectura, esa posibilidad de participar racional y emocionalmente de su razón de ser, de incorporarla vivencialmente a nuestra existencia. Kevin Lynch definió la “imaginabilidad” como la capacidad que tiene la ciudad para producir imágenes vívidas, fácilmente evocables, que permitan la identificación y la orientación. En otras palabras, es la capacidad que tienen las formas (urbanas o arquitectónicas) para incorporarse a nuestro 123

mundo interior y reaparecer desde allí en los momentos precisos, como evocaciones, comparaciones, metáforas, etc. enriqueciendo nuestro patrimonio de conocimientos e interactuando con los demás elementos de la cultura. Así, la visibilidad de la arquitectura surge de la nitidez y vitalidad de la imagen, ya que esta es un “bien cultural porque está integrada a los valores, necesidades y deseos del momento histórico en que se produce. Contiene y acumula no solo la cosmovisión y los valores de una época sino también las limitaciones, las grietas y los bordes que la definen como imagen, para guardarlos en ella y que están prestos a las continuas interpretaciones. La imagen es, de este modo lo que permite la encarnación y la permanencia del sentido, la encarnación y la constitución de la cultura: hace posible la objetivación del pensamiento, el reconocimiento colectivo, la transmisión de las expresiones simbólicas, la constitución de lo simbólico y lo real”, como se señala en el Informe Preliminar para la creación del Centro de la Imagen de la Universidad Nacional de Colombia. Pero también, la visibilidad de la arquitectura, que permite el paso de su imagen al pensamiento, es consecuencia del otro proceso que cita Calvino: el realizado previamente por el proyectista al configurar y transmitir a la obra las imágenes de sus concepciones espaciales, es decir, la nitidez de estas en su pensamiento y la coherencia en la expresión. Al idear un relato –cuenta Calvino– lo primero que acude a mi mente es una imagen que por alguna razón se me presenta cargada de significado, aunque no sepa formular ese significado en términos discursivos o conceptuales. Apenas la imagen se ha vuelto en mi mente bastante neta, me pongo a desarrollarla en una historia, mejor dicho, las imágenes mismas son las que desarrollan sus potencialidades implícitas: el relato que llevan dentro. En torno a cada imagen nacen otras, se forma un campo de analogías, de simetrías, de contraposiciones. En la organización de este material, que no solo es visual sino también conceptual, interviene en ese momento una intención mía en la tarea de ordenar y dar un sentido al desarrollo de la historia; o más bien, lo 124

que hago es tratar de establecer cuáles son los significados compatibles con el trazado general que quisiera dar a la historia y cuales no, dejando siempre cierto margen de opciones posibles.

Transfiriendo este proceso de diseño –con su gran carga de libertad– al proceso de diseño arquitectónico, nos estaríamos acercando a esa arquitectura que se distancia del horizonte de su disciplina para incorporarse a la narrativa, con su capacidad para sugerir y constituir esos significados de uso que son los generadores de “sentido”. Ante la diversidad jerárquica de la multitud de imágenes con que nos bombardea la “civilización de la imagen”, saturando nuestro imaginario indirecto (el que nos aporta la cultura), Calvino se pregunta cuál será el futuro de la imaginación individual, ya que “parecería que la memoria está cubierta por capas de imágenes en añicos, como un depósito de desperdicios donde cada vez es más difícil que una figura logre, entre tantas, adquirir relieve”. Viendo el repertorio formal de la arquitectura actual, es evidente no solo la confusión que produce en la ciudad el uso indiscriminado de imágenesfragmentos mal escogidos como elementos de un pretendido lenguaje arquitectónico, sino también la dificultad del proyectista para alejar de su pensamiento los más baratos gestos de la sociedad de consumo, en función de imágenes visibles, significables y portadoras del “sentido” de la arquitectura. Una pedagogía de la imaginación, como se sugiere en la conferencia, “que nos habitúe a controlar la visión interior sin sofocarla y sin dejarla caer en un confuso, hábil fantaseo, sino permitiendo que las imágenes cristalicen en una forma bien definida, memorable, autosuficiente, incásica”, sería tan necesaria en las escuelas de arquitectura como lo son los talleres de diseño o cualquier otra asignatura... En la última conferencia, Calvino habla de la multiplicidad en la novela contemporánea, aspecto que define como “una red de conexiones entre los hechos, entre las personas, entre las cosas del mundo”. Hace la primera referencia al escritor italiano Carlo Emilio Gadda cuya filosofía ve el mundo como un “sistema de sistemas”, en el que cada sistema singular condiciona a los otros a la vez que es condicionado por ellos. Esta actitud, sin embargo, llevó a que todas sus novelas hayan quedado incompletas o fragmentarias: “como 125

ruinas de ambiciosos proyectos que conservan las huellas de la magnificencia y del cuidado meticuloso con que fueron concebidas”. De este modo, tanto en los cuentos como en los textos breves y en los episodios de las novelas, cada mínimo objeto aparece como el centro de una red de relaciones, multiplicando los detalles de manera que sus descripciones y divagaciones se vuelven infinitas. Gadda intuyó que conocer es insertar algo en la realidad, por lo tanto, es deformarla. Así, su literatura de define por esa tensión entre exactitud racional y deformación frenética como componentes del proceso cognoscitivo. Por esos mismos años, Robert Musil expresaba la tensión entre la exactitud matemática y la aproximación a los acontecimientos humanos mediante una escritura fluida, irónica, controlada: “una matemática de las soluciones singulares”. Para Gadda, comprender era dejarse envolver en la red de relaciones, mientras que Musil parece entender todo en la multiplicidad de los códigos y los niveles sin dejarse envolver jamás... aunque en ambos autores se percibe una cierta incapacidad para concluir. Observemos estas dos situaciones en relación con la arquitectura en la obra de Andrea Palladio y en la de Le Corbusier, haciendo la salvedad que ambos son ejemplos de arquitectura claramente concluida, definida o determinada entre límites formales establecidos. La belleza tiene dos orígenes: uno natural y uno por costumbre. El natural proviene de la geometría y consiste en la uniformidad, es decir en la igualdad y en la proporción. La belleza por costumbre, es producida por el uso [...].

Con esta frase de Sir Christophen Wren inicia Colin Rowe su texto Las matemáticas de villa ideal en la cual, de un modo similar a la comparación hecha por Calvino entre Gadda y Musil, analiza villas palladianas y de Le Corbusier. Las tensiones en la obra de Palladio se pueden asimilar a las estructuras literarias de Gadda, mientras que la matemática corbusierana, sintetizada en su frase “solo se abandona una obra cuando uno se halla seguro de haber llegado a la cosa exacta” se aproxima al pensamiento de Musil. Sin embargo, para Palladio y para Gadda el dejarse envolver en la red de relaciones, les permite explicar secretos: partes del interior de sus villas 126

explican la totalidad del edificio (los vestíbulos en las villas Rotonda o Malcontenta). Los interiores de las casas de Le Corbusier –como observa Rowe– parecerían ser aceptados solamente por el intelecto ya que no hay “puntos evidentes” de explicación de la obra, evidencia de secretos: al igual que en la literatura de Musil, en todo momento aparece la multiplicidad de códigos. Estos ejemplos muestran dos actitudes tipológicas en el discurso arquitectónico de la multiplicidad: la de “puzzle”, donde las piezas se articulan a modo de fragmentos cerrados en sí mismos y la del “corte transversal del inmueble parisino” (como define Calvino) donde cada habitación de cada piso constituye un capítulo. Esta última se aproxima a la idea de “detallar”, base del pensamiento moderno en arquitectura y particularmente de Le Corbusier con el énfasis que hace en la relación lineal entre las partes y el todo, buscando explicarse mútuamente. Muy diferente es el valor que adquiere el fragmento en las construcciones de Andrea Palladio a través de la repetición de un mismo módulo como en la fachada de la Basílica en Vicenza o en el juego de frontones de Il Redentore. La red que vincula todas las cosas, es también tema de Proust, señala Calvino, pero en Proust esta red está hecha de puntos espacio-temporales ocupados sucesivamente por cada ser, lo que implica una multiplicación infinita de las dimensiones del espacio y del tiempo. El mundo se dilata hasta parecer inasible; para Proust, el conocimiento pasa a través del padecimiento de esa insensibilidad. De este modo, la red proustiana se aproxima a la idea de ciudad con múltiples tramas virtuales, como vimos en el planteamiento para París que hacen Salat y Labbé, en el que la ciudad-todo continuo se rompe en fragmentos con sentido independientes cada uno, como múltiples acontecimientos espacio-temporales. Algo similar ocurre con Dublín de Joyce o con Buenos Aires en los cuentos de Borges, donde el espacio urbano se disuelve en la levedad de la narración. Entre los valores que quisiera que se transmitiesen al próximo milenio –dice Calvino– figura el de una literatura que haya hecho suyo el gusto por el orden mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía,

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de la ciencia y de la filosofía, como la del Valery ensayista y prosista; como la narrativa de Borges, cuyos textos contienen un modelo del universo o un atributo del universo: lo infinito, lo innumerable, el tiempo eterno o cíclico, en textos cortos son una enorme economía de expresión. Ojalá que estos valores fueran entendidos y asumidos por la arquitectura para el próximo siglo, a fin de superar el actual regocijo en el discurso y el despilfarro expresivo que parece caracterizarla... Así, el modelo de la red de los posibles puede concretarse en las pocas páginas de un cuento de Borges, como puede servir de estructura portante a novelas largas donde la densidad de concentración se reproduce en cada una de las partes.

Esta frase de Calvino parece señalar el camino de la arquitectura en beneficio de la economía de expresión y concluye el párrafo citado, diciendo: “diría que hoy la regla de ‘escribir breve’ se confirma también en las novelas largas, que presentan una estructura acumulativa, modular y combinatoria”. Hollywood Park Soñé con la ciudad de La Plata, aunque en el sueño no se la mencionaba; tampoco vi sus calles ni sus edificios, pero la ciudad era la referencia que daba significado a la anécdota. No quisiera que lo interpretaras como una fantasía, porque los sueños son parte de la realidad, quizás la realidad que más profundamente escogemos y donde más podemos ser. La acción sucede en un pueblo de los cafetales colombianos –tal vez en Caldas– por su arquitectura de casas de madera pintadas de colores. En una calle están estacionados varios automóviles conocidos; entre ellos, el mío: estamos de paso en el pueblo. Una casa de esquina, de tres pisos, azul con los marcos de las ventanas plateados, tiene algo que atrae mi atención en el ángulo que conforman las dos fachadas, quizás una cascada, quizás un tobogán. Al otro lado de la calle, a mis espaldas, hay una cuidada ribera de río con pocos árboles. El interior de la casa azul es un club; en cada piso, diferentes grupos hacen gimnasia. En una parte cubierta de la terraza, donde llega la escalera, hay billares y mesas de reunión. Más allá, el piso es un enrejado de madera 128

debajo del cual hay agua; por allí camino llevando mis zapatos de tenis en la mano, quiero ver qué es eso que desde abajo parecía un tobogán o una cascada. Entiendo que por allí se vierte el agua del piso. La esquina es un juego mecánico ahora fuera de servicio; cuando funciona, la gente se lanza por el tobogán-cascada en unos carritos como tazas muy coloridas. Uno de los zapatos resbala de mi mano y me agacho a recogerlo. Sobre el enrejado de madera que cubre el piso de agua hay una pequeña zapatilla de niño. La mía. Ya no es mi zapato de adulto... Abajo, en la calle se encienden las luces de un parque de diversiones; me llegan sus mil sonidos: los campanazos de la pesa para probar fuerza, el ruido de los juegos mecánicos, el murmullo de la gente, los gritos de la montaña rusa, las voces que anuncian espectáculos: pitonisas, tiro al blanco, tragasables y lanzallamas... Cuando me incorporo con mi zapato de tenis ya no hay luces ni ruidos. Regreso hacia la parte cubierta de la terraza. En la realidad del sueño volví, por uno o dos segundos, al Hollywood Park, parque ambulante de diversiones, que algunas veces se detuvo en el Bosque de La Plata y que alguna vez vi desde lo alto de la Gran Rueda, con sus bombillas de colores y sus sonidos de alegría itinerante. No quiero pensar que un sueño es una fantasía, tampoco quisiera que tú lo pienses. Fue demasiado hermoso para no ser real. Viajeros II Salió de La Plata dispuesto a recorrer el mundo, a no regresar jamás; miró por última vez las fachadas grises y los árboles sin hojas del invierno que golpeaba contra la ventanilla del tren. Aún no sentía nostalgia, aunque una sensación parecida comenzaba a insinuarse. Recorrió el mundo dejando atrás ciudades con cúpulas doradas, con canales encantados, con edificios que subían hasta más allá de las nubes, pero comenzó a buscar –infructuosamente– otra ciudad con traza geométrica, con serenos gestos neoclásicos, con atardeceres húmedos y mañanas con hielo en los charcos. Finalmente se quedó a vivir en la ciudad que resultó más lejana a sus recuerdos platenses, ya un poco confundidos entre imágenes nómadas de cúpulas, 129

canales y rascacielos. Nunca lo supo, pero la ciudad y él se escogieron mútuamente, aunque él nunca entendió sus espacios ni ella sus recuerdos. Allí vivió pensando en una La Plata inexistente, que había inventado y guardado en el más profundo rincón de su interior; una ciudad muy distinta de aquella que vio –por última vez- desde la ventanilla de un tren; en la nostalgia, La Plata aparece ahora adornada con cúpulas, atravesada por canales y sembrada de edificios que se pierden en las nubes; es una ciudad hecha de recuerdos para arraigarse en el desarraigo. Desde Bogotá Ante la ventana veo la ciudad, otra ciudad que tú no conoces pero intuyes en mis cartas. La veo naranja y ocre con la luz rasante de la puesta del sol. Perfil oscuro del contraluz de los edificios y puntos de luz en el cielo que descienden hacia el aeropuerto. ¿Por qué pienso en mi infancia? ¿Por qué revivo mil atardeceres platenses tan lejanos en el tiempo como en la distancia? Ahora esta ciudad –que tú no conoces– se vuelve negra contra un cielo aún claro. En la mancha oscura se encienden ventanas; los puntos de luz que bajan hacia el aeropuerto son más brillantes... Miro esta ciudad y pienso en aquella otra que quedó enredada en mi adolescencia platense. Ciudad y cielo se confunden en una sola oscuridad. Puntos de luz arriba y abajo: intimidades tras las estrellas y tras las ventanas. Recorro el arco de una vida entre La Plata y esta ciudad: pasaron los últimos minutos de luz del día. Los atardeceres ayudan a recordar y la dimensión del recuerdo no importa. El tiempo de los hombres no es el tiempo de las ciudades. ¿Qué te puedo decir de esta ciudad, de la que solamente describo un instante? Aunque también de La Plata solo conozco un momento. El tiempo de las ciudades es el de las generaciones.

NOTA CALVINO, Ítalo. Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid: Siruela, 1989, 144 pp. 6

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Plano de la ciudad de La Plata.

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